ROBERTO J. PAYRÓ
PAGO CHICO Y NUEVOS CUENTOS DE PAGO CHICO
ÍNDICE
* - I -
La escena y
los actores
* - II -
Libertad de
imprenta
* - III -
En la
policía
* - IV -
El juez de
paz
* - V -
La elección
municipal
* - VI -
Ladrillo de
maquina
* - VII -
Beneficencia
pagochiquense
* - VIII -
Poncho de
verano
* - IX -
Para
barrabasadas...
* - X -
Los patos
* - XI -
Metamorfosis
* - XII -
Con la horma
del zapato
* - XIII -
El caudillo
* - XIV -
El desquite
de don Inacio
* - XV -
Las memorias
de Silvestre
* - XVI -
Fiestas
patrias
* - XVII -
Poesía
* - XVIII -
Sitiado por
hambre
* - XIX -
El diablo en
Pago Chico
* - XX -
¡Guerra a
Silvestre!
* - XXI -
Altruismo
* - XXII -
Libertad de
sufragio
o Nuevos
cuentos de Pago Chico
* El
fantasma
* Justicia
salomónica
* Don Manuel
en Pago Chico
* Epílogo
PAGO CHICO
- I -
La escena y los actores
Fortín en tiempo de la guerra de indios,
Pago Chico había ido cristalizando a su alrededor una población heterogénea y
curiosa, compuesta de mujeres, de soldados, -chinas- acopiadores de quillangos
y plumas de avestruz, compradores de sueldos, mercachifles, pulperos, indios
mansos, indiecitos cautivos -presa preferida de cuanta enfermedad endémica o
epidémica vagase por allí.
El fortín y su arrabal, análogo al de los
castillos feudales, permanecieron largos años estacionarios, sin otro aumento
de población que el vegetativo -casi nulo porque la mortalidad infantil
equilibraba casi a los nacimientos, pero cuyos claros venían a llenar los
nuevos contingentes de tropas enviados por el gobierno.
Mas cuando los indios quedaron reducidos
a su mínima expresión -"civilizados a balazos"-, la comarca comenzó a
poblarse de "puestos" y "estancias" que muy luego crecieron
y se desarrollaron, fomentando de rechazo la población y el comercio de Pago
Chico, núcleo de toda aquella vida incipiente y vigorosa.
Cuando ese núcleo provincial adquirió
cierta importancia, el gobierno provincial de Buenos Aires, que contaba para sus
manejos políticos y de otra especie con la fidelidad incondicional de los
habitantes, erigió en "partido" el pequeño territorio, dándole por
cabecera el antiguo fuerte, a punto ya de convertirse en pueblo. El gobierno
adquiría con esto una nueva unidad electoral que oponer a los partidos
centrales, más poblados, más poderosos y más capaces de ponérsele frente a
frente para fiscalizarlo y encarrilarlo.
Como por entonces no existían ni en
embrión las autonomías comunales, el gobierno de la provincia nombraba miembros
de la municipalidad, comandantes militares, jueces de paz y comisarios de
policía, encargados de suministrarle los legisladores a su imagen y semejanza
que habían de mantenerlo en el poder.
La vida política de Pago Chico sólo se
manifestó, pues, durante muchos años, por la ciega obediencia al gobierno, del
que era uno de los inconmovibles bourgs pourris, baluarte en que se estrellaba
todo conato de oposición. Los "partidos" incondicionalmente
oficiales, eran el gran cimiento de la situación, y entre ellos Pago Chico
aparecía como una de las herramientas más dóciles y eficaces. Recibía en cambio
algunos subsidios para el sostenimiento de sus autoridades, y de vez en cuando
gruesas sumas destinadas a obras públicas y de fomento, que las mismas
autoridades se repartían en Santa Paz, cubriendo las apariencias con algún
conato de construcción, verbigracia, la del puente sobre el río Chico, que aún
está en veremos, el ensanche de la iglesia, siempre en las mismas, la
terminación de la Municipalidad, o la mejora de los caminos, las acequias o los
mataderos...
Oposición no existía sino tan embrionaria
que su exteriorización más grande eran los chismes y las hablillas, las
protestas de algún desdeñado o perseguido y los anónimos al gobernador de la
provincia o a los periódicos de la capital, ora reveladores de verdaderos
abusos, ora simples especies calumniosas envenenadas.
El programa político de los descontentos
era el rudimentario "quítate para que yo me ponga" de manera que la
oposición no salía nunca de su estado de nebulosa, por poco que, cuando
amenazaba consolidarse, los más ardientes recibieran un mendrugo inspirador del
quietismo y la tolerancia.
Bermúdez, por ejemplo, indignado ante la
negativa de una concesión que pidiera a la Municipalidad, proclamó urbi et orbe
que iba a revelar los latrocinios del puente sobre el Chico, denunciando a la
prensa bonaerense la verdadera inversión de los fondos, robados por los
municipales como en una carretera. Hizo, en efecto, una exposición
circunstancial de las defraudaciones, a la que agregó cálculos de precio de
materiales, la descripción de lo hecho y un cúmulo de comprobantes... Firmó el
terrible documento, consiguió que otros vecinos expectables lo refrendaran,
robusteciendo la denuncia, leyó el factum ante un grupo numeroso en el café y
confitería de Cármine, agitó los ánimos, despertó el patriotismo pagochiquense,
convulsionó al pueblo, pronto ya a la revolución y el sacrificio...
-Usted es un zonzo, amigo Bermúdez -le
dijo en esta emergencia el escribano Ferreiro, deteniéndolo en la calle.
-¿Por qué? -preguntó el prohombre
opositor muy sorprendido.
-Porque ha obligado al intendente a
romper el contrato por diez años del peaje del puente.
-¿Y a mí qué?
-Que la Municipalidad se lo concedía a usted por una bicoca...
¡Un regalito de tres a cuatro mil pesos por año!...
Bermúdez se puso verde, luego amarillo,
después rojo como un tomate, enseguida pálido otra vez, y tomando el brazo del
ladino Ferreiro con la mano trémula de emoción y avaricia:
-¿Y eso no se podría arreglar? -preguntó.
Se arregló, y admirablemente. Bermúdez
dio vuelta al poncho. Los parroquianos del café de Cármine le sacaron el cuero;
pero nuestro hombre, desollado y todo, siguió tan campante enriqueciéndose y
figurando cada vez más...
Ese café de Cármine y otros puntos de
cita no podían, entre tanto, dejar de convertirse en centro de difamación, y lo
fueron con tal eficacia que al cabo de pocos años el pueblo se halló dividido
en varios bandos que se odiaban a muerte, y cuya lucha iba a dar origen a una
oposición organizada.
Entre estos bandos destacábase el de don
Ignacio Peña (don Inacio, allí) y su acólito el boticario Silvestre Espíndola,
enemigo personal este último del intendente y su camarilla, porque el médico
municipal, doctor Carbonero, habilitó al italiano Bianchi para que abriese otra
farmacia contando con la clientela obligatoria de sus enfermos, los pedidos de
la municipalidad para el hospital, y los de la comisairía para su botiquín,
pues Carbonero acumulaba también las funciones de médico de policía y director
del hospital.
Esto ahondaba la división, porque los
otros dos facultativos, el doctor Fillipini, italiano, y el doctor don
Francisco de Pérez y Cueto, español, sin cargo ni prebenda alguna, eran
naturalmente opositores a todo trance.
Añádase a esto la competencia comercial,
creadora de enconos por sí misma, y exacerbada aún por el favoritismo de las
autoridades, que para algunos llegaban a extremos inconcebibles; los celos de
las mujeres; las envidias de los hombres; la sempiterna vida en común; la falta
casi total de horizontes, y se tendrá idea de aquel terreno preparado ya para
convertirse en teatro de una lucha homérica.
El primer síntoma de guerra fue una
disputa ocurrida en el Club del Progreso entre el intendente municipal don
Domingo Luna y el juez de paz don Pedro Machado, a raíz de un envite en que el
juez cantó treinta y dos y se fue a baraja sin mostrarlas, apuntándose los
tantos después de no querer el rabón. Casi hubo cachetadas, y quizá hubiera
sido mejor, porque la venganza de Machado, a quien el intendente llamara
"tramposo" con todas sus letras, fue terrible: fundó un periódico,
"El Justiciero", para atacar a su enemigo y sacarle los cueritos al
sol. "Los cueritos al sol" dicen en la campaña, porque allí se
acostumbra que los niños duerman sobre pieles de cordero, y cuando éstas se
sacan a la luz... ¡ya se adivina el resto!
Hizo Machado llevar una imprentita de
Buenos Aires, y como era completamente analfabeto, la puso en manos de
Fernández, que ya había dragoneado de periodista en otro pueblo, encargándole
que pusiese "overo" al intendente, sin asco y sin lástima.
"El Justiciero" debía aparecer
dos veces por semana: jueves y domingos. Apareció, sin embargo, un solo jueves,
pues el "deux ex machina" pagochiquense, el escribano Ferreiro, se
encargó de poner paz entre los príncipes cristianos.
-Mire, don Pedro -declaró al belicoso
juez de paz-; esto va a ser como pelea de comadres de barrio. "¡Usté es
esto!" "¡Y usté es más!" Cuanto pueda decirle a Luna, él se lo
puede repetir a usté, porque todos hemos hecho y estamos haciendo lo mismo.
Tráguese la rabia y cállese la boca, porque lo más que sacará será lo que el
negro del sermón; los pies fríos y la cabeza caliente. Sigamos como hasta
ahora, que así va lindo no más. Si no vamos a tener que enojarnos con usté, se
va a enojar el gobierno, ya no le caerá ni un negocito para hacer boca, y en
cambio Luna se encargará de decirle cuántas son cinco, y él y usté, usté y él
serán la risa de todo el mundo.
Como don Pedro no cediera a las primeras
de cambio, Ferreiro se entretuvo en enumerarle todos los negocios dudosos y
hasta escandalosos en que había tenido participación, las arbitrariedades por
él cometidas en el desempeño de su cargo...
-Piór ha hecho él -gritaba Machado, como
lo pronosticara el escribano, que le tapó la boca con esto:
-Habrá hecho peor, no digo que no. Pero
él no está en posesión de un campo sin título de propiedad, ni de seis o siete
lotes urbanos, que la Intendencia puede reivindicar de un momento a otro...
"El Justiciero" no reapareció
hasta meses más tarde, cuando "La Pampa" de Viera arrojó en aquel
terreno abonado la semilla de la oposición, provocando por parte del
oficialismo una defensa desesperada que tuvo la virtud de acabar con las
rencillas de Machado, Luna y demás "dueños del pueblo".
Este Viera, hijo de Pago Chico -joven de
veintidós años que había vivido algún tiempo en Buenos Aires, codeándose,
gracias a su pequeña fortuna, con la juventud frecuentadora de cervecerías,
teatros y comités-, era un bien intencionado y un cándido, con escasa
ilustración y más escasa experiencia, a quien el surgimiento de la Unión Cívica
infundió ideas redentoras. A raíz de aquel vasto movimiento de opinión volvió
al Pago resuelto a reformar el mundo, y para hacerlo compró también una
imprentita, gastándose la mitad de su capital, y fundó "La Pampa",
dispuesto a sostenerla con la otra mitad.
Ya lo veremos en la acción. Entretanto
pasemos a otra cosa, para dar una idea general de aquel pueblo privilegiado.
Las reuniones más "chic" y
mejor concurridas eran las que Gancedo celebraba frecuentemente en su casa, para
ir creándose una popularidad que pudiera llevarlo a la diputación, sin darse
cuenta de que en Ferreiro tenía un rival tanto más peligroso cuanto más
discreto y solapado.
Las tertulias de Gancedo eran todo lo
amenas y agradables que podían serlo en Pago Chico. Precedíalas siempre
"una comida íntima" según el dueño de casa, "un banquete"
según los invitados no venenosos. Llenábase de gente el vasto comedor, y como
la ciencia culinaria pagochiquense estaba todavía en pañales, el menú se
componía generalmente de jamón, pavo fiambre, conservas de toda especie y
empanadas criollas, de tal modo que la mesa parecía la de un lunch de viajeros
en una parada del camino.
Terminada la comida y apuradas las
últimas botellas del buen vino de postre, comenzaba a llegar el resto de los
invitados, las niñas con sus mamás, los jóvenes solteros; el pianista Mussio
aporreaba el teclado sin darse tregua, y los valses, las polkas y los lanceros
se sucedían hasta muy cerca del amanecer.
Las demás reuniones eran muy parciales y
ese excepto las masculinas del Club del Progreso y la confitería de Cármine
-los dos puntos de reunión que se disputaban opositores y oficialistas,
quedando el uno y el otro tan pronto en manos de éstos, tan pronto en manos de
aquéllos, como en las figuras de una contradanza.
Pero, eso sí, sólo tratándose de un caso
de enemistad declarada y odio manifiesto, ningún pagochiquense distinguido
faltaba al bautizo, la boda, el velorio y el entierro de otro distinguido
pagochiquense. Era de regla olvidar aparentemente las pequeñas rencillas en
estas solemnidades.
Pero si escaseaban las fiestas y las
tertulias de música y de baile, abundaban en cambio las "tenidas" de
murmuración y desollamiento. Los hombres las celebraban en el club y el café;
las mujeres en sus casas y las ajenas. Como hormigas iban y venían de sala en
sala, despellejando aquí a las que acababan de dejar allá, mientras eran
despellejadas a su vez por aquéllas y por otras, en una madeja de chismes,
embustes, habladurías y calumnias que no hubiera desenredado el mismo Job con
toda la paciencia que se le atribuye aún, pese a las protestas, clamores y
vociferaciones que llenan su libro del vicio testamento. Tales misteriosos
cuchicheos empañaron más de una fama limpia y pura, y pronto no quedó en Pago
Chico, sino para los interesados, ni hombre decente ni mujer honrada.
-Si uno fuera a creer tanta inmundicia
-decía Silvestre-, tendría vergüenza hasta de mirarse al espejo sin testigos.
Y lo más curioso es que Silvestre solía
ser el vehículo por excelencia, de la difamación.
"La Pampa" atacó el mal en
varios artículos violentos contra los calumniadores. Todo el mundo los leyó,
comentó, aprobó, aplaudió, ensalzó; pero todo el mundo siguió impertérrito
haciendo lo mismo, y hasta puede que exagerando la nota. De aquella célebre
campaña periodística sólo quedó el dicho de "Pago Chico, infierno
grande", epígrafe de uno de los artículos de Viera, y el buen efecto
causado por este párrafo, glosa de la frase silvestrina:
"Si cuanto se dice fuera cierto,
habría que cercar de murallas el pueblo y convertirlo en una cárcel que fuera
al propio tiempo manicomio y reclusión de mujeres perdidas".
El comercio tenía bastante importancia,
sobre todo desde que llegó el ferrocarril, pues entonces comenzaron a
establecerse "barracas" para el acopio de frutos del país -lana,
cueros, etc.- Estos establecimientos fueron pronto los más importantes y
prósperos, llegando a efectuar ciertas operaciones bancarias -depósitos en cuenta
corriente y a plazo fijo, descuentos, giros- que antes hacían fácilmente las
principales casas de comercio.
Entre estas últimas, la más notable era
la de Gorordo, que reunía en un inmenso edificio de un solo piso con techo de
hierro galvanizado, los ramos de tienda, mercería, almacén, despacho de
bebidas, corralón de madera, hierro y tejas, mueblería, hojalatería, papelería
y droguería, amén de otras especialidades.
Aún quedaban otros establecimientos
análogos, restos de la época en que era necesario acapararlo todo para realizar
alguna ganancia, y en que todos estos comercios se complementaban todavía con
la compra-venta de frutos del país. Pero iban perdiendo terreno ante la
especialización, pues año tras año surgieron tiendas y mercerías, almacenes de
comestibles, boticas, mueblerías, platerías, sastrerías, zapaterías de diverso
orden, hoteles, fondas y bodegones, hasta un conato de librería y una
cigarrería pequeña -casas entre las que sobresalía como una perla de
incomparable oriente la
SAPATERIA E
SPACIO DI BEVIDA
DI ROMOLO E
REMO
DI GIUSEPPE
CARDINALI
Pago Chico tuvo, por consiguiente, sus
Bon Marché y sus Printemps antes que París, o al mismo tiempo, para perderlos
luego y verlos sin duda reaparecer cuando se complete el cielo de su evolución
progresiva.
La primera industria mecánica que nace en
un pueblo de provincia, y la primera que nació en Pago Chico, es la de
fabricación de carros. En un principio los carros se compran en otra parte,
pero inmediatamente se nota la necesidad de una herrería y carpintería para
componerlos. Establecida ésta, por poco que la población adelante, el taller
prospere y el obrero no sea muy torpe, la simple herrería se convierte en
fábrica y la industria ha nacido sin esfuerzo.
A la fábrica de rodados había ya que
agregar en Pago Largo el floreciente molino y fideería de Guerrim, construcción
chata y mezquina emplazada a orillas del arroyo presuntuosamente llamado Río
Chico, cuya escasa corriente bastaba apenas para mover una pequeña rueda que
molía el grano con lentitud y como desganada. Las tormentas y la humedad,
azotando y carcomiendo sus paredes de ladrillo sin revoque, les habían dado una
pátina verdinegra, triste pero característica. Había que agregar también fuera
de los hornos de ladrillos y las licorerías falsificadoras de toda clase de
bebidas, la talabartería de Tortorano, que realizando buenos negocios, sin
embargo, debía luchar con la competencia de los trenzadores criollos, que en
los ranchos de las afueras hacían primorosos mancadores, lazos, bozales,
mancas, prendas de gran lujo disputadas por los paisanos y los mismos
"paquetones" del pueblo, y en las que un solo botón llevaba a veces
más de un día de trabajo. Tortorano tenía que limitarse a vender arreos, ordinarios,
pero cobrándolos a peso de oro se vengaba del arte purísimo que convertía los
"tientos" el simple cuero sobado, en bridas moriscas, suaves como la
seda, en cabezadas caprichosas y elegantes, sutiles trabajos en que el gusto y
la paciencia realzaban diez y más veces el valor de la materia prima. Y, a la
larga, Tortorano venció: hizo que los trenzadores trabajaran exclusivamente
para él, almacenó sus obras sin venderlas, imponiendo los artículos de su
fabricación, y cuando logró que se olvidara la moda de los aperos criollos,
dejó sin trabajo a los trenzadores, que debieron levantar campamento para no
morirse de hambre.
Como industria, no podemos olvidar
tampoco la de Tripudio, que con los desmirriados racimos de las parras de su
quinta y otros ingredientes menos inofensivos, fabricaba un chacolí con
"gusto a olor de ratón", que luego expendía con el ingenioso título
de "Vino Cható".
Completaban la población trabajadora de
Pago Chico, varios ejemplares de hojalateros, sombrereros, modistas,
tipógrafos, pintores, blanqueadores y empapeladores, planchadoras, panaderos,
lavanderas, cigarreras, carniceros con tienda abierta y verduleros que también
vendían carbón, leña, maíz y afrecho...
...Y como esto basta y sobra para dominar
el escenario y tener siquiera barruntos de algunos pocos actores, pasemos sin
más preámbulos a relatar y puntualizar varios episodios de la sabrosa historia
pagochiquense, preñada de hechos trascendentales, rica en filosófica enseñanza,
espejo de pueblos, regla de gobiernos, pauta de administraciones progresistas,
norma de libertad, faro de filantropía, trasunto ejemplar de patriotismo...
-¡Flor y truco! y si hay más flor ¡contra
flor el resto! -agregaría Silvestre, afirmando con esta salva de veintiún
cañonazos los colores de Pago Chico.
- II -
Libertad de imprenta
Las cosas iban tomando en Pago Chico un
giro terrible. La política enardecía los ánimos y "La Pampa" y
"El Justiciero" se dirigían los cumplidos de mayor calibre que hasta
ahora haya soportado una hoja de papel. Estaban cercanas las elecciones
municipales, y cívicos y oficialistas abrían ruda campaña, los unos para
conquistar, los otros para retener el gobierno de la comuna. "La
Pampa" no dejó de aprovechar el desfalco descubierto en la tesorería
municipal, y no dirigió sus golpes al culpable tesorero, sino que se encaró con
el intendente mismo. Un parrafito:
"Si don Domingo Luna estuviera donde
debe estar, que no es seguramente en la intendencia de Pago Chico, sino cerca
de Olavarría, no se hubiese cometido ese robo escandaloso, que una vez más
viene a demostrar cómo la pobre provincia que sufre la canalla entronizada de
un gobierno que es la cueva de Alí Babá, va a ser esquilmada hasta el último
peso por los secuaces que ese gobierno mantiene en todas partes, ya que no hay
persona decente que quiera servir sus planes ignominiosos, y si puramente
hombres sin honor ni vergüenza".
Y el artículo que seguía in crescendo,
peor en sintaxis y pésimo en intenciones, enfureció a don Domingo de tal modo,
que se fue como un cohete a consultar el caso con el escribano Ferreiro, su
mentor en las grandes emergencias. Quería acusar a la publicación. Ferreiro,
sudoroso, leyó atentamente el artículo, dejando oír ligeros ¡hum! ¡hum!
intraducibles; luego depositó el diario en las rodillas y sentenció:
-No es acusable.
Don Domingo Luna se exaltó, replicando,
pálido de ira:
-¿Quiere decir que porque a un miércoles
se le ocurre robarse la plata de la municipalidad, a mí me puede decir que debo
estar en la cárcel de Sierra Chica ese canalla de Viera?
-No lo dice, lo da a entender, -repuso
tranquilamente Ferreiro.
El más alto funcionario de Pago Chico
salió de la escribanía furioso, gruñendo entre dientes:
-Me las ha de pagar ese insultador sin
vergüenza. ¡Ya verá, ya verá! ¡Lo que es esta vez no se libra de una tunda!
Seguramente influía en el tumultuoso
furor de don Domingo el estado del tiempo. Todo aquel día hizo un calor
espantoso. El horizonte, al norte y al oeste, estaba oculto tras de vapores
vagos que daban al cielo tintas sucias, un color borroso de polvareda lejana.
Rachas de viento caliente como sí saliera de un horno, barrían las calles
calcinadas por el sol. Nadie salía de casa; todos se sentían invadidos por un
malestar creciente, con el pecho opreso, jadeantes y sudorosos aun en la
inmovilidad. En sus ráfagas el viento traía olor a paja quemada. El bochorno
aumentaba por minutos.
Avanzando la tarde, el sol se ocultó
entre nubes de fuego; pero el incendio del ocaso parecía extenderse al norte,
donde la extraña niebla tomaba resplandores rojizos. La noche cayó lentamente,
y el viento que forma montones de arena en las aceras y la pasea triunfante de
un lado a otro de la calle, no disminuyó su furor ni se dignó refrescar algo;
quería achicharrarlo todo.
Cuando oscureció completamente, se
notaron en el cielo de azul profundo, dos grandes parches luminosos, de cálidas
tintas, semejantes -menos en el tono- a la claridad difusa que por la noche y
desde lejos se ve flotar sobre las ciudades bien alumbradas. Tras de ese velo
transparente, de color naranja, titilaban las estrellas en el cielo sin una
nube...
Era el incendio del campo, que había
cundido con la violencia de los grandes desastres como se verá cuando se lea
que "El diablo" estuvo también en Pago Chico.
La noche era obscura, pintiparada para
cualquier combinación política de esas que concluyen a garrotazo limpio; y como
el señor intendente había tenido tiempo de prepararse hablando con el juez de paz
don Pedro Machado, para pedirle la aprobación de su plan, y con el comisario
Barraba para que le prestase cuatro vigilantes vestidos de particular,
aguardaba al pobre Viera una que "había de dolerle", según declaró
don Domingo, al anochecer, en el Club del Progreso, delante de los concejales
gubernistas, el comisario del mercado de frutos y el inspector del riego.
Viera no tuvo aviso esta vez y se retardó
en la redacción de "La Pampa" hasta mucho después de anochecido.
Había baile esa noche en casa de Gancedo -en el patio, por el calor, con
faroles chinescos y guirnaldas de sauce y yedra-, iba la novia, no asistiría
gubernista alguno, y no era posible faltar. Se dio una tarea espantosa para
"llenar" el diario, y a las ocho y media salió para ir a mudarse de
ropa: estaba de tinta de imprenta y kerosene, de no poder acercársele. Llevaba
su bastón en la mano y el infaltable Smith-Wesson en el bolsillo de atrás del
pantalón.
Paseaban la acera obscura cuatro sombras
sospechosas. En frente, cerca de la talabartería de Tortorano, un bulto se
distinguía apenas en el quicio de la puerta de Troncoso. Era don Domingo,
ganoso de presenciar el castigo de su insultador.
-¡Hum! -se dijo el periodista- ¡esto es
algo!
Apenas le vieron, los vigilantes -las
sombras- se echaron sobre él, blandiendo unos talas irresistibles; pero en ese
momento, interesado por la escena que iba a desarrollarse, Luna tuvo la mala
suerte de entrar en el radio de luz de la vidriera de Tortorano. Viera le
reconoció, y haciendo una gambeta a los presuntos apaleadores, cruzó la calle
como un rayo, alzó el bastón cuando estuvo cerca del intendente, le cruzó dos
veces la cara con dos soberbios garrotazos, "¡Tomá, tomá, canalla,
traidor!" y se metió de un salto en casa de Troneoso, que comía con su
familia, aprovechó el primer instante de indecisión de los otros, corrió al
fondo, trepó la tapia, bajó a la calle, y amparándose en la sombra, se fue a su
casa...
Luna, ciego de ira y de dolor, hizo
violar el domicilio de Troncoso; pero los agentes y él mismo se entretuvieron
en buscar por las habitaciones, dando a Viera el tiempo de escaparse. Mas el
periodista, incauto, había ido a mudarse ropa en vez de buscar sitio seguro, y
no tardó en ser aprehendido bajo la acusación de "desacato a la
autoridad". El insigne y sapientísimo juez de paz, don Pedro Machado,
había prometido firmar al día siguiente -antidatada, como es natural- una orden
de allanamiento para la casa de Troncoso y para cualquiera donde pudiese estar
ese "chancho". No había, pues, que temer ulterioridades, y se haría
justicia.
Gracias a esta rapidez de procedimiento
-excepcional en Pago Chico- el comisario Barraba, precedido por seis vigilantes
de uniforme, invadió la casa de Viera, que estaba lavándose, en ropas menores y
descalzo para no salpicar los zapatos de charol.
-¡Marche!
-¡Pero hombre, no he de ir desnudo!
-¡Marche, canalla!
Por fin le permitieron ponerse unos
pantalones y calzar unas zapatillas, y en camiseta lo llevaron a empellones,
por el medio de la calle, hasta la comisaría en cuyo calabozo inmundo lo
metieron.
-¡Yo t'enseñar, trompeta! -le gritó
Barraba sacudiendo la mano en el aire, apenas le vio encerrado.
Y allí pasó la noche Viera echando por
esa boca cuanto terno figura en el vocabulario de Pago Chico, que es uno de los
completos en la materia.
Al día siguiente "La Pampa"
salió "tremenda".
Informados a tiempo los amigos, primero
por Tortorano, que lo había visto todo, pero que no se animó a terciar, luego
por Troncoso, que protestaba contra el atropello de su domicilio, después por
Silvestre, el boticario, que nada había visto, pero que todo lo sabía y aún
agregaba detalles de su cosecha, y enseguida por Pago Chico entero, que se
arremolinó cuchicheando en el club, en los cafés, en la plaza, hasta en el
baile de Gancedo, y que hacía silencio apenas asomaba un oficialista
-informados a tiempo, repetimos-, se encargaron de dar la nota del día en el
periódico, hicieron parar la máquina, aflojaron las formas y añadieron un
primer editorial cortito, pero sabroso, que se atribuyó generalmente a la bien
cortada pluma del doctor don Francisco de Pérez y Cueto, que aunque español,
era muy patriota y un liberal hasta allí.
No podemos renunciar al placer de exhibir
ese documento histórico, ya que está al alcance de la mano:
"La infamia entronizada en este
desgraciado pueblo de Pago Chico, por culpa de un gobernador de la provincia de
Buenos Aires que no merece más que el desprecio, y que comete cuantas tropelías
harían poner rojo de vergüenza a cualquier hombre con ciertos ápices de
dignidad, ha llegado hasta un extremo que no puede concebirse en un país libre
donde todo el pueblo y los ciudadanos además quieren la libertad de las
instituciones.
"La prensa, que es el cuarto poder del estado, y que es una
institución simultáneamente y, al mismo tiempo, no se ve libre de las
asechanzas de esos malvados que roban y esquilman al pueblo a mansalva y sin que
haya quien les castigue, porque tienen el poder en la mano, y no contentos con
eso echan mano de la fuerza bruta para hacer callar la protesta indignada de un
pueblo que sufre sus desmanes y sus depredaciones.
"Como ven que la valiente propaganda
de este diario no se detiene ni tergiversa, han llegado en su infamia y su
traición hasta asaltar en plena vía pública a nuestro valiente y noble
director, y no satisfechos con ese brutal e incalificable atentado, le han
sumergido luego en un estrecho e inmundo calabozo infecto, casi desnudo, después
de arrancarlo de su casa donde se estaba mudando ropa para ir al baile de, lo
de Gancedo, y no sin antes haber violado su domicilio como violaron el de la
casa del señor Troncoso para buscarlo los emponchados que con el intendente a
la cabeza trataban de darle una paliza de la que el intendente fue el que salió
mal parado.
"Y entretanto nuestro director está
preso inicuamente.
"¡Así obran las autoridades
gubernistas!
"¡¡Así se respeta el domicilio
privado de las casas de familia!!
"¡¡¡Así se respeta, también, la
prensa por esos canallas ensoberbecidos, bandoleros del poder!!!
"¡¡¡¡¡Pero no nos harán callar!!!!!
"¡¡¡Hemos de decirles todas sus
porquerías, y hemos de sacar muchos cueros al sol!!!
"¡¡¡¡¡Miserables!!!!!!
"Mañana nos ocuparemos más
extensamente de este atentado brutal. Hoy la indignación nos pone mudos y a más
la falta absoluta de espacio nos impide tratar el tema con la extensión que
merece".
Como se ve no habían alcanzado los puntos
de admiración para el último párrafo. El regente quiso distraer dos de
¡¡¡¡¡¡Miserables!!!!!! o de alguna de las frases anteriores, pero no se lo
permitieron, porque al fin y al cabo, el último párrafo era puramente
explicativo.
Por su parte "El Justiciero -el
papel oficial-, no se quedó corto tampoco en aquel memorable día. He aquí lo
que escribió:
"El individuo Viera, que no se
detiene en sus asquerosos avances de pasquinero soez ni ante el sagrado del
hogar, ha llevado ayer su justo merecido, recibiento una paliza de padre y muy
señor mío que le propinó nuestro distinguido amigo y correligionario señor
Domingo Luna, que con tan empeñoso acierto rige las funciones de intendente
municipal de este progresista pueblo".
Hay que hacer notar que este párrafo -y
alguno de los que siguen-, fue escrito antes del suceso. Luego hubo que cambiar
algo en la redacción por la inesperada vuelta de la tortilla. Pero ¡qué
diablos! el artículo quedó bien de todos modos y no era cosa de que los
cajistas se estuvieran toda la noche en la imprenta. Además ¿cómo decir que el
apaleado había sido don Domingo? El artículo continuaba:
"Como a Viera no se le hace más caso
a sus ataques que a un perro sarnoso, se le hizo el campo orégano, y no
contento con insultar desde su pasquín inmundo, quiso también echárselas de
matón y agredió infamemente al señor Luna, pero le salió la torta un pan,
porque fue por lana y salió trasquilado y se metió a apaleador y casi no le
dejan hueso sano!"
-¡Coñe! ¡Así se escribe la historia! -
exclamaba el doctor Pérez y Cueto al llegar aquí de la lectura:
"Habíamos pronosticado que esto iba
a suceder matemáticamente, porque no podía ser de otro modo, porque estos
advenedizos llenos de desvergüenza y cínicos, y que tienen por arma la calumnia
soez, infame y asquerosa, para conseguir cuatro suscripciones de otros tan
despechados y tan procaces como ellos, no hacen más que insultar a los que
valen más que ellos, sin comprender que con eso no se puede transgredir ni
paliar la opinión pública.
"Esa escoria social en la prensa,
cuya misión es tan elevada y tan seria y que alguien ha dicho que los
periodistas son patronos de almas, da hálitos de podredumbre inmunda a los
pueblos que infestan y debían preocuparse los gobiernos de poner a raya con
sabias limitaciones reglamentarias y leyes al propósito a esa prensa brava que
destila haba sobre todos los que no comulgan con sus ruedas de molino.
"Una ley de imprenta que enfrene a
esos insultadores de oficio se hace necesaria inminentemente. Sino, sería
necesario hacerse justicia por su propia mano, como en el caso de ayer.
"En cuanto a éste, sobre el cual
mucho tendríamos que decir porque pertenece a esa calaña; pero que nos callamos
por la circunstancia misma de ser nuestro enemigo político, (lealtad que no
tiene él en sus desbordes infames, entre paréntesis) está preso en la comisaría
y hoy mismo será puesto a disposición del digno juez de paz de este partido,
señor don Pedro Machado.
"El señor intendente sigue algo
mejor, y los doctores Carbonero y Fillipini decían anoche que dentro de dos o
tres días podrá salir a la calle."
Ante la lectura de ambos diarios había
para quedar perplejo. Al fin de cuentas, ¿quién había dado a quién? ¡Problema!
Pero para eso estaba Silvestre que en cierta ocasión, encarándose con Viera y
refiriéndose a "La Pampa" y a su propaganda, había exclamado,
orgulloso:
-¡Ella sale una vez al día, y yo salgo a
todas horas!
Así es que no faltó buena y bien
exagerada información en Pago Chico: Luna, que preparaba una celada a Viera
para vengarse de sus justos ataques, había recibido una paliza que lo había
"dejado mormoso", después de lo cual el comisario, con treinta
vigilantes armados a rémington, habían asaltado la casa del periodista, y no
sin que éste opusiera una resistencia heroica, en que hubo tiros pero no
heridos, (los tiros los oyó todo el mundo aunque no sonaron) fue reducido y se
le condujo preso al más sucio y poblado de sabandija de los calabozos
policiales... Allí estaba Viera aún. ¿Quién sabe si no lo habían estaqueado?
La población de Pago Chico despertó al
otro día incómoda y cuchicheante. Sin embargo, escaldada tantas veces, no
alzaba mucho el diapasón... ¡Claro! ¿Y las consecuencias?... No era cosa de
meterse a redentor y salir crucificado.
Verdad es que en la cantina de la
estación del ferrocarril, donde no acostumbraba presentarse oficialista alguno,
un grupo que absorbía el vermouth matinal se ocupó calurosamente del suceso, y
después de una arrebatadora e inspirada alocución de Lobera, secretario del
comité y oficial de la peluquería de Bernardo, declaró y juró que era deber
nacional devolver la libertad a Viera, y que lo liarían "si a las buenas,
a las buenas: si a las malas... ¡a las malas!" palabras textuales del
arrebatado Tortorano, que la noche anterior había juzgado de alta política no
asomar las narices a la puerta.
-¡En último caso -exclamó Lobera, que
destilaba agua de violeta por todas partes y entusiasmo por la boca- en último
caso asaltaremos la comisaría y le daremos una paliza a Barraba!
-¡Muy bien dicho! -exclamaron unos.
-¡Eso es!, ¡una paliza al comisario!.
-gritaron otros.
-¡Bravo! ¡Bravo! -aullaron los demás.
Silvestre, que entraba, vociferó, aunque
estaba ronco desde la noche antes:
-¡Es un atropello infame! ¡Que suelten a
Viera!
Y durante un rato continuó la discusión,
en voz muy baja pero acaloradamente, y lo curioso es que el grupo se fue
desgranando poco a poco de una manera casi imperceptible. Bebían su vermouth o
su bitter, y se evaporaban, uno a uno, silenciosos, yéndose cada cual por su
lado, no sin dirigir a la salida una sonrisita amistosa al vigilante que de
acera a acera, y observando el interior del café, se paseaba por la esquina.
-¿Se ha ido Lobera?
-Hombre, sí; y Silvestre también.
-¿Y Tortorano?
-Acaba de salir.
-¡Así no se puede hacer nada nunca!
-exclamó Pedrín, que también tomó la puerta encogiéndose de hombros.
Al pasar por la comisaría miró hacia
adentro, apretó el paso y se metió en su casa. El "hotel del poco
trigo", como le solía llamar, no era de sus aficiones.
Sin embargo podría -él, tan curioso-
haberse detenido a observar lo que pasaba en la comisaría.
En medio del patio, bajo el sol rajante,
un agente de plantón, tieso como el Apolo del jardín de Bermúdez -aquella
estatua de yeso pintado imitando mármol veteado, que tanto podía representar a
un tullido- miraba de reojo a sus compañeros que tomaban mate, y de frente a
las oficinas.
-Che, Avellanera, alcanzá uno -dijo el
plantón al cebador del amargo, viendo que los oficiales estaban de jarana en el
despacho.
-¡Sí! ¡P'a que me frieguen! Andá que te
dé Viera.
Los otros, formando grupo alrededor de la
pava que hervía sobre un fueguito de virutas en la sombra del paredón, se
rieron a carcajadas de la ocurrencia. Viera, medio desnudo, estaba en el
calabozo, y Fernández, el agente de plantón, era el jefe de la partida que
debió apalearlo. Barraba lo había castigado "por sonso", y porque
sospechó quizá que tenía afición al "pasquinero".
Casualmente, el comisario entró en aquel
momento.
-¡A ver vos, Fernández, vení acá!
El plantón hizo la venia y con los sesos
tostados por el sol, se acercó miedoso y cariacontecido. Los otros se habían
levantado y estaban firmes, con la mano a la frente y expresión de la más
absoluta humildad.
Barraba entró en su oficina, se sentó
junto al escritorio, y viendo que Fernández, cuadrado, se quedaba a la puerta,
le gritó con voz áspera y frunciéndole las cejas:
-Entrá.
Casi temblando entró y se cuadró de
nuevo, silencioso.
-Vos andás con Viera ¿no?
-Yo... señor... -balbuceó el infeliz, que
al oír tan terrible acento, hubiera querido hallarse a veinte leguas.
-¡Es inútil que negués! ¡Yo mismo t'he
visto! ¿Qué te decía ayer en la puerta de la imprenta?
-Nada, señor comisario.
-¿Cómo nada? ¡Algo te había de decir!
-Me preguntaba por m'hijo Pancho; que
quería hablar con él, me dijo:
-Sí, ¿y vos le avisarías lo de anoche,
no? Ya sabés que yo no quiero que te metás a mulo grande ¿entendés? Cuidadito
conmigo, que si yo sé que te metés en otra, te hago estaquear. Ahora andate y
¡cuidadito!...
El agente salió que no sabía lo que le
pasaba. Le temblaban las piernas y sudaba y trasudaba, tan lejos de Juan
Moreira como Pago Chico de la capital federal.
Barraba llamó a otro agente.
-Traigamé el preso -dijo.
-¿A cuál? ¿Al señor Viera?
-¡Qué señor ni qué señor! ¡Vaya y
traigamé al preso, le digo!
Un momento después Viera aparecía en el
despacho, escoltado por el agente. Llegaba pálido y desgreñado, en camiseta y
zapatillas, pero entero y altivo como cuadra a todo periodista perseguido por
el poder.
El comisario estuvo largo rato sin alzar
la vista, fingiendo que examinaba unos papeles. Viera, de pie y en silencio, se
mordía los labios de rabia.
-¿Por qué está preso? -preguntó al fin
Barraba, clavando en él una mirada iracunda.
-No sé.
-¿Qué? ¡no sabe! ¡Qué no ha de saber!
-¡Lo que puedo asegurarle es que no soy
yo quien debía estar preso!...
-¡No se me insolente! -gritó iracundo.
-No me insolento. Me pregunta y le
contesto.
El agente dio un paso hacia Viera, aunque
éste estaba aparentemente impasible. Barraba se reprimió pero le hubiese
gustado hallar ocasión de "darle unos planazos al pasquinero".
-Bueno. Usted lo ha lastimado al señor
Luna.
-Él me agredió... me he defendido.
Después se trataba de una emboscada... y si no ya ve cómo me asaltaron cuatro
emponchados que de seguro me matan si no me meto en casa de Troncoso.
El comisario pareció reflexionar.
-Bueno -dijo por fin-, esa es su versión.
Pero el señor intendente no dice lo mismo, y los testigos tampoco.
-¿Quiénes son los testigos? ¿Los
vigilantes disfrazados? ¡Los he conocido bien!
Barraba, ciego de ira, se levantó a
medías de su asiento, pero logró reprimirse otra vez, y tras una larga pausa,
fingiendo tranquilidad, dijo lentamente, cantando las palabras casi sílaba por
sílaba:
-¡Qué quiere, amigo! ¡Diga lo que se le
antoje! ¡Aquí no hay más agresor que usted, y yo tengo la obligación de pasarlo
al juez de paz por su delito de desacato a la autoridad!
-¡Pero eso es una injusticia! ¡Usted es mi enemigo y abusa de su
puesto! -exclamó Viera que ya estaba viendo quince días o un mes de prisión en
el calabozo, los interrogatorios intolerables, las vejaciones sin término, y
para fin de fiesta, el viajecito a La Plata, entre dos vigilantes, y quizá con
grillos...,
-¡Enemigo!, ¡injusticia, eh! - gritó
Barraba, morado de cólera- ¡Mire, amiguito, no me cargue la paciencia, canejo!
-¡Es que es la verdad! -repuso el otro
con indignación.
-¡Conque enemigo, eh! Pues ande con
cuidao, cuando salga, con el enemigo y con lo que escribe en su pasquín, si no
quiere probar un buen guiso de lonja!
Y dirigiéndose a la puerta de la otra
oficina, gritó:
-¡Benito! Hace l'ata de Viera.
El escribiente tenía el acta preparada ya
y acudió a leerla con voz monótona:
"Llamado a mi presencia el acusado
Julián Viera, dijo que él había sido agredido por don Domingo Luna y que se
defendió en defensa propia y que le pegó unos palos, y que entonces vinieron
emponchados, y que él entonces se metió en casa de Troncoso y que entonces los
otros lo dejaron irse. Preguntado el delincuente si conocía a los hombres que
decía que lo habían querido asaltar, el declarante dijo que no, y que no los
había podido conocer porque dijo que la noche estaba muy oscura y que no había
luz. Y leído que le fue su declaración, se ratificó y firmó conste."
-Yo no firmo -dijo sencillamente Viera.
-¿Por qué? -preguntó Barraba indignado de
ver desconocida su omnipotencia.
-Porque eso es una barbaridad.
Ya era como para no aguantar más; pero
Barraba tenía mucha fuerza de voluntad y mucha prudencia, y se limitó a
ordenar:
-¡Volvelo al calabozo!
Y cuando Viera salió, se quedó murmurando
un "de nada te ha'evaler" que sólo terminó cuando tuvo a bien regalar
a Benito con este cumplimiento a propósito de la redacción del acta.
-¡También vos sos más bruto que un par de
botas!
El escribiente se quedó impasible; ya
estaba acostumbrado a esas rebuscadas galanterías.
-A ver si ponés en el libro la entrada de
ese sonso: "Por desacato a la autoridá a mano armada del intendente".
Y el involuntario epigrama, retratando
una época, sonríe aún en el libro de entradas y salidas de la comisaría de Pago
Chico.
Los telegramas habían llegado a todos los
diarios de oposición de Buenos Aires y La Plata, y el hecho asumía las
proporciones de un verdadero escándalo. ¡Qué arma aquella, y en qué momentos!
Asustados del ruidoso asunto, los caudillos platenses juzgaron conveniente
ahogarlo al nacer echándole tierra, y el diputado Cisneros, mandón de Pago
Chico, sirviendo de truchimán a los jefes del partido oficial todavía no
endurecidos en la brega, hizo al juez de paz, don Pedro Machado, el siguiente
despacho:
"Dejen Viera. Conviene altos
intereses partido. Aquí laméntase brutal atentado contra digno intendente Luna.
Pero hay demostrar oposición, tranquilidad, espíritu. Ponga asaltante
inmediatamente libertad. -Cisneros."
El escribano Ferreiro había criticado
acerbamente la aventura y el desmán, abundando en las mismas opiniones.
-Eso es querer hacer callar un chancho a
palos -dijo a Luna y a Barraba-. Otra vez no sean tan bárbaros. A hombres como
Viera hay que matarlos o dejarlos. Nada de palizas. Sítienlo por hambre más
bien.
...La orden del diputado se cumplió sin
pérdida de momento. El consejo de Ferreiro comenzó también a ponerse
inmediatamente en práctica.
- III -
En la policía
No siempre había sido Barraba el comisario
de Pago Chico; necesitose de graves acontecimientos políticos para que tan alta
personalidad policial fuera a poner en vereda a los revoltosos pagochiquenses.
Antes de él, es decir, antes de que se
fundara "La Pampa" y se formara el comité de oposición, cualquier
funcionario era bueno para aquel pueblo tranquilo entre los pueblos tranquilos.
El antecesor de Barraba fue un tal Benito
Páez, gran truquista, no poco aficionado al porrón y por lo demás excelente
individuo, salvo la inveterada costumbre de no tener gendarmes sino en número
reducidísimo -aunque las planillas dijeran lo contrario-, para crearse
honestamente un sobresueldo con las mesadas vacantes.
-¡El comisario Páez -decía Silvestre- se
come diez o doce vigilantes al mes!
La tenida de truco en el Club Progreso,
las carreras en la pulpería de La Polvadera, las riñas de gallos dominicales, y
otros quehaceres no menos perentorios, obligaban a don Benito Páez a
frecuentes, a casi reglamentarias ausencias de la comisaría. Y está probado que
nunca hubo tanto orden ni tanta paz en Pago Chico. Todo fue ir un comisario
activo con una docena de vigilantes más, para que comenzaran los escándalos y
las prisiones, y para que la gente anduviera con el Jesús en la boca, pues
hasta los rateros pululaban. Saquen otros las consecuencias filosóficas de este
hecho experimental. Nosotros vamos al cuento aunque quizá algún lector lo haya
oído ya, pues se hizo famoso en aquel tiempo, y los viejos del pago lo repiten
a menudo.
Sucedió, pues, que un nuevo jefe de
policía, tan entrometido como mal inspirado, resolvió conocer el manejo y
situación de los subalternos rurales y sin decir ¡agua va! destacó inspectores
que fueran a escudriñar cuanto pasaba en las comisarías. Como sus colegas, don
Benito ignoró hasta el último momento la sorpresa que se le preparaba, y ni
dejó su truco, sus carreras y sus riñas, ni se ocupó de reforzar el personal
con gendarmes de ocasión.
Cierta noche lluviosa y fría, en que Pago
Chico dormía entre la sombra y el barro, sin otra luz que la de las ventanas
del Club Progreso, dos hombres a caballo, envueltos en sendos ponchos, con el
ala del chambergo sobre los ojos, entraron al tranquito al pueblo, y se
dirigieron a la plaza principal, calados por la lluvia y recibiendo las
salpicaduras de los charcos. Sabido es que la Municipalidad corría pareja con
la policía, y que aquellas calles eran modelo de intransitabilidad.
Las dos sombras mudas siguieron avanzando
sin embargo, como dos personajes de novela caballeresca, y llegaron a la puerta
de la comisaría, herméticamente cerrada. Una de ellas, la que montaba el mejor
caballo -y en quien el lector perspicaz habrá reconocido al inspector de
marras, como habrá reconocido en la otra a su asistente-, trepó a la acera sin
desmontar, dio tres fuertes golpes en el tablero de la puerta con el cabo del
rebenque...
Y esperó.
Esperó un minuto, impacientado por la
lluvia que arreciaba, y refunfuñando un terno volvió a golpear con mayor
violencia.
Igual silencio. Nadie se asomaba, ni en
el interior de la comisaría se notaba movimiento alguno.
Repitió el inspector una, dos y tres
veces el llamado, condimentándolo cada uno de ellos con mayor proporción de
ajos y cebollas, y por fin allá a las cansadas entreabriose la puerta, viose
por la rendija la llama vacilante de una vela de sebo, y a su luz un ente
andrajoso y soñoliento, que miraba al importuno con ojos entre asombrados y
dormidos, mientras abrigaba la vela en el hueco de la mano.
-¿Está el comisario? -preguntó el
inspector bronco y amenazante.
El otro, humilde, tartamudeando,
contestó:
-No, señor.
-¿Y el oficial?
-Tampoco, señor.
El inspector, furioso, se acomodó mejor
en la montura, echose un poco para atrás, y ordenó, perentoriamente:
-¡Llame al cabo de cuarto!
-¡No... no... no hay, señor!
-De modo que no hay nadie aquí, ¿no?
-Sí se... señor... Yo.
-¿Y usted es agente?
-No, señor... Yo... yo soy preso.
Una carcajada del inspector acabó de
asustar al pobre hombre, que temblaba de pies a cabeza.
-¿Y no hay ningún gendarme en la
comisaría?
-Sí, se... señor... Está Petronilo... que
lo tra... lo traí de la esquina bo... borracho, si se... señor!... Está
durmiendo en la cuadra.
Una hora después don Benito se esforzaba
en vano por dar explicaciones de su conducta al inspector, que no las aceptaba
de ninguna manera. Pero afirman las malas lenguas, que cuando no se limitó a
dar simples explicaciones, todo quedó arreglado satisfactoriamente; y lo
probaría el hecho de que ¡su sistema no sufrió modificación, y de que el
presoportero y protector de agentes descarriados siguió largos meses
desempeñando sus funciones caritativas y gratuitas.
- IV -
El juez de paz
Ya
se ha visto que también Pago Chico tenía juez de paz y que éste era entonces,
desde años, D. Pedro Machado, "pichuleador" enriquecido en el
comercio con los indios, y a quien la política había llamado tarde y mal.
-¡A la vejez viruela! -decía Silvestre.
Y para desaguisados nadie semejante al
juez aquel, famoso en su partido y en los limítrofes, por una sentencia
salomónica que no sabemos cómo contar porque pasa de castaño obscuro.
Ello es que un mozo del Pago, corralero
por más señas, tuvo amores con una chinita de las de enagua almidonada y
pañolón de seda, linda moza, pero menor y sujeta aún al dominio de la madre,
una vieja criolla de muy malas pulgas que consideraba a su hija como una
máquina de lavar, acomodar, coser, cocinar y cebar mate, puesta a sus órdenes
por la divina providencia.
Demás está decir que se opuso a los
amores de Rufina y Eusebio, como quien se opone a que lo corten por la mitad, y
tanto hizo y tanto dijo para perder al muchacho en el concepto de la niña...
que ésta huyó un día con él sin que nadie supiera adónde.
Desesperación de misia Clara, greñas por
el aire, pataleos y pataletas...
El vecindario en masa, alarmado por sus
berridos, acudió al rancho, la roció con Agua Florida, la hizo ponerse rodajas
de papas en las sienes, y por si el disgusto había dañado los riñones, la
comadre Cándida, gran conocedora de males y remedios, le dio unos mates de cepa
caballo...
Luego comenzó el rosario de los
consuelos, de las lamentaciones y de los consejos más o menos viables.
-¡Será como ha'e ser misia Clara! ¡Hay
que tener pacencia!... ¡Si es de lái háe golver!
-¡Usebio es un buen gaucho y no la v'a
dejar! -observaba un consejero del sexo masculino, que atribuía muy poca
importancia al hecho.
Pero misia Clara no quería entender
razones, ni aceptar consejos, ni tener paciencia.
Petrona era la encarnación de todas sus
comodidades, la sostenedora de su ociosidad, el pretexto y el medio de pasarse
las horas muertas en la más plácida de las haraganerías. Ausente la joven,
acabábanse la holganza, la platita para los vicios, ganada con la aguja, el
vestido de zaraza lavado y planchado los domingos, las sabrosas achuras que
Eusebio solía llevar del matadero para no ser tan mal recibido como de
costumbre...
-¡No!¡No me digan más! ¡No se lo h'e
perdonar! -Y se desataba en dicterios para su hija y el raptor, con palabras de
tinte tan subido, que no debe consignarse ni un pálido reflejo de ellas, so
pena de ir más allá de la incorrección. Era una fiera, un energúmeno, una
tempestad de blasfemias y de maldiciones, como si el infierno que la aguardaba
cuando tuviera que hacerlo todo por sus manos, se hubiera condensado y
quintaesenciado en su interior.
-¡Ya verán! ¡Ya verán! ¡M'he quejar a la
autoridá!...
Por más veleidades de rebelión que tenga
el campesino nuestro, por más independiente que parezca, la autoridad es un
poder incontrastable para él. Los largos años de sujeción y de persecución,
desde el contingente hasta las elecciones actuales, con todas sus perrerías, le
"han hecho el pliegue" y sólo otros tantos años de libertad
permitirán que comience a desaparecer su fe en esa providencia chingada.
Fue, pues, misia Clara a quejarse a D.
Pedro Machado.
Un cuarto de paredes blanqueadas, sin más
adorno que el retrato del gobernador, el piso de ladrillos cubierto de polvo,
un armario atestado de papeles, una mesa llena de legajos, un banco largo,
cuatro sillas y dos sillones, una para el juez, otro para el secretario; todo
eso era el Juzgado de Paz de Pago Chico y la sala del trono de D. Pedro
Machado.
Este digno personaje estaba en pleno
funcionamiento, y el alguacil apostado junto a la puerta sólo dejaba pasar a
los querellantes, a medida que D. Pedro lo indicaba, después de las decisiones
del caso.
-¡Hoy he estado evacuando todo el día!
-solía exclamar el funcionario cuando abundaban las causas.
Misia Clara aguardó impaciente su vez, en
la puerta de calle, secándose de rato en rato una lágrima de ira que brotaba
quizá con la higiénica intención de lavarle las arrugas: vana empresa. La
espera fue larga, pues todo Pago Chico estaba en pleito o buscaba la ocasión de
estarlo. D. Pedro sentenciaba con una rapidez pasmosa.
-A ver, vos, ¿qué querés?
-Señor, venía porque Suárez me debe
cincuenta pesos de pasto y hace dos meses que...
-¡Bueno!... Andá decile que te pague, que
digo yo... Y si no te paga, volvé que yo le haré pagar. Vos debés tener razón,
porque es un tramposo...
El hombre se fue medianamente satisfecho,
dando paso a otros pleitistas cuyo litigio era más complicado.
-Señor Juez, cuando yo hice la pared de
mi casa que hoy es medianera con la que está edificando el señor, la
Municipalidad me dio una línea sobre la calle, y como mi terreno es
rectangular, tiré dos perpendiculares sobre esa línea. Pero ahora resulta que
el agrimensor municipal no supo darme la línea y que la pared medianera, como
ya digo, se entra en el fondo, en el terreno del señor, que me reclama las
varas que le faltan. Yo, a mi vez, y antes de contestar a esa demanda, vengo a
demandar a la Municipalidad por daños y perjuicios, porque me dio la línea
causante de todo...
Don Pedro Machado, que lo miraba de hito
en hito, interrumpiole de pronto interpelando a la parte contraria:
-¿Y usté qué dice?
-¿Yo? Lo mismo que el señor; es la
verdad.
-Demandar a la Municipalidad, ¿no?... ¿Y
qué sian créido?...
-Señor, yo... demando...
-¡Callate! ¡Y vayan los dos a ver si se
arreglan, y pronto... que sinó les atraco una multa!
La audiencia continuó largo rato con
incidentes análogos a los anteriores, hasta que entró en el despacho un
gubernista de cierta significación que iba furioso contra "La Pampa",
el diario opositor, salido aquellos días de toda mesura. El diario publicaba un
violento artículo contra él, Simón Bernárdez, y lo trataba poco menos que de
ladrón.
-Hola, Bernárdez, ¿y que lo trai por acá?
-Vengo a acusar por calunia al diario de
Viera. ¡Mire lo que me dice!
Y tembloroso de rabia leyó los párrafos
culminantes, interrumpido por las indignadas interjecciones de don Pedro
Machado.
-¡A hijo de una tal por cual! ¡Ya verá lo
que le va a pasar! ¡Es malo tentar al diablo!...
Y dirigiéndose al secretario Ernesto
Villar:
-Estendé un' orden de prisión contra
Viera...
-Vaya tranquilo nomás, don Simón, que
aquí las va a pagar todas juntas.
Se fue Bernárdez a anunciar a sus amigos
que había sonado la hora de la venganza; pero el secretario no extendió la
orden de prisión.
-Sabe don Pedro, que los jueces de paz,
no entienden de delitos de imprenta, y que no podemos dar curso a la acusación
de Bernárdez...
-¿No?
-¡No, señor! Tiene que ir a La Plata.
Don Pedro Machado, hizo un gesto de
disgusto al recibir la lección y para no menoscabar su autoridad, exclamó en
tono de reprimenda:
-¡También vos!, ¿por qué no me decís?
Por fin tocó el turno a misia Clara, que
entre gimoteos y suspiros contó como Eusebio le había robado la hija, y se
desató en improperios contra ambos, pidiendo al juez el más tremendo de los
castigos que tuviera a mano.
-¿Cuántos años tiene la muchacha?
-Diciocho, don Pedro.
-Bueno, ya sabe lo que se hace, pues.
La
vieja volvió a gemir, asustada del giro que parecía tomar el asunto.
-Pero mire, señor juez, que es única
hija, que yo ya estoy muy anciana y que no puedo trabajar... Si ella me
falta... más vale que me cortaran un brazo... ¡Haga que güelva, señor juez, que
yo le per. dono con tal de que no lo vea más a Usebio, que es de lo más
canalla!...
Don Pedro permaneció impasible, armando
un negro, con el papel entre el pulgar y el índice y deshaciendo el tabaco en
la palma de la mano izquierda con las yemas de la derecha.
-¡Amparemé, señor -insistió la vieja-.
Haga que güelva m'hija!... ¡O, de no, atraquelé una multa a ese bandido!
-Fa eso no hay multas... Si juera uso de
armas -replicó sarcásticamente D. Pedro.
La otra cambió de baterías.
-¡Si usté hiciera que Usebio me pasara
siquiera la carne!... ¡Estoy tan vieja y tan pobre!...
-¡Eh, qué quiere misia Clara! La
vaquilloncita ya estaba en estau... y es natural.
Hubo un largo silencio. En la cara del
juez retozaba una sonrisa reprimida a duras penas.
-¿Qué resuelve, qué resuelve, D. Pedro?
-clamó misia Clara, desesperada y lamentable, con las arrugas más hondas y
terrosas que nunca.
El insigne funcionario levantó lentamente
la cabeza, y después sentenció con calma:
-¿Yo? Que sigan no más, que sigan...
- V -
La elección municipal
Aquella mañana, con grande asombro de
Pago Chico entero, apareció en el diario oficial, El Justiciero, la siguiente
inesperada noticia:
OTRA LISTA
DE CANDIDATOS MUNICIPALES
"Con importantes elementos
políticos, pertenecientes al partido provincial, acaba de formarse un nuevo
comité que en las elecciones de hoy sostendrá la siguiente lista de candidatos
para municipales.
Don Domingo
Luna
Don Juan
Dozo
Don José
Bermúdez
Este comité, que funciona en la calle
Buenos Aires, número 17, cuenta con numerosos miembros, y aunque formado a
última hora puede disputar el triunfo a los demás partidos con bastantes
probabilidades de éxito. En cuanto a los cívicos, demás parece repetir que
tendrán que comer cola."
¿Qué acontecimientos habían ocurrido?
¿Era la influencia de Bermúdez tan poderosa que su descontento producía la
escisión del partido oficial? No debía ser así, pues él mismo se sorprendió al
leer la noticia, y lleno de entusiasmo se encaró con su mujer, y golpeando el
diario con el dedo, exclamó gozoso:
-¿No ves, china, cómo todavía me
necesitan, cómo todavía tengo quien me apoye? ¡Yo también soy candidato, y del
mismo partido oficial! ¡Mirá la lista! ¡Aquí estoy con Luna y Dozo, y El
Justiciero dice que muy bien podemos triunfar!
-¡Alguna picardía de Ferreiro! Lo mejor
será que no te metás -replicó Cenobita, siempre desconfiada-. Cuando menos, te
quieren sacar unos pesos pa'l'asao con cuero y la pionada...
-¡Vos siempre agarrás pa lao del miedo!
-replicó Bermúdez que se echó inmediatamente a la calle, vibrando de entusiasmo
y de esperanza.
Eran las siete, y faltaba una hora para
la apertura oficial del comicio.
Bermúdez, sin plan, iba palpitando,
envanecido con su prestigio, ya innegable, en las esferas oficiales, y casi
seguro de que por él iría directamente al triunfo. Tenía necesidad de hablar
con alguien que no fuera su mujer tan suspicaz y desconfiada que jamás creía
las cosas hasta no haberlas palpado. Y la suerte quiso que con quien primero se
topase fuera con el doctor Fillipini, que salía de una casa vecina. Detúvole,
convencido de que lo encontraría menos reacio que su digna esposa a compartir
su patriótico entusiasmo, y, basándose en las conjeturas que le habían llenado
la cabeza, le contó muy por lo menudo que sus amigos se habían arrepentido
-como no podían menos de hacer- de haberlo dejado a un lado cuando tantos y tan
importantes servicios prestara a la causa común.
El doctor lo miraba a ratos y a ratos
bajaba los ojos, disimulando una risita fisgona que le hacía cosquillas en el
estómago. Y cuando el otro dejó de hablar, no pudo reprimir esta desconsoladora
exclamación:
-¡Ma é per il cuochente! ¿Ma, non vede qu'é
per il cuochente?
El prestigioso candidato se sobresaltó,
palideció y sin haber comprendido bien todavía, preguntó tartamudeando:
-¿El cociente?... ¿Qué tiene que ver el
cociente?
Fillipini, tomándole un botón de la
levita -para la circunstancia Bermúdez había creído conveniente salir de
levita- y jugando con él, le explicó entonces sus suposiciones, en la media
lengua italo-criolla, impasible, sin sorprenderse, con su filosofía práctica,
ni de la inocencia del interlocutor, ni de la picardía de sus amigos políticos,
sin más objeto que el de poner en claro las cosas, para hacer gala de sagacidad
y burlarse en serio de aquel pobre congénere.
Bermúdez quedó consternado al comprender
que el partido oficial acababa de dividirse aparentemente, pero sólo para
asegurar más el triunfo, pues, por la ley, el candidato que apareciera en las
dos listas -Luna en este caso- sería electo sin discusión, por pocos votos que
obtuviera en una de ellas. Él no era, en resumen, más que un comparsa, cuya
misión terminaría casi antes de haber empezado.
-¡Hijos de una gran!...
-¡Eh! ¿qué quiere? ¡Fatta la legge, fatto
l'inganno!
El cociente lo había trastornado siempre,
pero aquel día lo derribaba del pináculo de sus más gratas esperanzas. ¡No
sería, esa vez tampoco, genuino representante y defensor del pueblo! ¡Miren que
no votar derecho viejo como antes! ¡Esos republicanos, inventores de la ley de
trampa y de engaño! Si los tuviera a mano ¡qué felpiada les daría!... Pero ¿qué
hacerle? Para su venganza, ya que no para otra cosa, la mejor contingencia era
que los cívicos sacaran un concejal. En cuanto a él no saldría nunca.
-Ma, gay un remedio...
-¿Qué remedio, dotor?
No era difícil: tratar bajo cuerda de
figurar en las dos listas, borrando uno de los candidatos, el doctor Carbonero,
por ejemplo, y reunir de ese modo el mayor número posible de votos, además de
poner de su lado la importantísima ventaja de figurar en dos listas. Cierto que
si ambas tenían dos candidatos comunes, es decir, la mayoría de ellos, por la
ley tendrían que considerarse iguales; pero... después se vería: eso tenía que
resolverlo el mismo concejo, juez de las elecciones y en cuyo seno no faltaban
amigos de Bermúdez. También podía hacer otra cosa: amenazar a los
correligionarios con llevar sus elementos de hombres y dinero a la Unión
Cívica, amenaza que no dejaría de dar resultados; pero eso debía Bermúdez
presentarlo como resolución que tomaría en el último momento y sólo si se le
obligaba a ello, desconociendo tan injustamente sus servicios.
-¿Y usté me ayudará, dotor?
-¿Io? ¿Cosa ho da fare? ¡Ma!... Io
voteró...
Eran más de las siete, y Bermúdez,
ansioso de poner el plan por obra, estrechó efusivamente la mano de Fillipini,
y se alejó en dirección al café de Cármine, olvidado de su andar siempre lento
y majestuoso. El médico, entretanto, iba sonriendo, con la vista baja,
satisfecho de la mala pasada que había jugado a su colega Carbonero, aunque
tuviera sus dudas respecto de la acción que desarrollaría el pobre Bermúdez,
cuya única habilidad hasta entonces había sido robar a los indios y apuntar de
más en las libretas de sus clientes y en la pizarra de la trastienda.
Bermúdez entró en el café, pidió una
ginebrita con bither Angostura, y aguardó a que llegara alguno de los
prohombres del partido oficial para poner manos a la obra.
Momentos después Ferreiro, que acaba de
entrar, se sentaba a su lado.
-Y... ¿ha visto la nueva lista? Anoche no
le pude avisar porque resolvimos hacerla muy a última hora.
-¡Hum!... ¡Sí, l'he visto, sí!
-¡Qué! ¿Y no está contento? -preguntó
Ferreiro, fingiéndose muy sorprendido- y algo lo estaba, en verdad, al
comprender las sospechas de aquel infeliz. ¿Quién podía haberlo puesto sobre
aviso?
-Y ¿cómo v'y a estar contento, si eso es
una trampa? ¿O crén ustedes que yo soy sonso y me chupo el dedo?
-¿Pero, cómo trampa, Bermúdez? ¿No quería
ser candidato?
-¡Sí, candidato, sí, pero en de veras! No
quiero que naide juegue conmigo. Ya estoy cansao. Y ¿quiere que le diga?, pues
si no salgo municipal de esta hecha... ¡me voy con los cívicos! ¡Aunque no sea
candidato, quiero ser municipal, ¿oye? y de no, me hago cívico, le juro!
Ferreiro se quedó un momento perplejo,
pues no había contado con aquello, que le malbarataba sus planes. Pero, por la
inminencia del peligro, no tardó en tomar una resolución, y antes de que
Bermúdez hubiera vuelto a decir palabra, afirmó:
-Pero si precisamente lo hemos puesto en
esa lista para que salga municipal, porque está resuelto en el comité que se le
den votos también en la otra lista. No sé qué le ha dado ahora para tener
semejantes desconfianzas... ¡Vaya! ¡sea franco! ¿quién es el intrigante que le ha
venido con cuentos?
-A mí naide me ha traído cuentos. Pero yo
sé muy bien lo del cociente, y aunque ya me había conformau con no salir
municipal esta vez, no quiero tampoco que me tomen pa'l churrete; ¡y desde que,
me han puesto en lista, quiero salir y que se dejen de historias!
-¡Pero si precisamente, le repito,
sabiendo que usté deseaba ser municipal lo hemos puesto en esa lista, Bermúdez!
Si el partido tenía que recompensar sus servicios, y así lo ha resuelto anoche.
Usté es incapaz de desconfiar de ese modo; por eso le pregunto quién es el
intrigante que le ha venido con cuentos... Debe ser algún interesado en
dividirnos para sacar tajada...
-No se mete en política...
-Ah, ¿no ve, no ve que era cierto? ¿Quién
le ha venido con el chisme, diga?... ¡Vaya! mátelo, que al fin somos
correligionarios y tenemos que defendernos unos a otros. Hoy por ti, mañana por
mí...
-El doctor Fillipini.
Ferreiro dio un puñetazo en la mesa:
-¡Ah, gringo é mier! -exclamó.
Y tomando otra postura, cruzadas las
piernas y asida con ambas manos la que quedó arriba, preguntó a Bermúdez con
sonrisa entre burlona y despreciativa:
-¿Y qué le ha dicho el doctor Fillipini?
¿Él le aconsejó que nos amenazara con irse a la Unión Cívica?
-Sí, él. Pero me dijo que lo hiciera en
último caso, y que si no me escuchaban tratara de hacer votar por mí en la otra
lista, borrándolo a Carbonero...
-¡Conque sí, eh! ¡pues ya verá el hijo de
su madre! -exclamó Ferreiro, que siguió murmurando, mientras sacaba del
bolsillo un lápiz y la carilla en blanco de una carta, en la que escribió
algunas palabras.
Bermúdez, turbado, sin saber ya a qué
atenerse, lo interrumpió:
-¡Pero, al fin y al postre! -preguntó-,
¿salgo a no salgo municipal? Eso es lo que quiero saber, pero sin vueltas,
derecho viejo, porque si no...
-Sí, será municipal, Bermúdez -contestó
Ferreiro sin levantar la cabeza-. Le doy mi palabra de que será municipal.
Y firmando la esquela que acababa de
escribir, la plegó en cuatro, y llamó al dueño de casa.
-¡Cármine! tráeme un sobre, y haceme
llevar esta carta al intendente.
Era la condenación de Fillipini: un
pedido-orden al intendente para que le quitara inmediatamente su puesto de
segundo médico del hospital.
-¡Sí sale, amigo, sí sale! -exclamó
levantándose y palmeando en el hombro a Bermúdez-. ¿Para cuándo serían los
amigos, entonces?
-¡Je, je, je! -rió Bermúdez en el colmo
de la satisfacción, levantándose también.
Y ambos salieron del café, encaminándose
al atrio de la iglesia, donde iban a practicarse las elecciones más sonadas del
entonces borrascoso Pago Chico.
Entretanto, en el comité cívico
hallábanse reunidos Viera, el periodista, que a cada instante se asomaba a la puerta,
nervioso, excitado, sin haber dormido, aguardando las huestes de votantes de la
campaña que ya debían haber llegado; Lobera, que peroraba y destilaba esencias;
Silvestre, que trataba en vano de meter baza apenas se interrumpiese la
interminable serie de sus discursos; Pedrín, Pulci, Pancho Fernández, el hijo
del vigilante, Tortorano, veinte o treinta más, y por último el doctor D.
Francisco Pérez y Cueto, que había exclamado con énfasis al entrar:
-¡Ciudadanos! ¡este hermoso día no puede
menos de anunciarnos la victoria!
Y satisfecho del efecto producido,
sintiendo un agradable cosquilleo en la piel, de entusiasmo hacia su propia
persona, había callado y permanecido silencioso para no disminuir con
vulgaridades el mérito de aquellas palabras proféticas. Aquel día se había
propuesto no decir sino frases históricas.
Pero eso sí tuvo que informarse de un
detalle de la importancia, de la cuestión en aquellos momentos de vida o
muerte, y preguntó en voz baja a Viera, deteniéndolo en una de sus continuas
idas y venidas.
-Diga usted, Viera, ¿están preparadas las
armas?
Viera sacudió la cabeza de arriba abajo,
dirigiéndole una mirada confidencial, y contestó más quedo aún, como un
murmullo:
-Están... La noche en peso nos la hemos
pasado acarreándolas con Silvestre. ¡Y con un jabón! ¡No sé cómo no nos han
pillado!
Las tales armas, el supremo recurso de un
pueblo justamente indignado, resuelto a reconquistar su autonomía y a repeler
todo conato de imposición, eran seis fusiles rémington, que se hallaban
cuidadosamente ocultos en la azotea del comité y que Viera y Silvestre habían
llevado efectivamente, y no sin peligro, la noche anterior.
Como los extremos se tocan, en el patio
estaba la antítesis del arsenal aquel -grandes y negros trozos de asado con
cuero, fiambre, sobre bolsal de arpillera, una compañía de damajuanas de vino
carlón y un montículo de panes- el almuerzo, en fin, del invencible pueblo de
Pago Chico, pronto a reivindicar sus derechos conculcados, aunque fuese a costa
de su generosa y noble sangre.
Habíase prohibido terminantemente el uso
de bebidas alcohólicas a los paladines del libre sufragio; no necesitaban
excitante alguno para el caso probable de tener que sacrificar sus vidas en el
altar de la patria, y era menester en cambio, que se mantuviera el mayor orden
en el comité, para dar completo ejemplo de civismo y de austeridad de
costumbres. Pero a duras penas se lograba que no se marcharan todos de una vez
a tomar la mañana en el almacén de la esquina, y hubo que conformarse con una
transacción: que fueran de a dos, cuando mucho de a tres, y que volvieran
inmediatamente. El entusiasmo iba creciendo con esto.
-¡Hay que tenerlos a soga corta -decía
Silvestres- si no, no pueden con el genio y rumbean p'a la borrachería!
Mientras estaban en el comité, los
electores rondaban alrededor del asado, con el sólito apetito, aguzado por las
repetidas copas de mermú, afilándoseles los dientes y saliéndoseles el cuchillo
de la vaina. Y apenas podían entretener el ocio y el hambre con dicharachos y
canchadas, haciendo esgrima a mano limpia.
-Lo que es hoy -decía el negro Urquiza,
en cuclillas afilando un palito para los dientes con un formidable facón- lo
que es hoy, los carneros van a... cargar aceite.
-¡Sí, de susto e verte la trompa! -le
retrucó un paisanito, que, con las piernas cruzadas y recostando el hombro en
la pared, parado junto a él, lo miraba desde arriba.
-Callate, guacho -saltó el moreno,
gesticulando con su ancha boca y mostrando los dientes en una a modo de
sonrisa. Mas vale ser negro que orejano. Yo siquiera tengo marca.
-¡Y yo soy capaz de ponerte otra en la
jeta, negro trompeta -dijo el muchacho echando la mano atrás como para sacar
también el cuchillo.
El
negro estuvo de un salto en pie, pero varios se interpusieron mientras uno de
los correligionarios decía pausadamente, no sin sorna:
-¡Vaya! guardesén p'a luego, muchachos.
¿No ven que las papas queman? Puede ser que luego haiga baile, y entonces
podrán bailar a gusto...
-¡Sí, bailar con la más fea! -exclamó
otro.
-¡Y'anda teniendo miedo éste... tabaco
aventau, no más! -dijo el del baile.
-¡Oiganlé! -prorrumpieron varios.
-Pisale el poncho, ai tenés.
-¡A que no le mojás la oreja a ño
Fortunato!
Viera creyó necesario intervenir:
-¡A ver, compañeros, un poco menos de
bochinche, que esto no es ningún piringundín!
Los ánimos se tranquilizaron
momentáneamente. Reinaba en todos un desasosiego, una nerviosidad desusada, y
en la expectativa de acontecimientos penosos mostrábanse irritables, como si
anhelaran precipitarlos o provocar otros prefiriéndolo todo a la zozobra en que
necesariamente tenían que estar largas horas todavía.
Pero el más desasosegado, el más
nervioso, el más irritable era el mismo Viera, que no podía estarse un segundo
quieto. Conocía, afortunadamente, su estado y reprimía sus ímpetus, siempre a
punto de estallar, contestando con monosílabos hasta al mismo Dr. Pérez y
Cueto, sintiendo unas ansias que le subían del corazón a la garganta y le
cortaban la respiración. ¿Qué era aquello? ¿Por qué no llegaban los
correligionarios de la campaña? Y no pudo de pronto contener su impaciencia y
se quedó en la puerta del comité, golpeando el suelo con el pie, pálido, casi
trémulo, mirando con ojos devoradores a uno y otro lado, como si quisiera
atraer con la mirada los esperados grupos de jinetes. Pero la calle
polvorienta, abrasada por un sol de fuego aunque ya estuviesen en el final del
mes de marzo, barrida de vez en cuando por una racha ardiente como salida de un
horno, estaba desierta, completa, implacablemente desierta, y sobre ella se
cernía el sepulcral silencio de los días de elecciones, en que las mujeres se
encierran a rezar apenas salen su padre, su marido o su hijo, en dirección al
comité o al atrio, y en que la mayoría de los hombres, por no hacer que recen
de miedo sus mujeres, sus hijas o sus madres, se encierran con ellas, no porque
teman los tumultos con tiros y tajos, sino simplemente por compasión hacia las
desgraciadas, y por no darlas tan pésimo rato. También, si así no fuera, ¿cómo
podría haber gobiernos electores, y de qué tendría el pueblo que quejarse y con
qué entretenerse leyendo diarios?
Pero el rostro de Viera se iluminó de
pronto: por una bocacalle, allá lejos, al extremo del pueblo, aparecía envuelto
en densa nube de polvo un pelotón de jinetes que avanzaba al trotecito, en
formación casi correcta, de a cinco en fondo. Y no pudo contener una jubilosa
exclamación:
-¡Ahí vienen!
Todos se precipitaron a la puerta, y el
comité quedó un momento silencioso. Pero ¡ay! cuando era más intensa y segura
la esperanza, la cabalgata volvió una esquina y desapareció dejando tras sí,
como único consuelo, flotante gasa de polvo que una racha desvaneció por fin.
-Es la pionada del saladero -dijo un
paisano.
-Esos van con los carneros -murmuró
desalentado otro del grupo.
La zozobra de Viera era ya un nudo que le
cerraba la garganta hasta sofocarlo. Entró bruscamente al comité, y para
disipar su horrible ansiedad, encarose con una rueda de electores que, más
atrevidos o más hambrientos que los demás, habían aprovechado la general
distracción apoderándose de una gran tajada de asado que devoraban, cortando los
jugosos bocados a raíz de los labios con los cuchillos como navajas de afeitar.
-¡Se necesita ser aprovechadores!
-exclamó colérico- ¿No les da vergüenza ponerse a comer solos sin que nadie les
haya dicho nada, para meter desorden?
-Es la picana, don Viera -contestó con
aire socarrón y falsamente humilde el paisanito a quien el negro Urquiza
llamara "guacho".
-Sí, ¡conque te agarrás el mejor pedazo,
y todavía lo decís! Sos más madrugador que la lechuza, que no duerme de noche.
Pero este pequeño desahogo, que no podía
ir más lejos, no fue parte a tranquilizarlo. Sufría tanto como el general a
quien se le ha confiado una nación entera, y ve perdida, irremisiblemente
perdida, la batalla final. Y para distraerse, trató de dominar su angustia y
conversar con el doctor Pérez y Cucto, preocupadísimo también, que desde hacía
rato murmuraba quién sabe qué filípicas, sazonadas con los términos más
groseros de su repertorio peninsular, como si de tanto trueno pudiera salir la
tormenta salvadora. Y, en voz baja, comentaron la inexplicable tardanza de
Gómez, que debía ir con sus puesteros, peonada y esquiladores, la de García,
salido la noche antes de los confines del partido con gran copia de paisanos
resueltos, el silencio de Méndez, que debía haber llegado aquella madrugada a
la cabeza de los seis o siete caudillejos que, junto con sus respectivos
hombres, determinaron concentrarse antes de salir el sol en la pulpería de
Laucha, y la de Soria, que había prometido ir temprano con los indios de la
tribu de Curá, una veintena de electores tan inconscientes cuanto serviciales.
La ansiedad había cundido; formábanse
varios corros, para deshacerse y formarse de nuevo algo más lejos, y las caras
comenzaban a expresar otra cosa muy distinta del entusiasmo. Ya no se hablaba
en voz alta, ni nadie salía al almacén a continuar las matutinas libaciones.
Eran los mismos treinta y tantos que se habían reunido allí, muy de mañana,
para estar bien al corriente de todo, en primer lugar, y para no tener que cruzar
las calles cuando se alborotara el cotarro sobre todo. No se había agregado un
solo ciudadano más, ya eran las ocho, y las esperanzas con tanto entusiasmo
expresadas y exageradas la noche antes allí mismo, iban desvaneciéndose una
tras otra, tan vertiginosamente como las nubes con el pampero sucio...
Al ver a Viera conversando con el doctor,
Silvestre primero, Lobera después, Pancho Viacaba, Pedrín Pulci, Tortorano,
Troncoso, y hasta el mismo Urquiza, husmearon conciliábulo y formaron rueda
alrededor. ¿Cómo ocultar, entonces, el sobresalto y la angustia, si el mismo
sobresalto y la misma angustia se habían apoderado de todo el mundo? Viera lo
comprendió e hizo esfuerzos para infundir a los otros una tranquilidad que no
tenía, y por sostener en ellos las últimas y mal abrigadas ilusiones.
-¡No se ha perdido todo! -repetía- Han de
venir, han de venir. Aguardemos, y entre tanto, vamos a votar los que estamos
aquí, para no perder el turno, porque las ocho están al caer...
El furioso galope de un caballo lo
interrumpió. Habíase oído desde lejos, porque en el comité reinaba un vago
silencio de expectativa ansiosa. El redoble de las patas del animal en el piso
duro de la calle fue acercándose con creciente violencia, hubo una sofrenada,
un resbalón en seco, el choque de unas botas con espuelas en las piedras de la
acera, y casi al mismo tiempo apareció Méndez, jadeante, haciendo repicar las
rodajas, con paso bamboleante de gaucho compadre, medio civilizado a ratos,
pero áspero y rudo, sobre todo en aquellas circunstancias. Venía demudado. Y
apenas se halló dentro del comité:
-¡Canallas! ¡canallas! -exclamó
entrecortadamente-. Mi han fusilao la gente... ¡Canallas!
Hízose un silencio seguido de un murmullo
agitado y caluroso, y todos los circunstantes rodearon a Méndez, acribillándolo
a preguntas.
-Dejemén hablar; si les voy a contar
todo. ¡Pero qué canallas asesinos! Esta madrugada salimos perfectamente de lo
de Céspedes, p'a cair al pueblo tempranito. Éramos unos ciento veinte, todos
los que estaban en el campo, y un redepente, al enfrentar la alameda de la
estancia de Carballo -veníamos al tranquito-, unos que estaban atrincheraus
entre los árboles nos hicieron una descarga cerrada, y antes de que nos
pudiéramos dar cuenta, otra y otra, como juego graniau. Y, es natural, la
gente, asustada, se me alzó y disparó, de balde traté de atajarla. Con el
julepe ni siquiera atinaron a ver quiénes nos estaban afusilando, y cuántos
eran. ¡Claro! Casi ninguno tráia más que facón... Yo hice juego con el
revólver, pero me quedé solo, y en cuanto vieron que se me habían acaban los
tiros, se me vinieron encima. Yo le clavé las espuelas al sotreta, disparé
campo ajuera, ¿qu'iba hacer? y estuve esperando bajo un pajonal, p'a aprovechar
venirme en cuanto se descuidasen, p'avisarles a ustedes.
-¿Y quienes son, quienes son?
-preguntaron varios con la voz ligeramente empañada por la emoción.
-No sé, la gente no es del pago; tráida
de otros partidos...
La noticia cayó como una ducha helada,
pues aunque se temiese ya alguna hazaña oficialista, nunca se creyó que llegara
a tanto la desenvoltura de las autoridades, cuyo silencio de los días
anteriores se había tomado por una prueba de debilidad y una derrota antes de
haber lucha. En Pago Chico, como en el resto de la provincia, se fusilaba, pues
a mansalva a la gente, y quien lo hacía era el mismo gobierno. Era cosa más
seria de lo que se había pensado, entonces; no se trataba sólo de sostener
refriegas en los atrios, sino de hallarse siquiera en condiciones de llegar a
ellos... Nadie las tuvo ya todas consigo, pues.
Silvestre, exasperado, y al mismo tiempo
curioso de saber lo que se preparaba en las cercanías de la iglesia, preguntó a
Viera, mientras Méndez seguía explicando el terrible encuentro de aquella
mañana:
-¿Qué hacen en la plaza? ¿Han mandado
algún bombero?
-No, a nadie -contestó el periodista.
-Entonces voy yo de una carrera.
-Mucho cuidado -le gritó Viera, cuando
Silvestre ponía el pie en la calle.
El
desaliento fue subiendo de punto, casi hasta convertirse en pánico, a medida
que fueron llegando mensajeros con otras infaustas noticias. La jugada hecha a
Méndez se había repetido con Gómez, con García, con Soria, con todos los que
llevaban gente de diversos puntos del partido. Sólo iban a engrosar los escasos
elementos del comité, unos cuantos dispersos, que llegaban de a uno y de a dos,
todos a dar noticias desesperantes, abultando los hechos, echando bravatas,
mintiendo hazañas, exagerando el número, el armamento y la ferocidad del
enemigo, que al fin y al cabo no quería matar sino ahuyentar electores por
iniciativa y consejo de Ferreiro.
-¡Nos han fregau fiero, caracho!
-exclamaba Méndez.
-¡Es una vergüenza, una verdadera
vergüenza! -decía Viera casi llorando.
-¿Y nos vamos a quedar así, como unos
manfios! ¿Nos habrán quitau la gente, pero nosotros podemos quetuarlos a
balazos, canallas, hijos de mil!... ¡A ver, muchachos, a ver quién quiere hacer
la pata ancha, conmigo: venga el que tenga huesos, y vamos a echarlos del atrio
a tiros!
Parte de la gente, desde las primeras
noticias, viendo la indecisión de los jefes, había juzgado lo más oportuno
comerse el asado y beberse el vino; pero al resonar la palabra vehemente y
furibunda de Méndez, muchos habían acudido a hacerle corro, e iban
enardeciéndose, ya dispuestos a lanzarse a la calle y jugar el todo por el
todo, cuando Silvestre entró en el comité como una exhalación, y sin tomar
aliento comenzó a contar que el comisario Barraba con treinta vigilantes
armados a rémigton ocupaba el frente del atrio y que tenía varias carretillas
al lado, llenas de municiones; que los "carneros", por su parte,
habían formado un cantón en las azoteas de la confitería de Cármine armados
también con rémingtons del gobierno, y dominando las mesas colocadas en el
atrio mismo, de tal modo, que podían fusilar a mansalva a cuantos se acercaran
al comicio.
Era la derrota, la más completa e
inmerecida de las derrotas.
Sin embargo, Viera quiso luchar hasta lo
último, tentar un esfuerzo supremo, hacer de aquella una cuestión de vida o
muerte para él y para cuantos le habían acompañado hasta entonces en su cruzada
reivindicadora.
-No, amigo, es al botón -replicó Méndez,
que había reaccionado, a su proposición de ir a tomar las mesas por asalto-.
Hace un ratito yo mismo lo aconsejaba, y hubiera ido a sacarlos de allí por
sorpresa. Pero las cosas se han puesto muy distintas... ¿No ve que están
preparaus, y que l'único que vamos a sacar con estos cuatro gatos es que nos
maten como a perros?
-¡Sería un sacrificio tan cruento como
inútil de sangre generosa! -exclamó el doctor Pérez y Cueto con la voz más
oratoria que tenía- ¡Dejemos que obren los acontecimientos! ¡Tarde o temprano
ha de llegar la hora de la justicia! ¡Elevemos los corazones y retemplemos el
ánimo! ¡La patria nos mira, (pausa corta) y estos contratiempos, estas
iniquidades, mejor dicho, nos realzan a sus ojos, en lugar de deprimirnos como
quisieran los enemigos de la libertad, los asesinos del pueblo!...
Todos apoyaron, y algunos dieron el
ejemplo altamente filosófico de hacer a mal tiempo buena cara, yendo a atacar
el asado ya que no podían comportarse lo mismo con las mesas electorales. El
ejemplo fue seguido, todos se pusieron a comer, y del silencio sepulcral que
reinaba en el comité desde las primeras desastrosas noticias, fue pasándose
poco a poco a la animación y la alegría, gracias a las frecuentes y abundantes
libaciones y para justificar una vez, más el refrán criollo de "Barriga
llena, corazón contento".
Pero los caudillos, como que eran los que
más perdían, formaban grupo aparte, mustios y cariacontecidos, cerca de la
puerta, comiendo melancólicamente, cuando vieron con sorpresa presentarse al
mismo don Ignacio en persona, a pesar de la ruidosa separación del comité y del
fuego resuelto que había hecho contra su mesa directiva. Lo dejaron acercarse
sin decir palabra, aguardando a ver por dónde comenzaba.
-Vengo a acompañarlos en la derrota, y no
hubiera venido en caso de triunfo -dijo dirigiéndose a Viera-. En cuanto vi las
fuerzas que hay en la plaza y el cantón de la azotea de Cármine, comprendí que
los habían fregao... ¡Es una infamia!... Pero todavía puede haber remedio...
¿Han hecho protesta ante escribano?
-No -contestó simplemente Viera.
-¡Pero hombre! ¡Si es lo primero que hay
que hacer! Bien me parecía que se habían descuidau. En estas cosas hay que
tener un poco de prática, como les he dicho tantas veces. Si no se hace la
protesta ¿cómo quieren pedir luego la anulación de las elecciones? Vamos, vamos
a buscar al escribano para que la redate inmediatamente.
-¡Y de qué nos va a servir eso, si no hay
justicia, si la protesta y nada todo es uno! -exclamó Silvestre- Acuérdese, don
Ignacio, de todas las que hemos hecho hasta hoy, y dígame cuál es la que no ha
ido a parar a la basura... Si nos hubieran dejado votar habríamos ganado, no
hay duda; pero entonces hubieran protestado los carneros, y como los jueces son
suyos, la Corte hubiera anulado la elección. No hay remedio, no hay más remedio
que hacer una revolución, pero una gorda, y colgar a toda la canalla de los
faroles, porque a esos hay que matarlos o dejarlos.
-Nunca está demás la protesta -insistió
don Ignacio-. Quién sabe qué vueltas van a dar las cosas, y nunca es malo estar
prevenidos.
-Además, no cuesta nada hacerla, y
siempre será un documento que atestigüe la felonía de nuestros enemigos, una
página realmente ignominiosa de su historia -apoyó el doctor Pérez y Cucto.
Los demás estuvieron por la afirmativa, y
los principales, Viera, don Ignacio, el doctor, Silvestre, y cuatro o cinco más
salieron para ir a buscar al escribano. Y la protesta se hizo, para aumentar el
número de las protestas legalizadas de aquel tiempo, que reunidas en un legajo
formarían una montaña de pequeñas inmundicias. El escribano Martínez no dejó de
vacilar ante la exigencia de los cívicos. Aunque su función era ineludible,
temía las iras oficiales, la posible venganza de los amos del poder, y sólo
comenzó a escribir el documento cuando vio que los electores burlados
comenzaban a irritarse, y que, por huir de un peligro futuro, iba a caer en uno
inminente y contundente... Aun puede verse, -si es que el documento no ha
desaparecido, si alguna interesada mano no lo destruyó en La Plata, donde fue a
golpear las puertas de la sorda justicia-, que está escrito con mano
temblorosa, lleno también de borrones que la trémula pluma dejó caer aquí y
allí, atestiguando el grande, el inmenso respeto de tabelión hacia las
autoridades constituidas y su anhelo de no ver perturbado el orden, sobre todo
cuando el desorden podía envolver y arrastrar a su dignísima persona...
Entre tanto, en el comicio funcionaban
las mesas bajo la exclusiva dirección del escribano Ferreiro, que hacía copiar
los registros y poner en las urnas una boleta por cada nombre que se sacaba de
las listas del padrón y se ponía en las actas.
Defendidos contra toda posible asechanza
por las fuerzas del comisario Barraba, estratégicamente dispuestas frente a la
iglesia, y por los correligionarios armados a rémington acantonados en los
altos de la confitería de Cármine, los escrutadores realizaban su patriótica
tarea con toda tranquilidad, fuertes en su derecho y su deber. Desde que
tuvieron por seguro' que no se presentarían ni siquiera los fiscales cívicos, y
que el resultado de los ataques a los electores de la campaña había sido
excelente, se pusieron con júbilo a la tarea, copiando nombres y depositando
boletas según las instrucciones de Ferreiro, es decir, alternado entre una y
otra lista de las dos oficiales, de tal modo que al fin resultaran electos don
Domingo Luna y el gran Bermúdez, como era invencible deseo de este prohombre
pagochiquense.
No se había asustado mayormente Ferreiro
de sus amenazas, pero consideró que era mejor no provocar una di'sidencia en
circunstancias tales como las que estaban atravesando, tanto más cuanto que
Bermúdez podía servirle como instrumento, afinadísimo gracias a su misma
inutilidad personal: lo llevaría de las narices a donde quisiera.
En el comicio reinaba, pues, la calma más
absoluta, y los pocos votantes que en grupos llegaban de vez en cuando del
comité de la provincia, eran recibidos y dirigidos por Ferreiro, que los distribuía
en las tres mesas para que depositaran su voto de acuerdo con las boletas
impresas que él mismo les daba al llegar al atrio. Los votantes, una vez
cumplido su deber cívico, se retiraban nuevamente al comité, para cambiar de
aspecto lo mejor posible, disfrazándose, -el disfraz solía consistir en cambiar
el pañuelo que llevaban al cuello, nada más-, y volver diez minutos más tarde a
votar otra vez como si fueran otros ciudadanos en procura de genuina
representación.
-¡No sé p'a qué hacen incomodar a esa
gente! -exclamó uno de los escrutadores-. Además de incomodarse ellos nos
incomodan a nosotros, porque nos hacen perder tiempo: la mayor parte ni
siquiera sabe con qué nombre debe votar. Lo mejor es seguir copiando derecho
viejo del padrón, sin tanta historia.
-Tiene razón, amigo -exclamó Ferreiro-,
tiene mucha razón. Voy a dar orden de que no vengan más.
Y desde ese momento cesó la procesión de
comparsas hecha a modo de los desfiles de teatro en que los que salen por una
puerta entran en seguida por la otra, después de cambiar de sombrero o de
quitarse la barba postiza. Los escrutadores pudieron entonces copiar
descansadamente el padrón, y así lo hicieron hasta la hora de almorzar.
El almuerzo les fue llevado de la fonda,
pues el comité, descontando ya el indudable triunfo, había querido obsequiarles
con todo lo mejor que podía obtenerse en Pago Chico en materia de cocina
francesa confeccionada con grasa de vaca.
Por la tarde, a la hora en que debía
cerrarse el comicio, del comité, provincial salieron estrepitosas notas
musicales, en la calle frente a la puerta comenzó a funcionar el infaltable
mortero municipal dirigido por don Máximo en persona, estallaron las bombas de
estruendo en el aire caldeado por un día bochornoso de sol, y los paisanos
desarrapados, llevados de todas partes para las elecciones, formaron un grupo,
abigarrado y mal oliente, que con la banda de Castellone a la cabeza recorrió
el pueblo dando vivas al partido provincial y mueras a los cívicos, atestiguando
de aquel modo el indiscutible triunfo del oficialismo, las inmensas simpatías
de que gozaban las autoridades locales que el pueblo por nada quería cambiar, y
la impotencia de los cuatro locos que se arrogaban la representación política
de ese mismo pueblo, unánime como tabla, sin embargo, para hacer creer a los
inexpertos que de veras había una oposición en Pago Chico, donde a lo único que
las personas sensatas hacían la guerra, era a los perturbadores que bajo la
careta del patriotismo querían trastornarlo todo, por aquello de que a río
revuelto ganancia de pescadores...
Así por lo menos lo dijo al día siguiente
el diario oficial, llenando al pasar de improperios a todos cuantos habían
intentado sacudir el yugo.
Viera, entretanto, sentado a la puerta de
su casa, oía todo aquel innoble regocijo, en el abatimiento provocado por la
continuada tensión nerviosa de aquel día, en el que desarrolló más esfuerzo del
necesario para realizar alguna obra hercúlea, como la higienización de las
caballerizas de Augías, por ejemplo... Confusas imágenes, vagos sueños de
evangelización y sacrificio cruzaban por su mente, sentía un nudo en la
garganta, una opresión en el pecho, e incapaz de sintetizar después del
análisis, de obrar basándose en la triste experiencia, sólo acertaba a
balbucir:
-¡Será posible! ¡Será posible!
Y como en esta fórmula vaga se
materializaba su ideal, su ¡será posible! era protesta, programa y credo -lo
más puro, y por lo mismo lo más inmaterial, imponderable, sublime...
Buscó largo rato lo que había de hacer...
Todo se le presentaba impreciso. No podía resolverse a nada. No sabía.
Entonces, en pleno reino de lo abstracto, sólo atinó a buscar su abstracción
espiritual y sentimental más alta:
Se fue a ver a su novia.
- VI -
Ladrillo de maquina
La llamada "crisis de progreso"
llegó hasta Pago Chico, provocando una especulación en tierras, bastante grande
en relación a la importancia del pueblo.
La villa, hoy con honores nominales de
"ciudad", cambió rápidamente de aspecto; pero la liquidación final de
la aventura dejó a la mitad de los habitantes en la calle, cuando, después del
89, los pesos comenzaron a andar a caballo o a esconderse como los peludos.
Pero antes de esta semicatástrofe, no
pasaba domingo ni día de fiesta sin diez o doce remates de sola. res, quintas y
chacras, y un terreno cualquiera solía tener en un solo mes cuatro o cinco
propietarios sucesivos, dejando apreciable ganancia a todos los vendedores.
Como consecuencia de esta embriaguez por
el juego mal disimulado y de la intermitente abundancia de dinero, cundía la
edificación, no quedaba prójimo sin amontonar ladrillos, levantábanse barrios
enteros, y los albañiles acudían de todas partes al olor del trabajo bien
remunerado.
Las "autoridades" de Pago Chico habían formado,
naturalmente, sociedad para la compra-venta de tierras, la adquisición por
testaferros de "sobrantes" municipales, tramitación y logro de "indemnizaciones"
por solares no ubicados, y otras operaciones no menos honestas y lucrativas.
Estos negocios necesitan una rápida
explicación, aunque no afecten al fondo de la verídica historia que narramos.
Ya se ha visto que el plano del pueblo
estaba topográficamente muy mal aplicado y tanto que en medio de las manzanas,
entre solar y solar, quedaba a veces una fracción de terreno sin dueño: esta
fracción era el "sobrante".
Como es muy de temer que esta explicación
no se entienda, apelamos a las rayas. Toda manzana pagochiquense era un
cuadrilátero de ciento cincuenta varas de lado, dividido cada uno en cuatro
solares de treinta y siete y inedia varas de frente por setenta y cinco de
fondo, así:
A 371/2 371/2 371/2 371/2 B=150 varas.
Pero cuando, por mala demarcación, la
línea resultaba de más de 150 varas -equivocados al situarse los puntos A y B-,
era forzoso que entre un solar y otro solar quedara una diferencia,
posiblemente ubicable en cualquier punto, pero ubicada siempre (por un resto de
pudor administrativo) entre solar y solar.
A
371/2 371/2 371/2 371/2 B=165 varas.
Las quince varas de diferencia -sobrante-
eran adjudicadas al precio primitivo de los solares, diez veces inferior al
corriente -a la persona que hacía la denuncia. Como ésta era siempre un hombre
de influencia, el sobrante se ubicaba donde más daño hacía, es decir, entre las
dos propiedades más valiosas, siempre que no fueran de otro influyente... Para
no destrozar sus edificios, las víctimas pagaban a peso de oro, un terreno que
había pagado ya, pero cuyo exceso de superficie no ignoraban probablemente: a
un engaño hay otro engaño, a un pícaro, otro mayor, como afirma el proverbio.
Este error topográfico, provocaba el
inverso, que otra línea explicará sin más vueltas:
A 371/2 371/2 371/2 371/2 B=150 varas.
En la "cuadra" faltaba un
solar, aunque existiera o pudiese forjarse un título de propiedad. El dueño del
título sin terreno, reclamaba (naturalmente si era situacionista por que la
reclamación no "cuajaba" de otro modo) y como no era posible estirar
la cuadra ni hacer parir las vacas, indemnizábasele con otro lote municipal,
diez o veinte veces más valioso, en cualquier otra parte, y tanto mejor ubicado
cuanto mayor era la influencia del reclamante. ¡Estancias se obtuvieron por
este sistema! y si Ferreiro llegó a diputado fue sólo a costa de muchos
sobrantes y muchas indemnizaciones que supo aprovechar para sí, indicar a otros
o repartir entre los "personajes" que le interesaban o podían serle
útiles al día siguiente, y esto fuera de las suculentas "comisiones"
con que sabía untar la mano de los empleados municipales, de intendente abajo.
Como que hasta don Máximo recibía infaliblemente su propina.
Esto hubiera bastado a cualquier gobierno
aprovechador.
Pero, deseosos de ensanchar su campo de
acción, los señores del pueblo resolvieron un buen día dedicarse también a la
industria y establecer una fábrica de "ladrillo de máquina" que había
de darles resultados. Asistimos a la reunión en que quedaron sentadas las bases
de la empresa.
Celébrase ésta en casa del juez de Paz
don Pedro Machado, con asistencia del intendente Municipal don Domingo Luna,
del comisario Barraba, del doctor Carbonero y del famoso escribano Ferreiro,
cuyas fechorías habían de conducirlo más tarde a ser todo un personaje
provincial y hasta nacional, como veremos más adelante, porque es cierto
aquello de que "todo andará bien si el palito no se quiebra".
Es de noche.
Una chinita desarrapada ceba y acarrea el
mate amargo, y en la mesa del comedor, como adorno característico se alza un
porrón de ginebra rodeado de copas.
-Machado, masticando el pucho de cigarro
negro, expone con vehemencia lo lucrativo que a su parecer resultará el
negocio, las ventajas que reportará a los asociados, las grandes cantidades de
ladrillos que se podrá producir y vender...
-Nos ganaríamos una punt'e pesos; pero
hay och' hornos en el pueblo y nos van a hacer la competencia... Para hacernos
la guerra son capaces de vender perdiendo, y nosotros también tendremos que
perder. Nos sacarían la chicha y eso no nos hace cuenta...
Largo rato se debatió la cuestión,
entroles miedo a los presuntos fabricantes, y ya iban a abandonar la empresa
por demasiado aleatoria, cuando el escribano ladino, que había estado meditando
sin tomar parte en la discusión, electrizó de nuevo a sus socios y discípulos
de siempre con una idea genial que cortaba el nudo gordiano:
-¿Cuánto tiempo tardará en instalarse
completamente la fábrica y poder trabajar? -preguntó don Domingo Luna, al más
interiorizado en el asunto.
-Seis meses.
-¿Y para que venga la maquinaria de
Europa?
-Mes y medio, cuando mucho, si la pedimos
por telégrafo.
-Entonces... entonces ¡hay que prohibir
la edificación por un año!...
Todos se levantaron como movidos por un
resorte, lanzando suspiros y exclamaciones de satisfacción. A nadie se le
ocurrió objetar aquello podía ser arbitrario: ninguno de ellos gobernaba con
semejantes escrúpulos. Barraba palmoteó a Ferreiro en el hombro. Machado se
echó al coleto, con los ojos brillantes de codicia, una copa de ginebra; el
doctor Carbonero se restregó las manos, alzando y levantando la cabeza
sonriente, y don Domingo hizo un movimiento tan brusco e intempestivo que
derramó el mate sobre los guiñapos de la china cebadora.
El plan de Ferreiro era muy sencillo:
Como la delineación del pueblo había sido
pésima desde un principio, y como los improvisados "ingenieros" -ni
agrimensores siquiera-, municipales habían hecho las calles en forma de dientes
de sierra, como si sólo trabajaran beodos, nada más natural que presentar al
concejo y hacerle aprobar una ordenanza prohibiendo la edificación mientras no
se trazara el nuevo, definitivo y esta vez matemático plano de la futura
ciudad.
Entre tanto, podría instalarse
tranquilamente la fábrica; los horneros, presuntos competidores,
"reventarían" por falta de trabajo, y ya libres de temores y al
abrigo de toda contingencia, comenzarían a producir "ladrillo de
máquina", iniciando la "era del ladrillo de máquina" demarcadora
de un nuevo y colosal progreso pagochiquense.
Y así se hizo, como se dijo.
Los harneros fueron emigrando poco a
poco; la maquinaria llegó; la fabricación iniciose con un resultado desastroso,
porque nadie entendía aquellos complicados aparatos tragadores de barro,
estiércol y paja; (la casa europea había aprovechado la coyuntura para
deshacerse de un viejo "clavo" únicamente bueno para Sud América u
otro país bárbaro); gritó La Pampa; comentó el pueblo aquel escándalo, y
protestó de él enviando anónimos al gobernador y a los periódicos de la
capital... Y cuando, después de encontrar obreros diestros en Buenos Aires,
comenzaron a levantarse altas pirámides de ladrillos tersos y rojos, como
diciendo "compradme" Ferreiro se encaró cierto día con el "digno
y progresista intendente de Pago Chico", según El Justiciero.
-¡Hombre, don Domingo! Se me acaba de
ocurrir una cosa!
-¡Vamos a ver qué se le ocurre! -exclamó
Luna-, Estoy a su servicio.
-Que usted me podría comprar las acciones
de la fábrica de ladrillos.
-¡Qué! ¿Ya no le gusta el negocio?
-¡Al contrario! ¡Me gusta de alma! Pero
ando un poco necesitado de plata para completar lo que me cuesta una chacrita
que acabo de comprar, y naturalmente, no voy a vender las acciones a algún
extraño que vaya a meter las narices en nuestros asuntos!...
-¡Pues, natural! ¿Y, cuánto quiere?
-Entre nosotros no podemos ser exigentes,
ni pensar en ganancias. Se las doy por lo que me costaron.
-¡Arreglao! -exclamó el otro muy satisfecho.
Cobró el uno, pagó el otro, y el
escribano quedó fuera de la sociedad anónima de los ladrillos de máquina.
Véase ahora la tontería de Ferreiro:
Un mes más tarde producíase la catástrofe
financiera en que hasta los obreros desaparecieron del país, porque el metal
valía cuatro veces más que su valor fiduciario, y don Domingo Luna, echo un
puerco espín, exclamaba.
-¡A este Ferreiro no hay por dónde
agarrarlo! ¡Mi ha fregao lindo!... Y decir que p'a esto largué la ordenanza de
la prohibición que inventó el muy canalla, aguantando los chaguarazos de los
diarios, y todo! ¡Pucha con el hombre!... ¡Si quisiera ser mi socio, pero no a
mañas libres, sino derecho viejo! ¡La pucha con el platal que debemos hacer!...
Una vez se atrevió a increpar al
escribano, quien, sonriéndose, le dijo:
-Mire, viejo: yo no he perdido un real en
esta crisis. Al contrario, estoy más rico que antes. Y ¿sabe por qué?... Porque
en la especulación es como en el juego de la brasa: el que se queda con ella,
al último, es el que se quema, como el último mono es el que se ahoga.
-Pero, yo soy su amigo, don...
-En la especulación, lo mismo que en el
juego, no hay amigos, sino enemigos. Pero, pierda cuidado: la bromita le cuesta
muy poco, al fin y al cabo, y aquí estoy para hacer que se desquite. Compre
certificados del Banco de la Provincia: yo sé lo que le digo. Dentro de pocos
meses habrá duplicado o triplicado el capital.
Y fue, en efecto, un gran negocio para
don Domingo, quien perdonó gustoso en vista de ello que lo hubieran hecho
comulgar con los malhadados ladrillos de máquina...
- VII -
Beneficencia pagochiquense
De las sociedades de beneficencia
formadas por señoras que había en Pago Chico, la más reciente era la de las
"Hermanas de los Pobres", fundada bajo los auspicios de la augusta y
respetable logia "Hijos de Hirám" que le prestaba toda su
cooperación. La primera en fecha era la sociedad "Damas de Benefícencia",
naturalmente ultra católica y archiaristocrática, como se puede -¡y vaya si se
puede!- serlo en Pago Chico.
Las "Hermanas de los Pobres" se
instituyeron "para llenar un vacío" según dijo La Pampa, y la verdad
es que en un principio hicieron gran acopio de ropas y artículos de utilidad,
cuyo reparto se practicó no sin acierto entre pobres de veras sin distinción de
nacionalidades, religiones ni otras pequeñeces. Distribuían también un poco de
dinero, prefiriendo, sin embargo, socorrer a los indigentes con alimentos y objetos
dándoles vales para carnicerías, lecherías, panaderías, boticas, todas de
masones comprometidos a hacer una importante rebaja. La sociedad prosperó con
gran detrimento de la otra, que ni tenía su actividad ni usaba de los mismos
medios de acción, ni aprovechaba útilmente sus recursos. Se hablaba muy mal de
esta última. "Las Damas de Beneficencia" no servían ni para Dios ni
para el Diablo según la opinión general. Es decir, esa opinión estaba conteste
en que servía, pero no a las viudas, ni a los huérfanos, ni a los pobres, ni a
los inválidos y enfermos, sino a su digna presidenta misia Gertrudis, la esposa
del tesorero municipal, quien hallaba medio de ayudarse a sí misma, no ayudando
a los demás, con los recursos que le llovían de todas partes. Pero, eso sí, la
contabilidad de la asociación era llevada "secundum arte", limpia y
con buena letra, como que de ello cuidaba el mismo tesorero, esposo fiel y
servicial.
Tendrían o no tendrían razón de ser las
hablillas circulantes, viviría o no viviría misia Gertrudis de lo que se daba
-con bastante generosidad- para los pobres; esquilmaría o no esquilmaría el
óbolo común; el hecho es que estrenaba anualmente dos o tres vestidos de seda
que hacían poner rojas y verdes y amarillas de envidia a la comisaria, a la
valuadora, a la misma intendenta; que de cuando en cuando compraba un nuevo
solarcito en las afueras del pueblo; que en su casa no faltaba nunca una copa
de oporto de regular arriba, para obsequiar las visitas de cierta distinción, y
que no se comía mal ni mucho menos en los almuerzos que ella y el tesorero
daban a sus amigos, enemigos más bien.
Porque si no nos equivocamos, en todo el
pueblo no había una persona que no hablara pestes de la tesoreril pareja, hasta
entre las que más la festejaban. Claro está, entonces, que "la calumnia
fue creciendo, fue creciendo" y no tardó mucho en llegar a los propios
oídos de la mismísima misia Gertrudis, en alas de la voz pública representada
esta vez por una vieja pagochiquense, infatigable en la tarea de llevar y traer
chismes y habladurías. Doña Dolores, digna esposa del escribano Martín Martínez
y enemiga a muerte de misia Gertrudis, la despellejaba implacablemente, pero
fingía ser su amiga, y hasta puede que lo fuera en el instante en que
conversaba con ella.
Un día, pues, no resistió el deseo
imperioso de contar a la interesada cuanto se decía en el pueblo, unas veces en
voz baja, otras veces a gritos.
-Usted que es una señora decente, esposa
nada menos que del tesorero municipal, no debe dejar que hablen esas cosas de
usted, y darles una lección.
Misia Gertrudis la escuchaba furiosa, no
interrumpiéndola sino con dicterios dirigidos indistintamente a todos los
notables de Pago Chico. La presidenta no dejó de rabiar desde entonces. Loca de
ira y de indignación llegó hasta jurar que presentaría su renuncia -cuya sola
enunciación la hacía estremecer- y declaraba a voz en cuello que lo único que
no podía soportar era la ingratitud, la injusticia de que se la hacía víctima
inmaculada y dolorosa.
-¡Calumniarme a mí, a mí!... ¡A ver si
hay una sola de esas hijas de una... tal por cual, que sea capaz de
"alministrar" tan bien como yo! ¡Que vengan, que vengan a examinar
mis libros!...
Y ostentaba los modelos de caligrafía
pacientemente ejecutados por su marido; pero allá en el fondo, su conciencia
hacía un balance que nunca se habría atrevido a presentar, ni a esas ni a otras
damas cualesquiera, y le imponía la visión, como implacable libro diario, de
los kilos de carne, de yerba, de azúcar, de arroz, de fideos y los litros de
leche, de vino, de aguardiente, de aceite de petróleo que debía a los pobres. E
imaginábase que entre ellos se arguía la figura odiosa y acusadora de su colega
la presidenta de las "Hermanas de los Pobres", esa "masona"
que solamente por vil espíritu sectario, por hacer daño a la iglesia y a los
católicos y a Dios mismo, llevaba sus libros peor escritos sí, pero con arreglo
a la verdad.
Una mañana míster Kitcher, el acopiador
de frutos del país, un inglés que nunca se ocupó de saber lo que ocurría en el
pueblo, le envió un donativo de bastante importancia para el objeto, sin
sospechar que aquel dinero pudiera extraviarse antes de llegar a su verdadero
destino.
Misia Gertrudis había notado aquel día,
no sin pena, que el bolsón de terciopelo cerrado por un cordón de seda, en que
guardaba "aparte" el dinero de los pobres, estaba completamente
vacío, sin el más mínimo resto de limosna. Es de imaginar, pues, con cuánta
satisfacción recibió la de míster Kitcher, y el buen humor con que se hubiera
puesto a coser la bata -que proyectaba lucir en la próxima función que a
beneficio de la sociedad iba a dar en el circo la compañía acrobática, del
celebérrimo Tomate IV- si se hubiera podido apartar de la imaginación el
recuerdo de las comprometedoras hablillas y el encono cada vez mayor que sentía
hacia las "Hermanas de los Pobres", sobre quienes hacía llover las
maldiciones de más grueso calibre. Así es que apenas se sentó y sin advertirlo,
se puso a murmurar dicterios enardeciéndose cada vez con el propio rumor y la
propia ponzoña de sus rezongos.
-Aquí le manda esto el sastre -díjole la
chinita Liberata, cuando apenas había dado dos puntadas.
Era la cuenta de una compostura de ropa
de su marido y del arreglo de la levita negra para el "Te Deum" del
nueve.
-A ver, dame... ¡Ah, sí, ya sé! -exclamó
misia Gertrudis, tomando el papel qué Liberata le presentaba y devolviéndoselo
acto continuo-. Decile que vuelva el sábado... Ahora estoy muy ocupada.
Pero en ese instante recordó la ofrenda de míster Kitcher, cuyo
dinero tenía aún en el bolsillo, e iluminada por súbita inspiración -¡lo que
puede la costumbre!- bolsiquió por la manera, asió el bolsón de terciopelo, e
inmovilizó a la chinita que ya iba a salir, gritándole:
-Esperate.
Muy grave, con una gravedad que imponía
como siempre, respeto, añadió:
-No le digas nada. Tomá...
Y sacando los cuatro pesos que importaba
la cuenta, los dio a Liberata que corrió a entregárselos al cobrador del
sastre, mientras la señora, reanudando el hilo de sus pensamientos y el curso
de sus imprecaciones murmuraba indignadísima entre dientes:
-¡Pícaras! ¡Sinvergüenzas! Sospechar de
que robo, yo, yo! Quisieran que estuvieran un momento en mi lugar, para ver las
cochinadas que harían...
Pero se arrepintió de haber invocado tan
peligrosos testigos, y paseando la mirada recelosa por el cuarto, tanteose el
vestido, a ver si el bolsón de terciopelo continuaba en su sitio para seguir
socorriendo a los pobres acreedores.
- VIII -
Poncho de verano
Desde meses atrás no se hablaba en Pago
Chico sino de los robos de hacienda, las cuatrerías más o menos importantes,
desde un animalito hasta un rodeo entero, de que eran víctima todos los criadores
del partido, salvo, naturalmente, los que formaban parte del gobierno de la
comuna, los bien colocados en la política oficial, y los secuaces más en
evidencia de unos y otros.
La célebre botica de Silvestre era, como
es lógico, centro obligado de todo el comentario, ardoroso e indignado si los
hay, pues ya no se trataba únicamente de principios patrióticos: entraba en
juego y de mala manera, el bolsillo de cada cual.
Por la tarde y por la noche toda la
"oposición" desfilaba frente a los globos de colores del escaparate y
de la reluciente balanza del mostrador, para ir a la trastienda para echar un
cuarto a espadas con el fogoso farmacéutico, acerca de los sucesos del día.
-A don Melitón le robaron anoche, de
junto a las mismas casas, un padrillo fino, cortando tres alambrados.
-A Méndez le llevaron un puntita de
cincuenta ovejas lincoln.
-Fernández se encontró esta mañana con
quince novillos menos, en la tropa que estaba preparando.
-El comisario Barraba salió de madrugada
con dos vigilantes y el cabo, a hacer una recorrida...
Aquí estallaban risas sofocadas,
expresivos encogimientos de hombros, guiños maliciosos y acusadores.
-El mismo ha'e ser el jefe de la
cuadrilla -murmuraba Silvestre, afectando frialdad.
-¡Hum! -apoyaba Viera, el director de
"La Pampa", meneando la cabeza con desaliento-. Cosas peores se han
visto, y él no es muy trigo limpio que digamos...
-¡Él! -gritaba don Ignacio, caudillo
opositor... todavía-. Es un peine que ni caspa deja. ¡Y cómo está pelechando el
hombre! No hace mucho se compró la casa en que vive; aura ha alquirido una
quinta junto al arroyo... ¿De ande saca p'a tanta misa? Negocios no se le
conocen, la suvención de la municipalidá no es cosa, y los cinco o seis vigilantes
que se come y no aparecen más que en las planillas, no dan p'a esos milagros...
¡Él ha de mojar no más en los a-bi-ge-á-tos!
Los otros grupos de independientes y
opositores, explanaban el mismo tema y compartían la misma opinión: el gran cuatrero,
pudiera o no pudiera probársele, era indudablemente el comisario Barraba, quién
sabe si con la complicidad de otros funcionarios, pero, en cualquier caso, con
su tolerancia... 'La corrupción del poder -como decía "La Pampa" es
tan contagiosa, que cuando invade a un cuerpo, no deja un solo miembro libre, y
luego sigue transmitiéndose alrededor, de tal manera, que todos vienen a quedar
infestados, si se descuidan".
-Así te diera yo a vos alguna coima, y
veríamos -refunfuñaba el señor comisario, para sus grandes bigotes.
Entretanto, el escándalo y la indignación
pública iban subiendo de punto. Ya no era únicamente "La Pampa" la
que revelaba y consideraba los robos de hacienda, pintando a Pago Chico como
una cueva de ladrones; los periódicos de la capital, informados por parte
interesada, comenzaron también a poner el grito en el cielo, espantados de que
tales cosas ocurrieran en "la primera provincia argentina", mientras
el gobierno, llamado a velar por los intereses generales, se hacía el sueco al
clamor creciente de los despojados, convirtiéndose en encubridor y fomentador
de bandoleros.
Aunque la superioridad continuara sin
inmutarse, sorda como una tapia y muda como una piedra, Barraba comenzó a
sentir sus recelos...
-¡Hay que hacer algo! -se decía,
multiplicando sus inútiles salidas en persecución de cuatreros y vagabundos,
incomodado por las irónicas sonrisas y los ademanes burlescos con que ya se le
atrevían los vecinos al verlo pasar...
-Si -peroraba don Ignacio una noche en la
botica-, cuatrero es cualquiera, cuatreros somos todos, ¿cómo lo h'e negar? Los
mismos piones que tengo, mañana s'irán y me robarán hacienda; pero mientras
estén en mi casa no, porque les parecería demasiado ruindá. El vecino roba al
vecino en cuantito se mesturan los animales, o a gatas tienen ocasión. Roba el
que pasa sin mal'intención por su campo, si tiene hambre y está solo y le da
gana de comerse una lengua'e vaca o un lindo asau de cordero... Le roba el
paisano haragán que vive "con permiso" en el ranchujo que alza en un
rincón de su campo, y que con cuatro o cinco vacas tiene carne toda la vida, y
con una majadita de cuarenta o cincuenta ovejas vende casi más lana y más
cueros que usté... ¿Y sabe p'a qué tiene animales? ¡Bah! ¡si le dan trabajo!...
¡tiene p'al derecho a la marca y las señales con que se apropea de todo lo
orejano que le cai cerca!... Le roba el alcalde, que ya comienza a ser
autoridá, y no tiene miedo que lo castiguen... Y por lo consiguiente, las demás
autoridades...
-¡Pero esto es Sierra Morena! -clamó el
doctor Pérez y Cucto, exagerando aún su acento español-. Y el gobierno de la
provincia debería...
-Ya l'he dicho -interrumpió don Ignacio-,
que el gobierno no tiene coluna más fuerte que el cuatrero, ya sea de profesión,
ya por pura bolada de aficionau. Los cuatreros son sus primeros partidarios;
ésos son los que eligen los electores, los diputados, los municipales; ésos son
los que sostienen, junto con los vigilantes, a la autoridá del pago, y de áhi
el mismo gobierno. Y p'a pagarles, el gobierno los deja vivir ¡es natural! En
tiempo de elección les hace dar plata, pero como no puede estar dándoles el año
entero, los contempla cuando comienzan a robar otra vez...
Todos apoyaron. El doctor Pérez y Cueto
se había quedado meditabundo. De pronto alzó la cabeza y dijo con énfasis,
recalcando mucho las palabras:
-Esa especie de connaturalización con el
cuatrerismo, que lo convierte casi en una tendencia espontánea y general, debe
tener y tiene sin duda su explicación sociológica. Pero ¿cuál? ¿Será el
atavismo? ¿Se tratará en este caso de una reaparición, modificada ya, de los
hábitos de los conquistadores y primeros pobladores, acostumbrados a considerar
suyo cuanto les rodeaba, por el derecho de las armas y hasta por derecho
divino?... La herencia moral de este país, no es, indudablemente, ni el respeto
a la propiedad ni el amor al trabajo...
Profundo silencio acogió estas palabras
que nadie había comprendido bien, y el doctor Pérez y Cueto dio las buenas
noches y salió, para correr a repetírselas a Viera, deseoso de que no se
perdiesen...
Poco después entró en la trastienda
Tortorano, el talabartero, restregándose las manos y riendo, como portador de
una noticia chistosa.
-¿Qué hay? ¿Qué hay? -le preguntaron en
coro.
-¡Barraba ha salido con una partida, a
recorrer!... -exclamó Tortorano-. Y hace un rato gritaba en la confitería de
Cármine que de esta hecha no vuelve sin un cuatrero, ¡muerto o vivo!...
Todos se echaron a reír a carcajadas,
festejando con chistes, dicharachos y palabrotas la declaración del
comisario...
Y sin embargo, éste supo cumplir su
palabra...
Cuando ya regresaba, al amanecer, con las
manos vacías -¿y a quién tomar, en efecto, si no se tomaba a sí mismo?- después
de haber pernoctado en una estancia lejana, Barraba vio un hombre que se movía
a pie, en el campo, cargado con un bulto voluminoso y lejos de toda habitación.
El individuo iba hundiéndose en la niebla, todavía espesa, de una hondonada,
junto al arroyo medio oculto por las grandes matas de cortadera. Barraba,
entrando en sospechas, espoleó el caballo para reunírsele. ¡Su buena
estrella!...
Cuando lo alcanzó no pudo ni quiso
retener un sonoro terno, mitad de cólera, mitad de alegría:
-¡Ah, ca... nejo! ¡Al fin cáiste!...
El hombre iba cargado con un hermoso
costillar bien gordo y un cuero de vaca recién desollado: iba sin duda a
esconderlo en alguna cueva de las barrancas del arroyo, pues, ya de día claro,
no era prudente andar con aquella carga, a vista y paciencia de quien acertara
a pasar por allí... Al oír el vozarrón del comisario que se le echaba encima a
rienda suelta, tiró cuero y costillar y trató de correr a ocultarse entre un
alto fachinal que allí cerca entretejía su impenetrable espesura. Pero Barraba,
más listo, le cortó el paso con una hábil evolución.
-¡Ah, eras vos! -exclamó al ver enfrente
a Segundo, pobre paisano viejo, cargado de familia, que se ganaba
miserablemente la vida haciendo pequeños trabajos sueltos-. ¿Con qu'eras vos,
indino, canalla, hijuna!... ¡Tomá, tomá, sinvergüenza, ladrón, bandido!
Y haciendo girar el caballo en estrecho
círculo alrededor de Segundo, descargole una lluvia de rebencazos por la
cabeza, por la espalda, por el pecho, por la cara... Bañado en sangre,
tembloroso y humilde, el otro apenas atinaba a murmurar:
-Señor comisario... señor comisario...
Los vigilantes se reunieron al turbulento
grupo y quisieron "mojar" también, dando algunos lazasos al matrero,
tomado infragante. Pero Barraba, celoso de sus funciones de verdugo, los hizo
apartar y siguió azotando hasta que se le cansó, "más que la mano el
rebenque".
Segundo había quedado en tierra, y
resollaba fuerte, angustiosamente, pero sin quejarse. Tenía el cuerpo cruzado
de rayas rojas en todas direcciones, la mejilla derecha cortada por la lonja, y
de las narices le brotaba un caño de sangre...
-¡A ver! ¡Llevenló en ancas! Tenemos que
llegar temprano p'a darles una buena lección! ¡Lleven el cuero también! -gritó
el comisario.
Y apretando las piernas a su caballo
enardecido por la brega, tomó a todo galope en dirección a Pago Chico, que no
estaba lejos ya.
Segundo, bamboleándose en la grupa del
caballo de un vigilante, con una nube en los ojos, la cabeza trastornada y los
miembros molidos, balbucía:
-¡Por la virgen santa!... ¡Por la virgen
santa!
El agente, fastidiado por aquella
dolorosa y continua letanía, volviose por fin colérico:
-¿De qué te quejás? ¡Tenés lo que merecés
y nada más! ¿A qué andás robando animales?...
Segundo hizo un esfuerzo:
-¡Era la primera vez -murmuró-, la
primera! Encontré esa vaquillona muerta... Mandinga me tentó... la
"cuerié"... Pero es la primera vez, por estas... -y poniendo las manos
en cruz, se las besaba...
-¡Ya t'entenderás con el juez!... ¡Lo
qu'es a mí, maní...! ¡No me vengás con agachadas, ché!
El sol comenzaba materialmente a rajar la
tierra cuando llegaron a la comisaría, bañados en sudor hombres y caballos. La
naturaleza entera parecía jadear bajo los rayos de plomo y el viento del norte,
cargado de arena quemaba como el hálito de la boca de un horno. Las hojas de
los árboles, achicharradas, crujían al agitarse, como pedazos de papel. Pago
Chico entero estaba metido en su casa. El comisario, en la oficina, se
refrescaba con una pantalla, en mangas de camisa, tomando mate amargo que
asentaba con un traguito de ginebra, "p'al calor". Había llegado
mucho antes que su escolta, montada en inservibles matungos patrias, más
inservibles aún con aquella temperatura tórrida.
-¡Ahí está el preso! -le anunció el
asistente, cuadrándosele.
-¡Bueno! ¡Que le pongan el cuero de
poncho, y lo hagan pasear por la plaza hasta nueva orden -gritó Barraba.
La plaza era, como es sabido, un inmenso
terreno de dos manzanas, sin un árbol, sin una planta, sin una matita de pasto,
en que el sol derramaba torrentes de fuego, como si quisiera convertir en
ladrillo aquella tierra plana e igual, desolada y estéril.
El comisario salió en mangas de camisa,
con el mate en la mano, a presenciar el cumplimiento de su orden.
El cuero, fresco y blando, fue
desdoblado; con un cuchillo hízosele en el centro un tajo de unos treinta y
cinco centímetros de largo... Segundo fue conducido al patio, donde se
ejecutaba esta operación; casi no podía tenerse en pie... Lo obligaron a meter
la cabeza por el boquete del cuero, y uno de los agentes alisó con cuidado los
pliegues, ajustándolos al cuerpo.
-¡Lindo poncho fresco... de verano!
-exclamó Barraba, chanceándose alegre y amablemente.
Los que estaban en el patio -y sobre todo
el escribiente Benito, aquel que "era más bruto que un par de botas"-
festejaron el chiste del superior, riendo con más o menos estrépito... según la
jerarquía.
Segundo callaba, sin darse cuenta aún de
lo que iba a suceder. Por delante y por detrás, el improvisado poncho llegábale
a los pies; a ambos lados, partiendo de los hombros, se abría como una especie
de esclavina.
-¡Bueno, marche! -mandó el comisario-. ¡Y
con centinela a la vista! ¡Que no se pare; y si se para, dele lazaso no más!
El viejo salió tropezando, seguido por un
vigilante. Cruzaron la calle, entraron en la plaza y comenzó el paseo... En los
primeros momentos, las cosas no anduvieron demasiado mal. Uno que otro vecino,
asomado por casualidad, y viendo el insólito aspecto del hombre vestido con tan
extraño poncho, se apresuró a inquirir de qué se trataba. La noticia cundió.
Entreabriéronse puertas y ventanas, dejáronse ver cabezas de hombres, mujeres y
niños; un rato después comenzaron a formarse grupos en las aceras con sombra, y
a volar comentarios de unos a otros:
-Es Segundo.
-¡Pobre! ¿Y qué ha hecho?
-Parece que lo han pillau robando
animales...
-¿Él? ¡Bah! ¡No es capaz!
-¡Un viejo infeliz!
-¡Qué quiere, amigo! ¡La soga se corta
por lo más delgao!
Pago Chico entero no tardó en hallarse
reunido alrededor de la plaza, y el gentío era aún más numeroso que el día de
la fracasada ascensión del globo acrostático. No quedó un perro en su casa, y
en el ámbito asoleado zurrií un zumbido de colmena.
El paseo de Segundo continuaba hacía ya
una hora. El desdichado intentó detenerse una o dos veces, pero el activo
rebenque hizo desvanecer sus ilusiones de descanso... El sudor corría por su
rostro, mezclado con la sangre coagulada que disolvía, flaqueábanle las
piernas, y comenzaba a ¡sentirse estrecho en el poncho de cuero, poco antes tan
holgado. Éste, en efecto, secándose rápidamente con el sol -harto rápidamente,
pues para ello se había cuidado de poner el pelo hacia adentro-, iba poco a
poco oprimiéndolo por todas partes, como un ajustado "retobo", hasta
obligarlo a acortar el paso. Y su interminable viaje seguía, en medio de
aquella atmósfera de fuego, bajo las miradas de la multitud, que empezaba a
indignarse y a dejar oír murmullos irritados... Ya se habían relevado tres
agentes, muertos de calor, pero la marcha continuaba, implacable, y el poncho
seguía estrechándose, estrechándose, impidiendo todo movimiento que no fuese el
cada vez más corto de los pies del triste torturado, haciéndole crujir los
huesos.
-¡Basta! ¡Basta! -gritaron algunas voces.
-¡Basta! ¡Basta! -repetían algunas otras
de vez en cuando.
El gentío, sobrecogido, olvidaba el
calor. Segundo había pedido agua muchas veces, con voz apagada y balbuciente de
moribundo. Un vecino, más caritativo y menos temeroso que los demás, le dio de
beber. Al relevarse el centinela, el comisario ordenó al que iba a hacer la
nueva guardia:
-¡Que nadie se acerque al preso!
Al martirio del cuero que ya amenazaba
descoyuntarlo, agregose entonces la tortura de la sed...
Varias personas caracterizadas se
presentaron a Barraba, pidiéndole que hiciera cesar el suplicio. Barraba se
echó a reír.
-¿De qué se queja? Tiene poncho fresco...
de verano!... ¡Dejen, que así aprenderá a carnear ajeno!...
-Pero, señor comisario... -le suplicaron.
-¡Bueno! ¿Y áura salimos con esas?... ¿Y
no andan ustedes mismos diciendo que hay que darles un "castigo
ejemplar" a los cuatreros?...
-Segundo es un infeliz, y...
-¡No hay infeliz que valga!
-¡Y creemos que el juez!...
-¡Basta! ¡Callensé la boca! ¡Aquí mando
yo, caray! ¿Por quién me han tomau, y qué se piensan?...
Cuando los postulantes salieron, Segundo
rodaba desmayado entre el polvo, tieso como un tronco seco, rígido, aprensado
en los tenaces y rudos pliegues rectos del cuero, que le penetraba en las
carnes. Había soportado el atroz suplicio sin lanzar un ay, mientras tuvo
fuerzas para mantenerse en pie...
Hubo que sacarle el poncho cortándolo con
cuchillo. De la plaza se le llevó casi agonizante al hospital.
Barraba reía con los suyos en la oficina:
-¡Poncho de verano! ¡Qué gracioso!...
Miren que poncho de verano...
.....................................................................................
Párrafo del editorial aparecido al día
siguiente en El Justiciero, periódico oficial de Pago Chico.
"El comisario Barraba ha satisfecho
ampliamente la vindicta pública y merece el aplauso de todas las personas
honradas, pues la terrible y merecida lección que acaba de dar a los cuatreros
hará que cesen para siempre los robos de hacienda, aunque algunos la tachen de
cruel y arbitraria, amigos como son de la impunidad. ¡Siempre que extirpe un
vicio vergonzoso y perjudicial, una aparente arbitrariedad es evidente buena
acción!"
Dos meses después Segundo estaba en
Sierra Chica, su familia en la miseria y el señor comisario se compraba otra
casa...
- IX -
Para barrabasadas...
¡Cuánta serenata y qué golpear de
puertas! Pago Chico está "desatado" y mientras en el club los
patricios hacen destapar mucho vino espumante y un poco de champaña, entre
risas, dicharachos y brindis, de las trastiendas de los almacenes y de los
despachos de bebidas salen cantos broncos y desafinados en que se distingue
algún "te l'o detto tante volte"... o acompasadas y estrepitosas
vociferaciones de "morra", como martillazos secos, o la algarabía de
alguna disputa nacida entre oleadas de carlón.
Por las calles vagan grupos de obreros
con acordeón y guitarra, y de jóvenes calaveras, al uso pagochiquense, que
repican los Hamadores, se cuelgan de las campanillas, hacen ronga-catonga
alrededor de algún infeliz que se retira tropezando, medio chispo, y producen
tal alboroto que parecen legión cuando son apenas un puñado.
Éstos se divierten apedreando las
ventanas del Juez de Paz -sabiéndolo, en el Club- guarecidos tras de la tapia
de un terreno baldío; aquéllos han atado un tarro de petróleo a la cola del
perro de Silvestre, y allá va el pobre animal como una exhalación hasta el
confín del pueblo, despertando a las supersticiosas comadres de los ranchos que
se santiguan aterradas; los de más allá, inspirados por el hijo de Bermúdez,
mozo "diablo" cuya viveza es legendaria, han puesto en práctica la
genial idea de descolgar el letrero de Madama Chomblant, la partera -cuadro que
representa una mujer de palo, vestida de hojalata, sacando un feto rojo de un
rábano recortado en forma de rosa-, y colgarlo en la puerta del cura, que
echará pestes sin saber a quién debe tal bromazo.
Al Club del Progreso, con motivo de tan
magna fiesta, han acudido tirios y troyanos a pesar de las terribles
disenciones. Hay armisticio, y el mismo comisario Barraba se ha dignado hacer
acto de presencia -muy campechano- y codearse breves momentos con la oposición.
El Club está momentáneamente en poder de
los opositores. El caso es que las cuestiones políticas le hicieron mucho daño,
y la división estuvo a punto de provocar su clausura, porque nadie pagaba la
cuota mensual -sobre todo entre los oficialistas, vulgo "carneros"-,
y la falta de fondos no ha permitido dar una tertulia, como en años anteriores...
Esto no puede impedir, sin embargo, que
la gente se divierta.
En efecto, apenas dan las doce
campanadas, saludadas con sendas copas de vino (muchos no pueden realizar la
proeza, por falta de estómago o por falta de cobres), y apenas el licor empieza
su marcha ascendente, hacia las alturas del cráneo, Mussio se sienta al piano y
la emprende con un vals saltado que pone en movimiento a los más jaranistas y
bailarines. No hay mujeres, naturalmente.
-¡Pan con pan comida de bobos! -exclama
con sarcasmo Viera, el director de "La Pampa".
Pero después de un par de brindis
suplementarios, él también se enlaza con Silvestre, y es de ver a los dos,
dando vueltas vertiginosas y llevándose por delante los muebles enfundados del
salón, las sillas, el piano, los consocios mismos.
El piano chilla, ladra, maúlla, se queja;
saltan como pistoletazos los tapones del vino espumante; un espectador lleva
atronadoramente el compás con los pies, el bastón, las patas de la silla, otro
tararea el vals a destiempo; el de más allá reclama un poco de silencio para
lanzar un brindis de circunstancias; los jugadores de billar se asoman a la
puerta que comunica con la sala de juego, risueños y enrojecidos, con el taco
en la mano; los mozos y el capataz corren de un lado a otro, y en las ventanas
de la calle aparece "vichando" con curiosidad y estupor, algún
transeúnte retardado a quien sorprende aquella inusitada barahúnda y que mañana
desprestigiará a "todo lo mejor de Pago Chico", entregado así a la
más escandalosa y abyecta orgía.
El de los brindis llega por fin a hacerse
escuchar, y apenas concluye sus votos de prosperidad, dicha y bienandanza con
un "año nuevo vida nueva", lleno de modernismo, estalla la más
formidable cencerrada que orejas pagochiquenses hayan oído jamás. El orador,
mohíno, se desliza hacia el "buffet" para reponerse del mal rato,
mientras los demás continúan cacareando, ladrando, maullando, rebuznando o
echando los pulmones en alguna otra forma original.
En esto, como si la empujara el pampero
en persona, ábrese de par en par la puerta del Club y entra desalado el oficial
de policía Benito Mendoza, produciendo en los presentes, hasta en los más
entusiasmados, la impresión acongojada de que acaba de ocurrir algo muy grave,
alguna desgracia, algún cataclismo...
Como por encanto reina en el Club entero
un silencio pavoroso.
-¡Señor comisario! -dice el oficial en
voz baja, acercándose a Barraba-: El río Chico está desbordándose y amenaza
inundar el pueblo. ¿Qué se hace?
Barraba ahoga una interjección de las
suyas, parece meditar un segundo, y luego grita, perentoriamente y con voz de
trueno, como un general que toma disposiciones en el momento decisivo de la
batalla:
-¡Arme el piquete! ¡Vaya a paso de trote!
¡Mándeme el caballo! ¡Yo voy en seguida!
El silencio se hizo tan solemne y
trágico, que todos se volvieron indignados hacia Silvestre que había oído y se
sonaba ruidosamente las narices para no estallar en una carcajada.
-¡Revolución!
-¡Ataque a la comisaría!
-¡Invasión!
No se escuchaba otra cosa cuando los
concurrentes comenzaron a animarse, una vez fuera el misterioso Barraba.
El boticario les dio la clave del enigma,
pero no consiguió desarrugar los ceños. ¡Una inundación! ¡Canario!...
Sólo al día siguiente, cuando se vio que
el Chico no salía de madre ni pensaba tal cosa, por la escasez de recursos que
lo mantenía sometido a la familia, con agua apenas para regar las quintas de
los prohombres oficiales, estalló del uno al otro extremo del Pago la homérica
carcajada que Silvestre atajó la noche antes con el pañuelo.
El comisario había inaugurado bien el año
nuevo, y por eso sigue diciéndose en nuestra tierra:
-¡Para barrabasadas, Barraba!...
- X -
Los patos
Era la tarde del 31 de diciembre. Ruiz,
el tenedor de libros de una importante casa de comercio -aquel españolito capaz
y relativamente instruido que acababa de llegar al pueblo, después de una
escala en Buenos Aires, provisto de calurosas recomendaciones para su
compatriota el doctor don Francisco Pérez y Cueto, que no tardó en procurarle
la susodicha ubicación- se hallaba, como de costumbre, en la frecuentada
trastienda de la botica de Silvestre, sorbiendo el mate que echaba Rufo, el
nunca bien ponderado peón criollo del criollo farmacéutico.
Merced a su irresistible don de gentes,
el boticario era ya íntimo amigo del tenedor de libros, a quien había enseñado
en pocas semanas a tomar mate -como se ha visto-, a jugar al truco y a opinar
sobre política, tarea esta última siempre fácil y agradable para un español. El
aprendizaje de las otras dos, y sobre todo de la primera, había costado mayor
esfuerzo...
Ruiz, a pesar de su renegrido bigote, de
sus ojos negros y brillantes y de su continente resuelto, no sabía andar a
caballo ni conducir un carruaje -observación que no parece venir a cuento, pero
que es imprescindible, sin embargo-, de modo que, los domingos, cuando obtenía
prestado el tílbury de su patrón, veíase en la obligación de buscar compañero
ayudante que lo sacara de posibles apuros. Su primer invitación iba siempre
enderezada a Silvestre, cuya obligada respuesta era:
-No puedo abandonar la botica, ¡como te
suponés!...
Porque ya se trataban tú por tú -o tú por
vos, para ser más exacto- a pesar de lo reciente de la relación.
Y lo curioso es que no pudiendo abandonar
la botica, Silvestre andaba siempre merodeando por el barrio, a caza o en
difusión de noticias, aunque Rufo no estuviera para cuidarle los potingues...
Ante la voluntad negativa, Ruiz, que se pasaba allí las largas horas en que el
Mayor, el Diario y la Caja no reclamaban la esgrima de su pluma, permanecía un
rato en silencio, o hablando de cosas indiferentes, para terminar insinuando:
-¿Rufo, no podría acompañarme?
-¡Cómo no! ¡Que vaya no más!
Y casi todos los domingos ambos montaban
al tílbury, empuñaba las riendas Rufo, y al trote del moro, allá iban los dos
por esas calles, dando vueltas, hasta cansarse de mirar muchachas en las
puertas, para salir entonces a dar largos paseos por las quintas sin árboles y
las chacras sin sembrados.
Ahora bien, aquella tarde del 31 de
diciembre, y como le consta al lector, terminado el inacabable machaqueo de la
pomada mercurial, y el sempiterno lavado de frascos y botellas a gran fuerza de
munición, Rufo acarreaba mate a la trastienda, en que Silvestre y Ruiz
departían mano a mano.
-Mañana es primero de año... ¿qué piensas
hacer? -preguntó de pronto el tenedor de libros.
-¿Yo?... ¡Ya sabés que no puedo abandonar la botica!...
-Pues yo pienso salir de caza, en el
tílbury, así como te lo digo.
-¿A cazar qué?
-¡Patos, hombre, patos! ¿No sería
excelente un guisado de patos para festejar el año nuevo?
-Sí, pero tenés que ir muy lejos...
-¡Quiá!
-No hay patos por aquí. Están muy
perseguidos, se han puesto matrerazos y no se encuentran mas que en los
lagunones del Sauce y muy arriba del río Chico...
-¿Que no?... ¡Pues pululan!... Deja que
Rufo me acompañe, y en dos o tres horas me comprometo a traerte un par de
docenas... ¡Los comeremos mañana mismo!...
-¡Qué vas a traer! Si no hay un pato ni
p'a un remedio por aquí...
Ruiz medio sulfurado, se encaró entonces
con Rufo, que entraba llevando el mate:
-¿No hemos visto centenares de patos el
domingo, cuando salimos en el tílbury?
Rufo sonrió con sonrisa indefinible, y
contestó muy afirmativo:
-Negriaban, sí, señor... Hasta en los
charquitos...
-¡No puede ser! -exclamó Silvestre,
incrédulo; y en seguida apeló a su sistema predilecto-: Te apuesto a que no
tráis ni cinco en todo el día.
-¡Apostado! ¿Qué jugaremos?
-Que si cazás cinco patos, yo pago el
vino bueno, los postres y el champán para nosotros y tres amigos más; si no
cazás nada o menos de cinco, vos pagás una buena comida en lo de Cármine... ¿Te
conviene?
-¡Va apostado!
Era aún temprano, el pueblo dormía,
cantaban los pájaros, y el sol bajo el horizonte iluminaba ya blandamente la tierra,
cuando Rufo fue a buscar a Ruiz con el tílbury tirado por el moro.
El criollito socarrón iba tan alegre que
el látigo chasqueaba en su mano como petardos, a pesar de que el moro llevara
un trote bastante ágil en el aire vivo de la mañana.
El
tenedor de libros estaba vestido y aguardaba ya, armado hasta los dientes, con
escopeta de dos cañones, cuchillo de caza, morral, cinturón y cartuchera con
más de cien cartuchos cuidadosamente cargados.
Salieron y ya a pocas cuadras del pueblo comenzó
el tiroteo: -¡Pim, pam; pim, pam!- y el caer de patos era una maravilla.
Mansos, mansitos los animales se dejaban acercar bien a tiro, casi sin moverse
junto a la misma orilla, y cuando uno quedaba espachurrado y flotando sobre el
agua cenagosa de los pantanos, los otros parecían más sorprendidos que
espantados por aquel estrépito y aquella matanza, como si nunca se les hubiese
hecho un disparo... Después, convencidos de la abierta hostilidad, tendían el
vuelo bajito levantando el agua con las patas, como si navegaran a hélice, e
iban a detenerse poco más lejos, de tal manera que el tílbury, hábilmente
dirigido por Rufo, no tardaba en dejarlos a tiro otra vez...
Y ¡pim, pam; pim, pam! la escopeta de
Ruiz continuaba el estrago, amenazando dejar sin patos la comarca entera. Uno,
dos, diez, veinte, cuarenta. ¡Cuarenta patos mató esa mañana el cazador forzudo
delante del Señor, sin haber tenido siquiera que bajarse del tílbury!
Los ojos le brillaban de júbilo y
entusiasmo.
Aquel éxito colosal lo había puesto tan
nervioso que hasta marró algunos tiros, seguros sin embargo, con el
apresuramiento y la avidez...
Cuando llegó a los cuarenta patos era aún
temprano y Rufo cada vez más satisfecho, rebosándole la alegría por todos los
poros, quería que continuase la hecatombe. Ruiz modestamente se negó, quizá
apiadado de los inocentes palmípedos.
-Llevo ocho veces más de lo necesario
para ganar la apuesta. ¡Ocho veces!... Silvestre va a trinar.
Se detuvieron a la puerta misma de la
botica, y Etifo comenzó a bajar del tílbury y a introducir en el despacho el
producto de la milagrosa cacería. Silvestre estaba en la trastienda, dale que
le das al pildorero, preparando una de las fructíferas recetas de "agua
fontis y mica panis" que extendía el Dr. Carbonero, enemigo de la
farmacopea, más no de la voluntad de los clientes que no querían curarse sin
remedios. Pero ante la algazara de Ruiz, que bailaba y cantaba castañeteando
los dedos, en una ruidosa pírrica alrededor de los patos, no pudo menos que
abandonarlo todo y precipitarse a la tienda para ver aquello...
En el patio se oía un desordenado
repiqueteo de almirez. Con desusado celo, como si una terrible urgencia lo
impulsara, Rufo machacaba febrilmente la pomada mercurial, hecha ya sin
embargo. Y acompañando el redoble del mortero, sonaba algo entre regaño y risa
reprimida.
Una carcajada homérica sacudió de pies a
cabeza a Silvestre, en cuanto se vio delante del informe montón de los cuarenta
patos; y sin dar tiempo a que Ruiz volviera de su asombro, habíase lanzado como
una flecha, atravesado la calle y entrando como un ventarrón en la imprenta de
La Pampa, en cuyo interior siguieron estallando sus inextinguibles risotadas.
Ruiz, perplejo, se había quedado inmóvil
y aturdido, en medio de la farmacia, con la boca entreabierta y los brazos
colgando frente a su botín cinegético.
Siguiendo a Silvestre, apareció Viera,
director de La Pampa, y el administrador, y los cajistas, y luego otros más,
atraídos por el ruido y el movimiento, hasta formar cola a la puerta.
Y el boticario "indino"
continuaba en sus carcajadas, interrumpiéndose sólo para exclamar:
-¡Miren los patos que ha cazado Ruiz!
¡Miren los patos p'año nuevo que ha cazado Ruiz!...
Y el público le hacía corro, y allí en el
patio el repique del almirez adquiría sonoridades de campana echada a vuelo.
Ruiz quería hablar, desconcertado,
llorando casi con aquella burla inacabable; pero las risas, las exclamaciones y
los chascarrillos no lo dejaron meter baza, ni averiguar la causa de semejante
tremolina. Por fin oyó la clave del enigma:
-¡Son gallaretas!
Y aunque no supiese lo que es una
gallareta, comprendiendo que había cazado gato por liebre, tomó el sombrero,
abriose paso, trepó al tílbury y manejando por primera vez en su vida, puso al
moro al trote largo para escapar de las risotadas, cuyo eco lo perseguía hasta
volver una esquina...
Pasada la primera impresión y disuelto el
corro, Silvestre creyó prudente reprender a Rufo, por honor de la jerarquía. Al
fin Ruiz era su amigo...
-¿Por qué lo has dejado matar tanta
gallareta?
-¡P'a que aprienda, pues!
-También hubiese aprendido si le hubieras
dicho antes...
-¡Qu'esperanza, patrón! ¿No está viendo
que se podía haber olvidau?... ¡Y lo qu'es aura, no se olvida ni a tiros!...
- XI -
Metamorfosis
Terminada la tarea de los recibos para
fin de mes, don Lucas Ortega se dispuso a salir en busca de las noticias
municipales y policiales, a pesar de la opinión del regente.
-¡No hay que descuidarse! -le había dicho
éste-. Manolito nos la ha jurado y es capaz de cualquier barbaridad.
Don Lucas púsose el sombrero, tomó como
de costumbre su bastón de estoque, y salió a las calles silenciosas de Pago
Chico en plena siesta, diciéndose que él no se metía con nadie, y que mal podía
nadie meterse con él. Olvidaba el pobre y manso administrador y reporter de El
Justiciero una malhadada y peligrosa modalidad de su carácter: la inclinación a
darse lustre.
Llegado muy joven de La Coruña, don Lucas
no había sido siempre "periodista", como se declaraba enfáticamente.
La instrucción recibida en una escuela de lugar no le dio para tanto en los
primeros años. Se estrenó con toda modestia en una trastienda de almacén,
despachando copas; luego ascendió a vendedor, y más tarde a habilitado; a los
diez o doce años de estar en la casa, ya era socio, a los quince pudo
establecerse por su cuenta, en pequeña escala... Pero de pronto, cuando ya
esperaba reunir una fortunita y todo el mundo le llamaba "don Lucas"
(el don le quedó para siempre) sobrevino una crisis, los deudores no pagaban,
los acreedores se le echaban encima, y desde lo alto del que creyera
inconmovible pedestal, rodó nuestro héroe, se encontró en la calle, y rodando,
rodando, llegó por fin a Pago Chico, y encalló en la administración de El
Justiciero.
En tan deslumbrante posición comenzó para
él otra era de grandeza, no ya material y pecuniaria, sino social e
intelectual, cosa que estimaba muchísimo más, aunque a veces lamentara a sus
solas el sueldo escaso y tardo, y la brillante miseria.
Pero, eso sí, había crecido, se había
agigantado en su propio concepto, y creía que también en el de los demás. Pago
Chico debía considerarlo un personaje, puesto que, como periodista, tenía la
facultad de opinar, de juzgar, de condenar ante el tribunal del pueblo.
Afable, atento, servicial, hasta servir
mientras fue dependiente, y aun siendo patrón, cuando el parroquiano era
considerable, no había perdido estas condiciones, como no perdió tampoco la
bondad, que constituía el fondo de su carácter. Pero había cambiado de forma.
Ebrio de grandeza era familiar con aquellos magnates del pago que se lo
permitían; risueño y atrevido con las señoras ante las que pavoneaba su pequeña
estatura; grave y taciturno con la gente de poca importancia; autoritario y
altanero con la plebe; condescendientemente accesible para sus subalternos de
la imprenta. Hablaba siempre "en discurso" como decía Silvestre, pero
estaba tan lejos de ser malo que, a juicio de todo el mundo, era incapaz de
matar una mosca.
No era valiente tampoco; pero la
convicción de su insignificancia, persistiendo tan oculta allá en lo íntimo,
que él mismo apenas la vislumbraba, a veces tenía, si no otra, la virtud de
hacerlo tranquilo y confiado. De modo que aquella tarde salió tan sin
preocupaciones como siempre (el estoque era un regalo del director, que le
había dicho al ofrecérselo: ¡Un periodista en campaña no debe andar nunca
desarmado!), a pesar de que El Justiciero acábase de publicar la siguiente
"feroz caída".
"Escándalo.- El Morenita M. P., que
con sus calaveradas y fechorías ya tiene indignado a todo el mundo de Pago
Chico, promovió ayer un descomunal escándalo en "cierta casa" de los
suburbios, rompiendo vasos y espejos y apaleando mujeres, hasta que por fin
intervino la policía, que haría bien una vez por todas en apretarle las
clavijas al mocito que se prevale de su familia para hacer cuantas atrocidades
le da la gana. Sin embargo, no fue ni llevado a la comisaría siquiera, y nos
extraña mucho que el comisario Barraba, después del atropello de ayer, todavía
no lo haya metido a secar en un calabozo para que otra vez aprenda, no siga
dando mal ejemplo y fomentando la compadrada de los demás muchachos del
pueblo".
No extrañará esta filípica del
oficialista Justiciero, si se tiene en cuenta que el director andaba otra vez
en coqueterías con las autoridades para ver de sacarles mayor tajada, pues iban
a necesitarlo para las elecciones. Y el suelto era justo, porque para los
desmanes del joven Manuel Pérez pasaba de raya, y era una amenaza general, pues
el rico e ignorante pillete se engreía y ensoberbecía con la impunidad.
En cuanto a don Lucas, confiaba
demasiado. Él no había escrito el suelto, es verdad. Se le permitía lucubrar
muy pocas veces; desde que se inclinó "ante la tumba del deplorable
vecino" don Fulano, y dijo cuando la muerte de la madre de Bermúdez, china
nonagenaria, que la distinguida matrona había fallecido "en la flor de su
edad". Pero él, en cambio, para desquitarse, atribuíase con desparpajo
singular, siempre que le era posible, cuanto artículo, suelto o noticia
publicaba El Justiciero, de modo que todo el mundo acabó por creer siquiera en
su colaboración.
Marchaba, pues, con paso deliberado,
echándose para atrás, salido el vientre, la cabeza erguida, agigantada en su
concepto la corta estatura, mientras bajo la espalda evolucionaban burlonamente
los largos faldones de su jaquet; y no había andado dos cuadras, cuando se
quedó frío, corriole un cosquilleo de la nuca a los pies, y sólo merced a un
heroico esfuerzo pudo llevarse la mano trémula al bigote y erguirse casi hasta
caer de espaldas... Manuelito Pérez se adelantaba rápido y colérico hacia él, con
un ejemplar de El Justiciero en la mano.
-¿Quién ha escrito esta noticia?
-preguntó el jovenzuelo con voz reconcentrada y amenazadora en cuanto estuvo a
su lado.
Un velo pasó por los ojos de don Lucas;
sintió que se le aflojaban las piernas, pero haciendo de tripas corazón:
-¡No sé! -contestó secamente.
-¡Qué no ha de saber!
-¡No sé!
-¡Usté no más será, gallego!
-Y si fuera... acertó, lívido, a balbucir
don Lucas.
-¡Ahora verá!
Y Manuelito, echando atrás la pierna
derecha, llevó la mano a la cintura. Trémulo, don Lucas retrocedió y desenvainó
el virgen estoque, buscando con la vista una persona que lo auxiliase en la
calle solitaria abrasada por el sol, un objeto: el hueco de una puerta en que
parapetarse... Pero no tuvo tiempo para nada. Oyó una detonación seca, sintió
un golpecito en el pecho y al rodar por la acera, vio como en un escenario al
bajar rápidamente el telón, que Pérez corría con un revólver, en cuyo extremo
flotaba una vedijita de algodón, y que algunos vecinos se asomaban alarmados. Y
se desmayó.
La grita de los periódicos -"la
prensa local"- y especialmente de El Justiciero, fue tan grande, que la
policía se vio obligada a proceder, descubriendo, una semana más tarde, el
escondite de Manuelito, conocido por todo el mundo desde el primer día. Y el
jovenzuelo fue a dar a La Plata, con un sumario que parecía hecho por su mismo
abogado defensor...
Ortega era, entretanto, objeto de las más
entusiastas manifestaciones. El Justiciero narraba extensamente los detalles
del combate, en que su administrador, heroico, había perdonado ya la vida del
asesino que tenía en la punta del estoque, cuando éste, retirándose vencido, le
había alevosa y traidoramente disparado un tiro de revólver. Y en seguida
hablaba del sacerdocio de la prensa, de los sacrificios hechos en aras del
pueblo, de la ingratitud que generalmente es la única corona de los mártires
que ofrecen en holocausto por el bien público toda la generosa sangre de sus
venas, y patatín y patatán... Enorme éxito, indescriptible entusiasmo. La gente
se agolpaba a la imprenta.
Al día siguiente, y en cuanto los
doctores Fillipini y Carbonero declararon que la herida no era de gravedad y
que el paciente podía recibir visitas -no muchas a la vez, ni demasiado
charlatanas- el pobre cuartujo de Ortega, revuelto y sórdido, quedó convertido
en sitio de obligada y fervorosa peregrinación. D. Lucas había leído los
diarios, se había extasiado con las ditirámbicas apologías de El Justiciero, pero
nada le produjo tan intensos goces, tan férvido orgullo, como aquella
continuada procesión admirativa, en que figuraban los hombres más importantes
de Pago Chico, y en que ni siquiera faltaban damas..., como que un día se le
apareció misia Gertrudis, la vieja esposa del tesorero municipal, presidenta de
las Damas de Beneficencia...
¡Cuánto incienso recibió don Lucas,
visitado, asistido, festejado y adulado por aquella muchedumbre, ascendido de
repente a la categoría de grande hombre, de prócer, de redentor crucificado!...
Nadie le demostraba compasión, sin embargo; todos se derretían de admiración
respetuosa, prontos a venerarlo, a idolatrarlo. ¡Tanto valor, tanta abnegación,
tanta grandeza de alma! ¡Atreverse a oponer un simple estoque a un arma de
fuego, vencer al terrible enemigo, perdonarle la vida!... ¡Y todo por el
pueblo!
-Ahora comprendo -pensaba D. Lucas- como
se repiten las hazañas peligrosas. ¡Se puede ser héroe!
Él lo era en su concepto. Lo fue algunos
días en el de loe pagochiquenses. Porque ¡ay! nada es eterno, y la herida,
tardando demasiado en cicatrizarse a causa de tantas emociones, dio tiempo para
que el entusiasmo se enfriara poco a poco antes de que don Lucas pudiera
tenerse en pie. Cuando salió a la calle, su aventura era ya un hecho místico,
desleído en las nieblas del pasado; nadie le daba importancia, nadie hacía
alusión a él.
Pero Ortega no lo advirtió: La embriaguez
de la apoteosis había sido tan intensa, que se convirtió en megalomanía.
Pálido, demacrado, se paseaba por el pueblo, pavoneándose, convertido en arco
de tanto echarse atrás, haciendo pininos para erguirse y crecerse. Y miraba a
todos con soberanas sonrisas protectoras o con gesto avinagrado y despectivo,
según qué fuera aquel en quien se dignaba detener la vista.
Periodista, sacerdote, mártir, magnánimo,
defensor del pueblo, víctima del deber... Sí, todo eso era muy hermoso; pero lo
que más lo enorgullecía era su fama de valiente. Ser valiente en la tierra del
valor ¡él!... Y se frotaba las manos y se sonreía de regocijo, convencido de su
gloria.
Desde entonces usó revólver a la cintura,
no dejándolo sino bajo la almohada, de noche, al acostarse. Hablaba alto en el
taller, en la administración, en la redacción, en la calle, en el café, en el
circo, haciéndose notar, demostrando que no abrigaba temor a nada ni a nadie.
Cada frase suya era una sentencia, aun ante el mismo director de El Justiciero.
Tenía ademanes rotundos de caballero andante pronto a lanzarse contra una
cuadrilla de malandrines. El manso se había convertido en impulsivo, con el
deschavetamiento del amor propio exacerbado.
-Es siempre malo que a un sonso se le
aparezca un dijunto -solían decir algunos más avisados, al ver pasear a Ortega
con el sombrero en la nuca y haciendo molinetes con el bastón.
Silvestre vaticinaba algún futuro desmán,
refunfuñando entre dientes al vislumbrar la silueta del nobilísimo Quijote:
-Decile a un sonso que es guapo y lo
verás matarse a golpes -uno de sus refranes favoritos, sólo que
"matarse" resultaba en sus labios otra cosa.
Y el boticario criollo no dejaba de tener
razón.
Ortega acostumbraba a tomar el vermouth
vespertino en la confitería de Cármine, con el estanciero Gómez, el
anglo-americano White, famoso por su fuerza hercúlea, el doctor Fillipini,
algunas veces y otros amigos.
Un día que don Lucas se había retardado
en la imprenta, el acopiador Fernández se acercó a la mesa, trabando
conversación de negocios con Gómez. No estaban conformes en un punto...
discutieron, se acaloraron, pasaron a las injurias... De pronto Fernández,
ciego de ira, poniéndose de pie, alzó la mano como para dar una bofetada a su
contrincante. White, más rápido, pudo evitar la realización del hecho asiendo a
Fernández por los brazos, de atrás. Gómez, blandiendo una silla, se había
puesto en guardia, mientras su adversario forcejeaba por desprenderse de las
manos férreas de White. La actitud del grupo era realmente amenazadora; y la
desgracia quiso que en ese momento entrara Ortega...
Ver aquello, y sin detenerse a
reflexionar ni qué era, ni de parte de quién estaba la ventaja y la razón,
sacar el revólver de la cintura, fue todo uno para el héroe novel que sólo
soñaba batallas y victorias. Y en menos de lo que se tarda en contarlo, hubo un
estampido, un poco de humo, un hombre muerto y el estupor pasó batiendo las
alas, petrificando a los actores y espectadores de aquel drama que sólo había
tenido desenlace, y que sería comedia a no mediar un cadáver.
Y cuando se vio solo en la oficina de la
comisaría, preso, con un homicidio encima, la prolongada embriaguez del
heroísmo se desvaneció en aquel pobre cerebro y don Lucas se echó a llorar como
una criatura...
- XII -
Con la horma del zapato
"Tengo el honor y la satisfacción de
comunicar a usted, por orden del señor Intendente, que desde la fecha queda
suspendido y exonerado de su cargo de subdirector y segundo médico del Hospital
municipal, por razones de mejor servicio, y agradeciéndole en nombre del
municipio los servicios prestados. Tengo el gusto de saludarlo con toda
consideración, etc., etc."
Llegó esta nota a manos del doctor
Fillipini al día siguiente de la elección que consagró, por su consejo,
municipal a Bermúdez.
-¡Mascalzone! -exclamó, pensando en su
protegido de un minuto.
Pero sin que el despecho le ofuscara el
raciocinio, salió de casa en busca del firmante de la nota en primer lugar. Era
éste el secretario de la Intendencia, Remigio Bustos, y podía aclararle muchos
puntos, útiles para sus manejos ulteriores. Le encontró tomando café y copa en
la confitería de Cármine. Haciendo un grande esfuerzo, un acto heroico, pagó la
"consumación" y pidió "otra vuelta".
-Dígame, Bustos -preguntó por fin-; ¿por
qué me destituye don Domingo?
-¡Hombre, no sé! -contestó el otro,
paladeando su anis, y no por sutileza ni reserva política, sino por nebulosidad
cerebral.
Viera, caracterizándolo, había publicado
efectivamente, hacía poco, una parodia de la fabulilla de Samaniego:
Dijo
Ferreiro a Bustos
después de
olerlo:
-Tu cabeza
es hermosa
pero sin
seso.
¡Cómo éste
hay muchos
que, aunque
parecen hombres,
sólo son...
Bustos!
-No sabe ¡bueno! Pero dígame cómo fue
-insistió Fillipini, en su jerga ítalo-argentina, seguro de que por el hilo
sacaría el ovillo-. ¿No le habló nadie?
-Nadie.
-¿Le hizo escribir la nota así, sin más
ni más?
-Sí, mientras estaban votando.
-¿Y nadie había ido a verlo?
-Nadie más que Gino, el pión de Cármine.
-¿Y a qué iba Gino?
-A nada. Le llevaba un papelito.
Fillipini calló, apuró su taza, pagó,
salió y volvió a entrar por otra puerta, metiéndose hasta el patio y las
cocinas. Allí vio a Gino, hecho una pringue, como que era el lavaplatos -el
platero, ¡según los chistosos pagochiquenses- de la confitería de Cármine.
-¿Quién te dio el papelito que le
llevaste al intendente el domingo? -preguntole en italiano.
-Il signor notario -contestó Gino,
mirando a su egregio compatriota con los ojos azorados y los carrillos más
mofletudos y rojos que de costumbre.
Fillipini, sin agregar palabra ni
saludarlo siquiera, siguió andando y salió por el portón de los carruajes,
encaminándose al Club del Progreso.
Allí se sentó, poniéndose a sacar un solitario, indiferente y
tranquilo en apariencia, pero sin que nada escapara a sus ojos avizores. Ni aun
cuando entró Ferreiro se le conmovió un músculo de la cara, blanca, impasible,
rebosante de salud y de satisfacción. Pero a poco abandonó el solitario, y
evolucionando lentamente entre los grupos de jugadores y desocupados, acabó por
hallarse, como deseaba, mano a mano con Ferreiro.
Los dos zorros viejos se saludaron casi
cariñosamente, en apariencia sin aludir al suceso de que eran primeros actores:
pero Fillipini no tardó en lanzarse a la carga:
-¿No sabe? Don Domingo me ha
destituido...
-¡No diga! ¿De veras?
-Sí, señor. Me ha destituido... Pero no
me importa mucho, porque eso no puede quedar así...
-¿Pero por qué? ¿Cómo es eso?
-¡Pavadas! El pobre no sabe lo que hace.
-Diga, pues, doctor; que sí yo puedo...
Fillipini, sonriéndose, miró la hora en
su reloj de bolsillo, muy calmoso, muy dueño de sí mismo; y luego, mirando a
Ferreiro bien en los ojos, dijo con buen humor:
-¡Claro que puede! Usted y el doctor
Carbonero se apresurarán a defenderme. Se necesita ser muy cretino para
portarse así con un hombre como yo.
Ferreiro pulsaba al "gringo",
sorprendido de tanta soltura, de tanta desfachatez, y pensando:
-¡Si se habrá encontrado topate con te
toparías!
Pero quiso darse cuenta exacta de los
puntos que calzaba su contrincante, y después de un segundo de silencio, le
preguntó:
-¿Y por qué cree que Carbonero y yo lo
hemos de defender?
El médico se echó a reír con aparente
franqueza y:
-Porque ustedes son demasiado
inteligentes para no hacerlo -contestó-. Y demasiado amigos míos -agregó
inmediatamente, dorando la píldora, no sin ciertos asomos de sarcasmo.
-Amigos, sí... está bueno. Pero si usted
pretende amenazarnos...
-¡Señor Ferreiro! -dijo entre carcajadas
Fillipini-. Si yo no lo conociese tanto lo que me dice sería como para hacerme
creer que usted ha "mojado" en esta barbaridad...
-¡Yooo!
-¡No, no lo creo, claro está que no lo
creo! Al contrario: usted lo hubiera impedido, a saberlo... ¡Bah! entre bueyes
no hay cornada, como se suele decir... Para mí el caso es sencillo... Ese
"lavativo" de Bermúdez tiene la culpa, y me ha hecho una gran cargada
después que le di el modo de hacerse municipal...
-¡Y por qué se lo dio! -interrumpió
violentamente Ferreiro.
-¡Eh!... ¡Questo é un altro paio di
maniche! -murmuró Fillipini con mucha socarronería.
Hizo una pausa, sonriente e insinuante,
para continuar después:
-Yo soy muy necesario en el hospital,
porque Carbonero no va casi nunca, y hago todo el servicio... Si se nombrara a
otro... con la administración... y los gastos tan grandes... Además, que hay
que nombrar a otro, desde que Carbonero no iría aunque lo mataran.
-¿Y de ahí?...
-¿A quién nombrarían? El único médico que
queda es el doctor Pérez y Cueto...
-¿Y eso?
-Que nombrarlo a Pérez y Cucto, sería
como meter las narices de toda la oposición en el hospital... Publicar lo que
comen los enfermos, cuando comen... descubrir el estado de la farmacia... de
las ropas de cama... contar lo que pasa con los cadáveres que se quedan allí
días y días, y lo que hace la enfermera que se va a dormir todas las noches en
su casa, y el ecónomo que poco a poco se va llevando cuanto hay... Un enemigo
como Pérez vería todas estas cosas con malos ojos, las exageraría, metería un
bochinche de dos mil demonios... No pensaría como yo, que el hospital está
relativamente bien, porque no todo puede marchar a la perfección en un pueblo
tan pobre como éste y tan atrasado... Además, que la gente que va a curarse
allí es de poca importancia y no le interesa a nadie: extranjeros, personas de
otros pagos... Si no fuera así, también, ya hubiera habido más de un
escándalo... Pero, ya se ve, con las preocupaciones actuales que convierten la
palabra "hospital" en sinónimo de "muerte", sin que nada
pueda evitarlo, no hay que tomar el rábano por las hojas, ni meterse a
redentor... Cualquier hombre sensato, yo el primero, tiene que considerarlo
así; pero no se me negará que todo esto constituye un arma tremenda para los
opositores, que si no la utilizan es porque están ciegos como topos. Las chicas
se les van y las grandes se les escapan...
Durante este largo discurso, pronunciado
con bonhomía y serenidad, como si se tratara de ajenos, el escribano observaba
con desconfianza a Fillipini, diciéndole para su capote:
-El gringo éste es muy ladino. Si nos metemos
con él, de repente nos va a salir la vaca toro. Me precipité demasiado, y las
calenturas son malas consejeras.
-Pero, por sonsos que sean -continuó muy
lentamente Fillipini-, por sonsos que sean sabrán "rumbear" en cuanto
alguien les enseñe el camino; y entonces no habrá quien los ataje... ¡Chica
farra se armaría si lo nombraran a Pérez y Cueto!...
-También es posible no nombrar a nadie.
El hospital no necesita...
-¡Usted no dice eso seriamente, señor
Ferreiro! ¡Ma! por poco que sirva el hospital tiene que tener médico, y ya sabe
que Carbonero no va y no irá nunca... Yo preferiría que nombrarán a otro si no
quisieran reponerme a mí. Pero, de cualquier modo, ya lamentarán haberme
separado...
No daba el doctor Fillipini asidero para
que se le replicara alzando la prima; al contrario, cuanto decía estaba muy
puesto en razón, y sus verdades no le brotaban ni agrias ni amargas de la boca,
aunque tras ellas hirviesen amenazas tan terribles cuantos evidentes.
-Lo que se había pensado -dijo sin
embargo Ferreiro- era no nombrar a nadie.
-¡Ma! ¿y cómo dijo que no sabía nada?
-preguntó con fingida candidez Fillipini.
-Digo... se había pensado... así en el
aire para el caso de que se produjera una vacante...
-Capisco...
Y ni una objeción más. Fillipini se quedó
mirando de hito en hito a Ferreiro, que al poco rato no pudo contenerse y
exclamó:
-¡Pero también usté! ¿Por qué se metió en
lo de Bermúdez, para qué nos forzó la mano sin necesidad?...
-¡Questo é un altro paio di maniche!
-repitió el doctor-. Se lo vuelvo a decir, porque ustedes no se habían dado
cuenta de dos casos: de que Bermúdez es un magnífico instrumento en la
municipalidad, primero; y de que yo puedo serle muy útil o muy perjudicial, después.
Era preciso que nos conociéramos, señor Ferreiro, para que ustedes no me
tuvieran arrumbado en un rincón como hasta ahora. Y usted convendrá en que me
he hecho conocer sin causarles perjuicio. ¿Es una buena cualidad, no es cierto?
¡Vaya! ¡Dígale al intendente que me reponga sin ruido, y tan amigos como antes
o más amigos que nunca, mejor dicho!
-Bueno... veré... pensaré.
-¡Eso es! Piénselo bien, caro. Yo no
quiero que se haga ninguna arbitrariedad en mi favor.
-¡Qué gringo éste! -murmuró Ferreiro,
levantándose entre divertido y malhumorado-. Es como la garúa finita, que lo
cala a uno hasta los huesos. Y se va a salir con la suya, no más -agregó,
palmeándole el hombro.
-Piénselo, piénselo y no se apure -dijo
el otro-. Para todo hay tiempo y a la corta o a larga usté se convencerá de que
yo soy un buen amigo.
-Y yo también, doctor.
Se separaron. Fillipini, seguro de haber
movido bien las piezas, murmuraba sin embargo.
-¡Eh! si pudieses ¡qué patada me darías!
Pero no podrás...
Sin perder tiempo volvió a la confitería
de Cármine, donde había un grupo de opositores tomando aperitivos, los unos
sentados alrededor de las mesas, los otros de pie, junto al mostrador.
Silvestre, que peroraba entre ellos, se acercó a Fillipini, como era, en parte,
el deseo de éste, pues quería hallar modo de que le vieran hablar largo y
tendido con algún enemigo de la situación. -Viera, si fuese posible, y lo
sería, pues se hallaba presente también.
-¡Hola, doctor! -dijo Silvestre
aproximándose con la confianza que se tomaba con cualquiera y que en este caso
justificaban hasta cierto punto las relaciones de médico a farmacéutico-. Me
alegro de verlo por acá. ¿Es cierto lo que me han dicho?
-¿Qué le han dicho? Siéntese y tome algo.
-Gracias -y se sentó-. Mozo, otro vermú.
Pues dicen que le han quitau el empleo del hospital, ¿es cierto?
-Sí.
-¿Y por qué?
-Oh, esas son cosas, cosas...
-¡Hable, hombre, hable! Ya sabe que se me
puede tener confianza. ¡Largue el rollo!
-¡Ma! Usted ya sabe como anda el
hospital...
E hizo un cuadro, muy pálido, en verdad,
de aquel desquicio harto conocido por Silvestre, quien, sin embargo, se hacía
de nuevas al oír tales cosas de tales labios. Y terminó:
-Y
como yo no quiero aguantar más ese desbarajuste...
-¿Lo han destituido?
-Eso es.
-¿Será cosa de Ferreiro y el dotor
Carbonero, no?
-De ninguno de los dos. Es cosa de
Bermúdez.
-¡Pero si Bermúdez ni siquiera es
municipal!
-Pues ahí verá usted. Como ha salido
electo, le ha calentado la cabeza al intendente, y éste, para tenerlo contento,
me ha sacrificado cuando ya me había prometido arreglar el hospital.
-¡Bermúdez! tan bruto y tan...
-Así van los tantos... más vale un
enemigo vivo que un amigo bruto... Pero todo esto tiene que saberse...
-¡Claro que sí! ¿Quiere que se lo diga a
Viera? Él ya tiene la noticia, pero de un modo muy distinto. ¿Quiere?
-Llámelo, es mejor.
-¡Viera! ¡eh, Pampa!, una palabrita.
Viera se acercó, sentose a la mesa, oyó
lo que el doctor quiso contarle, creyó de ello lo más verosímil, y siguió luego
largo rato en amistosa charla. A la hora de comer cada cual tomó para su lado,
y la vasta sala de la confitería quedó solitaria y tenebrosa, pues Cármine bajó
las luces para ahorrar petróleo.
Fillipini, muy tranquilo, no salió de su
casa, aquella noche, aguardando el desarrollo de los sucesos que con tanto
cuidado acababa de preparar. Cuando despertó, al día siguiente, lo primero que
hizo fue pedir los diarios que el sirviente le llevó a la cama.
Comenzó por la gaceta oficial, El
Justiciero. De su exoneración ni una palabra, del hospital menos. Pero, ¡oh
detalle significativo!, en la noticia de un banquete festejando la elección de
Bermúdez y en la lista de los invitados, su nombre figuraba entre los de Luna y
Ferreiro, ¡nada menos!
-¡E fatto! -murmuró con una sonrisa,
arrojando despreciativamente el periódico para tomar La Pampa.
Una columna dedicaba ésta al asunto del
hospital, condenando a... Bermúdez, por la destitución de Fillipini; de
Fillipini que -según el artículo- era lo mejor o lo menos malo del oficialismo,
un hombre así, un hombre asao, cuyas intenciones eran tan sanas como sus propósitos
de reforma y administración. Bermúdez comenzaba desbarrando su carrera
política, como lo había previsto La Pampa, y si lo dejaban iba a ser como un
caballo metido en un almacén de loza... "El gran consejero de la
situación, el señor Protocolos, podría meter en vereda a este gaznápiro"
-terminaba diciendo el artículo-. La alusión a Ferreiro era visible pero no
como para disgustarlo; ni el mismo Fillipini la hubiera hecho con más tino...
En toda esta andanza el único que rabió
fue Bermúdez, quien se atrevió a encararse con Fillipini para darle un sofión.
El italiano se le rió en la cara:
-¡Ma! ¡Usté tiene el estómago resfriao!
Réchipe: sinapismos. Vaya "amigo Bermúdese" y vuelva por otra.
Ferreiro no aludió nunca a la escaramuza
aquella, pero desde entonces tuvo siempre muy en cuenta a Fillipini, que, como
es lógico, siguió de segundo médico perpetuo en el Hospital Municipal de Pago
Chico.
- XIII -
El caudillo
Don Ignacio era el hombre de la oposición
en Pago Chico. Las autoridades lo miraban como su bestia negra, y el pueblo,
siempre descontento, tenía puestas en él sus esperanzas, seguíalo en todas sus
empresas políticas, le daba a defender sus intereses.
Sin don Ignacio, Pago Chico hubiera sido
un cementerio de vivos; con él, siquiera se ejercía el derecho del pataleo.
No era don Ignacio muy largo, pero alguno
de sus correligionarios hallaba modo de lograrle préstamos y donativos, ya para
sus necesidades personales, ya para lo mismo, pero bajo el pretexto de gastos de
propaganda. Él se sometía refunfuñando, pues, ¿cómo ser jefe de partido si se
comienza por descontentar a los partidarios? Pero apuntaba... Su viejo cuaderno
de notas, tenía páginas como ésta:
PESOS
Prestado al
gordo, que está sin trabajo
............................
5'00
A Juan para
la copa
............................
0'20
Un letrero y
una bandera para el comité
............................
15'50
A la china
Dominga para que haga venir a sus hijas a la inscripción
............................
25'00
Una docena
de bombas
............................
6'00
Sumaba cuidadosamente don Ignacio estas
partidas, que en tres años de oposición a todo trance habían alcanzado a formar
una gruesa suma -cuatro o cinco mil pesos-, y no examinaba su cuaderno sin
lanzar un suspiro y sumirse en profunda meditación.
-¿Quién pagará estas misas? -se decía.
O, conversando con sus tenientes, hablaba
de la patria, de los deberes del ciudadano, de los sacrificios que hay que
hacer en pro de la libertad, de la abnegación que exigen los partidos de
principios, para terminar diciendo:
-Yo soy el pavo de la boda.
Silvestre, el Boticario, se encogía de
hombros instruido de las alusiones de don Ignacio y considerando que de todos
modos su popularidad le salía barata en estos tiempos en que no se puede ser
popular sin dinero. Alguna vez le insinuó, con frase no muy atildada:
-El que quiera pescado, que se moje... el
que le dije.
Acercábanse las elecciones; el gobierno
de la provincia, preocupado por la importancia que iba tomando la oposición,
había resuelto darle una válvula de escape, dejándola introducir algunos de los
suyos en las municipalidades de campaña.
Pero esta resolución no era conocida y la
efervescencia popular continuaba a más y mejor. En Pago Chico preparábase un
miti, un metín, o cosa así, que debía tener lugar en el antiguo reñidero de
gallos, único local fuera de la cancha de pelota, apropiado para la solemne
circunstancia, puesto que el teatro -un galpón de cine- pertenecía a don Pedro
González, gubernista, que no quería ni prestarlo ni alquilarlo a sus enemigos
de causa.
Llegado el día, don Ignacio -que había
contratado la banda a su costa, hecho embanderar el reñidero, y comprado unas
docenas de bombas de estruendo-, esperó impaciente la hora de su discurso, un
discurso ya mil veces repetido en todos los tonos, palabra más, palabra menos,
durante sus tres años de caudillaje.
Cuando subió a la improvisada tribuna,
rodeábalo un pueblo vibrante y entusiasta que sólo pedía correr al sacrificio,
a la lucha, al atrio, a las urnas, don Ignacio, estaba radioso. Sus palabras
hicieron el acostumbrado efecto arrebatador, especialmente cuando, con grandes
gritos y violentos ademanes, reprodujo la frase:
"Los mandatarios impuros que
engordan a costillas del abdomen del pueblo, no pueden continuar un día más en
el poder. El gobierno local tiene que entregarse a personas honradas que no
roben, a hombres sanos que no se apoderen de las rentas, a ciudadanos que sean
capaces de relamberse junto al plato de caldo gordo sin tocarlo con un
dedo."
Los bravos, los vivas, los palmoteos
estallaron como siempre, o por mejor decir, más que nunca, cubriendo la voz del
orador que al fin logró dominar el bullicio, gritando:
-¡Conciudadanos! ¡Viva la honradez
administrativa!
-¡¡Vivaaa!!
-¡Abajo los espoliadores del pueblo!
-¡Abajo! ¡Mueran! ¡Viva don Inacio! ¡Viva
la honradez! ¡Viva el patriota!
¡Shuitz... pum! y música, grandes golpes
de bombo, alaridos de pistón... y otra bomba y otra. ¡Qué entusiasmo, qué
delirio! ¡Pra-ta-ra-trac-pum! ¡un cohete! y vivas y más vivas, una algazara, un
jubileo como nunca se vio en Pago Chico, tanta que el batarás encerrado en un cajón,
encrespó la pluma, golpeó los musculosos flancos con las alas y lanzó un ronco
y estentóreo co-co-ro-co, como diana triunfal del vencimiento.
-¿Qué le ha parecido el métin, don
Ignacio? -preguntábale por la noche Silvestre.
-¡Oh, magnífico! Me ha costado más de
quinientos pesos!
Mentira. Gastó sólo ciento cincuenta,
pero con tal habilidad...
Silvestre lo miró de arriba abajo,
sardónico, se encogió de hombros, clavole la vista entre ceja y ceja, y
metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón exclamó:
-Nuestra Señora del Triunfo nunca ha sido
popular.
Don Ignacio se encrespó como el gallo del
reñidero, y se puso rojo de ira.
-¡Vos te crés que lo digo de agarrau! ¿Y
a mí qué m'importa la plata?... ¡Pero lo que es otro no sería tan pavo!... Ya
llevo gastada una porretada de pesos, sin que nadies miagradezca.
Mientras esto decía el caudillo,
Silvestre había tomado la guitarra -estaban en la botica- y cantaba
acompañándose con grandes golpes de uña en las seis cuerdas:
Y ásime...
gustáun... tirano
c'abra
labocay... ¡no grite!
El jueves llegaron dos delegados
gubernistas de la capital para preparar las elecciones comunales del domingo.
Apenas instalados, trataron de provocar una entrevista con don Ignacio, para
hacerle proposiciones. Pero Silvestre -la oposición dentro de la oposición-
estaba allí oído alerta, ojo avizor, humeando como politiquero de raza la
componenda en ciernes, advinándola antes de que se hubiera iniciado.
Viera, a todo esto, había visto
oscurecerse su estrella, eclipsada por la triunfante de don Ignacio. Tampoco él
quería "componendas", y así lo escribió en La Pampa. Inútilmente,
porque el meeting, había dado el mando a su rival, sostenido por los envidiosos
de la popularidad del periodista, y por los que sólo hacían política opositora
buscando una ubicación, amén de los que don Ignacio compraba como se ha visto.
No faltaron, pues, las previsiones, los vaticinios, las amenazas de perder lo
hecho sin esperanza de rehacerlo más tarde...
Sin embargo, la entrevista tuvo lugar,
don Inacio no pudo resistir a una transacción que lo llevaba de golpe y zumbido
a la Municipalidad, que él creía tan verde aún, y el domingo siguiente resultó
electo concejal, a pesar de los aspavientos del Silvestre, de los
artículos-brulote de Viera y la agria censura de gran parte de sus partidarios
del día anterior.
Llegado al Concejo, sus colegas
gubernistas, dirigidos por los delegados de la capital -no era la primer zorra
que desollaban éstos- lo designaron para intendente.
-En una semana se habrá desmonetizado
-decían aquellos profundos políticos.
Pero la mayoría de los oficialistas
protestaba irritada contra lo que consideraba una cruel e inmerecida derrota;
en cambio, el ex intendente, un cuyano ladino, caudillejo él también, declaraba
divertidísimo que aquella evolución era "de mi flor".
-¿No le parece una barbaridá, Paisano
-así le llamaban-, que hayan hecho intendente a don Inacio?
El Paisano sonreía, encendiendo el negro, y luego,
sacándoselo de la boca, contestaba con toda calma, y no sin algo de burla.
-¡Dejenló pastiar qu'engorde!
Y, en efecto don Ignacio comenzó a
engordar en la Intendencia, haciendo en ella lo que sus antecesores, y
rebañando cuanto pesito encontraba a su alcance.
Un día tuvo una grave explicación con
Silvestre, que le echaba en cara sus procederes administrativos, muy alejados
de la honradez acrisolada que exigiera en tanto discurso, en tanta proclama, en
tanta profesión de fe a los pueblos en general y al de Pago Chico en
particular.
-Mire don Inacio, ¡lo qu'est'haciendo es
una vergüenza!
Don Ignacio lo miró de hito en hito.
-¿Y qu'estoy haciendo, vamos a ver?
-¿Quiere que le diga? ¿Quiere que le
diga? ¡No me busque la lengua, canejo!
-Decí, decí no más.
-¡Está robando como los otros!
El caudillo estuvo a punto de pegarle,
pero se dominó, tragó saliva, y cuando se creyó bastante dueño de sí mismo,
dijo con tono convincente:
-¿Y a mí quién me paga lo qu'hecho? ¿Y la
platita que mián comido?...
Y después de una pausa, más insinuante
aún, confidencial y tierno, exclamó como quien esboza un sublime programa:
-¡Dejá que me desquite y verás qué
honradez!...
- XIV -
El desquite de don Inacio
La historia del gobierno de don Inacio,
llegado por maquiavélica combinación política a Intendente Municipal de Pago
Chico, sería tan larga y tan confusa como la de cualquier semana del nebuloso y
anárquico año 20. ¡Como que duró más de una semana: duró mes y medio!
Mes y medio lo tuvieron de pantalla los
oficialistas, desprestigiando en su persona a la oposición. Todo era agasajo y
tentaciones para él: a cada instante se le ofrecía un negocito, una coima o se
le hacía "mojar" en algún abuso más o menos disimulado. En los
primeros días don Inacio reventaba de satisfacción: parecíale que el mero hecho
de mandar él había cambiado radicalmente la faz de las cosas, que el pueblo tenía
cuanto deseaba y soñaba, que los pagochiquenses vivían en el mejor de los
mundos...
Indecible es la explosión de su rabia,
primero cuando Silvestre le dijo las verdaderas en su propia cara, y después
cuando Viera le aplicó en La Pampa, varios cáusticos de esos que levantan
ampolla. Don Ignacio quería morder, y trataba de echarse en brazos de sus
noveles amigos los situacionistas, que acogían sus quejas con encogimientos de
hombros y risas socarronas, contentísimos de verlo enredado en las cuartas.
Lo del desquite se había hecho público y
notorio, gracias a la buena voluntad del farmacéutico.
-¿Cuándo podrá ser honrado don Inacio?
-se preguntaba generalmente, como chiste de moda.
-¡Cuando la rana cric pelos! -replicaba
alguno-. ¡Ya le ha tomado el gustito!
Los principistas, entretanto, trataban de
demostrar que el extravío de un hombre no podía en modo alguno empañar la
limpidez y el brillo de todo un programa de honestidad y de pureza. Y Ferreiro
y los suyos, aprovechando la bolada, hacían lo imposible para aumentar el
escándalo y el desprestigio alrededor de aquel puritano pringado hasta las
cejas apenas se había metido en harina.
-Así son todos, -predicaban-. ¡Quién los
oye! ¡Los mosquitas muertas, en cuantito pueden se alzan con el santo y la
limosna!
Ferreiro, al aconsejar a los delegados
oficialistas de la capital, primero que hicieran municipal a don Ignacio y
después que le dieran la intendencia, había echado bien sus cuentas y deseaba
dar un golpe maestro que las circunstancias le presentaban maravillosamente,
porque, como él solía decir a sus íntimos:
-¡Más vale pelear de arriba que de abajo!
Cuando uno tiene la sartén por el mango no hay quien se le resista.
Pues bien, Ferreiro, conociendo el flaco
del "desquite" que aquejaba a don Ignacio, trató de hacerle pisar el
palito, pero de tal modo que, al caer, no arrastrara consigo a uno siquiera de
los instrumentos que le habían servido siempre en el gobierno local y sus
adyacencias. El problema, aparentemente difícil, era de una sencillez bíblica.
Ferreiro lo resolvió con un golpe de vista y una decisión napoleónicas.
La oportuna renuncia del comisario de
tablada -provocada por Ferreiro bajo promesa solemne de reposición e
indemnización satisfactoria-, permitió a don Ignacio reemplazarlo con un hombre
de su confianza, hechura suya, "capaz de echarse al fuego por él", y
más, cuando el fuego estaba agradablemente substituido por el bolsillo del
contribuyente.
Nadie se opuso al nombramiento, ni nadie
lo criticó, salvo los copartidarios del intendente, a quienes todo aquello olía
a chamusquina. Bernárdez, pillete carrerista y gallero, que nunca había sido
trigo limpio, comenzó en paz a ejercer sus funciones de comisario de tablada,
coimeando y robando a gusto, y con prisa, como parte de "esa oposición que
tiene el estómago vacío desde hace veinte años, y quiere saciar en una semana
el hambre de un cuarto de siglo", -como decía El Justiciero.
No costó mucho a Ferreiro amontonar
pruebas escritas y testimoniales de aquellas exacciones y de la participación
que en ellas tenía don Ignacio, provocando con ellas un bochinche de doscientos
mil demonios. Interpelación al intendente en el seno del concejo. Réplica
anodina del interpelado. Iniciación por el concejo, ante la Suprema Corte de La
Plata, de un juicio político contra el intendente don Ignacio Peña, acusado de
abuso de autoridad, malversación de fondos, extorsión, la mar...
A todo esto, don Ignacio no había
rescatado ni la mitad de los pesitos invertidos en la campaña, opositora, y a
cualquier lado que mirara no veía sino enemigos, pues todo el mundo se le había
dado vuelta. Abocado al naufragio, suspendido por la Corte, con la comisaría de
la tablada intervenida por el tesorero municipal, aquel de la larga fama,
dirigió los ojos angustiados hacia los cívicos, esperando hallar entre sus
brazos un refugio, por lo menos la piedad y el perdón que alcanzó el hijo
pródigo.
Nadie le hizo caso. Era la oveja sarnosa
que podía contaminar y desprestigiar la majada entera. En La Pampa, Viera le
dijo sin piedad:
-El escribano Ferreiro le aconsejará lo
mejor que pueda hacer. Nosotros lo hemos declarado fuera del partido.
El diario publicó, en efecto, esta
resolución al día siguiente.
Silvestre, menos cruel, lo fue mucho más
en realidad, desahuciándolo en esta forma:
-¡Tome campo ajuera, don Inacio! ¡Agarre
de una vez p'a'lau del miedo! ¡Metasé en un zapato y tapesé con otro!...
Don Ignacio trató de defenderse,
"quiso corcovear", empezó una larga disertación, puntualizando sus
principios, desarrollando sus planes de reforma, enarbolando su bandera
cívica... Silvestre que lo miraba con la cabeza inclinada ora a la derecha ora
a la izquierda, de tal modo que el intendente podía apenas contener su ira
furiosa, le interrumpió de pronto, exclamando con su tono más burlón y
agresivo:
-¡Ande vas conmigo a cuestas!...
Estuvo a punto de recibir un tremendo
puñetazo que sólo evitó gracias a su agilidad. Pero era cierto. Don Ignacio no
podía ya engañar a nadie ni engañarse a sí propio. Aguardábalo el ostracismo
que la patria ingrata reserva a sus grandes hombres... Al día siguiente
renunció.
La Pampa de Viera dijo que aquello era un
colmo de cobardía, la negación de todo valor cívico la confesión de una falta
absoluta de conciencia del valor, de las propias acciones, una mancha indeleble
que caía sobre la reputación y el carácter de don Ignacio como hubiera caído
sobre el partido entero, si éste no hubiera repudiado y excomulgado a tiempo a
la pobre oveja descarriada, que sólo merecía desprecio en la acción pública,
lástima y olvido en la vida privada, que nunca debió abandonar.
El artículo de El Justiciero inspirado
por Ferreiro, era mucho menos contundente, y no apaleaba en el suelo al infeliz
don Ignacio.
"Se ahorra muchos disgustos -decía-,
y permite a Pago Chico volver a la marcha normal de sus instituciones, dirigida
por hombres que, cuando menos, tienen la experiencia del gobierno, el
conocimiento de las necesidades públicas y el tacto que se requiere para no
provocar a cada momento graves incidentes y dolorosas complicaciones".
Como en aquel tiempo la Suprema Corte,
instrumento político de primer orden para el gobierno, recibía cada mes, cuatro
o cinco expedientes de conflictos municipales, y los apilaba sin piedad para
años enteros si el ejecutivo interesado en la resolución de alguno de ellos no
le mandaba otra cosa, el "juicio político" de don Ignacio no había
prosperado aún, y mediando la renuncia de la intendencia, de acuerdo los
municipales y él, pudieron retirarse los escritos y echar sobre el asunto una
montaña de tierra.
Don Ignacio, después de esta tragedia,
casi no salía de su casa. Cuando se le hallaba por la calle parecía un pollo
mojado. El apabullamiento había sido completo. Sin embargo Silvestre no le
perdonaba, y una tarde que lo encontró, tuvo todavía alma de decirle:
-Lo de la honradez ya lo sabemos, don
Inacio.
Pero, tengo curiosidá... ¿alcanzó a
desquitarse del todo?
El otro estuvo a punto de morderlo, y lo
hubiera hecho a no ponerse Silvestre a buen recaudo, gritándole:
-¡Lástima que no le dejaran empezar la
honradez!... ¡No queda peso con vida!...
- XV -
Las memorias de Silvestre
Nuestro amigo el boticario Silvestre
Espíndola hubiera llegado a ser un grande hombre en cualquier otro medio, con
solo algunas variantes en el carácter y en la especialidad de su talento.
Desgraciadamente se malgastaba en fuegos artificiales. Carecía de espíritu
científico; no hacía síntesis sino en la farmacia, manipulando substancias
químicas y sin saberlo siquiera. En la política y en la sociedad limitábase
forzosamente al análisis. Y el análisis, cuando falta la generalización, no
conduce a las grandes acciones, ni aún a la acción, lo que quiere decir que no
modela grandes hombres.
Pero, en otro ambiente, soliviantado por
otros elementos, combatido o favorecido por otras circunstancias, hubiera
llegado lejos, pues en los centros importantes, donde rebosa la vida, no faltan
para una entidad cualquiera, las entidades complementarias, que la convierten
en personalidad, o cuando menos en individualidad. De otra manera en cada país
no habría sido un número irrisorio por lo exiguo, de personajes dirigentes: lo
serían, sólo, aquellos que de veras tienen dedos para serlo.
Silvestre no era grande hombre ni en Pago
Chico, donde sin embargo, aparecían como tales, Ferreiro, Luna, Machado,
Fillipini, Bermúdez, Viera, don Ignacio, Carbonero, Barraba, Gómez y cien más,
sin contar al diputado Cisneros, pitonisa del partido oficial, y al senador
Magariño, deidad invisible e intangible, que sólo muy de tarde en tarde soltaba
desde su nebuloso Sinaí algún nuevo mandamiento de su decálogo con estrambotes
o añadiduras.
Silvestre no era, pues, grande hombre...
Entendámonos. No lo era para Pago Chico, probablemente porque "nemo
propheta in patria", pero lo era, lo es y lo será siempre para nosotros.
Si no nos bastaran sus altos hechos conocidos y desconocidos para juzgarlo así,
nos bastaría y sobraría el conocimiento que, posteriormente y gracias a la
indiscreción de un amigo común, hemos tenido de su obra magna: sus memorias
políticas.
Hablemos claro.
No hay tales memorias. Silvestre era
incapaz de consignar día por día en un cuaderno, con los ojos puestos en el
futuro y para uso y experiencia de las generaciones por venir, los
acontecimientos a que asistía o en que actuaba, el retrato físico y psicológico
de sus contemporáneos, la filosofía que se desprende de los sucesos, las
pasiones, las cosas y los seres. A ser capaz de tal perseverancia, sería grande
hombre para alguien más que nosotros.
Pero, repitamos, lo era, para nosotros,
¡y tanto de no contentarse con el relato verbal y circunstanciado que de cada novedad
hacía en su farmacia, llenando las lagunas con lo que le inspiraban su lógica o
su imaginación, aguda y atrevida la una, viva y acalorada la otra! Así es que
acogió con júbilo el pedido de informes que le hiciera un amigo suyo,
periodista bonaerense, deseoso de estudiar por lo menudo la psicología de la
política y la administración en la campaña provinciana.
En un principio las cartas menudearon,
erizadas de datos y observaciones; luego, de pronto, sobrevenido el cansancio,
Silvestre amainó, hasta enmudeció; pero, gracias a la insistencia con que lo
espoleaba su amigo el periodista, nuestro hombre reanudó a ratos la
chismografía postal con visos sociológicos, interesante para él, es cierto,
pero, -como le costaba trabajo y dedicación-, menos grata que la verbal de
todos los días, frondosa, repetida, recalentada muchas veces, que le ofrecía,
además, la enorme ventaja de no dejar huella posiblemente perjudicial en lo
futuro.
El periodista en cuestión ha tenido la
deferencia de facilitarnos el legajo de las cartas silvestrinas, al saber que
nos ocupábamos de legar a la posteridad el relato de algunos episodios
pagochiquenses, para que sacáramos de ellas cuanto quisiéramos, bajo la única
condición de cerrar esos extractos con el áureo coronamiento de una síntesis
por él escrita, basándose en tales estudios, y que podría titularse
"Psicología de las autoridades de campaña".
Vamos a integrar este capítulo con
párrafos de las que llamamos "memorias silvestrinas" tomados aquí y
allí en sus sabrosas epístolas, y con párrafos, también, de la obra
periodística aludida, que, a publicarse entera, abrumaría de tedio a los
lectores, no porque carezca de mérito, sino, porque la gente no está hoy para
teologías.
Este sería el gran momento de entrar en
materia si no acabáramos de hacer una observación: Hemos incurrido en una
deficiencia que más tarde podría echársenos en cara, y que podemos salvar aquí
sin mucho sacrificio. ¡El retrato de Silvestre no adorna todavía las páginas de
Pago Chico, ni nos hemos detenido a echar una ojeada a su laboratorio!...
Cierto es que, considerando todo retrato literario, prosa destinada a que la
salte el lector, nos atuvimos hasta aquí a los hechos escuetos, sin describir
cosas ni personas; pero es cierto también que aún a riesgo de tan dolorosa e
inevitable indiferencia, debemos rendir ese homenaje al ilustre boticario,
ubicuo en estas páginas como Dios en el universo.
SEMBLANZA DE
SILVESTRE
Era Silvestre de mediana estatura,
delgado, nervioso, menudo, de extremidades pequeñas y finas. Tenía mucho aire a
Laucha, pero con más trazas de gente, según los apreciadores y apreciadoras de
Pago Chico. Llevaba el cabello negro erizado sobre la frente angosta, cruzada
ya por una arruga de preocupación que las malas lenguas atribuían a muchos
ratos angustiosos pasados en el Mirador, la timba del Rengo. Las cejas delgadas
y renegridas, sombreaban apenas los ojos pequeños, negros también y muy
brillantes, separados como con tapia de bardas por una nariz enorme, encorvada y
fuera de proporción con la cara angosta y chica. Si Laucha se parecía a un
ratoncillo, Silvestre semejaba un galgo, pero un galgo de expresión
inteligente. Hablaba con voz un tanto aguda y chillona, e inflexiones no
exentas de gracia. Era verboso, persuasivo, y tanto para decir la verdad como
para mentir (¡ay! ¡solía mentir!) se expresaba con el calor contagioso de la
convicción. Por lo general vestía modestamente de saco, pero los domingos y
fiestas de guardar se empingorotaba con un jaquet color pizarra de largos y
tremolantes faldones, y para las grandes solemnidades tenía una levita negra,
pariente cercana del jaquet, que él llamaba indistintamente "mi leva"
o "mi funeraria", aludiendo con esto último al hecho de sacarla más
frecuentemente para entierros y funerales que para otra clase de diversiones.
Como era de uso corriente en aquella
época, apenas lo veían enlevitado y de sombrero de copa, los pilluelos de la
vecindad, y los que no lo eran, iban gritándole por detrás y en coro:
-Don Silvestre ¿p'ande va la galera?
O le cantaban con el estribillo de un
vals a la moda:
Tin tin, el
de la galera,
tin tin, el
de la galera:
tin tin, el
de la galera,
la galerita
y el galerín.
-¡L'evita la caminata! -exclamaban luego,
aludiendo a la lujosa prenda con un retruécano fácil y poco espiritual pero
popularísimo en aquellos años de ingenuidad, alegría y "mirá que te corre
el chancho".
Para el jaquet era otra cosa: una
coplilla también cantada en coro y cuya letra se basaba en dos
"calembours" orilleros:
-¡Ya que has
venido
p'a qué te
vas!
¡Pagá la
copa,
después
t'irás!
"Yaqué, paquete" -no deja de
ser ingenioso ¿verdad? y sobre todo en Pago Chico...
Silvestre no volvía la cabeza, ni
contestaba a la irrespetuosa y bullanguera pandilla que, cansada al fin, lo
dejaba en paz e iba a repetir la broma con don Domingo Luna, o con Machado, o
con Bermúdez, aferrándose sucesivamente a ellos, hasta encontrar alguno que se
enfadara y darse el gusto de hacerlo rabiar hasta el rojo blanco.
Agregaremos en secreto y bajo palabra de
honor de que no será divulgado por quienes lo oigan:
Silvestre no era farmacéutico ni nada.
Odiaba los títulos académicos, y maldecía las facultades que dan patente a la
inepcia y la ignorancia. No quiere decir esto que supiera más que cualquier
infeliz sometido a los estudios regulares, la frecuentación de las aulas, los
exámenes, etc. Casi estaríamos por decir que sabía mucho menos o que no sabía
nada. Pero su espíritu de independencia nos gusta en lo que tiene de probatorio
a favor de nuestro aserto de que podría haber sido un grande hombre: con ese
desparpajo y en terreno propicio, se hace camino para llevar adonde se quiera,
siempre que se sepa donde se quiere llevar. Y aunque Silvestre fuese tan
abiertamente enemigo de la Facultad, fuerza es confesar que nunca se atrevió a
hacerle guerra declarada: así, evitando una posible clausura de la botica por
su falta de título, pagaba a un farmacéutico residente en Buenos Aires, para
que se la regentase in nomine, sin asomar nunca las narices en Pago Chico.
También, si el regente hubiese llegado a
conocer el establecimiento a que prestaba su nombre y por el que se
responsabilizaba, (pues en caso de inspección debía aparecer Silvestre como su
dependiente y él en viaje ocasional), es posible que hubiera retirado su
garantía o por lo menos pedido un fuerte aumento de gajes.
La farmacia, efectivamente, fuera del
escaparate con sus grandes redomas de agua coloreada de verde y de rojo con
anilina, y del pequeño despacho para el público, con sus estantes llenos de
cajas de específicos, sus dos sillones de roble con esterilla y su mostrador
con la balancita de precisión guardada entre cristales-, más tenía de desván o
almacén de trastos viejos que de otra cosa. Detrás del mostrador, hacia el
fondo, corría el laboratorio, generalmente cubierto de una espesa capa de
polvo, con las probetas sucias, los tubos de ensayo medio llenos, las cápsulas
con poso, los pildoreros hechos una pringue, los almireces con residuos de lo
molido en ellos la última vez. Cuando había que usar alguno de ellos, un golpe
de trapo bastaba a la urgente limpieza... En un patiecito se amontonaban las
botellas, los frascos, los potes de todo calibre, y Rufo, el único peón, se
ocupaba en lavarlos con municiones, cuando se lo permitían sus otras múltiples
faenas de escudero de Silvestre, o cuando no urgía la manipulación de ungüento
de hidrargirio.
Dos pasos atrás del mostrador, es decir,
antes de penetrar en el antro del laboratorio, abríase sobre la derecha una
puerta que daba a la habitación convertida en sala-comedor-dormitorio, donde
Silvestre recibía sus visitas y organizaba el "mentidero" de la
rebotica, club peculiar que no falta en pueblo alguno americano o europeo, a
juzgar por todas las crónicas antiguas y modernas, novelas, comedias, pasillos
y entremeses. Allí estaba la cama que desaparecía tras de un biombo en cuanto
se levantaba Silvestre, para transformar la alcoba en comedor, como éste se
trocaba en salón de tertulia una vez quitados los manteles. Una caja de dominó,
un juego de ajedrez y una guitarra, parecían atestiguar que no todo era
chismografía en aquella habitación cuyo aspecto, aunque muy modesto, nada tenía
de desagradable. Pero ¡ay si un curioso atisbaba detrás del biombo
tapa-miserias! el rincón de la cama ofrecía el más completo y desaseado
desorden, con sus palanganas y vasos de noche sin enjuagar, medias usadas, ropa
blanca por el suelo, botines cubiertos de barro o de moho, corbatas, ropas
exteriores tiradas -un Cafarnaum de criollo soltero en tiempos en que todavía
no reinaban las higiénicas costumbres que van imperando poco a poco... hasta en
el Pago.
Podríamos seguir describiendo aquello. Más
aun: podríamos retratar uno por uno los personajes de este libro, es decir,
todos los habitantes de Pago Chico, dibujar sus respectivas viviendas y
almacenes, sus costumbres y sus trajes. Aquí, bajo la mano, tenemos toda la
necesaria documentación, y lo que faltare podría suplirlo fácilmente la
fantasía, cuando no el recuerdo de investigaciones y estudios hechos con
paciencia y tesón en el teatro de los sucesos.
Pero preferimos pasar por alto miles de
notas que harían de este volumen un infolio, sólo con adoptar el sistema
imperante aun de no dejar nada al ingenio ajeno, imitando al actor aquel que
declamaba los versos y las acotaciones, sin perdonar una. Vamos, pues, sin más
tardanza, a los extractos anunciados del epistolario silvestrino. Son los siguientes,
y como se comprenderá a primera vista se refieren a muy diversas fechas, pues
su correspondencia abarcó un período de años:
LA PLAZA DEL
AGUJERO
"Te darás cuenta de lo que es este
pueblo al saber que no tiene más que una plaza, cuando debería tener cuatro,
como consta en el plano primitivo, escondido por mí arriba de uno de los
armarios de la Municipalidad, en tiempos de la intendencia de don Ignacio.
Las otras tres se vendieron en un remate
de ñangapichanga, con el pretexto de que eran necesarias y había urgencia de
arbitrar recursos para la Municipalidad. ¡Mentira! Era para atrapárselas.
Se las adjudicaron sin vergüenza
Ferreiro, Luna y Machado, a cinco mil pesos cada una y sin aflojar mosca,
porque la pagaron con cuentas atrasadas, compradas por un pedazo de pan a
varios infelices cansados de tramitar el cobro al cuete.
Los quince mil pesos quedaron reducidos
para ellos a unos cuatro mil, y se embolsicaron una fortuna a vista y paciencia
de todo el mundo.
¡Decime si esto no es el callejón de
Ibáñez!
Pues, para remachar el clavo, los mismos
personajes y otros cortados por la misma tijera, han hecho gastar a la
Municipalidad más de cien mil nacionales en la plaza que queda, "para
ponerle tierra buena". Comenzaron un pozo, le habrán echado tres o cuatro
carradas cuando mucho, y andan tan campantes.
-¡Figurate que los únicos árboles que
tiene la plaza son los tres aguaribays que plantaron los milicos en tiempo del
Fuerte! El agujero está sin tapar desde hace una punta de meses, y más valiera
que se hubiesen llevado los morlacos sin hacer la parada de trabajar.
Lo único que me llama la atención es que
no se roben las casas con gente y todo".
COMICIOS
BARATOS
"Las elecciones de ayer han pasado
tan tranquilas que ni mesas se instalaron en el atrio, ¡dáte cuenta!
Los escrutadores no se acordaron de la
votación hasta que Bustos, el secretario de la Municipalidad, les llevó las
actas fraguadas en casa de Ferreiro, para que las firmaran y mandarlas después
a la capital. Dicen que uno le dijo:
-¡No se apure tanto amigo! ¡Si las
elecciones son el domingo que viene!...
Y lo mejor es que Bustos se quedó en la
duda y corrió a consultarlo a Ferreiro que, a la noche, lo contaba en el club,
riéndose a carcajadas.
Total: sin que nadie se moviese de su
casa, sin gastar un centavo, hubo mil doscientos votantes por la lista del
gobierno, lo que da a Pago Chico una enorme importancia política.
Así se hace patria".
EL VOTO DEL
RENGO
"El Rengo, dueño de la casa de juego
que llaman El Mirador, me cuenta que en las últimas elecciones, el comisario
Barraba le dio orden de ir a votar con los carneros, diciéndole:
-Si los cívicos ganan, se acabó la
jugarreta y vos te fregás, porque se han comprometido a cerrar las casas de
juego. Aura, si pierden, y vos y los muchachos han votau con ellos, encomendate
a la virgen y los santos, porque los arriamos a todos una noche, sin asco, y
los metemos en la cafúa.
Yo le dije al Rengo que eso no le
convenía a Barraba, porque perdería la coima, que le paga; pero él me contestó:
-¡Qué perder ni qué perder! ¡Como si
faltaran otros que pondrían bailando no digo una sino muchas timbas! No, señor;
¡hay que votar como manda el comisario, y no andarse con vueltas, porque a lo
mejor lo dejan a uno en camisa, y que vaya a quejarse al Papa!
El que manda, manda, y cartuchera en el
cañón, qué caray!
Decíme, hermano, si esto es páis o
qué".
BARRABA Y LA
ISLA MISTERIOSA
"Ya que querés saber algo más del
comisario, te contaré algunas cosas, pocas, porque no tengo tiempo: hay
epidemia de tifoidea, y a cada rato viene gente a la botica.
¡Ya sabés que Barraba le cobra coima al
Rengo, dueño de la casa de juego del Mirador; pues también le cobra a Laucha,
el de la pulpería de La Polvareda, al del reñidero de gallos, a otro que tiene
un billar de choclón a media cuadra de la plaza, y como si esto no bastara, es
socio de la dueña de una casa pública, en la que ha hecho trabajar de albañiles
y peones a vigilantes y presos!
¡Es tan angurriento y tan raspa este
animal, que no te podés imaginar todo lo que hace para juntar plata! Así, Pago
Chico es, gracias a Barraba, el asilo de todos los cuatreros de la provincia
que quieran trabajar con él en completa impunidad. Su compadre, Romualdo Cejas
es el que capitanea la cuadrilla, esconde y negocia la hacienda robada.
Es un chino santiagueño, bastante alto y
grueso, de ojos atravesados, que cuando cae al pueblo viene de botas de charol,
en un caballo macanudamente aperado, con su rico poncho de vicuña hasta la
rodilla, tapándole el tirador en el que trae facón y trabuco, lo mismo que Juan
Morcira.
Tiene el rancho a dos leguas del pueblo,
en una isla que rodea un cañadón siempre lleno de agua y pantanoso. El rancho,
o más bien los ranchos, porque son varios, están en un albardón y atrás tienen
un corral de palo a pique. Allí vive él y toda su familia, además de los
cuatreros que lo ayudan.
Después se pasa otro bañado hondo y de
agua muy cenagosa que no se seca nunca, y hay otro albardón, muchísimo más
grande, donde meten la hacienda robada. Nadie sabe por dónde la meten, ni nadie
puede llegar allí, porque el diablo de Cejas hace pisotear bien toda la orilla,
para que no se acierte con el paso.
De allí salen las haciendas y los cueros
que se roban, allí se hacen perdiz los padrillos de raza, los toros finos,
-miles de pesos que van a parar al matadero, como cualquier vaquillona o
cualquier novillo criollo. Allí se "planchan" las marcas que, como
sabés, es la operación de quemar medio cuarto trasero al pobre animal, o se
"agrandan" las mismas marcas, desfigurándolas con otros fierros. En
fin, las picardías conocidas.
La mitad de lo que saca Cejas es para
Barraba, que sino no lo dejaría trabajar. Naturalmente, el otro le birla gran
parte de la ganancia, porque para eso es un bribón desorejau, y el que roba a
otro ladrón tiene cien días de perdón. Pero donde no lo puede estafar, porque
el comisario lo fiscaliza, es en una carnicería que han puesto en las afueras
del pueblo para vender la carne robada. ¡Qué pensás de esto, ché!
Pero, como ya te digo, no se harta, y
aunque en la policía se come qué sé yo cuántos vigilantes, nunca hay un
nacional ni para el rancho de los agentes y los presos, ni nadie le quiere fiar
nada para cosas del servicio.
Ayer mandó buscar una carrada de leña,
dándole un vale al sargento que se anduvo todas las carbonerías una por una,
sin que le quisieran vender sino con la platita en la mano. Cuando lo supo
Barraba, por no soltar sus realitos, hizo que hicieran fuego en la comisaría
con las patas de unos catres.
¡Se come hasta la alfalfa de los pobres
patrias! Esto no te lo explicarás, pero es así: la Intendencia le pasa una mensualidad
para el forraje de los caballos, que sin embargo tienen que contentarse con el
verdín del patio hasta que se mueren de alegría.
¡Y cómo es de bruto! Figurate que a don
Juan Dozo, municipal, le robaron el otro día unos cuatrocientos pesos. Dozo,
hizo su denuncia a Barraba, y los milicos y los oficiales se echaron a nadar,
sin encontrar, naturalmente, ni la plata ni el ladrón.
Pues ¿qué te parece que hace Dozo? Se va
a consultar a una adivina que tenemos que llaman misia Dorotea, y ésta probablemente
por alguna venganza le hace sospechar de uno de sus peones, llamado Sayús.
Dozo le cuenta la cosa a Barraba y éste,
sin más ni más hace prender al peón, y allí en un cuarto que hay en el fondo de
la comisaría, comienza a ahorcarlo y descolgarlo, para que confiese... ¿Crees
que es mentira? Pues la denuncia ha ido al ministro de gobierno, que no ha
hecho nada, porque Barraba es hombre de la situación "un perro fiel",
como él mismo dice.
Hacé públicas estas cosas. ¡Es preciso!
¡Hacelas públicas, para que no vuelvan a suceder!
Por las que te cuento al correr de la
pluma puedes imaginar las que sucederán, pues estas fechorías son como la
tifoidea que tenemos actualmente: nunca son casos aislados en pueblos de este
corte. Las que yo sé son tremendas, pero ¿cómo serán las que no sé?
Dejame que te lo repita: Publicá esto
para que no se haga más. Yo no encuentro otro remedio..."
UN MOREIRA
DE ALQUILER
"Con motivo de la toma de posesión
de los nuevos municipales, y por si a la oposición se le antojase meter
bochinche en la barra, Ferreiro ha hecho venir del Sauce, -como si no bastara
la policía- un pucho matón y compadre llamado Camacho, a quien le dicen
"Moraira", y que recorre las calles armado con un tremendo facón y un
descomunal trabuco naranjero, que al propósito anda dejando ver debajo del
poncho deshilachado. Este Moraira debe muchas a la justicia, porque es
madrugador, asesino y de alma atravesada. Es un flojo y un cobarde cuando no
está bebido; pero borracho es una fiera, de modo que ahora lo hacen chupar como
un saguaipé para que, por lo menos meta un julepe a alguno.
Ha muerto a traición a tres o cuatro, en
estos últimos años, pero como nunca se ha atrevido con ningún oficialista, y
siempre lo protegen los que lo utilizan como instrumento, el castigo mayor que
se le ha dado hasta hoy, es el de hacerlo escaparse del partido en que "se
desgració", recomendándolo como "hombre de acción" a las
autoridades de cualquier otro.
Ferreiro lo ha traído por la fama
terrible que tiene, pero probablemente sin intención de utilizarlo de veras,
porque es hombre de intriga pero no de sangre. Sin duda nos ha querido correr
con la vaina, y te debo confesar que lo ha conseguido, porque este pueblo es
muy mulita y no quiere estar a las duras sino a las maduras.
Seguro que ya Ferreiro se ha arrepentido
de haber llegado tan lejos, porque el tal Camacho o Moraira es una verdadera
calamidad, y todo el mundo lo acusa a él de haberlo traído, hasta los mismos
carneros que no se fían de semejante salvaje y andan con el Jesús en la boca en
cuanto lo tienen cerca, no sea cosa que ellos mismos caigan en la volteada.
Anoche anduvo borracho a caerse,
baladroneando y amenazando con matar y degollar; salió a la calle con el trabuco
cargado hasta la boca y el gatillo alzado, preguntando a gritos dónde estaban
esos "chivitos" de m., hijos de una tal por cual, y diciendo que
salieran si eran c... para enseñarles quién es Moraira y quienes son los del
partido provincial. De seguro que mata a alguien, quizás a alguna mujer o
criatura, si el mismo Ferreiro no sale a buscarlo para llevárselo a dormir la
mona.
Camacho no se quería ir aunque Ferreiro
se lo mandara, diciéndole que todo estaba tranquilo, que habían triunfado y que
al día siguiente -por hoy- habría asado con cuero y era preciso madrugar.
-Mire, patroncito -le dijo por fin
Camacho, tartamudeando con la tranca-, lu haré' porq'usté l'ordena. Pero sepasé
que les h'e dar en medio'e las guampas, p'a que otra vez no se metan a
sonsos... ¡Ah, hijos de una, no estar aquí! ¡Mire lo que les haría, patrón!...
Y descargó al aire su trabuco que hizo el
estruendo de un cañonazo. La gente se asomó con miedo a las puertas y ventanas,
corriendo algunos vigilantes, muy asustados y sin animarse a llegar hasta
Camacho que se había caído con la borrachera, y hasta creo que se había quedado
dormido inmediatamente. Ferreiro hizo que lo levantaran y lo llevaran a la
posada, cuando debió hacer que lo metieran al calabozo. Quizá tuviera ganas
pero no se atrevió, porque, como dicen, el miedo no es sonso ni junta rabia.
En fin, si este malevo sigue por acá,
estoy seguro de que se va armar alguna de Dios es Cristo. Esta mañana temprano
ya andaba otra vez perdonando vidas por el pueblo, y metiéndose a chupar en
todas las trastiendas.
Un oficialista me ha dicho que Ferreiro
va a hacer que se mame como una cabra para que no pueda ir a la sesión
municipal. Mirá si va y con la tranca descarga el trabuco sobre los padres de
la patria chica!"
HONRADEZ
ADMINISTRATIVA
"Sí, nos dicen "chivitos",
para vengarse de que le digamos "carneros", como son. Lo de chivitos
viene del doctor Fillipini, que como italiano no puede pronunciar
"cívico", sino "chívico". De ahí tomaron pie para la gracia
los más diablos del Club del Progreso, y después todos los provinciales u
oficialistas.
Ahora verás: Viera acaba de devolverles
la pelota porque El Justiciero tituló "Pax multa" su artículo sobre
las elecciones, que como te imaginarás han sido lo más pacíficas, porque ni los
escrutadores fueron al atrio... Pues Viera dijo en La Pampa que ese latinajo de
"Pax multa", quería decir "Palos y multas", que es lo único
que dan nuestros municipales. Como lo escribiera muy en serio, a Fernández, el
director de El Justiciero, se le atravesó la cosa, y anduvo averiguando lo que
significan las palabritas que él interpretaba como "mucha paz". Nadie
se lo supo decir a derechas, así es que se fue a preguntárselo al cura Papagna,
que es como preguntármelo a mí.
-La pache de la multitúdine -dicen que le
contestó el cura al tun tun, pero dejándolo completamente tranquilo.
Viera y yo nos hemos reído a carcajadas
de la cosa, aunque Viera sea siempre más serio que bragueta de provisor. Y, a
propósito de Viera, el otro día lo embromé lindo, conversando sobre un suelto
de La Pampa en que se quejaba de que desde hace seis años no se publican los
balances municipales.
-No los publican por honradez -le dije.
-¡Cómo por honradez! -gritó furioso.
-¡Claro! -le retruqué- ¡Les sería tan fácil falsificarlos, que si
no lo hacen es por honradez!
¿No te parece que tuve razón? Él, por lo
menos, se quedó con la boca abierta y después se rió. ¡Bah! Hasta los más
desvergonzados tienen su pucho de vergüenza, y eso les pasa a los municipales.
¿No te parece?"
LITERATURA
PAGOCHIQUENSE
"No todo han de ser políticas. Para
que te divirtás un rato, te copio enseguida un documento que me ha facilitado
su autor, seguro de haber hecho una obra maestra, como que la manda a La
Nación, de Buenos Aires, nada menos, contando con que se la publicará en sitio
preferente (¡agarrá ese trompo en l'uña!). Es la crónica completa de una fiesta
que resultó un verdadero velorio. Pero ya te darás cuenta por lo que dice el
artículo, que es el siguiente con título y todo:
"Correspondencia
de Pago Chico
"Pago
Chico, 16 de junio de 18...
"Señor Administrador de La Nación:
-Se celebraron aquí el día de Corpus-Cristi con gran brillo y concurrencia las
legendarias fiestas del Santo Patrono de este pueblo, San Antonio; y
aniversario de su fundación.
"Han sido tres fiestas en una; la
fundación, del día 11, lo mismo que nuestra gran Metrópoli, el Santo el 13 y
Corpus Cristi el 14.
"Ha sido todo un acontecimiento.
"Desde la víspera, voluminosas
bombas atronaban el éter, demostrando con la variedad de colores, florones y
antorchas, rarísimas visualidades.
"Nuestro Pirotécnico, don Ludovico
Pituelli, demostró como siempre gran ciencia y mucha perfección en el ramo, lo
que le valieron sendos aplausos.
"La función religiosa o sea la misa,
estuvo solemne, lo mismo que la procesión de tarde, por la inmensa
plaza-alameda que cubría con sus frondosos árboles todo el ritual, y ofreciendo
el panorama más hermoso que en esta clase de funciones he visto, mereciendo los
mayores elogios las hermanas de la Inmaculada Concepción.
"El Reverendo Padre Papagna, como
buen orador sagrado, tomó a su cargo el panegírico y el sermón resultó notable.
Amenizaba el acto la armoniosa banda de música dirigida por el maestro
Castellone y que lo más que impresiona al público es: que está tocada por siete
legítimos hermanos; quizá será la única en el mundo; dicha banda amenizó la
fiesta con perfección; se debe su presencia a la buena voluntad del diputado
señor Cisneros, quien la pagó de su bolsillo. La policía muy correcta, lo mismo
que el comisario Barraba y el pueblo entusiasmado con los recreos populares,
que terminaron con el manto nocturno y el tronar de las bombas.
"Por la noche grandes bailes en la casa de los señores
Gancedo, Tortorano y Bermúdez, en donde bellas niñas lucieron las gracias de
Tercícore, concluyendo armoniosamente con el crepúsculo matutino.
"Saluda al señor Administrador
Círilo Gómez."
CURACIÓN
MILAGROSA
"¡A este doctor Carbonero no hay con
qué darle! El otro día, en la cancha, el matón Camacho, traído por Ferreiro, y
del que hasta ahora no nos hemos podido librar, le dio tal garrotazo a Lobera
que por poco lo desnuca. Ahí no más quedó tieso más de media hora, tendido en
el suelo de la cancha.
Lobera está malamente herido, y quien
sabe si no espicha, pero para que Barraba y el juez Machado puedan poner en
libertad al otro, el doctor Carbonero ha extendido un certificado diciendo que
no tiene nada.
Y lo más lindo es que mientras Moraira, o
sea Camacho, anda suelto y compadreando como de costumbre, a Lobera me lo
tienen preso en un cuarto del hospital, en cama y con centinela de vista, sólo
porque tuvo la infelicidad de pelar el revólver cuando el otro lo volteó del
garrotazo.
Se le está haciendo sumario por desorden,
uso de armas y no sé qué otros crímenes. Y el pueblo entre tanto, calladito
como en misa. El único que protesta es el pobre Viera. Pero ¿a qué santo si nadie
le lleva el apunte?
Fuera de que los carneros le están
haciendo una guerra tremenda, y a este paso, pronto no tendrá ni con qué comer.
Yo le dije que meta el violín en bolsa, pero él no quiere si no morir en su
ley..."
INTERESES
PATRIÓTICOS
"¡Decime si no es cosa de morirse de
risa por no reventar de rabia! Hacía una punta de meses que mandábamos nota
sobre nota al comité central de la capital, sin que esos señores se dignaran
contestarnos una sola palabra. Parecía que se hubiesen muerto de repente.
Viera, por encontrar alguna disculpa, decía que era probable que el gobierno
hiciera interceptar la correspondencia en el mismo correo, de aquí o de allí.
-¡Andá ver! -le contestaba yo-. Es que no
saben qué decirnos, ni tienen plan, ni menos plata. Aquí hay que sostener el
comité, dar algo a la gente, comprar armas, por un si acaso, ayudar a tu diario
que pierde demasiado, y como nadie da nada, claro está que se hacen los suecos
para no tener que mandar fondos desde allí.
Él no me quería creer, pero anoche vino
furioso a la botica. ¡Por fin había llegado algo de Buenos Aires! ¡Pero ni vos
mismo adivinás qué! Una lista de candidatos para diputados, todos ilustres
desconocidos que ni siquiera se han asomado al Pago, pidiéndonos que la votemos
¡sin la más ligera modificación!, "porque de eso dependen los altos
intereses patrióticos que con tanta altivez y civismo hemos sabido defender
hasta hoy".
-¿Qué vamos a contestar? -le dije a
Viera.
-No sé -me contestó- lo que sé es que me
dan mucha rabia.
-Pues contestales que aquí no podemos
votar, porque no nos dejan, y que aunque nos dejaran, no votaríamos sino por
una lista hecha después de consultar nuestra opinión. Que para cambiar de
nombre y no de costumbres, más vale ser oficialista, que así siquiera se está
cerca del candelero.
-Nos dirán que tenemos delegados en el
comité central, y que ellos se han encargado ya de interpretar nuestra opinión
-me observó Viera.
-Bueno, hijo, mientras nos contentemos
con esas lavaditas de cara -le dije- vamos a estar siempre en las mismas.
¿Querés que te dé un buen consejo? ¿Sí? Pues hacé como ellos, no les contestés
una palabra y el día de las elecciones les mandás un telegrama diciendo que el
comisario Barraba y sus fuerzas han impedido el acceso del pueblo a los atrios,
como será verdad por otra parte. Mirá, Viera: si el país se compone ha de ser
por algo muy raro y que nadie se espera. Lo que es nosotros y los otros, nunca
daremos pie con bola.
No sé qué te parecerán estas
afirmaciones, pero así como las pienso y se las dije a Viera, te las digo a vos
por lo que puedan valer."
Podríamos seguir espigando largo tiempo y
con fruto en el feracísimo campo del epistolario silvestrino, pero todo tiene
su término y preciso es dárselo a estos interesantes extractos, para ceder
parte del espacio que resta a los prometidos párrafos de la especie de
"Psicología de las autoridades de campaña" desarrollada por el
periodista amigo de Silvestre. El lector verá que las mal llamadas
"Memorias" no se cierran tan mal con este trabajillo.
PSICOLOGÍA
GUBERNATIVA
"La provincia de Buenos Aires ha
venido experimentando lentamente un cambio que la aleja en modo notable de su
punto de partida. Ni es ya lo que era ni es aún lo que será. En su vasto
escenario, el gaucho por una parte y el hombre ilustrado por otra -la absoluta
mayoría y la absoluta minoría-, han cedido sus puestos a nuevos elementos que
no teniendo caracteres definidos, no siendo bien aptos para sostenerse, combatir,
triunfar en la lucha por la vida, están destinados inevitablemente a
desaparecer. Son individualidades de transición, que no pueden subsistir, aun
cuando circunstancias más o menos artíficiales les hayan dado el predominio que
hoy ejercen. Su injusta y transitoria preponderancia es lo que nos mantiene aún
lejos de la relativa perfección a que hubiéramos llegado. Pero tenían que
surgir si es cierto lo de que "natura non facit saltum", lo mismo que
debemos aguardar con fe un cambio favorable y próximo, pues un tipo intermedio
no puede perpetuarse, y menos en primera línea."
Esto es algo tedioso, como lo comprenderá
su mismo autor. Por eso saltamos, sin más, a párrafos de corte no tan
científico, pero en cambio más interesantes en nuestra humilde opinión:
"Estos "dirigentes" de
pueblo de campo, de partido, hasta de provincia, semejantes a las nubes macizas
como montañas al parecer, cuyos perfiles se destacan rudamente en el cielo,
pero que ni siquiera aparecían en los antiguos negativos fotográficos, cual si
no existieran -esos dirigentes, digo, pueden tomarse por individualidades con
rasgos típicos propios, pero apenas se estudian sus líneas, su masa se
desvanece, como la nube, sin dejar impresionado el cerebro. De ahí la
dificultad de retratarlos y analizarlos. Son como las aguas vivas, que se
liquidan fuera del mar. Tienen algo de moluscos, y sin duda por eso cierto
amigo, observador y cáustico (la alusión a Silvestre es evidente) ha dicho
hablando de un pueblo de la provincia:
"Pago Chico es un banco de ostras
con concha y sin concha". En las indefensas encarnaba sin duda al pueblo
en general; en las defendidas a las autoridades satélites..."
Nuestro autor entra en materia algo más
abajo:
"El intendente municipal, el
presidente del Concejo Deliberante, el juez de paz, el comandante militar y el
comisario de policía de un partido, podrían ser trasplantados a cuarenta o cien
leguas de su campo de acción, dentro de la provincia, y actuar en un medio
desconocido sin que ni en el primer momento se notara el cambio. Estas cinco
personas forman en cada pueblo la oligarquía comunal. Son ramas de un mismo
tronco. Ligadas estrechamente, hacen vida pública común. Se apoyan la una en
las cuatro y las cuatro en la una. Con los mismos defectos y las mismas faltas,
dentro de la misma carencia de opinión propia, se sirven mutuamente de paño de
lágrimas o de harnero para tapar el cielo. Son cooperadores, encubridores o
cómplices de sí mismos, según el caso.
"La justicia, el orden público, la
administración, hasta la guardia nacional, están en sus manos. Para ello tienen
auxiliares de la misma extracción, con iguales tendencias: los secretarios, los
inspectores, el contratista, el procurador, el médico de policía, el empresario
de la casa de juego, diez, veinte más. Este es el "partido oficial"
entero, o la sociedad comercial e industrial completa. Ahí está la oligarquía
que a veces tiene un jefe visible -el senador o uno de los diputados de la
sección electoral, última forma del caudillo-, que nunca está, seguro de sus
subalternos, como éstos no lo están de él, lógica desconfianza en esa
asociación egoísta, instable mientras no exista entre sus miembros algún férreo
e inconfesable lazo de unión.
"Se busca en el pasado de esos
hombres y se encuentra siempre el mismo oscuro punto de partida. Tal andaba de
"chiripá" y con la pata en el suelo hace cinco años; tal otro era
carrero; el de más allá fue agente de policía; aquél, incapaz de trabajar,
vivió del juego como fullero o como empresario de timbas amparadas por la
autoridad, o tuvo casa de prostitución; éste lleva sobre su conciencia despojos
y asesinatos...
"-¿Por qué no entregan ustedes las
instituciones de campaña a hombres menos desprestigiados? -preguntábase a un
gobernante.
"-Porque los hechos no se venden ni
sirven para instrumentos -contestó.
"Casi no hay uno de estos hombres
que pertenezca a una raza determinada. Tienen sí, aspecto criollo, pero en su
ascendencia se halla siempre la mezcla, a la que sin duda impidió dar benéficos
resultados el ambiente en que se desarrollaron los productos. Con los defectos
del gaucho amalgaman los que les vienen del antepasado extranjero, llegado en
busca de aventuras después de dejar la conciencia donde no pueda estorbar, y no
se encuentran en ellos ni la nobleza, ni la generosidad, ni el amor al trabajo,
ni siquiera el valor, que es la última virtud que se eclipsa en nuestro
paisano.
"Cuando se apalea o se maltrata a
algún enemigo de la autoridad, inútil es buscar la persona que lo hizo: siempre
es alguna mano traidora y desconocida, o un grupo de emponchados
irresponsables.
"No han ascendido por esfuerzo
propio ni por méritos adquiridos. Se ha buscado lo que sirva de ciega
herramienta y lo que no tenga elementos propios para independizarse. Hombres
incoloros, incapaces de atraer opinión, bastan para los fines opresivos, pero
son inhábiles, en el caso, para sacudir el yugo, hasta en beneficio propio. Con
otros afiliados, ciertos gobiernos no hubieran podido subsistir. Se comprende,
pues, que muchos hombres hayan sido sacrificados y que muchos surgidos con
aptitudes para el gobierno, desaparezcan de pronto bajo el peso del partido
oficial que llegó a temerlos. Por eso, cuando se observa una excepción, un
hombre de cierta importancia dedicado a la actuación política oficial, no hay
más que revisar los libros de los bancos, o la lista de concesionarios de
centros agrícolas, de ensanches de ejido, o los legajos polvorientos de los
juzgados de crimen... Ahí está el secreto...
"En cuanto a la sociedad oficial cuyos componentes hemos
enumerado ya, se ocupaba puramente de su comercio, feliz porque le dejaban
"mañas libres". La renta municipal, las multas policiales, las coimas
de las casas de juego y otras, la enajenación de los terrenos de la comuna ¡qué
negocio!... ¿Política? Ni la querían ni la estudiaban: les iba hecha de La
Plata, la ponían inmediatamente en acción y ni medían su alcance ni les
importaban sus consecuencias. Era, por otra parte, tan limitada y tan monótona,
que se la sabían de memoria y le dedicaban el menor tiempo posible, deseosos de
acabar pronto para seguir robando. En un principio se preocupaban de llevar
gente a las elecciones para darles cierta apariencia de legalidad; pero como
esto exige dedicación y gastos, lo fueron reduciendo a su menor expresión: el
piquete de policía armado a rémington frente al atrio, y en el portal de la
iglesia los escrutadores copiando los registros.
"Llegose una vez hasta cerrar las
puertas, para que algún votante intruso no fuera a interrumpir a los que
copiaban nombres... mil cuatrocientos nombres de ciudadanos votando unánimes y
entusiastas por los candidatos oficiales.
"Como no podían abundar los hombres
de la especie requerida para gobernar la comuna, se jugaba a las cuatro
esquinas con los puestos públicos: un año, Luna, era juez de paz, Carbonero
intendente y Machado presidente del Concejo; al año siguiente, Carbonero era el
juez de paz, Machado el intendente y Luna presidente de la Municipalidad. Y la
permuta se repetía desde tiempo casi inmemorial, sin que se interpolara ningún
elemento nuevo. Tanta era la escasez de hombres que en otros partidos algunos
tenían que representar dos papeles: éstos eran, por regla general,
diputados-intendentes."
- XVI -
Fiestas patrias
-¡Tatachin, chin, chin!, ¡Tatachin, chin, chin!
-Shuitzsjsss... ¡pum!
Y vuelta a empezar.
Uno que otro pilluelo desarrapado seguía
a la charauga y a don Másimo, el viejo portero de la Municipalidad, cargado con
un mortero y dos docenas de bombas de estruendo para la salva reglamentaria de
veintiún cañonazos.
Porque, eso sí, lo que es cañones, Pago
Chico no los tenía sino en la pasiva condición de postres, a la puerta del
antiguo fuerte que, adobe por adobe, iba derrumbándose en plena plaza
principal.
Era el amanecer de un día patrio.
Olvidados los vecinos de la gloriosa
fecha, despertaban sobresaltados al oír los estampidos y la música marcial, a
puro bombo y platillos, creyendo que por lo menos, la grave cuestión política
había sublevado al pueblo en masa, y que los Krupps estaban haciendo estragos y
sembrando de cadáveres el pueblo.
Es de advertir que, ya en aquel entonces,
Pago Chico sentía del uno al otro extremo y sobre todo en su corazón -el pueblo
propiamente dicho- los estremecimientos precursores de la honda y trascendental
agitación que había de perturbarlo durante tanto tiempo, dando socorrido tema a
los historiadores futuros.
"La grave cuestión política" no
está puesta, pues, a humo de pajas, ni era ilógico el sobresalto de los
pacíficos vecinos, despertados por las descargas sin malicia de don Máximo.
-¡Ah, sí! ¡Ahora caigo! Hoy es nueve.
Y dándose vuelta en el lecho abrigado,
los pagochiquenses volvían al interrumpido sueño, fastidiados, renegando de esa
música y esas bombas pluscuam-matinales, pero contentos en el fondo de ver
disipados sus temores de guerra y exterminio.
Alguna que otra madre afanosa se
levantaba de un salto, a pesar del intenso frío, para preparar los trajecitos
de los "escueleros", que debían ir en corporación a la iglesia y
luego a la Municipalidad a pronunciar discursos, a decir versos patrióticos, y
sobre todo o comer masitas de la confitería de Cármine, hechas con sebo de la
riñonada, tan útiles para Pérez y Cucto, Carbonero y Fillipini, y para el pobre
Silvestre.
Después de dar diana a las autoridades y
al cuerpo diplomático -los vicecónsules Grandinetti, Sánchez Gómez y
Petitjean-, quienes por excepción no hallaron propicia la oportunidad para un
discurso, la charanga y las bombas volvieron a su punto de partida, al pie del
cono truncado, obelisco de la plaza pública; rasgó el cielo blanqueado por la
luz del alba, el humillo de dos bombas lanzadas una tras otra y que estallaron
allá arriba, formando una aureola como de copos de nieve; el astro rey saltó al
oriente, al imperioso mandato dorando la cima de la pirámide y el techo de las
casas, y en el aire tenue y frío vibraron las notas solemnes de la introducción
del Himno que ni los mismos asesinos de la banda de Castellone, que por
chuscada se apellidaban a sí mismos "bandidos", haciendo un juego de
palabras no desprovisto de base sólida, lograban echar a perder para nuestra
eterna sugestividad. Los pilluelos corrían y gritaban, entretanto, alrededor
del mortero que se aprestaba a disparar otra bomba (le faltaban cinco para la
salva de veintiún cañonazos), y en las calles dormidas del pueblo sólo cruzaba
de vez en cuando, al trote de su caballo, y con el repique de los panes
sacudidos dentro, el carrito negro de algún panadero, a caza de puertas
abiertas...
Terminó el Himno, los músicos se fueron a
su casa, el pueblo entró lentamente en el movimiento habitual, esperando el
mediodía con su procesión infantil a la municipalidad, sus "versadas"
en el salón alfombrado ex profeso, sus cohetes, sus dulces, el vino de San Juan
hecho por Cármine como las masas, con algún sucedáneo de sebo -y el rompe
cabezas, y la corrida de sortijas, y el palo jabonado, y quizá, si quisieran trabajar
gratis en la plaza- los volatines, que en aquella época hacían las delicias de
la población en una gran carpa de lona.
Un poco más entrada la mañana, los
guitarreros, payadores de menor cuantía, salieron cada cual por su lado a dar
alboradas a las personas de viso, a las puertas de su casa, con la esperanza
generalmente fallida de hacer buena cosecha de centavos para la mañanita o la
chiquita, las copas de la tarde, y la farra de la noche.
El viento parecía que cortaba; las gentes
pasaban por la calle con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza entre
los hombros. ¡Qué invierno aquél! Pero la baja temperatura no impidió que el
negro Urquiza, payador o mandadero, según las circunstancias, cantara a la
puerta del municipal Bermúdez, acompañado con terribles rasgueos de guitarra.
¡Qué bello
día de primavera!
¡Qué
panorama consolador!...
Se quedó sin centavos, a pesar de la
ardiente fantasía que primaveraba el invierno y convertía en panorama
consolador al yermo aquél. Porque Pago Chico, pelado como la palma de la mano,
más que pueblo parecía paradero de caravanas en un arenal.
Se almorzó temprano y fuerte en aquel
día, frío seco y radioso como una gema. Pero en las casas reinaba gran
bullicio; los niños no podían estarse quietos y a los padres les hormigueaban
las piernas. Las niñas mayorcitas no quisieron almorzar, ocupadas en la tarea
homérica de disfrazar el vestido del 25 de mayo, obra que les había absorbido
toda la semana.
Sólo cuatro o cinco (las de Tortorano,
Bermúdez, Luna, Gancedo), estaban libres de ese trabajo, pero no de las
zozobras que en todo corazón femenino provocan las inevitables tardanzas de la
costurera.
La prensa de la localidad había salido de
gala, en buen papel y con grabados. La Pampa, el diario popular, cuyo programa
era la redención de Pago Chico, presentaba una alegoría de libertad, hecho por
un tipógrafo de último orden, e impresa en Buenos Aires sobre papel de oficio.
Una gorda matrona con bonete puntiagudo y amplias ropas de hojalata, alzaba en
el rollizo brazo un destrozado cadenón de buque, sostenía en la diestra la
histórica balanza de Bermúdez, que en tiempo de los indios tuvo hilos para
manejarla a capricho y estafarlos a gusto y bajo el pie colosal y descalzo para
mayor vergüenza, oprimía una bestia apocalíptica, erizada de púas en el cogote,
y de ojos casi más grandes que la cabeza. En segundo término, artísticamente
esfumados y en el aire, bailaban cuadrillas unos doce a catorce muñecos, que
según por el texto del diario se supo, querían representar a los próceres de la
patria.
La alegoría (alegría pronunciaba
Tortorano), llevaba estas leyenda:
Y A SUS
PLANTAS RENDIDO UN LEÓN
El doctor Pérez y Cueto, que se hallaba
en la redacción con Viera, Silvestre y otros, al ver el verso sacó el lápiz,
tachó con rabia la palabra "león" y puso debajo "ratón".
-¡Qué león, ni qué león! -exclamó- Cuando
mucho habrán vencido a un ratón.
-No hable mal d'España -le dijo con sorna
Silvestre-. ¡No es tan ratón, doctor!
-¡Vaya usted al caramba! -gritó Pérez y
Cucto, saliendo de allí como una bomba para evitar un desagrado.
Viera se limitó a lamentar que su
alegoría pudiera prestarse para interpretaciones belicosas o hirientes. Ni se
había pasado por la imaginación que aquello pudiera suceder.
Entretanto El Justiciero, el organito de
Luna, como le solían llamar, era todavía más patriota que La Pampa, pues
publicaba también litografiado e impreso en papel de oficio un gran retrato del
gobernador de la provincia, orlado de roble y laurel, modesta y conmovedora
manera de honrar el día glorioso y quedar bien con el patrón al mismo tiempo.
En estos prolegómenos y otros muchos que
sería prolijo relatar, pasose la mañana entera y verdadera.
A las doce volvió a oírse por esas calles
el aullido de la banda de Castellone, tocando una marcha que el
"maguestro" (así se llamaba él mismo) había rapsodiado para aquella
circunstancia solemne; rimbombaron en la desnuda plaza -tenía eco- los cohetes
de don Máximo, muy estirado, enorgullecidísimo de sus altas funciones, y la
gente fue introduciéndose por grupos en la iglesia, casa del Señor y más
inmediata y exclusivamente, del cura Papagna.
El cortejo oficial no tardó en
presentarse. Iban a la cabeza don Domingo Luna, intendente municipal, vistiendo
ancha levita negra de talle corto y mucho vuelo de faldones, y prehistórico
sombrero de copa; don Pedro Machado, juez de paz, con indumentaria aproximada y
oliendo a alcanfor y pimienta, como el intendente; el doctor Carbonero,
presidente de la Municipalidad, mejor puesto, con más aire de gente, sin haber
perdido del todo el ligero barniz de los años de Colegio Nacional y los pocos
de Facultad de Medicina (era médico de "guardia nacional", como practicante
en la guerra del Paraguay); a su lado quebrábase el comisario Barraba, de saco
y botas altas bajo el pantalón, mirando a todas partes con ojos de mando y
desafío; el recaudador de la contribución directa y el valuador, empleados
provinciales, de jerarquía por consiguiente, iban detrás y de a dos los
municipales acaudillados por Ferreiro y muy compinches con Bermúdez; el
comandante militar Revol, Fernández, director de La Pampa, su escudero Ortega,
el doctor Fillipini, Amancio Gómez, tesorero municipal, todo el oficialismo, en
fin, sin que faltara Benito Mendoza, dragoneante de oficial de policía y
revistando como agente... El cuerpo diplomático o sea los vicecónsules
Grandinetti, Petitjean y Sánchez Gómez, seguía muy enlevitado, muy grave, muy
posesionado de su papel, infundiendo respeto a los mismos pilletes que, cuando
estaba cada uno de ellos tras el respectivo mostrador lo trataban tan a la pata
la llana "como si se hubieran criáu en el mismo potrero", decía
Silvestre. Formaban la cola del cortejo los empleados municipales, inspectores,
comisario de tablada, inspector del riego -gran potencia- recaudador del
impuesto de naipes y tabaco, pero nadie, nadie que no ocupara un puesto
público, rentado o no, salvo uno que otro concesionario o contratista enredado
con fruto en los negociones municipales.
Tanto gritaba Viera en La Pampa que ya en
el pueblo comenzaba a divorciarse y huir de las autoridades, pero no muy
ostensiblemente, para no dar pie a las represalias. La oposición era placer no
saboreado sino de corto tiempo atrás, y los pagochiquenses no sabían aún a
derechas, cómo se hace, por qué se organiza, qué caminos debe seguir, ni a
dónde conduce. Ya lo aprenderían a su costa y quizá en su beneficio...
Pues, como íbamos diciendo, al rato llegaron
procesionalmente los alumnos de las escuelas. Con las caritas moradas y las
manos azules de frío, niños y niñas, bajo la brisa cortante y el sol radioso,
marchaban también de dos en dos, a las órdenes de sus maestros que, soberbios y
fastidiados, maldecían de la fiesta y sus incomodidades, pero se pavoneaban
orgullosos de aquel mando a vista y paciencia del pueblo entero. Los
chiquilines avanzaban con resolución, si no con marcialidad, luciendo en sus
ojos a esperanza de los dulces municipales -infinitamente más ricos que los
caseros-, después de los discursos y los versos aburridores e interminables.
El cura Papagna cantó el Te Deum como
hubiera podido roncar un De Profundis. Imposibles es decir cómo cupo tanta
gente en la iglesita, simple galpón le dos aguas con una torre ancha y baja,
como hecha le cuatro naipes, en una esquina. Muchos se quedaron a la puerta,
éstos sencillamente porque no cabían aquéllos porque no cabían y también porque
se hubiesen quedado aunque cupieran, para hacer pública gala de despreocupación
religiosa. ¿Cómo creer que un Papagna pudiera representar a nadie, ni siquiera
al gobierno de Andorra, por muy ministro que se dijera de la corte
celestial?...
Y entre tanto el bueno de don Másimo,
dale que le las a las bombas cuya larga mecha encendía con un apestoso y húmedo
cigarrillo negro, para agazaparse enseguida y echar a correr casi en cuatro
pies huyendo del mortero, mientras resonaba el primer estampido y la bomba
ascendía recta, con ligerísima espiral, para estallar allá, muy arriba, sobre
la seda celeste del firmamento irradiando pedacitos de papel que el sol
convertía en lentejuelas de oro...
En tropel salió la gente de la iglesia y
apresurada atravesó la plaza para invadir los salones de la Municipalidad, en
que ya esperaban los menos incautos, deseosos de no perder nada de la fiesta...
Los niños de las escuelas salieron en fila como habían entrado, bajo las
órdenes de sus maestros y medio entumidos por la larga espera de plantón.
Llevaban su bandera de seda -orgullosos y fatigados los porta estandartes- y si
las niñas vestían de blanco y banda celeste, los niños ostentaban todos la
patria divisa atada al brazo, como en primera comunión.
Los salones se llenaron y la fiesta
comenzó, junto a la larga mesa del refresco, que grandes y chicos miraban con
ojos ávidos.
Pocas, muy pocas señoras, temerosas con
razón, de los estrujones inevitables; pero no faltaban ¡qué habían de faltar!
las madres de los niños preparados para declamar o pronunciar discursos
alusivos, ni las dignas esposas de los más dignos miembros del gobierno
comunal, con la intendenta a la cabeza.
El inacabable cotorreo que llenaba el
salón fue apagándose poco a poco, cada cual buscó la manera de estar cómodo
viendo mejor lo que iba a ocurrir, y una voz infantil surgió sobre el mar de
cabezas como un grito subterráneo y prolongado. Decía versos.
Nunca se ha sabido cómo podía el
chiquillo manejar las manos entre los apretones de aquella multitud. El hecho
es que -enseñado por el maestro de primeras letras-, se debatía virilmente y
lograba hacer con gesto rítmico y acompasado, ademanes de acróbata que envía
besos al público, una vez con la derecha, otra con la izquierda, alternando sin
equiparse, mientras las notas de su voz, agudas como puntas de alfileres,
clavaban palabras en los oídos cercanos:
Al cielo
arrebataron nuestros gigantes padres
el blanco y
el celeste de nuestro pabellón...
oyó ni entendió una palabra -salvo los
muy próximos- pero ¡qué aplaudir aquél! Hubiera sido de cosa nunca acabar si
una niñita vestida de raso celeste con un gorro bermellón, no se abre paso para
contar al pueblo soberano:
-Hoy es el grande, el inmenso
aniversario...
Y como advirtiese que su movimiento
instintivo no era el enseñado por la maestra, interrumpiose roja de vergüenza y
de temor, y con la voz húmeda de llanto, temblorosa y baja, repitió después de
corregir el ademán:
-Hoy es el grande, el inmenso
aniversario...
Y a medida que iba diciendo las frases
triviales del dómine de aldea, como si comprendiera lo que había debajo de
aquel palabreo insulso, la intención que ennoblecía y agigantaba tanta
vaciedad, la chiquilina iba acentuando sus palabras, su voz se robustecía,
siempre monótona y sin inflexiones, el rojo de la vergüenza era substituido por
el carmín del entusiasmo, brillaban sus lindos ojitos negros y cuando al final
dijo:
-¡Y juremos defender esta bandera!
Muchos miraron instintivamente la que
sostenía un bebé rubio y rosado como un Bebé Jumeau, y por los circunstantes
rodó una ola de emoción rompiendo al fin en un aplauso cerrado, sin que nadie
parara mientes en que a los diez años una futura patricia no puede jurar a
sabiendas si será o no defensora de enseña alguna.
Pero los pagochiquenses eran patriotas a
su modo y por sugestión, mientras "no queman las papas" según
Silvestre.
Terminados los aplausos, la niñita con la
cara colorada, como si fuese una flor de ceibo, gritó: "-¡Viva la Rep...!"
No se oyó más, porque don Másimo había
creído oportuno el momento para regalar al pueblo con media docena de cohetes
voladores, vanguardia de tres bombas de estruendo.
Terminada esta parte de la fiesta,
comenzó el desfile de los niños por delante de la codiciada mesa. Con gracia
encantadora, la intendenta, una mujerona gorda y flácida, daba a cada uno su
ración de dos pastelitos elásticos, que a pesar de su heroica resistencia al
diente, pasaban en un abrir y cerrar de ojos a los infantiles estómagos. En
otra jira dieron a cada cual un vasito de horchata, y siempre en fila,
militarmente, comandados por maestros y maestras, los niños se retiraron de la
Municipalidad, dirigiéndose a las escuelas, punto de reunión y de
licenciamiento.
Entre tanto, la oposición, sin tomar
parte activa en los festejos oficiales, no los había obstaculizado ni criticado
siquiera. Por el contrario, los cívicos padres de niños o de niñas, permitieron
gustosos que concurrieran a las escuelas, al Te Deum y hasta la Municipalidad.
Un grupo se había cotizado días antes para dar un asado con cuero en una de las
chacras de los alrededores, y allí hubo tras de mucho apetito, mucha alegría y
muchísimos brindis patrióticos, en los que, si se mezcló la política fue generalizando,
lejos de toda alusión personal. Pero no se tome esto como raro signo de
cultura, como inesperada manifestación de una tolerancia que nadie sentía, no.
La fiesta patria era un hermoso pretexto para divertirse, y allí había ido todo
el mundo a pasar un buen rato, a reír, a cantar, a bromear, pero no a
calentarse los cascos con el recuerdo de las diarias perrerías y los continuos
sofocones. -Estaban en el corro, devorando la sabrosa y blanca carne de la
vaquillona, los prohombres de la oposición, pues el festín criollo, el cielo
claro, el sol tibio y rubio, el silencio ambiente, la paz regocijada de la
naturaleza despertábanles el apetito y el buen humor.
El negro Urquiza había hecho el asado de
acuerdo con todas las reglas del arte, en una hoguera de leña fuerte y huesos;
y los trozos de carne, bien a punto, más sabrosos para los catadores que el
faisán trufado, salían del fuego como negros pedazos de carbón, rodeados de
cáscara carbonizada, ganga protectora de aquel riquísimo tesoro culinario criollo.
El moreno había estado "a la altura de sus antecedentes" se dijo para
felicitarlo, desde los primeros bocados. Luego, las congratulaciones y los
plácemes fueron subiendo de punto, hasta acabar todos gritando:
-¡Te has lucido, Urquiza!
El negro que, como tantos otros, llevaba
el apellido de la familia a quien sirvieran sus padres o sus abuelos, no tuvo
otra cosa que contestar que un clamoroso:
-¡Viva la patria!
El almuerzo criollo había terminado
cuando comenzó a bajar el sol, y los comensales, unos a caballo, otros en
americana, algunos en tílbury, comenzaron a volverse a las casas -como decían
indicando el pueblo- después de haber solemnizado con el estómago -como en la
más refinada civilización- el magno aniversario de la declaración de nuestra
independencia.
Pero volvamos a los concurrentes de los
salones municipales en el punto en que los dejamos, es decir a la salida de los
niños.
Llegó, pues, el turno de las personas
mayores, que asaltaron las bandejas de pastelillos y las botellas de vino, de
cerveza, de licores, con un ímpetu arrollador.
En un momento quedó el tendal de
cadáveres, la mesa limpia de vituallas pero no de manchas, y los brindis
comenzaron, iniciándolos el vice-cónsul francés, M. Petitjean, quien pronunció
las siguientes sentidísimas palabras:
"Señogas y señogues:
"Como rapresentant' de la Fráns, yo
levant' mi vás, pog brindag en esta fiest, paga las diñas otoridades y diño
pueblo de Pago Shic!
"Señogues:
"Viv' la Fráns!
"Viv' la Republic' Aryantín!"
Brindaron en términos análogos
Grandinetti, agente consular italiano, y Sánchez Gómez, vice-cónsul español, el
uno con pronunciado acento zeneize, el otro muy pulido, sin más pero que alguna
confusión de g con j y o con u, sabroso condimento regional de sus entusiastas
palabras.
Susurrábase que allá en los comienzos de
su carrera oratoria, nombrado maestro de primeras letras, pronunció al hacerse
cargo de la escuela, un memorable discurso:
"Venju -dicen que dijo- a tratar del
retrocesu de Paju Chicu, este pueblo que antes fue jobernadu por los indius y
que hoy sije en manus de la misma familia".
Pero esto debía ser calumnia levantada
por los envidiosos de sus altas prendas ciceronianas, y lo hace sospechar así
la insistencia con que Silvestre propalaba la especie, alterando según las
circunstancias el texto del discurso. Quizá no sea aventurado considerarlo
apócrifo.
Las autoridades no hablaron, porque entre
ellas no había lenguaraz alguno, así es que se dio por terminada esa parte de
la función, la concurrencia salió de la Municipalidad, y cada cual tomó el
rumbo que más le convino: éstos a sus casas, aquéllos a los volatines, los de
más allá a la corrida de sortija, y los pilluelos al rompecabezas y el palo
jabonado con premios.
Aquel día fue como un compás de espera en
la turbulencia pagochiquense, un día de fraternidad no muy efusiva, pero
siquiera respetuosa y confundible con una comunión en un solo sentimiento...
Ridículas las fiestas de Pago Chico...
Pero ¡caramba! ganas nos dan de poner aquí como cierre del capítulo, la frase
que Viera, contagiado con la elocuencia de Pérez y Cucto, muy romántico, muy
año 10, murmuró aquella noche al oído de su novia, mirando el cielo cuyo azul
profundo daba una sensación de leve movimiento con el titilar de las estrellas:
-Parece que las grandes alas de la patria
se cernieran sobre nosotros y nos acariciaran desde allá arriba.
Pero no. No la pondremos. Está harto
pasada de moda para que alguien la lea sin reírse.
- XVII -
Poesía
"Poesía
eres tú".- BÉCQUER
La noche de verano había caído espléndida
sobre la pampa poblada de infinitos rumores, como mecida por un inacabable y
dulce arrullo de amor que hiciese parpadear de voluptuosidad las estrellas y
palpitar casi jadeante la tierra tendida bajo su húmeda caricia. La brisa,
cálida como una respiración, se deslizaba entre las altas hierbas agostadas,
fingiendo leves roces de seda, vagos susurros de besos. Las luciérnagas bailaban
una nupcial danza de luces. El horizonte producía extraña impresión de
claridad, aunque en derredor no pudiera discernirse un solo detalle, ni en los
planos más próximos. Era una noche de ensueño, de esas que tienen la virtud de
infiltrarse hasta el alma, sobreexcitar los sentidos, encender la imaginación.
Y los peones de la estancia de don Juan
Manuel García, tendidos en el pasto, al amor de las estrellas, iluminados a
veces por una ráfaga roja que relampagueaba de la cocina, fumaban y charlaban a
media voz, con palabra perezosa, inconscientemente subyugados por la majestad
suprema de la noche.
Una exhalación que cruzó la atmósfera,
rayándola como un diamante que cortara un espejo negro, para desvanecerse luego
en la tiniebla, fue el punto de arranque de la conversación.
-¡De qué dijunto será es'ánima! -exclamó
el viejo don Marto, santiguándose una vez pasado el primer sobrecogimiento.
-¡Por la luz que tenía, de juro que de
algún ráy -contestó medrosamente Jerónimo.
Don Marto rezongó una risita:
-¡De ande sacás!... -dijo-. Si aquí no
hay ráys dende el año dies, cuando echamos al último, qu'estaba en Uropa...
después de los ingleses... ¡Ray! Aura todos somos ráys... y no tenemos corona,
si no somos hijos del patrón... Será más bien de algún inocente.
Pancho, el aprendiz de payador -que
andaba siempre a vueltas con la guitarra y se esforzaba por descubrir el mágico
secreto de Santos Vega, con el instinto del pájaro cantor que reclama a la
compañera, querida en secreto-, Pancho, que vio aparecer en la puerta de la
cocina la delgada silueta de Petrona, destacándose en negro sobre el fondo
rojizo y cambiante del fogón, agregó melancólico y penetrado:
-¡Debe de ser! Las ánimas de los
angelitos son las más lindas. Parecen de luz más... más caliente. Por eso se
baila en los velorios p'a festejarlas... Ésas no andan en pena ni se aparecen
nunca... ¡Cuando se muere una criatura se v'al cielo derechita, y áhi se
queda!...
Petrona se había acercado y, en la sombra
más espesa del alero, escuchaba, invadida también por el avasallador hechizo de
la noche y por el encanto de la palabra del payador. Como la compañera todavía
indecisa del pájaro cantor, estaba suspensa de sus trinos, hipnotizada ya, pero
sin tender las alas todavía. Y Pancho continuó:
-Las de los malos son esas luces verdosas
que andan rastriando por el suelo y que juyen en cuantito si acerca un
cristiano. Pero esas son las de los dijuntos que todavía tienen vergüenza de lo
qu'hicieron en vida: los que se disgraciaron por casualidá, los que engañaron a
un amigo p'a salvarse... ¡y tantos otros! Las que son malas de veras, las de
los ladrones, los traidores y los cobardes... ¡esas no tienen luz!
Don Marto asintió:
-Sí, esas son las que le tiran a uno el
poncho, de atrás, en las noches escuras, o le mancan el mancarrón, o le
apedrean el rancho, o le asustan l'hacienda y l'esparraman y l'hacen brava
redepente.
Juan, el resero nuevo, interpeló a su
antecesor y maestro, aquel fumador que se fumaba hasta la yema de los dedos,
achacoso ya y siempre dolorido:
-¿Y usté qué dice, don Braulio?
-¿Yo? ¿Y qu'h'e decir? Que aquí estoy
como peludo'e regalo, patas p'arriba, esperando l'hora de ser ánima tamién!
-¡Qué don Braulio éste! ¡No hay con qué
darle! ¡Siempre con sus dolamas y pita que te pita!
-Y qu'h'e hacer ni en qué m' h'e
divertir, a mi edá y con mis achaques... Justamente andaba pensando si lo
dejarán pitar a uno después que cante p'al carnero...
Una risita de Pancho, y su contestación:
-¡Ya lo creo, don Braulio! ¿Que no está
viendo esa porretada e jueguitos que sencienden y se apagan en el campo?...
Esos son los cigarros de las ánimas, que vuelan y revuelan como las gaviotas o
los teros, dando güeltas y fumando...
-¡No digás! -exclamó entre incrédulo y
admirado su vecino.
-¡Si son "linternas"! -explicó
don Marto, magistral.
-Luciérnegas querrá decir, don... -siguió
Pancho, impertérrito-. Parecen bichitos, es verdá; pero son los cigarros de las
ánimas pitadoras.
-¡Calláte! ¡Y entonces, en invierno, ¿por
qué no pitan?
-Sí, pitan... Pero tienen frío y
s'encierran en las casas a pitar al lau del jogón!...
-¡Vaya un cigarro! ¡Si no quema el
juego!...
-¡Los dijuntos son fríos! ¡Estaría güeno
que tuvieran juego caliente! ¿Quema el otro, acaso, el de las ánimas en pena?
Hubo una pausa.
Entre amedrentado y risueño, don Braulio
agrego en seguida:
-¡Lindo no más! ¿Entonces, los dijuntos
se entretienen?
-¡Y qué han di hacer!... ¡Tienen tanto
tiempo desocupado! Ellos quisieran hacer lo mesmo que cuand'eran vivos, y
correr, y boliar, y enlazar... a veces no pueden porque tienen los güesos en la
tierra... Pero saben venirse, p'a un si acaso... ¡Vamos a ver! ¿A que ninguno
dice por qué sabe hacer tanto frío p'al veinticinco e mayo y p'al nueve de
Julio?
-No mi hago cargo -murmuró don Marto.
-Yo no sé -confesó otro.
-No caigo en la cuenta -declaró don
Braulio.
Pancho, triunfante, explicó:
-Porque p'a las fiestas se vienen tuitos
los que peliaron por la patria, sin que falten ni los mesmos y muertos en los
Andes, que son unas montañas altas así de purito yelo!... Y como son tantos...
Por eso, en cuantito tocan l'Hino Nacional, es un frío que da calor y que le
corre a uno por el lomo.
-¡Ah, balaquiador lindo! -gritó don
Marto, no sin admiración reprimida.
Y luego; con cierto matiz respetuoso,
alentador como un premio en labios de tal paisano, agregó:
-Y, diga, don... ¿qué se hace l'ánima de
las mozas, cuando se mueren todavía tiernecitas?
La réplica inmediata de Pancho:
-¡Qué viejo, este don Marto!... ¿Y no ha
visto, un si acaso, los macachines, como di oro, florecer qu'es un gusto por el
campo, y todos con una frutita enterrada, igualita a un corazón, y como
azúcar?...
-¡Agarrate!... ¿Y las viejas?
-Güevos de gallo, que se pierden en los
cercos o se agarran a las barrancas. Y cuanti más güenas jueron en vida el
güevo es más grande y más sabroso, y cuando han tenido hijos y los han
querido... más todavía!...
Por su irritabilidad de enfermo, a don
Braulio se le ocurrió lanzarle un sarcasmo disimulado, sólo manifiesto por el
tonito arrastrado y cantor:
-Y los payadores, decime...
Pancho contrajo con esfuerzo los músculos
de la cara, sintió en la garganta una especie de nudo, pero logró contestar,
como si alguien le dictara las palabras:
Los
payadores de láy,
los
payadores de veras,
no mueren nunca,
paisano,
ni son
ánimas en pena...
¡siguen
cantando nomas,
lo mesmo que
Santos Vega!...
Eran versos, inconscientemente medidos, y
los lanzo con ritmo marcado y sentimental. A los otros les llegaron al alma.
Hubo un silencio prolongado y lleno de sensaciones... Luego, uno a uno, fueron
desgranándose los paisanos, saturados por la poesía total de la noche. El
último que se levantó para ir al galpón en que tenía la cama, enervado por su
mismo desgaste cerebral, fue Pancho.
Y al pasar junto a la puerta, ya
tenebrosa, de la cecina, en medio de la envolvente y acariciadora sombra,
sintió de pronto un hálito más intenso, más libio, más húmedo que el de la
noche, y una vocecita que murmuraba junto a su oído:
-¡Pancho! ¿Quién te enseña esas cosas tan
lindas?
Y él, azorado un instante, trémulo y
atrevido luego, como un héroe que es todavía un recluta, abrazó con ímpetu a
Petrona y
-¡Vos! -le besó en la boca.
- XVIII -
Sitiado por hambre
-¡Hay que sitiarlo por hambre! -había
exclamado Ferreiro aludiendo a Viera, en vista del pésimo efecto producido por
las medidas de rigor, como pudo verse en "Libertad de imprenta".
El plan era fácil de desarrollar y estaba
a medias realizado por el oficialismo pagochiquense en masa, que ni compraba La
Pampa, ni anunciaba en ella, ni encargaba trabajos tipográficos en la imprenta
cívica. No había más que seguir apretando el torniquete y aumentar el ya
crecido número de los confabulados contra el periodista. De la tarea se encargaron
cuantos pagochiquenses estaban en el candelero, dirigidos por el escribano que
les hizo emprender una campaña individual activísima, no de abierta hostilidad,
pues eso no hubiera sido diplomático, sino de empeñosa protección a El
Justiciero.
En los pueblos pequeños, como el Pago,
los suscriptores de los periódicos son necesariamente escasos y más escasos aún
los anunciadores, porque ¿a qué tanto salir diciendo que en el almacén tal o en
la tienda cual, se venden estos o los otros artículos, cuando todos tienen las
mismísimas cosas, ni que la casa de Fulano o de Mengano está en la calle tal
número tantos, cuando hasta los perros la conocen y le han puesto su marca
muchas veces? Si se publica un aviso en un diario es sólo como acto de
magnanimidad y para favorecerlo ostensiblemente, no por otro motivo o
propósito, -y más barato resulta no anunciar. De los suscriptores, muchísimos
no pagan, unos por ser amigos del propietario, otros por no serlo bastante, de
manera que no hay cosa tan precaria como la vida de una publicación de aldea,
villa o presunta ciudad, salvo cuando es afecta a los gobernantes, quienes la
subvencionan, le dan edictos, licitaciones, etc., hacen suscribirse a sus
allegados, subalternos, favorecidos o postulantes, y le crean así una especie
de ambiente alimenticio artificial. El periodista de la situación es un
parásito insaciable, porque nada, ni la sarna misma, come tanto como una
imprenta. Y cuanto más tiene el diario oficialista, menos alcanza el diario
opositor, puesto que el comercio no señala a la "réclame" sino una
partida tan exigua como la destinada a limosnas -es decir, nada en absoluto o
nada relativamente- y los fondos no alcanzan para dividirlos en dos. Mientras
uno mama, el otro llora.
De tal parte de su capitalito que Viera
destinó al sostenimiento de La Pampa después de invertir la mitad en la
imprenta, apenas le quedaban unos pocos centenares de pesos enterrados en un
solar de los suburbios que, en vez de subir se había depreciado desde que lo
compró. Esto mismo era más nominal que positivo, pues como el diario,
bamboleante en un principio, se sostenía a duras penas, los proveedores
bonaerenses de papel, tinta, tipos y demás, tenían en cartera documentos a
plazo fijo por un total bastante más crecido que el valor del terreno. Para La
Pampa, más celosa que la misma balanza de precisión de Silvestre, la que según
él medía hasta el peso de las palabras, cualquier carga desfavorable podía
determinar la ruina y el cierre ignominioso por falta de elementos.
Ahora bien, la campaña organizada por
Ferreiro se llevó a cabo con éxito visible. Todos "los amigos"
convirtiéronse en elocuentes propagandistas y comisionistas de El Justiciero,
buscando avisos y suscripciones que muchos no les negaban por no incurrir en
las iras celestiales. Pero, según lo ya dicho y como que el hilo se corta por
lo más delgado, sáquese la consecuencia, como la sacaban práctica, aritmética y
monetariamente Viera y su administrador, no sin graves temores para un futuro
inmediato.
-¿Por qué no se subscribe a El
Justiciero? ¿Por qué no pone su avisito en El Justiciero? -era la frase
intercalada de pronto en la conversación y sin andarse con muchos rodeos por
los secuaces del escribano.
-Porque ya estoy suscripto a La Pampa y
tengo allí mi aviso.
-Póngalo también en El Justiciero, porque
"hay" interés en ayudarlo, y para un comerciante cine vive de todo el
mundo, como usted, no conviene estar bien con unos y peor con "otros"
que valen más.
El comerciante trataba, a veces, de no dar
su brazo a torcer, siguiendo con el aviso en La Pampa.
-Es que mire, don... El negocio no da p'a
tantas misas, y a gatas si puedo pagar un solo aviso, que ni necesito siquiera.
-Bueno -replicaba el comisionista de
ocasión- en ese caso, para no quedar ni bien ni mal con nadie, saque el aviso
que tiene y no se haga tomar entre ojos.
Por pocas concomitancias que el
catequizado tuviera con "el poder" forzosamente cedía, si no a la
elocuencia de estas palabras, a las amenazas que sentía rezongar bajo ellas, y
o daba el aviso a El Justiciero quitándoselo a La Pampa o se lo quitaba a ésta
para no dárselo a nadie. Lo mismo o punto menos ocurría con las
suscripciones...
El derrumbamiento del diario se
precipitaba estruendosamente sin que Viera atinase con el remedio. El
administrador sólo supo aconsejarle uno peor que la enfermedad: rebajar las
tarifas. Puesto en práctica, observose que no entraba un solo anuncio nuevo
-como es natural dado el carácter de los anunciantes- mientras seguían retirándose
los viejos...
Viera, que había fijado ya la fecha de
sus bodas, creyó prudente postergarlas hasta ver más claro en su situación,
harto borrascosa para embarcarse en el matrimonio; hizo todas las posibles
economías, redujo el personal de la imprenta y trató de prepararse para hacer
frente al próximo vencimiento de uno de sus pagarés... ¡Ay! si bien las páginas
de anuncios de La Pampa podían llenarse bien o mal con los borrones de los
antiguos clisés de específicos, la caja de la administración no se llenaba con
artificio alguno. Al borde del abismo, acudió solicitando un préstamo a la
sucursal del Banco de la Provincia, aunque considerara el paso inútil y hasta
ridículo, pues los consejeros eran Ferreiro y comparsa, precisamente los que
estaban sitiándolo por hambre. No se le dio ni siquiera un "no
redondo"; ¡eso nunca!; al pie de su solicitud, y con la firma del gerente,
leyó pocos días más tarde esta cortés pero mortal negativa: "Otra
oportunidad".
Aún no había hecho confidencias a nadie,
limitándose a refunfuñar que el diario no iba tan bien como quisiera; pero ya
necesitaba por lo menos el precario consuelo de desahogarse con algún amigo,
instintivamente, sin la esperanza más remota de que nadie le echase una cuarta
para sacarlo del cangrejal en que se hundía.
El comité cívico no había hecho ni podía
hacer nada en su favor, porque también se hallaba desastrosamente arruinado, y
ni en el terreno de la hipótesis era caso de pensar en desnudar a un santo
desnudo para vestir a otro no más abrigado. Como aquel pesar y aquel temor de
la catástrofe próxima no dejaban en su cerebro célula capaz de una iniciativa,
ni siquiera eligió su confidente, abriose al doctor Pérez y Cueto que acababa
de llegar por casualidad a la imprenta, y que le escuchó con tristeza y a ratos
con indignación, mientras le reconstruía, tal como la había olfateado y
comprendido, la trama abominable contra él urdida por Ferreiro, Luni, Machado,
Barraba, Carbonero y tutti quanti.
-¡Mandrias! ¡Canalla soez! ¡Inmunda
estirpe!... -exclamaba de tiempo en tiempo el doctor, interrumpiendo a Viera.
Y luego, cuando el otro le enumerara sus
apuros y dificultades, lo volvía a interrumpir:
-¡Caramba, caramba, caramba!
Por fin Viera calló, muy conmovido, y no
porque se le hubiera agotado el tema. El doctor Pérez y Cucto púsose en pie,
paseó la sala de arriba abajo con las manos atrás y la cabeza sobre el pecho,
profundamente meditabundo. Luego, irguiéndose, arribó a una conclusión:
-¡Hay que arreglar eso! -dijo.
Y después de una pausa, como para que se
le escuchara con religiosa atención, repitió sentenciosamente:
-¡Hay que arreglar eso!
Nueva pausa. Viera, por último, resolvió
acortar el entreacto:
-¿Y cómo? -preguntó a su grande amigo.
-¡Hay que arreglar eso! ¡Ya lo tengo
pensado! Ahora mismo acaba de ocurrírseme. No es posible que esos espúreos
ciudadanos, esos advenedizos despreciables que han llegado al poder
arrastrándose por el lodo como los reptiles, sigan sojuzgando a este desdichado
pueblo y vejando a la gente de pro. ¡A todos nos toca mantener bien alto la
bandera enarbolada por La Pampa, y todos sabremos cumplir nuestro deber! ¡Tenga
usted confianza, Viera, tranquilícese! ¡Retemple el corazón para seguir
luchando como bueno!
Estaba tan agitado y conmovido cual si
acábase de hablar ante cien o doscientos pagochiquenses, en algún meeting
trascendental; y a fe que su auditorio, arrebatado por aquella elocuencia,
enternecido por aquella grandeza de alma, se dejó contagiar por su entusiasmo
hasta las lágrimas. Sí. Viera lloraba cuando estrechó la mano de su altisonante
amigo. Y cualquiera de nosotros hubiese hecho lo mismo en su lugar, porque
ensánchese Pago Chico hasta convertirlo en una gran nación, agrándese también
proporcionalmente el motivo y las consecuencias del acto y ¿no resultan
entonces el médico y el periodista dos héroes tan grandes como los que hayan
sacrificado más por la patria y la humanidad? Todo es cuestión de
relatividades, de apreciaciones, de teatro, de circunstancias. El hecho en sí
era noble y generoso: póngase en parangón con la entrevista de Guayaquil y
resultará trivial; compárese con el egoísmo reinante en la actualidad, y ya
veréis como se agiganta...
-¿Con cuánto se remedia? -preguntó el
doctor Pérez y Cueto, volviendo a la prosa de la vida, pero sin empequeñecer
por eso su acción, como aquellas homéricas deidades que podían comer, batallar,
amar, hacer tonterías, a lo humano, sin perder por eso su divino carácter.
Viera se lo dijo.
-Bien. Yo no puedo prestarle toda esa
suma, ni aquí ha de tratarse de un préstamo. No. Pago Chico está en deuda con
usted, Pago Chico está en deuda con La Pampa, su único defensor, su postrer
baluarte, y es preciso que se conduzca como un pueblo digno de tal nombre.
Inicio, pues, una suscripción popular contribuyendo con doscientos pesos, y
encabezando la primera lista que me encargo de llenar. No faltarán hombres de
buena voluntad que colaboren en la tarea y se hagan cargo de otras listas. En un
par de días tendrá usted el doble de lo urgentemente necesario, y La Pampa
volverá a navegar viento en popa.
Y, en efecto, pocos días después, el
doctor Pérez y Cueto entraba triunfante en la redacción de La Pampa, gritando a
voz en cuello:
-¡Aún hay pueblo en Pago Chico! Aún hay
pueblo en Pago Chico!
Se había reunido una suma importante para
aquel centro y aquella época, y centenares de vecinos suscribieron con
entusiasmo según sus fuerzas, los unos igualando la suma ofrecida por el doctor,
los otros contribuyendo hasta con veinte centavos ahorrados del modestísimo
puchero. Si Washington hubiese podido presenciar aquel movimiento, hubiera
pensado que aquella era tela de ciudadanos, y que con elementos capaces de acto
tan sencillo en apariencia, es como se organizan grandes naciones.
Desgraciadamente Washington había muerto hacía muchos años, y aunque viviera no
tendría probabilidad de, conocer el nombre de Pago Chico, y mucho menos su
batracomiomaquia...
Todas las listas cerradas y puestas en
manos del administrador de La Pampa resultaron conformes con las sumas
entregadas sucesivamente en efectivo. Todas... es decir... Y aquí la pluma se
emperra como patria empacado, para el que no valen ni las nazarenas, ni la
lonja, ni el talero mismo. No hay quien la saque. Sería más capaz de bolearse
que de dar un solo paso... Pero ello es preciso, sin embargo, y justamente nos
facilita el relato el hecho inevitable de que resultará inverosímil, de la más
absoluta inverosimilitud. Si no fuera inverosímil, no lo contaríamos. Gracias a
que lo es, siempre quedará el suceso envuelto en una niebla de vaga
desconfianza, como una cuasi mentira que debiera ser mentira sin cuasi en
cualquier mundo a lo Pangloss...
Pues es el caso que faltó una lista. No.
La lista no faltó. Lo que faltó fue el dinero. Imposible armonizar nunca las
cifras del total con el cero de la entrega... He aquí los hechos:
La tarde del día en que se cerraba la
suscripción, Silvestre entró contentísimo en la imprenta, donde Viera estaba
casualmente sólo.
-¡Viera, hermano Viera! -exclamó el
insigne boticario- Te he juntado más de seiscientos pesos: todos me han pagado.
Ahí los tengo en casa; y si los querés te los traigo aura mismo.
-No hay apuro.
-Aquí tenés la lista. Guardala, porque no
queda nadie que agregar, y he hecho la suma. ¡Qué manifestación, hermano! Eso
sí que es honroso. Ya no se trata de puro jarabe de pico, y cuando la gente se
presta a aflojar la mosca, por algo ha'e ser. Tocarle el bolsillo es como
andarle por las verijas a un animal cosquilloso. Así que, si querés, podés
engreírte de lo que han hecho con vos.
-Sí, hermano -replicó Viera- me siento
verdaderamente conmovido. ¡Esas son cosas de que no me podré olvidar en la
vida, y que no andaré propalando, si no que las guardaré exclusivamente para
mí, como una gloria íntima y también como una obligación inquebrantable de
mantenerme tal cual soy, de seguir sin extravíos la norma que me he trazado!...
Hablaba sinceramente, y es muy posible
que hoy, recordando aquellos momentos, repitiera esas mismas palabras con igual
convicción.
Silvestre le miraba. Al rato le preguntó:
-Pero decime, ¿la suscripción te alcanza
para sacarte completamente del pantano, o no?
-Es una ayuda muy grande.
-Eso ya sé. ¿Pero ahora te ves ya
completamente libre de compromisos?
-Por el momento sí.
-¡Ah, por el momento, bien decía yo!
¿Unos cuantos meses, no es verdá? Porque si el diario no se sostiene, ni menos
da ganancias, en cuanto se gasten esos nales volvés a enterrarte hasta el
encuentro en el tembladeral, no?
-Desgraciadamente.
-Natural. ¡Lo que necesitás es muchos
suscritores, muchos avisos, para pagar a todo el mundo y vivir sin arretrancas;
o, de no, mucha plata para que el diario no se vaya al bombo en algunos años, y
venga más población y entonces se pueda sostener. Porque supongo que, aunque
los nuestros suban no sos de los que se han de prender a la ubre...
-Tenés razón, tenés razón en todo,
Silvestre.
-Bueno... entonces, esperá... dejame a
mí... Yo sé lo que hago, y has de ver como todo viene como anillo al dedo.
Tengo una combinación... Ya verás, ya verás...
Y se levantó en actitud de marcharse.
-¿Qué pensás hacer?
-No te quiero decir... Luego... Mañana.
Y se fue.
Tan optimista estaba Viera, que la más
pequeña simiente de ilusión o de esperanza caída en su cerebro, luego se
fecundaba, germinaba, brotaba, crecía, echaba hojas, ramas, flores, frutos,
como si estuviera en manos del más hábil de los faquires indios. Las vagas
palabras de Silvestre lo enajenaron, entregándolo a una especie de pasajera
megalomanía: era evidente para él que su amigo pensaba convocar de nuevo al
vecindario patriota para exponerle minuciosa y exactamente la situación,
comunicarle sus ideas y propósitos, y exigir de él un esfuerzo más amplio y más
continuado que aquella gran cinchada, demostrando que con menos sacrificio se
arribaría a mucho mayor efecto si no se aguardaba cada vez, para echarle una
manito, a que el carro estuviera encajado hasta la maza. Más suscripciones,
avisos mejor pagados, con qué equilibrar las entradas y las salidas; él no
pedía más, ni lujo ni holgura siquiera, para seguir diciendo verdades y
defendiendo al pueblo.
Fue a ver a la novia para contagiarle su fiebre de ensueños, para
transmitirle el inmenso júbilo con que tantas manifestaciones de aprecio
-gloriosas decía él- embriagaban su juventud, para hablar también de las bodas,
que podrían acelerarse, sin tener ya enfrente el fantasma de la miseria...
Después, vuelto a su casa, aquella noche se durmió sonriendo a sus nuevos y
quebradizos juguetes.
Cuando, a medio día, entró en la imprenta
Silvestre, su revuelto cabello, los ojos huraños, los labios resecos y plegados
en una mueca amarga y nerviosa, revelaban un hondo sufrimiento, una grande
angustia. Viera lo mirá sorprendido.
-¿Qué tenés? -exclamó.
Silvestre, sin contestar, sacó el
revólver, prementolo por el cabo al periodista y
-¡Tomá, matame! -murmuró con voz
reconcentrada.
-¿Qué tenés? ¿Estás loco?
-¡Tomá, matame, te digo! Soy un canalla y
un flojo, porque ya me debía haber hecho saltar la tapa de los sesos! ¡Tomá,
matame, por favor!
Viera le quitó el revólver. Acababa de
comprenderlo todo, lo de la combinación, las reticencias, la loca esperanza...
Silvestre se había dejado arrastrar por su afición al juego, creyendo
sinceramente que obedecía al propósito de salvar para siempre a su amigo. La
noche antes, en casa del Rengo, lo habían dejado más pelado que laucha recién
parida. La suscripción no era ya sino una cantidad negativa, aumentada con una
deuda exigible dentro de las veinticuatro horas, una "deuda de
honor".
El periodista guardó el revólver en un
cajón del escritorio, y aunque sintiera el corazón oprimido hasta el dolor,
pudo sonreírse y decir filosóficamente:
-¡Pedazo de sonso! Si hubieras venido con
las manos llenas de plata no traerías el revólver, aunque la intención sea la
misma... Sólo que... hay que desconfiarles mucho a esas intenciones...
¿Perdiste? Bueno; ¡no hablemos más! Ya sabés que hiciste mal en jugar y...
¡basta!
Silvestre lo miraba boquiabierto,
alelado, con una sorpresa indecible.
-¿Conque sabías? -acertó a balbucear- ¡Y me
perdonás, hermano, todo el mal que t'hecho!...
Y reaccionando de pronto, rompió a llorar
con grandes sollozos convulsivos, sentado, sepultada la cabeza entre las manos,
sobre las rodillas trémulas.
...Una semana después no se acordaba ya
de aquella crisis espantosa, tranquilizado por el silencio de Viera. Pero
debemos confesar en honor suyo, que perdonó a su amigo el haberlo perdonado de
su falta, y esto aboga por él, porque es excepcional. Viera dio por recibida la
suma con grave peligro de su reputación, pues la falla prolongó y dio
incremento a sus apuros.
-¿Dónde tira la plata ese loco? -se
preguntaban haciéndose cruces los que veían de cerca al periodista siempre
metido en su intolerable atolladero.
Pero como Silvestre no se apresuraba a
explicarlo ni Viera había de hacerlo...
- XIX -
El diablo en Pago Chico
Viacaba, aquel paisano tosco, bueno y
trabajador que tantos han conocido, tenía en ese tiempo su rancho a algunas
leguas de Pago Chico, sobre el remanso de un pequeño arroyo que, después de
reflejar la barranca, perpendicular y desnuda de vegetación, los sauces
desmedrados que se balanceaban sobre ella y el corral de la escasa puntita de
ovejas, seguía su curso casi en ángulo recto sobre su antigua dirección, e iba
lento, pobre y turbio, a echarse en el indigente caudal del Río Chico, que en
realidad nunca llegó a río ni aún con aquél refuerzo, sino en época de grandes
crecidas e inundaciones. Viacaba vivía allí, desde muchos años, con su mujer
Panchita, sus dos hijos Pancho y Joaquín, hombre ya, su hija Isabel, morenita,
feúcha, pero inteligente, y un par de peones, Serapio y Matilde, que, ayudados
por el viejo y los dos mozos, bastaban y sobraban para los quehaceres
habituales de la estanzuela.
Estos quehaceres estaban lejos de ser
abrumadores, aunque Viacaba poseyese buen número de vacas y de yeguas, y unos
pocos centenares de ovejas para el consumo, pues no era aficionado a esa clase
de crianza.
El rancho era espacioso y constaba de
varias habitaciones. Se veía desde lejos, sobre el albardón abierto en dos por
el arroyo que, voluntarioso y caprichudo, no había querido echar por lo más
fácil, aunque le sobraba campo llano en que correr y aunque no le importara un
bledo de la línea recta. Quizá, cuando tendió su lecho, aquellos terrenos
tendrían muy distinta configuración...
Y así como el rancho se veía de lejos,
así también desde el rancho se abarcaba hasta muy lejos un horizonte
curvilíneo, desierto, completamente plano, una extensión de pampa cubierta
entonces de hierba reseca y triste, amarilla tirando a gris, alfombra
polvorienta en que, como trazada de propósito, se destacaba la tortuosa línea
verdegueante de las orillas del arroyo, como una franja de terciopelo nuevo en
un inmenso manto raído.
Aquella siesta hacía un calor bochornoso.
El campo reverberaba, como si fuese de sutiles y vibrantes laminillas de acero,
y mareaba con sus destellos ofuscadores. El cielo estaba casi blanco, sin una
nube, pero en él flotaban grandes e invisibles masas de vapores dilatados por
el calor. Oíase el incesante y estridente chirrido de la chicharra, y en la
atmósfera había un monótono zumbar de insectos, sin que se supiera de donde
partía, pero ensordecedor, atontador de persistencia.
No es extraño, pues, que cansados del
trabajo de la mañana y rendidos por el bochorno abrumador, todos durmieran en
el puesto de Viacaba; los hombres bajo el alero, que daba al este, ya sin sol,
y las mujeres en el interior del rancho, cuya oscuridad ofrecía una momentánea
sensación de frescura.
El aire, sofocante, estaba inmóvil, como
casi todos los días a esas horas, en aquella temporada de sequía, tan larga y
amenazante ya, que los animales comenzaban a desmejorar y enflaquecer, síntoma
de probable epidemia... Los hombres, dormidos, respiraban sofocadamente, y
gruesas gotas de sudor le brotaban de los poros, bruscas y cristalinas, para
correr luego en hilos por su piel morena. Dormían intranquilos, hostigados por
el calor y por las moscas, zumbadoras, insistentes, pertinaces a pesar de sus
instintivos manotones. Y hubieran seguido postrados por la modorra, si el
galope de un caballo que se detuvo frente a la tranquera, y el furioso ladrar
de los perros que, un momento antes, echados a la sombra y con la lengua afuera
imitaban jadeando la locomotora de un expreso, no los arrancaran de la siesta.
Matilde, un peón santigueño, enorme y mal
encarado, a quien aquel hombre de mujer sentaba "como a un Cristo un par
de pistolas", se incorporó refunfuñando, levantose perezosamente, y con
paso tardo, a pesar el sol que rajaba la tierra, se encaminó a ver quién era el
importuno jinete. Los demás, mirando hacia la tranquera, entrevieron un
tordillo, negro de sudor y de polvo, que resollaba como un fuelle y sacudía la
cabeza, orejas y cola, espantando la nube de las moscas que se le había ido
encima. El pasajero entraba con Matilde, que se adelantó para informar a
Viacaba.
-Es un "franchute" que
pid'i'agua -dijo-. ¿Le doy?
-¡Cómo no! Hacé qu'entre aquí, a la
sombrita.
Cuando el hombre llegó al alero todos se
habían levantado y Panchita e Isabel se movían adentro, despertadas por las
voces.
-Buenas tardes, amigo. Entre y
sientesé... Dale agua fresca, Serapio. Después tomará un matecito, si gusta...
¿Cómo anda, amigo, con este solazo que ni las víboras salen de las cuevas?
El francés explicó que aquella misma
tarde tenía ocupaciones de urgencia en el pueblo, para poder tomar la
"galera" a la madrugada siguiente.
Era un mocetón alto y delgado, muy rubio
y de ojos clarísimos, frente estrecha, nariz larga, descolorida y ganchuda,
como el pico de una ave de presa; tenía algo de carancho, aunque su rostro
fuese largo y afilado, y su exagerada urbanidad no bastaba para desvanecer la
antipática impresión que desde el primer instante produjera en aquellos hombres
sencillos y toscos. Un fluido repelente flotaba en torno suyo, como si emanara
de su cuerpo, y los cinco paisanos, tan distintos en el aspecto y las maneras,
no podían dejar de mirarlo con desconfianza.
Bebió con verdadera avidez el agua recién
sacada del pozo, y gozando de la sombra dejose estar sentado en un banco, bajo
el alero, recostado en la pared de barro groseramente blanqueada, parpadeando
para no dejarse vencer por el sueño. Y cuando Isabel apareció, seguida por la
madre, con el mate amargo que había cebado en la cocina, se levantó
ceremoniosamente, algo envarado, haciendo una gran reverencia y murmurando
cumplidos a la amable "señoguita" y a la respetable "señoga".
Sorbió, no sin alguna mueca, el acre
brebaje a que no estaba acostumbrado, y con nuevas cortesías devolvió el mate a
la joven. Esta, al pasar para la cocina, con fragor de enaguas almidonadas,
significó a Pancho, con un mohín y una miradita de soslayo, cuánto la disgustaba,
también a ella, el extranjero. La señora lo examinaba a hurtadillas. Los
hombres hacían esfuerzos para sostener la desanimada conversación.
Más de una hora duró la visita. Matilde
dio, entretanto, de beber al tordillo y le apretó la cincha, como si con ello
apresurara el momento de la separación.
Mientras armaba un cigarrillo negro con
que Viacaba lo había obsequiado, el francés habló de la sequía y del triste
estado de las haciendas. Llegaba de lejos, y toda la campaña que había recorrido
presentaba el mismo aspecto de desolación: pastos resecos como yesca, lagunones
sin agua, bañados lisos y duros como piedra, arroyos tan bajos que casi todos
se podían pasar de un salto; las haciendas vacunas estaban flacas como
esqueletos; las ovejas muy desmejoradas y con una sarna más pertinaz que nunca;
las yeguas con huesos y pellejo...
-La suerte que aquí no lo vamos pasando
tan mal tuavía -exclamó Viacaba con cierta satisfacción.
Pero alzó bruscamente la cabeza,
alarmado, cuando el extranjero dijo que en muchas partes había visto grandes
torbellinos de polvo que el viento arrancaba de la tierra desnuda de
vegetación.
-¡Las polvaredas! -murmuró con acento
medroso-. ¡Por lo visto, ya principian!...
Y se quedó profundamente pensativo,
evocando aquella terrible calamidad, no sufrida desde muchos años, pero que en
otro tiempo pasara por allí sembrando el estrago y la devastación, dejando la
inmensa pampa despoblada de animales y como muerta y enterrada ella misma bajo
cenicienta y móvil capa de polvo...
La voz atiplada y agria del viajero,
salpicada con notas discordantes, aumentaba aquella impresión, y la de
antipatía y desconfianza que irresistiblemente provocara en todos.
Ya con el sol algo bajo, el francés se
despidió haciendo zalemas y protestas de vivo agradecimiento. Viacaba lo
acompañó hasta la tranquera mientras los demás habitantes lo miraban marcharse,
en fila bajo el alero... El tordillo, descansado ya, emprendió la marcha con
paso más brioso, y cuando iba a lanzarlo al galope, el jinete oyó que el
paisano le gritaba desde la tranquera:
-¡Cuidao con el pucho!
-¡Oui! ¡oui! -gritó el otro sin
comprender.
Un momento después, Isabel, que volvía
con el inacabable mate amargo, formuló el pensamiento de todos:
-¡No me gusta nadita esi hombre!
-Cosa güena no ha'eser -refunfuñó
afirmativamente Matilde, recogiendo el recado para ir a ensillar.
-Parece medio... "cantimple"
-zumbó Pancho, el más tolerante, después de Viacaba.
Y aunque pasaron largo rato en silencio,
aquella visita debió continuar preocupándolos, porque Serapio no dijo a quién
se refería cuando observó:
-Ahí va por el "fachinal".
-Efectivamente, el bulto, ya apenas
perceptible, del hombre y el caballo, se alejaba rápidamente e iba a internarse
en un alto pajonal que, en dirección a Pago Chico, ocupaba una vasta extensión
de terreno.
-¡Cantimple decís! -objetó Joaquín, que
se había quedado rumiando las palabras de Pancho- Pues a mí lo que me parece es
un pájaro de mal agüero, con ese pico 'e lechuzón desplumao de la cabeza... Con
tal de que no nos haiga echan algún "daño"...
-¡Dejáte de agüerías, Joaquín! -exclamó
Viacaba- Los gringos "saben" tener unas caras... ¡fierazas! Pero ¿y
de áhi? ¿Han de ser brujos por eso?...
Viacaba era supersticioso también, pero
la edad y la experiencia atenuaban un tanto esa superstición.
Los peones salieron al campo y tomaron
para el oeste, donde estaba el grupo de la hacienda, seguidos por Joaquín. Al este,
pasando el arroyuelo, sólo había algunas yeguas y la tropilla de zainos.
Las dos mujeres, Viacaba y Pancho, se
quedaron bajo el alero, sin ganas de moverse en la atmósfera asfixiante. El sol
se acercaba al ocaso, y su luz iba enrojeciéndose por momentos.
Al oscurecer, cuando volvieron los otros,
llamados por la hora de la comida, el cielo era al oeste un inmenso manto de
púrpura reflejado al oriente en un tenue velo, purpúreo también. Y delante de
ese velo una columna recta, de vapores terrosos, se alzaba del pajonal, como
girando sobre sí misma.
-¡No digo! ¡Si ya principian las
polvaredas! -exclamó Viacaba, que la vio al ir con los suyos a la cocina.
-¿Cómo había podido equivocarse aquel
hombre de campo, nacido en plena pampa, conocedor de todos sus fenómenos,
confidente de todos sus secretos? ¿Miró mal? ¿O la evocación terrible de las
polvaredas, la obsesión de tamaña calamidad, le había paralizado el cerebro?
No era, no, el torbellino de polvo que
Una corriente giratoria alza y retuerce en el aire, como columna salomónica,
desde el campo reseco, para pasearla después en caprichosa danza de un lado a
otro y luego dejarla caer, de golpe, disuelta, desvanecida en la atmósfera como
fantástica creación de pesadilla. No. La columna estaba fija en el mismo punto
e iba elevándose y ensanchándose en la atmósfera tranquila y caldeada que
doraban y enrojecían los últimos parpadantes fulgores del sol.
Y el astro acabó de hundirse. Las oladas
de púrpura que lo seguían, cubriendo el occidente, se derramaron también tras
él, poco a poco, a manera del agua que desaparece lenta en una hendidura. Y
para anunciar la noche que llegaba, comenzaron a revolotear tenues brisas
mensajeras de paz, que crecían y se multiplicaban por momentos...
Era ya oscuro, y, sin embargo, la columna
seguía viéndose en el pajonal vagamente luminosa, como si fuera la misma que
guió a los israelitas en el desierto...
Entretanto, la familia Viacaba comía en
la cocina, rodeando el fogón, más animada y conversadora, pues el airecillo,
tibio aún, iba haciendo reaccionar a todos de su enervamiento, a medida que
cobraba fuerzas y agitaba con más decisión las alas.
La conversación, interrumpida a ratos,
seguía, persistente, rodando alrededor de la visita del francés, el
acontecimiento del día. Y no había una frase simpática para él.
-¡Vaya al diablo el ñacurutú ese! ¡Nunca
he visto animal más feo! -insistió Joaquín, supersticiosamente-. Y cómo miraba,
con esos ojos descoloridos, a pesar de todos sus "vulevús"... A mí me
parecía...
-El Malo ¿no? -interrumpió Matilde, el
santiagueño- ¡A mí también! Dicen que's ansí; "payo", di ojos
claritos y nariz de pico'e loro. No me le fijé en las patas porque traiba
botas... Pero ha de haber tenido pesuña no más.
Como eco terrible de estas palabras, la
voz angustiosa de Panchita, que acababa de ir al pozo en busca de agua fresca,
sonó en el patio como un grito de alarma y de terror:
-¡Quemazón!... ¡Quemazón!... ¡Quemazón en
el fachinal!...
-¡No decía yo! -murmuró Joaquín, precipitándose afuera con los
demás...
La columna amenazadora que había
comenzado por elevarse, ensanchándose e iluminándose con vagas vislumbres,
llegó a semejar inmenso tronco de copa pequeña, redonda y blanquecina; luego,
cuando el viento sopló con cierta violencia, desvaneciose de pronto; en
seguida, en la sombra creciente, hubiérase dicho que el árbol acababa de
desplomarse, ardiendo de punta a punta, porque, a partir del mismo sitio,
apareció chisporroteando una línea de fuego, brasas y llamitas fugaces que se
reflejaban en los vapores suspendidos sobre el suelo. Inmediatamente después,
la línea roja y resplandeciente al ras de la tierra, se extendió, se extendió
más, abareó un espacio enorme, en el este, de donde llegaba el viento, como si
quisiera ocupar todo el horizonte. Desde el rancho veíanse vagar por el pajonal
reflejos luminosos, anaranjados o amarillentos, que contrastaban con la noche
negra y armonizaban con la raya purpúrea de la quemazón, mientras en el cielo
un gran parche rojizo parecía seguir la marcha del desastre. Y el viento, entre
tanto, sacudía alegremente la alta hierba, seca y sonora, murmurando y riendo
como el niño que escapa después de haber hecho una travesura. Y el susurro
musical llenaba el aire de coros indecisos... En el albardón, junto a "las
casas", dominando el campo, Panchita e Isabel asistían con espanto al
espectáculo amenazador y terrible del incendio. Los hombres, después de
ensillar apresuradamente, se habían precipitado a todo galope hacia el pajonal,
atinando sólo a lo más visible del peligro, tan azorados que no podían cordinar
las ideas...
El viento, cansado de reír, se entretenía
en combinar curiosos y devastadores fuegos de artificio. Llegaba al incendio,
levantaba nubes de humo y semilleros de chispas; enredaba el humo en las matas
cercanas, iluminadas por el fuego, fingiéndolas incendiadas también, y esparcía
las chispas como un ramillete, o las hacía formar haces de espigas de oro;
luego las dejaba apagarse o caer sobre el pasto en lluvia finísima y
devastadora... O de un soplido apagaba bruscamente la inmensa línea roja, y
luego, como arrepentido de abandonar tan pronto su diversión, reavivábala de
otro soplo hasta hacerla llamear e incendiar también el cielo... Al sitio en
que estaban las mujeres llegaban bocanadas de horno, hálitos de fragua, un
fragor atenuado, como de lejanísimas descargas graneadáis de fusilería, y un
olor acre de paja quemada, dilución de las densas masas de humo que corrían al
ras del suelo.
Lenta a la distancia, rápida en realidad,
la línea de fuego se extendía, aparentaba formar un arco de círculo cuyo centro
fuera el albardón, e iba acercándose a las casas cual si estrechase un sitio
que les hubiera puesto de repente con maravillosa táctica. Entre el rancho y el
incendio, el campo estaba iluminado, y sombras enormes se movían y fluctuaban
vagamente en él: las rechonchas de las anchas matas de paja y las alargadas de
los jinetes que andaban agitados junto a la quemazón.
Un tropel, un redoble de alarma estalló
de repente en el silencio rumoroso, haciendo retemblar el suelo; era la
tropilla, eran las manadas que huían despavoridas hacia el oeste, martillando
con sus cascos la tierra seca y sonora. Y una sombra informe pasó, envuelta en
nubes de polvo, lanzando al paso reflejos de ancas y de cabezas desgreñadas al
viento... Y el furioso redoble fue disminuyendo hasta perderse en la noche...
-¡La caballada! -gritó con angustia
Isabel, sacudiendo un instante su marasmo.
-¡Virgen santa! ¡Quién sabe si la
volveremos a ver! -murmuró la madre.
Y atrás rumores más sordos, confusos e
indescifrables, poblaban, entretanto, la pampa y llegaban hasta ellas
arrastrados por el viento abrasador, saturado de humo y cargado de cenizas aún
calientes...
Viacaba, sus hijos y los peones,
desalados, habían creído llegar a tiempo de sofocar el incendio. Pero cuando
estuvieron a poco más de una cuadra, una agonía les oprimió el corazón: el alto
pastizal, tupido y seco, los matorrales entretejidos y bravos, la cortadera
amarillenta ya que ocultaba a un hombre de pie, ardían en una enorme extensión,
hasta donde alcanzaba la vista, entre chisporroteos y llamaradas, estallando
como millares de petardos incendiados por series sucesivas. Llegábanles soplos
tan ardientes como el fuego mismo, y unos a otros se veían las caras sudorosas,
completamente negras de hollín, en que les relampagueaban los ojos. Los
caballos, con las orejas tendidas casi en línea horizontal hacia el incendio,
resoplaban y sacudían la cabeza, negándose a avanzar más.
A menos de una cuadra envolviéronlos el
humo y las chispas, y parecían avanzar en las nubes entre una constelación de
estrellas fugaces. La acre humareda los cegaba, aunque estuviesen tan hechos a
los humazos del fogón, y los soplos abrasadores les hacían volver el rostro con
el cabello y la barba medio chamuscados... Sobre sus cabezas cerníase un
instante la paja voladora, ardiendo, y luego seguía su vuelo, a difundir a
saltos el desastre, arrebatada por el vendaval... No se oían casi, con el
fragor del estallar de las pajas, y tenían que gritar para comunicarse.
-...¡Contra-fuego! -oyose vociferar a
Viacaba, que echó pie a tierra. El principio de la frase se había perdido en el
estrépito...
Tras el velo de llamas que ante sus ojos
tendía la inmensa fogarata, la noche tomaba insólitas negruras. Parecía que el
oscuro cielo, sin luna, continuara descendiendo, descendiendo, más negro cada
vez, hasta llegar al incendio mismo, sólo que en su parte inferior las
apretadas y rojas estrellas se apagaban sucesivamente, dejando en un momento
lóbrega y vacía aquella parte de inmensidad. El horizonte se había acercado
hasta pocos pasos de ellas, y creían hallarse al borde de un inmensurable
abismo... La luz misma parecía rechazada hacia adelante por el viento furioso
que soplaba de aquel antro...
A la voz de Viacaba, todos se apearon.
Una seña les hizo acercar, y oyeron este grito:
-¡Aquí no! ¡Sería pior! ¡A la orilla del
fachinal!...
Desanduvieron un trecho, teniendo del
cabestro a los espantados caballos que volvían la cabeza hacia el fuego con
ojos de brasa, resollaban y roncaban violentamente, hacían bruscos movimientos
para desasirse y escapar, y tiritaban cubiertos de sudor, mientras por los
flancos les corrían arrugas como de agua rizada por la brisa...
Y así, envueltos en rojas luces de
Bengala, hombres y animales salieron a la orilla del pajonal, donde comenzaba
el pasto bajo, marchito y seco también. Serapio mancó los caballos y los ató a
las matas, bastante más lejos. Luego se incorporó a los demás.
Viacaba y Pancho incendiaban rápidamente
la hierba baja, en un ancho de poco más de una vara, siguiendo una línea más o
menos paralela a la quemazón. Joaquín y Matilde, tras ellas, dejaban arder bien
el pasto, y luego lo apagaban azotándolo con escobas de la paja más verde,
hasta que se incendiaban, o con las jergas del recado, sin mojarlas, porque el
agua estaba demasiado lejos. Serapio los imitó...
En aquella hoguera parecían fundidores
junto a un río de metal incandescente; jadeaban, sudaban; sus caras negras,
encendidas y lustrosas, se hinchaban, se abotargaban, perdían sus líneas,
mientras los ojos les relampagueaban y por las mejillas y la frente les corrían
hilos de tinta...
¡Sacrificio inútil! El fuego se burlaba
de antemano del obstáculo, que le querían oponer, levantándole una trinchera de
vacío: reíase de ellos en complicidad con el viento, en cuyas alas enviaba sus
emisarios y sus propagandistas más allá de los hombres y de su ciclópeo
esfuerzo impotente.
Y el tropel que espantara a las mujeres
llegó de pronto hasta allí como un lejano trémolo de timbales entre los
chasquidos del incendio... Viacaba levantó la azorada cabeza, y con ojos
saltones, enloquecidos, gritó:
-¡Serapio! ¡Matilde! ¡La hacienda! ¡La
hacienda!...
Y abarcando, al fin, la magnitud del
desastre, abandonaron la quemazón casual y la que ellos mismos hacían,
corriendo frenéticos hacia los caballos.
Los caballos no estaban allí.
Aguijoneados por el pavor, habían conseguido arrancar las matas, y roncando,
despavoridos, dementes, trabados por las maneas, a grandes saltos enajenados,
tropezando ciegos, allá iban, trémulos, vacilantes, chorreando sudor, hacia el
oeste, hacia la salvación, hacia la vida...
Lograron alcanzarlos y, montados,
salieron de carrera en distintas direcciones, como si obedeciesen a un plan
preestablecido. Sin embargo, no lo tenían... ¿Dónde llevar la hacienda, en caso
de que aún no se hubiese dispersado y perdido en las tinieblas de la pampa?
¿Dónde proporcionarle un refugio inmune? ¿Por dónde hacerlas escapar del
tremendo estrago?...
...Las mujeres, petrificadas de pavor y
de angustia, seguían como sonámbulos en el albardón, con los ojos fijos en el
incendio, que continuaba avanzando, avanzando a cada minuto con mayor rapidez e
intensidad, y no sólo hacia las casas, sino hacia la derecha, hacia la
izquierda, al norte, al sur, para separarlas bien del mundo por aquel lado y
luego replegarse, cortándoles la retirada, envolviéndolas en su línea
infranqueable. Y el redoble del triunfo, la diana sin clarines se oía cada vez
más cerca, más cerca, como estallidos de risas y gritos de voces ásperas y
discordantes... El calor era tan intenso, que a cada instante las infelices se
creían a punto de desfallecer y caer semiasfixiadas.
El fuego llegó al arroyo... La esperanza
les dilató un momento el pecho... Pero el incendio se burló del caprichoso
zanjón, cubierto previamente de paja voladora por su cómplice el viento. Lo
traspuso redoblando sus chasquidos, llegó a la otra orilla, avanzó hasta lamer
la tranquera y los sauces que le daban sombra, y, regocijado, siguio su carrera
hacia el oeste, dejando más grande la noche'tras de sí, llevándola hasta los
mismos pies de las mujeres que, atontadas, siguieron mirando cómo se extinguían
una a una las fugaces estrellas de la quemazón en la noche de abismo que creara
a su paso...
Más allá, hacia la derecha, por donde
brillaba la Cruz del Sur, también la paja sirvió de puente volante a la
invasión devastadora. El arroyo ardió todo en un segundo. Y desde la otra
orilla, de las matas altas de albardón, el viento arrebataba cardúmenes de
chispas que iban a caer a los pies de las mujeres... Algunas llegaban hasta el
mismo rancho y se extinguían entre las pajas del techo, sin fuerza para
incendiarlas... Ellas, en su angustia suprema, no advertían el nuevo peligro. Y
chispas y pajas abrasadas continuaban su vuelo, más compactas cada vez...
-¡Mama! ¡mama!...
El grito desgarrador de Isabel anunciaba
el coronamiento de la catástrofe: el techo central ardía con gran humareda en
un círculo de una vara de diámetro.
-¡Agua! ¡agua! -gritó la madre, arrancada
a su estupor.
Ambas corrieron al bebedero de los
caballos, junto al pozo; una llenó un balde, otra una jarra; precipitáronse al
fuego; sus fuerzas no alcanzaron a lanzar el agua hasta allí...
-¡Traé vos el agua! -tartamudeó la madre.
Y como pudo, valiéndose de un banco,
lastimándose manos y rodillas, trabada por los vestidos, trepó al techo
gritando desesperadamente, como si alguien pudiera oírla en aquella desolación:
-¡Viacaba!... ¡Pancho!... ¡Joaquín!...
Isabel le llevaba jarras y baldes de
agua, de carrera, jadeantes, bañada en sudor. Ella, febril, casi sin saber lo
que hacía echábase de bruces sobre el techo, tendía los brazos trémulos, alzaba
el agua con esfuerzo automático, e iba a verterla en la hoguera cada vez más
ancha... Y mientras hacían esta abrumadora y lenta maniobra, el viento
continuaba acribillando el rancho con sus flechas incendiarias... Un momento
después el techo ardía por diversos puntos...
-¡Baje, mama, baje! Se va a abrasar
viva!...
La desgraciada bajó por fin. Como alegre
fogarata, el rancho ardía por las cuatro puntas iluminando el patio hasta la
tranquera con sus sauces descabellados, sacudidos por el viento, hasta el
corral en que se revolvían, se atropellaban y se trepaban unas sobre otras las
ovejas, balando lastimeramente, tratando de derribar el fuerte cerco... Y
aquella siniestra y formidable iluminación desvanecía, borraba totalmente la
otra, ya en el horizonte...
Los hombres vieron desde lejos aquella
antorcha y regresaron uno tras otro, llenos de desesperación.
Nada había que hacer... Apenas, y con
gran peligro, consiguieron sacar algunos objetos de la formidable hornalla...
Las cumbreras se desplomaron con gran ruido, el alero desapareció, y a la luz
roja no se veía ya más que las paredes ennegrecidas... Sentados en el suelo,
anonadados por la impotencia y la desesperación, lanzaban de vez en cuando
lamentables exclamaciones. Y la visita del extranjero volvía a su exaltada
imaginación con caracteres diabólicos y aterradores.
-¡Ah, el gringo, el gringo!...
-Él no más nos ha tráido esta calamidá...
-Nos ha hecho "daño"...
-¡Seguro que tiró el pucho en el
fachinal, indino!...
-¡No, patrón!; era el Malo, si era
Mandinga!... ¡Tan cierto como que éstas son cruces!...
Y su infantil superstición iba a
convertirse en hecho comprobado, al día siguiente, cuando en Pago Chico, donde
fueron a refugiar su desnudez, les dijeron que allí no había llegado francés
alguno, y luego a difundirse pasando de boca en boca como acontecimiento
histórico, aunque el comisario averiguara y publicara que un hombre de la
filiación del presunto incendiario estuvo aquella tarde en el vecino pueblo del
Sauce donde, a la madrugada, tomó la galera del Azul...
Pero el alba se extendió descolorida y
triste sobre el campo. Hombres y mujeres, acercados por la desgracia, formaban
un grupo silencioso e inmóvil. Lo que ayer fuera bienestar y abundancia era
miseria ya...
La pampa, a las primeras luces indecisas,
mostróseles cubierta por inmenso tapiz de funerario pano negro, que se extendía
hasta el horizonte, en todo rumbo, y el viento, fuerte aún, levantó nubes de
hollín y los envolvió en impalpable polvo de cenizas...
- XX -
¡Guerra a Silvestre!
También acabó Silvestre por incomodar a
los situacionistas que resolvieron castigarlo, igual que a Viera.
A este propósito hicieron que fuera a
establecerse a Pago Chico, habilitado por ellos, un farmacéutico diplomado,
cierto italiano Barrucchi, venido del país amigo a hacer fortuna rápidamente,
así, sin otra condición, rápidamente.
La competencia fastidió mucho al criollo
en un principio, como que hasta fue denunciado al Consejo de Higiene por
ejercicio ilegal de la profesión. Pero estaba atrincherado tras de su regente,
a quien hizo pasar una temporadita en el Pago, con pret, plus y otras regalías
inherentes a la actividad del servicio.
-Al gringo l'enseñan -decía-, pero nada
le ha'e valer. ¡A la larga no hay cotejo!
Y para dominar del todo la situación,
halló manera de ¿cómo diremos? untar la mano al inspector enviado de La Plata.
"Untar la mano" es frase
grosera, bien; pero ¿qué decir entonces, del hecho de untarla, y de dejársela
untar?...
Nada. Punto. Y sigamos adelante con los
faroles.
No se durmió Silvestre sobre los laureles
de su primera defensa victoriosa, sino que atisbó, vichó, bombeó, supo cuanto
hacía el italiano, le tendió lazos, le analizó preparaciones en que había
substituido sustancias, publicó los resultados, formuló denuncias, y de
perseguido convirtiose pronto en perseguidor, porque en aquella delicada
materia se inmiscuía alguien más que los cabecillas pagochiquenses, y el
Consejo de Higiene, no desdeñoso de multas, solía enviar inspectores cuando era
a golpe seguro, y entre tantos alguno habría reacio a los ungüentos de marras.
Y apareció muy luego otro inspector.
Barrucchi escapó difícilmente a las
consecuencias con que lo amenazaba una grave trocatinta de frascos y rótulos en
el armarito de los alcaloides, nada menos, falta que hasta nuevo aviso debe
atribuirse a negligencia suya, nunca a perversidad de Silvestre, incapaz, por
su parte de jugar a sabiendas con la vida de sus convecinos, e imposibilitado
de penetrar en la plaza enemiga.
La misma grosería del error fue lo que
salvó a Barrucchi, provisto de auténticos diplomas de una facultad italiana, y
de un certificado de reválida en toda regla, otorgado por la de Buenos Aires.
Insistimos en que Silvestre no tuvo arte ni parte en el su. ceso. Barrucchi
probablemente tampoco, puesto que nadie lo hizo responsable, ni siquiera lo
amonestó por su descuido, ni por su aterradora confusión de consonantes en ina.
Pero sus negocios, que hasta entonces
habían sido regulares, se resintieron con la divulgación de aquel hecho,
cuidadosamente propalado a todos los vientos del cuadrante por Silvestre y los
suyos. Sin embargo, el azar, ya que no la buena reputación y limpia fama, vino
a favorecerlo. La farmacia, asegurada en una nueva compañía contra incendios
que buscaba clientela en Pago Chico, por una suma mucho mayor que su capital
verdadero, ardió casualmente a los pocos días, sin que bastara para extinguir
el incendio la guardia de cuatro vigilantes con machete en mano, puesta por
Barraba en las cuatro esquinas de la casa.
Hay quien dice, todavía, que el incendio
no fue intencional.
La compañía de seguros pagó
inmediatamente al boticario y al dueño del edificio, pues le convenía
acreditarse para hacer una buena ponchada de fuertes primas en ese partido y
los inmediatos, y sólo pidió a uno y otro un recibo bombástico y la
autorización de hacer con él cuanto reclamo quisiera.
La casa comenzó a reconstruirse con gran
prisa, y todo el mundo creyó que Barrucchi restablecería su farmacia en muchos
mejores condiciones ya que contaba con un capital relativamente respetable. Tal
era, en efecto, su intención; pero una frase que corrió como un reguero de
pólvora de punta a punta del pueblo, le hizo variar de propósito y retirarse
con los honores de la guerra, es decir, con los pesos del seguro.
-Non e niente, demientra no se brushe
l'arquibio.
Esto era lo que se oía de la mañana a la
noche hasta en los últimos rincones de Pago Chico, y las extrañas palabras eran
repetidas ora con acento de indignación, ora entre carcajadas más mortíferas
aún. Y todo el mundo se contaba inacabable, infatigablemente, durante días,
semanas, meses enteros, la maquiavélica invención de Silvestre, aderezada hasta
con la jerga propia del personaje y del caso:
Barrucchi, a quien la noche del incendio
corrió a avisarse al Club que ardía la botica, se limitó a contestar
tranquilamente, encogiéndose de hombros:
-¡Eh, no importa, mientras no se queme el
aljibe!...
El pobre Tartarín tuvo que ir a Argel por
una copla; Barrucchi tuvo que irse de Pago Chico por una frase.
También es verdad que Barrucchi no era
del pueblo y que la frase brotó del cerebro de Silvestre. Si hubiese sido
pagochiquense, quizá se le perdona, pues es fama que hasta los perros dicen,
amparando a los vecinos:
-¡No lo muerdan, qu'es del barrio!
Los hombres también, y si no, véase
enseguida como lo prueba, con elegante demostración, la cajita misteriosa de
Ferreiro.
- XXI -
Altruismo
Entre las espesas sombras de la noche, en
grupos charlatanes de tres o cuatro personas, numerosos vecinos de Pago Chico
se encaminaban lentamente a la estación del ferrocarril. Se habían reunido con
ese objeto en el Club del Progreso, en el café y en la confitería de Cármine, y
al acercarse la hora fueron destacándose poco a poco, para no llamar demasiado
la atención ni dar pie a que los opositores hicieran alguna de las suyas.
Llegaba en tren expreso, costeado
naturalmente por el gobierno, el diputado Cisneros con la misión de reconstruir
el comité, y era preciso hacerle una calurosa acogida a pesar de lo
intempestivo de la hora. La estación estaba completamente a oscuras; sólo por
la puerta de la habitación del jefe, filtraba una raya de luz, y allá en el
fondo el Buffet -en funciones para las circunstancias-, abría sobre andén
desierto, el abanico luminoso de su entrada. Allí fueron sentándose a medida
que llegaban, el doctor Carbonero, el escribano Ferreiro, el intendente Luna,
el juez de paz Machado, el concejal Bermúdez y varios otros, sin que faltaran
el comisario Barraba y su escribiente Benito, ni aún don Másimo, el portero de
la Municipalidad, muy extrañado de no tener que disparar bombas de estruendo en
tan solemne emergencia. No hubo francachela; los tiempos estaban malos, y nadie
quería cargar con el mochuelo del coperío, aunque sólo hubiera en la estación
una veintena de personas. Cada cual, si quería, "tomaba algo"... y
pagaba.
La espera fue larga. El expreso se había
retrasado en no sabemos qué estación y el jefe aun no tenía noticias de su
llegada... Poco a poco, todos fueron a pasearse en la oscuridad del andén,
luego instintivamente agrupáronse a la puerta de Buffet, y conversaban mirando
inquietos al norte por descubrir entre las sombras el ojo encendido del tren en
marcha.
-¿A que no sabe abrir esta cajita? -dijo
de pronto el escribano Ferreiro, presentando un objeto al Intendente Luna.
Era una cajita oblonga, en forma de
ataúd, en uno de cuyos extremos asomaba un botón a modo de resorte; un
juguete-chasco de lo más infantil, pues oprimiendo el botón aparecía una aguja
que pinchaba al curioso, con tanta mayor fuerza cuanto mayor había sido su
confianza en sí mismo y el apretón consiguiente. Luna la tomó, la examinó
deliberadamente, vio el resorte cuya evidencia debería haberlo hecho recelar
sin embargo, y exclamó:
-¡Mire qué gracia!...
Soberbio fue el golpe de pulgar que dio
al botón apenas había dicho estas palabras, y soberbio el pinchazo que recibió
en mitad de la yema del dedo... Estuvo a punto de soltar uno de los ternos más
sonoros de su colección; pero se contuvo a tiempo, y lejos de protestar, fingió
seguir examinando la cajita.
-No doy ni mañana -dijo por fin.
-A ver emprieste, compadre -solicitó
Barraba tendiendo la mano, con los ojos brillantes de curiosidad.
Los demás habían estrechado el corro,
deseando ver el misterio que encerraba el cabalístico estuche, y las
conversaciones se interrumpieron.
Barraba cayó en la trampa, y a su grueso
pulgar asomó una gotita de sangre como un pequeño rubí. Pero puso buena cara, y
aparentó seguir maniobrando con la cajita.
-¡Traiga amigo, traiga! ¡Si usté es muy
mulita p'a estas cosas! -exclamó al cabo de un instante el juez de paz
Machado.- ¿No sabe que p'a qu'el amor no tuerza, más vale maña que juerza? -A
ver traiga p'acá.
Barraba no tuvo inconveniente...
Nuevo pinchazo... Nuevo esfuerzo heroico
para no lanzar un grito. Aquellos espartanos eran todos capaces de dejarse
devorar el vientre, con tal de que enseguida, se lo devoraran a los amigos y
compañeros.
Y después de Machado, la cajita pasó a
Bermúdez, a Carbonero, a los demás -hasta a don Másimo, que fue el último en
pincharse.
Aquel Sterne, imitado ahora por quienes,
con sólo imitarlo son puestos a la cabeza de no sabemos cuántas literaturas,
nos ofrecería aquí una sabrosa disquisición, llena de longanimidad y de sincero
enternecimiento ante la flaqueza humana. Se explicaría el hecho y trataría de
explicarlo a los demás, por aquello de que "tout comprendre c'est tout
pardonner".
Pero desgraciadamente no habla Sterne, ni
el hecho, produciéndose en Francia bajo tan rudimentarias formas, ha dado tema
a los grandes modistos literarios. Ello vendrá.
Mientras no viene, y por si no viene, el
lector hará bien si saca por su propia cuenta el caracú del hueso que le
ofrecemos, y que más peca por sobra que por falta de médula, pues allá en la
pobre y silenciosa estación de Pago Chico -microcosmos sintetizado-, y entre
aquel reducidísimo compendio de la humanidad, no hubo un solo ejemplar, un solo
individuo que no pasara por la prueba, ni uno que no se mostrara a la altura de
las circunstancias. El mismo don Másimo -el último mono- se dirigió
humildemente al escribano:
-¿No quiere emprestármela hasta mañana,
señor Ferreiro?
-¿Para qué don Máximo?
-Va mostrársela a la Goya, no más.
Su altruismo no le permitía gozar tan
solo de las delicias de la aguja, pues los otros veinte no contaban ya: Habían
contribuido a chasquearlo y se reían de él, como si fuese el único burlado.
Entre tanto y en silencio, había ido
aproximándose el tren. Un silbido agudo y un repentino y fuerte resplandor, les
hizo dar un salto y volverse hacia la vía. El diputado Cisneros, de pie en la
plataforma, con el tren aún en movimiento, comenzó a dirigirles la palabra:
"Este brillante recibimiento me
demuestra cuánto es vuestro altruismo y vuestra abnegación. Siempre dispuestos
a sacrificaros por el bien de los demás, a luchar sin tregua ni descanso por
evitar el sufrimiento ajeno, venís en horas de combate a retemplar mi espíritu,
para el holocausto fraternal a que estoy dispuesto tanto como vosotros
mismos".
Y siguió así, mientras don Máximo se
devanaba los sesos por hallar modo de pasarle la cajita sin faltarle a las debidas
consideraciones. Pero no lo halló por demasiado humilde, y tuvo que consolarse
con la idea de embromar a la Goya...
- XXII -
Libertad de sufragio
Cierta noche, poco antes de unas
elecciones, el Club del Progreso estaba muy concurrido y animado.
En las dos mesas de billar, la de
carambola y la de casino, se hacían partidas de cuatro, con numerosa y
dicharachera barra. Las mesitas de juego estaban rodeadas de aficionados al
truco, al mus y al siete y medio, sin que en un extremo del salón faltaran los
infalibles franceses, con el vicecónsul Petitjean a la cabeza, engolfados en su
sempiterna partida de "manille".
El grupo más interesante era, en la
primera mesita del salón, frente a la puerta de la sala de billares, el que
formaban el intendente Luna, presidente del Concejo, varios concejales y el
diputado Cisneros, de visita en Pago Chico para preparar las susodichas
elecciones. Entregábanse a un animado truco de seis, conversadísimo, cuyos
lances eran a cada paso motivo de griterías, risotadas, palabrotas con
pretensiones de chistes y vivos comentarios de los mirones que, en círculo
alrededor, trataban más de hacerse ver por el diputado que de seguir los
incidentes de la brava partida.
Junto a ellos, sentado en un sillón, con
la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, acariciándose la bota,
abrazándola casi, el comisario Barraba con el chambergo echado sobre las cejas
y dejándole en sombra la mitad de la cara achinada, ancha y corta, de ralo y
duro bigote negro, hablaba ora con los jugadores, ora con los mirones, lanzando
frasecitas cortas y terminantes como cuadra a tan omnímoda autoridad.
Descontentos no había en el club más que
tres o cuatro: Tortorano, Troncoso y Pedrín Pulci a caza de noticias, cuya
tibieza les permitía andar por donde se les diera la real gana.
Los tres se hallaban cerca de la mesa del
intendente y el diputado, podían oír lo que en ella se decía, y hasta replicar
de vez en cuando -aunque con moderación naturalmente-, al comisario Barraba.
Alguien habló de las elecciones próximas y de las respectivas
probabilidades de cada candidato.
-¡Qué eleciones ni que eleciones!
-exclamo Tortorano encogiéndose de hombros-. Nosotros nunca hemos tenido
eleciones de veras, y no las tendremos jamás!...
-La libertad de sufragio... -agregó
Troncoso sarcásticamente.
Pero el comisario, echando hacia atrás la
cabeza, tanto que casi dejaba ver el dedo de frente descubierto entre el
chambergo y las cejas, lo interrumpió:
-¿Qué dice amigo? ¿Qué no v'haber
libertá?
-¡Vaya comisario, nunca ha habido!
-objetó Tortorano sonriendo.
-Sería una novedad muy grande -afirmó
Troncoso retorciéndose el bigote con aire convencido.
-¡Y s'imagina, entonces, que y o estoy
aquí p'a quitarles la libertá a los ciudadanos? ¿Y que yo, comisario, lo h'e
permitir?
El diputado, el intendente y demás
jugadores de la oligárquica mesa, levantaron la vista sorprendidos. El ruido
disminuyó de pronto en el salón, como si los concurrentes se quedaran a la
espectativa de un acontecimiento trascendental. Pedrín fue acercándose más al
comisario...
-No digo eso - murmuró Troncoso mirando
al suelo y preguntándose interiormente dónde iría a parar el hombre encargado
en Pago Chico de asegurar el éxito de una candidatura dada, con exclusión total
de la otra.
¿Se habría convertido de la noche a la
mañana, después de tantas arbitrariedades y persecuciones?
-Ya tampoco digo que usted les quite la
libertad. ¡No faltaba más!
Tortorano se encogió de hombros otra vez
y se puso a armar un cigarrillo negro. Troncoso miró al comisario para ver si
hablaba de veras. Pedrín, aunque no tuviera nada de cándido, intervino con una
ingenuidad:
-Me alegro mucho de haberl'óido -dijo-.
Yo ya estaba por no ir a las eleciones. Pero desde que usté garante la
libertá...
- ¡La garanto, canejo! ¡Ya lo creo que la
garanto!
El diputado Cisneros se incorporó en su
silla, casi resuelto a llamar al orden al extraviado y demagogo funcionario
policial. Las demás autoridades estaban, al oír semejantes despropósitos, que
no sabían lo que les pasaba.
-Pues si es así... -prosiguió Pedrín-, lo
que es yo, el domingo no faltaré en el atrio p'a votar por don Vicente.
Pero no había acabado de decirlo cuando
el comisario estaba ya parado, de un salto tan violento y repentino que ni
siquiera le dio tiempo para soltarse la bota. Y así en un pie:
-¡Pare la trilla que una yegua si ha
mancau! -gritó- ¿Qué es lo que dice, amiguito?
-Que ya que usté garante l'eleción v'y a
sufragar por los cívicos... nada más.
-¡Dios lo libre y lo guarde! ¡Cómo de
orinarse en la cama!
-¿Pero no dice que habrá libertá de
votar?
-Sí, para todos; pero libertá, libertá de
votar por el candidato del gobierno!...
Un gran suspiro de satisfacción compuesto
de seis suspiros particulares se exhaló del truco oficial.
Y el ruido volvió entonces, más alegre y
estrepitoso que nunca...
NUEVOS CUENTOS DE PAGO CHICO
El fantasma
Las apariciones sobrenaturales de que era
víctima Jesusa Ponec, traían revuelto al pueblo desde semanas atrás. Misia
Jesusa las había revelado bajo sello de secreto inviolable a sus íntimas
amigas: misia Cenobia, la empingorotado y tremebunda esposa del concejal Bermúdez,
y misia Gertrudis Gómez, la espigadora presidenta de las Damas de Beneficencia.
Tula y Cenobia las comunicaron, naturalmente, bajo el mismo sello inviolable, a
sus confidentas, quienes, a su vez... Total, que todo el mundo lo sabía.
Los fantasmas suelen deambular
preferentemente en las noches de invierno, cuando los vecinos se quedan en sus
casas, pero a la sazón era verano, un verano de plomo derretido que mantenía en
fusión el fuelle del viento norte. Así, los que se encerraban "por si acaso"
desde que corrió la noticia, sudaban la gota gorda.
Tula y Cenobia escucharon, haciéndose
cruces y temblando como azogadas, las primeras confidencias de Jesusa, aunque
Cenobia Bermúdez fuera hembra de pelo en pecho y capaz de zurrarle la badana
(como lo probó varias veces) no sólo a su esposo, sino al más pintado, y aunque
Tula no tuviese temor de Dios, según decían las malas lenguas refiriéndose a
cómo administraba la sociedad. Hicieron que llenase su casa de palma y boj del
Domingo de Ramos, que la rociara con agua bendita, que pintara cruces en el
suelo delante de las puertas, que encendiese velas de la Candelaria, que
hiciera sahumerios de incienso... Y como el fantasma -que era el ánima de su
marido Nemesio Ponce, comisario de Tablada- siguió apareciéndose a misia
Jesusa, la aconsejaron que acudiese en confesión al cura Papagna, pues aunque
éste fuera un "carcamán sin conciencia", era el único que tenía
corona para conjurar al Malo y ahuyentarlo con sus "sorcismos".
-Las ánimas la persiguen porque ha de
estar en pecado mortal -sentenciaba Tula-. Confiésese, misia Jesusa, y con la
"solución" y una buena penitencia, el diablo se irá a los infiernos y
su fantasma no volverá a aparecer.
-¡Qué pecado mortal, ni qué solución, ni
qué penitencia! -clamó misia Jesusa en el colmo de la indignación- Aunque
pecadora, yo no he hecho nunca mal a nadie, y si el condenado me persigue será
porque se le antoja y tiene licencia de Dios, no por culpa mía, que no soy peor
que otras que se las echan de santas...
-Por algo han de ser las apariciones
-dijo Cenobia-. Puede ser que el difunto necesite misas para salir del
purgatorio...
Muy colorada, como quien ha sentido que
se le empezaba a quemar la cola, Jesusa se asió a la tabla que Cenobia le
tendía:
-Le haré rezar cuantas misas me pida
-murmuró.
-Yo no tengo miedo a los fantasmas ni a
los aparecidos -continuó Cenobia- porque Bermúdez, mi marido el concejal,
estuvo últimamente en las provincias de arriba, y desde entonces anda
acompañado, y algo de esa virtud me toca a mí también.
-¿Y quién lo acompaña? Será el ángel de
la guarda, como a todos los cristianos...
-No es eso, sino que tiene una
"guayaca" o bolsita con plumas de urutaú que lo salvan del daño y
hacen que todo le salga bien.
Jesusa estuvo a punto de pedir que
Bermúdez fuese a protegerla, pues tanto poder tenía; pero no se atrevió.
El tiempo había hecho olvidar ciertos
recuerdos, ciertas "calumnias" sobre visitas del concejal cuando el
comisario de Tablada se iba antes de amanecer al matadero, y no era cosa de
soplar sobre el pábilo.
-Yo, a decir verdad -contestó Tula-
quisiera también "andar acompañada", porque tengo un miedo loco a las
ánimas y no paso de noche ni a tirones por el cementerio desde que enterraron a
la finada Melchora y al difunto Melitón, su compadre, porque como anduvieron en
enriedos, todas las noches salen sus ánimas de las sepulturas y bailan un gato
endiablado sin poder juntarse nunca...
-¿De veras?
-¡Como éstas son cruces!
Al hacer Tula tan solemne afirmación
entró desolada en el comedor una moza como de diez y ocho o veinte años,
rolliza de carnes y bonita de cara, que se quedó plantada y temblando entre las
tres señoras.
-¿Qué te pasa, Emer? -preguntó Jesusa
alarmada.
-¡Ay, mamita! ¡Que la gallina blanca
acaba de cantar como gallo!
-¡Jesús, María, y José!
Era la desgracia que se cernía sobre
aquella casa, y misia Jesusa, persignándose una y más veces, murmuró:
-¡De hoy no pasa sin que me confiese!
Así, pues, primero en la Municipalidad,
por órgano de Gómez y de Bermúdez, horas más tarde en el Club del Progreso y en
la botica de Silvestre Espíndola, simultáneamente en las redacciones de La
Pampa y de El Justiciero, algo después en el Círculo Artístico y en la
confitería de Cármine, a media noche en El Mirador, la timba del Rengo, y a la
mañana siguiente de la confidencia en todo Pago Chico y sus alrededores, sin
exceptuar la pulpería de La Polvareda, de Laucha y Carolina, se supo que el
ánima en pena de Nemesio Ponce se le aparecía a su viuda todos los viernes a
las doce de la noche y le hablaba con voz amenazadora y sepulcral de su hija
Emerenciana, ordenándole que no la casara con Enriquito Gancedo, como lo había
proyectado, sino con otro que le indicaría a su tiempo, y esto so pena de
ejemplar castigo. Pocos dejaron de reírse de la historia, los menos por creerla
imaginaria y artificiosa, los más por hacer gala de escepticismo. Pero estos
últimos se preocuparon más y no las tuvieron ya todas consigo, desde que el
gran lenguaraz y amigo de los indios, el viejo don Dermidio Soria, recordando
las diabluras de Gualichu, decía que se han visto cosas más raras aún, y
Silvestre lo apoyaba con palabras sibilinas como "no y sino juéguenle risa
no más"... Cierto que el boticario solía también, decir en la intimidad
que "mejor hubiera hecho el difunto, en vida, apareciéndose a su mujer
alguna madrugada en tiempo de Bermúdez"... pero esto caía en oídos
discretos y no trascendía al vulgo.
Las mujeres eran las más alborotadas, convencidas desde el primer
momento de la veracidad de las apariciones, como que las madres y sus amigas y
criadas de éstas les habían contado otras análogas o más terribles, que se
sucedían desde tiempo inmemorial. Y, sin ir más lejos, ahí estaba la adivina
Dorotea, que había visto duendes y fantasmas con sus propios ojos, que
seguramente iba a las "salamancas" lo mismo que Cándida la curandera;
y ahí estaba también la pobre misia Pancha Viacaba, a quien el Diablo le quemó
el rancho, y cuanto tenía y le hizo disparar la hacienda, que nunca más volvió,
dejando a toda la infeliz familia con una mano atrás y otra adelante...
Y esta convicción se hizo más profunda al
saberse que Jesusa, arrebujada en su gran mantón, como para que no la
conociesen, había entrado apresuradamente en la iglesia, donde Liberata, la
chinita de misia Tula, enviada a "bichar" la vio llamar al cura
Papagna y arrodillarse en el confesionario, muy agitada y afligida. Media hora
después, y no más tranquila por cierto, la viuda abandonaba la iglesia y se
encaminaba a la comisaría, seguida de lejos por Liberata, admirable
"bombero" adiestrado por la tesorera.
Hallábase el comisario Barraba en una
situación algo difícil. Desde que emponchó al viejo Segundo en su viejo cuero
de vaca, el famoso "poncho de verano", se habían llamado a silencio,
diciéndose que no estaba el horno para bollos, y andaba en todo con sus pasos
contados. La oposición iba ganando terreno en la provincia y el jefe de policía
le había escrito secamente a raíz del suceso: "Absténgase en lo sucesivo
de esos atropellos, que desprestigian a nuestra importante repartición, sobre
todo a la vista y paciencia del pueblo". El senador Magariños le escribió
también. "En lo del cuatrero Segundo se le ha ido la mano, compadre, y los
diarios chillan. Le recomiendo más ojo en lo que pasa de puertas afuera de la
comisaría, para no darles en el gusto a los pasquineros". El diputado
Cisneros había sido más lacónico y contundente, escribiéndole: "Mire que
no está en la Cuarta de Fierro, y no sea tan bárbaro, amigazo". Con estas
lecciones, Batraba había caído en la pasividad más completa y se pasaba el día
tomando mate, para no dar qué decir.
En esta ocupación le encontró misia
Jesusa, y el comisario apenas la vio, tomó un airecillo malicioso, se atusó los
grandes bigotes y arqueando las cejas dijo como con desgano:
-¿En qué puedo servirla, doña?
-Señor comisario, soy...
-Sí, ya sé: misia Jesusa Ponce, la
viuda... y la de la viuda.
-¡No es chacota, señor comisario! No lo
tome de jarana, que es muy serio. ¡Si usted supiera! Todos los viernes a las
doce de la noche, se me aparece el finado y... ¡Virgen Santísima de los
Desamparados!...
-Ya sé, ya sé... No se aflija tanto,
doña, y cuéntemelo todo de pe a pa, porque sólo así podré remediarlo, si no es
cosa del otro mundo...
-No ha de ser, señor comisario, es decir,
que yo lo deseo, y que así me lo asegura quien puede saberlo... pero no le
tengo confianza...
-¿Ha visto al cura? ¿Qué le ha dicho?
-¡Ay, señor! ¡Es un desalmado! Me ha
dicho que ya pasó el tiempo de los sorcismos y de los aparecidos, y eso que en
el altar mayor tiene un cuadrito de las indulgencias plenarias y al lado una
alcancía para las ánimas benditas. En su media lengua me decía: "¡San
Jenaro, qué fantasma! El que e morto e morto e non vive más. Animas non che no
sono a Pago Chico. Algún birbante chichón la ha tomado para embromarla,
siñora". Disculpe que lo remede al gringo, señor comisario, pero es más
fuerte que yo. Y cuando le confesé:
-Cuando le confesó ¿qué?...
Misia Jesusa que se había interrumpido de
pronto, como haciendo rayar el flete, continuó, pero evidente. mente en otro
rumbo:
-Es decir, cuando le hablé, de que se
trataba del noviajo de Emer...
-¿Emer?
-¡Sí, pues, Emerenciana, m'hija! Entonces
el cura se rió y dijo: "¡Eh! sempre las moshashas! ¡Busque el amoroso!
Vada del comisario y dígale que busque el amoroso".
-Muy bien. Ahora cuénteme lo que le pasa
con el aparecido.
Y misia Jesusa contó muy por lo menudo
toda su tragedia. Un viernes, hacía más de un mes, la despertó a medianoche un
ruido infernal, como de cadenas y de alguien que se quejara a grito herido. Lo
curioso es que Emer no se despertó ni con el ruido de afuera ni con el que ella
hizo tirándose de la cama y corriendo a la ventana que da a los fondos. Más
bien no se asomara, porque ¡ay Dios mío! allí junto a la tapia vio que se movía
una forma blanca, grande como un gigante, dando grandes pasos a un lado y otro,
moviendo unos brazos muy largos y mirándola con unos ojazos de fuego que
brillaban en una calavera espantosa. Estuvo a punto de caer redonda, y más
cuando el fantasma gritó con una voz como un ladrido de perro ronco:
"¡Jesusa! ¡Acordate y no casés a Emer con Enrique Gancedo! Estoy en el
Purgatorio y sufro como un condenado, pero vos irás al infierno de
cabeza". Volvieron a oírse los ayes y el rechinar de cadenas, el fantasma
se acható de pronto y desapareció como si se lo tragase la tierra. El viernes
siguiente fue la misma historia, con el adimento de que los postigos estuvieron
abiertos, aunque ella los cerrase y atrancase todas las noches desde la primera
aparición. Otra vez fue todavía más horroroso, porque el fantasma largó
llamaradas por los ojos, boca y narices, mientras repetía lo de "Jesusa,
acordate". A la cuerta aparición le anunció que le diría con quién había
de casar a Empr...
-¿Y Emerenciana, a todo esto? -preguntó
el comisario.
-Nunca ha visto las apariciones, porque
siempre duerme como si le hubieran dado alguna bebida embrujada. ¡Ah, señor! La
pobre debe tener histérico, porque tan pronto se ríe, tan pronto llora como una
Magdalena y el día en peso anda de un lado a otro como bola sin manija... En
fin, para acabar con mi cuento, que por desgracia no es cuento, el ánima de mi
marido o lo que fuera, que dijo con quién tenía que casar a Emer, que está
comprometida con Enriquito, el hijo de don Salustiano Gancedo, uno de los más
ricos y más señores del pago.
-¿Y de quién se trata? ¿Quién es el
"amoroso", como dice el cura Papagna? Por ahí deben andar los
tantos...
-Pues un pelagatos, un atorrante, un
"tauro" que se pasa las noches en la timba del Rengo...
-¿Qué me dice? ¿En la timba del Rengo? En
el pago no hay ni habrá casas de juego, señora, ¡al menos mientras yo sea
comisario de policía!
El Rengo pagaba puntualmente sus
mensualidades a Barraba, y no había por qué ni para qué molestarlo. Jesusa vio
que no podía remediar, disculpándose, sino más bien agravar su metida de pata,
así es que anudó impertérrita el hilo, diciendo:
-¡Un haraganón, un trápala que no es
capaz de ganarse el pan nuestro de cada día y que no tiene ni donde caerse
muerto, Severo Rendón, señor comisario, Severo Rendón! ¡Miren qué yerno! ¡Y con
"eso" quiere el finadito que se case nuestra hija! ¡Pobres de
nosotras! ¡En un sastrás nos come vivas y nos deja desnudas en la calle!
-No se acalore, tanto señora, y
explíqueme qué es eso de la timba de que me habla -exclamó el comisario
interrumpiéndola con las cejas fruncidas y el bigote erizado.
-¿Yo he hablado de timba? No sé... ¡Ah,
sí! Cosas que he oído... en tiempos del comisario Páez... Parece que Severo
jugaba fuerte y trampeaba de lo lindo... en tiempo de Páez...
-¡Ah -suspiró Barraba, tranquilizándose-
Con que Severo Rendón... La cosa es seria... Puede que tenga razón el cura.
Pero, vamos a ver, qué dice la moza. ¿Lo quiere a Enriquito o no? ¿Se entiende
con Rendón o no se entiende? Esto es lo principal.
-La verdad es que desde el último baile
Municipal, Emer, como suele decirse, le ha ladeado el caballo a Enriquito. Esa
noche, hará tres meses estuvo de temporada con Severo, haciendo rabiar al otro,
porque, según me dijo, le había hecho un desaire... que me parece difícil. Y
desde entones ya no está como antes de balconeo corrido con el novio, y apenas
le habla cuando viene a casa de visita, que es jueves y domingo. Pero, en
cambio, a Severo no lo veo nunca andar rodeando como hacen todos los que
arrastran el ala.
Barraba pareció meditar largo rato,
atusándose el bigote, su gesto familiar, y al cabo pronunció:
-Puede retirarse sin cuidado, misia
Jesusa, que el tal fantasma no volverá a aparecérsele, o yo puedo poco. Ya
estoy al cabo de la calle y sé con los bueyes que aro. Sin embargo esta
tardecita pasaré por su casa para ver el teatro de los sucesos y darme cuenta
de todo. Adiosito, misia Jesusa. Hasta esta tarde. ¡Ah! Trate de que Emer no
sepa que voy, y de que no esté en la casa mientras la registro. Lo mismo su
chinita.
A media siesta, con un calor de calera
que hubiese pulverizado las estatuas de mármol a haberlas en Pago Chico, bajo
el soplo lento y sofocante del norte, desarrollábase un coloquio amoroso en el
callejón solitario a que daban las tapias traseras de la casa de misia Jesusa
Ponce. Una linda cabeza de mujer asomaba por las bardas, y un mozo bien portado
y no mal parecido empinábase sobre una piedra para alcanzarla y hablarle al
oído, con el chambergo claro echado sobre las cejas. El joven murmuraba con
misterio, la muchacha contestaba con creciente irritación, diciendo:
-¡No quiero! ¡Ya te he dicho que no
quiero! No lo vuelvas a hacer, que no puedo aguantar más.
-Pero hijita -decía el otro con susurro
insinuante y mimoso-. Si es el único remedio y va dando resultado. Si no le
damos changüi, verás cómo la vieja afloja de repente y nos salimos con la
nuestra.
-¿Y si, entretanto, le da un patatús?
Ella sí que anda como ánima en pena, y ni come, ni duerme, ni hace nada
derecho. ¡Pobre mamá!... Hoy mismo, según me han dicho -que ella no suelta
prendase fue a ver al cura y al comisario y volvió con inedia lengua afuera, es
un decir. De seguro que Barraba va a armar alguna tremenda. ¡Y esto lo digo por
vos!
-No tengás miedo. El comisario es un
sotreta, y conmigo se va a tener que hamacar.
-Sí, ¿pero si te pasa algo? ¡Es tan
bagual, tan bruto! ¡Capaz de hacerte estaquiar!
-¡Bah, bah! Pura boca, estaquiador de
infelices como Segundo, y ni eso siquiera, porque desde lo del poncho está como
avestruz contra el cerco.
-En fin, Severo, te repito que no, que no
lo hagás más, porque si mamita se enfermara, yo no tendría perdón de Dios. ¿Has
oído?
Hablaba casi en voz alta, y su irritación
pareció contagiarse a Severo, que exclamó en el mismo diapasón:
-¡Emer! ¡Decí más bien que seguís
embobada con tu Enriquito Gancedo, que es un verdadero ganso, un pajuate, un
cantimpla! ¡Y así no más ha de ser! Claro. Él es rico y yo no tengo un real...
Pero el día menos pensado, si lo agarro a tiro...
-¡Severo! Ya te he dicho que si llegás a
tocarle un pelo de la ropa se acabó todo entre nosotros. Con que... ¡elegí!...
-¡No te digo que te pirrás por él!
-Es un buen muchacho, y hasta. De eso a
otra cosa hay mucho trecho, a pesar de los pesares... En fin, Severo, ya hasta
de bromas, que se hacen muy pesadas, aunque sea con buen fin. Así, prometéme...
Oyeron ruido, la cabeza que comenzaba a
sonreír desapareció tras de la tapia, y el galán comenzó a andar callejón
abajo, como quien se pasea.
Jesusa, que acababa de hacer su siestita,
llamaba a Emerenciana para mandarla con un recado a misia Cenobita.
-¡Con semejante calor, mamá!
-Bien podés salir a la calle cuando andás
por el patio en cabeza y al rayo del sol.
Emer, alejada con este pretexto, y
llevando por rodrigón a la chinita Gervasia, iba con el pensamiento puesto en
la conversación que acababa de tener con Severo y que la preocupaba mucho,
cuando la fortuna quiso que de manos a boca tropezara con su novio oficial,
Enrique Gancedo.
-Parece que andás huida -murmuró el chico
venciendo a duras penas su timidez-. Ya no te veo, ni puedo hablar con vos, ni
te asomás a la puerta, ni te sentás a la ventana, y cuando voy a tu casa me
tratás como a visita de cumplimiento... ¿Qué te pasa? ¿Te has olvidado de que a
fin de año nos vamos a casar, y que tendrías que ser un poco más cariñosa?
-Yo lo estimo mucho, pero mucho, Enrique
-dijo Emer con frialdad y sin rudeza-, pero ¡cómo ha de ser!, una no está
siempre para conversaciones y zalamerías, y lo que hoy gusta mañana puede
disgustar, sin que haya nada malo en eso, ni nada que echarse en cara los unos
a los otros.
Enriquito, demudado, exclamó:
-Es decir que... es decir que... ¿ya no
me quiere? ¡Hable claro, por Dios, Emer!
La moza sonrió y, cruel:
-¿Cuándo le he dicho yo que lo quería?
-¡Esa sí que está buena!... Mil y mil
veces... Y todavía hace poco, en la reja, cuando... ¡Sólo desde ese maldito
velorio de la Municipalidad se acabó el besuqueo, y ya no sé qué pensar!
-Piense lo que quiera, pero dejemé en
paz, que por ahora no tengo ganas de amoríos y noviazgos.
-Otro la entretendrá, otro que me la
querrá quitar... ¡Ah, ya sé! ¡El Rendón ese, el tal Severo! ¡Dígame la verdad,
por Cristo bendito!
-¿Y aunque así fuera? -contestó Emer-.
¡Vaya! ¡Adiós, que misia Cenobia me está esperando hace media hora!
Enriquito, en la mitad de la acera, con
la boca abierta y los ojos llorosos, se quedó largo rato como un poste.
Al día siguiente El Justiciero publicaba
una noticia, obra maestra de estilo de su administrador y redactor, don Lucas
Ortega, y que rezaba así:
"Misterio
y pesquisa"
"Nuestro infatigable e inteligente comisario don Ciriaco
Barraba, que tantas notables investigaciones policiales ha realizado en sus
pesquisas limpiando al partido de vagos, mal entretenidos, cuatreros y facinerosos,
acaba de emprender con el mayor secreto una nueva e importantísima campaña que
por la pinta promete dar los más excelentes resultados. Con toda reserva, para
no cometer indiscreciones que podrían entorpecer la marcha de la justicia, nos
limitaremos hoy día a decir que se trata de poner en claro un misterio que
tiene muy agitada y amenazada a una de las más distinguidas matronas de la
localidad y a su distinguida familia y amigos, y por consiguiente a todo el
vecindario entero que está al corriente, como pasa comúnmente, de lo que pasa
en casos como el presente y otros análogos.
"La reserva que debemos al buen
finiquito de la pesquisa y para no dar la voz de alerta a los malhechores y a
los bromistas de mala ralea que se entretienen en alarmar y sembrar el pánico
en las familias pacíficas y honradas, si es que no buscan otra cosa (y por otra
parte son muy conocidos en la cancha) nos impide hablar claro, como podemos
hacerlo, y como lo haremos, el sábado próximo, cuando los delincuentes estén ya
en manos de la autoridad y en las garras de la policía.
"Y basta por hoy. En cuanto menos lo
piensen "los aparecidos" se le va a parecer un difunto de los que no
se empardan, y ya verán quién es... Barraba".
-Simón el bobito, que espantaba al gato
gritando ratón -comentó Silvestre en su tertulia matutina. Este suelto ha de
ser de don Lucas, por lo sonso, y porque ayer lo acompañó a Barraba en la
pesquisa que hizo en casa de misia Jesusa.
En efecto, después de la siesta, cuando
el comisario se preparaba a salir, llegó don Lucas a la comisaría en busca de
noticias, como de costumbre, y Barraba lo llevó consigo aunque recomendándole
la mayor reserva.
-¿Y qué ha hecho el comisario en esa
casa? -preguntó el doctor don Francisco Pérez y Cucto, con aire burlón.
-¡Pues qué había de hacer! -contestó
Silvestre, tan bien informado como si hubiese sido de la partida- Registró la
casa, todos los cuartos, olfateó todos los rincones, anduvo una hora por el
patio haciéndose explicar dónde aparecía el fantasma, y se fue diciéndole a
misia Jesusa que el viernes, es decir, mañana, les tendería la cama a los mal
intencionados o a los chichones, como quiera que sea.
-¿Y no vio nada en el patio? -preguntó
Laucha, que desde días atrás, abandonando a Carolina y La Polvareda, se paseaba
por el pueblo y era asiduo de la tertulia Silvestrina y de la timba del
Mirador.
-¡Qué ha de ver! -exclamó el boticario-.
Las chicas se le van y las grandes se le escapan. Además, que no ha de haber
nada. Son visiones de misia Jesusa.
-Eso no más ha de ser -dijo Severo
Rendón, allí presente, con gran disgusto de Pérez y Cueto, que no lo podía
pasar "por chisgaravís, meterete y urdemalas, además de pisaverde y
mujeriego", según decía-. Sin embargo, algo hay de cierto en eso de los
fantasmas.
-¡Qué ha de haber! -protestó
enérgicamente el doctor- Son camándulas, embustes, travesuras de estudiantes o
añagazas de bandoleros.
-Con todo -observó Julián Viera, el
director de La Pampa, buscándole la boca- no todas son "camanas"; no
hay que negar que el espiritismo...
-¡Camándulas, camándulas y camándulas!
-interrumpió sulfurado el doctor Pérez y Cueto-. Lo de las mesas parlantes y de
los mediums está por ver, aunque el magnetismo animal sea cosa probada, pero
fantasmas no ha habido nunca, por mucho que digan los historiadores mitológicos
y los historiadores ultramontanos. Detrás de un fantasma hay siempre un
pillastre, así como trás de la cruz está el diablo. En mi pueblo, allá en
España, hubo, en mi niñez, una casa asombrada donde se oía ruido de cadenas,
estrépitos inexplicables, voces cavernosas y se veía pasar por las ventanas
durante la noche entera, lucecillas mortecinas y fosforescentes que infundían
pavor, tanto que nadie se atrevía a pasar por la casa maldita, ni siquiera
acercarse a cien varas de ella. Fue registrada muchas veces sin que se
encontrara nada, y hasta que la guardia civil tomó cartas en el asunto y
descubrió en una cueva, cuya entrada estaba muy bien disimulada, todo el
material de falsificar moneda, y a poco de andar echó el guante a los monederos
falsos, que hacían aquellos aparatos de espanto, para trabajar en paz y libres
de indiscretos. Esto en cuanto a malhechores; en cuanto a otros motivos menos
culpables, Pereda, el gran Pereda, cuenta con mucha gracia un hecho harto
común, que sitúa en su imaginaria Ficóbriga, donde un galán hacía de fantasma
para visitar todas las noches a mansalva a una viuda alegre de cascos y
solazarse, con ella, sin temor de aguafiestas.
-¡Gaucho lindo! -exclamó Laucha.
-Por eso en muchos casos, y quizá en este
mismo -dijo sentenciosamente el médico- hay que decir como los franceses:
"Cercé la Fam" o como los españoles: "¿Quién es ella?"...
Pero, como risible y chistoso, -confirmó, porque aquel día estaba en vena-
ninguno como el hecho que ocurrió, también en mi pueblo: es el caso de que dos
vecinos labradores salieron muy de madrugada a sus faenas rurales, y al pasar
por el cementerio, que estaba -y está todavía, aunque clausurado- junto a la
iglesia, uno de ellos preguntó: "Qué hora será, que me he olvidado de
mirarlo al salir", y con verdadero pavor oyeron que desde lo profundo de
una fosa les contestaba una ronca voz subterránea. "Muy tarde, porque he
dormido mucho... y cuando salí eran ya las doce, bien dadas". Con los
pelos de punta no detuvieron mis labriegos la desenfrenada carrera hasta una
legua de allí. Durante largos meses sólo se habló de fantasmas y aparecidos,
pero al cabo se supo que el del cuento era Blas, célebre borrachín, que, harto
cargado de mosto, al salir de la taberna había, de un traspié, dado antes de la
hora con sus huesos en la sepultura, recién abierta, que le sirvió para dormir
tan lindamente la mona... ¡Y del mismo o parecido jaez son todos los duendes,
trasgos y ánimas en pena!...
-No digo que la mayoría del tiempo no sea
como cuenta el doctor, que es más láido que yo -repuso Laucha-. Pero, ¿qué me
dicen del lobisón, que anda desde el tiempo de Ñaupa y que, se transforma en
toda suerte de animales y alimañas; del hombre-perro, que nadie podía agarrar,
y que todavía se aparece de vez en cuando; de las viudas que se presentan donde
quiera, cuando menos se piensa, lo mismo ahora que cuando mi abuela vivía; del
hombre-chancho, que anduvo cuando yo era muchacho por el barrio de los Corrales
y de San Cristóbal, que le manearon bala y más bala, sin hacerle ni siquiera un
rajuño?... Cierto que dijeron que el tal hombre-chancho era un ladrón que se
había retobao de corcho, pero, ¿acaso al corcho no le dentra bala? ¿Y ande está
el ladrón, ni quién lo ha visto nunca?... Para mí hay mucha matuña, pero
algunas veces la cosa va de veras.
-Leyendas, supersticiones populares,
creencias tradicionales -explicó, sintético, el doctor.
-Pues yo aseguro que Laucha tiene razón
-dijo Severo con gravedad- porque, aunque mozo, he solido ver muchas veces la
luz mala corriéndome por el campo mientras galopaba de noche y hasta la he
visto bailando en los cuernos de las vacas y en las orejas de los mancarrones.
En los cementerios no se diga, y en el bañao del Sauce se la puedo mostrar a
quien quiera y cuando quiera, porque se aparece todas las noches y anda de aquí
para allá, como verdadera ánima en pena que debe ser.
-Exhalaciones, fuegos fatuos -dejó caer
desdeñosamente el doctor Pérez y Cucto.
-¡Pues véngase conmigo a ver qué efecto
le hacen, mi doctor! -exclamó Severo en tono de zumba.
El doctor Pérez y Cueto, muy amostazado,
pero lenta y solemnemente replicó:
-En el ejercicio de mi profesión, señor
mío, salgo de noche y solo, completamente solo, cuantas veces soy requerido
para casos de urgencia. Pero no es de mi carácter ni de mis años eso de ir a
meterme en andanzas averiguando cosas ya harto averiguadas, fenómenos naturales
que la ciencia ha explicado y puntualizado sin dejar lugar a dudas sino en el
obtuso caletre y el seco meollo de los ignorantes.
-¡Tomá y volvé por otra! -dijo Silvestre
riendo y haciendo señas a Severo para que se callase.
Viera distrajo hábilmente la atención,
pidiendo al doctor:
-A ver si con todo eso me escribe un buen
articulo para mañana. ¡Será tan interesante, mi querido doctor!
-Sí que lo escribiré -dijo Pérez y
Cueto-. Y añadiré algo sobre el Sacamantecas que destripaba a las españolas
como ese Jaque te Riper, de que tanto hablaron los periódicos, lo ha hecho
recientemente
con las
inglesas. El tal Sacamantecas tardó años en ser descubierto: era un loco
lúbrico.
-¡Lúbrico como un día sin sol! -exclamó
Laucha ostentando su saber.
Aunque no hubiera leído a Edgard Poe, ni
siquiera a Gaboriau -Sherlock Holmes estaba aún en el limbo- y Sarmiento fuese
un opio para él, Barraba conocía por las mentas las hazañas de Calibar y otros
rastreadores, tanto criollos como europeos. Eduardo Gutiérrez hubiera hecho con
él un polizonte menos que mediano. Sin embargo, el asunto del fantasma le
parecía claro como la luz y, valiéndose de otros términos, pensaba:
"plantearlo es resolverlo". El autor de la farsa era Severo.
Emerenciana lo ayudaba, algún otro cómplice debía andar entre bastidores, toda
la comedia se desenlazaría en casorio, y no era cuestión de tomarla por la
tremenda para quedar en ridículo. Pero había que acabar con la farsa para que
la pobre misia Jesusa no "espichase" de un soponcio, y para que no se
rieran de la importante repartición", como decía su jefe. La dificultad
estriba en no hacer y no dejar hacer al propio tiempo: si hacía, volverían a
acusarlo de "barrabasadas"; si no hacía, la oposición lo tomaría para
el titeo, como inútil.
-Lo que hay que hacer es sacárselo a la
jeringa -concluyó Barraba, proponiéndose bordejear cuanto fuera posible.
-Pero en la mañana del viernes -día
fatídico de las apariciones- el comisario tuvo un pésimo rato leyendo en La
Pamapa el luminoso artículo del doctor Pérez y Cueto, que comenzaba:
"Apenas El Justiciero vislumbra un cuento de Dueñas Quitañonas, o
una conseja que no engulliría Tragaldabas, o algún disparate digno de Juan de
la Encina o de Manolito Gásquez, cuando montado en su Pegaso de cartón, que es
apenas un Clavileño y clavándole el acicate en los ijares, comienza entre bote
y bote a ensartar sandeces que sólo caben en meollos como los que escriben ese
papel de estraza.
"Ahora le ha dado con los fantasmas
-que él pone en femenino, naturalmente- y con los aparecidos que, aun cuando
mero fruto de la imaginación más terca, no acierta a describir ni explicar, a
fuerza de ignorancia, disimulando torpemente ésta bajo el fútil pretexto de la
reserva que la Policía le exige. ¡Cómo si el invicto, ilustre y nunca bien
ponderado Barraba, azote de opositores, vejador de desvalidos y besador de
peanas, tuviese algún secreto que guardar, sino sus yerros, y mucho menos con
sus cofrades y defensores del papelucho en cuestión, ni albergase en su mente
ida o proyecto alguno susceptible de merecer discreción o siquiera
curiosidad!...
"En cuanto al caso que lo deja
boquiabierto de admiración ante nuestro primer polizonte, más parece artificio
de maleantes que fenómeno extraño al orden natural, y por eso mismo, porque
debe de tratarse de hechos naturales, nos atrevemos a pronosticar que Barraba,
sabueso sin olfato, no dará nunca, pero nunca jamás, con el 'busilis'".
Seguían las anécdotas contadas en la
farmacia, con otras más que no hacen al caso.
-¡Y esto se llama libertad de imprenta!
-exclamó Barraba, haciendo trizas el papel- ¡Libertad, Libertad!... Yo le había
de dar libertad a ese doctorcito gallego secándolo en el cepo colombiano...
¡Pero qué le hemos de hacer! ¡Hay que aguantar nomás!
Puertas y ventanas, a pesar de la noche
tórrida, estaban desde hacía rato herméticamente cerradas -que tanto pueden los
aparecidos- cuando en la más profunda oscuridad entraron Barraba y compañía a
casa de misia Jesusa. Sin perder un minuto, el comisario tomó sus
disposiciones, apostando en el patio, disimulados por plantas y trebejos, al
cabo Fernández y a otro agente, a quienes dio en voz baja la consigna:
-A la primer alarma gritan "¡alto,
quien vive!" y saltan sobre el bulto o lo que sea. Si se quieren disparar,
tiren al aire para asustarlos. No los lastimen si no hacen armas contra
ustedes, pero agárrenmelos. Es preciso que me los agarren. Yo haré de reserva y
refuerzo con el señor Ortega... Y ahora no se muevan, no charlen y no piten.
En el comedor, entre dos floreros con
penachos de paja brava, había visto sobre el aparador un porrón de ginebra y se
lo llevó al dormitorio, junto con dos copas. Misia Jesusa, Emer y la china
debían quedarse en el comedor, y estarse quietas, sin chistar, aún cuando el
mundo se viniese abajo. Emer, más asustada que la misma misia Jesusa, hizo
varias veces ademán de hablar al comisario, que, entre galante y socarrón, le
dijo sonriendo:
-Vaya, moza, no haga tanto aspaviento,
que de esta hecha se acabaron los fantasmas.
-¡Que no vengan, por Dios! -acertó a
clamar Emerenciana.
-¡Eh! ¡Eh! Cuidado con espantarme las
comadrejas, niña, que aquí las quiero agarrar mansitas.
A oscuras, misia Jesusa rezaba musitando,
Emer suspiraba y se revolvía, don Lucas y Barraba echaban sendos y repetidos
tragos, iba pasando tranquilamente el tiempo, cuando pronto, aunque no hubiese
reloj público en el pueblo, como en las novelas de capa y espada, grave y
vibrante campana, rompió el silencio de la noche. El inexplicable y pavoroso
tañido parecía venir de la calle, y al oírlo don Lucas y Barraba, aunque
valientes, saltaron en sus asientos, como las mujeres en los suyos y Fernández
y el agente en sus escondites. El comisario, inmóvil, como hipnotizado, contó:
Una... Dos... Tres...
A la duodécima campanada se oyó una voz
ronca que decía: "Jesusa, casá a Emer con Severo" (el fantasma se
hacía lacónico), a la que contestó inmediatamente un: "¡Alto, quién
vive!", mientras Barraba y don Lucas veían pasar en la oscuridad del patio,
echando llamaradas por los huecos de horrible calavera, una espantable y
gigantesca figura que agitaba dos desmesurados brazos en el aire. Sonó un tiro,
luego otro. Saltó Barraba la ventana, haciendo fuego, siguiolo con más
prudencia don Lucas, disparando también, volvieron a descargar sus armas los
agentes y durante un interminable minuto aquello fue campo de batalla, hasta
que el fantasma, llegado a una de las tapias laterales, se aplastó de pronto
contra el suelo, como herido de muerte, para enseguida ¡oh prodigio!, convertido
en una especie de lagarto, dar un salto colosal y deslizarse al otro lado de
las bardas. Entretanto blasfemaban los hombres, chillaban las mujeres, ladraban
y gruñían los perros, cloqueaban las gallinas sobresaltadas, cacareaban los
gallos, golpeaban las puertas los vecinos, menos prudentes que curiosos, y
aquel tumulto tras tanto silencio, era dominado por el tañido cada vez más
lejano de la fatal campana...
-¡Dispara por el callejón! ¡Agárrelon!
-gritaba el comisario.
Pero ya era tarde, en cuanto a la
persecución y en cuanto a la hora, a pesar de que la escena sólo hubiese durado
tres minutos... Sin embargo, la tranquilidad no renació hasta la madrugada.
Como los periódicos habían trasnochado en
previsión de los sucesos, tanto El Justiciero como La Pampa aparecieron al día
siguiente con la noticia de actualidad. Pero el modo de encararla era muy
distinto. El Justiciero la titulaba: "Importante batida. -El comisario
Barraba pone en fuga a los pretendidos aparecidos". Por su parte, La Pampa
le ponía estos títulos: "Descomunal batalla del comisario contra los
molinos del viento. -Una hora de tiroteo y diez años de titeo. -Pólvora en
chimangos. -Parte sin novedad".
Los lectores pueden ahorrarse el texto
porque los títulos bastan.
Enriquito había sido de los primeros en
acudir en auxilio de su desdeñosa prometida y de su presunta suegra, pero sólo
se atrevió a entrar en la casa a la mañana siguiente, para ofrecer sus
servicios. Ya estaban allí Cenobita y Tula con todas las Lunas -Clara, Blanca y
Pura- la Tortorano y otras vecinas de fuste, lo que aumentó su timidez normal,
aunque Emer lo recibiera casi con agasajo. Y tan atortolado estaba que, sin
quererlo, dijo una gracia, escapando:
-¡Estoy aquí como Perico entre ellas!
Las señoras comentaban todas a un tiempo
las aventuras de la víspera, y daban simultáneamente sus pareceres, que nadie
les pedía ni escuchaba, hasta que Cenobita Bermúdez, con voz tonante, dijo:
-¡Si esto pasa es porque las mujeres no
saben hacer como los hombres, agarrar un revólver o una escopeta y secar a
tiros al que les ha faltado, aunque sea tanto así!... Pero ¡lo que soy yo!...
Y había en su voz y en su gesto una
tremenda amenaza.
Todas callaron sobrecogidas y misia
Jesusa más que todos. ¡Válgame Dios y la Virgen Santa! Y como la conversación
se enfrió, las damas se marcharon una tras otra, tanto más cuanto que ya iba
siendo la hora de almorzar. Al salir Tula, que fue la última, aconsejó a su
afligida amiga:
-¿Por qué no la ves a Cándida, la
adivina? ¡Quién sabe!...
-Para qué, si ya no habrá nada -contestó
Jesusa.
Después de almorzar trató de dormir la
siesta, que harta falta le hacía después de la noche de perros, y Emer
aprovechó la circunstancia para asomarse al callejón. El galán no tardó mucho.
-¡Severo! ¡Si esto no concluye no te
vuelvo a mirar la cara, le digo todo a mamita, y se acabó!...
-¡No seas sonsa! ¡Callate unos días y ya
verás!
-¡Te repito que no!
-¡Pero, prenda, si tengo un santo
remedio!
-¿Y que mamita se me muera, no? ¡Ya le da
el mal!...
-¡Lo que a vos te está dando!... ¡Sí, sí,
ya vi al pajuate de Gancedo que venía esta mañana todo derretido, y vos como un
almíbar!... ¡Sos capaz de volverle a cabrestiar, monona!
-¡Si seguís en esa tandita, me voy!...
-Y cómo no he de seguir, si está visto
que...
La cabeza de Emer había desaparecido ya
tras de la tapia, aunque esta vez no la alarmase ruido alguno.
Pero aquella noche, cuando misia Jesusa y
Emer reposaban tranquilamente, en el mismo aposento resonó, tremenda, una voz
que decía:
-¡Jesusa! ¡Jesusa! Si no casás a Emer con
Severo le digo a Cenobita, para que te saque los ojos, lo que pasó con
Bermúdez, y que yo no te perdono todavía. ¡Por esto estoy ardiendo en el
Purgatorio!
-¡Miente el bandido! -gritó Jesusa
saltando de la cama-. ¡Miente el bandido, porque Nemesio no supo nunca nada!
Emerenciana, que aquella noche no dormía
-ni las otras tampoco- la tomó en sus brazos, consolándola y haciéndola acostar
de nuevo:
-Sosieguesé, mamita, no haga caso, que
esas son pavadas y no volverán a suceder... El comisario lo arreglará. Yo le
diré lo que hay que hacer...
-¿Y cómo lo sabés vos? - preguntó Jesusa
entre recelosa y tranquilizada.
-Porque me lo ha dicho... porque me lo ha
dicho una persona que sabe mucho de brujerías.
-¿La parda Cándida, la que anda siempre
descalza y con un pañuelo colorado en la cabeza?
-¡Esa misma, mamita!...
-Pues no pasa de mañana de que la vaya a
ver, porque Tula ya me había hablado de ella.
Emer tardó mucho en dormirse, porque se
preguntaba y no sabía responderse: "¿Qué es eso de Bermúdez?", aunque
lo coligiera, y: "¿Por dónde ha podido hablar, que parecía adentro del
cuarto?" aunque supiera perfectamente quién lo había hecho...
La parda Cándida recibió a misia Jesusa
con todos los honores debidos, pero como si no la conociera.
-¿En qué puedo servirla, mi señora?
-Yo quisiera... yo quisiera saber doña
Cándida, si los pobrecitos difuntos saben lo que ha pasado mientras vivían...
-Sí, saben.
-¿Lo que han visto?
-Y lo que no han visto también.
-¡No me diga!
-Sí, saben lo que ha pasado, lo que está
pasando y lo que pasará.
-¡Jesús me valga!
-Usté está afligida, señora, parece que
tiene "daño" y dejuro que le gustaría que le dijesen la verdá...
-¡Daría lo que no tengo!...
-No tanto, mi señora... Conque alcance pa
unas cuantas cebaduras...
Diole unos cobres misia Jesusa, la parda
hizo con mucho aparato un gran sahumerio, y acabó por decir con aire de
pitonisa:
-A usté la persiguen... pero son
malevos... cuidado con las lauchas... y con los jugadores compadritos...
muertos no hablan... pero la vieja es mala... Todo le saldrá bien, si una moza
quiere.
-No entiendo -dijo misia Jesusa.
-Ni yo tampoco -contestó la parda-. Pero
es porque yo no debo entender -agregó socarronamente.
Las voces se repitieron, aunque Barraba
hiciese custodiar la casa, y lo que más sobresaltaba a Jesusa era que
persistían en amenazarla con decírselo todo a Cenobita. ¿Sería esta la vieja
terrible a que se refería la parda Cándida? Claro que sí...
Para tranquilizarla y para ver a Emer,
Enriquito se les presentaba todas las mañanas, mejor recibido cada vez, pero
aquello no era vida para misia Jesusa, ni la paz volvía a reinar en el pueblo.
-Vaya a verlo otra vez al comisario,
mamita -le dijo un día Emer-. Yo la he de acompañar.
Fueron con la retahíla de siempre, y como
siempre Barraba les respondió que nada podía hacer si no tomaban "in
fragante" al culpable; pero al salir, Emer le dejó en la mano un papelito
sin firma que decía:
"Señor comisario: hágalo seguir a
Severo Rendón, porque el indino es ánima en pena y yo no quiero que mamita se
me muera por culpa suya. Además, que yo ya no lo puedo aguantar y no quiero
saber nada más con él, y si usted lo pone preso para que escarmiente, mejor
sobre todo porque amenaza con pegarle un tiro a Enriquito Gancedo, que es un
mozo bien. No diga a nadie que yo le he dicho y busque la soga de la ropa y un
cano viejo de chimenea que hay en el cuarto que por hay son las apariciones.
Laucha anda metido en el enriedo y el boticario les ha prestado las cosas, que
la campana era una olla de cobre".
-¿Qué anda matreriando por aquí tan
tarde, amigo Laucha?
-Ya lo ve, señor comisario: tomando el
fresco y estirando las piernas.
-¡Buena... pierna es Barrionuevo! ¿Y
Rendón? Seguro que está en la huella...
-No sé.
-Sí sabe, déjese de pavadas y llámelo,
que tengo que hablar en serio con ustedes.
Laucha se hizo de rogar, pero comprendió
que más valía no endurecer, y a poco estuvieron los tres reunidos.
-Vamos a echar un taco en casa que esto
no es asunto de policía -dijo maquiavélicamente Barraba, diestro en política
por la primera vez.
Y mientras en fino amor y compañía
empinaban el codo, les demostró que estaba al cabo de todos sus manejos, pero
que gastaban al cuete el tiempo y la saliva, porque la moza se les había ido al
campo contrario. "Mujer y veleta todo es uno, como dicen en el
Rigoleto". Además, la cosa iba pasando de castaño oscuro y ya no podía
seguir hacienda la vista gorda, porque había recibido instrucciones de La
Plata...
Severo protestó inocencia, hizo endechas
de amor, formuló amenazas, gimió celos, pero con el ginebrón fue pasando de la
arrogancia a la ternura, del furor al dolor, a la alegría y la chacota, pues
también cambia el hombre con el viento. Confesó que tanto le daba Emerenciana
como otra cualquiera, con tal de que fuese moza de posición, y acabó abrazando
al comisario y diciéndole entre sollozos:
-¡Nunca hubiera creído que fuera tan
hombre y tan buenazo! ¡Dame esos cinco, Barraba, y amigos hasta la muerte!
-¡No te vas a meter con el pavo de
Enriquito!
¡Dejalo nomás, que puede ser que más
tarde, si se casan... ya me entendés, Severo! Es lo mejor, porque siempre se
dirá que sos el mozo más diablo del Pago... sin ofender a nuestro amigazo
Laucha, aquí presente...
Muy enternecido también cuando le dejaron
meter baza, Laucha aprovechó para contar por lo menudo, toda la tramoya del
aparecido: hacían correr una sábana con unas cañas a modo de brazos, por la
soga doble de la ropa, montada sobre unas roldanitas, y luego la retiraban
rápidamente por encima de la tapia con un piolín; hablando por un gran embudo
de vidrio prestado por Silvestre, lo mismo que el caldero-campana, y la
calavera -como la saben hasta los niños de teta- era una cáscara de sandía con
agujeros y una vela adentro: sólo que la habían perfeccionado soplando por un
canuto licopodio para hacer las llamaradas.
Con esto llamaba llegaba a sus fines -y
nosotros al nuestro- y valiéndose de tan estrecha y noble fraternidad explicó a
Laucha y a Severo que era preciso echar tierra sobre el asunto, como él estaba
dispuesto a hacerlo. Pero ¿cómo echarle tierra si la oposición seguía
alborotando el cotorro, sobre todo si La Pampa no interrumpía su campaña? En la
conveniencia de unos y otros no estaba quedarse calladitos como en misa,
porque, sino, saldrían a bailar con ellos el mismo Silvestre y quién sabe
cuántos más...
La sesión se prolongó hasta hora muy
avanzada de la noche, pero, el orden del día fue votado por unanimidad.
Días -después El Justiciero hacía saber a
sus lectores que el activo e inteligente comisario Barraba había ahuyentado
para siempre a los malevos "ajenos a la localidad" que se entretenían
haciendo de fantasmas y sembrando el terror en las familias. "Por esta
brillante campaña -agregaba- le desearíamos el ascenso que merecía, pero por
egoísmo no se lo deseamos, porque nos privaría de los servicios de tan
sobresaliente funcionario policial".
En el mismo número del mismo diario se
leía una noticia con el título francés de "On dit", confesión de
chismografía, en aquel entonces tan en boga:
"La alta sociedad de Pago Chico
tiene en vista una fiesta que hará época, si es cierto, como se dice en las
tertulias aristocráticas que la bellísima y distinguida señorita Emerenciana
Ponce contraerá enlace el mes próximo con nuestro joven y aventajado amigo don
Enrique Gancedo, hijo del señor don Salustiano Gancedo, uno de los principales
hacendados del partido, vecino acaudalado e influyente con cuya amistad nos
honramos. La boda se celebrará con gran pompa en nuestra iglesia parroquial, y
como en seguida habrá un suntuoso baile, terminaremos diciendo: ¡A prepararse
jóvenes!".
Muy largo era el último luminoso artículo
que sobre la cuestión fantasma, escribió el doctor don Francisco Pérez y Cueto
y publicó La Pampa. Tomemos esta muestrita:
"En suma, como lo pronosticamos a
nuestros queridos lectores desde el punto y sazón en que comenzó a hablarse de
la pretendida "ánima en pena", trátase de un bromazo harto pesado y
grosero de gente extraña al que se dio con ligereza demasiada importancia
inicial, principalmente de parte de la autoridad, que suele verlo todo con
vidrio de aumento, para acabar por lo general como la famosa montaña de la
fábula, sólo que esta vez no ha salido siquiera el ratoncillo de marras, con lo
que la dicha autoridad tiene que apagar su linterna, por lo cual la
felicitamos; (caso raro como las alubias de a libra), puesto que al fin ha
demostrado cierta discreción y delicadeza, de la que no la creyéramos capaz
hasta hoy".
-¡Uf! -exclamó Silvestre que había
perdido tres veces el resuello.
Justicia salomónica
He aquí, textualmente, la versión de uno
de los más ruidosos escándalos sociales de Pago Chico, oída de los veraces
labios de Silvestre Espíndola, en el "mentidero" -como él le llamaba-
de su botica:
-Pero cuando Cenobita lo derrotó fiero al
pobre Bermúdez fue el verano pasado. Sólo que la derrota tuvo complicaciones...
Estaban los dos en el comedor, que da a
la calle, y Bermúdez, en mangas de camisa, daba la espalda a la ventana. Hacía
un calor bárbaro, un viento norte de no te muevas; el gato en el suelo, hecho
una rosca, dormía con un ojo, y Cenobita y su marido estaban de un humor de
perros, como ya verán.
Era la hora del almuerzo; la chinita
Ugenia trajo la sopera y Cenobita sirvió a Bermúdez, que, en cuanto probó la
primera cucharada rezongó de mal modo:
-Esta sopa está fría.
-¿Qué decís? ¡Cómo ha de estar fría si el
cucharón me abrasa los dedos! -retrucó Cenobita, furiosa sin razón.
-¡Bah! ¡Cuando yo te digo que está fría!
-¡Pues yo te digo que no puede estar
fría, ¿entendés?
-Pero si vos no la has probado y yo acabo
de probarla. ¡Qué sabés vos!
-¿Que qué sé yo? ¡Repetí, a ver!
-Sí, te repetiré hasta cansarme, que está
fría, que está...
Pero Cenobita no lo dejó concluir:
-Pues si está fría, tomá, refrescate...
Y ¡zas! le zampó la sopera en la cabeza.
Mi hombre le hizo una cuerpeada; la sopera, aunque se le derramara encima, lo
tocó de refilón, ¡plan! pegó en el suelo, se hizo añicos y un pedazo de loza
fue a lastimar al gato, que saltó a la calle todo erizado y con la cola tiesa,
a tiempo que pasaba Salustiano Gancedo, que, como ustedes saben, por chismes y
envidias nada más, siempre ha andado a tirones con Bermúdez.
El gato le cayó justo sobre la pavita, se
refaló y queriendo sujetarse le clavó las uñas en la cara, bufó, se largó al
suelo después de dejarlo hecho un eceómo y se escapó como si tuviera cuetes en
la cola.
Ahí no más, en cuanto se dio cuenta,
Gancedo le endilgó una runfla de insultos y de ajos a Bermúdez que, con el baño
de caldo, parecía entorchado de fideos. Bermúdez por su lado, no se quedó
atrás, diciéndole ciento y la madre, como es consiguiente, y ahí se armó la
gorda a grito pelado, pero con la reja de la ventana de por medio, lo que los
hacía a los dos más agalludos.
Cenobia, de mientras, iba juntando rabia,
pero los dejaba, hasta que Gancedo, tartamudo de puro furioso, le dijo a
Bermúdez:
-¡Salí afuera, maula, si no querés que
esa gran oveja sea la única que te zurre!
¡Habrían de verla a Cenobita! Principió
con lo de que más oveja será la que lo echó al mundo a Gancedo y la mala mujer
que hacía que todo el mundo se riera de él, y las hijas, que desde chiquillas
eran unas arrastradas, y qué sé yo cuántas otras cosas tremebundas que no se
deben repetir... Pero Gancedo no tiene pelos en la lengua y, confiado en la reja
de la ventana, ya no se pudo sofrenar y comenzó a echarle vale cuatro sobre
vale cuatro, hasta atorrarla, hasta que, ciega de rabia, sacó al marido a
empellones a la calle, para que fuese a peliarlo, pero sin darle con qué...
La cosa le salió mal a Bermúdez porque
Gancedo, que siempre anda de bastón de verga -por los perros, dice él; por
darse corte digo yo- le metió una garroteadura que, colándolos por la camisa,
le hizo entrar en el lomo los fideos de la sopa.
El vigilante Fernández, que por una gran
casualidad andaba por ahí en vez de sestear como de costumbre en algún boliche,
al oír el barullo se había ido arrimando sin mucha gana de meterse con gente
tan copetuda. Vio que algunos vecinos principiaban a asomarse a las puertas,
juntó coraje y los apartó.
-¡Mirenló al flojo! ¡Y se deja castigar
como una criatura! -se desgañitaba Cenobita, hecha una loca para picanear al
marido- ¡Pero qué hacés, zopenco! ¡Agarrá y pegale un tiro de una vez!
El vigilante estaba en medio, algunos
curiosos se acercaban, Gancedo seguía con el bastón en la mano, y el dolor de
la paliza gritaba más fuerte a Bermúdez que su misma mujer.
-¡Dejenló no más! ¡Dejenló no más!
-repetía amenazando y ganando la puerta de su casa- ¡Ya verá con el juez! ¡Lo
voy a arrastrar a tribunales, gran bribón!
De mientras el vigilante -para que no
volviese a principiar la tunda- separaba y acompañaba a Gancedo, que iba
bufando y resollando, con la cara llena de sangre como pescuezo de mancarrón
acosado por los tábanos...
Bueno, pues; el asunto fue directamente
al Juzgado de Paz, porque el comisario Barraba que, quería quedar bien con
todos los de la situación y con todos los ricos, se hizo el zonzo, a pesar del
parte del vigilante: aquella era una cuestión personal que se había arreglado
entre hombres, como en los duelos, y en esos casos la policía hace siempre la
vista gorda...
Pero el juez, don Pedro Machado, tuvo por
fuerza que recibir la demanda de Bermúdez, que pedía daños y perjuicios por
injurias, golpes y violación de domicilio, porque, sin provocación de su parte,
Gancedo lo había atropellado en su propia casa -no decía en la vereda como era
la verdad- comenzando por endigarle a él y a su señora los insultos más
asquerosos.
Con sus miras de componenda, don Pedro
hizo comparecer a los dos y ordenó al secretario que tomara las declaraciones
en foja aparte, para destruirla si venía a pelo. Pero estaban demasiado
enconaos. Gancedo, que podía haberse contentado con la apaleadura si no fuera
porque los arañones le iban a durar más de un mes, acusó a Bermúdez de haberle
tirado con el gato, a traición, cuando pasaba tranquilamente por la vereda de
su casa, con la intención alevosa de que le desfigurase la cara.
Bermúdez retrucó que él no era domador de
gatos y no podía embozarle las uñas al suyo, como se hace con el hocico de un
perro: pero si el gato se le saltó encima a Gancedo fue porque se había pegado
un susto sin que nadie se metiese con él; que Gancedo no tenía por qué ni para
qué andar a aquella hora ni a ninguna otra, por su barrio, si no era por puras
ganas de armar camorra, como la armó; que el mismo Gancedo era un mal hombre,
aprovechador y flojo, que se había valido de que él estaba solo y desarmado,
únicamente en compañía de una débil mujer -¡óiganle al duro!- para madrugarlo y
vengarse porque era público y notorio que se la tenía jurada...
-¡Yo no me he metido con usted, so
marica! ¡Yo no me ocupo de gentuza! Y si usté no es domador de gatos, yo soy
domador de pavos atorados, de gallos juidos, ¿entiende?... Y si no basta una
lección, ¡estoy pronto para dar otra que entre mejor!...
-¡Qué dice el gran botarate! -gritó
Bermúdez, queriendo echársele encima.
-Pueda ser -y Dios me perdone el mal
pensamiento- que esta valentonada le venía del sitio en que estaban y de la
gente que tenía alrededor. El caso es que don Pedro Machado, riéndose como un
loco para sus adentros, los llamó al orden con aquel vozarrón que tiene, y
enseguida principió a aconsejarlos.
-Es una verdadera lástima que vecinos tan
respetables, que hombres tan decentes, anden a los repelones por pavadas, como
matones de pulpería. Yo bien sé que no tienen ningún disgusto grave, que nunca
ha pasado nada serio entre los dos, que hasta se entienden en política... ¡Pero
ahí está! Hay gente que se pirra por andar metiendo pleito entre los demás con
chismes, invenciones y chumalés, para después gozárselos, fumárselos en pipa,
como a unos papanatas, riéndose a descostillarse a costa de ellos... ¡Vaya! No
sean tan zonzos. Demuestren que son unos dignos ciudadanos, amigos de la
tranquilidad, hagan las paces, y ustedes serán los que se rían en vez de los
que peinan p'a ver la riña. ¡Es lo mejor!
Pero los dos estaban demasiado calientes
para entender razones y siguieron manoteando y gritándose, hasta que don Pedro
se cansó y les dijo:
-Si son tan sotretas que no saben tirar
parejo aunque se les enseñe a andar en yunta para bien de los dos, tendremos,
no más, que meterle al juicio. Yo lo siento mucho, pero ¿qué le hemos de hacer?
Sarna con gusto no pica, dicen... Bueno: quedan ustedes citados para el martes
-¿oye secretario?- para el martes a las dos de la tarde.
-Sí, señor -contestó Villar, el
secretario, tomando nota.
-Y ustedes traigan testigos, si tienen,
porque yo no quiero resolver mientras no sepa perfectamente lo que ha pasado...
Bueno, pues: vayasé usté primero, Gancedo. Ahorita no más se va usté también.
Bermúdez; no quiero que se me trensen otra vez en plena calle.
Claro está que ni La Pampa ni El
Justiciero dijeron una palabra de la cuestión. La Pampa porque Viera, el
director, anda, como ustedes saben, medio de novio con la hija de Gancedo y no
quiso meter más barullo; El Justiciero, porque el mulato Marcos Fernández, le
saca plata a Gancedo con el cuento de la diputación, y del otro lado es muy
compinche con Bermúdez y sabe pecharlo también, aunque no mucho, a causa de
Cenobita...
Pues como les iba diciendo, al otro
martes se presentaron los dos con una cáfila de testigos. Pero don Pedro no las
iba con tanto vulebú, así es que principió a preguntarle a todos, uno por uno:
-Usté, don, ¿ha visto bien lo que ha
pasado?
-No, señor juez: no he visto bien, porque
no estaba, pero en cambio:
-¿Si no sabís a qué te metís?, como decía
mi compadre Plaza Montero. Puede largarse no más, con viento fresco; aquí
necesitamos testigos presenciales, testigos en de veras que hayan visto cómo
principió la agarrada, no parlanchines que nos vengan cotorreando lo que han
oído a los demás.
-Pero es que desde hace mucho,
Bermúdez...
-Mandate cambiar hijito, y más pronto que
ligero porque p'a chismes maldita la falta que hacés.
Y dirigiéndose a otro:
-Y usté don, ¿vio o no vio la pelea?
-Yo no, don Pedro; yo estaba
justamente...
-Pues volvete aura mismito donde estaba
entonces, o a donde se te frunza, que aquí no tenés nada que hacer.
Y así los fue despachando a todos con
cajas destempladas -"recusándolos", decía él- hasta que no quedaron
más que Cenobita -¡sí, pues! ¿no les había dicho? Bermúdez se había llevado a
Cenobita p'a testiga- y el vigilante Fernández.
-Los recusaos no han de ser siempre los
jueces -explicaba don Pedro- también nosotros hemos de mojar alguna vez.
Pues volviendo al cuento, Machado se hizo
como si recién reparara en misia Cenobia y se le acercó hecho un almíbar.
-¡Cuánto bueno por acá! ¿Y qué anda
haciendo, mi señora? ¿Qué vientos la traen por el juzgau?
-Vengo de testiga de mi marido, que ese
sinvergüenza de...
-¿De testiga, mi señora? ¡No me diga! ¿Y
de cuándo acá las mujeres salen de testigos de sus maridos? ¡Aviaos
estaríamos!... No, mi señora, usté no puede ser testiga... Cuando mucho, y eso
como un favor, por ¡ser usté, la dejaremos asistir al juicio, pero calladita la
boca, porque en cuantito chiste y se meta en historias, la hago sacar con un
vigilante...
-¿Los juicios no son públicos, si acaso?
-Son públicos y muy públicos, sí, mi
señora. Yo nunca juzgo solo, ¿no es verdá, secretario?... Pero la ley no menta
para nada a las mujeres...
-Pues lo que es a mí no me parece...
-A usté, señora, puede parecerle lo que
se le dé la gana, pero no se me venga con leyes y decretos, porque ni es
-abogado ni yo estoy para perder el tiempo. ¡Usté se va o se queda, como guste,
pero eso sí, se me calla como en misa!
Cenobita, hecha una furia, no se quiso
quedar porque más fácil que a ella sería hacer callar un chancho a palos, pero
por la pinta tenía unas ganas locas de volverse gato para hacer con el juez lo
mismo que el morrongo había hecho con el pobre Gancedo.
Y entonces, más tranquilo, don Pedro
"procedió" a tomar declaración al agente Fernández.
-Lo que ustedes tienen que decir, ya lo
sé yo de memoria -explicó a los litigantes-. Aura le toca a la autoridá.
-Pues yo, señor juez -principió a decir
Fernández medio abatatao- lo único que tengo que reclarar es del tenor
siguiente: en circunstancias de que cuando iba haciendo la ronda de reglamento,
que es la consigna del señor comisario, a la hora de la siesta y con un sol
rajante, y de que cuando di güelta a la esquina de la casa de don Bermúdez aquí
presente, me pareció oír como unos chiquillos de mujer, y como ruido de
garrotazos, y como gritos de hombres peliando, y entonces, ahí no más, corrí
como pude, agarrando el machete que me golpiaba las corvas, y entonces, en
circunstancias que me allegué, pude darme cuenta me cuenta que, efectivamente,
dos se habían agarrao fierazo y se menudiaban de lo lindo... Y entonces corrí
más ligero, y entonces vi que don Bermúdez se le había prendido a don Gancedo
por el pescuezo, dándole con la zurda trompis y más trompis en la cara, de
mientras que el otro le sacudía garrotazos en los lomos con toda su fuerza, y
como podía, porque el otro lo tenía sujeto del cañote... Y entonces, yo señor
juez, sin fijarme en que también me podía ligar a mí, los desaparté,
gritándoles ¡desen presos! p'a que soltaran... Y entonces vide que don Gancedo
tenía la cara toda rajuñada y estilando sangre, y don Bermúdez tenía la camisa
hecha tiras, dejando ver el lomo zebruno de moretones... Y de mientras, todo el
tiempo, una mujer chillaba como si la cuerearan viva, gritando al fin que le
pegaran un balazo a don Gancedo... o a don Bermúdez... Eso no lo entendí muy
bien, y no tengo pa qué mentir... Y entonces... yo los dejé que se jueran,
porque es gente formal y amiga de don Barraba el comisario y de todas las
autoridades... Y entonces... entonces ya no tengo más que reclarar, señor juez,
si usté me dá su venia.
Don Pedro había conseguido a duras penas
que los pleiteantes se estuvieran quietos y callados mientras hablaba
Fernández, amenazándolos con el calabozo en cuantito interrumpieran, y tampoco
los dejó meter baza cuando acabó la declaración. Se levanto, plantó de golpe
los puños en la mesa, como para afirmarse mejor y dijo con voz de mando:
-¡Autos y vistos!
Se calló un segundo, miró a todos los
presentes con las cejas fruncidas, y siguió:
-Voy a resolver el caso según mi cencia y
concencia, como si las cosas hubieran pasado tal cual ustedes mismos la
cuentan, visto que el agente Fernández les da autoridad con su declaración, que
como es de un policía no puede ser más que la purísima verdá. ¡A ver,
secretario! Léase el acta de la otra audiencia y la de hoy, si está acabada.
Villar, muerto de risa, a gatas podía
leer, pero se sacó bastante bien el lazo.
-Aura -dijo Machado volviendo a
levantarse- aura voy a fallar. Tome nota, secretario...
Se compuso el pecho, esgarró y sentenció
con más autoridá que el mismísimo Salomón:
-Al demandado, don Salustiano Gancedo, lo
condeno a veinte nacionales de multa -y me quedo corto- por vías de hecho a
mano armada contra un vecino pacífico.
-¡Qué dice! -chilló Gancedo, encocorado-.
¡Y qué! se ha imaginan que yo...
-Silencio, digo -gritó Machado- que si
no, lo meto preso por un año, en vez de los veinte morlacos. Lea, secretario,
la ley, donde la he marcao con una raya.
-Artículo veintiuno, inciso segundo -leyó
Villar-. "Conocer de todo asunto correccional en que la pena no exceda de
quinientos pesos de multa o de un año de detención, arresto, prisión o servicio
militar".
-¿Ha visto, amigo que tengo campo
suficiente para meterle un trote de veras y no una multita de nada?
Y clavándole los ojos a Bermúdez, también
lo metió en el baile:
-Al demandante, D. José Bermúdez -y
conste que no digo una palabra de misia Cenobita ni del chumalé del balazo. No
escriba eso secretario, pero ceto sí: - A D. José Bermúdez, por tener sueltos
en el pueblo animales bravos que ponen en peligro a los vecinos, veinte pesos
de multa. ¡Baratito!... Aura vayasén on paz y hagamén el favor de dejarme en
paz a mi también.
-¡Qué iniquidá!, ¡apelaré! -gritó
Bermúdez, hecho una fiera.
-¡Vaya una justicia! ¡Apelaré! -agregó el
otro, pálido.
-¡Y apelen, pues! ¿A mí qué se me da?
Pero es que son sonsos. ¿No les decía yo que se amigasen, que era lo mejor?
Aura vayan sí quieren a buscar madre que los envuelva, métanse en pleitos en La
Plata, hagan que se rían de ustedes en todas partes, y empiecen a rascarse los
bolsillos... Allí la justicia es mucho más cara y no tan liberal como en el
pago. No le han puesto el nombre al puro botón: La Plata llama la plata.
-Los muy mulitas no apelaron y se nos
acabó la diversión -terminó Silvestre Espíndola-. Dicen que no querían más
escándalo. Pero andan armados, y cualquier día se produce... Sólo que cuando
salen a la calle, averiguan antes por dónde anda el otro... y no se encuentran
nunca.
Don Manuel en Pago Chico
Una de las frecuentes revoluciones
provinciales quedó por milagro dueña de algunos partidos. Entre ellos se
contaba Pago Chico, pues la junta central revolucionaria envió como delegado un
capitán de línea cuyo marcial ascendiente subyugó a los infelices paisanos que
dragoneaban de vigilantes, con medio sueldo para acrecer los gajes del
comisario oficialista, quien escapó al primer asomo de revuelta, temiendo la
infidelidad y la venganza de los subalternos. Tomose la policía con cuatro
gatos, sin disparar un tiro, y como "muerto el perro se acabó la
rabia", la comuna quedó en manos de los opositores.
-¡Viva la revolución! -gritaba el pueblo
poco después, saliendo de sus casas al saberse triunfante.
El capitán Pérez reunió enseguida a los
opositores principales (que habían creído deber patriótico no derramar sangre
de hermanos y convecinos) y deliberó con ellos acerca del buen gobierno
inmediato de Pago Chico. De la deliberación resultaron, como es lógico,
miembros de la Municipalidad, todos los presentes, y el capitán quedó al frente
de la comisaría y demás fuerzas armadas.
Pero considerose decorativo y de acuerdo
con los altos ideales que se perseguían a tanta costa, nombrar un intendente
imparcial, fundamentalmente honrado y universalmente querido. Sólo don Juan
Manuel García reunía estas condiciones, y don Juan Manuel García fue puesto a
la cabeza de la comuna.
Era un hombre ya maduro, rico para aquel
rincón y aquella época, muy bondadoso, muy conciliador enemigo de chismes y
politiquerías, y a quien todos rodeaban de la consideración debida a un ente
superior por la experiencia, la práctica y el buen sentido natural que ponía
gustoso al servicio de cualquiera. Todos esperaban grandes cosas de él... ¡pero
no tan grandes!
Pasado el primer momento de entusiasmo y
de embriaguez, los demás municipales cayeron en la cuenta de que, "podían
comprometerse demasiado", pues como al fin y al postre "los gobiernos
son gobiernos", el de la provincia acabaría por rehacerse a la corta o a
la larga, en cuyo triste y probabilísimo trance iban a quedar peor que nunca.
Estos temores se acentuaban con la falta de noticias fidedignas, pues el
telégrafo seguía interrumpido, y sólo llegaban al Pago rumores contradictorios.
Silvestre, el boticario, al ver las caras recelosas y la nerviosidad de los
municipales, murmuraba epigramáticamente:
-El miedo no es sonso, ni junta rabia.
Para atenuar, en efecto, las futuras
responsabilidades y sacar el cuerpo en lo posible a las amenazadoras
represalias, los funcionarios comenzaron por ralear y acabaron por no
presentarse en la Municipalidad, dejando en manos de don Juan Manuel la suma de
los poderes públicos.
Éste, viendo la diserción, pensaba:
-¡No hay mal que por bien no venga! ¡Así,
solito y mi alma, podré hacer mucho más!...
El capitán Pérez, buen muchacho, aunque
no de largos alcances, le presto incondicionalmente su apoyo material y moral:
ya había arriesgado, "metiéndose en la revolución", lo bastante para
que no le dolieran prendas.
-Gota más, gota menos, el amargo no
aumenta y el veneno es el mesmo -decía aplicando a su situación el proverbio
popular.
Y con este poderoso auxiliar, don Juan
Manuel, comenzó a poner orden en la administración; reprimió abusos, cortó
coimas, castigó defraudaciones, limpió las oficinas y dependencias de empleados
inútiles, criaturas del favoritismo, puso a raya a la empresa del alumbrado,
persiguió sin cuartel a los cuatreros, convirtió, en fin, a Pago Chico en una
Arcadia... salvo los odios que nacían violentos en todas partes.
El diario oficialista no aparecía. La
Pampa, de Viera, aplaudía a todo trapo al intendente, y don Juan Manuel,
rodeado como cualquier dictador, de una corte de aduladores, interesados o
entusiastas, por muy sensato, prudente y modesto que fuera, no advertía las
resistencias, el descontento, la oposición crecientes. Había tomado gusto al
poder, usábalo sin fiscalización ni restricciones y se lo pasaba discurriendo
proyectos y planes de bienandanza y prosperidad general.
A ser más justa y equitativa la humanidad
pagochiquense le hubiera erigido un monumento -estatua o arco triunfal-. ¡Pues
no señor! Sólo la posteridad sabe honrar a los grandes hombres, y ella misma
tiene, a veces, tan poco discernimiento, que don Juan Manuel corre peligro de
quedarse sin laureles, ni aún póstumos.
Una vez puesta en mejor pie la
administración, preocupáronlo sobremanera las obras públicas: el edificio de la
Municipalidad se caía a pedazos, los caminos eran pantanos invadeables o
vertiginosas montañas rusas, la tablada un chiquero, las calles, rompecabezas,
y las acequias del riego, mal cuidadas, estaban inmundas, destrozadas, cegadas
en gran parte. Qué síntesis del vandalismo oficialista... Como los fondos
escaseaban hasta la completa ausencia, don Juan Manuel no sabía cómo remediar
tamaña devastación, cuando de repente atravesó su cerebro una idea genial,
engendrada por el recuerdo de una conversación con el bearnés Navarrot,
jardinero de su chacra. Allá en los Pirineos, los vecinos hacían desde tiempo
inmemorial las obras públicas, construcción y conservación de carreteras,
caminos de herraduras, sendas, etc., trabajando uno o más días al mes si era
necesario, enviando un substituto si no podían o querían hacerlo personalmente,
o en último caso, suministrando dinero para pagar al peón que hiciese sus
veces. Iluminado por este recuerdo, don Juan Manuel echó sus cuentas:
-El partido de Pago Chico tendrá unos ocho
o diez mil habitantes vaya uno a averiguarlo después de las trampas que han
hecho los gubernistas en el censo, con propósitos electorales! ¡Bueno, no
importa! Sea como sea, si todos -descontando naturalmente las mujeres y los
niños-, trabajan un día por mes en bien de la comuna, en menos de un año se
habrán hecho maravillas. ¡Ya estuvo, pues! ¡Manos a la obra!
Como mera fórmula, pero también para
mayor tranquilidad de conciencia, habló del asunto con Silvestre, que en su
entusiasmo, comenzó a imitar el silbo y el estampido de las bombas de estruendo
y a canturrear su estrofa preferida de la Marsellesa.
-Magnífico, don Juan Manuel -gritó, por
fin-. Vamos a imitar a los galenses del Chubut, que por su propia iniciativa,
sin ayuda oficial, ni decretos del gobierno ni un centavo de gasto, se han
hecho magníficos caminos y obras estupendas de irrigación. Lo leí hace poco, en
un libro... ¡Ah, bravo! ¡Viva don Juan Manuel García! ¡Pshit... pum...
Pshit... puum!... ¡Sean
eternos!...
Y él mismo, convertido en amanuense,
escribió el iradé convocando a los vecinos para distribuirles sin más discusión
el trabajo...
Viera escribió en La Pampa, con muchos
circunloquios, que la ordenanza podía no parecer muy constitucional y provocar
alguna oposición, pero que, en vista de las circunstancias, la bondad del
propósito, etc., había que apoyarla resueltamente... Los destronados
entretanto, no desperdiciaron la ocasión de volver por su patrimonio de tanto
tiempo, y se movieron como epilépticos, armando el lazo. Pago Chico parecía un
avispero.
El día fijado por la ordenanza y a la
hora prescripta, don Juan Manuel entró en la Municipalidad, lleno de
satisfacción y regocijo. No era, en apariencia, para menos: el largo salón, el
potrero llamado patio, las mismas oficinas, estaban de bote en bote. No cabía
un alfiler.
-¡Qué me contaban de oposición! -decíase
el intendente provisional- ¡Aquí están todos, como un guante!
Pero en cuanto entró diose vuelta la
tortilla: un murmullo hostil de desaprobación y enojo fue creciendo hasta el
escándalo. Todos hablaban, todos gritaban a un tiempo, gesticulando con los
brazos por sobre las cabezas, y entre la alborotada batahola discerníanse
frases de este porte: ¡dictadura! ¡anticonstitucional! ¡excesos humillantes!
¡tiranía! ¡demencia! ¡loco de atar! ¡a su casa! ¡al manicomio! ¡muera! ¡abajo!
Don Juan Manuel, colorado como un tomate,
con la melena blanca revuelta y erizada, pudo a duras penas y merced a un
último resto de prestigio, llegar, abriéndose paso hasta la tarima del fondo,
encaramarse, tratar de que le escucharan:
-¡Compatriotas! Se trata del bien común,
y con un pequeñísimo esfuerzo...
-¡Abajo! ¡Ya nos secan a impuestos! ¡No
es constitucional! ¡Que lo saquen! ¡A sembrar papas! ¡Coco-ro-có! ¡Guau, guau!
El intendente buscó con los ojos al
capitán Pérez, aterrado por aquel indecible "titeo". Por fin lo vio,
con el brazo recostado en el marco de la puerta, las piernas cruzadas y un
palito entre los dientes; se encogía de hombros, "jugándole risa",
declarándose impotente, porque él tampoco "las iba" con la ordenanza.
Algo más atrás, Silvestre, hacía señas desesperadas: ¡no, no!
El tirano, gritando a voz en cuello,
consiguió dominar un instante la infernal algarabía:
-¡Compatriotas! ¡Tienen razón! ¡Me declaro gusano! ¡Ahí queda
eso! ¡Busquen madre que los envuelva! ¡Yo, a mi chacra! ¡Que talle otro!
Y calándose el sombrero, cruzó
impertérrito y altivo la multitud sorprendida, subió al tílbury, que lo
esperaba a la puerta, y dando un latigazo al caballo -única manifestación de su
cólera-, echó un ajo como una casa y salió del pueblo al trotecito.
Horas después, los situacionistas
formaban una nueva Municipalidad mixta ("mistonga" decía Silvestre),
y volvían a tomar, disimuladamente todavía, la sartén por el mango. El capitán
juzgó acto de prudencia tomar el portante, porque el gobierno provincial se
rehacía. Todo encajó otra vez en el viejo quicio y... así terminó la ominosa
dictadura pagochiquense de don Juan Manuel.
-¡También meterse a hacer cosas! -le
decía más tarde Silvestre-. íLa Constitución, la Constitución, amigo!... ¡Para
gobernar sin opositores es preciso no hacer nada y sobre todo, nada bueno!...
Epílogo
Lector que, risueño o adusto has
recorrido con interés o desgano, estas páginas aparentemente superficiales
¿sabes a qué espectáculo hemos asistido juntos sin saberlo? Pues nada menos que
a las primeras palpitaciones de una democracia en gestación y a los primeros
desperezamientos de una gran ciudad en la cuna!... i Así, como lo oyes!
Ríete, si quieres, y harás bien, porque
siempre es bueno reírse de la verdad. Pues, sí, señor: democracia, gran ciudad,
etc...
Nosotros mismos no lo sospechábamos
siquiera, y no es la perspicacia sino el tiempo quien nos abre los ojos. Muchos
años, en efecto, van corridos desde los sucesos narrados en la crónica que
cerramos provisionalmente con estas líneas. En ese lapso las cosas han
cambiado. Pago Chico es Pago Grande, el villorrio es un fuerte núcleo de
población, con afirmados, tranvías, luz eléctrica, obras sanitarias; su
comercio gira millones, su industria crece y prospera, su fuerza vegetativa y
progresiva es colosal; en política también se ha dado un largo paso hacia
adelante, y aunque esté aún muy lejos el ideal, algo se ha ganado en cuanto al
juego de las instituciones, y hasta parece haberse ganado mucho, pues ya no se
estilan los burdos medios de gobernar que burla burlando hemos puesto de
relieve. Y, como dijo el otro, la hipocresía es tácito homenaje de vicio a la
virtud.
Esto nació de aquello. Parece imposible,
pero es así. El impulso que lleva nuestro país es admirable de fuerza y de
velocidad, pese a los sucesivos descarrilamientos que amenazaban dar con todo
al traste. Quien se detenga hoy en Pago Chico, jurará que lo hemos calumniado,
o que lo pintamos en remotísimos tiempos -allá en la edad de la piedra labrada
o del hueso roído- aunque su historia es casi una actualidad, algo fiambre si
se quiere, pero en modo alguno vetusta.
Más todavía: alejémonos unas cuantas
leguas, y la actualidad palpitante renacerá de sus cenizas. Pago Chico se ha
retirado un poco más, como se retiraba antiguamente la línea de fronteras -he
ahí todo. Y como, más por azar que por calculo, hemos olvidado hasta ahora
determinar la exacta ubicación del pueblo, puede el lector situarlo más al
oeste del meridiano quinto o más al sur del Río Negro, con cuya sencillísima
operación tendrá a la minuta un verdadero "plato del día". Y ni aún
es menester que vaya mentalmente tan lejos, pues rincones hay todavía, muy
próximos a la misma capital, donde continúa a más y mejor cociéndose habas, en
forma parecida por lo menos.
En fin, risueño o adusto lector, sólo
queremos agregar pocas palabras, para repetirte que este volumen no se te
presenta como la crónica completa de la era inicial pagochiquense, sino como
una simple colección de documentos que forman parte de ella -parte pequeña por
lo demás-, y hecha voluntariamente al acaso, sin plan previo, para que de su
misma aparente inconexión resulte, si lo puede por sí misma, una especie de
unidad, aquel "lírico desorden" que aconsejan los preceptistas en
cierta clase de obras, para suspender el ánimo y conmoverlo con inesperadas
imágenes, acciones o ideas...
Quiero esto decir que aún quedan
disponibles cajas y legajos de documentos y notas atinentes a la vida política,
intelectual, social, moral, etc. de Pago Chico -y en primísimo lugar cuanto a
las damas y al amor, con sus enredadas marañas se refiere-, destinados a la
polilla y el polvo del olvido, si la muestra presente no despierta el interés y
la atención que nos atrevemos a esperar.
Haz, lector, una seña, y veras cómo nos
apresuramos a convertir en Prólogo de otro volumen este Epílogo que -en tal
expectación- no relata sucintamente como era uso en tiempos de ingenuidad y
bonhomía literarias, qué "se ficieron" todos los personajes de la
obra y los hijos de sus hijos. Tal metamorfosis nos alegraría, y no por el
éxito que pudiera significar -créasenos aunque no parezca cierto-, sino porque
al separarnos de estas páginas, en las que hay más verdadera melancolía que
despreocupado buen humor, sentimos algo como si huyera un minuto que
desearíamos repetir, como si se nos marchara otro poquito de juventud -toda esa
que se revive al relatar la que fue, esa que a tantos ancianos ha hecho
escribir sus recuerdos, esa que obligará a Silvestre a redactar in extenso sus
memorias, en cuanto no tenga una ficción de trabajo con qué entretener los
nervios bailarines.
Y, con esto, hasta luego, no sea que
habiendo logrado, como cabe, hacer un libro entretenido, lo echemos a perder
ahora con una intolerable lata.