La Gaceta Literaria
Madrid, 15 de abril de 1927
Año I, número 8
página primera

Manías de los escritores
La de Juan Ramón Jiménez
(Los vecinos)

Ignoro la solución que el comunismo ruso habrá dado al problema social del poeta lírico. Mientras no la conozca, no podré sumarme en contra ni en por del sistema bolchevista. Es muy posible que el bolchevismo, con cautela de zorro azul de la estepa, haya soterrado este problema: el único serio (más capital que el capitalismo) surgido ante una ideología comunista. ¿Qué hacer con quien nada quiere en común con los demás? ¿Qué hacer con una conciencia lírica? Por mi parte –modesta y privada solución que a nadie ofrezco–, yo tenía la mía. Y la tengo. Para cuando en la vida me acontece el raro y atroz caso de tropezarme con un lírico. Y es no esquivarme. No asustarme. Persignarme. Y –dirigiéndome valientemente hacia él– reducirle a la familia de los lepidópteros.

* * *

Así que –cuando aún no hace mucho tiempo– me vi obligado a afrontar, a pesar de todos los esfuerzos hechos hasta entonces, la persona lírica de Juan Ramón Jiménez, la primera defensa (y curiosidad) que tuve fue buscar su espiritrompa.

* * *

De ningún escritor de España me había interesado tanto no estrechar la mano como de Juan Ramón Jiménez. Desde adolescente (como tantos otros adolescentes españoles) uno había ido adquiriendo los capullos de oro, rosas, malvas y blancos que este supremo insecto lírico de la península tejía primaveral y omnianualmente. Pero, a diferencia de la mayoría de esos adolescentes, evité siempre el curiosear cómo estaba laborada aquella mágica seda y cuál era la figura física y social de su operario. Colocaba los ovillos, color de huevo y sol, como gemas frutales de un pleno mediodía, sobre la mesa de mi cuarto y esperaba el momento de la postrer transformación: el vuelo de la crisálida: la fugacidad de oro: la poesía. Pero la vida es así. Y estar dispuesto a los mayores contratiempos y desventuras, es sobrepasarlos ya en parte. Tal vez por esta disposición estoica, natural en uno, no tuvo caracteres de catástrofe mi inicial relación con Juan Ramón Jiménez el otro día. En su propia enramada. Cuando, por presiones circunstanciales, me vi empujado a entrar en el enrejado de sus movimientos, de sus palabras, de sus hilos de seda. Sin remedio.

* * *

Nos quedamos mirándonos atentamente. Él, con la atención felina del sorprendido. Yo, con la calma del que, ya en el terreno del contrario, está dispuesto a jugarse la piel.

Comenzó Juan Ramón a hablarme. Recién mudado de casa (una de las mudas inevitables que hace la larva de la seda periódicamente), tenía aún en desorden su rincón y se excusaba. Yo no le hice gran caso a esta excusa. Mi reflector atentivo, se había detenido sincrónicamente en su voz, en su corbata y en sus manos. (¿Dónde estaba la espiritrompa?) Su voz salía de un oboe metido en un pozo seco de mil metros. Una voz de música triste, suave y ronca, suspirada por un demonio arcangélico. Una voz ante la que no había más remedio que sacar el pañuelo para enjugarla: lágrimas de paraíso perdido. Su corbata era la soga negra que por el pozal faríngeo rodaba la garrucha para buscar la voz de ángel caído. Y sus manos: las manos de Juan Ramón Jiménez, inmóviles, en línea pura, dilatadas, en dibujo de Ingres potenciado por Picasso, tocaban el violonchelo. (Pero, ¿dónde estaba la espiritrompa?) ¡Ah! De pronto: la encontré. Ni en sus manos, ni en su corbata, ni en su voz. Sino en la capilaridad bucal. Donde todos los lepidópteros poseen radicadas, según los entomólogos, las células del gusto. En la barba.

Por aquella pelambre, de una oleosidad exquisita, era por donde manaban, sin duda, los versos de Juan Ramón. Era donde estaba concentrada la esencia de su ser. Y sólo así se comprendía su figura, el significado natural de su figura en el mundo de los seres: un esbelto cuerpo obscuro en anillos, que, sin necesidad de manos ni de pies, girovaga la cabeza por el aire, cutre las cuatro paredes de una enramada, hacía un cénit invisible, segregando hilillos suaves y contráctiles (que se han de transformar en oro y mariposa), hilillos cuyos vestigios de milagrosa baba fulgida se veían en el manchón permanente de la boca: las barbas características de Juan Ramón Jiménez.

Por consiguiente: hallada la espiritrompa, todo mi valor estuvo en seguir sus ondulaciones, sus picaduras floreales de corola en corola, resistiendo como mejor pudiera el espiritrompazo cuando en la mía se posara. Por consiguiente: no era ninguna sorpresa preguntar a un ser tan definido cuál sería su manía. A priori, como una ley biogenética, la conocía ya uno. ¿Cuál iba a ser la manía de un solitario en su huevo de oro sino que no se le acercase nadie a perturbar su morada mágica? Zafarse de las gentes. No consentir ninguna vecindad.

Por eso, cuando Juan Ramón Jiménez, a propósito de su muda de enramada, comenzó a relatarme sucesos de su vida con «vecinos», con inquilinos de sus otras viviendas, me pareció como ver a la oruga de seda agitar su cabeza en un amplio preludio, tendiendo la primera secreción frente al enemigo inmediato.

—Me he tenido que mudar de casa porque en aquella otra –una cosa muy desagradable– tenía un vecino molesto.

—Lo creo.

—Figúrese. Un magistrado, que tuvo el humor de tirarme un tabique e instalarse en un sector de mi propia casa. Intenté llevarle a los Tribunales. Pero ningún abogado se ha querido encargar del asunto. Estoy indignado. ¡Qué vergüenza y qué miedo el de los abogados! Pero mi venganza será una novela satírica que estoy haciendo, donde desenmascaro a las gentes que han intervenido en este enojoso asunto.

—Aquí vivirá usted ahora bien, ¿verdad? Sin embargo, ¿se ha cerciorado del vecindaje?

—Desde luego, creo que no me pasará como en aquella otra casa, de la que tuve que emigrar porque al vecinito de al lado le daba la ocurrencia de apoyar una pianola en el muro junto al que yo trabajaba y pasársela tocando todo el día. Y, además, al encontrarme por la escalera, me preguntaba el ladrón si me molestaba. No. Esa clase de vecindad, no. Pero...

—Qué, ¿algún otro escritor en la casa?

—Eso me ocurrió en una, a la que no llegué a mudarme por tal razón. Es decir, por tal razón, no. Sino por ser el escritor que era.

—¿Quién era?

—Un novelista y académico que usted conocerá. Cuya literatura quiere ser la de un hidalgo. Pero del que yo sabía que tomaba aguardiente en calzoncillos todas las mañanas. Claro que no le di esta explicación a la dueña de la casa, con quien ya tenía firmado el contrato, sino que el inquilino –que allí había estado antes que yo– tenía manchas en la piel de enfermedades vergonzosas.

—Y ahora, esta casa actual, ¿qué vecindaje inquietante posee?

—Debajo de mi balcón, en la fachada, un emblema religioso, de burguesía pudiente, con el que no puedo estar conforme y que quizá me haga saltar también.

El haber mentado las palabras escritor y académico fue como una señal para que el ancho preludio de alambres se estrechara en concreciones, en figuras precisas de vecindad literaria, en enemigos mediatos.

Azorín, Machado, Maeztu, Ortega, Unamuno, Gómez de la Serna, fueron nombres que comenzaron a quedar prendidos en el hilado bucal de Juan Ramón. Todos ellos le molestaban –lógica, biológicamente– en algo. El uno, por su originalidad perdida; el otro, por su conformismo con el ambiente; el otro, por su perniciosa influencia en la juventud; el otro, por tal cosa, por todas esas tales cosas que tenía uno ya descontadas, y que, desde el punto de vista de lírico puro, de puro lepidóptero, encontraba exactas.

—No hay revistas, no hay donde decir las cosas. La Gaceta Literaria me parece blanda... Creo que no sabe usted dirigirla como es debido.

—Como es debido a su punto de vista lepidoptérico, Juan Ramón. Nosotros tenemos deberes de información. Y no gustos de selección. Haga usted la selección. Nosotros daremos la noticia. Haga usted la Revista que le postula su particular biología.

—Es que en seguida empiezan a faltarme originales y se me extingue la publicación cuantas veces intento darla camino. Hasta que la tengo que hacer yo solo.

—Naturalmente. Ningún capullo de oro y seda se hace con el concurso social, Juan Ramón. Y usted no se quiere convencer de que la soledad pura y ex social, el laboreo sedeño en la enramada, sin claudicaciones, es su determinismo. Por eso su manía de «hacer una revista» es la suya de siempre, la de los vecinos. Juan Ramón: huya de los vecinos. Siempre. Trabaje su madeja. Trace su ovoide rubio. Y salga al viento primaveral de la vida su crisálida papilionida, como siempre. Dejando, antes de morir, esos excrementitos grises de la reproducción, nuevas mariposas del futuro, las simientes de escuela, esos hijos poéticos que ya, honrosa y gloriosamente, le rodean, de lejos. Y algunos, de cerca. ¿Cuáles más cerca?

—Bergamín, Cernuda...

—Bien. Y para el que no sea simiente suya, Juan Ramón... ¿Ese látigo y ese puñal que blande usted, de vez en cuando, terriblemente?

—Si, este látigo. Mírelo. Pero para el adulador. A ese le echaré a latigazos. Prefiero la gente de cara descubierta.

—Y el puñal, ¿para quién? ¿Para todos esos que le han hecho a usted algo y sobre los que usted pronuncia la frase tremenda y típica de «eso no se lo perdonaré nunca»... ¿Para mí quizá...? ¿Por haberle avecindado de repente?... Para mí no. Que me salve como salvoconducto mi intención de que no quise disturbarle nunca. Ese máximo respeto y admiración que le he venido otorgando hasta hoy (este hoy lamentable), de evitar ser «un vecino más» de usted, de Juan Ramón.

—Este puñal lo recogí de un pariente mío, viejo... –contestó Juan Ramón, con su cara ovoidal, serena, implacable, de palidez de luna, de blancura de seda recién tejida, mientras ponía la punta de su dedo de músico de Ingres en la punta del puñal.

—¡No! –dije para mí mismo, sofocando un grito y alzándome para huir. ¡No! Porque acababa de recordar aquel verso juanramoniano, inolvidable como una maldición:

Dejo correr mi sangre,
para que te persiga...

E. Giménez Caballero.

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Ernesto Giménez Caballero
La Gaceta Literaria
1920-1929
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