EUGENIO DÍAZ CASTRO

 

 

MANUELA

TOMO SEGUNDO

 

 

Índice

 

 

o Capítulo XX

Ambalema

o Capítulo XXI

Las confidencias

o Capítulo XXII

La octava de Corpus

o Capítulo XXIII

El angelito

o Capítulo XXIV

El San Juan

o Capítulo XXV

Resultados del San Juan

o Capítulo XXVI

La tumba de Rosa

o Capítulo XXVII

Cacería de cafuches

o Capítulo XXVIII

El nazareno

o Capítulo XXIX

El archivo de don Tadeo

o Capítulo XXX

Don Demóstenes

o Capítulo XXXI

Capítulo XX

 

Capítulo XX

Ambalema

 

 

     Las aguas del Magdalena reflejaban a las seis y media de la noche la claridad de la luna, y la barqueta del paso era arrastrada por la margen a palanca y a gritos para echar la travesía desde mucho más arriba del puerto, y al fin tomando los paseros el canalete, la hicieron cruzar el río en menos de quince minutos. Al chocar contra la margen del puerto de las balsas, salieron los pasajeros y entre ellos Manuela, la cual tuvo que volver la cara al lado del río para recibir una maleta que le daba su compañero Dámaso; a ese tiempo le se obscurecieron los ojos cubiertos por unos dedos tibios, y oyó la voz simpática de una mujer que decía:

     -¡Adivine!

     -No doy -contestó Manuela.

     -Es una paisana suya.

     -¡Sólo que sea Matea!

     -La misma -exclamó la persona que le hablaba, y abrazaron las dos paisanas.

     -Mucho me alegro de verla.

     -Y yo lo mismo. ¿Cómo quedan por allá todos?

     Manuela dio cuenta a su paisana de su familia hablándole muy largamente de la mala suerte de Rosa, y respondió con gusto a todas sus preguntas. Le refirió la causa de su venida y el proyecto que tenía de volverse por las noticias de ñor Dimas, que quedaba del otro lado encargado de cuidar la mula.

     -Pues ahora nos vamos a nuestro cuarto -le dijo Matea.

     Y tomando calle arriba, se fueron conversando llenas del más grande placer.

     Manuela se fijó en el traje de Matea, la cual tenía enaguas de crespón blanco con fondo del mismo color, camisa bordada de seda negra, y un pañuelo de punto sobre los hombros. Sus dedos, garganta y orejas brillaban con los adornos de oro fino, y aun su cabeza, porque las peinetas estaban chapeadas del mismo metal. Tenía zapatos enchancletados, pero no tenía medias, y en la mano cargaba un rico pañuelo de batista. Muchas de las que se hallaban en los grupos del pueblo estaban vestidas de la misma manera, siendo peonas la mayor parte de ellas. Algunas se cruzaban fumando tabaco y caminando con cierto aire de liviandad y descoco, únicamente tolerable en los puertos y en los lugares demasiado calientes, pero que en otras partes no tiene disculpa. Los proletarios y mercachifles de todos los cantones, y de todos los colores, y de todas las razas, con excepción de la anglosajona, y entre ellos los afamados bogas, llenaban la calle; y entre la vocería oía Manuela algunas frases demasiado claras en el orden de la galantería. Las cantinas estaban abiertas, y de pasada veía la parroquiana algunas escenas de amor.

     Por la calle preguntó Manuela a su paisana por Pablo, y ella la informó que habían peleado y que se había ido a las minas de Santa Ana con una joven chaparraluna. Al pasar por la plaza preguntó por la iglesia, y Matea le dijo que se había quemado, y que sería muy conveniente que la levantasen, aunque allí la iglesia tenía menos uso que en la parroquia de donde ellas eran nativas. Manuela se quemaba de calor, y este viaje del puerto a la posada, aunque lo hacía a la luz de la luna y viendo cosas extraordinarias, le estaba pareciendo tan largo como la jornada del día, y un recuerdo de su amada madre y de Pachita y de sus amigas le hizo derramar lágrimas. Dámaso caminaba espacio, porque la estacadura de su pie le había causado una hinchazón. Iban caminando con lentitud y silencio, cuando les mostró Matea la puerta de su habitación.

     Estaba abierta la puerta, y la luz de la luna era bastante para ver el interior; pero Matea refregó un fósforo, y con su luz y la luz consecutiva de la vela, vio Manuela toda la estancia de su posada. Dámaso se tendió en una estera de chingalé en el acto de poner sus pies en el cuarto, y Manuela aceptó con agrado una hamaca socorrana que le presentó por asiento su paisana, y se quedó callada por algunos momentos.

     Mientras tanto daremos razón de la vivienda de Matea. Era un cuarto de regular extensión. Las paredes no estaban adornadas con grabados ni con retratos fotografiados como las viviendas de las mujeres descalzas o semidescalzas de Bogotá, sino con un buen partido de zapatos y de enaguas, que colgaban de una multitud de clavos y estacas. No había tinaja de agua, ni piedra de moler, ni ollas, ni platos, ni cosa que oliese a gastronomía. No había canapés, ni taburetes, pero había dos hamacas y media docena de cajas de cedro y cumulá, y unas tantas esteras de chingalé enrolladas o extendidas sobre los ladrillos.

     Manuela pidió agua a pocos momentos de estar sentada, la que tuvo que ir a buscar Matea a la calle, porque tanto del agua como del dulce y de la comida se proveía de las tiendas. Al mismo tiempo fue a encargar un chorote de agua de malvas para lavarle el pie al paisano Dámaso.

     En la otra hamaca había una persona que había estado seguramente dormida, y al enderezar la cabeza saludó a los huéspedes con sumo cariño y les preguntó de dónde eran y si pensaban estarse mucho tiempo en Ambalema. Era una joven de buenas facciones, con quien Manuela simpatizó, y en un instante se hicieron sus ofrecimientos y quedaron amigas.

     Al fin llegó la hospitalaria Matea, trayendo dos copas muy grandes de cristal llenas de agua para sus huéspedes; Manuela apuró la una con el ansia de un calenturiento, y exclamó:

     -¡Oh! ¡Qué calor! ¿Cómo pueden ustedes vivir aquí?

     -Eso es mientras que una se hace a la tierra.

     -¡Qué desgracia tener que vivir aquí!

     -Ahí verá que no -dijo Matea-. Yo me hallo muy amañada, porque gano todos los días mi peso en el trabajo de los aliños del tabaco, como a mi gusto, me baño dos veces al día, a las nueve y a la oración; bailo todos los domingos y una que otra vez en medio de la semana. No dependo de nadie, porque para eso tengo plata; conmigo no se mete la justicia, y teniendo gratos a los empleados de la casa, no hay quien oprima mi voluntad ni quien me haga sufrir.

     ¿Y qué se necesita para tener grata la casa?

     No entrar ni por chanza a las casas de los empleados de las otras casas, ni comprar nada sino en la tienda o almacén de la casa.

     -¿Y si dan un artículo más barato en las otras tiendas?

     -Hay que comprarlo en la casa.

     -¿Y no sabiéndolo ellos?

     -Eso es lo que no puede ser, porque los señores de las casas saben todas las pisadas que se dan en este Ambalema.

     -Eso dice de los jesuitas el alojado que tenemos en casa.

     -Es que de los jesuitas hablan cosas que son increíbles, seguramente porque tienen enemigos.

     -¿Y la fiebre?

     -Viene cuando quiere, y acabadas son cuentas. Es mejor un año bien vivido, que cincuenta más de vivir entre la basura como los marranos, comiendo colí detestable, y temblando delante de la zurriaga de los amos, y de los capitanes, y de los mayordomos, y ganando un triste real del cual se tiene que gastar la cena, y el chocolate, si es que el desayuno no se hace con caña mascada para criar lombrices.

     Trajo una muchacha el chorote con el agua de malvas, y remunerada con un real en plata, se fue contenta. Manuela se puso a bañarle el pie a su compañero de viaje, en un rincón y desde allí le atendía la conversación a su paisana.

     -¿Y cómo ha sido, para librarse de la fiebre? ¿No se ha querido asomar por sus puertas?

     -La fiebre grande del año pasado se llevó unas cuatro compañeras que yo tenía, y sólo me dejó la que está en la hamaca, que es arribeña. En menos de tres días estuvieron despachadas; pero vinieron otras cuatro, la una de Bogotá, la otra de la Villa, la otra de Villeta y la otra de Coyaima. Esta última es una indiecita pura, que no pasa de unos quince años, la cual se vino con toda su familia, porque les hicieron vender su tierra a menosprecio, y todas murieron ya, menos Luisa Nucurú, que así se llama. Esta niña que está en la hamaca estuvo al entregar el carapacho, y yo no sé cómo escapó. Ahora estamos completas las seis que cabemos en este cuarto. Yo hago cabeza, les arriendo a peso por mes a cada una, y yo me entiendo con el dueño. Esta niña es de Llanogrande, y dice que no se amaña aquí, porque no hay dónde correr un San Juan a caballo, ni hay vacas para ordeñar, y se quiere volver para su tierra. Yo no quiero volver a mi país, basta que no sepa que se tragó la tierra el trapiche de la Soledad y el del Retiro. ¡Conque me sueño todavía oyendo los chirridos del trapiche o dándole palos a mi mula de carguería! Es verdad que aquí no trabajamos con mala gana, como allá en los trapiches de mi tierra; sino que nos tiramos a matar por acumular tareas para recibir una buena manotada de pesos francos el sábado por la tarde. Pero hablemos de todo; los bailes de nosotras las peonas, son mejores que los de las señoras de allá en el tiempo de las fiestas.

     -¿Todavía es embustera?

     -Mi palabra, Manuela. ¿Oye usted la tambora y las trompas, y los clarinetes y los flautines, y los cornabacetes?

     -Se oye muy bien, y la música me gusta mucho; lo que tiene es que me aumenta la tristeza.

     -Pues esa música es de un baile de peonas.

     -¿De veras, Matea?

     -¡Cuando yo le digo! Y yo tengo parte y la convido, porque es un baile que hemos costeado las peonas manojeras para obsequiarnos a nosotras mismas.

     -¿Pero Dámaso?

     -Por mí no lo deje -dijo el enfermo-. Vaya, diviértase un ratico, que bastante ha sufrido, mi negra. Vaya con la niña Matea: vaya, vaya.

     -¿Y lo dejaba solo entonces?

     -¿Luego Rufina, la que está en la hamaca? ¿O es muy celosa mi paisanita?

     -¿Celosa? ¡Avemaría!

     -¿Luego no dicen que en el celo está el amor?

     -Pero a los hombres y a los patos, ¿quién les sigue los pasos?

     -Un ratico para que mi paisana conozca los bailes de la peonas de Ambalema y les cuente por allá a las parroquianas. Un ratico y nos volvemos a acompañar al enfermo.

     Luego que Matea vio que el remedio estaba ejecutado llevó a su paisana al pie de la pared donde tenía su ropero, le puso una famosa camisa de tira bordada, le echó encima tres enaguas más tiesas que el pergamino, y por último unas de crespón blanco; y bajando un par de babuchas se las puso, aunque Manuela no se las dejó enchancletadas; porque es necesario haber practicado esto por mucho tiempo para poder caminar con desembarazo. Se entiende que las medias no eran usadas por ninguna de las damas del cuarto. El arreglo se concluyó con ponerle a Manuela cintillo, panderetas y anillos de oro, que Matea sacó de su caja de cumulá, y presentarle un espejo para que se mirase. Tomó de la mano a su paisana la bondadosa Matea, y se la fue a presentar al afortunado Dámaso, que se había quedado muy aliviado con el baño.

     -Aquí le traigo una reina -le dijo-. ¿No le parece muy linda?

     -¡Siempre hermosa! Siempre linda, linda para mis ojos en todo traje.

     -Pero ahora -dijo Matea dando un beso a Manuela, es la más bonita de todo Ambalema.

     Manuela se arrellanó momentáneamente sobre la estera para hacerle las caricias de la despedida a su amigo y partió luego con su paisana.

     Dámaso no pudo resistir a un impulso de su corazón que lo llevó a la puerta, siguió con la vista los dos bultos hasta que dejó de oír el ruido de la ropa almidonada y se volvió a su estera pensando en la dicha de poseer la mujer más hermosa de Ambalema, según el testimonio de Matea y de su propia conciencia.

     La arribeña de la hamaca se paró a encender un tabaco en la vela, sin ningún cuidado por su traje, que era mucho más sencillo e insuficiente que el de una joven espartana, consistiendo únicamente en el blanco túnico que le colgaba de los hombros y apenas le llegaba a la rodilla, lo que se llama chingado, que no es disculpable ni aun por los 30 grados del termómetro de Reaumur, pues en los pueblos calientes del norte no es usado ni aun en el lavadero; sin embargo, en las tierras calientes del sur y occidente no es mal recibido en los tiempos de sumo calor.

     -Y usted ¿cómo fue para venirse de su tierra? -preguntó Dámaso a Rufina.

     -Yo soy de los llanos más lindos que puede haber en el mundo, los de Llano-grande. Las chapas de palmares y caracolíes y otros árboles cortan a retazos los llanos engramados, y uno ve las yeguas y las ovejas y las vacas por donde quiera. Las estancias son aseadas y las gentes son tratables y generosas. Los bailes de cintureras son elogiados, aunque no hay tanto lujo. ¡Ah, mi tierra! Y para esto del San Juan no hay pueblo que se le iguale. Yo me sueño corriendo a caballo por las calles y por la sabana, y gritando ¡San Juan! con todo el aliento que Dios me ha dado, y aquí dicen mis compañeras que grito ¡San Juan! dormida, porque yo no sé qué es que he dado en hablar dormida. A mí no me gusta Ambalema porque mi tierra no es tierra de esclavos como la tierra de Matea. Y estoy buscando quien me lleve en esta semana, pues por eso no voy a baile porque vendí mis joyas de oro y mis trajes de seda y linón para llevar plata y poner una estancia, porque es la verdad que aquí sí se busca dinero; yo he juntado con mi trabajo y con una rifa que me saqué la cantidad de cien pesos, y no quiero gastar ni un solo cuartillo hasta ponerme en Llano-grande. ¡Ah, mi tierra que allá es donde se vive a gusto!

     Así continuó hablando Rufina de su tierra y de algunos pasajes de Ambalema, cuando se apareció Manuela y saludó con estas palabras:

     -¿A ver qué hacen por aquí?

     -Nada -contestó Rufina-: aquí conversando de mi tierra.

     -¿Por qué se volvió? -dijo Dámaso a su amada compañera.

     -Por traerle de cenar -contestó Manuela. Y acercando la caja de Matea, le puso la servilleta y varios platos en que traía cordero, gallina, arroz seco, buen pan y buen dulce, y dijo que se iba pronto, porque Matea la esperaba. A Rufina le puso un plato y se lo pasó a la hamaca, previendo que Dámaso no había de tener la descortesía de no convidarla.

     Matea había convidado a cenar a su amiga al pasar por frente de una cantina, en la cual mandó servir cordero, jamón, pescada y ensalada de coliflor, y las ramosas empanadas de maíz tan recomendadas en tierra caliente; mandó que les pusiesen vino y buen dulce de duraznos. Dicen los físicos que entre todas las reacciones la más fuerte es la del estómago. Matea había sufrido muchas hambres en el trapiche, y ahora que se hallaba con plata, comía un buen ajiaco o un cocido de carne gorda, y buen cuchuco y arroz por contrata; tomaba sus tragos de anisete y de vino en las tiendas, y en los días de parranda o de paseo era despilfarrada para cuidarse y obsequiar a sus amigas. Después de que cenaron las dos amigas fue cuando se propuso Manuela llevarle a Dámaso un bocado competente a la dieta que tenía que observar, y luego que se volvió a juntar con su paisana, siguió al baile con ella.

     Eran cerca de las nueve y estaba la entrada obstruida por el pueblo. Se conocía que Matea tenía popularidad, porque de cada uno recibía un floreo, un dicho o una chanza de mucha confianza, que a veces retornaba con un puño o con una palabra de las de tapar orejas, de que sus agresores no se daban por ofendidos. Con los empleados de la casa tenía mucho crédito, porque había despuntado por formal y trabajadora.

     Al fin lograron llegar a la sala; y si Manuela causó novedad en el concurso, principalmente en los hombres, la sala y su contenido la dejaron admirada. Era grande el local, pero no tenía sino una ventana y dos puertas, por lo cual y por la manía de bailar con ruana muchos hombres, las parejas estaban a pique de ahogarse de calor y falta de aire, como si estuviesen reunidas en el horno alto de la ferrería de Pacho. La luz era suficiente, gracias a sesenta velas de esperma con que estaba provista la sala. Los asientos eran taburetes y escaños. Las señoras eran cincuenta o sesenta peonas de los aliños, todas de traje blanco, y todas muy bien surtidas de oro. Los rostros eran morenos en la generalidad, siendo matizada la mayoría por una minoría de una que otra blanca de Bogotá, de Ibagué y de los pueblos altos de la banda oriental del Magdalena. Es notable cómo se han cruzado las razas en estos pueblos. Ya no se veía sino uno que otro tipo de las tres razas madres, la blanca, la indígena y la africana. Había hijas de Llano-grande muy agraciadas, indias de San Luis y de Coyaima, y morenas de Ambalema y sus cercanías. Para que no fallase nada que desear al estudioso de la historia natural, allí había dos o tres ingleses puros que paseaban por la sala en los intermedios o que observaban desde las puertas.

     Tocaron varsoviana y apareció como de los bastidores de un teatro el don Aniceto Rubio y sacó a Manuela con la más notoria decisión. Mil elogios estallaron en favor de la mosca, como decían los unos, y de la arribeña como decían los otros, y todos los ojos estaban fijos en ella. ¡Gracias a las cortas lecciones de don Demóstenes, que si no, hubiera salido muy deslucida la parroquiana! Un periodista hubiera dicho que Manuela había causado furor, al ver los ademanes y las miradas de todos los hombres de todas condiciones y razas.

     Eran pocas las lecciones de baile del alto tono que había recibido Manuela, para igualar a las parejas de Ambalema, ejercitadas en el arte y exentas de timidez y encogimiento, lo cual es un obstáculo para que el baile adquiera todas sus perfecciones. Era un baile asiático el de las manojeras en cuanto a los colores, los trajes y la libertad. Todos eran dichosos, menos Manuela, que tenía su corazón en la posada.

     Luego que se concluyó la pieza, se salieron las dos paisanas por el lado del patio, sin ser notadas sino de don Aniceto, que las fue a alcanzar para reiterar sus ofertas a la prófuga: habrían caminado una cuadra cuando detuvieron el paso para ver en qué paraban unos golpecitos que, al volver la esquina, estaba dando un cosechero. Al fin abrió alguno con precaución y se alcanzaron a oír estas palabras.

     -Vengo a ver si por fin me lo paga a cinco pesos, pero pesado en la romana en que me vendió la sal el otro día, dijo el de afuera.

     -A tres y en la de treinta arrobas -dijo el de adentro.

     -Entonces, ¿qué gracia? ¿No sabe que el viejo Aniceto me lo paga a cuatro? ¿Tabaco libre y a tres? ¡Ni pensarlo! Entonces más bien me lo llevo para el canei.

     -No se afane. ¿No sabe que los guardas de don Aniceto se hallan emboscados a la salida, porque le dieron denuncio?

     -Pues bueno, por ser a usted se lo dejo así.

     -Pero vaya ahora mismo y métalo por el lado del zanjón.

     -¡Ah, pícaros! -dijo don Aniceto, y el penitente salió corriendo.

     -¿Qué significa tabaco libre, guardas, romana de a treinta libras? -dijo Manuela.

     -Es un cosechero que me está haciendo contrabando, teniendo obligación de comprarme a mí la carne y la sal y de venderme todo el tabaco que coseche.

     Un canto lejano vino a sorprender el oído de las fugitivas del baile cinturero, y Manuela exclamó con alegría:

     -¡Opita, el bambuco!

     -Es en Campo-alegre -dijo Matea.

     -Pues a allá, paisana, porque eso no es de perder. Se fueron las paisanas acompañadas de don Aniceto, atraídas por las voces melodiosas del canto: al pasar por frente de un corredor vieron a un hombre acostado, que tenía cerca un cabo de vela y una vasija con agua.

     -¿Qué significa esto? -dijo Manuela.

     -Es un peón enfermo que no tiene casa.

     -¿Y el hospital?

     -No hay.

     -¿Y con tantas cosas, y tantos dueños de tierras, y tanto comercio, no haber un hospital para los peones válidos? ¿Y por otra parte, tabaco libre y contrabando? Explíqueme, don Aniceto. ¿Ésta es la protección y la libertad que usted me ponderaba?

     -Es que usted no sabe la guerra que estos marchantes nos hacen.

     El canto era de una peona de Llano-grande que hacía el primo sin igual y de un peón de Ambalema que le hacía segundo, acompañándose con el tiple. El canto era fluido, libre y sonoro, y lo favorecía el temple de la atmósfera de media noche y el eco de los grandes edificios que se levantaban a los lados. Las armonías que tiene el bambuco en sus mudanzas conmovían excesivamente todos los sentimientos de Manuela, haciendo pasar por su memoria los recuerdos más dulces y las penas más acerbas de su corta edad. Estaba hechizada la víctima de la parroquia, con una mano puesta sobre el hombro de Matea y los ojos fijos en el suelo, sin mirar nada, oyó los siguientes versos:

                    

   Te dio la tierra caliente

                    

El garbo y los ojos negros;

 

Te dio color la sabana

 

Y hermosura te dio el cielo.

 

 

 

 

 

   Tus ojos son dos estrellas

 

Y tus labios un coral;

 

Tus dientes son perlas finas

 

Sacadas del hondo mar.

 

 

     Manuela no pudo contener un suspiro, y los hombres que estaban más inmediatos la miraron con una curiosidad profunda, porque en el suspiro de una bella creemos ver el prospecto de una historia, así como pensamos que hay un dolor detrás de un quejido. El bambuco inspira tristeza a los tristes, a los alegres les inspira alegría, y el que se estaba ejecutando era grave y heroico en algunas de sus mudanzas.

     En estas funciones del pueblo descalzo es que puede hallar el observador de costumbres la diferencia de las canciones importadas de España y las canciones de la tierra caliente de Sur América. Las unas estudiadas en las academias con todas las reglas del arte, y las otras, estudiadas en la garita, la canoa, la senda de la montaña o el lavadero, sin más reglas que el sentimiento y la inspiración. Desde el momento se notaría que el estilo de aquel bambuco era blando, suelto, libre y armonioso como el canto del toche que las hijas de las estancias oyen desde la infancia en el platanar de su choza o en los árboles de su patio. La insinuación era tierna y expresiva, alternando la calina con la tristeza y el dolor. Los sonidos eran flexibles, muy armoniosos por las influencias del clima que le da soltura y fluidez a la voz humana en la tierra caliente, así como en la tierra fría endurece y dificulta los órganos de la voz. En una salida de los niños de una escuela de Bogotá y la salida de los niños de la escuela del Guamo o Espinal se puede observar el fenómeno. Los primeros rasgan sus oídos como la lima del cerrajero o los pericos de copete colorado, y los segundos en su alboroto forman un conjunto armonioso. El estilo del canto de la esquina de la Factoría tenía encantados tanto a los estanqueros como a los bogas, tanto a los empleados como a los peones, y esto prueba que agradaba.

     El canto seguía; pero a Manuela la llamaba un tierno deber hacia la posada.

     Don Aniceto tuvo la bondad de acompañar a la viajera hasta la posada, y en la puerta les conversó más que un cuarto de hora sobre asuntos vulgares que lo mismo habría sido que los dejase para el siguiente día. Matea viendo esto se animó a decirle:

     -Usted como que no ha de querer entrar a visitarnos tan tarde, ¿no es verdad?

     -No tenga usted cuidado, mi sia Matea, que yo no soy de cumplimiento, ¿no es verdad?

     -Yo creía que usted tendría gana de dormir.

     -Es mucho mejor gozar de la presencia de las bellezas.

     -Muchas gracias -dijo Matea-, pero usted tendrá pensado hacernos una larga visita mañana, la que de mi parte le estimaré muchísimo.

     -¡Mil gracias! Tendré la complacencia de venir mañana, sin perjuicio de los momentos deliciosos que Manuela me conceda en esta noche. Es tan agradable su conversación y sobre todo tan instructiva en el ramo de la política, aunque su bandera es distinta, porque esta niña es gólgota ahí donde usted la ve.

     -Sueño es lo que yo tengo y cansancio -dijo Manuela.

     -¿Es decir que ustedes me desairan la visita o que mi presencia molesta?

     -No señor -dijo Matea-; por el contrario, yo lo aprecio a usted infinito.

     Dámaso tenía deseos de que el negociado de la visita en cuestión terminase sin su ingerencia; pero viendo que iba a lo largo llamó a Manuela. Al oír su voz, tuvo don Aniceto la pena de despedirse sin hacerle a Matea la visita, aunque eran las doce de la noche.

     Pronto pasaron las explicaciones y narración de Manuela para con su compañero; el cansancio la obligó a solicitar su cama. Matea le designó su hamaca, la desnudó de sus galas, y se estuvo acostada a su lado hasta que se durmió, que fue muy pronto. Luego que apagó la vela, se acostó en una estera de chingalé, y es inútil decir que sin cobijas, porque aun cuando las tenía muy buenas, estaba la noche tan ardiente que el vestido era un estorbo. La puerta quedó abierta, porque no teniendo ni una sola ventana, el calor era inmenso.

     A la madrugada tuvo mucha sed la viajera de la parroquia; prendió un fósforo, encendió la vela para buscar la jarra, y luego que bebió, reparó que el cuarto estaba casi lleno de gente, porque después que se había dormido habían entrado cuatro personas más sin hacer ningún ruido. Juzgó que eran las compañeras de Matea y tendió una mirada rápida sobre el campamento.

     Junto de la puerta había quedado, sin estar estrictamente ni adentro ni afuera, la socia de Villeta, que tenía mala cabeza y los tragos le solían dificultar la llegada hasta su cama. Más adentro estaba Luisa Nucurú, de cuyas aventuras tenía noticias Manuela: se hallaba extendida sobre un costal de dos varas de largo, cuyo tejido más ordinario que el anjeo le había marcado en el cachete y el brazo, y estaba vestida de lujo. Contrastaba el color de tabaco en polvo de su rostro con la blancura de su pañoleta de batista y su traje de muselina: resaltaba el oro sobre su cuello y sus orejas, y por una especie de sonrisa debida tal vez a la postura de la cabeza, sus dientes bellísimos contrastaban con sus morenos labios.

     -¡Pobre indiecita! -dijo entre sí Manuela, más rica era cuando vestía su ruanita y su manta poseyendo sus tierras de Coyaima, que vestida de lino y seda! ¡Y qué joven y qué bonita!

     La guamuna y la bogotana habían llegado seguramente a sus camas con más tranquilidad que las otras, pues que se habían desnudado de sus galas. Rufina estaba también dormida, pero llamaba a San Juan y aguijaba su caballo, durante el sueño, según las palabras que vertía. Manuela la llamó para que se acostase bien. Matea estaba bien acostada, tenía una sábana muy fina por encima, y su sueño era tranquilo. Dámaso también dormía con quietud, y sobre él fue que reposaron por más largo tiempo los ojos de la observadora casual de toda la escena.

     -¡Pobre! -dijo Manuela-; ¡que por un gamonal haya de estar pasando trabajos!

     Apagó la vela y se acostó en su hamaca, no volviéndose a despertar hasta que sonó una campana, que despertó a todas las compañeras de Matea, las cuales se vistieron de prisa, con enaguas de fula, pañolón lacre de hilo y sombrero de murrapo, para irse al gran canei de los aliños a tomar el trabajo desde las cinco y media, con los primeros destellos del día.

     Matea se interesó con su paisana para que no se fuera hasta el día siguiente, a fin de que conociera la ciudad y sus curiosidades; le ofreció no ir al trabajo por tal de acompañarla, añadiendo a las razones de su petición el no estar enteramente deshinchado el pie de Dámaso. En consecuencia de esto llevó Manuela a su paisana a tomar chocolate a Campo-alegre, y en la misma calle donde las peonas se desayunaban se sentaron junto de un brasero que una ibaguereña, manejaba; tomaron chocolate con almojábana y queso; luego entraron al canei de la Compañía de aliños, en donde alizaban tabaco en un corredor solado con neme ciento cincuenta mujeres; pesaban y enmanojaban ciento veinticinco, apartaban clases, enlistonaban y levantaban prensas más de doscientos hombres. Manuela se quedó asombrada de la actividad de la gente, en especial de las mujeres, que movían las manos con la ligereza con que las tominejas mueven las alas, y que dejaban el puesto con repugnancia cuando era la hora, por tal de ganar seis u ocho pesos en la semana, sin que las arredrase ni el hambre, ni la sed, ni el calor, ni la fatiga. ¡Honor al fundador de la primera casa de aliños, quien con sus cálculos comerciales, sus recompensas al trabajo y su espíritu de orden mantuvo en el interior de la república un plantel de especulaciones para los ricos y los pobres!...

     Los empleados se paseaban por los corredores de sesenta varas de largo, y Manuela preguntó a su paisana cuál era el amo de su trabajo.

     -¿Amo? -exclamó Matea, haciendo sonar uno de sus cachetes con un puño que se dio- ¿Amo? De eso no se usa por aquí.

     -¿Cuál es el que las sacude con la zurriaga, pues?

     -Ésta es la zurriaga que gobierna todas las cosas dijo Matea-, mostrándole tres o cuatro fuertes.

     -¿Y aquí no hay trabajo de noche?

     -Suele haber: pero se alumbran con faroles todos los salones, el patio, el zaguán y la puerta de la calle; aquí no se sale ni se entra nunca en pelotón, sino que las mujeres entramos o salimos antes de los hombres. Lo mismo que en el trapiche de don Cosme y de don Blas. Cosa muy parecida...

     De allí condujo Matea a la bella parroquiana a la factoría que dejaron hecha los españoles, que es un edificio sólido y muy capaz, que sirve de oficina de aliño; pero del corredor se volvió Manuela tapándose las narices con su pañuelo por el olor pestilente de las garras podridas de los cueros y del neme con que se zuaquean las petacas de cuero. En todas partes orden y actividad, y peones esforzados y diestros en sus maniobras.

     Después de almorzar, fueron al puerto de las balsas, en donde estaba la ribera circunscrita por esos buques de exportación, que se componen de balsos y guadua, y que no sirven sino para una sola vez. Había balsas con corrales de cerdos, de ovejas, de gallinas y piscos; los había de frutas y de otros víveres, siendo una cosa curiosa la diversidad de figuras de las cubiertas, de los sombríos, y de los corrales. Las dos amigas se provocaron con el olor de las frutas, y preguntaron los precios de los mangos y de las naranjas. El balsero se estaba bañando; desde la mitad del río hizo el trato, de allí les botó las frutas que pidieron, y luego se aproximó un poco a las compradoras para poder recibir la plata. Por donde quiera recibía Manuela elogios a su hermosura, que le tributaban en discursos más o menos comedidos, desde los peones hasta los magnates de la casa. Los galanteos de los bogas se solían subir de punto, pero Manuela conocía su posición de descalza y toleraba como todas las pobres.

     Manuela ansiaba por bañarse; su paisana la llevó a un puerto donde ella se bañaba, más arriba de la factoría vieja. Fue tan agradable como dilatada esta sesión, que no tuvo nada de secreta, porque del lado de la ciudad pasaban las gentes por la ribera, y del lado del río pasaban los barqueros y los balseros. Galanes había que no omitían la ocasión de dirigirles sus obsequiosos cumplimientos, que Matea sabía contestar con desenfado. La fama de la nueva peona, le atraía curiosos y aficionados por donde quiera. Cuando pasaron las dos amigas con enaguas azules de fula, por toda la calle, desde el río hasta el cuarto, llevando el pelo suelto sobre sus pañolones colorados de algodón, fueron seguidas de infinitas miradas.

     Las asistencias y el agua se obtuvieron de tina tienda vecina, y Manuela descansó toda la tarde en la hamaca. Por la noche, hubo un rato de conversación general de todas las socias; pero habiendo salido a la calle Dámaso, Matea y las compañeras, Manuela se quedó con la juiciosa Rufina. Después de un gran rato de conversación, resultó que eran parientas; le preguntó cómo había venido de Llano-grande, y Rufina le dijo:

     -A los quince años me hallaba yo bonita, alegre y divertida, pero me quise divertir tanto que me pasé de lo mandado. Los bailes de mi tierra son afamados, las fiestas son consecutivas porque de un pueblo se pasa a otro, y el San Juan... eso no se diga, porque hombres y mujeres, todo el mundo monta a caballo a correr hasta cansar las bestias. Me pasé de alegre, como le iba diciendo, y a poco los parientes y la familia me quitaron el cariño y algunos hasta el habla, porque en mi tierra hay celo y hoy vergüenza, y hay cierto castigo para la que se porta mal, que consiste en no hacerle caso, cuando ya echa por la calle de en medio; a mí me sucedió que hasta los mismos que me hicieron odiosa para mis parientes dieron en no hacerme caso, y viéndome yo menospreciada en mi tierra aunque estaba muchacha y buena moza todavía, le pagué a un balsero para que cortara cuatro balsos bien gruesos, los amarrara con bejuco y me trajera a Ambalema, sin que lo supiese ninguna persona. Yo apronté el fiambre y una mudita de ropa; él su palanca y su tiple, y me embarqué en el Magdalena, llorando por mi madre, por mi tierra y por uno de los mismos que me habían menospreciado.

     Cuando llegué al puerto de la Factoría, mi boga se despidió y cortó los bejucos de los balsos, para que se fuesen río abajo. Me bañé para mudarme la uniquita muda que traía, a poco bajó la niña Matea y nos lavamos juntas, conversamos y nos hicimos amigas, me trajo a este cuarto, me hizo sacar ropa fiada de la casa de aliños, saliendo de fiadora mía y me llevó a los caneyes. Pero no estoy contenta, pienso en mi familia y en mi tierra; he juntado cien pesos de mi trabajo y de una rifa, me voy a pasar el San Juan a Llano-grande, después pondré una estancita y viviré con arreglo. Creo que Dios me ha tocado al corazón.

     Esa noche durmió Manuela tranquilamente. Dámaso se mejoró del pie y no hubo más novedad, sino que dos compañeras no se quedaron en el cuarto, pero volvieron a los tres cuartos para las seis.

     El viaje estaba resuelto; después de estar todo dispuesto se despidieron Manuela y su compañero; pero al salir de la puerta les intimó la orden de prisión un comisario acompañado de cuatro gendarmes y a empujones fueron a dar a la cárcel.

     El calabozo que le tocó a Manuela era oscuro aunque tenía una ventana que daba a la plaza, y su primer acto de desaliento fue dejarse caer sentada en un rincón y ponerse a llorar por algunos minutos. No había sino una compañera de posada, de la que no hizo caso por entregarse a sus lamentos.

     A poco tiempo llegó un esbirro a perturbar las meditaciones y los suspiros de la víctima, diciéndole que lo siguiera, y fue conducida delante del tribunal del crimen a dar su declaración. El juez estaba sentado en una silla de brazos, sobre un teatro que se levantaba vara y media sobre el piso de la sala, a Manuela le señalaron por asiento un banco, sobre el cual temblaba como gelatina, y su semblante estaba desfigurado por el miedo que la poseía. El juez le dijo:

     -Está usted acusada de complicidad en el robo de una mula y denunciada como prófuga de su parroquia. Responda usted a todas las preguntas sin faltar a la verdad. ¿Cómo se llama usted?

     -María Manuela Valdivia.

     -¿De dónde es usted?

     -De la parroquia

     -¿Su oficio?

     -Amasar, revolver y hacer velas para la tienda.

     -¿Usted es casada o soltera?

     -Soltera; pero vine con intenciones de casarme aquí.

     -¿Por qué se vino usted de su tierra?

     -Porque un gamonal me perseguía y para los gamonales no hay justicia.

     -Responda usted a lo que se le pregunta y nada más; ¿con quién se vino de su tierra?

     -Con un hombre que se llama Dámaso.

     -¿Qué es de usted Dámaso Bernal?

     -Es el que va a ser... mi marido; y si no hubiera sido por el gamonal ya nos habríamos casado.

     -Responda usted a lo que se le pregunta. ¿Usted vino a caballo?

     -No, señor, vine en una mula que le alquilaron a mi compañero.

     -¿De qué color es la mula?

     -Retinta.

     -¿Qué fierro tiene?

     -No lo vi.

     -¿En dónde posó usted el día antes de llegar al puerto?

     -En la Ceiba.

     -¿Con quién habló usted en la Ceiba?

     -Con mi tocaya y con don Aniceto Rubio, que estaba acostado en la hamaca.

     -¿De qué conversó usted en la Ceiba?

     -Del familiar y de la política.

     -¿No más?

     -No más.

     Luego que los sayones volvieron a encerrar a la desdichada víctima, sacaron a Dámaso de su calabozo, y sentado en el mismo banco, respondió a las siguientes preguntas:

     -¿Quién trajo a Manuela Valdivia a Ambalema?

     -Yo.

     -¿A pie o a caballo?

     -A caballo, en una buena mula retinta.

     -¿Qué fierro tenía la mula?

     -Dicen que es una K.

     -¿Luego usted no lo ha visto?

     -Yo no conozco letras.

     -¿De dónde hubo usted esa mula?

     -De don Atanasio Gómez, que me la alquiló.

     -¿Manuela Valdivia es casada o soltera?

     -Soltera como tantas solteras que están viviendo en esta ciudad sin que nadie les pregunte por qué camino han venido, y ella se casará conmigo muy pronto.

     -¿En dónde posó usted la noche antes de llegar aquí?

     -En la Ceiba.

     -¿Con quién conversó usted?

     -Con la niña Manuela Villar.

     -¿Usted no habló con algún caballero?

     -Creo que en la hamaca había un hombre de los de la clase de botas; pero no hablé con él ni le vi la cara.

     Después de confesionados los presos, duraron tres días sin que los jueces los volviesen a interrogar. Matea era la que no cesaba de acudir a la reja por la tarde y por la mañana. Por conducto de ella consiguió de un empleado veinticinco pesos prestados a rédito por un mes, a razón de a real diario por cada peso, para subvenir a los gastos más necesarios.

     El sayón que custodiaba los presos le avisó a la víctima de la parroquia que bien podría tomar fresco a las horas de la noche que quisiera en la reja, porque un señor le había sacado la licencia, y que ese señor le haría una visita cuando no hubiese gente por las inmediaciones.

     De consiguiente, Manuela no se quitaba de la reja, esperando la brisa fresca de la madrugada y la cita de un aristócrata, porque señor quiere decir un grande en la Nueva Granada. No había más luz en la cárcel de mujeres que la del cigarro de Manuela, ni había quien oyese, porque su compañera dormía con suma tranquilidad, después de haber cometido un asesinato, pues con las revoluciones aprenden las gentes a quitar la vida a sus prójimos, con la misma facilidad con que las cocineras quitan la vida a los pollos. La víctima se afligía más de ver pasar los grupos de gente libre y de oír cantar el bambuco en algunas tiendas. El bambuco la hacía llorar recordándole su tierra, su familia y sus mejores ratos.

     -¡Cuántos reos de crímenes atroces -decía-, se estarán paseando, mientras que yo me hallo sumida en un calabozo, y mientras que mi huésped de la parroquia no cesa de elogiar la igualdad legal de la Nueva Granada!

     A tiempo que la luna se ocultaba detrás de las colinas que cercan a Ambalema, se acercó un individuo de vestido blanco, y le dijo:

     -¡Cuánto siento la desgracia de usted, hermosa joven!

     -Mil gracias, señor -dijo la prisionera-, y reconoció voz de don Aniceto.

     -Creo que puedo salvarla.

     -¡Tanto se lo agradezco, señor don Aniceto!

     -No hay puerta que no se abra con llave de plata.

     -¡Ay, qué gusto! ¿Cuándo, don Aniceto?

     -Puede usted salir dentro de media hora y seguir en el momento al caney de Guayabo con la persona que la saque. Allí no sabrá nadie de usted y lo pasará divinamente, ¿está?

     -¿Y Dámaso?

     -Él puede marchar a la noche en un barquetón que mi casa despacha para Mompos con tabaco superior de plancha libre, ¿me comprende? y yo lo recomendaré con una carta.

     -Entonces si no hay otro recurso me espero a la noche y me voy para Mompos.

     -¿A esos temperamentos?

     -A morir donde él muera, porque así lo tengo jurado.

     -Son exageraciones. En el Guayabo queda usted muy bien.

     -¿No podrá ir Dámaso al caney?

     -Eso de abrigar encausados es muy delicado para los dueños de tierras.

     -No tanto, don Aniceto. Bien que les gusta servirse de los encausados y hasta de los reos que sacan de las cárceles porque les sirvan de balde.

     -Pues le hablo a usted con franqueza, ¿me entiende usted? Las cosas no estaban preparadas sino de ese modo.

     -Pues le doy las gracias. Aquí me quedaré; o iré a la reclusión de Guadas, o iré al cementerio a descansar para siempre, si la fiebre me da estando en este calabozo.

     -No piense usted en esas cosas, preciosa Manuela. Yo estoy pronto a servirle. Cuente usted conmigo. Piense usted el asunto y mándeme a decir con Matea su resolución. Ante todas cosas yo he venido a decirle que me nombre su defensor en la causa. Adiós, yo volveré por acá.

     Pronto estuvo concluida la causa de hurto y rapto, y se presentó un oficio al juzgado en que un individuo reclamaba a la joven prófuga y la mula, presentando los poderes auténticos de los jueces de la parroquia.

     Se hizo comparecer a Manuela para notificarle la resolución, y estando en el juzgado, entró el apoderado que debía hacerse cargo de ella. Era don Tadeo.

     Manuela se puso pálida y no se sabía qué indicaban sus facciones, si rabia o espanto.

     -Usted queda bajo el poder de este señor que la ha reclamado con un poder especial -le dijo el juez a Manuela.

     -Es el enemigo que me perseguía en la parroquia, señor juez; es el gamonal más depravado y más infame. Los documentos que haya presentado son falsificados por su propia mano, porque él sabe falsificar todas las cosas de los juzgados. Cuando me vine de mi parroquia quedaba triunfante de las autoridades; cuanto yo venía por el camino pasó huyendo porque ya se le había vuelto el Cristo de espaldas, y ahora pretende apoderarse de mí, lo que no había logrado con ofertas, ni con amenazas, ni con leyes del cabildo, ni con perseguirme últimamente con los comisarios y los policías. Yo vengo huyendo desde mi tierra por escaparme del poder de este tirano, y ¿tendrán valor los señores jueces para entregarme en sus manos?

     No pudo continuar la víctima porque los sollozos y lágrimas la ahogaban, y entre tanto que se reponía, pidió don Aniceto que se cotejasen las firmas de las autoridades de la parroquia estampadas en algunos documentos oficiales, y declaró el secretario y adjunto que las firmas y la letra eran autógrafas.

     -Queda, pues, la prófuga a cargo del señor Tadeo Forero -dijo el juez, y mandó extender la diligencia por escrito.

     Manuela alzó las manos al cielo, y dijo:

     -Conozco que solo Dios puede librarme de este tirano.

     El comisionado se había levantado del asiento y le instaba para que siguiese. Manuela miraba a los jueces y a la barra, y parecía que meditaba en algún arbitrio supremo, cuando entró Matea al juzgado, y temblando de angustia y precipitación, exclamó:

     -Señores jueces, que se detenga un minuto la resolución. Traigo aquí una carta que sirve para aclarar este asunto, y pido que se lea.

     -Que se lea -dijo el juez-; no hay inconveniente ninguno.

     El secretario leyó, y el papel decía lo siguiente:

                    

Parroquia

                     

 

          Señor Judas Tadeo Forero.

 

 

     Mi apreciado amigo: - Va el portador con el objeto de que usted se retire inmediatamente de Ambalema, porque las cosas se están poniendo muy malas: volvieron los hacendados a coger la causa que se siguió contra usted por el robo de caballos, y por abusos de autoridad y qué sé yo qué más diabluras. Parece que Manuela y Dámaso se fueron para esa, sin saber que habíamos roto las puertas de la cárcel unos cuantos amigos para sacarlo a usted Y al denodado Juan Acero. Escóndase usted debajo de la tierra porque van a mandar requisitoria. - Mande a su afectísimo compadre y socio que besa su mano.

 

 

MATÍAS URQUIJO.

 

 

     -¿Y cómo prueba la señora Matea que sea auténtica la carta?

     -En el archivo, número 6 letra B, hay comunicaciones de esa parroquia, y existen unos oficios pidiendo unas mulas de las expropiadas durante le revolución del señor general Melo, y están escritas y firmadas por el señor Urquijo como alcalde parroquial -dijo don Aniceto.

     -La firma es la misma -dijo el secretario después de registrar el cajón número 6.

     -Hay un indicio grave -dijo don Aniceto-, contra Judas Tadeo Forero, y yo pido que se le prenda mientras que se pone un posta a esa parroquia dando cuenta de lo sucedido, y entre tanto la mujer acusada de complicidad en el robo de la mula debe excarcelarse y yo la fío de cárcel segura con tal que vaya depositada al caney del Guayabo, que es una casa bien caracterizada.

     -¿Y qué se hace con el acusado por el hurto y rapto? -le preguntó el secretario al señor juez.

     -Que siga en la cárcel hasta que pruebe cómo ha adquirido esa mula.

     -Yo quiero quedar en la cárcel, señor juez, favor que pido como desgraciada, como perseguida, y como débil. Yo deseo permanecer en la cárcel todo el tiempo que tarde en aclararse este asunto.

     -Yo me opongo -dijo el defensor-, porque sería una injusticia de que se hablaría después, y con razón. Estoy por el depósito.

     Se quedó el juzgado en silencio por unos minutos. Conferenció el juez en el solio con uno que otro que se acercaba, mientras que Manuela estaba sentada en el banco, sostenida por Matea porque ya no podía resistir a los golpes diversos que estaba recibiendo. Al fin dio el juez la sentencia de este modo.

     "Hágase cargo de la acusada el señor Aniceto Rubio con tal que la deposite en una casa de respeto. Permanezca preso el acusado, mientras que vuelve el posta de su parroquia y del juzgado del circuito; quede en calidad de retenido el señor Judas Tadeo Forero, y lo mismo el señor Juan Acero".

     Manuela se resistió a salir de la cárcel, y conmovidos los jueces de sus lágrimas, le concedieron veinticuatro horas de plazo. Consultada por Matea sobre su resolución, le contestó:

     -Prefiero estar junto de Dámaso, aunque sea con una pared de por medio, y escuchar sus recados por medio de usted y oír el murmullo de su voz; prefiero el encierro de este calabozo a la molestia de oír los ofrecimientos y las propuestas que me vengan a hacer los protectores de la humanidad; y con respecto a los ofrecimientos de don Aniceto yo le digo la verdad, que no sé a cuál le tenga más miedo, si a don Tadeo o a don Aniceto; porque hay ciertos dueños de tierras que creen que tener un puñado de tierra o un mundo de tierra los autoriza para decidir de los precios de las cosechas, de la suerte y del honor de las estancieras y de las sentencias de los jueces. Te digo la verdad, Matea, que de un dueño de tierras déspota y arbitrario y de un gamonal astuto yo no sé con cuál me quede. Por eso he pedido por favor que me dejen en la cárcel. Y por otra parte quiero librarme de las impertinencias de mis apasionados, si es que no me obligan a ponerme bajo la autoridad del dueño de tierras. ¿Qué haría con el cuarto ocupado a cualquier hora por todos los que tuviesen a bien visitarme? ¿No sabes que los proteccionistas o protectores nos tratan poco más o menos a las descalzas, aunque en esta clase no faltan algunas que sean honradas; o es que también estás pensando en los cuentos de la igualdad como mi huésped don Demóstenes?

     Manuela fue restituida al calabozo por favor del juez, que se compadeció de su suerte y de sus lágrimas. Matea dio cuenta de todo a Dámaso por la reja de la cárcel, don Aniceto se mostró muy admirado de la estupidez de Manuela y seguía empeñado en proteger a la cómplice del delito de hurto, cuando se apareció en el puerto un amigo viejo de Matea, la cual lo conoció al saltar de la barqueta y le preguntó el objeto de la ida, y éste después que le pasó la sorpresa de ver a la hija de la manca Estefanía adornada de panderetas y sortijas de oro, y de muy buen vestido aunque no estaba de tiros largos ese día, le dijo:

     -Vengo de posta a traer las requisitorias para que metan a la cárcel a ese pícaro de Judas Tadeo y al infame ladrón de Juan Acero.

     Matea condujo al posta al juzgado, y con gritos que fueron oídos por don Tadeo y por toda la gente, iba diciendo:

     -¡Viva la justicia del cielo! ¡Aquí están las requisitorias para prender a Tadeo Forero y a Juan Acero, como reos prófugos! ¡Viva mi paisana Manuela!

     La gente se agrupó en los corredores y salas del juzgado, y en presencia de todos dijo el juez:

     -Queda libre Dámaso Bernal de todo cargo, queda expedita Manuela Valdivia para tomar el camino que quiera. Tadeo Forero y su compañero Juan permanecerán en la cárcel como reos prófugos convictos de horrendos delitos en su tierra.

     Don Tadeo presentó un escrito atestado de citas de la Recopilación Granadina, protestando contra la sentencia, tratando de tiranos a los jueces y de muy poco premunidos contra las influencias de los señores feudales, y por eso fue puesto en el cepo con dos agujeros de por medio.

     Manuela compró unas piezas de loza de porcelana para los regalos de las amigas, guardó en su petaquita de vena de palmicha la sortija de oro que Matea le mandó a su hermana Rosa, se despidió de Rufina y de las otras compañeras, y bajó con Dámaso y Matea al puerto de las balsas, y allí se embarcó, después de mil abrazos y de mil protestas de gratitud para con la generosa y decidida Matea, que tanto le sirvió en sus trabajos.

     Al ocultarse Manuela detrás del amarillento barranco del puerto se paró en la margen e hizo el último saludo a Matea batiendo su pañuelo, a lo cual contestó su libertadora agitando su pañolón colorado, que se quitó para el efecto.

     Ahora nos resta explicar algunos acontecimientos como por vía de apéndice.

     La carta del señor Matías Urquijo, que unos salteadores debían tener en su poder, según el testimonio de ñor Elías, no estaba sino en el poder de ñor Dimas, y éste viendo que pasaban tres días sin que sus coparroquianos volviesen de la ciudad, temiendo que la fiebre ambalemera, como la llamaba él, hubiese dado cuenta de ellos, dejó muy recomendada la mula que estaba cuidando, y pasó el río, y por señas fue a dar al cuarto de su paisana Matea; y sabiendo en las que andaba su pobre paisanita, le dijo a Matea que él tenía una carta para don Tadeo, que tal vez daba algunas luces sobre el asunto, y por eso fue que ella corrió al juzgado a presentarla.

     Manuela volvió a posar a la Ceiba, y allí le refirió a su tocaya todas las bondades del dueño de tierras, esto es, de don Aniceto.

     Ñor Dimas arrimó de pasada a recoger los garrotes de guayacán pero no los halló, y después de observar con cuidado, concluyó sus cálculos jurando para sus adentros que su compadre le había hecho el contrafómeque, a pesar de haberlos dejado traspuestos y muy bien escondidos.

     Volvió Manuela a la posada de la choza de las tres hermanas. El sordomudo le dio a entender que las mulas que habían pasado la noche que ella se quedó en la casa las habían vuelto a pasar para el lado de la sabana y que un hombre había pasado con tres garrotes de guayacán al hombro.

     Tuvo la destreza de darle a entender que era muy linda, que él se iba a quedar muy triste por no poder acompañarla, y en suma, que estaba enamorado de ella. No sabemos si los sordomudos y los simplemente bobos tienen más pronunciado el órgano del amor, o es que el ocio de sus facultades mentales y de sus fuerzas físicas los inducen a la galantería.

     En la parroquia se acababa de saber que Manuela había sido precisada a huir para Ambalema y era extremado el afán de doña Patrocinio, de don Demóstenes y de todos los de su partido; pero supieron su llegada con anticipación de cinco horas y la esperaron con voladores y música. Era el triunfo del partido a fuerza de persecuciones y de alboroto; Manuela se hizo la víctima parroquial, que representaba las ideas de todo un partido, que al fin se llamó manuelista por la misma razón.

     Llovieron los parabienes y las visitas en la casa de la señora Patrocinio, y hasta el cura se congratuló con sus vecinas por la pronta vuelta de la novia perseguida; pero le hizo presente a doña Patrocinio la conveniencia del casamiento dentro de quince días a lo sumo.

     La libertad se sentía, se palpaba en la parroquia aunque los hacendados gobernaban, porque había verdaderas garantías, las que dan la justicia, la moderación, la inteligencia y la decisión por la estabilidad de las sanas doctrinas, y de la paz ante todas cosas. Había caído la república ficticia de don Tadeo, que no era otra cosa que la tiranía encubierta con el velo de la democracia, porque tal había sido la astucia de aquel gamonal, que por desgracia no es el único en nuestros pueblos.

 

 

 

Capítulo XXI

Las confidencias

 

 

     Los pueblos que no sean iluminados por la luz completa de la libertad vivirán en la miseria de los lapones que no ven la luz soberana del sol, sino a largos intervalos de tiempo. Cuando a los cambios de los gobiernos se siguen las fiestas y cesan las persecuciones y los conatos de la reacción, se puede asegurar que el cambio, si no era absolutamente justo y necesario, era por lo menos popular. Esto fue lo que sucedió con la caída de don Tadeo. Todo el distrito rebozaba de alegría, con excepción de los tadeístas, los cuales refundidos en el goce común de las garantías, no tenían sin embargo por qué turbar la alegría de la parroquia.

     Manuela brillaba con la dicha del noviazgo, que es la candidatura del puesto más elevado de la mujer; Dámaso cruzaba la calle del Caucho a la luz del día; la marrana de Manuela se revolcaba en todos los pantanos de la parroquia y sus ejidos; y el burro carguero rebuznaba y corría por las calles como si jamás hubiese conocido a los policías. Los parroquianos se reían, comían, bailaban y conversaban sin temor de los esbirros ni de los espías. La libertad se sentía en el bienestar de los ciudadanos, tanto descalzos como calzados, aunque don Demóstenes no la predicaba ahora como lo hacía pocos días antes don Tadeo, suscitando el odio de los ciudadanos de quimbas contra los ciudadanos de botas fuertes. La libertad era un hecho que se sentía por todos, como se siente el calor del sol aun por los que son ciegos de nacimiento.

     Después de haber estado Manuela escondida en el zarzo, asilada en una roza de maíz, y presa en un calabozo de la ciudad de Ambalema, su familia, sus amigas, su lavadero y su libertad la tenían ahora extasiada. Recibía frecuentes visitas, en todas las cuales tenía ocasión de relatar algo de su viaje al Magdalena.

     Un día después de volver del charco del Guadual se hallaba Manuela en el dintel de la puerta de la sala, con vista a la calle y a la hamaca, donde estaba leyendo su amado libertador, y luego que éste cerró el libro por haber terminado un párrafo interesante, le dijo ella:

     -¿Y para qué estudia usted esos libros de amores?

     -¿Cómo, para qué?

     -¿No tiene hartos amores verdaderos para divertirse, sin echar mano de historias que sacan de su cabeza los que no tienen oficio?

     -¿Yo amores? ¿Y hartos amores? ¡Vaya una ocurrencia bien estrafalaria la tuya!

     -¡Ajá! ¡No tiene usted amores de número 1, de número 2, de número 3, y de número 4!

     ¡Así se ha de conversar!

     -¿Y me lo niega?

     -Te lo niego; y así son todos los cuentos de las mujeres.

     -¿Y lo que vemos, y lo que oímos?

     -¡Ilusiones!

     -¿Es decir que usted me niega los amores de la catira de Bogotá?

     -Esos se acabaron, porque ella se denegó a seguir mis opiniones religiosas; ¿no te lo dije?

     -¿Y mi señora Clotilde, la del Retiro?

     -Eso no tuvo efecto. ¡Imposible, estando de por medio Juanita, que se quiere vengar de sus calabazas en cada amante que ve! Y luego la muerte de la guacharaca y la expropiación de la mantequilla, y la vergüenza que tuvo Clotilde de salir con un tambor cruzado por el comején, y mis manos sucias con la mugre de las manos de Rosa: todo parece que lo hizo el diablo en ese día de la visita.

     -¡Válgame Dios! No sea usted tan perro. Pero vamos adelante con la cuenta. ¿La catira de la parroquia?

     -¿Cuál catira?

     -Mi prima.

     -¿Cuál prima?

     -¡Ahora sí! ¿Conque usted no conoce a Marta?

     -¿Marta? ¿Qué hay con Marta?

     -Usted sabrá; usted que ya no quiere salir de su casa.

     -¿Yo?

     -No: Ayacucho.

     -¿Conque yo no quiero salir de la casa de tu tía Visitación? Pues que se publique en la crónica de la parroquia.

     -Los hombres todo lo embrollan por hablar más que nosotras; ¡pero como en hablar no consiste que una cosa sea cierta o falsa! ¿Y qué me dice usted de la hija del sacristán, que es el número 4?

     -¿Paula?

     -Paula, la cándida Paula, la inocente Paula. Lo que yo no comprendo es cómo usted quiere quitarle su modestia y su inocencia después de tantos elogios como usted nos ha hecho de la niña Paula. Conque ya usted ve que tiene amores así, dijo Manuela, y juntó todas las yemas de sus dedos en un solo punto, y luego los dispersó por el aire.

     -Esos no son amores, Manuela -dijo don Demóstenes, empujando la hamaca con el tacón de la bota.

     -Serán quinchones, entonces.

     -Son los deberes comunes de la amistad, o cuando más, los rasgos de galantería que la urbanidad prescribe. Lo cierto es que no hay reglas para conocer cuándo las manifestaciones son de amor.

     -Pero tampoco hay reglas para conocer cuándo no son amor. Y así, entre cariño y urbanidad y amistad, como usted dice, va marchando el amor a la sordina.

     -¡Déjate de cavilar! Lo que tú dices lo dicen otros, y no por eso es la verdad. Eso de Marta hasta peligroso me parece, porque el padre es más intolerante que un arzobispo.

     -¡Malaya! ¡Qué considerado es el niño! ¿Y cuándo se pasa las cuatro y las cinco horas en la casa de mi tía?

     -Hay un misterio que tú no comprendes.

     -Todo lo que usted dice, y todo lo que piensa son misterios, a pesar de que usted mismo ha dicho que nada de lo que es oscuro, secreto y misterioso le agrada. Yo los misterios que venero son los de la doctrina cristiana, y nada más.

     -Pues entonces te diré que hay una incógnita. Escucha, Manuela, para que no juzgues a los hombres con tanta temeridad, como lo acostumbran todas. Cuando se sale de la capital a hacer la guarnición a un pueblo pequeño, o ciudad, y lo mismo cuando se sale a mudar temperamento, hay que matar el tiempo de alguna manera agradable. Almuerza uno y lee un pedazo de novela, y le hace limpiar al muchacho las botas y los tiros de la silla de montar y el barro de los zamarros. ¿Y qué hace después con diez horas útiles que le sobran? Visitar.

     -¡No hay como saber las cosas a fondo! Ahora comprendo por qué fue que usted se estuvo donde Marta el día que yo me fui a hacer el mercado, desde las diez que almorzó hasta las cuatro que lo llamaron a comer.

     -Pero debes estar en que todo no fue visita, porque ese día leí varios capítulos de los Misterios de Londres, acostado sobre una barbacoa que tenía un junco, que conversaba a veces con tu tía Visitación, y que jugaba con el gato blanco, el cual no es entonado como este gato colorado de aquí, que se parece tanto a tu apasionado don Judas Tadeo. De manera que las seis horas no fueron todas destinadas al culto de Marta.

     -En eso tiene usted razón -dijo Manuela-, porque Marta, y mi tía, y el gato se relevaban para hacerle a usted la visita. Yo lo sé todo de una manera positiva. Usted se estuvo acostado encima de la cama del pan.

     -En eso de positivo no convengo, porque de una cuadra a otra varían enteramente las noticias.

     -Y como tuvieron que atenderle, el horno se enfrió, y se pasaron los sobones de leudos.

     -El testigo que no es idóneo no da certidumbre moral.

     -Y el pan se pintó ese día y se quedó sin alzar.

     -Y para todo esto, tiene la lógica sus reglas establecidas.

     -Y no fue tan poquita la pérdida, porque el amasijo no bajaba de dos arrobas.

     -De manera que el misterio está descubierto: la necesidad de matar el tiempo ha sido la causa de mis visitas a Marta.

     -¿Es decir que usted no ha tenido ningunos amores?

     -Puede ser que los haya tenido, pero ésa es una clase de fruta que se pasa como los anones.

     -Eso les sucede a los hombres porque son muy veletas.

     -¿Y ustedes?

     -Nosotras somos constantes, yo por lo menos...

     -¿Constantes?

     -Sí.

     -Sabes que en el mundo haya alguna cosa que sea constante.

     -¡Eso sí, don Demóstenes!

     -¿Como qué cosa?

     -Como los que se quieren bien, y como tantas cosas.

     -Desengáñate, Manuela; todo lo que comienza acaba. Esta es una ley que lo comprende todo.

     -Pero no al amor, don Demóstenes, cuando es verdadero.

     -Al amor más que a todo, porque el amor es un edificio que está fundado sobre la arena.

     -¿Cómo sobre la arena?

     -Sobre las ilusiones, que por cierto no constituyen una base demasiado sólida.

     -¿Y luego el matrimonio perpetuo?

     -El matrimonio perpetuo ¿es bueno para alargar los días del amor?

     -¡De fuerza!

     -¿De fuerza? ¿Sabes tú que los grillos sirvan para quitarle al prisionero su amor a la libertad? No, Manuela, en esto de la indisolubilidad del matrimonio no han hecho los católicos otra cosa que aflojar las ligaduras del matrimonio por quererlas apretar demasiado. Para la perpetuidad del matrimonio se necesitaba que alguno de los papas hubiese expedido una bula estableciendo la perpetuidad del amor.

     -Entonces explíqueme usted qué cosa es amor.

     -El amor es una ciencia práctica que no se comprende por medio de definiciones. La constancia es el reverso del olvido, ¿y qué sentimiento hay que no se disminuya con el olvido? ¿Qué joven viuda conoces tú que vista de luto a los dos años de la pérdida del esposo? ¿Qué marido hay que a los seis meses llore por su esposa que feneció joven y llena de gracias? ¿En qué casa se siente al cabo de un año la despedida de un proscrito, lo mismo que el día que se le vio partir en medio de los sayones? Créeme Manuela: si existiera en realidad el siempre que es el Dorado de los amantes, la naturaleza no habría previsto los inconvenientes que traerían para los fines universales del amor los caprichos de algunos amantes, el celibatismo de los viudos y de los separados por algunos inconvenientes irremediables. De manera que la constancia habría sido en parte un inconveniente para el amor, y no te quede duda.

     -No, señor, no me queda duda, porque mi corazón está lleno de constancia -dijo Manuela poniéndose la mano encima del pecho.

     -Lleno de ilusiones, Manuela; porque en el mundo no hay nada constante, ni aun el mismo mundo. El piso de esta sala estuvo sirviendo de asiento al océano, según los fósiles que se encuentran en los ejidos de la parroquia; el polvo que tú arrastras del patio con la escoba y la tierra que las lluvias se llevan de tu huerta irán a formar nuevas costas en donde se cosecharán uvas y aceitunas, en vez de los tomates y el ají que se producen en esta parroquia. Y si esto sucede en un mundo compuesto de rocas, ¿qué no sucederá en un corazón compuesto de las fibras más delicadas de la constitución humana? La constancia está en oposición por otra parte con la alternabilidad, que es la perfección de nuestras instituciones. La constancia se opone al orden constitutivo de la naturaleza, que es de reproducción y aniquilamiento, y aniquilamiento y reproducción. El dolor se sigue al placer, y el placer al dolor; pero no hay quien se ría ni quien llore por un mes entero, sino que se intercalan las emociones, y éstas se apartan con los intermedios de la calma. Y se puede decir que todo va bien, porque éste es el orden establecido. ¿Qué haría yo con el dolor de esta espina dura que tengo en uno de mis dedos, si fuera un dolor constante? Y en verdad te digo que estoy desesperando.

     -¡A ver! -dijo Manuela, separándose del umbral de la puerta y sentándose en la orilla de la hamaca.

     -¿No ves cómo tengo la yema del dedo?

     -Ahí tiene lo que se saca de sus cacerías. Es una espina de chonta. Tenga quieta la mano y verá como se la saco con la aguja.

     -Pero no me toques.

     -¡Tan flojos que son los hombres! Y temblando usted y moviéndose la hamaca no hay modo, porque lo pico.

     -Te ofrezco no moverme.

     Manuela comenzó a rodear la espina con la punta de la aguja, y sopló con su boca el dedo del enfermo. Don Demóstenes sufría la operación contemplando detenidamente el rostro de la cirujana.

     -¡Ay!

     -Está fuera -dijo Manuela-; ya verá qué pronto se alienta, porque yo tengo muy buena mano.

     -¡Magnífica! Mil gracias, por tus bondades.

     Manuela se quedó sentada en la hamaca con la mano puesta en la cara; triste, confusa y abatida.

     -¿Estás preocupada con la constancia? ¿O es que tienes alguna espina en el corazón? Confiésame la verdad -le dijo don Demóstenes a su interlocutora, después de un minuto de silencio.

     -Le protesto que yo le seré constante -respondió Manuela distraída.

     -¿A quién? -dijo don Demóstenes de pronto.

     A Dámaso, a mi novio. ¿No sabe que me voy a casar dentro de quince días, echándome esas cadenas tiránicas de que me habla?

     -Fundada en la virtud de la constancia, ¿no es esto?

     -Sí, don Demóstenes.

     -Y en la perpetuidad del amor, ¿no es esto?

     Volvió a quedarse callada Manuela; parecía que las palabras de su huésped le estaban dando mucho en qué pensar, a pesar de la fe que tenía en la constancia y en los auspicios de la perpetuidad del matrimonio católico, cuando vio entrar don Demóstenes a doña Patrocinio con una grande artesa de cedro en los brazos, y le dijo:

     -A ver, ¿qué nos dice usted de la cuestión de la constancia?

     -Yo no estoy sino por la cuestión de la chicha para las tiendas, porque de la tienda es de donde sale para mantener la familia. Pero a ver qué es lo que usted quiere que yo le diga.

     -Pues escuche, doña Patrocinio: la cuestión es ésta. ¿Siendo pasajero el amor se podrá fundar en él la unión del matrimonio con las cadenas de la perpetuidad?

     -¿Ahí no está Manuelita que le responda? Porque yo, le digo la verdad, tengo que revolver dos barriles de chicha, y el mazato se está pasando.

     -Manuela está corrida, ¿no la ve? Usted, como que tiene mundo y experiencia, nos puede decir si la institución del matrimonio católico indisoluble hasta la muerte no es contraria a la libertad; y si la separación con causas legales no sería muy conveniente; esto es, ven el permiso de contraer nuevas nupcias con nuevos consortes, porque lo contrario sería un disparate.

     -Siempre está usted con sus argumentos de religión y de libertad; lo mismo era don Alcibíades, y por esas sus conversas de los forasteros es que nos están acabando de echar a perder la parroquia.

     -Usted me quiere sacar a otra cuestión, doña Patrocinio, y la cuestión es la cuestión del matrimonio perpetuo.

     -Pues les diré lo que a mí me pasó -dijo la madre de Manuela colocando entre las flores y los papeles de la mesa grande su artesa de mazato. Yo viví hasta los diez y seis años al lado de mi señora madre muy honrada y muy sosegada, porque mi madre nos daba muy buena enseñanza a mí y a mis otras hermanas, y con sumo recogimiento porque mi padre no dejaba que las gentes nos tratasen poco más o menos; y esto del rezo y la confesión y de la misa iba todo como en casa de buenos católicos. En éstas y las otras nos conocimos con el difunto (que Dios tenga en el cielo) y nos tratamos, y él me pidió por esposa. Me casé con el consentimiento de mis padres, con las bendiciones de nuestra santa madre la Iglesia. A esta casa nos vinimos a vivir, que entonces no era nuestra, y hay que advertir que tanto el difunto como yo éramos pobres. Al año tuvimos a esta Manuelita, que se crió alentada y bella como una azucena, y no me dio qué hacer porque ni era enferma, ni era llorona. Trabajábamos como destajeros para poner casa propia y algunas finquitas, mi esposo con los tratos, yo con esta tienda que usted conoce. El pensar que la familia había de necesitar de una casa propia y surtida con los útiles necesarios, me hacía desvelar trabajando y ahorrando, y buscando de cuantas maneras yo podía. Después tuvimos a otro niño, que murió de las viruelas, después a Gabrielito, y ha de saber usted que Alejo a los tres años estaba cambiado en cuanto al cariño que al principio me tenía.

     -¿Lo oyes, Manuela? -dijo don Demóstenes.

     -Ya no me hacía los mismos cariños, ni se chanceaba conmigo lo mismo que antes: los cariños no eran sino para esta niña Manuelita, que era un dije de linda; mi marido hacía poco caso de mis quejas, y me burlaba, y en todos los desacuerdos sostenía que yo carecía de razón. Dio en jugar a la primera con mi cuñado Pacho, y me dejaba sola hasta las diez o las once, y casi siempre llegaba de mal humor; de modo que ya mi marido no era el mismo de cinco años antes.

     -¡Oído a la caja, niña Manuela!

     -Pero mi marido no había dejado de ser buen cristiano. Cumplía con los deberes de la Iglesia, y no daba escándalos en el pueblo, porque lo que fuere se ha de decir, porque por la verdad murió Nuestro Señor Jesucristo. A los seis años tuvimos a Pachita. Alejo no se rozaba conmigo, sino allá por un alicuando; pero yo sabía que sus cariños no eran sino para mis hijos; veía que se mataba trabajando para mis hijos, y él me veía cuidadosa con sus hijos y sujeta a mis obligaciones; enteramente consagrada a la casa por el amor de sus hijos, por cumplir con las obligaciones que me había echado encima desde el pie del altar, y yo me consolaba viendo que el amor no estaba perdido en nuestro matrimonio, sino repartido.

     -¡Oído a la caja, don Demóstenes! -dijo Manuela.

     -Porque es la verdad -continuó diciendo la señora Patrocinio-, que yo había pasado al estado de una clueca (y perdóneme la comparación), porque la clueca pierde el brillo de las plumas, abandona la compañía de las otras gallinas, se vuelve loca buscando el grano, y cuando lo encuentra se lo deja a los pollitos; la clueca se enflaquece, se pone fea y no cesa de estar vigilando los peligros de parte de los gatos, o los gavilanes, y el amor que le pierde al gallinero se lo pone a los pollitos. Yo procuraba cumplir con mis obligaciones de cristiana; Alejo era un hombre de muy buena conducta, mejorando lo presente; los bienes se iban aumentando, la familia crecía y se le enseñaba lo que se podía; pero ni yo ni Alejo le andábamos buscando salidas a la ley del matrimonio perpetuo: creo que era porque no nos faltaban virtudes.

     -Oído a la caja, don Demóstenes.

     -Así lo íbamos pasando, cuando sucedió la revolución del señor Melo, y cogieron a Alejo vendiendo unas dos cargas de arroz en la cabecera del cantón, se lo llevaron a Facatativá y le quitaron las dos mulitas. Yo lo fui a ver con Manuelita, y ese día nos volvimos locas de llorar, porque lo tenían encerrado en el cuartel, vestido con un saco de bayeta ordinaria y con un gorro también de bayeta; estaba flaco, ojerudo y triste como usted no se lo puede figurar. Apenas le permitieron hablar unas cuatro palabras con nosotras en la puerta del cuartel y se quedó llorando ¡Alma bendita! que me parece que lo veo, en la formación, cuando sacaron su batallón a la plaza...

     -Oído a la caja, don Demóstenes -dijo Manuela.

     -Yo me vine para acá, y cuando volvimos a saber fue cuando nos dijeron que lo habían matado los constitucionales en el cuartel de San Agustín, en el asalto que dieron a la ciudad el 4 de diciembre de 1854.

     Manuela y doña Patrocinio lloraron; don Demóstenes se enterneció por el fin de esta relación, que era por cierto muy dolorosa; y después que doña Patrocinio se limpió los ojos, añadió:

     -Esto llaman libertad, señor don Demóstenes: dicen que todo va bien, y que tenemos un gobierno muy sabio, muy humanitario y muy republicano, que tenemos mucho progreso, y yo digo que así será. Y volviendo a nuestro asunto, le digo que don Alcibíades fue el que me dio las últimas noticias de Alejo, porque a sus pies cayó muerto de un balazo en la frente, y supimos por boca de un desertor que inmediatamente después de la toma del cuartel, recogieron después del triunfo los vencedores a todos los muertos en carros y los llevaron a enterrar. Yo le mandé hacer aquí sus exequias. ¡Alma bendita de Alejo! Y lo que ha de ver usted es que Alejo había sido alcalde, tesorero, mayordomo de fábrica y síndico del distrito.

     -¡Yo fui uno de los que atacaron ese cuartel! ¡Qué cosas! Pero ir a defender don Alejo un partido revolucionario que se había pronunciado contra los principios radicales, esto me parece falta de republicanismo.

     -¿Pero no sabe usted que los cogen en las calles o en los mercados, los amarran o los aseguran entre la tropa y los llevan al matadero con el nombre de ciudadanos armados?

     Diciendo esto se fue doña Patrocinio a revolver la chicha, y don Demóstenes se quedó callado, meditando seguramente sobre alguna idea de la mayor importancia. Manuela lo miraba de hilo en hilo, sin atreverse a interrumpirle sus meditaciones; pero al fin le dijo:

     -¿Oyó, don Demóstenes? ¿Oyó todo lo que dijo mi mamá?

     -Desde luego. ¿Sabes que hasta ahora le encuentro una vislumbre de solución a la cuestión de la perpetuidad del matrimonio católico? Después de haber leído la Matilde, las cartas persianas y mis clásicos de la escuela social, ¿sabes que esas palabras de tu madre "el amor se había repartido", me han dado en qué pensar?

     -Y usted tampoco habrá metido en cuenta las virtudes, y ya le oyó decir a mi madre la parte que la virtud ocupa en el asunto.

     -Tu madre me ha iluminado.

     -Ya verá como ñuá Melchora y Pía y ñor Dimas le hacen conocer cosas mucho más importantes para el gobierno, que esas sus novelas que usted llama sociales, y sobre todo usted va a ganar mucho con haber visto cómo es el gobierno de la parroquia.

     -Por eso tengo intenciones de ir al congreso, porque he tenido algún estudio de las costumbres; pero necesito que tú me saques todos los votos de tu parroquia para senador de Bogotá, porque el año pasado fui representante por un pueblo de la costa, en donde los electores no me conocían ni aun por mi retrato.

     -Es lo más fácil; pero desde ahora le hago un encargo.

     -¿Qué cosa?

     -Una ley en favor de mi mamá y la familia.

     -¿No más?

     -No más.

     -¿Tajada?

     -Sí, señor.

     -Veamos cuál es la tajada de la niña Manuela.

     -Es ésta. Según la ley con que hacen ahora las elecciones, los ciudadanos vienen a votar siete veces aquí a la parroquia por congresistas, presidentes, cabildantes y todo lo demás. Pero los conservadores de las haciendas se van a empeñar para que las elecciones se hagan a gritos en la mitad de la plaza, y que esto se haga en un mismo día, y me tiene más cuenta que se sostenga la ley del voto universal, en los siete días, porque de este modo gastan los peones y arrendatarios que vienen desde dos o tres leguas, o de más cerca, siete veces la chicha, el aguardiente, el ajiaco y los tabacos; y con la ley de los conservadores no gastarían sino un solo día, esto es, de cuenta de las elecciones.

     -¿Y sabes que tu proyecto es el más patriótico? Porque como te dije en el zarzo de esta misma casa, el voto universal es para que tengan parte en la soberanía los criados, los soldados, los peones y los mendigos, porque de lo contrario no hay tal soberanía del pueblo, sino soberanía de la aristocracia y de la oligarquía; y el voto directo es para que no se pierda su virtud, la voluntad del elector, pasando de mano en mano, o de boca en boca por medio de apoderados. Y por lo que hace a los siete días diversos que designa la ley, eso ha sido con la mente de que se civilicen los ciudadanos, que se instruyan en sus derechos con el continuo roce de las cuestiones populares de la República, como los atenienses que vivían en la plaza haciendo leyes y decretando honores o proscripciones a los hombres más beneméritos de la patria.

     -No tendrían ni amos que servir con su trabajo personal ni matas que desherbar, ni roza que lorear, ni las mujeres tendrían gallinas que despulgar en la casa, para estarles llevando las ollitas de comida desde la estancia.

     -Ciertamente los atenienses tenían esclavos que trabajasen la tierra a su nombre, y lo mismo les sucedía a los romanos todo el tiempo que fueron republicanos. Bueno, Manuela: tendrás tu tajada, pero es menester que andes con mucha viveza para que no te ganen la elección los oligarcas.

     -¡Qué van a ganar! En todo este distrito parroquial nadie sabe qué cosa son las elecciones, ni para qué sirven, ni nadie vota si no le pagan o le ruegan o le mandan por medio de la autoridad de los dueños de tierras o del gobierno. Yo gastaré unas botellas de aguardiente, y con esto ganaré o compraré la mayor parte de los votos; deje usted y verá.

 

 

 

Capítulo XXII

La octava de Hábeas

 

 

     A las doce del día sonó un alegre repique, seguido por una docena de cohetes que oyeron con sumo placer los estancieros de la parroquia. Era la víspera de la octava de Corpus, que celebra todos los años la república cristiana. Al mismo tiempo se estaban adornando las pilas, altares, lámparas y bosques por las personas que, con dos meses de anticipación, habían sido nombradas por el cura. Es preciso confesar que éste no procedió con acierto al escoger las personas que debían adornar las pilas; porque Manuela y Cecilia representaban los dos bandos políticos de la parroquia. El resultado fue que Dámaso tuvo parte en la obra de Manuela; que los manuelistas formaron de la pila el pendón de su partido; y, por lo mismo la pila de Cecilia se convirtió en la enseña del partido tadeísta.

     La pila de Cecilia tenía una portada revestida de pañuelos, muselina, lazos de cinta y muchos espejitos redondos. La de Manuela, adornada con laurel, liquen, helechos, y algunos pájaros disecados, representaba una gruta; y como generalmente pareció mejor que la de Cecilia, los tadeístas quedaron corridos.

     Las lámparas de la iglesia estaban tan hermosas y brillantes como si fueran de verdadero cristal. Habían sido construidas de bejucos y cañas, adornadas con la cascarita de la planta llamada motua, que es muy parecida al papel de seda, y con las flores que los estancieros llaman rosas amarillas. Daban las lámparas visos de plata y oro, y la ilusión era tan maravillosa, que Paula, Rosa y Pía estaban muy satisfechas de haber cumplido su comisión con tanto lucimiento.

     El altar que le tocó al dueño de la Soledad no tenía nada de nuevo. Estaba vestido con piezas de bogotana y adornado con cintas, cuadros y espejos. El altar de don Eloy no difería del anterior sino en ostentar candeleros de plata y un afamado cuadro de la Virgen de los Dolores. El del Retiro era de una invención enteramente nueva: constaba de una cúpula sostenida por doce columnas vestidas de laurel y de una cornisa formada de flores de la montaña y bejucos de pasiflora, de flor lacre. El frontal era una lámina formada con musgo, liquen y vistosas flores, representando en relieve las tablas del Decálogo. Del centro de la cúpula pendía una araña plateada con piel de motua, y colgada con una cinta hecha de cáscara de majagua. El altar de la Hondura fue despojado de prisa, por orden del señor cura, de algunas sábanas y colchas de cama con que lo habían adornado, y fue revestido con piezas de género nuevo. El altar mayor estaba adornado con sencillez y gusto, siendo su mejor adorno los fruteros y ramilletes que llevaron algunas estancieras. El coro se compuso de los cantores y músicos de la cabecera del cantón, y ejecutaron con solemnidad los oricios de la misa. El sermón fue predicado por el cura, que era el mejor predicador de costumbres, y que a pesar de su claridad y sencillez se elevó hasta lo sublime.

     La procesión era el complemento de la fiesta. El cura partió desde el altar mayor llevando en sus manos la custodia, precedido por el estandarte y por los vecinos que llevaban cirios encendidos. Los repiques y los voladores anunciaron la salida de la procesión; y el sacerdote, al presentarse en la puerta del templo, se detuvo un momento para señalar la custodia al pueblo, que se postró de rodillas sobre la verde grama de la plaza. Reinó un profundo silencio, interrumpido sólo por el solemne canto que repetían los ecos lejanos de la montaña. El cura llegó, cubierto por la vara de patio, a depositar la custodia sobre el ara del primer altar; la procesión continuó pisando las flores que regaban dos ninfas adornadas para tan digno ministerio. No sonaban sino las campanas y el canto acompañado por varios instrumentos; el pueblo adoraba en silencio, y cualquiera incrédulo se hubiera penetrado de la majestad y grandeza del Dios que se adoraba, al ver el fervor unánime de todos los concurrentes.

     Don Demóstenes, con la cabeza descubierta, estaba junto al altar de la hacienda del Purgatorio, y por consiguiente al lado del caballero dueño de las valiosas fincas que lo adornaban. Cuando la procesión estaba todavía distante, dijo don Eloy a don Demóstenes:

     -¿Qué le parece a usted la procesión?

     -Es lo mejor que puede darse en una parroquia como ésta.

     -La solemnidad de esta fiesta proviene en su mayor parte de la igualdad, ¿no le parece a usted?

     -¿Por qué razón?

     -Porque si los cinco partidos en que está dividida la parroquia, estuvieran divididos en cinco sectas distintas, estarían riéndose unos, con el sombrero puesto otros, fumando muchos y con la espalda vuelta algunos; y se suscitarían fuertes disgustos por la falta de cultura de nuestras gentes.

     -A mí me encanta la multiplicidad de religiones. Si usted viera en los Estados Unidos...

     -A mí lo que me gusta es la unidad, la conformidad, la regularidad, como que es la tendencia general de nuestra sociedad y la fuente de la perfección humana. Es un hecho que la unidad de nación, idioma, partido y raza, es una ventaja reconocida: ¿por qué le gusta a usted únicamente la desunión religiosa?

     -Desengáñese usted: mientras que en esta parroquia no haya unas cinco sectas diferentes, no puede haber ningún progreso.

     -¿Y por qué habían de ser cinco y no quinientas? Rota la unidad de la Iglesia católica, y con la facultad de interpretar las escrituras, cada hijo de vecino puede tener su religión por separado. Mire usted, don Demóstenes; aplaudo la idea de asegurarle a cada secta las prácticas de su culto en donde los legisladores hallaron la población compuesta de emigrados de todas las creencias; pero repruebo los esfuerzos de los que desean dividir aquí la unidad en que la trasformación política nos halló, para igualarnos a los Estados Unidos; y este prurito de legislar para los pueblos incultos de la Nueva Granada, como se legisla para los pueblos civilizados de los Estados Unidos; este prurito de no atender a las costumbres del pueblo, para darles leyes adecuadas y justas, es la causa de las guerras que estamos experimentando.

     Ya la procesión pasaba por delante de los interlocutores, y se vieron precisados a suspender su diálogo.

     Marta y Manuela vieron la procesión desde el corredor de la casa del sacristán. La generalidad de las muchachas del distrito iba siguiendo el palio, en un grupo denso, compuesto de una multitud de mujeres de todas clases.

     No muy lejos del altar de don Eloy estaban las familias de la Soledad y el Retiro, en una casa de la propiedad de don Blas; y en el corredor que daba a la plaza estaban Juanita y Clotilde, al lado de unas señoritas que habían venido de otros distritos.

     La procesión, después de haber recorrido todos los altares, terminó en el atrio, desde donde el cura bendijo con la custodia a todo el vecindario que se hallaba prosternado en la plaza.

     A un tiempo se levantaron todos los sombreros, se rompieron filas para conversar en grupos, y la gente se puso a recorrer los arcos, altares y bosques. Las familias aristocráticas, esto es, las familias ricas, salieron de su palco para recorrer la plaza, comenzando por el Paraíso, que se levantaba sobre un teatro de vara y media de altura, cubierto de flores, de menudas ramas y de bejucos de melones y patillas con sus olorosos frutos. Sobre el tablado se alzaban algunas matas de café, añil y caña de azúcar; el centro lo ocupaba una mata de plátano, con vástagos cargados de racimos de distintas edades. Debajo de las espléndidas hojas del plátano estaban dos chicos de parroquia molestados por los mosquitos, que representaban a Adán y Eva. Ñor Elías había rodeado este teatro de todos los animales de las vecinas montañas, unos disecados y otros recién muertos.

     Don Demóstenes se había acercado a Clotilde y las otras señoras, y les explicaba las familias, especies y géneros de todos los animales. Después de hablar largamente sobre la raza humana, les hizo notar las cuatro clases de monos existentes en las montañas de la parroquia; el oso hormiguero y el oso negro. El perro doméstico estaba representado por Ayacucho, con su hijo adoptivo a las costillas; el ulamá y las zorras lo acompañaban. El ñeque, la boruga con el conejo y el curí formaban el género de la liebre; la marrana de Manuela, de gran nombradía en los fastos de la historia, junto con un cafuche, cogido en una de las trampas del ciudadano Elías, representaban el género cerdoso. Los papagayos, tan aborrecidos de Pía, estaban reunidos en cuatro variedades; los yátaros en tres; los carpinteros en dos; las palomas en seis, desde la doméstica hasta la abuelita, que cabe en la mano cerrada.

     Del Paraíso se fue la gente de zapatos a dar un paseo por el frente de los bosques, que estaban en las bocacalles, adornados con hoja de palma, ramas de laurel, flores amarillas y algunos espejos pequeños.

     El primer bosque representaba la hoyada de un páramo, en donde estaba cazando a los cazadores un venado m uy grande con una buena jauría de perros, y encima se leía este letrero: ASÍ ESTÁ EL MUNDO.

     El segundo representaba un fragmento de queso, puesto en una mesa con un cuchillo junto; y parecía que un hombre sentado en una silla poltrona cuidaba de él; se veían, además, unos pocos caracoles colgados de un hilo. El personaje tenía cuello de clérigo, y el letrero decía: NO HAY MÁS QUESO Y A MÍ SE ME DAN TRES CARACOLES.

     En el tercer bosque se exhibía un aserrío de mano, con todos sus adherentes: un queso vertical representaba la troza de palo; y a los aserradores un gato y un ratón vivos, empuñando en sus manos una sierra, de tal modo dispuesta que se movía para un lado y otro, cuando los operarios hacían sus movimientos de impulsión y repulsión. El letrero decía: LA REPÚBLICA Y LOS LEGISLADORES.

     El último bosque representaba un gato colorado empapelando a una polla fija con papel sellado, al mismo tiempo que un gato blanco estaba empapelando al primer gato con papel de la misma clase. Había otros pollos blancos, negros y nicaraguas, que estaban empapelados con hojas de la Recopilación granadina, y todos ellos tenían sus nombres propios. A Clotilde y Juanita les llamó mucho la atención la escena de los gatos, y se detuvieron mirando con curiosidad los trajes y los emblemas. El gato blanco tenía botas, lo que indicaba ser de la aristocracia de la Nueva Granada; estaba vestido con una levita blanca y tenía la corbata puesta conforme a la última moda. El gato colorado tenía ruana forrada de bayeta, estaba calzado con alpargatas, el cuello de la camisa estaba en el grado más alto de almidón que puede darse y no tenía chaqueta, sino chaleco de una moda muy atrasada. El rótulo decía en letras de a cuarta: LOS MISTERIOS DE LOS GATOS.

     Don Demóstenes había quedado distraído y Juanita le preguntó:

     -¿Comprende usted el sentido de este bosque?

     -No creo que tenga ninguno. Lo que me parece es que estos idiotas abusan de la paciencia del público.

     -¿No cree usted que pueda haber alguna relación entre los gatos y el papel sellado?

     -Como entre las señoras y la política de aldea.

     A este tiempo trató de revolotear la polla empapelada, y uno de los muchachos del pueblo dijo gritando:

     -¡Miren a la niña Manuela!

     Dos públicos estaban al frente del espectáculo: la gente grave y aristocrática, entre la cual se hallaba don Demóstenes, y la democracia pura, compuesta de los muchachos y la gente pobre. Esta última, que era la mayoría, celebraba con risotadas todos los movimientos de los actores, mientras que la gente grande guardaba toda la circunspección de la prudencia y la sabiduría, siendo las señoritas las únicas que se sonrían, y eso poniendo sobre sus delicados labios los pañuelos de batista; pero don Demóstenes estaba tan grave que parecía ser el príncipe de la aristocracia parroquial.

     -Vean a don Demóstenes con su levita blanca -gritó uno de los muchachos-, y a don Tadeo con su sombrero de funda amarilla.

     -Estoy comprendiendo -dijo Juanita-, que nos han querido dar un bosquejo de la caída de don Tadeo.

     -Vean cómo se vuelve don Demóstenes -gritó otro de los muchachos de la turba popular.

     -Entiendo que se ataca en esta pantomima, por lo menos, mi respetabilidad, y esto merece un castigo ejemplar -dijo don Demóstenes.

     Y se separó de las señoras en ademán de acometer a los pollos y los gatos.

     -¿Qué hay? -le preguntó don Eloy que estaba cerca del bosque.

     -Voy a subir a ese tablado y a pisotear todos los gatos y los pollos, para ver si hay quien saque la cara; porque, vive Dios, que le destapo los sesos con mi revólver.

     -Quedaría usted muy deslucido, me parece.

     -¡Caramba, ponerme en ridículo delante de las señoras!

     -¿Y si todo lo que está representado en el bosque lo hubieran escrito en un artículo de periódico?

     -Eso no tendría nada de malo.

     -Habría sido peor, porque la imprenta exhibe al paciente delante de todo el mundo, y el bosque sólo ante los habitantes de una parroquia.

     -Pero a la imprenta puedo oponer la imprenta.

     -¿Y a un bosque no puede usted oponer otro bosque?

     -La tardanza de veinticuatro horas y la carencia de elementos dejarían la contestación sin efecto.

     -¿No hay casos en que para desvanecer la calumnia de la imprenta es preciso aguardar que vengan documentos de una provincia lejana, y mientras eso se glorian los calumniadores? Usted sabe muy bien que al que difama por medio de la imprenta no lo castigan las leyes de la Nueva Granada.

     -Es porque la libertad absoluta de los tipos y de la palabra es un hecho ya consentido y muy conforme con la verdadera república; pero la libertad de los bosques no está sancionada; lo que voy a hacer es a despachar todos esos gatos y pollos, con los cinco tiros de mi revólver.

     -¿Y qué va a ganar usted con eso, don Demóstenes?

     -Que no se rían impunemente de mí.

     -Y si va y yerra alguno de los tiros, ¿no se expone a que lo silben los muchachos?

     -Lo veremos.

     -¿Tolerancia! -dijo don Eloy, echándole mano al revólver-; ¡Tolerancia! ¡Tolerancia! Don Demóstenes.

     -Solamente estos viles parroquianos son capaces de hacer una cosa semejante.

     -No, señor: el año de 39, en un pueblo cabecera de cantón, pusieron un bosque, del que habían sacado la idea de uno de los que están puestos aquí; y entiendo que fue por criticarle al cura la frase de más queso, que pronunciaba en sus sermones, en lugar de decir, más que eso. En Bogotá he visto también varias travesuras de éstas.

     El gato colorado de doña Patrocinio, que era de muy mal genio, airado con la presencia de tanta gente, hizo caer de un rebullón al gato blanco de Marta, que era el primer personaje de la escena; y éste por forcejar se safó el saco y la corbata, levantándose de entre la gente plebeya la voz de una mujer que decía:

     -¡Pobre don Demóstenes!

     Le faltó a don Demóstenes la paciencia; dejó ir el tiro; lo dio al gato colorado muy cerca del ojo, haciéndole lanzar un grito dolorosísimo antes de expirar.

     -¡Viva el libertador de la parroquia! -gritaban los chinos-; y las señoras se retiraban temblando de miedo.

     Don Demóstenes, encarnizado contra el bosque, siguió haciendo fuego contra los otros personajes, pero escapó milagrosamente el gato de Marta, que estaba vestido de cachaco. La jornada terminó de una manera muy desagradable, porque doña Patrocinio se le vino encima al vencedor, diciéndole estas palabras demasiado bruscas:

     -Si usted no me entrega mi gato ahora mismo, el diablo canta en su entierro, don Demóstenes. Esto es lo que uno se suple con alojar en su casa personas desconocidas. ¡Lástima de mi gato, que lo quería tanto! Era tirria que le tenía, porque decía que se parecía a don Tadeo; pero todo no era sino porque no se dejaba sobar, como el gato de Marta; porque ni aun para los gatos hay igualdad en esta vida.

     -¡Pero óigame, doña Patrocinio!

     Doña Patrocinio no oía; siguió hablando primores en favor de su gato y gritando como una loca.

     Mientras que todo esto pasaba, Dámaso daba libertad al gato blanco y a la polla que representaba a su adorada prenda; y retiraba el cadáver del gato colorado, chorreando sangre todavía. Las señoras entraron a la casa de su posada; Clotilde tuvo una pesadumbre muy grande, porque echó menos un anillo de diamantes, enteramente igual al que tenía puesto su amiga Juanita. Lo avisó a su padre, y, éste al alcalde para los efectos del caso. Infausto llamó Clotilde este día por algunos acontecimientos fatales que se agregaron a la pérdida del anillo, y tal vez fue uno de ellos el no haber podido bajar esa semana don Narciso de la sabana.

     Don Demóstenes creyó que lo más conveniente después de lo sucedido, sería abandonar la plaza; y, se fue a casa de Marta, por ver si allá estaba Manuela, para reñirla porque sabía que había tomado parte en el bosque. Manuela se había retirado cansada de la fiesta y estaba en la hamaca, al lado de Marta, sirviéndose de su brazo como de almohada. Ambas estaban con trajes nuevos, que realzaban su hermosura, a pesar de su sencillez, pues consistían en pañolones colorados de algodón, enaguas de cintura y camisas bordadas. Estaban aletargadas por el calor, el cansancio y la hamaca, cuando se les apareció don Demóstenes.

     -¿Qué tal de Corpus?... -le preguntó Manuela sin cambiar de postura.

     -¡Pésimamente!

     -¿No lo ha mirado la joya del Retiro?

     -Ojalá que no hubiera estado presente; porque hoy se ha reído de mí toda la canalla de la parroquia, y si tú has tenido parte, como yo lo presumo...

     -¿Parte en qué, don Demóstenes?

     -En exhibirme al público en uno de los bosques.

     -¿Y a mí no me vio por ahí?

     -¿Y qué?

     -Que hoy no dejo de comer por esa pesadumbre.

     -¿Aunque se rían de ti?

     -¡Y qué remedio! ¿No hay casos en que se ríen de uno a sus espaldas?

     -Pero una burla pública...

     -No siendo contra el honor...

     -Eso se llama tener pechuga.

     -Tener buen humor y eso que usted llama tolerancia, y nada más.

     -Pero un bosque... ¡con mil demonios!

     -¿No ha comprendido usted lo que quiere decir el bosque?

     -No necesito saberlo.

     -Pues voy a explicárselo: Manuela se hallaba encausada por don Tadeo, y un caballero, llamado Demóstenes, la libertó a ella y a su parroquia. El caballero se ha hecho digno de la gratitud del pueblo. ¿Le parece a usted que esto tiene algo de malo? Una vez pusieron un bosque que tenía de un lado un hombre con muchas varas de longaniza metidas en un brazo, y al lado opuesto se hallaban unos tantos de los conocidos con el apellido de Díaz; y había un letrero que decía: Hay más días que longaniza. Y lo que le aseguro a usted es que por esto no hubo pelea, porque ninguno se dio por agraviado.

     -Con su pan se lo coman. Lo cierto es que he venido resuelto a pelear contigo.

     -¿Y conmigo también? -le preguntó Marta.

     -Con todos los que tengan parte.

     -Fuimos las dos solas, don Demóstenes.

     -¿Solas?

     -Solas -le contestó Manuela.

     -No lo creyera yo.

     -Pues créalo.

     -Es una vileza.

     -Tal vez, ¿pero no nos perdonará usted jamás?

     -¡Oh!

     -Pues mire: si nos ha de volver a tratar mañana con cariño, trátenos de una vez; venga, siéntese aquí en la hamaca con nosotras y cuéntenos qué tales muchachas ha visto en la plaza.

     -Lo que me consuela es que he despachado al gato matrero de tu casa.

     -¿Cómo?

     -Con un tiro de pistola.

     -¡Imposible!

     -Como lo oyes.

     -¿Y cómo le quedará a usted el bulto con mi mamá; y qué hará cuando los ratones comiencen a caer como llovidos y a comerse sus libros y sus cucarachas?

     -Pues me iré mañana, para evitar incomodidades.

     -No se vaya, don Demóstenes, porque nos hace mucha falta -dijo Marta-, yo le daré mi gato a mi tía.

     Las palabras de las dos amigas lograron por fin aplacar a don Demóstenes. Por la tarde se jugaron dos toros en la plaza y por la noche hubo algunos bailes.

 

 

 

Capítulo XXIII

El angelito

 

 

     Dos días después del Corpus, entraba don Demóstenes a su posada y al ir a buscar la mesa para colocar sus insectos, pepas, ramas y flores, sintió esa impresión que todos sentimos al ver desocupado el puesto en que nos habíamos acostumbrado a ver un mueble interesante de la casa; retrocedió lleno de molestia y llamó:

     -¡Caseras!

     -¿Qué? -respondió Manuela desde el fondo de la despensa, en donde se hallaba poniendo en unos canastos unos tantos ramilletes de flores y dos o tres manojos de velas.

     -¿La mesa? -preguntó el alojado con enfado-. ¿Qué mesa?

     -¡Oh! Pues la mesa grande, la mesa de cedro, la mesa que ha entrado como la silla jesuítica en el arrendamiento de la posada.

     -¿Luego no se la llevaron para levantar el trono?

     -¿Qué cuento es ese de trono?

     -Para el velorio, pues.

     -Parece que tú quieres evadir la cuestión con chicanerías; porque te juro a fe de caballero, que yo no sé qué cosa es esa de trono ni de velorio.

     -Ni yo tampoco sé lo que son sus chicanerías.

     -Tú quieres eludir la cuestión principal con atravesar otras cuestiones que no vienen al caso, y, entre tanto, yo sufro una pena verdadera, cargado con todos estos objetos, sin saber dónde se halla la mesa grande para depositarlos, y tú no me respondes sino a medias y sin asomar la cara, contra las reglas más comunes de la buena crianza.

     -Pues tiene que dispensarme por ahora, porque cada prisa trae su despacio.

     -¿Pero existe la mesa grande o no existe?

     -Está donde mi tía, porque se la han llevado para el trono del angelito, en el velorio que se va a hacer esta noche. ¿Ya lo supo?

     -Yo quiero prescindir de todo ese fárrago de palabras; pero ¿dónde están los objetos de historia natural que tenía yo sobre la mesa, en virtud de que estoy pagando el alquiler?

     -¿Qué es eso de historia? ¿Las historias no son los cuentos? ¿Usted tenía cuentos encima de la mesa?

     -Hablo de las plantas y animales que había dejado en la mesa, como el toche disecado, por ejemplo.

     -Ése, ¿no entró el gato blanco y se lo llevó, así que se fue usted con la escopeta para la montaña?

     -¡Caramba! ¿Y quién responde por ese daño?

     -El gato.

     -Como se muera, en virtud del jabón arsenicado, me pagará bien cara la picardía. Y el firigüelo, ¿dónde está?

     -¿Eso tan feo y tan hediondo? ¡Avemaría!

     -¿Ese individuo que constituye un solo género?

     -Se fue al muladar, que es adonde le pertenece, porque la sala estaba que no se podía aguantar. El corazón lo aparté para remedio, y por ahí lo tengo en la cocina.

     -¿Para qué remedio?

     -Para no olvidar; ¿luego usted no lo sabía?

     -¿Cómo?

     -Hecho polvo y haciéndoselo tomar en ayunas, sin que lo sepa, a la persona a quien se le quiere dar.

     -¡Hombre! ¡Lo que se ponen a creer a mediados del siglo XIX!... ¿Y el mico?

     -Adentro lo topa en su alcoba.

     -Es decir que me has hecho una segunda revolución oficial, muy parecida a la que me hiciste el día de mi visita a Clotilde; y ahora me permitirás que te diga que en esto lo que se ha hecho es tratarme con muy poca consideración, y yo he de aguantar de cuenta de ángeles somos; y vengo a preguntar por una cosa que tengo derecho, y se me responde del otro lado de un tabique, y con bravezas.

     -Es que yo tengo una cosa, don Demóstenes, que al son que me tocan bailo, y como usted vino a preguntar la mesa con tanto tono, ¡qué quiere usted!

     -Pero ¿qué quieres? El cansancio y la fatiga de todo un día, trepando y rodando por esas breñas del Botundo, y venir a encontrar estas novedades...

     -Pero usted es tolerante, y tolerancia quiere decir aguantar, según lo que usted mismo nos ha dicho.

     -Pues bien, Manuela; todo lo tolero, menos que tú estés brava, y que no me presentes tus divinos ojos, tu boca dulce y agradable y toda tu presencia encantadora para contemplarte, para darte satisfacciones, si te he ofendido. Pero ¿dónde estás? Déjame ver el iris de tu sonrisa después de la tempestad, quiero ser tan dichoso como los hijos de Noé. ¿Me oyes?

     -Le oigo, pero no le entiendo.

     -Que quiero verte.

     -¿Y qué se suple?

     -Extasiarme contemplando tus formas seductoras, derretirme con el fuego de tus miradas. Lo que está presente es lo que seduce y encanta. De la ausencia o falta de visión dimana muchas veces la inconstancia de que estuvimos hablando ayer.

     Estas últimas palabras las dijo don Demóstenes arrimándose a la despensa, y en el acto exclamó:

     -¡Hola! ¡Conque tú también estabas por aquí!

     -Sí, señor: oyendo y aprendiendo cosas buenas para ir teniendo experiencia; lo que tiene es que yo poco entiendo -contestó Marta.

     -Yo soy el que no entiendo absolutamente eso de velorio, trono y angelito.

     -Pues le diré lo que hay -dijo Manuela-. Se murió mi ahijado, el hijito de mi comadre Pía, y lo vamos a bailar.

     -¿Bailar?

     -Sí, señor; bailar.

     -¿Bailar a un muerto? ¡Vaya una ocurrencia!

     -¿No ve usted que es angelito de cinco meses?

     -¡Y por eso deja de ser un muerto? Esto no sería escandaloso en los siglos medios y en los dominios de los monarcas, ¡pero en el siglo XIX, y en las goteras de una república que se ha dicho que va a la vanguardia! ¡Esto no se puede tolerar!

     -Y tiene que prestarme su ruana colorada, su espejo de afeitar, su colcha y su pañuelo lacre, el que puso usted de bandera el día que se volvió cónsul de la extranjería por librarme de los policías.

     -Lleva todo lo que quieras; ¡pero bailar a un muerto!

     -Y lo cito para un bambuco.

     -¡Mil gracias! Allá iré, no por bailar, sino por sacar algunos apuntamientos para mis artículos de costumbres; porque los artículos de costumbres son el suplemento de la historia de los pueblos.

     -Pues hasta luego, hasta luego -dijeron las dos primas y salieron de la casa, llevando cada una un canasto de útiles para el velorio.

     Ya la noche se había acabado de obscurecer, y al encender don Demóstenes la vela de su alcoba, se halló con un difunto extendido en su cama y cubierto hasta el pecho con sus cobijas.

     Se quedó indeciso por algunos instantes, observando el cadáver, hasta que por último murmuró:

     -¡Ellas fueron! ¡Y ver el disimulo que gastan! No hay duda que estas puertas abiertas a todas horas tienen sus desventajas.

     A este tiempo se reían fuera de la sala Ascensión y Pachita, y hasta la venerable dueña de la casa.

     El difunto era una persona muy conocida de don Demóstenes: era un mono de los más grandes, que estaba disecando desde la víspera. Levantó la sábana y se quedó contemplándolo.

     -He aquí -dijo el naturalista-, la verdadera imagen del hombre. La frente, los ojos y las orejas son las que yo he visto en algunos peones de los trapiches; las orejas cartilaginosas y sin vello, son las de la humanidad en general; las manos se parecen exactamente a las manos enjutas de los empleados, pero no diré nada de las uñas. Las narices son un poco deprimidas; pero no las hay en Bogotá de este género, aunque la naturaleza por otra parte haya tenido el cuidado de sustituir la falta, dándoles a otros picos de yátaros por narices. Y por lo que hace al rabo, Marco Polo y Jorge Juan ¿no aseguran haber visto hombres con rabo? Yo creo que se debe recabar una ley para que los cazadores no maten monos. ¿Por qué no hemos de eliminar la pena de muerte para el allegado del hombre, cuando está eliminada para los hombres?

     Puso la vela sobre el candelero, y metiendo la mano izquierda por debajo de la espalda del mono, lo levantó y colocó sobre su pequeña mesa de ocovo, en donde tenía sus libros, sus manzanas, dulces y sus manuscritos de la semana, a tiempo que sonaban los dobles de las campanas, lo que indicaba que eran las ocho, y se preparó para ir a cumplir con la cita de las dos primas.

     Hizo su traslación con toda pompa, vistiendo ropa de paño y siguiendo a Ayacucho, que iluminaba toda la calle con el farol; doña Patrocinio y Pachita lo llevaban en medio, y detrás iba la servidumbre, Ascensión por parte de las caseras y José por la del alojado.

     Cuando se apareció en la sala del baile Ayacucho llevando el farol, salieron las primas a introducir al bogotano y le pusieron asiento junto de Pía. La sala se pasaba de alumbrada, porque había un túmulo formado de escalones que tenía más de cuarenta velas, y encima, a mucha altura, quedaba el angelito. Los concurrentes eran todos de la clase descalza: había tres jerarquías, la de alpargatas, la de quimbas y la del pie descalzo por entero. De la clase de los calzados no había sino don Demóstenes. En cuanto a los dos partidos allí estaban representados por sus prohombres, o más bien por sus promujeres, porque Sinforiana y su hija Cecilia y la entenada de don Tadeo, ocupaban los principales puestos de la sala. Allí estaba Clímaco el matanero de la parroquia, con toda su familia, y estaban también las hijas de ñor Elías, gente decidida por el partido caído. Don Francisco Novoa pasaba por nebral en esos días, y ñor Elías por capador.

     La música ejecutaba el torbellino en los tiples, las guacharacas y la carraca, y un dúo de chuchos, que también llaman alfandoques.

     Rosa de Malabrigo era la que bailaba y se hacía notable, tanto por la soltura de su cuerpo, como por la sombra densa de sus cejas especiales. Ñor Dimas era su pareja. La aureola brillante del placer reverberaba en su rostro de medio siglo, y la actividad de todos sus movimientos daba muestras inequívocas de que estaba sumamente poseída de las inspiraciones del baile. Tenía el sombrero levantado de adelante, la camiseta atravesada y echada sobre los hombros; las piernas un poco encogidas, y hacía sonar fuertemente las quimbas contra la tierra al compás de las guacharacas y la tambora. A ñor Dimas lo sustituyó Dámaso, y Manuela a Rosa, y luego Cecilia a Manuela.

     Tal vez hizo mal Cecilia en presentarse al teatro en aquellas horas en que sus miradas y sus sonrisas eran examinadas por Manuela y por la señora Sinforiana de las Mercedes, y por todos los individuos del partido de don Tadeo Forero; pero el hecho es que Cecilia bailó muy a gusto, según la sonrisa de sus labios y las placenteras miradas de sus ojos hermosos. Manuela no estaba contenta ni lo estaba tampoco la madre de Cecilia, y para eso que se tardaron un cuarto de hora en relevarlos. Manuela tuvo el acierto de reprimir sus celos; no así la señora Sinforiana, la cual reconvino a su hija delante de los partidos. Fueron saliendo otras parejas a la escena, sin quedar una sola persona que no bailase. Ascensión y José bailaron juntos.

     Don Demóstenes se hallaba sentado en un taburete de tijera, de una cuarta de alto, al lado izquierdo de Pía, y allí le trajeron Marta y Manuela un plato con una copita de mistela de azafrán, acompañada con batidos y mantecadas. Probó don Demóstenes la mistela y cogió en la mano una mantecada; pero fueron tantas las instancias de las dos primas, que tuvo que tomarse toda la copita; y en seguida, con la mantecada en la mano, de la cual mordió muy poca cantidad, dijo a Pía:

     -Yo te compadezco, porque sé que no hay dolor como el de la pobre que pierde su hijo.

     -¡Dios se lo pague, señor don Demóstenes! Yo sé que usted es un rico muy caritativo con los pobres.

     -De lo que estoy admirado es de ver que tú permitas ese desorden.

     -¡Qué desorden, don Demóstenes?

     -¡El baile! ¿No sabes que todo tiene su lugar conforme a las circunstancias? En el templo se reza y se exhiben los misterios del dogma y de la fe; en el teatro se exhiben los cuadros del amor con sus personajes de ninfas, diosas, galanes y damas; en el baile se exhibe la pantomima del amor por los movimientos ligeros y acompasados, así como en el cementerio nos humillamos delante de las reliquias de los muertos con el respeto más profundo. Pero si se cambian los teatros, se profanan, se insultan, se pervierte todo. ¿Qué dirías tú de ver representar en la iglesia el entremés del tío o la tía; o de ver representar en el coliseo el drama de la pasión de Cristo? ¿Y qué se podrá decir de este baile profano delante de los restos sacrosantos de un individuo de la especie humana? ¿Y de un hijo, Pía, de un hijo que ha costado desvelos, sufrimientos y dolores? ¿De un hijo, que es el epílogo del amor?

     -¿Pero no ve usted que es un angelito de cinco meses que había nacido para el cielo, y que se ha ido al cielo, sin arriesgar el alma y sin pasar trabajos en el mundo?

     -¿Es decir que te has alegrado?

     -Eso no, porque he llorado como pocas; pero me he conformado con que se haya ido al cielo el hijo de mis entrañas.

     -¡Pero bailar! ¡Bailar!

     -Para que no pene la criatura de Dios.

     -¿Cómo es eso?

     -Porque si no se baila, dilata en entrar al cielo.

     -¿Éstas tenemos! ¡En las goteras de una república que marcha a la vanguardia y en la mitad del siglo XIX?

     -Y supuesto que Dios se acordó de Josesito, ¡mejor es que se haya quitado de padecer trabajos, y a como está el tiempo de ahora! El día que yo hubiera visto a Josesito preso por no tener con que pagar el tributo de la contribución, o amarrado para ir a la guerra, contra su gusto, yo no sé qué hubiera hecho, don Demóstenes, y por esa parte sí me conformo con que se haya muerto chiquito.

     -¡Hombre! Ni las vacas; porque ellas braman y rebuscan y se muestran inconsolables por la muerte de un hijo, con ser que son animales.

     -Por lo mismo, porque si ellas pensaran en todo los trabajos que al ternero se le preparan bailarían de gusto. Ojalá que yo me hubiera muerto de la misma edad de Josesito -añadió, tratando de disimular el llanto que la ahogaba.

     -¿Y tu misión en el mundo?

     -¿Mi comadre no le ha contado algo? ¿Conque no hacen bien en bailar estas buenas gentes por la muerte de Josesito?

     -¡Pobre Pía! Si cada cual habla del baile como le va en él, tienes razón de quejarte a las piedras; pero la sociedad no es un trapiche, ni todos los mayordomos desnaturalizados con las arrendentarias como el mayordomo del Retiro. Y volviendo a tu hijo, la pérdida es infinita, porque pudo haber sido el apoyo de tu vejez.

     -¡Que se haga la voluntad de Dios! -dijo Pía y se limpió los ojos.

     La música seguía con todo vigor, en especial la carraca, que no cesaba un solo momento: era un cuadro que merecía un pincel por separado, la figura de ñor Elías agachado, pegándole al suelo con la carraca, sin dejar apagar la churumbela y sin alzar a mirar a la gente, embriagado con la dulce filarmonía de su instrumento, o quién sabe si afligido por los negocios políticos, pues aunque él contaba con la fidelidad de su compadre para su secreto de la carta de don Tadeo, su conciencia no estaría muy tranquila, después de haber traicionado a su partido.

     Marta y Manuela se habían salido al corredor y estaban apoyadas en la baranda, cuando sintieron a don Demóstenes y le hicieron campo.

     -Yo no me había figurado -les dijo el bogotano-, que las preocupaciones humanas llegasen al extremo de profanar la tumba; pero lo estoy viendo con mis propios ojos, y no puedo revocarlo a duda. Los salvajes del Orinoco respetan las cenizas de los muertos sin atender a las edades, y sólo estaba reservado a los católicos de la Nueva Granada cometer un acto de barbarie como el que ustedes mismas han perpetrado. El fanatismo es la única cosa que puede disculparlas a ustedes; el fanatismo que ha empujado a los hombres hasta cometer los mayores crímenes. Lo que ustedes llaman trono no es sino la tumba, y se ríen y se divierten...

     -Y usted tiene también un muerto en su alcoba dijo Marta, riéndose como siempre, entre tanto que Manuela sacaba del seno un tabaco muy perfumado de vainilla para darle a don Demóstenes.

     -¿Conque ustedes fueron?

     -¿Qué cosa? -dijo Marta.

     -Las que me metieron entre las cobijas de mi cama el mono que estoy disecando...

     -¿Por qué?

     -Por que no fueron otras, y a mí no me parece corriente que me traten así mi cama.

     -¿Eso qué tiene? ¿Usted no diseca sus micos y firigüelos sobre la mesa de amasar y de hacer las empanadas?

     -¿Y qué?

     -Que yo soy amiga de la igualdad.

     Adentro sonaba el torbellino, y algunas de las parroquianas trataban de bailar el vals de los pollos, el vals antiguo, que no exige las adiciones de la varsoviana y el strauss

     -Entre, don Demóstenes -dijo Manuela-, y bailamos los dos un valsesito.

     -¿Y las cosquillas? -le preguntó el bogotano, acordándose de la afección nerviosa de su casera.

     -Las escondo.

     -¡No, no, no! -dijo don Demóstenes con suma viveza-; aunque me ofrezcas todo el entusiasmo de una bailarina de teatro, no bailaré esta noche. Eso dejémoslo para las fiestas, que ya no dilatan.

     -¡Entremos, entremos! -dijeron las primas.

     Y cogiendo a don Demóstenes de los brazos lo metieron a la sala. Ellas fomentaron un torbellino entre cuatro, y él se puso en un rincón a observar el catafalco que estaba formado de la manera siguiente:

     La mesa grande de la señora Patrocinio, forrada en sábanas y colchas, formaba la base. Sobre ésta descansaba una caja grande y sobre la caja grande otra chica, resultando tres escalones todos cubiertos de ruanas y colchas y de candeleros con luces, ramilletes de flores y algunos espejos y lazos de cinta lacre. En el pináculo estaba el angelito en un sitial, y la ruana colorada de don Demóstenes unida al cielo raso formaba el solio propiamente dicho. El angelito estaba amortajado de San Antonio, llevando en el brazo un chiquillo de yeso y en la mano una azucena natural, cogida esa tarde en la huerta de Manuela.

     Callaron los músicos con el objeto de componer, como dijeron ellos, porque Rosa y Paula iban a cantar.

     -Oiremos la canción de la muerte -dijo don Demóstenes-. La entrada de un ángel al cielo y el dolor de una madre son objetos de una poesía sublime. No cantarán una cosa tan elevada como el poema de la muerte del conde de Noroña; pero yo creo que no saldrán deslucidas.

     Rosa y Paula tosieron, y acompañando a sus voces la música de los tiples cantaron lo que sigue:

                    

          Lará, lará.

                    

 

     El hombre que se enamora

 

 

De mujer que no lo quiere

 

 

Merece cincuenta azotes

 

 

Cantándole el miserere.

 

 

 

 

 

          Lará, lará.

 

 

     La mujer que se enamora

 

 

De un hombre que la enjarana

 

 

Merece noventa azotes

 

 

Cantándole la tirana.

 

     -Esto es inicuo -dijo don Demóstenes.

     -Y ai onde usted las ve duran cantando hasta la madrugada. En los gastos o en los trapiches les amanece cantando de esta manera, sin que les falten coplas que recitar en toda la noche, sin repetir una misma, y hay veces que las dicen de tapar orejas.

     Las gentes se salían a tomar fresco por grupos o por parejas, según las simpatías particulares o según la bandera de los partidos.

     Manuela y Dámaso conversaron en el corredor por largo tiempo; las hijas del músico de la carraca, la entenada de don Tadeo y la hija de Sinforiana salían al patio y a la calle con la libertad que las hijas del pueblo disfrutan en sus bailes, no estando sujetas a las trabas de la etiqueta que ligan a las señoras del alto tono, las cuales tienen que aguantar en un asiento fijo por cinco o seis horas.

     No obstante, se dijo en el baile que las partidarias de don Tadeo Forero no estaban atrevidas como otras veces. Felipa y Teodora, que eran las más violentas del círculo de las tadeístas, en esta función eran las más respetuosas, temiendo seguramente que el nuevo ministerio les promoviese la causa del asesinato que don Tadeo y el dueño de la Soledad habían cortado por su amor a la impunidad.

     Don Demóstenes se apercibió de que su misión estaba terminada, no habiendo ya que observar en el baile del angelito, y llamando a su perro y a su criado, se fue a la posada con muy buena disposición para dormir. Por el camino le habló a José de esta manera:

     -¡Hombre! ¿qué te pareció el baile?

     -El baile, buenísimo, mi amo -le contestó el indígena.

     -¿Pero no te pareció que todas éstas son aberraciones?

     -Herraciones, mi amo, herraciones.

     -Porque ¿a qué viene este baile profano?

     -Profano, mi amo.

     -Que la esposa de un nabab se queme delante de la tumba del esposo, tiene alguna razón: la perpetuidad del matrimonio oriental llevada a un grado mucho más alto que la perpetuidad del matrimonio católico; pero que la madre vea a los tunantes bailar en la presencia del hijo muerto y oiga a las trapicheras cantar obscenidades, esto no tiene solución que poderle dar, ¿no te parece?

     -Sí, mi amo, esto no puede tener absolución.

     -Tal vez esto consiste en no quererse persuadir los hombres de que la muerte no es sino un hecho común, que es la causa de otros mil desatinos que cometen los católicos, ridículos y perniciosos a cual más.

     -Sí, mi amo, a cuál más.

     -Porque ¿a qué fin taladrarme a mí los oídos en Bogotá con los dobles de todas las campanas el día de finados? ¿A qué fin amortajar de fraile al que no fue ni siquiera devoto? ¿A qué fin cantar los versos de la Biblia, en que no creen los hombres civilizados desde que escribió Voltaire, con excepción de los sencillos protestantes, cuando se muere un católico, y a que fin pagar plata por estos cánticos? Todo esto no depende sino del miedo inconsulto de la muerte, ¿no te parece?

     -Sí, mi amo, el insulto de la muerte.

     -Y esto es la causa de este otro desatino; pero vaya, que siquiera Paula y Rosa no le habrán llevado seis u ocho pesos a Pía por el canto de sus versos; y es porque no dependen del círculo de la teocracia.

     -Sí, mi amo: de la trocasia.

     -Cuando a la muerte no se le tenga más miedo que el necesario, entonces las cosas irán de otro modo.

     -Pero sus mercedes los ricos le tienen más miedo que nosotros los pobres; porque siempre los veo tomando sus medidas para no enfermarse y dándoles la plata a los médicos para que no los dejen morir.

     -Mal hecho, porque la muerte no es sino un largo sueño, como decían los indios del Perú.

     -Sí, mi amo, un sueño muy largo; pero quién sabe por qué será que hasta los animales le tienen tanto miramiento a ese sueño largo. Tal vez lo hizo mi Dios así para que cuidemos la vida; porque entre animales eso da grima. ¿No ha oído su merced bramar los toros cuando se muere alguna res?

     -¡No, hombre!

     -¿Conoce su merced la hacienda de la Chamisera?

     -Sí, hombre.

     -Pues le contaré a su merced, que cuando yo estaba allá de concertado se murió un toro cerca de la casa, de la enfermedad de ranilla, y como le quitamos el cuero se regó la sangre fresca en el llano; pero ¡Avemaría! no se puede figurar mi amo don Demóstenes la bramería que se levantó esa noche por todos esos llanos, peor que cuando tocan las trompas, los violones, las cornetas, flautas y los violines en el entierro de alguno de sus mercedes los ricos en las iglesias de Bogotá. Yo no sé cómo no me morí esa noche de la pena, y para eso que se había muerto un hermano mío dos meses antes. Vino un toro de los más ariscos, olió la sangre, clavó el hocico contra la tierra y dio un bramido que parecía que se había rebullido toda la sabana.

     Llegaron en seguida los demás toros y todos juntos siguieron el empeño de bramar con todo su ánimo, y aquello no parecía sino un canto de la otra vida. Figúrese su merced, veinte toros bramando sin cesar. ¿Cómo sería aquel alboroto? A mí se me espelucaba el pelo de la cabeza, y como que me daban ímpetus de llorar también, y me salí al llano a ver si podía espantar el ganado, pero ya los toros de la hacienda de Techo, que habían oído la bramería de los toros de la Chamisera se habían acercado a las tapias de cespedón de los linderos, y habían armado la bramería, y lo mismo los del Salitre, y lo mismo los del Tintal, y aquello era para correr a esconderse uno en el mismo cabo del mundo, ¡avemaría, Jesús credo! ¿No ve su merced, cuántos lamentos por un solo toro? Y yo creo que los animales que no braman sentirán a sus prójimos de esta misma manera. De estas bramerías se arman en todas las haciendas, pero yo le confieso a su merced la verdad pura, que otras veces no he tenido tanto miedo. Tal vez sería por estar tan reciente la muerte de mi hermanito.

     -¿Conque tuviste miedo? ¿Y por la muerte?

     -Pues sí, mi amo, ¿para qué se lo voy a negar a su merced?

     -¿Y el año de 51 cuando te avanzabas hasta los ejidos de Bogotá, a quitarle los caballos al general Melo, no te daba miedo? ¿Y el 4 de diciembre no te dio miedo cuando entraste a la plaza de la Constitución, dando fuego contra las tropas del gobierno provisorio?

     -Pues al principio tuve algo, pero a lo último no tanto, mi amo.

     -¿Y por qué no le tuviste miedo a la muerte en esa vez?

     -Quien sabe, mi amo.

     -¿Cómo quién sabe?¿Por quién exponías tu vida el año de 54?

     -Por mi coronel Ardila.

     -¡No, hombre! La vida, la hacienda y el honor se empeñaban el año de 54 por salir de los revolucionarios que quebrantaron la Constitución; más claro, por defender los derechos del pueblo, por eso fue que se levantó en masa toda la república.

     Habían llegado a la posada el amo, el criado y el perro, y todos tomaron sus colocaciones, pero don Demóstenes no se acostó a roncar en el momento como José y Ayacucho, porque su corazón sostenía una lucha de afectos que no le dejaba dormir hacía más de ocho días, lucha que se sostenía entre unos ojos negros y unos pardos; un amor que nacía y otro que llegaba al ocaso. Don Demóstenes se esforzada en ahogar los recuerdos de Cecilia con los encantos visibles de Clotilde, por el justo resentimiento que le había ocasionado su carta, un poco fuerte, en que ella se denegaba a seguir sus opiniones religiosas. Cerca del amanecer se quedó dormido el bogotano, pero un latido que dio Ayacucho por equivocación, a las caseras, lo despertó muy a destiempo. Estas habían entrado por la puerta secreta del corral, y no siendo reconocidas, dio el perro un latido estupendo que despertó al pobre caballero.

     Pachita y doña Patrocinio no despertaron hasta las ocho, pero Manuela se levantó a las siete a llevarle el café al bogotano, porque era la que menos se descuidaba, con los compromisos de la posada.

     -¿Qué tal noche? -le preguntó Manuela a su huésped.

     -¡Oh! De lo más detestable. He soñado viendo obsequiar a un muerto con maroma, pantomima y encierro de toros, que es poco más o menos lo que he visto anoche; he soñado viendo un eclipse de lo más raro, esto es, la presencia de Clotilde tratando de anteponerse al disco precioso de Cecilia.

     -Ese último sueño consiste en que usted a la que quiere es a la catira. Dele licencia de que oiga misa y se confiese y verá usted cómo no hay más desvelos ni más eclipses, ni más suspiros entre la hamaca. Y que ésa es la que a usted le conviene para casarse: rica, santa y bonita, ¿qué más se quiere usted? Hasta le puede castigar Dios la soberbia, dándole por esposa alguna fea más alegrona que una trapichera y más brava que una taya de quince años.

     -¡Pero la sotana! Manuela. ¡La camándula! ¡La teocracia! ¡La sacristía! ¿Cómo puede ser eso?

     -¡Muy bien! ¿No es tolerante usted? ¿O es que usted habla solamente de la tolerancia para que lo toleren, pero no para tolerar, o cómo es eso? Y si lo mismo es la igualdad y la libertad, quedamos bien aviados. ¡Y todos creyendo lo que ustedes dicen! ¡Y tan serios como dicen sus cosas para entretener a la gente! Si usted hubiera oído hablar a don Alcibíades de igualdad, eso daba gusto. ¿Y qué le parece don Tadeo cuando se ponía a predicar contra los ricos a nombre de la libertad? Ya verá cómo ni usted, ni don Alcibíades, ni don Tadeo son tales liberales, porque del decir al hacer hay mucho que ver.

     -Ya tú no hablas sino de política.

     -¿Para qué me han enredado? Nada sabía yo de esas cosas hasta que don Leocadio, don Alcibíades y usted me enseñaron. Para que vea lo buenos que son los hombres.

     A poco rato que Manuela salió con la taza y el plato se vistió don Demóstenes y salió a preguntar por la mesa, pero no con arrogancia como la víspera, sino con palabras muy comedidas.

     -¿Hoy sí podemos contar con la mesa grande? -preguntó a doña Patrocinio.

     -No, señor -le contestó la patrona.

     -¿Mañana?

     -Puede ser, si la desocupan.

     -Tenga usted la bondad de explicarme los motivos que me privan del derecho que tengo a la mesa grande; porque como usted recordará, el derecho de usar de la mesa grande y de la silla jesuítica entraron en el negocio del arriendo. De manera que si usted tuviese la fineza de dar sus órdenes para que la traigan, yo se lo estimaría de mi parte, y además se cumpliría con uno de los artículos de la contrata, pues a mí me gusta que las cosas vayan en orden y que se haga todo a las buenas, y mucho más entre nosotros. Ojalá, si acaso es posible, pueda venir la mesa antes de que yo me vaya a una correría proyectada con el señor cura, el cual me ha convidado a buscar una planta, y estoy deteniendo algunos minutos para dejar extendidas sobre la mesa unas flores y cortezas que estoy preparando.

     -Pues, señor don Demóstenes, yo le agradezco a usted todas sus bondades y no dejo de reconocer que usted tiene mucha razón en todo lo que me dice; pero en cuanto a la mesa grande, tengo el sentimiento de decirle que por hoy no la espere, por el motivo de que mi comadre Remigia, la mujer del sacristán, se empeñó con Manuelita para que le prestase al angelito, para bailarlo en su casa hoy y en toda la noche.

     -¿Y mi ruana? ¿Y mi pañuelo? ¿Mi espejo? ¿Y mi candelero?

     -Todo conforme estaba.

     -¡Conque bailar, y más bailar! Aunque viéndolo bien, la filosofía de Marta va perdiendo el miedo a la muerte, y al fin se tendrán que persuadir todos los parroquianos de que la muerte no es otra cosa que un largo sueño. Yo lo que temo es que ese cadáver se corrompa y nos apeste el lugar. ¿No andan ya las moscas en torno del angelito?

     -Sí, señor; pero se les quema cáscaras de limón y boñiga para desterrarlas.

     -¿Manuela dónde está?

     -Está durmiendo un ratico, para irse a bailar al ahijado luego que se levante.

     -Yo me voy y no vuelvo hasta mañana, salúdeme usted a Marta y a Manuela, y dígales de mi parte que guarden pies para las fiestas.

     Fue mucho más concurrido el baile en este día y en la noche consecutiva; a la mañana siguiente se le dio sepultura al angelito.

     Toda la música, menos la carraca, partió de la casa del sacristán al cementerio. Detrás iba el angelito conducido en alto sobre la cabeza de ñor Dimas, cubierto el ataúd de género blanco y adornado con flores amarillas y blancas.

     El hoyo estaba listo debajo de un árbol de ambuque, cuyos gajos y retoños, con otros arbustos y bejucos, hubo que rozar con los machetes, para poder cavar la tierra. Ñor Dimas se descargó del féretro con ayuda de Marta y Manuela y le puso en el asiento del hoyo. Manuela echó una manotada de tierra y después la imitaron algunas mujeres del pueblo, las cuales rezaban el credo, a medida que la música de los tiples y las guacharacas ejecutaban un torbellino de lo más alegre.

     Después de pisado el hoyo, puso el sacristán una cruz de palo en los gajos del ambuque, que aderezó y amarró con un bejuco que serpenteaba por entre las ramas del árbol.

     Las promujeres del partido tadeísta no fueron al cementerio. Es tanto lo que predomina el espíritu de partido, que los odios y rencores se extienden hasta a los muertos, y hasta a los muertos inocentes, de manera que siguiendo la revolución y los trastornos gubernativos en la Nueva Granada, en vez de fraternidad y filantropía cundirán los odios cada día más y la desmoralización completa.

     Pía se fue por la tarde a la montaña, llevando varios regalos que le hizo su comadre, y no se volvió a hablar de ella para nada.

     Se sabe que don Demóstenes le dijo al cura en su paseo:

     -Me he quedado aturdido de que la Iglesia y el gobierno estén dejando correr adelante este abuso criminal de bailar dos o tres días a los muertos de corta edad.

     -¿Y cómo le parece a usted que esto pudiera evitarse?

     -La religión de Jesucristo es una religión pura, santa y en extremo filantrópica; la religión católica que constituye una de sus ramas, quitándole la unidad que representa el papa de Roma, es una de las mejores religiones que hoy se veneran en toda la tierra; sus ministros están acreditados para con el pueblo, y con sólo una indicación que éstos aventuren, desaparecerá de todas las parroquias la infame costumbre de bailar a los niños muertos. El cabildo por su parte, pues es el soberano congreso de la parroquia, puede prohibir con penas muy severas las orgías angelicales.

     También se tiene noticia de la respuesta del cura, que fue ésta:

     -Me reservo para después la explicación de varios de los conceptos y de la idea del señor don Demóstenes, y le contesto por ahora que la religión católica, esencialmente unitaria y rígida, aconseja la extirpación de los abusos y las costumbres supersticiosas; pero no manda sino en los casos de doctrina y de fe religiosa. Desgraciadamente las preocupaciones se resisten aquí como en todas partes. En cuanto al gobierno hay una distinción muy justa: los gobiernos tiránicos y absolutos pueden castigar a sus súbditos cuando no obedecen, y si no los sujetan, pueden atormentarlos por lo menos cuando se trata de los usos inveterados; pero en los gobiernos republicanos, en los cuales manda el pueblo, no sucede lo mismo, porque el pueblo ama sus costumbres, y si hay legisladores que ataquen bruscamente las costumbres del pueblo, entonces no son apoderados del pueblo, porque los poderdantes jamás dan poderes contra sí mismos; entonces deja de ser republicano el gobierno, porque deja de mandar el pueblo. No obstante, le ofrezco a usted predicar el domingo contra el abuso de bailar los angelitos.

     -Y yo ofrezco escribir un artículo de costumbres.

 

 

 

Capítulo XXIV

El San Juan

 

 

     Desde su llegada a la parroquia había oído hablar el señor don Demóstenes del San Juan, como de una época muy singular; y en efecto mientras más se acercaba el suspirado día 24, más concurridos estaban los caminos y los mercados, más risueñas y amorosas se mostraban las hijas del pueblo y más alboroto se notaba en las tiendas.

     Don Demóstenes se había ido al Botundo el día 23 por la mañana porque le había ofrecido Pía un chilaco vivo y unas mariposas raras. A la bajada oyó cohetes y música en muchas de la estancias, algunos gritos y tiros de escopeta, y al pasar por la estancia de Venancio, que estaba en la margen del camino, este sujeto se le puso por delante y le gritó dirigiéndole la palabra:

     -¡San Juan!

     Pero viendo que ni respondía ni se detenía don Demóstenes, le repetía la misma voz añadiendo:

     -¡San Juan callado!

     Otro sujeto dijo entonces:

     -Tan callado como su perro, porque parece que son de una misma creyencia.

     -Con los masones no hay San Juan que valga -dijo otro.

     Don Demóstenes entendió que aquella gente estaba achispada y que si se ponía a hacerles caso podría salir muy deslucido; siguió bajando, a tiempo que en la estancia se aumentaron los gritos de ¡San Juan! ¡San Juan! y la tambora y los cohetes hacían retumbar las tomas y la montaña.

     Siguió su camino, y cuando pasaba por frente de la estancia de Chepe Moreno oía los mismos gritos, y vio un corrillo en el patio, en el cual se cantaba y se tocaba y al verlo repitieron la misma voz que le habían dirigido en la estancia de arriba. Un hombre se desprendió del pelotón y vino a salirle al frente, pero don Demóstenes no se afanó porque conoció que aquél era su camarada Dimas, quien lo saludó de esta manera:

     -Grite San Juan, mi amo don Demóstenes, que hoy es el día más grande que hay en el mundo.

     -¿Qué hay, taita Dimas? -le dijo el caballero.

     -Que arrime su persona para allá dentro, para que nos ayude a celebrar a mi padre y señor San Juan.

     A este tiempo se acercaron Paula y Rosa al cazador y lo comprometieron a ir al patio, donde estaba una multitud de personas conocidas suyas, como Simona Páez y sus dos hermanas, y toda la gente del partido de Manuela. Rosa sacó un vidrio con mistela de café, y un plato con mantecadas y lo comprometió a probar la mistela, y al punto se levantó una vocería general a los gritos de ¡San Juan! ¡San Juan!

     Un estanciero llamado Faustino sacó a bailar a Rosa, y allí en el patio, al son de los tiples y guacharacas bailaron el torbellino; luego se siguió otra pareja, y mientras tanto Paula traía de la mano una muchacha bonita, con todas las cualidades de una verdadera campesina, estanciera o aldeana, robusta, de buenos colores y vergonzosa, lo que era un verdadero prodigio. Ésta era Anita, hija de Narcisa, la cual, poseída de sentimientos religiosos, había conseguido con su patrón don Eloy un indulto para sus tres hijas, para que no fuesen obligadas por el mayordomo al trabajo del trapiche. Don Demóstenes, buen fisonomista y observador de costumbres, conoció de pronto el mérito de la estanciera. Paula estaba al frente, y tomando la palabra con franqueza y resolución, dijo a don Demóstenes:

     -Aquí le traigo una muchacha nueva que usted no conocía: mi parienta Anita, que vive en la última estancia de las tierras de don Eloy.

     -Tengo la honra de ofrecerme -contestó el bogotano.

     -Diga, mil gracias, primita; no sea tan corta.

     Se apareció ñor Dimas con un vaso de aguardiente puro, aromático y fragante como un estanquillo, y quitándose el sombrero con la mano izquierda, le dirigió a su compañero de cacerías esta perorata en voz alta y sonora:

     -Hoy es el día de mi padre y señor San Juan, en que estamos obligados los fieles cristianos a alegrarnos para darle cumplimiento a mi padre y señor San Juan. Por eso me ha de hacer la satisfacción su persona honrada de aceitarme este traguito, a nombre de mi patriarca señor San Juan.

     -Mil gracias, dijo don Demóstenes con una amable sonrisa.

     Y levantando el vaso, tomó lo menos que pudo, nada más que por cumplimiento, porque a don Demóstenes no le gustaban estas bebidas demasiado populares.

     -¡San Juan! ¡San Juan! -gritó todo el corrillo.

     Y pidiendo permiso, don Demóstenes continuó su viaje seguido de su fiel Ayacucho. En la estancia siguieron los gritos, los cohetes y los tragos.

     Cuando el bogotano llegó a la parroquia la encontró casi desierta, porque todas las gentes hábiles se habían salido a las estancias. Se asomó a la plaza y no vio sino la mula y el cordero del señor cura, pastando la hermosa y levantada grama, y un polluelo que cogía los saltones o chapales que brincaban a lo que se adelantaban los cuadrúpedos. Ayacucho se arrimó, y abusando tal vez de la tolerancia, se excedió en caricias con el cordero, tirándolo de la lana; éste se metía por debajo de la mula, y ella cogía al perro del cuero del espinazo en ademán de levantarlo, cuya escena solitaria entretuvo al bogotano por unos momentos, hasta que levantó la vista al lado de la triste fachada de la iglesia y vio en el largo corredor de la casa cural al párroco, vestido con sotana, paseándose con el breviario en la mano, y luego se arrodilló, y poco a poco inclinó la cabeza hacia el suelo.

     Se fue a su posada don Demóstenes y luego que se dejó caer en la hamaca, que ocupaba la mitad de la sala, llegó a sus oídos una voz de la alcoba, que decía:

     -¡San Juan! don Demóstenes. ¡San Juan! ¿Y no responde?

     -¿Qué quieres que responda? -le dijo el huésped a Manuela, que era la que le hablaba.

     -Pues se responde ¡San Juan! ¿Luego usted no es cristiano?

     -Ojalá que me hubieras instruido de antemano, porque te aseguro que los rústicos me lo han entripado al pasar por frente de la casa de Chepe Moreno, gritando ¡San Juan! y molestándome como no hay idea; y si yo les hubiera dicho ¡San Juan! la cosa hubiera sido de otra manera. Te aseguro que todos ellos son unos salvajes.

     -Unos bribones -dijo Manuela, sin salir de la alcoba-; porque ahí están metidas la Cecilia, la Víbora, la Nicolasa, con toda la camada de los tadeístas de la sociedad baratera; y si lo han tratado de burlar a usted es porque lo ven así con zapatos y con su levita larga, como inglés viejo. Los tadeístas no se dejan, aunque los tenemos por debajo con la derrota del rey de la parroquia.

     Se dilataba en salir la casera, porque se estaba poniendo de punta en blanco para empezar la función de San Juan, en cuyas vísperas se andaba. Don Demóstenes había llegado cansado, y el movimiento de la hamaca lo tenía tan aletargado como los cojines y el opio a los turcos; pero cuando Manuela abrió las dos piezas de la cortina de su alcoba, y se quedó parada por un instante, don Demóstenes saltó lleno de vigor, e improvisó este discurso:

     -¡Bienaventurado San Juan, que aumentas la belleza de tus siervas! ¡Yo también te saludo entre los tuyos! ¡Oh Manuela, te hallas hoy seductora como nunca! Tu sonrisa es celestial, tus ojos divinos, tu talle de cinturera es primoroso, tus pies descalzos tienen el mérito de representar la clase del pueblo. ¡San Juan, Manuela! ¡San Juan! ¡San Juan!

     -¡San Juan! -respondió Manuela.

     -¡Hoy es cuando Dámaso va a tener envidiosos! -le dijo el huésped.

     -¡Naaada! -le contestó ella, tratando de pararse para seguir adonde la llamaban sus deberes, porque todas las compañeras se habían ido a casa de Marta y tenía que ponerle la comida al alojado.

     -¡No me hagas desgraciado, Manuela! ¡No te vayas de aquí nunca!

     -¿Y la comida?

     -Tu presencia quita el hambre y todas las necesidades humanas.

     -¿Está loco?

     -¿Porque no puedo resistir a los encantos de tu hermosura?... Sí, Manuela, estoy loco. Pero nada más te diré, porque para ti no hay elocuencia, no hay interés, no hay seducción; pero ni lástima...

     -¿Lástima de qué? -dijo Manuela riéndose-; ¿de oírles decir lo que les dicen a todas? ¡No se afane!

     -Ni violencia, ni estrategia -continuó don Demóstenes porque el monarca tampoco ha podido hacerse escuchar de ti.

     -¿Por qué no, cuando yo les oigo a todos?

     Después que Manuela le sirvió la comida al alojado, se fue a una estancia donde había baile y estaba su prometido, no quedándole a don Demóstenes más compañía en toda la casa que su amigo Ayacucho.

     Antes de acostarse, don Demóstenes se asomó a la esquina de la calle y desde allí oyó los cohetes, los gritos y los tambores de varias estancias de la loma; y viendo que la tormenta sonaba lejos se metió en su alcoba y se acostó muy seguro de poder dormir con toda tranquilidad, aunque es cierto que la constitución del 21 de mayo que garantiza la palabra, no garantiza el sueño, porque un enfermo no puede clamar contra los platillos y la tambora, que se le toca en sus linderos. Se durmió.

     De repente se estremeció el bogotano por un grito de ¡San Juan! que le dieron en los oídos. Levantó los ojos y vio dos devotas de San Juan graciosamente vestidas con camisas bordadas y enaguas de cintura, se refregó los ojos y conoció a Marta y a Manuela, que habían invadido los dominios de su catre.

     -¿Qué hay? -les preguntó entre sorprendido y halagado por la visión nocturna, que al principio tuvo por un sueño de hadas.

     -¡Que se levante! ¡No es otra cosa!

     -¿Y para qué me necesitan ustedes a estas horas?

     -Para que se vaya a bañar a la quebrada.

     -¿Estoy inmundo, por mi desgracia?

     -Es porque el agua corre bendita.

     -¿Quién madrugó a bendecirla?

     -No sea tan, tan, tan... ¿no ve usted que es el día de San Juan?

     -¿Y qué?

     -Que todos los cristianos, nos tenemos que lavar.

     -¿Y si me excuso por enfermedad?

     -No le admitimos excusa ninguna.

     -¿Y si me resisto y me defiendo?

     -Nos lo llevamos entre todas como gusanito que entierran las hormigas cargamuertos.

     -¿Cuáles son todas?

     -Yo, Sinforosa y sus dos hermanas, Rosa de Malabrigo, Paula, Clemencia...

     -¿Y Anita?

     -También. Levántese a verla... Tome, póngase la corbata -le dijo Marta.

     -Y aquí tiene las botas -dijo Manuela.

     -¿Se pone chaqueta o levita?

     -¿A qué tanto afán? Déjenme vestir a todo mi gusto.

     -Pero no nos detenga, que ya quiere venir el día.

     -Póngase esa bota, cristiano, que usted parece perico ligero en el modo de levantarse.

     Se salieron las camareras de don Demóstenes a decir que ya salía, y los aires, los edificios, las montañas y los bosques resonaron con los gritos heroicos de ¡San Juan! ¡San Juan! y luego que el caballero salió a la puerta de la calle, marchó entre todo el acompañamiento del partido de Manuela, en el cual iba Dámaso, el envidiado de don Demóstenes.

     La procesión desfiló bajo los auspicios de dos faroles de papel y uno de vidrio, al mismo tiempo que se victoreaba a San Juan y se tocaba el torbellino en la banda de la parroquia. El camino era angosto y difícil por las angosturas y los obstáculos del bosque; pero el viaje era corto y en aquellos momentos feliz.

     Era increíble la presteza con que caían al charco los devotos de San Juan, haciéndose notar por el ruido sobre las aguas, a la manera que caen a la laguna los patos que descienden del aire, siendo de advertir que las señoras Patrocinio y Visitación no fueron de las últimas.

     Habiendo de pintar el drama completo del baño del San Juan, el orden exige que se describa la naturaleza del teatro. En lugar de las tablas se veía la tersa superficie del pozo del Guadual, de veinte varas de largo. Los costados eran figurados por los troncos de las palmas y guaduas, y algunas piedras medio cubiertas de helechos y palmicha; las trochas o sendas que llegaban a la orilla tenían toda la apariencia de las grutas por la obscuridad de la noche, que le daba una vista, mágica al bosque de los contornos. El techo estaba formado por la trabazón espesa de los cogollos de las guadas y por las hojas de las palmas de cuesco, enredadas por los bejucos de las nechas y gulupas, de las cuales colgaban las frutas y flores. Los faroles colgados de las gruesas espinas de las guaduas iluminaban el charco, aunque la luz era defectuosa. El sonido de los tiples y bandolas armonizaba con el ruido de la quebrada; esta clase de música desempeñaba la orquesta, aun para el gusto delicado de don Demóstenes, que resumía las funciones de público, habiéndose quedado solo por olvido de la priosta de la función. No creemos que el arte haya superado nunca en los mejores teatros de París o Roma las decoraciones del que nos ocupa. Solamente la naturaleza silvestre de América puede ofrecer esta clase de adornos materiales.

     Es tiempo de ver el drama. Manuela se distinguía entre media docena de actrices jóvenes y poseídas perfectamente de la situación; mujeres de poca nota y muchos hombres de la clase del pueblo figuraban en la escena, desempeñando el primer papel Dámaso por su historia y sus relaciones. El chapaleo, las consumidas, las travesías y las ráfagas de agua iluminadas por los tres faroles, daban a la función un mérito soberbio, y los rostros de las ninfas del charco, animados por la confianza y la alegría, daban a la escena todos los encantos de la magia. La risa, los gritos, los juegos, los dichos amorosos y las aclamaciones de ¡San Juan! ¡San Juan! completaban el placer de la ablución. Ayacucho figuraba también en el pozo, consumiendo, chapaleando y a veces latiendo: sólo un papel había desairado, el de José, quien por no saber nadar no podía gozar del placer del baño.

     Don Demóstenes, único espectador inactivo, se divertía desde un barranco cubierto de palmichas, mirando los prodigios gimnásticos del baño y sintiendo no tener su binóculo, porque la media luz de los faroles no alumbraba todo lo necesario para poder ver los bustos de las parroquianas reapareciendo sobre la superficie con su pelo, cejas y pestañas chorreando las gotas de agua iluminadas por reflejos de las luces artificiales que daban una ilusión enteramente mágica muy sorprendente para el que, por primera vez, veía esto. Anita Reyes no cedía en gracias ni hermosura a ninguna de las parroquianas, y cuando don Demóstenes la alcanzaba a ver, palmoteaba. Pero su goce de espectador no le duró sino pocos momentos.

     Luego que Marta echó menos al bogotano, convidó a Rosa, a Paula y a Manuela, lo aprehendieron en su palco de piedras, y Marta le dijo:

     -¡Hola, amigo! ¿conque usted no se baña?

     -Me hace daño a estas horas.

     -Es flojera la que tiene -dijo Manuela-; vamos, al agua; ¡arriba! ¡arriba!

     -Me enojo -les contestó don Demóstenes.

     -No importa, tendrá el trabajo de contentarse otra vez.

     -¿Vestido? -preguntó don Demóstenes, conociendo que no había remedio contra la conspiración de las parroquianas.

     -¡Yo le quito las bolas! -exclamó Paula.

     -Y yo la chaqueta -dijo Marta; y lo comenzaron a desnudar.

     -Llevémoslo así como está -propuso Manuela, lo que fue aceptado.

     Don Demóstenes, cediendo al derecho del más fuerte, que es el que rige en la Nueva Granada, se dejó llevar en triunfo y se conformó con entrar al pozo acompañado de sus perseguidoras.

     -¡San Juan! ¡San Juan! -gritaban todas las parroquianas, embriagadas de placer por el triunfo.

     Esta exclamación fue repetida por todos, y la música y los cohetes resonaban para hacer más completas la victoria y la alegría producidas por la entrada del prisionero al charco.

     A este tiempo les repartió doña Patrocinio a los devotos de San Juan unas cuantas botellas de aguardiente, continuándose entre tanto el baño bajo los auspicios del contento y del buen humor.

     De repente se oyeron muchos cohetes, gritos, sonido de atambores y una algazara salvaje que ahogaba el ruido de la quebrada y la música de la función. Pronto se comenzaron a salir las muchachas del pozo murmurando, y algunas maldiciendo, según parece. El silencio reemplazó al entusiasmo. Todos se vestían de prisa.

     Manuela había tenido la precaución de mandar a José por ropa para su huésped; éste se estaba vistiendo cerca de doña Patrocinio, y aprovechando la circunstancia de la vecindad, le dirigió así la palabra:

     -¿Qué novedad tenemos?

     -¿No ve usted las infamias de los tadeístas?

     -¿No las veo?, doña Patrocinio, le hablo a usted...

     -¿No oye, pues, los cohetes, los relinchos de las trapicheras y los aullidos de los hermanos de la sociedad cuatrera?

     -Oigo muchas risotadas y gritos; pero ¿eso por qué hace que se salgan las muchachas tan aprisa y a tiempo que me estaba gustando el baño de la madrugada? Y qué para mí ha sido un verdadero chasco, porque no hacía ni tres minutos que me habían echado al agua, y cuando yo estaba resignado, salimos con que se dio término a la función, lo cual equivale a lo que un autor célebre ha llamado "la pena de la esperanza burlada".

     -¿Luego no sabe usted que las trapicheras no se lavan el cuerpo sino por San Juan y por noche buena, y que la manada de tadeístas se compone de la gente más frondia del distrito?     -Todo eso lo supongo; ¿pero qué sacamos?

     -¿Cómo qué sacamos? ¿No ve usted que la quebrada trae poca agua por el verano?

     -¿Y qué?

     -Que el cochambre reunido de todas esas mugrientas es capaz de emborrachar a los pescados en lugar de barbasco, y ha venido toda la recogida de los tadeístas a lavarse en el pozo del Limonal, que está dos cuadras arriba, a tiempo que nosotros nos estábamos lavando aquí, por vengarse de que les hemos echado por tierra al monarca de la parroquia.

     -Ahora lo comprendo perfectamente, y comprendo también lo que puede el espíritu de partido en los bandos miserables de las aldeas. Comprendo lo que es la Víbora y lo que es toda esa chusma. ¡Oh! ¡La venganza más inicua! ¡Tiene usted mucha razón, mi sia Patrocinio!

     Se reunió toda la gente en un prado pequeñito, de espacio de veinte y cinco varas, alfombrado de grama, donde usaban tender la ropa las lavanderas, el cual estaba sombreado por un cámbulo y rodeado de bosque por todos lados. Allí sirvió el almuerzo doña Patrocinio, compuesto de una artesa llena de bollos de toda especie, una lechona muy bien asada, seis gallinas y muchos y buenos cocidos, a lo cual acompañaba la priosta las correspondientes jícaras de chocolate desde el brasero inmediato, que estaba junto de una palma, agregando el pan y queso de ordenanza. A cada paso se repartía mistela y aguardiente, y a cada momento se victoreaba a San Juan Bautista. La música no cesaba un solo momento, y a veces se oía un armonioso dúo de bambuco cantado por Marta y Manuela; aquel almuerzo era digno de los convites de los ministros extranjeros. Los gracejos de las muchachas, los epigramas de los genios agudos, las efusiones tiernas de los amantes, y hasta las sandeces de los zopencos y necios, todo hacía reír, todo alegraba, todo coronaba de gloria aquel banquete misterioso, servido al aclarar el día entre los bosques.

     No extrañemos que el licor hubiese exaltado las cabezas de los concurrentes, entre los cuales había hermosas y feas, y galanes de la clase descalza, pero que tienen sensibilidad como los dandys que dirigen sus ternuras y obsequios a la aristocracia de alto tono. Ñor Dimas estaba de un genio demasiado picante; Dámaso cortejaba a Manuela como novio, cosa que no había hecho nunca; el sacristán se daba una caída por cada diez pasos acertados; don Francisco, que llegó después del baño, mandaba a la carga, tocaba corneta y hacía estallidos con la boca hablando con don Demóstenes de la defensa de Bogotá el día 4 de diciembre de 1854, y éste arengaba a los de la Unión diciéndoles primores contra la dictadura. En seguida arengaba a la joven Anita para que aceptase con fe la senda del progreso. Marta no hacía más que jugar y reírse, a tiempo que Rosa lloraba sin descanso, y que doña Patrocinio le daba a la pandereta los más descompasados golpes. Anita Reyes había perdido la vergüenza a don Demóstenes y lo buscaba. Paula y Manuela cantaban en la tonada versos alegres, y el pequeño prado de las lavanderas era el recinto de una chispa general, en la cual se ardían los hombres y las mujeres. Algunos se habían dado por muertos, dejándose caer entre las matas, como Simona, ñor Dimas y el sacristán. El día vino a sorprender aquella orgía de los bosques y se pensó en la vuelta a la parroquia.

     La grande orquesta con que los toches, cardenales y guacharacas celebran la vuelta de un nuevo día, se estaba ejecutando a tiempo que la gente marchaba por el camino del bosque, y don Demóstenes, que iba junto a Manuela, le dijo:

     -¿Sabes por qué lloraba Rosa?

     -Porque la regañó Celestino y se fue al baño de la Víbora.

     -¿Y sabes el motivo?

     -Por celos con usted. Allá se las haya. Le hizo unos cuantos cargos, y entre ellos el de haberla visto conversar con usted y darle un abrazo en el monte del Retiro.

     -No tiene motivo ese miserable: yo la trato con cariño porque le debo el servicio de haberme dado posada; y eso del monte se reduce a que me sirvió de guía en el camino del Retiro.

     -Pues yo no sé, pero algo habrá.

     -Nada, Manuela. Eso no es sino el espíritu de intolerancia, nada más.

     Después que las gentes llegaron a la parroquia, muchas personas se fueron a las estancias y otras desaparecieron, yéndose a dormir a sus casas.

     Don Demóstenes se acostó en la hamaca, y a las diez, hora en que despertó, extrañó el silencio que reinaba en la cocina y la calidad del aire que no le trasmitía los aromas del café y de la arepa, y se paró en la puerta para llamar:

     -¡Caseras! ¡Pachita! ¡Ascensión! ¡Manuela! ¡Doña Patrocinio!

     Nadie le contestó, y esforzando la voz un poco más gritó:

     -¡José! ¡Ayacucho!

     Los pavos fueron los únicos que tuvieron a bien responder, porque estos animales responden a todo ruido. Fuese a la cocina, y su pena se aumentó al ver que la ceniza estaba fría. Volvió a la sala, y de allí se acercó a las camas de sus caseras y las encontró igualmente frías. Se trasladó a la casa de Marta a pedir chocolate y se quedó admirado de verla dormida en la mitad de la sala, sobre un cuero de novillo y sin más almohada que el brazo de Manuela, la cual parecía que soñaba con alguna imagen hermosa, porque sonreía. Contempló por un segundo aquel cuadro de la belleza entregada al descanso y al abandono, y se fue a ver si encontraba los católicos dando culto al santo de su mayor devoción en la iglesia: pero se quedó admirado de hallar cerrada la gran puerta verde. Estaba pensando si el pueblo entero habría desaparecido como desaparecían algunas veces las fundaciones de los salvajes del Orinoco o del Meta, o si se habrían ido todos a la montaña, cuando el criado del cura le dio un recado de parte de su amo convidándolo a almorzar en su casa.

     Al momento de entrar don Demóstenes a la casa de señor cura sirvieron la sopa, y le dijo al caballero:

     -Acérquese, don Demóstenes. Yo tengo mucho gusto de que usted me acompañe en un día grande como es hoy.

     -Mil gracias, señor cura -dijo don Demóstenes con una venia.

     -Siéntese usted, y dispense todas las faltas. Y usted sabe lo que es una parroquia de éstas. Todo se halla en el mayor atraso.

     -No tenga cuidado, señor doctor, usted debe tratarme con toda confianza.

     -¿Y qué le parece a usted la celebración de Juan Bautista?

     -He notado mucho entusiasmo; pero me parece que en esto hay algo de fanatismo y superstición.

     -Fanatismo, no me parece, dijo el cura meneando la cabeza: nuestros pueblos no son fanáticos, sino indiferentes. Superstición sí, porque en medio de tanto fervor por el Bautista, ni misa han oído. Yo fui a decirla esta mañana, y no hubo un alma que me la oyera. El sacristán vino cruzando las piernas, y le hice cerrar pronto la iglesia. Pero vea usted, en Europa hay supersticiones sumamente ridículas: los montañeses de Escocia y los marineros de Inglaterra creen en más ridiculeces que mis parroquianos. Hoy está la gente durmiendo... Vaya una copita de Jerez, don Demóstenes, que esto no es de todos los días.

     -Mil gracias, señor cura.

     -Vea usted -dijo el cura cuando retiraron el plato, estos pastelitos, así con sus florecitas y sus ramas de perejil, son regalo de la Patrocinio; y este tamal es hecho en la casa por las manos de Juana.

     -Está muy bueno el tamal, a pesar de que yo no soy afecto a ninguna de las especies del género bollos.

     -Esta familia es dilatada: bollos insulsos, bollos comunes, bollos de quiche, bollos de mazorca y otros tantos -dijo el cura-, y parece que los distinguen por las hojas en que los envuelven. No hay como hablar con los naturalistas. Pero vaya esa otra copita, por el día grande que festejamos. ¡A una, señor don Demóstenes!

     -¡Hurra! -dijo don Demóstenes-; yo también soy devoto de San Juan.

     -No me parecía -dijo el cura-, porque usted ni es católico ni es protestante.

     -¿Por qué, señor cura?

     -Católico no, porque usted me lo dijo con franqueza; protestante tampoco, porque ningún volteriano puede ser protestante; y yo no comprendo por qué los ilustrados del partido ultra-liberal quieren que seamos protestantes, porque ellos mismos no pueden serlo. Los que siguen al señor Voltaire y a los señores enciclopedistas, no admiten la Sagrada Escritura, y sin la Sagrada Escritura no hay protestantismo posible. ¿No ha visto usted que de ciento o doscientos ultra-liberales no se ha inscrito todavía ninguno en los libros del ministro protestante? La Biblia es el culto de los protestantes, leer la Biblia, entender la Biblia, deducir principios de la Biblia. Y como San Juan Bautista es un personaje de la Sagrada Escritura, no creo que usted sea devoto de San Juan.

     -Sí, señor cura, prescindiendo de controversias, le aseguro a usted que yo también celebro el aniversario de San Juan Bautista.

     -Nosotros celebramos a San Juan Bautista por haber sido el precursor de Jesucristo y por haber sido mártir de la fe. Su cabeza fue cortada por un tirano, de manera que también es uno de los mártires de la libertad. ¡Oh! de la libertad del mundo, que gemía bajo el cetro del paganismo, que daba espectáculos de sangre y que adoraba mujeres, bueyes y cebollas.

     -Pero este culto de San Juan...

     -Estas fiestas, dirá usted, estas fiestas son enteramente supersticiosas, inmorales muchas ocasiones, como me parece lo han sido los baños de Sinforiana y de Patrocinio. El pueblo recuerda la cortada de una cabeza en la cortada de la cabeza de un gallo, pero tiene perdida la historia y se entrega a los actos más ridículos y poco decentes, como el baño de Patrocinio, del cual me han contado cosas bien tristes, si es que no se han equivocado.

     -Y siendo esto así, ¿por qué la iglesia no corrige este abuso?

     -Porque está arraigado en una costumbre de origen remoto, porque es una tradición popular, que se resiste a las amonestaciones. Yo he predicado sobre esto algunas veces, y pienso volver a predicar a propósito del baño de Patrocinio.

     -Entonces el poder civil debería contener el abuso de un modo eficaz.

     -Por la persuasión, es decir, por la imprenta; pero hay la desgracia de que los pueblos más decididos por la corrida de gallos son los que menos leen. Vamos, no me desaire usted los pastelitos, que son de las manos de sus caseras.

     -Están excelentes, señor cura. ¿No le parece a usted que la autoridad suprema debería contener el uso tan supersticioso como cruel del patíbulo de los gallos y de esas diversiones que se le agregan?

     -¿Como el baño de la madrugada, dirá usted?

     -Todo. Mandar que no se corran gallos.

     -Pues no se puede. En una república no se puede legislar ni contra los usos religiosos, ni contra los usos supersticiosos, porque los legisladores son el pueblo y no pueden legislar contra sí mismos, esto es, porque ninguno se quiere dar con una piedra en los dientes. Y un congreso que legisle contra la voluntad del pueblo soberano es un congreso de tiranos, y es peor la tiranía de muchos que la de uno solo. Yo no comprendo por qué pretendería una milésima parte de hombres de ideas exageradas o no exageradas, dar leyes contrarias a la voluntad de dos millones de habitantes en una república, así como comprendo que un tirano sí puede quitar las ideas religiosas y supersticiosas de sus vasallos con la persuasión de las bayonetas, donde los vasallos son fáciles de arrear como las ovejas. Así es que las fiestas de San Juan tendrán que durar todavía por muchos años. La civilización, señor don Demóstenes, la civilización es la que disipa las malas ideas: moralicemos a los pueblos, no los mortifiquemos.

     -¡Civilicemos, señor cura! Esta es la doctrina de un buen radical; nada bayonetas. Brindo por la pronta civilización de la república de la Nueva Granada.

     -¡Muy bien! ¡Muy bien! Siento que usted no haya profundizado un poco más las interioridades del tamal, pues habría visto que éste es el ómnibus de los bollos; aquí encuentra usted pollo, gallina, garbanzos, longaniza, cebolla, carne de cerdo, de cordero, etc., etc., y tiene el mérito de ser nacional, como el ajiaco. Yo le soporto a la pobre Juana muchas impertinencias porque se pinta para las arepas y los tamales, y los sesenta años no la arredran para servirme con voluntad. Tengo el gusto de servirle esas presitas de pollo sudado. ¡Oh! No hay quien haga un pollo sudado como la pobre Juana. Tengo mucho deseo de que la conozca usted. Y volviendo al baño de Patrocinio, yo siento tener indicios de que alguna persona civilizada...

     -Quiero hablar con franqueza -dijo entonces don Demóstenes-; como yo escribo mis articulitos de costumbres...

     -¡Santo Dios bendito! -exclamó el cura cogiéndose las sienes con ambas manos, ¡adiós de Juana y los tamales, adiós de los pastelitos de Patrocinio!

     -¿Por qué se asusta, señor cura?

     -No me ha de asustar, cuando los escritores de costumbres no le dejan hueso sano al que cogen por delante? Porque si uno no los cuida, malo; y si uno los cuida, también malo: porque en este segundo caso van a llenar las escaseces de los periódicos con tres o cuatro columnas de un cuento que llaman costumbres, en donde van a figurar por todo el mundo de las miserias, los gustos o los caprichos de la víctima de sus jocosidades. Así va al conocimiento de todas las naciones que leen el vestido de la criada, la mayor o menor limpieza de los manteles, la abundancia o escasez de los potajes; y el mundo ha de saber si los huevos estaban fritos por el estilo del tiempo del señor Amar, o por el estilo de la Rosa Blanca; si las papas estaban asadas en el horno, o si estaban cocidas formando la base del totum de revultis que se llama puchero; o si la mesa se sirvió por el estilo colonial, o por el estilo moderno. ¡Ay de los pastelitos de Patrocinio! ¡Ay de Juana y de sus arepas! Y yo lo que siento es no poder escribir uno de esos artículos, porque cuando he estado en la capital, ha dado la casualidad de que ninguno de los escritores de costumbres me haya convidado a ver esas comidas, y esas despensas, y esa abundancia de la bodega, y el aseo de esas criadas que no salen del segundo patio. ¡Ay del cura de la parroquia y de su almuerzo del día de San Juan!

     -Por mi palabra, señor cura, le ofrezco a usted que mi pluma no tocará con la casa de usted.

     -Mucho se lo agradeceré, porque ya usted ve los inconvenientes que hay en los pueblos y las haciendas para poder asistir a cualquier bogatano que lo quiera favorecer a uno con su presencia. Y bien, ¿qué era lo que usted me quería dar a entender con aquello de "como yo soy escritor de costumbres"?

     -Que yo sí vi con alguna atención el baño de mis patronas, para criticarlo en uno de los periódicos.

     -¿Usted? ¡Válgame Dios!

     -¿Pero qué iba a hacer? Me han llevado por la fuerza.

     -¿Lo han hecho levantar a las tres de la mañana?

     -Y me han lavado por la fuerza.

     -No lo creyera yo de Manuela, que nunca ha dado su brazo a torcer. ¡Y a nombre de San Juan! ¡Oh! Tiene usted mucha razón, señor don Demóstenes, para censurar estos abusos. ¿Conque han abusado de la bondad de usted, lavándolo por la fuerza? ¡Oh, y cómo lo siento! ¡Y cómo siento los escándalos que tienen lugar con estas extravagancias!

     -Muy aromático me parece el café del señor cura -dijo don Demóstenes al tiempo que el criado lo servía.

     -Y es de la huerta de casa -contestó el párroco.

     A poco rato se levantaron de la mesa muy alegres y satisfechos los dos personajes.

     Tal vez el lector se admirará de ver tanta armonía entre un cura piadoso y un radical despreocupado. y tal vez se revocará a duda la escena de las jocosidades del perro, la mula y el cordero, y la muy amable sociedad que mantenían en la plaza de la parroquia, no siendo ni de familias parecidas; se convencerá de que es muy filosófico el adagio que dice: necessitas caret lege, que un mal gramático tradujo: la necesidad tiene cara de hereje. Porque a la verdad que ni el cordero contaba con una manada cerca, ni la mula podía ir a buscar las recuas de las otras mulas.

     Después del almuerzo se dirigió el bogotano a la posada, y viendo que en toda ella no había nadie con quien hablar, se acogió al asilo de su anchurosa hamaca y en ella se puso a leer; y estando muy engolfado en la lectura, se acercó Marta en puntillas, y rapándole de las manos el libro, le dijo:

     -Hoy no se lee, hoy se canta, se grita, se baila.

     -¿Y si uno está triste?

     -Esto es lo que no puede ser, en día de San Juan.

     -¡Qué delirios!

     -Y vengo a que me dé mi San Juan.

     -No entiendo.

     -Cualquier cosa, un recuerdo para tenerlo presente.

     -¿Recuerdo de qué?

     -Usted sabrá. Lo que quiera.

     -Un trago de Oporto, ¿te conformas?

     -Cualquier cosa que venga de sus manos.

     -Ve a traer una botella que está sobre la mesa de mi alcoba, la copa y el tirabuzón.

     Marta obedeció, y ambos tomaron un trago; pero don Demóstenes se volvió a sacar de su baúl un alfiler con una rosita de oro, para dejarle un recuerdo de San Juan a la bondadosa prima de Manuela; y habiéndose dilatado un minuto, halló dormida entre la hamaca a su visitadora, y volviendo a tomar el libro, continuó la lectura, sentado en la puerta, después de haber recostado la silla jesuítica en forma de puente o cama, cosa que no aguantan los taburetes modernos.

     Al cabo de un cuarto de hora llegó Manuela, y dijo a don Demóstenes que su tía Visitación le mandaba decir que le hiciera el honor de asistir a la corrida de un gallo y a la merienda de su San Juan en el platanal de la Quietud.

     -Iré a la tarde. Dile que le agradezco mucho.

     -Pero es ya. Y que no hay aquí que comer hoy.

     -¿Y qué hacemos con Marta, que está dormida en mi hamaca?

     -Si es ella, la despertamos.

     Es imposible que el amable lector se figure todo el trabajo que costó despertar a Marta. Su prima la levantaba en los brazos, pero ella volvía a caer sobre la hamaca como privada, y aunque le gritaba, no respondía. El tiempo pasaba, y si Manuela no hubiera tenido la ocurrencia de hacerle cosquillas en los pies, ahí le hubiera amanecido. Marta tenía un sueño proverbial, porque ya había sucedido que la pasasen de una cama a otra sin que se despertase; y ahora había el triple motivo de la trasnochada, el baño y la copa de Oporto.

     Al fin despertó la víctima de Morfeo, miró para todas partes y llamó a doña Visitación, creyendo que se estaba levantando de su cama; luego que estuvo completamente despierta, don Demóstenes le regaló el alfiler como recuerdo del San Juan de 1856. De allí salió éste con las dos primas y se dirigió al platanal de la Quietud. El cura iba para allá y se juntó con él y otros varios vecinos.

     La llegada del señor cura fue anunciada con cohetes, música y los gritos de ¡San Juan! ¡San Juan! Don Demóstenes exclamó al llegar al pequeño patio de la choza rodeado de matas de plátano:

     -¡Viva San Juan Bautista! ¡Viva la república! ¡Viva el cura!

     La mesa era un planito circundado de matas de plátano, cuyas hojas undulaban sobre una choza de paredes y techo de palma, y de puerta de guadua picada. Las hojas del mismo platanal servían de mantel y sobre ellas figuraban varios plátanos con papas cocidas, y otro con un cocido de yucas, plátanos y ahuyama. Una lechona ocupaba el primer lugar, luego seguían las gallinas y capones, algunas ensaladas de palmito, de cañabrava, y de palmichas, y una bandeja de arroz seco. Los licores eran guarapo y chicha. La alegría de la comida o merienda, estaba neutralizada por el respeto y la moderación. Al doctor Jiménez lo respetaban todos sus vecinos, porque no era de aquellos que mandan hacer una cosa en sus sermones, haciendo ellos lo contrario. Todos los convidados que formaban el primer círculo en rededor de la mesa y todos los que formaban el segundo eran gentes de la clase descalza; de la aristocracia de los zapatos no había sino don Demóstenes y el cura.

     Después de la comida seguía la matanza de gallos pero a ésta no se quiso esperar el bogotano, y antes bien convidó al señor cura a dar un paseo al charco del Limonal, que deseaba conocer.

     Los dos personajes se volvieron a la parroquia después de su paseo, mientras el pueblo se entretenía con el espectáculo de un inocente gallo sangriento.

     Al frente del platanal de don Francisco, en un pequeño prado no muy bien nivelado ni limpio, se hallaba sepultado el supremo del gallinero de la señora Visitación; pero su cabeza sobresalía de la tierra, estando destinada a sufrir las iras del pueblo. Junto se hallaba ñor Dimas sosteniendo un palo de unas tres varas de largo a la espalda estaba tocando el torbellino toda la banda de tiples y guacharacas. El pueblo rodeaba de cerca el patíbulo; había también algunas madres con niños, y algunos inválidos y curiosos que miraban desde una altura la escena.

     Dámaso Bernal, el estanquero Velásquez, el juez segundo y el sordomudo esperaban junto al gallo la persona que quisiese cortarle la cabeza. Se presentó doña Patrocinio, ágil y risueña, a pesar de su gruesa mole, y le vendó su futuro yerno los ojos con un pañuelo. Le pusieron en la mano un palo en lugar de sable, y la música se fue retirando del sitio en que estaba el gallo; lo mismo hizo ñor Dimas llevando el palo y fijándolo en otra parte. La señora Patrocinio dio unos pasos y comenzó a dar golpes sobre la grama hasta que dio con el palo del ciudadano Dimas, y creyendo que había hecho pedazos el gallo, se destapó los ojos; pero fue sólo para conocer que sus pasos habían sido perdidos. Se llenó de rabia cuando se halló con un palo en lugar de sable. Siguió Marta, y no tuvo mejor suceso que su tía, aunque tuvo la precaución de coger el machete en la mano antes de que le tapasen sus hermosos ojos. Paula fue la tercera, y ésta hubiera acertado si el zorro de ñor Elías no le hubiera puesto el palo dos varas antes de llegar al lugar en que estaba el gallo. A la tímida Anita no la pudieron reducir Marta y Paula a que se dejase vendar, por la vergüenza que tenía del público; y siguieron otras más valerosas, pero tan poco diestras como las primeras. Siguió Manuela.

     -Ésa sí acierta -gritó uno-, porque para ella no hay dificultades.

     -Partió graciosa, bella, encantadora, y con paso firme fue a dar al palo y por él se siguió para dar tres golpes con los que voló la cabeza del gamonal del gallinero. Los gritos de ¡San Juan! ¡San Juan! hicieron retumbar los aires y las colinas.

     Es de sospecharse que Dámaso, al vendar a su amada, no le hubiese apretado demasiado los ojos, y que Manuela aprovechando la ocasión, se lució cortando una cabeza como Judit cortó la de Holofernes.

     Los hombres desenterraron el cadáver, se empezaron a dar gallazos, a correr, a despedazar los cuartos, a untarse de sangre y untar a las muchachas, menos a Anita, a quien respetaron por su ceño escrupuloso y por su aspecto de dignidad. La dignidad siempre salva a las mujeres.

     No hubo corrida de a caballo, porque en la parroquia, por lo común, no se andaba sino en mulas.

     En la estancia de más arriba se hizo la corrida o matanza de gallos del partido tadeísta, con un ruido extraordinario. Se dijo que Cecilia había estado muy alegre, que había hecho gastos muy grandes, lo que pareció fuera del orden, por estar don Tadeo en trabajos; pues no todos sabían las sombras y los misterios que ocultaban los amoríos de la hija de la Víbora.

     El baile correspondiente a la función de los manuelistas tuvo lugar en otra estancia, al cual fue don Demóstenes un poco tarde, y sólo por condescender con sus patronas. Marchó acompañado de José, quien había dormido mucho, y ya se había presentado a tomar servicio; y lo mismo Ayacucho, que no había acudido a los llamamientos de su amo. En el baile estaban algunos hacendados, que se habían ido al San Juan de los manuelistas, después de una gran comida que dio don Blas en obsequio de San Juan, sus comprofesores y de su futuro yerno, don Narciso Correa. Los que se hallaban en dicho baile eran don Eloy, don Leocadio, don Januario y don Lucinio, y con ellos andaba el doctor Ramírez, cura de una de las parroquias del cantón.

     La vocería y el tumulto de la estancia no tienen comparación con nada de esta vida. Música, cohetes, exclamaciones de alegría, algazara de todo un partido triunfante, locura, en fin, de hombres y niños, de viejas y muchachas, de casados y solteros, de negros y blancos. Don Demóstenes fue agasajado a su llegada por las patronas de la casa y obsequiado con mistela de azafrán y arepitas batidas. Manuela y Marta lo invitaron a bailar, y Paula le presentó a su primita en el puesto.

     La sala estaba que apenas daba un hueco pequeño para las parejas, no obstante que en el patio también se bailaba. Anita fue despojada de su mantilla y entregada a don Demóstenes, quien le tomó la mano con su derecha, y al ponerle la izquierda en la cintura, sintió que se le deslizaba como un pescado vivo. No obstante, Manuela, que había concurrido, la sostuvo, y bien asegurada la tímida Anita por las manos de don Demóstenes, fue conducida a remolque, al ruido de la música, queriendo bailar strauss don Demóstenes y haciendo ella algo de su parte, más por condescender que por natural afición al baile. Una vuelta había alcanzado a dar, pero tratando el diestro galán de allegar su pareja hacia su cuerpo y cogerla como lo prescribían las reglas que estaban en boga, Anita dio un sacudimiento y un grito, y se fue corriendo a meter en la alcoba. Era que la estanciera tenía mucho más pronunciadas las cosquillas que la discípula de don Demóstenes.

     Marta salió y bailó un strauss que dejó admirados a todos, porque ella se movía con soltura, llevaba el compás con esmero y daba al baile los visos de deleite y amor que le corresponden. Siempre los aldeanos de las estancias retiradas tienen algo malo que imitar y que admirar de la civilización de los cortesanos ilustrados. Sin embargo, la madre de Anita y sus hermanas no quedaron gustosas: hay en el pudor innato de las verdaderas aldeanas una clase de resistencia que cuesta tiempo y esfuerzos para vencerla. Después de todo esto siguió el torbellino, la caña de los campesinos; las chanzas, los licores y los gritos sostenían la función cada vez más animada. Dámaso bailó con su amada un bambuco de lo más esmerado, y siguieron otras parejas que también parecían de novios. Rosa salió al puesto, pero triste, porque tenía motivos para ello.

     La noche estaba calorosa, y salían a tomar fresco a los corredores bajo los alares o los árboles los que necesitaban de desahogo. Don Demóstenes se había salido y se estaba paseando sin sombrero en un trecho de pocas varas que había entre la línea de los bosques y los alares de la casa. Había reparado en una luz del lado del Botundo y figurándose que saldría de la cocina de ñuá Melchora, exclamó en voz alta:

     -¡Oh Pía! ¡Con qué corazón estarás oyendo los golpes de la tambora y el ruido de los cohetes desde el retiro adonde te condujo la maldad de un señor dueño de tierras! ¡Tú gimes y suspiras en una choza en el corazón de la montaña, mientras que se grita ¡San Juan! y se baila en una estancia encantada por los placeres!

     -¿Qué tiene, don Demóstenes? ¿Está loco? -le dijo Manuela acercándosele.

     -¡Pobre Pía! -continuó diciendo don Demóstenes sin atender, o sin oír a su casera.

     -Póngase el sombrero, mire que el sereno de aquí es malísimo, y les hace perder la chaveta a los enamorados.

     -Deseo un poco de fresco.

     -Venga allí a la sombra de los higuerones, que allá hay buenas muchachas, allá hay amor. Quítese de la luna, que eso no se queda sino para los jubilados. No piense más en Clotildita, que ella está enajenada.

     Don Demóstenes siguió maquinalmente los pasos de la encantadora Manuela por una senda que la claridad de la luna no alumbraba, y dio de repente con unos grupos de gente que estaban debajo de la sombra de un higuerón, cuyas raíces levantadas de la tierra brindaban asientos, y cuyas ramas dobladas hacia la tierra daban anchurosa sombra.

     Rosa, Paula y Anita eran las otras cintureras que gozaban allí del fresco, la quietud y el silencio, mientras que los cohetes y los gritos no descansaban en el patio y la sala de la estancia. Al cabo de media hora volvieron a la sala.

     Todos los blancos se retiraron a las tres de la mañana, pero la gente descalza continuó en sus diversiones hasta las seis.

     Don Demóstenes se fue para su posada, sin más compañía que la de su fiel amigo, el juicioso Ayacucho, y se acostó en su catre, sin volver a despertarse hasta que le dio Manuela los buenos días; ésta se bajó de la estancia con las buenas intenciones de hacerle de almorzar. El huésped se quedó pasmado de ver a su casera ojerosa, descolorida y macilenta, y le dijo:

     -Bien venida seas, que se hallaba la casa triste y silenciosa como un cementerio.

     -Por eso me vine a darle su almuerzo y a ver cómo anda todo.

     -¡Pero ustedes se tiran a matar con esas trasnochadas tan crueles!

     -Y todavía falta el San Eloy, San Pedro y mi Pablo, que son días de bailar.

     -¡Cáspita! Lo que me admira es que ustedes no se caigan muertas bailando.

     -¿No ve que para eso es San Juan?

     -¿Y Marta?

     -Firme todavía. Está ronca de cantar, tiene los ojos con sombras azules de no dormir; pero está firme, y a la hora que tocan, está lista.

     -Caramba, que esto es mucho apurar. ¿Y Rosa?

     -Está un poco tristona, ¿me lo cree?

     -¡Vaya, vaya con las niñitas!

     -Pero lo dejo, porque me voy a verle su almuercito.

     Don Demóstenes se salió a leer en su hamaca; cuando vio que eran las once y que no tendían la mesa, se fue a la cocina con pretexto de encender su cigarro y se quedó yerto de asombro al ver a Manuela dormida, con la cabeza clavada sobre la piedra de moler y con la mano de la piedra cogida con sus dos manos, teniendo los brazos muy extendidos. Se acercó y le gritó en el oído:

     -¡San Eloy! ¡Manuela! ¡San Eloy!

     Manuela levantó la cabeza, se echó a reír y se dedicó con todo empeño a subsanar el tiempo perdido. Ascensión no parecía con el agua, y cogiendo Manuela unos calabazos, se fue a la quebrada, y allá encontró a la peona dormida junto del lavadero.

 

 

 

Capítulo XXV

Resultados del San Juan

 

     Las sombras de la noche empezaban a cobijar los matorrales que rodean la casa de Malabrigo, a tiempo que dos mujeres conversaban tristemente sentadas en el alar de la miserable casa que ya el lector conoce. Una de estas mujeres estaba peinando a la otra, y después de un largo silencio le dijo:

     -¡Cuántas canas de estas mismas que le estoy peinando le habré hecho criar yo, mamá!

     -Vos no: Matea fue la que me dio que hacer. La tengo perdonada para que Dios la perdone y la mire con misericordia, y a mí también. Dicen que está muy maja en Ambalema.

     -¿Sabe una cosa? -dijo Rosa, a quien ya habrá conocido el lector-, ¿sabe que tengo ganas de que Antoñita aprenda a peinarla a su merced

     -¿Quieres dejarme como tus hermanos? ¿Te quieres ir?

     -Para el otro mundo... tal vez. ¿Le tiré el pelo?

     -No cosa.

     -Perdóneme su merced. ¡Hace días que estoy como insensata y tengo unos sueños que me dan miedo! Hace tres noches que me soñé que yendo a coger hojas de payaca a la montaña, había visto esconderse detrás de un botundo a mi padrastro vestido con la mortaja blanca que le pusimos aquí; y que al pasar yo, me había echado los brazos y me había apretado.

     -Por eso sería que te sentí gritar y estremecerte en tu cama. ¡Válgame Dios! Eso es que está penando seguramente; mañana me voy a buscar al señor cura para que me le cante un responso.

     ¿Y las pesetas?

     -¡Como el señor cura no es ningún interesado con los pobres! ¿No te acuerdas que el entierro de Patricio lo hizo de balde, y antes ni me quería recibir un pollo que te llevé de regalo? En otras parroquias venden los curas o los alcaldes muy cara la tierra de la sepultura. ¡Muy cara es la tierra, hijita de mi corazón!

     -¡Sí, señora! Lo mismo es la tierra en que trabajamos. Ocho pesos nos cuesta el arrendamiento de esta estancita.

     -Eso no es tanto como las obligaciones, porque el arrendatario es un esclavo.

     -¡Y tener nuestros amos un mundo de tierra, y mezquinarnos un tantico a los pobres! ¡Y no tener nosotros en propiedad ni aun los siete pies de tierra en que nos sepultan, porque tenemos que dar tres pesos a la policía, amén de lo que cobran los curas! ¡Suerte más negra! ¡Arrendatarios en vida y en muerte!

     -¡Siempre esclavos de los ricos!

     -De los ricos ni me hable, señora madre. ¿No ve su merced cuánto hemos tenido que sufrir por los caprichos de los patrones?

     -¡Andar rodando como basura, de hacienda en hacienda! Por ahí se ven a orillas de los caminos los rastros de las estancias de donde han echado a los arrendatarios.

     -¡Ay, cómo lloré cuando me vine ayer de la parroquia, al ver el rastro de la estancia donde vivíamos hace un año! ¡Ya está todo cubierto de rastrojo y de bejucos. Me arrimé a la mata de guamo que nos daba sombra cuando la peinaba a su merced! ¡Vi la mata de higo que su merced sembró, después que se molió el brazo en el trapiche! ¡Vi la mata de café que cuidaba Matea! ¡Vi las piedras del fogón, y entre las cenizas estaba enroscada la culebra que nos asustaba por comerse los ratones! Lloré hasta que me cansé, señora madre! Allí nací, allí jugué, allí viví tranquila, sin pensar en los trabajos tan grandes que he pasado después. Cuando oigo hablar a don Tadeo y a don Matías de libertad lo que me da es impaciencia. La libertad de llorar es la que tenemos, y es la que yo he tenido. Pero mire su merced que estoy torpe esta tarde -agregó la muchacha deteniendo la mano que llevaba al peine-; ya la he tirado dos veces.

     -No, hija de mi alma. Tu mano es muy suave, y es el cariño el que te hace creer que me tiras.

     Siguió luego un rato de silencio, durante el cual acabó Rosa su tarea, dejando bien alisada la cabellera de su madre.

     -Ya está su merced peinada, y me voy a dormir al trapiche, porque tengo que madrugar a coger trabajo. Mándeme su merced el puntal con Antoñita, porque la comida del trapiche no se puede pasar; pero que no olvide el ají.

     En seguida hizo la joven estanciera sus preparativos para el odioso y obligatorio viaje al trapiche: se echó unos tabacos en el seno y puso una mano de plátanos en una mochila para llevarla cargada. Hecho esto, se despidió de su madre.

     Estefanía se quedó muy triste pensando en la aparición de su difunto esposo, y en la suerte que le tocaría a Antoñita, que estaba creciendo y era linda y de un genio tan dócil como una malva. Lloró, y sus lágrimas corrieron sin cesar hasta que se fue a asar unos plátanos para su preciosa Antoñita.

     Cuando Rosa llegó al trapiche no se veía sino la máquina del molino a la luz de una hoguera de bagazo. Parose en el sardinel de la enramada y gritó con suave y lánguido acento:

     -¡Bueeeenas noches!

     -Buenas noches, antoja -le contestó una voz amistosa que no le era desconocida. Arrime por acá, antoja de mi corazón.

     -¿Qué hace usted por aquí, Liberata?

     -Siéntese aquí en el bagazo, que ahora le contaré todo.

     La persona con quien hablaba Rosa era Liberata Sabogal, una de las emigradas de Cáqueza que van a buscar trabajo en los activos trapiches del rico departamento de Tequendama. Liberata era muy blanca y gorda, y su negro cabello le llegaba a las corvas. En su cara redonda había una eterna primavera de risa y de amabilidad. Sus negros ojos tenían la triste ventaja de seducir sin esfuerzo; y sus pies eran tan pequeños, que no se podía comprender cómo se sostenía tan rolliza estructura sobre tan diminuta base.

     Vivía la hermosa peona en una barraca o troje, formada por largas estacas y paredes de guadua picada, protegida por el alar de una gran enramada que servía de cocina de los peones y de caballeriza de las mulas de silla. Así es que la cama de Liberata quedaba a tres varas de distancia de la canoa en que las mulas comían el cogollo picado. El cuarto de la peona presentaba pocos muebles; de una de las toscas barandillas de la cama colgaba una mochila de mallas en que se veía una mantilla de bayeta obscura de Castilla con ribete de tafetán celeste; una camisa de tira labrada, unas finísimas alpargaticas con ataderos de seda y borla en las puntas; un peine de cuerno y una totumita. El colchón de la cama era una estera de calceta de plátano que, enrollada de día, estaba a la vista de todos los trapicheros. De una de las estacas que sostenían la pared colgaban unas quimbas, un tiple, un garrote y un pedazo de rejo de enlazar. Aquella estancia era la vivienda de la hermosa Liberata, la más garrida de todas las caqueceñas que han ido a buscar aventuras en los trapiches del sur.

     -¿Y cómo es que usted está acostada en el bagazo, y no en su cama? -dijo Rosa a su amiga.

     -Porque aquél me echó de la posada a patadas, y se fue al trapiche del Purgatorio. Mañana me voy a buscarlo y a rogarle que no me deje sola.

     El aquel a quien se refería Liberata era, ya lo habrá comprendido el lector, su amante; pero lo que no puede haber comprendido es cómo era el amante de la hermosa caqueceña. Pedro Jurado, que así se llamaba, era un negro licenciado del escuadrón de húsares que regía el general Melo, y era natural de Ortega. Tenía el defecto, fuera de otros, de ser muy delicado de genio cuando se excedía en el licor, y tenía la costumbre de excederse siempre que tomaba, que era los domingos. Sobre Liberata recaían sus exaltaciones dominicales, y ella lo demostraba los lunes con las negras ojeras que le ceñían uno o ambos ojos, lo cual se hacía notar desde muy lejos, porque tenía el cutis tan blanco como una imagen de las iglesias.

     -¡Pobre mi antoja! -dijo Rosa-. ¡Y tan linda, y tan merecedora de ser atendida como una señora!

     -¿Y usted no piensa ya en Celestino? -contestó Liberata

     -¡Imposible! Me ha tratado malísimamente con el pretexto de unos celos sin fundamento con el caballero don Demóstenes, y hasta me ha puesto las manos. De manera que las resultas del San Juan han sido para mí de lo más horrendo. ¡Y todavía lo que faltará por ver, porque el corazón me avisa nuevas desgracias!

     -Pues ya no le pegará más; porque se largó para Ambalema con la Chumacera.

     -¿No me lo diga, antoja de mi alma! ¿Con la Chumacera se ha ido? ¿Con la mujer más despreciable de los trapiches? ¡Es decir que yo no valgo nada! ¡Dios poderoso!

     -¡No llore, antojita de mi alma! Que usted vale mucho. Olvide a ese tunante, que no faltará quien la estime.

     -Yo bien quisiera; pero eso no está en mi mano, ¡Ay! ¡Cómo he pasado de trabajos por el amor! ¡Y sin buscarlo, antoja, porque yo le he huido hasta donde he podido! ¡Y si no, que diga el amo a quien quise primero, si las amenazas, si el temor, si las astucias de la vieja Sinforiana no fue lo que me venció! ¡Que diga Celestino si sus ofertas de casamiento no fueron las que me hicieron quererlo! ¡Tener que pagar tan caro un amor que la mujer pobre no tiene medios de resistir! Esto no parece cosa de Dios; pero, en fin, ¡qué se va a hacer, si la mujer nació para padecer en el mundo, y mucho más la mujer esclava! Yo lloraré a Celestino todos los días de mi vida porque eso no consiste en mí. Pero, antoja, la Chumacera, la bogotana, que vino a pedir trabajo al trapiche con camisón y corbatica como si estuviera en tienda, y, que tiene una hablita como de títere; ¡esa patoja! ¡Era la que yo menos temía! Yo sí vi que la echaron a cortar caña junto con Celestino; pero no me figuré tal cosa...

     Hasta media noche se vino a dormir Rosa, y eso porque Liberata la convidó poniéndole de cabecera su brazo, que era tan grueso y tan blanco, que merecía sostener una cabeza que necesitaba de tanto alivio. Por la mañana se puso Rosa a desherbar una tarea sencilla que el capitán le había medido en la vara chica. No se la oyó cantar ese día y cuando volvió al trapiche, estaba muy sufocada por el sol; tampoco comió, aunque Liberata le instaba con su mismo plato. A la noche se acostó temprano, no obstante que los peones estuvieron jugando a la mariposa; a media noche despertó a su amiga con los sacudimientos de un calofrío de los más temibles, y luego le vino calentura. Liberata le alcanzó un poco de guarapo de los fondos, que pidió al hornero, y Rosa sudó porque lo tomó caliente, y porque su amiga la abrigó bien con bagazo. Hay que advertir que ni Rosa ni Liberata usaban de cobija para dormir.

     Rosa conoció lo grave de su enfermedad, y por la mañana trató de ponerse en camino para su rancho. Fue a la casa de la hacienda, cobró su trabajo y se despidió llorando de su señorita Clotilde. El resultado líquido del real que ganó por la tarea no fue sino un cuartillo; porque pagó un cuartillo de una jícara de chocolate para desayunarse; otro valdría el puntal que le llevaron de su casa; y el viaje de Antoñita ¿qué menos podía valer que otro cuartillo?

     Así que llegó a su casa, la desdichada estanciera se tendió en su barbacoa de guadua, sobre la cual había una estera de calceta de plátano que era todo lo que constituía su cama. Estefanía le dio zumo de carrasposa y se fue a la casa de ñuá Patricia, que vivía en la montaña y era la médica del sitio o partido. No pudo volver hasta el día siguiente con los remedios, y se pasaron dos días más sin que aquéllos produjeran efecto ni mejoría.

     El mayordomo fue a llamar a Rosa para que volviera al trabajo, dándose el tono de un virrey y diciendo que si no iba le voltearía la casa y el platanar; pero habiendo entrado a la alcoba por instancias de Estefanía, vio que efectivamente Rosa no podía moverse, y dijo que ésos eran los resultos del San Juan.

     Rosa se estaba agravando, y esto indicaba que la médica no le había acertado. Sufría a un mismo tiempo del corazón, de la cabeza y de un costado en que tenía una contusión; sobre todo, el estado de su espíritu la aniquilaba. Estefanía se fue a la hacienda a decir que su hija no podía asistir al trabajo, y a ver qué remedio le daban. Clotilde oyó la relación atentamente y quedó penetrada de lástima.

     -Rosa se muere de descuido -dijo a la manca-. ¡Pobrecita! ¡Tan dócil, tan buena, tan hermosa! ¡Dios mío! ¿Qué haremos para salvarla?

     -¡Pero qué más voy a hacer, mi señora! Será que ya le conviene, porque le hemos hecho todos los remedios de la médica y es como echarlos a la quebrada.

     -¿Y qué le mandó hacer la médica, pues?

     -El sudor del paraguay con tres botones de manzanilla, cinco granos de cacao y los tres cogollos de la lumbaga: plantillas de penca de higo y agua de cáscara de guásimo con flor de la maravilla por agua ordinaria. Todo se le ha hecho; pero Rosa no escapa de ésta, mi señora, porque no come. El tasajo ni el plátano no hay para qué nombrárselos. Rosa se muere, mi señora; y por eso es que el trespiés no vagó de contar encima de la mata de guadua en toda la semana pasada; y dice Antoñita que lo vio volar y sentarse dos ocasiones sobre la casa.

     Don Narciso estaba oyendo desde la hamaca toda la relación, y viendo tan compadecida a Clotilde también se compadeció, porque el amor hace queridas las impresiones que recibe el objeto amado. Don Narciso se había graduado en medicina, pero no practicaba porque se había dedicado al cuidado de su hacienda. En esta vez quiso ser útil a la humanidad y agradable a Clotilde, y así, después de repreguntar a Estefanía, le dijo gravemente las siguientes razones:

     -La afección de su hija es sumamente grave. Es un dolor que principia debajo del apéndice sifoides, y se irradia en los hipocondrios siguiendo el trayecto de los plexos aplénico y hépatico: ¿lo oye usted? Del otro lado se traslada a la parte superior posterior del esternón: ¿está usted? y desciende por los lados de la columna vertebral, siguiendo el trayecto del gran simpático, y llegando a la región cervical superior, afecta el encéfalo y todos sus adherentes. La curación se hará por medio de los evacuantes y revulsivos, los sedativos y, últimamente, los tónicos. Empezaremos por una sangría del brazo derecho, que será repetida mañana. Mande usted a la cabecera del cantón para que el farmaceuta le despache la receta que le pondré: ¿me entiende usted? Y entre tanto aplíquele usted unos fomentos de cocimiento de escoba babosa, manzanilla, bledos y llantén. Dele usted un baño de pies de cocimiento de alcaparro: ¿está usted? con tres dracmas de sal, una onza de mostaza y una jícara de ceniza. Póngale usted una lavativa de cocimiento de cualquiera de las malváceas con un poco de miel y sal compactada, y un poco de aceite de olivas con dos yemas de huevo ¿entiende usted? Dele frotaciones con aguardiente; alcanforado y un poco de mostaza.

     Concluida esta incalificable exposición, se volvió a entrar don Narciso, y a breve rato salió trayendo escrita una receta que leyó en voz alta, y decía lo siguiente:

                    

R. Aguardiente alemán..........

32 gramos.

                    

 

Jarabe de Nerprum.................

32 íd.

 

 

Aceite crotontilio...................

50 centigramos.

 

 

Aloes socotrino......................

64 íd.

 

 

Aceite de palma christi..........

16 íd.

 

 

M. S. A.

 

 

(Para tomar de una sola vez.)

N. Correa, M. D.

 

 

R. Ipecacuana.......................

12 centigramos.

 

 

Tártaro de antimonio...........

1 íd.

 

 

Agua destilada.....................

40 gramos.

 

 

M. S. A.

 

 

(Para tomar de una vez.)

N. Correa, M. D.

 

     -Todo está bueno -dijo la estanciera-; pero ¿de dónde saco yo los jumentos, cuando los que hay en la hacienda los tienen ocupados; y de dónde consigo los dramas las malacias y la sal compautada?

     -Fomentos es lo que su amo le dice. ¡Miren qué jumentos ni que dramas! ¡Esta mujer es una burra, y Rosa se muere en sus manos! ¡Fuera yo misma a hacerle los remedios! ¡Lleve de aquí azúcar, mostaza, arroz, y sagú, y váyase pronto a dar forma de hacerle los remedios! Pero mande por el cura cuanto antes.

     -¿Pero de dónde saco yo mula para el señor cura?

     -Que le den una de las de papá.

     -¿Y peón?

     -Y Julián, su hijo, ¿por qué no va?

     -¿No está de cortero de caña?

     -Dígale al mayordomo que lo remude y lo dé libre.

     -Él me dirá lo que otras veces, que primero está la miel que la salvación; y de veras que no queda quien entre a cortar caña en su lugar.

     -Yo mandaré una de mis criadas; pero vuele a hacer todas las diligencias.

     El cura había tenido noticia del estado de Rosa y se fue a pie con don Demóstenes a Malabrigo. Ya había dado un papelito homeopático a la enferma cuando llegó Estefanía; pero apenas supo que don Narciso había recetado, retiró sus medicamentos, porque él se abstenía de recetar siempre que había facultativo que lo hiciera. Leyó las recetas y apuró a la manca para que enviase por los remedios. Fue despachada en comisión con el carácter de "urgente" una mujer que llegó por casualidad a la choza; y don Demóstenes dio dos pesos en que calculó el cura el importe de los remedios. Entre el cura y don Demóstenes taparon con hojas de plátano las rendijas de la choza que daban sobre la cama de la pobre Rosa, y dispusieron que se le diese el baño en una horma de azúcar que hubo por buena fortuna. Estefanía puso junto de la enferma la mesita en que cenó don Demóstenes la noche que durmió en la estancia; luego se retiraron todos y se sentó el cura a confesar a Rosa. Mientras tanto, don Demóstenes se entró al platanar, acompañada de Faustino, el sacristán, que los había seguido.

     -Es bella la plantación -decía don Demóstenes-: es bella y pintoresca, pero lúgubre por la obscuridad que reina en ella; y porque entristece considerar que estas matas compradas por Rosa no son de ella; porque si al dueño de tierras se le antoja echar de la estancia a la familia, todo es perdido.

     -Sí, señor -contestó el sacristán-. Por eso yo no quiero sembrar sino unas cuatro matas de maíz. Para quitarle la estancia a uno no falta pretexto: a Juan Antonio Gómez lo echó su patrón de la estancia porque no le dijo amo, un día, delante de unos señores. A mí me quitó don Leocadio una estancita porque no quise mandar a Paulita al trapiche.

     -Y a Rosa le quitó un dueño de tierras la estancia porque dejo de quererlo. ¡Pobre criatura, tiranizada por los pobres y por los ricos!

     -¡Y tan pobre que está! Ella y la manca se sostienen por milagro con Antoñita. Tiene Rosa tres hermanos grandes, pero andan separados de la casa.

     -¿Casados?

     -No, señor, solteros. Pero ya su merced ve, la madre no fue casada sino hasta las últimas (porque Antoñita sí es hija legítima), y el ejemplo de los padres corrompe a los hijos. El señor cura se cansa de predicar sobre esto del matrimonio y de la obligación que hay de dar crianza cristiana a la familia; pero otros que vienen de fuera dan consejos muy distintos, que como son más fáciles de seguir producen su efecto. Un señor doctor Alcibíades, que posó en casa de la niña Manuela, decía que no debía haber sino matrimonios civiles; que en lugar de la doctrina cristiana, lo que se debía aprender de memoria era el código, y que no le creyéramos al señor cura lo que predicaba porque era un fanático. Hablando un día contra las monjas y los frailes, dijo que sus votos eran contrarios a la naturaleza, porque el hombre ha nacido para multiplicarse. Estas gentes que poco necesitan para vivir como viven, han seguido el consejo, y ya su merced ve cómo se multiplican y cómo abandonan luego las multiplicaciones.

     Así hablaba el sacristán, y don Demóstenes lo escuchaba un poco mohíno, porque en sus discusiones filosóficas le había sucedido frecuentemente hablar con sabios que le respondían con palabras; pero en esta vez no estaba discutiendo, y además quien le hablaba era un ignorante que sólo le mostraba hechos.

     Cuando volvieron del platanar a la casa, el señor cura había acabado de confesar a Rosa y la estaba exhortando en forma de una plática moral.

     -Rosa -le decía-, las dichas del mundo son pasajeras. Eso que llaman felicidad es un ente ficticio que todos seguimos y ninguno alcanza. Yo he preguntado a una multitud de personas si son felices, y ninguna me ha contestado que sí. La suma de dolores es mayor que la de placeres; pero como el corazón ansía por la felicidad, es menester creer que esa felicidad está en alguna parte, porque Dios no había de poner ese deseo en nuestra alma para engañarnos cruel e inútilmente. Esa felicidad, es la eterna bienaventuranza de nuestro espíritu inmortal, que no es como el cuerpo, frágil, mortal y corruptible. ¡Rosa! ¡Piense en la bienaventuranza; recoja su alma, que se va a presentar a Dios; tenga esperanza en su misericordia infinita que la creó de la nada, y abandone los pensamientos del mundo!

     -Volviéronse a la parroquia el cura y sus dos compañeros, y en su lugar se vino Remigia, la mujer del sacristán, a cuidar a Rosa y a hacerle los remedios. Liberata quiso perder sus días de trabajo por acompañar a su amiga. Los remedios de la botica no llegaron hasta el día siguiente, y Remigia se encargó de aplicárselos, lo que hizo con mucha inteligencia y consultando con el médico.

     Rosa seguía muy mala; la calentura avanzaba terriblemente, a pesar de los remedios. Remigio, Liberata y aun Clotilde, no descansaban, las dos primeras cuidando la enferma y la última enviando recursos para la familia y medicinas para la paciente. El cura había dejado un crucifijo y un poco de agua bendita, que Remigia colocó en una tabla frente de la cama de la enferma; al pie del crucifijo había puesto dos ramilletes de flores silvestres y una vela encendida. La enferma tenía los ojos clavados en el humilde altarcico, cuando entró Liberata, que le llevaba una totuma con agua fresca. Rosa, mostrándole el Cristo con el dedo, dijo con acento triste y pausado a su amiga:

     -Vea, Liberata, lo único en que debemos pensar, porque el día de comparecer ante Él se llega tarde o temprano. Conozco que voy a morir de esta enfermedad; pero estoy conforme, ya no tengo temores por la otra vida, desde que el señor cura oyó mi confesión y me perdonó en nombre de su divina Majestad.

     -¡Morirse tan joven! ¡Qué hago yo, Rosita de mi alma!

     -No se aflija, Liberata. Lo que me tenía asustada era mi conciencia; pero ya estoy tranquila. ¡Ay, Liberata, muy separadas hemos estado usted y yo del buen camino, tanto para con Dios como para con la gente honrada que nos ha mirado! ¡Hemos tenido una vida muy escandalosa, mucho, mucho! Pero el señor cura me ha dejado tranquila, porque recibió mis protestas de arrepentimiento. Se informó de todas mis faltas, me hizo restituir un crédito que yo había quitado, me hizo perdonar a las personas que odiaba, me hizo declarar un asunto que yo sabía sobre una finca mal habida y me encargó que le mandara a suplicar a mi señorita Clotilde que no echaran al trapiche a Antoñita. Yo le hablé al cura con toda la verdad y la confianza del que se va a un viaje tan largo como el de la otra vida, y le recomendé algunos encargos secretos y otros que no lo son. Liberata, yo le ruego que piense ahora en su muerte, que ha de llegar algún día; piense con tiempo en ella para que no muera con susto, ni en pecado mortal. Deje esa vida que lleva, esa vida desdichada del trapiche y vuélvase al lado de su madre a pedirle perdón de rodillas y a seguir viviendo como cristiana. ¡Mire que no hay como el cariño y los cuidados de una madre! Y, en fin, Liberata, mire allí al que nos espera, y que si juzga a los ricos, también juzga a las trapicheras...

     Calló Rosa; mientras había estado hablando, Liberata lloraba en silencio. A un momento pidió la enferma que le trajeran un tarro de guadua muy grueso que le había servido de caja de costura desde niña; y metiendo su brazo enflaquecido dentro de él, sacó un peine de palo y un devanadorcito que regaló a Liberata; a la mujer del sacristán le dio su dedal de cobre, a Antoñita su sortija de oro que Matea le había enviado con Manuela de Ambalema; y a su madre le entregó tres reales en buena plata y dos en chimbos y el tarro de guadua en que quedaba un espejito del tamaño de un peso fuerte, un agujetero con un alfiler y dos agujas y un cordón de su pelo. Se quitó del dedo una sortija de acero y se la puso en el dedo del corazón a Liberata. Además, dejó dispuesto que se vendiesen tres pollos que dejaba y que con su valor hiciesen rezar responsos por el descanso de su alma.

     Al día siguiente comenzó a experimentar la enferma una agravación espantosa. Un quejido continuo y lastimoso sustituyó al habla; movía los brazos y tenía la mirada fija, la nariz aguda y los labios cenicientos. El pecho se le había alzado extraordinariamente, y la boca entreabierta, lejos de ostentar la antigua gracia que la adornaba, estaba espantosa. Estefanía no quitaba los ojos de su hija, y parecía que trataba de ahogar su pena para observar hasta el último movimiento de aquella niña que había llevado en sus entrañas. Se conocía que Rosa quería hablar; y al fin haciendo un esfuerzo sobrenatural dejó escapar con un postrer sollozo estas palabras que fueron las últimas de su vida:

     -¡Madre! ¡La bendición!

     Estefanía se la dio lentamente, le besó la frente repetidas veces y se arrodilló desmayada de dolor. Las mujeres que la acompañaban levantaron sus gemidos al cielo. Remigia alcanzó el Cristo y lo puso delante de los ojos de la enferma. La agonía se aumentaba, y Remigia decía en voz alta las oraciones de los agonizantes.

     En seguida se puso a rociar con agua bendita el cuerpo de la moribunda. Un estremecimiento general y las últimas boqueadas de la enferma anunciaron el postrer esfuerzo del alma para separarse del cuerpo, y Remigia exclamó en voz compungida y suplicante:

     -¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Recibid su alma en vuestra santa gloria!

     ¡Rosa al fin descansó! Su agonía había terminado con un suspiro. Las mujeres rezaban el Credo, que fue interrumpido por los gritos dolorosos de Estefanía y Antoñita, cuando vieron que había expirado la pobre mujer.

     -¡Mi hija me ha dejado! -decía Estefanía-. ¡Mi Rosa! ¡Mi hija de mis entrañas! ¡Qué haré yo ahora! ¿Quién me consolará?

     -¡Mi hermana se fue! -decía Antoñita-. ¡Se fue a la otra vida! ¡Dios mío de mi alma!

     La esposa del sacristán no olvidó ciertos cuidados indispensables. Destapó un calabazo de vinagre, derramó un poco en la boca del cadáver, le limpió el rostro y la mudó. Luego entre ella y Liberata la bajaron y la pusieron en la mitad de la salita, poniéndole junto un cabo de vela encendido.

     Eran las diez de la noche. Antoñita se fue a la hacienda por la mortaja y cuatro reales de velas, y a avisar a Julián y a los patrones. Remigia salió de la casa alumbrándose con una tea de bagazo, subió a la cumbre de una colina y desde allí gritó con todo el esfuerzo que le era posible:

     -¡Hermaaaanos!... ¡Cristiaaaanos! ¡Por el amor de Dioooos! ¡A velaaaar a la difunta Roosa!...

     El eco de estas palabras se repartió por todas las estancias, y a pocos instantes comenzaron a aparecer luces vacilantes entre las cañadas y el monte, que se dirigían a la casa del velorio, que así se llama la función de acompañar el cadáver rezando un rosario tras otro.

     Luego que llegó la mortaja remitida por Clotilde, Remigia acabó de vestir el cadáver, puso en el suelo cuatro velas sobre vástagos de plátano, de media vara de largo, que servían de candeleros, y empezó el primer rosario con los primeros estancieros que llegaron. La mortaja consistía en una túnica forjada a la ligera de una sábana de lino, y de una cofia de linón con arandela, que se llama toca. La cara de Rosa, que fue morena, estaba ahora amarilla y seca; pero sus facciones no se habían desfigurado. Un cadáver es siempre venerado por el instinto religioso, y el de Rosa, tan conocida y estimada, infundía a los asistentes no sólo veneración, sino piedad y lástima. La salita estaba llena de gente, y como no cabían todos en ella, se habían arrodillado en el patio a la sombra de los árboles. El murmullo del rezo oído a lo lejos infundía pavor religioso a los que iban llegando, y les hacía erizar los cabellos. Muchas personas saludaron con un torrente de lágrimas a la dulce y caritativa Rosa. El rezo no cesaba, y los que se remudaban iban a sentarse en los alares a conversar de las virtudes de Rosa, notando entre ellas la de haber sido muy buena hija. Remigia distribuía de vez en cuando algún licor a los acompañantes.

     Julián tomó el machete antes de que amaneciera y se fue al monte a cortar unas chipas de bejuco y unas guaduas, y formó un rústico ataúd amarrando varios atravesaños sobre dos guaduas delgadas. Encima colocó el cadáver bien acomodado entre ramas de limón. Luego lo levantaron para llevarlo sobre los hombros dos peones que se iban turnando con otros, habiendo comenzado Julián y un camarada suyo. Estefanía no pudo seguir la comitiva fúnebre por sus enfermedades, y parada en la esquina de la casita, siguió con los ojos el cadáver hasta donde lo ocultó un recoda del camino. Lloraba a grito entero y decía al verlo desaparecer:

     -¡Adiós, Rosita mía, para siempre! ¡Adiós, hija de mis entrañas!

     Así fue conducido el cadáver hasta la parroquia. Don Demóstenes estaba en su hamaca, y al sentir el silencioso tropel y el chirrido del guando, volvió a mirar y se encontró frente a frente con Rosa, a quien reconoció.

     -¿Es posible? -exclamó, levantándose de prisa; ¿Es posible que hayan cedido a la muerte tanto vigor y tanta belleza?

     -¿Vio a Rosa? -le preguntó Manuela, entrando a la alcoba a sacar su pañolón morado.

     -¿Conque al fin sucumbió al peso de sus desgracias?

     -Sí: ¿no vamos al entierro?

     -Es muy justo, Manuela. Lo que siento es no haber traído ropa de luto, porque no me figuré en Bogotá que aquí había de asistir al entierro de una persona por quien he tenido tan fraternal afecto.

     En la mitad de la calle oyó el primer doble de la campana, y se estremeció al oírlo porque le llegó al corazón y le arrancó un gemido. Al llegar a la iglesia vio el cadáver sobre una mesa enlutada, y oyó al cura que cantaba: Subvenite, Sancte, Spiritus, con fúnebre y pausada voz.

     Don Demóstenes había asistido a varios entierros de tono en Bogotá, como que era uno de los más distinguidos miembros de la sociedad. Vestido elegantemente de negro y sentado en un escaño, devoraba con el pensamiento algún negocio o algunos amores, arrullado por la artística salmodia, y rodeado de obscuridad, entre la cual llameaban por intervalos los cien blandones. ¡Estaba en presencia de un muerto bien encerrado dentro de lujosa caja, de un muerto que había sido su socio o su amigo tal vez! Y sin embargo, estaba sereno; mientras que en esta vez se turbaba y se entristecía. Es verdad que en la pobre iglesia de la parroquia no había cirios hasta la puerta en triple hilera, ni negras colgaduras, ni emblemas poéticos, ni ramos de sauce, ni coronas de ciprés; es verdad que no retumbaban los ecos con el ruido sordo de las trompetas y violones, ni con el son agudo de las flautas y violines; pero estaba viendo a su amiga, esa flor de las montañas que conoció de pasada y que acarició levemente porque era buena y hermosa, pero sin arrancarla de su tallo. Tenía clavados los ojos en Rosa y no se saciaba de dolor viendo aquellas manos enjutas que él había apretado entre las suyas, y que ahora apretaban una cruz de palo, última esperanza y único consuelo de la pobre difunta; ¡veía un bosque de pestañas cubriendo las pupilas de unos ojos que quince días antes encendían corazones, ahora apagados y opacos; veía una boca antes graciosa y ahora callada con el silencio de la eternidad! En torno del cadáver veía unos pocos amigos de la difunta, cuyos gemidos eran más tiernos que los acentos de las orquestas. Todo esto lo tenía conmovido. Manuela, que estaba arrodillada cerca del cadáver, tenía la cara oculta en su pañolón y lloraba, y don Demóstenos oía sus sollozos al través del pañolón, como se oye una fuentecita entre el monte al través de la enramada. Los dobles de las campanas no cesaban, acompañando las voces del cura y del sacristán, que dialogaban en el sublime oficio de difuntos clamando por el reposo eterno de la humilde estanciera de Malabrigo. El requiescat in pace final, cantado por el cura en la forma de un lamento, dio el último golpe al corazón del conmovido bogotario.

     De la iglesia salió un acompañamiento ya numeroso tras el cadáver, en dirección al cementerio. Se notó que no iba otra persona calzada, que don Demóstenes. De los tadeístas no iban sino Cecilia y ñor Elías que no estaba bien caracterizado. ¡Qué saña la de los partidos políticos! ¡Hasta para un cadáver hay odios y venganzas! Y sin embargo, Rosa era llorada por un pueblo entero.

     En un momento que el cadáver estuvo en el suelo, mientras acababan de preparar la sepultura, don Demóstenes improvisó un discurso muy sentido sobre la muerte en general, y sobre las virtudes de Rosa, que había sido un modelo de amor filial.

     Puesto el cadáver en el asiento de la sepultura, Julián y Antoñita le botaron la primera tierra, como sus más próximos parientes. En seguida el sepulturero echó el resto de la negra tierra que fue ocultando poco a poco, pero con demasiada rapidez para el dolor de sus amigos, el cuerpo y la hermosa cara de Rosa. El pueblo rezaba el Credo en voz alta, y era sublime oír aquel "creo en la resurrección de la carne y en la vida perdurable", pronunciado delante de los sepultureros que en ese momento apretaban la tierra para incorporar en su seno la carne y los huesos de Rosa. El sacristán clavó una cruz encima de la sepultura, y la gente se fue dispersando.

     -¡Se acabó Rosa! -dijo Manuela a don Demóstenes.

     -¡Que la tierra le sea ligera! -contestó éste con un suspiro.

     -¡Que Dios tenga su alma en el cielo! Que por lo que hace a la tierra siempre es pesada, aunque esto no importa a la carne muerta. Yo vi pasar a Rosa ayer, como a eso de la oración, por el patio de la casa.

     -¡Ilusiones, Manuela!

     Pues de esas ilusiones hay muchas, y entre gente que no es crédula. Hay muchos casos en que se han visto personas ausentes, o se han sentido ruidos sin causa, o se han tenido sueños a tiempo de la muerte de alguna persona. Yo le contaré algunas historias sobre esto.

     -No creo en nada de eso.

     -Pues si no cree tiene que reventar, según la persona que las cuente.

     -Los muertos no vuelven, Manuela, y todas esas historias no son sino hijas del fanatismo y de la superstición de los católicos.

     -Si los muertos no vuelven, ¿por qué es que sostiene usted eso que quería hacerme creer, y que llaman evocación, visión doble o espiritismo?

     Don Demóstenes agachó la cabeza; pero como era un hombre de mucho talento, encontró pronto una respuesta.

     -Y si no quieres creer que se puede evocar a los espíritus, ¿cómo crees que se aparecen? ¿No ves que hay una contradicción?

     Aunque Manuela no tenía ilustración, acertó a darle esta respuesta con tal prontitud que se conocía que no la improvisaba.

     -No sea duro, don Demóstenes. Yo no creo que los espíritus vuelvan a la tierra por voluntad del hombre; pero sí pueden venir por voluntad de Dios.

     En esta vez se quedó muy callado don Demóstenes, a pesar de su grande ilustración, porque no pudo recordar si esto tenía respuesta en los libros de los espiritistas, y se propuso examinar despacio esta cuestión para quitar a Manuela sus supersticiones.

     Al cabo de un rato de silencio, dijo Manuela:

     -¡Pobre Rosa! Ella conocía su muerte, según se notaba en sus conversaciones, que todas eran funestas de pocos días para acá. Y usted tuvo alguna parte en su muerte.

     -¿Yo? ¡Qué disparate!

     -¿No le dije que Celestino, su novio, la estropeó y la abandonó por resultas del San Juan?

     -¿Y qué?

     -Pues que tuvo celos con usted.

     -¿Conmigo? ¡Vaya un zoquete!

     -Eso es lo que se dice.

     -Tendría ese miserable ganas de cortar relaciones con esa pobre y se valió de ese pretexto.

     -Decía que lo vio a usted hablando con Rosa en los montes del Retiro.

     -Eso no fue sino que la pobre Rosa, que era tan servicial, tuvo la condescendencia de ir a mostrarme las casas de la hacienda, que ese matroz de Juan Acero, miembro de la santa sociedad baratera, no quiso indicarme.

     -Todo será; pero la madrugada de San Juan estuvo usted muy decidido por Rosa, ¡Dios la tenga en el cielo y mis palabras no la ofendan! También es que los bogotanos se ponen a florear a todas la muchachas sin saber en lo que para, de cuenta de majos.

     En esto llegaron a la calle del Caucho. Manuela se entró a la casa y don Demóstenes se fue a buscar al maestro Pacho, el carpintero y herrero de la parroquia, a encargarle una tumba para Rosa.

     A los tres días de la muerte de la pobre niña, se desapareció Liberata de la troje, y aunque el africano la buscó por todas partes, no la pudo encontrar. Se creyó que la muerte de Rosa y sus últimos consejos la habían convertido y que se había ido a buscar a su madre.

 

 

 

Capítulo XXVI

La tumba de Rosa

 

 

     La gratitud era la cualidad más sobresaliente en don Demóstenes. Tenía la ventaja de no ser desmemoriado para con los pobres que le servían, y era porque él no creía que valía más que todos. Don Demóstenes había quedado muy reconocido de Rosa desde que posó en su casa, y en prueba de ello, fue a visitarla cuando supo que estaba en cama, asistió a su entierro, y todavía quiso perpetuar su gratitud erigiéndole un sepulcro, según las escasas proporciones de la parroquia. Había hecho la contrata con el maestro Pacho para una tumba, y al día siguiente del entierro de Rosa fue al cementerio a recibir la obra. Allí encontró a Manuela, la familia de Marta y otras personas. La tumba consistía en una verja de astillas de guadua con puntas agudas, de las cuales se habían formando ángulos obtusos hacia la parte de arriba. Dos atravesaños amarrados con bejuco negro rijaban la balaustrada. Adentro se veía la tierra del sepulcro recientemente aplanada, y en la mitad estaba clavada una cruz de diomate, trabajada con esmero, en cuya base se leía: ROSA, VÍCTIMA DE DOS TIRANOS. Cerca de la cruz se veía un rosal, grande y florido, que había sido transplantado de la huerta de Manuela.

     Don Demóstenes dio por recibida la obra, y se quedó callado por algunos instantes. Del grupo de gente que lo rodeaba tampoco se oyó ni un acento, con excepción de un ¡ay! lastimoso de Manuela, que fue seguido de lágrimas y de suspiros de sus colaterales. Don Demóstenes se había quedado cogido de la verja y parecía que meditaba. Por cierto que la tumba ofrece puntos de meditación, cualquiera que sean las ideas religiosas que uno tiene, y más si la tumba encierra el cuerpo de una joven de diez y seis años, que pocos días antes no despertaba sino recuerdos de amor y dicha.

     El grupo se fue disipando, y don Demóstenes convidó a Manuela a pasear el cementerio.

     El área estaba cercada de guadua, y sobre su suelo, exuberante como el de todas las tierras calientes de Nueva Granada, se levantaban grupos de ambuque, michú, guásimo y algunos otros árboles, y también matorrales pequeños de venturosa y de tabaquillo que no es posible arrasar, porque la vegetación se burla de la mano del hombre en aquellos terrenos. Los árboles que se encontraban no eran cultivados como lo son los cipreses y sauces babilónicos de los cementerios de Bogotá. La grama, más espontánea todavía, ocupaba algunos lugares pequeños, en donde se notaban las sepulturas más recientes decoradas con una cruz de palo; las más antiguas con el mástil sin brazos; y las que ya pasaban de diez o veinte años no eran visibles sino por tres o cuatro piedras que se divisaban por entre las ramas de los arbustos y bejucales.

     No había rosales, pero había narcisos de monte y flores preciosas de algunas enredaderas. Las aves visitaban este paraje con toda libertad y hasta anidaban en las ramas. Un firigüelo, que es un ave negra sumamente perezosa en sus actitudes, estaba sobre la cúspide de una cruz, a tiempo que todas las flores eran revisadas por una diminuta tomineja. Los afanes de la vida y la inercia de la muerte estaban pintados en aquellos huéspedes y en aquel silencio, que era interrumpido solamente por un chillido lúgubre que sonaba al lado opuesto de los matorrales; el aire no movía las hojas de los árboles, y las pisadas no sonaban porque la grama servía de alfombra.

     -¡Oh! -exclamó don Demóstenes, después de caminar muchos pasos en el más absoluto silencio-: en este cimenterio es en donde está precisamente verificada la igualdad de la tumba, porque todas las sepulturas son de una figura de palo que siempre es la misma. ¡Santa igualdad de los sepulcros, recibe los votos del más ferviente adorador de la república perfecta!

     -Así dice usted -repuso Manuela, después de unos instantes de profunda meditación-; pero usted es el primero que ha venido a echar a perder la igualdad de nuestro cementerio, poniendo una mata de rosa y una cerquita de guadua, que no se usaban. Así son sus cosas.

     -¿Te pesa?

     -¡No, don Demóstenes! Por el contrario, yo le ofrezco que todas las noches de verano vendré a rociar la mata y a rezar por el alma de la difunta Rosa. Lo que me pesa es que usted no sea consecuente en lo que hace con lo que dice, porque usted nos relata siempre cosas muy nuevas y muy bonitas, y luego salimos con que usted es el primero que no las cumple. La gracia está en ser liberales de deveras como yo. Y estemos en que usted es uno de los hombres de mejor corazón que yo conozco, porque usted no es ingrato ni déspota. El hombre de botas y espuelas de plata, que ha vivido agradecido a una pobre estanciera porque le dio de cenar y que después de su muerte todavía la quisiera servir, ése tiene mucho de liberal. ¡Dios le guarde su buen corazón!

     -¡Gracias, Manuela, gracias!

     -Aquí está el padrastro de Rosa -añadió Manuela, mostrándole una sepultura que no tenía grama por encima-. ¡Cuándo pensaría Rosa que no le había de llevar ni un mes completo! Bien nos dice el señor cura que sirvamos a Dios y que no hagamos mal a nuestros prójimos, porque ninguno sabe el día ni la hora.

     -¡Cierto, Manuela!

     -Mire aquí la sepultura de un peón socorrano que murió quemado en el trapiche del Retiro, habiendo caído una noche en uno de los fondos de la miel. ¡Pobre! Dios lo haya recibido en su santa gloria. Su familia no sabrá nunca en qué parte del mundo quedaron sus huesos. Vea otra sepultura más vieja; ya no tiene sino el palo principal de la cruz, porque se soltó el atravesaño, que estaba amarrado con un bejuco: ahí está enterrado don Bonifacio. Era un hombre que nunca tuvo que ver con los jueces, que sangraba y sacaba muelas de balde a todos los pobres, que enseñó a algunos muchachos a leer, que hacía lo que previenen los mandamientos de Dios y de la Iglesia y lo que ordenan las autoridades. ¿No le parece a usted que ese hombre era muy bueno? Pues ha de saber usted que murió muy pobre, y que el entierro se lo hizo el cura de balde.

     -Allí veo unos montoncitos de piedras -dijo don Demóstenes-, en un sitio que me atrae por la triste hermosura de un árbol que descuelga sus ramas hasta llegar a la tierra. ¿Quieres que nos arrimemos un poco?

     Entró el caballero, guiado por Manuela, por un paraje que las matas tenían muy estrechado, no como callejón, porque los árboles y matorrales no guardaban simetría, pues sucedía con frecuencia que los parroquianos tuvieron que rozar con los machetes el trecho necesario de terreno para excavar la sepultura de uno de sus deudos; ¡tal es la exuberancia del terreno! Don Demóstenes se quedó observando unas semillas de la parásita llamada pajarito, que tenía invadido el árbol del guásimo, formando una enramada muy tupida y de un aspecto sumamente funerario; y cuando volvió a mirar a Manuela, la vio arrodillada rezando, con la cabeza inclinada a la tierra, con tal devoción, que se hubiera quitado inmediatamente el sombrero, y hasta se hubiera arrodillado, si no hubiera terminado la piadosa Manuela su oración.

     -¿Qué rezaste? -le preguntó don Demóstenes a su casera.

     -El Padre nuestro; ¿tendrá algo de malo?

     -¿Por qué me lo preguntas?

     -Porque los señores se ríen de que uno rece, bien es que usted me ha dicho que es tolerante.

     -Te hablo con franqueza -dijo don Demóstenes a la piadosa Manuela-; no ha sido risa, sino ternura y piedad lo que me ha inspirado el acto verdaderamente religioso que acabas de ejecutar; y si yo escribiera tu historia, esta pintura figuraría en una lámina del capítulo que yo llamaría "el cementerio de la parroquia". Allí estaría Manuela triste, pero más hermosa que nunca, hincada sobre la grama bajo la sombra de un árbol funerario, junto de un pequeño túmulo de piedras toscas y al lado se vería un viajero contemplándola. Por otra parte, esa oración es tan buena, que hasta me parece universal: un mahometano podría usar de ella sin escrúpulo ninguno.

     -Es la mejor, dice la doctrina cristiana, porque la dijo Cristo por su boca a petición de los Apóstoles.

     -Sea de ello lo que fuere, eso de perdonar a los deudores, es la fraternidad elevada hasta lo sublime.

     -Siempre que vengo al cementerio rezo en este mismo lugar -le interrumpió Manuela, porque aquí está enterrado un hermanito mío, y allí debajo de aquellas piedras mi abuelita, que me quería tanto. Debajo de aquel otro piloncito de piedras me han dicho que están los huesos de mi bisabuela: ¡polvo será lo que hay! ¡Ojalá que yo no tenga que volver a huir de mi parroquia, no vaya a ser que me muera lejos, y no me entierren junto a los míos! Dicen que lo mismo sale que lo boten a uno al mar, o que lo entierren aquí o allí; pero yo no sé en qué consiste que todavía después de la muerte, quisiera yo estar en la misma parte donde están los de mi pueblo y los de mi familia. ¡Ojalá que hubieran enterrado a mi padre en este mismo lugar! Pero las revoluciones...

     Y volviendo la cara para otro lado, quiso ocultar sus lágrimas de la vista de don Demóstenes, aunque inútilmente, porque los gemidos no pueden pasar inadvertidos; él tampoco pudo disimular una lágrima que rodó por su larga barba.

     Después que enjugó Manuela sus lágrimas, volvió la cara hacia su huésped y le hizo esta sencilla pregunta:

     -¿De qué les sirve a los liberales haber hecho la revolución de 1854, don Demóstenes?

     -Ésa la combatí yo, y no con peroratas, sino a balazos, como lo hicimos casi todos los gólgotas.

     -¿Y si hubiera triunfado?

     -Te digo la verdad que estaríamos lo mismo

     -¡Ay, don Demóstenes! -exclamó Manuela, con un grito como el que causa una punzada material sobre los miembros más delicados del cuerpo humano-; ¿conque la república ha quedado lo mismo después de perder yo mi apoyo y el de toda mi familia? ¿Y los huesos de mi padre se hallan botados, quién sabe donde, sin provecho para nadie?... ¿Y así tiene usted valor de santificar la revolución?

     -Yo nunca estuve por la revolución de los draconianos, que querían ejército, nombramientos de gobernadores por el poder ejecutivo y una constitución que echase por tierra la de 21 de mayo, la más liberal de cuantas hay en el mundo.

     -Pero estará por otra revolución y todo sale lo mismo. ¡Oh! ¡Si ustedes se compadecieran de las lágrimas que hacen derramar por llevar adelante sus calaveradas! Mire, don Demóstenes, esta piedra y esta tierra santa del cementerio han recibido encima los pozos de lágrimas que yo he derramado por causa de la revolución.

     Manuela se volvió a limpiar los ojos, que de nuevo se habían humedecido, y convidó al viajero bogotano a terminar el paseo. Pasaron por junto de una tumba que yacía oculta debajo de los árboles y matorrales, y poseído el viajero de la más ansiosa curiosidad se puso a examinarla por los costados, y vio que era un sepulcro de calicanto medio arruinado, y a fuerza de trabajo vio la inscripción que decía: "Aquí están depositados los restos humanos del señor Cura N. N. año de XXX".

     Siguieron su camino, hasta detenerse al pie de un michú o jaboncillo, debajo del cual estaban algunas quinientas pepas negras y del tamaño de una bala de pistola, duras como una pieza de vidrio, de las cuales había muchas cubiertas con una cutícula carnosa, que se usan como jabón, por entre las cuales pasaba un convoy que llamó la atención al viajero, y éste puso una rodilla en tierra para observar.

     Iban llevando unas cuantas hormigas negras y muy pequeñas un abejón muerto, y era admirable la prisa que se daban y las carreras que emprendían; las que no tiraban, cargaban, y eran de verse los esfuerzos de las que llevaban cogidas las patas y las alas del muerto.

     -Un entierro -dijo Manuela a su huésped.

     -¿Cómo un entierro?

     -Se llaman entierra-muertos esas hormigas.

     -¿Ejercen pues las obras de misericordia de los católicos?

     -Por su propio interés. Siempre las verá usted ocupadas en recoger cuantas polillas y cucarachas encuentran muertas, y las llevan a enterrar a sus cuevas para comérselas.

     -Entonces no es sino caridad con uñas. ¡Muy bien!

     Al volver de un matorral, dieron los ojos de don Demóstenes con un espectáculo sumamente raro. Una mula de veinte años de edad, blanca como la nieve, llena de cicatrices como los inválidos de la guerra de la independencia, pues había perdido en el trapiche una oreja y el uso de uno de sus cascos, pues que no caminaba sino con la muñeca de una de sus manos, se había entrado por un portillo de la cerca, atraída por las tentaciones de la crecida grama. y cuando sentía ruido se metía en un matón de michúes. Un ave descarnada, flaca y de apariencia lastimosa, caminaba lentamente por encima del espinazo de la mula, dando los sonidos de guir, guir, en su voz lamentable, la misma que don Demóstenes había oído desde lejos, y terminando su viaje en la nuca de la inválida, se puso a sacarle de la oreja alguna cosa existente allí.

     -Es la tolerancia más calmada que yo he visto en mi vida -dijo don Demóstenes.

     -Es porque le tiene cuenta -dijo Manuela-; ¡mire qué gracia!

     -¿Y qué gana la mula con permitir esa libertad tan amplia a ese animal de rapiña?

     -Porque ese animal le saca las garrapatas de la crin, de las orejas y del rabo. ¿No ha visto usted una bestia empedrada de garrapatas, las cuales se llenan de sangre hasta ponerse del tamaño de un grano de maíz? Pues bien, esa ave por tener ese destino, se llama el garrapatero.

     -Es proteccionista. ¡Bien, bien!

     -Con uñas; porque es gavilán y porque las garrapatas que quita se las come todas; por lo menos él no se queda sin pagarse con usura por el bien que hace.

     -¡Oh! Es cosa admirable cómo se concilian los intereses mutuos -dijo don Demóstenes, sacando de aquel pasaje una meditación social.

     -No se admire usted de esa mula que ya está para entregar el carapacho a los gallinazos; había de ver un potro de esos que el día que sienten encima el rejo de enlazar, brincan como la ira mala, y cuando el garrapatero se les monta, aguantan como aguantamos en esta parroquia la protección de los gamonales.

     Ayacucho, que se había ido por el rastro de su amo, le latió a la mula y espantó al proteccionista, de lo que se molestó el caballero, porque ese latido le pareció una profanación del santo silencio de los sepulcros, y lo llamó para castigarlo. Habían llegado al extremo del cementerio, y el viajero se volvió para la puerta.

     Cuando pasaba don Demóstenes por junto del guásimo que prestaba su sombra a las cenizas de los deudos de Manuela, se sintió como detenido por una mano invisible; su corazón se agitaba, y la angustia de una emoción extraordinaria lo privó de la aptitud de caminar. Fue que se le vino la idea de que tal vez Manuela había de venir a buscar su puesto de familia, tan hermosa, tan joven como Rosa.

     La tarde estaba muy avanzada, y don Demóstenes y Manuela caminaban lentamente hacia la puerta del cementerio. Era profunda la tristeza de sus corazones, según lo expresaban los ojos de entrambos, y hasta los pasos y las miradas de Ayacucho, que caminaba detrás, parecían ejecutados conforme a la situación. Al pasar por junto a la tumba de Rosa se volvieron a detener los dos visitadores de los sepulcros para tributarle nuevos recuerdos y para esparcir sobre ella las flores que Manuela había recogido durante su largo paseo en el cementerio. Don Demóstenes se dirigió a la puerta, mientras que Manuela se quedó inmóvil teniéndose de la reja de guaduas, seguramente meditando en lo que nunca deja de meditar quien dirige una despedida eterna; al separarse, se limpió las mejillas y balbuceó estas palabras, con una expresión de verdadero dolor:

     -¡Cuándo yo pensaba que no la había de volver a ver!

     Al llegar Manuela a la puerta del cementerio, encontró a su huésped leyendo, recostado en la grama, y como tenía el libro abierto por una de las láminas, Manuela se sentó junto, por curiosidad, y se quedó mirando.

     -Éste no es lugar de leer novelas -dijo Manuela a su huésped-. ¿Qué libro es ese que está leyendo?

     -El Diablo en París.

     -Eso será alguna cosa mala.

     -¡Cosa muy buena! -le contestó distraído el caballero y siguió leyendo en una hoja que decía:

     Dans l'avenir inconnu que nous ouvre la mort, il y a quelque chose de grand et de saint...

     -¿Qué me suplo con oír inglés? No sea tan...

     -¡Es francés, majadera!

     -Las mismas yucas arranco.

     -¡Cierto! -dijo don Demóstenes y le tradujo el pasaje así:

     "En el porvenir ignoto que la muerte nos abre, hay algo de grande y de santo; por eso el culto de los antepasados es de todos los países y de todos los tiempos".

     -Eso no es cosa del Diablo, don Demóstenes.

     -El Diablo en París es un libro que trata de las costumbres de París y de muchos pueblos del mundo. Es una crítica muy ingeniosa, y por otra parte muy instructiva. ¿Quieres que te lea un capítulo entero?

     -No, no me lea. Señáleme todas las láminas, que me gusta tanto ver las pinturas de los libros.

     -Pues entonces -dijo don Demóstenes-, aquí tienes el cementerio del padre Lachaise, que fue edificado por un jesuita confesor del rey Luis XIV. Ahí tienes la capilla, y éstos son los sauces babilónicos que adornan las callejuelas.

     -¡Qué lindo! Pero es polvo lo que encierran las tumbas de Francia, como el que encierran las sepulturas de la parroquia, ¿no es esto?

     -Sin duda -dijo don Demóstenes.

     -Y esta pintura, ¿qué es lo que representa? -dijo Manuela, mostrándole una lámina con el dedo.

     -La tumba de Casimiro Perier.

     -¿Y ésta que se parece a la tumba de Rosa?

     -La de Molière, y de esa fue que tomé la idea de la que fabricó el maestro Pacho.

     -¿Y aquélla era de guaduas?

     -De verjas de hierro.

     -¿Y de qué sirvió ese hombre en el mundo?

     -De corregir las costumbres con su inmortales obras literarias. En Francia se premia a los que trabajan para la sociedad. Mira el cementerio de los israelitas, cubierto de sauces babilónicos, tilos y cipreses

     -Y esta casita con cuatro estantillos por el frente ¿qué viene siendo? -preguntó Manuela, apuntando con su dedo sobre otra lámina.

     -La tumba de Eloísa y Abelardo, que hoy tiene más de 608 años y todavía es visitada con veneración; y algunos días amanece adornada con ramilletes de flores. Los granadinos que han estado en París no se han venido sin ir a tributarle sus respetos.

     -¿Son los huesos de algunos santos?

     -¿De dos amantes muy desgraciados?

     -¿Amantes? Cuénteme; que todo lo que es desgracia, tristeza y melancolía es lo que hoy recibe mi corazón con agrado. Rosa murió también por resultados del amor, según lo que me ha parecido: por la pena de verse desechada sin dar motivo ninguno, y Rosa tiene también un monumento sobre su sepultura. La señora Eloísa de allí de Francia sería desgraciada por la persecución, y Rosa porque fue primero burlada por un rico y después traicionada y abandonada por un pobre. Yo no sé cuál merezca más las flores y los recuerdos por 600 años. Ya se ve que Rosa no era sino una pobre peona del Retiro, y la igualdad no alcanza hasta la pobreza, ni aun siquiera en la tumba, porque los ricos no quieren que los entierren en el suelo; ni aun en los sufragios de la iglesia, porque para los pobres no hay canto, pero ni siquiera dobles de campanas, como usted lo sabe. Gracias a que usted se apersonó por la desdichada estanciera, y que hizo sembrar esa mata de rosa y poner unas letras, que si no, de aquí a tres años ya no habría quien se acordase de ella. Yo sí creo que no la olvidaré nunca, porque esas personas con las cuales una se cría, juega, llora, y padece, jamás se olvidan. Nunca iré al charco de Guadual, sin dar un suspiro por Rosa, ni vendré al cementerio sin rezarle un Padre nuestro. ¡Ah Rosa, que me parece que la estoy viendo venir y que me mira con esos ojos tan hermosos que tenía! ¡Ah miseria la de esta vida!

     Diciendo esto Manuela, se puso la mano en la frente y se quedó con los ojos fijos en la alfombra de grama sobre que estaba sentada. Un rato después se volvió ella para su casa, y don Demóstenes prolongó su paseo por las inmediaciones, hasta cerca de la noche.

 

 

 

Capítulo XXVII

Cacería de cafuches

 

 

     Don Demóstenes y ñor Dimas estaban citados para una cacería de cafuches en las tierras de la Hondura. A las cinco de la mañana partieron de la parroquia, el uno con la escopeta al hombro y el otro con una estupenda lanza. Ayacucho, Reloj y Sargento seguían fielmente los pasos de los dos cazadores.

     Después de caminar legua y media por una senda sombreada y obstruida por las ramas y los bejucos, llegaron los cazadores a la estancia del ciudadano Juan de la Cruz, a cuya sementera se decía que estaban empicados los cafuches. La casa no se veía sino al llegar al patio, por las acacias misteriosas que la cubrían. Media docena de perros bravos salieron al encuentro de los viajeros; mas ñor Dimas los puso de su parte llamándolos a todos por su nombre; y todo el alboroto de los latidos vino a parar en un examen dilatado que hicieron del benemérito Ayacucho, oliéndole todos el rabo, ceremonia que se había ejecutado en otras estancias, con más o menos escrupulosidad.

     El ciudadano Cruz estaba limpiando y poniendo al sol unas enjalmas; y en una tasajera brillaban cundidos de moscas verdes, unos cuantos jirones de una especie de carne azul en la forma de tasajo.

     -¡Ajá! -le dijo ñor Dimas a su compañero; mi ahijado ha venido de Bogotá, porque todos los que vamos al mercado compramos hígados y bofes, y a los cinco días los salamos, y es una comida que por aquí nos agrada en extremo, con plátano asado, ají y guarapo que no esté dulce.

     En seguida le preguntó ñor Dimas al estanciero qué tal le había ido de viaje, y éste lo impuso de todo y le dijo que los plátanos los había regalado, y que el granito de la pierna se le había enconado. Era maravilloso el cariño con que el estanciero trataba a los forasteros. La risa no se apartaba de sus labios expresando el deseo de complacerlos. Don Demóstenes estaba encantado de tanta benevolencia, y sus simpatías correspondieron a los agasajos de un hombre tan excelente.

     -¿Y mi ahijada? -le preguntó ñor Dimas al estanciero.

     -Se fue a lavarse a la quebrada. Yo lo que quiero es que esté a todo su gusto la pobre de Magdalena.

     -Le hablaremos al pasar -dijo ñor Dimas.

     -O quién sabe si se fue a la casa de alguna de sus vecinas, porque yo no le estorbo su gusto.

     Salió a ofrecerles trago y tabaco una especie de peona llamada Nicolasa, de buen porte y regulares facciones, la cual tenía tres o cuatro llaves prendidas en la cintura. Don Demóstenes no aceptó; porque no era muy decidido por el anisado popular; y los cigarros le parecieron de mala calidad seguramente, o la vista de la carne y de las enjalmas le ahuyentó el apetito.

     Los cazadores fueron informados de que los cafuches habían venido a la roza de maíz y que habían derribado un cuadro. Cruz les dio señas de la senda de la roza, y le juró a don Demóstenes que sentía en el alma no poderlo acompañar, por causa del grano que tenía en la pierna.

     Cuando se acercaron a la roza, se metió don Demóstenes entre el maíz, y encontró a la guardiana recogiendo las cañas y las mazorcas que los cafuches habían derribado, como si hubiese entrado una tropa de mil bueyes a pastar en la labranza.

     -¿Quién ha causado todo este daño? -dijo don Demóstenes a una negrita que cuidaba de la roza de maíz.

     -Los cafuches -le contestó la guardiana.

     -¿Por qué no los ahuyentan con maldiciones y piedras como a las guacamayas?

     -Porque ellos vienen a la media noche, y mi mamá Magdalena les toca el cacho por aquí a la redonda; pero ni por ésas.

     -¿Y por qué no los cogen a todos juntos?

     -¿Cómo, señor?

     -Muy fácilmente. Se rodea toda la roza con una cerca de palo, que para eso el bosque está metido en la labranza; se les deja abierta la puerta, y cuando hayan entrado todos, vienes tú corriendo y la cierras. ¿Cuántos serán los cafuches?

     -Son dos veintes, fuera de nueve chiquitos.

     -Son cuarenta y nueve, que dejándolos engordar y llevándolos al mercado de Bogotá, dan más de doscientos pesos, que es mejor ganancia que la que podía dar el maíz en grano, ¿no te parece, linda guardiana?

     La chica soltó la risa y contestó:

     -Mire, váyase por la senda que comienza debajo de aquel palosanto, y siga al salitre, que allá los encuentra todos dormidos, eche unas cuatro manotadas de munición en la escopeta, y de un tiro los mata todos.

     Ñor Dimas había oído la relación, y tomó sus medidas para la corrida de los cafuches, diciéndole a su segundo:

     -Su persona se va derecho arriba por el camino, que cruza la senda de esta roza, antes de llegar a la orilla, y se va y se planta de parada en la angostura de dos cerritos que se topan en la quebrada; porque la manada pasa por ahí, al embarcar a la montaña grande, cuando yo la espante de para arriba. Su persona le tira al último que pase, y llego yo, y seguimos con los perros toda la manada, hasta cansarlos, y matamos una docena; y que es limpia esa montaña de arriba como un platanal. Pero eso sí, su persona honrada se ha de estar quieta como un estantillo, sin estornudar, ni cantar, ni silbar, ni cortar palitos con el cuchillo, ni conversar si pasa alguna estanciera, aunque sea la más bonita de todas las perillanas; y para no estornudar, no se meta el tabaco por las narices; más bien masque a dos cachetes como yo masco, y si gusta, aquí tengo, en la chuspa unos chicotes que me regaló Melchora.

     -¡Muchas gracias, amigo Dimas! Es usted muy bondadoso; pero sírvase decirme: ¿con qué objeto quiere usted restringirme la libertad de cortar palitos, de moverme y de estornudar? ¡Si usted supiera que yo soy de una escuela que no admite trabas sociales!...

     -Es porque así lo requieren las leyes de la parada.

     -¿Conque yo, que no admito códigos draconianos, ni sesiones secretas, ni diplomacia, ni teocracia ¿he de sujetarme ahora a las ordenanzas de la parada?

     -Pues "el que se obliga a querer, se obliga a padecer". Si usted quiere coger cafuches, es menester que se sujete a las indormias que nosotros usamos para cogerlos.

     -Pero sírvase usted decirme: ¿qué objeto ostensible tiene el precepto de convertirme en estatua, en la parada que usted me designe?

     -Es porque los marranos tienen más de cinco sentidos, y si lo sienten a su merced por ahí, se vuelven abajo y entonces la cacería es perdida, porque esas tierras de la Hondura se componen de bovedales, de cañadas y picachos propios para esconder los cafuches, los ladrones y los desertores, y entonces nos hacen cansar a los perros y nos dejan con las narices más largas que el pico de un yátaro. Esto es lo que hay en el caso, y si su merced no se obliga, todavía tenemos tiempo de volvernos; y yo no sentiré sino lo que dirán las niñas de la parroquia, de vernos entrar con una mano sobre otra.

     -Pues me obligo, taita Dimas -dijo don Demóstenes, armado de una resignación enteramente filosófica.

     Ñor Dimas tomó la senda del Salitre y don Demóstenes el camino un poco trillado de la montaña de Santa Tecla; pero se detuvo a unas pocas cuadras de distancia, por unos lamentos que oyó en el monte, adonde se entró con la escopeta preparada; y al romper una trinchera vegetal de platanillo, vio un espectáculo propio de los tiempos de Torquemada, Atila, Nerón y Robespierre; vio una mujer colgada de las dos manos juntas tacando escamente el suelo con los dedos de los pies, y oyó que la mujer decía:

     -De no ser la muerte ¿quién puede librarme a mí de mis sufrimientos tan grandes?

     -¡Yo, mujer desdichada! -gritó don Demóstenes, y levantó su cuchillo para cortar las ataduras.

     -Conténgase, caballero, porque me perjudica, exclamó la pobre mujer: ¡no me suelte por el amor de Dios!

     Don Demóstenes tajó de una cuchillada los bejucos, y cayendo la mujer al suelo, le dijo a don Demóstenes llorando:

     -Usted me ha causado un perjuicio muy grande caballero de mi alma.

     -¿Cómo? Explíqueme usted este misterio.

     -Es porque yo soy casada, señor caballero.

     -Habrá un hombre que me quede eternamente agradecido, pues.

     -Al contrario, señor caballero.

     -¿Por qué?

     -Porque me colgó él mismo y me anunció que si no me encontraba colgada cuando volviera, me daría doscientos azotes.

     -¿Quién es ese bárbaro?

     -Se llama Cruz, y vive por aquí cerca.

     -¡Hipócrita! No hace ni media hora que nos hablaba de la manera dulce y afectuosa con que la trataba a usted. ¿Y qué motivos hay para esto?

     -Que quiere más a Nicolasa que a mí. Así es que le ha entregado las llaves y me obliga a mí a que coma junto con ella, y cuando no me río, o cuando se le antoja decir que estoy brava, me castiga como a una esclava, y después me mide mi cuadro en el platanal para que lo desyerbe en un solo día. Este castigo de hoy ha sido porque no me he reído con Nicolasa después que volvieron juntos de Bogotá. Los cuatro años primeros de casados, no me trató mal mi marido; pero los últimos seis años han sido mi purgatorio en vida. Yo lo que más siento es la crianza que están recibiendo las pobres de mis hijitas.

     -Esto consiste -dijo don Demóstenes muy contristado, en querer apretar demasiado el nudo del matrimonio. Es porque los señores católicos no saben que el que mucho abarca poco aprieta.

     -Consiste en que mi marido se ha dejado de cumplir con los mandamientos de la ley de Dios, porque desde que se junta con don Tadeo, ni oye misa, ni reza, ni asiste a los sermones del señor cura, ni tiene ninguna de las insignias de los cristianos, y en la casa no se sabe ya qué religión es la que tenemos.

     -¿Y de qué le podré yo servir a usted, mujer desdichada?

     -Yo sé que usted es muy amigo de los pobres y creo que puede hacer el bien más grande que se le puede hacer a una parroquia, y es que se castigue a los delincuentes. Con esto y con que hagan volver a Nicolasa a su casa y se la entreguen a su marido, quedo contenta.

     -Si el gobierno de la Iglesia católica permitiera que los matrimonios se apartaran, para casarse cada contrayente de nuevo con otra persona, usted saldría ganando.

     -Ganaría mi marido, porque está mozo, y perdería yo, porque estoy muy acabada por la crianza de cuatro muchachos. Él se llevaría el hombrecito, que le puede servir de mucho, y a mí me dejaría las tres muchachas, que yo no sé cómo ni con qué las podría mantener. Él se quedaría con la estancia, en la cual está mi trabajo metido, porque él ha sido enfermo toda la vida, de una llaga que tiene en una espinilla, del tamaño de un peso fuerte. Y yo lo que extraño es que usted, siendo tan amigo de los que padecen, dé su parecer en contra de las pobres mujeres.

     -Pierda usted cuidado, que yo tomaré todo interés desde que vuelva a la parroquia.

     -Por ahora el favor que usted me ha de hacer es el de amarrarme.

     -¿Amarrarla? ¿Cómo es eso de amarrarla?

     -Dejándome del mismo modo que estaba, porque si viene ñor Cruz y me encuentra descolgada, me mata a rejo.

     -Era menester que yo fuera un bárbaro, un terrorista.

     -Pues tiene que hacerme ese favor, por lo que más quiera.

     -¡Imposible!

     -Entonces usted me va a causar el daño más grande del mundo.

     -¡No, no! ¡Adiós, adiós! -dijo don Demóstenes, despidiéndose de la mujer con la mayor precipitación.

     -Por Dios, no me deje usted sin amarrarme -dijo la mujer, poniéndose de rodillas y abrazándole las piernas a don Demóstenes.

     Este se quedó callado por algunos instantes, sin saber a qué atenerse, y conmovido sumamente de ver que la mujer lloraba para comprometerlo a que la amarrase; por último le dijo:

     -Vaya usted y diga a su marido, que yo fui el que la soltó, dándole por señas que me dijo que él lo que quería era que su señora estuviese a todo su gusto; y que si la sigue estropeando, le ofrezco por mi palabra de honor echarlo a un presidio.

     Salió don Demóstenes al camino, y allí oyó a su compañero, que gritaba:

     -¡Ah, peeeerro! ¡Ah, peeeerro!

     Aceleró su paso el adjunto de ñor Dimas y al cabo de media hora estuvo en el lugar de la parada, oyendo el murmullo de la quebrada indicada, y sin poder bajar hasta ella, porque se lo estorbaba una peña fragosa, a tiempo que se abrasaba de sed. Para don Demóstenes no había más horizonte que un retazo de la senda, que no alcanzaba a medir veinticinco varas, ni más cielo que el ramaje tupido de los higuerones, curos y guayabos, a tiempo que el zancudo, el jején y las abejas mantenían por debajo un ruido como de un aguacero. Don Demóstenes ignoraba que cada palo de guayabo tiene un camino en el corazón, por el cual suben y bajan las hormigas llamadas guayaberas, las cuales son venenosas, y se recostó contra uno de estos palos, sacando por de contado, una enseñanza que le hizo reconocer muy bien el maldecido palo, para no volvérsele a acercar jamás en toda su vida. Se acordó don Demóstenes que estaba comprometido a no estornudar, ni a causar ruido ninguno, y comprendió que la parada es una verdadera limitación de todas las libertades del hombre.

     Se habrá oído hablar muy desfavorablemente a los escritores o conversadores de costumbres, acerca de las paradas en las cacerías que los sabaneros de Bogotá suelen ejecutar en los páramos de la cordillera oriental; pero aquéllas, con todos sus inconvenientes, son una delicia en comparación de las paradas de la cacería de la tierra caliente. Allá se coloca el sabanero, montado en su gran caballo, sobre el pico de una roca, desde donde ve los arroyos que corren a juntarse con el Meta por el oriente, y los que corren a juntarse con el Magdalena por el occidente, disfrutando de aires que jamás han sido infectados por ninguna epidemia; dominando con la vista una larga serie de parroquias, desde los alcázares del buitre, que es soberano de todas las aves de la cordillera. Y si consideramos al centinela de una parada de tierra caliente, hundido entre los bosques, sufocado por el calor, y pegándose palmadas para espantar los mosquitos, la diferencia está en favor del sabanero con ventajas infinitas. Es fácil concebir todo lo que sufriría don Demóstenes.

     Sintió éste un ruido sobre las hojas secas, montó la escopeta y se preparó para hacer fuego, casi maquinalmente, porque la orden de ñor Dimas era de matar el último de los cafuches y no el primero. El ruido continuaba, pero como era tortuosa la vía, y el monte estaba tupido, no veía el objeto. Ayacucho estaba sobrecogido de la misma manera y no separaba los ojos del lugar amenazado, hasta que apareció Cecilia, la cual no reparó en el cazador porque llevaba muy encubierta la cara con el sombrero y su distracción era profunda: pero luego que se vio a cuatro pasos de don Demóstenes, intentó correr por entre las ramas menos tejidas con los bejucos.

     -¡No corras! -le dijo el bogotano-, porque te despedaza mi perro.

     -¡No, por Dios! -gritó Cecilia, y se dejó caer sentada sobre una piedra.

     Don Demóstenes se acercó con sumo cariño a la segunda hermosura de la parroquia, y trató de inspirarle confianza para que depusiese la vergüenza y el miedo que daba a conocer en sus facciones en cierto temblor que procuraba ocultar al principio.

     -¿De dónde vienes? -lo preguntó el bogotano.

     -De la montaña, de coger unas hojas; ¿no las ve? Son de payaca y las necesito para unos tamales.

     -¿Y por qué tanto susto de verme a mí?

     -Es porque yo soy miedosa.

     -No me parece.

     -Es que usted no puede saber lo que pasa en el interior de cada criatura.

     -Sin embargo, el fisonomista conoce mucho de lo que pasa en el corazón y hasta en el pensamiento ajeno.

     -¿Y qué me conoce usted, pues?

     -La turbación que te domina.

     -Nada, don Demóstenes, es miedo lo que yo tengo.

     -¿De qué tienes miedo?

     -Fue que me asusté con su perro.

     -Ya comprendo -dijo don Demóstenes-; he reparado tu seno y...

     -No es nada -dijo Cecilia, cubriéndose las finas arandelas de su camisa con ambos brazos y poniéndose descolorida.

     -Está descubierto el secreto. Llevas comunicaciones en el seno.

     Cecilia encogió el pecho encima de las rodillas y puso los ojos de una manera lastimosa sobre los ojos del bogotano.

     -No tengas ningún cuidado, Cecilia. El que respeta las garantías de los hombres, guarda con mayor razón las de las mujeres. Nada más digno de respeto que las comunicaciones epistolares de los ciudadanos, y conducidas en una valija sagrada, no pueden ser violadas por ninguno que sea liberal.

     -Mil gracias -contestó la tímida Cecilia, respirando con alguna confianza-. Yo sé que usted me tiene cariño a pesar de lo mucho que se habla de mí, y yo lo estimo a usted desde que lo vi, y no lo he tratado, porque yo no tengo libertad ni para saludar a las personas que son de mi gusto. Yo lo aprecio a usted y tengo confianza en usted como en un caballero completo. Mire: es verdad que llevo cartas aquí en el seno, que las traigo de la estancia de Santa Tecla y son cartas contra usted, tómelas y haga el uso que quiera de ellas, y yo diré que se me perdieron.

     -¡Oh, Cecilia! ¡Cuánto te agradezco la confianza que haces de mí! -exclamó don Demóstenes, y abrió una carta que decía:

                    

     Con la portadora le remito el borrador de las declaraciones que han de dar los testigos, y a éstos hay que decirles, que si no declaran lo mismo que habían declarado en las declaraciones que se robó don Eloy, irán todos de reclutas. Del cachaco Demóstenes tendremos que deshacernos, aunque sea quemándole la cara, a más no poder. Escríbale a don Pascual para que le apure al juez del circuito para que exija la sumaria de don Blas y de Manuela. Espero la contestación en el acto. Su afectísimo amigo.

                    

 

EL ERMITAÑO.

 

     -¡Sombras y misterios por todas partes! -exclamó don Demóstenes. El gamonal está en el distrito cuando lo creíamos muy asegurado en la cárcel de Ambalema. Estoy comenzando a saber que de nada sirven las leyes contra los gamonales y sus agentes.

     -Y usted ándese con cuidado y déjese de caminar por los montes.

     -Esta palabra cuidado se la oí por primera vez a la profetisa de Malabrigo. ¡Oh Rosa! ¡Que la tierra te sea ligera!

     A este tiempo se oyó la voz del cazador en jefe, que decía:

     -¡Arriba, peeerro! ¡Arriba, peeeerro!

     Don Demóstenes estaba muy descuidado de su misión, y sentado junto de Cecilia, le dirigió las siguientes palabras con el estilo más dulce que se pudiera emplear para convertir un alma extraviada:

     -Lo que es para mí un misterio es que tú quieras a ese hombre.

     -¿Yo, don Demóstenes?

     -Pues tú. ¡Una muchacha de tanto mérito! Esto no pudiera creerse si todo el mundo no lo estuviera viendo.

     -¿Pero qué es lo que ven?

     -¡Oh! Pues tus amores.

     -No hay tal amor, don Demóstenes.

     -¿Qué es eso, pues?

     -Un comprometimiento terrible, que se comenzó por...

     -¿Por salvar de las prisiones a algún desgraciado? ¿Por condescender con los empeños de alguna amiga? ¿Por el interés de alguna cantidad? ¿O por qué cosa? Dime, ¿por qué cosa?

     -Le voy a decir, con tal que me guarde el secreto.

     -Por de contado, Cecilia.

     -Mi madre fue la que se valió de la astucia y del rigor para que yo me entregara a ese bárbaro que aborrezco con toda mi alma.

     -¡Pobre Cecilia! -exclamó don Demóstenes-; se necesitaba de toda la desmoralización que ha pasado por las grandes sociedades, para corromper la nobleza de corazón que indican tus facciones.

     -¡Yo qué iba a hacer, don Demóstenes! -dijo Cecilia llorando-. Tenía mi madre un saque de aguardiente, en la montaña, y por hacerse a la protección de don Tadeo, me mandaba a visitarlo y llevarle regalos de frutas, lo citaba a la estancia las veces que me dejaba sola, y me miraba mal las veces que don Tadeo le daba quejas. Esto fue al principio, que lo último ha conseguido don Tadeo que yo no me separe de él, con las amenazas de un cuchillo de cabo blanco que me señala siempre; y una vez que me huí, me volvió a reducir a su compañía buscándome como aguja y volviéndome a traer. Éste es el motivo de pasar yo por la querida de ese viejo criminal, que tiene su esposa legítima y quiere poner también a Manuela de su cuenta.

     -¿Y no pudieras dejarlo?

     -No puedo, porque me mata.

     -¿Conque todo eso es un gamonal?

     -Sí señor, y no sé qué camino coger. Me veo mal mirada de las señoras y de los caballeros, me veo insultada, aborrecida y expuesta a que me mate el viejo Tadeo, o su esposa, o alguna otra de sus queridas, y mi vida no es sino un puro tormento, porque ¿qué me suplo yo con tener baúles con ropa, zarcillos de oro y traje blanco para las fiestas, si la mala nota me condena y el menosprecio de las gentes buenas? ¿Qué hago, don Demóstenes?¿Qué camino cojo? ¿Qué me aconseja usted, que es tan enemigo de los tiranos conservadores? Porque ha de estar usted en que don Tadeo es liberal.

     -¡Es draconiano! ¡Es fariseo liberal! Es sepulcro blanqueado, y de ésos encuentras varios, aunque no tan perversos como don Tadeo.

     -Pero ¡qué hago, don Demóstenes, por Dios! ¿Qué hago en este caso? Sálveme usted mi vida y mi conciencia.

     -Sí te resolvieras a dejar tu familia y tu parroquia...

     -¡Todo, todo!

     -Si te animaras a perder algo de tu libertad, aunque yo soy enemigo de la obediencia pasiva...

     -Todo le sufriré, con tal que no sea querer a nadie contra mi gusto.

     -¡Eso, ni pensarlo! La libertad del corazón es la garantía más preciosa de una joven. Yo te buscaría una colocación en Bogotá.

     -Entonces por allá iré. Adiós, don Demóstenes.

     -¡Adiós, Cecilia! -dijo éste, dirigiéndole una mirada muy afectuosa.

     Así que desapareció la víctima, sacó don Demóstenes su reloj y vio que llevaba tres horas de parada, pensó que su verdadera misión era la de cazador, y dirigió todos sus pensamientos hacia su cacería de cafuches. Puso el oído a la quebrada, y algún zumbido de las tominejas era lo único que oía. Se pasó una hora más en una lucha continua con las abejas, que buscaban su pelo y su barba para enredarse, por un instinto desgraciado que tienen, como las polillas, que buscan la vela para quemarse; esto lo tenía sumamente molesto, aunque entretenido a la verdad. Había adquirido el hábito de hablar solo, desde que traía entre manos los amoríos con Celia y Clotilde, y comenzó a decir estas palabras:

     -¿Qué es estar de parada? Es estar sujeto a las órdenes de un miserable, órdenes que se reducen a privarme de la libertad de silbar, de estornudar, etc., etc. Es decir que mi libertad natural está restringida por una pasión vil, que me dará por resultado un par de cafuches. Es decir que he cambiado la libertad genuina, la aristocracia del yo, por un plato de lentejas, como Esaú. Porque, a decir verdad, yo me hallo sujeto en este momento con todas las trabas sociales que Dimas me ha querido imponer. Es decir, que las pasiones entraban la libertad, y si la entraban también las necesidades, que son las arterias del movimiento social, ¿en qué viene a parar la libertad genuina? Si por todas partes se le recorta una pluma a esta primorosa ave del paraíso, ¿cómo es posible que levante su vuelo majestuoso desde el Huila hasta el Chimborazo? Y habiendo nacido el hombre con pasiones y necesidades...

     Al decir esto le interrumpió un grito de Dimas:

     -¡Abajo, don Demóstenes! ¡Abajo con todos los diablos, que los cafuches se regaron, y yo tengo tres casi cogidos! ¡Pero búllase, cristiano!

     Don Demóstenes se fijó en el punto de donde habían partido los gritos, y con la escopeta en la izquierda y el cuchillo de monte en la derecha, emprendió la travesía de un largo trayecto de bosque; habría caminado dos cuadras, cuando se halló metido de golpe en un escondrijo de unas piedras y un enjambre de ramas y bejucos, en donde estaba escribiendo un ermitaño sobre una petaca de cuero, y a lo que éste levantó la cabeza, don Demóstenes le conoció y le dijo:

     -¡Ríndete, malvado!

     Con trabajo, le contestó don Tadeo (porque él era el escritor) cogiendo un puñal que estaba, sobre la petaca.

     -Lo veremos -dijo don Demóstenes.

     Y disparó la escopeta, sin intención de matarlo, pero aprovechándose de la sorpresa, se lanzó sobre su enemigo y le cogió la mano en que tenía el puñal.

     Se quedaron luchando los atletas, y don Demóstenes gritó:

     -¡Acá, compañeros todos!

     Después de varios esfuerzos cayeron los dos mortales enemigos al suelo, logrando don Demóstenes la suerte de quedar encima, a tiempo que su compañero volaba como un pájaro por entre los árboles, aprovechándose de una huella que ya conocía, para acercarse al lugar donde había oído el tiro de la escopeta, pues hacía rato que caminaba en busca de su camarada y adjunto.

     -¡Acá! -volvió a gritar don Demóstenes.

     -¿Lo mató? -le contestó ñor Dimas, trotando por entre los árboles.

     -Está vivo, pero lo tengo debajo.

     -Póngale la rodilla en el pescuezo, para que no lo muerda, y amárrele las patas, aunque sea con el pañuelo del pescuezo.

     No tardó mucho en llegar ñor Dimas al sitio de la pelea, al mismo tiempo que don Tadeo logró soltarse por medio de un sacudimiento, y corrió a botarse por un precipicio, donde se perdió de vista por entre las ramas que cubrían el fondo. Ayacucho se quedó latiendo en la orilla, después de una indecisión que se podía reputar por traición; don Demóstenes se había quedado sin fuerzas, y ñor Dimas no se resolvió a echarse, porque el que persigue no lleva la misma decisión del que huye, por un principio general de estrategia.

     Juntos registraron el campo, y hallaron en la covachuela montuna del gamonal, plumas, tinta, papel sellado y común, la Recopilación granadina, una botella con un poco de aguardiente de anís, un puñal y, entre varios papeles sueltos, se hallaba uno que decía:

                    

     Señor don Tadeo Forero: mándeme usted un modelo de las declaraciones que han de dar los cinco testigos. Sabrá usted que la clase descalza de la sociedad está sufriendo la esclavitud; porque la mayoría del cabildo se compone de los oligarcas de botas. La tiranía de los hacendados es cada día más insoportable y están poniendo en ejecución el código penal. Sólo en usted tenemos la esperanza de que no fenecerán las conquistas de la libertad. No se fíe usted del viejo Elías, que es de los que mascan a dos carrillos, como se lo tengo advertido; y sin embargo hay cosas en que nos puede servir. Mande a su afectísimo,

                    

 

PASCUAL ACUÑA.

 

     -Déjese de leyendas, ñor don Demóstenes -dijo el cazador en jefe-, escondamos esta petaca con todos los papelajos y vamos adelante con nuestra cacería, y endespués nos contaremos todo lo sucedido. Pero lo que sí me parece es que usted no ha cumplido con las obligaciones de la parada. Yo levanté la manada del salitre del Palmichal, y la iba siguiendo de para arriba, cuando me encontré los cafuches, que se volvían chasqueando las quijadas y con el espinazo erizado; y eso fue que usted se puso a conversar con alguna perillana, lo que menos, y se nos ha perdido el tiro principal de la cacería de los cafuches, que era matar una docena en la montaña de Santa Tecla. Con ser que le encargué que no fumara tabaco por las narices, ni se fuera a bullir de su puesto; ¡y así para qué diablos se mata uno bregando por todas estas honduras! Con que usted me hubiera dicho por lo claro que no era capaz de ser cazador, con eso había sido bastante para no dejar yo mis ocupaciones. Ya se me había puesto que usted no era capaz.

     -¿Que no soy capaz? ¡Viejo miserable! ¿De qué no soy capaz? Soy capaz de pararlo a usted en la cabeza por insolente.

     -¿Y yo no seré capaz de plantarle, ñor don Demóstenes? ¿Y para pararme en la cabeza fue que usted me convidó a los montes de la Hondura? ¡Cachaco majadero! Yo me quedaré solo, que para matar tres cafuches que tengo encerrados en los bovedales, yo no necesito de nadie; y uno chiquito, que me lo tiene encargado la niña Manuela, ése lo cojo a tientas.

     -¿Chiquito? -preguntó don Demóstenes, instigado por la pasión ardorosa de la cacería.

     -Aparente para criarlo -dijo ñor Dimas.

     -¿Y dice usted que se puede coger?

     -Conque los he dejado encerrados en una cueva y tapada la puerta con palos y piedras. Lo que tiene es que debemos irnos aprisa antes que busquen alguna otra salida.

     Los cazadores son como los amantes, que pelean y se reconcilian sin saber cuándo ni a qué horas, y esto consiste en que los une el mismo interés. Partieron los dos camaradas, tan acordes como si nada hubiera pasado, en busca de los cafuches.

     Cuando se acercaban a la cueva, dijo don Demóstenes:

     -¿Qué hago, taita Dimas, que me muero de sed? ¿Dónde encontraremos una quebrada?

     -Está muy lejos; pero hay un palo por el cual corre una cañería entera, y es muy saludable para varias enfermedades.

     -¿Y en dónde lo hallaremos?

     -Aquí, véalo su merced: este bejuco, que se llama agraz, está lleno de agua; pero hay que cortarlo por el lado del cogollo y por el pie a la vez, porque si no, el agua se esconde y el palo se queda seco. Y si no lo quiere creer, abra la boca que ahí va.

     Dio Dimas dos cortes consecutivos, y salió de un grueso bejuco un chorro de agua, de la cual bebió toda la que quiso el bogotano, y con el resto se lavó las manos y la cara, y al terminar dijo al estanciero de la montaña:

     -Usted es un Moisés, que hace salir agua de los palos al tocarlos con el filo de su cuchillo. Vamos ahora a coger los cafuches encantados.

     Pronto estuvieron en la puerta de la cueva, y habiendo recogido palos de leña y hojas de palmicha seca, ñor Dimas sacó candela:

     -Ahora sople con todas sus fuerzas, para formar una hoguera buena.

     Don Demóstenes obedeció la orden, pero afectado por el humo hubo de retirar la cabeza muy pronto para limpiarse los ojos.

     -Sople hasta que se reviente; ¡sople, sople, no sea tan flojo!

     -Siento no haber sido cocinero, taita Dimas, para satisfacer las exigencias de usted.

     -Ahora no hay diligencias que valgan, si no es soplar, y más soplar hasta que la llama se levante tan alta.

     -Es que yo le puedo dispensar a usted el que me dé cafuche asado para mi almuerzo; Rosa me dio rostro de cafuche, la noche que posé en Malabrigo, y le confieso a usted que no me gustó.

     -Luego qué, ¿está pensando en el almuerzo? ¡No se afane tanto! Hay que hacer una buena hoguera, luego pasar los tizones a la puerta y armar allí más candelada para llenarles la cueva de humo y obligarlos a salir; los esperamos en la puerta con nuestras armas y los matamos.

     -¿Y el chiquito para Manuela?

     -Ése se ataja y se coge en la puerta. Conque sople su persona, porque esa candela no adelanta nada.

     Así que ñor Dimas hubo juntado la leña suficiente, y que la hoguera estuvo bien encendida, puso de centinela a don Demóstenes en la puerta de la cueva, con la escopeta preparada; comenzó a destapar dicha cueva y a formar en la puerta una hoguera mayor, de la cual entraba el humo a las concavidades del subterráneo. Algunos murciélagos salían de golpe, haciendo retirar la cara de los cazadores, y una culebra, quizá pisada por los cafuches, emprendió su salida, pero al llegar a la candela, retrocedió.

     Las horas se pasaron en la operación de echar el humo a la cueva, los cafuches no se daban por notificados. Ñor Dimas estaba sin camisa y se le veían correr del pecho ríos de sudor, y don Demóstenes tenía los ojos colorados de llorar, por causa del humo; ñor Dimas se trepó por unas piedras y barrancos y desapareció por unos pocos minutos, hasta que volvió echando pestes y reniegos.

     -El diablo anda metido en la cacería, porque esta cueva tiene una chimenea, más grande que la puerta del infierno, y los condenados cafuches metidos por ahí en algún rincón no tienen para qué sentir el humo. Toda la culpa la tuvo la parada, porque si los marranos no hubieran sentido ruido, allá estarían corriendo en los montes de Santa Tecla, que es un corredero de lo más hermoso que puede darse y sin cuevas ni precipicios. Pero sabremos para otro día.

     -¿Y ahora qué hacemos? -preguntó don Demóstenes.

     -Me meto con la lanza, y usted los espera, si es que todos no quedan muertos adentro.

     Diciendo esto, ñor Dimas le recortó el palo a la lanza y se metió con los dos perros. Duró algún tiempo la cueva en silencio, porque era muy grande y tenía algunas divisiones de lajas, lo cual dificultaba la llegada del audaz cazador hasta el punto en que estaban los cafuches, a los cuales buscaba en las tinieblas por un ronquido especial que ellos tienen, y por los chasquidos que hacían con las quijadas de cuando en cuando. De golpe latió uno de los perros y el sonido se prolongó tanto, que don Demóstenes quedó espantado. Ñor Dimas gritó a ese tiempo:

     -¡Ahí le van, don Demóstenes!

     En efecto, salieron dos cafuches, uno herido y otro sano, pero el cazador de reserva mató uno y otro con los dos tiros de su escopeta. Ñor Dimas salió ensangrentado y al ver los cafuches tendidos saltaba de gozo y colmaba de abrazos a su segundo, al cual informó de que adentro quedaba otro muerto.

     -¿Y el cafuchito para Manuela? -preguntó el bogotano.

     -Ése lo tengo por cogido.

     -¡Viva el ciudadano Dimas! ¡Viva el bizarro! ¡Viva el denodado! ¡Viva el valiente Dimas!

     Volvió a entrar ñor Dimas y sacó el cafuche arrastrando y el chiquito en los brazos con el hocico amarrado.

     Desenvolvió un pequeño fiambre que llevaba en una mochila y comieron sentados sobre la hojarasca, tan contentos como si hubiesen echado abajo un gobierno constituido. Ñor Dimas colmaba de elogios a Sargento y a Reloj, sin que Ayacucho pudiese obtener este premio, porque no hizo sino latir. La educación es la que forma el carácter, y al pobre Ayacucho nadie lo había enseñado a cazar cafuches, sino a cargar los zapatones y el farol.

     La noche se acercaba por instantes. Ñor Dimas dejó colgados en los árboles dos cafuches y se echó otro a las espaldas, y don Demóstenes cargó en sus brazos el cafuchito. Para dar con la senda principal debían pasar por la covachuela de don Tadeo, y en efecto dieron con ella, pero se quedaron sorprendidos de no hallar la petaca de los papeles, sino el hueco vacío donde la habían dejado.

     -¡Cómo siento esos papeles! -exclamó don Demóstenes.

     -Y yo la petaca, porque a Melchora se la tenía destinada.

     -¡Qué lástima!

     -Pierda cuidado su persona, que esa petaca la cojo yo, como ser José Dimas Camero.

     -¡Oh, cuánto bien le hiciera usted a su parroquia!

     Caminaron a buen paso los cazadores, pero cuando salieron a las cercanías de la parroquia, ya eran cerca de las ocho. En todo el camino no habló don Demóstenes ni una sola palabra, ni acerca del cafuchito, ni acerca de ninguna de las ocurrencias del día. Había una idea que lo ocupaba más que todas las cacerías y todos los conatos del mundo, y era la de saber si su amada ex-Celia lo amaba como en otro tiempo, o lo había aborrecido por el pecado social de intolerancia. Esa noche, aunque cansado, no pudo dormir, y se levantó temprano a dar cuenta del hallazgo del gamonal.

     Todos los parroquianos se sobrecogieron de espanto, pero cuando se trató de ir a buscar a los montes al monstruo, nadie quiso comprometerse, lo cual indica que en aquella parroquia, y quién sabe en cuántas otras, el medio más aparente de gobernar al pueblo es el terror y no la justicia y la moderación. Por la fuerza logró don Demóstenes que fuesen los policías y los comisarios a buscar a don Tadeo, y ni aun el ciudadano Dimas quiso prestar sus servicios de baquiano, sino que se fue a recoger los dos cafuches que había dejado colgados y trató de no sacar la cara donde lo viesen. Las pesquisas fueron inútiles; don Tadeo se quedó oculto entre las haciendas de don Matías y don Atanasio, y desde entonces comenzó a decaer el entusiasmo por el partido manuelista, o sea el partido de los hacendados, a los cuales llamaba el patriota don Tadeo los oligarcas de la parroquia.

 

 

 

Capítulo XXVIII

El nazareno

 

 

     Nadie sabía que don Tadeo se hallaba en el distrito, hasta el día que lo encontró don Demóstenes de ermitaño en una gruta, entregado a sus meditaciones gamonalicias. Nuestro lector tampoco sabe cómo escapó de la cárcel de Ambalema, ni cómo vino a dar a las montañas de la Hondura, y de esto lo informaremos en el cuadro presente, y ante todo, exhibiremos aquí todo el panorama del trapiche de la Hondura, visto desde una altura proporcionada.

     Se hallaba el trapiche de don Matías Urquijo junto a una pequeña quebrada salada y de unas lagunas cuyas aguas tenían algo de azufre, y esto producía una atmósfera pestilente, fuera de los montones de bagazo en estado de putrefacción y de los barrizales vitalicios de la redonda. Las casas de habitación eran de paja, y los suelos de tierra emparejada con los pisones. Dentro de la plazuela se hallaba el trapiche a menos de una cuadra de distancia. El único horizonte que se divisaba dentro de unos cerros cubiertos de bosque era la plantación de las cañas, y cuando sonaba alguna de las puertas de golpe, por la casual llegada de un forastero, los vigías se asomaban de pronto, y los perros en número de diez o doce, salían a quererse comer al profano que se acercaba sin padrino; y se conocían los temores que causaba un empleado público, por lo mal recibido que era por los peones, patrones y mujeres.

     Don Matías no era de la raza blanca, ni tenía muchas simpatías por los blancos, y gustaba de vestirse de un grueso calzón de manta cuando estaba en su hacienda. Su esposa, llamada Nicomedes Mora, se vestía como las peonas; lo mismo las dos hijas, las cuales ejercían el oficio de trapicheras siempre que los brazos se hallaban escasos.

     Corría la fama de que en la Hondura se celebraban juntas secretas, a las cuales concurrían ciertos individuos de la cabecera del cantón, otros de Bogotá; y uno que otro de la provincia de Mariquita; se sabía que los viajes de la miel para el mercado, lo mismo que el regreso de las mulas, no se efectuaba sino entre la media noche y la madrugada. Se decía también que se solían ver espantos por cerca de la enramada del trapiche, y luces que volaban desde las orillas de la laguna, y se hablaba de violencias ejercidas sobre los proletarios. Todo esto hacía que la Hondura fuese mirada como una hacienda de mal agüero.

     Se acababa de terminar la molienda del trapiche una noche a las once, cuando corrió la voz entre los peones de que una fantasma negra y de un cucurucho largo como de nazareno, había pasado por un costado de la plazuela, retirándose del trapiche todo lo que era posible. En efecto, se la vio llegar hasta la puerta de la casa grande, y los temores crecieron al ver que los perros se callaron después de haber latido a su entrada a la plazuela y al oír un silbido sumamente parecido al de la culebra cascabel.

     Los pasos de la fantasma no pudieron ser observados, y los peones del trapiche se quedaron persuadidos de que el nazareno había seguido su camino; pero este dio una vuelta y regresó a la casa, en la que entró con mucha cautela, sin ser visto sino de don Matías y cuatro personas que en aquel momento le visitaban.

     El nazareno era el famoso don Tadeo, vestido de mujer, y llevando un sombrero muy alto de copa, con funda de género blanco. Al punto lo abrazaron sus camaradas y lo colmaron de caricias, como era justo.

     -¡Qué milagro! -te dijo don Matías-. Aquí nos habían dicho que usted estaba en la cárcel, y yo mandé un peón que todavía no ha vuelto de por allá.

     -Fue cierto; pero de donde me vine fue de un caney; porque hacía unos siete días que me había libertado.

     -¡Tanto me alegro de verlo! Siéntese, descanse un poco.

     -¿Y qué tal por aquí? ¿Me han pensado mucho? -dijo don Tadeo.

     -Muchísimo, compadre, y la falta que nos hacía era enorme.

     -¿Y cómo están todos los de la casa?

     -Buenos, compadre de mi alma.

     -¿Y la señora Sinforiana? ¿Y Cecilia?

     -Buenas. Cecilia ha estado muy divertida en las fiestas, lo que me ha dado algo en que pensar.

     -Será que no me quiere. Mi mujer tampoco me quiere; pero la tengo sujeta, que es lo que importa.

     Siguieron las manifestaciones particulares de los otros amigos de don Tadeo, y las caricias de doña María Nicomedes. Los otros sujetos eran don Pascual Acuña, don Estanislao Nieto, de Sogamoso, don Atanioso de Santa Tecla y ñor Juan de la Cruz, vasallo de don Matías.

     Después de algunas conversaciones demasiado privadas de los camaradas de la sociedad baratera, doña Nicomedes en persona trajo la cena y la puso sobre la pura tabla de la mesa, porque todos los convidados eran de suma confianza. Parece que nuestro cuadro quedaría muy imperfecto, sino hiciésemos la pintura de la sala principal de la casa grande de la Hondura, donde pasaba la escena y donde se reunían, cada ocho o quince días, los personajes de la afamada sociedad.

     La sala era grande con dos puertaventanas, una en frente de otra, y una salida secreta por la alcoba, que también era grande. El mueble de mayor ostentación, era una mesa de nogal con cajón por debajo, asegurado con una buena chapa y en éste se depositaba temporalmente la plata de la semana y algunos papeles de suma importancia. Junto de la mesa estaban dos sillas de atléticos brazos, con muchas heridas hechas a navaja, como por vía de entretenimiento. Los demás asientos eran barbacoas de guadua picada que rodeaban toda la sala, y que las niñas y doña Nicomedes llamaban escaños. En un rincón había cueros de res, zurrones de este mismo material y costales de fique. En otro había azadones, palas y machetes. No había cuadros de santos en el salón principal de la Hondura, y esto se hallaba conforme con el destino del local y con las ideas de los concurrentes, que toda era gente más despreocupada de lo que se pudiera pensar. La sala de don Matías la iba con la reforma en cuanto a la ausencia de los santos. El candelero de la iluminación general de la sala estaba colocado en una tablita fijada a la pared, y no obstante la elevación, era muy opaca la luz que daba.

     La señora de don Matías era la que servía a la mesa y era la única persona iniciada en el secreto de la fantasma, fuera de los personajes de la sala. Los potajes se servían en platos vidriados, y constaban de tasajo asado y algunas arepas, que también eran asadas. Los licores eran aguardiente y guarapo, servidos en totumas y en una copa de cristal. Doña Nicomedes les puso tenedores a sus convidados, pero se olvidó de los cuchillos, defecto que fue corregido por don Tadeo, el cual sacó un cuchillo cabiblanco de figura de puñal, para dividir la sobrebarriga en secciones federales, según el número de los interesados, la cual había pasado en la forma central de las manos de doña Nicomedes a las de don Tadeo, y por cierto que los socios no se mostraron desdeñosos en presencia de un potaje tan afamado. El guarapo subsanaba la sequedad de los potajes asados; el ají y el aguardiente, la falta de la pimienta y de la mostaza. No eran alegres los dichos de los convidados; por el contrario, mientras más se apuraba la copa, los discursos eran más serios, y a lo último eran espantosos, terribles y exagerados.

     -Así, y con este mismo puñal tengo esperanzas de ver cortada la sobrebarriga del cachaco Demóstenes -exclamó don Tadeo al cortar un pedazo de carne que sujetaba con los dientes y la mano izquierda.

     -¡Así me beba yo la sangre de todos los oligarcas enemigos de la sociedad baratera! -dijo don Matías apurando una copa llena de aguardiente de anís.

     -¡Así desaparezca la riqueza de todos los señores dueños de tierras! -dijo el arrendatario Juan de la Cruz, escurriendo hasta la zupia de una totuma de guarapo fuerte, y añadió después: (con excepción de mi patrón don Matías).

     Por este estilo brindaron todos los socios, y ya que la cena estuvo terminada, siguieron conversando de los negocios generales de la política y de los particulares de don Tadeo, con las cabezas un poco calientes.

     -Dígame, compadre Matías, ¿qué hay de oligarcas de las haciendas, que me han dicho que están hechos el diablo?

     -Se han conjurado contra el pueblo descalzo, han celebrado una junta secreta en el Retiro, y de allí dimanó la caída de usted y de todo nuestro partido, lo cual no sabía usted cuando se fue para Ambalema.

     -¡Pobres de los descalzos! -exclamó don Tadeo.

     -El cura también asistió.

     -¿El cura? Pues ahora sabrá el cura Jiménez lo que es la persecución, pues antes no había querido yo meterme con él.

     -Sin embargo, yo sé que no habló sino unas pocas palabras contra don Demóstenes, para defender su iglesia.

     -Pero asistió a una junta política, y esto es lo bastante: que preste ahora paciencia el oligarca de la sacristía, que lo primero que voy a hacer es a decirles a los estancieros que no le paguen la primicia, ni las demás socaliñas que llaman derechos. Sí, mis caballeros, que preste paciencia el monigote Jiménez.

     -Nos vendrá otro peor a sacarnos el sol del cuerpo con los derechos.

     -Que no venga ninguno, que los plátanos, y las cañas se producen muy bien sin el abono de las bendiciones, y la gente vive y se muere lo mismo con responsos, misas cantadas y fiestas que sin nada de eso.

     -Compadre, usted no estaba tan ilustrado cuando se fue para los pueblos del Magdalena.

     -Pero ¿qué quiere usted? ¿Cepo, cárcel y matar gusanos es poca cosa?¡Todos me la van a pagar! Todos los que han contribuido para mis males. A fuego y sangre los voy a atacar a todos. ¿Le parece a usted mecha estar dos días en el cepo de Ambalema? ¿Y aguantando esa clase de condenados, que son peores que los esbirros, los jueces y todos los agentes de la policía? Es que usted todavía no sabe todo el fuego que arde aquí dentro de mis entrañas. Es que usted no sabe que yo he venido a meterme de ermitaño, sólo por el gusto de vengarme. Es que usted no sabe que me sueño viendo arder los trapiches, viendo patalear entre su misma sangre a los dueños de tierras, viendo morir envenenados sus ganados y sus mulas con barbasco y acuápar. Yo le explicaré todos mis planes a mi compadre Matías. Ahora, dígame, ¿qué más cosas nuevas hay por aquí? El cachaco ¿qué hace en la parroquia?

     -Matando pajaritos y enamorando a las estancieras.

     -Eso sí, porque es muy decidido por el bien de las proletarias. ¿Y Manuela?

     -Engreída con la protección del cachaco. Lo llama su libertador.

     -Y queriéndose casar con ese zoquete de Dámaso. Que la liberte el forajido de la venganza que le tengo jurada. ¿Y el camandulero de don Eloy?

     -Haciendo plata por todos cuatro costados.

     -¿Y para qué? ¡Para darse vida de peón! Para eso yo también tengo lo bastante. Ojalá que estalle aprisa la revolución, que lo hemos de quitar hasta las mulas viejas de la carguería y los fondos de cocinar la miel.

     -¿Y el oligarca de la Minerva?

     -Hablando de protección, de libertad, de tolerancia y haciendo plata con la sangre de los arrendatarios. Ya les aumentó los arrendamientos, y al que no asiste al trabajo, le manda dar una paliza o le manda arrancar de su tierra los estantillos de su choza, o las matas de maíz, que es lo único que el arrendatario siembra, porque la caña no la tolera don Leocadio.

     -¿Y qué más ha habido por los castillos feudales, como llama don Demóstenes las casas de los trapiches?

     -A don Cosme se le ardió un peón en un fondo, se fue a que lo curara de limosna una arrendataria.

     -Cero y van tres. El otro murió a los siete días. Pero no se pone remedio ninguno. No se pone una reja para que no se arrimen todos; no se hace un piso sólido y seco, sino que se mantiene un lavadero pendiente y húmedo, por ahorrar unas pocas pesetas. Pero eso sí: se habla de la protección a los proletarios hasta enternecer a los oyentes. Y bien, ¿qué tal estuvieron las fiestas?

     -No sirvieron para maldita la cosa. Ya usted ve, nuestro partido no puede respirar. Por ahí estuvieron los cachacos tratando de divertirse con las hijas del pueblo, porque las hijas de los oligarcas se estaban dando más tono que si hubieran sido las hijas de los duques de España. El viejo Eloy se emborrachó con todos sus escrúpulos de camandulero. Yo le contaré despacio. A Rosa de Malabrigo se la llevó el diablo, de resultas de las fiestas y del San Juan.

     -¡Que perezcan todos los que han ayudado a quitarnos el mando de la parroquia! ¡Que se los lleve a todos el diablo!

     -Ahora encuentra usted de empleados de la parroquia a los oligarcas de las haciendas.

     -¡Así duren mis trabajos! Usted verá que ellos aflojan y reniegan de la patria y de los destinos, así que se perjudiquen en la venta de la miel. La vieja Patrocinio les dará la comida de balde, con tal que le echen flores a la hija. ¿Qué más se quieren los ricos que el tener auxilios de los pobres para hacer la guerra a los pobres? Porque la sociedad no es otra cosa que la guerra eterna de los ricos contra los pobres. En todas las transacciones el rico es el que le da la ley al pobre: en las compras y ventas, en los arriendos, en las obras de manos, en las demandas, en los jornales y hasta en los amores. La esclavitud rigurosa tuvo su origen en la torpeza, la debilidad o la miseria de los hombres. La deferencia actual de los descalzos a los calzados, o de los ignorantes a los que saben leer y escribir, no es otra cosa que la sumisión del vencido en la guerra general de ricos y pobres. La guerra de manuelistas y tadeístas no es otra cosa que la guerra de ricos y pobres, porque los hacendados me hacen la guerra a mí que soy el defensor de los derechos del pueblo descalzo. De manera que los pobres que regalan sus cosas a los ricos y que les sirven de balde, no hacen otra cosa que dar armas contra sí mismos, y por eso dice el dicho, que no hay peor cuña que la del mismo palo. La vieja Patrocinio cebándoles el rabo a los puercos gordos de las haciendas, no hace otra cosa que dar fuego contra los pobres.

     -¡Corriente! -dijeron los amigos de don Tadeo.

     -Es la pura verdad -añadió el arrendatario Cruz.

     -Ahora diganos, mi compadre, ¿cómo pudo salirse de la cárcel? -preguntó don Matías Urquijo después de haberse tomado un trago.

     -Primero les diré cómo entré, porque todas las cosas tienen su derecho -dijo don Tadeo.

     -Bueno, compadre; díganos cómo entró.

     -Han de saber ustedes -dijo don Tadeo-, que después que yo llegué a Ambalema, se presentó también Manuela con el querido, a pesar de su buena fama de honrada y, ardido como estaba yo de haberme visto en la cárcel de esta parroquia por ella y su abogado, y sabiendo que llevaba una buena mula, que era mejor bocado que la parroquiana, me puse en obra y compuse requisitorias y un poder y me presenté a los juzgados por medio de un apoderado, para que me entregasen la mula y me les pusieran la mano a los prófugos, los cuales no supieron las novedades de la parroquia hasta después de llegar a Ambalema, porque habían estado en la montaña seguramente; tampoco sabían que yo había llegado a la ciudad, porque me estuve escondido. Se siguió la demanda, y aunque Manuela tuvo defensores, porque nunca faltan protectores para la humanidad bella y encantadora, la demanda se hubiera sentenciado en mi favor, si no se hubiera entrometido una mano que me trastornó todo el negocio. ¿Quién les parece a ustedes que fue una persona que echó por tierra la sentencia y que me sepultó en la cárcel, a mí, que he jugado con la Recopilación granadina desde ahora cuatro años ha?

     -Sería algún señor feudal, dueño de medio Mundo de tierras.

     -¡No, señor! -dijo don Tadeo con sonrisa diabólica.

     -Sería algún jesuita de casaca.

     -¡Nada!

     -Sería alguna perillana por celos -dijo don Atanasio-, porque don Tadeo no se deja de esas vagabunderías a pesar de los cincuenta y cinco que tiene encima.

     -¡Nada de eso! Y no sé cuál de los que me oyen se habrá dejado de la idea de introducírsele a las muchachas y de aprovechar la buena acogida que le brinden, y de satisfacer sus caprichos por alguno de los medios que aconsejen las circunstancias. Nada; ustedes no me adivinan quién me metió a la cárcel, y es una persona más conocida que el paraguay, que la malva y el chilinchile; una persona nativa de este distrito.

     -Díganos pronto -dijo don Pascualito.

     -La Angarilla, del Retiro.

     -¿La Angarilla? -dijo don Matías-, ¡ese montón de mugre! ¡Ese descrédito de los trapiches!

     -La Angarilla, compadre; pero han de saber ustedes que allá está de zapatos, panderetas y traje de muselina, y que no le faltan aduladores de menos de cincuenta y cinco años. Pero en fin, vamos al asunto, que ya cantan los gallos. Había probado yo completamente que era el apoderado, para hacerme cargo de Manuela y de la mula, y la sentencia, estaba redactada en mi favor, cuando se apareció la Angarilla a presentar la misma carta que usted me mandó con el viejo Elías, la cual cayó en manos de unos bandidos y pasó a las de esa grandísima vagabunda; como esto hubiese dilatado la sentencia, hubo tiempo para que llegasen las verdaderas requisitorias de los hacendados, con lo que hubo lo bastante para que me sembrasen en la cárcel y dos días en el cepo, porque les cité a los escribas y fariseos de Ambalema dos o tres artículos de la Recopilación granadina y les eché una que otra indirecta. ¡Es un infierno la cárcel en semejante temperamento! Creo que si llega a entrar un radical en la cárcel de Ambalema, no vuelve a escribir ni a hablar de las cárceles de los siglos medios; y a todo esto sin tener otro amigo que Juan Acero, que cayó preso conmigo, el cual siquiera me consolaba con la historia de todas sus peleas. ¡Qué hambres y fatigas las que yo pasaba en esa maldita cárcel! ¡Pero a mí me la pagan todos los manuelistas, como saber que hay Dios en los cielos! ¡Qué buen amigo es Juan Acero! Yo se lo recomiendo a todos ustedes.

     -¿Y él?

     -No volví a saber más de él desde la noche que nos salimos de la cárcel. Tiene Juan Acero una voluntad incontrastable, una voluntad de hierro, un alma estoica y una rectitud de espíritu, que lo hacen el mejor de los caballeros. Dios quiera que no haya muerto, porque nos va a hacer mucha falta.

     -Buen muchacho -dijo don Atanasio-; el mejor garrote que he conocido en toda mi vida.

     -Pero ya es tiempo de que mi compadre nos diga cómo salió de la cárcel.

     -Fue una de esas casualidades que suceden en Ambalema.

     -¿Cuáles, compadre?

     -Los incendios. Un incendio me libertó a mí y a otros muchos buenos cristianos que estaban sufriendo como yo las persecuciones de la justicia. Eran las nueve de la noche y sonó en la plaza un grito diciendo: "¡Que se quema Ambalema!" Más de la mitad de las casas de Ambalema son de paja y esa paja es la hoja de una palma llamada guayacana, la cual arde en los veranos como pólvora, si se le arrima una chispa. En otros pueblos son los empajes de palma de cuesco, y es tanta la rapidez con que arden estos techos, que ha habido pueblo que en ocho minutos esté hecho cenizas. En Ambalema se sobrecoge la población de tal modo al oír la palabra ¡fuego! que no hay palabras cómo explicarlo. "¡Se quema la cárcel!" gritaba una peona de los caneyes. "¡Agua! ¡Escaleras! ¡Herramientas!" gritaban los comerciantes.

     -¿Y qué hacía usted a todas esas? -preguntó don Pascualito.

     -Maldecir y renegar, porque no podíamos cebar la puerta al suelo.

     -¡Qué desesperación! -dijo don Atanasio, lleno de espanto.

     -Por fin cayó la puerta -continuó don Tadeo-, y al salir nos dispersamos por entre la gente. - "¡Se salieron los presos!" gritó el alcaide. - "¡Los presos quemaron la cárcel!" decían en la mitad de la plaza. No tardaron en rodearnos a Juan Acero y a mí unos cuantos aduladores de los magnates; pero el denodado Juan se abrió campo con un palo de leña, y yo me escabullí por entre la gente, que no estaba, por cierto, para reparar en los presos. Tomé calle arriba, viendo las carreras y oyendo los lamentos; porque la hija buscaba a la madre, el padre de familia preguntaba por sus hijos, el marido llamaba a la esposa, la madre corría a retirar del peligro a una criatura de pechos; todo esto con lágrimas y carreras, y con una desesperación que ustedes no se pueden figurar. Yo me detuve en la mitad de la loma, un poco más abajo de una estancia que llaman el Castillo, y me senté sobre una piedra a ver en lo que paraba todo, porque desde allí se veía la ciudad. Estaba muy obscura la noche y las nubes mezcladas con el humo formaban un cielo colorado que se tocaba con las casas que ardían. Los enmaderados y la paja traqueaban al arder como la quema de una roza a fines de septiembre; los lamentos de toda la población se unían al latido de los perros, para enloquecer más a los que pensaban en la salvación de la ciudad.

     -¿No le daba miedo?

     -Les digo a ustedes la verdad, que después de dos días de cepo y ocho de cárcel ha de ser un animal el que no se alegre de ver arder los calabozos en que estaba encerrado, hallándose a una buena distancia para no quemarse. Lo que tenía era que la candela estaba invadiendo de para arriba la manzana colateral de la plaza, donde estaban las principales tiendas, y ya sonaban las damezanas y los barriles de pólvora; pero esa no era la manzana en que vivían los pobres, sino el depósito de la riqueza ganada a los pobres en el comercio. Ya ardía toda la manzana, y la imaginación me hizo anticipar el gusto que yo debo tener al ver arder los trapiches de los hacendados que me han perseguido; porque ese cuento de "así como nosotros perdonamos a nuestros deudores" no es sino para las viejas camanduleras.

     -Tiene mucha razón -exclamó don Pascual.

     Ya se disminuía el fuego -continuó don Tadeo-, porque las peonas se atarearon a cargar agua del río y los peones a desempajar casas a toda carrera; los pobres, porque yo supe después que no hubo gente rica, cargando múcuras de agua y desempajando casas. ¡Cuándo los ricos se ensucian las manos habiendo pueblo que trabaje para ellos de balde! Por último, se apagó el incendio y se obscureció otra vez el lugar, y el Magdalena ya no reflejaba las llamaradas que subían hasta las nubes unos minutos antes. El alboroto se había apaciguado, y pude oír con detención y claridad las voces de algunas gentes que clamaban porque se castigase a los presos. Yo, que sabía lo que es el cepo de Ambalema, cogí camino para el caney del Tachuelo, me disfracé de antioqueño, de acuerdo con el dueño, y admití el destino de matar gusanos, que es el alfabeto del cosechero.

     -¡Pobre mí compadre! -dijo don Atanasio.

     -"Matar gusanos al rayo del sol, porque yo no sabía ensartar hojas, ni coger, ni colgar, ni formar atados, que era lo que se practicaba en el caney, que estaba lleno de hojas ensartadas, colgadas en hilos de fique.

     "La sección de despulgadores se componía de tres muchachos muy malcriados, dos mozas sumamente conversadoras y un cosechero burlón y muy engreído de su ciencia. Ninguno cabía que en mi tierra era yo el que movía las teclas por medio de la Recopilación granadina, ni yo podía revelar este secreto, y siendo mi destino el de A y B en el alfabeto del caney, aquella canalla me trataba como tratan en los trapiches a los chinos que barren las caballerizas. Una de las mozas no era maleja y ya me comenzaba a mirar; pero el cosechero me hizo su primera amonestación de esta manera:

     "-Mire, ñor mosca, que los gusanos no están en la cara de Nicasia. Espulgue bien el tabaco o lárguese para los infiernos.

     "Todos me hacían burla, hasta la Nicasia; por otra parte, el peto sin sal, el arroz y el cuchuco de maíz no era de lo más gustoso, y resolví volver a espulgar los bolsillos con la Recopilación granadina en lugar de las hojas del tabaco sirviéndoles de diversión a los muchachos, a las mozas y al director de la sección. Me vine para este lado, cada día más persuadido de la verdad del adagio que dice: 'Cada gallo en su gallinero es rey'".

     -Es la verdad, compadre; lo que tiene es que el gallinero tiene un gallo nuevo.

     -Pronto lo verá usted pidiendo cacao.

     Era muy tarde; don Matías convidó a su compadre a que entrase a la alcoba y se acostase en la cama de las dos hijas, que estaba desocupada, quedándose los otros señores en las barbacoas de la sala; pero don Matías y su compadre entablaron nueva conversación luego que doña Nicomedes estuvo dormida.

     -Ha de saber mi compadre Matías, que yo vengo con el proyecto de meterme a ermitaño en las montañas de Santa Tecla y de la Hondura, para gobernar la parroquia por debajo de cuerda, y para vengarme de Manuela y de todos los oligarcas de las haciendas, porque lo que he sufrido no es cosa que se puede olvidar, aunque lo predique el cura Jiménez; y el cura tampoco me la va a penar. Un cura metido en la política de la parroquia es como si una mujer se metiese a leer la Recopilación granadina, y peor todavía. Si Jiménez quisiera seguir la política mía, la política de mi partido, la política que desecha a los curas, entonces se quedaría como estaba; pero como no ha de suceder esto, pronto lo haré salir de la parroquia, sumariado como un criminal, que también los hay de corona.

     -Compadre, no vaya usted a caer en alguna trampa de que no lo pueda sacar ni el diablo. Mire que la suerte se nos ha puesto un poco de punta. Yo mandé unas mulitas por allá del otro lado de Río grande, y un alcalde me las ha embargado, porque no hicieron los agentes lo que les mandé. Ahora seis días, le di una paliza al peón más entendido en los escondrijos de las mulas y en los negocios de mis corresponsales, y temo las diabluras que me haga.

     -Mal hecho compadre, esa paliza nos puede costar muy caro.

     -¿Pero qué quiere usted? Me tenía inquieta una de mis hijas, y yo no soy tan partidario de la igualdad para mirar con frialdad y calma que un miserable me estuviera igualando a una de mis hijas con la turba de peonas mugrientas, aunque yo le favorecí a él una hermana; pero eso es muy diferente, porque yo tengo plata con que responder en todo caso.

     -Sin embargo de todo, yo vengo a gobernar la parroquia por debajo de cuerda, y a vengarme a fuego y sangre de todos los hacendados.

     -Eso hay que pensarlo, compadre.

     -Lo tengo muy pensado. En los cuatro días de mi viaje tuve tiempo para examinar mis proyectos, y veo que no hay obstáculo ni riesgo.

     -Pues quién sabe, compadre.

     -¿Pero qué? ¿Los hacendados, no hacen lo que se les da la gana? ¿Don Leocadio desde su castillo feudal, como dice don Demóstenes, no gobierna con sus leyes propias doscientos arrendatarios que no obedecen a las autoridades sin tomar su parecer? ¿No defiende a los criminales y reos prófugos, porque este servicio le cuesta menos que el servicio de los hombres libres? ¿No se excusa don Leocadio del servicio público que imponen las leyes, y de los servicios privados de caminos y puentes? ¿No les prohíbe a sus arrendatarios que cumplan con el servicio personal de los caminos, por tener el gusto de que los pobres de otros sitios o partidos hagan camino para él y para sus mulas? ¿No sentencia y castiga como señor feudal? ¿Y qué le sucede a don Leocadio? ¿Qué les sucede a todos los que hacen su gusto atropellando leyes y autoridades? ¿Quién los acusa? ¿Quién los castiga? Los majaderos, los sumisos, los santos son los que la llevan perdida, o diremos más bien, los zoquetes. ¿Los intereses de los escrupulosos no van a dar a las manos de los hombres vivos y de empresa y que no se paran en pelillos? ¿Qué vamos a hacer, si esto no es sino el efecto de una constitución acomodaticia, de una legislación floja y de una política que santifica la impunidad de los delitos? ¿Qué se hace en este caso?, ¿ser víctima de los atrevidos, o ser atrevido con los atrevidos?

     -Pero atienda, compadre, que las leyes de la Nueva Granada son de tira y afloja. ¿No se acuerda que a Simona y María las sembró usted en la reclusión por unas voces que tuvieron con la niña Cecilia, y que los huesos del viejo quedaron sembrados allá en el monte de Tena?

     -¿Y qué?

     -¿Y qué? Que usted se puede perder si los señores oligarcas toman la Recopilación granadina por el lado que no tiene espinas.

     -¿Y qué? -volvió a decir don Tadeo con enfado.

     -Que lo acusan a usted por cualquiera de sus chanzas y lo meten a la cárcel y lo echan al presidio.

     -Es cierto que las cosas se deben pensar por todos sus cuatro costados. Tal vez me encuentran por querer imitar la quema de Ambalema; tal vez me pillan cosiendo a puñaladas al viejo Blas en el Retiro, y quizá no puedo deshacer los cargos de los testigos, que es lo más arduo que me puede suceder. Pero todo esto ¿qué significa en un país dividido en partidos políticos, que arrancan a los reos de los patíbulos, o de los presidios o de las cárceles por hacerse a partidarios? ¿En un país que después de una revolución, abre las puertas de las cárceles y abriría las de las penitenciarias, si las hubiera? Y siendo así, como lo es afortunada mente, ¿qué es lo que me puede suceder?

     -Pues usted lo vea, compadre; es usted malicioso y sabe caer de pies como los gatos; pero también dice el dicho que tanto va el cántaro al agua hasta que se lo lleva el diablo.

     Lo tengo muy pensado. Me meto a ermitaño y gobierno la parroquia desde los montes. Cuento con el auxilio de usted y del hermano Anastasio, de la señora Sinforiana y de don Pascualito: eso sí, que nadie más lo sepa. Mañana va usted y me trae a Cecilia y la Recopilación granadina, y me le dice al juez 2.º que si no la va conmigo, le rebullo la causa que tiene pendiente, y que se lo llevan los diablos. Tráigame papel común y sellado, tinta, plumas y una navaja. Y no hay que andar con lástimas con nadie, ni hay que pararse en pelillos para nada; que arda una que otra ramada, que se marche al infierno uno que otro de los que nos hacen estorbo, que se largue el cura Jiménez a rezar novenas a Bogotá; nada nos detenga en nuestros proyectos. Aprovechemos la anarquía general de la República, mientras viene el día en que sea gobernada por leyes fuertes.

     -De veras, compadre, que los escrupulosos son los que se friegan.

     Lo que usted no nos dijo, fue quien le pegó fuego a la cárcel de Ambalema.

     -A ver que esto no ha de salir de nosotros, y mi comadre está dormida. Fue Juan Acero con una pajuela que yo tenía en mi cartera y subiéndose sobre mis hombros. Lástima de Juan Acero que se haya ido a Santana, o a Antioquía, o quien sabe adónde, y que vayan por allá y lo maten en alguna pelea; porque Juan Acero no es de los que repara en jueces, ni en Dios, ni en lágrimas de niñas inocentes, ni en tropa armada, ni en escrúpulos de ningún género: es un muchacho excelente.

     A este tiempo latieron los perros, y asomándose don Matías por una ventanilla, dijo:

     -¡Con todos los diablos, que nos han rodeado la casa!

     Y saliendo por la puerta secreta, logró descender a la quebrada y escapar.

     Era ciertamente una partida de tropa armada, que rodeó todas las casas y las ramadas; fueron apresados dos peones del trapiche, don Atanasio, ñor Cruz y el corresponsal de Sogamoso. Don Pascual hizo notar al jefe de la partida que él era una persona muy conocida por su honradez y fue puesto en libertad. Parte de la tropa entró a registrar toda la casa, y tomó todos los papeles que estaban en el cajón, mas no el dinero que había.

     Don Tadeo salió con su traje de mujer al lado de la señora Nicomedes, y tomando una senda conocida, se internó en los bosques de la Hondura, en donde comenzó a poner en ejecución sus planes. Allí fue en donde lo halló don Demóstenes, con motivo de la cacería de cafuches.

     La novedad era grande por cierto. Se consumaba la destrucción de la sociedad baratera.

     El peón que se fugó de la Hondura reveló a los hacendados varios secretos muy importantes; y ellos y don Demóstenes pusieron un posta al gobernador de Bogotá, y éste mandó a la cabecera del cantón tropa armada y un visitador fiscal, el cual se impuso de algunas causas que existían en los archivos, que versaban sobre la sociedad baratera, que otros llamaban sociedad cuatrera, y procedió a embargar las mulas de varias estancias y trapiches, y a prender a algunos individuos contra los cuales había quejas repetidas. De manera que en una misma noche cayó la fuerza armada sobre varias estancias, y en el día o noche de que hablamos se recogieron en la corraleja de la Hondura las mulas de sus potreros y las de varios otros parajes, y de allí fueron conducidas a la cabecera del cantón.

     Varios individuos fueron reducidos a prisión y otros se ocultaron o se retiraron a otros distritos.

     En consecuencia de estos hechos, se fijaron avisos, y concurrieron de provincias muy distantes y de las limítrofes a buscar mulas que se habían perdido en distintos lugares, y en efecto se hallaron algunas. De este modo terminó el susurro de treinta años que había contra varias estancias y trapiches del cantón de que estamos hablando.

 

 

Capítulo XXIX

El archivo de don Tadeo

 

 

     Serían las diez de la noche cuando llamaron a despachar en la tienda de la señora Patrocinio, y como la menos perezosa de todas las de la casa era Manuela, se levantó y abrió.

     -Buenas noches, niña Manuela -le dijo ñor Dimas con sumo cariño.

     -Así se las dé Dios, taita Dimas.

     -¿Qué tal mi señuá Patrocinio y toda la familia?

     -Regulares, taita Dimas. ¿Y mi comadre, ñuá Melchora y los muchachos?

     -Pasaderos y pensándola muchísimo todos los días.

     -¡Tanto les agradezco! ¿Y qué lo trae por aquí tan tarde de la noche?

     -A ver si me fía un cuartillo de aguardiente del más bueno que tenga, porque así me lo han recetado para mis males.

     -¿Por qué no? -dijo Manuela, y se volvió a los estantes para alcanzar la botella y el vaso.

     -¡Aaaaah! -dijo taita Dimas, limpiándose la boca con la punta de la camiseta; Dios se lo pague a la niña Manuela.

     Manuela pintó una rayita con un carbón y le dio un tabaco al montañés, y éste hablando muy quedo le hizo esta pregunta:

     -¿Podremos hablar con el caballero?

     -¿A estas horas, ñor Dimas?

     -Es que lo necesito para un asunto de mucha importancia.

     -¿Quiere que le avise?

     -Ojalá que la niña Manuela me hiciera ese bien.

     Atravesó Manuela la sala y se dirigió a la alcoba en que dormía don Demóstenes, mas al abrir la puerta, en lugar de dirigir la palabra a su huésped, se volvió bruscamente entornando la puerta con violencia. Había alcanzado a ver a su huésped escribiendo en la mesa, y una mujer, de pie junto a él: era Cecilia.

     Don Demóstenes, al sentir a Manuela, había alzado la cabeza; y viendo que se volvía sin decirle una palabra, salió tras ella, la alcanzó en el corredor de la despensa y deteniéndola le dijo:

     -¿Por qué te vuelves a salir?

     -Porque usted tiene visita.

     -Entra y la saludas.

     -¿Yo? ¿A mi mortal enemiga?

     -Pues has de saber que te aprecia, y hasta me ha dado avisos muy importantes para tu seguridad.

     -¡Apreciarme a mí la hija de la Víbora! Es favor que usted le quiere hacer. Entre y atienda a su visita... ¡Conque así le hace usted la guerra al viejo Tadeo! -agregó con una especie de risa burlona y al mismo tiempo amarga.

     -Pronto quedarás enterada de que Cecilia me ha revelado muchos secretos en tu favor. Por ahora quiero que sepas que ha venido a llevar una carta, y mientras me puse a escribirla, ha tenido que aguardar en pie, porque tú no has hecho traer la silla jesuítica que estaba incluida en el arriendo primitivo de la sala.

     -Tengo muy poco interés en lo que usted me dice; era para avisarle que taita Dimas lo necesita.

     -Pues entretenlo un instante mientras concluyo la carta, y cuando salga Cecilia, lo introduces. Encierra a Ayacucho para que no ladre.

     Volvió don Demóstenes a su cuarto, concluyó la carta y se la entregó a Cecilia con algunas explicaciones a la voz y dándole unas cuantas monedas.

     -¡Cómo siento que no le hubiera hecho Manuela la visita por culpa mía -dijo Cecilia.

     -No, no era visita, sino el aviso de unas cartas de importancia.

     -Puede ser; pero cuidado con el novio, que en la esquina de arriba estaba parado cuando yo me vine para la casa de usted.

     -No hay cuidado, Cecilia, no hay cuidado.

     -¡Adiós, don Demóstenes! ¡Que nadie sepa mi paradero! Pronto creerán que me fui para Ambalema, o que me ha matado el gamonal y me ha enterrado en el monte, y presto me olvidarán todos los de mi parroquia. ¡Adiós, adiós, don Demóstenes!

     -¡Adiós, adiós! -repitió el bogotano, enternecido.

     No tardó dos minutos en entrar por el lado del patio el estanciero de la montaña, y saludando a su compañero de cacería, se quitó de la espalda una mochila y se la entregó, diciéndole:

     -Aquí tiene su merced todos los papelajos de ñor don Tadeo; pero la petaquita no se la traje, porque se la tenía citada a mi casera desde el día que cogimos los tres cafuches en la cueva.

     -¡Hombre! ¿Los papeles del gamonal? ¿De veras, taita Dimas? ¿De veras?

     -¿Y para qué le iba yo a mentir? Todos están aquí.

     -Es un tesoro lo que me trae. Mil secretos de importancia vamos a descubrir en esta colección. ¿Y cómo descubrió el archivo?

     -Fue que les dije a las caseras que yo me iba a sacar colmenas y agarré los calabazos y la hacha, y me planté primero en un puesto de la trocha de la montaña y después en otro, mirando para la copa de los árboles y de las guaduas. En éstas vi pasar a la vieja Clavija y me le fui al rastro por el lado del monte, vi que se metió por una senda, y fue a dar a la puerta de una cueva: yo me quedé atisbando. No tardó ni siete credos en volver a salir, y yo me quedé firme en la parada, sin estornudar, ni hacer alboroto, porque la parada se ha de hacer como Dios lo manda. Cuando ya las antiguas comenzaban a cantar, salió de la cueva el hombre Tadeo y cogió para la estancia de Santa Tecla; entonces yo me soplé a la cueva y allí topé la petaca y junto estaba la tinta y todas las herramientas de la escribanía, y una limeta con aguardiente, que no quise tocar, no fuera algún maleficio. Por lo que es la petaca, yo la traspuse, y los papeles aquí los tiene su persona enteros y verdaderos para que se divierta con ellos; pero eso sí, cuidado con ir a meter al viejo Dimas en danza, porque ya podía contar con un runcho en la barriga de las manos de esa bruja, que no por buena la llamarán la Víbora.

     -Es usted el más valiente entre los denodados, y cuente con el secreto hasta la tumba -dijo don Demóstenes.

     Y desdoblando un papel lo comenzó a leer, diciendo:

                     

     Lista de los socios de la gran compañía de los Hermanos barateros de la Hondura.

                    

     -¿Usted conoce todos estos caballeros? -preguntó don Demóstenes al cazador de la montaña, despabilando la vela que casi no daba luz.

     -Los que son de la parroquia, y uno que otro de la cabecera del cantón. Los otros son de tierras que yo no conozco.

     -Conque don Cruz, don Matías, don Anastasio y don Pascualito, ¿qué lo parece? ¿Y don Juan Acero?

     -Sí, señor, y todos los demás que reza el papel.

     -De Juan Acero se me había puesto, porque tiene todas las trazas de un matroz, malcriado como un salvaje. Por poco tengo que pelear con él un día que iba al Retiro y le pregunté por el camino.

     -Y pechugón como el puro diablo. Allá se me estaba ya metiendo a sonsacarme a la niña Pía. Y para eso que se dejan creer de todo el que les dice que son bonitas, y ellas lo creían y se reían con él hasta que dije que si le seguían haciendo conversación, les metía su pela a la hija y a la mamá, y de este modo lo echaron a tizonazos, y se acabaron las visitas.

     Don Demóstenes desdobló otro papel y leyó esto:

                    

     Mi amigo don Tadeo: Mándeme con el portador los modelos para las declaraciones que se han de tomar contra don Blas, don Demóstenes y la heroína. Le aviso que los oligarcas están todos impuestos de que se halla usted en las montañas del distrito; y tenga cuidado con el viejo Elías, porque si no está pasado, está muy próximo a estarlo, y tengo mis sospechas de Cecilia. ¡Cuándo era que ese filósofo que no cree en más moral que en la que resulta del principio de utilidad, no trataba de conquistar placeres, seduciendo a Cecilia, que es la mejor de todas las parroquianas! Deseo que usted no lo pase tan mal en su ermita y que mande a su afectísimo amigo que lo aprecia y lo distingue. - PASCUAL ACUÑA CIFUENTES.

                    

     Tomó en seguida otra carta y leyó lo siguiente:

                    

Bogotá, abril 7 de 1856.

                     

 

Señor Judas Tadeo Forero Gutiérrez.

 

 

     Mi querido y pensado amigo: en contestación a su apreciable del 9 del pasado marzo, le digo que por lo que hace a su recomendado, no tenga usted cuidado: ya está excarcelado, que era lo que importaba, y por lo que es la sentencia, no tiene usted que afanarse. Nuestras leyes tienen toda la tolerancia que se necesita para salvar a los pobres que no saben robar por los medios legales de la gente grande.

 

 

    En cuanto a candidaturas, le diré que yo votaré por el candidato del partido liberal neto, cuya presidencia es la más adaptable para el estado de civilización en que se halla nuestra república. La república verdadera es la que puede marchar con las leyes del país. ¿De qué sirve que las leyes y las constituciones vayan a la vanguardia, si los ciudadanos van a la retaguardia? De ahí vienen las eternas revoluciones, así como expondría yo a tropezones y porrazos eternos a mi hijo de cinco años, si lo hiciese correr con mis botas, mi chaqueta y mis calzones. Recuerde usted nuestro programa de la revolución de abril: un gobierno sin exageraciones. Es menester que usted se interese en que todos voten por el doctor Patrocinio Cuéllar, que es el candidato del partido liberal neto.

 

 

     Es menester que no se descuide usted con don Blas y don Eloy, que nos querrán ganar las elecciones con sus influencias de dueños de tierras. El programa de los conservadores es volvernos al tiempo de la colonia: inquisición, camándula y picota: ¡he aquí su programa!

 

 

     Ábrale usted mucho el ojo a un tal don Demóstenes, que se ha ido por allá con el pretexto de colectar mariposas y que no lleva sino el objeto de trabajar por la elección del candidato radical, según me lo han asegurado, y de curarse la cancha. Allá se estará ganando a los estancieros con ofrecerles la repartición de las tierras de los hacendados, y con decirles que la propiedad es robo.

 

     -¡Así, desacreditándonos es imposible! -dijo don Demóstenes poniendo la carta encima de la mesa.

     -Sí, señor -contestó ñor Dimas-; porque un desacrédito es lo más malo que puede haber en la vida.

     -Así nos las ganan los conservadores, continuó diciendo don Demóstenes.

     Atravesó la sala, paseándose, y luego se volvió a sentar, para seguir con la lectura.

                     

     Usted sabe cuánto trabajo nos costó introducir en la legislación de elecciones la cláusula de los transeúntes. Haga usted que entren en la urna electoral unas doscientas boletas de transeúntes, aunque por los caminos de esa parroquia nunca pasan sino las manadas de los cafuches. En fin, mucho celo y mucho cuidado. Usted es un patriota excelente, y no ha de querer que la República se pierda por falta de decisión. Entre tanto mande usted a su más afecto amigo, q. b. s. m.

                     

 

ARÍSTIDES SÁNCHEZ.

 

     -¡Hay que trabajar! -exclamó don Demóstenes- ¿Usted por quién piensa votar, ciudadano Dimas?

     -Yo estoy péndulo entre mi amo don Blas y la niña Manuela.

     -¿Cómo es eso, taita Dimas?

     -Pues muy bien; porque si voto por la niña Manuela, se me puede enojar mi amo don Blas; y si voto por mi amo don Blas, entonces no me querrá fiar la niña Manuela el anisado, que es el mejor de todos, porque es de contrabando, y a mí me lo mide muy bien medido y me da tabaco. Bien es que hasta la presente mi amo don Blas no ha echado a ninguno de la tierra por este cuento de las elecciones, como lo han hecho en otras partes.

     -Entonces usted debe votar por la niña Manuela.

     -Así lo haremos, mi amo don Demóstenes.

     -Pero mire usted, taita Dimas: no es por la niña Manuela por la que va usted a votar; es por el doctor Manuel Murillo Toro, que es instruido y representa las ideas del partido radical.

     -No lo conozco, mi amo don Demóstenes, ni tampoco sé qué será eso de radical.

     -El partido liberal genuino es el que se llama radical. ¿Usted no es liberal?

     -Mucho, mi amo don Demóstenes, porque yo no quiero que se acabe la religión, ni que nos manden los congresos, que dicen que son los que nos tienen en la miseria y en las guerras de todos los días. A un hijo me lo mataron en la revolución pasada, y si los españoles no nos vuelven a gobernar, ¡quién sabe en qué parará esto!

     Don Demóstenes se quedó mirando al ciudadano, a ver si descubría los indicios de la chanza y de la malicia; pero viendo que se quedó muy serio, formó su juicio sobre sus ideas políticas y se reservó para otro día la obra de ilustrarlo. Tomó otro papel en la mano, y leyó:

                    

Señor Arzobispo de la metrópoli...

                     

     -Pero yo no oigo más leyendas de papeles, dijo el ínclito ciudadano.

     Y se fue despidiendo de su amo Demóstenes y poniéndose las quimbas, que se había quitado para entrar.

     -Amigo -le dijo el bogotano, usted ha hecho una conquista soberbia, porque el archivo de don Tadeo es una colección de documentos muy curiosos para la historia de la parroquia; yo le quedo a usted muy agradecido y le regalo estos dos fuertes para que compre una buena hacha para su trabajo.

     -Dios se lo pague, mi amo y le dé la gloria y le dé más.

     -¿Más que la gloria?

     -No, no mi amo: más que dar a los pobres; porque su merced no es como otros, que hablan de lástimas de los pobres, se sirven de ellos y no les alargan un chicote; y adiós, mi amo, hasta que nos vaya a ver a la montaña.

     Siguió don Demóstenes la lectura del papel que tenía en la mano:

                    

     Nosotros los firmados, que componemos la mayoría de los vecinos de este distrito, sentimos mucho tener que molestar la atención de V. S I.; pero nos es indispensable elevar nuestras quejas al padre de los fieles para evitar males de mayor trascendencia. Es el caso, I. S., que los escándalos del señor cura Jiménez han llegado a un punto que no se pueden mirar con descuido, porque ofenden a la moral, a la sagrada religión católica que adoramos y profesamos, y a la soberanía de la Nueva Granada, con la subversión de todos los derechos y de todas las leyes políticas y civiles. Este ministro del Evangelio, contradiciendo lo que predica en el púlpito acerca de la pureza y castidad, es el más escandaloso de todos los vecinos en su trato familiar y doméstico, y a los pobres los hace sufrir todo el peso de su codicia, después de predicar contra los ricos de la parroquia. Pero hay otro crimen de mayor gravedad, de que pedimos pronto castigo, por los malos resultados que pudiera causar y es, el de meterse el presbítero Jiménez en los negocios de la política: hay un hecho, entre otros mil, que recomendamos a la sabiduría y discreción de S. S. I., y es el de haber asistido y tomado la palabra en una junta secreta que los hacendados convocaron en la hacienda del Retiro para echar abajo el gobierno. Los documentos en que se funda nuestra justa y humilde acusación van adjuntos, y terminamos pidiendo que se sirva S.S.I. en méritos de justicia, quitar de cura de esta parroquia al presbítero Jiménez, lo más pronto que fuere posible.

                    

     -¡Qué infamia la de este gamonal! -exclamó don Demóstenes, porque no pudo contener los arrebatos de su ira-. Curas infames y malvados habrá, yo no me atrevo a negarlo, curas borrachos, jugadores, licenciosos y avaros; pero el doctor Jiménez es un misionero que ilustra su pueblo, y lo alivia y lo socorre, que tolera las opiniones de los que no son católicos, y que saca partido de todo para el bien de la sociedad. El archivo de don Tadeo me está haciendo conocer las sombras y los misterios que cubren la existencia de un gamonal. Veamos lo que sigue.

                    

Señor don Tadeo Forero.                    Junio... de 1856.

                    

 

     Mi apreciado amigo: le pongo esta carta para avisarle que por la vía gatense no tenemos esperanza de sacarlo a usted con bien, porque el cachaco Demóstenes parece que también entiende la estrategia de la Recopilación granadina, y nos ha puesto las cosas en un estado sumamente crítico; pero hemos acordado un plan para salvarlo, que le comunico a usted para que esté listo. Esta carta va por duplicado para mayor seguridad. Ocho reales he tenido que gastar para vencer el patriotismo del alcaide, que le entregará uno de los ejemplares. El plan es éste:

 

 

     A las tres de la mañana saltará un pelotón de gente la guardia a la voz de ¡viva la libertad! ¡Mueran los conservadores y los gólgotas! Y usted y Juan Acero saldrán de la cárcel a incorporarse con la partida, la cual se compondrá de las personas siguientes: don Matías, con todos sus peones y arrendatarios, don Anastasio, ñor Pascasio y don Pacho.

 

 

     En seguida nos haremos al archivo y a los pocos reales de la tesorería, y lo proclamaremos alcalde a usted, juez al que estaba antes, que es el juez constitucional; y de presidente del cabildo pondremos al modesto Juan Acero.

 

 

     Pasaremos a la posada del libertador, y lo montaremos en angarillas en el burro carguero de la vieja Patrocinio, con la cola vuelta para atrás y lo pondremos a unas ocho cuadras de distancia de la parroquia, con una coroza, en la cual se leerá este letrero: "El que se mete a redentor muere crucificado".

 

 

     Si los aristócratas nos atacan, haremos resistencia y luego les pondremos en revolución todo el distrito, y les expropiamos las mulas y los fondos como hicimos el año de 54, para lo cual contamos con la revolución que debe estallar contra el gobierno del 4 de diciembre, y entonces quedaremos libres de todo cargo. El derecho de insurrección que proclamó el Estado del Socorro el año de 40, es un derecho que vale todos los años, y es justamente el núcleo de la felicidad de los pueblos de Nueva Granada.

 

 

     Pero si por casualidad el pronunciamiento no saliere bien, usted y el ínclito Juan Acero se irán a la ciudad de Ambalema, adonde les llegarán las noticias posteriores, entre tanto que la revolución general estalla en toda la república para echar abajo al doctor Mallarino, que no debe mandar porque no es militar ni hace todo el ruido que debe hacer un presidente.

 

 

     Mañana será usted libre, y la bandera de la libertad estará tremolada en todas las cuatro esquinas de la plaza, y los tiranos oligarcas de las haciendas y el tiranuelo gólgota de la parroquia ya no mandarán sobre nosotros. La enseña de esta revolución será: "Arriba los descalzos, abajo los calzados".

 

 

     La divina Providencia ha de querer secundar nuestras buenas intenciones y la justicia de nuestra causa.

 

 

     Dios y libertad. Su afectísimo amigo y copartidario,

 

 

PASCUAL ACUÑA.

 

     Después de esta carta pasó don Demóstenes a leer la siguiente:

                    

Bogotá, mayo 1º de 1856

 

 

     Señor don Tadeo Forero.

 

 

     Mi apreciado señor y amigo: yo nunca olvidaré todo lo que usted me favoreció ahora ha dos años que estuve en ésa, y que usted, su señora y su entenada me cuidaron tanto; y si no les había vuelto a escribir ni a mandar recado ninguno desde que me vine, no había consistido sino en mis grandes ocupaciones, y en que no había encontrado a ninguno de por allá, hasta ahora que se me ha proporcionado un conducto seguro cual es la persona del cazador Elías, a quien encontré en la plaza vendiendo plátanos y cueros de cafuche y de oso.

 

 

     Después de saludarlo, me tomo la confianza de interesarme con usted, a fin de que las elecciones de esa parroquia para la presidencia de la República, se hagan de manera que nos salga un presidente que nos dé todas las garantías de estabilidad y paz que hacen la dicha de las naciones, un presidente que asegure el orden, la propiedad, la familia, la libertad de creencias, para que no se desmorone el orden social en la confragración de la anarquía que amenaza en todos los ramos de la administración y en todas ideas, privadas y públicas. Un presidente que le garantice a los pueblos las creencias y el culto que sea más de su gusto, sin ingerirse en las prácticas religiosas de los individuos; un presidente que no tenga ínfulas de virrey, conquistador, o encomendero; un presidente que no sea de chafarote, para que los pueblos vean de una vez si quieren ser gobernados por el terror de las bayonetas, o por la dirección modesta de un republicano de casaca negra.

 

 

     Le hablo a usted con esta confianza, porque me acuerdo de que usted me dijo que aunque había trabajado en favor de la revolución del año de 54 ya se estaba inclinando al partido conservador neto, y espero que nos ayudará con eficacia, de acuerdo con los demás conservadores del distrito, que son en gran número, y tienen de su parte a los dueños de trapiches, lo que tiene es que son ricos, y la riqueza les hace estorbo para trabajar por su partido, porque usted lo habrá notado, que los conservadores ricos, con cortas excepciones, son más hostiles a nuestro partido que los mismos liberales; así es que lo mejor será no contar con ellos.

 

 

     Es menester que no se dejen alucinar los conservadores de por allá con la segunda candidatura conservadora, que llaman nacional, o de los ferrocarriles, que no tiene objeto, y nos puede hacer bastante perjuicio por la división. Yo lo hablo a usted francamente, que no sé qué programa es el que ofrecen estos hombres; porque yo creo nacionales todas las cuatro candidaturas, y en cuanto a ferrocarriles, no creo que la Nueva Granada, con millón y medio de rentas anuales, pueda hacer ni un puente de cal y canto como los que hacían los virreyes; ni creo que tenga uso un ferrocarril en la Nueva Granada, sino cuando tenga población y tenga industria, y paz sobre todo.

 

 

     Ojalá que usted compre los folletos y los periódicos relativos a las candidaturas, para que se imponga sobre esta interesante cuestión, pues aquí está esto lleno de papeles elogiando cada cual a su candidato y vituperando a los otros. Haga usted todo lo posible, y no espere remuneración de los hombres. La tranquilidad de la conciencia es el mejor premio para los hombres de bien. Salvemos la familia, la moral y la propiedad de las garras del socialismo, que amenaza destruirlo todo.

 

 

     Soy de usted, afectísimo servidor y amigo,

 

 

JUAN DE DIOS AGUIRRE.

 

     A la lectura de esta carta se siguió otra, acerca del mismo asunto, pero en un sentido diametralmente opuesto, y decía lo siguiente:

                    

Bogotá, 13 de abril de 1856.

                    

 

Señor Judas Tadeo Forero.

 

 

     Muy apreciado y distinguido señor: A nombre de una junta privada eleccionaria me dirijo a usted, conociendo las ideas de progreso que siempre lo han distinguido, para que usted nos ayude a trabajar en la lid eleccionaria que se agita en favor del gran partido radical. Usted bien conoce que la rémora del progreso material e intelectual en esta república, que marcha a la vanguardia, ha consistido en las influencias de sacristía y en la oposición sistematizada de los oligarcas, y en particular en los efectos letales conque abate y anonada los espíritus débiles la hidra de la teocracia, que ha sido siempre la peste de las naciones incipientes. Usted sabe que para ser buen liberal es necesario ser protestante; usted sabe que el centralismo y la república a medias, es la guarida de los retrógrados, de los inquisidores y de los fanáticos en general; de consiguiente yo no tengo que esforzarme demasiado para persuadir a usted de que hay que trabajar sin descanso, sin reparos, sin temor de ninguna clase, por la candidatura radical, única que puede salvar el país de las letales influencias del catolicismo y elevarlo a la cúspide de las naciones más civilizadas del mundo.

 

 

     Le incluyo el programa de la presidencia radical tomando de las publicaciones de la prensa liberal y de los discursos del congreso y de las sociedades y asambleas patrióticas y le incluyo algunos impresos para que usted los haga circular en todo ese distrito, sin omitir diligencia ni arbitrio: que lean y oigan leer en el cabildo, en las calles y la plaza, en las ventas y figones, en los trapiches y las estancias más retiradas. Le remito ocho números de "El Tiempo" que no le costarán a usted nada, y puede ocurrir al correo de la cabecera del cantón por los números venideros y las hojas sueltas que se publiquen. Por último, no me resta sino decir a usted a nombre de esta sociedad parcial de elecciones que usted no perderá sus pasos ni sus gastos en la empresa, porque la administración radical le dará la colocación más honrosa y útil de ese distrito, porque los ciudadanos que trabajan con decisión en la noble causa de los adelantos sociales, deben tener su premio de la sociedad a que sirven.

 

 

    Quedo de usted su más atento y obsecuente servidor,

 

 

PIGMALIÓN VEGA TORRES.

 

     Después de esta lectura recogió los papeles don Demóstenes y repletó con ellos los cuatro bolsillos de la levita, los dos de los calzones, y se preparó para ir a visitar al cura y comunicarle las noticias del archivo privado de don Tadeo a tiempo que lo saludó su compañero, amigo y fiel guarda de la casa, el muy apreciable Ayacucho, que fue puesto en libertad por Manuela. Después de darle la orden a su fiel portero para que se echase en el corredor, tomó la calle don Demóstenes, se encontró al cura leyendo un libro de botánica y le participó la noticia de los papeles adquiridos en la cueva del gamonal ermitaño. El prudente cura se sobrecogió de temor previendo todos los secretos que se irían a descubrir entre los papeles del gamonal.

     Y usted tiene aquí su parte -le dijo al cura don Demóstenes, descargando bolsillos y echando papeles sobre la mesa, y sacando la representación de los vecinos al señor Arzobispo, se la dio al cura, quien se puso a leerla con mucho cuidado. A este tiempo llegaron don Cosme y don Blas, que venían del Gualanday, de visitar una familia recién llegada.

     Los recién venidos se informaron de la adquisición de los papeles, y el cura le mostró a don Blas las firmas a ruego de todos sus arrendatarios, los cuales pedían que lo destituyesen del destino.

     -Yo tenía noticia de estas firmas -dijo don Blas-, porque mis arrendatarios estuvieron asistiendo a la parroquia hace ocho días; pero uno de ellos me dijo que le habían pedido su firma para dar una manifestación muy honrosa en favor del cura, por su buen comportamiento y por su decidida obediencia a las autoridades locales. Vea usted cómo juega don Tadeo con el pueblo, con los hombres honrados y con el arzobispo, y cómo despoja de su honra al ciudadano que mejor cumple con sus deberes.

     -Es seguro que la representación está en poder del señor arzobispo, que a mí me hacen ir a Bogotá y que esto me va a perjudicar infinitamente, porque su señoría ilustrísima, no tiene noticias de quien es don Tadeo.

     -Mañana mandaremos un peón con los informes de todos los hacendados, para que el señor arzobispo no se preocupe -dijo don Blas-; eso corre de nuestra cuenta.

     -Mil gracias, señor don Blas. Usted ve lo que yo perdería al caer en descrédito para con el señor arzobispo, y para con la gente de Bogotá que llegue a saber estas cosas. Y que estoy temiendo que allá coja algún curioso la representación y la publique por la imprenta.

     -No tenga usted cuidado, señor cura: mañana mando el peón con las cartas a las siete de la mañana.

     El cura leyó en presencia de don Demóstenes y de los dos hacendados los principales documentos del archivo de don Tadeo, y entre ellos la carta siguiente, que don Demóstenes no había desdoblado:

                     

Distrito de ***, mayo 7 de 1856.

                    

 

     Mi apreciable amigo don Tadeo: acabo de recibir una carta de don Francisco, en la cual me dice que él no piensa meterse en asuntos de elecciones este año, porque la patria y los gamonales de la corte le han correspondido como él no lo esperaba a causa de que después de haberse llenado de entusiasmo por las doctrinas sociales el año de 54 merced a los discursos de los ultraliberales, había sufrido un balazo en un costado, de parte de los mismos tribunos y de los tiranos llamados constitucionales en el día 4 de diciembre, y después había sido condenado con otros varios artesanos al presidio de Panamá, a tiempo que los jefes y motores de la revolución habían sido indultados, o auxiliados, o condenados por mero cumplimiento a vivir unos días en los lugares más cómodos de la República.

 

 

     Esto se lo digo, porque usted estaba muy confiado en lo que trabajaría don Pacho para la elección del candidato del partido liberal neto, que es el doctor Patrocinio Cuéllar; y le agrego a usted que Manuela Valdivia, la hija de la vieja Patrocinio Soto, se está ganando los electores con sus tragos, sus miradas y sus caricias, a tiempo que nosotros estamos enteramente descuidados. Escríbame lo que haya sobre esto.

 

 

     También le digo que he recibido una carta del señor Pausanias Aranda, en la cual me dice que debemos unir los votos del gran partido liberal neto a los votos del gran partido liberal radical, porque la división nos puede ocasionar la pérdida de las elecciones de los dos grandes partidos.

 

 

     Todo esto se lo participo para que usted me diga si los liberales netos nos ponemos bajo las órdenes de Manuela en el asunto de las elecciones, o si combatimos la candidatura de Manuela.

 

 

     Deseo no tenga novedad y que disponga del afecto de su amigo.

 

 

N. DE N.

 

     -¡Manuela metida en las elecciones! era lo único que nos faltaba -exclamó el doctor Jiménez.

     -Y con esperanzas de triunfo -dijo don Cosme-, si el partido tadeísta se le une, como lo anuncia la carta de ese señor. ¡Qué contrastes los de la política de esta parroquia, Dios eterno!

     -Y de todas -dijo don Blas-; porque así anda toda la república. Pero el retrato de esta parroquia, sacado al daguerrotipo, es el archivo de don Tadeo. Ahí están todas la facciones políticas y religiosas, ahí está la civilización, ahí está la marcha progresiva de la república.

     Don Demóstenes mientras tanto estaba acabando de pasar revista a todos los papeles, y de repente dio un grito, diciendo:

     -¡Ah, infame! ¡Ah, malvado!

     -¿Qué es? ¿Qué es? -exclamaron los otros señores.

     -¡Qué ha de ser, sino que en estos últimos correos no me ha llegado sino una carta de Bogotá, a lo sumo, en cada correo, cosa que yo extrañaba mucho, y aquí encuentro un paquete de cartas para mí, todas de distintas fechas y todas violadas por ese bribón de don Tadeo!

     -¿Y son cartas de importancia?

     -De tal importancia, que si cogiera ahora a ese gamonal infame, lo había de estrangular con mis propias manos, y le había de sacar los ojos que se atrevieron a leer las cartas de Celia.

     -¿Hay el nombre de alguna señorita de por medio?

     -Sí, señores, y no es un secreto que me deshonre, aunque sí hubiera querido que no se supiese sino por mi boca y la voluntad mía. Estoy comprometido con una señorita muy respetable por su posición y su mérito. Al venirme, tuve una ligera disputa con ella, por opiniones religiosas, y la primera carta que recibí de ella en la parroquia me disgustó bastante; pero la ausencia, la meditación y las juiciosas reflexiones que me hizo cierta persona a quien estimo mucho, me volvieron al buen camino, y escribí buscando con tanto respeto como afecto una reconciliación. No recibí respuesta ninguna; este silencio, al paso que aquilataba el valor del bien que había perdido, me causaba la pena que ustedes pueden figurarse. ¡Y ahora me encuentro con que esas penas se las debo al señor don Tadeo, que se tomaba la molestia de mandar a la cabecera del cantón por mis cartas para leerlas muy a sus anchas en su cueva!

     -¡La libertad, señor don Demóstenes! ¡Es que aquí hay libertad hasta para sacar las cartas ajenas!

     -¡Qué libertad ni qué pan caliente! Esto no es uso de la santa libertad, sino una cosa que en los Estados Unidos, la república modelo, tiene por recompensa una celdita en la penitenciaría. Voy a escribir ahora mismo a Bogotá, avisando este robo, para que no extrañen mi silencio en estas semanas que han pasado.

     Diciendo esto, se levantó don Demóstenes para despedirse, y con él los otros dos señores; pero el cura les dijo:

     -No los detengo a ustedes, señor don Blas y señor don Cosme, porque ustedes viven lejos, y no es prudente andar muy tarde de la noche por esos caminos solitarios; pero usted, señor don Demóstenes, que vive cerca sí se aguardará un rato a acompañarme.

     -Dispénseme usted, señor cura; pero me urge ir a escribir para Bogotá.

     -Tiene tiempo de sobra; y además tengo urgencia de hablarle sobre cierto asunto muy importante.

     -Siendo así, me esperaré, señor cura.

     Se despidieron los dos hacendados, y don Demóstenes volvió a tomar su asiento al lado del cura.

 

 

 

Capítulo XXX

Don Demóstenes

 

 

     Luego que estuvieron solos don Demóstenes y el cura, le dijo éste:

     -Usted tuvo la atención de venir a comunicarme ese ignominioso documento de Tadeo, para que yo tomara mis medidas a fin de salvar mi reputación. En gratitud por su bondad, separé esta carta a tiempo que estábamos leyendo en voz alta todos los demás papeles, porque me parece que usted la debe leer a solas.

     Don Demóstenes tomó la carta, vio que la firmaba don Matías Urquijo, y que decía así:

                    

La Hondura, junio de 1856.

                    

 

     Mi estimulado compadre: La vieja Claudia me entregó la favorecida de usted fecha de ayer, y con ella le contesto sin pérdida de tiempo. El plan de usted me parece magnífico. Las cartas de la señorita Celia a don Demóstenes, que me remite, son como usted dice muy bien, documentos preciosos porque prueban la intolerancia de ese feroz verdugo del pueblo. No deje de ver cómo se hace llegar a oídos de esa señora que don Demóstenes vive en esta parroquia entregado a toda clase de libertinaje. Creo que valiéndose de don N. se pudiera conseguir este objeto, y el de desbaratarle el casamiento. Yo he averiguado ya quién es esa señora, y sé que es hija de un hacendado muy rico de la Sabana. No hay que dejarlo casar, porque una vez que esté rico puede hacer más daño a la causa de la libertad. En cambio de su plan le comunico este otro: la vieja Víbora ha averiguado que Dámaso estaba celoso de don Demóstenes, como lo estuvo Celestina, el novio de Rosa de Malabrigo. Es menester apurarle los celos a ese majadero, a ver si por medio de él salimos de ese aristócrata. En lo que sí nos pelamos fue en haber seguido la causa de Manuela con José Fitatá; es lástima de todas esas declaraciones perdidas, porque si en lugar del indio ponemos el nombre del cachaco, la cosa ya estaba hecha. Mire que el viejo Dimas y el viejo Elías son manuelistas: no se fíe de ellos, ni se deje ver de ese par de bribones, a quienes tenemos que echar a un presidio apenas salgamos del cachaco.

 

 

     Reciba muchas memorias de su comadre y todos los de esta casa, y ocupe con satisfacción a su afectísimo compadre que verlo desea.

 

 

MATÍAS URQUIJO.

 

     -¡Oh, éste es el colmo de la maldad! -exclamó don Demóstenes, levantándose lleno de rabia-. ¿Qué dice usted de esto, señor cura?

     -¿Qué he de decir, don Demóstenes! Muy mala idea he tenido de esa gente desde hace tiempo y por muchos motivos.

     -Puesto que quieren matar a pesadumbres a Manuela, como mataron a Rosa, mi deber es alejarme para quitarles pretextos. Me voy mañana para Bogotá, señor cura. ¿Qué le parece a usted?

     -Mucho sentiré su ausencia; pero no puedo menos que aprobarle esa determinación. Si en principios políticos no estamos acordes, sé, desde que lo conocí, que en principios de honradez y de delicadeza, sí, somos copartidarios. Hace usted muy bien en irse.

     -Pues prepare sus órdenes, porque mañana vendré a caballo a recibirlas.

     -Mis órdenes como usted las llama, o mi súplica como yo la llamaré es muy sencilla. Usted ha hecho en la parroquia un estudio más provechoso que el que hizo en los Estados Unidos. Allá vio usted cómo es un pueblo extraño; aquí ha visto como es nuestro pueblo. Allá vio usted qué civilización se debe imitar; pero aquí ha visto qué vicios hay que corregir. Estoy seguro de que si va usted al congreso, no se acordará al legislar, de lo que vio allá, sino de lo que existe aquí. Mi súplica, pues, consiste en que no se olvide usted de la vida de la parroquia. Y a pesar de que sus principios religiosos no favorecen al clero, le ruego que recuerde que en una de estas parroquias, no hay más obstáculo para la barbarie que un funcionario moralizador en sus funciones, aunque sea malo en sus ejemplos, que se llama el cura. Usted me ha visto a mí lleno de defectos y de ignorancia, predicarles una moral que tal vez no comprendo, pero que tiende a plantear entre selvas habitadas por hombres semisalvajes lo que usted busca por otros caminos, que no lo llevarán adonde usted quiere, esto es, a la república cristiana. Acuérdese usted cuando ataque al clero, de que los curas somos a los liberales de buena fe más útiles de lo que se figuran, y menos aborrecibles de lo que nos creen...

     -Señor cura, si todos las párrocos de la Nueva Granada fueran como usted, nosotros formaríamos un tratado de alianza con ustedes, que no tendría más objeto que llegar muy pronto a las apacibles regiones de la libertad. Lo que tiene es que nos faltaría un estandarte común que simbolizara nuestra alianza y la pureza de nuestras miras.

     -Se equivoca usted, don Demóstenes: el estandarte existe, y aquí lo tiene usted -dijo el cura levantándose y señalando un crucifijo; ahí tiene ese que usted llama el Cristo y a quien califica, de una manera tan irreverente como ingrata, de hombre ilustre, el que nosotros llamamos nuestro Señor Jesucristo y adoramos como Dios único.

     -A mi vez le diré también que se equivoca, porque yo igualmente adoro como Dios a ese modelo de los hombres, a ese Dios de mi madre, ese Dios de mi corazón -dijo don Demóstenes descubriéndose la cabeza y saludando elegantemente al crucifijo.

     -No esperaba menos de usted -dijo el cura con voz conmovida y estrechando en sus brazos a don Demóstenes. Puede usted tratarme como a su esclavo, puesto que reconoce en mi divino maestro a nuestro Dios.

     -¡Oh! Para Jesucristo no debe tener la humanidad sino altares de oro en que sacrifique corazones puros. De Jesucristo no nos aleja sino la Curia romana, esa cueva de supersticiones.

     -¿Cómo, señor don Demóstenes -dijo el cura, limpiándose disimuladamente los ojos-, va usted a reñir por tan poco con el sublime y divino Redentor? ¿No se alió usted, con los conservadores el año 54, a pesar de que los impugna y los cree malos, porque ellos y usted peleaban en favor de le constitución de 53? Figúrese usted que la respetable Curia romana no es solamente una cueva de supersticiones, sino una caverna de bandidos; ¿pero no pelea ella por la ley del Gólgota como usted? ¿Por qué no fraterniza con nosotros y duerme en nuestro campamento como durmió en la tienda del general Ortega, en las llanuras de Bosa, la víspera de la batalla?

     -Porque nos sucedería con ustedes, lo que nos sucedió con el general Ortega y los demás conservadores, al día siguiente del triunfo del 4 de diciembre; apenas conseguimos la victoria nos dividimos en principios, aunque durante la lucha habíamos vivido como hermanos.

     -Pues viva con nosotros durante la lucha de Cristo y sus adoradores contra el mal, contra el mundo corrompido; y como nuestro 4 de diciembre será cuando se concluya el mundo, ya no habrá tiempo de dividirnos, porque la eternidad nos dará un solo programa: ¡Adorar a Dios en su presencia!

     -Es usted el más peligroso de los contrarios -dijo don Demóstenes disimulando su emoción con un abrazo de despedida-. Hasta mañana, señor cura.

     Un momento después estaba el párroco a los pies de su crucifijo pidiéndole con gran fervor algo que no se le oía bien; y don Demóstenes en su posada, se mecía en su hamaca, apoyándose en el bastón. Estaba meditando y desvelado, aunque eran ya las diez de la noche. Manuela entró del interior de la casa a la sala, trayendo una vela en la mano, y dijo a su huésped, sentándose en la silla jesuítica qué estaba cerca de la hamaca:

     -Lo esperaba, don Demóstenes, para darle una gran noticia.

     -Veamos esa gran noticia.

     -Esta noche apenitas se fue usted, vino Dámaso. ¿No se lo encontró por la calle?

     -No -contestó sobresaltado don Demóstenes-; ¿y a qué vino?

     -No sea tan... ¿A qué había de venir?... -contestó con los ojos Manuela; pero con la boca le dijo-: vino a hablar con mi mamá y conmigo sobre...

     -¿Sobre qué? -dijo aún más sobresaltado el bogotano.

     -Sobre el casamiento -contestó Manuela ruborizada.

     -¿Y qué hablaron sobre el casamiento?

     -Vino a que señaláramos el día.

     -¿Y lo fijaron?

     -Sí: el 20 de julio.

     -¡Aniversario de la independencia! -dijo riéndose don Demóstenes.

     -Día de mi señora santa Librada.

     -Pues me alegro de la noticia, porque tú crees que vas a encontrar la felicidad, y tu felicidad me es grata como si fuera la mía.

     -Gracias, don Demóstenes. Prepare, pues, sus pies para el baile.

     -¡Oh, Manuela! En ninguna fiesta bailaría con más gusto. Tengo por Dámaso mucho cariño, porque sé que es honrado y muy trabajador, y que te adora; tengo por ti un cariño tan grande como si fueras mi hermana, por tus nobles cualidades y tus gracias. Hay en ti una mezcla de candor y malicia que mantiene en perpetuo éxtasis a tus... amigos. Tienes el abandono y la inocencia de una niña junto con la dignidad de una reina. ¡Muy malo ha de ser el hombre que te irrespete, Manuela!

     -Muchas gracias por sus favores, don Demóstenes; y que no se vaya de aquí en muchos años.

     -Es el caso, y te lo iba a decir, que desgraciadamente tengo que irme... mañana.

     -¡Mañana! ¿Cómo es eso de mañana?

     -Como lo oyes.

     -¿Y a qué se debe ese viaje precipitado? -dijo Manuela demudada y triste.

     -¿Sabes a qué vino taita Dimas?

     -No.

     -Pues te lo diré en reserva: vino a traerme el archivo del viejo Tadeo, que le cogió en la montaña.

     -¿Y qué tiene que ver el archivo de don Tadeo con su viaje?

     -Encontré en él todas las cartas que me han dirigido de Bogotá en este mes, que el maldito viejo había sacado del correo. En esas cartas hay unas sumamente importantes para mí; si antes las hubiera recibido, antes me hubiera ido -añadió con profunda intención.

     -¿Pero qué es lo que le dicen de Bogotá, para hacerlo ir tan de prisa? ¿Hay alguna novedad?

     -No, Manuela. Nos hemos reconciliado Celia y yo; ella se confesará cuando quiera, y no me tomaré otra libertad en ese punto que la de saber si el confesor es un hombre de moral austera y de vida ejemplar.

     -Me alegro tanto como usted no se lo puede figurar, que mucho me afligía que usted no fuese tolerante y que perdiera un casamiento tan bueno.

     -Pues ya ves que es menester que me vaya.

     -Pero no tan pronto.

     -Mañana mismo, Manuela.

     -Entonces será que además de esas noticias, le hemos ofendido en algo -dijo Manuela, inclinando la cabeza sobre su brazo, y ocultando su cara, que estaba llorosa.

     La posición de don Demóstenes era verdaderamente crítica. Estaba sentado en su hamaca, y tenía al frente a Manuela, sentada en la silla. El negro y abundante pelo de Manuela bajaba en trenzas deshechas sobre sus hombros, su brazo tornátil estaba doblado y recibía en la palma de la mano su cabeza. El semblante descolorido por la pena, y los ojos cerrados por el llanto aumentaban el atractivo de su fisonomía, y su talle esbelto, doblado en ese momento, y sus diminutos pies que asomaban bajo el traje, posados sobre el suelo polvoroso, completaban el encanto. Aquella tristeza por la partida impresionaba profundamente a don Demóstenes; y al ver así tan hermosa y tan triste a su linda casera, se preguntó a sí mismo, sin atreverse a contestarse, si lo que sentía por ella su corazón no era un amor profundo...

     Pero al mismo tiempo se acordaba de Dámaso, que cifraba toda la felicidad de su modesta vida en la posesión de aquella mujer que le había costado ya tantas persecuciones, y se dijo: es preciso partir.

     -No, Manuela -dijo tras un largo espacio de doloroso silencio-; en nada me han ofendido ustedes, y tú mucho menos, pero te repito, la urgencia que tengo de irme es muy grande, tan grande como el afecto que te profeso, y que te juro que durará tanto como mi vida.

     Manuela sollozaba en silencio; don Demóstenes siguió hablándole, y al fin logró arrancarle una sonrisa, que aunque triste, era precursora de la resignación. Al fin se levantó Manuela, después de haber comprometido a su huésped a que, puesto que la sentencia de partir al día siguiente era inapelable, por lo menos no partiera hasta por la tarde, para tener tiempo de prevenirle el fiambre para el camino.

     Al día siguiente, a las tres de la tarde, después de haberse despedido de todos sus amigos de la parroquia, dio el último adiós a sus amigos de la casa. Se despidió con un abrazo del cura, que vino a verlo montar; del honrado Dámaso, que le repitió sus protestas de gratitud; de doña Patrocinio y de Pachita, que lloraban de pena, y el último abrazo lo guardó para Manuela, que estaba reclinada en la puerta, envuelta en el pañalón. Al estrecharla, sintió el corazón candoroso de la joven que golpeaba bajo los encajes de su camisa, y ella pudo haber notado, si no estuviera tan triste, que el corazón de su huésped estaba también muy agitado.

     A las cuatro de la tarde pasó por la estancia de Malabrigo, cuya vista lo arrancó un ¡ay! de dolor; al día siguiente se desmontó en su casa de Bogotá, y escribió con el peón que regresaba a la parroquia una cartica a Manuela, deseándole que su matrimonio se verificara pronto y fuera dichoso.

     Ayacucho y José también acompañaron unas cuadras al peón y probablemente le encargarían algunas memorias para sus amigos, aunque Ayacucho no lo hizo de palabra, pero sí lo dio a entender con los ojos.

 

 

 

Capítulo XXXI

Manuela

 

 

     Todo estaba en movimiento en la casa de Manuela, el día 19 de julio de 1856. El horno, los fogones y la mesa grande estaban en servicio activo. Había novios, y era ocasión de echar la casa por la ventana, según la usanza de la colonia, conservada entre los parroquianos y los estancieros del centro de la Nueva Granada.

     La estancia del Botundo estaba mucho más alborotada aún, porque Melchora también estaba de novia, y este suceso era una completa revolución en la montaña, tanto más cuanto que los dos casamientos debían celebrarse en un mismo día. El cura se gozaba en la conquista de este último matrimonio, como se gozaría el misionero que volviese a someter a los infieles de un pueblo de la Goajira, porque los contrayentes se habían resistido por muchos años a los sermones y a los consejos evangélico, del cura, y aun a los mandatos del dueño de tierras; aunque, a la verdad, Melchora y Dimas no eran los únicos que estaban casados temporalmente, o casados por el doctor Montes, como decían en la parroquia.

     Seguramente el lector recordará que el día en que don Demóstenes fue a la casa del ciudadano Dimas, fue informado por el cura de las malas consecuencias que los matrimonios civiles, o medio civiles, tenían en su parroquia, y para honor del joven proteccionista es menester que ahora se sepa que de su bolsillo salió una contribución voluntaria para el casamiento y establecimiento de la madre de Pía.

     Pero no fueron únicamente los sermones del cura, ni los consejos de don Demóstenes los que redujeron a Dimas a abrazar el santo estado del matrimonio católico, sino esta pequeña insinuación del dueño de la tierra:

     -Se casa, Dimas, o desocupa la estancia dentro del preciso término de quince días.

     Este consejo, cuyos términos no pueden ser más lacónicos, había convencido al ciudadano, y una vez resuelto había señalado el plazo, que era el mismo día designado para el matrimonio de Manuela, con el objeto de hacer ruidosa por entero la semana de las dos bodas.

     La ilustre novia de la montaña había echado un empréstito demasiado fuerte en las haciendas y en la parroquia, por medio del cual había recogido seis camisones de zaraza, seis enaguas interiores, seis pañolones, algunos pañuelos y medias, sortijas y zarcillos; pero no halló ni un solo par de zapatos a la medida de su pie, porque los de las señoritas Juanita y Clotilde eran pequeños, que no le sirvieron ni para calzarse el dedo gordo del pie derecho, muy abultado a consecuencia de los uñeros que había padecido en el trapiche. Sin embargo, Dimas, que fue a vender unos plátanos a Bogotá, compró los de la horma más grande que pudo hallar en las tiendas del puente de San Francisco, y a pesar de todo, le quedaron muy ajustados. Por lo que hace a la boda, Pía y Melchora se habían preparado del mejor modo posible, habiendo, sobre todo, grande abundancia de carne de la montaña.

     Los preparativos de la despensa y repostería de doña Patrocinio eran de lo más asombroso. Los capones, pavos y gallinas habían sido preparados con tiempo, y un marrano muy grande colgaba de las vigas de la despensa, aunque a decir verdad, no era marrano, sino la misma marrana de la horqueta, no muy gorda en realidad, por consecuencia de la ley del 18 de mayo.

     Marta, que era la madrina de casamiento de Manuela, no había echado empréstito de joyas ni de ropa, ni había dejado conocer el programa de vestuario que ella y su ahijada habían imaginado.

     La casa de doña Patrocinio había sido blanqueada con esmero, y habían vuelto a igualar el suelo de la sala, para los efectos del baile. Dimas había mejorado su casa del Botundo con una especie de enramada cubierta de hojas de palma, con los auxilios de Patrocinio y de Elías, que iban a ser sus padrinos; Dámaso estuvo ayudando por su parte en todo lo que le fue posible.

     El proyecto era bailar dos días seguidos en casa de Manuela, y otros dos en casa de Dimas, para lo cual todo estaba preparado.

     El señor cura ordenó que el casamiento tuviera lugar en la madrugada, porque tenía que hacer dos administraciones a dos leguas de distancia.

     La víspera hubo una completa alborada; Marta y Manuela no durmieron aquella noche esperando la campanada del alba. Desde las dos comenzaron a vestirse, y por cierto que ambas quedaron perfectamente preparadas para los papeles que debían representar en el templo, en la comida y en el baile.

     El sacristán abrió la puerta de la iglesia desde las tres de la mañana, y tocó el alba un poco antes de lo acostumbrado. Los goznes de las dos abras crujieron terriblemente al abrirse la puerta, y era imponente la tenue luz de la lámpara que alumbraba el altar vista a la extremidad del largo cuerpo de la iglesia oscurecida.

     El guardián del templo y de sus bienes, enseñado a renovar la lámpara del Sacramento a cualquiera hora de la noche, aunque hubiera cadáveres depositados, estaba atemorizado aquella noche, y se sorprendió mucho con un ruido que oyó sobre la cornisa del altar de las Ánimas. Encendió en el momento su pequeño farol en la lámpara, y se puso a observar. Parecía que tenía algún temor, o algún presentimiento; pero la novedad no fue otra cosa que el aleteo de una lechuza que saltaba de las cornisas del altar mayor, medio iluminadas por el resplandor de la lámpara, y se acercaba temerosa al hueco de una ventana; mas esta lechuza no había venido en busca del cebo o del aceite sino a matar los ratones que se lo comían.

     Concluida la exploración, y después de colocar dos velas en el altar mayor, se situó en el altozano, recostándose en el pretil, iluminado por su linterna, que despedía débiles rayos en contorno de la portada.

     Pronto apareció en la esquina la comitiva de los novios. Manuela y Marta llegaron, vestidas de cintureras, con trajes propios, pues Manuela había sugerido a su madrina el proyecto de no prestar ni siquiera un par de zarcillos. Tenían pañolones de color de lacre, camisas bordadas de seda negra y enaguas de muselina blanca. Manuela estaba hermosa, pero no brillaba en su rostro la dulce calma de sus mejores días. Cualquiera, menos preocupado que el sacristán, habría notado en aquel rostro placentero y alegre en los días anteriores, una sombra originada por un sobresalto secreto.

     Antes de venirse a la iglesia, Marta había visto a su ahijada correr de la ventana de su casa a ocultarse entre la cama; al ir a buscarla, la encontró temblorosa y agitada, y preguntándole qué novedad había ocurrido, le contestó Manuela que acababa de ver una figura muy parecida a la de don Tadeo, que pasando por el lado de la casa de la Víbora se dirigía a la plaza. Marta la convenció de que aquello no podía ser sino una ilusión, y Manuela, aunque asustada, terminó sus preparativos, y al salir de la casa le pidió la bendición a su madre.

     Los novios y los padrinos se hincaron cerca de la puerta de la iglesia; Manuela se persignó, y seguramente estaba embebecida en alguna oración por la felicidad de su nuevo estado, porque el sacristán tuvo que distraerla con un golpecito en el hombro, para advertirle que iba a principiar la ceremonia sagrada del casamiento; pero al disponer las parejas notaron que Melchora no estaba presente. La buscaron en los costados de la iglesia y en los rincones, y no pareciendo por allí, Marta y el sacristán salieron a buscarla fuera de la iglesia, mientras que en el templo se cruzaban los cuchicheos.

     -¿Qué será de mi ahijada? -decía la madrina de Melchora a su ahijado Dimas.

     -¿No venía junto con usted al comenzar la cuadra? -le preguntó Dimas en vez de contestar.

     -Hasta las inmediaciones del altozano venía con nosotros.

     -Pero ya usted ve que no parece, y si es que se ha arrepentido, su gusto es honra y...

     -No diga eso, ahijado de mi alma, cuando la más empeñada ha sido la pobre de mi ahijada.

     -Pues entonces... ¡quién sabe! -dijo el novio de la montaña con una serenidad admirable en tales circunstancias.

     El cura permanecía callado con el ritual en la mano, en el grupo de novios y padrinos, en el que sólo faltaban Marta y Melchora, todos se manifestaban sorprendidos; entre la gente que rodeaba a los actores, algunos se sonreían por la ocurrencia de la deserción, y los muchachos o chinos comenzaban a hallar pábulo para sus truhanerías; pero una mirada del virtuoso cura bastó para ponerlos en orden.

     Los padrinos y los novios estaban vestidos a todo costo.

     Elías y su ahijado vestían chaqueta, y sobre ella tenían las ruanas de hilo que les habían dado en préstamo los patrones del Retiro; y sobre todo, Manuela, en su traje de cinturera, era la reina del pueblo.

     No faltaba, pues, sino la novia de Dimas para dar principio a la ceremonia.

     Veamos el resultado de la comisión de Marta y el sacristán. Alumbrando con el farol a una parte y a otra, encontraron al fin a Melchora, sentada al pie de la pared de la iglesia por el lado de la calle, y Marta le preguntó con sobresalto:

     -¿Qué le ha sucedido, cristiana?

     -Nada -le contestó la novia de la montaña.

     -¿Cómo nada? -replicó Marta-, ¿no ve que allá están todos detenidos por usted? ¡No sea así, Melchora, por Dios santo y bendito!

     -¿Y qué quería que hiciera si el zapato se me zafó y no ha querido entrar ni por todos los diablos?

     Marta se agachó para acomodarle el zapato, y conseguido esto, se presentó en la iglesia algunos momentos después, conduciendo a la desertora. El sacristán arregló entonces la formación para dar principio a la ceremonia.

     Manuela, que había tenido vagos presentimientos o anuncios del corazón, como ella decía, de alguna desgracia imprevista que la amenazaba, recordó ciertos indicios fatales y le hizo notar a Dámaso que entre los concurrentes a la función no había una sola persona del partido gamonalicio; pero éste le replicó que no por eso dejarían de quedar bien casados, y que se dejara de estar pensando en bagatelas.

     Ya había llegado el momento en que Dámaso y Manuela iban a quedar unidos para siempre, cuando sonó el terrible golpe de las campanas tocando a fuego y de la mitad de la plaza se levantó una voz penetrante y lastimosa que decía:

     -¡Se queman los novios, se queman los novios!

     Las parejas de los desposados se separaron desatentadamente, y trataron de correr, sin saber para qué lado.

     Los primeros que intentaron ganar el altozano, se volvieron para el centro de la iglesia, diciendo que la puerta estaba cerrada por fuera con cerrojo; y entre tanto la palmicha encendida comenzaba a caer; el toque de las campanas seguía aturdiendo los oídos, y los lamentos, las carreras y la desesperación formaban un tumulto horroroso dentro del recinto sagrado de la oración y la quietud.

     -¡Sálvense por la ventana de la sacristía! -gritó el cura; y arrodillado al pie del altar siguió pronunciando estas palabras-: ¡Dios de piedad! ¡Dios de misericordia, apartad esta desgracia terrible que amenaza a mis feligreses!

     El humo comenzaba a oscurecer toda la iglesia, cuando rompiendo los balaustres de la ventana, se arrojó Dámaso al patio de la casa inmediata, y recibió a Manuela para llevarla a un sitio menos expuesto; pero las llamas hacían más estrago en la frontera de la casa que daba al lado de la calle, y se detuvo un momento a observar la parte menos peligrosa de los sitios que estaban invadidos por el fuego.

     El incendio había principiado al mismo tiempo por la iglesia y por la casa de don Blas, y en todas partes se levantaban las llamas como en una roza. El crepúsculo matutino retocado con los reflejos de la llama formaba una especie de atmósfera rojiza de lo más espantoso; los gritos de los vecinos que comenzaban a apagar algunos tramos, acompañados del toque de las campanas y de algunos estallidos que salían de las piezas, no tenían término de comparación. Las gentes que se iban bajando por las ventanas buscaban su salvación por el lado del corral de la casa, porque de ese lado no se advertía que hubiese fuego, pero era menester saltar algunas paredes para llegar a la calle. Dámaso, después de un instante de indecisión, prefirió atravesar el zaguán, aunque comenzaba a ser invadido, y corría con su novia en los brazos a tiempo que se desprendió un pedazo del techo abrasado por las llamas. El fuego rodó sobre la ropa de Manuela, que hubiera sido víctima de este nuevo incendio, si Dámaso no lo hubiera apagado con sus propias manos.

     El portón estaba cerrado, y poniendo el intrépido joven su preciosa carga en el suelo, se esforzó en violentar el obstáculo, lo que logró a los dos empellones; pero a todo esto Manuela no respiraba ni se movía. Dámaso la levantó para sacarla a la calle, en donde la contempló por un instante, y dando un grito de dolor corrió con ella a la primera puerta que halló abierta, en donde estaban Marta, que se había salvado por otra parte, y algunas mujeres de la parroquia lamentándose de la suerte de los novios y exhortando a los hombres a que apagaran el fuego.

     Y las campanas habían callado, y este silencio era más horroroso, porque era el indicio de que ya el campanario había sido consumido.

     Las llamas bramaban en la casa de don Blas, en pos de los que arrancaban la palmicha de los enmaderados. Las figuras de los valientes que trabajaban en la buena obra, parecían espectros al través del incendio. En el patio gritaban algunas personas que no habían podido salvar las paredes ni atravesar el zaguán, que quedó obstruido con una trinchera de fuego desde que Dámaso sacó por allí a su adorada prenda; y el cura que presidía los trabajos, daba providencias acertadas para salvar a aquellos desgraciados.

     El fuego de la iglesia se apagó, por el arbitrio de poner escaleras y por medio de ellas botar muchas cobijas y piezas de ropa mojadas sobre el empalmichado, de suerte que no padeció sino la parte del frente.

     Los esfuerzos que se hacían para apagar la casa de don Blas eran todos sin provecho, porque la palmicha era vieja y estaba mucho más seca que la de la iglesia.

     La casa no estaba habitada sino por una mujer pobre que la cuidaba, y aquella noche por el joven Lucinio y un amigo suyo, que habían llegado tarde y estaban dormidos cuando comenzó el fuego por encima del portón y del lado de la cocina, al mismo tiempo que se levantaban las llamas por junto del campanario, en donde había siempre una escalera de mano. Sus gritos de "¡socorro, socorro!" se habían oído al mismo tiempo que el toque de las campanas, y algunos vecinos que acudieron los sacaron del peligro por la puerta de la sala que daba a la plaza, quedando cerrada la del lado del patio, y les ayudaron a sacar algunos baúles y mesas, a tiempo que una voz lejana gritó desde el barzal estas palabras, muy significativas en aquellos momentos: "¡Don Tadeo, don Tadeo!..."

     A pesar de todos los esfuerzos, no se salvaron de la casa sino las piezas de un tramo interior. La luz del 20 de julio iluminó el teatro del más espantoso drama. El frontispicio de la iglesia estaba quemado; en la mitad de la plaza estaban botados muchos muebles, y de la casa de don Blas no existían sino unas piezas y algunas paredes de bahareque, de las cuales todavía salían algunas plumas de humo; sobre la grama de la plaza y de los ejidos habían amanecido fragmentos de palmicha convertidos en ceniza.

     Después del conflicto no aparecían los novios en la escena, con excepción de la novia de la montaña, la cual estaba acabando de apagar unas barandas, con repetidas totumadas de agua. Estaba con medias y sin zapatos; el camisón no se sabía de qué color había sido, por el polvo, la humedad y la ceniza de que estaba cubierto.

     Entre los varios corrillos que se formaban se distinguían perfectamente los vecinos que habían combatido contra las llamas. Elías empuñaba un machete de rozar y estaba tan tiznado como su ahijada, y fue de notar que de todos los tadeístas era el único que se había expuesto por el bien común. ¡Tan dañino así es el espíritu de bandería y el odio infernal que abrigan en sus corazones los entusiastas por los partidos! La Víbora se sonreía al ver los escombros y los montones de ceniza, y preguntaba si Manuela se había escapado, y esto a tiempo que en los trajes, en el desgreño y en lo escuálido de las facciones de los manuelistas lo que se veía era el asombro y el dolor más acerbo. Presentación tuvo la desfachatez de decir que aquello no había sido sino un castigo del cielo por las persecuciones a su padrastro en las cuales había tenido la mayor parte el dueño de la casa quemada.

     El cura se mostraba en la escena con su sotana puesta y un sombrero de fieltro negro, y sobre el pecho traía pendiente un crucifijo, porque ciertamente era la hora de estar divisado.

     El ciudadano alcalde, que lo era el señor Cruz, el arrendatario de la Hondura, no se había mostrado muy decidido en la buena obra, lo cual dejaba confirmadas las sospechas de que era uno de los brazos secretos del tirano desde tiempo atrás.

     Hubo en esta calamidad una cosa muy singular, y fue que de algunos que eran reputados como tadeístas ocultos, ninguno ayudó con decisión ni a salvar los muebles de don Blas, ni a apagar la portada de la iglesia, y esto se armonizaba muy bien con las frecuentes peroratas de don Tadeo contra los ricos trapicheros, y contra la iglesia, y los ministros del culto. No obstante, Elías se manejó muy bien; pero es tal la desgracia que persigue a los trásfugas, que el hijo de don Blas ni le manifestó su agradecimiento por los últimos servicios luego que estuvieron las cosas en calma.

     El cura estaba averiguando la suerte de los padrinos y novios, y preguntó a Paula por Manuela.

     -A casa de Marta la metió privada el niño Dámaso, y ya está repuesta, pero se ha quedado como insensata.

     -¡Pobrecita!... ¿Y el novio qué hace a todas estas?

     -Salió para la calle con un puñal debajo de la ruana.

     -¿Y Dimas?

     -No se sabe de él.

     -¡Válganos Dios! ¡Qué montón de calamidades en un momento!... ¿Y doña Patrocinio?

     -Estuvo también ayudando junto con la niña Simona y el marido.

     El cura hizo que todos los escombros fueran examinados, temiendo que el novio de la montaña hubiese perecido en las llamas, porque al través del humo y de los relámpagos de la palmicha incendiada, lo había reconocido lidiando como un valiente con su machete en la mano desempajando la casa, ya casi envuelto en las llamas que se avanzaban sobre los trabajadores. Pero nada resultó debajo de los escombros que se pareciese a los restos de un cuerpo humano, ni el machete parecía, aunque fuese descabado.

     El señor cura se retiró de este sitio fatal, para ir a averiguar el paradero y la situación de todos los novios, y mandó al sacristán por otra calle; pero al pasar frente a la tienda de la señora Patrocinio, se detuvo por causa de unas voces que le parecieron extrañas, y parándose en la puerta, oyó las siguientes palabras:

     -Poco más o menos yo sé dónde puede estar escondido, yo le haré ver lo que soy de enemigo: ésta no se la perdono ni a la hora de mi muerte.

     -¿Usted reza el padre nuestro! -dijo el cura al novio de Manuela, porque éste era el que hablaba.

     -Eso por de contado, señor cura.

     -Entonces usted le pide a Dios que no lo perdone, porque usted dice: "perdónanos así como nosotros perdonamos a nuestros deudores".

     -¿Y podré yo perdonar a don Tadeo? ¡El hombre que me ha perseguido a Manuela hasta intentar quemarla! Porque el hecho de haberle corrido el cerrojo a la puerta de la iglesia prueba cuál era la intención de don Tadeo; y a mí lo que me interesa es sacarlo de en medio.

     -Si él ha sido, la ley lo castigará a su tiempo, no tenga usted cuidado.

     -Pero, ¿cuál ley señor cura? La ley no castiga sino a los infelices en esta parroquia. Los gamonales, los atrevidos, los guapetones, ¿no se salen con todo lo que quieren? Yo he vivido desterrado un año entero; Manuela ha tenido trabajos como llovidos; se ha visto encausada, fugitiva, y últimamente atacada con las llamas al tiempo mismo de tomar estado, ¡y todo esto a esa pobre que no es capaz de hacerle mal a nadie! ¡Yo perdonaría al gamonal de la parroquia como cristiano, para cumplir con el "Padre nuestro", si las leyes lo castigaran!, pero sabiendo que no hay leyes, ¿me pondré yo a perdonar? Si somos tiranizados por ser humildes y buenos cristianos, dejémonos ya de bondades, y hagamos lo que nuestros enemigos hacen.

     -Está usted muy equivocado, señor Dámaso, y usted desbarra como los hombres que no tienen religión, porque la pasión de la ira arde en el corazón de usted sobre la pasión del amor. Un joven como usted arrebatado por las pasiones, no puede fallar sobre lo que lo conviene, así como el enfermo de fiebre no puede recetarse a sí mismo sin riesgo de envenenarse. Si usted tuviera la virtud de la fortaleza, no estaría en este momento sometido a los embates del infortunio como una pluma lo está a la corriente del huracán; porque es la verdad, que si don Tadeo se le presenta en alguna parte, usted renuncia al casamiento con Manuela, por el amor a la venganza que lo llevaría a usted a un presidio o a un país lejano ¡cuánto mejor sería que usted se dejase guiar por el dictamen de la prudencia que por el de la ira, que es la más brutal de todas los pasiones!

     Dámaso respiraba con violencia, se tocaba la cintura de la cual pendía un largo puñal; y en lo saltado de los ojos y lo fruncido de la frente revelaba la furia que lo poseía. Sus respetos al cura, a la sociedad y a las autoridades habían cesado; el ruido tremendo de la venganza no le dejaba oír nada que no fuese dictado por las pasiones. Se limpió el sudor de sus mejillas y frente con su ruana de algodón, miró con rabia el tizne que el incendio había dejado estampado en ella, y de nuevo se encendieron sus ojos con el ruego de la rabia y de la venganza. Se echó la ruana al hombro, dando un golpe sobre la tabla del mostrador, y pronunció este discurso, a que atendían sin pestañear unos tantos parroquianos, en quienes estaba pintado todo el pavor del incendio que acababa de pasar.

     -Puede ser que aquí le levanten un sumario a don Tadeo; pero si esto sucede, lo que dificulto mucho, si lo apresan y le encausan, el señor cura ha de ver que los hombres humanitarios pondrán sus gritos en el cielo para defenderlo, embrollando las leyes y cohechando a los jueces, y si lo llegan a condenar al presidio, se darán sus trazas para sacarlo de allí; pero de Manuela nadie se compadecerá, ni de los trabajos que ha pasado, ni habrá quien hable de su inocencia, ni en su favor se citarán las leyes, porque eso no se cita sino para defender a los criminales. Y si por una casualidad llega a ir al presidio don Tadeo, todos han de ver que de allí lo sacarán los de su pandilla, o lo indultará el gobierno, y volverá a esta parroquia a vengarse de todos. Si se me presenta el gamonal de la parroquia, estoy expuesto a no respetar la justicia del cielo, ni los mandamientos de la ley de Dios; porque cuando las cosas se ponen así, es menester hacerse uno justicia con su mano.

     -Mida usted sus palabras -exclamó el cura horrorizado-. Usted ofende a la religión y al gobierno, haciendo entender que la parroquia no es sino una tribu de salvajes.

     -¿Y qué es lo que le falta o lo que le sobra para hacer cuanto se les da la gana? ¿Le parece al señor cura que es cosa de gente ilustrada?

     Pasaba el sacristán a la carrera, y el cura lo llamó para informarse del paradero del novio de la montaña.

     -Nadie me ha dado razón -respondió, sino la señora Sinforiana, que me dijo que hacía como hora y media que estando en la puerta de su casa, lo había visto pasar al trote para la montaña, tiznado, y con las orillas de la ruana quemadas.

     -Entonces ha barajustado -dijo el cura, haciendo uso de la palabra que emplean los llaneros para significar el acto de huir una tropa de ganado para no parecer en mucho tiempo.

     -Quién sabe -dijo el sacristán-, y yo lo sentiría muchísimo.

     -¡Y tanto como trabajamos don Demóstenes, el señor don Blas y yo! Hágase en todo la voluntad de Dios.

     A este tiempo se oyó una voz que decía:

     -¡El santo óleo! ¡El santo óleo! Y otros mil gritos anunciaban una calamidad en la calle de la Fragua.

     El cura y el sacristán corrieron a la iglesia a sacar lo necesario para administrar la extremaunción. Los lamentos que oían los condujeron a la sala de la señora Visitación. Allí encontraron a la persona agonizante en medio de otras muchas que la socorrían.

     Era Manuela, que tenía en aquel momento un acceso semejante al que sufrió a la salida del zaguán incendiado. El cuadro era lastimoso: Manuela, sumamente pálida y con los ojos hundidos, se hallaba extendida en una tarima; Marta le sostenía la cabeza y doña Patrocinio le frotaba el pecho con un pañuelo mojado con agua de Colonia. Tenía los labios cenicientos, los párpados medio abiertos, y su mirada fija dejaba adivinar que no sentía las caricias de su tierna madre ni las voces de los que la llamaban. Todos los que la rodeaban tenían los ojos fijos en ella, y los semblantes y los vestidos daban la idea más completa de lo trágico de la escena, porque las lágrimas corrían sobre las mejillas cubiertas de polvo, carbón y ceniza, y los trajes estaban tiznados o desgarrados.

     Las palabras que el sacerdote pronunciaba al tiempo de la aplicación del aceite sagrado, apenas se distinguían entre los gemidos.

     El parasismo había oscurecido la frente de la novia, empañado el brillo de sus ojos y apagado la sonrisa que siempre había atraído las miradas de todos. Es verdad que en aquel momento no seducía la belleza de Manuela, sino que más bien asustaba por el riesgo de su próxima ruina.

     La moribunda dio muestras de alguna vitalidad por un estremecimiento inesperado, volvió los ojos a todos lados, y humedeciéndose los labios marchitos por la fiebre, llamó a doña Patrocinio repetidas veces, dejando conocer por el desconcierto de sus palabras que su enfermedad estaba en el cerebro; y después de algunos instantes dijo a su amiga:

     -Marta, ¿no le dije esta madrugada que mi corazón me anunciaba una desgracia?

     -Es cierto, Manuela -le contestó la compañera de su infancia, tratando de ahogar sus gemidos, por no atormentarla.

     -¡Dámaso de mi vida!... -continuó Manuela-; ¡oh! Yo no alcanzaré a ver la luz del día de mañana.

     Dámaso no pudo responder, y apretando la mano de su prometida, dio a conocer en sus facciones el dolor y la desesperación que despedazaban su alma.

     -Dámaso -volvió a decir la infeliz Manuela-, le suplico que perdone al que nos ha perseguido, como Dios nos ha de perdonar a los dos.

     -¡Lo perdono! -respondió Dámaso, limpiándose las lágrimas que le brotaban al recuerdo de sus persecuciones.

     -¡Dámaso! -balbuceó Manuela, apretando la mano de su amigo-: la justicia de la tierra nos ha sido contraria; pero esperemos la de Dios.

     -Sí -dijo el cura-, la de Dios es infalible, Manuela, entréguese usted a la misericordia infinita del creador; renuncie a todas las cosas de la tierra, no piense sino en Dios...

     -Si no pensara yo en Dios -dijo Manuela-, ¿qué muerte sería la mía?

     -La conciencia de usted está pura...

     -Pero morir sin ser la esposa de Dámaso...

     -Lo será usted -dijo el cura.

     -Y abreviando allí mismo los preparativos, porque había sacristán, padrinos y testigos, rezó las preces de la iglesia, y volviéndose a Dámaso, que tenía cogida la mano de su moribunda prometida:

     -Dámaso Bernal -le preguntó-, ¿recibe usted a Manuela Valdivia por su legítima esposa?

     -Sí -respondió el interrogado, con una mirada llena de amor y de respeto.

     -Manuela Valdivia, ¿recibe usted por su legítimo esposo a Dámaso Bernal?

     -Sí, señor -contestó la moribunda, dejando ver sobre sus ojos un brillo pasajero, y en sus labios amortiguados una ligera sonrisa que se disipó como el reflejo de la luz que pasa por el frente de la puerta de una pieza oscura.

     Entonces el cura, levantando la mano y dejando caer la bendición nupcial sobre el lecho de muerte, unió a Manuela y Dámaso "en nombre de Dios Omnipotente", y a las palabras de la bendición añadió: "Parte, alma cristiana, de este mundo", viendo que la desposada exhalaba ya su último suspiro.

 

FIN