FRANCISCO A. SICARDI
LIBRO EXTRAÑO
TOMO I
Índice
Tomo I
o Prólogo
o Libro
primero
* - I -
Carlos
Méndez
* - II -
D. Manuel de
Paloche y otras alcurnias
* - III -
Genaro
* - IV -
Catalina
Méndez
* - V -
Leyenda
* - VI -
Corolarios
* - VII -
Dolores del
Río
* - VIII -
Alegrías de
Genaro
* - IX -
Enrique
Valverde
* - X -
Genaro
enfermo
* - XI -
Conferencias
* - XII -
En la
facultad de medicina
Examen de D.
Manuel de Paloche y otras alcurnias
* - XIII -
Idilio
* - XIV -
Eros
paradisíaca
* - XV -
Epitalamio
o Libro
segundo
* - I -
La nueva
casa
* - II -
La noche de
un corazón
* - III -
La psiquis
desnuda
* - IV -
Santa
* - V -
Huyendo...
* - VI -
El octavo
canto
* - VII -
Mano santa
* - VIII -
Mater
dolorosa!
* - IX -
Tragedia
* - X -
Tristezas
intelectuales del ingenioso hidalgo D. Manuel de Paloche y otras alcurnias
La
Homeopatía
* - XI -
¡Abuela!
* - XII -
* Amores de
dioses
* Pallida
Mors!...
* ¡Epopeya!
* Los
Cuentos
Testamento
de Bohemio
Prólogo
Porque es necesario, que los hechos
tengan sitio, fecha y criaturas, escribo estos capítulos del libro, que lleva
por esto mismo en la entraña la simiente de su muerte, porque en el arte, no
tienen vida duradera, sino las cosas sobrehumanas, que en todo tiempo y lugar
sean reflejo de verdad. Requiescat in pace. Se irá en el montón, en buena compañía, a
descansar en la huesa, que el olvido abre todos los años para los que escriben.
Yo tengo conmiseraciones, llenas de respeto, por todas las ideas, que se
arrojan a la pelea diaria, y muy en mucho los campeones esforzados, que
defienden iracundos la brecha, erguidos sobre el escombro... Me acerco a ellos
siempre, leo sus libros y veo cómo se enflaquece el vigor intelectual, que echa
a la hoguera sus aristas de diamante pulido y cómo sepulta el hombre todas las
exuberancias pasionales de nuestro espíritu. Escribo, a pesar de todo, con
caricias en la frase y plasmo, en los soliloquios de creación, las figuras, que
cruzan sonriendo la zona sombría del pensamiento. No hay frío en la pluma, ni
desesperaciones; y, cuando resbala y cruje sobre el papel, saltan chispas de
alegría, porque otros se emborrachan de alcohol y nosotros de visiones: es lo
mismo. Lo importante es que el tiempo, que no puede llenarse siempre de trabajo
material, pase en alguna forma, aunque sea poblado de deleznables
fantasmagorías; -el tiempo, que es tan largo, cuando la inercia y el tedio
penetran los huesos... No importa lo que suceda después; escribamos Sé que el
sepulcro está siempre con la tapa de mármol levantada y pendiente en actitud de
caer... pero yo digo, que esos libros muertos, que han enriquecido nuestra
inteligencia con el esplendor de sus pasiones, son los amigos desinteresados de
las horas solitarias; y a medida que se van borrando de la memoria humana, se
concentran y se retiran en tropel y entran por las puertas iluminadas de
nuestras casas, como hijos pródigos, que vuelven moribundos de la lucha a
buscar otra vez el seno tibio de nuestros cariños. Yo los he visto después, en
las urnas, donde están guardadas las cenizas de los dioses tutelares, al lado
de los retratos, sobre el escritorio de los hijos. ¡Sobrado galardón es este!
¡Qué bien están los libros muertos allí!... Por qué el arte no vive, si es
estéril vanidad y exhibición burda y fugaz; pero es eterno, cuando es fragua
calentada en todos los amores del corazón, cuando, hecha de dolor y de
recuerdos, diseca una por una las tristezas del espíritu humano. ¡No haya
miedo, hermanos míos; dejad esta síntesis a vuestros hijos, aunque no viva
fuera nunca! Allí guardados, dentro de las cuatro paredes, donde han sido
escritos, tienen la vida inmortal, a pesar de todos; y, cuando suenan las
alegrías de íntimos festivales, siempre hay quien estira la mano a recogerlos. Yo
he visto estas familias... En la noche del santo de los padres, se reúnen todos
alrededor de la mesa con esos libros, que son a veces la única herencia... Los
genios amables del hogar, con alas blancas y grandes, se ciernen en la
atmósfera tibia y la vieja sobreviviente está sentada en la cabecera. Tiene en
los ojos pensativos toda su historia de alma resignada y tranquila, mientras
los mayores, con tez morena y ojos negros, leen en voz alta las páginas
adorables... Pasa el alma del padre en los rasgos extraños y los arabescos y
las curvas y los círculos y las líneas de las letras... formando rayas pequeñas
y grandes, separadas por blancos espacios, que van contando apresuradas, las
unas después de las otras, las distintas estrofas, mientras su sombra melancólica
vaga por los comedores, donde se sienten ruidos de besos cariñosos.
Yo canto como el poeta y veo las líneas
elocuentes de los objetos y escribo el alma de la naturaleza de mi comarca... y
hay tinieblas y poemas de luz y temblores de corazones en sus páginas. Hay
símbolos, porque ciertas horas juveniles de amor se parecen en todos los que
han nacido, y más símbolos, porque está allí el pueblo, que tiene el gran
espíritu sintético, la efigie deslumbradora y gloriosa, mezcla de artista, de
filósofo y de gaucho indomable... ¡Oh Grecia, que tienes a Esquilo y al
Partenón y has echado a las estrellas el perfil divino y eterno de la Venus
celeste; diosas de las ondas del mar y de los bosques, que camináis el mundo
antiguo, destilando perfumes salinos de algas y deliciosa ambrosía; observad
este pueblo de poetas, que encuentra el himno a la belleza inmortal en la
infinita y dilatada planicie de la pampa, templo abierto de sus glorias,
sepulcro de su ciclo heroico! Monta su potro alazán con cambiantes de
terciopelo, la cabeza altísima, anhelando las fragancias exquisitas de los
jardines silvestres. Tropieza adelante en el huracán bravío de la carrera y de
noche vela -de los picachos, que blanquean en la negrura- la integridad del
territorio, armado, con plumaje de cóndores en la renegrida cabeza, la daga
brillante y el ojo redondo y oscuro del fusil...
Habrá en el libro pasiones, de esas que
por casualidad se visten de carnes; zonas de fuego, que marchan en la vida, sin
que la educación roce y atenúe ninguna de sus cosas salvajes; corazones
sacudidos por todos los instintos, tétricos actores de la catástrofe
horrenda... Y hombres, que viven la vida humana -redimidos- y hogares con luz
de sol, sombras de arboledas y trinos armoniosos de pájaros y penumbras de
alcobas y cánticos tiernísimos de madres, al lado de las cunas y uno que otro
cajoncito de ébano, que se va para siempre por la puerta con llantos y
plegarias... Y locos, mártires de la ambición de renombre, bregando por la luz
en sus extravíos intelectuales, con las puertas del manicomio abiertas de par
en par... para concluir muriendo todo ese mundo en la forma en que las cosas
todas concluyen. Yo escribo, porque en la vida hay madrugadas, noches, casas,
caracteres, pobrezas y dolor... porque se vive al lado de las muchedumbres que
se agitan y se revuelven y gritan bulliciosas el cántico de la existencia
vertiginosa; porque hay cielo y sol y niñas enamoradas, que iluminan los
vergeles sonrientes de heliotropos y pasionarias y balbuceos de chicos y padres
que se sientan por la noche a contarles cuentos para hacerlos dormir. Yo grabo
todas estas cosas con los fragmentos lastimados de mi corazón y se derraman en
las páginas del libro todas las afectuosas soledades del espíritu, porque si yo
no escribiera, tendría siempre reverencias en las pupilas de mi alma, para esas
pobres criaturas consagradas en las congojas inacabables. Yo me arrodillo, con
la frente hasta el suelo, peregrinas melancólicas del libro doloroso, porque he
encontrado para vosotras, de esta manera, las estrofas de las gratitudes
eternales. Aquí estoy sentado en mi comedor. Oigo el reloj, que marca con
cadencia monótona los pasos del hombre cansado hacia el sepulcro, y asimismo,
sediento de recuerdos, ebrio de beatitudes seráficas, evoco las inefables
visiones... ¡Oh Eros paradisíaca, blanca flor de alabastro, tronchada en edad
temprana; numen y síntesis de todos los amores!... ¡Bohemio, símbolo, creador
huraño de poemas, que tienen todas las armonías de la comarca, filósofo y
soldado, que construyes en la cumbre tu castillo de piedra, como baluarte
indomable y bravío! Vengan las frases y los deliquios de los amores
inmortales... y Genaro y Enrique y Paloche, pasiones desnudas, zonas de fuego
enloquecidas, que cruzan el LIBRO EXTRAÑO como regueros de muerte... y
criaturas humildes que viven en los conventillos... y tú ¡oh Carlos Méndez!
Hombre, que me has prestado tu nombre y apellido, para que yo dijera la forma,
como tú cierras contra tu pecho redimido a la chiquita deliciosa de los cuentos...
Ellos van a sostener el libro en su camino azaroso y cuando vuelvan a mi hogar,
tal vez encuentren la urna que guarde mis cenizas y habrá plegarias de niños
arrodillados en el comedor, cuando levanten la tapa y allí lo encierren, como
para significar a los intelectuales, hermanos míos, que los fragmentos
lastimados del corazón, al corazón de los hogares vuelven...
LIBRO PRIMERO
- I -
Carlos Méndez
Carlos Méndez era médico. En un tiempo
eso significaba alguna cosa excelsa. Ahora que se ha llegado, hasta creer en la
alquimia y se han establecido consultorios nigrománticos, mejor es doblar la
hoja. Antes podía decirse: "los médicos" así como suena. Hoy está uno
obligado a distinguir:
¿Cómo es el Dr. Fulano?...
No es extraño, desde que estamos en la
década del análisis y del detalle. Eso es bueno, entre otras cosas, tiene este
progreso del arte, porque siquiera enseña, con quién tiene uno que habérselas y
en lo que se refiere a este gremio, debemos congratularnos, porque los sumos pontífices
de la literatura han declarado, que no puede escribirse hoy, si no se sabe
medicina. Han conseguido así echar baldones sobre muchas obras de labor y de
genio; han diluido en páginas interminables la hermosa síntesis de las pasiones
y refugiados en los manicomios, pedagogos afectados, han construido con sus
piedras enloquecidas el edificio de la vida humana. -¡Pobre Shakespeare ¡Te han
mandado con la música de tus creaciones a otro planeta!
Vivía en Almagro, si comer y tener
cuartos y dormir a veces en ellos, quiere decir vivir en alguna parte. Hace
tiempo de esto ya, cuando ese barrio era un suburbio lleno de quintas y cercos
de moras e higos de tuna, y hornos, -las hileras de ladrillos apilados- y
montones de cardos y el túmulo en forma de pirámide truncada y pequeñas casitas
aquí y allá y ranchos y ombúes corpulentos y enormes charcos cenagosos... Vivía
en la única casa de altos del barrio solitario, en cuatro cuartos. Tenía una
cocinera negra, que le decía: su merced, y Genaro era su cochero, hacía tiempo
y su sirviente a la vez. Ejercía su profesión de médico pobre, con muchas
dificultades a pie, a caballo y muy rara vez en un pequeño cupé... Su día era
el trabajo, su noche el estudio... pero sin duda por no ser de nuestro tiempo,
leía pocos los libros de medicina y pasaba esas horas escribiendo. Tenía una
fantasía vivísima y era un extraño y salvaje poeta, que acometía todos los
libertinajes del arte con extraordinaria audacia, rompiendo en sus escritos
forma y ritmo. Sus cosas no eran leídas, sino por algunos amigos y echaba al
fuego todo, sombrío y huraño, enemigo de que hablaran de él y salvándose
inconscientemente de que lo lapidaran en la calle. Era una desenfrenada
inteligencia, calentada y enloquecida a veces por violentas pasiones y vivía
mártir, sin embargo, de las muchas horas de inacción, caminando con los brazos
abandonados, pensativo y escéptico. Es muy posible, que aquellos excesos
bruscos y repentinos y el estallido formidable de las ideas en su cabeza, le
arrebataran el vigor varonil y lo precipitaran en las hondas y amargas
tristezas que lo sorprendían a veces. Lejos de la madre, a quien visitaba poco,
concluyó por tener el corazón muerto y el labio mudo y fue su espíritu una cosa
desventurada y yerma. Se aisló más todavía, hasta casi no salir de su casa y
todo este admirable mundo, divino por la luz, la línea y la armonía y las
ráfagas exquisitas del sentimiento y las creaciones, que resuenan en nosotros,
como alboradas parleras, habían perdido su esplendor. La criatura humana era
una sombra triste, sin fe y sin esperanzas, vagando sin rumbos, ni objetivos
por el espacio. Tenía tedio, disgusto de todas las cosas, tedio negro e
implacable -esa inercia gigantesca, que desgasta y contamina átomo por átomo.
Su casa estaba desnuda. No había alfombra, ni cortinas. Sus paredes no tenían
sino los cuadros de familia, que él no miraba nunca en medio de aquella helada
atmósfera. Andaba por esos cuartos, como un espectro, buscando una mano amiga y
una sonrisa, como el ciego, que va bamboleando a tantear trecho a trecho las
cosas, para encontrar algo, en que apoyar su camino. Sentía latigazos en la
frente, burlas y palabras socarronas, que le decían: cobarde, ¡y los libros!
¡Hasta ellos! esos sublimes dolores de sus años juveniles, saliendo con sus
dorsos de colores, fuera de la biblioteca, reían y reían con los dientes largos
de esqueleto. En el día interminable y aburrido, buscaba con avidez los altos
problemas, para resolverlos, los enigmas desolados, que rodean el destino
humano, sin tener fuerzas para salir del ensueño estéril y trágico. Meditaba el
horrendo desastre; las furias arrastrando por los aires su cuerpo muerto y
miserable y el destino siniestro, con máscara lóbrega, que otras veces había
aguzanado sus intuiciones y precipitado su mente en todos los abismos del
saber, la esfinge eterna caía hecha pedazos en la indiferencia del que ya no
puede pensar, ni sentir. Estaba vencido: ¡era un suicida, que tenía la pasión
dolorosa del eterno descanso!
Esa noche del mes de abril, en medio de
un vaho abrasador, estaba el cielo lleno de tormentas y la atmósfera procelosa.
De cuando en cuando, un relámpago, que rasgaba la noche y el trueno, retumbando
a saltos. A lo lejos, zumbidos extraños, y nubes oscuras enroscadas en alto
como serpientes y vertiginosas de polvo, un olor a tierra húmeda y unas cuantas
gotas gruesas, flagelando los vidrios. Después relámpagos más frecuentes, más
breves y centelleantes, zig-zags ardientes y rápidos aquí, allá y más allá,
incendios súbitos y estallidos de luz, abriendo grietas y cráteres y el trueno
más cerca y más fulmíneo sacudiendo con espantoso fragor las espesas montañas
de aire negro. Los ruidos del huracán, trasformados en estampidos, con una
enorme nota central, grave y formidable y por dentro gemidos lúgubres y
lastimeros, chirridos, una tempestad de voces coléricas, una zambra tumultuaria
llena de bramidos de bestias feroces apaleadas y de todas las desesperaciones
demoníacas del sonido y después el agua a torrentes, se desploma a torrentes,
inunda las aceras y levantan en las calles un mar embravecido...
Una pequeña lámpara de queroseno
iluminaba el dormitorio de Méndez, mientras los fogonazos sucesivos de los
relámpagos saetaban los vidrios y la casa solitaria parecía temblar, en aquella
perversa furia de los vendavales de afuera. El médico estaba sentado al lado de
su escritorio, con el ceño hondo y la cara oscura y escribía "las
sombras" un poema terrible y macabro, en que como siempre, en todas sus
cosas, grabó con profunda sinceridad la estereotipia de ese lóbrego momento.
Escribía y de cuando en cuando, miraba una pistola, que tenía al lado con los
gatillos levantados en son de fúnebre amenaza, sobre los dos cañones
oscuros.
"Fuegos fatuos, decía el poema,
vuelan brillantes y aparecen como estrellas en la punta de las cruces del
cementerio -¡Adiós! Corren, saltan y ruedan sobre las calaveras, sucias de
barro y se desvanecen en la tiniebla. Iluminan poco los sepulcros a flor de
tierra. Son huacas de pobres y descansan siquiera tranquilos, sin plegarias
hipócritas, ni flores, ni recuerdos... Moriré así yo también, sin que nadie se
aperciba, llevándome todo (el bien y el mal) para que no quede en el sitio que
yo ocupaba, sino una vacía y oscura caverna, donde no brille jamás pupila humana."
"¡Veo blanquear el mármol de las
tumbas en la noche y las estatuas caminan y hacen tiritar al aire, maullando
las agrias lamentaciones de los que no tienen paz! Buscan aquí y allá alguno,
que haya sido virtuoso, para arrodillarse y entregarle las caricias de la
blanca cabellera y el abrigo de sus mantos y la plegaria, que consuela a los
esqueletos estirados en los negros cajones. Las veo empinarse a las rejas y
mirar los altares y las coronas, que se han secado, colgadas de la pared y
reunirse en conciliábulo y cantar el siniestro coro: este no ha sido
virtuoso... adelante... este no ¡adelante!
Y todas las noches siguen la
peregrinación los fantasmas blancos, cruzando los entenebrados senderos y
repiten el estribillo lúgubre: este no ¡esto no! Hasta que el alba los rodea
con sus claroscuros y los arroja derechos y desconsolados sobre los pedestales.
"Porque yo he perdido la fe, como
ellos, girando dentro del círculo oscuro de mi pensamiento y en la hoguera del
tedio, que me abrasa la cabeza, he dejado caer todos los átomos creadores y una
tras otra las sensibilidades pasionales y se ha hecho un torbellino de cenizas.
No queda sino este cuerpo, cuyas células palpitan sin virtud, como las tumbas,
dentro del gran lago de mi sangre y debe morir disgregado y desvanecido al fin
en la vida de la materia, que no tiene término..."
Yo me detuve muchas veces a mirar,
tendiendo los brazos y manoteando todavía las últimas quimeras de la
imaginación, que marchaban rápidas a la hornaza y vi crecer y hacerse honda la
sombra, que me envolvía, y me busqué sin encontrarme ya, deshecho en hilos
negros flotando dentro de la tiniebla...
Giré entonces en remolino con ella,
cansado y melancólico, envolviendo a las estatuas en su peregrinación. Me
alargué, doblándome en líneas serpentinas para entrar en el pecho y ver el
corazón de esos que están allí acostados mirando las tapas negras y veía la
víscera irse de un lado a otro, como un péndulo y sentía la voz de los
espectros noctámbulos chicotearme los oídos con el grito rechinante: ese no
¡adelante! Sigue tu camino cuerpo esfacelado ¡otro! Otro más ¡hasta que esta
noche las he visto a todas circundar mi escritorio danzando y señalándome con
las manos oscuras y han mordido mi cerebro con la salmodia fatídica: tú tampoco
eres virtuoso! ¡Adelante! ¡Muere! ¡Muere!
Méndez se levantó y tomó con violencia la
pistola, mientras seguía la tormenta estrepitando. Avanzó con el arma a la
altura de la sien y con la izquierda dio vuelta la falleba y el huracán
atropelló adentro brutal y bárbaro. Sonó un tiro y él se precipitó con su
cuerpo convulso en medio de aquel fúnebre torbellino, cayendo sobre la baldosa
del balcón, mientras sentía que el frío de la salvaje escena le trituraba los
huesos y le quitaba la vida...
- II -
D. Manuel de Paloche y otras alcurnias
Genaro llegó como Siempre a las nueve a
pedir órdenes y al intentar entrar al dormitorio, fue casi rechazado por la
violencia del huracán. Tanteando entre la oscuridad y llamando a Méndez al
salir al balcón, tropezó con sus pies en el cuerpo tirado del médico. Se agachó
temblando para moverlo y enseguida creyéndolo muerto sintió un gran frío y dos
lágrimas dolorosas que asomaban. Rodeó la cintura del suicida y lo levantó para
acostarlo en la cama, mientras el viento se arremolinaba furioso contra las
paredes del dormitorio y la lluvia había inundado el cuarto hasta el medio.
Enseguida tomando las batientes, que se sacudían aquí y allá con estrépito, con
ese extraordinario vigor de sus músculos, los cerró y parecía entonces que
todos los rumores se habían alejado gran trecho... En la atmósfera quieta con
la luz, que había prendido lo mudó Genaro; mirando la cara y el cuerpo
ensangrentados y tuvo miedo de estar solo allí y corrió hasta el fondo dando
alaridos, para llamar gente... Nadie contestaba. Él debía dejarlo para llamar
un médico y en la urgencia del caso misérrimo, sabiendo que los amigos de
Méndez vivían en el centro de la ciudad, se dirigió después de haber tapado
cariñosamente el cuerpo del patrón, bajo el torrente de la tempestad, hacia la
casa de D. Manuel de Paloche y otras alcurnias, curandero con fama en el barrio
de excelente componedor de huesos rotos y articulaciones dislocadas y
especialista en la curación de las heridas. A medida que iba llegando, oía la
voz de Paloche hacerse cada vez más fuerte y lo vio a través de los vidrios
empañados en su estudio iluminado y distinguía apenas las hijas sentadas,
escuchándole con gran atención y la luz saltaba fuera asimismo alumbrando el
fangal tembloroso de la calle y la cadena, que iba de poste a poste...
-¿Quién es? Salió preguntando Paloche y
otras alcurnias, enarbolando un fémur largo y blanco. ¿Tú, Genaro? ¿Qué quieres
a estas horas? ¿El doctor necesita acaso mis servicios profesionales? ¿Quiere
que lo acompañe en alguna difícil operación?
-No, señor, contestó Genaro: es para él
que vengo a buscarlo; está herido.
-¿En qué región? Preguntó Paloche, muy
serio.
-No sé... en la cabeza... vamos pronto.
-¿Cómo no sabes? Todo el mundo debe saber
eso.
-Así será... apure, señor, porque el
patrón está lleno de sangre.
-¿Una hemorragia? ¿Y no has cohibido tú
la hemorragia, Genaro, y no has hecho la antisepsia, practicante liliputiense?
-Yo no sé lo que Vd. dice... vamos de una
vez, exclamó con tono enérgico e impaciente Genaro, y lo tomó del brazo
izquierdo, mientras D. Manuel amenazaba a las hijas, todavía vociferando:
dentro de una hora vuelvo... tú Clarisa... el maxilar inferior; tú que vas a estudiar
odontología y toda la patología del hueso... para dentro una hora... cuidado
con no saberlos. Y a Vd., D. Enrique... Genaro tembló todo oyendo ese nombre...
"le recomiendo, seguía Paloche, me la perfeccione. Ya fuera D. Manuel,
conversaba todavía: Tú lo conoces pues a ese Valverde, buen médico, le enseña
anatomía a mis hijas... un poco calavera..." Genaro seguía caminando con
tétrico silencio, porque sabía todo el mal que esa figura lúbrica de Enrique
Valverde venía haciendo en el barrio de tiempo atrás.
D. Manuel de Paloche y otras alcurnias
tenía grima y dolor por la condición oscura de su origen y allá en los
vericuetos de su desencuadernada inteligencia empezó a crecer el fantasma de
las grandezas. Miraba a su familia, que vivía hasta entonces con la honrada
pobreza de su trabajo y deseó para ella riquezas y renombre. Entró a soñar y a
moverse como sonámbulo y su fantasía a calentarse en las visiones de todo ese
brillo efímero de la gran vida moderna, que él leía afanosamente descrita en los
periódicos. Esos apellidos de clásica herrumbre, que suenan asimismo como ecos
de las añejas glorias, le hacían perder el juicio, y miraba con emulación esas
gentes venturosas, que pasan tan despreocupadas en los festivales espléndidos y
ruedan en el torbellino de los corsos, y entran de noche entre el esplendor de
los comedores, lucientes del brillo diáfano de la cristalería y de los
chispazos de las cosas de plata. Tienen muebles oscuros y grandes, con columnas
y chapiteles, y molduras graciosas, y flores en festones y bajorrelieves
maravillosos y pequeños, veteada de manchas y rasgos raros y alabastrinos; la
rosada piedra de mármol... y las sillas de marroquí negro y cabezas de amarilla
tachuela, arrimadas al borde de la mesa y el gran centro de oro fragante de las
guirnaldas multicolores y el crujir de las sedas del traje largo con caireles
de azabache y damas y señores del brazo llegando al comedor en la línea del
frac elegante y alto... y después el teatro; sus hijas en un palco, el pecho
desnudo palpitando en la brillante luminaria y debajo el hemiciclo oscuro de la
platea y butacas y claros, y más butacas y claros atrás, atrás y muchedumbres
hormigueantes en las desazones pasionales, suscitadas desde la enorme boca
abierta del escenario y ondear de tules los vestidos y brotar chispas de fuego
blanco y tembloroso de gargantillas y solitarios. Hundido en estas meditaciones
y para conseguir tamaña bienandanza, dio en la rara manía de creer que su
profesión de curandero tenía con la medicina lógicos engranajes. Empezó a pasar
noches enteras en la lectura de los libros de esta ciencia, con tan mala suerte
y atascamiento tan extraordinario, que se transformó en un ser extraño y
ridículo y llenó su casa de tristezas. Creyó de esta manera llegar a descubrir
algún remedio, que fuera como la panacea universal y asomó entonces sus crestas
el masaje, que, en vez de darle fortuna y renombre, debía más tarde echarlo a
rodar perseguido por los corredores y los patios cuadrados del manicomio... Y
empeoró la dolorosa locura, obligando a sus hijas al estudio de la medicina y
se las veía en las mañanas heladas acercarse tiritando al banco a repasar sus
lecciones. Abandonó a sus viejos amigos y buscó la sociedad de estudiantes,
cayendo en la amistad del peor de todos: ese Enrique lúbrico, cuya siniestra
silueta esbozaremos más tarde... El pobre hogar fue muriendo en aquel ventarrón
de la demencia y empezaron sus pisos, y las alfombras y los muebles a llenarse
de polvo, y los rincones de la caliginosa y sucia tela de araña, y a cubrirse
de musgo resbaladizo el patio y a levantarse espesos y verdes los cicutales y
los abrojos, mientras caminaba por los cuartos la madre como melancólico
duende, asistiendo al doloroso derrumbe...
Los dos hombres caminaban debajo de los
paraguas, hundiendo los pies en el barro, iluminado de repente por el
chisporrotear de los relámpagos, mientras el horizonte negro se rasgaba hecho
trizas aquí y allá en las deslumbradoras iluminaciones y el agua iba cayendo
sorda y rumorosa sobre las combas huecas de seda, que se movían a un lado y a
otro, sacudidas por el viento. Caminaban mirando al suelo para buscar los
pasos, a beneficio de los repentinos incendios, detenidos y titubeantes a veces
en medio de las tenebrosas y enceguecidas oscuridades. Pasaban las boca-calles
con los botines pesados del barro denso, mientras los charcos achatados,
salpicaban a todo viento chorros de líquido fango y los zig zag de las
centellas se reflejaban por todas partes en el espejo de las aguas detenidas. Y
como si aquella luz se fracturase en prismas escondidos detrás de la negrura,
estallaban por todas partes zonas de vivos colores y celajes con formas de
monstruos maravillosos y aterradores, mientras las oscuridades, mezcladas con
los estampidos del trueno, giraban lejos, como si fueran mundos sacudidos en
las alturas y arrojados de astro en astro.
Llegaron a la casa de Méndez y subieron
la escalera, que sonaba en el chapaleo de pies y botines de fango y entraron en
la atmósfera tibia, tranquila y cariñosa del dormitorio, en medio de las
penumbras, en el vago y tembloroso rayar de la vela de estearina...
Estaba Méndez acostado en su cama
insensible y yerto, con los párpados cerrados y el rostro sucio de grumos
apelotonados de sangre rojiza y largas hebras fijas se diseñaban hasta abajo
sobre el planchado blanquísimo de la camisa. Había puntos y puntos escarlatas
por todas partes, manchando la pared y las sábanas y aparecían aquí y allá
zonas húmedas y rosadas y se veían, cerca de la ventana, a los grandes espacios
oscuros de la primera hemorragia. Méndez respiraba, dormido en aquel silencio,
detrás de los bigotes negros y aglutinados, mientras Paloche con su cartera de
cirugía desplegada y lucientes y bruñidos los instrumentos, lavaba la herida y
desprendía con gran cuidado los coágulos. A medida que estos iban cayendo
aparecía más purpurina y húmeda la superficie y se veían allí mismo estrías de
un rojo vivísimo, hasta que se destacó como en estereotipia la herida profunda
y negra. Paloche levantó un poco la esponja y dejó caer un hilo de agua largo y
tibio un gran rato y tomando un estilete, sintió que tropezaba adentro con las
rugosidades de una fractura.
-¿Qué hay, señor? Preguntó Genaro, que
vio pasar una nube por el rostro del curandero. ¿Es grave la herida?
-¡Oh! Muy grave.
-Entonces voy enseguida a buscar un
médico.
-¿Médico? Contestó Paloche. ¿Con esta
perversa furia de afuera? ¿Estás loco, Genaro? Tú no los conoces... y este frío
de Judas... a ellos que están calentitos entre las frazadas.
-No importa eso, D. Manuel... yo lo
traeré, si Vd. cree necesario. Porque si sucediera una desgracia, ¡con qué
coraje me presentaría yo a la madre!
-No se trata de tanta cosa, pues...
Curará con la rigurosa antisepsia... yo lo curaré... para eso estudio cinco
horas diarias y tus desconfianzas me irritarán, señor Genaro.
-Pido disculpa, contestó este... pero Vd.
sabe todas las gratitudes del corazón que tengo para él.
-Bueno, bueno, dijo Paloche. Mañana que
venga la señora y los médicos amigos de él, tendremos consulta... yo diré,
discutiré, probaré y resolveremos, y trajo enseguida un gran colchado de
algodón fenicado, con que envolvió la cabeza de Méndez, que comprimió con una
venda larga encontrada en el estudio del médico.
- III -
Genaro
Genaro, sentado a los pies de la cama, lo
veló esa noche... Aquella escena, producida como corolario lógico de las
profundas desolaciones del espíritu, sorprendían su voluntad enérgica y
resuelta... Era un sombrío misterio. ¿Por qué morir sin razón, tan joven,
viviendo, entre el agasajo humano? Con esa niña Dolores que lo miraba pasar por
su casa con tanta tristeza en el semblante hermoso de mármol y D. Carlos no la
miró nunca, nunca más, orgulloso, cruel y frío después de una noche de baile y
todo porque donde está ese Valverde indecente, entra la desgracia con sus
lutos... ¿y por sonseras? Porque ella es el ángel bueno de la casa y la virtud
misma... ¿Por qué morir sin razón tan joven y hacerse pedazos la frente donde
la madre cariñosa lo besa siempre?... esa gran madre de sesenta años con la
cabeza blanca de nieve y las mejillas rosadas y frescas todavía... porque
solamente se debe hacer eso cuando uno está deshonrado y las gentes cuchichean
en voz baja, cuando pasa y nos señalan con el dedo las manchas sucias, que
llevamos en la cara... entonces sí... se clava uno el puñal en el corazón, y se
acabó todo... pero así como D. Carlos, no, ¡nunca! Porque se dejan lágrimas y
lutos y no se sabe la razón. Él había observado en Méndez algunas cosas
extrañas. Había perdido la voluntad para el trabajo y no le importaba nada -y
se acordó que alguna vez le dijo: yo soy Genaro, como los presos. Arrastro
dentro del pecho una larga y pesada cadena, que me aplasta y ya no puedo con
ella.
Qué cosa curiosa son estos señores, seguía meditando Genaro en
aquel silencio del dormitorio, con esos trajes lindos y limpios parecen vestir
a la felicidad, pero no es así... ninguno de ellos goza paz y sosiego en el
corazón, como si tuvieran un martillo adentro, que les machacara una alegría
cada minuto. Cuántas veces yo lo he dicho a Santa: si pudiéramos entregarle a
D. Carlos un poco de esta bienaventuranza que tenemos.
Así iba pensando Genaro en la ingenuidad
varonil y fuerte de sus veinte años, mientras los rumores del viento se
desvanecían lejos y los ecos de la lluvia volaban perdidos en el espacio y los
nubarrones gruesos se habían dispersado, arrojados de allí con el ímpetu del
huracán... El cielo azul y limpio tenía plácida semblanza y los astros
maravillosos, innumerables y fijos, titilando en la mansa tranquilidad de la
atmósfera, envolvían la tierra dormida, en las medias tintas tenues de la
difusa luz. Había paz profunda y húmedas frescuras, y en aquellas vagas
claridades se distinguían lejos, lejos en las calles las aguas detenidas y
quietas, que reflejaban la comba inmensa y apacible. Era una de esas noches
serenas del cielo de nuestra patria, tan espléndido y tan bueno a veces en las
castas y religiosas resignaciones de su color azul, suave y blando descanso al
ojo humano, exacerbado en las reverberaciones fulmíneas de las tormentas. Es el
cielo, que reza como arrodillado la eterna y dulce plegaria y derrama la luz de
las estrellas en el ambiente tranquilo de la naturaleza, y el fecundo rocío
sobre hojas y flores que mitiga como bálsamo las tristezas de la noche
tenebrosa.
Así era también bueno y amable con aquel
pobre herido el corazón de Genaro y sobre él la desventura ya se cernía con las
garras de sus tempestades y sus venganzas de muerte. Miraba los vidrios,
velados de la humedad ligera del vapor de agua y detrás las gotas colgantes,
como cristalizadas de la tersa superficie y oía en aquel silencio caminar y
crujir el reloj en el tic tac monótono y una infinita piedad se apoderó de su
espíritu y de rodillas rezó por Carlos Méndez, dentro de su alma casi con
llanto. En ese momento empezaron a formarse líneas blancas en la puerta, que
daba al balcón dibujando un rectángulo luminoso: eran las penumbras de la
aurora que iban entrando empujadas de afuera, mientras la vela temblorosa
esfumaba en las nuevas claridades su luz mortecina y fugitiva.
Genaro tenía veinte años, el organismo
robusto y alto y los ojos grandes, serenos y serios. Hablaba poco y había en su
carácter dulzuras y abnegaciones e intrepideces terribles. Todas sus cosas
estaban en orden; las guarniciones bien negras, bruñidos los platinos, luciente
y sin manchas la caja del coche, los caballos limpios; un doradillo brioso y
una yegua oscura de manos finas y largas, ágil y nerviosa. Todas las mañanas a
la misma hora estaba el coche a la puerta y a fuerza de conocer los menores
detalles de esa vida azarosa del médico, concluyó por experimentar los mismos
sufrimientos y sentía hondamente las cosas irascibles, que atormentaban el
espíritu de Méndez. Alegrías pocas, malas noches muchas; siempre vivir entre el
dolor, exasperarse en la impotencia, tener las intuiciones de muchas perfidias
y alguna vez un poco de gratitud... habas contadas.
La hermana se llamaba Santa. Vivía con la
madre trabajando en una pieza del conventillo largo, estrecho y hondo, con
patio de ladrillo, que estaba cerca de la casa de altos. Allí se veían frente a
cada puerta unas y bateas y braseros de hierro y cuerdas extendidas con ropas
colgantes y húmedas, y chicos sucios por todas partes, y mujeres descalzas de
brazos arremangados. Genaro estaba acostumbrado a defenderla desde chico y no
hubiera consentido sin pelear que nadie le tocara el ruedo del vestido; y a
misa y a los paseos del domingo la acompañaba siempre y su sueldo servía para
sus juguetes y los graciosos vestidos; y así crecía hermosa y morena, envuelta
la efigie en los reflejos de sombra de su cabellera negra.
-Tú vas a ser buena siempre, le decía,
como si tuviera el presentimiento de alguna cosa funesta.
-Sí, Genaro; buena como tú dices que era
tata.
-Tata era bueno y honrado, contestó
Genaro y la besó en la frente. Tú no te acuerdas porque eras muy chica... pero
cuando murió yo estaba arrodillado cerca de la cama y le mojaba la mano derecha
con mis lágrimas... Todavía tengo en el corazón las cosas que me dijo...
"Esa chiquita va a ser tu hija, no olvides nunca tu nombre". Después
yo vi entrar al cura, que le puso la extremaunción en los pies y en las manos y
él te tomó en sus brazos todavía y te miraba largo tiempo sin hablar ya, ni
respirar, con una gran gota de llanto, que no resbaló nunca de sus ojos con los
párpados abiertos y las pupilas grandes y fijas. Tú no te acuerdas porque eras
muy chica... Tenía los ojos azules...
-Como los míos. Genaro, ¿no es cierto?
Así me lo has dicho otras veces.
-Sí, como los tuyos, con ese color del
cielo en los días serenos de sol... y muchas veces, cuando volvía de noche de
su trabajo y yo estaba al lado de la vela de sebo, leyendo la cartilla, él me
contaba las cosas de su tierra,-un pueblito todo blanco, al lado de la playa,
donde los pescadores cantaban con las piernas desnudas hasta la rodilla,
sacando en hileras paso a paso la red, que traía agua verde y pescados -y a mí
me enseñaba las cantinelas que tenían como rumores y estruendos de borrascas y
bofetadas del mar contra los barcos perdidos y solitarios...
-Yo lo conozco al hermoso pueblito por el
retrato que está en la cabecera de la cama, repuso la niña, con su mar grande
adelante y la corona de las montañas que lo sostienen.
-Algunas veces, continuaba Genaro,
temblándole la voz de ternura, él me decía con tristeza: tal vez ya no vuelva
yo a mi país y, cuando yo entonaba los versos del himno, ese que tú también
cantas en la escuela, me abrazaba estremecido y me decía: "Es necesario
quererlo mucho al pedazo de tierra donde has nacido como yo al de allá"...
y apuntaba lejos con el dedo, como si quisiera alcanzarlo... Porque parece, que
esa tierra era hermosa y desgraciada y sus hijos fueron todos a morir en las
batallas de gloria, como dice nuestro himno; y por eso mismo todo el mundo
sentía lástima por ella, pisoteada por extranjeros, porque uno quiere siempre
mucho a los que sabe, que están sufriendo y tiene odios de puñaladas para los
otros, y yo no sé porqué te miraba tanto a veces y se ponía sombrío.
-Tú también me miras así a veces Genaro,
interrumpía la niña, y me das mucho miedo.
Eran las cariñosas pláticas a menudo en los
paseos de los domingos o sentados en el cordón de la vereda del conventillo, y
así fue haciendo Genaro en su corazón un altar grande para ella, iluminado de
todas las auroras místicas de la pureza como esos de las iglesias con columnas
y nichos y vírgenes de blanca vestimenta. La llamaba Santa desde chiquita. Él
la protegía con el molde férreo de su alma y cuando en el día y durante su
trabajo se acordaba de ella, le parecía oír las notas largas y quejumbrosas del
órgano achatarse, como en adoraciones, delante de su persona y serpear
inacabable la modulación, que va revelando en sus sonidos las pasiones de la
muchedumbre arrodillada.
¡Oh entraña dolorida a quien sacuden los
vientos de los fuelles! ¡Cómo danzan dentro del armazón de tu madera los gritos
de la vida humana, y cómo se rompen en las vibraciones de tus lengüetas y en la
convulsión rumorosa y estridente de los tubos de lata las largas carcajadas de
los que acechan la inocencia y apuran en la orgía beoda el momento de morir!...
¡Qué pronto vas a cantar, entraña
dolorida, para la pobre Santa, la fúnebre elegía que tiene manchas en las
estrofas virginales y suenan en el ardor de las cosas lúbricas!... porque yo he
visto las canas de las viejas de cincuenta años cubrirse con el crespón de la
deshonra y sentadas en los rincones de sus casas, llenar los largos silencios
solitarios con las lágrimas del recuerdo lastimoso... aquellas criaturas
ideales, el amor de los amores del alma materna, extraviadas en los charcos
cenagosos, y los hermanos caminar con la cabeza erguida y feroz, hundidos los
ojos allá lejos en el negro infierno, iracundo de los rencores inmortales...
- IV -
Catalina Méndez
Cuando despertó el médico dos días
después, estaba su cuarto en la luz. Veía enfrente el retrato del padre que pendía
oblicuo de la pared de su gran cordón azul y sentía como si una cosa le
apretara las sienes y levantando la mano para tocar, observó que estaba flaca y
las uñas negras y sucias. Quedó suspenso y como soñando, cuando se apercibió
que tenía un pañuelo grande de seda atado a la cabeza.
¿Por qué? Dijo para sí... y trató de
incorporarse y no pudo, porque el cuerpo le dolía y no tenía fuerzas. Miraba
alrededor, como un sonámbulo, con cierta inconciencia, la mesita de noche llena
de libros, al lado de su cama y las cuatro o cinco sillas que estaban por allí.
Vio los ojos negros, serenos y tristes de Genaro, que ponía su dedo índice
sobre los labios como para imponerle silencio.
No la recuerde, señor, por favor le dijo
en voz baja, no la recuerde.
¿Y a quién? Contestó el médico, abriendo
los ojos.
Entonces sonó en el silencio una voz -una
voz que él conocía- un arrullo dulcísimo lleno de ternuras inefables. Hablaba
lentamente, como persona dormida, con alguien que estuviera muy cerca. Decía
con el ruido leve de un murmullo: este hijo vivió siempre solo... saben
ustedes... nunca quiso estar con nosotros... tanto que lo queremos... ¿por qué
no busca su casa?... los niños adorables... las cunas de pino bajitas que se
mecen con el pie... las cunas pobres... en las noches de invierno sentada al
lado de la mesita cosiendo el percal... la lámpara de queroseno con pantalla,
que ilumina mi regazo y hecha un manto de sombras al techo de zinc yerto... yo
tomo mi rebozo de lana y lo arrojo sobre sus piececitos blancos y desnudos que
tiritan... mi niño y mi sol... pedazo...
Genaro, gritó el médico: ¡ven pronto,
álzame!
La vio entonces acostada sobre el
catrecito de hierro con la cabeza blanca y los ojos cerrados en el abandono
celestial del ensueño. La vio a través de un velo con transparencias tenues y
seráficas, como cuando se tienen lágrimas en los ojos silenciosos. Tenía un
vestido negro y largo, que la cubría toda y un pañuelo de espumilla en el
cuello, el mismo que se ponía para adorar a Dios con los hijos, cuando eran
chicos. Dormía; la mejilla rosada en la palma de la mano izquierda, mirando
hacia él santa y tranquila, moviendo los labios, como si conversara todavía:
corazón... amor mío... Genaro se había arrodillado con la frente hasta el suelo
y el médico hacía por incorporarse de nuevo, cuando sintió crujir el catre y
elevarse su espléndida figura divinizada. Avanzaba lentamente, temblando,
agarrándose de todos los muebles, y, cuando estuvo cerca de él que besaba sus
cabellos blancos, en medio de sonrisas llenas de lágrimas, ella le hundió el
rostro en el pecho -todo su rostro- como si quisiera buscarle el corazón con
sus sollozos. Movía a cada momento su cabeza blanca y adorada y todo su cuerpo
estremecido para rechazar la impetuosa congoja de aquel prodigio de alegría
infinita. Habíale rodeado la cintura con sus brazos temblorosos y sobre su
pecho, más cerca, más cerca todavía, tenía los gritos de la pasión sobrehumana
en sus palabras ininteligibles: este mi hijo solo... quería morir... ¡dulce
amor mío!.. todavía mi niño y mi sol...
Largas veladas fueron esas de las noches
de invierno. La madre se lo pasaba sentada a los pies de la cama, cabeceando a
veces y rehaciendo otras en la memoria toda aquella vida, que hubo de concluir
de tan lúgubre manera. Hacía tanto tiempo que no había vivido con Carlos, que
su voz, sus ideas, y todo aquel mundo nuevo, en que ella había entrado tan de
repente, le producía sobresaltados. Lo veía muchacho juguetón y alegre, amigo
de todas las pendencias, audaz en la pelea y temerario en el entrevero: más de
una vez lo habían traído a su casa con la cabeza rota. Se acordaba del día
aquel en que le encontró en el patio al lado do las higueras, delante de un
gran fuego: estaba pálido y sonriente y a ella le pareció, que temblaba y que
aquella blancura tenía los matices fugitivos de desvanecimiento. Lo sentó en
sus faldas con lágrimas en los ojos, para preguntarle muchas cosas; pero, a
poco, la infantil y tostada efigie fue tomando la estupefacción inmóvil de los
muertos.
Se asustó ella, buscó inquieta por todas
partes y vio que un hilo de sangre salía del pecho, colorado, largo y
silencioso, y caía gota, a gota, a gota... Fue una lucha a trompadas. Él le
había deshecho el rostro al adversario, que le hundió un cortaplumas en el
pecho... En estos casos, él quemaba sus ropas, callado la boca, en el último
rincón del patio... En los días de tormenta, cuando el huracán se hacía
pedazos, como animal bellaco, contra las piedras, y resaltaba lejos, con sus parábolas
borrachas y enloquecidas de reboatos, a estrellarse en las paredes como furiosa
catapulta, él se arrojaba entero, entero, perdido su cuerpo en las órbitas
raudas del remolino, y echaba su cabeza gozosa entre el diluvio de las aguas,
en los charcos hasta la rodilla... el huracán que revienta los techos de los
ranchos, levanta por los aires las chapas de zinc y arranca los álamos de cuajo
que se acuestan en la calle largo a largo. Honda fascinación ejercía sobre su
espíritu el peligro. Montaba en pelo cualquier caballo, siquiera fuese un
potro, y se arrojaba adelante con él en desenfrenada carrera, cacheteándole el
pescuezo a un lado y otro para dirigirlo; y de noche, en el comedor, cuando
estaba sacando cuentas en la pizarra, salía fuera corriendo a entrar en la
tiniebla lleno de desazones...
Algunas veces, desde la ventana, lo
miraba jugar a la rayuela, ese símbolo con que los chicos pintan con tiza sobre
la piedra la imagen de la vida humana... Están los primeros pasos alegres sobre
los dos rectángulos acostados, de donde tan fácil es sacar el tejo, y después
la cruz de los años juveniles, sobre la cual uno marcha a horcajadas. Están los
primeros ensueños y las sonrientes imaginaciones y allí se agitan los ojos
negros y los perfumes celestiales de la primera mujer, que acaricia el espíritu
con sus alas de seda blanca de ángel dormido. Las dificultades para sacar el
tejo a puntapiés, y el martirio del primer cariño -todos los ritmos del alma
enamorada para el ensueño paradisíaco, y las estrofas de la inteligencia, y
después la tortura del amor despreciado con su congoja sorda y terrible, y los
primeros horizontes, surcados de oscuridades funerarias y el cuerpo arrojado al
fin en la desesperación de la noche sombría y loca... ¡Cruz de la rayuela! ¡Cuántos
meditabundos de dieciocho años te llevan a cuestas en este fragoso Calvario, en
la primavera de la vida; que tiene el color rojo de la cereza y la
transparencia deliciosa de las hojas verdes! ¡Qué poco dura la maravilla de tu
cielo, cruz de la rayuela! ¡Y los esplendores de la vegetación, en el prado de
la existencia, lleno de leticias deliciosas! Vienen los cajones, dos cuadrados,
que se sientan sobre los años juveniles, como torres de bronce, y los bonetes
que nos envuelven la cabeza, porque así marchamos a guisa de galeotes en esta
mazmorra del mundo tan extensa y el cono agudo del infierno, donde los que
juegan no pueden hablar, como si para llegar hasta allí hubiera sido necesario
dejar trozo a trozo las hebras del alma y los fragmentos de la lengua en el
camino. Parados en un pie sacan los muchachos el tejo de una sola leche como
para significarnos, que de los más inconsolables dolores no se triunfa sino
merced a titánico esfuerzo y contemplado detrás girones de la carne en los
zarzales del camino. Llegan al fin a la amplia curva del cielo, donde se
sientan, y pasean tranquilos, y se mandan, como los astros, rayos de luz, y
conversan, y sonríen y salen a paso lento como los triunfadores, porque
solamente los chicos pueden jactarse de haber vivido alguna vez en las regiones
de la eterna dicha. Y si algunos de vosotros, que tenéis barbas negras y canas
en la cabeza, habéis llegado al cielo antes de morir, levantad la mano, porque
habréis realizado el milagro de la salamandra, que en las consejas de antaño
pasaba a través del fuego sacando ilesa su alma, llena de brillazones, y su
caparazón roja y negra de deslumbradoras escamas.
En esas noches pasaban por la
inteligencia de la madre todas las escenas de la niñez. Aquella vez que ella
había tomado un látigo iracunda para castigarlo y Carlos pateando el piso de
madera tuvo las palabras de la rebelión sacrílega... Ella se sentó en su silla
de hamaca, con el corazón lleno de dolor, y él, dominado, se acercó despacio,
con los brazos caídos, temblándole los labios, a pedirle perdón, y se estuvo
muchos días así, haciéndole caricias, y la noche lo encontraba arrodillado al
lado de ella para acompañarla a rezar. Recordaba los días de Semana Santa,
cuando el viejo sacaba de la biblioteca el drama de la pasión, escrito por él
en versos sencillos. Reunidos en la sala, leía en voz alta las estrofas, e iban
pasando las escenas de aquel sublime apostolado y a través de ellas, las
virtudes y el trabajo de sacrificio, con que se habían construido ladrillo
sobre ladrillo las paredes del hogar bendito. ¡Oh las viejitas adorables, que
usan manto negro, porque se quedan solas y vagan por la casa buscando las
memorias de los que ya se han ido al cielo a esperarlas! Él dormía a esas horas
su sueño todavía agitado de convaleciente y ella sentaba delante del candelero
con pantalla azul, lo veía a los catorce años volver con los botines llenos de
tierra, de las zanjas lejanas con enormes ramos de violetas. La Virgen de
Dolores, con el corazón atravesado de muchos puñales, recibía la ofrenda
piadosa y más tarde, cuando creía que podía tener frío, se acercaba en puntitas
de pie a la cama, como hacía ahora que tenía treinta años, a mirarlo dormir.
Después se había hecho muy estudioso: parecía que un mundo de luz iba entrando
en su inteligencia, a medida que sus hilaridades infantiles se desvanecían.
Todo leía; los poemas indios, las leyendas graníticas de los tiempos
prehistóricos, el salmo, el himno y la epopeya, la crónica y la historia, ese
romance doloroso, en que los pueblos se abrazan para marchar como síntesis
hacia la muerte conquistando y redimiendo una por una las cosas ideales en las
ásperas bregas de sangre.
Veía a los de su tiempo mojar la pluma en
los estercoleros del hueco y en el cajón de basuras, que amanece todas las
mañanas en la puerta de las casas con papeles y barro aceitoso, inmunda col y
caracuces con tendones y puntas negras de carne. Esa pluma la mojaban los
viejos caballeros con espuela de oro en los torbellinos azules diáfanos del
firmamento y estallaban de sus puntas astros y auroras y síntesis sublimes de
la vida humana, donde la pasión cruje y castañetea su sempiterna danza macabra.
¡Oh progreso! A veces se ponía a escribir y de allí lo arrancaban los brazos
suaves de la madre, que llegaba despacio en la alta noche, llevando en la mano
derecha el candelero de vidrio. La luz de la vela de estearina entraba con sus
rayos amarillos y temblorosos en las tenues iluminaciones del quinqué, con su
esfera redonda y azulada y la pantalla de blancas opacidades. Luchaba con la
forma y cantaba espectáculos de la naturaleza y las intuiciones de su espíritu
juvenil y al rato, descontento y huraño, colocaba sobre el tintero grande de
bronce montoncitos de papel y poco a poco el fuego los iba devorando, para no
dejar sino negras superficies, que se retorcían irguiéndose como si tuvieran
vida, y se desmenuzaban llenas de crujidos. Así su espíritu en esas
precocidades intelectuales iba perdiendo de su energía, hasta tornarse sombrío
y amargo, entrando cada vez más en los hondos desfallecimientos, que son como
el prólogo de la catástrofe futura. Un día se fue de la casa y anduvo mucho
tiempo errante hasta que los padres oyeron decir que se había hecho médico.
Veía todos los enfermos, porque era bueno en el corazón, y entró por mucho
tiempo en el rancho pobre y en el cuarto desmantelado del conventillo. Echó su
cuerpo a morir en las epidemias, cansado de estar solo, sin más objetivo que el
tran-tran monótono de todos los días, y se apoderó de su alma un profundo
disgusto. Vivió mucho tiempo, contemplando la degeneración de aquella gran
nobleza del ejercicio de su profesión. Veía algunos médicos arrebatarse los
enfermos, hacer alquimia, murmurando el día entero de los demás, perder en las
lubricidades del comercio vil las insignias caballerescas del sacerdocio.
Entonces lo aferró con su garra fría el tedio y vivió con ese gran personaje
sombrío en el corazón. La madre había oído después que se había ido de la casa
paterna hablar mucho de su hijo; la chismografía del lugar se había apoderado
de su cabeza de soñador dolorido y había hecho de él un misántropo. Era un
irascible, un perdido insoportable y hasta brujo, por lo que veían filtrar
tarde la luz de sus ventanas. ¿Qué importaba eso? Si ella tenía en el corazón
todos los alborozos y habían en aquel cuarto como deslumbramientos de cielo,
porque la cama, donde estada el enfermo podía muy bien ser aquella su cuna de
la niñez, que tenía colcha de raso blanco y cortinas azules, y ella encontraría
en su alma las encantadoras armonías para hacerlo dormir como entonces. Porque
los muchachos suelen ser malos y se van de la casa como si eso no lo hiciera
sufrir a uno -pero después, si caen enfermos, los vamos a buscar siempre,
porque ellos se han llevado todas nuestras alegrías.
Qué feliz era ¡Cómo le temblaba el
corazón cuando él en su delirio pronunciaba su nombre... ¡Si ella lo hubiera
podido despertar y mecerlo el día entero contra su pecho y abrigarle la frente
herida con el calor de su seno tibio! Miraba su tez cobriza y recia, sus ojos
grandes y castaños y el surco aquel de la frente tan hondo y tan movible...
Ella le conversaba muchas veces en la noche tan larga, en aquel profundo
silencio, partido por el tic-tac del reloj y el rechinar agudo de las carretas
que venían entrando. Eran las melancólicas historias aquellas, los recuerdos
inefables de los que ya no existían, que se iban desatando poco a poco y
poblando de ternezas el dormitorio... la casa donde él nació, las higueras, el
comedor y el padre muerto, -todo aquel mundo de inolvidable amor, que iluminó
su fantasía de muchacho. Eso estaba tan atrás, allá tan en la sombra, lleno de
hojas secas, extraviado en el tiempo todo su perfume... Así eran también ahora,
llenos de amable delicadeza, los ritornelos en esa voz de la madre, que sonaban
en aquella atmósfera fría de su cuarto como los ecos del hogar perdido.
-¿Te acuerdas, Carlos, de la leyenda de
Pedro de Valbuena, el negro caballero?
-No, madre, no me acuerdo.
-Sin embargo yo tela conté muchas veces en
el comedor de casa, en las noches de invierno, al lado de la estufa, cuando
eras chico.
-He olvidado tantas cosas, en esta vida
estúpida de fastidio.
-Si tú quieres, voy a leértela, para
matar las horas tan largas.
-Desde que tú has venido, contestó
Carlos, tengo una cosa tan dulce en el espíritu, que desearía oírte siempre.
-Tanto más, repuso la vieja, en cuanto
que eso tiene contigo mucho que ver. Escucha.
- V -
Leyenda
Eran los condes de Valbuena señores de
fértiles campiñas y alpestres cordilleras y Pedro, el último vástago de la
noble estirpe. Tenían su castillo en lo más abrupto de la roca sobre
despeñaderos, de cuyas piedras filosas cuelgan las águilas sus nidos. Por el
sendero escarpado en la parda y desnuda peña, habían padres y abuelos vuelto
más de una vez victoriosos de las reyertas de sangre con los vecinos y el laúd
de los ministriles cantaba en heroicas silventenses las hazañas y las glorias.
Su armadura de hierro tenía negro color y yelmo de visera levantada y penacho
de plumaje oscuro y sobre la banda de seda roja extendida y atravesada el ala
del cuervo, recamada en seda negra, emblema de su casa y colores de la dama de
sus pensamientos. Su bridón de guerra, un moro robusto, solía acercarse al amo,
retozando en la explanada y moviendo aquí y allá la cabeza, cuando él lo
montaba, la maza colgada del arzón, escudo de luciente acero y la enorme espada
al cinto con empuñadura de oro. Muchas veces, al caer la tarde, solían verlo
perderse lentamente en las tortuosidades de los desfiladeros, sentando con
violencia su casco sobre el fragoso sendero con retumbamientos, que morían en
el báratro por donde saltan los torrentes. Iban lejos, al poniente, al feudo de
Isabel, la hermosa castellana, de negra y larga cabellera, como el ala del
cuervo, que vestía rojo cendal y traje largo de cola de brocato blanco y paje
de oro a la rodilla, de donde colgaba el bolsillo de terciopelo azul. Fueron
amores en los grandes salones del castillo, en medio de las estupefactas
panoplias de los abuelos, que tuvieron la magia de los cánticos de la cítara de
bronce y el perfume agreste de los líquenes de la helada cumbre y se cantó la
divina poesía del coloquio de la fiereza y de la gracia, en elegantes trovas,
en las mansiones señoriales de entonces.
Gran tropel y rumor hubo un día en el
castillo. Iban llegando los viejos escuderos del padre, que conservaban en las
miradas de águila la tradición. de las feroces contiendas, la manopla de aros
de hierro sobre la guardia de la espada y pajes, y halconeros y juglares de
traje de malla roja y jubón grotesco, el birrete con visera en punta y soldados
y siervos de la gleba. Sentada Isabel en el gran sillón de enero negro con
relieve de endriagos y feroces vestiglos y arabescos extraños y espaldar
altísimo, de cuyo centro surgían grabadas en escudo de oro las armas de la
familia, saludaba con graciosa sonrisa al cortejo de vasallos, que desfilaba a
rendirle homenaje. A su lado, de pie, las damas de su compañía y Ricardo, el
rubio paje, que hacía vibrar del laúd la sinfonía estremecedora de los ecos de
la montaña y narraba las leyendas intrépidas y los sombríos conciliábulos de lo
conseja. Fue llegando Valbuena a paso lento en medio de la doble fila, el yelmo
en la mano izquierda, la efigie hermosa varonil y de luciente azabache la
ensortijada melena.
Dobló sobre mullido cojín la rodilla y
dijo: porque esta espada está cubierta de la hoja de encina, con que se teje al
gallardo guerrero la corona, esta espada gloriosa de mis abuelos, que yo arrojo
a tus pies, reina de la hermosura y de la virtud, concédeme que a tierra de
Palestina llegue a redimir con mi sangre, si hubiere menester, el Santo
Sepulcro de la ira musulmana...
-Nunca fue albergue mi casa, ¡oh
Valbuena!, de cobardes sentimientos y a mengua tendrían los dioses tutelares,
que en cuadros nos contemplan, que en el castillo de Insuriz se aconsejaran
jamás cosas que a caballero no correspondan. Dios proteja tus armas, Pedro mi
señor, y se canten tus empresas en estrofas de inmortal epopeya.
¡Vosotros todos, dijo el caballero negro
levantándose, que habéis escuchado fuertes palabras de divino labio, inclinad
como yo la frente ante la majestad de Isabel, la magnánima! ¡Oh mi viejo
castillo! ¡Sombras gloriosas que vagáis por corredores y patios en la noche
serena del cielo, velando la verecundia inmaculada de vuestras memorias, si
estáis de pie todavía, arrayanes y rosas, id arrojando por el áspero sendero
por donde pasa la castellana heroica! Himnos de mi juventud, montañas de la patria
mía, vientos que de gemidos llenáis el abismo donde el torrente muge, y aguas
de esmeraldas que rompéis las notas de vuestras gaitas quejumbrosas en el
arrecife lejano -te acompañen estos rumores de la naturaleza, excelsa criatura
¡porque eres divino celaje, mecida en el arrullo de abandonada tórtola
solitaria! ¡Así tú puedas, Isabel, mientras yo combato por el honor y la fe,
vivir todas tus horas entre la alegría del sol de la aurora, cuna de los mares
de oro, que descienden sobre la tierra, en hilarantes haces fecundos, aquel
sol, que iluminó esplendente las hazañas temerarias y las cortes de amor de
nuestros abuelos! Así los bardos, que llevan la lira de la congoja salvaje a
cuestas y van cantando de tierra en tierra el esplendor de los amores inmortales
y los dolores del adiós, lleguen a tu castillo, dulce dueña, y te cuenten en la
noche de los salones melancólicos, que el negro caballero los colores de Isabel
de Insuriz en soberbias lides triunfar hiciera, este Valbuena que te da el alma
hasta la muerte y sus dominios señoriales.
Las notas del ángelus entraban por
puertas y ventanas y, arrodillados, rezaban todos y fueron desapareciendo sus
pasos férreos lejos entre la cantinela monótona de las letanías. Ya sola
Isabel, se asomó al grande ajimez del centro del castillo y vio lejos
desaparecer al caballero como abandonado sobre su moro, el penacho de negro
plumaje, oblicuo hacia el horizonte.
Pasó mucho tiempo: una tarde estaba
Isabel sentada, mirando los senderos lejanos perderse en los valles y
reaparecer culebreando, enhiestos otra vez en la falda le enfrente. A sus pies
el paje rubio, compañero de las horas solitarias.
-¿Tu crees, dijo Isabel, que volverá
pronto el caballero de la negra armadura y cendal con ala de cuervo?
-Yo no sé, gentil señora, pero muchos que
van a Tierra Santa a pelear por la fe, a morir van. Mucho dijo de estas cosas
Pedro el Ermitaño en sus predicaciones.
-¿Por qué hablas así, paje?
-Porque Rodrigo, el feroz castellano del
barranco, ha muerto a manos de musulmanes, y los hijos de Almodivar, el viejo
loco que tiene luengas las greñas e impreca como un endemoniado en los días de
tormenta, han mordido el polvo también y porque además... y se detuvo Ricardo,
titubeando, a mirarla.
-Tú no sigues. ¡Qué cosa lúgubre te pasa
por los ojos!
-Nada, doña Isabel, contestó el niño;
imaginaciones juveniles, que me conturban. -Pienso que si escudero fuese, yo
también estaría vengando tanta inicua muerte. Esta ambición de renombre quita
sueño, señora.
-Yo te conozco, Ricardo: pretendes
engañarme. Tú eres alegre, como la alondra que se cierne cantando lejos en la
altura y como los ruiseñores, que trinan y gorjean en la maleza le la selva. Tu
rostro ha tenido siempre los rayos deslumbradores del regocijo, menos hoy...
¿Qué te han contado los pastores de la comarca? Tú has ido a tomar lenguas...
-Fábulas, señora; fábulas melancólicas,
que ellos recogen de boca de los romeros, que vuelven de Tierra Santa con
fantaseos de cuentos inverosímiles.
-¿Y qué te narraron, pues?
Era un juglar, Isabel, un viejo de barba
de oro, ropas raídas y desvencijado laúd que recitaba en monótonos cantares
como el caballero negro, indomable en sus ímpetus temerarios, la vida noble
rindiera en desigual combate. ¡Qué barahúnda aquella! Y derrumbe de mazas sobre
turbantes y fulgurar de curvas cimitarras con empuñaduras de rubíes y
blasfemias y alaridos de muerte. Fue chisporroteo de hojas bruñidas hechas
pedazos en el hierro de la coraza y el magnífico caballero, como arrasadora
tormenta, derribando huestes de sarracenos. Y su penacho de plumas de cuervo,
volando aquí y allá blandamente, mecidas en el ambiente, sonante de los
bramidos de la batalla y el puñal traidor, que le dividió la roja banda y el ala
negra, mientras sus brazos caían adelante para ceñir el pescuezo del moro.
Entonces el corcel estremeció los valles con su relinchar iracundo y precipitó
su cuerpo en el torbellino de la carrera. Tú ves, Isabel, cómo estas hazañas,
cantadas por el juglar, están fuera de lo humano y son fábulas y leyenda.
-No debe ser tal, contestó entristecida
la castellana de Insuriz, porque los valerosos son los primeros que mueren en
las batallas.
Se arrodilló a orar y sus rezos se
perdieron con los quejidos del Ave María. Era el momento en que el sol se
esconde detrás de la última abra, en el desfiladero más lejano, y en que salen
de los valles las brumas tristísimas del Ángelus; la hora de la plegaria,
cuando las cosas sosegadas de la naturaleza han perdido vivacidad, cánticos y
color. Suenan en la profunda quietud de la dilatada campiña los tañidos
plañideros, que mueren lejos en la garganta de la montaña estéril y triste,
debajo del cielo de indefinido color... Entonces vienen los heraldos de la
noche, como pueblos innumerables a desplegar en silencio en el espacio sus
enormes banderas, que tienen para el ojo humano transparencias cenicientas que
flotan y van y vienen. Las auras cansadas de volar libando néctares de las
margaritas del prado, se quedan dormidas en las cavernas del monte y los
pájaros se esconden debajo de las ramas, que pierden sus intersticios luminosos
y los torrentes ahogan sus rumores en el pedregal de su cauce. A esa hora
vuelven también los labradores del trabajo, la azada al hombro y la campana que
vuelca su copa arriba y abajo los sorprende en el medio del campo con sus
vibraciones argentinas... Se arrodillan con el sombrero en la mano un gran
rato, mientras en el occidente hay todavía una franja, que tiene el color
desvanecido, de las rosas pálidas y detrás se levanta como esfinge siniestra la
superficie extendida de las sombras.
Volvió Valbuena a su castillo, después de
mucho tiempo, una noche de invierno en que largos copos de nieve venían cayendo
por la atmósfera quieta como alas cándidas de muertas palomas. Empezó a subir
la cuesta con sandalias y bordón de peregrino, helados los pies que se hundían
en la crujiente y húmeda escarpa. Miraba las faldas de las montañas blancas de
aquella triste mortaja y los árboles, que pretendían sus ramas, cubiertas de
las frías cristalizaciones. No se oía en aquel silencio, sino sus pasos y los
borbotones del torrente descendiendo a saltos. Era una de esas noches, en que
la luna atraviesa asimismo las densas capas de nubes grises e inunda la campaña
de tenues claridades, aunque su disco apenas puede distinguirse detrás de la
inmensa bóveda cenicienta. Veía aquí y allá la mancha negra de la cabaña de los
pastores de su feudo, de techos blanqueando en la atrevida línea oblicua.
Apareció al fin enfrente la enorme zona oscura de su castillo con almenas y
torreones y flechas agudas y altas de minarete. Llegó al foso y se detuvo:
nadie había levantado a esas horas el puente levadizo, ni la esquila del cuerno
de caza había dado aviso de la llegada de un caballero, ni había guerreros para
recibir al huésped según sus merecimientos. Entró en la oscura boca del zaguán
con tinieblas y oscuridades de subterráneo y pasó por cuartos y corredores...
Silencio. Cruzó los patios blancos y llegó al gran comedor, donde siempre lo
esperaba la roja y amplia lumbre de la chimenea en sus días ateridos. Ni fuego,
ni voces humanas. Todo era silencio tétrico. Subió escaleras, entró en los
torreones cubiertas las paredes de musgo en verdes tapices y dio voces
estentóreas, que se desvanecieron eco tras eco, mientras seguían bamboleándose
en el aire y cayendo largos y silenciosos a millares los copos de nieve. Llegó
al fin a la gran sala del castillo, donde estaban alineadas las armaduras de
hierro de los abuelos.
Allí entró su espíritu en los ensueños
tenebrosos de la desesperanza y se sentó resuelto a dejarse morir. Aquel
silencio era el luto que sus dominios vestían por la sublime criatura fenecida,
la dueña heroica de Inzuris y aquel hondo sosiego tenía todos los soliloquios
del rezo funerario. A poco de estar allí, empezó a sentir en aquella lobreguez
como leves chillidos, rechinamientos y choques metálicos y crujidos sordos,
como de articulaciones de hierro que se desplegaran y ruidos de pasos
cautelosos a un lado y otro. Después vio, que las panoplias se iban moviendo
con caminar de rítmicos estampidos, como si fueran marchando a compás de
invisible y misteriosa música y sentía claramente, que pasaban cerca de su
persona y le decían cosas como susurros de enigmas. ¡Qué hondos pesares lo
invadieron: el hastío entró con sus garfios a rasgarle el corazón! ¡Qué
miserable y bellaca existencia la suya! ¡Qué vacío profundo y qué helada
sordomudez tenían todas aquellas memorias! Cuando él venía subiendo la cuesta,
encontraba gentes mustias que se retiraban de su presencia y cuando, tomando
del brazo a uno de esos fugitivos, quiso lenguaje de verdad, oh señor, le
contestaron, ¿que no sabéis? Ha muerto en las torturas del abandono de amor la
castellana de Inzuris y todos los lugareños cantan la leyenda elegiaca y las
gentes de vuestra casa al feudo de Isabel partieron... Sacó su espada Valbuena
y hubiérase dado muerte a no haber las panoplias levantado voces y rumores
tumultuarios.
Mejor era no haber nacido, Pedro,
gritaban los abuelos de hierro, o haber muerto a heridas de yatagán infiel en
Tierra Santa. Cobardía no usaron jamás los condes valerosos de Valbuena, ni
sagrilegio, ignominia o mengua contemplaron las paredes vetustas de esta
morada. ¡Anda, mal caballero! Se acabará contigo tu casa y la historia de
muchos siglos de gestas y de renombre. Muere: eso es mejor, que tener en vida
dolorosa brega o poblar otra vez las calladas cortes del castillo de gritos y
cantos infantiles. Echa de esta manera lodo y baldones sobre los sacrificios y
la sangre derramada por los abuelos, para darte casa y prosapia. Muere: te has
quedado solo; de todas maneras no rehagas el hogar moribundo de tus padres.
Estos viejos huirán para siempre la deshonrada mansión, páramo yerto, donde no
flotan siquiera, como hebras de luz, las rubias cabelleras de los niños, ni hay
castellanas altivas, hermosura de la casa, virtud, gracia y ornamento.
-Pero la muerta Isabel, rugió el
caballero levantando amenazador la espada, ¿quién me devuelve, genios airados
de mi castillo glorioso, la celestial criatura? ¿Este silencio, que me perturba
la inteligencia, no es acaso silencio de muerte?
La voz corrió, contestaron las panoplias
solemnes, que Isabel, de letal morbo afectada y próxima al descanso eterno, al
confesor pidiera ver tus viejos escuderos y tus siervos. Estos partieron en la
madrugada.
-Un caballero, de extraño continente y
ademán descompuesto, quiere gracia obtener de ser traído a vuestra presencia,
oh señora.
-¿Su nombre? Dijo Isabel, con su voz
débil de enferma.
-Que en las batallas de Palestina lo
había hecho inmortal, contestó.
-¿Y sus armas?
-Sobre negra casaca la cruz de la guerra
santa.
-Y dime, Ricardo, ¿sobre el escudo,
acaso, no traía roja banda?
-Como si luto vistiera, no trae colores ni emblema.
-Yo no quiero que ese caballero entre...
Dile que gracias le mando por su cortesía... que esta moribunda sus hijos
bendice... Tú ves, paje, lo que pasa... el otro día al lado de este fuego, aquí
en el aire tibio del comedor de mis padres, un trovador cantó las estrofas de
la esperanza y la alondra delante de mis ojos levantaba tan alto el vuelo, lo
que dicen que trae la buenaventura. Y, sin embargo, yo no lo veré más a mi
glorioso señor.
-Pero ese caballero, este bolsillo de
terciopelo me entregaba, contestó el paje... Reliquias son, me dijo, de un
compañero de armas, herido en Tierra Santa. De rodillas delante de ella lo
abrirás, y me despidió casi con voz sollozante.
Alto, la tez tostada, en la puerta
apareció Valbuena, mientras Ricardo sacaba del bolsillo la roja banda y el ala
negra del cuervo, dividida por yatagán sarraceno.
Se acercó lentamente con los brazos
rígidos, temblando dentro de aquel mundo de sus adoraciones inmortales.
-¡Oh contristada flor de la montaña, dijo
el caballero, que tienes el color de las nieves y fríos pétalos, pálida visión
de mis noches solitarias de Tierra Santa! ¡Alma criatura, que has perdido gota
a gota tu sangre en las horas de dolor!...
-Gracias sean dadas, Valbuena, al Dios de los ejércitos, que otra vez
hasta aquí te ha conducido, contestó Isabel.
-Yo beso tu mano de mármol, ¡oh divina
mártir! Y así entren en tus dominios los tepores primaverales y resurjan en tu
pálida efigie los colores de la vida.
-¿Por qué tanto tiempo glorioso señor,
sin llegar a mi abandonado castillo?
-Estas heridas, enfermo mi cuerpo
tuvieron, frágil y moribundo.
-¡Ay! Sollozó Isabel, no mentía el juglar
de la barba de oro. La noticia de tu desventura las fibras de mi alma rompieron
y poco a poco este cuerpo fue cayendo, hasta el borde del sepulcro.
No, tú vivirás, contestó el caballero.
Pronto la nieve disuelta hará que los picachos tengan su pardo color y en los
senderos de la montaña bordes habrá de flores cubiertos y crecerán en el prado
las yerbas silvestres, que derraman en el ambiente exquisitos perfumes.
Así fue: los senderos de la montaña los
vieron otra vez caminar del brazo y las auras tibias despertaron la vida en la
juvenil pareja enamorada y alondras y ruiseñores saludaron los admirables
coloquios con su eterno cantar. Una noche Eros paradisiaca entró en el
dormitorio de Isabel con su cuerpo extraño de alabastro y sobre su traje de
novia colocó rojo cendal y negros azahares que recamaban en el brocato las alas
extendidas del cuervo y... después las cortes del castillo de Valbuena
resonaron de cánticos y de gritos infantiles y flotaron negras cabelleras y fue
apellido de larga y gloriosa historia.
- VI -
Corolarios
En ese momento los dos leían, la mejilla
cerca de la mejilla, mientras la vieja hacia resbalar el índice debajo de las
últimas líneas de la leyenda y la luz azulada se difundía sobre sus rostros
fijos en el cuento maravilloso. Era uno de esos libros de papel áspero y
granujiento, veteado de manchas amarillentas, encuadernado en la tapa de cera
de pergamino, con hojas corroídas aquí y allá... libros viejos que van
desapareciendo, como los monumentos a quienes el tiempo lima las aristas y
borra a trechos las inscripciones y ennegrece el mármol.
-¿Tú crees entonces, empezó Carlos, que
no hay vida posible, si no se rehace el hogar paterno?
-Sí, creo.
-¡Y que es necesario que haya muchachos
incómodos, que llenen la casa de ruidos, como dicen los abuelos aquellos!
-¡Incómodos los niños ajenos, contestó la
vieja, los propios nunca!
-De acuerdo: pero tú no piensas, madre,
que los tiempos han cambiado, y las castellanas del día, se mueren de amor,
casándose con otro...
A veces... Yo he visto, pobres mártires,
que llevan a cuestas la cruz del abandono y la riegan con lágrimas, que no se
ven, esas que se derraman para dentro y caen gota a gota a horadar el corazón.
-Rara avis, vieja, muy rara, repuso
Méndez...
-No tanto como tú crees. Has vivido muy
poco y metido demasiado en ti mismo... yo te aseguro que en el mundo hay más
virtud de lo que Vds. se imaginan. Hablo en plural, porque conozco toda una
generación de indecisos, que piensan que pueden estar solos y justifican la
vida estéril, murmurando de la de la mujer, como de traste viejo. Encuentran al
fin una, a quien quieren y de ella se avergüenzan y tienen niños, a quienes no
se atreven a dar su apellido. Se les ve caminar agazapados contra la pared,
mirando para atrás y meterse a hurtadillas en el silencio de la media noche a
visitar su familia -esa que los demás arrojan a la calle en la luz plena...
-¿Y quién te ha dicho todo esto?
-preguntó Carlos, que sentía su espíritu y el mundo de su inteligencia derrumbarse
ante la palabra serena y triste de la madre.
-Aquí te esperaba, dijo la vieja
sonriéndose: tú eres también de los que piensan, que se puede vivir cuarenta
años, sin salir del limbo y que cada familia que va desapareciendo en la
muerte, no deja un caudal de enseñanza, porque estas viejas a quienes ustedes
conmiseran y asisten al desfile sombrío, no han salido de sus ingenuidades
infantiles. ¡Ah! ¡Pobres muchachos, enfermos de la imaginación dolorosa, que
pretenden torcer la lógica de la existencia, en pos de engañadoras quimeras y
que leen demasiado los libros de otros enfermos!... Así van después caminando y
entran cada vez más en la helada filosofía de las desesperaciones sin consuelo,
para morir solos y abandonados, sin que haya nadie que lleve flores a sus
sepulcros el día de los muertos.
Y con los brazos de temblores rodeó el
cuello del hijo y lo miraba, abrazándolo fuerte como si alguien estuviera en la
sombra acechando para arrebatárselo.
-No, madre, dijo Méndez, yo no quiero
hacerte sufrir. Tus congojas me hacen mal.
-Yo tiemblo, Carlos, pero no por ti solo,
por todos esos hermanos tuyos, que de repente abandonan el hogar y los padres y
tienen grima atroz que los tortura... Si ellos supieran, que este libro de la
vejez, que tiene hondas arrugas, está escrito con las cosas marchitas y mustias
que uno va encontrando en el camino desventurado y que los hijos graban en las
últimas páginas blancas el epitafio lapidario...
-¡Oh, santa y divina! Gritó Carlos,
estrechándola contra su corazón...
-Porque es así. Cada hijo empieza y
cierra un capítulo y allí descansa uno, como el caminante al lado de la piedra
miliaria; pero si los hijos se van, se llena de lágrimas la copa de alabastro
de nuestras almas, que tiene diafanidades de cristal y que van cayendo y
tañendo las armonías de la misma romanza que nos habla siempre del hijo, que
está lejos. Y después, ¿sabes tú lo que sucede? Continuaba la vieja
transfigurada, tomando al hijo de las manos y mirándolo cerquita; sucede, que
cuando no hay un hogar escondido, caminan los hombres a los cincuenta años sin
rumbo y de noche nunca les llega la hora de la retirada. La casa está fría y
sola, y en invierno, cuando ellos sienten la necesidad temprana del calor de la
cama, cuando cae la lluvia helada y frecuente y hace cantar los vidrios con su
monótono tamborileo y zumba el viento afuera, y es tan delicioso sentir su
propio cuerpo rodeado de las perezas cariñosas de nuestras casas... Oh, cómo
piensan entonces, que serían felices, si hubieran muchachos altos y delgados,
que prendieran las astillas del espinillo estridente en la chimenea del tibio
comedor y niñas de grandes ojos azules, leyéndole las historias suavemente
ideales del tiempo viejo... Y después está el café, que los atrae, el club que
los llama, la orgía que pagan para que otros se diviertan y ellos no pueden ir,
porque tienen frío y están achacosos. Entonces entran a la cama y llega el
sirviente que está borracho del vino, que roba de la bodega... ese es él, que
les sirve el té de la noche, que ellos no duermen, la noche interminable, donde
no se oye más ruido que los golpes secos y sordos de la tos, que les fractura
el pecho, exasperada en las oscuridades solitarias. Y la escarcha sube y hiela
las rodillas y se siente que la sangre se va deteniendo y cualquier día es
bueno para morirse solos, sin que haya, quien se arrodille y rece y llore,
cuando nos traen la eucaristía... porque yo he visto a esos otros viejos, que
han adquirido el derecho de morir como justos, levantar tan alta y solemne la
cabeza en ese momento en medio de los hijos arrodillados y sollozantes...
-Pero ¡¿dónde está, oh, mi madre santa la
castellana de Insuris?! Eso no se plasma con el barro de la calle, interrumpió
Carlos. Es necesario encontrarla, tenerla en el corazón y vivirla... Esos
tiempos han muerto para siempre. ¿Dónde están los bardos que cantan de tierra
en tierra el esplendor de los amores inmortales? ¿Sabes tú lo que hacen hoy?
Cantan la blasfemia.
-Ya lo sé.
-Y pretenden resignar en santuario
extranjero el yo intelectual de todo un pueblo, la efigie deslumbradora, que
nos tipifica y nos separa de los demás y todas las maravillas de los orbes de
luz, que pueblan e iluminan este espacio que es nuestro y la inmensa sábana verde
y el cielo azul que se derrumba a pique, que son nuestros y de nadie más.
Porque Méndez era así: tenía sus cuartos
de hora impetuosos, en que se movía su tez y el surco de su frente como si lo
cruzaran relámpagos. Su palabra se desenvolvía irritada en atroz sarcasmo y
agitando la mano derecha, como quien arroja anatemas, estigmatizaba todos los
vasallajes. Creía que los pueblos iban fatalmente a la creación de su propio
idioma, los pueblos que tenían tradiciones gloriosas y confines de baluartes alzados
hasta el cielo enfrente de las razas conquistadoras y ríos que achatan hasta el
horizonte la superficie de plomo movediza en el vaivén sempiterno del oleaje.
Yo quiero con esto significarte, continuó
Méndez, que hay muchas necesidades hoy, intereses sórdidos tal vez; no entro a
juzgar; pero seguramente existe una manera especial de apreciar la vida, que
nos aleja de la lira Imaginativa de la edad media.
No son los tiempos, que han cambiado: es
que ustedes han perdido la ingenuidad, continuaba la madre, en su cavilación
estéril y sempiterna y han roto el divino instrumento del espíritu en el choque
inerte de todas las desconfianzas. No son hombres: no tienen voluntad y no
aman, porque para eso es necesario tener niñerías y fe y abandonos en la
suprema dulzura. Son los negros caballeros, que han perdido la virtud del
creyente y que ya no vuelven de Tierra Santa.
Esas son leyendas, mi madre, que tienen
la melancólica semblanza de los siglos muertos, y se echan a través de la
existencia desastrada y despiertan en el espíritu el anhelo inmortal de
vivirlas con sus amores y sus heroísmos; pero la vida es otra. Es trivial y
desolada y achatan los cánticos que germinan gloriosos en la inteligencia.
-Porque Vds. filósofos de la
desesperación, alejan de sí las flores de la dicha, seguía la madre, y rechazan
el regocijo que las enamoradas de veinte años les presentan. Y mientras graban
cada día una nota agria del epitafio suicida, ellas a la tarde, las suaves
criaturas riegan los prados de violetas y heliotropos, con la cruz del abandono
a cuestas y quedan así pensativas un gran rato, rezando por los que las hacen
sufrir... y se levantó la vieja para retirarse.
Era la media noche: el reloj tañendo a
intervalos iguales las notas argentinas de la hora, partía el silencio del
dormitorio y de toda aquella lóbrega naturaleza, que dormía afuera. La madre
envuelta en el triángulo del chal de espumilla con relieve de negras rosas y
mórbido fleco, caminaba acompañada paso a paso por aquellos sonidos, pero
Carlos extendiendo su mano derecha y resbalando hasta los pies de la cama,
alcanzó a tomar con las palmas suavemente aquella blanca cabeza de sesenta
años.
-No te vayas, le gritó, yo te voy a decir
de Dolores del Río, porque es a ella a quien tú te has referido en tus últimas
palabras.
-Ya lo sé, Carlos; no va a ser la tuya
una historia de amor, como la de Isabel de Inzuris, sino leyenda de orgullo,
que retoba y oculta la nativa generosidad de tu espíritu.
-No, madre, yo te voy a contar todo, para
que tú veas, que he tenido razón.
Yo había traído hasta acá adentro, a su
espíritu, ¿ves? Y se apretaba el corazón con su mano en garra, -yo era dueño de
todo ese esplendor... mi casa se había llenado de todos los júbilos... pero una
noche en un baile, como te cuento, pongo a Dios por testigo, le apreté de tal
manera la muñeca, que se dejó caer pálida sobre una silla... ya hace dos
años... un momento antes yo le había regalado un ramo de violetas y ella me
contestó que éramos muy jóvenes todavía y que yo estaba loco y que no debía
pensar en casarme... Yo me acuerdo bien; porque esa noche vestía un traje de
seda celeste y escote de encajes y tenía un cinturón de moaré blanco con aguas
de nácar, que se movían en la luz... Sus ojos tenían el azul oscuro del cielo
de la noche y su efigie de mármol parecía cosa de alegría celestial. Así yo me
fui a mi casa con un gran luto en el corazón y me venían acompañando, como con
susurros las hebras negras de su cabellera abundosa y todas aquellas músicas y
los rumores del sarao esplendente y yo tenía como abrojos que me raspaban el
pecho y una cosa tonta, que me aturdía la inteligencia... Yo recuerdo que caí
sobre la cama y escondí la cabeza bárbara dentro de las almohadas y lloré,
lloré con un sollozo de adentro que me fracturaba las costillas y que no se
acababa nunca.
Así se ve a veces los rayos del sol de
verano rajar la tierra árida y los arbustos doblegar sus hojas mustias debajo
del incendio, mientras las flores dejan caer lánguida sobre el gajo la corola
ardida y en la desolada estepa el silencio y las tristezas de aquella inmensa
hoguera... y el que observa más tiempo ve desaparecer arrugadas las flores y
las hojas y perderse las yerbas del prado y sobre la tierra blanca, endurecida
y desnuda, caminar apresuradas las hormigas formando doble línea quebrada y
negra, mientras pasan saludándose las unas a las otras y siguen la marcha
interminable...
Después cae por mucho tiempo la lluvia
abundante y cristalina, que infiltra, ablanda y ennegrece la tierra y se
esparce por todas partes un vaho húmedo de deliciosa frescura. Los pétalos
resurgen y se avivan; los colores reaparecen; el prado cargado de semillas
brota otra vez y se cubre de los hilos chatos y filosos de la yerba verde y por
el ambiente corren por todas partes a miríadas los átomos de invisible perfume.
Así el llanto a veces, de clemente
piedad, llena el espíritu, -el llanto formidable en la oscura noche, que no
tiene testigos y aplaca y endulza la pasión enloquecida y los amores
desaparecen casi, detrás de nosotros en la vaga penumbra de las reminiscencias.
- VII -
Dolores del Río
Esa noche fría del baile estaba el
dormitorio de Dolores iluminado por una pequeña lámpara que difundía penumbras
azuladas a través de la pantalla de seda. Aparecía la cama en el centro, como
una zona larga de negra y luciente madera, alto el espaldar y la curva, que lo
terminaba, tallada en artísticos relieves de hojas y flores, y extendida la
verde colcha de raso. En los espejos del tocador y ropero, allá en el fondo, se
veía la imagen luminosa de la lámpara, cuya copa de plata blanqueaba brillante
sobre el negro mármol de la mesa de noche, jaspeado de vetas y bizarras figuras
de nácar. Pendía sobre la cabecera el dosel y colgaba el cortinaje elegante de
un solo costado recogido abajo en un moño gracioso y abollonado, mientras del
otro costado, se erguía augusto y derecho el reclinatorio -el almohadón de
terciopelo arriba, cariñoso en la superficie cuadrada del verdinegro color y
enfrente colgado de la pared el crucifijo de ónix. Pero lo que llamaba la
atención en aquel dormitorio era un gran cuadro de marco de bronce, singular en
sus caprichosos arabescos. Era una parda cruz de gruesa y cuadrada piedra,
destilando humedades salinas sobre la cumbre de escarpada rompiente, flagelada
por la borrasca embravecida, espumoso el oleaje gigantesco. Abrazada del
pedestal, colgante el cuerpo en las aguas revueltas y salvada del naufragio
eterno, la blanca y semidesnuda pecadora, la cabellera rubia de oro muerto
crujiente y sedosa en el estallido crepitante de las espumas albas del mar...
Llegó Dolores muy tarde en la noche -los
ojos grandes y oscuros de apagada lumbre, suavísimos y húmedos de azabache y
hecho de gentil delicadeza el óvalo del semblante pálido y perfecto. Estuvo un
rato, como absorta mirando las paredes, tapizadas de lampás rosado y los anchos
pliegues rígidos del techo mientras dejaba, sobre el sofá de terciopelo
granate, la capa larga de paño blanco y en la guantera de cristal de dorados
bordes, arreglaba los guantes de piel de Suecia largos y angostos en su color
madera y movía al rato su cuerpo alto, negra la espalda de la voluminosa y
ondulante cabellera... Sentada después en la orilla de la cama, desabrochó el
corpiño, que tenía pintado a mano en la tersura del raso maravilloso ramo de
lilas y sus manos fueron cayendo abandonadas y como inertes a lo largo de la
falda cubierta de encajes y más allá de la blanquísima urdimbre de filigrana,
se veían adelante dos caireles de rosas vellosas, que descendían hasta el
ruedo... Quiso rezar y arrodillada en el reclinatorio, volvió a su memoria
entristecida toda aquella escena del baile, que le había herido el corazón de
muerte... porque Carlos era malo y no debió nunca cerrarle el brazo con enojos
en la mirada, ni decirle las frases sarcásticas. Después se acercó lentamente a
la cama y se acostó así vestida, mirando aquel cuadro y los cabellos rubios de
esa mujer, salvada del naufragio eterno, hundida en el almohadón cuadrado,
sobre el terciopelo negro de su cabellera suelta, ¡espléndida la efigie de
mármol y melancólica el alma, sollozante por la desventura del injusto
abandono! ¡Cuántas de vosotras, elegantes criaturas, que camináis el sendero
floreciente de la vida, en medio de los festivales de luz y de corolas, ebúrneo
el brazo desnudo y el escote, cuántas llegáis en las madrugadas a los
dormitorios iluminados, con la garra de la pesadumbre en el pecho y las
amarguras de la pasión escarnecida!...
Se durmió después... Soñaba que todas las
visiones que flotaban en aquel ambiente enamorado, habían perdido las alegrías
frescas. Hacía frío en su cuarto a pesar del abrigo de los cortinados y de las
alfombras, el frío de muerte que arruga la piel y hace doler el corazón... como
sucede, cuando se hace pedazos y se oscurece la luz, que ilumina los panoramas
acariciados con esperanzas y plegarias en los soliloquios de la mente -esas
vastas naturalezas, pobladas de fantasmas angélicos, que cantan la égloga y el
idilio, danzando carolas alrededor de las cunas soñadas. ¡Qué poemas cruzaban
su inteligencia en aquel agitado dormir!... El dúo que se canta de lejos y los
rayos de las pupilas, que se encuentran en el aire sereno y diáfano, los rayos
que llevan en su seno titilar de almas... ¡Santo! ¡Santo! Echan a vuelo las
campanas, porque las glorias del cielo circundan las sensitivas enamoradas y
hay auroras y soles y primaveras, que tiemblan por el cruzar turbulento de la
divina sinfonía Yo riego los prados todas las tardes, allí donde crece la diamela,
porque quiero mandarle en una bandeja de plata flores, que tengan pétalos
blancos. Tan sombrío... porque la lucha le ha grabado un surco en la frente;
pero yo tengo alegrías de ángeles y todas las serenidades azules del cielo en
mi alma. ¡Ven conmigo dentro de estas aureolas, Carlos! Yo te tomo la cabeza y
te beso y lloro y tengo los ojos contentos, detrás de las lágrimas. No vas a
decirlo... yo estoy herida... escucha cómo se queja la tórtola, que me da
picotones, tubando dentro del pecho. ¡Santo! ¡Santo! Porque las campanas tocan
el Ángelus, la melancólica trova de amor, porque yo rezo y cubro de flores a tu
retrato, ese que guardo en turíbulo de oro...
-¿Te acuerdas, aquella noche de estío?
Los mansos canales del Tigre y las costas verdes y opulentas de vegetación y
los sauzales, que arrojan las hebras largas en las aguas oscuras y los remeros
bogando en el silencio de aquella naturaleza tenebrosa y cruzar de luciérnagas
luminosas con arrullos de arpas lejanas y perdidas en las sombras, vibrando
endechas inmortales... Porque Dios es bueno y deja caer fragmentos de celajes
sobre la tierra para los que aman; por eso nos decíamos de cerca todos los
cánticos divinales y yo sentía en el corazón tu voz, como dulcísima esquila,
temblando, repetirme los ritmos de la pasión enamorada. Te acuerdas cómo pasaba
la luz fugitiva de las casas debajo de nuestra canoa y cómo quedan detrás
ondulando los reflejos. Tú me decías: yo iría contigo, Dolores, en pos del
esplendor de los astros, envuelto en la paz serena de tu espíritu, porque tú
eres angelical en el seno tranquilo de este escondido rincón del Paraíso.
-Escucha, Carlos. Las melodías de la
noche llegan en la brisa leve, que corre saturada de húmedos perfumes y los
deliciosos arpegios suenan en los comedores felices. ¿Ves? Pasa la mancha
oscura de un palacio rodeada del tupido ramaje, como una enorme cosa de luto,
salpicada de chorros de luz. ¡Oh! ¡Las penumbras amables que defienden las
cunas de los ardores del sol!
-Como la sombra de tu negra y larga
cabellera y la lumbre suavísima de tus ojos mitigan las visiones tormentosas
del espíritu. Yo te amo, Dolores... he dicho al fin la divina palabra. Yo me
acuesto en esta pasión, buscando, como en el seno de mi madre, la lluvia de
rocío blando, que baña la frente con el murmullo quieto de los besos.
-Pasan cantando, Carlos... Son felices.
Parece un coro y dicen los versos, que tiemblan en el ambiente, con susurros de
aguas y hamacarse de canoas, que se deslizan...
-¡Sí, alma divina! ¿Sabes tú lo que
narran?
-¡Oh, no! Ya están muy lejos... se han
desvanecido en la sombra.
-Narran leyendas y entregan a la guitarra
melancólica los poemas del sentimiento. ¿Sientes, Dolores, las fragancias de la
madreselva?
-¡No, no! Tú te acercas demasiado a la
costa verde con la canoa. Yo tengo miedo, que las ramas sollozantes me lastimen
el rostro. ¿Qué es esta flor que he arrancado flotante en las aguas oscuras?
-¡A ver, alma divina! Esta es la flor del
seibo, que adorna la ribera por todas partes... Son los rubíes de la enmarañada
y verde maleza, que dicen sus amores a los bosques infinitos de juncales, esas
líneas negras, allí paraditas y rígidas, que reciben la sombra corpulenta de
los sauces.
-¿Porqué nos detenemos?
-Son camalotes, Dolores, que traen
festones y hojas de calas y panojas de flores azules, que besan la proa de la
barca y se buscan entre ellos en su nadar lento y silencioso.
¿Qué son esos gigantes negros que avanzan
allá lejos?
-Son los álamos que tocan las estrellas
con las copas y se tuercen y se abaten en los días de tormenta, zumbando las
hojas.
-¡Oh, la divina naturaleza donde cantan
los zorzales escondidos y tejen los benteveos el nido de sus amores! ¡Cómo
pasan las luciérnagas luminosas, como astros perdidos en la noche oscura y cómo
zumban los grillos! ¡Dios mío! Tú has abandonado los remos, Carlos... los he
sentido tocar la popa... Yo tengo miedo... Qué pequeña es la barca y qué chicos
somos debajo de esta inmensidad celeste, con toda la muchedumbre innumerable de
soles luminosos.
-Somos pequeños... pero Dios hizo la
pasión más grande, que sus creaciones. Deja, Dolores, que la sublime majestad
de la noche envuelva la canoa y la arrebate consigo la tormenta, que ya
empieza.
-El canal se abre, ¡qué aterradora
negrura! Yo voy a rezar, porque la plegaria es suavísima, como la bondad de la
mirada de Dios.
-Reza, si tú quieres, mientras la
corriente nos lleva a fracturarnos contra las murallas lóbregas del cielo.
-Vuela la barca... Detenla por las
lágrimas de tu madre... Las costas desaparecen y las luces de las casas se han
transformado en vislumbres, que aletean, como si quisieran apagarse.
-¡Eh! ¡No, nunca! Porque yo he perdido
las sonrisas y tengo la mueca horrible... ¡Nunca! Porque las alegrías de mi
alma las ha cubierto la vida con el manto de esta noche infinita. Yo quiero
morir contigo dentro de este nubarrón de tinieblas. Tú ves lo que pasa... ¡las
estrellas han disparado del cielo y llegan las rachas violentas: las olas se
agitan, la canoa salta enloquecida de cresta a cresta y cruje como si quisiera
hacerse pedazos!
-¡Piedad! Toma los remos y volvamos a las
orillas mansas. No te muevas, haces tambalear la barca...
-Yo me acerco a ti, Dolores, mientras
corremos por las oscuridades del río de luto y vamos a entrar en la zona de los
relámpagos...
-¡Qué frío estás!
-Ya tengo las manos muertas... déjame,
que toque siquiera tu traje blanco de raso y me las abrigue... Yo quiero
descansar mi cabeza sobre tu pecho para que tú me beses así... así...
-¡Dios mío de misericordia! Hemos entrado
en las nubes del cielo y nos precipitan lejos en las hondonadas de las aguas
profundas... Mira cómo se parten y se nos vienen encima las montañas de las
aguas del río malo... Yo me siento morir...
-¡Sí, Dolores! ¡Muere, muere! Yo te voy a
mirar así estirada y rígida en el fondo de la barca -como estatua de nácar,
blanqueando luminosa entre las oscuridades de la tormenta.
-Adiós, Carlos. Mi cuerpo se seca en el
hielo moribundo; adiós mis amores juveniles, mis muertos amores...
-¡Qué hermosa eres! ¡Ángel celeste que
tienes el rostro blanco, cincelado en el mármol de tus carnes por divino
artista! ¡Oh, Dolores! ¡Que te has dormido para siempre! Cómo beso de rodillas
tus labios, que ya no se mueven y cómo veo, en el fulgurar del cielo irritado,
tus ojos negros y grandes y abiertos en la tranquila contemplación de los
horrores de estas soledades vastas... Qué linda y hecha de negra espumilla, tu
cabellera, cuyas hebras suavísimas me acarician el rostro, calentado por los
incendios bruscos de esta negra y sobresaltada caverna y azotado por el látigo
del ciclón iracundo. Cómo descansas, dentro de la paz infinita, con tus manos
de alabastro reposando a lo largo del cuerpo... ¡Yerta! ¡Sublime mártir! ¡Cómo
tiemblo aquí al lado tuyo! ¡Luz y candor de mi alma solitaria! ¡Envuelto
asimismo por el perfume delicioso y frío de tu muerta persona! ¡Quiero perecer
yo también en este supremo desgarramiento y que me fulminen las centellas del
cielo con sus atronadoras reverberaciones y me sacudan las bruscas pavuras de
la noche y los saltos de las tormentas arremolinadas en los vértigos oscuros,
porque yo soy el réprobo, que abrazo este cuerpo de mármol adorado, que tiene
el corazón cubierto por los crespones allí tejidos por mi sombría inteligencia!
Yo me acuesto para siempre a tu lado en la cavidad de esta cripta que se
bambolea, entre las nenias del huracán, como una cuna enloquecida...
¡Flores del ceibo, rojas flores de
terciopelo, que venís adornando el ataúd flotante, que llega a los canales con
la marejada cenicienta y turbia en la mañanita fresca, corolas celestes de los
verdes camalotes y sombra mansa de los sauzales, que protegéis del sol a la canoa
funeraria!... cómo se inclinan rezando todas estas maravillas, y cómo se doblan
los juncos verdinegros para saludarlos. ¡Qué gorjeos, y qué cánticos de dulzura
infinita, qué admirables sinfonías de la verde espesura y qué gritos de los
matorrales, tripudiantes en el éxtasis de la vida, acompañan el lento nadar de
la barca!... A ella misma le decían los isleños que tienen la tez de bronce,
que en la tormenta nocturna, habían muerto Carlos y Dolores y que ellos habían
visto pasar los cuerpos rígidos en la canoa de cedro.
Se despertó Dolores con el sol alto y los
ojos llenos de lágrimas, abatida por la pesadilla dolorosa... y vio sobre la
mesa de noche una carta, cuyos bordes tenían ribete negro. La abrió y vio la
firma, mientras una lluvia de pétalos cenicientos y secos cayeron sobre su
pecho desnudo. De pie ya y con la carta desplegada en la mano temblorosa,
empezó a vagar por el cuarto, sin leerla de miedo de aquel luto y su rostro se
cubrió de las sombrías arrugas de las corolas mustias, mientras el sol del
invierno llenaba de alegrías calientes el señorial dormitorio, deslizándose sus
rayos entre los encajes aéreos y juguetones de su vestido largo de baile...
Decía la carta... "Con este lapicero de oro que yo le devuelvo, escribo a
V. las últimas palabras. En adelante lo usaré de acero, con que se gravan las
resoluciones irrevocables. Le mando también esas flores, que no han tenido casi
tiempo de secarse. Han durado sin embargo lo necesario para convencerme, que
habían sido regaladas por el cariño mentido. Mejor: volveré otra vez a entrar
dentro de los panoramas de mi corazón, donde tengo el derecho de viajar solo y
no saldré más de ellos, para no entregarle a nadie ni una sola de sus
palpitaciones. Esos regalos míos, que Vd. tiene, hágalos ceniza o lo que Vd.
desee... pero fíjese, que guardados en sus roperos, habrán empezado desde hoy a
ser cosas, habiendo sido antes perfumes y éter sutil y vibraciones enamoradas
del espíritu... Sea Vd. feliz... me parece que no le podría augurar nada
pero... consiguiéndolo, habría entrado Vd. en la más supina vulgaridad.- Carlos
Méndez."
Dolores, con la carta abierta en la mano,
se quedó tonta, como si un peso enorme se hubiera precipitado brusco sobre su
cabeza, mientras los pétalos secos se habían ido desparramando en silencio
sobre las alfombras. Sin saber cómo, se encontró cerca del ropero, extendió el
brazo y sacó el cofre esmaltado en elegante mosaico. Dio vuelta la llavecita y
miró adentro, sobre terciopelo azul, el relicario de oro muerto y solitario en
el centro, que guardaba las primeras flores secas dadas y recibidas y la piocha
de estrellas luminosas, moviéndose sobre el dorado resorte con temblores de
chispas, que él le había regalado el día de su santo y el collar con hileras de
perlas ovaladas de lucientes y blancas opacidades y ramos marchitos exhalando
el perfume agreste del heno. Pero ella vio también lo que se había desvanecido
para siempre: las estrofas escritas y recitadas en los íntimos y enamorados
coloquios y esplendores de naturalezas contempladas del brazo y oyó susurros de
plegarias castas y cánticos de inmortales esperanzas y vio todo ese mundo de
almas pensativas, eslabonadas con cintillos de diamantes, ese mundo vivido y
adorado, que tenía fechas y besos de sus labios y que ella había calentado
tanto tiempo en los amores de su corazón. ¡Adiós, congojas de los cariños
fenecidos para siempre!
Sobre papel de seda fue disponiendo en
silencio, solitaria siempre, los estuches de alhajas y los ramos de flores;
pero cuando tomó de su pecho el ramo de violetas, que Méndez le había regalado
la noche del baile, sintió como abrirse la fuente cristalina de sus lágrimas
que cayeron a empapar aquellos recuerdos. Hizo con ellos un montoncito, que
contuvo con vueltas de una cinta ancha y celeste, y como si temiera que fueran
profanados, caminó ella misma hacia la verja con la efigie tristísima,
inclinada sobre ellos. Allí estaba Genaro con el sombrero en la mano y un
pañuelo suyo de seda azul, que extendió para recibir aquello. ¡Pobre alma de
angustias! Pensaba en aquel profundo silencio Genaro y cuando fue a dar vuelta
la esquina, vio a Dolores, que lo miraba todavía, salir a la vereda, caminando
despacio hacia él, siguiendo esos recuerdos, olvidada en su traje de raso lila,
cinturón de moaré y maravilloso encaje...
- VIII -
Alegrías de Genaro
Habían pasado dos años. Un día Genaro
estrelló contra la verja de la casa Del Río al doradillo desbocado... marchando
por las quintas con el cupé para caminarlo. De repente empezó el animal a
erguir la cabeza con brusco movimiento y a saltar a un costado resoplando y a
temblar todo su cuerpo, como invadido por visiones pavorosas. Genaro, alto
sobre el pescante, trató al principio de calmarlo con frases cariñosas, pero el
animal como enloquecido levantó la grupa y retumbó el coche de la coz
formidable, se sintió el crac un tiro cortado y entre las ruedas y el animal
vertiginosamente tendidos, se levantaron nubarrones de polvo, que iban quedando
atrás, mansamente suspendidos en la atmósfera, como un largo cortinaje
ceniciento. El caballo había mordido el freno, el espumarajo rojo en la boca,
babeando aquí y allá los copos, indócil a la rienda, tensísima en los puños
robustos de Genaro, que volaba con su alto cuerpo, arrebatado en aquella
tormenta. El tren hizo un ángulo... el coche se precipitaba contra un enorme
álamo, al cual estaba apoyada Dolores, mirando como petrificada la escena.
Genaro soltó una rienda y echando el cuerpo adelante, empezó a gritar:
"guarda, niña Dolores, guarda", y con las dos manos aferró la otra
rienda y todos los músculos de sus brazos dieron un brinco, contraídos en
endurecida comba, el dorso de Genaro encorvado hacia atrás enseguida, rozando
el techo del coche y domada la boca en medio de los alaridos salvajes de
triunfo, que se atropellaban, saliendo de su garganta enronquecida. Fue
arrojada la fiera cuatro varas más lejos, contra un pilar con sangre y bramidos
en la feroz sacudida, crujientes y descompaginados los elásticos y largo a
largo en un prado, cayendo el cochero con todo el peso de su cuerpo por encima
de las lanzas agudas de la verja...
Dolores, temblando se acercó a Genaro a
preguntarle si se había herido.
-No, niña; poca cosa, contestó éste; no
ha pasado de un buen susto, y se acercó al caballo, sacudiéndose el polvo del
saco, lo desprendió con la mano derecha de las varas y empezó más lejos a
hablarlo dulcemente, palmeándole el pescuezo y el lomo, y acariciándole las
crines. Poco a poco fue el doradillo sosegando sus estremecimientos y acallando
los bufidos de terror y empezó a relinchar luego cuando lo hubo reconocido.
-Cómo se ha quedado quieto, niña Dolores;
fíjese, empezó Genaro un poco sobresaltada su inteligencia, nerviosa por el
peligro corrido y por la brusca caída, mala comparación como los hombres que
nos sosegamos, cuando nos hacen cariños... Si yo le pego, me mata este bárbaro,
como cuando uno recibe una bofetada, ve por todas partes luces de sangre.
-¿Y en el coche no había nadie? Preguntó
Dolores en voz baja.
Parece destino de la providencia, niña...
de las pocas veces, que no sale la señora.
-¿Y está buena ella? Añadió tímidamente
Dolores.
-¡Oh! Muy buena... y muy contentos
todos... Figúrese, que el otro día me dijo D. Carlos: estoy aburrido de esta
oscuridad; abre las ventanas.
¿Y los médicos, D. Carlos, dije yo, que
han mandado eso?
Yo soy tan médico como ellos, abre no
más; lo que pasa es que se dan unos sustos fenomenales, cuando asisten algún
compañero. Yo entonces obedecí y le juro, niña, que conforme vio la arboleda de
las quintas y entró el sol a su cuarto, le vino como una grande alegría en la
cara y me estrechó contra su pecho y yo sentí que me picaban los ojos y que dos
gotas calientes me caían por la cara.
-Todos los enfermos, que mejoran se ponen
contentos, murmuró Dolores, y él es igual a todos.
-No, niña, es que D. Carlos es bueno y
ahora sabrá usted que ha cambiado mucho. Usted se acuerda que tenía cosas
impetuosas y ese surco, que parecía se lo hubieran hecho de una puñalada y eso
le oscurecía la cara. Bueno: ahora ni rastros: la frente limpia y clara, y
blanca y serena, como se pone el corazón, cuando uno reza el rosario... Y antes
él estaba siempre solo y no hablaba jota... con esos librajos de medicina y
otros grandes con grabados que asustan: un poeta que dicen, que estuvo en el
infierno y un príncipe, que a fuerza de cavilar tristezas, nunca hacía nada,
hasta la última lámina en que le dio rabia mató a toda la familia y murió él
también... Todo eso, ve usted niña, lo tenía disgustado y con cansancios,
porque yo sé que él tiene la cabeza un poco turbia, un poco no sé cómo; pero su
corazón es de oro, y yo lo he visto apretarle un día la muñeca a un hombre, que
azotaba un chico y doblarlo como un junco y tenía una rabia tormentosa en los
labios y en las pupilas negras y todo su cuerpo se levantó como un gigante.
Pero desde que está la madre, tiene unas alegrías de chico juguetón, de esos
que retozan por los campos boleando cachirlas con los alambres largos o los que
se atropellan en las peleas del rescate...
-Entonces es ella, interrumpió Dolores,
la que le alegra la vida, ¡oh mi pobre madre que has muerto!
-Bueno, niña, no se entristezca así, dijo
Genaro. Yo tengo muchas cosas lindas que contarle... Es por la madre y por
otras razones también y casi estoy contento, que se haya estrellado el
doradillo contra el pilar... Pues como le venía diciendo, desde que está la
señora, se entretienen de noche en leer historias...
-¿Y qué historias? Preguntó Dolores con
curiosidad, fascinada su inteligencia por aquella charla ingenua y llena de
imágenes sonrientes.
-Figúrese Vd., niña... la otra noche, una
de un caballero que usaba armadura de hierro... Yo lo oí enterita, desde el
vestíbulo, donde me estoy de noche esperando por si me necesitan... Es el caso,
pues, según parece, que en aquel tiempo no se peleaba como hoy a cuerpo gentil,
sino que usaban unas defensas, a las cuales llamaban yelmo y coraza, según
seguía leyendo la señora, y otras cosas que deben ser como los parapetos de
hoy. Pero lo curioso es, que ese señor iba a partir para una tierra a quien
llamaban Santa a cada rato, sin duda porque allí no se cometen pecados
mortales.
-Pero, Genaro, fíjate que estoy muy
deseosa de saber esa historia y tú no me la cuentas nunca.
-¡Ah! Bueno: ¿no la incomodo? Niña
Dolores
-Absolutamente, Genaro: sigue no más.
-Si tendría asuntos el tal caballero:
figúrese, que hablaban de las armas de la familia, que yo no sé lo que es, pero
se me figura que ha de representar eso, como una marca con garabatos, de esas
que usan los estancieros, o como esas figuras, corazones, mujeres y calaveras
que se pintan los marineros en el brazo y en el pecho con tinta azul.
-Nunca te he visto tan conversador,
Genaro, dijo Dolores riéndose.
-Es que Vd. no sabe, niña, que yo tengo
siempre en el corazón tantas cosas cariñosas, que lo aturden y ahora más que
don Carlos ha vuelto a la vida y que sé que Vd. va a tener alegrías.
-¿Por qué me dices eso, Genaro? Preguntó
Dolores con amargura.
-Porque ha de saber Vd. que ese caballero
tenía atravesada en el pecho una ala de cuervo y rojo cendal, según leían esa
noche, que eran los colores de la dama de sus pensamientos y que después, sin
saber yo cómo, resultó ser su novia, que tenía la cabellera de ébano lustrado,
espléndida como la suya, niña Dolores.
-¿Y qué aconteció después?
-Él se fue a despedir para irse a Tierra
Santa, porque en ese tiempo se usaban esas cortesías... no como ahora, que se
van sin decir nada y se enojan a veces sin razón y no piensan que sombras de
luto y que lágrimas quedan solitarias, según le decía la vieja a don Carlos en
unos consejos que le dio.
-¿Hubieron consejos también, Genaro, esa
noche?
-Sí, niña... y qué consejos... pero
espérese un momento... porque el caballero aquel parece que no volvía y
corrieron voces, que había muerto allá lejos, a estar a lo que le dijo a la
niña un payador rubio en unas décimas, que tenían furor de batallas, que
parecía el muchacho como si las estuviera peleando... Y ella a entristecerse y
a caminar largas horas pensativa, mientras el invierno venía con sus
ventarrones y la montaña a desnudarse de sus pastos y la escarcha helada a
bajarse desde arriba, disparando los pájaros y volando lejos las golondrinas,
que cruzan como flechas y todo el campo a quedarse como muerto en la fría
dormidera y los árboles sin hojas con las ramas duras y puntiagudas como chuzas
e inmóviles como los esqueletos... por lo que pienso que el invierno de entonces
era más o menos parecido al nuestro...
-¿Y después qué sucedió? Preguntaba
Dolores, temblando de emoción.
-Sucedió... espérese, un poquito...
déjeme recordar... El caballero volvió a su castillo, cubierto de nieve, pero
por el camino ya le habían dicho unos hombres que la niña Isabel había muerto.
-Había muerto, gritó Dolores sin poderse
contener. ¿Y era cierto eso Genaro?
-Déjeme que le cuente... no se aflija
tanto. Él se metió en la sala y sacó la espada para matarse; pero entonces hubo
un acontecimiento, que yo no entendí muy bien... porque los abuelos lo retaron,
y como eran muchos me hago cargo que podían vivir en ese tiempo los años de
Matusalén, que según decía mi padre, es el hombre más viejo que se ha conocido.
Lo cierto del caso es, que el caballero entró otra vez en la casa de la niña
Isabel, que estaba moribunda, y desde entonces empezó a mejorarse y le vino
como de perilla una primavera, que según el cuento, hizo saltar la yerba y las
flores de entre las piedras y cubrió de alondras bulliciosas... ¿Quiere Vd.
hacerme el servicio, niña Dolores, de decirme qué bichos son esas alondras?
-Son unos pájaros muy hermosos, que se
ciernen cantando en las alturas.
-Eso mismo leyó la señora y habló de un
mundo de soles espléndidos y de estrellas a montones, que iluminaban las noches
silenciosas de la montaña. Y después se casaron y tuvieron chicos muy gritones
en las cortes del castillo, como dice el cuento que ya se acabó...
-Pero faltan los consejos, Genaro, dijo
Dolores.
-Ah, bueno, niña... porque don Carlos se
quedó muy pensativo y se pusieron a conversar. Ella le decía, que es necesario
tener familia, porque si no anda uno en el mundo, como decimos en nuestros
refranes de pobres, como pan que no se vende, sin tener quien le haga la comida
y le tienda la cama y sin que haya quien lo acompañe a rezar las oraciones y se
vive así tiritando de frío en los cuartos oscuros, abandonados y solitarios.
Después él le contó otro cuento al oído, pero parece que la señora no le dio la
razón y yo me acordé mucho de Vd. sobre todo cuando ella le decía: "No va
a ser la tuya historia de amor como la de D. Pedro, porque así se llamaba aquel
caballero, sino leyenda de orgullo de esas que maltratan la nativa generosidad
de tu espíritu": palabras que no entendí, pero que deben haber sido muy
fuertes, porque D. Carlos se quedó como en la misa y como con nubes de tristeza
en cara...
-Todo eso será muy bueno, Genaro, replicó
la niña, pero yo no veo hasta ahora las alegrías que me prometiste.
-Si me permite, niña Dolores, me voy a
sentar un rato en el cordón de la vereda, porque no me siento bien.
-No, Genaro, aquí en el banco del jardín,
porque se está reuniendo mucha gente.
-Muchas gracias: qué buena es usted,
contestó Genaro, y atando al poste con la mano derecha a duras penas al
doradillo, fue con la cabeza descubierta a sentarse...
Pues, como le venía diciendo, prosiguió
el joven, después de eso la señora se fue a dormir con ese su pelo blanco, lleno
de reflejos de luz, como esas nubes, que van como volando, hinchadas de
escarcha, delante del cielo y con ese modo de caminar, que parece una gran
santa tranquila y divina. D. Carlos, entonces, se sentó en la cama y me llamó.
Y vea usted, niña Dolores, hace tiempo que tengo deseos de contarle esto y yo
pasaba a menudo por aquí y la miraba con esas intenciones del alma y con
alegría en los ojos... porque Santa, mi hermana, me había dicho, que Vd. tenía
en el corazón, como el luto de las ánimas esas, que vagan en los cementerios de
noche y cantan las canciones de la pena dolorosa y llaman a las personas
queridas, que no van a visitarlas. Pero yo tenía vergüenza y no me animaba y al
rato ya me daba un gran sentimiento de no haberlo hecho; hasta que una noche,
yo pasé cantando, una de esas noches llenas de las aromas de las quintas y
claras como la luz de la plata... Vd. estaba en el jardín con su abuelito.
-Es cierto, Genaro, tú cantabas no sé qué
cosas tristes, con tu voz dulce y purísima.
-Y le aseguro, niña Dolores, que en los
temblores de mi garganta me pegaba sacudones el corazón, porque no puedo ver
sufrir injustamente y más vale que Dios le parta a uno de una vez el alma de
una puñalada, si no se ha de vengar.
-Pero esas melodías tuyas, Genaro, eran
muy melancólicas, yo lo recuerdo muy bien.
-¡Qué esperanzas! Niña Dolores, cómo se
conoce que la música fue cayendo sobre su corazón, que está de luto. Eran las
alegrías de todas las cosas, que yo hacía cantar en la guitarra y yo veía, como
de día, los mistos saltar contentos de rama en rama y besarse las torcazas en
los caminos, donde, según dicen, hablan de los amores que no acaban sino con la
muerte y se me aparecían muchachos, remontando barriletes derechitos y fijos,
de cola larga, con gritos y algazaras de mandinga y la veía a mi madre y a
Santa en el cielo mecidas por las alegrías de los ángeles... Entonces yo le
quería decir con esos cantos, que alguna vez se acaban también las penas sobre
la tierra.
-Qué bueno eres Genaro.
Y D. Carlos también, niña Dolores, y para
seguirle el cuento, me llamó y me dijo: alcanza Genaro esas cosas, que están en
el cajón de la cómoda, y yo le traje el atadito aquel que Vd. me dio, ¿se
acuerda? Él sacó el relicario y lo abrió, mirando las flores secas con los ojos
atentos, mientras la luz hacía saltar chispas del brillante de la tapa y tomó
el collar de perlas y lo extendió sobre sus rodillas. Yo me había sentado en el
vestíbulo y estaba en la oscuridad, mirando todo aquello y lo vi temblar con un
ramo de violetas secas en la mano y acostarse y quedar dormido con todo eso
cerca de sus labios como si lo hubiera estado besando. Un rato después, la
llama de la vela dio dos o tres saltos rápidos, iluminando su cara pálida y
tranquila y se hundió al fin en el tubo de bronce del candelero y se hizo todo
alrededor una cosa de tinieblas...
- IX -
Enrique Valverde
Las gentes de los alrededores se habían
ido aglomerando poco a poco, extraviadas en los comentarios de aquel extraño
acontecimiento y formaban grupos, de donde salían diálogos animados y llenos
del gracejo nativo de nuestros hombres del pueblo. No se atrevían a arrimarse a
la verja por la reverencia, que les inspiraba el rostro augusto de Dolores del
Río y la miraban de lejos, muchos de ellos sacándose el sombrero con alegría...
Narraban la cosa, atribuyendo a milagro los unos y a pericia los otros, aquel
hecho heroico y contemplaban sobrecogidos la bizarra figura de Genaro, que
tenía en ese momento el dulce premio de aquel diálogo afectuoso con la
celestial criatura, que le escuchaba como arrobada y estática, la cabeza
inclinada hacia el pobre cochero... y ellos estaban acostumbrados a respetarlo
por su fama de temerario y por las hazañas terribles, que se contaban por allí
en los fogones de los ranchos. Llegó también don Manuel de Paloche, jinete en
un rocinante tordillo blanco, con pestañas y ojos lagañosos de albino y traía
en un pañuelo las yerbas, con las cuales preparaba sus pócimas y hacía sus
prodigios de alquimista y acercándose a Genaro, que ya salía con un brazo caído
y pálido el semblante, ofreció hacerle no sé qué emplasto que en un santiamén
lo pondría como nuevo. Genaro le dio las gracias y don Manuel se perdió entre
los corrillos y se oía su voz pregonar las mágicas virtudes y deslumbradores
efectos de sus métodos de curación y en su razón despeñada por aquella locura,
siguió bullendo un gran rato el estribillo de sus seis horas de estudio y los
libros de medicina y el elogio de sus panaceas.
Los grupos se fueron dispersando poco a
poco a sus quehaceres cada uno y saludaban a Santa, que llegó toda acongojada a
estrechar al cochero entre sus brazos. Este caminaba a paso lento, al lado de
la hermana, riente y dichosa, en los quince años de sus ojos azules, crujiente el
vestido de percal planchado, mientras el doradillo, traído de la rienda por sus
amigos, arrastraba pesadamente el coche desvencijado, y Genaro miraba con
cariño angustioso la hermosa efigie de Santa ¡y tenía como celos de aquellas
reverencias!... Cuántas veces las espléndidas orquídeas, que se guardan en el
invernáculo tibio y profundo de nuestras almas, allí donde tiene su nido de
religiones el honor del hogar paterno, cuántas veces doblan marchitas las hojas
y las flores delicadas y juveniles, abrasadas en los rayos del sol, que filtran
a través de su techo de vidrio... Así Genaro tuvo temblores de los músculos de
la frente y sus ojos brotaron siniestra luminaria pavorosa, como la llama
atornasolada de los ojos felinos en la oscuridad, al ver que Enrique Valverde
había acudido detrás de Santa y se acercaba a ellos. Cancha cuando yo paso, D.
Enrique, pensaba el alma atormentada de Genaro, y, sobre todo, acuérdese lo que
yo le digo en este momento: conmigo y con los míos... pocas polkas... e
involuntariamente echó mano a la cintura y descubrió el mango de un puñal, de
níquel bruñido, del cual estallaban chispas. Enrique siguió su camino sin
inmutarse, pero dejó por allí el calor de sus ojos de sátiro.
Este Enrique Valverde cruza de cuando en
cuando las páginas del libro, como tañido de nota siniestra, a semejanza de
esos toques lentos de campanas, que se oyen a veces a la tarde y van señalando
como con piedra miliaria, los últimos minutos de los moribundos y entran
ondulando a las casas donde la gente sencilla reza la oración de la agonía. Es
la mala pasión, la zona de fuego, que suscita en su camino chisporroteo de
relámpagos, esos que preparan allá abajo, en el horizonte las grandes y
tormentosas catástrofes de la naturaleza, ángel del mal, que va diseminando en
su camino los gérmenes de muerte. Murió en sus manos el honor de Paloche y el
idilio de amor de Dolores del Río tuvo en sus vínculos fracturas, siquiera sean
momentáneas, y el corazón de Genaro entró por él en las lóbregas oscuridades
del rencor y de las venganzas. Siguió el facineroso elegante hacia la casa le
don Manuel de Paloche, moviéndose con los contoneos de un sátiro y despedían
sus ojos lubricidades calientes, mientras cantaban en su inteligencia las
frases de la ironía amarga. Sin haber vivido casi, era a los treinta años un
escéptico deshonesto y las mujeres se sentían mal al lado de él y tenían
terrores y desvanecimientos secretos, cuando las miraba. Nunca encontró en su
inteligencia nada, que fuera virtud. Veía a los hombres trabajar, sufrir y
morirse y las mujeres atareadas cuidar con lágrimas los hijos y decía: todo lo
arreglan estos para vivir en paz: uno trabaja y el otro paga; no tienen ni
siquiera el valor de los brutos, que se exponen a ser apaleados o heridos, si
cogen por ahí un poco de carne o pasto... Me quieren hacer creer que a través
de los tributos que pagan a sus instintos, está el alma cumpliendo su misión
sobre la tierra, cuando yo sé que el hombre trabaja para tener con qué
satisfacer sus sensualidades y la madre vela para que el hijo no muera, no por
sus gracias encantadoras, ni por necesidades de cariño, sino porque no tiene
ganas de sufrir, y esas muertes producen más dolor que si le amputaran a uno
una pierna sin cloroformo. Yo sé que a la noche le dan aquí y allá, meciéndolos
en las cunas, pero no creo que hagan eso para que los hijos descansen...
Mentira... están fastidiadas de los gritos desazonados de los chicos y quieren
descansar ellas y tirarse a la cama largo a largo... No creo en necedades
ideales... ni en ángeles de cabello de oro, ni en fantasmas celestes, que
pueblen sus viviendas, ni en ensueños melancólicamente imaginativos, porque yo
veo palpitar y arder la carne detrás de toda esa estéril metafísica y sigo mi
camino. Hay que verlas en sus cuartos iluminados, resplandecientes los espejos,
echar sus trajes sobre el sofá, como la hetaira griega el peplo desabrochaba de
arriba abajo, para arrojarlo al pie de la tribuna de los jueces. Miran la
blanca piel de mórbidas y alabastrinas ondulaciones y levantan alto los pechos
de mármol y tiemblan sobrecogidas, mirando a la puerta, si se producen ruidos
en las casas, como si alguien llegara a sorprenderlas en sus desmayos... Entran
a la cama a pasitos cortos y en las sombras y en el sueño de la noche cruzan
los perfumes del ámbar y las visiones afrodisiacas de los paraísos orientales.
Este era Enrique Valverde, médico, a pesar de no haber estudiado nunca, de
estatura mediana, flaco y pálido de cara, gran bigote negro y patilla recortada
en punta.
Llegó Valverde al estudio de Paloche, a
esa pieza cuadrada, que recibía luz de dos ventanas, que daban a la calle, por
donde entraba en ese momento el sol moribundo, dibujando en el piso alfombrado
la imagen oscura de la reja. Allí había matraces y alambiques y tubos de ensayo
y grandes bolsas de yerbas en revuelta confusión frascos dispuestos en hileras,
llenos de líquidos negruzcos. En la pared se veía una copia del cuadro de
Rembrandt, la lección de anatomía y rojas caras de cera, con músculos, nervios
y arterias al descubierto y dos esqueletos frente a frente... Estaban allí
estupefactos -blanca la desnudez del hueso- con sus cráneos redondos en la muda
seriedad de la órbita enorme y oscura, bipartida la nariz en sus huecos sucios,
horrible la mueca de las arcadas dentarias de brillante marfil, rechinando
todavía el caquino lúgubre de la muerte... y el tubo de las vértebras
encorvadas del cuello, erizadas de puntas y las curvas rígidas de las costillas
con sus grandes intersticios, por donde pasaban en ese momento, jugando los
esplendores del sol, inmóvil y arrojada adelante la base del tórax, que hacía
pensar en los tiempos, en que el ritmo de la respiración y el sincronismo de
los latidos sacudían en sus células las tormentas de la vida. Más abajo el
vacío del vientre y la cuenca de la pelvis amplia y la línea de los huesos
largos, parados sobre el pie deforme y ennegrecido en sus ligamentos resecos y
las dos manos descarnadas con rigideces de tentáculo, pendientes y abiertas
adelante, como implorando, por misericordia la paz eterna, allá en el descanso
oscuro del cementerio, donde comieron sus carnes los gusanos, que van y vienen,
suben y bajan, ondulan y serpean, temblando, entrando, saliendo, húmedos,
escurridizos, colmenas de la muerte que tienen color de nácar y palpitan
apuradas hacia las regiones tenebrosas del no ser...
Cómo se están ahora quietas estas dos,
pensaba Valverde... yo las he conocido en vida. Eran lindas pecadoras, que
juzgaron necia la miseria helada e insomne del conventillo y salieron del brazo
a la calle, caminadoras de las veredas oscuras, chistando de acera a acera.
Mejor para ellas; se envolvieron en la seda trasparente de la noche orgíaca y
entregaron la vida a la copa del vino, que tiene el color del sol, crepitante
de espumas y que concluye siempre en la bacanal sombría y funeraria... ¡Cuanto
antes! Mejor eso, que ver a cada paso la desventura y dorsos encorvados como
animales en el trabajo rudo y ser mujeres de borrachos, que tienen la mirada
lóbrega y baba en los labios azulados y les flagelan las mejillas al lado de
las cunas, donde están con los ojos abiertos los hijos infelices... antes que
ser madre de criminales, que nacen malditos, y viven desde niños entre las
congojas del hambre y la lonja del látigo silbando sobre sus cabezas, repelidos
a puntapiés de las moradas ricas, donde se acercan a veces a pedir luz y calor
y cariños y aliento para continuar la salvaje odisea... para no bajar nunca la
dignidad y la frente, sirviendo señoras que tienen las frías crueldades y las
exasperaciones inmotivadas de la histeria, perras sarnosas de las cocinas y de
los patios, tratadas como heraldos siniestros de todos los desastres y
arrojadas a dormir en las covachas del fondo... Ser madre así, con toda la
infinita y lacrimosa ternura, para ver a los hijos más tarde tambalearse de
vereda a vereda escarnecidos por la befa de la multitud cobarde o extender la
mano ladrona y desazonada y marchar hacia los techos bajos de los presidios con
las ropas salpicadas de sangre... Mejor es entrar, como ustedes en las regiones
frías de la muerte prematura y cambiar la morbidez opulenta de las carnes
pecadoras por las líneas del esqueleto rígido... A esta Luisa, que está aquí a
mi derecha, la he visto muchas veces arrebatar hombres con el esplendor de sus
grandes ojos oscuros y la otra, con el contoneo del cuerpo flacucho y alto,
prometer deleites inconfesables... hasta que una noche de invierno, de esas que
tienen la serena y helada inmovilidad, salían del brazo con las carcajadas
juveniles de jolgorio... Tosieron las dos y después con breve intervalo,
sintieron en la boca un líquido salado y caliente y llegando al farol de la
esquina escupieron sangre en el pañuelo de seda blanco y se miraron con la
palidez del terror y a su casa volvieron en silencio y más sangre y tos áspera
y raspante de esa, que lastima las entrañas y poco a poco el abandono y el frío
de las estepas inhospitalarias en sus cuartos y la tez lívida en las
demacraciones sombrías... Yo las he visto después en la sala del hospital,
cerca las dos, tener las alegres alucinaciones de la tisis y conversar de
esperanzas y dejar caer al rato la cabeza muerta sobre las almohadas y mirarse,
así todavía, como se miran ahora, con los párpados abiertos y las pupilas
empañadas e inmóviles...
Muchas razones había, para que D. Manuel
de Paloche tuviera con Enrique disgustos acres y esas repetidas visitas lo
molestaban sobremanera. Él había sorprendido algunas cosas, que le tenían
irritado; y así que cuando, al entrar con Clarisa a su casa, lo vio sentado en
el estudio, no pudo disimular su impaciencia.
-Buenas tardes, dijo secamente. ¿Qué hace
Vd. por aquí, doctor?
-Ya lo ve, D. Manuel.
-Hacía dos días que teníamos el gusto de
no verlo.
-Gusto que se prolongará, señor Paloche,
porque pienso hacer un largo viaje.
Clarisa se estremeció...
-Según parece, doctor, a Vd. no le agrada
su profesión, dijo Paloche, que se alegraba de la noticia y dispuesto ya a ser
menos violento.
-Ni me agrada ni creo en ella, contestó
Enrique recio y frío.
-Le habrá dado a Vd. muchos malos ratos.
-¡Bah! La observación me ha enseñado a no
tener sensaciones intelectuales.
-¿Ni entusiasmos por la misión sublime
del médico? Interrumpió Paloche.
-¿Misión sublime? ¡Qué disparate! Cómo se
conoce, que Vd. vive siempre en sus megalomanías. La medicina es una religión,
que no tiene apóstoles y un culto sin sacerdotes.
-¿Cómo así? Dijo Paloche poniéndose
serio...
-A no ser que Vd. crea tales a los
mercaderes del templo y conjeture, que son martirio las apostasías ridículas de
los que huyen los furores del contagio, como turba de conejos, asaltada por una
jauría de perros.
-¿Y los que quedan? ¿Y lo que arrostran
la epidemia y rinden la vida noble y generosa?
-¡Oh diablos! Replicó enseguida Valverde; esos han tenido la
desgracia de no huir a tiempo... a estar a lo que se dice de ellos, en los
conciliábulos, donde se dilanian las mejores reputaciones y se enlodan los caracteres
más caballerescos cuando no agregan, que esos pseudo-heroísmos son hijos de la
vanidad de renombre.
-¡Qué infamia! Exclamó don Manuel, que
empezaba a cansarse de tanta blasfemia y no podía tolerar que se mancharan así
sus ídolos. ¡Qué infamia! Es necesario, señor, pensar entonces, que aún entre
las personas ilustradas hay mucha maldad...
-Sin duda, porque nacen malos y agigantan
con el saber y la elocuencia la perversa pasión. Y se complacen en la mentira
vulgar, llenando de muertos y de domicilios falsos las listas de enfermos, que
ostentan a cada rato y llamados a consulta, dejan caer el veneno de la
desconfianza en el seno de la familia atribulada y algunos son capaces de
meterse en las casas a hurtadillas, a concluir la obra de la difamación
maligna.
-¿Sabe Vd., señor, le dijo Paloche,
irritado, que no estaría Vd. mal en el capítulo de los perversos?
-No niego, contestó fríamente Enrique.
Porque al fin, en vez de ser los enfermos pobres desventurados, como suele Vd.
decir, son cosas, señor Paloche y cuando mucho problemas, que sirven para
establecer la superioridad de un médico sobre otro... Allí están los grandes
salones de los hospitales, donde se pierde el apellido y donde se sienten todas
las mudas desesperaciones del dolor, que no encuentra cariños. Allí tiritan en
invierno casi sin cobijas los miembros desfallecidos y enfermos, temblando en
los escalofríos húmedos... En la noche yerta imploran a veces la misericordia
de un vaso de agua, tímidos y delirantes de fiebre, mientras pasa soñoliento y
rezongón el sirviente y se acerca la hermana pálida y diáfana la cara del
reflejo de la toca rígida y blanquísima, para hablarles con el crucifijo de
bronce ennegrecido de las glorias de la vida eterna... a ellos, que anhelan el
sol y la sangre roja, que les caliente las entrañas y desean los besos y el
amor de los hijos y piensan en la vieja madre que morirá en el sucucho del
conventillo de dolor y de miseria... y siguen siendo problemas y sobre sus
rostros mismos, se agitan las discusiones de los médicos y se irrita el amor
propio de cada uno.
-¡Calumnias! Señor, gritó Paloche pálido
de terror...
Hasta que una mañana, siguió Valverde con
su tono glacial, amanecen estirados sobre la mesa de mármol del anfiteatro en
la rígida tensión del cadáver con los párpados entreabiertos y el ojo opaco y
frío, mientras la gruesa tijera de disección les divide las costillas, que
crujen y el cuchillo corta el abdomen inmundo y la sierra raspa, roe y raja la
calavera, que se mueve de aquí para allá con impotentes y horrendos vaivenes,
mientras pueblan el ambiente las risotadas juveniles que tienen la saña del
sarcasmo y la voluptuosidad brutal de la carnicería...
Paloche seguía retrocediendo, mientras
temblaban los claroscuros de los rincones al centro y se esfumaban los contornos
de los objetos y la tiniebla invadía el ambiente, con fantasmas sordos y
terribles vagando y envolviendo todo en crespones impenetrables y se destacaba
con siniestra y vaporosa transfiguración el rostro de Enrique. Poco a poco sus
labios se habían puesto gruesos y negros en la contracción agria de la befa y
las mejillas abotagadas y violáceas y el cráneo tomaban dimensiones
monstruosas, chato sobre el cuello infiltrado y reventaban por todas partes los
montones pálidos de gusanos en rapidísimas espirales corriendo y con llamaradas
de fuego exhalaba su boca el calor de la osamenta en el hervidero de la
putrefacción de sus carnes. Paloche corría perseguido por aquella horrible
alucinación, que caminaba a saltos por la atmósfera y lo alcanzaba en los rincones
y se deslizaba con él por las paredes negras y lo circuía implacable en su zona
mefítica. Clarisa acongojada, le seguía de cerca, asegurándole que ya no había
nadie en el cuarto, pero este caminaba acurrucado y dando tendidas violentas,
se asomaba por encima del hombro de la hija, las pupilas revueltas y
extraviadas y bajaba otra vez la cabeza entre los estertores del terror helado,
siguiendo la lúgubre carrera. Apareció al fin una luz en el fondo de la casa
que avanzaba lentamente con el sigilo esquivo de las apariciones y empezó a
iluminarse una figura de luto altísima con las mejillas excavadas y llenas de
sombras, los ojos fijos de vidrio y la espalda cubierta de la toca gris de la
enmarañada cabellera y seguía dibujándose cada vez más cerca, hasta que
resplandeció en la tiniebla del cuarto, con todas las afonías del dolor imbécil
la efigie macilenta y muda de la madre. Clarisa la abrazó temblando, la
arrastró cerca del padre, que estaba todavía en cuclillas en un rincón y se vio
entonces serenarse a D. Manuel de Paloche y a las arrugas del terror, sucederle
en la cara las amargas tonalidades del desprecio. Besó a la melancólica y
desventurada sonámbula, peregrina de la noche inconsciente del espíritu y lejos
puso la mano amplia y rígida, que se acható sobre el pecho de la niña, que con
la cabeza agachada empezó a caminar lentísima hacia su dormitorio...
Algunos días después de este suceso, una
noche fría de esas, que a fin de otoño, ya tienen todas las ásperas crudezas
del invierno encogido y tiritante, en el silencio de aquel barrio solitario,
iluminado apenas por la difusa claridad mortecina de los faroles de las
bocacalles, una de esas noches, que se sueñan, para los comedores virtuosos, en
que el caño de la estufa resopla apurado y sacudido por la llamarada, que se
levanta de la hoguera, se sintieron sonar en el estudio de Paloche los
chasquidos de la bofetada seca y se oían rumores de pasos precipitados, que se
arrastraran con violencia sobre la alfombra. De los postigos entreabiertos, saltaba
a la calle un chorro de luz y en ese resplandor, se dibujaban a cada rato dos
sombras con encogimientos y saltos de tigres y se veía la zona larga de los
brazos extenderse y contraerse con rumores de golpes de mazas y pasar enredados
los bultos en un remolino vertiginoso y se sentía afuera el tan, tan, tan de
los cuerpos retrocediendo lejos en las embestidas feroces... De repente, en la
luz oblicua, se vio dibujarse en el suelo los contornos lóbregos de un cráneo
altísimo y los arcos de las costillas, con sus curvas oscuras inclinadas
adelante en rápida y temblorosa carrera, mientras saltaban por la otra ventana
las manchas tenebrosas de las órbitas funerarias del otro cráneo, que se movía
sobre la línea de las vértebras como un péndulo enloquecido y maldito.
Desaparecieron enseguida y mientras la luz volvía a extenderse tranquila y a
iluminar el colchón de polvo de la calle, sintiose un crujido, como de
fracturas de huesos largos, que se hubieran hecho añicos con horrísono y
prolongado castañeteo y el rumor de mil pedazos azotándose en el ambiente en
todas direcciones, quebrados y pulverulentos los revoques y retumbando las
figuras de cera desvencijadas en el piso y entre la polvareda de las viejas
alfombras sacudidas, el ruido de los dos cráneos fofos rodando y sonando
lúgubres por el pavimento. Hubo entonces un grito como un largo lamento de
dolor. Parecía en el silencio tenebroso de la calle, como la protesta contra
aquella lucha sacrílega, como si hubieran derramado lágrimas las órbitas de
aquellos dos espectros mudos y los pulmones se hubieran despedazado en el
supremo sollozo de la muerte y anduvieran pupilas por allí apagadas y frías,
mirando la escena macabra y de los cráneos doloridos en los choques sucesivos,
vibraran satánicas sinfonías. Eran como estampidos de inteligencias, que
estallaran en aquel salvaje y último martirio y brincos de corazones
petrificados por el granito, que las congojas fijan en sus fibras cada minuto,
mientras llegan todavía los ecos desfallecientes y moribundos de las algazaras
hilarantes de la orgía bulliciosa, frenética de danzas y besos... ¡Dulces
criaturas, amables pecadoras de la noche, flores de luto de los ciénagos
oscuros! Acaso los átomos de vuestro cuerpo hayan volado a dar vida a los
pétalos de las rosas de mayo en las primaveras de otros continentes y las
camelias, que adornen el traje blanco de alguna novia, le cuenten al oído la
balada sombría de vuestra vida... mientras los cráneos con su mueca inmóvil,
miran a un lado y otro el rostro herido de D. Manuel de Paloche y el facineroso
Valverde cruza la luz oblicua, que sale de las ventanas arrastrando de la
cintura a Clarisa y la madre acurrucada en un rincón, solloza la desventura del
hogar deshonrado y se oye lejos, lejos el ruido del carro de basura, que va llegando
despacio a recoger en la madrugada las astillas del esqueleto blanco, para que
tengan en el osario el descanso eterno y la paz infinita de las cosas
muertas...
- X -
Genaro enfermo
Esa tarde fría de junio, llegó al
conventillo Genaro, acompañado de Santa y mientras le conversaba con dulces
palabras, como siempre, entró la madre acongojada. Lo abrazó, retrocediendo
enseguida, porque el joven sintió un crac doloroso, como si se le hubiera roto
un hueso.
¿Qué hay? Hijo mio, preguntó Teresa.
Nada, mamá, aquí en el hombro... me
parece que la eslilla no anda bien...
¿Llamaremos un médico?
Bueno... ya veo, contestó Genaro, que
esto es algo más de lo que yo creía...
Santa, corre pronto y trae el primero que
encuentres.
No, mamá... mejor es que vayas vos...
dejala a Santa aquí, dijo Genaro, como si tuviese miedo de pensar, que la
hermana iba a salir sola y podía sorprenderla la noche.
Estuvieron un gran rato solos. Genaro la
miraba contento y le conversaba todos los episodios que habían sucedido en ese
tiempo de la enfermedad de Méndez.
Casi estaba alegre de aquello, porque le
permitiría estarse unos días con su familia, así hablando y jugando con la
hermana y acordándose de cuando eran más chicos y el padre los llevaba a pasear
por la ciudad cerca del río.
¿Te acuerdas Santa, cuando yo bajaba a
las toscas, decía Genaro y me arremangaba los pantalones hasta la rodilla y
entraba al agua, lejos, lejos como si quisiera alcanzar los botes y tú entonces
me llamabas y te ponías a llorar?
Mamá siempre dice, que tú eras muy
travieso, Genaro, y que ahora ya no sos como antes.
Es cierto: a veces me miro en la cabeza
tantas cicatrices, que me quedan de las peleas con los muchachos. ¡Oh! Qué vida
aquella, Santa, que parece que a uno le andan hormigas y corre y salta por la
calle y mira a todas partes como si tuviera una tormenta adentro y se pelea y
se ensangrenta la cara por cualquier sonsera y se corre en pandillas, haciendo
barullo y rompiendo a pedradas los faroles de las esquinas; pero después que
tata murió, ya tenía catorce años y me dijo que tú ibas a ser mi hija, me entró
una cosa seria y me puse a trabajar con don Carlos, que era tan bravo y áspero
entonces. Él tenía veinticuatro años y parecía un viejo de setenta.
Yo me acuerdo, Genaro, que me daba miedo
andar con vos por la calle.
Entonces yo era muy ladino y me trenzaba
a cachetadas y a tajos con una cortapluma vieja, que parecía un serrucho con
cualquier muchacho que te mirase fuerte -porque a veces son muy burlones y
atrevidos y a las chicas no las dejan quietas.
Qué susto tuvo mamá, aquella vez que
entraron los serenos a buscarte, añadió Santa.
Oh, ya me acuerdo, contestó Genaro,
riéndose y se comprimió el hombro con una contracción de dolor.
Los fragmentos de la clavícula habían
crujido.
Me acuerdo, siguió Genaro al rato... Era
porque el alcalde nos apaleaba a cada momento, porque le matábamos los teros
del patio y nosotros le teníamos rabia y cuando uno está así, mejor es vengarse
de una vez... Entonces había unos hombres, que según decían, eran enemigos del
gobierno y nos dijeron que ningún argentino debía dejarse pegar... y una noche
de lluvia y barro, que Dios lo mandaba, caminaba el alcalde medio encogido,
como si fuera a robar. Lo enlazamos y empezamos como veinte a cinchar y lo
tiramos al charco de la calle y eran unos refregones en la arrastrada aquella y
unos aullidos, como cuando le sientan una pedrada en el lomo a un perro flaco.
Así llegabas también a casa a veces todo
rotoso y sucio, dijo Santa.
Porque los muchachos andan a gusto entre
los barriales y se ponen como locos y gritan de contento cuando están metidos
en las lagunas hasta la cintura.
¿Te acuerdas del hijo de Rosa, la vecina,
que se ahogó en uno de los charcos? Dijo Santa, como con tristeza...
Porque así son, Santa... Adonde hay
peligro entran y son capaces de subirse a la puntita de un álamo a robar un
nido por dos reales y cuando disparan hay que verlos... cualquiera dice que es
de miedo y no es así...
Corren por los callejones y les golpean
la boca a carcajadas a los hombres y les arman una guerrilla del diablo a
cascotazos.
Cómo me gusta conversar con vos, Genaro,
interrumpió Santa, dándole un beso y mirándolo con admiración, como si
comprendiera que era su amparo...
Y a mí también... y estas cosas de los
chicos me dan alegría... y después a uno ya le parece imposible que haya sido
de ese modo... porque donde hay un barullo, allí van todos corriendo y marchan
con los músicos siempre adelante mirando con envidia los fusiles de los
soldados y se juntan sin hablarse antes en que parte, como esos pájaros, que
andan sueltos y de repente vuelan derecho, como si sintieran de lejos la
gritería de la bandada... Pero mirá en algunas cosas, se parecen a los
chacareros, que siembran la tierra... porque para cada mes, según me cuenta el
hijo de Paloche, hay sus semillas y ellos son así para sus juegos. Remontan
barriletes todos a un tiempo y después parece que se aburren y se cansan de lo
mismo. Juegan al rescate y a la rayuela y después viene la moda, como dicen
ustedes del trompo y de otras diversiones y están siempre como enojados
pensando alguna diablura para pasar el día...
Mientras nosotras, dijo Santa, nos
estamos con la costura en la falda y hacemos andar la máquina el día entero.
Cuando son grandes, como vos, sí,
interrumpió Genaro... pero antes peinan y miran las muñecas rubias y les
conversan muchas cosas y las ponen al sol, para que se calienten en invierno y
las acuestan con ustedes, haciéndolas dormir con sus cantos. ¿Te acuerdas,
cuando yo me sentaba al lado tuyo y me obligabas a tocar la guitarra y cantar
décimas para hacerlas dormir?
Tú tocas la guitarra siempre en lo de D.
Carlos y nosotros te oímos desde aquí...
Eso no lo puedo dejar... Todas las
noches... y la he adornado con cintas azules y yo no sé si será una barbaridad,
que voy a decir pero yo la quiero, como si fuera otra hermana, que yo tuviese y
sé todas las canciones del barrio y a veces me siento a tomar mate con los
gauchos, bajo las carretas de noche al lado de la fogata y les aprendo todo lo
que cantan.
Genaro se calló un rato mirándola.
Enseguida su abierto y simpático semblante se puso oscuro con una expresión de
odio y de pena.
¿Quién te regaló ese moño de seda, que te
has puesto en la cabeza?
Pero ¿ya no te acuerdas, Genaro? Vos
mismo, el día de mi santo.
Pero cómo no. Sí. Ya me acuerdo, contestó
Genaro, serenándose. Y ese día le dimos a la bordona un gran rato... y a ver...
¿A que no sabes el cuento, que acompañé cantando esa noche?
Ya lo creo que lo sé.
A ver, decilo...
Santa tenía doce años, los ojos azules,
la tez y el perfil bellísimos, nítido y rosado el color. Se destacaba en el
marco de su cabello oscuro el moño de seda, -delgada y alta, en su traje largo
de percal.
Esperate, dijo Santa. Era una linda mujer
que tenía la cara de seda y los ojos como el mar...
¿Tú sabes, qué color tiene el mar? Preguntó
Genaro.
No sé. Nunca lo he visto.
Tata me lo ha dicho muchas veces... el
color del campo, cuando anochece y decía, que cuando está quieto, tiembla por
arriba el agua como los pastos en el viento. Y después, ¿que sigue Santa?
Tenía una casa muy grande de piedra,
alumbrada por farolitos de papel.
Bueno. ¿Y qué más?
Y había un mago con una capa de
terciopelo negro con estrellas y un par de alas grandes de murciélago. La niña
tuvo miedo y le pidió, que al cielo con Dios se la llevara y después ya no me
acuerdo.
El mago la alzó sobre las alas, siguió
Genaro y llegaron de noche.
Sí, interrumpió Santa. Ahora sí sé. Pero
las estrellas los miraban y no los dejaban pasar. Si me dejas ir hasta el
cielo, yo te doy mi vida, estrellita, le dijo la mujer llorando.
No, porque vienes con el hombre malo.
Persinate, contestaron...
La niña se hizo el nombre del Padre y el
mago se deshizo en la oscuridad y ella se cayó rodando, pero las estrellas a
millones, alumbraron sus largos vestidos de tules y la acostaron atravesada en
el cielo estirada y salpicada de brillantes, donde duerme siempre en el
silencio de la noche...
Teresa entraba al concluirse el cuento,
seguida del Dr. Valverde, que estuvo un rato, mirando a Santa. La cara de
Genaro tembló y cuando el médico se acercó a preguntarle qué tenía, contestó
recio y violento:
Nada, señor...
¿Cómo nada? Me han dicho que te has roto
la clavícula.
No es cierto.
Tu madre lo ha dicho...
No es cierto, le repito.
De manera que no tengo nada que hacer
aquí.
Nada.
Pues se necesita audacia, para
incomodarlo a uno de esta manera.
Yo no lo he mandado buscar a Vd.
Pero es tu madre...
Bueno: últimamente, saltó Genaro levantándose
con ímpetu... ¿cuánto se le debe?
Valverde se mordió los labios y contrajo
todos los músculos de su fría cara y se retiró envolviendo a Santa en una
mirada procaz y cínica. La niña tembló...
¿Por qué eres así con el doctor? Preguntó
la madre.
¿Por qué? No quiero deberle nada a ese
hombre... ¿entiendes? Rugió Genaro, porque lo odio. Mañana vas a pagarle la
visita, ¿entiendes?
¿Y qué hacemos ahora Genaro?
Dile a D. Manuel de Paloche que venga.
La madre salió, volviendo al rato con el
curandero y especialista en fracturas cuya voz venía oyéndose desde lejos.
A ver, Genaro, dijo D. Manuel.
Aquí está... este hueso señor Paloche.
D. Manuel cortó la manga de la camisa y
tanteó con su mano derecha la clavícula. Hizo una mueca...
¡Hum! Dijo, fractura... masaje suave,
emplasto y vendas.
Y procedió. El pobre Genaro sudaba debajo
de la mano del curandero que iba y venía lentamente sobre los fragmentos.
Aguántate, Genaro, estoy haciendo la
coaptación, murmuró Paloche...
Pero al rato se detuvo, porque lo vio
palidecer de dolor, mientras con voz irritada le decía el joven que cesara.
No me extraña, exclamó Paloche... Siempre
hay incrédulos, para estas maravillosas invenciones.
Enseguida hizo traer un brasero y en un gran cucharón puso pez y minio
hasta que hirvió todo y sobre una badana cuadrada lo derramó, extendiéndolo con
un cuchillo. Una vez enfriado el emplasto, lo colocó sobre el sitio de la
fractura y puso el brazo de Genaro en cabestrillo, sujetándolo al tórax y al
hombro con una larga venda...
Ya está, Genaro, treinta días de
inmovilidad.
Pero D. Manuel, contestó Genaro, me ha
quedado mucho dolor en la rotura.
Oh eso no es nada. Son los efectos premonitorios
del masaje, que exacerban las puntas del hueso y apresuran la cicatrización.
Sí señor, contestó el joven sin entender
una palabra. Muchas gracias...
Y otra vez Genaro, es necesario tener más
fe en los hombres de ciencia. Siento, que el Dr. Méndez esté enfermo porque
este sería caso de consulta, y dio vuelta D. Manuel tranquilo y satisfecho y
Genaro oyó que le decía a la madre: posibles complicaciones... vértice del
pulmón...
Méndez, que supo lo sucedido con Paloche,
llegó esa noche, apoyado en un bastón, envuelta la cabeza en un pañuelo de seda
y después de haber arreglado aquel pobre brazo, le preguntó a Genaro cómo
habíale sucedido eso.
Fue así, señor... que el doradillo se
desbocó y se tiró derechito contra la niña Dolores.
¡Eh! ¡Bárbaro! No puede ser. ¿Qué estás
diciendo, Genaro?
Lo que oye, D. Carlos... pero yo largué
una rienda y con la otra en las dos manos, lo quebré en la boca y lo saqué
lejos, muy lejos...
¿Y ella? Preguntó con empeño el médico.
Nada, patrón, un buen susto y me hizo sentar en el jardín y estuvo
conversando un rato, tan buena ella, que parecía un ángel... Y ya me olvidé de
todo, hasta que me enfrié y entonces me apercibí que no podía mover el brazo...
¡También yo creo que nadie que converse con ella se ha de ir sin quedar
prendado!
¿Estuviste allí mucho tiempo? Preguntó
Méndez como distraído.
No sé cuánto, patrón -pero los minutos se
fueron pronto, porque yo le estuve contando el cuento de la niña Isabel y D.
Pedro.
¿Tú le has contado la leyenda?
La que, patrón... Eso que la señora leyó
una noche en su cuarto, fue lo que le dije, y había de ver, cómo se ponía ella
de todos colores y cómo sufría con las tristezas de la niña Isabel, hasta que
vino lo de los muchachos, que gritaban en los patios del castillo y entonces
fue un coloquio, D. Carlos, porque se le puso la cara serena y los ojos con luz
de alegría y me repetía muy risueña y contenta a cada rato que le dijese los
consejos que le dio su mamá.
¿Y? ¿Contestó Méndez, vos le contaste
eso? ¿Por qué no? ¿Y qué malos consejos le podía dar la señora, que habla
siempre con palabras de Santa?
Supongo que allí se habrá concluido el
diálogo, dijo el médico con inquietud.
Pero que, patrón, si yo estaba como
borracho del golpe y como con un deseo de hablar de todo y me fui no más en la
conversación más ligero, que un reloj a quien se le rompe la cuerda y cuando le
hablé de que Vd. me había pedido el collar y el relicario...
¿Qué te dijo? Interrumpió Méndez sin
poderse contener.
No, no me dijo nada, D. Carlos; de juro
que no podía hablar en ese momento -porque le temblaban los labios y el cuerpo
y le blanquearon los ojos como si se fuera a desmayar... Pero después de su
dictamen, me ofreció, que me quedase y que me iba a hacer curar y qué sé yo
cuántas otras cosas lindas me dijo, que ya el servicio que yo le había hecho,
no valía dos reales. -¡Qué lástima, D. Carlos, que yo no pueda tocar la
guitarra.
No, Genaro, eso no debes ni intentarlo
siquiera... contestó Méndez enternecido.
Porque le aseguro, patrón, que esas
bondades me hacen entrar en calor el corazón; y le había de componer a la niña
Dolores unas décimas, más lindas que el cielo.
Gracias, Genaro.
Él había dicho: gracias. ¿Por qué? ¿Acaso
las sombras que lo conducían esa noche a su casa, enflaquecido y débil, estaban
llenas del viejo mundo de amor, que no había muerto y aquel pobre muchacho
había penetrado en su espíritu con la ingenua bondad y había arrancado el
crespón, con que él había cubierto la memoria de Dolores del Río? Ella caminaba
con él con los grandes ojos iluminando el sendero, y sentía las hebras de su
larga y negra cabellera rozarle el rostro -ella misma con su hermosa efigie de
mármol... Había adquirido fuerzas. Se apoyaba en aquel brazo mórbido; y miraba
su mano blanca extendida sobre el traje de seda oscura, embriagado y estático
en aquella contemplación... Dos años habían pasado, desde la noche del baile,
sin alegrías preparando en su vida solitaria en aquel abismo de la eterna
cavilación, la última hora irreparable... y ella había perdonado, porque le
temblaban los labios y el corazón, cuando Genaro le conversó de aquellos
recuerdos... Hubieran sido preferibles todos los martirios, antes que aquella
honda cosa vacía del tedio. Era mejor, aunque fuese de lejos conservarla
consigo para lastimarla a cada rato y maldecirla... y después él se miró en el
espíritu y encontró que ella se había ido para siempre, al rato, al día
siguiente, porque esos ángeles frágiles y buenos tienen miedo de morir en las
criptas oscuras del rencor y del odio y extienden las alas y vuelan lejos,
besándonos la frente a pesar de todo. Si se fueran solas y nos dejaran siquiera
el recuerdo de la luz de sus ojos y el timbre de la voz argentina o algún
fragmento del amable espíritu... para tener algo en que pensar... pero no... Se
llevan todo y cuando estamos solos y agachamos la cabeza para escribir, no las
encontramos ya, ni ruedan más con la pluma como antes, entre los negros rasgos.
Tal vez no son ellas, que se van. Es el orgullo, que pulveriza esos mundos
diamantinos y las animadas estatuas, enamoradas de aquellos fulgores, para
quedarse solo, sombrío y gigantesco, señor... Después pasa el tiempo. La sangre
cae como una gran ría mansa y se detiene sobre el arenal desierto y lo fecunda
y las lágrimas de las madres son la fuente del rocío fresco; y crecen las
yerbas y reaparecen cantando las angelicales criaturas. ¡Cómo lo acompañaba
Dolores esa noche, susurrando las dulces palabras del amor y de la esperanza,
mientras él se acercaba a la mancha oscura de su casa de altos y veía de lejos
brillar la luz en su dormitorio!
Cuando entró, estaba la vieja sentada a
los pies de la cama, leyendo el libro con tapa de pergamino, corroído en sus
bordes, lleno de viejos cuentos... el volumen de la leyenda.
¿Qué libro es? Preguntó Carlos.
Un libro que tiene cien años, contestó la
madre, inútil por consiguiente...
Bueno, viejita, dijo el médico dándole un
beso. No vas a ser irónica esta noche. Escúchame, y se acercó al oído de ella y
le dijo cosas, que la hicieron estremecer de alegría...
Iré sí, exclamó la madre, mañana si tú
quieres, yo le pediré para ti su mano.
Una hora más tarde, Catalina llegaba de
su cuarto con una vela, hasta la cama del hijo, que dormía tranquilo. La luz
iluminaba su rostro y la blancura de su cabello y se estuvo un gran rato, con
la cabeza inclinada mirándolo y poco a poco acercó sus labios y lo besó apenas
en la frente, cubierta del negro pañuelo de seda...
- XI -
Conferencias
Estaba el abuelo del Río, sentado en el
comedor, el viejo guerrero de ochenta años, que tenía en su corazón, como la
síntesis de diez generaciones de nobleza. Hizo él también la Patria en las
batallas ciclópeas, rojas las laderas de sangre, cuando la razón y el derecho
humano dirimieron con la conquista el gran problema. Entró envuelto en su capa
en la tiniebla de los cuartos esquivos y misteriosos de las conspiraciones,
donde los ecos del sentimiento común se fundían en rojo crisol, transformados
en propósitos heroicos y sombríos hasta la muerte. Fue agitador después de las
turbulentas asambleas populares, cuando en el vaivén formidable de las
muchedumbres tumultuarias, estrepitaban las rabias libres y salvajes. ¡Eran los
años juveniles aquellos, en que el ojo ríe y se tiene la barba de seda y oro!
Bajo la fría garúa, en la inmortal mañana gris, amaneció la ciudad más temprano
y llegaron sus hijos en tropel a la gran plaza. Un murmullo de voces aquí y
allá, un rumor largo y sordo, grupos y corros y confundirse de gente y correr
agitado de un lado a otro y puños que se levantaban amenazadores y sigilosas y
violentas disputas y de repente sonar de un costado griterías atronadoras...
Y se oían la diatriba acre, el comentario
sarcástico y las palabras burlonas y los epítetos feroces. Iban llegando nuevos
grupos y arrojando a la hornaza el vigor de las palabras ardorosas y se veían
como ondulaciones en la masa apiñada y ralear de repente y recomponerse en otra
parte, no resistiendo a veces el nuevo empuje del gentío rebozante. Estallaban
risotadas numerosas y diálogos rápidos y dicharachos plebeyos y mordaces, con
silenciosos apretones de manos aquí y allá y palabras de esperanzas y de
gloria. Había silencios repentinos y luego palmoteos y reboatos bramando de
punta a punta, creciendo hasta el colosal rimbombo, que rodaba en vértigos con
la turba heroica y arremolinada, mientras los oradores pululan en medio del
tumulto y arrojan el verbo apocalíptico del espíritu nuevo e irritan la pasión
generosa.
Los gritos de godos, hijos de tal por
cual, hendían el aire sibilando y más lejos apóstrofes, que eran como alaridos
de rencores seculares y fulminaciones de odios sobre la frente de todos los
déspotas del mundo, manchados de sangre y de exterminio.
Eran réprobos y aglomeraciones de cosas
nefandas y fragmentos del caos ignominioso y miserable, abominaciones
incestuosas, que tronchan las alas fulgurantes de los pueblos en marcha hacia
el ideal y menguados anacrónicos, que enlodan del honor humano la inmaculada
vestimenta, hasta que se hizo una barahúnda, con resonancios prolongados de
colmenas enfurecidas, mientras la gente sube y baja las escaleras del cabildo y
es atropellada por la muchedumbre, circuida, interrogada, azotada de aquí para
allá y se pedía a gritos la presencia de los tribunos, hasta que fueron
libres...
Asistió a las batallas gigantescas y la
victoria bendijo a los soldados, que marchaban cumbres abajo, las filas
brillantes, empinadas y movedizas de las bayonetas de cuatro en cuatro.
Escribió la Biblia después en el Congreso de Tucumán, emanación ese libro de
todas las justicias, fragoroso raudal de la poesía de todos los derechos y más
glorias todavía y dilatadas sombras después... Los hermanos contra los
hermanos, la lucha de años, bregando todos en las batallas de muerte, por
encontrar la fórmula de la vida nacional perenne, porque el edificio de la
libertad, se ha hecho con el fosfato de cal de los huesos y con los grumos de sangre,
de la mitad de los pueblos, que se despedazan en sus vorágines y la conquistan
muriendo...
Todos sus hijos habían desaparecido,
entenebrada la mente en las luchas civiles, y cuando él construyó su casa en el
barrio de Almagro, que era un rincón solitario de aquella patria, que él había
cobijado con su cuerpo herido más de una vez, solamente Dolores lo vinculaba a
la tierra, de nívea tez de mármol y negra y abundosa cabellera de raso. Tenía
la cabeza blanquísima y las canas finas y sedosas corrían echadas hacia atrás,
descubriendo la frente amplia, surcada de arrugas transversales. Eran sus ojos
negros, rasgados y chispeantes, a pesar del círculo ceniciento y opaco, que
había rodeado la córnea y el arco de la ceja izquierda grueso y abultado, sombreaba
la órbita, bajando rapidísimo y levantándose cuando conversaba. La barba larga
y rizada, y el bigote invadían la mejilla y los pómulos, a semejanza de hermosa
cristalización, límpida y nítida y transluciente, que dejaba ver la línea recta
de la nariz fina y levantada, esa barba que él solía acariciar, con la mano de
piel escamosa, amarillenta y seca jaspeada de manchas pequeñas de cobre viejo.
Era su cuerpo encorvado y alto y caminaba con un bastón por la casa, que
Dolores había convertido en un nido tibio para abrigarlo.
La estufa del comedor estaba prendida en
esa noche de invierno. El carbón enrojecido dejaba levantarse a millares
lenguas ardientes y azuladas, que volaban rápidas, como a quererse escapar por
el caño de zinc negro. Una nube de chispas estallaba dentro de la cuenca de
hierro, castañeteando, mientras aparecían llamas más largas y amarillentas,
víboras triangulares, que se erguían serpeando y lamiendo un rato la
circunferencia y se hundían en brasa. Cada una de ellas murmuraban roncas
canciones, que sonaban dentro del caño, como si evocaran viejos rezongos de
algún conciliábulo siniestro y doloroso. Al rato se extendió vivísima y quieta,
sobre la reja de la estufa, la lumbre escarlata y de cuando en cuando aparecían
hilos de fuego en el aire rápidos y fugitivos, en medio del gran reflejo
purpurino y crujían chispas a veces, a semejanza de esos tiros lejanos, que se
sienten a largos trechos en la noche, que sigue a los combates. Caliente y
cariñoso estaba el comedor, con su gran quinqué de queroseno que pendía sobre
la mesa, envueltas las barras de hierro, que lo sostenían en tul transparente y
azulado, que lo circuía todo, difundiendo las medias tintas de suavísima luz
sobre la alfombra espesa, blanda y señorial en su color hoja muerta. Iluminaba
el negro cristalero de jacarandá, elevado como una gran torre de ancha base,
con columnas y espejo en el centro y elegantes y artísticos tallados de
bajorrelieves, a través de cuyos vidrios aparecía la superficie iluminada de
los utensilios de plata. Los cortinajes, que descendían desde lo alto de las
puertas, que daban al jardín, estaban recogidos en graciosa curva a un lado y
otro y dejaban ver los vidrios opacos de humedad, a través de los cuales se
discernía lejos en el patio, como en una penumbra, la imagen del comedor y la
luz tenue del quinqué y las sombras desvanecidas de los retratos de la familia
y la línea tenebrosa y larga de la vieja espada...
Dolores, de pie, cerca de una de esas
puertas y el abuelo en su sillón de siempre al lado de la estufa. Inclinaba
ella un poco su cabeza sobre el pecho y parecía mirar la enmarañada mancha
informe de la arboleda del fondo, mientras él jugaba tranquilo y risueño con el
borde de su capa, que caía en abollonados pliegues hasta el suelo. Contempló
este un rato aquella angelical criatura, que lo rodeaba el día entero con sus
cuidados y que lo retenía contento sobre la tierra; y le hacía amar el sol y la
vida a él, que solía tener el deseo de dormir en paz al lado de sus hijos,
mientras el reloj movía en aquel silencio el péndulo redondo de bronce,
arrancando en cada tic-tac un segundo al tiempo, para arrojarlo al pasado.
¿Qué piensas Dolores?, preguntó Del Río.
Parece que estuvieses triste.
¡No, papá! (así lo llamaba siempre). Miro
la noche serena y fría y veo a través de los vapores del vidrio, levantarse
blanca la luna allá lejos, y pienso qué felices somos nosotros, que tenemos
fuego y alfombras.
Tienes razón. Cuántos hay que trabajan a
esta hora con los miembros ateridos y cuántos no saben si habrá mañana pan y
calor para sus hijos... Y mientras uno es joven no es nada; la estufa está en
la sangre, que hierve. Se sale a la calle, se trabaja y se corre y se toma
alcohol como nosotros en las guerras. Pero después ya no es lo mismo; el cuerpo
se hace pesado.
Tú eres robusto y ágil, papá, interrumpió
Dolores.
Sí, pero me dan ganas a menudo de quedar
quieto y de encogerme en un rincón, para aprovechar todos los átomos de calor,
que irradia mi cuerpo. Parece que haciendo eso, pensáramos en la otra quietud
más grande y más profunda que está por llegar.
Oh, papá querido, tú vivirás muchos años
dijo la niña, mirándolo con inquietud.
¡Eh! No tanto, Dolores. Fíjate cómo me
gusta estarme al solcito -Te aseguro, que eso me abrasa la ropa y mirá qué
diferencia hay entre los que van a vivir mucho y yo... Esta mañana a las doce,
estaba yo sentado al sol, con mi sobretodo de pieles y lo vi pasar a Genaro,
contento en sus veinte años y en mangas de camisa.
¿A Genaro? Preguntó Dolores con ímpetu.
Cómo no: y con un brazo en cabestrillo.
Entonces ¿ya está bueno papá?
Así parece y yo le pregunté si lo había
asistido Valverde, que es el único médico que anda por acá desde que Méndez
está enfermo.
Ese no, me contestó, como si tuviera
rabia. Me vio D. Manuel de Paloche y una vez D. Carlos, que ya está casi bueno.
Yo le dije entonces que si Méndez
volvería, y me replicó enseguida emocionado: yo lo aseguro, señor del Río, que
volverá.
Y yo lo extraño mucho, Dolores, y me
gusta su carácter impetuoso y sus exaltaciones y oírlo conversar irritado y
arrojar anatemas violentos sobre todo lo que es malo..., un poco como yo en
aquel gran día, cuando culebreaba como un endemoniado entre los grupos y azuzaba
las iras de los amigos.
¿Y cuándo vendrá? Dijo Dolores echándole
los brazos al cuello, como si quisiera ocultarse.
Con ese mismo tono tuyo me hablaba
Genaro.
Es que yo te voy a hacer una confesión.
¿Tú, confesiones?
Sí, yo.
¿Y cuál? Preguntó sorprendido el viejo.
Yo también lo extraño a él...
Tú ¿y qué maravilla es esa? Es un
caballero a pesar de lo que ha hecho, y un amigo nuestro, y además hace falta
que vengan a visitarnos, porque los dos nos quedamos callados un largo rato,
como si ya nos hubiéramos dicho todo y los viejos, que vivimos aislados del
mundo, necesitamos que nos traigan los ruidos de afuera.
¡Oh papá! Ojalá venga pronto, exclamó
Dolores.
Y yo también deseo que tú vuelvas a la
sociedad, que hace tiempo no frecuentas. Es necesario, porque la vida solitaria
entristece y apoca nuestra inteligencia. Y uno se hunde en su propio orgullo y
se hace huraño y misántropo y cuando llega a viejo, recién se apercibe, que
todo aquel mundo de nuestro espíritu era una ficticia fantasmagoría. Las
honestas conversaciones enseñan, corrigen y enaltecen.
Sí, contestó la niña, iré otra vez a las
fiestas y te llevaré bien abrigadito, encerrado en el coche.
Así me gusta que seas siempre; no como
este tiempo pasado, en que tú caminabas tan melancólica por la casa y llenabas
de pena el corazón de este pobre y viejo amigo tuyo.
Dolores lo abrazó y le prometió todo.
Ella iba A ser alegre y a cantar el día entero como los pájaros. Volvería a su
tocador y a sus trajes ricos y sería la elegante mujer adorable de antes.
Asimismo que en invierno había fuego en toda la casa, ella iba a separar las
cortinas para que entrara el sol a inundar de luz las habitaciones, porque se
piensa mejor y se ama la vida más intensamente entre las claridades tibias.
Desde entonces, arrojadas fuera las penumbras y los silencios, las notas del
piano correrían de un lado a otro, desatando las divinas armonías, esas
filigranas melodiosas, que cuentan baladas de amor y hablan el misterioso y
patético lenguaje del cielo lleno de brumas y describen la serena y etérea
transparencia de la noche. Porque ella pensaba desde entonces pasear del brazo
con su viejo abuelo por las alfombras y admirar aquellos copos blancos y sedosos
de su cabeza y pedirle le narrara siempre los episodios de su vida gloriosa.
Estarían en el comedor mucho tiempo, delante de aquellos retratos, para que él
le contara todas las leyendas de honor de aquellos muertos y las horas
vagabundas del exilio y la miseria y el nombre conservado sin tacha. Y de noche
hacía propósito de abrigarlo bien.
Con su gran boa de lana, envuelto en su
capa delante del fuego y sentada sobre un taburete, iba a colocar la nuca sobre
sus rodillas para mirarlo y escucharlo y no lo dejaría dormirse como solía
hacerlo, llenando el comedor con sus cantos y con su charla apurada, llena de
ingenuidades infantiles. Después pensaba llamar al sirviente, hacerle calentar
el aposento y planchar las sábanas, para que se acostase, cuando ella hubiera
colocado sobre su mesita de noche desparramadas las pocas flores que podía
encontrar en el jardín. Enseguida se iba a sentar a su lado, para leerle
entretenidas y honestas historias y arrullarlo con su voz melodiosa, hasta que
el sueño se apoderase de todo su cuerpo y ella lo viera descansar con el rostro
blanco y tranquilo. Porque al fin el invierno crudo había de cesar y ella
entonces, abriría las ventanas bajo el sol más tibio, para llamar las ráfagas
primaverales henchidas de perfumes y saldría con él del brazo por los rojos
senderos del jardín, pidiendo frescuras a la sombra de la arboleda, para que le
narrara la novela de aquellas plantas. Desde chicas las había cuidado y
sostenido el tallo flexible y débil y había asistido a todos sus misteriosos
amores y enfermas y mustias a veces, las regaba, hasta que brotaran flores,
anunciando la juvenil resurrección y su mesa se cubría del fruto opimo y
sabroso. Entonces en aquellas noches, sentados en el jardín, escuchando los
murmullos de la brisa entre las hojas y el gorjear del canario en medio de la
luz del comedor, mirarían cruzar los bolidos, como chispas extraviadas en el
gran incendio de las constelaciones bajo la infinita majestad del cielo. Y así
por mucho tiempo hasta que un día le iba a revelar todo, al viejo sublime y
santo... el ímpetu desordenado y celoso de aquel hombre, la marca roja de su
muñeca y la angustia de sus noches insomnes... Ella había perdonado y en el
abandono visto crecer a pesar de todo su pasión; porque las grandes pesadumbres
son generosas y el amor irritado y entristecido se agiganta en la savia amarga
y fecunda del dolor y había rezado por él muchas veces en las pensativas
oraciones de sus días largos. Ella lo conocía bien; era como un chico bravío de
esos que viven y crecen en la calle, chicos semi-salvajes, que no se sabe si
tienen padre, ni casa, y que se despedazan a veces enfurecidos el cráneo contra
las piedras, pero que son amables y exquisitos en su tierna sensibilidad,
cuando la dulzura los llama, y la blandicia les roza la frente oscura y les
cierra los ojos el beso de la mujer. ¡Si él volviera! Ella iba a mitigar el
ímpetu acerbo de su espíritu, rayo de luz de sus noches; y sentía entonces ser
más que su novia, una afectuosa y grande alma de madre, meciendo la cuna enorme
celestial de penumbras, donde estaba acostado el gigante vencido y feliz,
agrupado su cuerpo bajo el mismo delicioso de la inefable caricia.
Daban las nueve de la noche en el
silencio del comedor. El viejo sentado en el sillón se había dejado vencer por
el sueño y Dolores detrás de él apoyada al respaldo tenía la mano perdida entre
sus cabellos blancos. Se sintió entre los toques de la hora el brusco rodar de
un coche, un portazo, las vibraciones ruidosas de la campanilla y al rato entró
un sirviente con una tarjeta que Dolores leyó. Decía: Catalina Méndez.
¿La haremos pasar a la sala papá?, dijo
la niña, enseñándole la tarjeta al viejo, que se había despertado
sobresaltado...
No, hija mía, aquí.- En la sala entran
todos, hasta los indiferentes, los enemigos y los tontos. Esta es la pieza en
que la voy a recibir. Es una amiga de nuestra casa. Ella debe estar aquí entre
el calor, que nos abriga a todos y se adelantó a recibir a la señora, que
entraba.
Esta abrazó y besó a Dolores en la
mejilla y extendió la mano hacia el viejo, que la apretó temblando y arrimó un
sillón, haciéndola sentar cerca de la estufa.
¿Qué felicidad es esta, doña Catalina?
¡Pocas veces esta casa habrá recibido honor más grande!
¡Ojalá! Sea tanta la felicidad, contestó
la señora, como es grande su renombre.
Antes, dijo del Río, en esta ciudad, cada
uno era un glorioso, de erguido y temerario rostro y había hazañas en las
páginas del libro de nuestras familias, cuando desafiábamos airados las
inciertas oscuridades del porvenir, la mano puesta sobre el puño de la espada.
Ahora no es así... Somos viejos y muy poca gente se acuerda de nosotros. Así
son las cosas. Para que lo vean a uno es necesario mostrarse a cada rato. La
humanidad olvida fácilmente, sobre todo a los que se esconden y después no hay
derecho de exigirles tampoco que sepan, qué color tenía aquella sangre, que
derramamos en los campos de batalla... Hace tanto tiempo de eso... el color se
desvanece y la sangre se la comen los prados y se la llevan los ríos para
siempre.
Qué ideas tan tristes tiene Vd. esta
noche, señor del Río, interrumpió Catalina. ¿Y si eso no fuera olvido? ¿Si
fuera demasiado que hacer? Fíjese que aquí cada uno hace varias cosas a la vez.
Todos corren y viven agitados y ansiosos, como si cada cual quisiera dejar una
huella profunda de su paso... Eso que se llama ambición en muchos y que se
combate tanto, no es para nosotros sino la necesidad fatal de llegar pronto a
alguna cosa grande... Eso es nuestro purgatorio...
Cómo alientan sus palabras, replicó del
Río; yo veo en ellas el espíritu altivo de su familia.
Porque os necesario reflexionar, seguía
la señora como dominada por aquella idea... A mí se me ocurre, que todos estos
apuros derivan de este desequilibrio: somos demasiado pocos y tenemos un país
demasiado mucho y perdone Vd. esta fraseología paradójica.
Por las enseñanzas, dijo el abuelo, que
derivan de sus palabras, yo le decía a Dolores hace un rato, que las visitas de
los buenos amigos dan alegría y valor... Porque nuestra vida es un poco
monótona; hay que confesarlo. Imagínese que cuando Vd. llegó, yo estaba dormido
al lado de ésta... Y hay que ver que mi hija ha cambiado mucho de un tiempo a
esta parte y eso me ha hecho más soportable vivir.
Pero, papá, interrumpió la niña
ruborizada, ¿por qué le dices estas cosas a la señora?
¡Oh! Déjelo que hable, hija mía, contestó
Catalina. A los viejos es necesario no contradecirnos; nos gustan que nos
acaricien y nos adulen, si no nos ponemos nerviosos como chicos mal criados.
Rétela, Catalina. Si Vd. supiera lo que
me ha hecho sufrir.
Yo no, contestó Dolores. Son cosas de su
cabeza, señora. Papá siempre cree, que es cierto todo lo que piensa de mí...
Con que creo ¿no? Figúrese que siempre
quería quedarse sola y no ir a fiestas y de repente la sorprendía en su cuarto,
como si hubiera sollozado y unas extremas sensibilidades por cualquier
desventura, que le narrasen y yo veía que todas esas ternuras la estaban dejando
transparente.
Qué ridiculeces, papá. Yo me enojo
contigo y me voy, dijo sonriendo Dolores y poniendo el dedo índice, sobre sus
labios, agregó: me voy a preparar el té. Pero tú no le cuentes más estas cosas
a la señora; porque se va a aburrir y no te visitará más -y se retiró sonriendo
y saludando con las mejillas sonrosadas y sintió en su espíritu como una cosa
alegre, que la hacía caminar ligero por la casa y al llegar a su dormitorio
iluminado, se miró en el espejo y se comprimió con las palmas el cabello en las
sienes, moviendo rápidamente con cierta coquetería la cabeza a un lado y otro.
Hermosa y buena, dijo el viejo cuando
hubo salido Dolores... Si no fuera por ella me hubiera muerto quizá...
-¿Vd. nunca ha pensado, señor del Río,
que algún día podría irse de su casa?
-Sí, alguna vez. Al fin eso es lógico. Yo
he visto pues lo que sucede con las que se quedan solteras. Parece que
estuvieran de más en todas partes y suelen caer en último término, a las casas
de cuñadas perversas y son objeto, casi siempre de una conmiseración burlona.
Es un porvenir nada agradable.
Sin contar, agregó Catalina, que suelen
quedar solas y sin amparo y condenadas a vivir retraídas de la casa a la
iglesia, llevando una existencia estéril y nerviosa.
-En fin, si eso sucediera, si se fuese
Dolores algún día, contestó el viejo con voz temblorosa, yo tendría, lo digo
ingenuamente uno de los disgustos más grandes de mi vida. Para nosotros, que
estamos tan viejos, son seres muy necesarios. Saben y hacen todo y la previenen
a Vd. en sus deseos, consiguiendo alejarlo de esta manera, de todas las
pequeñas molestias, que los detalles de la vida acarrean consigo y lo hacen
vivir dentro de la órbita tranquila de sus espíritus, como si supieran que cuanto
más anciano es uno, más necesita que lo acaricien y le perdonen muchas cosas...
pero también creo que no hay el derecho de ser egoístas...
Me alegro encontrarlo tranquilo en estas
reflexiones, dijo Catalina, porque yo traigo una misión ardua y delicada.
En sus manos finas de embajadora
elegante, ninguna misión puede perderse, contestó sonriendo del Río.
Gracias, mi viejo amigo, por su
galantería, pero lo invito a que se fije que se trata de cosas muy serias.
Me pone en cuidado, Catalina. ¿Qué hay?
Hay, que mi hijo quiere volver a su
casa...
¿Pero cómo no? Eso mismo le decía hace un
momento a mi nieta... ese deseo de que él volviera.
Pero hay también, señor del Río, que el
doctor Carlos Méndez pide por mi intermedio la mano de la señorita Dolores del
Río.
¿Eh? ¡Qué dice Vd., señora! Contestó el
viejo con tono agrio, parándose y mirándosela intensamente. ¿La mano de
Dolores?
¿Casi sin que se conozcan ellos? Porque
al fin se han visto dos o tres meses a intervalos y no parecía pues que... Y
después él se ha retirado y en esta casa ya no se ha sabido nada -a no ser que
esas tristezas de Dolores derivasen de disgustos. ¿Pero si ellos no se aman,
señora? ¿Dónde? ¿Y cuándo? ¿Y en qué tiempo? ¿Su mano? No: es imposible.
Confiese que ha tomado Vd., señora, el papel de diplomático a lo serio y esta
es una estratagema suya.
El viejo había levantado su cabeza y se
paseaba por el comedor y todo lo hablaba con precipitación, como si tratara de
aturdirse y como si hubiera visto claro en muchos acontecimientos extraños y
misteriosos... Aquellos cambios de carácter de su nieta, el piano cerrado tanto
tiempo, la vivacidad juvenil perdida, su paso lentísimo por la casa y ciertos
crujidos como de páginas de libros, que ella estuviera leyendo y dando vueltas
a altas horas de la noche, cuando él ya estaba cansado de dormir... que se
conocía, que estaba despierta y él oía desde sus cuartos los pasos de ella
lejanos y callados. Se acordaba de ese desorden de su casa y un abandono que no
había visto antes. A veces hacía decir que estaba enferma y sus ojos negros
habían adquirido una expresión de amargura tan grande en aquel rostro
palidísimo. ¡Pobre viejo inservible que no había comprendido aquel dolor mudo y
había visto caminar por su casa tanto tiempo aquella hermosa tristeza, sin
tener para ella la dulce ternura, que tanto agradecen las almas, que no pueden
decir que sufren...
El viejo volvió de sus pensamientos y vio
a Catalina Méndez, parada enfrente de él, contemplando, con la cabeza
inclinada, como si perdonara aquel soliloquio.
Señora, pido a Vd. disculpa por mis
distracciones dijo el abuelo; pero me parece que Dolores debe saber esto antes.
Ya esperaba, Señor del Río, esta
contestación suya, porque estas pasiones son heridas desgarradas, sobre las
cuales los padres no deben pasar la mano áspera, para que no se trasformen en
frenesíes violentos y comprimidos, que anonaden y maten.
¡Nunca! exclamó el Río. Los viejos son
los que deben morir. ¿Ha visto Vd., Catalina, cómo se desgaja el ombú, que no
tiene savia? Sus ramas más agudas se agachan, sin hojas y cenicientas hace
tiempo y penden resquebrajadas, moviéndose en el viento; las otras resecas y
ásperas, mostrando las puntas de su trama desfibrada se hienden en canal a lo
largo, carcomidas aquí y allá, mientras el tronco va desapareciendo a trozos,
dejando gigantescas cuevas oscuras, hasta que no queda a flor de tierra sino un
cráter amarillento coronado de puntas y ángulos. Así debemos irnos nosotros...
a pedazos, y dejar claridades y humus para las plantas juveniles.
Señor del Río, interrumpió Catalina, sus
palabras son dolorosas y extraviadas.
¿Y qué queréis que os diga Catalina? ¿Que
mienta resignaciones que no tengo? Nunca haré eso. Yo he visto morir a todos
mis hijos uno después de otro, sin derramar una lágrima. Mi cuerpo se ha
envejecido y está seco como el ombú, y tengo en el corazón cuevas oscuras,
cavadas por los arañazos y los desgarramientos de sesenta años de combates. Nada
ha quebrado hasta ahora el fiero vigor de mi espíritu. Sé que mis años están
contados y asimismo esa sombra eterna, que va a llegar no me asusta. Yo soy un
intrépido, Catalina... y el viejo levantó su cuerpo en medio de la luz azulada
y arrojó hacia atrás su cabeza soberbia y brillaron los ojos con todas las
audacias del esplendor, mientras los músculos de su frente crispados aceptaban
el nuevo reto del martirio.
Como eran grandes, los hombres de
entonces, exclamó Catalina, arrebatada ella también por el ímpetu de aquella
palabra magnánima... Yo inclino mi cabeza delante de todas las memorias, que
Vd. ha evocado y que tienen tantos temblores de heroísmo y quiero besar su mano
agradecida por este nuevo sacrificio.
No, Catalina; no me diga estas cosas,
porque yo pertenezco a ese grupo de hombres que se enternecen con las palabras
de la dulzura... Yo cedo por ella... por los dos, que van a empezar ahora a
vivir y a sufrir... y me cuesta no digo que no, porque al fin este cariño mío
por Dolores, era una sensación perenne de lánguida y sollozante ternura, como
si yo fuera un desventurado pordiosero y no un hombre... y yo no he sido
varonil, ni he tenido en este caso la fortaleza, como con mis hijos y cuando
pensaba que podía perderla, el corazón se me ponía triste y se me llenaban los
ojos de lágrimas...
En ese momento entró Dolores, seguida del
sirviente, que traía una gran bandeja cincelada de flores y abigarrados
arabescos y sobre rosadas servilletas las tazas de té de porcelana. Ella sirvió
a los dos viejos, que estaban parados en el medio del comedor y tomó su taza,
yendo a sentarse un poco lejos, como si no quisiera interrumpir el diálogo;
pero ellos quedaron en silencio y levantaban entre sorbo y sorbo los ojos a
mirarla. Al fin la llamó del Río y le dijo:
El Dr. Méndez...
Si, papá, interrumpió turbada la niña.
El Doctor, pues, siguió el abuelo, pide
permiso para volver a nuestra casa.
Tú me has dicho que deseabas eso, dijo
Dolores.
Y además, balbuceó el viejo, por
intermedio de la Señora pide tu mano.
¿Yo? No sé... Tú lo estimas y lo quieres,
decía a saltos bruscos la niña. Dijiste que era un caballero... pero yo haré lo
que tú desees...
Un rato después, Genaro, tieso sobre el
pescante, llegó a casa de Méndez y vio a éste salir ansioso a abrazar a la
madre y oyó que la Señora le repetía: "Sí, muchacho sí, que vuelvas".
El abuelo del Río se retiró lentamente
hacia su dormitorio. Estaba distraído y sus sensaciones lo absorbían, sintiendo
fuera pequeño su pecho, comprimido por aquella garra áspera. Llevaba erguida su
cabeza alta y brillante, como emergiendo de la zona oscura de la capa, que lo
envolvía y al llegar al umbral, sintió roces ligeros sobre la alfombra, como si
alguien lo siguiese. Era Dolores, que le preguntaba detrás de él, por qué no le
había dado el beso de despedida como lo hacía siempre.
Un olvido, hija mía. Aquí está y le besó
la frente.
Hubo un rato de silencio.
Tú estás triste, empezó Dolores. Yo no
quiero que suceda eso.
¡Oh, no! Dolores, contestó Del Río.
Sí, sí yo te conozco. No has sido amable
con tu nieta. ¿Por qué está triste, mi viejo papá querido? Agregó la niña,
abrazándolo del cuello en medio de las infantiles entonaciones de su voz
tiernísima.
Es que las novedades de esta noche,
Dolores, han sido tan extrañas y me preocupa tanto la nueva vida que va a
empezar para ti... Tú comprendes que es muy natural este olvido en mí. Pero
este rato de conversación contigo me alegra el espíritu. Te daré otro beso más
y hacemos las paces...
El viejo acercó sus labios a los cabellos
negros de la nieta, inclinando su cabeza y fue aquel cuadro una lluvia finísima
de hebras y copos níveos y lucientes que le acariciaron el rostro de mármol; su
cabellera negra destacándose en medio de aquel aéreo y juguetón encaje de
armiño.
Dolores entró a su dormitorio, cuando el
reloj daba la media noche, mientras una vela de estearina, alta sobre el
candelero de cristal, iluminaba el cuarto, la llama triangular y viva lejos,
serena y fija detrás de los espejos lucientes. Se arrodilló en el reclinatorio
a rezar sus oraciones, pero su espíritu no encontró al recogimiento. Había
fiestas en su cabeza y panoramas de inquietos júbilos y todo aquel silencio
parecía cruzado de estremecedoras sinfonías. Se acostó y cerró los ojos, como
si tuviera miedo, que aquel ensueño se desvaneciera y entonces vio llenarse de
fulgores el ambiente y brillar el gran cuadro de bronce de la blanca y
semidesnuda pecadora salvada del naufragio eterno, que estaba colgada frente a
su cama y todo aquel mar agitado gigantesco se aplanaba lejos en largas y
mansas ondulaciones, transformado el espumaje revuelto, que azotaba el escollo
en una blanca superficie tranquila, que se hamacaba con blandos vaivenes y
quietos murmullos. Alrededor de la rompiente las aguas hacían vibrar en su
seno, como una orquesta de violines escondidos. Ella veía a través de la
diafaneidad de esmeralda una multitud de dioses mover los arcos lentísimos y
distinguía sus trajes de algas perfumados de salinas emanaciones, los brazos
desnudos de coral y sentía crujidos de espumas y chocar de perlas, como si
acudieran en tropel a rodearla para alejar de su mirada el divino concierto.
Ella los oía como si estuviera ebria del mareo de las ondas y bajo el plácido
éter diáfano, aparecía en su sueño corriendo hacia la playa una vela cándida,
tendida al viento, mientras la glauca planicie estaba dormida y desmayada en el
beso del sol. En la ribera se oyen lejanos y alegres cantares y la novia, la
cabeza circundada de la flor del naranjo, arroja a la barca, que resbala, la
larga faja del tul... Erguido sobre la proa, el gallardo y juvenil navegante...
Ha cruzado los peligros del mar entre las hondas negruras de los ciclones,
cuando estos silban y ladran sus bárbaros peanes, que rimbomban lejos, lejos y
sacuden el aire caliginoso, que tiembla saltando de espanto... a través de la
borrasca... de los bufidos exterminadores de la borrasca, que modela aquí y
allá, por todas partes las ondulantes cordilleras, que suben y bajan la cresta
de espumas. Contempla desde el crujiente maderamen de su buque las jarcias
rotas, las velas rajadas y las parábolas rápidas y violentas de los mástiles
que se acuestan al fin en la brusca tiniebla naufrágica... ¡Oh felices! ¡Los
que han encontrado en la barca salvada, donde descansar el cuerpo yerto! ¡Cómo
besa el velo perfumado el navegante! ¡Cómo salta a la playa, y cae de rodillas
en la estática contemplación de aquel ensueño de amor de sus largas noches
marinas! ¡Cómo murmuran lentamente las ondas la oda nupcial bajo el plácido
azul!
Dolores salió en la mañana al jardín,
mientras Genaro llegaba con una carta, que le alcanzó con el sombrero en la
mano. Era sencilla y corta; y tenía perfumes de violeta. Estuvo mirando un rato
el sobre, que estaba escrito con su letra sobre el rosado color. Al retirarse
dijo a Genaro: que está bien... que lo esperamos y lo miró irse, acordándose de
aquel día, en que ella lo había seguido, cuando se llevaba todos sus recuerdos...
- XII -
En la facultad de medicina
Examen de D. Manuel de Paloche y otras
alcurnias
Fue un gran día aquel para la Facultad de
Medicina. D. Manuel de Paloche y otras alcurnias cumplía cuarenta años y debía
repetir su examen de anatomía. Los estudiantes preparaban la algazara
formidable. Durante ese año, en que D. Manuel frecuentaba día a día la clase,
habían tenido tiempo de conocer el atropellado desbarajuste de aquella
inteligencia. Era la segunda vez que repetía la prueba y comentaban en anécdotas
risueñas sus contestaciones disparatadas, llenas a veces de profunda intención.
Sorprendía su manera sentenciosa y solemne de decir algunas cosas y revelaba en
sus contestaciones cierto corte original de pensador. Sabían los estudiantes,
que Paloche no había podido retener la anatomía porque había ido perdiendo la
memoria, a medida que el juicio iba tomando las de Villadiego.
Toda esa endiablada trama del cuerpo
humano con vislumbres de púrpura caliente, la red intrincada del sistema
nervioso, arrojando filetes en todas direcciones cargados de las emanaciones
vibrantes de la vida para la nutrición y el movimiento y la masa roja y
resbaladiza de los músculos habían perturbado su cerebro. El esqueleto bailaba
en la noche al lado de su cama la danza macabra y él buscaba sin encontrarlos
muchas veces los nombres de sus caras, bordes, epífisis y apófisis y agujeros.
De repente iba caminando y lo perseguía un ojo. Blanqueaba delante de su pupila
con el grande óvalo y se iluminaba por dentro en el resplandor rojo de la
retina. Paloche veía amenazas en aquel color escarlata y daba una tendida
violenta; pero las visiones se multiplicaban y aparecían en todas partes
pupilas burlonas y agachadas como en acecho. Paloche sacudía sus hombros
diciendo: ya triunfaré, y seguía su camino. Tropezaba de repente en el cono
rojo del corazón. Oía el tic-tac que parecía un rezongo siniestro de derrota, y
veía el torbellino de la sangre, atormentado por la necesidad de arrojar la
vida a la célula, surcar los canales nacarados de las arterias, cuyos nombres
había olvidado. No importa, adelante; yo daré examen, pensaba y cuando
despertaba en su dormir agitado, sentía dentro del pecho el sonido rítmico y
espeluznante: tic-tac-tic-tac. A veces estaba tranquilo estudiando y recibía
con temblores la visita del cerebro, ese gran señor olímpico del organismo. Se
detenía al lado de él con los extraños culebreos de su trama delicada, blanda y
marmórea partido en dos, como si eso fuera el espíritu humano; la mitad
sensatez y luz y la mitad demencia y sombras. Él se hundía en sus meditaciones.
Confesaba que no sabía el cerebro. Lo único que se acordaba era la situación de
esa fresa roja de la glándula pineal y eso porque según el sabio aquel estaba
escondida allí el alma. Gracias a la naturaleza que la metió donde no se viera.
¡Qué rasgo de genio! ¡Miren ustedes, pensaba D. Manuel, si estuviera en los
ojos, como dicen muchos, aleteando en plena luz! ¡Qué espectáculos
desagradables!...
Paloche era ilustrado. Había leído mucho.
Se deleitaba en los grandes hechos históricos. Encontraba sublime la pasión de
Jesús. Veía la gran trayectoria de la cruz a través de los siglos, pero cuando
estudiaba las curaciones rápidas de esos enfermos, arrodillados a los pies del
Nazareno, implorando salud, no encontraba lógico el milagro. ¿Para qué ese
divino derecho? ¿No era mejor haber buscado el remedio universal en la
naturaleza y haberlo trasmitido a la posteridad? ¡Si él lo encontrara! ¡Qué
gloria y qué riqueza! Se hizo caminador de la campaña y volvía a su casa con
grandes atados de yerbas. Compró retortas, hornos y morteros. Parecía un
alquimista y pasaba a veces la noche, mirando la ebullición de sus pócimas.
Creía, que en algunas de aquellas condensaciones oscuras iba a encontrar la
panacea y fue el precursor de los partidarios de la quinta esencia, y de esos
tranquilos sabios de las diluciones infinitesimales. Tuvo enfermos, que
tragaron aquello y sucedió lo de siempre. Unos curaban y otros morían. Ninguna
de esas cosas suyas era la panacea. Era necesario buscarla en otro principio.
Despertaré la vida moribunda con el movimiento, decía. Asomó el masaje, pero
para eso era necesario tener un título para librarse de muchas majaderías... Ya
no estaba aquel malvado Valverde para certificar las defunciones. Se matriculó
en la Facultad. Al principio suscitó el asombro. Era la primera vez que había
un discípulo de esa edad y los estudiantes lo miraban como a un animal curioso.
D. Manuel de Paloche llegaba siempre, con su libro de anatomía debajo del brazo
y conversaba con los muchachos mucho tiempo. Estos le vieron al rato la tecla
en la punta de la nariz y la hicieron sonar... Paloche se destornillaba
entonces... Narraba sus curas milagrosas. Definía el masaje y lo dividía en
capítulos desde el vaivén suave, con la blandura de la caricia, que cura las
palpitaciones y las gastralgias, hasta el brutal apretón que despega las
coyunturas crónicamente enfermas. Tomaba actitudes de exorcistas y era un
elocuente narrador de su manía. Llegaba a la Facultad con su aire de buen
hombre, la galera en la nuca, la nariz arremangada y corta, los ojos vivos y
pequeños. Fuera de aquello era reflexivo y hasta risueño y jocoso cuando
olvidaba sus desgracias. De cuando en cuando algún chispazo de filósofo...
Ese día lo rodearon todos. Estaba más
parlero que de costumbre. Empezó a juzgarlo todo, profesores, ciencia y
estudiantes. Hizo con brillantes coloridos la psicología del Pan francés. Los
muchachos lo escuchaban.
Es una arma terrible en manos de ustedes,
exclamaba Paloche. Es la sátira escrita con los pies y la ironía, que flagela
con polvo y ruido el rostro del maestro. A veces aquel sonido acompasado, que
se inicia tímido aquí y allá y puede llegar hasta el estampido, significa el
desenfreno del espíritu, jocoso por su uniformidad y violento por su fuerza,
que anonada la timidez, achata la ignorancia y arroja lodo y baldones al
profesor tiranuelo. Con estos últimos, sobre todo, no se gastan palabras y
entonces el pan francés podría sintetizar todas las reacciones y todos los
denuestos.
Es la audacia y la protesta y el guante
arrojado altivamente al orden y a la disciplina y el porvenir tal vez entregado
a las seriedades y a la sabiduría de relumbrón. Al lado del niño, que borronea
el cuaderno y corroe el libro en sus bordes, el adolescente ha encontrado esta
mueca, sin conocer tal vez su espíritu espléndido y filosófico, sin saber que
en el fondo es una mezcla de amena e insolente procacidad y de los últimos
retozones infantiles; una síntesis que condensa el prurito de la burla y es la
chacota y la ira y la impaciencia y la lluvia de mordientes alfilerazos.
Bravo, gritaron todos, aplaudiendo al
cantor de la elocuencia unísona del taco y D. Manuel estrechaba las manos de
cada uno recibiendo todo género de buenos augurios para su examen...
Con gentil continente y sin par donaire y
ademán tranquilo y sosegado, caminando con su libro de anatomía debajo del
brazo y el gesto placentero, se sentó D. Manuel de Paloche y otras alcurnias al
lado de la mesa de exámenes. Presidía el Dr. Polifemo.
Era la sala una vasta pieza rectangular y
angosta, cuyas paredes se levantaban empapeladas, ostentando aquí y allá
retratos, las glorias médicas allí conservadas -y se unían al techo blanco y
liso con festones de flores de yeso en su bordes y corona grande en el medio,
de donde pendía oscilando una lámpara. En el centro del rectángulo adherido a
la pared un púlpito, con anchas figuras alegóricas y las sillas dispuestas en
hileras, dando frente a la mesa.
El doctor Polifemo tosió, señalando uno
de los examinadores.
El cerebro, dijo éste muy serio.
Órgano del pensamiento, contestó
enseguida D. Manuel, aunque no rece la doctrina con la religión cristiana.
No se le pregunta eso, dijo frunciendo el
entrecejo el profesor... Siga Vd... anatomía del cerebro.
Y asiento del espíritu, que los sabios
colocan...
Vuelvo a repetirle... anatomía del
cerebro
Eso contesto pues, señor, replicó Paloche
irritado.
Se sentían risas comprimidas.
Porque yo no soy, seguía éste, de los que
se someten a aceptar opiniones, sin discutirlas y al fin creo que deben
siquiera dejarle a uno la libertad de hablar.
Las risas se acentuaron.
Recapacite, señor Paloche, y cíñase a la
pregunta.
Estoy ceñido, señor profesor. Pero antes
de entrar al fondo del asunto, hago observar, que un órgano de tanta
importancia, merece sus consideraciones psicológicas
No divague... al grano, al grano, señor.
No es divagar hacer psicología, contestó
recio Paloche.
Basta, rugía Polifemo y tosió. Las risas
se multiplicaron con cierta seguidilla sorda.
El doctor Polifemo indicó a otro
profesor, para que examinara...
El corazón, señor.
En este caso, no voy a empezar con la vulgaridad
de que es un músculo hueco, porque esto repugna a la altivez de mi alcurnia
intelectual. Prefiero decir que es allí donde los sentimientos tienen su nido
palpitante.
Está Vd. dando examen de anatomía, dijo
Polifemo.
Pase lo de músculo hueco, contestó
Paloche, pero no puedo dejar en silencio las relaciones que tiene con el
cerebro, por sus nervios, arterias y venas.
¿Cómo se llaman? Preguntó el profesor. En
este momento se había hecho en la clase un poco de silencio.
La aorta y las carótidas, contestó D.
Manuel triunfante y las venas... las venas... Paloche no se acordaba y retiró
su cabeza hacia atrás.
Portas: sopló un estudiante.
Portas replicó Paloche... Hubo como un
espasmo de todos los tórax, como un salto brusco del diafragma mientras éste
seguía impertérrito: tanto señor profesor que los antiguos las llamaban: porta
malorum como que los males de la humanidad nacen de los sentimientos exagerados
y de la exacerbación de las pasiones...
Basta, señor, basta. Esto es insoportable
decía el profesor, en momentos en que estalló sonora e irresistible la
carcajada.
El doctor Polifemo se apretó el vientre,
para no reírse y tosió con toda calma y señaló a otro de los profesores. Era
necesario agotar todos los medios para que el fallo fuese justo.
Este levantó un hueso y dijo: ¿El
esfenoides, señor?
¡Ah! Sí. Hueso largo.
¿Qué dice?
Corto, señor profesor, base del cráneo
y...
Le pregunto, dijo el profesor,
revolviéndose con rencor en el sillón, la anatomía del hueso, sus relaciones y
órganos que lo atraviesan.
Estábamos en los preludios del pan
francés. Algún tacazo aquí y allá, ciertas cepilladas tímidas del piso y una
atmósfera de inquietud y de algazara.
Como venía diciendo, contestó Paloche,
ese hueso forma la base del cráneo, y su cara superior lleva el nombre de silla
turca, con ese bárbaro exotismo y con esa nomenclatura de ultratumba, que nos
ha sido regalada por los autores, porque si uno piensa con serenidad no puede
menos que criticar acerbamente...
Basta, basta, repetía el profesor
levantándose.
Polifemo tosió, agitó la campanilla con
sonido estentóreo, mientras un ¡hurra!, de palmoteos, y de carcajadas y de
retumbamientos del piso desordenado, saludó las últimas palabras de D. Manuel
de Paloche, que movía la cabeza a un lado y otro, repitiendo: Estaba escrito.
Tan luego este maldito esfenoides, que nunca me lo pude meter en la cabeza.
D. Manuel se retiró entristecido. El
esfenoides lo perseguía y se le hincaban en las carnes sus apófisis. Llegó a su
casa desvencijada al caer la tarde. En su rincón acurrucada estaba la mujer
demente mientras Adela, la última hija leía un libro le medicina. Paloche entró
con violencia y se lo arrebató y lo arrojó al medio del patio. Enseguida abrió
su biblioteca y fueron los volúmenes uno tras otros a sacudirse
desencuadernados contra el cerco de moras. Volaron los morteros y las retortas
de vidrio y los tubos de ensayo y los matraces y se hicieron añicos retumbando
por el piso de ladrillo. Aferró un hacha y mientras las mujeres se retiraban
asustadas al fondo, D. Manuel hizo saltar los vidrios de la biblioteca y rajó a
lo largo sus tablas y las despedazó en fragmentos. El barrio se llenó de
rumores, mientras los lanzaba fuera. Corrió a la caballeriza, donde el jamelgo
tordillo, blanco, flaco y sucio comía con el pescuezo estirado y se echó al
hombro un gran montón de paja. Colocada en el medio del patio, después de
haberle agregado las bolsas, que contenían sus yerbas milagrosas, le prendió
fuego. Comenzó el crepitar estridente y humo en grandes globos oscuros, que se
atropellaban arriba y la llamarada a cundir en devoradoras líneas ardientes,
hasta que se produjo un rumoroso resoplido. Eran cenizas y chispas, que saltaban
arrebatadas por las columnas de fuego, que habían hecho una colosal hornaza,
mientras los fragmentos de la madera se encendían arrojando humo de sus puntas.
Se veía en aquel esplendor la silueta oscura de Paloche caminar agachada aquí y
allá y recoger los libros y tirarlos al fuego desencuadernados. Este recrudecía
a cada rato en violenta llamarada, apoderándose de ellos devastador y voraz
mientras, caída la noche los reflejos de la hoguera se dilataban lejos,
iluminando las quintas vecinas.
Todo el barrio acudió a la casa de D.
Manuel y penetraron muchos al patio y querían apoderarse del pozo, para apagar
el incendio. Pero la figura amenazadora de Paloche, que caminaba alrededor del
brocal de ladrillo con el balde en la mano los contenía. Carlos Méndez llegó
también acompañado de Genaro. Todos los que estaban por allí en el tumulto
aquel le abrieron paso, mientras el rostro de Paloche se serenaba. Méndez le
dio la mano y las gracias por el señalado servicio, que habían recibido aquella
funesta noche.
-Nada, nada, doctor, son deberes de
compañerismo, dijo D, Manuel... Imagínese que estos individuos querían
impedirme quemar los libros.
-Pero ¿por qué hace Vd. eso? Preguntó el
médico.
¿Por qué? ¿Y Vd. no sabe? Esto estaba
escrito, D. Carlos.
-No entiendo.
-Los he incinerado por inútiles.
-Le confieso, que no alcanzo las razones
de este acto.
-Yo le explicaré. Para curar enfermos es
lo mismo tener libros, que no tenerlos. La naturaleza es la que cura.
-Me permito no pensar como Vd. tan en
absoluto, decía con toda tranquilidad el doctor Méndez.
-Y después seguía Paloche, tenga Vd. la
desgracia de ser un intelectual y hágase un sabio. Eso bastará para que nadie
lo llame.
-Lo encuentro escéptico como los viejos
médicos. Yo creía, D. Manuel, verlo más juvenil y contento.
-¿Yo, contento? ¿Ha gozado Vd. la
completa alegría alguna vez? Vd. tiene treinta años y ha encontrado razonable
pegarse un tiro. Yo le pregunto ahora si las tristezas y los ímpetus que le
agitan a uno la cabeza, no lo han encanecido prematuramente.
-Es cierto, contestó Méndez.
-¿Quiere Vd. estar contento? Yo le voy a
decir lo que tiene que hacer. Busque el sueño que significa la inconsciencia.
Atúrdase en la orgía, donde los sentidos fascinados lo arrebaten fuera de su
ser moral. Embriáguese de vino, de perfumes y de melodías; tenga el espasmo del
goce y la ausencia frenética de un cuarto de hora. Así será feliz.
-Pero ¿quién es Vd.? Preguntó Méndez,
asombrado de aquella figura extraña, que se erguía iluminada.
-Escuche toda la historia. No me
interrumpa. Después se lo voy a decir. Ya los rumores de la fiesta se han
desvanecido y Vd. ha vuelto al silencio de su casa. Por la mañana ha despertado
de su sueño. Aparece entonces la grima y le empieza a lastimar el pecho. Camina
con Vd. y se sientan a su lado en la mesa y es la profunda cosa amarga y el más
allá, que le tortura la cabeza cada minuto y que Vd. no conseguirá nunca...
-Confieso, agregó Méndez, que yo no lo
conocía a Vd. bajo esta faz...
-Por eso me pregunta quién soy. Bueno.
-Yo soy un loco. Pero yo también querría
que me enseñaran un hombre cuerdo... No levante la mano para decirme que no es
cierto... Yo he vivido oscuro y virtuoso mucho tiempo. Pero tengo, como casi
todos mi demonio, que me hace salir de quicio. Veo la vida de los demás como un
sueño embriagador y eso me entristece. Yo me siento pequeño y necesito ser como
ellos; quiero renombre y riquezas. Entonces leo todo lo que encuentro a mano y
no como, ni duermo, ni descanso. Me preocupa la idea de los enfermos; empiezo a
asistir y observo que muchos se curan en mis manos, sin conocer yo la
enfermedad... Me hago herborista, buscando la panacea con paciencia y
tenacidad. No me da resultados y resuelvo estudiar. Doy examen y se pretende
que yo me atasque la memoria con nombres bárbaros y entonces los profesores
apalean mi inteligencia y la revolucionaria manera de raciocinar sobre los
órganos... Pero esta derrota no destruirá mi iniciativa y no hará morir mi
panacea.
-Vd. tiene una panacea y ha quemado sus
libros, ¿cómo se explica eso? Dijo Méndez.
-Sí, la tengo y yo la haré célebre y para
qué necesito libros. Yo los tengo aquí y se dio un gran golpe en la frente.
-¿Vd. la hará célebre? dice...
-Sí, yo... porque en este mundo nadie le
va a dar a Vd. la mano para levantarlo.
-¿Y de qué manera? Preguntó el médico.
-Escribiendo.
-Pero para eso se necesita inclinación y
saber hacerlo.
-Yo estudiaré. Escribiré prosa y haré
versos.
-Dios lo libre, señor Paloche.
-Escribiré un poema épico sobre mi
panacea.
-Le aconsejo que no lo haga, dijo Méndez,
que veía volver la locura y temía alguna exaltación.
-Que sí, repetía Paloche. Treinta
cantos...
Las curas maravillosas y citaré los casos
extraordinarios. Seré el gran terapeutista milagroso.
-Pero ¿no sería mejor, dijo Méndez, que
Vd. volviera a cuidar las tierras de sus padres? ¿No le daría más tranquilidad
eso?
-¿Las tierras? A mí. No me conoce Vd. Ahí
está mi hijo Juan, un degenerado, indigno de su prosapia, metido en la chacra
el día entero detrás del arado. A mí. ¡Bah! ¿A un Paloche? Con esos consejos no
vamos a conservar la amistad, D. Carlos -y le extendió la mano como para
despedirle.
Méndez la estrechó con gran pena,
meditando sobre la suerte de tantos, que son y no parecen, como D. Manuel de
Paloche y los veía salirse fuera de su círculo y desmoronar sus casas y
perderse para siempre...
- XIII -
Idilio
Estaban sentados los dos en la sala de la
casa del Río, en esa noche fría de julio, él con su levita negra cruzada y
abotonada hasta abajo, el cuello alto y blanquísimo, rozando la barba oscura,
mientras el gran moño de la corbata de raso salida adelante, prendido el
alfiler de oro, que engastaba un topacio cuadrado de suave y transparente luz
amarillenta.
Eran sus ojos grandes y castaños de dulce
y triste mirar esa noche, como si tuvieran destellos de aquel su espíritu
pensativo y reflejaran el cansancio de sus soliloquios de filósofo. Había en su
rostro pálido y varonil y en la frente que solía contraerse con brusquedades
ásperas de pasión tanta placidez, en ese momento, que hubiérase dicho, que un
hombre nuevo y resignado había entrado a vivir en su viejo mundo sombrío,
sacudido por la interna y desesperada lucha. Parecía un combatiente, de esos
que vuelven de la batalla el rostro ennegrecido de su sudor y pólvora y
encuentran al fin la cristalina fuente del sendero y refrescan allí la cabeza
desgreñada y se sientan y duermen entre el murmurio del agua, que cae y se
desliza lejos...
Al lado de él, silenciosa también,
Dolores del Río, hermosa en su traje de seda lila, cubierta el busto de una
bata negra de terciopelo y prendido aquel ramo de violetas amarillentas y
marchitas, que Méndez le había regalado la noche del baile. Ella había pasado
el día tan largo, caminando por la casa, agitada, saliendo al jardín y cruzando
los senderos en medio de las figuras caprichosas de la arboleda desnuda y
rígida, que se dibujaban en el piso y paseaba en medio del sol a veces, como si
quisiera mezclar los esplendores de luz de su corazón a la alegría de sus
rayos... En medio de todo a pesar del frío, ella vagaba gozosa sobre la
alfombra de hojas secas, que cuchicheaban debajo de sus pasos, con estridentes
murmullos y miraba volar los jilgueros, que se detenían en bandadas inquietas,
columpiándose en las puntas agudas de las ramas. Los veía moverse, distraída, y
saltar a los canteros y correr apresurados extendiendo las alas y volver a
posarse, inclinados, sobre los rosales deshojados a picar los últimos botones
marchitos. Caminaba en el delicioso encanto arrullada por el júbilo inimitable
de aquellos gorjeos. Había allí himnos y madrigales estremecedores, como en el
ruido de las plumas de oro. Los bordes del vergel tupido y verde del follaje de
las violetas temblaban en el roce del ruedo de su vestido y las corolas abrían
los pétalos zafíreos cerca de sus grandes ojos virginales. Extendía la mano
para cortarlos. Miraban entonces la gentil enamorada y le ofrecían el ramillete
sutil y finísimo de sus perfumes. Miríadas de alas volaban de sus corolas a
saturar de esencias el largo vestido de paño gris, mientras los lazos del
cinturón de seda resbalaban besando la copa de la camelia, abierta y
marmórea... Bajo el aroma en flor, a través de la exquisita emanación de las
bellotitas amarillas, que empezaban a brotar, de blanca trama sérica en sus
prismas deleznables, cruzaba Dolores la mañana, meditando las auroras de otros
tiempos... los paseos de dos años atrás por aquellos mismos senderos protegido
su rostro por la primavera riente de su sombrero de paja, de ala ancha,
rutilando de lejos los rubíes esféricos del gran ramo de cerezas, sujeto al
ángulo que forma la copa con un alfiler de oro...
Era el idilio, que le llevó esa noche
muchas veces al dormitorio y la hizo mirarse en el espejo de sus roperos,
sentarse a leer los manuscritos de Méndez y soñar con aquel náufrago erguido
sobre la proa de la barca, entonando la melopea de amor. Se sentó al fin a la
mesa, al lado del viejo abuelo y conversó tantas cosas amables, mecida en el
gárrulo abandono de las alegrías que no tienen palabras, arrullando el vasto
comedor silencioso con la amena y elegante frivolidad de sus cuentos. Luego
esos silencios suyos tan de repente, sin razón, en medio del diálogo fino y
chispeante de gracia y la voz grave y solemne del abuelo, llevándola otra vez
al glorioso comedor... Y conversaba de nuevo con cierto apuro afanoso, como si
los panoramas, maravillosos de áureo y estival esplendor y parleros boscajes
pasaran uno tras otro a través de su memoria y no tuviera tiempo de encontrar
las frases para revelar el temblor profundo y fugitivo de las sensaciones
felices. Era como un éxtasis coronado de la seráfica luminaria de la beatitud
celeste. ¡Oh los creyentes! ¡Cómo serían venturosos, suponiendo la vida del
cielo, igual al divino aturdimiento de la pasión que se reconcilia y perdona!
Por eso, cuando daban las ocho, ella tomó
al abuelo del brazo, juguetona y risueña y lo llevó a la sala, como si tuviera
necesidad de infundir en su alma envejecida toda la poesía enamorada de su
espíritu. Le hablaba de sus recuerdos juveniles, de aquel gran ciclo de gloria
gigantesco en su sombra heroica y hercúlea que calentaba todavía sa soberbia
cabeza de ochenta años. Él se sentía feliz. Dolores lo arrebataba, a pesar de
sus resistencias calladas, dentro de aquella embriaguez de la dicha y lo hacía
revivir en esa hora resonante de sobrehumanos frenesíes. Estaba casi alegre.
Encontraba lógico aquel bienestar de la niña. Si no fuera por que aquella casa
se iba a quedar tan fría y desierta y con tanta melancólica reminiscencia. ¡Qué
hondo sentimiento de ternuras nos arrebata siempre la noche de los blancos
azahares!
Ella se arrodilló cerca de la chimenea,
un frontis de templo en miniatura, de mármol ceniciento y amplios rasgos rojos,
que mostraba su boca oscura y helada. Hizo traer brasas y pequeñas ramas secas
y empezó a salir humo negro y denso hacia el caño. Estallaron aquí y allá
vivaces y pequeñas llamas, como culebreando entre los intersticios y ella
colocó después las astillas del sauce, suspendidos entre la reja bróncea de
adelante y la pared de hierro del fondo. Empezaron a salir hilos y nubéculas de
humo, luego se hizo un cuchicheo estrídulo, gritos y gemidos lastimeros y se
desató el lenguaje jovial de las chispas con la brevedad cáustica del epigrama.
Surgieron lenguas de fuego trémulas y teñida de esfumaturas irídeas, que se
retuercen en el brazo ardiente y cantan en el beso fugitivo la estrofa de los
madrigales enamorados, mientras la brasa de los bordes, que tienen la inmóvil
seriedad roja, se cubre de arreboles diáfanos. Por arriba revienta al fin el
espasmo sonoro de la alegría del fuego entero, entero. Los fragmentos del sauce
arden por todas partes, llenando de esplendores la masa de hierro con anchos
reflejos sobre la alfombra, como si todas las figuras geométricas, dibujadas un
instante en lo alto, se hubieran confundido en formidable abrazo, crujiendo y
escopeteando la carcajada demente del himno báquico, con ruido de fracturas de
copas y retintín de cristales y chirridos de líquido ámbar derramado, mientras
el caño oscuro muge tartáreas octavas de epopeya y arrebata fuera zumbando la
columna de humo. Al rato caen debajo de la reja transversal, cenizas y puntas
de fuego, deshecha y moribunda la brasa.
Los dos estaban sentados cerca de la
chimenea. Los reflejos rojizos iluminaban el rostro del abuelo, brillante la
barba cuadrada y larga, y los cabellos en el esplendor cayendo, sobre las
espaldas en largos bucles de nazareno, mientras el terciopelo negro restallaba,
como de bruñido espejo la imagen temblorosa de la lumbre... hasta que Carlos
Méndez entró y fue el abuelo del Río a recibirlo...
Poco hablaron de ellos esa noche, por lo
mismo, que tenían tanto que decirse. Pasearon del brazo, se acercaron al fuego,
miraron uno después de otro los grandes cuadros, cuyo marco dorado había
perdido su brillo y que tenían aquí y allá zonas negruzcas, agrietadas las
telas de colores apagados y sombríos, esos viejos anacoretas, de rostro enjuto
y arrugado, que viven todavía en muchas casas y las vírgenes, que destacan
entre la seca tiniebla de las telas sus perfiles cetrinos. Dolores le enseñaba
los retratos de su padre, rodeado de la lúgubre y funeraria leyenda y la madre
pálida y diáfana, caminando hacia temprana muerte melancólica y mártir. Ella
tenía temblores en la voz, cuando él se detenía en el medio de la sala tibia e
inclinaba un poco su oído para escuchar mejor. Se había propuesto no perder ni
una sola de sus palabras. Su voz era una armoniosa sucesión de sonidos, que
hablaban en lenguaje patético de la vieja historia de amor, como si fuera una
gloriosa resurrección. Así esas músicas populares de las correrías de niños
oídas más tarde, ya ancianos, nos traen a la memoria los temblores de las horas
placenteras de entonces... Se sentía feliz al lado de ella. Estrechaba aquel
brazo mórbido y oía crujir la seda, rozando las alfombras. Había perfumes en su
camino y regalaba al ambiente el ritmo acariciante de su voz fresca. Era la
gentil triunfadora tímida. Él la hacía vivir esa noche, dormido el florido
rostro divino, en el embeleso sobrehumano de su corazón, que tenía la profunda
fruición callada. Pero así tan cerquita, caminando, conquistada en la órbita de
luz de sus ojos, ella iba a sentir las ternuras inenarrables de su
arrepentimiento magnánimo. Si no saltaban de repente fuera hechos pedazos en la
frase ardiente y dominadora los nimbos de aquel poema de pasión, era porque él
los había lastimado con sangre, cuando era el perverso, que tenía el bárbaro
desaliento suicida. Él quería caminar mucho tiempo, genuflexa el alma, ante la
majestad de aquella dulce hada quimérica, vivir dichoso, para que los
horizontes sombríos de su vida se iluminaran un gran rato del esplendor de su
mirada tan etérea. Él tenía miedo. No quería que aquello fuera un sueño efímero
y que Dolores se acordara que él la había hecho sufrir dos años las pesadumbres
silenciosas. Retiraba un poco su brazo entonces para mirarla. Ella seguía
conversando tranquila y dichosa de alegría...
Esos eran los mismos muebles de caoba y
terciopelo rojo. Allí estaban los cuadros de otros tiempos y aquel piano derecho,
y mudo y luciento. Él los saludaba, como a viejos amigos. Cada uno de ellos
conocía algún secreto de aquel primer idilio muerto y había oído acentos
apasionados, cuando él le traía flores a la noche. Cerca de la chimenea, habían
conversado antes muchas veces, meditando la vida eternamente deliciosa, siempre
juntos, absortos en la profunda inconciencia del ensueño enamorado, el poema
largo e idílico hasta la muerte, sin sospechar siquiera los dolores futuros. Y
luego Enrique Valverde, que pasaba tanto por la casa... la puñalada brutal y
rencorosa de los primeros celos, la decisión salvaje de fracturarle a ella su
cariño en el rostro, pulverizado volando a los vientos, las arremetidas bruscas
de su corazón, y el luto de su cerebro crucificado... Esos ascetas lo miraban
en esas noches con todas las flacuras lívidas de largas y penitentes
maceraciones. Se asomaban de los grandes marcos dorados, cuando él hablaba las
palabras irritadas y la veían a ella retirarse con las manos entrelazadas
adelante, la cabeza inclinada sobre el pecho de sollozos, lentísima, la curva
de la cola de su largo vestido, deslizándose silenciosa. La noche antes del
baile, cuando él entró con la cara descompuesta, y estuvo amargo y usó la
sátira procaz, la vieron levantar hacia él los ojos tristes y lagrimosos para
decirle: eres injusto y malo, injusto y malo y cuando salió fuera tormentoso
los ascetas lo seguían mirando y señalándole en las arrugas de sus rostros las
horas del remordimiento... Y ahora estaba otra vez allí y era señor de aquella
espléndida criatura, que le mostraba todos los juguetes de la sala apurada, y
dichosa, como si todas aquellas pequeñeces dieran forma tangible a las aéreas
nimiedades sonrientes de su imaginación. Cómo aman las transparencias del tul,
estas Diosas de lo infinitamente pequeño, pensaba Méndez mirándola, cómo se
deleitan en el espejo, que restalla luz y refleja las nítidas viviendas, y se
marean en las aguas del moaré que ondea, como idolatran las joyas y las blandas
caricias del terciopelo...
Se
habían sentado al fin en el sofá rojo. Ella tenía en sus manos una miniatura de
marfil, una novia que ofrecía en el altar su corona de azahares.
Espléndida, dijo Méndez; una obra de
arte.
-Ya antes estaba. ¿No recuerda Vd.?
-No recuerdo. Tanto tiempo y tantas cosas
que han pasado...
-Hubo un momento de silencio. Ninguno de
los dos se atrevía a continuar de miedo de rozar la herida.
¿Sabe Vd. que, he observado una cosa?
Dijo al rato la niña.
-¿Qué? Dolores.
-Vd. está muy silencioso.
-Es cierto. No hago sino escucharla.
Quiero llevar en mi cabeza toda su alma de santa bondadosa y empezó el médico a
mirar los cuadros, que estaban enfrente, como distraído.
-¿Qué atractivo tienen esas pinturas, que
las mira tanto?...
-No ve, Dolores. Fíjese qué ráfagas de
alegría cruzan las telas oscuras. Ese anacoreta que está allí y tiene el libro
abierto con tapa de pergamino, ha levantado su cabeza para mirarnos mejor.
Parece que reflejara en sus ojos la suprema felicidad del arrepentimiento. Eso
hace olvidar los cilicios, que le rasgan a uno las carnes.
-Porque siempre hay quien reza por la
desventura y Dios escucha la plegaria, dijo Dolores.
-¡Benditas sean las celestiales
criaturas! Exclamó Méndez.
-¿Vd. sabe dónde está el premio? Preguntó
la niña.
-Méndez movió la cabeza sonriendo.
-Yo se lo voy a decir. Hacer el bien
significa adquirir la perenne dulzura del corazón. Eso sí que es vivir en la
luz. Ese es el premio.
-Yo he tenido la intuición de ese estado
psicológico, nunca lo he vivido, murmuró el médico, como si hablara consigo
mismo.
-¿Y sabe Vd. lo que sucede después?
Siguió Dolores. ¿Ve ese cuadro, que está sobre la chimenea?... Un mártir con
las órbitas excavadas y el rostro seráfico, rodeada la blanca cabeza de una
auréola de luz.
-Sí, dijo Carlos, arrebatado por aquellas
palabras. Veo, que ha arrojado hacia atrás su cabellera, la frente elevada,
abalanzando su cuerpo en un espasmo de éxtasis pasional y detrás la sombra
profunda de una selva tenebrosa, que lo va empujando.
-¿Qué más? Carlos.
-Y los reflejos dorados de la lumbre que
aletean sobre la tela.
-¿Y qué más? ¿Qué más? Insistió Dolores.
-Yo veo sus heridas ahora, dos enormes
llagas oscuras en las manos y los pies de sangre.
Se habían levantado los dos, acercándose
al cuadro.
-¿Y qué más? Seguía la niña, conteniendo
la profunda emoción.
-Mi herida, Dolores, dijo el médico y
tuvo un vigoroso estremecimiento, el frontal hundido, el grumo negro de la
fractura... ¡Oh desventurado hermano mío!...
-¡No! ¡No! ¡No! Mire más arriba en el
ángulo de la izquierda...
-Ángeles, que asoman las mejillas rosadas
y arrojan palmas y lirios.
-Y hablan el lenguaje del perdón, replicó
Dolores, y de las glorias que no tienen ocaso. Tú no eres, Carlos, un
desventurado...
El médico se comprimió la cabeza con
ambas manos y la movía con tristeza.
-Ya sabía esto, dijo al rato. Ya mi madre
me lo había dicho. Tú vas a ser feliz porque ella es generosa y buena. Yo,
Dolores, he delinquido... ya lo sé; pero después he castigado con una bofetada
feroz esa perversidad, y hubiera deseado quemar todas mis pasiones en aquel
fogonazo y hubiera deseado morir. Por que yo presentía entonces, la honda
voluptuosidad de esa eterna paz... rodeado de la estrecha cosa lóbrega del
sepulcro, mirándome acostado dentro de mi traje negro y después el vacío
infinito y la sordomudez de todas las cosas vivientes... Yo me había olvidado
de ti y de mi madre y era un espectro en aquella casa helada y desierta. Mejor
era morir...
-No, Carlos. Yo no quiero que sufras,
interrumpió la niña con ímpetu sollozante. Yo no quiero que sufras. ¡No! ¡No!
Tú no tienes la culpa, porque sos así ya... como el náufrago que se tambalea
sobre el último madero y la onda bárbara se lo arrebata. ¡Cómo quieres vivir
tan solo, Carlos! Así... sin querer a nadie... cuando se tiene un corazón como
el tuyo... sin tener una frente blanca que besar... porque nosotros siempre
somos un poco chicos para que sea lógico, que nos acaricien la mejilla y
después...
-Dolores, interrumpió Carlos con
tristeza... tú vas a padecer mucho al lado mío, porque eres un espíritu egregio
y una delicada mujer angelical... Si tú me has perdonado yo me iré para
siempre. Mi cabeza no es sana.
-¿Tú, irte? No. Yo no quiero, contestó la
niña, poniendo sus dos manos extendidas sobre los hombros de Méndez, y
mirándolo con los ojos llenos de lágrimas. Yo no quiero. Yo te voy a decir la
verdad. Cuando sucedió eso, no tuve nunca rencor contigo. Me dio tristeza, y te
quería lo mismo. Y más... a todas horas, en el comedor, y en la sala, en todas
partes y tenía, asimismo una suprema dicha de vivir con aquel dolor, y si te
hubieras muerto después cuando la herida, yo te juro, que me habría dejado ir
al sepulcro despacio, para sufrir mucho, mucho, infinitamente con la angustia
de tu recuerdo...
Dolores apoyó la frente sobre el pecho de
Carlos y escondió en su seno los sollozos mientras éste temblando en aquella
emoción, le acariciaba el cabello, diciéndole al oído dulces y enamoradas
palabras y los últimos restos del sauce ardieron crepitando, como si quisieran
iluminar aquel minuto sublime.
Fueron amores, cobijados más de una vez
por el ojo curvo y ceniciento del cielo, la enorme parábola de éteres grises,
surcada a veces en líneas serpentinas por fajas resplandecientes, la luminaria
del sol, abriendo canales, de bizarra y desordenada forma, a través de la capa
plomiza y fría. Sentían retumbar el trueno lejano. Miraban en silencio detrás
de los vidrios las gotas gruesas y veían los pájaros rodar en el aire, como
huyendo de la tormenta. Zumbaba el viento, elevando al cielo revueltos
nubarrones del polvo y se desataba la lluvia larga y rumorosa. Oían crujir las
celosías y el estampido de las puertas contra los marcos, mientras se agitaban
en el ventarrón las ramas desnudas de los árboles y movían sus flechas en
amplio balanceo los álamos de las lejanas quintas. Cerca el uno del otro... del
brazo... se miraban. Era el diálogo de siempre. Conversaban en el camino los
rayos oscuros de las pupilas y brotaba luz en la intersección. Eran las
anacreónticas del viejo idilio. -Él pasaba en su coche en las tardes
primaverales y ella lo sentía de lejos en el salto brusco del corazón. Y
después quedaba por allí siempre en su memoria vagando al lado de ella con su
cara seria y triste y sentía como metálicas y profundas vibraciones. Eran los
ecos de su voz. Solían hamacarse también entre el juego sonriente de los
diálogos picarescos y chistosos. Ella le contaba sus sensaciones infantiles de
terror aquella primera vez que lo había visto... Porque él era el brujo
solitario, según sus amigas, de rostro tenebroso, que celebraba satánicos
sábados en la noche profunda y se oían rumores en la calle silenciosa. Después
supo, que él escribía poemas a esas horas y se entretenía, leyéndolos en su
cuarto para aturdirse. Pasaban después al comedor y se sentaban cerca del
abuelo del Río, que leía cerca de una ventana, mientras la lluvia fuera
subdividida en gotas oblicuas y rápidas, caía delante de sus ojos, como
cohortes innumerables en fuga de perlas diáfanas... Conversaban largo rato,
hasta que llegaba la noche y se prendía el quinqué azul y se añadía carbón a la
estufa y aparecía la mesa blanca, con su centro de cristal festoneado de aromas
y camelias, luminosas las copas, y las servilletas levantando el vértice del
cono, fuera de sus aros de plata.
A veces los sorprendían las breves
primaveras que entran con sus ráfagas tibias en el aire glacial de julio.
Miraban rejuvenecerse la pradera, que bebía apurada la atmósfera húmeda y
vivían alegres entre las salutaciones de los colores vivaces al lado de los
vergeles, por los senderos rojos del polvo de ladrillo. Se detenían a cortar
flores y se entregaban en esos regalos mutuamente el diálogo de la gentileza y
del perfume. Bajo el cielo de azul sereno, en medio de la lluvia de los rayos
de oro. A través de la sublime bendición primaveral, al lado de las corolas de
terciopelo multicolor. Llevando del brazo aquella criatura ideal, sentía Méndez
revigorizarse el espíritu. Quería luchar y resurgir para que su vida estéril de
misántropo, se perdiera para siempre. Era el enamorado de las ásperas batallas
futuras. Iba a trabajar de nuevo y a derramar su sangre en la lucha si era
necesario y a dispersar las moléculas de su cuerpo. Era casi un creyente.
Soñaba el amor por la vida perenne, mirando a Dolores, que era su inmortal
égida alabastrina y sentía extrañas dulzuras tranquilas y todo ese mundo
atropellado de sus pasiones navegaba lejos y perdido tal vez para siempre.
Llegaba después a su casa, leía y meditaba. En vez de aparecer sombras
funerarias, como antes, a rasgarle las carnes, con las amargas visiones,
acudían en tropel aladas deidades celestiales, que lo ayudaban a escribir los
cánticos gloriosos de la esperanza. ¡Oh! ¡Si él no tuviera esa cicatriz de la
frente, ese feo costurón frenético que no alcanzaba a cubrir con la onda negra
de su cabello!
- XIV -
Eros paradisíaca
Amó otra vez sus libros, estudiando en
las horas que se retiraba de la casa del Río. Era necesario que su nombre
saliera de la oscuridad. Él tenía esa deuda de gratitud con el padre y habría
para las criaturas, que lo acompañaran después a vivir, flores en el sendero y
dichas y plácemes. Escribió para ella historias de amor, delicadas fragancias,
miniaturas de marfil y con esa fantasía que había creado los poemas macabros de
las sombras, encontró el lenguaje del éter azul y pidió a la angelical inocencia
de la naturaleza dormida bajo el cielo gris del invierno, las esencias
misteriosas de sus linfas quietas. Eran los cuentos aquellos, embalsamados de
aromas, eflorescencias primaverales de la selva, con la divina orquesta juvenil
de los trinos al lado del arpegio dulcísimo de las alas tendidas hacia los
nidos. Vibraciones de cítaras y torsos ebúrneos de diosas inclinadas,
suscitando al lado de la playa de los mares glaucos la sáfica melodía inmortal
y más lejos la sombra gigantesca del Partenón, estremecido entre las notas de
la sinfonía esquiliana, cobijando la larva enamorada y eterna de Leandro. Había
laudes en sus cuentos y trovadores de rodillas delante de las zahareñas
castellanas medievales, el aro de hierro en el índice rodeado de la garra del halcón,
con la derecha abierta señalando los cedros seculares del Líbano irredimidos...
La leyenda de Ildegarda, una blanca pasión, coronada de ciprés, fría dentro el
arabescado manto de reyes y muerta de amor en el beso del caballero
arrodillado, que le traía la ofrenda de su negra cabellera. Luego el cenobio,
el amplio hábito de burda y flotante estameña, la barba de plata enmarañada
hasta la cintura, ceñida de cilicios, monje y sombrío caminador bajo las
bóvedas oscuras, entre los ecos lúgubres del Miserere. Le dolía el cerebro de
escribir. Pasaban las épocas susultantes en aquel romancero secular y leían
todo eso viviendo entre el claro sol de Helenia, bruscamente arrojados de
repente, en medio de las brumas, donde las vírgenes enamoradas, orlado de camelias
el largo vestido de raso, palidecen moribundas, soñando las fulgurantes mañanas
del epitalamio. Y al lado del Tirreno, entre el crepitar de las espumas,
saturadas de los efluvios de los limoneros, erguidos a lo largo de la rivera,
susurrando entre las hojas de estrofas del cancionero de Laura.
Tenía ímpetus el poeta, y gallardas
batallas íntimas y versos sollozantes en el abrazo fraternal del amor y de la
muerte y procedía con el pecho abierto, la clava en la diestra, como un
gigantesco espíritu libérrimo. Enamorado del arte, que no tiene ritmos
preestablecidos, siendo en el sensual y profundo sacudimiento, usando las
palabras de todos los idiomas por él conocidos, como si tuvieran cuna de
hermanos, cantaba sin saberlo él mismo ingenuamente, la salvaje apoteosis del
yo, sectario como era asimismo de la forma sencilla que encanta y no deslumbra
con las bruñidas y perpetuas reverberaciones. Escribía en los poemas
microfonianos el recóndito susurro de amor en la naturaleza. Era el connubio
misterioso del rayo de luz, que penetra la verde trama de la planta y el oído
atento escuchando el ritornelo de los besos furtivos. Eran las glorias de la
corola abierta en el abrazo fecundo, la bendición del color y del perfume, la
carne blanda y sabrosa y húmeda del fruto... Eran las armonías de las fuerzas
invisibles, que cruzan el universo en sempiterno maridaje, el crujir del polen,
los ecos del lenguaje sutil de los astros y susurros de besos y la elocuencia
del cuchicheo de las aves, sentadas en el nido. Cruzaban niños a veces -chicos.
-Cinco años. Ella, de espléndida aurora, blanquísima, caminando a pasitos
cortos y mirando a cada rato su vestido nuevo de lanilla rosa... Él en su traje
azul, la gran solapa abierta adelante de la camiseta rayada, la gorra de marinero
atrás, la frente brava tostada en pleno sol. Conversan y pasean del brazo y
salía finísimo de la lira de Méndez, como laminaria de oro, del aleteo
inarticulado casi de las sensaciones precoces, el yámbico breve resbalando
apenas sobre la inconciencia del idilio infantil. Con ruidos en sus versos de
brisas parleras, suscitando las sonrisas de bosque en bosque, narradoras
inquietas del chisme oído en el gran coro de amor de la naturaleza. Con
diálogos de flor a flor eternamente, enviando la quinta esencia de su cuerpo en
los átomos del aroma, que se encuentran y se confunden en ardiente abrazo. Y
roces microfonianos de la extendida y larga ondulación del mar manso, que
reproducen los suspiros de las parejas dormidas sobre el gran almohadón de
algas. Con sinfonías calladas y estremecimientos apenas perceptibles de
ternura; y blandos arrullos de labios en medio de las silenciosas oscuridades,
que cobijan el gran himeneo lánguido de la tierra, mientras los pobladores
brillantes del cielo de la noche, envuelven y ocultan sus amores en el velo
azul. Algunas veces estallaba el plectro con todas las sonoridades esquilantes.
Cantaba los amores brutales de las alturas huracánicas... El aire sin vientos,
dormido; el cielo quieto, tenebroso y siniestro. Después el vértigo de las
nubes en el oscuro seno y los ósculos formidables y el abrazo titánico, que
engendra el incendio del relámpago súbito en todas partes y las fragorosas
detonaciones dilatadas. Y más lejos los vendavales sibilantes, agachados en la
tendida violenta de la carrera, persiguiendo los senos opulentos y vaporosos de
los nimbus, alcanzados al fin, hechos pedazos, la espuma blanca y transparente
aquí y allá y borrados por último del espacio, en medio del parto fecundo de
las lluvias zumbando arremolinadas.
Entraba honda la garra en el corazón
juvenil y una tras otra desfilaban las hebras de luz de la trémula pasión.
Los primeros encuentros, la imagen
penetrando átomo por átomo. El encanto de la voz y la sombra de la mirada
dilatada en el ser profundo de cada uno. Todos nuestros pasos con ímpetu
vigoroso hacia ella, en los paseos, en el teatro, en la iglesia y después
solos, caminando silenciosos, seguidos de cerca en todas partes por el fantasma
de la celestial visión. Luego la timidez y el temblor de los labios y el deseo
de decirle de una vez la honda y agitada congoja de adentro y todos los
calientes soliloquios de la inteligencia, y los combates de la incertidumbre y
los espasmos de las alegrías felices. ¡Cómo escriben ellos siempre toda la novela
del espíritu delirante y náufrago casi en esa borrasca! ¡Soñadores huraños, y
vencidos sombríos de la pasión! ¡Caminaban todos en las paginas de Méndez,
acariciando la divina forma! La arrebatan con ellos, entre las auroras,
mezclándola a la difusa penumbra rosada y vaporosa del crepúsculo, poetas que
cantan sin palabras los frenesíes del amor correspondido. Luego los sueños;
mirarla siempre, vivir con ella, solos, lejos de los rumores mundanos,
caminando las alfombras del humus fecundo y verde, abrazados hasta la muerte
debajo del cielo oscuro de la noche...
Al lado de ellos leía Méndez la historia
de los mártires del desdén... Espíritus suaves algunos, que recogen la
crucifixión y viven mucho tiempo de la savia amarga. Perdonan siempre en la conciencia
dolorida y aman a pesar de todo. Recuerdan toda la vida pensativos y cariñosos
la era dulcísima, e imploran aun después que la esperanza se ha perdido, y
cuando la mujer está lejos y encanta el hogar de otro, ellos se cierran
solitarios con su pasión y mueren con ella, idólatras sublimes y silenciosos.
Cerca de ella, feliz de sentirse su dueño, desnudaba el médico el alma ruda de
los que exigen con imperio el vasallaje de las personas que aman -esos que
muerden sus cariños en el rabioso ímpetu de los celos. Los veía en los bailes
frenéticos, recibir el no frío y fino en pleno tórax y desgarrarse con las uñas
las carnes y tronchar en fragmentos dentro de su corazón el ídolo y correr
desatentados y locos haciendo con los sollozos formidables sonar enronquecidas
las sombras de la noche. Otros ensayan la risa jovial y ostentan la
indiferencia y fuman el gran cigarro habano, con los aires del más clásico:
"qué me importa" Buscan amores en cualquier parte, víctimas del temor
ridículo, lastimados por los alfilerazos de la crítica y viven queriendo
convencer a los demás que han olvidado la vieja historia de amor.
¡Liliputienses! Al lado de estos, veía Méndez a los que tienen cada célula
viviendo la fúnebre congoja, los que han perdido la fe y la voluntad, arrodillados
ante la efigie fascinadora. Doblados en la derrota, marchan en la vida entre
los crespones intelectuales del suicidio. En el viaje tristísimo, donde no
pueden encontrar nunca la paz que consuela, describen las espirales, vacilantes
y ebrios de aquella ponzoña que concluye al fin en la línea recta y rápida del
pistoletazo sepulcral...
Una noche habían arrimado dos sillones a
la chimenea. Estaban en silencio, al lado de una gran brasa roja. De repente
vio Méndez, que Dolores extendía la palma izquierda hacia él.
-¿Qué quieres? Le preguntó.
-Eros Paradisíaca.
-No la he traído...
-Tú me prometiste...
-Un olvido...
-No es cierto. Yo sé que la tienes.
-¿Y para qué al fin? Ya hemos leído
muchas historias.
Pero no esa. Lo que hay que ahora que al
señor poeta lo hemos aplaudido tanto, ya se ha hecho... difícil.
Siempre enigmática la señorita Del Río.
Pero sin coqueterías. No como los que
escriben.
Sigue el enigma...
No me parece que eso sea tan oscuro, por
lo menos para los que conocen a Vds.
¿Los? ¿Y qué es ese plural?
Oh, Dios mío, exclamó Dolores, los
poetas... Es necesario convenir en que tienen razón.
No entiendo.
Todos los que escriben desean leer sus cosas;
esa es la verdad. Molière le leía sus comedias a la cocinera. Muy raros son los
que salvan de esa tentación y esos son los peores, porque son capaces de
dormirse con sus versos debajo de la almohada.
¿Y quién te ha dicho eso?
No es necesario que le digan a uno todas
las cosas. Supongo que me darás el derecho de pensarte... y lo mismo nos sucede
a nosotros con nuestros tejidos y bordados y con cualquier traje o adorno... Lo
primero que hacemos es llamar alguno para que los vean.
Lo que te puedo decir, Dolores.
¿Qué cosa? Interrumpió la niña.
¡Eres una divina invencible!
Gracias. Ahora quiero el trofeo de la
victoria.
Aquí está.
Méndez sacó unos manuscritos.
¿Los leeré fuerte?
No, por favor. Es tan aburrido eso,
contestó el médico.
Glotón, contestó riéndose la niña. Es lo
que está deseando.
Amén, dijo Méndez y se arrellanó en el
sillón, para escucharla. La niña leyó el cuento de Eros Paradisíaca...
"Caminamos por la selva, el uno al
lado del otro, cuando la yema brota, y la hoja conversa creciendo, y el insecto
cruje callado entro la yerba... porque yo tengo en el pecho, para ti, un ángel
con alas rojas, que late y late temblando con sus plumas de seda.
-¡Chist! ¡No hables fuerte! Yo voy a
poner mi mano pequeña y blanca sobre tu boca, mientras el gorrión travieso se
inclina piando y espiando sobre esa rama, ¿ves? Que está allí arriba;-el pícaro
gorrión, que hace un momento ponía su piquito cerca de la compañera para susurrarle
las cosas del sentimiento, que no tienen forma de lenguaje posible.
-Yo te entrego, ¡Oh, Eros!, este mundo
mío grande y doloroso, iluminado por tus ojos azules y melancólicos, hecho con
las vibraciones de tu divina persona, el encanto de tu voz y el ritmo blando de
tu respiración acariciadora...
-¡Chist! ¡No hables tan fuerte! Porque
las gotas de luz, que pasan al través de las hojas como agujas de oro, se
llevarán más tarde tus palabras, cuando el día caiga y desaparezcan del verde
de la selva silenciosa...
Entonces estalló sobre sus cabezas toda
la sinfonía formidable de la naturaleza. El cielo separó los troncos ciclópeos
vio lentamente y penetró en la selva -azul, inmenso- con toda la maravilla de
sus colores y el sol, sacudiendo de las greñas a las penumbras reventó en un
océano de luz a chispazos y chisporroteos prodigiosos. Los pájaros pasaban,
zumbando en bandadas parleras y bulliciosas, llenando el aire de cánticos y
gorjeos. Iban y venían en torbellinos innumerables, levantando el vuelo y
descendiendo, hasta rozar con las plumas multicolores sus frentes estremecidas,
en medio de aquel sobresalto infinito de la vida, mientras las flores erguían
sus corolas altivas y los árboles proyectaban más lejos sus ramas como brazos
gigantescos.
-Yo quisiera morir aquí, sostenida mi
cintura por tu brazo robusto, teniendo mi cabellera por almohada, para que tú
me cierres los ojos azules y melancólicos. ¡Cava mi sepulcro al pie del cedro,
debajo de esas violetas, porque yo quiero que los pájaros acompañen con sus
cantos mis ensueños y las gotas de oro del sol rodeen como una guirnalda mi
frente pálida de muerta! Acerca tu oído; escucha los murmullos del ángel con
alas rojas, las deliciosas y sonrientes quimeras... los niños juegan, las almas
juveniles se abrazan en el éter sutil y tranquilo; hay hogares con esplendores
de virtud, y cunas que ondulan, y endechas tiernas, nenias moribundas...
-¡Oh, Eros!... yo tengo miedo... los
hombres tenemos ásperos dolores de la mente, y espasmos de soberbia que
mancharán la casta modestia de tu espíritu... yo tengo miedo... no hables tan
fuerte, para que Dios no te oiga.
Entonces cayeron al suelo a millares, las
unas sobre las otras -a millares-, las hojas secas y amarillas, y las flores
desprendidas de sus gajos; y Eros, transfigurada, divino fantasma, con la
cabeza echada hacia atrás, estática en el cielo y en el sol -cayó de sus brazos
para acostarse y morir sobre el sepulcro marchito. ¡Vestía un traje blanco de
raso con festones y guirnaldas de azahares y tenía zapatitos con hebillas de
plata, envuelto el cuerpo rígido -largo a largo- en el tul transparente de las
novias!
Dormía... ¡su almohada fueron las ondas
voluminosas de su cabellera rubia y las gotas de oro del sol rodearon como una
diadema su frente pálida de muerta!
Así pasaron el mes de julio -el uno para el
otro. Se impregnaron recíprocamente de todos los átomos de su ser moral. El
carácter de Méndez se modificó en las caricias de su voz, en esos diálogos, en
que Dolores le entregaba toda la infantil y juguetona resignación de su
espíritu. No era pues toda la vida humana, aquella que él había estudiado y
sentido hasta entonces. Había fuera del círculo frío y siniestro en que su
orgullo lo había encerrado, fuerzas más sanas, más varoniles y era aquella niña
que le hacía vislumbrar el mundo nuevo y juvenil. Sentía la necesidad de ser
comunicativo. Hablaba de sí mismo. Decía cómo era, sin ambages, ingenuamente,
chispeantes a veces, profundo y elocuente en los arrebatos de su poderosa
inteligencia y tenía en sus palabras como un espejo a través del cual se veía
su espíritu, lleno de transparencias. Eran sinceros los dos. Fueron niños,
mucho tiempo, aturdidos casi en aquella pasión regalándose flores y chiches
deliciosos, mirando a veces el anillo de oro muerto, que tenía grabada la fecha
memorable. En la sobreexcitación de la fantasía, todo lo inventaban para pasar
las horas entretenidos, con esa instable volubilidad y con ese olvido de las
cosas reales, que hace parecer un sueño -un alegre sueño inmortal- esas únicas
y espléndidas horas.
Un día le, preguntó Dolores, cómo había
sucedido eso de la herida.
Fue así, contestó Carlos. Al día
siguiente del baile, yo me creí un hombre libre. Ya me había librado, con tu
permiso, de ese demonio.
Gracias, dijo Dolores. ¿Y después?
Estaba en lo del demonio preguntó Carlos.
Por lo menos muy cerca de ese personaje.
Bueno pues; salí a la calle y caminé
mucho porque quería ver bien cómo era un hombre libre. Genaro me seguía con el
coche y me miraba con una seriedad triste. Ya había vuelto, ¿te acuerdas? Con
aquellos regalos.
Sí me acuerdo.
Y yo esta noche los he traído, añadió el
médico.
Gracias. A ver, démelos pronto -y la
piocha salió temblando y chispeando de su estuche de terciopelo azul.
¿Quieres que yo te la coloque? Preguntó
Méndez.
Pero no me vaya a hincar la cabeza,
señor.
Ya está.
Dolores se levantó y se acercó a un
espejo.
Deme el collar.
Aquí lo tiene, señorita y Méndez lo
levantó a la altura de sus ojos.
Démelo.
No.
¿Por qué?
Yo quiero rodear su cuello con él.
¡Majadero! Tome y la niña inclinó un poco
su cabeza hacia el novio, mientras este dejaba caer el collar...
¿Y? Preguntó sonriente Dolores.
¿Y qué?
¿Cómo me encuentra?
Espléndida...
¿Y el demonio?
¿Cuál?
El del cuento.
Tiene la tez de mármol y grandes alas de
seda.
¿Se imagina que yo le voy a perdonar eso?
No sé. ¿Qué va Vd. hacer?
Vengarme. Traiga ese almohadón cerca.
¿Yo?
Sí, Vd... y ahora arrodíllese.
Qué altivez. Yo soy un humilde vencido.
¿Sabe Vd. con quién está hablando?
Vd. es una celestial criatura.
No se repita. Ya me lo ha dicho muchas
veces.
¿Quién soy? Adivine.
Vd. es todo, Dolores, mi corazón, mi
voluntad, el numen de mi inteligencia.
Qué monotonía, por Dios. Adivine quién
soy.
¿Qué sé yo? Vd. será mi madre, antes,
mucho tiempo atrás.
Es desesperante. Acérquese. Venga. Yo se
lo voy a decir al oído.
Ella tomó la cabeza entre las manos y
acercando sus labios trémulos de emoción, le dijo en voz tan baja, que parecía
un murmullo suavísimo y lejano y trepidante de amor.
¿Quieres saber quién soy?
Sí, Dolores, contestó el médico, mientras
sentía correr por todo su cuerpo el frío del estremecimiento.
Yo soy Isabel, la heroica castellana de
Insuriz, la de la negra, luenga y ondulante cabellera, peregrina de las noches
tristísima del abandonado y viejo y solitario castillo.
¡No, no! Tú eres toda la leyenda, exclamó
Carlos, echando su cabeza hacia atrás; todos mis cantos, la embriaguez de la
dicha eterna y el sol deslumbrador de la nueva vida... Tú eres Dolores, mi
pequeña Dolores amable, suave, de filigrana como el encaje, ideal como la
primavera.
Es cierto, es cierto, repitió la niña,
los ojos llenos de sonrisas... Tú eres mi señor y mi poeta glorioso... Mirá la
piocha, Carlos.
Tiembla de chispas.
Mirá cómo reflejan las perlas, la lumbre
de la estufa.
Tienen las alegrías de la aurora... Son
alfombras de pétalos de rosa que se rasgan en sus esferas. ¿Quieres Dolores
darme tus manos?
Sí quiero
Yo las voy a mover de un lado a otro con
suavísimos vaivenes. ¿Sabes tú lo que es eso?
Sí sé.
Dímelo.
No: dilo tú...
Es una cuna de alabastro... Si tuviéramos
un velo azul para adornarla y una cinta de faya de nácar... Hace frío, Dolores,
y las cunas pueden morir en la atmósfera helada.
No. Yo tengo una pequeña colcha de raso
que palpita. La voy a abrigar con mi corazón... Acerquémonos a la ventana...
Tú, pequeña qué Dolores, quieres ver el cielo de la noche.
Espérate. Voy a secar con mi pañuelo la
humedad del vidrio...
Eternamente así... ¿es verdad?...
Sí Dolores, eternamente...
El cielo estaba sereno y claro y se veían
aquí y allá brillar algunas estrellas, mientras la luz de la luna, que se
ocultaba detrás de la arboleda, invisible para ellos, se difundía, haciendo
transparente la atmósfera. Había en toda la casa un silencio profundo,
solamente interrumpido por el crepitar de la leña y el ruido de algún trozo de
brasa, que caía sobra la reja. Estuvieron silenciosos un largo rato en la elocuencia
prolongada de aquella emoción...
Él le contó aquella historia, cuando dos o
tres días después empezó a sentirse tan solo y a encontrar tan fría la vida. Se
imaginó que leyendo y trabajando iba a poder llenar sus horas, pero empezó a no
encontrar objetivos y a sentir en la garganta sensaciones de acíbar. Era
cierto, que él había olvidado a Dolores y no tuvo jamás debilidades plañideras
y femeninas, pero aquel gigante recio del tedio, a quien esa pasión había
arrojado lejos, volvió a achatarle el cráneo con su férrea manopla. Iba a veces
a ver a la madre, pero ya como hombre desfalleciente y cuando ella le
aconsejaba con dulzura, concitándolo al trabajo, contestaba: ¿para qué y para
quién? Siempre habrá en el cajón del escritorio, para las tres varas de tierra,
que necesito. Decía estas cosas no como un vulgar pesimista de esos, que
encuentran el mal en todas partes y lo escriben para producirlo, sino como
hombre que había acumulado rencores contra sí mismo, hasta que en medio de
aquella tormenta, después de dos años de apurar soliloquios, buscó en la muerte
el camino de la paz eterna.
Ya iba a llegar setiembre. Era necesario
buscar la casa, en que se iba a iniciar la nueva familia. Al fin dio con una,
que satisfizo a todos. Era de gran patio y anchos corredores a un lado y otro,
espaciosa y alegre, con arboleda en el fondo, el aljibe de baldosas lucientes y
azuladas. Puso muebles modestos, porque no sabía de otro modo y resultó una
extraña casa de soltero, que Dolores transformó más tarde en una encantadora
vivienda. A ella la veían salir a mentido y entrar a las tiendas y pasar muchas
horas cosiendo...
La última noche estaban sentados los dos
en la sala un poco silenciosos, en el aire tibio y lleno de brumas, mientras
penetraban por las ventanas abiertas las fragancias del jardín. De repente
sonaron en la calle los trinos de varias guitarras y se elevó una voz purísima
y melodiosa, llena de entonaciones profundas de sentimiento. Méndez irguió la
cabeza, inclinando el oído y se levantó.
¿Quién es? ¿Quién canta así? Dijo conmovida Dolores.
Es Genaro, contestó el médico.
Qué bueno parece, exclamó la niña.
Es un corazón, Dolores. Tiene la dulzura
de un niño y es temerario y terrible en su valor. Ha sido siempre mi mejor amigo
y estos cantos son un tributo que paga a su cariño por nosotros...
Salieron a la puerta a escucharlo.
Genaro había visto a las flores en la
mañana difundir aromas, cuando el sol las besa. ¡Son como las flores los que se
aman!
Tienen auroras, luz y alegrías y lóbregas
noches. Cierran sus pétalos, visten de luto, bajo esa cruz caminan, sufren y
mueren. ¡Cómo solloza el alma de su guitarra de sentimiento!
Llega la primavera, vuelan los pájaros
sobre los campos desiertos. Son felices. Levantan en el pico pequeñas ramas
torcidas y hojas secas. Tejen el nido de sus amores entre la flor de durazno...
Cantan volando, con las alas extendidas,
que parecen largos flecos de seda y se pierden lejos en el azul del cielo...
Buscan rayos de sol para sus nidos...
Pían en la tiniebla y no duermen y
levantan la cabecita inquieta hacia las estrellas y en cambio de sus cantos, le
piden para los hijos luz y piedad a los soles de la noche y así rezan mucho
tiempo, mirando esos compañeritos, que tiemblan allá arriba silenciosos.
Genaro había visto a las flores difundir
aromas, cuando el sol las besa y palpitar de sentimiento el alma de su
guitarra, para que ellos fueran felices, Carlos y Dolores, como los pájaros que
tienen nidos, como las flores de la mañana...
La voz de Genaro se iba alejando entre la
bruma, mientras la luna que se levantaba en el horizonte difundía tenues
vislumbres en la densa capa de vapores y una que otra luz mortecina se veía
aletear apenas en las casas del barrio. Se abrazaron en el umbral, frente al
silencio de aquel jardín, que ellos habían caminado tantas veces de la mano, en
medio de las penumbras de la noche. Parecían una visión Osiánica, apenas
iluminada por las moléculas de luz de auroras boreales ocultas en lontananzas
infinitas y la canción de Genaro, que ya se desvanecía tan lejos, los ecos de
las tiernas baladas, que hacen estremecer de amores los lagos azules y
despiertan la embriaguez de la vida en la noche polar y eterna...
- XV -
Epitalamio
Hubo mucha agitación en la casa del Río,
en aquel hermoso día primaveral de fines de agosto. Dolores se despertó más
temprano y salió al jardín, caminando del brazo con el viejo un gran rato, sin
conseguir que éste iniciara ningún diálogo. Parecía triste y sus palabras
tenían una extrema dulzura y aquel almuerzo fue casi silencioso. A la tarde
llegaron algunas amigas y grandes ramos de flores y estuches elegantes, que
ellas miraban revolviendo todo con gran curiosidad y admiraciones de todo
género y los disponían en su dormitorio aquí y allá sobre la alfombra y en las
sillas y sobre la verde colcha de seda. Largo y extendido en el sofá de rojo
terciopelo, estaba el traje blanco de novia. Propendía lejos la cola brillante
de raso, adornada de gasa la bata, las guirnaldas de azahares de arriba abajo
de la pollera, tomadas con un elegante moño de moaré, mientras el velo
transparente caía alrededor de él, como abandonado al acaso. El abuelo del Río
parado cerca del portón de reja de la verja miraba en silencio salir para la
casa de Méndez los cajones rectangulares, en que se iba la ropa de la nieta;
oyendo desde allí el cotorreo rumoroso de las niñas, que hablaban todas juntas,
mientras cerraban y abrían estuches y él las veía ir y venir agitadas por el
cuarto de Dolores, contemplando con la cabeza agachada aquel aturdimiento.
Por la noche se reunió mucha gente en la
vereda de la casa, formándose corrillos bulliciosos y se veían mujeres con
grandes mantos negros espiarlo todo, cuchicheando sobre la belleza del ajuar y
la esplendidez de los regalos. Había mucha crítica y los comentarios no eran
favorables para Carlos Méndez. Su cara seria, que imponía respeto, lo austero
de sus costumbres y las contestaciones recias, que le habían oído alguna vez,
lo alejaban de sus simpatías, y se oían augurios siniestros para la pobre niña.
En cambio ese gran calavera de Valverde, que se paseaba por allí con algunos
amigos, era el mismísimo mandinga irresistible, conquistador y travieso,
risueño y amable y toda aquella siniestra historia de Paloche y las aventuras
galantes y peligrosas, que de él se contaban, lo habían hecho el hombre a la
moda. Por eso sentían cierto secreto, placer y un prurito de curiosidad, cuando
él se acercaba a alguna de ellas, a conversarle, y mejor todavía si eran
anécdotas verdes y picantes que hicieran vislumbrar veladas las visiones de la
orgía lasciva...
Cuando Méndez bajó de su coche y subió a
la casa, Enrique, un poco lejos, en medio de sus amigos, dijo, señalándolo:
¡El imbécil! Allí lo tienen... Se ha
instalado ahora. Puede estar tranquilo porque va a cumplir su misión sobre la
tierra. Ha pasado toda su vida, enclaustrado como un fraile, sin conocer más
mundo, que el de su biblioteca y ahora ¡hételo! Aquí, saltando fuera... Se casa
pues y no sabe cómo cantan y mueven la cola las sirenas. Ahora, mis amigos,
seguía Valverde, calcando las frases con tono socarrón, es necesario dejarlo,
porque ese predestinado va a formar familia y se sonrió maligno y diabólico.
Dicen que tiene talento, observó uno de
los amigos.
Sí, contestó Enrique. Escribe. Es tan
infeliz como eso. Vive emparchado de genio y de misteriosas y serias
austeridades y no conoce la calle... Es un pobre diablo, que se imagina que los
hombres son como él los piensa y ve crímenes y cosas deshonestas en el más
nimio desliz, eso que nosotros encontramos lo más natural del mundo.
¿Cómo se averiguará la muchacha, con su
insoportable carácter? Dijo uno de ellos.
¡Qué! ¡Mi querido amigo! Si es un ingenuo
y un anacrónico. Ella va a ser la dueña absoluta. Imagínense, que en vez de
echar su cuerpo a través de la vida audazmente, como nosotros, ha preferido
pegarse un tiro. Con eso está todo dicho.
¿Por amor, tal vez?
No, contestó Valverde. ¿Quién sabe? Yo lo
conozco. Es un orgulloso y un gran aburrido.
¿En este tiempo? Qué imbecilidad, replicó
otro.
Es que Vd. no sabe, que así son estos
lógicos que forman familia y cumplen la consabida misión, repitió Enrique, con
su aire burlón y agrio.
Porque para eso, Don Carlos, le habrá pedido
plata a Vd., rugió una voz detrás de él y al darse vuelta, vio la cara sombría
y tormentosa de Genaro que estaba cerca. Valverde no se inmutó. La apóstrofe
violenta se había estrellado en su frente impasible y se contentó con murmurar,
dándole la espalda; para tal amo, tal serviente.
De todos seré serviente, repuso Genaro,
con tono amenazador, menos suyo.
Mejor es retirarse, dijo Valverde
tranquilo y frío, si no me voy a ver obligado a castigar a este insolente.
¿A mí? Gritó Genaro, con voz ronca. ¿Vd.?
¿Castigarme? ¡Ni mi padre! ¡Ni mi patrón! ¿Castigarme? ¿Vd.? ¿A mí? ¿Vd.?
¡¡¡Agua!!!
Los amigos de Enrique se prepararon a
repeler la agresión, pero Genaro había sacado su puñal y lo levantaba en el
puño vigoroso, mientras la madre y Santa acudían a contenerlo. Se tranquilizó,
retirándose con ellas. Pasó a través de toda la gente, que se había reunido a
los gritos de la disputa y repetía el joven entre dientes: ¡canalla! ¡Lengua de
víbora! Yo te la he de cortar algún día.
Mientras esto sucedía afuera, en la sala
iluminada y llena de perfumes había muchas niñas, que esperaban la llegada de
la novia, impacientes porque nunca concluía de vestirse y se sentían desde allí
los diálogos de los amigos de Méndez en el comedor. Habían rodeado a D. Manuel
de Paloche y otras alcurnias, grande y viejo amigo del abuelo del Río y a quien
Carlos y él habían pedido que no faltase. Sentían hacía tiempo una profunda
conmiseración por sus desventuras y lo habían ayudado en su pobreza de todas
maneras. Vestía D. Manuel una gran levita negra, rodeado el cuello alto por
algunas vueltas de una ancha corbata de seda oscura. Estaba tieso y satisfecho
y había resuelto hablar poco; pero enseguida, arrebatado por las bromas
semi-serias de aquellos, sobre su poema futuro, empezó a sentir como desazones
y pruritos por dentro y atropellada su cabeza por un torrente desbordado de
ideas y de palabras y ya no pudo contenerse. Habló de medicina, de los métodos
de curar, de las injusticias de la Facultad, de ese ogro siniestro del
esfenoides y de sus esperanzas de gloria y de riquezas. Todo eso lo iba
diciendo con una extraordinaria volubilidad, saltando de un tema a otro y
concluyó por declamar aquella primera y famosa octava:
¡Canto el
masaje Dioses del Averno!
El arte de
curar maravilloso
Que en el
Parnaso, consiguió el eterno
Laurel de gloria...
¡Bravo, muy bien! Dijeron todos.
¿Qué les parece, señores? Preguntó
Paloche.
¡Épico! ¡Épico!
Seguiré entonces: ¡oh Musas!...
Por favor, interrumpió el más joven,
¿podría dejar eso para otro día, señor Paloche?
No, mi amigo... El masaje, elevado a
panacea universal, causará una revolución en la terapéutica y yo lo digo en las
dos últimas estrofas: porque ese hecho necesariamente implica.
Que quede suprimida la botica...
No entendemos, D. Manuel.
Pues es fácil. Yo lo canto en el libro
octavo del poema. El ejército de los masajistas rompe en masa sobre esos
negocios de inútiles drogas y los destruye ¡oh! Una lucha colosal con sangre e
incendios... porque así solamente se anonada la tradición y la rutina. Les
recomiendo el octavo canto... y hubiera seguido D. Manuel, contento de navegar
dentro de su locura a no haber entrado el abuelo a invitar a los jóvenes a
pasar adelante...
Fueron entrando estos a la sala y se
colocaron frente a las niñas, con ligeras inclinaciones de cabeza. En el medio
quedaba vacío un ancho pasaje, en cuyo fondo veíase arder la estufa y
dispuestos aquí y allá grandes ramos de forma elegante y caprichosa, mientras
la araña del centro con cuatro grandes lámparas de tubo derecho y deslumbrador
y largos caireles de cristales prismáticos, brillaba de vivos matices de
atornasolado y movedizo color. Llegó el abuelo del Río, trayendo a Dolores del
brazo, espléndida la efigie pálida debajo de la frente coronada de azahares,
con su largo y albo y nítido vestido de raso, la cola como acostada, rozando
con leve estridor las alfombras. Tenía el gran ramo de las mismas flores
artificiales en la mano derecha y el tul prendido con la piocha temblorosa y
chispeante, cayendo abandonado hasta el suelo. Catalina Méndez tenía el hijo a
su derecha, colocado al lado de la novia. Este se encontraba tranquilo, y como
distraído en medio de todos y miraba los muebles mudos testigos de todo el
idilio y parecía no acordarse sino de aquel futuro tan nuevo, que desplegaba
adelante sus senderos y todo este grupo estaba en el ancho pasaje frente a la
estufa, mientras los amigos de un lado y otro formaban larga fila, como a
rendirles homenaje.
Apareció el joven sacerdote, con un libro
en la mano -un noble rostro blanco, lleno de dulzura, de grandes ojos castaños
e inteligentes y se paró frente a ellos, vestido de la blanca casulla, colgando
de su cuello la estola de brocato, recamada de oro. Su voz suave se levantó en
medio del silencio. Leía la epístola de San Pablo, que une en Jesús y en la
Iglesia las almas y los cuerpos en la vida, y manda el amor hasta el sacrificio
y la muerte y ordena al hombre entregar a Dios la mujer santificada, "sin
mancha, ni arrugas". Cerró el libro el padre y dirigiéndose a la novia,
dijo:
Señorita Dolores del Río, ¿queréis al Sr.
Carlos Méndez por vuestro esposo?
La niña inclinó la cabeza asintiendo.
¿Os otorgáis por su esposa y mujer?
Sí, contestó Dolores, con la cabeza un
poco inclinada y con voz apenas perceptible.
¿Recibislo por vuestro esposo y marido,
según lo manda la Santa Madre Iglesia?
Sí.
Cuando Méndez hubo contestado las
preguntas, el sacerdote, pronunció con voz solemne estas palabras: Yo, en
nombre de Dios Todopoderoso, os bendigo y os declaro unidos en matrimonio y
levantó la mano abierta, que fue lentamente bajando y describió una cruz cerca
de la frente de los novios, que se tenían en ese momento de la mano.
Enseguida del Río abrazó y besó a Dolores en
la frente, mientras Catalina casi sollozando, acercaba su cara a los labios del
hijo, feliz en aquella victoria de la vida sobre las desesperaciones, que ella
había ganado con su cariño. Enseguida Carlos estrechó la mano del anciano,
mientras Dolores y la madre mezclaban en los brazos la una de la otra sus
alegrías y sus lágrimas. Se acercaron después las niñas a felicitar a Dolores y
ella le regalaba a cada una un botón del ramo de azahares y las presentaba a
Méndez. Enseguida los jóvenes fueron uno a uno a saludar a los novios y Carlos
conmovido y casi aturdido en medio de aquellas alegrías, equivocaba los nombres
de esos muchachos, que les habían perdonado tantas veces, las irascibilidades y
los ímpetus de su carácter. Cuando llegó D. Manuel, Dolores tuvo para él
palabras de profundo agradecimiento.
Oh, figúrese Vd. señora, contestó éste,
estos servicios entre colegas no se agradecen. Es un deber ineludible.
Estallaron luego del piano los primeros
acordes de una marcha nupcial en medio del murmullo general de los alegres
diálogos y los novios del brazo paseaban por la sala seguidos de muchas parejas,
mientras se desataban las notas melodiosas, poblando de armonías la vieja sala
señorial, que parecían cantar para todos el poema de los augurios felices. De
repente los novios y Catalina desaparecieron, pero el abuelo del Río cerca de
la puerta del dormitorio, de donde contemplaba la fiesta, vio salir y siguió
lejos la luz de los faroles del cupé que daban saltos -en aquellas calles sin
empedrar- en medio de la noche.
A las doce la casa quedó sola. El viejo
empezó a caminar por la sala con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos
fijos, la barba cayendo blanquísima en medio de la luz. Había vivido tanto ya,
que podía pensar en morir tranquilo, ahora que Dolores se había ido para
siempre. Sin embargo, la vieja casa, que tenía tanta honda tristeza en sus
muertas memorias, era sinfonía vibrante, que sacudía toda su grande alma
aguerrida y acompañaba su camino con sus ecos melancólicos. Como resonaba el
comedor, llenas las paredes de aquellos retratos de héroes, con su chimenea
deslumbradora y roja, como resonaba de la voz juvenil de sus hijos, y como
corrían a través de esos dormitorios oscuros las respiraciones de su descanso
profundo... ¡como antes, cuando él llegaba al lado de ellos en puntitas de pie
para no despertarlos! ¡Cómo pasaba gloriosa y mártir la noble efigie de la
madre y lo envolvía en el murmullo de sus alas de santa... allí mismo, como en
otros tiempos, cuando él llegaba de sus campañas y colgaba al lado de su cama
la vieja espada! Él no debía desaparecer entonces, mientras pudiera verse el
rostro y el cuerpo, lleno de cicatrices y rutilara a través de ellas la sangre,
que había saltado a chorros en medio de los bramidos del combate. ¡No! ¡Hasta
que esas banderas, que forman los trofeos, sobre los cuales había descansado su
soberbia cabeza de batallador, no perdieran los colores corroídos por el tiempo
y no se disgregaran las panoplias de sus armas de guerra, átomo por átomo! Él
no debía morir, mientras conociera los muebles de aquella sala, donde en la
noche se reunió tantas veces la familia y donde para cada uno de sus muertos se
había levantado el túmulo tenebroso, cubierto de la negra guadrapa... ¡Cuando
él encorvado y viejo cortaba flores del jardín y tejía sereno guirnaldas para
los féretros, que le arrebataban para siempre la sangre de su sangre! Porque él
erguía esa noche su cabeza luminosa de reflejos sidéreos y miraba con sus
fieros ojos indomables todo aquel inmenso escombro y sólo oía entre las piedras
palpitantes aquí y allá el nombre de sus hijos que le narraban con sonoridades
de epopeyas las inmortales proezas. Se dibujaban cerca de los cuadros líneas
serpentinas y fulgurantes y cruzaban aquel ambiente de relámpagos, que tenían
escrita entre sus rayos indelebles la honra inmaculada de su casa. ¡Él no debía
morir, mientras pudiera conocer aquellos uniformes, rasgados de las anchas
heridas de bayoneta, atravesados por agujeros oscuros, que conservaban entre su
trama los últimos latidos de aquellos corazones moribundos! Por allí vagaban
todos en su memoria. Vivían la noche semi-insomne de los campamentos, bajo las
tiendas en hileras y caían después con el ceño torvo y el pecho abierto por la
metralla frente a los cañones enemigos. Porque en esa su casa hubieron llantos
de madres, que besaban los recuerdos abandonados en sus cuartos en el delirio
de mortal congoja, y esposas prosternadas, sollozando de esperanzas y de
plegarias. Vistieron luto después y caminaron hacia la tumba de la familia,
desparramando lirios, violetas y anémonas. No debía irse para siempre ese viejo
abuelo, que era el guardián huraño y gigantesco de la grande urna solitaria, en
que se había transformado la casa del Río, que conservaba en sus criptas el
alma elocuente de tanta verecunda memoria. ¡Nunca! Sentarse allí, tocar todo,
defenderlo de la mirada y del pie profano, ser la enorme pupila melancólica,
centinela día y noche, moviéndose inquieta de un lado a otro, para que no se
quedaran solos los queridos fantasmas y tuvieran flores en las primaveras y
sombras estivales de arboledas y lumbre en los días atenidos. Porque al fin
allí estaba el cariñoso mundo que le hablaba de Dolores a cada rato. La sala,
su piano, aquella copa de agua cristalina sobre su mesa de noche y el perfume
de toda su angelical persona irradiando en el ambiente... y ese jardín que ya
brotaba en el seno del calor y de la luz y que él iba a carpir y regar, para
que tuvieran ramos ellos en sus centros de mesa. Y sentía el viejo revolotear
alrededor de su cabeza de nieve, las hadas que inspiran las aéreas y alegres
imaginaciones y entró retozando en su cuerpo como una oleada bravía y
prepotente de resurrección, como si para guardar todo aquello hubiera recobrado
la gallarda fiereza de los tiempos juveniles aquellos, en que el ojo ríe y se
tiene la barba de seda y oro...
Se arrodilló el gran anciano en medio de
la sala con la frente en la luz, los ojos elevados, en el ensueño de las
beatitudes estáticas y con voz alta dijo, como si rezara en medio de sus hijos:
¡Aparta de mí el cáliz, Dios del dolor! ¡Cuando la noche de la inconciencia
descienda en mi cerebro, yo lo apuraré con estas manos secas! ¡Cuando mi
memoria y mi voluntad se hayan perdido y yo no conozca los uniformes
desgarrados y sangrientos y mi brazo inerte y mi pupila indiferente y fría, ya
no puedan defender estos recuerdos! Cuando yo camine como un sonámbulo, dentro
de la lóbrega sombra de mi inteligencia y sea la última y muda y moribunda
larva de la vetusta y desgajada mansión... Entonces morirá del Río, desfibrado
todo su cuerpo y deshecho en la grima desgarradora del recuerdo. ¡Adiós! ¡A los
pobres corazones queridos, que han entristecido mi casa yéndose para no volver
más, y van a incinerar al fin al roble gigantesco, que ha bebido ochenta años
los éteres de la naturaleza, sin doblar jamás la copa opulenta de hoja y ramas
en las tormentas fulmíneas de su larga vida!...
LIBRO SEGUNDO
- I -
La nueva casa
Seis años después el abuelo del Río
cumplió su promesa. Sus pupilas eran dos manchas redondas y cenicientas. Sus
cristalinos se habían petrificado y las cataratas habían llenado para él al
mundo de claroscuros. Ya no pudo ver los uniformes desgarrados y sangrientos y
dejó de ser el guardián celoso de aquella casa, que era la urna que encerraba
el muerto corazón de la familia del Río... Entonces murió. Sus dos últimas
lágrimas las enjugó Dolores sollozando inclinada sobre su frente, mientras el
arco abultado de la ceja izquierda del guerrero moribundo descendía sobre el
párpado casi a ocultarlo, como en los días de las batallas legendarias. Su mano
de piel arrugada y manchas cobrizas bajó despacio en las últimas respiraciones
sobre la mejilla de la chiquita de los cuentos, una adorable mariposa de cinco
años, que volaba por toda la casa, dejando caer perfumes y el polvo de oro de
sus alas, conversando el día entero los diálogos de las alegrías inquietas.
Dolores y Carlos arrodillados a un lado y otro de la cama velaron un gran rato
aquella grande y varonil efigie muda, blanquísima en las sombras de la noche.
Sobre su negro féretro la bandera a
través y la espada a lo largo, festones de aromas y coronas de violetas.
Algunos soldados, los compañeros de las viejas glorias, iban caminando al paso
en el cortejo. No hubo música, ni estruendos de fusilerías ni humaredas de
pólvora. No era posible. Había estado de sitio y estaba prohibido morirse.
Mucha gente marchaba entonces muy ágil y suelta de movimientos, porque le
habían al fin arrebatado ese grave impuesto, que se llama libertad... Derechos
no existían, pero deberes tampoco... Se hacía vida de patriarcal paciencia, a
pesar de haberse concluido el pan y las riñas de gallos... Los pensadores de
ese tiempo traducían así el latinico aquel: panes et circenses... El ejército
estaba lejos, peleando en lucha fratricida. ¡Como siempre! ¡Cuántas cosas hacen
los soldados intrépidos, que no quieren hacer! En el cementerio nadie habló.
Los escondidos de las criptas pudieron esta vez siquiera recibir esa honradez
que llegaba, en medio de la augusta religión del silencio, donde cabe todo lo
sublime... Mejor eso que los panegíricos y los epitafios, que no son capaces de
sintetizar los martirios y los heroísmos de cualquiera de esos guerreros
oscuros. El cajón, sostenido con sogas que pasaron por el hueco de las manijas
amarillas de bronce fue resbalando despacio al sepulcro donde quedó extendido
al lado de sus hijos, muertos por la patria todos ellos. Carlos Méndez
entregaba una por una las coronas con religiosa piedad, pensando que aunque
después no vaya nadie allí a visitarlos, esos sarcófagos no quedan solos,
porque la bandera los cobija y se desmenuza y se incinera y se dispersa con
ellos en el viaje eterno... ¡Oh si no fuera por sus caricias silenciosas, quién
sabe si aquella sería la mejor manera de morir! ¡Están tan abandonadas a veces
esas pobres urnas gloriosas! Poco a poco se fueron yendo todos y Carlos empezó
a vagar por todas las calles, como si no pudiera salir de aquel mundo
funerario, arrodillado después sobre el sepulcro del padre, escuchando toda la
profunda y tétrica poesía. La voz de Genaro que le pedía órdenes con el
sombrero en la mano lo despertó y lentamente salió del cementerio y se hundió
con la cabeza agachada en el asiento del carruaje. Genaro emprendió la marcha
crujiendo y castañeteando las ruedas sobre las combas resbaladizas del
empedrado de entonces, hasta que se hizo un roce rápido uniforme y sin
estrépitos, al llegar al colchón de polvo de los suburbios.
Era a principios de setiembre, en la
estación variable y movediza, en que el durazno se cubre de la flor maravillosa
y rosada, en que pululan las yemas y empiezan las hojas a desplegarse. Entonces
hay días primaverales que llenan el espíritu de la admirable y tibia sensación
de la vida que resurge y la golondrina cruza los suburbios con las alas
extendidas en su volar violento y se posa tranquila sin moverse ya en el borde
del techo. Al que vio en invierno los cercos de sina-sina desnudos y retorcidos
y la arboleda, perdida la morbidez opulenta de la forma, transformada en una
selva de ramas rígidas, delgadas y puntiagudas en el mudo ensimismamiento de la
vida latente y dormida, llena de asombro la contemplación de todos los pequeños
estremecimientos que anuncia la llegada de la admirable mensajera con ropaje de
flores. Bajo el cielo más puro, en medio de los rayos del sol más espléndido,
que antes, hay familias innumerables de pájaros, que revolotean en bandadas y
saltan de rama en rama y llegan perfumes de heno exquisitos y hay noches
serenas, que hacen descubrir la cabeza y buscar la brisa fresca y admirar y
bendecir los astros. Pero el invierno no ha concluido. De repente se levanta en
el horizonte el paño oscuro de la tormenta, que asciende con siniestro sigilo;
la naturaleza tiembla sacudida por el furor y los estampidos de los ciclones y
el frío y el barro vuelven a azotar lejos las cosas tibias de la primavera.
Entonces por la mañana suele la campaña todavía cubrirse de la blanca mortaja
de la helada hasta que otra vez se levanta la temperatura y en las ráfagas
cariñosas estalla la pompa multicolor de las corolas y se extiende más tupido
el verde tapiz del bosque. Es en esta estación que empiezan a desarrollarse los
sucesos del libro.
Méndez entró en su casa transformada en un
pequeño paraíso. Es linda y aseadita con su patio grande de baldosas rosadas y
nítidas. Tiene dos corredores divididos por un ancho pasaje de piedra cuadrada
y él la solía contemplar a veces sentado en el rincón fresco del corredor a la
izquierda mientras el sol la baña en frente. Desde allí veía a través de los
árboles del jardín rasgos de cielo azul a lo lejos y los cirrus cándidos como
un montón de tules que vagan y se mecen y ondean en la luz. Abajo, cerca de la
pared que la enredadera tapiza con sus barbas el arco de hierro, de donde
cuelga la roldana del aljibe y engasta un medio círculo de sol y diez perales,
que son todo su bosque delicioso y verde, blanco de flores y lleno de
cuchicheos y de murmullos. Más lejos una abra elegante, formada de un costado y
otro costado por los troncos de la parra enhiesta, áspera, verdinegra,
agrietada a lo largo y descascarada a trechos. Están tristes los sarmientos
secos y nudosos, que se entrelazan arriba formando la bóveda amplia, porque no
han recibido todavía el beso ardiente y esperan los rayos de oro para la uva,
los rayos que ya palpitan en medio de la algazara canora de los nidos. A diez
metros y debajo del corredor de la derecha ocho unas de cedro, pirámides
truncadas con la base en alto abiertas para recibir la tierra negra. De allí
surgen esbeltos y largos los tallos verdes de las calas, con su monopétalo en
forma de cartucho nacarado y en el medio el estambre grueso, erguido, amarillo,
cubierto de polen fecundo. Después diseminadas en el césped, que se extiende
debajo del bosque, las flores, las maravillas diminutas del color y de la
gracia, las hadas encantadoras con los matices del iris en la frente. Tienen su
lenguaje. Hablan el idioma de las caricias perfumadas, que se arrojan las unas
para las otras, cuando el día nace y llena el mundo de hilaridades y cuando cae
y envuelve a las formas todas en su enorme manto escarlata de moribundo. Debajo
del corredor las habitaciones, por cuyas puertas abiertas de par en par,
penetra a raudales la primavera en el aire tibio por las alfombras y en la
penumbra de las cortinas que la defienden del sol.
Méndez entró al dormitorio, llevando de
la mano a la chiquita y vio a Dolores al lado de la cuna meciendo y cantándole
a ese último hijo suyo, que estaba enfermo. Tenía su cuerpecito extendido y
escuálido, las mejillas blandas y caídas, envuelto en mucha ropa de lana.
Respiraba con ansiedad y tosía de repente mirando alrededor con ojos grandes y
abovedados, que salían de las órbitas, como a querer iluminar aquella intensa
demacración pálida, mientras el aire gorgoteaba entrando a través de los
bronquios enfermos.
-¿Cómo ha pasado la tarde? Preguntó
acercándose al niño.
-Muy mal, Carlos, repuso Dolores. Ha
tenido mucha fatiga.
-Es desesperante esto, murmuró con voz
sorda el médico. Yo ya he hecho todo. He leído y buscado todo. Los remedios
deben ser una grosera mentira y solamente un espíritu imbécil puede creer en
ellos. Y entre los libros y con toda mi vida pasada estudiando yo no lo voy a
salvar, no, no.
-Carlos, por favor, interrumpió Dolores,
el nene te está mirando, como si supiera lo que dices.
-Tienes razón. Pero estas no son cosas
que uno acepta resignado... Y después algunas veces pienso que me puedo haber
equivocado y que tal vez hay algo que hacer todavía. A ver.
Ella lo cargó y el médico, separando un
poco de ropa, inclinó la cabeza sobre el dorso anhelante del niño y lo auscultó
un largo rato.
-¿Y? Dijo ansiosa la madre. ¿Cómo está?
-No está bien, Dolores.
-¿Lo perderemos entonces? Preguntó con
miedo.
¡Oh Dolores! Exclamó Carlos, no pienses
en eso todavía; puede ser que salve... pero tú eres santa y fuerte, añadió
temblando y yo no me voy a mover de tu lado... aquí me voy a estar... quiero
mirarlo contigo mucho tiempo y conservar toda mi vida su recuerdo.
-Lo voy a acostar entonces Carlos y ya no
lo vamos a mover más, ¡pobrecito! Para que se vaya tranquilo.
Y escucha lo que te voy a decir, seguía
el médico. Cuando esto sucede en otras partes, nosotros somos el yunque donde
cae el martillo y nos lastiman la reputación y somos objeto de la diatriba,
porque es necesario que alguien tenga la culpa de estas desapariciones, y no se
aperciben que en nuestras mismas casas, con nuestras criaturas nos retorcemos
más de una vez las manos en la impotencia. ¡Qué injusticias son estas!
-Hay mucho que perdonar Carlos, a los que
mucho sufren.
Si fueran los padres todavía, seguía
Méndez con entonación casi violenta... pero no porque estos se acuerdan que uno
ha estado con ellos en todos los momentos, acompañándolos y que toda aquella
congoja de la casa ha conseguido entristecer nuestra vida... pero son algunos
de estos otros, de esos indiferentes, que mandan preguntar por la salud de
nuestro hijo, como si se les importara algo, deseando que haya un dolor en esta
casa, que no ha tenido ninguno todavía...
En ese momento el niño tosió. Una tos
áspera y larga que precipitó al tórax en una convulsión agitada de movimientos
respiratorios. Los dos acudieron a la cuna y en el silencio, que siguió
después, se sintieron en el corredor los pasos de un hombre, que iba y venía
sin cesar, acercándose a la puerta, como si algo esperase, mientras las sombras
de la noche iban llegando calladas. Al fin pareció decidirse: dio dos golpes a
la puerta del cuarto de vestir, llamando a Méndez.
¿Quién es? Dijo éste saliendo.
Genaro, señor. Yo soy. Hace un rato que estoy por acá, por si me
precisan y me voy a estar toda la noche.
Gracias, Genaro.
Y también señor, seguía Genaro,
retrocediendo como si quisiera atraerlo al médico, también quiero decirle una
cosa.
¿Qué son estos misterios, Genaro? Habla de una vez.
Aquí no señor. Ella no quiere que yo le
hable aquí.
¿Quién, ella? Preguntó Méndez con
impaciencia. ¿Quién?
Oiga, D. Carlos, decía en voz baja
Genaro. Hay que la señora mayor está esperando desde hoy en el zaguán y un rato
después se sintieron besos y un estallido de sollozos en aquella sombra. La
madre y el hijo estuvieron un gran rato abrazados en silencio...
Bueno; mi pobre hijo, cálmese, le decía
Catalina en voz baja, porque para eso nacimos, para entregar a la tierra, de
cuando en cuando algún pedazo de nuestra alma...
Mi madre santa, exclamó Méndez, con los
ojos llenos de lágrimas, antes que él, todos mis sueños y mis sacrificios...
que se borre todo y muera todo... que yo sea estéril, como un desierto, inerte
como una cosa vulgar y que yo vague dentro de las sombras de la demencia... ¡y
muerto, muerto!...
¡Oh Carlos! Contestó la vieja
transfigurada, tú has sido lógico. Esta casa es tuya y en cada palmo de pared
está tu nombre escrito. Tú eres la enredadera enorme que la cubre, le da sombra
y la protege... Acuérdate, que, si mueres, el tiempo destruirá la tabla de los
pisos y todo irá cayendo en ruinas y Dolores te seguirá en el viaje eterno, y
tu pobre chiquita va a quedar sola, en medio del frío y de la maldad del mundo,
abandonada en todas las tristezas... la delicada sensitiva, defendida por el
cariño de tu corazón...
Pero este que se va, interrumpió el
médico, ¿quién lo reemplaza?
Dios es bueno, murmuró la madre, y hace
que las alegrías vuelvan al hogar mustio y que palpiten de nuevo las criaturas
en las cunas.
¡Dios! ¡Dios! Y siempre y a cada rato Él,
que se olvida, que son los hijos mi religión suprema y que es por ellos, que yo
puedo algún día entregarle mi inteligencia y mis sentimientos. Él es la
infinita bondad, madre, y debe desaparecer no sé dónde, cuando suceden estas
cosas.
¿Eres tú, quién habla? ¡Mi pobre hijo! Y
sin embargo has visto muchos dolores y me has narrado ejemplos de inmortal
fortaleza. ¿No te acuerdas de esos padres, que se debaten como titanes en la
desgracia, y siguen la vida hercúleos, haciendo estremecer de vigor y aliento
la casa? Oh ¿tú crees, que eres el único que tiene el sublime derecho de
sufrir? En cada rincón hay uno, alrededor tuyo más esforzado y más varonil que
este filósofo desventurado.
No, mi madre; yo no soy un cobarde, dijo
Méndez, secándose las lágrimas...
Ya lo sé; pero tus pasiones son
frenesíes, tu valor es el ímpetu temerario y enloquecido y tus dolores tienen
estallidos sollozantes, que hacen temer por ti y por todos y es por eso, que yo
le he dicho a Genaro, que te llame aparte...
Es cierto interrumpió Méndez; tienes
razón, pero ahora yo sé lo que tengo que hacer... Allí está Dolores, yo la he
de confortar... Mis ojos están secos y mi corazón tranquilo... tú tienes razón,
te repito... pero a ti sola, entiendes, yo he entregado mis debilidades con el
llanto que he derramado sobre tu hombro. Ahora ya no tengo flaquezas, y me siento
lleno otra vez de la fiera alma de mi padre.
Catalina lo besó en la frente y entró del
brazo con él a ver a Dolores, que calentaba contra su pecho el cuerpo del hijo.
El niño murió después, una madrugada. Lo
pusieron en un cajoncito de ébano que tenía por dentro un mullido colchado de
seda azul y en la cabecera una pequeña almohada.
El chico estaba acostado de espaldas, con
las manos entrelazadas, blanco y tranquilo. Su vestidito de muselina era
cándido, como las canas de los ancianos, que mueren y había sobre su cuerpo
muchas violetas, las primeras sonrisas celestiales de la primavera. En la
penumbra de la sala, caminaban algunas figuras, y se oían cuchicheos y más
adentro, en el dormitorio sollozaba Dolores, con la cabeza inclinada sobre la
cuna. Así llega el día, filtrando a través de la ventana, el día de primavera
delicioso y tibio inclinándose y titubeando en las sombras. Un poco más tarde
pusieron sobre el cajón una tapa de plomo, que tenía un vidrio cuadrado en la
cabecera y los que estaban allí se acercaron por última vez para ver al muerto
y mientras el hojalatero se disponía a tornillar la tapa de ébano, los padres
llegaron lentamente de la mano como cuando eran novios y miraron... ¡pobrecito!
¡Alma de mi alma!... porque entonces la sala estaba llena de luz y había en el
suelo esparcidos aquí y allá muñecos y caballitos de goma. Después se paró un
coche, con ese repiqueteo brusco y ruidoso, el landó grande en que iban todos a
Palermo y Carlos, tomando el cajoncito debajo del brazo, lo colocó en el
asiento de adelante solo y en silencio. Lo pusieron en un sepulcro de mármol,
trajeron muchas coronas, llenos de solicitud algunos amigos, porque ya moría el
día lentamente en la Recoleta, entre los sepulcros alineados, como si los muertos
se prepararan a caminar la última y melancólica jornada, los unos detrás de los
otros, en medio de la primavera deliciosa y tibia, en la hora en que las flores
tienen más perfumes, más murmullos los árboles y los pájaros más cantos.
A su vuelta Méndez encontró a Dolores,
sentada sobre la alfombra, al lado del cajón del armario, donde guardaba las
ropitas y los juguetes del hijo. Iba sacándola poco a poco y la colocaba en
montones, que ataba con cinta de seda azul y en un gran cofre puso la pollera larga
de cachemir blanco de su bautismo, y la capa de encajes y la gorra con
puntillas y tul trasparente en el borde, que había calentado su cara pálida en
aquel gran día feliz.
Estoy arreglando su ropita, Carlos, y
quiero que nada se pierda. ¿Ves? Estos son sus escarpines de seda... yo los voy
a guardar bien... el día de tu santo también se los pusimos... aquí están los
caballitos, que eran su encanto... ¿Te acuerdas cómo los estrujaba entre sus
manecitas?... porque era tan inteligente y tan bueno: parecía apercibirse que
queríamos mucho más a la chiquita y siempre sonreía para no darnos disgusto.
¿Por qué no te acuestas? Dolores,
interrumpió el médico con voz suplicante... Tú estás enferma y es necesario
cuidarse para los que quedan.
¿Y la chiquita, Carlos, cuándo la traen?
Mañana viene.
No, dile a tu mamá que no la traiga,
porque yo ahora estoy tranquila... siento que estoy tranquila pero si viene
ella, tengo miedo de sollozar hasta morirme.
Si tú quieres, yo voy a guardar todo
esto, para que descanses.
No, Carlos. Siéntate aquí... Tú eres
bueno: vamos a vivir juntos con todos sus chiches, todo el tiempo y... después
yo sabía, que Dios se lleva temprano a estas almitas bondadosas y a pesar de
eso, te confieso, que no me parece que se haya ido...
Por Dios, estas conversaciones no te
hacen bien, Dolores... Te voy a pedir una gracia... Quiero sentir tu cabeza
sobre mi hombro.
Bueno, aquí está...
Ahora duerme.
Espérate... no vayas a creer, que es dolor
lo que yo tengo, es una cosa tonta, que me traspasa la cabeza.
¿Por qué no tratas de dormir? Esto te
haría mucho bien.
No. Todavía no. Yo te voy a decir al oído
toda su historia, porque tú no lo conocías bien. Por la mañana cuando te ibas,
la casa quedaba un rato en silencio, porque tú eres un poco agitado... este no
es un reproche, Carlos... es un hecho no más, que cito, porque yo no quiero que
te ofendas...
¡Oh Dolores! ¡Santo amor mío! Exclamó
Méndez, estrechándola entre sus brazos, yo te suplico, no sigas más, en este
doloroso delirio.
Déjame que te cuente... después él
agitaba los bracitos y pronunciaba sílabas, como si tuviera alguna risueña
visión y yo decía, que eran los primeros gérmenes del cariño que tenían ese
lenguaje y sus ojos negros resplandecían de luz y de sonrisas sus labios,
cuando yo me acercaba a besarlo. Cuando yo, lo tenía cargado, hacia movimientos
bruscos para escaparse con la cabeza echada hacia atrás y los brazos
levantados... como si quisiera volar al cielo... acompañado por las alegrías de
mis ojos... felices... felices... con estos sollozos... ¡pobre mi corazón que
se ha ido para siempre!...
Ya era demasiado; y entre las sombras de
la noche se hizo pedazos aquella copa de cristal frágil... porque sucede que
hay el deseo de ser fuertes, pero triunfa el recuerdo entristecido, que tiene
la luz gris y hace alrededor nuestro el desierto infinito... ¡La florcita
maravillosa, que miró un rato el cielo azul ha doblado su corola para buscar
lánguida la tierra y desvanecerse en su seno húmedo! ¡Cuánto tiempo hace, que
alrededor de la cuna no hay gorjeos primaverales, ni besos de sol, ni cánticos
de alegría enternecedora!
Así Carlos Méndez la tenía abrazada en
medio del cuarto contra su pecho y sus palabras y la extrema y casta dulzura de
sus besos se mezclaban al sollozo, que no tenía consuelo...
Él le hablaba el suavísimo idioma de los
recuerdos de amor, el divino diálogo al lado de la chimenea de la vieja casa,
entre las augustas memorias de la familia, cuando las rachas doblaban las copas
de la arboleda y se precipitaban en las calles zumbando... Le narraba así cerca
del oído todas las infantiles imaginaciones de aquellos días celestiales y los
cuentos y las leyendas que poblaban la sala de amables genios y de sonrientes
quimeras y sobre su espíritu dolorido empezó a caer la blanda quietud del
sueño, mientras su cuerpo extendido sobre la verde colcha de lampás adquirió el
profundo descanso. Méndez erguido en la tiniebla, más fuerte hasta entonces,
que su dolor la miró dormir dentro de aquel silencio de la casa oscura,
interrumpido solamente de cuando en cuando por los pasos de Genaro, que vagaba,
como un fantasma en puntitas de pie por el patio, centinela desasosegado y
triste, guardando la desventura de aquella casa, donde se había hecho hombre...
- II -
La noche de un corazón
Pero Genaro había visto pasar muchas
veces a Enrique Valverde por la calle del conventillo y las visiones oscuras
que rompen la fibra honesta fueron entrando poco a poco en su espíritu. Alguno
había en la noche, cuando él estaba sentado a descansar, que le decía las
palabras de la befa amarga y ese su corazón generoso empezó a tener las
sacudidas bruscas del insomnio. Sus cariños ya no eran tranquilos y tenía abrazos
impetuosos para la blanca cabeza de la pobre madre y a Santa la miraba con ojos
recios y después se retiraba a un rincón del cuarto sacudiendo con movimientos
de desesperación melancólica la frente tenebrosa. Cuidado con lastimar las
almas afectuosas... porque detrás de la ofensa crecen y se agigantan los odios
eternos que alimentan sus tormentos homicidas en los soliloquios retirados y
silenciosos.
Perdió sus alegrías y su traje mugriento
y deshilachado en los codos y todo su cuerpo tuvo la piel áspera y granujienta
del desaseo. El coche empezó a tener manchas cenicientas y rasgos largos y
angostos y glomérulos aquí y allá de barro seco, que salpicaban del pavimento
de las calles. Las ruedas sucias y fangosas chillaban de cuando en cuando al
girar sobre el eje no lubrificado de aceite y en los pliegues del espaldar
colchado y blando y en los intersticios del marco de los cristales opacas
hileras de polvo quietecito y como dormido. Las guarniciones de platino, con
reverberaciones de luz y esplendores antes, empezaron sus buenos tiempos en su
color oro muerto, largas y peinadas las crines como hebras de seda flotando y
la cola voluminosa y amplia en la base, enredada ahora con aspecto de largas y
descuidadas greñas, con botones de abrojo verde y puntas y festones de ortigas.
Un día Méndez, ya desesperado de aquella
negligencia incorregible, lo echó de la casa. Así pasó algún tiempo pensando en
aquel pobre muchacho que lo había acompañado tantos años. Una noche la chiquita
de los cuentos, sentada sobre sus rodillas, lo abrazó y le dijo:
-¡Pobrecito, Genaro, papá! Y lo miraba
con los ojos grandes y llenos de lágrimas.
-Ese hombre es malo, contestó Méndez- es
un ingrato.
-No, Carlos, interrumpió Dolores con
tristeza- ese hombre tiene una gran pena en el corazón.
-Sí, papá, sí, papá... una gran pena...
por eso es que a la tarde viene y se sienta en el cordón de la vereda... Tiene
ese poncho largo y me mira un gran rato como si no me conociera... y yo tengo
miedo, porque le veo un cuchillo en la cintura; pero él después pone las manos
juntas, como cuando uno reza y me dice tantas cosas amables, papá, y me besa la
mano derecha, fuerte, fuerte. "Yo voy a venir todos los días, dulce
compañerita... hasta que me muera de hambre... cuando su papá no esté... yo voy
a sentarme aquí y Vd. desde el umbral y vamos a conversar juntos, porque yo
necesito saber que Vd. está buena siempre dulce compañerita... Aquí le traigo
estas violetas... mire cómo tengo la cara lastimada de arañones; yo pasé con
todo mi cuerpo a través del cerco negro de moras, porque quería robar para Vd.
flores de los jardines hermosos. Yo me puse esa vez, seguía contando la
chiquita, yo me puse muy contenta y le dije: Gracias, gracias, Genaro. Entonces
sacó del seno un cartucho de pastillas... este, papá, ¿ves?... Yo las compré
esta mañana, me dijo, y lo espié a su papá cuando se iba, para traérselas y
hasta que yo me muera, le voy a dar todos los días algún chiche para que pase
alegre y entretenida su vida preciosa. Yo le voy a decir a papá, Genaro, que no
quiero que te vayas más.
-No, no le diga, me contestó, pero
prométame cuando yo la llame a la tarde que va a venir a conversar con el pobre
Genaro, así... con su vestidito rosa y la gorra grande y blanca de percal, porque
le quiero contar muchas cosas a mi dulce compañerita. ¿Se acuerda cuando en el
coche de mimbre la llevaba a pasear por las veredas, y la gente se paraba a
mirarla y a besarla y Vd. se reía con esos sus ojos asustados y después yo le
cortaba rosas y le hacía ramitos del jardín y de noche sentado en el banco del
zaguán a mi lado le cantaba las canciones del corazón para que Vd. se durmiera?
-Vamos, chiquita, no quiero que cuente
nada más, dijo Méndez, que tenía miedo siempre por aquella cabecita volcánica.
-¡No se enoje, papacito, malo! Contestó
enseguida la niña acariciándole la mejilla y siguió conversando; una tarde
llovía mucho y yo sentí que Genaro estaba en la puerta -venía con las botas
sucias de barro y sin sombrero, con toda la cabeza alborotada y cuando yo le
dije que entrara, me contestó: mire cómo corren, dulce compañerita, estos botes
de papel por la corriente; y yo vi los barquitos blancos irse despacito
corriendo y salí afuera a mojarme toda detrás de ellos.
¡Oh! Si yo no pudiera verla, cómo
sufriría mi corazón, dulce compañerita, y me tomó en sus brazos Genaro y me
llevó hasta el corredor, donde estaba mamá y cuando me hicieron entrar yo oí
que conversaban largo rato y como si Genaro llorase.
Todo eso era cierto. Dolores le había
dicho al llegar: Cuánto te agradezco, Genaro, que me hayas traído a esta
pícara.
-Qué buena es Vd., niña Dolores, contestó
Genaro; y yo que creía que Vd. se iba a retirar, si me llegaba a ver.
-¿Por qué, Genaro? Si tú tienes un alma
tan afectuosa y yo ya le he dicho a Carlos que te vuelva a tomar.
-Gracias, niña Dolores; pero yo no entro
más a esta casa, porque tengo como una lastimadura en la cabeza y cualquier
palabra me ofende y me enloquece. Y Vd. sabe cómo es D. Carlos... Y después yo
siento que ya no soy bueno como antes. ¿Vd. se acuerda cuando eran novios y D.
Carlos se había puesto tan amable y manso y paseaban por el jardín de la mano,
al lado de los arrayanes, bajo el sol frío de invierno? Entonces yo también
caminaba al lado de Santa con mi traje negro del domingo para ir a menudo a
rezar al cementerio cerca de la cruz de madera sobre el sepulcro de tata. Pero
ahora ya se acabaron todas las alegrías y todos los recuerdos.
-No es posible, Genaro, que tú pierdas así
la vida generosa en la holganza, dijo Dolores con dulzura.
-Yo estoy perdido para siempre, niña
Dolores, y todavía así mismo se me llena el corazón de consuelo, cuando veo
esta casa, donde he pasado tantos años dichosos y puedo conversar con su chiquita.
-Pero qué cosa tan violenta ha pasado por
tu alma, Genaro, dímelo y haré por ti todo para que vuelvas a ser como antes,
porque en la vida se hacen estaciones como Jesús y se pueden tener, como Él,
las agonías del desaliento y caer melancólicos y sin esperanzas sobre el duro
madero de la cruz y tener sangre en los pies y lágrimas en los ojos; pero debe
sufrirse todo con valor y seguir la montaña del Calvario arriba, arriba,
levantando como el sacerdote en la misa el cáliz de la amargura hasta las
glorias de los cielos, porque cuando nos bautizan, Genaro, ya entregan nuestro
cuerpo al dolor y el espíritu a las batallas bravas y varoniles.
-Con razón, contestó Genaro enternecido,
yo le decía a mamá que Vd. era santa y hablaba con palabras de ángeles del
cielo, y asimismo Dios no quiere que nadie sea feliz. ¿Se acuerda, niña
Dolores, de su pobre chiquito?
-Pues, bien, Genaro, nosotros hemos
ofrecido a Dios nuestro dolor como en holocausto y continuado la vida a pesar
de todo. Tú también debes rehacerte y sacudir ese malestar y volver al trabajo,
que da las alegrías de la virtud, que no debe morir nunca.
Oh la virtud, niña Dolores... pero Santa
ya no debe tener eso, gritó impetuoso Genaro, porque le ha salido paño en la
cara y sus ojos azules están turbios y su ropa de manchas sucias y ha escupido
la memoria de tata, que me alegro, sí, me alegro que se haya muerto y que ya no
haya en la fosa ni siquiera gusanos y desearía que las ánimas se hubieran
llevado sus huesos tan lejos, donde ya nadie se acordase que había vivido.
-¿Qué dices, Genaro?, exclamó Dolores del
Río temblando; esa es una blasfemia tuya.
-La verdad he dicho, la verdad he dicho,
repetía Genaro, se lo juro por los llantos de mi pobre vieja, entristecida, y por
esta cruz que yo beso de rodillas en el suelo, y se echó con toda la frente
sobre la baldosa raspándosela porque yo los he visto a ella y a Valverde, ese
canalla, conversar en la puerta del conventillo... pero déjeme no más, niña
Dolores... yo los voy a coser a puñaladas una noche que esté bien borracho y
vea sangre por todas partes.
Genaro se levantó con el sombrero en la
mano sacudido y violento el pecho. Tenía como un encaje transparente de
lágrimas, que habían quedado colgadas entre los párpados y en sus ojos
agrandados había todas las resoluciones tranquilas de su molde rudo. Ese llanto
llegaba hasta allí, como ecos de la nostalgia de su alma por haber perdido para
siempre las dulzuras de aquel hogar y en sus gotas cristalinas había reverencias
y gratitudes eternas... Él doblaba su persona ante aquella virtud inmaculada de
Dolores del Río, como los fuertes inclinan la frente, apercibida al combate y
al exterminio cuando las manos de alabastro levantadas y abiertas imploran y
caen sobre el espíritu áspero las miradas de la plegaria, y ella sabía que es
necesario ser amables con la pobreza que sufre porque el latigazo duele y la
palabra agría y el reproche injusto la ofende. Así lo miraba a Genaro como con
divina misericordia, como suele casi siempre el cielo azul y tranquilo
contemplar las batallas de la vida humana. Su rostro tenía la melancólica
ternura de los que observan con sentimiento el dolor ajeno y en sus ojos
grandes y negros estaban escritas todas las estrofas plácidas del perdón. Vestía,
a pesar de haber pasado algún tiempo de la muerte del hijo, el traje negro y
largo con que suele uno acordarse de los que no volverán jamás con nosotros y
había en toda su persona como reflejos apacibles y etéreos de la bondad
infinita.
-Anda, Genaro, dijo al rato Dolores y
acuérdate que es necesario ser buenos.
-Yo le pido perdón, replicó turbado éste,
por todas estas cosas malas... pero yo tenía necesidad de decírselas a algunos
para que no me reventaran el pecho.
-Sí, Genaro... pero Dios solo es el juez
de sus criaturas y la vida de cada uno a él solo le pertenece, porque todo lo
sabe, todo lo ve y lo perdona, y cuando más grande es la afrenta, más cerca
está uno perdonando de su divina misericordia.
-Yo, perdonar, niña Dolores... ¡ah no!
¡Eso no!
-Sin embargo, Genaro, el perdón es la
mansedumbre que cae sobre el alma exacerbada de venganzas y la condición
necesaria para seguir viviendo y trabajando y mientras tú alimentes en tu
cabeza el odio implacable, tú caminarás hacia el abismo y te hundirás en él...
-Pero tata me dijo al morir que cuidase
su nombre que no había tenido borrones hasta entonces. Yo no puedo perdonar,
niña Dolores, gritó Genaro levantando la mano derecha al cielo ebria y
temblorosa en su impotente desesperación...
-Entonces ya no reces el rosario,
contestó ella con dulzura y tristeza, ni vayas más tampoco a visitar la cruz de
madera, ni busques los brazos tibios de tu pobre madre envejecida y enferma y
no agregues más cariño a los amores que has despertado en tu vida y sobre tu
pasado honesto y altivo arroja la capa de goma que te ponías antes en los días
de las tormentas para que los arroyos do las zanjas se lleven todo para
siempre.
En ese momento asomó su cabecita inquieta
por el cuarto de vestir de Dolores la chiquita de los cuentos y viendo que
Genaro se iba con la cabeza agachada, corrió detrás de él, llamándolo, mientras
Dolores pensaba en la pena profunda de aquel inconsolable infortunio.
-No te vayas, Genaro, no te vayas, yo quiero
que tú me lleves en el coche...
-Sí me voy para siempre, dulce
compañerita, contestó él muy lentamente, como conteniendo un sollozo, pero
antes déjeme besarle por última vez la mano blanca, porque yo no sé cómo darle
las gracias, desde que ha sido tan buena conmigo, y cuando de noche rece
arrodillada en su reclinatorio bajito, acuérdese del pobre Genaro, que le ha
traído flores de las quintas hermosas y ha echado barquitos a la corriente para
que Vd. se alegrara. ¡Amalaya! Entonces los ángeles del cielo bajen a cantarle
las canciones para que duerma feliz, el sueño de la noche al lado de la niña
Dolores y de D. Carlos que la miran con ojos cariñosos, y... y escuche esta
última cosa que le voy a decir. Yo le agradezco mucho a su papá todo lo que ha
hecho por mí, pero... yo ya no sirvo para nada... Y Genaro fue retrocediendo un
largo trecho, mirando y saludándola, y le decía a cada paso: ¡adiós para
siempre, dulce compañerita!
Esa noche entró Genaro al conventillo,
pasando entre un grupo de hombres sin saludar y cuando llegó al medio del
patio, dio vuelta la cara y observó que se miraban entre ellos... Resbaló su
poncho del hombro y envolviéndoselo en el brazo izquierdo se acercó con
terrible gesto de ira.
-Ustedes se están riendo de mí, dijo
porque no veo con las espaldas, y ni poncho necesito para ustedes y lo azotó
contra la pared y sacó su puñal, inclinando su cuerpo adelante para
arremeter... Los hombres se arremolinaron, retrocediendo, mientras una mano
callosa y áspera le detenía la muñeca y lo llamaba dulcemente. Genaro sintió
que dos brazos le rodeaban la cintura y vio al rato aparecer debajo de su axila
derecha la cabeza blanca de la madre, cuyo cuerpo fue alrededor de él girando,
hasta mirarlo de frente sollozante... Genaro echó el puñal a la cintura y en
silencio entró con ella a su cuarto.
Allí solos los dos se miraron un gran
rato hasta que la madre dijo:
-Qué miedo he tenido, Genaro: ¿por qué
sos así de un tiempo a esta parte?
-¿Dónde está Santa? Interrumpió áspero el
hijo.
-Ha salido, contestó Teresa con dulzura.
-¿Ha salido? ¿Dónde ha salido? ¿Por qué
ha salido? Dijo Genaro con impetuosa rapidez.
-Me ha asegurado, Genaro, que volverá
pronto.
-Esa... esa ya no vuelve a su casa como
antes; por eso me agita la terrible tristeza...
-Yo bien veo, contestó la madre, que tú
ya no vienes a abrazarme de noche, ni a rezar conmigo y ya no hablas de las
cosas del viejo que era tan trabajador y tan bueno.
-Él es, madre, el que me dice todos los
días lo que yo tengo que hacer... lo que yo tengo que hacer; pero así a sangre
fría, no puedo, gritó Genaro; y entonces me emborracho.
-¡Oh! cuánto sufro por vos, mi pobre
hijo... por esta mala vida tuya...
-Y me emborracho, seguía Genaro, como si
no hubiera oído a la madre -y tengo mala bebida y veo todas las cosas
tambalearse conmigo por la calle y dar vuelta como un remolino y si los
encontrara a los dos entraría como un asesino a degüello y sufro como una
batalla adentro, cuando estoy sano, porque la cabeza me dice que son cosas que
no deben hacerse y así no... porque bebo y bebo y siento todas las bárbaras
corazonadas y a veces quiero estar triste, como cuando murió tata y tengo gusto
de quedarme así un gran rato, como si fuera yo un cajón de muerto forrado de
coleta negra y me hundo cada vez más adentro de todas esas vistas que parece
que lloran a gritos una gran desgracia; pero si no hago eso, yo sé muy bien que
Dios manda que uno sufra y trabaje y perdone, como decía la niña Dolores.
-Genaro, interrumpió la madre; todo
temblorosa, si tú sabes eso, ¿por qué no vuelves a tu trabajo, para que yo pase
los últimos días de mi vida en la gracia de Dios al lado de mis dos hijos?
-¡Ay, mamá! Exclamó Genaro... es que tú
no sabes lo que pasa; y eso es mejor... al fin alguna cosa hace uno cuando
tiene el corazón negro; y yo le he visto a D. Carlos encerrarse sin salir, tres
días en la sala oscura cuando murió el hijo y nosotros los pobres cuando
tenemos penas nos emborracharnos y nos escondemos dentro de la bebida, como
aturdidos y locos.
En ese momento en el cuarto de al lado
sonó la voz dulce de María, la novia de Genaro confundida con el ruido de la
máquina de coser y salían por la puerta abierta en tropel las notas melodiosas,
entrando y dilatándose lejos en la noche oscura. Cantaba la canción de las
suaves resignaciones y decía en las tiernas décimas una dolorosa, historia de
fraternidad y de abandono. Eran dos aves blancas que vivían piando sobre una
misma rama y volaban juntas por el espacio trinando y entrelazando las alas
para sostenerse y mirarse en el éter -las almas de dos hermanos muertos, que a
Dios le pidieron les dejara peregrinar hasta los días de la gloria eterna. Así
volaron mucho tiempo, en medio de los rayos del sol, arrebatados en la misma
nube cenicienta y bajita, sentándose al lado de los arroyos, que van murmurando
en sus aguas quién sabe cuántos misteriosos cuentos, escondiéndose en la noche
fosforescente de luciérnagas de los matorrales, cobijados por el cielo azul y
las estrellas diseminadas que tienen la fresca lumbre apacible... Iban y venían
de la tierra al firmamento y llevaban las historias del mundo y los gritos de
las criaturas humanas y cantaban después a su paso por la pradera verde las
vidalitas del cielo. Pero una noche estaban ellos ocultos dentro la figura
tenebrosa de un ombú y pasó el ángel malo con sus alas anchas y negras y
arrastró a la hermana tímida y fascinada dentro la órbita vertiginosa de su
camino y entre barrancas de arena plomiza y árida se perdió lejos con ella.
Quedó el compañero solitario y la llamó mucho tiempo volando de zona en zona,
separando el tupido follaje de los bosques y preguntaba por ella a las aves,
que apuraban el vuelo, y miraba a todas partes con las alas abiertas y fijas en
el espacio, que llenaba de las notas quejumbrosas de la melancólica vidalita
celeste, que narra las leyendas enamoradas y los divinos soliloquios de la
amargura. Se paró al fin, mustio, enfermo y envejecido sobre la rama
transversal de una cruz de piedra y encontró a la hermana, el plumaje húmedo de
lágrimas, acostada y moribunda y redimida de sublime arrepentimiento.
¡Almas exquisitas, sencillas sublimidades
escondidas, cuyas estrofas virginales tienen el agudo y rudo arpegio de la máquina
de coser amables cultivadoras del rosado clavel de la ventana, salpicados de
puntos y vetas de nácar, cuyos tallos lánguidos y flexibles se mantienen
agrupados por el moño de cintita celeste! Qué tarde, oh María va a llegar al
oído de Genaro la filigrana de notas, que va repitiendo la palabra del perdón
en el cuento del ave blanca con plumaje de cisne y gorjeos de calandria, no
como antes en los tiempos que ya murieron -de las profundas alegrías, cuando él
acompañaba con su guitarra la pesadumbre inmortal de los tristes enamorados.
Trinaba la nota entonces inconmensurable, en los tiempos que ya murieron-
cuando él también cantaba los poemas aprendidos en las vastas soledades más
ingenuos, más melodiosos y originales que las armonías de Israel, que tienen
los estampidos titánicos de las tempestades sidéreas, cruzados por los éteres
más trasparentes, ebrios de las fragancias de los rosales que brotan a millares
de los cercos. ¡Adiós para siempre el pasado fugitivo, que viene saetando el
dorso de todos los que viven con el eco de los júbilos que ya no se alcanzarán,
a los mundos funerarios llenos de escombros! ¡Adiós el corazón afectuoso de
Genaro hecho pedazos en las lubricidades de la deshonra! -Así las modulaciones
envolvían su cuerpo gigantesco, parado en medio del cuarto, la cabeza oscura y
la frente moviéndose en la tiniebla; cruzado los brazos empezó después a
caminar como un sonámbulo, con los ojos secos y ardientes hacia aquella pared,
detrás de la cual cosía la mujer que había entregado su orfandad a la nobleza
de su corazón, como para decirle que todavía no había muerto aquel viejo Genaro
que cantaba sentado en la noche al lado de su cuarto las alegres serenatas.
Retrocedía y avanzaba mirando siempre sin tener fuerzas para llamarla con el
nombre suave de María, sin fijarse ya en la madre que lo contemplaba sentada en
un rincón, como si oyera todavía en aquel silencio las palabras de Dolores del
Río: "ya no busques los brazos tibios de tu madre envejecida y enferma -y
no agregues más cariño a los amores que has despertado en la vida". Cuando
el canto cesó y siguió solo el tiquitac de la máquina, ese armónium monótono
que grazna las lamentaciones insomnes de la pobreza, Genaro pasó al lado de la
madre sin besarla y sin hablar, resbaló rápido fuera de la zona de luz que
estallaba del cuarto de María y en medio de las gentes del conventillo, que
caminaban al lado de él como tenebrosos bultos, llegó a la puerta en silencio y
la sombra de su cuerpo se deshizo lejos en los negros lutos de la noche.
Se hizo noctámbulo de los barrios
oscuros, arrebatado en todas las desesperaciones vagabundas. Pasó debajo del
puente por las altas veredas que corrían antes derechas, al borde las
callejuelas siniestras, húmedas y resbaladizas de lodo, la boca de los albañiles
abiertas y negras, vomitando a cada rato los gargajos inmundos de todos los
desperdicios, cuajados los bordes de grumos hediondos. Caminaba entre las
emanaciones podridas, mirando una tras otra las casitas bajas, iguales en
largas hileras, impregnadas de líquidos verdosos las paredes, el revoque hecho
papilla y descarado a trechos. Se paraba en las ventanas de las zahúrdas
esquivas, en cuyo fondo blanqueaba apenas la cama, heridos sus ojos por los
vaivenes soñolientos de la silla de hamaca miserable oyendo estridentes
cantares y el chistar ávido y desventurado y asomaba su cabeza por los vidrios
terrosos de las tabernas y en la atmósfera llena de turbiones de humo, miraba
los hombres beodos, apoyados los codos sobre la mesa, tragar con ojos revueltos
los semblantes afrodisiacos de las mujeres macilentas, grabada la frente casi
siempre de los estigmas indelebles de la crápula. Veía muchas veces danzar y
girar las parejas al compás de la habanera, que hace arrastrar el ponche
compadre y derrama en el ambiente la nota lasciva y hombres acostados más tarde
gruñendo el sueño borracho y mujeres azotadas -el rostro de moretones y de
cuando en cuando el choque de chispa de los puñales, describiendo en el aire
los jeroglíficos homicidas. Empujado, comprimido a veces, era arrastrado de
aquí por allá como un inconsciente por el tropel cosmopolita de una muchedumbre
que apura la vida, buscando en los barrios tenebrosos con atropelladora
ansiedad, los gérmenes letales y entraba aturdido dentro la barahúnda
estridente de los instrumentos de cobre que parecían rajar las paredes
estremecidas y las puertas endebles con las broncas resonancias y escuchaba más
lejos la melodías calladas de alguna guitarra y los sonidos de los órganos que
rezongan en las bocacalles. Oía la carcajada de la orgía y los cantos de los
coros de hombres y en los zaguanes oscuros ruidos de besos y las faldas de las
mujerzuelas perdidas flagelaban pasando sus piernas. A veces parado en la
esquina miraba con ojos taciturnos las zonas de luz que se azotan a la calle de
los reflectores redondos, chisporroteando sobre el ojo deslumbrado la larga
columna de fuego y observaba los grupos apiñados contra las rejas y las
protestas procaces de los leenones y las griterías del harem enloquecido y
desnudo. Trecho a trecho sombras que ocultan algún siniestro poema de suciedad
y de miseria y familias escuálidas asomando el hocico para husmear el vaho
obsceno de la calle y niños sacudiendo en el aire negro el rostro atónito y los
andrajos del traje que deja ver mulata la desnudez del cutis mugriento. De
repente veía Genaro pasar entre los esplendores del reflector y entrar en la
sombra desaparecer y dibujarse otra vez al rato en los rectángulos de luz más
cercana, la máscara tormentosa de algún borracho, tironeando las crenchas
enredadas de la ramera sollozante batiendo mandíbula con mandíbula en los
redobles apurados del terror. Permanecía soñoliento, como si todas aquellas
visiones del lodazal y los himnos perversos de aquella bacanal de la carne
demente lo envolviesen, atrayéndolo con el arpón clavado entre las costillas
dentro de la sima, salpicado su cuerpo de máculas, incineradas para siempre las
generosas estrofas de antaño. Así entró en los fondines de pequeño mostrador en
semicírculo, el cuadro de la reja de varilla larga de hierro en una punta
encerrando las copas sucias y opacas y extendida la lata plomiza clavada sobre
la madera, la estantería al frente, llena de los frascos alineados del
beberaje.
Una noche estaba en el vano de una de
esas portezuelas parada una figura alta y oscura que lo aferró de un brazo al
pasar y lo llamó por su nombre.
Era una mujer flaca, con dos grandes ojos
verdes, metida en una falda de percal rosa, un pañuelo grande de espumilla en
el pescuezo. Genaro se dejó conducir como un autómata. Entró en una pieza larga
y rectangular, desnudas las paredes, los tirantes arriba rígidos y paralelos,
cruzados de la roja alfajía de quebracho y el piso de tabla ancha y
pulverulento, con curvas y líneas serpentinas y ochos oscuros y húmedos del
riego grosero hecho un momento antes. Sentados alrededor en bancos de pino las
parejas, sobre cuyos trajes y palabras arroja un gran borrón de tinta negra la
lanza aguda de esta pluma mía que va corriendo, mientras dos guitarras en un
rincón templan la nota y se oyen los crujidos de las clavijas y el chac
repentino de una cuerda que se rompe.
-¿No me conoces, Genaro? Dijo la mujer.
Genaro la miró un rato ondulando, con
cara de imbécil y la mirada siniestra de ebrio y dio un paso hacia ella, como
si fuera a caerse, y en medio de la algarabía de risotadas y palabras inmundas
oyose por todas partes repetir. ¡Genaro! ¡Genaro! Que cante, alcáncenle la
guitarra -una copa, patrón, una copa para el cantor y se sintió el crepitar de
los bancos y el retumbar de las botas en el piso y roces de percales quebrando
y arrugando su planchado. Lo rodearon todos mientras éste apuntaba con el dedo
la cara de la mujer y le decía arrastrando las palabras: Sí te conozco mucho:
eras una lavandera, -pero en el patio del conventillo hacia frío y tú no
trabajabas y no pagabas el alquiler... entonces de un puntapié te encajaron en
esta cueva... y yo he visto otra como vos que era honrada y después se llenó la
cara de paño y los ojos de la madre de lágrimas... y tú antes te llamabas
Santa, cuando rezabas el rosario y te ponías el rebozo negro en la cabeza y el
crespón hasta el suelo. -Se llama Clarisa Paloche, gritó un borracho, y de un
empujón dio con ella de espaldas sobre el mostrador. Ahora sí, contestó
lentamente Genaro, porque éstas se cambian nombre... pero tú no vas a hacer,
proseguía acercándose al borracho con aire amenazador, y la cara oscura y
terrible, tú no vas a hacer y esto nunca con Santa porque yo le he prometido al
viejo vengar la porquería esa- y como vieran los otros que lo tironeaba del
pañuelo de seda reciamente y acariciaba nervioso el mango del puñal, lo
llevaron hasta la silla, sobre la cual cayó pesadamente, mientras una guitarra
rodaba por el suelo, sonando como un lúgubre y prolongado quejido.
Genaro la miró un rato, la levantó lentamente, y después de templarla se
puso a cantar en medio de aquel coro silencioso... Pasaba a través de su
embriagada inteligencia la fantasmagoría extraña que aterroriza y vibraban de
las cuerdas roncos y pavorosos acordes. Cantó la leyenda sucia del carancho,
que va lentamente revoloteando por la campaña con el pico estirado y olfatea el
animal muerto y cae con las alas extendidas sobre el lomo rojo de músculos a
posarse con sus garfios y pica y pica y desgarra apurado en el bestial banquete
y desnuda el arpa curva y hedionda de los huesos blancos... como la desgracia
que le pudre y le raja al hombre la ropa y se la hace caer a pedazos y le come
poco a poco la carne y uno se seca al fin y lo echan a la fosa...
-¡Bravo! ¡Bien! Oyose gritar en medio de los aplausos, mientras
un borracho le alcanzaba una copa. Genaro la apuró de un trago. Enseguida
inclinó la cara oscura sobre la guitarra y siguió cantando:
La laucha cruje, cruje todas las noches
con los dientes de marfil largos y muerde la madera del zócalo y hace un
agujero redondo... como la desgracia que pellizca, araña y taladra el corazón
en la noche oscura de los silencios de cada uno... y la víbora que está debajo
de piso y ve entrar luz se asoma y entona el canto agudo de muerte, que hace
castañetear de miedo los dientes y saca afuera las dos púas movedizas y la
cabeza y el cuerpo largo, extendido y serpentino que se desliza con roces
callados como si caminara sobre terciopelo... Así entran poco a poco las rabias
y muerden y matan los tiernos cariños y erizan las tormentas de la sangre...
porque el padre ve resbalar la culebra y erguirse sibilando y caminar parada
sobre la cola a picar con ponzoña el pecho de la hija que duerme y encorvado la
espera al pie de la cama y la cabeza de un tajo rueda por la madera, las lesnas
de la lengua de fuera zumbando.
-¡Bravo! ¡Hurra! Resonó por todas partes
en medio del crujir de los percales y del taquear retumbante de las botas. ¡El
bagual! ¡El bagual! Que cante Genaro el bagual. La paica más comadre con
zancadillas de milonga le alcanzó una copa. Genaro la vació enseguida y empezó
a cantar:
El bagual es el potro de la pampa libre.
Tiene las tormentas de los infiernos en las pupilas y corre con la cabeza
agachada, torciéndose bellaco en el aire como una víbora, devora el camino y se
hace pedazos en las cortaderas. Se levanta de un salto y sigue: relincha con
espantoso alarido y chiflan en su ojo revuelto todos las rabias salvajes o
indomables... y a veces vuela erguido, las crines al viento en fuga, sucias de
abrojos y tierra. Los gauchos lo enlazan y lo atan a un palo del corral. Le
llevan agua y no bebe; le llevan pasto y no come y sin un quejido, echado para
atrás en actitud constante de sentarse sobre sus patas van apareciendo y
formando arco sus costillas, hasta que un día amanece muerto, con el cuerpo en
tierra, colgado del pescuezo del palo homicida, -el ojo turbio, abovedado y
frío de piedra... como los rencores que le secan el alma al hombre y mueren los
sentimientos y le enfrían la sangre y le hacen tiritar el puñal, buscando la
venganza...
La guitarra hasta entonces crujía con
estrépito y tenía cosas roncas, pulsada por la mano vigorosa de Genaro y en
medio del silencio cruzaban como espectros aquellas visiones terribles. Poco a
poco la música fue perdiendo sus cóleras y sus tormentos y desmayó en un triste
de lánguida pena hondísima, como si se hubieran allí aglomerado todos los
sollozos de una vida entera de martirio.
Era como una elegía murmurada en el adiós
del corazón a todos los cariños de la tierra, a los recuerdos juveniles que
hablan el lejano y dulce idioma de la alegría, como si aquellas notas
armoniosas en su melancólica pureza estuvieran hechas con susurros de los
últimos besos moribundos de alguna madre santificada y había trinos y arpegios
y fugas tiernísimas, que desataban de su seno ruidos de lágrimas, esas que
graban gota a gota sobre las congojas de cada día el epitafio del sepulcro.
Cuando se levantó para salir tambaleándose
Genaro, le abrieron paso todos y, ya en la calle se levantó su voz con ecos
formidables y desgarradores. Saltaban las notas, se azotaban contra los
vidrios, resbalaban sobre el lodazal a poblar de estremecimientos el barrio
tenebroso, las palabras angelicales aquellas de la dulzura suprema, que le
habían hecho pedazos el corazón, y el último coloquio con la chiquita de los
cuentos... Yo me voy para siempre, dulce compañerita... Cuando Vd. rece
arrodillada en el reclinatorio bajito, acuérdese de Genaro que le cantaba las
canciones deliciosas para que Vd. se durmiera... porque yo he robado flores de
los jardines hermosos y echado barquitos a la corriente para que pase alegre su
vida preciosa; ¡déjeme siquiera besarle todavía una vez la mano santa y
bendita, dulce compañerita! Y la noche le arrebató lejos con los últimos ecos
de la tierna canción desvaneciéndose y se perdió describiendo zig zag, zig zag,
zig zag...
En la madrugada, Carlos Méndez salió como
siempre, a visitar sus enfermos y cerca de su casa, vio un cuerpo cubierto de
polvo, tirado en la calle. Se detuvo y reconoció a Genaro, con el pecho
desnudo, sucia la camisa, abierta adelante y las ropas, a un lado el chambergo
lleno de agujeros y grasiento y las botas con trozos de barro seco. Un gran
rato estuvo mirándolo y, ayudado por el cochero, lo colocó como pudo sobre los
almohadones y dio orden para que lo llevaran al conventillo. Él volvió solo a
su casa a pie con el mentón sobre el pecho, las manos entrelazadas en el dorso,
deteniéndose a veces como hombre absorto en una profunda meditación.
- III -
La psiquis desnuda
Carlos Méndez entró a su casa y se sentó
en el corredor a la izquierda al lado de la mesa, donde solía escribir en sus
horas de descanso. Su familia dormía y la quietud serena de ese hogar que él
había levantado para cobijar los poemas de su alma redimida tenía el amparo del
sol, que empezaba a iluminar los frisos del techo. Sus esplendores iban
descendiendo y apoderándose de las paredes y de los vidrios húmedos del rocío
de la noche, hasta extenderse tranquilo y brillante sobre el color rojo de las
baldosas. Miraba las enmarañadas líneas de las ramas de los diez perales y la
amplia curva de la parra, llenos de intersticios y de bizarras figuras
luminosas, a través de las cuales se distinguía en medio de una nube de polvo
de oro, la enorme y redonda centella del disco del sol encaramándose despacio
en el horizonte resplandeciente, rodeado por todas partes del infinito azul
plácido y bonancible. Allí solo, refrescada su mente en la brisa de la mañana,
que traía los perfumes de las quintas y los zumbidos de la ciudad lejana que
despierta, en medio del alegre gorjeo, cuyas notas agrupadas en el aire
diáfano, traban la gran sinfonía auroral y bulliciosa, su espíritu entró en los
hondos soliloquios, desgarrando a chispazos de filósofo el misterioso limbo,
entre cuyas sombras parecía girar su vida y el alma de todas las criaturas, que
van peregrinando a través de las páginas del libro.
Piedra sobre piedra había visto crecer su
casa un cuarto después de otro, desnudos los pisos primero y más tarde las
alfombras tibias y los elegantes cortinajes, hechos con el rudo trabajo de
todos los días, el cansancio del músculo a la noche y la tortura de la
inteligencia en el combate diario con las enfermedades. Muchos soles de estío
habían envuelto y calentado su cabeza atlética de luchador y el invierno con la
racha helada, que enrojece y corta la oreja y entumece el cuerpo encogido lo
acompañó en medio de la luz gris, a través de los fangales de los suburbios,
entrando con el corazón bravío en las tormentas desatadas. En esos días
nublados, cuando volvía de sus peregrinaciones y se sentía en su casa el
portazo del cupé, salían al borde del corredor a recibirlo Dolores y la chiquita
de los cuentos y lo rodeaban, caminando con él del brazo y empujándolo hacia la
sala, como si una onda de alegría llegara sonando los cánticos felices, en
medio de la sonrisa y de la charla adorable. Lo sentaban al lado de la estufa y
él se dejaba conducir de la mano, como un gran niño distraído y sin voluntad,
pareciendo que todas aquellas ásperas energías juveniles se hubieran ablandado
y desvanecido en el arrullo de la caricia fresca, entregada su alma y
adormecida en el murmullo de los besos infantiles. Sonriente y fuerte,
conversaba largo rato con ellas, al lado del fuego crepitante, en medio de
todas aquellas niñerías encantadoras de la sala esparcidas por todas partes,
cuadritos, nimiedades, tierras cotas y espejos que reflejaban la luz del quinqué
grande y redondo de porcelana azul y la lumbre rojiza de la chimenea, envuelto
en aquel perfume de mujer, derramado en el ambiente soñador al lado de todas
esas pequeñeces, que tienen los detalles del cariño elegante. Allí habían
nacido sus hijos y crecido el bosque con ellos, las frondas arrojando lejos
verdes y tupidas, como si fuera un techo viviente de cantos y de murmullos y en
los rincones de toda aquella casa que se contemplaba triste en ese momento,
estaba hasta la muerte grabada la elocuencia de la nueva vida útil y honesta.
Pero un día salió por la gran puerta un
cajoncito de ébano y después... quedó un recuerdo hecho de sonrisas y de
gracias ya muertas cruzado de punta a punta del balbuceo confundido y
adorable... porque a veces le parecía oír todavía los gritos y las carcajadas
metálicas de su chico, cuando él se acercaba jugando a besarlo en la boca... y
así mismo que él le tomaba el pulso esa noche, y había mandado poner en el
cuarto un brasero, para calentarle los pies con botellas, sintió que el
martillito de la arteria se iba olvidando poco a poco de golpearle el índice,
hasta que se perdió... y él estuvo buscando un rato con los dedos convulsos más
arriba, todavía más arriba y entonces vio que aquel bracito flaco se quedaba
frío, pálido y céreo. Después sucedió esta cosa extraña: que todos los momentos
silenciosos de la casa que los llenaba el chico con los movimientos bruscos y
sus gritos inarticulados de ángel asustado estaban allí tan largos que no
pasaban nunca... mientras Dolores resignada y dulce lo consolaba en sus rabias
dolorosas, cuando él en las noches siguientes arrodillado sobre el piso,
percutía las alfombras, con los puños crispados, desesperado y demente.
¡Dolores! ¡Qué recuerdos! Así a través de
la vida ella le había ayudado a construir su casa, angelical y buena, en medio
de las turbulencias de su espíritu, cuando aquel Carlos Méndez suicida
reaparecía a veces con el rostro lóbrego y el surco hondísimo de la frente en
sus ímpetus agresivos... aquel hogar limpio y nítido y dormido en medio de los
esplendores del sol, entre las alegrías misteriosas del sueño sano y profundo.
Cuántas veces desde su cuarto él la sentía de noche levantarse y mecer entre
sus brazos aquel chiquito inquieto y cantarle en voz baja las melodías de las
ternuras inefables, los versos sencillos que ellas murmuran, calentando con sus
pechos las frentes de los hijos, aquellos viejos aires maternales, que arrullan
las cunas y repiten siempre la misma nota del amor sublime que vela y no
descansa, como si esa pasión fuera igual en todos los tiempos... Y después
aquella chiquita de cinco años de pelo castaño y lacio, que él abrazaba
entonces más fuerte que antes, porque cuando queda un solo niño, se levanta
para él en las casas una onda de amor infinito, que tiene todas las
crucifixiones del dolor y los desasosiegos del medio de perderla, esa flor
adorada y vivaz, que llenaba su casa con los reflejos níveos de su piel tersa y
fresca, y cuyo perfume hubiera deseado que lo embriagara toda su vida... Porque
era inútil todo; él podía estar lejos; pero aquel diminuto fantasma batía sus
alas, apurando el vuelo para seguirlo y a cada momento aparecía en su memoria,
así pequeñita corriendo y deslizándose por la casa deliciosa y lozana, como si
estuviera presente siempre para decirle yo soy para ti la eterna alegría y soy
perfume y me duermo estiradita en la cuna de tu corazón... pero tú tienes que
ser bueno, porque si no la cuna salta y se enloquece y la niña dormida se
aterroriza y se enferma y puede morirse su pobre chiquita de los cuentos tan
curiosa y amable que todo lo observa y lo sabe esa pequeña maravilla de
candor... Por ellas el alma se pule y saltan lejos las asperezas y la barra de
hierro que le atraviesa a uno el cuerpo, sacudida por la tempestad varonil y
adusta la quiebran ellos, esos niños delicados que no tienen fuerzas... Y
cuando se enferman... ¡Oh! Entonces no se come, ni se duerme y toda la casa
gira dolorosamente alrededor de las camitas graciosas y el mundo desaparece y
uno suele llorar en silencio en los rincones oscuros, donde no lo vea la madre,
que lo tiene en brazos y lo mece y le canta sin cesar. Y sucede entonces
algunas veces que la fiebre desciende y la mejilla se llena y se enrojece y los
niños buscan sus juguetes y se sientan en la cama, conversan y sonríen, porque
Dios quiere que haya todavía sobre la tierra sol y alegrías y amores y cánticos
y bendiciones y plegarias y esperanzas.
Así de cavilación en cavilación, al lado
de su alma resurgida al trabajo, Méndez contemplaba los desastres de las otras
criaturas que vivían en el barrio y en su casa misma, Genaro tirado en la
calle, como una cosa muerta y sucia... un alma desfibrada a quien la desgracia
abate y desgaja... una pasión generosa bebiendo con el alcohol el veneno del odio,
pobre y grande espíritu moribundo, su compañero de tantos años afectuoso y
fiel. Porque él también aquel muchacho robusto había colocado su hombro para la
recia faena y por la casa, que había contribuido a edificar sonaban todavía los
tiernos cantos y las dulces palabras, para que su hija tuviera regocijos y
plácemes en los primeros pasos de su vida. Lo veía sereno y alegre manejar
tieso del pescante, envuelto en los torbellinos de polvo, a través de los días
helados y de las noches lluviosas, sin tener la protesta áspera jamás, como si
Méndez fuera el alma del padre, a quien él debiera acompañar siempre. Recordaba
que después de la muerte del hijo, cuando él se encerró en la sala muda y fría
y huraña y dolorosa, sentía pasos cerca en el silencio de la noche y de cuando
en cuando en voz baja, melancólica décimas murmuradas, que le recordaban las
palabras de la madre, cuando lo abrazó para despedirse en aquel día de
primavera triste: los ángeles que vuelan al Edén lejos entre los reflejos de
oro del sol moribundo van a rezar por el padre, que queda sobre la tierra a
sostener el cansancio lúgubre de las frágiles criaturas, que los han velado
enfermos... Acuérdate de Dolores, abnegada y mártir y de tu hija que te llama
ansiosa y te busca por todas partes. Entonces una mañana Méndez salió
soñoliento y enflaquecido y vio a Genaro dormir a una vara del umbral sobre la
baldosa, mirando la puerta, estirado su cuerpo, la mejilla juvenil y tostada,
en la tranquilidad profunda y feliz del sueño, descansando sobre la palma
izquierda. Por eso cuando Dolores le dijo que Genaro tenía una gran pena, y
supo toda la siniestra historia, se retiró entristecido, preguntándose si había
tenido el derecho para arrojar de su casa a ese corazón desventurado en vez de
ser amable y bueno y mitigar tanta desgracia.
En esa línea recta sobre la cual caminaba
el alma de Genaro, Santa debía morir... Pero tenía los ojos azules del viejo y
habían rezado juntos sobre su verde sepulcro y todas las horas de la niñez
vagabunda estaba presente a protegerla su mano gallarda temblando en el ímpetu
del coraje... porque las hermanas son la joya y el candor de la casa y ¡ay del
que toque esos reflejos inmaculados de las cosas celestes! Así su espíritu
ingenuo se hizo pedazos cuando aquella blanca vestidura de en primera comunión
y el tul transparente, que blanqueaba largo de nieve hasta el suelo, se
desgarraron en la cima oscura y empezó a beber y tuvo las profundas amarguras,
porque el alcohol agiganta el dolor y los odios y suprime la voluntad, y rodó
como una cosa funeraria a través del ciénago y arrojó los pedazos de su carne
para morir en la vorágine aquella, pero ya sin ser bueno; por eso saltaban
todas las noches por las calles lóbregas, los fragmentos del corazón en las
canciones siniestras y dolorosas... Pero allí estaba todavía Enrique Valverde,
su compañero de estudios, que caminaba, derramando la perversidad, frío genio
del mal, insolente y lascivo, marchando en su malignidad deslenguada en medio
del derrumbe y Méndez, esa mañana, en el tripudio de la asociación vertiginosa
de ideas, lo veía a Genaro abrazarse de aquel odio y sentía los rumores y la
clarovidencia de la profecía trágica... vengada así su honra y la casa de
Paloche, cubiertas de musgo las paredes, invadidos los patios de malezas,
viviendo adentro como fantasmas melancólicos sus dueños... Porque esa ha debido
ser en todos los tiempos la vida humana. Hay quien nace para erguirse y horadar
la muralla de bronce que las cosas de la vida arrojan sobre nuestro camino y
algunos que traen de la cuna los gérmenes fatales de todos los desmoronamientos
y a quienes la educación no fortalece y la plegaria no salva, porque no
conciben en otra forma la noción y los fines de la existencia, mientras otros
caen agobiados por el más pequeño dolor, incapaces de la lucha serena y tenaz y
se hacen tahúres de los garitos emocionantes y precipitan al báratro peldaño
tras peldaño dentro de la miseria moral... Así Méndez veía en la historia de su
país apellidos gloriosos desaparecer y muchas honras mancillarse y surgir con
estrépitos de genios otros, y contemplaba la marcha de los hombres, aferrados a
las esquirlas de las rocas del sendero, mirando a un lado y otro los rezagados
y los moribundos de la lucha titánica...
Por eso veía también a todas esas
criaturas vivir en la sociedad, en ese gran medio sintético, personificado más
tarde por él en la figura de vagabundo glorioso de Bohemio y en aquella divina
Eros, que es la eterna alma femenina, hecha de pétalos, de sonrisas y de hebras
de luz. Los hacía vivir en su imaginación al lado da las criaturas y había
construido para ellos casas y una ráfaga del esplendor de las muertas
divinidades Olímpicas cruzaba a través de sus amores y del heroísmo de la
epopeya y en un capítulo de sus manuscritos, que tiene por título "Los
cuentos", canta la desaparición de aquel genio y se complace en volver a
la vida a Eros Paradisíaca, como para significarnos que en tierra inmortal
vivimos y libre y grande y gloriosa por los siglos. Porque él era de los que
pensaba que cada uno de nosotros arroja algún átomo cada minuto, para forjar la
síntesis-patria y recibir su poderosa influencia colectiva y que morimos
jóvenes en el prodigioso derroche del organismo y de la mente, porque tenemos
apuro para hacerla grande y glorificarla in aeternum, por su idioma y concluir
de una vez la maravillosa amalgama de razas, que veía operarse necesaria o
ineludible para tener nacionales y varoniles pujanzas.
Arrebatado por su pensamiento al lado de
ese Bohemio, que hacía la formidable irrupción tempestuosa observaba Méndez
toda una familia de megalómanos, viviendo en plena quimera, como don Manuel de
Paloche. Enamorados de la vida ficticia, entregan la fantasía al desborde.
Sueñan la riqueza fácil y el poder y la gloria sin desgarramientos de carnes
entre las ortigas del camino, sin desalientos, como una perpetua marcha
triunfal y cuando la pobreza entra con su careta monstruosa por el derroche y
se siente hambre y frío, los hijos enflaquecen y no duermen y el nombre de
ellos muere en la indiferencia, o es ludibrio cotidiano... ¡oh! Entonces se
hacen perseguidos y deliran y tienen la lamentación cobarde de las mujerzuelas
o buscan a quien coronar de espinas y arrojar desnucado sobre las tablas del
cadalso, porque nadie quiere tener la culpa de sus propias desgracias. Así esas
prerrogativas la riqueza, el poder o la gloria, que son un derecho del trabajo,
de la inteligencia y de la virtud, se transforman en esas cabezas enfermizas e
ineptas para conseguirlas en fuente nefasta de todos los desastres y aquella
casa de Paloche entristecida y lóbrega era la prueba irrefragable de tamaña
verdad. Muchas veces Méndez en su vida silenciosa de observador había visto
estas enfermedades propagarse e inficionarse casi todos y los pueblos enteros
agigantada la noción de las cosas, precipitar en el derroche irracional, como
empujados en masa al abismo y estudiaba esas megalomanías colectivas y meditaba
entristecido las ruinas futuras y las deshonras nacionales asomando su cresta
tenebrosa y las muchedumbres enloquecidas inaugurar las eras facinerosas de la
historia.
Recordaba entonces, que solía sentarse a
escribir borroneando como él decía, muchas páginas, sobre todo en las horas
largas de invierno. En el comedor, al lado del dormitorio de sus hijos,
sintiendo desde allí el respirar rítmico y tranquilo del sueño sano, arrojaba
al papel sus fantasmagorías de poeta y el pensador de todas las desesperaciones
suicidas de antaño, se había transformado en un robusto filósofo, enamorado del
esplendor de la vida, que lucha, sufre y trabaja y fascinado por las divinas
visiones de las cunas, que tienen penumbras y cortinajes de seda azul. Se
acordaba de aquella gran madre de sesenta años, de la leyenda de amor y de
gloria de Pedro de Valbuena, porque sentía calentado el dorso del fuego de la
estufa y crepitar la leña, en medio de la paz angelical de aquella su casa
dormida. Le parecía entonces que una oleada de vejez ardiente lo invadía, que
su cara tenía ásperos y arrugados surcos, cándida la barba flotando envuelto en
su larga capa de anacoreta gigantesco y fatigado, la cabeza descubierta y nívea
de copos; mientras al lado de él los hijos de tez morena y ojos negros delgados
y altos movían las astillas de la chimenea para avivar la lumbre y la chiquita
de los cuentos, una hermosa efigie de dieciocho años leía las historias ideales
del tiempo viejo. Conversaba con ellos largo rato narrando los episodios de su
vida y sacudiendo hacia atrás la cabeza vigorosa y espléndida. Iluminaba con
sus grandes ojos soberbios en la victoria tenaz el ancho camino recorrido y
arrojaba su alma desnuda, llena de cicatrices, en aquel comedor de sus hijos,
como una sombra enorme debajo de la cual pudieran cobijarse y adquirir
frescuras y aliento en todos los tiempos... y ellos entonces de rodillas con
las palmas abiertas en alto, recogían aquella única herencia... Méndez seguía
escribiendo y soñando abstraído en su mundo interno y los silencios de la noche
profunda lo encontraban allí sentado hasta que la mano blanca de Dolores entraba
entro sus cabellos alborotados a despertarlo. Entonces se sentían murmullos de
besos y cuchicheos y amables reproches y Méndez rodeaba con su brazo derecho
aquella cintura, la cabeza de Dolores apoyada sobre su hombro, suelta la
cabellera negra; sobre las alfombras se deslizaban con pasos callados y cerca
de la cama de la chiquita en la penumbra de la alcoba la miraban mucho tiempo
en silencio. Allí delante de aquella admirable gracia dormida en medio de la
paz angelical del recinto, contemplaban la inmovilidad de aquel cuerpecito
acostado a lo largo en el reposo profundo y había emociones y sonrisas y
sonaban de nuevo las estrofas del recuerdo y del amor eterno.
Méndez despertó de aquel largo ensueño
como si hubiera vivido muchos siglos y desgarrado el velo que cubre el alma de
muchas generaciones. Quedó mustio, porque aquella triste y amarga filosofía,
cruzada por el resplandor rápido y fugitivo de las cosas felices parecía la
imagen de la vida misma, a guisa de hombre que tuviera dolor y miedo de sus
audacias intelectuales y sintiera flagelada su robusta y nueva organización
moral y el viento helado del viejo escepticismo lo quisiera otra vez arrebatar
en sus remolinos. Pero la chiquita lo tenía abrazado del cuello y se sonreía y
batía palmas y le acariciaba la frente con sus besos. Decía las frases
juguetonas y le narraba las infantiles leyendas, con que solía entretener a sus
muñecas y le repetía no sé qué extraña fantasmagoría, donde había lámparas
maravillosas y monstruos horrendos, que ella había visto pintados en sus
libros. Duró un gran rato aquel enamorado coloquio y fue diálogo de esos que
resbalan fuera de la pluma humana y se escriben solamente allá arriba en el
gran libro de los cielos abiertos, entre las maravillas de azul, con acero humedecido
en las chispas de oro de los astros.
Dolores del Río estaba allí también
mirando la escena y cuando lo vio tranquilo besar la frente de la niña, se
acercó a preguntarle por qué había vuelto tan temprano.
-Hoy es mal día, Dolores, contestó Méndez
a pesar de este gran sol benéfico... No se puede vivir siempre entre la
alegría.
-¿Qué hay, Carlos? Dijo Dolores ansiosa.
-Oh nada; no te asustes. Son
presentimientos funestos, inducciones de mi pobre cabeza: no hagas caso.
-¿Por qué no has venido, papá, a jugar
conmigo esta mañana? Interrumpió la chiquita.
Porque no quería despertarte... pero
ahora estoy contento, aquí con ustedes y no hablemos más.
-Pero ¿qué pasa, Carlos? Estas
reticencias tuyas son siniestras. Tal vez mamá está enferma, Dios mío, exclamó
Dolores.
-¡Eh! ¿Qué? ¡No! ¡Eso nunca! Contestó
levantando la cabeza Méndez, que no había pensado jamás que pudiera enfermarse
la madre. Lo que pasa es esto, siguió él un poco más tranquilo: esta mañana he
visto a Genaro, borracho y durmiendo en la calle, con la cabeza en el barro y
yo veo muchas cosas terribles en el sendero por donde camina ese muchacho.
-Siempre te entristece el recuerdo y la
vista de Genaro. ¿Por qué no permites que vuelva? Esas desgracias las suele
mitigar el cariño.
-Si, papá, repitió la niña, que venga
Genaro.
-Bueno, mi chiquita: hoy mismo si llega a
la tarde, dile que yo quiero que entre otra vez y yo necesito eso, seguía
dirigiéndose a Dolores, porque esta casa mía está llena de su bondad y de su
heroísmo y como si un recuerdo brusco de dolor lo hubiese asaltado de repente,
levantó a su hija en los brazos y entró a su cuarto.
Abrió el ropero y empezó a descolgar
trajes y los fue amontonando sobre la cama y como si fueran corolarios de lo
que había pensado en todo ese rato de silencio, le decía con rapidez a Dolores:
todo esto para Genaro... luego cuando vuelva, porque anda muy sucio y andrajoso
y no tiene botines ni sombrero y que entre y salga y que haga lo que quiera,
porque yo ya no le voy a decir una palabra y quiero que todos estén contentos
en esta casa... porque es cierto que yo tengo aspereza a veces que ofenden y no
he debido olvidarme que él me ha salvado la vida.
-¡Oh! Carlos, tú te estás reprochando
culpas que no has cometido, dijo Dolores.
-Sí, contestó Méndez, temblando de
emoción, pero no hay derecho de hacer sufrir a los demás porque cada uno de
nosotros tiene una grande urna, donde encerrar los gritos amargos del espíritu
y estos chicos no deben sentir nunca nuestras violencias... Y además, fíjate
que Genaro tiene la camisa mugrienta y llena de colgajos... que se ponga estas,
y sacó algunas del ropero.
-Son las del frac, Carlos; ¿Qué quieres
que haga, Genaro, con eso?
-¡Ah! Es cierto... yo ya no sé lo que
hago, como si tuviera remordimientos... bueno, es lo mismo estas otras, toma y
dale dinero... que se lo presto... él podrá trabajar y devolvérmelo porque es
muy hidalgo y de los que mueren antes que aceptar limosnas y hay que tener
cuidado de no hacer, ni decir nada que lo haga acordar de sus desgracias.
-Qué bueno eres, papá, interrumpió la
niña besándolo.
-Genaro va a volver, mi chiquita, y la ya
a llevar como antes en el coche y vamos a oír otra vez su voz en esta casa,
como en los días felices; y decía todo esto con precipitación, como queriendo
convencerse que eran quimeras erróneas de su mente, todas aquellas lóbregas
imaginaciones homicidas.
De repente se detuvo. Alguien hablaba en
el corredor y las palabras llegaban hasta el cuarto, las últimas frases de la
leyenda "y las cortes del castillo de Valbuena resonaron de gritos y
cánticos infantiles y fue apellido de larga y gloriosa historia." Era
Catalina Méndez. Estaba mirando a su hijo, apoyada en la columna de hierro, que
sostenía el techo del corredor, las mejillas sonrosadas de la vieja sangre rica
y generosa, el cabello blanquísimo y luciente de áureos reflejos verdosos,
partido en centro del cráneo por una línea de nácar y recogido atrás en el
rodete de voluminosa trenza. Avanzaba lentamente, envuelta en su chal de
espumilla con relieve de negras rosas y mórbido fleco hacia el hijo que venía
con los brazos abiertos y la cabeza erguida y vigorosa, trémulos los labios,
pronunciando su nombre. Después se abrazaron un gran rato silenciosos, y el
cielo se hizo más puro, y el aire más diáfano y estalló por todas partes el
himno glorioso de la perseverancia en la vida, a pesar de todo y sobre todo los
desastres, vencidos para siempre los deliquios en aquel gran momento, como si a
torrentes llegara la savia para que la planta irguiera su copa otra vez al
cielo infinito.
- IV -
Santa
A las doce entró Genaro al cuarto de la
madre. Tres paredes y media y una puerta, un rectángulo de sol chato y frío;
que entra por la media hoja abierta y azota los ladrillos del piso sucio, y
arriba -a cinco metros- el techo sostenido por tirantes de pino -el techo
oblicuo, inclinado y fugitivo en rápida pendiente. En el medio, frente a la
puerta, la cama grande de madera, con sábanas de hilo amarillentas y gruesas, y
a la derecha la mesa de pino con tres sillas de paja. Un crucifijo de bronce,
con manchas negruzcas y granujientas, al lado de la cama, y sobre ella, en el
centro, una quisicosa... una Madonna. Enfrente de la puerta, clavada en la
pared por un barrote de fierro, un farol -un paralelipípedo con vidrios sucios.
Sobre la mesa, a las doce, humeaba en el plato grande de lata la sopa verde con
olor a albahaca, y Santa, un poco retirada de la mesa, encorvada con violencia,
comía en silencio. La madre tranquila y casi sonriente, en medio de las arrugas
rojizas de su tez, alcanzó a Genaro el plato. Pero éste lo rechazó dulcemente,
porque tenía en su mano derecha el puñal con mango grueso de níquel bruñido,
del cual reventaban chispas. Miró a su hermana con una tormenta de rencor
profundo er las pupilas y -Yo no tengo hambre, dijo, yo tengo deshonras, yo no
tengo hambre, ni sed, ni nada...
Levantó y bajó el puñal para clavarlo en
la mesa, el puñal centellante muchas veces, con un ritmo breve, rápido, seco,
tac, tac, tac, siniestro. Todo su cuerpo vibró y cuando entró en el sol
impetuosamente, para salir fuera, el puñal con mango grueso de níquel describió
un semicírculo de fuego. Ellas -la hermana y la madre- sentada la una frente a
la otra, se miraron llorando, sin sollozar en la suprema congoja de aquel
momento; porque sucede que, cuando el dolor entra con sus garfios de hierro en
nuestras casas, se comen sopas y lágrimas en la mesa, -en la mesa que se queda
en silencio.
Era la hora en que la ciudad se recoge y
las sombras entran calladitas en las calles, despacio y cautelosas como si
quisieran avisar que las castas divinidades del hogar iluminado nos esperan, y
en que el farolero corre de vereda a vereda con su palo largo al hombro y su
linterna en la punta. A esa hora se escucha en el horizonte -a los cuatro
vientos- un enjambre prodigioso de zumbidos lleno de lamentaciones
quejumbrosas, como si fueran pueblos innumerables huyendo a lo lejos en
despavorida derrota. Son los ecos moribundos de los ruidos de la ciudad enorme,
que se retiran en tropel a refugiarse en la noche. A esa hora Genaro estaba
sentado en el cordón de la vereda, sonámbulo de la idea fija, cuando sintió que
alguien se paraba en la puerta del conventillo. Saltó como una pantera -el
puñal en alto- mientras el otro se daba vuelta tranquilo y le decía:
-¡Detente, oh romano, detente!
Genaro cayó de rodillas con los ojos
secos y brillantes y pedía perdón.
-Me he equivocado, ¡maldición de Dios! Ya
van dos veces que me equivoco.
-Tú eres feliz, oh microbio, pequeña cosa
diminuta y espléndida, con tu saco roto y tus zapatos rotos; tú eres feliz...
yo me equivoco siempre. Y el señor elegante dio vuelta sobre sus talones
sonriendo.
Tal vez era un bohemio de galera de felpa y guante, uno de esos bohemios
que echan a esa hora en las nubes el perfil pálido, delicado y griego, y la
soberbia cabeza renegrida y soñadora de Apolo. ¡Buscan toda la vida el hogar,
desventurados caminadores, mártires de la concepción perfecta, para no
encontrar sino la fonda y el sepulcro! No hablan lenguaje humano porque tienen
estrofas y cantan, en medio de todas las crucifixiones y las congojas
intuitivas de las cosas ideales. Sus cariños son el cielo, los esplendores
sobrehumanos del arte y solamente la divina semblanza de las cosas, porque la
tierra no tranquiliza y la hetaira blanca -con carne de marfil- no sacia. ¡Oh
melancólicos vagabundos, apresuraos a morir!...
Vino la media noche, la media noche
lóbrega y fría, envuelto el conventillo en la penumbra gris del farol
paralelipípedo. Genaro penetró en la pieza, deslizándose trágico. Un momento
después sonó, en el patio silencioso y mudo, un espasmo de bárbaro dolor. Un
rechinar de llaves, un chocar de puertas, cien figuras negras en el patio,
moviéndose en espantosos torbellinos, levantando los brazos con alaridos, que
se entrechocaban con fragor lúgubre en la atmósfera fría, para caer al suelo
hechos pedazos. No se atrevían... Genaro estaba en la puerta, por donde en la
mañana penetró el rectángulo de sol chato, y echaba a andar, como un espectro,
con la mirada fija y extraviada hacia el horizonte. Entraron a la pieza y en la
sombra informe, -en medio de las ropas revueltas,- apareció la línea de fuego
del mango del puñal, que, había partido el vientre de la muchacha, del mango
grueso de níquel bruñido, enhiesto y rígido, reventando chispas, chispas...
- V -
Huyendo...
La madre de Genaro se quedó dos días sin
hablar y sola y pasó para ella el tiempo rápido, como sucede en la
inconciencia... Pero después empezó a girar por el cuarto y a mirar el techo y
los rincones, como si la muerta estuviera todavía por allí. Así se ve a los que
pierden sus hijos y tienen casa grande, vagar por los cuartos, extraviados y
noche y día apurar las horas, deseosos de acumular pronto sobre la desgracia
muchas generaciones de años. Y la vieja empezó a olvidarse de trabajar y de
comer, y la tina, que estaba al lado de la puerta del cuarto, y que era su
batea, amanecía en esas mañanas de invierno hasta la noche con la misma pulgada
de jabón y el brasero echado al suelo había dejado caer su círculo de reja
entre un montón de cenizas. El cuarto estaba en el mismo desorden, y a cada
rato tropezaba ella con cosas que le hacían recordar... Entonces con los ojos
ardientes de tanto llanto se sentaba en su silla de paja del rincón a oscuras,
porque las lágrimas queman los párpados y hacen doler el corazón, y quería
estar sola, como si tuviera placer en que esa crucifixión mortal la hiriese el
cuerpo cada vez más... antes que ver indiferentes que llegan a nuestras casas y
no dan consuelo. Los que nos aman huyen más bien en estos casos, porque se
imaginan que les vamos a ver en el rostro el reflejo oscuro y mustio de los
lutos del espíritu. ¡Ay! Si supieran que no tenemos mirada y alma sino para
abarcar el día entero el vacío inconsolable, que queda con trepidaciones y
reminiscencias entristecidas ¡ay! Si supieran eso estos cariñosos que viven
fuera, cómo vendrían más a menudo a besarnos la frente...
Pero ese domingo el conventillo estaba
bullicioso: se oían gritos y cantos y chirridos de escobas sobre los pisos de
ladrillos. Había corrillos de hombres en animada conversación, complacidos en
ese día de descanso, y mujeres agitadas en los cuartos, buscando las ropas
aseadas de los chicos para llevarlos a misa, mientras estos se escapaban
desnudos corriendo aquí y allá... porque los días de fiesta del obrero tienen
aun cuando hace frío alegrías y transparencias tibias... ¡siquiera eso! Hay el
deseo de salir fuera, a bañarse de luz y respirar el aire libre, y pasean con
sus mejores trajes por prados, calles y plazas. Son las horas placenteras y
únicas que les quedan para la familia y se les ve cargar los chicos y conversar
con ellos y acariciarles con las manos ásperas y callosas las mejillas rosadas
y los rizos y llevarlos de la mano al lado de las madres a pasear. Horas muy
cortas que terminan a veces en las borracheras del vino amargo de sus aldeas
que tiene el color del topacio. Entonan entonces en coro las melodías
populares, -que suenan como los ecos de sus montañas y de sus bosques y los
murmullos del mar,- aquellas melancólicas cantinelas de los años juveniles, que
son como el alma llena de lágrimas de la patria lejana que ya no volverán a
ver...
María también salió al patio esa mañana
con su vestido de tartán de cuadros rojos, y su pañuelo de lana en la cabeza
con trama de flores vivísimas. ¡Oh, la alegría de los quince años que hace
mover ligero el pie y da esplendores primaverales a la tez morena y a los ojos
negros! Sobre el pecho un ritmo de violetas -esas de nuestras zanjas, que
tienen colores de zafiros agrupados y ondas de suavísimos perfumes -esas que en
los domingos de la niñez juntábamos volviendo ensangrentados de las guerrillas
a pedradas. El cuarto de ella era limpio y cuadrado y tenía la cama de hierro
en el centro mirando la puerta y la cómoda de pino a un costado y sobre esta,
dentro un fanal de tersos cristales una virgen con manto azul tachonado de estrellas.
Había violeteros de porcelana bordeados de rayas doradas y anchas y en el agua
amarillo-verdosa flotaban corolas de violetas y heliotropos; porque hacía
tiempo que estaban allí abandonados por la dueña cariñosa, mientras en el
ambiente vagaban las altiveces y la religión de los santuarios. La máquina de
coser con sus ruedas fatigadas en descanso silencioso giraba toda la semana
contando en rápido tiquitac-tiquitac como sabe a dolor y a queja amarga el pan
del pobre. Sin embargo, en los días de sol era la pieza iluminada que más
miraban los jilgueros piando en reposo sobre el cerco de duelas... porque los
pájaros conocen y aman las criaturas gentiles que cantan y les echan migas de
pan y alpiste que ellos hacen crujir comiendo, para llenar después sus
estancias de gorjeos armoniosos y de los reflejos de oro de sus plumas
amarillas.
Un enorme ojo tétrico envolvía aquel
cuarto. -Genaro, sensación de terror, que lo protegía de lejos y velaba en la
noche su inocencia. Ella se adormentaba tranquilamente, mecida en aquel escudo
sombrío, y por la mañana arrodillada sobre el piso entregaba toda la quinta
esencia de su espíritu acongojado a la memoria de ese hombre, que andaba
huyendo. Porque María había sufrido las extrañas y hondas fascinaciones y rodado
con la fantasía mucho tiempo dentro de aquella órbita dominadora del espíritu
de Genaro, terrible y gallardo, hasta que -sin saber por qué- una mañana
ingenua y adorable de luz -sintió en el corazón que era su novia. Él le había
dicho: "Después de mi madre, tú para siempre... el señor Méndez es bueno,
a pesar de esas cosas furiosas que lo acometen de repente. Él nos ayudará a
trabajar; tendremos dos cuartos aseaditos en una casita de ladrillo solos -y
chicos después que jugarán en el patio, llamándonos- porque yo necesito ser
bueno como tú -y tener donde reposar esta cabeza tan conturbada y loca hace
tiempo... Yo siento a veces un fuego devorador adentro, y cosas feroces que me
dan ganas de tirarme al charco por no matar a mi hermana... porque yo te quiero...
Y ¡ay del que se atreviera a rozarte el cabello o a tocarte el vestido!... yo
le revolvería el cuchillo en las entrañas... yo te quiero y te juro respeto
así"... y se arrodillaba en el suelo describiendo una cruz con el índice y
besándola. Él le decía estas cosas con la cabeza echada hacia atrás con todos
los espasmos de la pasión, temblando todo su cuerpo, -hecha de sollozos y de
tormentas la voz- como si ese amor se hubiera hecho gigante por la savia
enriquecida en el más fúnebre de los dolores humanos. Ella, pobre alma
solitaria, dobló su rostro pálido de emoción, como las flores sus corolas si
las agosta el estío; y arrugó poco a poco su cuerpo delicado contra el pecho
levantado y varonil de Genaro, como la sensitiva que encoge en la noche
calurosa y arruga sus hojas verdes. Él le dio un beso en la frente -lleno de
todas las castidades de su espíritu- en aquel gran día del sol diáfano y tibio.
Desde entonces la máquina solía callar poco a poco, como si un pensamiento
profundo fuera invadiendo la inteligencia de María, hasta llenarla por completo
y se levantaba a mirarse en el espejo de marco de madera negra... y buscaba la
amistad de su familia, la vieja y la hermana que vivían trabajando, y se
asomaba a la puerta y miraba la casa de Carlos Méndez para ver si salía Genaro
en el coche...
El sábado, después del suceso trágico, ya
de noche, Genaro pasaba rápido por la puerta del conventillo. Ella, que estaba
parada viendo los trabajadores volver sudorosos, con el saco al hombro, se
estremeció... porque vio brillar sus ojos detrás del pliegue de un poncho que
no le dejaba libre sino la frente y extendió la mano para tomar el ramo de
violetas que él le alcanzaba.
-¿Y mamá? Preguntó Genaro con visible
agitación.
-Está la puerta cerrada... no sé de ella.
-Es necesario que tú la veas, María.
-Ya hemos tentado; no quiere abrir a
nadie...
-Es necesario... no ha comido en tres
días, seguía rapidísimo Genaro, vela y llévale de comer; y se daba vuelta a
cada rato como si alguien lo persiguiera...
-Vete pronto, Genaro; yo te juro que la
veré mañana mismo... corres mucho riesgo aquí...
-Sí, María, me voy... no quiero que me
tomen, tengo algo importante que hacer todavía en el mundo. Y desapareció en
las sombras de la noche... y ella volvió a su cuarto con una gran pena en el
corazón...
-Aquí le traigo un regalo, mama Teresa,
empezó María entrando en el cuarto, enseñándole algo envuelto en un pañuelo de
algodón.
-Gracias, mi pobre hija, contestó la
vieja pálida y macilenta.
-Mire Vd., mamá: una gallina rica y
gorda.
-Yo no tengo hambre de esas cosas; comeré
si tú quieres y porque el buen Dios manda que uno viva... Y para quien, al fin,
siguió la vieja, como si hablara consigo misma; yo me he quedado tan solita...
mejor sería morir para que me fuera pronto con ella.
-Viva para los que la quieren, para esta
desgraciada que no tiene madre. Y se arrojó impetuosa María entre sus brazos
abiertos y le llenó de lágrimas los cabellos blancos.
-Pobre vieja inservible, repetía Teresa,
moviendo tristemente la cabeza, que estás dando tanto trabajo y sacrificios a
este ángel.
-¡No, mamita! Yo le voy a contar. Oiga
Vd.: he trabajado dos horas más por día en la máquina, contentísima porque
sabía que le iba a poder traer este regalo, alegre, cantando como los pájaros.
Vea cómo se equivoca Vd. pensando que yo hago sacrificios.
-Porque tú eres una santa, María,
sollozaba la vieja.
-Así será... una santa de esas que hablan
el día entero -feliz en esta gran dicha... porque Vd. me permito que esté al
lado suyo, y que me siente así en el suelo y coloque mi cabeza en su regazo,
mirándola- y mientras sus palabras descendían como gotas de bálsamo fresco
sobre su espíritu atribulado, las violetas reflejaron sobre sus rostros
diafanidades celestes, llenas de moléculas de exquisita fragancia. Y así, con
la cabeza en su regazo, estiró los brazos para tocarle acariciadora la frente y
la mejilla, mientras la vieja con el torso inclinado dobló el rostro arrugado y
la cubrió de besos.
-Ahora, continuaba María, yo me quedo con
Vd. a vivir: voy a venirme con la máquina a trabajar a su lado y de noche la
voy a acompañar para que recemos el rosario por el alma de los que han muerto y
de todos los que andan por el mundo sufriendo.
Entonces hubo una mirada de Teresa, una
brusca sacudida de su cuerpo, como si esas últimas palabras hubieran evocado
algún recuerdo de terror, María se levantó y antes de salir fuera dijo: ahora
que yo estoy resuelta a venirme, Vd. se va a callar la boca, y me va a dejar
hacer, como si yo fuese una chica mal criada. Levantó el brasero: puso
cilindros de trapos embadurnados con sebo y arrimó un fósforo de palo y leñitas
arriba y humo y llamas sofocadas y después poco a poco el carbón en fragmentos
chicos y humo otra vez y chispas rojas crujiendo y saltando en todas
direcciones y llamas y brasas... Colocó sobre ella la olla de barro redonda y
cuidó con la espumadera el caldo y un momento después entró corriendo con un
mantel blanquísimo que extendió sobre la mesa y un pan largo y redondo. Por la
puerta del cuarto entraba el sol, -cuando la vieja se acercó a la mesa en cuyo
centro estaba la gran fuente de lata humeante y sabrosa, -y fue comida triste,
como sucede cuando faltan en la mesa las personas queridas...
Genaro empezó su noche vagabunda por las
calles cercadas de cañas y pitas chatas y flexibles de aguijón agudo y negro.
Iba caminando por las hondas soledades y pasaban a su lado despacio -como
negros batallones en marcha silenciosa- tramas oscuras y dilatadas de
sina-sina, grupos de eucaliptus con rigideces giganteas, y enormes ombús
sombríos que destacaban asimismo en la noche su mancha lóbrega. Su paso
solamente en toda aquella zona -su paso lento como de hombre que camina sin
rumbo. Eran noches frías y sin vientos, de esas que tienen más profundo y más
tranquilo el cielo azul y más millones de astros. Las familias se encierran
temprano y los perros galopan ladrando a lo largo del cerco en la hora en que
todavía se ven en lontananza brillar luces en las casas y llegan hasta los
caminantes los resplandores del fogón y los gemidos de alguna guitarra en los
ranchos por allí escondidos. Genaro seguía caminando. Dobló esquinas y
penetrando por prados de alfalfa húmedos de rocío -solo su alma- oía los ecos
de sus pasos que se desvanecían lejos y de nuevo despertaban sucesivamente Su
pasión y la lógica inquebrantable que de ella brotaba le infundían
extraordinario aliento. Su hermana había escupido la memoria honrada del viejo
y debió morir... y al otro que todavía andaba por allí lo haría pedazos en el
exterminio de sus odios. La noche cada vez más alta y más helada rodaba con sus
círculos negros alrededor de su figura de sonámbulo. Tenía envidia Genaro de
esas sombras donde había tanta paz, porque pensaba que debía concluir pronto
para descansar en la muerte con todas las sinfonías estridentes que le rompían
el corazón. "Cómo son felices esos ricos que duermen allá pensaba; tienen
casas tibias y pueden cuidar a las hermanas. Todo el mundo se apresura a
rendirles homenaje y los hombres de la justicia hacen cosas terribles para
complacerlos... mientras nosotros que estamos tan solos y tenemos tanto frío,
somos los perros con collar de cuero que tiene puntas de tachuela adentro para
que se nos claven en el cogote, si tiramos de la cadena... Y de yapa los amigos
nuestros se ríen y cuchichean en secreto con aires de mofa, si acontecen
algunas de estas cosas desventuradas y dolorosas... nos raspan las heridas esos
bárbaros con papel de lija... En estos soliloquios Genaro se encontró sin saber
cómo otra vez cerca del conventillo y vio las casas elevar sus siluetas umbrías
en la penumbra movediza del farol de queroseno. Se detuvo a escuchar... Todos
dormían tranquilos, menos en la casa de Paloche, donde había luz y se oían
ruidos y palabras de éste que llegaban hasta la calle, y una voz acompasada que
declamaba versos. Genaro se acercó otra vez al conventillo y volvió a entrar
después en su noche vagabunda hasta la madrugada en que todo el campo amanece
cubierto de briznas de nieve. En la helada de las noches tranquilas de fin de
invierno que cubre las crestas de los pastos, interrumpida a trechos por
espacios oscuros y húmedos, que blanquea de granos gruesos y endurece el camino
crujiente y quebradizo y escarcha los pies... A esa hora entraba Genaro -entre
la bruma helada- debajo de los escombros de una tapera solitaria, que tenía en
el barrio lúgubre leyenda y a la que nadie osaba acercarse.
- VI -
El octavo canto
D. Manuel de Paloche había escrito su
poema que estaba hecho de sonoros endecasílabos, viviendo todo ese tiempo
merced a los socorros del hijo que trabajaba la chacra de la familia. Era un
verdadero tratado sobre el masaje. Estudiaba todos los sistemas aplicados,
salpicando aquí y allá los cantos con episodios deslumbradores para ensalzar la
panacea. Al principio tropezó con muchas dificultades... el verso, la rima, la
dicción poética y se pasaba las noches en blanco, con la cabeza entre las
manos, arquitectando el extraño edificio. D. Manuel se enflaqueció,
transformándose en una larga y enjuta figura de pómulos salientes y pera
entrecana atormentado por ese lecho de Procuste de la poesía épica. Hubiera
deseado romper la valla, y echarse sobre las octavas para dilaniarlas y escribir
tranquilamente como le dictaba el destornillado magín... Pero ese poema debía
ser leído en la Academia Literaria de entonces y él sabía que... ¡guay! Al que
toque las fórmulas consagradas por los siglos.
D. Manuel vivió de poesía. Fue un sonámbulo
de la rima y de la armonía imitativa. En sus sesiones de masaje, mientras
pasaba la mano sobre la piel se quedaba de repente pensativo. Había cruzado por
su imaginación una estrofa, que no lo había satisfecho o veía pasar la imagen
de algún hercúleo masajista, curando todas las enfermedades y recibiendo el
laurel del triunfo, en medio del clamoreo de la muchedumbre... Entonces hacía
visajes. Abría los ojos desmesuradamente y levantaba el índice a la frente,
mientras el enfermo experimentaba el sagrado horror del milagro, hasta que D.
Manuel volvía a su faena otra vez con entusiasmo. Esos ensueños del paladín
esforzado de la panacea universal tenían sus inconvenientes; porque no era lo
mismo cepillar en prosa vil, que en medio de la canora resonancia épica y
algunas veces D. Manuel entre el caliente estro de sus octavas arrastraba
consigo la epidermis o concluía una fractura a medio hacerse. Pero qué
importaba. Eran esos los buenos tiempos de la fe sectaria en que la sugestión
había muerto al raciocinio y a la suspicacia. Algunas veces los hombres de la
ciudad veían su larga figura caminar ondulando, la nariz en las nubes, los ojos
perdidos en las órbitas, la boca entreabierta y se hacían a un lado casi con
terror. El gran meditabundo seguía la soñadora peregrinación. Era un nuevo
canto que agregaba al libro o la acariciadora sensación de alguna milagrosa
cura.
Así escribió su octavo canto. La escena
maravillosa toca en él los límites de lo sublime. Fue la narración de una
áspera y gloriosa brega y describió los cuartos oscuros en que empezó a
elaborarse la nueva era y uno por uno los que formaban la hercúlea falange
primitiva. Eran gladiadores de gran pecho levantado, exhibiendo en las
conspiraciones de la noche el relieve enorme del músculo. Eran palabras bravías
y la ingenua y violenta pasión de los catecúmenos, que resonaban en la sinfonía
estremecedora de sus versos. Aquellos iniciados de cuello de toro y piernas de
coloso iban a seguir hasta el sacrificio en la lucha. Era necesario hacer la
revolución terapéutica. Lo decían en sus coros formidables, y en el violento
apretón de manos que hacía crujir los huesos del carpo y sellaban el pacto
solemne con la promesa sombría del juramento. Apareció un diario. La autoridad
torció las narices. En él se escribía con grandes letras el violento propósito
de guerra a los medicamentos... La autoridad, agitada en su gordo asiento de
canónigo husmeó un rato la novedad y mandó destruir la máquina y revolver los
tipos. Pero los masajistas, agachando el cuerpo gigantesco, caminaron mucho
tiempo para recogerlos por el cuarto sin piso de la imprenta de aquí para allá,
a semejanza de una ciclópea evocación de la fauna prehistórica. No se
atrevieron a no dejarlos vivir. Entonces chisporrotearon las fraguas y se
levantaron con estampidos rítmicos las masas para caer sobre la superficie
purpurina de las piezas rotas, las caras sudorosas y negras alrededor del
yunque y resurgió la máquina derechita y se oía en la noche oscura el roce
suave de las ruedas. Ya no fue diario. Era un largo y angosto papel impreso. La
autoridad lo persiguió y publicó bandos, prohibiendo su lectura. Pero el papel
se multiplicó y penetraba en todas partes por medios arcanos y astucias
misteriosas, como si un ejército de gnomos lo deslizara sin ser sentidos. Todos
leían ese heraldo de la nueva era...
La falange masajista creció. Las
asambleas ya no se hacían a puerta cerrada. Había cierta insolente audacia
revolucionaria en sus palabras y en sus maneras y se veían por las calles
grupos que tenían la procaz vociferación y desplegaban su bandera al sol. La
ciudad se estremeció porque los masajistas ofrecían la vida que no tiene
término y los enfermos trepidaron de placer en sus camas y concitaban a los
hermanos a cumplir la obra buena. Basta de pociones disgustantes, que hacen
doler el estómago y provocan gastritis. Pronto se produjo en la ciudad un
atronador susulto y giraron vertiginosas las multitudes enmedio del estentóreo
y dilatado fragor. Pasó sibilando la amenaza y entre la ensordecedora gritería
viéronse los antebrazos erguirse temblando al cielo. ¡Malo! La autoridad abrió
el ojo. Hizo un cuarto de conversión y encarceló a los empasteladores de la
imprenta; pero no bastaba. Era necesario cerrar o destruir las farmacias porque
allí estaba el mal y esa era la síntesis de aquel gigantesco clamoreo popular.
¡Al fin no pues!... La autoridad se preparó a resistir defendiendo las aguas
minerales digestivas... ¡Adiós agapas suculentas, melancólico y desazonado
desideratum de tantos años!... No era posible acceder porque la conspiración se
hizo diatriba en la prensa y asonada en las calles... Si se pudieran conciliar
estas cosas... Ofrecieron un ministerio... Los masajistas contestaron nao y se
prepararon a la pelea... La autoridad hizo una media conversión hacia aquella
exigencia y encontró en los estatutos del estado un artículo aplicable...
Las farmacias se transformaron en
fortalezas. Se cerraron las puertas con grandes barras de hierro. Detrás se
levantaron barricadas; un maremagnum vertical de tarros, de espátulas y de
morteros y el ojo agudo del tristel asomando por todas partes el círculo
oscuro. Había un violento olor de ácido cianítrico. Era la siniestra arma de
guerra que iban a esgrimir los dueños pálidos.
La falange se acercaba, mientras las
farmacias temblaban de terror. Había el enfurecido rimbombo del exterminio en
aquella marcha triunfal. Era un innumerable pueblo feroz que despedazaba las
puertas, hacía añicos el cristal de los tarros y saltando y rugiendo de un lado
a otro fracturaba las porcelanas y las espátulas y el mármol de los morteros
gigantescos. A guisa de ciclópeos monteros levantaban, armados de hachas los
brazos nervudos y dividían los mostradores crujientes y hacían astillas las
tablas perpendiculares de los armazones y resonaba lejos y aterrador aquel
barullo caótico, mientras crepitaba el papel, rasgado de arriba abajo, cuyos
arambeles colgaban entre un nubarrón de polvo y saltaban, despedazados los
caireles brillantes de las lámparas a garrotazos. Había mil respiraciones
jadeantes y un sacudimiento en todas partes, como si se estuviese por desgajar
la vieja terapéutica, acosada por los violentos frenesíes de aquellos atletas.
¡Qué montones de escombros! Matraces rotos, cajones destrozados arrojando las
yerbas secas y milagrosas, bordes filosos de vidrios, grandes combas de bolsas
acostadas de través y se sentía el retintín de los frascos contra la pared y se
veía pasar zumbando el gran mechón de pelo del tricófero. Y rodaban en el
torbellino los tarros de condurango que cesaba para siempre de curar el cáncer
y cuadros y espejos y se quebraban las tinturas y saltaban los polvos fuera de
sus recipientes y caían sobre los espaldares de las sillas rotas y se
depositaban en montones aquí y allá mezclándose con los líquidos alcohólicos y
cruzando las emanaciones del éter y cal asefétida, mientras ioduro de potasio
allí en el suelo brutalmente se entretenía con tintura de belladona en
promiscuidades ilícitas. Los masajistas parecían presa de un inextinguible
furor de destrucción. Brincaban endemoniados de un lado a otro como flechas
elásticas tropezando en la intrincada trabazón de aquel escombro, irguiéndose a
saltos flexibles de felinos. Sus manos eran férreos arpones. El revoque caía en
fragmentos. Sus pasos coces gigantescas. Las damajuanas rodaban lejos con
tañidos anfóricos de larga y quejumbrosa lamentación hasta que pulverizadas,
sonaba la cáscara de mimbre urdido chac, chac con un rumor sordo y fofo. Ya no
había nada que despedazar. Los masajistas se miraron, enarbolando los tristeles
cargados de ácido cianítrico. Era el trofeo de la victoria. Salieron a la calle
la tez iracunda. Se mandó a la autoridad el ultimátum: desaparición por in
aeternum de todas las drogas. Esta abrió todos los ojos del opulento organismo.
Hizo tres cuartos de conversión hacia la secta irritada. Iba acatando la dura
ley del éxito y envió un parlamentario. Proponía tranzar... un modus vivendi...
se estudiaría con gran tesón las virtudes de cada uno de los medicamentos y se
arrojaría a la calle lo inútil... Los masajistas contestaron nao y atropellaron
adentro...
Empezó el incendio. Resopló brusca la
llamarada del alcohol levantando cacharros. Incineró a belladona en lo mejor de
su faena, y carbonizó a ioduro de potasio. Luego extendida en violenta carrera
la zona ígnea trepó los cajones, resbaló sobre el vidrio, quemó las bolsas y se
deslizó con apuros de violenta y devoradora culebra. Y humo en colosales
columnas y fuego y el torbellino de chispas azotadas al cielo y todos los
ruidos y todos los ardores cruzando el espacio caliente. Cincuenta hornazas
rodeando las falanges enloquecidas de clamoreos, cincuenta esplendores
alrededor del horizonte. Arremetidas del fuego buscando los brazos gigantescos
de la llamarada vecina y atronadores retumbamientos, sonoros poemas arrojados
al cielo, que narran brutales y funerarios convenios... ¡¡El fuego, el fuego!!
La muchedumbre erizada se azota a la calle volando las ropas, temblando los
miembros... La ciudad va a arder. Los iluminados levantan las greñas fulmíneas
de las teas en son de amenaza. La autoridad se asusta y completa la conversión.
Decreta.
Pueblo: Nos que en todo tiempo hemos
valido más que vos, espontáneamente mandamos:
1º Queda suprimida en materia de
tratamientos la libertad de pensar.
2º Elévese el masaje a terapéutica
oficial.
Desde entonces floreció la salud. Los
enfermos abandonaron sus camas, los miembros ágiles, los ojos brillantes. El
estómago descansó y la alegría entró en el espíritu de todos los hogares,
arrojando lejos las bizarrías de las dispepsias medicamentosas. Creció una
generación atlética de esculturales lineamientos, de majestuoso andar y brazo
gigantesco que tenían la pureza marmórea del color en la piel fina y tersa, las
venas azuladas debajo regurgitantes en su camino de líneas quebradas, sin las
máculas que las viejas sociedades llevan tan a menudo al sepulcro... Buscaron
la vida libre y abierta de los campos, el vital ozono que exacerba las
metamorfosis celulares, el trabajo moderado que ahonda en la tierra el espolón
del arado y vuelca el césped a un lado y otro. Transformaron el verde de la
yerba nativa en la zona negra y húmeda aplanados y pulverizados los surcos,
llenos de germinantes átomos dormidos. Esperan la semilla. La arrojan después a
manos llenas aquí y allá rodando en la dilatada superficie oscura desde el alba
y bebiendo como los pájaros el centelleo auroral, mientras más lejos camina con
lento paso el buey uñido, arrastrando el arado. Mira la tierra con su grande
ojo silencioso ese manso filósofo, que abre la entraña fecunda de los campos a
la luz que despierta el calor de la vida, al agua que fertiliza, a la mente
humana que aprende en aquel trabajo sosegado y tenaz que las conquistas
destinadas a ser eternas son las que fundan y se ganan un palmo después de
otro, surco tras surco. ¡Oh el sereno trabajador feliz que pulveriza los
prados, que se cubren de la mies dorada!... Porque después esas generaciones se
sentaron a sus mesas al lado de los hijos rubicundos en la sombra que azota
lejos la casa de ladrillos. Bebieron las aguas frescas de los manantiales
cristalinos, la leche gorda y rica salpicada aquí y allá de ojos translúcidos y
amarillentos, mientras a un costado chilla y crepita la carne de fragantes
emanaciones destilando la grasa gota a gota desde el asador. Así tendidos al
entrar la noche en sus camas duras tienen el sueño hondísimo... Fue estirpe
inmortal aquella, porque en la hornaza colosal de los medicamentos se
incineraron todas las enfermedades y eximio tratamiento el masaje, que despertó
la vida y mantuvo su eflorescencia en las ciudades, que no tienen casi luz, ni
ozono...
D. Manuel de Paloche y otras alcurnias
presentó su poema a la Academia de letras. Esa vez por tan original
acontecimiento pudo reunirse y lo declaró abominable. Tomó actitudes de
exorcista y pronunció el anatema... D. Manuel, corrido como el día del examen,
se retiró lleno de tristeza a su casa. Tal vez aquel era un error suyo y el
masaje no era la panacea...
- VII -
Mano santa
D. Manuel de Paloche y otras alcurnias no
contaba con la tontera humana. Después del fracaso de su poema se retiró a su
casa. Allí recibía a menudo la visita del hijo que seguía en la chacra, por el
cual tenía el padre el más profundo desprecio... ¡Un Paloche, exclamaba el
viejo, chacarero! ¡Qué decrepitud! Yo quería que fuese médico, y me salió un
degenerado. El día entero en el trabajo brutal, andrajoso... con sus lechugas y
su avaricia... Fatalmente yo estoy destinado a la desgracia... No era cierto...
Dos días después de publicado el libro llegó un carruaje... Un tronco de
oscuros de gran jaez en sus guarniciones doradas, negro y brillante y extendido
el gran landó de cuatro asientos, el cochero rígido, embutido en la librea
larga de paño verde, los botones de plata, la cara lampiña. Descendió la
señora, con movimiento rápido y entró nerviosa en la casa de Paloche.
Aquí estoy señor, dijo con ansiedad.
Felizmente... creían que no iba a llegar. Me ha dado un ataque.
-¿Un ataque? Preguntó D. Manuel.
-Sí, y pronto cúreme, por favor señor.
-Pero, ¿qué le pasa señora?, dijo Paloche
asustado.
-Me ahogo de repente. Un nudo en la
garganta. Tengo palpitaciones, cúreme, señor.
Paloche meditó un momento, se rascó una
oreja y dijo con aire solemne:
-Primer grado de masaje. Siéntese y
descubra el pecho.
La señora desabotonó rápida la bata, hizo
sonar el corsé al desprender los broches y exhaló fuera un olor caliente de
carne. D. Manuel pasó suavemente la mano sobre la garganta y la colocó después
sobre el pecho. La mano se hizo cada vez más pesada y ella sintió que la
respiración era más fácil y calmarse el dolor del corazón y se apoderó de toda
su persona un delicioso y profundo bienestar.
-Parece que Vd. estuviera curada, dijo D.
Manuel, y para siempre.
-Sí doctor. Creo que sí. Estoy
profundamente agradecida, contestó la señora vistiéndose... Vea qué dicha haber
leído su libro... Notable señor... ¿Cuánto le debo a Vd.? Preguntó la señora,
sacando la cartera.
-¡Oh! ¡Oh! Exclamó Paloche. Yo no cobro
señora.
La señora se fue dejando dinero sobre una
silla...
Al rato dos aldabonazos a la puerta. Una
larga y flaca y macilenta figura de dispéptica, acompañada de la madre, que se
movía en el amplio contoneo de opulentas formas.
-¿Qué tiene Vd.? Preguntó D. Manuel.
-Dolores en el estómago, señor. Atroces.
No puedo comer ni dormir.
-Es un bizarro carácter, rugió la vieja.
Insoportable. Con un geniazo de todos los demonios.
-Porque estoy enferma y no me quieren
creer.
-Es una revolucionaria, que no deja
quieto a nadie; eso le hace mal. Y de repente tiene unas carcajadas que dan
miedo, cuando no le da por llorar y llorar.
-Perdone Vd. señora, interrumpió Paloche.
Haga que la niña se acueste en aquel sofá.
La niña se acostó y don Manuel empezó a
pasear sobre el estómago la mano con lentos vaivenes. Poco a poco el peso de
aquella fue aliviando el dolor y la angustia de aquella niña que experimentó
una profunda sensación de sueño. Sus ojos fijos en los del curandero empezaron
a cerrarse y de repente su cabeza cayó hacia atrás con violencia. Estaba
dormida. La vieja se persignó y la rubicunda brillantez untuosa de sus mejillas
empezó a desvanecerse.
D. Manuel despertó a la niña.
-Está Vd. mejor, afirmó D. Manuel.
-¡Oh sí! Dijo... pero tengo miedo que me
repitan otra vez los ataques.
-Vuelva, contestó Paloche con aire
solemne y la curaremos radicalmente.
-¡Oh! Eso será milagroso, replicó la
señora; ya ha sido desahuciada.
-Todo cede a la nueva terapéutica,
señora.
La vieja se fue sin pagar... ¡Oh
delicioso y frecuente olvido!...
Ya estaba esperando en el zaguán un
diplomático, un bismarquiano de adusto frontispicio y recia musculatura...
-Señor, dijo al entrar, felicito a Vd.
por su libro.
-Gracias...
-Ruégole se sirva no interrumpirme.
-Está Vd. en su casa, dijo Paloche,
haciendo una reverencia.
-Repítole que no me interrumpa...
-Este es un loco, pensó Paloche.
-¡Hem! Rugió el bismarquiano. Una crítica
tengo que hacer a su libro... Vd. no ha dedicado un capítulo a las afecciones
crónicas articulares.
-Sí señor. Cómo no...
-Le digo a Vd. que se ha olvidado de
citar a la diplomacia como causa común de este padecimiento.
-No alcanzo el significado. Creo que sus
palabras tienen tal sutileza de intención, que se hacen ininteligibles. -Al fin, señor Paloche, yo he venido a
que Vd. me cure una artritis crónica y me veo mal de mi grado obligado a darle
a Vd. explicaciones... En verdad me desvío de la línea recta sobre la cual he
marchado siempre. Nada de giros tortuosos, ni intrigas, ni astucias, ni
perversas y largas maquinaciones; la fuerza todo lo arregla... Y a pesar de esto,
señor, antes se hacía vida de gabinete, se cambiaba la faz del mundo con una
nota... Se hacía con un golpe de timbre una revolución en la política, como con
su libro la va a hacer Vd. en la terapéutica.
-En verdad no parece loco, pensó Paloche,
inclinando la frente.
-Pero hoy no es así, señor, seguía el
diplomático irritado... Desde que se ha inventado el pueblo y los periódicos
sugestionan las multitudes y todos quieren ver y saber y modificar. De aquí
derivan los tole-toles y las algazaras de peligrosas consecuencias y aquí nos
tiene Vd. corriendo el día entero por todas partes, en la cámara, en los
acuerdos, en los cuarteles, en los campamentos, sin descansar, ni comer, ni
dormir y empieza la enfermedad y le duelen a Vd. las articulaciones y se
transforma en un inválido, arrojado a la cama por tres meses como yo sin estar
curado todavía... Pero puede darse por satisfecho. Ha hecho Vd. todo lo posible
para salvar a su país y ha tenido el consuelo de que el último médico le diga
con sorna: ensaye el masaje.
D. Manuel de Paloche curó al señor
artrítico y poco a poco vio invadida su casa por una muchedumbre de enfermos y
pseudo-enfermos. Llenaban la sala, los patios y la calle y se veía enfrente la
larga fila de carruajes. El barrio pupuló, vibrando estremecido por la
inacabable romería. Fue el punto de cita de los desahuciados y se llenó el
ambiente de las melancolías de todos los neurasténicos de la ciudad. Se armaban
disputas y grescas y se oían chillidos de mujeres que sostenían su derecho a
entrar primero. Todos querían atropellar a D. Manuel de Paloche y a veces
entraban de a cuatro, pretendiendo simultáneamente a grandes voces los
beneficios de la panacea. Este tranquilo y majestuoso, calmaba las impaciencias
y propinaba a cada uno su dosis de masaje. Sin recurrir a los embolismos
misteriosos de la nigromancia, nunca su nombre había adquirido en la ciudad
cierta fama tenebrosa, porque se narraban en todas partes los milagros de sus
curaciones y era de verse con qué sincera austeridad de convencido y con qué
afán de sectario ejercía D. Manuel la misión humanitaria. Alrededor se oyó el
largo y embarullado zumbido de cincuenta diálogos animados y se veían los
grupos gesticular, yendo de un lado a otros hombres y mujeres. Se apiñaba allí
la gente de tal manera a veces, que era necesario recurrir a recomendaciones o
a otras astucias, o sorpresas o estratagemas para llegar hasta él. Carlos
Méndez había entregado riéndose machas tarjetas. D. Manuel cuando las recibía,
hacía pasar adelante enseguida. Es mi amigo de la buena y de la mala suerte,
solía decir. No pasaría Vd. si me trajera carta de magnates o de sabios.
Su renombre fue propagándose hasta
invadir casa por casa. Al principio la gente se sonreía. Aquello no podía ser
sino una broma. Si en realidad fuera el grande y maravilloso remedio, rara cosa
que otros más sabios y más estudiosos no lo hubieran descubierto. Pero después
se acostumbraron a oír su nombre y a escuchar sin protestas los milagros del
nuevo Cristo. Surgió la leyenda imaginativa y megálica por ciertas cosas de su
pasado que muchos conocían. Aquellas luces prendidas en sus cuartos hasta
tarde, los misteriosos paseos por la campaña, los ensayos de extractos de
yerbas, que tenían renegrido color y aspecto siniestro, como si colaboraran
endriagos o fantásticas y encapuchadas brujas; su examen y la envidia perra
mordiendo el talón de los profesores y las sonoras estrofas de la epopeya
masagiana roendo el corazón de los literatos liliputienses. No podía dudarse
que era un intelectual. El escepticismo frío y burlón se trocó en el raciocinio
tranquilo, que está por llegar a la fe. Esos caminadores amargos que tienen la
verde sangre biliosa para juzgar todos los acontecimientos, esos desposeídos de
todos los entusiasmos generosos y adoradores de la razón pura sintieron
conmovidos sus convencimientos cuando en sus propias casas la mano santa de D.
Manuel de Paloche había entregado la salud. Era alguno que resurgía a la vida
floresciente y a la alegría juvenil después de largos años valetudinarios y
eran amigos que llegaban asombrados a narrar algún portento de las nuevas ideas
terapéuticas. El entusiasmo se trocó en frenesí, y fue como un vértigo giganteo
el que se apoderó de toda la ciudad. Le llenaron a Paloche de regalos. Un
espléndido carruaje, flores, dinero y su casa fue una magnificencia. Se hizo
alrededor de él una falange de fanáticos, que se hubieran hecho despedazar en
cualquier parte y los periódicos, que son según ellos el crisol, en que se
elabora al rojo el alcaloide de la opinión pública no se atrevieron a arrojar
el ridículo sobre el gran personaje. Los oradores altisonantes de la cámara
citaban con melodramática entonación las estrofas del poema. D. Manuel suscitó
el terror porque su obra de todos los días, alrededor de millones de enfermos
en esa órbita de su dominio que se dilataba cada vez más, podía producir un
cataclismo. Asomaba el hambre para muchos médicos. A pesar de que algunos de
estos se habían inficionado hasta el punto de ir a consultarlo, torcieron
contra él sus iras. Fue una campaña tenaz; pero en cada sala y en todos los
comedores donde se había iniciado no se escuchaban sino alabanzas, donde moría
la frase mordaz y la crítica burlona y acre. Era inútil; eso significaba
machacar en hierro frío. No era posible vencer. La conciencia clara y tranquila
del talento de D. Manuel y la certidumbre de los milagros que se narraban
estaban hechas y todo el mundo veía aquella mano enorme y benéfica dilatar
sobre la ciudad enferma la sombra protectora mientras la autoridad se asustaba
como en el octavo canto y veía surgir por todas partes la escultural efigie de
la falange masajista y sospechaba no sé qué conspiraciones en la aglomeración
rumorosa de todo aquel pueblo alrededor de la casa de Paloche. Dentro de
aquella metamorfosis radical de la terapéutica podían muy bien haber germinado
los átomos de la revolución política, planta de exuberante y lujurioso retoño.
Pero ellos también tuvieron la conciencia pecaminosa porque inficionados de
Palochismo, le habían consultado sus achaques terciarios. Al fin se decidieron
y D. Manuel fue llamado al consejo de la higiene pública. Llegó seguido de una
muchedumbre rabiosa y tumultuaria con trágicas actitudes de vengadora de
afrentas. La envidia perra iba de nuevo a lastimar el ídolo, que era el gran
padre de la ciudad y el hermano de todos los hermanos. Paloche contestó recio
las preguntas. Él no era un mercader. Si su casa había resurgido y si había
entrado en ella la riqueza y la gloria, era por la suprema voluntad de aquel
pueblo. ¡Y cuidado! Porque sus frenesíes colectivos son de los que derriban en
un cuarto de hora la tradición rutinaria y burda. Si el masaje en la práctica
habla revelado ser la panacea universal, su concepción de aquel tratamiento
tenía el esplendor sublime de las adivinaciones geniales y tuvo en aquella
peroración de su defensa, irresistibles argumentos ad hominem. "Han debido
empezar por no consultarme, si querían pronunciar condena, decía Paloche. Sobre
todo esta mano, que ustedes quieren marchitar con un decreto, ha derramado la
salud en vuestras familias, aunque ustedes hayan tenido vergüenza de
confesarlo". Absolvieron a D. Manuel aplicándole el artículo que establece
la libertad de las profesiones. El clamoreo popular llegó al colmo. Le
desataron a D. Manuel los caballos del cupé y la muchedumbre se vistió de
cuadrúpedo un largo trecho en honor de la civilización. Fue una marcha
triunfal. Sobre su cabeza la hilera de almohadones en que apoyaban sus brazos
las damas, acariciado el rostro por el flamear de banderas y gallardetes
agitados en la brisa, el pavimento cubierto de flores, en medio de la bulla,
empujado y detenido el coche por la confusión, flagelando los tímpanos los
hurras atronadores...
La casa de Paloche se transformó. Fue
arrancado el tupido yuyal de ortigas y cicutas y desaparecieron los ladrillos
reemplazados por el piso más moderno de nítidas baldosas. Aquel brocal del
pozo, alrededor del cual había en otro tiempo, balde en mano, defendido el auto
de fe de sus libros azuleaba en sus elegantes chapitas de porcelana, marmóreo
el círculo del borde y se pintaron puertas y celosías y debajo del arboleda en
el fondo muchas familias de flores enriquecían el aire de perfumes.
Había cierta alegría de vida nueva en
toda la casa, en ese olor de las pinturas y en la magnificencia del papel
artístico, recamado de paisajes con que había vestido las paredes y en el
brillo chispeante de los cristales largos de las ventanas. Una estera nueva
cubría los pisos, con su damero rojo y pajizo de cuadros pequeños. Los viejos
muebles habían desaparecido. Se veían grandes sillones lucientes y áureos los
espaldares y el asiento de terciopelo; espejos de amplia luna y cuadros de
hermosos panoramas en la pared, mientras de los rincones derechitos miraban
algunos bronces, caprichosos, de pardo metal. Y en todas partes como sonrisas y
cierto aire jovial, festivo y juvenil, animado contraste, con las viejas
paredes pulverulentas y las tristezas de otros tiempos...
Iluminada estaba esa noche la casa de don
Manuel. A las diez, cuando ya la gente se iba retirando, entró Carlos Méndez a
visitarlo. Paloche lo abrazó y lo hizo sentar con grandes agasajos.
-Cuánto me alegro que Vd. haya venido,
dijo Paloche con cierto temblor nervioso. Vd. de quien he recibido en mi
pobreza tantos beneficios, tiene todos los derechos aquí en esta nueva vida y
en esta casa rejuvenecida.
-La verdad es, murmuró Méndez, que esta
transformación es admirable.
-¡Oh! Soy feliz, contestó D. Manuel, casi
completamente feliz. Si no fuera que en la vida siempre falta algo...
-¿Y qué? Preguntó Méndez.
-¡Oh! Mi querido amigo. Fíjese en esa
pobre vieja que anda por la casa, así como un fantasma.
-Es un mal irremediable.
-Y aquella otra, aquella pobre desgraciada,
que está perdida, quién sabe dónde... Y el otro, el chacarero con sus lechugas
y su avaricia... ese Juan que podía haber perpetuado nuestro apellido...
-Razón tenía Vd., señor Paloche, cuando
decía que aun en medio del triunfo está la grima que mata las alegrías.
-Ciertamente. Y yo lo confieso que este
servicio que yo he hecho a la humanidad, descubriendo la panacea universal, me
deja perplejo y pensativo muchas veces.
-Pero ¿por qué? Oh, ¿Vd. no cree que sea
un triunfo?
-¿Y quién se atreve a dudarlo? Después de
las maravillosas curaciones que ha producido. Puedo asegurarle, doctor, que no
hay enfermedad que resista. Yo soy un fanático creyente de mi descubrimiento.
-De manera que Vd. debe estar satisfecho,
señor Paloche, dijo Méndez mirándolo con gran fijeza.
-A medias, D. Carlos. Yo hubiera deseado
que hubiera marchado como las conquistas duraderas marchan. Despacio. Un caso
después de otro. A través de la razón y del convencimiento. Nunca con estas
explosiones y entusiasmos. No me parece que esa sea la índole de los
descubrimientos de nuestra ciencia.
De manera que, dijo Méndez con tristeza,
¿Vd. cree que el masaje es la panacea universal?
-¡Oh! ¡Oh! Contestó Paloche levantándose.
¿Cómo? ¿Por qué me pregunta Vd. eso?
-Cálmese, señor Paloche. Antes Vd. creía
haberla encontrado en sus extractos y se apercibió después que no era.
-Es cierto.
-Y ahora no se explica porqué eso que Vd.
llama su descubrimiento, ha procedido y ganado la voluntad de todos con tanta
violencia.
-Es verdad. Sería inexplicable eso, si no
fuera yo un convencido con respecto a su eficacia.
Bueno, contestó Méndez con lentitud. Yo
le voy a dar la razón. Desde luego me permitirá que no crea en el masaje tanto
como Vd. El fanatismo de uno no debe exaltarse hasta el punto de imponerlo a
los demás.
-De acuerdo, dijo Paloche.
-La turbulencia, continuaba Méndez,
suscitada por Vd. en estos días, significa sencillamente un caso de sugestión.
-¿De sugestión? Pero cómo, señor.
-Escúcheme. Yo le voy a decir lo que he
observado de la manera más clara que me sea posible. Nosotros vivimos, D.
Manuel, en el seno de la gran histérica, en medio de esta ciudad, que se
perturba colectivamente a veces. Le repito que no es mi ánimo enseñar. Creo que
no hay pedagogo que no sea afectado. Eso repugna a mi sinceridad. Ni quiero
modificar el proceder de los demás, ni persuadir a nadie. Lamento mucho la
suerte de esos que toman en los libros de ciencia los casos clínicos para sus
novelas para hacer enseñanza y moral. Se me ocurre que son obras escritas a
medias y al fin Vd. no sabe a quién pertenecen, si al que las firma o a los que
andan nadando dentro de sus páginas y prestándole al autor las altas
concepciones, que derivan de la observación de años. Si no fuera porque al rato
Vd. se aperciba del engaño y está autorizado para decirle al escritor: está
bueno, mi señor, Vd. no es del oficio, sería el caso de declarar sacrílegas
estas intromisiones.
-Estoy de acuerdo con Vd., contestó
Paloche. Sin duda quiere Vd. decir que antes de disertar sobre patología mental
es necesario hacer un curso regular de estudios. ¿No es eso?
-Precisamente, contestó Méndez. Además yo
no quiero aconsejar, ni morigerar. Aparte mi creencia de que casi siempre es
tiempo perdido, hay esta idea que yo tengo y que es sangre y conciencia en mi
ánimo. Me parece que debe dejarse a cada uno la mayor suma de libertad así en
sus actos, como en sus manifestaciones intelectuales.
-Don Carlos, dijo Paloche, en esta casa
Vd. puede hablar como mejor le plazca. Su bondad con mi familia y su saber lo
eximen de aclaraciones.
-Bueno. Yo le decía que vivimos en el
seno de la gran histérica. Vea lo que me da a mí la observación. He visto que esta
libertad que yo deseo para mí y para los demás con tanta vehemencia, existe
solamente de una manera relativa. La influencia del yo colectivo, el hecho de
estar oyendo el día entero el formidable estruendo de la ciudad enorme modifica
la voluntad de cada uno. Hasta los espíritus más serenos y más clarovidentes se
dejan arrebatar por la oleada poderosa. Y si Vd. se fija en las ciudades, todo
tiembla y se agita. Falta tiempo. Es necesario correr anhelantes y cada uno
tiene dentro de sí mismo empujes violentos cada cuarto de hora porque hay
muchos desaguisados que arreglar como diría Cervantes. Siempre la falta de
lógica. Se gasta más de lo que se tiene, se duerme mucho menos de lo que se
debe y se hacen suculentas comidas heliogabálicas que destrozan el estómago y
conturban el cerebro. Y después y sobre todo Vd. sabe bien por qué no se
duerme.
-¿Yo? Preguntó D. Manuel.
-Sí, Vd.
-No sé, no sé, repetía Paloche
entusiasmado y confundido a la vez.
-Porque en cada casa hay un poema en treinta
cantos que escribir, hay un nombre que es necesario arrojar fuera de la
oscuridad, hay alturas escarpadas y escabrosas que trepar, hay riquezas ajenas
que es necesario conseguir y ultrapasar, hay glorias que andan por ahí y ser
echan con su recuerdo a través de los primeros mareos del sueño para darnos
sobresaltos. Y después está el amor que tortura la fantasía, el odio que raja
las alegrías y la avaricia que transforma al hombre en el escuálido cancerbero
huraño y desconfiado...
-De manera que, interrumpió bruscamente
Paloche, hay muchos que pierden el sueño como yo lo he perdido.
-Sí, muchos. Casi todos, en una forma o
en otra, aunque sea en la borrachera de la vanagloria porque, convénzase señor
Paloche, allá en lo íntimo, donde nos parece que nadie nos ve, cada uno se cree
mejor que los demás...
-Pero ese será D. Carlos, el espíritu de
algunos. Yo veo muchos hombres caminar tranquilos y hasta satisfechos.
-No son tranquilos, contestó recio
Méndez, ni resignados siquiera. Todos marchan bajo algún golpe, que han
recibido un cuarto de hora antes...
-Vd. sabe, dijo Paloche, todo lo que yo
estimo su inteligencia; pero me parece que Vd. exagera. ¿No estará Vd. en uno
de sus días negros?
-¡Ojalá fuese así! Eso significa augurar
un amanecer festivo para el día siguiente.
-Y que lo tendrá estoy seguro y se
olvidará de este cuadro tan sombrío que acaba de hacer.
-Y que no he concluido, replicó Méndez.
Me falta que decirle muchas cosas. Desde luego siendo la que yo he descrito la
vida de los individuos, la vida colectiva es el orgasmo, los sentimientos son
exacerbaciones y la inteligencia es un mar irritado que se pervierte y no puede
guardar ecuanimidad.
Ahora bien, mi querido amigo, estos
espasmos nerviosos son los que debilitan la voluntad y la pierden y eso es
colocarse en las mejores condiciones de sugestión, y está la ciudad tan
acostumbrada a vivir así que cuando por casualidad sobrevienen días apacibles,
en que podría recuperar sus fuerzas y dar aliento a esa voluntad, que está tan
dispuesta a entregar a cada rato, se aburre, bosteza y levanta y estira los
brazos rezongando... ¡Oh! No hay novedades, le dicen con desaliento. ¡Qué
lástima!
-Es cierto. Muy exacto, contestó Paloche,
cuando no agregan la frase sacramental: ¡qué pavos están los diarios!
-Y eso se produce porque tiene necesidad
de vivir a saltos frenéticos, seguía Méndez con calor, porque quiere que le
sirvan todos los días su dosis de hachís, para tener la cabeza llena de
exhilarantes o turbulentas quimeras, la hermosa sultana irritable... Ya veo,
seguía Méndez, que la asociación de ideas me ha llevado demasiado lejos.
-No tanto contestó Paloche, me parece que
Vd. está siempre en la sugestión. -Y ahora más que nunca.
-¿Cómo así? Preguntó Méndez con
curiosidad.
-Sí mi doctor. Ha hablado Vd. de la
prensa ¿no?
-Eso es y le prevengo que es la reina y
es necesario no tocarla.
-¡Bah! Dijo Paloche mirándolo con
extrañeza y caminando por la sala, ¡reina nunca! Se equivoca D. Carlos, porque
la palabra escrita, libro o periódico es vasalla siempre...
-¿Cómo? ¿Cómo? Replicó Méndez.
-Cámara oscura, proseguía D.
"Manuel, que va fijando imágenes y pasiones, buenas y malas con fulmínea
rapidez, que hace por sí bien poca cosa y moriría como planta entristecida, el
día que se olvidara de acoger los clamoreos de afuera... Vigoroso reflector
lleno de deslumbramientos y nada más... Sugestionada casi siempre y dirigida
por fuerzas que ella misma no conoce, capaz de sintetizar y revelar en un
momento dado los dolores y los júbilos y los presagios y los presentimientos
populares, ese anónimo profundo y arcano, que cuando aparece escrito ya hace
mucho tiempo que rueda y desazona y martiriza las horas trabajadas de los que
viven en los ranchos y en las pequeñas casas sin revocar. Yo reclamo doctor
para los proletarios, para los parias que no saben escribir la prioridad en
todos los grandes acontecimientos humanos, metamorfosis, catástrofes y
redenciones, que son al principio instinto, después sensación, luego
sentimiento, enseguida ignorados martirios, al fin inteligencia y palabra
escrita y por último conquista. Por eso yo le decía que la palabra escrita
presta homenaje y refleja siempre lo que hace tiempo se piensa y siente y sufre
en medio de la oscura muchedumbre, que no se toma en cuenta.
-¿Qué es lo que está Vd. diciendo?
Interrumpió Méndez asombrado de ese original tipo de loco y de filósofo y
procurando penetrar el involucro que rodeaba las palabras de Paloche. ¿Qué
paradojas son esas? Explíquese Vd...
-Lo que estoy diciendo, replicó enseguida
D. Manuel ¿qué importancia puede tener? Yo soy un loco y vivo mártir de mis
ideas terapéuticas ¿y estoy convencido que la medicación puede reducirse a una
sola para todas las enfermedades? ¿Qué diría Vd. si yo le afirmara por ejemplo
que las revoluciones no se decretan, ni la religiosa, ni la política, ni la
literaria y que cuando aparecen escritas ya están hechas hace tiempo? ¿Dónde
cree Vd., que empiezan? ¿En las alturas acaso? Eso sería pensar que la tiranía
ama el esplendor y los coches de gala y los saraos de los grandes salones. ¿Es
lógico esto? ¿Es humano? ¿Es lo que se ve en la historia? Nunca D. Carlos,
nunca, seguía Paloche con vehemencia. La tiranía ama la sombra, lo esquivo, lo
siniestramente tenebroso y necesita eso para mantenerse... por eso se ensaña en
los barrios miserables, donde afrenta y escarnece y ultraja y abofetea a su
antojo... ¿Son las casas ricas las que se deshonran primero? ¿Se derraman allí
acaso las primeras lágrimas de rabia bajo el garrote que apalea sin piedad?
¿Quiénes son los que matan los primeros verdugos, los que empiezan la
resistencia aislada sino esos pobres y oscuros desheredados que sufren las
primeras humillaciones y elaboran en los secretos conciliábulos los gérmenes de
la patria libre, que es un brutal instinto nativo? ¿Dirá después de esto, don
Carlos, que es una paradoja afirmar que todas las revoluciones empiezan en las
bajas capas sociales?
-No alcanzaba su concepto, contestó
Méndez. Ahora veo que Vd. tiene razón.
-Y más le diré. Cuando Vd. vea en
cualquier momento llegar la revolución hasta la palabra escrita afirme que la
tiranía está en derrota y no se equivocará; porque el ozono la asfixia y la luz
la incinera... pero para llegar hasta allí, ¡cuántos vejámenes! ¡Cuántos
crímenes no revelados! ¡Cuánta sórdida lascivia y cuánta maldad!
Y como de la política de todas las demás
transformaciones. Supongo que Vd. no me dirá D. Carlos que el cristianismo ha sido
propagado por los senadores romanos y que sus mártires han calzado coturno. Al
contrario lo que yo he visto es que casi siempre las altas clases se oponen y
luchan con las innovaciones, considerándolas peligrosas y malsanas, por qué
tienen riquezas o autoridad que conservar, lo que las hace suspicaces y
desconfiadas tanto más que la innovación es siempre iconoclasta y procede a
veces con saltos vertiginosos. Tiene por esto en la entraña sacudimientos
comprimidos y pavorosos, como sucede cuando se entrevee el peligro a lo lejos y
no se conoce su magnitud. ¡Y sabe Vd. lo que acontece cuando algún rico, o
sabio o príncipe o filosofo se pone atrevidamente a la cabeza de la muchedumbre
en marcha! Al principio no se dan cuenta; después se sorprenden del extraño
propósito y le miran con ojeriza y encono, como si hubieran sentido el dolor
acerbo de un miembro de su organismo desgarrado. Luego lo tildan de maníaco,
cuando no llueven sobre el clarovidente los epítetos de traidor o facineroso y
le hacen pagar con el suplicio o la ergástula la temeraria osadía.
-Historias viejas D. Manuel, interrumpió
el médico. Los tiempos han cambiado y la civilización abre a las nuevas ideas
bondadosamente sus brazos.
-Será por eso, contestó Paloche con sorna
y acrimonía que Vds. los intelectuales y los ricos enfrente de la revolución
social que está contaminándoles el trono y carcomiendo los fundamentos de la
sociedad decrépita entran ahora a los tugurios miserables y les ponen piso de
tabla y cielo raso de yeso y llegan las damas con frazadas para él invierno y
leche para los niños acostados y famélicos en las cunas sucias y revueltas.
Será por eso pues que se ha decretado que los talleres tengan grandes ventanas
y se llenen de los esplendores del sol y se ha resuelto que los obreros tengan
músculos de acero y desaparezca la tisis y el cáncer que son producidos por las
congojas y las miserias que no tienen término y se le ha dicho a Dios: hará Vd.
en adelante que las minas estén a flor de tierra, que los arrozales estén secos,
que el carbón y las miasmas de las usinas no penetren en los pulmones y no los
enfermen, que los terrenos palúdicos sean vergeles y las emanaciones mefíticas
de las poblaciones hacinadas en los conventillos sean tan poco nocivas y tan
candorosas como el vaho perfumado que revienta de las campañas ubérrimas a
través del cielo diáfano.
Pero Sr. contestó el médico con gran
tranquilidad, temiendo en D. Manuel algún impulso, los intelectuales y los
ricos ya se han apercibido de las nuevas ideas.
-Ya lo sé, contestó Paloche con violencia. Pero, ¿para qué?
¿Para encauzarlas acaso? ¿Para endulzar las pasiones enloquecidas? No señor,
agregó levantando la voz, no señor. ¿Sabe Vd. lo que están haciendo?
-Se han puesto enfrente de la revolución social
para combatirla y para anonadarla y la destrozan con el plomo y la ultrajan con
el patíbulo cuando salen a la calle sus espasmos, cuando las muchedumbres
enloquecidas crean esa protesta que se llama asonada y arrojan esa violencia
que se llama dinamita.
-Esas síntesis siniestras que Vd. está
haciendo, dijo Méndez severamente, implican graves acusaciones. ¿Serán entonces
malvados los que tal hacen?
-Lejos de mi ánimo D. Carlos, contestó
Paloche pensar esa insensatez Proceden así, porque no comprenden toda la
filosofía de esos hechos, porque se admiran de ver surgir innominados que
tienen en el corazón las tradiciones dolorosas de muchos siglos y porque lo que
ellos piensan que son crímenes pueden ser fatales necesidades de los tiempos y
lógicos derivados de la lucha y porque en una palabra como no son ellos los que
hacen la revolución no entienden al principio sus instintos ni sus sensaciones,
ni sus esperanzas porque después yo sé muy bien que más tarde los abanderados y
los más gigantescos luchadores serán los intelectuales.
-Me complazco mucho D. Manuel viéndolo
hacer justicia a un gremio tan lleno de austera nobleza.
-Por supuesto; pero... primero el pueblo,
después el libro y por último alguna gloriosa conquista. Y fíjese Vd. D.
Carlos: aquí mismo alrededor nuestro se está haciendo la transformación
literaria. En estos suburbios y en cada casa pobre se está operando una
completa metamorfosis del idioma y llenándose de ricos y exuberantes y
pintorescos modismos, que han de ensanchar su órbita, como los círculos
concéntricos, hasta invadirlo todo. ¿Es esta afirmación también una paradoja?
¿Ya no está nuestro idioma elaborándose entre los pobres? ¿No le parece a Vd.
que habrá que tener mucho en cuenta esta tenebrosa y lenta y paulatina
incubación para más tarde cuando ya se haya hecho sangre y conciencia universal
en nosotros? Ya ve Vd. con cuánta razón yo le decía que la palabra escrita es
muy a menudo influenciada por el fragor de las elaboraciones exteriores...
-De todas maneras, interrumpió Méndez,
estas excitaciones nerviosas, estas sugestiones recíprocas traen a veces
verdaderas y grandes desventuras... Eso lo sabe Ud. muy bien.
Así yo he visto épocas muy sombrías en
que ha entrado la pobreza en todos los hogares y el desaliento transformarse en
una tétrica desesperación y he oído tiros de suicidas por ahí en las plazas, o
en las afueras. Entonces caminan aterrorizados todos, como si se tratara del
caos. Miran a sus hijos temblando. Tal vez no habrá pan para el día de mañana;
y a sus mujeres, esas espléndidas engalanadas de ayer, las ven ateridas de frío
y de hambre entregar sus joyas y desnudarse con profunda tristeza de sus trajes
de raso. ¿Y ellos? ¿Se imagina Vd. que contestan a la desgracia con el trabajo,
con el ahorro, con el sacrificio de los placeres y con la virtud en todas sus
formas? Se equivoca, si cree eso. Se sugestionan del espíritu revolucionario,
que no arregla nada, de la conspiración que no arregla nada y del crimen, que
mancha la sangre generosa derramada y carboniza la corona de los mártires
juveniles... porque yo los he visto a esos batallones combatir con la espartana
gallardía glorificando el error, el pecho abierto por la metralla, denodados,
salvajemente botados a la muerte y apocalípticos de heroísmo.
Carlos Méndez se había levantado de su
asiento, como para despedirse, pero Paloche lo contuvo diciéndole:
-No, mi amigo, todavía no ha probado Vd.,
su proposición primitiva.
-¡Ah! Vd., no comprende todavía la razón
de su fortuna actual porque a pesar de sus cuarenta y cinco años ha vivido
soñando y más que yo a quien se tilda de visionario. Ha vivido entre los
fantasmas imaginativos de la panacea universal y no se ha apercibido del
apasionamiento con que la ciudad acoge las novedades, sin comprender tampoco lo
exuberante de sus sensaciones... Vd. no ha visto que su risa colectiva es la
carcajada, que su valor es lo temerario elevado a infinito, que sus sacrificios
y sus resignaciones en la desgracia tienen el heroísmo de los ascetas, que sus
derrotas le producen desalientos profundísimos y sus resurrecciones son algo
así como el prodigioso reventar del sol en sus incendios deslumbradores detrás
del nubarrón de la tormenta. ¿Y su alegría? Eso lo ha visto Vd. en las calles
pues, transformada en bullanguera algazara, en la bacanal, y en los saturnales,
mientras su ciencia es lo maravilloso y su verdad el milagro. Ahora comprende
Vd. D. Manuel como a esta histérica caballeresca que no duerme, y tiembla
estremecida en la exaltación de sus nervios puede el anónimo sugestionarle,
todas las pasiones generosas y todas las depresiones... la gloria y el crimen.
Bueno pues, eso es lo que ha sucedido con su poema que tenía la ventaja de
llevar la firma de un hombre, rodeado de cierta aureola misteriosa de mago y de
alquimista.
-No. Permítame, dijo Paloche poniéndose
muy serio. Eso es negar la evidencia. Yo le puedo presentar mil casos curados
con mi maravilloso sistema terapéutico. Inaceptables, doctor inaceptables sus
conclusiones, repetía paseando de un lado a otro...
-Lo emplazo, D. Manuel. Un mes, dos, no
sé cuántos... pero esa ciudad se va a ir alejando de su casa, hasta olvidarlo
abandonado y solo... porque además es variable y movediza y caprichosa.
Cuando Méndez salió, D. Manuel pensó en
él con mucha lástima. Era un inconvencible con talento pero lleno de ideas
preconcebidas. Negar las ventajas de su terapéutica volvía a repetirse a solas,
era negar la evidencia. Se sentó después en un amplio sillón de terciopelo y
tuvo entonces alegres alucinaciones.
Un carro triunfal, áureas las paredes
laterales, festoneado de la hoja de laurel, cincelados los bordes de eximias
miniaturas, pulidas y artísticas narradoras de todas sus glorias, el carro
pequeño y bajo, arrastrado en el ímpetu de la carrera por el corcel demoniaco
de los valles Macedónicos en medio de las estrofas hímnicas de Píndaro. Su
nombre repetido entre el dilatado aplauso, entre el aplauso fragoroso de las
multitudes, que se apoderaban frenéticos de sus triunfos para grabarlos en el
Panteón de las glorias nacionales en frase lapidaria. ¡Precursor y genio
arrebatado al empíreo! Su hija, la joven princesa, la diadema brillante
salpicando de luz la renegrida cabellera desde el solio real, cobijada bajo el
dosel de púrpura extendiendo su mano para arrojar dádivas sobre la turba
arrodillada. Y él... el rey bondadoso colocando la mano santa sobre la
humanidad enferma, gigantesco estremecedor de las moléculas moribundas,
transformando la sollozante cadencia de la elegía en los alaridos de la
resurrección. Creador de la panacea lo iban saludando esa noche todos los
sabios envueltos en el marmóreo paludamento inmortal. Eran los bienhechores del
hombre, los sacrificados de todos los siglos, esos melancólicos presentidores del
futuro, a quienes el presente hace pagar caro la genial audacia los que
arrojaban palmas en su camino. Se sentía D. Manuel, en medio de la altisonante
laudatoria, acometido de la cretificación. Su sangre se había detenido,
perdidos los rojos matices, invadida por alabastrinas cristalizaciones. La masa
de sus músculos inmóvil y petrificada y su piel alba de mármol. Todo su cuerpo
de titánica elevación enhiesto sobre el mundo, la mano enorme extendida en
actitud de bendecir entraban desde esa noche en el templo magnificente de la
eterna vida duradera a pesar de la lima fatídica de los tiempos...
- VIII -
Mater dolorosa!
El cuarto pobre de techo fugitivo tuvo
durante un mes henchida su alma de las notas ingenuas del cariño y sonó en su
ambiente la máquina de coser que movía con el pie María, la de los ojos negros
y sonrisas primaverales en la tez... Hablaban mucho tiempo, como si supieran
que pronto iban a separarse... La vieja, con esa sencillez de las narraciones
sublimes de su tiempo pasado, cuando encontró en el mundo a su hombre y cuando
trabajando noche y día le ayudaba a ganar el pan para los hijos... Hablaba de
la hija, su dulce compañera, muerta así de ese modo y de Genaro, a quien tanto
quería, porque tanto la hacía sufrir, porque Teresa sabía muy bien lo que
cuesta perder esos muchachos, que escriben con nuestra sangre, cada minuto que
pasa en las fibras del corazón la historia de las supremas y deliciosas
dulzuras. Había reticencias y lágrimas y silencios llenos del tiquitac de la
máquina en aquellos íntimos coloquios y cantos cuyas estrofas tenían los giros
juguetones de la alegría de los chicos... Era tu voz melodiosa ¡oh María! Que
traía consuelos de amor en sus arpegios para aquella pobrecita alma
desventurada... cuando tú misma no entrabas sin sentir en el páramo melancólico
de tus cariños, en medio de la muerta naturaleza, sin aguas frescas y
cristalinas que aplacaran la sed de tu espíritu agitado en la esperanza que se
iba perdiendo cada vez más. Entonces, sentada al lado de la máquina, las ruedas
giraban zumbando en el movimiento vertiginoso y la aguja brillante se veía
subir y bajar rápida rápida... mientras ella recogía hacia su regazo la
costura, comprimiéndola y haciéndola resbalar con su mano derecha apoyada en la
plataforma.
Era imposible: los átomos, del cuerpo envejecido de Teresa debían
caer marchitos. Su tez rojiza y tostada en el frío acre y en el sol que curte
la piel con matices de cobre viejo empezaron a tener palideces enfermizas y sus
ojos a reflejar las vaguedades de las miradas moribundas. Todo su cuerpo
lánguido y encorvado describía caminando apoyado sobre un bastón las
salutaciones con que los peregrinos fatigados se inclinan ante la tierra
prometida que va llegando... Se sentaba a veces afuera a tomar sol y solía
acariciar a los chicos, que corrían por el patio, mientras pasaban saludándola
con la gorra en la mano los obreros, que la veían morir. Había adquirido poco a
poco en toda su persona la aureola luminosa que dejan los martirios
prolongados, cuando se saturan de plegarias en la resignación de todos los días
y era una de esas viejas a quienes las madres suelen llevar los hijos para que
los bendigan.
Esa tarde, a pesar de la estación, estaba
el cielo frío y ceniciento a trechos en la aparente y solemne tranquilidad de
la atmósfera. Se veían pasar en lo alto nubes oscuras y largas y copos blancos
y espesos detrás, con franjas luminosas de caprichosa forma, que dejaban
transparentar más allá de la trama polícroma multitud de fragmentos azules en
abigarrados rasgos y zonas de cuyos bordes caían albos celajes en tenues
diseminaciones. Parecían bizarros fantasmas acostados sobre gigantescos lechos
de nieve llenos de sombras grises y tocas y colgajos de negros crespones
caminando apresurados, como enigmas en marcha, mientras en el poniente se
percibían más lejos que los cortinajes movedizos las reverberaciones de los
resplandores del sol. A esa hora sintió Teresa un dolor agudo en el pecho.
Sentada en su silla de paja del rincón, dobló su cabeza sobre el seno de la
muchacha que estaba a su lado de pie y movía su abanico de papel suavemente
delante de su rostro de arriba abajo...
-Siento una cosa aquí, dijo Teresa con
voz débil y señaló el corazón, una angustia como si me fuera a morir.
-No piense en eso, mamá, contestó María;
ahora viene el doctor, que la quiere tanto y la salvará...
-Qué buena eres... qué buenos son todos
conmigo... cuánta gratitud tengo para don Carlos, que ha venido tantas veces...
Ya no pudo continuar. Su respiración se
hizo más frecuente y una sombra violácea se extendió por su rostro. En el
silencio interrumpido por aquel aliento fatigado y por el crujir leve del
abanico empezó a ponerse el aire oscuro y más helado -la noche prematura del
mal tiempo que da grima y tristezas y sorprende a las casas sin luz... Se
sintieron gotas gruesas que hacían sonar el techo de zinc aquí y allá, y
después un murmullo como cuchicheo de notas metálicas que se chocaran arriba, y
aquello fue haciéndose cada vez más recio, hasta que se transformó en un
bramido prolongado, lleno de quejidos lastimeros, como resonancias extrañas que
se fueran encadenando sin interrupción y rodaran en remolino de arriba abajo. Y
se oía el chapoteo del agua que caía de los techos y el estruendo de los borbotones
que saltaban de los caños y se adivinaban los rumores impetuosos de la marejada
de la calle. De cuando en cuando estallaban truenos y fulguraban relámpagos,
iluminando aquel grupo divino de martirio -aquel ángel de religión filial en la
sonrisa temprana de sus quince años y la anciana que dilataba sus pupilas
ansiosas hacia la puerta, como si aquellas miradas fueran llevando para sus
hijos, que estaban tan lejos, las últimas estrofas enamoradas de su alma...
Cuando Carlos Méndez entró destilando agua
de sus ropas empapadas, habíase poco a poco ido callando el fragor de la lluvia
-y cuando pudo prender la vela de sebo, de grueso pabilo y punta negra, se
acercó al grupo, dejando el sombrero sobre la cama. Tenía arrugado el ceño y
aquella nube sombría que el dolor de los demás había grabado sobre su frente de
médico. Miró fijo, y mucho a la enferma, hizo preguntas minuciosas, tocó la
frente y las mejillas de Teresa, sacó el reloj, y al contar las respiraciones y
el pulso, su mano izquierda temblaba, como si tuviera miedo. Acercó su oído al
corazón... Allí estuvo un gran rato solo, los ojos cerrados -con la víscera
roja, que palpitaba soplando en el cansancio de la carrera, como si quisiera
huir del pecho, para acostarse de una vez a dormir en el cielo, donde no van
sino los que han sufrido... Pensó Méndez entonces cuánto mar de congojas no
habría pasado a torrentes flagelando aquellas válvulas que ya tenían puntas y
bordes de granito y úlceras y desgarraduras de sus cuerdas. -No la despiertes,
María, dijo en voz baja; ¡ojalá este sueño tan tranquilo concluya en la
eternidad!... ¡Oh mater misérrima! Iba meditando Carlos al salir que has
empezado tan temprano tú misma a preparar la piedra de tu sepulcro ¡y ha
llenado de fragmentos calcáreos tu corazón hinchado y empedernido en la brega
salvaje de la existencia! ¡Qué notas quejumbrosas, qué arrullos de tórtolas
enamoradas a quienes se les arrebata el nido; qué odisea de hondos pesares vas
cantando, desdichada cítara de púrpura, al romperte!
Oyó Méndez los pasos de un hombre por la
vereda de su casa, de un hombre que de repente se paraba a escuchar.
-¿Quién es? ¿Quién va? Dijo acercándose.
-Yo, señor, Genaro. Venía a saber si mamá
estaba tan mal.
-Muy mal, contestó el médico.
-¿Ya no hay esperanzas?
-No hay.
-Muere del corazón, ¿no es cierto? Gritó
Genaro.
-Sí. Muere del corazón.
-Ya lo sabía... a ella se lo ha roto la
desgracia, pero a mí ¡ah, no, no!
-¿Qué estás murmurando, Genaro? ¿Por qué
no te pierdes de aquí para siempre?
-Parece que Vd. no me conociera, señor.
-Lo suficiente te conozco para temer por
ti y por otros.
-Pero Vd. no sabe entonces: hace un mes
que yo camino de noche por aquí... porque yo tenía que cuidar el conventillo,
donde está mamá y María, ¿entiende Vd.?... y rondar estas casas, Vd. sabe que
ese Enrique, ese miserable anda por aquí siempre buscando mujeres... la otra
noche le decía a una que lo dejara entrar, y si no lo he muerto ha sido por
mamá... porque no le quería dar más disgustos a esa pobre vieja... pero ahora
es otra cosa...
-¿Qué dices, Genaro? Tú estás meditando
un crimen para esta noche. Yo soy tu patrón ahora más que nunca... te ordeno
que te retires, y avanzó Méndez con el brazo rígido y el índice lejos,
fascinándolo con las vibraciones profundas de su voz de metal.
-Discúlpeme, señor... si supiera todo el
cariño que yo le tengo... y a todos los suyos... la otra noche vi pasar a su
niña que iba a casa de la abuela... ¡qué linda estaba con su gorra de
terciopelo azul apretadita contra la mejilla! Yo salí de la zanja todo sucio de
tierra: quería abrazarla y decirle que yo la había llevado en mis brazos cuando
era más chiquita, y que en estas noches de frío yo la cuidaba, hasta tener
miedo que estuviera enferma si la oía llorar... yo le hubiera besado su
vestidito de paño con lágrimas... porque tiene una alma bendita de santa
generosa y buena.
-¡Ojalá puedas ser feliz, Genaro! Vete,
vete...
-Pero no pude, señor, porque me
flaquearon las piernas y me puse a sollozar con todo el pecho y con la cara
revuelta en el polvo para que no se asustara... Y a Vd., doctor, que la ha
cuidado y ayudado a mamá... le pido permiso... quiero besar su mano benéfica -y
arrastrándose sobre las rodillas, puso sus labios secos sobre el dorso de la
mano de Carlos Méndez... y le seguía diciendo: María va a quedar sola; dígale
eso a la niña Dolores y se retiró hacia el conventillo. Méndez que había
levantado el llamador de bronce, quedó así un momento, mirando aquella pasión
dolorosa que se perdía en la noche lóbrega.
En el conventillo después de la lluvia,
se vieron salir las gentes apuradas y arrimarse al cuarto de Teresa. Iban
llegando debajo de las gotas que caían todavía de los techos aquí y allá, mientras
el farol reflejaba su luz sucia en los pequeños charcos del patio. En eso que
se habían juntado frente a la puerta, sintieron que alguien con resolución
violenta los separaba, abriéndose camino. Genaro entró, erguida la persona y
fue como a caer de bruces a los píes de la vieja cubriéndole de besos el ruedo
del vestido negro. Se levantó; la miró de arriba abajo, le tocó en medio de
aquel terror de silencio la cara, los brazos; todo el cuerpo -aquel cuerpo
inerte que dormía, temblando, como una grande ala abatida por la angustia.
Genaro la abrazó. La pobre enferma, con los ojos entreabiertos, se hamacaba
aquí y allá, suavemente mecida por las manos del hijo, dócil y resignada, como
si su corazón -en la penumbra que estaba por terminar en el cielo- sintiera las
ondulaciones de aquella cuna de amor y de muerte. Ni una sola palabra, ningún
ruido profano en la media luz, de aquel cuarto, ni las tiernas endechas
siquiera que se ciernen en los dormitorios, como doseles de pasión... nada
interrumpía el crujir cadencioso del abanico de papel, la respiración cada vez
más lenta de Teresa y el vaivén de aquellos brazos ásperos que habían
encontrado roces suavísimos, de terciopelo y ternuras infantiles para la madre
moribunda. Genaro rodeó su cuello y atrajo la blanca cabeza. Entonces ¡Dios
santo de las penas infinitas! Fueron lágrimas y a raudales más lágrimas las que
cayeron sobre las canas venerables, como si se hubiera roto de repente el
broche de oro, que tenía cerrada la copa de su alma, y las ondas de amargura brotaron
de los ojos fuera con los rayos oscuros de sus pupilas de tristezas, por aquel
camino de las miradas de amor. Ni un sollozo, ni un grito, ni un espasmo en
aquel supremo y lúgubre silencio, porque no había inteligencia allí sino para
sufrir -mientras seguía cada vez más lento y apacible vagando todo su cuerpo en
la ondulación de aquella hamaca formada por lo brazos del hijo y ella había
abandonado sobre el pecho de Genaro su efigie de muerta, que temblaba con las
palpitaciones de aquel gran corazón dolorido.
Cuando Genaro salió afuera vio llegar el
sacerdote que traía el Viático. Entonces apuró sus amarguras, entrando en las
tinieblas le su última noche. Caminó por el barro de los pantanos, azotado el
rostro por los hilos de agua que el viento desprendía de las ramas, viendo
inclinarse las copas de los eucaliptus como cimeras altísimas de abundoso y
negro plumaje. Escuchó los tañidos lejanos del viento, las esquilas gemebundas
con que este suele perderse por los callejones de las quintas y los murmullos
bulliciosos de hojas, alambres y ramas, donde se fracturan y acentúan los
sonidos que aquel suscita en su correr por el espacio. Entonces ya el cielo se
había cubierto de estrellas y los riachos cenagosos de las zanjas iban
descendiendo y murmurando hacia los bañados, como si corrieran con ellos todos
los ecos de la lluvia a desvanecerse lejos en el gran mar de los horizontes
azules. Sus movimientos eran recios y su andar decidido, como quien había
conquistado después de aquella muerte el derecho a terminar Seguía caminando
envuelto en el disco bravío de cóleras de su odio gigantesco y sacaba de
repente el puñal que dividía zumbando y chispeando aquella lobreguez funeraria.
Se sentía como si no tuviera articulaciones, como si marchara rígido en aquel
antro inconmensurable y bellaco de su existencia, a guisa de fantasma que
hubiera perdido en el camino todas sus carnes. Le parecía tener un agudo madero
que le atravesaba el cuerpo lleno de esquirlas desiguales que le daban de
repente en el pecho feroces cimbronazos, como si aquella su cruz de martirio
hiciera mover su espantable silueta, arrebatada en la furia loca de sus ímpetus
homicidas.
Tenía la piel arañada con aguijones de
sina sina y las piernas destilando gotas de sangre con pruritos y desazones de
ortigales y abrojos... No importa: esa noche vivió de la memoria de aquel
Enrique lúbrico y era torva su mirada en la amenaza, mientras taladraban su
fantasía densos turbiones con tropeles de espectros galopando, como visiones
apocalípticas de exterminio. Así, mientras en el conventillo rezaban el rosario
las sencillas gentes arrodilladas a uno y otro lado del cajón de pino sin
cepillar, se vio girar muchas veces alrededor de las casas su figura tétrica,
que se detenía con singular pertinacia, como si quisiera encontrar por allí el
enemigo, en cuyo recuerdo venía hundiendo la mano armada hacía tiempo. La
aurora lo sorprendió lejos de las poblaciones en esa mañana estival de octubre,
marchando entre los rayos de oro del sol hacia un punto solo, como fascinado
por alguna escena emocionante que se produjera muy lejos. Allí estaba él entre
aquellas sonrisas de la primavera que hacen pensar en las alegrías de los
átomos, que se despiertan para la evolución fecunda, en medio del gran poema
que se estaba escribiendo en honor de la vida que resurge de los inviernos
estériles y soñolientos.
"Allí estaba Genaro escribiendo él
también en su camino con buril de acero templado en el libro de las energías
heladas e indomables la nenia estridente y lúgubre de la tragedia, al lado de
las primeras estrofas divinales que el éter irradia en la naturaleza, la flor
exhala y el ave canta..."
- IX -
Tragedia
Carlos Méndez, esa noche, cuando Genaro
hubo desaparecido, se dirigió bruscamente a la casa de Valverde. Este sentado
en su estudio no movió un músculo cuando lo vio llegar, como si lo hubiera
estado esperando.
-Ha podido Vd. hacerse anunciar, dijo sin
moverse de su asiento.
-Yo no hago eso cuando entro a casa de
galeotes.
-Magnífico el exordio, contestó glacial
el otro; espero el final de la oración.
-El final no va a estar en mis palabras,
sino en su deshonra y en su muerte...
-Pero vamos a cuentas; ¿qué ha venido
usted a hacer aquí?
-Yo interrogo, señor Valverde, contestó
Méndez impetuoso.
-No en mi casa, señor...
-Esta no es casa, es una zahúrda y el
rostro de Méndez había adquirido una espantosa lobreguez... usted ha vivido
siempre entre la ironía malvada, llenando de sordos rencores y de amarguras la
vida de los que han tenido contacto con usted.
-Yo soy un observador, señor Méndez, no
tengo prismas, ni cataratas como usted...
-Pero ha violado sus juramentos,
sirviéndose de su profesión para el crimen. Ha visitado a Paloche llamado por
ese desventurado para asistir a la señora y lo ha deshonrado; no ha tenido
respeto por la pobreza de espíritu y manchado la ingenuidad.
-¿Y Vd. qué ha hecho mejor que yo? Dijo
Enrique. Ha marchado de hocico, buscando ramas y hojas secas para hacer el nido
y procrear desventurados con las alas rotas por la desgracia mohíno y rezongón
en vez de erguirse sobre ellas y caminar austero y solitario, sin mendigar
puntos de apoyo. Puede ser que estas cosas infernales que tengo adentro den las
notas estridentes del mal, pero yo me he parado en medio de la deshecha
tormenta y amenazado al cielo con el puño, concitándolo a que me fulminara; yo
he tenido la soberbia ruda, mientras Vd. ha vivido entre los deliquios de las
indecisiones, se ha dividido la frente azuzado por las cobardías del suicidio,
y ha caído en las degeneraciones del sentimentalismo híbrido.
-Oh si todo eso... porque yo soy un gran
arrepentido, interrumpió Méndez, alto su rostro lleno de esplendor varonil -y
es mejor reconquistar la virtud que traerla desde la niñez y porque yo la he
subyugado así con la sangre de mi cuerpo y en cualquier momento en que la
deshonra quisiera llegar a batir sus alas negras en la puerta de mi hogar que
no tiene más mengua que haber sido mencionado por Vd. en este momento yo sabría
quitarme la vida veinte veces antes... con esta pistola, ve Vd... ¡Eh! No tenga
miedo porque yo voy a tirarla sobre su escritorio para que se fracture el
cráneo do un tiro -y fue el arma rodando con sus dos cañones oscuros- porque yo
quiero evitar un nuevo crimen, seguía Méndez turbulenta la tez y temblándole
ronca la palabra... Genaro que era un corazón, lleno de todos los esplendores
de la alegría y que había hecho a su manera una sombría y profunda religión de
la memoria del padre, ha muerto a Santa de una puñalada...
-Ya lo sé ¿y qué me importa? Contestó
Enrique con tono agrio... ¿Vd. cree que yo puedo dejar de precipitarme dentro
del ímpetu de la pasión que me arrastra? Dígale Vd. al borracho que no beba y
al jugador que ha derrumbado su casa que no arrastre a la madre de las greñas
desmayada a bofetadas por el pavimento y no robe del cofre los últimos pesos
mugrientos y dígale Vd. al ateo que no mire de soslayo y no apuñalee cada cinco
minutos la idea de Dios...
-Pero Vd. ha transformado el pecho de
Genaro en una cripta siniestra que va y viene agitada por los huracanes de la
venganza... cuidado con sus noches, porque es posible que en la tiniebla esté
girando la punta aguda de un puñal.
-¿Qué me importa? Yo sigo mi camino y no
le consiento a nadie el derecho de detenerme.
-Sí, dijo Méndez, arrimándose los paños
crispados al escritorio, yo voy a pedirle cuenta de sus procederes... porque
Vd. ha transformado su profesión en un lodazal, donde vienen a hozar y a
revolcarse los cerdos de todos los chiqueros y porque los hermanos de una gran
familia sienten también salpicarse la frente del barro sucio de la ignominia de
cualquiera de ellos. Vd. ha podido enlodar su apellido, pero ha debido dejar en
paz siquiera la aureola luminosa de nobleza de su profesión.
-Hasta ahora, he escuchado su sermón
-repuso Enrique con su tono glacial, escandiendo una a una las palabras- pero
ya va siendo demasiado largo; tenga Vd. la bondad de retirarse...
-Es claro, -interrumpió Carlos -ya es de
noche... Vd. necesita salir fuera, a seducir alguna otra mujer, tenebroso como
los murciélagos... pero ese diploma suyo, que tiene las aseveraciones de la
honra sin tacha y que lo armó caballero, está mal en sus manos miserables... y
lo arrancó de la pared Méndez con violencia y tomándolo de los dos lados más
cortos del rectángulo sobre su rodilla derecha levantada lo hizo pedazos,
saltando las astillas de la madera y brillando a chispazos el vidrio hecho
añicos, para desgarrar enseguida el pergamino, cuyos arambeles deshilachados
empezaron a volar por la ventana. Luego se acercó Méndez más todavía -a una
cuarta- con los ojos revueltos en las sombras terribles del furor y dominando
la fría impasibilidad de Valverde le dijo a gritos, con palabras que saltaban a
trozos de su garganta: Esa pistola yo se la he traído... escuche, no baje los
ojos...
-Yo nunca he bajado los ojos, apóstol de
cartón, contestó Valverde.
-Para que Vd. se suicide, seguía
Méndez... porque Genaro es el hijo del corazón de todas mis gratitudes y yo
quiero salvarlo, y si por culpa suya lo encajan en una mazmorra porque él lo va
a destrozar a Vd. en lucha hidalga... escuche, le repito, escuche...
Valverde se puso lívido. Parecía que
durante esos rápidos minutos de la escena violenta hubiera querido contener su
enojo y mientras Carlos le decía: "y si mi chiquita se enferma entonces yo
voy a desclavar la caja que guarde todas las turpitudes de su cuerpo y la voy a
arrojar a los huecos dentro de la líquida y verdosa podredumbre para que
alimenten su desazonada y fugitiva flacura los mastines que echan a puntapiés
de las casas". Aquel aferró la pistola, aplanándola sobre el pecho de
Carlos... En ese momento se oyeron las esquilas de la campana, que acompañaba
al sacerdote, que traía el Viático para Teresa. Este caminaba adelante
envolviendo en la capa roja al Santísimo y pasó cerca de la ventana iluminada
del estudio de Enrique. Rezaba con la cabeza agachada mientras detrás de él de
dos en dos seguían los pobres con el sombrero en la mano y las mujeres envuelta
la cabeza en sus negros rebozos. Todos marchaban en el lúgubre cortejo rezando
en voz alta y la cantinela llegaba hasta el cuarto como un largo rezongo lleno
de lamentos, mientras los faroles que cada uno llevaba se movían a un lado y
otro entre los tañidos de la campana que no cesaban, arrojando al piso de
tierra las oscilaciones de sus haces mortecinos. Poco a poco se fueron alejando
en la tiniebla las luces, que parecían al fin puntos luminosos y se desvanecieron
los murmullos de la plegaria en el hondo silencio del barrio solitario. Los dos
hombres siguieron mirándose todavía un rato... Méndez, intrépido, Valverde
satánico y frío, mudos los dos en medio de aquel ambiente siniestramente
sosegado y salvados tal vez del crimen por la piadosa romería, hasta que Carlos
sacudió sus hombros fieramente y a lento paso se fue retirando hacia su casa.
Valverde acarició la pistola, levantándola, como para hacer fuego poseído de
una terrible resolución, pero enseguida la arrojó sobre el escritorio
exclamando:
-¡Bah! Yo no soy un homicida.
¡Estos virtuosos! ¡Qué majaderos son!
Decrépitos aristarcos, siguió en su
soliloquio pensando, se creen con el derecho de ser apóstoles y sacerdotes...
Más valdría se ocupasen de cuidar la virtud en sus casas... Porque al fin el
peligro no está en que los extraños hagan mal, sino en que sin sentir se le
llene a ellos la frente de sustancia córnea... y ellas no se hacen esperar para
hacerlo siquiera sea virtualmente... Yo estoy seguro de lo que pienso, y ¿cuál
de ellos no ha corrido riesgo alguna vez?... Pueden encerrarlas y circuirlas en
la zona tenebrosa y sombría de los celos; pueden atarlas, vigilarlas o
impedirles que salgan... Si muchas no delinquen es porque falta ocasión o
tienen miedo... Pero... y el pensamiento, ¿quién lo aherroja cuando desata
fuera sus curiosidades pecaminosas?... Mucho cuidado, Dr. Méndez... ¿Se imagina
Vd. que mi diploma es peor que el suyo manchado de sangre cobarde y que en esta
bilis revuelta y agria de mi carácter quepa la afrenta?... Cuidado... porque
puede ser que yo le muerda el talón con mi púa venenosa... ¡Qué tipos
singulares! A cada vuelta de esquina le sale a Vd. un tata que quiere imponer
opinión y torcerlo en su camino... como si lo que ellos piensan fuera lo mejor
y la manera como ellos viven lo más perfecto... Así se establecen las
intolerancias y los crímenes sectarios, por esto, de que al vecino no se le ha
de dejar tranquilo nunca.
-¡Uf! Basta de filosofías...
Enrique escribió a dos amigos suyos esta
breve esquela:
"Habiendo recibido grave ofensa del
Dr. Carlos Méndez, se servirán pedirle una amplia reparación por las
armas".
Se batieron al día siguiente en ese valle
plomizo del bañado de Flores... Fue un brutal cuarto de hora. Zumbaba el aire
dividido por los recios mandobles y saltaban chispas en el choque de las
espadas. Méndez impetuoso, Enrique siniestro y frío. Arremetían, rechinando el
hierro al resbalar sobre el del adversario, y veíase girar y describir curvas y
líneas quebradas, círculos y espirales con inaudita violencia. Eran anhelantes
respiraciones y gritos roncos y sofocados los de aquellos cuerpos, que se
azotaban el uno sobre el otro y saltos atrás en la línea recta de la guardia,
la mirada palpitante de roja cólera. Méndez gigantesco, levantado su cuerpo,
leonino en la generosa embestida, echaba de arriba abajo la espada, brincando
en su antebrazo la robusta musculatura, el otro pequeño, arrugándose, lívido,
astuto, acechando con el espionaje homicida la abertura para llegarle al
corazón. Con rabias sordas, manifestadas en el brusco crisparse de la frente y
en la tiniebla que cruza el rostro de los combatientes. Con temerario
desprecio, sin ceder campo, llenos de altanera insolencia, parando y precipitándose
a fondo, en medio del retumbar de los hierros, entre los rayos de luz rápidos
de los cimbronazos de la punta. No se habían herido. Descansaron un momento.
Después otra vez recomenzó el duelo...
Valverde al rato, en un rápido desenganche, metió la punta de la espada en la
muñeca de Carlos... Una venda de sangre cayó sobre los ojos de éste. Fue como
un huracán de furor... Perdió la conciencia... Un espantoso salto de tigre. Sus
dos manos habían comprimido la garganta del adversario derribándolo con manchas
de sangre en su rostro. Cuando los padrinos los separaron Carlos los miró
atónito. Levantaba en alto el puño escarlata de grumos cuajados, amenazador y
mudo... Valverde, con su risa sardónica de siempre, al alejarse en su coche
decía a los amigos:
-He derrotado al virtuoso y he puesto a
la lógica fuera de combate, y sigan creyendo después de esto en el derecho...
¡Bah! ¡Sonseras!
Al llegar la noche, se sintieron en el
barrio venir de lejos, los pasos de dos hombres que se acercaban cautelosos y
ecos que se perdían y se repetían como si caminaran por ambas aceras. Oyéronse
dos tiros y los hombres se fueron el uno contra el otro, frenéticos, con voces
agrias y blasfemias y amenazas de muerte. Llegaron bajo el farol de la esquina,
donde se levantaba la casa de Paloche y se tomaron de los brazos forcejeando en
aquella siniestra penumbra, mientras lejos, lejos estaba el barrio envuelto en
un negro manto de sombras. Tenían gritos estridentes y bufidos y se tambaleaban
lejos en la lucha gigantesca y volvían con formidables arremetidas y la
palabra: "¡puerco! ¡Puerco!" Estallaban por todas partes, como si
fuera la síntesis de todos los odios. Genaro en mangas de camisa y Enrique
Valverde seguían debajo del farol el combate bravío y se arremolinaban erguidos
con ojos feroces y secos estampidos de puñetazos, hasta que el cochero
consiguió derribar al adversario, oprimiéndole las rodillas sobre el pecho...
-Tú has deshonrado mi casa, le decía
jadeante en la cara. Le has levantado el vestido a mi hermana. Sos un
canalla...
-¡Miserable! Gritaba Enrique, bregando
por desasirse.
Tú lo has herido a D. Carlos y has hecho
morir a mi madre.
¿Qué entiendes de eso? ¡Asesino!
Yo no entiendo, ¡no! ¡Yo no tengo corazón
ni familia, yo no quiero a mi madre! ¡Eso es lo que querés decir! Yo soy una
bestia feroz y un perro pulguiento, a quien has creído, castigar esta noche.
-Dejá levantarme, y verás, respondió
Enrique, enloquecido de furor. No me importa la vida...
-Y después nuestras hermanas, continuaba
Genaro implacable, pobres criaturas que viven en la miseria y tienen callos en
las manos... esas son del primer canalla con guantes, que se asoma a la puerta
del conventillo.
Enrique arañaba la tierra y se retorcía
como un titán con todas las palideces y las palabras de la cólera.
-¡Cobarde! ¡Cobarde!
-Eso no... Me has querido matar,
tirándome dos tiros y yo te he vencido... Vos sí, que sos un bellaco y un
vil... esperabas para entrar a mi casa que yo estuviese sobre el coche del
patrón, lejos de aquí y que la pobre vieja fuera al mercado por la mañana...
entonces te metías como un ladrón.
-No me importa la vida... gritaba
Valverde, pero dejame un momento para exterminarte y contigo a toda la virtud
hipócrita.
-¡No! ¡No! Hace tiempo que te sigo...
pero si yo estuviese abajo como estás vos, ya te habría alcanzado esto para que
acabaras de una vez... y sacó de la cintura el puñal de mango de níquel
bruñido... porque cuando me arrastraba de noche espiando tus pasos, hecho todo
entero un duende terrible y dolorido, y me escondía en las zanjas y me rajaba
las carnes, disparando a través de las moras y de las ortigas, vos te sonreías
aquí mismo, enamorando mujeres... y venías ahora a una cita con alguna loca...
y levantó Genaro y bajó el puñal rápido, rápido, ¡puñaladas! ¡Puñaladas!... y
el moribundo dio sacudidas pronunciando palabras entrecortadas: "-¡Estás
matando... a un... muerto... animal!..." ¡y oyose un prolongado estertor
de agonía y después el eterno silencio!...
Todos habían contemplado en la casa de
Méndez la horrenda escena. Este con el brazo en cabestrillo paseaba de un lado
a otro del comedor con violencia. En el dormitorio Dolores había acostado a la
chiquita de los cuentos en medio de las penumbras y le cantaba al oído en voz
tan baja que era casi un murmullo una tierna canción, llena de dulzura, con los
labios cerca de la frente de la niña y los ojos oscuros abiertos para mirarla
dormirse. Esta inquieta al principio con la mirada atónita, parecía tener miedo
de esa extraña sensación de ausencia de la vida que se iba apoderando de su
cuerpo, hasta que cerró los párpados, cuyos bordes dibujaron una negra curva y
se quedó inmóvil. En puntitas de pie llegó Dolores al cuarto de vestir, donde
Catalina Méndez rezaba, arrodillada sobre el reclinatorio. Repetían las dos, al
unisón la plegaria, como si fuera una letanía que se oyera de lejos...
¡Dios del dolor! ¡Majestad de los cielos!
¡Magnificencia increada y anhelo sobrehumano del espíritu! Perdona a los
desventurados, que delinquen en medio de las congojas... a las pobres pasiones
martirizadas, que nutren sus tormentos, con los átomos tenebrosos de la
deshonra... a los que nacen con los gérmenes del mal, siniestros desheredados desde
las cunas, impotentes luchadores contra su garra gigantesca, botados para
siempre a la muerte moral... ¡Perdónalos Señor!
Porque tú has tenido en tu camino al
Calvario sangre en los pies, heridos en las esquirlas del sendero áspero y con
la frente de luz has bendecido tus llagas y santificado el sufrimiento... a los
que sangre derraman en la vida... ¡perdónalos Señor!...
¡Porque caíste agobiado bajo la cruz,
como el hombre en la existencia bajo las vastas y hondas y melancólicas
soledades del desaliento, ten piedad de esos mártires intelectuales, que viven
dentro de las torturas de las dudas perennes, espíritus exquisitos, que anhelan
con desordenado ímpetu la tranquilidad y el sosiego de la fe, perdida para
siempre!...
¡Bendice la bohardilla, Señor, donde
viven los pobres con los pies escarchados y sea tu mano la caricia tibia que
consuele y caliente el cuerpo enflaquecido que tirita y no duerme... la
bohardilla que abre la ventana oscura y helada, tan cerca de los rayos benéficos
de tu sol!...
Allí viven entristecidas y mustias, la
efigie contraída, muchas almas divinales, de esas que tú señalas en la frente
con las estigmas de los creadores, artistas que dilatan los horizontes humanos
hacia las cosas infinitas... ¡que no perezcan, esos gloriosos moribundos!...
¡tengan calor de chimeneas y pan y esperanzas y besos y senos tibios y blandos
de madres!... porque ellos sienten más intensa y más profunda que los demás la
dolorosa intuición de la felicidad sobre la tierra... ¡que surjan al fin,
Señor! Fuera de la sombra despedazada, la cabeza nazarena coronada de espinas,
ebria de alegrías celestiales, porque como tú entregan la vida para la
redención del espíritu...
¡Dios de bondad, azotado en tu camino por
el escarnio de las muchedumbres, resignado y sublime! ¡Extiende tus alas sobre
el tugurio miserable, en cuyo piso de tierra juegan los niños en medio del
hambre y del andrajo! Cierne tu divina persona sobre sus cabecitas inquietas y
dilata en el ambiente lóbrego y frío la mansedumbre infinita de tu pupila
azul... Así vivirán dentro de tu gloria y podrán continuar siendo niños a pesar
de ser tan pobres y seguirán mucho tiempo el tripudio inconsciente, sin que el
dolor apesadumbre las almitas precoces...
¡Oh Jesús! Porque tuviste tristezas hasta
la muerte... cuando llegue la miseria a nuestras casas y desaparezcan las joyas
y los ricos muebles y veamos salir con silenciosa consternación los recuerdos
de la familia -esas sollozantes idolatrías del corazón- a perderse para siempre
entre las baratijas de usureros mercenarios... ¡oh! ¡Entonces! ¡Si vuelven las
reminiscencias de las horas felices a golpear con sus alegres notas la puerta
de nuestros sucuchos, seamos tan fuertes y magnánimos como tu pasión! Haya
esperanzas y lejanas alboradas y plegarias y fe...
¡Bendice al pueblo, Señor! Que es todo
sentimiento y marcha como extraviado a través del tiempo. No tiene la culpa del
crimen que comete, seducida su alma ingenua por la perversidad, agachado el
torso en el rudo trabajo de todos los días. Es holocausto que ofrecemos en las
horas de peligro y víctima generosa que entrega su corazón en las batallas, y
fresca primicia juvenil que arrojamos a las fauces devoradoras de la guerra...
¡Bendícelo, Señor porque no tiene goces, ni sol, ni lumbre en los días yertos!
¡Esos sacrificados que se arrodillan más de una vez al lado de las cunas para
calentar con sus besos la frente moribunda de los hijos!...
¡Que haya amor para todos! ¡Que sea ley y
sentimiento universal el perdón! ¡Que haya cobijas y pan y sombras en los días
estivales y sean estas las últimas amarguras de nuestra casa!... Que caminen
los hombres para siempre en procesión solemne el sendero del bien para que
puedan entrar todos -una generación después de otra- en las regiones
maravillosas de la eterna vida...
Delante de este crucifijo, donde estás
clavado ¡oh Jesús! Con tu cuerpo de mármol lánguido y abandonado a la muerte,
la divina efigie inclinada hacia la tierra, sea esta plegaria para tu memoria, ¡oh
increada magnificencia! Acuérdate de nosotros: dadnos aliento y vigor...
Acuérdate de la sombría congoja del corazón de Genaro... ¡Perdónalo Señor!...
Porque era tesoro de bondad como tú... y
sobre la tierra tuvo su Gólgota, sálvalo Señor y con él a todos los solitarios,
a esos angelicales que inician la vida sin puntos de apoyo, a los que no han
sentido jamás sobre la cuna el robusto aliento paterno...
Porque has levantado a Magdalena,
arrodillada a tus pies, secándolos con su larga cabellera de oro... porque
irguió su frente redimida en el beso del perdón, y marchó entre las divinas
dulzuras del arrepentimiento hacia las glorias del cielo... guarda a Genaro del
abismo a que se precipita y recógelo en tus brazos antes de morir, porque es
tesoro de bondad...
¡Salve Jesús! Melancólico mártir,
¡doliente anacoreta de la noche tristísima del monte Olivos! ¡Tú has rezado la
plegaria para todos. Tú has perdonado siempre! Eres amparo de los hogares que
sufren y esperanza de resurrección para las virtudes que mueren. ¡Porque
perdonas eres Dios! Por tu crucifixión eres Dios y porque contemplas con
inagotable benevolencia los extravíos humanos...
Las dos mujeres sintieron ruido detrás de
ellas.
Carlos Méndez estaba parado en el umbral
oyéndolas rezar. Sus ojos estaban secos, su fisonomía turbulenta y hondo el
surco de la frente. Había cierto frío siniestro en toda su persona.
-Carlos, dijo la madre acercándose, es
necesario sufrir con resignación. La desventura lo ha querido así...
-No, mi madre. No es la desventura. Es la
maldad humana que arroja de cuando en cuando alguno de sus heraldos brutales
sobre el corazón ingenuo. Es el triunfo de los poseídos de las pasiones
innobles... Eso es y nada más... Hay hogares, madre, nítidos y albos como la
pureza... místicos como los altares, pero pasa uno de estos bichos babosos y
deja el galón plateado, con que se adornan después los cajones de muerto que
salen por allí... Yo lo he visto eso y tú más que yo...
La madre inclinó la cabeza, mientras
Carlos hablaba con violencia...
-Mejor sería, madre, desaparecer, si es
que hemos de ser iguales siempre... Si las generaciones que nacen son mejores
que las que se han ido, ¿por qué el individuo, desnudo de la hipocresía social,
ha de ser siempre un contaminado?... Yo vuelvo a perder la esperanza, otra vez,
porque las infamias, que observo a cada rato me hielan el corazón. ¡Eh! No hay
amigos, no hay cariños, no hay deberes... Te dan la mano derecha y con la
izquierda te sacuden el zarpazo que amarga la vida. Muchos van a misa, se
confiesan y creen en Dios un cuarto de hora, y son los deshonestos y los
ladrones del resto del día... Tráeme tú, mi madre, un hombre que se alegre, que
tengas riqueza y paz y sosiego y gloria y que a pesar de todo te dé la mano
para ayudarte en tu camino de batallador y yo le diré entonces: bueno, ¡váyase!
Vd. es un anacrónico; ha caído Vd. a la vorágine de los intereses sórdidos. ¡No
se hunda en la sima hedionda! ¡No vaya a dejar en arambeles esa aureola de la
edad del oro, que le rodea la frente! ¿Dónde va a encontrar fuerzas para
retrotraer los tiempos? ¿Se imagina Vd. que todavía se puede ser caballero?
Carlos, interrumpió Dolores tímidamente,
tú te exaltas demasiado...
Quisiera no haber nacido yo... y no haber
sido nunca lo que soy y no haber hecho esta casa con el trabajo de mi cuerpo y
con los dolores de mi inteligencia, porque yo sé que los que vengan después van
a derrochar el tesoro y van a desbaratar su renombre... A cada paso, Dolores,
hay familias que olvidan a los padres y los deshonran.
-Has levantado la voz, hijo mío, dijo
Catalina y la chiquita se ha despertado.
Méndez se calló y en el silencio aquel se
oía la voz de la niña, que hablaba, como si estuviera soñando...
Papá es bueno, decía,... me compra
muñecas... son las hijas de mi corazón y yo las quiero.
El médico se estremeció...
La otra noche, seguía la niña con
lentitud, me trajo un delantal azul con el cuento de Pulgarito y él me lo
contó, y me dijo dándome un beso: todos somos hermanos y debemos protegernos,
como hizo Pulgarito. Papá es bueno, bueno...
Como atraído por la fascinación de
aquella voz infantil se fue Carlos acercando a la camita. La niña soñaba
todavía: vamos en el coche... Papá en el pescante, al lado mío... porque el
pobre Genaro se ha ido lejos... muy lejos.
El padre sintió una profunda ternura.
Inclinó su cuerpo y besó la frente de la chiquita. Ésta rodeó ya despertada un
gran rato el cuello del padre y le acariciaba las mejillas con sus besos...
En la casa dolorosa se mezclaron los
murmullos de la tierna escena con los cánticos en la capilla de San Carlos que
llegaban hasta allí. Había largas ondulaciones melodiosas del órgano y
exquisitas notas que hablaban en místico lenguaje la invitación a la plegaria
mientras los seráficos ideales de aquella música y los éxtasis paradisiacos
poblaban el hogar entristecido de melancólicas reminiscencias. Carlos inclinado
sobre la cama de la chiquita, pensaba en los que ya se habían ido para siempre
de su casa y en ese vacío inconsolable que cada uno iba dejando en ella, como
si tuviera miedo que esas personas queridas, que lo contemplaban en silencio,
pudieran algún día encaminarse por el lóbrego sendero en el viaje que no tiene
término. Si él llegara a quedar solo, ¡Dios Santo! Si las paredes se cubrieran
del verde manto de la yedra que trepara aferrando con sus barbas los escombros
y penetrara las largas grietas, invadiendo puertas y ventanas hasta envolverla
entera, entera en el tupido follaje, mientras la maleza lujuriosa y polvorienta
enmarañaba los senderos y todas aquellas músicas del bosque se transformaban en
graznidos feroces de aves carniceras, girando y girando en lo alto en
siniestros círculos... Él iba a ser entonces el espectro de la urna abandonada.
Se iba a sentar sobre el reclinatorio dentro de la lóbrega sordomudez de aquel
sepulcro para que poco a poco se secara su cuerpo y morir tirado sobre las
alfombras al pie de la cama de su chiquita mirando la cripta de cristal
transparente, donde yacía rígida y cenicienta su adorada larva vestida de su
largo traje de seda... ¡Oh blanda caricia de su corazón vigoroso, amable
compañerita de su vida errante de médico! ¡Cómo lo acompañabas llena de
gentileza en la cruzada de honor, oh angélica! ¡A través de los contagios,
donde él arrojaba intrépida el alma! ¡Qué recuerdos de besos recibidos en las
noches deliciosas de descanso, qué lejanas e inenarrables armonías eran en ese
momento los ecos de la voz suavísima de su chiquita que era el candor ingenuo,
la hada encantadora misionera de la tierna paz del hogar bendito. ¡Adiós a su
alegre casa de los anchos corredores! ¡Por qué han muerto tan pronto tus sueños
de gloria! ¡Dónde están Carlos, las festivas imaginaciones de otros tiempos,
los heroicos propósitos del hercúleo luchador! Está moribundo el arrepentido de
antaño. Dios Santo. Por qué aquella vieja herida de la frente no desgarró el
cerebro con los agudos fragmentos para que él no viera ese sarcófago de su casa
donde estaba Dolores acostada en el suelo durmiendo el sueño de la muerte, con
su cabellera negra suelta y los ojos abiertos y vítreos y sin elocuencia...
¡Eh! ¡No! ¡No! Él los va acompañar en el viaje tenebroso. ¡Esperen fantasmas
idolatrados!... hundido noche y día en las dolientes quimeras de sus
pensamientos... morir de hambre y de sed y de crucifixiones gota a gota al lado
de ellos sufriendo por todos y para todos...
-Todo este fúnebre soliloquio tuvo el
médico inclinado sobre la cama de la niña, dormida otra vez bajo su mirada
abstraída y enigmática, hasta que Catalina y Dolores se acercaron a él y lo
estrechaban entre sus brazos... mientras dos grandes lágrimas cristalinas se
detuvieron un rato en el ángulo del ojo sombrío y rodaron enseguida por sus mejillas,
como si su pecho de bronce se hubiera hecho pedazos en silencio.
- X -
Tristezas intelectuales del ingenioso
hidalgo D. Manuel de Paloche y otras alcurnias
La Homeopatía
Dos meses después la casa de Paloche
empezó a quedar sola... Se acabaron los tuertos y los reojos y las yuntas
soberbias y las cajas lucientes de los carruajes, que frecuentaban el barrio.
La hora de la consulta se hizo
interminable. Aquella algazara de antes desapareció y el remolino de las gentes
ansiosas de curarse... Detrás fue llegando el silencio de siniestro augurio. De
cuando en cuando algún fanático.
Don Manuel pensó que toda la ciudad
estaba sana, cuando llegó un día el bismarquiano otra vez con su artritis a
sacarlo de su error. ¡Qué escena aquella!
-No doy explicaciones, empezó el
diplomático.
-Pero señor, dijo Paloche, no me doy
cuenta de lo sucedido.
-Le repito que no doy explicaciones.
-¿Cómo quiere Vd. que adivine?
-No me interrumpa. Adivinar le llama Vd.
a esta cojera crónica, resultado de sus manipulaciones; ¿a eso le llama Vd.
adivinar? Su tratamiento es peor que el soneto.
-¿Cuál? Dijo Paloche.
-No me interrumpa. Le digo a Vd. que la,
enmienda es peor que el soneto. En política no se repiten nunca las mismas
situaciones enfermizas.
-Siento mucho, balbuceaba Paloche.
-Y agrega Vd. el cinismo todavía...
-Mire, señor, dijo D. Manuel irritado, si
Vd. no modera su lenguaje... a Vd. y a sus condecoraciones hago poner en la
calle con un sirviente.
-Yo no cedo a la fuerza y le llamo a Vd.
plagiario, queriendo poner en práctica mi sistema... Me iré espontáneamente -y
salió el bismarquiano cojeando y saludando a cada paso el horizonte con una
brusca inclinación del torso.
-Con el demonio, te puedes ir, rugía
Paloche.
Enseguida apareció la opulenta y carnuda
señora majestosa en el amplio contoneo hiperbólico, acompañada de la hija,
fugitiva en la línea recta de extremada flacura.
-Vengo a pedirle cuenta de su proceder, dijo
la vieja.
-¿De mi proceder?
-Porque mi hija se ha empeorado.
-¿Y a mí qué me cuenta Vd.?
-Sí, señor, porque con sus pases le ha
metido Vd. el demonio en el cuerpo.
-La felicito, señora. Es la primera vez
que veo claramente realizada la metempsícosis y por herencia directa.
-Insolente...
-Agresiva.
-Daré cuenta a quien corresponda.
-Dé Vd. cuenta al hijo del Sol si le
parece.
-Mamá tiene razón, suspiró la joven con
voz de flauta desafinada.
-¿Vd. también? Contestó muy incomodado Paloche.
-Sí. Antes yo era feliz y ahora paso mi
vida melancólica.
-¡Ah! ¡Conque Vd. era feliz!...
¡romántica esfumatura, albo y saltante cabritillo! Replicó D. Manuel con rabia
y sorna.
-Dejemos, hija mía, a este mercader, dijo
la del contoneo de marras.
-¡Oh! ¡Sí! Moduló la flauta entreabriendo
apenas los labios.
-Conque mercader, rugía Paloche, paseando
de un lado a otro por el estudio. ¡Yo mercader! ¡Yo mercader! ¡Humanidad
imbécil!
¡Era desesperante! D. Manuel ya no tenía
amigos. Todo aquel edificio espléndido en su gloriosa ornamentación se había
desplomado. A cada rato encontraba clientes que le dirigían reproches. Se
entristeció. El masaje no era la panacea universal. Un error más en su vida.
Ese principio del intercambio celular a través del movimiento, esa esperada
resurrección por la sangre acelerada en su curso y por la sobreactividad
orgánica artificial era una grosera y vulgar mentira. Sucedía lo de siempre.
Unos curaban y otros morían y era necesario encontrar a pesar de todo el néctar
de la vida perenne. Su espíritu, iluminado hasta entonces en la fe austera tuvo
las profundas grimas de la desesperación. Se creyó un extraviado y por primera
vez dudó de su genio y se avergonzó do aquella efímera gloria de poco tiempo.
Caminaba por su casa las melancólicas horas con la inteligencia entenebrada,
como hombre que hubiera llegado al fin del sendero, detrás del cual yaciera
inerte o inmóvil el país de las sombras, llenas de estériles silencios. Su
misión había concluido y su pensamiento tan activo antes se había transformado
en una escuálida larva petrificada. Ya no era un hombre. Se había hecho un
enorme y vacío gigante, inconsciente romero de la tiniebla, que se iba deteniendo
poco a poco, incrustadas sus carnes de fragmentos calcáreos. Ya no había para
qué vivir. Él iba a tener al fin la siniestra fijeza de an oscuro monolito
solitario...
Así pasó algún tiempo ensimismado entre
los ecos funerarios de aquel inmenso derrumbe. Lo sorprendía a veces la noche
sentado en el patio, como absorto en la contemplación de la naturaleza. Su
vista perdida en el azul profundo vagaba de astro en astro, entre las chispas
luminosas, como si quisiera arrebatarles el secreto de su vida inextinguible.
Tantos años que están allí siempre, mientras las generaciones moribundas van
pasando bajo la divina bóveda tachonada a desvanecerse en la muerte. Ellos son
los brillantes que adornan y embellecen la cabellera negra de la emperatriz
indolente y soñadora y los cirios que salpican penumbras sobre los cementerios
que van superponiendo las edades. Así serenos y olímpicos conservan sus
propiedades seculares, mientras la carne se disgrega flagelada por el azote de
las pasiones, triturada en el vórtice de la existencia. Allí el esplendor,
ordenados en la majestad tranquila de las leyes de la gravitación, aquí desde
jóvenes el esfacelo con la piel que se arruga, la uña que palidece, el ojo que
pierde la sonrisa y se enturbia en la lucha y el cabello encanecido. ¿Por qué
tan larga la vida de aquellos silenciosos moradores de las alturas y tan frágil
y efímera la urdimbre humana? D. Manuel entraba otra vez sin sentir en sus
cavilaciones. El viejo soñador de la panacea universal se erguía gigante sobre
el escombro. Nuevas ideas y nuevos rumbos, asomaban a su inteligencia. Tal vez
ya algún predecesor glorioso habría encontrado el fármaco para perpetuar la
vida en la Naturaleza. Ese sería Dios y se vestiría de las galas divinas el que
descubriera lo mismo para el hombre. Volvía entonces más violenta y más
acongojada la brega intelectual a conturbar su cabeza y en las horas
contemplativas él veía caer las hojas de la arboleda secas y amarillentas, y
desprenderse, uno a uno los pétalos arrugados y marchitos bajo el gris de otoño
y alfombrar a montones la extendida pradera. Sentía gotear la lluvia que
ennegrece el humus y las hojas y las corolas húmedas y blandas las veía
hundirse poco a poco en el grumo fecundo hasta desaparecer en la prodigiosa
actividad de su vegetofagia y sus átomos escondidos en las criptas estremecerse
en los besos calientes del sol primaveral y entregar otra vez con nuevos
espasmos juveniles al árbol la hoja y a la planta la flor... Luego con
elementos similares se operaba la resurrección en la Naturaleza. Hay
medicamentos que producen fenómenos que son idénticos a los síntomas de ciertas
enfermedades. ¿Por qué no ensayarlos? ¿No estaría en ese sistema terapéutico la
panacea universal?
Él había observado que muchos males
sociales se curaban con los mismos males. La revolución se extinguía a veces en
sa propia hornaza; la corruptela se ahogaba en sus mismos ciénagos, las malas
escuelas del arte perecían en el barroquismo engendrado por ellas y todas las
monomanías colectivas las había visto desaparecer en sus propios excesos.
Ergo... era el caso pues... similia, similibus curantur...
Empezó su cabeza a fantasear con la
homeopatía. El glóbulo blanco, pequeño y redondo; los brillantes tubitos y la
cartera chata y amplia empezaron a bailar en su cabeza el cancán formidable y
fue desde entonces el sabio convencido de lo infinitamente diluido... Se tocó a
zafarrancho en su casa, se armaron aparatos y empezaron las destilaciones y las
tinturas que contenían las maravillosas quintaesencias. Compró libros otra vez
y llegó Hanneman y otros melancólicos soñadores de la panacea... Se hizo gran
silencio mucho tiempo y se pensó en la posible desaparición de don Manuel de
Paloche y otras alcurnias. Encerrado en su estudio, el gran solitario quería
justificar el nuevo sistema, ampliando sus elucubraciones filosóficas... De
todas maneras él encontraba que aquel era el tratamiento sensato. Se dispuso a
salir de aquel sabio recinto para aplicarlo y aliviar los males de la
humanidad, pero sus fuerzas se habían extenuado y toda su larga figura adquirió
la tétrica apariencia de un espectro... Sus manos estaban secas, el rostro
lívido y macilento, poblado de inculta y enredada barba. Debajo de los pómulos
había sombras en las órbitas excavadas y tambaleábase anhelante para caminar,
agarrado de los muebles y giraba a duras penas de tintura en tintura,
contemplando con agonía de enamorado los estantes de cedro en que estaban
dispuestos los glóbulos. La homeopatía era su delirio; iba tal vez a ser su
crucifixión. Como él suelen verse muchos, que pagan en la vida tributos a las
violentas quimeras del espíritu, impacientes que corren fatigadas detrás de
ellas, sin alcanzarlas nunca...
Esa mañana, cuando entró Carlos Méndez,
seguido de Juan Paloche a visitarlo, lo encontró sentado en un sillón. Tenía
sobre sus rodillas un manuscrito. Su título era: Panacea universal...
-Eureka don Carlos, dijo don Manuel
incorporándose con gran trabajo.
-Papá, interrumpió Juan, he traído al
doctor, porque tú estás enfermo.
-¿Yo? ¡Bah! He tomado acónito a la diez
millonésima dilución. En veinticuatro horas curado...
-Oiga don Manuel, contestó Méndez con
pena,... El acónito no lo va a curar...
Paloche se sonrió con lástima...
-Es necesario, seguía Carlos, que Vd.
salga de aquí, que respire aire puro y que descanse su pobre cabeza... Vd. se
está suicidando... Hace un mes que ni come, ni duerme, ni vive y de esa manera
y con poco vigor no se imponen las innovaciones.
-¿Qué? Contestó Paloche con ímpetu. ¿Vd.
cree que yo moriré antes que se conozcan mis descubrimientos?
-Sí creo, si Vd. sigue metido aquí...
-Bueno: ¿qué me importa? Yo estoy
escribiendo para que no perezcan estas cosas mías... No me importa descansar
después para siempre...
-Fíjese, señor Paloche, que yo no le
aconsejo que deje sus placeres intelectuales, dijo el médico.
-¿Y entonces?
-Podía Vd. cambiar de casa.
-¿Y dónde voy?
-A su chacra.
-¿Quiere Vd. mandarme a vivir entre las
lechugas al lado de este Paloche degenerado? Mírelo. Vea qué manos... negras,
callosas y con mil rajaduras... Observe el traje... lleno de remiendos... un
indigno andrajo... No gasta un peso este... Sabrá Vd... el día entero detrás de
los bueyes... con el dorso encorvado como un siervo... a la lluvia, al sol, con
las botas llenas de barro... No quiero irme con este porque ha manchado mis
blasones...
Juan Paloche lo escuchaba con una estoica
indiferencia. Pensaba en un dinero que había escondido en los colchones de su
casa...
Méndez convenció a don Manuel... En dos
carruajes iban todos sus aparatos, sus libros, sus glóbulos y detrás de la
familia el cupé del médico que lo acompañaba llevándolo a su lado... Carlos
pagaba su deuda de gratitud. Por las chacras solitarias de Monte Castro se fue
perdiendo el cortejo.
- XI -
¡Abuela!
Reinaba a la sazón el estío con sus soles
quemantes, el césped amarillento y las corolas desvanecían bajo los rayos su
color. Había cierto cansancio en la naturaleza abrumada en la brasa cotidiana,
un deseo de dormir largas horas y un apuro en todas las cosas hacia las
oscuridades de la noche llena de brisas frescas. Muchas flores habían
desaparecido del jardín, pendiente del tallo de la planta, arrugadas y secas y
debajo del gran toldo que unía los dos corredores y sombreaba el patio estaban
esparcidos los juguetes de la chiquita de los cuentos. Más lejos, los perales
opulentos en el prodigio estival de la vegetación protegían el vergel, al lado
de la curva de la parra umbrosa, que escondía entre su follaje tupido los
racimos pulverulentos de la uva de oro. Cantos en la arboleda, infantiles
juegos bajo el corredor y oscuridades en los aposentos colgando de los marcos
las cortinas de paja coloreada hasta el suelo y de cuando en cuando alborotando
toda la casa el rodar del coche del médico...
Otras novedades acontecieron en la casa
poco después. Catalina visitaba al hijo más a menudo. Estaba mucho tiempo con
Dolores y cosían triángulos y mantillones. Ya un poco borrada la memoria de
aquellos lúgubres acontecimientos, Carlos se había vuelto en extremo afectuoso.
Con Dolores, sobre todo tenía dulzuras y gentilezas y jovialidades extrañas,
como si esperase alguna bienaventuranza futura. Salía a pasear con ella
despacio por el jardín para que no se fatigara y la hacía recogerse temprano y
de noche mucho más que antes llegaba a espiar su dormir. Acontecía muchas
veces, que sentados en silencio, se miraban sonriendo, como si a un tiempo
hubieran estado pensando en la misma misteriosa felicidad. Había en esos
silencios, íntimos y deliciosos deleites... Era como un torrente de alegría
juvenil que estuviera por desbordarse sobre la casa entristecida, trepidaciones
de esperanzas, secretos y disimulados terrores de alguna posible desventura.
La agitación crecía a medida que el
tiempo iba pasando y se hacían más violentos los temores de Méndez y más
asiduos sus cuidados. Catalina era la única que conservaba su serenidad de
santa. Un día, sin saber por qué debajo del corredor, se miraron un rato la
madre y el hijo, y en el abrazo que siguió después, hubieron elocuentes
augurios. Llegó una cuna de negra y luciente jacarandá, liviana y aérea,
circuida la base a trechos de torneados listones que formaban las paredes
laterales, terminando en el grueso madero que concluía la ovalada concha en su
parte superior. Detrás como asomada sobre la cabecera una enhiesta percha,
extendiendo el cuello largo y serpentino, la cabeza chata de víbora en la
punta, que arrojaba lejos el hocico. Al rato, cayeron sobre el cuello, anchos
cortinajes de seda azul, prendidos arriba con un gran moño, cuyos lazos caían
hasta el suelo. La pequeña almohada, descansaba sobre el colchón, cubierto por
un tejido de lana gruesa y blanquísima y encima la recamada colcha de brocato,
alegre de flores de lirio y verdes hojas de rosa. Con la cuna llegaron
estremecimientos de arcanas ternuras y corrieron por el dormitorio invisibles y
angelicales visiones mientras Catalina colocaba a lo largo festones de
margaritas y Méndez besaba temblando la frente de Dolores...
Esa mañana, Carlos paseaba agitado por el
corredor. Corría casi, como si tuviera necesidad de aturdirse. Se sentían
lamentos. Entró al dormitorio, abrazó a Dolores, acostada, mientras miraba al
médico amigo, a quien había confiado aquella vida preciosa, estrechando
nervioso antes de irse, la mano de la madre, que sonreía siempre, sentada a los
pies de la cama. Salió caminando por el jardín con cierta cosa violenta en el
andar, indiferente a todo aquel espectáculo, como si tuviera un aguijón que lo
empujase como a un autómata. Los lamentos aquellos que sonaban en sus oídos
como un eco doliente, así a la distancia, lo volvían en sí. Llamaba entonces al
médico para leerle en los ojos la sentencia, acosándolo a preguntas, y
pidiéndole el pronóstico de aquella hora emocionante. Volvía después a su
peregrinación. Tomaba un libro y no podía leer. Se sentaba a su mesa de estudio
para escribir, para tener alguna violenta concepción que le hiciera olvidar la
angustia, que le conturbaba el espíritu. Era inútil. No oía sino aquellos
quejidos que se dilataban en el patio con tímidas modulaciones. Apuraba el
tiempo y lo precipitaba dentro de su imaginación encontrándose sin saber cómo
otra vez al lado de Dolores a quien acariciaba con fuertes palabras de
consuelo. Sin embargo, su voz era trémula y su corazón latía como si estuviera
lastimado. Nuevas miradas a la madre y preguntas al médico, y otra vez el
peregrino de los corredores, azotado de un lado a otro mientras alrededor la naturaleza
cantaba el himno de la resurrección de la luz, con las notas formidables de la
ciudad que se arroja a la calle frenética, con los sordinos arpegios de las
hojas, en medio de la bullanguera y estridente algazara de las bandadas que
cruzaban sobre su cabeza. Carlos no oía nada... solamente aquellos quejidos tan
lastimeros que no cesaban nunca. Al contrario, cada vez se hacían más
frecuentes, como si los oyera más cerca, y tuvieran más dolor, y le parecía
sentir en el aposento, como si la gente se moviera más allí... hasta que
estalló un grito agudísimo, que le trastornó la cabeza... Parecía angustia la
revelación de un espasmo de salvaje... y después cuchicheos, una exacerbación
de todos los ruidos, órdenes del médico, una cosa revuelta y agitada y el silencio...
el largo silencio de ella... Esperó el lamento aquel cuya tonada lúgubre
conocía y entró rápido al cuarto de vestir... Carlos no la oía. Una sensación
siniestra lo acometió...
Lo detuvo el médico, cuando se lanzaba
Méndez al dormitorio.
-Calma, mi amigo, todo va bien...
¡Espérese! ¡No entre!
-¿Y ella? Preguntó ansioso Carlos.
-¡Admirablemente!
-¿Y él?
-Así, amigo, de grueso. Y el médico
circunscribió con las dos manos abiertas una gran circunferencia.
-¿Y? seguía Méndez, ¿y lo otro?
-¡Ah! Macho, compañero, machísimo.
-Gracias. Vea si seré tonto... Mire:
estoy llorando...
Carlos se sintió desde ese momento más
vigoroso. Le pareció tener la cabeza más erguida y fuerte y en todo su cuerpo corrió
una robusta sensación viril. Sus espaldas eran más anchas, su andar más
resuelto, más recia toda su musculatura. Lo acometió un delicioso bienestar y
una profunda tranquilidad para su vida futura... Sin duda aquel gordo muchacho
de piel roja y satinada, cuyos vagidos sentía, era la columna que faltaba al
monumento, construido por su labor. Le pondría el nombre del padre para
perpetuarlo en los tiempos, como un derecho y un sublime privilegio de familia.
Recién le parecía que pagaba bien su deuda de gratitud cariñosa.
Tal vez fuera como el otro que ya se
había ido, así alegre y bueno y cuyo recuerdo vagaba todavía por la casa... Él
quería verlo y se paseaba por el cuarto de vestir, asomándose a cada rato a la
puerta. La madre lo llamó al fin. Entró y acarició a Dolores, arrimándose
después con Catalina a los vidrios. El niño estaba envuelto en un chal de
franela festoneado cubierta la cabeza con una gorrita de muselina. Entreabría
los párpados, mientras la abuela lo mecía en sus brazos. Lo miró un gran rato
sonriendo, encontrando reproducida su efigie en el pequeño rostro dormido. Se
acordaba entonces de aquellas palabras proféticas: "Dios es bueno y hace
que las alegrías vuelvan a las casas entristecidas y que haya de nuevo niños en
las cunas y cánticos de madres..." La vieja se transfiguró a sus ojos. Le
pareció que una aureola de estrellas rodeara su cabeza encanecida y que algo de
la majestad celeste fuera circundándola poco a poco. Era aquella gran madre de
la leyenda, la augusta consoladora de sus días atribulados, la mística poetisa,
que creaba en sus palabras para el hijo, las inmaculadas visiones de la
familia, la excelsa pintora de los comedores, de las rojas chimeneas atizadas
por los hijos para calentar los miembros del padre anciano, la sacerdotisa
divina de aquel templo, que acababa de recibir el nuevo Dios... Ella tenía
razón siempre, cuando decía que cada hijo traía consigo los gérmenes del
rejuvenecimiento, transfusiones de sangre fecunda que se hacen en medio del
regocijo del espíritu -esos gajos florecientes que sostienen el equilibrio y la
vida del tronco reseco con sus linfas juveniles. En cada casa hay una de esas
ancianas seráficas aquellos que de ella tuviesen queja razonable levanten la
mano para poderlos inscribir en el libro de la desventura... porque la vida se
alimenta también de los consejos venerables y esos corazones que se agrandan en
la vejez a fuerza de sentir son capaces de romperse y morir siempre en los
resignados sacrificios por el amor a los hijos... ¡Benditas sean! Si están
vivas y caminan por la vieja casa llena de memorias, es necesario dejar en el
umbral nuestros rencores, las iras sordas y los enconos que acibaran la vida,
para que sea angelical el beso de nuestros labios, y si ya se han ido para
siempre... que vivan en el corazón de esos nietecitos a quienes aman, besan y
mecen con tiernos cánticos en las cunas... porque son abuelas, de esas que
traen muñecas, con rubias cabelleras, y se sientan con las nietas, en los
liliputienses y alfombrados cuartos, donde viven, duermen y se rompen los
juguetes. Allí, al lado de la chiquita, pasaba Catalina largas horas,
disponiendo los diminutos comedores y haciendo sentar a la mesa a las
infantiles falanges, que encantan las horas inquietas de los chicos. Allí
narraba las leyendas, al lado del ramo de rosas rojas, que se elevaba en el
centro, desde el florero dorado de porcelana, los maravillosos cuentos, que
oyen los niños con el ojo atento, pintado el asombro en el rostro, víctimas de
las angustias, que padecen los pequeños personajes heroicos. Porque ellas
sostienen y acarician a los nietos, como el gajo a la flor y al fruto... Así
Catalina velaba con Carlos el sueño de Dolores y mecía al niño en la cuna y lo
paseaba con monótonos cánticos por el cuarto de vestir palmeándolo...
-Tú estás mejor ahora, Carlos, le dijo la
madre un día.
-Sí madre, más robusto y más llena mi
vida.
-Para que tú veas que si hay dolores,
estalla de repente auroras alegres.
-Pero mi madre, son tan pocas, replicó el
médico...
-Eso dices porque has perdido la fe...
-¿Y he perdido la fe? Preguntó confundido
el médico.
-Sí tú. Eres de los que no creen sino en
sus propias fuerzas y de los que se imaginan que todo lo han de resolver con su
inteligencia y prescinden del consejo de los demás y se olvidan que detrás de
esa gran curva del horizonte hay muchos más allá, que tienen la omnipotencia y
la omnisciencia. Así cuando en la vida hay razones para que resolvamos el
problema con la violencia de un crimen cualquiera contra nosotros o contra los
demás, llega el más allá divino, con la dulzura infinita y es el bálsamo que
cicatriza las heridas y el soplo vigoroso que templa el corazón desfalleciente.
-Madre, tú me hablas de Dios, dijo el
médico.
-Sí Carlos, porque sentirlo y pensarlo
significa tener en la voluntad para la lucha un aguerrido ejército...
-Oh, eso es imposible. Ustedes nos hacen
creyentes y después se olvida uno en la vida de todo y lo que crece en nosotros
y se agiganta son nuestras pasiones, porque ya de aquel yo celestial de que tú
me hablas, hemos perdido el recuerdo.
-Sí, es cierto. Pero hay algo que es un
dolor en el alma de muchos y que se parece la fe...
-¿Qué? Mi madre preguntó con ímpetu al
médico.
-Es el anhelo intenso hacia las ideas de
un orden superior; es la necesidad de salir del lodo, que nos acomete a cada
rato; es el empuje intuitivo de las inteligencias privilegiadas apurando la
perfectibilidad, y el deseo de ser mejores y que nos calienten siempre la vida
las pasiones generosas y es el arrepentimiento del mal que hacemos y es la
desazón y la inquietud y la vergüenza que acosan a los que viven en la
deshonra...
-¡Oh mi vieja santa! Repetía el médico
abrazándola. Eso yo tengo, eso es mío y no lo quiero perder, quiero ser mejor.
Tengo muchos defectos, y también sé que a cada rato tengo que invocar para
explicar muchas cosas una inteligencia infinitamente superior... ¡Oh si todos
esos dolores que acabas de enumerar fueran la fe!
-¿Sabes tú por qué escribes? Preguntó la
madre después de un rato de silencio...
-Yo, dijo el médico, por muchas razones.
-No por esta sola razón. Tú no quieres
morir.
-No te entiendo.
-Sí pues. Tú quieres que tus hijos y tus
nietos se acuerden de ti y que todos los que vengan después conserven la
memoria de tus libros. Bueno, mi hijo, tú quieres crear para tu nombre el más
allá eterno e inmortal. ¡Oh! No te quejes, si has conservado en el corazón el
anhelo sobrehumano hacia alguna cosa que no morirá nunca... Eso no es Fe
todavía, pero ya no se parece a esos espíritus desiertos y fríos, cuyas fibras
demasiado exquisitas tal vez ha roto la desventura para siempre -esos
entristecidos que se acuestan, languidecen y mueren en la indiferencia.
-¡Oh! Yo soy feliz, porque te tengo a mi
lado, contestó Carlos; porque Dolores y mis hijos están aquí alegrando mi casa
y porque ha de ser posible que viva mucho este último que ha nacido...
-Y porque crees en el bien, a pesar de
ser tan caviloso y no eres como esos siniestros pesimistas que confunden la
tristeza con la atrabilis. ¡Estos sí que son dignos de lástima! Pobres
sistemáticos que cubren de lúgubre manto todos los sentimientos, incapaces que
se han contentado con estudiar una parte de la humanidad, creyendo que sus
deducciones corresponden a la humanidad entera... Tú los ves Carlos, seguía la
vieja animándose, para ellos el hombre es un facineroso, tahúr y loco, la
ciencia una mentira, el arte una cosa vulgar hinchada de ridícula vanidad. ¡No
hay nobles pasiones, no hay sacrificios, ni virtud!
¡Estamos lo mismo que hace diez siglos!
¡No se ha creado nada, no se ha conquistado nada y somos para ellos los
esclavos del vicio y de la carne. ¿Y la mujer? Adúltera y gata lujuriosa, zorra
que extiende el hocico y husmea siempre un marido. ¿Y el amor a los hijos? El
instinto brutal de la fiera, que gira vertiginosa alrededor de los cachorros
para defenderlos...
-Es cierto, mi madre, y es difícil
salvarse del precipicio, que abren esos tétricos pensadores.
-Sí Carlos, para los que no se han
preocupado de estudiar el mundo como es, para los que no han visto, como yo, el
cuartujo del conventillo donde se cose de la mañana a la noche y donde la madre
se arrodilla después a rezar en medio de sus hijos, para los que no se han
detenido una vez siquiera a contemplar la heroica fortaleza de esos padres, que
en la miseria sostienen con el trabajo la honra y el renombre de la familia...
Para estos es difícil salvarse, porque esa tenebrosa literatura seduce y
fascina, con la ponzoña de sus paradojas oscuras... Esa no es la verdad. Hay
más amor que odios y más abnegaciones que cobardías y más virtud que vicios. Yo
te lo juro Carlos, por mis sesenta años de vida y la fortaleza y la paz del
alma está en creer en el bien y practicarlo, porque el bien es Dios...
-Perdón para ellos mi madre, interrumpió
el médico, porque son enfermos.
-¿Enfermos? Preguntó la madre temblando.
-Es la tuberculosis que les mina la vida
la que habla, y el cáncer que les muerde y les roe las entrañas que tiene las
negras palabras de la misantropía y son las enfermedades nerviosas que los
transforman en hipocondriacos atrabiliarios.
-Sí, mi hijo, perdón para todos, como
dice la plegaria, porque eso debe ser ley y sentimiento universal... y en esos
diálogos pasaban los dos la noche velando el sueño de Dolores acudiendo a cada
rato Catalina a mecer al niño, mientras Carlos contemplaba su blanquísima
cabeza en medio de la penumbra del dormitorio, inclinada dentro de las cortinas
de seda que protegían la cuna.
- XII -
El libro extraño
Así Méndez revigorizado al lado de aquel
hijo, en medio de las varoniles palabras de la madre, sintió renacer prepotente
la necesidad de escribir. Aquella figura de Bohemio, que ya antes le había con
vaporosas formas calentado la imaginación empezó a adquirir contornos. Creó
entonces un símbolo entre cuyos sonoros acordes se sentía toda la épica
magnificencia de su país y las sensaciones colectivas de su pueblo. Pensaba que
para escribir esa sinfonía era necesario que el idioma tuviera las numerosas
prolongaciones del sonido de una orquesta colosal, con ímpetus de fugas y
lánguidos y soñolientos arpegios y solemnes compases guerreros de marchas
heroicas. Era necesario encontrar para el poema la forma que reflejara las
fulgurantes detonaciones de nuestras tormentas, y las oscuridades amenazadoras
del cielo fijo en su curva de luto y el zumbar de las lluvias arreciantes en su
camino un tramo después de otro a través del espacio.
Para que hubiera en sus versos la serena y olímpica majestad de
nuestras dilatadas naturalezas, reflejos de pampas, hundiendo lejos, el verde
interminable. Para que hubiera resonancias de pueblos nómadas en marcha, almas
bravías e inquietas y luminaria de fogones aquí y allá y trinos de guitarras y
moribundos tañidos de quenas, entristeciendo las soledades de la campiña
silente. Para que el torbellino de las aguas, rodando en los cauces serpentinos
hablaran a los vivientes el armonioso idioma de las tribus errantes primitivas,
estallando en las palabras el prodigio de la florescencia tropical de las
selvas inexploradas y hubiera en el poema sombras de cordilleras, echadas a lo
largo como gigantesco esqueleto granítico. Y rabias de conquistadores y micidiales
batallas. Y enorme demolición de monumentos seculares. Y razas entregando
sangre de mártires y acostándose en el sepulcro. Y el dolor, sobreviviendo a la
muerte a través de los siglos... Y nietos escuchando, las lúgubres
lamentaciones de tanto exterminio, heroicos vengadores y legendarios guerreros
victoriosos.
Porque Bohemio podía muy bien estar hecho
con todos los ecos dolientes de las muertas generaciones de América, iluminada
su persona por el lustre de las viejas civilizaciones enterradas con sus
inmanes escombros; y ser el sombrío Genio, orbe, intelectual divinizado para
entregar al futuro a través del tiempo las emanaciones creadoras de toda
aquella arte virginal perdida. Porque Bohemio era el presente, atleta
gigantesco, enorme ánfora bróncea su pecho, donde hierven todas las razas en
pos de la maravillosa amalgama, indolente señor enriquecido, peregrino de las
fecundas e infinitas praderas, trabajador acongojado de todas las horas,
glorioso intuitivo de la grandeza nacional venidera. Méndez veía en su
imaginación multiplicarse aldeas y ciudades, ser su país la cuna del espíritu
nuevo, padre de las artes, academia de todas las ciencias del universo, sublime
árbitro de naciones. ¿Y el espolón del arado abriendo la entraña fecunda y
negra? Y el labrador hablando el nuevo y exuberante idioma mirando moverse en
la brisa el largo y delgado tallo de la mies dorada. Y así por leguas el damero
de cercos de alambres... Y los juveniles corazones, apóstoles de la universidad
ideal escribiendo el libro del progreso humano: que no haya esclavos... el bien
de los pueblos está en la libertad... que no haya confines y sean dirimidos por
árbitros el choque de las pasiones y de los intereses... Que las armas forjadas
para destruir muchedumbres destruyan la guerra... y concluyan esas familias
encaramadas sobre los demás hace siglos... y sean los primeros, los mejores,
los más intelectuales y los más fuertes. Que sea suprema religión el honor de
la casa, la caridad por la patria y el fraternal amor de todos los pueblos.
¡Que haya industrias y crezca el comercio y que las artes sinteticen el
espíritu nacional y creen el bien y que la grandeza de este glorioso vagabundo
de Bohemio reciba nuevas y perpetuas estratificaciones de gloria!
Al lado de Bohemio, Eros paradisíaca, la
vaga y alba figura... La escribió de rodillas. Sus ojos tuvieron el color del
diáfano éter sereno; y los bucles de su cabellera rayos dorados, blandos y
largos y abandonados flotando sobre las espaldas. Con suavidades séricas y
frescos perfumes primaverales y tornasoles si se movían en la brisa y
misteriosos murmullos. Formaban marco deslumbrador a la efigie de óvalo
purísimo y perfecto blanco y marmóreo, moviéndose en su lento y gracioso
caminar de diosa, asomando el zapatito con hebillas de plata fuera de la falda
de raso. Todo su alto cuerpo vestía el traje de las novias y miraba todas las
cosas como si breve fuera a ser su paso sobre la tierra a guisa de corola
virginal, destinada a acariciar un momento la frente de aquel atleta para marchitarse...
Como una armonía fugaz que calmara su turbulento espíritu... y rayo de luz para
su tenebroso sendero y eco dulcísimo y angelical, repitiendo las frases de la
paz y del sosiego. ¡Divina hada moribunda entregará la vida resignada en el
dolor de aquella su única pasión y acompañarán su féretro los esplendores y las
sinfonías de la naturaleza, acostada su muerta persona sobre la cruz del alazán
de Bohemio en su caballeresca marcha triunfal! Con los gemidos lastimeros de su
arpa incinerada, durmiendo bajo el umbroso boscaje, arrullado el eterno sueño
por los festivales de las glorias inmortales... Y mientras Bohemio, escultor,
plasmaba su busto con la húmeda creta, clavado el informe torso sobre el
trípode, ella la humilde enamorada alegraba con los cánticos su vivienda. A
grandes golpes, saeteando luz su mirada, fue haciendo surgir la comba levantada
del pecho. Enseguida arrancó la masa con violencia y modeló con la caricia de
la palma el cuello redondo y fue tomando relieve poco a poco la efigie y los grandes
ojos pensativos empezaron a mirarlo y los labios finos a sonreír y las líneas
flexibles y serpentinas de los rizos cayeron sobre el dorso. Bohemio animó con
su alma la inanimada arcilla, y después en las noches serenas cantaban el dúo
de los amores imperecederos.
Amores de
dioses
-¡Yo te amo!... Tengo para ti mi valor,
mi honor y mis armas.
-Yo los aromas del bosque y la luz de mis
pupilas azules...
-Yo soy el espacio que entro y dilato los
horizontes de tu encantadora vivienda.
-Yo el gajo de laurel con que corono tu
frente de poeta.
-Cuando tú rezas ¡oh Eros! En la noche
profunda y las estrellas entran por la ventana a besar tu toca azul, yo velo
-armado- tu divina plegaria en la puerta de tu estancia. Soy como el ángel de
fuego, que ahuyenta la pantera derrotada, que atropella la selva, bramando a lo
lejos...
-Yo entro en tu cuarto antes que llegue
el día y tú duermes tranquilo en la penumbra: ¡sobre tu cabecera, de mármol del
Pentélico una estatua de Eros! Que te mira silenciosa. Yo tomo mi abanico de
plumas de seda y lleno tu rostro de caricias frescas. Los pájaros pían en voz
baja, como si se preguntaran si habían tenido reposo en la noche, y llaman a
los compañeros que se desperezan en la rama. El alba empuja adelante los
céfiros blandos que traen en su seno las vibraciones de las primeras moléculas
de luz. Hay sombras que se mueven y ondulan y huyen agitadas más tarde y formas
y colores y ritmos y besos y ruidos lejanos que se acuestan y mueren en la
soberbia fulgurante del sol.
-Yo canto y escribo para ti poemas ¡oh
Eros! Veo la pasión desnuda, sin vestiduras de carne, y no encuentro trajes de
raso, ni abrigos de terciopelo para las divinas semblanzas.
-No escribas; tu cantar es dolor; las
estrofas que se ciernen las arrebata el cierzo y las quema el sol.
-Son admirables ¡oh Eros!, las armonías
de la luz, que salta, que estalla, que trisca y se fractura en la roca y se
encrespa en el mar. ¡Quién me diera, oh Dios, arrojar mi cuerpo en el esplendor
de los astros y rodar en medio de sus rayos, mecido en el cielo infinito, y
gritar desde allá -ebrio y loco- los versos desesperados para el hombre que
muere en el vértigo eterno de las cosas!
-No escribas, las piedras del sepulcro
del poeta son las estrofas que el poeta canta y las creaciones que suenan en
las cuerdas rígidas y amarillas de la lira de bronce, son las piedras miliarias
que van señalando su camino hacia la muerte. Yo no quiero, porque tus cantares
tienen todas las imaginaciones sombrías del dolor.
-Escucha, Eros: la luz muere y esconde en
la noche su brillo, los colores se desvanecen, los pájaros callan, las ciudades
duermen y las sombras tranquilas y solemnes envuelven al universo. ¡Silencio!
Deja que las estrellas asomen y la vía láctea aparezca con sus cortinas de
espumas tenues. Detrás de esa diosa diáfana, echada a través del cielo como una
nereida dormida, todavía hay puntos y más puntos luminosos que centellean, como
detrás de todas las cosas están las nenias fúnebres que preparan su epitafio...
-¡Oh Bohemio! Mi cuerpo está, como el
alma, formado de exquisitas filigranas; si tú persistes en el encono impío, tú
no amas; eres soberbio y malo conmigo, que soy la pálida criatura, tu pobre
Eros, tu dulce y delicada Eros, frágil y amable, que reza por ti arrodillada en
la noche y que morirá de dolor...
-¡Así tú arrojas oh Eros un crespón de
tinieblas sobre mi espíritu para que tengan allí su catre de muerte los ideales
soñados en las adoraciones pensativas, porque la tiniebla es callada y
disgusta!. Es cautelosa y tristemente sombría; se levanta en montones lóbregos
y tiene el aire esquivo y siniestro y la palabra pavorosa. Sus labios son
pálidos y desvaídos y sus cuchicheos no dan más rumor que el que produce el
roce silencioso de su manto oscuro sobre los objetos. ¡Mejor!... Si tú mueres,
yo vagaré como un loco desatado en el espacio, blasfemo, sin brillo de luz
intelectual en las pupilas.
-No, Bohemio; te equivocas; las sombras
tienen sus estrofas tranquilas y acariciadoras; protegen los amores de las aves
en la espesura y dan reposo y bienaventuranza al hombre que duerme acostado
sobre la batalla del día turbulento.
-Entonces, ¿por qué no quieres que yo
cante? ¿Quieres impedir que el torrente brame, ruja, bulla y espumee en la
hondonada y reviente el volumen de sus ondas contra los peñascos que tienen
morros negros y puñales y torsos que penden sobre el abismo?
-El torrente tala y anonada, Bohemio, en
su furia las cosas. Yo amo los ríos mansos y amplios que se extienden en
semicírculo en el horizonte sin límites y fertilizan los campos. Amo las líneas
rígidas y negras que se dibujan apenas en el cielo, allá abajo, en el ángulo
tranquilo que hace con el río, las líneas que avanzan y se alargan y se
ensanchan por las velas que aparecen desplegadas, las velas blancas que navegan
e inclinan a un costado los barcos... Amo el río inmenso que tiene alegrías y
gritos de criaturas que viven...
-Ese tu río, Eros, tiene cosas
amenazadoras... yo lo he visto con vaivenes formidables de oleajes revueltos
arrojar sus aguas en el abismo, arrancarlas de allí de cuajo y azotarlas contra
el cielo gris en enormes montañas movedizas. Los bajeles hundidos desaparecen y
saltan enseguida viboreando en vértigos de infierno sobre la cumbre salvaje,
mientras el vendaval con la persona pavorosa rechina bárbaro y frenético los
dientes, ruge, cruje, gira, gime, corre veloz, ¡ala!, ¡ala!, y se estrella y se
despedaza en el torbellino de terror de aquel baluarte indomable... Me hablas
tú de cosas angelicales, cuando veo al río que yo adoro triunfar en la lucha
bravía y disolver al huracán entre sus aguas...
-Sí, porque después se acuesta a dormir
largo a largo, jadeando como gigante fatigado, y las ondas bajitas, mensajeras
de la victoria, vuelven a besar la playa y siguen apacibles yendo y viniendo...
yendo y viniendo... mansamente, y traen, para los que se aman, caricias blandas
de espumas que cuchichean y los ecos lejanos y gloriosos de las leyendas del
mar...
-¡No, Eros! Mejor es morir que romper la
lira de bronce, mejor es morir... Yo tengo los ojos secos y para mí han muerto
las escenas plañideras. Yo adoro al sol, que llena de llamaradas el mundo. Nada
hay más sublime que ese astro...
-Sí... Dios, que lo ha creado, y las
aristas divinas que tienen todas las cosas, y la luz no es buena tampoco sino
cuando se difunde en el aire diáfano en emanaciones fecundas y es el alma y el
tripudio de la vida en el universo...
-Oh, tu luz siempre... amo el denuesto y
la blasfemia... tengo iras y protestas... yo veo cada día que pasa tu piel más
trasparente y tu figura celestial esfumarse poco a poco como los ensueños...
-Así tú pones en la cruz mis últimos
momentos, mientras tú, Eros, dulce y melancólica, implora de ti himnos para la
fe y para la vida... Deja por esta pálida moribunda las cosas perversas y canta
las trovas que alegran y redimen y enternecen al corazón...
Bohemio, caído de rodillas; el cielo azul
mirando; las manos altas y abiertas y el ruedo del vestido de Eros levantado
hasta sus labios. Su cabeza soñadora y renegrida envuelta en la luz de aquella
visión paradisíaca... y poco a poco su palabra se desenvolvía en un canto
lentísimo y tenía la plácida música que consuela y fue como melodía murmurada
entre el susurro del viento y había lánguidos deliquios de la pasión acendrada
que está por llorar...
-Perdón, Eros, amor mío, porque yo adoro
la angelical bondad de tu espíritu, porque yo tengo pensamientos lóbregos y he
ofendido tus castas alegrías. ¿Qué quieres? Perdón, porque yo me olvido de ti a
veces por estas cosas salvajes que dominan mi inteligencia... Tú, mi dulce
Eros, mi más sublime dolor, santa de belleza y de martirio, palio lleno de
gracias que cobijas mi pobre cabeza de enfermo... ¿Por qué no vienen las flores
y rodean tu persona con sus perfumes?
-Y ¿por qué no entra la paz, Bohemio, y
calma las agitaciones de tu alma?...
-¿Por qué esta divina naturaleza no
inclina la frente a tu paso y no tiene penumbras el sol para acompañar tu
camino?
-¿Por qué no te acuestas tranquilo oh
poeta, en la plegaria, las místicas armonías que llenan el corazón de júbilos
infantiles?
-¡Oh Eros, Dios mío! Los pájaros vienen,
vienen cantando y cuchicheando las inmortales quimeras... ¡Yo te ofrezco mi
lira resignada, la lira soberbia que gime, solloza y llora! De sus cuerdas
brotan los cantos suavísimos que confortan al humilde... son tus dedos de
alabastro que arrancan la nota quejumbrosa... Los sauces tienen lágrimas que se
mezclan con las aguas cristalinas que corren y las tórtolas hacen nidos, aman y
tuban... ¡Oh! Ese hogar pequeño y redondo, tejido de ramas secas, con alfombras
de musgo, recogidas en el prado, qué poema de amor ingenuo no canta en la
sombra del sauce delicioso. Yo te pido perdón, pálida Eros, santa de belleza y
de martirio...
-¡Los hombres son buenos, Bohemio! Y aman
y entran en los templos y se arrodillan. Rezan debajo de las bóvedas curvas y
pintadas de la puerta al altar -las nubes de incienso que surgen y llenan el
ambiente- los santos y las vírgenes con vestiduras de cielo y diadema de
pedrerías, que miran desde sus nichos mientras rompen del órgano los salmos que
tienen los ecos doloridos de la muerta Jerusalem, sobre cuyas ruinas brota la
yedra y se extiende la maleza abigarrada.
Hablaban a la vez con las miradas hacia
el cielo como si rezaran, arrobados en el frenesí de la pasión. Era un dúo de
gentilezas, de adoraciones y de perdón; hablaban deprisa como si aquella
primera nube en su vida de amor les avisara que debían decirse pronto todas las
cosas: -ella de pie con su mano fina y blanca en la negra cabellera de Bohemio
y él arrodillado en la sombra de aquel cuerpo alto y extraño.
¡Se reconciliaron y, ya la noche,
sentados sobre el césped, se miraban! La memoria venía con las notas alegres y
los temblores de los primeros encuentros. ¡Se miraban! El primer saludo -el
pañuelo blanco de seda flotando de la reja de barras negras y largas y la rosa
roja y húmeda de rocío reciente para sus cabellos de oro. El poema cantado con
heroico arrebato y las modulaciones del arpa corriendo por el jardín en la
noche tranquila -en el aire tranquilo y diáfano con rayos claros de luna- esa
ermitaña de seda blanca que va peregrinando y aleja y borra los astros. Los
ruidos iban y venían aquí y allá girando en círculos concéntricos que morían
allí alrededor de ellos -los ruidos de la noche solitaria. Las hojas se
despedían, dándose besos para dormir con quietos murmullos y los pájaros,
acurrucados sobre la rama, escondían sus cabecitas debajo de las alas.
Rumores que no tienen palabras, aleteos
de céfiros, crujidos de insectos entre la yerba, sonidos lejanos y sordos,
melodías de seres invisibles que vienen y casi no se escuchan el tic-tac y el
tic-tac profundo del corazón muerto de amor en el embeleso supremo... y se
miraban... Más lejos el río inmenso y bueno con un reguero de chispas
luminosas, como si fueran un pueblo de almas brillantes que se movieran y
ondularan hacia la tierra y a un lado y otro lado los barcos oscuros,
inmóviles, sin vida entre las líneas confusas de sus jarcias, mientras las
ondas bajitas se aplanan rodando sobre la tosca parda para buscar reposo y
vuelven el ojo térreo y el paso fugitivo hacia las compañeras que llegan y
traen, para los que se aman, caricias de espumas y los ecos lejanos y
moribundos de las leyendas del mar...
De la mano caminaban, fascinados por
millares de luces, que trepidaban en la lontananza oscura. Iban hacia la ciudad
y pasaban por calles rectangulares, flanqueadas de cercos de pitas y moras y de
higos de tuna. Ranchos de adobe y techo de paja, las luciérnagas describiendo
parábolas de luz, los cuises corriendo en líneas negras y rápidas de cerco a
cerco y el ombú corpulento de copa redonda, con raíces gruesas en combas
atrevidas a flor de suelo. Espectador solitario, cobija al caballo inmóvil,
atado al palenque. Este recibe a los caminantes con sonidos graves, sordos en
seguidilla temblorosa -las mismas palabras gratas con que ve en la noche
aproximarse a su dueño y que pronuncia, cuando le acaricia el pescuezo y le
palmea el lomo, arrojando al suelo cargas de pasto verde.
-Aquí viven, decía Bohemio, los
sobrevivientes que los de allá van arrojando hacia los campos... Tengan
cuidado, porque conservan incólumes las tradiciones nativas, escritas y
guardadas en las huacas; hablan el idioma futuro y crean el Verbo que arrojarán
más tarde para la civilización que los echa. Son genios que encuentran cantos
que suenan en la guitarra, en cuyo cavo seno se estremece toda la poesía
melancólica de los campos abiertos de las pampas. Cuando ya no tengan idioma, y
el artificio haya corrompido la estrofa, entregarán desde las cordilleras
poemas ricos de savia, con himnos majestuosos, como los conos y las rotondas,
en líneas quebradas en el horizonte, cubierto de nieve.
-Tanta labor, murmuraba Eros, y tantas
lágrimas derramadas, para que no les quedara sino el derecho de retirarse cada
vez a morir más lejos.
-No lamentes esa suerte, porque las
tumbas abiertas en la pampa yerma harán germinar más tarde las elegías, que los
pueblos juveniles escribirán sobre la losa funeraria de estas sociedades
fenecidas. Tendrán la dulce armonía y las palabras del idioma de nuestras tribus
primitivas y habrá en las escuelas historias de virginal poesía y cantos, y
poemas, que narren a los venideros la odisea lúgubre de las generaciones
envueltas en el ultraje de la conquista. Poco a poco saldrán, río afuera, los
vocablos de esta hermosa habla castellana, madre de la imaginación sombría del
Ingenioso Hidalgo -poeta inmortal con extravíos de genio- reina que fue de un
mundo. Vendrá la naturaleza gigantesca de la comarca, con todos los esplendores
y los sonidos de su magnificencia y las ternuras y las cóleras soberbias, a
llenar de giros y modismos el lenguaje del espíritu nuevo, en estos pueblos.
¡Madre augusta, tu señorío ha concluido en estas playas!... Sus hijos alguna
vez han manchado antaño la blanca vestimenta, y entristecido su rostro pálido,
y los nietos de los nietos acompañan, con religiosa piedad, sus desmayos de
moribunda con trinos y gorjeos de ruiseñores y llantos y venganzas de vientos
quichuas y guaraníes.
Muere la naturaleza y empiezan las vastas
hondonadas de los hornos y túmulos -en forma de pirámides truncadas- con
troneras, donde se cuece y tuesta y endurece el barro. Las primeras casas de
dos piezas y cerco de rojo ladrillo y puertas de pino de una sola hoja, aquí y
allá sin orden, entre áreas de tierra vacía, al lado de las calles cubiertas de
un colchón de polvo.
-Estos son, decía Bohemio, los más
virtuosos: salen con el saco al hombro en la madrugada, y trabajan de sol a
sol, a construir la enorme ciudad enorme. Las mujeres asean la casa y hacen la
comida y lavan en bateas ennegrecidas, flagelando la ropa retorcida contra sus
bordes, mientras el agua turbia y azulada de jabón flota, por el empuje del
brazo derecho, que se mueve y resbala rígido en rápidas sacudidas en la faena.
Tienen hijos rubios y sonrosados, que corren y saltan: -la cara sucia y
jaspeada de líneas cenicientas, detrás de las cuales se mueve y agita la sangre
roja;- los brazos y los pies desnudos. Desafían la helada y se mueven
intrépidos en los rayos ardientes, -ángeles llenos de vigor, de músculos
robustos y con desazones salvajes de creadores de apellidos históricos para el
porvenir... A la noche se sienta la familia en el comedor chico, al lado de la
mesa de pino; el padre descansa; la madre remienda la ropa y los niños hacen
palotes y leen la cartilla... y al rato ponen los antebrazos sobre la mesa y
dejan caer los ojos cerrados y la cabeza lánguida y adormecida...
-Cuántas veces, exclamaba Eros, los he
visto, de la mano con los hijos, entrar en la iglesia y arrodillarse, y he
pensado en esa fría desventura que es la pobreza -la pobreza resignada que
tiene plegarias.
-Estos son, replicó Bohemio, los que van
a arrojar más tarde, río afuera, los apellidos enervados en la riqueza,
satisfechos del renombre y de las hazañas de los abuelos -vidas estériles,
extraviadas en la holganza de todas las perezas intelectuales y muertos al fin
en el ciénago oscuro...
Seguían caminando: las casas más cerca,
más tupidas; las manzanas enteras edificadas. Las casas altas y bajas, altas y
bajas, lejos, lejos, en la calle larga, recta e interminable, revocadas y
pintadas de todos colores. Líneas severas de arquitectura, como hechas deprisa,
con toda la parsimonia sólida y cómoda, sin zarandajas ni estropajos de
oropeles artísticos; chimeneas y una que otra cúpula de templo; árboles en fila
a veces, y en el medio el adoquín chato, resbaladizo, con matices negruzcos y
brillantes. La ciudad enorme, frenética de vida y de movimiento, cruzada,
atropellada y ensordecida por carruajes y carros y bramidos de locomotoras, con
columnas largas de humo negro y manso, y el lento vaivén de sus palancas, el
pecho negro, redondo y abierto, en actitud de devorar el camino. En medio de
todo ese caos de ruidos, por las calles del damero interminable, líneas negras
y apuradas, corriendo por las veredas confundidas, entrando y saliendo en los
grupos que ralean y huyen y vuelven y se rehacen y gesticulan y sonríen y pasan
rápidos como soldados en marcha. Aquí y allá, voces y diálogos por todas
partes; gritos y protestas y conferencias sigilosas: -la ciudad, que en ese
momento dormía, plateada en una de las aceras e iluminada por la luz tenue,
difusa y débil de la luna que tiene manchas negras que se mueven en su seno,
como si fueran fantasmas que no pudieran conciliar el sueño que da reposo.
Caminaban despacio por la vereda de la sombra, como sobrecogidos por el
silencio de aquel descanso de las multitudes en sus casas. Poco a poco fueron
llegando a la gran plaza cuadrada -la pirámide en el centro. En ese momento
descendía el astro de la noche a ocultarse; la oscuridad bajaba, y desvanecía
los contornos netos de las cosas, y el gas, más vivo, llenaba de vagas
claridades mortecinas el recinto... Se sentaron en las gradas de mármol de la
Catedral: él tenía su sombrero de copa en la mano y ella con el guante lila
recogía sobre sus pies el vestido, que caía en pliegues largos y abandonados.
Cerca el uno del otro, replegó en divina cabeza sobre el hombro de Bohemio.
Miraban el Cabildo a la derecha, enhiesto e iracundo todavía, en su elocuencia
secular de gritos y estremecimientos de pueblos; la casa de los virreyes a la
izquierda, y el templo, azotando lejos su cuadrado de sombras y melodías
calladas y cantinelas de letanías murmuradas por un coro invisible de
sacerdotes allí escondidos. En el fondo, el río negro, bramando entre las
toscas sus canciones eternas, y sobre sus cabezas juveniles el cielo azul
profundo, tachonado de estrellas fúlgidas y maravillosas. Estaban solos y sin
sollozos cayeron dos lágrimas de los ojos de Eros: ¡alma exquisita que has
encontrado la forma para saludar tanta gloria! Decía cosas que parecían
plegarias en frases patéticas y enternecedoras -en voz baja- como si se contara
a sí misma sus amores y sus sueños...
-¡Oh mi patria, numen de mi inteligencia,
cómo siento en el corazón toda la intensa poesía de tus glorias muertas!...
¡Mis hermanos vagan por allí, porque han enriquecido con su sangre tu pecho de
mármol, y mis padres, envueltos en la sombra confusa de sus larvas heroicas,
todavía caminan hacia las cumbres cubiertas de nieve secular!... ¡Oh sauces,
cielo y río, que yo amo y tenéis frescuras que mitigan la sed y el calor,
proteged las urnas que honran nuestra historia, vientos impetuosos perfumados
con las fragancias de los trebolares de la pampa!... ¡Yo quisiera morir también
para que mi espíritu acompañara esas sombras adoradas!...
-No, Eros; tú no debes decir la funesta
palabra, porque esos que tú ves allí dormir a los cuatro vientos son los
trabajadores prodigiosos. Están encargados del porvenir y en el fondo de la
fatiga y de la congoja sublime está la esperanza y el empuje sobrehumano de la
voluntad colectiva hacia las cosas eternas. Los individuos pueden caer
marchitos en todos los derroches, dispersar los átomos de su cuerpo, concebir
en la demencia todos los anonadamientos del no ser, pero las síntesis no
mueren, porque sus monumentos están levantados sobre poemas de dolor y de
sacrificios. Hay muertos que velan desde sus sepulcros desolados la marcha
heroica del pueblo y recuerdos de indomable denuedo que lo confortan en la hora
triste de sus desmayos. Hay epopeyas que las naciones cantan siempre en la
aurora inmortal de su existencia que tienen versos de granito y sonoridades de
bronce. Esas no mueren, porque el tiempo, ese viejo huraño y largo, de carnes
enjutas y secas, las va entregando a las generaciones sucesivas con su mano
gigantesca...
-Sí, gritó Eros, con la vista extraviada
en el espacio, como si viera a su pueblo, cargado de todos los honores, el
primero en la marcha triunfal de las muchedumbres hacia el cielo. Sí, repitió,
levantando los brazos, porque Dios que sintetiza el alma del universo no muere
y la patria que yo amo es la hija predilecta de sus cariños y le ha robado el
corazón...
Arrodillados sobre las gradas de la
Catedral en la infinita soledad de aquella noche, se abrazaron, como si aquel
fuera el último y moribundo adiós. Tenían miedo de estar allí solos, en medio
de la sombría magnificencia de aquella plaza, al lado de las columnas
amarillentas del templo, altísimas en su enorme circunferencia. Les parecía
sentir los ruidos suaves con que suelen moverse las apariciones de las
tinieblas, magos con paludamentos de terciopelo negro hasta el suelo y multitud
de estrellas brillantes de plata y hadas fantásticas de blanco vestidas y conos
lilas en la cabeza. Se acercaban a ellos con negros crespones en la cara y
extendían los brazos para separarlos y tenían crujidos secos y sordos
castañeteos en sus movimientos rítmicos y felinos. Son los dioses de la noche,
que vagan siempre, y cuidan aquellas memorias inmaculadas, y alejan el pie
profano...
Eros, pálida y fría, y Bohemio
sosteniendo su delgada cintura, sintieron poco a poco alejarse los rumores del
río y perderse las líneas de la casa de los Virreyes y transformarse en una
nube oscura la iglesia y el rectángulo del Cabildo. Entraron en el claroscuro
de las calles interminables, entre las casas altas y bajas, altas y bajas,
lejos, lejos, y llegaron a las afueras entre la brisa perfumada y fresca... Eros
caminaba despacio, con su cuerpo doblado y su cabeza caída sobre el hombro de
Bohemio, cada vez más pesada... y fue haciendo más lentos y cortos los pasos...
hasta que se detuvo y se quedó dormida... Bohemio la cargó suavemente, con la
religión de amor, como se hace con los niños que se adoran... y los brazos de
Eros cayeron blandos y sin vida a lo largo de su dorso, y sus cabellos de oro
sueltos flotaban en mansas ondulaciones, y su rostro pálido se movía en el
andar de Bohemio, como en una cuna apacible... mientras pasaban al lado de
cercos de moras y de higos de tunas y se oía ladridos lejanos de perros y los
ecos armoniosos y puros de las cántigas vascongadas. Llegó a la casa de Eros, y
en el comedor, sobre el sofá tapizado de crin negra, la acostó... en las
primeras claridades de la aurora, que entraban por las ventanas abiertas, al
lado de su arpa... Dormía la delicada criatura, frágil y amable, con tanta paz
angelical en toda su persona, y con tan dulce y divino abandono que Bohemio se
arrodilló, para velar su sueño en silencio, y los pájaros llenaron de arrullos
la celestial vivienda...
Pallida
Mors!...
Despertó tarde en el silencio del sol del
mediodía y miró. Bohemio, de rodillas, había dejado caer su cabeza, las manos
entrelazadas, colgando: él también dormía, pero inquieto como si escuchara en
su sueño voces de zozobras lejanas. Se acercó sin hacer rumor y le besó el
cabello. Era su persona serena y blanca, la cara con luz en la mejilla, los
rayos de oro del sol en el cabello largo y lacio... Apoyada largo rato la mano
en el respaldo del sofá, contemplaba el corazón generoso e intrépido de Bohemio
y su imaginación sombría y enfermiza. Tuvo miedo de los desmayos que agitan y
deprimen los grandes espíritus, en la soledad tenebrosa del alma atormentada en
el desierto del mundo, para más tarde, cuando ella ya no fuera sino un recuerdo
doloroso de amor vagando por la casa. A esa hora, la hora de la siesta, la
calle arde y las casas se llenan de oscuridades y de silencio; las cigarras
cantan su atropellada y barullera canción; los pájaros pían sin gorjeos debajo
de las hojas, la lagartija sale al camino moviendo aquí y allá su verde cabeza,
mientras las moscas se guarecen en los rincones y desde allí zumban e invitan
al reposo con los murmullos de sus alitas transparentes que se chocan... Cerró
Eros las ventanas y las celosías y, sentada al lado de su arpa, movía la efigie
celestial y triste y su mano fue deslizándose sobre las cuerdas amarillas...
Sonaban las notas en las medias tintas de
los cuartos tranquilos llevando, en trinos, arpegios y rítmicas cadencias,
aires de melancólica dulzura, como si fueran cantando amores de pájaros,
susurros de plegarias y tristezas de los tiempos viejos. Había en la música
sonoridades heroicas y vagaban entre sus cuerdas figuras gloriosas, llevando
ramos de encina en triunfo; y diálogos ingenuos y deliciosos, como si los
dijeran esos niños que se sientan de noche en el cordón de la vereda, atónitos
en el espectáculo prodigioso de los astros... Recordaba Eros de los padres
muertos: los viejos guerreros, durmiendo en el sepulcro, al lado de sus espadas
de honor, y los días juveniles de las madres, sentadas en su dormitorio,
haciendo hilas de un trapo blanco y poniéndolas como montoncitos de nieve sobre
papel de seda. La veía asomarse al balcón, a espiar los tañidos de los clarines
de la calle, y caminar por los cuartos, el oído atento para ver si llegaba...
Las madres les enseñaban a rezar y los hermanos, repetían todas las noches la
plegaria... Ave María, llena de gracia... ¡protege la vida de los que van a
morir por la patria, la vida de nuestro padre, y devuélvelo a nosotros!... La
casa está triste, porque falta el ángel que la defiende, y aquí están, si es
necesario, nuestras vidas, para ti, en holocausto... Ave María, llena de
gracia, el Señor es contigo... Tú que das a la ratona una tapera derruida, con
un zarzal de moras para cobijar sus nidos, ofrece a nuestro padre un techo
entre las nieves para que tenga calor en su reposo... Piense que estamos buenos
y le esperamos y todos los días besamos su retrato... Tenga alegrías en el
corazón, y esperanzas, y si mueres ¡oh padre! Sombra bendecida, fantasma de
inconsolable amor, de rodillas temblarán tus hijos sobre el sepulcro y seguirán
tus huellas... Ave María, llena de gracia, bendita tú eres... Después se
apagaba poco a poco el sonido, como si cesaran los ruidos de la casa y las
madres acostaban los niños a dormir, y había roces leves de frazadas que caían
sobre sus cuerpos en las noches de invierno e ímpetus de amor y abrazos y
besos. Y ellas volvían después a sacar con el índice y el pulgar las hilas
finas y blancas para hacer montoncitos sobre papel de seda, mientras la vela de
sebo iluminaba débilmente el dormitorio y la lechuza graznaba acurrucada en el
techo la siniestra profecía. En ciertos momentos la música adquiría un
movimiento solemne; ya no eran cuadros ni recuerdos, sino como pueblos de
sacerdotes en marcha que arrojaran los problemas del porvenir para la razón serena,
que tiene las intuiciones y las clarovidencias atrevidas para concluir muriendo
la melodía en un giro afectuoso de amor.
Allí, en esas últimas notas, estaba
escrito el gran poema que iba a terminar... Con los brazos caídos, como si
quisiera completar todas aquellas cosas indefinidas, Eros murmuraba: ¡Dios mío!
¿Por qué cuando uno muere no muere solo y deja gérmenes letales que van
bebiendo los que están cerca en las angustias del dolor?... ¿por qué lloran
cuando uno se va, sí es tan lindo irse a vivir a una casa mejor?...
Él oyó las últimas palabras y,
levantándose dijo:
-Yo he sido por ti redimido y quiero que
vivas...
-Los redentores mueren siempre, contestó
ella. Se adelantan a los tiempos, crean el futuro y la muchedumbre vulgar
extraña y acomete los nuevos propósitos y los lapida.
-No importa: tú eres la belleza suprema,
yo te siento inmortal en mi corazón...
-No sabes: yo tengo el alma de la Eros
griega: visito un momento el espíritu del hombre en las horas juveniles y me
voy para volver, como las estaciones, y llenar otra vez el corazón de sus hijos
de loa esplendores de la pasión, y mientras haya criaturas desvanecidas en el
ensueño de amor delicioso y profundo -por los siglos- yo estaré.
-No: tú no morirás, dijo Bohemio con voz
ronca.
-Y los hijos, continuaba ella dulce y
fría, dejan siquiera morir en paz a los que son como los ángeles, delicados y
amables.
Esa voz ronca, ese nudo de la garganta,
esa carraspera que arañaba el pecho hondo de Bohemio, estalló... fueron las
notas de las soledades lúgubres del naufragio y los silencios de las cosas
muertas después de la batalla... estalló en sollozos, en sacudidas formidables,
en ayes y quejidos lastimeros y prolongados, que resonaban en el recinto con
tropeles de tempestad y redobles secos y sordos de cajas que marchan a la
funerala... Eran los gritos de la entereza varonil quebrada, sus cóleras hechas
pedazos y su soberbia... Ella iba a morir -aquel único y espléndido amor,
aquella divina Eros, que había inspirado todos sus cantos y que llenó un
momento su casa de anacoreta con todas las eflorescencias y las esperanzas de
la vida... Él volverá a su covacha como un perro sarnoso que se queda solo y
huye y se agrupa en el rincón, hasta que ya no fuera sino una huesa, con un
montón de trapos corroídos y larvas quebradizas y redondas y negras, y millares
de gusanos muertos... Al fin el hacha de la leñadora siniestra, que tiene las
órbitas excavadas y blancas y el cráneo desnudo, iba a derribar la encina vigorosa...
-Yo he sido cruel contigo, empezó Eros,
yo no he debido decirte las cosas que lastiman el espíritu...
Él movió la cabeza sin hablar y sin
llorar.
-Tú eres bueno, has sostenido mi
orfandad, has defendido mi inocencia y mi candor. Yo te amo y me inclino en tu
presencia, generoso caballero; abre tus brazos, porque ya siento que el corazón
se va en el último desmayo...
Él movió la cabeza sin hablar y sin
llorar.
-De todas maneras, yo no lo deseo... pero
está escrito... mi cuerpo tiene la urdimbre del cristal frágil y no resiste el
ímpetu de la pasión; sus fragmentos se van...
-Se van, murmuró Bohemio, con el ojo
helado y resuelto...
-Yo quisiera morir aquí, sostenida mi
cintura por tu brazo robusto, teniendo mi cabellera por almohada, para que tú
me cierres los ojos...
-Puedes morir, yo te llevaré conmigo.
-Allí en la selva, al lado de los cedros,
que han visto la inocencia de mis juegos infantiles, de donde asomaba mi cabeza
en la mañana para ver tu casa.
-Puedes morir...
-Donde por primera vez contemplamos la
misma estrella brillante y nuestras almas se abrazaron en el éter sutil y
tranquilo...
-Puedes morir, yo te llevaré conmigo...
-Al pie del cedro, cava mi sepulcro, Bohemio,
debajo de esas violetas, porque yo quiero que los pájaros acompañen mi sueño
eterno con sus cantos y las gotas de oro del sol rodeen como una guirnalda mi
frente pálida de muerta...
-Nunca, contestó él, la mano extendida y
el dorso arriba, nunca. Mal de tu grado, yo te llevaré lejos, cuando tu cuerpo
ya no sea sino una filigrana, atravesada sobre la cruz de mi caballo alazán,
inclinado adelante, a media rienda, muy lejos donde el sol deslumbrador se pone
y deja puntos negros en los ojos que se ven por todas partes...
-Yo tendré miedo de esa infinita y
dilatada soledad de las pampas... entiérrame aquí donde han muerto mis padres.
-¡No! ¡Eros! Allí también hay pájaros que
caminan agachados entre la lujuriosa vegetación rastrera y vuelan de mata en
mata y águilas soberbias en la altura y cóndores que se paran en la roca negra
en el horizonte a mirar... y pastizales llenos de perfumes, y jardines de
flores silvestres y bosques altísimos de paja y de cortaderas y primaveras que
hacen estallar el prodigio de la vida agreste en la inmensa sábana verde, que
termina en la línea neta del cielo azul que se derrumba a pique... porque la
casa de tus padres va a desaparecer ardiendo, agregó Bohemio con ademán
sombrío... Allá lejos hay extensos cañadones donde crecen los juncales que
tienen pájaros negros que se columpian en la punta, donde hay penumbras
apacibles, zonas tiernas de pasto y deliciosas frescuras. De allí veremos
asomarse en grupos los guanacos que miran con ojos grandes y curiosos.
-Dios mío, interrumpió Eros, allí
estaremos los dos entonces en el silencio de aquella gran tristeza, en la calma
imperturbable de los campos yermos... ¡Si tú quieres así sea!...
Bohemio sintió una onda de ternura
derramarse en lágrimas por sus mejillas y, mirándola en los ojos, y sacudiendo
la soberbia y renegrida cabeza, habló las frases enternecedoras de todas las
alegrías: dulce piedad mía, gratitud de mi corazón, tú vienes y me acompañas
lejos de estos sitios de dolor...
-Yo soy tuya en la vida y en la muerte;
háblame...
Cerca de la ventana abierta se abrazaron
en el Sol moribundo, mientras Eros le repite al oído: háblame, porque quiero
oír tu voz hasta morir.
-Allá lejos, susurraba Bohemio, hay
sábanas que terminan en el horizonte, blancas y gruesas de nieve en las
madrugadas serenas de invierno, y lagunas cristalinas, cruzadas por el lento
nadar de los patos y aves de todos colores que descansan en bandadas en las
orillas, en la hora de la siesta ardiente, mientras los teros, centinelas
aviesos del desierto, chillan, saltan levantando las alas y la naturaleza
duerme como muerta en la profunda quietud de los rayos de luz... Hay tardes en
que el Sol cae chisporroteando luz y colores de ópalo y la meditación divaga en
todos los fantaseos del recuerdo, viendo al glorioso vagabundo que se va
hundiendo detrás del confín de la pampa verde.
-¡Oh! ¡Los panoramas estupendos!
Balbuceaba Eros, casi desmayada entre sus brazos, cómo me alegro haber
vivido... yo llevaré en mi corazón estas estrofas... pronto, Bohemio, dime,
dime todas las cosas.
-A esa hora se ven pasar en líneas
oblicuas aves negras; la pampa se estremece, el tigre sale bramando del pajonal
con ecos funerarios y las crestas de los pastos tiemblan en la suave ondulación
de la brisa. Una estrella que asoma y se va, otra y otra, aquí, allá, por todas
partes, como si fueran nimbos de luz que se hicieran pedazos en el espacio y la
sombra arriba, y más arriba extendiéndose en enormes círculos, señora por fin
de aquel mundo inconmensurable, clareado con penumbras de astros lejanos en el
cielo oscuro con raudo pasar de meteoros en surcos luminosos y rápidos de
arriba abajo... ¡Oh! Almas en pena, peregrinas de la noche solitaria, que
tendéis el vuelo, buscando caricias y amores, ¡yo también busco para esta dulce
piedad de mi alma un rincón delicioso en la comarca!...
Hay en la noche fulgores rojos de
incendio en el horizonte, chatos y anchos, y llamaradas veloces en desenfrenada
carrera, que traen en su seno todos los rugidos del huracán que se acerca. Hay
chasquidos y choques de pajarracos ciclópeos que se atropellan en la humareda
densa y renegrida en remolinos despavoridos y tropeles y pataleos formidables
de animales que cruzan como espectros la lúgubre hoguera abierta. Hay huidas de
leones que se arrastran y sangran en la furia desesperada y loca, y el bagual
en el centro, dominando la escena de terror, síntesis de todas las energías
libres y salvajes, azotando en la hornaza el cuerpo bellaco, el pescuezo entre
las manos, las crines de luz al viento, llenas de frenesíes en fuga, el ojo
torvo abovedado y frío de piedra. Ni un solo hombre en la pampa, y mientras en
las gargantas de las cordilleras suena el casco del potro del indio que se va,
yo llego al paso de mi caballo alazán con mi cariño en la cruz, para enterrarlo
en el limo de los juncales sombríos y frescos, en medio del espectáculo de toda
esta infinita grandeza superada solamente por la divina criatura en la solemne
y tranquila sublimidad de la muerte. ¡¡Así sea!!
Entonces entraron por la ventana a
millares y cayeron las hojas secas y amarillas y las flores desprendidas de sus
gajos y Eros transfigurada, sombrío fantasma -estática en el cielo y en el sol-
cayó de sus brazos para acostarse y morir sobre el sepulcro marchito. Bohemio
la vistió con su traje blanco de raso con festones de azahares y zapatitos con
hebillas de plata, envuelto el cuerpo rígido -largo a largo- en el tul
transparente de las novias. Dormía... Su almohada fueron las ondas voluminosas de
su cabellera rubia, y las hebras de oro del sol rodearon como una diadema su
frente pálida de muerta.
Así Eros ha muerto, como los pétalos de
la rosa que tiene color de esmalte y caen en la mañana sobre la tierra negra y
húmeda, con puntos cenicientos y marchitos y grietas a lo largo... ¡Oh! No
busques sus aromas, alegre peregrino, que pides a las flores deleites, color y
fragancia; ¡ya se han ido corriendo con la brisa lejos a dar vida y esencia al
seno de esmalte de otros pétalos! Así Eros ha muerto como la paloma moribunda
que ha caído con las alas extendidas al patio de su nido de amores, la paloma
que tiene ojos negros y tristes... ¡Oh niño! Que has construido tu palomar de
madera con cuatro pequeños cuartos y entradas en semicírculo, no llores su
muerte... ya se ha ido su alma volando blanca como el armiño en busca de otros
senos tibios... Así Eros -como la onda de luz que da color al prado y se va, y
los arpegios armoniosos que suscitan los ecos gemebundos y se dispersan lejos
hacia el horizonte, así Eros iluminó un instante la casa de Bohemio y trasmigró
átomo por átomo hacia las estrellas. Pero ella vuelve siempre porque es
inmortal y entra en la última noche de la novia azorada con su cuerpo alto y
extraño de alabastro y coloca blondas y azahares al traje blanco y largo de
raso, abandonado sobre el sofá... Blanca mariposa cansada temprano de volar en
el prado, ha dejado su color sobre flores y yerbas antes de acostar su cuerpo
pálido y morir...
¡Niñas que tenéis veinte años, llenas de
gentileza y que salís en la primavera del sol porque estáis de novias, con
sombreros de paja blanca, de alas caídas y apretadas contra la mejilla por el
barbijo de terciopelo negro! Eros ha muerto, que es la síntesis sublime del
mundo de amor que ilumina vuestro semblante y el ensueño que agita a todas
horas el mar incierto y misterioso de la nueva vida que os espera. Eros va
cantando sobre la tierra, la ternura inefable de las llores secas y de los
relicarios regalados y guardados en los roperos, y repite todavía con párrafos
inmortales las modulaciones de la palabra, que tiembla de amor... Han venido
las niñas que yo he llamado con lágrimas en los ojos y alegrías suavísimas y
piadosas; se arrodillan sobre su sepulcro, trayendo flores en homenaje... Le
cuentan los martirios del alma enamorada, hechos de recuerdos y de esperanzas y
algunas, con el rostro mustio, las torturas de la pasión no correspondida con
las perspectivas sombrías de la muerte... ¿Por qué habrá algunas veces urnas de
pórfido jaspeadas de puntos blancos, donde yacen las cenizas prematuras y por
qué terminan así en el lúgubre ritornelo del sepulcro los cariñosos poemas?
Bohemio incendió la casa de Eros
Paradisíaca. Viose en la noche fulgurar dentro del comedor un hachón de fuego
con brillazones amarillas que arrojaba relámpagos a la calle y pasó volando. Al
rato olor a humo como el que traen lejanas quemazones y otra vez rápido el
reguero de chispas y llamas que iluminó las cuerdas del arpa y en la calle
fueron reventando chorros de fuego y zonas de tinieblas a medida que el hachón
iba corriendo a saltos, furioso, de cuarto en cuarto, llevado por él con ojos
terribles y alborotado y negro cabello. Enseguida salió corriendo el enorme
mechero de fuego echando atrás horizontales las greñas amarillas y Bohemio con
el rostro pavoroso atravesó en fuga la calle. Llevaba el cuerpo muerto de Eros
con su vestido blanco y largo de cola, mientras la cabeza llena de esplendor se
bamboleaba en la carrera y el cabello barría adelante el suelo. Bohemio había
hecho un arco con su brazo izquierdo y la sostenía de la cintura mientras caían
aquí y allá llores de azahares que saltaban en el camino. Entró a su casa y
otra vez rompieron de las ventanas y puertas haces luminosos y rapidísimos y se
veían cuadros y estatuas y libros centellear en la luz y pasar... tinieblas y
fuego atrás, atrás hasta el fondo en que se alzaba todavía la tea en la mano
satánica de Bohemio, mientras una columna de humo negro salía de cada mansión
en globos densos y sucesivos, empinándose de las chimeneas, azotándose afuera
de la puerta y detrás de los vidrios, entre los tupidos y oscuros cortinajes se
veían las llamas rojizas confundidas con las sombras revolverse en nubarrones
de tormenta. Al rato se dispersó el humo y el fuego dentro de las casas en
lenguas agitadas, víboras, penachos y conos serpeando, lamiendo, volando
incineraba cortinas y cuadros con llamaradas ligeras y acometía los muebles que
desaparecían castañeteando en la hoguera de infierno. Crujían las puertas,
rechinaban las ventanas y los vidrios hechos añicos y había chirridos y
retumbamientos de objetos que caían y ruidos de fracturas colosales y
desesperaciones de llamaradas atropellando anhelantes el espacio abierto, y
conglomerados de chispas desatadas de la hornaza volando a todos los vientos
con rabias satánicas de destrucción y de muerte. Había torrentes de fuego con
reverberaciones prodigiosas reventando por todas las junturas y los agujeros de
los edificios, echando la deslumbrante luminaria hasta el horizonte rojizo y en
la enorme claridad difusa las casas y los árboles destacaban sus figuras con
contornos de estereotipia. Había de cuando en cuando exasperaciones lúgubres
del incendio, temblando la atmósfera en el horror aquel y estampidos y sordos
reboatos y las llamas presas de todas las locuras del furor habían transformado
las mansiones en dos orbes de fuego... Y se vieron los techos levantarse y
caer, levantarse y caer como sacudidos por un ciclón lleno de alaridos y las
paredes con anchas grietas tenían todas las bruscas oscilaciones de un péndulo
maldito, hasta que se hizo un rimbombo fragoroso y prolongado y los techos se
derrumbaron sonando y saltando por el pavimento. El incendio achatado huyó y se
produjo en rededor una espantosa negrura de sepulcro. Una humareda densa y acre
se extendió en círculos en el ambiente y las llamas poco a poco empezaron a
filtrar culebreando a través del escombro, un maremágnum de tirantes
destrozados y chapas de zinc, brotando cenizas, carbones y fuego. Eran las
mismas lenguas, conos y penachos, que reiniciaban el incendio, mientras las
paredes resquebrajadas con hundimientos y combas ennegrecidas sostenían
fragmentos de tirantes como muñones escarlatas y en medio de la zambra salvaje
de ruidos se oía de cuando en cuando el relinchar agudo del alazán que se movía
despacio hacia la pampa. Bohemio lo montaba, aperado como en los grandes días,
llevando el cadáver de Eros Paradisíaca atravesado en la cruz y en las últimas
luces del incendio fueron desapareciendo poco a poco la línea blanca de su
traje de raso, la celestial efigie mirando al cielo y la onda voluminosa de su
cabellera rubia, que pasaba deslizándose en silencio, rozando los pastos.
Allá en el horizonte, Bohemio dio vuelta,
levantando la mano, como si ese fuera el dulcísimo y último adiós a ese nido
desaparecido de sus idilios de amor.
¡Epopeya!
Había pasado Bohemio a través de la
planicie solitaria, mirando a lo lejos alzarse con turbiones de tierra el
tropel de los baguales y levantarse manadas del avestruz zancudo y precipitarse
huyendo las gamas, y el cuerpo muerto de Eros Paradisíaca descansó más de una
vez al lado de las frescuras de la cristalina laguna. Ya se habían perdido los
matorrales del pastizal exuberante y las arenas desiertas y movedizas aplanaban
la superficie blanca y ardiente en las reverberaciones de los rayos de luz.
Entró en las auroras esplendentes y corrió debajo del incendio del sol en la
siesta reseca y las oscuridades de la noche infinita de las Pampas acompañaban
la tenebrosa silueta del alazán... Llegó al fin a las selvas vírgenes de
caldenes altísimos, que arrojan sobre la verde alfombra las sombras eternas, y
ocultan los amores de familias innumerables de pájaros y resuenan en la lóbrega
lontananza del brutal epitalamio de los leones. Poco a poco los átomos del
cuerpo divino de Eros se fueron desvaneciendo y se hizo toda ella una
transparente filigrana de oro, donde los ruidos de las interminables soledades
y los murmullos del enmarañado boscaje, trepidante todo y sombrío en el
tripudio estival se trocaban en acordes y ritmos y melodías prolongadas y
lastimeras, que sonaban narrando la leyenda épica de la lucha secular y
bárbara... Estallaban alaridos salvajes y el lejano rimbombo de los corceles en
la furia de la carrera, sacudiendo con saltos de terremoto la entraña de la
tierra... Eran las invasiones, era el rugido de la matanza que llevaba en su
seno estrépitos de incendio y bramidos de tormentas, de esas que desgajan y
asolan la naturaleza y la noche, volteando con todo el cielo negro y
vertiginoso, arrojada como tapa de sepulcro sobre los ranchos despavoridos y
mujeres en fuga, arrastradas de las greñas hasta la cruz del potro galopante
precipitadamente. Y brillar de lanzas con recios y rápidos chispazos homicidas,
mientras la llamarada cunde y abrasa las habitaciones maltrechas y las moharras
fulguran rojas de sangre y la verde campiña se transforma en una abigarrada
mezcla de yerbas arrancadas y negra polvareda. Después redoblan las cajas, broncan
los cañones, se parte el aire de chasquidos y latigazos, el pst, pst, pst de la
fusilería y más lejos resuenan en el ambiente los relinchos y el mugir largo,
angustioso e interminable de la hacienda polícroma en marcha hacia la
cordillera...
-Cuántas veces, dijo Bohemio, esos mismos
defendieron en lo más abrupto de las gargantas la integridad del territorio,
esos que han sembrado la Pampa, trecho a trecho, de sus huesos blancos...
¿Quién ha tenido la culpa de la desaparición horrenda de esa temeraria raza de
bravos?
-Ustedes, contestó una voz detrás de él y
vio Bohemio un indio de gallarda persona y color cobrizo, que se arrastraba
serpeando entre los caldenes.
-¿Quién eres tú? ¿Qué haces? ¿Eres acaso
el genio que guarda las divinidades de la selva?
-Yo soy Pincencurá, rey moribundo de las
Pampas, alma heroica e indomable de todas las resistencias.
-¿Y esas cicatrices que te cruzan como
líneas de nácar el rostro y el pecho generoso?
-En los báratros de la montaña, repuso el
indio, eran las batallas de sangre para defender los pasos y cuidar vuestras
casas y familias. Los enemigos caían de los senderos a despedazarse en los
conos agudos de las rocas y las heridas que nos abrían en el combate, las
endulzaba el rocío de la noche y las secaba el sol de la tierra natal
victoriosa. Pero estas otras que tú ves aquí y que todavía destilan sangre, son
las que nos infieren los hermanos y esas no se cicatrizan nunca.
Del otro lado de las cordilleras están
todavía las tribus, cuyos hijos rodaron más de una vez en las derrotas de
muerte y ellos saben que ya no suena el casco del bridón, y no llega blandiendo
la lanza de guerra el indio argentino. Han podido, cristianos, distribuir a lo
largo un pueblo de guerreros, como baluarte heroico e invencible y prefirieron
dejar un reguero de muertos y no es así como se defienden y se hacen inmortales
las comarcas.
-Y las invasiones, gritó Bohemio, y el
criminal depredar de ustedes y las lágrimas del cautiverio hasta la muerte.
-No contesto eso, replicó el indio. Han
debido enseñarnos, con el ejemplo, que es arma cobarde la represalia... pero
han sido lógicos: han llevado a la conquista las mismas ideas de destrucción de
hace cuatro siglos, han pasado arrasando y sepultando todo bajo los escombros y
la yerba estropeada y hundida en el piso por el rodar de los cañones -esa que
después que pasan se irgue un poco para mirar el cielo y morir- ya no ha
resurgido en las praderas dilatadas, como no se han desplegado al sol las
maravillas de las civilizaciones fenecidas. Han podido educar: darnos el
corazón de hierro de vuestra raza y nosotros enriqueceros la sangre con la
pureza de los vientos de la montaña y la inteligencia de los virginales
cánticos de nuestro idioma incontaminado. Han preferido matar, eso era más
fácil... Así sea.
-Indio, interrumpió Bohemio, no te
consintiera yo el sarcasmo para las glorias inmaculadas de mi pueblo, a no ser
tu miserable condición y la reverencia por estos despojos piadosos.
-Ya lo sé: puedes continuar la obra de
tus antepasados, porque yo soy el vencido moribundo, continuó el indio,
sacudiendo la melena rígida como sus dardos... Pero cuando yo velaba armado y
corría en la noche a través de las crestas de las montañas en la salvaje y
robusta libertad, no se sentían, como ahora, voces y no había ronquidos
extranjeros sonando en nuestros valles.
-Tú insultas, Pincen, con lengua malvada
y blasfema.
-No. Yo afirmo. Mientras ustedes viven en
las ciudades y en los campos, en los sordos temblores de la conspiración y
desgarran la gloriosa vestimenta de la gran patria, mientras se saturan de oro
y de molicie, ellos con el cuerpo estirado, aferrados de roca, en roca, van
trepando la altura y yo he oído ruido de cadenas largas que ellos llevan
corriendo, al hombro, inclinados adelante para medir nuestro territorio, las
mismas con que piensan mañana comprimir vuestras muñecas.
-Tú has visto eso, rugió Bohemio,
levantando la daga brillante al cielo y mesándose con la izquierda el renegrido
cabello y la mirada torva.
-Yo lo afirmo. No se miente cuando la
muerte extiende sus dedos largos de hueso y nos araña el pecho hondo. He oído
chirridos y chisporroteos de fraguas y martilleos agudos y recios de esos que
trastornan el cráneo, preparando las armas de la guerra y agazapado como el
cóndor detrás de los picachos; he visto las hileras de los batallones
renegridos, entrando en el silencio esquivo de los desfiladeros.
-¿Tú has visto eso y no has muerto en la
pelea, rey degenerado de las pampas?
-Antes más de una vez, contestó el indio
entristecido, cruces con ellos hice y la lanza larga que les pasaba el pecho y
levantados tan alto en el feroz cimbronazo en la carrera, los aventaba en el
vano sangriento de los precipicios y los veía caer brincando con los borbotones
del torrente espumoso hasta el abismo, hechos pedazos en las breñas y
desprendidos sus miembros... Pero ahora... y le saltaba al indio la voz
sollozante dentro de la garganta: ¿cómo quieres que busque la pelea con este mi
cuerpo envejecido que lánguidamente arrastro y con este brazo que ya tiene los
adormecimientos de la muerte? Allí está mi lanza, mírala... ¡la vieja lanza
gloriosa del rey moribundo, compañera de las hazañas temerarias! Está apoyada
en la bifurcación de ese caldén secular y echa hacia nosotros la punta aguda y
oscura, como si esperase que otra vez la agitara la mano del guerrero
indomable. Ha perdido el brillo que arrojaba chispazos en el combate y tiene el
color de la herrumbre rojiza, como si en la estupefacción del abandono
reflejara todavía destellos de sangre. ¡Pobre mi lanza! ¡Compañera intrépida de
los varoniles años, alma del indio nómada y libre! Tus hermanos de acá
arrojaron sobre tu renombre la sordomudez de los esclavos... ese es tu galardón,
¡oh exterminio del extranjero que entraba violando la santidad inmaculada del
territorio! Has llegado cansada del ciclo de los inmortales heroísmos y has
buscado como tu dueño para desaparecer la maraña salvaje de estos caldenes. Tu
sepulcro y el mío están más adentro, allá en el fondo más oscuro de la selva,
donde las ramas de la arboleda se trenzan con los zarzales y las enredaderas
que surgen del suelo, y donde no se oyen sino los zumbidos de las águilas en
bandadas. ¡A paso lento llevaré allí mi cuerpo para morir contigo, mi vieja
lanza de guerra! ¡Para que los leones acompañen con sus rugidos la marcha de
los átomos hacia la eternidad y no sientan nuestras larvas nunca, el paso de
huestes extranjeras!
Bohemio sintió adentro toda la sinfonía
dolorosa de aquellas palabras y se desplegaron ante sus ojos negros los cantos
de la inmortal epopeya. Pensó en aquella alma excelsa de filósofo y de profeta,
herida en la entraña de sus cariños por el hierro de los hermanos y lo vio toda
su vida: vagar así mismo por las estrechas y pedregosas calles, encorvado aquí
y allá por todas partes con garra y saltos de pantera y fulminaciones de
venganzas. Inclinó la frente, tendiendo al indio la mano amiga y sintió que su
respirar le sacudía la mejilla y vio en sus pupilas dilatadas el reflejo
tenebroso del boscaje sombrío.
-Si te he ofendido con la verdad -empezó
lentamente el indio- estrechando la mano delicada de Bohemio, sírvame de excusa
el amor a la tierra natal.
-Yo te ofrezco mi amistad, rey glorioso de
las pampas, porque tu vida ha sido una áspera y larga odisea. Así encuentres
bálsamo que mitigue el dolor de tus heridas.
-¡Uno solamente, cristiano!
Escucha esta última revelación. Yo me
deslicé muchas veces en la noche con resbalar de culebra entre los
desfiladeros, irguiéndome por encima de las rocas, y escondido en los valles
rumorosos al lado del torrente y los he visto correrse al norte con misterioso
sigilo para hacer a tu pueblo el cinturón de hierro.
-¿Qué es eso? Indio, dijo Bohemio dando
un paso adelante.
-¿Tú no sabes entonces? Hay muchos que
acechan hace tiempo la maravillosa y enriquecida comarca.
-¿Otros todavía?
-Sí... y ellos han pactado vuestro
exterminio en tenebrosos conciliábulos y mandan para esos otros bayonetas y
cañones.
Ese es el cinturón de hierro... y ya han
descendido de la falda de la montaña a nuestros valles y a la llanura, y
apacentan rebaños hasta que suene la hora propicia y los pastores se truequen
en guerreros feroces...
-¿Y dónde están? Rugió Bohemio.
-¡Al Sud! ¡Al
Sud! Por donde entraban
antes, indicó el indio y es necesario que surjan fortalezas defendiendo esos
pasos y se aglomeren allí soldados y vituallas y se abran rápidos caminos... ¡y
si tú vuelves, cristiano! Lleva el adiós supremo del indio para aquel pueblo
grande por la nativa índole hidalga, incauto a veces en el prodigio de sus
generosos ímpetus. ¡Adiós a mis montañas, cuyo dilatado manto de sombras cobija
los amores y los nidos de los cóndores y a los torrentes que bajan saturados de
las fragancias de sus primaveras y a las pampas bulliciosas en otros tiempos de
las tolderías donde descansaban las tribus heroicas!
Los dos se abrazaron en aquel silencio,
mientras la filigrana de oro, cubierta del ropaje de raso blanco, los miraba
rígida sobre la maleza rastrera.
Pincencurá levantó su vieja lanza de
guerra y con el brazo derecho en arco sostenía los pies calzados con zapatos
con hebillas de plata, mientras Bohemio había hecho con sus dos palmas un
suavísimo almohadón, que sostenía el dorso de la divina Eros, inclinada la
cabeza a un lado y la flotante y sedosa cabellera. Marcharon así un gran rato
entre las penumbras, debajo del palio acariciante formado por ramas y hojas en
tupidas enredaderas de largos festones y se oían los pasos repetidos por los
ecos de la selva y el chirriar de las águilas y el bramido lejano y rumoroso de
los leones. Llegaron al fresco juncal, en lo más hondo del boscaje, debajo de
la oscuridad cavernosa, producida por las enmarañadas y tupidas copas de la
arboleda opulenta y cavaron la huesa larga, sobre la cual se inclinan los
tallos verdes y flexibles, al lado de un hilo de agua traslúcida, serpentina en
su faja de plata y sonante el eterno y delicioso murmurio. La dejaron poco a
poco resbalar hasta el fondo al lado de la lanza de guerra acostada en la huesa
y del limo negro y húmedo la cubrieron largo a largo... Y los nietos
encontraron después hecho de piedra el cadáver arrodillado del rey de las
pampas, velando aquella síntesis de los amores juveniles, todavía intacta y
pura la filigrana de oro en la dulce resignación de la muerte.
Salió de la selva Bohemio y fue llegando
a los primeros contrafuertes, allí donde el suelo áspero y sobresaltado se echa
a lo lejos en ondulaciones, que se esconden y se levantan cada vez más, hasta
la cumbre que ostenta su dorso blanco con su abollonada corona de cúmulos. Pasó
por los senderos hirsutos de rocas, al borde del hondo y siniestro despeñadero,
paso a paso, montado sobre su caballo alazán. Este marchaba sentando con
violencia el férreo casco, la cabeza erguida, y las crines tostadas que
temblaban hacia atrás en el vendaval de las cordilleras, y resonaban en las
lejanas hondonadas de los valles los relinchos salvajes. A medida que iba
ascendiendo, saltaban al sol nuevos picos y conos y enormes bocas de cráteres
extinguidos y fragmentos de gigantescos monolitos, y más lejos la enorme sábana
blanca de las nieves eternas en curvas abiertas, en ángulos y en zonas
dilatadas con proyecciones de bordes y aristas pendientes atrevidas sobre el
abismo, y pirámides y montículos hasta el horizonte chato.
Empezó a distinguir largas humaredas, que
se empinaban dispersando en la punta el ceniciento plumero, y chimeneas, que
surgían de cabañas, en grupos de caseríos aquí y allá, cada vez más altos en la
falda inhospitalaria. Sentía tañidos agudos y acompasados de martillazos sobre
enormes yunques, y veía aparecer, de cuando en cuando líneas fulgurantes de
bayonetas y rodar estrepitoso y sordo el fuste negro y redondo de los cañones.
Sentía estampidos subterráneos que hacían ondular el piso, como sacudidos por
leviatanes escondidos, y fracturada la montaña en insondables rajas, reventaba
al cielo humo, polvos y peñascos. Y veía un pueblo de gente enjuta y recia,
acumulando piedra sobre piedra, construir torreones y fortalezas en apurada
tarea, oyendo el grito ronco de los centinelas rodar hasta las últimas
gargantas con los negros crespones de la noche silenciosa.
Bohemio tuvo en el corazón todos los
impulsos del odio torvo, y la imagen del rey moribundo, terrible vagando por
las laderas como inconsolable fantasma, lo azotaba en las cavilaciones frías de
las venganzas de sangre. De repente el alazán dio un salto y dilató las narices
sonantes como alaridos y atropelló adelante, contorciendo todo su cuerpo como
azuzado por las visiones bellacas de la matanza, y media vara de sus ijares
magullados y humeantes de sangre, iban saltando con él rapidísimo por las rocas
en la tormenta de la carrera.
-¿Qué hacéis en esa comarca? Rugió
Bohemio.
-¿Qué te importa? Marchamos con el siglo;
somos los conquistadores: estamos aquí por el derecho de la fuerza.
-Ya se acabó esa lógica; los territorios
no se violan, porque son las grandes tiendas donde se agrupan y se cobijan los
hogares de loa pueblos en marcha hacia la inmortalidad, y esta estirpe de
bravos no se conquista... y le partía el corazón de una puñalada al que estaba
más cerca, que se precipitó volteando con brincos de saltos mortales al abismo.
¡A mí, seguía gritando Bohemio en el furor de la pelea, entre el choque de las
espadas y el retumbar de los tiros, a mí, bravos de mi tierra! Gallardos
enamorados juveniles, porque las castidades celestiales do las espléndidas
criaturas y las urnas cinerarias de lágrimas y las glorias de antaño se
defienden muriendo en las batallas legendarias... y sangre que salpicaba a
chorros, y el alazán abalanzado sacudía a todo viento la cabeza demoníaca y los
ojos de llamaradas, despedazando con los hierros de la pezuña cráneos enemigos.
-Había rumores; golpes sordos que
conmovían la tierra; brisas que traían como tañidos y un barullo de voces
confundidas como interminable zumbar de ejércitos en marcha, y esquilas de
clarines que saetaban a saltos los desfiladeros, y grupos de notas como himnos
de guerra que entraban culebreando a poblar las soledades alpestres, y se
sentía todo eso cada vez más cercano y los vientos sacudían el ambiente con
esas vibraciones, que eran como los ecos de los temblores de los estampidos
lejanos. Bohemio seguía peleando y corriendo con el alazán por las rocas: tenía
amenazadora la frente y la hermosa efigie parecía pasión horrenda de hazañas y
de venganzas. Asoma una bandera y otra y por todas partes el trapo desgarrado gloriosamente:
el sol con los colores de las arenas de oro del río inmenso, y la faja blanca
en el centro, y los rectángulos azules de líneas infinitas; sayal inmaculado
con que los pueblos cubren el cuerpo muerto de los héroes sin tacha. Ascienden
los batallones como líneas negras y atrevidas por la pedregosa cuesta, y más
batallones desembocan, aquí y allá, las bayonetas en alto detrás de las peñas,
y ruedan los cañones en la furiosa carrera a coronar las mesetas; y piafan los
corceles encabritándose y relinchando sujetos al freno. Hay humos y estruendos,
tac-tac taractac, y vomitar horroroso de las metrallas volando; y resonancias
inmanes atropellando el báratro y los desfiladeros y las faldas de la montaña,
con terremotos gigantescos, y rebotar de balas saltando con parábolas de
exterminio. La humareda densa y acre sube lentamente en extensos escalones; y
se ven orbes de fuego escaparse de adentro, y los nubarrones de aire y humo
flagelados por los estampidos, se azotan hasta el cielo en las rumorosas prolongaciones
del sonido. Siguen los batallones arriba por la empinada ladera, fríos y
heroicos, paso a paso, en medio del ronco redoblar de los tambores, cerrando
los claros de los que caen con un balazo en el pecho y la indomable pujanza de
la pelea en la frente, y allá lejos, cada vez más atrás, la humareda enemiga
ralea y se dispersa en el horizonte oscuro de la derrota. Llegaron a la
altiplanicie que domina todas las cumbres, y el alazán saltando, adelante
siempre, y mugiendo con el pecho de sangre, atropella desesperado en el vértigo
supremo del heroísmo... y mil jinetes bravíos y maravillosos se derrumban como
avalancha de muerte sobre cañones y cuadros, deshacen, y desbaratan, y entre
las tiendas enemigas, alineadas como para el reposo de un pueblo nómada en
marcha, caen en el polvo negro de la victoria caballos y caballeros. Los
dispersos en grupos... sables y fusiles rotos... banderas hechas jirones y
acostadas... sangre, bramidos y muertos... ¡Gloria y silencio en la noche que
cobija a los valerosos; túmulos y margaritas silvestres, y plegarias y
recuerdos!
Bohemio no durmió; había acumulado el
rencor de todos los siglos doloridos por el crimen nefando de la conquista. Era
una síntesis aterradora y toda la nativa nobleza de su corazón se había desvanecido
en las amargas cavilaciones de los propósitos feroces.
Aquel lóbrego cielo y aquellas
cordilleras que dormían en el oscuro silencio, le hacían pensar en las criptas
funerarias que encierran las cenizas de los mártires. ¡Qué monólogo sombrío
aquél! La ley del amor y del derecho había muerto: sobre ella estaba el hierro
como detrás del alma está la bestia. La humanidad aplaude la conquista y la
consagra, sin apercibirse que eso es el palmotear con las manos hundidas en los
charcos de sangre.
La familia y la caridad por la patria y
la religión de los muertos son devaneos de espíritus enfermizos, y el progreso
sucesivo y el empuje hacia todos los ideales que se diseñan lejos
esplendorosos, son cavilaciones de melancólicos pensadores. Lo que debe
enaltecerse es la fuerza del bruto. ¡Mucho cuidado con repetir el oprobio!...
¡porque los nietos han fracturado más de una vez el cráneo a garrotazos y
dispersado a los cuatro vientos el cerebro despachurrado de los abuelos
conquistadores o los entregan evirados al escarnio del mundo! Esta batalla
señalaba, pues, en la historia, como colosal monumento miliario, una etapa
gloriosa. Era el areópago de pueblos que encontró su heraldo armado en aquel
ejército victorioso, cuyas tiendas, mansas de sueño se levantaban en las faldas
de la cordillera. ¡Todos los sudarios salpicados con las lágrimas de las
crucifixiones interminables de la historia se habían extinguido en la hornaza
de aquel combate y las cadenas rotas de todos los oprimidos de la tierra, corrían
fundidas por el granítico crisol de las cordilleras! Esos héroes, acostados
sobre la dura mochila, que dormían el largo y profundo sueño do la gloria,
sabían que todos los desheredados que no tienen patria habían escrito como
ellos en la faja blanca de sus banderas el lema inmortal: es necesario morir
todos para que del hierro de nuestra sangre se modele alguna vez la estatua del
derecho más alta que las más elevadas cumbres, más fuerte que la maldad y la
soberbia humana. Así se ve la historia, que siembra su camino de sepulcros de
pueblos escalonados, y escribe los epitafios de la gloria con sangre vieja y
ennegrecida, brotada de las batallas seculares, marchar a la conquista de todas
las virtudes, y entre las profundas meditaciones de su filosofía, fulgurar las
clarovidencias de la esperanza y la certidumbre de la victoria para los
problemas futuros. Y si el espíritu se atribula alguna vez, viendo a la
humanidad turbulenta volver atrás para buscar otra vez las sombras del pasado y
el seno de las tiranías añejas, no haya miedo, por que las verdades redimidas
por los sacrificios de muerte, la arrebatarán así mismo adelante y caerán los
despotismos anacrónicos, como caen los liliputienses y tiemblan cuando pasa el
genio y arrebata el gajo más alto de la copa del laurel verde para ceñirse la
frente...
Pero Bohemio era pueblo y aquellos
serenos raciocinios no adormecieron los salvajes instintos y no olvidó el
ultraje de la conquista que ya había terminado. Iba caminando entre las
tiendas, llevando el alazán de la rienda y a los enemigos que andaban
dispersos, vagando en la tiniebla, los perseguía iracundo y frío, convencido
que era necesario y dulce y ejercicio de obra buena y escarmiento por los
siglos de los siglos aquel exterminio. Y se veían por el aire negro cruzar
cuerpos muertos, arrojados por él en los precipicios y alcanzarse los unos
detrás de los otros en el hervor de las cataratas de los valles. Un rato
después torrentes de luz rojiza incendiaron las cordilleras. Bohemio levantaba
dos teas de mecheros fulmíneos, alto sobre el alazán, que galopaba tacatac,
tacatac, sonando como las cosas siniestras y pavorosas de la noche. Empezaron
las poblaciones enemigas a arder con chisporroteos estridentes, y a iluminarse
las gargantas hasta el fondo, y los torrentes a reflejar los resplandores de la
hornaza, y se veían pasar por delante líneas negras y desesperadas huyendo,
mientras suben y acometen las alturas los nubarrones caliginosos de la
humareda. Así se vio por mucho tiempo seguir los incendios y las columnas de
llamas como los reboatos y el vértigo de las trombas del mar, rodaban con las
cenizas revueltas y desparramadas por los huracanes de la montaña, y mientras
hubo enemigo disparando por las quebradas, la daga de Bohemio entraba
despiadada entre las costillas y seguían las parábolas oscuras de los cuerpos
muertos hechos pedazos en las anfractuosidades de los riscos.
A sus hogares volvieron los soldados
laderos abajo, la primera vez en la historia que un pueblo de vencedores se
detiene sin herir el territorio del vencido. Bohemio empezó a galopar de punta
a punta por las cumbres solitarias, sobre la nieve luciente y dura y vio
después un pueblo de trabajadores sembrar de viñedos las faldas, y cubrirse de
extensas praderas y tupidas arboledas, entre cuyos claroscuros se distinguían
las casas de piedra y se oían los cánticos del argentino idioma. El alazán
empezó a enflaquecerse y a tomar dimensiones ciclópeas larga sombra extendiendo
en la noche sobre la nieve cándida, y movía paso a paso cansado en aquel viaje
interminable de centinela gallardo, hasta que se fue deteniendo y se murió,
mientras Bohemio envejecido le acariciaba con los ojos secos y tristes las
crines largas. Parado en el cono más alto, mirando al Oeste todavía el océano
inmenso, las sales y las lluvias de la cordillera infiltraron sus carnes
solidificadas al fin en estatua granítica y dice la leyenda que los guerreros
gloriosos de antaño desfilan en la callada noche, capitanes y soldados,
presentando las armas...
Bohemio se quedó solo. Tuvo las
fruiciones del dolor silencioso y la profunda melancolía del espíritu que se
hunde en el recuerdo de los cariños muertos... la divina Eros y el alazán
bravío de la cruzada memorable. Perdió la fe, extinguida en las cavilaciones de
las hondas soledades del alma, y asomó a su labio el sarcasmo, y cruzó su
frente la blasfemia amenazadora y sombría... Tuvo antojo de construir allí su
castillo él mismo, y arrojó a techos y paredes los colores de su paleta
trágica. Se refugió de esta manera otra vez en su pasión juvenil por el arte y
eso es pecado mortal. Dios castiga y hace a los artistas desventurados... Pero
estas cosas están escritas en las páginas que siguen, y todo termina en el
capítulo de los Cuentos, porque lo de Bohemio y Eros Paradisíaca es síntesis,
símbolo y cuento de amor y de gloria -de esos que cruzan y calientan la
fantasía del poeta en las meditaciones creadoras y que se piensan al lado de
las cunas de nuestros hijos dormidos y se narran en los viejos comedores
señoriales, que tienen chimenea de mármol negro, espejo arriba y saben a
humo...
Los Cuentos
En ese hogar que Méndez ha formado, vive
y ama su chiquita. Tiene los cabellos castaños, finos y lacios, los ojos negros
y las mejillas sonrosadas. Su mano es pequeña, delicada y perfecta; su brazo
redondito y mórbido, con la blancura nívea dei mármol. Es alta, así, un metro
no más, aunque parece erguirse, cuando vuela como un ángel, y llena las
habitaciones con su charla alegre y embarullada. Sale al sol con gorra blanca
de percal, de pliegues hechos a fuego, y su vestidito largo de lana azul. Va,
viene, corre, juega, se esconde detrás de las tinas rojas, levantando después
por encima de ellas y sonriendo su cabecita deliciosa. Entra al jardín con paso
rápido y corta los gajos de las flores, y llama a los pájaros, que saltan de
rama en rama. Conversa con ellos y canta. Yo lo he visto. Canta en el metro
argentino e inimitable y ensaya los gorjeos con que ellos alaban y bendicen la
vida libre de los campos. Se sienta en el cordón del corredor y mira su vestido
y sus botitas negras con cierta coquetería precoz y estalla algunas veces en
gritos y risas desenfrenadas. Ha robado un prendedor de brillantes y tiene en
la muñeca una enorme pulsera. Entra en las habitaciones, se acerca a todos los
espejos y se contempla; se pone de canto, gira alrededor de sí misma, como
queriendo ver los pliegues blandos con que cae su vestido casi hasta el suelo
-ella que con el peine en la mano pide a grito herido las aguas perfumadas que
están sobre el lavatorio. Por la mañana -al lado de la madre- limpia los
muebles con un pañuelito de seda y frota las manijas de níquel y se agacha con
un plumerito de plumas rojas a limpiar las patas de las sillas. ¡Allí mismo,
sobre la alfombra, están todos sus juguetes; el carrito azul en que lleva a
pasear a sus muñecas, la cuna en que las adormece y la sala donde las recibe de
visita! ¡Cómo habla con ellas y les hace las narraciones amenas y encantadoras,
cómo se enoja y las reta, para tomarlas después en los brazos, acariciarles las
mejillas y dulcemente mecerlas! ¡Algunas veces hace cosas que lo hacen temblar!
Lo mira fijo, y lo abraza al padre del cuello fuerte, fuerte con las lágrimas
en los ojos. Méndez sobrecogido solía pensar entonces: ¡Si tendrá miedo esta
chiquita que yo me vaya a morir!...
Cuando se acuesta lo llama para conversar
con ella.
-Yo quiero un cuento lindo esta noche
-Te voy a contar el del gatito negro con
piel de terciopelo y ojos de oro, que acurrucado sobre sus patas, resbala en
silencio sobre las baldosas, dando saltos cautelosos y deteniéndose a veces
para acechar la jaula.
-No, papá, porque el gato lastima con
sangre las alas amarillas del canario.
-Te voy a contar el cuento de la viejita
que camina encorvada con paso breve. Ella encontró en la calle un niño
abandonado envuelto en telas finísimas.
-¡No, papá! ¡Qué vejeces! Ya me lo
constaste...
-O el de la araña que teje en el rincón
su tela de filigrana cenicienta y deja huecos redondos y sucios de tierra,
donde vive con sus hijitos.
-No, tampoco, porque la araña es negra y
asquerosa y tiene siempre una mosca muerta en el hocico.
-Te voy a decir del ángel de la Guarda
que está parado detrás de las cunas con sus alas grandes abiertas para proteger
el sueño de los niños.
-No, porque ese ángel no habla. Cuando me
despierto de noche y tengo miedo, abro los ojos y veo tu persona encorvada
sobre mi cama como un techo cariñoso. Yo levanto mi mano chica y te toco la
mejilla y la barba, y tú, entonces, colocas la tuya sobre mi frente y me dices
con esa voz dulce que te tiembla: "¡duerma, mi chiquita querida,
duerma!" ¡A veces, cuando tú llegas tarde, papacito malo! Siento que te
acercas en puntitas de pie y me das un beso suavísimo en la boca. Entonces yo
rezo -como a la tarde con mamá- y pienso que los ángeles deben conversar mucho
y estar contentos, porque viven allá arriba, que es tan bonito, al lado del
Padre nuestro, que está en los cielos Todo Poderoso.
-Te diré de la sordomuda entonces, si tú
quieres.
-Si, papá, porque ella me traía flores y
muñecas y sentada conmigo en el patio les cosía vestidos de seda.
-Entonces te acordarás, hija mía, que sus
palabras eran gritos estridentes y zumbidos de la garganta profunda, risas y
espasmos de los labios, lágrimas y saltos del corazón.
Ella velaba el sueño del padre, que tosía
y rezaba en silencio con las manos juntas y temblorosas hacia el techo. Una
mañana, el padre palideció; atrajo hacia su pecho la hermosa y rubia cabeza y
cerró los ojos para siempre. Ella apagó colérica las velas que ardían frente a
la virgen, rompió los ramos y desparpajó sobre aquel cuerpo violetas, nardos y
rosas. Se sentó en el zaguán y vio pasar el cajón grande y negro y ya no se
movió más, porque miraba la puerta de cedro de su casa, la puerta grande de
cedro con las dos hojas abiertas... Los ángeles del Señor la vieron y la
llamaron, y poco a poco, los átomos de su cuerpo se divinizaron en el martirio
y se fueron al cielo.
¡Pobrecita! Papá... yo siempre rezo por
ella, que era tan buena...
-Buena y desventurada, dijo Méndez
enternecido y besó a la hija. Hubo un momento de silencio; el padre había
colocado sus manos entre el cabello castaño de la chiquita y miraba su hermosa
efigie en aquel claroscuro del dormitorio.
-Papá: ¿estás triste? Preguntó al rato la
niña.
-¡Yo! No. ¡Qué esperanzas! ¿Por qué me
dices eso? Contestó el médico, sonriéndose.
-Porque ya no me cuentas nada y estás con
la cara seria y mamá dice que cuando te pones así es porque tienes alguna pena.
-Si te digo que estoy contentísimo
contigo.
-¿Está enojado con su chiquita, papacito
querido? ¡No quiere que yo le cuente un cuento para que se ponga contento!
-¿Tú? ¿Y qué cuento?
-El de abuelito...
-¿Cómo no? Sí. ¿A ver? Preguntó el médico
con curiosidad.
-Él me sentaba sobre sus rodillas y me lo
enseñaba siempre. Yo lo aprendí de memoria...
-Empiece, mi chiquita.
-Te narraré, papá, dijo con cierto
énfasis la niña, las leyendas del sentimiento caballaresco -esas que se cuentan
en las noches de invierno, en los viejos comedores señoriales, que tienen
chimeneas de mármol negro, espejo arriba y saben a humo... Flotan en el
ambiente tibio los fantasmas de antaño y cantan los poemas del honor heroico.
Pasan los unos detrás de los otros -y besan la frente, de los nietos- los
abuelos, con sus armaduras de hierro y oro, el yelmo bruñido y el penacho de
plumas de águila. Alta la visera, miran con ojo sonriente los muebles de caoba
maciza que muestran todavía -en su estupefacción secular de madera muerta- la
rica sangre añeja y generosa. Están sus retratos pintados, las regias cacerías
y su pasión por los cuadros de la naturaleza viviente y el reloj grande de
bronce con minutos y agujas de oro -alma de la hora, testigo severo que va
envolviendo poco a poco, en el crac-crac de sus ruedas, la poesía inmaculada de
los recuerdos llenos de melancólica nobleza. El emblema de la familia -con
castillos y espadas y yelmos y leones, bordados en seda y oro, símbolos del
indomable denuedo- tiene como palio augusto las almas valerosas de los que
fueron y protege el hogar santo. El abuelo -una encima vigorosa- que llena toda
la casa con la majestad de su persona, cuenta a los nietos absortos las glorias
de la familia. Sentado en el amplio sofá de rojo terciopelo, evoca en las
noches de invierno, en los comedores señoriales, las leyendas del honor sin
tacha al lado de la chimenea de mármol negro.
El médico pensaba; ¡oh mi pobre comedor
de roble, que tienes columnas dóricas y el color de la hoja mustia y seca!
¡Quién sabe si después, cuando yo entre en la noche -envuelto y largo en mi
mortaja blanca- a decirle a los nietos la historia de estas edades de genio y
de labor, quién sabe si te encontraré, oh mi pobre comedor de roble, que tienes
columnas dóricas y el color de la hoja mustia y seca! Ya la polilla ha hecho
agujeros redondos aquí y allá; cayendo en montoncitos los fragmentos de tu
cuerpo desmenuzado y amarillento.
-¡Sabe, papacito! Que no me acuerdo más,
dijo la niña, interrumpiendo su soliloquio.
-¿Y era largo el cuento?
-Sí. Abuelito lo empezaba a contar y
después me abrazaba diciéndome: estas cosas no entiende mi nietita querida y
era cierto, pero asimismo me gustaba mucho porque hablaba de una señora muy
linda a quien llamaba Eros Paradisíaca.
-Eros, interrumpió Carlos asombrado.
-Sí y de otro Señor... No me acuerdo.
-Bohemio, dijo el médico.
-Eso es, eso es contestó la niña y me
decía que tú lo habías escrito... Así que yo quiero que lo cuentes, papá.
-Tú tienes alma de niña y no comprenderás
estas cosas como no has comprendido las leyendas del sentimiento caballeresco.
-No importa, contámelo.
-Imposible.
-Entonces otro...
-El último...
-Como quieras, papá... Después veremos.
-¡Hola! ¡Qué son esas salvedades
volcancito!
-Nada... Contá no más.
-Con un pacto.
-¿Cuál?
-Que ha de ser el último.
-Papá, interrumpió la niña, te has puesto serio y a mí me da
sentimiento.
-Bueno, todos los cuentos que quiera mi
chiquita. Espérese. Yo he conocido un señor elegante con labio grueso y rojo y
frente pálida y ojos abovedados y castaños.
-¿Será cuento alegre?
-No me interrumpa, dijo Méndez con
seriedad cómica.
-¡Bueno, y qué más entonces!
-Caminaba con las manos en los bolsillos
con cierta ondulación felina.
-¿Qué es eso felina? Preguntó la chiquita
con gran atención.
-Méndez le explicó con detalles y siguió
contando:... y blando en su torso como movido por un eterno ensueño.
-¿Qué es eso papá?
-Eso es que tú no me dejarás concluir el
cuento.
-Bueno, seguí no más...
-Él tenía libros, siguió el médico y los
quería mucho. Entiende mi chiquita así.
-Sí, papá.
-Pero un día hubo desgracias en la
familia y tuvo que venderlos y con ellos se fue su corazón y su voluntad...
como a ti si te quitaran las muñecas.
-¿Te gustaría eso?
-¡No! ¡No! Al contrario; lloraría de pena.
-Ese día lloviznaba con esas gotas finas,
lentas y aburridas y después una garúa mansa y monótona con un cielo color
ceniza y el aire tristísimo igual a ese mal tiempo que no te deja salir al
patio a jugar. Él estaba sentado cerca de la biblioteca viéndolos salir y desde
entonces ya no escribió más... Pero los ángeles del señor lo vieron y en el día
del santo de su chiquita trajeron sus libros con cánticos de gloria.
Lo encontraron a él sentado que esperaba
al lado del escritorio mirando al patio, con el puño cerrado que sostenía su
mejilla derecha.
Sonrió y de sus ojos cayeron dos gruesas
lágrimas, resbalando en silencio... porque, entonces entraba su chiquita,
pálida de marfil- circunfusa de luz, de ojos grandes y negros que echaba hacia
él, como en éxtasis, brazos, corazón y efigie... Oh las sensitivas amables que
tiemblan sobrecogidas en el hogar que sufre...
¿Qué es eso último que has dicho?
Interrumpió la niña.
Méndez aclaró todo con gran resignación y
como quedara un rato en silencio, le insinuó la chiquita:
-¿Y ahora? Papá.
-Yo no sé más cuentos.
-Pero yo sí.
-Tú... ¿A ver?
-Yo sé el cuento del gran anciano y lo
conozco también. Lo he visto en la escuela. Te acuerdas cómo era de alto y
tenía grandes orejas y temblaba cuando estaba parado y tú me dijestes un día
viéndolo pasar:
Ese es el gran anciano y el más ilustre
genio de nuestra historia.
-Méndez estremecido, abrazó a la chiquita
diciéndole: Tú hablas de Sarmiento.
-Sí, papá.
-¿Y qué cosa sabes de él?
Dicen que era un hombre muy intrépido y
bravo... pero en la escuela un día una niña le llevó un ramo de flores.
Era muy pobre y parecía enferma y tenía
el vestido sucio... la maestra quiso apartarla pero él la cargó y la sentó
sobre sus rodillas y conversó mucho rato con ella en medio del silencio de la
clase... Después lo vieron sacar toda la plata de su bolsillo y dársela a la
chiquita y cuando nos miró a todas, le brillaban los ojos, como si tuviera
lágrimas.
A ese hombre, mi hija, es necesario
venerarlo y prepararle para después su estatua de bronce, porque ha servido a
su patria haciendo por ella todo el bien.
-Pero se han de olvidar de él, papá...
-¿Qué dices? ¡Pícara!
-Como tú te olvidas de traerme los
juguetes que me ofreces, cuando me porto bien y hago lindas planas y no
equivoco la lección.
¡Oh! Exclamó el médico... pero eso no es
lo mismo... ¡Aquel es el gran anciano y tú una pequeñuela deliciosa!
-Entonces me harás un favor.
-¿Cuál?
-Contame el cuento de la señorita Eros
Paradisíaca.
-No, otro día. Ya es muy tarde y es hora
de dormir.
-Entonces un regalo para mañana.
-Bueno.
-Una muñequita rubia, con rulos y ojos
azules como ella.
Prometida, dijo el médico y le acariciaba
las mejillas susurrándole al oído: ¡duerma mi chiquita, duerma!
A esa hora se sienten en los dormitorios
frotes que parecen venir de lejos; son las ropas que caen y se arrugan sobre
las sillas y el tac-tac del botín sobre la alfombra y el cuerpo cae abandonado,
hundido y largo y la cara tiene reflejos tranquilos. Entra poco a poco el
olvido con su efigie desvanecida; la memoria se aturde, y va desapareciendo...
La veladora está a los pies de la cama y de la mariposa restallan luces que se
dispersan en el ambiente en místicos claroscuros. Hay ruidos leves y mansos de
respiraciones que se entrecortan en el aire tibio, como si fueran los ecos de
las edades viejas, que fueran a morir allí.
-Él miraba desde el sofá la cama grande y
sombría con reflejos rojizos de tuya y la colcha verde y plana de lampas de
hojas vivas y frescas. En el espacio que circunscriben las cortinas, que caen
en graciosa curva y el dosel con su sol de faya de pliegues oro muerto, suenan
los cánticos placenteros y celestiales que enternecen y las estrofas que van
significando que en ese hogar se ama, se espera y se trabaja. Al lado de la
cama, en el reclinatorio, se arrodilla en la noche la madre augusta que reza
por los que sufren... Carlos meditaba allí el cuento trágico que había
fascinado la mente de su chiquita y período tras período lo iba hablando y
escribiendo en el libro de la memoria...
Los astros estaban solos en sus días
maravillosos, mirando la tierra que tenía hombres de granito y muda la selva
entre sus ramas rígidas. Estallaban armonías allí con todos los gritos de las
pasiones del mundo y reapareció Eros, vaga y alba figura con los cabellos
rubios y el traje de raso blanco y largo con festones de azahares. Descendió
lentamente sobre la tierra con el ritmo suave con que rema el cisne blanco en
la altura y la piedra se irguió; abrió y movió los párpados como hacen las
estrellas en el azul quietecito de la noche y la selva sintió el brazo y
desplegó sus galas. Echó a andar: detrás de ella tuvieron canto las aves y
palabra el hombre y se extendió la pampa solitaria y verde. Eros creó la
sonrisa que tenía dientes blancos de nácar, la gracia ingenua y la alegría
bulliciosa. Llenó el hogar de candores y el Universo de luz y si encontró la
angustia alguna vez, la apartó con el ruedo de su vestido blanco. Era la
juventud rica de sangre y el alma de paradisíacos deleites sin sombras en sus
pupilas, sin abismos ni arrugas en su frente nítida. Caminaba por el mundo
recibiendo las salutaciones de las flores y la reverencia del hombre -sin
cariños de carne de esos que hacen temblar el corazón y lastiman la inmaculada
verecundia. Con la frente alta -en la luz plena, pasa bosques y playas,
cantando el himno glorioso de la vida y el bosque contesta con gorjeos y el mar
glauco refleja estremecido su imagen en la planicie tranquila. Hay sinfonías y
ruidos monótonos de espumas que trae la ola mansa en su cresta, inclinando
adelante sus pupilas blancas. Conversa: encuentra los monosílabos adorables de
la naturaleza y repite el murmullo del bosque y los cantos elocuentes del
silencio del mar. Imita: es la joven poetisa que recoge en el mundo las
estrofas y las devuelve así... Canta lo que le oye cantar a los pájaros y entra
en la noche estéril solitaria del que escribe y le entrega fragmentos de
gloria...
Pero Bohemio viejo te mira, ¡oh Eros!
Bohemio torvo y soberbio, que usa coraza diamantina y es el señor de la comarca
conquistada en lides bravías. Las gentes huyen de él porque Bohemio crea, y eso
es pecado mortal. Dios lo castiga. Tuvo antojo de construir su castillo él
mismo y se le vio entonces perder las alegrías elegantes y juveniles. Trepaba
melancólico la cuesta escarpada deteniéndose a veces a pensar... ¡Y así por
años! Poco a poco se hizo en su frente un surco profundo y tuvo en su corazón
las desesperaciones varoniles que no tienen lágrimas. ¡Y así por años! Despejó
el camino aventando por las laderas los troncos añosos y eligió la cumbre llena
de nieblas de la roca bruta, de donde saltan las piedras filosas en forma de
conos y hachas y en el cierzo frío y en la noche abrasadora, rodaban pico a
pico los peñascos con inaudito fragor, montaña abajo en las gargantas...
Surgieron las paredes de granito, los torreones, las ventanas ojivales y las
almenas, y Bohemio descontento siempre, sacudía su cabeza blanca y desgreñada.
¡Y así por años! Antes era de aquellos que subían al caer la noche a las nubes
el perfil pálido, delicado y griego y la soberbia cabeza renegrida y soñadora
de Apolo... Eros, muerta, batió su alas de ángel celestial y frío que cayeron
en briznas de nieve a encanecer su cabello. Pasaba inquieto, como quien tiene
grima: iba y venía, giraba a través de los corredores oscuros que resonaban
aullando a lo lejos en el eco que se pierde... Entraba en los cuartos lóbregos,
que llenaba de penumbras, de enigmas y de pueblos, arrojando a techos y paredes
los colores de su paleta trágica. A veces en la profunda noche, la luna grande
y redonda, ascendía por el horizonte envolviendo al castillo entre la bruma en
la gaza turbia de sus rayos. Bohemio cruzaba los brazos para descansar un
momento, miraba las escenas que él había pintado con adoraciones en las pupilas
y bajaba entonces su cabeza melancólica, honda en el pecho, como si hubiera
otro allí que le conversara... Son las aves negras que graznan en el tórax y
aletean chirriando las trovas sombrías. Se acercaba a la ojiva, bañada en luz
su frente de poeta para ver lejos... Las brumas dormían calladitas flotando en
los valles, que tienen arroyuelos de plata, que serpean en silencio. Ni aire,
ni bosques, ni pájaros... todos dormían... menos él, que dilataba los ojos
grandes y fúnebres... A veces en los días grises, los aldeanos veían a Bohemio
saltar del torreón a la almena y a la ojiva con un hacha brillante en la mano
vigorosa. Iban los rumores extraños de risco en risco, de resonancia en
resonancia, llevando bramidos de tormenta y ruidos blandos de alas grandes
abatidas y tañidos lastimeros de campanas lejanas y moribundas. ¡Era él, que
pulía su obra en las horas violentas, Bohemio, que iba tomando los contornos
desvanecidos y fugitivos del espectro!
Una tarde Eros tenía veinte años y llegó
peregrinando al pie de la montaña. Una ánfora roja en la cabeza, sostenida por
los brazos plegados y desnudos hasta el codo, la cabellera rubia cayendo en
bucles largos y sedosos. Vestía un traje blanco de lanilla sencillo y corto,
ceñida la cintura con una faja de espumilla heliotropo y el pie de mármol en la
sandalia. Las gentes que la vieron, dieron voces de terror.
-No subas, Eros dulcísima, porque el
espectro mata.
Ella, paso a paso, encorvada adelante,
ganó la encarpada cumbre y miró... Bohemio, aferrando como con garfios una
cornisa; colgaba de su brazo izquierdo lleno de robustos relieves. Sa cuerpo
caía abandonado en el espacio y con la derecha arrojaba nubes de anacarado
polvo a chapiteles, almenas y cornisas. Eros sintió aquella pena suprema y
temblando dijo:
-Aquí traigo ¡oh señor! En esta ánfora,
aguas frescas y cristalinas que dan vida porque tu frente arde: son las gotas
del rocío que yo he recogido en las hojas de la selva en la madrugada... bebe
¡oh señor! Porque curan la congoja que atribula...
Miró hacia abajo aquel hombre, sacudió
sus hombros y arreció en su faena.
-Porque hay luz en el mundo, porque hay
plegarias y horizontes infinitos, bebe ¡oh ángel doloroso las aguas de la
cristalina fuente!
-Tú no sabes esto, Eros, porque eres
dulce y amable, rodeada de gentileza tu celestial persona. Yo quiero dejar
perfecta mi obra y tengo apuro, porque siento que la muerte se acerca con sus
curvas blancas de hueso. Aman la luz los que viven de sus reflejos, yo soy hijo
de la tiniebla...
-Por Eros -la de los ojos azules y
melancólicos- que fue tu muerto cariño; por esta obra admirable, donde hay
estrofas ciclópeas que tienen las vibraciones arrebatadoras del himno. porque
es tu martirio y tu agonía; bebe, ¡oh ángel doloroso! ¡Las aguas de la cristalina
fuente!
Bajó de la altura Bohemio en silencio y
cayó de rodillas sobre el pedregal... Rezaba su última plegaria: "Tú eres
Dios y genio, divino y humano, síntesis. Yo lo afirmo porque soy el moribundo
huraño. Los hombros han disminuido tu increada magnificencia, encerrándote en
los templos de piedra y llenando tu divina figura con oropeles que no
satisfacen la necesidad absoluta de la forma ideal, mientras tus templos están
en el espacio abierto y son el cielo y el sol y el verde dilatado y silencioso
de los campos. ¡Para estos ya no hay reverencias, ni lágrimas votivas! ¡Han
herido tus oídos con las notas estridentes, que rompen de tubos de lata -en
fila- burdos y acuminados, cuando las estrellas tienen carolas para acompañar
tu camino y el aire diafaneidades y las aves cantos armoniosos en medio de la
naturaleza fecunda! ¡Te han clavado en la cruz, haciendo de Ti un Dios
liliputiense porque tus amarguras no son de las que desgarran las carnes y es
tu crucifixión inmortal este mundo maravilloso que has creado y el Hombre
-corolario melancólico y sombrío de tu inteligencia infinita!
-¡Oh Eros! ¡Egregio espíritu que has
venido a derramar aromas y cánticos en la última hora del moribundo! Tú eres la
juventud eterna la semblanza inmaculada de mi patria eterna, y apareces
cantando en la primavera de todas las generaciones ¡oh divina síntesis del amor
inmortal!... Si tú vuelves... a los artistas, a los sabios y filósofos de mi
tierra entrega este oscuro pliego donde está escrita mi última voluntad...
Eros extendió sus palmas de alabastro y
lo recibió de rodillas.
Entró la cabeza entonces Bohemio dentro
de la ánfora toda entera, la cabeza blanca y desgreñada, y sus carnes se fueron
secando y su corazón muriendo y todo su cuerpo se extendió rígido sobre aquel
sepulcro de piedra. La lluvia de rocío cayó por mucho tiempo en hebras
cristalinas y el cabello de Eros fue su abanico de plumas. ¡Las estrellas de la
noche profunda velan en silencio su gigantesca larva!... A su lado la lira de
bronce rota; las penumbras y los pueblos pintados en techos y paredes salen por
las ojivas a desvanecerse en la noche; los contornos de] monumento quedan solos
como un gigantesco y espectral centinela... Todo es silencio... y ha
desaparecido sin llantos estériles, porque estos muertos tienen siempre los
soliloquios duraderos del recuerdo cuando la mente crea y la mano escribe. Todo
es silencio... porque así se va el Genio para siempre algunas veces y se lleva
todas sus cosas... El dedo cierre los labios... ¡Adiós! ¡Adiós! Y Eros canta lo
que le oye cantar a los pájaros y entra en la noche solitaria y estéril del que
escribe y le entrega esos fragmentos de gloria... Están con el alma en el
ensueño y la pluma en alto... Un escritorio, una espátula, papeles con margen y
borrones y un tintero grande con un bronce que los mira. Algún cuadro... una
naturaleza muerta, una ola inmensa y solitaria, un bajo relieve de marfil
desnudo y la casa de cedro rojo con las líneas majestosas de un santuario y
libros
derechitos,
como que tienen vida, y aman, y cantan, besan, y sufren, y piensan y crean...
Están con el cigarrillo en la boca,
redondo y corto... un hilo ceniciento de humo que sube derecho, en espirales
después, en olealas que se extienden y se aplanan, se rompen, dejan claros, se
desvanecen y se esfuman abandonando aquí y allá una que otra hebra flotando...
Meditan: esperan las pasiones, los
caracteres y las naturalezas y cuando sufren la grima profunda y estéril, entra
Eros y entrega a los intelectuales el Testamento del mártir caballeresco.
Testamento
de Bohemio
¡Porque es necesario que el espíritu
nacional sea altivo siempre y adornado de aristócrata cortesanía y para que sea
eterna la vida de la Patria, yo os concito a la libertad intelectual, jóvenes
artistas, sabios y filósofos!... ¡en el nombre del Padre que ha desatado en el
Universo el estrépito de la creación y del Hijo, que ha sintetizado en la cruz
los largos quejumbres de la vida humana! Para que las alas de armiño del
Espíritu Santo, que son el vínculo que une la tierra al cielo, cobijen en todo
tiempo cabezas soberbias y varoniles de vida propia... ¡Tenéis confines,
historia y leyendas de honor, por el esfuerzo común y la sangre derramada
habéis fundido para la patria el monumento de bronce imperecedero, sois pueblo
de verdad, es menester ser intelectos, jóvenes artistas!
¡Que no haya modelo escrito, ni pintado,
ni cincelado en mármol!... ¡Esa es mi última voluntad!... porque el arte
envejece, cuando los hombres le arrebatan las adustas energías de la vida
libre, para encerrarlo en los burdos liminares de la imitación y de las
escuelas. ¡Que sea licencioso y loco antes que ser esclavo!... Allí está
nuestra efigie nacional que hierve en las dilatadas y lujuriantes naturalezas
de la comarca incomparable... en la tierra fecunda donde crecen los trebolares
y se dilatan los efluvios de la infinita pradera; donde late estremecido en
largas ondulaciones el corazón del Pampero y suena la horrísona melopea de nuestros
huracanes y las salvajes sinfonías de las Pampas abiertas y los silbidos de las
rachas, que se azotan dentro de las hondonadas para buscar el alma de granito
de la montaña... ¡debajo de la copa azul del cielo que engasta los panoramas
maravillosos en sus laderas zafíreas! ¡Cómo lo besan, oh artistas! ¡Allá en el
horizonte nuestros mares incontaminados, que fracturan su toldo de esmeraldas
en los puñales de las rompientes, baluartes que detienen las moles lanzadas a
la playa en mortíferas ondas y silenciosas contempladoras de las aguas en calma
desmayadas a lo lejos!... ¡Oh los edenes estupendos de mi tierra natal y las
salvajes bellezas marinas y las pétreas combas de las cordilleras, acumulo
monstruoso de muertos leviatanes! ¡Ea! ¡Ea! ¡De rodillas!... ¡Paso a los poetas
que van a colocar la cítara de oro sobre las cumbres más altas!... abierto el
enorme ojo sombrío y clarovidente... Miran y ven... escuchan y oyen... meditan
y escriben. Son las melodías virginales que rompen de las cuerdas de bronce y los
colores que saltan de la paleta al lienzo y las detonaciones de las mazas
miguel-angélicas, que debastan el mármol en la furia de la creación
libérrima... ¡porque la libertad intelectual ha salvado, oh artistas, de la
muerte sempiterna a muchas naciones! ¡Oh las viejas verdades siempre nuevas a
través del tiempo!...
Así Helenia moribunda acostó por mucho
tiempo a la sombra del Partenón su marmórea y perfecta persona de esclava y los
hijos de siglo en siglo recogían sus sollozos, leyendo la oda Pindárica,
enamorados de aquellos escombros, que recitaban todavía en su melancólico
abandono los cantares geniales de antaño... ¡mientras la larva divinal de
Homero y los muertos de Maratón y de Platea presentaban las armas! Abuelos
airados, gloriosas carroñas, que fecundaron la madre tierra, suscitando
gigantesca de hora en hora la embriaguez de los recuerdos, cuando en la noche
de los siervos comedores, los padres leían en voz alta, la mano temblorosa de
iras -¡las leyendas prometeanas!... ¡Oh redentos! ¡Entre las vibraciones y los
enconos del clarín de Righas, resonando las gargantas de los despeñaderos
Tesálicos del estertor de Botzaris y sacudiendo los ecos de la patria libre
adormecidos el alma zahareña de Nicetas! ¡Oh Helenia, poetisa de la belleza suprema!...
¡Todavía se prosternan los siglos ante esa inspiradora de la eximia forma!... y
más lejos se abrazaba con ella en la grima del cautiverio Italia, la efigie
tristísima por seculares dolores, arrullada la macilenta persona por el fragor
de la onda mediterránea. Resurgió al fin, manchando el sudario con sangre de
mártires... ¡porque sus hijos sintieron la nostalgia lastimera de las síntesis
artísticas de antaño y leyeron en voz alta los tercetos del Gibelino, fiera
alma bravía, enjuto sonámbulo, espectro caminador de punta a punta y marcharon
en legiones a redimir, muriendo el sepulcro de sus grandes! Porque tuvieron
indómito intelecto los padres, resurgieron los hijos... mientras nosotros -el
índice y el rostro dirigidos hacia las civilizaciones extinguidas- volvíamos
los primeros, en los campos de batalla, por el honor de América...
¡Sacudamos el yugo, oh sabios!
¡Reventando la cinta de cuero reseco con que se pretende atarnos! ¡Vosotros
sois los modestos obreros de los gabinetes, los silenciosos y pacientes
investigadores de las fuerzas y de las metamorfosis de la naturaleza!
Despojados del exotismo que humilla y contiene el vuelo de la inteligencia
habéis encontrado en la observación y en el experimento los primeros capítulos
del libro de la ciencia nacional. ¡El sendero está abierto... por él se han de
precipitar los atletas que glorifiquen el monumento empezado a construir!
¡Observación y experimento... ese es el lema que ha de inscribirse en las
nuevas y juveniles banderas!... ¡Bienvenidos seáis, oh sacerdotes, bajo las
bóvedas de este gran laboratorio de la libertad!... ¡porque si vuestras
creaciones no son de las que deslumbran, si ellas no tienen por corolario los
estrépitos populares de la apoteosis y si algunas veces os sorprende la muerte
en vuestros ignorados retiros... en cambio, hombres de la ciencia! ¡Habéis
encontrado las verdades inconcusas, y los inmortales beneficios, de que está
hecho el progreso humano!
Así, los filósofos, esos entristecidos
huraños esos sombríos meditabundos, estudian la criatura, porque nuestra efigie
bulle también más que en ninguna parte en la emoción colectiva de las ciudades
en marcha y se compone de hombres y de naturalezas. Estudian el ímpetu de la
voluntad nacional y los graves problemas que agitan el pensamiento de las
muchedumbres, y escudriñan las razones de sus destinos inmortales. ¡Este pueblo
será grande! ¡Ese es el axioma! Tiene por cimientos el recuerdo de las viejas
civilizaciones; por pedestal las glorias eternas de la maravillosa cruzada de
la emancipación y es el alma bondadosa que abre sus alas para cobijar y
proteger a todos los desheredados de la tierra... a los que han acumulado de
generación en generación los martirios de la pobreza... a los que viven sin
ropas y mueren sin sepulcros... rodealas sus camas dentro del lóbrego zaquizamí
por los cuerpos escuálidos de los hijos...
Porque yo siento dentro de mi
inteligencia, las hondas congojas de aquellas sociedades decrépitas... Las veo
agitadas reunirse en el silencio de la noche de las conspiraciones y en esas
cabezas que han perdido la fe en el bien, germinar las peligrosas utopías.
Cuánto tiempo hace que se sufre y se espera y se trabaja sin conseguir
bienestar... ¡para que no les quede a esos desventurados juveniles sino el derecho
de retirarse de los húmedos y oscuros talleres a morir! ¡Perdón para esos
enloquecidos de todas las desesperaciones seculares! ¿Qué queréis que hagan,
pues? ¿Que contesten la bofetada con lágrimas y los dolores y las miserias
interminables con resignación religiosa? ¡Almas solitarias! ¡Esta comarca
sintetiza el corazón de la virgen América, todos los perdones y todas las
esperanzas! ¡Bienvenidas seáis! ¡Porque su suelo es fértil y rico, el cielo
manso y el alma de sus hijos rebosante de ideales generosos!...
¡El siglo está enfermo! ¡El alma se
sobrecoge en la contemplación de los espasmos del gran moribundo! ¡Vive todavía
estremecido por anhelos misteriosos que cruzan el orbe, mientras infinitos
deseos del bien, sacuden las sociedades batalladoras, que quieren arrojar a la
nada sempiterna los restos de la barbarie, que humilla la frente y amarga la
existencia y es la turba, la vil turba acongojada la que lleva enhiesta la
bandera del porvenir! Son ellos, los sacrificados de siempre, los que se azotan
a la calle dementes en la asonada a morir sobre el pavimento brillante de las
calles; son ellos los que dibujan y preceden en la asociación la fraternidad de
las sociedades futuras y los que consagran con su sangre esas sublimes
intuiciones históricas del sentimiento... ¡Escribid, intelectuales! El siglo
que muere debe llevar en su marcha hacia lo infinito estas conquistas
indestructibles: la superioridad y la altivez del talento sobre la erudición,
que transforma al hombre en un espectro decapitado y lo excelso de la
filosofía, que deriva de la observación serena y profunda sobre las escuelas
sistemáticas y arrojar anatemas para los que han contaminado la ingenuidad de
la forma y se han olvidado del arte, arrastrados por el artificio... ¡como si
no fuera más fácil ser espontáneos y abandonarse a las sinfonías que suenan en
la inteligencia y tirarse apasionados a la página, sin ambages, hechos pedazos,
desnudos y sangrientos, aunque sea necesario dejar las fibras del corazón en
las puntas de las breñas! ¿Qué importa que el pensamiento os seque las carnes y
os llene de martirios el cerebro? ¿Os imagináis acaso que se redime al olvido
sin exponerse a morir?
-Así haréis obra de caballeros esforzados
y surgirán las personales efigies, que han de proseguir por los siglos las
glorias del arte y de la ciencia y de la filosofía nacional... y cuando
contempléis la horrenda lucha del siglo entre la fuerza que mira al pasado y el
sentimiento que pide ideales a grito herido y cuando veáis la asonada contra el
motín y la desesperación ferozmente erguida delante de la boca oscura del krup
de labio chato y levantado en el villano desprecio... ¡oh, entonces... apurad
el tiempo, artistas, sabios y filósofos! ¡Puesto que sois vosotros los
precursores del espíritu humano! ¡Cada canto que salve una vida, cada
descubrimiento que ahorre hambre y sed y crucifixiones, cada problema resuelto
con la violencia del genio, que agregue algún ideal a la corona del siglo, que
tantos ha conquistado, tejerá alrededor de vuestras frentes, la hoja de encina
que pertenece a los fuertes!...
¡Apurad el tiempo, misioneros del
porvenir! ¡Mientras este moribundo que va a acostarse en su féretro, adora en
las penumbras soñolientas de su última hora la melancólica o inmaculada
semblanza de la Patria íntegra y eterna, y sierra contra el corazón los
lacrimosos e infinitos cariños por el Arte, bendice al martirio de los
creadores y se arrodilla ante la atlética falange en marcha de los precursores
del espíritu humano!
FIN