MANUEL BILBAO
LOS DOS HERMANOS
- I -
A fines del año de 1746, un bergantín
español, "La Esperanza", que hacía el comercio, entre la Metrópoli y
las colonias, navegaba a toda vela de regreso a las costas de España.
Llevaba de retorno, por las mercaderías
que había traído, algunos capitales en barras de oro y plata y algunos frutos
indígenas del Perú.
El bergantín impulsado por una fuerte
brisa del N. O. cortaba las olas con una rapidez de siete millas.
El capitán era un español bastante
perito.
La tripulación constaba de catorce
hombres, sin incluir un individuo que iba en calidad de preso y asegurado con
una barra de grillos.
Este reo venía en aquel estado por orden
de la Inquisición del Perú, para ser puesto en las cárceles de Sevilla, en
donde debía concluir sus días.
El capitán había recibido 1000 pesos
fuertes de premio por llenar una comisión tal.
Las instrucciones que se le habían dado
era no permitir al reo hablar con persona alguna, y al llegar a Cádiz
entregarlo a la persona que se le había designado.
Como el capitán procuraba llenar su
misión de un modo estricto, creyó de necesidad, durante él dormía, confiar la
custodia al piloto.
El piloto era un hombre vulgar pero
avaro.
Auque brusco, no tenía la esperanza de
llegar a ser capitán.
Su baja condición le hizo mirar al reo
con deferencia, porque le creyó hombre de alta categoría.
El hábito de verle todos los días aumentó
esa deferencia y creó cierto grado de familiaridad entre ambos.
El reo había conseguido el permiso de
subir a la cubierta una vez por semana, y cuando llegaba uno de esos días, se
le ponía a popa aislándosele de la tripulación.
Los marineros miraban a este hombre y
sentían simpatías por él, porque no hay estímulo mayor a producirlas que la
desgracia.
Cuando vemos llevar al patíbulo a un
criminal, querríamos salvarle.
Cuando vemos que alguno sufre el castigo
de un delito, tenemos, compasión por él.
Ese sentimiento inherente al corazón
humano, que se despierta al contemplar un dolor ajeno, era natural se
despertase también en los marineros al contemplar al reo.
Hacía como veinte días que el bergantín
había salido del Callao en dirección a Talcahuano, donde tenía que hacer escala.
El piloto, en una de aquellas noches de
aburrimiento que produce la calma en el mar, se fue a conversar al camarote del
reo.
En otras ocasiones había oído a este
algunas palabras misteriosas, y la curiosidad que sentía, le movió a buscar alguna
distracción en la conversación con aquel hombre.
El piloto, antes de bajar, se paseó largo
rato sobre cubierta, miró al cielo, observó el movimiento balanceado del
bergantín, echó la corredera para ver si andaba y después que se cercioró que había
calma chicha, se bajó al lugar indicado.
El capitán dormía como se duerme a bordo;
a pierna suelta.
El reo estaba tendido en su cama, con la
cabeza reclinada, los ojos cerrados, pero sin dormir.
En esto entró el piloto, y al mirarle se
encontró con la mirada del reo.
-¿No hay sueño? -le preguntó el piloto.
-Estoy desvelado -contestó el reo-; a
veces duermo y a veces estoy despierto.
-¿Habréis dormido en el día?
-Sí.
En seguida variando de conversación, dijo
el piloto:
-El buque no anda, estamos en calma.
-Para mí, repuso el reo, es lo mismo que
ande que el que no ande.
-¿Entonces os es indiferente salir de
aquí?
-Eso no, si fuera para salir en libertad;
pero creo que estoy destinado a no ver más el mundo.
-¡Pobre señor! ¿Qué habéis hecho para
semejante castigo?
-¿Que no os lo ha dicho ese monstruo del
capitán?
El piloto se sonrió, porque se hablaba
mal de su superior, y respondió:
-El capitán solo me ha dicho que vais a
las cárceles de Sevilla por orden de la Santa Inquisición, en castigo de
delitos enormes.
-Creedme -le respondió el reo sentándose
en el lecho-, creedme que soy una víctima inocente sacrificada a la cobardía de
un hombre, a quien quise castigar por haber atentado contra la pureza de mi
esposa.
El piloto cobró atención y sin detenerse
le preguntó:
-¿De dónde sois, señor?
-De España, lo mismo que vos. Vine a
América enviado por el rey para desempeñar una judicatura en Lima; pero un
hombre que es hoy jefe de la Inquisición de allí, quiso violentar a mi esposa;
sorprendí la violencia y lo desafié; al desafío se me contestó con la prisión.
He sido arrebatado de mi casa; he dejado una esposa honrada, huérfana.
-¡Oh señor! -exclamó el piloto-, eso es
mucho. ¿Y vuestro nombre?
-Rodolfo de Alvarado.
El Piloto conoció que el apellido era el
de un noble, y cuando le oyó que era un magistrado nombrado por el Rey,
acrecentó su interés y procuró ir más adelante en su indagación.
-El Rey, señor -le observó el piloto-, os
hará justicia en el momento que sepa lo que acabáis de decirme.
-Estad seguro -le respondió con amargura
fijándose en el semblante del piloto-, que no lo sabrá, porque en donde manda
la Inquisición nadie penetra.
Lo que sí puedo aseguraros es, y esto os
lo digo sin la pretensión de que lo creáis, que vos y el capitán seguiréis mi
suerte, porque a fin de que todo quede oculto y nada pueda saberse, quizás se
os remita a la misma cárcel que se me envía.
-Eso no -dijo el piloto un tanto
sorprendido-, porque gritaría y me haría oír.
-Vano recurso; mi amigo ¿qué no habré
gritado yo? En la Inquisición nadie tiene voz, y entrando en ella es preciso
resignarse a morir entre cuatro paredes.
El piloto tratando de alejar un temor
tal, preguntó al reo:
-¿Y vuestra esposa, señor, no vendrá a
buscaros?
-Ella ignora mi paradero, porque me
embarcaron de noche. ¡Ah!... Si yo consiguiese hacerle saber mi situación,
daría mi fortuna y aseguraría premios del rey al que tal cosa hiciese; pues al
rey le conviene saber esto.
Rodolfo no calculó el efecto prodigioso
que harían sus palabras en el que le oía.
-¿Muy rico, sois? -le preguntó el piloto
con cierto aire de avaricia mal encubierta.
Entonces comprendió Rodolfo que el
interés podía obrar algo en su favor y contestó calculando sobre ese
sentimiento:
-Tengo lo suficiente para hacer noble a
un plebeyo y asegurarle su porvenir. Poseo 20.000 pesos de renta anuales, y
además sé donde está enterrado el tesoro de mi enemigo.
-Sois bien rico -repitió el piloto como
un hombre que calcula sobre una idea que le trabaja su espíritu-, sois bien
rico.
El piloto seguía en silencio, como
saboreando el pensamiento de lo que vale tener una fortuna, cuando sintió la
voz del timonero que le llamaba.
Corrió en el acto sobre cubierta.
La brisa principiaba a hinchar las velas
y la nave a cortar las olas con lentitud.
- II -
Las conversaciones entre Rodolfo y el
piloto se repitieron más a menudo.
El aislamiento reclamaba pasatiempos y
estos se buscan con mayor interés, cuando había de por medio esperanzas que
deslindar y la imaginación era presa de una idea halagadora.
Rodolfo, después de haber sondeado al
piloto, pensó como piensa todo preso, en los medios de recobrar su libertad.
Este pensamiento que se apodera de todo
hombre al pisar los umbrales de una prisión, es tan regular y común, que solo
las almas muy débiles renuncian a él.
El
alma se reviste de una abnegación tal, en semejantes casos, que no calcula el
peligro ni teme los resultados de un fracaso.
Una vez que llega a concebirse la idea de
una fuga, la cabeza del reo bulle en planes alegres.
Rodolfo, ese hombre que tenía la
certidumbre de no volver a ver a su esposa, de quedar sin venganza y de morir
en una cárcel, era justo que pensase en destruir cuanto se le presentaba para
escapar a semejante destino.
A esto se agregaba el frecuente maltrato
que el capitán le daba, la vida reclusa y mortificada que llevaba.
Mas ¿cómo conseguir la libertad?
La franqueza manifestada por el piloto y
los instintos de avaricia que Rodolfo había observado en él, fueron una luz
para su fatigado pensamiento que le mostró la necesidad de conspirar.
Animado de esta idea se resolvió a tratar
de ella.
-Si me delata -se dijo a sí mismo-, ¿qué
más pueden hacerme de lo que me han hecho ya? ¿Me echarán al agua? En esto
ganaré, porque se abreviarán mis sufrimientos. ¿Y si acierto? ¡Oh...! -exclamó
Rodolfo alzando los ojos al cielo con una expresión feroz de alegría que
encerraba todo un mundo de venganza y de porvenir.
El bergantín seguía veloz y entraba ya en
la espaciosa bahía de Talcahuano.
La caída del ancla anunció a Rodolfo la
llegada a un puerto.
En la noche del día en que el buque
fondeó, el capitán se fue a tierra para muy temprano pasar a Concepción con el
objeto de ver las personas que debían completar la carga del buque.
Cuando Rodolfo supo el lugar donde se
encontraba, al momento se acordó de su hermano el padre Anselmo que pisaba
aquellos lugares, misionando entre los araucanos.
Ignoraba el punto donde residiría, pero
estaba seguro que en el convento de franciscanos darían razón de él.
Llegar a hacerle saber su situación,
parecía a Rodolfo que equivalía a salvarse.
En la noche, cuando el capitán se fue a
tierra, el piloto bajó a tertuliar con el preso.
Rodolfo le esperaba con impaciencia; así
fue que al verle, apenas le dejó hablar, diciéndole:
-Amigo, estoy en lugar donde puedo
fácilmente lograr mi libertad y voy a haceros poderoso. ¿Me haréis un servicio?
-¿Cuál? -preguntó el piloto con
admiración.
-En Concepción debe estar un fraile franciscano,
que se llama Anselmo de Alvarado. Si no está allí, deben dar razón de él en el
convento. Ese fraile es mi hermano. Quiero escribirle dos líneas para que me
liberte. Si él las recibe, yo no moriré en una cárcel.
-Eso es imposible, señor, me perdería
para siempre.
-No, mi amigo, no -repuso Rodolfo con una
excitación febril-. El hombre que quiere ser algo debe arriesgar. Vos por ganar
un sueldo atravesáis los mares; en cada travesía arriesgáis la vida, sin más
recompensa que una miserable suma de dinero, la cual jamás os dará descanso ni
posición social. Si para eso sois tan arrojado y desinteresado, ¿cómo os ha de
faltar el valor para haceros rico y noble en cambio de un acto de justicia y de
humanidad que Dios y el rey os agradecerán?
El
piloto comprendió que Rodolfo era un hombre que le convenía y podía servirle de
pedestal para llegar al colmo de su ambición.
Se quedó pensativo y como quien gradúa la
importancia del servicio que va a hacer, contestó:
-Aguardaos un momento. Pronto os
responderé.
El piloto subió sobre cubierta, y después
de media hora de reflexión volvió.
-¿Vuestros deseos son -le dijo-, que se
entregue una carta al padre Anselmo?
-Sí.
-¿Y si no está en Concepción?
-Que se le haga llegar.
-¿Y que dais por ese servicio?
-Mi fortuna y el título de marqués.
-¿Y en qué tiempo cumplís eso?
-A los pocos días de estar libre.
-¿Entonces es condición precisa que
estéis libre? ¿Y si vuestro hermano nada consigue?
-En tal caso, antes de dejar este puerto,
es necesario que os fuguéis conmigo.
-Esas son palabras mayores y muy mayores
-repuso el piloto con cierta calma sospechosa-, mucho más cuando ninguna
seguridad hay de que me cumpláis lo que me prometéis.
-¿Podríais dudar de la palabra de un
noble español?
-Si estuvieseis libre, no; pero del que
está preso es posible dudar, porque nada extraño es que el preso procure su
libertad de cualquier modo.
-Os equivocáis; porque un hombre honrado
es incapaz de engañar y sacrificar a inocentes.
El piloto, que tenía tomada su resolución
de antemano y que oía a Rodolfo por hacerle creer en el servicio, le repuso:
-Pues bien, acepto vuestra oferta y os
tomo la palabra de honor.
-Os juro cumplir cuanto os he dicho -le contestó Rodolfo tomando
y estrechando la mano del piloto con una expresión de frenético
reconocimiento-. Escribid entonces, porque mañana en cuanto vuelva el capitán
iré a tierra.
-¡Dios os premiará!
El piloto trajo los útiles de escribir y
dejó solo a Rodolfo.
La decisión del piloto parecería
admirable si se le juzgaba animado de un sentimiento humanitario y halagado tan
solo por la recompensa; pero si se le sondeaba el corazón y los móviles que a
ello lo inducían, entonces la admiración degeneraba en otra apreciación nada
lisonjera.
Este hombre desde que había salido del
Callao, no cesaba de pensar en el modo cómo apoderarse de las barras de oro y
plata que conducía el buque. Este era un pensamiento que le perseguía noche y
día, que le atormentaba y le hacía gozar y que no desamparaba un momento.
Rodolfo le era indiferente en cuanto a su
situación, mas no considerándolo como instrumento que podía emplear para llevar
adelante el logro del plan que se propusiera.
Por eso, cuando supo que Rodolfo era
magistrado, se alegró por el apoyo moral que debía esperar de él.
Las promesas que este le había hecho y
las razones sobre que un hombre honrado jamás emplearía medios reprobados para
conseguir un fin, le causaron nada más que risa en su interior.
Había pasado un largo rato, cuando el
piloto volvió donde Rodolfo y le encontró poniendo la firma a la carta.
-¿Habéis concluido? -le interrogó.
-Sí, amigo, he concluido.
El piloto se acercó entonces demostrando
interés por saber lo que la carta decía, lo cual satisfizo Rodolfo pasándosela
y diciéndole:
-Leedla y ved si os agrada.
El piloto que tenía por nombre Guerra,
tomó el papel y leyó la carta en que el hermano decía al hermano cuanto había
pasado, el destino que llevaba, y la esperanza de que tal vez podría escapar
del buque.
-Está bien puesta -le dijo el piloto al
terminar-, pero es necesario le agreguéis, que os espere un mes en Concepción.
-¿Por qué un mes?
-Os suplico que no me interroguéis más,
porque ese es mi secreto, y aún no es tiempo de que lo sepáis.
-No os entiendo.
-Quiero decir, que pudiera suceder que si
no lográis escaparos ahora, lo conseguiréis en un mes más.
Rodolfo quiso insistir en aclarar este
misterio; pero Guerra le impidió hacerlo insistiendo por su parte en no hacer
revelaciones. Rodolfo no tuvo otro partido que tomar sino el de obedecer.
Puesta la posdata, Guerra recibió la
carta y se retiró.
-Por ahora -se dijo Guerra a sí mismo-,
nada tengo que hacer con este hombre. Me ocuparé de disponer las cosas.
- III -
El piloto tenía concebido un plan para
apoderarse del dinero que iba en el buque; pero para llevarlo a efecto le
faltaban cómplices, pues hasta entonces no había trabajado sobre el ánimo de
los marineros.
Su idea era crear enemigos al capitán y
halagar a los que se pusieran en tal situación.
Consecuente con ese plan, el día en que
el capitán debía volver de tierra, Guerra dio a tres marineros botellas de
aguardiente para que aquel los encontrase ebrios y les castigase.
En efecto, el capitán volvió de
Concepción y fue recibido por el piloto.
-¿Qué hay de nuevo? -le preguntó al pisar
la cubierta.
-Nada, mi capitán, solo tres hombres se
han emborrachado.
El capitán incómodo por tal falta,
preguntó en el acto:
-¿Quiénes son?
-El contramaestre, Antoni y el cocinero.
-¡Canallas! ¿Dónde están?
-En el entrepuente, mi capitán.
El capitán fue hacia ellos y dándoles de
patadas les llamó con improperios.
Los tres hombres estaban aletargados, y
en vez de responder se dieron vuelta profiriendo algunas maldiciones.
El capitán se creyó insultado y les sacudió
de palos.
El piloto sonreía de placer y atizaba la
cólera del capitán.
Éste, al fin se convenció de que era
inútil el castigarlos en aquel estado Y se retiró sobre cubierta a dar algunas
órdenes al piloto.
-Dentro de tres días daremos a la vela
-le dijo-. Mañana y pasado lo ocuparemos en cargar; es necesario un lugar para
acomodar cuatro araucanos que la autoridad manda a España.
El piloto frunció el entrecejo, y como si
le disgustase esta última carga, dijo al capitán:
-Presumo que esos bárbaros nos han de
incomodar bastante, mucho más no entendiéndoles su idioma.
-Uno de ellos es lenguaraz -le observó el
capitán-: pero como van forzados, conviene llevarles en la barra.
-Tiene V. razón, en la barra -replicó el
piloto bastante satisfecho al saber que iban forzados.
El capitán dio algunas otras órdenes, y
al retirarse, el piloto le pidió permiso para ir a tierra.
El capitán accedió, con la prevención de
que recibiese antes la carga, para no perder tiempo.
Al siguiente día, el capitán hizo
comparecer a los marineros que se habían embriagado y del interrogatorio que
les hizo resultó, que el licor lo habían tomado de la bodega.
Por semejante delito se les castigó
corporalmente y se les condenó a servir sin sueldo durante la travesía.
En vano procuraron salvarse de esta pena
los infelices, pues el capitán les negó toda audiencia, y cuando se retiraron
tristes y meditabundos, el piloto se les acercó para consolarles, diciéndoles
en voz muy baja:
-No tengan Vds. cuidado; yo les respondo
de los salarios.
- IV -
Pasaron los dos días de carga y los
araucanos se hallaban ya a bordo.
Guerra desembarcó entonces, y tomado un
caballo se dirigió a Concepción y fue a golpear a la portería del convento de
San Francisco, preguntando por el padre Anselmo.
-Se encuentra en la Imperial -le contestó
el guardián.
-Entonces -le dijo el piloto-, tenga V.
la bondad, de hacer llegar a sus manos esta carta.
Sacó la carta y la entregó.
-Está bien -respondió el guardián
tomándola-, se la remitiremos.
Cumplida esta diligencia, Guerra se
dirigió a una tienda y compró seis puñales y dos pistolas, y luego regresó a
Talcahuano.
Al siguiente día el bergantín levó el
ancla, y aprovechando una fresca brisa del sudeste, tendió sus velas y salió
del puerto.
El viento soplaba recio, y la nave, cual
un águila que rasga los aires en su vuelo, cortaba las olas.
Todo aquel día anduvo el bergantín con
rapidez.
La tierra se perdió de vista y los
navegantes se encontraron bien pronto sin otro horizonte que el firmamento y
sin otro apoyo que las olas.
El piloto no perdía entre tanto su
tiempo.
La mañana la empleó con los marineros que
habían sido castigados.
A la hora de comer no permitió que otro
que él bajase donde estaban los araucanos.
Él en persona les llevó el alimento y les
regaló una botella de aguardiente.
Mientras comían, hizo ver al lenguaraz lo
mucho que sentía el estado en que iban, el destino que llevaban,
manifestándoles que sino fuera por el capitán, él los pondría en libertad y los
tornaría a sus tierras.
Los araucanos se mostraron agradecidos.
Guerra se retiró, y tan luego como le
tocó el turno de la guardia, se fue al camarote de Rodolfo.
Éste se encontraba desesperado, pues
creía que al haber salido el buque, sus esperanzas estaban muertas.
-Muy irritado debéis estar conmigo -le
interrogó Guerra al acercársele.
Rodolfo le miró con ese aire de despecho
que se apodera del que cree que otro se burla de uno.
-¿Queréis volveros a reír de mí? -le
respondió.
-Nada de eso -le replicó Guerra con
serenidad-; vengo a proponeros que elijáis entre la libertad y la muerte.
-¿A qué venís a proponerme la libertad
cuando no me resta sino la muerte? ¿No habéis dejado que el buque se haga a la
vela sin permitirme escapar?
El piloto se quedó contemplando a
Rodolfo.
Le encontraba razón; pero era porque
Rodolfo no conocía el pensamiento del piloto, pensamiento que pasó a
comunicarle.
-Señor Rodolfo -le dijo con amargura-, no
os he dejado escapar en Talcahuano porque así me convenía. Es verdad que
aquella era la ocasión más propicia; pero escapándoos vos solo, quedaba yo
siempre el mismo, pobre, y lo que es peor, perseguido. Ahora la situación es
distinta y voy a explicárosla.
-Os escucho.
-Podéis recobrar la libertad -continuó-,
si aceptáis una condición. Nada os exijo de las promesas que me habéis hecho
tocante a intereses, solo quiero una cosa por ahora.
-¿Cuál? -le interrumpió Rodolfo con
impaciencia.
-Que entréis en la conspiración que
medito.
-¿Contra quién? -le interrogó el reo con
curiosidad y sorpresa. El piloto se le acercó al oído y en voz muy baja le
respondió:
-Contra el capitán.
-¿Y qué os ha hecho el capitán?
-El capitán nada me ha hecho; pero el
bergantín lleva caudales y yo necesito esos caudales. ¿Me entendéis ahora?
Rodolfo comprendió todo a la vez,
comprendió al hombre.
Sintió repugnancia hacia Guerra, pensó en
rechazarle; pero se acordó de su situación y se limitó a interrogarle:
¿Y qué queréis que yo haga?
-Os lo diré.
Guerra volvió a inclinarse sobre el reo,
y con palabras imperceptibles casi, le reveló el plan, concluyendo por
proponerle:
-Vos mataréis al capitán y yo me encargo
de amarrar a los que resistan. En seguida...
Rodolfo le impidió continuar,
interrumpiéndole.
-Eso es abusar de mi posición. Proponerme
que acepte un crimen es creerme capaz de cometerlo. ¡No! Yo no acepto.
Guerra contemplaba al reo con extrañeza.
-Os creía -le dijo-, ansioso de vuestra
libertad; pero veo que amáis la esclavitud.
-Atended, le replicó Rodolfo; un delito
esclaviza el alma al remordimiento; un crimen aprisiona la conciencia. Entre
aceptar un acto tal, o quedar preso, prefiero este último partido; porque al
fin, mi alma queda libre.
-¿Un crimen consideráis matar a un hombre
que es vuestro verdugo? ¿De qué modo pensáis entonces escapar?
-Puede procederse de otro modo,
tomándonos el buque por la fuerza. Entonces, si en la lucha encontrásemos
resistencia, yo en defensa de mi libertad y de mi existencia os aseguro que no
trepidaría en matar; pero matar sin resistencia es asesinar. Levantémonos y
aprisionemos a los contrarios; yo iré delante y venceremos. Vos tomaréis los
caudales, pues yo ninguna parte quiero de ellos.
El piloto se puso a reflexionar como
quien va a tomar una resolución definitiva, y después de un corto rato de
silencio respondió:
-He reflexionado y acepto vuestra idea.
-¿Convenís? -le interrogó Rodolfo con
efusión y entusiasmo.
-He resuelto que sí; pero vos seréis mi
protector en todo caso adverso.
-Siempre, siempre.
Rodolfo pareció recibir una nueva
existencia cuando concibió la esperanza de poder volver a recobrar a Magdalena
y vengarse.
-Sois todo un hombre -le dijo el piloto-;
nada falta sino disponer a los otros.
-Y yo -le observó Rodolfo-, ¿cómo puedo
salir de aquí?
-No tengáis cuidado: Os traeré algo con
que os entretengáis en limar la chaveta de los grillos.
-¿Y cuándo tiene lugar la conspiración?
-Os lo avisaré con oportunidad.
Dando esta respuesta, Guerra se fue a cuidar
del rumbo de la nave.
- V -
El piloto continuó trabajando en llevar a
cabo su plan.
A los indios les veía a cada rato; a los
marineros maltratados por el capitán los sondeó primero y en seguida los invitó
a tomar parte en la empresa.
Los temores que manifestaron desaparecieron a presencia de las
seguridades que el conspirador les manifestó.
Había obtenido asentimiento de cuatro de
la tripulación, faltaba conquistar a diez más.
Guerra no se atrevió a hablarles
directamente y encargó de la comisión al contramaestre.
-Si alguno de ellos os vende -le
advirtió-, no me descubráis porque yo os salvaré de todos modos.
El contramaestre, dotado de una de esas
almas que nada temen, aceptó la comisión y se dirigió a uno de los marineros
designados por Guerra.
-¿Queréis ser rico? -fue la pregunta de
introducción que le hizo.
-Extraña pregunta -le contestó aquel.
-¿Eres resuelto?
-¿A qué viene eso?
-Júrame guardar secreto y te lo digo.
-¿Estás borracho? ¿Así no más se jura?
-Escrupuloso estás; ¿pues no juras y
reniegas a cada momento?
-Déjate de reflexiones y dime lo que
quieres.
-Jura y te lo digo.
-Te juro guardar secreto.
-Así no se jura: haz la señal de la cruz
y júrame por ella.
El hombre hizo la señal de la cruz y
juró.
-Te diré, que estoy conspirando para
echarme sobre la plata que viene a bordo. ¿Quieres ayudarme? Te daré la décima
parte.
El marinero se echó a reír a carcajadas,
diciéndole:
-¡Vaya! ¡Vaya! ¿No te decía que estabas
ebrio?
-Déjate de risas -le repuso el
contramaestre tomando el aire serio de las circunstancias-; contesta sí o no.
El marinero formalizándose a la vez,
interrogó al contramaestre:
-¿Y hablas de veras?
-Tan de veras, que es una cosa resuelta y
convenida con otros.
-¿Quiénes son los otros?
-Menos averigua Dios y perdona. Eso no lo
sabrás hasta que llegue el momento.
El marinero se entregó a una dilatada
meditación, conversó al oído con el conspirador y luego le dijo:
-Más tarde te contestaré.
-Está bien; le observó el contramaestre.
¡Cuidado con mover los labios! Porque la conspiración tendrá lugar de todos
modos y mis compañeros...
-No temas denuncias de un hombre como yo;
eso es bueno para los cobardes e infames.
El contramaestre dio parte a Guerra de lo
que acababa de pasar; este le encomendó en seguida la conquista de tres
marineros mas, a quienes le designó.
Entre estos se hallaba un hombre de
frente angosta, ojos encapotados y de aspecto rechazante.
Se llamaba Zañaro.
Cuando el contramaestre le habló sobre el
particular, aceptó en el acto.
A eso de las oraciones, el agente dio
parte al piloto de estar todo dispuesto.
-Te has portado como todo un hombre -le
dijo Guerra-. Mañana a las doce del día daremos el golpe.
-Convenido. Hasta mañana.
El contramaestre se fue a esperar la hora
de la guardia y el piloto se dirigió a ver los indios.
-¿Cómo están mis hijos? -les interrogó al
verlos.
-Buenos -respondió el lenguaraz.
En seguida les habló de los sufrimientos
que pasaban, avivándoles el odio contra el capitán, y luego les preguntó:
-¿Mucho deseáis volver a la tierra?
-Sí, hermano, mucho.
-Si fuerais valientes volveríais.
El lenguaraz comunicó estas palabras a
sus compañeros.
Los indios se conmovieron y hablaron con
ánimo, con ese orgullo nativo al hijo de Arauco.
El lenguaraz tradujo la resolución:
-Dicen que no conocen el miedo, que pertenecen a la nación jamás
vencida y que por volver a sus tierras se dejarían matar.
-¿Queréis hacer una cosa? -les interrogó
Guerra, lleno de satisfacción al palpar la disposición en que se hallaban los
indios.
-¿Qué cosa?
-Matad al capitán y de este modo
volveréis a la patria.
El lenguaraz comunicó la respuesta.
-Estamos dispuestos, pero es necesario
que sueltes a uno de nosotros.
-Seréis puestos en libertad a su tiempo;
pero es preciso que esperéis a que yo vuelva. Por ahora quedad quietos, y no
habléis con nadie, aunque os maten.
Los indios con los ojos chispeantes de
fuego, animados con la idea de volver a sus campos, poder abrazar a sus mujeres
y correr en sus indómitos potros, manifestaron a Guerra su agradecimiento.
- VI -
Era ya de noche y el viento soplaba con
fuerza.
El piloto, sin poder faltar de la
cubierta por estar de guardia, bajó donde Rodolfo, y muy a la ligera le
previno.
Mañana a las doce, cuando oigáis un tiro.
Esta era la señal convenida para el
estallido de la conspiración.
La oscuridad de la noche aumentaba por
grados, la lluvia caía con fuerza y las olas se elevaban con furor.
En esto se dejó oír una voz, la voz del
piloto:
-¡A tomar rizos!
La guardia subió a las vergas y principió
la operación con presteza.
El viento iba en aumento, los palos del
bergantín se doblaban y las olas entraban sobre cubierta.
El piloto conoció que aquello era un temporal,
y con toda la fuerza de los pulmones ordenó:
-¡Arriba toda la gente! ¡Aferren velas!
A esta voz el capitán subió sobre
cubierta y los marineros que dormían se precipitaron a maniobrar.
El piloto tomó el timón.
En medio de aquella oscuridad, sin tierra
donde poder llegar, teniendo sobre sí una atmósfera ennegrecida por las nubes y
a los pies un mar agitado que bramaba de furor, la nave luchaba contra los
elementos, ya montando sobre las crestas de las olas, ya descendiendo con la
velocidad del rayo a los abismos de la ondulación.
El agua corría por sobre la cubierta.
Todos permanecían en sus puestos.
El capitán como los otros marineros,
amarrado de la cintura para no ser arrebatado por los golpes de mar.
El
silencio era profundo.
No se oía más voz que la del capitán, que
mirando al mar y a la aguja de marear, ordenaba al piloto el rumbo que debía
imprimir a la nave.
En medio de esta oscuridad y de este
silencio, un hombre se acercó al capitán. El marinero arrastrándose, llegó
hasta tropezar con él.
-¡Cuidado! -le gritó este.
El marinero se quedó quieto, y cuando
hubo conocido que el capitán era el que estaba a su lado, se empinó lo posible
y muy al oído le dijo:
-Venia a deciros una cosa importante.
El piloto alcanzó a percibir algo y fijó
la atención.
-¿Qué cosa? -le interrogó el capitán.
-Mañana a las doce del día va a estallar
una conspiración para robaros los caudales que el buque conduce.
Tal nueva sobresaltó al intrépido marino.
-¿Y quién eres tú?
-Zañaro.
Guerra sintió helársele la sangre en las
venas. Si hubiera habido un rayo de luz, el semblante del piloto habría
revelado al criminal.
Luego siguió el interrogatorio.
-¿Quiénes conspiran?
-El contramaestre es el cabeza, él me ha
convidado, pero no me ha descubierto a los otros.
-¡Ah infame! -exclamó el capitán, mañana
mismo le ahorcaré.
En seguida Zañaro encargó sigilo al
capitán, y este le respondió diciéndole:
-No tengas cuidado, yo premiaré tu aviso.
El marinero se retiró deslizándose por la
obra muerta hasta volver a tomar su puesto.
A eso de las tres de la mañana se vio que
la tempestad pasaba.
Disipáronse los serios cuidados y
restableciose el orden en las guardias.
Entonces el capitán se volvió a Guerra y
le interrogó:
-¿Has oído lo que ese marinero me ha
dicho?
El piloto aparentando indiferencia le
repuso:
-¿Sobre alguna avería del buque?
-No, sobre la conspiración del
contramaestre.
-Será alguna chanza, señor.
-Es necesario tomar medidas y asegurar a
ese hombre.
-¿Y es solo él?
-Se ignora el nombre de los cómplices.
-Entonces me parece mejor sonsacarle algo
antes de proceder.
-Pero es necesario hacerlo con presteza.
¿Quién se encarga?
-Poned aquí al timonel, yo le llevaré a
mi camarote y allí haciéndole beber lograremos el objeto.
El capitán mirando con agrado a Guerra,
llamó al timonel y dejó al piloto que hiciese lo que ofrecía.
En seguida encargó al piloto diese un
poco de ron a la gente, para que calentase el cuerpo. Los marineros fueron
desfilando uno a uno, y cuando el contramaestre hubo secado el vaso de un
sorbo, el piloto le dijo:
-Aguarda un momento.
Concluido el reparto, el piloto se llevó
al contramaestre a su camarote, invitándole a beber una botella a la salud del
buen tiempo.
Bajaron a la cámara y sentándose ambos al
lado de una mesa, principiaron por destapar una botella. El piloto sirvió un
poco en cada vaso y con voz muy silenciosa dijo al camarada:
-Zañaro te acaba de vender. El capitán
está a oscuras, nada temas, porque te salvaré a las tres de la tarde. A las
doce es ya imposible. Haz que bebes hasta fingirte ebrio.
El contramaestre se quedó frío, lo cual
observando Guerra, trató de reanimarle diciéndole:
-Bebe camarada; no seas gallina. Te
faculto para que me denuncies si no te salvo.
-Y si no me libertas -balbuceó el
denunciado-, de seguro que me matan.
El camarada se sintió mas repuesto con
tal promesa; fijó sus grandes ojos en el jefe, y empinó el vaso hasta
concluirlo.
Guerra le previno acto continuo:
-Si el capitán te pregunta por los
cómplices, nómbrale a los que no están con nosotros.
En esto vio el piloto que el capitán
desde fuera con la vista le interrogaba; y este le respondió cerrándole un ojo,
en demostración de que todo marchaba bien.
Cuando se hubo alejado, Guerra dijo al
contramaestre:
-Hazte el ebrio para que el capitán crea que me he portado bien.
En efecto, al poco rato se vio salir un
hombre que tenía que apoyarse para no caer.
Era el contramaestre que se retiraba a su
cama.
El capitán le dejó pasar y corrió donde
Guerra interrogándole:
-¿Qué ha confesado?
-Todo, todo, mi capitán.
-¡El nombre de los conspiradores!
El piloto le designó a seis de los no
conspiradores.
-Pues, vamos a amarrarlos -le ordenó
aquel-, armaos.
Ambos se armaron y principiaron a llamar
a los designados y a ponerlos en prisión.
Al contramaestre le pusieron esposas,
suponiéndolo embriagado.
-¿Por qué es esto? -preguntaron los
infelices.
-Obedeced, facinerosos -les respondió el
capitán, que ordenaba con las pistolas amartilladas.
Así es que obedecían llenos de sorpresa.
Eran ya las seis de la madrugada.
El viento calmaba, la atmósfera se
despejaba.
El mar se mantenía agitado por efecto de
la borrasca que había tenido lugar.
La mañana de aquel día se pasó en tomar
precauciones de seguridad.
Dieron las 12 del día y todo pasó en
calma.
Parecía también conjurada la tempestad
denunciada.
A esto siguió el silencio que precede a
los grandes estallidos.
Los conspiradores se miraban y no sabían
qué hacer.
La hora había pasado.
Guerra aprovechó un descuido del capitán
para decir a uno de los conjurados:
-A las tres de la tarde, al oír un tiro.
- VII -
El capitán, como de costumbre, había
observado el grado de latitud en que se encontraba el bergantín.
El viento N. O., que soplaba, le hacía
calcular que en seis días más llegaría al Cabo de Hornos.
Guerra se acercó al capitán que se
paseaba por el costado estribor y se informó de las observaciones que este
había hecho; luego se retiró y bajó al camarote de Rodolfo, diciéndole de paso
y sin detenerse.
-Listo.
Volvió a subir y bajó al lugar donde
estaban los marineros, se acercó a uno de ellos y le repitió la misma palabra
de orden.
-Listos.
De allí siguió donde el contramaestre,
quitole las esposas y diole la misma voz.
No se detuvo:
Acercose al lenguaraz, le habló en
secreto y le entregó cuatro puñales.
Concluidos estos aprestos, se volvió a
cubierta.
Eran las dos y media de la tarde y los
conspiradores aguardaban con impaciencia el signo del ataque.
Cada uno temía por sí, porque cada uno
temía la delación del otro.
Los espíritus se encontraban ardientes,
en un estado febril; por una parte el temor de ser vencidos ea la lucha, la
incertidumbre de llegar a la hora dada sin ser descubiertos; por otra el oscuro
porvenir que se les presentaba, a pesar de la luz que sobre sí arrojaba la
codicia.
Contaban por el latido de sus corazones
el golpe de la péndula que marcaba los segundos.
La arena del reloj corría a señalar una
hora.
Ricos o muertos era la alternativa para
una parte de los conspiradores; libres o muertos la alternativa para otra parte
de ellos.
Rodolfo y los araucanos sentían surcar
por sus imaginaciones cuadros de grandiosidad: la libertad que conquistaban, la
vuelta a la tierra adorada por los salvajes.
El deseo, las ilusiones de volver a
montar los selváticos potros, para atravesar las llanuras con la velocidad del
aire; las familias que dejaban, sus usos, los bosques de aromático olor y de
espesas montañas; toda esa animación de la vida natural en el goce de la entera
libertad.
Esas ideas se atropellaban en la imaginación
de aquellos hombres.
Rodolfo pensaba también que la libertad
le llevaría a encontrar su esposa y soñaba en días de felicidad.
Todos ellos, al impulso de semejantes
sentimientos se sentían fuertes y no dudaban vencer. Esperaban la señal.
El
piloto se colocó sentado a la proa del buque, observando al capitán que se
paseaba.
Con la ampolleta en la mano, veía
acercarse el momento decisivo.
Faltaban algunos minutos; la arena iba a
marcar las 3 y el piloto se hallaba como paralizado.
Dio la hora y el hombre se quedó
irresoluto.
La campana del buque anunció el momento
preciso, y los conspiradores se pusieron de pie.
El tiro aún no se dejaba oír.
Guerra palidecía, le faltaba el valor, el
crimen le anonadaba.
Miró al capitán y la vista de este le
confundió.
La víctima tornó la espalda en uno de los
paseos, y el piloto se sintió entonces animado; sacó en el acto una pistola que
llevaba oculta en el pecho, la preparó y la disparó con mano trémula sobre el
capitán.
La bala pasó sin herir.
El capitán volvió rápido como el rayo
amartillando las dos pistolas que cargaba, y se precipitó sobre Guerra que
había quedado inmóvil; pero en su camino se encontró con los salvajes que
desnudos y puñal en mano buscaban su presa.
El capitán les descerrajó los dos tiros
de que disponía, mató a uno de ellos, hirió a otro y los dos restantes le
tendieron a cuchilladas.
Al propio tiempo aparecían los marineros
complotados y Rodolfo que corría a salvar la vida del capitán; pero ya era
tarde, los salvajes habían consumado el crimen.
Sucedió a esto una escena de espanto.
Silencio profundo.
Guerra mismo, apenas se atrevía a mirar
la víctima, y como embargado por la presencia del cadáver, su primera orden fue
hacerle arrojar al mar.
Los marineros esperaban orden que
ejecutar, los salvajes lamían las heridas de sus compañeros queriendo volverlos
a la vida con el aliento de sus pechos.
Rodolfo se retiró a una extremidad de la
popa en aptitud de meditar.
La inacción reinó, hasta que el piloto se
acercó a Rodolfo preguntándole:
-¿Adónde nos dirigimos?
-A la costa de Talcahuano -le contestó.
-Allí sería riesgoso -le observó Guerra-;
porque podrían descubrirnos.
-Dirigíos entonces, a las inmediaciones
del puerto, a alguna caleta inmediata.
-Está bien, señor.
El piloto se dirigió en seguida a la
tripulación y les habló con la entereza del cobarde que vence por los esfuerzos
de otro:
-¡Compañeros! Hemos vencido y somos
ricos. Vamos a proceder a la repartición de lo que nos toca.
-¡Bravo! ¡Bravo! -respondieron los
cómplices.
-Pero antes -continuó el piloto-, debemos
cambiar de rumbo.
-¿Hacia dónde?
-A encallar la nave en algún punto de la
costa, cerca de Concepción, para de allí, cada cual tome la dirección que
guste.
Los camaradas aprobaron todo, cambiaron
el aparejo del bergantín, pusieron la proa al lugar convenido y luego volvieron
a reunirse para tratar de lo que tenían que hacer.
¿Qué determinar de los seis marineros que
se hallaban presos? ¿Qué con el traidor Zañaro?
Acerca de los primeros resolvieron
dejarlos presos y soltarlos en el buque cuando todos se marcharan a tierra.
Sobre Zañaro acordaron primero matarlo;
pero Guerra se opuso invocando el perdón; mas el contramaestre persistió en la
idea del castigo.
-No -decía-, el traidor jamás debe
merecer perdón, matémosle.
En tal controversia, la tripulación
decidió que la cuestión fuese sometida a Rodolfo.
Comparecieron ante él y le expusieron el
caso.
Se hizo comparecer al reo y este se
presentó con el semblante del moribundo.
-¿Delatasteis al contramaestre? -le
interrogó el Juez.
-No señor -contestó este temblando.
-Mientes -le gritó el piloto-, porque yo
te vi.
Zañaro dejó caer la cabeza sin
contradecir.
-Lo hice por miedo -articuló.
-Entonces no merecéis perdón -repuso
Rodolfo.
Zañaro cayó de rodillas y pidió perdón.
A tal degradación humana, sucedió un
momento de contemplación que fue interrumpido por Rodolfo, al dar el siguiente
fallo:
-Un delator es el peor de los criminales,
y aún más que eso, una cosa inmunda que se separa de la especie humana. Bien
merecías el que os echasen al agua; pero vale más ahorrar sacrificios, sois
hasta indigno de castigo. Dejadle que viva como se deja al reptil que olvidamos
en los fangos.
Zañaro se retiró a ocultar su presencia
en lo más recóndito de la nave.
Los conspiradores del robo se ocuparon
acto continuo en repartirse los valores que el bergantín llevaba.
Rodolfo se apartó a cuidar no
sobreviniesen disgustos que pudieran comprometer la seguridad de los
navegantes.
- VIII -
El reparto del botín se hizo en el mayor
orden, gracias a la abundancia que de él había.
Cuando se presentaba un objeto disputado,
se recurría a la suerte, y la suerte deslindaba las pretensiones de los
ambiciosos.
Los que no tomaron parte en la
conspiración seguían presos; así era que las guardias y las maniobras se hacían
por los que estaban libres.
El piloto no dormía y vigilaba cargado de
armas.
En los ratos de reposo, Rodolfo lo
reemplazaba. La tripulación miró en Rodolfo al ángel destinado a salvarla.
Le colmaban de respetos y
consideraciones, y sin embargo el hombre no cambiaba de carácter.
Retirado de todos, encanecido por los
sufrimientos, agobiado por dolores morales que le atormentaban, se mantenía
como uno de esos seres a quienes los desengaños de la vida, las ingratitudes de
los hombres, las negras pasiones que se encuentran en la humanidad, han llegado
a convencer de la necesidad del retiro o del desprecio por la especie humana.
Hay momentos o épocas en la vida del
hombre, en las que el fastidio reemplaza a la alegría, el carácter dulce y
apacible del individuo se torna en duro y despechado; el amor y la abnegación
se convierten en desprecio y egoísmo.
¡Y cómo no sufrir tal transformación!
Sufrir cuando no se ha hecho más que el
bien, encontrar la ponzoña de la ingratitud por recompensa de beneficios
rendidos: acudir a la sociedad por un bálsamo contra las injusticias y
encontrar en ella el aplauso de la falta o el desdén por recompensa ¡cómo no
cambiar!
¿Qué bien me resulta de llenar los
deberes sociales? Parece preguntarse uno en tales momentos.
¿Si nadie los agradece y si por
recompensa no encuentro la felicidad?
¿No vemos rolar en el mundo, con más
estimación, con más aceptación, con mayor alegría, al que vive del engaño, del
vicio?
Esta escuela práctica con que la sociedad
brinda al que en ella entra, transforma al individuo, ¡y de aquí tantos
extravíos!...
Si para las almas fuertes no acudiese en
tales momentos la conciencia del ser a manifestar lo que es el yo, la humanidad
sería el último andrajo de la creación; porque la humanidad, sin esas
excepciones que se salvan para alumbrarla, y protestar contra el mal, sería un
conjunto de lo que hay de más abominable.
Rodolfo, atormentado por ideas tales,
había cambiado algún tanto: creía en la justicia de la venganza.
Así era, que a la vez de mantenerse lejos
de los que le rodeaban, la ansiedad le devoraba por alcanzar tierra: iba a ver
a su hermano, iba a ponerse en vía de encontrar a su esposa, a separarse del
teatro sangriento en que se hacinaban tantos seres repugnantes; meditaba
también en la venganza.
Los araucanos se ocupaban de curar al
compañero herido.
El muerto fue necesario arrojarlo al mar,
a pesar de la oposición que sus compatriotas hicieron.
Fue necesario echarle provisto con un
saco de comestibles y algunas botellas de licor; porque los araucanos creen que
el muerto al viajar al otro mundo, necesita de víveres para el tránsito.
Antiguamente mataban a una de las mujeres del muerto y un caballo; le aperaban
de lazos y alimentos y luego le sepultaban, convencidos de que así la marcha le
sería grata.
- IX -
A los ocho días de regreso, el bergantín
entra entre Talcahuano y Pulpilleo.
Aquel era un lugar despoblado pero con un
desembarcadero fácil.
Echaron el ancla a dos millas de tierra y
en el acto descolgaron el bote y la lancha.
Una y otra embarcación fue cargada con el
botín de los conspiradores, y tan luego que estuvieron listas, los tripulantes
se embarcaron para ir a tierra.
Se componía esta caravana, de Rodolfo que
él se colocó en el bote con dos marineros y los tres araucanos, y del piloto y
los cinco restantes de los cómplices que ocuparon la lancha.
Antes de bajar, Guerra se dirigió a los
que estaban presos y quitó las prisiones a uno de ellos, diciéndoles:
-Nosotros nos vamos a tierra; si alguno
de ustedes se atreviese a ir a ella y le encontrásemos, morirá. Aquí tienen
alimento para mucho tiempo y les regalo además el buque. Sigan a donde gusten,
menos tras de nosotros.
Acto continuo se fue a reunir a sus
compañeros, cerrando los oídos a las súplicas de los que quedaban.
Las dos embarcaciones partieron y tomaron
tierra con serias dificultades.
En el acto, los bárbaros se echaron a
correr cual bestias largadas al prado, y los demás a cargar el botín que les
había tocado.
Luego que se alistaron, emprendieron
sobre Concepción llevando por guías a los indios.
El desembarco se hizo a las diez del día,
y a las once de la noche la caravana entraba en la ciudad de la Concepción.
Allí, cada cual tomó su rumbo: los
araucanos se fueron al interior atravesando a nado el caudaloso y remanso
Bio-Bio; Rodolfo y el piloto se albergaron en un rancho para de madrugada ir al
convento franciscano, y el resto de los tripulantes se repartió en la
población, con el ánimo de seguir a las provincias vecinas para evitar
cualquiera delación.
Unos y otros temían de sí mismo; así fue
que todos ellos se ocultaron de tal modo, que nunca fue posible saber el
destino que les cupo.
Nosotros seguiremos el rumbo de Rodolfo y
Guerra, porque de ellos tenemos el itinerario de sus hechos.
- X -
Entrada la noche, se alojaron en uno de
esos ranchos desiertos que se encuentran en los suburbios de las poblaciones.
Allí condujo el piloto la suma de 80.000
pesos en barras de oro que le cupieron en el reparto del saqueo.
Temeroso por el crimen cometido,
consideraba a Rodolfo cual si fuera el custodio de su persona y bienes.
Sumiso hasta el envilecimiento, procuraba
satisfacer los últimos deseos de Rodolfo; mas, en medio de esa abyección
revelaba la aspiración que sentía a cambiar de condición.
Se encontraba rico, y de una situación
tal aspiraba ya a querer ser noble.
Contribuía a esto el recuerdo de la
promesa que le había hecho el reo de la Inquisición.
Ser noble, para él equivalía a colmar sus
últimas aspiraciones.
En tan elevado carácter creía, como cree
el vulgo, que la situación normal de esas gentes era la felicidad, los
sufrimientos desconocidos, se podía mandar y despotizar.
Animado por tales móviles, procuró
sondear a Rodolfo acerca de la disposición en que se encontraba para cumplir la
promesa que le había hecho a bordo.
Rodolfo sentía una repugnancia natural
hacia Guerra; se había sentado en un rincón del rancho.
Meditaba sobre su destino.
El piloto le arrancó de ese estado
dirigiéndole la palabra.
-¿Muy fatigado os halláis, señor Rodolfo?
-Algún tanto, le respondió secamente.
-¿Queréis dormir?
-Quiero pensar.
-Pues yo no sé pensar; preferiría pasar
la noche conversando.
-Para satisfacer tal deseo -le observó
Rodolfo-, debíais haber conservado a vuestro lado a uno de vuestros cómplices.
Os agradecería me dejéis en paz.
Este reproche fue un contratiempo para
Guerra; creyó a Rodolfo un ingrato, y este juicio lo expresó diciendo entre
dientes:
-Bien dicen que un bien con un mal se paga.
-¿Qué significa eso? -le interrogó
Rodolfo.
-Significa, señor, que tratáis de olvidar
vuestras ofertas y de corresponder a mis servicios con ofensas.
-Nada tengo que agradeceros -le contestó
el aludido-; lo que hicisteis no fue por mí, fue por robar. Sin embargo; yo
cumpliré cuanto os he prometido.
Para Guerra, las ofensas nada suponían
cuando se interponía su interés; así que, lejos de enfadarse, se alegró al
saber que se lo cumpliría lo ofrecido; y como usando de un acto de generosidad
se apresuró a decir a Rodolfo:
-Basta que me cumpláis una sola de las
ofertas; yo quedaré satisfecho.
-¿Cuál?
-La de hacerme noble.
-Lo seréis tan pronto como pueda disponer
de 30.000 pesos, que es lo que costará el título.
-Disponed de esa suma, señor, y me la
devolveréis después.
-Acepto el préstamo -le contestó
Rodolfo-, porque en verdad siento deseos de veros de noble, pues así purgaréis
vuestras faltas.
-¿Qué decís?
-Que el ser noble es un castigo.
Guerra, que ignoraba lo que era el ser
noble y que de ello solo tenía una idea de engrandecimiento y de goces, se
sorprendió de lo que oía.
Y como saliendo de una meditación dudosa:
-¿Me hacéis el servicio -le dijo a
Rodolfo-, de instruirme en esto que quiero ser?
-No hay inconveniente -le repuso este.
Levantose entonces del lugar donde
descansaba, pasó a sentarse en el umbral de la puerta del rancho.
El piloto se quedó quieto sin separarse
del tesoro.
-Te explicaré lo que quieres ser -le
dijo; pero no divisando a Guerra en lo oscuro y temiendo que se durmiera, le
invitó a acercarse.
-Aquí estoy bien -le contestó-, os
escucho y cuido de mi fortuna.
-Buen principio para ser noble -le
observó Rodolfo-, es el acariciar el metal. No te duermas.
-Perded cuidado.
-Ya lo creo, desde que ese oro es vuestra
alma.
Rodolfo se acomodó lo mejor que pudo, y
luego principió sus explicaciones, apreciando lo que era la nobleza.
-Un título, y más que todo, dinero, son
los grandes elementos que se requieren para figurar en estos países donde la
inteligencia y el estudio pasan aún sin ser atendidos. Vuestro pasado y cuanto
habéis sido, nada suponen; tenéis dinero y seréis adulado; tenéis un título y seréis
disputado por las amistades. La nobleza moderna es el ridículo de la antigua
nobleza. Antes se adquiría un título por hechos heroicos o por acciones
grandiosas; ¿pero hoy? Los títulos son pantallas compradas para encubrir
crímenes, ejercer despotismos o tapar maldades. Y de no, ¿cuál es el noble que
adorna su escudo con insignias que representen hechos propios? ¿Esos escudos
recargados de relieves son acaso la expresión de una historia honorable?
Guerra se encontraba atónito escuchando
con avidez al que le educaba de tal modo; porque en todo ello entreveía una
aureola de felicidad.
Rodolfo continuó:
-¡No! Plebeyos, hombres comunes, sin más
méritos que el haber sido usureros o explotadores del trabajo del pobre, son
los que han llegado a colocarse en esa escala mediante el desembolso de algunas
talegas. En el pobre gañán, en el mísero industrioso se encuentra más nobleza
que en los titulados nobles; porque en ellos encontraréis virtudes que los
nobles no tienen, respeto por la virginidad que los nobles se creen en el deber
de destruir, porque cuentan con caudales que derramar en la seducción; no
tienen amor a sus semejantes, porque estos carecen del orgullo y del egoísmo
que prohíja la ignorancia y la avidez de los nobles. Os voy, Guerra, a hacer
noble y en ello ningún favor os hago, porque os voy a colocar en el foco de una
turba envejecida en las liviandades de una corrupción secreta. Nobles hay que
han salido de una pulpería, gastando parte de su trabajo en la compra de un
escudo; mineros que se han encontrado una riqueza y se han hecho duques;
criminales que por escapar a un castigo ordinario se han elevado a condes. ¿Qué
antecedente glorioso ha militado en ellos para obtener títulos de nobleza?
¿Cuál es el noble de hoy que no deba su elevación al dinero? Nobles hay que no
saben ni firmarse, y sin embargo, miran desde lo alto de sus coches con
desprecio al que se despestaña ea las vigilias del estudio. Por lo regular son
los más ignorantes de la sociedad, porque tienen la creencia que la fortuna
basta para vivir en la sociedad. Las sociedades tributan culto al metal, y es
por eso, que las inteligencias despiertas, los hombres cultos pasan olvidados.
La nulidad procura desvirtuar el mérito, porque el reinado de la civilización
sería el suplicio del ignorante.
Rodolfo sintió que el piloto respiraba
con fuerza y al propio tiempo que le observaba.
-Señor, os creo exagerado en lo que
acabáis de decirme, le observó.
-Creed lo que gustéis -le respondió
Rodolfo con esa superioridad de espíritu que lo hacía despreciar la opinión de
un hombre como Guerra-; pues nada me importa el juicio que forméis de lo que os
he dicho. Mas estad cierto que la verdad la encontraréis no muy tarde. Sin
embargo, por pasatiempo os acabaré de dar una idea de lo que deseáis ser.
Rodolfo se detuvo un momento admirando la
belleza de la luna que brillaba en aquel cielo tan puro de Chile, y luego
continuó:
-La nobleza es en verdad una distinción
social; pero una distinción según sean las causas que la originan. Como debéis
saber, todos los hombres tienen un origen y ese origen los coloca en una propia
categoría. Este es el orden natural; pero sucede que de entre todos unos se
distinguen de los otros ya por dotes especiales del corazón, ya de la inteligencia;
unos que sobresalen por su valor en los combates y otros por su investigación
en las ciencias o por servicios especiales rendidos a la humanidad. La sociedad
creyó justo premiar a esos seres con alguna insignia que les designase a los
ojos del público como objetos de imitación y les sobrepusiese a los que yacían
indiferentes al deber social, a los ociosos, a los disipados, a los cobardes.
Esa insignia no fue para designarles como de origen distinto a la especie
humana; porque si lo hubiesen sido, ningún mérito habrían tenido en
manifestarse superiores. No se les introdujo sangre azul en sus venas, como
cree el vulgo, porque en todos es igual el color de ella; ello no fue más que
un premio al mérito, y esto fue justo. Después vinieron los hombres con sus
vicios y su ignorancia a convertir aquellas distinciones en instrumentos
vulgares de recompensas para los palaciegos que facilitaban goces a los
monarcas; para los ricos que erogaban una crecida suma de dinero destinada a
aumentar el tesoro de los reyes; para los adulones o degradados que sabían
lisonjear los vicios de las cortes. Esta prostitución del origen de los títulos
dividió a la sociedad en dos bandos, que comúnmente se denominaron con el
nombre de aristócratas y plebeyos. El primero se separó de los segundos, y los
monarcas acabaron de completar esa división concediendo privilegios a esa clase
creada por ellos, para despotizar a los excluidos. Los goces y el dominio
quedaron de una parte, el dolor y la miseria de la otra. Los primeros se creyeron
en su orgullo descendientes de una especie distinta de la de los otros; y desde
entonces el plebeyo fue considerado como lo es el esclavo: torpe, sin
inteligencia, nacido para servir. Tal relajación, despertó en cada ser nulo y
rico la ambición de obtener un título. No necesitaban ser héroes, haber
estudiado o poseer virtudes; alguna suma de dinero o el favor bastaban para ser
elevados. Obtenían un título y ya se creían aptos para todo. El título era la
ciencia infusa transformando al ignorante en hombre dogmático, y al propio
tiempo, el sano conducto para delinquir. En esta descripción encontraréis
comprendida la nobleza de América; porque ella es la ineptitud ambulante, el
orgullo personificado y la corrupción encubierta. Muchos de ellos han tenido vergüenza
de confesar el origen de su fortuna, debido al trabajo, por ocultar un pasado
oscuro. Y es en este círculo que os quiero ver, porque en él encontraréis un
vasto campo para gozar.
Dudo, señor, llegar a esa altura -le dijo
el piloto-; porque aun cuando esos nobles sean tan imperfectos al menos deben
tener algún mérito que les haga aceptables.
-Reíos de ello -le contestó Rodolfo-,
sois avariento, sois envidioso y de consiguiente poseéis las dos cualidades
peculiares que simbolizan al noble americano. Si fuera americano -continuó-, os
aseguro que mi orgullo estaría en pertenecer a los plebeyos; porque entonces no
temería representar antecedentes vergonzosos. Pero a vos os conviene más el ser
noble. ¿Qué más queréis? Mañana seréis inscripto en el libro de la
aristocracia, haréis formar un árbol genealógico y el factor de él os hará
descender de alguna rama antigua, adalid de las cruzadas. La sociedad viéndoos
rico y con escudo, os dará asiento en sus estrados, y ambicionará más de una
dama el recibir vuestra mano.
-¿Es decir, que también podré casarme con
una señora? -le interrogó Guerra con una expresión de alegría tal que creyó
estar sintiendo los ensueños de un cuento de hadas.
-¿Y por qué no? -le respondió Rodolfo con
ese aplomo que da el conocimiento del mundo-: ¿qué importa que seáis lo que
sois cuando pertenezcáis a la aristocracia? Los padres creen deshonrada la hija
que ama a un joven rico en méritos, siendo pobre en fortuna; al paso que la
creen feliz y digna cuando el que la pretende es del círculo a que vais a
pertenecer.
Cuando Rodolfo hubo concluido, el piloto
exclamó:
-¡Cuán feliz voy a ser! ¿Qué me importa
que la nobleza sea lo que sea, si ella es para mí el porvenir?
Rodolfo sonreía al contemplar la ambición
de Guerra; y como el crepúsculo de la aurora principiaba a asomar, cortó del
todo la conversación diciéndole:
-Serás noble.
Esta pintura de la nobleza moderna, hecha
por Rodolfo, era exacta. Esa nobleza que hoy se enorgullece en América y que se
designa con el nombre de aristocracia; porque los títulos murieron, ha venido a
ser el refinamiento de aquella sociedad nula.
La aristocracia ha venido a ser la
reunión de los judíos, de los especuladores en todo ramo, y muy en especial, de
los estúpidos e ignorantes.
Ella ha sido la enemiga de las libertades
públicas, de toda reforma y el amparo del jesuitismo.
¿Queréis dañar a la sociedad? Id a buscar
recursos en esa aristocracia y los hallaréis.
¿Queréis traicionar los principios que
profesáis? Allí os pagarán vuestra defección.
Egoísta cual no hay idea; envidiosa cual
no puede figurarse.
Raquítica en sus formas, parece una raza
aislada de la virilidad nacional.
Adulona con el mandatario, es orgullosa con
el débil.
Siempre revestida de un aspecto de
santidad en las costumbres, es corrompida y cínica en lo privado.
Indiferente por excelencia, jamás derrama
una lágrima por el dolor ajeno, ni extiende una mano para levantar al caído.
Si alguna vez hace el bien es porque cree
reportar utilidad en ello, no por deber.
- XI -
Al día siguiente, o más bien dicho, en la
madrugada del día que había principiado después de la anterior conversación, un
pobre hombre se presentó al convento franciscano pidiendo una limosna.
Los padres de esa congregación, que
dedicaban su vida a la conversión de los salvajes, arrostrando martirios, y las
penalidades de la soledad, dieron al mendigo por mano del portero dos panes y
le señalaron las doce del día para que volviese por un plato de comida.
El mendigo se mostró reconocido, y en
seguida preguntó:
-¿Está en el convento Fray Anselmo de
Alvarado?
-Ayer ha llegado de la Imperial -le
contestó el portero.
-Desearía verlo -repuso el mendigo-,
porque siempre me socorre.
-No hay inconveniente, voy a avisarle. ¿Y
vuestro nombre para decírselo?
-Decidle que es un pobre a quien socorre.
El portero partió en busca del padre
Anselmo.
Le encontró en su celda rezando, y cuando
oyó que le buscaban, se sorprendió involuntariamente.
Por entre la reja de la portería viose
venir a un elevado fraile, que con la cabeza levantada manifestaba cierto aire
de distinción sin barba y un tanto calvo, la expresión de su fisonomía era
significativa.
Al llegar a la reja la abrió, y
dirigiéndose al mendigo le preguntó:
-¿Sois vos, hermano, el que me necesita?
-Sí mi padre.
-¿Qué queréis?
-Vengo enviado por vuestro hermano.
-¡Por mi hermano!... -exclamó el fraile
con entusiasmo- ¿En dónde está?
-No habléis fuerte -le observó el
mendigo.
Una palidez mortal se apoderó de fray
Anselmo.
-¿En dónde está? -volvió a interrogarle
con impaciencia, pero en voz baja.
-Me manda conduciros a donde él.
-Permitidme un momento -le dijo entonces
el hermano-, y con paso ligero se encaminó a su celda de donde regresó
inmediatamente.
-Vamos, vamos -le dijo al volver.
El mendigo se echó a andar adelante y el
padre a seguirle.
Pronto entró aquel, que era Guerra, donde
Rodolfo, diciéndole:
-Aquí está vuestro hermano.
Estas palabras pronunciaba el piloto y
tras ellas entraba el padre Anselmo, abriendo los brazos para recibir al
hermano que se precipitaba entre ellos.
Mudos por la emoción, permanecieron largo
rato unidos, sin pronunciar otra palabra que la de hermano.
¡Cuánto expresaba aquella voz, salida de
cuando en cuando de los labios de los dos hermanos!
Hermanos que se encontraban en un rincón
del mundo, avejentados por la desgracia y perseguido el uno por la inquisición.
Ausentes de todo amor, de toda familia,
la palabra hermano expresaba para ellos la expresión de todos los afectos
concentrados en uno solo.
Desahogados los corazones por la efusión,
entraron en alguna calma.
El suelo les sirvió de asiento.
Guerra les contemplaba, y a pesar de ser
un criminal, tuvo un momento de inclinación a la virtud; pero la impresión pasó
y el alma volvió a su estado normal.
El padre Anselmo, antes de entrar en
conversación con Rodolfo, preguntó quién era ese mendigo.
Rodolfo se dirigió a Guerra y le encargó
el retirarse un poco de tiempo, fuera de la pieza, a lo que éste accedió.
Solos los hermanos, Rodolfo informó al
padre Anselmo de lo pasado y de la manera como había logrado su libertad.
Lo primero que éste le dijo, fue:
-Es necesario que ese piloto no vuelva a
estar contigo. Si llega a ser tomado preso, que no se encuentre a vuestro lado.
-¿Qué haremos de él? -le interrogó
Rodolfo.
-Debéis decirle se retire de este pueblo
cuanto más antes, y que os vaya a esperar a algún lugar determinado para cuando
podáis cumplirle lo que le habéis ofrecido.
Rodolfo sin detenerse salió a la puerta y
dijo a Guerra:
-Es necesario que os vayáis pronto de
Concepción y que me digáis dónde deba encontraros para cumpliros mi palabra.
-¿Es posible que nos separemos? -repuso
el piloto con un aire de verdadera aflicción.
-Sí, es preciso. Ahorradme explicaciones.
En el convento de San Francisco podéis entregar las cartas qué deseéis lleguen
a mi poder.
Guerra comprendió su situación, la
necesidad de aislarse, y se manifestó lleno de sentimiento.
-Me iré -le respondió-, aun cuando sufra
una ingratitud.
-Si no fueseis criminal correríais mi
propia suerte. Pero lo sois y esto limita mi obligación a una deuda que os la
pagaré.
Guerra bajó la cabeza y esperó quedar
solo para ocuparse de ocultar sus caudales que allí había depositado.
Rodolfo volvió a donde el hermano, y
este, a fin de ponerle en salvo, salió con él en busca de un lugar más seguro.
-Cuando se anda entre facinerosos -le
dijo el Padre al hermano al salir-, si se quiere salvar es necesario principiar
por ocultarse de ellos.
-Tienes razón, hermano. ¿Y a dónde me
llevas?
-Voy a colocarte fuera de la población
para que mañana o esta noche, emprendas tu marcha a Santiago. Aquella es una
población grande y se puede pasar desapercibido.
-Pero a donde yo quiero ir es a Lima -le
observó Rodolfo con animación.
-Irás, pero tu viaje debe ser por
Valparaíso.
-Ya comprendo. ¿Y tú no me acompañarás?
¿Tendremos aún que separarnos?
El padre Anselmo meditó un instante, y
luego le respondió:
-Te acompañaré, hermano, aunque falte a
mis deberes de misionero; y tan pronto como te deje al lado de Magdalena, me
volveré.
-¿Te volverás? ¿Pues hasta cuándo piensas
quedar entre los salvajes?
-Hasta mi muerte -le respondió el sacerdote
lleno de esa unción que pinta la vida del ser abnegado.
-Eso no es justo -le objetó Rodolfo-; tú
has hecho ya bastante y es necesario dejar el puesto a otros que te reemplacen.
-Así era de esperarlo, y tal debía ser el
orden natural de las cosas; pero en este país no hay sacerdotes dispuestos a
llenar cargos difíciles. En los conventos verás multitud de religiosos, y en
las calles multitud de clérigos; pero unos y otros creen que su deber es vivir
comiendo y participando de los goces mundanales. No se resuelven a pasar
privaciones y a correr riesgos personales. ¿Qué queréis esperar de semejante
desorden? ¿No sería una falta en mí abandonar a los que ya han principiado a
venir al seno del Evangelio?
-Eso es original -le observó Rodolfo-;
¿pues qué hacen entonces esas gentes?
-Por la vida que llevan -le contestó el
padre-, por la ociosidad en que están, y por los abusos que cometen, la
religión sufre cargos que la perjudican. Aquí no encuentro al verdadero
sacerdote. La enseñanza del Evangelio está descuidada. Cuando suelen ir algunos
a misionar, en vez de hacer el bien hacen el mal. ¿Por qué, me preguntarás? Da
vergüenza el confesarlo. Es porque en la frontera se ocupan no en educar sino
en seducir a las indias, y en beber. Les roban también animales y forman
comercio para estafar al salvaje. El indio que esto ve reniega de los
sacerdotes que van a predicar una religión que para ellos es detestable.
Esta conversación la llevaron los
hermanos hasta llegar al extremo opuesto de la población.
Allí se pararon y entraron a un otro
rancho.
-Es necesario no perder tiempo -le dijo
el padre-. Voy a buscarte cabalgaduras para que partas. Te traeré un hábito
para que atravieses los pueblos y campos sin cuidado. Al llegar a Santiago
vestirás el traje del hombre del pueblo, y así nadie sabrá de ti.
-Me parece muy bien -le contestó
Rodolfo-; anda pronto.
El padre Anselmo salió a hacer los
aprestos.
Al caer la tarde volvió acompañado de un
huaso que traía un caballo ensillado.
-En doce días más vas a buscarme al
convento de nuestro padre San Francisco en Santiago -le previno.
Rodolfo partió para Santiago.
- XII -
Cuando el padre Anselmo volvía del
extremo noroeste de la población, después de haber hecho partir a Rodolfo, un
propio llegaba a Talcahuano trayendo noticias importantes a la autoridad.
¿Qué sucedía?
Los marineros que quedaron en el buque,
comprendieron que si permanecían a bordo sin moverse, el hambre les mataría.
Creer que otra embarcación pudiera pasar
por ese punto solitario era una esperanza muy aventurada.
No quedaban sino dos partidos que seguir:
o formar balsas con pipas para irse a tierra; o esperar alguna brisa favorable
para volver a Talcahuano.
El primero tenía el inconveniente de lo
expuesto de la travesía, lo desconocido del camino y el peligro de caer en
manos de los prófugos.
La mayoría resolvió emplear el segundo
medio.
Los conspiradores habían desembarcado por
la mañana; los presos observaron todos los movimientos de aquellos, y cuando
los vieron desaparecer, fue que se resolvieron a tomar la resolución que hemos
indicado.
El bergantín se hallaba algo cerca de
tierra.
Moverse sin viento era exponerse a
encallar.
Era necesario izar el ancla y maniobrar con prontitud al mismo
tiempo.
Los marineros conociendo estas razones
esperaron con deseo una brisa de tierra.
Esa brisa deseada como la aurora de la
mañana por el marino que ha luchado una noche entera con las olas, la lluvia,
el viento y las tinieblas, vino poco a poco a eso de las tres de la tarde.
Uno de los tripulantes, el más viejo,
tomó la rueda del timón gritando a sus compañeros:
-Dios nos protege, el viento viene de
tierra, a levar el ancla.
La reducida tripulación se puso a
maniobrar con un pesado y mal molinete.
El buque tenía dos anclas, una colgada y
la otra en el fondo del mar.
Para izarla se empleaba antes toda la
dotación del bergantín; así fue, que pronto se conoció la imposibilidad de
levar y se resolvió cortarla.
Desembarazados de esta traba, se ejecutó
la maniobra con los aparejos parcialmente, y el buque salió de aquella costa en
dirección a Talcahuano.
Allí, fue visitado por la falúa de la capitanía,
al día siguiente.
Esta arribada era la que motivaba el
propio, el cual conducía una nota del capitán del puerto que decía:
"En estos momentos acaba de anclar
el bergantín 'Esperanza' con seis hombres de tripulación.
Se daba razón en seguida de cuanto había
sucedido y de la fuga de los conspiradores.
"Entre ellos -continuaba-, va un
hombre cuyo nombre se ignora, pero que iba destinado por la Santa Inquisición
del Perú a las cárceles de España.
"Su filiación es la siguiente
(seguía la filiación y luego después de haber dado la de los otros cómplices
concluía):
"Convendría que sin pérdida de
tiempo se le persiguiese por el interior; porque es probable se internen en
Arauco.
"Esta medida sería prudente tanto
por el enorme crimen cuanto por lo cuantioso del robo".
El intendente, al momento de recibir
aquel oficio, desplegó grande actividad.
Partidas de caballería salieron hacia el
punto del desembarque; y oficios terminantes dirigidos a los hacendados y
capitanes amigos de la frontera.
El Sud quedó bien provisto de órdenes, y
el Norte descuidado, porque el intendente calculó que por ese rumbo no habían
de ir.
Así fue, que hasta el siguiente día no
mandó un propio a la capital.
Esta noticia fue la conversación en la
ciudad del día y días siguientes, y un bando en que se ofrecían diez mil pesos
al que presentase alguno de los delincuentes, acabó por dar toda la debida
publicidad al asunto.
De este modo se vino a tener conocimiento
de un tan trágico suceso y a dar la voz de alarma a los cómplices, para que se
ocultasen y fugasen.
- XIII -
Para apreciar debidamente los sucesos que
van a desarrollarse, los que no hayan leído el "Inquisidor Mayor",
necesitan conocer algunos antecedentes.
A principios de Noviembre, Eduardo
Manríquez que hacía de jefe de la inquisición en el Perú, se había embarcado
furtivamente en el Callao siguiendo a la esposa de Rodolfo.
Esta, creyéndose huérfana a causa de la
ruina de Lima, se dirigía a Chile en busca del padre Anselmo.
Eduardo había persuadido a Magdalena, de
que Rodolfo había perecido aplastado por las ruinas de uno de los calabozos de
la cárcel.
Para confirmar esto, confiaba en que el
esposo no volvería a aparecer, desde que lo había confinado a las prisiones de
Sevilla:
Cometía este crimen Eduardo, impulsado
por la esperanza de apoderarse de Magdalena, llevándola al altar.
La seguía a Chile, con tales miras, donde
nadie les conocía.
Habíase fugado de Lima, dejando acéfala
la Inquisición y trayéndose consigo los secretos del abate Gonzales, jefe de
los jesuitas.
Él, mejor que nadie sabía que le era
imposible un matrimonio, porque solo él y el abate sabían de la existencia de
Rodolfo.
Magdalena ignoraba cuanto había pasado en
el secreto de las tramas inquisitoriales, y era debido a esa ignorancia, que
había aceptado la compañía de aquel hombre como pudiera aceptarse la de un
amigo leal, la del verdadero amante que respeta a la mujer.
Estos individuos habían salido del Callao
a los pocos días de pasado el terremoto, época en la que emigraron a Chile
varias familias, aterradas por la sucesión frecuente de temblores que
sobrevinieron.
El buque que les conducía se llamaba
"Tres Marías".
Por aquellos tiempos, la navegación había
progresado.
No se anclaba ya de noche ni se esperaba
el amanecer para salir.
La nave tomaba rumbo afuera y caminaba
noche y día según los vientos.
Así fue que, cuando en la
"Esperanza" se sublevaban y arribaba a las costas de Concepción,
habían pasado diez días, y el "Tres Marías" anclaba en Valparaíso.
Si Magdalena había recibido tristes
impresiones cuando llegó al Callao, viniendo de Cádiz acompañada de su esposo,
¿cuál no sería la impresión que tendría al ver a Valparaíso en aquella época?
Una bahía abierta cual una herradura; una
población escasa de habitantes; las casas en forma de ranchos, encerradas por
un elevado cordón de cerros; tres o cuatro buques y diez o veinte tiendas,
daban una idea exacta de lo que era Valparaíso en 1747.
Eduardo desembarcó a Magdalena.
Presa de la natural tristeza que arrojaba
el lugar y acompañada de los recuerdos amargos que tras sí dejaba, esa bella
mujer desembarcó con el alma enlutada.
Eduardo le dio el brazo para que se
apoyara, y ella lo asió como el único apoyo de su viudez, de sus desgracias, de
su orfandad.
La situación de esta mujer era difícil.
Sin recursos, extranjera, sola y cargada
de penalidades, iba a Chile en busca del hermano de Rodolfo para que le
sirviese de padre, la guiase.
Cuando el espíritu se encuentra en una de
esas crisis de la vida, todo favor, todo servicio recibido despierta un mundo
de gratitud en pro de quien nos protege.
No se calcula en la razón que motiva el
servicio; se mira tan solo el hecho, y el hecho que nos beneficia reviste a la
persona que lo ejecuta de los caracteres más simpáticos.
Esto sucedía a Magdalena respecto de
Eduardo.
Él la protegía, y ella lo creía por eso
humano y noble de corazón.
Cuando estos dos personajes se hallaron
en tierra, Eduardo que había hablado a Magdalena de las intenciones que hacia
ella abrigaba, volvió a expresárselas tan pronto como hubieron tomado
alojamiento.
-Si mis deseos se cumplen -le dijo con
amabilidad a la napolitana y usando de un lenguaje familiar e íntimo-, estos
rincones del mundo bien pronto los dejaremos. Tú sabes que tengo asegurada mi
fortuna en Europa y tú sabes también que nada más ambiciono en la tierra que tu
mano. Consolémonos, pues, con la seguridad de que pronto cesarán nuestras
penalidades.
-Estoy reconocida -le contestó
Magdalena-, a tus favores; pero ya te he dicho que es necesario que el padre
Anselmo intervenga en mi unión contigo. Es el hermano de mi desgraciado marido,
y el único padre a quien tengo que consultar. Lo que deseo es escribirle
pronto.
Eduardo no temía encontrarse con el
hermano Anselmo, porque estaba seguro de convencerle de la muerte de Rodolfo.
Sobre este particular y sobre la
aquiescencia del padre Anselmo para el nuevo enlace, los dos habían hablado
extensamente a bordo.
Habían navegado juntos, y ya se sabe que
una navegación es el más fuerte estímulo para fomentar una pasión.
Estaban, pues, de acuerdo para ver al
padre Anselmo, y en ese sentido Eduardo propuso a Magdalena ir cuanto antes a
Santiago.
A los dos días emprendieron la marcha.
La distancia que separa a Valparaíso de
Santiago es de treinta y seis leguas.
En aquel entonces el viaje se hacía a
caballo, porque el camino no era carril.
Regularmente se empleaban dos y tres
días.
Atravesaron la mayor parte de esa
distancia sin recibir impresiones notables.
Al subir a la cuesta de Prado y cuando
llegaron a la cumbre, el hermoso valle donde está situado Santiago, se presentó
de un golpe, rodeado de colosales montañas, teniendo al frente los Andes
coronados de nieve.
Aquello es un cuadro de singular belleza,
un verdadero templo erigido para la adoración del Eterno.
Luego que estos viajeros hubieron entado
en la capital, Magdalena se hospedó en una casa particular de la calle de Santo
Domingo, y Eduardo a una media cuadra de distancia.
Esto no era extraño, desde que en aquella
época no se conocían los hoteles y los viajeros tenían que buscar albergue en
las casas particulares.
Al día siguiente Eduardo fue a tomar
noticias del padre Anselmo en el convento de la orden, y acerca de ello supo
que el referido fraile se encontraba en el Sud.
Con este motivo, Magdalena le escribió
una carta en la cual, entre varias cosas, le decía:
"Muerto mi esposo, no he querido
contraer segundas nupcias con el señor Eduardo Manríquez hasta no tener el
consentimiento de V.
"Para ello, espero que V. me
conteste, aun cuando me sería más placentero el abrazarlo personalmente".
-¿Y qué tiempo tardará la respuesta?
-interrogó Magdalena a Eduardo, al entregarle la carta.
-Un mes a lo más -le respondió este.
La carta marchó.
- XIV -
En aquel tiempo, Santiago era una
miseria.
Aunque es verdad que la naturaleza es por
sí el mejor adorno de una ciudad, sin embargo, cuando esa naturaleza vigorosa
en su desarrollo alegre por la claridad del cielo que inunda de luz la tierra y
el espacio, pintoresca por el tapiz de sus campos, se encuentra contrariada por
ese conjunto de edificios que encierra a los pobladores; las impresiones por
grandiosas que sean, decaen y se estrellan con la fisonomía de la obra del
hombre.
Santiago, con una delineación igual a
todas las capitales de la América del Sud, era triste y raquítico.
Largas calles, pero desiertas.
Seis o más edificios en cada cuadra,
construidos de un piso, y este piso limitado por aletas negras.
Los techos en forma triangular, de teja.
El conjunto de aquella ciudad, presentaba
el aspecto de un campamento de galpones.
Al frontis de cada casa se encontraba una
puerta enorme y dos o tres ventanas pequeñas, elevadas lo suficiente para
impedir que los transeúntes viesen para adentro.
El interior era distribuido en forma de
claustro; distribución que se explicaba más, atendido el sistema de vida que
llevaban las familias.
Las mujeres sufrían todo el peso de la
esclavitud oriental.
Encerradas en el interior de las casas, no les era permitido ver la
calle hasta la tarde, en que la madre con la familia y sirvientes salía a
sentarse en el zaguán a ver pasar la gente.
Las visitas de hombros eran un martirio;
porque la dueña de la casa se convertía en una espía de la familia y la familia
en un ser inmóvil.
El tertulio se sentaba a gran distancia
del sexo femenino, y allí tenía que hacer su papel, explorando las vulgaridades
de una conversación estúpida.
La conversación del soltero con la
soltera era calificada de escándalo, y jamás se consentía en ello.
Los ancianos tenían su lógica.
El hombre -decían-, nada tiene que
conversar con la mujer; si lo hace es porque le guía uno de estos dos fines; o
seducirla o casarse.
Lo primero es un crimen, lo segundo no;
luego si proceden de buena fe lo hacen por lo segundo, y si tal cosa piensan,
el medio decente que hay es pedir la joven a los padres, y para ello no es
necesario que hablen.
Así era que los matrimonios se hacían con
presteza sin otro antecedente ni satisfacción para el espíritu apasionado, que
el que buenamente pudiera alcanzar el interesado de una que otra mirada de la
joven.
Entrar a una casa de tertulia era entrar
a un duelo.
Las gentes se sentaban alrededor de la
sala Silencio profundo.
Las reuniones tenían por objeto el comer
y refrescar.
Solía cantarse y se tocaba en clave.
Así era, que se consideraba una
galantería el que los concurrentes comiesen bastante para hacer ver que
bastante se habían divertido.
Las mujeres no usaban trajes elegantes.
Lo único que se les veía era la cara,
porque el cuerpo estaba cubierto, a más del traje, por un largo pañuelón que
les envolvía desde el cuello hasta más abajo del talle.
Prácticas religiosas multiplicadas y a
cada hora, llenaban los ratos de ocio de los habitantes.
Una sociedad tal, que no vivía para el
público sino que cada miembro de ella vivía para sí, temiendo expresar sus
sentimientos, caracterizaba la sociedad chilena en esa época.
Este era el país que recibía a Magdalena.
Como era de esperarlo, las murmuraciones
de aldea se levantaron bien pronto contra ella.
Eduardo la visitaba diariamente, y ella,
emancipada de esas esclavitudes aparentes, chocaba con los hábitos del país.
Por eso, aún no habían pasado cuatro días
de su instalación, que los padres principiaron a prohibir a sus familias el
roce con la napolitana.
Hubo gentes que expresaron sus juicios
respecto de la viajera, refiriéndose al terremoto acaecido en Lima.
-¡Cómo no había de castigar Dios a ese
país, decían, cuando las gentes que de allí vienen son tan libres!
La libertad en las acciones humanas, era
calificada de corrupción por nuestros antepasados.
Entre la corrupción y la libertad no
encontraban diferencia; así era que tanto valía para ellos ser prostituido o
ser libre, es decir, disipado sin respeto a la moral, que emancipado de las
costumbres odiosas que reglamentaban las costumbres.
Por consiguiente era lógico el juicio que
los vecinos se formaban de Magdalena al verla acompañarse con Eduardo, estar
con él y vestir trajes europeos que marcaban la flexibilidad del talle.
Su honor era calumniado y su belleza
temida cual si fuera de un ángel del Averno.
El atraso de la ciudad era no solo físico
sino también moral.
El espíritu de Loyola dominaba y tenía
raíces para siglos en el corazón de aquel país.
No hablemos de civilización ni de
educación, porque eran plantas no aclimatadas en las regiones esterilizadas por
la mano disecante del jesuitismo.
La enseñanza de las leyes y de la
teología absorbían la inteligencia de los pocos que se consagraban al estudio.
Aprender a leer, escribir y contar constituía
la educación del joven.
El latín y algunas otras antiguallas se
enseñaban a los que se dedicaban para sabios.
Los rudos hombres que nos dirigían no
tenían idea de lo que era la civilización ni mucho menos de la misión especial
del ser; creían que el destino del hombre era trabajar para comer.
Nada para el espíritu, todo para la
materia.
Por eso se repetía con frecuencia la
maldición atribuida al Creador: "Vivirás del sudor de tu frente".
Este espíritu dominante aparecía en la
educación pública, en el exterior de las construcciones, en la indolencia de la
sociedad, en la apatía que se impregnaba desde la cuna.
Pusilanimidad en la forma -abatimiento en
el alma- hipocresía en las acciones, venían a ser los caracteres dominantes que
anunciaban a la distancia el estado de un país entregado por los siglos a la
dominación de estúpidos soldados y de católicos paganos.
Aquello era un orden calculado que no
toleraba más de ningún género.
Se comía, por ejemplo, a la una del día,
y si alguna familia lo hacía a las tres de la tarde, al instante era criticada.
Si se vestía con cierto traje, todos
debían llevarlo, alterarlo era una falta.
Esto que pasaba en el orden físico,
pasaba con mayor estrictez en el orden moral.
Había una opinión admitida y esa opinión
estaba condenada a no ser contradicha.
Por eso, el pensamiento, las acciones,
todo seguía una regla invariable que prohibía pensar, hacer cosas
excepcionales, bajo la pena de ser presa del grito general que condenaba al
innovador; y sin otra razón que aquella: no era costumbre, y por deducción era
inadmisible.
Nunca se indagaba si lo que se proponía
era bueno o malo, huían del raciocinio; lo único que hacían era indagar,
comparar, ver si era o no común, si era costumbre.
La razón de la sociedad estaba aplastada
por las ideas de sumisión que ahogaban la libertad del pensamiento.
Era tal el poder de ese espíritu, que
como símbolo de él se expresaba por esta frase: eso es nuevo y por consiguiente
malo.
Sumisión del pensamiento a la costumbre.
¡Monotonía espantosa que ha encadenado
largo tiempo el desarrollo de Chile!
En tal ciudad era donde se acumulaban los
elementos que debían dar un desenlace a los amores desgraciados de nuestros
héroes.
- XV -
Rodolfo, después de siete días de marcha,
había llegado a Santiago sin trabar conversación en el camino con persona
alguna.
Llegaba en circunstancias que la sociedad
se ocupaba en relatar y abultar las noticias traídas por el buque "Tres
Marías", sobre el terremoto acaecido en Lima.
Vestido como un hombre de campo, de
labrador, con ancho calzón de lana negra, camisa de color y un sombrero de
forma de pan de azúcar, pidió hospitalidad en uno de los muchos ranchos de
totora que en otro tiempo circundaban la ciudad.
Aquel rancho estaba habitado por un peón
y una mujer robusta.
Le admitieron con la franqueza que
acostumbran hacerlo las gentes pobres de Chile.
Habría pasado una hora, cuando entró otro
peón a tertuliar.
-Te presento -le dijo el dueño de la
casa-, al recién venido, a este forastero que acaba de llegar.
El peón miró a Rodolfo con parades, y con
la frialdad más característica le contestó:
-Celebro conocerlo.
El
peón de visita pasó a sentarse.
Bebieron dos tragos de chicha, y como la
conversación del día era lo acaecido en el Perú, entró a hablar de ello.
-Hoy he visto -dijo el visitante-, a uno
de los que llegaron del Callao.
Rodolfo paró el oído y preguntó:
-¿Quién ha llegado del Callao?
-Los que salvaron de la ruina.
-¿De qué ruina? -volvió a interrogar con
interés y sorprendido, pues era la primera noticia que tenía de este suceso.
-¿El señor no será de aquí? -observó el
peón.
-¿Por qué?
-Porque no sabe una cosa que todos saben.
-Dispénseme, le repuso Rodolfo, yo acabo,
de llegar de Aconcagua y nada sé.
-¡Anda!... Yo lo contaré entonces.
El roto contó cuanto sabía y en pocos
instantes instruyó al forastero de la crónica del día.
La relación de Antonino, peón aficionado
a la bebida, fue lava escandente que cayó en el alma de Rodolfo.
Pensaba en si Magdalena habría sucumbido.
No temiendo descubrir su disfraz, procuró
Rodolfo orientarse más del asunto y preguntó con este motivo:
-Y la gente que ha muerto, ¿ha sido
mucha?
-Mucha, mucha -respondió Antonino-,
tomando un largo trago de chicha; dicen que muy pocos quedaron vivos.
Rodolfo habría querido salir de allí en
busca de pormenores; pero era de noche, no conocía la ciudad ni menos las
personas a quienes interrogar.
Contentose con insistir sobre el mismo
asunto, dirigiéndole la palabra al noticiero.
-Y bien -le dijo-, ¿sabe usted quiénes
son los que han venido?
Antonino se echó a reír y contestó con el
buen humor que le acompañaba:
-¿Acaso soy de allá para conocer a esas
gentes?
-Tiene usted razón -le replicó Rodolfo
conociendo la impertinencia de su pregunta. Quiso no despertar sospechas y
ahogó en su pecho la sed de curiosidad que le devoraba.
El licor se iba concluyendo, y Antonino
que cifraba en él el interés de la visita, luego que vio el jarro vacío, se
paró, estiró los brazos, bostezó con gran soltura y se fue dando las buenas
noches.
Los dueños de casa dieron al forastero
algunos chaños para que durmiera y ellos se recogieron para despertar al alba.
Un corto momento de silencio y oscuridad
bastó para dejar sentir el ronquido de los dueños de la habitación.
-¡Felices ellos! -exclamó Rodolfo al
contemplarlos en aquella tranquilidad- ¡felices los que no sufren!
- XVI -
Al amanecer del siguiente día, Rodolfo se
entregó a recorrer la ciudad.
Pronto se encontró con las riberas del
Mapocho y desde allí contempló el bosque que se presentaba a la orilla opuesta.
Elevando sus ojos a la altura de los
Andes, encontró esas moles que atraviesan la América, cortadas por el blanco
manto de nieve que viste sus crestas y que se dibuja ante la transparencia de
una atmósfera azul.
La excitación de su espíritu no le
permitió contemplar detenidamente ese magnífico paisaje de la naturaleza.
Siguió adelante, y dirigiéndose hacia el
Sud, se encontró con el Cerro de Santa Lucía, mirador que la Providencia puso
en el centro de la ciudad.
Allí trepó Rodolfo, y colocándose en la
cúspide, pudo contemplar de lleno la belleza del valle.
Un terreno plano, matizado por las yerbas
del campo; flores derramadas con profusión; ganados que pacían; altas montañas
por un lado cubiertas de verdor, y por otro colosales moles nevadas; y todo
ello alambrado por una luz risueña y cubierto por un cielo puro y brillante.
Allí respiró el alma atormentada de
Rodolfo, porque allí su alma se puso en contacto con Dios.
De allí descendió, tomó aliento y se
dirigió a la plaza de armas.
En la plaza había un piquete de tropa que
esperaba: multitud de gente lo rodeaba.
Rodolfo se acercó a un desconocido, a un
hombre del pueblo y le interrogó:
-¿Qué es lo que hay?
-El hombre le miró con un aire de
sorpresa despreciativa, de pies a cabeza, y no le contestó.
Rodolfo volvió a repetir su pregunta.
-Hágame el favor de decirme qué significa
esto.
El hombre volvió a mirarle y luego
volviéndole la espalda le respondió:
-Qué curioso es V., aguarde y sabrá.
Rodolfo cambió de lugar, entrando a
formar círculo entre la gente que rodeaba la tropa. Allí se encontró con
Antonino, y éste le satisfizo la curiosidad que abrigaba, haciéndole ver que lo
que se esperaba era un bando.
Conversaban sobre el particular, cuando
el tambor tocó un redoble y la tropa echó armas al brazo.
La tropa se puso en marcha acompañada de
la concurrencia, y al llegar a la primera esquina se detuvo.
Allí se dejó oír la voz de un escribano
que leía un bando, igual al que ya conocemos promulgado en Concepción, sobre
los sucesos ocurridos en el bergantín "Esperanza".
Como antes hemos dicho, el bando no
nombraba a Rodolfo porque se ignoraba su nombre, y el único que tenía los
antecedentes de este individuo era el Inquisidor Mayor, a quien se creía
residiendo en Lima.
Esta convicción hizo ver a Rodolfo que
nada tenía que temer.
El escribano luego que hubo leído el papel,
repitió igual operación en cada esquina de la plaza y en seguida terminó la
maniobra de la promulgación del bando.
Rodolfo siguió el acompañamiento al lado
de Antonino.
Cuando ya se retiraban, aquel preguntó a
éste:
-¿Qué le parece el tal bando?
-Un disparate -le respondió.
-¿Cree V. un disparate el ganar tal suma?
-Lo creo, porque nadie se atreverá ni
querrá hacerlo.
Tales expresiones llamaron la atención de
Rodolfo, y como queriendo investigar la causa de tal desprendimiento, le volvió
a interrogar:
-¿Tan desinteresada es la gente de la
ciudad?
Antonino, sin contestar, clavó la vista
en el que le interrogaba como quien trata de descubrir a un malvado,
concluyendo por decirle:
-¿Y V. sería capaz de ganar ese dinero?
-Jamás -le contestó Rodolfo con toda la
energía de su alma.
-¿Por qué razón?
-Porque el delatar es un crimen.
-Pues por eso tampoco se delata entre
nosotros. Si alguno lo hiciese, le mataríamos.
-Debe V. esa mano -le interrumpió
Rodolfo-, soy su amigo desde hoy. Veamos a beber un trago.
-V. es hombre que lo entiende -le repuso
Antonino lleno de alegría-, vamos a beber.
Ambos se dirigieron a la Camarilla.
- XVII -
La multitud se había retirado ocupándose
del contenido del bando.
Entre los concurrentes se había
encontrado el criado de la casa donde se hallaba hospedado Eduardo, quien en el
acto comunicó a sus patrones cuanto había oído.
Como el hecho era extraordinario, el dueño
de la casa lo contó sin demora al huésped.
Éste se hallaba recostado leyendo.
El propietario entró y le interrumpió,
diciéndole:
-Otro acontecimiento raro tenemos hoy.
-¿Cómo así? -interrogó Eduardo
incorporándose y cerrando el libro.
-El sirviente viene de referirme que se
acaba de publicar un bando ofreciendo 10.000 pesos al que dé noticia de unos
prófugos que asesinaron al capitán de la "Esperanza", y que según
propio de la Concepción, se han internado en este reino.
La
tal noticia sorprendió a Eduardo, porque de lleno se le vino a la cabeza cuanto
había pasado pero procurando serenarse interrogó:
-¿Y nada más dice?
-El criado ha hecho una relación
indigesta de la cual nada más se saca en limpio.
-Pues la cosa merece el ser conocida
-repuso Eduardo-. Voy a leer ese bando.
Arreglose en un momento y se fue a tomar
conocimiento del asunto.
Cuando hubo leído el papel se dijo:
-Es necesario alejar de Magdalena la más
débil sospecha e irse pronto de este pueblo; porque ya Rodolfo está entre
nosotros.
Sin detenerse se fue al convento de San
Francisco para recoger la carta que Magdalena había dirigido al padre Anselmo;
pero esta había partido hacía tres días.
Alarmado sobre manera, se encaminó a casa
de la napolitana, revistiendo su semblante de la mayor tranquilidad posible.
Encontró a esta en conversación con la
familia de la casa en que habitaba.
La familia se retiró en el acto que
Eduardo se sentó.
Trabose una conversación familiar, y en
ella Eduardo propuso a Magdalena retirarse de Santiago por algunos días,
mientras se obtenía la respuesta del padre Anselmo.
-Me sorprende esa ocurrencia -le dijo
Magdalena-, ¿a qué retirarnos?
-Te diré el motivo -le contestó Eduardo-.
El vecindario nos acusa de que hacemos mala vida, fundándose en las visitas que
te hago. Esas acusaciones ofenden tu honor, y aun cuando nada significan desde
que tendremos que irnos a Europa, con todo, ellas pueden llegar a oídos del
padre Anselmo y perjudicarnos. ¿No te parece -continuó con un acento de súplica
amorosa-, que todo eso podría salvarse retirándonos a una aldea inmediata, a
una chacra u otro lugar semejante?
Magdalena creyendo encontrar en tales
palabras un fondo sano, un sentimiento delicado del amor da Eduardo, se limitó
a contestar:
-Lo que tú hagas está bien hecho.
-Reconozco en ello -repuso Eduardo
estrechándola afectuosamente la mano-, una prueba más de la felicidad que nos
depara la Providencia.
Magdalena, bella y espiritual,
conservando la virginidad del alma, se encendió de rubor y apartando la mano
interrogó:
-¿Cuándo quieres sacarme de aquí?
-Bien podrá ser mañana o pasado -le
contestó-. Voy a buscar un lugar aparente.
Eduardo, en posesión de tal determinación, creyó asegurar sus
planes.
Retirándose de la ciudad, Magdalena
ignoraría la llegada del padre Anselmo y podría recurrir a expedientes
fraguados para hacerla desistir de la idea de obtener respuesta a la carta, y
conseguir el enlace, para en seguida seguir de incógnitos a vivir en las
poblaciones del viejo mundo.
Alimentado de ideas tales, se despidió a
poner en planta su plan.
Tomó un caballo y se dirigió por el
camino de la Palmilla:
- XVIII -
Mientras Eduardo obtenía el
consentimiento de Magdalena, Rodolfo lo había pasado con Antonino bebiendo un
poco de licor en la Cañadilla.
A eso de las dos de la tarde regresaban
al centro de la ciudad. El primero bastante alegre, aunque cuestionando sobre
las reflexiones de abstinencia que el segundo le hacía.
-Convéncete -le decía Rodolfo-, que el
beber hasta la embriaguez equivale a convertirse en bestia.
Esas reflexiones son buenas -le respondía
el plebeyo-, para el que bebe por gusto, mas no para el que olvida así
sentimientos que le entristecen.
-Aunque así fuese, no comprendo que hayan
dolores tales que hagan optar por el ridículo, la degradación. Cuando hay esos
dolores y se carece del valor para resistirlos, en vez de adoptar el suicidio
por medio de la bebida, es preferible darse un tiro.
-Así no sirve -replicó el ebrio-, porque
así se va uno al infierno. Del otro modo se alcanza confesión y después de
morir alegre, se va uno al cielo.
-Esa es una sinrazón -le observó
Rodolfo-, porque para irse al cielo no basta confesarse sino ser bueno en la
vida.
-Me pareces hereje -repuso Antonino-,
porque contradices lo mandado por la Santa Religión y aconsejado por sus
ministros, de que uno puede ser muy malo sin peligro de perderse, con tal que
al expirar alcance un padre. El único riesgo está en morir de repente; pero
esto es tan raro que yo no seré excepción a la regla general. Y en último caso,
el diablo es bien divertido para que cause miedo.
Rodolfo conoció que la conversación
degeneraba en chanza y que su compañero era hombre perdido, por lo cual se
limitó a decirle:
-Parece que no te agradan estas
conversaciones; sin embargo dime; ¿tú bebes por necesidad o por vicio?...
-¡Oh amigo mío! -exclamó el roto al
sentirse tocado en su cuerda favorita-. ¿Qué sería del pobre si no bebiese? Es
la única diversión que tiene. Beber después de haber trabajado un día entero
para ganar real y medio, quizá produciendo veinte para el patrón; beber, cuando
no tenemos cómo alimentar a nuestros hijos ni la esperanza de hacerlo con
seguridad, es un consuelo, porque así se olvida uno de todo y es feliz en aquel
momento de enajenación. ¿Le parece poca cosa que un hombre esté condenado a
trabajar desde que nace hasta que muere bajo la pena de morir de hambre? Si se
divisase un descanso, ¡vaya! Pero cuando se tiene la persuasión de sucumbir en
la miseria y en ella nuestros hijos, vale más beber para desechar ese mal
pensamiento.
Antonino manifestó esta vez cierta conmoción
que Rodolfo procuró desvirtuar diciéndole:
-Eso mismo pensaba yo ahora tiempos; pero
hubo uno que me dijo: el pobre sufre porque sus derechos están usurpados por
los poderosos; porque la sociedad marcha fuera del orden natural. Que el pobre
conozca lo que es, lo que le corresponde, lo que debe ser, y entonces bendecirá
el trabajo, porque el trabajo será mirado como la santificación de las
necesidades humanas. Esto me decían a mí, y yo que te quiero, te diré: que el
peor medio que hay para llegar a ser algo, es principiar por degradarse, puesto
que así seremos despotizados con facilidad.
-Estás muy filósofo -le observó el roto-;
eso que me dices nada significa.
Rodolfo tentó aún el despertarle la razón
y le preguntó:
-¿Amas al hombre de bien?
-¿Lo conoces tú? -le contestó.
-¿Qué no crees que hay hombres honrados?
-Así lo dicen, pero para mí ese es un
cuento, porque...
Antonino cortó la frase por el recuerdo
que le despertó un hombre que pasaba en un caballo a todo andar.
Aguarda -le dijo a Rodolfo-, ese que
acaba de pasar es el que me dijeron que había venido del Callao.
Rodolfo fijando su atención cuanto le fue
posible, reconoció en el hombre que pasaba a Eduardo, lanzó un grito
involuntario.
-¡Él es!... -y echó a correr para
alcanzarle.
-¿Que te has vuelto loco? -le gritó el
roto echando a correr también tras de su compañero.
-¡Aguarda! ¡Aguarda! -gritaba Rodolfo al
del caballo, pero iba tan de prisa, que la voz no alcanzó y la carrera fue
impotente. Eduardo había torcido en una bocacalle y desaparecido rápidamente,
-¿Qué es esto? -preguntó Antonino al
amigo, asesando de la carrera que había dado para alcanzarle.
Rodolfo estaba pálido y su voz ahogada
por la impresión.
Sus ojos chispeantes e inquietos.
Había en él una gran trasformación.
Procurando serenarse satisfizo la
pregunta que se le hacía:
-¡Nada, creí conocer a un patrón que me
debe!
-¿Pero no te dije que ese hombre era del
Callao?
-Cierto... pero... sin embargo, yo
querría saber dónde vive ese hombre... Si lo encontrase tendría cien o más
pesos.
-¡Cien pesos!
-Sí; ese hombre no es del Callao, te han
engañado.
Ese hombre es un ladrón noble que debemos
encontrar.
Antonino no se cansaba de mirar a
Rodolfo, cada vez más sorprendido de lo que oía.
-Yo te daría esos cien pesos -continuó
Rodolfo-, si descubrieses la casa donde vive.
-O estás loco o eres qué sé yo -le
observó el roto.
-No, mi amigo -prosiguió Rodolfo-. No soy
loco; dame tu palabra y te diré...
-Te la doy -le respondió el roto
estirando la mano derecha y quitándose el sombrero con la otra.
-Yo soy un rico que persigo a un hombre,
que me ha robado mi fortuna, mi tranquilidad, mi honra. Ando así porque quiero
sorprenderle.
El primer síntoma del roto fue dar un
paso atrás, involuntario, de respeto y de embarazo.
Rodolfo, alentándole la confianza le tomó
del brazo; le dio cuatro pesos fuertes, y le dijo: Es necesario encontrar a ese
sujeto. Dejarás de ser pobre si lo consigues. Todos los días, nos veremos en la
plaza. Allí te daré un diario para que no trabajes en otra cosa que en
buscarlo.
El roto todo embarazado recibió el
dinero; manifestó reconocimiento y se despidió de Rodolfo diciéndole:
-Voy a trabajar en este asunto con más
interés que si fuese mío.
-Sobre todo, el sigilo -le recomendó
Rodolfo.
-Eso por sabido -le repuso Antonino
retirándose; y cuando estuvo solo le acudieron profundas reflexiones-. ¡Un
noble ladrón! -se dijo-, esto es curioso. ¡Qué tal! Si fuese un pobre no lo
buscaría; pero a un rico, a uno de los que persiguen al pobre, no se me
escapará.
- XIX -
La emigración seguía llegando a Chile,
proveniente del Perú.
Después del buque "Tres
Marías", llegó el bergantín "Aguerrido", conduciendo algunos
pasajeros.
Entre ellos venía un joven sacerdote
perteneciente a la compañía de Jesús.
El mismo día que desembarcó tomó un
caballo y se marchó a la capital.
Llegaba a Santiago en circunstancias que
Rodolfo acababa de divisar a Eduardo.
Este joven era un emisario; por
consiguiente, fue conducido en el acto que llegó a la celda del jefe de la
orden en Chile.
En presencia de este, sacó un pliego que
entregó.
El jefe al tomar el papel, registró el
sello, sacó un par de anteojos y mirando de reojo al conductor pasó a imponerse
del contenido.
A cada renglón que leía miraba de soslayo
al joven.
¿Qué decía el papel?
He
aquí el contenido:
"Lima, Noviembre 5 de
1746.
"Mi V. P. y Hermano en Dios:
"Esta epístola tiene un solo objeto
y este es de alta importancia para la conservación del buen crédito de nuestra
santa orden.
"Ya en otra especial he hablado a V.
del gran terremoto, ahora quiero prevenirle de otro gran cataclismo que amenaza
a la Compañía con motivo de la pérdida que ha sufrido a causa de la fuga que ha
hecho nuestro brazo ejecutor.
"Con motivo del terremoto, el Inquisidor
Mayor, Eduardo Manríquez, se ha ido a esa seducido por el demonio que se ha
encarnado en una mujer llamada Magdalena de... Eduardo se hallaba enamorado de
ella y quiso casarse, pero yo se lo impedí, a causa de haber sido enviado a
Sevilla su legítimo esposo R. de A... que debe vivir aún.
"La fuga de Eduardo es para casarse
allí, seguramente, y para ello ha ocultado los caudales del Santo Oficio, y lo
que es peor, es poseedor de todos los secretos que la Compañía le ha hecho
cuando ha necesitado emplear su poder en servicio de Dios.
"V. debe calcular la importancia de
ellos, pues basta prevenirle que si fuesen revelados, podrían causarnos grandes
males.
"El portador instruirá a V. de
algunos hechos confidenciales.
"Impregnado de la importancia del
asunto, he resuelto enviar al conductor con dos fines: 1º para que sea el
sepulturero de los secretos de Eduardo, y 2º para que justifique mis
procedimientos ante V. El emisario lleva instrucciones secretas, y lo único que
necesita será el ser conducido al lugar donde vive ese hombre. Para ello deben
emplearse cuantos medios sean necesarios.
"Había querido enviar a un joven
salvado de las ruinas de la cárcel sacrificado por Eduardo, pero no le creí
bastante competente. Así es que el portador es el hombre destinado por el dedo
de la Providencia.
"Aprovecho la ocasión para repetirle
mi invariable afecto, previniéndole la quema de este pliego (como de costumbre)
etc. etc.
"Su muy A. y S. S.
"Gonzales.
Prepósito de la Orden de
Lima".
El abate Molinares (que así se llamaba el
jefe del convento grande en Santiago), luego que terminó la lectura de la
carta, detuvo su mirada en el emisario, y como quien trata de un asunto
insignificante, le interrogó con gran calma:
-¿Estáis dispuesto a cumplir lo que se os
ha recomendado?
-Con todo mi corazón, V. P. -le
respondió-, pues sé, que ese es un servicio que rindo a la gloria de Dios.
-Así es -agregó el abate-; todo lo que se
hace con tan santo fin es premiado en el cielo. ¿Y cuáles son las instrucciones
que traéis?
El emisario paseó la vista en torno de la
celda para asegurarse que nadie le escuchaba, y en seguida aproximándose al
abate, se las refirió al oído.
-La cosa es seria -le observó Molinares-.
Está bien, id a descansar por hoy mientras me ocupo en prepararos el camino.
- XX -
Al retirarse el emisario, Molinares hizo
tocar a definitorio.
Los hermanos salieron inmediatamente de
sus celdas y se dirigieron a la sala destinada a reuniones de este género.
Cada cual ocupó el asiento
correspondiente a su jerarquía.
Molinares entró con la cabeza gacha, y
colocándose en la cabecera de la sala, examinó con la vista a sus hermanos, que
nunca faltaban a tan solemne junta.
La voz del jefe se dejó oír en medio de
un profundo silencio.
-Hermanos -les dijo-: la Compañía se
encuentra amenazada de un gran peligro.
Los hermanos alzaron los ojos
manifestando inquietud.
Molinares tosió para tener lugar de
observar los semblantes, y luego continuó:
-Ese gran peligro no puede darse a
conocer: pero basta que os lo indique.
En el acto el auditorio volvió a bajar la
vista y quedar inmóvil cual un cadáver.
El régimen de la asociación obraba sobre
las manifestaciones del espíritu.
Molinares siguió en su discurso.
-Por ahora es necesario (y que a ello
solo os limitéis), averiguar la residencia de un Eduardo Manríquez y de una tal
Magdalena de... ambos venidos del Callao en estos días.
El jefe continuó haciendo la filiación de
los dos personajes, y los hermanos a tomar nota de ella.
Cuando todo estuvo terminado y hubo
pasado un corto rato de meditación, el jefe dijo:
-¿Será necesario principiar a hacer las
investigaciones?
Esta pregunta importaba un reproche del
jefe, porque manifestaba la admiración de que esas investigaciones no
estuviesen hechas desde antes de necesitarse saber de las personas, según era
de ordenanza.
Pero luego cesaron las dudas.
Uno de los hombres se levantó, pidió
permiso al jefe para volver pronto, y se retiró a su celda.
Allí abrió el diario de apuntes que
llevaba: consultó las filiaciones y regresó a la sala del definitorio.
-Podéis hablar -le dijo Molinares al
reverendo.
-La Compañía está servida -respondió el
reverendo.
Molinares absteniéndose de tomar
conocimiento del asunto en reunión, siguió adelante:
-Falta aún saber cuál es la residencia de
ese preso que iba a bordo de la "Esperanza" de que ya tenéis
conocimiento por el bando de la autoridad. Es necesario descubrir a ese hombre
y salvarlo de la cárcel.
Ninguno de los hermanos supo dar razón
del individuo que se les recomendaba.
Hicieron sus apuntes y esperaron.
Molinares levantó la sesión y se quedó a
solas con el hermano que había dicho: "la Compañía está servida".
En efecto, este sabía cuanto tenía
relación con el primer encargo.
Molinares en posesión de datos tales,
llamó al emisario y se encerró con él en su celda.
-Sabemos -le dijo-, lo que deseáis; pero
creo prudente variar un tanto vuestras instrucciones, por razones particulares.
Deberéis saber que en este reino se encuentra el marido de Magdalena, Rodolfo.
El emisario no pudo contener una
expresión involuntaria de sorpresa y alegría.
-¿Aquí?
-Sí; leed ese papel -agregó el jefe
pasándole copia del bando.
-¡Ese es Rodolfo! -exclamó el hombre-
¡Qué hallazgo!
-¿Qué pensáis de ello?
El emisario bajó la voz y manifestó sus
ideas.
-Pensáis con cordura -le dijo Molinares
al ver que ambos pensaban de un propio modo. Es pues necesario encontrarle.
Convenidos en esta medida; Molinares
dirigió al Provincial de San Francisco las siguientes líneas:
"Santiago y Febrero
11 de 1747.
"Mi R. P. Provincial:
"Agradecería a su paternidad en el
alma, se sirviese decirme donde se encuentra fray Anselmo de Alvarado, etc.
etc.
"P. Molinares".
- XXI -
Los padres de San Francisco habían tomado
interés por saber qué significaba el empeño que había por parte del Prepósito
Molinares y de Eduardo (a quien no conocían) en buscar al padre Anselmo:
Este apenas era conocido en el convento
por haber estado de tránsito unos pocos días en la capital.
La curiosidad de los frailes se aumentó
con la llegada de un tercero el día doce, en que preguntaba si había llegado el
religioso a que nos referimos.
El Provincial dio orden de llevar a su
presencia al desconocido, para saber que significaba lo que ocurría.
-¿A quién buscabais? -le interrogó al
tener ante sí a un labriego, que era el misterioso desconocido.
-Al padre Anselmo.
-¿De parte de quién?
-Lo necesitaba S. Paternidad.
-¿Pues cómo le buscáis acá cuando él vive
en el Sud?
-Se me había dicho que llegaba hoy.
Esta era una verdadera noticia para el
Provincial.
Así es que continuó en el diálogo
investigatorio que había entablado.
-¿Seguramente venís de parte de ese señor
que le mandó una carta días pasados?
-¡Una carta! -esta era otra verdadera
noticia para el labriego.
-No, S. P., yo no vengo enviado por
persona alguna.
-Entonces sois el tercero que le busca
-exclamó el Provincial-. ¿Quién sois?
-Un español.
-¿Y quién os ha dicho que hoy llega?
-Un viajero que llegó del Sud.
El Provincial, más confundido aún,
continuó:
-¿Y podéis decirme para qué lo
necesitáis?
-Es un asunto de conciencia, R. P., que
no puedo revelar sino a él.
El Reverendo echándose en una butaca de
suela y respirando con esa fuerza que da la robustez proveniente de una vida
holgazana, despidió al labriego, sin intentar descubrir los secretos de la
conciencia.
- XXII -
Habría pasado una hora de habido el
anterior diálogo, cuando el padre Anselmo llegaba en un caballo cubierto de
sudor, fatigado por la marcha veloz que había hecho.
Pasados los cumplimientos de la
salutación, el Provincial le llevó a su celda, le entregó la carta de Molinares
y le informó de cuanto había pasado, sobre todo en lo tocante al desconocido.
-¿Y ese labriego volverá hoy? -le
interrogó el padre Anselmo.
-Nada dijo -le respondió el Provincial-;
pero volverá sin duda.
El
padre respiró y santificó a Dios en su corazón.
Veía salvado a su hermano.
-¿Y una carta que os envié días ha? -le
interrogó el Provincial-; supongo no habréis tenido tiempo de recibirla.
-En San Fernando, S. P., encontré al
conductor y allí me la entregó.
-Parece que erais bien deseado, hermano.
-Ignoro el objeto, solo sé que aquí me
espera la esposa de mi hermano -le respondió el padre.
Y como la carta de Magdalena bastaba para
satisfacer al superior, la sacó del bolsillo y la mostró al Provincial.
Este paso, bastó para terminar las
investigaciones y satisfacer las dudas.
El padre Anselmo se retiró a una celda,
se limpió, y recorriendo la carta de Magdalena en lo referente a las señas de
la casa donde le decía debía encontrarla, se dispuso a ir en su busca.
-Dios es justo -se dijo a sí mismo-. Hoy
mismo dejará de sufrir Rodolfo.
El padre Anselmo tomaba tal prisa por ver
a Magdalena, porque quería evitar el encuentro del hermano con Eduardo.
Deseaba salvar a todos.
Salió con esta determinación y tomó por
la calle de San Antonio hasta desembocar en la de Santo Domingo.
Allí encontró la casa que se le
designaba.
En la puerta de la sala encontró una
señora como de 40 años de edad y a ella le interrogó:
-¿La señora Magdalena está en casa?
La señora parándose y asumiendo una
posición reverente le respondió:
-Esta mañana se ha ido al campo.
El reverendo varió de semblante, se
sintió contrariado; pero sin embargo continuó en sus indagaciones.
-¿A qué parte del campo?
-Nada dijo sobre ello, pues un señor con
quien va a casarse vino por ella y la llevó.
-¿Cree V. que volverá?
-Lo ignoro, S. P., desde que ella se
llevó su equipaje.
-¡Qué desgracia! -exclamó el padre.
-Seguramente es S. P. la persona a quien
ella esperaba para casarse.
-Sí, señora, yo mismo.
El padre quedó pensativo, rehusó tomar
asiento, y como procurando convencerse más del chasco, le volvió a interrogar:
-¿No me da V. algún arbitrio para
encontrarla?
-Siento no poderle servir; pero esté S.
P. seguro, que si algo consigo saber, en el momento lo pondré en su
conocimiento.
-Sería el mayor servicio que podría
hacerme -le contestó el padre.
- XXIII -
Eran las doce del indicado día, cuando
pasaban tales cosas.
A esa hora, el Padre Anselmo se dirigió a
ver al prepósito Molinares.
Hizo anunciarse y pronto se encontraron
ambos a solas.
-¿Sois el R. Padre Anselmo? -le saludó
Molinares manifestando gran agrado.
-El mismo, V. P. -le contestó este con el
semblante contristado aún por las emociones pasadas.
-¿Cuándo habéis llegado?
-Tan solo hoy, y me he apresurado a
venir, atendiendo a la cartita que V. P. dirigió a mi prelado.
-Os agradezco tanta diligencia; pero no
os arrepentiréis de ello, porque tengo algo de muy interesante que deciros.
Molinares hizo sentar al padre, y como
acomodándose en un sillón, se dispuso a emplear con este hombre la alta
política, a fin de hacerle servir de instrumento a sus planes.
Molinares, es de advertir, en su profundo
conocimiento de las cosas, luego que vio al padre Anselmo y supo que acababa de
llegar del Sur, dedujo sin dificultad que sabía del hermano Rodolfo, y que este
debía haber llegado también a Santiago.
Con estos antecedentes, entabló el
siguiente diálogo:
-Debéis saber -le dijo Molinares-, que en
Lima se cometió un crimen contra vuestro hermano.
-¿Contra mi hermano? -le respondió el
padre demostrándole sorpresa.
Molinares estudió el semblante del padre,
y luego continuó, haciéndose que aceptaba la extrañeza del franciscano.
-Os referiré cuanto ha pasado.
Al efecto refiriole la historia de los
sucesos que se han expuesto y le manifestó que el abate González había enviado
un emisario expreso para salvar a Magdalena, y a Rodolfo, a quien se suponía en
Lima en viaje para Sevilla.
¿Y el emisario dónde está? -le interrogó
el franciscano.
-Él no os dirá más de cuanto yo os he
dicho -le respondió Molinares.
Lo que interesa es encontrar a Eduardo
para volver la paz al señor Rodolfo; y esto es tanto más premioso para vos,
cuanto que vuestro hermano se os presentará de un momento a otro.
-¿Cómo así, señor?
Molinares admitiendo el papel de hombre
sencillo, refirió cuanto concernía al escape de Rodolfo.
El franciscano, sin conocer el móvil de
tanta oficiosidad, se manifestó altamente reconocido a los servicios que se le
hacían, y con tal motivo dio cuenta de la carta de Magdalena y de su viaje
misterioso al campo.
-Eso ya lo sabía -le observó Molinares;
mas lo que importa es con actividad y tacto obrar para encontrar esas gentes.
-Voy a ocuparme de ello -le contestó el
franciscano; pero necesito ayuda, protección, porque en esta ciudad nada
conozco ni sé de quién valerme.
-Yo os ofrezco mi insuficiencia -le
contestó Molinares-, y os prometo emplear todos mis recursos; porque desea ver
a ese Eduardo para asuntos que se me han encomendado, de la mayor importancia
para la religión.
Solo desearía que si vos le encontráis
primero, antes de ver a Magdalena, me lo aviséis.
-Para mí eso es un beneficio que recibo,
y mi gratitud os será eterna.
Molinares se levantó a estrechar
afectuosamente la mano del franciscano, que se retiraba a su convento, a ir a
esperar al hermano.
- XXIV -
Cuando el franciscano regresaba a su
convento, encontró a Rodolfo que le esperaba en la portería.
Le condujo a la celda que le habían
arreglado, y allí a solas entraron en conversaciones expansivas acerca de lo
ocurrido durante la última separación.
En medio de estas conversaciones entró de
preferencia la que se refería al asunto que preocupaba a los dos hermanos.
Con este motivo Rodolfo excitado por las
impresiones que había recibido al divisar a Eduardo, le dijo al padre Anselmo:
-Le he divisado, he divisado a Eduardo, y
tengo esperanzas de dar con él bien pronto, porque una persona me ha asegurado
el descubrir donde vive.
-¿Y qué persona es esa? -le interrogó el
hermano, bastante alarmado por el modo como se habían precipitado los sucesos.
-Un hombre del pueblo -le contestó
Rodolfo.
-Es necesario que ese hombre me vea,
porque quiere que tú no encuentres a Eduardo antes que yo. Así lo he ofrecido
al prepósito de la Compañía.
-¿Pues qué tiene que ver el prepósito en
mis negocios?
-Mucho. Te impondré de cuanto acaba de
pasar:
Refiriole el padre Anselmo su entrevista
con Molinares.
-Temo -le observó Rodolfo- que traten de
salvar a ese malvado de mi venganza.
-Dos veces -le dijo el franciscano-, te
he oído pronunciar una palabra poco digna; me has hablado de venganza. ¿Qué
piensas hacer?
Rodolfo se detuvo sorprendido del
lenguaje del hermano, no comprendiendo le quisiese contrariar, lo que en la
exaltación de sus pasiones, era para él un acto justo.
-¿Qué pienso hacer? me preguntas -le
contestó con fuego- ¡matarle!
-¡Calla! ¡Calla! -le observó el
franciscano-; eso no dicen los cristianos, los cristianos perdonan.
-En otra ocasión le perdoné llamándole a
un duelo. A ese proceder se me respondió con una cárcel. Tú sabes lo pasado. En
aquel entonces si me hubieses dicho: perdónale, quizás... lo habría perdonado;
¡pero ahora!
Rodolfo revelaba la borrasca que pasaba
en su alma; así era que la expresión del semblante y la acción que sus nervios
imprimían a su cuerpo, decían más que las palabras que pronunciaba.
-Solo la muerte -continuó después de una
ligera pausa-, puede borrar tantas ofensas.
El padre Anselmo había guardado secreto
respecto de la carta de Magdalena, guiado por un fin humano; mas como veía una
resolución tal en Rodolfo, contra la cual la razón era impotente, quiso
temperar la cólera tocando el corazón del esposo, noticiándole de la residencia
de Magdalena en Santiago, y vindicándola para el caso de una entrevista
inesperada.
-Y si supieses -le observó con este
propósito-, que Magdalena vive tan digna de ti cual la dejaste, ¿insistirías en
lo que me has dicho?
-¿Sabes que vive? -le interrogó Rodolfo
con una expresión dulce y tierna.
-Lo sé.
-¿Y cómo nada me habías dicho?
-Todo te lo diré, y aún más: que pronto
la verás; pero antes debes prometerme renunciar a la venganza. Las pasiones,
hermano mío, ciegan y tú tienes motivos para estarlo; por eso interpongo mi
serenidad para salvarte.
Rodolfo nada encontró de satisfactorio en
la reflexión; sus deseos eran ver la esposa; por eso en vez de responder,
prorrumpió en palabras y en acciones que demostraban su impaciencia y su gozo:
-¡Dime! ¡Dime! Hermano, ¿dónde está
Magdalena?
El franciscano se encontró conmovido
también, pero conoció que aquella era la ocasión de hacer reaccionar a Rodolfo.
-Dame tu palabra, hermano, de que
perdonas, y todo lo sabrás.
En un momento tal de impresión, nada
reflexionó Rodolfo y solo trató de asegurarse de la verdad de lo que oía.
-¿Magdalena se encuentra pura y en esta
ciudad? -le interrogó.
-Sí.
-Pues entonces, perdono.
El franciscano abrazó al hermano, lleno
de satisfacción; mas esto duró poco, porque la reacción era lógica.
Rodolfo se dispuso a partir, creyendo ir
en el acto al encuentro de Magdalena.
-Vamos -le dijo-, no hay que demorar,
porque mi pecho está al estallar con tanta felicidad.
El padre Anselmo conoció en el momento
que había ido demasiado lejos, y que ya era imposible detenerse en las
revelaciones que acababa de hacer; vio que era preciso ser franco y confiar en
la razón del hombre para satisfacer esa justa impaciencia de Rodolfo.
Por eso, al querer este ir al encuentro
de la esposa, el franciscano se quedó silencioso y meditabundo, hasta que se
resolvió a decirle:
-Es necesario que tomes un conocimiento de cuanto yo sé para que
obremos con cordura y sin violencia.
-De cuanto quieras hablarme -le
interrumpió Rodolfo-, podrás hacerlo más tarde: por ahora volemos hacia
Magdalena.
-Atiende, te lo suplico, y te convencerás
de que nada se puede hacer de este modo. Siéntate.
El hermano obedeció y se puso a oír todos
los acontecimientos pasados hasta llegar a tocar con la desaparición de
Magdalena, y la esperanza que había de encontrarla, mediante los recursos que
se habían puesto en acción.
Atónito Rodolfo de cuanto acababa de oír,
la razón cedió su puesto al odio, despertándose en su corazón los celos con
gran fuerza. En vez de esperar en las medidas que le indicaba el religioso,
toda su imaginación se contrajo a idear venganzas, a recordar las que había
alimentado antes y a encontrar justa la violencia.
Puestas en acción semejantes pasiones,
mucho más en un hombre herido tan hondamente, la resolución que iba a expresar
debía cambiar las expectativas concebidas por el franciscano.
-Retiro la promesa que te he hecho, fue
la primera articulación que salió de los labios de Rodolfo. Ese hombre debe
morir y esa mujer debe morir también.
-¿Estás loco? -le observó el
franciscano-; ¿qué delito ha cometido ella? ¿Así premias a la que te guarda
consideraciones, aun creyéndote muerto? ¿A la que creyéndose viuda se abstiene
de un enlace antes de consultar la voluntad mía, porque me cree el único
representante de tu nombre y de tus deseos?
-No, nada de virtud, todo eso es un
engaño, una combinación con el amante que la acompaña. ¿Ignoraba ella acaso que
yo fui preso por castigar la osadía de Eduardo? ¿No ha sido por ese hombre, por
castigar sus deseos criminosos, la ofensa hecha a ella, que ya he sido
condenado a una muerte oscura y silenciosa? ¿Cómo disculpar entonces la
resolución de enlazarse con mi verdugo? ¿No es creíble, después de todo eso,
que ella ha obrado en connivencia de Eduardo, para deshacerse de mí? ¿Que ella
ha sido adúltera y que por librarse de mi presencia para realizar sus
designios, obra de acuerdo con mi enemigo?
La imaginación del hombre, excitada por
los celos, luego que encuentra una apariencia se extravía en conjeturas y se
pierde en juicios erróneos.
No perdona las debilidades, ni toma en
cuenta las circunstancias, nada ve y todo lo condena.
Esto pasaba a Rodolfo, al suponer a su
esposa cómplice de Eduardo.
De la falta de energía en Magdalena para
haber repelido al amante que una vez fue rechazado por el marido, nacían esas
conjeturas, que llevaban la apariencia de la verdad y que sin embargo eran
falsas.
Así, Rodolfo convencido de lo que
expresaba, siguió en juicios tales que parecían extraviar su razón, hasta que
terminó diciendo al franciscano:
-Mi resolución es invariable: mataré a
los dos.
El franciscano había escuchado el
desahogo del hombre herido y no desesperaba aún el reducirle a un avenimiento
cristiano.
Por eso trató de calmar la cólera
diciéndole:
-Cuando tu razón vuelva a meditar lo que
acabas de decirme, tú mismo volverás sobre tus pasos, y desistirás de cometer
un crimen tal.
-¡Jamás! -le respondió Rodolfo-, lo juro
por el alma de nuestro padre.
-Los juramentos que se hacen para llevar
a cabo un crimen, no obligan -le observó el franciscano-. Escuchadme un
momento: quiero que seáis justo.
-¿Me vas a aconsejar desista de mi
propósito?
-Sí; porque ese es mi deber.
-No admito consejos, es inútil que
procures convencerme.
-Pues entonces -le dijo el franciscano alzándose y revistiéndose
de la gravedad del sacerdote y del hombre justo-, si no cedes a la razón,
ejerzo sobre ti mi autoridad de hermano mayor y de cristiano. Te ordeno, te
mando obedecerme.
Palabras perdidas para quien le
escuchaba.
Rodolfo estaba ciego de furor, y ante ese
odio que abrigaba, todo paso era inútil.
-Yo sé lo que me corresponde hacer -le
contestó Rodolfo-. Ante mi conciencia no hay más autoridad que la mía.
-Pues si no obedeces -le repuso el
hermano-, yo no podré ser tu amigo, tu hermano.
-Renunciaría a todo antes que a mi
venganza.
Esta resolución de Rodolfo bastó para
convencer al franciscano que era preciso obrar de otro modo.
La esperanza que concibió fue buscar,
encontrar a Magdalena, retirarla de Eduardo y alejar a este, ocultando los
procedimientos hasta calmar al hermano.
Con semejante ánimo, el religioso
desistió de toda discusión, y conservando toda la dignidad que había asumido,
se limitó a decir a Rodolfo:
-Cuando vuelvas a pensar de otro modo,
puedes verme.
Rodolfo se retiró sin proferir una
palabra.
El hombre dominado por las pasiones, es
la bestia más feroz de las creadas.
- XXV -
El disgusto acaecido entre los dos
hermanos había conducido a Rodolfo hasta el despecho.
No divisaba peligros ya, ni temía por su
persona.
Enterado de que Molinares se ocupaba del
descubrimiento de los designados a su furor, al salir de San Francisco, se
dirigió a ver a este abate.
El estado febril en que se hallaba no te
daba treguas a esperar.
Estaban en Santiago Eduardo y Magdalena,
y esto era bastante para conducirlo a la impaciencia.
Para Rodolfo, Molinares debía, sino
designarle el lugar, al menos ponerle en camino de encontrarlos.
Con tal ánimo se hizo introducir donde
estaba el abate.
-Soy el hermano del padre Anselmo -le
dijo al entrar.
-Celebro el conoceros, sentaos -le repuso
Molinares con la mayor amabilidad. ¿Qué decíais?
-Soy perseguido por la justicia -le
contestó Rodolfo. Conoces mis antecedentes, y sin embargo, debo declararos que
no temo el presentarme aquí; porque vengo a que os sirváis decirme si sabéis
dónde está mi esposa, como podré encontrarla, seguro que no me haréis penar,
morir en la desesperación.
El abate observaba tranquilamente la
conmoción del hombre.
-¿Y por qué venís a mí para semejante
asunto? -le volvió a interrogar.
-Señor, mi hermano me ha informado de
ello, pero se ha negado a decirme cuanto debo saber, quiere dejar impune el
crimen.
-Pues si vuestro hermano os ha informado
de cuanto ha conversado conmigo, razón tendrá para no ser bien franco con vos
-le repuso Molinares-; quizás teme algo de vuestros procedimientos.
Rodolfo dejaba entrever una sonrisa que
ocultaba su intención; pero una sonrisa de hiena, y con ella dijo al abate:
-¿Qué podrá hacer un desgraciado como yo?
¿Sería mucho castigo el perdonarles?
El abate comprendió bien pronto lo que el
hombre pensaba; pero quiso hacerse el crédulo, y conociendo que la resolución
encubierta de Rodolfo le convenía más que la que tomase el franciscano, tomó el
partido de servir los intereses del hermano ofendido, antes de cumplir lo
acordado con el padre Anselmo.
Ocupado en estas ideas habló con franqueza a Rodolfo.
-Hasta hoy no ha podido saberse el lugar
donde están las personas que necesitáis, a pesar del empeño que en ello tomo
por servir a la moral; pero estad seguro que yo los descubriré y os lo avisaré
en el acto.
-¡Y sin embargo, ellos han de seguir
viviendo juntos! -exclamó Rodolfo lleno de furor y de agonía.
-Tened paciencia -le observó el abate con
ese aplomo que da la seguridad de llegar al resultado que se desea. Vuestra
esposa volverá a vuestro lado.
-Gracias, señor -le contestó el esposo-,
gracias. ¿Y cuándo y cómo tendré conocimiento del resultado de vuestros
trabajos?
-Venid todos los días a las siete de la
noche.
-Seré todo vuestro -le contestó Rodolfo-,
y se retiró abatido por la dilación.
Molinares se contrajo en seguida a
escribir cartas a los curas para que diesen aviso anticipado de los matrimonios
que fueran a hacerse.
- XXVI -
Cuando en la ciudad se trabajaba por
descubrir a Eduardo y Magdalena, una escena distinta pasaba a cuatro leguas de
distancia de la población.
Saliendo por el lado norte de Santiago,
se caminaba por largos callejones, hasta llegar a un despoblado que conduce a
unos cerros.
Al través de estos cerros sigue un camino
marcado por las huellas del tráfico, hasta el valle de Aconcagua.
En toda la travesía se notan vías
distintas que se abren en direcciones opuestas.
Son o eran caminos (porque todo ha
variado) que el tráfico había hecho de los inquilinos, peones, tropas de carga,
anexas a la multitud de propiedades que se encuentran en aquel valle.
El viajero poco inteligente, solía a
veces seguir el rumbo que creía más regular en la marcha; pero con frecuencia
sucedía que lejos de avanzar se encontraba perdido o daba con objetos diversos
que le manifestaban su error.
Era necesaria alguna pericia para viajar
por esos lugares.
En el curso de esos caminos se
encontraban ranchos diseminados, habitados por las familias de los labradores.
El
transeúnte, al pasar por esos ranchos no divisaba gente, y creía que pasaba sin
ser visto; pero los peritos sabían que a los habitantes de esos lugares nada se
les escapaba.
Así era que, si se perdía un animal o se
buscaba a un individuo, el interesado se acercaba a esos lugares y tomaba los
informes que deseaba.
Antonino que conocía estas costumbres, al
ofrecerse a Rodolfo para descubrir a Eduardo, contaba con su práctica, y fue
por eso que puso en planta sus ideas, como se verá más adelante.
En la mañana del 12 de Febrero, dos
personas cabalgaban por el camino que hemos indicado.
Era una mujer cubierta por un velo negro,
y un hombre decente que la acompañaba.
Marchaban silenciosos preocupados en
acelerar el viaje.
Llegaron a alguna distancia de la ciudad
y se detuvieron.
El hombre se puso a observar, y
reconociendo en una tapia una señal que había hecho él mismo el día anterior,
dijo a la joven:
-Sigamos por acá.
Ambos torcieron las bridas de sus caballos
y se dirigieron por un camino especial que conducía al interior de una extensa
propiedad.
Caminaron por una senda rodeada de
arbustos y yerbas, y al fin de una media hora de bien andar, llegaron a una
casa extensa, bastante descuidada.
Frente a las habitaciones corría un largo
corredor.
Allí se hallaba de pie un hombre de alta
estatura, acompañado de una mujer de edad y algunos muchachos pequeños.
Al llegar los viajeros, el campesino se
adelantó, y tomando de la cintura a la dama, la puso en tierra.
El sol era sofocante y la viajera sin
detenerse en cumplimientos, exclamó:
-¡Vengo muerta!
-¿Qué deseáis tomar? -le interrogó el
acompañante.
-Algo de fresco.
Bien se deja conocer que estas personas
eran Magdalena y Eduardo.
Magdalena entró a una de las piezas de la
casa, arrojó el velo y el sombrero y se reclinó en un ancho sofá.
La mujer que allí estaba al ver tanta
belleza, un rostro tan luminoso y angelical, no pudo menos que detenerse a contemplarla
con gozo.
Eduardo había quedado afuera hablando con
el hombre que les recibió.
-No tengáis cuidado -le decía este-, que
era el mayordomo de la hacienda; aquí viviréis en paz, y aun cuando os busquen,
estad seguro que nadie os molestará.
Eduardo manifestaba su reconocimiento.
Esta conversación indicaba una
connivencia anterior.
En efecto, el día anterior, Eduardo le
había expuesto que se hallaba perseguido a causa de haber desaparecido con la
joven que le acompañaba, la cual debía ser su esposa; y que le era necesario
permanecer oculto inter cesaban las pesquisas.
El mayordomo, que era un hombre de
excelente corazón, sentía verdadero gusto en prestar un servicio de esta
especie, al extremo de considerar la causa que protegía cual si fuese suya
propia.
Este interés había crecido, cuando
conoció toda la importancia física de la napolitana.
Posesionado de un sentimiento
hospitalario, nuestro hombre montó a caballo, advirtiendo a Eduardo iba a
prevenir a los inquilinos del camino no diesen razón de las personas, que
habían pasado en la mañana. De este modo quedaba asegurado el sigilo.
Haciendo estas prevenciones, el mayordomo
arrimó espuelas a su caballo, y partió como un celaje por entre cercas y callejones,
cual si fuera un bárbaro que se olvida de la existencia.
- XXVII -
Las precauciones del mayordomo eran
necesarias, tanto más, desde que un hombre del pueblo se había comprometido a
descubrir las personas que se habían ido a ocultar.
Antonino había empleado la tarde del día 11 en espiar la vuelta
del hombre del Callao.
Aquella tarde nada avanzó en sus
informes, porque Eduardo había regresado por otro camino.
El día 13, el roto supo por Rodolfo que
el hombre del Callao acompañado de una dama había salido al campo para no
volver. Con este dato, nuestro roto se puso en marcha, preocupado de serios
raciocinios.
-Si se ha ido al campo -se dijo-, debe
haberse marchado por donde ayer pasó; si no ha tomado esa dirección, es fácil
saber dónde estuvo el día once y de allí indagar el lugar en que puede
encontrarse.
Esta era una consecuencia lógica, aunque
parezca extraña en un plebeyo; pero como todo ser no necesita educarse para
pensar, es también lógico concluir en que no era extravagante que Antonino
pensase como pensaba.
Animado de tales ideas emprendió su
peregrinación con fe. Tomó por la Cañadilla y siguió adelante sin desviarse del
camino real.
Después de haber avanzado unas diez
cuadras fuera de la población, entró a una venta, pidió una copa da aguardiente
y pagó con garbo. La ventera se sonrió de las ínfulas del roto y este aprovechó
la ocasión para dirigirle algunos requiebros. Entablada una conversación tal,
Antonino trató luego de lo que le interesaba saber.
-Y dígame V. -le dijo-, ¿no me dará razón
de un señor y de una señora que han pasado por acá el doce por la mañana, es
decir, ayer?
-Por aquí pasaron -le respondió la
ventera.
-¿Les vio V.?
-Creo que iban para Colina.
-¿Qué señas tenían?
-La señora iba vestida de negro, cubierta
con un velo, y el señor con un poncho azul. Iba la primera en un caballo y el
señor en un alazán tostado.
Antonino recogió con toda exactitud las
noticias que se le habían dado y se despidió continuando su marcha.
En cada rancho que encontraba, nuestro
hombre volvía a repetir sus indagaciones, tomando el pretexto de comprar pan,
aguardiente o cigarros.
Las noticias iban conformes y nuestro
hombre seguía adelante sin reparar en las distancias.
Después de haber hecho una larga
caminata, llegó al lugar donde Eduardo se había detenido y dejado el camino
real.
Allí encontró un rancho perteneciente a
la propiedad ya indicada y entró a él para proseguir el hilo del itinerario que
llevaba. Hizo las preguntas convenientes, y la mujer que allí había negó que
habían pasado semejantes gentes.
Antonino atribuyó a descuido esta
ignorancia o negativa y prosiguió adelante.
El sol reverberaba y nuestro roto sudando
a mares no desmayaba.
Después de una media legua se encontró
con algunos ranchos agrupados, y allí se introdujo en prosecución de sus
investigaciones.
Los diferentes habitantes de estas
viviendas aseguraron a Antonino que por allí no había pasado la gente por quien
preguntaba. Con tales datos, Antonino dedujo que Eduardo no había ido a Colina
sino que se había quedado atrás.
El sol marchaba ya a su ocaso y la
distancia que había para regresar era larga.
El roto marcó el lugar hasta donde había
llegado, pagó a un arriero que pasaba para que lo llevase a la ciudad, y en las
primeras horas de la noche se encontró al frente de Rodolfo que le esperaba,
según había convenido.
Diole razón de cuanto había hecho y
concluyó:
-He llegado a la puerta del horno.
-Mañana iremos los dos -le dijo Rodolfo.
-Pero a caballo, porque es muy lejos y
estoy estropeado.
-Como más convenga -le observó Rodolfo
ratificándolo.
Las noticias adquiridas eran de alta
importancia. Rodolfo en posesión de ellas corrió a comunicarlas al abate
Molinares.
-Es mucho adelantar -le observó este.
-Mañana espero descubrir lo que me falta
-le dijo Rodolfo-, porque pienso ir en persona.
-Eso no -le contestó el abate-; porque si
os conocen, os pueden hacer aprehender, entregaros a la autoridad y perderos.
Yo os daré un hombre que recomendaréis a ese plebeyo para que le acompañe, y
estad seguro que le encontrarán sin que él lo sepa.
Esta justa reflexión convenció a Rodolfo,
porque recordó su posición, y lo que en otro tiempo había ocurrido con Eduardo.
Cedió al pensamiento del abate.
- XXVIII -
Al amanecer del siguiente día, Antonino
acompañado de un hombre delgado de cuerpo, disfrazado con vestidos de
campesino, volvía a los lugares que había recorrido la víspera. Era el emisario
del abate González.
Pronto se advertía entre ambos suma
confianza.
Las primeras ventas fueron visitadas para
satisfacer el seco gaznate de Antonino.
Fuera de la ciudad y a más de una legua
de distancia, el cansancio aumentado por el sol de la estación, obligó a los
viajeros a tomar reposo en un rancho que encontraron.
Tal oportunidad, propicia para el roto,
la aprovechó en tomar aguardiente.
El emisario observó a su compañero la
necesidad de abstenerse y le apuró para seguir la marcha.
Antonino le hizo presente que no había
tenido tiempo de descansar y que era necesario quedar una media hora más.
Antonino procedía así por encontrarse
frente a una guapa muchacha que cuidaba de la venta y por la cual su corazón
había principiado a palpitar.
La muchacha sonreía a las palabras del
enamorado y a la actitud que asumía echándole el brazo por el pescuezo para
acariciarla.
-Estése V. quieto, que lo ve ese hombre
-le observó la ventera.
-Ese no es inconveniente, hijita, le
contestó el roto procurando acercarle el rostro para darle un beso.
La ventera se defendía, pero el roto la
amagaba sin tregua.
En esto se encontraban cuando entró un
labrador que se quedó sorprendido.
La muchacha al verlo le dijo:
-Quite a ese hombre de aquí.
El labrador era un enamorado de la
ventera, pero un enamorado a lo serio. Al sentir que su Dulcinea le llamaba en
su auxilio, de un salto se arrojó sobre Antonino, lo tomó entre sus brazos y lo
aventó contra la pared. El roto rodó por el suelo, y parándose con furor,
apostrofó al adversario:
-¿Es V. el padre, hermano o marido de
esta joven?
-Salga en el acto -le respondió este-,
antes que le rompa el alma.
Antonino, que era un valiente, lejos de
intimidarse y antes que sufrir el bochorno de la derrota ante una dama, provocó
al contrario:
-Si es hombre venga acá.
Ambos salieron, y en la puerta de la
venta le interrogó el labrador:
-¿Adónde quieres que vayamos?
-A un lugar solo.
El emisario que hasta entonces había sido
un mudo espectador, salió de su inacción y se opuso a que el desagrado fuese
adelante. Pero el roto le dijo que no había peligro y que le dejase un momento
con el labrador.
Prevalidos de la debilidad del emisario,
los adversarios se encaminaron a un potrero próximo y se colocaron tras de la
tapia para no ser vistos.
-¿Cómo queréis que peleemos? -le
interrogó el roto al labrador.
-Como hombres -le contestó.
Pelear como hombres entre esa gente es
reñir a cuchillo.
La escena que vamos a describir dará una
idea de la costumbre bárbara que allí existía y que aún se conserva en parte.
Antonino se quitó el poncho y le enrolló
en el brazo izquierdo.
Con la otra mano empuñó un puñal que
llevaba a la cintura.
Igual apresto hizo el adversario.
En seguida el roto se sacó una larga faja
que llevaba a la cintura como de tres varas de largo y se ató una punta en un
pie y pasó la otra al labrador, quien hizo igual cosa.
Ligados de este modo, el ataque
principió.
Ambos levantaron el brazo izquierdo para
barajar los golpes que se dirigieran y con el otro se prepararon a acometer con
oportunidad.
Antonino se agachó, y cual si torease al
labrador, principió a balancearse guardando el aplomo sobre ambas piernas.
El otro que espiaba la ocasión, dio un
brinco para herir al adversario amenazándole a la cara, y variando con
celeridad el golpe, dirigiolo al vientre.
Antonino evitó el daño brincando hacia
atrás y haciendo retroceder al enemigo, acometiendo sobre la marcha.
Ambos eran duchos en el manejo del
cuchillo, y lo eran tanto, que en aquella aptitud nada conseguían, no podían
destriparse.
La agitación de los saltos, los
movimientos de defensa y de ataque, habían ido agotando la paciencia de los
contendientes y hécholes descuidar las reglas observadas, para de una vez
herirse.
El labrador se dispuso a terminar la
lucha.
Se encuclilló y se presentó en esa
posición falsa.
El roto creyó aprovechar el momento y
cayó sobre él como un rayo, clavándole el cuchillo en el cuello; pero al propio
tiempo dirigió el otro su arma e hirió al agresor por las costillas.
La sangre brotó y un salto atrás les puso
en aptitud de observarse nuevamente para herirse.
Repitieron sus ataques con mayor furor,
pero sin exterminarse.
En tal situación se hallaban, cuando
llegó allí un hombre a caballo que se interpuso.
Era un Juez de campaña a quien la bella
Dulcinea había corrido a dar parte cuando se trataba del desafío.
El emisario temeroso de los resultados,
había emprendido su retirada oportunamente.
Los combatientes pasaron a descansar en
una prisión.
Quedaba interrumpida la investigación.
- XXIX -
Treinta días habían transcurrido.
Las seguridades dadas por el mayordomo a
Eduardo se habían cumplido.
Vanas habían sido las pesquisas de
Rodolfo; en vano el padre Anselmo había recorrido los campos de los
alrededores; todo había fracasado, porque el sigilo de la protección y de la
hospitalidad inutilizaban los esfuerzos de la indagación.
Los curas habían informado que en sus
curatos no se hallaban las personas que se les había encargado descubrir; los
confesores no habían tenido revelaciones.
Rodolfo había recorrido la campaña,
seguido los derroteros de Antonino, mas todo sin resultado.
Tal silencio, tal misterio, llegó a
producir desaliento en los interesados.
Unos creían que se habrían ido a alguna
provincia, otros que se habrían reembarcado: las conjeturas variaban, pero
todas llevaban en sí el sello del desaliento.
Mientras tanto ¿qué hacían los novios?
Eduardo había calculado que en un mes
podía convencer a Magdalena de la necesidad de renunciar a la idea de ver al
padre Anselmo, única dificultad que se presentaba a la napolitana para dar su
mano al amante que la acompañaba.
Hacer que ella viese al franciscano,
equivalía a que tras del padre viniese el hermano.
Convencido Eduardo de esta verdad, se
esforzó en hacer comprender a la novia lo difícil e imposible que era llegar a
encontrar un misionero que habitase entre los salvajes.
Para aumentar esta convicción, manifestaba
el mayor empeño en saber si el franciscano volvería de Arauco.
Con tal motivo iba diariamente a la
ciudad, montado en un buen caballo, disfrazado de hacendado y cuando el sol se
ocultaba.
Por las noches regresaba y participaba a
Magdalena, que aun nada se sabía del religioso.
Sin embargo, el tiempo corría y las
esperanzas decaían cada vez más, lo cual fue disponiendo el ánimo de la mujer a
resolverse a no esperarlo.
Por otra parte, los cuidados de Eduardo,
la presencia de este, sus repetidas instancias, y la incertidumbre de la suerte
del padre Anselmo, acabaron por decidir a la napolitana.
¿No era factible que el misionero hubiese
sido sacrificado como lo habían sido otros por los bárbaros?
¿Y no era persistir en un imposible
confiar el término de una vida solitaria y triste a un acaso, a una
incertidumbre y tal vez a una exigencia, quizá irrealizable?
Tales ideas vencieron el ánimo de la
mujer y dieron por resultado que fijase por último término para la llegada del
franciscano el 20 de Marzo.
-Si en este tiempo no sabemos de él -le
dijo a Eduardo-, nos casaremos.
El matrimonio de estas personas era ya
una necesidad, una satisfacción a la vindicta pública, la realización de un
amor a toda prueba.
El término prefijado por Magdalena había
llegado.
Eduardo fue ese día a la ciudad y regresó
como de costumbre, por la noche.
-¿Ha llegado? -fue la pregunta de la
novia al entrar su futuro.
-Nada se sabe de él.
-Así estará resuelto -dijo Magdalena.
-Siento -le observó Eduardo-, que el
padre Anselmo no sea el sacerdote que nos eche las bendiciones; pero al fin, la
bendición de Dios es siempre eficaz con tal que venga de uno de sus ministros.
Magdalena reclinó su frente en una de sus
manos, en aptitud de meditar.
Eduardo, radiante de alegría al divisar
un término a sus deseos trató de comunicar su gozo al objeto de su amor.
-¿Es posible, ángel mío -le dijo-, que
aún estés meditabunda?
La napolitana dio un suspiro por toda
respuesta.
-Parece que no me amases -continuó
Eduardo-, porque no comprendo estés así cuando la Providencia nos acerca. ¿Voy
a proceder contra tu voluntad?
Tal interrogación hirió la
susceptibilidad de Magdalena.
Llevaba aún el luto de Rodolfo.
No tenía aquel brillo que llevara cuando
vivía al lado de su esposo, pero se hallaba encantadora por esa expresión de
melancolía espiritual que arrojaba su mirar, sus movimientos, su cuerpo entero.
¿Qué significaba esa tristeza?
Ella amaba a Eduardo, pero recordaba
también a Rodolfo.
Consideraba el estado que iba a tomar y
al propio tiempo recordaba el que había perdido.
Dominábala un dolor íntimo.
¿Era un presentimiento? El alma humana
anuncia muchas veces por el sentimiento lo que la inteligencia no prevé ni
calcula.
Ella suspiraba y estaba triste, y como
satisfacción a la pregunta de su futuro, se limitó a contestarle:
-No hagas caso de mi mal estar, porque él
proviene del recuerdo que consagro a la memoria del que fue mi esposo.
Este recuerdo iba acompañado de una
lágrima, líquido divino que se desprendía de su alma.
Eduardo vio correr esa lágrima como la
acusación de la naturaleza contra el crimen que había cometido y el que iba a
cometer. No pudo resistir al contemplarla correr por las rosadas mejillas de la
mujer; bajó la cabeza y cubrió su rostro con ambas manos.
Magdalena creyó que el hombre la
acompañaba en su dolor, y esta creencia hizo le considerase más noble de alma
de lo que se te figuraba.
-Gracias -le dijo Magdalena-, gracias por
la justicia que rindes a mi dolor.
El novio comprendió el sentido de la
frase, y tomando las manos de la napolitana, se las estrechó, diciéndole:
-Respeto tu sentimiento... pero ya es
tiempo de borrar las heridas de un pasado cruel. Ocupémonos de nuestra
felicidad.
-Tienes razón -le repuso Magdalena
procurando disipar su tristeza-, hablemos de nosotros.
Y después de un corto intervalo siguió:
-¿No es verdad que siempre nos hemos amado?
-Siempre, Magdalena. ¡Siempre! -agregó
Eduardo con efusión-. Desde mi juventud te he seguido paso a paso, siempre
amándote, siempre idolatrándote.
-Sí -continuó la novia-, un matrimonio
como este, en que solo reina el amor, no puede ser sino muy feliz, porque el
amor es la felicidad.
-Es el don mayor de la divinidad -siguió
Eduardo como completando el pensamiento de la mujer, el reflejo de una luz que
arde en los cielos y cuyos rayos son el calor que alimenta la vida.
El hombre tenía necesidad de desahogar la
felicidad que sentía bullir en su pecho, y continuó expresando lo que sentía.
-El matrimonio que nos va a unir
-agregó-, me parece un sueño, porque tal he creído para mi la tranquilidad.
¿Crees que el fausto que desplegaba, las riquezas que acopiaba, la alta
posición que ocupaba eran bastantes a satisfacer mi corazón? No tuve un día
feliz en mi pasado. Yo sentía que en otro ser se hallaba mi felicidad, y la
rueda del destino me ha hecho encontrarla. ¿Me engañaré Magdalena?
-¿Por qué te has de engañar -le contestó
ella-, cuando ves que voy a vivir y morir a tu lado?
Eduardo no pudo contenerse en una
explicación tan íntima y se puso de pie para imprimirle en la frente el primer
beso que le daba. Magdalena lo recibió sin resistencia y en el acto se levantó
retirándose a su alcoba.
Eduardo se fue a su habitación,
respetando la virginidad de alma que su futura conservaba.
El matrimonio quedaba resuelto.
- XXX -
Mientras tanto sonreía la fortuna a los
que habían conseguido burlar las pesquisas más esmeradas, una escena
diametralmente opuesta tenía lugar en una casa particular de la ciudad.
El desgraciado Rodolfo, cansado de tantos
contratiempos y sin la esperanza de encontrar a su esposa, había dejado de
visitar al Prepósito, se había aislado hasta de su hermano.
Rodolfo, ese hombre de buen sentido y de
razón madura, flaqueaba aguijoneado por el dolor.
Un sentimiento profundo oprimía su corazón;
la imaginación le presentaba unidos y felices a Magdalena y Eduardo.
En una vida de pesares y de recuerdos
crueles había vivido más de un mes llamando en su auxilio sus ideas religiosas,
todo pensamiento filosófico, ya procurando engañarse a sí propio, ya queriendo
sobreponerse a su destino; pero el cerebro humano no es de fierro para resistir
un cúmulo de males capaces de doblegar la razón más fuerte.
El valor moral que fortifica el espíritu
para emancipar el ser del dominio de un pesar continuo, había cedido su acción
al atolondramiento que acarrea la aglomeración de duros sufrimientos.
No era ya el hombre que se resignaba a
esperar, porque ya había perdido la esperanza.
De aquí había nacido en el corazón del
desgraciado un odio por cuanto le rodeaba y aun por sí mismo.
Había principiado por maldecir del mundo
y acababa por maldecirse a sí propio.
La vida venía a serle una carga demasiado
pesada, insoportable, que le arrastraba al convencimiento de poner un término a
ella.
Con un fin tal se había encerrado en la
pieza donde habitaba.
Esta era pequeña y aislada.
En el centro había una mesa, y al lado
una silla de brazos.
Sobre la mesa se veían algunos papeles
esparcidos, dos libros y un par de pistolas.
Era de noche, y Rodolfo acababa de volver
sin adquirir noticias que le consolasen.
Encendió una bujía, arrojó el sombrero,
puso llave a la puerta y se recostó sobre la silla.
El semblante de aquel hombre era
aterrante.
Los ojos fuertemente comprimidos y
chispeantes cual si una fiebre le poseyese.
Los labios recogidos, la cabeza caída al
pecho y una respiración agitada, pintaban a aquel ser humano acometido de una
revolución interna, espantosa.
Después de un largo rato de concentración
siniestra, lanzó un prolongado suspiro y se tomó la cabeza con ambas manos cual
si tratase de sostener un peso enorme.
El hombre pensaba sobre su suerte.
La tristeza del lugar, la soledad, la
excitación nerviosa y de la sangre, concurrieron a avivarle sus recuerdos.
Rodolfo separó las manos de la frente,
alzó los ojos, y cual si tratase de dar ensanche al volcán que ardía en su
espíritu, prorrumpió en un monólogo, difícilmente comprendido por los que no
han conocido una situación parecida.
-¿Cuál sería mi crimen al nacer?... -se
dijo-. ¿Qué mal he hecho a los hombres? Mi conciencia de nada me acusa. He
hecho el bien posible. ¿Qué falta he cometido contra mi Dios?... No la
encuentro. Me creo sano. ¡Sano! Y sin embargo estoy condenado al dolor...
Rodolfo apoyó un brazo sobre la mesa y
reclinó sobre él la cabeza.
-Yo era un loco -continuó-, cuando creía
que la virtud era la felicidad. ¿En dónde está la virtud? ¿Es la práctica del
deber?... ¡La virtud es un mal!... Aquí estoy para dar testimonio de ello; aquí
estoy vagando por el mundo, expiando mi honradez, sin un hogar, sin seguridad,
expuesto a morir en un patíbulo, sin mi mujer... y todo ello por un ser que ha
labrado su felicidad a costa de crímenes y a costa de mi virtud.
Y cual si tales deducciones fueran
exactas, Rodolfo se engolfó en ellas un momento y luego exclamó:
-¡El crimen es la felicidad! La virtud es
el mal... Si todos fueran criminales, todos serían felices... ¡Cuánta razón tuvo
Bruto para decir: la virtud no es más que una palabra!
La razón cedía a las impresiones.
No había calma para contemplar el mal en
su desarrollo; sin embargo la conciencia se revelaba por intervalos, y en la
lucha que sostenía con las pasiones, el hombre caía en una melancolía que por
grados se perdía.
-¡Dios mío! -volvió a continuar Rodolfo
alzando la cabeza con los ojos brillantes de lágrimas. ¡Dios mío! ¡Yo sufro
siendo inocente y Eduardo goza siendo un malvado! Yo no he manchado tu religión
regando la tierra con sangre de hermanos; yo no he sido adúltero y sin embargo
recibo el castigo que no se aplicaría al que tales crímenes hubiese cometido...
¿Qué es esto? ¿Es este el orden de la creación?
Los ojos de Rodolfo variaban a medida que
la imaginación se encendía.
Al pronunciar la última frase, se quedó
pensativo un corto rato, y luego dando un golpe en la mesa se paró fuera de sí,
cual si resolviese sus dudas.
-Yo lo sufro; tal debe ser. ¡Dios es
injusto!
Esta blasfemia, fruto del delirio, acabó
de precipitar a Rodolfo en imprecaciones espantosas.
Su cuerpo se movía cual si estuviera
azogado.
Principió a pasearse en la habitación,
echando miradas de reojo a las pistolas.
-Morir cuando la vida es un infierno
permanente -continuó hablando a medida que se paseaba-, es un beneficio. ¿Quién
podrá decirme que cometo un crimen al matarme? ¿La sociedad? La sociedad es la
fuente de la corrupción y el conjunto de los seres más despreciables; la
sociedad no, porque su voz sería el grito de las preocupaciones que jamás
ampara al débil: la sociedad, esa reunión de egoístas, de prostituciones, de
orgía, no puede acusar de crimen el paso que se da para salir de ella. ¿Será
quién? ¿Dios? Dios tampoco, porque Dios no nos ha creado para maldecir de la
vida. Dios nos ha dado por patrimonio el bien, y no encontrarle en la tierra es
no encontrar la Providencia... Yo quiero ir a la eternidad, porque acá solo he
encontrado las torturas del infierno. Dios no puede acusarme... Es verdad que
la vida es un destello de la eternidad, un suspiro del infinito; pero no el
suspiro del dolor; porque si tal fuese ¡ay del hombre que naciese condenado
antes de haber empañado el alma, pues cargaría con la injusticia que no cabe en
la justicia del Eterno! Buscar la muerte cuando un abismo nos arrastra, cuando
nada queda que hacer de bueno, es buscar la vida.
Rodolfo se detuvo al frente de la mesa y
contempló con mirada siniestra las armas que allí tenía; y como todo ser
enajenado por una idea fija, balbuceó:
-¡También Magdalena era un engaño!
Y en seguida, echándose el cabello hacia
atrás, con la mirada extraviada se puso a andar con impaciencia.
El delirio crecía y la razón volaba a un
extravío frenético.
Su marcha era interrumpida a veces, se
paraba, se arrojaba sobre el sillón y de allí volvía a recorrer la pieza con
pasos acelerados, pronunciando frases o palabras aisladas.
-Soy despreciable... maldita sea...
huyamos del crimen... debo morir... ¡Resolución! ¡Resolución! Y en un momento
descanso... ¡qué felicidad!
Rodolfo tomó, con el semblante risueño,
una de las pistolas, puso pólvora en la chimenea y la contempló.
Parecía faltarle el valor.
Luego como saliendo de su estupor se
dijo:
-¿Seré un cobarde?... ánimo... ¡Dios
único! Perdón...
Diciendo estas últimas palabras se
resolvió a poner término a la vida.
Preparó la pistola, y cuando la llevaba a
las sienes, golpes fuertes y precipitados se hicieron sentir a la puerta.
Rodolfo bajó la pistola y se quedó
estático, cual si saliese de un letargo; pero los golpes seguían hasta que se
dejó oír una voz que decía:
-¡Abrid! ¡Abrid! Que os traigo una gran
noticia.
Si hubiese estado sereno, Rodolfo habría
corrido a abrir: pero el hombre se hallaba como idiotizado, embargado en sus
facultades y no presumía que alguien podría necesitarle.
-¡Abrid! -volvió a repetir la voz-, vengo
de parte del señor Prepósito.
La palabra Prepósito le recordó algo, y
sin mostrar interés, cual un autómata, se dirigió a la puerta y la abrió.
El emisario del abate González, que era
el que le buscaba, dio un paso atrás al ver el espantoso aspecto de la
fisonomía de Rodolfo; pero no se detuvo por ello para decirle:
-Todo está descubierto, venid pronto conmigo.
-Descubierto ¿qué? -le interrogó Rodolfo
con aspereza.
El emisario se aturdió y preguntó a su
vez:
-¿Qué tenéis, señor?
-Nada, decid lo que queréis.
-Eduardo y Magdalena están descubiertos.
-¡Eduardo y Magdalena! ¿Los dos? -exclamó
Rodolfo-. ¡Gracias Dios mío! ¿Dónde están?
-Venid y os llevaré.
Rodolfo abrazó al emisario con una
alegría entrañable, y se dispuso a salir.
Mientras tanto el emisario le comunicó:
-El cura de Renca acaba de enviar un
propio avisando lo que deseábamos. Ellos se van a casar mañana a las nueve del
día en la capilla de ese curato; pero antes de ir a la iglesia, los novios se
detendrán en una casa ya convenida y preparada.
-¡Justicia del cielo! -exclamó Rodolfo ocultando sus armas en los
bolsillos de su ropa-. Dios es justo, mi amigo.
Y luego entre sí se dijo:
-¡Había blasfemado!
- XXXI -
El emisario condujo a Rodolfo, a
presencia del abate Molinares.
Este, que había desplegado una actividad
extraordinaria impartiendo instrucciones al cura de Renca, tan luego como
recibió el aviso, disfrazó el fuego que le animaba y tomó su acostumbrada
máscara de mansedumbre, al sentir llegar a Rodolfo.
-Os doy la enhorabuena -le dijo al
presentársele este. Vuestra esposa ha aparecido.
-Sí señor, lo acabo de saber. ¿En dónde
están? -le interrogó Rodolfo.
-Id con calma. Mis deseos son que
recobréis a vuestra esposa y que seáis generoso como un buen cristiano. Mañana
la encontraréis en Renca.
-Dejadme besar vuestras manos -le dijo
Rodolfo a tiempo que se inclinaba para ello-; por tan grande servicio mi vida
os pertenece.
-Perded cuidado, señor, yo no haré cosas
que estén fuera de mi deber.
El abate comprendió el sentido de la
promesa, pero como su interés estaba en que Rodolfo fuese el brazo de la
venganza del Prepósito González, se dio por satisfecho, para después aparecer
engañado.
Rodolfo, impaciente, interrumpió la
conversación preguntando:
-¿A qué horas podré encontrarla?
-Mañana a las ocho de la mañana.
-¿Y a dónde es Renca?
-El mismo que os ha traído acá os
conducirá.
Rodolfo se volvió al emisario que vestía
el uniforme de labrador, y la interrogó:
-¿No os parece bien partir en el acto?
-Estoy a vuestra orden -le contestó.
-Partamos.
Rodolfo estrechó las manos del abate y se
retiró lleno de gratitud.
Al salir el emisario, Molinares le dijo
despacio:
-Que no se os escape.
-Perded cuidado -le respondió este-, los
secretos de la Compañía desaparecerán con el que los posee.
El abate quedó meditando cómo cumplir con
el padre Anselmo el compromiso pendiente, de avisarle si daba con Magdalena.
- XXXII -
El emisario y Rodolfo llegaron al pueblo
de Renca muy tarde de la noche.
El cura les alojó.
En aquel tiempo, los eclesiásticos, en su
mayor parte, aun cuando no hubiesen tomado el hábito de jesuita, pertenecían a
la orden y estaban dependientes de ella.
Esto explica la sumisión del cura al
Prepósito.
Al amanecer del siguiente día, el cura
llevó a los huéspedes a una casa que se hallaba próxima a la capilla; abrió la
puerta y les condujo a una pieza aseada y con algunos muebles.
No se detuvo, y torciendo la llave de
otra puerta que daba entrada al salón, les presentó un cuarto pobremente
ataviado.
-Aquí tenéis esta casa a vuestra
disposición -les dijo-; y aquí podéis esperar hasta la llegada de los novios,
que deseáis conocer, según me ha escrito el Sr. abate Molinares.
-Gracias, señor cura -le contestó
Rodolfo-, aquí esperaremos.
El cura se retiró cerrando la puerta de
la calle y se fue a decir misa.
Rodolfo se entregó a reconocer el
terreno, y tomar sus precauciones.
El emisario le seguía.
De la pieza en que estaban pasaron al
salón de recibo. Lo recorrieron con interés.
Empujaron una puerta que daba a un jardín
y la encontraron cerrada.
La pieza o salón era largo y no tenía más
que tres puertas: la de entrada y las dos que ya conocemos.
Acabado el reconocimiento, Rodolfo creyó
necesario asegurar la puerta que daba al jardín y al efecto la trancó por
fuera.
En seguida Rodolfo se retiró a la pieza
inmediata y examinó sus armas: un puñal y dos pistolas, volvió a guardarlas y
se sentó a esperar.
- XXXIII -
Inter pasaban estas cosas, una comitiva
compuesta de cuatro individuos llegaba a la capilla de Renca.
Eran estos, Eduardo con la napolitana, y
el mayordomo de la hacienda con su esposa.
Montaban soberbios caballos, y la alegría
se pintaba en los semblantes de ellos.
El cura al verles llegar, les hizo entrar
a sus piezas particulares.
Todo estaba preparado para las
bendiciones; pues el cura no estaba instruido del misterio que reinaba en aquel
asunto, y su obediencia era pasiva.
Luego que allí estuvieron, el cura tomó
su sotana y dijo a los novios:
-Como católicos que sois ¿creo que antes
os confesaréis?
A Eduardo no le agradó tal proposición,
pero a Magdalena sí, puesto que no se podía recibir un sacramento sin practicar
antes el otro.
-A la hora que gustéis -le contestó
Magdalena.
En menos de media hora despacháronse los
dos pecadores, acabando por comulgar.
El cura regresó entonces a sus piezas, y
habiéndoles seguido los novios, les dijo:
-¿Queréis que acá os eche las
bendiciones, o que vayamos a una casa aparte para evitar la bulla?
-Estamos a vuestra disposición, señor
cura -le contestó Eduardo.
El cura salió entonces, fue a la casa
donde estaba Rodolfo, llamó al emisario y lo puso a la puerta. Luego volvió a
salir y vino con la comitiva.
El emisario comprendió en el acto el
inconveniente que presentarían los padrinos que les acompañaban, y pensó cómo
deshacerse de ellos. Traían las caballos de la brida, y al llegar a la casa,
entregaron las riendas al emisario. Apenas iba penetrando la comitiva, los
caballos sufrieron un espanto y se escaparon.
Los caballos, esos hijos mimados del
huaso, saltaron una zanja y corrieron con desenfreno.
El mayordomo y la mujer, olvidando cuanto
allí les llevaba, salieron también tras de los animales procurando tomarlos
donde se parasen.
El cura viendo esta interrupción se fue a
su casa, según instrucción u orden que le dio el emisario allí mismo. Así fue
que solo los novios quedaron en la casa.
Se dirigieron a esperar en el salón.
Inmediatamente el emisario cerró la
puerta de calle y se quedó a la expectativa, parándose en la puerta que daba
entrada a la sala de recibo.
A Eduardo nada de esto le causó
extrañeza, porque acompañado de la mujer que amaba, se daba por muy feliz en
quedarse a solas con ella. Ningún sacrificio había de esperar con tan agradable
compañera.
La napolitana se había sentado en un
sofá, y Eduardo que la seguía, habíase colocado a su lado. Estaba cual pocas
veces tan hermosa.
El novio parecía deleitarse en
contemplarla.
Reinaba en ambos un placer profundo que
les embriagaba, bendiciendo la proximidad del término a tantos sacrificios
pasados. Este silencio fue interrumpido por Eduardo, que pidió permiso a la
novia para besar sus manos.
-Ya podré -le dijo-, imprimir en las
mantos de mi esposa un beso.
Magdalena dejó una de sus puras manos,
que Eduardo tomó en el acto y devoró con besos multiplicados. La napolitana
retiró su bella mano, y con esa mirada luminosa y ardiente que tenía, preguntó
a Eduardo:
-¿A qué horas volverá el cura?
-¿Queréis que vaya a buscarle?
-Lo desearía sino fuese una molestia.
-No, alma mía, voy en un momento.
Y en esto que tomaba su sombrero para
salir, la puerta que comunicaba a la pieza del costado se abrió con violencia,
y apareció en el dintel de ella un hombre cubierto por un largo poncho y un
sombrero de campesino calado hasta los ojos. Las barbas grises y una tez
tostada por el sol, disfrazaban al individuo. Sus pupilas, apenas visibles,
parecían dos centellas chispeantes de electricidad.
Este hombre apareció cual un fantasma,
cual un agente del infierno; no se movió, y quedó inmóvil contemplando a sus
víctimas.
Magdalena, sorprendida, estupefacta, sin
darse cuenta de lo que veía, se puso en pie asustada, tratando de escudarse con
Eduardo. Este, atónito también, recobró su ánimo y preguntó al desconocido:
-¿Quién sois? ¿Qué queréis?
El hombre nada respondió. Se dejaba ver
que sonreía por entre la espesura del bigote y de la barba, y a más unos
dientes comprimidos que denotaban la sonrisa de la fiera, sonrisa irónica y de
exterminio al contemplar su presa. Esa sonrisa derramó por la sangre de Eduardo
un frío mortal.
Instintivamente echó mano a su pecho y se
encontró sin armas. Magdalena llevó sus manos a la cara y se cubrió la vista.
Los novios se encontraban como enclavados
por el pánico.
El nombre se adelantó entonces con paso
contemplativo, hacia la puerta que daba salida al patio principal; pero Eduardo
no pudo contenerse entonces y se precipitó a salir por ella.
El
emisario hizo su deber, cerrándola por fuera.
Eduardo retrocedió aturdido.
Veía allí un complot para perderle.
Magdalena, cobrando ánimos y restablecida
de la sorpresa, se encaró al desconocido y le apostrofó con energía:
-¿Qué necesitáis de nosotros? ¿Qué
significa esto?
El hombre sin separar sus ojos de
Magdalena, arrojó el sombrero por toda respuesta y se descubrió.
Eduardo cual un cuerpo azogado murmuró el
nombre de Rodolfo.
La napolitana cual si por grados fuese
saliendo de un sueño, contemplaba aquel rostro, ávida de espanto y de sorpresa,
hasta que perdiendo el color cayó en un desmayo, exclamando:
-¡Es la sombra de Rodolfo!
Cuando la mujer perdía el conocimiento,
Rodolfo desentendiéndose de ella se quitó el poncho y se dirigió hacia Eduardo
para dar expansión a su alma que bullía de furor.
-Hombre o demonio -le increpó-, que te
has cebado en mi desgracia, al fin he podido encontrarte. Tú me has martirizado
sin compasión, me has convertido de humano que era, en tigre. ¡Y sin embargo
vivo! Porque el destino te condenaba a pagar tantos crímenes.
Diciendo estas palabras, Rodolfo lanzó
una mirada hacia el cuerpo de Magdalena que parecía inerte, y señalándole con
la mano, continuó:
-Allí tienes la persona que has
deshonrado, la que te ha hecho cometer tantas faltas. Infame, morirás con ella.
Eduardo comprendió que allí era necesario
ganar tiempo, mientras acudía el cura y el mayordomo.
Vio que era preciso desarmar la cólera
del hombre, vindicando a la mujer.
Cobró ánimos y se atrevió a dirigir a
Rodolfo la palabra:
-Tienes justicia en matarme -le dijo-;
pero antes debes saber que yo solo soy criminal, que tu esposa está pura e
inocente de cuanto ha pasado. Yo la he engañado haciendo que te creyese muerto,
yo el que la he precipitado a consentir en el matrimonio; porque era el único
medio que encontraba para alcanzar a poseerla. Ella es pura, mátame a mí que
soy el único culpable.
Una explicación tan franca y apasionada,
una abnegación tal, detuvo por un momento la resolución de Rodolfo.
Su mujer estaba pura, y esta idea era un
bálsamo que se derramaba sobre el corazón de aquel hombre.
Creyó encontrar en Eduardo un hombre
distinto del que se figuraba, cobarde y degradado.
Meditó un momento, contempló a Magdalena,
y luego, cambiando de tono se dirigió al adversario interrogándole:
-Pues si sabíais que yo vivía ¿cómo es
que la ibais a desposar? ¿No veis que insultabais a Dios y mi honra?
-Lo sabía -le repuso Eduardo con
entereza-, pero la pasión me ha cegado y hecho atropellar por cuanto se me
presentaba. A vos he tratado de haceros morir, porque erais un obstáculo para
mi ambición. Nada me habíais hecho y sin embargo os odiaba, porque erais el
esposo de Magdalena.
Y luego tomando un aire sentencioso y
despechado, continuó:
-El hombre que ama es un loco. Una pasión
funesta conduce al crimen. Después que el corazón ha llegado a convertir el ser
en un esclavo del sentimiento, es imposible emanciparse sin perder la vida.
-¡Ah! -exclamó Rodolfo tomando la última
frase en un sentido provocativo-, ¿deseáis morir antes de separaros de
Magdalena?
Rodolfo había observado el respetuoso
afecto con que Eduardo la había tratado en el sofá, antes de mostrarse, y esto
obraba en pro de la esposa.
Así era que el hombre se ocupaba tan solo
del adversario.
El adversario mientras tanto había
olvidado el auxilio que esperaba, y al considerar que Magdalena ya no podía ser
suya, el despecho le asaltó y le condujo a una situación que más inspiraba
lástima que odio, y con la resolución más íntima respondió a Rodolfo:
-Sí, deseo morir antes, porque no podré
sobrellevar la vida sin ella. ¡La amo tanto!...
Y en seguida su voz fue cortada por un
fuerte sollozo.
Rodolfo no vio en ese grito del alma el
delirio del amor.
El odio le cegaba también, vio en ello
una cobardía, pensó fuera un ardid para escapar.
Y abusando de la situación por no
comprenderla, dijo a Eduardo:
-¿Lloráis de temor?
-¿Temor de qué? ¿Qué puedo temer cuando
ya no quiero vivir? Dadme una arma y veréis cuál es mi resolución.
-¡Una arma! ¿De qué os puede servir
cuando en otra época la rehusasteis?
-Pues matadme, entonces.
Eduardo presentaba su pecho a Rodolfo
para que hiriese, pero Rodolfo perdía sus bríos sanguinarios ante la abnegación
de un loco y el amor que le renacía por su mujer.
Mientras tanto, el tiempo corría y
Magdalena tornaba en sí, murmurando el nombre de Rodolfo.
La voz del ángel penetraba en el corazón
del hombre y le dulcificaba.
La situación variaba.
Rodolfo no podía ser asesino: su atención
se dirigía a Magdalena.
En tal estado, se dejaron oír golpes a la
puerta de la calle y la voz del cura y del padre Anselmo que mandaba abrir.
Eduardo comprendió su ridícula posición,
no se atrevía a arrostrar las miradas de la napolitana ni a ser el ludibrio de
las gentes.
Vio desaparecer el mundo ante sí y con voz
suplicante gritaba:
-¡Una arma! ¡La muerte!
El emisario que guardaba la puerta de
entrada al salón, comprendiendo que todo se iba a perder si no intervenía,
abrió la puerta y arrojó a Eduardo un puñal.
Eduardo lo tomó con avidez.
Rodolfo nada había visto, ocupado como
estaba en levantar a Magdalena y ponerla en el sofá.
El emisario corrió a abrir la puerta de
calle.
El padre Anselmo se precipitó dentro de
la casa todo despavorido.
Vio a Rodolfo que asistía a Magdalena y a
Eduardo que vuelto a la pared vivía.
-¡Gracias, Dios mío! -exclamó al entrar-.
He llegado a tiempo.
-Soy cristiano -le dijo Rodolfo-, perdono
porque he encontrado a mi esposa digna de mí.
Magdalena vuelta en sí echó los brazos al
religioso.
Esta escena era contemplada por Eduardo
con un semblante de patibulario, sin que los que la formaban se acordasen de
él.
En esto se dejó sentir un grito y la
caída de un cuerpo.
Eduardo acababa de atravesarse el corazón
con el puñal... Un cuarto de hora después, el salón se hallaba desierto.
Solo se veía a un religioso que rezaba
por la salvación del que se había suicidado.
FIN