«Federico Riu llega a Venezuela en 1947 a sus veinte años. Estudia en la Escuela de Filosofía de la Universidad Central en 1949. Se gradúa pues en una de las primeras promociones. En esa Escuela ejercerá su magisterio por más de un cuarto de siglo. Será director de la misma y Decano de la Facultad. Muere en 1985.
Esta mínima ubicación biográfica indica que al menos cronológicamente su vida y su obra se confunden con la breve historia de la filosofía contemporánea venezolana que, como ya habíamos anotado, se instaura con la fundación de esa Escuela, en la cual además, y durante mucho tiempo, sucede casi todo lo que sucede en filosofía en el país. Pero no sólo se trata de esa simetría temporal. Riu representa un verdadero emblema de la manera en que se ha hecho filosofía en el país, tanto porque encarna sus caracteres más típicos cuanto porque es, para mí, su más alta expresión. Si la tarea propuesta era apropiarse de esa filosofía de Occidente, por primera vez de manera explícita, sistemática, por ella misma y no por sus incidencias aleatorias en otros ámbitos, aquélla se cumple con verdadera excelencia en esa Escuela que en algún momento llega a ser lugar prominente de la universidad venezolana. A ello colabora sobremanera la presencia de destacadas figuras de la España peregrina, muy especialmente la egregia personalidad de Juan David García Bacca. Obviamente, sin ellos hubiese sido imposible que en una década, por decir una cifra, encontrásemos constituida una generación de filósofos venezolanos con una señaladísima posición en el liderazgo intelectual del país.
Conforme a los patrones delineados la obra de Riu, al menos la publicada en libros, en seis breves libro, es la de un exegeta. Sus campos temáticos son básicamente los de la fenomenología (y el existencialismo) y el marxismo. Paradójicamente su labor docente más permanente fue el Kant que nos enseñó a varias generaciones y al que sólo le dedicó algunos artículos tangenciales. En cada uno de esos libros hay una serie de rasgos comunes que definen un estilo de pensar y exponer muy suyos. Primero, una voluntad didascálica, cónsona con el extraordinario docente que fue, que comienza con un marcado interés por producir el libro útil, funcional para el estudiante, certero –por ejemplo, presentar en ciento y tantas páginas cuatro modelos fundamentales para encarar la ontología (Husserl, Heidegger, Hartmann, Sartre), Ontología del siglo XX; tres grandes matrices interpretativas del marxismo (Althusser, Lukács, Sartre), Tres fundamentaciones del marxismo; y así–; a ese tino temático hay que agregar el estilo muy despojado, casi lacónico, extremadamente sintético, obsesionado por la doma y el ordenamiento de materiales extensos y difíciles y que hacen de sus obras estupendas herramientas para el taller del aprendizaje filosófico. Pero esto último responde también a una segunda característica de su manera filosófica, más básica: el rechazo de la erudición y una pasión por el argumento –se quejaba igualmente de la tantálica labor de sus colegas historicistas, como de la pérdida de fe en la argumentación de la filosofía contemporánea que tendía a disolverla en contextos preteoréticos. De allí la brevedad de sus textos, poco preocupados de la exhaustividad bibliográfica, la carpintería profusa, las contextualizaciones panorámicas. Se sumergía en el texto, oía sus razones esenciales y les contraponía las suyas.
Pero hay todavía otro nivel, más consustancial al sentido último que atribuía al oficio filosófico y que tiene sus manifestaciones ostensibles en el abocarse a los temas más actuales, más ineludibles; en esa suerte de prisa por llegar a los núcleos esenciales de los textos diseccionados; en una crispada exigencia de soluciones vitales al árbol de la teoría, y no la placidez de la erudición o la ludicidad del acertijo: por hacer verde el gris de los textos de ahora y de siempre.
Alguna vez escribí que Riu había sido el más vital de nuestros filósofos. Es en el sentido apuntado: ningún otro le exigió a la filosofía más directa y enfáticamente que cumpliera con la promesa que enuncia en su milenaria definición: hacer más llevadera la vida de los hombres. Nadie más alejado que él del paper académico, del status de investigador, del congreso entre colegas. Lo que sucede es que esa vehemencia no estaba nunca en el primer plano de sus textos –ya lo hemos dicho, tan circunspectos, tan impersonales–, sino en una reiterada trastienda que la discreción y la prudencia del autor no osaban evidenciar. Ya hablaremos de «otro» Riu, el de sus textos breves, a veces secretos, donde se daba con un distinto desenfado.
Ese apasionado requerimiento, acaso por excesivo, ocasionaba una pareja decepción. «La filosofía ni salva ni serena», escribió tardíamente. En el fondo de todo, Riu era un espíritu trágico, un animal metafísico, una de esas sensibilidades que no pueden olvidar por mucho tiempo las últimas, eternas, irresolubles preguntas. Acaso velado por la compostura académica que creía norma de sana cortesía; otras veces por una pasión legítima por el mundo, porque amaba al mundo, porque ejercía el amor –«amar, amar el testimonio humano», dijo como profesión de ateísmo– y que, por ejemplo, lo llevó a rondar siempre, con mayor o menor intensidad, el compromiso político. Una vez quiso describir la «escogencia original» de Jean-Paul Sartre y concibió la metáfora del flujo y el reflujo de las mareas; el autor de la Crítica de la razón dialéctica buscada afanosamente la playa de la asertividad y la acción pero luego volvería a esa angustiosa antecámara del sentido, al piélago del absurdo. A lo mejor Riu decía allí mucho sobre sí mismo.
Ahora bien, en otras ocasiones he utilizado el término de escéptico para designar el peculiar temple filosófico de Riu. Él mismo se definió, al final de su vida, como un «escéptico bien intencionado».»
(Fernando Rodríguez, «Introducción» a las Obras Completas de Federico Riu, Monte Avila Editores, Caracas 1997, tomo 1, págs. X-XIII.)
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