RUBÉN DARÍO
LA VIDA DE RUBÉN DARÍO
Tutti gli nomini d'ogni sorte, che hanno
fatto qualque cosa che sia virtuosa, o si veramente che lo virtu somigli,
dovrebbero, essendo veritieri e da bene, di lor propria mano descrivere la lora
vita: ma non si dovrebbe cominciare una tal bella impresa prima que passato
l'etá de quarant'anni.
(La vita de
Benvenuto de Mo. Cellini. Florentino.)
- I -
Tengo más años, desde hace cuatro, que
los que exige Benvenuto para la empresa. Así doy comienzo a estos apuntamientos
que más tarde han de desenvolverse mayor y más detalladamente.
En la catedral de León, de Nicaragua, en
la América Central, se encuentra la fe de bautismo de Félix Rubén, hijo
legítimo de Manuel García y Rosa Sarmiento. En realidad, mi nombre debía ser
Félix Rubén García Sarmiento. ¿Cómo llegó a usarse en mi familia el apellido
Darío? Según lo que algunos ancianos de aquella ciudad de mi infancia me han
referido, un mi tatarabuelo tenía por nombre Darío. En la pequeña población
conocíale todo el mundo por Don Darío; a sus hijos e hijas por los Daríos, las
Daríos. Fue así desapareciendo el primer apellido, a punto de que mi bisabuela
paterna firmaba ya Rita Darío; y ello convertido en patronímico llegó a
adquirir valor legal, pues mi padre, que era comerciante, realizó todos sus
negocios ya con el nombre de Manuel Darío; y en la catedral a que me he
referido, en los cuadros donados por mi tía Doña Rita Darío de Alvarado, se ve
escrito su nombre de tal manera.
El matrimonio de Manuel García -diré
mejor de Manuel Darío- y Rosa Sarmiento, fue un matrimonio de conveniencia,
hecho por la familia. Así no es de extrañar que a los ocho meses más o menos de
esa unión forzada y sin efecto, viniese la separación. Un mes después nacía yo
en un pueblecito, o más bien aldea, de la provincia, o como allá se dice,
departamento, de la Nueva Segovia, llamado antaño Chocoyos y hoy Metapa.
- II -
Mi primer recuerdo -debo haber sido a la
sazón muy niño, pues se me cargaba a horcajadas, en los cadriles, como se usa
por aquellas tierras- es el de un país montañoso: un villorrio llamado San
Marcos de Colón, en tierras de Honduras, por la frontera nicaragüense; una
señora delgada, de vivos y brillantes ojos negros -¿negros?... no lo puedo
afirmar seguramente..., mas así lo veo ahora en mi vago y como ensoñado
recuerdo- blanca, de tupidos cabellos obscuros, alerta, risueña, bella. Esa era
mi madre. La acompañaba una criada india, y le enviaba de su quinta legumbres y
frutas, un viejo compadre gordo, que era nombrado "el compadre
Guillén". La casa era primitiva, pobre, sin ladrillos, en pleno campo. Un
día yo me perdí. Se me buscó por todas partes; hasta el compadre Guillén montó
en su mula. Se me encontró, por fin, lejos de la casa, tras unos matorrales,
debajo de las ubres de una vaca, entre mucho ganado que mascaba el jugo del
yogol, fruto mucilaginoso y pegajoso que da una palmera y del cual se saca
aceite en molinos de piedra como los de España. Dan a las vacas el fruto, cuyo
hueso dejan limpio y seco, y así producen leche que se distingue por su
exquisito sabor. Se me sacó de mi bucólico refugio, se me dio unas cuantas
nalgadas y aquí mi recuerdo de esa edad desaparece, como una vista de
cinematógrafo.
Mi segundo recuerdo de edad
verdaderamente infantil es el de unos fuegos artificiales, en la plaza de la
iglesia del Calvario, en León. Me cargaba en sus brazos una fiel y excelente
mulata, la Serapia. Yo estaba ya en poder de mi tía abuela materna, doña
Bernarda Sarmiento de Ramírez, cuyo marido había ido a buscarme a Honduras. Era
él un militar bravo y patriota, de los unionistas de Centro-América, con el
famoso caudillo general Máximo Jerez, y de quien habla en sus Memorias el
filibustero yanqui William Walker. Le recuerdo: hombre alto, buen jinete, algo
moreno, de barbas muy negras. Le llamaban "el bocón", seguramente por
su gran boca. Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el
hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el
champaña de Francia. Dios le haya dado un buen sitio en alguno de sus paraísos.
Yo me criaba como hijo del coronel Ramírez y de su esposa doña Bernarda. Cuando
tuve uso de razón, no sabía otra cosa. La imagen de mi madre se había borrado
por completo de mi memoria. En mis libros de primeras letras, alguno de los
cuales he podido encontrar en mi último viaje a Nicaragua, se leía la conocida
inscripción:
Si este
libro se perdiese,
Como suele
suceder,
Suplico al
que me lo hallase
Me lo sepa
devolver.
Y si no sabe
mi nombre
aquí se lo
voy a poner:
FÉLIX RUBÉN RAMÍREZ
El coronel se llamaba Félix, y me dieron
su nombre en el bautismo. Fue mi padrino el citado general Jerez, célebre como
hombre político y militar, que murió de ministro en Washington, y cuya estatua
se encuentra en el parque de León.
Fui algo niño prodigio. A los tres años
sabía leer, según se me ha contado. El coronel Ramírez murió y mi educación
quedó únicamente a cargo de mi tía abuela. Fue mermando el bienestar de la
viuda y llegó la escasez, si no la pobreza. La casa era una vieja construcción,
a la manera colonial; cuartos seguidos, un largo corredor, un patio con su
pozo, árboles. Rememoro un gran "jícaro", bajo cuyas ramas leía; y un
granado, que aún existe; y otro árbol que da unas flores de un perfume que yo
llamaría oriental si no fuese de aquel pródigo trópico y que se llaman
"mapolas".
La casa era para mí temerosa por las
noches. Anidaban lechuzas en los aleros. Me contaban cuentos de ánimas en pena
y aparecidos, los dos únicos sirvientes: la Serapia y el indio Goyo. Vivía aún
la madre de mi tía abuela, una anciana, toda blanca por los años, y atacada de
un temblor continuo. Ella también me infundía miedos, me hablaba de un fraile
sin cabeza, de una mano peluda, que perseguía, como una araña... Se me
mostraba, no lejos de mi casa, la ventana por donde, a la Juana Catina, mujer
muy pecadora y loca de su cuerpo, se la habían llevado los demonios. Una noche,
la mujer gritó desusadamente; los vecinos se asomaron atemorizados, y
alcanzaron a ver a la Juana Catina, por el aire, llevada por los diablos, que
hacían un gran ruido, y dejaban un hedor a azufre.
Oía contar la aparición del difunto
obispo García, al obispo Viteri. Se trataba de un documento perdido en un ya
antiguo proceso de la curia. Una noche, el obispo Viteri hizo despertar a sus
pajes, se dirigió a la catedral, hizo abrir la sala del capítulo, se encerró en
ella, dejó fuera a sus familiares, pero éstos vieron, por el ojo de la llave,
que su ilustrísima estaba en conversación con su finado antecesor. Cuando
salió, "mandó tocar vacante"; todos creían en la ciudad, que hubiese
fallecido. La sorpresa que hubo al otro día fue que el documento perdido se
había encontrado. Y así se me nutría el espíritu, con otras cuantas tradiciones
y consejas y sucedidos semejantes. De allí mi horror a las tinieblas nocturnas,
y el tormento de ciertas pesadillas inenarrables.
Quedaba mi casa cerca de la iglesia de
San Francisco, donde había existido un antiguo convento. Allí iba mi tía abuela
a misa primera, cuando apenas aparecía el primer resplandor del alba, al canto
de los gallos. Cuando en el barrio había un moribundo, tocaban en las campanas
de esa iglesia el pausado toque de agonía, que llenaba mi pueril alma de
terrores.
Los domingos llegaban a casa a jugar el
fusilico viejos amigos, entre ellos un platero y un cura. Pasaba el tiempo. Yo
crecía. Por las noches había tertulia, en la puerta de la calle, una calle mal
empedrada de redondos y puntiagudos cantos. Llegaban hombres de política y se
hablaba de revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conversación
y la noche cerraban mis párpados. Pasaba el "vendedor de arena"... Me
iba deslizando. Quedaba dormido sobre el ruedo de la maternal falda, como un
gozquejo. En esa época aparecieron en mí fenómenos posiblemente congestivos. Cuando
se me había llevado a la cama, despertaba y volvía a dormirme. Alrededor del
lecho mil círculos coloreados y concéntricos, caleidoscópicos, enlazados y con
movimientos centrífugos y centrípetos, como los que forman la linterna mágica,
creaban una visión extraña y para mí dolorosa. El central punto rojo se hundía,
hasta incalculables hípnicas distancias, y volvía a acercarse; y su ir y venir
era para mí como un martirio inexplicable. Hasta que, de repente, desaparecía
la decoración de colores, se hundía el punto rojo y se apagaba, al ruido de una
seca y para mí saludable explosión. Sentía una gran calma, un gran alivio; el
sueño seguía, tranquilo. Por las mañanas mi almohada estaba llena de sangre, de
una copiosa hemorragia nasal.
- III -
Se me hacía ir a una escuela pública. Aún
vive el buen maestro, que era entonces bastante joven, con fama de poeta, el
licenciado Felipe Ibarra. Usaba, naturalmente, conforme con la pedagogía
singular de entonces, la palmeta, y en casos especiales, la flagelación en las
desnudas posaderas. Allí se enseñaba la cartilla, el Catón cristiano, las
"cuatro reglas", otras primarias nociones. Después tuve otro maestro,
que me inculcaba vagas nociones de aritmética, geografía, cosas de gramática,
religión. Pero quien primeramente me enseñó el alfabeto, mi primer maestro, fue
una mujer, doña Jacoba Tellería, quien estimulaba mi aplicación con sabrosos
pestiños, bizcotelas y alfajores que ella misma hacía, con muy buen gusto de
golosinas y con manos de monja. La maestra no me castigó sino una vez, en que
me encontrara, ¡a esa edad, Dios mío! en compañía de una precoz chicuela,
iniciando, indoctos e imposibles Dafnis y Cloe, y según el verso de Góngora,
"las bellaquerías, detrás de la puerta".
- IV -
En un viejo armario encontré los primeros
libros que leyera. Eran un Quijote, las obras de Moratín, Las Mil y una noches,
la Biblia, los Oficios de Cicerón, la Corina de Madame Stäel, un tomo de
comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica, de ya no recuerdo que
autor, La Caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de
un niño.
- V -
¿A qué edad escribí los primeros versos?
No lo recuerdo precisamente, pero ello fue harto temprano. Por la puerta de mi
casa -en las Cuatro Esquinas- pasaban las procesiones de la Semana Santa, una
Semana Santa famosa: "Semana Santa en León y Corpus en Guatemala"; -y
las calles se adornaban con arcos de ramas verdes, palmas de cocotero, flores
de corozo, matas de plátanos o bananos, disecadas aves de colores, papel de
China picado con mucha labor; y sobre el suelo se dibujaban alfombras que se
coloreaban expresamente, con aserrín de rojo brasil o cedro, o amarillo
"mora"; con trigo reventado, con hojas, con flores, con desgranada
flor de "coyol". Del centro de uno de los arcos, en la esquina de mi
casa, pendía una granada dorada. Cuando pasaba la procesión del Señor del
Triunfo, el domingo de Ramos, la granada se abría y caía una lluvia de versos.
Yo era el autor de ellos. No he podido recordar ninguno... pero sí sé que eran
versos, versos brotados instintivamente. Yo nunca aprendí a hacer versos. Ello
fue en mi orgánico, natural, nacido. Acontecía que se usaba entonces -y creo
que aun persiste- la costumbre de imprimir y repartir, en los entierros,
"epitafios", en que los deudos lamentaban los fallecimientos, en
verso por lo general. Los que sabían mi rítmico don, llegaban a encargarme
pusiese su duelo en estrofas.
A todo esto, el recuerdo de mi madre
había desaparecido. Mi madre era aquella señora que me había acogido. Mi
"padre" había muerto, el coronel Ramírez. A tal sazón llegó a vivir
con nosotros y a criarse junto conmigo, una lejana prima, rubia, bastante
bella, de quien he hablado en mi cuento Palomas blancas y garzas morenas. Ella
fue quien despertara en mí los primeros deseos sensuales. Por cierto que,
muchos años después, madre y posiblemente abuela, me hizo cargos: "¿Por
qué has dado a entender que llegamos a cosas de amor, si eso no es
verdad?". -"¡Ay!, le contesté, ¡es cierto! Eso no es verdad, ¡y lo
siento! ¿No hubiera sido mejor que fuera verdad y que ambos nos hubiéramos
encontrado en el mejor de los despertamientos, en la más ardiente de las
adolescencias y en las primaveras del más encendido de los trópicos?...".
Mi familia se componía entonces de mi tía
doña Rita Darío de Alvarado, a quien su hermano Manuel García, esto es Manuel
Darío, único que tenía en tal ocasión dinero, había hecho donación de sus
bienes ¡ah, malhaya! para que se casase con el cónsul de Costa Rica; mi tía
Josefa, vivaz, parlera, muy amante de la crinolina, medio tocada, quien una vez
-el día de la muerte de su madre- apareció calzada con zapatos rojos, y a las
observaciones y reproches que se le hicieron, contestó que, "Las perdices
y las palomitas de Castilla...". ¡Cuando digo que era medio tocada! Mi tía
Sara, casada con un norteamericano, muy hermosa, y cuya hija mayor. ¡Oh Eros!
un día, por sorpresa, en un aposento a donde yo entrara descuidado, me dio la
ilusión de una Anadiómena... Y "mi tío Manuel". Porque don Manuel
Darío figuraba como mi tío. Y mi verdadero padre, para mí, y tal como se me
había enseñado, era el otro, el que me había criado desde los primeros años, el
que había muerto, el coronel Ramírez. No sé por qué, siempre tuve un desapego,
una vaga inquietud separadora, con mi "tío Manuel". La voz de la
sangre... ¡qué plácida patraña romántica! La paternidad única es la costumbre
del cariño y del cuidado. El que sufre, lucha y se desvela por un niño, aunque
no lo haya engendrado, ese es su padre.
Mi tía Rita era la adinerada de la
familia. Mi padre, que, como he dicho, pasaba como mi tío, vivía en casa de su
hermana, la cual era propietaria de haciendas de ganado y de ingenios de caña
de azúcar. La vida de mi tía Rita me ha dejado un recuerdo verdaderamente
singular e imborrable. Esta señora, que era muy religiosa, casada con don Pedro
Alvarado, cónsul de Costa Rica, tenía, como los antiguos reyes, dos bufones,
enanos, arrugados, feos, velazquescos, hombre y mujer. Él se llamaba el capitán
Vilches, y la mujer era su madre; pero eran iguales completamente, en tamaño,
en fealdad, y me inspiraban miedo e inquietud. Hacían retratos de cera,
monicacos deformes, y el "capitán", que decía ser también sacerdote,
pronuncia sermones que hacían reír, pero que yo oía con gran malestar, como si
fuesen cosas de brujos.
Los domingos se daban bailes de niños, y
aunque mi primo Pedro, señor de la casa, era el más rico y un excelente
pianista en tan corta edad, ya, con mi pobreza y todo, solía ganarme las
mejores sonrisas de las muchachas, por el asunto de los versos. ¡Fidelina,
Rafaela, Julia, Mercedes, Narcisa, María, Victoria, Gertrudis! recuerdos,
recuerdos suaves.
A veces los tíos disponían viajes al
campo, a la hacienda. Íbamos en pesadas carretas, tiradas por bueyes, cubiertas
con toldo de cuero crudo. En el viaje se cantaban canciones. Y en
amontonamiento inocente, íbamos a bañarnos al río de la hacienda, que estaba a
poca distancia, todos, muchachos y muchachas, cubiertos con toscos camisones.
Otras veces eran los viajes a la orilla del mar, en la costa de Poneloya, en
donde estaba la fabulosa peña del Tigre. Íbamos en las mismas carretas de
ruedas rechinantes, los hombres mayores a caballo; y al pasar un río, en pleno
bosque, se hacía alto, se encendía fuego, se sacaban los pollos asados, los
huevos duros, el aguardiente de caña y la bebida nacional, llamada
"tiste", hecha de cacao y maíz; y se batía en jícaras con molinillo
de madera. Los hombres se alegraban, cantaban al son de la guitarra y
disparaban los tiros al aire y daban los gritos usuales, estentóreos y
alternativos, muy diferentes del chivateo araucano. Se llegaba al punto
terminal y se vivía por algunos días bajo enramadas hechas con hojas, juncos y
cañas verdes, para resguardarse del tórrido sol. Iban las mujeres por un lado,
los hombres por el otro, a bañarse en el mar, y era corriente el encontrar de
súbito, por un recodo, el espectáculo de cien Venus Anadiómenas en las ondas.
Las familias se juntaban por las noches y se pasaba el tiempo bajo aquellos
cielos profundos, llenos de estrellas prodigiosas, jugando juegos de prendas,
corriendo tras los cangrejos, o persiguiendo a las grandes tortugas llamadas
"paslamas", cuyos huevos se sacan cavando en los nidos que dejan en
la arena.
Yo me apartaba frecuentemente de los
regocijos, y me iba, solitario, con mi carácter ya triste y meditabundo desde
entonces, a mirar cosas, en el cielo, en el mar. Una vez vi una escena
horrible, que me quedó grabada en la memoria. Cerca de una yunta de bueyes, a
orillas de un pantano, dos carreteros que se peleaban, echaron mano al machete,
pesado y filoso, arma que sirve para partir la caña de azúcar y comenzaron a
esgrimirlo; y de pronto vi algo que saltó por el aire. Eran, juntos, el machete
y la mano de uno de ellos.
Por las tardes y las noches paseaban, a
caballo o a pie vociferando, hombres borrachos. Los soldados, descalzos y
vestidos de azul, se los llevaban presos. Cuando la luna iba menguando,
retornaban las familias a la ciudad.
- VI -
Por influencia de mi tía Rita, comencé a
frecuentar la casa de los Padres Jesuitas, en la iglesia de la Recolección.
Debo decir que desde niño se me infundió una gran religiosidad, religiosidad
que llegaba a veces hasta la superstición. Cuando tronaba la tormenta y se
ponía el cielo negro, en aquellas tempestades únicas, como no he visto en parte
alguna, sacaba mi tía abuela palmas benditas y hacía coronas para todos los de
la casa; y todos coronados de palmas rezábamos en coro el trisagio y otras
oraciones. Señaladas devociones eran para mí temerosas. Por ejemplo, al
acercarse la fiesta de la Santa Cruz. Porque ¡oh, Dios de los dioses!, martirio
como aquél, para mis pocos años, no os lo podéis imaginar. Llegado ese día,
todos nos poníamos delante de las imágenes; y la buena abuela dirigía el rezo,
un rezo que concluía, después de varias jaculatorias, con estas palabras:
"Vete de aquí Satanás
que en mí
parte no tendrás
porque el
día de la Cruz
dije mil
veces: Jesús".
Pues el caso es que teníamos, en efecto,
que decir mil veces la palabra Jesús, y aquello era inacabable. "¡Jesús!,
¡Jesús!, ¡Jesús!" hasta mil; y a veces se perdía la cuenta y había que
volver a empezar.
Los jesuitas me halagaron; pero nunca me sugestionaron
para entrar en la Compañía, seguramente, viendo que yo no tenía vocación para
ello. Había entre ellos hombres eminentes, un padre Köenig, austriaco, famoso
como astrónomo; un padre Arubla, bello e insinuante orador; un padre
Valenzuela, célebre en Colombia como poeta y otros cuantos. Entré en lo que se
llamaba la Congregación de Jesús, y usé en las ceremonias la cinta azul y la
medalla de los congregantes. Por aquel entonces hubo un grave escándalo. Los
jesuitas ponían en el altar mayor de la iglesia, en la fiesta de San Luis
Gonzaga, un buzón, en el cual podían echar sus cartas todos los que quisieran
pedir algo o tener correspondencia con San Luis y con la Virgen Santísima.
Sacaban las cartas y las quemaban delante del público; pero se decía que no sin
haberlas visto antes. Así eran dueños de muchos secretos de familia, y
aumentaban su influjo por estas y otras razones. El gobierno decretó su
expulsión, no sin que antes hubiese yo asistido con ellos a los ejercicios de
San Ignacio de Loyola, ejercicios que me encantaban y que por mí hubieran
podido prolongarse indefinidamente por las sabrosas vituallas y el exquisito
chocolate que los reverendos nos daban.
- VII -
Florida estaba mi adolescencia. Ya tenía
yo escritos muchos versos de amor y ya había sufrido, apasionado precoz, más de
un dolor y una desilusión a causa de nuestra inevitable y divina enemiga: pero
nunca había sentido una erótica llama igual a la que despertó en mis sentidos e
imaginación de niño, una apenas púber saltimbanqui norteamericana, que daba
saltos prodigiosos en un circo ambulante. No he olvidado su nombre, Hortensia
Buislay.
Como no siempre conseguía lo necesario
para penetrar en el circo, me hice amigo de los músicos y entraba a veces, ya
con un gran rollo de papeles, ya con la caja de un violín; pero mi gloria mayor
fue conocer el payaso, a quien hice repetidos ruegos para ser admitido en la
farándula. Mi inutilidad fue reconocida. Así, pues, tuve que resignarme a ver
partir a la tentadora, que me había presentado la más hermosa visión de
inocente voluptuosidad en mis tiempos de fogosa primavera.
Ya iba a cumplir mis trece años y habían
aparecido mis primeros versos en un diario titulado El Termómetro, que
publicaba en la ciudad de Rivas, el historiador y hombre político José Dolores
Gómez. No he olvidado la primera estrofa de estos versos de primerizo, rimados
en ocasión de la muerte del padre de un amigo. Ellos serían ruborizantes si no
los amparase la intención de la inocencia:
"Murió tu padre es verdad,
lo lloras,
tienes razón,
pero ten
resignación
que existe
una eternidad
do no hay
penas...
Y en un
trozo de azucena
moran los
justos cantando...".
No, no continuaré. Otros versos míos se
publicaron y se me llamó en mi república y en las cuatro de Centro América,
"el poeta niño". Como era de razón, comencé a usar larga cabellera, a
divagar más de lo preciso, a descuidar mis estudios de colegial, y en mi
desastroso examen de matemáticas fui reprobado con innegable justicia.
Como se ve, era la iniciación de un
nacido aeda. Y la alarma familiar entró en mi casa. Entonces, la excelente
anciana protectora, quería que aprendiese a sastre, o a cualquier otro oficio
práctico y útil, pero mis románticos éxitos con las mozas eran indiscutibles,
lo cual me valía, por mi contextura endeble y mis escasas condiciones de
agresividad, ser la víctima de fuertes zopencos rivales míos, que tenían brazos
robustos y estaban exentos de iniciación apolínea.
- VIII -
Un día una vecina me llamó a su casa.
Estaba allí una señora vestida de negro, que me abrazó y me besó llorando, sin
decirme una sola palabra. La vecina me dijo: "Esta es tu verdadera madre,
se llama Rosa, y ha venido a verte, desde muy lejos". No comprendí de
pronto, como tampoco me di exacta cuenta de las mil palabras de ternura y
consejos que me prodigara en la despedida, que oía de aquella dama para mí
extraña. Me dejó unos dulces, unos regalitos. Fue para mí rara visión.
Desapareció de nuevo. No debía volver a verla hasta más de veinte años después.
Algunas veces llegué a visitar a D.
Manuel Darío, en su tienda de ropa. Era un hombre no muy alto de cuerpo, algo
jovial, muy aficionado a los galanteos, gustador de cerveza negra de Inglaterra.
Hablaba mucho de política y esto le ocasionó en cierto tiempo varios desvaríos.
Desde luego, aunque se mantuvo cariñoso, no con extremada amabilidad, nada me
daba a entender que fuese mi padre. La verdad es que no vine a saber sino mucho
más tarde que yo era hijo suyo.
- IX -
Por ese tiempo, algo que ha dejado en mi
espíritu una impresión indeleble, me aconteció. Fue mi primer pesadilla. La
cuento, porque, hasta en estos mismos momentos, me impresiona. Estaba yo, en el
sueño, leyendo cerca de una mesa, en la salita de la casa, alumbrada por una
lámpara de petróleo. En la puerta de la calle, no lejos de mí, estaba la gente
de la tertulia habitual. A mi derecha había una puerta que daba al dormitorio;
la puerta estaba abierta y vi en el fondo obscuro que daba al interior, que
comenzaba como a formarse un espectro; y con temor miré hacia este cuadrado de
obscuridad y no vi nada; pero, como volviese a sentirme inquieto, miré de nuevo
y vi que se destacaba en el fondo negro una figura blanquecina, como la de un
cuerpo humano envuelto en lienzos; me llené de terror, porque vi aquella figura
que, aunque no andaba, iba avanzando hacia donde yo me encontraba. Las visitas
continuaban en su conversación y, a pesar de que pedí socorro, no me oyeron.
Volví a gritar y siguieron indiferentes. Indefenso, al sentir la aproximación
de "la cosa", quise huir y no pude, y aquella sepulcral
materialización siguió acercándose a mí, paralizándome y dándome una impresión
de horror inexpresable. Aquello no tenía cara y era, sin embargo, un cuerpo
humano. Aquello no tenía brazos y yo sentía que me iba a estrechar. Aquello no
tenía pies y ya estaba cerca de mí. Lo más espantoso fue que sentí
inmediatamente el tremendo olor de la cadaverina, cuando me tocó algo como un
brazo, que causaba en mí algo semejante a una conmoción eléctrica. De súbito,
para defenderme, mordí "aquello" y sentí exactamente como si hubiera
clavado mis dientes en un cirio de cera oleosa. Desperté, con sudores de
angustia.
De la familia materna no conocía casi a
nadie. Como mis padres eran primos, los parientes maternos llevaban también con
el suyo el apellido Darío, así oía yo la historia novelesca de dos hermanos de
mi madre, Antonio, llamado "el indio Darío", que por cierto era,
según decires, un hombre guapo, rubio y de ojos azules y que murió asesinado
cruelmente en una revolución en la ciudad de Granada, en donde, después de
últimarle, le ataron a la cola de un caballo y fue arrastrado por las calles; e
Ignacio, muerto a traición de un escopetazo; unos dicen que por asuntos de
amores y otros que por robarle, después de haber salido de una casa de juego.
Había también dos primos de mi madre, que habitaban en el puerto de Corinto, y
se dedicaban al negocio de exportación de maderas, especialmente de mora y de
palo de campeche.
Cuántas veces me despertaron ansias
desconocidas y misteriosos ensueños las fragatas y bergantines que se iban con
las velas desplegadas por el golfo azul, con rumbo a la fabulosa Europa. En
muchas ocasiones fui al puerto, en pequeñas barcas, por los esteros y
manglares, poblados de grandes almejas y cangrejos, y me iba a admirar al
cónsul inglés, Miller, que perseguía a balazos con su winchester a los
tiburones.
- X -
Se publicaba en León un periódico
político titulado La Verdad. Se me llamó a la redacción -tenía a la sazón cerca
de catorce años- se me hizo escribir artículos de combate que yo redactaba a la
manera de un escritor ecuatoriano, famoso, violento, castizo e ilustre, llamado
Juan Montalvo, que ha dejado excelentes volúmenes de tratados, conminaciones y
catilinarias. Como el periódico La Verdad era de la oposición, mis estilados
denuestos, iban contra el gobierno y el gobierno se escamó. Se me acusaba como
vago, y me libré de las oficiales iras porque un doctor pedagogo, liberal y de
buen querer, declaró que no podía ser vago quien como yo era profesor en el
colegio que él dirigía. En efecto: desde hacía algún tiempo, enseñaba yo
gramática en tal establecimiento.
Cayó en mis manos un libro de masonería,
y me dio por ser masón, y llegaron a serme familiares Hiram, el Templo, los
caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y todo la
endiablada y simbólica liturgia de esos terribles ingenuos.
Con esto adquirí cierto prestigio entre
mis jóvenes amigos. En cuanto a mi imaginación y mi sentido poético, se
encantaban en casa con la visión de las turgentes formas de mi prima, que aún
usaba traje corto; con la cigarrera Manuela, que manipulando sus tabacos me
contaba los cuentos del príncipe Kamaralzaman y de la princesa Badura, del
Caballo Volante, de los genios orientales, de las invenciones maravillosas de
las Mil y Una Noches.
Brillaba el fuego de los tizones en la
cocina, se oía el ruido de las salvas que sirven para desgranar las mazorcas de
maíz. Un perro, "Laberinto", estaba a mi lado con el hocico entre las
patas. Vageaba en el silencio la cálida noche. Yo escuchaba atento las lindas
fábulas.
Mas la vida pasaba. La pubertad
transformaba mi cuerpo y mi espíritu. Se acentuaban mis melancolías sin justas
causas. Ciertamente yo sentía como una invisible mano que me empujaba a lo
desconocido. Se despertaron los vibrantes, divinos e irresistibles deseos.
Brotó en mí el amor triunfante y fui un muchacho con ojeras, con sueños y que
se iba a confesar todos los sábados.
Por este tiempo llegaron a León unos
hombres políticos, senadores, diputados, que sabían de la fama del poeta niño.
Me conocieron. Me hicieron recitar versos. Me dijeron que era preciso que fuera
a la capital. La mamá Bernarda me echó la bendición, y me partí para Managua.
Managua, creada capital para evitar los
celos entre León y Granada, es una linda ciudad situada entre sierras fértiles
y pintorescas, en donde se cultiva profusamente el café; y el lago, poblado de
islas y en uno de cuyos extremos se levanta el volcán de Momotombo,
inmortalizado líricamente por Víctor Hugo, en la Leyenda de los siglos.
Mi renombre departamental se generalizó
muy pronto, y al poco tiempo yo era señalado como un ser raro. Demás decir, que
era buscado para la incontenible manía de versos para álbumes y abanicos.
A la sazón estaba reunido el Congreso.
Era presidente de él un anciano
granadino, calvo, conservador, rico y religioso, llamado don Pedro Joaquín
Chamorro. Yo estaba protegido por miembros del Congreso pertenecientes al
partido liberal, y es claro que en mis poesías y versos ardía el más violento,
desenfadado y crudo liberalismo. Entre otras cosas se publicó cierto malhadado
soneto que acababa así, si la memoria me es fiel:
"El Papa rompe con furor su tiara
sobre el
trono del regio Vaticano".
Presentaron los diputados amigos una
moción al Congreso para que yo fuese enviado a Europa a educarme por cuenta de
la nación. El decreto, con algunas enmiendas, fue sometido a la aprobación del
presidente. En esos días se dio una fiesta en el palacio presidencial, a la
cual fui invitado, como un número curioso, para alegrar con mis versos los
oídos de los asistentes. Llegó y, tras las músicas de la banda militar, se me
pide que recite. Extraje de mi bolsillo una larga serie de décimas, todas ellas
rojas de radicalismo antirreligioso, detonantes, posiblemente ateas, y que
causaron un efecto de todos los diablos. Al concluir, entre escasos aplausos de
mis amigos, oí los murmullos de los graves senadores, y vi moverse
desoladamente la cabeza del presidente Chamorro. Éste me llamó, y, poniéndome
la mano en un hombro, me dijo, más o menos: -"Hijo mío, si así escribes ahora
contra la religión de tus padres y de tu patria, ¿qué será si te vas a Europa a
aprender cosas peores?". Y así la disposición del Congreso no fue
cumplida. El presidente dispuso que se me enviase al Colegio de Granada; pero
yo era de León. Existía una antigua rivalidad entre ambas ciudades, desde
tiempo de la Colonia. Se me aconsejó que no aceptase tal cosa, pues ello era
opuesto a lo resuelto por los congresales, y porque ello humillaba a mi
vecindario leonés; y decididamente renuncié el favor.
En Managua conocí a un historiador
ilustre de Guatemala, el doctor Lorenzo Montúfar, quien me cobró mucho cariño;
al célebre orador cubano Antonio Zambrana, que fue para mí intelectualmente
paternal, y al doctor José Leonard y Bertholet, que fue después mi profesor en
el Instituto leonés de Occidente y que tuvo una vida novelesca y curiosa. Era
polaco de origen; había sido ayudante del general Kruck en la última
insurrección había pasado a Alemania, a Francia, a España. En Madrid aprendió
maravillosamente el español, se mezcló en política, fue íntimo de los
prohombres de la república y de hombres de letras, escritores y poetas, entre
ellos don Ventura Ruiz de Aguilera, que habla de él en uno de sus libros, y don
Antonio de Trueba. Llegó a tal la simpatía que tuvieron por él sus amigos
españoles, que logró ser Leonard hasta redactor de la Gaceta de Madrid.
Así, pues, mis frecuentaciones en la
capital de mi patria eran con gente de intelecto, de saber y de experiencia y
por ellos conseguí que se me diese un empleo en la Biblioteca Nacional. Allí
pasé largos meses leyendo todo lo posible y entre todas las cosas que leí
"¡horrendo referens!" fueron todas las introducciones de la
Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira, y las principales obras de casi
todos los clásicos de nuestra lengua. De allí viene que, cosa que sorprendiera
a muchos de los que conscientemente me han atacado, el que yo sea en verdad un
buen conocedor de letras castizas, como cualquiera puede verlo en mis primeras
producciones publicadas, en un tomo de poesías, hoy inencontrable, que se
titula Primeras Notas, como ya lo hizo notar don Juan Valera, cuando escribió
sobre el libro Azul. Ha sido deliberadamente que después, con el deseo de
rejuvenecer, flexibilizar el idioma, he empleado maneras y construcciones de
otras lenguas, giros y vocablos exóticos y no puramente españoles.
Era director de la Biblioteca Nacional un
viejo poeta llamado Antonio Aragón, que había sido en Guatemala íntimo amigo de
un gran poeta español, hoy bastante desconocido, pero a quien debieron mucho
los poetas hispano-americanos en el tiempo en que recorrió este continente. Me
refiero a Don Fernando Velarde, originario de Santander, a quien ha hecho
felizmente justicia en uno de sus libros el grande y memorable don Marcelino
Menéndez y Pelayo. Don Antonio Aragón era un varón excelente, nutrido de letras
universales, sobre todo de clásicos y griegos y latinos. Me enseñó mucho y él
fue el que me contó algo que figura en las famosas Memorias de Garibaldi. Garibaldi
estuvo en Nicaragua. No puedo precisar en qué fecha, pues no tengo a la vista
un libro publicado por Dumas, y don Antonino le conoció mucho. Estableció la
primera fábrica de velas que haya habido en el país. Habitó en León en la casa
de don Rafael Salinas. Se dedicaba a la caza. Muy frecuentemente salía con su
fusil y se internaba por los montes cercanos a la ciudad y volvía casi siempre
con un venado al hombro y una red llena de pavos monteses, conejos y otras
alimañas. Un día alguien le reprendió porque al pasar el viático, y estando en
la puerta de la casa, no se quitó el sombrero, y él dijo estas frases que me
repitiera don Antonino muchas veces: "¿Cree usted que Dios va a venir a
envolverse en harina para que le metan en un saco de m...?".
- XI -
Vivía yo en casa del licenciado Modesto
Barrios, y este licenciado gentil me llevaba a visitas y tertulias. Una noche
oí cantar a una niña.
Era una adolescente de ojos verdes, de
cabello castaño, de tez levemente acanelada, con esa suave palidez que tienen
las mujeres de Oriente y de los trópicos. Un cuerpo flexible y delicadamente
voluptuoso, que traía al andar ilusiones de canéfora. Era alegre, risueña,
llena de frescura y deliciosamente parlera, y cantaba con una voz encantadora.
Me enamoré desde luego; fue "el rayo" como dicen los franceses. Nos
amamos. Jamás escribiera tantos versos de amor como entonces. Versos unos que
no recuerdo y otros que aparecieron en periódicos y que se encuentran en
algunos de mis libros. Todo aquel que haya amado en su aurora sabe de esas
íntimas delicias que no pueden decirse completamente con palabras, aunque sea
Hugo el que las diga. Esas exquisitas cosas de los amores primeros que nos
perfuman la vida, dulce, inefable y misteriosamente. Iba a comer algunas veces
en la casa de esta niña, en compañía de escritores y hombres públicos. En la
comida se hablaba de letras, de arte, de impresiones varias; pero,
naturalmente, yo me pasaba las horas mirando los ojos de la exquisita muchacha,
que era mi verdadera musa en esos días dichosos. Una fatal timidez, que todavía
me dura, hizo que yo no fuese al comienzo completamente explícito con ella, en
mis deseos, en mi modo de ser, en mis expresiones. Pasaban deliciosas escenas
de una castidad casi legendaria, en que un roce de mano era la mayor de las
conquistas. Pero para el que haya experimentado tales cosas, todo ello es
hechicero, justo, precioso. Nos poníamos, por ejemplo, a mirar una estrella,
por la tarde, una grande estrella de oro en unos crepúsculos azules o sonrosados,
cerca del lago y nuestro silencio estaba lleno de maravillas y de inocencia. El
beso llegó a su tiempo y luego llegaron a su tiempo los besos. ¡Cuán divino y
criollo Cantar de los cantares! Allí comprendí por primera vez en su
profundidad: Mel et lac sub lingua tua. Hay que saber lo que son aquellas
tardes de las amorosas tierras cálidas. Están llenas como de una dulce
angustia. Se diría a veces que no hay aire. Las flores y los árboles se
estilizan en la inmovilidad. La pereza y la sensualidad se unen en la vaguedad
de los deseos. Suena el lejano arrullo de una paloma. Una mariposa azul va por
el jardín. Los viejos duermen en la hamaca. Entonces, en la hora tibia, dos
manos se juntan, dos cabezas se van acercando, se hablan con voz queda, se
compenetran mutuas voliciones; no se quiere pensar, no se quiere saber si se
existe, y una voluptuosidad miliunanochesca perfuma de esencias tropicales el
triunfo de la atracción y del instinto.
Aconteció que un amigo mío estaba
moribundo, y como es por allí costumbre, las familias amigas iban a velar al
enfermo. Iba así la joven que yo amaba, y alguien me insinuó que ella había
tenido amores con el doliente. No recuerdo haber sentido nunca celos tan
purpúreos y trágicos, delante del hombre pálido que estaba yéndose de la vida y
a quien mi amada, daba a veces las medicinas. Juro que nunca, durante toda mi
existencia, a no ser en instantes de violencia o provocada ira, he deseado mal
o daño a nadie; pero en aquellos momentos se diría que casi ponía oídos deseosos,
para escuchar si sonaba cerca de la cabecera el ruido de la hoz de la muerte.
Esto lo he dicho concentradamente en unos cortos versos de mi hoy raro libro
publicado en Chile, Abrojos. Amor sensual, amor de tierra caliente, amor de
primera juventud, amor de poeta y de hiperestésico, de imaginativo. Pero es el
caso que había en él una estupenda castidad de actos. Todo se iba en ver las
garzas del lago, los pájaros de las islas, las nocturnas constelaciones, y en
medias palabras y en profundas miradas y en deseos contenidos y en esa
profusión de cosas iniciales que constituyen el silabario que todos sabéis
deletrear.
Un día dije a mis amigos: -"Me
caso". La carcajada fue homérica. Tenía apenas catorce años cumplidos.
Como mis buenos queredores viesen una resolución definitiva en mi voluntad, me
juntaron unos cuantos pesos, me arreglaron un baúl y me condujeron al puerto de
Corinto, donde estaba anclado un vapor que me llevó en seguida a la república
de El Salvador.
- XII -
Gobernaba este país entonces el doctor
Rafael Zaldívar, hombre culto, hábil, tiránico para unos, bienhechor para
otros, y a quien, habiendo sido mi benefactor y no siendo yo juez de historia,
en este mundo, no debo sino alabanzas y agradecimientos. Llegar yo al puerto de
La Libertad y poner un telegrama a su excelencia, todo fue uno. Inmediatamente
recibí una contestación halagadora del presidente, que se encontraba en una
hacienda, en el cual telegrama era muy gentil conmigo y me anunciaba una
audiencia en la capital. Llegué a la capital. Al cochero que me preguntó a qué
hotel iba, le contesté sencillamente: "Al mejor". El mejor, de cuyo
nombre no puedo acordarme aunque quiero, lo tenía un barítono italiano, de
apellido Petrilli, y era famoso por sus macarroni y su moscato espumante y las
bellas artistas que llegaban a cantar ópera y a recoger el pañuelo de un
galante, generoso infatigable sultán presidencial. A los pocos días recibí
aviso de que el presidente me esperaba en la casa de gobierno. Mozo flaco y de
larga cabellera, pretérita indumentaria y exhaustos bolsillos, me presenté ante
el gobernante. Pasé entre los guardias y me encontré tímido y apocado delante
del jefe de la República, que recibía, de espaldas a la luz, para poder
examinar bien a sus visitantes. Mi temor era grande y no encontraba palabras
que decir. El presidente fue gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció
su protección; mas cuando me preguntó qué era lo que yo deseaba, contesté, ¡oh,
inefable Jerome Paturot!, con estas exactas e inolvidables palabras que
hicieron sonreír al varón de poder: -"Quiero tener una buena posición
social". ¿Qué entendería yo por tener una posición social? Lo sospecho. El
doctor Zaldívar, siempre sonriendo, me contestó bondadosamente: -"Eso
depende de usted...". Me despedí. Cuando llegué al hotel, al poco rato, me
dijeron que el director de policía deseaba verme. Noté en él y en el dueño del
hotel un desusado cariño. Se me entregaron quinientos pesos plata, obsequio del
presidente. ¡Quinientos pesos plata! Macarroni, moscato espumante, artistas
bellas... Era aquello, en la imaginación del ardiente muchacho flaco y de
cabellos largos, ensoñador y lleno de deseos, un buen comienzo para tener una
buena posición social...
Al día siguiente por la mañana estaba yo
rodeado de improbables poetas adolescentes escritores en ciernes y aficionados
a las musas. Ejercía de nabab. Los invité a almorzar. Macarroni, moscato
espumante. El esplendor continuó hasta la tarde y llegó la noche.
¿Qué pícaro Belcebú hizo en las altas
horas, que me levantase y fuese a tocar la puerta de la bella diva que recibía
altos favores y que habitaba en el mismo hotel que yo? Nocturno efecto
sensacional, desvarío y locura. Al día siguiente estaba yo todo mohíno y lleno
de remordimientos. La cara del hostelero me indicaba cosas graves, y aunque yo
hablara de mi amistad presidencial, es el caso que mis méritos estaban en baja.
A los pocos días, los quinientos pesos se habían esfumado y recibí la visita
del mismo director de Policía que me los había traído. Dije yo: -"Viene
con otros quinientos presos". -"Joven -me dijo con un aire serio y
conminatorio- aliste sus maletas y de orden del señor presidente, sígame".
Le seguí como un corderito.
Me llevó a un colegio que dirigía cierto
célebre escritor, el doctor Reyes. Oí que el terrible funcionario decía al
director: "Que no deje usted salir a este joven, que lo emplee en el
colegio y que sea severo con él". Dije para mí: "Estoy perdido".
Pero el director era un hombre suave, insinuante, con habilidad indígena, culto
malicioso, y comprendió qué clase de soñador le llevaban. "Amiguito -me
dijo- no encontrará usted en mí severidad, sino amistad; pórtese bien, dará,
usted una clase de gramática. Eso sí, no saldrá usted a la calle, porque es
orden estricta del señor Presidente". En efecto, comencé a hacer mi vida
escolar, no sin causar, desde luego, en el establecimiento inusitadas
revoluciones. Por ejemplo, me hice magnetizador entre los muchachos. Hacía
misteriosos pases y decía palabras sibilinas, y lo peor del caso es que un día
uno de los chicos se me durmió de veras y no lo podía despertar, hasta que a
alguien se le ocurrió echarle un vaso de agua fría en la cabeza. El director me
llamó y me dijo palabras reprensivas. No insistí, pero enseñé a recitar versos
a todos los alumnos y era consultado para declaraciones y cartas de amor. En
tal prisión estuve largos meses, hasta que un día, también por orden
presidencial, fui sacado para algo que señaló en mi vida una fecha inolvidable:
el estreno de mi primer frac y mi primera comunicación con el público.
El presidente había resuelto que fuese yo
-la verdad es que ello era honroso y satisfactorio para mis pocos años- el que
abriese oficialmente la velada que se dio en celebración del Centenario de
Bolívar. Escribí una oda que, según lo que vagamente recuerdo, era bella,
clásica, correcta, muy distinta, naturalmente, a toda mi producción en tiempos
posteriores.
Aquí se produce en mi memoria una bruma
que me impide todo recuerdo. Sólo sé que perdí el apoyo gubernamental. Que
anduve a la diabla con mis amigos bohemios y que me enamoré ligera y
líricamente de una muchacha que se llamaba Refugio, a la cual escribí, en
cierta ocasión, esta inefable cuarteta, que tuvo, desde luego, alguna romántica
recompensa:
Las que se llaman Fidelias
Deben tener
mucha fe,
Tú, que te
llamas Refugio
Refugio
refugiame.
Era una chica de catorce años, tímida y
sonriente, gordita y sonrosada como una fruta. El caso fue simplemente poético
y sin trascendencias. Poco tiempo después volví a mi tierra.
-
XIII
-
De nuevo en Nicaragua, reanudé mis
amoríos con la que una vez llamé "garza morena". Era presidente de la
República el general Joaquín Zabala, granadino, conservador, gentilhombre,
excelente sujeto para el gobierno y de seguros prestigios. Se me consiguió un
empleo en la secretaría presidencial. Escribí en periódicos semi-oficiales
versos y cuentos y uno que otro artículo político. Siempre lleno de ilusiones
amorosas, mi encanto era irme a la orilla del lago por las noches llenas de
insinuante tibieza. Me acostaba en el muelle de madera. Miraba las estrellas
prodigiosas, oía el chapoteo de las aguas agitadas. Pensaba. Soñaba. ¡Oh,
sueños dulces de la juventud primaveral! Revelaciones súbitas de algo que está
en el misterio de los corazones y en la reconditez de nuestras mentes;
conversación con las cosas en un lenguaje sin fórmula, vibraciones inesperadas
de nuestras íntimas fibras y ese reconcentrar por voluntad, por instinto, por
influencia divina en la mujer, en esa misteriosa encarnación que es la mujer,
todo el cielo y toda la tierra. Naturalmente, en aquellas mis solitarias horas
brotaban prosas y versos y la erótica hoguera iba en aumento. Hacía viajes a
veces a Momotombo, el puerto del lago. Admiraba los pájaros de las islas. En
ocasiones cazaba cocodrilos con Winchester, en compañía de un rico y elegante
amigo llamado Lisímaco Lacayo. Mi trabajo en la secretaría del presidente, bajo
la dirección de un íntimo amigo, escritor, que tuvo después un trágico fin en
Costa Rica -Pedro Ortiz- me daba lo suficiente para vivir con cierta comodidad.
A causa de la mayor desilusión que pueda
sentir un hombre enamorado, resolví salir de mi país. ¿Para dónde? Para
cualquier parte. Mi idea era irme a los Estados Unidos. ¿Por qué el país
escogido fue Chile? Estaba entonces en Managua un general y poeta salvadoreño,
llamado don Juan Cañas, hombre noble y fino, de aventuras y conquistas, minero
en California, militar en Nicaragua, cuando la invasión del yankee Walker.
Hombre de verdadero talento, de completa distinción, y bondad inagotable.
Clillenófilo decidido desde que en Chile fue diplomático allá por el año de la
Exposición Universal. "Vete a Chile -me dijo-. Es el país a donde debes
ir". -"Pero, don Juan -le contesté- cómo me voy a ir a Chile si no
tengo los recursos necesarios?" -"Vete a nado -me dijo- aunque te
ahogues en el camino". Y el caso es que entre él y otros amigos me
arreglaron mi viaje a Chile. Llevaba como único dinero unos pocos paquetes de
soles peruanos y como única esperanza dos cartas que me diera el general Cañas
-una para un joven que había sido íntimo amigo suyo y que residía en
Valparaíso, Eduardo Poirier, y otra para un alto personaje de Santiago.
En ese tiempo vino la guerra que por la
unión de las cinco repúblicas de Centro América declaraba el presidente de
Guatemala, Rufino Barrios. En Nicaragua había subido al poder después de
Zábala, el doctor Cárdenas. Y anduve entre proclamas, discursos y fusilerías.
Vino un gran terremoto. Estando yo de visita en una casa, oí un gran ruido y
sentí palpitar la tierra bajo mis pies; instintivamente tomé en brazos a una
niñita que estaba cerca de mí, hija del dueño de casa, y salí a la calle;
segundos después la pared caía sobre el lugar en que estábamos. Retumbaba el
enorme volcán huguesco, llovía cenizas. Se obscureció el sol, de modo que a las
dos de la tarde se andaba por las calles con linternas. Las gentes rezaban,
había un temor y una impresión medioevales. Así me fui al puerto como entre una
bruma. Tomé el vapor, un vapor alemán de la compañía "Kosmos", que se
llamaba Uarda. Entré a mi camarote, me dormí. Era yo el único pasajero.
Desperté horas después y fui sobre cubierta. A lo lejos quedaban las costas de
mi tierra. Se veía sobre el país una nube negra. Me entró una gran tristeza.
Quise comunicarme con las gentes de a bordo, con mi precario inglés y no pude
hacerme entender. Así empezaron largos días de navegación entre alemanes que no
hablaban más lengua que la suya. El capitán me tomó cariño, me obsequiaba en la
comida con buenos vinos del Rhin, cervezas teutónicas y refinados alcoholes. Y
por el juego del dominó aprendí a contar en alemán: ein, zwei, drei, vier,
fünf... Visité todos los puertos del Pacífico, entre los cuales aquellos donde
no hay árboles, ni agua, y los hoteleros, para distracción de sus huéspedes
tienen en tablas, que colocan como biombos, pintados árboles verdes y aun
llenos de flores y frutas.
- XIV -
Por fin, el vapor llega a Valparaíso.
Compro un periódico. Veo que ha muerto Vicuña Mackenna. En veinte minutos,
antes de desembarcar, escribo un artículo. Desembarco. La misma cosa que en el
Salvador: ¿qué hotel? El mejor.
No fue el mejor, sino un hotel de segunda
clase en donde se hospedaba un pianista francés llamado el capitán Yoyer. Hice
buscar a Eduardo Poirier y al poco rato este hombre generoso, correcto y eficaz
estaba conmigo, dándome la ilusión de un Chile espléndido y realizable para mis
aspiraciones El Mercurio de Valparaíso, publicó mi artículo sobre Vicuña
Mackenna y me lo pagó largamente. Poirier fue entonces, después y siempre, como
un hermano mío. Pero había que ir inmediatamente a Santiago, a la capital.
Poirier me pidió la carta que traía yo para aquel personaje eminente en la
ciudad directiva y la envió al destinatario.
Mi artículo en El Mercurio, mi renombre
anterior... Contestó aquel personaje que tenía en el Hotel de France ya listas
las habitaciones para el señor Darío y que me esperaría en la estación. Tomé el
tren para Santiago.
Por el camino no fueron sino rápidas
visiones para ojos de poeta, y he aquí la capital chilena.
Ruido de tren que llega, agitación de
familias, abrazos y salutaciones, mozos, empleados de hotel, todo el trajín de
una estación metropolitana. Pero a todo esto las gentes se van, los coches de
los hoteles se llenan y desfilan y la estación va quedando desierta. Mi
valijita y yo quedamos a un lado, y ya no había nadie casi en aquel largo
recinto, cuando diviso dos cosas: un carruaje espléndido con dos soberbios
caballos, cochero estirado y valet y un señor todo envuelto en pieles, tipo de
financiero o de diplomático, que andaba por la estación buscando algo. Yo, a mi
vez, buscaba. De pronto, como ya no había nada que buscar, nos dirigimos el
personaje a mí y yo al personaje. Con un tono entre dudoso, asombrado y
despectivo me preguntó: -"¿Sería usted acaso el señor Rubén Darío?".
Con un tono entre asombrado, miedoso y esperanzado pregunté: -"¿Sería usted
acaso el señor C. A.?" Entonces vi desplomarse toda una Jericó de
ilusiones. Me envolvió en una mirada. En aquella mirada abarcaba mi pobre
cuerpo de muchacho flaco, mi cabellera larga, mis ojeras, mi jacquecito de
Nicaragua, unos pantaloncitos estrechos que yo creía elegantísimos, mis
problemáticos zapatos, y sobre todo mi valija. Una valija indescriptible
actualmente, en donde, por no sé qué prodigio de comprensión, cabían dos o tres
camisas, otro pantalón, otras cuantas cosas de indumentaria, muy pocas, y una
cantidad inimaginable de rollos de papel, periódicos, que luchaban apretados
por caber en aquel reducidísimo espacio. El personaje miró hacia su coche.
Había allí un secretario. Lo llamó. Se dirigió a mí. -"Tengo -me dijo-
mucho placer en conocerle. Le había hecho preparar habitación en un hotel de
que le hablé a su amigo Poirier. No le conviene".
Y en un instante aquella equivocación
tomó ante mí el aspecto de la fatalidad y ya no existía, por los justos y
tristes detalles de la vida práctica, la ilusión que aquel político opulento
tenía respecto al poeta que llegaba de Centro América. Y no había, en resumidas
cuentas, más que el inexperto adolescente que se encontraba allí a caza de
sueños y sintiendo los rumores de las abejas de esperanza que se prendían a su
larga cabellera.
- XV -
Por recomendación de aquel distinguido
caballero entré inmediatamente en la redacción de La Época; que dirigía el
señor Eduardo Mac-Clure, y desde ese momento me incorporé a la joven
intelectualidad de Santiago. Se puede decir que la "élite" juvenil
santiaguina se reunía en aquella redacción, por donde pasaban graves y
directivos personajes. Allí conocí a don Pedro Montt, a don Agustín, Edwards,
cuñado del director del diario, a don Augusto Orrego Luco, al doctor Federico
Puga Borne, actual ministro de Chile en Francia, y a tantos otros que
pertenecían a la alta política de entonces.
La falange nueva la componía un grupo de
muchachos brillantes que han tenido figuración, y algunos la tienen, no
solamente en las letras, sino también en puesto de gobierno. Eran habituales a
nuestras reuniones Luis Orrego Luco; el hijo del presidente de la República,
Pedro Balmaceda; Manuel Rodríguez Mendoza; Jorge Huneeis Gana; su hermano
Roberto; Alfredo y Galo Irarrázabal; Narciso Tondreau; el pobre Alberto Blest,
ido tan pronto; Carlos Luis Hübner y otros que animaban nuestros entusiasmos
con la autoridad que ya tenían; por ejemplo: el sutil ingenio de Vicente Grez o
la romántica y caballeresca figura de Pedro Nolasco Préndez.
Luis Orrego Luco hacía presentir ya al escritor de emoción e
imaginación que había de triunfar con el tiempo en la novela. Rodríguez Mendoza
era entendedor de artísticas disciplinas y escritor político que fue muy
apreciado. A él dediqué mi colección de poesías Abrojos. Jorge Huneeis Gana se
apasionaba por lo clásico. Hoy mismo, que la diplomacía le ha atraído por
completo, no olvidaba sus ganados lauros de prosista y publica libros serios,
correctos e interesantes. Su hermano Roberto era un poeta sutil y delicado; hoy
ocupa una alta posición en Santiago. Galo Irarrázabal murió no hace mucho
tiempo, de diplomático, y su hermano Alfredo, que en aquella época tenía el
cetro sonoro de la poesía alegre y satírica, es ahora ministro plenipotenciario
en el Japón. Tondreau hacía versos gallardos y traducía a Horacio. Ha sido
intendente de una provincia. Todos los demás han desaparecido; muy
recientemente el cordial y perspicaz Hübner.
Mac-Clure solía aparecer a avivar
nuestras discusiones con su rostro sonriente y su inseparable habano. Era lo
que en España se llama un hidalgo y en Inglaterra un gentleman.
La impresión que guardo de Santiago, en
aquel tiempo, se reduciría a lo siguiente: vivir de arenques y cerveza en una
casa alemana para poder vestirme elegantemente, como correspondía a mis
amistades aristocráticas. Terror del cólera que se presentó en la capital.
Tardes maravillosas en el cerro de Santa Lucía. Crepúsculos inolvidables en el
lago del parque Cousiño. Horas nocturnas con Alfredo Irarrázabal, con Luis
Orrego Luco o en el silencio del Palacio de la Moneda, en compañía de Pedro
Balmaceda y del joven conde Fabio Sanminatelli, hijo del ministro de Italia.
Debo contar que una tarde, en un lunch,
que allá llaman hacer "once", conocí al presidente Balmaceda. Después
debía tratarle más detenidamente en Viña del Mar. Fui invitado a almorzar por
él. Me colocó a su derecha, lo cual, para aquel hombre lleno de justo orgullo,
era la suprema distinción. Era un almuerzo familiar. Asistía el canónigo doctor
Florencio Fontecilla, que fue más tarde obispo de La Serena y el general
Orozimbo Barbosa, a la sazón ministro de la Guerra.
Era Balmaceda, a mi entender, el tipo del
romántico-político y selló con su fin su historia. Era alto, garboso, de ojos
vivaces, cabellera espesa, gesto señorial, palabra insinuante -al mismo tiempo
autoritaria y meliflua. Había nacido para príncipe y para actor. Fue el rey de
un instante, de su patria; y concluyó como un héroe de Shakespeare. ¿Qué más
recuerdos de Santiago que me sean intelectualmente simpáticos?: La capa de don
Diego Barros Arana; la tradicional figura de los Amunátegui; don Luis Montt en
su biblioteca.
Voy a referir algo que se relaciona con
mi actuación en la redacción de La Época. Una noche apareció nuestro director
en la tertulia y nos dijo lo siguiente:
"Vamos a dedicar un número a
Campoamor, que nos acaba de enviar una colaboración. Doscientos pesos al que
escriba la mejor cosa sobre Campoamor". Todos nos pusimos a la obra. Hubo
notas muy lindas; pero por suerte, o por concentración de pensamiento, ninguna
de las poesías resumía la personalidad del gran poeta, como esta décima mía:
"Este del cabello cano
como la piel
del armiño,
juntó su
candor de niño
con su
experiencia de anciano.
Cuando se
tiene en la mano
un libro de
tal varón
abeja es
cada expresión,
que volando
del papel
deja en los
labios la miel
y pica en el
corazón".
Debo confesar, sin vanidad ninguna, que
todos los compañeros aprobaron la disposición del director que me adjudicaba el
ofrecido premio.
Y ahora quiero evocar del triste,
malogrado y prodigioso Pedro Balmaceda. No ha tenido Chile poeta más poeta que
él. A nadie se le podría aplicar mejor el adjetivo de Hamlet: "Dulce
príncipe". Tenía una cabeza apolínea, sobre un cuerpo deforme. Su palabra
era insinuante, conquistadora, áurea. Se veía también en él la nobleza que le
venía por linaje. Se diría que su juventud estaba llena de experiencia. Para sus
pocos años tenía una sapiente erudición. Poseía idiomas. Sin haber ido a Europa
sabía detalles de bibliotecas y museos. ¿Quién escribía en ese tiempo sobre
arte, sino él? Y, ¿quién daba en ese instante una vibración de novedad de
estilo como él? Estoy seguro, de que todos mis compañeros de aquel entonces,
acuerdan conmigo, la palma de la prosa a nuestro Pedro, lamentado y querido.
Y, ¿cómo no evocar ahora que él fue quien
publicara mi libro Abrojos, respecto al cual escribiera una página artística y
cordial?
- XVI -
Por Pedro pasé a Valparaíso, en donde
-¡anomalía!- iba a ocupar un puesto en la Aduana.
Valparaíso, para mí, fue ciudad de
alegría y de tristeza, de comedia y de drama y hasta de aventuras
extraordinarias. Estas quedarán para después.
Pero no dejaré de narrar mi permanencia y
mi salida de la redacción de El Heraldo. Lo dirigía a la sazón Enrique Valdés
Vergara. Era un diario completamente comercial y político. Había sido yo
nombrado redactor por influencia de don Eduardo de la Barra, noble poeta y
excelente amigo mío. Debo agregar para esto la amistad de un hombre muy querido
y muy desgraciado en Chile: Carlos Toribio Robinet.
Se me encargó una crónica semanal.
Escribí la primera sobre sports. A la cuarta me llamó el director y me dijo:
"Usted escribe muy bien... Nuestro periódico necesita otra cosa... Así es
que le ruego no pertenecer más a nuestra redacción...". Y, por escribir
muy bien, me quedé sin puesto,
¡Que no olvide yo estos tres nombres
protectores: Poirier, Galleguillos Lorca y Sotomayor!
Mi vida en Valparaíso se concentra en ya
improbables o ya hondos amoríos; en vagares a la orilla del mar, sobre todo,
por Playa Ancha; invitaciones a bordo de los barcos, por marinos amigos y
literarios; horas nocturnas, ensueños matinales, y lo que era entonces mi
vibrante y ansiosa juventud.
Por circunstancias especiales e inquerida
bohemia, llegaron para mí momentos de tristeza y escasez. No había sino partir.
Partir gracias a don Eduardo de la Barra, Carlos Toribio Robinet, Eduardo
Poirier y otros amigos.
Antes de embarcar a Nicaragua aconteció
que yo tuviese la honra de conocer al gran chileno don José Victorino
Lastarria. Y fue de esta manera: Yo tenía, desde hacía mucho tiempo, como una
viva aspiración el ser corresponsal de La Nación, de Buenos Aires. He de
manifestar que es en ese periódico donde comprendí a mi manera el manejo del
estilo y que en ese momento fueron mis maestros de prosa dos hombres muy
diferentes: Paul Groussac y Santiago Estrada, además de José Martí. Seguramente
en uno y otro existía espíritu de Francia. Pero de un modo decidido, Groussac
fue para mí el verdadero conductor intelectual.
Me dijo don Eduardo de la Barra: Vamos a
ver a mi suegro, que es íntimo amigo del general Mitre, y estoy seguro de que
él tendrá un gran placer en darle una carta de recomendación para que logremos
nuestro objeto, y también estoy seguro de que el general Mitre aceptará
inmediatamente la recomendación. En efecto, a vuelta de correo, venía la carta
del general, con palabras generosas para mí, y diciéndome que se me autorizaba
para pertenecer desde ese momento a La Nación.
Quiso, pues, mi buena suerte que fuesen
un Lastarria y un Mitre quienes hiciesen mi colaboración en ese gran diario.
Estaba Lastarria sentado en una silla, Voltaire. No podía moverse
por su enfermedad. Era venerable su ancianidad ilustre. Fluía de él autoridad y
majestad.
Había mucha gloria chilena en aquel
prócer. Gran bondad emanaba de su virtud y nunca he sentido en América como
entonces la majestad de una presencia sino cuando conocí al general Mitre en la
Argentina y al doctor Rafael Núñez en Colombia.
Con mi cargo de corresponsal de La Nación
me fui para mi tierra, no sin haber escrito mi primera correspondencia fechada
el 3 de febrero de 1889, sobre la llegada del crucero brasileño "Almirante
Barroso" a Valparaíso, a cuyo bordo iba un príncipe, nieto de don Pedro.
En todo este viaje no recuerdo ningún
incidente, sino la visión de la "debacle" de Panamá: Carros cargados
de negros africanos que aullaban porque, según creo, no se les había pagado sus
emolumentos. Y aquellos hombres desnudos y con los brazos al cielo, pedían
justicia.
- XVII -
Al llegar a este punto de mis recuerdos,
advierto que bien puedo equivocarme, de cuando en cuando, en asuntos de fecha,
y anteponer, o posponer, la prosecución de sucesos. No importa. Quizás ponga
algo que aconteció después en momentos que no le corresponde y viceversa. Es
fácil, puesto que no cuento con más guía que el esfuerzo de mi memoria. Así,
por ejemplo, pienso en algo importante que olvidé cuando he tratado de mi
primera permanencia en San Salvador.
Un día, en momentos en que estaba pasando
horas tristes, sin apoyo de ninguna clase, viviendo a veces en casa de amigos y
sufriendo lo indecible, me sentí mal, en la calle. En la ciudad había una
epidemia terrible de viruela. Yo creí que lo que me pasaba sería un malestar
causado por el desvelo; pero resultó que, desgraciadamente, era el temido morbo.
Me condujeron a un hospital con el comienzo de la fiebre. Pero en el hospital
protestaron, puesto que no era aquello un lazareto; y entonces, unos amigos,
entre los cuales recuerdo el nombre de Alejandro Salinas, que fue el más
eficaz, me llevaron a una población cercana, de clima más benigno, que se
llamaba Santa Tecla. Allí se me aisló en una habitación especial y fui
atendido, verdaderamente como si hubiese sido un miembro de su familia, por
unas señoritas de apellido Cáceres Buitrago. Me cuidaron, como he dicho, con
cariño y solicitud y sin temor al contagio de la peste espantosa. Yo perdí el
conocimiento, viví algún tiempo en el delirio de la fiebre, sufrí todo lo
cruento de los dolores y de las molestias de la enfermedad; pero fui tan bien
servido que no quedaron en mí, una vez que se había triunfado del mal, las feas
cicatrices que señalan el paso de la viruela.
En lo referente a mi permanencia en
Chile, olvidé también un episodio que juzgo bastante interesante. Cuando
habitaba en Valparaíso, tuve la protección de un hombre excelente y de origen
humilde, el doctor Galleguillos Lorca, muy popular y muy mezclado entonces en
política, siendo una especie de leader entre los obreros. Era médico homeópata.
Había comenzado de minero, trabajando como un peón; pero dotado de singulares
energías, resistentes y de buen humor, logró instruirse relativamente y llegó a
ser lo que era cuando yo le conocí. Llegaban a su consultorio tipos raros a
quienes daba muchas veces, no sólo las medicinas, sino también dinero. El hampa
de Valparaíso tenía en él a su galeno. Le gustaba tocar la guitarra, cantar
romances, e invitaba a sus visitantes casi siempre, gente obrera, a tomar unos
"ponches" compuestos de agua, azúcar y aguardiente, el aguardiente
que llamaban en Chile "guachacay". Era ateo y excelente sujeto. Tenía
un hijo a quien inculcaba sus ideas en discursos burlones, de volterianismo
ingenuo y un poco rudo. El resultado fue que el pobre muchacho, según supe
después, a los veinte y tantos años se pegó un tiro.
Una ocasión me dijo el doctor
Galleguillos: "¿Quiere usted acompañarme esta noche a una visita que tengo
que hacer por los cerros?". Los cerros de Valparaíso tenían fama de
peligrosos en horas nocturnas, mas yendo con el doctor Galleguillos me creía salvo
de cualquier ataque y aceptó su invitación. Tomó él su pequeño botiquín y
partimos. La noche era obscura y cuando estuvimos a la entrada de la
estribación de la serranía, el comienzo era bastante difícil, lleno de
barrancos y hondonadas. Llegaba a nuestros oídos, de cuando en cuando, algún
tiro más o menos lejano. Al entrar a cierto punto, un farolito surgió detrás de
unas piedras. El doctor silbó de un modo especial, y el hombre que llevaba el
farolito se adelantó a nosotros. "-¿Están los muchachos?" -preguntó
Galleguillos. -"Sí, señor" -contestó el rotito. Y sirviéndonos de
guía, comenzó a caminar y nosotros tras él. Anduvimos largo rato, hasta llegar
a una especie de choza o casa, en donde entramos. Al llegar hubo una especie de
murmullo entre un grupo de hombres que causaron en mí vivas inquietudes. Todos
ellos tenían traza de facinerosos, y en efecto lo eran. Más o menos asesinos,
más o menos ladrones, pues pertenecían a la mala vida. Al verme me miraron con
hostiles ojos, pero el doctor les dijo algunas palabras y ello calmó la
agitación de aquella gente desconfiada. Había una especie de cantina, o de
boliche, en que se amontonaban unas cuantas botellas de diferentes licores.
Estaban bebiendo, según la costumbre popular, un "ponche" matador, en
un vaso enorme que se denomina "potrillo" y que pasa de mano en mano
y de boca en boca. Uno de los mal entrazados me invitó a beber; yo rehusé con
asco instintivo; y se produjo un movimiento de protesta furiosa entre los
asistentes. -"Beba pronto", me dijo por lo bajo el doctor
Galleguillos, "y déjese de historias". Yo comprendí lo peligroso de
la situación y me apresuré a probar aquel ponche infernal. Con esto satisfice a
los rotos. Luego llamaron al doctor y pasamos a un cuarto interior. En una cama,
y rodeado de algunas mujeres, se encontraba un hombre herido. El doctor habló
con él, le examinó y le dejó unas cuantas medicinas de su botiquín. Luego
salimos, acompañados entonces de otros rotos, que insistieron en custodiarnos,
porque, según decían, había sus peligros esa noche. Así, entre las tinieblas,
apenas alumbrados por un farolito, entramos de nuevo a la ciudad. Era ya un
poco tarde y el doctor me invitó a cenar. -"Iremos -me dijo- a un lugar
curioso, para que lo conozca". En efecto, por calles extraviadas, llegamos
a no recuerdo ya qué casa, tocó mi amigo una puerta que se entreabrió y
penetramos. En el interior había una especie de restaurant, en donde cenaban
personas de diversas cataduras. Ninguna de ellas con aspecto de gente pacífica
y honesta. El doctor llamó al dueño del establecimiento y me presentó.
-"Pasen adentro", nos dijo éste. Seguimos más al fondo de la casa, no
sin cruzar por un patio húmedo y lleno de hierba. Aquí hay enterrados muchos,
me dijo en voz baja el médico. En otro comedor se nos sirvió de cenar y yo oía
las voces que en un cuarto cerrado daban de cuando en cuando algunos
individuos. Aquello era una timba del peor carácter. Casi de madrugada, salimos
de allí y la aventura me impresionó de modo que no la he olvidado. Así no podía
menos de contarla esta vez.
- XVIII -
Y ahora, continuaré el hilo de mi
interrumpida narración. Me encuentro de vuelta de Chile, en la ciudad de León
de Nicaragua.
Estoy de nuevo en la casa de mis primeros
años. Otros devaneos han ocupado mi corazón y mi cabeza. Hay un apasionamiento
súbito por cierta bella persona que me hace sufrir con la sabida felinidad
femenina y hay una amiga inteligente, graciosa, aficionada a la literatura, que
hace lo posible por ayudarme en mi amorosa empresa; y lo hace de tal manera,
que cuando, por fin, he perdido mi última esperanza con la otra, entregada
desdichadamente a un rival más feliz, me encuentro enloquecido por mi
intercesora. Esta inesperada revolución amorosa se prolonga en la ciudad de
Chinandega, en donde, ¡desventurado de mí! iba a casarse el ídolo de mis
recientes anhelos. Y allí nuevas complicaciones sentimentales me aguardaban,
con otra joven, casi una niña; y quién sabe en qué hubiera parado todo esto, si
por segunda vez amigos míos, entre ellos el coronel Ortiz, hoy general, y que
ha sido vicepresidente de la República, no me facturan apresuradamente para El
Salvador. Lo que provocó tal medida fue que una fiesta dada por el novio de
aquella a quien yo adoraba, y a la cual no sé por qué ni cómo, fui invitado,
con el aguijón de los excitantes del diablo, y a pedido de no sé quién, empecé
a improvisar versos, pero versos en los cuales decía horrores del novio, de la
familia de la novia, ¡qué sé yo de quién más! Y fui sacado de allí más que de
prisa. Una vez llegado a la capital salvadoreña busqué algunas de mis antiguas
amistades y una de ellas me presentó al general Francisco Menéndez, entonces
presidente de la República. Era éste, al par que militar de mérito, conocido
agricultor y hombre probo. Era uno de los más fervientes partidarios de la
Unión centroamericana, y hubiera hecho seguramente el sacrificio de su alto
puesto por ver realizado el ideal unionista que fuera sostenido por Morazán,
Cabañas, Jerez, Barrios y tantos otros. En esos días se trataba cabalmente de
dar vida a un nuevo movimiento unificador, y es claro que el presidente de El
Salvador era uno de los más entusiastas en la obra.
A los pocos días me mandó llamar y me
dijo: -"¿Quiere usted hacerse cargo de la dirección de un diario que
sostenga los principios de la Unión?". -"Desde luego, señor
presidente", le contesté". -"Está bien", me dijo,
"daré orden para que en seguida se arregle todo lo necesario". En
efecto, no pasó mucho sin que yo estuviera a la cabeza de un diario, órgano de
los unionistas centroamericanos y que, naturalmente, se titulaba La Unión.
Estaba remunerado con liberalidad. Se me
pagaba aparte los sueldos de los redactores. Se imprimía el periódico en la
imprenta nacional y se me dejaba todo el producto administrativo de la empresa.
El diario empezó a funcionar con bastante éxito. Tenía bajo mis órdenes a un
escritor político de Costa Rica, a quien encomendé los artículos editoriales,
don Tranquilino Chacón; a un fulminante colombiano, famoso en Centro-América
como orador, como taquígrafo y aun como militar y como revolucionario, un buen
diablo, Gustavo Ortega; y a cierto malogrado poeta costarriqueño, mozo gentil,
que murió de tristeza y de miseria, aunque en sus últimos días tuviese el
gobierno de Costa Rica la buena idea de hacerlo ir a Barcelona para que
siquiera lograse el consuelo de morir después de haber visto Europa; me refiero
a Equileo Echevarría. Luego, contaba con la colaboración de las mejores
inteligencias del país y del resto de la América Central; y el diario empezó su
carrera con mucha suerte.
Habitaba entonces en San Salvador la
viuda de un famoso orador de Honduras, Álvaro Contreras, que si no estoy mal
informado, tiene hoy un monumento. Fue este hombre vivaz y lleno de condiciones
brillantes, un verdadero dominador de la palabra. Combatió las tiranías y
sufrió persecuciones por ello. En tiempo de la guerra del Pacífico fundó un
diario en Panamá en defensa de los intereses peruanos. Su viuda tenía dos
hijas: a ambas había conocido yo en los días de mi infancia y en casa de mi tía
Rita. Eran de aquellas compañeras que alegraban nuestras fiestas pueriles, de
aquellas con quienes bailábamos y con quienes cantábamos canciones en las
novenas de la Virgen, en las fiestas de diciembre. Esas dos niñas eran ya dos
señoritas. Una de ellas casó con el hijo de un poderoso banquero, a pesar de la
modesta condición en que quedara la familia después de la muerte de su padre.
Yo frecuenté la casa de la viuda, y al amor del recuerdo y por la inteligencia,
sutileza y superiores dotes de la otra niña, me vi de pronto envuelto en nueva
llama amorosa. Ello trascendió en aquella reducida sociedad amable: -"¿Por
qué no se casa?", me dijo una vez el presidente. -"Señor, le
contesté, es lo que pienso hacer en seguida". Y, con el beneplácito de mi
novia y de su madre, me puse a tomar las disposiciones necesarias para la
realización de mi matrimonio. Entretanto, uno de mis amigos principales era
Francisco Gavidia, quien quizás sea de los más sólidos humanistas y seguramente
de los primeros poetas con que hoy cuenta la América española. Fue con Gavidia,
la primera vez que estuve en aquella tierra salvadoreña, con quien penetran en
iniciación ferviente, en la armoniosa floresta de Víctor Hugo; y de la lectura
mutua de los alejandrinos del gran francés, que Gavidia, el primero
seguramente, ensayara en castellano a la manera francesa, surgió en mí la idea
de renovación métrica, que debía ampliar y realizar más tarde. A Gavidia
aconteciole un caso singularísimo, que me narrara alguna vez, y que dice cómo
vibra en su cerebro la facultad del ensueño, de tal manera que llegó a
exteriorizarse con tanta fuerza. Sucedió que siendo muy joven, recién llegado a
París, iba leyendo un diario por un puente del Sena, en el cual diario encontró
la noticia de la ejecución de un inocente. Entonces se impresionó de tal manera
que sufrió la más singular de las alucinaciones. Oyó que las aguas del río, los
árboles de la orilla, las piedras de los puentes, toda la naturaleza
circundante gritaban: -"¡Es necesario que alguien se sacrifique para lavar
esa injusticia!". E incontinenti se arrojó al río. Felizmente alguien le
vio y pudo ser salvado inmediatamente. Le prodigaron los auxilios y fue
conducido al consulado de El Salvador, cuyas señas llevaba en el bolsillo.
Después, en su país, ha publicado bellos libros y escrito plausibles obras
dramáticas; se ha nutrido de conocimientos diversos y hoy es director de la
Biblioteca Nacional de la capital salvadoreña.
- XIX -
Listo, pues, todo para mi boda, quedó
señalada la fecha del 22 de junio de aquel año de 1890 para la ceremonia civil.
En ese día debería efectuarse en San Salvador una gran fiesta militar, para lo
cual vendrían las tropas acuarteladas en Santa Ana y que comandaba el general Carlos
Azeta, brazo derecho, y diremos casi hijo mimado del presidente de la
República. Se decía que había querido casarse con Teresa, la hija mayor de
éste. Si no estoy equivocado había disensiones entre Ezeta y algunos ministros
del general Menéndez, como los doctores Delgado e Interiano, pero no podría
precisar nada al respecto.
Es el caso que las tropas llegaron para
la gran parada del 22. Esa noche debía darse un baile en la Casa Blanca, esto
es, en el Palacio Presidencial.
Se celebró en casa de mi novia la
ceremonia del matrimonio civil y hubo un almuerzo al cual asistió el general
Ezeta. Éste estaba nervioso y por varias veces se levantó a hablar con el señor
Amaya, director de Telégrafos y amigo suyo. Después de la fiesta, yo, fatigado,
me fui a acostar temprano, con la decisión de no asistir al baile de la Casa
Blanca. Muy entrada la noche, oí, entre dormido y despierto, ruidos de
descargas, de cañoneo y tiros aislados, y ello no me sorprendió, pues supuse
vagamente que aquello pertenecía a la función militar. Más aún, sería la
madrugada, cuando sentí ruidos de caballos que se detenían en la puerta de mi
habitación, a la cual se llamó, pronunciando mi nombre varias veces.
-"Levántate", me decían, "está tu amigo el general Ezeta".
Yo contesté que estaba demasiado cansado y no tenía ganas de pasear, suponiendo
desde luego, que se me invitaba para algún alegre y báquico desvelo. Sentí que
se alejaron los caballos.
Por la mañana llamaron a la puerta de
nuevo; me levanté, abrí y me encontré con una criada de casa de mi novia, o
mejor dicho, de mi mujer. -"Dicen las señoras", expresó, "que
están muy inquietas con usted, suponiendo que le hubiese pasado algo en lo de
anoche". -"¿Pero, qué ha ocurrido?", le pregunté. -"Que ya
no es presidente el general Menéndez, que le han matado". "¿Y quién
es el presidente entonces?". -"El general Ezeta". Me vestí y
partí inmediatamente a casa de mi esposa. Al pasar por los portales vecinos a
la Casa Blanca encontré unos cuantos cadáveres entre charcos de sangre.
Impresionado, entró al café del Hotel Nuevo Mundo a tomar una copa; me senté.
En una mesa cercana había un hombre con una herida en el cuello, vendada con un
pañuelo ensangrentado. Estaba vestido de militar y bastante ebrio. Sacó un
revólver y tranquilamente me apuntó: -"Diga, ¡Viva el general
Ezeta!". -"Sí, señor", le contesté, "¡viva el general
Ezeta!". -"Así se hace", exclamó. Y guardó su revólver. Tomé mi
copa y partí inmediatamente a buscar a mi mujer. En su casa se me narró lo que
había sucedido. Durante la noche, mientras se estaba en lo mejor del baile
presidencial, donde se hallaba la flor de la sociedad salvadoreña, quedaron
todos sorprendidos por ruidos de fusilería, y se notó que el Palacio estaba
rodeado de tropas. Un general, cuyo nombre no recuerdo, había penetrado a los
salones e intimó orden de prisión a los ministros que allí se encontraban. El
presidente, general Menéndez, se había ido a acostar. La confusión de las
gentes fue grande, hubo gritos y desmayos. A todo esto se había ya avisado al
general Menéndez, que se ciñó su espada e increpó duramente al general que
llegaba a comunicarle también orden de prisión. Entre tanto la guardia del
Palacio se batía desesperadamente con las tropas sublevadas. Teresa, la hija
mayor del presidente, gritaba en los salones: -"¡Que llamen a Carlos, él
tranquilizará todo esto y dominará la situación!". -"Señorita",
le contestó alguien, "es el general Ezeta quien se ha sublevado". El
presidente había abierto los balcones de la habitación y arengaba a las tropas.
Aun se oyó un viva al general Menéndez, pero éste cayó instantáneamente muerto.
Fue llevado el cuerpo, y los médicos certificaron que no tenía ninguna herida.
Al darse cuenta de que Carlos Ezeta, a quien él quería como a un hijo y a quien
había hecho toda clase de beneficios, a quien había enriquecido, a quien había
puesto a la cabeza de su ejército, era quien le traicionaba de tal modo, el
pobre presidente, que era cardíaco, según parece, sufrió un ataque mortal. El
cadáver fue expuesto y el pueblo desfiló y se dio cuenta de la verdad del
hecho. -"¿Qué piensas hacer?, me dijo mi esposa". -"Partir
inmediatamente a Guatemala, puesto que hay un vapor en el puerto de la
Libertad". Salí a dar los pasos necesarios para el arreglo rápido de mi
viaje, y en el camino me encontré con alguien que me dijo: -"El general
Ezeta desea que vaya dentro de una hora al Cuartel de Artillería. Cruzaban
patrullas por las calles. Unos cuantos soldados iban cargados con cajas de
dinero. Una hora después estaba yo en el cuartel de artillería, que se hallaba
lleno de soldados, muchos de ellos heridos. Un tropel de jinetes. Llega el
general Ezeta, rodeado de su Estado Mayor. Se nota que ha bebido mucho. Desde
el caballo se dirige a mí y me dice que me entienda con no recuerdo ya quién,
para asuntos de publicidad sobre el nuevo estado de cosas. Yo salgo y prosigo
mis preparativos de partida; escribo una carta al nuevo presidente
manifestándole que un asunto particular de especialísima urgencia, me obliga a
irme inmediatamente a Guatemala; que volveré a los pocos días a ponerme a sus
órdenes. Y me dirigí al puerto de la Libertad. En el hotel estaba, cuando el
comandante del puerto apareció y me dijo que de orden superior me estaba
prohibida la salida del país. Entonces empecé por telégrafo una campaña
activísima. Me dirigí a varios amigos, rogándoles se interesasen con Ezeta y
hasta recurrí a la buena voluntad masónica de mi antiguo amigo el doctor Rafael
Reyes, íntimo amigo del improvisado presidente.
El vapor estaba para zarpar, cuando por
influencia de Reyes, el comandante recibía orden de dejar que me embarcase;
pero junto conmigo iba ya persona que observase y que procurase conocer el
fondo de mis impresiones y sentimientos sobre los sucesos acontecidos. Era un
señor Mendiola Boza, cubano de origen. Natural que yo me manifesté ezetista
convencido, y el hombre lo creyó o no lo creyó, pero cumplió con su misión.
- XX -
Al llegar a Guatemala, supe que la guerra
estaba por estallar entre este país y El Salvador. Menéndez: había mantenido
las mejores relaciones con el presidente guatemalteco Barillas, y éste tenía
sus razones para creer que Ezeta le sería contrario, y aprovechara para
prestigiarse de la antipatía tradicional entre salvadoreños y guatemaltecos. No
bien hube llegado al hotel, cuando un oficial se presentó a decirme que el
presidente general Barillas me esperaba inmediatamente. La capital estaba
conmovida y se hablaba de la seguridad de la guerra. Me dirigí a la casa
presidencial, acompañado del oficial que había ido a buscarme. Penetré entre
los numerosos soldados de la guardia de honor y se me hizo pasar a un salón. Al
llegar, vi que el presidente estaba rodeado de muchos notables de la ciudad. Se
hallaba agitadísimo y cuando yo entré pronunciaba estas palabras:
-"Porque, señores, el que quiera comer pescado que se moje él...". Yo
me senté tímidamente en una silla, fuera del círculo, pero el presidente me
miró y me preguntó: "¿Es usted el señor Rubén Darío?". -"Sí,
señor", le contesté. Me hizo entonces avanzar y me señaló un asiento
cercano a él. -"Vamos a ver", me dijo, "¿es usted también de los
que andan diciendo que el general Menéndez no ha sido asesinado?".
-"Señor Presidente", le contesté, "yo acabo de llegar, no he
hablado aún con nadie, pero puedo asegurarle que el presidente Menéndez no ha
sido asesinado". En los ojos de Barillas brilló la cólera. -"¿Y no
sabe usted que tengo en la Penitenciaría a muchos propaladores de esa falsa
noticia?". -"Señor", insistí, "esa noticia no es falsa. El
general Menéndez ha muerto de un ataque cardíaco al parecer; pero si no ha sido
asesinado con bala o con puñal, le ha dado muerte la ingratitud, la infamia del
general Ezeta, que ha cometido, se puede decir, un verdadero parricidio".
Y me extendí sobre el particular. El presidente me escuchó sin inmutarse.
"Está bien", me dijo, cuando hube concluido. "Vaya en seguida y
escriba eso. Que aparezca mañana mismo. Y véase con el Ministro de Relaciones
Exteriores y con el Ministro de Hacienda". Me fui rápidamente a mi hotel y
escribí la narración de los sucesos del 22 de junio, con el título de Historia
negra, que en ocasión oportuna reprodujo La Nación, de Buenos Aires.
Mi escrito causó gran impresión, y supe
después que Carlos Ezeta, así como su hermano Antonio, aseguraban que si alguna
vez caía en sus manos no saldría vivo de ellas. -"Y pensar", decía
algún tiempo más tarde el presidente Ezeta al ministro de España, don julio de
Arellano y Arróspide -después Marqués de Casa Arellano, y cuya esposa fuera madrina
de mi hijo, en San José de Costa Rica- "¡y pensar que yo hubiera hecho
rico a Rubén si no comete el disparate de ponerse en contra mía!". La
verdad es que yo estaba satisfecho de mi conducta, pues Menéndez había sido mi
benefactor, y sentía repugnancia de adherirme al círculo de los traidores.
¡Será ello quizás un poco romántico y poco práctico; pero qué le vamos a hacer!
- XXI -
De mi entrevista con el Ministro de
Relaciones Exteriores y con el de Hacienda resultó que por disposición
presidencial se me hizo, como en San Salvador, director y propietario de un
diario de carácter semioficial. A los pocos días, salía el primer número de El
Correo de la tarde.
Era el general Barillas un presidente
voluntarioso y tiránico, como han sido casi todos los presidentes de la América
Central. Se apoyaba, desde luego, en la fuerza militar, pero tenía cierta
cultura y excelentes rasgos de generosidad y de rectitud. Uno de sus ministros
era Ramón Salazar, literato notable, de educación alemana. La guerra se inició,
pero concluyó felizmente al poco tiempo. El poder de los Ezetas se afianzó en
San Salvador por el terror. En cuanto a mí, hice del diario semi-oficial una
especie de cotidiana revista literaria. Frecuentaba a don Valero Pujol, uno de
los españoles de mayor valor intelectual que hayan venido a América y cuyo
nombre, no sé por qué, quizás por el rincón centroamericano en que se metiera,
no ha brillado como merece. Viejo republicano amigo de Salmerón y de Pí y
Margall, creo que fue, durante la república, gobernador de Zaragoza. En
Guatemala era y es todavía el Maestro. Ha publicado valiosos libros de historia
y tres generaciones le deben sus luces. Era director de la Biblioteca Nacional
el poeta cubano, José Joaquín Palma, hombre exquisito y trovador zorrillesco.
Es aquél autor de cierta poesía que se encontró entre los papeles de Olegario
Andrade y que se publicó como suya, averiguándose después que era de Palma.
Tenía varios colaboradores literarios
para mi periódico, entre los cuales un jovencito de ojos brillantes y cara
sensual, dorada de sol de trópico, que hizo entonces sus primeras armas. Se
llamaba Enrique Gómez Carrillo. Otro joven, José Tible Machado, que escribía
páginas a lo Bourget, el Bourget bueno de entonces, y que después sería un
conocido diplomático y actualmente redactor de Le Gaulois, de París, y otros.
Hice lo que pude de vida social e
intelectual, pero ya era tiempo de que viniese mi mujer y acabásemos de
casarnos. Y así, siete meses después de mi llegada, se celebró mi matrimonio
religioso, siendo uno de mis padrinos el doctor Fernando Cruz, que falleció
después de ministro en París.
- XXII -
En casa de Pujol intimé con un gran tipo,
muy de aquellas tierras. Era el general Cayetano Sánchez, sostenedor del
presidente Barillas, militar temerario, joven aficionado a los alcoholes, y a
quien todo era permitido por su dominio y simpatía en el elemento bélico.
Recuerdo una escena inolvidable. Una noche de luna habíamos sido invitados
varios amigos, entre ellos mi antiguo profesor, el polaco don José Leonard, y
el poeta Palma, a una cena en el castillo de San José. Nos fueron servidos
platos criollos, especialmente uno llamado "chojín", sabroso plato
que por cierto nos fue preparado por el hoy general Toledo, aspirante a la presidencia
de la República. Sabroso plato, en verdad, ácido, picante, cuya base es el
rábano. Los vinos abundaron como era de costumbre, y después se pasó al café y
al cogñac, del cual se bebieron copas innumerables. Todos estábamos más que
alegres, pero al general Sánchez se le notaba muy exaltado en su alegría, y
como nos paseásemos sobre las fortificaciones, viendo de frente a la luz de la
luna las lejanas torres de la Catedral, tuvo una idea de todos los diablos.
"A ver, dijo, ¿quién manda esta pieza de artillería?", y señaló un
enorme cañón. Se presentó el oficial y entonces Cayetano, como le llamábamos
familiarmente, nos dijo: "Vean ustedes que lindo blanco. Vamos a echar
abajo una de las torres de la catedral. Y ordenó que preparasen el tiro. Los
soldados obedecieron como autómatas; y como el general Sánchez era
absolutamente capaz de todo, comprendimos que el momento era grave. Al poeta
Palma se le ocurrió una idea excelente. -"Bien, Cayetano, le dijo; pero
antes vamos a improvisar unos versos sobre el asunto. Haz que traigan más
cogñac". Todos comprendimos y heroicamente nos fuimos ingurgitando sendos
vasos de alcohol. Palma servía copiosas dosis al general Sánchez. Él y yo
recitábamos versos, y cuando la botella se había acabado, el general estaba ya dormido.
Así se libró Guatemala de ser despertada a media noche a cañonazos de buen
humor. Cayetano Sánchez, poco tiempo después, tuvo un triste y trágico fin.
Por esos días aconteció un hecho que tuvo
por muchos días suspensa la atención pública. El hijo de uno de los más
íntegros y respetados magistrados de la capital, tenía amores con una dama
casada con un extranjero. Como el marido oyese ruido una noche, se levantó y se
dirigió al comedor en donde estaba oculto el amante de su mujer. Éste se arrojó
sobre el pobre hombre y lo mató encarnizadamente, con un puñal. La posición del
joven, y sobre todo la del padre, aumentaban lo trágico del crimen. El asesino
estuvo preso por algún tiempo y luego creo que le fue facilitada la fuga. Años
después, reducido a la pobreza, se le encontró cosido a puñaladas en el banco
de un paseo, en una ciudad de los Estados Unidos, según se me ha contado.
- XXIII -
No puedo rememorar por cuál motivo dejó
de publicarse mi diario, y tuve que partir a establecerme en Costa Rica. En San
José pasé una vida grata, aunque de lucha. La madre de mi esposa era de origen
costarriqueño y tenía allí alguna familia. San José es una ciudad encantadora
entre las de la América Central. Sus mujeres son las más lindas de todas las de
las cinco repúblicas. Su sociedad una de las más europeizadas y
norteamericanizadas. Colaboré en varios periódicos, uno de ellos dirigido por
el poeta Pío Víquez, otro por el cojo Quiroz, hombre temible en política,
chispeante y popular, intimé allí con el Ministro español Arellano y cuando
nació mi primogénito, como he referido, su esposa, Margarita Foxá, fue la
madrina.
Un día vi salir de un hotel, acompañado
de una mujer muy blanca y de cuerpo fino, española, a un gran negro elegante.
Era Antonio Maceo. Iba con él otro negro, llamado Bembeta, famoso también en la
guerra cubana.
Tuve amigos buenos como el hoy general
Lesmes Jiménez, cuya familia era uno de los más fuertes sostenes de la política
católica. Conocí en el Club principal de San José a personas como Rafael
Iglesias, verboso, vibrante, decidido; Ricardo Jiménez y Cleto González Víquez,
pertenecientes a lo que llamaremos nobleza costarriqueña letrados doctos,
hombres gentiles, intachables caballeros, ambos verdaderos intelectuales. Todos
después han sido presidentes de la República. Conocí allí también a Tomás
Regalado, manco como don Ramón del Valle Inclán, pero maravilloso tirador de
revólver con el brazo que le quedaba; hombre generoso, aunque desorbitado
cuando le poseía el demonio de las botellas, y que fue años más tarde
presidente, también, de la República de El Salvador. Sobre el general Regalado
cuéntanse anécdotas interesantes que llenarían un libro.
Después del nacimiento de mi hijo, la
vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica y partí solo, de retorno a
Guatemala, para ver si encontraba allí manera de arreglarme una situación. En
ello estaba, cuando recibí por telégrafo la noticia de que el gobierno de
Nicaragua, a la sazón presidido por el doctor Roberto Sacasa, me había nombrado
miembro de la Delegación que enviaba Nicaragua a España con motivo de las
fiestas del centenario de Colón. No había tiempo para nada; era preciso partir
inmediatamente. Así es que escribí a mi mujer y me embarqué a juntarme con mi
compañero de Delegación, don Fulgencio Mayorca, en Panamá. En el puerto de
Colón tomamos pasaje en un vapor español de la compañía Trasatlántica, si mal
no recuerdo el León XIII; y salimos con rumbo a Santander.
Se me pierden en la memoria los
incidentes de a bordo, pero sí tengo presente que iban unas señoras primas del
escritor francés Edmond About; que iba también el delegado por el Ecuador, don
Leónidas Pallarés artista, poeta de discreción y amigo excelente; uno de los
delegados de Colombia, Isaac Arias Argaez, llamado el "chato" Arias,
bogotano delicioso, ocurrente, buen narrador de anécdotas y cantador de
pasillos, y que, nombrado cónsul en Málaga se quedé allí, hasta hoy, y es el
hombre más popular y más querido en aquella encantadora ciudad andaluza.
En Cuba se embarcó Texifonte Gallego, que
había sido secretario de ya no recuerdo qué Capitán General. Texifonte, buen
parlante, de grandes dotes para la vida, hizo carrera. ¡Ya lo creo que hizo
carrera! Hacíamos la travesía lo más gratamente posible, con cuantas
ocurrencias imaginábamos y al amor de los espirituosos vinos de España. Nos
ocurrió un curioso incidente. Estábamos en pleno Océano, una mañanita, y el
sirviente de mi camarote llegó a despertarme: -"Señorito, si quiere usted
ver un náufrago que hemos encontrado, levántese pronto". Me levanté. La
cubierta estaba llena de gente, y todos miraban a un punto lejano donde se veía
una embarcación y en ella un hombre de pie. El momento era emocionante. El
vapor se fue acercando poco a poco para recoger al probable náufrago, cuando de
pronto, y ya el sol salido, se oyó que aquel hombre con una gran voz preguntó
en inglés: -"¿En qué latitud y longitud estamos?". El capitán le
contestó también en inglés, dándole los datos que pedía, y le preguntó quién era
y qué había pasado. -"Soy, le dijo, el capitán Andrews de los Estados
Unidos, y voy por cuenta de la casa del jabón Sapolio, siguiendo en este
barquichuelo el itinerario de Cristóbal Colón al revés. Hágame el favor de
avisar cuando lleguen a España al cónsul de los Estados Unidos que me han
encontrado aquí". -"¿Necesita usted algo?", le dijo el capitán
de nuestro vapor. Por toda contestación, el yankee sacó del interior del
barquichuelo dos latas de conservas que tiró sobre la cubierta del León XIII,
puso su vela y se despidió de nosotros. Algunos días después de nuestra llegada
a España Mr. Andrews arribaba al puerto de Palos, en donde era recibido en
triunfo. Luego, buen yankee, exhibió su barca cobrando la entrada y se juntó
bastantes pesetas.
- XXIV -
En Madrid, me hospedé en el hotel de Las
Cuatro Naciones, situado en la calle del Arenal y hoy transformado. Como
supiese mi calidad de hombre de letras, el mozo Manuel me propuso:
-"Señorito, ¿quiere usted conocer el cuarto de don Marcelino? Él está
ahora en Santander y yo se lo puedo mostrar". Se trataba de don Marcelino
Menéndez y Pelayo, y yo acepté gustosísimo. Era un cuarto como todos los
cuartos de hotel, pero lleno de tal manera de libros y de papeles, que no se
comprende cómo allí se podía caminar. Las sábanas estaban manchadas de tinta.
Los libros eran de diferentes formatos. Los papeles de grandes pliegos estaban
llenos de cosas sabias, de cosas sabias de don Marcelino. -"Cuando está
don Marcelino no recibe a nadie", me dijo Manuel. El caso es que la buena
suerte quiso que cuando retornó de Santander el ilustre humanista yo entrara a
su cuarto, por lo menos algunos minutos todas las mañanas. Y allí se inició
nuestra larga y cordial amistad.
- XXV -
Era el alma de las delegaciones
hispanoamericanas al general don Juan Riva Palacio, ministro de Méjico, varón
activo, culto y simpático. En la corte española el hombre tenía todos los
merecimientos; imponía su buen humor y su actitud siempre laboriosa era por
todos alabada. El general Riva Palacio había tenido una gran actuación en su
país como militar y como publicista, y ya en sus últimos años fue enviado a
Madrid, en donde vivía con esplendor, rodeado de amigos, principalmente
funcionarios y hombres de letras. Se cuenta que algún incidente hubo en una
fiesta de Palacio, con la reina regente doña María Cristina, pues ella no podía
olvidar que el general Riva Palacio había sido de los militares que tomaron
parte en el juzgamiento de su pariente, el emperador Maximiliano; pero todo se
arregló, según parece, por la habilidad de Cánovas del Castillo, de quien el
mejicano era íntimo amigo.
Tenía don Vicente, en la calle de
Serrano, un palacete lleno de obras de arte y antigüedades, en donde solía
reunir a sus amigos de letras, a quienes encantaba con su conversación
chispeante y la narración de interesantes anécdotas. Era muy aficionado a las
zarzuelas del género chico y frecuentaba, envuelto en su capa clásica, los
teatros en donde había tiples buenas mozas. Llegó a ser un hombre popular en
Madrid, y cuando murió, su desaparición fue sentida.
Fui amigo de Castelar. La primera vez que
llegué a casa del gran hombre, iba con la emoción que Heine sintió al llegar a
la casa de Goethe. Cierto que la figura de Castelar tenía, sobre todo para
nosotros los hispano-americanos, proporciones gigantescas, y yo creía, al
visitarle, entrar en la morada de un semidiós. El orador ilustre me recibió muy
sencilla y afablemente en su casa de la calle Serrano. Pocos días después me
dio un almuerzo, el célebre político Abarzuza y el banquero don Adolfo Calzado.
Alguna vez he escrito detalladamente sobre este almuerzo, en el cual la
conversación inagotable de Castelar fue un deleite para mis oídos y para mi
espíritu. Tengo presente que me habló de diferentes cosas referentes a América,
de la futura influencia de los Estados Unidos sobre nuestras Repúblicas, del
general Mitre, a quien había conocido en Madrid, de La Nación, diario en donde
había colaborado; y de otros tantos temas en que se expedía su verbo de
colorido profuso y armonioso. En ese almuerzo nos hizo comer unas riquísimas
perdices que le había enviado su amiga la duquesa de Medinaceli. Hay que
recordar que Castelar era un gourmet de primer orden y que sus amigos,
conociéndole este flaco, le colmaban de presentes gratos a Meser Gaster.
Después tuve ocasión de oír a Castelar en sus discursos. Le oí en Toledo y le
oí en Madrid. En verdad era una voz de la naturaleza, era un fenómeno singular
como el de los grandes tenores, o los grandes ejecutantes. Su oratoria tenía
del prodigio, del milagro; y creo difícil, sobre todo ahora que la apreciación
sobre la oratoria ha cambiado tanto, que se repita dicho fenómeno, aunque hayan
aparecido, tanto en España como en la Argentina por ejemplo en Belisario Roldán,
casos parecidos.
He recordado alguna vez, cómo en casa de
doña Emilia Pardo Bazán y en un círculo de admiradores, Castelar nos dio a
conocer la manera de perorar de varios oradores célebres que él había
escuchado, y luego la manera suya, recitándonos un fragmento del famoso
discurso-réplica al cardenal Manterola. Castelar era en ese tiempo, sin duda
alguna, la más alta figura de España y su nombre estaba rodeado de la más
completa gloria.
- XXVI -
Conocí a don Gaspar Núñez de Arce, que me
manifestó mucho afecto y que, cuando alistaba yo mi viaje de retorno a
Nicaragua, hizo todo lo posible para que me quedase en España. Escribió una
carta a Cánovas del Castillo pidiéndole que solicitase para mí un empleo en la
compañía Trasatlántica. Conservaba yo hasta hace poco tiempo la contestación de
Cánovas, que se me quedó en la redacción del Fígaro de la Habana. Cánovas le
decía que se había dirigido al marqués de Comillas; que éste manifestaba la
mejor voluntad; pero que no había, por el momento, ningún puesto importante que
ofrecerme. Y a vuelta de varias frases elogiosas para mí, "es preciso,
decía, que lo naturalicemos". Nada de ello pudo hacerse, pues mi visita
era urgente.
Conocí a don Ramón de Campoamor. Era
todavía un anciano muy animado y ocurrente. Me llevó a su casa el doctor José
Verdes Montenegro, que era en ese tiempo muy joven. Se quejó el poeta de las
Doloras y de los Pequeños Poemas, de ciertos críticos, en la conversación.
"No quieren que los chicos me imiten", decía. Conservaba entre sus
papeles, y me hizo que la leyera, una décima sobre el que yo había publicado en
Santiago de Chile y que le había complacido mucho. Era un amable y jovial
filósofo. Gozaba de bienes de fortuna; era terrateniente en su país de
Asturias, allí donde encontrara tantos temas para sus fáciles y sabrosas
poesías. Ese risueño moralista era en ocasiones como su gaitero de Gijón.
Muchas veces sonríe mostrando la humedad brillante de una lágrima.
Uno de mis mejores amigos fue don Juan
Valera, quien ya se había ocupado largamente en sus Cartas Americanas de mi
libro Azul, publicado en Chile. Ya estaba retirado de su vida diplomática; pero
su casa era la del más selecto espíritu español de su tiempo, la del
"tesorero de la lengua castellana", como le ha llamado el conde de
las Navas, una de las más finas amistades que conservo desde entonces. Me
invitó don Juan a sus reuniones de los viernes, en donde me hice de excelentes
conocimientos: el duque de Almenara Alta, don Narciso Campillo y otros cuantos que
ya no recuerdo. El duque de Almenara era un noble de letras, buen gustador de
clásicas páginas; y por su parte, dejó algunas amenas y plausibles. Campillo,
que era catedrático y hombre aferrado a sus tradicionales principios, tuvo por
mí simpatías, a pesar de mis demostraciones revolucionarias. Era conversador de
arranques y ocurrencias graciosísimas, y contaba con especial donaire cuentos
picantes y verdes.
- XXVII -
La noche que me dedicara don Juan Valera,
y en la cual leí versos, me dijo: "Voy a presentar a usted una
reliquia". Como pasaran las doce y la reliquia no apareciese, creí que la
cosa quedaría para otra ocasión, tanto más, cuanto que comenzaban a retirarse
los contertulios. Pero don Juan me dijo que tuviese paciencia y esperase un rato
más. Quedábamos ya pocos, cuando a eso de las dos de la mañana, sonó el timbre
y a poco entró, envuelto en su capa, un viejecito de cuerpo pequeño, algo
encorvado y al parecer bastante sordo. Me presentó a él el dueño de la casa,
más no me dijo su nombre, y el viejecito se sentó a mi lado. Él para mí
desconocido, empezó a hablarme de América, de Buenos Aires, de Río de Janeiro,
en donde había estado por algún tiempo, con cargos diplomáticos, o comisiones
del gobierno de España; y luego, tratando de cosas pasadas de su vida, me
hablaba de "Pepe": "Cuando Pepe estuvo en Londres"...
"Un día me decía Pepe"... "Porque como el carácter de Pepe era
así"... El caso me intrigaba vivamente. ¿Quién era aquél viejecito que estaba
a mi lado? No pude dominar mi curiosidad, me levanté y me dirigí a don Juan
Valera. "Dígame señor, le dije, ¿quién es el señor anciano a quien usted
me ha presentado?". -"La reliquia", me contestó. -"¿Y quién
es la reliquia?". "Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno"... La
reliquia era don Miguel de los Santos Álvarez; y Pepe, naturalmente, era
Espronceda.
Salimos casi de madrugada. Campillo y yo,
con nosotros don Miguel. Desde la Cuesta de Santo Domingo, llegamos hasta la
Puerta del Sol, y luego, a las cercanías del Casino de Madrid. Yo tenía la
intención de ir a acompañar la reliquia a su casa, pues ya los resplandores del
alba empezaban a iluminar al cielo. Se lo manifesté y él, con mucho gracejo, me
contestó: -"Le agradezco mucho, pero yo no me acuesto todavía. Tengo que
entrar al Casino, en donde me aguardan unos amigos... Ya ve usted; calcule los
años que tengo... y luego dirán que hace daño trasnochar!". Me despedí muy
satisfecho de haber conocido a semejante hombre de tan lejanos tiempos.
Un día, en un hotel que daba a la Puerta
del Sol, a donde había ido a visitar al glorioso y venerable don Ricardo Palma,
entró un viejo cuyo rostro no me era desconocido, por fotografías y grabados.
Tenía un gran lobanillo o protuberancia a un lado de la cabeza. Su indumentaria
era modesta, pero en los ojos le relampagueaban el espíritu genial. Sin
sentarse habló con Palma de varias cosas. Éste me presentó a él; y yo me sentí
profundamente conmovido. Era don José Zorrilla, "el que mató a don Pedro y
el que salvó a don Juan"... Vivía en la pobreza, mientras sus editores se
habían llenado de millones con sus obras. Odiaba su famoso
"Tenorio"... Poco tiempo después, la viuda tenía que empeñar una de
las coronas que se ofrendaran al mayor de los líricos de España... Después de
que Castelar había pedido para él una pensión a las Cortes, pensión que no se
consiguió a pesar de la elocuencia del Crisóstomo, que habló de quien era
propietario del cielo azul, "en donde no hay nada que comer"...
Conocí a doña Emilia Pardo Bazán. Daba
fiestas frecuentes, en ese tiempo, en honor de las delegaciones
hispano-americanas que llegaban a las fiestas del centenario colombino. Sabidos
son el gran talento y la verbosidad de la infatigable escritora. Las noches de
esas fiestas llegaban los orfeones de Galicia, a cantar alboradas bajo sus
baleones. La señora Pardo Bazán todavía no había sido titulada por el rey; pero
estaba en la fuerza de su fama y de su producción. Tenía un hijo, entonces
jovencito, don Jaime, y dos hijas, una de ellas casada hoy con el renombrado y
bizarro coronel Cavalcanti. Su salón era frecuentado por gente de la nobleza,
de la política y de las letras; y no había extranjero de valer que no fuese
invitado por ella. Por esos días vi en su casa a Maurice Barrés, que andaba
documentándose para su libro Du sang, de la volupté et de la Mort. Por cierto
que le pasó una aventura graciosísima en una corrida de toros.
- XXVIII -
Conocí mucho a don Antonio Cánovas del
Castillo, a quien fui presentado por don Gaspar Núñez de Arce. Hacía poco que
aquel vigoroso viejo que era la mayor potencia política de España, se había
casado con doña Joaquina de Osma, bella, inteligente y voluptuosa dama, de
origen peruano. Mucho se había hablado de ese matrimonio, por la diferencia de
edad; pero es el caso que Cánovas estaba locamente enamorado de su mujer, y su
mujer le correspondía con creces. Cánovas adoraba los hombros maravillosos de
Joaquina, y por otras partes, en las estatuas de su sérre, o en las que
decoraban vestíbulos y salones, se veían como amorosas reproducciones de
aquellos hombros y aquellos senos incomparables, revelados por los osados
escotes. La conversación de Cánovas, como saben todos los que le trataron de
cerca, era llena de brío y de gracia, con su peculiar ceceo andaluz. Su mujer
no le iba en zaga como conversadora lista y pronta para la ripposta; y pude
presenciar, en una de las comidas a que asistiera en el opulento palacio de la
Huerta, en la Guindalera, a una justa de ingenio en que tomaban parte Cánovas,
Joaquina, Castelar y el general Riva Palacio.
Cuéntase ahora en Madrid una leyenda, que
si no es cierta, está bien inventada como un cuento de antaño o como un
romántico poema. Dícese que cuando Cánovas fue asesinado por truculento y
fanático anarquista italiano, se repitió en España el episodio de doña Juana la
Loca. Y que, una vez que el cuerpo de su marido fue enterrado, después que le
hubo acompañado hasta el lugar de su último reposo, sin derramar, como
extática, una sola lágrima, la esposa se encerró en su palacio y no volvió a
salir más de él. Dícese que apenas hablaba por monosílabos con la servidumbre
para dar sus órdenes; que recorría los salones solitarios con sus tocas de
viuda; que una noche de invierno se vistió de blanco con su traje de novia;
que, por la mañana, los criados la buscaron por todas partes, sin encontrarla;
hasta que la hallaron en el jardín, ya muerta; tendida con la cara al cielo y
cubierta por la nieve. Ello es lindo y fabuloso; Tennyson, Bécquer o Barbey
d'Aureville.
- XXIX -
Los miembros de la delegación de
Nicaragua, recibimos en la sección correspondiente de la Exposición, y en su
oportunidad, a los reyes de España, que iban acompañados de los de Portugal. El
día de la visita fue la primera vez que observó testas coronadas. Me llamó la
atención fuertemente la hermosura de la reina portuguesa, alta y gallarda como
todas las Orleans, y fresca como una recién abierta rosa rosada. Iba junto a
ella el obeso marido, que debía tener un trágico fin. En la vecina sección de
Guatemala, sucedió algo gracioso. Había preparado el delegado guatemalteco,
doctor Fernando Cruz, dos abanicos espléndidos, para ser obsequiados a las
reinas; pero uno de ellos era más espléndido que el otro, puesto que era el
destinado para la reina regente doña María Cristina. Los abanicos estaban sobre
una bandeja de oro. El ministro, antes de ofrecerlos, anunció el obsequio en
cortas y respetuosas palabras. La reina doña Amelia de Portugal vio dos
abanicos y con su mirada de joven y de coqueta se dio cuenta de cuál era el mejor;
y, sin esperar más, lo tomó para sí y dio las gracias al ministro.
Antes de retornar a Nicaragua, fui
invitado a tomar parte en una velada lírico-literaria. Hablamos dos personas.
Un joven orador de barba negra, que conquistaba a los auditorios con su palabra
cálida y fluyente, don José Canalejas, que fue luego presidente del Consejo de
Ministros, y yo, que leí unos versos, creo que los titulados A Colón. Poco
tiempo después tomaba el vapor para Centro-América, en el mismo puerto de
Santander, en donde había desembarcado.
No tengo en la memoria ningún incidente
del viaje de retorno, solamente de las horas que el vapor se detuviera en el
puerto de Cartagena, en Colombia. Cartagena de Indias, la ciudad fundada por
aquel antepasado don José María de Heredia, a quien el poeta cubano-francés ha
cantado y Claudius Popelin ha retratado en cuadro memorable. No lejos de
Cartagena está la residencia de Cabrero, en donde se encontraba entonces
retirado el antiguo Presidente de la República y célebre publicista y poeta,
doctor Rafael Núñez. Este hombre eminente ha sido de las más grandes figuras de
ese foco de superiores intelectos, que es el país colombiano. Digan lo que
quieran sus enemigos políticos, el nombre de Rafael Núñez ha de resplandecer
más tarde en una cierta y definitiva gloria. Era un pensador y un formidable
hombre de acción. Bajé a tierra a hacerle una visita. Acompañábanle, cuando
penetré a su morada, su esposa doña Soledad y una sobrina. Me recibió con
gravedad afable. Me dijo cosas gratas, me habló de literatura y de mi viaje a
España, y luego me preguntó: "¿Piensa usted quedarse en Nicaragua?".
-"De ninguna manera, le contesté, porque el medio no me es propicio".
-"Es verdad, me dijo. No es posible que usted permanezca allí. Su espíritu
se ahogaría en ese ambiente. Tendría usted que dedicarse a mezquinas políticas;
abandonaría seguramente su obra literaria y la pérdida no sería para usted
sólo, sino para nuestras letras. ¿Querría usted ir a Europa?". Yo le
manifesté que eso sería mi sueño deseado; y al mismo tiempo expresé mis ansias
por conocer Buenos Aires. -"Puesto que usted lo quiere, agregó, yo
escribiré a Bogotá, al presidente señor Caro, para que se le nombre a usted
cónsul general en Buenos Aires, pues cabalmente la persona que hoy ocupa ese
puesto va a retirarse de la capital argentina. Vaya usted a su país a dar
cuenta de su misión, y espere las noticias que se le comunicarán
oportunamente". No hay que decir que yo me llené de esperanzas y de
alegrías.
- XXX -
A mi llegada a Nicaragua, permanecí
algunos días en la ciudad de León. Hice todo lo posible por ver si el gobierno
me pagaba allí más de medio año de sueldos que me adeudaba; pero, por más que
hice, vi que era preciso que fuese yo mismo a la capital, cosa que quería
evitar por más de un motivo.
Estando en León, se celebraron funerales
en memoria, de un ilustre político que había muerto en París, don Vicente
Navas. Se me rogó que tomase parte en la velada, que se daría en honor del
personaje fallecido, y escribí unos versos en tal ocasión. Estaba la noche de
esa velada, leyendo mi poesía, cuando me fue entregado un telegrama. Venía de
San Salvador, lugar a donde yo no podía ir, a causa de los Ezetas, y en donde
residía mi esposa en unión de su madre y de su hermana casada. El telegrama me
anunciaba en vagos términos la gravedad de mi mujer, pero yo comprendí por
íntimo presentimiento que había muerto; y sin acabar de leer los versos, me fui
precipitadamente al hotel en que me hospedaba, seguido de varios amigos, y allí
me encerré en mi habitación, a llorar la pérdida de quien era para mí,
consolación y apoyo moral. Pocos días después, llegaron noticias detalladas del
fallecimiento. Se me enviaba un papel escrito con lápiz por ella, en el cual me
decía que iba a hacerse operar -había quedado bastante delicada después del
nacimiento de nuestro hijo-, y que si moría en la operación, lo único que me
suplicaba era que dejase al niño en poder de su madre, mientras ésta viviese.
Por otra parte, me escribía mi concuñado el banquero don Ricardo Trigueros, que
él se encargaría gustoso de la educación de mi hijo, y que su mujer sería como
una madre para él. Hace diez y nueve años que esto ha sucedido y ello ha sido
así.
Pasé ocho días sin saber nada de mí, pues
en tal emergencia recurrí a las abrumadoras nepentas de las bebidas
alcohólicas. Uno de esos días abrí los ojos y me encontré con dos señoras que
me asistían; eran mi madre y una hermana mía, a quienes se puede decir que
conocía por primera vez, pues mis anteriores recuerdos maternales estaban como
borrados. Cuando me repuse, fue preciso partir para la capital para hablar con
el presidente doctor Sacasa, y ver si me abonaban mis haberes.
Llegué a Managua y me instalé en un hotel
de la ciudad. Me rodearon viejos amigos; se me ofreció que se me pagaría pronto
mis sueldos, mas es el caso que tuve que esperar bastantes días, tantos, que en
ellos ocurrió el caso más novelesco y fatal de mi vida, pero al cual no puedo
referirme en estas memorias por muy poderosos motivos. Es una página dolorosa
de violencia y engaño, que ha impedido la formación de un hogar por más de
veinte años; pero vive aún quien como yo ha sufrido las consecuencias de un
familiar paso irreflexivo, y no quiero aumentar con la menor referencia una larga
pena. El diplomático y escritor mejicano Federico Gamboa, tan conocido en
Buenos Aires, tiene escrita desde hace muchos años esa página romántica y
amarga, y la conserva inédita, porque yo no quise que la publicase en uno de
sus libros de recuerdos. Es precisa, pues, aquí esta laguna en la narración de
mi vida.
- XXXI -
De este modo, encuéntreme el lector como
dos meses después, en la ciudad de Panamá, en donde, según carta que había
recibido en Managua, del doctor Rafael Núñez, se me debía entregar por el
gobernador del Istmo mi nombramiento de cónsul general de Colombia en Buenos
Aires. Así fue, por la eficaz recomendación de aquel hombre ilustre. No
solamente se me entregó mi nombramiento -en el cual se me decía que se me daba
este puesto por no haber entonces ninguna vacante diplomática- y mi carta
patente correspondiente, sino una buena suma de sueldos adelantados. En seguida
tomé el vapor para Nueva York.
Me hospedé en un hotel español, llamado
el hotel América; y de allí se esparció en la colonia hispano-americana de la
imperial ciudad la noticia de mi llegada. Fue el primero en visitarme un joven
cubano, verboso y cordial, de tupidos cabellos negros, ojos vivos y penetrantes
y trato caballeroso y comunicativo. Se llamaba Gonzalo de Quesada, y es hoy
ministro de Cuba en Berlín. Su larga actuación panamericana es harto conocida.
Me dijo que la colonia cubana me preparaba un banquete que se verificaría en
casa del famoso restaurateur Martín, y que el "Maestro" deseaba verme
cuanto antes. El Maestro era José Martín, que se encontraba en esos momentos en
lo más arduo de su labor revolucionaria. Agregó asimismo Gonzalo, que Martí me
esperaba esa noche en Harmand Hall, en donde tenía que pronunciar un discurso
ante una asamblea de cubanos, para que fuéramos a verle juntos. Yo admiraba
altamente el vigor general de aquel escritor único, a quien había conocido por
aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba a diarios
hispano-americanos, como La Opinión Nacional, de Caracas, El Partido Liberal,
de México, y, sobre todo, La Nación, de Buenos Aires. Escribía una prosa
profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad y de música. Se
transparentaba el cultivo de los clásicos españoles y el conocimiento de todas
las literaturas antiguas y modernas; y, sobre todo, y espíritu de un alto y
maravilloso poeta. Fui puntual a la cita, y en los comienzos de la noche
entraba en compañía de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales del
edificio en donde debía hablar el gran combatiente. Pasamos por un pasadizo
sombrío; y, de pronto, en un cuarto lleno de luz, me encontré entre los brazos
de un hombre pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, voz dulce y dominadora al
mismo tiempo y que me decía esta única palabra: "¡Hijo!".
Era la hora ya de aparecer ante el
público, y me dijo que yo debía acompañarle en la mesa directiva; y cuando me
di cuenta, después de una rápida presentación a algunas personas, me encontré
con ellas y con Martí en un estrado, frente al numeroso público que me saludaba
con una aplauso simpático. ¡Y yo pensaba en lo que diría el gobierno
colombiano, de su cónsul general sentado en público, en una mesa directiva
revolucionaria anti-española! Martí tenía esa noche que defenderse. Había sido
acusado, no tengo presente ya si de negligencia, o de precipitación, en no sé
cuál movimiento de invasión a Cuba. Es el caso, que el núcleo de la colonia le
era en aquellos momentos contrario; mas aquel orador sorprendente tenía
recursos extraordinarios, y aprovechando mi presencia, simpática para los
cubanos que conocían al poeta, hizo de mí una presentación ornada de las
mejores galas de su estilo. Los aplausos vinieron entusiásticos, y él aprovechó
el instante para sincerarse y defenderse de las sabidas acusaciones, y como ya
tenía ganado al público, y como pronunció en aquella ocasión uno de los más
hermosos discursos de su vida, el éxito fue completo y aquel auditorio antes
hostil, le aclamó vibrante y prolongadamente.
Concluido el discurso, salimos a la
calle. No bien habíamos andado algunos pasos, cuando oí que alguien le llamaba:
"¡Don José! ¡Don José!". Era un negro obrero que se le acercaba
humilde y cariñoso. "Aquí le traigo este recuerdito", le dijo. Y le
entregó una lapicera de plata. -"Vea usted, me observó Martí, el cariño de
esos pobres negros cigarreros. Ellos se dan cuenta de lo que sufro y lucho por
la libertad de nuestra pobre patria". Luego fuimos a tomar el té a Gasa de
una su amiga, dama inteligente y afectuosa, que le ayudaba mucho en sus trabajos
de revolucionario.
Allí escuché por largo tiempo su
conversación. Nunca he encontrado, ni en Castelar mismo, un conversador tan
admirable. Era armonioso y familiar, dotado de una prodigiosa memoria, y ágil y
pronto para la cita, para la reminiscencia, para el dato, para la imagen. Pasé
con él momentos inolvidables, luego me despedí. Él tenía que partir esta misma
noche para Tampa, con objeto de arreglar no sé qué preciosas disposiciones de
organización. No le volví a ver más.
Como él no pudo presidir el banquete que
debían de darme los cubanos, delegó su representación en el general venezolano
Nicanor Bolet Peraza, escritor y orador diserto y elocuente. Al banquete
asistieron muchos cubanos preeminentes, entre ellos Benjamín Guerra, Ponce de
León, el doctor Miranda y otros. Bolet Peraza pronunció una bella arenga y
Gonzalo de Quesada una de sus resonantes y ardorosas oraciones. Al día
siguiente tomamos el tren Gonzalo y yo, pues mi deseo era conocer la catarata
de Niágara, antes de partir para París y Buenos Aires. Mi impresión ante la
maravilla confieso que fue menor de lo que hubiera podido imaginar. Aunque el
portento se impone, la mente se representa con creces lo que en realidad no
tiene tan fantásticas proporciones. Sin embargo, me sentí conmovido ante el
prodigio natural, y no dejé de recordar los versos de José María de Heredia, el
de castellana lengua.
Retornamos a Nueva York y tomé el vapor
para Francia.
- XXXII -
Yo soñaba con París desde niño, a punto
de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin
conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la
esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza
y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño. E
iba yo a conocer París, a realizar la mayor ansia de mi vida. Y cuando en la
estación de Saint Lazare, pisé tierra parisiense, creí hallar suelo sagrado. Me
hospedé en un hotel español, que por cierto ya no existe. Se hallaba situado
cerca de la Bolsa, y se llamaba pomposamente Grand Hotel de la Bourse et des
Ambassadeurs... Yo deposité en la caja, desde mi llegada, unos cuantos largos y
prometedores rollos de brillantes y áureas águilas americanas de a veinte
dólares. Desde el día siguiente tenía carruaje a todas horas en la puerta, y
comencé mi conquista de París...
Apenas hablaba una que otra palabra de
francés. Fui a buscar a Enrique Gómez Carrillo, que trabajaba entonces empleado
en la casa del librero Garnier.
Carrillo, muy contento de mi llegada,
apenas pudo acompañarme; por sus ocupaciones; pero me presentó a un español que
tenía el tipo de un gallardo mozo, al mismo tiempo que muy marcada semejanza de
rostro con Alfonso Daudet. Llevaba en París la vida del país de Bohemia, y
tenía por querida a una verdadera marquesa de España. Era escritor de gran
talento y vivía siempre en su sueño. Como yo, usaba y abusaba de los alcoholes;
y fue mi iniciador en las correrías nocturnas del Barrio Latino. Era mi pobre
amigo, muerto no hace mucho tiempo, Alejandro Sawa. Algunas veces me acompañaba
también Carrillo, y con uno y otro conocí a poetas y escritores de París, a
quienes había amado desde lejos.
Uno de mis grandes deseos era poder
hablar con Verlaine. Cierta noche, en el café D'Harcourt, encontramos al Fauno,
rodeado de equívocos acólitos.
Estaba igual al simulacro en que ha
perpetuado su figura el arte maravilloso de Carriére. Se conocía que había
bebido harto. Respondía de cuando en cuando, a las preguntas que le hacían sus
acompañantes, golpeando interminentemente el mármol de la mesa. Nos acercamos
con Sawa, me presentó: "Poeta americano, admirador, etc.". Yo murmuré
en mal francés toda la devoción que me fue posible, concluí con la palabra gloria...
Quién sabe qué habría pasado esta tarde al desventurado maestro; el caso es
que, volviéndose a mí, y sin cesar de golpear la mesa, me dijo en voz baja y
pectoral: "¡La gloire!... ¡La gloire!... ¡M... M... encore!...". Creí prudente retirarme, y esperar verle de
nuevo una ocasión más propicia. Esto no lo pude lograr nunca, porque las noches
que volví a encontrarle, se hallaba más o menos en el mismo estado; a aquello,
en verdad, era triste, doloroso, grotesco y trágico. Pobre "¡Pauvre
Lelian! ¡Priez potir le pauvre Gaspard!....".
- XXXIII -
Una mañana, después de pasar la noche en
vela, llevó Alejandro Sawa a mi hotel a Charles Morice, que era entonces el
crítico de los simbolistas. Hacía poco que había publicado su famoso libro La
literature de toute a l'heure. Encontró sobre mi mesa unos cuantos libros,
entre ellos un Walt Whitman, que no conocía. Se puso a hojear una edición
guatemalteca de mi Azul, en que, por mal de mis pecados, incluí unos versos
franceses, entre los cuales los hay que no son versos, pues yo ignoraba cuando
los escribí muchas nociones de poética francesa. Entre ellas, pongo por caso,
el buen uso de la "e" muda, que, aunque no se pronuncia en la
conversación, o es pronunciada escasamente según el sistema de algunos declamadores,
cuenta como sílaba para la medida del verso. Charles Morice fue bondadoso y,
tuvimos, durante mi permanencia en París, buena amistad, que por cierto no
hemos renovado en días anteriores. Con quien tuve más intimidad fue con Juan
Moreas. A éste me presentó Carrillo, en una noche barriolatinesca. Ya he
contado en otra ocasión nuestras largas conversaciones ante animadores
bebedizos. Nuestras idas por la madrugada a los grandes mercados, a comer
almendras verdes, o bien salchichas en los figones cercanos, donde se surten
obreros y trabajadores de les Halles. Todo ello regado con vinos como el petit
vin bleu y otros mostos populares. Moreas regresaba a su casa, situada por
Montrouge, en tranvía, cuando ya el sol comenzaba a alumbrar las agitaciones de
París despierto. Nuestras entrevistas se repetían casi todas las noches. Estaba
el griego todavía joven; usaba su inseparable monóculo y se retorcía los
bigotes de palíkaro, dogmatizando en sus cafés preferidos, sobre todo en el
Vachetts, y hablando siempre de cosas de arte y de literatura. Como no quería
escribir en los diarios, vivía principalmente de una pensión que le pasaba un
tío suyo que era ministro en el gobierno del rey Jorge, en Atenas. Sabido es
que su apellido no era Moreas, sino Papadiamantopoulos. Quien desee más
detalles lea mi libro Los Raros. Me habían dicho que Moreas sabía español. No
sabía ni una sola palabra. Ni él, ni Verlaine, aunque anunciaron ambos, en los
primeros tiempos de la revista La Plume, que publicarían una traducción de La
Vida es Sueño, de Calderón de la Barca. Siendo así como Verlaine solía
pronunciar, con marcadísimo acento, estos versos de Góngora: "A batallas
de amor campo de plumas"; Moreas, con su gran voz sonora, exclamaba:
"No hay mal que por bien no venga"... O bien: en cuanto me veía:
"¡Viva don Luis de Góngora y Argote!", y con el mismo tono, cuando
divisaba a Carrillo, gritaba: "¡Don Diego Hurtado de Mendoza!". Tanto
Verlaine como Moreas eran popularísimos en el Quartier, y andaban siempre
rodeados de una corte de jóvenes poetas que, con el Pauvre Lelian, se
aumentaban de gentes de la mala bohemia que no tenían que ver con el arte ni
con la literatura.
- XXXIV -
Entre los verdaderos amigos de Verlaine,
había uno que era un excelente poeta, Maurice Duplessis. Éste era un muchacho
gallardo, que vestía elegante y extravagantemente, y que con Charles Maurras,
que es hoy uno de los principales sostenedores del partido Orleanista, y con
Ernesto Reynaud que es comisario de policía, formaban lo que se llamaba la
escuela Romana, de que Moreas era el sumo Pontífice. A Duplessis, que fue desde
entonces muy mi amigo, le he vuelto a ver recientemente pasando horas amargas y
angustiosas, de las cuales le librara alguna vez y ocasionalmente la
generosidad de un gran poeta argentino.
Yendo en una ocasión por los bulevares,
oí que alguien me llamaba. Me encontré con un antiguo amigo chileno, Julio
Bañados Espinosa, que había sido ministro principal de Balmaceda. Se ocupaba en
escribir la historia de la administración de aquel infortunado presidente. Nos
vimos repetidas veces. Me invitó a comer en un círculo de Esgrima y Artes, que
no era otra cosa, en realidad, sino una casa de juego, como son muchos círculos
de París. Allá me presentó al famoso Aurelien Scholl, ya viejo y siempre
monoculizado. Se decía que el juego no era perseguido en ese club, porque la
influencia de Scholl... pero no deseo repetir aquí murmuraciones bulevarderas.
Comía yo generalmente en el café Larue,
situado enfrente de la Magdalena. Allí me inicié en aventuras de alta y fácil
galantería. Ello no tiene importancia; mas he de recordar a quien me diese la
primera ilusión de costoso amor parisién. Y vaya una grata memoria a la
gallarda Marión Delorme, de victorhuguesco nombre, de guerra, y que habitaba entonces
en la avenida Víctor Hugo. Era la cortesana de los más bellos hombros. Hoy vive
en su casa de campo y da de comer a sus finas aves de corral. Los cafés y
restaurants del bosque no tuvieron secretos para mí. Los días que pasé en la
capital de las capitales, pude muy bien no olvidar a ningún irreflexivo
rastaquouere. Pero los rollos de águilas iban mermando y era preciso disponer
la partida a Buenos Aires. Así lo hice, no sin que mi codicioso hotelero,
viendo que se le escapaba esa pera, como dicen los franceses, quisiese quedarse
con el resto de mis oros, de lo cual me libró la intervención de un cónsul, y
de mi buen amigo Tible Machado, que residía, también con cargo consular, en el
puerto del Havre.
- XXXV -
Me embarqué para la capital argentina,
llevando como valet a un huesudo holandés que sin recomendación alguna se me
presentó ofreciéndome sus servicios.
Y heme aquí, por fin, en la ansiada
ciudad de Buenos Aires, a donde tanto había soñado llegar desde mi permanencia
en Chile. Los diarios me saludaron muy bondadosamente. La Nación habló de su
colaborador con términos de afecto, de simpatía y de entusiasmo, en líneas
confiadas al talento de Julio Piquet. La Prensa me dio la bienvenida, también
en frases finas y amables, con que me favoreciera la gentileza del ya glorioso
Joaquín V. González.
Fui muy visitado en el hotel en donde me
hospedaran. Uno de los primeros que llegaron a saludarme fue un gran poeta a
quien yo admiraba desde mis años juveniles, muchos de cuyos versos se recitan
en mi lejano país original: Rafael Obligado. Otro fue don Juan José García
Velloso, aquel maestro sapiente y sensible, que vino de España, y que cantó y
enseñó con inteligencia erudita y con cordial voluntad.
Presenté mi Carta Patente y fue reconocido
por el gobierno argentino como Cónsul General de Colombia. Mi puesto no me dio
ningún trabajo, pues no había nada que hacer, según me lo manifestara mi
antecesor, el señor Samper, dado que no había casi colombianos en Buenos Aires
y no existían transacciones ni cambios comerciales entre Colombia y la
República Argentina.
Fui invitado a las reuniones literarias
que daba en su casa don Rafael Obligado. Allí concurría lo más notable de la
intelectualidad bonaerense. Se leían prosas y versos. Después se hacían
observaciones y se discutía el valor de éstas. Allí me relacioné con el poeta y
hombre de letras doctor Calixto Oyuela, cuya fama había llegado hacía tiempo a
mis oídos. Conocía sus obras, muy celebradas en España. Talento de cepa
castiza, seguía la corriente de las tradiciones clásicas, y en todas sus obras
se encuentra la mayor corrección y el buen conocimiento del idioma. Me
relacioné también con Alberto del Solar, chileno radicado en Buenos Aires, que
se ha distinguido en la producción de novelas, obras dramáticas, ensayos y aun
poesías. Con Federico Gamboa, entonces secretario de la Legación de México que
animaba la conversación con oportunas anécdotas, con chispeantes arranques y
con un buen humor contagioso e inalterable, y que ha producido notables piezas
teatrales, novelas y otros libros amenos y llenos de interés. Con Domingo
Martinto y Francisco Soto y Calvo, arribos cuñados de Obligado, ambos poetas y
personas de distinción y afabilidad. Con el doctor Ernesto Quesada, letrado
erudito, escritor bien nutrido y abundante, de un saber cosmopolita y
políglota; y con otros más, pertenecientes al Buenos Aires estudioso y
literario. El dueño de casa nos regalaba con la lectura de sus poesías,
vibrantes de sentimiento o llameantes de patriotismo. Así pasábamos momentos
inolvidables que ha recordado Federico Gamboa, con su estilo y lleno de
sinceridad, en las páginas de su Diario.
- XXXVI -
Naturalmente que desde mi llegada me
presenté a la redacción de La Nación, donde se me recibió con largueza y
cariño. Dirigía el diario el inolvidable Bartolito Mitre. Lo encontré en su
despacho fumando su inseparable largo cigarro italiano. Sentí a la inmediata,
después de conversar un rato, la verdad de su amistad transparente y eficaz que
se conservó hasta su muerte. Me llevó a presentarme a su padre el general, y me
dejó allí, ante aquel varón de historia y de gloria, a quien yo no encontraba
palabra que decir, después de haber murmurado una salutación emocionada. Me
habló el general Mitre de Centro América y de sus historiadores Montufar, Ayón,
Fernández; recordó al poeta guatemalteco Batres, autor de El Reloj, habló de
otras cosas más. Me hizo algunas preguntas sobre el canal de Nicaragua. Estuvo
suave y alentador en su manera seria y como triste, cual de hombre que se sabía
ya dueño de la posteridad. Salí contentísimo.
Era administrador de La Nación don
Enrique de Vedia. Alto, delgado, aspecto de figura de caballero del Greco.
Grave y acerado, tenía una sólida y variada cultura y, un gusto excelente. A
pesar de la diferencia de caracteres y de edades, cultivábamos la mejor
amistad, y por indicación suya escribí muchos de los mejores artículos que
publiqué en esa época en La Nación. Era subdirector del diario Aníbal Latino,
esto es, José Ceppi, hombre al parecer un tanto adusto; pero dotado de
actividad, de resistencia y de inmejorables condiciones para el puesto que
desempeñaba. Secretario de redacción era Julio Piquet, experto catador de
elixires intelectuales, escritor de sutiles pensares y de gentilezas de estilo,
y que contribuía poderosamente a la confección de aquellos números nutridos de
brillante colaboración del gran periódico, que se diría tenían carácter
antológico. En la casa traté a crecido número de redactores y colaboradores, de
los cuales unos han desaparecido y otros se han alejado, por ley del tiempo y
de los cambios de la vida; pero ninguno fue más íntimo compañero mío que
Roberto J. Payró, trabajador insigne, cerebro comprendedor e imaginador, que
sin abandonar las tareas periodísticas ha podido producir obras de aliento en
el teatro y en la novela. Fue asimismo amigo mío el autor de La Bolsa, José
Miró, que firmaba con el pseudónimo de Julián Martel y cuya única obra auguraba
una rica y aquilatada producción futura. El pobre Miró pasó en trabajosa
bohemia y en consuetudinaria escasez, los mejores años de su juventud, y, ¡oh,
ironías de la suerte!, después que murió de tuberculosis, se encontró que una
parienta millonaria le había dejado en su testamento una fortuna.
- XXXVII -
Claro es que mi mayor número de
relaciones estaba entre los jóvenes de letras, con quienes comencé a hacer vida
nocturna, en cafés y cervecerías. Se comprende que la sobriedad no era nuestra
principal virtud. Frecuentaba también a otros amigos que ya no eran jóvenes,
como ese espíritu singular lleno de tan variadas luces y de quien emanaban una
generosidad corriente simpática y un contagio de vitalidad y de alegría, el
doctor Eduardo L. Holemberg; o bien el hoy célebre americanista Ambrosetti, que
ilustraba nuestras charlas con sus ilustrativas narraciones. Con Payró nos
juntábamos en compañía del bizarro poeta, entonces casi un efebo, pero ya
encendido de cosas libertarias, Alberto Ghiraldo; de Manuel Argerich, cariñoso
dandy, que escribió para el teatro; del excelente aeda suizo Charles Soussens,
fiel a sus principios de nocturnidad; de José Ingenieros, hoy psiquiatra
eminente; de José Pardo, que fundara varias revistas; de Diego Fernández
Espiro, el mosquetero de los sonantes sonetos; del encantador veterano Antonino
Lamberti, a quien los manes de Anacreonte bendicen, y a quien las Gracias y las
Musas han sido siempre propicias y halagadoras.
Otro de mis amigos, que ha sido siempre
fraternal conmigo, era Charles E. F. Vale, un inglés criollo incomparable.
Una noche, con motivo del aniversario de
la reina Victoria, le dicté en el restaurant de Las 14 provincias, un pequeño
poema en prosa dedicado a su soberana, que él escribió a falta de papel en unos
cuantos sobres y que no ha aparecido en ninguno de mis libros. Ese poemita es
el siguiente:
God save the Queen
To my friend C. E. F. Vale.
Por ser una de las más fuertes y poderosas
tierras de poesía;
Por ser la madre de Shakespeare;
Porque tus hombres son bizarros y bravos,
en guerras y en olímpicos juegos;
Porque en tu jardín nace la mejor flor de
las primaveras y en tu cielo se manifiesta el más triste sol de los inviernos;
Canto a tu reina, oh grande y soberbia Britania, con el verso que
repiten los labios de todos tus hijos;
God save the Queen
Tus mujeres tienen los cuellos de los
cisnes y la blancura de las rosas blancas;
Tus montañas están impregnadas de
leyenda, tu tradición es una mina de oro, tu historia una mina de hierro, tu
poesía una mina de diamantes;
En los mares, tu bandera es conocida de
todas las espumas y de todos los vientos, a punto de que la tempestad ha podido
pedir carta de ciudadanía inglesa:
Por tu fuerza, oh Inglaterra:
God save the Queen
Porque albergaste en una de tus islas a
Víctor Hugo;
Porque sobre el hervor de tus
trabajadores, el tráfago de tus marinos y la labor incógnita de tus mineros,
tienes artistas que te visten de sedas de amor, de oros de gloria, de perlas
líricas;
Porque en tu escudo está la unión de la
fortaleza y del ensueño, en el león simbólico de los reyes y unicornio amigo de
las vírgenes y hermano del Pegaso de los soñadores:
God save the Queen
Por tus pastores que dicen los salmos y
tus padres de familia que en las horas tranquilas leen en alta voz el poeta
favorito junto a la chimenea.
Por tus princesas incomparables y tu
nobleza secular;
Por San Jorge, vencedor del Dragón; por
el espíritu del gran Will y los versos de Swinburne y Tennyson;
Por tus muchachas ágiles, leche y risa,
frescas y tentadoras como manzanas;
Por tus mozos fuertes que aman los
ejercicios corporales; por tus scholars familiarizados con Platón, remeros o
poetas;
God save the Queen
Envío
Reina y emperatriz, adorada de tu inmenso
pueblo, madre de reyes, Victoria favorecida por la influencia de Nile; solemne
viuda vestida de negro, adorada del príncipe amado; Señora del mar, Señora del
país de los elefantes. Defensora de la Fe, poderosa y gloriosa anciana, el
himno que te saluda se oiga hoy por toda la tierra: Reina buena: "¡Dios te
salve!".
- XXXVIII -
Comencé a publicar en La Nación una serie
de artículos sobre los principales poetas y escritores que entonces me
parecieron raros, o fuera de lo común. A algunos les había conocido
personalmente, a otros por sus libros. La publicación de la serie de Los raros
que después formó un volumen, causó en el Río de la Plata excelente impresión,
sobre todo entre la juventud de letras, a quien se revelaban nuevas maneras de
pensamiento y de belleza. Cierto que había en mis exposiciones, juicios y
comentos, quizás demasiado entusiasmo; pero de ello no me arrepiento, porque el
entusiasmo es una virtud juvenil que siempre ha sido productora de cosas
brillantes y hermosas; mantiene la fe y aviva la esperanza. Uno de mis
artículos me valió una Carta de la célebre escritora francesa, Mme. Alfred
Valette que firma con el pseudónimo de Rachilde, carta interesante y llena de
esprit, en que me invitaba a visitarla en la redacción del Mercure de France
cuando yo llegase a París. A los que me conocen no les extrañará que no haya
hecho tal visita durante más de doce años de permanencia fija en la vecindad de
la redacción del Mercure. He sido poco aficionado a tratarme con esos
chermaitre, franceses, pues algunos que he entrevisto me han parecido
insoportables de pose y terribles de ignorancia de todo lo extranjero,
principalmente en lo referente a intelectualidad.
Pasaba, pues, mi vida bonaerense
escribiendo artículos para La Nación, y versos que fueron más tarde mis Prosas
Profanas; y buscando, por la noche, el peligroso encanto de los paraísos
artificiales. Me quedaba todavía en el Banco Español del Río de la Plata algún
resto de mis águilas americanas; pero éstas volaron pronto, por el peregrino
sistema que yo tenía de manejar fondos. Me acompañaba un extraordinario
secretario francés, que me encontré no sé dónde, y que me sedujo hablándome de
sus aventuras de Indo-China. Considerad, que me contaba: "Una vez en
Saigón" o bien: "Aquella tarde en Singapour...", o bien:
"Entonces me contestó mi amigo el Maradjad...". ¡No solamente le hice
mi secretario, sino que él llevaba en el bolsillo mi libro de cheques!
Felizmente, cuando volaron todas las águilas, voló él también, con su larga
nariz, su infaltable sombrero de copa y su largo levitón.
Vino la noticia de la muerte del doctor
Rafael Núñez y pocos meses después recibí nota de Bogotá, en que se me
anunciaba la supresión de mi consulado. Me quedé sujeto a lo que ganaba en La
Nación y luego a un buen sueldo que por inspiración providencial, me señaló en
La Tribuna su director, ese escritor de bríos y gracias que se firmaba Juan
Cancio y que no es otro que mi buen amigo Mariano de Vedia. Mi obligación era
escribir todos los días una nota larga o corta, en prosa o verso, en el
periódico. Después me invitó a colaborar en su diario. El Tiempo el generoso y
culto Carlos Vega Belgrano, que luego sufragó los gastos para la publicación de
mi volumen de versos Prosas Profanas.
- XXXIX -
Prosas Profanas, cuya sencillez y poca
complicación se pueden apreciar hoy, causaron al aparecer, primero en
periódicos y después en libro, gran escándalo entre los seguidores de la
tradición y del dogma académico; y no escasearon los ataques y las censuras y
mucho, menos las bravas defensas de impertérritos y decididos soldados de
nuestra naciente reforma. Muchos de los contrarios se sorprendieron hasta del
título del libro, olvidando las prosas latinas de la Iglesia, seguidas por
Mallarmé en la dedicada al Des Esseint de Huysmans; y sobre todo, las que hizo
en roman paladino, uno de los primitivos de la castellana lírica. José Enrique
Rodó explicó y Remy de Gourmont me había manifestado ya respecto a dicho
título, en una carta: "C'est une trouvaille". De todas esas poesías
ha hecho el autor de Motivos de Proteo una encantadora exégesis.
Una de ellas, la titulada Era un aire
suave, fue escrita en edad de ilusiones y de sueños y evocada en esta ciudad
práctica y activa, un bello tiempo pasado, ambiente del siglo XVIII francés,
visión imaginaria traducida en nuevas verdades músicas. Ella dice la eterna
ligereza cruel de aquella a quien un aristocrático poeta llamara Enfant Malade,
y trece veces impura; la que nos da los más dulces y los más amargos instantes
en la vida; la Eulalia simbólica que ríe, ríe, ríe, desde el instante en que
tendió a Adán la manzana paradisíaca. Como siempre, hubo sus aplausos y sus
críticas, en las cuales, gente que había oído hablar de decadentes y de
simbolistas, aseguraban ser mis producciones ininteligibles, censura cuya causa
no he podido nunca comprender. Como he dicho, había también quienes me seguían
y me aplaudían; y tiempo después debían aquí repetirse por la obra de otros
poetas de libertad y de audacia, iguales censuras, como también iguales
aplausos.
Mi poesía Divagación fue escrita en horas
de soledad y de aislamiento que fui a pasar en el Tigre Hotel. ¿Tenía yo
algunos amoríos? No lo sabré decir ahora. Es el caso que en esos versos hay una
gran sed amorosa y en la manifestación de los deseos y en la invitación a la
pasión, se hace algo como una especie de geografía erótica. El poema concluía
así:
... Amor, en
fin, que todo diga y cante
Amor que
encante y deje sorprendida
A la
serpiente de ojos de diamante
Que está
enroscada al árbol de la vida.
Ámame así,
fatal, cosmopolita,
Universal,
inmensa, única, sola
Y todas,
misteriosa y erudita;
Ámame mar y
nube; espuma y ola.
Sé mi reina
de Saba mi tesoro;
Descansa en
mis palacios solitarios.
Duerme. Yo
encenderé los incensarios
Y junto a mi
unicornio cuerno de oro
Tendrán
rosas y miel tus dromedarios.
- XL -
Luego vienen otras poesías que han
llegado a ser de las conocidas y repetidas en España y América, como la
Sonatina, por ejemplo, que por sus particularidades de ejecución, yo no sé por
qué no ha tentado a algún compositor para ponerle música. La observación no es
mía. "Pienso, dice Rodó, que la Sonatina hallaría su comentario mejor en
el acompañamiento de una voz femenina que le prestara melodioso realce. El poeta
mismo ha ahorrado a la crítica la tarea de clasificar esa composición, dándole
un nombre que plenamente la caracterizaba. Se cultiva casi exclusivamente en
ella, la virtud musical de la palabra y del ritmo poético". En efecto, la
musicalidad en este caso, sugiere o ayuda a la concepción de la imagen soñada.
Blasón es el título de otra corta poesía,
que fue escrita en Madrid en el tiempo de las fiestas del Centenario de Colón.
Tuve allí oportunidad de conocer a un gentil hombre, diplomático centroamericano,
casado con una alta dama francesa, como que es, por sus primeras nupcias, la
madre del actual jefe de la casa de Gontaut-Biron, el conde de Gontaut
Saint-Blancard. Me refiero a la marquesa de Peralta. En el álbum de tal señora,
celebré la nobleza y la gracia de un ave insigne, el cisne. Después están las
alabanzas a los "ojos negros de Julia". ¿Qué Julia? Lo ignoro ahora.
Sed benévolos ante tamaña ingratitud con la belleza. Porque, ciertamente, debió
de ser bella la dama que inspiró las estrofas de que trato, en loor de los ojos
negros, ojos que, al menos en aquel instante, eran los preferidos. Luego será
un recuerdo galante en el escenario del siempre deseado París. Pierrot, el
blanco poeta, encarna el amor lunar, vago y melancólico, de los líricos
sensitivos. Es el carnaval. La alegría ruidosa de la gran ciudad se extiende en
calles y bulevares. El poeta y su ilusión, encarnada en una fugitiva y harto
amorosa parisién, certifica, por la fatalidad de la vida, la tristeza de la
desilusión y el desvanecimiento de los mejores encantos. Rodó -a quien siempre
habría que citar tratándose de Prosas Profanas- ha dicho cosas deliciosas a
propósito de estos versos.
Hay en el tomo de Prosas Profanas un
pequeño poema en prosa rimada, de fecha muy anterior a las poesías escritas en
Buenos Aires, pero que por la novedad de la manera llamó la atención. Está, se
puede decir, calcado, en ciertos preciosos y armoniosos juegos que Catulle
Mendes publicó con el título de Lieds de France. Catulle Mendes, a su vez, los
había imitado de los poemitas maravillosos de Gaspard de la Nuit, y de
estribillos o refranes de rondas populares. Me encontraba yo en la ciudad de
New York, y una señorita cubana, que era prodigiosa en el arpa, me pidió le
escribiese algo que en aquella dura y colosal Babel le hiciese recordar
nuestras bellas y ardientes tierras tropicales. Tal fue el origen de esos
aconsonantados ritmos que se titulan En el país del Sol.
Un soneto hay en ese libro que se puede
decir ha tenido mayor suerte que todas mis otras composiciones, pues de los
versos míos son los más conocidos, los que se recitan más, en tierra hispana
como en nuestra América. Me refiero al soneto Margarita. Por cierto, la boga y
el éxito se deben a la anécdota sentimental, a lo sencillo emotivo, y a que
cada cual comprende y siente en sí el sollozo apasionado que hay en estos
catorce versos. Entonces sí, ya habla caído yo en Buenos Aires en nuevas redes
pasionales; y fui a ocultar mi idilio, mezclado a veces de tempestad, en el
cercano pueblo de San Martín. ¿En dónde se encontrará, Dios mío, aquélla que
quería ser una Margarita Gauthier, a quien no es cierto que la muerte haya
deshojado, "por ver si me quería", como dice el verso, y que llegara
a dominar tanto mis sentidos y potencias? ¡Quién sabe! Pero, si llegásemos a
encontrarnos, es seguro que se realizaría lo que expresa la tan humana
redondilla de Campoamor:
Pasan veinte
años, vuelve él
y al verse,
exclaman él y ella:
-¡Dios mío,
y ésta es aquélla!
-¡Santo
Dios, y éste es aquél!
Hay otra poesía en ese volumen, escrita
en España en 1892, en la cual se ven ya los distintivos que han de caracterizar
mi producción anterior, a pesar de que ese trabajo es castizo, de espíritu
español puro, de acento, de tradición, de manera, de forma. Es en elogio de un
metro popular, armonioso y cantante, la seguidilla. A ese tiempo también
pertenecía el "pórtico" que escribí en Madrid para que sirviese de
introducción a la colección de poesías que con el título de En tropel dio a luz
el poeta Salvador Rueda.
La página blanca fue escrita en Buenos
Aires, en casa del pobre Miguelito Ocampo. ¿Quién se acuerda de Miguelito
Ocampo?... Hombre de corazón bueno, de natural ingenio, a quien se debe el
primer ensayo de zarzuela cómica nacional argentina, y que hubiese quizás
dejado una producción más copiosa e importante, si la peor de las bohemias no
le arrebata, primero la voluntad y después la salud y la vida. En su casa
escribí, como he dicho antes, La página blanca, en presencia de nuestro querido
viejo Lamberti, a quien dediqué esos versos. Casi todas las composiciones de
Prosas Profanas fueron escritas rápidamente, ya en la redacción de La Nación,
ya en las mesas de los cafés, en el Aue's Keller, en la antigua casa de Lucio,
en lo de Monti. El coloquio de los centauros lo concluí en La Nación, en la
misma mesa en que Roberto Payró escribía uno de sus artículos. Tanto éstas como
otras poesías exigirían bastantes exégesis y largas explicaciones, que a su
tiempo se harán en este libro.
- XLI -
Otra hospitalidad de buen humor que me
acogiera por esos días fue la del excelente amigo Rouquad. Allí rendíamos
tributo a la gula, con platos suculentos que solía dirigir el dueño de casa.
Allí llegaban, entre otros compañeros ya nombrados, un joven poeta de audacia y
fantasía, que ha producido después libros muy plausibles. Se llamaba Américo
Llanos, era de origen uruguayo y desempeña actualmente el consulado de su país
en San Sebastián de España, con su verdadero nombre, Armando Vasseur. Iba
también cierto ábate francés, de apellido Claude, que enseñaba su idioma al
melodioso y elegante lírico de dorados cabellos, Eugenio Díaz Romero. Este
ábate tenía una historia de las más escabrosas y que habría interesado a Barbey
d'Aureville. Era sobrino de un cardenal. Había venido a la Argentina muy bien
recomendado, pero al hombre le gustaban mucho los alcoholes, en especial la
demoníaca agua verde del ajenjo. En una de las provincias colgó los hábitos,
pues se había enamorado locamente de la mujer con quien tuvo varios hijos.
Ella, atemorizada o arrepentida, le abandonó para casarse con otro; y poseyó al
abate la mayor desesperación, y la desesperación y el veneno verde le llevaron
casi a la locura. Volvió a Buenos Aires y entonces fue cuando le conocí. En La
Nación he publicado una página en que narro cómo el general Mitre pudo socorrer
una vez al infeliz religioso, en momentos de miseria y de angustia. Mucho
tiempo después, se me apareció en París, el desventurado. Iba de nuevo vestido
con sus ropas talares. Lo tenía recluido el arzobispo en un convento. Le
dejaban salir muy de tarde en tarde y en compañía de algún otro sacerdote; pero
esa vez llegó solo. Me contó sus horas de oración y de arrepentimiento, mas
poco a poco se fue exaltando. -"Vamos, me dijo, a dar una vuelta". Yo
le acompañé a la calle. Conversaba ya tranquilo, ya agitado, sobre todo cuando
me recordaba a la mujer de quien estaba enamorado, y a sus hijos. Y como
pasáramos cerca de un café: -"Entremos, me dijo, tengo mucha sed,
tomaremos algún refresco". Por más que me opuse, vi que la cosa era
irremediable. Entramos, y con asombro de los concurrentes, el abate, en vez de
un refresco, ya comprenderéis que pidió su veneno. Yo me despedí más tarde. Al
día siguiente llegó a verme de nuevo en un estado lamentable. Me dijo que todo
aquello no era sino obra del demonio; que él estaba arrepentido y que para el
mal de raíz, se iría a una cartuja que está en una isla cerca de Niza. Creí que
todas esas promesas eran historias; pero el abate desapareció y a los pocos
días recibía yo unas cuantas fotografías de la Cartuja y una carta en que el
triste me anunciaba su definitiva separación del mundo. No volví a saber nunca
más de él.
- XLII -
En la redacción de Tribuna me relacioné,
por presentación de Mariano de Vedia, con el doctor Lorenzo Anadón, con el
general Mansilla, y los poetas Carlos Roxlo y Christian Roeber. Mansilla
simpatizó mucho conmigo y publicó a este respecto un precioso y chispeante
artículo. Le visité. En su casa me mostró cosas curiosísimas, entre ellas el
mejor retrato que yo haya visto de su tío don Juan Manuel de Rozas. Alcancé a
conocer también a su madre, doña Agustina, la belleza célebre que aún
resplandecía en su ancianidad, y a quien, cuando murió, deshojé uh ramillete de
rosas literarias. El poeta Roxlo era de trato suave y delicado y no adivinaba
yo en él al futuro vigoroso combatiente de las luchas políticas. Publicaba sus
versos impregnados de perfume patrio y en los cuales hay sollozos de guitarra
pampera, melancólicos aires rurales, y la revelación armoniosa de un profundo
sentir. Roeber era tipo romántico y legendario. Su novela vital se contaba en
voz baja. Se decía que, por drama de amores, lo que menos le había pasado era
recibir una bala en la cabeza, en duelo, por lo cual tuvo que estar un tiempo
encerrado en un manicomio. Es lo cierto que tenía un conocido título español,
con el cual publicó una serie de traducciones de las novelas de cierto alegre y
ha tiempo pasado de moda autor francés. Mansilla me dio una comida a la cual
invitó a algunos intelectuales. Tengo presente la larga conversación que allí
tuve con el doctor Celestino Pera, y la interesantísima facundia de nuestro
anfitrión, que narrara amenos sucesos y prodigara agudas ocurrencias, felices
frases, con ese poder de conversador ágil y oportuno que se ha reconocido en
todas partes.
Fundé una revista literaria en unión de
un joven poeta tan leído como exquisito, de origen boliviano. Ricardo Jaimes
Freyre, actualmente vecino de Tucumán. Ricardo es hijo del conocido escritor,
periodista y catedrático que ha publicado tan curiosas y sabrosas tradiciones
desde hace largo tiempo, en su país de Bolivia, y que en Buenos Aires hizo
aparecer un valioso volumen sobre el antiguo y fabuloso Potosí. Él y su hijo
eran para mí excelentes amigos. Con Brocha Gorda, pseudónimo de Jaimes padre,
solíamos hacer amenas excursiones teatrales, o bien por la isla de Maciel,
pintoresca y alegre, o por las fondas y comedores italianos de La Boca, en
donde saboreábamos pescados fritos, y pastas al jugo, regados con tintos
chiantis y obscuros barolos. Quien haya conversado con Julio L. Jaimes, sabrá
del señorito y del ingenio de los caballeros de antaño.
Con Ricardo no entrábamos por simbolismo
y decadencias francesas, por cosas d'annunzianas, por prerrafaelismos ingleses
y otras novedades de entonces, sin olvidar nuestras ancestrales Hitas y
Berceos, y demás castizos autores. Fundamos, pues, la Revista de América,
órgano de nuestra naciente revolución intelectual y que tuvo, como era de
esperarse, vida precaria, por la escasez de nuestros fondos, la falta de
suscripciones y, sobre todo, porque a los pocos números, un administrador
italiano, de cuerpo bajito, de redonda cabeza calva y maneras untuosas, se
escapó, llevándose los pocos dineros que habíamos podido recoger. Y así acabó
nuestra entusiasta tentativa. Pero Ricardo se desquitó, dando a luz su libro de
poesías Castalia Bárbara, que fue una de las mejores y más brillantes muestras
de nuestros esfuerzos de renovadores. Allí se revelaba un lírico potente y
delicado, sabio en técnica y elevado en numen.
- XLIII -
Y se creó el grupo del Ateneo. Esta
asociación, que produjo un considerable movimiento de ideas en Buenos Aires,
estaba dirigida por reconocidos capitanes de la literatura, de la ciencia y del
arte, Zuberbuhler, Alberto Williams, Julián Aguirre, Eduardo Schiaffino,
Ernesto de la Cárcova, Sivori, Ballerini, de la Valle, Correa Morales y otros
animaban el espíritu artístico: Vega Belgrano, don Rafael Obligado, don Juan
José García Velloso, el doctor Oyuela, el doctor Ernesto Quesada, el doctor
Norberto Piñeiro y algunas más, fomentaban las letras clásicas y las
nacionales, y los más jóvenes alborotábamos la atmósfera con proclamaciones de
libertad mental.
Yo hacía todo el daño que me era posible
al dogmatismo hispano, al anquilosamiento académico, a la tradición
hermosillesca, a lo pseudo-clásico, a lo pseudo-romántico, a lo pseudo-realista
y naturalista y ponía a mis "raros" de Francia, de Italia, de
Inglaterra, de Rusia, de Escandinavia, de Bélgica y aún de Holanda y de
Portugal, sobre mi cabeza. Mis compañeros me seguían y me secundaban con
denuedo. Exagerábamos, como era natural la nota. Un Benjamín de la tribu,
Carlos Alberto Becu, publicó una plaquette, donde por primera vez aparecían en
castellano versos libres a la manera francesa; pues los versos libres de Jaimes
Freyre, eran combinaciones de versos normales castellanos. Becu hace tiempo
abandonó sus inclinaciones líricas y es hoy un grave y sesudo
internacionalista. Luis Perisso publicaba su Pensamiento de América, su
traducción de Belkis, del portugués Eugenio de Castro y trabajaba porque se
relacionaran los jóvenes intelectuales argentinos con los del resto de Hispano-América.
Leopoldo Díaz escribía sus elegancias parnasianas, sus poemas de esfuerzo
esotérico. Ángel de Estrada anunciaba con su producción el sutil e intenso
poeta y el prosista artístico y sugestivo que es hoy. Con él y con Alberto
Vergara Biedma, profundizador y elocuente, divagábamos sobre temas de belleza,
Miguel Escalada, que abandonó a las generosas musas, burilaba o miniaba
poemitas de singular y suave gracia. Eduardo de Ezcurra nos hablaba de su
estética y nos citaba siempre a Campanella, uno de sus autores favoritos.
Carlos Baires nos hacía pensar en trascendentes problemas, con sus iniciaciones
filosóficas, Mauricio Nierenstein nos mostraba selecciones de las letras
alemanas y nos instruía en asuntos talmúdicos. José Ingenieros, con su aguda
voz y su agudo espíritu nos hacía vibrar en súbitos entusiasmos itálicos. José
Pardo llevaba alguna página de pasión, y el bien de su sedoso carácter. José
Ojeda nos ungía con el óleo de la música; y si hay otros que no vienen ahora a
mi memoria, han de perdonármelo a causa del tiempo. Por esos días di en el
Ateneo una conferencia en extremo laudatoria sobre el soñador lusitano Eugenio
de Castro. De ese vibrante grupo del Ateneo brotaron muchos versos, muchas
prosas; nacieron revistas de poca vida, y en nuestras modestas comidas a
escote, creábamos alegría, salud y vitalidad para nuestras almas de luchadores
y de réveurs. Un día apareció Lugones, audaz, joven, fuerte y fiero, como un
cachorro de hecatónquero que viniera de una montaña sagrada. Llegaba de su Córdoba
natal, con la seguridad de su triunfo y de su gloria. Nos leyó cosas que nos
sedujeron y nos conquistaron. A poco estaba ya con Ingenieros redactando un
periódico explosivo, en el cual mostraba un espíritu anárquico, intransigente y
candente. Hacía prosas de detonación y relampagueo que iba más allá de León
Bloy; y sonetos contra muffles que traspasaban los límites del más acre Laurent
Taihade. Vega Belgrano lo llevó a El Tiempo, y allí aparecieron lucubraciones y
páginas rítmicas de toda belleza, de todo atrevimiento y de toda juventud. Dio
al público su libro Las montañas de oro, para mí el mejor de toda su obra,
porque es donde se expone mayormente su genial potencia creadora, su gran
penetración de lo misterioso del mundo; y porque hasta sus imperfecciones son
como esos informes trozos de roca en donde se ve a los brillos del sol, el rico
metal que la veta de la mina oculta en su entraña. Yo agité palmas y verdes
ramos en ese advenimiento; y creí en el que venía, hoy crecido y en la plena y
luminosa marcha de su triunfante genio.
- XLIV -
Tres amigos médicos tuve, que fueron
alternativamente los salvadores de mi salud. Fue el uno el doctor Francisco
Sicardi, el novelista y poeta originalísimo, cuya obra extraordinaria y
desigual tiene cosas tan grandes que pasan los límites de la simple literatura.
Su Libro Extraño es de lo más inusitado y peregrino que haya producido una
pluma en lengua castellana. El otro médico, era Martín Reibel, el fraternal e
incomparable Hipócrates de los poetas, a quien Eduardo Talero, entre otros,
debe la vida, y yo más de una vez el afianzamiento del más sacudido y
atormentado de los organismos. El otro era Prudencio Plaza, con quien fui a
pasar una temporada a la isla de Martín García, cuando él era médico de aquel lazareto.
Pasamos allí horas plácidas; nos perfeccionábamos en el tiro del máuser;
leíamos el Quijote, nos confiábamos las ilusiones de nuestros mutuos
porvenires. Pero no olvidaré jamás la llegada de los cadáveres de enfermos
sospechosos de alguna contagiosa enfermedad; ni una autopsia que vi hacer desde
lejos, del cuerpo largo y bronceado de un hindú, pues era la primera vez, la
primera y la única, que he visto ejecutar el horrible y sabio
descuartizamiento. De Martín García envié a La Nación algunas correspondencias
informativas firmadas con un pseudónimo.
Hice después un viaje a Bahía Blanca, en
compañía del amigo Rouquaud. No era, por cierto, Bahía Blanca el emporio que es
ahora; sin embargo, ya se hablaba mucho del futuro colosal que debería llegar para
esa espléndida región argentina.
De Bahía Blanca partí para una estancia
del doctor Argerich, y allí fue mi primera visita a la Pampa inmensa y poética.
Poética, sí, para quien sepa comprender el vaho de arte que flota sobre ese
inconmensurable océano de tierra, sobre todo en los crepúsculos vespertinos y
en los amaneceres. Allí supe lo que era el mate matinal, junto al fogón, en
compañía de los gauchos, rudos y primitivos, pero también poéticos. Allí
nemrodicé, con excelente puntería, contra martinetas, avestruces, tordos y
pechirrojos, y aun fáciles y poco avisadas vizcachas. Allí atisbé, con las
botas dentro del agua, bandadas de patos, y perseguí a ese espía escandaloso
del aire que se llama el teru-teru; allí anduve a caballo varios días, desde
los amaneceres hasta los atardeceres; allí adquirí fuerzas y renové mi sangre,
y fortifiqué mis nervios, y pasé, quizás, entre gentes sencillas y nada
literarias, los más tranquilos días de mi existencia.
- XLV -
Retorné a Buenos Aires, y como el
producto de mi labor periodística y literaria no me fuese suficiente para
vivir, avino que el doctor Carlos Carlés, que era Director general de Correos y
Telégrafos, me nombró su secretario particular. Yo cumplía cronométricamente
con mis obligaciones, las cuales eran contestar una cantidad innumerable de
cartas de recomendación que llegaban de todas partes de la República, y luego
recibir a un ejército de solicitantes de empleos, que llevaban en persona sus
cartas favorables. En las primeras no me faltaba el "Con el mayor
gusto..." y "en la primera oportunidad..." o "En cuanto
haya alguna vacante...". Y a los que llegaban, siempre les daba
esperanzas: "vuelva usted otro día... Hablaré con el director... Lo tendré
muy presente... Creo que usted conseguirá su puesto...". Y así la gente se
iba contenta.
En la oficina tuve muy gratos amigos,
como el activísimo y animado Juan Migoni y el no menos activo, aunque algo
grave de intelectualidad y de estudio, Patricio Piñeiro Sorondo, con quien me
extendía en largas pláticas, en los momentos de reposo, sobre asuntos
teosóficos y otras filosofías. Cuando Leopoldo Lugones llegó, también de
empleado, a esa repartición, formamos, lo digo con cierta modestia, un
interesante trío. Cuando no contestaba yo cartas, escribía versos o artículos.
En las quemantes horas del verano nos regocijaba en la secretaría la presencia
de un alegre y moreno portero, que nos llevaba refrigerantes y riquísimas
horchatas. Delante de mí pasaban las personas que iban a visitar al director; y
recuerdo haber visto allí, por la primera vez, la noble figura del doctor Sáenz
Peña, actual presidente de la República.
- XLVI -
Como dejo escrito, con Lugones y Piñeiro
Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo
tiempo a esta clase de estudios, y los abandoné a causa de mi extremada
nerviosidad y por consejo de médicos amigos. Yo había, desde muy joven, tenido
ocasión, si bien raras veces, de observar la presencia y la acción de las
fuerzas misteriosas y extrañas, que aún no han llegado al conocimiento y
dominio de la ciencia oficial. En Caras y Caretas ha aparecido una página mía,
en que narro cómo en la plaza de la catedral de León, en Nicaragua, una
madrugada vi y toqué una larva, una horrible materialización sepulcral, estando
en mi sano y completo juicio.
También en La Nación, de Buenos Aires, he
contado cómo en la ciudad de Guatemala tuve el anuncio psicofísico del
fallecimiento de mi amigo el diplomático costarriqueño Jorge Castro Fernández,
en los mismos momentos en que él moría en la ciudad de Panamá; y la pavorosa
visión nocturna que tuvimos en San Salvador el escritor político Tranquilino
Chacón, incrédulo y ateo; visión que nos llenó, más que de asombro, de espanto.
He contado también los casos de ese
género, acontecidos a gentes de mi conocimiento. En París, con Leopoldo
Lugones, hemos observado en el doctor Encausse, esto es, el célebre Papus,
cosas interesantísimas; pero según lo dejo expresado, no he seguido en esa
clase de investigaciones por temor justo a alguna perturbación cerebral.
- XLVII -
No he de dejar en el tintero mis buenas
relaciones con un clown inglés que ha divertido a tres generaciones de
argentinos. Ya se comprenderá que trato de Frank Brown. Los que le conocen
fuera de la pista saben que ese payaso es un gentleman; y que un artista, o un
hombre de letras, tiene mucho que conversar con él. Sabe su Shakespeare mejor
que muchos hombres que escriben. Es grave y casi melancólico, como todos
aquellos que tienen por misión hacer reír. Hay que tener en cuenta que el arte
del clown confina, en lo grotesco y en funambulesco, con lo trágico del
delirio, con el ensueño y con las vaguedades y explosiones hilarantes de la
alienación. Para manejar todo esto, se precisan una fuerte salud física y una
vigorosa resistencia moral. Con Frank Brown hemos pasado repetidas horas,
agradables y provechosas, y más de una vez ha aparecido su nombre en mis prosas
y versos. Por ejemplo, en aquellos que empiezan:
"Franck
Brown como los Hanlon Lee
sabe lo
trágico de un paso
de payaso y
es para mí
un buen
jinete de Pegaso.
Salta del
circo al cielo raso;
Banville le
hubiera amado así;
Franck
Brown, como los Hanlon Lee
sabe lo
trágico de un paso...".
O en la siguiente medalla:
Anverso
"En el fondo de oro de la fiesta, en
traje rojo u oro, oro o rojo saetado de estrellas, o recamado de una flora de
seda, el rostro inaudito, máscara de risa cuasi por lo fijo y violento
dolorosa, desciende de los Hanlon Lee, alado, elástico, Frank Brown, clown,
aparece.
La contracción gelásmica se acompaña, de
súbitos gritos y gestos, siendo el conjunto, demostración de cómo la risa, en
lo bufo inglés, como en las marionetas macabras niponas, se constituye rayana,
en su fondo, en lo trágico. El tono detona, en aflautados finales, o monólogo
coloreado, fuertemente, de acentos de tirolesa, rayados de erres, mientras,
saltante, avanza, batracio o acracio, magistral en su arte extraño, la figura
que el ojo de Bebé agranda principal, miliunanochesca, deslumbrante, en única,
múltiple, empero, apoteosis.
Las palabras sálenle en hipos: acaso el
esfuerzo verbal continuando dolorosa meditación: Fuego de artificios cortado a
veces de ausas, lazzi y gedeonería transcendente. Intimo con caballos, leones,
perros, monos, cebras, hércules ecuyéres y tonys; Brown, con un gesto
dominador, explícito, rige.
¡Music! ya se escucha: Tiempos de Buislay
y Bell, ¡lejanos! Hoy, tiempo de Footit, tiempo de Frank Brown. ¿Qué hace,
risueño risible, este clown, a las veces filosófico? Parodia a Shakespeare,
Hamlet, no risueño, risible: "doloroso".
Reverso
"Este es el caballero Frank
Brown", que tiene cara de Byron. Hombre, triste y serio; piensa. Su
sonrisa, melancolía. (¿Acaso él no conoce a Durero?) Y como su mano ha
acariciado tanto los animales, y los ojos de los seres inocentes y profundos le
han contemplado tanto, su corazón se ha llenado de íntima bondad.
Es un hombre natural; su imperio, la
fuerza y la dignidad. Es inglés, sabe de poetas.
Es inglés; tiene el culto del hogar,
celoso de hembra y cachorro.
Obra con sana y firme voluntad. Su alma
de payaso no se ha pintado nunca la cara. Si queréis verle de cerca, si queréis
conversar de Shakespeare y de la bravura y de la vida justa y sencilla, de la
naturaleza sagrada y de Dios y de los buenos hombres, id a casa de Luzio,
después de la función del "San Martín", y veréis junto a una mesa,
rodeado de amigos, al "hombre". Le reconoceréis por la cara de Byron.
Es inglés; toma whisky con soda".
Yo iba siempre a ver trabajar a mi amigo
clown en su pista del teatro "San Martín". Una noche vi allí la
demostración del talento especial del "payo" Roque, para ganarse
amistades y hacerse simpático con sus habilidades y maneras, a toda clase de
gentes. Había leído, por la tarde, la llegada en su yacht de un potentado
inglés, el conde de Carnarvon, Lord Dudley, a quien acompañaba un príncipe
indio, Duhlcep Sing. En el intermedio de la función del "San Martín"
noté en un palco a un joven de tipo británico, acompañado de otro hombre moreno
que tenía en su mano derecha un anillo con estupendo brillante negro. Estaba
con ellos uno al parecer secretario. Me encontré con el "payo" y le
dije: "¿Ha visto usted al Lord de Inglaterra y al Príncipe de la
India?" y se lo señalé en el palco. Cuál no fue mi sorpresa, cuando al
continuar la función vi a Roque sentado en el palco, en risueña conversación
con los dos exóticos personajes. Más tarde llegué a casa de Luzio, y como
viese, muy pasada la media noche, movimiento de mozos que subían a los altos
con pavos trufados y botellas de champagne, pregunté qué fiesta había arriba, y
un camarero me contestó: "Son unos príncipes que están de farra con el
payo y unas artistas".
Cierto día llegué a la redacción de La
Nación, a cuyo personal yo pertenecía como algo a manera de croque-mort, esto
es, enterrador de celebridades, pues no moría un personaje europeo,
principalmente poeta o escritor, sin que don Enrique de Vedia no me encargase
el artículo necrológico. Por cierto que Mark Twain me jugó, una de sus pesadas
bromas. Nos encontrábamos, mis compañeros de café y yo, sin un céntimo, al
comenzar la noche, en casa de Monti; y aunque el bravo suizo nos hacía crédito,
la situación era ardua. En esto, se me llamó por teléfono de La Nación. Fui
inmediatamente y el administrador me mostró un cablegrama en que se anunciaba
que el escritor norteamericano, famoso por su humorismo, Mark Twain, se
encontraba en la agonía. "Es preciso, me dijo el señor de Vedia, que
escriba usted un artículo extenso en seguida para que aparezca mañana con el
retrato, pues seguramente esta noche llegará la noticia del
fallecimiento". De más decir que yo puse manos a la obra con gran entusiasmo
y con gran satisfacción y aprovechando ciertas apuntaciones que sobre el
humorista yankee tenía desde hacía mucho tiempo. Volví, es evidente, a dar la
buena nueva a los amigos que me esperaban en casa de Monti. La muerte de Mark
Twain haría que tuviésemos dinero al día siguiente...
Cuando entregué mi trabajo les fui a
buscar, para que cenáramos juntos y, por supuesto, pedimos una cena opípara y
convenientemente humedecida. Las libaciones continuaron hasta el amanecer,
entre nuestras habituales, literarias y anecdóticas charlas; y Charles
Soussens, nuestro dionisiaco lírico helvético, se ofreció para ir a buscar al
nacer el día, un número de La Nación a la imprenta. Así fue. Al poco rato le
vimos aparecer desde lejos por la abierta puerta del restaurant. Traía un
número del diario, pero alzaba los brazos y nos hacía gestos de desolación.
Cuando llegó, con una faz triste, nos dijo: "¡No viene el artículo!".
Nos pusimos serios. Desdoblé el periódico y me di cuenta de la penosa verdad.
Un cablegrama anunciaba la agonía de Mark Twain, pero en otro se decía que los
médicos concebían esperanzas... En otro, que se esperaba una pronta reacción y
en otro que el enfermo estaba salvado y entraba en una franca mejoría... Y la
salvación del escritor fue para nosotros un golpe rudo y un rasgo de humor muy
propio del yankee, y del peor género... Felizmente, a propósito de la
enfermedad, pude arreglar el artículo de otro modo y conseguir que pasara,
algunos días después.
- XLIX -
Fui, como queda dicho, cierto día, a la
redacción del diario. Acababa de pasar la terrible guerra de España con los
Estados Unidos. Conversando, Julio Piquet me informó de que La Nación deseaba
enviar un redactor a España, para que escribiese sobre la situación en que
había quedado la madre patria. "Estamos pensando en quién puede ir",
me dijo. Le contestó inmediatamente. "¡Yo!". Fuimos juntos a hablar
con el señor de Vedia y con el director. Se arregló todo en seguida.
"¿Cuándo quiere usted partir?", me dijo el administrador.
"¿Cuándo sale el primer vapor?" "Pasado mañana".
-"¡Pues me embarcaré pasado mañana!".
Dos días después iba yo navegando con
rumbo a Europa. Era el 3 de diciembre de 1898. En esta travesía no aconteció
nada de particular, solamente algo que me da motivo para una rectificación.
Recorriendo mi libro España Contemporánea veo que el episodio del capitán
Andrews aconteció en este viaje y no anteriormente, como por explicable
confusión de fecha -repito que no me valgo para estos recuerdos sino de mi
memoria- lo he hecho aparecer.
- L -
Llegué a Barcelona y mi impresión fue lo
más optimista posible. Celebré la vitalidad, el trabajo, lo bullicioso y
pintoresco, el orgullo de las gentes de empresa y conquista, la energía del
alma catalana, tanto en el soñador que siempre es un poco práctico, como en el
menestral que siempre es un poco soñador. Noté lo arraigado del regionalismo
intransigente y la sorda agitación del movimiento social, que más tarde habría
de estallar en rojas explosiones. Hablé de las fábricas y de las artes; de los
ricos burgueses y de los intelectuales, del leonardismo, de Santiago Rusiñol y
de la fuerza de Ángel Guimerá, de ciertos rincones montmartrescos, de las
alegres ramblas y de las voluptuosas mujeres.
Llegué a Madrid, que ya conocía, y hablé
de su sabrosa pereza, de sus capas y de sus cafés. Escribía: "He buscado
en el horizonte español las cimas que dejara no hace mucho tiempo, en todas las
manifestaciones del alma nacional; Cánovas, muerto; Ruiz Zorrilla, muerto;
Castelar, desilusionado y enfermo; Valera, ciego; Campoamor, mudo; Menéndez
Pelayo... No está, por cierto, España para literaturas, amputada, doliente,
vencida; pero los políticos del día parece que para nada se diesen cuenta del
menoscabo sufrido, y agotan sus energías en chicanas interiores, en batallas de
grupos aislados, en asuntos parciales de partidos, sin preocuparse de la suerte
común, sin buscar el remedio del daño general, de las heridas en carne de la
nación. No se sabe lo que puede venir. La hermana Ana no divisa nada desde la
torre". Envié mis juicios al periódico, que formaron después un volumen.
Frecuenté la legación argentina, cuyo
jefe era entonces un escritor eminente, el doctor Vicente G. Quesada. Intimé
con el pintor Moreno Carbonero, con periodistas como el Marqués de
Valdeiglesias, Moya, López Ballesteros, Ricardo Fuentes, Castrovido, mi
compañero en La Nación Ladevese, Mariano de Cavia, y tantos otros. Volví a ver
a Castelar, enfermo, decaído, entristecido, una ruina, en víspera de su
muerte... Me juntaba siempre con antiguos camaradas como Alejandro Sawa, y con
otros nuevos, como el charmeur Jacinto Benavente, el robusto vasco Baroja, otro
vasco fuerte, Ramiro de Maeztu, Ruiz Contreras, Matheu y otros cuantos más; y
un núcleo de jóvenes que debían adquirir más tarde un brillante nombre, los
hermanos Machado, Antonio Palomero, renombrado como poeta humorístico bajo el
nombre de "Gil Parado", los hermanos González Blanco, Cristóbal de
Castro, Candamo, dos líricos admirables cada cual según su manera; Francisco
Villaespesa y Juan R. Jiménez, "Caramanchel", Nilo Fabra, sutil poeta
de sentimiento y de arte, el hoy triunfador Marquina y tantos más.
Iba algunas noches al camarín de los
llamados, por antonomasia, Fernando y María, esto es, los señores Díaz de
Mendoza, condes de Balazote, grandes de España y príncipes del teatro a quienes
escribí sonoros alejandrinos cuando pusieron en escena el Cyrano, de Rostand.
- LI -
En la librería de Fernando Fe, lugar de
reunión vespertina de algunos hombres de letras, solía conversar con Eugenio
Sellés, hoy marqués de Gerona, con Manuel del Palacio, poeta amable de ojos
azules, que recordaba siempre con cariño sus días pasados en el Río de la
Plata; con Manuel Bueno, ilustrado y combatido, célebre como crítico teatral y
hoy diputado a Cortes; con Llanas de Aguilaniedo, autor de interesantes novelas
y de un libro sobre ciencia penal. A don José Echegaray me presentó una noche
Fernando Díaz de Mendoza. "Ustedes los americanos, me dijo, tienen
instinto poético...". La frase me supo agridulce... Pero ¡vaya si lo
teníamos...! Tiempos después firmaba yo con los escritores y poetas de la
famosa protesta contra el homenaje nacional a Echegaray. Mi inquina era
excesiva... "Juventud, divino tesoro...".
Visité de nuevo a Campoamor, a quien
encontré en la más absoluta decadencia. Estaba, anotaba yo, "caduco,
amargado de tiempo a su pesar, reducido a la inacción después de haber sido un
hombre activo y jovial, casi imposibilitado de pies y manos, la facie penosa, el
ojo sin elocuencia, la palabra poca y difícil, y cuando le dais la mano y os
reconoce, se echa a llorar, y os habla escasamente de su tierra dolorida, de la
vida que se va, de su impotencia, de su espera en la antesala de la muerte...
os digo que es para salir de su presencia con el espíritu apretado de
melancolía". En realidad, aquello era lamentable y doloroso. El poeta
glorioso, el filósofo de humor y hondura, era un viejo infeliz a quien tenían
que darle de comer como a los niños, un ser concluido en víspera de entrar a la
tumba.
Doña Emilia Pardo Bazán continuaba dando
sus escogidas reuniones. Allí solía aparecer ya ciego, pero siempre lleno de
distinción, anciano impoluto y aristocrático, el autor de Pepita Jiménez. Allí
me relacioné con el novelista y diplomático argentino Ocantos, con el doctor
Tolosa Latour, con los cronistas mundanos "Montecristo" y
"Kasabal", con el político Romero Robledo, con el popular Luis
Taboada, y con algunas damas de la nobleza que no se ocupaban únicamente en
modas, murmuraciones y asuntos cortesanos, sino que gustaban de departir con
poetas y escritores: la condesa de Pino Hermoso y la marquesa de la Laguna,
cuya hija Gloria tuviera celebridad más tarde por sus singulares encantos y su
valentía de espíritu. Era yo también muy amigo de José Lázaro y Galdeano,
director de la España Moderna y que tenía un verdadero museo de obras de arte,
entre las cuales un pretendido Leonardo de Vinci.
Con Joaquín Dicenta fuimos compañeros de
gran intimidad, apolíneos y nocturnos. Fuera de mis desvelos y expansiones de
noctámbulo, presencié fiestas religiosas palatinas; fui a los toros y alcancé a
ver a grandes toreros, como el Guerra. Teníamos inenarrables tenidas
culinarias, de ambrosías y sobre todo de néctares, con el gran don Ramón María
del Valle Inclán, Palomero, Bueno y nuestro querido amigo de Bolivia, Moisés
Ascarruz. Me presentaron una tarde, como a un ser raro -"es genial y no
usa corbata", me decían- a don Miguel de Unamuno, a quien no le agradaba,
ya en aquel tiempo, que le llamaran el sabio profesor de la Universidad de
Salamanca... Cultivaba su sostenido tema de antifrancesismo. Y era
indudablemente un notable vasco original. El señor de Unamuno no conocía
entonces a Sarmiento, y hablaba con cierto desdén, basado en pocas noticias, y
en su particular humor, de las letras argentinas. Yo recuerdo que, a propósito
de un artículo suyo, escribí otro, que concluía con el siguiente párrafo:
"Decadentismos literarios no pueden
ser plaga entre nosotros; pero con París, que tanto preocupaba al señor de
Unamuno, tenemos las más frecuentes y mejores relaciones. Buena parte de
nuestros diarios es escrita por franceses. Las últimas obras de Daudet y de
Zola, han sido publicadas por La Nación al mismo tiempo que aparecían en París;
la mejor clientela de Worth es la de Buenos Aires; en la escalera de nuestro
Jockey Club, donde "Pini" es el profesor de esgrima, la
"Diana" de Falguiére perpetúa la blanca desnudez de una parisiense.
Como somos fáciles para el viaje y podemos viajar, París recibe nuestras
frecuentes visitas y nos quita el dinero encantadoramente. Y así, siendo como
somos un pueblo industrioso, bien puede haber quien, en minúsculo grupo,
procure en el centro de tal pueblo adorar la belleza a través de los cristales
de su capricho: "¡Whim!" diría Emerson. Crea el señor de Unamuno que
mis Prosas Profanas, pongo por caso, no hacen ningún daño a la literatura
científica de Ramos Mexía, de Coni o a la producción regional de J. V.
González; ni las maravillosas Montañas de oro de nuestro gran Leopoldo Lugones,
perturban la interesante labor criolla de Leguizamón y otros aficionados a este
ramo que ya ha entrado, en verdad, en dependencia folklórica. Que habrá luego,
una literatura de cimiento criollo, no lo dudo; buena muestra dan el hermoso y
vigoroso libro de Roberto Payró La Australia Argentina y las otras obras del
popularísimo e interesante "Fray Mocho".
- LII -
Volví a ver al rey niño, más crecido y
supe de intimidades de palacio; por ejemplo, que su pequeña majestad llamaba a
sus hermanitas, las dos infantas hoy yacentes en sus sepulcros del Escorial, a
la una "Pitusa" y a la otra "Gorriona". Busqué por todas
partes el comunicarme con el alma de España. Frecuenté a pintores y escultores.
Asistí al entierro de Castelar, escribí sobre el periodismo español, sobre el
teatro, sobre libreros y editores, sobre novelas y novelistas, sobre los
académicos, entre los cuales tenía admiradores y abominadores; escribí de
poetas y de políticos, recogí las últimas impresiones desilusionadas de Núñez
de Arce. Traté al maestro Galdós, tan bueno y tan egregio, estudié la
enseñanza, renovó mis coloquios con Menéndez y Pelayo. Hablé de las flamantes
inteligencias que brotaban. Relaté mi amistad con la princesa Bonaparte, madame
Rattazzi. Di mis opiniones sobre la crítica, sobre la joven aristocracia, sobre
las relaciones iberoamericanas, celebré a la mujer española; y sobre todo,
¡gracias sean dadas a Dios!, esparcí entre la juventud los principios de
libertad intelectual y de personalismo artístico, que habían sido la base de
nuestra vida nueva en el pensamiento y el arte de escribir hispano-americanos y
que causaron allá espanto y enojo entre los intransigentes. La juventud
vibrante me siguió, y hoy muchos de aquellos jóvenes llevan los primeros
nombres de la España literaria. Imposible me sería narrar aquí todas mis
peripecias y aventuras de esa época pasada en la coronada villa; ocuparían todo
un volumen.
- LIII -
La exposición de París de 1900 estaba
para abrirse. Recibí orden de La Nación de trasladarme en seguida a la capital
francesa. Partí.
En París me esperaba Gómez Carrillo y me
fui a vivir con él, el número 29 de la calle Faubourg Montmartre. Carrillo era
ya gran conocedor de la vida parisiense. Aunque era menor que yo, le pedí
consejos. -"¿Con cuánto cuenta usted mensualmente?" -me preguntó-.
"Con esto", le contesté, poniendo en una mesa un puñado de oros de mi
remesa de La Nación, Carrillo contó y dividió aquella riqueza en dos partes; una
pequeña y una grande. -"Ésta, me dijo, apartando la pequeña, es para
vivir: guárdela. Y esta otra, es para que la gaste toda". Y yo seguí con
placer aquellas agradables indicaciones, y esa misma noche estaba en
Montmartre, en una boite llamada "Cyrano", con joviales colegas y
trasnochadores estetas, danzarinas, o simples peripatéticas.
Poco después, Carrillo tuvo que dejar su
casa, y yo me quedé con ella; y como Carrillo me llevó a mí, yo me llevé al
poeta mexicano Amado Nervo, en la actualidad cumplido diplomático en España y
que ha escrito lindos recuerdos sobre nuestros días parisienses, en artículos
sueltos y en su precioso libro El éxodo y las flores del camino. A Nervo y a mí
nos pasaron cosas inauditas, sobre todo cuando llegó a hacernos compañía un
pintor de excepción, famoso por sus excentricidades y por su desorbitado
talento: he señalado al belga Henri de Grunx. Algún día he de detallar tamaños
sucedidos, pero no puedo menos que acordarme en este relato, de los sustos que
me diera el fantástico artista de larga cabellera y de ojos de tocado, afeitado
rostro y aire lleno de inquietudes, cuando en noches en que yo sufría
tormentosas nerviosidades o invencibles insomnios, se me aparecía de pronto, al
lado de mi cama, envuelto en un rojo ropón, con capuchón y todo, que había
dejado olvidado en el cuarto no sé cuál de las amigas de Gómez Carrillo... Creo
que la llamada Sonia.
- LIV -
Yo hacía mis obligatorias visitas a la
Exposición. Fue para mí un deslumbramiento miliunanochesco, y me sentí más de
una vez en una pieza, Simbad y Marco Polo, Aladino y Salomón, mandarín y
daimio, siamés y cow-boy, gitano y mujick; y en ciertas noches, contemplaba en
las cercanías de la torre Eiffel, con mis ojos despiertos, panoramas que sólo
había visto en las misteriosas regiones de los sueños.
Había un bar en los grandes boulevares
que se llamaba "Calisaya". Carrillo y su amigo Ernesto Lejeunesse, me
presentaron allí a un caballero un tanto robusto, afeitado, con algo de
abacial, muy fino de trato y que hablaba el francés con marcado acento de
ultramancha. Era el gran poeta desgraciado Óscar Wilde. Rara vez he encontrado
una distinción mayor, una cultura más elegante y una urbanidad más gentil.
Hacía poco que había salido de la prisión. Sus viejos amigos franceses que le
habían adulado y mimado en tiempo de riqueza y de triunfo, no le hacían caso.
Le quedaban apenas dos o tres fieles, de segundo orden. Él había cambiado hasta
de nombre en el hotel donde vivía. Se llamaba con un nombre balzaciano,
Sebastián Menmolth. En Inglaterra le habían embargado todas sus obras. Vivía de
la ayuda de algunos amigos de Londres. Por razones de salud, necesitó hacer un
viaje a Italia, y con todo respeto, le ofreció el dinero necesario un barman de
nombre John, que es una de las curiosidades que yo enseño cuando voy con algún
amigo a la "Bodega", que está en la calle de Rivoli, esquina a la de
Castigliore. Unos cuantos meses después moría el pobre Wilde, y yo no pude ir a
su entierro, porque cuando lo supe, ya estaba el desventurado bajo la tierra. Y
ahora, en Inglaterra y en todas partes, recomienza su gloria...
- LV -
En lo más agitado de la Exposición de
París, salí en viaje a Italia, viaje que era para mí un deseado sueño. Bien
sabido es, que para todo poeta y para todo artista, el viaje a Italia, el
tradicional país del arte, es un complemento indispensable en su vida. El mío
fue una excursión rápida turista. Aproveché la compañía de un hombre de
negocios de Buenos Aires, y así tuve siquiera con quien conversar, ya que no
cambiar ideas. Pasé por Turín, en donde visité la Pinacoteca; tuve ocasión de
ver al duque de los Abruzzos; almorzar con el onorevole Gianolio; trabar mi
primer conocimiento con la sabrosa fonduta aromada de trufas blancas; conocer
la Superga y admirar desde su altura los lejanos Alpes, luminosos bajo el sol.
Estuve en Pisa y admiré lo que hay que admirar, el Duomo, el Camposanto, la
Torre inclinada, rueca de la vieja ciudad, y el Baptisterio. Manifesté, en tal
ocasión, líricas reminiscencias. Fui a la Cartuja, con carta de recomendación
para el prior Don Bruno; oí cantar, en el calor de la estación y en los verdes
olivos y viñas, pesadas de uvas negras, las cigarras itálicas. Aumentó mi
religiosidad en el convento, y admiré la fe y el amor al silencio de aquellos
solitarios.
Pasé por Livorno, ciudad marítima y
comerciante, vibrante de agitaciones modernas. Fui a Ardenza, y en el santuario
de Montenegro recé una avemaría a la Virgen llegada de la isla de Negroponto,
virgen milagrosa, amada de los marinos, visitada por Byron y otras conocidas
testas. Luego fui a Roma. Me poseyó la gran ciudad imperial y papal. Vi en una
calle pasar a D'Anunzio, en su inevitable pose; vi a León XIII en su colosal
retiro de piedra; y dediqué al papa blanco un largo himno en prosa. Esa visita
la hice con un numeroso grupo de peregrinos argentinos, entre los cuales tengo
presente al ilustre doctor Garro, actual ministro de Instrucción Pública, y al
señor Ignacio Orzali, mi compañero de La Nación, que ostentaba sus
condecoraciones pontificias. A su Santidad blanca me presentaron como redactor
del gran diario de Buenos Aires, "el diario del general Mitre". El
viejecito de color de marfil, me dijo en italiano palabras paternales, me dio a
besar su mano, casi fluídica, ornada con una esmeralda enorme, y me bendijo. En
mi libro Peregrinaciones podréis encontrar algunas de mis impresiones romanas,
pero no encontraréis dos que voy a contaros.
La primera es mi conocimiento con Vargas
Vila, el célebre pensador, novelista y panfletista político, que para mí no es
sino, juntándolo todo, un único e inconfundible poeta, quizás contra su propia
voluntad y autoconocimiento. Vargas Vila, que ha pasado muchos años de su vida
en Italia, país que ama sobre todos, se encontró conmigo en Roma. Fuimos
íntimos en seguida, después de una mutua presentación, y no siendo él
noctámbulo, antes bien persona metódica y arreglada, pasó conmigo toda esa
noche, en un cafetín de periodistas, hasta el amanecer; y desde entonces,
admirándole yo de todas veras; hemos sido los mejores camaradas en Apolo y en
Pan.
La segunda impresión es mi encuentro con
Enrique García Velloso, que, aunque siempre lleno de talento, no era todavía el
fecundo, rozagante, pimpante y pactolizante autor teatral que hoy conocen las
escenas Argentinas y aun las Españolas. Yo le había conocido desde que era un
adolescente, en casa de su padre. En la urbe romana tuvimos primero saudades de
Buenos Aires, y después nos dimos a la alegría y gozos del vivir. Y tras
animados paseos nocturnos, nos fuimos, una mañana, en unión del periodista
Ettore Mosca, al lugar campestre situado en las orillas del Tíber, que se
denomina Acqua acetosa. Allí, en una rústica trattoria, en donde sonreían
rosadas tiberinas, nos dieron un desayuno ideal y primitivo; pollos fritos en
clásico aceite, queso de égloga, higos y uvas que cantara Virgilio, vinos de
oda horaciana. Y las aguas del río, y la viña frondosa que nos servía de techo,
vieron naturales y consecuentes locuras.
- LVI -
De Roma partí para Nápoles, en donde pasé
amistosos momentos en compañía de Vittorio Pica, el célebre crítico de arte,
autor de tantas exquisitas monografías y director de Emporium, la artística
revista de Bergamo. Hice la indispensable visita a Pompeya y retorné a París.
Nunca quise, a pesar de las insinuaciones
de Carrillo, relacionarme con los famosos literatos y poetas parisienses. De
vista conocí a muchos, y aun oí a algunos, en el "Calisaya" o en el
café Napolitain, decir cualquier beocio o filisteo. Al Napolitain iba casi
todos los días un grupo de nombres en vedette, entre ellos Catulle Mendes y su
mujer, el actor Silvain, Ernest Lajeuneuse, Grenet, Dancourt, Georges
Courteline, algunas veces Jean Moreas y otros citaredas de menor fama, Catulle
Mendes no era ya el hermoso poeta de cabellos dorados, que antaño llamara tanto
la atención por sus gallardías y encantos físicos, sino un viejo barrigón,
cabeza de nazareno fatigado, todavía con fuertes pretensiones a las conquistas
femeninas, las cuales, en efecto, lograba en el mundo de las máscaras, pues era
crítico teatral y personaje dominante entre las gentes de tablas y bambalinas.
Una que otra vez se aparecía con su melena negra y sus negros bigotes, el hoy
elegido príncipe de los poetas franceses, Paul Fort, y la verdad es que allí no
descollaba, pues su influjo principal estaba del otro lado del río, en el país
Latino.
- LVII -
Yo seguí habitando la misma casa de la
calle Faubourg Montmartre y cuando regresaba por las madrugadas, solía entrar a
cenar a un establecimiento situado en mi vecindad, y que se llamaba "Au
filet de Sole". En uno de esos amaneceres llegué en compañía de un
escritor cubano, Eulogio Horta. Estábamos cenando en uno de los extremos del
salón del café. Había un nutrido grupo de hombres de aspectos e indumentarias
que yo no sabía conocer aún, alemanes en su mayor parte, y franceses. Casi
todos ostentaban sendos alfileres y anillos de brillantes y estaban acompañados
de unas cuantas hetairas de lujo. Espumeaba con profusión el cordon rouge, y al
son de los violines de los tziganos, algunas parejas danzaban más que
libremente. De pronto entró una joven, casi una niña, de notable belleza; se
dirigió a uno de los hombres, rojo, rechoncho, de fosco aspecto, con tipo de
carnicero, habló con él algunas palabras... La bofetada fue tan fuerte que
resonó por todo el recinto y la pobre muchacha cayó cual larga era... A Eulogio
Horta y a mí se nos subió, sobre los vinos, lo hispano-americano a la cabeza, y
nos levantamos en defensa de la que juzgábamos una víctima; pero la cuadrilla
de rufianes se alzó como uno solo, amenazante, lanzándonos los más bajos
insultos... Y lo peor era que quien nos insultaba más, con la cara
ensangrentada, era la moza del bofetón... No nos pasó algo serio porque el
gerente del establecimiento, que me conocía desde Buenos Aires, salió a nuestra
defensa, habló en alemán con ellos y todo se calmó. Luego vino a nosotros y nos
advirtió que nunca se nos ocurriera salir a la defensa de tales gourgandines.
Otras cuantas aventuras de este género me
acontecieron, pues en esa época yo hacía vida de café, con compañeros de
existencia idéntica, y derrochaba mi juventud, sin economizar los medios de
ponerla a prueba.
- LVIII -
Había vendido miserablemente varios
libros a dos ghettos, de la edición que en París han hecho miles y millones con
el trabajo mental de escritores españoles e hispano-americanos, pagados
harpagónicamente, y como yo me quejase en aquel entonces, por una de mis obras,
se me mostraron las condiciones en que había vendido para la América española
una escritora ilustre su Vida de San Francisco de Asís.
Don Justo Sierra, el eminente escritor y
poeta, que en Méjico era llamado "el Maestro", y que acaba de
fallecer en Madrid de ministro de su país, escribió el prólogo para uno de mis
volúmenes Peregrinaciones. En París tuve la oportunidad de conocer a este
hombre preclaro, que en los últimos años de la administración del presidente
Porfirio Díaz, ocupó el ministerio de Instrucción Pública.
El gobierno de Nicaragua, que no se había
acordado nunca de que yo existía sino cuando las fiestas colombinas, o cuando
se preguntó por cable de Managua al ministro de Relaciones Exteriores argentino
si era cierta la noticia que había llegado de mi muerte, me nombró cónsul en
París.
Y a propósito, por dos veces se ha
esparcido por América esa falsa nueva de mi ingreso en el Estigia; y no podré
olvidar lo poco evangélica necrología que, la primera vez, me dedicara en La
Estrella de Panamá, un furioso clérigo, y que decía poco más o menos:
"Gracias a Dios que ya desapareció esta plaga de la literatura española...
Con esta muerte no se pierde absolutamente nada...". Hasta dónde puede
llevar el fanatismo y la ignorancia en todo.
- LIX -
Me instruí en mis funciones consulares y
tenía como canciller a un rubio y calvo mexicano, limpio de espíritu y de
corazón, y a quien convencimos, en horas risueñas, algunos hispano-americanos,
de que, dado su tipo completamente igual al de los Habsburgos y la fecha de su
nacimiento, debía de ser hijo del emperador Maximiliano; y el "rico
tipo", con poco cariño por su papá y poco respeto por su señora mamá,
llegó a aceptar, entre veras y bromas, la posibilidad de su austriaco
parentesco...
Entre mis tareas consulares y mi servicio
en La Nación, pasaba mi existencia parisiense. Era ministro nicaragüense en
Francia don Crisanto Medina, antiguo diplomático de pocas luces, pero de mucho
mundo y práctica en los asuntos de su incumbencia. A pesar de nuestras
excelentes relaciones, había algo entre ellas que impedían una completa
cordialidad. Me refiero a un antiguo drama de familia, relacionado con el
asesinato de mi abuelo materno.
Don Crisanto, de quien ha hecho Luis
Bonafoux, en una de sus crónicas, bien pimentada charge, era un hombre tan
feliz y tan ecuánime a su manera, que no tenía la menor idea de la
literatura... Había conocido, desde los tiempos de Thiers, a Víctor Hugo, a
Dumas, a otras cuantas celebridades; pero de Víctor Hugo no me contaba sino que
en un banquete, en la inauguración del Hotel de Ville, le libró de un resfriado
levantándose de la mesa y yéndose a poner su gabán, cosa que don Crisanto
imitó...; y de Dumas, que una vez, al salir de una reunión, el famoso autor no
encontraba su coche, y don Crisanto le fue a dejar en su casa en el suyo... Al
ecuatoriano Juan Montalvo le llamaba "aquel Montalvo que escribía"...
Tenía gran admiración por Gómez Carrillo, no porque hubiera leído su obra de
escritor, sino porque Carrillo le servía a veces de secretario, y le contestaba
las notas con frases poco usuales, notas que unas veces eran para Nicaragua,
otras para Guatemala, porque don Crisanto había tenido el talento de conseguir
la representación, alternativamente y a veces al mismo tiempo, de casi todas
las cinco repúblicas centro-americanas. Tible Machado, ministro de Guatemala en
Londres y Bruselas, era su pesadilla; y en la conferencia de La Haya... la cosa
acabó en un duelo. Una noche, en París, la víspera del encuentro en el terreno,
me dijo mi ministro: "Mañana mato a Tible". No lo mató. Cierto es,
que don Crisanto había tenido otro duelo célebre, en tiempos casi
prehistóricos, con el nombrado colombiano, Torres Caisedo, que sacó su herida
de la emergencia.
Contemporáneo de Medina fue el marqués de
Rojas, tío de Luis Bonafoux y que había sido diplomático de Guzmán Blanco, con
quien tuvo sus polémicas y desagrados. Fue aquel marqués pontificio, a quien
traté en su postrimería, muy aficionado a las mujeres y a la buena vida; hombre
rico, tuvo una vejez solitaria y murió entre criadas y criados en su
garconniére. Esos dos ancianos de que he hablado, y que ha tiempo en paz
descansan, eran asiduos al mentidero del Gran Hotel, en donde se reunían
españoles e hispano-americanos a ejercer la parlería y la murmuración nacional
y de raza.
- LX -
Los ardientes veranos iba yo a pasarlos a
Asturias, a Dieppe, y alguna vez a Bretaña. En Dieppe pasé alguna temporada en
compañía del notable escritor argentino que ha encontrado su vía en la
propaganda del hispano-americanismo frente al peligro yankee, Manuel Ugarte. En
Bretaña pasé con el poeta Ricardo Rojas horas de intelectualidad y de
cordialidad en una villa llamada "La Pagode", donde nos hospedaba un
conde ocultista y endemoniado, que tenía la cara de Mefistófeles. Ricardo Rojas
y yo hemos escrito sobre esos días extraordinarios, sobre nuestra visita al
Manoir de Boultous, morada del maestro de las imágenes y príncipe de los
tropos, de las analogías y de las armonías verbales, Saint-Pol-Roux, antes
llamado el Magnífico.
Entre toda esta última parte de mi
narración se mezclan largos días que pertenecen a lo estrictamente privado de
mi vida personal.
Emprendí otro viaje por Bélgica,
Alemania, Austria-Hungría, Italia, Inglaterra. En todo ello me ocupo en algunos
de mis libros con bastantes detalles. Mas no he contado algunos incidentes, por
ejemplo, uno en que escapamos en perder la vida mi compañero de viaje, el
mexicano Felipe López, y yo. Fue en la ciudad de Budapest, por cierto región
encantadora, si las hay. Andábamos recorriendo las calles. Ni López ni yo
hablábamos alemán y nos desolábamos, en los restaurants, de no poder entender
la lista del menú, porque los húngaros, en lo general, por odio al austriaco,
no quieren emplear al alemán en nada, y así todo está en su lenguaje para
nosotros lleno de escabrosidades. Yendo por una gran vía, leímos en letras
doradas en un establecimiento "American Bar"; y encontrando la
ocasión de emplear bien nuestro inglés, entramos. Pedimos sendos cocktails, y
nos pusimos a escribir cartas. En esto se nos acercó un elegante joven, y en un
francés cojo, pero melifluo, nos dijo, más o menos, tendiéndonos su tarjeta:
que era hijo de un fabricante de bicicletas; que había estado en Francia, donde
le habían atendido con toda gentileza y que desde entonces se había prometido
ofrecer sus servicios, ser útil en todo lo que pudiera y pilotear y atender a
cuanto extranjero de condición llegase a tierra húngara. Nosotros, un tanto
desconfiados por aquel abordaje sin presentación, dimos las gracias con
frialdad, pero el guapo mozo continuó en la carga con tan buenas maneras y con
tanta insistencia que nos vimos obligados a aceptar un champagne de bienvenida.
Y el joven se convirtió en nuestro cicerone.
Nos llevó al Os Buda Vara, al barrio de
los magnates, casi todo construido según la manera de la Secesión; a un jardín
público, donde debía celebrarse una fiesta esa tarde, y al cual debía asistir
un príncipe imperial; nos hizo comer no sé qué mezcla magyar de queso fresco,
cebolla picada, sal y paprika, mojada con una incomparable cerveza Pilsen, como
de nieve y seda. Sin saber cómo ni cuándo se apareció un hombre con tipo de
obrero, que llevaba en la diestra maciza un anillo de gran brillante. Habló en
húngaro con nuestro joven, éste nos lo presentó como un rico industrial y nos
dijo, que, encantado de que fuésemos extranjeros, nos invitaba esa tarde a una
comida compuesta exclusivamente de platos nacionales. Llevado de mi entusiasmo
por las cocinas exóticas, dije que aceptábamos con gusto, y quedamos en que
nuestro cicerone nos llevaría al punto de reunión. Se nos dijo que el
restaurant elegido quedaba cerca.
Muy entrada la tarde nos dirigimos a la
cita. Íbamos a pie, y después de andar un buen trecho entre villas y quintas,
observé que habíamos salido de la población. Se lo hice notar a mi amigo, pero
el húngaro nos señaló una mesa cercana, aislada, y nos dijo que era allí el
lugar de la comida. Advertí a López que la cosa me parecía sospechosa, más como
viésemos que la casa tenía un jardín y en él había mesitas donde comían otras
gentes, nos parecieron vanas nuestras sospechas. Entramos. Desde el momento
vimos que aquello era un cafetín popular. Apareció el industrial. Nos hicieron
entrar a un cuarto lateral, pidieron cuatro copas de no recuerdo qué licor.
Dije en español a López que no bebiéramos, pero él bebió con los dos
desconocidos. Querían que yo tomara con ellos, pero dije que no me sentía bien.
A poco, el mexicano se puso pálido y me dijo que le venía un sueño irresistible
y que seguramente nos habían servido un narcótico. Hice que saliéramos para que
tomase un poco de aire, y así se le quitó algo la pesadez de la cabeza. El
hostelero nos dijo que la comida estaba servida. En efecto, bajo una parra
había una mesa para cuatro personas. La cuarta apareció y nos fue presentada
como un señor conde de nombre enrevesado. Era un coloso mal trajeado y con
manos de boyero. Nos sentamos a la mesa y comimos un papricak hun, plato
especial del país y otros más de estos. Cuando concluimos se nos invitó a pasar
al lado del figón, a una cancha de bochas, o juego de bolos, perteneciente a un
club, del cual se nos dijo, que el conde era director. Aquello estaba
solitario, daba a un largo patio, o más bien dilatada extensión de terreno. No
lejos, corría el Danubio. Nos invitaron a tomar un vino tokay, que nos inspiró
confianza, pues la botella vino cerrada. No era el común vino tokay que se
encuentra en todas partes y que sirve para postres, sino un néctar delicioso,
de caldo color dorado, y que apuramos en grandes vasos. Confieso no haber
tomado nunca un vino tan exquisito. Después se nos insinuó que era preciso,
pues de uso corriente y nacional, que jugásemos a un juego de cartas llamado
"el reloj". Como por encanto apareció allí una baraja y después de
algunas indicaciones empezó la partida.
A pocos momentos, tanto el mexicano como
yo, habíamos ganado importante número de florines; pero la partida continuó, y
cuando nos percatamos, tanto él como yo, habíamos perdido todo lo ganado y
bastante dinero más. De común acuerdo resolvimos irnos en seguida, más cuando
manifestamos nuestra intención, fue como si hubiésemos encendido un reguero de
pólvora. Los hombres se sulfuraron y se pusieron ante nosotros en actitud
amenazante. El joven intérprete nos explicó que se creían ofendidos. Nosotros
estábamos sin armas y no había sino que emplear alguna treta oportuna. Yo le
dije que había en todo una equivocación; que estábamos dispuestos a continuar
el juego al día siguiente, pero que en ese momento teníamos que ir a la ciudad
a recoger un dinero. El conde habló con sus compañeros y el joven nos dijo que
nos invitaba al día siguiente para ir a una pushta o estancia húngara para que
conociésemos la vida rural del país. Me apresuré a decir que con muchísimo
gusto y en los ojos de los bandidos, se vio una gran satisfacción. ¿A qué horas
pasará el conde en su automóvil por ustedes? "Tiene que ser antes de las
ocho". -"A las siete y media en punto", le contesté. Así nos
dejaron partir. Cuando llegamos al hotel, el dueño del establecimiento nos
dijo: -"De buenas se han librado ustedes. Esos pillos deben pertenecer a
una banda que ha robado y hecho desaparecer a varios extranjeros, cuyos cuerpos
apuñalados se han encontrado en las aguas del Danubio". Tomamos el tren
para Viena a las cinco de la mañana.
- LXI -
Una vez vuelto de ese largo viaje, me
tomé algún tiempo de reposo en París. Inesperadamente recibí cablegrama del
Ministerio de Relaciones Exteriores de Nicaragua, en que se me comunicaba mi
nombramiento de Secretario de la Delegación nicaragüense a la conferencia
Panamericana del Río de Janeiro. Debería reunirme en Francia con el jefe de la
Delegación señor Luis F. Corea, que era Ministro en Washington. Una semana
después salimos para el Brasil. Ya he narrado en un diario las circunstancias,
anécdotas y peripecias de este viaje y mis impresiones brasileñas y de la
conferencia, a raíz de este acontecimiento. Vine de Río de Janeiro, por motivos
de salud, a Buenos Aires. Mis impresiones de entonces quizás las conozcáis en
verso, en versos de los dirigidos a la señora de Lugones, en cierta mentada
epístola:
... En fin,
convaleciente, llegué a nuestra ciudad
de Buenos
Aires, no sin haber escuchado
a mister
Root, abordo del "Charleston" sagrado;
mas mi
convalecencia duró poco. ¿Qué digo?
mi emoción,
mi entusiasmo y mi recuerdo amigo,
y el
banquete de La Nación que fue estupendo,
y mis viejas
siringas con su pánico estruendo,
y ese fervor
porteño, ese perpetuo arder,
y el milagro
de gracia que brota en la mujer
argentina, y
mis ansias de gozar en esa tierra
me pusieron
de nuevo con mis nervios en guerra.
Y me volví a
París. Me volví al enemigo
terrible,
centro de la neurosis, ombligo
de la locura,
foco de todo surmenage,
donde hago
buenamente mi papel de sauvage,
encerrado en
mi celda de la rue Marivany,
confiando
sólo en mí y resguardando el yo.
¡Y si lo
resguardara, señora, si no fuera
lo que
llaman los parisienses una pera!
A mi rincón
me llegan a buscar las intrigas,
las pequeñas
miserias, las traiciones amigas,
y las
ingratitudes. Mi maldita visión
sentimental
del mundo me aprieta el corazón,
y así
cualquier tunante me explotará a su gusto.
Soy así. Se
me puede burlar con calma. Es justo.
Por eso los
astutos, los listos dicen que
no conozco
el valor del dinero. ¡Lo sé!
Que ando,
nefelibata, por las nubes... ¡Entiendo!
Sí, lo
confieso, soy inútil. No trabajo
por arrancar
a otra su pitanza; no bajo
a hacer la vida
sórdida de ciertos previsores.
Yo no
ahorro, ni en seda, ni en champaña, ni en flores,
No combino
sutiles pequeñeces, ni quiero
quitarle de
la boca su pan al compañero.
Me complace
en los cuellos blancos ver los diamantes.
Gusto de
gentes de maneras elegantes
y de finas
palabras y de nobles ideas.
Las gentes
sin higiene ni urbanidad, de feas
trazas,
avaros, torpes, o malignos y rudos,
mantienen,
lo confieso, mis entusiasmos mudos.
No conozco
el valor del oro... ¡saben esos
que tal
dicen, lo amargo del jugo de mis sesos,
del sudor de
mi alma, de mi sangre y mi tinta,
del
pensamiento en obra y de la idea encinta!
¿He nacido
yo acaso hijo de millonario?
¿He tenido
yo Cirineo en mi Calvario?...
De vuelta a París fui a pasar un invierno
a la Isla de Oro, la encantadora Palma de Mallorca. Visité las poblaciones
interiores; conocí la casa del archiduque Luis Salvador, en alturas llenas de
vegetación de paraíso, ante un mar homérico; pasé frente a la cueva en que oró
Raymundo Lulio, el ermitaño y caballero que llevaba en su espíritu la suma del
Universo. Encontré las huellas de dos peregrinos del amor, llamémosle así:
Chopin y George Sand, y hallé documentos curiosos sobre la vida de la inspirada
y cálida hembra de letras y su nocturno y tísico amante. Vi el piano que hacía
llorar íntima y quejumbrosamente el más lunático y melancólico de los
pianistas, y recordé las páginas de Spiridion.
- LXII -
El gobierno nicaragüense nombró a Vargas
Vila y a mí -Vargas Vila era Cónsul General de Nicaragua en Madrid- miembros de
la Comisión de límites con Honduras. Que Nicaragua envió a España, siendo el
rey Don Alfonso el árbitro que debía resolver definitivamente en el asunto en
cuestión. El ministro Medina, era el jefe de la Comisión; pero nunca nos
presentó oficialmente ni contaba, ni quería contar con nosotros para nada.
Vargas Vila tiene sobre esto una documentación inédita que algún día ha de
publicarse. El fallo del rey de España, no contentó, como casi siempre sucede,
a ninguna de las partes litigantes, y eso que Nicaragua tenía como abogado nada
menos que a don Antonio Maura. La poca avenencia del ministro Medina conmigo
hizo que yo me resolviese a hacer un viaje a Nicaragua.
Hacía cerca de diez y ocho años que yo no
había ido a mi país natal. Como para hacerme olvidar antiguas ignorancias e
indiferencias, fui recibido como ningún profeta lo ha sido en su tierra... El
entusiasmo popular fue muy grande. Estuve como huésped de honor del Gobierno
durante toda mi permanencia. Volví a ver, en León, en mi casa vieja, a mi tía
abuela, casi centenaria; y el Presidente Zelaya, en Managua, se mostró amable y
afectuoso. Zelaya mantenía en un puño aquella tierra difícil. Diez y siete años
estuvo en el poder y no pudo levantar cabeza la revolución conservadora,
dominada, pero siempre piafante. El Presidente era hombre de fortuna, militar y
agricultor, mas no se crea que fuese la reproducción de tanto tirano y tiranudo
de machete como ha producido la América española. Zelaya fue enviado por su
padre, desde muy joven a Europa; se educó en Inglaterra y Francia; sus
principales estudios los hizo en el colegio Höche, de Versalles; peleó en las
filas de Rufino Barrios, cuando este Presidente de Guatemala intentó realizar
la unión de Centro América por la fuerza, tentativa que le costó la vida.
Durante su presidencia, Zelaya hizo
progresar el país, no hay duda alguna. Se rodeó de hombres inteligentes, pero
que, como sucede en muchas partes de nuestro continente, hacían demasiada
política y muy poca administración; los principales eran hombres hábiles que
procuraban influir para los intereses de su círculo en el ánimo del gobernante.
Esos hombres se enriquecieron, o aumentaron sus caudales, en el tiempo de su
actuación política. Otros adláteres hicieron lo mismo; la situación económica
en el país se agravó, y las malquerencias y desprestigios de los que rodeaban
al jefe del Estado, recayeron también contra él. Esto lo observé a mi paso. El
descontento había llegado a tal punto en Occidente, cuando se creyó, con motivo
del matrimonio de una de las señoritas Zelaya, que el Presidente entraba en
connivencias con los conservadores de Granada, que había preparado en León,
para una próxima visita presidencial una conjuración contra la vida del general
Zelaya.
Amigos míos, entre ellos, principalmente,
el doctor Luis Debayle y don Francisco Castro, ministro de Hacienda, y el mismo
ministro de Relaciones Exteriores señor Gámez, pidieron al presidente la
legación de España para mí. La unánime aprobación popular, el pedido de sus
amigos, y su innegable buena voluntad, hicieron que el general Zelaya me
nombrase ministro en Madrid; pero no sin que tuviese que luchar con intrigas
palaciegas y pequeñeces no palaciegas, que hacían su sordo trabajo en contra, y
esto a pesar de que la legación tenía un pobre y casi desdoroso presupuesto,
que fue todavía mermado a la salida del señor Castro del Ministerio de
Hacienda.
- LXIII -
Partí, pues, de Nicaragua con la creencia
de que no había de volver nunca más; pero había visto florecer antiguos
rosales, y contemplado largamente, en las noches del trópico, las
constelaciones de mi infancia. La familia Darío estaba ya casi concluida. Una
juventud ansiosa y llena de talento se desalentaba, por lo desfavorable del
medio. Y se sentía soplar un viento de peligro que venía del lado del Norte.
Cuando llegué a París, la contrariedad
del ministro Medina al saber que iba yo a sustituírle en su puesto diplomático
de España -pues él era representante de Nicaragua en cuatro o cinco países de
Europa- se exteriorizó con tal despecho, que me juró aquel provecto caballero,
no volver a poner los pies en España. Me dirigí a Madrid con objeto de
presentar mis credenciales. Me hospedó en el Hotel de París, y procuré que aquella
Legación, con información de pobreza, tuviese una exterioridad, ya que no
lujosa, decorosa. La prensa me había saludado con toda la cordialidad que
inspiraba un reconocido amigo y queredor de España.
Recibí la visita del primer Introductor
de Embajadores, Conde de Pie de Concha, noble gentilísimo, y me anunció que el
Rey me recibiría en seguida, pues tenía que partir no recuerdo para que punto.
A los tres días debía verificarse la ceremonia de la entrega de mis
credenciales; y todavía un día antes, andaba yo en apuros, porque no había
recibido de París mi flamante y dorado uniforme. Felizmente me sacó del paso mi
buen amigo el doctor Manrique, ministro de Colombia; él hizo que me probara el
suyo y me quedó a las mil maravillas; y he allí cómo al antiguo Cónsul general
de Colombia en Buenos Aires, fue recibido por el rey de España, como ministro
de Nicaragua, con uniforme colombiano.
Su majestad el Rey, estuvo conmigo de una
especial amabilidad, aunque en este caso todos los diplomáticos dicen lo mismo.
Me habló de mi obra literaria. Conversó de asuntos nicaragüenses y
centroamericanos, demostrando bien informado conocimiento del asunto, y dejó en
mi ánimo la mejor impresión. Cada vez que hablé con él, en el curso de mi
misión, me convencí de que no es solamente el rey sportman de los periódicos e
ilustraciones, sino un joven bien pertrechado de los más diversos
conocimientos, y hecho a toda suerte de disciplinas. Una vez concluida mi
conversación con el monarca, pasé a presentar mis respetos a las reinas. La
reina Victoria apareció ante mi vista como una figura de arte. Por su rosada
belleza, la pompa rica de su elegancia ornamental, y hasta por la manera como
estaba dada la luz en el estrecho recinto donde me recibió de pie y me tendió
la mano para el beso usual. ¡Cuán hermosa y rubia reina de cuentos de hadas!
Hablé con ella en francés; todavía no se expresaba con facilidad en español. Y
tras cumplimientos y preguntas y respuestas casi protocolares, fui a saludar a
la reina madre doña María Cristina, delgada y recta, con la particular
distinción y aire imperial que reveló siempre la archiduquesa austriaca que
había en la soberana española. Se mostró conmigo afable y de excelente memoria.
Así, después del acostumbrado diálogo diplomático, me dijo que recordaba la
ocasión en que, en una de las ceremonias de las fiestas colombianas, le había
sido presentada por su primer ministro, don Antonio Cánovas del Castillo.
Después hice mi visita a las infantas:
doña Isabel, acompañada de su inseparable marquesa de Nájera, hoy fallecida. El
excelente carácter de doña Isabel, su cultura y su llaneza, bien conocidos de
los argentinos, no ocultan el genio artístico que hay en ella; y cuyo amor al
arte supe en esa oportunidad y en otras posteriores, por su conversación y por
su museo. La infanta doña Luisa, una linda Orleáns, casada con el viudo don
Carlos, delicada y fina aunque sportswoman airosa y vigorosa que va de cuando
en cuando a bañar su beldad de sol a Sevilla. Y la desventurada infanta María Teresa,
desventurada como su pobre hermana, y tan desventurada como sencilla y
bondadosa, cuya muerte acaba de llorar toda España. Me recibió en compañía de
su marido el príncipe don Fernando de Baviera, hijo de su tía la Infanta doña
Paz. Doña María Teresa, ingenuamente sufrió conmigo una equivocación,
lamentable para mí, "¡hélas!", pues, acostumbrada a representantes
hispano-americanos como los Wilde, los Iturbe, los Candamo, los Beiztegui, me
confundió con esos millonarios, y me habló de mi automóvil... ¡Pobrecita
Infanta María Teresa! A la Infanta doña Eulalia no la pude saludar, pues ya se
sabe que es una parisiense y que reside en París.
- LXIV -
En el cuerpo diplomático, no sabiendo
jugar al bridge y con el sueldo que tiene un secretario de legación de
cualquier país presentable, y con lo de la literatura y los versos, hacía yo,
entre los de la carrera, un papel suficientemente medianejo... Entre los
embajadores, disfruté la grata cortesía del fastuoso britano Sir Maurice
Bunsen, y la acogida siempre simpática y afectuosa del Nuncio, monseñor Vico,
hoy cardenal. Mi único amigo verdadero era el embajador de Francia, porque era
también amigo de las musas, íntimo de Mistral, y autor de páginas muy
agradables, lo cual, señores positivos, no obsta para que actualmente sea
director de la Banque Otomane en Constantinopla.
A todo esto, el gobierno de Nicaragua,
preocupado con sus políticas, se acordaba tanto de su legación en España como
un calamar de una máquina de escribir... Y ahí mis apuros... No, no he de
callar esto... Después de haber agotado escasas remesas de mis escasos sueldos,
que según me ha dicho el general Zelaya, tuvo que poner de su propio peculio, y
cuando ya se me debía el pago de muchos meses, La Nación, de Buenos Aires, o,
mejor dicho, mis pobres sesos, tuvieron que sostener, mala, pésimamente, pero
en fin, sostener, la legación de mi patria nativa, la República de Nicaragua,
ante su Majestad el rey de España... En fin, para no tener que hacer las de
cierto ministro, a quien los acreedores sitiaban en su casa de la Villa y
Corte, trasladé mi residencia a París, en donde ni tenía que aparentar, ni
gastar nada, diplomáticamente.
- LXV -
La traición de Estrada inició la caída de
Zelaya. Este quiso evitar la intervención yankee y entregó el poder al doctor
Madriz, quien pudo deshacer la revolución, en un momento dado, a no haber
tomado parte los Estados Unidos, que desembarcaron tropas de sus barcos de
guerra para ayudar a los revolucionarios.
Madriz me nombró Enviado Extraordinario y
Ministro Plenipotenciario, en misión especial, en México, con motivo de las
fiestas del Centenario. No había tiempo que perder, y partí inmediatamente. En
el mismo vapor que yo iban miembros de la familia del presidente de la
República, general Porfirio Díaz, un íntimo amigo suyo, diputado, don Antonio
Pliego, el ministro de Bélgica en México y el conde de Chambrun, de la legación
de Francia en Washington. En la Habana se embarcó también la delegación de
Cuba, que iba a las fiestas mexicanas.
Aunque en La Coruña, por un periódico de
la ciudad, supe yo que la revolución había triunfado en Nicaragua, y que el
presidente Madriz se había salvado por milagro, no diera mucho crédito a la
noticia. En la Habana la encontré confirmada. Envié un cablegrama pidiendo
instrucciones al nuevo gobierno y no obtuve contestación alguna. A mi paso por
la capital de Cuba, el Ministro de Relaciones Exteriores, señor Sanguily, me
atendió y obsequió muy amablemente. Durante el viaje a Veracruz conversé con los
diplomáticos que iban a bordo, y fue opinión de ellos que mi misión ante el
gobierno mexicano, era simplemente de cortesía internacional, y mi nombre, que
algo es para la tierra en que me tocó nacer, estaba fuera de las pasiones
políticas que agitaban en ese momento a Nicaragua. No conocían el ambiente del
país y la especial incultura de los hombres que acababan de apoderarse del
gobierno.
Resumiré. Al llegar a Veracruz, el
introductor de diplomáticos, señor Nervo, me comunicaba que sería recibido oficialmente,
a causa de los recientes acontecimientos, pero que el gobierno mexicano me
declaraba huésped de honor de la nación. Al mismo tiempo se me dijo que no
fuese a la capital, y que esperase la llegada de un enviado del ministerio de
Instrucción Pública. Entretanto, una gran muchedumbre de veracruzanos, en la
bahía, en barcos empavesados y por las calles de la población, daban vivas a
Rubén Darío y a Nicaragua, y mueras a los Estados Unidos. El enviado del
Ministerio de Instrucción Pública llegó, con una carta del ministro, mi buen
amigo, don Justo Sierra, en que en nombre del presidente de la República y de
mis amigos del gabinete, me rogaban que pospusiese mi viaje a la capital. Y me
ocurría algo bizantino. El gobernador civil, me decía que podía permanecer en
territorio mexicano unos cuantos días, esperando qué partiese la delegación de
los Estados Unidos para su país, y que entonces yo podría ir a la capital; y el
gobernador militar, a quien yo tenía mis razones para creer más, me daba a
entender que aprobaba la idea más de retornar en el mismo vapor para la
Habana... Hice esto último. Pero antes, visité la ciudad de Jalapa, que
generosamente me recibió en triunfo. Y el pueblo de Teccelo, donde las niñas
criollas e indígenas, regaban flores y decían ingenuas y compensadoras
salutaciones. Hubo vítores y músicas. La municipalidad dio mi nombre a la mejor
calle. Yo guardo, en lo preferido de mis recuerdos afectuosos, el nombre de ese
pueblo querido. Cuando partía en el tren, una indita me ofreció un ramo de
lirios, y un puro azteca: "Señor, yo no tengo que ofrecerle más que
esto"; y me dio una gran piña perfumada y dorada. En Veracruz se celebró
en mi honor una velada, en donde hablaron fogosos oradores y se cantaron
himnos. Y mientras esto sucedía, en la capital, al saber que no se me dejaba
llegar a la gran ciudad, los estudiantes en masa, e hirviente suma de pueblo,
recorrían las calles en manifestación imponente contra los Estados Unidos. Por
la primera vez, después de treinta y tres años de dominio absoluto, se apedreó
la casa del viejo cesáreo que había imperado. Y allí se vio, se puede decir, el
primer relámpago de una revolución que trajera el destronamiento.
Me volví a la Habana acompañado de mi
secretario, señor Torres Perona, inteligente joven filipino, y del enviado que
el Ministro de Instrucción Pública habíale nombrado para que me acompañase. Las
manifestaciones simpáticas de la ida no se repitieron a la vuelta. No tuve ni
una sola tarjeta de mis amigos oficiales... Se concluyeron, en aquella ciudad
carísima, los pocos fondos que me quedaban y los que llevaba el enviado del
ministro Sierra. Y después de saber, prácticamente, por propia experiencia, lo
que es un ciclón político, y lo que es un ciclón de huracanes y de lluvia en la
isla de Cuba, pude, después de dos meses de ardua permanencia, pagar crecidos
gastos y volverme a París, gracias al apoyo pecuniario del diputado mexicano
Pliego, del ingeniero Enrique Fernández y, sobre todo, a mis cordiales amigos
Fontoura Xavier, ministro del Brasil, y general Bernardo Reyes, que me envió
por cable, de París, un giro suficiente.
- LXVI -
El nuevo gobierno nicaragüense, que
suprimió por decreto mi misión en México, no me envió nunca, por más que
cablegrafié, mis recredenciales para retirarme de la legación de España; de
modo que, si a estas horas no las ha mandado directamente al gobierno español,
yo continúo siendo el representante de Nicaragua ante su majestad católica.
Y aquí pongo término a estas comprimidas
memorias que, como dejo escrito, he de ampliar más tarde. En mi propicia ciudad
de París, sin dejar mi ensueño innato, he entrado por la senda de la vida
práctica... Llamado por el artista Leo Lerelo para la fundación de la revista
Mundial, entré luego en arreglos con los distinguidos negociantes señores
Guido, y he consagrado mi nombre y parte de mi trabajo, a esa empresa,
confiando en la buena fe de esos activos hombres de capital.
En lo íntimo de mi casa parisiense, me
sonríe infantilmente un rapaz que se me parece, y a quien yo llamo
"Güicho"...
Y en esta parte de mi existencia, que
Dios alargue cuanto le sea posible, telón.
Buenos
Aires, 11 de septiembre-5 de octubre de 1922.
Posdata, en
España
Libre de las garras de hechizo de París,
emprendí camino hacia la isla dorada y cordial de Mallorca. La gracia
virgiliana del ámbito mallorquín devolvíame paz y santidad. Por cariñosa
solicitud de mi excelente don Juan Sureda, por su cariñoso vigilante, mi alma y
mi carne ganaban de día en día la conveniente fortaleza. Me hospedé, pues, en
su casa, que es aquel Castillo del Rey asmático, en la pintoresca y fresca
Valldemosa. Sobre este Castillo y su vecina Cartuja, como sobre todo aquel oro
de Mallorca, escribí una novela en los días de mi permanencia en esa tierra de
Lulio. Los atraídos por mi vagar y pensar tendrán, en esas páginas de mi Oro de
Mallorca fiel relato de mi vida y de mis entusiasmos en esa inolvidable joya
mediterránea. Ese gentil homme y profundo Lulista que es Juan Sureda, tiene en
mi corazón un voto constante por su felicidad. ¿Y qué diré de mi agradecida
admiración por la espiritual pintora que comparte la vida con mi recordado
Sureda? Su esposa es mujer suprema y comprensora feliz del Arte. Vive
trasladando a las telas los secretos de belleza de aquellos parajes. Pinta
admirablemente y le ha arrancado a los olivos su ademán de muertos deseos de
clamar al cielo sus misterios y enigmas. Ha pintado olivos magistralmente.
Ella, que es todo bondad creadora, me hizo mucho bien con su palabra creyente.
De Valldemosa partí un día en el Rey
Jaime I, que me trajo a la amable ciudad condal. Aquí debía residir, fijar la
planta por muchos años, Dios mediante, y, en verdad confieso que me es grata en
extremo la estancia en esta tierra, "archivo de cortesía", como reza
la frase del glorioso manco de Lepanto.
Dejé a París, sin un dolor, sin una
lágrima. Mis veinte años de París, que yo creía que eran unas manos de hierro
que me sujetaban al solar luteciano, dejaron libres mi corazón. Creí llorar y
no lloré.
Juventud,
divino tesoro
ya te vas
para no volver,
cuando
quiero llorar, no lloro
y a veces
lloro sin querer.
Y ya en Barcelona, en la calle Tiziano,
número 16, en una torre que tiene jardín y huerto, donde ver flores que alegran
la vida y donde las gallinas y los cultivos me invitan a una vida de manso
payés, he buscado un refugio grato a mi espíritu. Bajo el ala de serenidad de
la brisa nocturna evoco mis días de Mallorca, sobre todo el de una tarde en que
el poeta Osvaldo Bazil, se empeñó envestirme de cartujo. A los Sureda les supo
bien la gracia y yo, en verdad, me sentía completamente cartujo, bajo el hábito
que llevaba. Llegué a pensar que acaso era lo mejor y en donde hallaría la
felicidad. Y llegué a soñar, a sentir, en mí, la mano que consagra y acerca
hacia la paz de la vieja Cartuja. Y vi el púlpito de San Pedro, en Roma, donde
yo diría un rosario de plegarias que sería mi mejor obra y que abrirían las
divinas puertas confiadas a San Pedro. Quimeras, polvo de oro de las alas de
las rotas quimeras, ¿por qué no fui lo que yo quería ser, por qué no soy lo que
mi alma llena de fe, pide, en supremos y ocultos éxtasis al buen Dios que me
acompaña? En fin, acatemos la voluntad suprema. De todo esto hablo en mi novela
Oro de Mallorca y de otras cosas caras a mi espíritu que impresionaron mis
fibras de hombre y de poeta.
En Barcelona he tenido días gratos y días
malos. Aquí he admirado a Miguel de los Santos Oliver, y al poderoso
"Xenius". He vuelto a abrazar a mi querido Santiago Rusiñol y al gran
Peyus, como familiarmente es llamado Pompeyo Gener. Con todos he evocado y
vivido horas de arte de ayer y de hoy. Una de mis primeras visitas fue para el
amigo de don Marcelino Menéndez y Pelayo y maestro carísimo. He nombrado a
Rubió y Lluch. Y he dado la mano agradecida al abundante y digno amigo Rahola.
Entre estos amigos que son, junto con aquel glorioso muerto, con aquel poeta de
la vaca ciega que se llamó Juan Maragall, con esos amigos y recuerdos de amigos
catalanes, formo mi torre de mental esparcimiento. Gracias doy a la excelencia
catalana por la paz que me ofrece la tierra del inmortal Mosen Cinto.
¿Y por qué no decir de mi visita a los
grandes talleres tipográficos del excelente amigo don Manuel Maucci, si ella
fue para mí grata y despertadora de recuerdos de otras épocas mías? Mis doradas
bohemias tenían un eco bajo las paredes de la colosal empresa que ha levantado
la voluntad triunfadora de un hombre, de Italia, de ese amigo Maucci que ha sabido
modernizar los hierros y la acción de su casa hasta darle un empuje que asombra
y una importancia que yo aplaudo de veras. Mientras estuve allí, pensé en mis
Raros y en una traducción de una novela que firmé en gracias a la adorada
bohemia y de la cual no me quiero acordar. Pero todo esto tiene un gran encanto
y bajo los recuerdos, me sonrío y acaso suspiro. Maucci sigue en su amable
charla introduciéndome por amplios corredores, explicándome la aplicación de
máquinas modernas y la distribución de labores. Y en cada departamento hay
millones de libros. Cuando oigo la palabra millones abro los ojos y miro
asombrado a un lado y a otro. Estoy encantado de la visita, pero ya es hora de
partir. El automóvil de Maucci me conduce a mi torre. Y aquí quedo pensando en
la obra que realiza esa voluntad de hierro y una consagración de héroe. Pero me
distrae de mi pensar en prácticas acciones un vuelo de ave que pasa y me quedo
abstraído en la contemplación de una estrella que aparece en el vasto cielo
azul.
FIN