EUGENIO DÍAZ CASTRO

 

 

MANUELA

TOMO PRIMERO

 

 

Índice

 

o Capítulo I

La posada de Mal-Abrigo

o Capítulo II

La parroquia

o Capítulo III

El cura

o Capítulo IV

El lavadero

o Capítulo V

El trapiche del retiro

o Capítulo VI

La lámina

o Capítulo VII

Expedición a la montaña

o Capítulo VIII

La casa de un ciudadano

o Capítulo IX

Lecciones de baile

o Capítulo X

Dos visitas

o Capítulo XI

El mercado

o Capítulo XII

La Esmeralda

o Capítulo XIII

Revolución

o Capítulo XIV

Lo que puede el amor

o Capítulo XV

Junta de notables

o Capítulo XVI

El asilo en la montaña

o Capítulo XVII

Cambio de ministerio

o Capítulo XVIII

La fuga

o Capítulo XIX

Los carteros

 

 

Capítulo I

La posada de Mal-Abrigo

 

 

     Eran las seis de la tarde, y a la luz del crepúsculo se alcanzaba a divisar por debajo de las ramas de un corpulento guásimo, una choza sombreada por cuatro matas de plátano que la superaban en altura. En una enramada que tocaba casi el suelo con sus alares, se veía una hoguera, y alrededor algunas personas y un espectro de perro, flaco y abatido sobre sus patas. Al frente de la enramada acababa de detener su mula viajera un caballero que entraba al patio, seguido de su criado, y de un arriero que conducía una carga de baúles. Del centro de este segundo grupo salió una voz que decía:

     -¡Buenas noches les dé Dios!

     -Para servirle, contestaron los de la enramada.

     -¿Que si nos dan posada?

     -La casa es corta, pero se acomodarán como se pueda. Entren para más adentro.

     -¡Dios se lo pague!, contestó el arriero, comenzando, a aflojarla carga de la jadeante mula.

     El caballero se desmontó y tendiendo su pellón colorado sobre un grueso tronco sustentado por estacas y emparejado con tierra, se sentó, mientras el arriero, desenjalmaba y recogía el aparejo, y el criado arrimaba las maletas contra la negra y hendida pared de la choza. Salió de la cocina una mujer con enaguas azules y camisa blanca, en cuyo rostro brillaban sus ojos bajo unas pobladas cejas, como lámparas bajo los arcos de un templo obscuro; y dirigiéndose al viajero, le dijo:

     -¿Por qué no entra?

     -Muchas gracias... ¡está su casa tan obscura!

     -¿No trae vela?

     -¿Vela yo?

     -Pues vela, porque la que hay aquí, quién sabe dónde la puso mi mamá; y a obscuras no la topo. Y si la dejan por ahí, ¡harto dejarán los ratones! ¡Conque se comen los cabos de los machetes, y hasta nos muerden de noche! Pero si tiene tantica paciencia voy a sacar luz para buscarla.

     Ya tenían arrimados los baúles los compañeros del viajero, cuando salió la casera de la cocina con un bagazo encendido. El bagazo seco y deshilachado (la vela de los pobres), era como una hoguera, y a su luz brillantísima pudo nuestro viajero examinar la mezquina fachada de la choza y la figura de la patrona. Era ésta de talle delgado y recto, de agradable rostro y pies largos y enjutos; sus modales tenían soltura y un garbo natural, como lo tienen los de todas las hijas de nuestras tierras bajas.

     -Cuando la vela, con gran pesar de los ratones, estuvo alumbrando la salita, los criados introdujeron los trastos; y sobre la cama que el paje había formado con el pellón y las ruanas, se recostó el viajero fumando su cigarro, y lamentándose, por intervalos, del cansancio y del estropeo.

     -¡Hombre, José! ¡qué caminos!, decía a su criado que ya se había recostado también sobre la enjalma, ¡si tú vieras los de los Estados Unidos! ¡Y las posadas de allá; eso todavía! Estoy todo desarmado aquí donde tú me ves. ¡Qué saltos! ¡qué atolladeros! No creía llegar vivo a esta magnífica posada.

     -Y en esas tierras que su merced mienta, ¿no son caminos provinciales y nacionales como los nuestros?

     -¿Como éstos? Allá va volando uno en un tren que lleva todas la comodidades de la vida civilizada.

     -Pero la Pólvora en que su merced bajó el monte es superior para los viajes. Tiene un paso trochado, y un modo de bajar los escalones, y de atravesar los sorbederos!.... Y recuerde su merced que un mero día desde Bogotá hasta aquí.

     -¡Un día! Allá hubiéramos hecho en una hora esta misma jornada, y no a saltos y barquinazos, como tú dices, sino acostado sobre cojines.

     -¿Conque qué tal le va?, preguntó el arriero a su patrón, entrando a colgar los cabezales de las bestias.

     -Ya puedes suponer..., y tú, ¿de dónde vienes?

     -De manear las mulas y esconderlas; porque como dice el dicho, "más vale contarles las costillas que los pasos." Y por lo que hace a mi acomodo, yo en cualquier parte quedo bien. Pienso dormir debajo del llar sobre la enjalma, porque adentro no cabríamos los tres, con ñua Estefana, su familia y sus cluecas.

     -¿Y por qué se te ocurrió llamar posada a esta choza y hacerme pernoctar en ella?

     -¿Y en qué otra parte? ¡Sólo que en la casa grande de la Soledad!... Su merced me dijo que las casas grandes tenían sus inconvenientes para pasar la noche.

     -¡Pero si aquí ni cabemos siquiera! En fin... una mala noche pronto se pasa. Saca un libro del maletón, José.

     Y tomando el segundo tomo de Los Misterios de París que le trajo su criado, empezó a leer en voz alta, mientras su perro y su arriero dormían a sus pies. El perro de Terranova, que respondía al nombre de Ayacucho, no había hecho el menor caso de los largos y destemplados aullidos con que lo había recibido el moribundo gozque de la choza; y éste viendo el profundo desprecio de su huésped, y que, gordo como estaba, más se curaba de dormir que de comer, dejó de temer la rivalidad y volvió a acostarse cerca del fogón.

     Acababa de bostezar el viajero, viendo en su reloj de oro que eran las ocho, cuando entró la joven casera de paso para su alcoba.

     -¿Y qué hay del cafecito?, le preguntó el viajero.

     -¿Cuál cafecito?, le contestó ella con la más franca admiración.

     -El de mi cena.

     -¿Luego usted cena?

     -Por de contado.

     -¿Trajo de qué hacerle? ¿Tiene algo en esos baúles?

     -Sí: los libros y la ropa.

     -¿Eso merienda, pues?

     -No, lo que tú me prepares.

     -¿Y si no hay nada?

     -¿Cómo?

     -Que en estos caminos hay que llevar de comer, porque no se encuentran las cosas al gusto de los pasajeros.

     -¡Yo no acostumbro cargar nada de comida, mi hija!

     -Pues entonces, aguante.

     -¿Y llevando cóndores?

     -¿Qué son cóndores?

     -Monedas de oro del valor de doce pesos y medio.

     -¿Y con qué pagábamos tantos trueques? ¡Ni con todo lo que tenemos en el rancho! ¡Ave María!

     -¿Y entonces, me dejas morir de hambre después de criado? ¡Tú que siendo tan buena moza, no debes ser inhumana!... ¿Cómo te llamas?

     -Rosa, una criada suya.

     -Y mucho menos siendo la reina de las flores.

     -¡Nada!

     -¿Y no te compadeces?

     -Sólo que se conforme con lo que hay.

     -De mil amores.

     Continuó leyendo el viajero, mientras Rosa se fue a reanimar el fuego, tomando nuevas y urgentes providencias, poseída de sentimientos humanitarios, y de algo más, porque el viajero le inspiraba un si es no es de cariño.

     Iba el lector en un pasaje interesante cuando fue interrumpido por Rosa, la que poniendo un pie en el extremo de la barbacoa, levantó el otro con destreza y agilidad, para alcanzar a cortar un pedazo de carne de la pieza que colgaba de una vara suspendida con cuerdas del lecho, y con la necesaria interposición de totumas y tarros que garantizan de ratones. Si al viajero había parecido Rosa, dándole posada, una mujer bondadosa, ahora, suspendida de un pie en la punta de una barbacoa, los brazos alzados y el cuerpo lanzado en el aire, advirtió que era elegante de cuerpo, y en aquella postura, y recordando que estaba ocupada en su servicio, le pareció el ángel del socorro.

     -¿Siempre me favorecerás, Rosa?, le dijo.

     -¿No ve? ¡para su cena!... dijo mostrándole el pedazo de carne, y dando un salto ágilmente, corrió a la cocina. Continuó la lectura durante otra hora; y cuando los bostezos del amo, del criado y del perro, se respondían como el eco en las bóvedas de tina cueva, entró Rosa con una servilleta del tamaño de un pañuelo, a tenderla sobre una cajita, cerca de un baúl, y el viajero le preguntó:

     -¿Qué noticias tenemos, Rosa?

     -¿No ve ya la mesa puesta?

     -¡Bien, bien! Si es el primer repique, procura que no tarden los otros dos.

     -Aflójese tantico, si está apretado. ¿Y quién le manda ser descuidado y darse mala vida? Ya ve, los pobres lo primero que prevenimos es la comida cuando viajamos; porque si uno se muere, ¿de qué sirve la plata?

     -No te detendré con objeciones, porque tienes mucha razón, y además los momentos son preciosos.

     Otro capítulo del libro fue leído en el intermedio siguiente, y al cabo volvió a aparecer Rosa trayendo una taza vidriada, no muy limpia por de fuera.

     -¿Qué me traes, Rosa?, preguntó el viajero sentándose en su barbacoa.

     -Es el ají... ¿Usted no se pica?

     -De ti es que estoy medio picado. Ven acá, graciosa negra. Siéntate y conversemos.

     -¿Y la cena?

     -¡Todo es secundario en tu presencia! Tienes un aire, una gracia y unas miradas que consuelan.

     -¿Entonces no le traigo de cenar? Con que yo lo mire tiene bastante.

     -Pues no es malo que me traigas algo. Quisiera que me hicieras la visita, porque tu conversación me encanta; pero en fin, tú lo verás.

     Cuando esto dijo el viajero, ya Rosa había salido, para presentarse de nuevo como el verdadero ángel del socorro. Puso sobre la mesa una taza y un plato de palo que tenía carne asada, de apetitoso olor; y luego se sentó en otro baúl, poniéndose la mano en la cintura.

     -Me gusta que me acompañes. Yo no puedo comer solo; y así será mi cena más sabrosa. ¿Y qué potaje tenemos?

     -Como no es potaje sino mazamorra.

     -¡Exquisita!, exclamó el viajero así que la probó, y no volvió a atravesar palabra hasta agotar la taza.

     -Esta carne también está buena, dijo Rosa.

     -¡Pues ahí verás que no me gusta tanto! Tiene un olorcillo... ¿De qué es?

     -¿Para qué quiere saberlo?

     -¡Ya se ve! Lo que importa es matar a quien nos mata. ¡Qué buena cena! Ahora se me ocurre una cosa: tú me cuidas y ni siquiera sabes como me llamo.

     -¿Eso qué le hace?

     -¡Oh! ¡de esto sucede mucho en la Nueva Granada! Mil gracias, Rosa.

     -¡Que le haga buen provecho!

     -Te quedo muy agradecido. ¡Mira!, cuando vayas a Bogotá, pregunta por mí, que tendré mucho gusto en atenderte.

     -Mi hermano Julián es el que viaja, y algunas veces mi madre. Yo les diré que vayan a la casa de usted.

     -¿Y vives contenta entre estos montes?

     -¿Y si no? El que es pobre...

     -¿Y en qué buscas tu vida, Rosa?

     -En la labranza, cuando se puede trabajar; y la mayor parte del año en el trapiche de la hacienda.

     -¿Eres trapichera?

     -Sí, señor: de la Soledad, del trapiche de mi amo Blas, nada menos.

     -¿Él vive solo?

     -Con mi señorita Clotilde, porque mi señora no se amaña, ni le hace el temperamento. Los niños suelen hacer sus viajes a la ciudad.

     -¿Te gusta el oficio de trapichera?

     -¿Y que se va a hacer?

     -¿Y quienes más viven aquí contigo?

     -Mi madre, yo, Julián y Antoñita, la mediana. Mi padrastro se murió hace poco; Matea se fue a Ambalema; y dicen que está calzada y como una novia de maja. Julián, mi hermano, está trabajando en el trapiche del Retiro, y no viene a casa sino por San Juan, la semana santa y la nochebuena. Otro hermano tenemos, que trabaja en la Soledad; pero ni caso ni cuenta hace de nosotras.

     -¿Y cuáles son tus obligaciones en la hacienda?

     -Pagar ocho pesos por año, y trabajar, una semana sí y otra no, en el oficio del trapiche.

     -¿Y qué tal es tu señora Clotilde?

     -Buena con nosotras; y, ¡muy chusca que es la señorita!

     -¿Y en la parroquia, hay algo que sirva?

     -¡Ave María! ¡Pues la niña Manuela... que es lo que hay que ver!

     -Pero, tanto he hablado con usted, y hasta ahora no me ha dicho su gracia, es decir, cómo se llama.

     -Yo me llamo Demóstenes, un criado tuyo, contestó el caballero haciendo una cortesía.

     Seguramente don Demóstenes, por el hábito de no acostarse sino de las doce para adelante, estaba desvelado en esa noche. Por lo que hace a Rosa, como buena trapichera, estaba acostumbrada a trasnocharse; y en esta disposición análoga, eran ya las diez, y todavía conversaban como dos novios. Don Demóstenes complacido con la ingenua y sencilla charla de Rosa, y ésta, contenta de interrumpir su acostumbrado aislamiento y soledad, hablando con un pasajero de agradable conversación.

     La madre y los hermanitos hacía rato que dormían en la alcoba inmediata: al fin se retiró Rosa, llevando en la mano el bagazo encendido. Don Demóstenes apagó su vela y se preparó a dormir en su movediza barbacoa.

     Mas cuando esperaba el reposo y el sueño bienhechor debido con tanta justicia al mal parado viajero, éste en vez de conciliar el sueño, no hacía sino moverse y agitarse en su cama, sintiendo mil picadas en todo su cuerpo. Largo rato luchó con aquel tormento desconocido, hasta que por fin, agotada la paciencia, llamó a su criado.

     -José, levántate, que estoy como metido en agua hirviendo y tengo una sed devoradora. Enciende pronto la vela, ¡oyes!

     -¡Cómo los ratones cargaron con ella!, contestó José, después de buscarla a tientas en toda la pieza.

     -Llama a Rosa, pues.

     Rosa se había puesto en pie desde que oyó las voces y las plegarias de su huésped, y salió para ver cómo podía aliviar al viajero; pero no había otra vela en la casa, y hubo que recurrir al bagazo. Encendido éste, se encargó José de atizar la salvaje lámpara, mientras Rosa examinaba la cama de don Demóstenes.

     -Son los chiribicos, dijo, después de examinar los dobleces de la sábana.

     -¿Y qué se hace con ellos?

     -Con los chiribicos y con don Tadeo el tinterillo, no hay remedio que valga.

     -¿Cómo es eso?

     -¡Pues mire! Cuando los chiribicos se empican, no vale asco, no vale arder la cobija ni el junco, ni quemar la barbacoa.

     -¿Y qué se hace entonces?

     -Embarrar de nuevo la casa, o derribarla y hacer otra nueva.

     -¿Pero mientras se derriba, qué hacemos, Rosa? ¡Yo me muero!

     -¿No trajo hamaca?

     -¡Corriente, Rosa! Viene entre los baúles: que la saque José cuanto antes.

     Cuando colgaron la hamaca entre el criado y la casera, le advirtió Rosa:

     -Pero no vaya a llevar a la hamaca ni una cobija, ni una pieza de ropa de las que tiene puestas, porque entonces se queda en las mismas.

     Don Demóstenes siguió el consejo: se mudó, y envuelto en otra sábana hizo su ascensión gloriosa a la hamaca, de un sólo brinco, como el boga que sube al champán perseguido por los policías.

     -Ahora quiero agua, porque tengo calentura y la sed me abrasa.

     -Esa es la que aquí no hay, mi caballero.

     -¿Qué beben ustedes, pues?

     -Guarapo. Si quiere, voy a traer un calabazo de agua al chorro; pero aquí son las aguas salobres.

     -Te lo agradeceré, hija mía... ¡Oh! ¡las posadas de los Estados Unidos, esas sí que son posadas!, decía don Demóstenes al criado, mientras esperaba el agua. ¡Figúrate que en el hotel San Nicolás encuentra uno en su cuarto hasta agua corriente! ¡Pero esta posada de Mal-Abrigo!...

     Al cabo de media hora se oyeron los pasos de la servicial casera, y en seguida el grato acento de su voz.

     -Por aínas no vuelvo, dijo al entrar, con una tranquilidad llena de filosofía. Se apagó el bagazo en el camino, y aquí no más tuve que matar una taya que se me enredó en los pies... mañana la verá usted...

     Don Demóstenes se bebió una totuma llena de una agua no muy buena, y exclamó con todo el fervor de un corazón agradecido:

     -¡Oh! ¡Rosa! Eres como una Egeria consolando a Numa.

     -¿Que le eche otra totuma? ¡Apare!...

     -No, Rosa, mi sed está mitigada. Ahora conversemos alguna cosa. Mira, estoy curioso de saber porqué vino a colación un don Tadeo, cuando hablábamos de chiribicos.

     -Porque esa es otra plaga que tenemos en la parroquia. Al niño Dámaso le tiene desterrado y lo persigue como los ratones a la vela, para no dejarlo casar con la niña Manuela. Y usted descuídese, si va a estarse en la parroquia, porque ese es hombre que sabe empapelar a la gente; y acuérdese de lo que le dice Rosa, ¡acuérdese!, repitió al retirarse otra vez a su alcoba.

     Don Demóstenes se rió del anuncio; se acordó un poco de la hermosa niña a quien dejaba en Bogotá; pero no tanto que lo desvelara esta memoria como lo habían hecho los chiribicos; y a no ser por el ruido que hacían los estribos cuando su criado estaba chillando, ya muy entrado el día, no se hubiera despertado hasta la tarde. ¡Tan profundo era su sueño, y tan grande su cansancio!

     Mientras el arriero cargaba, reparando su posada, encontró la culebra muerta, y dentro de la casa una decoración improvisada. La barbacoa donde le pusieron cama tenía armazón como para toldillo, revestida de arrayán y flores, y un arco gracioso lleno de hojas en la puerta de la sala. Sobre una tablita encontró un libro muy usado, y, al hojearlo, gritó: ¡oh Gutenberg! ¡hasta aquí llega tu sublime descubrimiento! Viendo el título, que decía: "Ramillete de divinas flores, y método para aprender a morir cristianamente", murmuró: método para vivir es lo que debemos aprender, que morir es caso muy fácil. ¿No te parece, José?, añadió dirigiéndose a su criado.

     -Pues para no morirnos es que bregamos hasta donde podemos, mi amo.

     Cuando todo estuvo listo para marchar, se acercó don Demóstenes a la cocina, a despedirse de Rosa, dándole las gracias, y ofreciéndole una moneda, que ella rehusó con aire de desdén.

     -¡Pues adiós! ¡adiós!

     -¡Adiós, señor!, dijo Rosa, y tomó su azadón para irse al pequeño platanar de su estancia.

     Saliendo don Demóstenes al camino parroquial de la senda del barzal que ocultaba la casita, al recordar su mala posada y la generosa bondad de Rosa, pensaba preocupado en la frase de " ¡descuídese con don Tadeo!", que ella le dijo con aire de profecía; y sacando su cartera escribió riéndose:

     "5 de mayo -Posada de Mal-Abrigo- Rosa -¡Descuídese con don Tadeo! -Manuela."

     Dos horas después entraba en la plaza de la parroquia de... y pronto se instaló en su nueva posada.

 

 

 

Capítulo II

La parroquia

 

 

     En las caídas de la gran sabana de Bogotá se encuentran algunos caseríos con los nombres de ciudades, villas o distritos, de los cuales uno, que ha conservado entre sus habitantes el grato nombre de parroquia, es el teatro de esta narración.

     Está separado de los otros grupos algunas tres o cuatro leguas, por lo menos, y casi incomunicado, porque los caminos atraviesan bruscamente montañas, rastrojos y fangales. En su plaza, demarcada hace más de un siglo, hay dos costados cubiertos ya de casas, y en el uno sobresale la iglesia de teja, bien notable por su puerta verde y porque cuelgan de una viga de su fachada tres campanas, que, sirven para llamar a la misa mayor los domingos, y entre semana para dar las doce, las seis y los dobles de las ocho. El segundo edificio es el despacho de la alcaldía, llamado antiguamente cabildo; sigue después la casa del cura con su largo corredor sobre la plaza.

     Tiene la parroquia un retazo de calle y, algunos trozos formados de solares de cercas de palos sostenidos por algunos árboles nacederos. Hay una casa que se distingue por su establecimiento de venta o tienda, de donde el público se surte de velas, guarapo, o chicha, aguardiente, y algunas veces de pan. La sala de esta concurrida casa tiene una puerta al oriente, que da a la calle, y otra al occidente que sale al patio, el cual está cerrado por los costados con dos tramos del pajizo edificio, y por los otros dos con cerca de guadua, en la cual hay un disimulado portillo, que equivale a la puerta oculta, de que hablan algunas novelas de Europa.

     La tienda tiene una trastienda que comunica con la alcoba de la familia, con una pieza obscura de por medio, llena de ollas, barriles, artesas y trastos viejos.

     La concurrencia en la tienda es todo, los domingos y a veces los lunes. Las arengas de los concurrentes son graves en ciertas ocasiones, y aun suele la discusión, pasar a los porrazos.

     De esta venta saca, tal vez más ganancias que la dueña, un embozado, que desde un agujero practicado en la pared de su alcoba, atisba todos los movimientos, y escucha todas las palabras, apuntando en una grasienta cartera lo que a su entender tiene mayor importancia: en la parroquia hay también embozados.

     De las otras dos puertas de la sala, que permanecen siempre cerradas por medio de cortinas de zaraza, la una conduce a la mencionada alcoba de la familia, y la otra al sur, está destinada para los forasteros.

     Los muebles son un poyo de adobe, una silla de brazos, reputada por propiedad de los primeros jesuitas, y una mesa grande; los adornos, un san Antonio, una Virgen del Rosario, y un retrato del general Santander.

     La edad de la silla, hasta de ochenta años, está bien comprobada, por las muchas heridas que muestra en los brazos, hechas con alevosía las más (y con navaja), y por la firmeza de su constitución, pues sirviendo de andamio, o puente, o receptáculo para pesados cuerpos, suspensa entre el ángulo de la pared y el suelo, no han logrado desarmarla, como a muchos taburetes raquíticos y delicados, que yacen en los zarzos o en los ceniceros, por no haber resistido a esa cruel superación. La mesa aun cuando no tan antigua no carecía de mérito: sobre ella se deshacían marranos, se amasaba y se aplanchaba cuando era menester.

     La propietaria de esta casa era doña Patrocinio; pero don Demóstenes se hallaba con dominio absoluto sobre la alcoba del sur, con medio dominio en la silla y la mesa; con derecho de colgar su hamaca en la sala, y de visitar también el interior de la casa, cuando a bien lo tuviera.

     Así fue que un domingo hubo en la parroquia la gran novedad de un forastero que se mecía en su gran hamaca, en la sala de la niña Patrocinio, leyendo un libro, cuya pasta brillaba como carey, y teniendo debajo cuadernos y papeles, sobre una estera de Chingalé. También se hablaba de un perro que estaba echado allí junto, tan grande como un ternero, y de un mirar espantoso.

     Embebido don Demóstenes en sus libros, no había hecho caso del movimiento que había en la calle, en donde se saludaban los estancieros de los partidos, o se paseaban en compañía, ni de la risa y dichos de las muchachas, que echaban sus revoloteos como las mariposas, mientras daban el último toque a misa. Pero un ruido de bestias y voces de dominio, que pareció estallar contra la puerta, hizo levantar la cabeza al forastero para ver el cielo abierto ante sus ojos.

     Una señorita, montada en una mula retinta, con traje que bajaba hasta el suelo, dejando ver al través de un velillo celeste un color bellísimo de mármol y unos ojos grandes, suaves y modestos, una dentadura fina y graciosa, conjunto de primores, visión enteramente milagrosa, era la divinidad que había posado delante de la puerta. Don Demóstenes se puso de pie en el instante, y viendo que la comitiva hacía alto, ofreció sus servicios para que la señorita se apease. El caballero que la acompañaba estuvo pronto a su lado, y dándole el hombro y la mano, ella descendió majestuosa, para entrar en la sala con su foete en la diestra, y todo su largo traje recogido con la izquierda. Mientras su compañero mandaba amarrar las bestias debajo de un hermoso caucho, y meter los frenos y los pellones, don Demóstenes le dirigió la palabra, después del saludo de cumplimiento.

     -¿Cómo es que habita usted en estos desiertos?, le dijo el caballero.

     -Porque vivo en la hacienda con mi padre, respondió Clotilde, que era la misma que en la posada había sido nombrada por Rosa.

     -Ahora concibo que puede haber un hombre dichoso, viviendo...

     Don Blas, entrando presto de la calle, interrumpió este diálogo, que habría sido tal vez curioso; y mientras que la señorita siguió al interior a preguntar por su mamá Patrocinio y por Manuela, don Blas se dirigió al forastero en estos términos:

     -¿Y la venida de usted?...

     -Emigrado, señor.

     -¡Santa María! ¿Otra revolución?

     -De los paramitos de San Juan, señor.

     -Tiene razón. ¡Son infernales! ¿Y qué de bueno deja usted por Bogotá?

     -Pues no hay cosa particular sobre la crónica común. Ahora, sobre los negocios públicos usted habrá leído "El Tiempo."

     -"¿El Tiempo?"... No señor. Aquí no llega sino la "Gaceta" y se va al archivo, muchas veces sin desplegarla; dicen que a don Eloy le viene el "Porvenir."

     -¡Es cosa muy rara!

     -No señor: así andamos en muchas parroquias... Lo raro es ver a una persona como usted por aquí.

     -Pues otros años he ido a Fusagasugá, que es magnífico por su temperatura, por sus aguas, por su gente, por sus bellas sabanas y sus célebres quintas.

     -Pues eso sí no tenemos por aquí.

     -Cierto, porque las tierras, como este distrito, húmedas, saturadas de sales, nitro, caparrosa y piedra azul de pizarra, y que se ablandan y se deslizan en derrumbes llevándose las estancias y los montes, son buenas para producir mucha caña y mucho plátano; pero no mucha vida, según mis observaciones de tres días a esta parte.

     -¿Vendrá usted a comprar trapiche?

     -No señor, no quiero comprar mi sepulcro, para adornarlo en vida, como lo ha hecho un compatriota nuestro: este cuidado se lo dejo a mis deudos.

     -Pues ahí verá que el trapiche, cuando no chorrea, gotea, dijo don Blas, con toda la seguridad de un profesor entusiasta.

     La señorita Clotilde, que había entrado a la alcoba a ponerse en traje de iglesia, salió radiante de belleza y majestad, como la actriz que asoma por segunda vez a las tablas.

     Don Demóstenes levantó los brazos como para aplaudir, pero se quedó petrificado en presencia de tanta hermosura. La señorita siguió a la iglesia con don Blas, y don Demóstenes los siguió maquinalmente. Ella tomó su puesto en la iglesia, y al frente quedó el viajero, cada vez más apretado por la concurrencia gradual de los parroquianos.

     La molestia del viajero, a no ser por el hechizo que allí lo mantenía, deberíamos suponerla terrible por el calor, los vapores y los apretones; pero cuando él vino a conocer la grandeza de su sacrificio tributado a los ojos de la divina Clotilde, fue cuando sentándose el cura en una silla parecida (si no era hermana) a la de la posada, se santiguó; y se santiguaron con él todos los vecinos para oír la santa palabra.

     Reflexionemos por unos momentos en la posición de don Demóstenes:

     Él sabía los dimes y diretes que reinan entre los curas y los filósofos.

     Sabía lo que la prensa radical decía sobre papas, frailes y socialismo en esos días.

     Sabía que el cura estaba en su tribuna, como él mismo había estado en la de la escuela republicana de Bogotá.

     Esto pues, lo tenía con cuidado, fuera del bochorno producido por la concurrencia; pero no había medio de escapar sin un escándalo, y por otra parte, lo que Clotilde hubiera dicho... Se limpió el sudor con su fino pañuelo de seda, y se resignó. Puso atención y escuchó estas claras y distintas palabras:

     "Amor, paz y caridad son el fondo de la doctrina que un artesano pobre comienzo a predicar en la Judea, y que hoy cuenta ya millones de sectarios."

     Aquí respiró don Demóstenes, y levantó la cabeza.

     -"Doctrina que halaga al pobre, continuó el cura, porque pobres fueron los Apóstoles, pobres los discípulos y pobres las mujeres piadosas que seguían en pos de la predicación."

     Mientras que esto decía el cura, todos los parroquianos dirigían los ojos al forastero, quien por su gran frac blanco, por su buena corbata de seda, y por la hermosa cadena de su reloj, aparecía como el más acomodado de todos, y tuvo la precaución de agacharse un poco.

     "Sí, mis oyentes, decía el cura, el mismo Jesucristo lo dijo por su boca: "Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico en el reino del cielo..." Pero la caridad nos manda que no les hagamos mal, porque son nuestros hermanos.

     Aquí sintió don Demóstenes sumo agrado, y suma predilección por el párroco; y se enderezó aliñándose su chivera; pero las palabras que siguieron volvieron a hacerlo agachar, porque el cura estaba diciendo:

     "Y la caridad vale más que la divisa libertad, igualdad, fraternidad; pues con aquel pendón se han acometido mayores empresas en favor de la sociedad universal."

     Esto tampoco le gustó a don Demóstenes; pero lo que siguió le pareció muy bien.

     Concluida que fue toda la función parroquial, fueron saliendo todos los vecinos. Hubo nuevos abrazos, nuevas muestras de cariño entre los grupos que formaban en el altozano y la plaza aquellos desvalidos feligreses.

     La señorita Clotilde se fue a cumplir con una visita, y don Demóstenes se acercó al cabildo, donde un octogenario en el traje de los parroquianos, aunque más raído cine todos, tocaba la llamada de granaderos en una caja que fue de los guardias nacionales de Colombia, según las inscripciones y los timbres. Y unas pocas mujeres y algunos de los muchachos acudieron al llamamiento, y acercándose el alcalde con el bastón en una mano y unos papeles en la otra, le dijo a don Demóstenes:

     -"Léiganos su merced los papeles del Gobierno, señor caballero, por vida suya."

     Don Demóstenes comenzó a romper las cubiertas de las gacetas y ordenanzas, y el alcalde le dijo:

     -Eso que viene en letra de molde se va así dobladito a la caja; lo que hay que publicar es este papel.

     Obedeciendo al dictamen del alcalde, el forastero leyó lo que sigue:

 

 

ACUERDO

 

 

     El Cabildo del distrito de... acuerda:

     Art.º 1º Se matarán todos los marranos que anden por la calle, con excepción de los que tengan horqueta.

     Parágrafo único. Por el derecho de horqueta se pagará medio real por semana.

     Art.º 2º Por todo burro que ande suelto por la calle se pagará un real por mes.

     Art.º 3º Cuando un perro resulte loco, será alanceado, y el dueño pagará cuatro pesos de multa, y sufrirá tres días de prisión.

     Dado en el Cabildo de este distrito, a 18 de mayo de 1856.

     El presidente, José Londoño. -Ejecútese. -El alcalde, Gregorio Alguacil.

     A este tiempo pasaba ya la señorita Clotilde para su posada, y don Demóstenes entregando con precipitación los papeles, al señor alcalde, se fue también.

     Doña Patrocinio hizo servir unas frutas a sus huéspedes, en cuyo acto tuvo ocasión don Demóstenes de manifestar su civilidad, y hasta su singular aprecio por la señorita.

     Esa noche dio por la calle un paseo el forastero, y se acostó en su hamaca, con muy buenas intenciones de dormir; pero el baile de la casa vecina le echó a perder sus profundos cálculos. La música se componía de algunos tiples que hacían el alto, y de dos guacharacas y dos alfandoques que desempeñaban por trompas y trombones, agregándose por contralto un triángulo de hierro, de un sonido más que penetrante. Las guacharacas son unas cañas de chontadura rajadas, que se frotan con una astilla de palo, y los alfandoques son dos tubos de guadua, en que se baten unas pepas de chisgua de forma de munición.

     Eran pocos el sueño y la cabeza de don Demóstenes para recibir tan selecta armonía, en la cual no habíamos incluido un tambor que no cesaba ni por un instante. Se levantó; dio un paseo, y luego se acercó a la puerta del baile.

     Veamos, dijo, si hay algo adentro por lo cual unos oídos configurados como los míos, puedan aguantar el suplicio.

     Estaba la sala alumbrada por un candil, que daba luz, además de la sala, a una especie de tienda, si es que merecía este nombre. Su poca luz se perdía entre el humo espeso de los cigarros.

     El baile tampoco gustó al caballero: era el torbellino, en que el galán da las vueltas en pos de la esquiva pareja, repitiéndose una parte, con la ejecución de cada cuatro de estas vueltas.

     Tampoco merece la pena el baile, dijo entre sí don Demóstenes. ¡Ir a una vara de distancia de una bella, hoy que la palabra distancia es un borrón del diccionario! ¡Hoy que Roma se ha puesto a las puertas de París con el telégrafo!... Esto es muy retrógrado... Esto es contra la institución del baile, que no se hizo para huir sino para avanzar; esto es muy colonial sobre todo.

     Entre tanto los aplausos y la alegría resonaban en el baile; las parejas entraban, salían, se ponían de pie, mudaban de asiento; y los bailadores invadían y atropellaban, sin que hubiese desafíos a pistola ni puñetazos. Entre las parejas oía don Demóstenes nombrar con frecuencia a una Manuela, a la que no pudo conocer, sin embargo, por la poca luz y por la distancia.

     -Y usted ¿no entra a bailar, amigo?, le preguntó don Demóstenes a un parroquiano que estaba recostado en un palo del corredor, embozado hasta los ojos con su ruana.

     -¡No señor!, le contestó con aire triste, Yo estoy privado de baile; y ¡quién sabe por cuánto tiempo!

     -¿Cómo, amigo?... ¿Es usted un proscrito?

     -No es sino que ando huyendo de las persecuciones de don Tadeo, y si usted viene a permanecer aquí, descuídese.

     Esta palabra exactamente igual a la que le había dicho Rosa, le animó a interrogar al incógnito, y ya le había hecho una pregunta, cuando un rumor de adentro cortó la conversación.

     -¿Por qué lo dejan?, gritaba a los músicos un bailador, que cabalmente era José Fitatá, el criado de don Demóstenes.

     -Porque la niña Manuela no es la única que sabe bailar aquí.

     -¿Y si ella quiere y yo también quiero?

     -Se friega el forajido, porque el que manda, manda.

     -En mí no manda aquí ninguno.

     -¡Que lo apresen!, gritó una voz del lado de la semitienda.

     Es necesario saber quien era José Fitatá. Se había criado de concertado en las haciendas de la Sabana, en el arma de vaquero; es decir, era toreador, jinete, enlazador, y fue soldado de las guerrillas de Ardila en la revolución de abril; no le faltaba nada para ser un laque, aun cuando era moderado y complaciente, como todos los sabaneros en tiempo de paz.

     Había también un personaje detrás de los músicos, del cual es preciso dar una noticia aunque ligera. Era un hombre de ruana de listas verdes con el forro colorado, y de sombrero muy grande; el cuello de la camisa muy grande también y muy almidonado, no le dejaba toda la movilidad requerida para sus observaciones; tenía que torcer sus miradas como muñeco de resorte, las que eran fielmente observadas, y hasta obedecidas por el sumiso círculo que siempre lo rodeaba. Era aquel embozado la polilla de la parroquia.

     Pero veamos en qué quedaron esas bravatas que habían sonado como una tempestad en la pacífica sala del baile.

     José, viéndose acometido de repente, echó mano al alfandoque de la música, y de pie en un rincón, con la dignidad del tigre que espera a su agresor, contenía a sus enemigos con sus miradas.

     Una voz del lado del rincón murmuró estas palabras solapadas:

     -¿No habrá por aquí un comisario?

     Entonces, un hombre de malísima traza se presentó en la palestra, señalando un bastón con cabeza de plata, y animados con su presencia los adalides, avanzaron unos pasos; pero José por desembarazarse del estorbo del primero que se le acercó, le tocó con el alfandoque, de tal manera que lo hizo caer sentado en el suelo.

     -¡La carabina, la carabina!, gritó un valiente desde muy lejos del puesto.

     Se habían desenvainado los machetes, los agresores ganaban un pie más de terreno, lo que hubiera vencido la repugnancia de intervenir que tenía don Demóstenes, si una sombra de ágiles movimientos y airoso andar, atravesando con presteza el salón por entre el polvo y el humo, no se hubiese puesto delante del personaje del cuello monstruo, y te hubiese hablado a media voz, acariciándole una mano con las dos suyas, y derramando sobre él una mirada rápida.

     Apenas esto sucedió, cuando sonó la voz de "alto el fuego", y una ley de olvido lo cubrió todo en el acto. Sin embargo, un misterio quedó trasluciéndose en el público, como sucede siempre después de todos los tratados diplomáticos, y de esos indultos que ordenan el absoluto olvido, a los que tienen tanto de qué acordarse, por sus bolsillos o por sus personas.

     La música y los vivas ahogaban los comentarios; el baile triunfaba con toda su fuerza, como las fiestas con que los cónsules romanos apartaban de la atención del pueblo las cuestiones graves.

     -¡Viva la alegría!, gritó uno de los concurrentes.

     -¡Viva el pueblo! ¡viva la diversión!

     -¡Viva la pacificadora Manuela!

     -¡Viva la niña Cecilia, respondió una voz recalcitrante y proterva, que es la que vale más aquí!

     -Coja usted esos puntos, mi caballero, le dijo a don Demóstenes el incógnito, que observaba todo sin moverse, embozado en el gran canto de su ruana; y, ¡no se descuide!

     Era ya muy tarde, y don Demóstenes se volvió a su hamaca, en donde se quedó al fin dormido, como a eso de las tres de la mañana; pero una singular ocurrencia lo vino a despojar de su dicha.

     La hamaca había sufrido un terrible sacudimiento, y al despertar el caballero, entre la incertidumbre y el temor, se quedó con el oído fijo, y le pareció que oía sonar el traje de una mujer; pero notando que la aparición, o lo que fuese, se iba alejando, se fue calmando su corazón, cuyas palpitaciones fueron al principio terribles con tan inesperado susto.

     Ya iba a llamar a José, cuando sintió que las caseras conversaban a media voz en su alcoba, y pudo oír sus palabras.

     -¿Por qué vienes tan tarde?, decía una voz algo severa, aunque a la vez compasiva.

     -¡Porque estuvo el baile tan bonito!

     -¡Si irías a abrir la puerta del lado de la calle, y a despertar al caballero!...

     -Como entramos por el portillo... sino que por lo obscuro y porque ya no me acordaba, me estrellé contra la hamaca, y le metí un susto. ¡Ave María, que tengo una vergüenza!...porque por poco me caigo.

     -Pues es necesario venir temprano otro día, porque los tiempos están delicados; y tanto va el cántaro a la fuente, que por fin, por fin...

     -Pero sumercé verá que el que bien anda bien desanda.

     -¿No supiste lo que le sucedió a tu comadre Pía?

     -Eso sería por boba; o porque ya le convenía, mamá.

     -Pues sólo que así...

     Don Demóstenes no pudo oír más de la conversación de la alcoba, y lo sintió en el alma; pues aun cuando este ruido fuese un nuevo motivo de desvelo, era muy útil para un forastero cualquier revelación sobre asuntos de la parroquia, donde tenía que pasar una larga temporada.

     Volvió a rendirse al sueño cuando el día comenzaba a brillar; pero volvió a ser interrumpido por la patrona Patrocinio, la cual subida en un tronco, a voz en cuello gritó en la mitad del patio.

     -¡Piu! ¡piu! ¡piu! ¡piu! y, desde entonces, los marranos, los piscos, y gallinas y el burro carguero, no dejaron esperanzas de más sueño con su alboroto infernal. Un gato muy taimado asistió también, aunque solamente como curioso.

     Se salió don Demóstenes a dar un paseo por los campos, y el aire, la libertad y el silencio calmaron el trastorno que su cabeza experimentaba desde los acontecimientos del baile, y desde el susto que tuvo a la madrugada por el sacudimiento de la hamaca.

 

 

 

Capítulo III

El cura

 

 

     Estaba don Demóstenes ciñéndose sus atavíos, y arreglando su traje de cacería, cuando sonó un golpe en la puerta.

     En esto de golpes hizo él en la parroquia lo que hacía en Bogotá: dejarlos al cuidado de otro, para seguir en sus ocupaciones; pero como las caseras tampoco respondían, y los golpes sonaban ya por tercera y cuarta vez, se resolvió a las consecuencias, y, disimulando su enfado, gritó:

     -¿Quién va?

     -Soy, yo, respondió una voz humilde; yo, el cura de esta parroquia.

     -Sírvase usted sentarse mientras acabo ciertos arreglos, le respondió con menos retintín, apurándose a perfeccionar su tocado.

     El Cura se sentó en la jesuítica silla, y se puso a separar con el lente unas flores que llevaba en la mano.

     El traje del párroco era sencillo:

     Llevaba un largo levitón gris, chaleco y calzón negro, cuello morado, sombrero negro de fieltro de ala tendida, aunque no pequeña. Su continente modesto y respetable decía bien con su traje, en el cual no había ni coquetería ni disfraz. Llevaba en su mano un largo bastón, fiel compañero de sus excursiones por el campo.

     Al aparecer don Demóstenes en la sala, se saludaron por la cortesía propia de las dos personas más ilustradas que pisaban actualmente la parroquia.

     -Sabía, dijo el párroco, que un caballero estaba en mi parroquia, y me he apresurado a darle la bienvenida, y a ofrecerme por mí y por los notables del distrito.

     -Mil gracias, señor Cura.

     -Porque en una soledad es donde se aprecia el trato de la gente culta.

     -Me honra usted demasiado.

     -La verdad, señor. Yo no tengo aquí con quien conversar entre semana, sino con mis libros.

     -¡Oh la imprenta es el conductor de la ciencia y el baluarte de la libertad! Un hombre preso a quien se le conceda luz y un libro, nunca será desgraciado. La nación que tenga libertad de imprenta jamás será tiranizada.

     -Y el cura que no lea, tendrá que adormecer su imaginación con la conversación soez de las tiendas o de las esquinas, o con algún vicio que lo domine. Aparte de la necesidad que tenemos, hoy más que nunca, de estudiar, por la lucha con el protestantismo.

     -Es muy cierto, señor Cura.

     -Y cuán vastos son los asuntos de la instrucción del cura, ahora que hay sacerdotes de otras comunidades en la República... Yo por mi parte procuro leer, aunque mis correrías poco tiempo me dejan.

     -¿Y es bueno el curato?... ¿Da platica?

     -No da plata; pero aunque corto el campo, es bueno para segar mucha mies. Ha hecho falta la doctrina; pero trabajando puedo conseguir mucho fruto aunque llevo poco tiempo de estar aquí.

     -¿Y el temperamento?

     -No muy bueno, caballero.

     -No debería usted decirlo, porque entonces se puebla menos su distrito parroquial.

     -Yo no diré una mentira, señor, porque la cuestión temperamento es cuestión de vida o muerte ¿y cómo le iba yo a decir a usted que mi parroquia es sana, para comprometerlo a que trajese su familia a padecer epidemias? ¡Sería un crimen inaudito!

     -¿Y cuando sea cuestión de hacer plata con transplantar la gente?

     -Eso casi no necesita respuesta entre cristianos.

     -Y de elecciones, ¿cómo andamos, señor Cura?... ¿usted no votará, no?

     -¿Por qué no, señor, cuando la constitución no me lo prohíbe?

     -Pero un cura, me parece a mí que no debe meterse en la política, por aquello de "mi reino no es de este mundo."

     -Pues eso de "mi reino no es de este mundo", les ha dejado a los curas derechos y obligaciones subsistentes en el estado político, les ha dejado existencia y libertad, premunidas por la constitución.

     -La constitución sí los abraza, de cierto; pero nuestras leyes han tratado de separarlos del cabildo, de la escuela, del Congreso, de las elecciones.

     -Pues el texto es una sentencia de Jesucristo, en que les Muestra a los judíos que sus glorias y triunfos no consisten en los tronos y cetros de la tierra, sino en la bienaventuranza eterna; que no viene a apoderarse del poder civil; sino del moral, y nada más. Señor, si la política no abrazara la moral, y si la moral se pudiera, en nuestra tierra, cimentar sin la instrucción evangélica; más, todavía: si no versara la política sobre las dichas o desdichas del hombre, entonces sí se debería abstener el sacerdote cristiano de ella; pero como donde está el hombre, allí está la miseria, así como donde están los árboles se encuentran las hojas secas, es preciso también que allí esté el sacerdote, aliviando, aconsejando, educando el corazón, y previniendo el error y el crimen. ¿No tiene que hacer la política con el sacerdocio?... Y en una parroquia de éstas donde nadie lee, donde nadie explica ni recuerda la ley, escrita, donde nadie se apura porque haya escuela ¿quién señala el camino del deber? ¿quién recuerda el respeto a los padres? ¿quién contiene el robo que pudiera hacerse al hacendado? ¿quién lucha en favor de la institución del matrimonio, base de la sociedad política?

     -Es que la sociedad tiene su tendencia irresistible a perfeccionarse; y el pueblo tiene, su instinto sobre lo que le conviene, dejándolo sin trabas. El principio "dejad hacer" vale más que todas las leyes del mundo.

     -Señor, si yo no supiera (porque fui cura en los Llanos), que ni los tunebos, ni los caribes, ni los guaques han adelantado nada en la civilización en trescientos años, por sus esfuerzos, mientras otros pueblos bajo la enseñanza evangélica han ido más adelante, le concedería su teoría.

     -¿Más adelante que nuestra escuela? Pues deje usted que se difundan nuestras doctrinas sociales, y verá que no.

     -Pero ya los socialistas de mi escuela han llevado muy adelante la bandera.

     -¿Cuándo? ¿quiénes? ¿de qué modo?

     -¿No ha cruzado el sacerdote católico los desiertos del Meta, arrostrando las flechas, las garras de las fieras, y el hambre, y las infinitas plagas, por cumplir su misión civilizadora? ¿No ha soportado la pestilencia de los hospitales por aliviar? ¿No ha consagrado su vida al confesonario y al púlpito por corregir? ¿Civilizar, aliviar y corregir no es trabajar por la mejora de la sociedad?

     -Nosotros escribimos y peroramos.

     -¿Y cuántos oyen las peroratas? y ¿cada cuándo hay una perorata? y entre la gente del pueblo, ¿quién lee lo que ustedes escriben? y ¿cuántos se convencen y se aprovechan?...

     -A nosotros nos oyen cada ocho días, y, se lo diré sin vanidad, nos creen... ¿Le queda a usted duda de que nosotros hemos tomado la iniciativa, y de que hemos conseguido mucho?

     -Por lo menos nuestro fin es el mismo, la mejora le la sociedad; no hay sino que el método de ustedes es tan sumamente lento; pues llevan cerca de dos mil años, y nosotros concebimos una reforma, y ¡zis! ¡zas! la publicamos, y la planteamos, si no nos la tuercen nuestros contrarios. De todo esto deberíamos deducir que gólgotas y sacerdotes católicos somos una cosa parecida. Y que no le quede duda, señor cura; todo esto que nosotros predicamos y escribimos de abolición de monopolios, de división de los grandes terrenos, de igualdad fraternal, de trabas a los ricos, de aliviar al menesteroso con lo sobrante del avaro, todo esto no es otra cosa que la doctrina predicada en el Gólgota; no es otra cosa que el Catolicismo. Conque hágase gólgota por entero, señor cura.

     -Tal vez sí es la misma cosa, señor; pero esto que publican ustedes en sus periódicos sobre el matrimonio sobre el Papa, sobre el goce de los placeres...

     -Éstas son opiniones y usted debe atender al corazón y a la doctrina. En el corazón de un gólgota encuentra usted franqueza, desinterés, verdad, y sobre todo la chispa de la libertad como la inspiración de la divinidad misma. Nosotros, los gólgotas, no decimos libertad de sufragio para trastornar elecciones por la violencia; nosotros no decimos libertad absoluta de la imprenta para fraguar revoluciones, que no son justificables sino donde no hay imprenta libre ni sufragio; nosotros no hablamos de fraternidad para aterrar, violentar y subyugar. Nosotros somos consecuentes con nuestros principios.

     -Estamos tocándonos en muchos puntos, ¿no es verdad?

     -Fraternicemos, señor. ¿Usted quiere votar?... vote por mi candidato.

     -Que es.....

     -El candidato radical.

     -O vote usted por el mío, señor don Demóstenes.

     -¿El conservador?... ¡Imposible!

     -¿Y cómo iba yo a votar por otro, con todos los precedentes contra la Iglesia?

     -¿Y nos hará usted la guerra por el púlpito? ¡Eso no, señor! sobre una mesa en la mitad de la plaza, si usted arenga sobre candidatura, arengaré yo después, con la constitución en una mano y el Evangelio en otra.

     -Pues no, señor cura: por mí no tenga usted cuidado. Lo que debemos es poner los ojos en gente buena, para que haga la dicha de la patria... y hablando de otra cosa, ¿no le parece a usted bueno que escribiéramos un artículo contra las autoridades de esta parroquia, que han descuidado tanto la cosa pública? ¡Qué caminos! Llegué a Mal-Abrigo descuartizado, y con una contusión a causa de que se atolló la mula conmigo entre unas palizadas sembradas entre el barro.

     -¡Lo siento mucho! señor don Demóstenes.

     -¡La posada sobre todo! Una barbacoa dispareja y cundida de chiribicos... ¡Oh, si no hubiera sido por Rosa!... Y la cena... Gracias a Rosa, que me aderezo por allí unas tostadas... ¡Mucho me acordé de mis posadas de los Estados Unidos, señor Cura!

     -¿No será mejor denunciar a la vergüenza pública a nuestros legisladores, a los tribunos, a los jefes de escuelas sociales, a nuestros políticos en general, por tener el país en postración, a pesar de las loas de progreso, estando pisando los metales preciosos, y tantas fuentes de riqueza, y llevando ya cuarenta años de libertad?

     -Pero las posadas, señor Cura. Hay que darles un impulso. Yo le mostraré unos planos y vistas de algunas posadas de los Estados Unidos... ¿pero, qué quiere usted?... ¡la República modelo!...

     -Es cierto, señor, ¡la República modelo!...

     -Y a propósito de posadas, lo que sí me gustó fue una decoración de mi posada, de un género romántico en grado superlativo: una portada de arrayán y flores y la armazón de la cama cubierta de la misma graciosa invención: es una idea muy pastoril.

     -Eso lo usan mis feligreses de las estancias, cuando se administran los sacramentos a los moribundos, así como es costumbre en Bogotá regar de flores las puertas y el zaguán.

     -¿Moribundos?, exclamó don Demóstenes con algún sobresalto.

     -Fue que en esa cama murió en estos días el padrastro de Rosa, y allí lo confesé yo; murió de la enfermedad que ellos llaman la reuma gálica.

     -Con razón... exclamó don Demóstenes... pero en fin, con un buen articulito... está compuesto todo... ya verá usted.

     La señora Patrocinio entró a este tiempo, y les interrumpió para dar al señor Cura el recado siguiente:

     -Manuela le pregunta qué día será la fiesta.

     -Dígale usted que el domingo siguiente a san Juan... y ¿por qué quiere saberlo?

     -¡Ave María! ¡señor cura! si esa niña no duerme, pensando en la pila que le tocó en el reparto de la fiesta de la iglesia, desde que supo que la Cecilia compone la otra. Dice que ella no se va a dejar vencer por su contraria.

     Reparando entonces don Demóstenes una bellísima flor encarnada entre las que el señor Cura traía del campo, le dijo:

     -¡Qué hermosura! ¿qué flor es ésa?

     -Es pasiflora, y se encuentra en los temperamentos le 70 grados de Farenheit, en bosques no muy altos ni cerrados, y en terrenos poco gredosos por lo común.

     -A mí me gusta la botánica, dijo don Demóstenes; pero no tengo lecciones prácticas.

     -¡Oh, señor! la teoría sin la práctica, es como un libro en idioma extraño, que uno no haya aprendido, que dice cosas buenas, pero ahí se quedan. Yo soy aficionado, y sé donde se encuentran muchas plantas curiosas... ¡Qué recurso es para un pobre cura un ramo de las ciencias naturales! Y no sé como no ha caído en la cuenta el señor Arzobispo... Así es que si usted gusta, haremos nuestras excursiones juntos.

     -Mil gracias, señor Cura.

     -Y tengo ajedrez y tablero de damas para que juguemos cuando usted guste, que será por la noche, porque en el día no se puede.

     No sólo aceptó don Demóstenes las ofertas, sino que bendijo la ocasión de encontrar una visita segura para los días de su permanencia en la parroquia. Se despidieron los dos personajes con disposiciones muy fraternales, como era de esperarse en aquellas circunstancias.

 

 

 

Capítulo IV

El lavadero

 

 

     No hay pasión que tenga más alternativas ni peripecias que la de la caza. ¡Qué singularidades no encuentra el cazador en los bosques, en las pampas, a orillas de los arroyos, al pie de los peñascos y entre las grutas escondidas! La cornamenta de un venado puesta en los pilares de un corredor; el ave que adorna la mesa de un tirador de escopeta; la sarta de cráneos puesta en la choza de un calentano cazador de cafuches, ¿no son la historia de las más singulares aventuras?

     Pero ninguno, exceptuando el iniciado en los misterios de la profesión, conoce aquellos momentos de abatimiento en que regresa el cazador con armas al hombro, triste por la esperanza burlada, después de tantas fatigas invertidas, de tantos goces malogrados en la infausta jornada. Como si cruzase entre los sauces del cementerio de Bogotá, andaba don Demóstenes entre los lindes y los michúes obscurecidos en parte por las bejucadas de carare y tocayá, siguiendo una trocha de madereros, en busca de cualquier ave aunque fuera un firigüelo, cuando llegó a sus oídos un canto del lado de la quebrada. Aunque la voz no era de los pájaros que buscaba, le llamó la atención; y con mil trabajos y agazapándose como el gato que se apronta para saltar sobre el incauto pajarillo, atravesó el enmarañado bosque hasta que se puso en un punto donde pudo ver perfectamente el ave que cantaba. Vio que era una joven lavandera que divertía su soledad, soltando sus pensamientos y su voz, mientras concluía su tarea. Los pies desnudos entre el agua, el pelo suelto, y cubierta con unas enaguas de fula azul que bajaban desde los hombros hasta las rodillas (traje que en los valles del Magdalena y en los del bajo Bogotá se llama chingado) y el cuerpo doblado para sumergir la ropa entre el agua; tal era el espectáculo que divisó don Demóstenes desde su rústico observatorio.

     Los golpes del lavadero y la tonada del bambuco que despertaban los ecos del monte, causaron tal impresión en el aburrido cazador, que se quedó electrizado oyendo estos versos, acompañados por los golpes:

 

 

                              

Los golpes del lavadero

 

           

 

Acrecientan mis pesares,

 

 

Haciendo brotar del alma

 

 

Suspiros por centenares.

 

 

  

 

 

 

 

La espuma del lavadero

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representa mis suspiros,

 

 

Que el aire los desbarata

 

 

En sus revueltas y giros.

 

 

 

 

     El sitio era pintoresco, y se había acercado el cazador todo lo necesario para observarlo bien. Las ondas azules matizadas por la espuma de jabón, como el cielo por las estrellas, en una noche de diciembre, se movían en arcos paralelos desde el lavadero hasta la barranca, de la cual colgaban verdes helechos. Se veían las sombras de las tupidas guaduas que circundaban el charco, con sus cogollos atados por las bejucadas de gulupas y nechas, cuyas frutas y flores; colgaban prendidas de sus largos pedúnculos como lamparillas de iglesia en tiempo de aguinaldos.

     Extático se hallaba don Demóstenes, y aunque tan adicto a la cacería, no se resolvió a hacer fuego sobre dos guacamayas, que por la caída de las frutas se hicieron sentir sobre el racimo de una de las cuatro palmas que con sus arqueadas hojas formaban la cúpula de aquel soberbio templo de la naturaleza.

     Don Demóstenes hubiera tenido tiempo hasta de dibujar el cuadro entero en su cartera; parecía que era en el alma que quería grabarlo, porque los instantes se le pasaban mirándolo, sin sentir el jején ni los voraces zancudos. Por otra parte lo tenía indeciso el miedo de hacerla huir o avergonzarse por razón del traje tan de confianza que llevaba. Sin embargo, la indecisión termino por una tomineja, que cruzó haciendo levantar los ojos dulces, negros y afables de la joven, que estaban en consonancia con los demás atractivos de su rostro. Mas el cazador tuvo la dicha de notar que su presencia no era molesta. Se acercó cuanto pudo, y como la urbanidad lo requería, tuvo que saludarla.

     -¿Qué haces, preciosa negra?

     -Lavando, ¿no me ve? le contestó ella con muy afable tranquilidad;... ¿y usted?

     -Cazando.

     -¿Y las aves?

     -La suerte no me ha favorecido hoy, pues la guacharaca que maté se me ha ocultado, como si la tierra se la hubiese comido.

     -Pues se busca hasta ver.

     -¡Cuando Ayacucho no pudo!... Yo me vine porque ya no había ni esperanzas.

     -El cazador y el enamorado no pierden nunca las esperanzas.

     -¿Y tú sabes de eso?

     -Por lo que uno oye a ratos a los demás.

     -¿No has querido, pues, a ninguno de estas tierras?

     -Ni menos de otras; porque como dice la canta:

 

 

                              

El amor del forastero

 

          

 

es como cierto bichito,

 

 

que pica dejando roncha,

 

 

y sigue su caminito.

 

 

 

 

     -Bien picarona que serás tú... y ¿dónde vives?

     -Con usted.

     -¿Conmigo?... ¡Sería una dicha!

     -¿Y qué se suple, aun cuando así sea?

     -¡Oh! sería mi mayor fortuna.

     -¿Luego usted no es el bogotano que está posado en mi casa?

     -No te he visto allí... y ¿cómo te llamas?

     -Manuela, una criada suya.

     -Soy quien debe servir... Estoy recordando haber oído tu nombre en un baile de la parroquia, y aun haber visto tu sombra, tu bulto, tu semejanza, o no sé cómo diga, allá entre la oscuridad, entre las nubes del polvo y el humo de los cigarros; pero en la casa no recuerdo haberte visto en los cuatro días que hace que estoy en la parroquia.

     -Es porque he estado muy ocupada en la cocina... y ¿sabe?... vergüenza que le cogí desde el domingo a la madrugada.

     -¿A la madrugada?... ¿Qué hubo a la madrugada?

     -¡Ave María! ¡que tuve tanto susto cuando di contra su hamaca!... y tan cosquillosa como soy yo ¿Qué pensó usted que era?

     -Yo estaba dormido; sentí el estrujón en efecto, y como percibí las ondulaciones de la ropa, creí que sería algún huésped perdido de su cama; o alguna lechuza que huyéndole al día se encaminaba para su guarida.

     -¡Válgame!

     -Hoy me alegro de conocerte para darte las gracias por tus cuidados en los días que he estado en tu casa... y ahora, sabiendo que tus manos...

     -¿Lavan la ropa?

     -Pues, francamente, es por lo que menos, pues yo no soy del parecer de Napoleón, que decía que la ropa sucia no se debía lavar afuera, sino que me parece que se debe dar a lavar muy lejos, y creo que tú no debes ocuparte de ella. Me bastan tus cuidados, me basta que tus preciosas manos se ocupen de mi mesa; yo lo que deseo es tu amistad...

     -¿Y luego su catira que tiene en Bogotá?

     -¿Yo?

     -¡Ni nada!... catira, y con un lunar sobre el labio izquierdo, que le pega como trago en día de san Juan. ¿Has ido a Bogotá por acaso?

     -¡Ni soñando!

     -¿Ella ha venido?

     -Con el pensamiento, quizás.

     -¿Te han magnetizado?

     -¿Pero quién? Cuando don Alcibíades trajo esa imprenta a la parroquia, yo no me dejé; con Marta no logró sino dormirla, y eso cuando no había nadie mirando. Puede ser que a misia Juanita, la de la Soledad, la hubiera magnetizado; yo no supe por fin. Buen cachaco que era don Alcibíades, mejorando lo presente; aunque ingrato, según dicen.

     -Hay, pues, un misterio entre manos.

     -Pues adivine.

     -Me doy por vencido, Manuela.

     -¿Se da por vencido y por corrido?

     -Todo, todo, Manuela: lo que quiero es que me saques de la duda cuanto antes.

     -¡Pues vea!, le dijo entonces la lavandera, señalándole un retrato en miniatura.

     -¡Qué gracia!... En el bolsillo lo encontrarías, entre mi cartera.

     -Y un escudito: tómelo... y vi una trencita de pelo catire, y una cintica y otras cositas.

     -Un descuido del indio; pero ya me la pagará. Suponte, ¡echar la ropa sin registrar los bolsillos!... así es que si tú fueras otra...

     Mientras que don Demóstenes acomodaba otra vez el retrato dentro de la cartera, se hundió Manuela de un brinco en el charco para salir en la otra orilla, botando un buche de agua, y golpeando las ondas cristalinas con sus manos preciosas.

     -¿Y usted no se baña? dijo a su huésped; está el agua muy sabrosa.

     -Muchas gracias, Manuela: estoy sumamente agitado.

     -¡Es mucha lástima!

     -Pero allá mando mi repuesto, le dijo don Demóstenes, haciendo consumir en el charco al tremendo Ayacucho, sólo con botarle una piedra después de haber escupido en ella.

     -Eso la hago yo también, dijo Manuela, con aire de, burla... Eche el escudo y lo verá usted.

     -¿Lo sacas?

     -¿No le digo?... Pero coja su perro, no vaya y se eche al pozo. ¡Huy, tan lanetas!...

     Don Demóstenes cogió el perro con su pañuelo de seda, y en el acto se consumió Manuela en las aguas, para volver al cabo de dos minutos, mostrando el escudo en su boca, como el cuervo, que en las amarillentas aguas del Funza clava la cabeza y se hunde para reaparecer río abajo, mostrando el pescado que acaba de prender; y, nadando hacia la orilla, se fue a entregárselo a su dueño, que tuvo a bien regalárselo por la gracia que en su presencia acababa de hacer.

     Pero lo que don Demóstenes admiró más de su linda caserita, fue la prisa con que se vistió al lado de una piedra, pues cuando menos acordó, ya estaba atándose las enaguas; bien es que todo su vestido constaba de unas enaguas de cintura hechas de bogotana, y de otras azules de fula igualmente de cintura; de una camisa de percal fino, de un pañolón encarnado que ella se puso por debajo de su negro y rizado pelo, con los hombros a medio cubrir. Roció las piezas de ropa que dejaba enjabonadas, y cogiendo en la mano una gran totuma con el jabón y los peines, dijo a su huésped:

     -¿Nos vamos?

     -¿Juntos?, le respondió él, con más contento que admiración, por cierto.

     -¿Yeso que le hace?... Sola, o acompañada nadie me ha comido hasta el presente.

     -¿Y lo que dirán en la parroquia de verte ir de los montes con un cachaco?

     -¿Allá en su Bogotá no van acompañadas las niñas que vuelven del río de lavar o de bañarse?

     -No, Manuela, ellas no van al río, sino las peonas que llaman lavanderas.

     -¿Y las señoras no van a bañarse?

     -Se bañan en sus paseos de familia, sin que al tiempo de estar en el pozo o río, se acerque hombre ninguno; otras se bañan en sus casas. Ni creas que una señorita salga sola sino hasta después de casada.

     -¡Conque al revés de nosotras, que solteras tenemos la calle por nuestra, y el camino, y el monte, y los bailes, y cuanto hay; y después de casadas, nos ajustan la soga!

     -¡Oh! ¡las costumbres que varían tanto, según lo estoy viendo!... ¡Cuándo en Bogotá caminábamos los dos así viniendo del río de San Agustín o del Arzobispo!

     -Es decir que cuando yo vaya allá, ¿no saldremos juntos a la calle?

     -Pues tal vez no, Manuela.

     -¿Y sale usted con una señorita?

     -Con una señorita y la familia, sí; pero con la señorita sola, no. Ahora con una parienta, con una señora casada, sí es admitido en nuestra sociedad. Pero en los Estados Unidos puede un galán llevar en un carruaje a una señorita sola. Yo me acuerdo de haber llevado una señorita al teatro, y haberla devuelto otra vez a su casa, con tanta confianza como si hubiera sido, mi hermana.

     -De todo esto lo que sacamos en limpio, dijo Manuela, es que usted en Bogotá no andará conmigo, y tal vez ni aun hablará conmigo.

     -La sociedad, Manuela, la sociedad nos impone sus duras leyes; el alto tono, que con una línea separa dos partidos distintos por sus códigos aristocráticos.

     -Es decir que usted quiere estar bien con las gentes de alto tono, y con nosotras las de bajo tono; ¿y yo no puedo ni aún hablar con usted delante de la gente de tono?

     -Ni sé qué te diga.

     -Pues me alegro de saberlo, porque desde ahora, debemos tratarnos en la parroquia, como nos trataremos en Bogotá; y usted no debe tratarnos a las muchachas aquí, para no tener vergüenza en Bogotá, porque como dice el dicho, cada oveja con su pareja.

     -Eso sería intolerancia, Manuela.

     -Yo no sé de intolerancias: lo que creo es que la plata es la que hace que ustedes puedan rozarse con todas nosotras cuando nos necesitan, y que nosotras las pobres sólo cuando ustedes nos lo permitan, y se les dé la gana.

     El camino por donde tenían que andar Manuela y su compañero, era estrecho, ya por las piedras, ya por algunos troncos de palos gruesos. Don Demóstenes con toda la galantería del alto tono, instaba a su casera que siguiera adelante.

     -Ni lo piense, le decía ella, manteniéndose parada con la mano en la cintura.

     -Es el uso, Manuela: para entrar al comedor, o las salas, para pasar un estrecho que no da cabida más que para uno solo, la señora ha de ir adelante. Y al caballero, lo mismo, hay que comprometerlo a que siga adelante en señal de atención. ¡Si vieras tú las disputas que se ocasionan! ¡Hay veces que la comida se enfría, mientras que en la puerta se pelea por no entrar primero!

     -Pues aquí es al revés, a lo menos en esto de ir adelante en las angosturas y en todos los caminos de montaña. El hombre va adelante, y con su palo o su cuchillo, aparta la rama, o la culebra venenosa; y en los puentecitos se asegura si están firmes o no están; la mujer va detrás escotera o con su maleta, con el muchacho cargado entre una mochila. Ni tampoco les consentimos el que vayan detrás, porque casi siempre hay rocío o barriales, y según el uso de las trapicheras, vamos alzando la ropa con una mano adelante por no ensuciarla; o tal vez porque el uso nos agrada, porque según me han contado hay pueblos en que ninguna se alza la ropa aunque se embarre hasta el tobillo, y si mal no me acuerdo, Ambalema es uno de ellos.

     -¿Conque no sigues adelante?

     -¿No le digo que no?

     Tal vez no era un punto de política lo que hacía porfiar a don Demóstenes por ir detrás, sino por ver caminar a Manuela, que tenía gentileza en su andar, belleza en su cintura y formas, que a favor de su escasa ropa se dejaban percibir como eran, como Dios las había hecho.

     Pasaban por debajo de un elevadísimo cámbulo, que, en cierto mes del verano, cambia de la noche al día su color verde por colorado de fuego, sustituyéndose los ramos de hojas por ramos tupidísimos de flores, no quedando más puntos verdes que las brillantes tominejas, que como esmeraldas flotantes revolotean en el afán de extraer con su fino pico la miel de cada una de dichas flores. En un gajo reposaba un pájaro, mayor que una paloma, blanco por debajo, y con las puntas de las alas pardas, de una cabeza enorme y de pico corvo y pequeño. Iba a tirarle don Demóstenes, pero Manuela le bajó el brazo, diciéndole con precipitación:

     -¡Es pecado!

     -¡Cómo!

     -Porque se come las culebras. Vea más adelante el nido. ¿Pues sabe que cada vez que trae que comer a sus hijitos es una culebra? y en seguida se para en ese gajo y canta ese ¡cao! ¡cao! ¡cao! tan seguido que usted habrá oído.

     -¡La naturaleza es tan sabia!... En efecto, se haría un mal a la sociedad matando ese bravo exterminador de los reptiles venenosos.

     -¿No le digo que es pecado?

     -¡Pero presentarme con las manos vacías es una vergüenza grande! La fortuna que nadie nos ve... ¡es un lugar tan corto la parroquia!

     -¿No dicen que en los lugares cortos es donde se repara todo?

     -También es cierto, Manuela, Bogotá es una montaña donde cada uno anda como quiere, y sin que nadie lo repare.

     -Pero andando uno bien, ¿qué hay con que sus pagos sean vistos de todos?

     -Dices bien, Manuela.

     Así conversando, entró el cazador en la calle de la parroquia sin llevar ni un pajarito de los más comunes. Era día de trabajo, y no se veía más gente que un hombre de ruana colorada, parado en su puerta tajando una pluma, sin mirar a parte ninguna.

     -¿Quién es ese literato?, preguntó don Demóstenes a su honrada lavandera.

     -El viejo Tadeo, la cócora de todos nosotros.

     -¿Cómo?

     -Que es el que más sabe aquí; y al que coge entre ojos se lo come crudo en menos que se lo digo.

     -A los tontos, quizá.

     -¿Sí?... Ya veremos.

     -¿Veremos?... ¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja!

     -Pues descuídese, y no le ande con muchas atenciones, y verá hasta donde le da el agua... A mí me tiene aburrida ese viejo: yo le contaré eso despacio. ¿No lo ve que se parece al gato colorado de casa?

     Don Demóstenes entró, sonriendo, en la posada.

 

 

 

Capítulo V

El trapiche del retiro

 

 

     Don Demóstenes se había quedado esperando la explosión del Retiro, como el cantero que en las minas echa taladro, pisa el saco, y prende luego la mecha. Veamos, pues, qué cosa es el Retiro. La explosión que esperaba era la contestación de una carta, según lo verá el que se tomo el trabajo de leer este capítulo.

     El Retiro es un trapiche que está metido en las quiebras de un terreno montuoso, al cual no se llega impunemente, como decía Calipso de su isla, porque está fortificado, especialmente en el invierno, con fosos llenos de barro y con angosturas y bejucadas. La obra principal se llama ramada, y es un cuerpo de edificio ancho muy prolongado, y sin más paredes que los estantillos o bastiones, la cual abriga la máquina de exprimir la caña, las hornillas, y los cuerpos humanos, que en ocasiones amanecen por allí botados, cuando la molienda es apurada en extremo.

     Los contornos de esta fábrica del Retiro harían reventar de pena el corazón de un radical, porque los grupos del bagazo, el tizne de la humareda, la palidez de los peones, el sueño, la lentitud y la desdicha, no muestran allí sino el más alto desprecio de la humanidad. Las tres razas, a saber, la africana, la española y la india, con sus variedades, se encuentran allí confundidas por el tizne, la cachaza, los herpes y la miseria, de tal manera, que no son discernibles ¡ni aun por un norteamericano!, que es cuanto pudiera decirse, tal es la degradación de los proletarios del trapiche del Retiro.

     Pero un diamante resplandecía en aquel sitio de miserias y desdichas, y era la señorita Clotilde, que se había puesto al frente de los negocios domésticos, desde que su delicada madre no pudo resistir a las malas influencias de los mismas, de la soledad y de las plagas de los trapiches. El corazón de Clotilde no se había encallecido con la frecuente vista de los molidos en el trapiche, ni de los quemados en los calderos, ni de los cuadros de estúpido libertinaje, que se tienen como un mal necesario. Por el contrario, sus lágrimas rodaban sobre la lepra, y se oían sus tiernos suspiros al racionar a la joven que, separada de su madre para sacar su tarea de trapiche, dormía sobre el bagazo entre la brutal peonada.

     Pero no era sobre las aras de la plata que don Blas, el tierno padre de Clotilde, hacía el sacrificio de su hija. Era que no había encontrado quien le administrase su hacienda, aun cuando ofrecía la tercera parte de las ganancias, porque él conocía que, pagando una miseria, no se encuentra administrador para un trapiche.

     La señorita vivía sin amigas ni trato humano, porque las arrendatarias habían sido educadas en el seminario del trapiche, que es como criarse en los cuarteles; pero contaba con una vecina a legua y media de distancia, que era su único consuelo. Era Juanita, la hija de don Cosme, el dueño del trapiche de nuestra Señora de la Soledad, el cual, aunque de distinta opinión que don Blas, conservaba con éste regular armonía y se visitaban cada tres o cuatro meses, cuando sus negocios lo requerían. La señora Juanita, a pesar de sus sufrimientos de nervios y del corazón, era hermosa y de facciones muy agradables, aunque sombreada constantemente por las huellas del dolor.

     La huerta y las aves, el baño y algunas veces la lectura, eran el alivio de Clotilde en las horas desocupadas; pero hacía tres días que ni aun el cuidado de los árboles le gustaba. Unos toches que estaba criando con esmero; las criadas y hasta las trapicheras habían notado la displicencia con que su señora lo miraba todo. Era la causa de esto una carta que había recibido de la parroquia.

     Juanita era su paño de lágrimas, como decía la misma Clotilde, y en consecuencia, se resolvió a escribirle una esquela que decía:

     "Mi querida Juanita: Necesito que me vuelvas una visita que me debes. Me ha sucedido una cosa de tanta gravedad que ni aun confiarla puedo al sigilo de una carta. Tengo aflicción, incertidumbre, miedo... no sé. Ven corriendo al consuelo de mi afligido corazón. Di que estoy mala. ¡No dejes de venir por cuanto hay en el mundo! Yo te contaré, Juanita.

Tu amiga, CLOTILDE."

 

 

     A las once del día siguiente se presentó Juanita en el Retiro con su acostumbrado traje negro, todo salpicado de barro, y su velillo despedazado por las chamizadas que embarazan el camino. La acompañaban su padre y uno de sus hermanos. Los cariños y los abrazos de la primera vista sería imposible describirlos; baste decir que las lágrimas vinieron en refuerzo de tan excesiva alegría.

     -¿Conque qué ha sido?, preguntó Juanita a su vecina, cuando ya estuvieron en su cuarto.

     -Perdóname, Juanita, tú sabes que en estos desiertos no tengo más consuelo que tu amistad.

     -Por supuesto, Clotilde; ¿pero qué es?

     -Una cosa muy grave.

     -¿Alguna enfermedad?.... Y se me pone que es en el corazón.

     -¡No seas tonta!

     -¿Por fin asomó fuego a la cumbre del frío Tolima?

     -¡Por fin!...

     -¡Entonces no te digo nada!

     -Dí, dí cualquiera cosa que sea, que puede suceder que yo te consuele.

     -Una carta: ¿me lo crees?

     -¿De don Narciso?

     -Él no me ha vuelto a decir nada... ni aun ha venido en las dos semanas pasadas.

     -¿Y entonces?

     -Un señor que está en la parroquia.

     -Ya lo sabía yo, porque una arrendataria me lo dijo, y hasta sabía que te echó flores.

     -Cuando llegamos a desmontarnos en casa de Manuela, lo encontramos allí posado. Mal hecho de doña Patrocinio, ¿no te parece?

     -Pero allí posó también Alcibíades... Manuela es muy formal: les oye y coquetea; pero de allí no pasa. ¡Pero la carta, la carta!

     -Vamos a la huerta para leerla más a gusto.

     Al entrar no más, encontraron un camino de hormigas de a cuarta de ancho, y a otros pasos, el esqueleto de un naranjo dejó suspensa a Clotilde.

     -¡Qué fuerza de destrucción!, exclamó juntando las manos, con el más compasivo ademán. Hace dos días que este naranjo ostentaba en sus hojas y flores más vida que una muchacha a los quince. Lo que es la unión, el plan y la constancia, ¿no, Juanita?

     -¡Ojalá que estos bichos no fueran tan constantes!... ¿No les has hecho remedio?

     -¡Pu!... Papá les ha dado píldoras de antimonio, les ha quemado azufre, les ha pisado las bocas de los hormigueros, y les ha hecho todo lo que los periódicos han aconsejado; pero ellas no se han dado por notificadas. Yo sólo he visto acabarse un hormiguero cavándolo, y quemando las hormigas una por una.

     -Pero la carta...

     -Vamos a sentarnos debajo de los pomarrosos, que son más tupidos que los mangos.

     Así que las dos amigas se sentaron en un sitio obscurecido por la densa ramazón de los árboles, oyó Juanita leer lo siguiente:

"Parroquia de... Junio 8 de 1856.

     "Desde el domingo, día en que tuve la dicha de conocer a usted, no he cesado de admirar las perfecciones que la adornan: esto es un deber. Lo que es divino tiene que arrastrar el culto de los humanos. La dicha de acercarse a usted y de poder tributarle homenajes, es cuanto un mortal puede apetecer.

     La amistad de usted sería la felicidad suprema para el más rendido servidor de usted. -D."

     -¿Qué te parece?, preguntó Clotilde a su bella amiga.

     -Que no es nada.

     -¿Cómo?

     -¡Nada, nada!... ¡Si vieras las cartas de Alcibíades! ¡Eso sí que es puro fuego! ¡Eso sí es hablar al corazón! Pero ésta no da ni muestras de estar flechado el candidato.

     -¿Y entonces, por qué me escribe?

     -Porque no tiene con quien conversar en la parroquia, por matar el tiempo, y (como dicen ellos) por tentar el vado.

     -¡Imposible! Yo no lo puedo creer.

     -¡Lo que oyes, Clotilde!, será rico o tunante y piensa divertirse...

     -No digas eso, Juanita: ni es creíble tampoco.

     -Estás muy boba todavía, Clotilde. Y bien ¿te gusta?

     -¡Es muy buen mozo! Y si vieras con qué gracia se viste. No tiene audacia en sus miradas, y sino engaña su fisonomía, es un hombre humanitario.

     -¿Te gusta más que don Narciso?

     -Su fachada deslumbra; pero no sabemos...

     -¡Adiós del otro!

     -¡No, Juanita, no es que yo lo prefiera, eso no!, pero tiene don Demóstenes un no sé qué...

     -¿Y de palabra te dijo algo?

     -¡Ni sé, porque fue tal la vergüenza! ya ves, metida una por aquí entre el monte...

     -Dices bien... ¿Qué hiciera yo para conocerlo?... Pero, sufriría... ¡Tengo tan presentes mis males! ¡Con aquella facilidad que una le abre su corazón a una persona desconocida y le entrega su suerte, su existencia!...

     -Sí, Juanita, parece increíble.

     -Pero tan cierto es, que aquí estoy yo que lo diga. Es porque no hay plaza segura en el sitio, si adentro hay partidarios de quien la ataca.

     -¿Cómo? Juanita.

     -El corazón, ¿no ves, Clotilde? Bien pudiera la educación, la inteligencia, la reflexión, ser una impenetrable muralla; pero ¡cuántas veces en el corazón mismo se abre la brecha y las fortificaciones caen! Por eso se ven conquistas de un día para otro. ¡Cuántas lágrimas me causan hoy los contentos de que goza Elvira, después de dos años de casada con el que yo desprecié por Alcibíades! Así te digo, Clotilde, que si es tiempo todavía, tengas presente que a don Narciso lo conoces, que hace años que te quiere, que simpatiza con tu familia, y que...

     -¡Juanita, por Dios!

     -Es que no sabemos lo que puede suceder de un momento a otro: el amor es traidor en ocasiones.

     -No te comprendo, no sé si hasta me injurias.

     -¿Injuriarte?... Tú eres la que profieres una injuria contra tu amiga.

     -¿A esto fue que vinimos al asilo sagrado de la amistad? ¿Para esto es que dos corazones se abren?, dijo Clotilde, estrechando en sus brazos a su amiga y vertiendo un río de lágrimas, como si se tratase de la muerte de una persona querida.

     -Estás conmovida, le dijo Juanita, cálmate y escúchame... Yo me espanto hoy como la cierva que una vez se ha escapado en una de estas sendas enmarañadas, de una de las trampas de lazo que ponen nuestros arrendatarios, y vuelve a ser cogida. Recuerdo todo lo que de Alcibíades me decían tus hermanos; ellos, que sabían más del mundo que lo que yo podía saber en las cuatro paredes de mi cuarto.

     -¿Y qué hacemos de la carta?... Yo lo que siento es el haberla abierto sin licencia de Papá... Tengo algunos borradores escritos, ¿me ayudas a contestarla?

     -¿Animándolo a sostener correspondencia?

     -¡No, no, Juanita!... Para qué echarme a cuestas ese trabajo, cuando yo no pienso...

     -Es lo más fácil. Esta noche si quieres.

     -¡Corriente!

     Los dos trapicheros y el hijo de uno de ellos se habían quedado en el corredor conversando sobre la profesión.

     Habían comenzado por elecciones; pero como don Cosme era un liberalón de siete suelas, y se lo iba entripando a don Blas, que era poco tolerante, tuvieron a bien el doblar la hoja.

     -¿Y qué tal de peones?, le preguntó don Cosme a su comprofesor.

     -Me llueven, le dijo don Blas.

     -A mí se me iban escaseando; pero le mandé picar el rancho a un arrendatario que se me estaba altivando, y temblando o no temblando, están todos ahora obedientes. No hay cadena tan poderosa como la de la tierra... Me obedecen de rodillas el día que yo quiera. Porque figúrese usted que les arrendáramos aire, así como les arrendamos la tierra que les da el sustento; ¡con cuánto mayor respeto nos mirarían estos animales!

     -¿Pero y aquello de la protección al proletario y del socorro a los pobres?

     -¡Bah, bah, bah!... Eso fue en la Cámara de provincia que lo dije, y en un artículo que escribí; ¿pero usted no me vio después comprar tierras en el Magdalena y poner esclavos a que me cosechasen tabaco y me sembrasen pastales y después vender aquello y comprar un trapiche?

     -¡Sólo que así!, le contestó don Blas.

     -¿Y de cañas, qué tal, se parará usted?

     -¿Pararme?... Tengo siete hanegas de cañas, tan buenas que ningunas les igualan.

     -Y yo tengo catorce.

     -¡Magnífico!

     -¿Y cuánto muele usted?

     -Cien botijas por semana.

     -Es muy poco esto, cuando yo, con menos mulas y con menos peones, muelo ciento cincuenta.

     -¿Y no sabe usted que el trapiche del Purgatorio se parará desde la semana entrante?

     -Sí, señor, y que el de la Hondura está en vísperas de pararse.

     -¡Pues viva la patria!, porque entonces se nos alza la miel a los que nos quedamos andando.

     Mientras que los señores trapicheros conversaban de esta suerte, las dos señoritas habían pasado a tratar del socialismo, cosa que les parecerá muy extraña a mis lectores.

     -¿Y cómo es eso? Juanita, preguntaba Clotilde a su amiga.

     -Pues que hay una escuela que quiere que hagamos nuestro 20 de julio, y nos presentemos al mundo con nuestro gorro colorado, revestidas del goce de nuestras garantías políticas.

     -Será que dicen.

     -Que escriben... Desean que votemos, que seamos nombradas jurados y representantes, y todo eso.

     -¿Y para qué?

     -Para elevarnos a nuestra dignidad, dicen.

     -Con que respetaran nuestras garantías de mujeres, con que hubiera como en los Estados Unidos, una policía severa en favor de las jóvenes...

     -¡Cómo, niña!

     -¡Pues no ves que porque nos ven débiles y vergonzosas, y colocadas en posiciones difíciles nos tratan poco más o menos; y ahora ¡a las pobres!... eso da lástima. ¿Hay infamias por las que no hagan pasar a estas desdichadas arrendatarias, nada más que por ser mujeres y mujeres pobres?... Por eso te digo, Juanita, que con que nos trataran con la dignidad debida a nuestro sexo, aunque no nos invistieran de los derechos políticos, no le hacía. ¿No has reparado cómo nos trata don Diego? ¿Y hasta el beato de don Eloy?

     -No... lo que me parece es que son muy tratables.

     -¡Eso de dar tanto la mano, y apretársela a una tanto, y sobársela!...

     -Eso ¿qué tiene?

     -Que acabando de apearse de su mula, corren el riesgo de haber enderezado la silla y cogido el sudadero con la mano...

     -¿Pues hay más que pedir permiso y correr a bañarse una de pronto cuando le dan la mano?

     -Y que tienen también el resabio de saludar a las chicas con uno a dos años de descuento en su propia edad.

     -¿Cómo, Clotilde?

     -Con palmaditas o cariñitos, como a las chicas.

     -¿Y si nos gusta?

     -¿Y si no nos gusta?... ¿Y ahora sus equívocos y sus chancitas, que le hacen salir a una los colores a la cara?

     -Eso es porque son jocosos, nada más.

     -Es porque no respetan ellos nuestras garantías de pudor, que son la base de nuestra soberanía; y luego nos halagan con la esperanza de hacernos juradas... Ahí está la pobre de Pía tan graciosa y tan joven, condenada a la degradación por causa del dueño de tierras, forzándola a asistir al trabajo del trapiche, entre una peonada corrompida, sin reglamentos ni inspección de ningún género. ¡Pobre Pía! cuando solía venir a trabajar a este trapiche, yo la cuidaba y la aconsejaba hasta donde podía.

     -¡Pero si te digo que en esta materia todo el mundo es Popayán!

     -Pero en algunos se hace más notable, porque siempre están hablando de libertad, y de fraternidad, y de protección a las clases desvalidas.

     Por la noche, cuando todos estuvieron acostados, y las amigas instaladas en el cuarto de Clotilde, se abrió la sesión sobre el negocio de la carta.

     -Aquí está el proyecto de contestación, dijo Clotilde, lleno de borrones y de majaderías; pero tú me ayudarás, sin duda.

     -A ver, dijo Juanita.

     -Déjamelo leer a mí.

     "Señor don Demóstenes...

     -Te pelastes, exclamó Juanita. El don no es castellano granadino; por lo menos no lo es oficialmente. Don no se escribe nunca.

     -¿Pero no se habla? ¿Y como se habla, no dice la ortografía que se ha de escribir?

     -Entonces los bobos serán los republicanos que abolieron el don de los discursos y de los oficios y lo usan de palabra.

     -No tan bobos, que el real no lo abolieron, sino que lo adoptaron, y con alma, vida y corazón... Pues dejémoslo sin borrar y sigamos.

     "Señor don Demóstenes, continuó leyendo Clotilde, contestando a la muy apreciable de usted, le doy las gracias por las perfecciones que usted se digna atribuirme, y por la oferta de su amistad. Mas, si la carta de usted fuese una manifestación amorosa, que, por supuesto, tiende al matrimo...

     -¡No, niña de Dios! Eso hay que borrarlo, aunque sea con el codo, porque ellos nos levantan que andamos siempre a caza de casamiento.

     -Pues lo borrarnos, y adelante.

     Corregida y enmendada la carta, la copió Clotilde en muy regular letra y la pegó con oblea blanca, porque no hubo de otro color, y la guardó para mandarla con Manuela, que debía venir al otro día por cuatro totumadas de miel para su fábrica.

     La vela se estaba acabando, y al abrir la ventana que daba al campo, oyeron las tiernas amigas un canto que no sonaba muy lejos. Pusieron atención y oyeron lo que sigue:

 

 

                               

   Dicen que los celos matan:

 

          

los celos no matan, no;

 

 

pues si los celos mataran,

 

 

ya me hubiera muerto yo.

 

 

  

 

 

 Me decís que tenéis una:

5

 

no sólo una, sino dos,

 

de lo que vide aprendí:

 

 

¿Por qué me enseñasteis vos?

 

 

 

 

     A estos acentos acompañaba el crujido de la máquina del trapiche, que resonaba como el canto más lúgubre que pudiera producir un concierto de los infiernos para el tormento de las almas.

     -Es muy tarde, dijo Clotilde. ¿No oyes el canto en diálogo de los dos trapicheros?... Es que ya pusieron la molienda del primero.

     -¿Por qué será tan triste todo lo del trapiche?

     -¿No ves, Juanita, que se trabaja contra las estaciones, contra la sazón, contra la humanidad, contra la razón, finalmente?

     -¿Cómo así, Clotilde?

     -Se muele todo el año caña pasada o biche; se hace envilecer y degradar el ente físico y moral con las trasnochadas y el desenfreno; se raciocina sobre los datos falsos de arruinar los animales, los hombres y las cosas para obtener de prisa lo que por el orden natural sucedería por caminos más seguros y con más lucro pecuniario.

     -Sobre lo último desearía que te explicases.

     -Tú eres trapichera como yo, mi querida Juanita, conoces los secretos de nuestra profesión, y sabes que yo no exagero. Fuera de las dificultades de los caminos para las mulas cargueras, en que se les hace brincar zanjas con cargas de a doce o catorce arrobas, o rodar por los despeñaderos, te citaré un solo caso de mal raciocinio. ¿Hay, por ejemplo, que hacer un puente para que pasen las mulas? Pues bien, se hace de balso o de guarumo para tener que reconstruirlo tres veces en un año, o se manda echar bagazo sobre el chorro o manantial. ¿Surge el mismo obstáculo a pocos días para las bestias? Pues se echa más bagazo. ¿Se forma un piélago de barro, que embaraza más el paso? Pues se repite la operación, hasta inutilizar el terreno y tener que echar por otra parte.

     -Es verdad, el bagazo es la materia prima de los trapicheros para puentes, para alumbrado, para techos, para cobertores y sábanas, para tapones, para leña y para adornos.

     -¡Niña!, exclamó Clotilde, son las dos de la mañana, y nosotras trasnochándonos de cuenta de gusto, escribiendo cartas sin estar enamoradas.

     -Pues durmamos, dijo Juanita.

     Por la mañana, antes del almuerzo, fueron las dos amigas al trapiche, que distaba poco de la casa de habitación. El espectáculo de unas peonadas, tendidas en el bagazo, y de un chino que estaba desnudo, desayunándose con caña, sarnoso, barrigudo y lleno de bubas, fue lo suficiente para hacer volver la cara a Clotilde, a tomar por otra entrada.

     Mientras las señoritas visitaban la alberca de la miel, la cocina y un caedizo en donde estaba acostado un peón que se había quemado en un fondo de miel hirviendo, en la quebrada conversaba la cocinera de peones, después de haber llenado su calabaza de agua, con Rosa, que estaba de cañera, y amolaba su machete en la piedra del lavadero.

     -Antoja Mónica, ¿no sabe que le van a agrandar a la cabuya?

     -¿Más? Antoja... Tras de tener ya 18 brazadas de los brazos de ese condenado capitán, que así los diablos lo han de medir a él en los infiernos.

     -¡Y otra cosa!... Que en la casa grande están bravos con los que vivimos mal, como dicen los blancos.

     -¡Esos son cuentos! Ellos por no quedarse sin peones, no nos hacen casar jamás. Y que hay otra cosa...

     -¿Qué? Antoja.

     -Que en la casa grande hay también amor.

     -¿De veras? Mónica.

     -Pus sí.

     -¿Y eso?

     -Misia Clotilde.

     -Ahí si meto yo mi brazo en la candela, y no se me arde, dijo Rosa.

     -Conque la misma criada de la casa grande, que lo vido y me lo contó, no hace nada...

     -¿Pero qué vio?

     -Escribiendo una carta para un cachaco que está posao en la casa de la niña Manuela, mudando temperamento y recogiendo cucarachas.

     -Serán cuentos; o la carta será en contra. Ya verá usted como eso no es asina..., y hasta luego, que se me hace tarde.

     -¿Y qué afán nos corre? Todavía no son ni las ocho siquiera: el día no es el que trabaja sino es el peón.

     Juanita hizo una visita de dos días a su vecina, y por cierto que la dejó consolada.

 

 

 

Capítulo VI

La lámina

 

 

     En la semana siguiente pagó Clotilde la visita a su querida vecina; y como para Juanita no había en la Soledad otro placer que el retiro, la lectura y el baño, después del almuerzo la invitó al Silencio.

     Era el Silencio un charco excavado por una quebrada que golpeaba repartiendo sus aguas en varias porciones, perdiendo el color del cristal por los rechazos de las piedras sobre que se estrellaban. Todo el recinto lo cubría con sus brazos horizontales una extraordinaria ceiba, el único de los árboles que tiene su copa más delgada que la mitad del tronco, la cual se eleva como torneada columna hasta la altura de veinte o más varas castellanas. El cajeto y el amé rodeaban por más abajo las orillas del charco, y en la margen había helechos. Era hondo el pozo, y en él se podía nadar con toda la comodidad apetecible.

     Fuera del golpear de las aguas en los contornos de aquel charco, no se oía sino el quejumbroso arrullo de la pechiblanca, que de tiempo en tiempo despide un sonido en sol de flauta; ¡hu! ¡hu! ¡hu!, que es el melancólico gemido de todas las palomas; sintiéndose también a ratos el chillido periódico de la guapa que vela su nido, colgado de un gajo de la ceiba a manera de un bolsillo, con un cabestro de una vara de largo, tejido de muy finos bejuquillos. Para llegar al Silencio se camina por una senda impenetrable a los rayos del sol, y a las miradas de los pasajeros, con excepción del ciudadano Dimas y del ciudadano Elías, que todo lo penetran por sus fueros de cazadores raizales.

     Clotilde tenía sus principios propios acerca del baño, como los tenía acerca del baile, que ambas cosas tropezaban con su habitual pudor.

     Después del baño siempre leía Juanita, mientras se le secaba el pelo. Clotilde era más escrupulosa para las novelas que Juanita: sólo leía las que su padre y sus hermanos le indicaban, las demás eran como prohibidas. ¿Qué adelantamos nosotras en nuestro retiro, le decía a su amiga, con enardecer la imaginación con pinturas exageradas, y nuestro corazón con emociones apasionadas? Los hombres viajan, varían de objetos y disipan o disminuyen la idea fuerte de que se impresionan. ¿Pero nosotras?...

     Habían llevado libros; pero mientras se oreaban los trajes y se secaba el pelo, lo que hizo Juanita fue contarle sus celos a su amiga, capítulo de sus aventuras que hasta entonces le había ocultado, por muy doloroso tal vez. Sentadas sobre un pequeño barranco alfombrado de menudos helechos, con el pelo suelto y la peinilla en la mano, y casi tocadas por las flores entre rosadas y blancas del amé, que las cubrían por encima, Juanita comenzó así su narración.

     -Me había dicho Jacinta, mi criada, que el segundo tomo de mi Ivanhoe estaba en la tienda de la Lámina y que, a la hora de misa podríamos pedírselo desde la puerta, si yo quería. Y yo me había figurado que sería una tienda como esas que llaman del Árbol, del Buey o del Tigre, que hay en los Portales de Arrubla.

     Efectivamente, al pasar una mañana a las seis, mi criada me indicó la referida tienda. Puse, sin advertirlo, un pie en una grada de piedra, y al llevar el otro al otro lado del umbral, vi peinándose a la tendera, joven, blanca, de ojos bellísimos aunque rodeados de ligeras sombras, y de traje muy casero, al parecer, la cual me dijo en el acto:

     -¡Siga usted!

     -Dispénseme usted, le dije, echando un pie atrás con precipitación.

     -Es aquí, mi señora, en donde está su libro, me dijo la criada, no tan pasito que la joven no lo entendiese,

     -Ahora se hace obligatorio que usted me diga el objeto de su llegada, pues veo quo estoy comprometida, a causa de algunas sospechas... me dijo la joven.

     -Era que me habían dicho que usted tenía un libro...

     -Tengo algunos, es verdad.

     -¿Un Ivanhoe?

     -Con una lámina iluminada,

     -¿El segundo tomo?

     -Cabal... y mientras lo alcanzo, puede usted tener la bondad de sentarse.

     Yo me quedé parada y mientras la joven trasteaba sobre una mesa donde había frasquitos, peines, frutas, flores y libros, y pasaba a rebuscar en una caja, recorrí ligeramente con la vista la estrecha tienda de la joven; ahora conozco que hice mal, mi querida Clotilde y que ninguna otra señora lo habría hecho; pero lo hice sin advertir, sin caer en cuenta, por mi misma inocencia.

     Era la tienda una pieza de siete varas en cuadro, a lo sumo, de paredes en parte empapeladas y en parte cubiertas de grabados de modas, de retratos de granadinos ilustres y de granadinos ridículos, como, por ejemplo, una lámina de tres bobos. Entre los ilustres había también caricaturas de aquellos que han pasado por las dos fases del prisma de la vida, auge y caída. Estaba en el frente una cama de vistosas cortinas y lazos de cinta, y de un lado estaba un canapé de zaraza y al otro la referida mesa. En un rincón se determinaba por la ceniza y el hollín, un fogón que estaba situado en un pequeñísimo departamento de cocina, y en su inmediación, al pie de un tinajero, funcionaba, como cocinera, una mujer que no inspiraba curiosidad ninguna. En el rincón opuesto se veía un ropero, del que colgaban trajes de lujo, y un sombrero a la pastora.

     -Aquí tiene usted el libro, me dijo la joven.

     -Mil gracias, le dije yo tratando de salir de pronto.

     -Me interesa, sin embargo, que usted sepa de qué manera vino ese libro a mis manos, no sea que usted juzgue mal de mí.

     -No tenga usted cuidado: estoy segura de que usted lo compraría.

     -No, señora: el libro, aunque ha sido extraído del poder de usted, no ha sido comprado por mí.

     -Pues no puedo dar con la persona que lo ha sacado de mi poder.

     -Yo puedo mostrársela, si usted gusta, para que en lo venidero no se fíe usted de nadie.

     Pues no sería malo conocerla, por sí o por no.

     -Aquí está, dijo la joven, volviendo un retrato que tenía allí puesto al revés contra la pared.

     -¿Él?, dije yo, a punto de caerme, porque mis piernas no me pudieron sostener.

     -Siéntese, me dijo la joven, con mucho cariño. ¿Qué tiene usted, mi señora?

     -Es que el aroma de las azucenas de su florero...

     -Pues recuéstese en el canapé, y que la criada corra por entero el bastidor de percala, con que nos ocultamos de las miradas de los que transitan por la calle.

     -De ninguna manera, porque me voy.

     -Está usted indispuesta de manera que no puede dar ni un solo paso... caería usted en la calle... Huela usted este frasquito...

     -¿Y por qué le regalaron a usted ese libro?, le pregunté como involuntariamente, cuando me vi restablecida de mi acceso.

     -Fue que me trajo ese señor libros para leer y se debió de olvidar de la entrega de éste, y deseaba yo devolvérselo a usted desde que vi su nombre, porque yo sé lo que es una obra manca.

     -¿Y me conocía usted?

     -Sí, señora, porque usted vivió encima de mi casa, y yo debajo de usted.

     -¿Cómo?

     -Fui arrendataria por muchos meses de una de las tiendas de don Cosme, el padre de usted; y el cuarto de usted quedaba casualmente encima. Así es que, cuando daban alguna serenata en la calle o tocaban el piano, a mí me tocaba mi parte,

     -Pues me voy, le dije yo entonces, tomando mi cotidiano y mi camándula de sobre la mesa, donde la había yo puesto sin saber lo que hacía, y muy arrepentida de haber entrado a la tienda.

     -Si usted no está muy de prisa...

     -Mucho; porque salí a misa, y tocan en la Concepción en este instante. ¡Me voy!

     -Pero le importa a usted saber un secreto.

     -Lo doy por sabido.

     -Es sobre su vida: ¡créamelo usted!

     -Otro día, porque me voy a misa.

     -Sería tarde, mi señora, me dijo, con una expresión de respeto, de interés y de ternura, de esas que arrancan aún las prevenciones más fuertes.

     -¿De mi vida, decía usted?, le pregunté, cayéndome de nuevo en el canapé, temblando de miedo y de vergüenza.

     -Sí, señora, y yo la aprecio a usted mucho, para despreciar esta ocasión de salvarla.

     -Pues, dígamelo; pero pronto, porque me voy.

     -¿No es verdad, mi señora, que ha muerto del tifo una criada de la casa de usted, en la semana pasada?

     -¡Cierto!

     -¿Y que uno de los niños estuvo desahuciado?

     -¡Pero a qué conduce todo esto? ¡Dios mío!

     -Que yo puedo evitar ese mal de que está contagiada su casa. Pero es menester que usted me atienda mis explicaciones sin afán y... si usted me dispensa, sin prevenciones.

     -¿Prevenciones yo? ¿con usted?

     -Es verdad, usted es muy señora. Usted me ha mirado sin irritarse, por lo menos sin dar a conocer el odio. Se ha hecho indiferente como si tal cosa no hubiese pasado, como si no me hubiese nunca conocido.

     -Sí, como que la vi un día en la puerta de su tienda... y así una que otra vez, pero no la recordaba. Bien: lo cierto es que hoy no la conocía.

     -Sí, señora, la prudencia o bien sea el verdadero señorío; porque ese día que ese señor me alzó a mirar llevándolas del brazo a usted y a la otra señorita de su casa, y que yo le contesté con poca discreción, la vi palidecer a usted; pero después ni una mirada, ni un gesto siquiera... porque usted es verdaderamente señora... ¡Conque me recuerda!... Pues como le decía, yo fui arrendataria de una de las tiendas de bajo de la casa de usted, y no hace sino unos pocos días que me fui a otra parte, y con pena, porque es cierto que la calle me gustaba infinito. Yo tenía buenas vecinas, y entre ellas Dolores, la otra criada de usted, que solía hacerme sus visitas, siempre que podía, la pobre.

     Es una vida muy particular la nuestra: guarecidas como las ratas entre los cimientos de las mejores casas de Bogotá, somos como de nación separada. Teniendo relaciones íntimas con la sociedad, la sociedad nos desdeña; así es que no se ve que nadie nos salude por la calle, como si fuéramos judías de los tiempos antiguos.

     Pues bien, una de mis vecinas era la niña Modesta, que no se metía ni en bueno ni en malo, que bien puede arder la cuadra que a buen seguro que ella diga "esta boca es mía." Da gusto ir a visitarla porque su tienda es un jardín: tiene tazas de rosas, de zulias, de hortensias, y hasta una olla con una mata de plátano.

     -¿Y con qué objeto va usted a describirme las tiendas?

     -Porque es menester así, para un denuncio terrible que afecta la existencia de su familia; sobre todo la preciosa vida de usted.

     -Pero dígamelo presto, porque me voy.

     -La otra de mis antiguas vecinas es la curtidora, que con su propio gargüero y el de una guacamaya y dos pericos de cabeza colorada que tiene, atruena toda la cuadra, y hasta las que le siguen. Allí deposita un curtidor sus pieles frescas, y aun ella, que es un poco descuidada, conserva comúnmente atados de ropa mugrienta; aparte de que el rincón en que duerme el marrano que está cebando, no se barre nunca.

     La comunista es una mujer muy trabajadora: aplancha, cocina mazato, suele sacar aguardiente, compra menudos para hacer almuerzos los domingos, y tiene fábrica de labrar estaño, o fundición, en donde se funden soldaditos, generales, coches y cruces. Esta tienda queda debajo del cuarto de Dolores, quien me ha dicho que de noche parece un horno; y fue la que primero cayó con tifo; porque hemos de estar, mi señora, añadió la joven, en que yo conozco a palmos la casa de usted, y todo lo que pasa sobre el tifo, y algunas cosas más.

     La otra tienda es la que llaman El Museo; ahí vive la niña Mónica, llamada la directora, quien, fuera de su loro, tiene una cría de palomas y de gatos, dos toches, cuatro pericos chicos, un gallo, y cuatro compañeras, jóvenes de bastante mérito.

     Ahora, yo vivía sola, con mi loro y con mi criada, sin dar que decir en la vecindad, bien que yo no valga nada. Me llaman la Lámina; no sé porque será.

     Con que ahora le digo, que si usted puede comprometer a su papá a que les arriende esas tiendas a algunos artesanos, aunque tenga que rebajarles, o a que las meta al cuerpo de la casa para almacenes, o para algunos parientes pobres, es seguro que se acaba el tifo en casa de usted. Y todavía no es eso solo, sino las malas consecuencias de lo que las criadas y las niñas vean u oigan... o piensen acerca de nosotras.

     Ya miraba yo a la Lámina de una manera distinta. Su habla dulce, su locución que no carecía de gracia y civilidad, el bien que me acababa de hacer y el miramiento con que me trataba; todo iba ya labrando profundas simpatías, que yo moderaba de mi parte, porque así debía ser.

     -¡Ahora sí que me voy!, le dije, porque ¡qué dirán en casa!

     -¡Ave María!

     -Falta lo más interesante de mi denuncia, me dijo entonces la Lámina, porque ha de saber usted, continuó ella, que el curtidor, que se las echa de polvorero, tiene escondidas en la tienda de la curtidora unas cuantas arrobas de pólvora desde la revolución de abril, y esa mujer deja la hornilla prendida muchas noches, los fósforos regados, y la vela acabándose en ocasiones en el candelero de lata. ¿Y quién quita que usted vuele un día como el señor Ricaurte?... ¡No lo permita Dios!, y para que esto se evite, es que yo se lo comunico a usted.

     Ahora, si yo fui a esa tienda, me dijo la Lámina, fue, por esto: yo vivía muy feliz en el cantón de Cáqueza con toda mi familia, en una estancia propia; la casa era muy bonita, y teníamos en el patio, donde lavábamos, una alberca entre naranjos, y una mata de plátano guineo, donde anidaban los toches y los cardenales. Todos los contornos estaban empradizados de grama que pastaban los caballos de nuestro servicio y unas vacas que yo misma recogía para ordeñarlas con mis hermanas. Se atrasó mi padre en sus negocios, y nos vinimos con mi madre a la capital. A los seis meses murió mi madre, y yo quedé en la misma casita, protegida por uno que se me había vendido por pariente. A pocos días los paseos, trajes y regalos vinieron a ahogar mis sentimientos naturales; y los libros, las prohibiciones y los ejemplos a disipar las ideas religiosas. Sin embargo, yo me fastidiaba del ocio, pues con mis manos, en compañía de mi hermana, ganaba la subsistencia en mi país, lo mismo que todas las estancieras de mi clase; al principio yo repugnaba, por un instinto de vergüenza y de pudor, cosas compradas tan caro.

     Mas el tiempo, la inclinación, la costumbre sobre todo, me pusieron una venda que no me dejó ya ver mi violenta situación.

     Yo carecía de amistades y de todo trato, porque mi protector no era sino mi carcelero, inexorable, siempre que se trataba de llaves; y si alguien entraba por casualidad en la casa, la vista de las pistolas sobre la mesa, del sable en la pared, del garrote en el rincón, y sobre todo, de sus cejas y de sus inflados labios, lo hacían retroceder en el acto.

     Esta vida, al fin, me fastidió, me cansó, me desesperó, y saliéndome una noche a las siete con un lío de ropa debajo del brazo, di por casualidad con una mujer que me dijo donde había una tienda desocupada, y dándole con que la pagase adelantada, la ocupé, conservando a la mujer de criada o compañera. Un caballero que pasaba todos los días por la puerta, que era la de la tienda de la casa de usted, por algunos descuidos míos solía verme, siempre triste y siempre leyendo, porque mi tutor me acostumbró a la sola ocupación de leer novelas.

     Por fin entró el dicho caballero en la tienda: era bien parecido y sumamente afable. Yo era desgraciada, joven, muy pobre, y sin familia de quien esperar algo, ni a quien deshonrar. Don Alcibíades fue desde luego para mi mucho más apreciable que mi carcelero. Entre los muchos libros, que me dio a leer, uno fue el Ivanhoe, y no sé por qué no se lo llevó a su dueño.

     Yo no sé, mi querida Clotilde, continuó Juanita, qué clase de ascendiente iba adquiriendo la Lámina sobre mi espíritu. La escena debía ser odiosa naturalmente: el primer personaje era un impostor. La Lámina, infeliz o no, era una rival, es verdad; pero yo le debía dos denuncias de vital importancia; su desgracia no había consistido en ella... no puedo explicarte lo que mi corazón sentía. ¡Ay de mí! ¡Alcibíades era la causa de todos estos contrastes!

     -Sí, Juanita: ¡Alcibíades, que sin querer casarse sin amarte tal vez, te indispuso con tu familia, te privó de tu quietud y te hizo incurrir en estos comprometimientos, y hoy tal vez ni se acordará de ti!

     -¡Y lo desgraciada que me ha hecho!, repuso Juanita; pero oye la conclusión de esta triste historia.

     -Don Alcibíades, continuó la Lámina, no se portó bien conmigo: yo le había cobrado cariño conformándome con que él no me perteneciera o confiando en que si, yo no sé, por mayor; y se fue para Europa sin despedirse siquiera de mí; yo he llorado por él; ¿pero que son las lágrimas en mi estado actual? ¿qué mi porvenir?... Y cuando me acuerdo de mi estancita, del lavadero, de mis propiedades, y comparo todo con estas cuatro paredes alquiladas, con este fogón y estas cortinas, con este tinajero y este ropero, y cuando piense en la cama del hospital que me espera...

     Al decir esto la Lámina, continuó diciéndole Juanita a su amiga, se cubrió los ojos con un pañuelo de batista, y parecía que se esforzaba por ahogar sus sollozos; pero luego que estuvo algo tranquila, continuó:

     -Y sin tener ya los consuelos de las creencias y de las esperanzas, porque tanta lectura y tantos raciocinios falsos de mi carcelero, por fin me condujeron a un indiferentismo tal, que nada me atrae.

     -Pero todavía es tiempo, le dijimos a la vez, Jacinto y yo.

     -De nada, porque dudando una vez...

     -¡Desgraciada!, exclamé, no desespere usted de la misericordia de Dios: escoja usted otra clase de vida, que en la Nueva Granada ninguno se muere de hambre.

     -Cierto, mi señora, contestó ella, no es de hambre materialmente de que se muere aquí, como dicen los Misterios de París que sucede en Europa; es el hambre de figurar, el hambre de lucirse la que puede conducir al despeñadero, cuando no sea alguna pasión desordenada... Y después... ¡ah! Usted no sabe lo que es el hambre de una alma abandonada por todos... En mi tierra todas trabajan; en mi tierra hay celo por la buena conducta; por eso hay salud, matrimonios, y hay también mucha limpieza en las calles y mucho orden en todo. Y aquí también, si quisieran, podría dar una disposición el gobierno, para que nosotras viviésemos en un barrio aparte, y entonces vería usted como los ricos nos hacían casatienda, porque para ellos valdría esto más que tenernos debajo de sus casas y entre sus familias dando mal ejemplo.

     -¡Cuándo!, si aquí defienden tanto las garantías.....

     -Pero me voy, le dije a la Lámina, adiós, adiós.

     -Adiós, mí señora, me dijo ella, y me alargó la mano. Yo cogí mi Ivanhoe y mi camándula y me salí pronto. En la misa me acordé varias veces de la pobre Lámina y rogué a Dios por su conversión; después la he recordado con alguna frecuencia.

     -¡Podrecida!, dijo Clotilde, ya verás que ella no tiene la culpa. Si pusieran los ricos cigarrerías, o cualquier clase de fábricas en que se ocupasen las desgraciadas, no habría tantas mujeres perdidas.

     Cuando esta relación se concluyó estaba ya seco el pelo de las señoritas y hasta sus trajes de baño. Luego que llegaron a la casa grande, se sirvió la comida; por la tarde se fue Clotilde con su padre, y Juanita se quedó en la Soledad, de donde no volvió a salir hasta las fiestas de la parroquia.

 

 

 

Capítulo VII

Expedición a la montaña

 

 

     En dos capítulos seguidos hemos tratado de dar a conocer los habitantes del Retiro y de la Soledad, que aunque no representan el primer papel, o no juegan el primer rol, necesario era que acompañaran a los héroes de esta historia, por las relaciones que tuvieron con ellos.

     Volviendo a don Demóstenes, a quien dejamos entrando, armas al hombro, en su casa, al fin del capítulo cuarto, y cuyo súbito amor por Clotilde hemos sabido por la confidencia que ésta hizo a su amiga, diremos que, mientras palos iban y venían, él no se olvidaba de proporcionarse todas las distracciones que se pueden hallar en la parroquia de... teatro de los sucesos que narramos.

     Habiendo aceptado el convite que le hizo el señor Cura, de ir juntos a algunas expediciones por los alrededores, se fijó como artículo primero del programa, un viaje a la montaña. El plan del viaje había sido estudiado y presentado por el cura, como el fiambre fue aderezado por Manuela.

     El baquiano era ñor Elías, famoso cazador de osos y cafuches, quien conocía todos los montes como las palmas de sus manos. El traje de éste era un pantalón muy raído; en lugar de camisa tenía una camiseta pequeña, un sombrero redondo que casi ni ala mostraba, y unos zamarros que apenas bajaban a la rodilla. Al costado le colgaba un carriel mugriento, que él llamaba chuspa, en el cual cargaba tabaco y el recado de candela, agujas y una navaja pequeña.

     A la entrada del bosque visitó don Demóstenes unas piedras con pinturas de los antiguos panches. Estaban en partes cubiertas por helechos y otras plantas, pero el baquiano las despejó con su cuchillo de monte.

     Aparecían allí unos círculos y figuras espirales, unos cuadrados y unas manos al parecer estampadas, todo trabajado como a punta de pico. Un remedo de la pintura de una mujer aparecía en una faz de la piedra y en una especie de cruz con los extremos de los brazos vueltos hacia arriba. Era majestuoso el sitio tanto por lo presente como por lo pasado. El silencio de los bosques, la presencia de don Demóstenes, de José y de Ayacucho; aquellas pinturas antiguas, adoratorios tal vez, de una nación guerrera y populosa; todo era para meditar, para llenarse por lo menos de una imprescindible melancolía.

     -¡José!, le dijo, en fin, don Demóstenes a su criado. ¿Tú sabes qué es esto?

     -Sí, mi amo... pinturas de los antiguos.

     -¿Y esos quiénes eran?

     -No sé, mi amo.

     -¿No?.... ¿No sabes qué son tus abuelos? ¿qué son tus mayores, despojados de su libertad y de sus tierras por unos filibusteros de tantos?.... ¿y no sabes, que otros filibusteros modernos coronarán la obra, defraudándolos con viciosas reparticiones; y que otros negándoles la saludable tutela de la ley, que los daba por ineptos en los negocios, los acabaron de despojar con la ley en la mano?

     -Sí, mi amo: yo vendí mi derecho de tierra sin saber lo que vendía.

     -Pues bien, José. Estos monumentos son los adoratorios sagrados de tus abuelos, que adoraban al sol. Sabrás que nosotros hemos dicho "que habría sido mejor no haberles cambiado a los indios sus inocentes ritos"; y las cosas se dicen porque se sienten... ¡Ven acá!, arrodíllate y adora el sol.

     -Sí, mi amo, dijo el indígena, y se puso de rodillas, en el suelo, mirando la piedra de frente.

     -Di una oración ferviente que nazca del fondo de tu corazón.

     -Por la señal de la santa cruz...

     -Eso no es para nuestro caso: no seas tan bruto.

     -Dios te Salve, María...

     -Menos, hombre... Yo te iré diciendo y tú repites la oración.

     -Sí, mi amo.

     -¡0h sol, que concedéis vuestra soberana luz!...

     -Tu soberana luz.

     -Igualmente al blanco que al negro, y que al indio...

     -Y que al indio.

     -Y lo mismo al cristiano que al mahometano...

     -Cristiano.

     -Recibid hoy el más ferviente voto de adoración, que os tributa José Fitatá.

     -... que disfruta José Fitatá.

     -Ahora, continuó don Demóstenes, levántate, José, coge unas flores de siempreviva, y bótalas al pie de la piedra en ofrenda a los manes de Nenqueteba, de Tisquesusha, y de Quemuchatocha.

     -Sí, mi amo.

     Los únicos concurrentes a esta ceremonia, fuera del neófito y del catequista, eran ñor Elías y el venerable Ayacucho, incompetentes por cierto para juzgar de las ventajas que sacarían los indios de separarse del catolicismo. Luego que observó don Demóstenes las labores y copió algunas en su cartera, se internaron en la inmensa selva, llevando ñor Elías siempre la vanguardia; José y don Demóstenes el centro y Ayacucho la retaguardia.

     Los cedros y nogales, los botundos y los ocobos de tan bellas flores, levantándose al cielo daban al bosque un aspecto de agradable melancolía, que lejos de aterrar embelesaba, porque es un hecho que entre la naturaleza animal y la vegetal existen relaciones. El suelo estaba limpio en algunas partes, y en otras tupido de helechos, de bejucos y de largos tallos de la apreciable zarzaparrilla; en algunos sitios se hallaban como alma cenados los montones de la fruta llamada castaña, cubierta de una cáscara parecida a la del cacao, que tiene la consistencia y el sabor del haba. El baquiano recogió unas cuantas de estas frutas en su mochila, y admirado de su abundancia, dijo:

     -¿Sabe, patrón?

     -¿Qué cosa?

     -Que por aquí hay tigre, porque los cafuches no han probado la cosecha de guáimaras y castañas, y es porque donde este ciudadano se pasea, ni lo piense que los cafuches se asomen; y mi compañero Limas también, ha pasado por aquí.

     -¿Y no sería bueno volvernos, antes que venga la noche?

     -Pero este tigre no está cebado. En las quinerías le topábamos el rastro siempre; pero no tuvimos que sentir nada de él; no se metió con nosotros para nada, aunque lo molestábamos.

     -Pues sigamos, que la montaña me está gustando mucho... Es un tigre tolerante.

     Continuó, pues, su viaje don Demóstenes, en tal silencio que ni las pisadas se oían a medida que se internaban, la selva estaba más obscura, como un templo a media luz, protegido por bóvedas silenciosas y elevadas. Mas no era la idea del tigre la que ocupaba a nuestro viajero; eran los monumentos panches, y el recuerdo de esa belicosa nación, que se figuraba dispersa entre el gigantesco bosque que lo cubría.

     -¡Ay!, decía, ¿qué monumentos nos quedan de esa populosa nación que cumplía su destino sobre la tierra como todas las que han existido?... Fiestas y figurillas despreciables, y unos jeroglíficos que nadie puede descifrar. La ley, que protege a los negros, despoja a los indios, a esta raza noble a la que no se enrostra sino el ser maliciosa, que es el instinto de todo el que es perseguido. Entonces más maliciosos son los goajiros, que no han permitido, haciendo uso de sus flechas y su veneno, que sus tierras sean repartidas.

     Un aullido de Ayacucho que hizo retumbar todos los bosques, sacó al viajero de sus meditaciones, y en seguida oyó un ruido estrepitoso por entre las ramas de los estupendos árboles. Era el tropel de los ágiles zambos que corrían por las copas de los botundos y nogales con la velocidad del rayo, dando prodigiosos saltos en los palos que estaban separados, porque fueron sorprendidos en la ocupación de quitarles las tapas a unas como olletas, que encierran las almendras de un árbol llamado coco de monte.

     Don Demóstenes por mirar para arriba se enredó en un bejuco de zarzaparilla, y cayó con riesgo de romper la escopeta, teniendo en aquel conflicto la desgracia de perder los fósforos, lo que fue una verdadera calamidad. Mientras tanto los zambos se le alejaron de manera que no se alcanzaba siquiera a oír su ruido. Tonteaba y se desatinaba sin saber de los monos ni de sus compañeros, hasta que el ronco latido de Ayacucho le vino a consolar. Ñor Elías y José habían logrado flanquear a los enemigos, y aunque ellos se afanaron por los tiros de la bodoquera de José, y por los latidos de Ayacucho, estaban protegidos por la elevación en que caminaban, cuando una ligera detención que tuvieron para hacerles gesticulaciones, y para echar encima de los agresores palos podridos y pepas secas, rebullendo con fuerza los gajos, dio tiempo a la llegada del cazador en jefe, quien hizo fuego sobre una zamba que por ir cargada no podía andar tan aprisa.

     La zamba no cayó de pronto, pero quedó mal herida, según la lentitud con que siguió desde entonces, y don Demóstenes hubiera hecho una carnicería completa si no hubiese perdido los fulminantes, porque el cuerpo de la expedición seguía muy despacio por esperar a la herida, subiendo algunos de sus individuos hasta lo más encumbrado de los árboles, y dando desde allí muy tristes gritos, mientras ganaba camino el resto de la tropa. La zamba en ocasiones se cogía la pierna herida con las manos para poder andar, tomando la resolución de una heroína.

     Por fin hizo un esfuerzo soberano para trepar a la elevadísima cumbre de un balso real, y al colocarse en la trifurcación de los gajos se quedó quieta por algunos momentos; el zambito, aprovechando la quietud, se pasó adelante a tomar el pecho; la madre por la posición estrecha, parecía que lo sostenía entre las rodillas y los brazos, y bajando hacia él su cabeza dio dos boqueadas y expiró. Parece que el instinto de maternidad fue el que le dio fuerzas sobrenaturales para dejar su hijo en salvo después de su muerte; pero fue en vano, porque ñor Elías con su cuchillo de monte emprendió el corte del árbol, que es el más blando que se conoce, como que de él se forman las balsas en que se exportan todos los frutos del alto Magdalena. No duró la obra ni un cuarto de hora, porque José también ayudaba, y al caer el palo, el zambito no sufrió sino un fuerte estremecimiento, gracias a la configuración de la horqueta.

     Corrió don Demóstenes a ver su presa. Le encontró una pierna despedazada con una posta, y el costado traspasado con otra; sus últimas lágrimas habían caído sobre la cara del pequeñuelo, que acababa de soltar de sus labios la fuente de su alimento. El cuadro era propio para detenerse sobre él aun otro corazón que no fuese el de don Demóstenes, que era verdaderamente compasivo, y que se había pronunciado contra la pena de muerte en todo caso. Estaba el paraje obscuro, y, había un cadáver muy semejante a los de nuestra especie: la frente y los ojos de la víctima estaban entrecerrados, las orejas pálidas por el estrago de la muerte, los largos y encanutados dedos de la mano apretaban al infante contra su pecho, todo le representó a don Demóstenes la imagen de una mujer madre, que acaba de expirar entre los brazos de su inocente hijo. Don Demóstenes se enterneció, y entre su corazón abolió la pena de muerte para los monos.

     En seguida se practicó otro acto no menos tierno. Ayacucho había cargado en Bogotá un mico diabólico sobre sus espaldas, y ahora llamándolo don Demóstenes le puso encima el zambito, el cual al ser desprendido de la lana de la zamba, de que había estado aferrado como trementina, dio un triste gemido, y con la mayor inocencia se agarró de la lana de su padre adoptivo.

     Después de esta función seria por tantos motivos, desenvolvió José una servilleta en que la oficiosa Manuela había acomodado carne, algunas viandas cocidas, bizcochos y dulce, y comió don Demóstenes, dando una parte a sus compañeros. Ñor Elías bajó a una hondura y trajo, en un cañuto de guada de una cuarta de diámetro que cortó con su cuchillo, agua dulce y cristalina, y otro cañuto repleto de miel de abejas, sacado de un colmenar que, según dijo, había dejado ya señalado su compañero Limas. Se encontró por casualidad don Demóstenes dos fulminantes en sus bolsillos, y este hallazgo lo animó a continuar la correría hasta un punto más distante, donde ñor Elías le había dicho que encontraría las pavas. Dicho y hecho, allí estaban dos, donde el baquiano había indicado, y disparando don Demóstenes, cayó una; la otra los hizo subir mucho trecho sin éxito favorable; y viendo que eran ya las tres y media de la tarde, y que se habían retirado demasiado, como lo indicaba la existencia de la quina y de la boba, pasando la cañada para bajar por una loma distinta, empezaron a caminar a paso largo a fuerza, de trochar porque la selva se hacía a cada paso más impenetrable.

     El baquiano se había puesto un poco indeciso, y viéndolo tontear, le preguntó don Demóstenes:

     -Amigo Elías, ¿qué lo lleva a usted tan pensativo?

     -Nuestra salida de entre estos montes de Dios.

     -¿Y eso, por qué?

     -Porque la memoria es frágil, mi caballero.

     -¡No comencemos con esas!

     -Pero lo que es salir, salimos aunque sea mañana, si Dios quiere. Yo he pasado algunas noches al pie de un botundo o de un higuerón raizudo.

     -¿Y qué ha comido usted?

     -He sacado candela, he tostado castañas y asado carne de lo que mis perros han cogido.

     -Yo no tengo esa vocación.

     -Pero, ya verá, patrón, que el cazador se obliga a eso y a mucho más... Pero si Dios quiere, si salimos, trochando ligero y no perdiendo el tiempo ni el talento de la corriente de las quebradas.

     -¿Y no queriendo Dios?

     -Pues entonces no salimos.

     -¿Y trochando ligero?

     -Pues ahí verá, patrón, que como dice el dicho, "el hombre pone y Dios dispone."

     -Vea cómo nos saca del monte, y dejese de teología, ñor Elías; porque usted se obligó a servirme de baquiano, la noche se acerca y yo no quiero dormir al pie de un botundo.

     -Así es, patrón; pero ya verá su merced que ninguno está al cabo de los contratiempos.

     Don Demóstenes bajaba pensativo, ñor Elías avergonzado, José desconfiado y Ayacucho molesto con sus nuevas obligaciones, cuando se oyó muy a lo lejos un eco casi perdido entre los bosques, que hizo exclamar a don Demóstenes:

     -¡Tierra! muchachos.

     -Es grito de gente, dijo el baquiano; pero muy lejos, y, para llegar hay mucho que trochar, y sí la Virgen no nos ayuda, todavía ¿quién sabe?, bien es que de la misericordia de Dios es malo a ratos desconfiar.

     Volvieron a callarse los cazadores, y todo su empeño estaba en andar. Por fortuna no dieron con cañadas, ni pedriscos, pues aunque tupido el bosque, el terreno era llano, y cuando se hallaron en una pequeña eminencia, pararon por ver si sonaba otra vez el mismo grito que tanto los había consolado. Oyeron efectivamente una voz ya inteligible, y aunque con dificultad, percibieron que decía:

     -¡Ah infames! ¡ah malvados! ¡ah pícaros!

     Siguieron en la misma dirección por una estrechísima senda que la casualidad les brindó; aunque José tuvo que quedarse un poco atrasado para sacarse una espina de guadua que se le atravesó en la planta del pie derecho, tomando la vanguardia el infatigable Ayacucho; mas éste se resistió a pocos pasos con cualquier pretexto, y ñor Elías siguió a la cabeza con sus Mulas de baquiano.

     Pero no habrían caminado media cuadra, cuando ñor Elías, que se había adelantado, dio un lastimoso grito diciendo:

     -¡Socorro! ¡socorro!

     -¿Qué hay?, le preguntó don Demóstenes corriendo a donde se hallaba Elías, a quien halló colgado de un pie.

     -Que mi compañero Limas sabe más que yo, porque me ha cogido en una de sus trampas.

     -Me tiene colgado de una pata nada menos... corte su merced esta soga o bejuco con su cuchillo; pero no le hace, que arrieros somos y en el camino nos toparemos.

     -¿Y si das en el suelo muy recio?

     -Eso no es tan malo como estar colgado uno de la pata.

     Entonces cortó don Demóstenes un hilo muy duro, y cayó el baquiano sonando como una piedra. Después les explicó que aquello era una trampa de lazo que se ponía para coger venados o cafuches, y algunas veces tigres, y hasta ladrones.

     Les contó también que en una parroquia llamada Quipile la habían puesto para guardas, en tiempo del monopolio del aguardiente, y que habían cogido una vez a uno, poniéndole en una senda una tinaja por cebadera; y a otro, a un soldado licenciado, cabalmente, lo habían cogido de la garganta del pie, haciéndole romper las botellas de aguardiente que había decomisado en otra estancia.

     Según las largas explicaciones del baquiano, don Demóstenes comprendió que la trampa de lazo es una cimbra fuerte, hecha por lo regular de una vara de arrayán bejuco, enterrada de una punta, y templada o sostenida de la otra por una cuerda que está sujeta por el medio de una trabilla de cuatro o cinco pulgadas, de un gancho de palo clavado a boca de tierra; de esta trabilla o crucero está pendiente un lazo de un torzal de fibras de palmas de cuesco semejantes al alambre de cobre; el lazo queda encubierto o simulado en un boyo de cinco dedos de profundidad, en el cual están también extendidos unos palos o astillas que tocan la trabilla y la hacen zafar del garabato o gancho, del cual estaba pendiente la cimbra, y luego dicha cimbra, al rehacerse, tira del lazo, el cual coge del pie o brazo al animal que le ha tocado, y lo deja colgado en el aire.

     Volvieron los cazadores a oír otras voces más cercanas, que claramente decían: ¡Ah pícaros! ¡ah ladrones!

     Pronto se les puso el monte más tupido con árboles que estaban entrelazados, y bejucadas tan densas como enredadas de intento; y al salir por entre unas matas de platanillo, a lo que los viajeros las rebulleron, una piedra cayó con grande ruido y oyéronse unas voces diciendo:

     -¡Condenados! ¡allá les va piedra!... ¡Urria!

     -Son las guardianas, dijo ñor Elías, que cuidan de lo que es suyo.

     No acababa de decir esto ñor Elías cuando otra piedra acompañada de iguales imprecaciones cayó sobre la culata de la escopeta, dejándole una señal profunda.

     -Es una guerra ésta tan injusta como contraria al derecho de gentes, sin previa declaratoria y sin reglas ningunas. Sería bueno que nos anunciásemos, dijo don Demóstenes.

     -¡Somos cazadores perdidos!, gritó ñor Elías.

     -¡Sigan!, contestó una voz delgada y al mismo tiempo agradable, sigan, que se les mostrará el camino.

     Al oír esto, los viajeros siguieron detrás de ñor Elías, y a las cuatro o seis varas de distancia dieron con una sementera de maíz, y el baquiano les dijo:

     -Esta es la roza de mi compañero Limas, según me parece.

     Por entre el maizal y los troncos mal quemados, y a veces por entre la hierba y los tiernos bejucos, llegaron por fin a una especie de teatro de palos, erigido sobre ocho varas, formando cuatro costados en forma de X, con sus escalas de varas bastante apartadas unas de otras. La elevación total sería de cuatro varas castellanas por lo menos. Una joven de ojos expresivos y rasgados, de pelo negro, corto y muy crespo, de camisa muy sencilla y un pañuelo anudado a la garganta en forma de manto de las damas muiscas, era la que presidía esta fortaleza tan singular.

     -¿Por dónde hallaremos nuestro camino? preguntó don Demóstenes a la joven.

     -Suba aquí a la garita, que desde aquí le mostraré lo que solicita usted.

     -¿Por estos palos? ¡Imposible!, dijo don Demóstenes, probando a subir sobre las dos primeras gradas.

     -¿Cómo yo subo, y soy mujer?

     -Eres mujer, contestó el viajero, y bien graciosa; pero eres educada entre las selvas, por eso puedes llevarme algunas ventajas.

     -¿Y no sube?, repitió la guardiana, soltando la risa.

     -¿Si tú me hicieras el favor de bajar?... Y ¿cuáles son los enemigos que?...

     -Las guacamayas, los loros, las catarnicas, los pericos grandes, los pericos chillones, los pericos cascabelitos, que todos son de la comparsa de los del pico redondo. Ahora las guapas, los lulúes, los cauchaos, los toches; más los micos, los cuchumbíes, los ulamáes, las arditas, y un sinnúmero de los de cuatro patas... ¡Y véalos allá!... ¡Ah cochinos! ¡ah pícaros! ¡ahí les va piedra! ¡Urria!

     Y diciendo esto, de su honda que había girado como tres ocasiones, se despidió una piedra zumbando por los aires como una bala agujereada.

     -¡Toma, demonios!, dijo entonces la centinela, con un aire de propia satisfacción que la hacía cada vez más graciosa a los ojos de don Demóstenes, quien quitándose las botas, con el auxilio de su criado, iba ya trepando por el remedo de escalera.

     -Me ibas matando, valerosa guerrera, le dijo el forastero: mira una marca de una de tus pedradas.

     -Con eso se acuerda de la guardiana Pía.

     -¿Pía te llamas?

     -Una criada suya.

     -Creo haber oído nombrarte, no sé cuando...

     -Tal vez.

     -¿Y cómo es que te hallas en este oficio?

     -Mi suerte que lo ha querido.

     -¡Ah, sí!, eres desgraciada... Recuerdo haber oído algo de tu historia, por incidencia, en un baile de la parroquia.

     -Desgraciada como no hay otra en el mundo, contestó Pía, con los ojos llenos de lágrimas.

     -¿Y qué era lo que me ibas a mostrar desde aquí encima?, le preguntó don Demóstenes, por apartarla de los recuerdos dolorosos a que la había conducido.

     -Pues vea las cañas de la Soledad y un pedazo de las ramadas; vea una estancia del trapiche del Retiro.

     -¡Oh preciosa guardiana!, el ángel malo subió a Jesucristo sobre un monte, desde donde le mostró todo el mundo: tú me muestras también mucho mundo; tú serás mi ángel bueno. Yo no me olvido de los infelices que me socorren cuando las revoluciones o los caprichos de la suerte me ponen al arbitrio de ellos. Espero poder servirte algún día, porque tengo un corazón liberal.

     -Muchas gracias, señor... Ahora vea el camino que ha de llevar. Se baja hasta aquella cañada, rodea aquel cerrito, pasa por aquel rancho que apenas se columbra allá entre las matas, y a poco ya está en la parroquia; pero eso sí, llega con la noche; ¡la fortuna que ahora hace muy buena luna!

     -A cada paso interesaba más la guardiana a nuestro viajero. Sus actitudes, su desembarazo y el puesto que ocupaba se la hacían ya mirar como una heroína de novela de los desiertos, aun cuando no era sino la rígida historia. Se bajó el caballero de la fortaleza de palos, y a poco rato lo alcanzó la sostenedora y le dijo:

     -Ahora que los loros se han aquietado, voy en tanto a llevarlo a casa porque por ahí es por donde sale al camino, y que allá tengo qué darles, aunque sea guarapo y una mazorca asada, o lo que se pueda.

     Iba Pía de baquiana, y don Demóstenes la seguía de cerca. Había veces en que era menester caminar por las empalizadas, y entonces llevandolo Pía de la mano, salía con bien. De golpe oyeron una voz que decía:

     -¡Upi! ¡Upi!

     -¿Qué significa eso, guerra también?, preguntó don Demóstenes.

     -Es que mi mamá piensa que es el zorro, porque la pisca y las dos gallinas se asustaron con nosotros.

     -¿Y también lo ahuyentan con la honda?

     -No tenga cuidado, caballero: mi mamá está de baja por el vejigón y ya no puede tirar hondazos.

 

 

 

Capítulo VIII

La casa de un ciudadano

 

 

     Don Demóstenes y sus dos compañeros habían llegado a la casa de ñor Dimas, atraídos por los gritos de la guardiana Pía. Aquella era una de las más separadas de la cabecera del distrito, colocada en una falda del gran bosque que ciñe la cordillera oriental de los Andes por la parte del occidente.

     No consistía el establecimiento de ñor Dimas, sino en una pequeña labranza de menos de una fanegada, en la cual se hallaba una roza de maíz del tamaño de una cuartilla, esto es, el área que se siembra con una medida de media arroba de semilla de maíz. También había unas poca matas de plátano guineo, y un cuadro alfombrado con las plantas bejucosas que producen las ahuyamas, batatas y calabazas. Lo demás era rastrojo, esto es, un enjambre de arbustos y bejucadas que se levantan a reponer los árboles que han caído a los golpes de machetes y del hacha. Los costados de este hueco de la montaña se veían como cercados por los troncos de los botundos y cedros, que parecían desafiar las herramientas que habían dado en tierra con los miembros de sus familias.

     En contorno del establecimiento de que hablamos no había más que la casa de un vecino llamado Juan Solano, que estaba a tres cuartos de legua, por la cual pasaba la senda del establecimiento del ciudadano Dimas, marcada por debajo del eterno bosque o montaña, como se denomina por los vecinos.

     La casa, que llaman rancho los estancieros pobres, era una enramada cubierta de palmicha, sumamente aplanada, de techo, dividida en dos departamentos por medio de un tabique de palma, elemento de que se componían las cuatro paredes de este cuarto, llamado el aposento por sus moradores; éste no pasaba de siete varas de largo. La otra mitad del edificio gozaba de la plena luz del día, no teniendo pared ninguna; servía de comedor, sala, granero y cocina; y allí estaba colocado el fogón, notable a la verdad por la sencillez de la fábrica, que no consistía más que en la buena colocación de tres piedras areniscas de poco tamaño. La piedra de moler, que era un guijarro de cinco arrobas de peso, estaba al lado suspendida sobre una tijera de tres palos de corazón, a una altura proporcionada para que la molendera funcionase de pie. Un grueso tarro de guadua de cinco cañutos estaba amarrado del más ancho de los estantillos de la enramada, de cuyo fondo se levantaban por minutos ruidos sordos a manera de truenos, siendo éstos efecto de la fermentación del guarapo que allí estaba envasado. Una troje de maíz estaba formada en uno de los ángulos con tarimas o atajadizos de guadua picada. Dos machetes, una hacha y dos azadones estaban colgados al lado de a troje.

     En el aposento había dos barbacoas en forma de camas: la una de varitas de resino, y la otra de guada picada, debajo de las cuales estaban instaladas dos cluecas, y algunas viandas y trastos más o menos necesarios. Una cruz de ramo, o de hojas de cogollo de palma y dos láminas de santos, la una de la Virgen del Rosario, y la otra anónima por su vejez, hacían lo que llaman altar las gentes pobres de las estancias, del cual parece que no hacían uso los propietarios.

     En el patio se levantaba un papayo de altura prodigiosa, ostentando debajo del paraguas de sus hojas, un capitel erizado en contorno de sus sabrosas frutas. Una vara que se alzaba del centro de las espinosas hojas del cactus que da las fibras que llamamos fique, como una azucena de en medio de una taza, blanqueando con sus flores espirales, hacía un contraste admirable con la columna vegetal que presidía las decoraciones. Cuatro matas de café y otras tantas de ají ostentaban sus frutos maduros junto a los verdes y a las flores, que cedían al peso de los racimos. El solitario desmonte estaba regado por un chorro que murmuraba debajo de las bejucadas y ramas con un rumor venerable como el de la pila principal de un convento, y cruzado por una senda apenas hollada por la planta de dos mujeres que acudían a lavar o a cargar agua.

     Dos personajes conversaban en el rancho de que hemos hablado, mientras que otros dos habían bajado al chorro o pequeña quebrada, y eran la dueña de la casa, llamada Melchora, y el huésped de la señora Patrocinio. La señora Melchora tenía cuarenta años, pero representaba cincuenta, era alta, delgada, de tez macilenta y ojos apagados, rodeados de manchas obscuras; estaba desgranando maíz cerca de la troje, con un pie estirado, sobre el cual estaban extendidas algunas hojas de higuerilla blanca, y se quejaba de cuando en cuando.

     -¿Y de qué padece usted?, le dijo don Demóstenes.

     -Del vejigón, mi caballero. Es una enfermedad que comienza por una ampolla, a veces del tamaño de un cuartillo, y si no se cruza con unas puntadas de seda carmesí, al día siguiente está del tamaño de un real, y al otro día del de una peseta, y al otro día del de un peso fuerte, y así va creciendo hasta que le da la vuelta al tobillo o a la planta del pie. Es enfermedad de la tierra caliente. Gracias al señor cura, que me vino a ver el martes y me dejó remedios y me regaló con qué comprar unas velas y inedia libra de azúcar.

     -¿Y qué remedio le dio?

     -Me dejó unos papelitos con unos polvitos para tomar en una cucharada de agua, uno todos los días, y me dijo que me bañara con el agua del bejuco que llaman agraz. Pero como a ratos tengo que caminar, porque ya su merced verá que la pobreza no da campo para estarse una guardada...

     -¿Pobreza? con tierras tan fértiles y exuberantes.

     -¿Y qué hacemos con ellas?

     -¿Cómo qué hacemos con ellas? Descuajar todos estos montes y sembrar plantaciones para la exportación, como café, añil, cacao, algodón y vainilla; y no sembrar maíz exclusivamente como hacen ustedes.

     -Muy bueno sería todo eso; pero la pobreza no nos deja hacer nada, y que como no hay caminos, ahí se quedaría todo botado; y no es eso sólo, sitio que los dueños de tierras nos perseguirían. Es bueno que con lo poco que alcanzamos a tener, a medio descuido ya nos están echando de la estancia, haciéndonos perder todo el trabajo ¿qué sería si nos vieran con labranzas de añil, de café y de todo eso?

     -Dígame usted, señora, ¿todos los arrendatarios están tan miserables como usted?

     -Hay algunos que tienen un palito de platanal, y hasta el completo de seis bestiecitas; pero esos viven en guerra abierta con los patrones, porque no habiendo documento de arriendo, el dueño de la tierra aprieta por su lado, y el arrendatario trata de escapar al abrigo de los montes, del secreto y de la astucia. La primera obligación es ir al trabajo el arrendatario, o mandar al hijo o a la hija; y los que se van hallando con platica se tratan de escapar mandando un jornalero, que no sirve de nada, y de esto resultan los pleitos, que son eternos. Mi comadre Estefanía y mi madrina Patricia son tan pobres como yo y padecen como si fueran esclavas. ¿No conoce usted a Rosa?, pregúntele usted lo que es ser arrendentaria, cuando la vaya a visitar.

     -No obstante, un gobierno libre da protección...

     -¡Bonita protección! A mi hermanito lo cogieron en el mercado para recluta y murió lleno de piojos en el hospital; ¡y las contribuciones que no vagan, ya del Cabildo, ya del Gobierno grande de Bogotá! ¡Muy buena me parece la protección! ¡Y esta pata que me duele que es un primor! ¡Madre mía y señora de la Salud!

     -¿No hay educación gratuita en el distrito?

     -No sé qué será lo que su merced dice.

     -La escuela, la enseñanza pública.

     -El señor cura es el que enseña a siete muchachos en la casa; pero yo tendré mucho cuidado de que no me vaya a coger el menorcito, porque es el que deshierba, y el que lorea cuando se enferma la hermana. Y que un pobre lo que gana con aprender a leer es que lo planten de juez y lo frieguen los gamonales.

     A este tiempo dieron las gallinas un revoloteo en el barzal, se aparecieron asustadas, y la estanciera dejó ir a los aires este grito con todas sus fuerzas:

     -¡Uuuuupi! ¡uuuuupi!

     -¿Qué significa la palabra upi, que no la he visto yo en ninguno de los diccionarios?

     -Como las gallinas se asustan cuando sienten al animal...

     -¿Qué animal?

     -El hurón, el tigrito y el ulamá, que todos comen gallina, y ya no vale ponerles trampa porque están resabiados.

     El que espantó las gallinas fue el cura, abriendo la puerta de talanqueras del lado de la senda, y no dilató en presentarse en el patio diciendo: ¡Ave María! Él, como se ha visto, había desistido de acompañar a don Demóstenes.

     -Adelante, señor cura, que por aquí estoy yo, le contestó éste.

     -Me alegro infinito; pero extraño que usted hubiese venido a dar por estos lados.

     -Perdido, señor cura, perdido.

     -¿Con un baquiano tan selecto? En eso hay algo de incomprensible. Y bien ¿qué halló usted de particular en su correría de la montaña?

     -Plantas preciosas, señor cura. Vea usted la zarzaparrilla, la castaña, el zapote de monte y el incienso; además dos pavas y un zambito. Ayacucho pase usted acá. ¿No ve usted, señor cura, con qué inocencia tan angelical se ha acomodado en las lanas de Ayacucho, en lugar del regazo de la madre? ¡Pobre criatura! Yo soy el verdugo de su madre; pero eso sí, allá en el monte hice mi protesta de abolir la pena de muerte para los zambos. ¡Qué hermosa semejanza la de una madre mujer y una madre zamba! Yo he llorado de lástima, señor cura.

     -Ahora veamos cómo anda la casera de males.

     -Bien, con la ayuda de Dios y los remedios del señor cura, respondió Melchora con admirable tranquilidad.

     -¿Y qué ha habido de mi empeño?

     -Que se lo he dicho varias veces, y se ha hecho sordo. A mí me parece que él no está por esas.

     -Pues entonces hay que separarse.

     -También es trabajoso, señor cura: porque ya su merced verá que él es el que roza y deshierba, y pone sus lazos para adquirir la carnecita.

     -Pero la salvación del alma está primero que todo, y Dios no falta con su misericordia, ni la tierra de la Nueva Granada se niega a sustentar al que tiene manos. Y que yo no encuentro obstáculo ninguno para este matrimonio. ¿Qué ha dicho de lo que le propuse el otro día?

     -Dice que ya pasaron esos tiempos en que no era libre un hombre para vivir con una mujer cualquiera, y que para eso ahí están viviendo juntos muchos solteros en la parroquia, y que así como así, ni la justicia ni el cura le pueden quitar su libertad.

     -¡Hola! ¿Con que ya las doctrinas de Tadeo alcanzan hasta la última choza de la montaña? Porque Tadeo es el que les predica esas doctrinas, y don Leocadio algunas veces. Dígale usted a Dimas que hable conmigo, que yo volveré el jueves, y usted haga todo empeño a ver si se casan en este mes; hágalo usted en bien de la familia, para que se eduquen esos muchachos con alguna regularidad y no resulten perjudiciales al Estado y a las mismas haciendas; porque usted habrá reparado que de estas uniones civiles de los trapiches y las estancias no resultan sino uno o dos muchachos enfermizos, para cuya educación no ayudan los padres: hágalo por la familia, ñuá Melchora.

     -¿Pero qué familia?, el cuba será, porque los dos mocetones, Calixto y Nepomuceno, ya no arriman aquí a la casa, porque su vida es en los trapiches en la semana, y en los gastos los domingos y lunes.

     -Y así andan por ahí todos los mocetones, desde doce años para arriba; y cuando rompen una maza del trapiche, o matan una mula, o queman una falca, entonces se pasa el de la gracia a otro, llevando por certificado de su buena conducta un garrote de guayacán, un tiple y una mujer, y como están escasos los peones, el amo de la tierra lo recibe con los brazos abiertos; y no hay peones porque los mismos dueños de tierras desacreditan el matrimonio y la doctrina cristiana en que se sostiene, pagando los domingos hasta el medio día para que los; peones no puedan ir a misa.

     -Y por lo que es Pía, esa es harina de otro costal, siguió diciendo Melchora, y de buena sangre ahí donde la ven sus mercedes, que si no fuera porque le hicieron el perjuicio los amos de hacerla ir a dormir al trapiche, otro gallo le cantara, porque estaba poniéndose linda como una flor; pero sería que ya le convenía a la pobre de mi hija. Hoy está que no tiene sino una sola mudita de ropa, y el negrito no tiene sino la mera camisita que le regaló su madrina, y hasta enfermo se halla de una enfermedad que padecía ese vagamundo de Pablo, que allá dicen que está en Ambalema con la Angarilla, y no ha sido para mandarle ni una peseta a la pobre de la muchacha. Y yo le quería preguntar a mi amo, dijo a don Demóstenes, si la libertad se perjudicaría mucho con que los jueces lo obligaran a mandarle siquiera cuatro reales cada mes a la pobre, pues de aquí a la ciudad de ciudad de Ambalema no hay sino tres días, y vienen correos todas las semanas a la cabecera del cantón.

     Sería muy justo, dijo don Demóstenes: en los Estados Unidos esa clase de travesuras, y aún menores, se pagan demasiado caro, y en el juicio sumario, la declaración de la misma joven burlada vale por tres o cuatro testigos: allá se estima el honor de la familia mucho más que en esta tierra. ¡Buenos chascos se han llevado algunos traviesos de Sudamérica!

     -Allá hay sanción moral, dijo el cura. ¿Y bien, doña María Melchora, qué le dijo Pía de la confesión?

     -Que le da mucha vergüenza, porque ya está tan grande, y no se ha confesado nunca, y también que lo poco que sabía del rezo ya se le está olvidando.

     -Dígale que repase la doctrina, y que se anime: la confesión es un precepto de la Iglesia, y usted no se debe descuidar en estas cosas; ¿o cree usted que su hija se hará mala por confesarse? ¿Le dije a usted que fuese mala cuando se confesaba conmigo, o cuando escuchaba mis pláticas los domingo?

     -Tiene razón, mi señor doctor; yo le ofrezco que si él se anima a casarse por fin, las cosas de la familia se irán reformando: haga todo empeñito, señor cura. Lo que tiene es que estamos tan pobres.

     -Yo le hago el casamiento de balde, y le doy algo de plata para los gastos.

     -Me suscribo en cuatro pesos, añadió don Demóstenes.

     -Nos iremos, dijo el cura, porque son las cinco de la tarde, y nos coge la noche.

     -Hace luna, y llevan un buen baquiano; aunque hoy se le mojaron los papeles, según parece; bien es que se le habrá mejorado el talento de los caminos y sendas con el fresco de la tarde. ¡Que mi Dios y Señor me los lleve con bien, y que vuelvan a vernos!, dijo Melchora, dándole, dos mil agradecimientos a los dos amigos de la humanidad.

     Emprendieron éstos la bajada, echando a la vanguardia al baquiano y a José, y al monito cargado en Ayacucho, a la retaguardia.

     -Los caminos son muy parecidos a los ríos, dijo el señor cura: el de la estancia del botundo, que viene desde el pie de la peña hasta donde suele ir ñor Dimas a sacar quina y zarza y a cazar osos, pasa por la choza, yendo a dar a la parroquia y de allí va a dar a Bogotá, juntándose, a esta vena otras sendas y caminos. En este mismo orden están las arterias de la civilización de modo que nosotros, hemos llegado a dar con la última vena, en la casa del ciudadano Dimas, que es la última del distrito parroquial por ese lado. Hemos visto cómo comienza el ramal o la corriente de la humana civilización: usted habrá notado la falta de artes y de industria, la penuria de la choza de un ciudadano granadino, guarida semejante al conuco de un salvaje de Opón, que es cuanto puede decirse.

     -Peor, señor cura; yo vi una hacha y un machete pero esto mismo es un descrédito para las luces del siglo XIX, porque yo pienso que una familia de panches no estaría peor alhajada sin haber conocido el hierro.

     -¿Y en cuanto a las ideas morales, qué me dice usted?

     -No sé qué decirle. A mí me parece que han saltado en la casa de Dimas una valla que no se pasa si no con el mucho roce de la civilización. No hay matrimonio, no hay confesión no hay rezo: se han dado muchos pasos hacia la abolición de la teocracia, que es donde termina la ilustración del mundo.

     -Aquí tiene usted un problema social de grandes trascendencias. ¿Ganará o perderá la sociedad granadina con tener la mayor parte de las familias parecidas a la del ciudadano Dimas? ¿Está la familia del ciudadano Dimas muy ilustrada, o se halla más bien en el estado de salvajismo? ¿Han adelantado en ilustración las gentes de esta parroquia todo lo que debieran en los cincuenta y seis años de independencia?

     Las ramas de un curo, que ese mismo día había caído sobre el camino, habían detenido a la vanguardia, y llegando el cura, preguntó al ciudadano Elías:

     -¿Quién taparía el camino?

     -Fue, seguramente, mi compadre Dimas; porque yo había dejado señalada una buena vieja colmena de gallinazas, y él le pegó el corte al palo por manducársela: pero no le hace, que arrieros somos y en el camino nos toparemos. Hoy me colgó también de la pata; pero ésa se la tengo apuntada en mi librito.

     -¿No sabrá el ciudadano Dimas que los caminos son públicos?, dijo don Demóstenes.

     -Está muy ilustrado, dijo el cura, y ha sido dos veces cabildante; pero me parece que está muy lejos de saber y de respetar los más simples deberes de los ciudadanos de una República.

     -¿Y las leyes de policía?, preguntó don Demóstenes.

     Aquí no hay más leyes que los mandatos del dueño de tierras; porque si él quiere, le manda a Dimas que venga y pique las ramas y las haga para un lado del camino, amenazándolo con echarlo de la tierra, si no lo hace, y por la picardía lo hace trabajar una semana, pagándole, se entiende, sus jornales.

     -¡Feudalismo! ¡Feudalismo!

     -Pero ya ve usted la ventaja; y que don Cosme es liberal.

     -Pues es un señor feudal liberal, como creo que hay algunos en el distrito.

     -Pues ya usted verá cómo mañana está destapado el camino, y si el alcalde toma la cuestión por su cuenta, en la calificación de los testigos, en la preexistencia de una hacha, y en la coartada y contracoartada se pasa un mes, y mientras eso, los transeúntes se tienen que bandear por una senda tortuosa, porque ésta es la práctica de la parroquia, y al fin de todo, el que sale ganando tres o cuatro pesos es don Tadeo, que dirige el asunto por la autoridad suprema de gamonal de la parroquia.

     Entre José y su compañero habían hecho una senda muy estrecha con los cuchillos de monte, y por allí pasaron casi a tientas los viajeros de zapatos, porque la claridad de la luna no les bastaba, a causa de las ramas y bejucadas.

     A poco rato oyeron unos gritos a lo que iban caminando por la senda, y luego unos quejidos. Apuraron todos el paso y encontraron a un hombre tendido en el camino, lleno de sangre, y sin movimiento vital en ninguno de sus miembros.

     -¡Qué es esto!, exclamó el cura, ¿quién es el muerto? Es mi tocayo, contestó ñor Elías.

     Puede ser que no haya muerto, dijo el cura, después de examinarlo atentamente, y sacando de su cartera un papelito, le puso sobre la lengua un glóbulo del tamaño de la cabeza de un alfiler.

     A los dos segundos se movió el paciente, y a los tres o cuatro se pudo enderezar.

     -¡El filósofo del Gólgota curaba con la imposición de manos, y usted con un papelito! ¡Gloria a los protectores de la humanidad!

     -¿Qué ha sido?, preguntó el cura a su feligrés.

     -Que Juan Acero salió de golpe del monte, y me partió un brazo de un garrotazo, y me repitió otros en la cabeza y la espalda. ¡Ay! señor cura, que tengo unos dolores que ya no puedo más.

     -¿Y por qué le pegó Juan Acero?

     -Porque hace ocho días que está apoderado de mi casa y de mi mujer, y me dijo que si pasaba estos caminos, me mataría. ¡Ay! que ya no puedo más.

     -El cura confesó al herido, y entre todos los cuatro viajeros lo llevaron a una estancia que estaba siete cuadras más abajo, y mandaron a la cabecera del cantón a buscar quien le cortase el brazo derecho, pues lo tenía despedazado. El cura dejó muy recomendado al enfermo, y avisó que fuesen a pedir lo que se ofreciese a la casa rural. Don Demóstenes ofreció su persona y sus intereses para el alivio del proletario, y siguieron su camino todos los viajeros en dirección a la parroquia. Caminaron unas cuadras en absoluto silencio consternados por la desgracia del pobre estanciero. El zambito dio algunos lamentos sin soltarse de la espalda del viejo Ayacucho, que caminaba mohíno detrás de su patrón. Por último desplegó sus labios el bogotano para recomendarle a ñor Elías que tuviese muy presente todo lo sucedido para cuando lo llamasen a declarar los jueces de la parroquia.

     -¿Yo?, exclamó ñor Elías; ¿yo declarar contra Juan Acero? Solamente que estuviera bien aburrido. Antes lo que voy a hacer es no salir en dos meses de entre las montañas para que nadie me vea.

     -¿Por qué, taita Elías?

     -Porque a Juan Acero no lo apresan ni le hacen nada, y si lo apresan, lo saca con bien ñor don Tadeo o el amo don Cosme, y en después pobre del juez y pobres de los testigos, porque es el garrote más bravo de todo el vecindario.

     -¿Y por qué cree usted que lo saquen libre?

     -Porque es del partido de don Tadeo, y porque los guapos tienen ahora mucha defensa. ¿No ve su persona cómo a mis hijas me las libraron de ir a la reclusión de Guaduas por las cortadas que le hicieron a la tonta María Vásquez? Pero, en fin, a mí me gusta que defiendan a todos los perseguidos por la justicia, y por eso es que yo soy del partido de don Tadeo, y de mi amo don Cosme, aunque es la verdad que con la defensa de las muchachas me quedé yo de esclavo para muchos años de vida.

     -Ahora dígame, señor cura, dijo el bogotano, ¿cómo se ha hecho usted homeópata?

     -Cuando estuve en mi primer curato, me daba mucha lástima el ver que iban a perecer por la falta de un remedio muchos de los enfermos que confesaba. Me puse a leer algunas obras de homeopatía, alopatía e hidropatía, y entre todas vi que la alopatía tenía el inconveniente de las boticas, que no se hallan en todas partes; la hidropatía el de hacer dar muchos gritos a los enfermos y no curar todas las enfermedades, y me decidí por la medicina homeopática por la facilidad con que se administra, quedando suprimidos los cáusticos, los baños, las sanguijuelas y sangrías, las purgas y los vomitivos, las moxas y, las ventosas, y todas las drogas de las boticas, quedando toda la medicina reducida a administrar un glóbulo, que contiene la diezmillonésima parte de un grano. Esta medicina me decidió por lo barato, cómodo y pronto para su aplicación y para la reposición. Para los pobres es excelente.

     -La medicina democrática entonces ¡la medicina de los proletarios!, exclamó el humanitario don Demóstenes.

     -Sí, señor, le contestó el cura. Y yo he visto en mi juventud al ilustre doctor Juan María Céspedes recetar a los feligreses de su curato, a quienes iba a administrar, las plantas medicinales que él conocía, con un esmero y una caridad de que se pudieran sacar luces y ejemplos para educar buenos curas, si en lugar de reformarlos, no se quisiera destruirlos.

     Así conversaban los dos amigos de la humanidad cuando divisaron la luz pálida de la lámpara de la iglesia que asomaba por una de las ventanas, oyendo al mismo tiempo las campanadas de las ocho, fúnebres y tristes como el objeto para que fueron inventadas. El cura rezó una oración en latín, de que don Demóstenes no quedó amostazado, porque era tolerante, y en el hotel San Nicolás de Nueva York, le había soportado la oración del mediodía a un mahometano que vivía con él, por un mes entero. Ayacucho se adelantó, como lo tenía de costumbre, y al pasar por la casa de don Tadeo se vio a gatas para defender de los perros a su pupilo, el que, cuando llegó a casa, fue muy acariciado por toda la familia, y en especial por Manuela, que era compasiva y tierna con todos los que padecían.

 

 

 

Capítulo IX

Lecciones de baile

 

 

     Cierto día había vuelto don Demóstenes a su posada muy aburrido, porque no traía más caza que una tomineja del tamaño de una avellana, que se hubiera podido confundir con una mosca de las mayores, a pesar de que estaba en la plenitud de su desarrollo. La hamaca era en estos casos el único recurso del caballero, y se dejó caer en ella de la misma manera que cae la palma de cuesco sobre las ramas de los árboles en los desmontes que llaman rocería en las tierras calientes de la Nueva Granada; y, afianzando su bastón en el suelo, como los bogas afirman la palanca, hacía que la hamaca se meciera constantemente. Convertido en un bajá de Constantinopla, recibía la poca brisa que cruzaba por las dos puertas de la sala, y tal vez se imaginaba huríes, como los hijos del profeta de la Turquía, pues en la tierra caliente la hamaca equivale a los cojines mullidos, a la dulce embriaguez de la pipa y a las ilusiones suscitadas por el opio de los orientales.

     Una hora entera llevaba don Demóstenes de estarse meciendo en su grande hamaca corozaleña, sin leer, sin hablar, sin mirar a los que pasaban por la mitad de la sala, a tiempo que Manuela estaba aplanchando encima de la gran mesa central, que ella había cubierto previamente con sábana, frazada y sobrecama; viendo triste a su huésped quiso usar de su lenguaje blando y elocuente para sacarlo del estado de inacción en que se hallaba. La voz de Manuela era dulce y sus frases tenían la fuerza y los adornos de locución de las hijas de los llanos del Magdalena, que expresan mejor una idea que los estudiantes de retórica de los colegios, y se le dirigió en los términos siguientes:

     -Señor don Demóstenes, ¿en cuál se quedó pensando, en la catira de Bogotá, o en la pelinegra del trapiche del Retiro?

     -¿Por qué me lo preguntas?, contestó el caballero como sorprendido.

     -Porque ya va para media hora que ni los mosquitos lo hacen mover; y que hoy es cuando se les ha metido picar sin lástima.

     -No es sino que la hamaca me tiene encantado.

     -Y ahí verá que no debía quererla, porque usted es liberal.

     -¿Y qué pitos toca la libertad con la hamaca?

     -¿Luego, no sabe usted que la hamaca es el puro centralismo, estando en la mitad de la sala como la suya, haciendo estorbo a los que pasan?

     -¡Vaya una ocurrencia!, dijo don Demóstenes, mirando a Manuela y riéndose de su sencillez.

     -Pero como no es eso sólo, dijo la casera, sin cesar de mover la plancha por encima de una levita blanca de su huésped.

     -¿Y qué otra cosa es?

     -Que usted echa a pasear la igualdad cuando se apodera de la hamaca en esta casa o en la de mi prima.

     -¿La igualdad?

     -Sí, señor, la igualdad; porque todos los demás estamos fregados en los poyos o los escaños, mientras que usted se está meciendo en la visita, acostado muchas ocasiones, y ya usted ve que eso no se puede llamar igualdad. Y si entran las señoras a ese tiempo, yo no sé cómo se entienda usted con ellas.

     -¡Oh! pues entonces me levantaría.

     Eso tampoco se conviene muy bien con la igualdad de que usted nos habla; pues querría decir que a nosotras se nos debe tratar poco más o menos, y usted nos ha dicho que todos somos iguales.

     -¡Ah!, pero era porque estábamos hablando de la igualdad de derechos, me parece.

     -¿Entonces no hay más igualdad que esa igualdad de derechos que usted dice?

     -Pues sí hay: la igualdad social; pero tiene sus. excepciones.

     -¿Igualdad y excepciones? ¡Está muy bueno!

     -Es que una cosa es con guitarra...

     -Entonces diga usted que una cosa es cacarear y otra poner el huevo; una cosa es hablar de igualdad y otra sujetarse a ella.

     A este tiempo hubo una novedad muy grande en el puesto central de don Demóstenes. La marrana sintió por la calle algún ruido que le convenía, y sin acordarse del gran estorbo de la horqueta a que estaba condenada por la ley del supremo Cabildo del 18 de mayo, se salió por la sala y metiéndose por debajo de la hamaca, le causó fuertes molestias al centralista en las espaldas con los palos y con el espinazo; pero en eso no paró todo, sino que viendo el burro carguero el buen éxito de la marrana, se alegró y emprendió la carrera, a la voz de un rebuzno, y al pasar por debajo de uno de los lazos, dio un empellón tan recio al tranquilo huésped, que si no se coge con viveza del costado de la manta va a dar al duro suelo.

     Manuela se asustó: pero luego que pasó la sorpresa, y que se enteró de que a don Demóstenes no le había sucedido nada, no pudo menos de reírse como era natural, y cerró la puerta del lado de la calle, para evitar la segunda pasada.

     -¡Oh, Manuela!, le dijo don Demóstenes a su casera, que estaba tocando la plancha con el dedo mojado en la saliva de su linda boca para examinar los grados de calor que tuviera; tú has visto cuál ha sido mi castigo por un solo pecado de centralismo; pero te intereso muy seriamente para que cesen todos estos desórdenes, pues el derecho de colgar mi hamaca...

     -Pierda cuidado, que no volverá a suceder nada, contestó Manuela.

     Volvió a quedarse callado don Demóstenes y con mayores trazas de melancolía, y viendo Manuela que no volvía la cara para donde ella estaba, a pesar de sus golpes repetidos con la plancha, ensayando por segunda vez el modo de hacerlo entrar en conversación, le dijo estas palabras:

     -¡Hola!, se me pone que la carta que le entregaron hoy le trajo alguna mala noticia de la familia, según está usted de afligido.

     -¡Ah, no! Era sobre negocios.

     -¿De alguna rueda de agua, o sobre el cuido de las avecitas, o sobre qué cosa?, dijo Manuela, saliendo a remudar plancha en el corredor en donde tenía su brasero.

     -Manuela sabe algo sobre la carta de Clotilde, dijo don Demóstenes a sus solas, y éste también es un mal precedente.

     -¿Qué es lo que le está pasando, que ya conversa solo, como los jubilados?, preguntó Manuela al caballero, entrando con la otra plancha.

     -Es que quiero morirme.

     -¿No le da susto?

     -¿Pero de qué? La muerte es un hecho común, es el último sueño, y nada más.

     -¿Y la cuenta de nuestras buenas o malas obras?

     -A mí no me tocan esas cuentas; y te encargo que me hagas llevar a la estancia de Dimas, al pie del botundo que corona una colina desde donde se ve la parroquia, y que allí me entierren, al lado del arroyo que corre por debajo de los pabellones del batatillo y ojo de buey, formando una música con su eterno susurro, de lo más aparente para los sepulcros; y dejo dispuesto que me siembre Pía una mata de siempreviva al lado del mío.

     -Y dormido con el último sueño ¿qué se suple con la música del arroyo, ni con la vista de la colina? ¿no será mucho mejor que lo entierren en el cementerio bendito, con su cruz encima, igual a la que se pone sobre las sepulturas de todos los cristianos? ¿No se ha de volver tierra como todos los hijos de Eva?

     -Así es, Manuela, dijo don Demóstenes, con un suspiro; pero no sé si es por un sentimiento de orgullo, o por algún presentimiento de inmortalidad, o qué sé yo; pero lo cierto es que todos deseamos que duren nuestras reliquias entre los vivos, y que se noten con epitafios, o con mausoleos, y con árboles funerarios como el ciprés.

     -Pero al fin, ya verá que ricos y pobres se vuelven tierra, y que las señales que dejan los ricos también se acaban algún día para que haya igualdad, porque esa sí que es la igualdad legítima. Y lo mejor es que, siendo usted tan alentado, y tan buen mozo, y tan formal, no se desee la muerte.

     -¡Gracias, Manuela! Pero has de saber que la tumba con sus adornos; tiene una poesía que me encanta.

     -¡Ojalá vaya a hacer la tontera de matarse usted mismo! Ni mucho menos por alguna que cuando lo sepa, se encoja de hombros y nada más. Ya usted ve que las mujeres aguantamos calladas cuando hay alguno que no nos quiera querer. Conque déjese de suspiros y de pesares por la niña que le mandó esa carta, y no se deje morir hasta después de san Juan, con eso bailamos los dos un buen bambuco, o un buen torbellino, o una caña aunque sea.

     -Todo eso es colonial y muy retrógrado, según vi la noche de la pelea de José, El bambuco me pareció el juego de las escondidas, sin el buen resultado de coger a la persona escondida; el torbellino me pareció baile de piscos o pavos, todo con algunos amagos de ataque, pero con mucha distancia de las fuerzas beligerantes, que, si se llegan a arrimar, es a media vara de distancia, lo cual es un oprobio para los adelantos del siglo XIX, en que la palabra distancia no figura ya en los diccionarios, desde que Roma se ha ido a rendir a las puertas de París y Londres en fuerza de la invención del telégrafo eléctrico. Por manera que el retrógrado bambuco y el torbellino vetusto no hacen otra cosa que oponerse al espíritu del baile, que consiste en avanzar y estrechar la distancia de los corazones, y por consiguiente de los cuerpos, y me admira que tú, siendo joven y linda...

     -¡Muchas gracias!

     -Sí, Manuela, continuó don Demóstenes con algo de entusiasmo; la hermosura no debe estar en oposición con las luces del siglo.

     Verdaderamente que Manuela estaba seductora ese día. Su brazo, no muy blanco a la verdad, pero carnudo y sombreado por el vello, se desplegaba con elegancia hasta la mitad de la mesa, llevando y trayendo la pesada plancha, de cuyos movimientos se resentía su delgada cintura; su pecho se avanzaba en ocasiones sobre la mesa, sin más adornos que su fina camisa de tira sencilla, y es sabido el influjo favorable de la naturaleza en todos los climas calientes para la conservación de la lozanía, aun en las mujeres de alguna edad; bien es que nuestra heroína no pasaba todavía, de los 17. El rostro de color aperlado de la parroquiana estaba sonrosado ese día por el ejercicio y sobre todo por el brasero y la plancha, y la sonrisa habitual de sus labios brillaba en aquellos sus facciones, por el interés de consolar a su huésped.

     Don Demóstenes se había vuelto a quedar serio y se estaba meciendo en su hamaca con ese grado de pereza que es el opio del estanciero del Magdalena y sus llanuras cuando se mece en su propia hamaca, muy seguro de que el pescado solicita la carnada del anzuelo, que el venado busca la trampa de lazo y sus vástagos de plátano paren según la metáfora de que usan los calentanos para expresar la fecundidad con que se multiplican.

     Viendo Manuela que los golpes de la plancha eran insuficientes para llamar la atención de su alojado, le volvió a decir:

     -¡Olé! ¿por fin se muere?

     -Tal vez, le contestó don Demóstenes, sin volverla a mirar.

     -Déjelo para después de san Juan, con eso bailamos bambuco hasta que nos sepa a feo.

     -¿Qué cuento es eso de san Juan, que todo lo que hablan es de san Juan, y lo que hacen es para san Juan, y vuelta san Juan, y torna san Juan?

     -¿Luego usted no sabe que ese día, nos volvemos locas de gusto?

     -¿Y por qué ese día y no el 20 de julio, que es el aniversario de nuestra independencia?

     -Porque ese día se recuerda a san Juan, que fue el que bautizó a Nuestro Señor Jesucristo.

     -Yo creo que en esta parroquia mezclarán mucha dosis de superstición y de fanatismo con ese recuerdo.

     -Ya verá cómo usted también se vuelve loco de gusto ese día y grita con nosotras, y baila con nosotras, y se lava el cuerpo como todas nosotras.

     -¿Pero bailar bambuco? ¡Imposible!, ni mucho menos servir de estatua, o de pedazo de alcornoque para que te hagas los entes de que estás bailando con tu novio.

     -¿Pero cuál?

     -Yo te diré, fijamente; no te endulzaré los oídos, porque no lo conozco de nombre; pero un sujeto que te espiaba todos los pasos y movimientos la noche de la pelea de José y que vi yo retirarse en otra ocasión de tu tienda, ése es tu amante; y desearía conocerlo, porque lo vi disfrazado y no tengo de él sino una idea confusa.

     -¿Y no es lo mismo bailar con cualquiera persona?

     -¿Entonces cuando te saca un viejo barrigón como una tinaja, o lino seco y largo como un estoque, bailas con todo tu gusto?

     -¿Por qué no?

     -¿Y de dos jóvenes de los cuales el uno sea feo y el otro buen mozo?

     -Cualquiera.

     -¿Y si te saca una mujer?

     -¡Quién sabe!

     -No hay quién sabe que valga. Yo por mi le digo, que si bailo contigo en el san Juan será movido por tu belleza, de tus encantos, de ese conjunto de cualidades que te hacen la más linda de todas las muchachas de tu parroquia.

     -¡Naaada!

     -Sin lisonja, Manuela.

     -Bueno, pero levántese de esa cama de pereza y salga a la mitad de la sala ahora mismo, y le explico el bambuco a la carrera para que lo vaya aprendiendo y en el san Juan lo bailemos juntos.

     -Voy porque no digas que te desairo, dijo don Demóstenes poniéndose de pie y amarrando la cama por encima para que no estorbase.

     -Mire, le dijo Manuela a su huésped: después de dar una vuelta en la mitad de la sala alrededor de la pareja, se va usted bailando por un lado y su pareja por el otro.

     -¿Apartarnos? ¡Oh qué disparate!

     -¿Cómo, pues?

     -¡Unirnos, estrecharnos, confundirnos como la enredadera y el árbol que la sostiene!

     -¿Pero cómo se baila?, si en el bambuco los que bailan han de ir separados.

     -Entonces el bambuco se debe desterrar de la sociedad actual, como el bolero y como todo lo que se oponga a las luces del siglo.

     -Entonces no bailaremos los dos en el san Juan.

     -Bailaremos strauss o varsoviana, que son los bailes que están más en moda en la capital.

     -¡Pero como yo no sé!

     -Te lo enseño.

     -¿Cuándo?

     -Cuando se pueda; comenzando hoy: con medio cuarto de hora de lección será suficiente.

     -¿Y su ropa a qué horas se la acabo de planchar?

     -Otro día.

     -¿Y música?

     -José silba cuanto le manden, y sabe los toques de corneta.

     Llamó don Demóstenes a su criado, que estaba limpiando la mula de silla en el corral y le mandó entonar el strauss, imitando los golpes de la tambora sobre la mesa grande, condujo a su discípula de la mano y comenzó la primera lección.

     -Ten cuenta, le dijo, de llevar el paso de la manera que yo lo haga; pero brincando con aire, con elegancia y con mucha soltura sobre todo; porque es necesario comprender lo que es el espíritu del baile. Déjate de vergüenza por ahora, porque con ella no hay baile posible.

     Manuela ejecutó la primera lección, y su maestro se quedó muy admirado de sus buenas disposiciones. Ella había bailado valse dos o tres veces.

     -Ahora te dejas rodear la cintura con uno de mis brazos y me entregas una mano a todo mi albedrío.

     Don Demóstenes rompió el baile por la orilla de la sala, pero la discípula se resistía.

     -No temas, le dijo el maestro.

     -No ve que me quedo sin libertad.

     -Es indispensable.

     -¡No se arrime tanto, por Dios!

     -Es la naturaleza del strauss.

     -¿Qué hago yo?, dijo Manuela, algún tanto sobrecogida de temor.

     -Hay que tener fe en la doctrina, le dijo el maestro.

     -¡Huy!, dijo Manuela y salió corriendo a coger la plancha.

     -¿Eso qué es?,dijo el maestro, tan serio como admirado de una defección tan a destiempo.

     -¿Qué ha de ser?, dijo Manuela, que yo soy la madre de las cosquillas, y así no puede ser; y menos tan de mañana. ¡Ave María!

     -¿Y eso qué quiere decir?

     -Que música, miel y ventana no pegan por la mañana, como usted lo sabe; y yo le agrego que ni amor, supuesto que el baile es amor como usted lo decía no sé cuando.

     -La adición del adagio es muy filosófica; se echa de ver que tienes talento; pero da lástima que no abjures de una vez de todas las ideas teocráticas y monacales de que está infestada la nueva Granada.

     -Yo digo que es cierto el adagio, porque cuando me levanto por la mañana, veo la cocina y la huerta, y me entrego a mis oficios tan sosegada, tan tranquila y tan inocente como para comulgar; en el día es que me asomo a la puerta de la calle, y tomo dulce, la música es hasta la noche que me agrada con más veras, habiendo la ventaja de que la noche es tiempo desocupado.

     -¿Y el amor?

     -Pues es cuando hay más tiempo de conversar de esas cosas; pero yo lo que hago es suspirar y estar triste por mis desgracias y cavilar: hay noches que se me pasan en blanco.

     -¡La ausencia del disfrazado!

     -Ya dio usted en embromar con el disfrazado.

     -Esa cuestión es separada y la dejaremos para después; ahora me permito hacer algunas observaciones sobre el adagio popular y sobre la nota tan filosófica que tú le has agregado. Es verdad que la mujer no es tan hermosa en misa ni en el estrado como lo es en el teatro o en el baile, aumentada su belleza con la iluminación; es evidente que el corazón palpita con mayor vehemencia tocado por las armonías de una serenata de media noche que por la música de los toros o de la parada; que el cachaco bogotano espera las horas de la noche para hacer oír a su amada los trinos de su bandola como lo hiciera con su laúd el castellano de la edad media; que la obscuridad misteriosa de la noche favorece más las citas de amor, que la luminosa carrera del sol; que en los desvelos de la noche se medita con más sosiego y más profundamente sobre la ausencia del esposo prometido; que las comunicaciones amorosas de las flores se verifican en el espacio de la noche: todo esto continúa, tu aserción, pero eso no quita que bailemos media hora de día por vía de aprendizaje. ¡Aplícate, Manuela! Una muchacha linda como tú, redobla sus atractivos, con ser la primera pareja del lugar.

     -¡Ven a bailar, Manuela!, repetía don Demóstenes, queriendo llevar cogida de la mano a su discípula, de las cercanías de la mesa grande hasta la mitad de la sala.

     De repente lo encontró en estos empeños doña Patrocinio, que venía de la calle, y luego que fue informada de todo el asunto, dirigió la siguiente reconvención a Manuela:

     -¡Malhaya la chiquitica, que la pueden ojear por la gracia! ¿Conque ahora dije pudiera aprovecharse de la ocasión se hace la remilgada?

     -Entonces ¿cuándo se aprende todo lo bueno de la capital, para ir saliendo de las vejeces de la parroquia? ¡Lástima que Pachita se hubiera ido a lavar que buenas ganas tengo de que don Demóstenes me la vaya enseñando!

     -¡Pero si no me gusta! ¿yo por qué gracia?

     -A fe que si fuera un ruanón entonces si no decías nada; pero como es un caballero noble el que te quiere enseñar, por eso sales ahora con tus fullerías. No seas tonta: déjate enseñar, con eso les echas cacho en las fiestas a la Cecilia y a la Liboria, que se han figurado que ya no hay otras mejores.

     -Es lo que te digo, Manuela, agregó don Demóstenes; lo que se debe aprender es la varsoviana, el strauss y la polka, que son los bailes de alto tono, y dejarse de los usos retrógrado de los pueblos semisalvajes. No hay que poner estorbo a los adelantos del siglo.

     -Para que lo veas, añadió doña Patrocinio; y al caballero no debemos desairarlo siendo un señor tan amigo de nuestro bien. Sal a bailar y déjate de fullerías, que ya no eres tan chiquita.

     No había palabras con qué resistir unas razones de tanto peso, y Manuela salió a recibir las lecciones gratuitas de su maestro.

     -Ya tenemos mucho adelantado, dijo don Demóstenes, sobre el paso, los movimientos y el oído, no queda nada que desear. Ahora lo que falta es que Manuela salte con propiedad.

     Cogió don Demóstenes a su discípula como debía; José silbaba, doña Patrocinio daba palmaditas, y la pareja partió como un relámpago recorriendo un lado de la sala.

     -¡Más aprisa!, exclamó don Demóstenes, y ¡adelante! ¡adelante!

     -Pero no me apriete, dijo Manuela en un tono muy deprecativo.

     -¡Más adelante ese brinco, y ¡adelante! ¡adelante!

     -¿Más?

     -¡Más, más, más!

     -¡Pero cuándo más, don Demóstenes!

     -¡Sí! ¡más! ¡con entusiasmo, con fe, con energía!

     Don Demóstenes estaba lleno de contento por los buenos resultados de su enseñanza; a más de eso se estaba inspirando con los placeres del baile; se hallaba tan cerca de su casera como no lo había estado nunca; sus manos estrechaban con dulzura los miembros palpitantes de una beldad y cuando inclinaba la cabeza al sonido de los compases, su barba se mecía por encima de la frente de su pareja, como las hojas de una palma sobre las hojas y flores de los árboles de su contorno; los ojos de Manuela brillaban sobre los suyos de una manera prodigiosa, la lección era una gloria; pero Manuela se retiró del puesto y la lección quedó suspensa.

     ¡Qué lástima que no hubiese allí otros espectadores que doña Patrocinio, José y Ascensión, que estaba parada en la puerta con el cuchillo cocinero en la mano derecha, y una papa en la izquierda, de la cual colgaba hasta el suelo un hollejo hábilmente sacado en forma de espiral!

     Era de sentirse que pasase desapercibida una escena de baile europeo en una pequeña parroquia de las caídas de la cordillera oriental de los Andes, cuando el profesor había tomado sus lecciones del arte en París y Nueva York, y las utilizaba civilizando una belleza del pueblo descalzo.

     -¡Caramba con el baile!, dijo Manuela. Lo que hay que admirar es que bailen así en las ciudades en que hay tanta sabiduría, a fe que las indias bailan la manta sin alzar casi los pies de la tierra. Como que las pobres son más recogidas en eso del baile, ¿no le parece?

     -Vamos a repasar la primera lección, porque san Juan se acerca, y será lo único que bailaré contigo.

     -Sólo por eso, dijo Manuela, y salió al puesto.

     Una vuelta por toda la sala habían ejecutado los bailadores, cuando Manuela se desprendió otra vez de las manos de don Demóstenes y se fue corriendo a meterse en la alcoba.

     -¡Oh malditas cosquillas!, gritó don Demóstenes, dando un zapatazo contra la tierra.

     Don Demóstenes no había visto al señor cura, que había asomado a la puerta, y fue la causa de la carrera de la discípula.

     -Entre el señor cura, dijo doña Patrocinio.

     Mil gracias, le contestó el cura; y después de todos los saludos y de tomar asiento en la hamaca a instancias de don Demóstenes, empezó la conversación diciendo:

     -Parece que estamos de fiesta

     -Fue que se empeñó el señor don Demóstenes en enseñar a Manuelita algo de lo que bailan en Bogotá, dijo doña Patrocinio.

     -Sí, señor, contestó don Demóstenes, enseñar al que no sabe.

     -¡Pero el baile!..., dijo el cura.

     -La Escritura nos presenta el caso de haber bailado el santo rey David delante del Arca.

     -Pero bailó solo, no por sensualidad sino por alegría de hallarse en la presencia del Señor. ¡Y lo que padecen las señoritas con estos bailes de ahora!

     -¿Y si no padecen, señor cura?

     -Tanto peor para las señoritas; pero yo sé que hay muchas que sufren, y lo digo en honor de las señoritas en general.

     -¿Es decir que el señor cura no baila nunca?

     -Yo no sé la idea que el señor don Demóstenes tendría del baile; pero yo creo que es impropio de un sacerdote.

     -Esto va en los genios, dijo doña Patrocinio, porque el señor doctor Ramírez no se queda atrás de ninguno para un bambuco, ni para un valse, ni para un torbellino, y canta y toca que es una maravilla, y ha quedado de venir para el san Juan.

     -Es en lo único que no me parece tolerante el señor cura, dijo don Demóstenes.

     -Yo tolero, señor don Demóstenes, pero expongo mis razones. ¡Ojalá que los reformadores y novadores actuales y venideros me toleren a mí de la misma manera!

     -Sin embargo, señor cura; al sacerdote que exhorta a que no se tome un manjar por dañoso, cuando el mismo se abstiene, no solamente le tolero, sino que le respeto sus ideas; usted tiene un pleno derecho a mis respetos. Un hombre virtuoso, instruido y humano tiene que ser apreciado en todas partes, mucho más en un desierto como éste.

     Después de esto, conversaron los dos personajes acerca de las excursiones a los montes, de las plantas curiosas y útiles y de las aplicaciones que se podían hacer en bien de la humanidad, Don Demóstenes era patriota y realmente humanitario; era un buen liberal y no perdía la menor ocasión de ser útil a la causa, de la civilización humana.

     Luego que salió el cura, preguntó don Demóstenes por su discípula, y doña Patrocinio le señaló el escondite con los ojos y la boca, y entrando el caballero en la alcoba, encontró a Manuela con la cabeza debajo de la almohada, y retirándosela con sumo respeto, le dijo:

     -¿Por qué te escondiste, majadera?

     -Por la vergüenza que me dio de que me hubiera visto el señor cura dando brincos como loca.

     -¿Y vergüenza por qué?

     -¿Luego no sabe que es él quien nos dirige?

     Don Demóstenes salió a la calle con dirección a la casa del cura a recibir unas plantas de curare y de pionía para su colección de curiosidades, y Manuela siguió cantando y aplanchando.

 

 

 

Capítulo X

Dos visitas

 

 

     Don Demóstenes había dado en la idea de que estaba enamorado de Clotilde, y bajo este supuesto procedía en todas sus acciones. La contestación de su carta no le agradó, y resolvió hacerle una visita. Se proveyó de municiones, y sin olvidar la peinilla ni el espejo, emprendió la marcha en dirección al Retiro, acompañado de su fiel Ayacucho, siguiendo por gran trecho el mismo camino que había llevado de Bogotá a la parroquia; pero no muy confiado en las señas que le había dado la señora Patrocinio, porque no siempre se retienen en la memoria instrucciones de esta clase. Una legua había caminado cuando vio venir por el mismo camino que él llevaba, un estanciero con mi garrote en la mano, seguido de una mujer agobiada, según parecía, por una maleta que llevaba a la compuesta de hojas de plátano entre una mochila de mallas. Don Demóstenes seguramente se dolió de ver la suerte de la pobre estanciera, porque exclamó en palabras bien claras y retumbantes:

     -¡Que se revistan ellas de sus derechos políticos y lo veremos! ¡Agobiada ella con una carga enorme, y el muy fresco con su garrote en la mano!

     Ayacucho se había adelantado unos pasos y tratando de examinar el contenido de la mochila de la estanciera se fue a encontrarla, lo cual visto por el estanciero, le sacudió un latigazo con el rejo del garrote.

     -¡Amigo!, le gritó don Demóstenes, mi perro no hace más que asustar a la gente, pero es inofensivo.

     -Esta niña no está para que la asuste nadie, dijo el caminante, y los caminos deben ser libres para andar sin estorbo de ninguna clase.

     Don Demóstenes dio unos silbidos, que tal vez corresponderían a uno y diez y ocho de la corneta, porque Ayacucho volvió atrás en el acto. Cuando fue tiempo de cruzarse los viajeros en el camino, se hicieron a un lado de la senda estrecha los estancieros, para dar campo a don Demóstenes, y el hombre dijo a su compañera:

     -¡Que salga derecha la revolución de que nos habla don Tadeo todas las semanas, a ver si por tener botas y casaca han de ser preferidos hasta en los caminos provinciales!

     Luego que los viajeros se saludaron, dijo don Demóstenes al pasajero:

     -Mi amigo, ¿voy bien para el Retiro?

     -Sí, señor, le contestó.

     -¿No me perderé?

     -¡Pues quién sabe; porque como de eso sucede en esta vida!

     -¿No pudiera usted darme las señas del camino del Retiro?... Deseo visitar a don Blas, el dueño de la hacienda.

     -No se moleste su persona; porque él no está ahí, y no viene hasta mañana en la tarde.

     -Yo podré dejarle un recado con el capitán y los criados.

     -Mándeselo usted conmigo, que tengo que ir con la tardecita por una totuma de miel.

     -No obstante, quisiera yo conocer la hacienda, si usted tuviera la condescendencia de darme las señas.

     -Pues mire: siga así como va, que el camino lo lleva derecho, y Dios lo lleve con bien.

     Don Demóstenes llevaba mucha sed, y le dijo a la mujer:

     -Usted llevará frutas en esa maleta, véndame algunas.

     -No son frutas, dijo la estanciera.

     -¿Cómo no, dijo don Demóstenes, pulsando la mochila, no es un mamey éste que toco aquí?

     El llanto de un chiquillo, le dio la contestación, y la mujer añadió: es mi hijito, y éste es el modo de cargar los chiquitos en estos lugares; así dobladitos entre las hojas de plátano.

     -¡Pobres madres!, exclamó don Demóstenes.

     Por fin cruzaron el camino los viajeros, y don Demóstenes oyó por algunos instantes la conversación que llevaban.

     -Se hacen los caritativos con los pobres, decía el hombre, pero lo cierto es que los calzados nos quieren tener por debajo a los descalzos, siendo los descalzos los que componemos la mayor parte de la República. Este cachaco está siempre hablando de la igualdad y de la protección a los pobres; pero en lo que menos piensa él es en la igualdad.

     -Pero la niña Rosa me ha dicho que es muy generoso con los pobres.

     -Eso lo hacen en donde ellos creen que hay hueso que roer; y yo de lo que me admiro es de que haya bobos que lo crean. ¡Qué igualdades ni qué pan caliente! No hay más igualdad que el garrote y no dejarse uno chicotear ni de los ricos, ni de las autoridades, ni de nadie, como lo hago yo; esa es la verdadera igualdad. Yo lo oí hablar contra mí la noche que le rompí las quijadas a Elías Pérez, porque yo estaba escondido en el monte; unas veces quiere que se castigue y otras que no se castigue; pero a mí no se me da nada porque yo sé que don Tadeo me saca con bien de todos mis afanes. ¿Qué le parece a usted la igualdad? Don Demóstenes les echa taba a las calzadas y a las descalzas, y yo no les digo mis penas sino a las descalzas. Ayer bajaba don Demóstenes de las estancias de Paula y Pía, y hoy va a la casa de la niña Clotilde. Los calzados se divierten con todas a un mismo tiempo; pero don Demóstenes dice que la igualdad está reinando en la Nueva Granada. Yo no sé cómo será la igualdad, mientras que los ciudadanos estemos repartidos en la clase de los descalzos y la clase de los calzados. Don Tadeo dice que no puede haber igualdad hasta que no acabemos con todos los cachacos de botas y de zapatos.

     No sabemos qué tanto alcanzaría a oír de este discurso el señor don Demóstenes, el cual iba demasiado inquieto por no tener seguridad acerca del camino que debía seguir. De tiempo en tiempo se detenía con el oído fijo al lado de la espesura del bosque, deseando algún animal precioso para presentárselo como trofeo de su expedición a Clotilde; pero de los grupos no salía sino el ruido de cien chicharras que lo desesperaban, tanto como los ardores del sol. No había fuente, pantano ni quebrada en donde apagar la sed que lo tenía casi muerto, y lleno de pena y de fatiga se acercó a la sombra de un iguá muy coposo, y se sentó encima de una piedra que estaba embebida entre la hojarasca, y mientras registraba el muelle de la escopeta, Ayacucho le puso la mandíbula sobre la pierna, perseguido de los tábanos y devorado de tanta sed, que tenía una cuarta de lengua afuera; así que lo advirtió el compasivo caballero, le dirigió estas palabras en la forma de un discurso:

     -¡Oh Ayacucho, mi noble y generoso amigo! ¿De qué te servirán tus sacrificios, al fin de una carrera obscura y deslucida? ¡Te privas voluntariamente de tus afectos especiales, por seguir aventuras infructuosas!

     Ayacucho meneó la cola y exhaló una especie de aullido, con el cual parecía que contestaba los razonamientos de su amo, y éste mucho más compadecido por la expresión de ternura, continuó diciendo:

     -Pero no hay que afligirse, que la historia es el premio de los sacrificios y de las virtudes. Tu nombre vivirá con mayor razón que el nombre de los Ganelón y de los Matalegría.

     Dijo, lo acarició y lo convidó con un silbido a continuar adelante.

     Desde allí se fue Ayacucho mucho menos abatido que antes, y rebuscaba las sendas de un solo costado como inspirado por el conocimiento de alguna novedad favorable. De golpe dio un aullido al oler las ramas de una senda muy estrecha, y se volvió para atrás y luego para adelante; esperó a su amo en la boca de una trocha que apenas era andadera; luego que el amo llegó, se internó con la confianza de un baquiano. Don Demóstenes lo siguió con fe, y a media cuadra de distancia dio con el pequeño desmonte que componía todo el horizonte de la estancia de Mal-Abrigo.

     No pudo acordarse don Demóstenes de una sola pintura que se pareciese a Mal-Abrigo, en donde no sonaba voz alguna de persona viviente. Las ruinas presentan la vista de alguna zorra o lechuza; los cementerios la imagen luctuosa de algún huérfano o de alguna viuda que atraviesa por medio de los sauces, con el semblante abatido; pero en Mal-Abrigo no había sino avispas, abejas y algunos insectos que diesen testimonio de la vida. Una guadua del tamaño de los cedros más corpulentos, sacudía sobre el patio su dilatada ramazón elevándose sobre los otros árboles no menos sombríos. La idea del guardián de que habló Rosa la noche que don Demóstenes posó en Mal-Abrigo, le sugirió a este señor la esperanza de averiguar la existencia de las estancieras. Fuese al el fogón de la enramada y halló para su consuelo un tronco grueso de zapote, que guardaba candela oculta, y esto lo animó a gritar, aunque no como gritan los campesinos.

     Sentose don Demóstenes a descansar, bajo el alar de la choza, lo que también ejecutó su compañero Ayacucho; al poco rato apareció Bagazo por entre las ramas tupidas que cubrían la senda de la quebrada, y al ver a Ayacucho, corrió latiendo a atacarlo con denuedo; pero Ayacucho, después de levantarse, no hizo sino dar unos pasos y quedarse callado. Conducta muy rara por cierto, porque el raquítico defensor de la estancia de Mal-Abrigo habría perecido de una sola tarascada del mestizo gordo y atrevido, acostumbrado a no sufrir insultos de ninguna clase; pero habiendo visto Bagazo que Ayacucho no entraba en pelea, se contentó con adelantarse y olerlo en señal de fraternidad canina, lo que también hizo Ayacucho, y en el acto quedaron muy amigos.

     No dilató Antoñita en asomar por la misma senda que Bagazo, trayendo un calabazo de agua, de la cual, aunque salada, tomó el caballero porque se hallaba devorado de sed, después de un cortísimo saludo, y se ocupó en hacer el siguiente interrogatorio.

     -¿Tu madre?, le dijo a la bella estancierita.

     -Mi mamá está por la montaña y no vuelve hasta mañana en la tarde.

     -¿Tu hermana?

     -Mana Rosa no está por aquí.

     -¿Qué hago para verla?

     -Ella no se deja ver esta semana.

     -¿Está muy lejos?

     -No; pero usted no da con ella.

     -¿Qué hiciera yo?

     -Pues, quién sabe.

     -¿No me la pudieras llamar?

     -¿Y si se pone brava?

     -Dile que soy yo. Dale por seña que te regalé esta peseta: toma y muéstrasela allá.

     Cogió Antonia la moneda, y corrió con el mayor gusto a llamar a su hermana, y cuando ya estuvo en lo más espeso del bosque, se puso a cantar en el tono triste pero fuerte con que las estancieras hacen retumbar los bosques que ciñen las sementeras, quebradas y lavaderos de tierra caliente, comenzando por esta copla:

 

 

                              

     A los montes me retiro,

 

          

a hablar con los pajaritos;

 

 

porque ellos sí me contestan,

 

 

aunque son animalitos.

 

 

 

 

     En menos de un cuarto de hora se puso Rosa a la vista de don Demóstenes, por debajo de los floridos bejucos de adorote, y de las ramas aromáticas de los guayabos ulandas, puso al frente de la cocina unos palos que parecían tizones apagados, y se acercó limpiándose el sudor del pecho y de la frente con un pañuelo colorado que llevaba prendido de la copa del sombrero de trenza de palma.

     El traje de Rosa no tenía las ventajas de la riqueza, sino todas las apariencias de la naturaleza selvática, porque sus enaguas eran muy altas de los tobillos y su camisa era de mangas sumamente cortas y de tira muy escotada.

     Este golpe de vista pasó como una exhalación mientras que Rosa se trasladó de la mitad del patio al corredorcito donde se hallaba su huésped, al cual le dio la mano, sin reparar que la tenía llena de los rezagos de los palos quemados de la roza.

     -¡Qué milagro que se hubiera acordado de la senda!, le dijo la estanciera a su antiguo huésped.

     -Te hablo la verdad: fue Ayacucho quien se acordó, porque él fue el primero que dio con la entrada; pero yo no te he olvidado nunca.

     -¿Por qué no había venido a pasearse por estos lados?

     -He tenido poco tiempo.

     -¿Mírenlo; y cómo para ir a ver a Pía sí ha habido tiempo?

     -¿Quién te ha dicho?

     -¿No sabe que en los lugares chicos y retirados no se da un paso que no se sepa? ¿Y qué tal de posada? ¿Cómo le ha ido con la niña Manuela?¿Lo cuida y lo quiere mucho?

     -Cuidarme, lo que es posible en un pueblo miserable; quererme muy poco, y te aseguro que no sabe lo que se hace.

     -Ella no quiere a ningún rico, y le alabo el gusto, porque aquí donde usted ve, yo soy enemiga de la clase de botas, con toda mi alma y mi corazón y mi vida.

     -Yo me alegro de que tú seas socialista, porque esta doctrina es la única que puede perfeccionar todos los gobiernos; pero me recelo que te vayas muy adelante. ¿De dónde has tomado lecciones de tanto progreso?

     -¿Acaso le entiendo nada?

     -Más claro. ¿Quién te ha enseñado que la riqueza acumulada en ciertas clases privilegiadas, o en ciertos hombres más usureros, más sagaces, más afortunados, es contraria al espíritu de la democracia?

     -Ahora sí que me dejó a oscuras.

     -Entonces explícame la causa de aborrecer tanto a los ricos, o si es alguna chanza de las tuyas.

     -Es tan de veras, que si llegara a querer a un rico tendría que irme derecho a los infiernos.

     -¡Boba! ¿qué tiene que ver el infierno con los amores?

     -Que hice un juramento, puesta de rodillas delante del buitrón de las hornillas de la Soledad, con la cruz formada con el dedo pulgar de la mano derecha, de no querer a ningún rico, bajo ningún pretexto.

     -Esos son votos temerarios, que no obligan en ninguna de las religiones existentes. Se me pone que algún rico se portaría mal contigo, y que la rabia de un desengaño te ha llevado a los extremos; pero la lógica debe estar primero que todo. Hay ricos que son muy dignos de quererse.

     -Es porque usted no sabe que un rico me acarició para reírse de mí y para desechame luego, quitarme la estancia y arruinar a mi familia.

     -¡Imposible! Yo no puedo creer que haya visires entre los republicanos de la Nueva Granada.

     -Óigame y verá.

     -Bueno, pero no me hables de amores, dijo el bogotano, que para todo hay tiempo a pesar de que la vida es tan corta.

     -Es decir que yo me quedo en el concepto de embustera para con usted, ¿no es eso lo que pretende? Pues no, señor; me tiene que oír; lo contaré una historia y verá que no soy ninguna embustera.

     -Otro día, Rosa, porque hoy tengo que ir al Retiro y se me hace tarde.

     -Después no hay tiempo, o no estamos los dos a solas, como hoy, que mi mamá está en casa de mi madrina Patrocinio y la chinita está despalizando en mi lugar.

     -Te oiré, pues, si tanto lo deseas.

     -Pues fue de esta laya: como se fue, Matea para Ambalema con el novio de Pía, y como mi señora madre perdió su brazo en el trapiche, y Antonia no tenía sino diez años a lo sumo, yo tuve que ir al trabajo del trapiche y desde el mismo día me echó el ojo el amo de la hacienda, por mi desgracia. Yo andaba en los catorce años y medio, y mi viveza y mi genio les agradaba a todos. El amo no excusaba el decirme algo de mis ojos y mis pestañas siempre que me hallaba sola.

     -Y con razón, porque te aseguro con toda verdad que en ninguna parte del mundo he visto unos ojos más hermosos, decorados con cejas y pestañas de tal esplendor...

     -A mí lo que me daba era vergüenza y miedo al mismo tiempo, de hablar con el amo, y hacía todo lo posible por evitarlo; pero usted ha de saber que los amos, dueños de tierras, tienen el poder en sus manos para todo lo que quieren. Todos les ayudan para cumplir sus antojos. El mayordomo me mandaba a la casa grande con pretexto de llevar las raciones, o de llevar velas para el trapiche; y para que no me pudiera ir a dormir a la estancia, me puso de trapichera, que es oficio en que muchas veces se trabaja hasta las once de la noche, comenzando a la madrugada. ¿Cómo estaría yo de molesta durmiendo entre la basura, a la vista de una docena de peones y algunas peonas sin ley ni rey, a distancia de tres cuadras de la casa grande de los amos y a cinco de la del capitán y el mayordomo? El amo se solía quedar una que otra ocasión en un cuarto que tenía en el trapiche para apurar la molienda, cuando había partidas de bestias detenidas en la plazuela esperando la miel, y llamaba los peones y peonas que necesitaba. A mí me llamaba algunas veces, pero como yo era tan vergonzosa, no iba sino acompañada de Liberata, una amiga que tengo, que vive allá en el trapiche desde que vino de su tierra, y es la caqueceña más bonita que ha venido a los trapiches. ¡Si usted la viera se quedaría tuturuto!

     Por este tiempo se hallaba en el trapiche una mujer llamada Sinforiana, arrendataria de la misma hacienda; tenía a su cargo un destajo de siembra de un almud de caña, y había llevado a sus hijas Cecilia y Francisca, para que le ayudaran; y esta buena mujer se me metió de amiga, y me llenaba de cariños y de regalos para tenerme grata, y dio en convidarme a las visitas del cuarto del amo por la noche.

     Antes de los dos meses comenzó el amo a tratarme con mucha dureza, haciendo creer que sobre mí tenía mayor mando que sobre todas las otras peonas; me quiso privar de ir a los gastos y a la parroquia, me mandó que no me chanceara con Celestino, un muchacho muy parcial que me cogió cariño. Entonces me dejé de ir al cuarto; pero el amo se puso en candela y regañó a mi mamá. Viendo esto, lo que hice fue decirle llena de miedo, que a trabajar en su hacienda me obligaría, porque yo era su esclava, en el techo de ser su arrendataria, pero que a quererlo no me podría obligar. No tardó cinco días el comisario en ir al trapiche y amarrar a Celestino y llevarlo de recluta. Yo no quise volver al trabajo; pero el amo, por ver si yo me sujetaba por medio del temor, me mandó decir que si no lo iba a ver, me echaría de la hacienda. Tampoco hice caso de sus amenazas; pero le di la orden a su mayordomo (que es un tigre cebado, a propósito para aterrar a los arrendatarios) de que nos echara de la estancia, con el plazo de veinticuatro horas para buscar casa y trastear.

     Entonces fue cuando compramos esta estancia de Mal-Abrigo por veinte pesos al fiado, y de pronto nos pasamos, perdiendo las matas de maíz, que estaba rodillero, y unas cien matas de plátano hartón que teníamos en las orillas de la quebrada, y nos derribó los ranchos, dejando algunos arbolitos, que aunque no valgan nada, pero se les coge cariño. Usted ve que el amo me causó los mayores daños, de cuenta de mis hermosos ojos, y sin el recurso de darle mis quejas a ningún tribunal de la tierra. ¡Gracias a que el pobre Celestino se pudo fugar del cuartel!

     -¡Oh! ¡los señores feudales!, exclamó don Demóstenes, ¡y en el siglo XIX y bajo un gobierno más democrático que el de los Estados Unidos! ¡Me horrorizo, me espanto de ver que así se desprecie la Constitución!

     -Para que vea que tengo mucha razón en aborrecer a los ricos, dijo Rosa, y se limpió las lágrimas con disimulo.

     -Jesucristo y Proudhon tampoco los quisieron; pero hay excepciones en todas las reglas, y yo tengo derecho para que las hijas del pueblo no me aborrezcan, porque soy defensor del pobre, aunque gozo de regular fortuna.

     Se quedaron callados los interlocutores por algunos, momentos, los ultrajes, que la ciudadana había sufrido en sus más preciosos derechos habían contristado el corazón humanitario de don Demóstenes; había visto correr las lágrimas de los ojos más hermosos de toda la comarca, y sus ojos también se humedecieron. Era solemne aquella visita. Las decoraciones de la sala de Mal-Abrigo tenían un aspecto grave por la humildad de la pobreza, el exterior era lúgubre por el silencio y por la sombra del curo y de la caña gigantesca que se mecía por encima del patio. Demóstenes, que había viajado y visto toda la grandeza de los hoteles y de las casas más ricas de los Estados Unidos, era el socialista más a propósito para apreciar en aquella situación todo el mérito de la humildad y pobreza neogranadinas, conversando en tal salón con una estanciera descalza y vestida con el traje más inmediato que puede haber al de los aborígenes de la tierra. ¡Oh, cuánta desigualdad delante del cuadro general de la civilización humana! ¡Cuánta distancia entre Rosa de Mal-Abrigo y la hija de don Blas, el dueño de la hacienda! ¡Y cuánta distancia entre la señorita Clotilde y la hija de un grande de los reinos unidos de Inglaterra!

     Después de unos momentos de triste meditación dijo don Demóstenes a la estanciera:

     -Ahora necesito que tú me hagas un favor.

     -Siendo cosa que se pueda, dijo ella, cuente usted conmigo, patrón don Demóstenes.

     -Muy posible. Yo no exijo lo que no es racional y justo.

     -¿Y qué es lo que necesita?

     -Que me vayas a llevar hasta las puertas del Retiro, porque en la geografía práctica de los caminos, te hablo la pura verdad, entiende más Ayacucho que yo, y hasta mi mula tal vez; por lo menos las señas que me dio la patrona no las comprendo, aunque las tengo escritas aquí en la cartera, y son de este modo: "Coge usted todo el camino que va para Bogotá; más adelante de Mal-Abrigo tuerce a la izquierda por una senda donde sobresale un guayabo de monte; más abajo hay una división de caminos, coge usted por el que tiene en la orilla una mata de payandé, muy llena de horquetas, y de allí como a veinte largos de tarea, llega al dinde que está cerca de la hacienda, y pasando una quebradita de agua muy clara, llega a la puerta de la plazuela por debajo de unas ramas de iguá y del espino corono, abre la puerta de golpe, y ya está usted en la casa grande del Retiro." Las señas que me dio un pasajero que iba con una mujer que llevaba un muchacho en la mochila, fueron éstas: "Siga usted como va, que el camino lo lleva." Y te aseguro que me hallo tan a obscuras como si no me hubieran dado ningunas señas.

     -Pues ahí verá que en otra cosa le puedo servir, pero en eso no; porque mandé a avisar a la hacienda que no iba al trabajo por hallarme muy mala, sólo con el fin de despalizar una rocita para sembrar unas cuatro maticas de maíz, y si me cogen en la mentira, me friegan.

     -¿Qué hago, Rosa de mi vida?

     -¿Y qué afán tiene?

     -Te voy a decir la verdad: es que estoy apasionado de Clotilde. ¡Oh, tan bella y tan amable!

     -¿Y no pudiera dejar la visita para otro día?

     -¿Entonces no sabes tú lo que es amor?

     -¡Ojalá que nunca lo hubiera sabido!

     -Anímate, que yo te seré agradecido; una vez me quitaste la sed y el hambre, y ahora me abrirás las puertas de la gloria.

     -Pues estoy animada; pero tengo miedo de que me suceda algo: espérese, le doy un piquete de una trocha de carne asada y un poquito de guarapo.

     -Allá me obsequiarán inmediatamente. Siendo la casa de un hacendado que gana diez mil pesos por año...

     -No le hace. Dice el adagio que "aunque fueres a la casa de tu hermanito, sorbe primero tu caldito."

     -¡Mil gracias!, escucha el reloj y verás que es sumamente tarde, y no me puedo detener, dijo don Demóstenes; y tocando el resorte, contó Rosa los doce pequeños campanazos que la dejaron admirada, se aplicaba el reloj a los oídos, empeñándose con don Demóstenes para que le mostrase lo que tenía por dentro la pequeña caja de metal.

     Rosa dejó las gallinas encerradas, les puso nudo a las cabuyas que suplían la chapa de la puerta de guadua picada, y agarrando una varita en la mano, tomó camino, andando dos o tres pasos adelante de don Demóstenes.

     Cuando se entraron los viajeros al monte más obscuro, después de separarse del camino provincial, por el lado de la mata de guayabo, le dijo don Demóstenes su baquiana:

     -¿No cantas como tu hermanita?

     -¿Para que me conozcan y me frieguen?

     -¿Conque la libertad de cantar también la quitan los señores dueños de tierras? El poder de los gavilanes, no alcanza a tanto con las avecitas del monte.

     -¡Ojalá que eso no más fuera!

     Rosa volvió a quedarse callada, y miraba con susto para todas partes, lleno su corazón de temores, como las esclavas de cuya sangre tenía la honra de haber descendido, cuando estaban escondidas de sus feroces amos. Llevaba sus enaguas arregazadas y saltaba las piedras y los pequeños barriales del camino del Retiro con mucha más agilidad que el bogotano, y como era conocedora de los sitios, se aprovechaba de las sendas de a pie que se apartaban de los fangales y palizadas. Rosa tenía que esperar cada rato a su pupilo, y en una de esas ocasiones se había parado sobre una piedra cubierta de helechos y musgo, a la sombra de una bejucada obscura de pasifloras, detrás de las cuales se levantaba un pedrón estupendo. Habían tomado las cejas y pestañas de Rosa proporciones infinitas, por la obscuridad del bosque, y todo su cuerpo se mostraba imponente como las estatuas de las jóvenes romanas, por la misma pobreza de los vestidos. El espectáculo era solemne, y don Demóstenes, que tributaba su culto a la naturaleza, tal vez hubiera doblado la rodilla si la famosa Clotilde no estuviera tan inmediata.

     -¿En qué piensas?, le dijo el socialista a la triste proletaria del Retiro.

     -En mi desdicha, y en que me he de morir muy pronto.

     Y saltó de encima de la piedra para seguir su camino.

     Al cabo de un cuarto de hora se paró la estanciera, y le dijo:

     -Mire la copa del dinde grande: desde ahí verá la puerta de la plazuela del Retiro, cubierta de las ramas del monte. Yo me aparto de aquí antes de que me vean de la hacienda. Adiós, don Demóstenes. Dios quiera que le vaya bien en su visita.

     -¡Pues adiós, bella Rosa! Mil gracias por tus favores.

     No pudo abstenerse don Demóstenes de darle la mano a su baquiana, sin reparar en la mugre del carbón, como se da a las señoritas de alto tono, apretándola y sacudiéndola muchas veces, y hasta iba a darle un abrazo, mas en aquel momento se oyó un silbido que partió de lo más espeso de las bejucadas.

     Rosa corrió como una venada, y don Demóstenes se aproximó al dinde grande; y reparando en una guacharaca que comía las pepas del árbol, le apuntó, disparó, la mató y la tomó en las manos. Colgó el espejo en un tachuelo y se compuso de ligero las barbas y el pelo, y pasó triunfante por la puerta de la plazuela de la hacienda del Retiro.

     Cuando sonó la puerta de la plazuela, latieron todos los gozques de las chozas, y gorjearon los pericos, y se asomaron algunas personas a las puertas de sus asilos domésticos, entre ellas Clotilde, quien se asustó de ver un cazador de botas y de saco de dril, como si hubiera visto una partida armada de expropiadores de mulas y de ganado. Mandó quitar unas lías de zurrones que el mayordomo había dejado en el corredor, y unos costales viejos; guardó la costura, que era de los últimos remiendos que se pueden hacer a las camisas; entró a componerse el pelo en frente de su tocador, y salió a colocarse en su asiento, algo trémula y descolorida, sacando un bastidor de bordar que estaba colgado de una estaca de palo. Otra joven, que cosía junto a Clotilde, también cambió su costura por algo más nuevo, se compuso sus bucles, enderezó las puntas de su pañoleta y se cubrió muy bien los pies, a tiempo que se presentó el cazador en frente de la puerta y saludó con la mayor cortesía.

     -A los pies de ustedes, mis señoras.

     -Siga usted, caballero, le dijo Clotilde, un poco asustada.

     -Mil gracias, mi señora.

     -Tome usted asiento.

     -Mil gracias. Yo creía que no llegaba. Colón no sufriría tanto buscando el Nuevo Mundo, como lo que yo he sufrido por hallar esta casa.

     El golpe de un tizón que cayó en la puerta de la sala, por el lado del patio interior, regando chispas para todos lados, sorprendió a las tres personas de la visita, las cuales oyeron en seguida estas palabras de rabia:

     -¡Echen ese demonio! ¡Que se largue para su casa!

     La señorita Clotilde se levantó y vio al denodado Ayacucho, que se bajaba de la mesa del comedor después de engullirse cinco libras de mantequilla que la misma señorita había dejado allí tapadas con una coyabra. El visitador se levantó de su asiento y amenazando a su perro con un puntapié, le dijo:

     -¿Qué es eso? ¡Malcriado!

     -¿Yo ven?, dijo la cocinera; se las ha sorbido como quien se come un huevo.

     La señorita salió entonces en la defensa del mestizo, diciendo con mucha dulzura:

     -No tenga usted cuidado, señor; eso no vale la pena.

     Ayacucho se entró en la sala lamiéndose los bigotes, y causando sumo respeto con su grave fisonomía y su talla gigantesca, de las mayores que se conocían en su clase, lo que observado por el amo fue causa de que les hiciese una explicación a las dos personas que no lo conocían de vista.

     -¡No teman ustedes, mis señoras! Es el animal más galante y fino que se conoce. No muerde a nadie, y fuera de eso sabe tales gracias, que ya lo reputan por sabio en la parroquia y hasta creen que sabe magnetizar.

     -¿Éste es el perro que dicen que saca escuditos del fondo del charco del Guadual?, dijo la compañera de la señorita Clotilde.

     -Es muy capaz de todo eso, mi señora, pero estas anécdotas del bajo pueblo suelen adornarse con circunstancias que los ociosos añaden a su arbitrio, como la señorita debe saberlo, dijo don Demóstenes.

     -Es que las noticias corren así, dijo Sildana, que así se llamaba la segunda hermosura del Retiro.

     -¡Oh, mi señora!, exclamó el bogotano, yo suplico a usted, sin embargo, que tenga la dignación de suspender el juicio.

     Clotilde dio sus órdenes para dar tabaco al visitador bogotano, y habiendo ido su compañera a traer la candela, conoció aquel que no era señora sino criada la hermosa costurera, así que le vio los pies enteramente descalzos, bien que él no tuviese la culpa de que la criada de la señorita no hubiera tenido un letrero que la distinguiese, porque en cuanto al traje y al peinado, estaba muy parecida a su señora; y esta clase de chascos se repiten en Bogotá con alguna frecuencia, en donde hay criadas blancas y bonitas, parecidas a las señoras. Pero la salida de la criada estuvo muy a tiempo, para que don Demóstenes continuase con el objeto de su viaje, y dijo lo siguiente:

     -Por saber de sus propios labios la explicación de la carta que usted tuvo la bondad de contestarme, me decidí a atravesar dos leguas de bosque seguido, en guisa de cazador, como usted me ve.

     -¿Y no mató algunas aves?

     -¡Oh sí! Una guacharaca que tengo la honra regalar a usted, como fruto de mi excursión.

     -¡Miren la guacharaquita de mi señora!, exclamó la criada, al volver de la cocina con la candela.

     -Yo he matado esa ave en las selvas, en un dinde muy grande.

     -Hasta allí salía a comer las pepas maduras, y luego se volvía, y sino, que vean si le falta o no el dedo más chiquito de una pata.

     -¡Es la mía!, dijo la señorita, y de sus ojos rodó una lágrima que no pudo contener.

     -Lo siento en el alma, mi señora, y voy a solicitar un par de estas preciosas aves, para reponer la que usted acaba de perder.

     -No se moleste, señor, esto no quiere decir nada.

     La entrada del joven Lucinio, hermano mayor de la señorita, hizo terminar la fúnebre escena de la guacharaca, y el asunto de la conversación se cambió por asuntos áridos de cañas, miel, arrendatarios y peones; pero queriendo amenizar un poco la conversación don Demóstenes, se dirigió a la señorita en los términos siguientes:

     -Tiene muy buen gusto la señorita en no ocuparse sino de la pintura o dibujo de sedas, así como el de colores sobre el papel, es un oficio muy digno de las finas manos de una señorita.

     -Son parches que no valen nada, dijo la señorita con suma modestia.

     -Por el contrario, dijo el bogotano con decisión yo veo flores sombreadas corno por la mano de un hábil dibujante, y líneas de mucho primor.

     -Seda enredada, dijo la señorita.

     -Lo que no comprendo es la serie de líneas pardas con que se hallan atravesados los espacios, a manera de la ruta de los viajeros o conquistadores que se nota en algunos mapas de América.

     El bogotano se acercó un poco al bastidor, y queriendo examinar de cerca las líneas, ya que se le presentaba la ocasión de lucirse como artista, rompió la ruta del comején, que es una línea parda en forma de tubo, especie de camino cubierto por el cual se pasean los individuos del hormiguero llamado comején, que se establece en todos los lugares de tierra caliente en los muebles que son abandonados por algunos meses, y que tienen algunos principios de corrupción.

     Viendo la señorita que era un recurso perdido la estrategia de haber bajado el bastidor de la estaca, se quedo petrificada de vergüenza; pero el bogotano no sufrió menor pesadumbre al reparar que el carbón y la mugre de las manos de Rosa se conservaba de una manera visible en sus manos, y que había tenido la imprecaución de contaminar las blancas y primorosas manos de la señorita, por apretárselas al tiempo del saludo de costumbre, y salió a pedir agua para lavarse.

     A poco rato llamó la cocinera que le había tirado al perro con el tizón, para que la señorita le fuese a oír sus consultas a la despensa, y no podemos prescindir de obsequiar a nuestro lector, con una copia del diálogo que tuvo lugar:

     -¿Qué hacemos, Mauricia de mi alma?, le decía la señorita a la cocinera, ni tenemos patas, ni tenemos menudos, ni tenemos lenguas, ni tenemos sesos, ni tenemos nada para un principio, y el mercado no viene hasta la noche.

     -Y apostar a venir en último día de la semana, como si fuera Bogotá para correr a la plaza, y comprar de todo en cualquier día y a cualquier hora. ¿No lo ve su merced?

     -Y no haber sino plátanos, batatas, ahuyamas, frijoles y tasajo.

     -Y no saber si es bogotano, neivano, socorrano o antioqueño para darle por su sazón.

     -Bogotano, ¿no lo ves? Los bogotanos se conocen de a legua.

     -Pues entonces le hacernos batatas y plátanos asados al horno y plátanos en almíbar, una torta de ahuyama, otra de batata y otra de plátano hartón; se le dice que es a la italiana, a la francesa y a la inglesa que es del modo que se usa en la casa de monseñor, y ya está la cosa.

     -¿Pero qué hacemos de mantequilla?

     -Que se coma el poquito que dejó su perro; ¿no ve su merced?, andar con sus perros a la pata para que se los mantengan de balde.

     -¿Y sopa?

     -Le hago a la jardinera, de caña menudita, los hígados y el pico de la guacharaca; que se la coma ya que nos hizo el daño.

     -¡Ay, mi guacharaquita!

     -¿Y a qué vino el bogotano?

     -A un negocio con papá.

     -Sí, papá, dijo la criada, y salió de la despensa casi tan desaviada como había entrado.

     Don Lucinio se llevó al bogotano a pasear el trapiche; mientras que salían de los afanes en la casa, lo entretuvo tres horas mortales en las cuales exhaló algunos bostezos de colegial acordándose de la carta de Rosa y del adagio profético de las estancias: "aun cuando fueres a la casa de tu hermanito, sorbe primero tu caldito."

     Al fin fue al trapiche la plausible noticia de que la comida estaba en la mesa; pero como hay tantas cosas que al hacendado le importan más que comer a tiempo, dejó correr don Lucinio dos y tres avisos, de suerte que Clotilde hubo de comer sola, y cuando los dos hombres fueron, tuvieron que comer solos. Tal vez la señorita no se detuvo en esperarlos sino un cuarto de hora, por no verse de frente con el bogotano que había visto el comején de su bastidor; y tal vez el caballero se alegró de no comer en la mesa con una señora inofensiva a quien había causado los males de untarle las manos de carbón, de matarle su guacharaquita, de ensalzarle a su criada con el título de señora y ponerla en afanes el último día de la semana. La presumida Sildana era la única que estaba de buen humor, y cuando iba a la cocina a llevar los platos se reía de una manera muy ostensible.

     A poco rato después de la comida, trató don Demóstenes de viaje. Se puso en pie, abrió por las hojas en blanco un libro muy grande que estaba junto del tintero, en una mesa esquinera y escribió:

     "¡Hermosísima Clotilde, feliz el viajero que ha conseguido llegar a la mansión que esconde tantos hechizos a los ojos de todo el mundo!"

     -¿Qué ha hecho usted?, le preguntó la señorita cuando vio que el caballero soltaba la pluma.

     -Escribir cualquier cosa en el álbum de usted, mi señora.

     -Es el cuaderno de los apuntes de la sal, los plátanos y el tasajo.

     -¿No es el álbum, pues?

     -Yo no tengo álbum, porque yo no pido limosna con escopeta, como la que piden los salteadores de los caminos.

     Cuando se acabó de despedir don Demóstenes de Lucinio y de Clotilde era cerca de la oración, de manera que pasó casi a obscuras toda la selva, desde la plazuela hasta el camino provincial, embarrándose y tropezándose a cada momento por la falta de su amada baquiana; pero al llegar a la entrada de Mal-Abrigo se encontró con Rosa y ella lo acompañó hasta la parroquia, a donde llegó mucho después de las ocho. Fue para don Demóstenes un día muy aciago el de las visitas, porque lejos de adelantar en sus amores, parecía que había retrocedido por las ocurrencias que tuvieron lugar en el Retiro y esto lo llenó de amargura. Don Demóstenes dijo a Rosa entre muchas cosas que conversaron sobre feudalismo, sobre política y sobre el arte de amar, que un rechazo en amor era lo mismo que en cacería, una pérdida de mucho tiempo y de mucha paciencia. En la casa estaba esperando una desgracia muy grande a nuestro bogotano.

     Manuela era la mujer más oficiosa de cuantas hay en el mundo; tenía el puntillo de que ninguna sabía mejor que ella componer y barrer los cuartos de los hombres, y sabiendo que su huésped no volvería hasta la noche, acometió la obra del arreglo del cuarto con una clase de esmero que cualquiera hubiera dicho que era un rasgo de coquetería; barrió suelo, paredes y techo, desarmó el catre para limpiarlo, sacudió la ropa y limpió y cepilló las botas y los zapatos; ventiló y ordenó de nuevo la ropa que estaba en los baúles; limpió y bruñó las tablas de la mesa de alcoba, y en todo lo que había encima de la mesa estableció un nuevo orden de cosas, reduciendo las existencias a cinco clases por el método siguiente:

     1º. Todos los libros, cuadernos y papeles públicos colocados horizontalmente y con los rótulos vueltos para el lado de la pared.

     2º. Las navajas de afeitarse, tijeras, despabiladeras, anteojos, pinzas, revólver, puñal y cortaplumas.

     3º. Candelero, tintero, salbadera, obleas, botellas, frasquitos y termómetro; y

     4º. Pájaros disecados, cucarachas, dibujos, mariposas, pepas de árboles, conchas, fósiles y flores.

     Cuando entró don Demóstenes en su cuarto y vio el arreglo, se agarró la cabeza con las dos manos, guardó silencio por un minuto y luego prorrumpió en la exclamación siguiente:

     -¡Oh, qué mano fatal ha pasado por sobre todas mis cosas! ¿Quién me ha trastornado las citas de mis libros? ¿Quién ha revuelto todas las clases y órdenes en los insectos y las plantas cuya clasificación me había costado tantos días de trabajo? ¡Oh! ¡cuánta pérdida mientras que yo perdía la cabeza en una visita, que tal vez me sale adversa! ¡Ésta ha sido Manuela! ¡El gusto que les da componer mesas como los muchachos, cuando componen tiendas o altares para jugar! Le compusiera yo a Manuela la despensa, o la caja de costura, a ver a qué le sabía. Ésta ha sido Manuela sin que me quede duda.

     La joven casera de don Demóstenes estaba oyendo desde la puerta de la cocina, estas quejas al aire, y acercándose a la puerta de la sala, se expresó en estos términos:

     -¿A ver qué le hizo Manuela, qué es lo que se le ha perdido?

     -¡Oh! ¡las clasificaciones íntegras!

     -Una peseta que estaba sobre la mesa, ¿no la topó sobre los libros?

     -¿Y las flores disecadas?

     -¿Eso tan seco? ¡Ave María! Allá fueron a dar al muladar con los chicotes y las cáscaras de las frutas.

     -¿Y los borradores?

     -¿Esos papeles tan negros y tan sucios y tan borroneados? ¿No los rasgué, y los emburujé y los eché a la candela?

     -¿Y quién te metió a ti en esos cuidados?

     -Por componerle su cuarto, que ya parecía cuarto de locos. ¿Cómo don Alcibíades no se ponía bravo cuando le componía yo sus baúles y su mesa?, pero con no volver a entrar jamás a su cuarto está todo acabado.

     -Esto es lo que llaman tras de cuernos palos, dijo don Demóstenes; sátiras y gritos después de un perjuicio que no se puede subsanar con nada de esta vida.

     Pasó muy mala noche el bogotano, pensando en sus discursos sociales y en la fatal visita del Retiro, y recordando la muy triste aunque agradable visita de Mal-Abrigo. Se acordó de que había dejado su espejo olvidado en la horqueta de un palo de las inmediaciones de las casas del Retiro, y esto lo llenó de molestia porque dentro de un secreto del espejo tenía guardada una carta de cuyo contenido no le convenía en manera alguna que Clotilde u otra persona se enterase.

 

 

 

Capítulo XI

El mercado

 

 

     El huésped de la señora Patrocinio se despertó muy afanado, a causa de un tropel que sintió en los corredores, y a pocos instantes vio por entre las cortinas una luz que vagaba, y oyó los pasos de una persona que cruzaba la sala. Quedose esperando los resultados de una invasión, atrincherado entre sus cobijas y sus almohadas, a tiempo que se le apareció Manuela, saludándolo con estas palabras:

     -Vengo a ver qué se le ofrece, porque me voy.

     -No sé; siéntate y me dices qué novedad tenemos.

     -¿Cómo qué novedad?

     -¿No eran ladrones?

     -¿Luego usted los teme?

     -No me gustaría que cargasen con la escopeta, el reloj y los baúles.

     -¿Luego usted no dice que lo superfluo es para el que más lo necesite? ¿Para qué quiere reloj, si has alguno que no tenga cuatro camisas para mudarse?

     -El principio es corriente; pero que comiencen a practicarlo otros, porque una cosa es con guitarra y otra es con violín.

     -Sí, señor, una cosa es cacarear y otra poner el huevo; por eso es que no les creo a los que hacen mucho alboroto. ¿Conque no sabe que me voy?

     -¿Adónde, Manuela?

     -Al mercado; ¿no me dijo que le avisara?

     -Pues espérate, que te voy a encargar algunas cosas.

     -¡Qué descansos los suyos! ¿No ve usted que ya quiere amanecer, y si uno va tarde en estos mercados del san Juan, ya halla todo caro?

     -¡Pero si no me acuerdo!

     -Pues entonces hasta luego.

     -No te vayas: ¡mira!

     -Es el susto que no le deja acordar; diga pronto porque me voy.

     -¡Ah! Ya me voy acordando: un frasquito de tinta para escribir.

     -¿No más?

     -No sé qué otra cosa...

     -Pues diga, pero no me detenga.

     -¡Ah! Los papeles del correo.

     -Hasta luego, don Demóstenes, que ya me amanece.

     -Que te vaya m u y bien; que no te dejes engañar ¿eh?

     -No es tan fácil tragar entero.

     -Verás cómo me sales con tinta blanca, o semiblanca, después que te haya jurado el mercader que es la tinta más negra, con la que escribe el emperador Napoleón.

     -¡Hasta luego, que me piense mucho!

     Se persignó Manuela, y montó en enjalma en un macho que don Eloy le había prestado, y al fresco delicioso de la mañana emprendió su marcha al mercado de la cabecera del cantón.

     Pachita corrió ese día con el cuidado del alojado; pero éste, que no se acomodaba en casa cuando estaba ausente la festiva y servicial Manuela, se contentó con hacerle de paso algunos cariños a Pachita, y se fue después de almorzar a casa de Marta, pasó allá la mayor parte del día, conversando, leyendo, señalándole a Marta las láminas de los Misterios de París, y recitándole versos de algunos autores selectos como Espronceda y Zorrilla. De manera que gastó un poco menos de siete horas en dos visitas, una antes de la comida y otra después, recostado en los juncos de la cama del pan, cuando se cansaba de estar en la hamaca, siendo de advertir que en la casa de Marta estaban ese día de amasijo, y que el dueño de casa se había ido al mercado a comprar hierro, acero y algunos preparativos para el san Juan.

     Marta era la tercera notabilidad de la parroquia, después de Manuela, y Cecilia. Era blanca y tenía el pelo rubio, hermosos ojos negros y admirable cuerpo. Tenía genio alegre y se reía de todo porque jamás estaba triste. Nadaba muy bien, bailaba con perfección y era afamada para el canto de las canciones populares. Su traje era el mismo de su prima Manuela: camisa bordada, enaguas de cintura y pie descalzo. Visitación, su madre, era hermana de la señora Patrocinio. Marta sabía leer y aunque era más verbosa y locuaz que Manuela, no tenía la gracia de locución de ésta, que había adquirido por herencia y algún tanto por trato el estilo de las hijas de Llano-grande, que se expresan por medio de imágenes y figuras rápidas y bellas, y con frases de una naturalidad y sencillez que les ha hecho gozar de bien merecida fama. Sin embargo, la conversación de Marta era entretenida y aun solicitada de los hacendados, de los forasteros y de los estancieros, entre los cuales había uno que, según decían, la quería con buenos fines, y tenía bestias y buena estancia.

     Marta había leído "El compadre Mateo", que le prestó don Alcibíades, cuando estuvo en la parroquia, "El Hijo del Carnaval" y "La Lechera", que le había dado don Leocadio; sabía retazos de las cartas de Eloísa y Abelardo, que le regaló don Cosme, había conversado con gente despreocupada y poco escrupulosa, y era por consiguiente la ilustrada de la parroquia. Se le escapaban algunas burlitas acerca de las velas que llevaban los estancieros a la iglesia, de la bendición de las semillas el día de la Candelaria, y de las pesetas de los responsos; y es seguro que de aquí, tenía que pasar Marta a la crítica sobre la prisión de Jonás dentro del vientre de la ballena, sobre el agua que salió de la piedra tocada por la vara de Moisés y de aquí a la vergüenza de someter el entendimiento a las decisiones de un papa que vive tan lejos de la Nueva Granada. Sus lecturas y la conversación con personas interesadas en ilustrar la parroquia, todo tendía a irla desprendiendo de creencias que le hacían mirar como supersticiosas, mediante la docilidad con que oía hablar sobre estos asuntos; lo difícil era saber a donde iría a parar la despreocupación iniciada por los buenos apóstoles de la civilización. Don Demóstenes pasaba ratos muy agradables a su lado. Para comer y para almorzar hubo que llamarlo repetidas veces el día en que le hizo la visita de que se ha hablado.

     Eran las ocho y doña Patrocinio estaba muy inquieta por la tardanza de Manuela, esto es, por los riesgos de una caída, o de la mordedura de una culebra, que por lo que era su honor, ella no temía, porque su hija era como las señoritas yankees, que cuidan de su yo por sus propios esfuerzos sin necesidad de guardias de corps ni de muros, cerrojos o llaves. De golpe oyó un canto lejano la señora y conoció que era la voz de Manuela, como la clueca conoce los chillidos de sus pollitos. La nueva se divulgó por toda la casa y pronto estuvieron en la sala todos los interesados inclusive don Demóstenes, que deseaba ver los periódicos de la capital.

     Cuando estuvo Manuela en la puerta, trató don Demóstenes de auxiliarla galantemente; pero no teniendo las nociones comunes de la encomienda, la reata y el lazo jurado o de petacas, tuvo que ceder el puesto a Fitatá, que se portó mucho mejor. Después del saludo general, Manuela comenzó a abrir los costales; se sentó junto a doña Patrocinio en la mitad de la sala, y tras de un corto preámbulo comenzó a hacer sus cuentas, entre tanto que doña Patrocinio pasaba granos de maíz de un pozuelo a su regazo.

     -¡Ah cosa chinche que es hacer mercado!, dijo Manuela desatando unos talegos; ¡y el sol que estaba como candela! Estoy cansada como si viniera de España. Aquí está la carne, que me costó a diez y ocho, pero es sabanera legítima y de aújas que es la que más le gusta a don Demóstenes; arracachas unas cuatrico por dos reales, y los cominos a dos cartuchitos por un cuartillo. La sal a catorce, cada día más cara y en la Gaceta dijeron que la iban a dar barata para favorecer al pueblo: ¡lo que defienden al pueblo! En otro tiempo dicen que tenían hornadas los indios de Nemocón y los pobres le Cipaquirá, y don Tadeo dice que si hay por fin federación, la salina no ha de ser para el gobierno general, sino para la provincia de Bogotá, para que la federación sea completa. Ya no había lechugas ni coliflores porque llegué tardísimo; que aguante don Demóstenes, a ver para que me detuvo esta mañana. Ese repollo me costó tres cuartillos, pero le encimaron dos alcachofas. Tome, don Demóstenes, sus papeles que me dieron en el correo, y la tinta, que la compré en la tienda de don Florencio: esa fue otra tardanza, porque, ah hombre conversador, ¡Ave maría!

     Don Demóstenes se puso a leer "El Tiempo" y el "Neo-granadino", meciéndose con lentitud en la hanaca, entretanto que la entrega seguía adelante.

     -Traje media arroba de arroz y por aínas me lo derraman, porque se armó una pelea de lo más grande, por un medio de chivera, que les querían meter a los calentanos, y ¿qué será cuando se publique la ley que está componiendo don Demóstenes para que todos hagamos nuestra plata en la casa, con las marcas que más nos agraden?¿Qué harán las indias para no dejarse engañar de los bribones?

     -El pueblo tiene un instinto para conocer sus intereses que nunca lo deja equivocar, refunfuñó el huésped desde la hamaca.

     -Los huevos a tres al cuartillo y las cucharas de palo para la tienda también a cuatro. ¿Qué les quedará a los indios de Guasca y Guatavita que las hacen y que las traen y después de haber vendido sus tierras por chicha, o por plata para beber chicha? Don Eloy alegó por sacar un colador en medio real, hasta que me cansé de esperar y yo saqué el compañero por tres cuartillos; ¡pobres indios! y la mujer de don Matías compró el otro, y está muy sonado por allá que en la Hondura hay sesenta mulas robadas. El sombrero de Pachita me costó tres pesos y medio, y gracias a que mi prima Marcela me ayudó a alegar, y está tan hermosa que hoy tuvieron que hacer todos con ella, y viene también a las fiestas.

     -¿A posar aquí?, preguntó don Demóstenes, sin quitar los ojos de la lectura.

     -Ella posa en la casa de mi tía. Se vienen don Florencio y don Pascualito y todos los músicos.

     -Pero esos no posarán aquí, dijo don Demóstenes y siguió con su lectura.

     -Muy sonadas están las fiestas. El doctor Ramírez estaba comprando manzanas, me regaló una y le mandó esta otra a mi prima Marta, y él también viene a las fiestas; ¡tan bueno que es el cleriguito! ¡Conque me dio la mano en toda la mitad de la plaza! A dos al cuartillo compré las manzanas, porque le gustan a don Demóstenes, al horno y con almíbar. Éstas son aparte, que les traje a todos. Alcáncemele esa a don Demóstenes; pero no es para que la regale. Quién sabe si los encargos no les habrán gustado, porque es una cosa difícil comprar al gusto de cada uno, y como dice el dicho: "cada uno para sí y Dios para todos."

     -¿Y los fósforos?, preguntó doña Patrocinio como asustada.

     -En la última tienda los vine a comprar, porque ya se me habían olvidado. Aquí en el seno los traigo, con una carta que me dio el administrador, al pasar, para nuestro alojado.

     -¿Y si se hubieran prendido?, dijo doña Patrocinio, en tono regañón.

     -Lo habría sentido por la carta.

     -¿No más?, dijo don Demóstenes.

     -¿Luego qué más?, dijo Manuela.

     -¿Las famosas arandelas de la camisa bordada?

     -¿Luego yo venía dormida? ¡Miren qué cosas! Al señor Ayacucho también le traje un bizcocho para que vea que no lo olvido.

     -Eso es porque el que quiere a san Roque quiere a su perro, dijo Pachita y se fue a guardar su sombrero, y don Demóstenes también se fue a guardar sus encargo, después de repetirle sus agradecimientos a la recomendada y parecía que todos habían quedado contentos.

     Después que se terminó la cuenta y recibió Manuela la aprobación, se fue con su adjunta a poner en orden todas las cosas en la despensa, donde se hallaban las otras provisiones que eran del distrito, como los plátanos y las batatas, y habiendo llegado cansada se fue a acostar primero que las demás.

     Pasada la media noche sintió doña Patrocinio en la alcoba de su alojado, ruido del catre y algunos suspiros y despertó a su hija mayor para que fuese a ver que era lo que había. Manuela se acercó sin que la sintiese don Demóstenes hasta muy cerca de su cabecera, y le preguntó:

     -¿Está desvelado? ¿Lo han picado los chiribicos? ¿Le sacudo la cama?

     -No tengo nada, le contestó el bogotano y volvió la cara para el lado de la pared.

     -¿Tiene calentura o dolor de cabeza?

     -¡Nada! ¡no tengo nada!

     ¿Cómo estaba delirando?

     -Estaría soñando.

     -¿Tiene alguna pesadumbre?¿La carta le ha traído malas noticias? Se me pone que esa carta es de su catira y que le dice que ya no lo quiere porque habrá sabido algo de por aquí, o porque otro cachaco lo habrá rivalizado.

     -¿A mí? Esa señora ha nacido para quererme a mí, y solamente a mí. Fue que le dejé tina prohibición liara venirme y ahora sale conque no la ha cumplido.

     -¿Le mandó que no callejeara, que no se pusiera maja, que no bailara mientras que usted estaba por aquí pasando trabajos, y no le ha obedecido?

     -¿Ella? No pienses que es una casquivana. En cuanto a dignidad no tengo que tacharle lo más mínimo, es de una educación y de una hermosura que no hay igual desde Nueva York hasta Bogotá. Es el conjunto de todas las perfecciones; pero ¡ay! ¡que la sotana todo lo mancha, todo lo corrompe!

     -¿Celos, don Demóstenes?

     -¡No, Manuela! Porque no hay otro mortal que la merezca, sino yo. No es nada de eso.

     -Léame la carta, que me están dando ganas de oírla.

     -¡Qué pretensiones las tuyas! ¡No sabes lo sagrada que es una carta entre amantes?

     -Yo lo que sé es que usted se apoderó de una carta de mi amante, y la leyó, y como sé lo que usted respeta la igualdad, creo que usted se halla obligado a leerme la carta de su querida de Bogotá.

     -¡Qué despropósitos los tuyos! No hables de esta carta escrita con el veneno más activo del fanatismo, y que a un mismo tiempo me enternece y me llena de ira.

     -¿Y me la lee?

     -¡Vaya que eres impertinente!

     -¿Ni aun me dice qué noticias son las que le pone la señorita?

     -Es esto. Ahora verás que tengo razón de delirar, de maldecir y de volverme loco, porque la verdad te digo que arde un infierno en mi pecho.

     -¡Jesús María! No diga eso, cristiano de mi corazón.

     -Yo estaba persuadido de que ese dechado de virtudes no tenía otro defecto que la gazmoñería de que adolece toda la familia, y la antevíspera de venirme estando en la Esmeralda, que así se llama la hacienda de su padre, le expliqué mis ideas sobre la teocracia, sobre el matrimonio católico, sobre la autoridad del Papa, sobre la manía del rezo y los sermones y las confesiones de las bogotanas y le dejé prohibiciones expresas sobre estos puntos; y ahora me sale diciendo en su carta que oye misa, que se confiesa y que se quitó el bello nombre de Celia, para ponerse un nombre de calendario, que es la lista de los más famosos ilusos que se han conocido en el mundo.

     -¡Vea usted!

     -Y para colmo de la mengua que me cubre a mí, se ha echado de beata.

     -¡Una santa!, exclamó Manuela.

     -¡Ahora me dirás si no tengo razón en abjurar de su amor, si no se arrepiente, si no me da satisfacciones!

     -¿Y por qué no quiere usted que sea santa? ¿Le daría menos que hacer si fuera una incrédula que no pensara más que en el lujo, y en el baile, y en la ventana, y en la vagamundería? ¿No es usted tolerante? ¿Por qué no la deja que se vaya al cielo después de haberlo querido a usted, y que se vaya al cielo del modo que mejor le parezca? Si a Dámaso le diera por rezar y confesarse, yo me lo alegraría infinito, porque sé que el cura no le había de mandar que quisiera a otra, ni que malbaratara la plata, ni que me tratara mal después que nos casemos. Conque no se eche a la muerte, don Demóstenes, porque su novia sea santa y se haya vestido de beata. Duerma y déjese de cavilar.

     -¿Dormir? ¡Imposible! Trato de aquietarme, y se me aparece una fantasma que me llena de espanto.

     -¡Aquí nunca han asustado!

     -Es la sotana, Manuela, es el confesor, es la potencia interventora, y tú sabes que donde hay intervención extranjera ya no hay soberanía. ¿Qué sería del yo con los preceptos de un confesor? ¿Qué sería del amor mismo donde el ascetismo religioso imperase por unos días? ¿Infierno y amor? ¿Placeres y penitencia?¿Esperanzas de un edén y temores de un infierno? ¡Oh, que todo esto no cabe en un solo corazón ni con todas las argucias de los teólogos y canonistas, y un corazón tan tímido, tan inocente, tan puro como el de Celia!... Que escoja: o el confesor o yo; porque el fuego y el agua no pueden estar juntos...

     -Pues si le parece tan mala, tal vez sí sería bueno que usted la dejara.

     -¡Pero tan linda!, dijo don Demóstenes mirando el retrato de la señorita, que estaba sobre la carta. ¿No ves, Manuela? ¡qué facciones, qué pelo, qué garganta! ¡qué boca! ¡qué ojos! ¡Oh! ¡es para volverse uno loco!

     -Pues mire, entonces lo que ha de hacer es escribirle una buena carta, muy cariñosa.

     -¿Y mi dignidad?

     -Pero ya ve: santa y linda, ¿qué más se quiere? Y que ha de estar usted en que mi sia Clotilde está medio enajenada; y por lo que hace a Marta, no le aconsejo que siga entretenido con ella, porque cuando deja usted de estar conversando con ella en la tienda, le sigue uno de alpargatas, que vale menos que usted; pero es la verdad, que él tiene el mismo derecho que usted para estarse en la tienda, y más, porque se pone a tocar el tiple.

     -¡Ah sí!, los tiples que los aborrezco como a un medio de oposición contra mí, y lo peores que aquí no hay policía, porque...

     -Sí, señor, porque la libertad de dormir debe respetarse tanto como la libertad de tunar, como decía don Alcibíades cuando estuvo posado aquí y lo molestaban con los tiples de mi tienda.

     Don Demóstenes estaba recostado contra la pequeña baranda de su catre que yacía apegado a la pared, tenía la cara levantada y el pelo todo erizado, la camisa la tenía caída hacia atrás y se le veía palpitar el pecho con suma agitación. Manuela estaba sentada cerca del catre, y le decía:

     -Procure aquietarse, don Demóstenes, que está como acalenturado, no cavile más en la carta ni en la sotana, mientras que le voy a traer una agüita.

     Salió Manuela con su cabo encendido, rodeado de un pedazo de papel, se fue a la huerta a coger unas hierbas, y luego que echó agua en una vasija, la puso en donde prendió carbones con la misma vela, y presto resonaron las piezas vacías, las de los sanos y la alcoba del enfermo con el ruido melancólico del fuelle, que se oye con angustia y pena en algunas de las horas más silenciosas de la noche en todas las casas donde hay enfermo. Manuela había puesto el cabo en un candelero de barro, y aquella luz pálida que se regaba por los corredores y el patio, le daba a ella el aspecto de una pintura lastimosa. Ella era compasiva en las desgracias, así como era burlona en las horas en que se trataba de chanzas y palabras ociosas.

     Cuando sonó el agua agitada por el primer hervor, la echó en una taza, la enfrió un poco, le puso dulce, la probó y se la llevó al enfermo, al cual dijo con dulce y agradable voz:

     -Tome, don Demóstenes, bébase esta agüita, pero bébasela con fe y no deje nada en el vaso.

     -¡Mil gracias! Siento que te hayas molestado.

     -No me molesté, don Demóstenes; la cocí con mucho gusto: lo que deseo es que le haga provecho.

     -Se tomó don Demóstenes el agua; le preguntó después de qué era, y la caritativa joven le contestó:

     -Es agua de una ramita de toronjil de la huerta, y de dos clavelitos de los que traen los indios al mercado, que me los encimaron hoy en donde compré las cucharas de palo. Arrópese y estese quieto, y verá cómo se alienta.

     Don Demóstenes se sonrió, y éste fue el primer síntoma de su mejoría. Una sonrisa en los tiempos comunes no tiene mérito; pero una sonrisa recabada de los labios que han pronunciado la maldición de los celos y que han protestado contra el amor, es una conquista de un mérito infinito.

     -Dios quiera que amanezca bueno y que no vuelva a enfermarse, dijo Manuela a su huésped, y se fue a acostar.

     Don Demóstenes se alivió muy pronto, bien fuese por virtud del agua o por los consejos de su casera; logró dormir las últimas dos horas de la madrugada, y cuando se levantó, pensó en estrechar su amistad con la familia del Retiro, se fortificó hasta donde pudo en la idea de que Clotilde lo tenía cautivado, y se dedicó a pensar en sus ojos negros, y cuando venían a rivalizarlos en su imaginación los azules de Celia, desechaba la imagen como un bello fantasma que lo venía a atormentar. Ayudábanle a conjurar este recuerdo los pasatiempos de la escopeta, los viajes a las estancias de las bellas hijas del pueblo, y el ajedrez y las damas en la casa del cura; hizo una segunda visita sin baquiana a la hacienda del Retiro, y aunque se perdió en el camino, y aunque no pudo hablar a solas con la señorita, sus miradas le parecieron consoladoras, y su misma dignidad le pareció un buen presagio para sus amores.

 

 

 

Capítulo XII

La Esmeralda

 

 

     Después de exhibir el cuadro del mercado, en que figura una carta de Celia, ahora se nos hace preciso variar de teatro, para presentar al lector la hacienda de don Alfonso Jiménez, en la sabana de Bogotá, y así mismo dar noticia de toda su familia que más tarde ha de figurar en los cuadros de la parroquia.

     Don Alfonso Jiménez era vecino de Bogotá donde tenía su tienda de comercio, y en la sabana poseía una bonita hacienda. Don Alfonso era conservador; pero nunca se dejaba meter en los comprometimientos de la política, porque para evitarlos, montaba en su caballo y se iba a la hacienda, cuando sus copartidarios lo necesitaban, aunque no fuese sino para dar su voto en las elecciones; y por lo que hace a comprometimientos pecuniarios, todos los excusaba para que no lo persiguieran los enemigos de su partido. Sin embargo, nada le valió para librarse de que le expropiasen setenta novillos gordos, diez caballos de silla y dos arrendatarios en la revolución del general Melo.

     La casa que tenía en Bogotá el señor Jiménez era suntuosa, y estaba construida de una manera acomodada al buen gobierno de la familia. Las casas de Bogotá no tienen más que una sola entrada, que no se abre sino después de unos cuantos golpes en el portón y no son registradas por las ventanas porque éstas son muy altas por el lado de la calle. Esto contribuye en gran parte a la educación moral de la familia. Tal costumbre pertenece a los usos retrógrados de la colonia; pero en ello no hicieron nuestros antecesores más que seguir la naturaleza, porque las golondrinas y los gorriones también precaven la familia menuda de la visita de los gatos y de los hombres, buscando lugares ocultos para sus nidos.

     En la casa de don Alfonso, que era un verdadero convento, se criaban tres hermosas niñas, que fueron educadas según los usos del alto tono y con toda la modestia de unas vestales: llamábanse Celia, Felisa y Virginia. La madre que tuvo la dicha de conducir tales hermosuras al punto céntrico de la virtud, por en medio de los peligros de la sociedad, fue la señora Natalia Moreno, muy digna esposa de don Alfonso. El tema de su enseñanza era la piedad y el recato. Ella les recomendaba que se portasen con dignidad, y para esto les tenía escrito de su propia mano un manual cuyos principales capítulos eran los contenidos en este catálogo:

     I. No exhibirse demasiado.

     II. No abusar de los privilegios de la coquetería.

     III. No dejarse tratar de sus apasionados, como ellos tratarían a las mujeres de mala nota.

     IV. No reírse sino de lo que es risible.

     V. No quererse distinguir demasiado por el lujo de los trajes.

     Don Alfonso tenía la costumbre de llevar la familia a su hacienda de la Esmeralda en junio y julio y en enero y diciembre, épocas de cosechas. En 1856 se fueron desde el 18 de mayo, porque se hablaba de la conveniencia de derrocar el gobierno existente por una revolución a mano armada.

     Las señoras encontraron la Esmeralda convertida en una joya del mayor precio, después del invierno de abril. Los potreros de cría estaban verdes completamente, merced a la exuberancia y a la frescura de las gramas, y había uno de color amarillo anaranjado, por estar cubierto de las flores de la pacunga, a causa de haberse barbechado dos años antes. Las cercas de piedra y de cepos demarcaban las líneas de los solares. El trigal era un horizonte de verdura, pues constaba de cien cargas de semilla, y la undulación de los vientos lo hacía figurar como un mar cuyas olas se mecen con poca fuerza. Los potros retozaban en un potrero por la noble causa de la juventud y de la gordura. Los ganados mugían, satisfechos del alimento diario.

     El orden brillaba en todas las cosas. Los peones efectuaban las operaciones del campo con gusto, con activad y con acierto.

     Como la casa estaba situada en la parte menos llana de toda la hacienda, dominaba los potreros, los caninos y las estancias, lo cual era una verdadera ventaja para las señorita Jiménez, las cuales tenían un anteojo de muy larga vista para reemplazar la ventana de Bogotá, y aunque con alguna distancia, ellas suplían la vista de la calle con la del camino provincial, que pasaba a treinta cuadras de la casa por entre un callejón de cercas de piedra y tapia. La casa no era de balcón, lo cual no la privaba de las comodidades ni de a belleza de una verdadera casa de campo, estando como estaba, sobre un terraplén artificial de dos varas de altura. El ancho corredor del frontispicio daba sobre las corralejas de ordeñar vacas y apartar animales y uncir los bueyes para el trabajo. En los costados había corredores que daban sobre los alfalfales; y las hortalizas estaban sombreadas por nogales, manzanos, duraznos y algunos sauces en las orillas de los arroyos.

     El patio estaba sembrado de ciruelos y rosales, y los corredores que servían de salón de las harneadoras estaban vestidos con las ricas enredaderas de las huertas del país.

     El comedor ocupaba todo el tramo que separaba dos patios muy hermosos, y en lugar de estar cerrado por tabiques, lo estaba por unos bastidores de vidrios adornados exteriormente con enredaderas. El centro del primer patio lo ocupaba un alcaparro eternamente amarillo por estar siempre floreado. A las señoras las visitaban hacendados estancieros, parroquianos y todos estaban contentos de su trato, que por cierto era amable sin dar margen a excesiva familiaridad. Algunas personas de Bogotá las solía visitar; y entonces tenían la precaución de no dejarse mezclar en las cuestiones miserables de la política, ni en las rivalidades del lujo y de otras miserias de la sociedad. Sus trajes eran sencillos, porque ellas no se proponían deslumbrar a los lugareños. Cuando salían a las estancias o a las haciendas vecinas, iban con sombreros de palma, los que usaban las arrendatarias. Parecía que las señoras Jiménez no salían de Bogotá, sino por librarse de la tiranía del alto tono, como los colegiales que se libertan en el asueto de los reglamento y los bedeles.

     Un día vio Virginia que se había desviado un jinete del camino provincial para dirigirse a las casas de la Esmeralda; puso el anteojo con la presteza con que lo hiciera un ayudante de campo, y vio que iba sin ruana, y después de largas observaciones, alcanzó a ver un perro, y dio el aviso, que a la verdad no produjo inquietud ni afanes, porque la escoba había hecho sus oficios a las horas debidas, y las criadas no estaban mugrientas, ni los trastos en revolución. Solamente una persona habló alarmada, cuando se conoció el personaje: Celia, que amaba, y cuando se ama no hay orden en el corazón, porque todos los pensamientos se ponen en anarquía. El que llegaba era don Demóstenes.

     Don Demóstenes estaba admitido como novio en la casa, y un novio nunca es mal recibido en estos tiempos. Se quitó el caballero los zamarros y las espuelas en el corredor, subió las seis gradas del terraplén, y saludó con finura y cortesanía. Dio todas las memorias de que se había encargado y les dio a las señoras las principales noticias de la ciudad con relación a la política de la Nueva Granada, que ya es indispensable en todas las reuniones.

     Cuando don Demóstenes preguntó por don Alfonso, dijeron las señoras que estaba en la sementera de papas, y lo convidaron a ir hasta allá.

     Don Demóstenes llevaba de brazo a Felisa y Celia; en pos de ellos iba la señora Natalia con Virginia, y más atrás la criada Crisanta con un canasto engarzado en el brazo. Los salones, palcos y alamedas no habrían tenido para don Demóstenes todo el atractivo de aquel retazo de sabana que pisaba, matizado con las flores de la achicoria y de la moradita, sin testigos, sin las importunidades de la etiqueta, sin ruidos de atambores, carros o martillos, oyendo solamente algún mugido de la vaca que llamaba su ternero, o el silbido de algún llanero o chirlobirlo; el aire estaba perfumado con las exhalaciones de las flores de borrachero, que venían desde media milla de distancia, y el cielo estaba enteramente despejado.

     Después que los dos amantes hablaron de las desgracias de una separación de dos meses, teniendo don Demóstenes que marchar a una parroquia de occidente, Celia le dio su retrato con un rizo de pelo, al detenerla don Demóstenes para entregarle un ramilletito que acababa de formar.

     Crisanta se había quedado muy atrás, a tiempo que acercaban algunas reses corriendo en dirección a la familia, bramando terriblemente, sacando la lengua y despidiendo hebras de babaza que brillaban como los hilos reventados de las arañas. El susto de don Demóstenes fue sin igual, no viendo por allí cerca una trinchera, donde librar a las señoras del mal que las amenazaba, sino una zanja profunda llena de agua, que separaba el llano por donde se caminaba, del potrero donde estaba la sementera. Hasta la orilla corrieron las señoras y el caballero sin mirar para atrás; entre tanto que los bramidos crecían y que todas las vacas del potrero se estaban viniendo desde sus comederos con el objeto de auxiliar a las primeras.

     -No hay más remedio que arrojarnos al agua, le decía don Demóstenes a las señoras que llevaba de brazo.

     -¿En esta agua tan fría?, le contestó Felisa, llena de espanto.

     -Es seguro que no nos cubrirá del todo.

     -¡No las bote su merced!, gritaba Crisanta, que llegaba corriendo a libertar a las señoras del peligro verdadero.

     -¿Y los toros?, observó Virginia, mirando hacia atrás.

     -Qué toros, ni qué pan caliente; ¿no ve su merced que todas son vacas?

     -¡Cómo!, dijo Felisa.

     -¿No conoce su merced la Petaca, la Toronja y la Sobrecama, que son las que ordeña su merced algunas veces?

     -¡De veras!, dijo Celia.

     -¡Y por qué nos vienen persiguiendo?, dijo don Demóstenes.

     -No es a su merced, ni tampoco a mis señoritas; es al perro Ayacucho. Eso lo saben hasta los bobos, que cuando hay vacas paridas de ternero chiquito en el potrero, se vienen encima del perro que las amenaza, y como el señor Ayacucho, hecho el buenazo, se fue corriendo detrás del becerrito de la Paloma, por eso se ha ofrecido esta revolución. ¿No ve su merced que no nos tiran a nosotras?

     -¡Ave María! ¡cuando nosotras ordeñamos a la Petaca y la Sobrecama casi todos los días!

     Sin embargo, las vacas no deponían la rabia y parecía que trataban de sacar ensartado en los cuernos al cobarde Ayacucho que estaba asido a la sombra del traje de su señorita Celia; pero Crisanta las espantó tirándoles pedazos de boñiga seca.

     Siguieron las señoras en busca del puente y la puerta de golpe, y pronto llegaron a la parte del potrero donde se estaban cosechando papas. Eran mujeres las que trabajaban, pero había tres o cuatro peones para hacer las cargas, y echarlas sobre los carros. Entre las peonas había unas pocas arrendatarias de "La Esmeralda"; y la mayor parte eran de los sitios vecinos. El traje general de las peonas era de bayeta de frisa azul y de sombreros de trenza de palma; pero había algunas de mantilla de Castilla y de sombreros finos de los que usan las estancieras del Magdalena. Las peonas eran sesenta; cogían de dos en dos en cada surco, arrancando los palos secos, y luego juntando a manotadas las papas que aparecían y botándolas a los canastos de chusque, y al estar recogidas las que la tierra brotaba por encima, escarbaban el surco con palos de tuno o encenillo, que tenían mucho más de dos cuartas de largo, y volvían a recoger de nuevo, hasta dejar la parte del surco allanada, y pasaban a las matas que se seguían. Casi todas las peonas tenían mangas de tela blanca hasta la muñeca.

     Cuando estaban llenos los canastos, se levantaban las dos compañeras de un surco a trasladar las papas de éstos a los costales que se hallaban al pie de los carros.

     Entre los trajes de las peonas, algunos sobresalían por el mejor gusto y aseo, y eran infaliblemente los trajes de las peonas bonitas, porque la hermosura se hace distinguir tanto en la capital como en las aldeas. Había muchas personas blancas, y de un blanco perfecto; y había una que otra india, pero ni una sola que tuviese trazas de pertenecer a la raza africana. Un mayordomo vigilaba los trabajos; pero tenía orden de don Alfonso de dejar algo para el rastrojeo, y así era que al terminarse la operación, venían los pobres de las estancias y de la parroquia, y llevaban papas por cargas; de manera que hubo año en que se sacaron de los rastrojos ciento cincuenta cargas de papas.

     Don Alfonso estaba a caballo cuando llegó don Demóstenes con la familia. Saludáronse los dos caballeros, y desmontándose de su famoso alazán el hacendado, mandó que lo amarrasen de un palo de la cerca.

     Las señoras se dividieron y fueron, unas a coger amapolas silvestres en las orillas de la labranza, y otras a ver coger papas más de cerca. Don Demóstenes y el dueño de la hacienda miraban las operaciones desde alguna distancia.

     Después de la vista general de todo el cuadro, presentaremos a nuestro lector la escena de un solo surco. Se habían adelantado dos cogedoras algo más que toda la cuadrilla, y éstas eran muy amigas, según la igualdad con que cogían las matas y según los ademanes con que acompañaban sus conferencias.

     Hablaremos de cada una por separado. La una era blanca, de la raza española más pura y la otra india muy bien caracterizada; la blanca tendría 18 años, y siendo de un cuerpo regular, tenía un pie tan chico, tan pulido y tan rosado, que llamaba la atención a Celia y a Felisa, quienes la observaban a diez pasos de distancia. La cara de la peona era muy perfecta, y estaba sonrosada como si llevase colores postizos; el traje era el común de las peonas sabaneras, pero más fino, porque tenía un sombrero bastante grande que parecía nuevo, y cuando se levantaba toda la mantilla de bayeta fina sobre la espalda y se ponía de pie, se descubría su limpia camisa con regulares adornos y un buen pañuelo cobijado, y en estas operaciones se conocían o se calculaban todas las perfecciones de un cuerpo esbelto, muy común, sin embargo, en esas sabaneras robustas que a los cuarenta años de edad se pueden confundir con las muchachas de veinte. Era perteneciente a una de tantas familias que hay en los pueblos del norte y nordeste, en donde se encuentra la belleza del tipo latino tan a la vista como si se caminase por una de las provincias de España. Sin embargo, las gentes que llaman indios a los de estos sitios, sin detenerse a contemplar las facciones y el pelo, y en los hombres la barba; pero nosotros sí nos detendremos a considerar por algunos momentos que algunas de las personas que así clasifican, tienen mucho más determinadas las señales de ser indios o mulatos, a pesar del esmero con que se conserva el cutis en la ociosidad de la corte o de los grandes pueblos. La peona de que hablamos se llamaba Francisca Rubiano, y su compañera Dolores Gacha.

     Dolores Gacha era india pura, y cualquiera la hubiera conocido como tal, por su color bronceado, su pelo liso y corto, sus ojos pequeños y tristes y por un rezago de la pronunciación nacional de los muiscas, que todavía se nota en los pueblos de la Sabana. Estas dos amigas conversaban y se reían sin desatender su trabajo; pero Dolores reía menos, porque no era tan bulliciosa como su compañera. Juntas se levantaron a llevar sus canastos, habiéndose dilatado un poco más Francisca en volver, porque Dionisio el carretero parece que la detenía con galanteos. Francisca llegó riéndose al lado de su compañera de surco, y junto con ella redoblaron sus esfuerzos, pronto llegaron al extremo, y cuando el mayordomo estaba lejos, aprovecharon unos minutos para conversar lo que sigue:

     -¿Qué tal le parece el cachaco?, dijo Francisca a Dolores.

     -¡Bueno!, pero se me pone que está queriendo a una de las señoritas y que ella también lo quiere.

     -¡Horaaa!

     -¿Y qué hay para que no?

     -Pero de mi sia Celia no saca astilla el cachaco.

     -¿Se casarán?

     -¿Luego yo que le digo?

     -¿Y por qué dice usted que la señorita también lo quiere?

     -Porque el amor de las señoras se conoce como el amor de nosotras las pobres.

     -Y más, algunas veces; pero los cachacos están muy resabiados para casarse.

     Llamaron a comer; todas las peonas sacudiéndose el polvo, y arreglándose los sombreros y mantillas, se salieron a una orilla que estaba tupida de grama, al lado de los cepos de la cerca que guarnecía toda la sementera. Allí estaba un costal con mogollas, la totuma y un zurrón de cuero con chicha; entre el carretero y Francisca repartieron el licor muisca, y el mayordomo repartió las mogollas. Las peonas se habían sentado formando corrillos, girando en contorno sin que dejasen las sabaneras de hacer sus críticas y sus burletas con risa general del amable círculo; además les repartieron unos platos de papas, pues don Alfonso no era hombre que temiese quedar pobre por darles a sus peonas un palito de papas de las mismas que la tierra le brindaba con tanta abundancia.

     Las señoras habían visto con atención a Francisca y a Dolores, porque eran las más notables de la peonada y Celia dijo a Felisa:

     -¿Qué te parece la indiecita?

     -Graciosa, pero muy triste.

     -Y más triste se pusiera si llegara a entender que esa tierra que revuelve con las manos era de sus mayores, y que por la conquista de los reyes y la usurpación de los republicanos ha pasado a manos de los blancos.

     -¡Pobres indios!

     -Y a ti ¿qué te parece la blanca?

     -Hermosa y coqueta como ninguna de sus compañeras.

     -¿Coqueta?

     -¿Y por qué no?, las pobres también coquetean a su modo.

     Crisanta había extendido un mantel sobre la plegadera y el paleo de la orilla de un arroyo que bajaba por todos los potreros, en dirección a la casa de la Esmeralda, y también reunió las gentes del corrillo aristocrático para darles las once, aunque era más de la una.

     Consistía la refacción en unos bocadillos, algunos dulces de Bogotá, queso muy bueno de la misma hacienda y mi botellón de leche, que no se sirvió en copas sino en totumas. Fue muy alegre la tertulia de los calzados, porque la relación de lo sucedido con la aventura de las vacas, fue muy fecunda en chistes y carcajadas. Sin embargo, el autor de todo el mal, tenía la mandíbula pues a sobre los brazos extendidos, y puede decirse que comía con los amos en una misma mesa, aunque no con todo el gusto de Crisanta, que creía firmemente que aquello no era sino un acto de mala crianza de Ayacucho, habiendo señoritas en la mesa.

     Francisca ofreció a las señoras un plato de papas cocidas y en reciprocidad se le dieron bizcochos, que ella repartió en porciones infinitesimales entre todos los peones, según la cumbre de la Sabana, que es un bello principio de fraternidad.

     El ciudadano mayordomo dio la voz de "¡arriba, mujeres!" y todos los corrillos se fueron a colocar en los surcos que les correspondían.

     El birlocho había venido por orden de don Alfonso, y las cuatro señoras y don Demóstenes volaron pronto por el llano sin ruido ninguno, dejando escasamente una huella sobre las gramas de que se hallaban alfombrados los potreros. Las vacas fueron ahora las de la sorpresa, porque huían de la carroza, como si hubiesen visto las huellas de un tigre. Ayacucho tuvo que seguir a pie, tal vez por modestia, según lo contemplado que lo tenía su amo; si hubiera hecho alguna manifestación a tiempo, es seguro que lo habría subido al coche para colocarlo de peana de las señoras. Don Alfonso se fue a caballo en su famoso alazán, cuyo movimiento era tan blando como el de la carroza. Crisanta se constituyó en apéndice de las cargas del carro, con poca resistencia del carretero, que era tan comedido con las señoras de su clase, como don Demóstenes con las de la suya.

     Así que se desmontaron las señoras, don Demóstenes fue convidado por el patrón de "La esmeralda" a ver lo más curioso de la hacienda y de los contornos de la casa, viendo de paso una docena de peones que harneaban por el método de Dulcinea en el siglo XVI, cuando don Quijote reconvino a Sancho porque había creído que las perlas eran trigo, lo cual hace entender los adelantos de la maquinaria en los países que marchan a la vanguardia; aunque también es cierto que si hubiera máquinas de trillar, los peones no ganarían lo que ganan subsanando los daños del trilladero, apartando del trigo los terrones, los fragmentos del estiércol y las basuras y el polvo; ni tendrían los hacendados carne fresca de yegua para los perros de cacería en cada una de las parvas.

     Después vio don Demóstenes en la caballeriza media docena de caballos de lo más hermoso y le dijo don Alfonso cuál era el que montaba cada una de las señoritas.

     De allí pasaron a la era, en donde mató don Demóstenes una docena de tórtolas que recogían el trigo segado, como lo hacen las infelices indias de los pueblos de la Sabana.

     -Vea usted, le decía don Alfonso al joven bogotano: este trilladero me ha costado más de trescientos pesos, porque los materiales se han trasportado en los carros desde muy lejos y he tenido que renovarlos.

     -¿En dónde está el trilladero?, dijo don Demóstenes, mirando para todos partes.

     -Éste sobre que estamos parados.

     -Yo creía que era un patio cualquiera.

     -No señor, es mi trilladero; con ochenta yeguas y nueve peones echo un montón en un día, que me da veinte cargas de trigo, que es todo de harina de torta y de bizcochuelos; no tiene más inconveniente sino el de que, cuando llueve por alguna casualidad, se moja todo el trigo, y el estiércol de las yeguas lo suele dañar, lo que es más común al tiempo de remoler, porque parece que éstas también tienen sus caprichos que no abandonan aun cuando se les ande con la zurriaga.

     -¿Y cómo es que no han puesto aquí tantas máquinas como las que yo vi en los Estados Unidos?

     -Porque de allí no quieren nuestros prohombres sino las instituciones, que para nosotros no pueden pasar de teoría, pues nuestros pueblos no son de republicanos. Ya usted lo habrá notado que no se dejan gobernar de los hombres de casaca negra.

     -Pues yo vi en los Estados Unidos diez máquinas de trillar, en un distrito pequeño.

     -Aquí en Bogotá hay diez imprentas, mientras que no hay una sola máquina de trillar en todo el cantón ni en parte ninguna de la Sabana.

     -¿Y qué dicen los hacendados que han ido a pasear a Inglaterra, a los Estados Unidos y a París?

     -Ellos de lo que nos hablan es del hotel, del teatro y de otros lugares más curiosos pero secretos.

     -Me admiro de que ni uno solo de los que han ido haya montado un buen trilladero en que se veinte cargas en un día.

     -Pero en los graneros les llevamos ventaja los granadinos. Y si no, ¿dígame ustedes cuanta extensión de enramadas hubieran cabido en los Estados Unidos esos sesenta montones que me darán cerca de mil cargas de trigo?

     -Habría necesitado usted de un convento entero.

     -Pues vea todo ese trigo al aire libre y sin riesgo de mohosearse; allí se puede estar por tres o cuatro años. Vea usted esos conos de manojos de trigo: tienen diez y seis varas de circunferencia y trece de altura, y las espigas están más libres de mojarse que la caja de la hacienda.

     -¿Y no piensa usted en poner una máquina de trillar para no lidiar más con las yeguas y las harneadoras?

     -Sí pienso; pero así que otro haya puesto la suya.

     A este tiempo se apareció Crisanta por entre los montones a llamar a los dos señores para que fueran a comer, y don Demóstenes le dio las tórtolas que había matado.

     La mesa de don Alfonso era selecta en gusto y en abundancia, y no hubo más variación en la comida, que la de un principio nuevo y de un postre, que ordenó la señorita Celia desde antes de irse a la sementera. Don Alfonso tenía buenos vinos, y en este día quiso escoger del mejor para su huésped. La comida estuvo silenciosa: en toda ella no hubo más plática que la de Celia con don Demóstenes, y esta fue en un idioma que no todos entienden; esto es, el de las miradas, que son el lenguaje ordinario del amor.

     Como las señoras de la Esmeralda no escondían cuando tenían huéspedes lo que comían en los días comunes de la semana, figuró en la mesa la sustanciosa mazamorra de piste, con todos sus adherentes, y unos bollos de mazorca, hechos de mano de doña Natalia, de los que no quedó disgustado el huésped.

     Después de la comida se fueron apartando poco a poco las gentes y ya no quedaban en el comedor sino don Demóstenes y su amada, seguramente por distracción. Hablaban un poco bajo; al principio riéndose, y después mirándose con seriedad, y a lo último como aterrados por alguna idea espantosa. Celia se quedó llorando, con el codo en la mesa y la mano en la frente cuando don Demóstenes se levantó a despedirse de la familia, pidiendo órdenes para una parroquia de tierra caliente. Después se pasó la señorita a la baranda de uno de los corredores de flanco que daban vista a una de las huertas, y que tenía una hilera de sauces muy elevados; allí la encontró Felisa y le dijo:

     -¿Por qué lloras, Celia?

     -Por nada: ¿por qué me lo preguntas?

     -Porque te veo los ojos mojados.

     -Mira, Felisa, es que he divisado un porvenir horroroso.

     -¿Los dos meses de ausencia de Demóstenes? ¡Eso es mucho apurar!

     -¡Qué ausencia, ni qué nada! Voy a decirte, pero muy en secreto.

     -Ya sabes que yo jamás digo nada, sino a mamá, que es la que debe saberlo todo, porque es nuestra mejor amiga.

     -Pero yo deseo que ella no sepa nada hasta que vayamos a Bogotá, que me parece será muy pronto.

     -Bueno, mi querida hermana.

     -Pues te diré que Demóstenes me ha prohibido una cosa que nunca esperaba.

     -¿Qué te ha prohibido?

     -Ser católica.

     -¿Él?¿Siendo tolerante por escuela y por opiniones políticas?

     -Él, mi querida hermana; me ha vituperado mi sumisión al gobierno teocrático del Pontífice de Roma, explicándose de una manera que no me ha gustado con respecto al matrimonio católico; en fin, me ha prohibido que me confiese.

     -No te asustes, mi querida Celia, dijo Felisa, con una prudencia admirable. Estas palabras te han causado impresión por la franqueza con que te ha hablado Demóstenes. Al fin el amor ha de venir a decidir de todo, y también la prudencia, como dice mamá, conservas dignidad para con él; si sigues siendo amada, él cederá de su intolerancia. Y aún te digo más, que cambiará en muchas de sus opiniones.

     -¡Pero prohibirme que me confiese!

     -¿Y tú no le hiciste alguna prohibición a tu vez?

     -No, niña, ¿yo qué le iba a decir?

     -¿Cómo no?, cualquier cosa; que no pertenezca a una sociedad, hasta que tú sepas los fundamentos de ella. ¿No sabes que él quiere que se sancione la soberanía de la mujer y que es el radical más decidido que yo conozco por la igualdad social?

     -Algunas luces me das con tus palabras; pero el hecho es que mi corazón se halla despedazado. Pienso escribirle una carta muy larga, que te mostraré luego que la tenga en borrador.

     Ya casi eran las seis: los sauces gigantescos remedaban figuras de espectros y toda la naturaleza parecía que lloraba la pérdida de la luz, del calor y del movimiento. Celia se había quedado recostada en la baranda y, enjugándose los ojos, dijo a su hermana estas palabras:

     ¡Qué triste es el campo a esta hora, Felisa!

     -Lo mismo que la ciudad, me parece.

     -¿No oyes las ranas de la laguna? ¿no sientes los berridos de los terneros? ¿no han herido tus oídos los chillidos de los gansos que venían a buscar la cuadra? ¿no ves todas esas aves que se levantan del pantano por bandadas, en busca del río, lanzando ese fúnebre lamento de guac, guac? ¿No es todo eso para desgarrar el corazón menos sensible?

     -¿Y los toques de la oración en Bogotá? ¿y el golpe de las ventanas que se cierran? ¿y la vela atravesando los dilatados corredores? ¿y el lamento de los mendigos que se retiran a botarse en un rincón pestilente? ¿todo esto no es triste, muy triste, cuando estamos en la ciudad?

     Las señoritas se retiraron de la baranda del corredor y a poco rato llamó a rezar doña Natalia.

     El oratario era una pieza pequeña, con especie de mesa de estuco, sobre la cual había una imagen de la Virgen de los Dolores en medio de dos grandes candeleros de plata.

     Don Alfonso se había quedado sentado en su poltrona en el corredor, porque estaba enfermo, estropeado de los trabajos del día. Entre el murmullo del rosario que se esparcía por los corredores y pasadizos, oía con dulce emoción las voces de sus hijas, que sobresalían entre las demás.

     A los dos días se sintió más quebrantado don Alfonso y la familia tuvo que volver a la ciudad. En el mismo día llegaba don Demóstenes a la parroquia, después de pasar una mala noche en Mal-Abrigo, como lo hemos visto en el capítulo primero de esta verídica historia.

 

 

 

Capítulo XIII

Revolución

 

 

     Era lunes, día muy aciago en las parroquias de tierra caliente. La gente de la casa de Manuela se había trasnochado en el baile, y habiendo quedado el portillo abierto por causa de Ascensión, que fue la última que entró a la madrugada, la marrana grande se había salido sin la horqueta legal, y sabiendo don Tadeo que andaba en el ejido, se aprestó para terminar de una vez una trama que tenía preparada, y dio todas las órdenes del caso.

     No tardó mucho tiempo en aparecer corriendo por la mitad de la calle del Caucho, la marrana de seguida por el alcaide y un policía, que le tiraba lazos inútilmente. Resurrección, la entenada de don Tadeo, que estaba echándoles de comer a unos pollitos en la puerta de la calle, azuzó a Tintero y a Papel, los perros de su padrastro, para que acometiesen a la marrana y la acosaran contra la pared. Ayacucho se puso en movimiento excitado por el alboroto y les acometió a los otros dos perros; pero salió Resurrección a pegar a Ayacucho con el palo de la escoba, y Manuela, que se había levantado del quicio de la puerta de la casa, donde estaba cosiendo, llegó con las tijeras en la mano y quitó el palo a Resurrección, a tiempo que se acercó el policía a tirar lazos para coger a la marrana. José intervino a ese tiempo y echó mano al rejo de enlazar que el policía defendía con todas sus fuerzas, de manera que en un instante se armó un grupo de racionales e irracionales que se batían unos en favor de la marrana y otros en contra de ella.

     A todo esto los gruñidos de la marrana y los gritos de Resurrección y los latidos de los perros, y las maldiciones y juramentos de los policías se levantaban en una confusión infernal, y Resurrección y Manuela se habían dado sus cachetadas; Ayacucho y Tintero, sus mordiscos; y José y los dos policías, sus pescozones y patadas. No tardó en aparecer luego la terrible Sinforiana seguida de Cecilia, para aumentar el número de los enemigos de Manuela, que la hubieran vuelto polvo si no se hubieran aparecido Simona y sus dos hermanas; el combate vino a ser tan encarnizado como el encuentro de una galera de argelinos y otra de cristianos.

     -Manuela le ha pegado a Tintero y me ha quitado la escoba, gritaba Resurrección llorando.

     -Por defender mi marrana, que nada les estaba comiendo, respondió Manuela muy enojada.

     -¡Por defender el perro del alojado, que te parece que te ha de durar para siempre!, le contestó Sinforiana.

     -¡Vieja bruja!, gritó la valiente Simona, podías irte a dar crianza a tus dos hijas, que la niña Manuela no es ninguna...

     -¡Anda, demonio de rea!, que no por buena te tuvieron en la reclusión de Guaduas. ¡Rea! ¡rea!

     -Vieja consentidora, le gritó Soledad, la hermana de Simona; ¿quién te mete a defender los perros de don Tadeo? ¡Ladrona! ¡sonsacadora!

     Simona y Sinforiana estaban agarradas, la última le había mordido un carrillo a su enemiga, y ambas estaban de sangre que no se conocían. Marta había llegado a tiempo que Resurrección le iba a tirar a traición a Manuela, y la derribó por tierra. Doña Patrocinio, estaba horneando unas almojábanas y cuando sintió el alboroto, y conoció la voz de Manuela, salió corriendo con el delantal puesto, y con un pañuelo blanco prendido en la cabeza, que le cubría toda la espalda; se presentó acezando y con la pala de hornear en la mano, y al ver que Sinforiana le iba a tirar a Manuela, le enristró la pala, y la hubiera partido por el pecho si Cecilia no lo hubiera cogido el palo; pero Manuela por rescatar la pala le dió un ligero piquete a Cecilia en un dedo de una mano, lo que hizo poner furiosa a Sinforiana; la bulla iba siendo mayor a cada momento, y los gritos y las injurias menudeaban más a proporción que iba creciendo el número de actores y de espectadores.

     El sacristán estaba durmiendo, y luego que oyó los gritos y vio que se levantaba el humo de un poco de paja que habían prendido en el solar de don Tadeo, corrió al altozano, cogió los rejos de las tres campanas y se puso a tocar a fuego.

     -¡Fuego en la calle del Caucho!, gritaban los que veían el humo.

     -¡Corran a apagar, corran a apagar!, decía el sacristán, convidando a los que pasaban.

     Todos los que iban llegando al sitio de la novedad se encontraban con el alboroto de una riña general, en la que los combatientes no tenían divisa, aunque se conocían los partidos. Los del partido de don Tadeo, peleaban en favor de Papel y Tintero, los del partido de Manuela comenzaron por defender a la marrana: manuelistas y tadeístas eran griegos y troyanos un aquel día. La calle se obstruyó completamente, llena de partidarios decididos. A lo último llegó el afamado Juan Acero, y entendiendo bien la causa que sostenían los dos policías y la denodada Sinforiana, empezó a distribuir garrotazos entre los manuelistas, hasta dar con el sabanero, que cogió a un descuido el arma fatal; y en esta brega caían y levantaban, no queriendo soltar su garrote el Hércules de la parroquia, y resistiendo lo mejor que podía la arremetida del sabanero, al mismo tiempo que los pescozones de los otros combatientes eran bien nutridos y los garrotazos bien dirigidos, de manera que ni el uno ni el otro partido daba señales de ceder; y al mismo tiempo los gritos eran espantosos, pero no se distinguía bien sino la interjección favorita de los que hablan el español, y las injurias de marca mayor.

     -¡Vieja langaruta!, gritaba Simona a la valiente Sinforiana, ¡vieja bruja, vieja consentidora, vieja ladrona!

     -¡Tinaja con patas!, gritaba Sinforiana a la señora Patrocinio... ¡Vieja estafadora! y daca de rezandera y de amiga de ir a la iglesia a rezar estaciones en cruz.

     El señor alcalde no se apareció sino hasta lo último, acompañado del juez primero, del ciudadano Dimas y de unos cuatro tadeístas; y agregado a Juan Acero y a otros de la misma parcialidad, empezó a coger prisioneros para llevarlos a la cárcel. Sin embargo, a José no pudo rendirlo con cuatro, porque éste había quitado el garrote a Juan Acero y les hacía frente teniendo la retaguardia cubierta por la pared de la casa: José estaba enseñado a contrarrestar a número infinitamente mayor. Fue una temeridad que los tadeístas no se atrevieron a ejecutar, la de matar a José para prenderlo, y le propusieron que entregara el garrote y quedase arrestado mientras parecía su patrón, prometiéndole no amarrarlo ni insultarlo.

     De este modo quedó triunfante la señora Sinforiana y todo el partido tadeísta. El juez y el alcalde prendieron a Simona y sus hermanas, a José, a Paula, a la manca Estefanía, a ñor Dimas, a doña Patrocinio, a su hija y al perro Ayacucho; pero Manuela salió corriendo y a favor de la confusión logró introducirse, sin que la viesen, por el portillo oculto del corral de su casa. En la puerta de la cárcel soltaron a doña Patrocinio con tal de que entregase a Manuela, condenándola en treinta pesos de multa si no la entregaba dentro de cuarenta y ocho horas. A la marrana la llevaron al coso, y a Ayacucho lo destinaron a la cárcel con José Fitatá.

     Hubo muchos heridos en esta pelea; a Resurrección la dejaron sin camisa las hermanas de Simona. Ñor Dimas salió herido en una oreja, Paula quedó con los ojos negros, Marta perdió mucha parte de su pelo castaño y un rosario de coquito con cruz de oro; pero logró escapar con varias personas de las menos comprometidas. Resurrección decía que había también muertos, alegaba porque Manuela le pagase ocho pollos que habían muerto a pisotones, y cobraba a dos reales por cada uno, cuando no tenían sino cuatro días de nacidos; mas ya tenía testigos para probar que tenían un mes, y que eran ocho, siendo así que no habían sido sino dos.

     En la calle tomó el alcalde, antes de enviar los presos, dos garrotes de chicalá y uno de guayacán, una pala de hornear, unas tijeras de costura, dos palos de escoba y una zurriaga, como armas ofensivas, que debían servir de cuerpo de delito. Se perdieron varias fincas en el conflicto, tales como una sortija de tumbaga de Manuela y las cuentas de su rosario, y una cajetica de lata con siete reales en medios y cuartillos, que doña Patrocinio había llevado en el seno, y eran los trueques de la tienda.

     Don Tadeo, autor de todo este trastorno y aun director de él, porque desde su alcoba había estado dando órdenes a los de su cuadrilla, se había contentado con mirar la pelea por la rendija de la ventana, apuntando fielmente las circunstancias en su cartera, porque de aquella pelea se prometía sacar grandísimas ventajas.

     No estaban todavía las caras lavadas ni se habían mudado los que había salido rasgados o sucios de la pelea, cuando las causas estaban andando, a tiempo que se rodeaban algunas casas para buscar a los comprometidos. La manzana de la casa de Marta estaba rodeada con el fin de coger a esta íntima amiga de Manuela, que por pelear a su lado le había despedazado la camisa bordada a Resurrección.

     El cura y don Demóstenes se habían ido al Botundo ese día; el primero a llevar unos medicamentos a ñuá Melchora, y el segundo a buscar pavas. El cura convidaba casi siempre a don Demóstenes a sus paseos, porque gustaba mucho de su compañía. Llegaron a la parroquia, y después de dejar en su casa don Demóstenes a su amable compañero, se fue a su posada muy contento porque había traído muchas aves, plantas y una mariposa de una variedad muy rara, y entró llamando a Manuela para mostrarle una flor.

     -Escuche, don Demóstenes, le dijo doña Patrocinio, y sin hablarle otra cosa se puso el dedo sobre la boca.

     -¿Manuela?, preguntó el alojado.

     -¿No le digo?, le contestó la señora.

     -No me ha dicho usted nada, y yo necesito a Manuela.

     -Ni la nombre, señor, si no la quiere perjudicar.

     -¿Perjudicar?

     -¡Sí, señor! ¿Luego usted no ha tenido noticias, de la revolución?

     -¿Estalló ya?

     -¡Ave María! Una cosa estupenda.

     -Esperando estaba yo esa novedad ¿Quiénes habrán muerto?

     -Dos pollos de poca importancia ¡Pero señor, qué desgracias las que ha habido, y todo por ese demonio de embozado, que es el autor de todo! La cárcel está llena de presos.

     -Explíquese usted. ¿Han venido tropas?

     -¡Qué tropas, ni qué diablos!

     -¿Entonces...?

     -¡No hable recio, por Dios! Sea usted un poco discreto, porque los tiranos están triunfantes.

     -¿Cuáles vencieron, pues?

     -Los tadeístas; pero porque el juez y el alcalde los auxiliaron, porque, ¡ah gente para ser sostenida! Simona se ha portado como el mejor de los hombres, y José triunfaba de mayor número siempre que lo atacaban.

     -Por cada explicación de usted me quedo más confuso: dígame claramente lo que ha habido aquí o en Bogotá, o en ambas partes, y sáqueme de dudas, que ya usted me tiene loco.

     -Pero éntrese en la alcoba, porque si nos oyen conversar nos apresan.

     -¿Por conversar? ¿Luego el pensamiento y la pluma y la lengua no tienen garantías en todos los países libres, y mucho más en el nuestro desde que se publicó la Constitución de 21 de mayo?

     -Aténgase, y diga usted algo contra la ley de la horqueta, o contra don Tadeo, y verá si también va a templar a la cárcel, en donde se hallan presos actualmente su criado y su perro...

     -¿Mi perro? ¿Preso mi perro?

     -Sí, señor, yo para que le voy a mentir; y a Manuela la tengo escondida porque la quieren meter al cepo, y si me la cogen, ya sabe que hasta Guaduas va a parar, porque todas éstas son tramas de este judío de don Tadeo, que ahora acaba de salir de aquí. Ñuá Remigia la mujer del sacristán, me ha impuesto de muchas cosas que yo no sabía, y me ha dicho que la revolución ha sido una trama para coger a Manuela. A mí se me estaba poniendo; pero no creía que este encuevado fuese tan afortunado que todo le saliera tan bien.

     -¿Conque la revolución ha sido aquí?

     -Sí, señor, en la calle del Caucho; pero eso daba miedo.

     -¿Y por qué se comenzó?

     -Por la marrana, señor, por la ley de la horqueta y para eso que usted mismo fue el que publicó esa ley.

     -¡Pícaros!

     -Y ya le digo que su criado y su perro están en la cárcel.

     -Pues venga, dígame lo que hay; pero con orden y con claridad.

     Cerró la puerta de la sala doña Patrocinio; miró para el patio, luego se entró en la alcoba y, sentada en la cama, comenzó a decir a su alojado todo lo que hubo en la pelea de por la mañana, sin omitir las desvergüenzas y los oprobios que se habían dicho; pero todo en voz baja y temblando, y atisbando no la fueran a oír. Y después que hubo acabado, le dijo don Demóstenes:

     -¿Y ese don Tadeo qué casta de pájaro es?

     -Es una buena pava, señor don Demóstenes.

     -¿Es liberal o conservador?

     -Casi no lo puedo decir. Él echa contra los ricos, contra los curas, contra los monopolios, y todos los lunes predica en la calle y en el cabildo en favor de los derechos del pueblo.

     -¡Liberal legítimo!

     Y cuando estuvieron las tropas del general Melo en la cabecera del cantón, él les mandó a avisar en que haciendas habían de coger bueyes, y mulas, y pailas de cobre.

     -¡Draconiano! ¡Partidario del ejército permanente, de la pena de muerte, de las facultades omnímodas del Poder Ejecutivo, del centralismo, de la teocracia a medias y de los códigos fuertes! ¿De dónde salió ese sujeto que ustedes tanto veneran?

     -Vino en clase de peón, de los cantones de más allá de la sabana. Al principio trabajó en la hacienda de don Blas, después se vino a vivir a la parroquia y se ocupaba en hacer boletas de compariendo.

     -¿De comparendo?

     -Eso es, de comparendo; y luego comenzó a escribir documentos; y luego a sacar las listas del trabajo personal y de las elecciones, mordiéndoles a los jueces y alcaides más de lo que valían; y luego se hizo director de los jueces y en este oficio empezó a ganar más plata enredando a los vecinos con alegatos y pleitos; luego se hizo director del cabildo y quedó mandando en todos los asuntos de la parroquia. Pero no paró en eso, sino que se los fue ganando a todos poco a poco, a unos porque lo necesitaban para que los sacase con bien de sus empeños, a otros para que les ayudase a hacer sus picardías, y otros se iban con él por el miedo; de modo que vino a lograr tenerlos a todos bajo de su dominio. Y lo peor es que es el único que entiende y registra la Recopilación Granadina. De modo que hoy el señor don Tadeo entiende en elecciones, cabildos, pleitos, contribuciones y demandas; pero sacando de todo su tajada, y haciendo que le sirvan de balde los que le necesitan; y todavía no es eso sólo, sino que don Tadeo interviene en los testamentos, y en los casamientos, y en las peleas de las familias, y en los bailes, y en las fiestas y en todo. Todo esto se le pudiera aguantar; pero ha de saber el señor don Demóstenes que el mismo partido que tiene entre los hombres, quiere tenerlo entre las muchachas del pueblo; y su empeño es que todas ellas, mayormente las más bonitas, estén sujetas a sus antojo. De unas consigue todo lo que quiere, como de la Cecilia, la hija de la vieja Sinforiana, y lo consigue con su poder y con sus intrigas. A las que lo aborrecen las persigue y las tiraniza para salirse con sus intentos. Y esto último es lo que está sucediendo con Manuela, que ya la tiene aburrida con leyes del cabildo para perseguirle sus animales, y armando peleas en los bailes, desterrándole al novio, poniéndonos sobrenombres a todos los de la casa, y haciendo que nos insulten y nos inquieten las mujeres de su partido. Para todo esto tiene él testigos falsos, y espías, y brazos secretos, y sabe falsificar todas las letras y las firmas, y sabe hacer y desbaratar los sumarios del modo que le tiene más cuenta, y está al partir de un confite con don Matías Urquijo, que según dicen es el que gobierna la junta cuatrera que ha hecho tanto ruido en este cantón.

     -¡Un Rodín de parroquia!, exclamó don Demóstenes, un Rodín liberal, porque hay Rodines liberales y conservadores. ¡No está la parroquia mal encabada!

     -Un gamonal, es como lo llaman; y para esto que se le metió de suegra la vieja Sinforiana, y ella le ayuda en todo lo que puede, con las dos hijas, que son el puro Patas, porque como dice el dicho: "de tal palo, tal astilla." Como la vieja Injuriana no hay un demonio igual ni en los infiernos. ¡La llaman la Víbora porque tiene unos dientes, y una lengua, y unos artificios!... Tiene un salvaje de marido, que lo tiene embobado, pues dicen que de noche lo arropa con su mantilla así que se duerme, y por eso no hace sino lo que ella le manda. Ella contrata destajos de deshierbas o siembras en las haciendas, y los hace trabajar como esclavos, a él y a los hijos y a la hija Pacha, porque la Cecilia corre de cuenta del gamonal. Siempre verá usted que la Víbora se junta con muchachas bonitas, y con ellas se va a visitar a los dueños de tierras a sus trapiches.

     -¡La señora Rodín!, dijo don Demóstenes, ¡no está mala la pareja!

     -Para que usted vea lo que es la Víbora y lo que es el señor gamonal, le contaré lo que ambos hicieron con la niña Simona.

     -Me tiene usted con cuidado con esta gente.

     -Pues ha de saber usted que la Víbora saca aguardiente de contrabando en la estancia que tiene en la orilla de la montaña, en tierras de don Leocadio, y que Simona tiene su estancita en la loma de enfrente. Las hermanas de Simona son la niña Soledad y la niña María. Soledad es casada con Juan Aguilera, y como Juan Aguilera toca tiple y lo toca por veinticuatro horas sin descansar, lo tiene catequizado la Víbora para que toque en los gastos, para que se le venda mejor su aguardiente de contrabando, y para más asegurar a Juan Aguilera, le hace campo para que tenga amistad con la hija, y por esto Simona y Soledad y toda la familia se hallan mal con la Víbora, y con mucha razón. El motivo para hacerle campo a don Tadeo la Injuriana fue para que le librara de los guardas de la cabecera del cantón su contrabando; pero en un cambio de guardas fueron éstos y dieron con el saque de aguardiente de la Víbora, y le llevaron su paila, sus botellas, vasos, platos y pozuelos. La Víbora creyó que había sido denuncio de Simona y sus hermana, y juró que las había de echar a la reclusión de Guaduas. Ella confiaba en sus dos hijas bonitas, en don Tadeo y en su crédito para con los hacendados, por los destajos que tenía contratados.

     -¿Y las leyes y la constitución del 21 de mayo?, le preguntó don Demóstenes a su interlocutora.

     -Ahora verá usted para lo que sirven las leyes y la Constitución, le dijo la señora Patrocinio. Juan le metió cincuenta azotes a su esposa Soledad, amarrada de un palo de la montaña: y para vengarse de Simona y su hermana, la Víbora armó una pelea de lunes en un gasto a la salida de una estancia. Las provocó hasta que le tiró Simona un puñetazo, y luego armó el alboroto la Víbora y acudieron las hijas, y el bruto de ñor Pascasio con sus hijos, y a la defensa de Simona salieron su padre y su hermana menor, llamada María. La Víbora se hizo echar sangre, les untó las camisas a todas las mujeres beligerantes y formó un depósito en el camino, de unas cuatro pulgadas de ancho. Simona y María salieron con los ojos negros y muy aporreadas. Puso su queja la Víbora. Les siguieron la causa a las Paeces, la elevaron al juez del circuito, y en menos de dos meses marcharon con una escolta las Paeces para Guaduas y ñor Daniel, el padre, para el presidio.

     -¿Y por qué a las Paeces?, exclamó don Demóstenes.

     -Porque así lo quiso la Víbora, y así lo permitieron las leyes y la Constitución, señor don Demóstenes. Cinco meses duraron las Paeces aprendiendo a hacer tabacos tapados, encerradas entre rejas de hierro y portones terribles, llorando y gimiendo, y sufriendo azotes y baño a la madrugada, y comiendo mal y a deshoras, hasta que volvieron a los seis meses, hechas una miseria, a encontrar la casa caída y envueltos los escombros en los bejucos de batatillo, que se apoderan de todo. El viejito Daniel murió en el presidio de Tena, y éste fue el resultado de la persecución de la Víbora. Ahora, dígame usted, qué le ha parecido el señor don Tadeo.

     -Sólo por decirlo usted puedo creer que una parroquia esté gobernada de esta suerte, en una república verdadera como la nuestra.

     -Ya lo irá conociendo usted por la experiencia. ¡Pobre de Manuelita, que si la cogen va a dar al cepo, y a poquitos días a la reclusión!

     -No lo crea usted; que yo la libraré de la persecución de ese tirano vil y depravado; pero es menester que yo me vea con Manuela.

     -Ella no se deja ver, señor don Demóstenes.

     -Es preciso.

     -No sé cómo hagamos; porque me dijo que a nadie le dijera su paradero.

     -¿Y qué hacemos?

     -Hagamos una. Váyase usted al cabildo a ver cómo anda la causa que están escribiendo, y mientras eso yo voy a donde se halla escondida, y le tomo su parecer.

     -Me parece muy acertado, dijo don Demóstenes, y se fue al cabildo, en donde encontró al juez 1º y saludándole con la debida atención, le dijo:

     -Señor Juez, vengo a ver porque está preso mi criado en esta cárcel.

     -Porque se opuso al cumplimiento de la ley.

     -¿Y mi perro?

     -Por la misma causa.

     -¿Conque se han opuesto al cumplimiento de la ley?

     -Sí, mi caballero: iban hoy los policías a llevar la marrana al coso, porque no tenía la horqueta de la ley, y han salido a defenderla su criado José, su perro y sus caseras, han armado una revolución, han estropeado a la señora Sinforiana y a la niña Cecilia, y han cometido muchos crímenes contra todos los amigos de la ley y del gobierno de la parroquia. Y si no, ahí está la sumaria que lo reza.

     -¿Y pudiera yo ver la sumaria?

     -La ley no deja, señor caballero.

     -Lo siento, porque como tengo ganas de comprar una hacienda aquí, me gustaría saber cómo son las sumarias de esta parroquia.

     -¿Y a cuál le tiene echada el ojo, mi caballero?

     -Todavía no sé; pero será a la que tenga menos arrendatarios, a causa de que pienso rebajarles las obligaciones y la paga; porque yo soy muy amigo de proteger a los pobres.

     -Compre su merced el Purgatorio.

     -Tal vez.

     -Es la tierra más legítima que hay para las cañas; tanto, que una mula no alcanza a llevar al trapiche todas las cañas que se cortan de una mata, porque parecen guaduas, y por lo que es las yucas, con una hay para la comida de una familia, y todavía sobra. Y yo el empeño que tengo es de agrandarle a mi estancita, porque el agüelo don Elo me la tiene enteramente recortada y yo me contentaré conque me la deslinden del guamo de micos al guamo cansa-muela, y de la mata de fique a la mata de chitato, y de allí a la mata de payandé.

     -Sería muy justo.

     -¿Y es de veras que su merced quiere divertirse con a sumaria de la revolución?

     -Si la ley me permitiera...

     -Pero habla de ser pronto, pues el señor director, el alcalde y el mozo que le ayuda a escribir se fueron a comer, porque desde las nueve no han descansado de escribir; y ya no falta sino que venga a oír su declaración uno de los testigos que se había ido a la cabecera del cantón desde ayer, y no parece.

     La sumaria está guardada en el archivo, mientras que vuelven. Bien puede su merced mirarla, que por eso no tendremos novedad; pero que no lo sepa mi director porque eso sería mi perdición.

     -¿Cuál es la pieza del archivo, señor juez?

     -Esa caja de cedro, y la llave la tengo yo.

     Abrió el señor juez una caja muy grande que estaba llena de legajos de papeles atados con cintas de calceta de plátano, y comenzó a buscar don Demóstenes, haciendo de pasada algunas observaciones.

     -¿Por qué están sin romper todavía los sellos de los Repertorios y las Gacetas que vienen de la gobernación?

     -Porque hay veces que no hay aquí ningún juez ni alcalde que pueda leer los papeles del gubernamiento sino mi director, y él dice que esas cosas las sabe de memoria.

     -¿Por qué se halla en este archivo el cuaderno sobre el cólera? Esto pertenece a la junta de salubridad. Ni tampoco es aquí el lugar de esta pastoral del reverendo Arzobispo Mosquera. Bastante hemos trabajado los liberales Para que no haya patronato ni concordatos, y para que la Iglesia y el Estado queden separados para siempre. Que la Iglesia se avenga como pueda. Entréguele usted ese documento al señor cura. ¿Y qué significan estos terrones aquí metidos?

     -Es el comején, mi amo, que toma posesión de todo lo que está quieto.

     -¿Dónde le parece a usted que esté la sumaria de la revolución?

     -En la otra esquina, me parece.

     -"Remedios eficaces para el coto", dijo don Demóstenes, y continuó con sus observaciones a la ligera. Este remedio no sirve, o se ha quedado sin leer como las gacetas, porque la mitad de los parroquianos son cotudos sin exceptuar al señor juez. ¡Un ratón! ¡Señor juez, échele mano!

     -Se fue por un uraco, dijo el juez. Ya los ratones no dejan aquí cosa que no roan. Los presos se quejan de que no los dejan dormir. El cabildo ha aprobado una contrata en que don Tadeo se obliga a mantener un gato aquí, pagándole doce reales semanales.

     -Así son todas las contratas con el Gobierno, es decir, con el pueblo, porque el pueblo es el Gobierno. Aquí hay papeles frescos, agregó don Demóstenes y leyó: "Causa criminal contra Blas Jiménez por hurto y estropeos y violencias ejecutadas en personas de su hacienda." "Causa seguida a Manuela Valdivia por vivir en mal estado con José Fitatá."

     -¿Topó, mi amo don Demóstenes?, le preguntó el señor juez, parado en la puerta, con cuidado de que el director no viniese a sorprender las operaciones.

     -No, señor juez; pero estoy viendo cosas muy curiosas por aquí, más curiosas que la pastoral y los remedios para el coto. Aquí estaba la sumaria escondida en el asiento.

     -Pues léala su merced; pero aprisita, no vaya el diablo a traernos al director antes de tiempo. Don Demóstenes leyó:

     "Causa general seguida a los reos de conspiración contra la ley del 18 de mayo, y contra las autoridades de la parroquia."

     Se puso a revisar el interesado, y vio el encabezamiento de toda la sumaria, las confesiones de los acusados, los reconocimientos de las heridas, y deteniéndose en una foja del expediente, leyó una de las cinco declaraciones, que decía así:

     "En esta parroquia de... a 11 del mes de junio del año de 1856, yo el jaez 1º parroquial, hice comparecer a... ante mi despacho, y después de haberle leído el artículo..., de la ley de la Recopilación Granadina, dijo ser mayor de 25 años, casado según la Iglesia, arrendatario de las tierras del señor don Matías Urquijo, y cazador de profesión; y habiéndole preguntado:

     1º Si le consta que en la mañana de este mismo día 11 hubo una revolución en la calle del Caucho, hecha por los manuelistas, por defenderla marrana de Manuela Valdivia, de que no fuese apresada, y por resistirse al cumplimiento de la ley del 18 de mayo, y a todo el Gobierno de la Parroquia y de la República; y dijo que le consta.

     2º Si le consta que Manuela Valdivia le cortó un dedo a Cecilia; y dijo que le consta.

     3º Si le consta que Manuela Valdivia peleó contra los policía y los comisarios en la calle del Caucho, en el motín que se levantó contra las autoridades y contra la ley de 18 de mayo; y dijo que le consta.

     4º Si le consta que en uno de los bailes hubo una pelea entre los comisarios y un sabanero llamado José Fitatá, criado de un señor Demóstenes Bermúdez, originada por querer bailar el expresado sabanero únicamente con Manuela Valdivia; si no es cierto que José y Manuela viven bajo un mismo techo, y que en ausencia de don Demóstenes se la pasan conversando juntos en la cocina, y en ocasiones cuando la moza Marta va a la casa de Manuela y don Demóstenes Bermúdez está ausente, José Fitatá las mece en la hamaca del expresado don Demóstenes hasta hacerles tocar las vigas con los pies; y dijo que le consta.

     Y leída que le fue su declaración se ratifica en el juramento que tiene hecho, por ser verdad todo lo que tiene expuesto, y no firma por no saber, y lo hace a ruego por él el señor Matías Urquijo."

     Vio don Demóstenes que había cinco declaraciones por este tenor, tan iguales todas que no discrepaban ni en una coma; vio que en la causa general estaban acusadas todas las personas del partido de Manuela que habían funcionado en la gran pelea, y volviendo a poner todo como estaba en la caja del archivo, pidió licencia para ver a los presos, y el señor juez le abrió la cárcel de hombres, en cuyo lóbrego recinto alcanzó a ver que relumbraban los ojos de Ayacucho, el cual saludó a su amo con un triste lamento.

     -¡Oh mi fiel compañero!, le contestó don Demóstenes, ¿usted también de conspirador contra la ley del 18 de mayo? ¡No me lo hubiera yo figurado!

     -Y yo también, mi patrón, dijo José, por la marrana de la niña Manuela y por defender a mi compañero Ayacucho. Pero tengo esperanzas de que su merced no me ha de dejar pasar la noche en esta prisión de Satanás. Las pulgas y los chiribicos me tienen ya casi seco, y colgado de una pata en este cepo tan alto; y una sed que ya no puedo más.

     -Quién sabe cómo será la salida, porque estás encausado por andar en malos pasos con Manuela.

     -¿Yo, mi amo?

     -¡Ni me lo he soñado!

     -Los testigos declaran que te la pasas jugando y conversando con Manuela cuando yo no estoy en la casa.

     -Eso es porque la niña Manuela me mira con cariño por atención a su merced, y lo mismo hace con Ayacucho.

     -La salida es de un muisca; sin embargo, yo querría que te portases un poco mejor cuando yo estoy ausente. Haré todo la posible porque salgas hoy.

     -¿Y yo, mi amo don Demóstenes?, dijo el ciudadano Dimas, que estaba en el mismo cepo.

     -Todos saldrán muy pronto, me parece. ¿Conque usted también?.....

     -Y lo que siento son las maticas; porque esa atolondrada de Pía, cuando yo no estoy por ahí cerca, ni grita, ni apedrea como debe ser, y les hace alto a las guacamayas por atender a lo que no le importa, y si ha caído venado en la trampa, ahí se lo comerán las gualas, porque Melchora no puede ir hasta allá; o quien sabe si mi compadre le suelta la gata. Haga su merced todo empeño a ver si nos aflojan, que yo por lo que es mi parte les puedo dar mi juramento de no volverme a meter en otra.

     Don Demóstenes logró sacar a su perro de la cárcel de hombres y pasó a la de las mujeres. Estaba un poco más obscura la pieza, porque no entraba sino muy poca luz por la reja de gruesos travesaños de diomate. El piso era de polvo y basura, y las paredes tenían el color negro de la mezcla y de mil rayas hechas con carbón por algunas de las víctimas del poder. En la pieza estaba el cepo, un poco más pequeño que el de los varones, y por cierto que no estaba desocupado. El olor de aquel calabozo era detestable, porque la falta de aseo y de ventilación conservaban los miasmas de la putrefacción para mayor tormento del sexo débil. Don Demóstenes se quedó aterrado, casi ahogado, y cuando se le aclaró un poco la prisión, vio a la manca Estefanía sentada en uno de los extremos del cepo.

     -¿Es posible?, exclamó don Demóstenes. ¡La madre de la hermosa y hospitalaria Rosa! ¿Y porqué la han puesto presa a usted?

     -Porque me metí a espantar los perros de don Tadeo, para que no mordieran la marrana de la niña Manuela.

     -¿Sólo por eso?¡Oh constitución! ¡Oh leyes de mi patria! ¡Oh libertad, oh principios!

     -El que nos ha conversado de libertad en esta parroquia es el autor de todo esto.

     -¿Y tú también, Paula, encantadora Paula? ¡En un calabozo más detestable que los de la inquisición de Sevilla! ¡Esto es insoportables, esto es increíble! Aquello era en los siglos medios, y dirigido por las inspiraciones de los fanáticos más inicuos y detestables; ¡pero que haya hoy cárceles hediondas y obscuras para sepultar en ellas a las señoras del pueblo, por una pelea de la calle! ¡Seguir hoy una causa, por la que irá una docena de víctimas a gemir a la reclusión de Guaduas! ¡esto es inaudito! ¡Y todo esto a doce o catorce leguas de la capital de la República; y todo esto cuando los pueblos han comprado con su dinero y su sangre una constitución para vivir sosegados y respetados!

     -¡Oh! ¡quién creyera que en el siglo XIX habíamos de ver Torquemadas y...

     -Yo también estoy aquí, dijo Paula llorando y estoy solamente porque no hago caso de los cariños de don Tadeo.

     -¡No más, Paula!, no me digas más, que bastante horrorizado me tienen los crímenes y las tenebrosas maquinaciones de un intrigante que se titula liberal y es el monstruo más detestable de todos los tiranos del mundo.

     -Pero vea como me libra de ir a Guaduas, que yo le serviré y le quedaré agradecida.

     -¡Eso no, Paula! Yo no soy de los que se valen de la ocasión para obtener servicios obligados. Yo no soy de los jesuitas de casaca o de sotana, conservadores o liberales, que dejan la estaca proverbial por un ligero servicio en las circunstancias apuradas de la vida. Eso se queda para los intrigantes de alcoba, de mostrador o de oficina, que adquieren derecho a los servicios ajenos por precios que no son los corrientes en todas las transacciones comerciales de la sociedad decente. Yo voy a trabajar para libertar la parroquia del monarca que la oprime, y no exigiré recompensa alguna.

     -¡Ojalá!, dijo Simona, que estaba tendida en el suelo y con un pie metido en el cepo; porque ir a aprender a hacer tabacos tapados en la ciudad de Guaduas no es cualquier cosa, y maldito lo que sirven las tales tapas, que es lo primero que truezan con los dientes los que se fuman los tabacos.

     -Pues, ¡adiós!, dijo don Demóstenes, y fe en el porvenir, que mañana serán todas libres.

     Cuando salió don Demóstenes, se encontró con el alcalde en el corredor del cabildo y le suplicó que soltase a todos esos infelices, prometiéndole que luego que la causa estuviese terminada, ellos volverían si los llamaban.

     -Todos se van a soltar, dijo el ciudadano alcalde, menos el viejo Dimas; porque ese es un zorro que, cogiendo la montaña, no vuelve a caer en mis manos, ni aunque le pongamos trampa de lazo.

     -Yo le buscaré un fiador a satisfacción del señor alcalde. No hay para qué tiranizar el pueblo con las leyes hechas por el pueblo. Las leyes lo único que deben hacer es prevenir los delitos.

     -Sí señor, dijo el alcalde: y la igualdad y la libertad para todos los ciudadanos.

     Al decir esto, apareció un piquete armado de tres lanzas, dos garrotes y una carabina sin llave, trayendo dos jóvenes amarrados con lazos de fique. El uno era negro, pero bien configurado y bastante robusto; el otro era moreno, como de veinte años de edad, y de semblante humilde. Eran desconocidos ambos para don Demóstenes; pero su corazón humanitario se movió a compasión y preguntó al alcalde:

     -¿Qué crimen han cometido esos jóvenes?

     -Son reclutas, señor.

     -¿Y por qué los llevan así amarrados contra todo el sentido de la Constitución de 21 de mayo, que garantiza la libertad de los brazos?

     -Porque si se les afloja, se van al monte; el gobierno ha pedido los reemplazos y estos dos perillanes son los más aparentes.

     El alcalde le dijo a un hombre que había llegado, que le pusiese el oficio de remisión, y cuando la manca Estefanía oyó el nombre de Julián, dio un grito desde el fondo del calabozo, diciendo:

     -¡Mi hijo! ¡mi Julián!

     -Yo soy, señora madre, que me llevan para soldado, porque me hallé en la pelea de esta mañana; pusieron guardias en el camino y me cogieron a traición.

     -¡A traición! ¡con alevosía! ¡con infamia!, don Demóstenes; ¡pobres ciudadanos los de esta parroquia! 

     -¡Pobre de mi hijo, que me lo quitan para que vaya a morir en las guerras de los hermanos contra los hermanos! ¡pobre de mi hija Rosa cuando lo sepa! ¡Señor don Demóstenes, por el amor de Dios, empéñese para que no se lleven a mi hijo!

     -No hay empeños que valgan, dijo el alcalde.

     -Sáquenme de esta cárcel para decirle adiós, para verlo por la última vez de mi vida.

     El alcalde concedió la licencia, a tiempo que los conductores tiraban de los lazos a los ciudadanos granadinos para que marchasen.

     -¡Hijo querido, le dijo Estefanía al servidor de la patria, quién sabe si no volveremos a vernos! Lleve mi bendición y no vaya a valerse de las armas para ultrajar a sus iguales. ¡Adiós, querido Julián!

     Julián no contestó, sino que recibió la bendición arrodillado y le dio la mano a su querida madre, pero no el abrazo, porque lo llevaban atado de los lagartos con los codos atrás; las lágrimas y gemidos no lo dejaron articular ni una sola palabra. Don Demóstenes también lloró, lamentándose de la suerte de una madre tan desdichada como Estefanía y la de una patria no menos infeliz; pero los esbirros se reían de la escena como de un sainete. Un pezo fuerte dio de limosna el caballero al hermano de Rosa. Luego se fue a comer y a dar cuenta de su comisión.

     -¿Qué vio, don Demóstenes?, le preguntó la señora Patrocinio a su huésped.

     -¡Horrores, doña Patrocinio! ¡prisiones, calabozos, intrigas y maldades! No me figuraba yo que en la parroquia hubiese misterios tan temibles y tan horrorosos.

     -Pues así hay muchas parroquias, don Demóstenes; porque no falta un gamonal desapiadado, que se aproveche de la ignorancia y de la indiferencia y tal vez de las divisiones de pueblo, para apoderarse de todo el gobierno y de todos los intereses.

     -La causa de Manuela está endemoniada, y tan bien hecha, que me costará mucho trabajo echarla por tierra; pero voy a acusar al monarca.

     -Pues ándese con cuidado, porque él juega con usted como con un trompo.

     -Ríase de eso, doña Patrocinio.

     -Pues ya verá.

     Pachita y Ascensión sirvieron la comida a don Demóstenes. Doña Patrocinio comunicó al defensor de Manuela, que hasta el día siguiente no podría verla porque había muchos espías alrededor de la casa, y era seguro que cualquier paso que diera sería visto y contado por ellos.

 

 

 

 

 

Capítulo XIV

Lo que puede el amor

 

 

     Don Demóstenes se acostó en su cama sin desnudarse y a obscuras, porque Pachita, que funcionaba en lugar de Manuela, no se había acordado de ponerle vela, a causa del tumulto que toda la casa estaba experimentando por la revolución. Seguramente estaba acordándose de la víctima del zarzo, cuando oyó una voz delicada que lo llamaba por su nombre.

     -¡Don Demóstenes, don Demóstenes!

     -¿Quién es? contestó, aplicando el oído.

     -Soy yo, dijo la voz. Don Demóstenes se levantó, y dirigiéndose a la puerta volvió a preguntar:

     -¿Quién?

     -Soy Manuela.

     -¿Manuela?

     -Soy Manuela, ¿no le digo?

     -¿Pero en dónde hablas, que no lo entiendo? ¿o es que sueño seguramente?

     -Estoy aquí, aquí, don Demóstenes.

     -¿En dónde, Manuela?

     -Aquí en la puertecita del zarzo, pero no hable recio porque nos sienten. Bájeme de aquí, porque los policías van a rondar el entechado.

     Don Demóstenes cogió a tientas los fósforos, que estaban sobre la única silla que había en su cuarto, y encendió la vela. ¡Qué imagen tan bella, pero tan lastimosa se presentó a su vista! Manuela triste y abatida y cubierta toda de polvo, asomándose por la puertecita disimulada del zarzo.

     -Y bien, le dijo don Demóstenes lleno de temor, ¿qué es lo que quieres?

     -Que me ayude a bajar, porque los policías me vienen siguiendo los pasos; pero pronto porque me cogen.

     Arrimó don Demóstenes la mesa al rincón que es l aba debajo del agujero y trepando sobre ella, extendidos brazos para recibir a su amada casera.

     -Con mucho cuidado, dijo ella, porque ya sabe que soy cosquillosa. Y se fue dejando resbalar para que la cogiese don Demóstenes. La puso el caballero sobre la mesa con mucho cuidado, y bajándose de un salto, la volvió a recibir para dejarla en el suelo.

     A este tiempo se sintió ruido de armas en la sala, y prendiendo un pañuelo de seda en la baqueta de su escopeta lo puso en la puerta de su cuarto a guisa de bandera, y tomando el revólver en la mano, se paró afuera y gritó:

     -¡Señores! Yo soy el cónsul de Hesse-Cassel, y si alguno se atreve a insultar la bandera de esta nación, yo daré cuanta legalizada, y pronto vendrá una escuadra que echará por tierra toda la parroquia a cañonazos y cobrará tres o cuatro millones de pesos fuertes por los gastos de la guerra. Ahora digo más: esta pistola tiene cinco tiros, de manera que es más que probable que caigan muertos los cinco primeros patanes que se me presenten.

     La gente se salió en un profundo silencio, y cuando don Tadeo fue informado, se rindió a la ley de la necesidad, aunque les dijo a todos que él nunca había oído nombrar esa nación.

     Don Demóstenes brindó la cama por asiento a Manuela, después que trancó la puerta; se sentó en la silla, y contemplando a la víctima con una mirada profunda, le dijo:

     -No me figuraba yo hasta qué punto alcanzaría la maldad de don Tadeo.

     -Y lo que falta por ver, contestó la proscrita del zarzo. Ya verá usted las desgracias que vamos a ver en esta parroquia: prisiones, multas, destierro, incendios y muerte; y todo porque no he tenido la condescendencia de querer a don Tadeo. Usted me verá perseguida a fuego y sangre, y acuérdese de todo lo que le digo.

     -¿Qué sería de la justicia, de la libertad, de la seguridad, si tal sucediese? ¡Oh Manuela!, no desconfíes de la Constitución y de las leyes, no desconfíes de los principios. Acuérdate del juramento que te hice de defender tu causa. Una feliz casualidad me hizo conocerle. Al principio me sedujeron tus encantos: llegue a pensar que dominaría tu débil voluntad porque te vi tolerante y cariñosa; pero al desengaño de mi orgullo se ha seguido la más alta estimación hacia ti. Hoy te respeto como a una señora y vivo agradecido de tus beneficios y de tus consejos y avisos. Yo haré todo lo posible por librarte de los males que te afligen.

     -Yo le agradezco todas sus bondades, contestó Manuela; y es la verdad que de usted es de quien espero algún alivio para mi suerte. Yo sufro mucho y temo mucho un fin desgraciado, porque conozco lo depravado de don Tadeo, y lo inmoral de tola la gente de su pandilla. Corro mucho riesgo de ir a la reclusión de Guaduas, si logran cogerme los policías. Yo sé todo lo que me odian Cecilia y la madre, que son las mujeres más perversas de todo el mundo.

     -No temas que te saquen de aquí salvo que me descuarticen primero. Estos miserables no se burlarán nunca de mí.

     -No lo crea, don Demóstenes. Es que usted no sabe lo que es esta gente. Al verlos cree usted que son unos infelices, y les admite, y tal vez les agradece sus adulaciones; pero a sus espaldas se ríen de usted, porque son cavilosos y astutos para llevar adelante sus venganzas por debajo de cuerda. Yo lo que pienso es irme a esconder a la montaña, a la casa de mi comadre Pía, mientras que usted hace llevar a la cárcel a mi perseguidor.

     -¡Imposible, estando la parroquia alborotada como está!

     -Me voy disfrazada, dijo Manuela, y esto tiene que ser en el momento porque si me ponen la mano, ya sabe...

     Al decir esto, se sintió un ligero ruido de pasos en el zarzo; Manuela dijo que eran los policías y corrió a esconderse detrás del ropero.

     No tardó don Demóstenes en ver unos pies calzados con alpargatas asomando por la puertecilla del zarzo y en seguida todo el cuerpo de un hombre desconocido, que se deslizó hasta dar con el suelo y luego se vino acercando a la cama.

     -¿Qué busca usted en este cuarto que es inviolable?, preguntó don Demóstenes al aparecido, cogiendo la pistola en la mano.

     -Busco a Manuela, contestó el desconocido.

     -¡Esbirro miserable! ¿Cómo te atreves a perseguir a esta pobre criatura, estando asilada bajo un pabellón extranjero?

     -Envuelta en el pabellón cargaré con ella.

     -¿Y la escuadra que vendrá a vengar el agravio?

     -Esa llegará demasiado tarde.

     -¿Y la fuerza de mi brazo?

     -La probaremos.

     -¡Malvado!, tendrás el castigo que mereces. No saldrá Manuela de esta casa, sin que los tiranos me dejen hecho trizas. ¡Ella no quiere salir, sobre todo!

     -¿Es decir que le pertenece a usted?

     -Que está amparada y favorecida por mí.

     -Entonces es la mujer más vil.

     -Es la más digna de respeto, y márchate de mi presencia, esbirro miserable, antes de que te levante la tapa de los sesos.

     -Me la llevaré por encima de usted, dijo el aparecido desenvainando su cuchillo.

     -Pues lo verás, dijo don Demóstenes montando la pistola.

     -¡No, por Dios, que es mi novio!, gritó Manuela, botándose sobre don Demóstenes y cogiéndole la mano para que no disparase.

     -¿Él?, dijo don Demóstenes, y botó la pistola sobre la mesa.

     -Sí, dijo Manuela; no lo veía hacía mucho tiempo, y me alegro de verlo en estas circunstancias. Y lo abrazó con un cariño indecible.

     -Yo lo tuve a usted por uno de los policías de la parroquia, dijo don Demóstenes, porque no lo había visto sino una vez, y de noche, y ahora me alegro infinito de conocerlo y de ponerme a sus órdenes. Dispénseme usted la equivocación, y vea en qué puedo servirle... Lo que no me ha parecido muy en el orden ha sido el modo de entrar a mi alcoba, así, por sorpresa.

     -Dispénseme, señor don Demóstenes, porque yo ¿qué iba a hacer? Figúrese usted que llegué hoy de Ambalema, en oculto, por supuesto, temiendo que me echase garra el gamonal, y luego que se hizo noche, traté de acercarme a esta casa, informado por las relaciones de ñor Tiburcio, de que Manuela estaba escondida en el zarzo, y como yo tengo conocimiento práctico de todo el zarzo, desde que estuve trabajando en los entechados, que fue cuando nos tratamos con esta niña, me vine por el arrabal y me entré por el portillo del corral, que conozco como la puerta de mi casa; subí al entechado, y como no la hallé en el primer cuerpo, la busqué más adelante, y oyendo el murmullo de las palabras, me adelanté hasta llegar a la puertecita; y luego que oí conversar abajo, conocí la voz de Manuelita, me acerqué al uraco y lleno de contento, me bajé sin reparar en nada. Es muy cierto que yo lo he tratado a usted con un poco de mala crianza, porque me pareció que usted defendía a Manuela como cosa propia, negándome a mí el derecho. Tuve celos, señor don Demóstenes, porque el pensamiento es muy ligero, y usted debe juzgarlo por lo que le haya pasado en iguales casos. Y esto de hallarse esta niña aquí metida en su cuarto de usted y conversando tan a solas...

     -Entre Manuela y yo no existen relaciones amorosas. Yo reconozco todo su mérito; la admiro, la aprecio como es debido, pero cosa de amores, ni pensarlo siquiera.

     -Sería una crueldad quererla apartar de mi cariño, cuando estoy desterrado y pasando trabajos que sólo Dios sabe, por quererme casar con ella. ¡Y que la quiero como a las niñas de mis ojos, señor de mi alma!

     -Yo me alegro de que usted haya venido tan a tiempo, dijo Manuela a su novio, pero temo que lo sepulten en una cárcel.

     -Yo la saco a usted del pueblo esta noche, le contestó.

     -¿Y los policías?, preguntó Manuela con dolor.

     -¿Y mi puñal?, contestó Dámaso, llevando la mano a la cintura.

     -Nada se adelantaría, observó muy a tiempo don Demóstenes, porque esto no haría más que agravar los padecimientos.

     -Estoy resuelto a sacar a Manuela de aquí por encima de cuanto hay. ¡Pícaros!, que por lo menos les cueste mucha sangre.

     -Mire, Dámaso, estoy pensando en una cosa: salgamos disfrazados y aparte, ¿no le parece? Es muy seguro que ande gente por el pueblo a causa de los alborotos en que está la parroquia.

     -¡Siempre acierta la mujer en los casos más apurados!, exclamó don Demóstenes. Me parece magnífica la idea.

     -Convengo, dijo Dámaso, en que salga esta niña disfrazada de aquí, y que se vaya a la montaña a la casa de la comadre, que de allí me la llevaré a otra parte de mayor seguridad.

     -Sálgase, pues, adelante, y me espera en el chorro de agua, junto de los cucharos, dijo Manuela a su novio.

     Puso don Demóstenes un sombrero de José y una ruana de su propio uso al novio perseguido, variándole los colores de la cara con tinturas que tenía sobre la mesa, de modo que quedó enteramente desconocido.

     -La espero pronto, dijo Dámaso a Manuela, y salió de la casa con paso firme y denodado.

     -Y yo, ¿que hago para disfrazame?, preguntó Manuela a su protector.

     -Vístete de hombre: es la manera más segura.

     -¡Qué hago yo!, que no me he vestido de hombre sino una sola vez en unos disfraces de Inocentes, y eso fue porque Marta me ayudó ¿Y con qué me visto? ¡Ave María!

     -Aquí tienes calzones, le dijo don Demóstenes, acercándose a su ropero; ahí está esa camisa, esa chaqueta y las botas.

     -Botas no, don Demóstenes, porque ésas me vienen grandes, antes esos calzones tendré que arremangarlos de los pies para arriba. Pero quítese de aquí usted.

     Don Demóstenes salió por un instante, y avisó a doña Patrocinio la determinación de su hija, pero le ocultó que se iba con el novio; miró luego para los extremos de la calle, y vio que había gente apostada en varias partes, de lo cual informó a su casera con oportunidad.

     -¡Qué hermosa te hallas!, le dijo don Demóstenes. ¡Qué compañía tan agradable va a tener mi cliente en estos días! ¡Que viaje tan dichoso por entre las selvas inhabitadas de los Andes! ¡Oh, Manuela! ¡Que los bosques y las fieras te sean propicios, ya que la sociedad te persigue con sus rigores!

     Doña Patrocinio entró a este tiempo, y ella y su alojado se despidieron tristemente de la fugitiva, la que no llevó sino un pequeño lío debajo de la ruana, en el cual echó su ropa y una petaca. Su traje era pantalón negro, chaqueta gris, ruana parda pequeña y sombrero de paja fino. Llevaba en la cara un pañuelo como si tuviera dolor de muelas. Las lágrimas le habían rodado por sus mejillas al recibir el abrazo de su tierna madre. Una vez que salió Manuela, don Demóstenes encendió tabaco y se acostó en su hamaca, meciéndose con su bastón como lo tenía de costumbre.

     Manuela no tuvo novedad ninguna al pasar por frente de las casas principales. El corazón le palpitaba de gusto por la partida, de pena por la despedida, de amor y de esperanza por ir a reunirse con el objeto idolatrado de su corazón.

     Miraba con cuidado el camino, que era el que conducía a la montaña. Antes de llegar al punto de la cita, divisó unos bultos, y haciéndose al lado de los arbustos, se acercó y oyó que hablaban, porque estaban en la vía que llevaba, y conoció a Dámaso por la voz. Con él hablaba una mujer y le tenía puesta la mano en el hombro. Manuela se acercó por el lado de los cucharos, y alcanzó a oír estas palabras distintas, fuera de algunas que no comprendió:

     -Lo conocí en el caminado. ¿Cómo no, cuando yo no he dejado de quererlo?

     -¿Luego todas las muestras que usted daba de querer a don Tadeo?

     -Ésas eran invenciones de don Tadeo para que usted me aborreciera; ¿no sabe usted que don Tadeo lo hace todo a fuerza de mónitas? Y usted fue tan inocente que se dejó coger... En fin, nosotros hablaremos después: lo que importa es que usted se salve. Váyase, por Dios, mire que si lo cogen lo sepultan en el presidio. ¡Váyase, váyase!

     -Pero dígame, Cecilia, ¿cree usted que don Demóstenes hará desterrar a don Tadeo, o llevarlo a la cárcel de Bogotá?

     -Yo lo dudo, porque sé lo pícaro que es el viejo. ¡Ojalá! porque entonces yo dejaría de ser esclava. Si yo sé algo... y como él me suele confiar... Mucho secreto, eso sí... con Liboria mi hermana menor... ¡Oh! ¡yo no pierdo la esperanza!... Pero Manuela... y de ese modo saldremos con bien... Pero, cuidado conque no lo vayan a saber...

     -Me voy, Cecilia; así es que usted me mandará a avisar.

     -¿Pero dejarme?... Acuérdese, Dámaso, de todo lo que yo he hecho por usted.

     -Ya le digo lo que hay.

     Manuela no pudo oír sino las palabras que quedan marcadas, porque la distancia y lo bajo de la voz no dejaban oír completamente. Los interlocutores se separaron, y ella siguió su camino trémula de susto, de rabia y de desesperación. Quisiera volverse a reconvenir a Dámaso y a Cecilia, porque las palabras que oyó le parecieron sospechosas, y a las que no oyó les dio interpretaciones muy arbitrarias. Creyó haber descubierto amores nuevos entre Dámaso y Cecilia, y fue tal su dolor y turbación, que no podía seguir su camino, a pesar de conocer todo el riesgo que corría si sus enemigos la alcanzaban. Al fin se decidió por esperar a Dámaso en el bosque de la loma, como a doce cuadras del arrabal de la parroquia, y sentada sobre una piedra alcanzaba a ver con la claridad de la luna el querido lugar de su residencia. A sus oídos no alcanzaban otras voces que las de los perros de la parroquia, entre las cuales conocía un latido sonoro y simpático, que le llegaba al alma, y era el ronco latido de Ayacucho, que se levantaba por encima de los aullidos de Tintero y de todos los gozques, como el cañón sobre todos los estallidos de fusilería en las horas de una batalla. ¡Qué recuerdos los que asaltarían a la pobre Manuela en aquellos instantes! ¡Madre, amigas y hermanos; el suelo natal, que dejaba para irse a consumir en una montaña, a una choza salvaje, la última de todas las del distrito, perseguida por ser fiel a su novio, y con el torcedor de los celos que la despedazaban! Dejémosla esperando un compañero cuya aproximación teme y desea, y busquemos al perseguido para dar cuenta de sus pasos, desde que se despidió de Cecilia.

     A distancia de media cuadra lo sorprendió un piquete de cinco hombres que saltó de entre las matas de la orilla del camino, y sin tener tiempo de sacar su puñal, fue atado, conducido a la cárcel, y asegurado él solo, porque se hicieron salir los presos de conspiración, tanto los hombres como las mujeres. Esto fue debido al denuncio de la madre de Cecilia, la terrible tadeísta, la cual lo conoció por la tos cuando pasaba por la calle, y condujo la escolta, la situó, y tuvo el gusto de ver llevar a Dámaso como un malhechor a la prisión de la parroquia. Ella lo aborrecía, porque don Tadeo lo odiaba, porque no había querido casarse con su hija Cecilia, lo cual era un contrasentido.

     -¿Quién es capaz de figurarse la pena del perseguido Dámaso, luego que se vio prisionero de don Tadeo? La obscuridad parecía que le era propicia para la contemplación de los horrores, las miserias y las fatigas que había de sufrir con la barra o con la escoba en la mano, las miradas de los hombres de bien, y también las de los pícaros que se ríen de los infelices que sufren una condena por algún delito leve; veía con horror toda la distancia que se iba a interponer entre su amada y él. Iba a perder las cinco mil matas de tabaco que tenía en Ambalema. Allá en las tinieblas de la cárcel veía la imagen llorosa de Manuela, y exhalaba en vez de gemidos un rugido semejante al del león que se ve cogido en una trampa.

     Más de dos horas se le pasaron a Dámaso sin oír voces de los esbirros ni crujido de las armas, ni tropel de bestias o de gente, y únicamente le asaltaba la idea pavorosa de su desdicha, sin entrever la más pequeña esperanza, cuando sintió unos golpes en la pared, que lo sacaron de sus lúgubres pensamientos. De repente lo pareció que temblaba el doble bahareque de la cárcel, y que caían terrones or motivo de algunos golpes. Vio un rayo de luz por una grieta que se aumentaba por grados. Oyó palabras humanas, palabras de mujer, muy suaves, deliciosas y, gratas; oyó su nombre pronunciado a media voz, diciéndole:

     -¡Sálgase, Dámaso! ¡Sálgase! ¡Sálgase!

     -Sería muy bueno; pero no me es posible.

     -No se detenga usted por consideraciones de ninguna clase. Mire que se lo llevan hoy para la cabecera del cantón. Acérquese acá y encontrará la salida.

     -No puedo, porque estoy en el cepo.

     Calló la voz y el hueco se obscureció de repente, lo que hizo entender a Dámaso que su ángel protector estaba pasando. Pronto vio cerca de él una mujer, a la cual dirigió estas palabras:

     -Usted me ha querido salvar; pero estoy en el cepo, y es imposible levantar este palo que pesa tanto. Yo se lo agradezco. Sólo usted pudiera hacerme un servicio tan importante, usted que me quiere tanto; pero viva usted segura de mi correspondencia. La he querido, la quiero y la querré hasta que me muera, y todos los trabajos que estoy pasando los sufro con gusto por amor de usted.

     -¿De veras, Dámaso? ¿Me quiere usted?, prorrumpió diciendo la aparecida, buscando en la obscuridad las manos del prisionero para acariciarlas con sus delicados labios.

     -¡No, Cecilia!, estaba engañado, opuso con ligereza el protegido; yo creía que era Manuela.

     -Soy, Cecilia, Dámaso, y vengo a libertarlo, porque sé que hoy se lo llevan a usted amarrado a la cabecera del cantón, para echarlo después a presidio. Lo supe por una casualidad, y saqué de mi casa una barra y vine a romper la pared para que se salga y huya cuanto antes; y todo esto exponiendo mi vida, porque si don Tadeo lo sabe me mata. ¡Es bueno que me señala el puñal y me ofrece matar' citando me chanceo con alguno! De modo que si usted no me lleva para Ambalema, soy perdida.

     -Yo no puedo llevarla; pero hablaremos de eso... Ni podré escapar de la cárcel si no hay quien me quite el cepo de encima.

     -Yo, yo levantaré ese palo.

     -¿Con qué fuerzas, cuando un hombre apenas es capaz de hacerlo?

     -Con mi voluntad y la barra que tengo aquí.

     Dijo esto la libertadora, y encendió la vela con un fósforo. La escena, lúgubre por la soledad y los objetos terribles de una prisión, era tierna además por los dos únicos interlocutores que fueron iluminados de repente. Dámaso estaba tendido en el suelo y Cecilia apareció sentada encima del cepo. Inmediatamente levantó el poderoso leño la protectora, con la pequeña barra, el preso le puso una piedra en la cavidad y sacó los pies.

     -¡Está usted libre!, exclamó Cecilia, salga lo más pronto, salga, ¡salga!

     -¡Mil gracias, Cecilia! Adiós, hasta que nos volvamos a ver.

     -¿Adiós me dice usted? ¿Luego me deja usted en manos del gamonal, que me tiene de esclava por unos reales que me dio, y por mi condescendencia y mi desgracia?

     -¿Para qué la voy a engañar? Tengo dada mi palabra de casamiento a Manuela, y debo irme con ella.

     -Yo me iría de criada de usted; ¡pero ay! el odio que me tiene Manuela... ¿Qué hago en este caso?

     -Yo no la puedo llevar, es imposible; pero usted puede hablar con don Demóstenes sobre este asunto.

     -¿Conque debo quedarme en manos del verdugo para toda mi vida? ¿En qué le ofendí a usted?

     -¿No es una prueba de que usted le correspondía a don Tadeo todo lo que veía el público?¿lo que yo mismo veía?

     -Esa fue una treta de que él se valió para que usted me aborreciera. Usted me abandonó, y sin embargo yo no lo he olvidado ni lo olvidaré, hasta que me muera. Don Tadeo me ha obligado a vivir con él, primero por la astucia, después por la fuerza, y hay otro motivo para estar sujeta a él, que es muy horroroso y que no descubriré jamás porque es una mancha... que viene a caer... sobre mí misma.

     -¡Pues adiós, Cecilia! Nunca olvidaré que le debo mi libertad.

     -¡Ya los he oído!, dijo una voz espantosa, haciendo sonar al mismo tiempo el cerrojo de la cárcel.

     Dámaso dio un brinco, y se salió por el hueco trabajado por Cecilia, y ésta queriéndolo seguir, cayó pasmada de susto.

     Cuando la puerta se abrió, entró don Tadeo y dijo a Cecilia:

     -¡Infame! ¡todo lo he oído! ¡todo! ¡todo!

     Entonces ya sabe que nunca he dejado de querer a Dámaso, aunque usted me hizo aborrecer de él; entonces...

     -Sé que usted se quería ir con él, interrumpió don Tadeo, bramando de rabia.

     -Por librarme de usted.

     -¡Infame! ¡Cuando yo he gastado mi dinero por sostener su casa y por regalarle buenas fincas, y cuando las he libertado a usted y a su madre de las uñas de los guardas unas cuantas veces, y cuando su familia ha hecho de la justicia el uso que ha querido!

     -En cuanto a las fincas, estoy pronta a devolvérselas todas; en cuanto a sus intrigas, yo siempre las repugnaba y las resistía; en cuanto a su protección, mil veces la he desechado; mil veces le he declarado que yo no lo quería a usted, que su decantada protección no era sino una esclavitud verdadera; y pues ha llegado este día, le declaro que mi voluntad es la de separarme de usted.

     -¿Sí?... ¿para seguir al vagamundo de Dámaso?... ¡No faltaba más!

     -Para libertarme de usted.

     -¡Yo le daré su libertad a la muy infame! Vea este cuchillo, ¿lo ve bien? ¿lo ve?... Pues lo cargo con el destino de clavárselo todo en el corazón a la hora que yo la encuentre, si usted tiene la osadía de dejarme. Y no dude que yo la encontraré, porque la buscaré hasta debajo de la tierra. ¿No se acuerda cuando se me fue a la cabecera del cantón cómo la traje a los tres días cabales?

     -¡Máteme!, le contestó Cecilia con resolución. Es mejor morir que estar bajo del poder de un tirano tan detestable como usted.

     -No hay para qué afanarse, dijo entonces don Tadeo con la tranquilidad de un asesino consuetudinario. Si usted no me da su palabra de seguir en la misma amistad que nos ha unido hasta hoy, la mato con este cuchillo, y dejo su cadáver aquí extendido entre su misma sangre, de modo que cuando venga el alcaide por la mañana a ver a Dámaso, la encuentre a usted con el corazón hecho picadillo y nadando en una laguna de sangre, y al publicarse la nueva, toda la gente de la parroquia vendrá por montones, y entre los lamentos, y la compasión, y la rabia, todos a una pedirán venganza contra Dámaso única persona que se hallaba en la cárcel, y única que tenía enemistad con la difunta Cecilia, por causa de celos antiguos conmigo, según es la fama. Se mandarán las requisitorias para todas partes, el enojo contra el asesino será universal; y más cuando yo haga palpable por el reconocimiento y por algunas dos o tres declaraciones, la culpabilidad del infame y vil asesino... ¿Conque persiste usted todavía en morir, para que yo no la quiera?

     Cecilia no contestó. Se quedó sentada sobre el cepo con la cara, metida entre las manos. No se movió por algunos instantes, como aterrada por una amenaza mayor que la de la muerte. Seguramente el riesgo que corría Dámaso le parecía más horroroso que el riesgo de su propia vida.

     -¿Qué resuelve usted?, preguntó el tirano a la desgraciada Cecilia. ¿Me promete usted seguir conmigo, sin darme qué hacer, sin molestarme, sin querer a ningún otro? ¿O se resuelve a sufrir la justa venganza que usted merece por haberle dado la libertad a ese criminal de Dámaso, y por amenazarme con que me va a dejar?

     -Haga usted de mí lo que quiera, dijo Cecilia poniéndose de rodillas a sus pies, impóngame la ley; tráteme como a esclava, o como a bestia, o como usted quiera.

     -Como a una querida, le contestó don Tadeo, levantándola del suelo. ¿No sabe usted lo que la quiero? ¿No sabe que es únicamente el amor hacia usted lo que me hace cometer algunos disparates? Dígame usted que me quiere, cambie usted la seriedad y el enojo por cariño; y entonces sabrá usted hasta donde llega mi amor. Camine usted para su casa, y le encargo que no sepa nadie lo que ha pasado. Tengo que exigir de usted algunas cosas; entre otras, que no vaya usted por miel a los trapiches de los hacendados, mis enemigos; usted puede ir a la Hondura cuando lo tenga a bien; tampoco admitirá usted las visitas del cachaco Demóstenes, ni se juntará con ninguna de las amigas de Manuela.

     Don Tadeo acompañó a Cecilia hasta su casa, sin que ésta le dijese ni una sola palabra. Al día siguiente supo la fuga de Manuela, y sospechando que se había ido acompañada de Dámaso, fue inaudita su rabia. No obstante, hizo que el juez 1º extendiese un indulto para todos los cómplices de menor cuantía en el cual quedaron comprendidas Marta, Paula y las otras parroquianas. Hizo que el juez declarase que Ayacucho no estaba loco, y que le mandase poner la horqueta de la ley a la marrana de Manuela, que fue el motivo aparente de la revolución.

     A las nueve del día marchó el cazador Elías, llevando una carta para don Pascual Acuña en que le encargaba que se interesara con el juez del circuito para que no admitiese empeños a favor de los acusados. En cuanto a Manuela y Dámaso, se despacharon requisitorias a todas partes.

     Nunca se había visto la seguridad personal más amenazada en aquel distrito: la constitución del 2l de mayo estaba vigente; pero ¿qué eran las garantías de los ciudadanos teniendo los jueces un director tan depravado como don Tadeo? ¿Qué era la libertad, habiendo un tirano solapado que impunemente hacía gemir las víctimas que se proponía sacrificar a su codicia o a sus pasiones? La revolución o motín del día había puesto a don Tadeo y también a su partido en el auge del absolutismo. Sinforiana peroraba en las tiendas contra los dueños de tierras y contra los opresores del pueblo. El sostenimiento del acuerdo municipal del 18 de mayo era un triunfo para el partido tadeísta, y el partido tadeísta era el partido del pueblo. Don Tadeo era el defensor de los derechos del pueblo; sin embargo, había un hecho fatal para el supremo director de los jueces y era la desaparición de Manuela. Aunque le habían dicho que se había salido de la parroquia, muchas veces dudaba y entonces hacía rondar las casas sospechosas.

     Don Tadeo admitía los denuncios de los viles que saben aprovechar las ocasiones de la venganza, y ¡desgraciado del que era denunciado, porque ése sufría como verdadero criminal, sin saber quien era el acusador y sin contestar a los cargos! Tuvo don Tadeo el denuncio de que Marta lo remedaba a él y a Cecilia, haciendo reír a sus contertulios, y que había criticado la ley del 18 de mayo, y esto bastó para que le hiciese rondar la casa sin miramiento alguno.

     La señora Sinforiana, que nunca supo los acontecimientos de la cárcel relativos a su hija, divulgaba con su locuacidad acostumbrada que la Manuela había libertado a Dámaso de la cárcel, y que se habían ido juntos para Ambalema. Celebró el triunfo de la asonada con la embriaguez, la vocería y risotadas. A las once del día convidó varias gentes de su partido a un paseo al charco del Guadal, llevando mucho anisado y algunos cohetes, y allí fue donde se conoció el espíritu de partido que la dominaba a ella y a sus copartidarias, por los excesos a que dieron rienda suelta por vía de diversión.

     Ascensión, la peona o criada de doña Patrocinio, estaba lavando ese día la ropa de don Demóstenes en el lavadero de Manuela, que era una laja de guijarro de propiedad de la familia desde tiempo inmemorial, y Sinforiana le intimó que se quitase de ahí, diciéndola:

     -Cecilia y yo lavaremos en adelante en esa piedra.

     -¿Por qué gracia?, contestó la criada con un aspecto poco humilde.

     -Por la gracia de que Manuela y la vieja Patrocinio y todos los de su partido están por debajo.

     -¡Eso se quisieran ellas!

     -¿Y no?¿No están encausados, y, huyendo los principales, y la marrana no está con horqueta, Pacha, y la vieja, y Marta y todas no están notificadas de ir a la cárcel si hablan una sola palabra contra las autoridades?... ¡Están por debajo y no lo creen!

     -¿Y por eso no he de tener yo libertad para lavar en el lavadero de la niña Manuela?

     -¡Por eso!¡Porque están embromadas todas!...

     -¡Miren qué libertades ahora!... El que está por debajo no tiene libertad, ni siquiera de hablar; y si me hablas otro poquito, te hago poner en la cárcel, porque yo también te vi alegando en los momentos de la revolución. ¡Perra india, ladrona!

     -Mire, ñuá Sinforiana, que no sea pendenciera.

     -¿Conque me amenazas?¡Perra atrevida! ¿Quieres ver como te compongo el bulto?

     Diciendo esto, se acercó la vencedora de la calle del Caucho a donde estaba Ascensión, y tomando la ropa de don Demóstenes en las manos, rasgó y dispersó varias piezas, y empujando el lavadero con una pequeña palanca, lo botó al fondo del charco, siendo justamente aquel punto el más profundo de todo él.

     Ascensión recogió la ropa y se fue para la casa llorando por el lavadero y por las injurias, pero a solas se le escaparon estas palabras al retirarse:

     -¡No le hace al frío, que el sol saldrá! Que aprieten la clavija hasta donde quieran, que a cada puerco le llega su San Martín. La tortilla se volteará dentro de muy pocos días, porque manejándose así, ¿quién es el que las aguanta?... ¡Sólo que todos seamos bestias para que don Tadeo y los suyos nos pongan su hierro de herrar!

     Por la noche hubo baile en la parroquia, y gritos, y algazara, y se bebió mucho aguardiente, en honor del triunfo de la calle del Caucho; no obstante, Cecilia estuvo menos contenta que todas sus copartidarias.

 

 

 

Capítulo XV

Junta de notables

 

 

     Los extraordinarios sucesos que habían tenido lugar en la parroquia, y el peligro en que se veían los encausados por don Tadeo, hicieron necesaria una junta de notables que fue convocada, por don Blas, dando por lugar de la cita la casa de su hacienda. Esta junta tenía por objeto deliberar sobre la situación y adoptar el remedio conveniente. A la hora señalada fueron llegando los diputados, e introducidos en la sala de la casa, empezó la sesión bajo la presidencia de don Blas. Era aquel congreso verdaderamente notable, porque en él estaban representados no sólo los dos partidos de la parroquia, sino todos los matices políticos que existían en la Nueva Granada. Don Blas y el cura eran conservadores netos, y don Manuel conservador mixto. Don Cosme y don Eloy liberales y, don Demóstenes, radical. Asistió también convidado por el dueño de la casa, el maestro Francisco Novoa, herrero, que se había ido de Bogotá a la parroquia a consecuencia de sus compromisos políticos en la revolución del general Melo. En la parroquia era tadeísta; pero hombre de bien a carta cabal. Como los otros señores eran manuelistas, o sea del partido de las haciendas, se ve comprobado lo que dijimos al principio, que no faltaba un solo matiz político en aquel memorable congreso del Retiro. Don Blas abrió la sesión pronunciando un mensaje, o mejor dicho, un discurso de la corona, puesto que la mayoría era de señores feudales. En el discurso pintó la situación aflictiva en que se encontraban, encausados casi todos por el tinterillo, quien tenía probado por declaraciones falsas pero contestes, que habían cometido delitos que ni siquiera habían imaginado, como hurto, asesinato y resistencia a mano armada a la autoridad.

     Concluido el discurso inaugural del presidente, tomó la palabra don Demóstenes. El fogoso orador recordó a los pueblos y a la humanidad entera la liberal constitución del 21 de mayo de 1853, santificada ya con la sangre de muchos mártires y consagrada por la victoria del 4 de diciembre. De allí dedujo lógicamente que los crímenes de gamonalismo y falsificación cometidos por don Tadeo eran contra aquella santa constitución, y que en ella misma se debía buscar el remedio de tantos males. Hizo una viva pintura de los sufrimientos de los encausados y de los crímenes de don Tadeo. A pesar de que todo el auditorio apreciaba las cosas de diferente manera que el noble orador, es tal la magia de la juventud y del entusiasmo, que todos gritaron vivas al orador.

     Enseguida habló el señor cura. Terminó su discurso proponiendo que se enviara una misión de paz a los tadeístas para celebrar con ellos una esponsión. Esta misión debía estar compuesta de él, como párroco, interesado en la moral de sus feligreses, y del maestro Novoa, como adicto a la bandera que había enarbolado don Tadeo.

     El maestro Novoa tomó la palabra para apoyar la proposición del señor cura, ampliándola. Propuso que se ofreciera al gamonal que se le arrendaría una estancia barata y se le daría prestada una suma en dinero a corto interés y con regular plazo, con tal que se retirara de la dirección de los negocios de la parroquia. En apoyo de esta proposición hizo notar que la revolución del general Melo, cuyos principios seguían don Tadeo y el orador, había tenido por causa, que ni el gobierno ni los ricos protegían la industria.

     -El remedio que indica el preopinante, dijo don Eloy, equivaldría a echar carne a un perro dañino. Sería premiar el crimen: sería fomentar los instintos viciosos de otros malvados en ciernes, haciéndoles notar que una vez que sean temibles en su oficio no habrá otro remedio que darles premios. Voto porque sigamos una causa al gamonal y lo echemos a presidio.

     El gólgota, especialmente ofendido por la revolución de Melo, evocada por el maestro Novoa, no pudo llevar en paciencia su proposición; y Novoa, que como miembro de aquella revolución, no podía tolerar el triunfo de los gólgotas el 4 de diciembre, no pudo soportar su discurso. La discusión se iba agriando; pero, por fortuna, fue cortada por el discurso que pronunció don Manuel proponiendo una capitulación con el partido gamonalicio. Resultó con la intervención de este último diputado que los tres partidos representados en el cura (partido católico) en el herrero (liberal draconiano) y en don Manuel (conservador nacional) estaban de acuerdo en la esponsión. Si don Blas se les agregaba, triunfaba indudablemente la esponsión. Por fortuna de la minoría compuesta de don Eloy, don Cosme y don Demóstenes, don Blas, se mantuvo firme en no transigir. Don Cosme propuso un contra-fómeque, y don Demóstenes pidió explicaciones sobre esta palabra para poder votar en conciencia de lo que hacía. Don Cosme le hizo la siguiente explicación:

     -Había un tramposo, vago de profesión, que convidó a unos estudiantes de buenas costumbres a jugar, porque les vio algún dinerillo. Ellos no sabían ningún juego de azar; y el tramposo les dijo que podrían jugar al fómeque, que era un juego muy sencillo. Aceptaron ellos, casaron sus apuestas y el tramposo barajó y dio cartas. Una vez que estuvieron las cartas en mano, jugó el primer estudiante cualquiera carta, y otro tanto hicieron los otros tres; cuando llegó su turno al tramposo, botó un cuatro de oros, y pronunciando la palabra fómeque con mucha seriedad, recogió cartas y dinero. En la segunda mano se iba repitiendo la misma escena: el tramposo botando un siete de espadas, dijo: fómeque, e iba a recoger cartas y apuestas, cuando el estudiante que le seguía a la derecha, que era mozo despabilado y había notado ya que para el fullero cualquiera carta era fómeque, contestó botando el cinco de copas: ¡contra-fómeque! y recogió el dinero de las dos apuestas. El tramposo no pudo negar que hubiera contra-fómeque, porque hubiera sido tanto como confesar que estaba inventando un juego para robarles. Tuvo que convenir en que efectivamente esa carta era el contra-fómeque y se retiró perdiendo el valor de dos apuestas. Desde entonces se llama contrafómeque oponer a una picardía otra mayor. Don Tadeo nos tiene encausados con picardía, pues encausémosle a él aunque sea haciendo picardías.

     Don Demóstenes protestó contra el sistema de discutir contando cachos. Un miembro del partido draconiano, dijo, tenía esa costumbre en el Congreso, costumbre que desde entonces me quema la sangre. No podíamos los gólgotas proponer ninguna de nuestras regeneradoras y humanitarias ideas, sin que el ciudadano draconiano contestara refiriendo un chascarrillo con pretensiones de apólogo. Además, en este caso no sólo rechazo el cuentecillo, sino el medio de moralidad que él encierra. Voto contra el fómeque.

     Don Blas habló en seguida y dijo: "Ya sea para defendernos hoy de las asechanzas del tirano de la parroquia, ya para evitar que en lo sucesivo nos gobierne él u otro embozado por él, propongo que pongamos desde ahora el verdadero remedio a los males públicos.

     Hagámosnos cargo del gobierno los interesados en que sea bueno. Atendamos las elecciones, y aceptemos los empleos de alcalde, jueces y cabildantes, si no queremos que tales funciones sean desempeñada por pícaros de la misma escuela de los que hoy nos persignen."

     Don Elo protestó contra tal medio. "El trapichero, dijo, no puede muchos días comer a sus horas a causa de lo urgente del trabajo que tiene entre manos, porque la esclavitud del trapiche es mutua: el trapiche es esclavo de su dueño, quien lo hace moler de día y de noche, pero en cambio, el dueño es esclavo de su trapiche. Y siendo así, ¿de dónde sacaremos tiempo para atender a los negocios del gobierno de la parroquia? Por otra parte ¿cómo podríamos servir tantos destinos como tiene una parroquia, aunque quitáramos el tiempo para nuestros propios negocios? Los funcionarios son: un alcalde, dos jueces, cinco cabildantes, un tesorero y un inspector de caminos. Se necesitan diez personas; y los que estamos aquí somos cinco, deduciendo al señor cura que no puede tener empleo concejil, y al señor don Demóstenes, que es transeúnte; y fuera de nosotros, no hay con quien contar. No hay otro medio, pues, que dejar a nuestros arrendatarios el cuidado de gobernarnos. Si ha de ser de otro modo, es con la condición de que alguno de ustedes me compre mi trapiche del Purgatorio.

     Don Manuel, diputado por el trapiche de la Minerva, hizo presente que siendo los empleados de la parroquia arrendatarios de los diputados presentes, y siendo el código del dueño de tierras muy holgado, proponía que se hiciera uso de las facultades dictatoriales de que están investidos los dueños de tierras, para obligar a los jueces y alcaldes a que gobernaran de acuerdo con ellos, so pena de quitarles las estancias."

     Don Demóstenes tomó la palabra y empezó así su discurso:

     "Me parece, señores, que todo lo que acabo de oír es un ataque a la constitución de 21 de mayo, y por consiguiente a la libertad individual..."

     En este punto del discurso entró Sildana, aquella joven a quien don Demóstenes saludó con el dictado de "mi señora" en su primera visita al Retiro. Sildana llevaba en un platillo tabacos para los concurrentes, y esta circunstancia cortó un discurso que acaso hubiera sido notable.

     El tabaco es un calmante para las afecciones morales lo mismo que para algunas de las físicas. El tabaco quita, narcotizando dulce y suavemente el cerebro, el ardor de la lucha. Se oyen grandes disputas entre jugadores y bebedores; pero entre los que fuman se ve que a pocas vuelta, se convienen en principios o que todos los principios se vuelven humo. Tal vez Clotilde, que estaba oyendo la discusión desde la alcoba inmediata, sin que nadie la viera, conocía la fisiología de las pasiones en su relación con el tabaco, y fue por esta razón que les mandó aquel calmante saludable en lo más encarnizado del combate.

     Votadas las proposiciones que se habían discutido, se adoptaron combinándolas. Se determinó usar a medias del contra-fómeque y de la autoridad de dueños de tierras para corregir la política de la parroquia.

     Una vez convenidos los próceres, se levantaron y se fueron a pasear a las huertas. Eran éstas dos fanegadas que quedaban a un lado y otro de la casa, y estaban cercadas con guadua picada. Había alamedas formadas por árboles de café, limoneros y naranjos, en cuyas copas cantaba alegremente un congreso de toches y cardenales. En una esquina había un bosquecillo de guayabos, y en otra unas matas de plátano. Una acequia cortaba las huertas por mitad regocijando con su ruido infantil los viejos árboles que se inclinaban cariñosos sobre ella.

     Llamaron a comer: la señorita Clotilde se lució aquel día; pero no quiso sentarse a la mesa, tal vez por el recuerdo de lo que sucedió en la primera visita de don Demóstenes.

     Después que se dispersaron los señores de la junta, perdiéndose en las obscuras selvas de los caminos, el patrón del Retiro empezó a poner en planta lo determinado en aquel congreso memorable. Mandó un recado al señor Juez 1º que era su arrendatario, rogándole que viniera al día siguiente muy temprano, trayéndole las causas que se estaban siguiendo en su juzgado.

     Muy temprano llegó el señor Juez 1º trayendo a la espalda una mochila, que descargó en el suelo a la vista de su patrón que estaba en la hamaca, y que desde allí recibió al primer magistrado de la parroquia. El señor Juez dijo, descargando la mochila:

     -¿Es que me menesta sumercé?

     -Para echarte de la estancia, nada menos.

     -¿Por qué, mi amo?

     -Por pícaro.

     -Serán cuentos, mi amo; alguno que le tendrá codicia a la estancita en que vivo.

     -¿No me tienes encausado como ladrón y asesino?

     -Es un nulo, mi amo; porque la gente que se mandó llamar al juzgado antier, fue para que firmara a ruego una solicitación para que nos rebajen a los probes del pago de la subvención provincial; pero con tal que sumercé no me despoje de las maticas, haré cuanto sumercé me mande.

     -Bien. ¿Trajiste las causas?

     -Sí, mi amo. Todo lo creminal que estaba en una caja lo traje entre esta mochila.

     -Desocúpala allí en un rincón y llévate tu mochila. Puedes quedarte en la estancia, con las siguientes condiciones: 1º Me darás cuenta de toda causa que se inicie en tu juzgado; 2º Cuando no convenga que vayas a despachar, no irás. Yo te pagaré las multas que te echen. ¿Estás?

     -Sí, mi amo.

     -Pues vete, ¡y cuidado!

 

 

 

Capítulo XVI

El asilo en la montaña

 

 

     La estancia de ñor Dimas estaba hundida en la obscuridad de la noche, que una nube aumentaba terriblemente, cuando pasaba Pía del fogón al aposento con un tizón encendido, y vio un bulto que atravesaba el pequeño patio, sin que el perro que dormía debajo del alar hiciese otra cosa que dar unos gruñidos.

     -¿Quién viene por ahí?, dijo Pía.

     -Soy yo, que vengo a buscar al amigo Dimas para ver sí me compra un buen perro de cacería.

     -¿Y por qué camina usted tan tarde?

     -Fue que me entretuve un poco allí abajo en la casa de ñor Juan Bautista.

     -Pues él no está aquí esta noche, pero entre, y si quiere lo espera hasta mañana.

     -¡Dios se lo pague!

     -¿Y quién es usted?

     -¿Conque ya no me conoce?¿No se acuerda de que bailamos juntos en las fiestas, y de que le regalé una sortijita?

     -No hago memoria, porque la sortija que tengo fue mi comadre Manuela la que me la regaló. ¡Pobre mi comadrita, que como eso no hay nada en el mundo! Yo la quiero más que si fuera mi hermana.

     -¡Y a mí qué tanto me quiere!

     -¡Quién sabe!

     Una pequeña llamarada de los tizones alumbró la cara del supuesto comerciante de perros, y apretándolo Pía con sus brazos dio un grito, diciendo:

     -¡Mi comadre Manuela!

     -¡Comadre Pía!, contestó Manuela, porque ella era, y se quedaron abrazadas por un instante.

     -¡Qué es esto, comadre?

     -Huyendo vestida de hombre para no ser conocida.

     -¡Y que me engañó completamente! ¿Qué ha sido? Cuénteme, comadre; pero entre y siéntese; múdese con mi ropa si quiere.

     -Yo traje ropita en este lío. Déjeme así, comadre.

     Entró Manuela, saludó a ñuá Melchora, que estaba en la cama, preguntó por todos, bebió guarapo, y se fue a sentar debajo del papayo grande; y después de encender tabaco ambas comadres, comenzó Manuela su relación.

     -Usted sabe, dijo a Pía, lo que el tirano me persigue.

     -¿Todavía no se deja de eso?

     -Ni se dejará nunca, porque después de los agasajos y ofertas, se ha seguido el terror, figurándose que por el miedo yo lo he de querer.

     -¡Viejo pícaro!

     -Manuela hizo a su comadre una relación de los sucesos que ya conoce el lector, y acabó diciendo a Pía:

     -Ahora me he venido a ver si mi comadre me da asilo aquí en su montaña.

     -De mil amores, comadrita de mi corazón. En esta montaña no la coge nadie, y por lo que es la manutención no nos faltará carne, mazorcas, plátanos, guarapo y ají. Lo que me admira es que una persona de buena vida como usted tenga que estar escondida y que dejar la casa y la familia.

     -¿Pero qué quiere, comadre, cuando toda la parroquia está al arbitrio de un gamonal, por falta de leyes y de gobierno? ¡Y a esto lo llaman libertad, y progreso y civilización! Si usted oyera a don Demóstenes... da gusto oírle hablar de las garantías y los derechos.

     -¿Y él no hará por usted alguna cosa?

     -Me ha ofrecido que él acusará al Rodín de la parroquia, como llama al viejo Tadeo.

     -¡Es tan bueno el cachaco! Aquí suele venir de paso para la montaña, y me divierte con sus conversas. Y dígame, comadre Manuela, ¿usted ha sabido de Dámaso?

     -Esta noche lo vi.

     -¡Qué fortuna, comadre!

     -Y ojalá que nunca lo hubiera visto, porque después de separarse de mí, lo sorprendí, por mi desgracia, conversando con la Cecilia, y nadie me quita de la cabeza que se quieren, por lo poco que yo oí.

     -No lo crea, comadre; es que lo blanco nos parece negro cuando tenemos celos. Ya verá como no dilata en venir a verla.

     -No necesito, dijo Manuela, llorando; y varió la conversación.

     Hasta pasada la media noche se estuvieron conversando las dos comadres a la sombra del papayo, y de allí pasaron a procurarse el alivio del sueño que es el mejor remedio contra las penas. Pía le sacó a la enramada una estera de calceta de plátano y le tendió cama junto a la piedra de moler. Manuela no había podido dormir en el zarzo en la noche anterior por el ruido de los ratones y el miedo de que la cogiesen los policías, y en esta noche se desquitó durmiendo tres horas seguidas, aunque al descubierto en una enramada.

     Al amanecer convidó a su comadre la guardiana Pía para que pasase con ella las horas en que había que cuidar la labranza, y dándole a llevar una mochila con un calabazo de guarapo y otros enseres sumamente necesarios, y montando ella en el cuadril a su niño de cuatro meses, y llevando en su mano un tizón encendido, emprendieron la travesía de la choza a la labranza por una senda enteramente obstruida por las ramas y los bejucos.

     Así que llegaron a la roza prendió Pía una gran hoguera, cuyo humo al lado de la garita o plataforma de palos daba una vista triste pero solemne; acomodó luego a su hijito en una cuna que colgaba de las ramas de un guamo florido, como los nidos de las guapas que se mecen al arbitrio de los vientos de la montaña, y se subió con una cantada de piedras a la garita. Manuela también subió, y juntas esperaban el ataque de los animales que debía comenzar con los primeros rayos del sol, calladas y con los ojos fijos en las orillas de la labranza. Era triste el cuadro si no imponente. Los botundos y nogales más estupendos y los bejucos y ramazones rodeaban el teatro; las dos jóvenes permanecieron en silencio sobre una plataforma de cuatro varas de altura, mientras que se mecía blandamente la cuna de la inocente criatura; más allá se levantaba una columna de humo sutil que salía de una hoguera. Nada más parecido al estado primitivo de la naturaleza que este agreste cuadro; mas las dos personas que figuraban en él tenían el corazón deshecho en lágrimas, derramadas por los sufrimientos que en otras partes son resultado del gran refinamiento del lujo y de la civilización. Nuestras dos heroínas estaban sufriendo los resultados de los grandes crímenes, sin haber disfrutado los goces de los pueblos cultos, que es lo que sucede cuando se desmoraliza a los pueblos antes de civilizarlos.

     Pía llevaba un pequeño sombrero de trenza de palma, hecho por su madre; y lo estimaba tanto, que lo usaba a pesar de faltarle un retazo del ala, que se le había quemado por soplar la candela con él; sus enaguas de fula le quedaban muy cortas por lo viejas y maltratadas; su camisa de bogotona no se hallaba en mejor estado; pero la cubría el gran pañuelo que le bajaba desde los hombros. Las lindas facciones de la guardiana habían perdido su brillo por estar criando y por la pobreza; pero su habla era siempre dulce y sonora, y hasta sus gritos eran sumamente apacibles. Todos los adornos de Pía consistían en un cintillo de cuentas azules de vidrio, una sortija de cobre y unos zarcillos de estaño que ni aun eran iguales. Manuela había tomado en la choza un sombrero nuevo de palma y estaba de enaguas de pancho fino y de camisa bordada; pero su semblante a pesar de sus últimos desvelos y sus últimas lágrimas no estaba marchito, porque no presentaba las señales de las enfermedades ni de los vicios.

     De repente se levantó Pía, y haciendo girar la honda, prorrumpió en estas palabras con unos gritos que se oían hasta media legua de distancia:

     -¡Ah condenados de los infiernos! ¡A tragar a otra parte, que aquí no se siembra para los ladrones! ¡Ah cochinos de los diablos!

     Eran los micos que habían asomado a la orilla de la roza en número de veinte o treinta, y Pía les tiró varios hondazos, con lo cual les hizo volver caras. Vinieron en seguida algunos cuarenta o cincuenta pericos, que son de la familia de los papagayos, y se sentaron en la mitad de la roza, pero con la primera pedrada tuvieron para volver a volar levantando una vocería de lo más espantoso, muy propia para confirmar la aserción de Humboldt cuando dice, que el ruido de los torrentes es ahogado en algunas partes de la América del Sur, por el ruido que hacen los papagayos con sus chillidos. A todos estos gritos agregaba los suyos la guardiana, diciendo:

     -¡Urria, condenados! ¡Largo para otra parte! ¡Urria, demonios!

     Las ardillas habían logrado invadir las cañas de maíz y asustadas con las pedradas, saltaban de mata en mata con el rabo extendido sobre la cabeza, y con los rayos del sol parecían adornadas de hermosos plumeros. Pronto estuvieron sobre ellas las piedras y las maldiciones, entrando Manuela en la lid tirando piedra, con la mano y diciendo palabras feas por imitar a su comadre; porque Manuela, que no había vivido en los trapiches ni había sido guardiana, no estaba. enseñada a decir insolencias, sino cuando más a oírlas en la tienda por precisión, y a hacerse la desentendida, como les sucede a todas las venteras y a todas las señoras de los trapiches.

     Las guapas también acudieron a mortificar a Pía descendiendo de un botundo muy elevado en donde tenían una docena de nidos colgados como lámparas, de lo cuales ninguno bajaba de vara y media de largo, pero pronto desplegaron sus plumajes de oro replegándose a su colonia, aterradas por los gritos y las pedradas de la inexorable Pía. Los pericos y las guacamayas revoloteaban y cambiaban de puestos con un ruido formidable, y las voces de las dos guardianas y el llanto del chiquillo de la cuna, formaban en la roza un estruendo que es imposible comprender sin haberlo oído. Pía representaba en su garita el papel de un presidente de la Nueva Granada, y los animales hambrientos de todas pintas y clases representaban lo que se llama el partido de la oposición, sólo con la diferencia que aun cuando le comían a Pía algunas mazorcas, no la podían derribar.

     Ya había calmado un poco el combate cuando dirigió Pía la vista a un ocobo seco por los ardores de la última quema, el cual estaba cubierto, en vez de las hojas que había perdido, por la bandada de guacamayas, que reverberaban con sus colores vistosos, a tiempo que se ocupaban del aseo de sus plumajes, usando para ello de sus encorvados picos. Pía puso la piedra en la honda, se paró muy derecha poniendo el pie izquierdo en la última vara de la orilla de la garita, disparó la honda con el brazo derecho, y partió la piedra zombando por los aires como una bala de rifle, y dando contra un cascarón casi despegado del ocobo, sonó de una manera espantosa. En el acto se levantaron todas las guacamayas muy asustadas llenando el aire de colores vistosos: Pía las seguía con sus maldiciones.

     Las guacamayas se levantaron en orden, de dos en dos, como lo tienen de costumbre. Dieron unas vueltas sobre la roza, y, aterradas por los gritos de las guardianas, se dirigieron sin perder la formación a la roza de Juan Bautista, que estaba a media legua de distancia; pero encontrando sobre las armas al guardián, que era un esforzado mocetón, se encumbraron un poco más, y emprendieron la marcha directa por el valle abajo gritando sin cesar ¡guaaa! ¡guaaa! ¡guaaa! en busca de otros bosques y de otras sementeras menos defendidas que la roza de ñor Juan Bautista, o de bosques despoblados, así como parten de los puertos del Viejo Mundo los buques de los emigrados o de los conquistadores, en busca de tierras mal cultivadas y peor defendidas por sus aborígenes más o menos desidiosos.

     Ya se habían perdido de vista las guacamayas, cuando reparó Pía en unos tres micos que se habían quedado emboscados entre las ramas de un cedro de los más encumbrados de la orilla de la labranza. Uno de ellos se entretenía en dar golpes a una mazorca contra el gajo del palo, en el cual estaba muellemente sentado; otro en descascarar su presa, y otro en atisbar todos los movimientos de la guardiana. Pía los asustó con un hondazo y con sus gritos acostumbrados, y entonces se fueron caminando por los gajos de los suscas y nogales encumbrándose cada vez más, pero sin aflojar de sus manos las mazorcas que habían adquirido a pesar de las malas razones de Pía y de sus balas perdidas.

     Luego que la roza estuvo tranquila, se encargó Manuela de asar unas mazorcas y unos plátanos para el almuerzo, mientras su compañera cogía hoja de maíz para un caballito que tenía su padrastro, tal vez asilado por causa de las persecuciones de la justicia, y sacaba al sol un poco de quina tuna que había bajado de la montaña fría; mas no hizo esto sino después que le dio de mamar al niño, y le llevó agua y leña a su madre, que no podía salir de la choza.

     El almuerzo de las guardianas, fue una guacharaca que había cogido Pía en una de sus jaulas, plátanos, mazorcas y guarapo, sin omitir el ají, que es la mostaza de los pobres.

     Después del almuerzo fue convidada Manuela por su comadre a dar un paseo por todas las trampas, y a pocos pasos encontraron un mico que habiendo metido la mano en un calabazo para sacar el maíz que contenía, se quedó preso por no querer soltar los granos. Es de advertirse que el calabazo estaba bien asegurado con unas estacas. Pía cogió un palo grueso en el momento que lo vio y se le dirigió pronunciando esta sentencia:

     -¡Ahora mismo te mato, demonio de ladrón!

     -¿Qué es lo que va a hacer, comadre?, le dijo Manuela al verla llena de rabia.

     -A matar este demonio.

     -¿Y no le da lástima? Vea que don Demóstenes me ha dicho que es malo matar a estos animales que se parecen a nosotros.

     -A él será que se parecen. ¿Y todo lo que me hacen rabiar a mí y todo lo que se roban?

     -Pero no lo mate, por el amor de Dios, que una golondrina no hace verano.

     -¿Y qué quiere que haga con él? ¿Qué hace usted con una pulga que coge en los dedos o un ratón que coge en la trampa? Y que si yo mato a este condenado, y lo pongo colgado de una pata en el lugar por donde entra toda la manada, usted verá como se destierran.

     -Amárrelo en la casa hasta que se amanse.

     -Entonces come más de lo que come ahora, y como es viejo, dificulto que se amanse. Mírelo cómo no afloja la mano, aunque le pego en el codo.

     -¡Se querrá volver rico! ¡pobre! no lo mate...

     Pía cedió a los ruegos de su comadre, le cortó las orejas y lo soltó, diciéndole la defensora:

     -Verá cómo viene mañana con todos los otros ladrones; pero, en fin, mi comadre merece ser atendida.

     Más adelante hallaron dos corcovados en una jaula. Éstos son unas aves que parecen pollos finos de gallina, cantan en los veranos a dúo, articulando al parecer la palabra corcovado; en otra encontraron un paujil, de manera que se vieron con un acopio de más de ocho libras de carne para la casa.

     Vueltas a la garita las dos comadres, se metieron debajo del grano; Manuela desplegó su costura que había llevado en una petaca, y sacudiendo un pañuelo que estaba dobladillando, lo aseguró por un costado debajo de la pierna, por falta de un alfiler. Pía descolgó unos cadejos de fique, y se puso a torcer hilo de lazos en la planta del pie izquierdo, que levantó sobre la rodilla, dejándole puesto en la forma de un lavadero. Estos hilos que torcía Pía se doblan y se retuercen, formando una cuerda gruesa que se llama lazo, siendo un género de mucho en la Nueva Granada. Las libras del fique se sacan de unas hojas largas de cierta planta del género cactus.

     -¡Ay! Exclamó Manuela, después de un rato de silencio: ¡no hay en toda la parroquia una mujer más desdichada que yo!

     -¿Y yo, comadre?, repuso Pía.

     -Usted habrá padecido por boba, o quien sabe por qué; pero yo...

     -Pues, en eso de boba hay su más y su menos, respondió Pía; así es como se condena a la gente, sin estar en autos. Yo pongo a la mujer más sostenida y más juiciosa en un trapiche, a la edad en que me pusieron a mí; y si sale con bien, mire, comadre, me dejo cortar el pescuezo. Era menester que usted supiera las tentaciones, las necesidades y persecuciones de un trapiche; sin arrimo de padres, sin parientes, sin respeto de patrones, ni señoras, ni de nadie y sin oír hablar más que insolencias a cada minuto.

     -Comadre, perdóneme si la he ofendido; pero cuénteme su historia, porque yo nada sé de lo que pasó en el trapiche.

     -Es verdad que usted me sacó mi chinito de pila, pero no supo cómo fue que vino al mundo esa criaturita de mi Dios. Pues fue de este modo: el mayordomo había dado en venir a este rancho a llamarme para que fuera al trabajo del trapiche, y a mi mamá la amenazaba con que iba a echarla de la estancia porque no le mandaba peón. ¿Yo que iba a hacer? Por no ver afligida a mi señora madre, me anime un lunes y, echando unos plátanos en la mochila, me puse en camino. Entonces tenía catorce años y medio, estaba robusta y contenta, sin pensar más que en dormir, comer y chancearme con las amigas; con usted pasaba yo ratos muy buenos cuando mi mamá me mandaba a la parroquia, a oír misa o a los mandados.

     Así que llegué a la ramada, me pusieron de bagacera: el día no lo pasé tan mal: pero la noche, ¡ave María! que todo fue sustos, hambre y tristezas, de tal manera que estuve al huírme, porque caí como privada de sueño y de cansancio a las diez, que serían cuando paró la molienda, y gracias a que había mucho bagazo regado, que esa fue mi cama en la mitad de la ramada. Cuando me desperté tuve miedo, oyendo los ronquidos de los peones, los aleteos de las lechuzas y el ruido que hacían los ratones en el enmaderado; me acordé de mi madre y eché a llorar; pero volví a quedarme dormida.

     El martes me despertó el capitán con el cabo de la zurriaga para que fuera a coger caña, y me entregó una mula rucia que se llamaba la Perla. Era mordelona, zonza y deslomadora como ninguna otra, y más astuta que el viejo Tadeo para abrir las puertas y esconderse en los barzales, o tirar de largo y meterse en los potreros ajenos; era tuerta, le faltaba media oreja y las costillas las tenía llenas do turupes y mataduras. Le emparejé las desigualdades lo mejor que pude, echándole, montones de calceta de plátano en las costillas, le puse los lomillos y sus atravesaños, y le eché el sudadero, la garra con las cuatro angarillas, la cincha y el arretranco de rejo tieso; y me fui para el corte con todos los cargueros antes de amanecer. Eché la caña sobre las angarillas y apreté con el garrote lo que me pareció que era justo; pero a pocos pasos se deslomó la Perla, y me echó la carga al suelo, tuve que volverla a cargar, y la buena alhaja tuvo la malicia de volver a tumbar de nuevo la carga; para esto que había llovido y, el camino estaba embarrado, yo sudaba y ya no podía de fatiga.

     El día se me pasó en cargar y lidiar y pasar afanes; a todo esto el capitán no me quería porque no le decía mi amo, y no cesaba de amenazarme con la zurriaga; por fin se llegó la noche, caí, después de soltar la mula, como cuerpo muerto entre una pila de bagazo.

     Yo no había comido ese día, porque la comida no era sino el pedazo de tasajo, el agua, el plátano y nada más; vi que no lavaban los platos aunque comieran en ellos los perros; a media noche, me desperté muerta de hambre, me fui al cárcamo de la hornilla a asar un plátano para cenar, y encontré más gente asando plátanos y bebiendo guarapo. Así que puse mi plátano en la puerta de la hornilla, me senté a un lado; llegó uno de los peones de la carguería y tocándome la cara, me dijo:

     -Negra, ¿te amañas en el trapiche?

     -Como en el purgatorio, le contesté, volviendo la cara hacia el otro lado para no mirarlo.

     -No seas tan brava y verás cómo no falta quien te ayude a cargar la Perla.

     -No necesito, dije yo encogiéndome de hombros.

     -Ninguno puede decir: de este agua no beberé.

     -A palabras necias oídos sordos, dije yo entonces; y no volví a mirar ni a chistar palabra.

     Después de comer el plátano, me volví a mi nido; al amanecer me hizo levantar el capitán rebulléndome con el palo de la zurriaga, para que enjalmara la Perla. Quería llover y la noche se había puesto tan obscura como boca de lobo. Busqué por todo el corral la maldita Perla, pero fue como si la tierra se la hubiera comido; se lo avisé al capitán, que era un negro de lo más riguroso, que parecía muy amigo de la esclavitud, porque a todos los quería tratar como esclavos, y me dijo mostrándome el rejo de la zurriaga:

     -Hoy es cuando se los chupa esta filimisca, si la Perla no parece.

     -¡Pero qué hago si se salió por entre las talanqueras, cómo está noche de obscura para irla a buscar, y como hay de culebras y de espantos en todos esos rastrojos!

     -Lo dicho, dicho, me contestó el negro capitán y yo me senté a llorar en el caminito que iba para el barzal, con el cabezal en la mano.

     Uno de los cargueros me dijo, acercándose a mi con mucho cariño:

     -No se aflija, niña Pía. Entre los peones hay uno que le conoce las marrullas y las guaridas a esa mula de Satanás.

     -¿Quién será?, le dije yo llena de gusto.

     -Yo, me dijo él.

     -Estoy pronta a pagar el real del día y la ración de carne porque me saquen de apuros.

     -Yo no le intereso a usted plata ni carne, sino que no sea tan brava conmigo.

     Éste era el mismo carguero que me había hablado en el cárcamo de la hornilla, era Pablo Ramírez, a quien usted conoce, el cual se fue al barzal y no dilató ni siete credos en volver con la Perla de cabestro. Ya estaba aclarando el día. Los otros cargueros se habían ido al corte, y yo me moría de afán porque el capitán me había prometido que si me atrasaba en un viaje, me descontaba el real; pero el que me libró de los azotes me sacó del segundo apuro ayudándome a empajar y enjalmar la Perla, tan pronto como me limpio un ojo.

     Pablo me enseñó todas las industrias para manejar la Perla de modo que no mordiera, que no se deslomara y que no se atracara en el camino. El remedio para que no se deslomara era apretarle el cinchón con el garrote hasta dejarla casi trozada, como cintura de avispa. Así fue que le tapé los ojos con mi pañuelo, le eché caña encima hasta que ya no se veía, y le torcí el cinchón con el garrote con que se acostumbra apretar las cargas en los trapiches; y para que el remedio quedara bien hecho, puse una rodilla en la tierra, eché la cara para atrás, cerré los ojos, apreté los dientes y torcí el garrote, y lo torcí hasta que la mula estaba ya delgadita, y hasta que berreaba como un marrano, con la lengua sacada como perro que acaba de correr. Dicho y hecho, la Perla fue la primera que llegó a la ramada sin deslomarse, ni morder, ni quedarse atrás. Esto fue el martes.

     El miércoles fue un día espantoso, del que yo me acordaré toda mi vida. Había vendido mi amo Blas más miel de la que había en las canoas; las mulas de los compradores sabaneros no tenían qué comer sino chilinchile y malva en la plazuela, y el caporal metía prisa para que lo despacharan. Había que apurar la molienda, y andaban tres zurriagas detrás de los cargueros de caña, la del capitán, la del lino y la del mayordomo; y lo peor era que la caña que se estaba moliendo era viche y no rendía la miel en los fondos. ¡Qué día tan espantoso! Yo tenía las enaguas por cerca de la rodilla porque los caminos eran charcos de barro, los sabañones me tenían los dedos casi trozados, y el sol picaba como candela. Era pasado el medio día y no habíamos almorzado; yo estaba en ayunas, y no vagábamos de correr con las mulas por delante. Yo me moría de hambre, cuando me llamó el carguero Pablo; me convidó a comer unas cucharadas de ajiaco que le habían llevado de su casa; y a escondidas comimos él, yo y otra carguera más chica que yo. Creo que me hubiera muerto si no me hubiera desayunado, porque los pobres somos más delicados que los ricos para eso del hambre. Mi amo Lucinio tampoco se había desayunado ese día, y no se le echaba de ver como a mí. Le confieso la verdad a mi comadre: comencé a dejarme tratar con cariño del carguero Pablo.

     Otro trabajo más grande me sucedió ese día. Se me rodó la Perla por hacerla correr con la carga por una loma abajo, y quedó encajonada entre unos barrancos. Yo le di mucho palo a ver si se levantaba, y Pablo que no me desamparaba, la hurgó con el tilo de su caña con que arreaba su milla; pero todo era perdido, porque la Perla no se daba por entendida. Yo le avisé al mayordomo y él me dijo que no fuera a dejar resabiada la mula; y me mandó que llevara caldo hirviendo del que se cocinaba en los fondos y le echara por el anca. Como no me quiso parar la mula, me dijo que recogiera una buena brazada de hoja seca, se la pusiera, debajo y le pegara candela. Este último remedio estuvo de patente, porque la mula salió corriendo con la carga y no paró hasta llegar al trapiche.

     El jueves a la madrugada no me dilaté en encontrar a la Perla, que estaba echada, le puse el cabezal y creyendo que estaba dormida, le di mucho palo para que se levantara. Yo no sé en qué consiste que en un trapiche todo el mundo se vuelve verdugo. Yo que había sido tan compasiva, en el trapiche veía las mataduras, las llagas y todas las miserias juntas sin que se me diera nada, y aprendí a dar palo a los animales, como los caporales y mayordomos. Le di muchos palos en el hocico para ver si se paraba o se movía; pero ya la Perla era alma de la otra vida. Le avisé al amo Lucinio, que ya estaba levantado, y me mandó coger el Diamante.

     -Será algún diablo que no sirve, dije yo entre los dientes.

     -Si fueras de buen genio lo pasarías mejor; pero así brusca, y malmodada es imposible.

     -Conque me dejen estar en mi rancho yo no necesito de más.

     -Sin embargo, una muchacha preciosa como tú, no ha nacido para los montes, sino para el trato con las gentes. Yo puedo concederte beneficios que te hagan dichosa, porque te quiero y te tengo lástima.

     Ese día, por más cierto, no me fue tan mal con el Diamante, aunque dos veces hizo la gracia de descaminar lo andado con el rabo vuelto para adelante. Pensé mucho en los cariños que me hizo mi amo Lucinio en la puerta del corral y en la oferta de hacerme dichosa; pero le hablo a usted la verdad, Pablo me estaba gustando.

     Yo no sabía lo que era uno de estos trapiches de por aquí; todo lo que veía era terrible. Les oía referir muchos casos que habían sucedido durante la esclavitud, de esclavas muertas por venganza de sus señoras; de cadenas arrastradas por los esclavos; de peones despedazados por los caballos de los mayordomos; de esclavitas perseguidas por sus amos; de grillos, rejo, palizas; y aunque a todas las historias les rebajaba yo alguna parte, pero sí creía que algo habría de todo esto. Y de los últimos tiempos de ahora, contaban tiranías de algunos amos con sus arrendatarios, que no han sido creíbles en los tiempos de la libertad en que vivimos: por supuesto que yo no le daba crédito a todo.

     La historia quedó truncada por un ruido que se oyó del lado del maizal. Salió Pía corriendo con una piedra en la mano, sin tener tiempo de comunicar sus planes a su comadre, la cual siguió cosiendo como antes, hasta que llegó aquella con las enaguas llenas de amor seco, pegapega y otras hojitas que se prenden en la ropa cuando se anda por entre las sementeras.

     -¿No ve, comadre?, vino diciendo; los ponchos se llevaban ya las mazorcas, y no es tanto lo que valen, cuanto lo que me dice el abuelo; porque ese es otro tormento que yo tengo, el padrastro soltero; un demonio de viejo más tonto que una gallina. Pero eso sí, su pedrada le metí al más chiquito y mañana les pongo la trampa de barbacoa, con la cebadera de un plátano maduro. ¡Qué vida ésta, comadre de mi alma!

     -Cierto, comadre; pero no deje la historia.

     -¿En qué ibamos, comadre?

     -Me parece que ibamos en los cariños del amo Lucinio en la puerta del corral.

     -Sí, señora, cabal; y yo no le di campo para que me dijese nada ese día; pero el cariño de Pablo si se iba aumentando. El jueves en la noche hubo juegos del toro y de la mariposa entre todos los peones, en los bagazales: Pablo y yo no nos apartamos, así como en la carguería estábamos siempre juntos.

     El viernes no alcanzaban los platos para todos los peones, y yo, por darme aprisa, consentí en que nos echaran a juntos en un mismo plato; ese día nos hicimos tumbos.

     El sábado no tuve novedad ninguna, y a las horas de las guacamayas nos hicieron desenjalmar para meter todas las mulas a la quebrada y lavarles las mataduras. Mi tumbo se hizo cargo de lavar el Diamante, porque esas costillas estaban de ahuyentar a los que todavía no estábamos enseñados a las miseria de los trapiches. Yo salí de la semana, hecha pedazos de camisa y enaguas, y con las mechas sueltas, y untada del mugre de las cañas desde los pies hasta la corona, y no era posible amañarme si mi tumbo no estaba junto.

     El domingo nos pagaron a las nueve de la mañana. Yo no saqué sino cuatro reales, porque dos perdí de tabacos, desayuno y algo de aguardiente que me hicieron gastar los cargueros. Aparté un real para pasar el domingo, y amarré los tres en la punta del pañuelo para llevárselos a mi mamá Melchora. El amo Lucinio que fue el que pagó ese día, me llamó la última de todos, y me entretuvo en su cuarto diciéndome que lo quisiera. Yo no le contestaba que sí ni que no, y sin atender todo lo que me decía me ocupé en aflojar los ladrillos del cuarto con la zurriaguita que mi antojo me había hecho para que le pegara al Diamante.

     Después de los pagos, todos los peones cogieron camino para el gasto de la estancia de ñuá Sinforiana. Yo me fui detrás de todos, y mi antojo me iba siguiendo. El gasto era comprar chicha y aguardiente los que perdían al juego del turmequé, para beber todos juntos los que ganaban y los que perdían. Había juego de tángano y de baraja en que se jugaban algunos medios; pero el asunto principal del gasto era chicha y aguardiente, tocar tiples, hablar insolencias y cantarles a las muchachas. En el gasto permanecieron varias mujeres viejas, madres de familia, sin tener más diversión que beber y hablar insolencias para divertir a los hombres. Las peleas eran frecuentes; pero ñor Juan Acero quedaba, vencedor, porque lo entendía para el manejo del garrote. Ese día fue cuando las hijas de mi padrino Elías llevaron por engaños al monte a la hermana de la niña Soledad, y la amarraron y la hirieron por unos celos sin fundamento. En un gasto no hay autoridad de jueces ni de dueños de tierras, y por eso es que suceden tantas diabluras; pero el resultado principal de estos gastos o bundes, es que la gente no va a la parroquia.

     Por la noche bailaban torbellino en la salita de la estancia, y en el mismo patio, y algunos jugaban primera. Era inaguantable el alboroto que sonaba en la estancia, y si le digo a usted qué era como el de las guacamayas, tal vez no le miento. A mi no me gustaba bailar sino era con mi tumbo; pero algunos me sacaban y me hacían bailar por la fuerza, como ñor Juan Acero, que le dio un garrotazo a mi tumbo porque no me dejaba bailar con él. Esa noche hubo dos cabezas rotas y un brazo quebrado; pero estas heridas se hacen por lo regular a descuido, o en gavilla de cuatro o cinco contra uno solo; y de esto no se le da nada a ninguno, porque la gente de los trapiches aprende a ser inhumana matando mulas y viendo las miserias de los pobres.

     A media noche no había ya quien estuviera en su juicio, y sólo los que caían tendidos ya no hacían perjuicio ninguno. A Pablo y a mí nos daban aguardiente con porfía; pero yo no sentía sino gusto y ganas de retozar, de bailar y de charlar, de manera que yo era la diversión de todo el mundo; y hasta me molesté con mi antojo porque me trataba de sujetar. Al fin la casa me daba vueltas; no me pude tener en mis pies, y no supe más ni del gasto, ni de mi persona hasta el día siguiente que me hallé botada en el corredor cuando me despertó el sol que me daba en la cara. Yo estaba de una traza que si usted me hubiera visto, le hubiera dado lástima: mal peinada, mal vestida y hecha un fregón de pies a cabeza. Mi sombrero amaneció lejos de mí, y los tres reales; mucho más lejos, porque me los quitaron esa noche. Vea usted, pues, el resultado de una semana de trabajo en el trapiche. Yo me puse a llorar por unos momentos, sin que nadie me consolara. Pablo amaneció trastornado, y se despidió de mí para ir a coger trabajo.

     Yo me vine a mi rancho, y cuando me aparecí delante de mi señora madre, se admiró de verme flaca, descolorida y llena de mugre, y cuando supo que no llevaba la plata de la semana, se me enojó. A pesar de todo esto yo sentía, no estar en el trapiche; la comida muy sabrosa con que me cuidaba mi mamá no me parecía tan buena como el colí del trapiche cuando lo comía en un mismo plato con mi tumbo. Suspiraba por el trapiche, y sólo me consolaba con sentarme en el cerrito desde donde se ve el Retiro, a ver salir el humo de las hornillas; y el día que me tocó volver, corría por el camino como si me fuera amenazando el capitán con la zurriaga. Ya no había más gloria para mí que el trapiche.

     Así se me pasaron cinco meses, sin sentir ni extrañar la mugre, la falta de la comida, ni la falta de cama, hasta que eché de ver mi desgracia. Me dio vergüenza volver al trapiche, y dije que estaba muy mala. Pablo me vino a ver dos ocasiones, no volvió más, y preguntando yo por él a la mujer del vecino Juan Solano, supe que se había largado para Ambalema con la Angarilla. No sé cómo lo estoy contando el cuento a usted, porque caí de mis pies al saber semejante infamia. Me enfermé, lloré, grité, me volví loca, y no me la pasaba sino en la orilla de la quebradita, sin cuidado de la casa ni de mí misma.

     Mi mamá que veía todo, me llamó a solas un día, y me dijo estas palabras:

     -Yo te hallo no sé cómo; ¿qué es lo que te ha sucedido?

     -Mala, señora madre, porque me enfermé en el trapiche, le contesté con la cara cubierta con mi sombrero.

     -Ya se me estaba poniendo; pero no hay que echarse a la muerte por eso, que las mujeres nacimos para pasar trabajos en esta vida, y no serás la primera que sales con esas. A mí también me pasó la misma, y peor, porque me tuvieron que llevar muy lejos para ocultarme. Ahora lo que importa es que esa criatura no vaya a padecer.

     Salí del susto para con mi señora madre; ¡pero cómo me quedaría de sentimiento por la ingratitud de Pablo! Ésta es mi historia, comadre, y ahora usted me dirá si ha sido por boba o por mal inclinada que yo estoy pasando trabajos, sin poder ir a trabajar, y sujeta a cuidar una roza de maíz porque es lo único que puedo hacer, y sin tener con que ponerme una camisa, y gracias a los socorros que usted me ha dado desde que me sacó de pila a mi negrito, que así Dios se lo ha de pagar de gloria.

     -Comadre, dijo Manuela, es muy difícil que se escape una muchacha de catorce años de las asechanzas de los amos, y de los peones, y de los mayordomos en un trapiche en donde no se tiene consideración ninguna con la gente, al mismo tiempo que las crías de animales se cuidan para mejorarlas. ¡Pobres muchachas! ¡Se las echan a la peonada sin miramiento de salud, de religión, de conveniencia de ninguna clase; y todo por hacerse ricos los amos! Ellos ¿qué tienen conque se corrompan sus arrendatarias, como la molienda les rinda una totuma más de miel? ¡Pobres arrendatarias, que tienen que sufrir el peso de la esclavitud hasta en el honor de sus hijas! ¡Pobre de mi comadre, tan linda, tan vergonzosa, tan formal como, era antes de ir al trapiche!

     -¡Dios les ayude a los ricos, comadre, que no reparan en adelantar sus pesetas aunque sea con la deshonra y la desdicha, de nosotras las pobres! Yo me hubiera matado si no tuviera algunos temores por la otra vida, porque le aseguro que hay días que no puedo aguantar.

     -Y habría hecho mal mi comadre, porque Dios es el único que manda en nuestra vida. ¿No ha visto que un perrito recién nacido, si se bota a un pozo de agua, sale nadando hasta la orilla?

     -¡Pero también he visto que un alacrán se mata cuando lo rodean con candela!

     -Pero es el único animal que se mata, y la alacrana es tan buena madre que se deja comer de sus hijos. Nada, comadre, dice el dicho: viva la gallina y viva con su pepita. Tengamos paciencia y valor, que puede ser que la desgracia se canse de perseguirnos, y si no, allá en la otra vida tendremos descanso.

     Eran más de las cuatro, y los animales comenzaban a arrimar a la roza, por lo cual se subió Pía a la garita bien provista de piedras, y la comadre subió detrás. Pronto ocurrieron las catarnicas, que son las que primero revolotean; en seguida llegaron los pericos, y las guacamayas, pero la invicta Pía repartía sus gritos y sus pedradas con el celo de un general inteligente que sostiene una ciudad asaltada por infinitos agresores. Cerca de anochecer se bajaron las dos defensoras, y Pía convidó a su comadre a visitar unas jaulas a media cuadra de distancia de la roza.

     El sitio estaba limpio por debajo y por encima cubierto enteramente con las anchas ramazones de los nogales y botundos más estupendos, cuyos troncos centenarios medían por el pie seis varas de circunferencia, por lo menos. La vista del recinto era pavorosa en aquellas horas del crepúsculo, por la obscuridad natural del bosque, y Manuela se quedó recostada contra un nogal, oprimida de pena. Cualquier pagano la hubiera tenido por la diosa de la montaña, y ella no habría variado de situación por muchos instantes, si no hubiera sido sorprendida por los aleteos de un paujil que Pía sacaba de una de las trampas de jaula, y por los gritos de alegría de la astuta cazadora. Manuela se retiró con suma dificultad de aquellos lugares que estaban en armonía con el estado de su alma.

     Al pasar por la garita le dio Pía el paujil, para llevar ella su hijito que se había quedado dormido en la cuna. Al volver a la choza, se quedó muy admirada Manuela de no encontrar ninguna noticia de la parroquia.

 

 

 

Capítulo XVII

Cambio de ministerio

 

 

     Según lo pactado en el congreso de los magnates, hizo venir don Eloy a su arrendatario José Cifuentes, y le dijo:

     -Te mandé llamar con el objeto de que me digas qué motivo has tenido para encausar a don Blas, un hombre tan bueno con sus arrendatarios y tan caballero por todos estilos.

     -Yo ninguno, mi amo.

     -¿Y la causa que le seguiste, probando con siete testigos que ha robado, que ha maltratado a la familia de Pedro Pablo y que ha cometido otros crímenes espantosos?

     -Yo no, mi amo.

     -¿No?, pues si no me dices todo lo que ha habido te echo de la estancia.

     -¿Y mis maticas?

     -Te las llevas, porque esas son tuyas; yo lo que exigiré será la tierra, que es mía.

     -¡Pero, mi amo!...

     -No hay pero que valga, tu entraste en la estancia sin condiciones y sales sin condiciones, y ha de ser dentro de tres días.

     -Pues le diré todo lo que hay para que sumercé no tenga irroña conmigo. Sumercé sabe que a mí me hicieron juez de primera vara contra todo mi gusto, y que no me han admitido mi renuncio, aunque más he bregado. Sumercé sabe que ñor don Tadeo es el que dirige todas esas cosas, y él ha sido el que me ha metido en esos enredos, y todo se ha hecho a escondidas y engañando a los testigos. Pero no me echa sumercé de la estancita, ¿no es así, mi amo?

     -Si haces lo que yo te mande.

     -Yo soy la carne y sumercé el cuchillo, y sumercé puede cortar como mejor le parezca.

     -Mira ¿no te ha vuelto a doler la pierna?

     -Muchísimo, mi amo, y cuando cojo el hacha o el azadón es peor.

     -Pues vas y te enfermas por el espacio de dos meses, el términos que no puedas ir a la parroquia.

     -Sí, mi amo.

     -Pero antes de eso, vas al juzgado y me traes la causa de Manuela y la de don Blas, que las necesito con urgencia, y a mi vista las echas a la hornilla envueltas en bagazo; con mucho sigilo, que nadie te vea, porque te pueden echar a presidio.

     -Sí, mi amo.

     -Y en lo sucesivo, cuenta con los tratos y contratos con don Tadeo.

     -Sí, mi amo; por lo que es eso, no tenga sumercé novedad ninguna.

     En virtud de este tratado secreto, ratificado en la hacienda del Purgatorio, se apareció en el despacho de los jueces el señor juez 1º suplente, Alejo Sáiz, el cual nombró por su director a don Demóstenes.

     En el acto introdujo don Alejo una acusación contra don Tadeo por delitos de estafa y hurto de un caballo.

     El señor juez 2º procedió a tomar las declaraciones, y habiendo resultado contestes los testigos que probaban los hechos, decretó la prisión y pidió auxilio al alcalde principal, que lo era el señor Gregorio Alguacil, para aprehender al acusado; pero éste tuvo la astucia de eludir y evitar la orden, hasta que el juez hubo de nombrar tres individuos los cuales, aunque eran manuelistas, se excusaron porque nadie quería ponerse en pugna con don Tadeo: tal era el terror que había logrado inspirar en los espíritus de los ciudadanos. Visto esto, resolvieron don Lucinio y don Demóstenes, ir ellos mismos, auxiliados por Fitatá, a aprehender al acusado.

     Éste había salido con una escopeta al hombro y había tomado el camino de la montaña en calidad de cazador, seguido de Papel y Tintero. Sabiéndolo los comisionados se fueron en pos de él y lo alcanzaron a media milla, y conociendo él que lo seguían, se dejó deslizar en una pendiente, por entre un matorral; pero sus aprehensores se metieron tan inmediatamente después de él, que don Lucinio vino a quedar materialmente encima, y por pronta maniobra le echó mano al cuchillo que llevaba en la cintura, y a la escopeta. Iba a escapar don Tadeo cuando cayó rodando José y lo cogió de los brazos; así lo mantenía a pesar de un mordisco que le dio Tintero; en seguida llegó don Demóstenes y, aunque se resistía con vigor el prisionero, fue atado de los lagartos con un rejo de enlazar, y conducido por el camino público.

     Siempre es triste la vista de un preso, aun cuando sea el mayor delincuente, y cuando se ve con grillos o ligaduras al que acaba de mandar un pueblo, o la república entera, es menester tener entrañas de tigre para no condolerse. Iba por el camino el esposo de una de las Paeces, y al ver a don Tadeo sin sombrero y sin una alpargata, desgarrada toda la ropa, y atadas las manos con un rejo, se llenó de pena y espanto, a pesar de haber sido víctima de sus persecuciones, lo mismo que su mujer, la cual pasó agachada por un lado del camino, sin pronunciar ni una sola palabra. No obstante el odio que había infundido el supremo gamonal con sus persecuciones, no faltaron rasgos de humanidad y moderación en el partido manuelista. Los manuelistas simpatizaban con los hacendados que eran de ideas caballerosas y nobles, con don Demóstenes, que era humanitario por índole y por escuela, y con el cura, que no les predicaba otras máximas que las del Evangelio. Era muy desigual, sin embargo, la partida, porque imbuídos los tadeístas en las opiniones de su partido, de odio a los de botas, esto es, a los más ilustrados; de un menosprecio profundo por el señor cura y sus máximas, y dispuestos a adoptar cualesquiera medios para sus fines, eran mucho más violentos y mucho más vengativos con sus enemigos. Así es que para la Víbora y Juan Acero no había parejas en todo el partido manuelista, y para don Cosme y don Blas no había en humanidad y civilización. De manera que los manuelistas con su moderación siempre tenían encima a los tadeístas. Doña Patrocinio se escondió y cerró su puerta luego que en la parroquia se supo que traían preso a don Tadeo.

     La señora Sinforiana estaba en la puerta de su casa, y cuando venía el prisionero a unos treinta pasos distancia fue tanto lo que se penetró de rabia, por aquel espectáculo que no pudo contener su genio, naturalmente audaz y dominante.

     -¡Qué hazaña, exclamó a grito entero, traer entre cuatro sayones a un hombre solo y amarrado como un carnero! ¡Cobardes, tiranos, infames! ¡dejarían de ser enemigos de la libertad, si tal cosa no hicieran! ¡Y mire quién! Don Demóstenes, que no habla más que de la libertad, y de la igualdad, de la humanidad. ¡Bonita libertad, llevar a ese pobre amarrado como un cordero! Y ¡todo por defender a la presumida de Manuela! ¡Y ese bausán de don Lucinio, que le parecerá que don Tadeo es arrendatario del Retiro! ¡Será porque no les diré mis amos y sus mercedes a los señores de botas! Pero no le hace, que no dilata una revolución en que todos los ricos y los beatos vengan a quedar por debajo. Que aprieten, que si la tortilla se vuelve, no les ha de que dar ni una mula, ni una paila en los trapiches. Pobre de don Tadeo, que por amigo de defender los derechos, del pueblo es que lo aborrecen los conservadores; pero no saben ellos lo que les viene encima. ¡Pícaros!, lo llevan corno a un salteador, porque les hace algún contrapeso para que no chupen la sangre a los pobres. ¡Y miren quién es el acusador! Ese camandulero mojigato de don Alejo; pero yo le preguntaré un día cuando caiga por debajo con todas sus reliquias y todos sus santos, que con una cadena al pescuezo lo he de ver. Luego, ¿qué piensan los monopolistas, que toda la vida han de ser dueños de las tierras? ¿Y que toda la vida han de ser ricos? ¿Y que toda vida les han de servir de esclavos los arrendatarios? ¡Un cuerno! ¡que pasen unos días, y veremos si la riqueza no se les vuelve jabón en las manos! Bueno, que persigan a los hombres de bien, a los defensores del pueblo, que el mundo da muchas vueltas. ¡Pícaros! ¡desalmados! ¡infames! ¡tiranos!

     El preso había llegado al cabildo, y la madre de Cecilia, no cesaba de declamar contra los perseguidores de don Tadeo. Lo pusieron en la cárcel, echaron el cerrojo a la puerta y procedieron a aprehender a Juan Acero, que estaba metido en una cocina y que fue sorprendido de modo que no pudo hacer uso de su terrible garrote de guayacán. Juan Acero había sido avisado cien ocasiones de crímenes horrendos durante la dirección de don Tadeo, pero él, lo mismo que don Matías, se escapaba con la protección de don Pascual y de don Tadeo y de los jueces superiores. Era tan visible la protección dispensada a los criminales en aquella época, que don Blas y los otros hacendados de la parroquia se hallaban temerosos de un cataclismo social, y no sabían a qué poder atribuir el sistema de inmunidad que veían plantearse a paciencia de los altos magistrados.

     Se recomendó de la custodia de la cárcel a un comisionado, con diez y seis hombres que mandaron los hacendados, y se tomaron las providencias para remitir al reo a la cabecera del cantón.

     Don Demóstenes se retiró de la barahúnda de los negocios públicos a su hamaca, y meciéndose meditaba en la política de la parroquia, y en la esencia de los procedimientos civiles. Estaba triste a pesar de su triunfo. La voz y la presencia de Manuela hacía una notable falta en toda la casa. A don Demóstenes no le gustaba la comida ni el servicio de la mesa cuando Ascensión o Pachita manejaban los asuntos de la casa. Y por otra parte, le hacían falta las chanzas de su casera, los debates con ella, y hasta las derrotas que le solía dar con la dulzura más encantadora en todas sus palabras, en sus chanzas y sus argumentos. Sin Manuela la casa era una penitenciaría para el bogotano, porque estaba a su bello trato, y desde que se ausentó, las gallinas, las cabras y los marranos le parecían más hostiles, y la marrana grande a pesar de estar sujeta a la horqueta de la ley, ahora se tomaba, más libertades; abreviando su camino por la mitad de la sala, sin atender a los daños que causaba, con los palos y las pezuñas; y esto lo atribuía don Demóstenes a la falta de los cuidados de Manuela que, efectivamente, tenía grandes consideraciones por su huésped. Lo que a éste le tenía más triste, era el considerar el extremo a que había llegado por su participación en los asuntos de la parroquia, y la revolución completa de sus ideas. Ya se había exhibido conduciendo a un hombre amarrado, había dado providencias para asegurar sus prisiones y se hallaba en absoluta contradicción con sus principios radicales.

     ¿Pero qué iba a hacer don Demóstenes? Los tigres no se amansan con grano como las palomas. Para establecer el imperio de la moral, de la ley y de la constitución, era menester usar de las medidas fuertes y hasta de la astucia. La dominación de don Tadeo estaba como infiltrada en todas las clases, todas las personas y todos los intereses. La sanción moral era lo que se llama pañitos calientes para la enfermedad social de que adolecía la parroquia. La autoridad, y la autoridad fuerte, era el remedio. Un corazón magnánimo es compasivo aun con las personas que le hacen mal, y no quisiera ver afligido ni aun al enemigo de su bienestar. Ya eran admisibles para don Demóstenes las leyes fuertes contra los hombres parecidos a don Tadeo.

     El cura llegó a visitar a su amigo, lo halló con la cara cubierta entre la hamaca, y lo llamó.

     -Señor don Demóstenes, ¿duerme usted?

     -No, señor cura. Siéntese usted. Me alegro de que usted haya venido; porque estoy acongojado, y la conversación de usted me distrae. ¿No ve usted que cosas? ¡Yo prendiendo criminales y siguiendo causas!

     -¿Y qué remedio? Las leyes deben prevenir los delitos, la sociedad debe educar, debe moralizar; pero cuando no lo ha hecho, y cuando los malvados amenazan la propiedad, la vida, la quietud de la gente pacífica, no queda otro recurso. O hay que favorecer a los perversos; con la indiferencia; o hay que favorecer a los inocentes con los auxilios de la fuerza pública.

     -¡Pero la fuerza, señor cura!

     -Sí señor, cuando ya no queda otro arbitrio. El corazón del hombre no es inclinado siempre al bien. Desde Caín y Abel hasta nuestros tiempos el crimen y la indolencia han imperado sobre nuestra raza, y yo no creo que el descubrimiento del socialismo sea capaz de modificar o de cambiar la naturaleza del corazón humano, más bien que las doctrinas del Evangelio. Al hombre, lo debe considerar la ley tal como él es, y no como debiera ser. La represión de los malos es la única garantía que tienen los hombres débiles, modestos y virtuosos; de manera que las trabas que la autoridad les imponga a los perversos, no serán otra cosa que la libertad para los buenos. Al cooperar a la prisión de don Tadeo no ha hecho usted otra cosa que trabajar por la libertad de Manuela, de don Blas, de Dámaso y de una multitud de ciudadanos pacíficos, que merecen existir con seguridad; y no le pesen a usted los pasos que está dando en apoyo de las autoridades; porque ésta es la misma obra de la libertad genuina que usted adora de corazón.

     -Yo creía cándidamente que todas esas leyes que se dan en el congreso y todos esos bellísimos artículos de la constitución eran la norma de las parroquias, y que los cabildos eran los guardianes de las instituciones; pero estoy viendo que suceden cosas muy diversas de lo que se han propuesto los legisladores; por lo menos, en donde halla un don Tadeo.

     -Es triste, señor, la suerte de esta pobre parroquia pero yo tengo esperanzas de que se mejore.

     -¿Y con usted no han tocado estas calamidades?

     -No, señor, afortunadamente.

     -Al buen comportamiento de usted se debe. Pero todo esto va a terminar. La sumaria de Tadeo está muy bien seguida, y el crimen perfectamente demostrado. Tadeo irá por ocho años a presidio, y mientras tanto la parroquia gozará de libertad.

     -Dios lo quiera, don Demóstenes, y usted será nuestro libertador.

     Dicho esto, se despidió el cura y se volvió a su casa.

     Estaba sepultada la parroquia en el más profundo silencio. Ñor Francisco Novoa dormía con el sueño del artesano que ha trabajado todo el día. Un golpe a la puerta le vino a despertar, y levantándose con prontitud salió a informarse de la causa. Era don Matías Urquijo el que había tocado, y después que ambos se saludaron, este le dijo al señor Novoa:

     -Yo sé muy bien que usted ha tomado el fusil para defender los derechos del pueblo y las ideas de progreso y que es un patriota muy valiente y muy decidido.

     -¡Mil gracias!, dijo don Francisco, con una venia expresiva.

     -Sé que usted reconoce en don Tadeo al defensor más acérrimo de los derechos del pueblo.

     -Así es, contestó don Francisco.

     -¡Pues bien! Sabrá usted que mañana se lo llevan a la cárcel de la cabecera del cantón, bien amarrado, por la acusación que le ha hecho don Demóstenes.

     -Eso dicen.

     -Hemos pensado unos cuantos en hacer una revolución.

     -¿Revolución?

     -O asonada, o motín, o lo que usted quiera, para sacarlo de la cárcel y restablecerlo en su destino de director de los jueces.

     -¿Y lo han pensado bien?

     -Sí, señor; y queremos que usted, saque su puñal y su carabina, porque usted es sostenido y valiente, y que nos acompañe en la jornada.

     -Mil gracias por el favor que usted me hace.

     -Y vámonos pronto, porque hay que tomar varias medidas.

     -Pues yo le agradezco a usted el convite, dijo el ciudadano Francisco; pero le hablo a usted con toda franqueza, yo no entro en revoluciones de ninguna clase.

     -¿Ni aun para salvar al defensor de los derechos del pueblo? ¿Al virtuoso don Tadeo?

     -Ni aun para eso; le hablo a usted con toda verdad.

     -¿No entró usted en la revolución de Melo por librar al ejército y al general Obando de la tiranía de los gólgotas?

     -Es verdad.

     -¿Y por qué no entra usted en ésta de ahora?

     -Porque no tengo disposición ni estoy convencido de su justicia.

     -¿Más? ¿Echar abajo la tiranía de las botas, la tiranía de los hacendados que oprimen al pueblo con su influjo y con su plata, no es la cosa más justa? ¿Y no es justo libertar a don Tadeo de la prisión? ¿A ese hombre tan decidido por los buenos principios?

     -¿Y por qué no han de desempeñarlos hacendados los destinos públicos? ¿No son más aparentes que los pobres arrendatarios? ¿Y por qué se ha de arrancar por la fuerza a don Tadeo del poder de la autoridad? Defendámosle por los trámites legales, auxiliémosle con lo que podamos en su prisión, y no vayan a cometer una calaverada que nos puede costar muy caro. ¿Qué será de la administración de justicia si para cada preso ha de haber una asonada?

     -¿Lo mismo decía usted de la revolución del año de 54?

     -Eso era muy diferente. Era para echar abajo un gobierno entero, que dimanaba de dos partidos opuestos, los conservadores, aferrados a las ideas coloniales y los gólgotas luchando por establecer las teorías más impracticables, y reemplazarlo con un gobierno que observase el justo medio. Yo no me avergüenzo de haber sido melista. El asesinato y el destierro no se conocieron durante nuestra revolución, y si llegamos a expropiar, fue lo necesario para sostener el ejército. La revolución de abril estaba apoyada por el ejército y por los liberales de Cartagena, Cundinamarca y el Cauca, y si la tercera parte de los liberales no se hubieran agregado a los conservadores, nosotros hubiéramos triunfado. Pero, ¿qué quiere usted?, los mismos que nos enseñaban en la sociedad democrática a que ni la propiedad ni la autoridad deben ser respetadas, fueron los primeros que se armaron para tomarnos cuenta de la sublevación contra el gobierno y de la expropiación, exagerando los hechos. Yo fui conducido al presidio de Panamá, y no sentía a cada barrazo que daba sino la parte que los mismos tribunos de las democráticas tuvieron en mi condenación. Hoy estoy resuelto a no entrar en revolución ninguna. No quiero servir de escalera.

     -¿No sabe usted que en Bogotá está al estallar la misma revolución del 17 de abril?

     -Lo sé muy bien, y lo sabe todo el mundo; pero yo no ayudaré en esta ocasión, esté usted seguro.

     -¿Conque no se anima usted? ¿No quiere usted que lo hagamos colector de las rentas parroquiales o presidente del cabildo, que es tanto como ser presidente de una república chiquita, porque el cabildo es la legislatura de la parroquia?

     -No, don Matías. Yo no quiero ser instrumento de don Tadeo para hacer lo que me mande, o lo que les mande a los peones que componen el cabildo.

     -¿Es enemigo usted de un hombre tan bueno como don Tadeo?

     -Por el contrario, éramos en muy buena armonía.

     -¿Que es lo que hay, pues, en esto?

     -Lo que hay es que yo soy un hombre independiente, porque vivo de mi yunque y mis tenazas, y no tengo para que someterme ni a los gamonales ni a los dueños de tierras.

     -¡Pero los principios, don Francisco! ¿No es usted un liberal de principios?

     -Yo puedo ser liberal sin ser revolucionario de aldea.

     -Muy bien, don Francisco. Comprendo que usted es manuelista, contrario al partido de los tadeístas. En lo que hice mal fue en venir a revelar a usted un secreto, con el cual puede usted perjudicarme.

     -No tenga usted cuidado. Yo soy neutral en las cuestiones de los manuelistas y los tadeístas. Soy liberal, pero no soy de los tiranos liberales que encabeza don Tadeo Forero, invocando los derechos del pueblo. No, señor, yo no me meto en nada; don Matías, esté usted seguro.

     -¿Me da usted su palabra de honor de que esto que le he venido a proponer no lo sabrá ninguno?

     -Por supuesto, don Matías.

     -Pues, adiós, don Pacho, dispense las molestias.

     El silencio continuaba en toda la parroquia, y don Matías se dirigió a la casa de Sinforiana, en donde estaban otros compañeros suyos. Se esperaba que llegasen varios comprometidos, pero aguardaron en vano, pues a ninguno se lo vio la cara. El oficial de la guardia de la cárcel vino disfrazado a conversar con don Matías, del lado de afuera de la casa. Se revisaban las armas y se repetían las órdenes. Nadie dormía en la casa de la señora Sinforiana.

     A las tres y media dividió su gente don Matías en número de diez hombres armados de palos y machetes, y la encaminó por dos calles diferentes para que se cebasen sobre la guardia a la voz de ¡viva la libertad! ¡viva don Tadeo!

     La guardia constaba de diez y seis hombres, de los cuales se rindieron cuatro, y los demás salieron corriendo. Al comandante lo amarraron, y procedieron los conspiradores a descerrajar la puerta. A don Tadeo lo sacaron en brazos y Juan Acero se escapó corriendo; pero los presos de menor cuantía no quisieron salir. Los vivas se aumentaron, los vencedores recorrían los puntos principales de la parroquia poniendo centinelas y excitando al pueblo para que secundase el movimiento; pero no hubo sino dos que se les agregaron. Rodearon la casa de doña Patrocinio para prender a don Demóstenes, con el designio de sacarlo ignominiosamente de la parroquia, montado en el burro carguero de doña Patrocinio, a cuyo efecto lo tenían ya listo con un apero de cargar leña.

     Don Demóstenes intentó juntar gente para sostener a las autoridades, se asomó por algunas boca-calles y llamó a algunos de los vecinos; pero nadie lo quiso seguir; y viéndose solo, y comprendiendo el riesgo que corría, se fue extraviando calles a la casa del cura.

     Viendo los revolucionarios que habían errado el golpe, se contentaron con expropiarle a don Demóstenes algunos libros, Y a doña Patrocinio todo el aguardiente que tenía; registraron algunas casas, amarraron al sacristán por ser manuelista, y estropearon a varios por el mismo motivo. El alcalde era uno de los revolucionarios; a esas horas mandó iluminar la parroquia, y en seguida se dirigió al cabildo y descerrajó la caja del archivo de los jueces para sacar los papeles que tuvieran relación con la causa de don Tadeo y del famoso Juan Acero. El triunfo era celebrado con algazara y con muestras de sumo placer, y los tadeístas gritaban: ¡Viva don Tadeo! ¡Viva la libertad! ¡Vivan los defensores del pueblo! ¡Mueran los gólgotas! ¡Muera la gente de botas! ¡Muera el cachaco Demóstenes! ¡Mueran los tiranos de las haciendas!

     Al amanecer, supo don Matías que se acercaba don Cosme con gente de las haciendas; y viéndose él sin la suficiente para resistir, se retiró y disolvió sus compañeros. Don Tadeo y Juan Acero tomaron las de Villadiego, y la parroquia se quedó tranquila.

     Don Demóstenes paseó todo el lugar con don Pacho Novoa y algunos otros; su admiración fue subiendo de punto al ver la facilidad con que don Matías había hecho la revolución, por la traición del encargado de la guardia y por la indiferencia de los manuelistas, que no habían querido ayudarle a sostener la constitución y las leyes. Se admiraba de ver que diez hombres pudieran volcar todo el organismo político de la parroquia.

     A las seis llegaron don Blas y don Lucinio, que habían sabido la noticia por un posta de doña Patrocinio, y averiguaron el hecho judicialmente con la presencia del juez 2º. A esa hora pusieron requisitorias para Ambalema, Guaduas y Bogotá, elevaron la queja a las autoridades superiores y al juez del circuito, y aprehendieron a dos tadeístas cómplices en la revolución de don Matías. Pronto se restableció el orden y el gobierno de la parroquia siguió como estaba el día anterior.

     Era una cosa digna de notarse que después de encausado don Tadeo, y después de tenerse probabilidades de su ruina completa por las circunstancias de su fuga, la población permanecía quieta y temerosa, y se le guardaban respetos a la persona del enemigo más declarado de la tranquilidad pública. Tal es el prestigio de los tiranos, que aturden la de sus víctimas con la astucia, el engaño y el terror, como los gatos a las avecitas que persiguen y como el boa a los cuadrúpedos que se ponen a su alcance. Las gentes no aparecían en las calles por no comprometerse con el nuevo gobierno, aunque todos estaban persuadidos de la ventaja de ser gobernados por el partido de los hacendados, hombres muy conocidos por su ilustración y su probidad. El corredor del Cabildo era la única parte en que se veía un grupo de parroquianos, compuesto de la señora Patrocinio, Paula, el sacristán, un sordomudo y tres muchachos curiosos.

 

 

 

Capítulo XVIII

La fuga

 

 

     Manuela estaba asilada bajo la bandera de ñor Dimas, como presidentes y magistrados de la Nueva Granada que se han asilado bajo las banderas de los ministros residentes en Bogotá, durante los cuarenta y seis años de nuestra independencia; pero las seguridades que presentaba la estancia del Botundo eran mucho más efectivas, consistiendo en la garantía de los bosques interminables de la cordillera. No obstante, la víctima de la parroquia sufría pesares inmensos por su familia, por su libertad y por su amante, al cual creía culpable de una traición infame. No había podido dormir, y un canto fúnebre en que parecía articularse ji, je, jo, ju, le tenía despedazado el corazón. Esta música es producida en las noches de luna por un cuadrúpedo blanco de la figura de un perro, tan lento y desgraciado en sus movimientos, cuanto lastimosos son sus gritos, y se llama el perico-ligero. No hay hombre tan insensible que no haya suspirado si ha oído en alguna posada de la montaña la sinfonía de estos animales, que con razón se quejan de la naturaleza, que les concedió cuatro pies negándoles la preciosa facultad de caminar.

     La asilada del Botundo oyó cierto rumor en las talanqueras de la puerta del camino, y temiendo que la viese alguna persona sospechosa, se pasó de su cama al grupo de las matas de café, y se quedó en acecho. Pronto llegó un hombre a la mitad del patio y llamó a la fugitiva, diciéndole con voz cautelosa:

     -¡Manuela, Manuela!

     Manuela se quedó callada, la voz siguió llamando, y como el que la profería hubiese visto moverse las matas de café, dirigiéndose a ellas repitió las mismas palabras.

     -¡Manuela, Manuela! Soy Dámaso. ¿No me conoce?

     -Pero yo no soy Cecilia, contestó Manuela desde las matas.

     Dámaso se acercó más al lugar de donde salió la voz, y saludó cariñosamente a su futura; pero ésta no le quiso responder.

     -Manuela, ¿por qué no me responde?, ¿por qué me viene hablando ahora de Cecilia?, le decía con ternura.

     -Eso usted sabrá, dijo Manuela; y se agachó con intención de no volver a responder, seguramente.

     Dámaso se sentó junto a instarle que respondiese; pero ella se había hecho piedra, y hasta después de algunos minutos dio muestras de quererse entender con él, derramando un raudal de lágrimas que no pudo contener.

     -Contésteme, Manuela, le decía Dámaso. ¿Qué novedad hay para que usted me hable de Cecilia?

     -Que a ella es a la que usted quiere.

     -No sé por qué lo diga usted.

     -Por lo que les oí conversar en la chapa del monte de los cucharos, cuando yo subía vestida de hombre.

     -¿Vestida de hombre?, preguntó Dámaso con viveza.

     -Sí, y por eso no me conoció usted cuando Cecilia le dijo que no lo había olvidado.

     -Eso puede suceder, y puede suceder que me quiera; ¿pero si no la quiero a ella?... ¿Me oyó usted decir que yo la quisiera?

     -No; ¿pero a qué fin esa cita?

     -Venía yo para la montaña y me salió al encuentro para decirme que ya sabía don Tadeo que yo estaba en la parroquia, y que me tenían espías para cogerme. Me conoció en la tos, porque yo estaba disfrazado.

     -Y todo ese cuidado ¿qué significa? ¿no es verdad que hubo un tiempo en que usted se quería casar con Cecilia, y que usted se apartó de la casa porque la Víbora lo amenazó con echarlo de recluta si le pisaba sus puertas?, Cecilia le hace caso al gamonal por el interés de la ropa, pero lo que yo echo de ver es que el primer amor de usted y de Cecilia está permanente. ¡No lo creyera yo de usted!

     -Pero usted ¿me ha oído alguna palabra sospechosa?

     -Yo no oí todo lo que conversaron; únicamente le oí decir a Cecilia que le avisaría.

     -Sí, señora, que me avisaría lo que ella supiese que se tramaba contra usted y contra mí; y me ofreció que haría todo lo que estuviera de su parte para contrariar las medidas de don Tadeo.

     -¿Cecilia? ¿contrariar las medidas de su protector? ¡Vaya, que usted me cree enteramente necia!

     -Tan cierto es eso, que me ha sacado de la cárcel.

     -¿Cuándo, Dámaso? Luego ¿usted ha estado en la cárcel?

     -A poco de haberme separado me cogieron los policías por sorpresa y me aseguraron en el palo; pero Cecilia rompió las paredes y alzó la viga del cepo para libertarme con riesgo de su vida.

     -¿Cómo no?; ¡queriéndolo tanto como lo quiere!

     -¿Pero usted no le agradece un servicio tan importante? ¿No estaría usted casi muerta de pena al verse huyendo, y saber que yo estaba preso?

     -Siento mucho que lo hubieran aprehendido pero en el hecho de haberlo libertado Cecilia hay una cosa que yo no sé como entender. ¿Cuando se arriesgaba por libertarle a usted no pensaba en el amor de usted?... ¿Y pensando en este amor no pensaba algo contra mí?

     -Manuela, esos escrúpulos no son para estos tiempos de persecuciones y de trabajos. Es menester pensar en nuestra seguridad primero que todo. Recibamos de Cecilia, o de cualquiera que nos haya de favorecer, la salvación de nuestras personas, y no correspondamos con una mala partida. Por último le digo, y le juro, y le protesto, que yo no le tengo amor a Cecilia. ¿Para qué se molesta usted con temores que no tienen fundamento alguno? Yo sí tengo motivo, para reconvenirla a usted por lo que se dice de usted y del indio José Fitatá.

     -¿Qué es lo que se dice, pues?

     -Que consta de cinco declaraciones que ha habido motivos para sospechar por lo menos.

     -¿No sabe usted que don Tadeo tiene testigos que juran todo lo que les manda? ¿No sabe usted lo que es un gamonal cuando no puede lograr alguno de sus intentos?

     -Por eso, y por todo, yo he venido a libertarla, para que usted no tenga que esconderse, ni que temer persecución de ninguna clase.

     -¿De qué manera?

     -Llevándomela de esta tierra de opresión y de tiranía.

     -¿Adónde, Dámaso de mi vida?

     -A Ambalema.

     -¿A Ambalema, a morir de esa fiebre de que han muerto tantas personas de Bogotá y de la sabana? ¿Y dejar a mi madre, la familia, amigos y parientes?

     -Iremos a un caney muy distante de Ambalema, donde tengo un tabacal; la separación de la familia no será sino por corto tiempo. Ahora, por lo que es amigos y parientes, allá no nos faltarán, porque tendremos plata. Aquí en la puerta tengo amarrada una mula muy buena para su viaje.

     -¡Pero irnos juntos y solteros! ¿Qué dirán misia Clotilde y misia Juanita? ¿Qué dirá el señor cura, que es tan bueno y que nos aconseja que no demos escándalos? ¿Que dirá toda la gente?

     -Volveremos casados dentro de dos meses, y entonces ya no tendrán que decir.

     -¡No, Dámaso! Yo no le sigo a usted a esos lares.

     -¡Pues, si usted no me quiere!...

     -¿Más?

     -Pues obras son amores, y no buenas razones.

     Manuela se quedó callada; tenía el codo apoyado en un tronco y la cara sostenida con su preciosa mano por encima de las cejas. Un rayo de la luna que penetraba por entre la copa de uno de los árboles más grandes le bañaba de soslayo la mano y parte de la cara, y a su luz se veían algunas que descendían rodando desde sus largas pestañas, como las gotas de rocío que caen de las flores. Dámaso la miraba embelesado, sin atreverse a interrumpir ni su llanto ni su silencio, porque el verdadero amor es respetuoso.

     De repente se levantó Manuela, y sin hablar palabra comenzó a entrar y salir, y a doblar piezas de ropa, y formar líos; y cuando estaba envolviendo el junco donde había dormido para arrimarlo al único tabique que tenía, su dormitorio, asomó Pía y le preguntó:

     -¿Qué novedad hay, comadre?

     -Que me voy para Ambalema.

     -¿Por qué se va usted?

     -Porque Dámaso me lo exige. El amor, comadre...

     -De veras, comadre, que por el amor hacernos cosas en que no reparamos. Yo le había ofrecido que aquí no la encontraría nadie, que si era menester la pondría más adentro de la montaña, y todavía le ofrezco lo mismo.

     -¡Muchas gracias, comadrita de mi alma; pero ya estoy resuelta! ¡Adiós! Saludes a ñuá Melchora, a taita Dimas y a los muchachos cuando vengan. A Pachita y a mi mamá, que me fui... pero no les diga nada, ni tampoco a don Demóstenes; que no sepa ninguno la suerte que voy a correr.

     -¡Ah primor!, dijo Pía, ¡tener que separarnos, quién sabe hasta cuándo!

     -Encomiéndeme a Dios, comadre Pía, dijo Manuela, y se fue acercando al lugar donde estaba la mula.

     Pía lo regaló una botella de aguardiente para que la echase en el cojinete, y después de un estrecho abrazo, montó Manuela en la silla de Dámaso, con los estribos largos y las enaguas convertidas en calzones; llevando puesta una ruana pequeña de algodón y el sombrero de los días de fiesta.

     Se quedó parada en la puerta la estanciera del Botundo, oyendo los gemidos de la comadre, hasta que la perdió de vista, y después de correr las talanqueras, tan despacio como lo la maquinaria de tales puertas, construidas de palos enredados con mancas de bejuco, se retiró a su cama a contentar a niño, que se había quedado llorando.

     La fuga estaba emprendida y ya no quedaba otro recurso que caminar antes de que amaneciese y los terroristas les echasen mano. En la casa de Juan Bautista se sentía ruido por haber en ella un enfermo, pero esta casa no era hostil para los manuelistas; al pasar por frente a otras casas, que si eran sospechosas, tomaron la precaución los proscriptos de andar muy callados y llevar la mula suelta sin jinete. Al asomar a un cerrito vieron el sitio de la parroquia, en donde se hacían notables las casas por el blanquimento de algunas paredes y por los techos de palmicha. Manuela dirigió un triste adiós a la patria, es decir, a la familia, a los lugares predilectos de la infancia y la juventud, y a los sepulcros de sus padres. Al hacerlo, notó que había luces en varias de las casas, sintió voces y algazara. Puso atención, sospechó que había un tumulto popular y dijo a su compañero:

     -¿Cómo que hay revolución en la parroquia?

     -¡No sé nada de lo que ha pasado en estos dos días, porque tuve que perder casi uno de camino por traer esa mula, y no hablé con nadie por no darme a conocer: pero no tengo temores! Sé que el partido de don Tadeo intenta echar abajo el gobierno del 4 de diciembre; ¿pero cuándo han de querer los pueblos entrar en una nueva revolución?

     -Pero vea, Dámaso, dijo Manuela, sin dejar de caminar aprisa, cómo cambian las luces, y oiga latir los perros. ¿No conoce la voz ronca del perro de don Demóstenes?

     -Será que se van algunos para Bogotá y han querido madrugar.

     A este tiempo sonó tina voz que decía:

     -¡Viva la libertad! ¡Viva don Tadeo Forero!

     -¿No oye?, dijo Manuela.

     -Algún baile que se acaba con borrachera.

     -¡Mueran los conservadores y los oligarcas de las haciendas!

     -¿Ve como es revolución? ¡ Madre mía y Señora! La misma voz lejana exclamó: ¡Mueran los gólgotas!

     -¡Mueran!, respondieron unos cuantos.

     -Aquello es contra don Demóstenes, no le quede duda, dijo Manuela a su compañero.

     -¡Ande! ¡ande! que a nosotros nos importa alejarnos. Quién sabe que zambra habrán armado los tadeístas para salir de don Demóstenes; pero a su casa no se le atreven a entrar, porque les ha dicho que es cónsul de la extranjería. Píquele a la mula antes de que nos amanezca en el camino real, que es en donde nos pueden ver.

     Ya dejaban la parroquia a un lado los viajeros, y al pasar la quebrada por el lado de abajo del charco del Guadual, por un paso ancho, pedregoso y todo cubierto por encima con palmas y guaduas, prorrumpió Manuela, sin poderse contener, en estas palabras:

     -¡Adiós, charco del Guadual! ¡y quién sabe para cuántos años! ¡Adiós, lavadero mío! ¡Adiós, palmas y guaduas! ¡Adiós, recuerdos de todas mis amigas!... ¡Adiós!...

     La palabra se extinguió en su garganta, se desmayó y hubiera caído de la mula, si Dámaso no la hubiera sostenido con tiempo. Éste se aturdió por unos instantes; pero conociendo el peligro de la más mínima detención, tomó el partido de saltar al anca de la mula, llevar su brazo izquierdo adelante, por debajo del brazo de la enferma para tomar la rienda, y sostenerla con el otro brazo contra su pecho; todo esto sin dejar de caminar un solo instante. Se acordó del aguardiente, sacó del cojinete la botella, y con el pañuelo de la misma Manuela le frotó las sienes, y así consiguió que se estremeciese y que pronunciase algunas palabras.

     -¡Yo me muero, Dámaso de mi corazón!

     -¿Qué siente, mi hija?, le contestó su amado compañero.

     -Dolor en el corazón. Bájeme de a caballo, bájeme, porque ya no puedo más.

     -No, mi querida, porque nos cogen. Andemos, que el mal le va pasando.

     Los deseos de Dámaso se cumplieron. El aire puro de la mañana, las virtudes del licor espirituoso, la ausencia de los sitios amados, todo iba causando la reposición, y Manuela hablaba y respiraba con libertad. Hasta llegó a contestar en tono festivo a las palabras amorosas de su guía. A medida que se apartaban de la parroquia, la confianza se aumentaba y la venida del día no era una amenaza contra la seguridad personal, porque se andaba ligero, bajando por los callejones del bosque, muy oscurecidos en partes por las ramas y las barrandas de la orilla, sembrados de piedras redondas a cada paso; pero la mula que era fuerte, era tan inteligente como lo requería la situación.

     La salida del sol fue anunciada por un concierto universal de todas las aves: toches, cardenales, guacharacas, papagayos y azulejos. Un nuevo día es, sobre todo en la tierra caliente, un espectáculo que hace comprender la omnipotencia infinita de Dios. Las flores que se presentan a la vista son muchas, y sus colores y figuras admirables: las orquídeas de distintos colores, las flores del batatillo blancas, amarillas y moradas, de las cuales la blanca no pasa de las nueve del día, y otras mil que la vista no alcanza a abarcar, forman sobre el fondo verde de las hojas labores tan primorosas que sólo el pincel de la naturaleza ha podido dibujarlas. A la luz soberana del astro del día, que se levantaba para recorrer la bóveda azul de los cielos, presenciaba Manuela todas estas bellezas y daba gracias a Dios por su existencia.

     Los fugitivos se detuvieron a las nueve en una estancita oculta en el monte, para almorzar y dar descanso a la famosa mula, que también recibió su ración de pasto de guinea. Habían caminado cinco leguas y media, y ya los peligros eran casi ningunos.

     A la noche pararon los viajeros en otra estancita, donde vendían aguardiente y tabacos. No había en esta posada sino tres mujeres y un sordomudo; todas las muestras eran de absoluta pobreza; pero la casa de paredes de palma era aseada, y las tres caseras se mostraron hospitalarias. Después de amarrada la mula y aprontadas algunas viandas por Manuela para el día siguiente, se terminó la velada, porque los viajeros estaban trasnochados y muy cansados de jornada tan violenta.

     A media noche sonó el tropel de muchas bestias y la voz de algunos arrieros, que a Dámaso no le fueron desconocidos por ser agentes de don Matías. Hizo que las caseras, que se preparaban a vender el aguardiente, averiguasen de dónde venían los arrieros, qué objeto llevaban, y a qué parte se dirigían; él se salió por la contrapuerta de la casita y desde el barzal notó el número de diez mulas, y su calidad, que era de primer orden, por ser todas de silla. Manuela también conoció en el habla los arrieros, y por una ventanita, que más bien era un agujero, contó las mulas, y conoció una de un caqueceño que había posado en su casa de la parroquia, y que se la habían robado de los ejidos.

     Después de que se fueron los arrieros, la joven Plácida, que fue la que se levantó a despachar, dijo a los prófugos:

     -Uno de los arrieros me dijo que van para Antioquía a llevar mulas de un inglés, las cuales vienen de Sagamoso, que ellos son de Guaduas, que van ganando a cuatro reales por día, que van a pasar por el páramo de Ruiz y que no caminan sino de noche, porque las mulas están muy gordas y se fatigan.

     Muy fácil era comprender que aquélla era una partida de mulas que don Matías Urquijo, director de la sociedad baratera, mandaba a la provincia de Mariquita, por las circunstancias de la mula del caqueceño, por la farsa que el arriero había urdido, y por el reconocimiento de los agentes, los mismos que habían sido acusados dos ocasiones como empleados en este género de industria, pero que habían sido comprendidos en un indulto una ocasión, y otra rescatados por la generosidad de don Matías.

     A las cinco se pusieron en camino los huéspedes, y Manuela encargó a las caseras que no dijesen a nadie que habían posado allí.

     Por grados sentía Manuela el calor de la nueva tierra que iba recorriendo. Las arenas estaban retostadas por los ardores del sol, y las hojas de los árboles de chicalá, cumulá y otros de los países muy cálidos no se movían porque no corría la más pequeña brisa. Manuela le dijo a su compañero, a eso del mediodía, que deseaba descansar debajo de una ceiba muy hermosa; pero éste le manifestó que dentro de un cuarto de hora llegarían a un sitio más apropiado para el efecto.

     Llegaron por fin al lugar apetecido, que era un bosque pequeño de caracolíes, de los cuales el mayor tenía seis varas de circunferencia en su base y cubría una área de media cuadra, la cual estaba limpia de arbustos y cruzada por un pequeño arroyo tan cristalino que se veían los pescados y las piedrecitas, y a la orilla había una palma de nolí y dos grupos de chontadura, que son unas graciosas palmitas cuyo mástil no pasa del grueso de un cañón de fusil, y cuyo fruto, que cuelga en racimos morados, es de un agridulce muy aparente para quitar la sed.

     Manuela se apeó sobre las raíces del mayor de los árboles y, tendiendo su ruana, se recostó dando la espalda al camino, mientras que Dámaso le quitaba la silla a la mula para darle agua y la libertad de revolcarse a su gusto.

     El calor se aumentaba de una manera espantosa, y el aspecto de Manuela daba a conocer que su alma padecía los rigores de la tristeza. Había exhalado el más triste suspiro, cuando advirtió en una hormiga, que porfiaba sin dejar la carga por buscar el camino perdido por entre los palos y la hojarasca.

     -¡Ay!, exclamó con dolor, yo también ando extraviada, y quien sabe cuál será el fin de mi jornada, porque este mundo da muchas vueltas.

     -¿Qué dice, Manuela? ¿Desconfía usted de mí? ¿está arrepentida de su viaje? ¿teme que yo le dé mal pago?

     -Pienso que usted es el mejor de todos los hombres, y por eso lo quiero más que a todos; pero no sé si usted, de aquí a cinco o seis años, me querrá lo mismo que hoy.

     -¿Y luego usted lo duda?

     -¿Y cuando yo esté fea?

     -La querré lo mismo, y usted me hace poco favor en estar seria, triste y afligida, pensando de esas cosas sin fundamento alguno.

     -Yo no estoy seria; vea que me río con usted. Perdóneme. ¿Qué quiere usted?, con tanto sufrir se pone una de mal humor. ¡Ay! ¡este calor! ¡la fatiga del camino!, pero todo lo sufro con gusto por seguirlo. ¿No es verdad que le he jurado seguirlo hasta donde usted lo tenga a bien? ¿No es verdad que hoy dependo de la voluntad de usted únicamente?

     Sonó un toque parecido al de una trompeta, que no era otra cosa que llamada de marranos tocada en un cuerno, y reconociendo Dámaso al corneta por entre los claros de monte, se dirigió a él, aunque no era de los llamados; mientras tanto se desnudó Manuela, y se metió en el arroyo para bañarse.

     El corneta no tenía más traje que los calzoncillos y una camiseta que le rodeaba la cintura, y por esto se le determinaba el carate morado y amarillo que le cubría el vientre y una gran parte de la cara; su calzado consistía en unas quimbas, y en la mano empuñaba la gran zurriaga, que también se llama perrero. Saludó a Dámaso con un abrazo muy apretado y le dirigió estas palabras de suma confianza:

     -Parece que usted se lleva una regular cosecha para que le ayude a matar los gusanos.

     -Por librarla de la persecución de un gamonal, que lo había levantado, una sumaria. Yo no me habría animado a traerla: pero usted sabe que no habiendo leyes ni administración de justicia, el más violento es el que manda, y ¡pobres de los hombres de bien! ¡y pobres de las niñas honradas, y pobres de todos los pobres! ¡y luego nos elogian los gamonales la libertad y la tolerancia!

     -Sí, señor, para que los toleren a ellos. Yo no sé qué es lo que hacen estos diablos que mandamos a los congresos, cuando no han podido hacer un gobierno que sirva, en tantos años que llevamos conversando de los derechos de los ciudadanos. Con reclutamientos de gente, con expropiaciones de mulas, marranos y gallinas, y con protección, de los criminales no hay derechos que valgan. Mejor gobierno yo mis marranos que los gobiernos de la República, porque no les ofrezco derechos, sino que les doy maíz.

     -Para venderlos, o matarlos. ¡Mire qué gracia!

     -Lo peor es que nuestros gobernantes nos matan y no nos engordan.

     -¿Eso cómo?

     -¿No hacen una revolución en que despachan tres o cuatro mil personas? Usted sabe que a un hijo mío me lo mataron en la última, y mi hija por ir a verlo cuando estaba en el cuartel, se amañó y se quedó por allá con la tropa, y mi mujer se murió de la pesadumbre a los quince días.

     El porquerizo les derramaba maíz a los ciudadanos de su república, mientras que así conversaba con su camarada; y era de notarse que adonde comían los de ceba no se arrimaban los de cría, y donde comían estos últimos no se ingería ninguno de los de otros chiqueros.

     -No ve usted, decía el porquerizo, ¿yo para qué voy a decir que todos mis marranos son iguales, si unos están más gordos que los otros?

     -Los granadinos estamos también repartidos en las clases de calzados y descalzos, y delante de la ley los descalzos nos fregamos, y si no, aquí estoy yo que lo diga. Por las leyes del cabildo y de don Tadeo, que no son iguales a las que obedece el señor don Leocadio o don Elo es que yo estoy desterrado de la parroquia. Tiene usted mucha razón en decir que sus marranos están mejor gobernados que los granadinos.

     No extrañe el lector los rasgos de ilustración que se notan en aquel descamisado de los bosques, porque había sido cabildante dos ocasiones y sabía leer y escribir. En tierra caliente es mucho más despejada la gente que en tierra fría, y así no faltan unos cuantos ciudadanos, entre el pueblo descalzo, que comprenden sus derechos.

     Manuela, que se había vestido ya, llamó a su compañero para que fuera a comer, y éste convidó al presidente de los puercos, el que se excusó porque tenía que coger un marrano para curarle una herida.

     El fiambre constaba de una gallina asada, de unas yucas y plátanos cocidos, de patacones y pastas de harina de maíz fritas, de unas arepas tembladoras y de una panela. Era una boda, y los convidados eran felices en aquellos momentos, olvidados de los tiranos de todos los partidos de la Nueva Granada. Cayeron unas cuatro pepas de caracolí, y levantando sus ojos los dos viajeros notaron un par de guacamayas que comían juntas en un mismo racimo, porque estas aves, que vuelan juntas de par en par, comen juntas y duermen juntas, sobre lo que hizo Manuela sus comentarios, concluyendo con estas palabras:

     -¡Todo eso me gusta, lo que no me gusta es que las guacamayas sean las mayores enemigas de mi comadre Pía. Pobre mi comadre, que la llevo atravesada en mi corazón!

     Mientras que los viajeros se comían el fiambre, la mula comía ramas tiernas del árbol llamado zapote. Este acto de descanso se llama sestear en los pueblos de tierra caliente.

     Desde los caracolíes fueron a dar los viajeros hasta la Ceiba, que era una estancia así llamada, por el árbol de este nombre que cubría con sus gajos horizontales todo el patio, al que llenaba con los copos de lana que sueltan estos árboles de unas cajitas ovaladas en que se crían las simientes, en las dos cosechas del año. Aquí vivía una familia muy conocida de Dámaso, que tenía noticia de sus aventuras, y había una estanciera llamada Manuela, del mismo cuerpo de la fugitiva y bastante parecida en el color, en el habla y en algunas de sus facciones.

     Mientras que era hora de acostarse, la familia se ponía en las noches de luna a rapar, medir y enmanojar piezas de listón para vender en Ambalema. Éste se extrae de una cáscara fina del majagua, hermano de la ceiba, que parece cinta y se aplica para envolver tabaco de andullo. Las dos Manuelas estaban tomando su chocolate, sentadas al pie de la gran ceiba, y la una dijo a la otra:

     -¡Tocayita!, yo la conocía ya, y la quería muchísimo.

     -Dámaso que les hablaría de mí.

     -Él; y no se puede usted figurar los elogios que nos hacía de mi tocaya. Usted va a ser muy afortunada, porque Dámaso es muy hombre de bien.

     Luego que acabaron de refrescar las tocayas, al cogerle la mano la prófuga a la Manuela de la ceiba, le dijo:

     -¡Esta sortija que usted tiene es la mía!

     -Nada tiene de dudoso, tómela, dijo la tocaya de la ceiba, y se la puso en el dedo a la prófuga. Imposible que yo dudara. El modo de reclamar mi tocaya la sortija tiene un aire de verdad para mis ojos que no deja duda. Porque yo creo que mi tocaya no puede decir una mentira de esta clase, ni para hacerse entregar un diamante si no es de su propiedad.

     -Mil gracias, tocayita. Ahora lo curioso es saber cómo vino a sus manos una sortija que yo he perdido hace seis días en una pelea que se armó en la calle de casa, la cual comenzó por una marrana y se acabó con unas cuantas prisiones, porque todo estaba dispuesto por el gamonal de mi tierra para prenderme y mandarme a la reclusión de Guaduas; la fortuna que yo no anduve tonta.

     -Pues la sortija se la compré a un hombre de una cicatriz en la cara, que traía un garrote muy grueso de guayacán.

     -¡Ése es Juan Acero!, el hombre más atrevido y más delincuente de toda mi parroquia.

     -Tal vez; en tres reales me la dio.

     -¿Venía solo?

     -Con un hombre de muy mala planta, blanco, no muy alto, de manos muy finas.

     -¡Don Tadeo! ¡Madre mía y Señora! Ése es el que me persigue con las leyes porque no me quise agregar al número de sus protegidas. ¿Qué es esto, tocaya de mi alma? Ayer cuando pasábamos por un lado de mi parroquia gritaban muy recio: ¡Que viva don Tadeo! ¡Que mueran los conservadores y los gólgotas!, lo cual quiere decir que don Tadeo estaba triunfante; ¿qué lo trae por aquí a estas horas?

     -¡Pues quién sabe, tocaya!

     -¿Venían a caballo?, preguntó la tocaya de la parroquia con la más viva emoción.

     -Venían ambos a pie, y de muy mala traza, y tristes al parecer. Yo les entendí que van de raspa, y que temen que los alcancen.

     -Estoy aturdida, dijo Manuela, y se paró a comunicarle a su compañero la noticia que acababa de oír.

     No hizo gran caso Dámaso del acontecimiento y terminó por hacerle observar a su amada, que si eran don Tadeo y Juan Acero los enunciados, no podrían en Ambalema salirse con sus intentonas, como en su parroquia.

     Había cerrado ya la noche y entraron a la sala. A un rayo de luz de la luna divisó Manuela que la hamaca estaba ocupada por una persona que le era desconocida, y que dormía tranquilamente. En una ausencia que hicieron las caseras yéndose a la cocina, y Dámaso, que fue a cuidar la mula, se quedó Manuela sola y se sentó en un taburete que recostó contra la pared, muy cerca de la puerta. Entregada estaba a sus meditaciones favorecidas por la dulce brisa de la noche que empezaba a soplar, cuando de repente oyó su nombre, pronunciado por el durmiente de la hamaca.

     -¡Manuela!, dijo sentándose en su movible lecho.

     -Mande usted, contestó la parroquiana.

     -Esa voz no es la de Manuela.

     -Pero es la mía, y como me llamo así... Dispense usted. Llamaba a la casera.

     -Voy a avisarla.

     -No, no se moleste usted. No la necesitaba para ninguna cosa importante. Hágame el favor de decirme, ¿cómo se llama usted?

     -Manuela Valdivia, una criada, suya.

     -Me tiene usted a sus órdenes. Yo soy Aniceto Rubio, un servidor suyo. ¿Y hacia dónde se dirige usted?

     -A Ambalema, señor.

     -¿A buscar trabajo?

     -A buscar trabajos, si Dios no quiere otra cosa.

     -¿Por qué trabajos? Allí va a encontrar usted libertad y placeres y dinero. Yo tengo casa en Ambalema y doy avances. Desde ahora le ofrezco un acomodo digno de su persona.

     -Muchas gracias, señor. Trabajaré al lado de mi marido.

     Iba a replicar don Aniceto cuando entraron las caseras a la sala, y no pudo volver a hablar a solas con la linda viajera, que se retiró a la alcoba de su tocaya, apenas refrescaron. Don Aniceto demostraba claramente con los ojos la impresión que había recibido, y lo dispuesto que estaba a proteger a la recién llegada.

     Dámaso durmió en la sala, a poca distancia de la hamaca de don Aniceto, quien lo veía con miradas de envidia de que fuera el conductor de una viajera tan hermosa.

     A las cuatro de la mañana salieron de la posada, despidiéndose cordialmente de sus bondadosos habitantes.

     Caminaron todo el día y a las cinco y media aparecieron a la vista de Manuela los tejados de la famosa ciudad de Ambalema. Parecía que habían quedado encendidos con los ardores del sol, y Manuela se condolió de una población que no gozaba como su parroquia de la vista de tres o cuatro aldeas, porque no había meditado que por la margen de Ambalema pasaban las gentes de cien pueblos, y que las colinas pintorescas estaban aquí compensadas con las canoas, los champanes y las balsas y ese gran tráfico de exportación, único que da movimiento y vida a los pueblos circunvecinos de Ambalema. Llegaba la barqueta del paso público, y Manuela, aunque había pasado el Magdalena por Peñaliza, tenía miedo de meterse en una barqueta recargada de gente, pues era nerviosa, como hemos dicho antes, y se dilataba en levantar el pie para subir a la canoa, cuando el pasero la abrazó y la puso encima, no sin una exclamación de horror que lanzó la viajera, porque además de ser cosquillosa el pasero era un monstruo que, por las escamas de diversos colores que lo cubrían, parecía caimán o pescado de los que llaman bagres. Manuela tomó su asiento en la barqueta y se tapó la cara; pero en el mismo instante oyó una voz conocida que gritaba desde muy lejos:

     -¡Niña Manuela! ¡Niño Dámaso! ¡Aguarden al viejo!

 

 

 

Capítulo XIX

Los carteros

 

 

     El sol no iluminaba todavía ni aun las copas más altas de los botundos, cuando se hallaba don Demóstenes conversando con Pía en la mitad del pequeño patio. Ésta de pie, asentaba con la mano la crin de la mula en que venía el huésped, mientras don Demóstenes jugaba con el mechón, y tenían el diálogo siguiente:

     -¿Manuela?, le decía don Demóstenes.

     -¿No se fue esta madrugada?

     -¿Para dónde?

     -Para Ambalema; pero guardeme el secreto. Vino Dámaso y cargó con ella. ¡Pobre de mi comadre!

     -¡Qué disparate! ¿Y por qué se iría?

     -¡Pues huyendo del gamonal!

     -¡Hombre! Si ya salimos de él.

     -¿Muerto?

     -Encausado.

     -Gracias a Dios, que al fin pagará en el presidio tantas picardías como debe.

     -Lo que hubo fue que sus amigos lo sacaron de la cárcel.

     -¡Pu! Entonces, ¿qué gracia han hecho?

     -¿Pero se ha largado para los infiernos, y no volverá jamás a la parroquia? ¿Ahora qué hacemos para que vayan a avisarle a Manuela?

     -Pero ¿quién?

     -Tu padrastro.

     -Pues dígaselo usted; pero mucho será que él quiera salir de la ceniza. Y me voy para la roza, porque ya es tiempo de que caigan los animales. ¡Hasta luego! ¿No va, con eso me mata una docena de guacamayas?

     -¡Vine tan de carrera!, pero en fin, por allá me tendrás dentro de un cuarto de hora.

     Ñor Dimas se estaba desayunando, y tenía el plato de palo del ajiaco en el suelo, en medio de las piernas, a tiempo que se le acercó don Demóstenes y desde a caballo le dijo:

     -Buenos días, mi amigo Dimas.

     -Buenos días, patrón don Demóstenes.

     -Desde que lo vi, concebí una esperanza.

     -¿Luego me había visto?

     -¿Por qué me lo dice?

     -Porque los ricos no alcanzan a ver a los pobres.

     -Eso no me diga usted, porque yo venero el dogma de la igualdad entre todos los ciudadanos.

     -¿Luego hay igualdad?

     -Sí, señor: la república no puede existir sin haber igualdad.

     -¡Ja, ja, ja! Me reigo de la igualdad.

     -¿Cómo no?, la igualdad social. ¿Luego usted no cree que todos somos iguales en la Nueva Granada?

     -¡Ja, ja, ja, ja!

     -¿Por qué se ríe usted?

     -Porque sumercé es tan igual a yo, como aquel botundo a esta mata de ají.

     -Está usted muy retrógrado, taita Dimas; el dogma de la igualdad es indispensable entre nosotros.

     -¿Y por qué no me saluda su persona primero en los caminos y se espera a que yo le salude? ¿Y por qué le digo yo mi amo don Demóstenes y sumercé me dice taita Dimas? ¿Y por qué los dueños de tierras nos mandan como a sus criados? ¿Y por qué los de botas dominan a los descalzos? ¿Y por qué un estanciero no puede demandar a los dueños de tierras? ¿Y por qué no amarran a los de botas que viven en la cabecera del cantón, para reclutas, como me amarraron a yo una ocasión, y como amarraron a mi hijo y se lo llevaron? ¿Y por qué los que saben leer y escribir, y entienden de las leyendas han de tener más priminencias que los que no sabemos? ¿Y por qué los ricos se salen con lo que quieren, hasta con los delitos a veces, y a los pobres nos meten a la cárcel por una majadería? ¿Y por qué los blancos le dicen a un novio que no iguala con la hija, cuando es indio o negro?

     -Eso consiste en que las cosas no se llevan siempre con todo el orden debido.

     -¿Pues mientras que se llevan, le digo a sumercé que aquí en esta Nueva Granada no hay igualdad. Ya sumercé sabe que los dueños de tierras de por aquí se ponen muy bravos cuando uno no les dice mis amos? ¿Y todavía está pensando sumercé en las igualdades?

     -De veras, que mi amo don Demóstenes tiene a ratos como a modo de rasgos de no se qué...

     -Mire, taita Dimas, o don Dimas, como usted quiera; traigo una urgencia tan sumamente grande, que no me deja explanar delante de usted una doctrina. Es cuestión de minutos. Retrogrademos al principio. Lo vi y lo conocí, y no le saludé porque me entretuvo Pía. Dispénseme, don Dimas. Lo necesito ahora mismo para un mandado.

     -¿Ya lo ven? Los ricos nos hacen caso a los pobres cuando nos necesitan. ¿Y qué es el afán de su persona?

     -Que vaya usted en este momento a alcanzar a Manuela y me le dice de mi parte que el coloso ha caído por tierra, y que se devuelva en el acto a recoger los laureles.

     -¡Buuu! Ésos ya ni con los perros de mi compadre Lías.

     -Pero ellos no caminan tanto como usted.

     -El miedo es alto de cuerpo, ellos caminan como dantas.

     -Eso ya es flojera, taita Dimas.

     -¡Estoy tan ocupado!

     -Dígame qué ocupaciones son ésas, a ver si las podemos allanar.

     -Pues mire, tengo por ahí algunas trampas, y hay que repararlas todos los días.

     -¿Los dos muchachos no lo pueden hacer?

     -¿No sabe su persona que ésos son esclavos del dueño de tierras?

     -¿Pía?

     -Esa tonta de mi entenada no vale un demonio, y más desde que le arrimaron nuevos cuidados en el trapiche; y también es que me quería ir a cazar un joso macho que ha salido al pie de las peñas, y que ésa sí que es la carne que me sabe a mí, y lo mismo a Melchora, y la manteca es muy vendible para remedio, porque sirve para hacer salir el pelo y las barbas; y que ahora seis meses cogí una josa parida, pero eso sí que me divertí peor que en unas fiestas de san Juan; porque el día que la levantó...

     -No me cuente, ¡por Dios! no me cuente la historia, porque cada minuto que pasa es una cuadra de adelanto para los prófugos. ¿Conque se anima, señor don Dimas?

     -Pero esto del joso es lo que estoy pensando. Conque el día que levantó la josa me le puse a la pata hasta que la hice encaramar en un estoraque...

     -Usted debería hacerlo por el bien de Manuela. ¿No quiere usted a Manuela?

     -Es una niña muy buena, tiene cariño para todos sus conocidos y a mí me mide el miche mejor que a los demás. Es una lástima de veras que se vaya a morir de la calentura ambalemera.

     -¡Pues váyase a ver si la alcanza

     -¿Con cuánto para mojar el guargüero en esas profundidades y en esos calores del enemigo malo?

     -Con doce pesos, ¿no le parece?

     -¿Y dos para dejarle a la vieja para la sal?

     -Es mucha sal para una semana; pero no alegaremos por esto.

     -¿Y dos para los tabacos?

     -No se los alcanza usted a fumar; pero tómelos.

     -Pues me voy.

     -Va usted a contraer un mérito inmenso a la gratitud de esa familia y todo su partido.

     Después que recibió la plata el señor don Dimas, se entró a la choza a preparar sus útiles de viaje, despedirse y dejar sus órdenes, entre tanto que el bogotano parado en el patio, o diremos mejor, sentado en su silla, contaba los minutos y los instantes. Cuando vio que se tardaba en salir su correo, le dijo:

     -¡Don Dimas! Me parece que se le hace un poco tarde.

     -Espere un poquito su persona, que cada prisa trae su despacio. Es que mis quimbas de viaje no parecen, y la güimba quien sabe qué la hizo esa loca de Pía. Yo no sé qué es que yo no puedo tener nada seguro en esta casa.

     -Lo que tiene es que los viajeros se nos retiran.

     -No va lejos el que corre, como el de atrás no se canse. Deje sumercé y verá cómo mañana les doy patada.

     -Pero dése prisa, don Dimas.

     -Ahora es el rosario el que no parece. Yo no sé para qué tiene uno gente en la casa.

     -Váyase sin rosario, don Dimas, que eso no significa nada.

     -¿Yo? ¡Avemaría! ¡Cuando en esas vegas y en esos zanjones del Magalena es donde asiste el diablo!

     Al fin salió ñor Dimas persignándose, después de despedirse de su amada casera, a quien llamó porque estaba en la quebrada, armado de un cuchillo y de un grueso garrote, y llevando una ruana pequeña sobre el hombro. Le dio la mano a don Demóstenes y tomó camino haciendo traquear los cascajos con sus quimbas de viaje, y echando humo de la churumbela de loza vidriada.

     Don Demóstenes dejó la mula amarrada del papayo y tomó a pie la senda de la roza.

     A distancia de tres cuadras se paró ñor Dimas en un cerrito desde donde se veía la roza y la garita de la guardiana, y con voces que atronaban la montaña gritó:

     -¡Ooooh, Pía!

     -Señoooor, contestó la guardiana.

     -¡No te dejes comer las mazorcas de las guacamaayas!

     -¡No señoooor!

     -¡Y me le das vuelta a la trampa del palmichal, y si la venada cayó me le quitas el cuero y me lo estacás, y me lo secás y me derretís el sebo, y me lo guardáas!

     -¡Sí señoooor!

     -¡Y mucho cuidado con toodo!

     -¡Síiiiii!, le contestó la guardiana, y seguía dirigiendo sus gritos y sus maldiciones a las guacamayas hasta que llegó el cazador de escopeta, y subiendo dos atravesaños de la garita, de su propia cuenta, los restantes los subió tirado por la mano de Pía, la cual tuvo sumo gusto de ver sobre la plataforma de su castillo a un caballero tan buen mozo, tan rico y tan distinguido, porque Pía tampoco creía en la igualdad de clases de la Nueva Granada, y a todos los de botas los veneraba como si fuesen de una nación distinta. En el momento le señaló las guacamayas a su protector y protegido, que se acababan de sentar en la roza, y estallando la escopeta de una manera terrible cayó un par completo, una de las guacamayas muerta y la otro herida; a lo que pasaba la manada volando por encima de la garita, descargó el cazador su segundo tiro y cayó otro par.

     Es imposible que nadie se pueda figurar el alboroto de la roza. Las guacamayas, los pericos, las catarnicas, que son de la familia de los gargüerones, gritaban de una manera espantosa, y Pía gritaba y bailaba de gusto sobre la garita, y colmaba de cariños a su generoso auxiliar, cuyo protectorado era la mayor ganancia para la roza.

     -¡Chupa, diablos!, gritaba; ¡coman mazorcas a costillas del estanciero, condenadas de los diablos!

     -Ve a traer las aves muertas, que yo cuidaré de la roza, dijo don Demóstenes cargando la escopeta de nuevo.

     -Bueno, patrón, mate cuanto diablo arrime hoy a la labranza, dijo Pía, deslizándose por las escaleras para ir a traer los animales muertos.

     Don Demóstenes y Pía se estuvieron callados para que se aquietasen los animales, y éstos comenzaron a arrimar a poco rato. Un chauchau fue el primero que se atrevió a bajar de los cedros elevados a las matas de maíz y en el acto cayó muerto del escopetazo, y una ardita que saltó por el ruido, cayó con el otro tiro. Pía no había visto jamás tales prodigios, porque una carabina que tuvo ñor Dimas era de piedra y no daba fuego hasta no negar por tantas ocasiones como las que san Pedro negó a Jesucristo. Pía recogió los muertos y heridos, y don Demóstenes se quedó sentado esperando al enemigo, junto de ella. Ninguno de los dos hablaba, ni hacía ningún movimiento que causara ruido, salvo los latidos del corazón de la guardiana, producidos por las emociones de la alegría. Pronto volvió la alarma, porque Pía le tocó el hombro al cazador, y le mostró con el dedo hablándole al oído y diciéndole al mismo tiempo:

     -¡Mire el capataz de la manada de los micos! Apúntele al corazón.

     -No puedo, Pía.

     -¿Cómo no? Ahora que está en descubierto, échele fuego.

     -Es contra mis principios.

     -¡Mire que se le va!

     -Es que yo no mato animales parecidos al hombre, desde el día que maté la zamba; ¿no te acuerdas del zambito por el cual lloraste?

     -Sí; pero éstos son ladrones y me tienen loca, y ellos no tienen escrúpulo como usted.

     -Sin embargo, siento no poderle complacer.

     -¡Por Dios, mátelo, patrón, que yo le pago!

     -No te canses.

     -Deme la escopeta, pues.

     Le cedió don Demóstenes la escopeta a la guardiana, y la instruyó de ligero; pero siendo al primer tiro que hacía ella, y teniendo el pulso muy alborotado, no es de extrañarse que lo errase al mayor de sus enemigos; pero se logró que toda la manada se asustase, y con eso se quedó conforme. Don Demóstenes se fue llevando una guacamaya para disecar y dejando mucha carne para la despensa de ñuá Melchora. Pía se quedó muy agradecida.

     Pero volvamos al cartero.

     El día que se fue supo que dos viajeros jóvenes, hombre y mujer, el uno a pie y el otro a caballo, llevaban el camino directo de Ambalema. Esto lo supo en una choza donde compró medio real de aguardiente para limpiar el gargüero del polvo que se le prendió. El camino carecía de casas laterales, pero apelando el viejo cazador de la montaña al arte ingenioso de seguir los rastros, él fue siguiendo los pasos a una mula y a un arriero de alpargatas.

     Al segundo día llegó el cartero a un ranchito empalmado, no a comprar los dos pesos de tabacos, sino a comprar aguardiente, que era lo único que vendían en esa clase de posadas, en donde se veía un vidrito y una botella sobre una pequeña tabla, a manera de aviso, como se ve en Bogotá un guante donde se venden guantes, y un clavo y una alezna y unas tenazas donde se venden mercerías. En esta venta lo entretuvieron más de media hora para asarle una vara de tasajo, la cual fue su almuerzo, con una arepa que le vendieron, y entre tanto que lo despachaban les hizo unas tantas preguntas a las caseras, siendo una de ellas:

     -¡Mis señoras! ¿me dan razón si por aquí ha pasado una mocita de una cara muy pasadera que va a caballo en una mula muy buena, acompañada de un peón de buen caite?

     -Por aquí no ha pasado, dijo la ventera, casi sin poner atención a las señas del cartero, y rascándose al mismo tiempo el oído con la crucecita del rosario.

     Al salir de la posada o venta de la botella, se encontró el viajero una hoja seca, y levantándola hasta la punta de la nariz dijo, hablando a sus solas:

     -Esta hoja es de payaca, y de esta mata no hay por aquí sino en la montaña fría, y en esta hoja había una tabla de cacao molido. Mucho será que la niña Manuela no haya posado y haya bebido chocolate en esta choza del diablo; por eso será que estas cochinas me han detenido tanto, y por eso sería que para decir esa jipata, "por aquí no han pasado", se tenía metida la pata de la cruz en la oreja para no mentir, como dicen que hizo nuestro patriarca señor san Francisco metiéndose la mano en la manga cuando le preguntaron los policías que si por ahí había pasado un reo. Los marchantes me llevan seis horas, pero mañana por la mañana les doy patada; ya sé cuánto me llevan de ventaja.

     Por la tarde se arrimó el cartero a vinos caracolíes que convidaban al viajero con todos los rasgos de una poesía sublime, por la hermosura de esos gigantes vegetales más grandes que los cedros y los nogales, con la sombra deliciosa y el silencio inmutable de los contornos, porque ñor Dimas era poeta, si es que hemos de dar crédito al adagio que dice que de médico, poeta y loco, cada uno tiene su poco; y mucho más siendo cazador, pues para estos profesores no son desconocidas las escenas espléndidas de la naturaleza, ocultas para el común de las gentes.

     -¡Ajá!, dijo el cartero, caminando por debajo de los caracolíes, aquí se pegaron un fiambre. Las hormigas se van llevando las cáscaras de los huevos, aquí están los huesos de un pollo, aquí las hojas soasadas de los envoltorios, allí están los rastros de haberse lavado mi paisana en esta quebradita, éste es el rastro del pie de ella, que lo conozco como los rastros de Pía; pero se lavó ella sola. Ellos son, y ya no me queda duda. ¡Madre mía y Señora que yo los alcance antes de que se me pasen del río!

     Con todas estas indicaciones seguía el ciudadano Dimas muy contento su dilatado camino: hasta la noche sacó candela, asó carne, comió arepa que había comprado y se quedó al pie de un cumulá, que le pareció muy hermoso.

     A las once del día tercero, no había adquirido el enviado noticias ningunas de los prófugos, y los rastros se le habían confundido con otros rastros. Hasta dudaba el ciudadano si se le habrían quedado atrás en algún deshecho o en algún sesteadero. El sol era espantoso y no se presentaba una de esas ventas de una sola botella, para poder refrescar la humanidad. Iba sin camisa y rodaban por su pecho ríos de sudor. La arena estaba calcinada con el calor y hasta las zuelas de las quimbas (que es el calzado más fresco de todos) le parecían planchas calientes al cazador de la montaña, cuando vio en un árbol llamado plomo unos piquetes que le llamaron la atención, y se quedó lelo mirando el palo, con la boca abierta y las manos tendidas, en una figura tan lastimosa como se quedan en Bogotá los ilustres cortesanos, o las cortesanas, cuando aparece un papel pegado en una esquina exigiendo el pago de contribuciones, o un decreto mandando iluminar todas las ventanas por ser el aniversario de alguna matanza; y como tenía la costumbre de hablar solo, como los enamorados, prorrumpió en las voces siguientes:

     -Este es el diablo o es mi compadre Lías, porque él es zurdo y pica con la mano izquierda, y las amelladuras suyas son porque él no quiere que se le gasten mucho las herramientas; y está cerca, porque la chorreadura del plomo no tiene todavía ni aun dos horas siquiera. ¿Pero qué diablos hacía el bestia de mi compadre ardiéndose los bofes entre los arenales de estos caminos del infierno? Y si es mi compadre, con algún fin ha dejado estas señales: alguna buena vieja colmena, cuando menos.

     Miró ñor Dimas para la orilla del monte y advirtiendo la huella de algunas pisadas, se entró poco a poco, y de golpe exclamó:

     -¿Venlo? Unos famosos garrotes de guayacan, y ésos los vendo yo en la parroquia.

     Cortó, efectivamente, algunos palos del monte nuestro viajero, y después de esconderlos siguió adelante en busca de los emigrados; al cabo de un cuarto de hora oyó decir una palabra que lo dejó suspenso, y fue ésta:

     -¡Olé!

     No vio por allí cerca a nadie ñor Dimas y dio unos pasos; pero se tuvo que detener porque le gritaron un poco más recio:

     -¡Compadre!

     -¿Quién diablos me llama?, dijo ñor Dimas, santiguándose y besando la cruz de pata de gallo de su rosario.

     -¡Compadre Dimas! arrime para este lado, le repitió la voz.

     Y entonces fue que conoció el grito de su compadre Elías, y buscando algún camino que lo condujese al sitio, se metió por una senda que lo llevó a una choza nueva, y allí recibió un abrazo de su compadre Elías, el cual le ofreció un trago; ofreciole otro en reciprocidad Dimas, pagando con un peso de a diez reales y se salieron ambos al camino provincial para continuar su viaje, porque dio la casualidad de que ambos iban para un mismo punto.

     -¿Para dónde va mi compadre?, dijo ñor Elías al cartero de don Demóstenes.

     -Voy para el Guayabal a traer una fe de bautismo para unos novios.

     De esas guayabas no me mete a mí mi compadre, porque no soy de Mariquita, le dijo ñor Elías a su compañero, señalándole el pescuezo.

     -¿Y luego?, le dijo el compadre.

     -Que Dios me perdone el juicio temerario; pero lo que hay es que mi compadre se ha metido en la junta de los barateros y lo habrán mandado a comisión; y eso sí no está nada bueno, porque de golpe caen en una todos los marchantes, y se los lleva el diablo a todos: antes yo no sé cómo no está don Matías en el presidio, y lo mismo don Atanasio. Será porque son ricos, que si a un pobre le hubieran cogido las mulas robadas que les han cogido a ellos, ya no había ni los polvos, porque las leyes no son sino para los pobres. Los ricos se salen con cuanto quieren para hacer sus robos de bestias en grande, y si hay revoluciones, mucho mejor. ¿No vio usted mismo todas las mulas que se guardaron en la revolución que pasó?

     -¿Y por qué dice mi compadre que yo ando en comisiones de la junta baratera? Eso es porque le sirve uno a personas que no son miserables, como muchos sujetos que le cuentan al arriero o al cartero los mordiscos de tasajo que ha de dar por el camino, y quieren que con un real se mantenga un peón en caminos extraños, y si es posible le dan plata chimba para que vaya peleando con las venteras de todo el camino, las cuales le dicen que tan pelada tiene la cara como los chimbos que carga, y otras cosas que se les vienen a la boca, y que para esas cosas sí no la tienen chiquita.

     -Pues si no es una cosa de soltar la gata, no sé cómo es eso de andar mi compadre con la bolsa de gamuza llena de pesos fuertes.

     -Le voy a decir a mi compadre la purita verdad, pero muy en secreto: fue que me mandó de posta ñor don Demóstenes a alcanzar a la hija de la niña Patrocinio Soto, que se había juído, para que se vuelva porque ya le llevó el diablo al gamonal de la parroquia, con la sumaria que le arremacharon, y ha salido juyendo, y ya no lo volveremos a ver jamás.

     -Ahora le voy a decir a mi compadre que yo también voy de cartero; pero yo no voy ganando sino cuatro reales de tasajo y seis arepas, y tres reales para guarapo, y de paga me darán seis reales en plata, pagándome a real por día.

     -¡Ésa no me la mete a mí, compadre de mi alma! Porque era menester que lo hubiera mandado una de esas personas que dicen que son tan miserables que ayunan por no comer; y no se la creo a mi compadre aunque me lo jure con las dos cruces de las dos manos.

     -¡Es decir que mi compadre me tiene a mí por el hombre más embustero del mundo!

     -Pues así; porque era menester que mi compadre fuera el zoquete más zoquete de todo el distrito para que les hiciera mandados por esa miseria de pago. ¡Sólo que sea el dueño de tierras, que son los únicos que pueden hacer esas cosas!

     -No, compadre, para qué es decir; mi amo Cosme no ha sido.

     -Yo no quiero saber. Lo que sé es que mi compadre es un salvaje, un animal, fuera de la crisma, por irse a dejar embaucar de los ricos. ¿Cómo yo le saqué a ñor don Demóstenes diez y seis pesos por el viaje, y eso que allá fue a quererme endulzar con los cuentos de igualdad y de los derechos, como si yo fuera de esos que se dejan embadurnar con tantos cuentos bonitos?

     -¡Compadre!, usted dice todo eso, porque no es lo mismo tener entenados por el casamiento del doctor Montes, que tener familia legítima. ¡Ah! ¡la familia, la familia! ¡Eso es lo sabroso!

     -¿Y la familia fue la que lo mandó?

     -No; pero por la familia es que yo soy esclavo; por la familia me tienen sujeto, como se sujeta a un buey de la nariguera. ¿No se acuerda de la diablura que hicieron mis hijas con la tonta María?

     -Sí, compadre.

     -¿No sabe que iban a salir con sus año de reclusión, y que entre el dueño de tierras y don Tadeo les insurparon la causa y las dieron libres?

     -Sí, compadre.

     Pues, oriverá que de cuenta de eso hoy me hallo de esclavo de todos dos, y de cuenta de eso don Tadeo, la vieja Injuriana, la Cecilia, la niña Resura, todos son dueños de mis cosas y de mi persona a don Tadeo le he de regalar los cueros de los venados cojo: las yucas, los plátanos y los frijoles; a la niña Injuriana le he de regalar las pollas que le parecen bonitas; a Resurrección, toda la cosecha de guamas. Y últimamente las dos hijas han tenido que irse a vivir al trapiche del amo, de cuenta que las libró de la reclusión de Guaduas. De manera que yo soy tres veces esclavo: esclavo del gamonal por la libertad de mis hijas y esclavo dos veces del dueño de tierras; y ahora me mandó con una carta la señora Sinforiana.

     -Es mucho lo que puede un gamonal, exclamó el ciudadano Dimas; pero nuestro gamonal ha caído.

     -Pero ya verá mi compadre cómo vuelve con más rigor, y Dios lo libre a usted y a todos los que han ayudado para su caída. Cuidado con declararse contra don Tadeo ni hacerme decir la menor palabra contra él.

     -¿Le parece a usted muy justo, muy legal, muy buen caballero?

     -Por el contrario, creo que es de lo más malo que puede darse y que...

     -¿Y entonces?

     -El miedo, compadre, el miedo; ¿no ve usted que tiene tantos recursos para hacer el mal?

     -Por lo mismo debemos plantarle. ¿No ve usted que la culebra que se empica a hacer daño, se busca y se mata aunque sea la más venenosa de todas?

     -Yo voy a llevarlo a don Tadeo una carta por mandado de la señora Sinforiana.

     -Luego, ¿dónde se halla el abuelo?

     -En Ambalema, a la fecha; porque se fue juyendo, es para llevarle plata y unas mudas de ropa y una carta.

     -Pues soy a decirle a mi compadre una cosa.

     -¡A ver!

     -Que no le lleve la carta al hombre Tadeo, para que se lo acabe de llevar el diablo, y que podamos tener libertad, porque ya usted sabe que don Tadeo es un tirano que no tiene ley; y que no se meta más con toda esa gabilla, y que eche a la punta de un cerro a la vieja y a la moza, y no se deje ensillar de ninguno de los tadeístas. Y que ya ve mi compadre que don Demóstenes tiene plata y la afloja cuando es menester: ya le cuento que diez y seis pesotes me dio por el viaje. Esto no tiene ni que pensarlo. Toda la gente de parte de la niña Manuela es la gente más acreditada. Anímese, compadre de mi alma, y arrímese a la gente buena.

     -¿Y que hacía yo con esta carta?

     -Esa me la da, y se vuelve, y allá dice que unos salteadores se la quitaron junto con la güimba y con las arepas.

     -Bueno, compadre; pero eso sí, que no lo sepa Patricia, ni ñuá Melchora, ni persona ninguna, porque cuando menos me envenena la vieja Injuriana o me mata Juan Acero por ahí en la montaña de una puñalada, o en uno de los gastos.

     -No tenga cuidado, mi compadre, que habiendo salido del hombre Tadeo, ya somos libres. Es que mi compadre se ha dejado aterrar, y no es otra cosa.

     -Pero ¡mucho disimulo, compadre de mi alma!, y le ruego que allá en la parroquia ni me salude siquiera.

     -No tenga escrúpulos, compadre, de esas cosas. Ya ve que don Tadeo y don Matías con la plata y con los testigos falsos es que se han bandeado para mandar la parroquia y aturrullar a sus contrarios; ya vio usted a Simona lo que le sucedió y los de su casa, ya sabe usted todas las leyes que ha dado el cabildo, como la ley de la horqueta y de los burros. ¿Conque estamos, compadre?

     Se callaron por un rato los compadres después que ñor Dimas recibió la carta, pero no dejaban de caminar a buen paso. Ñor Dimas se agachaba a inspeccionar los rastros de cuando en cuando, examinaba las bocas o entradas de las trochas y caminos, acesaba como un mastín fatigado y sudaba por todos los pelos de la cabeza.

     De golpe se paró, se puso la mano en la frente y prorrumpió en este razonamiento:

     -Estoy acabando de creer que el diablo acompaña a los que se quieren. ¡Cuál me costó ayer para seguirles el rastro!, a bañarse, a comer fiambre, a sestiar; pero yo no les perdía la pista a fuerza de mi talento. Pero ¿hoy? El diablo podrá desatar las pisadas. La mula esa parece ser la misma; pero tiene el paso muy retrabado: un rastro de cristiano le sigue detrás; pero es patica chiquita y de un pie torcido. Los marchantes se me han perdido, y si no me quedan atrás, ésos han cogido otro camino y se han ido a pasar el Magalena por otro puerto. ¿Qué hago? ¿Me vuelvo a buscarlos? ¿Sigo para adelante? ¿Agarro por otro camino? ¿Me vuelvo para la parroquia? Y para esto que se les ha puesto pasar por encima a cuanto diablo de arriero hay en el mundo. Y si yo me aparezco sin llevar razón a la parroquia, ¿que me dirá don Demóstenes? ¿Y la plata que me he gastado? ¿Qué me habría yo tragado cuando fui a comprometer mi palabra?¿No era mejor estar cazando josos en la montaña, o poniendo mis trampas y sacando mis colmenas, que no asándome los bofes por estos arenales de los infiernos?

     -¿Está usted bien aburrido?, dijo a ñor Dimas su compañero.

     -¿Qué diablos me habría yo tragado cuando me fui a dejar endulzar de las palabras del cachaco?, continuaba diciendo el cartero de don Demóstenes.

     -¡Compadre Dimas! Usted ha perdido enteramente el talento de las pisadas; usted ya no la pega sino para rastrear ratones de espina y morrocoyes.

     -Compadre, usted es el que no sabe sino buscar las colmenas que yo he dejado señaladas, para comérselas, y servirle de recadero a la Cecilia.

     -¿Eso va de veras, compadre Dimas?

     -Luego, ¿usted qué piensa, que porque sea mi compadre de mi alma y de mi vida, yo no le puedo meter unos porrazos en estos arenales?

     -Pues si quiere, tíreme, que puede ser que los ojos no le sirvan para acabar con el viaje.

     -¡Pues tire!

     -Sosiéguese, compadre, que los dos no podemos pelear porque somos compadres de sacramento, y porque tenernos secretos entre pecho y espalda que nos pudieran perder.

     -Pero ¡cómo mi compadre me viene aquí con insultos y vejámenes, cuando me veo más afligido!

     -No hay que afanarse, compadre de mi alma. Usted se halla entotumado, y esos rastros se los desato yo con la pata izquierda.

     -¡Esa sí que no!

     -¿Apostemos un cuero de cafuche contra dos de joso hormiguero a que yo doy primero que usted con los fugitivos?

     -¡Mas que perdiera yo los cueros de la venada que está empicada a la roza, y los cueros que usted dice, como topáramos a esos niños del diablo!

     -Pues atiéndame, compadre, dijo el cartero de Sinforiana señalando las huellas del camino con el dedo gordo del pie izquierdo. Abra muy bien los ojos y vea: este rastro es de la mula; lo que tiene es que se montó Dámaso, por alguna espinadura que trae en la pata.

     -Pero ¿este paso trabado?

     -Es porque hecho el zoquete le habrá dejado las maletas en un solo lado, o se habrá puesto en la silla con la pierna recogida por encima. Y la patica chiquita que va detrás es la de ella que lo va siguiendo.

     -Pero ¿torcida? ¿No ve usted que la niña Manuela no es cascorva, ni chagüeta?

     -¡Válgame Dios! ¿Y no se puede haber tropezado, o no puede llevar alguna espinita que le haga torcer el pie?

     -¡Me ganó mi compadre! Los novios van adelante y ya los llevamos corticos. ¡Benditas sean las horas de mi amo y Señor! Apuremos, compadre, antes que se nos pasen del río, porque si llegan a caer a Ambalema y se meten en un canei, ni los diablos que den con los rastros, y para esto que los cosecheros los insurpan, o los dueños de tierras.

     A poco trecho volvieron a entrar los carteros en conversaciones muy amigables, y como la política es un tema que ocupa los ánimos en los tiempos de revoluciones, sobre ella vinieron a dar los dos ciudadanos granadinos.

     -Y usted ¿por quién vota este año para presidente?, le dijo ñor Dimas a su compadre.

     -¿Yo?, por mi amo Cosme, porque si no, me echa de la tierra.

     -Y yo voy a votar por la niña Manuela, porque ella me sabe medir el anisado a mi gusto, y me lo escoge de contrabando, y ella me dijo que contaba con mi voto de este año. Yo lo que no he podido entender es este enredo del zurriago universal y secreto, ni para qué demonios sirven esos votos de todos los peones y pobres de todas las parroquias.

     -Es porque mi compadre no consulta con los provesistas y los tadeístas como yo, que son los que entienden eso del sufragio universario, porque don Elo y don Blas, y el amo cura, y los hacendados conservadores no quieren sino una ley en que voten los que sepan escribir y los que sepan tener algo de plata, o de renta, y que los demás no votemos. Yo entiendo algo la política, porque converso con ñor don Tadeo, y don Pascual, y la señora Sinforiana, y porque tengo caletre.

     -Yo lo único que no comprendo bien es para qué nos hacen votar a la pura fuerza a todos los peones, y hasta los limosneros de otras parroquias.

     -Es porque nosotros somos el gobierno, y el gobierno es nosotros.

     -¿Es decir, que yo soy don Tadeo, y don Tadeo es yo? o ¿cómo es que usted me dice? Porque ya ve mi compadre que don Tadeo es el que ha estado mandando en los cabildos, y los jueces, y las elecciones, y todo.

     -Compadre, no sea tan testarudo, ¿no ve que es del gobierno grande del que yo le hablo? ¿Del gobierno de los ricos? ¿del gobierno de los sabidos? ¿del gobierno de los militares? ¿del gobierno del presidente que manda sobre todas nuestras personas y nuestros bienes, y nuestra voluntad?

     -Pero lo que no entiendo es cómo el presidente es yo, y como yo soy el presidente, o el gobierno de la América de la Nueva Granada.

     -¡Compadre, no sea tan de una vez! ¿No es cierto que usted entiende que el Padre es Dios, y el Hijo es Dios, y el Espíritu Santo es Dios, y que no son tres dioses sino un solo Dios verdadero?

     -Eso sí lo entiendo, porque es un misterio de nuestra religión.

     -Pues lo del gobierno del pueblo es lo mismo y debemos creerlo, porque los blancos así nos lo enseñan.

     Pero entonces ¿por qué mandan unos poquitos que el pueblo haga cosas que el pueblo no quiere, si el gobierno es el pueblo y el pueblo es el gobierno?

     -¡Usted es una bestia, compadre de mi alma!

     -Bueno, compadre; pero ¿cómo es que hacemos el gobierno con el voto secreto y universario cuando ni usted ni yo votamos por nuestra voluntad sino por voluntad de la niña Manuela y del dueño de tierras?

     -Compadre, no sea tan caprichudo, ¿no ve que todos estos son los misterios de nuestra República perfecta?

     -Así, sí, compadre, ahora sí comprendo cómo la República.

     -¿No ve usted? Esta ley del voto universario no la quieren los hacendados conservadores, como don Elo y don Blas y don Vicente; y si no fuera porque mi amo Leocadio, y mi amo Cosme, y don Tadeo y los demás liberales la mantienen, ya la habían hecho olvidar.

     -Pero, compadre Lías, ¿por qué son estas guerras de cada nada?

     -Porque el gobierno es alternable y los partidos se tienen que remudar a balazos, porque así están dispuestas todas las cosas en nuestra Constitución y nuestras leyes, y para eso se ha mandado que los gobiernos tengan las manos cerradas y que sus enemigos las tengan sueltas. Y éste es un gobierno muy divertido, como dice don Tadeo, y él dice que aunque estemos en la pobreza que eso no le hace.

     El sol se ocultaba detrás de la sierra nevada del Ruiz: los carteros no habían alcanzado a los fugitivos y los temores de que se embarcasen los hacían correr a pesar del calor que los ahogaba. Cuando faltaban pocas cuadras para llegar al puerto, ñor Elías se quedó en oculto para no hacerse sospechoso de una injerencia en los negocios de los manuelistas.

     Cuando ñor Dimas avistó la margen del río tenía Dámaso un pie metido en la barqueta, y el otro puesto sobre la fangosa arena, y lo llamó con un grito de afán que a todos los hizo volver la cara. Dámaso se retiró unos pasos de la canoa, y después de los abrazos de paisanos, amigos y copartidarios supo la comisión que llevaba el cazador de la montaña. Llamó a Manuela, pero el pasero no la quería dejar salir.

     -Amigo pasero, déjemela sacar, le decía Dámaso con tono suplicante.

     -Luego ¿no va para Ambalema la mosquita?

     -No señor, porque se vuelve para su tierra.

     -Menos por ahí, porque de estas peonas nos vengan muchas.

     -¡Hágame ese favor!

     -¡Salen estos moscas con unas batatas luego!...

     -¿Por qué no me la deja sacar?

     -Porque ya pisó mi barqueta y el tiempo no está para perder.

     -¿Y pagándole el real de la pasada?

     -Ése es otro cantar. Sáquela y vaya y escóndala donde no la vea nadie.

     Salió Manuela de la canoa teniéndose de la mano de su compañero, y luego que vio a ñor Dimas corrió a abrazarlo y a preguntarle por los de su casa; pero éste no le dio razón sino de Pía y de ñuá Melchora, y le entregó el papelito que don Demóstenes le había mandado, que no contenía sino la pintura de un Cristo al revés, bosquejado con lápiz, y le dio el siguiente recado:

     -Don Demóstenes me mandó a decirle a usted que se volviera, y que le avisara que el galoso está ya en la tierra, y que se volviera usted a recoger los laureles de las coronas.

     Manuela comprendió muy bien las señas del papel, y aunque el cartero no le pudo explicar los sucesos de la parroquia, ella quedó convencida que el monarca estaba en el suelo, aunque no podía compaginar algunas contradicciones que había en los últimos sucesos, como eran los gritos de ¡Viva don Tadeo! ¡Viva la libertad! con el papel de don Demóstenes y el hallazgo de la sortija: pero el hecho era que la llamaban.

     Libres como se hallaban los prometidos esposos, convino Manuela en pasar a conocer a Ambalema, y en el viaje siguiente de la barqueta pisó de nuevo a ocupar un asiento en ella.

     Ñor Elías se volvió al día siguiente, y al pasar por el plomo marcado con el cuchillo, se entró en el bosque a cortar sus guayacanes; pero no encontró sino las cepas, y viendo los rastros evidentes de su compadre, exclamó:

     -¡Ésta sí no le aguanto a mi compadre! ¡Me sigue el rastro a yo hasta en estos montes como si fuera en la montaña de la parroquia! Y me ha engañado no diciéndome nada en el camino, después que nos juntamos. ¡Ah, compadre de mi alma! ¡El día que me las pague ha de ser todas juntas!

 

 

FIN DEL TOMO PRIMERO