La Conquista del Estado
Madrid, 14 de marzo de 1931
número 1
páginas 1 y 2

Las ideas y los hombres
Pío Baroja en la realidad de lo real

 

Hubo una época en que Baroja se parecía físicamente a Lenín. Casi idénticos la fisonomía y el ademán, además alentaba en la vida y la obra de ambos una común auguración de tiempos nuevos. Para diferencia, Baroja esconde sus manos asustadas dentro de las faltriqueras de los pantalones. Wladimiro Ilich colgaba sus pulgares, nerviosamente, en los bolsillos del chaleco. Nuestro novelista ha estado adscrito al alma de Rusia; por simpatía, por afinidades, por devoción a los maestros –Dostoievski, Gorki–, hasta por amor. Pío Baroja sintió una vez la puñalada erótica, al interesarse demasiado con una rusa en París: Ana de Lomonosov. Todavía, ahora mismo, cuando la madame Eufrosina es su compañera cotidiana, se le enciende a menudo la tentación y el riesgo de ser comisario del pueblo de la U.R.S.S. O sargento carlista de Vasconia. Cualquier barbaridad antes que convivir con cuanto ha transigido a la trágala durante su existencia de hombre único.

Hace treinta años, alrededor del día de la visita al cementerio de San Nicolás –chisteras y violetas–, donde una generación rescató, junto a la tumba de Larra, su derecho a vivir, Antonio Azorín y Olaiz –un novelista un poquito calvo ya, desaliñado, inteligente y sincero (leed «La Voluntad»)–, dialogaron una charla ceñida a temas de política y utopía.

Desde 1901 a la fecha –dicen– se está gestionando una gran revolución. Vuelven a decir: son momentos históricos. Permítame, Azorín, por lo tanto –pues usted labora, preocupadísimo, en dar justicia a don Francisco Pi y Margall–, que ocupe su asiento junto a Olaiz. Voy a reanudar la conversación interrumpida y baladí de antaño. Gracias. El testigo de entonces ha muerto, era el perro Kantiano Yok. Hoy se subió sobre mis hombros el gato familiar de los Baroja.

* * *

—Ya sabe usted que yo nunca he exaltado la consecuencia, y, a pesar de ello, he sido consecuente. No me parece una gran virtud. Hace treinta años Azorín me decía: «Sí, eso de usted es crítica; pero no es anarquismo, y yo soy anarquista.» El, al poco tiempo, era maurista, y luego ciervista.

Lo mismo me ha pasado con algunos republicanos catonianos, que reprochaban mi indiferencia y que han aceptado el sueldo o el cargo que les han dado los monárquicos. Francos Rodríguez hablaba hace cuarenta años con una efusión bastante ridícula de su republicanismo.

—¿Usted pone alguna esperanza en la República?

—Distingamos. Yo nunca he sido entusiasta de la República burguesa; siempre he hablado de ella con poca simpatía. Tampoco tengo fe en el Parlamento y en la palabrería de los abogados; raza para mí antipática y despreciable.

—Entonces, ¿usted no simpatiza con la demanda de los jurisperitos?

—Dirá usted de los leguleyos. Cuando leo en El Sol «Siete años sin ley», me pongo a reír como un demente. Es una farsa. Gentes de ghetto y sacristía, siempre al pie de la trampa de sus Códigos, acechando la caída de la pieza. Ciegos a la realidad...

—¿Pero ellos afirman que la realidad española pide una Constitución de derecho...?

—¡Ca, hombre! La verdadera realidad les pasa por delante y no la ven. Ibamos a Barcelona Lerroux, el pedante Salillas, Albornoz y yo. Al partir de Zaragoza, me encargó Alvaro de Albornoz –yo iba junto a la ventanilla del coche– que le avisara cuando llegásemos a la costa. Pues le agradaría –dijo– contemplar el paisaje de ese trozo del trayecto. Llegado el instante, le toqué en el brazo, una, dos, diez veces...; todo fué inútil: iba tan absorto con la lectura en La Vanguardia, del último discurso del Congreso, que el mar se quedó sin la admiración del tribuno de Asturias.

—Al menos, ¿conspiran de verdad, con entusiasmo?

—No lo crea. Conspiradores que se presentan a la autoridad serán, a lo sumo, unas personas muy honorables, pero no son revolucionarios...

—¿Y Galán?

—Galán, ciertamente. Por ahí van divulgando algunos militares comprometidos que Galán fué un imprudente, un loco. Sí que fué un hombre de acción. Desde muchos años –aseguran– se conspiraba en los cuarteles. Hasta él, no se había atrevido nadie a dar la cara.

—¿En Madrid?

—Farsa. Farsa. Supuse que Franco haría algo atrevido. Fuí, como curioso, al cuartel de la Montaña. Un señor jefe, sobre un caballo, caracoleaba, arrogante. Unos soldados tomaban posiciones en los jardinillos... Ya lo sabe usted: no ocurrió nada.

—¿Y en provincias?

—Sí; en provincias la cosa salió más movida. En San Sebastián, por ejemplo, hubo pasión, disparos; hay condenados a muerte... A propósito de San Sebastián; poco después de los sucesos vino a verme el pintor Echevarría. Charlamos; de pronto, me preguntó: –¿Usted conoce a Basozábal? –No, yo no le conozco. –Pues en su novela El gran torbellino del mundo habla usted de un comunista Basozábal. –¡Ah, sí! –contesté asombrado–; le aseguro que escribí Basozábal como pude haber escrito Sarozábal o Isazábal o Charandieta... –¡Qué casualidad! Resulta que existe un comunista del mismo nombre y tomó parte activa en lo del Gobierno Civil; le quieren quitar la vida; es un viejecito con barba blanca.

—¿Usted cree que el comunismo...?

—Creo que hoy hay en España el mito comunista como bandera, como enseña, y este mito ha de tener avatares innúmeros y una eficacia como mito indudable. ¡El comunismo en España! ¿Quién imagina lo que sería? Quizá desaparecerían en seguida los cuarenta mil automóviles de Madrid; se volvería al campo. Aquí está el gran problema...

—¿Usted se siente ligado a la tierra?

—Muchísimo. También me siento un poco comunista en bastantes cuestiones. Yo, ciudadano –no, no; me repugna este sucio nombre–, habitante de una parte del Bidasoa, considero una estafa que un señor cualquiera se apropie particularmente de la energía de los saltos de agua. Agua comunal, de todos; de los montes, del cielo. En Vera, aprovechando la corriente del Bidasoa, trabajarían varias industrias muy reproductivas para el pueblo.

—¿Decía usted de los campos?

—Los campos y los pueblos; se van despoblando, desplazando sus gentes hacia la ciudad, hacia las capitales. El zapatero pueblerino emigra, busca una clientela más amplia y más selecta. El chófer o el mecánico, un jornal mayor o las diversiones. Los pueblos quedan exprimidos. A los forasteros que van allá les parecen sosos. Sucede como en los baratillos de libros viejos, donde cada parroquiano se lleva lo mejor del tenderete y sólo queda la basura.

—¿Los obreros flojos, acaso?

—No, todo lo contrario. Llamo basura a los embrutecidos; a los que trabajan diez y seis horas seguidas su pequeña parcela para ahorrarse estúpidamente un billete de quinientas pesetas, que tampoco aprovechan, porque el cura, cual el eunuco de un harén, se lo prohibe todo: cinematógrafo, teatros, civilización... Algún día se darán cuenta de su primada. Comprenderán que el burócrata de la ciudad trabaja tres o cuatro horas diarias y la goza el doble.

—¿Ese día?

—Esta muy lejano aún.

—¿Mientras tanto?

—¡Ah! Mientras tanto, no lo sé. Veo difícil la solución. Para mí el único plan es estar al acecho. Tal vez un remedio heroico fuera el de purificar el Ejército, limpiarlo, hacer de él algo así como un ejército rojo. Con el otro Ejército y con la pulcritud de los republicanos, la República, de proclamarse, sería de opereta. Discursos en el Parlamento y cuarteladas de generales.

—¿Entonces?

—Esperar. Falta el impulso violento, enérgico, embalado; en fin, nuevo, creador y [2] duradero. ¿Quién lo dará? No lo sé. Lo demás es farsa y pedantería. Hace veinte años hablé yo como radical en un mitin de la calle de Atocha, y dije, como hubiera dicho ahora, que no era apenas republicano, que era partidario de una dictadura centralista y de carácter social. Me sisearon. Luego habló el terrible socialista García Cortés elogiando el federalismo y la democracia, y fue ovacionado y ensalzado. ¡Qué hombre!, decían todos. Hoy este señor forma en las puras huestes del conde de Romanones.

* * *

Falta el impulso violento, enérgico, embalado; en fin: nuevo, creador y duradero. ¿Quién lo dará? Lo daremos nosotros, Pío Baroja, admiradores suyos. De usted –sosía de Lenín–, superviviente y liberado de la trifulca en marcha. Que si un día de humor divertido proclamó la Constitución de su República «sin moscas, sin frailes, sin carabineros», otro día de ambición más honda –en la fabril Bilbao– nos dictó estas consignas magníficas que aprendimos:

Hay que crear una solidaridad social que dé siempre una impresión de fuerza y de unión, y esta solidaridad no se puede constituir más que a base de ideal, de jerarquía y de disciplina.

Aparicio

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Juan Aparicio López
La Conquista del Estado
1930-1939
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