Revista de las Españas
Madrid, junio de 1926
2ª época, número 1
páginas 18-19

Marqués de Figueroa
Condesa de Pardo Bazán
Cuadros religiosos

Los estudios hagiográficos de investigación o divulgación gozan boga grande en la actualidad; frecuentemente los tratan escritores ilustres, por modo muy conforme al gusto y en estilo propio del tiempo nuevo, aunque tomando de lo antiguo y rancio, siempre el argumento y también muchas veces la expresión... ¿Cuál mejor ejemplo que el de la condesa de Pardo Bazán, famosa en las letras por el talento crítico y por la facultad de invención, creadora, evocadora, páginas verdaderamente áureas –de áurea leyenda– las del San Francisco de Asís (siglo XIII)?

Objeto estos días del centenario el santo de homenajes valiosísimos, no pocos supieron avalorarlos recordando juicios, citando pareceres, de la eximia escritora.

No sólo esas celebraciones franciscanas, muchas propagandas más se contraponen y deben, en mayor grado, contraponerse, a las mundanales, que creen elevar los hombres simplemente haciéndoles más fuertes y poderosos. Importa harto más que sean mejores; ricos en virtud, fuertes y grandes por ella.

Dice bien el critico y publicista notable Araujo Costa, en prólogo digno de los «Cuadros religiosos»: «El franciscanismo animó siempre a la insigne polígrafa gallega, gloria de España.» Todos los temporales límites rebasa, verdaderamente universal, el amor franciscano; el que pone en las cosas creadas, animándolas, sintiéndolas; el que dedica a los seres creados, a todos los seres, pero muy especialmente a cuantos, entre los humanos, más lo han menester: a los humildes y humillados, a los vituperados y caídos.

Bienaventurada, santificada, María de Magdala; ¿cuándo fue más ejemplar, abajándose para subir a tanta excelsitud, la inspiración de la gracia? Es precisamente grande, extraordinario caso, por lo que aquella mujer había escandalizado a muchos; piedra de escándalo, verdadero o fingido, pues de todo había en aquel tiempo, y en el nuestro hay. Empobrecen y falsifican «la vida de Magdalena, lejos de rehabilitarla» quienes, no comprendiéndola pecadora, no pueden comprenderla penitente en el sacrificio extremo, propio de quien amó mucho, y ama más, presentes los pecados; falsos amores reducidos a cenizas, encendido el espíritu de la santa en llamas de divino amor, que la consumen. Sigue llamándose una pecadora a Magdalena. «Es el concepto profundo –dice nuestra condesa– de mujer que simboliza la gentilidad», el vencimiento de la más profana. Meramente recordarlo, varias veces suscitó protesta; el escándalo parece seguirla siempre, pero para mayor edificación; al cabo, con María de Magdala la Pardo Bazán hubo de experimentarlo. Ella misma lo menta para que no se olvide; atraída por la «poética historia, escribió en dos horas una leyendita que se comentó dos meses con alboroto». Lo suscitó Magdalena, pecadora y santa; tal en el cuadro religioso culmina, al «arrojar sus galas, barriendo con la crencha dorada el polvo, de los ojos fluyendo lágrimas; y es cuando vuelca el vaso de perfume con que ayer se ungía para el pecado y hoy unge al Salvador para la tumba».

Puesto a citar –aunque la ejemplaridad penitencial se antepusiese–, reconozco que la palma corresponde (¿y cómo no, si en ella reverdece, floreciendo?) a la fundadora y patrona de las Clarisas, noble dama, «hija de los condes de Sassorosso, nacida entre oropeles» que ha de rechazar su vocación. Aquella «dama pobreza», ser de abstracción, dijérase «hecha. realidad» en Clara; tan llena de espíritu franciscano, tan hija del poverelo, la que solicita de Inocencio IV (se llega a decir que dictándole) la bula de «perpetua pobreza» para la orden clarisa, de franciscanas mujeres.

Forman esta colección interesantísima cuadros breves –tanto como miniaturas algunos–, que recogen [19] y presentan lo esencial y característico de vidas gloriosas. Lo son, en su modestia misma, muchas olvidadas o no recordadas bastante, como la de María de Cervellón. Se ilustra con nombres de guerreros, de gobernantes, activos propulsores de vida, protectores de ciencias y artes, la casa, famosa en el siglo XIII y grande en el XX (vaya por las que se deshicieron) de los Cervellones, que en mucho tiene –y todos en mucho debían tener– a la noble y humilde redentorista, adoctrinada por San Pedro Nolasco; aquella que desde sus primeros años admira a Barcelona, dedicándose a preparar y a cumplir, vistiendo el hábito de la Merced, la obra de la redención de cautivos; rescate de vidas en que se eleva a la de santidad María de Cervellón.

A Santa Catalina de Alejandría ¿cómo no había de consagrar la autora de «Dulce dueño» preferencia de afecto? Lo renueva y completa con adhesión de su inteligencia a la «patrona de filósofos» cristiana, Hipatia, admirable por rendir su voluntad a la mayor virtud, probada en terrible martirio.

Otra de las predilecciones de Emilia Pardo Bazán era Santa Teresa, infanta de Portugal, reina, harto precariamente, de Castilla, por matrimonio con Don Alfonso IX. Malmaridada pudo llamarse a la hija de Sancho I, que el hijo de Doña Urraca, Alfonso, era su primo carnal, y esos enlaces se rechazaban entonces por la sociedad y no eran dispensados por la Iglesia. Ni valió, con el hecho del enlace a que Teresa fue llevada, el interés público; la razón de Estado no quitó para que el Pontífice Celestino III ordenase la separación; resistida –impetrando perdón, esperando indulgencia–, lanzó el Papa la excomunión; puso en entredicho los dos reinos peninsulares. Tres hijos hubieron Alfonso y Teresa, frutos y mayores vínculos de amor. Teresa imploraba benignidad; se creía obligada a familiares, deudos y súbditos. Confirmado el desengaño con negativa pontificia terminante, desaparece la confianza en que la mantenían el propio deseo y aun deseos ajenos –algunos bien autorizados– y Teresa abandona el mundo por el claustro. También en él la perseguirían tormentos, que renovaban los que sufrió, al saber también disuelto el matrimonio que después Don Alfonso celebró con Doña Berenguela. ¡Singular destino el de tales princesas!, tiempos extraños, contradictorios, muy de admirar, como escribe, comentándolo, el autor de la «España sagrada».

Entre los goces puros del claustro –compensados, con creces, los pasados infortunios– sería principal para Teresa el de que la acompañasen como religiosas (el hijo, don Fernando, había muerto) sus hijas, Sancha y Dulce, «las que no debían haber nacido».

Quedan citados algunos ejemplos, referencias ligeras, pero suficientes, para sugerir en los lectores deseo vivo de conocer esos cuadros, pinturas o diseños valiosos, dignos en un todo de tan egregia escritora. Por haberlos recogido y publicado su hija, Carmen Quiroga Pardo Bazán –dedicándolos respetuosamente al obispo de Madrid-Alcalá, Sr. Eijo–, merece vivo reconocimiento y alabanza que corresponda a tan delicada y meritoria muestra de cariño filial.

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