GODOFREDO DAIREAUX
LOS DIOSES DE LA PAMPA
Índice
o Prólogo
o - I -
La Diosa
Pampa
o - II -
Hermosura
Cimarrona
o - III -
Quejidos
musicales
o - IV -
Familia de
locos
o - V -
Pastos y
Flores
o - VI -
Mojones
o - VII -
El Genio de
los cañadones
o - VIII -
La Querencia
o - IX -
La Sequía
o - X -
La Diosa
Roja
o - XI -
Aguas claras
o - XII -
Dioses
Desvanecidos
o - XIII -
Dioses
Protectores
o - XIV -
Dioses
Malvados
o - XV -
Gobierno
Celestial
o - XVI -
Justicia
criolla
o - XVII -
Sátiros
o - XVIII -
Silvanos y
Faunos
o - XIX -
Soledad
o - XX -
Tertulia de
Estrellas
o - XXI -
Lares y
Penates
o - XXII -
Regalos
Divinos
o - XXIII -
El caballo
o - XXIV -
Concejo de
Dioses
o - XXV -
El Alma
Latina
o - XXVI -
Neblina
o - XXVII -
Oración de
la Lluvia
o - XXVIII -
El Padre del
Mar
o - XXIX -
Osamentas
fecundas
o - XXX -
Augures
o - XXXI -
El Vellocino
de Oro
o - XXXII -
El Presente
de Osiris
o - XXXIII -
Tellus Alma
Mater
o - XXXIV -
Deidades
Modernas
o - XXXV -
Fraternidad
Prólogo
En la falda del Parnaso, bajo la sombra
azulada y de vaporosa transparencia de los mirtos elegantes y de los esbeltos
cedros que rodean la fuente Hipocrene, una embalsamada tarde primaveral, las
Musas, hijas de Júpiter y de Mnemosina, descansaban, recostadas en actitud
voluptuosamente modesta, sobre el pasto florido. Escuchaban los mil cuentos con
que su divino maestro Apolo, después de la lección, las solía entretener.
Ese día, les contó que de países lejanos,
separados de Grecia por una inmensidad de agua, y conocidos por el nombre de
América, había llegado la noticia de existir una ciudad importante, comparable,
según se aseguraba, por la refinada cultura de sus habitantes, por su amor a
las bellas-artes, por el respeto y la admiración con que rodeaban a los
artistas y a los poetas, a la misma Atenas, hija predilecta de los dioses. Y
las Musas, entusiasmadas, pidieron a Apolo que las acompañase hasta dicha
ciudad, donde los hombres, sin duda, les edificarían templos para remunerar sus
lecciones y les dedicarían el culto que han sabido merecer en todo el orbe
civilizado.
Montadas en el fabuloso caballo Pegaso,
llegaron a la América del Sud, y admiraron la gran ciudad. Pero pronto vieron
que Mercurio se les había adelantado; que todo, en ella, no era más que
comercio, y que todo se vendía por dinero, menos justamente las obras de los
artistas, que nadie quería comprar, por no comprender el valor que pudieran
tener.
Los poetas andaban hambrientos y
miserables, humildes y despreciados, por su misma pobreza, y al fin,
avergonzados -aunque la vergüenza no hubiera debido ser de ellos-, cuando un
mercader les preguntaba lo que les pagaban por sus versos, de tener que
contestar siempre: "nada".
Muchos eran los que se daban por
discípulos de Polimnia, musa de la elocuencia, pero confundían lastimosamente
el mucho hablar con el bien decir; y en los templos dedicados a Talía, sólo
eran aplaudidos actores venidos de comarcas lejanas, que en idiomas extranjeros,
recitaban obras extranjeras.
Euterpe encontró que ya celebraban su
culto muchos habitantes, por ser siempre y en todas partes, la afición a los
suaves acordes de la música la primera manifestación del refinamiento de las
poblaciones; y tampoco Terpsícore habría quedado desconforme, si no se hubiera
exigido de sus sacerdotisas para concederles aplausos, que -apartándose de las
reglas honestas del baile hierático que ella enseña- dejasen ver sus formas
armoniosas algo más arriba de lo que requieren los movimientos acompasados de
la danza sagrada.
Pero no se atrevió a hacer observaciones,
pensando con razón que ya que en la nueva Atenas, más se buscaba la
satisfacción de los apetitos materiales que la de necesidades artísticas apenas
en embrión, le podría suceder lo que al poeta Lino, que murió de un lirazo en
la cabeza, por haber reprochado a Hércules su pesadez en bailar.
Y todas las demás musas encontraron que
si bien se les dedicaba algún culto, siempre era con alteraciones o deficiencias
que demostraban incompleta educación; y Apolo prometió sugerir, como lo había
hecho con Mecenas en Roma, a algunos hombres poderosos el noble orgullo de
proteger eficazmente a los devotos del arte, dándoles siquiera el pan cotidiano
y el estímulo tan poco costoso de los merecidos laureles.
El jardinero excelso que con amor cultiva
la flor delicada del arte, desprecia, olvida, arrobado por su pensamiento, los
apremios de la vida; al rico inteligente que goza de las creaciones del
artista, le toca proveer regiamente a sus necesidades, sin dejarselo sentir. Y
donde el rico así no lo entiende, no moran las musas.
Y por esto fue que ahuyentadas éstas por
la pobreza en que veían sumidos a sus discípulos, y por la poca voluntad hacia
ellos de los que a su antojo, reparten la lisonja y la censura, dejaron
entender a Apolo que Atenas no se había mudado todavía; y volvieron con él a
Grecia, mirando con cierto sentimiento la inmensa y majestuosa soledad
pampeana, como si en ella encontrasen, a pesar de su desnudez, algo digno de
ser celebrado por el pincel y la pluma.
Nada dijo el Dios, ni ordenó nada antes
de desaparecer de estas playas; pero interpretando su pensamiento secreto, y a
falta de otros más dignos, he tratado de evocar en este librito la figura de
los muchos dioses que, seguramente, flotan en el ambiente pampeano.
Por lo demás, lector, esta pequeña obra
sólo contiene fantasías de perfecta inutilidad. No busques en ella ni un
consejo práctico, ni una indicación comercial o industrial, ni siquiera una
receta médica o culinaria. El que así no la quiera, que la deje.
Para mí ha sido pretexto de ensueños
amenos y de poética diversión, y sería ingratitud el pedirle otra cosa.
G. D.
- I -
La Diosa Pampa
El jinete seguía su viaje. Venido de
lejanas comarcas, cuajadas de habitantes y de riquezas acumuladas durante
siglos, veía la llanura inmensa desenvolver ante sus ojos horizontes siempre
renovados, iguales siempre; y se quejaba del cansancio, del calor, del frío, del
viento, de la pobreza de estas tierras sin fin, inquieto por llegar a su
destino y por dejar tras sí, como pesadilla, esta soledad con su silencio.
Había pasado, viendo... sin sentir.
Un gaucho galopaba. Hijo, éste, de la
llanura, la iba hollando, indiferente, llenándose los pulmones con el aire puro
de la Pampa, gozando, pasivo, de la vida fácil en los extensos campos, de la
independencia que dan los grandes espacios.
Algo sentía, sin duda, pues iba cantando;
pero pasaba... sin ver.
No
a todos los pastores de Arcadia era dado sorprender a las diosas, que al decir
de los poetas, poblaban las campiñas griegas. Tampoco la ven todos a la diosa
Pampa, y, sin embargo, es un ser; existe, ¿quién lo duda?
Algunos la vieron; muchos la han oído.
La han oído a la oración o de noche, o
durante las terribles horas de la siesta, o en los deliciosos momentos de la
mañana, cuando mil rumorcitos anuncian bien claro que suavemente está vibrando
su alma y que se está hablando a sí misma, susurrándose sus propios sueños;
pues sueña.
¿Con qué soñará la diosa solitaria?
Ruda es, huraña, al parecer, como todos
los solitarios que se quieren figurar, y quieren hacer creer que aman en
realidad su soledad y su retiro. Y, con todo, es hermosa. Pregúntenle al Sol si
no detiene, con admiración, su antorcha en sus poderosas formas; la Luna la
mira con compasión, al ver sus encantos tan pobremente vestidos con los pocos
adornos que le regala la Lluvia del cielo.
¿Será desdeñosa? ¿Se querrá hacer desear?
No; sólo que es, al contrario,
injustamente desdeñada, y su sueño inconsciente es el de toda virgen: el de ser
amada y de ser madre.
Ignora por qué la desprecian; ansiosa, se
pregunta por qué la dejan infecunda; si será por timidez o por indiferencia que
rechazaron todos, hasta hoy, su amor.
Resignada, espera, silenciosamente
encerrada en su haraposa majestad al semi-dios que la quiera de veras, aunque
la violente, brutal; pronta a entregarse al amante vencedor, brindándole a él y
a las mil generaciones que engendre, los opíparos frutos de su inagotable
fecundidad.
- II -
Hermosura Cimarrona
De la Tierra, dicen, de la tierra
americana, fecundada por el Sol, nació, en el principio de las edades, la
Hermosura Cimarrona.
Del mismo color materno, humilde, sumisa,
tan ignorante de sí misma como ignorada de los demás, permaneció precaria,
desconocida, sin culto, durante una larga serie de siglos.
No le podía caber en suerte, en las
comarcas miserables y desiertas donde vio la luz, tener como la Venus griega,
al salir de las espumas del mar, una corte de poetas, estos verdaderos padres
de la Hermosura inmortal.
Y durante esa larga serie de siglos,
aquellos a quienes hubiera podido tener de sacerdotes, toscos y groseros, la
creyeron de la misma inferior raza humana de la cual salían ellos, no dándola
más altares ni más templos que sus toldos errantes.
¿Cómo la hubieran creído de origen
divino, si el Sol, su padre, con los mismos rayos doraba sus cuerpos bronceados
de guerreros salvajes, y acariciaba sus esbeltas formas de diosa?
La misma Tierra, su madre, desnuda y
pobre, no tenía ni podía tener más atenciones para ella que para su demás
progenitura; y pasaron así los tiempos.
Y cimarrona quedó la Hermosura pampeana,
hasta que a las riberas llegaron, suavemente impulsados por la brisa sobre las
olas del Padre del Mar, en sus naves de grandes alas blancas, unos seres
desconocidos, vestidos de hierro, altivos y que llevaban consigo el fuego y el
trueno, montados en otros seres terribles y rápidos.
Conquistaron la tierra; y de su hija la
Hermosura Cimarrona, hicieron la Hermosura Criolla. Y la Hermosura Criolla,
-conquistados los conquistadores-, pudo, rodeada de adoradores, abrigar en
templos su cutis, ajado, hasta entonces, por los continuos besos que le robaba,
-amante y desdeñado- el viento áspero, en los campos llanos. Su admirable pelo,
negro como el ala del cuervo, abundante como el agua del río, adquirió la
suavidad de la seda; sus dientes admirables que eran perlas, no pudieron hacer
más que seguir siendo perlas, y sus grandes ojos negros, en cada uno de los
cuales centelleaba, atenuado por una sonrisa de bondad, uno de los rayos
paternos, reflejaron a la vez -con ideal y penetrante expresión- y la sumisa
ternura de la diosa desconocida de las edades pasadas, y la seguridad altanera
de su decisiva victoria.
Y del conjunto salió, amable, clemente y
dominadora, la Hermosura Argentina, diosa.
- III -
Quejidos musicales
El viento, en la llanura, se queja, se
queja siempre; con silbidos agudos o con llantos suaves, o con roncos gritos,
su voz es un eterno lamento. De las pajas y de los juncales no arranca más que
gemidos. Si corre despacio, suspira, triste; y cuando sopla, poderoso, lo que
casi siempre hace, sus plañidos estridentes hacen estremecerse la Tierra.
El Viento de la llanura, cuando quiso
probar la flauta de Pan, la quebró en mil pedazos; arrancó la lira de las manos
de Apolo y reventó las flautillas de Euterpe, quedando él solo para enseñar la
música en la Pampa.
Y por esto es que en estos sus dominios,
no hay gorjeos armoniosos y que desapareció, tapándose los oídos, la ninfa Eco.
Quiso formar discípulos.
Pensó que con los pájaros de la Pampa, la
tarea sería fácil. Les había enseñado a volar y les quiso enseñar también a
cantar.
El tero, el chajá, el chimango, la
gaviota y la lechuza fueron sus discípulos más aventajados, llegando a cubrir
el canto triste del viento con cantos más tristes aún.
En su desconsuelo, se resignó el maestro
a emprenderla con el Hombre, de quien no se había hasta entonces querido
ocupar, convencido que de él, no podría sacar nada. Nómada, inquieto siempre,
hambriento; obligado, para sostener su precaria existencia, a guerrear siempre;
no viendo más en la abundancia casual que un pretexto para orgías sin alegría;
incapaz de iluminar siquiera de un rayo de ternura la satisfacción brutal de
sus apetitos, ni quería, ni seguramente podría entender nada de música,
bastándole los ruidos ensordecedores y los gritos destemplados.
Pero sucedió que el Hombre, de costumbres
ya más refinadas, menos andariego, menos hambriento, de corazón más sensible,
prestándose a escucharlo, trató de expresar cantando, lo que sentía su alma
naciente: imitó el canto del Viento entre las pajas de la Pampa. Pero como la
voz del Viento siempre parece lamento, el gaucho cantó sus amores con lamentos,
cantó la gloria con llantos, y su vida con quejidos, y el fragor de las
batallas con gritos estridentes y roncos acentos.
Y cuando, de allende los mares, un Orfeo
desconocido trajo la guitarra y se la donó, nació -melancólico cantor de
canciones quejumbrosas como las del Viento en la Pampa- el Payador Argentino.
- IV -
Familia de locos
¿Qué es lo que habrá perdido el Viento?
¿A quién andará buscando?
Hace poco, apareció por un punto del
horizonte, como de paseo, tranquilo, manso, suave; recorrió despacio la
llanura, acariciando las pajas altas y los juncales que saludaban, complacidos;
hizo cosquillas, al pasar, a las aguas de la laguna, que se rizaron,
sonriéndose, y se fue.
Ahora, vuelve por otro lado, como loco,
dando vueltas en contorno de los ranchos, sacándoles el techo para mirar lo que
pasa en ellos, o abriendo las puertas y cerrándolas a golpes, y parándose un
rato, para correr otra vez con más furia. Registra los pajonales, los azota con
violencia, agarra del cuello los juncos, los tira de rodillas, y sacude las
aguas hasta romper el espejo de la laguna.
¡Y se fue! ¿Qué andará buscando?...
¡Ah, ya volvió! esta vez no sólo gime,
como siempre, sino que llora a mares. Le acompaña la Lluvia, y va derramando
lágrimas que es una desolación... ¿Habrá perdido algún pariente, o le habrán
hecho algún daño?
¡No; si es otro! son tres hermanos: uno
que sería de genio regular, si no fuera tan caprichoso; el otro siempre
violento, malhumorado; y el tercero, llorón y triste como él solo, que parece
no poder sobrellevar su suerte.
Los tres tienen una historia singular.
¿Quién sabe si será cierta? Cuentan que una vez, el viejo rey Eolo quiso, como
era su costumbre, encerrar todos los vientos en el odre donde los solía
guardar. No pudo; los muchachos ya se habían criado; habían ido, varias veces,
de una disparada, cuando el viejo no miraba, a recorrer países nuevos que
recién se iban haciendo conocer, y el espíritu de independencia se apoderó de
tal modo de tres de ellos que se hicieron los sordos y no contestaron a los
gritos del rey, debilitado por la edad; pues también pasan los dioses.
Se fugaron, y después de mucho andar,
llegaron a la Pampa. Cuando quisieron volver a su tierra, vieron que estaban
presos, en castigo de su desobediencia; y desde entonces, siempre tratan, cada
uno a su modo, de romper las infranqueables paredes de la cárcel donde los
encerró la maldición de su amo.
Si el viento Norte quiere deslizarse por
el sur, después de haber escollado contra el Ecuador que lo detuvo, como
siempre lo hace, pronto lo rechaza el mismo hermano llorón que, destilando
agua, se viene del Atlántico, donde aguarda, él también, sin encontrarlo jamás,
un momento favorable para mandarse mudar.
Y cuando éste está por llegar a las
Cordilleras, que también tiene sus esperanzas de franquear, se encuentra a su
vez con el otro hermano, el rabioso Pampero, que enojado de haber sido mojado
por él, lo rechaza hasta el mar.
Y cada vez que pelean entre sí los tres,
echándose la culpa uno a otro de su desgracia común, el Hombre es el que paga
los gastos de la guerra.
- V -
Pastos y Flores
La diosa de las Praderas, hermana de la
diosa Pampa, pero de mejor genio, más sociable, más hospitalaria,
incansablemente se esfuerza en darle a ésta mejor figura, a pesar de su
resistencia.
Aprovecha sus descuidos para agregarle al
pobre vestido algún adorno de color alegre, o algún retazo de género más
tupido; pues le da vergüenza verla tan descuidada.
Pampa se defiende, se enoja, trata de
destruir lo que para ella hizo la benévola diosa de las Praderas; tapa con
arena, destruye con salitre los yuyos verdes que, mata tras mata, va plantando
ésta en sus dominios.
Pero no descansa en su obra la Diosa
bienhechora y, poco a poco, le da a la hermana aspecto más atrayente y más
simpático. A escondidas, va, y entre el pasto puna, gris y feo, duro y seco,
tira algunas semillas de trébol, de gramilla o de cardo. Pampa los manda
destruir por los pájaros, por el agua, o por el sol, pero siempre quedan
algunas y, poco a poco, su puna mimada va mermando, vencida.
Lo que más a Pampa le gusta por adorno,
es echarse en las espaldas algún manto de pajas espesas y de fachinales
ordinarios que le dan aire todavía más huraño.
Y su hermana trabaja, se empeña en
quitárselo, en cambiárselo por un rico vestido de pastos tiernos, verdes y
tupidos, cuya sola vista haga felices a los pastores, protegidos de Pan y de
los Faunos, y sus grandes amigos.
Los pastores, para ayudarla, de vez en
cuando, queman los harapos de Pampa, dándole ocasión a la buena diosa de
regalarle en cambio verdes praderas.
Pero tiene sus peligros el recurrir a
esos medios; Pampa es vengativa: con sólo prohibir a la Lluvia de regar los
campos quemados, hace perecer los rebaños y llorar los pastores.
La diosa de las Praderas pudo, un día, de
las pajas más duras y toscas, hacer brotar lindos penachos plateados, con los
cuales se adornó Pampa; y la diosa buena, viendo que le gustaban las flores,
sembró otras. Pronto relucieron, tan lindas como modestas, las estrellas del
macachín, las campanillas de la flor morada y el oro de la rama negra, y la
púrpura de la verbena; y Pampa, encantada acabó por consentir en que su hermana
le hiciera un vestido verde esmeralda, salpicado de flores: y despacio, ésta se
lo va tejiendo.
- VI -
Mojones
El padre, parándose, enseñó al joven, su
hijo mayor, un poste de madera cuya punta era esculpida en forma de cabeza
humana, y le dijo: "Mira bien, hijo, este poste"; y mientras el
muchacho, con la boca abierta, contemplaba la cabeza sin piernas, el padre le
asestó una gran cachetada.
Esto pasaba en la campaña romana, unos
cuantos siglos antes de Jesucristo; y como el joven miraba atónito al autor de
sus días, éste, con gravedad, le explicó que aquella cachetada, la había recibido
él, en su mocedad, frente al mismo poste, y que se la daba para que, a su vez,
cuando viniera el tiempo, la transmitiese a su hijo mayor, "para que no se
olvide jamás, agregó, del sitio donde está el mojón, guardián de los límites de
nuestra propiedad".
El mojón era dios, en aquel tiempo, y la
cachetada recibida por el joven y transmitida de generación en generación,
formaba parte del culto de esa deidad campestre.
Hay también mojones en la Pampa, pero
allí, el dios Término, dios inmóvil y quieto, que no tiene piernas porque no se
debe mover nunca, se entretiene, para no aburrirse por demás, en azuzar
disimuladamente discusiones entre los vecinos y en fomentar pleitos que
arruinan las familias y hacen quedar estériles los campos que simula proteger.
Es para él una distracción y, al mismo
tiempo, una venganza de que los hombres lo tengan hoy en tan poca estima.
¿Y cómo no explicarse su rencor?
Durante siglos enteros, no le prestaron
culto alguno y hasta lo desconocieron completamente, andando de un lado para
otro los hombres, sin consagrarles ni siquiera un poste.
Después, cuando pensaron en restablecer
sus altares, en vez de dedicarle graciosas imágenes, como hacían los Romanos
antiguos, se contentaron con cavar agujeros en el suelo, amontonando algunos
céspedes, pronto tapados unos y derribados los otros por los animales errantes.
Si una mano piadosa colocaba en su honor algún poste de madera, enseguida algún
pastor ignorante, estúpido o criminal, lo arrancaba -sacrílego- para mantener
el triste fuego de sus lares vagabundos.
Hoy mismo, los que más lo quieren honrar,
pagan para ello sacerdotes especiales, cuyo rito complicado consiste en colocar
en línea recta banderitas y jalones que plantan y quitan, siguiendo, a pasos
contados, el límite del campo por consagrar, y erigiendo al pobre dios
miserables postes de madera sin figura, o de hierro, que es peor, y hasta
rieles viejos que no tienen por cierto nada de hierático.
¿Y cómo traerían los padres a sus hijos a
recibir delante de estos emblemas ridículos la cachetada sagrada?
Tampoco valdría la pena; ya que, con las
leyes modernas, muerto el padre, la propiedad queda despedazada y que el dios
inmóvil y quieto tiene que ser removido.
- VII -
El Genio de los cañadones
De cuerpo verdoso, medio vestido de
plantas acuáticas, la barba y el pelo llenos de musgo, el Genio de los
cañadones, dios de las aguas estancadas, domina en la llanura cuando la cubren
las crecientes.
Pero es un dios sin templo, sin altares y
sin adoradores, y cuando el Sol empieza a secar las tierras donde impuso su
imperio fugaz y odiado, la humanidad aplaude.
Apenas han empezado a desbordar los ríos,
arroyos y lagunas en las tierras pastosas, cuando llega trayendo consigo su
numeroso personal de geniecitos impertinentes que le ayudan a molestar a los
habitantes de la Pampa.
Las aguas claras no les pertenecen, pero
se apoderan de todos los pantanos, charcos y lodazales, ciénagas y fangales,
donde se esconden, en las huellas antiguas de los carros o entre las pajas, en
alguna zanja vieja o algún trocito de arroyo sin salida, en algún jagüel
olvidado o pozo mal tapado, y allí quedan en acecho.
Mojados y salpicados de barro, tiritan de
frío, y en los ojos tristes de su cara negruzca, cuando por casualidad se
quiere mirar el sol, se refleja todo sucio.
Sus pasatiempos son dignos de ellos y de
su amo, pues, mientras él se entretiene en anegar poco a poco las praderas
donde, tranquilos, vivían los rebaños, en criar ranas y mosquitos y ofrecer
albergue a los patos en campos que eran la querencia de las yeguas y de las
vacas, y en hacer sufrir al estanciero toda clase de perjuicios, los geniecitos
traviesos y dañinos esperan las ocasiones de reírse a expensas de los que pasan
a su alcance, bestias o gente.
No son sirenas y no tienen a su
disposición seductores cantos, pero tapan con agua estancada, bien tranquila,
el pantano de barro blanco donde chapaleará el jinete incauto, con
desesperación, y de donde saldrá arañando, pálido del riesgo corrido, de tener
que bajarse en pleno fangal para aliviar al mancarrón hundido; y los muy
pícaros se desternillarán de risa silenciosa, mirándolo.
¡Y qué lindo! cuando viene a tomar agua
ahí una vaca con su tierna cría, y que el ternero queda empantanado, y se pasa
las horas balando, sin poderse mover, y la madre contestándole, impotente. Esto
sí, es para morirse de risa.
¿Y si se vuelca una volanta con familia y
todo, mujeres, niños y canastas, en el barro? ¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja!
¡Callen! ¡que viene un carro!
Silencio profundo; cada geniecito se ha
escondido donde pudo y espera, sin resollar, listo para ayudar a los compañeros
en la gran obra.
Se acerca el carro; cargado está hasta el
tope. El carrero detiene los caballos y deja que resuellen antes del gran
esfuerzo.
"¡Firme!", dice, resoluto; y al
momento en que entra el carro en el pantano, se cuelgan de las ruedas, de las
patas de los caballos, de las colas, de las varas, de la punta del látigo, de
los frenos, miles de geniecitos que, haciendo fuerza todos juntos, detienen el
vehículo en el mismo medio del charco pegajoso... ¡Y las risas silenciosas!
El pobre carrero renegará, gastará
latigazos, se arrancará el pelo, invocará a todos los dioses, los insultará, se
bajará, se enojará, y cuando acabe de renegar y haya empuñado la pala para
despejar la rueda, entonces los geniecitos, siempre riéndose, lo ayudarán,
silenciosos siempre, a salir del mal paso.
Ya empezó a calentar el sol, y se secan
los pantanos; y se fueron disparando, los geniecitos traviesos y sucios, a
juntarse con el amo, el Genio musgoso de los cañadones, que pronto, vaporoso
gigante, desaparecerá en el horizonte, entre espejismos, ilusiones de la vista.
- VIII -
La Querencia
Aunque esté en ejercicio del poder, que
cada año le da, por unos meses, la constitución celestial, el Invierno triste;
aunque por la maldita costumbre que tiene de apagar temprano la luz del sol y
de prenderla tarde, paralice la vegetación hasta no dejar suficiente pasto para
las haciendas, no ha podido hacer desaparecer del todo la gramilla del campo
lejano, donde acaba de llegar la tropilla.
Sosegados por el cansancio y el hambre,
los pobres animales comen el pastito tierno y verde que se ha sabido conservar
en vida, escondiéndose, prudente, detrás de las matas grandes de paja dura, y
tan bien se llenan con él, tan ligero se reponen, que el amo, al verlos
quietos, perdió la costumbre de manear de noche la yegua madrina, y dejó la tropilla
gozar de libertad casi completa.
Pero llegó la primavera; y aunque la
gramilla abunde más que nunca, se ve, por momentos, la yegua madrina mirar con
la cabeza alzada, y como perdida en sueños, por el lado de donde ha venido,
unos meses ha.
Por cierto que la tropilla no se puede quejar de su suerte; la
han mudado de campos algo pobres, a tierras extensas donde puede retozar a
gusto, encontrando por todos lados gramilla, su pasto favorito, agua regular y
reparo contra las intemperies: así mismo, al asomar la estación del renuevo,
sienten los caballos en sus pobres almitas de animales, que algo les falta,
algo que los llama, allá, de donde los han traído.
Y sin embargo, no han dejado tras de sí
amores, que les son prohibidos; ni familia, que no la tienen; ni condiciones de
extraordinario bienestar. Aquí, tiene la madrina a su hijo último y no falta
padrillo que le haga la corte; todos quieren al amo que los trajo, y está él
ahí con ellos.
¿Qué es, entonces lo que anhelan?
¿Cuál será la fuerza misteriosa que,
imperiosamente, les mandó, una noche, salir del campo donde los han creído
habituados ya, y agarrar al trote largo, en línea recta, abreviando el camino,
cortando campos que nunca han pisado, como guiados por impecable vaqueano;
vadeando arroyos, evitando alambrados, sin pararse, sin mirar para atrás, para
el pago que los ha visto nacer?
¿El invierno, allá, será menos rudo, el
verano más suave, el agua más dulce, el pasto más tierno y más perfumado, el
cielo más alegre, la pampa más verde?
Sí: pues no hay pampa más verde, cielo
más alegre, pasto más tierno ni más perfumado, agua más dulce, verano más
suave, invierno menos áspero que los de la Querencia: la Querencia, donde uno
ha nacido y se ha criado, bien sea en la abundancia, bien sea entre penurias;
la Querencia que aminora hasta el mismo espanto de la muerte, cuando ha llegado
la hora fatal.
- IX -
La Sequía
Despavorida, disparó la diosa de las
Praderas, dejando caer su manto de flores, al ver, en los vapores rojizos del
horizonte, diseñarse la descarnada cara llena de arrugas apergaminadas, los
huesosos miembros y los senos enjutos de la horrible Sequía, hija de las
deidades del fuego infernal, escapada de su prisión subterránea, con sus
temibles vástagos, la Polvareda y las Quemazones, el Hambre y, la Sed.
¡Oh terror! ¿en castigo de qué crimen
habrán permitido los que reinan en los cielos que tan cruel y devastadora plaga
azote la Tierra?
Pampa se veló la faz y cerró los ojos,
para no ver el desastre de su hermosura. A girones, con sus dedos de esqueleto,
la Sequía arranca el vestido modesto que la cubre; le quita de las manos la
cornucopia, y la entrega a su hija la Polvareda, para que la esconda y la tape.
Y se sienta perezosamente, en los
dominios conquistados, contemplando con sus ojos tristes los juegos de la
Polvareda y del Viento en la llanura desolada.
Van, vienen y corren los remolinos
ágiles, que rozan apenas el suelo con su pie ligero, manchando el cielo gris,
de su nubecilla amarillenta; desapareciendo, volviéndose a elevar, pequeños a
veces y creciendo de repente; inmóviles un rato y súbitamente girando sobre sí,
recorriendo como relámpagos toda la lomada; atrayendo consigo, en loca carrera,
las flores secas de los cardos y la paja voladora, que amontonan en los
recovecos, hogueras aprontadas para las venideras quemazones.
El calor es intenso; el sol empañado por
la Polvareda gris y triste, ha quemado toda la vegetación que cubría el suelo,
y quema ahora la tierra para que no vuelva a salir una hebra de pasto; y
cuando, cada tarde, desaparece, amenazador y rojo, deja en el corazón del
pastor un invencible desconsuelo.
Los meses pasan; al verano siguió el
otoño; la Sequía allí queda siempre. ¿No la vendrán a buscar sus padres para
volverla a encerrar?
El sol sigue con su implacable color de
sangre, y si ya sus rayos se han vuelto impotentes para quemar, acuden las
heladas nocturnas a reemplazarlos en esa tarea. El invierno despliega todo su
rigor, y la Sequía empieza su abyecta cosecha de osamentas, volteadas
-lastimosos hecatombes- por sus hijos mayores, el Hambre y la Sed. Queda
sembrado el campo de cadáveres; y la Polvareda se divierte, ayudada por el
Viento, en arrimar en ellos montoncitos de arena, hoy, de un lado, mañana, del
otro.
Los arroyos están en seco, y si, en
alguna parte, surge todavía débilmente algún manantial empobrecido, se
amontonan alrededor las haciendas flacas y sedientas, y se quedan ahí horas,
esperando la muerte, único alivio de tantos males.
El viajero, en busca de otros campos,
también se aproxima para beber y refrescar sus caballos extenuados por la
travesía; al grito que pega para abrirse paso entre la hacienda, las vacas se
mueven despacio, cruzándoseles las patas, o se levantan penosamente y se
vuelven a derrumbar.
¡Oh, Lluvia divina! madre de la
Fertilidad. ¿Dónde estás?, ¿adónde te fuiste?, ven, teniendo de la mano a la
Primavera; ven a espantar a esta odiosa, maldita Sequía; ¡mójala, ahogala a
chaparrones, echala, perseguila! Devuelve a Pampa su vestido verde y tráete de
vuelta la diosa de las Praderas, coronada de flores nuevas.
- X -
La Diosa Roja
Lo que a la Diosa Roja encanta, en su
loca pasión para la sangre, no es que corra ésta por las venas de los seres,
vital y preciosa fuente de actividad y de lucha, de odio y de amor; no: lo que
quiere, ella, lo que, ansiosamente ávida, acecha y busca, es el gozo de
contemplar su color hermoso, cuando, escapándose de los mil dédalos de su
prisión, corre, bermeja, brillante, purpúrea, en borbollones espumosos, y se
derrama en efluvios de tibia y repulsiva insipidez, al salir de las arterias,
por las heridas del cutis cortado.
Pero no la puede verter ella, y tiene que
acudir a los mismos seres vivientes, para que le brinden los medios de saciar
su sed infame.
A los hombres primitivos les enseñó con
este objeto, la aguzar piedras o huesos de animales, espinas de pescados y
ramas de árboles; pero entre los hombres de la Pampa pudo vulgarizar armas más
eficaces, traídas por ella sigilosamente, de los países lejanos donde se
trabajan los metales, y los incitó a adoptar la costumbre de llevar cuchillo;
no cuchillos pequeños, de estos que por descuido o por torpeza, sólo pueden,
con cortar alguna venita, avivar los deseos de la cruel, sino el cuchillo
ancho, largo y cortador, de poca punta pero de filo feroz, que, sin esfuerzo,
taja el cutis, perfora las vísceras, parte los corazones, desgarra las fibras,
separa las carnes y abre camino fácil a la sangre prisionera.
Del infeliz que lo lleva, en la ilusión
que es herramienta y no arma, la Diosa Roja, en su afán de ver derramado el
sagrado tesoro de las venas humanas, pronto hace su sacerdote enfurecido, con
sólo aparecer a sus ojos turbados.
Amante de las reuniones numerosas de los
hijos de la Pampa, se mezcla con ellos y flota, forma etérea, entre los vapores
del alcohol, su precursor favorito.
Va de grupo en grupo, llenando de
reflejos colorados los ojos empañados por la embriaguez; los encandila, los
enceguece; sugiere palabras hirientes, aviva la conversación más insulsa, alza
el tono de las voces; vuelve sombrío el pensamiento, desvía la lengua,
sobreexcita el ademán; y el hombre a quien eligió de sacrificador, se siente
poco a poco vencido por la fuerza irresistible de su destino fatal; invadido,
arrollado por el prurito de matar, matar, matar.
Todo, alrededor de él, colorea: las
cosas, los seres, el aire que respira; sus ideas, las palabras que pronuncia y
las que oye, todo es color de sangre; pero no corre la sangre; y quiere,
necesita que corra, tiene que ver derramada la sangre, la sangre.
Y con el cuchillo -¿quién sabe quién se
lo habrá puesto en la mano?- le abre camino: corre, ahora, corre, se derrama,
se extiende, bermeja, brillante, purpúrea, en borbollones espumosos, con densos
efluvios de tibia y repulsiva insipidez; le cubre la mano, y del cuchillo todo
colorado, gotea, gotea...
Al rato, percibe como un rozamiento de
alas, como una risa sarcásticamente agradecida. Se va disipando la nube
colorada que lo rodeaba: ya se desvaneció la Diosa Roja. Y vuelve él a ver
-¡espanto!- las cosas, como son.
- XI -
Aguas claras
El Genio de los cañadones y sus acólitos
bien quisieran, por supuesto, manosear a su antojo todas las aguas de la Pampa,
ensuciarlas, embarrarlas, y con ellas, salpicar al transeúnte, molestar a los
conductores de vehículos, arruinar al estanciero. Pero el Creador restringió el
poder de este malvado a las aguas que, en castigo de la humanidad, derrama Él
en la tierra empapada, y no permite que su reinado sea de larga duración, ni
que se apodere del pequeño sobrante de agua que, a veces, deja caer de la
fuente celestial.
A cada arroyo, a cada lagunita de la
Pampa, dio su guardián propio, graciosa ninfa etérea, a quien sólo puede
adivinar y algunas veces, ver, el alma piadosa que en ella crea.
En las primeras horas de la mañana, sale
de su glauca morada, envuelta en tenue vapor flotante; se eleva despacio hasta
volverse, bajo los rayos del sol, tan diáfana que los mismos alguaciles, a
pesar de sus grandes ojos curioseadores, no dan siempre con ella, cuando la
vienen a avisar que se prepare a recibir la visita de su ama, la Lluvia.
Aunque sean todas hermanas, no son esas
ninfas todas iguales. Unas por haber nacido primero, o haber caído en gracia al
supremo Dispensador de los puestos celestes, reinan en arroyos caudalosos que,
de día y de noche, y en todo tiempo, les cantan canciones alegres, les murmuran
palabras de amor o les cuentan mil historias llenas de interés sobre lo que, al
pasar, han ido viendo; otras tienen bajo su dominio verdaderos lagos que
resisten, valientes campeones, a la Sequía horrible, cuando se empeña en
cambiar en playas áridas los dominios de las diosas acuáticas.
Y en las orillas de sus aguas azules y
profundas, se dan cita con millares de pájaros de todos colores y de todas
formas, el cisne majestuoso, el flamenco rosado, verdadera joya de la Pampa, y
el deslumbrante mirasol, orgulloso de que sólo sus plumas sean dignas de
engarzar el brillante.
Menos favorecidas, otras ninfas sólo
reinan en pequeñas lagunitas; pero los reinos pequeños son más fáciles de
gobernar, y nunca faltan algunas avecillas que vienen a saciar su sed minúscula
en sus aguas, pagándoles el gasto con alegres trinos.
Las más desheredadas son las que tienen
por todo haber, lagunas amargas y salitrosas; contemplan, éstas, con cierta
envidia, sentadas en la tosca amarillenta del áspero lecho de sus despreciadas
aguas, espumosas y verdes, a sus hermanas afortunadas. Pero se consuelan con
pensar que, sin hacer diferencias, lo mismo se reflejan en la lagunita como en
el lago, en el agua salobre como en el agua dulce, el Sol, amoroso, y la Luna,
cariñosa.
- XII -
Dioses Desvanecidos
No siempre han sido los mismos de hoy,
los dioses de la Pampa; pero terribles, horrendos, y enemigos de la Humanidad
han de haber sido los dioses primitivos, a juzgar por los restos de los rebaños
que protegían, tan monstruosos, que no permitían la presencia del hombre en la
tierra.
Ni los mismos sabios pueden decir cuantos
miles de años han reinado, ni como surgieron, ni como han desaparecido.
Sus luchas con los dioses actuales han de
haber sido tremendas, pues han dejado la tierra convulsionada en muchas partes,
y sólo habrán podido ser vencidos por algún Hércules ignoto, cuya historia no
supo conservar la tradición.
Para el hombre creyente en la divinidad,
no cabe duda que los pastores de estas estupendas haciendas y los amos de esas
horrorosas fieras eran de esencia divina.
Pues, no sólo necesitaban un poder
sobrehumano para dominarlas, sino que tampoco han dejado en la tierra rastro de
su existencia mortal.
Difícilmente puede el pastor pampeano
mirar con alma serena, los esqueletos dejados en la tierra que hoy pisa, por
los animales extraordinarios, de formas y tamaños inverosímiles, a los cuales
gobernaban entonces esos dioses desvanecidos; y se le llena de gratitud el
corazón para las deidades protectoras que han sabido desterrar de la llanura a
semejantes monstruos y a sus pastores, seguramente más execrables aún.
Ni las más horribles apariciones de
febril insomnio darían una idea remota de lo que podían ser: pues, ¿qué
imaginación habrá, bastante audaz para soñar jamás con un rodeo de esos
megatheriums, al lado de los cuales los elefantes de hoy serían hacienda
despreciable por su pequeñez?
Inmensos rebaños de mastodontes y de
milodontes pacían, enormes, pesados y lerdos, entre los gigantescos helechos de
la llanura, alzando en cada bocado una prodigiosa cantidad de pasto, víctimas,
a menudo, de la ferocidad del smilodon, el tigre gigante que repartía con un
oso de igual tamaño y de igual ferocidad, sus despojos.
Cubiertos de corazas indestructibles,
pues han resistido durante miles de años las que todavía se encuentran, los
gliptodontes, esos peludos de entonces, cavaban con sus unas enormes, cuevas en
las cuales en vez de quebrarse un pie, el caballo de hoy hubiera desaparecido
entero con jinete y todo.
Y si apareciera hoy en la Pampa uno solo
de los zorros, de los hurones o de las comadrejas que, en aquellos tiempos
remotos, cazaban cuises y pájaros mayores que las ovejas que cuida el hombre,
el pánico sería tal que haría disparar hasta el Océano o las Cordilleras,
pastores y rebaños.
¿Quién resistiría sin temblar, el aspecto
del formidable foróracos, ave de rapiña del tamaño de dos de los caballos
actuales, si lo vieran elevarse en los aires, llevando entre sus garras un
lagarto dinosaurio de veinte metros de largo, tapando con sus alas el sol, y
con ellas, removiendo el aire en fragor de tempestad, mientras, despavoridos,
huyeran y desaparecieran, en los profundos fangales, reptiles sin nombre, de
repugnante enormidad, en hervidero pavoroso?
Salgan, pacíficos pastores, de sus
grutas, de sus escondrijos; pues se fueron para siempre los monstruosos rebaños
y sus guardianes monstruosos, dioses desvanecidos de la Pampa.
- XIII -
Dioses Protectores
Desaparecidos de la Pampa los monstruos
primitivos y sus nefandos guardianes; mezcladas en la tierra, para enseñanza de
los siglos venideros, sus últimas osamentas, con las primeras de los animales
útiles al Hombre, las deidades campestres, protectoras de los rebaños, se esparcieron
por las soledades y las empezaron a poblar.
Pero la tarea que parecía fácil a estos
dioses -seguramente oriundos de Grecia, aunque ni las más remotas leyendas
expliquen su inmigración, ni que los hombres eruditos hayan podido hacer más
que hipótesis al respecto-, les resultó lo más ardua. Acostumbrados al clima
primaveral de sus campiñas nativas, a la poética mansedumbre de sus habitantes
dedicados a hacer correr en ánforas fabricadas por ellos mismos y bellamente
adornadas de artísticas pinturas, la espumosa leche de sus ovejas, a recoger la
miel de las abejas del Himeto, a prensar las uvas hinchadas en las cubas
rebosantes, a sacar del árbol favorito de Minerva el untuoso aceite, a encerrar
en los graneros las doradas mieses, acompañando todos los trabajos con himnos y
bailes sagrados, y celebrando con alegre fervor su agradecimiento por la
generosidad inagotable de sus dioses, sorprendidos, chocaron éstos, en la
soledad pampeana, con hombres insumisos, errantes, belicosos y brutales, sin arte
ni poesía, groseros y sin disciplina.
No por esto se desanimaron; con paciencia
divina, poco a poco les sugirieron la idea que los animales de rebaño no eran
animales de caza; les hicieron comprender que más fácil era cuidarlos juntos y
tenerlos bien seguros que irlos persiguiendo por los campos, para sacar de
ellos, con mucho trabajo y grandes peligros, producto precario e insuficiente.
Pocos fueron, al principio, los que
consintieron en renunciar a su modo salvaje de vivir; pues para ellos, un toro
flaco y arisco, robado con las armas en la mano, era de más sabor que cien
vacas domesticadas. Hacían alarde de desdeñar a los dioses protectores de los
rebaños, y de ser, ellos solos, dueños por la fuerza de los animales
domésticos, pacientemente criados por los que obedecían a las inspiraciones
divinas.
Pero estos mismos que, aprovechando de su
fiereza nativa, sólo los dones de valor y de sufrimiento a ella inherentes,
habían logrado asegurarse la vida relativamente fácil y holgada, con domesticar,
mejorar y aumentar sus rebaños, empezaron a juntarse contra los rebeldes que
trataban de inutilizar sus nobles esfuerzos. Protegidos por sus dioses, los
destruyeron o los sometieron, y los obligaron por las armas a ayudarles en sus
trabajos campestres.
Y en la Edad Moderna, si bien vagan por
la llanura algunos matreros todavía refractarios al culto de los dioses
protectores de los rebaños, van, poco a poco, desapareciendo y dejando en la
tierra, mezclados con los de las nuevas generaciones, para enseñanza de los
siglos venideros, sus huesos, últimos rastros de la existencia de su raza
inferior y condenada.
Los dioses, mientras tanto, siguen su
tarea y enseñan sin cesar a los habitantes de la Pampa, hoy dóciles y sumisos,
que los rebaños siempre se deben mejorar; que para hacerse la vida más
llevadera, el Hombre debe pedir a la Tierra, su madre santa, las mieses
doradas, el vino bermejo, el untuoso aceite, la dulce miel, y la seda lustrosa,
y la fina ropa de lino, y las frutas sabrosas, y la madera abundante; y que de
los bienes de la Tierra conseguidos por el trabajo, nace el bienestar, y del
bienestar, el amor a las artes que embellecen la vida.
- XIV -
Dioses Malvados
Del éxito nace la envidia; el impotente
para crear goza en la destrucción. Así del éxito conseguido en sus dominios de
la Pampa por Pan y los dioses protectores de los rebaños, nació la envidia de
sus congéneres: los dioses Malvados. Y se empeñaron éstos y se siguen empeñando
en contrarrestar en mil modos los beneficios prodigados al Hombre por los
primeros.
Mientras los rebaños abandonados a sí
mismos, produjeron poco, los dejaron en paz; pero cuando ya vieron que
aumentaban y brindaban al Hombre agradecido los mil favores que los dioses
protectores le habían prometido, empezaron ellos, con razón, a temer que aquel
no retribuyese más culto que a los que por sus divinas inspiraciones, lo iban
haciendo feliz.
Y dando curso a su fecunda imaginación,
inventaron ingeniosas molestias, fastidiosas, exasperantes y perjudiciales que
desalentaran al pastor. Llamaron en su ayuda a los mosquitos que arrean lejos
de la querencia a las manadas; a los jejenes, que enloqueciendo las majadas, se
las llevan, durante la siesta, en lento remolino, hasta hacerlas mixturar con otras;
a los tábanos que tienen rodeadas las haciendas, sin dejarlas salir a comer.
Aprovechando los descuidos del pastor, la
soledad, la extensión de la llanura y la tupidez de los pajonales, desatan los
cencerros del pescuezo de los animales madrinos y facilitan el extravío de
puntas de ovejas que nunca se vuelven a ver, y de tropillas que para siempre
desaparecen.
También introducen en rebaños refinados,
reproductores de baja extracción que dejan burlado, para un tiempo, el esmero
del criador en refinar sus haciendas.
Inundan la tierra, con sólo abrir, en un
descuido del aguatero celestial, la llave del depósito, o poner sigilosamente
en libertad a la Sequía y sus horribles hijos el Hambre y la Sed. Hacen que el
fumador, al galopar, inconsciente, entre montones de paja voladora, deje caer
el fósforo prendido, produciendo quemazones.
Ellos son que por medio de seres
impalpables, cuya existencia durante mucho tiempo no pudo sospechar el Hombre,
en su ignorancia, desparramaron la muerte en los rebaños; hasta que el
semi-dios Pasteur, mandado a la Tierra por los dioses protectores, hizo conocer
los efectos y las causas, revelando a sus discípulos, antes de volver a las
regiones etéreas, los medios de combatir las plagas mortíferas.
También han creado los dioses malvados
para sus fines destructores, la sarna que roe la lana y carcome la oveja, y la
terrible langosta que no deja pasto donde pasa.
Algo peor han hecho, en su afán malévolo:
han inventado ciertos parásitos -que no son insectos-, a los cuales el
hacendado, para hacérselos propicios, tiene que pagar el tributo que exigen su
corrupción y su avidez.
- XV -
Gobierno Celestial
Lo mismo en la Pampa como en las demás
partes de la tierra, cuatro son los delegados del Poder Ejecutivo celestial,
que se reparten, durante el año, la tarea de regentear los fenómenos de la vida
vegetal y animal.
Pero cada uno de ellos entiende sus
deberes a su modo, y como el que entra encuentra siempre mal lo que ha hecho el
antecesor, no quedaría nada en pie, si el Creador, con su mano poderosa y su
buen sentido, no enderezase las cosas, corrigiendo los disparates, a veces
tremendos, que cometen sus delegados, y haciendoles acordar a éstos que, según
la ley eterna, deben desempeñar su papel por turno, en ciertos límites, y con
atribuciones fijas.
La Primavera, por ejemplo, joven y
elegante, tiene orden de engalanar la llanura y de prodigarla las flores y los
brotes nuevos; debe mantener en la tierra, aumentándolo paulatinamente, un
calor suave durante el día, y tratar de que las noches sean sólo frescas, para
favorecer hasta la exuberancia, la vitalidad de los seres, a los cuales
inspirará las inefables ideas de amor, que aseguran la perpetuación de las
especies.
Tiene para ello, que esparcir en la
atmósfera perfumes embriagadores y poéticos gorjeos de aves, en suave abaniqueo
de céfiros.
Pero a la Primavera le falta tino y le
sobra presunción; y en su caprichosa inexperiencia, tan peculiar atributo de la
juventud como la gracia seductora, comete cada locura capaz de comprometer sin
remedio, la obra divina.
¡Cuántas veces le ha retado el amo, por
haberse descuidado con el Sol! Este, si no lo vigilan, voltea la pantalla y con
las mil bombillas de sus rayos, se chupa todos los vapores del suelo.
La Primavera, ya que lo ve, ligero, lo
tapa con nubes, creyendo así componer las cosas, y para refrescar la atmósfera,
abre de par en par la puerta a los vientos, que no quieren otra cosa y salen
bailando, tirando piedras a las mieses y agua fría a las ovejas esquiladas; o
bien pide prestada al Invierno alguna helada que le haya quedado sin gastar, y
todo lo refresca tan bien que destruye los gérmenes, aniquilando las esperanzas
del labrador.
El Verano, que toma su lugar, algo más
entrado en años, pero con todo el vigor que da la ambición, exacerba las
fuerzas vitales, voltea por inútiles, las flores marchitas, y para preparar la
madurez de todas las frutas y la realización de todas las promesas de la
Naturaleza, calienta asiduamente la Tierra, de día y de noche, endureciendo los
gérmenes y dándoles la fuerza necesaria para cambiarse en fruta perfecta.
Algunas veces se le va la mano, y todo entonces, en vez de madurar, se marchita
y muere; y rezonga, con mucha razón, al tomar el cargo, el Otoño, funcionario
serio, formal y reposado, cuya misión es vigilar la formación definitiva y la
maduración de los frutos de la Tierra.
Acabada su misión, cederá éste la
poltrona al Invierno, viejo achacoso y mal humorado, poco afecto a mejoras, de
que sabe que no alcanzará a gozar, y que sólo deja descansar y dormir la
Tierra, sin preocuparse de lo que, por este sueño fatal, sufran los seres
vivientes. Como si creyera, viejo tonto, que con él todo se debe acabar, como
si de la muerte no naciera la vida; como si de los pliegues de su capa, no
tuviera que salir otra vez la Primavera victoriosa, joven, loca, sin tino,
caprichosa, pero eternamente llena de gracia seductora y de savia vital.
- XVI -
Justicia criolla
Con muchas otras deidades que emigraban a
la Pampa, también se debía embarcar Temis, con su espada y su balanza. Pero
cuentan que no pudo venir; y no se sabe si es que mandó en su lugar a la que
hoy reina en las campañas pampeanas, con el nombre de justicia, o si se vino
ésta por engaño, asegurando que entendía del oficio, o si -lo que parece más
probable- ha sido producto genuino del suelo americano.
Lo cierto es que se portó tan mal que
pronto, todos, y hasta sus mismos compañeros olimpianos, bien indulgentes, por
cierto, vieron que nada tenía de la gran semi-diosa, nodriza de Apolo, y que ni
hija, ni siquiera entenada podía ser de ella.
Usaba pesas más falsas que las del último
bolichero y sólo para los débiles era temible su espada.
Interpretando siempre las leyes a favor
del poderoso, se tapaba los oídos para no dejarse engañar -decía- por el
derecho y la razón.
Lo peor era que se dejaba manejar por los
que con el título de defensores del derecho, se hacían los intermediarios de
los tráficos más viles. Y cuando no podían éstos entenderse entre sí para
despedazar a las partes y repartirse los despojos, acudían a la Diosa, quien,
gustosa, les alquilaba sus armas y su prestigio.
Tanto que, un día, el pueblo pidió al
Creador que diese una visita por allí y limpiase la Pampa y sus pueblos de la
tiranía de esa falsa Justicia que todo lo destrozaba y arruinaba, dejando
impune al criminal, y castigando a las víctimas, despojando a la viuda y al
huérfano para enriquecer al ave negra mansa, su favorita, sembrando el odio a
las leyes, en vez de hacerlas respetar y querer; devorando a los que venían,
confiados, a implorarla.
Aseguran que hasta el dios de los dioses
llegó la queja de los pobres. Dicen que echó una ojeada en los pueblos de la
Pampa y quedó estupefacto al ver la clase de diosa que llamaban allá justicia
Criolla, juró que jamás había sido mandada por él, y, armándose de una
escoba... nombró una comisión.
- XVII -
Sátiros
El hijo de Cipris, con su carita rosada y
perversa, su cuerpo gentil, sus alitas delicadas de angelito y su sonrisa tan
apetitosa de querubín pícaro, nunca pensó siquiera en desperdiciar sus flechas
en ninguno de los corazones rústicos que pueblan las miserables chozas de la
Pampa, ni quiso reivindicar como suyo ese dominio áspero y rudo, donde los
cantos de amor no son más que gruñidos de deseo.
Pero, si la primavera ahí, es corta; si
el viento en la llanura, esparce violentamente los gérmenes, en vez de
depositarlos con suavidad en el seno de las flores, no por esto dejan de flotar
en ella efluvios amorosos, lo mismo que en los bosquecillos más floridos de
esas campiñas descriptas por los poetas, tan bellas que parecen sueño; y de lo
que desdeñó Cupido, se apoderaron los Sátiros, dioses atrevidos del procreo
brutal.
Atropelladores sin vergüenza, recorren la
Pampa, ligeros en sus pies de cabra; se mezclan con los rebaños, y por donde
han pasado, surge el prurito bestial.
Los toros en el rodeo, escarban con furor
el suelo, hacen volar la tierra y mugen desesperadamente. En los corrales,
suenan las topadas de los carneros y no hay padrillo que no relinche en las
manadas por donde cruzaron los Sátiros.
Y por toda la Pampa, bien dormida y bien
comida, ociosa y perezosa, reina el único afán de procrear, de engendrar, de
multiplicar, para poblar pronto ese desierto fértil.
Pero no existen bosques donde puedan
esconderse estos dioses silvestres de la fecundación; donde se puedan juntar
para contarse sus proezas, sin correr el peligro de ser sorprendidos por los
mortales.
Y tienen que acudir a disfraces para no
quedar expuestos, en los pajonales, a la intemperie y para conseguir en las
habitaciones humanas hospitalidades que, a menudo, facilitan su misión.
¿Quién entonces los conocería, sin estar
en el secreto de los dioses?
De chiripá amplio, los cuernitos
encerrados en el sombrero gacho, de pie muy pequeño, como que es de cabra, su
bota fina y de taco alto, el Sátiro, hecho todo un gaucho, se presenta tan bien
que nadie podría pensar en rechazarlo.
Y sin embargo ¡qué poca confianza
deberían inspirar a la dueña de casa los labios rojos que relumbran como
sangre, entre la espesa barba renegrida, dejando ver en cruel y sarcástica
sonrisa, los dientes blancos y amenazadores, mientras que en los ojos
irónicamente relucientes traslucen el invencible deseo!
¡Cuidado! ¡cuidado! ¡jóvenes y viejas!
Para semejantes sembradores, toda tierra es buena; ni hay carne cansada para
tamaños apetitos.
- XVIII -
Silvanos y Faunos
Juiciosos hermanos de los Sátiros locos,
los Faunos recibieron del rey de los dioses la misión de proteger los rebaños
esparcidos por la Pampa, y los Silvanos, los montes de la misma.
Éstos, ya que les mandaba el amo,
vinieron; pero pronto pensaron que debía ser un error de él, el haber creído
que existieran montes en la Pampa, y durante mucho tiempo, se lo pasaron lo
mismo que los humanos, tiritando de frío o quemados por el sol, al ilusorio
reparo de las pajas.
Los Faunos también, por el mismo motivo,
se encontraban mal, acostumbrados como estaban, en las campiñas fértiles de
donde son oriundos, a retirarse con rebaños en los montes, durante la noche y
durante las horas de la siesta, y a juntarse allí con sus hermanos, a platicar alegremente,
a la sombra y al reparo, o a estudiar, tratando de imitarlos en flautas
rústicas, el gorjeo y el silbido de las avecillas.
Estaban los Silvanos a punto de
renunciar, desdeñosos de un puesto que creían inútil a la par que poco
agradable, cuando uno de ellos, vistiéndose de vasco y armándose de una pala,
se hizo aceptar en la morada de uno de los pobres habitantes de esa tierra, tan
desheredada al parecer, pidiéndole licencia para plantar en hileras algunas
estacas de madera.
Riéndose, el gaucho se lo permitió, con
esa indulgencia que siempre se debe a los locos inofensivos, y hasta le ofreció
-irónico- pagarle un centavo por cada estaca que a los dos años, tuviera hojas.
Y el Silvano plantó álamos y sauces -pues
otra cosa no tenía- todo lo que pudo, y dicen que el gaucho, admirado y
asustado a la vez, no se reía cuando le tocó cumplir su imprudente promesa.
Pero tuvo su compensación; pues los
Faunos, agradecidos, protegieron sus rebaños tan bien, que se multiplicaron y
prosperaron de modo inaudito.
Del frondoso monte que así adornó su
campo, se elevaban al cielo los cantos de alegría de millares de pájaros, de
colores hermosos; la sombra espesa en verano, protegía sus rebaños contra los
ardores del sol, y con la madera de los árboles pudo hacer para ellos abrigo
contra las intemperies del invierno. En las noches de heladas, al volver de sus
rudas tareas en el campo, pudo prender en el hogar familiar esas alegres
fogatas de ramas secas que regocijan el corazón al calentar el cuerpo, y
conoció por fin, en vez del horror de dormir, sudoroso, su inquieta siesta,
llena de pesadillas, entre las cuatro paredes cocidas por el sol, de su rancho
miserable, el gozo de descansar a la fresca sombra de los árboles, en espeso
lecho de hojas secas, mirando al cielo entre las ramas meneadas por suaves
auras, escuchando con el alma los mil murmullos de la naturaleza.
- XIX -
Soledad
Cuando, perseguida sin cesar por el
aumento siempre creciente de la población humana en el Viejo Mundo, la Diosa
Soledad tuvo que abandonar, uno tras otro, todos los retiros en los cuales
había buscado refugio, emigró a la Pampa.
Ésta le pareció lugar apropiado para que
erigiesen altares los que le dedican culto.
Pero el reino de la Soledad pampeana es
muy diferente del de la soledad de los lugares agrestes selváticos o
montañosos.
El mortal huraño que, huyendo de la
sociedad de sus semejantes, establece su rancho solitario en la falda de alguna
loma o en algún pequeño doblez de la llanura, al divisar en lontananza y sin
obstáculo, todo el horizonte despoblado, se siente tan solo como el que más se
encierra en la espesura de la selva, o en grutas inaccesibles; pero no comparte
los pensamientos del ermitaño de la selva o de la montaña, que se esconde y
desaparece al menor ruido, como la lechuza, al primer rayo de luz.
La diosa Soledad no inspira en la Pampa,
a sus adoradores, estas tímidas ideas de retiro encerrado, estéril y egoísta;
precario también, pues cualquiera puede violar, por casualidad o por osadía,
semejantes escondrijos; en la Pampa, no puede haber sorpresa.
Al contemplar, alrededor suyo, de pie al
lado de su corcel guapo, el espacio inmenso que lo rodea, el solitario
pampeano, penetrado de indomable espíritu de independencia, comprende que no
necesita esconderse, ya que siempre le cabe interponer entre él y toda sociedad
importuna, las distancias que pueda medir el galope de su caballo.
Tampoco puede la Soledad, en la llanura
fecunda, ser la misma que, fúnebre, pesa en el desierto estéril. El silencio
que rodea a la Soledad pampeana no es silencio de sepulcro, hecho, como lo es,
de mil ruidos de vida misteriosa; y si también duerme, no es del sueño de la
muerte, pues sólo espera que la despierte el alegre fragor del trabajo humano.
¡Soledad! Suplicio lento y mortal de las
almas vanas; intenso gozo de las que se bastan a sí mismas; indulgente amparo
de los orgullos heridos y de las ambiciones fracasadas; hermana compasiva de
los corazones ansiosos de disimular a la curiosidad cruel de los indiferentes
un dolor profundo; protectora discreta de la felicidad asustadiza; complaciente
amiga del pensador, inspiradora sin rival de sublimes obras, ¿cómo quitarías,
oh Diosa propicia, al que se aísla en los grandes horizontes y los vastos
espacios de la Pampa fértil, el sagrado instinto de la solidaridad humana, que
exige que los fecunde su esfuerzo, en aras del bien común?
- XX -
Tertulia de Estrellas
Misteriosas compañeras de Febe, las
estrellas innumerables alumbran la morada celeste de los dioses, y por lo poco
que de su luz ven los mortales, no pueden tener de su verdadero esplendor, sino
la misma idea vaga que de una fiesta regia puede tener el pobre transeúnte, al
percibir desde lejos, filtraciones luminosas y melodiosos ecos.
Por esto es que algunos hombres
ambiciosos han trabajado siempre por erigirse en sacerdotes de las lejanas
deidades, tratando de imponer a la humanidad, como artículos de fe, todas las
mentiras que han inventado respecto a ellas.
Han construido instrumentos terroríficos,
con los cuales aseguran que pueden espiar los movimientos de las divinas
lámparas, llegando, dicen, por cálculos complicados, a saber, minuto por
minuto, todo lo que hacen y a donde van, durante el día. Desde muchos siglos y
en todos los países del orbe, ha habido sacerdotes embusteros, cuya pretendida
ciencia de los astros ha sido, al fin, siempre desmentida, quedando el hombre
cada vez más desengañado.
De cualquier modo que sea, los favoritos
de las estrellas nunca han sido los sabios o los que se dan por tales, y, si
bastasen palabras mágicas para decidirlas a bajar del Cielo, más bien lo harían
a la voz del humilde gaucho, cuando cruza la llanura, arreando la baleante
tropa de hacienda en derechura al punto que como guías infalibles, le han
indicado, y cantándoles sus lindas décimas.
El astrónomo asegura, y puede ser que sea
cierto, que hay otras estrellas en otros países; ¿qué le puede importar esto al
pastor pampeano? más lindas no pueden ser, ni más numerosas, que las que
salpican, en las noches claras, el inmenso manto azul, maravillosa bóveda de la
llanura argentina.
Mirar las estrellas, una por una, en un
anteojo, ¡pero, es blasfemar! Sin duda, cada una de ellas es admirable joya, pero
los dioses han querido que el hombre las pueda contemplar todas juntas, para
que se penetre mejor de su generosa magnificencia. Se las ha dado para que goce
de ellas y de su luz misteriosa, sin atreverse a escudriñar sus secretos
divinos.
Puede ser que sean la morada de las almas
que han dejado la tierra; puede ser que sean mundos llenos de vida; o bien
mundos en formación, destinados a reemplazar a los que desaparezcan. ¡Misterio!
Lo único cierto es que son inagotable fuente de poéticos ensueños para el alma
sencilla del pastor, y que el gaucho, tendido entre las pajas, en su recado,
las mira con amor, porque son de él, y con admiración porque son bellas,
agradecido por su fidelidad inquebrantable al guiarlo por la Pampa desierta.
Y saluda, respetuoso, al Crucero que el
Creador mandó fijar en la bóveda celeste, para indicar al semidiós Colón el
camino del mundo nuevo; se sonríe al ver a las Tres Marías, brillantes y
coquetas mozas que, prendidas del brazo, obligan a bajar de la vereda a los Tres
Reyes, intimidados y medio pálidos; en vano trata de contar las Cabrillas; dice
que son siete, pero confiesa que pueden ser setenta o quizás siete mil: y
siente que las Manchas del Sur ensucien así la Vía Láctea, fijandose también si
la Plancha tiene, ese día, la punta hacia abajo o la punta hacia arriba.
Y se duerme, soñando con mundos
desconocidos, hasta que el Lucero enorme, asomándose detrás de los Andes, con
su traje por demás relumbroso, llegue por fin a la tertulia y le ponga término,
egoísta, eclipsando a las compañeras.
Se despierta entonces el gaucho
argentino; se levanta, se sacude, y mientras ensilla su caballo, los primeros
albores del día le hacen ver cuán más hermoso y más poderoso que la Estrella
orgullosa, es el Sol de Mayo.
- XXI -
Lares y Penates
La estancia extiende sus campos ricos y
pastosos alrededor de la morada señorial. Jardines alfombrados de flores,
montes de frutas exquisitas, parques de grandes árboles y de verdes praderas,
rodean la casa altanera, quebrando con sus paisajes artificiales la monotonía
pampeana.
Del piso bajo hasta el último, de donde
se domina, sin poder alcanzar a ver su límite, los potreros alambrados,
poblados de haciendas de gran precio, el edificio está adornado de muebles ricamente
tallados, de alfombras lujosas, de cortinados espléndidos.
En una piecita algo obscura, retirada,
modesta, sin adornos de lujo ni muebles modernos, está arrodillada una matrona
venerable. Reza, contemplando una estatuita de yeso mal pintado, pequeño ídolo
de fabricación tosca, colocada en una vidriera esculpida, y delante la cual se
consume lentamente el cirio sagrado.
Encima del mismo mueble, están algunos
objetos de forma anticuada o fuera de uso, conservados en primoroso estado de
limpieza por la misma anciana, quien una vez acabadas sus preces, los friega
devotamente, como accesorios sagrados de algún culto misterioso: un mate
sencillo con su bombilla de plata; un cuchillo de hoja mellada y de cabo
macizo, forjado por algún platero español de antaño, y una papelera de cuero,
bastante deshecha por un largo uso. En la pared, rodeado de ejemplares
primitivos del entonces naciente arte de la fotografía, representando los
reproductores fundadores de la hoy afamada cabaña, está colgado un lazo
trenzado, con un par de grandes espuelas y otros aperos del trabajo del
hacendado, que de herramientas, se han vuelto reliquias; en una mesita descansa
un cráneo de potro, liso y lustroso todavía, y, en el sitio de honor, dominando
al diosecito de yeso pintado, están, a cada lado de una litografía ingenua,
recuerdo de algún episodio de la conquista del desierto sobre los indios, dos
retratos a medio borrar, amarillentos y vetustos. Uno es el del fundador de la
familia, finado esposo de la matrona; el otro, el de un hombre bueno a quien ha
debido aquél, en parte, su fortuna.
Y todos estos objetos, esos humildes
muebles, esas imágenes deformadas, son los dioses Lares de la regia morada.
No siempre ha tenido penates el que fue
dueño del inmenso campo poblado hoy de refinadas haciendas. Se necesita un
hogar, por humilde que sea, para alojar a esos dioses, protectores de la
familia, un hogar fijo: y no siempre lo tuvo.
Pero, a la carpa primitiva, al toldo que
hoy se planta aquí, y mañana allá, sin adornos y sin muebles, sucedió el
humilde rancho, cuna de la familia futura, y los Penates y los Lares, dioses
domésticos ya se asentaron en él. Y fueron, e irán aumentando en número y en
valor; y nunca ha decaído ni decaerá jamás la devoción a los primitivos Lares
que, juntos con el pequeño ídolo de yeso pintado, han protegido al pobre
rancho, cuna de la familia poderosa, y siguen protegiendo la suntuosa morada
ricamente amueblada y rodeada de jardines y de campos extensos, poblados de
haciendas de gran precio.
- XXII -
Regalos Divinos
Numerosos grupos de hacienda vacuna ya
cubrían la Pampa, cuando Pan, dios de los pastores, visitó por primera vez
éstos sus nuevos dominios.
Pidió hospitalidad a sus protegidos y se
asombró al ver tanta miseria al lado de tanta riqueza, y que casi reinaba el
hambre en medio de la abundancia.
Es que el hombre, salvaje aun, carecía de
medios para domesticar estos animales, ebrios de libertad recuperada, y no
sacaba más de ellos que el mezquino provecho que le podían dar sus primitivos
ardides de caza.
Desnudo, bajo la piel de un ternero cuyo
balido imitaba con una perfección que sólo le podía envidiar el zorro,
despacio, gateando, se aproximaba el Indio a la vaca alzada y enderezándose
como resorte de acero, le hundía en el corazón un hueso largo, afilado en
punta.
O bien, cerca de la laguna, en el lugar
preferido de las haciendas para tomar agua, a la oración, el hombre, con
herramientas primitivas de hueso o de madera, o sino con las uñas, cava, activo
y paciente un pozo; lo tapa con brusquillas hábilmente acomodadas y cubiertas
don pastos elegidos, desparrama la tierra removida, y espera que algún animal
incauto se deje caer en él.
Otras veces, escondido entre el pajonal,
con flecha segura, hiere al toro más cercano; pero no siempre lo puede matar, y
el animal huye con bramidos de furor, sacudiéndose de tal modo que por la
llanura desparrama espantados a todos sus compañeros.
Y Pan, conmovido por la vanidad de tanto
esfuerzo humano falto de la ayuda divina, enseñó al cazador pampeano a cortar
el Lazo en el cuero de los animales, y a fabricar con piedras y cuero las
irresistibles Boleadoras que, con su brutal entrevero, paralizan al avestruz en
las furiosas sacudidas de su tranco que casi vuela, y sujetan al bagual en su
más loca carrera.
Con sus armas nuevas, el habitante de la
Pampa pronto pudo establecer su imperio pacífico sobre los animales y en vez de
destruirlos por matanzas sin medida, aprendió el oficio de pastor, aplicando al
cuidado y a la mejora de las haciendas su ingeniosidad de cazador, aguzada por
siglos de vida silvestre, y esta paciencia casi sobrehumana, prenda de la que
espera la vida del continuo acecho.
No faltan hombres sin religión que
simulan creer que el Lazo y las Boleadoras son de invención humana. Fácil es
conocer, en los trabajos del rodeo, a esos hombres impíos, por las mil
chambonadas que se divierte Pan, el más chusco de los dioses, en hacerles
cometer.
- XXIII -
El caballo
Y cuando el pastor pampeano tuvo el Lazo
y las Boleadoras, pronto se apoderó del caballo; probo su carne, y le gusto a
la par, sino más que la de la vaca. Pan entonces para completar su obra, le
hizo entender quede este animal podía sacar otros servicios, aprovechando su
ligereza, y que sólo dominándolo, sería el verdadero rey de la Pampa.
Pero a Pan le gusta divertirse, y no le
indicó los medios para lograr ese fin.
El Indio era ligero para correr; pero
comprendió que otra cosa que andar a pie tenía que ser el recorrer la llanura,
montado en el caballo, y entabló con él una larga lucha de astucia, de
violencia y de paciencia.
Teniéndolo bien asegurado, creyó que cosa
fácil sería tenerse sentado en él; y saltando encima, se abrazó con toda su
fuerza del pescuezo del animal. Loco de terror, a la vez que enfurecido, éste
pataleó, se abalanzó, corcoveó, se echó atrás y se revolcó en el suelo,
tratando de aplastar al que quería ser su amo.
A golpes lo emprendió éste con él,
entonces; y fue peor; a coces y mordiscones se defendió el animal indomable.
Y comprendió el hombre que más hacía la
paciencia que la fuerza; lo acarició en vez de pegarle, lo acostumbró a verlo a
su lado sin asustarse; a dejarse tocar; y cuando le pareció suficientemente preparado,
volvió a saltarle en el lomo.
El caballo ahora temblaba, pero quieto se
quedaba; tan quieto que el hombre no tenía necesidad de tenerse abrazado del
pescuezo, pues ni siquiera se movía.
Los ojitos maliciosos de Pan y su boca
burlona sonreían en silencio.
Confiado, se atrevió el jinete a sacudir
al bagual un chirlo; y el bagual salió disparando con el hombre pegado a él,
abrazado, sin resuello y con los ojos cerrados y los labios apretados.
Pan seguía sonriendo, y cuando el hombre,
a la vez embriagado por la carrera vertiginosa y desconsolado de que fuera sin
rumbo, se deslizó del bagual y volvió a pie, Pan le sugirió la idea de meterle
en la boca, al caballo, un bocado de cuero, que atado con riendas, serviría
para sujetarlo y manejarlo.
Dicen que el hombre entonces se prosternó
a los pies de Pan, conociendo que era dios.
- XXIV -
Concejo de Dioses
Al ver la Pampa llenarse de dioses, el
Creador juzgó necesario reunirlos en asamblea para conocerlos él a todos, hacer
que se conociesen entre sí, y dictar una orden general que les sirviera de
constitución.
Eligió para juntarlos, el olímpico sitio
de las sierras del Tandil, a la hora en que, para guarecerse del frío matutino,
se envuelven en la tenue gasa de los vapores que suben de la llanura. Un fauno
quiso, para probar sus fuerzas y hacerse el gracioso, voltear la piedra
movediza, y lo hubiera conseguido, si Pan, que venía detrás de él, no le da una
palmada tan seca, que las majadas que dormían en el valle, se levantaron
asustadas y dispararon en los corrales, con gran inquietud de los pastores
despertados por el tañido de las dumbas.
Abierta la sesión, lo primero y casi lo
único que pidió a los dioses el Creador, fue que no permitiesen que su culto fuera
a crear a la Humanidad ninguna obligación fastidiosa, como tantas otras
religiones, basadas todas en las palabras demasiado grandiosas para no ser
vanas, de virtud, de caridad, de humanidad, atribuyéndose cada una de ellas, el
monopolio de la Verdad.
Les explicó que todas tratan de
deslumbrar al Hombre con los esplendores del culto, de aterrorizarlo con la
amenaza de suplicios atroces en este mundo o peores aun en el otro, o de
engañarlo con promesas absurdas de eterna felicidad; desviando así siempre de
algún modo, la idea santa de respetuoso amor que debería tener el Hombre hacia
la divinidad y acabando por hacerla odiosa o ridícula.
"De ritos sanguinarios o terribles,
les dijo, fanáticamente exclusivo, infantil y necio, o poético y risueño, todo
culto sacerdotal ha corrido, corre o correrá la misma suerte".
Y la asamblea decidió que la sencilla
majestad de los dioses campestres, no necesita templos grandiosos, iglesias
lujosas, catedrales inmensas, o mezquitas doradas; que para ellos basta la
llanura sin fin, la naturaleza con sus mil aspectos, el cielo radiante de sol o
salpicado de estrellas, o la misma alma del soñador.
Y desde entonces, cualquier homenaje les
agrada; no piden sacrificios, ni ofrendas; nunca extienden la mano para
amenazar, ni para pedir. Se contentan con inspirar al hombre, sin exigir la fe
ciega, el amor profundo a lo bello y a lo bueno, la admiración de los mil
fenómenos de la naturaleza, el agradecimiento por los favores de que nos colma;
la compasión para lo que sufre, la indulgencia para lo malo.
No requieren, para celebrar su gloria,
majestuosos y sonoros órganos; les basta la lira del poeta, la guitarra del
payador, el canto de las aves, y tampoco piden que les eleven estatuas, pues de
ellas nace la idolatría.
A más ¿qué imagen puede el Hombre dar de
los dioses que sea digna de ellos? -Dirán que por Fidias fue esculpida Venus.
¡Venga entonces un Fidias argentino, y les dé vida a los dioses del Olimpo
pampeano!
- XXV -
El Alma Latina
Sobre la Pampa inmensa, desde las riberas
del Atlántico hasta las Cordilleras altaneras, flota, tenue, risueña,
simpática, victoriosamente irresistible, el alma latina. Traída fue por los
conquistadores, en los dobleces de la orgullosa capa castellana; luego
vinieron, trayéndola también bajo su sayo humilde, millares de trabajadores
itálicos, pacientes y tenaces, con los ojos llenos de sol y los oídos de
cantares; y tampoco dejaron de empeñarse en hacerla cundir, por la enseñanza de
sus libros y de su palabra, muchos galos, amigos de vulgarizar, con las
elegancias de la vida, las artes y las ciencias. Desde el primer día se
esparció por la llanura en las alas del viento, apoderándose de la pobre alma
primitiva de los aborígenes, dominándola, imponiéndosele, haciéndola suya.
Su rival implacable, hija de las neblinas
espesas, la siguió para disputarle su preciosa conquista; pero lerda, llegó
tarde. Audaz solo cuando cree posible la victoria sin peligro, aunque sin
gloria sea el triunfo, el alma sajona, insinuante con los fuertes, brutal con
los débiles, se quiso primero deslizar y después quiso vencer.
El alma latina le hizo ver a golpes de
cuán viril superioridad es sobre ella; pero el alma sajona se sabe agachar y
fácilmente sobrepone el interés al honor: trajo libras esterlinas... Es
práctica, dicen.
El alma latina es algo más: es genial. Su
imaginación ardiente la puede perjudicar; pero también posee en sus manos, con
los pacíficos laureles del arte, la gloria sin par de conseguir de los dioses
remedios ignotos para las dolencias humanas, inspirándole el genio de las
batallas, cuando se vuelve preciso, la creación de temibles armas que imponen
la paz al orbe.
El alma sajona se burla de los
sobresaltos del alma latina, pero aprovecha sus obras; nunca ríe, ella, nunca
llora, ni perdona jamás. El alma latina, a veces, es cierto, ríe como loca,
canta de alegría o llora con desesperación; sus movimientos son extremos; pero
también, abatida, de repente, se levanta; victoriosa, perdona, y con sus cantos
y su alegre y vivaz ingenio, sigue civilizando el mundo, que la otra sólo trata
de conquistar con su oro.
El alma sajona, alma rapaz de mercader,
codiciosa, cruel, imperiosa, toda de cálculo, hasta en sus aparentes rasgos de
generosidad, bien quisiera todavía hacer pesar sobre la Pampa, conquista del
alma latina, su cetro de hierro, su garrote...
¡Alma latina! que de ti misma siempre
dudas y siempre reniegas, hasta creer a veces que el oro supera en valor a tu
ingenio poderoso y que la brutalidad sajona vale más que tu exquisita fineza,
que te empeñas en aprender y en propagar en tus territorios el idioma rudo del
norte, como si sus fieros acentos fueran superiores a la música del tuyo, junta
bien a tus hijos: júntalos en Europa, y júntalos aquí.
Al tocar el suelo argentino, donde ya
impera con todos sus defectos, quizás, pero también con todas sus admirables
virtudes, la raza latina, creadora, por el libro y por la espada, por la
ciencia y el arte, del viejo mundo civilizado, sentirá renacer en sí, -nuevo
Anteo-, fuerzas bastantes para luchar y para vencer.
Le bastará para ello adquirir, para las
vulgaridades de la vida, las aptitudes sajonas de práctica audacia; -tarea
fácil para su inteligencia despierta-, sin que deje de conservar incólume, a
través de los siglos, el arca sagrada de su inimitable genio.
- XXVI -
Neblina
Al ponerse el sol, el gallo cantó; y por
orden de Pan, volvió a cantar más tarde aún. Así quedaron avisados los pastores
que la neblina iba a extender sobre la tierra dormida su espeso y liviano manto
y que tuvieran buen cuidado de vigilar sus rebaños.
¿A qué misteriosos designios obedecerá la
ninfa imponderable, al tender así sobre la llanura su velo húmedo, rajado
siempre por el transeúnte, y siempre intacto e impenetrable? No le permiten
dejarlo sospechar. Sólo podrá pensar que algún nuevo Júpiter haya querido
raptar a otra Jo, el hacendado a quien le falte después que pasó la neblina,
una preciosa vaquillona; o podrá suponer otro, que Mercurio, al llevar deprisa
un mensaje amoroso de alguna diosa a algún mortal afortunado, ha querido
disimular el objeto de su viaje, llevándole, para andar más ligero, la tropilla
de caballos que justamente con la neblina, desapareció de su campo.
Serán juegos de ociosos, que lo mismo se
pueden achacar a dioses desocupados como a gauchos atorrantes; pero muy cierto
es que la neblina favorece mil travesuras pesadas, sin que se sepa por cuenta
de quién obra, y que ella tapa de lo lindo cualquier hurto de hacienda, hace
mixturar las majadas y embroma a medio mundo.
También engaña al viajero; le hace dar
vueltas y vueltas, a veces, alrededor del punto de partida, como si lo tuviera
encerrado entre las espesas paredes de una cárcel algodonada, y cuando de
repente se abre, dejándole ver el horizonte y conocer su error, reniega él de
no haber dejado andar a su antojo el caballo que, si no lo hubiera querido
dirigir, lo hubiese llevado bien.
Pero al mismo tiempo que lo hace andar
extraviado, le sugiere la neblina lindos sueños. Con un rayo de luz que le pide
prestado al sol y que caprichosamente remueve, produce ilusiones que embelesan
al jinete; agranda de repente o achica los objetos; ora se pone tan tupida que
ni a cinco pasos, se puede distinguir nada, ora se vuelve liviana, blanca,
clara, como si ya fuera a despejar, y deja transparentarse la cara redonda del
sol, pálida, sin rayos, triste, como un gran globo muerto de ópalo.
El viajero se para, admirado: divisa,
perdida en la vaporosa lontananza, una estancia enorme; casas altísimas con
torres, galpones y montes; haciendas numerosas y gigantescas vagan alrededor.
Suputa en su mente a cuantas leguas puede estar de su casa, calculando las
horas que ya lleva de galope sin descanso, para tratar de adivinar qué
establecimiento puede ser; y mientras adelanta al tranco, cavilando y repasando
en su memoria todas las principales estancias del partido, la neblina dirige
sobre el bulto el rayo de luz que pidió prestado al sol, y se muerde los labios
el jinete al conocer que la vaporosa lontananza son cincuenta metros, que la
estancia, las casas, y el monte son el cardal que rodea su propia casa, y que
las haciendas numerosas y gigantescas que allí pacen, son algunas ovejas
rezagadas de su majada.
- XXVII -
Oración de la Lluvia
Lluvia, madre santa de la fertilidad,
escucha con benevolencia las humildes preces de los pastores desgraciados, tus
fervientes adoradores. Desde muchos meses te fuiste, dejándonos presa de la
Sequía infernal que goza destruyendo tu obra. Los pastos, las lomas, han
desaparecido, dejando la tierra desnuda y polvorosa; en las cañadas, el suelo
amarillento se raja, apenas cubierto por algunas matas de pasto duro, ralo,
corto y sin jugo; el fondo de las lagunas se cubre de vegetación, pues han
dejado ya de saber lo que es agua; el arroyo ya no canta: su lecho está seco.
Los animales vagan, cayéndose de flacos;
las vacas pasan el día entero, paradas cerca del jagüel exhausto, pidiendo
agua.
¡Lluvia! ¡madre santa de la fertilidad,
escucha a tus fieles!...
En vano. No viene...
¿Hasta cuándo vas a seguir haciéndote la
esquiva?
No nos hubieras colmado de tus favores:
mejor hubiera sido; pues, para venir a perderlo todo, mejor haberse quedado
pobres toda la vida. ¿Qué te hemos hecho? ¿Algún desprecio hemos demostrado por
tus favores? ¿Los habremos mal gastado?...
Lluvia, lluvia, perdona si hemos sido
culpables hacia ti... Pero déjate también, diosa caprichosa, de hacerte rogar
tanto.
¿Dónde andarás desde tanto tiempo?
¿Quién sabe si ya no estará fastidiando
tu prolongada presencia en alguna parte? ¡A ver! ¡a ver! Lluvia, venite de una
vez...
Oyó nuestras oraciones la diosa benévola;
volvió por fin, y ya el pasto reverdece, las lagunas se llenan, el arroyo
vuelve a cantar; alrededor de las osamentas el trébol abunda, tupido, fresco,
verde, florecido, y los animales que han resistido van arribando, y pronto
retozarán.
Lluvia, santa madre de la fecundidad,
bendita seas, por haber vuelto a llenar de pastos y flores la cornucopia de la
diosa Pampa y de alegría el corazón de los estancieros.
...Lluvia, lluvia, ¡Diosa! ¡está bueno
ya! Las lagunas están llenas; el arroyo se sale de madre, los cañadones están
como esponja, y pronto en ellos el agua tapará el pasto. Lluvia, deja de caer;
o vete a otras partes donde falta haces; hazte bendecir allá como te bendecimos
aquí...
Te bendecimos y de veras; pues sin tu
venida, todo se moría. Pero, decinos, Lluvia ¿no oyes nuestras voces? ¿no ves
lo que estas haciendo? Las haciendas, con tanta agua, volvieron a enflaquecer;
están oprimidas, amontonadas en lo más alto de las lomas; quedan enfermas,
apestadas, se les mueren las crías.
¡Oh! ¡Diosa caprichosa, bienhechora y
malévola, cuya ausencia parece castigo; que vienes, los brazos llenos de
riquezas, a visitar la Pampa, llamada a gritos por los pastores, cuando te
olvidas de ellos, y cuya venida tan deseada, pronto se vuelve para ellos,
castigo también, de no se sabe qué crímenes!
- XXVIII -
El Padre del Mar
Pequeño, desnudo, endeble, pero audaz en
su timidez, se atrevió el Indio, nacido en las espesas selvas de la ribera del
gran río a confiarse, navegante en ligero esquife, a su benevolencia algo
amenazadora.
Los camalotes pasaban, como cestas
floridas, suavemente llevados por la corriente, y pensó, que adonde ellos iban
se podría quizás deslizar, ávido de conocer las regiones lejanas y seguramente
maravillosas que más allá, siempre, sin límites, creía, bañaba el dios generoso.
Costeó la ribera el Indio, con su canoa;
ora al pie de altas barrancas, ora evitando los juncales espesos de vastas
ciénagas, a veces sacudido por las olas amarillentas, otras, llevado sin
esfuerzo por la corriente tranquila; arrastrado impetuosamente, en ciertos
días, o como atajado en su marcha adelante, en otros. En partes vio con
sorpresa el gigante encogerse para juntar sus fuerzas y precipitarse, con
espantoso trueno, en angostura profunda, volviéndose después cada vez más
ancho, más opulento, más majestuoso.
Lo vio, de repente, dividirse en mil
brazos, arroyuelos unos magníficos ríos, otros, todos bordados de preciosas
islas, llenas de vegetación exuberante, de frutas exquisitas, hirviendo de vida
el agua, con sus millones de pescados; la tierra, con sus animales de mil
especies, el aire cruzado por aves vistosas y por vibrantes insectos.
Y cuando, después de haber vagado,
perdido durante muchos días, voluntariamente, en ese hermoso laberinto de
canales, seducido por su belleza, grandiosa a la vez que deliciosa, llegó al
magnífico dominio donde se extiende el río en toda la majestad del vasto
estuario, extático, se arrodilló el Indio, débil y pequeño, en la verde ribera,
saludando a su dios, -cuyo misterio acababa de descubrir-, con el nombre
merecido de Padre del Mar.
Acepta el homenaje humilde del Indio,
desnudo y endeble, el imponente río; pero más gustoso aceptará, después de
tantos siglos de quietud, el homenaje de los gritos de admiración de los
conquistadores, cuyas blancas carabelas mira, también él, con asombro.
Exigirá, -es cierto-, el sacrificio de
preciosas vidas, antes de volverse propicio al hombre, pero permitirá que las
grandes sombras de Solís, de Gaboto y de Garay, siempre flotantes en sus aguas,
protejan durante los siglos a los navegantes.
Dejará que en sus riberas se fundan
florecientes ciudades, se prestará a la formación de numerosos puertos;
ofrecerá fertilizar con sus aguas abundantes la tierra de donde saca el hombre
su manutención.
En
su inagotable generosidad sólo extrañará el Padre del Mar que el hombre a veces
o desdeñe sus regios obsequios, o parezca, en su ignorancia, no saber qué hacer
con ellos.
- XXIX -
Osamentas fecundas
Extenuado por el largo hambre invernal, tiritando
de frío, bajo la lluvia helada que cae sin cesar, de una flacura tan extrema y
de edad tan adelantada que no dejan lugar a ninguna esperanza, el pobre caballo
se deja caer, -exhaustas sus fuerzas-, detrás de una gran mata de paja.
Todavía lo guía, para buscar este reparo,
el indestructible instinto de conservación, opuesto por la naturaleza prudente
al exquisito y violento atractivo del reposo eterno, para obligar a los seres
todos a luchar, aunque no quieran, contra los avances de la muerte.
Echado detrás de su frágil abrigo,
pasivamente lucha contra la destrucción final; sufre, agoniza, dura, creyendo
quizás que, como tantas otras, pasará esta tempestad, dejándolo todavía con
fuerzas para seguir viviendo. Pero el huracán recrudece; la lluvia, cada vez
más fría, lo penetra más y más; el hambre agota sus últimas fuerzas, y poco a
poco lo abandona el soplo vital. Y cesó la lucha, cesaron los últimos
estertores y con ellos, las borrascas de la vida: descansa ahora; descansa
profundamente, después del largo y penoso galope de la vida.
¿Descansa? así parece, pues su cuerpo
yace, tendido, inmóvil. Pronto se volverá objeto de repulsión por su repugnante
hediondez, horror de los ojos que lo vean, por sus formas espectrales y
fantásticas; y sin embargo, las inmundas aves de rapiña ya encuentran en ese
cadáver inerte elementos de vida; hervideros insaciables y siempre renovados de
gusanos asquerosos revuelven incansablemente, como en busca de misteriosos
tesoros, las profundas bóvedas donde quedaban encerradas las vísceras.
Enjambres de moscas de todos colores y de
todos tamaños, zumban, atareadas, llenándose de lo que para esas horripilantes
abejas, será miel nutritiva; y la tierra bebe con avidez los jugos
substanciosos que ya no utiliza el cuerpo en disolución, mientras que poderosos
escarabajos la ayudan en asimilarse las materias en que no circula ya la vida.
El aire y la tierra, las aves, los
animales y los insectos, herederos naturales de todo organismo al cual
momentáneamente abandona la vida, se han repartido ya los despojos; sólo queda
la osamenta, blanqueando al sol, con sus arcos y sus huecos, y sus formas
raras, que serían ridículas, si no infundiesen más miedo que risa.
Los animales poco se le acercan, le
tienen instintivo recelo, y hasta se espanta el caballo montado que de repente
da con ella.
Pero va pasando el tiempo; y poco a poco,
aparece la osamenta asentada en opulenta alfombra de verde intenso. El campo,
en toda su extensión, sólo produce paja dura, pasto puna gris o amarillento,
pero al reparo de los huesos puntean el trébol y la gramilla; y crecen
hermosos, de tallos altos y de hojas anchas, de verde obscuro, llenos de
pimpollos y de retoños, y muchas otras plantas abundan, de diferentes familias
y de follajes variados. Crecen, suben, trepan alegremente entre los huesos; los
cubren con mil ramilletes de flores que embriagan de amor a los seres que
pasan; se enroscan voluptuosamente entre las costillas resecas del esqueleto y
salen por los ojos huecos, tapando con su frondosidad embalsamada el horror del
cráneo desnudo.
Llenas de vigor, anhelosas por florecer,
se disputan el sol que para todas luce, generoso, y pronto se volverá la imagen
fúnebre, hecha un lozano y fragante ramo de flores, todo un símbolo de vida
exuberante.
- XXX -
Augures
Las deidades campestres enseñaron al
pastor pampeano a traducir del canto de los pájaros, fieles compañeros de su
soledad, el anuncio de los fenómenos de la atmósfera.
Se complacieron en hacerle notar las
diversas modulaciones de sus gritos y su significación, enseñándole también las
variaciones de su vuelo y el motivo de ellas. Le nombraron las estrellas más
notables, infundiéndole, de padre en hijo, la ciencia de la orientación, hasta
hacer de ella, para él, un verdadero instinto.
Le explicaron los misterios del sol y de
la luna y le divulgaron los secretos del humor caprichoso del viento.
Le enseñaron a cuidar sus rebaños, a
luchar contra las alimañas nocivas y los insectos que perjudican, y en esa obra
desinteresada trabajaron todos los dioses propicios, dándole toda su ciencia al
pastor pampeano, sin nunca pedirle nada.
Pero cuando supieron ciertos dioses de
otra laya, que prosperaban en la Pampa las deidades de las antiguas fábulas
paganas, también quisieron tratar ellos de sacar provecho de esas regiones
nuevas y mandaron a sus augures y sus arúspices a estudiar el terreno y conocer
a la gente. Estos acudieron en tropel y se difundieron por todas partes, a ver
si establecían templos para colocar sus ídolos de palo pintado y de yeso,
enseñando a los pastores que para hacerse propicios a esos dioses había que
darles plata y regalos. Pero los pastores son pobres y viven diseminados; y
bien poco producían o nada, a pesar de las promesas y de las amenazas de los
augures, de modo que estos pronto redujeron su propaganda a los pueblos y
ciudades, donde la gente es más numerosa y más rica, llevándose allá el
tabernáculo en el cual aseguraban que tenían a Dios encerrado.
Los pastores preguntaron a Pan por qué no
tenía, él también, un tabernáculo para el mismo objeto, y él les contestó con
su habitual sonrisa sardónica y con un gesto circular que les hizo comprender
que la Naturaleza toda es Dios, y no necesita augures para instruir al hombre,
pues ella sola es la verdad y todo lo demás es mentira.
¿Qué más que ella podrían enseñar esos
augures al pastor pampeano? Si se retiran a las ciudades, es que bien entienden
que, al lado de su portentoso templo, parecen los de ellos por demás pequeños y
que todos sus libros y sus enfáticas predicaciones no valen una sonrisa de la
primavera, para convencer a aquel del único y sagrado deber que le dicta la
Naturaleza: enriquecer por su trabajo a la llanura pampeana con todos los dones
que todavía le faltan, y poblarla con una raza de sangre generosa.
- XXXI -
El Vellocino de Oro
La Pampa es pobre, bien pobre; no riega
sus campiñas, cubiertas de pasto rudo, ningún Pactolo, y nunca pastor alguno ha
encontrado en las arenas de ningún arroyo pampeano pepitas del precioso metal
amarillo que hace los hombres tan felices..., y tan desgraciados, a veces.
Mientras ignoraron su existencia, los
pastores pampeanos también ignoraron la codicia, viviendo del producto bastante
mezquino de sus rebaños, pero sin desear otra cosa; ricos por consiguiente,
pues es rico el que no necesita más de lo que posee.
Pero llegó el día en que oyeron contar
del oro maravillas que les causaron envidia. Empezaron a desear de tenerlo
ellos también, y lo pidieron a sus dioses. Los dioses pueden muchas cosas, pero
con todo, no pueden hacer que exista en sus dominios lo que ahí no existe, y ya
que en las arenas de la Pampa no hay oro, no podían hacer que lo hubiera. Y no
sabían por donde darse vuelta, cuando, -no se sabe por quién-, oyó contar un
pastor la famosa historia del vellocino de oro. Entusiasmado, el hombre exigió
de Pan que también le indicara donde estuviera algún otro vellocino igual, y
que él iría sin vacilar y desafiaría mil muertes para encontrarlo, arrancarlo a
sus guardianes y traerlo a su tierra.
Pan en vano le aseguró que no había
habido más que un vellocino de oro, y que era inútil buscar otro, pues no lo
había en ninguna parte del mundo; insistió, tanto el pastor pampeano, que Pan,
al fin, le prometió encontrar uno y traérselo él mismo.
Y le trajo algunas ovejas, animal hasta
entonces desconocido en la Pampa, asegurándole que la lana que llevaban en el
cuerpo era oro. Se le enojó el pastor, a pesar de la fe ciega que siempre tienen
los pastores hacia su dios favorito, su verdadero protector, y dejó abandonadas
las ovejas. Pan, entonces, él mismo, las cuidó, y cuando vino la Primavera, las
esquiló y cambió la lana por una pequeña cantidad del codiciado metal, a unos
hombres venidos de regiones frías donde se necesita la lana para guarecerse de
las intemperies, y donde el oro abunda.
Y los pastores entonces comprendieron que
Pan no les había mentido, tampoco esta vez, que bien era de oro el vellón de
sus ovejas, y que con cuidarlas ellos con esmero, pronto no habría arroyo en la
Pampa que no acarreara pepitas y que hasta sus arenales serían polvo de oro.
- XXXII -
El Presente de Osiris
Después que el rey-dios Osiris hubo hecho
florecer en su patria, el Egipto, inaudita prosperidad, con enseñar a los
habitantes la agricultura, recorrió muchas regiones del orbe, vulgarizando los
conocimientos más útiles, fomentando el cultivo de la tierra, haciéndose en
todas partes admirar y querer, por los grandes bienes que dispensara a la
humanidad.
Acabó por llegar, después de muchos
siglos de peregrinaciones incesantes, a las costas de lo que debía ser la
América del Sur, cuando esas tierras, todavía sin nombre y sumidas en las
tinieblas de la barbarie, apenas alcanzaban a sostener, a pesar de su inmensa
extensión, la precaria existencia de las pocas y miserables tribus de indios
que las recorrían.
Impulsado por la conmiseración que le
causaba el espectáculo de tanta pobreza, resolvió favorecer a esas comarcas con
un presente regio, y ordenó a dos de sus discípulos, elegidos entre los
europeos que empezaban a invadir el inmenso territorio y a molestar a los
primitivos habitantes, -inofensivos, si los hubieran tratado con misericordia-,
de ir a su tierra en busca de ocho vacas y de un toro, de las que Él, con su
compañera, la diosa Isis, había propagado por todo el orbe.
Y los hermanos Goes, obedeciendo la
orden, trajeron sanos y salvos, a pesar de las peligrosas iras del océano, en
la nave atrevida que se balancea sobre las olas inquietas, hundiéndose y
subiendo con ellas, tal una gaviota giganta, los nueve animales sagrados; y los
arrearon durante muchas leguas en país cálido, dejándolos para que crecieran y
se multiplicaran en las selvas y en las praderas bañadas por el Paraguay
correntoso.
Pero tanto se multiplicaron bajo el ojo
vigilante y protector de Osiris, que poco a poco, extendiéndose por los campos
pastosos, llevados a las comarcas del sur por el mosquito arreador, cubrieron
también de sus numerosas familias la llanura pampeana, proporcionando al hombre
su carne para que la comiera, su cuero para que se vistiera; su leche, las
hembras, su fuerza poderosa, los machos.
Y el viejo rey-dios Osiris, al
contemplar, pocos siglos después, la extensa pampa poblada de rodeos
innumerables, incalculable riqueza del pastor argentino, no pudo menos que
extrañar que el nombre de sus discípulos obedientes, los hermanos Goes hubiera
quedado en el olvido sin que el más modesto monumento hubiese sido erigido a su
memoria tan merecedora de honores divinos.
- XXXIII -
Tellus Alma Mater
Cibeles, la majestuosa y robusta madre de
los dioses, buena, grande, fecunda, protectora de la humanidad, dispensadora de
los bienes de la tierra, dejó caer sobre las inmensas soledades pampeanas una
benévola ojeada y se admiró que tan grande y fértil extensión quedara sin
cultivo, manteniendo apenas algunos rebaños dispersos.
Y llamando a Ceres, la rubia diosa de las
doradas mieses, le entregó la llave de oro con que encierra sus tesoros, para
que de ellos sacara la simiente de la futura riqueza de la Pampa. Y el hijo
adoptivo de Ceres, Triptólemo, bienhechor querido del orbe entero, atravesó en
su carro tirado por dragones alados, presente de la diosa, el océano inmenso.
En la fértil tierra negra, profunda, de
hirviente fecundidad, abrió con el arado un ancho surco, embalsamándose el aire
con el perfume vivificante del suelo removido.
El pastor nómada, incrédulo, vino atraído
por la novedad, y sentado al pie de su caballo, lo miró mucho tiempo con
irónico desprecio.
¡Darse tanto trabajo para destruir el
pasto que espontáneo crece y mantiene a los animales!
Seguramente no debía ser muy cuerdo este
desconocido, venido de países lejanos, para buscar en el seno de la tierra lo
que en la superficie crece sin esfuerzo, y durante algunos días, siguió
viniendo a mirar, no más, y a reírse.
Triptólemo ahora, descansaba. En los
surcos abiertos había desparramado granos de varias formas y tamaños, dejando,
paciente, obrar el poder maravilloso de la gran madre fecunda, Cibeles, la
milagrosa generadora de dioses y protectora de la humanidad. Y al cabo de poco
tiempo, el pastor asombrado vio que verdeaba el suelo removido, como nunca, ni
en las más florecientes primaveras, lo había hecho. Creció su admiración cuando
vio que donde hasta entonces no habían salido más que yerbas ralas, cortas y de
poco sabor, brotaban exuberantes pastos de abundante follaje cubierto de
flores, y plantas que al poco tiempo, se coronaban de espigas color de oro,
llenas de nutritivo grano.
De Triptólemo, el extranjero venido de
lejanas playas, ya no se reía el pastor nómada, y apeándose, ató resueltamente
su caballo al arado y también abrió el surco creador y pudo ver alternándose
por la llanura, los campos de alfalfa salpicados de bueyes gordos y los de
trigo dorado que suavemente menean su cabellera rubia al caprichoso soplo de
los vientos de la Pampa.
La Labor fecunda, diosa que sólo ayuda a
sus fervientes, pero que todo lo vence a favor de ellos, quedó encargada por
Triptólemo de seguir con su obra, y el pastor pampeano se apresuró en
consagrarle sus hijos.
Ella tiene a su servicio a todos los
dioses protectores del habitante de las campiñas, para dominar la inercia o la
maldad de los dioses malvados. Rechaza las plagas, vence el hambre y la sed;
fecunda y puebla la tierra, y hace las naciones grandes, fuertes, poderosas.
- XXXIV -
Deidades Modernas
Un estridente silbido ha desgarrado los
oídos y rajado la atmósfera tranquila; la diosa Pampa despertó de su majestuosa
serenidad, y todos los dioses campestres abandonando majadas, rodeos y manadas,
huyeron, quién sabe a dónde, dejando perplejo al pastor solitario.
Y después del silbido, se oyó un ruido
sordo, como de trueno subterráneo, que hizo temblar la tierra; mientras que en
medio de una nube espesa de vapores blancos y livianos, se ponía en movimiento
un enorme monstruo, tan rápido como pesado, negro, reluciente, de formas
desconocidas. Y los hombres se prosternaron asustados, ante ese nuevo
conquistador de la pampa.
Cuando se pudieron juntar con sus dioses
familiares, preguntaron a Pan quién era ese dios desconocido, temiendo que
fuera uno de los antiguos ocupantes monstruosos de la tierra. Pan, primero, no
supo que contestar, pero disfrazándose de gaucho como suele hacer, empezó sus
indagaciones, y llegó hasta poder subir en el monstruo con los hombres que lo
manejaban. Y cuando volvió y contó lo que había visto, oído y hecho, primero no
lo quisieron creer; pero Pan es el dios amigo de los pastores y bien saben
ellos que deben tener fe en sus palabras. Todo se lo contó y con su sonrisa de
siempre, tan sardónica que haría dudar de la luz del sol, agregó:
"Montados en el monstruo, llegaron el dios Progreso, con su compañera la
Ciencia y su hija la Felicidad".
El Progreso y la Ciencia, con su fecunda
actividad se pusieron a la obra. Removieron la tierra, la fertilizaron,
mejoraron y aumentaron el producto de los rebaños; edificaron casas, palacios y
ciudades; cautivaron las aguas para hacerlas correr por donde quisieron y
cuando quisieron; atravesaron los ríos anchos, y hondos, divulgaron al hombre
por medio de libros los secretos de la Naturaleza, y le enseñaron a dominarla
por su trabajo arduo, en vez de quedarse contemplándola.
Agrupando a los hombres, haciéndoles
juntar sus fuerzas y su trabajo poniendo a su disposición máquinas poderosas y
bien combinadas, les hicieron producir en cantidad enorme todo lo que podían
necesitar, y muchísimo más, para vestirse bien y comer mejor.
Y poco a poco, gracias al Progreso y a su
compañera la Ciencia, la Pampa se volvió una llanura cualquiera, muy cultivada,
muy poblada, donde, como en todas partes, vive opíparamente el rico haragán, y
miserablemente el pobre trabajador. Los dioses sencillos de los tiempos
primitivos, uno a uno, se fueron, dejando ya para siempre la Pampa insulsa, sin
poesía y despojada de su serena majestad. Y cuando el mismo Pan se iba a
despedir de sus amigos los pastores, estos le preguntaron cuando le parecía que
llegarían a conocer a la Felicidad, hija del nuevo dios Progreso y de su
compañera la Ciencia; y Pan, con la sonrisa de siempre, tan sardónica que haría
dudar de la luz del sol, les contestó: "Mañana".
- XXXV -
Fraternidad
Estruendosos gritos de rabia, lamentos y
rugidos, vociferaciones de combatientes encarnizados; chis chas de armas
locamente esgrimidas y sordos retumbos de cañonazos, cargas estrepitosas de
caballería, regueros de sangre derramada; batallas, derrotas, fugas y
persecuciones, miembros partidos y cráneos destrozados; pechos atravesados en
los cuales acaba en borborigmo el impotente anatema de la tiranía vencida al
libertador; de océano a océano, un estremecimiento terrible que conmueve llanuras
y cerros; y del cruento y doloroso, alumbramiento nace la República Argentina.
Y fue gloriosa madre, ella, de catorce
hijas hermosas, hermanas, hoy estrechamente unidas alrededor suyo, para tejer
el esplendido manto de riquezas con que, poco a poco, a medida que adelantase
la tarea, va deslumbrando al Mundo atónito.
Pacíficamente poderosa, infunde, en su
majestuosa tranquilidad, a los envidiosos el respeto de su fuerza y detiene con
un gesto sus avances; y generosa, ofrece a los hijos de todos los países del
orbe su liberal hospitalidad, con la vida fácil para los laboriosos que dedican
sus esfuerzos a ayudar en su obra a cualquiera de sus hijas.
No faltan telares y cualquier tejedor,
según sus aptitudes, puede elegir su sitio. ¿Sabrá, en las extensas y verdes
praderas, cuidar con esmero las haciendas y rebaños productores de la lana que
abriga y de la carne nutritiva que apetecen y piden a gritos las poblaciones
europeas, amenazadas por el hombre? Si prefiere, con el arado que reluce, abrir
en la tierra el surco profundo, nacerá el trigo, rubia melena de los suelos
ricos.
Al pie de los Andes, otro cultivará la
vid cuya fruta proporciona al trabajador la fuerza alegre, o bien en muchas
partes, podrá con el hacha, beneficiar las selvas inmensas de ricas maderas,
ahorro secular de la naturaleza benévola.
La corona de la República necesita por
adornos pedrerías reglas, y no faltará quien las busque en las minas
inagotables de las Cordilleras. Y a la par de las montañas, el océano y los
grandes ríos propinarán sus riquezas al marino audaz y paciente.
El círculo familiar aumenta
paulatinamente; otros hijos, pequeñuelos aún, se vienen juntando y criando
fuerzas, ofreciendo ya cada cual a la obra común, su tributo de selvas y de llanuras,
de costas y de montañas; su clima áspero, unos, que produce los hombres
vigorosos, otros su clima cálido, propicio al cultivo de las plantas tropicales
útiles al hombre. Y atraídas insensiblemente en la órbita del astro fraternal,
otras hermanas, mayores de edad, se juntarán con él, atrayendo a su vez a otras
más, hasta formar la gran familia latina de la América del Sur, unida e
invencible.