DANIEL BARROS GREZ

 

 

PIPIOLOS Y PELUCONES

TRADICIONES DE AHORA CUARENTA AÑOS

TOMO II

 

 

 

ÍNDICE

 

 

o Capítulo I

Manera espedita y graciosa de elegir un presidente, descubierta y puesta en práctica por el partido pelucón

o Capítulo II

Miguel Turra se retira del mundo y Don Policarpo de Santiago

o Capítulo III

Detrás del placer está el dolor

o Capítulo IV

Anselmo y Angelina

o Capítulo V

La intentona frustrada

o Capítulo VI

Anselmo se encuentra entre la espada y la pared

o Capítulo VII

A desesperado mal, desesperado remedio

o Capítulo VIII

Vivan novios y padrinos

o Capítulo IX

La sorpresa

o Capítulo X

Tronera

o Capítulo XI

El último pensamiento de una madre

o Capítulo XII

El padre sigue rastreando

o Capítulo XIII

Gacetilla se enreda de la lengua y cae a la cárcel

o Capítulo XIV

Esfuerzos del gobierno para obtener la paz

o Capítulo XV

Hipocreitía y Franco

o Capítulo XVI

A nuevos esfuerzos, nuevas resistencias

o Capítulo XVII

En vísperas de la batalla

o Capítulo XVIII

Don Catalino visita, sin quererlo, el campamento enemigo

o Capítulo XIX

La batalla

o Capítulo XX

La traición

o Capítulo XXI

Sospechas realizadas

o Capítulo XXII

¡Viva la religión! ¡Mueran los herejes!

o Capítulo XXIII

Gacetilla asciende a comandante sin pretenderlo

o Capítulo XXIV

El matrimonio inesperado

o Capítulo XXV

De cómo don Catalino estuvo en peligro de pasar por hereje

o Capítulo XXVI

Motiloni se hiere con sus propias armas

o Capítulo XXVII

¿Qué es de don Marcelino?

o Capítulo XXVIII

La disputa

o Capítulo XXIX

El enfermo

o Capítulo XXX

El testamento

o Capítulo XXXI

Traición sobre traición

o Capítulo XXXII

Lucinda en su casa

o Capítulo XXXIII

Lealtad

o Capítulo XXXIV

Política de los vencedores

o Capítulo XXXV

El deber y las circunstancias

o Capítulo XXXVI

Anselmo se despide de Andrés

o Capítulo XXXVII

La barra de constitución

o Capítulo XXXVIII

El consejo

o Capítulo XXXIX

La expedición

o Capítulo XL

Resultados de la expedición

o Capítulo XLI

La loca

o Capítulo XLII

Prieto y Dorriga

o Capítulo XLIII

Garduño y Pedro

o Capítulo XLIV

A orillas del Maule

o Capítulo XLV

El ejército liberal llega a Talca

o Capítulo XLVI

La merienda

o Capítulo XLVII

Lucinda encuentra amigos

o Capítulo XLVIII

Los consejos de la tía

o Capítulo XLIX

Que sirve de explicación a otro capítulo anterior

o Capítulo L

Que enseñará al lector lo que eran las niñas Peñalozas

o Capítulo LI

En donde el curioso lector conocerá mejor a doña Manuela

o Capítulo LII

En donde el sagaz lector echará de ver que Santiago Garduño estaba decidido

o Capítulo LIII

Angustias

o Capítulo LIV

Lucinda y Garduño

o Capítulo LV

Dios dispone

o Capítulo LVI

Los tratados de Cuzcuz

o Capítulo LVII

Concluye la carta de Anselmo

o Capítulo LVIII

El desterrado

 

 

 

 

Capítulo I

Manera espedita y graciosa de elegir un presidente, descubierta y puesta en práctica por el partido pelucón

 

                                                                 

   "Mi presencia en aquel sitio invadido y profanado por los satélites de una facción conspiradora, les pareció un favorable pretexto para consumar el crimen que habían meditado."

 

 

     MANIFIESTO DE FREIRE.

 

     Al mismo tiempo que la poblada invadía el palacio, una comisión se había dirigido a casa de Freire. Éste, huyendo de las influencias que lo asediaban, había tratado de ocultarse en casa de un amigo; pero perseguido hasta allí mismo, fue rogado y estrechado para que autorizase con su presencia el desorden que acabamos de ver. Freire supo resistir, sin embargo, a los ruegos de la amistad y a las insinuaciones de la perfidia; hasta que viendo que nada podían conseguir, fueron a decirle que la seguridad de la patria reclamaba su presencia; que el mismo Presidente Vicuña la deseaba, y que no pusiese a la seguridad pública en peligro de sufrir mayores contrastes con su obstinación.

     Fatalmente persuadido de la necesidad de aquel paso, vistiose con su uniforme y se presentó en la plaza. Su presencia hizo el efecto que se deseaba, y fue recibido con una general aclamación. He aquí la causa de la conmoción que se había dejado sentir.

     El general se dirigió entonces a la sala de gobierno "dispuesto a prestar sus servicios a las autoridades legales y a la conservación del orden". Pero el Presidente había salido, y se encontró solo en medio de sus fatales amigos. Su posición no podía ser más embarazosa. Rodeado y asediado de propuestas y ruegos para que tomara el timón del Estado, expuso ante los amotinados que esto no podría ser, mientras la República tuviese el Presidente que ella misma había nombrado.

     -Pero ese Presidente es cero -dijo Dorriga-. Ya ve usted cómo ha abandonado el campo porque su conciencia lo acusa y su impotencia se lo ordena.

     -Señor -le dijo el clérigo Franco-, venga usted a ocupar el asiento a que sus virtudes y sus glorias lo hacen tan acreedor.

     Diciendo esto, entre él y otro caballero lo tomaron en brazos; y al modo como se coloca a un niño en la cuna, lo llevaron a la silla y allí lo sentaron, sin que el general hubiese podido evadirse de representar aquel ridículo papel. Enseguida, sin darle tiempo a que manifestase su desagrado, Franco, haciéndose el intérprete de la concurrencia, le dijo:

     -Jamás olvidaré, señor general, la dicha que me ha cabido en coadyuvar a vuestra elevación al mando supremo del Estado. Permaneced en él para la felicidad de la patria: tal es la expresión de mis más ardientes deseos y de los de esta noble reunión, así como los de la República entera.

     -Agradezco, señor presbítero, esas demostraciones de afecto y deferencia -contestó Freire alzándose del asiento, en el cual se le había arrojado más bien que colocado-; pero no me podrá usted negar que "es muy inusitada esta manera de conferirme la autoridad".

     -Tiene razón -murmuró Gacetilla, quien colocado en un rincón de la sala todo lo miraba, escudriñaba y escuchaba con la más decidida y activa curiosidad-. Eso no es elevar a un hombre a la silla presidencial, sino dejarlo caer en ella.

      Enseguida, dirigiéndose Freire a la concurrencia, le dijo del modo más formal:

     -No puedo aceptar un puesto para el cual no he sido elegido por la nación. Sólo a los pueblos pertenece la facultad de elegir a sus mandatarios, y mientras ellos usan de este sagrado derecho, yo trataré de corresponder a vuestra confianza, trabajando por la conservación del orden público.

     -Pero mientras tanto -dijo Hipocreitía-, es preciso que se lleve a cabo el acuerdo del Consulado sobre la instalación de la Junta.

     -Sí, sí -agregaron Dorriga y Franco-, ¿cómo hemos de salir de aquí sin dejar concluido este asunto?

     Entonces, aquellos mismos hombres que poco rato antes tachaban de atentatorios e irregulares los actos del gobierno de Vicuña, decidieron de común acuerdo, la instalación de la Junta en el mismo lugar que debía ocupar el Presidente nombrado por la nación.

     Freire se engañó creyendo que el único medio de apagar aquella conflagración, era acceder en parte a las exigencias de los amotinados, cuando esto no era otra cosa que alentarlos en sus pretensiones, excitándolos a nuevas intrigas y maquinaciones contra el régimen democrático que comenzaba a plantearse. En consecuencia, aprobó el nombramiento de la Junta de gobierno; y mientras se firmaba la sentencia de muerte contra la República, el Presidente Vicuña salía por la puerta falsa del palacio, y cubierto de las insignias del mando supremo, se dirigía a su casa por en medio de la turba del pueblo, que sin saber aún de lo que se trataba, le cedió el paso, con muestra de consideración y respeto.

     Dado este paso, los pelucones creyeron que nada tenían que temer, y comenzaron a obrar audaz y abiertamente contra el gobierno que se desmoronaba.

 

 

 

Capítulo II

Miguel Turra se retira del mundo y Don Policarpo de Santiago

 

                                                                  

   "La famosa Partida del Alba fue el terror de la capital por los meses de noviembre y diciembre del año de 1829."

(F. ERRÁZURIZ.)

 

 

     Al salir a la plaza, fueron los amotinados saludados con estrepitosos vivas a la religión, al orden y a la patria. Se había tenido cuidado de preparar a la multitud por medios de dádivas y promesas, a fin de que manifestara su adhesión a los de la poblada.

     Varios comisionados, entre los cuales un ojo observador habría podido descubrir a Juan Diablo, recorrían los diversos grupos que llenaban la plaza, y el pobre pueblo entonaba un cántico de triunfo al borde del precipicio en que bien pronto debía hundirse.

     Acompañaba a Juan Diablo un hombre a quien no era fácil reconocer, por llevar sobre el ojo izquierdo un gran parche verde que le cubría casi la mitad de la cara.

     -Compadre -dijo a Juan-, ¿qué clase de revoluciones son las de estos tiempos?

     -¿Qué quieres decir, Miguel?

     -Que yo no sé cómo los ricos entienden las cosas; estas revoluciones son más desabridas que la agua clara... Ni un saqueito siquiera para despuntar el vicio.

     -Calla la boca, hombre. No se trata de eso por ahora -dijo Juan Diablo.

     -Y ¿cómo nos habían dicho que íbamos a tener saqueo general?... Nos han engañado; pero no les creeré otra vez. Mire usted cómo se van todos para su casa, mano sobre mano... ¿Es esto saber hacer revoluciones? ¡Pero otra vez no me pillarán!

     -Vámonos al bodegón -le dijo el otro-. Allí se te quitará el sentimiento con un traguito que te daré.

     -Vamos -contestó el del parche, en quien habrá reconocido el lector a Miguel Turra.

     Ambos amigos se dirigieron al bodegón de Juan Diablo, y allí empezaron a beber amigablemente.

     -¿Sabe en lo que estoy pensando, ño Diablo? -dijo Miguel.

     -En hacer alguno de tus milagros -contestó el otro riendo.

     -No se ría usted, ño Diablo, porque ¿quién sabe si llego a hacer milagros? Con el tiempo todo se alcanza, y ya sabe usted que de menos nos hizo Dios... ¡Estaba pensando en dejar el mundo y retirarme de estos bullicios!

     -¿A algún convento? ¡Sería gracioso verte vestido de mocho, porque de fraile no es fácil! Ya estás viejo para el latín.

     -No me gustan los latines -contestó Turra-, aunque si tuviera afición, bien pudiera haberlo aprendido en todo el tiempo que le sirvo a mi patrón don Cándido... Sabe el latín al derecho y al revés... Pero no es al convento donde pienso retirarme... Venga otro trago.

     -¿Y adónde?

     -Al partido de Colchagua. Hoy hablé con Manuel Barragán, que ha llegado de San Fernando, y me dice que don Angelito Calvo ha levantado del humo de la vela un escuadroncito que llaman la Partida del Alba, con el fin de perseguir a los enemigos de la religión.

     -He oído hablar de la Partida del Alba; pero no sé si será verdad lo que se cuenta del tal don Calvo...

     -Es un cuerpo compuesto de gente escogida entre los de la carda; y Barragán que no es tan rastra que digamos, me ha asegurado que todos son hombres de pelo en pecho. Han pillado pipiolos como moscas, y nos dejan hacienda de hereje que no visiten y beneficien... Comen vacas gordas, beben de lo rico, y cabalgan siempre en cosa buena, sin que les haga falta sus cuatro reales en el bolsillo, que es bendición de Dios, como me dice Barragán que lo pasan esos hombres. Esto es lo que se llama saber hacer revolución, compadre, y no como las que se están acostumbrando en la capital, ¡que ni alegran siquiera, ni le dejan a uno para echar un trago...!

     -Pero no te puedes quejar, Miguel, pues en la otra revolución te chupaste tus veinte pesitos fuertes.

     -Los cuales quedaron aquí en su bodegón... No, ño Diablo: yo no soy para vivir así a medio morir saltando... Me voy a reunir con los de la Partida del Alba; y en menos de dos meses me verá usted otro. Estoy aburrido en esta ciudá de Chile... Otro vasito... Ya van cuatro revoluciones, y ni un solo saqueo siquiera; como si un pobre no sudara el quilo por esas calles, gritando vivas y mueras... ¿y todo para qué...? Para volver a su casa con el bolsillo lleno de viento... Estos ricos no saben hacer más que revoluciones de títeres... Dígame, ño Diablo ¿le ha puesto agua a este aguardiente?

     -¡Ni una gota, hombre!

     -Y sin embargo, está tan simple como la revolución de hoy... ¡Si nos hubieran dado siquiera unas dos horas de uñas libres!... Ya le estaba echando el ojo a un par de candelabros de plata que divisaba en uno de los cuartos del palacio.

     Aquel mismo día Miguel arregló sus trevejos; ensilló su caballo; eligió para su uso los objetos que pudo llevarse de la chacra que don Cándido tenía a su cargo; vendió algunos animalitos para abrigar su bolsillo, como él decía, y sin decir a su patrón aquí quedan las llaves, se dirigió acompañado de Manuel Barragán, su digno amigo, hacia el lugar en donde, por entonces, se hallaba la célebre Partida del Alba.

     No era Miguel Turra el único de nuestros conocidos que había formado el proyecto de dejar la capital. Don Policarpo Tragantilla, importunado por las continuas exigencias del padre Hipocreitía, había resuelto irse a establecer en un pueblo de provincia. A la fecha ya había realizado sus negocios y acomodado sus petacas. Sólo le faltaba despedirse de su amigo Hipocreitía, con el cual no quería romper, cuando éste mismo le ahorró el viaje al convento apareciéndose en persona.

     El padre y don Marcelino habían ya ajustado con don Melitón el día del matrimonio de Lucinda; y teniendo necesidad de dinero para hacer los arreglos necesarios en la casa del novio (que era donde la boda debía celebrarse según el convenio, a fin de evitar los llantos de doña Trinidad), no había más remedio que recurrir a la inagotable bolsa de don Policarpo.

     -¿Qué es esto, amigo mío? -dijo el fraile, viendo desmantelado el almacén del avaro, y a doña Estefanía y Pepita ocupadas en el arreglo del equipaje.

     -¡Que me voy al campo!, padre mío. No puedo ya vivir en la ciudad. Aquí no se gana ni para mantener a la familia.

     -Pues antes de irse, me hará usted el favor de...

     -¿Dinero? -le interrumpió don Policarpo-; apenas tengo para el viaje... No sé si me alcance para llegar a X*, que es a donde me dirijo.

     -¿Al pueblo de X* se va usted?

     -Sí, mi padre. ¿En qué puedo servirlo?

     -Servirme a mí, no: al contrario, se me ocurre la idea de hacerle a usted un servicio.

     -¿Cuál? Estoy a su disposición.

     -¿No le convendría a usted ser gobernador de X*?

     -¡Pues no me ha de convenir! -respondió don Policarpo abriendo tamaños ojos.

     -La gubernatura es un buen elemento para ganar plata en los campos.

     -¡Lo creo!

     -Da respetabilidad, y al señor gobernador, nadie se le pone por delante en los negocios.

     -Así es, ¿cómo podría su paternidad conseguir esa gubernaturita?

     -No es difícil... Ya ve usted que nuestro partido va subiendo.

     -¡Ah!, ¡mi padre! ¡Y qué obra de caridad haría su reverencia en conseguirme el destinito!

     -Ya le digo que no será difícil conseguirlo; pero...

     -¿Pero qué?

     -Usted no podrá servirlo.

     -¿Cree su paternidad que yo no sabré servir una gubernatura como otro cualquiera?

     -No es eso, amigo mío, sino que como el puesto requiere cierto brillo para conservar el respeto a la...

     -Habrá brillo: yo me haré respetar. Si alguien me falta en un contrato, prometo que irá a la cárcel derechito.

     -Quiero decir, del respeto a la autoridad...

     -Eso es: en estando con la vara de la justicia en la mano ¿quién se quedará con un cuartillo que me pertenezca?

     -No me entiende usted

     -¡Vaya, si entiendo!

     -Ya le digo...

     -Explíquese entonces, mi padre.

     -En una palabra: para ser gobernador necesita usted gastar, vestirse bien, vivir en una casa correspondiente a su posición.

     -Eso será según el sueldecito.

     -El sueldo será bueno... Pero antes, es preciso hacer ciertos desembolsos...

     -Se hará, padre; se hará.

     -Y como usted me dice que apenas tiene para llegar a X*...

     -Sin embargo, estoy dispuesto a...

     -Debemos renunciar a este proyecto.

     -No lo crea, padre mío; yo no renuncio: acepto la gubernatura... No crea que me falta para presentarme con decencia. Tengo algo.

     -¿Cómo cuánto tendrá en caja?

     -Puedo tener unos... unos quinientos pesos.

     -Es poco. Hablemos de otra cosa.

     -Pero trajinando por ahí, podemos juntar hasta mil...

     -Y ¿qué podrá usted hacer con mil ni con dos mil pesos?

     -¡Buena cosa! ¿Conque de tanta plata se necesita para principiar a ser gobernador?

     -Se echa de ver que usted no conoce el mundo, don Policarpo... Con menos de cuatro mil pesos, no crea que hará nada en la carrera de la política.

     -¡Vaya, pues, supongamos que yo tenga esos cuatro mil pesos!

     -Proyectar sobre suposiciones es edificar castillos en el aire.

     -Pues le digo de veras. Los cuatro mil pesos están prontos.

     -Entonces me da usted dos mil pesos... Y los otros dos mil pesos los lleva para sus necesidades. Cuente con el destino y no hablemos más. Puede creer que la cosa es hecha porque nuestro partido sube como la espuma.

     Reflexionó un momento don Policarpo; y como sabía que era tiempo perdido tratar de que el jesuita rebajase algo de la cantidad que demandaba, le entregó, suspirando, los dos mil pesos.

     -Son prestados, decía el fraile, mientras los recibía de las temblorosas manos de don Policarpo... No le doy recibo porque la regla de la Orden no me lo permite; pero cuente con que este dinero será reembolsado, si no de mi peculio, al menos con las pingües ganancias del destino. Adiós, ¡que el cielo lo proteja en su viaje!, y no se olvide de escribirme. Yo cumpliré mi palabra.

     -¡Amén! -respondió don Policarpo.

 

 

 

Capítulo III

Detrás del placer está el dolor

 

   "La fuerza armada pertenece a la nación, entera, y no puede, sin hacer traición a un deber el más sagrado, apoyar las deliberaciones de un pueblo o pueblos en particular."

(ACTA DEL CONSEJO DE GUERRA VERIFICADO EN TANGO, EL 9 DE NOVIEMBRE DE 1829.)

 

     Fuerza es que el condescendiente lector se trasporte al campamento de Tango, en donde Anselmo seguía recibiendo de sus camaradas las más inequívocas muestras de aprecio.

     Uno de los que más se empeñaba en obsequiarle era un antiguo camarada llamado José Tronera, que aunque de mucho más edad que la mayor parte de los oficiales, parecía el más niño según la manera como se conducía. Por una parte, vivo, travieso, decidor, amigo de las jugarretas y de los lances chistosos; y por la otra, franco, generoso, valiente y decidido por sus amigos. Era Pepe Tronera un carácter verdaderamente original. Más de una vez le había sucedido lances desagradables con las víctimas de sus jugarretas y truhanerías; pero había sabido sostener siempre el honor del pabellón, como él decía. Nadie podía aplicarle el apodo de cobarde; y aunque era hablador hasta la crueldad, no se conocía ejemplo de que hubiese descubierto un secreto importante. Su bolsillo era de todos, y miraba el de los demás como su propia caja. Cierto día, enojado con un compañero porque le cobraba con instancias cierta cantidad, le dijo: "yo me vengaré de ti, no valiéndome jamás en lo sucesivo de tu bolsillo." Hijo de padres ricos, habíase apresurado a gastar toda su herencia materna con el fin de asimilarse más a los liberales, como él decía, y de que nadie lo tuviese por pelucón. Su dinero había pasado a manos de los usureros, de las mujeres de mala vida, de las viudas pobres, de las familias sin recursos, de los bodegoneros, de las comisiones de beneficencia, etc. Y no era estraño verlo en un mismo día dotar a la cantora de una chingana y asentarse en la cofradía de Nuestra Señora del Socorro... Por la mañana acompañaba con semblante devoto al Santísimo Sacramento, y en la tarde se afiliaba en una partida de tunos para ir a dar un malón en una chacra de campo a las más lindas muchachas de los contornos. En una palabra, este hombre original presentaba los fenómenos más extraños y contradictorios, y un fisiólogo sagaz habría tenido mucho que estudiar en su multiforme carácter. Sin embargo, sus mutaciones eran verdaderas y naturales, y jamás hubo uno de sus compañeros que lo llamara hipócrita.

     Al segundo día del arribo de Anselmo, dijo Pepe a sus camaradas:

     -Es preciso solemnizar la llegada de nuestro amigo a estas filas patrióticas.

     -¿Pero cómo? -preguntáronle.

     -Con una merienda, por ejemplo.

     -Eso sería si se nos hubiese dado nuestros sueldos -replicó un oficial.

     -¡Ya se ve! La patria se olvida de pagarnos... Pase por lo mucho que nos solemos olvidar de ella. Pero ¿el no tener dinero es una razón para no festejar a Anselmo? Que me traspasen las bayonetas peluconas si esta misma noche no tenemos la mesa puesta. Tengo un proyecto... ¿Quién se atreve a ayudarme?

     -¿Cuál es el proyecto?

     -¿Qué gracia harías en entrar en él si yo te lo dijera? Esa pregunta me manifiesta que no tienes fe en mí. Por consiguiente, no mereces ayudarme.

     -¡Aquí estoy yo, Pepe! -dijo un mozo, cuyo carácter se avenía muy bien con el de Tronera.

     -Acepto tu cooperación, Tristán -dijo Pepe-. Ven acá, hijo mío, tomarás parte en la empresa así como has tenido fe en mi talento.

     Enseguida, tomando del brazo a Tristán se fue con él a la caballeriza; ensillaron y salieron del cuartel a trote largo. Dos horas después estuvieron de vuelta.

     -¿Cómo te ha ido, Pepe? -le preguntaron.

     -Muy bien. Hemos cumplido la comisión con que ustedes nos han honrado.

     -¿Nosotros?, ¿qué comisión?

     -La de ir a convidar para la merienda de mañana a don Pedro Contreras.

     -Ese viejo rico, padre de las niñas...

     -El mismo. Ha agradecido mucho la atención; y me aseguró que no faltaría a la merienda.

     -¡Pero, hombre, nos has ido a comprometer! ¿Cómo pondremos una mesa digna de ese caballero si no tenemos con qué?

     -¡Si no es más que una ternera asada con un poco de chicha! Yo le dije que era sólo una cosa así a la rústica parte festejar a un amigo.

     -¿No es más que una ternera, dices?

     -Nada más, nada menos.

     -No nos falta más que la ternera.

     -Así se lo dije a don Pedro; y él me la prometió con la patriótica generosidad que lo caracteriza.

     -¡Acabáramos! Pero este cuartel no presenta ninguna pieza decente para el convite.

     -Don Pedro sabe esto mejor que nosotros y nos ofreció su casa... Nos comeremos la ternera debajo de los parrones de la huerta, y como la bodega de don Pedro está muy aperada, beberemos a la salud de sus hijas.

     -¡Ja, ja, ja! ¡Vaya con este Pepe! ¿Conque has ido a convidar a don Pedro para comernos una de sus terneras y beber de su vino en su propia casa?

     -Con sus propias niñas y todo -agregó Pepe, encendiendo un cigarro-. El hombre es una alhaja. No hay más remedio... Es preciso que nadie falte, porque el convite fue hecho a nombre de todos los oficiales y aceptado de la manera más formal por don Pedro y sus preciosas hijas.

     -Nos resignaremos a cumplir con este compromiso -contestaron riendo algunos oficiales, mientras otros, menos acostumbrados al carácter de Pepe, recibían la noticia un si es no es disgustados.

     Don Pedro era un vecino acomodado, generoso y amigo de la vida alegre. Él mismo vino esa tarde en persona a convidar a Viel y a sus oficiales para la merienda del siguiente día, a la cual asistieron todos, menos el coronel Tupper que se quedó en el cuartel.

     El convite fue animado; la mesa abundante y regularmente servida, y los convidados encontraron la más cordial franqueza en la familia de Contreras. Mientras tanto, Tronera, que iba y venía de un estremo a otro de la mesa charlando con todos y revolviéndolo todo, decía de cuando en cuando a sus compañeros:

     -¡Ya ven ustedes que sé cumplir mi palabra!

     Pero el contento general fue turbado repentinamente por la llegada de Tupper, quien, con unos papeles en la mano, se presentó a Viel y le dijo al oído:

     -¡Comandante, todo está perdido!

     -¿Qué hay? -preguntó Viel, alzándose de su asiento.

     Tupper, sin contestar una palabra, puso las comunicaciones en manos del comandante general. Éste, retirándose a un lado, pasó rápidamente la vista por los papeles, y mientras leía, su cara se iba poniendo más y más pálida. Enseguida, dirigiéndose a los oficiales les dijo:

     -¡Caballeros, al cuartel!

     -¿Qué sucede, señor comandante?

     -La patria está en peligro. ¡Al cuartel en diez minutos!

     Y después de pedir a los dueños de casa lo disculpasen por aquella brusca retirada, salió seguido de todos sus oficiales.

     -Señorita -decía Tronera a una de las niñas al tiempo de retirarse-, no he tenido tiempo de concluir mi brindis; pero volveré, si las balas de los pelucones me lo permiten. ¡Esto huele a peluconada!

     Un cuarto de hora después se encontraban los de la merienda reunidos en consejo de guerra.

     Era el 9 de noviembre. Habiendo tomado Viel la palabra para imponer a los circunstantes del objeto del consejo, narró todos los hechos acaecidos el día 7, y concluyó diciendo:

     -La Junta de gobierno nombrada por los enemigos del orden carece de autoridad, no sólo de derecho sino de hecho, porque ni aun ha podido ser su nombramiento publicado por bando. Se le ha negado la obediencia por los comandantes de los cuerpos que existen en Santiago, y la Asamblea de la capital la ha declarado nula. Dictaminemos ahora sobre lo que le corresponde hacer a este ejército de mi mando.

     -Defender hasta el último trance nuestras instituciones amenazadas -respondieron muchos.

     -Ser fiel a la Constitución hasta la muerte -dijeron otros.

     En consecuencia decidieron:

     "Obedecer las órdenes del Poder Ejecutivo constitucional, protestando a la faz de la nación, que jamás harían uso de las armas para hostilizar a los ciudadanos, cuyos derechos defenderían hasta derramar la última gota de sangre, con lo cual creían obrar conforme al voto de la generalidad de la República."

     El noble ejército, después de esperar en balde órdenes del poder supremo, mal alimentado y mal equipado como estaba, se dirigió a Santiago, adonde llegó el mismo día en que esta capital era abandonada por el Gobierno y entregada a las intrigas reaccionarias. El Gobierno se trasladó a Valparaíso; pero si no había podido dominar las circunstancias estando en Santiago, es decir, en el centro mismo de las influencias peluconas, ¿cómo podría hacerlo desde aquel puerto? Sin embargo, no estaba todo perdido todavía: el ejército permanecía fiel a sus banderas y juraba morir por la causa de la libertad. Sólo había menester de un jefe de prestigio, y al mismo tiempo leal a los principios de la Constitución.

     Ese jefe no podía ser otro que Freire; y en consecuencia, un consejo verificado el día trece de noviembre, acordó poner al ejército bajo las órdenes de dicho general, "no como a jefe de la Junta de Gobierno, sino como a jefe de mayor graduación".

     Freire no comprendió toda la nobleza de este acto; y creyéndose herido, ordenó al ejército la sumisión ante la autoridad de la misma Junta, que, pocos días antes habían jurado no reconocer. Tenía confianza en su prestigio; pero aquella vez se equivocó, porque al día siguiente el ejército puso a su cabeza al coronel Viel. Este segundo acto y las instigaciones del partido reaccionario, concluyeron por exasperar hasta lo sumo al general Freire, haciéndole concebir el proyecto de presentarse él en persona ante los soldados.

 

 

 

Capítulo IV

Anselmo y Angelina

 

                                                             

"¡Mujer! oh gota pura

¡Delicálice divino!

Calmar con tu dulzura

Al hombre, es tu destino,

El amargoso líquido

Del vaso del dolor:

Tú eres, mujer, la urna

Que encierra, su consuelo;

La antorcha eres nocturna

Que le platea el cielo;

Y en fin, en turbio piélago

Su estrella eres de amor."

 

(J. CHACÓN, La mujer.)

 

 

     En cuanto Anselmo estuvo libre de las ocupaciones de su puesto, quiso verse con Andrés; pero éste se encontraba en Valparaíso a las órdenes del teniente coronel de artillería, don Gregorio Amunátegui.

     De doña Estrella no pudo sacar otra cosa, sino que esperaba contestación a cierta carta que había escrito a una de las madres más graves del convento, parienta de don Cándido.

     Dona Trinidad seguía enferma; pero no por eso había podido conseguir de su marido el que le permitiese ver a su hija. Don Marcelino había jurado que Lucinda no saldría del monasterio sino para casarse con su amigo don Melitón "o con la sepultura".

     Tales eran las palabras del cruel viejo. En cuanto a la solicitud elevada a la Curia eclesiástica, aún no había obtenido providencia, en razón a los inconvenientes que se le cabían presentado y que, a no dudarlo, provenían de las maquinaciones del reverendo Hipocreitía, uno de los hombres de más influencia en el tribunal eclesiástico, según la expresión del señor secretario con el cual había hablado doña Estrella.

     Las noticias que el joven obtuvo de su protector, don Ramón, no fueron más felices. A pesar de haber conferenciado varias veces sobre el asunto con Su Ilustrísima, el señor Obispo de Ceran, no había podido obtener otra contestación sino que "el negocio era muy delicado y debía pensarse maduramente".

     El pobre joven, no hallando qué hacer, quiso hablar con su hermana y se dirigió al convento. Llamó en el torno y solicitó hablar con Angelina, como lo solía hacer, aunque de tarde en tarde, según encargo de su misma hermana. Vino ésta al torno y apenas saludó a Anselmo cuando le dijo sollozando:

     -Ya concibo cuál es el objeto de tu venida, pero nada puedo decirte.

     -¿Por qué?

     -Me es prohibido, ¡hermano mío!

     -Pero...

     -La escucha nos oye -dijo a media voz Angelina.

     Anselmo se acordó entonces de que una monja no podía hablar ni aun con su hermano, sin que su conversación fuese fiscalizada por ese testigo llamado la escucha.

     -¡Ah! -exclamó el joven-, pero ¿cómo podré conformarme con tener que separarme de aquí sin saber noticias de ella?

     -¡Vamos, hermana! -dijo con voz seca y dura la monja que acompañaba a Angelina-. Retírese de la reja porque esta conversación toma un carácter prohibido.

     -¡Hermana, amiga mía! -exclamó Angelina con voz suplicante-, ¿no ve que la persona que allí habla es mi pobre hermano que sufre tan cruelmente?

     -¡Que Dios le dé paciencia! -respondió la escucha; pero yo no puedo faltar a lo que se me ha ordenado. ¡Retirémonos de aquí!

     La orden era imperiosa y Angelina debía obedecer al momento, so pena de sufrir un castigo correccional. Pero antes de retirarse dijo a Anselmo:

     -¡Adiós, hermano mío! Voy a rezar por ti. ¡Ten esperanza!

     El joven no contestó sino que lanzó un doloroso gemido al mismo tiempo que la escucha decía a Angelina:

     -¡Hermana! ¡Usted ha pecado gravemente con no obedecer al instante!

     Pero Sor María de los Dolores no oyó estas palabras, y preocupada del quejido de su hermano, que repercutió en su sensible corazón, corrió nuevamente hacia el torno.

     -¡Anselmo!, ¡hermano mío! -exclamó con voz entrecortada por la emoción-. Ten esperanza, te he dicho: ¡confía en Dios! ¡Lucinda está buena, y yo sé que te ama cada día más! En cuanto a esa carta que le han obligado a escribirte...

     Anselmo no oyó más. La voz de su hermana había sido cortada de repente como si le hubieran puesto la mano en la boca. Al mismo tiempo se oyó gritar a la escucha:

     -¡Socorro!, ¡socorro!

     Bien pronto concurrieron tres o cuatro monjas que exclamaron:

     -¡Ave María Purísima!

     -¿Qué es lo que sucede?

     -¡Que Sor María de los Dolores ha desobedecido formalmente...!

     -¡Jesús, María y José! ¡Materia grave!

     -Ha hablado contra la prohibición expresa...

     -¡Qué escándalo!

     -¡Aquí viene la madre abadesa!

     -¡Madre mía! -exclamó Angelina dirigiéndose a Sor Águeda- ¡He pecado gravemente! Estoy pronta a recibir con humildad el castigo que su reverencia tenga a bien imponerme.

     -¡Angelina de mi corazón! -exclamó Anselmo-. ¡Vas a sufrir por mí!

     -¿Quién habla en el torno? -preguntó la madre Águeda después de haber ordenado a dos monjes que llevaran a Sor María de los Dolores al lugar en donde debía sufrir la penitencia de su pecado-. ¿Quién es usted?

     -¡Madre mía! -respondió el joven-. Soy Anselmo Guzmán, el Hermano de Angelina...

     -Aquí no hay ninguna persona de ese nombre, señor. ¡Retírese usted!

     -Angelina Guzmán, señora, que con el nombre de Sor María de los Dolores...

     -¡Sor María de los Dolores no saldrá más al locutorio! -interrumpió la abadesa-. ¡Olvide usted para siempre que tiene aquí una hermana!

     Enseguida ordenó a la hermana portera que cerrase todas las puertas, y en breve rato se encontró Anselmo solo y sin tener quién le contestase. Retirose de allí con el corazón traspasado de dolor, y sostenido su espíritu solamente por esa forzada esperanza de los últimos momentos. Sus ilusiones habían ido cayendo una a una como caen de los árboles las hojas que el huracán arrastra en tumultuosos remolinos. Mientras más pensaba en su destino, mayor era su angustia. Echando una mirada a la sociedad, temblaba al considerar en ella una reunión de elementos para sacrificar a su querida, y ninguno para salvarla.

     Un sacerdote en quien la niña debió encontrar el consuelo que necesitaba había pronunciado la sentencia, y su propio padre era el verdugo. Enseguida, echaba otra mirada sobre sí mismo y lo afligía su debilidad. ¿Qué podía hacer él, pobre y sin ningún prestigio contra sus poderosos enemigos que encontraban en las preocupaciones sociales su principal apoyo? Él tenía conciencia de la justicia de su causa y de los derechos de su amor; pero esto era precisamente lo que lo martirizaba hasta la desesperación, pues, mientras más reflexionaba, más claramente veía su impotencia.

 

 

 

Capítulo V

La intentona frustrada

 

                                                         

   "Yo llego en aquellos momentos; penetro en el medio del patio, y con una pistola en una mano y la espada en la otra, me presento al general Freire..."

(CARTA DEL CORONEL TUPPER.)

 

 

     Tales eran poco más o menos las reflexiones de Anselmo al dirigirse a su cuartel, que entonces ocupaba el convento de San Agustín, cuando al llegar a la plaza de Armas, fue distraído de sus meditaciones por una voz muy conocida:

     -¡Anselmo!, ¡pobre amigo mío!, ¡qué flaco y pálido te encuentro!

     -Tan flaco y pálido como gordo y colorado estás tú, Catalino -respondió Anselmo dando la mano a Gacetilla.

     -Y ¿qué hay de nuevo?

     -No sé nada hombre.

     -¡Nada! Yo no sé qué clase de jóvenes son los de estos tiempos: parece que no se interesan por el porvenir de la República. ¡Nunca sabes nada!

     -Y ¿qué he de saber yo, cuando acabo de llegar del campo?

     -Ya lo sé; pero hace más de veinticuatro horas que llegaste a la capital y debes saber muchas cosas. ¿Te parece poco veinticuatro horas?... Pues yo te diré entonces lo que sé. He oído que Freire está como un quique contra los pipiolos...

     -¿Por qué?

     -Porque el ejército le ha negado la obediencia, y él dice que todo esto se hace por instigaciones del pipiolaje... Tú debes saberlo. ¿No eres amigo del general?

     -Sí; pero no tratamos sino muy poco de estos asuntos.

     -Mal hecho, hombre; mal hecho -dijo don Catalino con cierta gravedad cómica-. Tu posición cerca del general te pone en un serio compromiso.

     -¿Cuál?

     -El de inquirir por medio de él las mejores noticias para contestar a los amigos. Ahora me acuerdo -prosiguió Gacetilla-, se dice además, que Freire piensa presentarse al ejército en persona. Su objeto es sin duda influir sobre el ánimo de los soldados a fin de hacerlos respetar la autoridad de la Junta de los pelucones.

     -No creo que el general tenga ese pensamiento -dijo Anselmo.

     -Digo lo que se cuenta... Como las cosas están así, así, tan revueltas... ¡No es nada! Tenemos a la fecha una multitud de gobiernos y no es posible saber a qué autoridad atenerse... Autoridad del Presidente Vicuña, autoridad de la Junta, autoridad de Prieto, y ahora, autoridad del ejército del sur... Pero ¿qué gente es aquélla?

     Ambos amigos habían llegado a la esquina oriente del Portal de los Baratillos (hoy conocido con el nombre de Sierra-Bella), y pudieron ver cómo un grupo de gente de a caballo y de a pie se dirigía por la calle del Estado hacia la portería del convento de San Agustín.

     -¿Qué podrá ser eso? -preguntó Gacetilla-. ¡Ay, Anselmo!, se me ocurre que será Freire... ¡Sí!, ¡él es! ¡Viene acompañado de otro general y entran en el convento!

     Anselmo no contestó sino que se fue corriendo hacia el cuartel en donde entró seguido de Gacetilla. Freire había hecho formar la tropa de los dos batallones allí acuartelados, y en ese momento dirigía la palabra a los oficiales. Anselmo se colocó prontamente en su puesto. Los soldados atónitos y sin saber de lo que se trataba, habían obedecido por no encontrarse allí sus principales jefes. Entonces, el capitán don Gregorio Barril contestó a Freire diciendo:

     -No podemos recibir órdenes más que de nuestro comandante, señor general.

     Irritado éste, volvió a ordenar a los oficiales que saliesen de sus filas; pero ninguno se movió de su puesto.

     -¡Tú también, Anselmo! -gritó Freire fuera de sí-. ¡Tú también desconoces mi autoridad!

     Anselmo no contestó una palabra y sólo inclinó la cabeza, manifestando en su actitud el dolor que sentía al verse en la necesidad de desobedecer a un hombre que estaba acostumbrado a amar y respetar como a su propio padre.

     En aquel momento un oficial a caballo, con su espada desnuda, se abrió paso por entre la gente que obstruía la puerta del cuartel. Era Tupper, que, sabedor de lo que pasaba, iba a librar de una sorpresa a las tropas de su mando.

     -Señor general -dijo, encarándose a Freire-: ¡yo no puedo recibir vuestras órdenes, ni consiento que mi batallón las reciba sino de la suprema autoridad!

     Freire no escuchaba, y dirigiéndose a los soldados, les dijo:

     -¿Qué se hizo el amor por vuestro antiguo general? No puedo creer lo que veo. ¿Cómo es posible que prefiráis obedecer a un estranjero antes que a vuestro antiguo compatriota que mil veces os ha llevado a la victoria?

     Tupper mandó entonces a los oficiales dar un paso adelante: los oficiales obedecen, y él les pregunta:

     -Decid ¿a quién reconocéis por vuestro jefe?... Si a mí, con quien ayer no más jurasteis defender las instituciones de la República, o a un general que traiciona al Gobierno legítimo.

     -¡Moriremos con vos, coronel! -contestaron todos-, ¡y no obedeceremos sino las órdenes del poder constitucional!

     Al oír estas palabras, todos los soldados gritaron a una:

     -¡Viva la Constitución! ¡Viva el coronel Tupper!

     -¿Os convencéis ahora -dijo éste a Freire- de que mis tropas no reconocen otro jefe que yo?

     -Vos daréis cuenta a la nación de vuestra conducta -respondió el general.

     -Sí, señor -replicó el coronel-, yo responderé ante la nación de mi deber y de mi batallón. Conozco mi responsabilidad -agregó- y no seréis vos quien me haga olvidar mis deberes.

     -Es tiempo de retirarnos -dijo a esta sazón el general Blanco que acompañaba a Freire.

     Ambos salieron del cuartel y se dirigieron hacia la plaza de Armas. Tupper envió entonces a buscar a Rondizzoni, jefe del Concepción, también acuartelado allí; y mientras tanto, se quedó tomando las medidas necesarias para evitar otra intentona.

     En aquel mismo día fue nombrado general en jefe del ejército constitucional, don Francisco de la Lastra, a cuya valentía y arrojo se unía un carácter de proverbial integridad.

     Lastra había encanecido en la guerra de la Independencia y amaba a su país con un corazón verdaderamente republicano. El nombramiento no podía ser más oportuno, y el ejército entero lo recibió con muestras de la mayor satisfacción.

 

 

 

Capítulo VI

Anselmo se encuentra entre la espada y la pared

 

                                                              

"Jamás el odio insano mi mente ha conturbado."

"¡Ni la venganza impía manchó mi corazón!"

(SEÑORA O. DE URIBE.)

 

 

     Media hora después de los últimos acontecimientos bosquejados en el capítulo anterior, llegó Rondizzoni al cuartel de San Agustín.

     -Compañero -le dijo a Tupper-, debemos salir pronto de Santiago.

     -¿Por qué orden?

     -Por orden del señor general Lastra.

     -¿Con qué objeto?

     -Con el objeto de proteger la llegada a la capital de dos compañías de artillería que vienen de Valparaíso a las órdenes del teniente coronel Amunátegui. Se presume que haya pasado para el norte la vanguardia de Prieto.

     -¿No dicen que el ejército de Prieto se halla a estas horas en Codegua?

     -Sí; pero una gran parte de su caballería, es decir, más de seiscientos hombres, al mando del coronel Bulnes, se ha adelantado y espera a Amunátegui en el camino de Valparaíso. Lastra ha mandado ir en su defensa, y hoy mismo deben partir de aquí las fuerzas constitucionales...

     -Así sea -dijo Tupper-, y nos iremos preparando mientras nos llega la orden.

     Enseguida llamó a sus oficiales y les advirtió de que era preciso estar listos cuanto antes. Anselmo recibió con gran disgusto esta noticia, pues lo obligaba a separarse del lugar en donde sufría su amada. Pero era preciso obedecer al imperio de las circunstancias, y se fue a su casa con el fin de arreglar su ligero equipaje de soldado, y sobre todo, a buscar el querido paquete de las cartas de Lucinda que tenía guardado en su cuarto.

     Esas cartas eran para él tanto más preciosas, cuanto mayores eran las dificultades que se presentaban para unirse a su amada. Iba a separarse de Santiago; tal vez tendría que entrar en el combate, y muy bien podría ser que una bala atravesase su pecho. El joven no quería morir sin llevar sobre su corazón el inapreciable tesoro.

     Encontrábase en su cuarto cuando oyó la voz de Freire que entraba a la casa. Venía el general sumamente agitado, y en cuanto vio al joven, le dijo en tono de agrio reproche:

     -¡Anselmo! Si no lo hubiera visto, no lo habría creído: ¿qué has hecho?

     -Mi deber -contestó respetuosamente el joven, cruzándose de brazos delante del general.

     -¿Y te mandaba tu deber -replicó éste con un gesto de marcado disgusto-, te mandaba tu deber el ser desleal a tu antiguo jefe?...

     -¡Señor! -le interrumpió Anselmo-, ¿yo desleal?

     -¡Sí! -gritó Freire, coléricamente-; sí, desleal con tu amigo, con el íntimo amigo de tu padre.

     Había en estas últimas palabras de don Ramón una mezcla de indignación y de dolor que traspasó el pecho del pobre joven.

     -¡Señor general! -contestó éste-, mi corazón me recuerda todos los días cuánto debo a usted, y mis labios no han cesado jamás de publicarlo, pues ésta es la única manera como puedo pagar tan santa deuda. Usted ha dirigido mi vida con sus consejos; y con su noble ejemplo, me ha hecho seguir siempre en los combates el camino del honor. ¡Débole, pues, lo que soy! Suyo es mi corazón, mi respeto, mi vida; pero...

     -Pero, ¿qué?

     -Mis convicciones, mi conciencia, mi honor, son de mi patria -respondió el joven en voz más baja.

     El general que se había ido acercando poco a poco a Anselmo, dio un paso atrás, y lo miró de arriba abajo como preguntándole lo que significaban sus palabras.

     -Recuerda usted -prosiguió con calor el mozo- cuando después de la batalla de Pudeto, se apeó usted repentinamente de su caballo, y abrazándome me dijo: "Anselmo, quisiera, que tu padre estuviese aquí para que gozase con tu conducta."

     -¡Ah! ¡Entonces! -exclamó el general acercándose al joven.

     -Esas palabras resuenan aún en mis oídos -prosiguió éste-. Usted se sacó entonces su propia espada; esta espada, señor, que llevo aquí, y que nadie me arrebatará sino con la vida, y poniéndola en mis manos, me dijo:

     -Aun cuando tuviera el puño cubierto de diamantes, no alcanzaría a premiar tu valor.

     Freire, enmudecido, miraba a Anselmo como trasportado a aquellos sitios de gloriosos recuerdos.

     -Pero yo no habría estimado ese puño de diamantes; y si besé con reconocimiento esta arma, fue porque estaba consagrada por usted en mil combates gloriosos en defensa de Chile. Ahora bien, ¿querría usted que yo hubiese empañado el brillo de esta espada traicionando mi propia conciencia, y ultrajando las instituciones que hemos jurado defender?

     -Entonces, crees -prosiguió Freire- que mi conducta de hoy...

     -No debo calificarla -le interrumpió Anselmo.

     -¡Pues yo te pido que lo hagas!

     -¡Señor!...

     -Es un amigo que te ruega -dijo el general, tomando la mano de Anselmo.

     -Creo que su buen corazón ha sido sorprendido -contestó éste.

     Freire soltó bruscamente la mano del joven, quien prosiguió con acento triste y firme a la vez:

     -No sé si he hablado demasiado, señor general; de todos modos le ruego perdone la franqueza de mi corazón. Usted me ha enseñado a decir la verdad. Después de lo que ha pasado, creo que no debo permanecer más en esta casa. Mi mala suerte me condena a vivir separado de las personas que más amo. Bien pronto partiremos; nos han dicho que nos vamos a batir, y ¡quién sabe!... Le ruego que diga a Lucinda que mis últimos pensamientos te pertenecen... ¡Adiós: sea usted feliz, señor!

     La voz del joven era lúgubre: su último encargo se asemejaba al de un moribundo. Cuando tendió la mano a su protector, le dijo éste con mal reprimida ternura:

     -¡Ingrato! ¡Llevas el presentimiento de la muerte, y te separas de mí sin abrazarme!

     Anselmo se precipitó en los brazos de su bondadoso amigo, mientras éste murmuraba:

     -¿Cómo te has atrevido a creer que yo podía guardarte rencor por lo que has dicho?... Yo que no lo he tenido ni aun contra los enemigos de Chile.

     Diciendo esto, separose precipitadamente del joven y entró en su cuarto.

     -¡Ah! -exclamó-, ¡si mi pobre amigo viviera, cuál no sería su satisfacción y su orgullo al ver a su hijo!

     Enseguida empezó a pasearse por el cuarto diciendo:

     -¡Bien puede ser...! ¡Si me habré equivocado! Este joven es de una razón clara... ¡Quién sabe si he sido el juguete de estos malvados! ¡Quién sabe si creyendo hacer un servicio a mi querida patria, me he convertido, sin saberlo, en el enemigo de sus instituciones!... En todo caso, mi conciencia está tranquila; pero, ¡esto sería para mí como caer en un horrible precipicio!

     Llegado al cuartel, Anselmo recibió de manos de un sargento la carta siguiente traída por una mujer.

          

     Estimado amigo: 

     Me causa un verdadero dolor tener que dar a usted una mala noticia; pero no puedo dejar de hacerlo, tanto por haberle prometido a usted hoy que le diría lo que la monja me contestase sobre su asunto, como porque es preciso que usted esté al corriente de lo que sucede.

     La monja me dice que han resuelto casar a Lucinda. Ella lo sabe todo por ser muy amiga de la abadesa. El matrimonio será en casa de don Melitón.

     La función no podrá tener lugar en casa de don Marcelino, porque la Trinidad está bastante enferma. Ya están mandados hacer los dulces y las tortas de biscochuelo. Me dicen que no habrá muchas personas.

     A mí no se me ocurre qué inventar para que esta maldita unión fracase. En todo caso, estoy a su disposición para servirle en lo que pueda serle útil.

     S. S. S. Q. B. S. M.

ESTRELLA C. DE LA RUEDA.

     P. D. Como tengo la cabeza tan mala, se me había olvidado decirle que el matrimonio será pasado mañana a las nueve de la noche, hora en que se traerá a Lucinda del monasterio.

     A nosotros nos tienen convidados para la cena, y, según creo, es con el objeto de quebrarnos los ojos. Nada hemos contestado sobre esto.

Vale.

          

 

 

 

Capítulo VII

A desesperado mal, desesperado remedio

 

 

                                                             "

 

Núblase mi esperanza;

 

la noche es ¡ay! oscura,

 

y la borrasca agita

 

¡el mar de mi fortuna!"

 

(E. DEL SOLAR.)

 

 

     Anselmo leyó dos veces la carta, pues la primera lectura no le hizo posesionarse bien de su contenido. Hay desgracias a las cuales es preciso acostumbrarnos para que aceptemos su existencia. La de Anselmo era ya casi un hecho consumado; pero la última esperanza, esa esperanza de la desesperación, luchaba afín en su interior contra la fría realidad que tendía a paralizar la acción de su espíritu. En medio del abatimiento que en él producía la convicción de su impotencia, solía sufrir por algunos instantes los efectos de la reacción, y entonces, cual sucede siempre a los jóvenes de constitución robusta y de carácter severo y reservado, sentía agitarse su espíritu con una fuerza desconocida. ¡Ay, del que en aquellos momentos hubiese osado decirle que la realización de sus esperanzas era un imposible! ¿Cómo había de ser imposible ser feliz? ¿Cómo no había de prevalecer la justicia? Y la justicia consistía para él en la realización de sus deseos, cuyo objeto duraba su imaginación de los más bellos colores. Pero bien pronto volvía a caer en ese anonadamiento que sigue a toda excitación. La realidad aplastaba sus esperanzas, como el granizo que cayendo sobre la sementera y los árboles del prado, eshoja las flores y deshace el delicado fruto que comenzaba a germinar. Cuando más bello se le presentaba el arco iris de sus deseos, al irlo a tocar, veíalo desvanecer y perder sus vivos colores, allá en el azul de la atmósfera.

     Presa de tan encontrados y dolorosos pensamientos, paseábase Anselmo a lo largo del cuarto de la Mayoría, cuando oyó la voz de Pepe Tronera que lo saludaba cordialmente.

     -¿Qué tienes, amigo mío? Estás pálido y triste, cuando dentro de poco rato tal vez nos vamos a ver enfrente del enemigo. Si no te conociera tanto, diría que tienes miedo.

     -¡Miedo! -le interrumpió Anselmo, sonriendo-. Sí, amigo mío, prosiguió: ¡tengo miedo a la vida!

     El tono de profunda melancolía con que Anselmo pronunció las últimas palabras, hizo recordar a Tronera los motivos de sufrimiento que su amigo tenía.

     Éste le había contado una gran parte de los sucesos que se referían a sus amores, y Pepe, aunque ligero y atolondrado, era demasiado sensible para permanecer indiferente a las penas de un camarada como Anselmo.

     -Entonces ¿has recibido malas noticias? -preguntó a éste.

     Anselmo, por toda contestación, puso en manos de Pepe la carta que acababa de leer. Habiéndola éste leído, dijo:

     -¡Pobre, amigo mío!, dispénsame que te haya hablado con tanta ligereza... Ya ves: yo soy así; pero ¿no podría tocarse algún recurso para quitársela al viejo?

     -Yo casi he perdido toda esperanza -contestó el otro, apretándose la cabeza entre sus manos.

     -Perder la esperanza es hacerse indigno del premio -replicó Tronera, volviendo poco a poco a su natural, pues en él las más fuertes impresiones tenían muy corta duración-. ¿Perder la esperanza?... No digas eso, ¡amigo mío!

     -Pero ¿qué quieres tú cuando un imposible se me pone por delante?

     -No hay cosas imposibles sino para el que no tiene voluntad de hacerlas -replicó Tronera-. Dime, ¿no está Lucinda en el monasterio de las Capuchinas?

     -Sí.

     -¿Y la casa de don Melitón...?

     -En la calle de Santo Domingo, cuatro cuadras al poniente de la iglesia.

     -Bueno, bueno -respondió Tronera, haciendo al mismo tiempo unas rayas en la blanqueada pared de la celda de la Mayoría con una llave que sacó de su bolsillo.

     Anselmo miraba a Pepe sin saber lo que aquello significaba.

     -Sí, sí -decía éste hablando consigo mismo, con una flema singular y apuntando con la llave sobre las diversas intersecciones de las líneas que había trazado-. Sí, esto es... De aquí acá tenemos dos cuadras... luego darán vuelta la esquina... Y por si siguen la calle derecho, pondremos aquí dos hombres... Un silbido bastará para estar prontos en esta otra esquina... ¡Vaya! Es un hecho...

     -¿Qué dices? -preguntó Anselmo.

     -Estoy combinando un plan de ataque a la pelucona.

     -¿Cómo?

     -Te diré en dos palabras: sacan del convento a Lucinda para traerla a casa de don Melitón... La salida será de noche... Se vienen por esta calle... Cuatro o seis amigos los esperamos en esta esquina... Uno arrebata a la niña; la entrega a un hombre de a caballo que irá preparado al efecto...

     -¿Estás loco?

     -Entre tanto, los otros les ponen a los conductores sus pañuelos en la boca a modo de...

     -Pero, ¡hombre!

     -Te aseguro que ninguno podrá gritar... Tenemos aquí muchachos de puños.

     -Pero yo no permitiré que...

     -Sí, hombre, de puños, y arrojados como el mismo diablo. Te aseguro que mi proyecto es digno de San Martín. Por fortuna -agregó- puedo ponerlo en práctica porque el comandante me ha encargado cierta comisión que viene ahora como de molde con mis deseos, pues así tendremos dos cosas que hacer a un mismo tiempo, y ¡viva la patria! ¡Ja, ja, ja! Al momento voy a hablar con Tristán que es muchacho de empresa.

     -Dejémonos de locuras, amigo mío -dijo Anselmo-. ¡Mi fatal destino quiere que padezca!

     -Pero nosotros debemos pelear contra ese caballero don Destino Fatal. Te repito que mi proyecto es bueno. A gran mal gran remedio, amigo mío. ¿Piensas guardar consideraciones cuando te arrebatan a tu Lucinda?

     -¡No me tientes, Pepe!

     -Y te la arrebatan no solamente contra tu voluntad, sino contra la voluntad de ella misma... Lo cual significa que ella va a sufrir tanto como tú, ¡y para siempre! ¿Entiendes? ¡Para siempre!... Mientras que con un buen golpe de mano... Pero veo que te disgusta este proyecto... Pues bien: voy a proponerte otro para que veas que tengo recursos en mi caletre, y no soy como esos generales cuyo amor propio los hace apegarse tanto a los proyectos que una vez conciben... Pero ¡ah, se me había olvidado decirte que es preciso obtener pronto una carta de recomendación del coronel Tupper, por ejemplo, o de otro cualquiera!

     -Carta ¿para quién?

     -Para el cónsul francés, M. La Forest... Esto entra en el proyecto que voy a explicarte... Porque es muy probable que Lucinda tenga que refugiarse bajo la bandera francesa... Pero voy a decirte mi segundo proyecto.

     En ese momento entró Tristán que venía a llamar a Anselmo de parte del coronel Tupper.

     -Vete -dijo Pepe-, y pídele a tu jefe esa carta para el gabacho de que te he hablado. Aquí trataremos el negocio con Tristán.

     Anselmo salió casi sin atender a las palabras de Pepe.

     -Tristán -dijo éste-, nuestro amigo Anselmo es muy desgraciado.

     -Lo sé todo -contestó Tristán.

     -Pero no sabes lo que dice esta esquela.

     Y enseguida leyó la carta de doña Estrella.

     -¡Caramba! -exclamó Tristán-, la cosa es seria. ¡Ya don Melitón se llevó la muchacha! ¡Qué suerte de viejo! ¡Si no hay más que atraerse a un clérigo para ganar la lotería!

     -¡Pues no ha de ser así! Yo me he propuesto arrancarle la presa de las manos. Es preciso que hagamos esto por Anselmo. ¿Estás dispuesto a ayudarme?

     -De mil amores, pero no encuentro el medio de...

     -Yo había concebido un proyecto para robar a Lucinda.

     -¡Robarla!

     -Pero tiene sus pelos y lo abandono. Se me ocurre otra cosa... ¿No tienes amistad con las cómicas?

     -Muchísima.

     -Entre ellas hay cantoras... Tú les hablas de un esquinazo que debemos dar una noche de desposorios en casa de un rico...

     -Sí; hay buenas cantoras.

     -Mientras ellas dan el esquinazo, nosotros llegamos con otras muchachas en una carreta de paseo. ¿Comprendes? Las niñas se apean; entran a la casa como de visita; las cantoras se desgañitan gritando mientras nosotros damos el golpe. Uno toma a Lucinda y la saca; los demás se quedan dentro, evitando que salgan a pedir auxilio, y al mismo tiempo varias de nuestras compañeras estarán en la puerta protegiéndonos con sus habladurías y risotadas...

     -A ti te parece todo fácil.

     -Los que pasan por la calle creen que todo aquello es gusto y gresca; por último, amarramos a los convidados y los dejamos bien amordazaditos... ¿Entiendes?

     -Entiendo, pero hay peligro...

     -Y si no lo hubiera ¿merecería este proyecto ser ejecutado por nosotros?

     -Esta razón me convence -contestó Tristán, riéndose-. Te acompañaría si me quedase aquí.

     -Ya lo había pensado. Voy a hablar con el comandante para que te ponga a mi disposición.

     -¿A tu disposición?

     -Sí, me ha dado una comisión importante, y le diré que tengo necesidad de ti.

     -Está bien. Pero ¿no sería bueno ponernos en relación con doña Estrella?

     -Le diremos lo que convenga... En cuanto a las cómicas, punto en boca... no deben saber nada. Diles que sólo se trata de un malon en una casa rica. Por ahora no tenemos tiempo para hablar más, porque voy a verme con el comandante. Nos quedan cerca de cuarenta horas para masticar y poner en práctica el proyecto... Tú debes irte al momento a preparar a las cantoras. Yo hablaré pronto con doña Estrella, a quien indicaré sólo lo necesario.

     -¡Cuenta con el marido!

     -Don Cándido es lo que su nombre dice... No sabrá una palabra y se quedará tan en ayunas de lo que se va a hacer como yo me suelo quedar con su conversación. Enseguida, me iré a ver con tres amigos de los de la cáscara amarga. Ellos me proporcionarán las muchachas para la carreta... Como hace tanto tiempo que estoy fuera de la capital, no me será fácil a mí encontrar las niñas para el caso... Pero, ¿y la carreta? ¿De dónde la sacamos? ¡Ah! ya estoy: no hay más que rogarle a doña Estrella que nos preste una de las entoldaditas que tiene en su chacra para los paseos a la pampa... ¡La cosa es hecha!... ¡Y luego dirás tú que yo no sirvo para general! ¡Ja, ja, ja!, ¡cómo nos vamos a reír después!

     Y Tronera salió de la pieza sobándose las manos de satisfacción y entonando a toda voz una zamacueca, cuyo compás seguía con los golpes de sus tacones sobre los ladrillos del corredor.

     Poco rato después, toda la división se puso en marcha por el camino de Valparaíso.

 

 

 

Capítulo VIII

Vivan novios y padrinos

 

                                                                     

   "¡Ay, de quien al comenzar

de esta vida la jornada,

siente el alma lacerada,

siente un inmenso dolor!

¡Ay, de aquel cuyo destino

decretó para su daño

que su primer desengaño

fuese su primer amor!"

 

 (ABEL VILLAMIL.)

 

     En la noche de ese mismo día, Andrés hablaba con Tronera.

     -Veníamos de Valparaíso -dijo el capitán-; pero dimos con las fuerzas de Bulnes, que eran el triple de las nuestras. El coronel Amunátegui no pudo hacer otra cosa que capitular... Yo me he venido a escape para traer a Lastra esta mala noticia... He hablado con Anselmo, prosiguió: este pobre amigo ha quedado enfermo en una chacra no lejos de aquí. Está muy triste y temo que la fiebre se lo lleve.

     -¡Pobre compañero! -exclamó Tronera, pasando de la risa a la seriedad, tal como la flexibilidad de su carácter se lo permitía-. Siempre ha sido Anselmo -prosiguió- un compañero fiel y amigo de servirnos; ahora es preciso que le paguemos... ¿Te habló de mi proyecto?

     -Sí, pero me rogó que te hiciese desistir de toda acción que pudiera comprometer el honor de Lucinda. "Más bien quiero perderla para siempre, me dijo, que exponerla a sufrir las consecuencias de un acto impremeditado. ¿Qué diría mañana la sociedad de Santiago, al saber que ella había sido arrebatada entre las sombras de la noche por unos hombres que todo el mundo tendría por bandidos?"

     -¿Y qué piensas tú de todo esto?

     -Casi estoy por decirte que Anselmo tiene razón.

     -Te engañas, hijo mío -replicó Tronera chanceándose-. Tú y Anselmo son mejores para frailes capachitos que para soldados. Pero, a pesar de tu repugnancia, creo que no me negarás el favor de entregar esta carta al señor La Forest.

     -¿Al cónsul francés?... ¿Y de parte de quién?

     -Léela.

     Andrés leyó la carta de Tupper, y preguntó:

     -¿También está el coronel Tupper metido en esta tramoya?

     -Tal vez -contestó Tronera sin querer decir la verdad-. ¿Te haces cargo de entregar esa carta en mano propia?

     -No tengo inconveniente: conozco algo al cónsul y aun podré imponerlo de este asunto; pero yo no sé si acepte.

     -Mañana vendré a las doce en punto a saber de ti qué gesto le ha puesto el gabacho a la carta. Por ahora, buenas noches, hijo mío, porque es hora de irse a dormir.

     Tronera salió, mientras Andrés decía sonriéndose y meneando de arriba abajo la cabeza:

     -¡No he visto un loco más rematado!

     Al día siguiente decía don Cándido a su mujer:

     -¡Es un hecho, hijita!... Van a casar a mi ahijada esta noche... ¡Es un hecho!

     -Tanto mejor -contestó la señora.

     -¿Cómo es eso? ¿Apruebas?

     -¿Pues no he de aprobar que un padre como don Marcelino establezca a su hija con el hombre que más aprecia?

     -No te entiendo, Estelita -repuso don Cándido-. Ayer te oponías a este matrimonio, y hoy lo apruebas... ¡Lo que es la mujer! -exclamó, volviendo los ojos hacia el cielo.

     -Eso quiere decir que yo me avengo a todo -le interrumpió la señora, jugando distraídamente con su abanico.

     -Y no es esto sólo -prosiguió don Cándido-. Mi compadre me ha vuelto hoy a pedir que nosotros seamos los padrinos... pero siempre con sus guiñaditas de ojo que me hacen cosquillas en el orgullo. Parecía como que se burlaba de mí, pues me hablaba con cierto retintín que me calentó... ¿Piensa él que yo no entiendo sus retintines?

     -Pues a pesar del retintín, es preciso que seamos los padrinos.

     -¿Qué oigo?... ¿También aceptas?

     -No podemos hacer un agravio a don Marcelino.

     -¡Lo que son las mujeres! ¿Y qué dirá Freire, Estelita, cuando sepa que yo he autorizado este matrimonio con mi asistencia?

     -Freire está ahora de capa caída -dijo la señora-. ¿Qué nos importa que diga lo que quiera?

     Esta razón convenció a don Cándido, quien dijo:

     -Iremos, Estelita... Iremos... ¡Lo que son las mujeres!... ¡Vaya! ¡Como ellas son tan variables, hacen variar al hombre a cada rato!

     Admirado se quedó don Marcelino de la buena voluntad con que su compadre y doña Estrella aceptaban el padrinazgo. Hallábase el viejo en casa de su futuro yerno acompañado de éste y del padre Hipocreitía, y no cesaba de admirar el lujo con que don Melitón había arreglado su vivienda.

     -¡Qué talento tienen estos españoles para hacerse ricos! -decíase don Marcelino-. Ayer no más llegó éste, y ya está gastando a troche y moche. Yo le di esta casita toda desmantelada, y ¡vean cómo la tiene! Parece un relicario... ¡Hija mía!, cuando abras los ojos, me agradecerás la buena vida que vas a pasar aquí, y verás la diferencia que hay entre un pelagiano sin religión y un español neto, sin mezcla de indio, ¡timorato a Dios y cristiano a las derechas!

     El padre Hipocreitía, al notar la admiración de don Marcelino, se sonreía y murmuraba:

     -Mucho te queda que ver, ¡viejo inocente!

     Llegada la hora en que Lucinda debía salir del monasterio, se fue allí don Marcelino con don Cándido, que quiso acompañar a su compadre.

     Habíase arreglado la vieja calesa del señor de Rojas para traer a la niña. Un par de mulas, negras como el azabache, arrastraba la máquina, mientras un lacayo con galones se pavoneaba en la zaga con todo el orgullo de un servidor de casa grande.

     La abadesa condujo a Lucinda al locutorio, en donde se encontraba el padre Hipocreitía. La niña estaba pálida como un cadáver; y a la viveza de su mirada había sucedido una expresión de enajenación mental que no llamó la atención de don Marcelino.

     En cuanto la niña vio a su padre, rompió en llanto; pero pronto volvió a su constante indiferencia. Cuando le dijeron que era preciso ponerse en marcha, se levantó del escaño en que su debilidad la había obligado a sentarse y siguió a sus conductores. Al llegar a la calesa, preguntó:

     -¿Y mi mamita?

     -No ha podido venir -contestó don Marcelino.

     -¡Oh! dígame su merced... ¿Ha muerto? -preguntó la niña con voz lúgubre.

     -No, hija mía: ¡no lo permita Dios!... Pronto verás a la Trinidad.

     La pobre niña, sin hacer resistencia ni manifestar deseos de llegar pronto a ver a su madre, se dejó tomar en brazos por don Cándido, quien la puso dentro de la calesa como quien pone un cadáver en su ataúd.

     La calesa rodó pesadamente sobre el desigual pavimento de la calle; y después de un cuarto de hora de marcha, llegó a la casa de don Melitón. Lucinda fue entregada a dos señoras viejas, quienes tenían el encargo de arreglar el traje y tocado de la novia. En cuanto a don Marcelino con su compadre y Don Melitón, se fueron a las piezas principales a recibir a los convidados, que ya habían empezado a llegar. Mientras tanto, una multitud de muchachos atraída por la esperanza de que se botaría plata, gritaba en la puerta de la calle:

     -¡Vivan novios y padrinos!

     Ya era completamente de noche. Las velas de cera, puestas en candelabros de plata, ardían en la cuadra reflejando sus luces en las piedras de los tocados de las señoras cuyos maridos conversaban en voz baja.

     Sobre una mesa colocada en medio de la habitación, estaba un gran Cristo de marfil, a cuyo pie ardía un par de luces. Un gran rosario pendía de la cruz, y cerca de ella se veía un atril soportando un libro abierto. Por último, don Melitón, vestido de punta en blanco, se paseaba por la cuadra entreteniendo a las señoras con las más finas galanterías.

     -Parece un mocito de veinte años -decía una vieja almibarada, meneando la cabeza para lucir los brillantes de sus tembleques.

     -Sólo la novia falta para que todo esté completo -agregaba otra, arreglándose la gran peineta de carey que se elevaba sobre el descomunal moño.

     -Ya es hora de que Lucinda se presente -dijo el padre a don Marcelino.

     Éste salió a buscar a su hija; y bien pronto volvió trayéndola de un brazo, mientras doña Estrella la sostenía del otro. Después de los saludos, abrazos y adelantados parabienes, se arrojó la pobre niña, muerta de fatiga, sobre la silla que se le había preparado.

 

 

 

Capítulo IX

La sorpresa

 

                                                                

   "La honda a la piedra le dijo:

Usted fue quien, lo mató;

y le respondió la piedra:

Usted fue quien me tiró."

 

(Versos populares.)

 

 

     -Comencemos -dijo el padre acercándose a la mesa... ¡En el nombre de Dios!...

     Doña Estrella condujo a Lucinda, y don Cándido a don Melitón, hacia la mesa del Santocristo.

     -Pueden sentarse -dijo el padre-, mientras leo en este libro las sagradas obligaciones del matrimonio.

     -Escuchemos -dijo una vieja a su amiga del lado-. Yo no me acuerdo una palabra de lo que leyó el padre cuando me casé... ¡Estaba tan turbada!

     -Lo mismo está Lucinda.

     -Pero no don Melitón... ¡Míralo cómo se sonríe de gusto!... A estos hombres no se les da nada, niña, mientras que a una...

     Un ruido que se sintió en el patio interrumpió el coloquio de las viejas y las primeras palabras del padre.

     -¿Qué es eso? -preguntó don Marcelino.

     -¡Esquinazo tenemos! -dijo don Cándido, oyendo puntear las cuerdas de una guitarra.

     -Hágalos callar, don Marcelino -dijo el padre con severidad.

     -No, señor -observó doña Estrella-. ¿Y si el esquinazo es de alguna de nuestras amigas?

     -Dice bien Estelita -agregó don Cándido-: no es bueno agraviar a nadie; y ya que quieren ayudarnos a festejar este casorio, ¡dejémolos que canten!

     Entonces se dejaron oír dos guitarras, una harpa y un rabel; y poco después las entonadas voces de tres cantoras. Don Cándido sacó al momento una gran bolsa llena de dinero, y vaciándola en la mano, empezó a escoger la moneda menuda.

     -A mí me toca botar la plata -decía-. ¡Cómo me gustan los esquinazos! ¡A mí me toca! Soy el padrino.

     En aquel momento se abrió la puerta exterior, y cuatro hombres enmascarados se presentaron en ella, armados de pistolas y sables. Un grito de horror salió de todas las bocas. Los concurrentes quisieron salir por otra puerta, pero encontraron en ella otros cuatro asaltantes. Entonces, mujeres y hombres se dirigieron al patio interior pidiendo socorro a grandes voces.

     -¡Por aquí!, vénganse por aquí -decía doña Estrella... ¡Yo conozco la casa!

     Y llevando a la atemorizada concurrencia hacia una pieza interior, entró con todos y torció la llave de la puerta, después de cerciorarse de que don Cándido estaba con ella. En cuanto a los demás, no habían sido tan felices: los asaltantes no habían perdido el tiempo. Lo primero que hicieron fue atrapar a don Marcelino, al fraile y a don Melitón, a quienes, poniéndoles sendas mordazas en la boca, ataron juntos en un solo lío con un cordel que llevaban al efecto.

     Dos caballeros viejos que habían querido hacer resistencia fueron encerrados en una pieza interior. Lucinda, medio desmayada, se dejó llevar como un niño por Tronera y Tristán que la sostenían casi en el aire. Mientras tanto, el esquinazo proseguía como de primeras; y cuando hubieron concluido la tonada, gritaron dos de los asaltantes como si fueran los dueños de casa:

     -¡Otra y otra, hijitas!

     Las cantoras comenzaron de nuevo. Lucinda fue puesta en la carreta, mientras tres o cuatro mujeres platicaban y reían a toda boca en la puerta de calle.

     Eran las cómicas que representaban su papel.

     -Mucho siento que te vayas tan temprano, hijita.

     -Yo también quisiera quedarme; pero tengo al niño enfermo.

     -¡Angelito de Dios!

     -¡Le tengo hecha una manda a la Virgen del Carmen!

     -¡Adiós, pues!

     -Adiós... Ten mucho cuidado con el niño: mira que estos granitos que andan... Si yo fuera que tú le daría el QUIMAGOGO: es santo remedio.

     -Así lo haré -contestó la otra subiendo a la carreta con su compañera y Lucinda.

     Los hombres también subieron, diciendo:

     -¡Tira, carretero! ¡Pica ligerito a los bueyes!

     La carreta crujió haciendo rechinar sus altas ruedas, y toda la mole se puso en movimiento, tirada por la poderosa yunta. El carretero silbaba una tonada sentado en el pértigo. Enseguida la cómica que había quedado en la puerta, dijo a las cantoras:

     -Ya es tiempo de que callen y de que se vayan.

     Y habiéndoles pagado su trabajo, se dirigió a la esquina de la calle, y allí se juntó con sus otras compañeras, las cuales se habían bajado de la carreta sin que lo notase el conductor. Enseguida se dirigieron prontamente hacia su alojamiento, acariciando el dinero que Tristán y Tronera les habían dado, dinero que, es preciso decirlo, había salido de la caja de don Cándido, sin que éste tuviera la menor noticia.

     No bien quedó solo el patio, cuando los muchachos de la calle entraron gritando:

     -¡Vivan novios y padrinos!

     -¡Viva!

     Y se pusieron a buscar el dinero que ellos habían oído caer; pero no encontraron más que pedazos de vidrios y hojas de lata. Entonces, oyendo gritos en el interior de la casa, salieron a dar parte a una patrulla que en aquel momento pasaba por la calle. La patrulla entró, y guiada por los gritos, se fue al cuarto en que estaba doña Estrella con las señoras y varios de los convidados.

     -¡Abran la puerta! -gritó el jefe de la patrulla.

     Bien conoció doña Estrella que se llamaba en nombre de la ley; pero queriendo dar tiempo a los raptores, dijo a los demás:

     -¡Son ladrones! ¡No abran!

     -¡No por Dios!, ¡no abran! -exclamaron algunas viejas.

     -Atrincherémonos -dijo don Cándido. Yo sigo el consejo de Estelita. ¡Estos pícaros nos descuartizan si nos pillan!

     -¡Y si nos pillan a nosotras, harán otra cosa peor! -exclamaba la relamida vieja de los tembleques.

     -¡Pues, a la obra! -dijeron los hombres, arrimando a la puerta todos los muebles que había en la pieza.

     Mientras tanto, el oficial seguía golpeando; y viendo que nadie contestaba, mandó echar la puerta abajo. Ésta se hizo astillas a los golpes de las carabinas, viniendo al suelo el encastillado de mesas, taburetes y bancos que se había hecho por dentro.

     -¿Por qué no abrían? -preguntó el oficial.

     -Porque creíamos que eran los ladrones.

     -¿Qué ladrones? ¿Qué significa esto?

     Entonces doña Estrella contó minuciosamente el hecho, parándose en cada circunstancia con el fin de ganar tiempo.

     -Vamos a la cuadra, señor oficial -dijo don Cándido-. Allí está el verdadero campo de batalla, en donde nos hemos batido con esos infames. ¡Ah! ¡señor! ¡Yo creo que no encontraremos más que cadáveres! ¡Pobre compadre de mi alma! ¡Pobre don Melitón! y sobre todo, ¡pobre padre Hipocreitía!, ¡sobre el cual deben haber descargado esos herejes todo el peso de su furor!

     Llegados al salón quedaron pasmados, pues encontraron todo en su lugar y no se echaba de menos ningún objeto.

     -Aquí no han estado ladrones -dijo el oficial-. ¿Quién es el dueño de casa?

     -¿Dónde está don Melitón? ¡Compadre, compadre! -gritó don Cándido, llamando-. ¡Nadie responde!

     En esto el oficial acertó a ver, en un rincón de la pieza, una especie de envoltorio arrojado en el suelo. Parecía un cuerpo monstruoso con las convulsiones de la muerte.

     -¿Qué es esto? -dijo.

     Acercose una luz y todos retrocedieron horrorizados.

     -¡Su reverencia!, ¡mi compadre!, ¡don Melitón! -exclamó don Cándido.

     -Parecen un mazo de tabaco -dijo uno de los soldados.

     En efecto, aquellos tres hombres atados como estaban, no habían podido hacer otra cosa que girar por el suelo en torno de sí mismo. El semblante de aquellos infelices era terrible; los ojos fuera de sus órbitas amenazaban furiosos a los ojos de enfrente. Sangre y espuma les salía por las bocas amordazadas, y se conocía los esfuerzos que habían hecho por deshacerse de sus ligaduras.

     Desatáronlos; pero apenas se vieron libres, cuando se lanzaron como perros rabiosos los unos sobre los otros, diciendo:

     -Usted tiene la culpa de lo que ha sucedido.

     -No; ¡que es usted!

     -¡Son ustedes dos! ¡Pícaros!

     Tales eran las palabras que se dirigían al mismo tiempo que trataban de herirse mutuamente. Separáronlos, y cuando se hubo restablecido un tanto la calma, salió la patrulla en persecución de los malhechores.

     -¿Y Lucinda? -gritaba fuera de sí, don Marcelino.

     Pero Lucinda no se encontró en ninguna parte.

 

 

 

Capítulo X

Tronera

 

                                                           

   "La canción que éste entonaba era a propósito para el caso, y terminaba con el verso: 'TIRA, TIRA, CARRETERO'."

 

(A BLEST GANA, Martín Rivas.)

 

     Pronto se convenció el jefe de la patrulla de que era preciso seguir la carreta, de cuya dirección fue informado por los muchachos y demás gente que había en la calle. Habíanle dicho al carretero que se dirigiera hacia una chacra situada en los suburbios del costado occidental de la ciudad. Luego que la carreta se hubo retirado unas dos cuadras de la casa de don Melitón, torció hacia el sur y después hacia el poniente, por la calle de la Catedral. Lucinda había vuelto en sí, y no viendo a Anselmo ni oyendo su voz, tuvo miedo y quiso pedir socorro. Pero Tronera se lo impidió, poniéndole un pañuelo en la boca, mientras le explicaba en voz baja todo el hecho. Enseguida se puso a cantar:

                              

   Bien dicen que el mundo no es

          

 

más que una mala comedia,

 

 

en la que cada uno sabe

 

 

el papel que representa,

 

 

hacerlo del mejor modo;

 

 

pero con la diferencia

 

 

que si allá el cómico trata

 

 

de engañar la concurrencia,

 

 

aquí, en engañar, tan sólo,

 

 

un cómico al otro, piensa.

 

     Enseguida entonó, variando la voz e imitando el sonsonete del más cumplido borracho:

     -Tira, carretero,

                       

que pa Renca vamos;

           

 

y en habiendo niñas,

 

 

¡allá nos quedamos!

 

 

¡Tira, carretero...!

 

     A lo cual los demás respondieron en coro:

     -¡Tira, tira, carretero!

     Tristán, afectando mal humor exclamó:

     -Calla tu boca, Tarabilla; déjame dormir.

     -Yo también voy que me caigo de sueño -exclamó otro con voz ronca.

     -¡Aquí no hemos venido a dormir sino a divertirnos! -replicó Tronera. Conmigo no hay sueño que valga. ¡Vamos niñas! Denle guasca a la guitarra y siga la jarana que para esto hemos nacido. ¿No es así, amigazo? -le preguntó al carretero.

     -Así no más es, pues, señor -respondió el hombre del pértigo, acentuando sus palabras con picanazos dados a los bueyes.

     -¡Me gusta el amigo! -exclamó Tronera, golpeando el hombro del carretero-. Se conoce que usted es hombre que lo entiende. ¡Vaya!... Tómese ese vasito a la salud de la mejor niña que va aquí.

     El carretero bebió el vaso de aguardiente que le pasaban. Enseguida se tomó otro y otros, hasta que empezó a bostezar de una manera nada equívoca. Tronera, que lo observaba por una abertura del toldo, dijo en voz baja a Tristán:

     -Ya el hombre va abriendo mucho la boca, lo cual indica que luego comenzará a cerrar los ojos.

     Y así fue; porque no bien hubo apurado el quinto o sexto vaso, cuando el pobre conductor apenas podía ya sostenerse en su lugar y sólo abría los ojos y alzaba la cabeza esgrimiendo furiosamente su larga picana al oír los recios gritos del incansable Tronera:

     -¡Tira, carreterito!

     -¡Hombre! -dijo Tristán a Tronera-. Ya el carretero va que se cae: es preciso apearnos.

     -¿Y los caballos?

     -Están en la bocacalle que sigue.

     -Salta a tierra y prepárate a recibir a Lucinda -dijo Tronera.

     Hízolo así Tristán: bajáronse los demás, poco a poco, sin que el conductor lo echase de ver, y en cuanto enfrentaron a la calle atravesada en que habían dejado sus caballos, se dirigieron todos por ella. La calle estaba oscura pero pronto dieron con sus caballos. Tronera sentó a Lucinda sobre la delantera de la silla; y seguido de sus compañeros, se dirigió a la Chimba por el puente de cal y canto.

     Mientras tanto, el carretero seguía cantando con aguardentosa voz sus tonadas favoritas, cuando oyó que le gritaban de atrás:

     -¡Para, carretero!

     -¿Quién manda? -preguntó éste.

     -Yo -contestó el jefe de una patrulla, que les venía siguiendo la pista-. ¿Adónde va esta carreta?

     -Llevo a unos caballeros y unas señoritas.

     -¡Hola! -gritó el oficial mirando dentro del toldo-. ¿Quiénes son ustedes?

     Ninguna voz contestó.

     -¿Conque pensabas engañarme a mí? -dijo entonces el oficial dirigiéndose al carretero-. ¡Aquí no viene nadie!

     -¡Nadie! -exclamó el conductor entrando dentro del toldo-. Entonces son ustedes los que venían en la carreta... y... ¡Sí! -prosiguió-, me acuerdo de que venían a caballo... Ustedes son... ¡Se han apeado y por no pagarme lo que me han ofrecido, me vienen ahora con ésas!

     -¡Calla la boca, imbécil!

     -Si no me pagan mis seis pesos los demando.

     -Ya te digo que no me muelas la paciencia. ¿No ves que somos la patrulla de seguridad?

     -¡Ya caigo, señor oficial! -dijo el carretero temblando-. Perdónenme sus mercedes... Yo creía que sus mercedes eran caballeros... Quiero decir, los caballeros que esta tarde me vieron para que los llevara en esta carreta al llanito de Portales... ¿Quién me pagará mis seis pesos?

     -Contéstame, y no mientas -le dijo el oficial-, porque puede costarte caro.

     -Les diré la verdad, señor Usía, como si me fuera a confesar.

     -¿Qué personas eran ésas?

     -Eran unas personas... Sí, señor, unas personas que se han ido, llevándome mis seis pesos.

     -Te pregunto qué clase de hombres eran.

     -Eran a modo de militares -contestó el carretero, dominado siempre por la idea de su pérdida-. ¡Me han llevado mi plata!

     -¿No conoces a ninguno?

     -A ninguno, señor... ¡Ya no me juntaré jamás con mis seis pesos!

     -¿Venían a pie o a caballo cuando te contrataron?

     -A caballo, señor... Se apearon por aquí por estos medios, y montaron en la carreta. Después los llevé a la casa de un rico, en donde había un casamiento, y después me dijeron que tirara para abajo. ¡Buen dar! No haber pedido adelantado mis seis pesos.

     -Y ¿dónde se apearon de la carreta?

     -Si los hubiera visto apearse, no se habrían ido con mi plata -respondió el carretero.

     -De este hombre no sacamos nada -dijo el oficial.

     Enseguida dio orden para que dos hombres llevaran al carretero al cuartel; y a fuerza de preguntar a los vecinos, encontró la pista de los fugitivos.

     Al pasar éstos por el puente de cal y canto, la guardia del vivac gritó:

     -¡Quién vive!

     -La patria -contestó Tronera con entonada voz.

     Y luego preguntó:

     -¿Ha visto usted pasar por aquí una partida de gente de a caballo con mujeres a la grupa?

     -¡No, señor! -contestó el centinela.

     -Pues entonces, vamos adelante -dijo Pepe, dirigiéndose a sus hombres.

     Al bajar la rampa que conduce al barrio de la Recoleta, oyeron el ruido de gente de a caballo.

     -Alguna patrulla nos persigue -dijo Tronera-. ¡Alerta! Tú, Tristán, toma a Lucinda y marcha adelante. ¿No conoces la casa del cónsul?

     -Como a mis manos.

     -Pues adelante. Nosotros te cuidaremos la retaguardia... Para que te den alcance, será preciso que pasen por sobre nosotros. ¿No es verdad, amigos míos?

     -¡Sí! -contestaron a una los demás compañeros.

     El tropel de caballos se acercaba.

     -Son muchos -dijo Tronera-, y no es prudente que les hagamos cara sino en el último caso... Cábula quiere la guerra... Antes de todo, veamos si podemos engañarlos... ¡Salgámosles al encuentro!

     Diciendo esto, corrieron todos en pelotón hacia la patrulla.

     -¡Dense a presos! -gritó Pepe con voz de trueno.

     -¿Quiénes son ustedes? -preguntó el jefe de la patrulla.

     -Somos sus perseguidores -contestó Tronera-. Ustedes traen una niña robada, hija de mi tío, don Marcelino Rojas.

     -Se engaña usted, señor -dijo el jefe de la patrulla-. Nosotros también venimos persiguiéndolos.

     -¿Y no han encontrado noticia?

     -Ninguna.

     -Yo había creído que eran ustedes porque acabo de saber que estaban del otro lado del río... Tal vez se han ido Tajamar arriba... Vaya usted por allá, que nosotros los perseguiremos por este otro lado.

     -¡Está bien, señor!

     -¡Bueno pues! vivo, y sin perder tiempo... ¡Pobre prima de mi alma! Nuestro punto de reunión será en la plaza del Reñidero. El que llegue primero espera... ¿Está usted?

     -Convenido -dijo el otro, haciendo volver grupa a su cuadrilla.

     Tronera se dirigió entonces con los suyos hacia adonde se hallaba Tristán, quien no podía marchar sino muy al paso. Apararon la marcha, y en menos de veinte minutos estuvieron en casa del cónsul francés, Mr. La Forest.

     Ya Andrés había hablado con éste, y tanto él como Mme. La Forest se prestaron gustosos a proteger a Lucinda.

     Puesta la niña en seguridad, dijo Andrés a Tronera:

     -¡Lo estoy viendo, y no lo creo!

     -Otro día lo creerás -dijo éste-. Por ahora es preciso que me des alojamiento en tu casa.

     -Con mucho gusto.

     -¿Tienes caballo aquí?

     -Sí, está listo.

     -¡Pues, entonces, en dispersión! -dijo a su gente-. ¡A la casa del capitán Muñoz!

     Separáronse todos como una bandada de pájaros, introduciéndose por diversas callejuelas. Media hora después estaban en casa de Andrés, riéndose del chasco que habían dado a don Marcelino y comparsa.

 

 

 

Capítulo XI

El último pensamiento de una madre

 

 

   "¡Madre infeliz! esposa sin ventura,

 

¿qué nuevo golpe de dolor ha herido

 

tu corazón, cual hórrido estampido

 

de un rayo que despide nube oscura?

 

¿Por qué lloras sin fin, por qué tu pecho

 

henchido de aflicción, doble palpita

 

y sentido clamor el aire agita

 

como en el mar, el huracán deshecho?

 

¡Ah! ¡la hija de tu amor! ¡Tu compañera!..."

 

     (M. M. DE COLAR.)

 

     Al día siguiente se supo todo lo sucedido en casa de don Melitón. Cada uno apreciaba el hecho según su propio carácter, sus creencias o preocupaciones, y sobre todo, según el conocimiento que del caso mismo tenía. Hay en toda sociedad nueva cierto apresuramiento para juzgar de las cosas, y éste es uno de los principales motivos de nuestros extravíos. Los hechos más sencillos y fáciles de explicar se convierten en intrincados laberintos o en historias fantásticas, a fuerza de comentaciones y suposiciones gratuitas.

     Esto era lo que sucedía respecto de la desgracia de don Marcelino. Cada cual veía en el hecho lo que quería. Para los padres de familia, era aquello un crimen digno del fuego de la inquisición. ¡Atreverse a ultrajar de esa manera la autoridad paterna! Para los ricos, no era menor el desacato. La casa de don Marcelino era una casa rica, poderosa: no podía, pues, ser mayor el atrevimiento de los raptores... Merecían un castigo ejemplar. Los mozos no encontraban tan malo el hecho, y aun había solterones, de buena edad, que lo perdonaban. "¡La niña es muy linda!", exclamaban unos; "¡Cosas de muchachos!", decían otros suspirando. Las niñas cuchicheaban entre sí sin que las oyeran sus madres, y decían:

     -Don Marcelino tiene la culpa.

     -¿Por qué habían de obligar a Lucinda a tomar un marido contra su voluntad?

     -¡Eso es injusto!

     -¡Bien hecho que se haya dejado robar!

     -¡Yo también habría hecho lo mismo! -agregaba, riendo, una de las más vivarachas.

     En cuanto a las beatas, hablaban del caso y lo comentaban en voz baja con su acomodaticia caridad, porque decían: "No es bueno echar a la calle la honra de nadie. ¡Pobre Lucinda! ¡Y parecía una santa!, ¿quién lo habría de creer? Ella se ha dejado robar... ¡Por supuesto!, ¿quién será capaz de eso... si una no quiere? Pero de todos modos, es preciso callar... Sí: no hay que echar a los cuatro vientos lo que pasa... La caridad con el prójimo, niñas... Y sobre todo con las pobres mujeres, que cuando empiezan a manosearle su honor... ¡Dios nos libre!"

     Otras beatas, más beatas todavía, le echaban la culpa al diablo de todo lo sucedido. Satanás era el ladrón... Muchas de ellas habían tenido sueños y apariciones... A otras se les había revelado el hecho cuando estaban en la oración mental... Por último, las señoras que habían asistido a la función se veían a cada rato estrechadas en un círculo de preguntas.

     -¿Cuántos eran?

     -¿Parecían jóvenes decentes?

     -¿Eran buenos mozos?

     -¿Estaría Anselmo entre ellos?

     -¿Se prestó Lucinda a seguirlos con buena voluntad?

     -¡O tal vez se hizo que no quería para hacer la deshecha!

     Algunas de las señoras aseguraban que los jóvenes aquellos parecían ser muy buenos mozos, a pesar de que venían enmascarados. Otras decían que el susto no les había dejado ver nada, y una vieja agregaba:

     -Es cierto, niñas: jamás he tenido un susto igual desde que me pusieron bendiciones. Cuando vi entrar aquellos desalmados, me creí perdida, y sólo me acordé de poner en salvo mi honor. ¿Qué no habrían sido capaces de hacer con nosotras si nos hubiésemos quedado en la cuadra? Me descoyunto toda de sólo pensarlo: así se lo digo siempre a mi marido, que como ustedes saben, ¡es muy rígido en estas materias!

     El padre Hipocreitía no decía una palabra, sino que dejaba hablar y escuchaba. Pero por más que ponía la oreja, no daba con el quid, como decía don Cándido. Sin embargo, el jesuita no era hombre de los que se dan por vencidos. Al fin pareció como que daba en el quid, porque hay quien lo vio mover satisfactoriamente la cabeza de arriba abajo; sacar su caja; tornar una narigada y sonreírse, como acostumbraba sonreírse a veces el reverendo. Era indudable que éste masticaba su idea. El padre era hombre de ideas, y tenía el hábito de llevar siempre una entre manos, o mejor dicho, entre mientes.

     -No se me ocurre -decía- quién podrá ser el autor del rapto; pero es preciso descubrirlo. Anselmo está enfermo y un amigo me lo vigila de cerca. ¿Habrá llegado Andrés de Valparaíso? Es indudable que han sido personas decentes; tal vez oficiales mandados por el general Freire... La muchacha debe estar en alguna casa grande, puesto que aún no han dado con ella nuestros hombres... ¿Cómo descubrir su paradero?... ¡Ah! ¡qué idea! Gacetilla nos puede ayudar... pero es amigo de Andrés y de Anselmo. Nada sacaremos de él... si no se le mete miedo antes.

     El padre se puso a reflexionar. Tomó otra narigada y prosiguió su interrumpido soliloquio:

     -Pero por leal que don Catalino quiera ser con sus amigos, no lo será si lo ponemos en apuro... Es un hecho: lo acusamos de ser el autor del rapto... Como es tan hablador, nada nos costará hacerlo decir palabras que lo comprometan. Se le echa a la cárcel; enseguida se le deja libre, pero con la espada de la justicia suspendida sobre su cabeza. Entonces veré yo si no se empeña en buscar a los verdaderos culpables... Él es un verdadero buzo; no hay rincón que se le escape... Si él no los encuentra, es preciso creer que los raptores están protegidos por los espíritus infernales.

     El arte del reverencio consistía en hacer servir a sus propósitos las pasiones ajenas. Animado de tales ideas, se encaminó a casa don Marcelino.

     Al llegar notó que toda la casa estaba conmovida. La intranquilidad reinaba allí, y hasta don Marcelino parecía haber derramado algunas lágrimas.

     -¿Qué sucede? -preguntó el padre.

     -¡La Trinidad se muere! ¡Lucinda ha desaparecido! -contestó el viejo con agitado ademán.

     -¿Cómo?, ¿qué tiene la señora?

     -Acaba de entrar el Viático... Es asunto concluido... El médico dice que ella muere de sentimiento... Yo no creo esto, pero...

     Ese pero de don Marcelino salía de lo más profundo de su conciencia.

     -Rehágase usted -le dijo el padre-, y prepárese a sufrir los golpes con que Dios prueba a sus criaturas.

     -La pobre mujer ha estado delirando -prosiguió don Marcelino sin atender a lo que decía el padre-. Acabo de estar junto a su cama... Da lástima verla... Llama a su hija, llorando; otras veces se sonríe como si la viera enfrente de ella y trata de abrazarla... Pero bien pronto lanza quejidos dolorosos al encontrarse con el desengaño... ¡Sí, padre mío!, ¡da lástima! ¡Pobre mujer! Le aseguro -prosiguió el viejo, bajando la voz-, le aseguro a su paternidad que yo no quisiera que hubieran sucedido estos hechos.

     -Pero dígame, por Dios ¿quiénes son los autores del rapto? -preguntó el padre- ¿se han capturado?

     -¡Qué más quiere que le diga! -exclamó don Marcelino-. Ella misma me ha llamado a su cabecera... Me besó la mano; se despidió de mí, y...

     -¿Y qué?

     -Y me pidió perdón -dijo don Marcelino, limpiándose el sudor de la frente-. ¡Oh!, ¡era una buena mujer...! Tal vez yo he sido demasiado...

     No alcanzó a concluir don Marcelino, pues fue interrumpido por una voz que se oyó en el interior de las piezas.

     -¡La señora se muere!

     -¡Se muere!, voy allá -dijo el viejo, lanzándose hacia el interior. Siguiole el padre poco a poco hasta el cuarto de la enferma. Estaba ésta tendida de espaldas en su cama, y parecía no tener fuerza ni aun para mover los párpados de los ojos. Sin embargo, su voz era clara y sonora, y al oírla, creíase escuchar a un cadáver en cuya boca tuviera puesto un ventrílocuo la voz humana. En cuanto vio a su marido, se estremeció como por un movimiento galvánico.

     -Venga usted, don Marcelino -dijo-; quiero hacerle el último encargo. ¡Ame a nuestra hija como yo lo he amado a usted! ¡Adiós!, yo me muero... ¡Recen por mí!

     Todos los circunstantes cayeron de rodillas sobre el suelo. Sólo se oyó el murmullo de la oración, que envuelta en sollozos, se elevaba hasta el trono de Dios por el alma de aquella mujer mártir. El sacerdote, a la cabecera de la cama con un crucifijo en las manos, oraba acompañado de los demás; y doña Estrella, teniendo entre sus manos una de las de su amiga, le decía llorando:

     -¡Amiga mía!, ¡te prometo ser la madre de tu hija!

     Doña Trinidad oyó la promesa: apretó la mano de su amiga, y lanzó el último suspiro.

     -¡Está muerta! -dijo el sacerdote que la auxiliaba, tocándole la frente-. ¡Qué Dios premie su alma angelical! ¡Su último pensamiento ha sido la felicidad de su hija!

     -¡Ah! -exclamó don Marcelino, mirando como alelado el cadáver de su esposa-. ¡La felicidad de su hija!, ¡de mi hija!

     Y se puso a llorar como un niño sin atender a las palabras del jesuita que trataba como de consolarlo.

     Pocos instantes después, salía de la casa el santo Viático llevado bajo de palio por el sacerdote. Al ruido de la campanilla, los circunstantes del patio se pusieron de rodillas y luego los de la calle y demás puntos por donde pasaba el acompañamiento. Don Marcelino se fue a un cuarto y no quiso hablar con nadie ni aun con el padre Hipocreitía. Éste se dirigió entonces a doña Estrella y le preguntó:

     -¿Es verdad que se han encontrado a los raptores?

     -Todavía no -contestó la señora-; pero se sabe que Lucinda está en una casa de respeto.

     -¿Dónde?

     -En casa del cónsul francés... Al momento de saberlo vine para avisárselo a su pobre madre, creyendo que esto le daría ánimos; pero según creo, no he hecho más que acelerar su muerte... Lo que más siento -prosiguió doña Estrella- es que Lucinda no haya podido venir a ver a su madre.

     -¡Oh! -exclamó el padre-, es preciso que venga aun cuando no sea sino para que ayude a velarla. ¡Los últimos deberes de la religión son muy sagrados! ¡Oh!, ¡la religión! ¡Sí!, ¡muy sagrados!...

     -Es imposible, la niña está enferma.

     -Pero para huir con sus raptores estuvo sana, ¿eh?

     Doña Estrella no contestó, sino que dio vuelta las espaldas y dejó al padre admirado de tanto atrevimiento en una mujer que se decía cristiana.

 

 

 

Capítulo XII

El padre sigue rastreando

 

                                                                         

   "Aunque está inundado el mundo

 

de primorosos papeles,

 

la virtud está en menguante

 

y la maldad en creciente.

 

La ambición y el egoísmo

 

alzando su odiosa frente

 

anuncian la destrucción:

 

¡Raro monstruo! ¡Buen primor!"

 

     (CAMILO HENRÍQUES.)

 

     Viendo el padre que le era imposible obtener mayores noticias, se encaminó hacia la Curia eclesiástica con el fin de hablar con el señor Obispo y manifestarle la gravedad del caso.

     Era de todo punto necesario volver a meter a la niña en el convento, a fin de evitar un matrimonio casi misto, pues Anselmo era casi hereje, (y esto si no era hereje del todo).

     Estaba a la cabeza de la Iglesia Chilena, el Iltmo. señor don M. Vicuña, Obispo de Ceran, hombre de una alma angelical, de un espíritu sumamente bondadoso y timorato, y de cuya debilidad se prometía el reverendo sacar un gran partido.

     Habiendo encontrado en el camino a uno de los oficiales encargados para hacer diligencias del paradero de la niña, le preguntó si se había dado con los culpables.

     -No, padre mío -contestó el oficial-. La niña está en casa del señor cónsul de Francia, quien se niega a decir el nombre de las personas que allí la han depositado. Además, Lucinda está enferma y nadie puede hablar con ella.

     -¿Se niega? -interrumpió el padre frunciendo las cejas-. El gabacho no conoce la tierra que pisa. Veremos si se niega a contestar una nota de la autoridad.

     -La ha contestado ya, negándose redondamente. Se le ha escrito de parte del juez, pidiéndole el nombre de los hechores; pero ha contestado formalmente: "que no lo sabe; que la niña acompañada de un caballero, a quien él no conoce, ha ido allí a pedir auxilio; que el caballero salió dejando allí a Lucinda, y que ésta se encuentra al presente en territorio francés, de donde no se le hará salir sin su consentimiento".

     -¡Bueno! ¡bueno! -dijo el padre encaminándose a la Curia.

     Allí se encontró con Freire. El general, en cuanto supo el caso, corrió a verse con Mr. La Forest, y enseguida se vino a hablar con el señor Obispo. Éste se encontró, pues, bien pronto, entre la espada y la pared, es decir, entre la negativa del cónsul con las razones de Freire por un lado, y los escrúpulos que los razonamientos del jesuita hicieron germinar en su espíritu, por el otro. Casi no sabía qué hacer.

     En cuanto a Anselmo, había sido impuesto de todo por Tronera, y esto le hizo concebir nuevas esperanzas de felicidad.

     -Ya ves, pues, hombre, que no está todo perdido -le dijo Pepe.

     Esa misma noche sucedió en el comedor del Café de la Nación una escena que debe saber el lector.

     Varios grupos en el patio del Café se entretenían en charlar; otros estaban en el comedor ocupados en tomar chocolate o en jugar a los dados y a la primera. Don Catalino Gacetilla iba y venía y charlaba con todos. Hablábase de política y de riñas de gallos, etc.

     -Dicen que el ejército de Prieto ha pasado la Angostura.

     -¿Y el Gobierno en qué piensa?

     -Pero ¿qué gobierno tenemos ahora que el Presidente y los Ministros se han ido a Valparaíso? Estamos como moros sin Señor.

     -¡Dejad sola la capital! ¿Habrase visto mayor locura?

     -Tanto mejor para los...

     -¿Para quiénes?

     -Para los amigos de la religión... Este gobierno de los pipiolos está dejado de la mano de Dios.

     -Agoniza... Sólo falta echarle la tierra encima.

     -¡Requiescant in pace!

     -¡Amén!

     En ese momento entró al Café don Pablo Motiloni. En cuanto Gacetilla lo vio, corrió hacia él con los brazos abiertos.

     -¿Cómo está, don Pablo? -le preguntó, tendiéndole la mano-. ¿Dónde ha estado todos estos días? Usted se pierde y aparece como los duendes.

     -He andado en el campo -contestó Motiloni.

     -Luego ¿no sabe usted lo que pasa...? Venga acá -prosiguió-, tomemos... ¿qué quiere que pida?

     -Tomaré un poco de ponche -contestó el italiano.

     -Yo también: ¡mozo!... ¡Dos vasos y un frasco de ponche!

     Mientras ambos amigos se instalaban en una mesa, dos individuos entraban al comedor y se sentaban en otra mesa de enfrente, disponiéndose a jugar a los dados.

     -Vaya, amigo mío -dijo Gacetilla llenando los vasos-. Bebamos a la salud de... ¿De qué bando es usted partidario?

     -De ninguno. Yo soy estranjero y no meto en política.

     -¡Pues a la salud del gobierno de los extranjeros! -dijo don Catalino, bebiendo la mitad de un vaso. Enseguida prosiguió.

     -No se puede hablar de política porque están así las cosas que... no sabe uno a qué atenerse... Vea no más... Gobierno en Valparaíso, que parece no tomar parte en nada... Gobierno en Santiago, quiero decir, a lo militar, que ha tomado las riendas, mandado no sé por quién, y luego... Gobierno del Sur... Hablo del ejército de Prieto, que también quiere ser gobierno... ¿Cabe embolismo mayor? Es una madeja sin cuenda. Por eso es que yo no hablo de política ni de nada... Me lo paso los días enteritos con la boca seca, y si alguna vez vengo a echar mis cucharadas aquí, es solo por despuntar el vicio... ¡Están los tiempos revueltos!... ¡Muy revueltos!

     Hablaba Gacetilla con tanto calor que no notó las miradas de inteligencia cambiadas entre el italiano y los dos individuos que acaban de entrar y que parecían muy entretenidos en su partida de dados. Uno de los jugadores iba vestido de paisano; pero el otro dejaba ver a veces por debajo del capote que lo cubría, su casaca de militar.

     -Así es la verdad -prosiguió Gacetilla, repitiendo los tragos-, el mundo está de no conocerlo; no parece sino que se hubiera acabado la patria y todo ¿qué se hizo (pregunto yo) aquella patria vieja de que los chilenos estábamos tan orgullosos? Ahí está esa infinidad de papeles que hablan de virtudes cívicas, pero el patriotismo anda por las nubes. ¡Otro vasito, amigo mío!

     Motiloni bebía callado y dejaba hablar a Gacetilla. Éste continuó como de primera.

     -Afortunadamente ha sucedido anoche una cosa que ha dado que hablar... En fin, así no se pega la lengua al cristiano...

     -¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó Motiloni con distracción.

     -¿No sabe usted nada? ¡Vaya que está en el limbo!... ¡Ah!, ¡ya se ve que viene del campo!... El caso es que se han robado a la hija de don Marcelino de Rojas...

     -¿Sí?

     -Y no pueden encontrar a los ladrones... Es estraño que usted no sepa nada, siendo tan amigo de don Melitón.

     -Hace más de un mes que no sé de don Melitón. Acabo de llegar y no me he visto con él -dijo Motiloni.

     -Pues la cosa fue en la misma noche del matrimonio... Usted sabrá que don Melitón estaba para casarse con Lucinda de Rojas.

     -Algo he oído.

     -Pues, amigo: la boda estaba arreglada, cuando a tiempo de ponerles las bendiciones, entran seis u ocho hombres, arrebatan la niña, encierran a los circunstantes, y... no es nada esto.

     -¿Y todavía más? -dijo riendo Motiloni.

     -¡Vaya, si hubo más! Los pícaros tuvieron tiempo para tomar a don Melitón, a don Marcelino y al padre Hipocreitía, y hacer de los tres un atado que echaron a rodar por el suelo... ¡Ja, ja, ja!, ¡qué figura hacían!

     La risa de don Catalino produjo un efecto estraño en su interlocutor, cuyo semblante se puso pálido por un momento.

     -Pues nada sabía de eso -dijo Motiloni con un ligero temblor en la barba, y estoy por creer que todo es mentira.

     -¡Mentira! ¿Cree usted que yo...?

     -No digo que usted mienta, sino que lo han engañado.

     -A mí no se me engaña: el hecho es cierto, amigo mío.

     -Puede serlo en el fondo, pero las circunstancias...

     -Es cierto el hecho hasta en sus menores detalles.

     -Sin embargo, se me hace duro creer que hayan podido hacer todo eso.

     -¡Cuando yo se lo digo! ¿Por quién me tiene usted a mí? ¡Lo sé de buena tinta!

     -No obstante, yo lo dudo.

     -Yo no permito que se dude de lo que digo -replicó don Catalino, que, como todo hablador, no podía sufrir que nadie pusiera en duda su veracidad.

     -Pero yo me permito dudar tanto más, cuanto que usted sólo habla de oídas.

     -Y si yo le dijera que he visto...

     -¿Ha presenciado usted la escena?

     -No tanto; pero es como si la hubiese presenciado porque he hablado con...

     -¿Con alguno de los raptores?

     -Sí -contestó Gacetilla bajando la voz-, pues quería ser creído a todo trance.

 

 

 

Capítulo XIII

Gacetilla se enreda de la lengua y cae a la cárcel

 

                                                              

"En esta casa, señor,

 

nos castran al revés:

 

los yerros de la cabeza

 

¡nos los ponen en los pies!"

 

     (EL PADRE LÓPEZ.)

 

     En aquel momento sintió que alguien le tocaba el hombro por detrás. Volviose y vio a un oficial. Era éste uno de los dos individuos que estaban jugando a los dados en la mesa de enfrente y que se había acercado poco a poco a los interlocutores.

     -¿Qué quiere usted, señor? -preguntó Gacetilla.

     -Que me siga -contestó el oficial.

     -¿Adónde?

     -Al cuartel; quiero decir, a la cárcel.

     -¿Yo al cuartel? Tal vez no es a mí quien usted busca, señor mío.

     -Es a usted, señor.

     -Permítame que le diga que yo no tengo nada que hacer allí -replicó Gacetilla-. Estoy hablando con este caballero...

     -Puede ser, pero tal vez otro tendrá allí que hacer con usted.

     Gacetilla se había vuelto hacia la mesa, y no viendo a Motiloni en su asiento, exclamó:

     -¡Y me abandona el cobarde al verme en el peligro!...

     -Señor -repitió el oficial-, decídase usted a seguirme pronto porque no puedo perder tiempo.

     -Entonces ¿ésta es una prisión?

     -Cabalmente.

     -¿Y por qué?

     -Porque tengo orden de tomar presos a todos los que entraron en el rapto de la señorita de Rojas. Aquí tiene usted la orden del señor juez del crimen.

     Vio la orden don Catalino y dijo:

     -¡Yo no soy de ésos, señor mío!

     -Pero a mí me parece que si no es de ellos, está por lo menos comprometido en el asunto, según se deja ver por las últimas palabras que dijo usted a ese caballero que acaba de salir de aquí.

     -¡Ah! eso me pasa por hablar demasiado... ¡Si aquí no puede uno mover la lengua! ¡Sin embargo le juro a usted que yo no sé nada!

     -Eso se lo dirá usted al juez. Por ahora debo cumplir con la orden. Vamos pronto.

     Gacetilla vio que no había que replicar, y siguió al oficial hacia la cárcel.

     -¡Caramba! -murmuraba-. Si uno habla de política, malo; si de religión, peor; si de chismes que pasan, repeor... ¿En qué querrán que un hombre honrado se entretenga en unos tiempos tan calamitosos como éstos?

     Aquella noche durmió en la cárcel, o más bien dicho, no durmió, porque pasó toda la noche sentado sobre las tablas desnudas que habían de haberle servido de cama. Como no podía hablar sino con las paredes de su calabozo, tomó el partido de agachar la cabeza y ponerse a reflexionar. ¡Reflexionar don Catalino! ¡Vano empeño!; pero hacía como quien reflexiona, es decir, agachaba la cabeza por algunos momentos. Enseguida empezaba a pasearse, y luego volvía a sentarse. Su mayor martirio era estar sin tener a quién dirigirle la palabra.

     -¡Qué suerte la mía! -exclamaba-. Apenas salgo de un aprieto político y doy con otro aprieto... ¡Ah!, ¡y qué aprieto es este de estar entre cuatro paredes como las sardinas en su caja!... Y luego, luego, este Motiloni ¡qué mal compañero es! Ya se ve: yo también lo abandoné una noche... Sí, es verdad; pero ¿es acaso esto una razón para que él me abandone a mí? ¿Acaso un mal puede autorizar a otro? No, señor: él ha hecho mal... ¡Y yo! ¡yo no hice mal!... Cierto es que, huí, pero ello fue porque soy nervioso... Y arranqué sin pensar en lo que hacía... ¡Cosas de nervios!... Pero él, un hombre tan sanguíneo y tan así, así... ¿No es verdad que si se ha ido es por su poca ley?... No se puede dudar... Además, mi retirada fue de noche, a oscuras; tuve razón... La suya ha sido a la luz, delante de todos ¿ha podido irse dejándome en mano de ese diablo de oficial?... Siempre me ha cargado este Motiloni... No lo puedo pasar... Y luego otra... ¿no parece cosa de milagro? Casi estoy por creer que él me trae los carcelazos... Sí, señor, en el del otro día acababa de retirarse él de mí, cuando se me vino el de la patrulla encima... Y aquellas malditas proclamas ¿no pudo él habérmelas echado en el bolsillo cuando se despidió?... Me acuerdo que estuvo tan cariñoso conmigo... ¡Sí!, ¡cariñoso! ¡No lo conoceré yo al bribón! Me parece que los estoy viendo cuando quería matarme con la pistola... Es un hecho; él me puso las proclamas en el bolsillo... ¡Y ahora! Acababa él de entrar cuando también entraron los oficiales... ¿no podían ser traídos por él? Él es amigo de don Melitón, y ese señor no me quiere bien... ¡Pícaro italiano! Él es quien trajo los oficiales. ¿Por qué se fue sin decirme palabra?... Ello es que él se parece tanto a un traidor como un huevo a otro... ¡Pero yo no escarmiento jamás!... ¡Siempre lo sigo y platico con él como si fuera hombre de provecho!... ¡Él es un hombre inútil!... ¡No sabe jamás una noticia!... ¡Sí, señor!, ¡inútil, inservible en toda la extensión de la palabra!

     Al día siguiente fue conducido Gacetilla al juzgado para que prestase su declaración. Apenas podía andar, pues la gruesa barra de grillos que le habían puesto por instigaciones de Motiloni no le dejaba marchar tan rápidamente como él quisiera, para llegar cuanto antes al juzgado y decirle al juez la injusticia con que se le tenía preso. Pero el embarazo de sus pies no le impedía mover la lengua con la verbosidad de costumbre; y en cuanto vio al oficial que había de conducirlo, empezó a probarle su inocencia. Y como notara que el referido oficial no hacía el menor caso de sus palabras, se dirigió a los soldados que iban custodiándolo, sin cesar de hablarles a pesar de la orden de marchar en silencio que el oficial le había repetido varias veces.

     -¡Qué permanezca callado! -exclamó al oír la orden-. ¡Qué permanezca en silencio!, ¡después de haberme tenido veinticuatro horas mortales entre cuatro paredes sin hablar con cristiano viviente!

     Al fin llegó al juzgado, y no bien hubo visto al juez, cuando sin esperar a que éste lo interrogara le dijo:

     -¡Señor juez! Se me ha tomado preso porque se me ha supuesto comprometido en el rapto de una niña...

     -¡Calle usted! -le interrumpió severamente el juez-, y espere que se le interrogue para contestar.

     -Sí, señor, callaré; pero es bueno que Usía sepa que yo no sé nada de ese rapto, ni he visto nunca a la niña, ni conozco a los raptores, ni...

     -Le repito a usted que calle, porque si no...

     -¡Pero, señor, por Dios! ¿Es caridad mandarme callar la boca, después de hacerme pasar veinticuatro horas mortales con la lengua pegada al paladar? ¡Usía no me conoce! Yo soy muy nervioso, y no puedo sujetar mi lengua cuando me veo bajo el peso de una injusticia... Quiero decir, de un error cometido por la justicia. Entonces es preciso que hable, hable y hable; y si así no lo hiciera, me caería muerto. Verdad es que dije ayer que conocía a los raptores; pero ello fue para dar gasto a esta lengua, causa de mi actual desgracia. Y ¿será justo que se me engrille y se me emparede por una sola palabra que el viento se lleva? ¡Hasta un juez de palo vería que esto es un rigor inmerecido! Y por último: si esto es un pecado, la culpa es de mi mala cabeza y de mi soltura de lengua, mas no de mi mal corazón, porque yo jamás le he hecho mal a nadie, no digo haber ayudado a robarse a una niña principal...

     -Lleven a ese hombre al calabozo -dijo el juez-. Después prestaré su declaración.

     -¡Ah! ¡señor!, ¡señor juez! -exclamó Gacetilla, juntando sus manos en ademán de suplicar-. ¡Tenga compasión de mí! Prefiero dar mi declaración al momento.

     -¡Pero, hombre! Si usted no calla y se dispone a responder ¿cómo quiere que se le interrogue?

     -Señor: yo quisiera callar porque encuentro muy justo lo que Usía dice; pero ya le digo que me hallo bajo el influjo de una escitación nerviosa que me impele a hablar, ¡como el sediento trata de beber cuando se le presenta el agua que desea! Sin embargo, ya he satisfecho algún tanto la sed que me devoraba y estoy dispuesto a contestar lo que se me pregunte.

     Enseguida se procedió al interrogatorio, concluido el mal, fue trasladarlo nuevamente al calabazo después de haber gobernado el juez que se le quitase los grillos.

     Dos horas después vino a visitarlo su amigo Motiloni, a quien salió a recibir con los brazos abiertos:

     -¿Qué se hizo anoche? -le preguntó con tono de reproche.

     -Me separé de usted para volverle la mano -respondió Motiloni... Así aprenderá usted a ser leal.

     -¡Ah! ya me acuerdo; pero...

     -Dejemos esto, y vamos a lo que importa. Acabo de verme con el juez; he abogado por la inocencia de usted...

     -¡Gracias! don Pablo... Siempre he dicho que usted es un buen amigo. Anoche me he acordado mucho de usted... ¿Y qué dice el juez?

     -Lo creo -respondió Motiloni, sonriendo-. El juez dice que no puede ponerlo a usted en libertad sino bajo una fianza segura, y le he ofrecido la mía.

     -¡Gracias!, ¡gracias! ¿Y aceptó el juez?

     -Acepta... Luego se le hará saber a usted la orden de excarcelación.

     Poco rato después, salía de la cárcel don Catalino acompañado de su fiador, don Pablo Motiloni.

     -Esta prisión -decía Gacetilla-, es enteramente injusta, porque hablando en plata, yo no sólo no he acompañado a los raptores, sino que ni aun sé sus nombres.

     -Y ¿cómo me aseguró usted que sabía...?

     -Fue en un rato de calor; pero ahora que me importa descubrirlos, trabajaré con empeño para conseguirlo.

     -Y hará usted bien -contestó don Pablo-, porque ése es el mejor medio de probar su inocencia. Acuérdese usted de que yo soy el fiador, y no me debe dejar mal puesto.

     -Confíe usted en mí: Duplicaré mi lengua, mis ojos y mis orejas -contestó Gacetilla, despidiéndose de su amigo don Pablo.

     Éste se quedó mirándolo; y cuando se hubo perdido de vista detrás de la primera esquina, dijo:

     -¿Piensas duplicar tu lengua? ¡Dios tenga compasión de los infelices que encuentres! Pero estoy seguro de que me servirás, y esto me basta. Ahora dejemos este capítulo y pensemos en otra cosa, que el pandero queda en manos que sabrán tenerlo.

 

 

 

Capítulo XIV

Esfuerzos del gobierno para obtener la paz

 

                                        

   "El ejército insurrecto se apellidaba libertador, en tanto que los fautores de la revolución no tenían otro propósito que reaccionar contra la única Administración liberal que ha tenido la República, destrozando la Constitución democrática de 1828."

 

(J. V. LASTARRIA, Juicio histórico sobre Portales.)

 

 

     El padre Hipocreitía dejó a cargo de Gacetilla el descubrimiento de los raptores porque le faltaba el tiempo para ocuparse de este negocio, pues otros asuntos más importantes ocupaban su atención. Puesto entre su venganza y su ambición, no dudó en olvidar por un momento aquélla, y entregarse con todas sus fuerzas al servicio de ésta. Había entrado de lleno en la política, y ya no le era posible volver atrás. Por último, una vez satisfecho el logro de sus miras ambiciosas, podía contar con elementos suficientes para satisfacer su venganza. El diestro jesuita era lógico en su proceder, y no tiraba la piedra sino al punto que convenía. Sabía emplear sólo la fuerza necesaria, y sabía, aún mucho mejor, esconder la mano cuando la piedra había partido hacia el punto de mira. Dotado de una vista perspicaz, despejaba los hechos de las circunstancias inútiles para no ver en ellos sino lo que podía aprovechar. No perdía ni su tiempo ni sus fuerzas en combinaciones inconducentes; era avaro de sus palabras, y tenía una paciencia a toda prueba. "Quien sabe esperar, sabe obrar", tal era su divisa. No se precipitaba jamás, porque decía: es preciso dar tiempo a la naturaleza, tanto en lo físico como en lo moral, para que los acontecimientos se realicen. Sólo dando huelga a los acontecimientos, se evita las colisiones que hacen fracasar toda combinación, por sabia que sea. El tiempo es una especie de caja en la cual deben caber los sucesos de la vida: esta caja debe tener la capacidad suficiente para que quepan los objetos que se quiere encerrar en ella. Si se estrecha el tiempo, como éste no puede romperse para aumentar de capacidad, tendrán que dislocarse los acontecimientos. De aquí resultan los trastornos, los inconvenientes, y aun la imposibilidad de los hechos mismos que se desea.

     Otras veces solía decir: "¿no veis cómo las gentes del campo engrasan los ejes de sus carros para que las ruedas no rechinen? Así también es preciso engrasar los elementos y resortes de la máquina social para que los sucesos no rechinen mientras están verificándose. De lo contrario, se quebrará el eje en torno del cual giran, y la sabia combinación vendrá al suelo como carreta quebrada."

     He aquí por qué el jesuita miraba la paciencia como un poderoso elemento de acción. Ésta era la grasa de que hablaba.

     Esta vez el reverendo estaba contento y las cosas iban a pedir de boca, y él se frotaba las manos debajo de su manteo. Las últimas noticias del sur eran alarmantes, y él gozaba con la intranquilidad que se había derramado en toda la capital. Cada día llegaban chasques trayendo desconsoladoras noticias. Prieto adelantaba con su ejército, atravesando un campo preparado por las maquinaciones peluconas. En todos los puntos por donde aquél pasaba, encontraba guardias avanzadas del partido reaccionario. Aquí era un cura que predicaba abiertamente a sus feligreses contra ese gobierno estranjero, hereje, pelagiano etc.; allá un padre de espíritu, director de una familia influyente, que se valía del confesonario para preparar los ánimos de sus hijos en el Señor; más allá un fanático que se creía tanto más amigo de la religión cuanto más enemigo de la libertad se mostraba; acullá mujeres devotas (no de Dios y sus santos, sino de los clérigos), que rezaban rosarios y novenas cantadas, por la victoria de la religión y del orden. En balde pugnaban algunos amigos de la democracia por contrarrestar el fanatismo de unos, por aplacar la ambición y el odio de otros, y por deshacer las calumnias que muchos difundían contra la liberal administración. ¿Cómo se les había de creer si los defensores eran tan herejes como los defendidos?... Y el pueblo miraba esta lucha casi sin apercibirse de ello. ¡Fatal ignorancia que lo entregó maniatado al partido monárquico!

     No es posible recordar, sin un profundo agradecimiento, los esfuerzos que los liberales de Santiago hicieron por evitar la fratricida lucha. Ofreciéronse a sacrificarlo todo en aras de la paz; todo, todo: sus afecciones, los puestos públicos que ocupaban, y hasta sus odios personales. Sólo querían conservar las instituciones democráticas. Pero sus enemigos desoyeron todas las propuestas, porque esas instituciones eran precisamente la principal causa de su odio liberticida.

     Un día antes de trasladarse el gobierno a Valparaíso, el Presidente Vicuña había despachado un emisario al general Prieto, prometiéndole por medio de una nota que si abandonaba su actitud hostil, "oiría gustoso las quejas que se le dirigiesen y atendería a toda solicitud que tuviese por base esa Constitución, objeto de la adoración de todos los chilenos, y en cuya gloriosa obra tuvo el mismo general Prieto tanta parte como uno de los representantes en el último Congreso".

     Pero el general revolucionario, incapaz de comprender tanta nobleza de proceder, no solamente desoyó estas conciliadoras palabras, sino que cometió la torpe indignidad de poner preso al comisionado, el valiente coronel Godoy.

     Esta indigna acción no desanimó a los amigos de la paz y de las instituciones democráticas. El intendente de Santiago, don Rafael Bilbao, y el jefe de las fuerzas constitucionales, don Francisco de la Lastra, enviaron a Prieto una segunda comisión compuesta de cinco personas respetables con el fin de proponerle medios de conciliación. Prieto convino en permanecer a cierta distancia de Santiago, mientras se verificaba un arreglo por medio de otras personas que el Gobierno mandaría suficientemente autorizadas para transigir de una manera estable y con arreglo a la Constitución, las diferencias políticas de los pueblos. Pero el general revolucionario principió por faltar a este pacto, trayendo sus tropas a una legua de la capital.

     Prieto estableció su cuartel general en las casas de la chacra de Ochagavía, adonde fueron luego a reunírsele nuestros conocidos Aldeano, Dorriga y otros. El clérigo Franco iba y venía. En cuanto al reverendo padre, nadie supo de él: se decía que andaba en sus misiones. Cualquiera que tuviera que hacer con su reverencia, debía hablar con don Pablo Motiloni, quien tenía poder amplio para representar al jesuita en todos sus asuntos.

     El cinco de diciembre hubo un nuevo convenio entre Prieto y las autoridades constitucionales. Acordaron reunirse al día siguiente para concluir un tratado de paz, y además un armisticio hasta la ratificación de dicho tratado, en caso que tuviese lugar.

     El día seis se reunieron los comisionados por una y otra parte; pero los de Prieto traían instrucciones de no proceder a un tratado definitivo de paz sino en caso de ser ratificado en el término de dos horas, cosa imposible, desde que el gobierno que debía ratificarlo se hallaba en Valparaíso. Se buscaba un pretesto para romper las hostilidades. A pesar de esto, los comisionados convinieron en algunas operaciones de detalle, y en varios cambios que debía hacerse en el personal de los poderes públicos, y en reunirse esa misma noche con el fin de tratar sobre la ratificación. Pero Prieto, en vez de esperar y ver el modo de cortar las diferencias, declaró rotas las hostilidades "por no querer (el general Lastra) consentir en ratificar por sí mismo a las dos horas de firmado, el tratado que se celebrase".

     He aquí cómo obraba un general que decía haber tomado las armas para defender la Constitución. Declaraba rotas las hostilidades porque el general enemigo no violaba esa misma Constitución que él venía a defender. La lucha parecía ya inevitable. El llano intermedio entre los dos campamentos, principió desde entonces a ser el teatro de pequeños encuentros que no podían tener ningún resultadlo serio. Los habitantes inmediatos dejaron sus casas y se refugiaron en el interior de la ciudad, pues los suburbios estaban continuamente amenazados por las partidas de caballería de Prieto que los recorría en todas direcciones, y sobre todo, por la célebre Partida del Alba al mando del tristemente célebre, don Alejo Calvo, que se ocupaba en saquear las chacras y haciendas de los vecinos supuestos o verdaderos partidarios de los liberales. La falta de caballería del ejército constitucional hacía imposible el evitar los daños causados por el más brutal vandalaje.

     Mientras tanto, los ejércitos acantonados el uno enfrente del otro, no venían a las manos. Lastra esperaba que Prieto saliera del atrincheramiento de tapias y fosos de Ochagavía; pero Prieto no salió... La alarma de los habitantes de Santiago crecía por momentos.

     Entonces el Señor Obispo, don Manuel Vicuña, animado de los más evangélicos sentimientos, quiso tocar los últimos medios de conciliación, y escribió a Lastra y a Prieto, diciéndoles: que estaba dispuesto a no omitir sacrificio alguno por buscar la paz, valiéndose de todos los medios que fuesen permitidos.

     He aquí las

COMUNICACIONES ENTRE EL SEÑOR OBISPO VICUÑA Y LOS GENERALES LASTRA Y PRIETO

               

"Señor general don Francisco de la Lastra.

          

 

Santiago, diciembre 10 de 1829.

 

 

     Ya presumo que estará V.S. enterado de la reunión que he tenido hoy, para ver si se adoptaban medidas de conciliación. El señor general don José Manuel Borgoña, uno de los concurrentes, ha quedado encargado de hacerlo presente a V.S., como asimismo cuáles son los sentimientos que me animan. Mi carácter de pastor no pide más que paz y tranquilidad: debo procurarla sin omitir sacrificio y buscarla, por cuantos medios me sean permitidos. No creo que V.S. dista de lo mismo, y por lo tanto, espero que no se negará a una transacción que vuelva la paz a mi afligida grey. Para ello será necesario una entrevista con el señor general don Joaquín Prieto, y al efecto le suplico me indique el lugar y hora a fin anunciarlo oportunamente a V.S. Luego, pues, que tenga el aviso lo daré a V.S., previniéndole desde ahora, se sirva estar pronto por su parte y sacrificarse nuevamente en obsequio de una paz tan deseada. -Dios guarde a V.S. muchos años. Su afectísimo capellán Q. S. M. B. -Manuel, obispo de Ceran."

 

     Lastra contestó:

              

"ILUSTRÍSIMO SEÑOR OBISPO DE CERAN.

           

 

Campamento en la cañada de Santiago; 10 de diciembre de 1829.

 

 

     Estimado Señor de toda mi veneración:

 

 

     Desde el momento que me hice cargo del mando de este ejército, tuve por objeto evitar la efusión de sangre y cortar las desavenencias que desgraciadamente afligen nuestro país, por medio de una amistosa transacción. Desde aquel mismo instante no he cesado de trabajar por procurarla; y ciertamente ya se hubiera conseguido, si por la otra parte no se hubiese encontrado oposición en proposiciones ya transadas de antemano y mutuamente convenidas. En esta virtud acepto gustoso la entrevista que V. S. I. se sirve proponerme, señalándole al efecto la quinta del señor general Blanco, en donde, a las once o doce de este día, podrá terminarse asunto tan importante. Esta ocasión me proporciona la satisfacción de ofrecer a V. S. I. mi mayor respeto y consideración. B. L. M. de V. S. I. su atento servidor.

 

 

FRANCISCO DE LA LASTRA."

 

     La contestación de Prieto forma notable contraste con la anterior. Hela aquí:

              

"Si de buena fe se quiere la paz, yo estoy pronto a ella en estos términos: demuélanse las trincheras de la plaza; salga la división del general Lastra, y todo hombre armado a distancia de cuatro leguas de la capital, a la misma me pondré con este ejército, mediando sólo dos leguas de uno a otro; reúnase el vecindario, y elija éste una autoridad provisional, y un plenipotenciario, quien en unión con los que ya tienen nombrados Concepción, el Maule y Colchagua, y viniendo otro por Aconcagua, eligirán un gobierno general provisorio, con el cual se conformarán seguramente las otras tres provincias, luego que vean que ésta es una transacción en que han entrado cinco provincias hermanas a propuesta de ambos ejércitos y por la mediación de S. I. No hay, pues, otro medio legal y decente para terminar las diferencias, que el dejo propuesto. Elegir en Santiago un plenipotenciario del modo dicho, o concurriendo un elector nombrado por cada cabildo de la provincia, cuyo plenipotenciario en unión con los otros cuatro, nombrarán el ejecutivo nacional provisorio, para que gobierne mientras se elige conforme a la Constitución.

          

 

JOAQUÍN PRIETO."

 

     Esta carta prueba las intenciones del partido cuyo instrumento fue Prieto. La sequedad con que está escrita raya en descortesía, y es notable en el general de un ejército del partido religioso, así como del respetuoso tono de la de Lastra, admira en el jefe de las fuerzas del partido tenido por hereje.

 

 

 

Capítulo XV

Hipocreitía y Franco

 

                                                          

   "Pero los liberales querían evitar a toda costa la efusión de sangre... Imagináronse que todo podía concluirse dejando los puestos que ocupaban para que los revolucionarios los reemplazaran y organizaran el gobierno, respetando y conservando la Constitución."

 

 

     (J. V. LASTARRIA, Juicio histórico sobre don Diego Portales, IV.)

 

     En cuanto el ejército de Prieto acampó en Ochagavía, el reverendo jesuita fue de opinión que algunos hombres de palabra y de pluma del partido se trasladasen al campamento para servir de consejeros al general revolucionario. "Prieto sin dirección es como un cuchillo sin mango", decía el padre. En consecuencia, se decidió que Aldeano, Dorriga y el clérigo Franco marchasen al campamento. Pero Dorriga tuvo que encargarse bien pronto de una comisión en Valparaíso; y en cuanto al presbítero Franco, no le fue posible separarse de los círculos del interior de la capital, que encontraban en él su principal agitador. Convirtiose, pues, en el correveidile del partido, quedando Aldeano encargado de la dirección cotidiana de Prieto.

     El padre Hipocreitía se había perdido de repente. ¿Adónde estaba? Unos decían que se hallaba enfermo y lo encomendaban a Dios; otros aseguraban que andaba predicando en las costas de Colchagua, y admiraban su contracción al cultivo de la viña del Señor, en unos tiempos en que los ánimos estaban tan excitados; y por último, no faltaba quien jurase que se había ido a pasar unos días de retiro a la Recoleta Domínica (según era su costumbre todos los años) huyendo del tumulto de la sociedad.

     -¡Oh! Ustedes no conocen a este siervo de Dios -agregaban los amigos oficiosos del padre-. ¡Aborrece la bulla y huye de mezclarse en los asuntos mundanos!

     -¡Cierto! ¡Es un hombre entregado al cultivo de la viña del Señor!

     -¡Un apóstol!

     -¡Un verdadero apóstol!

     Una tarde de esos días, al oscurecerse, marchaba por la alameda un clérigo, que no era otro que el verdadero apóstol. Parecía recién llegado del campo, pues iba con las sotanas arremangadas y seguido de un mozo que llevaba de las riendas un caballo ensillado. Cubría un gran poncho sus hombros, y un sombrero de pita su cabeza, e iba platicando mano a mano con otro clérigo, el cual contestaba a lo que su compañero le decía sólo con esta palabra:

     -¡Intosidle! ¡Eso es intosidle!

     La pronunciación de esta palabra hacía ver que el interlocutor del jesuita era el clérigo Franco, quien, faltándole el labio superior a consecuencia de una enfermedad que había sufrido, convertía siempre la p en t y la b en d.

     -A mí también me parece imposible -decía el jesuita en voz baja- que pueda haber arreglo después de lo sucedido; pero es preciso no mostrarse terco. Bueno es no hacer ninguna concesión que pueda perjudicarnos; pero ello debe hacerse con ese señor modo que aparenta dar, haciéndose dueño de todo. Si ellos solicitan una entrevista, concedámosela.

     Franco hizo un gesto de mareado disgusto y dijo:

     -Lo que yo encuentro vergonzoso es que seamos nosotros los que, en cierto modo, hemos provocado esta entrevista. Don Francisco Ruiz Tagle es de nuestro partido, y él es quien más ardientemente la desea.

     -El caso es que Ruiz Tagle está medio arrepentido porque como tiene amigos entre ellos...

     -Sí, ya sé que es una especie de anfibio en política -interrumpió Franco.

     -Por lo mismo nos conviene, pues podemos servirnos de él en cualquier revés de fortuna. Además -prosiguió- puede suceder que los liberales cedan.

     -¿No conoce usted lo que son?

     -Antes creería yo que se convirtiese Satanás.

     -Sin embargo, yo sé que están dispuestos a hacer las mayores concesiones. Les he oído hablar de sacrificios personales.

     -Lo dudo.

     -No dude usted: son unos inocentes, unos aquijotados, a quienes se les maneja por medio de esa palabra hueca del patriotismo. Si conseguimos lo que deseamos, sin necesidad de esponer nuestra suerte al azar de las armas, no debemos perder esta oportunidad que Dios nos presenta.

     -Todo esto es perder tiempo -replicó el caprichoso Franco, ¡y mañana le preguntaré yo si se ha conseguido algo!

     -Pero no será porque no hayamos nosotros hecho todo lo posible por nuestra parte.

     -Pero este Ruiz Tagle, este don Francisco ¿quién lo había de creer? Después de los serios compromisos que ha contraído, se nos viene ahora con sus arrepentimientos. ¡Como si no perteneciera a una familia que siempre fue enemiga de todos estos diablos! En tiempo de la guerra de la Independencia eran realistas, y ya sabe usted que de un honrado realista ¡no puede salir un maldito pipiolo!

     -Ya le he dicho que Tagle tiene sus escrúpulos -dijo el padre pasando la caja de rapé a su interlocutor-, y es preciso respetar los escrúpulos de los hombres.

     -No me gustan los hombres escrupulosos, y por esto es que...

     -No levante tanto la voz: mire que las paredes oyen.

     -¡Es que cuando me caliento, hablo tzuerte! -gritó Franco.

     -No hay que calentarse. ¡Pies de plomo, amigo mío! Cierto es -prosiguió el padre en voz baja- que los escrúpulos de Tagle son una verdadera necedad... Ahora está medio arrepentido después de habernos ayudado; pero ¿de qué le servirá su arrepentimiento? Palabra dicha y piedra arrojada no vuelven atrás.

     -¿Y en dónde será la reunión?

     -No lo sé; pero nos lo dirá Aldeano que debe estarme esperando en casa.

     Ambos interlocutores apuraron el paso; y doblando por la calle de Santa Rosa, en breve rato llegaron al cuarto del padre. Don Rodrigo Aldeano esperaba en la puerta.

     -La entrevista tendrá lugar esta noche a las doce -dijo al padre.

     -¿En dónde?

     -En la casa de don Joaquín Echeverría. ¿No sabe su paternidad dónde está?

     -¡Ah! lo conozco: en la calle de las Monjitas.

     -¡Eso es!

     -¿Y tendremos allí a Portales?

     -No. Me ha encargado a mí que lo represente. Tengo sus instrucciones.

     -¿Y por qué se niega Portales a ir? -preguntó Franco-. ¡Yo no sé por qué este don Diego anda siempre reculando la carta!

     -Me parece bien que no vaya -observó el padre.

     -A mí no me gusta esa conducta. ¿Tiene miedo?, que se retire... ¿Le gusta el partido?, marche de frente.

     -Oiga usted, amigo mío...

     -Es mi manera de ver las cosas. ¡De frente!, ¡de frente! Todo el partido mira ya a don Diego como a su jefe.

     -Y lo merece -contestó Aldeano.

     -Por lo mismo debiera aparecer a su cabeza; pero siempre se está a la capa. ¡Y esto que ahora estamos fuertes!

     -En estas tierras -le interrumpió el padre- conviene no echar al trajín a los jefes... Dejémoslo guardadito mientras nos llegue el caso de proclamarlo.

     -Por otra parte -agregó Aldeano-, desde que estamos dispuestos a no ceder en nada ¿para qué sirve allí la presencia de don Diego?

     En aquel momento entró al cuarto una vieja, criada de la casa, que dijo al padre presentándole una carta:

     -Acaba de llegar un mozo de Valparaíso trayendo este papel para su paternidad.

     Tomó el padre la carta; la abrió y la leyó a la ligera.

     -¡Magnífico! -exclamó.

     -¿Qué le escriben? -preguntó Franco.

     -Es Dorriga. Oigan ustedes lo que me dice:

                

"Valparaíso, diciembre 9 de 1829.

           

 

A las 2 de la mañana.

 

 

     Mi reverendo amigo:

 

 

     Despáchole un propio para avisarle que anoche hemos atacado este puerto con don Pablo Silva. No teníamos más que ciento cincuenta hombres, pero hemos hecho fuego sobre la ciudad en donde introdujimos la alarma a poca costa. La oscuridad de la noche nos protegió, y sobre todo el encontrarse la ciudad casi abandonada por el gobierno. Hoy ya somos dueños de los castillos, y creo que el viejo Presidente Vicuña tendrá que emplumar pronto. Me acaban de decir que se piensa embarcar hoy o mañana para dirigirse a Coquimbo. Buen viaje... Desgraciadamente ha fracasado una sublevación que yo había hecho prender en la marina. Con algunos sacrificios, se logró poner de nuestra parte al teniente Ruedas y a un oficial del bergantín 'AQUILES'. Ya el bergantín era nuestro cuando el hereje capitán Bingham, de la marina británica, se prestó a auxiliar al gobierno. No pudiendo contestar a los cañonazos de la 'THETIS' que nos atacaba, hubo que arriar bandera. Es lástima que se haya perdido este golpe, pues de este modo habríamos podido enviar auxilios a nuestros amigos del sur. Pero como quiera que sea, de poco le servirán a Vicuña sus buques, si no es para huir, y en este caso diré: a enemigo que huye, puente de plata. Écheme su paternidad su bendición.

 

 

V. Dorriga."

 

     -Soy de la opinión de don Víctor -dijo Aldeano.

     -Ahora es más difícil el arreglo -observó el padre.

     -¡Intosidle! -agregó Franco.

     Púsose éste enseguida a conversar con don Rodrigo, mientras el jesuita escribía en su cartera de memorias las siguientes notas:

     Encargo al cura T* que prosiga en sus pláticas doctrinales contra los pipiolos, y que lance anatemas especiales contra los que mantengan relaciones con los pelagianos.

     Hacer que el padre N* mantenga abierta la confesión de doña A*, o la absuelva bajo la condición de obligar a su hijo, el oficial, a que abandone las banderas de Lastra.

     Doña Pilar M* está enferma de gravedad: su testamento a favor de la Compañía. Escribir a su padre de espíritu...

     En la estancia del Qnillai se fundó unas capellanías el año 1783 a favor de P*. R*. que murió en 1813... Goza la hacienda don N*. O*... Consultar a un abogado sobre el particular...

     Doña R*. S*. ofrece terrenos para una iglesia, y colegio de la Compañía... Escribir a Roma sobre la dispensa que la señora pretende...

     El sindicato de las Capuchinas, vacante por la separación de don Policarpo... le conviene a don Melitón...

     Ídem, ídem, respecto del puesto de tesorero de la esclavonía del Santísimo...

     Al llegar aquí, preguntó a sus amigos:

     -¿Qué horas son?

     -Las nueve y media -contestó don Rodrigo.

     El padre prosiguió sus apuntaciones, murmurando:

     -Es preciso aprovechar el tiempo: la memoria es frágil.

     Don Catalino dice que el autor del rapto es un oficial llamado Pepe Tronera. Sirve a las órdenes de Viel. Es un mozo de mala conducta. Buscar informes...

     Lucinda sigue enferma... Es preciso que se confiese... Hablar con el médico... El padre O* llegará pasado mañana...

     El médico da esperanzas sobre la salud de don Marcelino. Consultar al facultativo sobre su monomanía... ¿Se convertirá en verdadera locura?... Hacer que firme antes la escritura de donación... Ídem de compra-venta... La otra está firmada...

     Escribir a don Alejo Calvo, pidiéndole que dé un malon al gabacho con su Partida del Alba...

     Enseguida el padre se puso a reflexionar:

     -Creo -dijo- que convendrá hacer insertar en "LA CLAVE" las noticias de Valparaíso.

     -¿Abultándolas un poquito? -preguntó Franco.

     -No está de más. Lo que abunda no daña en estos casos.

     -¿Y lo podremos conseguir? -dijo Aldeano-. ¡Como "LA CLAVE" es de ellos!...

     -No importa -contestó Franco-. Yo me encargo de esto. El regente de la imprenta es mi amigo.

     -Muy bien -dijo el jesuita mostrando con el dedo el recado de escribir-. Voy a dictarle, amigo Franco.

     Éste se sentó a la mesa y escribió lo que le dictó el jesuita.

     Habiendo concluido de escribir, dijo el clérigo:

     -Ya son las once: si han de ir, ¡vayan pronto!

     Los tres amigos salieron con dirección a la Alameda, en donde se separó el presbítero Franco, prosiguiendo los otros dos su camino sin hablar una palabra.

     Las calles estaban solas y silenciosas; las puertas de las casas cerradas, y sus habitantes temiendo un asalto del día a la noche. Dirigiéronse por la calle de San Antonio, pues la del Estado estaba cortada por una de las trincheras que rodeaban la plaza de Armas.

     Al llegar a la plazuela de la Universidad (hoy del Teatro) fueron detenidos por una patrulla de la guardia urbana.

     -¿Quién vive? -preguntó el oficial.

     -Gente de paz -contestó el padre-. Soy un sacerdote.

     -¿Adónde se dirige su paternidad?

     -Voy a casa de este caballero -y mostró a Aldeano- a confesar una enferma. Hay peligro de muerte y no puedo demorarme -agregó el jesuita pasando adelante.

     El oficial no preguntó más y siguió su ronda.

 

Capítulo XVI

A nuevos esfuerzos, nuevas resistencias

 

                                                             

   "Largamente se disputó en aquel conciliábulo sobre esa proposición, que los pelucones no admitían, sin querer comprender la abnegación de sus adversarios. Ellos exigían un sacrificio imposible porque era deshonroso: querían que los liberales disolvieran el Congreso."

 

 

     (J. Y. LASTARRIA, Juicio histórico sobre Portales.)

 

     Llegados nuestros amigos a la calle de las Monjitas, torcieron sobre su derecha, y al entrar en el zaguán de la casa de la cita, se encontraron con un hombre de a caballo, que pareció sorprenderse.

     -Perdónenme sus mercedes: yo no soy de aquí -dijo el hombre titubeando-. ¿Es ésta la casa del señor don Joaquín Echeverría?

     -Sí, amigo -contestó el padre-, ¿qué se le ofrece a usted?

     -Vengo a dejarle una carta al caballero -contestó el hombre, entrando al patio.

     El padre y su compañero lo siguieron.

     -Me parece que conozco esta voz -dijo Aldeano al oído de su amigo.

     -Puede ser -contestó éste.

     Enseguida se dirigieron a un cuarto en donde se veía una luz, y dieron algunos golpes en la puerta. Abriose ésta y entraron a la pieza en la cual se hallaba el dueño de casa con otros caballeros.

     El hombre del caballo había entrado tras de ellos sin la menor ceremonia. Llevaba un gran poncho, botas de lana y bulliciosas espuelas. Cubríale el rostro un pañuelo de algodón atado debajo de la barba, y la cabeza un bonete maulino que no se quitó al entrar sino después de haber cerrado tras de sí la puerta del cuarto.

     -Buenas noches, señores -dijo con voz clara y echándose el pañuelo atrás.

     -¡Señor general! -exclamó Aldeano-, ¡vaya que no lo había conocido!

     -Está usted muy bien disfrazado -agregó el padre, dándole la mano.

     -He creído que debía disfrazarme de este modo -contestó Prieto-, para evitar cualquier encuentro peligroso.

     -¡Por supuesto! Le prudencia antes de todo -dijo el jesuita.

     -¿Todavía no han llevado los otros? -preguntó Prieto. A la verdad que no son muy exactos porque ya han dado las once y media.

     En aquel momento sonaron tres golpecitos en la puerta.

     -¡Ellos son! -dijo Echeverría, quitando la tranca.

     La puerta se abrió dando paso a dos caballeros que fueron saludados cortésmente por los circunstantes. Era el uno don Melchor de Santiago Concha, antiguo patriota, que había formado parte del Congreso Constituyente; y el otro, don Rafael Bilbao, Intendente de Santiago, quien había hecho poderosos esfuerzos para evitar la fratricida lucha. Ambos pertenecían al partido liberal, y venían autorizados por dicho partido para tentar todos los medios de conciliación que estuviesen acordes con la dignidad del país y la conservación de las instituciones democráticas.

     -Creíamos habernos atrasado -dijo don Melchor sentándose-; pero observo que aún no han llegado los señores Ruiz Tagle y Portales.

     -Yo estoy encargado por don Diego para representarlo en esta entrevista -contestó Aldeano.

     -En cuanto a don Francisco -agregó el padre Hipocreitía-, tampoco vendrá porque ha creído innecesaria su presencia aquí. Todos los presentes saben que soy su íntimo amigo; no necesito otro justificativo para probar que vengo autorizado por él mismo para hablar en su nombre. Desde luego, repito lo que el mismo don Francisco dijo ayer al señor don Melchor, a saber: que deseaba ardientemente él que se encontrase un medio como cortar estas dificultades que afligen al país.

     -Para mí ha sido una gran satisfacción dar este paso -contestó Concha-. He hablado con casi todos los de mi partido, y puedo asegurar que todo él desea la paz.

     -Si se desea la paz de buena fe -dijo Prieto a media voz-, nada más fácil...

     -El partido liberal no ha dado derecho a nadie para que se duele de su buena fe -interrumpió Bilbao con un movimiento de espontánea energía.

     Enseguida añadió con tono más suave:

     -Al contrario, la sanidad de conciencia con que obramos nos hace creer, como creemos, en la buena fe y patriotismo de los que siendo nuestros enemigos políticos, no por esto dejan de ser nuestros compatriotas, a quienes deseamos dar el abrazo de hermano antes que la estocada del enemigo.

     -¡Palabras huecas y sin sentido! -murmuró el padre al oído de Aldeano-. Estos liberales son así; sueñan como las campanas, según sean las manos que las tocan.

     -El señor intendente nos hace justicia -contestó don Rodrigo-, y debemos felicitarnos de tener que tratar este delicado asunto con personas dignas de nuestra estimación.

     -Esperamos obrar como tales -dijo Concha-, y estamos dispuestos a sacrificar todos nuestros intereses personales en aras de la felicidad pública. ¡Os hablo con mi corazón en la mano y a nombre de mis amigos! ¿Cuáles son los motivos de la sublevación?

     -La ilegalidad de las elecciones -contestó Aldeano.

     -Eso es contestable. Sin embargo, estamos dispuestos, en beneficio de la paz, a que se repita la elección de Senadores en las dos provincias de Concepción y del Maule. Fernández y Novoa renunciarán, y en su lugar serán elegidos los señores Prieto y Tagle, o los que designéis vosotros. Además, os damos la elección del Presidente del Senado, quien se hará cargo interinamente de la presidencia de la República, para que, bajo vuestro mismo amparo, se haga la elección de Presidente.

     -No es mucho conceder eso -observó uno de los circunstantes, desde que los hombres de vuestro partido quedarán siempre ocupando los mismos puestos, ejerciendo las mismas influencias...

     -Es verdad -agregó el jesuita-. Aun cuando el mismo señor Prieto llegase a ser nuestro Presidente interino, su voluntad tendría que estrellarse ante la oposición sistemática de sus subalternos.

     -¿Qué quiere decir su paternidad?

     -Que los mandatarios de provincia (hoy ministeriales porque sirven a un Ejecutivo de su devoción) pasarán mañana a ser opositores cuando el personal del Ejecutivo cambie.

     -Es evidente -respondieron algunos.

     -Y sin embargo -observó Bilbao-, no es posible que desconozcáis la equidad con que nuestro Gobierno ha repartido los puestos públicos. ¿No veis en ellos todos los colores políticos? Uno de vuestros candidatos, el señor Ruiz Tagle, ¿no era ayer Ministro de Hacienda?

     -¡Sí, ayer! -dijo el jesuita, haciendo un gesto acompañado de una sonrisita falsa-. Y hoy ¿qué es?

     -¿No se le ha lanzado injustamente del ministerio? -preguntó uno.

     -Vamos a la cuestión -dijo Echeverría-, y no agriemos una discusión cuyo objeto debe ser uniformar las opiniones.

     -Si ello es posible -murmuró el fraile. Y luego agregó para sí mismo-: No parece sino que estos hombres creyeran que las palabras sirven para quedar de acuerdo en algo.

     -Tiene razón nuestro amigo don Joaquín -dijo gravemente Concha-, es preciso que pospongamos nuestra personalidad al bien general. De otro modo no llegaremos nunca a convenir en nada que sea útil a la patria. Acordémonos de que somos hijos de una misma tierra y que hemos combatido juntos contra un mismo enemigo. Acordémonos de que esta misma tierra será mañana la patria de nuestros hijos, a los cuales tenernos el deber de legar buenos ejemplos de honradez y cordura. Ahorremos la sangre de nuestros compatriotas; ahoguemos la discordia y no presentemos ante los enemigos de la democracia el triste espectáculo de un país libre que se desgarra las entrañas con sus propias manos: no les demos el placer de ver desacreditada la república por nosotros mismos que nos decimos republicanos.

     -¡Palabras! -murmuró a media voz el padre Hipocreitía, bellas palabras que sirven para ocultar otra cosa diversa de lo que significan. Enseguida agregó en voz alta:

     -Nosotros también podríamos pronunciar un discurso análogo, señor don Melchor; pero en lugar de bellas palabras, quisiéramos ver ejemplos de abnegación. Habláis de hacer sacrificios; pero esas generalidades nada dicen. Ya os hemos indicado que mientras permanezcáis en los puestos públicos...

     -Pues bien -interrumpió Concha con vehemencia-, voy a probaros que cuanto acabo de deciros no son vanas palabras. ¿Decís que la ocupación de los puestos públicos por los liberales será un estorbo para el Ejecutivo? Oíd la última expresión de nuestro pensamiento -prosiguió, poniéndose de pie-: "Os prometemos aquí, a nombre de nuestro partido, que los liberales se separarán de los destinos públicos que creáis conveniente ocupar por hombres de vuestra adhesión; os prometemos que saldrán del país todos aquellos individuos que designéis como contrarios al orden público, a trueque de evitar esta lucha atroz entre hermanos."

     -Yo ratifico todo cuanto ha dicho el señor don Melchor -agregó Bilbao.

     Hubo un momento de silencio, durante el cual nadie se atrevió a pronunciar una palabra. Muchos de los circunstantes parecían haber comprendido la abnegación de los liberales; y ya iban a manifestar sus sentimientos, cuando el padre jesuita se adelantó y dijo:

     -Habláis de desocupar los destinos administrativos; pero ¿tenéis administración? La mayor parte de los jefes de provincia nos pertenecen.

     -Y entonces ¿cómo decíais que nosotros ocupábamos los destinos?

     -Dejadme concluir. Eso no obsta -replicó el padre- para que vuestros jefes administrativos y militares estén minados. Acabo de recibir una carta en la cual me dan noticia de la toma de Valparaíso por Dorriga. También me dice éste que hoy o mañana el gobierno evacuará aquel puerto.

     -¿Será posible? -se dijeron todos.

     -Es un hecho. Aquí está la carta -prosiguió el jesuita, sacándola de entre los pliegues de su sotana-. Ya no tenéis administración ¿qué es lo que ofrecéis, pues? Nada... Vuestro pretendido sacrificio es nulo... Por otra parte -agregó-, no es en el orden administrativo en donde nuestro presidente provisorio encontrará los principales estorbos...

     -¿Y en dónde ha de ser? -preguntó Bilbao.

     -En el legislativo -contestó Aldeano.

     -Entonces ¿qué es lo que pretendéis?

     -Yo no pretendo nada por mi parte; hablo a nombre de mi mandante. Don Diego es de opinión que se disuelva el Congreso.

     -¿El Congreso?

     -Sí, y que enseguida se declare nulos todos sus actos.

     -¿Y nuestras queridas instituciones democráticas?

     -Claro es que esas queridas instituciones tendrán que correr la misma suerte que los demás actos del ilegal Congreso -contestó el jesuita abriendo su caja de tabaco.

     -¡Oh!, ¡eso es demasiado! -dijo Bilbao tomando su sombrero y su bastón-. ¡Nos falta el valor para ser traidores a la República!

     -Es admirable -agregó don Melchor disponiéndose a retirarse- que un partido que se arma para defender nuestra Constitución exija la disolución del Congreso que la ha dictado.

     -Sin embargo -dijo Prieto-, la condición expresada por Aldeano es la única que puede evitar la guerra civil. Yo no puedo aceptar otra porque mis compromisos son muy fuertes.

     -Y yo carezco del poder necesario para desligar al general de esos compromisos -agregó don Rodrigo.

     -¿Es decir -preguntó Bilbao, dirigiéndose a Prieto-, es decir, señor general, que os habéis comprometido a echar por tierra nuestras instituciones republicanas? Pero sabed -prosiguió- que también nosotros nos hemos comprometido a defenderlas, sacrificando nuestro reposo ¡nuestra vida, si necesario fuera!

     -Pues las armas decidirán la cuestión, ya que os empeñáis en que así sea -murmuró Prieto saludando a los circunstantes y saliendo de la pieza.

     -¡Qué sea! -exclamó Bilbao-, ¡y que la sangre que se derrame caiga sobre la cabeza de los culpables!

     -¡Amén! -contestó el fraile, doblando la carta que había sido leída por algunos de los de la concurrencia y guardándola en el bolsillo de su sotana.

     -Por nuestra parte aceptamos la responsabilidad que nos toque -dijo Aldeano.

     Deshízose enseguida el conciliábulo, y cada cual se dirigió a su casa, tratando de evitar el encuentro con las patrullas que custodiaban las calles de la consternada ciudad.

 

 

 

Capítulo XVII

En vísperas de la batalla

 

                                                                  

   "Por qué, pues, siento retemblar el suelo,

 

al eco de la guerra;

 

y en cambio de la oliva y los laureles,

 

de los suaves cantares

 

de ciudadanos fieles;

 

escucho de aguerridos batallones,

 

los belicosos sones;

 

y miro sólo sables, bayonetas."

 

(M. BLANCO CUARTIN.)

 

 

     Las cuatro de la mañana serían, del 10 de diciembre de 1829, cuando se deshizo aquel conciliábulo que no sirvió para otra cosa sino para hacer perder a los liberales toda esperanza de honrosa conciliación. En ese mismo día leíase por las calles de la ciudad, en una hoja suelta firmada por el general Lastra, lo siguiente:

               

"¡Pueblos de Chile! ¡Hombres imparciales que no estáis afectados de intereses particulares! ¡Habitantes inocentes de la campana que vais a ser la víctima de la más injusta guerra! Pronunciad vuestro juicio sobre el cuadro que os presento de mi conducta y la del gobierno supremo. Comparadla y examinadla detenidamente. El general Prieto no quiere la paz, que le ha sido propuesta infinitas veces. Tampoco quiere decidir las cuestiones en una batalla que le ha sido presentada. Preguntadle qué quiere, y a qué viene. Él ha hecho sus proposiciones y le han sido admitidas, buscando luego pretestos para eludir una paz acordada casi, y que según los comisionados estaba en sus intereses. Él pretende que los tratados sean ratificados por mí sólo, por el general de un ejército, y en el término preciso de dos horas para que no pueda dar cuenta al gobierno que reconocemos, y contraviniendo expresamente la constitución en el artículo 83 del capítulo 7.° sobre las atribuciones del poder ejecutivo. Pretende que un general de una República constituida suscriba a la renuncia de su presidente, que sólo puede ser voluntaria, y que sin embargo se le ha prometido a su nombre; que suscriba a la reunión del senado para hacer la elección de un nuevo presidente, facultad que sólo al gobierno le está reservada en casos extraordinarios según esa misma constitución que ha tomado por pretesto. No hay ya medios que proponerle para el restablecimiento de la paz que él mismo ha perturbado. Ya no queda otro recurso que el de la fuerza, y tal vez será preciso emplearla contra los sentimientos de mi corazón. ¡Él responderá a vosotros de los males que origina a la nación! -Cuartel general en la cañada de Santiago, diciembre 8 de 1829." 

FRANCISCO DE LA LASTRA."

          

     La proclama de Lastra decía la verdad. Prieto atrincherado en su cuartel de Ochagavía parecía no estar dispuesto a trabar el combate a que el jefe constitucional lo desafiaba. Los hechos prueban que no eran ni el horror al derramamiento de sangre, ni el amor a la tranquilidad pública, los motivos de aquella inacción del ejército reaccionario. Después de haberse negado obstinadamente a todo medio de conciliación, se empeñaba Prieto en ahondar más y más el abismo que separaba a los dos partidos, haciendo que sus soldados saqueasen algunas casas de sus enemigos políticos, después de haber robado los animales de sus potreros. Mientras los pelucones eran no solamente respetados sino ocupados en los destinos públicos por el gobierno, los pipiolos se veían diariamente espuestos a sufrir los efectos de la rabia reaccionaria que no despreciaba jamás la ocasión de hacer una presa. Los vecinos de los alrededores de Santiago que algo tenían que temer a este respecto se refugiaron dentro de la ciudad; mas no por esto encontraron allí la seguridad que buscaban, pues la ciudad misma fue varias veces invadida por los soldados enemigos, sin otro resultado práctico que aumentar la consternación y el terror de los pacíficos habitantes.

     La ciudad estaba poco menos que indefensa. Custodiaban su interior unas tres compañías de infantería, la mayor parte reclutas al mando de un teniente. Toda la fuerza constitucional se encontraba en el campamento de Lastra, situado en los terrenos que se extendían al poniente de la Alameda. La ciudad no tenía nada que temer por ese viento; pero no sucedía así respecto de los otros costados, pues los revolucionarios, cuyo cuartel de Ochagavía estaba situado unas dos millas hacia el sudoeste, podían, haciendo un rodeo, atacar la ciudad por el sur y por el oriente.

     Las fuerzas de Lastra, compuestas de poco más de mil infantes y de sólo cien hombres de caballería, eran insuficientes para rodear a Santiago de una línea de defensa. Prieto tenía mil doscientos hombres de infantería y seiscientos de caballería, lo que le proporcionaba una verdadera ventaja sobre el ejército constitucional, especialmente para las escaramuzas que tuvieron lugar entre los dos ejércitos, y muy principalmente para alarmar y afligir a los consternados habitantes de la capital espuesta, hora por hora, a aquellos salvajes malones que en nada podían aprovechar al ejército pelucón. La ciudad, pues, vivía temblando como si a sus puertas hubiese las amenazadoras tribus de Arauco para las cuales el arte de la guerra consiste en hacer todo el daño posible, por innecesario que sea; y no parece sino que un ejército que pretendía ser protector de los intereses del pueblo, creyese cumplir con su misión, haciéndole la guerra al pueblo indefenso. Pero era menester que ese ejército obrase siempre en conformidad con sus antecedentes: una traición lo había formado, volviendo contra la patria las armas que ésta había puesto en sus manos para su defensa. Traiciones, mentiras y calumnias lo habían sostenido y hecho llegar hasta las puertas de Santiago: así pues, era lógico que siguiese marchando por el camino de las mentiras y traiciones; que se titulase defensor del pueblo, cuando venía a hacerle la guerra al pueblo; y que se apellidase libertador, cuando venía a hundir a los pueblos en la esclavitud; que se llamase defensor de la Constitución, cuando venía a echar por tierra esa misma Constitución arrancando de raíz nuestras nacientes instituciones liberales.

     La plaza de Armas era el centro a donde concurrían los habitantes, ya buscando noticias de lo que diariamente pasaba, ya creyendo encontrar allí un asilo contra los insultos salvajes de un enemigo que nada sabía respetar.

     Los dos principales puntos de reunión eran los conocidos Cafés de la Nación y de Hevia. En el primero se reunían comúnmente los pipiolos, mientras que el Café de Hevia, célebre por la abundancia de los comestibles, así como la riqueza de su vajilla de plata, servía de punto de cita a los pelucones. Sin embargo, había en uno y otro café cuartos que podemos llamar neutrales, en atención a que se veían indistintamente llenos de pelucones y pipiolos en torno de las mesas de malilla y de monte, las que no sólo tienen el poder de enemistar a los amigos sino que poseen también la virtud de unir, siquiera por un momento, hasta a los enemigos políticos.

     Una de estas piezas neutrales, en el Café de Hevia, se encontraba, en la noche del 12 de octubre, llena de individuos que jugaban, bebían o charlaban. La voz de don Catalino Gacetilla sobresalía por encima de las demás, así como se veía descollar la talla de don Pablo Motiloni sobre las cabezas de todos.

     En los cuartos vecinos, otros grupos se quejaban en voz baja de la conducta del ejército revolucionario. Como las quejas se remojaban con ponche en leche, los dolientes iban alzando la voz poco a poco, con tanta mayor razón cuanto mayor era la concordancia de opiniones a este respecto.

     Las quejas prosiguieron; y aunque algunos pelucones o apeluconados trataron de acallarlas, nadie pudo hacer callar a don Catalino, el cual hablaba como si recientemente le hubieran dado cuerda.

     -¿No es cierto, pues, amigo Motiloni -decía- que esto ya pasa de raya? Si Prieto ha venido a pelear y quiere guerra, ¿por qué no le presenta el cuerpo a Lastra? ¡Pero no, señor! Ahí está metido en su cueva de Ochagavía como zorro que oye ladrar a los perros y sólo sabe venir de vez en cuando a cazar gallinas aquí a la ciudad. Dígolo porque él parece mirar a nuestra capital como a un gallinero abierto, ¡según es la poca cortesía con que nos trata!

     -Al cabo había de hablar en razón este Gacetilla -dijo uno.

     Motiloni miró de reojo al que había hablado, y parecía querer contestar, cuando viendo que una gran parte de los circunstantes dio muestras de aprobación, tomó el partido de callarse. Gacetilla, alentado por la aprobación general, o tal vez animado por los vapores del ponche, continuó:

     -Porque, una de dos: o quiere la guerra, o desea la paz. Si quiere la guerra ¿por qué no se la hace luego al gobierno para que los hombres honrados y pacíficos sepamos pronto a qué atenernos? ¿Ha venido por acaso el señor General Libertador y Protector de los pueblos a hacerle la guerra al pueblo de Santiago? Muchas gracias, señor general, por esa protección que nos tiene aquí como en capilla y con el credo en la boca. ¡Ah! si yo me metiera en estos asuntos, quiero decir, si yo fuera el general...

     -El orador se paró de repente al oír un ruido de caballos en la plaza.

     -¿Qué haría usted si fuera el general? -le preguntó Motiloni, sonriendo.

     -¡Oiga usted, don Pablo! -exclamó Gacetilla asustado- ¿Quién sabe si son de la caballería de Prieto?

     -Así parece -respondió otro, poniendo el oído.

     El ruido creció de repente, y luego se dejaron sentir algunos tiros que metieron la alarma en el café. Unos salieron a la calle y otros quisieron atrancar las puertas, mas no pudieron conseguirlo porque en aquel mismo instante entró al patio una partida de más de diez hombres.

     Al oír esto, Gacetilla exclamó:

     -¡Invasión tenemos! ¡No hay que tener miedo! Vámonos al último patio. Yo sé el camino, ¡síganme! ¡No hay que turbarse! -gritaba- ¡Al último patio!

     -¡Pero, hombre! -volvió a preguntarle don Pablo, sujetándolo de un brazo-, ¿qué haría usted si fuera el general?

     -Después se lo diré, mi don Pablo. Por ahora, ¡importa correr pronto! ¿Qué es lo que sucede, amigo? -preguntó al primero que encontró en el corredor.

     -Que Baquedano acaba de invadir la plaza con más de cien jinetes y se está tiroteando con el teniente Banderas -respondió el otro.

     Don Catalino no oyó el resto porque echó a correr hacia el interior de la casa. Pero viendo que el comedor (por el cual tenía que pasar para llegar a los otros patios) estaba lleno de los asaltantes, volvió atrás seguido de los que lo acompañaban, en lo cual hicieron muy bien, pues la catadura de los que habían asaltado el comedor no era para inspirar confianza. Mientras unos recogían los objetos del servicio que había sobre la mesa, otros forzaban la cerradura de un gran escaparate que había en el testero de la pieza.

     -¡Manuel Barragán! -gritaba Miguel Turra, forcejando con la gruesa puerta de roble y con el cerrojo del escaparate- ¡Tráeme tu catana que la mía se ha quebrado en esta chapa de todos los diablos! ¡Déjate de arrollar manteles, hombre de Dios! Ésos no son más que trapos. Aquí están las cucharas y platos de plata, ¡que es lo que importa! ¡Pégale, Chato, por ese lado!

     -¡Ya está!

     -¡Ya se abrió!

     -¡Esto sí que vale la pena de trabajar para agarrarlo! -exclamó Turra, mirando con satisfacción la brillante vajilla.

     Y mientras cada cual agarraba lo que mejor le parecía, el bandido decía riendo:

     -¡Eso es, hijos míos! Hagamos la obra de caridad de quitar de aquí esta maldita plata, que según dice el cura de la Estampa, es la causa de las riñas y de las disputas.

     -Busquemos bien -decía Barragán-. ¡Que no quede nada!

     -¡Sí!, ¡sí! -agregaba otro-. ¡Hagamos la obra de caridad por completo!

     En tanto que los bandidos se burlaban de las mismas personas a quienes estaban despojando, el hotelero había salido a pedir auxilio. Algunos parroquianos habían abandonado el café; otros se habían ocultado en los cuartos, y más de uno de los criados ayudaban a los salteadores en su caritativa tarea.

 

 

 

Capítulo XVIII

Don Catalino visita, sin quererlo, el campamento enemigo

 

                                                             

   "En América no han faltado caudillos que, levantando la voz hayan dicho ¡queremos el bien de los pueblos! Con este pretesto han reunido prosélitos; y por más que no se les haya admitido su bien, ellos han dicho ¡aquí lo tenéis! y para darlo les ha sido necesario regar con sangre infructuosa el suelo de los países que elegían por campo de sus especulaciones ambiciosas."

 

 

     (J. VILLARINO, Revoluciones en América. Pág. 1281.)

 

     Don Catalino y sus medrosos compañeros habían corrido hacia la plaza, y huyendo de un peligro dieron con otro no menor, pues la plaza era el teatro de una verdadera refriega entre la caballería del coronel Baquedano y la infantería inesperta del teniente Banderas que custodiaba la ciudad.

     No viendo Gacetilla abierta otra puerta que la del Café de la Nación, corrió allí con dos o tres de los fugitivos.

     -¡Amigos míos! -exclamó al entrar-. ¿Hasta cuándo se abusará de la paciencia de esta canonizable ciudad? ¡Ya no es vida la que este Prieto nos hace pasar!

     -¿De dónde vienes? -le preguntó un amigo.

     -Del Café de Hevia en donde he dejado una partida de pelucones araucanos que han ido allí a dar un malon por encargo, sin duda, de su digno jefe el Libertador, el Protector de los pueblos de Chile, el Defensor de nuestra Constitución...

     -¡Calla la boca, por Dios! -le dijo uno de los más prudentes-. ¿No ves que pueden oírte?

     -¡Qué me calle la boca! -interrumpió el sempiterno hablador-, ¡cuando vengo respirando venganza! ¡Si tú hubieras pasado por lo que yo acabo de pasar!

     -¡Ah!, entonces ¿tuviste que sufrir algo de parte de los asaltantes?

     -¡He sufrido el mayor de los miedos! ¡Y luego quieres que calle!... ¡Ah, esos vándalos me la pagarán!

     -Entonces, baja un poco la voz.

     -¡No!, ¡no! Digo y diré en alta voz que el general Prieto tiene una manera rara de proteger a los pueblos enviándonos sus soldados al mando de un caball...

     -¿Quién dice que mi coronel es un caballo? -interrumpió un soldado entrando-. ¡Ah!, ¿es usted? -prosiguió, echándose sobre don Catalino, quien más muerto que vivo, decía:

     -¡Yo, señor mío! ¡Yo he dicho tal cosa!

     -¡Sí, usted! -contestó el soldado, arrastrando hacia afuera a Gacetilla.

     -A este Catalino lo ha de perder su lengua -decían los que quedaron en la pieza.

     Don Catalino al verse arrastrado sin consideración alguna, protestaba, diciendo:

     -Oiga usted, señor soldado, señor sargento, señor... ¿cuál es su graduación? ¡Oiga usted, por el amor de Dios! Usted se ha equivocado porque no me dejó concluir. Yo iba a decir que el señor Baquedano era un caballero.

     -¡Ésa no cuela! -dijo el soldado.

     -Es como se lo digo -repuso Gacetilla-. Yo iba a decir que era un caballero; pero cortándome la palabra en la mitad, le ha parecido a usted que yo... ¡Señor don Pablo! -gritó divisando a Motiloni, que a cuarenta, pasos de distancia conversaba en la plaza con un hombre de a caballo-, ¡amigo don Pablo! ¡Venga usted a socorrerme!

     Pero Motiloni no contestó, e internándose en los grupos que pululaban por la plaza, se perdió de vista.

     El combate había cesado y los asaltantes se habían retirado llevándose consigo algunas armas. El mismo Bandera, hombre de una talla extraordinaria y de fuerzas hercúleas, habiendo querido echarse sobre Baquedano para luchar cuerpo a cuerpo con el jefe enemigo, logró desarmar a dos de los soldados que rodeaban al coronel, arrojando caballo abajo a uno de los oficiales. Pero rendido al fin de fatiga y acosado por el número, tuvo que entregarse prisionero, y, en calidad de tal, fue conducido al campamento enemigo.

     Como dejamos dicho, la vanguardia de los vencedores había partido con dirección a la Cañada, llevándose el botín de la victoria. Luego siguió el grueso del cuerpo, en grupos más o menos desordenados, llenando de terror a los vecinos con sus gritos descompasados y los groseros insultos que lanzaban al pasar por enfrente de las casas tenidas por pipiolas.

     Sólo quedaba en la ciudad la parte más indisciplinada de la retaguardia, compuesta de soldados de línea desbandados, de guasos acompañantes y de bandidos de la Partida del Alba. Uno de dichos soldados era el que había tomado preso a Gacetilla, y ya iba a soltarlo, no se sabe si por haber quedado satisfecho con las explicaciones de don Catalino, o porque deseaba reunirse cuanto antes con sus compañeros, cuando se le acercó el hombre que poco rato antes había hablado con Motiloni, y le dijo:

     -No suelte a ese caballero, amigo, ¡porque es una buena presa!

     -¿Y quién es usted? -preguntó el soldado, tomando la rienda de su caballo que otro soldado le tenía.

     -Soy Manuel Barragán -respondió el interpelado-, y yo le aseguro como que me he de morir, que este caballero Gacetilla es una buena alhaja.

     -¿Me conoce usted, señor mío? -preguntó don Catalino.

     -Sí, señor -respondió Barragán-, y sé además que usted es uno de los que más hablan contra nuestro ejército.

     -¿Yo hablar contra el gran ejército restaurador de nuestras libertades?...

     -Sí, mi señor, y contra nuestro general.

     -¡Ah!, señor de Barraganes, o como es su gracia, usted se equivoca al creer que yo puedo motejar en una tilde al defensor de nuestra Constitución. Yo siempre he dicho y sostendré que ni el mismo Bolívar merece tan bien el nombre de gran Libertador como el benemérito en grado eminente, general de división, don Joaquín Prieto.

     -Y no sólo habla mal de nuestro general -agregó el soldado que aún tenía de la mano a don Catalino-, sino que acaba de decir que nuestro coronel Baquedano es un caballo.

     -¡Ah!, ¿conque eso ha dicho? -preguntó Barragán.

     -Entonces no hay que soltarlo -dijeron cuatro o seis compañeros de éste.

     -¡Ah! -exclamó Gacetilla-, ¡cuánto no es lo que las gentes se equivocan en tiempo de revueltas! ¡Yo no he dicho tal cosa!

     -¡Sí, lo ha dicho! -replicó Barragán-, y estoy pronto a jurar que lo he oído.

     -Yo también lo he oído con estas orejas que se ha de comer la tierra -agregó otro que venía llegando.

     -¡Y nosotros juramos lo mesmo! -exclamaron ocho o diez más.

     -Pues entonces, ¡al caballo con él! -ordenó Barragán-. Allá contestará al señor general.

     -¡Por los clavos de Cristo! -interrumpió Gacetilla, viendo que los bandidos se disponían a ponerlo a la grupa de un soldado-. ¡No me pierdan! Miren que soy un honrado padre de familia, cargado de hijos, con la pobre mujer enferma, y además mi suegra...

     Por este estilo prosiguió don Catalino enumerando los motivos para que se le diera libertad, mientras los bandidos lo montaban en ancas, atándole los pies por debajo de la barriga del caballo para que no tratase de escaparse.

     -¡Ah! -murmuraba entre dientes el desolado prisionero-, ¡bien me decía el Ñato que mi lengua me había de perder! Si de esta escapo (que lo dudo) prometo mandarme hacer una buena mordaza y llevarla siempre en los bolsillos para cuando me venga la tentación de hablar a destiempo. Pero, señores -prosiguió en voz alta-, ¿cómo pueden ustedes figurarse que yo haya dicho que el coronel Baquedano es un caballo, cuando todo el mundo habla del esclarecido talento de este dignísimo jefe?... ¡Ah!, no me aprieten tanto, por Dios, miren que soy un honrado padre de familia, un ciudadano pacífico que vive sin meterse en nada; un hombre, en fin, incapaz de desplegar sus labios...

     El resto de la palabrería de don Catalino se perdió en el ruido que los caballos hicieron al partir a todo galope hacia el campamento.

     Cuando éstos llegaron al cuartel general de Prieto, ya Baquedano había hecho desensillar a su tropa y puesto en su cuarto con centinela de vista al teniente Banderas. El coronel era de cortos alcances, y no pudo contener su cólera cuando supo que Gacetilla había dicho a gritos, en el Café de la Nación, que él era un caballo. Al momento mandó poner al pobre prisionero en cepo de campaña, ordenando que se le aplicase a la boca una mordaza para que no hablase. Así pasó el resto de la noche el desdichado parlanchín; por manera que cuando vino el día, se hallaba casi exánime de fatiga y de ganas de charlar. Quitáronle la mordaza y las ligaduras; y aunque apenas podía tenerse en pie, no por esto dejaba de hablar y jurar que su intención no había sido otra que decir caballero, y que su aparente culpabilidad nacía de haberle cortado la palabra en la boca. Pero viendo que más de diez hombres juraban por su parte haberle oído decir caballo, pensó defenderse de otro modo.

     -¿Conque usted ha tenido la desvergüenza de decir que yo soy un caballo? -le preguntó Baquedano con airado ceño.

     -No, señor -replicó Gacetilla con aplomo-. ¡Lo que he dicho es que usted es un buen caballo!

     -¿Está usted loco? ¿Quiere que lo mande fusilar?

     -¿Mandarme fusilar porque lo alabo a usted, señor Baquedano?

     -¡Bonita la alabanza!

     -¡Cuando debiera usted estimar el coraje que he necesitado para ensalzarlo a usted delante de sus propios enemigos!

     -Buen modo de ensalzar tiene usted; mas le advierto que yo no entiendo de burlas.

     -Ni yo me atrevería a burlarme de un jefe tan digno como el señor coronel que me hace el honor de escucharme. Pero le ruego que no me juzgue usted sin oírme. He dicho eso, pero es en sentido figurado. Usted no ignora lo que es un tropo.

     -Tropa, querrá usted decir -interrumpió el coronel-. Hable usted claro si quiere que le entienda. ¿Pues no he de saber lo que es una tropa?

     -Demasiado bien sabe usted eso, señor coronel; pero yo no le hablo de tropas, sino de tropos.

     -Y no me dirá usted, con mil diablos, ¿qué cosa es un tropo? -preguntó Baquedano mirando de hito en hito a Gacetilla.

     -Es una figura de retórica, señor, que yo he empleado para...

     -No le entiendo palabra -interrumpió el coronel ya amostazado-. Venga usted a explicarse ante nuestro general, que desea interrogarlo. Veremos si él entiende sus tropos y figuras.

     -¡Pues no me ha de entender! -exclamó Gacetilla-, ¡cuando el señor general es de reconocida capacidad! Sí, señor -prosiguió-, ¡como que él ha sido capaz de comprender lo que muchos que se tienen por sabios no entienden, a saber: las violaciones de nuestra Constitución cometidas por los pipiolos, y la necesidad que el país tenía de que se nos libertara de los liberales!

     En esto llegaron a la pieza, en donde el general Prieto estaba hablando con don Manuel Jifreno y don Rodrigo Aldeano.

     -¡Oh! señor Aldeano, ¡señor Jifreno! -dijo Gacetilla en cuanto los vio-. Ruego a ustedes que intercedan ante el ilustrísimo general del ejército libertador de los pueblos, en favor de un honrado ciudadano que jamás le ha hecho mal a nadie...

     -Y sin embargo -le interrumpió Prieto-, usted se ha atrevido a expresarse de una manera indecorosa en contra mía y de los jefes que me acompañan.

     -Lo han engañado a Usía -respondió don Catalino-, y pongo por testigo al cielo de que jamás he dicho una palabra en contra del leal, del noble, del desinteresado general que, poniendo su invicta espada al servicio de la más justa de las causas, viene a vengar nuestra naciente Constitución. En ese sentido hablaba en el Café de la Nación cuando...

     -Déjese de esas engañifas y farsas -interrumpió Baquedano-. Lo cierto es que usted ha dicho que yo soy...

     -¿Un buen caballo? Así lo dije; pero fue en sentido figurado. Si esto merece castigo, también deberá castigárseme porque dije a gritos que el ilustre jefe del ejército del sur era la mejor espada de Chile. ¿Quiere por acaso decir esto que el invicto general que tiene la complacencia de escuchar mi defensa, sea un cuchillo de Chile, un pedazo de fierro, o cosa parecida? No, señor; ser una buena espada, un buen florete, es manejar diestro y valientemente estas armas. Así pues, al referirme al señor Baquedano, uno de los más apuestos jefes (sin agraviar a lo presente) de nuestras milicias ecuestres, he podido decir con justicia que es un excelente caballo, en sentido figurado, se entiende.

     Aldeano y Jifreno no pudieron contener la risa, y aún el mismo Prieto los acompañó en su hilaridad. Amostazado Baquedano, se acercó a don Rodrigo y le preguntó en voz baja, pero ruda:

     -¿Qué significa esa risa, señor Aldeano?

     -Que este hombre tiene razón -respondió don Rodrigo, tratando de cohonestar su proceder-. Si nos hemos reído -prosiguió- es por las circunstancias que él ha agregado.

     -Por manera que esos tropos que él dice...

     -Esos tropos, amigo mío, son figuras de retórica, es decir, maneras de hablar elegantemente, por las cuales no se debe entender las palabras como suenan.

     -¡Ya, ya!

     -¿No ha solido usted exclamar al hacer una chambonada en la malilla: ¡Soy un bruto! ¡Qué bestia soy!...?

     -¡Muchas veces!

     -Pues ahí tiene usted un tropo, puesto que nadie debe entender esas expresiones al pie de la letra; así como también, cuando de un hombre valiente dicen que es un tigre, un león; o de un cobarde, que es una gallina, etc.

     -¡Acabáramos! -exclamó Baquedano-. Ahora sí que entiendo eso de los tropos; y muchas veces los he echado de a pares sin pensarlo yo mismo, como por ejemplo, anoche cuando vi pelear tan bien al teniente Banderas, eché un reniego y dije: ¡Me gusta este hombre! ¡Es como perro de bravo!

     Mientras Aldeano daba lecciones de retórica al coronel, Prieto y Jifreno seguían interrogando a Gacetilla; y así por las contestaciones de éste como por el conocimiento que Jifreno tenía de su carácter, se encontró prudente y además muy político, el hacer sufrir al parlanchín un castigo correccional. Pero la fatal orden no alcanzó a darse, pues en aquel momento entró un oficial que, saludando militarmente a Prieto, le dijo:

     -Señor general: uno de nuestros espías acaba de llegar de la ciudad trayendo esta carta.

     Tomó Prieto la carta y leyó el sobre: "Al señor general Prieto, para entregar al señor Aldeano."

     -Veamos qué dice la epístola -dijo éste recibiendo el papel de piano de Prieto.

     Rompió el sobre y leyó lo siguiente:

               

     Estimado señor y amigo: 

     A estas horas debe encontrarse en ese campamento don Catalino Gacetilla, preso anoche en esta ciudad por un error de concepto. Don Catalino es amigo mío, y puedo asegurar a usted que en él tendremos siempre un ardiente partidario. Yo garantizo su conducta con mi propia persona; y en esta virtud, si de algo valen mis servicios a la justa causa, le ruego que interponga su influjo para con el señor general a fin de que ponga prontamente en libertad a este amigo. Lo saluda afectuosamente.

     S. S. Q. B. S. M.

MOTILONI.

          

     En otro pedazo de papel aparte, había una posdata que decía:

               

     El parlanchín nos conviene aquí: necesitamos de hombres que hablen a nuestro favor; trátenlo bien y muéstrele usted la carta para que vea que me debe a mí su libertad, a fin de que se preste a mis indicaciones.

          

     Leída esta posdata, Aldeano le mostró a Prieto todo lo escrito.

     -Está bien -dijo el general a media voz-, haga usted lo que le parezca de ese hombre.

     Aldeano se acercó entonces a Gacetilla y le dijo al oído:

     -¡Sígame usted!

     -Me van a mandar fusilar sin duda alguna -pensó en su interior don Catalino mientras salía detrás de don Rodrigo-. Por lo menos, son azotes o una carrera de baqueta. ¡Ah! yo me contentaría con veinticinco, con cincuenta... ¡Vaya, me contentaría con tres veces veinticinco azotes! ¡Pero carrera de baqueta!...

     Llegados al corredor, le dijo Aldeano:

     -Amigo mío: ¡se ha escapado usted de una y buena!

     -¡Me he escapado, señor Aldeano! -exclamó Gacetilla-. ¿Es decir que estoy libre?

     -Sí, lo está, merced a esta carta que acabo de recibir. Léala usted.

     -¡Ah, es de mi amigo Motiloni! -dijo don Catalino al ver la firma.

     -¡Mi digno amigo! Tiene muchísima razón: ¡siempre he sido partidario de la santa causa que ustedes defienden!

     -Está bien -le dijo don Rodrigo-. Usted puede quedarse aquí o volverse a Santiago.

     -Prefiero lo segundo, señor, porque deseo testificar mi reconocimiento a mi amigo don Pablo, y luego publicar a gritos la generosidad e hidalguía de nuestro general Prieto.

     Un cuarto de hora después, nuestro incorregible hablador atravesaba el campamento, custodiado por cuatro soldados, los cuales haciendo un gran rodeo por el lado del oriente, lo llevaron hasta cerca del convento de San Francisco, desde donde se dirigió solo hacia la plaza, montado en el buen caballo que le habían proporcionado.

     -¡Catalino! -exclamaron sus amigos al verlo entrar al Café de la Nación-. ¡Te creíamos muerto!

     -¡Ah, mis amigos! -respondió Gacetilla-. ¡Yo mismo me palpo y me admiro de encontrarme sano y salvo!

     -Pero ¿cómo has podido escapar?

     -Y no solo he escapado sino que he salido ganando este magnífico caballo con su silla de granadero. Todo ello me cuesta algunas horas de cepo de campaña, fuera del miedo y del galope que me hicieron dar de aquí al campamento. ¡Qué galope aquél, amigos míos! ¡Iba ya como ánima que se lleva el diablo! ¡Y hubo momentos en que deseaba que se abriera la tierra y nos tragase a todos juntos! ¡Y luego la noche que pasé! ¡Ah, me río de los calabozos de la Inquisición!

     -Pero cuéntanos cómo...

     -¡Oh! ¡Es muy largo de contar, hombre! Por ahora no tengo tiempo sino para cumplir con los compromisos que he contraído.

     -¿Qué compromiso es ése?

     -El de alabar la hidalguía, grandeza, honradez y talentos del general Prieto. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¡Qué de cosas no le pasan a uno en las guerras!

 

 

 

Capítulo XIX

La batalla

 

                                                            

   "Después de inútiles negociaciones de paz, durante las cuales las divisiones de Lastra y Prieto no dejaron de prepararse para el combate, ambas fuerzas vinieron a las manos, en el campo de Ochagavía donde la victoria se inclinó al ejército de los liberales."

 

 

     (R. SOTOMAYOR V, El Ministro Portales.)

 

  

 

   "En efecto, la victoria fue de la justicia."

 

     (F. BILBAO, Sociabilidad chilena III.)

     Los dos ejércitos vinieron por fin a las manos el día 14 de diciembre por la mañana, y el llano en donde se verificó esta acción (memorable bajo más de un concepto) es el mismo en donde hoy se halla el Campo de Marte. Las fuerzas liberales estaban acampadas al oeste de la línea que hoy recorre la calle del Dieciocho; y pocas cuadras hacia el sur se divisaba el campamento enemigo, cuya ventajosísima posición no quería abandonar.

     El general Prieto había desarrollado su ejército formando un arco abierto, cuya cuerda estaba en dirección de oriente a poniente, poco más o menos. La artillería ocupaba el punto medio de este arco, a cargo del sargento mayor don Justo Arteaga; la infantería, el estremo poniente, y la caballería al mando del coronel Bulnes formaba sus escuadrones en el estremo oriente. Esta posición, si bien no muy estratégica para el ataque, estaba admirablemente elegida para la defensa, porque la infantería con su flanco izquierdo apoyado en las casas de la chacra de Ochagavía que le servían de defensa por el poniente, tenía su flanco derecho protegido por la artillería, la cual era a su vez defendida por los escuadrones de Bulnes, que con toda facilidad podían atacar el flanco izquierdo del enemigo con sólo describir un pequeño arco de círculo en el campo parejo y sin estorbos que se extendía hacia el oriente. Por desgracia, el ejército constitucional carecía de esta arma, pues sólo contaba con cien carabineros y cincuenta húzares.

     Para que el lector se haga cargo por completo de la topografía del campo, sólo nos falta decir que de las mencionadas casas de Ochagavía, partía hacia el norte la tapia de un potrero que completaba la defensa del flanco izquierdo de la infantería pelucona. Ésta tenía a su retaguardia una gran viña, y hacia el sudeste una serie de potreros cerrados con tapias de adobón.

     Bien comprendía el general Lastra la dificultad del ataque; pero también veía la necesidad de atacar para dar término al estado de intranquilidad y zozobra que afligía día y noche a toda la población.

     La acción comenzó por una pequeña escaramuza iniciada por el general de los liberales, la cual no podía tener otro objeto que llamar la atención del ejército reaccionario hacia su flanco derecho, a fin de comenzar el verdadero ataque contra la izquierda del enemigo, que, como queda dicho, era el lugar ocupado por la infantería de Prieto. El valiente coronel don Francisco Porras, con sólo setenta carabineros reclutas, se echó sobre la veterana y bien equipada caballería de Bulnes, hasta llegar a incorporarse con ella, y al mismo tiempo empezó a cruzar sus fuegos, la artillería de uno y otro bando. El ataque de Porras no podía llamarse una carga: sólo era un acto de arrojo en el cual los soldados patriotas se vieron envueltos por los escuadrones enemigos. Peleaban uno contra nueve: así es que el éxito no podía ser dudoso. Porras fue rechazado; y perseguido por cuatrocientos cazadores y granaderos, llegó a la alameda cerca del lugar en donde ahora se eleva la estatua de San Martín. Aquel sitio estaba lleno de hoyos, zanjas y matorrales que impedían maniobrar rápidamente a una gran caballería; y tanto por esto como porque una buena parte del enemigo se había vuelto al lugar de la batalla, el jefe patriota hizo volver cara a su diminuta tropa. La lucha se trabó allí de nuevo, cuerpo a cuerpo, maniobrando al mismo tiempo con el sable, el machete y el puñal. La victoria estuvo indecisa un cuarto de hora, pero a ese tiempo se vio aparecer por el poniente una partida como de doscientos hombres que, a todo el correr de sus caballos, venía por el centro de la cañada gritando desaforadamente: ¡Mueran los pipiolos!... ¡Viva la religión!

     Era la Partida del Alba entremezclada de jinetes de poncho y machete. Los liberales, viéndose atacados de frente y por su flanco derecho por fuerzas cuádruples, torcieron riendas sobre su izquierda, y echaron a correr por la Alameda hacia el oriente, perseguidos por la Partida del Alba, que venía de refresca, y por algunos soldados de los escuadrones enemigos, que prefirieron entremezclarse con los bandidos de don Alejo Calvo, antes que volver al campo de batalla con sus demás compañeros. Los perseguidos, entrando por varias bocacalles, atravesaron el centro de la ciudad y se dirigieron al puente de cal y canto, en donde no tuvieron que hacer resistencia sino a muy pocos de sus perseguidores, pues la mayor parte se había desbandado por las calles de la consternada ciudad, con el objeto de asaltar las casas de los pipiolos ricos. Porras entonces no pensó sino en volver con los pocos soldados que le quedaban al campo de batalla, en donde encontró la acción fuertemente empeñada.

     Al mismo tiempo que los carabineros de Porras eran perseguidos, como acabamos de decir, el coronel Bulnes, describiendo un gran arco de círculo, se echó sobre la izquierda de los liberales, mientras el ala derecha y el centro contestaban los fuegos de la infantería y de los cañones enemigos. Bulnes fue rechazado dos veces; pero la ventajosa posición del ejército revolucionario lo hacía, como queda dicho, inatacable por su flanco izquierdo. Viendo Lastra que no podría avanzar sin grandes pérdidas, mientras la infantería de Prieto ocupase el ángulo formado por las líneas de las casas de Ochagavía y la tapia de la viña, antes mencionada, mandó que una compañía de cien hombres del Chacabuco, a las órdenes del arrojado teniente Concha, se fuese por entre las casas y el ejército enemigo hasta tomarle su retaguardia. La comisión era difícil y por demás peligrosa; pero también era digna del valiente joven a quien se la encargaba. Sin disparar un solo tiro, y recibiendo un nutrido fuego de fusilería, condujo Concha a sus soldados arrastrándose por entre los matorrales como una culebra; hasta llegar a una distancia en que podían oír las palabras de los soldados enemigos. Éstos no podían creer en tanta audacia; y alzando sus fusiles, muchos de ellos gritaron:

     -¡Son pasados!

     -¡No tiren!

     -¡Vienen pasados!

     Concha y sus soldados pasaron, pero no a las filas enemigas, sino más allá de las filas; y con toda la ligereza que sus piernas le permitían, corrieron hacia la tapia de la viña y la salvaron bajo el fuego graneado del enemigo, que ya había comprendido el verdadero objeto de aquel atrevidísimo movimiento.

     Entonces fue cuando el batallón Pudeto recibió la orden de avanzar rápidamente. El coronel Tupper iba a su cabeza, y llevaba de ayudante a Anselmo, quien poco antes quería morir peleando, pero ahora deseaba sobrevivir aun a la derrota misma. La infantería pelucona se vio, pues, entre los fuegos del Pudeto y de Concha que la acribillaba por la espalda, lo cual le hizo cambiar de posición hacia el sudeste, inutilizando su propia artillería.

     A ese tiempo, la caballería de Bulnes había sido rechazada por tercera vez; y Lastra pudo marchar a paso de trote con el Concepción y el resto de Chacabuco hasta envolver por completo la infantería enemiga, a la cual le era imposible salvar la tapia de la viña, porque de cada parra salía un tiro. La caballería de los patriotas, que no había podido seguir en su rápida marcha a la infantería, se vio entonces amenazada de muerte por una cuarta carga de los escuadrones de Bulnes; y habría sucumbido irremediablemente, si a ese tiempo no hubiera llegado la mitad del batallón Pudeto a las órdenes del mayor Varela, que atacándola enérgicamente la puso en completo desorden. Porras, que en aquellos momentos entraba en el campo con poco más de la mitad de sus soldados, se unió a los húzares, mandados por el sargento mayor Jofré, y entre ambos dieron a la caballería enemiga (puesta en desorden por Varela) la última carga que la dispersó completamente.

     Mientras tanto, verificábase en medio de la refriega de la infantería un hecho notable que apresuró la victoria de los liberales. El mejor de los batallones de Prieto era el Carampangue. Hubo un momento en que éste se vio entre dos fuegos, con el Chacabuco a vanguardia, y parte del Pudeto a retaguardia. Sólo unos pocos pasos de distancia separaban los tres cuerpos y ningún tiro salía de las filas. Entonces el coronel Godoy, por cuya orden se había ejecutado el movimiento que tenía envuelto al Carampangue, dirigió la palabra a este cuerpo: "Bajad a tierra la boca de vuestros fusiles (les dijo); ¡ved que tenéis enfrente a vuestros compañeros de armas!"

     Los soldados del Carampangue titubean; entonces un sargento de este cuerpo manda hacer fuego sobre el Chacabuco y apunta él mismo con su fusil; pero cae muerto de un pistoletazo. Los soldados bajaron sus fusiles y ambos batallones se confundieron en un fraternal abrazo.

     Diez minutos después, ya no se oía en el campo un solo tiro. La infantería de los pelucones estaba rendida, y su caballería dispersa.

 

 

 

Capítulo XX

La traición

 

 

                                                             

   "Pero la victoria fue entre chilenos; y la nobleza de alma del vencedor se apoyó en la fe del enemigo. El desprendimiento, la confianza, fueron burlados por el misterio, por la mentira, por el engaño, por la traición."

 

 (F. BILBAO, Sociabilidad chilena III.)

 

 

 

  "Los vencedores... en medio de su asombro, no podían creer en semejante infamia."

 

(F. ERRÁZURIZ.)

 

     Prieto, viendo deshecho su ejército, se había dirigido hacia las casas que formaban el centro de su cuartel general. Iba acompañado de algunos oficiales, y allí se encontró con don Rodrigo Aldeano que le servía de consejero. El general era valiente; pero se ha menester más que el valor de un soldado para resistir a la evidencia de una derrota.

     -¡Todo es perdido! -exclamó-. ¡Hasta la caballería se ha dispersado!

     -Aún quedan esperanzas -contestó Aldeano-. Salga usted al encuentro del enemigo, solicite una entrevista, y convide a los oficiales a tener un arreglo en las casas de la chacra...

     -¿Y he de exponerme a ser vejado por...?

     -Ya no se oye un solo tiro: Lastra es un alma sin hiel, y Viel es un don Quijote, que, en hablándole de honor, patria, fraternidad etc., se vuelve loco. Si conseguimos que vengan a las casas, ¡son nuestros!

     No pudieron proseguir esta conversación sostenida a media voz y según lo permitía el trote de los caballos, porque fueron detenidos por una compañía del batallón Concepción, que con el Pudeto se ocupaba en juntar los prisioneros dispersos.

     -General -dice el oficial-, ¡ríndase usted!

     -Lo haré ante Rondizzoni -contestó Prieto, sin entregar su espada.

     Un momento después llegó el jefe del Concepción, quien trató a su ilustre prisionero con todos los miramientos debidos a su clase y a su desgracia.

     -Deseo hablar con Lastra -dijo Prieto a Rondizzoni-; lléveme usted a su presencia.

     Lastra, que con varios oficiales venía ya a su encuentro, se acercó al general enemigo, y le apretó cordialmente la mano. En aquel momento los oficiales prisioneros recibían de los vencedores las más inequívocas manifestaciones de fraternal cortesía.

     -Todo es concluido: ¡ahora somos hermanos! -decía el coronel Viel abrazando con efusión a los oficiales contrarios.

     -General -dijo entonces Prieto dirigiéndose a Lastra-, conozco demasiado su hidalguía para esperar de usted un trato indigno. Creo que usted usará conmigo de la misma generosidad que yo habría usado con usted en iguales circunstancias.

     -No debe usted dudarlo -contestó Lastra-, desde que le he tendido la mano de amigo. Ahora no hay aquí ni vencedores ni vencidos; todos somos chilenos.

     -Por otra parte -prosiguió Prieto-, aunque me queda poca infantería, usted sabe que mi caballería ha quedado intacta. Pronto estará reunida; tengo confianza en Bulnes. Así es que todavía no se ha decidido la victoria. Pero no quiero que se derrame más sangre, y estoy dispuesto a que tengamos un arreglo amigable.

     -Acepto -contestó Lastra.

     -Lo que deseo, principalmente, es salvar el honor de las tropas de mi mando y obtener las garantías necesarias.

     -Tendré un placer en ello, general.

     -Pues, entonces, vamos a tratar el asunto a las casas. El calor que aquí hace es sofocante; allí encontraremos algún refrigerio, del cual han menester nuestros oficiales.

     Aceptó Lastra el convite; y después de encargar a Tupper que quedase custodiando a los prisioneros, se dirigió con Viel, Godoy y otros oficiales, al cuartel de Prieto. Al entrar éste en la casa, un soldado puso en sus manos un papelito escrito con lápiz, que leyó rápidamente. Los oficiales de uno y otro bando entraron a la casa entremezclados como si nada hubiera sucedido entre ellos; pero apenas estuvieron dentro, cuando vieron que las puertas se cerraban y que las piezas eran invadidas por los soldados.

     -¿Qué significa esto? -preguntó Viel.

     -Esto significa -contestó Prieto- que usted, sus compañeros y su general ¡son mis prisioneros! Entreguen al momento sus espadas.

     -¡Esto es una infamia atroz! -exclamó Lastra, tratando de resistir.

     -¡Usted es un traidor! -agregó Viel, dirigiéndose a Prieto-, ¡un miserable a quien le hago el honor de desafiarlo!...

     -¡Coronel! -le interrumpió Bulnes-, cálmese usted.

     -¿Me cree usted bastante vil para mirar a sangre fría tanta infamia?

     -Hágame el favor de darme su espada, señor -dijo Bulnes.

     -¿Para que no la manche en la sangre de ese miserable? -preguntó Viel-. Siendo así, tiene usted razón; esa garganta merece un cordel. Enseguida arrojó a un lado la espada que Bulnes le pedía.

     -Sería locura resistir -observó Lastra con calma-; quien ha sido capaz de engañarnos de este modo está dispuesto a llegar hasta al asesinato.

     -¡Buena manera de estipular convenios tienen los pelucones! -dijo a media voz el coronel Godoy-. Pero aquí debe andar la mano de don Rodrigo. A Prieto no le da el palo para tanto.

     -¿Qué decía usted? -preguntó Baquedano a Godoy.

     -Decía ¡que don Rodrigo Aldeano es un gran político práctico!

     Prieto había salido de la pieza, dejando encargada la custodia de los prisioneros a los coroneles Bulnes y Baquedano.

     -¿Por qué nos deja solos el general? -preguntó Godoy-. ¡Ah! -prosiguió con una carcajada que puso de mal humor a Baquedano-, el general va a pedir órdenes.

     -Órdenes ¿a quién? -preguntó Baquedano.

     -Al maestro de ceremonias. ¡Pero ya vuelve!

     En efecto, Prieto entraba en aquel instante, trayendo un papel en la mano.

     -Amigos míos -dijo a sus prisioneros-, ya veis que la rueda de la fortuna da vuelta rápidamente. Es preciso que os convenzáis de que toda resistencia es inútil para que oigáis lo que os voy a proponer. Ya no soy el vencido de hace poco. Se ha tomado medidas oportunas para rehacer nuestro ejército. Mi infantería se está reuniendo aquí; los soldados llegan en dispersión, pero llegan a su cuartel. Mi caballería está rehecha; y sé que, a la hora presente, han entrado a la ciudad algunas compañías como vencedoras. En vuestras manos está el evitar los males que es fácil preveer...

     -¿Pero no me ha dicho usted, general, que quería celebrar un tratado de paz? -preguntó Lastra.

     -Pero para eso necesitamos de reunirnos aquí en consejo -contestó Prieto-. Aquí traigo una orden que usted debe firmar para que sus oficiales vengan al momento a reunirse con nosotros.

     -¡Ésa es una nueva traición! -exclamó Viel-. General -prosiguió, dirigiéndose a Prieto-, mandadnos fusilar; ¡pero no nos obliguéis a servir de reclamo para hacer caer en un lazo a nuestros compañeros!

     En aquel momento fue contenido por Godoy, quien dijo a Lastra:

     -Firme usted la orden, señor general.

     -Pero...

     Por toda contestación, Godoy tomó solapadamente la mano de Lastra y se la apretó, sacudiéndola ligeramente.

     Este movimiento fue comprendido. Lastra tomó el papel y firmó; pero nunca había hecho una rúbrica más mal formada ni una letra con más temblorosa mano. Sin embargo, el semblante del general no era el de un hombre a quien le tiembla el pulso.

     -¿No será preciso que esta orden vaya autorizada por el secretario? -preguntó Godoy tomando el papel.

     -Lo que abunda no daña -contestó Franco que entraba en aquel momento a la pieza.

     Godoy estampó su firma, y agregó a la rúbrica unos nuevos rasgos que jamás usaba. Al poner la arenilla anduvo tan torpe, que medio borró la entintada rúbrica con la manga de su casaca.

     -Cualquiera diría que tengo miedo al ver temblequear mi mano -murmuró, entregando el papel.

     -¿Y firma usted, coronel? -preguntó Viel.

     -Es el único medio de que podamos arribar a algo -contestó Godoy.

     La orden fue entregada a uno de los oficiales de Cazadores a caballo, de Prieto, el cual la condujo a escape a donde se hallaba Tupper.

 

 

 

Capítulo XXI

Sospechas realizadas

 

                                                           

   "De este modo el ejército vencido, destrozado, imponía una capitulación mediante el abuso que su jefe había cometido de la confianza y generosidad de los vencedores."

 

(J. V. LASTARRIA, Juicio histórico sobre Portales.)

 

     Hallábase el coronel Tupper reunido con sus compañeros, no lejos de las casas de Ochagavía, custodiando los prisioneros que los soldados constitucionales iban trayendo allí, poco a poco, cuando tuvo noticias de que la ciudad había sido invadida por algunas compañías de la dispersa caballería de Prieto. Agregábase que los soldados, secundados por la Partida del Alba, cometían las mayores fechorías en las casas de los indefensos habitantes de Santiago. Con este motivo había comisionado a Anselmo para que, al mando de dos compañías de Granaderos, se trasladase sin pérdida de tiempo a la ciudad, a fin de prestar auxilio a los invadidos.

Media hora después, llegó el comisionado de Prieto, con la orden firmada por Lastra para que Tupper, Rondizzoni y varios oficiales se trasladasen al momento a las casas de Ochagavía. Tupper leyó la orden y notó que las firmas parecían contrahechas. Enseguida llamó a sus compañeros y conferenció con ellos.

     -¿No es estraño -les dijo- que Lastra haya enviado esta orden con un oficial contrario?

     -Debiera haber venido Godoy o Viel -dijo Rondizzoni.

     -Además -agregó Varela-, hemos notado que las puertas de las casas están cerradas ¿qué significa esto?

     -Hay motivos para sospechar una traición -dijo Tupper.

     -Todo se puede esperar de estos infames -agregó Varela.

     -¡Ésta no es la firma de Godoy! -exclamó Rondizzoni, examinando el papel detenidamente.

     -¿Qué os parece que hagamos? -preguntó Tupper-. Yo creo que no debemos obedecer esta orden sospechosa.

     -Yo también. Podemos resistir porque somos dueños del campo -dijo Rondizzoni.

     -Nosotros somos del mismo parecer -contestaron los demás oficiales.

     Entonces Tupper tomó el papel, y dirigiéndose al oficial portador, le dijo enérgicamente:

     -Esta orden es falsa o arrancada por la fuerza. De todos modos, estamos convencidos de que esto no es más que un lazo que se nos tiende. Dígale usted a Prieto que si no pone en libertad a nuestros jefes en el momento, el ejército constitucional sabrá castigar su felonía.

     -Señor -dijo el oficial-, nuestro general no...

     -Voy a preparar el ataque a las casas -le interrumpió Tupper-, ¡y prometo arrasarlas en un cuarto de hora y quemar ustedes como a ratas en su guarida!

     El oficial saludó y partió a escape.

     La contestación de los oficiales del ejército liberal desilusionó a los traidores, acerca de las esperanzas que la credulidad de los liberales les había hecho concebir.

     -¡El diablo protege a los suyos! -exclamó Franco.

     -Dejemos al diablo a un lado -le interrumpió Aldeano-, y vamos a lo que importa. Cuando no es posible obtenerlo todo, debemos contentarnos con algo siquiera.

     Enseguida, llamando aparte a don M. Jifreno, le dio sus instrucciones para que advirtiese a Prieto sobre lo que debía hacer en tales circunstancias. Jifreno se dirigió entonces al cuarto donde se encontraba Prieto con sus prisioneros; y poniendo en sus manos un papel plegado en forma de carta, sobre el cual había escrito estas palabras: "Se niegan a venir" dijo al general:

     -Acaba de llegar el oficial comisionado, diciendo que el señor Tupper estará pronto aquí con sus compañeros. Pero como no llega todavía y las circunstancias piden una pronta determinación, tal vez convendría firmar un armisticio.

     -Soy por el armisticio -contestó Prieto, viendo que las palabras de Jifreno eran una verdadera orden de Aldeano-. ¿Qué dice usted, general? -prosiguió, dirigiéndose a Lastra.

     -Yo nada puedo determinar desde que me encuentro en poder de ustedes -contestó el viejo soldado con marcado disgusto.

     -¿En nuestro poder? -replicó Jifreno-. ¿Y puede usted, señor general, creer que nosotros hayamos querido valernos de esta circunstancia para obligarlos a nada que no sea honroso entre militares? Los hemos llamado para llevar a cabo un convenio amigable. Ustedes están en libertad para aceptar o no.

     Estas palabras hicieron comprender a Prieto toda la verdad de lo sucedido; y en consecuencia, se decidió a tratar con muestras de cordialidad a los mismos que poco rato antes había tratado como a cautivos enemigos. El general era un digno discípulo de Aldeano.

     -Aquí tienen ustedes sus espadas -dijo, devolviéndoselas-. Están ustedes en libertad; pero creo que, como amigos de la tranquilidad pública, aceptarán el armisticio propuesto, durante el cual se firmará un convenio definitivo de paz.

     -No crean ustedes -agregó Jifreno- que nuestras intenciones hayan sido otras que las de arribar a un convenio honroso para ambas partes. Al principio se creyó necesario usar de esta estratagema para sacar más partido; pero hemos pensado que no había necesidad de esto, tratando con militares de honor.

     -Los traidores se han enredado en sus propios lazos -murmuró Godoy al oído de Lastra.

     El armisticio fue firmarlo enseguida. Duraría cuarenta y ocho horas, y dentro de este término debía celebrarse un tratado de paz por medio de plenipotenciarios nombrados por uno y otro bando.

     Ya era tiempo porque aún no se había concluido de firmar el armisticio, cuando llegaron a las casas las noticias de que el ejército liberal se preparaba al ataque. Al momento se puso una bandera blanca sobre los tejados, y los jefes liberales, puestos en libertad, fueron conducidos por los oficiales revolucionarios hasta fuera de las puertas de su cuartel.

     Tal fue el desenlace de una batalla en la cual los liberales tuvieron los honores del triunfo, y los pelucones el provecho de la traición, como se verá más adelante.

 

 

 

Capítulo XXII

¡Viva la religión! ¡Mueran los herejes!

 

                                                               

   "¿Os acordáis de aquellos días en que Santiago tenía cerradas las puertas de sus casas y en que el terror revestía el rostro de sus habitantes?"

 

 (F. BILBAO, Sociabilidad chilena.)

 

 

     La credulidad con que los liberales se dejaron engañar por sus contrarios dio en aquel entonces origen a mil sátiras y recriminaciones que no hacen gran honor al partido reaccionario. Comentose los hechos de diversos modos, y se reía en los círculos pelucones a expensas de los cándidos pipiolos que habían sido víctima de su necia credulidad. He aquí cómo los que se decían amigos del orden y de la religión echaban en cara su lealtad a los nobles amigos de la república. Por muchos años después se ha seguido defendiendo de esta manera el partido dominante, sin echar de ver que nada lo denigra más que esa defensa, porque nadie puede ser víctima de su propia credulidad sin serlo al mismo tiempo de la perfidia de sus contrarios, o bien, de lo que un historiador moderno llama política ardidosa y arbitrista. Dicho historiador rescata estos ejemplos, de gran sabiduría, ante los ojos de la juventud chilena, sin duda para que, aprendiendo por principios los arbitristas ardides y los ardidosos arbitrios, se formen los ciudadanos, patriotas, francos, desinteresados y leales, de que tanto ha menester el país.

     Pero dejando al autor de la Historia ele los cuarenta años la tarea de elevar la perfidia y la traición al rango de patriotismo (que lo demás es querer ponerle puertas al mar) proseguiremos la ingrata relación de aquellos desastres.

     Mientras se decidía, en los campos de Ochagavía, la suerte de la democracia chilena, verificábanse en la ciudad las escenas más escandalosas.

     Recordará el lector que la Partida del Alba, persiguiendo al coronel Porras hasta cerca del puente de cal y canto, se había desbandado en diversas direcciones con los soldados de Bulnes que la siguieron, adueñándose por completo de la capital.

     Nada les fue entonces más fácil y hacedero que atacar y robar las casas de los pipiolos ricos, (y aun las de muchos pelucones de poca importancia) pues la ciudad carecía de una formal custodia. Los pocos vigilantes que recorrían las solitarias calles, huyeron despavoridos o se enrolaron en aquellos salvajes grupos, que, al grito de ¡Viva la religión! ¡Mueran los pipiolos! echaban abajo las puertas y desmantelaban las casas de los indefensos ciudadanos. Elegíase naturalmente aquellas casas cuyos dueños eran tildados de liberales, pipiolos o herejes, que para los pelucones todo esto era igual. Poco a poco fueron llegando del campo de batalla nuevas partidas de la caballería de línea, mandadas por sargentos y aun por soldados que venían a ayudar en aquella obra de atroz vandalismo. Un cortejo formado por la última hoz del populacho, ansioso siempre de disturbios y de trastornos, seguía aquí, allá y más allá, a los soldados de ese ejército que se titulaba libertador y protector de las garantías sociales. Las principales avenidas estaban verdaderamente inundadas, y ese grito de: ¡Abajo los extranjeros! ¡Mueran los herejes!, repetido por mil y mil bocas, llenaba de pavor a los habitantes, detrás de sus puertas atrancadas. Las granizadas de piedras acribillaban los balcones y las ventanas, o bien, zumbando por sobre los techos, iban a caer dentro de los patios. Una ligera indicación bastaba para que una puerta de calle cayese en astillas o fuese arrancada de sus quicios, al son del murmullo o de la algazara y la rechifla de la desenfrenada multitud. Los muebles eran lanzados a la calle, cortadas en retazos las alfombras, y repartidas las piezas de vajilla así como los pedazos de espejos y porcelanas. Rompían, por el gusto de romper, y se hacía el daño sin mirar el provecho propio. Era aquello el ataque del que no tiene contra el que posee, el odio del que sufre contra el que goza; la guerra del salvaje contra la civilización.

     Entre todas las casas de la calle del Puente, con sus puertas cerradas, hacíase notable la habitación de don Pablo Motiloni, cuyas ventanas estaban abiertas. La puerta del zaguán se veía a medio cerrar, y allí se hallaba el italiano hablando con nuestro amigo don Catalino Gacetilla, quien, muerto de miedo, rogaba a don Pablo que atrancase la puerta de calle.

     -He concurrido a su llamamiento -decía Gacetilla- para probarle a usted, mi señor don Pablo, cuánto es el cariño que le profeso. ¡Yo no sé cómo he atravesado esas calles! ¡Gritos aquí, pedradas allá, cuchilladas y puñetazos más allá!... ¡Vaya! Yo no soy cobarde, ¡pero a cualquiera se la doy!... Le aseguro a usted que casi he tenido miedo...

     Y don Catalino daba diente con diente, revelando el pavor que pretendía disimular.

     -Como sé que usted no es hombre que tiene miedo -le dijo don Pablo-, he enviado a buscarlo para pedirle un favor.

     -Hable usted; estoy dispuesto a todo, con tal que no sea salir a la calle... Digo, mientras ruja la tormenta.

     -Pero es el caso que lo necesito a usted en la calle, y al momento.

     -¡Imposible!, amigo mío... Oiga usted esas vociferaciones... ¡Caramba!, ¡mire usted cómo caen las piedras en el patio!... ¿No sería bueno cerrar la puerta? En boca cerrada no entran moscas.

     -Ya le digo que tenemos que salir pronto de aquí... Necesito que usted me ayude a cumplir con una comisión que se me ha encargado.

     -¿Y no podríamos dejar ese negocio para otro día?

     -Ha de ser hoy, ¡hombre de Dios!

     -Pero un día más o menos...

     -Si no se hace hoy, todo es perdido; y como confío en su lealtad...

     -En cuanto a eso, no debe usted dudar.

     -Y en su valor...

     -En cuanto a eso otro... Pero salir ahora... ¡Sería una temeridad, mi señor don Pablo! Yo no soy cobarde, pero...

     -Pues bien, si no me ayuda, puede usted irse a su casa.

     -¡Pues estamos bien! Es decir ¿que si no salgo a cumplir con su comisión, he de salir para irme a mi casa?... El caso es que yo no quisiera salir de ninguna manera... Pero después de todo, ¿qué comisión es ésa? Quiero saberla.

     -Se trata de arrebatar a Lucinda...

     -¿De casa del cónsul?

     -Y llevarla a la de su padre, aprovechando el movimiento de hoy...

     -¿Y quién se ha de atrever...?

     -Soy amigo de don Melitón, y le he prometido sacar de allí a Lucinda -prosiguió el italiano.

     -¿Ir usted, mi señor don Pablo?

     -No. Yo no sirvo para estos negocios.

     -Pero ¿quién será capaz de tanto arrojo?

     -Me he acordado de usted, amigo Gacetilla...

     -No comprendo... No le entiendo a usted.

     -Para que arrebate a la muchacha.

     -¿Está usted fuera de su juicio? ¡Robarla de casa del cónsul, y en este día!... ¡No es nada, señor don Pablo!

     -No habrá peligro alguno; yo le daré gente que le sirva de custodia... Es gente de pelo en pecho.

     -¡Oh! Usted se chancea, don Pablo.

     -No me chanceo. El caso es que usted cumplirá con la comisión, mal que le pese -replicó Motiloni, con una seguridad que dejó confundido a don Catalino-. Pronto llegará la gente, usted irá con ellos; y como Lucinda sabe que usted es amigo de Anselmo, hará menos resistencia y se dejará llevar creyendo que irá a dar a los brazos de su amante; usted le hablará en este sentido.

     -¡Oh! ¡Jamás! -exclamó Gacetilla temblando-. ¿Es conciencia hacer eso con una niña principal?

     -Pero, ¡hombre de lana! ¿Le pido yo acaso que vaya a esponer su vida? No: irá usted bien acompañado... Sólo le pido que hable a Lucinda en sentido conveniente, porque en estos casos las resistencias suelen ser peligrosas... Pero en cuanto a su persona, no habrá peligro alguno... La casa del cónsul está sola, y la gente que va a dar el asalto es de la cáscara amarga...

     -Pero, don Pablo, ¡por Dios! ¡Usted me pide que cometa una iniquidad! ¿No sabe usted que Anselmo es mi amigo?

     -Y sin embargo, usted ha vendido su secreto.

     -Por mi seguridad personal; ¿pero ir yo en persona a arrebatar a su querida de la respetable casa en donde se encuentra? ¡Traicionar tan atrozmente a la amistad! ¡No señor!

     -Mas es para llevar la niña a casa de su padre.

     -¡Atacar al cónsul!, ¡a la Francia!...

     -Si es un pobre gabacho que...

     -Representante del pueblo francés, sobre cuyos tejados ondea el tricolor de... ¡tres colores!

     -¡Eso no es más que tres tiras de trapo atados a un palo, hombre!

     -¿Que yo vaya a atacarlo? ¡Yo había de exponerme a que mañana u otro día viniera el rey de los franceses y me hiciera cargos!... Vaya don Pablo, que si no lo viera tan formal, creería que usted se chanceaba.

     -Pronto verá usted que no me chanceo -contestó Motiloni, atisbando por las aberturas del postigo-. ¡Allí viene -exclamó- la gente que lo ha de acompañar!

     -¿Entonces usted insiste todavía? Pero, ¿qué ruido de caballos...? ¡Dios santo!

 

 

 

Capítulo XXIII

Gacetilla asciende a comandante sin pretenderlo

 

                                                           

   "¿No visteis en esos días de silencio pavoroso a una multitud de hombres que marchaban a escape por las calles; que llevaban la cabeza atada, la bota del campo y el poncho del guaso; que blandían el hacha en una mano, y en la otra el puñal y las riendas; que llevaban el vandalaje en los ojos y la espuma de la rabia en la boca; que arrastraban alfombras, muebles despedazados y vestidos de habitantes; que pasaban en grupos gritando y formando un estrépito de demonios?"

(F. BILBAO, Sociabilidad chilena.)

 

 

     En aquel momento, una partida como de doce hombres llegó a escape a la puerta de don Pablo; y el capitán, que no era otro que Miguel Turra, habiéndose apeado, entró al zaguán de la casa, dijo a Motiloni:

     -Ya estamos, señor.

     -¿Cuántos son?

     -Aquí venimos unos doce; pero del otro lado del puente me esperan más de treinta.

     -¡Bueno es eso!

     -Y como mi compadre Juan Diablo está advertido, debe venir con su partida del cerro Blanco.

     -Está bien; lo que abunda no daña.

     -Además hemos prevenido a muchos amigos de la Recoleta para que cada cual traiga su gente y nos ayude a despachar al hereje.

     -Pero debe usted acordarse de que su principal objeto es traer a la niña.

     -Sí, sí... Yo dejaré mis hombres encargados a Manuel Barragán... Agarro la chiquilla, la pongo por delante, y patitas para qué te quiero. No necesito más que de cuatro o seis hombres que me espaldeen... A los que encuentre por delante no les tengo miedo. Ayer afilé mi catana, y acabo de hacer la prueba. Está de atentar pechona.

     -Vea usted si habría peligro yendo con tales hombres -dijo don Pablo a Gacetilla, quien, parado en un rincón del zaguán, casi no creía lo que estaba oyendo.

     -¿Conque todavía persiste usted, don Pablo, en que yo vaya? -preguntó el sempiterno parlanchín.

     -Su presencia es de absoluta necesidad para que convenza a la niña y la decida a no hacer una resistencia que la perjudicaría a ella misma.

     -¿También es de la partida este caballero? -preguntó Miguel sonriendo.

     -Sí -contestó Motiloni.

     -¡Jamás! Prefiero que me ahorquen -exclamó Gacetilla.

     -¿Hay algún buen caballo desocupado? -preguntó el italiano.

     -Nuestros caballos son a cual mejor -contestó Turra saliendo a la calle y llamando a uno de sus soldados, a quien le ordenó desmontarse.

     Hízolo así el soldado, y Turra dijo:

     -Ya está el caballo prontito. No hay más que montar y apretar las piernas, porque es lo que hay que ver de bueno. Sí, señor; de lo que poco se enfrena.

     -¡Pues, a caballo! -dijo Motiloni, tomando del brazo a Gacetilla.

     -¡Jamás, jamás! -exclamó éste resistiéndose.

     Entonces Motiloni habló algunas palabras al oído de Turra, y éste hizo apearse a cuatro soldados, los cuales tomando a don Catalino en el aire, lo subieron más muerto que vivo sobre un fogoso caballo. Quiso Gacetilla arrojarse al suelo; pero dos soldados lo sostuvieron de las piernas y le obligaron a tomar la rienda en sus temblorosas manos. Enseguida, acercándose Turra al soldado por fuerza, le dijo:

     -Si no se porta como hombre de ley, ¡lo traspaso de una cuchillada!

     Estas palabras dichas a media voz y con un tono brutal hicieron tiritar a don Catalino, quien ya no pensó en arrojarse a tierra, sino en tratar de sostenerse sobre el caballo, que ansioso por correr, tascaba el freno y saltaba lleno de fuego.

     -Pero ya que he de ir a esta expedición -dijo Gacetilla con voz lastimera-, querría otro caballo menos vivo.

     -¡Es el mejor de todos, señor comandante! -le gritó uno de los soldados con socarronería.

     Esta palabra comandante excitó la hilaridad de todos, que exclamaron:

     -¡Viva nuestro nuevo comandante!

     -Pero ¿dónde se ha visto un jefe vestido de paisano? -preguntó uno de los soldados.

     -¡Cierto! -dijeron otros-. ¡Que se saque la blusa!, fuera ese sombrero de pajar. ¡Aquí hay una casaca y un quepis!

     Esto diciendo, uno de los circunstantes sacó de un atado los antedichos objetos, robados poco antes; y vellis nollis, se los pusieron a don Catalino. Enseguida, rodeando a éste de modo que no pudiera escaparse, partieron al galope con dirección al puente de cal y canto, en donde los demás compañeros los esperaban.

     Iba el pobre don Catalino como encajonado en una gruesa montura de pellones, y metidos los pies en sendos estribos de madera, que no le dejaban mover las piernas como él lo habría deseado.

     El vestido en desorden y el quepis echado atrás, hacían de él una figura tan grotesca, que movía a risa a los soldados. Su caballo iba a saltos más bien que al galope; y parecía dispuesto a aprovechar la menor oportunidad para escaparse, pues el jinete, atendiendo antes a sostenerse con ambas manos que a dirigirlo, había soltado la rienda.

     Pasado el puente y llegados a la ribera norte del río, se les incorporó el grueso de la partida, y el formidable pelotón se dirigió entonces a la calle de la Recoleta, en donde estaba la habitación de Mr. La Forest. Ya el cónsul tenía noticias del asalto, y había tomado algunas providencias con su familia, haciéndola ocupar las piezas del fondo de la casa. Estaba en aquellos momentos arreglando y poniendo en seguridad algunos papeles, cuando oyendo la gritería y el tropel de los asaltantes que se acercaban, mandó cerrar la puerta de la calle, sobre cuyo mojinete ondeaba el tricolor francés. Apenas estuvo Turra a media cuadra de la casa, cuando gritó a los suyos con voz estentórea:

     -¡A la carga, muchachos!

     Y el pelotón, formando un solo cuerpo, se lanzó como un rayo arrastrando tras de sí una inmensa cola de populacho que lo seguía sin saber de qué se trataba, pero ansiosos de rapiña y descalabros.

     En cuanto a don Catalino, no tuvo más tiempo que para agarrarse con ambas manos de la cabeza de la enjalma. Su caballo iba como una furia por los azotes que recibía de los de atrás y por los furiosos gritos con que los bárbaros se animaban mutuamente. No sabía lo que le pasaba y corría como llevado por una legión de demonios. El fogoso animal, espantado y no sintiendo el gobierno de la rienda, había mordido el freno; y adelantándose a los demás, había llegado el primero a la puerta que en aquel momento atrancaban los criados del cónsul.

     El encontrón dado a la puerta mencionada fue tan recio, que ésta se entreabrió, rompiéndose algunas trancas; y a pesar de ir don Catalino como clavado en su montura, saltó de ella y pasó hacia adelante como una bala, yendo a caer en cuatro pies al medio del zaguán. Los criados asustados redoblaron sus esfuerzos para afirmar de nuevo las trancas.

     En aquel instante se acercaba el cónsul con un rifle en la mano, apuntando a Gacetilla, le dijo:

     -¿Qué significa esto, señor?

     -¡Ah! ¡Musiú! -exclamó don Catalino, alzándose medio aturdido-, no me mate; yo soy amigo... ¡A la puerta! ¡Carguen las trancas, muchachos! -dijo maquinalmente Gacetilla.

     Diciendo esto, se fue él mismo a ayudar a los criados a sostener la puerta, cuyas hojas crujían a los recios empellones de afuera.

     -¡Entréguesenos a nuestro comandante! -gritaban los soldados de Turra.

     -¿Es usted el comandante de la partida? -preguntó Mr. La Forest a Gacetilla-, ¿qué objeto tiene este desorden?

     -Soy comandante a la fuerza -contestó don Catalino-, y hemos venido... No..., quiero decir que ellos vienen a robar a Lucinda. Me han obligado a esto, y mi caballo me ha traído hasta aquí, sin quererlo yo.

     -¿Cómo?

     -Como se lo digo, Musiú. Si estoy aquí, es sólo porque no pude conseguir que mi caballo corriera para otra parte por más que le torcía la rienda... Aunque también es verdad que yo no podía agarrar bien la rienda porque traía las manos tan ocupadas en sujetarme... ¡Pero no hay que perder tiempo! -prosiguió-. La puerta cede... ¡Vamos a librar a esa pobre niña! ¡Vamos pronto!

     -Vamos -contestó el cónsul, espantado al ver que ya principiaba a caer la puerta hecha astillas.

     Ambos se dirigieron al patio interior a fin de huir con las señoras por una puerta falsa. Pero ésta había caído; y mientras la desenfrenada turba invadía las piezas de la casa, Turra, guiado por la sagacidad del mal, se internaba en los patios con ocho o diez de sus compañeros.

     -En estos casos -decía el bandido- debe buscarse a las mujeres en el fondo de las casas... Siempre está lo mejor en el concho del baúl.

     En cuanto a don Catalino, tan pronto como vio invadida la casa, aprovechándose de un momento en que el cónsul se había adelantado, entró en un cuartito cuya puertecilla entreabierta parecía convidarlo. Era la leñera, y allí se quedó oculto cubriéndose lo mejor que pudo con una pila de carbón que había en un ángulo del cuarto.

     Turra entró llamando a gritos al pícaro gabacho hereje, descomulgado. Sus compañeros registraban las piezas que iban encontrando, y pasaban adelante. Mientras tanto, los demás bandidos se ocupaban de robar y destrozar los objetos de las piezas principales, las cuales en un momento estuvieron desmanteladas. Rompían lo que no podían llevarse; sacaban a la calle los muebles para entregarlos a la turba que enseguida los hacía trizas. Nada se respetó. Los libros, la correspondencia oficial y demás papeles del consulado, fueron hechos pedazos y lanzados por las ventanas a la calle en donde los recibía la multitud que no cabía en el interior de la casa.

     Mientras tanto un hombre observaba desde un lugar seguro cuanto pasaba. Era don Pablo Motiloni, quien montando a caballo había seguido la partida de Turra, de la cual se separó enfrente de la iglesia de la Recoleta Francisca. Allí entregó su caballo al sacristán y subió al pequeño campanario de la iglesia desde donde miraba, con diabólica satisfacción, las escandalosas escenas.

     -¡Yo veré -decía Motiloni-, yo veré, gabacho pícaro, si otra vez te metes a servir de apoyo a las malas ideas que van perdiendo a estas Américas!

     Y luego se puso a cantar.

               

"¡Mala la hubiste franceses

"en esa de Roncesvalles!"

 

     Tanto fue lo que Turra y sus amigos revolvieron y trajinaron, que al fin dieron con la pieza que servía de escondite a la familia del cónsul. Éste no había podido llegar hasta su familia por haber sido detenido por tres o cuatro de los asaltantes, de los cuales logró deshacerse apelando a su rifle. Viéndose interceptado por Turra, que se hallaba entre él y el cuarto donde estaban las señoras, rompió los balaustres de una ventana que caía a una huerta, y saliendo por allí, rodeó la casa con el fin de defender la pieza, haciendo fuego por el postigo de una puerta. Pero al acercarse notó que el ruido había cesado; y escalando otra ventana que caía a la misma huerta, entró a la habitación. Allí encontró a su mujer acompañada de dos o tres criados.

     -¿Y Lucinda? -preguntó.

     -¡La han arrebatado esos bárbaros! -contestó llorando la señora.

     Viendo Mr. La Forest que no había tiempo que perder, hizo salir del cuarto a toda su familia con el fin de ocultarse entre los matorrales y zarzas de la huerta, en donde permanecieron hasta que se restableció la calma.

 

 

 

Capítulo XXIV

El matrimonio inesperado

 

                                                                                     

   "¡Oh! estrecharte entre mis brazos,

con tu aliento respirar

 

un instante de tus ecos,

que interrumpe la ansiedad.

 

Sentir vagar por mi oído

 

el concierto celestial;

 

como un viento de ventura,

 

venir mi frente a enjugar

 

la seda de tus cabellos."

 

 SALVADOR SANFUENTES, Tendo, parte 1.ª XXXI.)

 

 

     He aquí lo que le había sucedido a Lucinda.

     Habiendo oído llantos dentro de uno de los cuartos, Turra dijo a sus compañeros:

     -¡Aquí lloran! ¡Aquí está lo que buscamos!

     Y después de echar abajo la puerta, a puntapiés, entraron a la pieza con una alegría feroz.

     -¡Son cuatro! -exclamó Barragán.

     -¡No es más que una la que venimos a buscar! -le interrumpió Miguel. No hay que entretenerse con las otras, ¡pues no debemos perder tiempo, hijos míos!

     Las pobres mujeres estaban desoladas creyendo que aquel era el último día de su vida.

     -¿Quién de ustedes se llama Lucinda Rojas? -preguntó Turra con brusca voz-. ¡Si me contestan pronto, prometo no hacer ningún daño a las otras!

     Ninguna de ellas contestó una palabra.

     -¿Es usted? -prosiguió Miguel, dirigiéndose a la señora del cónsul.

     -¡Ah!, ¡no hagáis ningún mal a mi amiga! -exclamó Lucinda.

     -Entonces ¿por qué no contestan?

     -La que buscáis soy yo -respondió la niña, mirando de frente a Turra.

     -¡Lucinda!, ¿qué haces? -preguntó la señora en tono de amistoso reproche.

     -Evitar que insulten a una amiga -contestó Lucinda-. ¿Venís a asesinarme? -prosiguió, dirigiéndose al bandido-. Aquí estoy; ¡concluid pronto!

     Miguel titubeó ante el digno aspecto de aquella niña cuya palidez realzaba su extraordinaria belleza.

     -No es eso, no -contestó el bandido-; sólo vengo a buscarla para llevarla a casa de don Marcelino.

     -¿De mi padre?

     -Sí, señorita, y si no se decide a seguirme, me veré en la necesidad de emplear la fuerza.

     -Me dejaré matar antes que seguir a usted -respondió Lucinda con firmeza.

     Apenas hubo dicho esto, cuando Miguel dio dos pasos hacia la joven; y levantándola en el aire a pesar de la resistencia que ella oponía, se lanzó fuera de la pieza.

     -¡Síganme todos! -gritó el bandido.

     Y viendo en un estremo del corredor una puerta escusada que daba a una callejuela, se dirigió a ella y gritó a sus amigos:

     -¡Por aquí! ¡Por aquí vamos más derecho! Yo conozco el camino... Y tú, Barragán -prosiguió-, corre a la calle y dile a Juaco y a Ñico que den vuelta los caballos por la esquina... Aquí los esperamos... ¡Pronto, pues, hombre del diablo!... ¡Ya te quedaste encantado mirando a esas mujeres!

     Barragán salió a cumplir la orden de su jefe. Mientras tanto, éste se dirigía a la puerta llevando en brazos a la niña, que se encomendaba a Dios, sin tener fuerza ni aun para pedir auxilio. Al llegar a la puerta falsa, el bandido la depositó en tierra, pero teniéndola siempre tomada de una mano. Lucinda, con el desorden de su traje que tan bien se aunaba con la melancólica expresión de su semblante, parecía aún más bella. Era imposible mirarla sin conmoverse; y Turra tuvo ocasión de contemplarla algunos momentos. El alma del asesino tembló de emoción; su hercúlea mano apretó con fuerza el brazo delicado de la niña, y casi se olvidó de que tenía que huir pronto. So pretesto de asegurar más a Lucinda, rodeó su talle con el brazo derecho, y atrayéndola hacia sí, quedose estático mirándola. La mirada del bandido se había dulcificado, el movimiento de su brazo alrededor de la cintura de Lucinda había sido suave y casi tímido. A Lucinda le aconteció lo que a toda mujer (cualesquiera que sean las circunstancias en que se encuentre): conoció la impresión que había hecho en aquel hombre, y le dijo con una voz tan dulce que hizo saltar el corazón del tigre:

     -¡Es imposible, amigo, que usted quiera hacer mal a una mujer que jamás lo ha ofendido!

     -¿Yo hacerle mal a usted, señorita? -contestó Miguel-. De ningún modo. No es otro mi objeto sino llevarla a casa de su señor padre, porque así me lo han mandado.

     -¿Y quién se lo ha mandado a usted?

     -No puedo decirlo; pero si usted quiere permanecer aquí o que la lleve a otra parte, no tiene más que decírmelo a condición de...

     -¿A condición de qué? -le preguntó la niña entre el temor y la esperanza.

     Miguel se calló y la miró de un modo particular.

     -No me haga usted ningún daño; déjeme aquí en donde estoy, y le daré cuanto usted me pida... Soy rica, muy rica -le dijo Lucinda-. Prometo darle a usted un fundo con el dinero necesario para cultivarlo, si me deja en libertad.

     -No le pido a usted plata, señorita -le interrumpió Turra-. Prometo hacer lo que usted me diga con tal de que usted se comprometa a...

     -¿A qué?

     -A casarse conmigo -contestó Miguel, estrechándola nuevamente con su brazo.

     -¡Dios mío! -exclamó Lucinda, cubriéndose la cara con la mano que tenía libre y tratando de deshacerse de aquel brazo que rodeaba su cintura como un círculo de fierro.

     -¡Tonto de mí! -dijo Turra, lanzando una carcajada de despecho-. He sido un tonto al creer que una señorita quisiera casarse con un pobre como yo... Los pobres causan repugnancia a los ricos... Ya vienen los caballos -prosiguió, dirigiéndose a sus hombres que esperaban en el patio-. ¡Vamos pronto, muchachos!

     En efecto, sintiose en aquel momento un gran tropel en la avenida de la Recoleta; pero cuando Turra creyó ver a sus hombres, observó que entraba por la callejuela una compañía de Granaderos a caballo. Eran los soldados que Tupper enviaba a las órdenes de Anselmo. Sabedor éste del meditado ataque contra el cónsul, había venido a todo escape; pero llegó cuando la casa estaba ya desmantelada.

     Mientras que una de las compañías pugnaba por obligar a los asaltantes a evacuar la casa, se dirigió con la otra por la callejuela a fin de entrar por la puerta falsa. Turra estaba parado en la vereda junto a la dicha puerta; así fue que Anselmo, en cuanto entró en la callejuela, conoció a su querida, y batiendo los ijares de su caballo, cayó como un rayo sobre Turra y sus compañeros, que a pesar de su corto número, se atrevieron a resistir. Cinco minutos después, Turra y siete de sus compañeros estaban atados a los pilares del corredor.

     Lucinda creía soñar viéndose sostenida por Anselmo, quien le juraba que nada tenía que temer. Mientras tanto los bandidos, atacados por los Granaderos, retrocedieron hasta el último patio de la casa; y viendo a sus compañeros presos, los desataron sin que pudieran impedirlo los soldados de Anselmo, ocupados en registrar todas las piezas para ver si encontraban la familia del cónsul. Turra entonces tomó el mando de los suyos, y dividiéndolos en dos partidas hizo resistencia a un mismo tiempo hacia las dos calles. La casa se convirtió en un verdadero campo de batalla, por manera que Anselmo no pensó sino en sacar de allí a Lucinda. Montando inmediatamente a caballo, puso la niña por delante y partió a escape por la callejuela. La retirada era protegida por Pepe Tronera, que se batía como un león.

     -Atajen al pipiolo, al hereje que se escapa -gritaba Turra a sus compañeros de la gran avenida mientras él los acosaba por la retaguardia. Al desembocar la callejuela, vio Anselmo un mar de gente que era preciso atravesar; y volviéndose a los suyos les gritó:

     -¡Al convento, al convento!

     Diez Granaderos marcharon adelante, y veinte más tomaron al joven en el centro mientras Tronera sostenía el combate por la retaguardia.

     Anselmo no se acordaba sino de llegar cuanto antes a la portería del convento, y escudando a Lucinda, a quien sostenía entre sus brazos, enterraba sus espuelas en los ijares de su fatigado caballo. Una lluvia de piedras y de balas zumbaba por sobre su cabeza. Habíale tocado una bala en una pierna, y una pedrada en la frente, de cuya herida salía un chorro de sangre que caía sobre los vestidos de Lucinda. Ésta, reanimada con esa escitación nerviosa producida por la presencia de un gran peligro, olvidando el que ella corría, se empeñaba en restañar con su pañuelo la sangre de su amante.

     -¡Alma mía! -exclamaba el joven sin sentir el dolor de su herida-. ¡Casi no me atrevo a creer en tanta dicha! Verte aquí entre mis brazos, habiendo tenido la suerte de librarte de tantos peligros, servirte de escudo y defensa, respirar el aroma de tu perfumado aliento, y sentir que tu mano toca y refresca con su dulce contacto mi acalorada frente; ¡oh, Lucinda!, ¡dime que todo esto es cierto! ¡Dime que no estoy soñando al escuchar la melodía de tu encantadora voz!

     Oyendo estas palabras, Lucinda lanzó un grito; rodeó con sus brazos el cuello de su amante; y reclinando la cabeza sobre su hombro, pronunció cerca de su oído estas palabras:

     -¡Anselmo! ¡Anselmo mío! ¡Quién pudiera amarte aún más de lo que te amo!

     El joven se estremeció de dicha, olvidando completamente el peligro que por todos lados los amenazaba. El caballo corría en la misma dirección, como por instinto, y las balas y las piedras se cruzaban por sobre aquel veloz grupo. Al llegar a la portería del convento, ésta se abrió como por encanto; y entrando al claustro Anselmo con una parte de sus soldados, volvió la puerta a cerrarse. El padre que salió a recibir a los refugiados, era fray Prudencio Álvarez, que, como recordará el lector, estaba confinado a la Recoleta por el padre provincial de la Casa Grande.

     -Desde una ventana de las celdas del oriente he visto lo que pasaba y he venido a abriros la puerta -dijo fray Prudencio al joven-. Pero ¿qué es esto? -prosiguió-. ¡Lucinda aquí!

     -Vengo a pedirle a su paternidad refugio para ella -le dijo Anselmo.

     -Perdóneme, padre mío, el que me haya atrevido a entrar al claustro -dijo Lucinda.

     -Al contrario, hijos míos -contestó el padre: os agradezco el que me proporcionéis la ocasión de serviros.

     -Pues entonces -dijo Anselmo- dejo a Lucinda en manos de su paternidad.

     -¿Y tú -preguntó la niña- qué piensas hacer?

     -Voy a cumplir con mi deber.

     -¡Oh!, ¡por Dios! ¡Mire su paternidad cómo viene herido, y así quiere volver a la lucha!...

     -Es necesario -dijo Anselmo.

     -¿Y si no nos volvemos a ver? ¡Ah!, quiero ser tu esposa antes de separarnos... Si vuelves herido de gravedad, quiero tener el derecho de cuidarte y... ¡Y si mueres, quiero conservar tu nombre hasta el fin de mis días!... Padre mío -prosiguió Lucinda dirigiéndose a fray Prudencio-, ¡bendecidnos!

     Anselmo lanzó a Lucinda una mirada llena de amor, y dijo al padre:

     -¡Oh, si pudierais hacerlo!

     El padre hizo una seña afirmativa; y abriendo una puertecita que comunicaba con la nave de la iglesia, condujo allí a los jóvenes.

     Todo el mundo miraba aquella escena con un profundo silencio, el cual contrastaba con los gritos y el estruendo del combate exterior.

     -Aquí, en presencia de Dios os pregunto -dijo el padre con voz sonora dirigiéndose a los jóvenes que, apoyados el uno en el otro, formaban un grupo lleno de gracia y de dulzura-, os pregunto a vos Anselmo: ¿queréis a Lucinda por esposa? A vos Lucinda: ¿aceptáis a Anselmo por esposo?

     -¡Sí! -contestó la niña inclinando su cabeza, debilitada por la emoción, sobre el hombro del joven.

     -¡Sí! -respondió éste, rodeando con su brazo la cintura de Lucinda, que parecía desfallecer.

     El padre prosiguió con voz grave:

     -¡Que el cielo bendiga vuestra unión como yo lo hago en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!

 

 

 

Capítulo XXV

De cómo don Catalino estuvo en peligro de pasar por hereje

 

                                                             

   "Es verdad que se encontraban doblemente expuestas a experimentar estos excesos las personas y propiedades de los extranjeros, a quienes el partido pelucón profesaba un odio ciego, dirigido muy especialmente contra ingleses y franceses."

(F. ERRÁZURIZ.)

 

 

     -¡Este matrimonio es nulo! -gritó una voz que salía de la nave de la iglesia.

     Los circunstantes volvieron la cara y vieron a don Pablo Motiloni, quien dirigiéndose a fray Prudencio, dijo:

     -¡Padre Álvarez! ¿Cómo se ha atrevido usted a casar estos jóvenes sin cumplir con las formalidades?

     -Tengo permiso para ello cuando median imperiosas circunstancias -contestó el padre-. Y por otra parte -añadió, frunciendo el ceño-, ¿con qué derecho viene usted, señor, a pedirme cuenta de mis acciones?

     -Tengo más derecho del que usted piensa: vengo a hacerle ver un impedimento para este matrimonio... Esta señorita ha estado con las informaciones hechas para casarse con un amigo mío, y yo exijo...

     -Es tarde -contestó el padre-: están casados.

     -¡Casados! -exclamó Motiloni con mal reprimida rabia-. Yo daré cuenta al padre provincial de lo que usted ha hecho, y si es necesario me presentaré al señor Obispo.

     -El padre provincial podrá hacer lo que quiera de mí, porque soy su humilde súbdito -contestó fray Prudencio-; pero carece de poder para deshacer una unión ratificada por Dios y bendecida en su santo nombre.

     -¡Una unión realizada sin las formalidades debidas!

     -Ya he dicho que yo puedo dispensarlas.

     -Pero...

     -Dios ratifica y bendice la unión de dos jóvenes que se aman lícitamente -le interrumpió el padre-; ¡ay del que se oponga a su voluntad! Lo que no puede bendecir un Dios justo -prosiguió- son esas uniones hijas de la ambición y de la codicia, y en las cuales lo único que hay de formal son las fórmulas y las exterioridades.

     Notará el lector que sabiendo el padre Álvarez la amistad que ligaba a Motiloni con el reverendo Hipocreitía, todo cuanto acababa de decir al primero eran golpes asestados a la conducta del segundo... Y volviéndose a los soldados que estaban pendientes de sus palabras, les dijo:

     -Id, amigos míos, a cumplir con vuestro penoso deber, y dad gracias al cielo por haberos hecho los guardianes de la ley. Dios ha puesto la espada en vuestras manos para que defendáis la misma causa por la que Jesucristo murió en una cruz: ¡la causa de la libertad! Pero acordaos de que vais a luchar con vuestros hermanos; sabed que el uso de la fuerza sólo es justo hasta allí donde es necesario, ¡y que Dios os pedirá cuenta de la última gota de sangre que derraméis sin necesidad!

     Dicho esto se dirigió con Lucinda a la celda del padre guardián, quien, sabedor de lo que pasaba, venía a ofrecer sus buenos oficios a la niña.

     Anselmo salió con sus soldados a la plazuela en donde encontró a Tronera acosado todavía por la partida de Turra. Pepe había sido rechazado por los del Alba hasta apoyarse en el costado oriente de la iglesia.

     Viendo Anselmo el peligro en que su amigo se encontraba, describió con su gente un cuarto de círculo, y atacó a Turra por la espalda.

     Las fuerzas de éste, ya fatigadas al verse entre dos fuegos, se replegaron hacia el norte y permitieron que Anselmo se pusiera al lado de Tronera. Por último, una carga entre ambos hizo volver grupas a los bandidos, quienes se dispersaron a las dos cuadras de persecución.

     Mientras tanto, tenían lugar otras escenas en la casa del consulado francés. Don Catalino había tenido la suerte de que nadie hubiese entrado a la carbonera en donde todavía permanecía oculto. Cuando cesó el ruido interior y creyó él que la casa estaba desocupada, pensó en salir de su escondite, y empezó por asomarse poco a poco, a ver lo que pasaba. Daba algunos pasos fuera de su encierro y al menor ruido que sentía en la calle, volvía a meterse entre el carbón, diciendo:

     -¡Una de las cosas más necesarias en la guerra es la prudencia!

     En efecto, no podría encontrarse un jefe más prudente que Gacetilla. Lo único que no cuidaba era su vestido, pues se metía una y otra vez en la pila de carbón, sin gastar miramiento alguno con la galoneada casaca. Considere el lector cómo se pondría el señor comandante con sus continuas escaramuzas en la carbonera. Parecía un espantajo. Cuando se cercioró de que podía salir sin peligro, se dirigió al zaguán, pero tomando sus medidas para no caer en una emboscada. La puerta de calle estaba en el suelo, y el patio lleno de escombros y de muebles hechos pedazos.

     -¡He aquí nuestra obra! -exclamó-. ¡Y que yo haya sido por un momento el comandante de estos demonios! ¡Maldito Motiloni! Tú has de ser siempre mi mal genio; ¡pero ya me la pagarás!

     En esto se oyó en la calle un ruido que lo hizo meterse apresuradamente dentro de una de las piezas que comunicaban con el zaguán. El tropel, que crecía por momentos, era formado por partidas de guasos de a caballo que habían llegado apuradísimos para ver descuartizar al gringo hereje y excomulgado. Pero encontrándose con que ya estaba todo concluido, se lamentaban de su retardo y revolvían sus caballos con notable despecho.

     -¿Y el gringo? -preguntaban.

     -¿Mataron al hereje?

     -¡Es preciso acabar con la casta!

     -¡Imposible, compadre! El señor cura dice que los herejes brotan por virtud del diablo.

     -Se ha escapado ese maldito: no lo hemos podido encontrar -dijeron algunos que se habían hallado en la refriega.

     Gacetilla oía estas palabras metido debajo de unos pedazos de alfombra que habían quedado dentro de la pieza. Enseguida oyó que entraban dentro del zaguán y revolvían los trastos despedazados.

     -¡Nada!, ¡nada de provecho! -exclamaban algunos que buscaban entre los escombros algo que llevarse como por vía de memoria de aquella jornada.

     Enseguida invadieron las piezas, y Gacetilla empezó a temblar como un perlático.

     -Aquí hay algo que se mueve -exclamó uno levantando los pedazos de alfombra.

     Don Catalino se alzó con el vestido desordenado y tiznado como estaba de pies a cabeza. El miedo que tenía pintado en su semblante daba a aquel hombre una expresión singular.

     -¡Jesús María! -exclamaron retrocediendo los que vieron por primera vez aquel fantasma carbonizado.

     La exclamación fue oída por los de afuera, y en el momento se llenó la pieza de curiosos.

     -¡El diablo! -dijo uno.

     -¡El diablo!, ¡el diablo! -repitieron en coro los demás haciéndole la cruz.

     -¡Pero, hombre! ¡Si no revienta ni por ésas!

     -Este diablo es a prueba de cruces -dijo riendo un chulo.

     La risa de éste reanimó a los demás, quienes pudieron ya prestar oído a las palabras de Gacetilla.

     -No, amigos míos; yo no soy el diablo -les decía.

     -Entonces es por lo menos el hereje -interrumpió un guaso, lanzándose sobre él.

     -¡Eso es!, ¡que se dé a preso el excomulgado!

     -¿Yo hereje? ¿Yo descomulgado? -gritaba Gacetilla arrinconándose en una esquina del cuarto y armándose de unas astillas como un gato que se dispone a arañar a su perseguidor cuando no puede huir-. Para que vean que no soy hereje -prosiguió-, voy a rezarles un Padrenuestro, y una Salve, y un Credo y un...

     -¡Que rece! Veremos si revienta o no -gritó una mujer.

     -Creo en Dios Padre, Todopoderoso... ¡Dios te salve Reina y Madre!... -decía Gacetilla tartamudeando.

     -¡Qué hacen, hombres de Dios! -entró diciendo uno de los soldados de Turra, que en vez de acompañar a sus compañeros, había preferido quedarse-. ¿No ven que es nuestro comandante?

     -¡Ah! ¡Se me había olvidado que era el jefe! -exclamó don Catalino-. ¡Ustedes me tomaban por el hereje cuando yo soy uno de sus perseguidores!

     -¡Sí!

     -¡El comandante de la partida!

     -¿De veras?

     -Hemos tenido una refriega espantosa... ¡Ya ven ustedes cómo he quedado!

     -Es cierto. Está como si lo hubieran arrastrado por la calle.

     -Esos pícaros, no contentos con barrer el suelo conmigo, han querido asesinarme... ¡Pero así les ha ido a los malditos! No les hemos dejado estaca en la pared... La victoria ha sido completa...

     -Sí, demasiado completa -dijo tristemente un guaso-; ¡no nos han dejado nada que hacer a nosotros!

     -¡Se lo han llevado todo!

     -Y yo -agregó don Catalino- he quedado por muerto entre estos escombros.

     -¡Viva el comandante! -gritaron algunos.

     -¡Viva!, ¡viva!

     -¡Qué lástima que se haya escapado el estranjero!

     En aquel momento acertó don Catalino a mirar por entre las rejas de la ventana, y vio en la acera de enfrente a un hombre que montaba a caballo mientras otro le sostenía el estribo.

     -¿No es Motiloni? -murmuró entre dientes.

     En efecto, aquel hombre era don Pablo, que, después de sus palabras con fray Prudencio, había resuelto ir a hablar al momento con el guardián de San Francisco; pero no había creído prudente salir del convento, sino cuando vio que la batalla cesaba y los tumultos se deshacían. El sacristán le había tenido oculto su caballo, y le ayudaba a montar.

 

 

 

Capítulo XXVI

Motiloni se hiere con sus propias armas

 

                                                         

   "¿Qué se hizo? ¿Adónde está?

 

¿Era acaso una alma en pena?

 

¿Se la llevó Satanás?

 

¿O se la tragó la tierra?"

 

(Antiguos versos populares.)

 

 

     A don Catalino se le ocurrió en aquel momento una idea diabólica.

     -¡Qué casualidad! -exclamó-. Mirad, amigos, ¡cómo Dios lo pone en vuestras manos!

     -¿A quién?

     -Al hereje, al gringo de esta casa -contestó Gacetilla mostrando con el dedo a Motiloni que se acomodaba ya en su montura para marcharse.

     -¿Dónde está?

     -Allí, allí... ¿No veis aquel hombre alto, rubio, con anteojos, que acaba de montar a caballo?

     -¡Sí! Tiene cara de estranjero.

     -¿Pues no ha de tenerla? ¡Si es el gringo en persona!

     -¡Pues vámonos sobre él! -dijeron algunos montando en sus caballos.

     -¡Lo pillaremos vivito!...

     -O muerto, no importa: la cuestión está en que no se escape.

     -Pero si tiene pacto con el diablo es imposible pillarlo.

     -Aun cuando fuera el mismo Lucifer, no se escaparía de mi lazo -interrumpió uno, haciendo su armada y dirigiendo su caballo hacia Motiloni.

     -¡Comandante! -gritó otro dirigiéndose a Gacetilla-. ¡Usted debe marchar a la cabeza de nosotros!

     -Lo haría; ¡pero como he quedado tan fatigado con esta refriega, no puedo!

     -¡No, no! ¡Es preciso que usted nos acompañe, señor comandante!

     -¡Pero, amigos míos, no tengo caballo! -exclamó don Catalino con suplicante voz...

     -Eso nunca falta: ¡aquí hay caballo!

     Nuestro comandante tuvo que resignarse a montar en un caballo que le presentaban, mientras el pelotón de guasos se dirigía al galope hacia el punto en donde estaba Motiloni. Éste, comprendiendo al momento de lo que se trataba, en vista de las amenazas que oía contra él, quiso refugiarse en el convento; pero ya el sacristán había cerrado y atrancado las puertas, y no contestaba a los recios golpes de don Pablo.

     -Ese lugar es sagrado y no te corresponde, ¡pícaro excomulgado! -le gritó el guaso de la armada.

     Y luego agregó dirigiéndose a los que venían atrás:

     -¡Maquéenmelo por esa orilla y verán si se me escapa! Prometo enlazarlo con caballo y todo.

     Don Pablo sacó entonces del bolsillo una gran navaja y aplicó fuertemente las espuelas a su caballo que partió a escape por el centro de la calle. Enseguida el hombre del lazo dio a los rollos dos o tres vueltas sobre su cabeza, y lanzó aquella especie de madeja sobre el fugitivo. Los rollos volaron por el aire; la cuerda se estiró como una espiral que se convierte en línea recta, y la armada fue a caer con exacta precisión sobre el fugitivo, envolviéndose como una serpiente en torno de él y de su caballo espantado.

     -¡Ya está cazado! -exclamaron algunas voces.

     -¡Qué costalada va a dar el hereje!

     Pero nada de esto sucedió, y todos vieron, con la mayor extrañeza, que Motiloni pasaba adelante, enteramente desembarazado del lazo.

     -¡Milagro!, ¡milagro! -gritó uno.

     -No, compadre -le interrumpió otro-, ése no es milagro sino arte diabólica. ¡Santito es el excomulgado para que haga milagros!

     -¿No les decía yo que si tenía pacto con el diablo no lo habríamos de pillar?

     -¡Me ha cortado el lazo este condenado! -exclamó el guaso de la armada.

     En efecto, ¡tal era la explicación del milagro! Motiloni había abierto su navaja, y en cuanto se vio envuelto con la cuerda, la cortó y pasó adelante. Los guasos lo seguían de cerca; pero el caballo del italiano, que era muy bueno, lo libraba cada vez que lo querían atajar. Metido por la primera callejuela que encontró al paso, se dirigió al puente de cal y canto y de allí a su casa. Sus perseguidores iban tan cerca, que algunos alcanzaban a darle de latigazos por las espaldas. Pero el generoso caballo parecía redoblar a cada rato sus esfuerzos con los latigazos que su dueño recibía y con los desaforados gritos de:

     -¡Al hereje!, ¡al excomulgado!

     Don Catalino, montado en su arrogante Bucéfalo, iba también entre los perseguidores. Parecía un Fierabrás, todo teñido y desmelenado, siendo de notar que esta vez no llevaba miedo. Gritaba como el que más, y aun hubo momentos en que se creyó capaz de cualquiera arriesgada empresa en lo sucesivo. Al ver que Motiloni entraba por la calle que conducía a su casa, dijo a los suyos:

     -¡El hereje va a entrar en aquella casa de puerta verde con mojinete caído! ¡Córtenle la retirada! ¡Cárguese la gente al lado derecho!; ¡atájenlo!

     -¡Ya llega el condenado a su madriguera! ¡Atajen! ¡Atajen!

     Pero a pesar de las órdenes del señor comandante, don Pablo logró entrar por el zaguán de su casa dando una recia topada a la puerta, que se abrió de par en par. Sus perseguidores entraron detrás; pero él, saltando de su caballo al suelo, se fue derecho a un cuarto, metió la llave en la cerradura y entró a tiempo de que ya uno de los guasos le había echado el guante. Pero éste se quedó teniendo en la mano un pedazo del vestido de Motiloni, el cual cerró y atrancó la puerta por dentro.

     -¡El pájaro se voló! -dijo el guaso-. ¡Sólo me han quedado las plumas en la mano!

     -Pero es preciso pillarlo -repuso otro.

     -¡Fuego a la casa! -dijeron algunas voces-. Démosle un humazo al condenado para que desde luego sepa cómo ha de ser tratado en el infierno.

     -¡No!, ¡no! -interrumpió Gacetilla-. ¿No veis que se pueden quemar las casas de los cristianos vecinos?

     -Tiene razón nuestro comandante -agregaron otros-. ¡Sería lástima que por este maldito se fuera a quemar un cristiano de Dios!

     -¡Bueno! No lo quememos por ahora. El diablo lo hará cuando le llegue su turno; pero es preciso atraparlo.

     -Echémosle la puerta abajo, y santas pascuas.

     -¡Eso es! ¡Hacha con la puerta!

     -¡Vengan piedras!

     La puerta del cuarto era fuerte; pero en menos de cinco minutos vino al suelo, bajo los golpes de las grandes piedras que sobre ella lanzaron. Los asaltantes estaban furiosos, y en cuanto cayó la puerta se lanzaron dentro del cuarto; pero retrocedieron espantados al ver de pie, en medio de la pieza, a un sacerdote con un crucifijo en las manos.

     -¡El padre Hipocreitía! -exclamaron algunos.

     -¡El padre! ¡Milagro patente!

     -¿Qué queréis?, ¡desalmados, sin religión ni temor de Dios! -preguntó el fraile con voz de trueno-. ¿Venir a matarme?

     -¡No, reverendo padre! -contestaron-. ¿Cómo habíamos de atrevernos a eso? ¡Somos gentes religiosas!

     -Pues si venís a asesinarme, aquí estoy -interrumpió el padre-; ¡pero preparaos a que el rayo del cielo caiga sobre vuestras cabezas!... ¡Aquí tenéis a Jesucristo en la cruz, que os está mirando!...

     -¡Perdón!, ¡perdón! -contestaron algunos, inclinando humildemente la cabeza.

     -Pero el hecho es -observó otro- que por esa puerta ha entrado el hereje...

     -¿Qué hereje?

     -El estranjero a quien veníamos persiguiendo.

     -En resumidas cuentas, la cosa no es con su paternidad sino con el otro.

     -Aquí no ha entrado nadie -contestó el padre-. Buscad y veréis... El diablo os ha engañado, hijos míos.

     Dos o tres individuos entraron en el cuarto y salieron haciéndose cruces.

     -¡No hay nadie! -dijeron a los demás.

     -Se habrá salido por otra puerta -replicaron.

     -El cuarto no tiene otra puerta que ésta, y hemos registrado hasta por debajo del catre -respondieron los otros.

     -El diablo os ha equivocado -dijo el padre-, y os ha traído aquí para que insultéis a un ministro del Señor. Yo conozco sus arterías. Retiraos -prosiguió con voz sonora-. ¡Os lo mando en nombre de nuestro Señor Jesucristo que veis aquí! ¡El que no me obedezca queda excomulgado!

     Al oír este anatema, la mayor parte de los circunstantes evacuaron el patio.

     Don Catalino lo observaba lleno de asombro, y murmuraba:

     -¡Es un hecho! Motiloni y el padre son una misma cosa. ¡Y que yo no lo hubiera descubierto antes! No se lo puedo perdonar.

     Y a medida que recordaba varias circunstancias anteriores, convencíase más y más de su idea.

     -¿Quién es aquel hombre? -preguntó el padre mostrando con el dedo a don Catalino.

     -Es nuestro comandante; contestaron.

     Don Catalino, al verse designado, se ocultó detrás de los suyos por temor de ser conocido por el fraile.

     -¡Ved cómo se esconde! -dijo éste-. Ya sé quién eres... ¡Tienes miedo de encontrarte enfrente de un crucifijo! Mirad -prosiguió, dirigiéndose a la turba-. ¡Ahí tenéis al diablo: sacadlo de aquí!

     -¡No habíamos caído en ello! Éste sí que es el diablo -dijo uno.

     -O por lo menos un hereje. ¡Qué cara!

     -¡Parece recién salido del infierno!

     -Agarrémoslo, ya que se nos ha escapado el otro.

     -¡No, no! -replicaron algunos, ¡no permitiremos que se toque a nuestro comandante!

     Trabose entre la turba una disputa que auguraba malos resultados, y a favor de la cual logró don Catalino llegar hasta el cuarto del padre en donde entró.

     -Señor don Pablo -dijo al fraile-, estoy enterado de todo, y si usted no me defiende de estos diablos, ¡canto aquí la cosa clarito! ¡Ya usted me entiende!

     -Don Catalino, usted está loco -contestó el fraile.

     -Ya verá usted si estoy loco -replicó éste, lanzándose sobre una peluca y unos anteojos que estaban en el suelo-. ¡Aquí veo los anteojos de Motiloni! ¡Éstos son sus mismos cabellos!

     El padre palideció y dijo a don Catalino:

     -Oculte esos objetos y lo salvaré a usted.

     Enseguida dijo a la turba que había vuelto a invadir el patio:

     -Retiraos, amigos míos. Dejadme aquí al hereje que ya está arrepentido. Voy a catequizarlo y a convertirlo a nuestra santa religión.

     Los circunstantes se retiraron, dispersándose por las calles de la ciudad.

     -¡Vaya, don Pablo! -exclamó don Catalino-, ¡que se ha escapado usted de una y buena!

     -¿Y usted? -observó Motiloni.

     -¡Lo que son estas gentes! -exclamó Gacetilla-. En este día he aprendido más que en cuarenta años de mi vida. He pasado de ciudadano pacífico a hombre de guerra, de jefe de una banda de asesinos a fugitivo oculto, de aquí a perseguidor de herejes, y de perseguidor a perseguido, ¡para llegar a ser catequizado por usted! ¡Lo que son las cosas!

     El padre no contestó una palabra.

     -Y después de todas estas peripecias -prosiguió don Catalino, quien se mostraba más locuaz mientras menos miedo tenía-, ¿no es cosa milagrosa que no me haya tocado ni un rasguño? He sido en general afortunado. Sin embargo, no volveré a meterme en otra. Es malo jugar con pólvora. Nunca había comprendido, como hoy, la facilidad con que estas gentes se convierte en instrumento con sólo pronunciar la palabra "religión"... Si uno quiere deshacerse de un enemigo, no hay más que decirles: ¡al hereje! y mostrarle al hombre con el dedo para que se lancen sobre él como perros rabiosos... Pero también he visto que se suele cambiar la tortilla, envolviéndose el mismo atizador en los lazos que ha armado. ¿No es verdad, padre mío?

     -Estoy muy fatigado -contestó el padre-, y quisiera que usted me dejara solo, amigo mío.

     -Me retiro -contestó Gacetilla viendo que podía llegar sin peligro a su casa, pues la calle estaba despejada-. Déjeme su paternidad lavarme y quitarme este polvo de carbón que me convierte en un verdadero demonio. Respecto de su secreto -prosiguió, mientras se lavaba la cara-, ¡no debe usted tener cuidado alguno, mi señor don Pablo!... Adiós: yo estoy resuelto a dejar la carrera que hoy había comenzado.

     -Adiós -dijo tétricamente el fraile-. No olvide que usted está tan interesado como yo en silenciar este negocio.

     -No tenga cuidado su paternidad. Ya sé que no me conviene el que se sepa que yo he sido el jefe de la jornada contra el cónsul francés.

     Don Catalino pudo retirarse a su casa sin que le sucediera ningún percance, pues ya se había restablecido el orden en las calles de la ciudad, especialmente en las centrales. Tupper, enviado por Lastra, había ya limpiado de malhechores las calles, obligando al populacho a retirarse hacia la Cañada y a la ribera norte del Mapocho.

 

 

 

Capítulo XXVII

¿Qué es de don Marcelino?

 

                                                                 

   "Y cuando yo no pensaba

 

volver a darme porrazos,

 

como otra vez me los daba,

 

alzo los ojos y... esclava

 

mi alma se queda en tus brazos.

 

¡Pues es bonita canción!

 

De mozo dejé el pellejo,

 

y ahora después de viejo...

 

¡Maldito mi corazón!"

 

 

(JOSÉ A. TORRES.)

 

 

     En cuanto doña Estrella supo el desenlace del matrimonio de Lucinda, no esperó consultar a don Cándido para ir al convento de la Recoleta Francisca y traer a su amiga a su casa. Don Cándido tuvo que conformarse por de pronto con vivir bajo un mismo techo con un hereje como Anselmo, que había tenido el atrevimiento de contrariar los proyectos del santo padre Hipocreitía ajando tan escandalosamente la autoridad paternal.

     Aunque doña Estrella deseaba que Lucinda se reconciliase con don Marcelino, y por más que la niña ardía en deseos de ir a arrojarse a los pies de su airado padre, no habían podido conseguir ver a éste en las repetidas visitas que las señoras habían hecho a la casa con tan plausible objeto. No deseaba menos don Cándido el arreglo de este negocio, pues así se deshacía de aquella braza de fuego, como llamaba a Anselmo. Éste por su parte, conociendo la mala voluntad del señor de la Rueda, había vuelto a tomar su alojamiento en casa de Andrés, y aun había querido llevar allí a su esposa, lo cual de ningún modo lo permitió doña Estrella.

     Mientras tanto, se trabajaba por ver a don Marcelino, cuya casa ocupada por criaturas del reverendo Hipocreitía permanecía cerrada. El señor de Rojas había caído a la cama desde la muerte de su mujer, y nadie podía verlo, según prohibición expresa del médico. Exceptuábase sus dos íntimos amigos, el padre Hipocreitía y don Melitón, de quienes no era posible obtener permiso para entrar en el cuarto del enfermo. No dejaba de comentarse este hecho de un modo poco favorable al astuto jesuita; pero éste se reía de los dimes y diretes del público, agregando que, "en cumpliendo él con la obligación de prestar hasta el fin sus amistosos servicios, no importaba que el mundo hablase o callase."

     Pero ¿qué cosa puede permanecer oculta por mucho tiempo en este mundo? Una criada que salió disgustada de la casa contó a sus amigas, y éstas a otras, que don Marcelino daba muestras de estar loco. No quería que nadie, ni los criados, entrasen a su cuarto, y no recibía ninguna clase de servicios, sino de parte de sus jesuitas amigos. El padre pasaba las noches a la cabecera de la cama, y desde afuera se solía oír sus consoladoras exhortaciones. Don Melitón preparaba los remedios; y aunque viejo y achacoso, solía trasnochar, cuando lo pedía la necesidad. Más de una vez se había oído llantos y gritos en el cuarto del enfermo; y los criados que todo lo atisban y escudriñan, vieron que en cierta noche don Marcelino andaba desnudo fuera de su cuarto, llamando a voces a Lucinda.

     Pero sus enfermeros habían conseguido volverlo a la cama, diciendo:

     -¡Qué lastima! ¡Está loco!

     Pronto corrió por la ciudad la noticia de tan tremenda desgracia, noticia que se iba abultando y echando ramas como un pólipo, con los repetidos comentarios que cada día le agregaban una nueva circunstancia.

     -Dicen que es manía.

     -No: es locura verdadera.

     -¿Habrá perdonado a Lucinda?

     -¡Sí!

     -¡No!

     -Estaba decidido a desheredarla.

     -¡Es imposible que haga esa barbaridad! ¿No ven ustedes que está dirigido por ese santo religioso?

     -¿Y por qué ese misterio?

     -El médico dice que no se puede hablar todavía con él.

     -¿Y si muere sin haber perdonado a su hija?

     -¡Peor para ella!

     -¡Peor para él!

     -Dicen que no ha hecho testamento.

     -Sin embargo, se corre que ha estado varias veces en la casa del escribano Uñeta.

     -Yo conozco a don Tragalón Uñeta y nada me ha dicho.

     -El testamento está todavía secreto.

     -¿Si se habrá confesado?

     A juzgar por lo que decía el reverendo, muy poca verdad había en todo aquello que se corría entre las gentes. Verdad que don Marcelino estaba atacado de cierta monomanía, razón por la cual debía permanecer separado de todo trato, pero había mucha esperanza de que sanase. En cuanto a su reconciliación con Lucinda, era preciso esperar la mejoría. Una impresión fuerte en aquellas circunstancias podía ser muy peligrosa; ¡sí! muy peligrosa.

     Sin embargo, doña Estrella y Anselmo habían resuelto hacer el último esfuerzo para hablar con don Marcelino, y se resolvieron a ir un día, sin dar parte a Lucinda a quien llevarían después, según fuese el estado en que encontrasen al enfermo.

     La pobre niña había escrito dos veces a su padre pidiéndole el permiso de ir a solicitar su perdón; pero la carta había sido devuelta por orden del médico.

     En una pieza que antes servía de sala de recibo a doña Trinidad, y en donde entonces tenía su cama don Melitón, hablaba éste con su reverendo amigo sobre un asunto que le importaba sin duda mantener oculto, pues la conversación era a media voz.

     -Pero hábleme francamente su paternidad -decía don Melitón-, ¿no cree usted que el matrimonio podrá anularse? Los cánones dicen...

     -Digan lo que quieran los cánones -contestó el fraile-, el hecho es que están casados. El padre Álvarez tenía facultad para casarlos.

     -¡Maldito fraile! ¡Dios me perdone! ¡Ave María Purísima! -interrumpió don Melitón santiguándose dos veces-. La verdad es, padre mío, que... ¡Vaya!, seré franco...

     -¿Qué?

     -Soy hombre, ¿qué quiere su paternidad?, hombre débil... Yo quería a la muchacha... y a pesar de lo que había pasado, concebía esperanza...

     -¿A su edad?

     -Sí, padre de mi alma, a mi edad. Lo confieso para vergüenza mía.

     -Déjese de niñerías, señor.

     -Es verdad que no soy un niño, y a veces creo que el diablo ha puesto este tropezón ante mí para que caiga, quiero decir, para que mi corazón caiga en la red.

     -¿Qué dice usted? ¡Por las llagas de San Francisco! -exclamó el padre.

     -Que a pesar de mis años, soy un hombre de carne y hueso... ¿Quién lo había de pensar? Aunque a decir verdad, no son tantos mis años para que nos admiremos de... Aguarde su paternidad: yo tenía treinta y nueve años ocho meses cuando el pronunciamiento de...

     -Ya sé que en España se clasifican las épocas por pronunciamientos; pero le repito a usted, que perdiendo hemos ganado.

     -¡Ganado! ¡Ah! ¡lo que son las niñas!... ¡Lo que es el sí de las niñas, lo dan sólo con la boca!... ¡Sí, señor, nada más que con la boca!

     -Sí, amigo mío, a la vejez; pero a la juventud no se lo dan con la boca. Desengáñese usted: pierda toda esperanza a este respecto -observó el reverendo.

     -¡No puedo resignarme!... ¡Lo que es el sí de las muchachas del día!... En mi tiempo era otra cosa, pues...

     -Todos los tiempos son iguales -interrumpió el jesuita-, aunque nuestro amor propio nos haga decir que el nuestro fue mejor. Le repito que no piense en esto; primero, porque es cuestión perdida...

     -¡Ah!

     -Segundo, porque si usted no obtiene la heredera, logra la dote o parte de ella. Esto es lo principal.

     -¿Y tercero?

     -¿Quiere usted más razones? Sin embargo, podría decirle que aunque Lucinda pudiera y quisiera casarse con usted, encontraríamos oposición de parte de su imbécil padre.

     -Es verdad que he notado cierta antipatía desde aquella horrible noche de la boda. Sin embargo, lo he amenazado a fuerza de mansedumbre siguiendo las instrucciones de su paternidad.

     -Es lo que importa. Con la mansedumbre y la paciencia se gana no sólo los bienes del cielo, sino también los de la tierra.

     -No puede su paternidad quejarse de mí.

     -De ningún modo: usted se porta como un verdadero hombre fuerte. Por fortuna, el viejo ha caído en ese ensimismamiento...

     -Yo a lo que le temo es a esa manía que ha tomado de llamar a su hija. Esta mañana la llamaba a gritos... ¡Le aseguro que me dio compasión, padre mío!

     -No olvide usted que es un loco. Ha odiado a Lucinda, ¡y quién sabe si no es el odio lo que le hace hablar!

     -No lo crea su paternidad. Me parece que era impulsado por el amor paternal.

     -A veces; pero ¿no se ha fijado en que hay días que amanece furioso contra la muchacha?

     -Es cierto.

     -Entonces -dijo el padre- nosotros no debemos dejar que se junten porque seríamos responsables de lo que pudiera suceder después.

     -Tiene razón su paternidad -contestó el viejo con supino candor.

     -Afortunadamente hemos concluido ya la cuestión del testamento... Pero ¿quién viene?

     En aquel instante se abrió la puerta de calle, y entraban al patio don Cándido con su esposa.

     -¡Son ellos! -dijo el padre, saliendo a recibirlos al corredor.

     -¡Amigos míos! -les dijo, poniéndose el dedo en la boca-, por favor: ¡chitt!, ¡chitt! ¡El médico ha encargado mucho silencio!...

     -¿Cómo está su paternidad? -preguntó don Cándido, sin cuidarse de bajar la voz a pesar de las advertencias del enfermero-. ¿Y usted, amigo don Melitón?

     -Aquí vamos pasando como Dios quiere.

     -¿Y no sería posible hablar con mi compadre? -preguntó don Cándido.

     -¿Está usted loco? -interrumpió el fraile.

     -Su debilidad es suma -agregó don Melitón.

     -Sin embargo -dijo la señora-, yo creo...

     -Imposible, señora mía: la prohibición del médico es expresa, hoy principalmente. Estamos en los días de crisis. Ya usted ve ¡la crisis!

     -Eso es -dijo don Melitón-; y mientras la crisis no pase...

     -Claro es que el enfermo permanece en la crisis -dijo don Cándido arreglándose la valonilla de su camisa.

     -Pues nosotros veníamos a ver si Lucinda podía hablar con él.

     -¡Entrevista con la niña! ¿Y en este caso? Sería matarlo... ¡Pobre amigo! ¡No!, ¡no! -dijo el fraile, limpiándose un ojo con la manga de su hábito.

     -¿No te lo decía Estelita? -dijo don Cándido, sin comprender las señas que le hacía la señora para que callara y no fuera a decir un disparate-. ¿No te lo decía? Pero tú, que no siempre atiendes a lo que yo te aconsejo, me repetías esta mañana: ¡no! ¡no! Es preciso que Lucinda hable con su padre, a pesar de todo... Ya ves que el médico mismo opina al contrario.

     La señora que estaba en ascuas, interrumpió a su marido, diciendo:

     -Lo que yo creo es que el reverendo padre ha de encontrar razonable que Lucinda desee reconciliarse...

     -¿Querrá reconciliarse con el autor de su existencia...? ¿No es esto? Pues éstos son mis propios sentimientos, señora, y hasta he trabajado... Pero...

     -¿Y qué?

     -El hombre persiste... Es preciso esperar... El golpe ha sido muy recio... Son cosas que el tiempo cura...

     -Soy de su mismo parecer -dijo don Cándido-. ¡El tiempo!, ¡el tiempo!

     -¡Pero dejar morir a un padre sin que perdone a su hija! -exclamó doña Estrella.

     -¡Sin que le eche la bendición! -agregó don Cándido-. Yo también creo como Estelita que...

     -Imposible, por ahora -interrumpió el padre-. Es preciso que el médico decida. La cosa es grave. Don Marcelino se halla en un estado de irritabilidad suma.

     -Pero haciéndole ver la razón poco a poco -observó la señora-, ¿no podríamos conseguir que escuchase?

     -Eso es, poco a poco -dijo don Cándido-. ¡Nada, nada de repente!

     -Ya les he dicho que he trabajado y trabajo sin descansar en este sentido. Pero sólo el nombre de su hija lo exaspera hasta el estremo de volverlo loco. Ayer me decía: "¡No la perdono!, ¡no, no la perdonaré jamás!"

     -¡Mentira! -gritó en aquel momento una voz extenuada, detrás de la puerta que comunicaba con las piezas por donde se iba al cuarto de don Marcelino.

     Todos volvieron la cara y lanzaron un grito de horror al ver que la puerta se abría de repente, apareciendo en ella el mismo don Marcelino. Venía casi desnudo. Su cuerpo flaco y seco, el rostro pálido y desencajado, los ojos hundidos y entelados, su respiración torpe y forzada; todo anunciaba el fin de aquella existencia. Parecía un cadáver que se moviera mecánicamente.

     -¡Compadre! -exclamó asustado don Cándido.

     -Señor don Marcelino -dijo el fraile-, ¿qué ha hecho usted?

     -Venir a oír lo que hablaban -contestó el viejo, tratando de deshacerse de los brazos del padre que quería volverlo a la cama-. Pero no me han contestado -prosiguió-, ¿quién ha dicho que un padre, antes de morir, no desea hablar con su hija?

     -No hemos dicho eso -contestó el padre temblando-. Vamos, señor, a su cuarto.

     -Pues yo lo he oído aquí, aquí, detrás de esta puerta -replicó don Marcelino, cuyos dientes chocaban con un movimiento convulsivo.

     -Vamos, compadre, déjese usted llevar -dijo don Cándido ayudando al reverendo.

     -¿Y también usted me quiere llevar a la prisión? -preguntó don Marcelino a su compadre.

     -No, señor -le dijo doña Estrella-, sólo queremos librarlo del peligro que corre. Somos amigos suyos los que estamos aquí... Yo soy su comadre Estrella.

     -¡Ah!, ¿cómo está, comadre? ¡Sí! La madrina de la boda, ¡eh! -dijo don Marcelino dando una gran carcajada-. ¿Y don Melitón?

     -Aquí estoy, amigo mío...

     -¡Pues bien! Estese usted ahí... No venga para acá -prosiguió el enfermo, dejándose conducir sin oponer resistencia alguna-. No venga usted. Estoy con mis amigos... ¡Sí!, mis amigos... ¿No es usted, compadre Cándido?

     -Sí, compadre, yo soy...

     -Muy bien: ahora dígame ¿cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?... Desde aquella noche que... ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Los tres amarrados... Sí... Y la pobre Trinidad... Ella no vio a su hija, así como yo... Pero... ¡quién sabe ahora si Lucinda...! ¿La conocen ustedes? ¡Oh! ¡Es un ángel!..., ¡mi hija!

     Don Marcelino, rendido de fatiga, cayó como un cuerpo muerto sobre su cama.

     -Está aletargado -dijo el padre-. Voy a buscar al médico... ¿Y la cuidadora? ¿Dónde está esa vieja imbécil que lo ha dejado salir?

     -Aquí estoy -contestó una mujer desde un rincón en donde dormitaba con el mate en la mano.

     -Yo cuidaré al enfermo mientras tanto -dijo doña Estrella, al padre-. Vaya su paternidad a buscar al médico.

     Sacó el padre a don Cándido del cuarto; y cuando se disponía a salir a la calle, vio con gran disgusto que entraban el padre Álvarez con Anselmo. No fue menor la rabia de don Melitón al ver a su afortunado rival; y apretando los puños se dirigió a él, diciéndole:

     -¿Con qué derecho se atreve usted a venir aquí?

     -Con el que un hijo tiene de entrar a la casa de su padre...

     -¡Oh!, señor Guzmán -le interrumpió el jesuita-. Siéntese usted Padre Álvarez, bienvenido sea. Aquí tiene asiento su paternidad... Y usted, don Melitón, atienda a estos señores mientras voy a buscar al médico.

     Antes de salir a la calle, el jesuita se acercó a don Melitón y le dijo a media voz:

     -¡Sea usted prudente!

     -¡Estoy en un suplicio! -contestó el viejo.

     -Si usted no sabe conducirse, ¡todo es perdido! ¡El deber!

     -¡Ruegue por mí, padre de mi alma!

     -¡El deber!, ¡el deber! -respondió el fraile, saliendo al trote con el sombrero en una mano y su bastón en la otra.

 

 

 

Capítulo XXVIII

La disputa

 

                                                                 

   "Ahora, ¡voto va!, no hay Tierra Santa;

 

ni escudo, ni blasones, ¡tontería!

 

Ante la heroica edad que se levanta,

 

para que valgan con razón hoy día

 

los hombres, caro Andrés, y al mundo entero

 

den la ley, con soberbia gallardía,

 

dinero es necesario; sí, dinero..."

 

(DAVID CAMPUSANO.)

 

 

     -¿Ha venido la señora?

     -¿Ha visto usted a don Marcelino?

     Tales fueron las preguntas que el padre Álvarez y Anselmo hicieron a don Cándido, sin acordarse para nada del enfermero, don Melitón.

     -Estelita está adentro con mi compadre -contestó don Cándido-. ¡Pobre compadre de mi alma! Lo acabo de ver...

     -¿En su cama?

     -No, aquí en este cuarto...

     -Entonces ¿está en pie?

     -Fue para mí una especie de encanto verlo de pie ahora poco rato aquí. Parecía un esqueleto andante.

     -¡Explíquese usted, por Dios!

     -Me explico... Estábamos aquí hablando sobre la enfermedad... Mi Estela deseaba ver a mi compadre; pero este caballero y el reverendo Hipocreitía se oponían, diciendo que era matar al hombre el obligarlo a ver a mi amigo, y sobre todo a hablar con su hija... Cuando, ¡gran Dios!, se nos aparece ahí en esa puerta, cadavérico, medio desnudo y diciendo con voz hueca... ¿Qué fue lo que dijo? ¿Se acuerda usted, mi don Melitón?

     -Este hombre es un asno -murmuró el señor de Rojas. Y luego dijo en voz alta-: ¡Me voy, quédense ustedes con Dios!

     -¿Se va usted y nos deja solos? ¡Ah! ¿Es ésta la cortesía que se usa en España? -preguntó don Cándido-. No, señor, siéntese usted. Ahora nosotros somos las visitas y usted el dueño de casa, encargado del cuidado de nuestro inmejorable amigo... ¡Sería una inhumanidad irse! y... Eso es -prosiguió, viendo que don Melitón volvía a sentarse-, ocupe usted su asiento... ¡Ah! ¡ya me acuerdo! Mi compadre interrumpió nuestra conversación con estas palabras: "¿Y quién ha dicho que un padre no desea ver a su hija antes de morir?"

     -¡Ah! -exclamó Anselmo-, ¿y cómo decían que él no quería perdonar a su hija?

     El padre Álvarez miró fijamente a don Melitón, cuyos ojitos lanzaban chispas de cólera.

     -Es verdad -dijo éste-, que a pesar de los consejos del reverendo Hipocreitía, nuestro buen amigo estaba resuelto a no perdonar la falta de su hija mientras no la viera entrar por sí misma en el camino del deber; pero...

     -¿Y por qué no dice usted, señor mío, siguiendo los consejos del reverendo, en vez de decir a pesar de eso?

     -¿Qué significan esas palabras?

     -Que su santo amigo ha convertido en un instrumento de su codiciosa ambición al dueño de esta casa.

     -¡Oh! ¡Eso es ya demasiado!

     -Todo Santiago es de la misma opinión.

     -¡Me río de su Santiago! -exclamó con desprecio don Melitón. ¿Cómo se atreve usted a hablar así de un hombre tan evangélico, tan santo, tan cristiano?

     -¡Sí! ¡Se necesita mucho espíritu evangélico para introducir la discordia en una familia! ¿Qué mayor santidad que la de ponerse entre dos esposos, soplando el odio? El evangelio dice: "amaos los unos a los otros"; pero hay hombres evangélicos que dicen: "¡aborreceos los unos a los otros, en nombre de Dios!"

     -¡Jesús! -exclamó don Melitón-, ¡esto no se puede oír! ¡Por la Virgen de Atocha!

     -Sí; yo sé que quienes entienden de cierto modo el evangelio no pueden oír la verdad. Lo primero que hacen es malquistarse con ella y hacerla antipática a la multitud, a quien pretenden dirigir. Quieren convertir al mundo en instrumento, y las más veces ellos son los instrumentos... Pero volvamos a nuestro objeto. ¿Le parece a usted muy grande la santidad de un hombre que trabaja por separar a dos personas que se aman? -preguntó Anselmo.

     -Pero observe usted, joven insensato, ¡que ese hombre es un sacerdote!

     -Sacerdote que convierte en pobre oficio su santa y misión de unir a los hombres, estrechando los vínculos del amor y dando ejemplo de caridad. Porque respeto tanto la misión del sacerdote sobre la tierra es por lo que no puedo mirar a sangre fría a ningún mal sacerdote.

     -¡Qué manera de hablar en esta tierra!

     -Es preciso contentarse con los usos -interrumpió don Cándido riendo-. A la tierra que fueres haz como vieres.

     -Yo deseaba una ocasión para hablar con usted y con su reverendo amigo sobre esta materia -prosiguió Anselmo-. Ahora, dígame usted: ¿Le parece a usted buen modo de evangelizar a un hombre el introducir en su pecho el odio contra sus hijos y contrariar a la naturaleza en lo que tiene de más sagrado?

     -¡Calle usted!

     -¡Que calle!, ¡cuando veo que por intereses mundanos se calumnia a mi padre!

     -¡Su padre! -exclamó don Melitón.

     -¡Cuando veo que se prepara a un hombre para aparecer ante Dios con el corazón ardiendo en el fuego de un odio contra la naturaleza!

     -¡Su padre!, ¡su padre! -murmuraba sordamente el viejo.

     -¡Y que todo esto se haga en nombre de la religión de un Dios que dijo: "¡amaos los unos a los otros!" ¿Por acaso, apegándose a los bienes terrestres es como un sacerdote cumple con su celeste misión? ¡He ahí a lo que ustedes llaman cristiandad!

     -Pues, amigo, no había caído en ello -interrumpió don Cándido-. Tal vez será un bellísimo medio de obligarlo a uno a mirar al cielo, el desposeerlo así o asá de los bienes de la tierra... Por lo demás, no entiendo una jota de lo que ha dicho Anselmo, y no sé a qué viene todo eso.

     -¡Anselmo, hijo mío, cálmate, por Dios! -dijo el padre Álvarez.

     -¡Su padre!, ¡su padre! -decía don Melitón meneando la cabeza.

     -Es el esposo de Lucinda -dijo don Cándido.

     -¡Y con qué atrevimiento habla delante de mí!, ¿no sabe usted quién soy?

     -Un digno amigo del padre Hipocreitía -contestó Anselmo-. Usted no quiso creerme cuando en días pasados fui a convencerlo a su propia casa de que no debía aspirar a la mano de Lucinda.

     -¡Mano que me había ofrecido su propio padre!

     -¿A virtud de qué méritos? -preguntole Anselmo.

     -Mis antecedentes, la nobleza de mi sangre... ¿No sabe usted que soy un español noble de la casa de Sandoval y Rojas que ha dado ministros a España...?

     -¡Ah!, ¡sí! -dijo don Cándido-, ¡ministros, casi reyes! ¡Inquisidores! ¡De todo!, ¡de todo como en botica...!

     -Pero usted que habla de méritos -preguntó colérico don Melitón-, ¿cuáles podría presentar un criollo, sin antecedente alguno, digno de compararse con los míos?

     -En primer lugar -contestó Anselmo con calma-, tengo sobre usted el mérito de ser amado, que, en tratándose de estos negocios, es el mérito principal, con perdón sea dicho, de todos los pergaminos y...

     -¡Eso no más faltaba! ¡Qué usted venga a reírse en mis barbas de una cosa tan sagrada como son los antecedentes de familia!

     -Cosas de estas repúblicas, amigo mío -le interrumpió don Cándido-. Es verdad que en España se estima en mucho eso de los pergaminos...

     -¿Y por acaso aquí...?

     -Aquí se ha arreglado las cosas de otro modo. No hay más antecedentes que la plata.

     -¡Válgame la Virgen del Pilar! -exclamó don Melitón.

     -No se admire, hombre de Dios -interrumpió don Cándido-, y convénzase de que la riqueza vale más que un apellido ilustre. Es cosa que nosotros hemos descubierto.

     -Y aun cuando así fuese -dijo don Melitón dirigiéndose a Anselmo-, ¿podría usted alegar ese mérito de la riqueza?

     -No, señor -respondió el joven-; pero tengo el de amar...

     -¡Vaya con los méritos! -exclamó don Melitón fuera de sí-. ¡Ser amado! ¡Amar!

     -Ya le digo, que en tratándose de matrimonio...

     -Cosas de esta tierra -interrumpió riendo don Cándido-. Aquí se usa así, porque como no estamos en España... No se enoje usted, amigo mío, -prosiguió, golpeando el hombro de don Melitón que se revolvía en su silla-; no se enoje usted, y siga el proverbio de: a la tierra que fueres, haz lo que vieres. Así lo enseña la filosofía, y usted es un latino excelente para no comprender que en los asuntos de matrimonio es preciso que lo quieran a uno para... Ya usted me entiende... Así lo han dispuesto las mujeres en estas Américas.

     -Entonces, ¿aquí se tiene en nada la voluntad del padre de una niña? -preguntó don Melitón poniéndose de pie.

     -¡Oh! -exclamó don Cándido, casi arrepentido de lo que había dicho-. La autoridad paterna es una cosa sagrada; y yo que también soy padre, quiero decir, que no he tenido hijos porque Estelita... Pero... ¿qué es lo que digo? ¡Ah!, por fortuna ella no me oye... ¡La autoridad paterna! ¡Yo estoy por ella!

     -Pero la voluntad del padre favorece mis derechos -exclamó fuera de sí, don Melitón-. El compromiso de don Marcelino es serio: la muchacha no ha cumplido aún su menor edad para que se haya atrevido a amar sin consultar a su padre; ese matrimonio es nulo; y juro a usted que yo sabré hacer respetar mi derecho, si es que en este país hay leyes justas y razonables.

     -Todavía no -le contestó Anselmo-, porque estamos bajo la férula de las leyes españolas; pero un tiempo vendrá en que leyes dictadas por la naturaleza y la humanidad, suplanten ese inmundo fárrago. En cuanto al derecho -prosiguió, dirigiéndose a don Melitón, que lo miraba con ojos espantados-, en cuanto al derecho, bien sabe usted cuánto hemos peleado por verlo imperar en estas regiones.

     -¡Regiones de demonios! -murmuró don Melitón, paseándose agitadamente por el cuarto-. ¡Ustedes verán si ese matrimonio no se anula! El mismo señor Obispo me ha prometido...

     -Permítame usted, señor, que le diga -le interrumpió el padre Álvarez- que ese matrimonio es legal y verdadero... Yo mismo he sido quien los ha casado.

     -Veremos -dijo don Melitón-, veremos si usted ha tenido la autoridad suficiente para casarlos.

     -Vea usted que es padre Álvarez -le interrumpió al oído don Cándido.

     -¡Qué me importa a mí el padre Álvarez! -respondió con nueva cólera el viejo.

     -Un sacerdote que...

     -Sacerdote que no sabe su obligación...

     -¿Y usted era -le interrumpió fray Prudencio- el que ahora poco le echaba en cara a Anselmo su atrevimiento por hablar de los sacerdotes?

     -¡Vaya! -dijo don Melitón-. ¡Qué tierras éstas! ¡No conocer la diferencia que hay entre un sacerdote español y un fraile criollo! Lo que a mí me admira -prosiguió- es que llevando usted sobre sus hombros el santo hábito del Seráfico Padre, se haya extraviado hasta el estremo de predicar el error, como sé que lo ha hecho, poniéndose de parte de los pipiolos.

     -¡Señor! -interrumpió con gravedad fray Prudencio-, ¡basta de locuras!

     -¿Qué dice usted?

     -¡Que no permitiré jamás a nadie que aje mi dignidad con insultos groseros!

     -Mire, amigo mío, que es el reverendo Álvarez -repitió don Cándido a don Melitón.

     -¡Digno hijo de San Francisco! -exclamó don Melitón, riendo de rabia-. Jamás he visto un hábito más bien puesto: ¡basta la humildad con que habla el frailecito! ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

     -¿Y cree usted -le contestó el padre- que yo he cargado este hábito para envilecer mi naturaleza de hombre?

     -¡Qué virtud la de estos sacerdotes!

     -¿Le parece a usted que la virtud consiste en aceptar ideas erróneas, en proteger las preocupaciones y en servir de estorbo a la marcha de una sociedad?

     -Pero ¡qué ideas, Dios mío!

     -No es éste el sitio, señor, para ponerme a disputar con usted sobre esta materia; pero le diré, cumpliendo con mi misión de sacerdote (cual es la de ilustrar a sus hermanos cada vez que la ocasión se presente), que la humildad no consiste en el envilecimiento; que la fe no debe estar basada en la ignorancia; y que la virtud ha de ir acompañada de la conciencia de sí misma, de la ilustración en la verdad para que produzca en un país los buenos frutos que los amigos de la libertad desean.

     -¡Los amigos de la libertad! Al oír esas orgullosas ideas en un siervo de nuestro padre San Francisco, no extrañaré ya más que estos reinos estén plagados de revoltosos, trastornadores del orden establecido desde siglos ha por el poder de Dios mismo.

     -No profane usted ese Santo nombre -le interrumpió el padre-, ni llame revoltosos a los que han luchado contra la tiranía para cimentar el derecho en su propia patria. El trastorno no es un mal por sólo el hecho de ser trastorno, pues para establecer el bien, se ha menester derrocar el mal. La sangre que se derrame caerá sólo sobre la cabeza de los que se opusieron al desarrollo de la verdad. ¿Qué hizo Cristo sino trastornar las sociedades romanas cuyos vicios habían prendido como un cáncer por todo el mundo? He ahí al gran Trastornador, cuyo ejemplo debemos imitar.

     -¿Y su misión de paz y de caridad cristiana -le preguntó don Melitón- le manda a su paternidad gritar: ¡guerra!, ¡guerra! ¡Fuego!, ¡fuego!?

     -Sí -contestó el padre con ojos más animados-. Mientras conserve un átomo de vida, cumpliré con mi deber gritando: ¡guerra!, ¡fuego!; pero no contra los hombres, sino contra el vicio y el error. Gritaré siempre: guerra contra los absurdos sistemas, contra todo orden de cosas que sea contrario a la naturaleza y que desfigure la obra de Dios. He aquí -prosiguió fray Prudencio-, lo que han hecho estos que ustedes llaman revoltosos. Han conquistado su independencia política desterrando un poder injusto...

     -¡El del rey nuestro señor!

     -Será señor de usted, pero no de los americanos -contestó Anselmo.

     -La independencia política nos llevará a la social -dijo el padre- cuando nos deshagamos de las preocupaciones que atan nuestro espíritu, y de aquí a la independencia religiosa no hay más que un paso...

     -¡Independencia religiosa! ¡Inaudita herejía dicha por un fraile! ¡Y que esto se tolere! Entonces ¿piensan estas Américas deshacerse de la autoridad del Pontífice romano y meterse de rondón en el protestantismo?

     -No me entiende usted, y juzga enseguida con demasiada prontitud...

     -¡Bueno para juez! -exclamó don Cándido-. Acortaría los pleitos en los cuales es tan necesaria la prontitud. Dígalo yo, que hace ya tres años que estoy peleando sobre el callejón entre mi casa y la de mi vecino, por cuya tenacidad se me ha humedecido mi dormitorio. ¡Sí!, el pleito lo ganaré al fin, según dice mi sabio abogado; pero ello será cuando yo haya muerto de reumatismo.

 

 

 

Capítulo XXIX

El enfermo

 

                                                                      

   "¿Qué importa la riqueza,

la pompa y la grandeza,

mísera escoria que el orgullo viste,

cuando nada resiste

de airada muerte la fatal herida?"

 

 (ROSENDO CARRASCO.)

 

     En esos momentos entraba el jesuita trayendo de la mano al doctor Matatías.

     Hizo el doctor una venia a los que se hallaban en el corredor de la casa, mientras el jesuita decía a don Melitón:

     -¿Qué tiene usted, amigo? ¿Qué significa esa cara avinagrada?

     -¡Me voy, me voy de este maldito país! -contestó el señor de Sandoval con reconcentrada cólera.

     -Bueno. Pero antes de irse es necesario cumplir con su deber...

     -¡A España, a España! -interrumpió don Melitón-. Un hombre de mis principios, de mi temple, de mis antecedentes no puede vivir entre estos malditos criollos...

     -¿Está usted loco, hombre de Dios? Venga usted acá, que hay todavía tiempo de pensar en ese viaje.

     -¡Decirme incrédulo, impío y ateo en mis propias barbas!... No, no: a España, a España...

     -Tenernos dos locos en vez de uno -murmuró el jesuita, dejando a don Melitón para seguir al médico que se dirigía al cuarto del enfermo.

     -Esperemos -dijo el padre Álvarez a Anselmo- el resultado de la visita: el doctor Matatías nos dirá después si hay o no inconveniente para que yo hable con don Marcelino.

     Don Cándido no hizo esta reflexión sino que, siguiendo al médico, entró tras de él en el cuarto del paciente.

     -¿Cómo está el enfermo? -preguntó el médico, tosiendo doctoralmente.

     -¡Gracias a Dios que ya está usted aquí, doctor! -exclamó doña Estrella, quien con otras mujeres se hallaba ocupada en confeccionar algunas bebidas caseras-. ¡Gracias a Dios!

     -¡Deo Gratias! -contestó como un eco don Cándido entrando en aquel momento.

     -Hace más de media hora que duerme y no ha sido posible despertarlo -dijo doña Estrella.

     -Y ¿para qué despertarlo? -la interrumpió el doctor medio enfadado-. El sueño es una reparación necesaria.

     -¡Ah! sí -interrumpió don Cándido-, ¡muy necesaria!

     El doctor miró de una manera particular a don Cándido, a quien no conocía, y prosiguió preguntando a doña Estrella sobre el estado del enfermo mientras tenía en la mano el brazo de don Marcelino, cuyo pulso examinaba atentamente.

     -Hemos querido despertarlo -dijo doña Estrella-, porque ha tenido un sueño tan intranquilo que daba lástima. ¿Qué cree usted de esta pesadez de sueño?

     -Esto significa que aún no ha acabado de dormir -contestó gravemente el doctor.

     -Pero es que se ha llevado hablando palabras desacordes. Ha llamado a sus amigos, a su hija...

     -¡Oh, las manías no duermen! -interrumpió el doctor-. Aunque el pulso indica una completa paralización en los miembros del cuerpo...

     -¿En los miembros del cuerpo? -observó don Cándido, sin echar de ver la acre mirada que le volvió a lanzar el médico.

     -No obstante -prosiguió éste-, los espíritus vitales, desalojados de todo el sistema inferior, se han elevado a las regiones del cerebro, y combinando su acción con la somnolencia general, que en casos como éste envuelve todo el sistema nervioso, produce esas imágenes en la medio aletargada memoria de la persona dormida, esto es, del sujeto a medio dormir, o más bien dicho, del ser que se halla atacado del dormir imperfecto. Este casi dormir, según la famosa teoría de Platón...

     -¡Por Dios! -interrumpió doña Estrella con su acostumbrada vivacidad-, ¡deje usted en paz, doctor, al pobre Platón y vea lo que conviene hacer con el enfermo!

     -Tiene razón Estelita -agregó don Cándido mirando al doctor-. ¡Mire usted cómo mi compadre se revuelve en la cama!

     En efecto, don Marcelino se volvía de un lado a otro y movía los brazos como queriendo arrojar lejos de sí las ropas de la cama, pero las fuerzas no le ayudaban. El médico tomó entonces un frasquito de álcali, y lo aplicó a las narices del enfermo. Éste abrió los ojos; quiso incorporarse en la cama, pero volvió a caer desfallecido sobre la almohada.

     -¡Oh!, ¡qué cosa tan horrible! -exclamó entre dientes-. ¡Qué terrible cosa es sentir las ansias de la muerte cuando uno quisiera tener vida para...! ¡Dios mío! ¿Por qué no mueren los deseos mundanos y las vanas esperanzas antes que nuestros cuerpos? ¡Sí!... Éste es Satanás que me persigue hasta el borde de la sepultura... ¡Ave María!... ¡Lejos de mí, espíritu maligno!... ¡Señor, Dios mío!, yo pequé... ¡Tened misericordia de mí! -don Marcelino calló, pero sus labios se movían como si rezara. Después de un corto rato empezó a balbucear-: ¿Y para esto he juntado riquezas?... Sí, riquezas que hoy de nada me sirven... Aunque hubiera conseguido ser un grande de España... ¿de qué me aprovecharía hoy?... ¡Oh!, ¡no!, ¡no! Yo quiero salvarme... ¡Vade retro Satanás! Yo quiero salvarme... ¡Perdóname, esposa mía!... ¡Pobre Trinidad!... ¿Ha muerto mi hija?

     -¡No, compadre! -le contestó doña Estrella acercándose-. Lucinda vive y lo ama a usted como siempre... Está en mi casa, y cada día son mayores sus deseos de verlo... ¡Oh!, ¡voy a buscarla!

     Diciendo esto, la señora se echó sobre los hombros su pañuelo y salió sin atender a las palabras del reverendo padre que, siguiéndola, le decía:

     -¡Señora, mire usted lo que hace! ¡La vista de la niña puede ser fatal a nuestro pobre amigo!

     -¿Se puede entrar? -preguntó el padre Álvarez a doña Estrella.

     -¡Sí! -contestó ésta sin detenerse-. ¡Pobre hombre! ¡Es preciso que muera sin ese peso que parece afligirlo!

     Anselmo siguió a doña Estrella; y mientras tanto, fray Prudencio se dirigía al cuarto del enfermo, en donde entró a pesar de las observaciones del jesuita. Don Marcelino había despertado completamente y no cesaba de hablar mientras las enfermeras que lo asistían, cumpliendo con las prescripciones del doctor, se empedaban en envolverle las piernas con bayetas calientes, aplicándole ladrillos ardiendo a las plantas de los pies.

     -Es estraño lo que me pasa ahora -decía con voz entera-. Nunca había visto tantas personas en mi cuarto... ¿Es usted, compadre Cándido?

     -Sí -contestó éste-, ¡yo soy, compadre!

     -¿Quién es usted, padre? -preguntó, dirigiéndose a fray Prudencio.

     -Fray Prudencio Álvarez, su amigo -contestó éste-, su amigo que viene a visitarlo.

     -¡Ah!, el confesor de la... ¡pobre Trinidad! ¿Me habrá perdonado, padre?

     -Sí, amigo mío -contestó fray Prudencio-. ¡Deseche usted esas ideas!

     -¡Es que la engañé muchas veces...! Padre Hipocreitía -prosiguió-, ¿se acuerda cuando le fingíamos cartas de Lucinda?...

     -Está atacado de su manía -dijo el jesuita-. Sería bueno despejar el cuarto.

     -¡Y la pobre Trinidad lloraba y me pedía por favor ver a su hija!, ¡nuestra hija Lucinda! ¿Dónde está?... ¡Pero el padre no quería! Es cierto que no era conciencia dejar que ese mozo hereje se casase con mi hija... ¡No!, ¡no!, ¡no quiero que se case! -gritó de repente, volviendo a quedar exánime.

     -Doctor -dijo el padre Hipocreitía-, ¿por qué no manda evacuar el cuarto?

     -¿Y don Melitón?... ¿Dónde está que no lo veo? -preguntó el enfermo.

     -Aquí estoy, señor -contestó don Melitón.

     -¡Ah! -exclamó el enfermo-. ¡Qué jugarreta tan pesada nos hizo ese maldito muchacho!

     -Señor -le interrumpió el padre Álvarez-, vuelva en sí; tranquilícese; prepárese a recibir a su hija.

     -¿Dónde está Lucinda?

     -Luego llegará.

     -¡Pero no alcanzaré a verla porque me siento morir! -contestó don Marcelino con voz desfallecida.

     Enseguida empezó a hablar palabras inconexas y sin sentido. A veces parecía dominado por la cólera, otras por el arrepentimiento, y las más, por cierto dolor vago que parecía haberse posesionado de todo su ser. Se quejaba, suspiraba, se reía, y pronto volvía a quedar exánime. En uno de estos paroxismos, dijo el médico que ya no había esperanza. En efecto, la parálisis que con levantarse de la cama había adquirido poco antes, le había cogido hasta el tronco del cuerpo. Por último, habiendo permanecido aletargado durante unos veinte minutos, despertó; y con voz reposada aunque balbuciente, dijo:

     -Padre Álvarez: necesito quedar solo con su paternidad.

     -Aquí me tiene usted, amigo mío -contestó el padre, sentándose a la cabecera mientras los demás salían del cuarto.

     -¡Deme la mano, padre mío! ¡Ayúdeme su paternidad a salvarme! He sido un gran pecador... Pero, ¡Dios mío! ¡He sufrido tanto!, ¡tanto! -dijo el pobre viejo con voz apenas inteligible.

     Fray Prudencio se apresuró a cumplir con su caritativo ministerio. Entre tanto las salas exteriores se iban llenando de gente; especialmente de señoras, que, sabiendo por doña Estrella que ya se podía ver al enfermo, venían, atraídas unas por el deseo de ser útil, y otras por la curiosidad. Entre los recién llegados estaba el siempre visible Gacetilla, quien, no contento con poner de manifiesto su persona, andaba preguntando aquí, allá y más allá, las más pequeñas circunstancias como si se tratara de un amigo íntimo. Todos iban y venían; todos hablaban a un tiempo formando la más irrespetuosa algarabía y convirtiendo en un pandemonium aquella mansión en donde poco antes reinaba la tranquilidad.

     -¿Se habrá confesado? -preguntaba una.

     -¿Qué médico lo asiste? -demandaba otra.

     -Ya no es tiempo de médico ahora -decía una tercera.

     -¡Sí!, ¡su salvación antes que todo! ¡El confesor!, ¡el confesor!

     -¡Si se está confesando, niña!

     -¿Y su testamento?

     -Debe haberlo hecho ya.

     -Dicen que no ha tenido tiempo.

     -No es posible.

     -¿Y por qué no?

     -¡Morir intestado!

     -Hay a veces mucho descuido en esto, ¡niña de mi alma!

     -No importa: en componiéndose con Dios, lo demás es nada.

     -Es cierto.

     -Pero no está de más dejar arreglados sus negocios en este mundo -dijo don Catalino.

     -Tiene razón el señor: esto de morir intestado un hombre es para que quede un semillero de pleitos.

     -Yo lo sé eso por experiencia, niña. Todavía están siguiendo los juicios de la testamentaría de mi finado.

     -¡No, no! En cuanto a eso, yo le he dicho a mi marido: ¡hijo, el testamento es lo primero!

     -Sí, pues nadie tiene la vida comprada.

     -Pero como los hombres son tan incrédulos, les parece que nunca se han de morir; y cuando uno menos lo piensa... ¡cae al hoyo!

     En aquel instante fray Prudencio llamó al doctor.

     -¡Se muere!, ¡se muere! -exclamaron muchas voces.

     A tiempo que el doctor entraba en el cuarto del moribundo, Lucinda llegaba a la casa acompañada de Anselmo y de doña Estrella.

     -¿Cómo está el enfermo? -preguntaron algunas señoras al padre Álvarez.

     -¡Encomiéndenlo a Dios! -contestó éste.

     -¡Jesús!, ¡pobre niña! -exclamaron las señoras, viendo entrar a Lucinda.

     Ésta conoció su desgracia en los semblantes de los concurrentes, y corrió llorando al cuarto de su padre. No es posible decir si éste alcanzó a oír los sollozos de su hija que lo abrazaba anegada en llanto. Pronto tuvieron que sacar de allí a Lucinda desmayada, y llevarla a otro cuarto para suministrarle los socorros necesarios.

     -¡He aquí su obra! padre Hipocreitía -dijo fray Prudencio al jesuita, quien se retiró sin dar muestra de haber oído una palabra.

     -¡Está muerto! -dijo el médico saliendo de la casa-. Me voy.

     -Hace bien el doctor en irse -dijo Gacetilla-. Desde que está muerto el enfermo, su misión está cumplida. ¡Buen viaje!

 

 

 

Capítulo XXX

El testamento

 

                                                                                    

   "Cual ángel en el cielo, a Dios saluda:

 

que ahora con la muerte,

 

su espíritu escapó del anatema

 

de la materia inerte,

 

y en la mansión suprema;

 

luce en su sien de arcángel la diadema."

 

     (B. CARABANTES.)

 

 

     Idos que fueron muchos de los concurrentes, y no quedando sino los amigos más íntimos en la casa mortuoria, empezose a tratar más seriamente la importante cuestión de si el difunto habría hecho o no su testamento. A todas estas demostraciones de interés; a todas estas razones, dudas, cavilaciones y preguntas, respondió el padre Hipocreitía diciendo:

     -Ya ven ustedes, señores míos, que nuestro inolvidable amigo ha muerto como un verdadero cristiano... Si su vida ejemplar ha sido envidiable, no es menos digna de envidiar su muerte. ¿Cómo un hombre tan honrado, piadoso y timorato, cual lo fue don Marcelino, había de haber descuidado sus sagradas obligaciones? Les aseguro, bajo mi palabra, que ha hecho su testamento como un verdadero cristiano: y creo -añadió, enterneciéndose a medida que hablaba-, creo en mi conciencia, que sus últimas disposiciones pondrán de manifiesto ante todo el mundo, no sólo la piedad sino también la generosidad y espíritu evangélico que animaba la bella alma de nuestro buen amigo, ¡a quien Dios habrá dado ya su galardón!

     -El testamento debe ser corto -dijo a esta sazón Gacetilla que en todo se había de meter-. Sí, debe ser de dos o tres ítemes... No tiene más que un heredero y esto acorta los testamentos.

     -En cuanto a eso -contestó el padre mirando de reojo a don Catalino-, bien poco sé, porque no me agrada mucho averiguar vidas ajenas, mayormente en lo que toca a intereses... Sólo sé que don Marcelino ha dejado una gran parte de su caudal para beneficio de su alma, según me lo ha asegurado don Melitón de Rojas, a quien, como uno de sus más queridos parientes, ha dejado de albacea nuestro don Marcelino.

     -¿Pariente? -dijo don Catalino-. Yo no sé cómo podrá ser eso, cuando el mismo don Melitón me ha asegurado bajo su palabra que no había venido a estas Américas ninguna persona de su noble familia.

     -A eso podría contestar don Melitón, si estuviese aquí -dijo el padre suspirando-. No tengo mi ánimo para pensar en familias y parentescos.

     -¿Y dónde se halla el señor albacea? -preguntó don Catalino, recalcando la voz en la palabra albacea.

     -Fue a buscar al escribano, don Tragalón Uñeta, en cuyo poder está el testamento para que dicho señor lo lea en público hoy mismo.

     -¿Por qué?

     -Porque tal es la voluntad del testador -respondió el jesuita-. Varias veces le oí yo mismo que decía a don Melitón: "amigo mío, no quiero que nadie sepa mi última voluntad mientras yo viva; pero en cuanto cierre los ojos, le encargo que haga leer por el escribano mi testamento delante de todas las personas que quieran oírlo."

     -Cosas de don Marcelino -refunfuñó Gacetilla sonriendo-. Era así el hombre tan... ¡Pobrecito! -agregó medio arrepentido-, ¡no te ofendan mis palabras...! ¡Dios lo tenga en la gloria!...

     -Amén -contestó el jesuita.

     El testamento de una persona rica es cosa que todos quieren oír leer, desde los herederos beneficiados hasta los que no tienen la más mínima esperanza de ser legatarios. Este placer se parece mucho al que reciben ciertos individuos con tocar o ver contar el dinero ajeno. Así fue, que muchos de los circunstantes se quedaron hasta apurar las últimas peripecias de aquellas lúgubres escenas.

     Un cuarto de hora después, llegó don Melitón con el honorable don Tragalón Uñeta, antiguo escribano de corte en tiempo de Fernando VII, y que se había pasado al servicio de la república sin dejar sus costumbres del tiempo del coloniaje, como muchos otros.

     -Señores -dijo el escribano, sentándose junto a una mesa en torno de la cual se había allegado una multitud de curiosos-, voy a leer la postrimera voluntad del señor don Marcelino de Rojas, en cumplimiento del solemne encargo que me hizo cuando vivía...

     -Claro es -dijo Gacetilla- que debió hablarle en vida, porque después de muerto...

     -¡Chitt!, ¡callen! -dijeron algunos.

     -"En el nombre de Dios -leyó el escribano-, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ¡tres personas distintas y un solo Dios verdadero!... Sepan todos cuantos vieren esta carta de mi última voluntad, como yo, don Marcelino de Rojas...

     -Hay gentes que ni al morir dejan el don -murmuró Gacetilla-. ¡Pobrecito!... ¡Dios lo haya perdonado!

     -"Don Marcelino de Rojas -prosiguió el escribano-, natural de esta ciudad de Santiago de Nuestra Señora del Socorro y capital de este reino de Chile..."

     -Se le olvidó a don Tragalón que estamos en república -interrumpió don Catalino.

     -Es verdad -dijeron otros.

     -¿Qué importa que diga reino o república? -preguntó una vieja-. ¡Siga no más, señor Uñeta, que todo eso está muy cristiano!

     -"Hallándome, por la gracia de Dios, en mi entero y cabal juicio..."

     -¿No decían que estaba loco? -volvió a interrumpir don Catalino.

     -¡Qué trabajo! -exclamó el escribano-. Con estas interrupciones no acabamos nunca. Cuando se hizo el testamento estaba en su juicio cabal, y bastaba que yo lo afirmara, yo, el escribano, para que se tuviera por cierto. ¡Soy el escribano público!

     -No es nada: siga, señor.

     El escribano prosiguió leyendo, y en breve llegó a lo siguiente:

     -"Primeramente, lego y mando mi cuerpo a la tierra de que fue formado, etc."

     -Cuando yo me muera -dijo Gacetilla-, no he de legar mi cuerpo a la tierra: ¡veremos qué hacen con él los vivos!

     -"En segundo lugar -prosiguió don Tragalón-, doy y encomiendo mi alma a Dios que la redimió, etc."

     -¡Buena cosa! Primer legatario, la tierra; ¡segundo, Dios! Yo me espero a otros ítemes -volvió a interrumpir el incansable don Catalino-. ¡Pobrecito!... ¡Dios lo haya perdonado!...

     El escribano había leído ya un buen trozo, cuando Gacetilla volvía a seguir escuchando.

     -"Ítem. -Declaro por universal heredera a mi hija doña Lucinda de Rojas, a condición de que no verifique su matrimonio con Anselmo Guzmán; pero en caso de que, despreciando las razones antedichas, se casare con él, la dicha mi hija sólo será dueña, por esta mi última voluntad, de aquella parte de mi hacienda que estrictamente le corresponde por la ley. Declárelo así para que conste..."

     Todos se miraron las caras sin pronunciar una palabra. El escribano prosiguió:

     -"Ítem. -En caso de verificarse el matrimonio antedicho, mi albacea, el ante nombrado señor don Melitón Sandoval y Rojas, etc. dispondrá de toda aquella parte de mis bienes de que por la ley esté yo autorizado a legar especialmente bajo la siguiente forma y manera: se hará de ellos cuatro partes iguales. La primera se empleará en misas a beneficio de mi alma, y bajo la dirección de mi amigo y confesor, el reverendo padre Hipocreitía. La segunda, la empleará mi albacea en la construcción de una casa para un colegio religioso, o seminario particular, con el fin de educar a aquellos jóvenes pobres que quisiesen seguir la carrera eclesiástica. Nombro de patronos de este establecimiento a mi albacea y a mi antedicho confesor, pudiendo ellos encargar su dirección a las personas que crean más idóneas y capaces. Con la tercera parte, se fundará una capellanía de legos a favor de mi albacea, mientras viviera, quedando después de sus días a favor del director del establecimiento antedicho. Por último, la cuarta parte se repartirá como limosna entre clérigos pobres, a juicio de mi confesor. Declárolo así para que conste..."

     Dejose oír entre los circunstantes un murmullo que no era posible distinguir si era de aprobación o reprobación.

     "Ítem... -prosiguió el escribano.

     -No siga usted -le interrumpió el padre Álvarez-, señor Uñeta, ese testamento es nulo...

     -¡Reverendo padre! -contestó don Tragalón-. ¿Cómo ha de ser nulo, cuando está en regla, firmado por los testigos de la ley, y además autorizado por mí?

     -¿Nulo? -preguntó temblando de coraje don Melitón.

     -Aquí tengo yo un documento que lo anula -contestó fray Prudencio, sacando un papel de la capilla de su hábito.

     -¿Qué documento es ése?

     El padre leyó en alta voz:

     -"En el último trance de la muerte; pero en mi cabal y entero juicio, por la gracia de Dios, ante cuya presencia voy a comparecer, declaro por único y universal heredero de todos mis bienes, y sin condición alguna, a mi hija doña Lucinda de Rojas, a quien nombro mi albacea testamentario. En consecuencia, será de ningún valor todo otro testamento o codicilio de fecha anterior a la presente que apareciese con mi firma. Lo declaro así para que conste, hoy veinte de enero de 1830, ante los testigos abajo firmados, doctor Matatías y don Cándido de la Rueda. -Marcelino de Rojas; testigo, Dr. Matatías; testigo, Cándido de la Rueda.

     -Pues este testamento me gusta más: es más corto -dijo Gacetilla, mientras los demás daban muestras de atenerse unos al primer testamento, y otros al codicilio.

     -Y ¿qué escribano ha autorizado ese papel? -preguntó Uñeta.

     -Ninguno.

     -Ustedes han hecho firmar al pobre loco lo que han querido -interrumpió don Melitón.

     -No entraremos en disputas inútiles -contestó fray Prudencio-. Los tribunales decidirán.

     -Nos atendremos a ellos -dijo el jesuita-. Se verá de parte de quién está la justicia.

     Enseguida se retiraron todos, quedando solamente en la casa mortuoria las personas necesarias para prestar los últimos servicios al cadáver de don Marcelino.

     En cuanto a Lucinda, fue llevada por doña Estrella a su casa con el fin de seguirle suministrando aquellos tiernos consuelos que sus tristes circunstancias requerían.

 

Capítulo XXXI

Traición sobre traición

 

                                                        

   "Del todo ciego, y confiando en la buena fe de sus falsos amigos, el general Freire se entregó de esta manera, sin defensa, a las maquinaciones indignas de los que sólo querían anularlo y quitarlo del medio para que no fuese un obstáculo a sus planes traditorios."

 

 (F. ERRÁZURIZ, Chile bajo el imperio de la Constitución de 1828, cap. VI, X.)

 

 

     Después de todo, don Cándido estaba gozosísimo viendo el color que habían tomado los asuntos de su ahijada, porque el pobre hombre miraba muy en poco el dolor que ésta sufría por la muerte de su padre, y sólo se acordaba de verla casada y poseedora de una rica herencia. Él mismo se daba el parabién de haber sido (como decía a sus amigos) el autor principal del matrimonio de los jóvenes, y creía de buena fe, que, a faltar su poderosísimo apoyo, no se habrían vencido jamás los inconvenientes a tal unión. A don Cándido le pasaba igual cosa todos los días, y no se verificaba ningún hecho importante a su alrededor, sin que él creyese que el buen éxito era debido a las influencias de su personalidad y de sus relaciones.

     -Al fin ya hemos conseguido su unión -decía a su mujer-, ahora nos resta, Estelita, hacer que el testamento del escribano Uñeta no tenga efecto. He hablado con el padre Álvarez sobre el particular.

     -Me han dicho que don Melitón está resuelto a echarse sobre todo y a sostener el juicio -dijo la señora-. ¡Pobre Lucinda!

     -No te dé cuidado, hijita; mi ahijada ganará la partida: haremos valer nuestras influencias. Yo tengo amigos en las dos Cortes de justicia... Amigos de pro, ¿entiendes?

     Pero la satisfacción de don Cándido no era completa. Si bien es cierto que le interesaba la suerte de su ahijada, no podía dejar de mirar con cierta distancia a Anselmo. Además, los últimos acontecimientos políticos le hacían mirar como peligrosas sus relaciones con el joven, y don Cándido era un hombre demasiado prudente para exponerse a pasar por enemigo del gobierno, cultivando la amistad de un mozo mirado entre ojos por las autoridades.

     Extraños parecerán al lector los temores de don Cándido, pues, ¿qué podía temer Anselmo de parte de las autoridades siendo jefe de la Junta de gobierno, el mismo general Freire, su protector?

     Sin embargo, los temores del señor de la Rueda eran fundados. Para explicar su embarazosa situación, permítasenos volver algunos días atrás.

     Dos días después de la batalla de Ochagavía, es decir, el dieciséis de diciembre, se firmó por los dos partidos un tratado de paz, en el cual se estipulaba, entre otras cosas: "que Prieto y Lastra dejarían el mando de sus respectivas divisiones; que se pondría todo el ejército bajo las órdenes del general Freire; que habría completa amnistía por una y otra parte; y que se nombraría una Junta provisoria de gobierno, bajo la dirección del general Freire." La Junta se instaló, compuesta de los señores don José Tomás Ovalle, don Isidoro Errázuriz y don José María Guzmán, teniendo por secretario a nuestro conocido, el presbítero Franco, quien, ayudado por el padre Hipocreitía, había llegado al fin a poner los pies dentro de los umbrales del gobierno, objeto único de las aspiraciones de aquel ambicioso clérigo.

     El carácter y los principios de los miembros de esta Junta halagaban las codiciosas esperanzas de los reaccionarios; mientras los liberales, por su parte, lo esperaban todo de Freire, puesto a la cabeza del ejército.

     Veinticuatro horas después de firmados los tratados, el general Lastra les dio cumplimiento, en la parte que le tocaba, poniendo en manos de Freire las fuerzas de su mando. La honradez de este viejo soldado de la patria contrastaba notablemente con la descarada deslealtad de Prieto, quien defirió el cumplimiento de su deber. Mientras tanto, los reaccionarios estudiaban las intenciones de Freire; y viendo que este general estaba dispuesto a defender la Constitución, formaron el plan de debilitar sus fuerzas, haciendo al mismo tiempo que Prieto conservase las suyas. Incapaz el general Freire de sospechar ocultas miras en las operaciones de la Junta de gobierno, se dejó gobernar por ella; y creyendo que nada había que temer de parte de los revolucionarios, dispersó las tropas constitucionales que guarnecían a la capital, enviándolas a diversos puntos de las provincias. La Junta, entonces, empezó a tomar activas medidas para dar el golpe de mano que los pelucones tenían premeditado.

     El 25 de diciembre destituyó en masa al cabildo de Santiago, nombrando en su lugar otro, compuesto de sus partidarios; y diez días después, decretó la destitución de todos aquellos jueces letrados de las provincias que podían ser contrarios a sus proyectos. Con dichas operaciones, la Junta infringía abiertamente la Constitución que estaba obligada a defender.

     No sólo fue esto: la Junta provisoria se atrevió aún a ordenar al general de las fuerzas constitucionales que separase de sus destinos en el ejército a algunos de sus subalternos. Freire abrió por fin los ojos; pero ya era tarde. El 17 de enero de 1830 ofició a Prieto, demandando el cumplimiento de los tratados, a lo cual se negó redondamente el general revolucionario, y puso en movimiento sus tropas para entrar en la indefensa capital. El golpe estaba dado: principió por una traición y concluyó por otra. Dos días después, la Junta de gobierno deponía a Freire, y nombraba en su lugar al general Prieto. La noticia corrió por toda la república, y dispuso los ánimos a la guerra civil, comenzada por el partido reaccionario para posesionarse del mando, y alimentada en lo sucesivo por su mal sistema de gobierno, cuya base fundamental fue siempre la persecución de todo hombre que abrigase ideas liberales. Fueron dados de baja, no sólo los principales jefes del partido republicano, entre los cuales se veía viejos soldados de la independencia (cuyas virtudes y cuyos laureles no supieron ni apreciar ni respetar los enemigos de la libertad), sino también algunos subalternos, víctimas de su leal amor a la república.

     Huyendo de las venganzas de aquellos que poco antes lo llamaran su amigo, salió el general Freire de Santiago el 18 de enero, y se dirigió a Valparaíso con el fin de reunir allí las tropas fieles a la Constitución. Bien pronto estuvieron bajo las órdenes de su antiguo jefe, el Chacabuco, el Concepción y el Pudeto; y una semana después, zarpaba de aquel puerto la pequeña expedición con rumbo al norte, valiéndose para ello de los buques de la escuadra, anclados en la bahía, y llevándose consigo todos los pertrechos de guerra que pudieron embarcar. La lucha, pues, no había concluido, y debía aún derramarse más lágrimas y más sangre.

     Entre los dados de baja estaba también Anselmo, cuya decisión por el partido constitucional era tan conocida. Aún más: se susurraba de que el gobierno tenía muy serios informes en contra del joven, razón por la cual le aconsejaban sus amigos a éste que huyese prontamente de la capital. Pero el joven, hallándose bajo el imperio de las circunstancias narradas en los capítulos anteriores, no podía resolverse a abandonar a su esposa, ni a dejar sus intereses a merced de sus ávidos enemigos.

     Don Cándido era uno de los más interesados en que Anselmo dejase a Santiago, pues no podía permanecer tranquilo mientras frecuentase su casa un individuo sospechoso al gobierno, y más todavía, protegido por el desgraciado general Freire. Desde que éste asumió el mando del ejército, el señor de la Rueda fue el primero en manifestar ardientemente su adhesión al popular jefe, llevando su amor al partido constitucional hasta el estremo de predicar la persecución, sin cuartel, contra los enemigos de las cautas instituciones, como él decía. Sin duda quería hacerse perdonar todo lo que antes hubiera hablado a favor de los reaccionarios, pues no cesaba de pregonar el apoyo que él había prestado y que estaba decidido a prestar en lo sucesivo al partido liberal. Pero en cuanto vio que este partido caía, cambió de ideas, con la misma facilidad con que una veleta gira a impulsos del viento sobre la aguja de un campanario. Las visitas de Anselmo fueron desde entonces para él una verdadera pesadilla. ¿Cómo había él de permitir que el gobierno dudase de su lealtad? ¿Cómo seguir teniendo relaciones con un mozo tildado de hereje y perseguido por las autoridades?

 

 

 

Capítulo XXXII

Lucinda en su casa

 

                                                            

   "La decepción fue dolorosa. Aquel lecho estaba vacío; y en lugar de las sonrisas del amor, debía encontrar la nada, la realidad fría que iba a herir su corazón. Cayó de rodillas al pie del lecho; y estrechando con mano convulsa los cobertores de la cama, miró al cielo con dolor infinito, mientras con voz desesperada exclamaba: ¡Dios mío!, ¿qué te hacía ella para que te alejaras de mí? ¿Qué te hacía yo para que me privaras de su amor?"

 

 

     (R. PACHECO, El Puñal y la Sotana.)

 

 

     Los acontecimientos subsiguientes vinieron a satisfacer los deseos de don Cándido.

     Lucinda, cuerdamente aconsejada por doña Estrella, trató de tomar posesión de su casa, de la cual había querido adueñarse don Melitón, fundado en las disposiciones testamentarias de don Marcelino. Después de vencer algunas dificultades, consiguió la hija de doña Trinidad posesionarse del hogar de sus padres, que no le fue posible volver a ver sin derramar amargas lágrimas. Al pisar los umbrales de su casa, al recorrer los cuartos, al ver los muebles y otros objetos que recordaban su infancia, parecíale a la pobre niña como que volviera de un largo viaje o de un prolongado letargo.

     Uno de los primeros cuartos en donde entró fue el de su padre. Allí estaban el bracero, la tetera y el mate de don Marcelino. Lucinda miró con tierno interés estos objetos, y se acercó a la silla de vaqueta en que su padre se sentaba. Del respaldo de la silla colgaba un gran rosario y un escapulario del Carmen: ella los tomó; y acercándolos respetuosamente a sus labios, oró por el autor de su existencia. Salió de allí con el corazón oprimido de penosos recuerdos, y prosiguió su excursión por toda la casa. En un momento lo recorrió todo con ansiedad febril y como buscando algo que le hiciera falta. Dos veces pasó por enfrente del dormitorio de doña Trinidad, y no se atrevió a entrar. Al fin entró, y corriendo hacia el lecho, con los brazos abiertos, como si tratase de abrazar a su querida madre, dio un grito y cayó de rodillas junto al borde de la cama.

     -¡Madre mía! -exclamó-, mi corazón te buscaba, y ha sido necesario el que yo vea desierto tu lecho para convencerme de que ¡ya no te veré más!

     Doña Estrella y Anselmo, que la acompañaban respetando en silencio su dolor, apenas se habían atrevido a dirigirle algunas palabras de consuelo. Pero viendo la necesidad de distraerla, sacáronla de allí y la llevaron al jardín. La vista y el aroma de las flores que ella había cultivado hicieron más que las tiernas palabras de sus amigos, pues los grandes dolores no saben escuchar, y sólo el cambio de escenas puede a veces mitigarlos algún tanto.

     A pesar de esto, Lucinda escuchaba agradecida las amistosas palabras de doña Estrella; y sentía aumentarse su amor por Anselmo al tocar con la mano la realidad de los hechos que a cada paso le advertían que no tenía más apoyo que su marido.

     -¡Ah, querido mío! -solía exclamar al oído de Anselmo-, ¡qué sería de mí, si no fuera por tu amor!

     Y luego agregaba en voz alta, dirigiéndose a doña Estrella:

     -¿En qué consistirá, amiga mía, esto de parecerme que hace muchos años que me hallaba separada de mi casa?

     ¡Pobre niña! ¡No echaba de ver que los días dolorosos por que acababa de pasar eran para ella como muchos años de vida!

 

 

 

Capítulo XXXIII

Lealtad

 

                                        

   "La mejor y principal garantía del orden es la libertad. Si un gobierno concede a los ciudadanos la libertad de ejercer sus derechos, sin amenazas ni presión, el orden está asegurado por sí mismo, y reposa en bases más indestructibles que las que podría prestarle el más aguerrido y numeroso ejército."

 

(V. REYES, Discurso en las Cámaras Legislativas. Sesión de 6 de junio de 1871.)

 

 

     La dicha de Anselmo, como toda dicha de este mundo, no era completa. Aunque se hallaba poseedor del inapreciable tesoro por el cual había suspirado durante años enteros, bastábale ver en desgracia a su antiguo jefe, a su protector y amigo, para no ser completamente feliz. Casi se echaba en cara su propia dicha al acordarse de la mala fortuna de su querido general, y cada día se afirmaba más en la idea de reunirse con él y con sus demás compañeros para poner su espada al servicio de la causa constitucional, que aún no se creía perdida del todo.

     Pero nadie sabía el objeto de Freire al dirigirse con sus fuerzas hacia Coquimbo, y todos sus partidarios sentían que el general hubiese tomado una determinación tan inconducente, pues no era hacia el norte, sitio hacia el sur de la república, a donde debía haberse dirigido, en atención a que sólo allí podía encontrar puntos de apoyo para obrar contra las fuerzas reaccionarias. Y era tanto más extraña la determinación del jefe constitucional, cuanto que al mismo tiempo de zarpar su pequeña escuadra hacia el norte, una parte de la división, bajo las órdenes de los coroneles Viel y Tupper, había puesto proa hacia el sur, con intención de alcanzar hasta Talcahuano, en cuya bahía fondearon en los primeros días de febrero de 1830. Allí supieron que la provincia de Concepción les era favorable, pues los habitantes de la capital se habían pronunciado por la causa liberal, deponiendo a las autoridades peluconas, y poniendo al mando de la provincia al general Rivera. Este mandatario se condujo con sus enemigos políticos con toda la hidalguía y generosidad características de los defensores de las ideas democráticas; y los hechos volvieron a evidenciar que los liberales no abrigaban odio contra las personas, y que solamente habían tomado las armas para defender sus queridas instituciones.

     En efecto, apenas se restableció el orden interrumpido, cuando el jefe de la provincia mandó sacar de sus prisiones a todos los reos políticos, bajo palabra de no hacer armas contra el gobierno provincial, y de que ninguno de ellos saliese de su respectiva casa hasta nueva orden. Pero esta generosidad no podía ser dignamente apreciada por un partido sin ideas, animado por el odio más implacable contra las instituciones republicanas, lleno de ambiciones personales, y que después elevó el fraude y el engaño al rango de elementos de gobierno.

     Así fue que el coronel don José María de la Cruz (a cuyo cargo había puesto el gobierno pelucón las fuerzas de la provincia) no tuvo el menor escrúpulo de faltar a su palabra, fugándose a Chillan en donde pudo reunir unos setecientos hombres con los cuales se fue sobre Concepción.

     No parecía sino que los hombres del partido reaccionario hubiesen pactado secretamente entre sí el faltar a su palabra para convertir a los liberales en víctimas de su generosidad.

     Concepción estaba indefensa; y tan pronto como vieron los soldados de la pequeña guarnición que su antiguo jefe estaba con su ejército a las puertas de la ciudad, empezaron a desertar pasándose a los sitiadores. Los pocos soldados que permanecieron fieles a la causa de la Constitución, desalojaron la ciudad; y el coronel Cruz pudo entrar triunfalmente en ella, sin encontrar otra resistencia que la pasiva de los consternados habitantes, cuya generalidad se había decidido por la Constitución.

     Nada de esto se sabía positivamente en Santiago. Corrían de boca en boca las noticias más contradictorias, que cada cual comentaba a su placer, engendrando aquí y allí la esperanza o la intranquilidad. El gobierno mismo no estaba más adelantado, y tenía escasa noticia sobre el cambio que en las opiniones se había operado en el sur de la república. Para oponerse a esta reacción, había dispuesto la Junta de gobierno, que el general Prieto marchase hacia el sur a la cabeza de un ejército de más de dos mil hombres que él iba engrosando a su paso por las provincias.

     Anselmo desorientado, como todo el mundo, sin saber en dónde se hallaba Freire, y detenido además por la dulce cadena del amor, estaba indeciso sobre el punto hacia adónde se dirigiría, cuando una circunstancia imprevista vino a decidirlo.

     Después de mil conjeturas sobre la expedición de Freire al norte, se supo en Santiago que este general volvía de Coquimbo con intención de desembarcar sus tropas en el sur de la república. Los amigos de Freire, y especialmente Anselmo, se alegraron, pues la reacción operada en el sur en favor de la Constitución debía ser alentada y protegida oportunamente. Pero la buena noticia había llegado junta con otra mala: la escuadra liberal había perdido dos buques y algunos hombres.

 

 

 

Capítulo XXXIV

Política de los vencedores

 

                                                                     

   "¡Oh, libertad!, después te profanaron,

 

y en un siglo de luz para matarte

 

tus altares de víctimas mancharon,

 

¡y alcanzaron al fin a esclavizarte!

 

Asesinos tu nombre proclamaron

 

del crimen y el terror hicieron arte"...

 

 (C. W. MARTÍNEZ.)

 

 

     Regía en esos días la República don Francisco Ruiz Tagle, el cual había recibido (aunque no aceptado) formales instigaciones de parte del padre Hipocreitía para que aprisionase al peligrosísimo enemigo, Anselmo Guzmán, que a su cualidad de ardiente pipiolo, reunía la de ser amigo y protegido del general Freire.

     Pero esta última circunstancia fue la que libró a Anselmo de ser aprisionado (como a otros muchos pipiolos, por la única razón de serlo), pues Ruiz Tagle apreciaba las buenas cualidades de Freire, de quien había sido amigo, y naturalmente repugnaba obrar, sin motivos serios, contra un pariente cercano del general enemigo. Por otra parte, el presidente conocía los motivos que hacían obrar al jesuita, pues no ignoraba nada de lo últimamente ocurrido en la familia del finado don Marcelino de Rojas, y esto era otra razón más para que Ruiz Tagle dejase tranquilo en su casa al joven Guzmán. Desgraciadamente para éste, a las hipócritas insinuaciones del jesuita, se unían los imperiosos consejos del clérigo Franco que desempeñaba dos ministerios, el del Interior y el de Relaciones Exteriores; y por último, se agregaba a todo esto varias cartas dirigidas al presidente y a su ministro Franco, en las cuales se les advertía que Anselmo era un espía de Freire y un enemigo del partido del orden (ya comenzaba a tomar este nombre, después de haber desordenado a todo el país) tanto más peligroso cuanto más rica era la herencia que esperaba por su matrimonio con Lucinda. El presidente, más bien por no contrariar de frente al rencoroso clérigo, que por dar crédito a sus palabras o a las cartas recibidas, mandó llamar un día a Anselmo. Presentose éste en el palacio, y tuvo allí que sufrir un vergonzoso interrogatorio que el mismo Ruiz Tagle le hizo sobre sus relaciones con el enemigo. Contestó el joven de una manera que pareció satisfacer al presidente; y ya éste le había ordenado retirarse, cuando se dejó oír fuera un ruido como de gentes que se acercaban. No tuvo el presidente tiempo para preguntar la causa de aquel ruido porque la puerta de la sala del despacho se abrió, y al mismo tiempo se oyeron estas palabras dichas con una voz ronca y agitada:

     -¡Señor Tresidente! ¡Tictoria, tictoria!

     -¿Qué hay señor Franco? ¿Qué significa esto? -preguntó el presidente a su ministro, mientras los que lo acompañaban habían quedado en la antesala.

     -Yo se lo diré a Vuecencia -respondió don Cándido de la Rueda con agitada voz y adelantándose de entre los acompañantes-. El caso es, señor presidente, que la religión va triunfando, y que ese perro de Tupper ha muerto en Talcahuano.

     -Aquí traigo las comunicaciones que relatan todo el hecho -agregó el ministro, mostrando a Ruiz Tagle unos papeles que llevaba en la mano.

     -Señor Franco -le interrumpió el presidente con tono severo-, ruego a usted que haga despejar la antesala; pero antes de esto -prosiguió en voz alta- sería bueno que usted hiciese ver a esos caballeros, ¡que es poco digno, poco humano, el manifestar de ese modo su adhesión al gobierno!

     Franco salió de la sala refunfuñando, a tiempo que el padre Hipocreitía entraba y decía confidencialmente a Ruiz Tagle:

     -Tiene mucha razón Vuecencia. No es de hombres que se dicen cristianos el alegrarse de la muerte de los enemigos, aun cuando éstos sean herejes. ¡Qué Dios lo haya mirado en caridad!

     Ruiz Tagle no contestó al jesuita por estar embebido en la lectura de las comunicaciones que su ministro acababa de entregarle.

     Por lo que toca a Anselmo, que había sido testigo de aquella vergonzosa escena, sintió hervir la sangre en sus venas al oír la fatal noticia. ¡Había muerto su querido jefe! ¡Y esta noticia había llenado de especial regocijo a sus crueles enemigos! Sin querer saber más, bajó precipitadamente las escaleras del palacio, y al salir a la plaza vio con indignación que un grupo de gente del pueblo corría gritando:

     -¡Gracias a Dios que murió el maldito hereje!

     -¡Viva la religión!

     -¡Mueran los extranjeros descomulgados!

     Anselmo se dirigió apresuradamente a su casa.

     -¿Qué tienes, Anselmo? -le preguntó Lucinda en cuanto lo vio entrar-. ¡Tú estás pálido!, ¿qué te ha sucedido?

     -¡Lucinda! -respondió él, abrazando a su solícita esposa-, ¡traigo el alma destrozada!

     Enseguida le relató en breves palabras las escenas de que había sido testigo, agregando:

     -Yo no podía creer a mis ojos, pues entre aquellas gentes que se alegraban por la muerte de un hombre tan digno de mejor suerte venían caballeros que se dicen respetables y que se tienen por cristianos. ¡Si hubieras visto al clérigo Franco con su manteo terciado, su sombrero echado atrás, capitaneando a aquellos fanáticos! Menos que un sacerdote, ¡parecía un capitán de bandidos vestido de sotanas! ¡Ah! ¡Lucinda mía! ¡Que tenga yo que dejarte!

     -¡Qué dices! -le interrumpió ella-. ¿Por qué te has de separar de mí?

     -Porque mi deber me llama a otra parte, querida mía.

     -¡Ah!, ¡no! ¡Eso no puede ser! -exclamó Lucinda estrechando a su marido entre sus brazos-. ¡Es imposible que tú pienses formalmente en dejar sola a tu esposa que te ama tanto, que ha sufrido tanto por ti, y que te prometería, Anselmo mío, amarte más, si me fuera posible amarte más de lo que te amo!

     Estas últimas palabras fueron moduladas cerca del oído de Anselmo, con tal acento de ternura, que le fue a éste imposible contrariar con su contestación a su amante esposa. Ella había cesado de hablar; pero seguía hablando más elocuentemente aún con sus ojos preñados de lágrimas. Mirola Anselmo, y viendo en aquella mirada el apasionado corazón de su mujer, inclinose sobre ella cual si tratase de respirar el aroma de un manojo de flores que tuviera entre sus brazos. Sus alientos se confundieron, y un doble beso resonó en el espacio.

     Al mismo tiempo se dejó oír afuera un ruido de voces que despertó a los amantes esposos de sus sueños de oro. Quiso Anselmo abrir la ventana que caía a la calle para ver la causa de aquellas voces que parecían de carácter amenazador, pero se detuvo al sentir varias pedradas que chocaron en las rejas de las ventanas.

     -¡Dios mío! -exclamó Lucinda-, ¡y así me querías dejar! ¡Parece cómo que atacaran la casa! ¿Qué significará esto?

     -Yo te explicaré lo que esto significa -respondió Anselmo-, o más bien, los asaltantes lo explicarán. Oye lo que dicen, pero no tengas miedo.

     Y mientras él salía apresuradamente a hacer que se atrancase la puerta de calle, Lucinda, temblando, se puso a escuchar el vocerío que había aumentado considerablemente.

     -¡Muera Freire! -gritaban-. ¡Viva la religión!

     -¡Ya ha muerto el condenado Tupper, y así irán muriendo poco a poco todos los malditos herejes y pipiolos!

     -¡Bala fría, muchachos! ¡Bala fría contra el pipiolo Guzmán!

 

 

 

Capítulo XXXV

El deber y las circunstancias

 

                                                              

   "¿Merecen nuestros gobiernos el nombre de republicanos? En vez de gobernar con el pueblo, por el pueblo y para el pueblo, han gobernado con el partido, por el partido y para el partido."

 

(JUSTO ARTEAGA A, Discurso, agosto 4 de 1870.)

 

 

 

 "Bajo la influencia de una mala política se pervierten los mejores talentos y los mejores caracteres; desaparece la dignidad de la inteligencia, y la probidad del corazón."

 

(DOMINGO ARTEAGA A, Discurso, octubre 14 de 1871.)

 

 

 

     Lucinda se había hincado a rezar en un ángulo de la pieza: las pedradas continuaban resonando en las puertas de las ventanas, cuyos vidrios caían hechos trizas.

     -Ya ves, querida Lucinda -dijo Anselmo entrando de nuevo-, ya ves la suerte que me espera si me quedo en Santiago.

     -Pues nos retiraremos a vivir lejos de aquí, en una de nuestras haciendas.

     -¡Ah!, ¡querida mía! Todavía no podemos saber qué cosa de tu herencia nos pertenezca mientras el padre Hipocreitía y don Melitón tengan en su poder esa arma contra nosotros...

     -¿El primer testamento de mi padre?

     -Sí, hijita; pero tranquilízate, esto pasará.

     -Estoy tranquila... Pero, dime: ¿no está anulado ese primer testamento por el segundo?

     -Es cuestión de tribunales, Lucinda; y ya echarás tú de ver si estando el poder en manos de nuestros encarnizados enemigos, podremos tener fe en los juzgados que ellos han empezado ya a corromper. No, hijita, es preciso que yo salga pronto de aquí...

     -¡Bien! -interrumpió Lucinda con exaltación-. ¡Está bien! Salgamos: yo te acompañaré...

     -Pero, advierte que yo tengo que ir a...

     -No te detengas, concluye: ¿a la guerra, quieres decir?

     -Es verdad -respondió tristemente el joven.

     -Pues yo no tengo miedo en acompañarte cualquiera que sea el lugar a donde quieras ir. ¿No soy tu mujer?

     Anselmo por toda contestación abrazó a su idolatrada esposa, diciéndola:

     -Lucinda: ¡eres el ángel de mi dicha! No puedo explicarte lo que siento al tener que separarme de ti; pero un deber sagrado me llama cerca de mi general, de nuestro amigo, y más que todo eso, Lucinda mía, del protector de nuestros amores. ¿Te acuerdas cuando sus palabras nos alentaban dándonos esperanzas sobre nuestra unión, que a veces nos parecía imposible? Ahora, él se encuentra en el campo de batalla, y yo debo correr a su lado. La patria reclama mis servicios, y es preciso que desenvaine esta espada en defensa de nuestras instituciones y nuestra libertad, la más preciosa herencia que podemos dejar a nuestros hijos. ¡Oye las voces de esos hombres feroces que quisieran beber mi sangre porque he dado la mía por darles libertad a ellos mismos! Ellos no saben lo que dicen ni lo que hacen, pero han sido azuzados por los jefes de un partido sanguinario, que, a nombre de la religión, predica la matanza y trabaja por implantar en Chile el despotismo y todos los vicios que de él se derivan. ¿Cómo permanecer a sangre fría, viendo que los enemigos de la democracia se han adueñado del gobierno? ¡Perdóname, Lucinda, que te hable así, pronto nos volveremos a ver!... Tú te quedarás con doña Estrella, quien ya me ha ofrecido su casa.

     Lucinda callaba mientras tanto; pero se conocía la violencia que tenía que hacerse para no contrariar a Anselmo. Ya la bulla había cesado en la calle, y los grupos se habían deshecho, yéndose a alborotar otras calles y apedrear otras casas de pipiolos.

     Anselmo llamó a su asistente que le servía de portero, y de cuya fidelidad tenía repetidas pruebas.

     -Pedro -le dijo-, yo tengo que salir mañana de aquí: prepara los caballos.

     -¿Nos vamos al sur, mi capitán? -preguntó Pedro.

     -Me iré yo -respondió Anselmo.

     -¿Y yo?

     -Tú te quedarás aquí.

     -Pero...

     -Calla. ¿No dices que me quieres?

     -Más que a mi vida, y por eso me admira de que me ordene quedarme.

     -Porque quedándote me darás una prueba de tu fidelidad y cariño por mí. Te encargo a Lucinda: si algo le sucede por tu descuido...

     -Ya entiendo, mi capitán. La señora tendrá en mí un perro dispuesto no sólo a ladrar sino a morder al que trate de hacerla el menor daño.

     -Está bien. Ahora, búscame un buen baqueano que me acompañe a Talca por el camino de la costa. Será bien pagado.

     Pedro saludó militarmente y se retiró a cumplir su comisión.

 

 

 

Capítulo XXXVI

Anselmo se despide de Andrés

 

                                                             

   "Así perece la infancia

 

y la blanca juventud,

 

del patricio la arrogancia,

 

del patriota la constancia,

 

y la voz de la virtud."

 

(DOMINGO ARTEAGA A.)

 

 

 

     Habiendo tomado su resolución, Anselmo se fue a casa de doña Estrella; y después de haber hablado con ésta, se dirigió a la morada de su amigo, el capitán Andrés Muñoz, a quien le comunicó su proyecto, creyendo que su antiguo compañero seguiría su ejemplo.

     Andrés dejó hablar a su amigo, y cuando hubo concluido, le dijo con tristeza:

     -Te acompañaría, Anselmo; pero mi mala suerte me lo impide.

     -¿Por qué?

     -He dado mi palabra de honor al gobierno actual de no hacer armas contra él.

     -¿Tú, uno de los soldados que más han peleado por el sostén de nuestras instituciones?

     -Es cierto, Anselmo, que he derramado mi sangre por esa causa, porque la creo santa. Estaría dispuesto a dar mi vida por ella. ¿Qué es la vida de un hombre, y más cuando ese hombre es un soldado? Una puñalada, un sablazo, una bala tirada al acaso, pueden cortarla en un momento... Pero cuando de esa vida depende la de otros seres queridos e inocentes... Mira...

     Andrés no concluyó su expresión; pero mostró con el dedo a su amigo las ventanas de una pieza que estaba enfrente del cuarto en donde hablaban. Miró el joven, y al través de las rejas vio a Cecilia sentada con un niño en los brazos, mientras otros dos mayores se entretenían en jugar alegremente alrededor de su cariñosa madre. Este cuadro, digno del pincel de Rembrandt, oprimió el corazón de Anselmo porque le trajo a la memoria su separación de Lucinda, cuyas últimas palabras resonaban aún temblorosas en sus oídos.

     Pero haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, dijo a su amigo:

     -¡Te comprendo, Andrés!

     -No tengo -dijo éste- a quién encargar el cuidado de mi familia... Tú sabes que este gobierno no sólo persigue a sus enemigos, sino también a las mujeres y a los niños... ¿Qué sería de ellos si yo los dejase aquí abandonados a merced de hombres irritados y rencorosos? ¡Ah!, yo también quise acompañar a Picarte para reunirme con Freire en Valparaíso; pero me pusieron entre la espada y la pared, ¡y juré no hacer jamás armas contra estos traidores!

     -Comprendo tu posición y te compadezco -respondió Anselmo.

     -En cuanto a ti -prosiguió el capitán-, alabo la determinación que has tomado... Vete a reunir con Freire y dile... ¡No!, ¡no pronuncies mi nombre ante mis antiguos compañeros! Sólo te digo que pueden estar seguros de mi amistad, ¡y tú más que todos ellos!

     -Lo creo, amigo mío -dijo tristemente el joven-. ¡Adiós!

     -¡Adiós! Anselmo, ¡que la victoria te acompañe siempre!

     -Dime, Andrés -exclamó de repente Anselmo-, ¿no podrías...? Pero no... Es preciso que cumplas tu palabra empeñada... ¡Adiós!, otra vez... Despídete por mí de tu esposa, y dile...

     -Así lo haré -interrumpió precipitadamente Muñoz-. ¡Pobre Cecilia! -prosiguió, mirando tristemente hacia la ventana en donde se divisaba su familia reunida-. Mejor es que no vayas a despedirte de ella... Evitémosle un mal rato... ¡Ha tenido que sufrir tanto, amigo mío!

     Al decir esto, se abrazaron; y con las lágrimas en los ojos, se separaron estos dos antiguos compañeros a quienes tal vez estaba reservado el encontrarse bien pronto el uno enfrente del otro en el campo de batalla.

     -¡Maldita sea la lucha que así divide a los hijos de un mismo país y que obliga a la patria a destrozarse las entrañas con sus propias armas! -exclamó Andrés cayendo sobre una silla.

     Enseguida se puso de pie como por un movimiento febril, y empezó a pasearse a lo largo del cuarto con una agitación que revelaba bien claro la intranquilidad de su alma.

     -¡Ah! -decía, como si su amigo pudiera oír sus entrecortadas expresiones-, ¡tienes razón, Anselmo! Tienes razón en compadecerme por haber tenido que renegar de mi bandera... ¡Y quién sabe si debiera yo decir: ¡por haber traicionado!... ¡Porque aquí, en mi conciencia, siento que es algo como una traición esto de quebrar su espada cuando podría esgrimirla contra los enemigos de mi causa!... ¡Fatalidad de mi suerte! ¿Por qué no me mató una bala en el campo de Ochagavía? ¡Pero no! ¡Soy un insensato!... ¡Gracias, Dios mío!, ¡por haberme conservado esta vida, que es la vida de mi pobre mujer y de mis hijos! ¡Sí! -prosiguió, apretando la empuñadura de su sable-. ¡He jurado no hacer armas contra esos miserables traidores!; ¡pero también juro ahora no pelear a su lado contra los amigos de la república!

     En aquel momento entró al cuarto Julia, la hijita mayor de Andrés.

     -¡Papá! -exclamó la niña, con las lágrimas en los ojos, al notar la tristeza de su padre.

     -¿Qué tienes? -le preguntó éste acariciándola-. ¿Por qué lloras?

     -Y usted ¿por qué está triste?

     -¡Yo no estoy triste, hija mía!

     -Y entonces yo tampoco lloro -contestó la niña sonriendo mientras se limpiaba los ojos.

     Abrazola Andrés; y al besarla en la frente, una lágrima que rodó por las tostadas mejillas del soldado, cayó como el bautismo de la desgracia sobre los ensortijados cabellos de la niña.

 

 

 

Capítulo XXXVII

La barra de constitución

 

                                                             

   "Es una torpeza en un hombre de estado cerrar la puerta para toda conciliación, y poner a sus adversarios en la alternativa de perecer o combatir."

 

     (M. L. AMURRÁTEGUI, Dictadura de O' Higgins, capítulo XI.)

 

 

 

   "Cuando un pueblo se divide en vencedores y vencidos, en verdugos y víctimas; cuando el gobierno jamás perdona, sino que persigue sin tregua a sus adversarios rendidos en tal caso, es buena y útil, justa y santa la reacción que se intente para restablecer el equilibrio perdido."

 

     (MARCIAL GONZÁLEZ, Los proscritos y las letras.)

     Pero Tupper no había muerto; y he aquí el origen de esta falsa noticia, que tan de buen humor había puesto al belicoso clérigo Franco.

     Según hemos dicho en el capítulo anterior, Tupper y Viel habían llegado a Talcahuano en el bergantín Constituyente poco después de la sublevación de Concepción a favor de la causa liberal. Veinticuatro horas después de haber fondeado ellos en el puerto antedicho, llegaba a la isla Quiriquina, situada en la boca de la extensa bahía, el bergantín Aquiles, de la escuadra pelucona, que había seguido la pista al Constituyente. Tupper concibió el proyecto de tomarse al Aquiles, atacándolo al abordaje por medio de lanchas que sólo le habían de servir para conducir sus soldados. Una sola tarde le bastó para formar el proyecto y preparar su gente, que hizo embarcar en ocho lanchas en cuanto las sombras de la noche cubrieron la bahía. La noche era oscura, y el mar estaba en calma. Los asaltantes alcanzaron a rodear el bergantín, y habrían acertado su atrevido golpe de manos, si no hubiesen sido descubiertos a tiempo de abordar el buque. El combate fue corto, pero terrible. Se peleaba cuerpo a cuerpo. El mismo Tupper, herido en un brazo, cayó al agua y se le creyó muerto, por amigos y enemigos, lo cual decidió la victoria en favor de los asaltados. Los asaltantes fueron rechazados; pero tuvieron la felicidad de salvar la vida a su valiente jefe, que había conseguido permanecer a flote y a quien recogieron casi exánime.

     Por manera que el placer del ambicioso y feroz clérigo se tornó en rabia cuando se supo después en Santiago que el bravo coronel, lejos de haber muerto, había tomado por asalto, en unión con Viel, la plaza de Chillán defendida por el coronel don José María de la Cruz, cuyas fuerzas eran el doble de la de los sitiadores.

     Poco después de estos sucesos, es decir, a fines del mes de marzo, llegó Freire al puerto de Constitución con sólo dos buques: el bergantín Aquiles, en donde iba él y la mayor parte de los oficiales, y la goleta Diligente. A estos dos buques había quedado reducida la escuadra liberal, compuesta de seis embarcaciones al salir de Coquimbo. Dos de éstas, la balandra Juana Pastora y el bergantín Dos Hermanos, habían sido capturadas casi en las aguas del puerto antedicho por la goleta contraria Colocolo. Los otros dos bergantines (Railef y Olifante) habían navegado en convoy hasta la costa de la Navidad, en donde, combatidos por una tormenta, estuvieron a punto de perderse con más de trescientos soldados del Concepción y del Chacabuco que conducían, al mando de sus respectivos jefes, el coronel Rondizzoni y el teniente coronel Castillo. Hubo que desembarcar la tropa, después de lo cual se fue a pique el Olifante. Y habiendo determinado los antedichos jefes conducir sus soldados por tierra hacia Constitución, volviose el Ralief a Valparaíso.

     Nada de esto sabía Freire, así es que esperaba ver llegar de un momento a otro los buques atrasados. La tropa estaba en tierra; pero el general no había querido desembarcarse, manteniéndose en observación con su bergantín listo, para prestar auxilio a sus otros buques en caso necesario. Mas habiendo tenido noticias de que Rondizzoni y Castillo se acercaban por tierra, y sospechando lo sucedido, determinó desembarcar al momento. Aunque los conocedores le hicieron ver los peligros que ofrecía la poca agua de la barra de aquel puerto, famosa en siniestros, a lo cual se agregaba el mucho calado del Aquiles, no desistió de su idea y ordenó entrar en el puerto. Los temores se realizaron, y el bergantín encalló en un banco de arena, abriéndose por la proa. Un grito de horror fue lanzado por la multitud de gentes que desde la playa presenciaban la terrible escena, y al momento se prepararon varios botes y lanchas para socorrer a los náufragos.

     El buque, combatido por las marejadas del sur, que cual ariete inmenso golpeaban su costado de babor, se iba abriendo cada vez más y hundiéndose por la popa. Cada marejada arrastraba una parte de la obra muerta, llevándose ya un marinero, ya un soldado de los que habían quedado a bordo. El golpe de las olas sobre el casco, el silbido del viento por entre la arboladura, el chasquido de las cuerdas que se cortaban y el crujimiento seco de los mástiles sacudidos en su base, formaban un ruido aterrador.

     Los botes se habían echado al agua, y embarcádose ya en ellos una gran parte de la tripulación.

     El general, de pie, cerca de la proa y asido fuertemente a una parte de la obra muerta, parecía empeñado en no bajar a la lancha que lo aguardaba, hasta que no desembarcase el último hombre. Habíase atado a la borda el estremo de una escala de cuerda que descendía hasta la lancha, y por ella acababa de bajar don Nicolás Freire, sobrino del general, quien gritaba a su tío que descendiese pronto.

     El buque seguía crujiendo horriblemente, y amenazaba hundirse de un momento a otro cuando el general bajó a la lancha. Desgraciadamente el mar estaba agitado, y las corrientes del sur impelían la lancha hacia la playa de Quivolgo, en cuyos bancos de arena se han perdido tantas embarcaciones. De las demás lanchas y botes unos habían quedado atrás, y otros iban entrando por la boca del río, y sólo una lancha se había perdido enfrente de las gigantescas rocas llamadas las "VENTANAS".

     Por en medio de estas rocas el mar parecía vomitar olas que atravesaban el canal de entrada, dificultando el paso hacia el interior del puerto. Al pasar por el punto antedicho, la lancha del general sufrió, de costado, el choque terrible de una marejada que hizo volver su proa hacia el norte, poniéndola en inminente peligro de perderse, pues el timón se había quebrado; y no pudiendo virar, una segunda marejada la llenó casi de agua.

     La tripulación hacía grandes esfuerzos por enfilar la corriente del río; pero la falta del timón les impedía maniobrar en este sentido. Ya creían su pérdida segura, cuando vieron venir hacia afuera tres lanchas y un bote, impulsados no sólo por los remos, sino por la corriente del reflujo. El bote y una de las lanchas venían adelante; las otras dos lanchas se habían quedado atrás como temerosas de arrostrar el peligro. Éste, en efecto, era considerable en atención a que, para llegar a la lancha amenazada, se debía virar hacia el noroeste, lo que exponía a recibir por el costado las repetidas marejadas de las "VENTANAS".

     Al enfrentar a estas rocas, el bote se adelantó rápidamente, y el general Freire pudo ver que el oficial que allí venía con dos marineros era Anselmo Guzmán.

     -¡Anselmo! -gritó Freire-, ¡no te expongas a una muerte segura! ¡Mira que es imposible que esta embarcación tan débil pueda resistir el golpe de la ola!

     Pero Anselmo, saludando con la mano a su general, dirigió la palabra a los dos marineros y requirió el timón.

     El bote volvió con la prontitud de un ligero corcel y se lanzó como una flecha hacia la lancha, a la cual le era imposible salir de un remolino formado por las encontradas corrientes. En balde quisieron los bogadores neutralizar con los remos el empuje de la marejada, a fin de evitar un peligroso choque contra la lancha: el bote chocó contra la proa de ésta, haciéndola virar hacia el sur y pasando unas diez o doce brazas adelante. Con el cambio de posición, la lancha, ya en muy mal estado, recibió por la popa un terrible golpe de ola que acabó de abrirla, llenándola de agua. Afortunadamente uno de los marineros del bote había lanzado al pasar un cabo que otro marinero de la lancha pudo coger en el aire; y he aquí por qué aquella embarcación, a pesar de la velocidad que traía, no se había alejado de la lancha sino el largo de la cuerda. Tomados de ésta, pudieron atraer hacia ellos el bote, a tiempo que la desencuadernada lancha se hundía bajo de las olas.

     Sólo quedaron flotando los que sabían nadar. En aquel momento supremo fue cuando don Nicolás Freire, viendo que su tío luchaba en vano contra la corriente, se lanzó hacia él; y tomándolo de un brazo, pudo llevarlo a nado hacia el bote en el cual sólo se veían los dos marineros de su tribulación, otros dos de la lancha y un oficial que llegó después nadando.

     -¿Y Anselmo? -preguntó el general-. ¡Ha muerto! -exclamó viéndolo exánime en el fondo del bote.

     -No, señor -respondió uno de los marineros que se ocupaba de atar con un pañuelo la cabeza del joven.

     -¡Respira! -dijo con alegría el general examinando de cerca al que afinaba, como si fuera su propio hijo-. ¡Pronto a tierra! -gritó-. ¡Pronto!, ¡pronto!

     Mientras el bote se dirigía hacia el desembarcadero, le contaron que, al dar éste contra la lancha, le había sido imposible a Anselmo evitar que su cabeza chocase con la proa por debajo de la cual había pasado el ligero bote con extrema velocidad.

     El golpe le había roto la frente cerca del ojo izquierdo, dejándolo aturdido instantáneamente; pero pronto empezó a dar señales de vida. Sin embargo, no hablaba y parecía atacado por una fiebre que algunos momentos después se hizo violenta.

     Llegados a tierra, pusiéronlo sobe una camilla improvisada, y cuatro soldados lo llevaron al alojamiento del general. Éste, que lo atendía con el mayor interés, ordenó que lo acostaran en su propia cama, sentándose él mismo a la cabecera del enfermo.

     El cirujano había examinado y curado la herida, declarando peligrosa la fiebre que se había producido. El enfermo empezó a delirar:

     -¡Pobre Lucinda! -exclamó con palabras entrecortadas-. Ven, mi querida esposa, ¡acércate!... ¡Más todavía, porque apenas tengo fuerzas para hablar!... ¡El corazón no te engañaba cuando me decías llorando que yo había de venir a morir aquí!... ¡Que yo iba a dejarte para siempre!... ¡Pero, perdóname, alma mía...! ¿Cómo no había yo de venir a compartir la suerte de mis compañeros de armas?... ¡Tú sabes cuánto me costó separarme de tus brazos!... ¡Ah! ¡Era tan dulce aquel lazo que me detenía!... Pero, ¿cómo dejar que mi querido jefe, mi protector... sufriese solo las fatigas de la guerra... sin volar a su lado para pelear contra los malvados que lo han engañado tan miserablemente?... ¿Oyes Lucinda?... ¡El amor me manda quedarme junto a ti... pero el deber me ordena poner al servicio de la república esta espada que el mismo general Freire me regaló!... ¡Adiós, Lucinda! ¡Adiós!...

     El febrático, haciendo un esfuerzo como para levantarse, volvió a caer exánime sobre la almohada. El general, que se había alzado de su asiento, lo miraba lleno de emoción; y no bien hubo concluido de hablar el enfermo, cuando él, volviendo la cara, entró en la pieza inmediata. No quería que sus oficiales allí presentes lo viesen llorar.

 

 

 

Capítulo XXXVIII

El consejo

 

                                                            

   "Meneses sentía una gran repugnancia por toda innovación, y estaba muy distante de poner su voluntad o su brazo al servicio de una política que no hubiese recibido el aliento de su propia inspiración."

 

     (R. SOTOMAYOR VALDEZ, El Ministro Portales.)

     La pobre Lucinda había quedado desolada en la capital, y seguía siendo víctima de la más cruel zozobra, pues desde que Anselmo le dio el último abrazo de despedida, no había tenido noticias de él. Por fortuna la pobre niña había encontrado en Andrés Muñoz y en Cecilia (para quienes Anselmo dejó una larga carta encargándoles a su querida esposa) había encontrado, decimos, en los dignos amigos de su marido, un consuelo que le hacía más soportable la soledad de su corazón. Tener cerca de sí una persona con quien hablar íntimamente de su esposo era para ella una verdadera necesidad; así fue que, habiéndole rogado Cecilia que se fuese a vivir a su casa, mientras volvía Anselmo, Lucinda aceptó con gratitud la oferta de su buena amiga, y se trasladó a casa de Andrés.

     Pero esto no bastaba para tranquilizar el combatido espíritu de la hija de don Marcelino, para la cual los días eran cada vez más largos. Acostábase todas las noches con la esperanza de que al día siguiente llegarían noticias del sur; pero amanecía el día siguiente, y las noticias no llegaban; y si llegaban, eran tan contradictorias que más servían para desorientarla que para conocer la verdad.

     El gobierno mismo no estaba más adelantado sobre el particular; y tanto a él como al partido pipiolo les sucedía lo que a todo interesado en la realización de un hecho cualquiera: cada cual comentaba a su modo las contradictorias noticias llegadas a la capital; y despreciando las adversas, daban acogida solamente a las que estaban acordes con sus más ardientes deseos.

     Por fin llegó a saberse, de una manera fidedigna, el desembarco de Freire en Constitución; y las conjeturas y chismes cesaron para dar lugar a chismes y conjeturas de otra especie. No faltaba quien asegurase que Freire había muerto ahogado; pero otros mostraban cartas de puño y letra del general, escritas desde Constitución. Había quienes miraban como una locura el querer derrocar un gobierno como el de la Junta, tan sólidamente establecido ya; mientras que otros, perdonándole al jefe pipiolo su anterior extravío, lo miraban como al redentor de las libertades públicas, y lo esperaban todo de su heroísmo, con una fe ciega en el prestigio de su antigua gloria.

     Por su parte, el gobierno se había reunido en consejo para resolver sobre las medidas que convendría adoptar. ¿Debía esperarse a Freire en Santiago o salirle al encuentro en su marcha hacia la capital? He aquí una cuestión de suma trascendencia que requería una solución tanto más pronta y enérgica cuanto que, en casos como el presente, el éxito depende las más veces de la prontitud y de la energía en las operaciones. Pero era menester oír la opinión de los prohombres del partido; y en consecuencia, fueron llamados al Consejo los amigos más íntimos, entre los cuales se distinguían nuestros antiguos conocidos don Víctor Dorriga y el incansable jesuita, quien ya no hacía misterio de su adhesión a los religiosos pelucones, y hablaba de las ideas anticristianas de los pipiolos, no solamente dentro del palacio del gobierno, sino también delante de los amigos de su antiguo confesado, el general Pinto.

     -¡Señores! -dijo el ardiente clérigo Franco, arrebatando, más bien que tomando la palabra-, ya sabemos el arribo del revoltoso Freire a la Nueva Bilbao...

     -Constitución, señor -le interrumpió don Francisco Ruiz Tagle.

     -Constitución o Nueva Bilbao, poco importa por ahora el nombre -replicó, terciándose el manteo el antiguo realista, que no podía avenirse aún con dar a los lugares los nombres dados por los republicanos-. Lo que importa es saber, como ya lo sabemos de positivo, que el revoltoso enemigo del orden ha desembarcado en aquel puerto. Mas, por gracia de la Divina Providencia, que tan evidentemente está favoreciendo nuestra santa causa, no ha podido Freire desembarcar allí sino con muy pocos soldados. Siendo como es un iluso, no es extraño que pretenda venir a arrebatarnos el poder que Dios ha puesto en nuestras manos, y que la religión misma nos ordena y manda defender a todo trance, muriendo, si es preciso, antes que entregarlo a los que tan mal uso saben hacer de él. Esas pretensiones del cándido Freire las vemos reflejarse aquí en el semblante de sus crédulos adeptos, que llenan esta capital, y de los cuales debemos defendernos y librarnos, antes que de su ya desprestigiado general. Tenemos, pues, al enemigo en casa; por manera que no me parece prudente dejar indefensa esta ciudad, enviando nuestras fuerzas a combatir contra un enemigo casi reducido ya a la impotencia, y que la Divina Misericordia acabará de...

     -¡Sí!, ¡aténgase a la Virgen y no corra! -interrumpió Aldeano sonriendo.

     -¿Qué decía usted, señor don Rodrigo? -preguntó Franco con mirada chispeante.

     -Decía -respondió el interpelado- que cuando se divisa un inconveniente a nuestra marcha, es preciso ir pronto hacia él, para quitarlo del camino, y no esperar que ese estorbo ruede hacia nosotros, ¡porque puede llegarnos muy crecido!

     -Pues yo creo al contrario que ese inconveniente, lejos de crecer disminuirá, porque llegará hecho pedazos a nosotros.

     -¿Por virtud del Altísimo? -preguntó Aldeano.

     -No, sino por su propia virtud -respondió Franco, moviendo su brazo como quien juega al sable.

     -Pues yo soy del parecer del señor Aldeano -dijo el padre Hipocreitía-. Más fácil es pasar el curso de un río en su nacimiento que más adelante...

     -En cuanto a mí -interrumpió Franco-, hallo más fácil pasar la corriente del río, cuando parte de sus aguas se han consumido en el camino.

     -Y ¿si han sido aumentados con ricos afluentes? -replicó el jesuita.

     -¡Oh! -exclamó don Diego Portales, que estaba sentado cerca del presidente-, hablen de modo que se entienda, ¡por el amor de Dios! ¡Don José Tomás me acaba de decir que no ha comprendido palabra de lo que han dicho ustedes!

     -Yo no he dicho eso -replicó el presidente mirando de reojo a Portales-. Lo que he dicho es que aquí hemos venido a ver si conviene o no enviar tropas al sur. ¿Qué le parece a usted, señor Dorriga?

     -Yo creo que debieran ya estar nuestros soldados a orillas del Maule -respondió con voz clara don Víctor-. Verdad es que Freire tiene ahora pocos soldados, más por lo mismo debemos impedir que aumente sus fuerzas, lo cual conseguirá si llega a Talca y pasa prontamente a Colchagua, cuyos habitantes son, en su mayor parte, pipiolos. Es menester que no nos engañemos: Freire tiene muchos partidarios entre el Maule y el Cachapoal; por consiguiente, no debemos dejarlo poner el pie en esos centros de población, en donde puede formar y equipar un ejército. Es preciso, pues, irnos en derechura al Maule, y ojalá no sea demasiado tarde para impedir el paso a los soldados de Rondizzoni y de Castillo, que harán por reunirse cuanto antes con su general.

     Prevaleciendo el parecer de Dorriga, diose orden a Prieto de que alistase su ejército para ponerse prontamente en marcha hacia el sur.

     La Junta nombró auditor de guerra al mismo don Víctor, y los sucesos posteriores probaron el acierto de este nombramiento.

     Junto con las noticias que tanto preocupaban a los pelucones, había llegado la del siniestro acaecido en la barra de Constitución. Lucinda oyó, más muerta que viva, la relación de un acontecimiento que tan cruelmente la hería en el corazón; y como no faltaba quien dijera haber visto cartas de Constitución en que se hablaba de la segura muerte de Anselmo, la pobre niña se resolvió a ir ella en persona, a prestar los indispensables servicios a su esposo; y rogaba a Dios que si había de morir el hombre que tanto amaba, lo conservase siquiera el tiempo necesario para ir a recibir su último aliento. En vano le hicieron ver Andrés y Cecilia los peligros a que se exponía con un viaje tan largo, por caminos intransitables, plagados de salteadores, y teniendo que atravesar un territorio conmovido por la guerra civil. Ella, no escuchando más que a su corazón, allanaba todas las dificultades que Muñoz trataba de pintarle con los más vivos colores; y siendo el amor tan ingenioso para concebir un proyecto, como activo y enérgico para llevarlo a cabo, en menos de veinticuatro horas, ya Lucinda había preparado su pequeño equipaje de viajero, agregando a él un vestido completo de hombre, que Pedro le aconsejó llevar.

     Viendo Andrés que nada podía disuadir a Lucinda de su pensamiento, resolvió acompañarla; pero por desgracia, en esos mismos días, recibió el capitán Muñoz la perentoria orden de no salir de la ciudad, mientras el gobierno no dispusiera otra cosa, advirtiéndosele que tendría que desempeñar, en pocos días más, una comisión importante en Valparaíso.

     Bien conoció Andrés que no se tenía confianza en su lealtad al nuevo gobierno, y que sólo se buscaba un pretesto para separarlo del ejército que pronto debía batirse con los liberales. Lejos de resentirse por esto, agradeció que se le tuviera por leal a las ideas a que siempre había servido; pero sintió grandemente el no poder acompañar a Lucinda, la cual se dirigió al sur, por el camino de Melipilla, que era la vía de menos inconvenientes en aquellas circunstancias.

     Vestida como una pobre mujer del pueblo, y acompañada solamente por Pedro, para evitar sospechas, emprendió su peligrosísimo viaje, confiando en que llegaría a su término sin ser conocida.

     Al mismo tiempo que Lucinda se dirigía al sur, por el camino de la costa (muy conocido por su fiel asistente), el general Prieto conducía su ejército hacia Talca, por el camino llamado entonces de la Concepción, que divide longitudinalmente el gran valle central de Chile. Constaba el ejército pelucón de mil trescientos infantes, más de ochocientos hombres de caballería, y doce piezas de artillería bien montadas. Aunque, según el parecer del consejero Dorriga (cuya opinión respetaba grandemente el general Prieto), debía andarse en marchas forzadas para llegar a tiempo, no era posible conducir con mayor prontitud un ejército por una vía mala de suyo, y que las primeras lluvias habían hecho casi intransitable. Mas, a pesar de tales dificultades, una semana después de dada la orden de marcha por la Junta de Gobierno, es decir, el 2 de abril, el ejército había atravesado el río Tinguiririca, y su vanguardia se hallaba ya acampada sobre la margen izquierda del Chimbarongo. Allí se supo que las fuerzas constitucionales no habían atravesado aún el Maule, y que Freire se ocupaba en reorganizar su ejército, al cual ya se había incorporado Viel y Tupper, quienes habían traído del sur algunos veteranos de caballería, con los cuales venían como auxiliares, unos ciento cincuenta a doscientos indios bien montados.

     Esta noticia puso de buen humor al hábil Dorriga, que a todo trance quería pasar los ríos Lontué y Claro, antes de que el enemigo se enseñorease del ondulado llano que se extiende hacia el sur, atravesado por una multitud de quebradas y esteros, cada uno de los cuales presentaban un punto de apoyo y de defensa al ejército allí acampado, mayormente si ese ejército carecía de cañones bien montados y de una robusta caballería, que era precisamente lo que se verificaba en el ejército constitucional. Por el contrario, don Víctor lo esperaba todo de su caballería; y deseaba encontrarse con el enemigo en un lugar en donde ésta pudiese obrar ventajosa y libremente.

     Otra idea preocupaba además al sagaz consejero. Nadie había podido decirle con certeza si Rondizzoni y Castillo habían atravesado el Mataquito, con su gente desembarcada en la Navidad. Si los antedichos jefes conseguían reunirse con Freire, éste adquiriría un refuerzo de cerca de cuatrocientos soldados pertenecientes a los aguerridos batallones Chacabuco y Concepción. Era, pues, necesario impedirles el paso; y el lugar más a propósito para ello era el valle por donde el río Mataquito (formado por el Lontué y el Teno) se dirige hacia el mar. Y como en tal incertidumbre la prudencia aconsejaba, por una parte, no perder tiempo, y por la otra, no dividir las fuerzas hasta no saber si Castillo y Rondizzoni estaban al norte del Mataquito, don Víctor hizo despachar un emisario secreto para inquirir este importantísimo dato. El emisario debía partir a matacaballos hacia la costa, y allí se cercioraría de la verdad de los hechos. Enseguida, atravesando el antedicho río, se dirigiría por el costado sur hacia la estancia de las Quechereguas en donde se uniría al ejército.

     Cúpole el desempeño de esta comisión a nuestro antiguo conocido Juan Diablo, quien, deseando ganar por dos lados (como él decía), había dejado a su inteligente esposa vendiendo aguardiente aguado en la calle de San Pablo, mientras él, enrolado en las filas del orden, no solamente ganaba su sueldo de sargento, sino que también hacía su negocio de proveedor de los soldados, por medio del inteligente Vizco, que podía apostárselas a la más experta vivandera.

     Aquí conviene advertir al curioso lector, que, sólo a condición de hacerse soldado del orden, había conseguido Juan Diablo que el gobierno le perdonase al Vizco aquella travesura que costó la vida al verdugo Catana, y que dio tanto que hablar a la ciudad de Santiago.

 

 

 

Capítulo XXXIX

La expedición

 

                                                                              

   "Para viajar, prudencia; y para mentir, memoria."

 

(Dicho popular.)

 

 

     Montados en muy buenos caballos, con los bolsillos repletos de dinero y disfrazados de paisanos, Juan Diablo y el soldado que lo acompañaba dejaron el ejército, sin que nadie lo echase de ver, y se dirigieron rectamente hacia la costa.

     Todavía era de noche cuando comenzaron a subir la montaña occidental; y aunque estos cerros estaban plagados de salteadores, nada temían, pues el asistente del bodegonero era un digno soldado de la Partida del Alba, gran conocedor de aquellas serranías, así como de las prácticas, usos y costumbres de los salteadores que las habitaban.

     Amanecioles sobre el portezuelo de la Higuera; y ya había salido el sol cuando comenzaron a galopar, atravesando diagonalmente el extenso y feraz valle de Santa Cruz. De cuando en cuando se paraban o andaban al paso; pero era sólo el tiempo necesario para refrescar sus cabalgaduras medio fatigadas, o bien para "hacer la mañana" con largos tragos de aguardiente, y abrigar el estómago con un causeito. Mas no porque mascaban perdían tiempo, pues, a una con meterle el diente a los fiambres que llevaban en las alforjas, metíanles las espuelas a sus caballos, por manera que, aún no eran las siete y media de la mañana cuando ya ellos se habían alejado más de once leguas del ejército.

     En todo el camino hecho, no habían encontrado ni una sola persona a quien preguntarle nada; y como deseaban dar con alguien a quien interrogar, paráronse cerca de una vía trillada que atravesaba el abierto llano, y allí les quitaron el freno a sus caballos para refrescarlos un rato, esperanzados en que bien pronto había de pasar algún ser viviente por aquel camino, que parecía muy traficado.

     Los transeúntes no se hicieron esperar mucho rato. El digno bodegonero fue quien primeramente vio, por entre los espinos del gran llano, dos bultos que venían del lado del norte, los cuales no eran sino dos hombres de a caballo, que marchaban el uno al lado del otro, ya al trote, ya al paso.

     El previsor Juan Diablo ordenó entonces a su compañero que pusiera prontamente el freno al caballo, y lo mismo hizo él con el suyo, pues aquellos hombres que se acercaban podían muy bien ser mala gente; pero habiéndose acercado más los transeúntes, conocieron nuestros hombres que nada tenían que temer de ellos, en atención a que el uno parecía ser fraile franciscano (por el hábito que vestía), y el otro era sin duda su mozo de servicio, según lo indicaba la maleta que traía sobre las ancas de su caballo.

     Traía el fraile la cabeza y parte de la cara atadas con un gran pañuelo de seda; la capilla, a medio calar, le cubría la nuca, y un gran sombrero de paja de Italia le sombreaba el rostro, que, a pesar de sus regulares facciones, parecía un poco desfigurado por ciertas manchas rojo-negruzcas (vestigios tal vez de alguna antigua enfermedad) que presentaban sus redondos carrillos.

     Juan Diablo no pudo ver el color de sus ojos, pues el devoto sacerdote los tenía fijos sobre las cuentas de un gran rosario que llevaba en las manos; y tan embebido parecía ir en su rezo, que apenas contestó con un ligero movimiento de cabeza al saludo que se le dirigiera.

     Acercose entonces el bodegonero al criado, quien, a diferencia de su patrón, no había despegado de Juan y de su compañero el único ojo que le quedaba libre, pues llevaba el otro cubierto con un gran parche de trapo azul.

     -¿Para dónde bueno, amigazo? -preguntó el bodegonero, después del saludo de cortesía.

     -Vamos aquí luego, señor -respondió el del parche, poniendo la mano (distraídamente al parecer) sobre el laboreado mango de la catana que llevaba en la cabeza de la enjalma, y cuya aguda punta alcanzaba a pasar una pulgada más abajo de los pellones de su montura.

     -¿Cómo dice usted que va aquí luego -observó el compañero de Juan-, y lleva esa gran maleta que no se usa sino para los viajes largos?

     -Menos averigua Dios y perdona -respondió el del parche, mirando de reojo al que lo interpelaba, y acariciando de nuevo su catana.

     Al oír esta contestación, el fraile volvió la cara y miró a su mozo, que pareció arrepentirse de haber hablado con demasiada acritud, porque dirigiéndose a Juan, le dijo con la voz más suave:

     -Es cierto, señor, que no vamos aquí muy lueguito, y por eso dije aquí luego solamente. Mi patrón es un padrecito que recién ha cantado misa en San Fernando; y ahora va muy enfermo de las muelas, y no puede hablar palabra. ¿Se le ha pasado el dolor, señorcito? -preguntó, acercándose a su patrón, el cual respondió con voz baja, algunas palabras que los otros no pudieron oír-. Dice que se le ha pasado algo -prosiguió el del parche, volviéndose a Juan-; pero siempre va punzándole la cara esta muela condenada. ¡Dios me libre! ¿Para qué diablos le mandará Dios estos dolores a un santo como es él, que no se lo pasa sino reza que reza?

     -Pero, ¿después de tanto hablar, no nos ha dicho para adónde marcha? -preguntó el bodegonero sonriéndose.

     -¡Ah!, ¡creía habérselo dicho a usted! -exclamó el del parche, con cierto movimiento de disgusto-. El hecho es que vamos a un convento de San Francisco que hay en San Pedro de Alcántara, en donde el padrecito tiene que cantar misa pasado mañana.

     -Pero ¿no me dijo usted que ya había cantado misa en San Fernando?

     -¡Ah! es verdad -respondió muy contrariado el del parche-. Esto quiere decir que va a cantar misa otra vez en San Pedro de Alcántara. Porque ha de saber usted, mi señor -prosiguió, bajando la voz con cierto misterio-, que este padrecito no es de esos padres que bota la ola, sino que el mismo Santo Papa, según dicen, mandó desde allá de Roma las órdenes que lleva encima, con una multitud de indulgencias y bendiciones, porque es herejía el número de indulgencias que vinieron con las órdenes, y todas ellas más grandes, por supuesto, que las que puede dar el señor Obispo de Santiago. Y al mismo tiempo envió a decir el Santo Papa de Roma que el que tocase a este siervo de Dios, o lo moslestase lo negro de la uña, caería lisiado al momento, y moriría de mala muerte. Todo lo cual ya ha comenzado a verificarse.

     -¿Cómo así? -preguntó Juan Diablo abriendo tamaños ojos.

     -Ha de saber usted que anoche tuvo mi patrón con el provincial de San Francisco no sé qué dimes y diretes, cuando, sin saber cómo ni cuándo, cayó el pobre provincial al suelo, con un mal de hora que daba compasión. ¿No ha oído usted decir...?

     -No he oído nada de esto, pues no soy de este lugar -respondió Juan mirando fijamente al sacerdote que marchaba adelante pasando unas tras otras las cuentas de su rosario.

     -Pues si esto hace Dios con los sacerdotes que le dicen una mala palabra a mi patrón, ¿qué hará con los demás cristianos? Preguntéselo usted a todos los del convento de San Fernando y verá lo que le responden. En sólo dos noches que allí estuvo hizo como tres milagros, fuera de lo del padre provincial. ¡Para que vea usted! Pero... esto es nada comparado con...

     -¿Todavía más? -preguntó Juan Diablo con marcado interés.

     -¡Mire usted! -respondió el del parche, con ese tono animado de quien ha producido efecto. Mírelo que parece que no quiebra un huevo; pero ahí donde usted lo ve, es capaz de cantárselas al más pintado, y no le tiene miedo a alma nacida, sobre todo cuando va como ahora con su pistola de virtud...

     -¿Qué dice usted?

     -Una pistolita de virtud, pues, señor, que mi patrón tiene la que jamás yerra tiro...

     -¿Y también se la mandó el santo Papa? -preguntó Juan con cierta sonrisa.

     -No le sabré decir -respondió el del parche-; pero de todos modos la pistola es bendita, porque según dicen, la cacha es hecha del mismo palo de la Santa Cruz, y aquél a quien se le apunta con ella, cae redondito al tiro... ¡Jesús...! ¡Dios me libre!

     -Mire, ño Diab... ño Juan -dijo a esta sazón el asistente del bodegonero; ¡mire que ya se va haciendo tarde!

     -¡Ah! -exclamó Juan-, ¡se me había olvidado! Dígame, amigo, y perdone. ¿No ha oído usted decir si han marchado o no para el sur los soldados enemigos del gobierno que han desembarcado por aquí por estos medios?

     -Nada sé de eso -respondió el del parche, porque yo no soy de este partido.

     -Pues yo necesito apurar la marcha para llegar hoy mismo al Mataquito -dijo Juan despidiéndose de su interlocutor.

     -Adiós, señor, y que le vaya bien -murmuró éste, viendo con gran gusto que los otros dos echaban a andar a buen galope.

     Una o dos cuadras se habría separado Juan con su compañero, cuando éste le dijo:

     -¿Sabe en lo que estaba pensando, ño Diablo?

     -¿Cómo lo he de saber, si no me lo has dicho? -respondió el otro.

     -Pues voy a decírselo. Yo creo que conozco a este tuerto del parche.

     -Bien puede ser.

     -Aunque cuando lo conocí, no estaba tuerto.

     -También puede ser así.

     -Y así es. No estaba tuerto, y era un diablo, no agraviando a lo presente. Se llamaba Pedro Cáceres, y peleamos juntos en Chiloé. Me acuerdo como si fuera ahora...

     -Y ¿qué nos importa todo eso?

     -Voy a decírselo, ño Diablo. Este Pedro Cáceres era un embusterazo, y nadie le creía ni lo que rezaba, por lo cual lo llamábamos don Costal de Mentiras. Como se lo cuento, ño Diablo: este hombre las inventaba en un santiamén, ¡y las echaba al vuelo que era horror! A mí nadie me quita de la cabeza que éste es el mismo don Costal, y que todo lo que le ha encajado a usted no es más que una cáfila de mentiras. Ni pestañaba el hombre cuando las echaba rabiataditas por la boca.

     -Nada nos importa eso -dijo el bodegonero-. ¡Ahora no debemos pensar sino en picar fuerte!

     Calló el otro; pero un poco más allá, volvió a decir:

     -¿Sabe en lo que estaba pensando, ño Juan? Yo creo que sería una cosa muy acertada.

     -¿Qué cosa es ésa? -preguntó Juan Diablo sin dejar de galopar.

     -La cosa es que el caballo de don Costal me ha gustado mucho, y a usted le debe haber parecido bien el del padrecito. Son unos... preciosos animales, que, según parece, van muy cuidados y marchan con un paso que da gusto... ¿No es verdad que son dos buenas piezas...? Y como los nuestros van aflojando algo y tenemos que andar tanto todavía...

     -¿Quieres que volvamos a quitarle los caballos al padre? -preguntó Juan, mirando fijamente a su compañero.

     -¡Oh! -exclamó éste-, ¡bien haiga que tiene potencias y entiende las cosas al momento!... ¿Usted me lo ha comprendido todo, como si se lo hubiera dicho? ¿Quiere que volvamos a trocar nuestros caballos por esos otros?

     -¡Badulaque! -exclamó el honradísimo bodegonero-, ¿cómo te atreves a proponerle tal cosa a un hombre como yo?

     -Pero, ño Diablo -replicó el otro-, ¿por qué encuentra la cosa tan mala? Dígame usted: ellos van aquí luego, como dicen, y nosotros tenimos que andar como un descosido para llegar mañana en la noche a las Quechereguas; ¿será, pues, conciencia que ellos vayan en buenas bestias y que nosotros tengamos que hacer tan largo viaje en estos animales medio gastados? ¡Mire que todavía es tiempo, ño Diablo!

     -¡Te prohíbo que me vuelvas a hablar de esto! -exclamó enérgicamente el bodegonero.

     -Pues si no le gusta, lo deja -refunfuñó el soldado, picando de nuevo su caballo-. ¡Ya se ve! -prosiguió-, más adelante encontraremos remuda en los potreros de algún rico. ¡Para eso le vamos sirviendo al gobierno y a la religión!

     Ya en esto habían llegado al pie de la cadena de montañas que cierra por el sudoeste el gran valle de Santa Cruz. Un camino trillado los condujo a la cuesta llamada de la Lajuela; que aunque no presentaba como ahora una carretera de fácil tránsito, era el único punto por donde podía trasmontarse aquellos cerros, sin grave peligro de extraviarse, o decaer con caballo y todo, en alguna profunda quebrada. Emprendieron, pues, la subida por la tortuosa y estrecha senda, en donde apenas cabía la uña del caballo, al cual era necesario que el jinete se entregara a discreción. Las rocas que a veces interceptaban la vía; invadiéndola con sus puntas salientes, parecían querer empujar a los viajeros hacia los precipicios; y los gruesos árboles, extendiendo las ramas sobre el camino, ayudaban a las rocas, como si allí los hubiese plantado el dios del statu quo para impedir el paso a los transeúntes.

     Sólo el que haya tenido que atravesar nuestras montañas de la costa, que a pesar de la necesidad de cortarlas por buenos caminos, habrían seguido en el mismo estado, durante diez o veinte siglos más de la dominación española, sólo ellos, decimos, podrán apreciar los peligros que el transeúnte corría teniendo que pasar, ya por sobre una roca resbaladiza entre un peñón tajado a pico y un oscuro precipicio, en el cual amenazaba el peñasco hundirse con viajero y todo, ya por debajo de troncos de árboles, de cuyas ramas solían quedar pendientes el sombrero o los girones del vestido del pobre transeúnte.

     En tales casos, era menester abandonarse a la sagacidad y destreza de su caballo; y lejos de pretender dirigirlo, el jinete debía cuidar solamente de sí mismo, y estar atento, para no caer, a los movimientos del noble animal, cuando ladereaba, inclinando ligeramente su cuerpo hacia el cerro; cuando subía arañando la tierra, o afirmando sus cascos en las puntas de las rocas; y por fin, cuando bajaba, resbalando, sentado sobre sus cuartos traseros.

     Llegados a la cumbre del portezuelo, nuestros hombres se apearon con el doble fin de dar descanso a sus caballos fatigados y de hacer medio día con lo que llevaban en las alforjas.

     Enseguida bajaron, así como habían subido, es decir, caracoleando o saltando de grada en grada, hasta llegar al pie occidental de la cuesta, en donde la vía comenzaba a ser menos áspera, corriendo a lo largo de los estrechos y montuosos valles de Nerquihue y Caillihue.

     Una vez salidos de estos oscuros y entretejidos bosques de espinos seculares, se encontraron en la sábana despejada y blanquizca, conocida con el nombre de valle de Lolol. Ninguno de los pobres transeúntes que encontraron habían sabido darle la menor noticia sobre las tropas de Rondizzoni.

     Cabizbajo y sediento marchaba Juan Diablo seguido de su compañero, no menos sediento que él, cuando al dar vuelta una puntilla se encontraron de repente con un hombre que venía montado en un macho, y arreaba una yegua cargada con un par de chiguas que servían de base a un voluminosísimo sobornal elevado como una torre sobre el lomo de la yegua.

     Juan miró al hombre de arriba abajo, y en el momento conoció que era costino, pues así lo revelaba su puntiagudo bonete azul, su chapa de bayeta negra, su calzón corto de cordoncillo, y sus calcetas de lana cortadas en los pies, que el hombre traía desnudos, no, sin duda, por carecer de calzado, pues llevaba los zapatos colgando hacia uno y otro lado de la cabeza de la enjalma para ponérselos en cuanto llegase a poblado.

     -Buenos días, amigo -le dijo Juan-. ¡Óigame una palabrita!

     -Buenas tardes, señor -respondió el pescador-, aquí me tiene, mi su merced, al su mandar.

     -Dígame ¿viene usted de la costa?

     -Sí, mi señor; yo soy de la boca de Llico; y esta mañana salí de allá, al canto de los gallos, con esta carguita de pescado y de luche, para irla a vender a San Fernando, a donde llegaré esta noche, al venir el día, con el favor de Dios. Voy atrasado, porque, con perdón de su merced, esta mañosa (y miró a la yegua) se ha venido mañereando por todo el camino; así es que...

     -Bueno, bueno -le interrumpió Juan-, ahora, dígame: ¿Sabe si han pasado las tropas pipiolas para el sur?

     -No le daré razón -respondió el hombre de la carga.

     -Y ¿por qué no me dará razón?

     -Porque... porque no le sabré decir a su merced. Yo me lo paso ocupado en mi pesca, y nada más, porque con esto me mantengo, gracias a Dios, pues en algo se ha de ocupar el pobre para ganar la vida; y yo no soy hombre para estar mano sobre mano, no lo había de decir yo: ahí está todo el lugar que me conoce...

     -¡Con mil diablos! -exclamó Juan-. ¿Qué me importa a mí todo eso que me está diciendo? Lo que le pregunto es ¿si han pasado el Mataquito los soldados que desembarcaron ahora poco en la Navidad?

     -Sí, mi señor, en la Navidad, ¡eso es! Allí fue donde se quebró un barco lleno con los soldados de los señores pipiolos que gobiernan en la ciudá.

     -Ya no gobiernan los pipiolos, ¡sino nosotros los pelucones! -exclamó Juan, mirando con altivez al pescador.

     -Así será, pues, señor -respondió el costino-, nosotros los pobres no sabemos esas cosas de gobiernos, que son hechos para los ricos.

     -Pero, en fin, ¿me dará usted las noticias que le pido?

     -Vaya, pues, mi su merced, le diré como si me fuera a confesar que esa quebradura del barco ha metido mucha bulla por todos estos medios.

     -¿Y los soldados?

     -Hay ciertos runrunes sobre la soldadesca, porque unos cristianos dicen que ya pasaron para el sur; otros dicen que no han pasado; otros aseguran que ya pasaron; mientras otros juran que no han podido pasar. Pero otros dicen que los han visto atravesar el río, y otros no creen tal cosa, porque...

     -Y a usted ¿qué le parece?

     -A mí me parece que ya pasaron; pero también me parece que no, porque no es bueno arriesgar la verdad, y las cosas se han decir como son.

     -Es decir, ¿qué usted no sabe nada?

     -Así es, mi señor, ¡para qué es decir una cosa por otra! No sé palabra de si pasaron o no han pasado; y, con perdón de su merced, mentiría si le dijera que algo sé de cierto sobre los runrunes que corren.

     -Pues, buenas noticias nos da el amigo, ¡después de tanto hablar! -exclamó Juan soltando una carcajada.

     -Cada cual da las noticias que sabe -observó el pescador mirando de través al bodegonero.

     -Ahora, dígame -preguntó éste-, ¿cuál es el camino que va derecho a la costa?

     -Mire, su merced -respondió el costino, apuntando con el dedo a medida que hablaba-. No tiene usted más que irse por aquí, estero abajo; y cuando llegue a aquella puntilla redondona con tres espinitos en la coronilla, pasa el estero, y lo va orillando por el lado del sur, hasta unos cardones quemados que hay en la barranca del estero; y luego allí pasa el estero para el norte, y más allá vuelve a pasar el estero, en una puerta de tranqueros, y vuelve a orillarlo por entre un renovalito de espinos; y cuando llegue a la estancia de don Choño el rico, vuelve a pasar el estero...

     -¡Hasta cuándo diablos me hace pasar el estero! -exclamó Juan desesperado.

     -Pues, mi señor -replicó flemáticamente el pescador-, si no pasa otra vez el estero, no llega nunca al camino de Llico, y se quedará embolsado en la estancia de don Choño. ¡No hay remedio, pues! Es preciso que entre otra vez a la caja del estero, y entonces se va, caja adentro, hasta llegar al bebedero que el rico tiene en otra puerta de trancas; y allí agarra el camino real que atraviesa derecho como una vela, el valle de Nilagüe, subiendo por la cuesta que llaman de...

     -Bueno, bueno, amigo: ¡hasta otro día! -interrumpió Juan, picando su caballo.

     -¡Queriendo Dios!, mi señor -respondió el pescador, dando al mismo tiempo un recio latigazo sobre la cargada yegua.

 

 

 

Capítulo XL

Resultados de la expedición

 

                                                          

   "Si no principia el chicote

 

a hacerles operación,

 

no quedará monigote

 

que no haga revolución."

 

     JUAN DE LAS VIÑAS.

 

 

     Merced a las circunstanciadas señas del pescador, pudieron, Juan Diablo y su compañero, llegar al camino que debía conducirlos a las costas de Llico. Habiendo salido del despoblado valle de Lolol, se internaron en el de Nilagüe, uno de los más importantes de nuestras costas, que, comenzando en el elevado monte de Ranguil, se extiende más de catorce leguas, entre dos risueñas cadenas de cerros que van separándose y estrechándose, formando entre sus lomajes cuchillas, morros y puntillas salientes, caprichosas ramificaciones del mismo valle, hasta llegar a la playa de Cahuil, en donde se encuentran las más ricas salinas de Chile.

     Un estero caudaloso, corriendo medio escondido por entre un tupido bosque de altos espinos, divide al valle longitudinalmente; y después de recibir el agua de muchos esterillos tributarios que bajan por los cajones de los cerros laterales, desemboca en el mar con todo el aspecto de un gran río. Las márgenes de este estero, cubiertas de chacarerías de rulo, sembradas anualmente desde tiempo inmemorial, demuestran la feracidad del valle (que ya en aquel tiempo se veía dividido en estancias), entrecortado por las cercas de los potreros y sembrados de habitaciones y arboledas.

     Nuestros viandantes respiraron con satisfacción al llegar a la habitada comarca, después de haber atravesado una serranía y un bosque casi salvajes. La sabana despoblada, seca, pulverulenta y desnuda de vegetación que acababan de dejar formaba contraste con aquel campo cubierto de rastrojos hasta más allá de la media falda, y en donde el bramido de las vacas, el ladrido de los perros y el chirrido de las carretas de algunos chacareros atrasados hicieron concebir a Juan Diablo ardientes deseos de acercarse a pedir hospitalidad en algunos de los simpáticos humos que se elevaban aquí y allá sobre los techos de algunas habitaciones.

     El soldado acompañante fue del mismo parecer; y habiendo encontrado a un hombre que iba a pie descalzo, con una hacha sobre el hombro, y colgando del hacha un par de ojotas chacareras, le preguntaron dónde vivía el juez prefecto, que era como se llamaba entonces a los señores subdelegados de hoy.

     -Don Chuma, el Guapo, es mi patrón -respondió el chacarero-. Vive detrás de aquella puntillita baja, sobre la cual se ve aquel corral de piedra, que es donde duermen las ovejas y las cabras de mi patrón. Sigánme no más, caballeros, que yo los indilgaré por lo más corto.

     Echaron a andar detrás del chacarero; y cuando llegaron a casa de don Tomás (o don Chuma, como aquél decía), ya el sol se había escondido detrás de los cerros de la costa, y sus mortecinos rayos daban el último adiós al valle, dorando pálidamente las orientales cumbres de granito.

     El oficioso guía, después de hacer entrar a los recién venidos dentro de una especie de corral, formado por un gran pajar a la derecha, un largo rancho de totora enfrente, y una gruesa estacada de espino en lo demás del circuito, señaló con el dedo hacia el pajar, y dijo:

     -Allí está el patrón don Chuma.

     Salió éste del pajar, con un gran harnero lleno de paja en la mano, haciendo resonar sobre el desigual y pedroso pavimento las claveteadas suelas de sus zapatones. Aquel hombre, con una capa de polvo, y paja menuda sobre el cuerpo, barbas y cabellos revueltos, chaqueta y chaleco desabotonados, y abierto de par en par el cuello de la camisa, como para mostrar la fortaleza de un bien formado pecho, miró a los recién llegados con cara de pocos amigos (como suele decirse), y les preguntó entre hablando y gruñendo:

     -¿Qué se les ofrecía a ustedes, caballeros?

     El tono áspero y la mirada escudriñadora con que el señor prefecto acompañó su pregunta eran para intimidar a otro que no fuera Juan Diablo. Apeose éste sin contestar; y acercándose al montaraz dueño de casa lo impuso en voz baja, de la comisión que el general Prieto le había encargado. Al oír el relato, frunció don Tomás el entrecejo; pero cambiando repentinamente de fisonomía, llegó casi a sonreírse, y convidó cortésmente a sus huéspedes para que se fueran a sentar en el gran banco de roble puesto debajo del corredor de la casa.

     Enseguida, entregando el harnero a un peón, para que concluyese de cribar la paja que había de cenar su caballo favorito, ordenó que se preparase pronto una buena merienda para el señor sargento.

     Mientras llegaba la merienda, pusiéronse a hablar sobre los últimos sucesos. Cada nueva noticia que el señor prefecto ignoraba (que eran las más) lo hacía exclamar:

     -¡Oh!, ¿quién lo había de creer? ¡Bueno! ¡Cúmplase la voluntad de Dios!

     -Sí, señor -decía Juan-, la voluntad de Dios se ha cumplido, pues no podía Dios permitir que el gobierno siguiese permaneciendo en manos de los herejes que tanto han perseguido a los ministros del Señor. Ahora es otra cosa; y si conseguimos no dejar uno, vera usted cómo la religión cunde por todo el país, pues es bien sabido que nosotros somos hombres de cristiandad y de temor de Dios; razón por la cual, nosotros los pelucones que ahora gobernamos hemos prometido apretarle las medidas al pipiolaje. Porque es menester convencerse -agregó- que si no se les va a la mano, no nos dejarán quietos jamás en el gobierno, por ser ya cosa sabida que ellos nacieron para hacer revoluciones y aspirar a subir al mando, como si los herejes supieran lo que es gobernar cristianos que tienen un Dios y una religión.

     Don Tomás no contestó una palabra, sino que miró de arriba abajo a su interlocutor.

     Después de un corto instante, dijo:

     -Yo también, señor, soy hombre de religión como el que más, y muy devoto de la Virgen. Todas las noches, a esta hora, se reza en esta casa el santo rosario; y ahora espero que ustedes nos acompañarán mientras llega la merienda.

     -¡Ah! -exclamó Juan dando un bostezo-, venimos tan cansados que yo preferiría comenzar por la cena. Prometo rezar mañana dos rosarios por uno.

     -¡Vaya, pues, que así sea! -respondió el dueño de casa, sonriéndose imperceptiblemente.

     Enseguida mandó servir la merienda; hizo acostar en buenas camas a sus huéspedes, y se fue a un cuartito que había en un estremo del corredor. Encendió luz, cerró y trancó la puerta; y cortando una hoja de papel del cuaderno en donde hacía sus apuntes, escribió, o más bien dibujó temblorosamente estas palabras:

              

     "Crean en un todo cuanto les diga el portador.

          

 

 

 

 

     Y con esto se despide su afectísimo Q. B. S. M. Rajen el papel.

 

 

 

 

Tomás Espina.

 

 

 

     Posdata:

 

 

 

 

 

     No se les olvide rajar el papel, porque ya saben lo vengativos que son estos diablos. Y no les digo más, por falta de tiempo. El portador es carta viva. Rájenlo y échenlo al fuego.

 

Vale."

 

 

     Una vez escrita la esquela, le echó un poco de tierra que recogió del suelo; y doblando cuidadosamente el papel, salió del cuarto y se acercó al corredor del pajar. Allí dormía un hombre, que, al sentir pasos cerca de sí, despertó y alzó la cabeza.

     -¡Narciso! -dijo el patrón en voz baja.

     -Aquí estoy, señor -respondió Narciso, poniéndose de pie al momento.

     -¿Estás bien despierto?

     -¡Sí, señor! He despuntado bien el sueño.

     -Entonces, oye lo que voy a decirte. Ensilla mi caballo rosillo al momento, y dale un refregón, sin descansar hasta Naicura.

     -Sí, muy bien, señor.

     -Es preciso que este papel llegue a manos de Rondizzoni o de Castillo, o bien de alguno de los oficiales patriotas. Si todavía no han acabado de pasar los soldados, diles que pasen luego y que sigan sin parar hasta que se junten con Freire, porque el ejército de Prieto ya esta en Quechereguas y tienen intención de atajarlos. ¿Te acordarás bien de todo?

     -Sí, señor, no me diga más -respondió Narciso calándose su poncho.

     Aunque Juan Diablo y su compañero se levantaron muy temprano al día siguiente, encontraron a don Tomás en pie y tomando mate bajo el corredor de la casa.

     -¡Mala noticia tenemos, señor sargento! -exclamó el señor prefecto al ver a su huésped.

     -¿Cómo así, señor? -preguntó éste-, ¿qué mala noticia es ésa?

     -Que ya los soldados pipiolos deben estar muy cerca del Maule, porque según lo que me envía a decir un amigo de Licanten, han pasado el Mataquito hace dos o tres días.

     -¡Se nos han escapado! -exclamó Juan.

     -Pero no se escaparán del general Prieto -dijo don Chuma soltando una carcajada-; así como no se escaparán de nuestros dientes unos pasteles que acabo de mandar hacer para festejarlos a ustedes, señor sargento.

     -Muchas gracias, señor -respondió Juan-. Prometo conducirme valerosamente con los pasteles, ya que no es posible pillar a los pipiolos.

     -No esperaba menos de su patriotismo, señor mío; y le advierto que los pasteles serán remojados con una chichita que tengo ahí, para cuando repican fuerte.

     -¡Viva la patria! -exclamó Juan Diablo, sobándose las manos con satisfacción.

     Las diez de la mañana serían cuando Juan y su digno asistente, después de haber hecho honor a los pasteles, y más que honor a la añeja chicha, se despidieron del señor prefecto, alegres como unas pascuas, y tomaron el camino de Quechereguas, por parecerles inútil proseguir su excursión hasta la costa.

     Precedíalos un guía que don Chuma el Guapo les había suministrado, y al cual le había dicho a solas antes de salir:

     -Oye, Cayetano: es preciso que lleves a estos caballeros por caminos extraviados, para que no se encuentren con personas que puedan darles noticias ciertas sobre el paso de los pipiolos para el sur. Ellos no conocen estos caminos, y tú puedes llevarlos por donde se te antoje. Vete de manera que cuando bajen a los planes del Mataquito se haya entrado el sol, para que hagan de noche todo ese atravieso. Ya me entiendes. ¡Y cuenta con hablar nada, fuera de lo necesario! En boca cerrada no entran moscas; por callar, nadie perdió palabra, y por hablar, muchos han quedado mudos.

     Sonriose Cayetano, sin decir esta boca es mía; pero el gesto de inteligencia con que respondió a su patrón manifestó que comprendía muy bien el encargo que se le había hecho.

     En efecto, mientras anduvieron por el valle de Nilagüe, no se separaron ni un ápice de la vía recta que conduce al sureste; pero, no bien hubieron entrado en la escabrosa faja de cerros que separa al interior del valle por donde serpentea el Mataquito, cuando empezó el guía a dar vueltas y rodeos, pretextando que había en el camino real varios trechos intransitables, o peligrosos por lo menos.

     Cayetano, después de andar unas pocas cuadras hacia el sur, torció al poniente, llevando a los viajeros por el fondo de uno de esos vallecitos estrechos y profundos, llamados cajones. Enseguida los encaminó sobre un alto cordón de cerros, para hacerlos descender mas allá a otro cajón tan profundo y solitario como el anterior.

     De esta manera fue como el buen baqueano consiguió llegar a los planes de la margen derecha del Mataquito, cuando ya comenzaba a oscurecerse, sin que los comisionados del gobierno hubieseis atravesado (como él dijo después a su patrón) una sola palabra con cristiano nacido.

     Como los caballos estaban fatigados, Cayetano se dirigió al rancho de su compadre, en donde, si bien no podían las personas encontrar en qué dormir ni qué cenar, hallarían siquiera un poco de paja para sus cabalgaduras.

     El hambriento Juan Diablo y su compañero, no menos hambriento, tuvieron que contentarse con el charque machucado de sus alforjas, humedecido una y otra vez con aguardiente; y acordándose de los pasteles del almuerzo, se acostaron sobre los pellones de sus monturas hasta el primer canto de los gallos, que fue cuando los despertó el baqueano, pues quería hacerlos pasar de noche todo aquel valle.

     Desgraciadamente para el guía, no podían galopar, pues el camino estaba entrecortado por quebradas y zanjones de peligroso atravieso. Cuando comenzó a alborear el día, se encontraron cerca de una ranchería de miserable aspecto.

     -Estamos en el pueblo de Indios de la Huerta -dijo el baqueano-. Allí enfrente de aquel culenar tupido hay un vado, pero con este Mataquito no se juega naide; y se llama así, según dicen, porque mata y quita cristianos por docenas todos los años.

     -Me habían dicho que por aquí encontraríamos lanchas para pasar este río -dijo Juan Diablo.

     -La lancha está enfrente de aquella puntilla que llaman del Barco -respondió el baqueano, mostrando con el dedo un cerro redondo y pedregoso, coronado de quiscas, que se divisaba hacia el sur por entre la blanquecina niebla del valle-, pero yo le tengo más miedo a la lancha que al vado. En fin, sus mercedes sabrán lo que han de hacer; pero si por mí fuera, iríamos a pasar el río a Peteroa, pues allí está mansito como una oveja, y de llegar y entrar.

     Mientras Juan hablaba con el baqueano, el asistente se había separado de ellos, y acercádose a un rancho en donde se veía dos caballos ensillados.

     Luego volvió diciendo a Juan con aire misterioso:

     -¿Sabe, ño Diablo, que he hecho una buena pillada?

     -¿A quién? -preguntó Juan.

     -Al padrecito del llano de Santa Cruz, o más bien dicho, a don Costal de Mentiras que va con él. ¿No se lo decía yo? ¡Si este cristiano ha de mentir hasta después de muerto! Le dijo a usted que iban para San Pedro de Alcántara, y la verdad es que van para el Maule. Ahora me acuerdo que este don Costal era muy apipiolado. ¿No le parece que pueden ser espías o propios que los pipiolos de Santiago le envían a Freire, con papeles y qué sé yo qué más?

     -Todo puede ser -respondió Juan, reflexionando-. Vamos a hablar con ellos.

     -Yo me adelantaré -dijo el otro- para hacer una prueba.

     Y picando su caballo, se acercó al rancho a tiempo que salía de allí el padre de los milagros, seguido de su tuerto sirviente para montar a caballo.

     -¡Buenos días, Don Costal! -gritó con voz clara y sonora, dirigiéndose al tuerto.

     Volvió éste rápidamente la cara, y se puso pálido al encontrarse de manos a boca con Juan y su compañero; pero bien pronto se rehízo, y contestó:

     -Yo no me llamo don Costal, ¡señor mío!

     -¡Ah! -exclamó el otro-, ¡usted no me engaña a mí! Lo he conocido al momento de verlo; y apuesto a que ese parche que lleva sobre el ojo zurdo es para engañar a la gente.

     No contestó el del parche, sino que volviéndose hacia su patrón (que sin hablar palabra, parecía estar temblando de miedo) le habló algo en voz baja, y lo empujó hacia el interior del rancho.

     Enseguida, dirigiéndose más bien a Juan que al asistente, les dijo:

     -Caballeros, todo el mundo sabe que no es bueno meterse en vidas ajenas: Sigan ustedes su camino, que nosotros seguiremos el nuestro, como Dios manda.

     -Es que también manda Dios que las gentes digan la verdad -replicó Juan, terciando en la cuestión-. Usted nos dijo que se dirigía a San Pedro de Alcántara, y...

     -Hemos mudado ahora de parecer -interrumpió el del parche.

     -Así será ello, pero yo creo que en todo esto hay gato encerrado -replicó Juan; y para descubrirlo, es preciso que usted y su patroncito nos sigan hasta las Quechereguas, en donde está el general Prieto con su ejército.

     -Nosotros nada tenemos que hacer con el señor general Prieto -repuso el del parche con visible exaltación.

     -¡Pero el general tiene que hacer con ustedes! -exclamó Juan, picando su caballo-. Sí, amiguito, nosotros los del gobierno tenemos que hacer (y mucho) con los revoltosos, porque no somos como los pipiolos que gobernaron a la buena de Dios es grande, sino que hemos jurado ponerle las peras a cuarto a todo pipiolo que quiera alzar el gallo. Conque, no perdamos tiempo, dígale a su patroncito que salga, para que nos acompañe a Quechereguas.

     -¿Piensan ustedes llevarnos presos? -preguntó el del parche, sacando rápidamente la catana que llevaba en la cabeza de la enjalma, y poniéndose contra la quincha del rancho-. Yo quisiera saber ¿con qué derecho se nos quiere capturar?

     -Aquí tiene usted el derecho y el revés -respondió Juan, sacando del bolsillo una orden que facultaba al bodegonero para tomar preso a cualquier individuo que le pareciese sospechoso.

     -¡Ésos no son más que papeles! -exclamó el del parche, rojo de cólera-. Ahora lo que vale es el puño; y si alguno de ustedes se atreve, o bien sea los dos juntos, aquí los espero... crúcenle no más...

     -¡Bravo es el sacristán del padrecito! -exclamó Juan Diablo riéndose-, ¡pero veamos si puede barajar esta bala con su catana!

     -¡Cobarde! -exclamó el hombre del parche, rugiendo como un león acosado por los perros-. ¡Contra esa bala tengo estas dos!

     Y con una rapidez inconcebible arrojó al suelo la catana, y metiendo ambas manos en su ancha faja de lana lacre, sacolas armadas de sendas pistolas, que apuntó, una a Juan, y otra a su compañero.

     -Acuérdate -exclamó, dirigiéndose a este último-, acuérdate, ladrón sempiterno, de que con estas manos te pasé el santo en...

     La cara de aquel hombre, roja con la sangre que había afluido a su cabeza, se puso de repente pálida como el mármol; al oír por entre la quincha un agudo gemido en el interior del rancho. Las palabras murieron en sus labios, que temblaron de emoción, y una lágrima apareció en el ojo chispeante que tenía clavado sobre sus enemigos.

     -¡Señor! -dijo a Juan, lanzando un suspiro que se asemejaba a un rugido-, me doy a preso con una condición...

     -Baje sus pistolas y hablemos -respondió Juan.

     -Y usted también la suya -dijo el del parche.

     Las tres pistolas se inclinaron a un mismo tiempo, dejando su posición amenazante.

     -Diga usted ¿con qué condición se da a preso? -preguntó el sargento.

     -La de que usted no le hará ningún daño a mi patrón -respondió el del parche, con voz conmovida-. Mátenme, descuartícenme a mí, si quieren; pero ¡por lo que usted más estime y ame, señorito! -prosiguió con voz suplicante y acercándose al bodegonero-, no le haga ningún daño, porque le juro por mi salvación ¡que él es incapaz de hacerle mal a nadie! ¿Me lo promete usted?

     -No tenemos intención de hacer mal a cristiano nacido -respondió Juan- con tal que no se resista a las órdenes que traemos.

     -Pero, señor, ya ve usted que no nos resistimos -repuso el del parche, con voz temblorosa, poniéndose de mil colores.

     -¡Entonces, vamos andando! El padrecito debe también acompañarnos.

     -Aquí estoy -dijo el sacerdote, saliendo del rancho, con cierta entereza que antes no se había notado en él.

     Mientras se verificaba esta rápida escena, el baqueano se había acercado a varios de los vecinos rancho, cuyos moradores, cerrando sus puertas, atisbaban por entre las quinchas.

     Montados a caballo, dijo a Juan Diablo, su compañero:

     -Vea, ño Diablo, ¿cómo permite que esa maleta vaya a las ancas de don Costal? Ahí debe estar todo el gato.

     -Dices bien -respondió Juan-. Quita de ahí la maleta y llévala tú mismo.

     La orden no fue dada a un sordo, porque, en pocos segundos, la maleta pasó a manos del ágil compañero de Juan, a pesar de las observaciones de sus dueños. Y no parece sino que las manos de aquel hombre estuviesen acostumbradas a abrir y registrar todo cuanto se ponía a su alcance, pues la maleta se abrió como por encanto.

     -¿Qué has hecho, badulaque? -exclamó Juan, alzando sobre su compañero el ramal de sus riendas.

     -¡Ah!, ¡ño Diablo! -respondió cínicamente el otro-. ¡Yo creía que era necesario ver si aquí venía el gato encerrado! ¡Vei no, pues! -prosiguió, sacando de dicha maleta un gran paquete de cartas-. Aquí está el gato, ¡ño Juan! ¡Córtenme las dos orejas, si estas cartitas no son para los pipiolos!

     -¡Señor! -exclamó el padre con dolorida voz-, deme esos papeles, que a nadie importan sino a mí, ¡y llévese la maleta con todo lo que contiene!

     -No es nuestra intención robarle a usted nada -respondió el bodegonero-; y en cuanto a estas cartas, quedarán como antes en la maleta, para que nuestro general haga de ellas el uso que crea conveniente.

     El honorable bodegonero puso el paquete en su lugar, y notando que su asistente guardaba algo debajo del poncho, le preguntó:

     -¿Qué otra cosa has sacado de la maleta?

     -¡Nada, ño Juan! -respondió el otro.

     -¿Nada? ¡Quien no te conoce que te compre!

     -Ya le digo, ño Diablo, que no he sacado más que las cartas. ¡Nadita más!, ¡como si me fuera a confesar!

     -¿Y eso que tienes debajo del poncho?

     -¡Qué es lo que tengo, pues! ¡Trasbúsqueme, si quiere!

     Diciendo esto, el bellaco alzó ambas manos y presentó su pecho como para que Juan lo registrase; pero éste, sin examinar los bolsillos de su compañero, le tomó súbitamente la mano izquierda que tenía en el aire medio abierta con el poncho; y abriéndosela, vio que el ladrón tenía empuñada una gran bolsa de seda llena de onzas y escudos de oro.

     -¡Ah! ¡bribón! -exclamó Juan-, ¿conque éste era el gato tras de que ibas?

     -Es que siempre conserva su antigua costumbre -observó el del parche.

     -Mire, ¡ño Juan! -replicó el cínico ladrón-, le juro, como si me fuera a confesar, ¡que no me había fijado en la bolsa platera! Ello fue que, cuando saqué las cartas, salió también enredada esta bolsa, y como usted agarró solamente los papeles...

     -Bueno, bueno -interrumpió Juan-. Después darás tus disculpas a quien te las crea. Ahora es preciso que nos pongamos luego en camino. Lleva tú la maleta, que yo llevaré la bolsa, pues esto es lo más prudente.

     Mientras así hablaba el prudentísimo Juan Diablo metió el dinero en sus bolsillos, y ordenó que el convoy se pusiese en camino, en dirección del cercano vado. Y aunque el baqueano le volvió a hablar de los peligros que allí ofrecía el río, Juan repitió la orden con aire de autoridad, y fue obedecido.

     Poco antes de llegar a la orilla del río, el asistente de Juan dijo a ése:

     -Si no amarramos a don Costal, se nos cae del caballo y se nos pierde. ¡Yo lo conozco mucho!

     -Átalo con tu lazo -le dijo entonces Juan Diablo.

     Apeose el otro, sacó su lazo, y ató los pies del hombre del parche por debajo de la barriga de su caballo. El hombre, conteniendo con dificultad la cólera que aparecía en sus ojos, se dejó atar; pero no sin decir en voz baja a su verdugo:

     -¡Pícaro ladrón! ¡Véngate ahora de la tunda de porrazos que te di en San Carlos! ¡Pero ya llegará la mía y me la pagarás!

     -Mire, señor don Costal -respondió el bribón con burlesca sonrisa-, sepa que es usted el que va a pagar todas las hechas y por hacer.

     -Pues yo hablaré con el señor general Prieto, ¡y le diré quién eres! -exclamó en alta voz el del parche.

     -¡Mire, ño Juan! -dijo entonces el otro-, ¡mire cómo de picadito saca versos! ¡Sabe Dios cuántas mentiras no estará inventando este don Costal en contra mía, para irlas a vaciar al ejército!

 

 

 

Capítulo XLI

La loca

 

                                                            

   "Aquella niña está desmayada o aletargada; el conjunto de sus facciones es tan perfecto y seductor, que más bien parece una de aquellas fantasías trasladadas al lienzo por un hábil pintor que la creatura condenada como las demás a las penalidades y exigencias de la vida."

 

(RAMÓN PACHECO, El Puñal y la Sotana.)

 

 

     Mientras los demás hablaban y cuestionaban; el baqueano iba adelante con la cabeza baja, muy contrariado al parecer con la determinación de atravesar por allí el río. Su patrón le había dicho que las personas que conducía no debían hablar con los transeúntes que encontrasen, y la margen izquierda del Mataquito era sumamente poblada. ¿Cómo evitar que el sargento no obtuviese noticias ciertas sobre el paradero de los soldados liberales, que casi habían naufragado pocos días antes, en las costas de la Navidad?

     Habiendo atravesado el Mataquito, sin grandes dificultades, nuestro baqueano tomó la huella trazada por el tráfico de las gentes sobre el pedregal del río. Y como ésta se perdía a veces, borrándose por completo, le fue fácil al guía el separarse del camino recto y conducir el convoy por veredas más o menos torcidas. Pero tanto fue lo que abusó de sus ventajas de baqueano, que al fin le preguntó Juan:

     -Dígame, amigazo, ¿es éste el camino real?

     -Aquí no hay camino real -contestó el guía-, pues el río borra las huellas todos los años, y tenemos que ir rumbeando hasta llegar al llano alto, en donde tenemos el camino carretero.

     -¡Pero, hombre! -exclamó el bodegonero, no convencido todavía-, por aquí vamos cayendo y levantando por esta pedrazón que sólo el diablo ha podido atravesar antes que nosotros. Dígame, ¿no es el camino aquella faja ancha y blanquizca que se ve por entre aquellos chilcales?

     -Ya le digo, señor, que aquí todo es camino -respondió el guía.

     -Pues si aquí todo es camino -repuso Juan-, tomemos aquel que debe ser mejor que éste, pues veo venir por él a algunas personas. ¡Cuarto de conversión sobre la izquierda! -gritó con voz sonora-. ¡Acerquémonos a aquellos hombres que allí vienen para preguntarles si saben algo sobre estos diablos de pipiolos! Casi estoy arrepentido de no haber llegado hasta la costa.

     No era posible eludir esta orden, y el baqueano tuvo que torcer, sin chistar, hacia el camino real por donde venían unos cinco hombres de a caballo. Mas no por eso desmayó el buen servidor de don Chuma, sino que, acercándose a Juan, le dijo:

     -¿Su merced quiere saber noticias de aquellos hombres? Pues entonces, voy a salirles por aquí al encuentro para no perder tiempo y preguntarles si saben algo de los pipiolos.

     Y diciendo y haciendo, echó a correr por lo más derecho, saltando más bien que galopando sobre el pedregal.

     Llegado que hubo al grupo de transeúntes, les dijo frunciendo el entrecejo:

     -¡Alto ahí!

     -¿Qué significa esto? -preguntó uno de los hombres-. ¿Quién es usted para hacernos parar en medio del camino?

     -¿Quién soy? Un soldado del gobierno. Allí viene mi jefe quien les manda decir a ustedes que lo esperen aquí.

     -¿Con qué objeto?

     -Con el de llevarlos al ejército del general Prieto, porque nosotros somos reclutadores de gente.

     Los tres hombres abrieron tamaños ojos, sin decir una palabra.

     -¡Y cuenta con resistirse! -prosiguió el baqueano-, porque mi jefe es de malas pulgas, y no aguanta pellejo en el lomo. En Licanten le dio un balazo a uno porque no quiso seguirnos.

     -Pero, ¿dónde está la gente reclutada? -preguntó otro, dudando todavía.

     -Está descansando un rato en el pueblo de la Huerta. Nosotros nos hemos adelantado para reclutar algunos en estos ranchos del camino.

     Apenas el guía hubo dicho estas palabras, cuando dos de los transeúntes volvieron rápidamente sus caballos, y echaron a correr hacia atrás, gritando al pasar por enfrente de los ranchos que había sobre el camino:

     -¡La recluta! ¡Viene la recluta de Prieto! ¡Dicen que no perdonan ni a los chiquillos!

     En cuanto al tercero, parecía aún dudar sobre lo que haría; y habiéndole preguntado nuestro baqueano si era casado, él contestó:

     -Sí, señor, y tengo mucha familia menuda.

     -Pues, entonces, lo perdono por ser padre de familia; pero arranque luego, porque mi sargento no perdona a nadie.

     Al oír esto el hombre torció la rienda hacia el río, y se perdió entre los matorrales a tiempo que llegaba Juan Diablo.

     -¿Por qué se han arrancado esos hombres? -preguntó con voz agria.

     -Yo no sé qué les ha dado a estos cristianos -respondió el guía-. No han querido responder palabra.

     -Más adelante hallaremos quien nos conteste -dijo Juan, picando su caballo.

     Pero, aun cuando más allá encontraron nuevos ranchos y casitas de agricultores, no les fue posible dar con ningún hombre. Todas las puertas estaban cerradas, y muchos ranchos habían sido abandonados repentinamente, según lo indicaba el fuego de las cocinas.

     Juan notó que de algunas casitas salían mujeres medio desgreñadas con atados en la cabeza y llevando sus hijos de la mano; y de otros ranchos se alejaban hombres a caballo con mujeres en ancas y niños en los brazos, internándose todos en los potreros para meterse en los primeros bosques que encontraban.

     Era que el grito terrible de ¡la recluta! llevado en alas del viento había derramado la alarma por toda la pacífica comarca.

     Marchaba el baqueano contentísimo por haber conseguido su objeto. Sin embargo, no daba la menor muestra de la satisfacción que experimentaba, y seguía su camino sin desplegar los labios.

     Al avistar el valle de Curicó, acercose a Juan y preguntole:

     -Dígame, señor, y perdone, ¿tiene horero?

     -No le entiendo, amigo -respondió Juan-. ¿Qué cosa es horero?

     -Esos redondones que llevan los ricos en la cartera para ver la hora.

     -¡Ah!, ¡reloj! -exclamó el bodegonero soltando una carcajada-. No lo llevo ahora porque se me quedó olvidado en casa; pero yo creo que serán como las diez.

     -Nosotros los pobres no tenemos más horero que el sol -respondió el guía; y cuando el día está nublado como ahora, tenemos que escucharle al estómago. A mí me parece que ya deben ser las doce y un poco, según es la hambre que llevo. ¿No cree usted muy justo que pasemos a hacer medio día a un bodegoncito que hay al fin de este callejón?

     -Así lo haremos -respondió el bodegonero, mirando de reojo al hombre del parche, que platicaba en voz baja con su patrón.

     Llegados al punto indicado por el guía, se apearon y comieron y bebieron a discreción.

     El padrecito estaba cada vez más triste y taciturno, apenas comió algunos bocados; y como al parecer iba enfermo, nadie se admiraba de que permaneciese callado y con la cara medio envuelta en dos grandes pañuelos.

     Acabada la comida, Juan pagó generosamente por todos, y entonces el guía le dijo:

     -Comida hecha y amistad deshecha, señor mío.

     -¿Qué quiere usted decir? -le preguntó Juan.

     -Que hasta aquí dura mi mala compaña, porque yo tengo que volverme luego a casa de mi patrón, y su merced ya no me necesita para nada. Este camino va derecho a la estancia de las Quechereguas, y su merced no podrá perderse porque, como dice mi patrón: "quien boca tiene a Roma llega." Y ahora que me acuerdo -agregó-, mi patrón me encargó mucho que no le recibiera a su merced ni un cuartillo, aun cuando quisiera su merced pagarme algo por este viaje que he hecho en mi propia bestia, pues la hacienda no da bestias para estos mandados, y yo soy un pobre que...

     -Bueno, bueno -interrumpió Juan pasando al baqueano cuatro reales que éste recibió y guardó en su bolsillo, diciendo:

     -Vaya pues, ya que su merced se empeña, le admitiré. ¡Dios se lo pague!, y hasta otro día, patroncito.

     Mientras el sirviente del señor prefecto apellidado el Guapo se volvía a su lugar, Juan y sus compañeros de viaje proseguían su marcha hacia el oriente. Cuando llegaron a Quechereguas, ya la vanguardia del ejército había partido en la mañana, y la retaguardia estaba a punto de ponerse en marcha.

     Juan Diablo se fue al momento a hablar con Dorriga para darle cuenta de su comisión.

     -Señor -dijo a don Víctor-, ya los pipiolos pasaron el Mataquito; pero hemos hecho una buena presa. Es un padre franciscano que marcha para el sur, acompañado de un hombre de mala cara, al cual le quitamos una maleta con unos papeles, que según parece, son cartas de los pipiolos de Santiago escritas a los del Maule.

     -¿Dónde están esas cartas? -preguntó Dorriga.

     -En la misma maleta en donde venían.

     Don Víctor, sin decir una palabra, tocó un pito y se presentó al momento un oficialito pequeño, delgado, de aceitunado semblante y de ruin aspecto; pero que en sus ojos vivos y penetrantes revelaba cierta sagacidad y perspicacia, mientras vagaba en sus delgados y pálidos labios la indefinible sonrisa con que la solapada malicia suele cubrir sus intenciones.

     -Garduño -dijo don Víctor dirigiéndose al oficial-, haga usted conducir aquí a esos dos individuos que ha traído presos este sargento; y usted -prosiguió, dirigiéndose a Juan-, tráigame la maleta con todo lo que contiene.

     Salió Garduño seguido del bodegonero, y a poco rato volvió éste trayendo en sus brazos la maleta de los presos. Detrás venía el oficial conduciendo al fraile y a su criado. Don Víctor, ansioso de saber lo que el paquete contenía, abrió él mismo la maleta; y ya había sacado una de las cartas, cuando el fraile entró precipitadamente a la pieza, y adelantando éste sus manos como para impedir que Dorriga leyese la carta que ya tenía extendida, le dijo con voz entera:

     -Si usted es un caballero, ¡no ponga los ojos sobre esas cartas, señor don Víctor!

     Miró éste al religioso, y disgustado de su actitud al mismo tiempo que sorprendido de su juventud y de su belleza (pues parecía un adolescente), le preguntó:

     -¿Quién es usted?

     -Se lo diré al señor general -respondió el joven fraile-. ¿Dónde está el señor Prieto? ¡Quiero hablar con él!

     -El general está ocupado en hacer marchar al ejército: puede usted hablar conmigo.

     -No puedo hacerlo delante de estas personas -repuso el fraile-. Si usted manda despejar esta pieza, le diré quién soy.

     En aquel momento entró, por una puerta que comunicaba a la pieza con otra vecina, un sacerdote vestido de viaje, con hábito o sotanas arremangadas y calzadas las espuelas.

     Era el padre Hipocreitía, que todo esos días anteriores había estado dando unos ejercicios públicos en Molina, en donde había predicado el evangelio contra los pipiolos.

     Al ver al joven fraile, se puso pálido; pero luego se rehízo, y dando dos pasos hacia él, le dijo con cierta emoción que apenas pudo ocultar:

     -¡Usted no es lo que parece, amigo mío!

     -¡Y usted trata de parecer lo que no es ni podrá ser jamás! -respondió el interpelado, mirando fijamente al jesuita.

     -¿Qué quiere usted decir?

     -Que usted trata de desempeñar el rol del hombre de bien en esta comedia -contestó el joven fraile.

     Púsose el jesuita de mil colores, y se acercó a don Víctor, quien, habiendo visto solamente la firma de la carta, dijo entre dientes:

     -Esta carta viene firmada por Anselmo Guzmán.

     -No puede ser eso -observó Garduño-, pues Anselmo está en el Maule.

     -Y además, acabamos de saber que ha muerto -agregó el jesuita con voz sorda.

     -¿Ha muerto? ¿Decís que Anselmo Guzmán ha muerto? -exclamó, sin poderse contener, el joven fraile dando dos pasos hacia el jesuita.

     Éste, mirando de arriba abajo al mozo, respondió con esta sola palabra:

     -Sí.

     Ese sí, agudo y rápido como un dardo, pareció atravesar el pecho del pobre fraile, pues, pálido como un cadáver, permaneció unos cuantos segundos como clavado en el suelo y sin pronunciar una sola palabra. Sus labios se pusieron lívidos y sus ojos extraordinariamente abiertos, y sin pestañar, estaban fijos sobre el jesuita que en aquel momento abría su caja de rapé.

     De repente, la cara del fraile se coloreó como iluminada por la rojiza luz de un incendio, e irguiendo la cabeza, arrancose el pañuelo que ocultaba a medias su fisonomía.

     Con el rápido movimiento, la capilla del hábito cayó hacia atrás, y una gran madeja de cabellos negros se esparció sobre sus espaldas.

     Todos los circunstantes lanzaron un grito de sorpresa, menos don Víctor que había ya descubierto el secreto, leyendo la carta de Anselmo, y el jesuita, que había conocido a Lucinda en el momento de verla, a pesar de lo bien disfrazada que venía.

     El oficial Garduño miraba a la preciosa niña sin ocultar la impresión que su belleza le causara.

     -¡Lucinda! -exclamó el jesuita, manifestando gran admiración y adelantándose a tomarla de la mano-. ¿Por qué veo aquí a la hija de mi inolvidable amigo, y en un traje tan ajeno de su sexo?

     -Porque vosotros me habéis obligado a ello, y especialmente vos, ¡padre Hipocreitía! -exclamó Lucinda, dando un paso atrás como si viera acercarse una culebra-. No me toquéis, vil ladrón, miserable asesino, que no contento con desposeerme del amor de mi padre para arrebatarme una pobre herencia, matasteis de dolor a mi madre, ¡y fuisteis el verdugo del desgraciado autor de mis días!

     -¡Ah!, ¡conque es una mujer! -se oyó decir a una voz en la puerta exterior de la pieza.

     -¡Sí, general! -respondió Lucinda, volviéndose rápidamente hacia Prieto, que en aquel momento entraba al cuarto-. Soy la esposa, o mejor dicho, soy la viuda de Anselmo Guzmán, ¡asesinado por ustedes!

     -¿Por nosotros? ¡Señora!

     -Sí, por ustedes, ¡sobre cuya cabeza caerá la sangre que se ha derramado y que seguirá derramándose en el país! Por ustedes, que después de haber dado el ejemplo de la más escandalosa guerra civil, han perseguido a hombres indefensos como mi esposo, ¡hasta el punto de mandarlos insultar cobardemente en su propia casa!

     -Pero, señora...

     -¡Ah! -prosiguió Lucinda con vehemencia-. Ustedes dirán que no le han dado orden al populacho para que fuera a apedrear nuestras ventanas. Solamente dejaron que las apedrearan y que nos insultasen soezmente, obligando así a mi esposo a que dejase su hogar, y...

     -Cálmese usted, señora -interrumpió don Víctor acercándosele.

     -Y advierta -agregó Prieto-, que lejos de perseguir a Guzmán, el gobierno lo ha considerado más de lo que convenía al orden público, a pesar de tenerse conocimiento de sus traidoras intenciones.

     -¡Orden público! -exclamó Lucinda moviendo la cabeza de arriba abajo y con los ojos medio extraviados-. ¡Orden público! ¡Bien está esa palabra en boca de los que han sembrado y cultivado el desorden en el país! ¡Esperad la cosecha! Pero más me admira, general, el que usted pueda pronunciar la palabra traidor con la misma boca con que mandó a sus soldados que volviesen contra la república las armas que ella había puesto en sus manos para su defensa; ¡con los mismos labios con que convidó al general Lastra a entrar en las casas de Ochagavía para traicionarlo un momento después!

     -¡Oh! ¡Ésa es una calumnia infame! -exclamó el general fuera de sí-. ¡Joaquín Prieto no ha sido ni será jamás un traidor!

     -Tiene usted razón -repuso Lucinda con irónico acento-. Joaquín Prieto no ha sido ni será jamás un traidor: sólo ha sido y será el instrumento de miserables traidores.

     Y al decir esto, lanzó una carcajada seca que se asemejaba a un quejido de dolor. El general Prieto, exaltadísimo, quiso hablar; pero Dorriga acercándose a él, le dijo:

     -Cálmese, general, y acuérdese de que es una mujer.

     -¡Y además loca! -agregó el jesuita-. ¡Pobre niña!

     -En este momento no soy una mujer, dijo ella, dando un paso hacia la puerta: soy la verdad que habla y que algún día será escuchada en Chile. En cuanto al padre Hipocreitía -prosiguió, mostrando al jesuita con el dedo, pero sin mirarlo-, como él es muy cuerdo, no dice nunca la verdad.

     Enseguida salió de la pieza con cierta agitación febril.

     Uno de los soldados que había en la puerta, quiso oponerse a su paso; pero ella, sin decirle una palabra y aun sin mirarlo, le ordenó con un movimiento de la mano, que se hiciese a un lado, y él la dejó pasar libremente.

     Los que estaban en la habitación la siguieron, conmovidos, especialmente Garduño que no había separado los ojos de ella. Cuando estuvo en el corredor, llamó a su sirviente, el cual, con una barra de grillos en los pies, se mantenía afirmado a un pilar y estiraba sus brazos como para socorrer a su señora.

     -¡Pedro! -dijo ésta con dolorida voz-, ¡tu patrón ha muerto! El corazón no me engañaba. ¡Prepara pronto los caballos porque es preciso que vea siquiera su sepultura!

     Pedro quiso andar, pero no pudo, y echó a llorar como un niño. Entonces ella, viendo a su criado que apenas podía tenerse de pie, pareció como que despertaba de una atroz pesadilla; dio un grito terrible, y cayó sobre el suelo como un cadáver.

     Al ver caer a su señora, Pedro lanzó un rugido y se arrastró hacia ella, dando una bofetada a un soldado que lo sujetaba.

     Todos los circunstantes manifestaron la compasión que la desgraciada esposa de Anselmo les inspiraba; pero el primero que llegó corriendo hacia ella fue el padre Hipocreitía.

     -¡Loca!, ¡loca! -decá el jesuita-, ¡qué desgracia! ¡Pobre amigo mío! Ruega al Señor por tu hija, a la cual te prometí servirle en cuanto mis débiles fuerzas alcanzasen.

     Mientras así hablaba, trataba de alzar del suelo a Lucinda, que apenas daba señales de vida; y ayudado por Garduño y otros, la condujo a un cuarto en donde había una cama. Vinieron enseguida dos o tres mujeres que le empezaran a hacer algunos remedios caseros; pero el jesuita dijo al general:

     -Señor, esta pobre niña no puede quedar aquí. Yo fui amigo de su padre, y tengo que cumplir con un deber de amistad y de conciencia. Ruego a Usía que me dé permiso para hacerla trasladar a casa de unas amigas mías que residen en Molina, en donde será tratada con toda la caridad y cristiandad que caracterizan a esas santas señoras.

     Concediole Prieto el permiso que se le pedía; y Garduño, por indicación de Dorriga, se quedó con cinco soldados de caballería para servir de escolta a la enferma.

 

 

 

Capítulo XLII

Prieto y Dorriga

 

                                                             

   "En el estado en que se encuentra el país, el gobierno ha estimado necesario y prudente ver correr alguna sangre chilena..."

 

 (Nota del ministro Portales al general Aldunate, 25 de mayo de 1830.)

 

 

     La retaguardia del ejército se había ya puesto en camino, con intención de ir hacer noche en el Camarico, en donde lo esperaba la vanguardia. Bien pronto emprendió la marcha el estado mayor, escoltado por una parte de la caballería, tras de la cual iba Pedro atado sobre el lomo de un macho que un soldado llevaba tirando. Llegado el convoy a la estancia de Itagüe, atravesaron el río Claro, enfrente de la vega del Camarico, en donde encontraron acampado el ejército.

     Apenas Dorriga se hubo desmontado del caballo, cuando pidió a un sargento una maletita que éste le llevaba; y metiéndose en un cuartito del rancho, en donde había de dormir el general, encendió una vela de sebo, y se puso a leer unos papelitos de diversos tamaños y colores que llevaba en la maleta. Había papelitos blancos, amarillosos, azules, y hasta los había sucios y ajados. Unos eran de algodón, otros de hilo y otros de seda. La letra de cada papel era también distinta de la de los demás; pero todos concluían con una firma y una rúbrica, más o menos llena de rasgos, cruces y comillas. Enseguida plegó y cerró todas estas esquelas (algunas de las cuales tenías pretensiones de cartas), y pegando la mayor parte de éstas con sendas obleas, y sólo dos o tres con pan mascado, hizo de todas un buen paquete. A ese tiempo entró el general en jefe, quien le dirigió la palabra en estos términos:

     -Señor don Víctor, estoy perplejo: ¿qué le parece a usted conveniente hacer con ese hombre?

     -¿Qué hombre?

     -El sirviente de Lucinda. Me han dicho que es un empecinado pipiolo, y de mucho arrojo. Si por casualidad se escapa, puede hacernos mucho daño con sólo ir a poner en conocimiento del enemigo las interioridades de nuestro ejército. ¿Cree usted conveniente que lo hagamos fusilar?

     -¿Para qué? ¿En qué aparece culpable ese hombre? Si se ha resistido cuando se le quiso tomar preso, ha sido por defender a su señora, y cumplir mejor con su deber. Una acción como esa no merece cuatro balazos, ¡general!

     -Convengo en ello; pero yo hablaba de hacerlo fusilar por política, pues ya usted sabe lo que dice Portales a este respeto. Su opinión es que conviene a veces derramar un poco de sangre chilena, pues de otro modo no se pone a raya el loco atrevimiento de nuestros enemigos. Con esos cuatro balazos nos desharemos de un enemigo...

     -Y nos haremos de cien enemigos más -interrumpió Dorriga-. Créame, señor general, la crueldad inútil perjudica siempre al que la emplea. El rigor, aun en la guerra misma, es como ciertos venenos que suele hacerse entrar en la composición de las medicinas. Usados con cordura, pueden sanar al enfermo; pero el abuso de ellos, procede necesariamente la muerte. Al contrario, yo creo que podemos sacar partido de la huida de ese hombre al campamento enemigo.

     -¿Cómo puede ser eso?

     -Sirviéndonos de él como de un emisario seguro para enviar estas cartitas.

     -¡Ah! -exclamó Prieto-, ¿todavía está usted con esa idea? Los pipiolos son inocentes, ¡pero no tanto para que traguen ese anzuelo! Y además -prosiguió sonriéndose-, ¡les hemos hecho ya tragar tantos!

     -Pues yo tengo seguridad de que estas esquelitas, firmadas por algunos de nuestros oficiales más apipiolados, han de producir un magnífico resultado. Todas ellas hablan del deseo que sus autores tienen de pasarse al enemigo, unos por evitar la efusión de sangre, otros porque sus antiguas convivencias los arrastran al bando opuesto, y algunos por consideraciones personales de amor y respeto hacia Freire.

     -¿Cree usted que este general no se llene de satisfacción al leer estos papeles, y no se descuide, por consiguiente, confiando más en una menuda popularidad que en las fuerzas de su ejército?

     -Haga usted lo que le parezca -dijo el general-, pero yo sólo tengo fe en nuestros cañones y en nuestra caballería.

     -Trazas quiere la guerra, señor general -repuso don Víctor-, y usted se convencerá más tarde de que más hace la maña que la fuerza, y que cada uno de estos papelillos vale por diez balas de cañón.

     Un ruido de caballos que se oyó en el exterior del rancho cortó la conversación.

     El general salió del cuartejo, y poco después entró Garduño.

     -¿Cómo queda esa niña? -preguntó don Víctor.

     -Ha vuelto en sí -respondió el oficial-, pero no ha sido posible conseguir que se despoje del hábito franciscano que tiene puesto. Dice que ya no quiere pertenecer a este mundo, y que aquel traje que lleva es el que más le conviene, por ser el de la sepultura.

     Dorriga se conmovió al oír la relación del oficial, pues tenía un corazón humano; y, aunque lleno de preocupaciones contra los pipiolos e incapaz de comprender las ideas que éstos defendían, no alcanzaba su odio hasta las mujeres y los niños, como sucedía con muchos otros defensores del sistema colonial vestido a la republicana. Su contraído semblante revelaba una profunda impresión, y con voz apagada, murmuró:

     -¡Pobre muchacha! ¡Ojalá no sea cierta la muerte de su marido!

     Enseguida, haciendo un movimiento con la cabeza como para desechar una triste idea, dijo:

     -¡Bueno! Vamos a otra cosa. Ya sabe usted, Garduño, lo que tiene que hacer con ese hombre. Nada tengo que repetirle. Tome usted las cartas.

     -Obraré en todo como usted me ha ordenado -respondió el oficial recibiendo el paquete y saliendo del cuarto.

 

 

 

Capítulo XLIII

Garduño y Pedro

 

                                                       

   "Acompañaba a Prieto en las campañas el español don V... tan famoso por su fecundidad en la invención de ardides y estratagemas de todo género. Éste se valió de diversos oficiales y sargentos, a quienes hacía que escribiesen a Freire, o lo verificaba él mismo tomando el nombre de aquellos, protestando su adhesión a este general y asegurándole, con todo el misterio necesario, que estaban dispuestos a pasarse a sus filas."

 

(F. ERRÁZURIZ).

 

 

     Garduño se dirigió enseguida al lugar en donde tenían preso a Pedro. Éste se hallaba rodeado de cuatro soldados, con una gruesa barra de grillos en los pies, y atado de las manos al tronco de un maiten.

     -¡Señor oficial! -dijo en cuanto conoció a Garduño-, hágalo por lo que más quiere en esta vida, ¡dígame si la señorita vive o muere!

     -Está viva -respondió Garduño.

     -¡Gracias a Dios!... Ahora le suplico que se empeñe usted con los jefes para que la traten bien y no la hagan sufrir. ¡Harto ha sufrido ya!... Y ahora, hágame el bien de decirme, si le nace de corazón, ¿es cierto que mi patrón ha muerto?

     -Ésa es la noticia que aquí ha llegado -respondió Garduño con voz lúgubre.

     Pedro no habló más, pues su entrecortada respiración indicaba el nuevo dolor que le había causado la certeza de la fatal noticia.

     -Y ¿para usted no pide nada? -preguntó Garduño.

     -¿Y qué quiere que pida para mí, cuando se me trata de esta manera? -exclamó Pedro con mal reprimida cólera-. Se me tiene atado a este árbol, como si fuera un animal y como si pudiera huir con esta pesada barra de grillos. ¿Qué he hecho, señor, para que me castiguen de este modo?

     -Usted se ha resistido y ha amenazado a los que querían tomarlo preso.

     -No he hecho más que defenderme de dos ladrones que me atacaban y que, por más señas, me robaron todo el dinero que traíamos.

     -No eran ladrones -repuso el oficial-, sino comisionados por la autoridad legítima para...

     -En eso de ser comisionados por la autoridad no me meto -interrumpió vivamente Pedro-, pero sí sostendré siempre que son ladrones como el mismo Judas. ¡Los conozco hace mucho tiempo!

     -De todos modos, usted ha hecho armas contra la autoridad, y el consejo de guerra lo ha condenado a muerte.

     -¿Me han condenado a muerte? Y ¿por qué? Y entonces, ¿para qué me preguntaba usted si yo tenía algo que pedir?

     Garduño no respondió, sino que, volviéndose a uno de los soldados, le dijo:

     -Desate usted a ese hombre.

     Mientras el soldado cumplía con la orden, Pedro decía al oficial:

     -Muchas gracias, señor. Prefiero cuatro balas, a seguir aquí amarrado como un facineroso.

     El oficial, sin responder una palabra, dio dos silbidos con un pito que sacó de sus bolsillos, y luego aparecieron seis soldados a caballo con sus tercerolas a la espalda. Otros dos soldados más traían dos caballos ensillados, y montando Garduño en uno de éstos, ordenó a Pedro que lo hiciera en el otro, después que le hubieron sacado los grillos.

     -Ya sé lo que esto significa -murmuró Pedro, montando en su caballo y poniéndose en marcha rodeado de los soldados.

     -Prepárese usted -le dijo el oficial.

     -Ya estoy preparado -respondió Pedro.

     Por toda precaución, habíanle atado los pies al preso por debajo de la barriga del caballo. El convoy marchaba dando mil y mil vueltas por entre los matorrales que cubrían la margen izquierda del Río Claro.

     La noche estaba oscura, espesos nubarrones cubrían la atmósfera, nadie hablaba una palabra, y sólo se oía el ruido de las patas de los caballos, medio apagado por el sordo murmullo del río.

     Habiéndose separado del campamento unas diez o doce cuadras hicieron alto debajo de unos árboles, y Garduño mandó desmontarse a los soldados. Bajaron al preso de su caballo; y habiéndolo atado al tronco de un árbol, se retiraron a regular distancia.

     -¡Buen dar! -exclamó Pedro, con triste acento-. ¡El pago de Chile! ¡Morir como un ladrón, después de haber peleado por la patria sin haber recibido ni el sueldo siquiera!

     -¿Tiene usted miedo? -le preguntó Garduño.

     -No le sabré decir si tengo o no tengo miedo -respondió Pedro-, porque no puedo mentir ahora; pero lo que sé muy bien es que tengo rabia, mucha rabia, señor, al ver que se me va a asesinar aquí como a un perro, por mano de mis mismos compañeros con los cuales hemos peleado juntos contra los godos. ¡Denme un fusil -prosiguió con exaltación-, y verán si tengo miedo!

     -¡Pues bien! -respondiole Garduño-, usted tendrá un fusil y vivirá si me promete una cosa.

     -¿Qué cosa?

     -Enrolarse en nuestras filas.

     -¡Calle la boca, señor, por Dios, y no me proponga eso! -enseguida, haciendo un esfuerzo, prosiguió-. ¡Por el amor de Dios! señor oficial, ¡no me esté matando a pocos! Despácheme luego, ¡porque ya tengo el ánimo hecho!

     Y se puso a rezar un Credo en alta voz.

     Garduño dio a sus soldados la orden de prepararse, y se dispuso a mandar el fuego. Pero antes tuvo la crueldad de decir al preso:

     -¡Ah!, ¡es usted muy freirista!

     -Porque soy un hombre leal -respondió Pedro exasperado, poniéndose enseguida a gritar-: ¡Viva Freire! ¡Viva la Constitución! Creo en Dios padre, Todopoderoso, Criador del cielo y de la tierra...

     -¡Fuego! -gritó Garduño.

     Oyose una sola detonación, compuesta de los seis tiros que sonaron a un tiempo, y todo quedó en silencio.

     Garduño se acercó a Pedro, y habiéndolo tocado, dijo:

     -Está muerto. ¡A caballo!

     Montaron todos. Uno de los soldados tomó las riendas del caballo en que se había conducido al preso, y partieron al trote hacia el campamento.

     Cuando Pedro volvió en sí, apenas se oía el ruido de los caballos que se alejaban. Pero él no se preocupaba de ruido alguno, sino que, admiradísimo de no sentir el más pequeño dolor en todo su cuerpo, se hizo maquinalmente estas dos preguntas:

     -¿Estaré vivo? ¿Estaré muerto?

     Enseguida se puso a respirar con fuerza. Su cabeza se había debilitado notablemente por la emoción sufrida, y tenía los miembros como engarrotados por las ligaduras y el frío de la noche. Quiso moverse y no pudo; pretendió tocarse el cuerpo, y sus manos no obedecieron a su voluntad. Su cuello estaba tieso y su cabeza, pegada contra el tronco del árbol, parecía carecer de movimiento.

     -¡Qué será esto! -exclamaba el pobre hombre lleno de pavor-. ¿Si estaré entre la vida y la muerte, y aún no habré llegado al otro mundo por no haberme acabado de matar? Pero si he muerto, y estoy en el otro mundo, no hay duda de que los dos mundos se parecen mucho. La misma oscuridad, los mismos árboles, el mismo aire, el mismo ruido del río... Y ¿cómo dicen que la muerte duele tanto? ¡Pero no!, ¡no puede ser! ¡Estoy en este mundo! -exclamó respirando con mayor fuerza y con la convicción de su propia existencia.

     -¡Silencio! -le dijo a ese tiempo una voz cerca de sus oídos.

     -¡Ah!, ¿es usted, señor Garduño? -preguntó Pedro-. ¿Viene usted a acabar de matarme? Concluya usted pronto porque todavía estoy vivo.

     -A mí me debe usted la vida de que goza -repuso Garduño-. Óigame usted, y no hable. Yo mismo extraje las balas de las tercerolas que hice dar a los soldados, y por esto es que usted no está herido. Ellos están en el campamento, creyendo haberlo muerto a usted; y mientras tanto, yo he vuelto a librarlo de sus ligaduras, pero con una condición...

     -¿Cuál es? ¡Diga usted, señor!

     -La de que lleve usted este paquete al campamento enemigo y lo ponga en las propias manos de Freire.

     Pedro creyó no haber oído bien, y exclamó:

     -¿Qué? ¿El general Freire? ¿Usted?... ¿Yo? ¿Qué me ha dicho?

     -Que usted debe llevar a don Ramón este paquetito con el mayor sigilo posible. Son cartas que algunos de los oficiales de Prieto le escribimos a Freire, advirtiéndole que estamos descontentos de nuestro general, y queremos pasarnos a la división de los liberales porque nosotros hemos sido solamente pelucones de circunstancias. Yo quise ver hasta dónde llegaba la lealtad de usted; y por eso le hice denantes todas esas preguntas. Ahora sé que puedo contar con su fidelidad.

     -Me comeré esos papeles antes de entregarlos, ¡y moriré si es necesario! -exclamó Pedro-. Démelos usted, señor Garduño, y partiré al momento. ¡Ah!, ¡pero estoy atado y no puedo moverme!

     -Yo lo desataré -respondió el oficial, poniendo por obra lo que decía.

     Al verse libre, Pedro dio dos o tres saltos en el aire, como para cerciorarse de que estaba vivo y libre.

     Enseguida dijo:

     -Pero ¿no le parece a usted, señor, que debo hacer este viaje a caballo?

     -Aquí tiene usted el mío.

     -¿Y usted?

     -Yo me volveré de a pie al campamento, y allí diré que mi caballo se ha arrancado. Tome usted el paquete, y ¡cuenta con que nadie sepa una palabra de todo lo que hemos hablado!

     -No le dé a usted ningún cuidado. ¡Más hablará un muerto que yo! ¡Vaya! ¡Lo que es la vida! ¿Creerá, señor Garduño, que casi había yo creído que estaba muerto?

     Enseguida tomó el paquete, lo metió en sus bolsillos y montó a caballo.

     -En ese atadito que cuelga del arzón de la silla encontrará usted qué comer -le dijo Garduño.

     -¡Dios se lo pague, señor! Ahora quisiera pedirle una gracia.

     -Diga usted.

     -Quisiera tener noticias de la señorita. ¿Podría usted escribirme...?

     -Prometo hacerlo -respondió el oficial-, y si no le escribo, crea usted en todo y por todo lo que la persona que al saludarlo le diga al oído: "Lucinda y Garduño."

     Pedro miró al oficial meneando enseguida la cabeza, como para desechar una idea insensata. Luego contestó:

     -Muy bien, señor, así lo haré. Adiós.

     -Que tenga feliz viaje -respondió Garduño, volviéndose al campamento.

     A poco andar, el oficial encontró a un soldado que lo esperaba entre unos matorrales con un caballo de la rienda. Montó de un salto, y se dirigió con su asistente al rancho en donde debía pasar el resto de la noche.

     Antes de llegar, dijo al soldado:

     -Si algún curioso pregunta por el cadáver, dile que entre los dos lo hemos echado al río.

     -Sí, señor -respondió el soldado-, y además con una piedra atada al pescuezo.

     Garduño hizo un gesto de aprobación, sin contestar una palabra. Llegado al alojamiento se apeó, y vestido como estaba, tendiose sobre una cama de pellejos que el soldado le tenía preparada. Pero mientras éste empezó luego a roncar, tendido sobre su poncho y con un tronco por cabecera, el pobre Santiago no pudo pegar los ojos, como si su espíritu fuera presa de algunos de esos terribles pensamientos cuya ejecución espanta al mismo que desea realizarlos.

     Poco después se levantó, despertó al soldado y le ordenó ensillar de nuevo los caballos. Mientras tanto él escribía, a la luz de un candil, un papelito que encargó a otro soldado entregar a Dorriga. Por último, montado a caballo atravesó el río, y galopó hacia Molina, seguido de su soñoliento asistente.

     -¡Oh! -murmuraba Santiago, con agitación febril-, ésta no es una mujer sino un ángel... ¡Qué dulzura al mismo tiempo!, ¡qué majestad en aquella fisonomía radiante...! ¡Con cuánto placer no le consagraría mi vida entera...! Y su marido ¿vive?, ¿ha muerto...? Pero puede morir en la refriega, y entonces...

 

Capítulo XLIV

A orillas del Maule

 

                                                            

   "Se sabe cuán propensos son los bandos políticos a forjarse ideas halagüeñas, sobre todo, cuando están caídos."

 

 

     (M. L. AMUNÁTEGUI, Dictadura de O'Higgins, cap. XIII.)

 

 

     Volvamos ahora la vista al ejército constitucional.

     Poco después del desembarco de las tropas de Freire en Constitución, llegaron los jefes Rondizzoni y Castillo, con sus soldados desembarcados en la Navidad, a los cuales se habían agregado algunos reclutas de las costas de Colchagua y de Talca. Freire esperaba con impaciencia a los coroneles Viel y Tupper, ocupados en esos días en sitiar a Chillan, defendido por el coronel Cruz (que tan arrepentido se mostró después de haber sostenido la causa pelucona). Sabedor el general de que Viel y Tupper habían abandonado el sitio de Chillan y se dirigían hacia el norte, puso en movimiento sus tropas y se dirigió hacia Talca por la ribera izquierda del río Maule. Algunos días después, es decir, el 29 de marzo, todo el ejército liberal estaba reunido a orillas del antedicho río; y entonces Freire no pensó sino en llegar cuanto antes a la ciudad de Talca, posición estratégica de la mayor importancia, y cuyos habitantes eran adictos a la causa constitucional.

     Se nos olvidaba decir que Anselmo no había podido marchar con sus compañeros de armas, pues, aunque lo intentó varias veces por creerse ya restablecido de su enfermedad, no quiso consentirlo el general; y el joven tuvo que moderar su impaciencia y quedarse en Constitución siguiendo las órdenes de su jefe, de acuerdo con las prescripciones del primer cirujano del ejército.

     Ese mismo día en que las tropas liberales se disponían a pasar el río, al oriente del puentecito de Perales, mientras los soldados comían las reses que se les acababa de matar con este objeto, Freire y Tupper hablaban acaloradamente debajo de una ramada, sobre la orilla del río.

     -Ya le digo a usted, coronel -decía Freire-, que aun cuando su plan sea muy bueno, me es imposible aceptarlo, pues tengo la seguridad de vencer a ese traidor sin haber para qué descargar un fusil. La mayor parte de los oficiales han peleado a mis órdenes, y están arrepentidos de haber abrazado tan mala causa. Esté usted seguro de que, en cuanto nos vean, se pasarán con sus soldados a nuestras filas. ¿Para qué derramar sangre entonces, si tenemos la victoria segura?

     Tupper no respondió, y sólo meneó la cabeza con aire de duda. En aquel momento se presentó un oficial seguido de un hombre que traía un caballo de la rienda, y del cual, según parecía, acababa de apearse.

     -Señor -dijo el oficial dirigiéndose a Freire-, aquí viene un hombre que se dice portador de una noticia importante.

     El general ordenó a aquél que se acercase, y apenas hubo éste hablado, cuando a una con Tupper, exclamó:

     -¿No eres Pedro...?, ¿qué es de Lucinda?

     -La he dejado enferma en Quechereguas -respondió tristemente el buen servidor.

     Enseguida les refirió el viaje que con su señora había hecho desde Santiago, concluyendo por imponerlos de todo cuanto les había sucedido, omitiendo solamente las últimas circunstancias de su fusilamiento y del modo como había escapado con vida, pues no podía de otro modo conservar el secreto de las esquelas de que era portador.

     -Pues no te había conocido -dijo el general-. ¡Pobre niña! Es preciso despacharle un propio para hacerle saber que Anselmo vive.

     -Acabo de saber aquí esa buena noticia -observó Pedro-, y estoy pronto a llevársela.

     -Y tú ¿cómo pudiste escapar del enemigo?

     -He tenido que disfrazarme para llegar aquí -dijo Pedro, sin responder directamente a la pregunta del general-. Nadie me ha conocido, y así disfrazado, puedo llegar hasta Quechereguas. En cuanto al modo como escapé de los ocho balazos que mandaron tirarme, sólo puedo decírselo a su merced.

     Al oír esto, retirose el oficial, y Tupper se fue a hablar con Viel, que no lejos estaba comiendo un trozo de carne asada debajo de un ruinoso rancho.

     Pedro refirió entonces al general la manera como fue librado por Garduño, y concluyó por entregarle el paquete de cartas traidoras, que Freire abrió al momento y leyó con avidez.

     Enseguida, habiendo hecho repetir a Pedro la última parte de su relato, murmuró:

     -El triunfo es seguro. El traidor tiene la traición en casa.

     Y luego ordenó a Pedro partir para Quechereguas, con encargo de traer noticias ciertas de Lucinda, y al mismo tiempo pensó en enviar a llamar a Anselmo. Pero como no sabía si el restablecimiento del joven le permitiría ponerse desde luego en camino, creyó prudente enviar un oficial a Constitución con el encargo de volverse con Anselmo, solamente en caso de hallarse éste en estado de montar a caballo sin peligro alguno.

     El oficial que recibió esta comisión fue Pepe Tronera, quien, después de haber combatido valientemente en el sur, a las órdenes de Tupper, se había venido con su jefe al campamento de Freire.

     Mientras éste daba las órdenes antedichas, Tupper decía a Viel:

     -No sé a qué atribuir la ceguera del general. Ha rechazado el plan que le propuse de pasar el río esta noche con quinientos hombres y sorprender a Prieto en su campamento de Lircai. Por nuestros espías sabemos la situación que ocupa su ejército; ¿no cree usted, coronel, que un buen golpe de mano nos podía dar la victoria?

     -Muy bien podría ser -respondió Viel-, pero ¿cómo desenfrascar a Freire de la creencia que tan preocupado lo tiene? A él le parece que con sólo presentarse, se pasará el enemigo a nuestras filas.

     -Así me lo ha dicho, y no hay modo de hacerlo convenir en lo absurdo de esa idea. A él se le figura que todavía goza de su antigua popularidad en el ejército.

     -Pues yo tengo otro proyecto, que a mi juicio nos daría la victoria sin necesidad de batalla alguna, dijo Viel.

     -¿Puede usted decirme ese proyecto? -preguntó vivamente Tupper.

     -Por ahora no tenemos tiempo de hablar sobre esto -respondió el otro-, pues debemos ponernos en marcha al instante. ¡Mire usted cómo ya los soldados comienzan a pasar el río!

     Así era en efecto. Valiéndose de dos balsas que se había construido de palos cruzados y de algunas lanchas y botes llevados desde Perales, el ejército atravesaba el río Maule, mientras la caballería había ido a vadearlo por otro punto.

     La operación fue larga, pero ejecutada sin mayores inconvenientes y con toda la presteza que podía esperarse, atendidos los escasos recursos con que se contaba.

     Las cuatro de la tarde serían cuando el ejército liberal se encontraba sólo a dos leguas de la ciudad de Talca. Ya Pedro había llegado a esta ciudad, pues, deseoso de alcanzar a Quechereguas esa misma tarde, se había puesto en camino en el momento de recibir las órdenes del general. Su objeto al pasar por Talca era hablar con un carnicero, antiguo amigo suyo, y preguntarle qué camino le convendría seguir para no encontrarse con las tropas del gobierno. Al pasar por enfrente de la quinta llamada El Palacio (antigua residencia del liberal Obispo Cienfuegos, situada hacia el sudoeste de la ciudad), Pedro fue detenido en su marcha por un mendigo que, estirando la mano, decía con lastimera voz:

     -¡Por los clavos de Cristo!, ¡por María Santísima!, una limosnita, señor, para un pobre baldado: hágalo por el amor de Dios!, ¡por lo que más quiere!, ¡por Nuestra Señora del Carmen!, por... ¡Dios se lo pague, señorcito! -prosiguió, recogiendo la pequeña moneda que Pedro dejó caer-. ¡En el cielo hallará, la caridá, y Dios quiera que le florezca la suerte en todo cuanto ponga mano!

     Pedro notó que dentro de la pequeña ruca o cobertizo de fajina de donde el mendigo había salido a encontrarlo se veía otro mendigo, que, por entre las ramas de la quincha, miraba con marcada atención al transeúnte. Éste, sin parar gran cosa la atención en tal circunstancia, picó de nuevo su caballo; y, a poco más andar, entró en la ciudad con dirección a la Recova, en donde esperaba encontrar a su amigo el carnicero. Pero no fue así, pues solamente dio con la mujer del vendedor de carne, la cual le dijo que su marido volvería pronto de una diligencia que había ido a hacer al centro. Y como Pedro deseaba guardar el incógnito, no quiso descubrirse ante la esposa de su amigo, y sólo dijo que lo aguardaría hasta que llegase, para proponerle la compra de cinco bueyes gordos que su patrón vendía, poco menos que de balde.

     Enseguida compró en medio real y se puso a comer una colosal empanada, con el fin de matar el tiempo, como él decía, y también (preciso es decirlo) para matar el hambre que llevaba, con lo cual conseguía el buen hombre matar dos pájaros de una sola pedrada.

     Con la rienda de su caballo sobre el brazo izquierdo, y sin dejar de mirar a lo largo de la calle, para ver si su amigo venía, abrió Pedro su empanada, destapándola como quien abre un estuche de joyas, y a la verdad que allí dentro encontró algo, para él más precioso que las mismas perlas y diamantes, pues el pequeño baúl de dorada masa no estaba lleno de aire (como la industria moderna lo practica actualmente), sino de carne de vaca exquisitamente preparada con presitas de pollo, aceitunas, huevo picado y frescas pasas del Huasco, cuya mezcla prometía ser tan sabrosa como era agradable e incitante el olor que exhalaba.

     Luego hizo pedazos la cóncava tapa de aquella sabrosa caja, y sirviéndose de los trozos como de cuchara, empezó a echar unos bocados sobre otros, mascándolos y tragándolos a veces con cuchara y todo, y acabando al fin por comerse el plato mismo, así como se había comido las cucharas.

     Cuando se sacudía las manos y se limpiaba la boca con una esquina de su poncho, vio que por la calle venía no el amigo a quien aguardaba, sino el mendigo que por entre las ramas de la quincha lo había observado poco antes.

     Pedro se acercó instintivamente a su caballo, y se afirmó en la silla con aparente indolencia, silbando al mismo tiempo una tonada popular. Aunque no miraba al mendigo, pudo notar que éste se dirigía rectamente hacia a él, y cuando se halló a dos pasos de distancia oyó que le dijo:

     -¡Dios se lo pague, mi señor!

     -¿A qué viene ese Dios se lo pague? -preguntó Pedro, ya medio sobresaltado por la asiduidad con que el mendigo lo miraba.

     -Le doy las gracias -respondió éste-, por la limosna que lo dio a mi compañero allá enfrente del Palacio, pues los dos hemos hecho compañía para trabajar.

     -Pues, amigo -dijo entonces Pedro-, buen provecho le haga, como a mí la empanada que me acabo de comer.

     -Muchas gracias, señor don Pedro -contestó el mendigo con voz clara aunque más baja, dando un paso más hacia su interlocutor.

     Al oír su nombre, Pedro no pudo dejar de manifestar su sorpresa, pero rehaciéndose bien pronto, repuso:

     -Yo no me llamo Pedro, usted me ha tomado sin duda por otro.

     -Y sin embargo -murmuró el hombre harapiento-, yo no puedo equivocarme.

     Y acercándose aún más hacia Pedro, pronunció en voz muy baja estas dos palabras:

     -"Lucinda y Garduño."

     -¿Quién es usted? -preguntó Pedro, mirando fijamente al otro.

     -¡Silencio! -respondió rápidamente el mendigo-. No alce usted la voz, y sígame si quiere saber noticias de la señorita Lucinda. Aquí en la calle no podremos hablar.

     Diciendo esto, echó a andar por la misma calle, y Pedro lo siguió aguijoneado por la curiosidad que en él se había despertado, y más aún por el vehemente deseo de saber noticias de su señora.

     El mendigo andaba sin volver la cara, y al llegar (unas dos cuadras más adelante), a un rancho de miserable aspecto, tocó una puerta de mal clavadas tablas, la cual se abrió dejando ver en el interior del triste cuarto tres o cuatro mendigos más, sentados en el suelo y ocupados en jugar a los naipes.

     -Entre usted pronto -dijo a Pedro el misterioso guía.

     -¿Y mi caballo, cómo lo dejo solo en la calle? -preguntó Pedro, dudando sobre si entraría o no.

     -Entre con caballo y todo -respondió prontamente el otro-, porque adentro tenemos un buen sitio en donde puede estar el caballo mientras platicamos. No tenga miedo.

     -Yo no tengo miedo -dijo Pedro, llevando su bestia de la rienda hacia el interior del sitio, mientras los otros mendigos proseguían su juego sin poner, al parecer, atención a lo que pasaba junto a ellos.

     Llegados al interior del sitio (que estaba completamente solo y rodeado de ruinosas tapias), el compañero de Pedro dijo a éste:

     -Puede usted tener entera confianza en mí, porque soy liberal y amigo de don Santiago.

     -¿Quién es don Santiago?

     -Don Santiago Garduño, que con otros oficiales de Prieto han resuelto pasarse a las filas del general Freire.

     -¿Y en qué me ha conocido usted?

     -¡Vaya! -exclamó el otro, sonriendo-. Usted ha mudado de caballo, pero no ha cambiado la silla, ¡y quiere que no lo conozcan! Yo sabía que usted andaba en la misma silla de don Santiago.

     -¡Es verdad! -dijo Pedro dándose una palmada en la frente-, ¡qué chambonada he hecho, sin pensarlo! Pero después de todo, ¿qué me dice usted de mi patrona?

     -Está buena -respondió el mendigo-, como lo verá usted por esta carta.

     Y sacando un papelito doblado lo pasó a Pedro.

     -No sé leer, amigo -dijo éste, encogiéndose de hombros.

     -Pues yo se lo leeré -repuso el otro, desdoblando el papel, el cual decía:

               

     "Señor don Pedro:

          

 

 

 

 

     La señorita Lucinda está muy buena de salud, aunque algo triste. Creále en todo y por todo al dador de ésta, que es liberal y muy freirista, y dígale si entregó en mano propia las esquelitas que remití con usted.

 

 

 

 

SANTIAGO GARDUÑO."

 

 

     -¡Ah!, se las entregué al señor general en propia mano -dijo Pedro-. ¡Pobre señora mía!, ¡qué gusto no va a tener cuando le diga que mi patrón vive!

     -¿Cómo vive? ¿Quién es su patrón? -preguntó el mendigo vivamente.

     -Mi capitán Guzmán, pues, el esposo de la señorita.

     -¿No ha muerto?

     -No, gracias a Dios, está en Constitución bueno y sano... Pero, ¿qué tiene usted que se ha puesto tan pálido de repente? -exclamó Pedro-. ¿Está enfermo?

     -Sí, tengo una fatiga de estómago -respondió el mendigo, tratando de reponerse de la impresión que parecía haber sufrido con saber que Anselmo vivía.

     Enseguida, diciendo que iba a beber un trago de aguardiente, entró al rancho, de donde salió poco rato después, trayendo un vaso de licor que ofreció a Pedro. Bebió éste, de un sorbo, casi todo el contenido del vaso, y luego dijo:

     -¡Dios se lo pague! amigazo: esto vale más que la limosna que les di a ustedes en el callejón. Ahora puede usted decirle a don Garduño que cumplí con el encargo que me hizo, y que...

     -Entonces puede usted entregar estas otras cartas -interrumpió el pordiosero sacando un paquete de entre sus andrajos.

     -Me es imposible por ahora.

     -¿Por qué?

     -Porque debo ponerme al momento en camino para Quechereguas.

     -¿Y cómo piensa usted atravesar de día el ejército enemigo?

     -Espero a un compadre carnicero que tengo aquí, el cual me dará consejo sobre el camino que debo tomar para que no me atajen.

     -Pues yo le aconsejo que aguarde la noche para ponerse en marcha. Yo soy muy conocedor de estos campos, y prometo indicarle un caminito seguro, si usted entrega a Freire estas cartas... ¿No dicen que hoy estará el ejército en Talca?

     -Llegará esta tarde.

     -Entonces tiene usted tiempo para hacerme este favor, y en cerrándose la noche, puede ponerse en camino porque, ya le digo, sería una imprudencia hacerlo de día. Todos los pasos del río están bien custodiados; pero yo conozco un punto por donde puede usted pasar sin peligro alguno.

     -Dice usted bien, esperaré la noche. Deme las cartas para irme luego a la recova, que, de todos modos, bueno es que hable también con mi compadre el carnicero.

     -¿Qué compadre es ése?... ¿Cómo se llama?

     -Cucho Espinosa -respondió Pedro.

     -¡Ah! ¡Espinosa, el carnicero! Lo conozco mucho. Desconfíe usted de ese hombre porque es un espía de Prieto, y será capaz de venderlo a usted, como Judas vendió a Cristo.

     -¡Imposible! -replicó Pedro-. Cucho es muy freirista y yo sé que no me traicionará.

     -Pues yo le digo que Cucho Espinosa se ha pasado a los pelucones; y aunque representa muy bien el papel de freirista, sepa usted que es un espía de Prieto. Esta mañana estuvo en el ejército, y, según supe, habló con el general en persona, el cual, por más señas, le regaló una onza de oro.

     -Todo puede ser -observó Pedro, dudando ya de la fidelidad de su amigo-, y como lo mejor de los dados es no jugarlos, nada pierdo con no ver al cumpa Cucho.

     -Mientras tanto, platicaremos aquí un ratito -agregó el mendigo-. Dígame, señor, ¿cómo viene el ejército? ¿Mucha caballada traen? ¿Son buenos los caballos?

     -No vi la caballería -respondió Pedro-, porque anduve perdido varios días en la montaña, y cuando llegué al paso del Barco, me encontré solo con la infantería.

     -Pues la caballería de Prieto no vale nada -dijo el mendigo sonriendo-. Yo no sé cómo quiere salir victorioso con aquellos cuatro pingos de mala muerte.

     -Usted se engaña -replicó Pedro-. Yo he visto la caballada del gobierno, y es muy lucida.

     -¡Ah!, entonces ¿usted no sabe la jugarreta que nosotros, quiero decir, que los de nuestro partido le han hecho al gobierno? -preguntó el pordiosero.

     -¿Qué diablura es ésa?

     -Voy a decírsela. En la noche que durmieron en el Camarico, un oficial, ayudado de un sargento muy freirista, se fueron al corral en donde tenían los caballos y le dieron a los mejores un buen tajo en el lagarto...

     -¿Qué me dice usted?

     -Lo que oye. De modo que al otro día se encontraron con los mejores caballos todos rengos.

     -¡Qué tiro! -exclamó Pedro-. Se lo he de decir a mi general, para que se anime más, porque aquí para entre los dos, le diré que nuestra caballería es poca y mal montada. Me dijeron que el coronel Viel había traído del sur unos cien indios, pero estos diablos (Dios me perdone) no sirven más que para la primera embestida, y si la yerran, adiós, compadre, porque se dejan charquear de lo lindo, y más es lo que estorban, a veces, que lo que hacen entre una caballería bien disciplinada; razón por la cual sólo sirven para echarlos adelante, como si dijéramos de carnaza, aunque entonces se corre el peligro de desordenar las propias filas, en caso de ser ellos rechazados, pues, en arrancando uno, siguen todos los demás. ¡Y no los hará volver cara ni la misma madre que los parió!

     -¿Y la infantería? -volvió a preguntar el otro-, ¿viene bien equipada? Temo mucho que no traigan bastantes pertrechos.

     -Algo escasones vienen -respondió Pedro suspirando-, pero si faltan municiones, sobra el valor y el patriotismo.

     -Así me gusta oírlo hablar -repuso el pordiosero-. Tengo muchos deseos de que los dos ejércitos se vean luego las caras... Y dígame: ¿cuántos cañones traen?

     -Vienen tres piezas bien montadas, con diez artilleros cada una, a las órdenes del jefe Amunátegui.

     -¿Y no supo usted, poco más o menos, el número de los soldados?

     -Yo creo que han de venir de mil hombres para arriba -respondió Pedro.

     -Con ochocientos que vengan basta y sobra -dijo el mendigo con tono de complacencia.

     Cada vez que el pordiosero hablaba, Pedro no despegaba de él los ojos, como si algún recuerdo le asaltara y quisiese hallar en la fisonomía de aquel hombre la contestación a una pregunta que ya él se había hecho varias veces en su interior.

     Al llegar a este punto de su conversación, le dijo:

     -Mire, amigo, porque no me tuviera por demasiado curioso, no le había hecho una pregunta.

     -¿Qué pregunta es ésa?

     -Dígame ¿por qué se parece tanto su habla a la de don Garduño?

     Turbose algo el pordiosero, pero luego respondió:

     -Eso será, sin duda, porque (le diré la verdad) somos medio parientes con don Santiago, quiero decir, que yo soy pariente de esos que llaman de contrabando...

     -Ya entiendo: ahora caigo en la cuenta de la semejanza. Sólo que usted es muy trigueño, y él es blanco...

     -¿Qué quiere usted? Él lo pasa debajo de sombra, y yo, pidiendo limosna al sol. Mas no por esto quiero mal a mi primo, sino que lo sirvo en todo lo que puedo.

     -Es un buen caballero -agregó Pedro-. Yo le estoy muy agradecido, pues le debo nada menos que la vida.

     -¿Cómo es eso? -preguntó el pordiosero, manifestando una gran curiosidad-. Cuéntemelo usted, si no tiene inconveniente.

     -Ninguno -respondió Pedro, comenzando enseguida a relatarle la lúgubre escena del Camarico que ya conoce el lector.

 

 

 

Capítulo XLV

El ejército liberal llega a Talca

 

                                                        

   "Como insistiesen Viel y Tupper en las ventajas de su plan, tratando de vencer la resistencia que les oponía Freire, llegó éste a incomodarse; y sacando de los bolsillos puñados de papeles, los colocó sobre la mesa, diciéndoles: "¡lean ustedes!"

 

 

     (F. ERRÁZURIZ.)

 

     Aún no había concluido Pedro su relato, cuando se oyó en la calle cierta agitación que fue creciendo por momentos.

     Salió el mendigo a ver lo que pasaba, y luego volvió diciendo:

     -Acaba de llegar la caballería de nuestro ejército, y pronto estará aquí el general Freire con toda la infantería. Monte a caballo, don Pedro, y trate de entregar luego las cartas. Yo lo esperaré aquí ahora, en cuanto comience a teñir la noche, con un buen asado de vaca.

     -No le desecho sus favores -respondió Pedro-, y tome usted para que le agregue al asado una buena cazuela y un poco de mosto, porque tengo que correr toda la noche.

     Diciendo esto, pasó al mendigo un peso que éste recibió después de alguna hesitación. Enseguida, se puso el paquete en los bolsillos, montó a caballo y se dirigió a la plaza.

     Las calles estaban llenas de curiosos viendo pasar las tropas, parte de las cuales se acuarteló en el convento de Santo Domino, mientras el resto permaneció al sur de la ciudad, en donde no podía ser atacado por el enemigo, cuya principal fuerza era la caballería. Las gentes iban y venían, manifestando el mayor alborozo en sus semblantes; y los jefes constitucionales tuvieron la satisfacción de ver que podían contar con las simpatías de los liberales hijos de Talca.

     Poco después de haber llegado Pedro a la plaza, vio entrar en ella al general, rodeado de la mayor parte de sus oficiales, entre los que venía una multitud de caballeros que habían salido a encontrarlo.

     Siéndole imposible al leal servidor llegar hasta donde su jefe se encontraba, contentose con seguir de atrás el numeroso convoy. Detúvose éste enfrente de la casa que se había destinado para que alojara el estado mayor; y echando todos pie a tierra, reuniose al momento el consejo de guerra en que debía tratarse sobre las medidas que convenía tomar.

     La plaza se fue despejando poco a poco, los curiosos comenzaron a retirarse; pero Pedro, apeándose de su caballo, se puso a esperar que el general se desocupase para hablar con él.

     Concluido el consejo, quedó Freire en la pieza acompañado de los coroneles Viel y Tupper.

     -Señor -le dijo el primero-, ya hemos hablado largamente con nuestro valiente amigo que nos oye sobre una idea que, puesta en práctica con decisión y prontitud, puede, y no sólo puede darnos, sino que nos dará precisamente la victoria sin tirar un solo tiro.

     -Veamos qué idea es ésa -dijo Freire sonriendo con incredulidad.

     -Es muy sencilla -prosiguió Viel-. Dejamos descansar hoy y mañana a nuestros soldados, mientras se hacen los preparativos necesarios. Mañana en la tarde pasamos el río Claro, en el punto llamado Guapí, y nos dirigimos a marchas forzadas hacia la capital, que a la fecha está indefensa...

     -Y entonces le será muy difícil a Prieto volver a adueñarse de Santiago -concluyó Tupper.

     -Encuentro una dificultad -dijo Freire-, y es que nosotros no podemos marchar con la rapidez que puede hacerlo Prieto, quien, teniendo tan buenos caballos, puede hacernos mucho mal por la retaguardia.

     -Pero observe usted, general -replicó Viel-, que tomando nosotros el camino que corre por el pie de las montañas del poniente, entre éstas y el río Claro, nada tenemos que temer de la caballería enemiga.

     -¡Un camino quebrado! -exclamó el general medio impacientado-. ¿No echan de ver ustedes que, si tomamos ese mal camino, Prieto puede llegar mucho antes que nosotros a Curicó y cortarnos la marcha?

     -Eso no es posible, señor, desde que nosotros podemos tomar caballos en las haciendas por donde hemos de pasar.

     -Pues yo sé que Prieto ha dejado las haciendas exhaustas, pues ha tomado a su paso los mejores caballos -respondió Freire-. ¿Quieren ustedes que nos separemos de esta ciudad en donde contamos con tantas adhesiones y recursos de todo género? Por otra parte -agregó, exaltándose más-, ya les he dicho la convicción que tengo de que la mayor parte del ejército de Prieto viene descontenta de él; y si sus oficiales y soldados desean que llegue el momento de la batalla, es para pasarse a nuestras filas.

     -¿Y puede usted creer eso, general?

     -Tengo mis razones para creerlo así -respondió Freire levantándose del asiento con marcado disgusto-. ¡Yo no soy un niño para abrigar una idea o tomar una resolución seria sin motivo alguno!

     En aquel momento, por una ventana entreabierta que caía a la calle, el general vio a Pedro, de pie en la vereda, con su caballo de la rienda.

     Admirado de verlo allí, cuando lo creía cerca de Quechereguas, llamolo al instante.

     -¿Cómo es eso, bribón? -le preguntó exasperado-. ¿Así cumples con las órdenes de tu jefe?

     -Por cumplir mejor con ellas me he quedado en la ciudad -respondió Pedro, saludando militarmente-. Aquí he encontrado a uno de los nuestros que ha prometido llevarme esta noche por cierta senda en la cual no tropezaré con el enemigo, que tiene tomados todos los pasos del Lircai. Además -prosiguió, bajando la voz-, ese mismo individuo me ha encargado decir a mi general que la caballería enemiga viene muy mala y que los oficiales están (con perdón de su merced) renegando contra su jefe. Por último, me dio estas cartitas para que se las trajese.

     El general tomó el paquetillo que Pedro le pasó con aire misterioso, y no bien hubo reconocido a la ligera algunas de las esquelas enviadas por Garduño, cuando se dirigió apresuradamente hacia el rincón en donde Viel y Tupper observaban lo que pasaba sin hablar palabra.

     -Aquí tienen -les dijo- la razón por que no quiero seguir ninguno de los planes que se me ha propuesto. Lean ustedes estas cartas -prosiguió, pasándoselas- y se convencerán de que no soy víctima de una ilusión. Y adviertan que ésas no son las únicas que he recibido. He aquí también otras que dicen lo mismo.

     Y sacando de sus bolsillos un puñado de papelitos doblados, los arrojó sobre la mesa y salió a largos pasos de la sala.

 

 

 

Capítulo XLVI

La merienda

 

                                                         

   "En este pícaro mundo

 

el que menos corre, vuela;

 

el diablo parece santo,

 

y el más amigo la pega."

 

 (Versos populares.)

 

 

     Pedro, una vez cumplida su comisión, se había vuelto al rancho del mendigo, pues se acercaba la hora en que debía ponerse en marcha. Llegado al rancho, se encontró solamente con los otros pordioseros, los cuales le dijeron que su compañero les había encargado darle de merendar a su merced, y llevarlo enseguida a cierto punto en donde el otro mendigo estaría esperándolos cuando hubiera anochecido por completo.

     Pedro puso su caballo a comer dentro del sitio, en donde había yerba en abundancia, y enseguida se vino a merendar con los otros pordioseros, que lo trataron a él y se trataron ellos mismos, como si no fueran lo que parecían.

     Despachó con buen apetito su ración de cazuela; hizo grandes elogios al charquicán, que remojó con un cacho lleno de mosto que manaba por la manizuela de un cuero, puesto sobre dos adobes que servían de mesa; y por último, le sobró gana para arremeterle al asado, el cual, ensartado en una larga varilla de coligüe, tenía uno de los mendigos al amorcito del fuego, mientras los demás, armados de sendos cuchillos, le daban (como decía Pedro después) una carga cerrada a la bayoneta, que no había más que ver. Y a cada tajada que tragaban, acudían al cacho, que pasaba de mano en mano y de boca en boca, mientras otros (por estar el cacho ocupado) agarraban el cuero a dos manos, y haciéndole cariñitos, chupaban la manizuela con tanto ahínco, que si los que miraban no se las quitaban de la boca, se habrían quedado allí dormidos, mamando como el niño pegado al pecho de la madre.

     Pedro estaba encantado y decía que en cuanto dejara de ser soldado, había de tomar el oficio de limosnero, por ser, como parecía, tan lucrativo, mayormente en estos tiempos en que no se le paga a uno ni el sueldo.

     -¡Muy bien pensado! -le respondió uno de los alegres compañeros. Cuando le vaya a usted mal por esos mundos, no tiene más que venirse con nosotros, y verá cómo lo pasa bien y con la barriga llena.

     -Pero es el caso que yo no soy baldado -dijo Pedro riendo.

     -Eso es lo de menos -replicó otro-. Para pedir limosna no hay necesidad de estar lisiado, porque nada cuesta hacerse una grande hinchazón en una pierna, con trapos y un poco de afrecho; o si usted quiere, no tiene más que aprender a andar todo descoyuntado, y cayéndose al suelo de cuando en cuando, que es muy bonita manera de pedir limosna, por lo bien que así se ablandan los corazones. Véngase no más, amigo, a trabajar con nosotros, que aquí le enseñaremos a andar a lo patuleco, a hacerse ciego, a levantarse unas buenas potras en la barriga, a figurar muy preciosas hinchazones de cara, con ataditos de estopas metidos en la boca, y por fin, a hablar con voz lastimosa y triste, que es lo mejor para limosnear. Yo que tengo experiencia se lo digo. Los ricos son así: bien pueden ver a un hombre enfermo de veras y muriéndose de hambre, sin que ellos le digan por allí te pudres. Pero en cuanto lo oyen a uno hablar con tono triste y quejumbroso se les ablandan las entrañas... ¡Vaya, pues! -exclamó, mirando de repente al que tenía la manizuela en la boca-, ¡no te lo chupís todo, Ñico!

     Y al decir esto, arrancó de un tirón la manizuela que el otro tenía entre los dientes, agregando:

     -¡Vaya que este Ñico tira más que el buey negro!

     -Bebo porque me ha costado mi bueno -dijo Ñico-, pues todo el santo día lo he pasado trajinando por esas calles, con esta joroba de lana que me ha retostado los lomos.

     -Calle la boca, Ñico -replicó el otro, disponiéndose a beber-, no vengas a echarnos en cara lo que has trabajado hoy, pues si no fuera por la plata que nos dio el caballero...

     -¿Qué caballero? -interrumpió Pedro.

     -No les haga caso, cumpita -le respondió al oído el que había tenido el asador mientras los demás cortaban y comían-, no les haga caso a estos borrachos.

     -¡Yo no estoy borracho! -exclamó Ñico sentándose en el suelo en donde poco antes estaba echado de barriga-. Digo que me ha costado mi sudor y mi trabajo, porque es así, mientras que éste -y señaló con el dedo al que poco antes hablaba con Pedro- no sabe sino estarse aquí en el rancho camastreando, y sólo tiene habilidad para echarla de sabido y dar lecciones, ¡cuando no es capaz de hacer ni siquiera una potra bien hecha!

     -¡Que no sé hacer ni una potra! -exclamó el otro, herido en su amor propio.

     -¿Y quién fue, badulaque, quien te enseñó a andar con la joroba?

     -Vos no sos capaz de enseñarme a mí -replicó Ñico con orgullo-. Yo aprendí solo; y también le aprendí a un limosnero de Rancagua, que sabía más que Catete; ¡ése sí que era hombre! -prosiguió, dirigiéndose a Pedro-. Si usted quiere, amigo, venirse con nosotros, yo le enseñaré todas las argucias de que aquel cristiano se valía para sacarle plata a todo el mundo. ¡Vaya pues! -dijo a su interlocutor-, si sos tan hábil, te apuesto dos reales a que no hacís un tullido como yo.

     Diciendo esto, quiso levantarse del suelo para manifestar su destreza; pero el estado en que se hallaba se lo impidió, o más bien dicho, el vino que había bebido lo hizo representar tan bien su papel de tullido, que, doblándosele las piernas, cayó de bruces sobre el suelo.

     -Es verdad que ni un tullido verdadero podría hacerlo mejor -dijo Pedro riendo.

     En esto se acercó a Pedro el que había tenido el asador (que no había bebido sino unos pocos tragos), y le dijo al oído:

     -Ya es hora, cumpita, de ir a donde el compañero nos está esperando.

     -¡Y se me había olvidado! -exclamó Pedro-. ¡Lo que es el diablo!

     -Y el mostito -agregó el otro sonriendo.

     Pedro montó a caballo y siguió al mendigo que iba a pie, adelante, sirviéndole de guía. Éste echó andar hacia el norte por la calle Tres oriente, y al llegar a la Dos norte, torció sobre su izquierda y empezó a trotar, diciendo a Pedro que apurase el paso.

     La noche estaba tan oscura, que el guía creyó necesario advertir a Pedro que se fuese por la vereda de la derecha para que no cayese en el profundo estero de Baeza, que corría a lo largo de la acera izquierda.

     En poco rato llegaron a la pequeña colina, en donde hoy se encuentra situado el Seminario, y que en aquel tiempo se hallaba coronada por el cementerio de la ciudad.

     -¿Para adónde diablos me lleva, amigazo? -preguntó Pedro-. Yo creo que estamos sobre el pantión.

     -Así es -dijo el guía-, y por eso es que usted no debe pronunciar esa mala palabra.

     -¿Qué palabra?

     -El Diacho. ¡Mire que estamos cerca de lugar sagrado!

     -¿Y qué venimos a hacer aquí?

     -Aquí es donde nos está esperando el compañero. ¿No ve esa tapia negra? Es la del campo santo. ¿No divisa allá, al fin de la tapia, unos dos bultos que se mueven?

     -No veo ni palabra -respondió Pedro.

     -Pues ellos son, quiero decir, que debe ser él, que habrá venido con otro para que lo acompañe, porque no es nada bueno andar sólo su alma por estos lugares.

     Pedro no respondió, sino que, habiéndose santiguado, empezó a rezar un Padrenuestro.

     En aquel momento tocaban la hora de ánimas en la torre del convento de San Agustín (patrón de la ciudad) situado entonces en la calle Dos poniente, y en el mismo lugar que hoy ocupa la Penitenciaría.

     El guía, entonces, poniéndose en cuatro pies, empezó a ladrar, concluyendo con un lastimero aullido, tan bien imitado, que Pedro estuvo casi por creer que su compañero se había convertido en perro. Y habiéndose dejado oír un aullido igual en el otro estremo de la tapia, alzose el hombre del suelo y dijo:

     -Él es, no hay duda.

     -¡Vaya! ¿Conque ustedes saben hasta la lengua de los perros? -preguntó Pedro con aire zumbón.

     -De todo es preciso saber en este mundo -respondió sentenciosamente el guía-. Y mi abuela, que era una médica que curaba a lo divino, y era muy buscada porque estaba bienquista con los brujos, y tenía unas manos de ángel para curar el mal de daño de manera que no había enfermedad que le aguantase más de un día y una noche... Digo, pues, que mi abuela decía siempre que dos cosas no estaban nunca de más; y eran: el tener y el saber, aunque no fuera más que tener achaques y saber rebuznar.

     -Pues yo le habría preguntado a su abuela (¡Dios la tenga en buen lugar!), de qué le sirve al cristiano tener achaques -dijo Pedro riendo, como para distraerse de las ideas lúgubres que le ocasionaba la proximidad del cementerio.

     -Mi abuela está enterrada detrás de esa tapia -dijo el guía-; y si ella pudiese hablar, como allá en su tiempo, que no había nadie que la dejara callada, le respondería que los achaques le sirven al cristiano para entretenerse con ellos, pues no hay mayor gusto para un enfermo que hablar y volver a hablar de sus enfermedades. ¡Mire si sirven todas las cosas que Dios ha hecho! Y en cuanto a lo de saber, le diré, que andando una noche por las montañas de Curillinque me libré de las garras de un león (después de Dios), sólo porque sabía ladrar. ¡Para que vea si sirve a veces saber la lengua de los perros!... Pero ya hemos llegado, y aquí está nuestro compañero.

     -¿Quién vive? -preguntó Pedro al ver en medio de la oscuridad un hombre que se acercaba a su guía sin hablar una palabra.

     -¡Gente de paz! -respondió el hombre, por cuya voz reconoció Pedro al mendigo de la tarde.

     -¡Ah!, es usted, amigazo -le dijo-, ¿cómo se halla para indicarme el camino que debo seguir?

     -Estoy pronto. Dígame antes si usted cumplió con mi encargo.

     -Como bala y pinta -respondió Pedro-. Yo mismo puse las cartas en manos del general.

     -Entonces vamos andando -dijo el otro-. Sígame usted, y tenga cuidado de hacer el menor ruido posible, para que los centinelas no nos sientan, porque vamos a pasar muy cerca de ellos. Ahora se me ocurre una cosa.

     -¿Qué cosa?

     -Que usted debe quitarse las espuelas, para que los centinelas no oigan el tilinteo de las rodajas; y también sería bueno desenfrenar el caballo que va metiendo mucha bulla con el rodajón.

     Pareciéndole bien a Pedro uno y otro consejo, los siguió al pie de la letra; y echando a la boca del caballo el bozal llamado riendero, montó de un salto, después de haber dado a su primer guía una peseta, con la cual se santiguó aquél deseándole un buen viaje.

     Enseguida, nuestro viajero echó a andar, paso a paso tras de su segundo guía, el cual, después de un corto trecho, le dijo con lastimera voz:

     -Don Pedrito, voy con un pie lastimado: ¿podría hacerme la gracia de llevarme en ancas? Ya estamos cerca del río: ¿no oye sonar la corriente del agua?

     -Como aquella noche en que me llevaban para fusilarme a la orilla de este mismo río -respondió Pedro con voz lúgubre-. Monte usted.

     Montó el mendigo a la grupa, y dijo a Pedro:

     -¿No divisa aquella mancha negruzca?

     -Sí, la veo -respondió éste.

     -Es el Carrisal de Guapi. Dirija su caballo a la punta del norte, que por allí hemos de pasar.

     Pedro taloneó su cabalgadura dirigiéndola al punto que se le indicaba, cuando en ese mismo instante se oyó un silbido.

     -¡Jesús, qué miedo! -exclamó el mendigo, rodeando con sus brazos a Pedro.

     -¡Suélteme usted, con mil diablos! -exclamó éste, tratando de desasirse de aquellos brazos que lo aprisionaban.

     Pero el mendigo, en vez de soltar, apretó más fuerte y contestó al silbido con otro igual. Entonces se oyó un tropel de caballos que se acercaba. El pobre Pedro quiso echar a correr a la ventura, pero estaba sin espuelas, con el caballo desenfrenado, y más que todo, preso entre aquellos brazos de fierro que no lo soltaban. Empezó al instante a pedir socorro, lo cual sirvió para que los asaltantes diesen más presto con él, guiados por los gritos que daba.

     Pocos momentos después, se vio rodeado de un piquete de caballería, cuyo oficial, mostrando con el dedo a nuestro viajero, gritó imperiosamente...

     -¡Amarren al momento a ese hombre!... ¡Y también al otro! -agregó después.

     Pedro vio que era inútil hacer resistencia, preso como estaba entre los robustos brazos de su guía, así fue que se dejó maniatar y amarrar los pies por debajo de la barriga de su caballo, al mismo tiempo que montaban en otro a su compañero, sin tomar ninguna precaución para que el reo se escapara.

     Mientras lo ataban, nuestro viajero quiso preguntar por qué lo capturaban; pero, en vez de contestarle, le pusieron en la boca un pañuelo retorcido, atado fuertemente sobre la nuca.

     Enseguida, los soldados empezaron a desfilar por la orilla izquierda del río hacia el oriente, llevando del diestro el caballo de Pedro, quien, no pudiendo hablar, pensaba en su interior:

     -No hay duda que he vuelto a caer entre los prietistas... De ésta sí que no me escapo... Si no hubiera sido porque mi baqueano me hizo sacarle el freno al caballo y a mí las espuelas, no me habrían pillado... ¡Y luego este hombre de Dios, que me abrazó de modo que no pude moverme...! Pero ¿no podría ser este baqueano el mismo que me ha vendido? A mí me amarran y a él lo dejan suelto sobre su caballo... Y ahora que me acuerdo: aquel silbido que dio contestando al otro de estos pícaros... No hay duda, este diablo se venía haciendo el santito, y me ha hecho caer en el guachí... Pero yo tengo la culpa sabiendo como sé que, en estos tiempos, el más amigo la pega... Eso me pasa por confiado. ¡Dejarme engañar como un leso! Qué le diré a mi general cuando me pregunte... Pero ¡qué diablos he de poder decir nada a nadie, cuando luego me han de meter cuatro balas en la caja del cuerpo! Sí, señor, ya se acabó todo, porque ahora sí que no me fusilarán de por ver, como allá en el Camarico.

 

 

 

Capítulo XLVII

Lucinda encuentra amigos

 

                                                            

   "¡Triste destino del hombre! Por más que su razón se esfuerce, por más que trate de elevarlo sobre las miserias de la vida, el corazón lo arrastrará siempre al fuego de la desgracia, y lo hundirá más cada día en el abismo tenebroso de los deseos insaciables."

 

 

     (VÍCTOR TORRES A., "La Loca.")

 

     El orden de la narración nos obliga a dejar al buen Pedro otra vez preso en el campamento de Prieto, a orillas del río Lircai, y trasladarnos a Quechereguas, para dar cuenta al lector del estado en que se hallaba la triste Lucinda.

     En la misma noche en que Santiago Garduño tuvo la crueldad de hacer sufrir a Pedro todas las angustias de un verdadero fusilamiento, mientras el fiel servidor marchaba hacia el sur llevando el paquete de las traidoras esquelas, el oficial, principal instrumento y autor en parte de aquella fama, se dirigía a todo galope a la estancia de Quechereguas con el fin de ver cuanto antes a Lucinda, cuyo tenaz recuerdo no lo había dejado dormir.

     Al amanecer, atravesó corriendo la villa de Molina, y diez minutos después, se apeaba en la estancia de Quechereguas.

     Apenas se hubo apeado cuando el caballo, rendido de fatiga, cayó al suelo; pero Garduño, a pesar del cariño que tenía a su corcel, no hizo más que mostrárselo con el dedo a su soñoliento asistente, para que le aflojase las cinchas, mientras él se encaminaba a las piezas que ocupaba Lucinda.

     La primera persona que encontró fue el padre Hipocreitía que, debajo del corredor, estaba paseándose con aire meditabundo.

     -Mucho ha madrugado su paternidad -dijo Garduño después de saludar al jesuita-. ¿Cómo está la enferma?

     -No he podido informarme de su salud, porque aún no se han levantado en la casa -respondió el padre-; pero, a juzgar por lo que ha sufrido en la noche, creo que no podemos llevarla hoy a la villa.

     -Sin embargo -repuso el oficial-, sería bien que la llevásemos cuanto antes. En la villa estará mejor atendida que aquí. Allí hay un italiano que, si no es médico, lo parece siquiera. Además, en la misma plaza vive una tía mía muy inteligente en medicina y en cuya casa puede estar Lucinda con toda comodidad.

     -Parece que usted se interesa verdaderamente por esta pobre muchacha -dijo el padre, clavando en Garduño la punzante mirada de sus ojitos grises.

     -No puedo negarlo -respondió Garduño con un ligero temblor en la voz-. La desgracia de esta niña me ha afectado grandemente y el deseo de saber de su salud me ha hecho venir ahora, a pesar de mi trasnochada.

     -Agradezco a usted el interés que toma por ella -dijo el jesuita sacando su caja de rapé-. Yo fui muy amigo de su señor padre...

     -Don Marcelino de Rojas, siempre oí hablar bien de ese caballero -interrumpió Garduño.

     -¡Era un hombre de pro, a quien Dios tenga en su santa gloria! Yo le debí mucha amistad y confianza y no puedo menos de pagar esos favores amparando a esta pobre niña, fuera de que -agregó el jesuita- a ello me obligan la caridad cristiana y el ministerio que ejerzo.

     -Pues aquí me tiene a su disposición, para ayudarle en todo cuanto su paternidad reverenda crea conveniente hacer en favor de esta desgraciada niña. Le repito que en casa de mi buena tía puede ella...

     -Yo sé bien -interrumpió vivamente el padre- que Lucinda no tendría nada que desear en casa de la tía de usted, doña Manuelita. Conozco mucho a esa santa señora: es mi confesada. Pero ya he hablado con esas santas mujeres, en cuya casa tengo establecida la misión...

     -¡Ah! ¡Las Peñalozas!

     -Sí. Ellas me han prometido atender a Lucinda como si fuese una hija de la casa.

     -¿Y le ha hablado su paternidad a Lucinda sobre llevarla a casa de las beatas..., quiero decir, de las niñas Peñalozas?

     El padre miró a Garduño de una manera particular, y luego dijo:

     -No comprendo su pregunta, amigo mío.

     -Yo decía eso -prosiguió el oficial con cierta hesitación- porque, como Lucinda es una niña tan principal, quién sabe si ello tendría a bien el que se lo ofreciese aquel alojamiento...

     El jesuita, sin hablar una palabra, interrogó a su interlocutor con una mirada escudriñadora.

     -Verdad es que las niñas Peñalozas son muy españolitas -prosiguió Garduño-, es decir, algo agentadas...

     -Son unas santas esas señoras -interrumpió el jesuita.

     -Yo no digo lo contrario, reverendo padre -prosiguió Garduño-. Cada cual es señor y rey en su casa; pero, por más santas que sean las niñas Peñalozas, ya sabe su paternidad que no son muy trigo limpio, quiero decir, de muy buena sangre, y no sería bien visto llevar allí a una señorita de alcurnia como Lucinda.

     El oficial cortó aquí su majadero razonamiento y miró al padre, que no contestó sino con una sonrisa despreciativa, mientras decía en su interior:

     -¡Y éstos son los republicanos que han peleado y pelean por la libertad! Pues son tan republicanos como mi abuela.

     -¿Qué le parece lo que lo digo? -preguntó Garduño.

     -A mí me parece que Lucinda es dueña de elegir lo que ella crea por más conveniente.

     -Es cierto... Sí... pero, ahora que se me ocurre, ¿y si elige volverse a Santiago, que tal vez sería lo más acertado, ¿no podría su paternidad aconsejárselo, si es que ella puede hacer el viaje? ¡Yo me ofrezco a llevarla con el mayor cuidado!

     -¡Cómo! -exclamó el jesuita-, ¿y abandonaría usted sus banderas cuando la patria reclama sus servicios?

     -No es mi ánimo desertarme -dijo riendo el oficial-. Decía eso solamente porque me parece que es lo que Lucinda debe hacer. Yo creo que don Víctor Dorriga desea que ella se vuelva a la capital y, por lo que hemos hablado sobre esto, me parece que don Víctor no llevaría a mal el que yo escoltase, con tres o cuatro soldados, a esta desgraciada niña... Usted podría escribir al general, pidiéndole que yo...

     -¿Tanto desea usted separarse del campo de batalla? -preguntó el fraile con sarcástico tono-. ¿Tiene usted miedo de encontrarse con los pipiolos?

     -¡Padre! -exclamó Garduño, poniendo la mano sobre el pomo de su espada-, ¡muy mal sientan en la boca de un Ministro del Señor las palabras injuriosas, puesto que su hábito nos impide dar la contestación que ellas merecen!

     -Buen empleo encontraría su espada en un pobre viejo como yo -dijo Hipocreitía sonriendo melosamente.

     -No tengo tan cobarde intención -repuso Garduño-, pero ya sabe su paternidad que palabras sacan palabras.

     -Y ¿cree usted que yo he tenido ánimo de ofenderlo?

     -No lo creo, pero ningún soldado de honor puede oír impasiblemente que lo llamen cobarde. En fin, dejemos esto, y dígame si le parece conveniente escribir al general...

     -Es inútil, amigo mío -interrumpió el jesuita-. Lucinda no volverá a Santiago hasta que no se convenza de que Anselmo...

     -¡Ah sí, de que Anselmo ha muerto! -exclamó Garduño con cierto temblor en la voz, que no se escapó a la penetrante observación del fraile.

     -Eso es lo que iba a decir, y me lo quitó usted de la boca -agregó éste-. Pero después de todo, ¿qué ha sabido usted sobre la muerte de ese moro?

     -No he encontrado noticias ciertas, pero luego las tendremos -respondió el oficial con voz sorda y sin mirar a su interlocutor.

     Éste tenía la vista fija sobre el oficial y tanto en el temblor de la voz, como en los cambios de color y contracciones del semblante de Garduño, había, el astuto jesuita, llegado a descubrir la verdad que poco antes sospechaba solamente.

     De repente, pareció que Garduño tomaba una resolución definitiva. Separose bruscamente del padre y, llamando a su asistente, le ordenó que fuese al momento a dejar a su tía una pequeña hoja de papel, en donde él puso con el lápiz unas pocas palabras a la ligera.

     Enseguida se puso a arreglar, él mismo en persona, ayudado de dos soldados, una silla de vaqueta con el objeto de convertirla en silla de manos, atándole dos palos uno en cada costado.

     Veíalo obrar el jesuita, observándolo hasta en sus menores movimientos, sin que el oficial pareciese apercibirse de aquella tenaz asidua observación.

     Por último, atados los palos y tapizada la silla con pellones y ponchos, Garduño dijo al padre, mostrando con el dedo su obra:

     -¿No le parece a su reverencia que aquí puede ir la enferma con toda comodidad?

     -Todavía no sabemos si ella permite ser conducida de ese modo o de otro -respondió el padre meneando la cabeza-; pero creo que ya se puede hablar con ella...

     -Es verdad -interrumpió el oficial mirando hacia los cuartos que ocupaba Lucinda-. Se han abierto las puertas y ventanas, y ella debe estar en pie. ¡Dios lo permita! De todos modos, conviene hablar con ella para consultar su parecer, pues don Víctor me ha encargado tratarla con todos los miramientos y atenciones a que es acreedora, tanto por su alcurnia como por su desgracia.

     Nada dijo el padre, y aunque algo hubiera dicho, es muy probable que Garduño no se hubiera quedado escuchándole, pues parecía dudoso de llegar a las piezas de Lucinda, hacia a donde se dirigió.

     Serían las nueve de la mañana, y en aquel momento salía del cuarto una vieja que parecía ocupada en servir el desayuno a la hija de don Marcelino. Preguntó Garduño a la vieja si la señora estaba en pie y habiendo contestado aquella que Lucinda "se había levantado de una vez alentada, después de haber pasado una noche no tan peor", él envió a solicitar de la niña el permiso de hablar con ella, de parte del señor don Víctor Dorriga.

     Poco después volvió la vieja, diciendo que Lucinda esperaba en su cuarto al oficial.

     No se hizo aguardar mucho el enamorado Garduño y sin reparar en que el jesuita estaba a su lado, siguió a la vieja, con el contento pintado en el semblante.

     El padre echó a andar tras él, murmurando entre dientes:

     -Veamos en lo que va a parar todo esto para obrar en consecuencia. La lógica es tan necesaria para entender los hechos, como para hacer producir buenos resultados a los hechos más ilógicos.

     El padre y Garduño entraron a las piezas de Lucinda, quien los recibió con cierta reserva, al través de la cual se echaba de ver la ansiedad por obtener las noticias que deseaba.

     La pobre niña tenía el dolor pintado en su pálido y bello semblante, a pesar del esfuerzo que hacía por dominar la exaltación de su agitado espíritu. Olvidándose, al parecer, del padre Hipocreitía, fijó marcadamente su atención en Garduño, quien la miraba de hito en hito, como deseoso de no perder un solo instante de verla.

     -Señor oficial -le dijo con triste sonrisa-, ya que usted viene de parte del señor Dorriga, ¿podría decirme si estoy aquí presa o soy dueña de mis acciones?

     -Enteramente dueña, señorita -respondió Garduño, inclinandose cortésmente.

     -¿Y esos soldados que veo pasearse por el corredor?

     -Esos soldados son servidores de usted, como lo es el jefe que tiene el honor de dirigirle la palabra en este momento, y que tendría el placer de servirla en lo que usted ordenase.

     -Mil gracias -respondió ella con voz conmovida.

     -Todo eso lo habría sabido usted anoche, ¡hija mía! -dijo el jesuita con melosísima voz- si hubiera querido oírme.

     Al oír estas palabras, Lucinda miró fijamente al padre. Sus ojos se abrieron extraordinariamente, sus labios temblaron y varias manchas rojas aparecieron en su frente y en sus mejillas, para volver a quedar más pálidas que antes.

     Enseguida, hizo un movimiento como para rehacerse, y dijo al jesuita:

     -No he querido oír a su paternidad, porque... ¡Vaya! No me obligue su paternidad a decir el porqué.

     -No comprendo, hija mía, el proceder de usted con un viejo amigo de su señor padre, a quien Dios tenga en gloria -dijo el jesuita acercándose lentamente hacia Lucinda.

     -Vaya, pues -replicó ésta-, ya que su paternidad me obliga a ello, le diré una vez por todas, que no le creo, que no está en mis facultades el creer una sola palabra de lo que su paternidad habla, y he aquí la razón por qué no he querido escucharlo.

     Garduño, que no cesaba de mirar a Lucinda, hizo un movimiento en la silla, en donde se encontraba, y el padre tosió y sacó su caja de rapé, sin que su semblante revelase la menor intranquilidad.

     Enseguida dijo con melosa voz, pero con el aire de la amistad herida en sus más vivos sentimientos:

     -Jamás habría creído yo que la hija de mi inolvidable amigo, don Marcelino de Rojas, me tratase de una manera que tan poco merezco; pero el recuerdo de mi amigo me haría olvidarlo todo, si de esto necesitase un hombre como yo, cuya religión le manda perdonar las ofensas, mayormente cuando ellas vienen de parte de una persona como usted, a quien no me es posible dejar de amar, y compadecer en su desgracia:

     Lucinda, no prestando atención a las palabras del jesuita, dijo a Garduño:

     -Pero, señor oficial, si yo no estoy presa ¿por qué no se me entrega lo que me pertenece?

     -¿Por acaso no se le ha entregado a usted su equipaje? -exclamó Garduño alzándose de su asiento-. ¿Qué le falta a usted, señorita?

     -El dinero que traía en mi maleta -respondió ella-. Lo necesito porque debo pagar a estas pobres mujeres los cuidados con que me han favorecido.

     -Nada tiene usted que pagar, hija mía -interrumpió el jesuita-. Esas mujeres la sirven a usted por encargo mío.

     -Gracias, padre, pero...

     -Tranquilícese usted...

     -No puedo estar tranquila mientras me crea como en una guarida de ladrones. Se me ha arrebatado a mi sirviente, me han robado mi dinero, y luego se me dice que soy dueña de mis acciones... ¿No es esto, señor oficial, lo que usted me venía a decir de parte del señor Dorriga? ¿Qué es de mi fiel servidor?

     Señorita -respondió Garduño con voz temblorosa-, desgraciadamente nada puedo yo decirle acerca de la suerte de su sirviente. Marchó con el ejército, y nada más sé por ahora, pero bien pronto podré darle noticias ciertas. Mientras tanto, le repito que tengo encargo de servirla, como usted merece ser servida. No se preocupe usted por la falta de ese dinero, cuya desaparición yo ignoraba. Dígame si usted desea volverse a Santiago...

     -¡No!, ¡no! -interrumpió vivamente Lucinda-. ¡No me volveré hasta no saber la suerte de mi esposo...!

     Al decir esto, fuele imposible dejar de romper en llanto. Sus interlocutores trataron de consolarla. Al fin Garduño dijo:

     -De todos modos, señorita, necesita usted un alojamiento cómodo y seguro...

     -Yo también creo lo mismo -dijo el jesuita-, y por esto he mandado preparar en Molina una habitación en donde...

     -No prosiga su paternidad -dijo vivamente Lucinda-. Prefiero quedarme aquí mientras veo lo que debo hacer enseguida.

     -Pues yo me atrevo a ofrecer a usted la casa de una tía mía, a quien miro como a mi propia madre -dijo a su vez Garduño-. Le aseguro a usted, señorita, que mi buena tía tendrá a mucha honra el que usted se digne aceptar. No sé por qué he tenido la presuposición de creer que usted no despreciaría mi pobre oferta, y aun había ya preparado la silla de manos en que pensaba trasladarla, en caso de que no pudiese hacer este camino de otra manera...

     -¡Ah! -exclamó Lucinda-, ¿para mí había usted preparado esa silla que me había hecho creer que existía otro enfermo en casa?

     -Sí, señorita. Ya le digo que yo temía el que usted no pudiese...

     -Mil gracias, señor, por haber pensado en esta desgraciada -interrumpió ella.

     -Nada tiene usted que agradecerme, señorita. Afortunadamente, usted puede andar a caballo la legua corta que nos separa de Molina. ¡Ah!, y me olvidaba... ¡Con el permiso de usted, señorita!

     Garduño, saludando a Lucinda, salió con cierta precipitación de las piezas, y se dirigió al patio exterior de la casa. Su exclamación había sido producida por la vista de un gran carretón con toldo de madera pintado de verde, que en aquel momento se dirigía hacia la casa tirado por una robusta yunta de bueyes overos, tan cuidados y limpios como el carretón. Llegado éste al patio, paráronse los bueyes, y Garduño se adelantó a recibir a una señora que salió por una de las puertas de aquel castillo ambulante.

     -¡Mi querida tía! -exclamó Garduño- ¡Cuánto le agradezco que usted se haya dignado venir en persona! Yo sólo le había enviado a decir que me mandase el carretón.

     -Y ¿por qué no había de venir yo? -dijo la señora-. Aun cuando tú no te hubieses empeñado, me habría bastado saber la desgracia de esta pobre niña para que yo la hubiera venido a buscar. ¿En dónde está?

     -En las piezas del rincón.

     -Pues vamos andando, Santiago, porque la caridad perezosa es caridad a medias.

     La buena señora echó a andar con más agilidad de lo que sus cincuenta años parecían permitirle. Garduño se adelantó a anunciarla, y Lucinda salió a recibirla.

     Apenas la señora hubo visto a ésta, cuando corrió hacia ella y la estrechó entre sus brazos, diciéndola:

     -No he necesitado sino verte, hijita, para quererte. Sí, niña. Sé que eres desgraciada, y esto aumenta mi cariño. Al momento de recibir la esquelita de mi sobrino Santiago, mandé que me enyugasen los bueyes y colgasen el carretón, para venirte a buscar. Nada tienes que decirme, -prosiguió, viendo que Lucinda, medio confundida con la franca cordialidad de la señora tía, trataba de manifestarle su agradecimiento-, no me digas nada, porque en el mundo estamos para ayudarnos y no para estorbarnos los unos a los otros, como dice el adagio: "hoy por ti y mañana mí." Te ofrezco mi casita y todos mis posibles para que dispongas de ellos.

     -Dios le pagará a usted esta obra de caridad que hace -le dijo Lucinda, correspondiendo al tercer abrazo de la afectuosa tía de Garduño.

     -Déjate de eso, mi alma; no hablemos sino de ponernos luego en camino. Es preciso que me trates como a una antigua amiga. Yo no puedo ver los cumplimientos, y las etiquetas me dan jaqueca. Ya mi sobrino te habrá dicho que yo me llamo Manuela Villagrán: este es mi nombre para servirte, mi vida. ¡Ah, reverendísimo padre! -exclamó, viendo al jesuita que se hallaba a pocos pasos de distancia-, ¡dichosos los ojos que merecen ver a su paternidad!, ¿cómo lo pasa de salud?

     -Estoy bueno, señora, gracias a Dios -respondió el padre-. Voy a llamar a alguien que venga a poner el equipaje de Lucinda en el carretón.

     Salió el jesuita, y en la puerta se encontró con Garduño, que ya venía con dos soldados al efecto. Mientras se arreglaba en el carretón el corto equipaje de Lucinda, no cesaba doña Manuela de prodigar su afecto a la hija de don Marcelino la cual le correspondía en la misma moneda; por manera que, aún no se habían puesto en camino, y ya las dos mujeres se trataban con la cordial franqueza de dos antiguas amigas.

 

 

 

Capítulo XLVIII

Los consejos de la tía

 

                                                  

   "La mala intención

siempre es tropezón."

 

(Dicho popular.)

 

 

     Bien pronto se puso el carretón en movimiento, seguido de Garduño a la cabeza de cuatro soldados. El oficial iba con el gozo pintado en el semblante, y el jesuita, que marchaba a su lado, parecía tan contento como él, pues aun cuando sentía grandemente que Lucinda no hubiese aceptado el hospedaje en casa de las beatas Peñalozas, no por eso dejaba de manifestar la mayor satisfacción.

     El padre sabía ocultar su despecho mucho más que su alegría, y tenía por máxima el mostrarle siempre buena cara a los acontecimientos. Jamás se daba por vencido, y a pesar de lo que había oído de boca de Lucinda, no abandonaba la esperanza de reconciliarse con ella, en beneficio de sus ambiciosas miras.

     Durante el viaje, Lucinda contó su historia a doña Manuela, quien se mostraba cada vez más interesada en favor de la desgraciada niña.

     Llegado el convoy a la casa, doña Manuela renovó sus afectuosos ofrecimientos, y Lucinda respiró con esa satisfacción que se experimenta al sentirse (especialmente la mujer) bajo el techo de un hogar amigo.

     El padre Hipocreitía se había despedido de sus compañeros de viaje e ídose a su casa.

     Doña Manuela, instalando a Lucinda en la cuadra, sentola sobre su gran cojín, el cual ocupaba una buena parte de la tarima de su estrado, en donde los pies profanos apenas osaban pisar. Enseguida llamó aparte a su sobrino, y con voz de autoridad le dijo:

     -Santiago, es preciso hacer el bien por entero; y ya sabes que no me gustan las cosas a medias... Acuérdate de lo que decía tu abuela...

     -Pero, tía, ¿de qué se trata ahora?

     -Tu abuela, esto es mi madre (que Dios tenga en gloria), decía que ser bueno a medias era ser malo casi siempre. Se trata de obtener noticias del marido de esta pobrecita... Se llama..., se llama... ¡Ya se me olvidó! ¡Tengo una memoria de perro!

     -Se llama Anselmo Guzmán -dijo Garduño.

     -¡Ése es el nombre! Lo tenía en la punta de la lengua; pero... Y ahora que me acuerdo ¿no es freirista?

     -Sí, tía, pelea en las filas contrarias.

     -Entonces me has de prometer que si se encuentran..., quiero decir, en la pelea (¡lo que Dios no permita!), tú habrás de protegerlo en vez de herirlo, porque, hijo, el hacer bien nunca es perdido aun cuando sea a nuestro mayor enemigo, tanto más al marido de esta pobrecita, a quien ya he comenzado a querer, por lo que ella me ha dicho... Porque has de saber, sobrino, que ella lo quiere a morir. ¡Vaya!, a mí me encantan los matrimonios de dos que se quieren así. Conque ¿me lo prometes?

     -No es posible prometer eso, tía -dijo Garduño con voz sorda.

     -¡Bendito sea Dios! -exclamó doña Manuela-. ¿Y por qué no puedes prometer eso?

     -Porque ya echará de ver usted, tía, que en medio de la refriega, nadie conoce a nadie.

     -¡Virgen purísima! ¿Entonces en esas guerras pelean como perros rabiosos, y cierran los ojos y se embisten sin acordarse de que Dios hizo a los unos y también a los otros? ¡Qué herejía, por las llagas benditas...!

     -Tía -replicó Garduño-, no hablemos más de esto. Yo no puedo responder de mí, si en medio de la batalla...

     -¡Santiago! -interrumpió la exaltada señora-. ¡Vaya que tú tienes unas ocurrencias lo mismo que tu padre! Pobrecito, ¡no te ofendan mis palabras!, pero era así, que a veces andaba con el alma al revés, como parece que tú la tienes ahora, ¡Dios me perdone! ¿Cómo me dices en tu esquela de hoy que te interesas tanto pon la suerte de esta pobrecita?

     -¡Ah! Yo..., pero tía...

     -¿Y cómo si te interesas por su bien, no me prometes que protegerás a su marido a quien ella quiere tanto? ¡Que me corten las dos orejas si entiendo esto!

     Garduño había guardado silencio durante el largo razonamiento de su tía, y parecía sumamente contrariado; pero tomando al fin una resolución, dijo:

     -Concluyamos, tía, ¡por Dios! Le prometo que haré todo lo que esté a mis alcances por que no le suceda ningún daño al marido de Lucinda.

     -Dios te guíe por buen camino, hijo -repuso la señora-, y ten seguro que así lo hará si tienes sana intención; pero de lo contrario, será el Malo quien te guíe (no lo permita Dios). Y ya sabes que tu santa abuela decía "que nosotros vemos las acciones y el Señor las intenciones". Ahora sí que quedo contenta, aunque sintiendo los peligros a que te vas a esponer. ¡Malditas guerras! ¿Por qué no tratarán estos cristianos de vivir en paz...?, que no parece sino que Dios los echara al mundo como echan los gallos en la rueda... Pero las ánimas benditas del purgatorio (a las cuales les rezo todas las noches su novena para que hagan por que esto acabe buenamente) habrán de alcanzar de su divina Majestad que no se verifique esta última pelea, que nos tiene a todos con el Credo en la boca. Sin embargo, bueno es, por sí o por no, estar preparado, pues sólo Dios sabe lo que será. Quiero hablarte, sobrino, del cocaví para el otro mundo. Dime ¿te has confesado?

     -Sí, tía -respondió riendo el oficial-. Tengo arregladas mis cuentas.

     -No te rías, Santiago -replicó la señora, acentuando sus palabras con el dedo índice-. Mira que nadie tiene la vida comprada, ni hay aquí abajo hora segura, porque para la muerte, que no respetó ni a Cristo, lo mismo es de noche que de día, y tanto trabaja en invierno como en verano, y es tan traicionera que se parece al perro bravo, pues si a veces ladra, en mil ocasiones muerde sin ladrar; y cuando menos se piensa se corta la cuerda, ¡y hombre al hoyo! Así lo decía siemprecito mi madre (que del reino de Dios esté gozando). A los mozos de hoy les parece (¡bendito Dios!) que solamente los viejos se mueren; pero mira, Santiago, no te olvides de que tan pronto se va el cordero como el carnero; y muchas veces sucede que un viento apaga la vela y el candil ardiendo queda; mayormente en estos calamitosos tiempos tan llenos de tropezones y peligros, que el que no cae resbala. Así es que las pobres mujeres que han quedado aquí solas lo pasan con el Credo en la boca, pues sus maridos y parientes están como quien dice: "con un pie en la sepultura y el otro en una concha de jabón..."

     -Bueno, tía, tendré presente sus advertencias -interrumpió Garduño, tratando de huir de la letanía de refranes con que su buena tía acostumbraba catequizarlo, como ella decía-. Es preciso que me ponga pronto en camino, y voy a despedirme de Lucinda.

     -Vamos -dijo la tía encaminándose hacia las piezas en donde Lucinda había quedado-. Mientras tú andas por allá, nosotras te encomendaremos a Dios y a la Virgen y a las Ánimas benditas del purgatorio, que son de las que se agarraba mi buena madre siempre, en todos sus apuros. Pero, después de todo -prosiguió la prudente señora-, aún no hemos hecho medio día, y tú, por más apurado que estés, no puedes irte sin hacer antes algo por la vida. No es caridad matarse de hambre aunque sea por la patria, y si Dios manda cuidar el alma, también nos manda cuidar el cuerpo, porque de carne y hueso somos hechos, y es preciso tener fuerzas para servir a la patria, pues no habiendo fuerzas, de nada sirve la buena voluntad, y tripas llevan piernas...

     Diciendo esto, se fue doña Manuela a preparar el almuerzo para su sobrino, mientras éste entraba en la cuadra en donde se hallaba Lucinda.

     -Dispense usted, señorita, a mi tía -le dijo-. Es sola y no puede atenderla a usted como ella quisiera.

     -Lejos de eso -respondió la niña sonriendo-, su señora tía me tiene avergonzada con sus demostraciones de afecto que yo...

     -Que usted merece por más de un motivo -interrumpió el oficial-. Lo que yo siento es que usted no encuentre en esta su casa las comodidades que nosotros quisiéramos proporcionarle; y siento más todavía, que mis deberes me impidan quedarme aquí para servirla, como ardientemente lo deseo.

     -Mucho tengo que agradecer a usted y a su bondadosa tía -dijo Lucinda-; y si yo no temiese ser importuna, le rogaría a usted que me comunicase las noticias que sobre la suerte de mi esposo pudiese obtener; y, por último, que hiciera valer su influencia cerca de los jefes del ejército, para que se me devuelva a mi sirviente.

     -Prometo hacerlo todo tal como usted me lo ordena -respondió Garduño.

     -¡Santiago, Santiago! -gritó desde afuera doña Manuela-. Ven que ya el almuerzo se enfría; y el que come frío, mal sabe abrigar su estómago, como decía mi madre. Camina luego -prosiguió, entrando a la pieza-, que bastante necesidad tienes de fuerzas; y ya sabes que en estos tiempos de revueltas, el prudente soldado debe andar con una comida adelantada, como decía tu padre, aunque él agregaba siempre: "y con dos bebidas".

     Y echó a reír con la mejor gana del mundo, diciendo a Lucinda cuando Santiago hubo salido:

     -Perdóname, hijita, por no poder hacerte la corte como yo quisiera; pero las dueñas de casa somos esclavas, y no siempre puede una repicar y andar en la procesión. Yo no sé cómo tengo fuerzas para reírme ahora -prosiguió la señora con voz triste-, viendo a este muchacho que se va quizá para no volver a verlo. Pero ése es mi genio; y genio y figura hasta la sepultura. Te aseguro que cuando me acuerdo de estas guerras, me dan ganas de llorar. ¡Vaya!, no está en mí dejar de pensar en esto; y si a veces me río, es sólo por hacer pecho ancho. Pero las Ánimas benditas me lo han de traer sano y salvo. Es un buen muchacho, de muy buenas partidas, y lo quiero como si fuera mi hijo: lo he criado en mis brazos, y al fin y postre, vendrá a ser el dueño de estos cuatro trapos cuando Dios me eche la tierra encima.

     Aún hablaba la impresionable doña Manuela, cuando entró de nuevo su sobrino para despedirse.

     -Dios se lo pague, tía -le dijo-. El almuerzo ha estado magnífico.

     -¡Eso es! -exclamó ella-. A barriga llena, corazón contento. Ahora no te olvides de mis encargos -prosiguió riendo-, para que no se diga: a comida hecha amistad deshecha. En cuanto tengas noticias de don Anselmo, me despachas un mozo que yo lo pagaré aquí. Yo misma te he puesto en las alforjas un poco de charque machucado, y al asistente le entregué dos botellas de aguardiente de sustancia, que eso conforta. Y cuenta con andarte metiendo muy adentro en la refriega, porque una sola vez no más se muere el cristiano; y más vale que digan aquí arrancó el falso, que aquí murió el guapo. Eso de morir por la patria es cosa para dicha en versos. Sí, Santiago, bueno es ser patriota; pero también es bueno cuidar el número uno, como Dios manda. Conque, ¡adiós, hijo!, que yo quedaré aquí rogando a las benditas Ánimas... Y ahora, dime: ¿tienes el escapulario del Carmen que te di?

     -Sí, tía, lo llevo al cuello como usted me lo encargó.

     -Bien hecho: mira que ese escapulario me lo dieron las Capuchinas, y tiene una reliquia. No dejes de llevarlo: mira que han sucedido mil casos en que un relicario ha librado de las balas al que lo cargaba con devoción. Y adiós otra vez, querido sobrino.

     Ido Santiago, la señora entró en la sala llorando a mares, mientras Lucinda trataba de consolarla con las más afectuosas expresiones.

     -Tienes razón, hijita -dijo al fin doña Manuela-. No debemos llorar sino por nuestros pecados; y alma que se amilana es alma de lana. Vámonos a hacer medio día, que ya es hora.

     Cinco minutos después, doña Manuela hacía los honores de la mesa, con la cara más risueña del mundo.

 

 

 

Capítulo XLIX

Que sirve de explicación a otro capítulo anterior

 

                                                        

   "El demonio se revestía de la astucia, y avanzaba en la prosecución de sus propósitos."

 

 

     (V. MURILLO, Una víctima del honor.)

 

 

     Sólo la obligación que Garduño tenía de volver al campamento había podido hacerlo separarse de Lucinda; y sintiéndose cada vez más dominado por la fatal pasión que ella sin pensarlo le inspirara, maldecía sus deberes de soldado, que lo obligaban a alejarse del objeto de su loco amor. Y era tal la locura que se había apoderado del joven oficial, que, a pesar de los encargos, consejos y refranes de su bonísima tía, había ya comenzado a aborrecer a Anselmo, como se aborrece a un afortunado rival.

     Al mismo tiempo que envidiaba su dicha, deseaba que fuese cierta la noticia de su muerte; y cual si Guzmán le hubiese hecho algún agravio, el sobrino de doña Manuela ardía en deseos de vengarse.

     Bien había echado de ver el jesuita lo que pasaba en el interior del fogoso oficial; pero no estando aún seguro, y temiendo dar un paso en falso, aguardaba que las circunstancias se aclarasen lo suficiente para obrar con esperanzas de éxito seguro.

     Habíase separado Garduño unas dos cuadras de la plaza y poco más de la casa de su tía, cuando se encontró de repente con el jesuita, que parecía haber estado esperándolo en una bocacalle.

     -Sabía que usted había de pasar por aquí -dijo el fraile-, y he estado aguardándolo para rogarle que le lleve a mi señor don Víctor una carta.

     -Con mucho gusto -respondió el oficial-. Démela su paternidad.

     -La tengo en mi cuarto -dijo el jesuita-, y no he querido ir a buscarla por temor de que usted se me fuese sin verlo. Podemos ir allá, y mientras tanto aprovecharemos el tiempo hablando del mismo asunto de la carta, pues se me ha ocurrido que conviene mucho que usted lo sepa.

     -¿Qué asunto es ése? -preguntó Santiago volviendo su caballo en dirección del alojamiento del padre, después de ordenar a su asistente y demás soldados que lo acompañaban que lo esperasen a la salida del pueblo.

     -Se trata, amigo, de un proyecto que he comunicado ya al señor Dorriga -respondió el fraile bajando la voz-. ¿No le parece a usted que es muy conveniente conocer bien la opinión de los habitantes de Talca, respecto de la lucha que hemos emprendido contra el pipiolismo?

     -Eso es evidente, padre mío, pues aquella ciudad ha de ser el punto de apoyo de uno u otro bando, según sean las ideas de sus principales habitantes. Para llegar a saber cuáles son esas ideas, ha preparado don Víctor...

     -Los espías que yo le aconsejé -concluyó el fraile-. Aún hice más: le di un hombre muy ladino para esta clase de negocios; y yo creo que desempeñará a las mil maravillas la más ardua comisión que se le encargue. ¿Conoce usted a Nicolás Peñaloza?

     -¿No es el hermano de las niñas...?

     -El mismo.

     -Sólo lo conozco de vista.

     -Trate usted de sacar partido de él. Parece tonto, pero en eso consiste su mayor habilidad, porque no es lo que parece ser. Para espía no tiene precio, porque, sobre ser astuto y poco hablador, conoce a todo el pueblo de Talca, en donde ha nacido y vivido muchos años. No hace mucho tiempo que me descubrió el paradero de una muchacha que se robaron en San Fernando, la cual estaba destinada a ser monja Clara; y aun ya se había reunido entre sus tíos la dote necesaria, cuando desapareció de repente. Expliquele el caso a Nicolás, dile las señas, y él empezó a calcorrear por aquí y por allá, hasta que llegó a Talca, y allí, vestido de mendigo (papel que hace divinamente) vino a dar con la muchacha, que estaba viviendo con su amante en una solitaria calle. Haciendo yo memoria de este suceso, he creído que Nicolás, vestido de mendigo, puede entrar en todas las principales casas de la ciudad y escuchar lo que se hable, sin que nadie ponga atención en ello, pues de un mendigo nadie se recata.

     -Comprendo muy bien -interrumpió Garduño-; y aun podría yo dar otros compañeros a Nicolás. No ha echado su paternidad en saco roto esta advertencia, y le prometo sacar de ella todo el partido posible.

     Si el lector recuerda las escenas aquellas en que los mendigos hicieron caer en el garlito al servidor de Lucinda, verá bien cómo Garduño supo cumplir su promesa. Solamente debemos advertir aquí (y es una circunstancia esencial de esta historia) que aquel mendigo que sirvió de conductor a Pedro por las calles de Talca hasta el cementerio, y que tan bien sabía ladrar como perro, no era otro que el mismo Nicolás Peñaloza en persona, que más tarde tendrá ocasión de conocer el mismo lector.

     -Ya creo que siembro en buena tierra -prosiguió el astuto fraile-; y estoy seguro de que usted realizará mi idea, en caso de que don Víctor haga poco caso de ella. Nicolás conoce a todos los pordioseros de Talca, en donde (sea dicho entre paréntesis) los hay de todas clases, no siendo muy pequeña la clase que podemos llamar de mendigos fraudulentos, por estar llenos de granos, quebraduras, potras y lobanillos postizos. Por consiguiente, aun dado caso de que sorprendan a uno de nuestros mendigos, cuando más será mirado como pordiosero fraudulento, más no como espía. Pero ya hemos llegado. Desmóntese un momento, que tiene tiempo de sobra para alcanzar el ejército.

     Desmontáronse enfrente de una casa, situada a tres cuartos de cuadra de la plaza hacia el sur, en la calle que entonces se llamaba del Estado, y hoy de Quechereguas, y que era, y es todavía la calle principal de Molina.

     Allí era donde había establecido su misión el jesuita, quien, entre otros privilegios, tenía el dar sus misiones en el lugar que mejor le acomodara, con notable perjuicio de los intereses de muchos párrocos, que nunca miraban con buenos ojos que otro viniese a cultivar y cosechar aquel pedazo de Viña del Señor que se había puesto a su cuidado.

     Apeáronse, pues, como queda dicho, y entrando por un zaguán tejado a teja vana y cerrado exteriormente por una gran puerta de mal cepilladas tablas de roble, se encontraron en un gran patio cuadrado, cubierto con una extensa ramada de fajina y sostenida por horcones de espino.

     Era aquél el cuerpo de la iglesia de la misión, cuyas naves estaban formadas por las cuatro filas de horcones, y cuyo santa-santorum se hallaba en un cuarto, llamado el Oratorio, y situado en el frente del patio. El costado sur de éste cerrábalo un edificio de vetusto aspecto, ocupado por las Niñas, o como muchos decían, las beatas Peñalozas, y hacia el costado norte se extendía una arboleda de frutales plantados en desorden. Por último, el edificio que cerraba el patio por el lado de la calle, en no mejor estado que lo anterior, era el que las beatas Niñas habían aderezado para habitaciones del padre y de su ayudante, el clérigo O*, al cual conoce ya de nombre el memorioso lector, por ser el mismo que sirvió de confesor de Lucinda durante su forzada permanencia en el monasterio de las Capuchinas.

     Cuando el jesuita y Garduño entraron al patio, o mejor dicho, a la ramada, notaron cierto movimiento y agitación interior que hizo fruncir las cejas del padre, y admirarse grandemente a Garduño. Varias mujeres salían corriendo de las piezas de las Niñas, y mientras unas se santiguaban y rezaban en alta voz y otras corrían desgreñadas hacia la arboleda, una se dirigió al oratorio; y sacando el lebrillo de greda que servía de pila para el agua bendita, empezó a regar con ella el pavimento, pronunciando en alta voz: ¡Vade retro! ¡vade retro, Satanás!

     -¡Mala visita tenemos! -exclamó el padre, poniendo el oído con dirección a las habitaciones de las Niñas, de donde se oía salir gemidos y sollozos, que bien pronto se cambiaron en gritos descompasados y aullidos que nada tenían de humano.

     Iba Garduño a preguntar lo que aquello significaba, cuando vio venir corriendo (otro diría rodando), por entre los horcones de la ramada, a un cleriguito retaco, rechoncho y casi redondo, con la sotana rasgada de arriba abajo, el bonete pastoral echado atrás, un hisopo en la mano derecha, un santo Cristo en la izquierda, y sobre las sotanas un roquete hecho jirones.

     -¿Qué sucede, señor presbítero O*? -preguntó el jesuita.

     -Qué ha de suceder, reverendo padre -respondió jadeando el otro-, ¡sino que tenemos al diablo en casa!

     -¡Ah!, lo presumía; y bien se echa de ver que usted ha tenido una buena lucha con Lucifer.

     -Así es la verdad -contestó el clérigo O*, echando una mirada de compasión sobre sus rasgadas vestiduras-. Lucifer no respeta ni lo más santo; y no solamente me ha insultado, como indigno ministro y gran pecador que soy, sino que me ha arañado con sus uñas, y me ha hecho pedazos las sotanas y todo. Jamás había visto al Demonio tan resistente como hoy: se ha reído del agua bendita, ha escupido el hisopo y se ha mofado del crucifijo.

     -Pero, hombre, ¡por la Virgen Santa! -exclamó el padre escandalizarlo-. ¡Usted ha olvidado la estola!

     -¡Tiene razón su paternidad! -exclamó el clérigo-. Con la precipitación me olvidé de ponerme al cuello la estola. Voy a buscarla, ¡y veremos si el diablo se resiste ahora!

     -Oiga, señor presbítero -dijo el jesuita-, prepáreme a mí también mis vestiduras.

     Mientras el presbítero O* rodaba hacia el oratorio, Garduño miraba al jesuita como interrogándolo con los ojos, sin atreverse a hacerlo con la lengua. Comprendiolo el padre y le dijo:

     -Si usted ve esto por la primera vez, amigo mío, debe causarle mucha admiración.

     -Es cierto -respondió el oficial-. Varias veces he oído hablar de esta niña mal espirituada, así como de sus otras dos hermanas...

     -No son hermanas las tres -le interrumpió el padre-, sino solamente dos de ellas: la mal espirituada, a quien llaman la Sierva de Dios (y con mucha razón), y la paralítica, que es la mayor...

     -¿A quien llaman la Médica Santa?

     -Sí, mi amigo, y le aseguro a usted que es una verdadera santa. Yo la confieso. Por lo que respecta a sus conocimientos en medicina, yo la he visto hacer prodigios (por no decir milagros). Por último, la tercera niña es sobrinita de las primeras, e hija única de Nicolás Peñaloza.

     -¡Ah! ¿Es la que llaman Beatita en el pueblo?

     -La misma. Esta muchacha es un dechado de virtud. A pesar de ser joven y bien parecida, ha rehusado varias propuestas de matrimonio por dedicarse al servicio del Señor.

     -¿Piensa ser monja?

     -En el convento de las Claras, para lo cual sus otras dos hermanas han reunido ya la dote.

     -¡Ah! Yo creía que eran pobres.

     -No son ricas -dijo el jesuita-, pero Dios las ha protegido y las protege. La Médica con sus curaciones, y la Sierva de Dios con las limosnas que recibe han conseguido reunir algo; y como viven con gran economía... Pero es menester que me prepare a la batalla. Sírvase usted aguardarme un momento, y será testigo de verdaderos prodigios.

 

 

 

Capítulo L

Que enseñará al lector lo que eran las niñas Peñalozas

 

                                                         

   "Una india estaba enferma, y el diablo la perseguía mucho, incitándola a que se ahorcase... Más no lo consiguió el Maligno, disuadida ella de los consejos del padre. -Llevando la extremaunción a una india enferma, un padre de casa, al entrar el padre en el rancho, le dijo la india: así que entraste aquí, se fueron muchos demonios. -Yendo otro padre a confesar otra, que estaba en mal estado, la avisó el padre que debía dejar aquella mala ocasión. Respondió a que con todas veras prometía la enmienda; y en este punto le parecía al padre que salía de ella un bulto entre una niebla, como puerco..."

 

 

     (EL P. OLIVARES, Historia de los Jesuitas en Chile.)

 

 

     Quedose Garduño debajo de la ramada mientras el padre entraba al oratorio, en donde el presbítero O* lo esperaba con las vestiduras preparadas sobre la mesa del altar. Hincose el jesuita al pie de un crucifijo y se puso a hacer oración, después de haber ordenado al clérigo O* que no se moviese de allí.

     Garduño lo observaba todo desde afuera, y detenido allí por la curiosidad, olvidó sus deberes de soldado, y no se atrevía a ponerse en camino hasta no ver en lo que iban a parar aquellos preparativos. Repetidas veces había oído hablar de las tres Niñas Peñalozas, a quienes el pueblo daba los nombres de Médica Santa, Sierva de Dios y Beatita; pero jamás había creído ni la décima parte de lo que se decía. Sin embargo, celebraba que la casualidad le hubiese presentado la ocasión de ver por sus ojos a una mujer con el diablo dentro del cuerpo, cosa que allá en lo antiguo se veía a cada paso.

     Por fin salió el padre Hipocreitía revestido de sobrepelliz y estola, llevando en las manos el viejo libro que le servía para exorcizar. Seguíalo el presbítero O*, ya más animado contra Lucifer, por la estola que colgaba de su cuello, y también (sea dicho sin agraviar la fe del presbítero) por la compañía del santo jesuita, que lo confortaba mucho más que la estola y que la caldereta de agua bendita que llevaba en las manos.

     Al ver salir a los sacerdotes, todos los curiosos que habían entrado al patio, atraídos por la bulla, se prosternaron devotamente y se encaminaron en convoy hacia las piezas en donde seguía sintiéndose el gritar y aullar del Demonio. Garduño se acercó a los sacerdotes que encabezaban el convoy, pues quería satisfacer cuanto antes su aguijoneada curiosidad, y, despojado al parecer de su incredulidad, se santiguaba y rezaba en voz alta (¡oh, poder del ejemplo!) ni más ni menos, como la más crédula de las viejas que asistían a la ceremonia.

     Llegados a la pieza, el oficial miró ávidamente hacia el interior. Las blanqueadas paredes del cuarto estaban cubiertas de estampas de santos, y varias efigies de madera o de otro material se veían aquí, allí o más allá, sostenidas por pequeñas repisas, o metidas en nichos dentro de la pared. Había otras en urnas de hoja de lata, colocadas sobre mesas que más se parecían a la mesa de un altar, que a las de una habitación humana.

     En un rincón del cuarto había una cama encortinada con angaripola de dibujos lacres en fondo blanco y, en el otro estremo, una alta tarima sobre la cual se veía un altarcito con un Niño Dios dentro de una grandísima urna adornada de flores de esmalte y de papel.

     En la cama yacía una mujer al parecer enferma, y al pie del altar de la tarima se hallaba hincada una joven como de quince años y de una fisonomía tan simpática, que era imposible mirarla sin sentirse conmovido.

     Vestía la niña una especie de hábito negro, y sobre su cabeza tenía unas tocas blancas que daban cierto aire de candidez a su bello semblante.

     Embebida en su oración, y con los ojos fijos en el Niño Dios, parecía no haberse apercibido de la llegada de los sacerdotes.

     El presbítero O*, después de recorrer con la vista todo el cuarto, abrió los brazos en señal de asombro, y exclamó:

     -¡Dios mío! ¡Si se la habrá llevado el Diablo!

     Sonriose el jesuita, sin quererlo, y dijo:

     -En efecto, no se la ve en ninguna parte. ¿Cómo me dijo usted que estaba aquí?

     -Aquí la dejé yo -respondió el otro-, y estoy seguro de que no ha salido, pues no he dejado de tener los ojos fijos en la puerta del cuarto. Preguntemos...

     -No pregunte usted -le interrumpió el padre-. ¡Espíritu infernal! -gritó con voz de trueno-, ¿en dónde estás? ¡Contéstame!

     -¡No quiero! -respondió una voz chillona que parecía venir del techo del cuarto.

     Todos alzaron los ojos y quedaron mudos de sorpresa al ver que sobre una de las descubiertas vigas del enmaderado había una mujer acurrucada como un gato que huye de sus perseguidores. Con el semblante contraído, las manos crispadas sobre la viga, la boca llena de espuma blanca y los ojos sanguinolentos, miraba la mujer a los circunstantes, y se recogía más y más en el rincón, a donde se había subido como para escaparse de sus enemigos.

     -¡Baja de ahí, espíritu inmundo! -gritaron a un tiempo los dos sacerdotes.

     -¡No quiero bajar! -respondió enérgicamente la endemoniada.

     -¡Hermanita! -exclamó entonces la enferma de la cama, medio incorporándose con gran trabajo-, ¡bájese, por Dios!

     -Yo no soy hermana tuya -respondieron de arriba.

     -¡Hágalo por nuestro Señor Jesucristo! -exclamó la niña con una voz dulcísima, desde el otro estremo del cuarto.

     -Yo no tengo nada que ver con tu Señor Jesucristo -volvieron a contestar.

     -Pues habrás de obedecer a él, mal que te pese -dijo valerosamente el presbítero O*, mostrando a la mujer la estola que él llevaba al cuello.

     Esta vez la mujer dio una gran carcajada, y exclamó:

     -¡Ah! ¿Es el clérigo Bola el que habla? ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Piensas tú vencerme a mí, monigote redondo? ¿A mí, que tengo el poder suficiente de echarte a rodar hasta los mismos infiernos? ¡Pues es divertido el tono de autoridad con que viene a mandarme! ¡Estos monigotes creen que les basta meterse en una sotana para que yo les obedezca! ¡Es para morirse de risa! Pero, ten entendido -prosiguió, amenazando con los puños cerrados al presbítero O*- que aun cuando te hayas embolsicado en esa sotana y en esa sobrepelliz, siempre te has quedado tan redondo como antes, y más todavía, porque ahora comes y bebes más que cuando eras seglar. Sigue comiendo y bebiendo hasta quedar como bola hecha a torno, que es lo que yo estoy esperando para echarte a rodar hasta las calderas de plomo derretido. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!

     Todos manifestaron el terror y la admiración que los poseía, y muchos huyeron de aquel endiablado lugar, mientras el padre Hipocreitía acercaba sus labios al oído de su compañero, y le decía en voz baja:

     -Mire, señor presbítero, como yo tenía razón cuando le aconsejaba que no se entregara demasiado a los placeres de la mesa.

     El presbítero bajó los ojos sin contestar una palabra, mientras Garduño miraba aquello sin saber lo que le pasaba.

     -¡Por la última vez te mando que bajes de ahí! -gritó el padre Hipocreitía.

     -Me bajaré -respondió la mujer-, pero a condición de que el clérigo redondo se vaya. Su vista me hace reír, y yo no estoy ahora para reírme.

     -¡Que me vaya! -exclamó el presbítero O*, mirando rencorosamente a la endemoniada e interrogando con los ojos al jesuita.

     -Es necesario -respondió éste, haciéndole una señal para que saliese.

     -Pero, reverendísimo padre, ¿será bueno hacerle su gusto al diablo? ¿Cómo hemos de permitir que se ría de un sacerdote?

     -Dios permite estas cosas, amigo mío -respondió el jesuita-, para edificación de las almas; y aún, en mil ocasiones, es necesario hacerle su gusto al diablo, para encaminar a los hombres por la vía del cielo. Sálgase usted.

     Salió el presbítero refunfuñando, al mismo tiempo que la mujer decía desde las vigas:

     -¡Padre Hipocreitía! Voy a bajar, pero no porque tú me lo mandas, ¡sino por eso que traes en la mano!

     Diciendo esto, saltó de viga en viga, como lo habría hecho un saltimbanquis, y llegando a un rincón de donde pendía una soga que nadie había visto, bajose por ésta como un gato, y cayó sobre la tarima cerca del altarcito en donde su sobrina estaba hincada.

     La niña, lejos de huir, echó sus brazos sobre los hombros de su tía, rogándole que se estuviese quieta; pero ésta, separando bruscamente a la niña, exclamó:

     -¡Vete de aquí! ¡Te aborrezco porque tú no me quieres!

     -¡Sí la quiero mucho, tía! -decía llorando la pobre niña.

     -¡Ah! -exclamó la poseída, con ojos amenazantes-, si me quisieras, no pensarías en irte al monasterio... ¡Déjame!

     Y diciendo esto, saltó de la tarima y se encaminó a la cama de su hermana, con ánimo al parecer de maltratarla.

     Varios de los concurrentes quisieron sujetarla, interponiéndose entre ella y la cama de la enferma; pero ninguno se atrevió a tocarla.

     -¡Déjenme rasguñar a esta pícara! -gritaba-, a esta pícara embustera que se hace enferma, para que le den limosnas, ¡y quiere hacer creer que es médica!

     A este tiempo la puerta se había despejado un tanto; y aprovechando esta circunstancia, la endiablada saltó fuera del cuarto atropellando al padre, que no cesaba de dirigirle la palabra, y a cuantos quisieron oponerse a su salida.

     Enseguida empezó a saltar y a correr como una bestia feroz, por debajo de la ramada, dándose golpes contra los horcones y aullando terriblemente.

     Bien pronto fue ella el centro de un círculo formado por los circunstantes, círculo movible que variaba de posición ensanchándose o estrechándose, con el fin de encaminarla al oratorio, que era a donde los sacerdotes querían llevarla sin poderlo conseguir.

     Ella, entre los insultos que dirigía al clérigo O* y al jesuita, no cesaba de repetir que no entraría jamás en el oratorio.

     Viendo el padre que era menester emplear la fuerza, dijo:

     -Los que sean capaces de llevarla al oratorio, sin hacerle mal, ganarán cuarenta días de indulgencia.

     Al oír esto, varios se abalanzaron hacia la mujer, la cual supo defenderse tan bien con sus puños y con un palo de que se había armado, que los más animosos renunciaron de la empresa.

     -¡Déjenmela a mí! -exclamó entonces un guaso que acababa de llegar-. Esas indulgencitas me las voy a ganar en un santiamén.

     Dicho esto, se sacó el poncho, y lanzándolo diestramente sobre la cabeza de la espirituada, tomola entre sus robustos brazos y la condujo al oratorio. Y como la mujer pataleaba y trataba de morderlo, pugnando por desasirse de él, decía el guaso:

     -¡Menéate no más, diablito, que al fin habías de dar con la horma de tu zapato!

     Llegado al oratorio, depositó su carga sobre la tarima del altar mayor, y preguntó cándidamente al padre Hipocreitía:

     -Dígame, señor cura, ¿he ganado o no bien mis indulgencias?

     No contestó el padre porque estaba ocupado en hacer que cuatro o seis individuos sujetasen de pies y manos a la poseída.

     La pobre mujer había caído como desmayada sobre la tarima; y sólo con la respiración daba muestras de vida.

     -Sujétenla bien -decía el guaso a los que la sostenían-. Yo sé lo que es el diablo cuando se le mete a una mujer en la caja del cuerpo: se hace muerto para que lo velen, y en cuanto uno se descuida ¡cataplum! No hay que confiarse mucho en esos desmayos. ¿No ven que hace más de doce años que soy casado?

     La mujer había vuelto en sí, y hacía esfuerzos por levantarse; pero los diez o doce brazos que la sujetaban la tenían como clavada sobre la tarima.

     El clérigo O* le puso la estola sobre el pecho, mientras el jesuita pronunciaba las palabras del exorcismo. Pero Satanás permanecía en aquel cuerpo sin querer dejarlo, a pesar de los vade retro y de las aspersiones.

     Por no mirar la estola o tal vez por no ver al presbítero O*, la mujer había cerrado los ojos y no quería responder a lo que se le preguntaba.

     El jesuita hizo entonces despejar el oratorio, dentro del cual sólo quedó Garduño con tres personas más, fuera de los que sujetaban a la mujer.

     Enseguida se acercó a ésta, y aplicándole la boca al oído, pronunció algunas palabras que nadie oyó.

     La poseída empezó poco a poco a calmarse, pero no daba señales de haber vuelto a su estado normal cuando, lanzando un suspiro, exclamó:

     -¡Quítenme a ese hombre de delante!

     -¿A quién? -le preguntó el jesuita.

     -No lo puedo nombrar porque no me es permitido, pero lo estoy viendo con los ojos cerrados.

     -¿Es el señor presbítero O*?

     -No es él, sino otro que anda en malos pasos, y tiene su pensamiento fijo en una mujer casada, y desea la muerte del marido, y aun ha concebido el proyecto de matarlo...

     -¡Calla, espíritu infernal...! -exclamó el presbítero O*, poniendo la estola sobre la boca de la mujer.

     Ésta se calló, mientras el jesuita se daba vuelta hacia los circunstantes para rogarles que salieran del oratorio; pero su verdadero objeto había sido ver qué efecto producían en Garduño las palabras de la Sierva de Dios.

     El oficial se había puesto pálido como los manteles del altar, pero el jesuita, sin darse por apercibido de ello, hizo evacuar el oratorio diciendo que ya la mujer estaba libre, pues se le oía rezar el Credo.

     -¡Sí! -exclamó el presbítero O*, con acento de triunfo-. No hay que dudarlo: el demonio ha tocado retirada, ¡podemos cantar el Te Deum de la victoria! No era posible que el padre de la mentira tuviera fuerzas para resistir a los golpes de estola, mayormente cuando han sido dados en nombre de las tres Marías; y yo juraría que al tercer golpe fue cuando salió, pues vi pasar algo como un relámpago por entre los labios de esta infeliz.

     Después de pocos momentos salió el padre del oratorio, y sin mirar a nadie se dirigió a su cuarto, en donde entró dejando entornada la puerta.

     Garduño entró enseguida, y sin más preámbulo, díjole:

     -¡Padre mío! ¡Yo soy ese hombre...! ¡Yo!

     -¿Qué hombre? -preguntó el jesuita, afectando una gran sorpresa-. No le entiendo, amigo mío. Explíquese usted.

     -¡Ni yo tampoco entiendo lo que pasa! -exclamó el oficial confundido-. Pero el hecho es que esa mujer, o ese demonio, ha dicho la verdad.

     -Ha dicho tantas cosas que no tengo memoria para acordarme de todas -dijo flemáticamente el jesuita.

     -Me refiero a lo que dijo sobre ese hombre que había puesto sus pensamientos en una mujer casada, y que...

     -¡Ah! -hizo el reverendo.

     -¡Y que deseaba la muerte del marido...! Verdad es, padre, que yo no sabré decir si deseo positivamente la muerte de Anselmo; pero...

     -Pero si se muriera, usted no lo sentiría grandemente -concluyó el padre-. ¡Ah!, ahora caigo en todo. Usted es esa persona a quiten la Sierva de Dios se refería. Cada día me convenzo más de que esta bienaventurada tiene el don de adivinación, y tal vez el de profecía. Siéntese usted, amigo mío... Por lo visto, ¿usted ama a Lucinda?

     -¡Padre mío! -exclamó Garduño-, la amo a pesar mío y sin poderlo remediar. Pero mi amor es honesto...

     -Es decir, ¿que usted se casaría con Lucinda si ella fuera libre?

     -Sí, padre.

     -Eso nada tiene de reprehensible, desde que usted sólo desea obtener una cosa marchando por las vías legítimas. De lo contrario, usted sería culpable, ¡muy culpable!

     -Bien puede ser que haya deseado la muerte de Anselmo -prosiguió Garduño, dominado por la escudriñadora mirada del fraile-, pero en cuanto a lo de querer asesinarlo... Creo no haber tenido jamás tal pensamiento. Sin embargo, padre, yo quisiera hacerle una pregunta como se la haría a mi confesor.

     -Pues le contestará el confesor y el amigo -respondió el jesuita.

     -El caso es -prosiguió el oficial- que bien pronto nos hemos de ver en el campo de batalla, y yo quisiera saber a qué atenerme para obrar como corresponde a un hombre de bien. En este momento me hallo en tal estado de agitación, que no sabría distinguir lo malo de lo bueno, y espero que su paternidad me indique lo que debo hacer si las peripecias del combate me llegan a poner enfrente de Anselmo Guzmán... ¿Debo cargar sobre él, o permanecer siempre a la defensiva? Porque ya ve, su paternidad, que el honor me impediría huir de él.

     -Oiga usted -dijo el jesuita con voz solemne-, si usted se encuentra con el marido de Lucinda, debe tratarlo como trataría a cualquier otro de los enemigos. Él pelea en las filas contrarias, y usted defiende una causa justa: sus deberes de soldado leal le enseñarán el resto.

     -Ya sé lo que debo hacer -respondió Garduño alzándose de la silla-. Su paternidad me descarga de un gran peso.

     -Y ahora, dígame usted -preguntó a su vez el padre-: si el hado le fuese a usted favorable, quiero decir, no el Hado, porque éste es un dios pagano, sino en caso de que Dios permitiese la viudez de Lucinda, y usted llegase a obtener su mano y sus grandes riquezas, ¿cuál sería el uso que usted haría de éstas?

     -No he pensado en las riquezas sino en el corazón de Lucinda -respondió Garduño con entusiasmo.

     -¡Ya, ya! -dijo el fraile-, pero usted debe tener entendido que el Señor nos encamina al logro de nuestros deseos, según sea la santidad de nuestras miras. Yo no digo que usted haya pensado en las riquezas, pero el poseedor de Lucinda lo será también de su fortuna; y no es lo mismo, por ejemplo, pensar en obtener dinero para gastarlo en placeres mundanos, que desear una riqueza para emplear una parte de ellas en servicio de Dios.

     -¡Ah! -dijo Garduño con vehemencia-, si Dios me da la dicha de poseer lícitamente a Lucinda, juro por mi salvación eterna emplear una buena parte de la fortuna que obtenga en obras piadosas, ¡según los sabios consejos de su paternidad!

     -Amén -respondió el padre, sacudiendo amigablemente la mano de Garduño que se despidió de él y salió al patio, descargado de un grave peso, como él decía.

     El patio estaba lleno de gentes que habían acudido, unas a escuchar la plática del presbítero O*, y otras a consultar a la Médica Santa sobre sus enfermedades y dolencias.

     Garduño se acercó al cuarto de la Médica, por cuya puerta entraban y salían personas de uno y otro sexo y de diversas edades y condiciones. Había consultas en alta voz y en voz baja. Unas se hacían allí mismo los remedios, que consistían, ya en sobarse la parte enferma con la llavecita de la urna del Niño Dios, ya en recibir las aspersiones de agua bendita prodigadas por la Beatita que servía de ayudante a su tía, la Médica Santa. Otros llevaban consigo las bebidas para tomar tres tragos por la mañana, tres al mediodía y tres al acostarse, todo a nombre de las tres Marías. Lo mismo eran los sorbetorios para repetirlos de tres en tres veces, o de cinco en cinco, en nombre de los cinco mandamientos de la Iglesia; y había muchos que salían contentísimos, después de haber dejado en la bandeja del Niño Dios la indispensable limosna, en cambio de la receta de "sobarse (un lobanillo u otro tumor) con saliva en ayunas, todos los días por la mañana, rezando un Credo con fe". En faltando la fe, la saliva no hacía efecto.

     -¡Ay, comadre! -decía, al salir de la pieza, una mujer a una amiga suya- ¡milagro más patente no lo he visto en todos los días de mi vida! Ya usted conocía a mi marido que no la oreaba; y no se contentaba con hacer San Lunes, porque solía pasar bebiendo (¡Dios me favorezca!) hasta los martes. Pero con haberle echado en la chicha los polvitos de la Médica Santa, he conseguido que sólo se emborrache los domingos y demás días de guarda.

     -Qué me ha de decir a mí -respondió la otra-, cuando ya hace más de cuatro años que estoy viendo los prodigios de esta médica. Y lo mejor es que no cura con botica...

     -¡Y qué necesidad tiene de boticas, que ojalá pudiera yo prenderles fuego -interrumpió una tercera-, ¡cuando sabe curar a lo divino que es bendición! Mire usted, ña Petita, yo sufría el año pasado de un emboticamiento a causa de unos polvos blancos que me dio un boticario de Curicó. No hice más que tomar aquellos malditos polvos, cuando se me plantó un dolor entre pecho y espalda, que se me bajaba al costado izquierdo, y me corría por todo esto, a modo de mal flato. Y luego aquella hinchazón de vientre, ña Petita, que me daba vergüenza salir a la calle, porque nadie es real de carita para que los otros piensen siempre bien de una. Hasta que un día, una prima hermana mía, que es así medio aplicadona a curar por encanto, me dijo que yo estaba emboticada, y me prometió que me desemboticaría. Hizo la cruz de Salomón, pronunció las palabras, y todo; pero fue para lo mismo, porque quedé tan hinchada como antes. Yo creo que mi prima no ha aprendido bien el arte todavía; pero ella me echaba la culpa a mí, diciéndome que yo no tenía fe. Entonces fue cuando se me ocurrió hacerle una manda a la Sierva de Dios y otra al Niño, y me vine a Molina. La Médica Santa se enojó mucho con el boticario, judío hereje, de Curicó, porque conoció al momento de dónde venía el daño; y ese mismo día me dio la bebida de los tres palos que (¡válgame Dios!) casi me hizo echar las tripas, y en la noche me sobó nueve veces con la llavecita de la urna del Niño Dios, con lo cual se me pasó la dolencia como con la mano.

     Garduño había oído, sin pretenderlo, la conversación anterior así como otros relatos análogos de los milagros de la Médica. Su cabeza se había despejado y su espíritu se había deshecho de las pasadas impresiones; por manera que aún cuando el incrédulo oficial (es menester decirlo) se había dirigido allí con el objeto de hacerles un regalo a aquellas santas mujeres, a trueque de que rogaran por que él alcanzase sus deseos, fue tan grande el número de disparates que oyó, que volvió atrás medio avergonzado de su idea. Y acordándose de que debía encontrarse pronto en el campamento, corrió hacia la huerta en donde estaba su caballo, montó apresuradamente y partió a escape por el camino del sur.

 

 

 

Capítulo LI

En donde el curioso lector conocerá mejor a doña Manuela

 

                                                           

   "Los males del país llegaron al exceso durante las vicisitudes ocurridas desde el pronunciamiento de Concepción y del ejército del sur, hasta el combate de Lircai. La fuerza pública, ocupada en los combates civiles, dejó sin seguridad a muchos pueblos; y el robo y el salteo a mano armada, el asesinato y los ataques contra la seguridad, se multiplicaron extraordinariamente."

 

 

     (SOTOMAYOR VALDÉS, Historia de los cuarenta años, cap. I.)

 

 

     Merced a los solícitos cuidados de la buena tía de Santiago Garduño, había logrado Lucinda tranquilizar algún tanto su agitado espíritu. Doña Manuela era muy querida y respetada entre las gentes del pueblo, cuyas simpatías había sabido conquistarse por la natural franqueza de su bondadoso carácter, y por su espíritu de beneficencia para con los pobres, quienes encontraban en ella el sostén de su miseria y el alivio de sus dolores. Ningún necesitado acudía a la buena señora sin que se separase bendiciéndola con mil Dios se lo pague, que ella estimaba grandemente, pues decía: "Más vale un Dios se lo pague que un almud de plata."

     Lucinda la quería cada vez más, y estimulada por la alegría y la viveza de la ágil señora, ayudábala en sus quehaceres domésticos, encontrando en ellos no solamente distracción para su preocupado espíritu, sino también ese placer natural que la mujer siente con el ejercicio de las ocupaciones propias de su sexo.

     Dos o tres días se habían pasado sin recibir noticias ciertas del sur, lo cual no era extraño en aquellos tiempos en que, a la carencia de caminos y a la falta de toda especie de movimientos, social y comercial, se unían los peligros ofrecidos por la guerra civil. Lucinda había pensado y deseado con ardor enviar al campamento de Freire un baqueano que, internándose por la montaña de la costa, pasase el Maule por alguno de los puntos intermedios entre Perales y Constitución, cuando le llegó un propio enviado por Garduño con una carta, en la cual el oficial le decía que sólo podía darle noticias dudosas sobre lo que tanto le interesaba a ella, pues aún no había llegado al campamento un soldado de confianza que él había enviado al puerto de Constitución; pero que, en cuanto aquél llegase, le comunicaría las noticias que el propio trajese. "De todos modos (concluía la carta), cualesquiera que sean esas noticias, ya favorables o adversas, puede usted, señorita, contar con la decisión de este su fiel servidor, para el cual no hay sacrificio alguno que no esté dispuesto a hacer en obsequio de usted."

     La lectura de esta carta, en la cual un espíritu frío y despreocupado habría echado de ver el fuego de una pasión contrariada, así como las insensatas esperanzas alimentadas por la misma pasión, cautivó, al contrario, la inocente alma de Lucinda, haciéndola tornar por generosidad lo que no era sino el efecto del más refinado egoísmo.

     Combatida constantemente por una cruel intranquilidad, y preocupada por su dolor, cual sucede a toda alma ardiente y sensible, la inexperta niña encontró muy natural y justo el interés que sus desgracias habían sabido inspirar al noble corazón del oficial. Y como ella, en un caso análogo, habría obrado de la misma manera, lejos de encontrar exageración o inconveniencia en las ardorosas frases de Garduño, sólo vio en ellas el anhelo de ser útil, anhelo que, animando a toda alma bien puesta, da a las más insignificantes acciones los colores de la simpatía y el perfume de la benevolencia.

     No es estraño, pues, que la hija del que fue don Marcelino de Rojas contestara al sobrino de su protectora y amiga, manifestándole su gratitud, y dándose los parabienes de haber encontrado en su desgracia amigos tan nobles y desinteresados... "Jamás olvidaré (concluía Lucinda) los servicios con que usted se ha dignado favorecerme, y siempre recordaré con satisfactoria gratitud las cariñosas y delicadas atenciones con que cada día sigue distinguiéndome la tía de usted." Por último, en una posdata, le recordaba la promesa que él le hiciera al partir de devolverle a su sirviente Pedro, en caso de poder hacerlo.

     Todas las amigas de doña Manuela se habían apresurado a visitar a Lucinda, atraídas, unas por el cariño, y aun podría decirse por el respeto con que miraban a la señora, y llevadas otras por el deseo de conocer a la santiaguina, para ver por sus ojos cómo hablaba y cómo venía vestida y tocada, sobre todo lo cual se hacía en el pueblo los más serios comentarios, fundados en las noticias más extrañas y contradictorias. Mientras una decía haber visto a la niña de la capital con un vestido de altranco, hecho de rica y brillante lana, otra aseguraba que el camisón era de angaripola, tan ancho como una pollera de barragán; y una tercera juraba que no era ni lo uno ni lo otro, pues el vestido era de Pequín, y todavía más angosto que los de altranco, pues apenas la dejaba dar paso.

     La misma contradicción de noticias había respecto del calzado, pretendiendo unas que los zapatos eran cuchuchos, otras que eran gabuchas recortadas, con media de seda calada y de cuchilla, y con atacados hasta más allá de la media pierna.

     Entre los hombres, casi todos estaban acordes en que la santiaguina era niña de mucho garbo y de muy preciosos bajos, no faltando quien asegurase haberle visto la pierna (por más señas, que los atacados eran verdes y de cinta de seda doble), cuando Lucinda había pasado a saltitos por sobre las piedras y palos que servían para atravesar un gran barrial de la Plaza de Armas. Pero si los hombres convenían de algo, las mujeres no querían convenir en nada; y dos matronas respetables tuvieron que ser separadas por sus propios maridos, pues llegaron al estremo de irse a las manos, porque una decía que el peinado de Lucinda era de tres castañas y moño de trueno, mientras la otra quería probarle, a puñadas y rasguñones, que no había tal moño de trueno, por haberse pasado la moda antes que Pinto dejase la presidencia, sino que ella sabía muy bien que el peinado de la santiaguina era de ratón dormido.

     Por último, y para que se vea la curiosidad que en aquellos tiempos despertaba en provincia la llegada de una persona de Santiago, sólo agregaremos que, al decir de varios cronistas de esa época, una orgullosa señora, enemistada desde años atrás con doña Manuela (a la cual había jurado no visitar mientras ésta conservase el honroso privilegio, solicitado ardientemente por la otra, de atender al servicio y limpieza del altar del Carmen de la iglesia parroquial), olvidando tan serios motivos de devoto encono, fue en persona a casa de su enemiga y la abrazó y charló con ella, sólo por conocer a Lucinda, para que nadie le contase cuentos sobre el particular.

     Olvidábasenos decir (y es una circunstancia por demás esencial en esta historia) que casi todas esas visitas eran precedidas de regalitos o presentes, que consistían en pavos mechados, chanchitos en adobo, frascos y botellas con mistelas, calabazas de aloja, frutas, flores, dulces en almíbar, masas delicadas, u otras golosinas juzgadas allá en lo antiguo muy a propósito para conservar viejas amistades, así como para dar sólido cimiento a las nuevas, o reanudar los lazos rotos por algún choque casero.

     Las sociedades humanas han conservado siempre esas costumbres bíblicas que brillaron allá en los tiempos de Isaac y de Jacob, y de las cuales se deshacen los pueblos al pasar a ese grado de refinamiento social, en que los amistosos vínculos que unen a las familias se convierten en amanerada y engañadora cortesía.

     No sucedía así en la época a que nos referimos: nuestros padres creían que la amistad era algo como los árboles, que debía cultivarse, abonándole el terreno con presentes, no tan ricos que fuesen a herir el amor propio del que los recibía, ni tan escasos que manifestasen la mezquindad o mala voluntad del que los ofrecía.

     Doña Manuela estaba contentísima y (¿por qué no decirlo?) orgullosa, viendo las pruebas de afecto que en esos días había recibido, no solamente de sus amigas íntimas, sino también de otras cuyas amistosas relaciones estaban rotas o enfriadas (que a veces suelen ser peores que rotas). Por esto, decía a Lucinda después de despachar a la criada que había traído un azafate de hojuelas, una bandeja de coronillas o una reverenda torta de gradas:

     -Mira, mi vida, así me gustan las amigas. Mira qué torta me ha mandado mi comadre Pascualita. Sus hijas tienen unas manos de ángeles para toda clase de dulces rellenos; y aunque no necesitaba mi comadre hacerme este regalo, para que yo siguiese creyendo en su eterna amistad, sin embargo, como decía mi madre (¡que Dios tenga en el cielo!), somos de carne y hueso, y nunca dejan de ser útiles estos recorderis, pues, como dijo el otro: "Fuego en donde no se echa leña, pronto se convierte en ceniza, y sólo con aceite arde la lámpara." No me den a mí esas amistades de sombrero o de puros abrazos y cortesías, porque yo diré siempre como decía mi madre: obras son amores y no buenas razones. ¿No te parece así, mi alma?

     Lucinda se apresuraba a aprobar todo cuanto decía la ingenua señora, quien sin esperar ni oír la contestación de la niña, proseguía alegremente:

     -¡Sí, pues! Obras son amores... Y no lo que sucede cuando se juntan dos de esas amigas por encima. Es de ver los abrazos y apretones de manos, las cortesías, risas, gritos y alharacas con que parece que se estuviesen engañando (¡Dios me perdone!), y una vez que se separan, si te he visto no me acuerdo. Y lo peor es que si se acuerdan a veces, suele ser para mal: no lo digo por hacer malos juicios de nadie, sino por haber visto muchos cristianos que son como mi madre decía "amigos en presencia y cuchillos en ausencia". No, hijita, no estoy ni estaré jamás con esa moda que ha comenzado en la capital en donde, según yo misma he visto y palpado, se visitan y se despiden con tarjetas, y se dan pésames con esas tarjetas que llaman de luto, y también la felicitan a una en el día de su santo con una tarjeta pelada, sin que venga un ramito de flores ni un dulcecito, ni nada que demuestre que su amiga ha estado pensando en una. ¡Y luego con mandarnos su nombre escrito en un pedazo de cartón blanco, les parece que nos han visitado y cumplimentado, o que han venido a consolarnos en nuestra desgracia! Esto es lo que yo llamo visitas en el nombre, parabienes en el nombre, y pésames en el nombre; razón por la cual las personas que así obran sólo merecen el nombre de amigos en el nombre. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Y ojalá ese nombre lo hubieran puesto ellas mismas, porque algo sería siquiera; y en vista de la dichosa tarjeta, vendríamos en cuenta de que quien nos la envía se acordó de nosotros ese ratito que ocupó en escribir su nombre de su puño y letra; pero no, señor, sino que las tales tarjetas las escriben en las imprentas, o qué sé yo, y luego las empaquetan a modo de naipes para repartirlas como si fueran de algún provecho, ¡fuera del provecho que saca el comerciante que las vende! ¡Ja!, ¡ja! Casi les agradecería yo más que mandasen una carta de la baraja con que en las largas noches de invierno solemos todos, cual más cual menos, entretenernos jugando al comercio, al tenderete o a la báciga, porque así, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, nos regalaríamos mutuamente objetos de nuestro uso particular, que además tendrían el mérito de haber sido testigo de nuestros placeres y sinsabores en el juego. ¡Ja!, ¡ja! ¡Si es para la risa!

     Y la señora se reía con toda la fuerza de sus pulmones, logrando hacer que Lucinda la acompañase en su hilaridad.

     Enseguida, acercándose doña Manuela a un gran canasto de biscochos, y dando sobre él unas cuantas palmaditas de satisfacción, dijo con la cara llena de risa:

     -¡Ésta sí que es tarjeta, Lucinda! ¡Ésta sí que es tarjeta!

     Y luego se acercó vivamente a la niña, y abrazándola con muestra de gran cariño, le dijo:

     -Perdóname, hijita, son arranques de mi genio. Quién sabe cuántas barbaridades he dicho; pero no ha sido por hablar mal de la capital, en donde están todos los tuyos, sino sólo por entretenerte y hacerte reír. ¡Me hace tanto daño el verte triste!

     Lucinda contestó echando los brazos al cuello de la buena señora, quien viéndose cubierta de las más tiernas caricias, murmuró:

     -¡Dios mío! ¡Cuán grande es sin duda la felicidad de tener una hija que nos ame!

     La pobre señora ignoraba, en su candidez, que la mujer nace madre y que lo es, por su corazón, de todos los que sufren.

     Permanecían aún abrazadas ambas mujeres, cuando aparecieron en la puerta de la sala dos criadas trayendo en sus manos sendas bandejas, cada una de las cuales contenía una figura de dulce que hoy parecería extraña, pero que nada tenía de chocante en aquella época en que hasta la religión misma se deformaba con la devoción y el amor a las formas, antes que a las ideas religiosas. Una de las bandejas estaba ocupada con un gran monte-calvario de alfeñique, coronado por tres cruces de azúcar, al pie de las cuales se veía sentada a la Virgen María, toda hecha de pasta de almendras, así como también el cuerpo de su sacratísimo Hijo, que tenía en los brazos. El cerro, cubierto de rocas figuradas por almendras y cocos confitados, se abría en varias grietas, por las cuales parecía haber vomitado de su seno mil y mil cadáveres informes de chocolate, canillas y otros huesos de azúcar, y una multitud de calaveras de almendra rellenas de manjar blanco, huevo-molle y otras sustancias más o menos a propósito para figurar los sesos. Por último, en la falda del cerro se veía, enarbolada en un mástil de alambre, la bandera chilena, hecha de papel.

     La otra mujer, que era lo que todavía se llama en nuestros hogares, una criada de respeto, traía una bandeja cubierta con un gran paño de manos lleno de caladuras, miñaques, puntas, recortes, ojetillos y bordaduras de realce.

     Adelantándose hacia doña Manuela que la miraba con aire interrogativo, habló de esta manera:

     -Muy buenos días, mi siá Manuelita: dice mi ñorita que cómo ha amanecido; que tenga su merced muy buenos días; que aquí le manda este engañito, para que vea que se acuerda de su merced y para que lo tome con la otra señorita; y también me dijo que sentía mucho que el presente no fuera mucho mejor, pero aunque no es como la persona lo merece, le servirá para diferenciar; y que ella la está encomendando mucho a Dios todos los días que amanece; y me dijo también que le dijera -prosiguió bajando la voz- que me entregase el pañomanito, para tapar este monte-calvario que mi ñorita le manda al señor cura, que hoy es día de su santo.

     Doña Manuela, recibiendo la bandeja, depositola sobre la mesa y alzó el paño que la cubría.

     -¡Bendito sea Dios! -exclamó con admiración al ver una preciosa cuna de alfeñique, dentro de la cual venía un albo Niño Jesús de almendras-. ¡Qué manos de ángel son las de esta Sierva de Dios! ¡Miren cómo parece que se sonríe...! ¡y con las manitas puestas como para enseñar a rezar a los cristianos, y sus ojitos azules tan humilditos, como si él no fuera el dueño de cielos y tierra, y su linda boquita de clavel, que sólo hablar le falta!

     Y besando devotamente al Niño sacó de su bolsillo medio real de carita y lo entregó con el paño a la criada.

     -Tome, ña Pechoñita -le dijo-, para que compre flores. ¿Y cómo están de salud aquellas santas niñas?

     -Dios se lo pague, señorita -respondió la criada-. Ahí lo pasan como el Señor lo quiere; la Médica Santa, que ni se hace ni se deshace, tendida en su camita, que es bendición ver las curas y milagros que hace todos los días; la Sierva de Dios, ya bien repuesta de su último ataque, que no parece sino que el calchilla no tuviera otra cosa que hacer (¡Dios me libre!) sino llevarse de punta con ella, pues cuando menos una lo piensa, ¡tras!, se le mete en la caja del cuerpo, que es compasión ver a la pobre Siervecita cómo salta por sobre las vigas y se da contra los palos: pero no se mata, porque todo es permisión de Dios (¡bendito sea!).

     -Amén -respondió doña Manuela-. ¿Y la Beatita?

     -Allí está más virtuosa que nunca, y reuta en que ha de ser monja. ¡Dios la guarde!

     -¡Oh!, en cuanto a eso -exclamó vivamente doña Manuela-, no me parece bien... Quiero decir, no es justo... Pero yo no debo meterme en tales negocios, pues más sabe el loco en su casa, que el cuerdo en la ajena: cada cual sabe su cuento, y Dios el de todos, y acabose. Y ahora, ña Pechoñita, dígale a su señorita que es mi hijita, que no tiene por qué andarse molestando para que yo me acuerde de ella; que la tengo siempre en mi corazón; que le agradezco infinito su regalo, que está muy precioso, como de mano de monja; y que siga encomendándome en sus santas oraciones.

     -Así se lo diré, mi siá Manuelita: hasta otro día -dijo la vieja sirviente retirándose con su compañera.

     Idas las criadas, dijo doña Manuela a Lucinda, que había presenciado la escena sin desplegar los labios:

     -Mira, hijita, lo que son los presentes, o como dijo ña Pechoñita, los engañitos, que es como aquí los llaman. Y tienen razón, porque verdaderamente se engaña con ellos a las personas, pues dádivas quebrantan peñas, como suele decirse, y a un toma, toma, no hay quien no se amanse. ¿Querrás creer que yo estaba mal con las beatas Peñalozas, y ahora con su Niño Dios me han vuelto otra? No digo que estaba enteramente mal con ellas -prosiguió la locuaz señora-, sino así, así, medio, medio; pues te sabré decir, mi vida, que a mí me gusta muy poco la gente beata, porque como mi madre repetía siempre: "de día beatas, de noche gatas", lo cual no quiere decir, ni por pienso, que las Niñas Peñalozas dejan de ser unas santas. Pero, con santidad y todo, suelen decir cosas que a mí me hacen reír (¡Dios me perdone!); razón por la que se han enojado mucho conmigo, y se han atrevido a asegurar que mi sobrino Santiago es un hereje, que está condenado a penas eternas; y le han negado la entrada al cielo, como si ellas tuvieran las llaves de San Pedro. Pero esto, ni me calienta ni me enfría, porque yo sé que sólo Dios es dueño del cielo, y nadie sabe lo que será hasta que no sea, que todo es hablar por hablar. Lo que me calienta y me retuesta la sangre es la creencia de estas pobres mujeres en que la una es médica santa o adivina, y la otra, malespirituada. Porque si la médica santa fuera médica, ya se habría curado de la enfermedad que la tiene en cama ha más de veinticinco años; aunque ella dirá también que en casa del herrero, el cuchillo mangorrero. Nada digo de la otra, a la cual se le ha puesto en la cabeza (¡Dios me perdone el mal juicio, si lo fuere!) que el diablo la persigue y repersigue, y que cada mes se le mete dentro del cuerpo, como si el Malo hubiera necesitado meterse dentro de nuestra madre Eva para tentarla y hacerla comer de aquella maldita manzana (¡el Señor nos libre y nos proteja!). Pero callemos -concluyó en voz baja la señora, viendo entrar a una criada-. En boca cerrada no entran moscas, y nadie se arrepintió jamás de haber callado.

     Al mismo tiempo, acercando su boca al oído de Lucinda, dijo:

     -Yo les tengo, mi alma, mucho miedo a estas cholas, porque son siempre candil de la calle y oscuridad de su casa.

     Avisoles la criada que ya estaba la fuente en la mesa, noticia que hizo exclamar a doña Manuela:

     -¡Santa palabra! Vamos, hijita, a hacer mediodía; y ten confianza en la Virgen, pues las noticias que nos ha enviado mi sobrino no son para desanimarnos. Ya le tengo hecha una manda a mi señora del Carmen (que está en mi altar de la parroquia) por que libre de las balas a tu marido y a mi sobrino. ¡Cuándo se acabaran estas guerras!

     Pasadas a la pieza siguiente, que hacía de comedor, sentáronse a la mesa. Lucinda había logrado deshacerse algún tanto de sus lúgubres ideas, por la locuacidad de doña Manuela, quien, aprovechando los ratos en que la sirviente las dejaba solas, proseguía:

     -Sí, hijita, no está en mí: yo no puedo perdonarles a estas mujeres lo que hacen con su sobrina, que es una muchacha muy españolita, nada fea y tan bien hablada, tan recatada y hacendosa, que ya habría encontrado un buen marido si las tías... Mira, muchacha, llévate esos platos y tráelos lavados... Se le ha puesto en la cabeza a estas mujeres que la chiquilla no se ha de casar, a pesar de que yo sé que andan ya muy buenos mocitos por ahí, a las vueltas. Yo he tanteado a la muchacha, y tiene el cejo vivo. ¿Te parece que así podrá ser buena monja?

     -Imposible -respondió Lucinda sonriendo y suspirando al mismo tiempo.

     -Lo mismo digo yo, pero dale con que la han de meter entre las cuatro paredes de un convento...

     La llegada del padre Hipocreitía interrumpió la conversación. Traía el jesuita la intranquilidad pintada en el semblante; y después de saludar cortés y afablemente a las señoras, no admitió el asiento que le ofrecieron, diciendo que sólo había pasado a hacerles una advertencia.

     -¿Qué hay?, ¿qué sucede? -le preguntaron-. ¿Ha sabido noticias del sur?

     -Nada sabemos de positivo -respondió el padre-. Las noticias son algo contradictorias, y no es fácil saber la verdad, pues el camino está interceptado por varias partidas de malhechores que han querido aprovecharse del estado actual de cosas. Pero no se asusten ustedes, pues hemos estado tomando algunas medidas, para que el pueblo no sea invadido por los facinerosos.

     -¡Ave María Purísima! -exclamó doña Manuela-. ¿Y cree su paternidad que...?

     -Yo no creo que se atrevan a invadirnos; pero bueno es estar prevenidos, y por esto he venido a avisarles, para que en cuanto tiña la noche cierren ustedes sus puertas.

     En aquel momento entraba por la puerta de calle un mendigo que con mirada escudriñadora examinó todo el patio; y oyendo hablar en el comedor, se fue acercando allí con pasos que nadie podría decir si eran indolentes o temerosos.

     Al divisar desde afuera al padre Hipocreitía, el mendigo volvió sobre sus pasos y dio muestra de querer retirarse; pero doña Manuela alcanzó a verlo, y dijo saliendo a la puerta:

     -Aquí anda un limosnero que parece no atreverse a pedir. Razón de más para darle. ¡Pobrecito! El hacer bien nunca es perdido, sino que es hacer escalera para subir al cielo, como decía mi madre. ¡No te vayas, hijo, que ésta no es casa de moros para que salga de ella un pobre con las manos vacías! Espérate por ahí, mientras voy a buscarte algo. Y su paternidad me perdonará que lo deje un momento -prosiguió, dirigiéndose al padre-, pues ya sabe su paternidad que si Dios nos da es para que demos, y la necesidad no espera, razón por la que tengo para mí que dar a tiempo es como dar dos veces.

     Doña Manuela se dirigió a la despensa sin cortar su letanía de dichos y refranes, según su inveterada costumbre, y luego volvió trayendo un pedazo de charque, dos panes y una fuente llena de trigo que vació en el poncho del pordiosero.

     Éste parecía querer dirigirle la palabra, pero las miradas recelosas que lanzaba hacia el comedor, en donde estaba el fraile, indicaban bien claro que la presencia del reverendo hacía callar al pobre.

     -Toma, hijo mío -decía la buena señora-, llena la barriga y agradécele a Dios, no a mí, que sólo Él es el dador de todo. Pero te pido reces por mí tres Salves a la Santa Virgen del Carmelo, que yo sé bien que la oración del pobre siempre el Señor la oye. Y vete en paz, y sufre con paciencia los rigores de la pobreza, que el pobre que no sabe ser pobre es pobre dos veces; y el que anda bien su camino, bien llegará a su destino.

     Enseguida entró en el comedor, diciendo:

     -Dios se lo pague, padre mío, por las advertencias que nos hace. Estaremos prevenidos, porque hombre prevenido nunca fue vencido... Y a propósito de salteadores... Yo no sé por qué me ha saltado el corazón al ver este limosnero; y el corazón nunca engaña. Yo conozco a todos los limosneros de Molina, y nunca he visto esta cara. ¿No podría ser alguno de los salteadores, vestido de pordiosero que venía a tantear el pueblo, para dar el golpe con más seguridad? Pero no debemos pensar mal de nadie sin haber dado motivo para ello ni el no conocerlo es razón para no darle, pues Dios dice: has bien, y no sepas a quién... Y si el tal hombre quiere pagar con un mal el bien recibido, no me arrepiento de lo hecho, porque hay un Dios en el cielo que ve los corazones y cuida de las criaturas. Pero, después de todo. ¿Sabe su paternidad en dónde se halla a esta hora el ejército del gobierno?

     -Sobre las márgenes del Lircai -respondió el padre.

     -¿Y Freire? -preguntó tímidamente Lucinda.

     -Se presume que haya entrado a Talca, porque ya les digo a ustedes que no es posible saber nada de positivo. En cuanto al esposo de usted, Lucinda, hay razones para creer que haya sanado de su herida, según los informes que he recibido de don Santiago Garduño...

     -¿No te lo decía? -interrumpió palmoteando las manos doña Manuela, mientras que la niña, olvidándolo todo, daba sinceramente las gracias al padre por tan grata noticia-. Ya ves tú, mi vida, cómo mi buen sobrino no olvida lo que una vez promete. ¡Y dicen que es hereje!

     -Eso no puede decirse de un caballero tan cumplido como él -dijo el jesuita-. Mas como quiera que sea, bueno es vivir prevenido contra la desgracia, y no olvidar que Dios es ducho de la vida de los hombres, y que en este mundo estamos como el viajero en la posada.

     Dicho esto, el jesuita se despidió y salió, volviendo enseguida desde la calle para decir a doña Manuela:

     -Señora, olvidaba indicar a usted que puede disponer de la casa de la misión, así como todas las personas a quienes he hecho la misma oferta para que se refugien en ella, pues creo que, aun cuando el pueblo sea invadido por los facinerosos, de que tengo noticias, la misión será respetada cono lugar sagrado.

     Ambas le dieron las gracias, prometiéndole acudir a aquel sagrado refugio, en caso necesario, y él volvió a salir murmurando un pater noster.

     -¡Dormiría una siestecita con alma y vida! -exclamó doña Manuela, que jamás dejaba de hacerlo, según la general costumbre de la época-, pero ¿quién podrá pegar los ojos con estos sustos? Vamos, niña, vamos a rezar el santo rosario, para que la Virgen nos ampare. ¡Madre y Señora mía del Carmen!, hago promesa solemne de vestirme un año entero con tu santo hábito por que este muchacho salga sano y salvo de esta tierra de mis pecados.

     Cinco minutos después, toda la familia rezaba en alta voz el rosario, que doña Manuela tenía costumbre de alargar con Salves, Credos y Padrenuestros aplicados a mil diversas necesidades. Pero esta vez la señora se olvidó de agregar muchas oraciones, pues obligada por el sueño de la siesta, dejó para después las últimas rogativas, y se fue a la cama a echar una pestañadita, según dijo a Lucinda.

     Serían las dos de la tarde cuando doña Manuela despertó, y ya Lucinda le tenía preparado el mate que la señora acostumbraba tomar después de la siesta.

     -¡Ah! -exclamó, chupando la bombilla-, ¡qué sueño tan horrible he tenido! Te lo cuento, niña, para que no salga cierto. He visto a mi sobrino Santiago, al hijo de mi hermana, herido de un balazo y tendido sobre el santo suelo en un charco de sangre. ¡Ave María! Me dan calofríos de sólo acordarme; pero todo es mentira, ¡gracias a Dios!... Está muy bueno tu mate, hijita, pero no le pongas tanto azúcar. Dame ahora una agüita para quitar el dulce de la boca. ¡Tienes unas manos de ángel para cebar mate, mi vida!

     Diciendo esto, miraba hacia afuera por entre las rejas de la ventana que daba a la calle; y como viera por segunda vez al mismo mendigo a que le había dado limosna, exclamó:

     -¿Qué significa esto? Ahí anda a las vueltas el mismo limosnero, y nunca acostumbran éstos venir dos veces al día. Tal vez se usara así allá en su tierra, porque apostaría yo una oreja a que este hombre no es de Molina. Pero mal uso es ese de pedir dos veces al día en una misma casa, pues con una basta para ejercer la caridad, que todo exceso es malo, como decía mi madre, hasta en la virtud misma. ¡Sí, pues, amiguito! -prosiguió, viendo que el mendigo había llegado hasta la puerta de la pieza-, acuérdese de que ya le di una buena causa de charque, con dos panes y su ración de trigo. Bueno es el cilantro, pero no tanto, y sepa que al amigo y al caballo no hay que cansarlo, mayormente ahora que estamos en los meses azules del año, y ya no se merece un poroto partido por la mitad.

     -Señorita -respondió el hombre con tono humilde-, perdóneme su merced, que tengo que hablar con...

     Al oír esta voz, Lucinda se había alzado repentinamente de su asiento y corriendo hacia el mendigo, lo abrazó con muestras de la mayor alegría.

     Doña Manuela, admirada, no sabía qué creer de lo que veía, y dijo:

     -¡Si será don Anselmo!

     -No es Anselmo, sino Pedro, mi fiel criado -respondió Lucinda arrastrando de un brazo al fingido mendigo hasta sentarlo junto a ella.

     -¡Bendito sea Dios! -exclamó doña Manuela, haciendo resonar el mate con el último chupetón. Cuéntenos ahora las noticias que trae.

     -Eso mismo le iba a decir yo -agregó Lucinda-. Dime Pedro si has visto a Anselmo.

     -No, señorita -respondió aquél-, pero sé que está en Constitución, ya muy mejorado de sus heridas.

     Lucinda elevó los ojos al cielo en señal de gratitud, y se dispuso a escuchar la relación de Pedro, quien era interrumpido a cada rato por las exclamaciones y preguntas de doña Manuela.

     -¡Quién lo había de haber creído! ¿Conque mi sobrino fue comisionado para hacerlo baliar a usted?

     -Sí, señorita.

     -¿Y cómo es que estás vivo?, ¡por Dios!

     -Va su merced a oírlo -respondió el asistente, relatando la escena en que Garduño lo librara de la muerte.

     -¡Loado sea Dios! -exclamó doña Manuela juntando las manos-. Casi se me ha cortado la respiración, porque ya me parecía que usted iba a caer muerto al pie de aquel árbol. ¿No te lo decía, niña? -prosiguió, dando un salto de gusto-, ¿no te decía que mi sobrino es todo un hombre de palabra y bueno al remate? ¡Vengan ahora las beatas Peñalozas a decirme que el hijo de mi hermana es un hereje, sin temor de Dios! Y usted, amigo, ¿qué hizo después?

     Pedro relató entonces su viaje al Maule, y su vuelta a Talca, con la entrada del ejército liberal en esta ciudad, sin olvidar las escenas con los mendigos, hasta el momento en que fue capturado por los soldados del gobierno, sobre la margen izquierda del Lircai.

     -La noche estaba tan oscura que no se veía ni las manos -prosiguió el leal asistente-, y yo había perdido ya toda esperanza, por más señas, que empecé a rezar una estación mayor...

     -¡Y dicen que los pipiolos no tienen religión! -interrumpió doña Manuela.

     -Iba, pues, más muerto que vivo -prosiguió ingenuamente Pedro-, cuando sentimos un tropel de caballos por la retaguardia, y luego nos alcanzaron tres jinetes, los cuales a nuestro "¿quién vive?" respondieron "¡Prieto y religión!" Yo conocí al momento la voz de don Santiago Garduño en el que había contestado; pero me quedé como en misa, pues por ir amordazado no podía hablar una sola palabra. "¡Oiga usted!", dijo don Garduño al jefe de los soldados que me llevaban, "rodee con su gente por el lado de la Chimba, hasta dar con alguna persona que le diga en dónde tiene su caballada el enemigo..." "Pero llevamos aquí un preso para el campamento", dijo el otro. "Haga como le ordeno", repitió don Santiago, "y déjeme a mí el preso, que yo lo conduciré con mis dos hombres." El otro se fue, y yo quedé con don Garduño, el cual, acercándose a mí, me dijo que ya sabía que me habían pillado y que venía a librarme, para enviarme a esta villa con la condición de que me disfrazara bien, pues corría peligro su vida si llegasen a conocerme. Enseguida me desataron la boca y me dieron este vestido de limosnero y el mejor de los caballos. Me puse estas tirillas, monté a caballo, y aquí me tiene su merced.

     -Y mi sobrino, ¿qué contestará al general cuando le pregunte por el preso?

     -Le dirá que me hizo ahorcar, arrojándome después al río. ¡Ah!, se me olvidaba decir que don Garduño había estado ese día en Constitución, según me dijo, y allí habló con mi patrón...

     -¿Y no escribió Anselmo? -preguntó Lucinda.

     -Eso mismo le pregunté yo también a don Garduño, pero me respondió que no había escrito porque las cartas en estos tiempos son peligrosas; pero que había dicho de boca que no tuviese su merced cuidado alguno, que ya estaba casi sano, y que don Garduño era ya muy su amigo, como él mismo me lo dijo anoche en el río Lircai, y que le diera muchos recaditos a doña Manuela, también me dijo don Santiago.

     Aquí llegaban de la conversación cuando oyeron un ruido como de caballos al galope, y grandes voces en la calle.

     -¡Ellos son! ¡Los salteadores! -exclamó doña Manuela-. ¡Me lo estaba diciendo el corazón!

     Pedro salió corriendo de la pieza, al mismo tiempo que tres hombres a caballo entraban de rondón al patio de la casa. El resto de la partida (a juzgar por los gritos de la gente y los ladridos de los perros que se dejaban sentir en varios puntos) se había dividido en grupos para atacar a un tiempo varias casas. Uno de los tres hombres que habían entrado saltó de su caballo y se fue derecho hacia Pedro, y echándole ambas manos sobre el cuello, le dijo con feroz alegría:

     -¡Ahora sí que no se escapará el señor don Costal de Mentiras!

     -¡Tú eres el que las vas a pagar todas! -exclamó Pedro dando un salto atrás, y descargando sobre la cabeza del bandido el grueso palo que llevaba en las manos.

     Cayó el agresor al suelo, dando un rugido de dolor, pero al mismo tiempo los otros dos atacaron a Pedro por la espalda, y tomándolo entre ambos, lo ataron con sus lazos, y lo arrastraron hacia la puerta de calle. Ya el caído se había alzado del suelo, y ciego de furor había sacado un cuchillo para herir a su indefenso enemigo.

     -¡Eso sí que no! -gritó con voz de trueno uno de los otros-, cuidado con tocarle un pelo, porque yo entonces te acomodo a ti la persona.

     -Pero ño Turra, ¡con mil regiones! ¡Cómo quiere que yo me quede con el garrotazo que me acaba de dar este pícaro! Deme siquiera licencia para aplicarle unos planazos.

     -No me opongo -respondió Miguel Turra, que no era otro el que parecía mandar en jefe-, pero dale con lástima, porque hemos prometido llevarlo sano y salvo, y de otra manera no nos pagan.

     Doña Manuela y Lucinda, casi muertas de susto, lo miraban todo desde el interior de la pieza, por la hendija de una puerta entreabierta. Pero, por grande que fuera su temor, no pudo la joven contenerse al ver que el miserable asesino descargaba furiosos golpes sobre Pedro que no podía defenderse, y salió a rogar a los bandidos que no maltrataran a su sirviente. Doña Manuela, al verse sola, salió por otra puerta que daba al huerto o patio interior plantado de árboles, en donde encontró a la cocinera y a la criada llorando y metidas dentro del horno. A pocos pasos estaba el Corbata, ladrando furiosamente y amenazando cortar el tramojo. Al ver a su gran perro (al cual la señora solía dar el nombre de dueño de casa) tuvo una inspiración que se resolvió a poner en práctica al momento. Hizo salir del horno a las mujeres, que por lo encenizadas se asemejaban a las brujas de Walter Scott, y les ordenó que soltaran a Corbata. Ya a este tiempo los bandidos habían resuelto llevarse a Pedro, a quien tenían atado con sus lazos a los pechuales de sus monturas, cuando Turra, que se había quedado algo atrás, oyó los gritos y súplicas de Lucinda, a quien conoció al momento. Y dejando que sus compañeros se llevasen la presa, cerró la puerta de calle, la atrancó y corrió hacia a donde estaba la niña.

     -¡Qué suerte la mía! -dijo Miguel riendo-. No pensaba yo que la había de encontrar aquí solita. Pero esta vez sí que hemos de ser amigos, y no como allá en Santiago en donde usted me despreció y se fue con aquel mocito, que algún día me las pagará todas juntas.

     No bien comprendió Lucinda las intenciones del bandido, cuando lanzando un grito de horror, quiso entrar a las piezas. Pero Miguel le impidió el paso, diciéndola:

     -¡Vaya pues!, no sea esquiva, ¡y deme por bien lo que puedo obtener por mal!

     -Si usted se acerca, ¡creo que Dios me dará fuerzas para matarlo! -exclamó enérgicamente Lucinda, arrimándose a un rincón del corredor y enarbolando el palo de Pedro que había recogido con resolución de defenderse hasta la muerte.

     -Ya que usted prefiere pelear -dijo Miguel sacando su catana de la cintura-, pelearemos, para tener el gusto de hacer después las paces.

     Y sin cuidarse de lo que pasaba a sus espaldas, el bandido se acercó resueltamente a la víctima. Lucinda, con las fuerzas de la desesperación, le asestó un garrotazo en la mano derecha, haciendo saltar lejos el afilado puñal del bandido.

     A ese tiempo doña Manuela abrió la puerta que comunicaba los dos patios, y echó por allí al perro, el cual se lanzó furioso sobre las espaldas del bandido, hincándole sus colmillos en un hombro, y trayéndolo al suelo en un instante. Lucinda huyó despavorida, llevando en sus manos el garrote, que doña Manuela le quitó al pasar, para irle a ayudar a Corbata.

     Éste y el bandido se revolcaban en el suelo, como dos bestias en feroz y terrible lucha; y al mismo tiempo que la alentada señora azuzaba a su perro, con el ¡túmele, túmele, Corbata!, descargaba pausados pero fuertes garrotazos sobre los puntos del enemigo que Corbata dejaba libre. Miguel, rugiendo de dolor y de cólera, pedía que le quitaran de encima aquel demonio de animal que lo hacía pedazos; pero doña Manuela, sin dejar de apalear, le respondía:

     -Todavía no es tiempo, picaronazo, hasta que quedes imposibilitado para hacernos daño, porque en toda ley de conciencia, la defensa es permitida, y el mismo Dios dice: ayúdate, que yo te ayudaré. ¿O pensabas que, porque somos mujeres, podías tú venir aquí con tus manos limpias a hacer de las tuyas? ¡Sí!, buena es la hija de mi madre para quedarse mano sobre mano, viendo que un pelagatos como tú viene a faltarle al respeto en su propia casa, ¡como si todo fuera decir y hacer! ¡No, amiguito!, porque hay un refrán que dice: a Dios rogando y con el mazo dando. ¡Toma! ¡Túmele Corbata, que todavía no es tiempo de dejar en paz al que paz no quiere! ¡Para que veas que a cada puerco le llega al fin su San Martín! ¡Juana! ¡Juana! ¡Mulata! ¿Adónde se han ido éstas, que no vienen a ayudarme?

     -¡Aquí vamos, señora! -respondieron las criadas llevando en sus manos, la una el brasero lleno de fuego, y la otra el tacho con agua caliente.

     -¡No!, ¡no! -exclamó la buena señora-, ¡no sean herejes! ¿Quieren asar vivo a este cristiano?

     -¡Éste no es cristiano! -exclamó la cocinera, vaciando el brasero sobre el herido cuerpo del miserable.

     -¡Que me quemo! ¡Socorro! -gritaba Miguel, mirando con ojos espantados a las encenizadas fantasmas-. ¡O son brujas éstas, o diablos del infierno! ¡Jesús, María y José!

     -¡Apaguen, apaguen! -gritaba la señora-. ¿No ven que ya dijo Jesús?

     -Pues allá va el agua para apagar las brasas -dijo Juana derramando el tacho sobre el cuerpo de Miguel, quien ya no tenía ánimos para defenderse del perro.

     -¡Basta! ¡Ya es tiempo! -dijo la señora separando al perro que no quería dejar su presa.

     -Nadie debe querer la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva, y acordémonos de que también el malo, hijo de Dios es.

     Quitado el perro, levantaron al herido que apenas podía marchar por sus pies. Y llevándolo a un cuarto, en donde le hicieron una cama con los pellones de su montura, acostáronlo y le curaron las heridas y quemaduras como mejor pudieron. Mientras tanto, Miguel no decía una sola palabra, y sólo se echaba de ver que vivía por la trabajosa respiración y por los gritos de dolor que le arrancaban las llagas de que su cuerpo estaba cubierto.

     -Mira, hijo -le decía doña Manuela mientras, ayudada de Lucinda y de sus criadas, preparaba los paños y cataplasmas-, nada te habría sucedido si te hubieras estado en tu casa cumpliendo tus obligaciones como hombre de bien, en vez de andar de Seca en Meca, metiéndote en las casas ajenas sin decir "aquí me entro que llueve". Tu mala cabeza te hace andar en malos pasos; y el que anda en malos pasos, cuando no cae resbala. Porque, como dice el adagio: el que obra mal no espere bien, y yo siempre le oía decir a mi madre que "quien en sus fuerzas se fía, al cielo desafía". No eches en saco roto lo que te digo, porque estas desgracias son advertencias del cielo. ¿No has oído decir que la letra con sangre entra? Pues lo propio sucede con el juicio. Hay cristianos a los cuales no les entra sino a mazo, y por eso se dice muy bien "que a golpes se labran santos". Déjame ponerte este paño con clara de huevo, que es santo remedio para las quemaduras. Y tú, muchacha, no le tires tan fuerte la camisa que tiene pegada sobre las espaldas. ¡Es preciso hacer las cosas con su señor modo! Eso es, hijo, quéjate, no tengas vergüenza, que el cristiano sólo debe avergonzarse de haber hecho el mal, o de haber dejado de hacer el bien, pudiendo. Por eso te repito que tengas siempre en la memoria que estos polvos traen estos lodos, para que no presumas de bravo, pues es bien sabido que donde hay unos hay otros, o como suele decirse "donde las dan las toman", y cuando uno menos lo piensa, se encuentra con la horma de su zapato, razón por la que estamos viendo a cada vuelta de esquina que uno va por lana y vuelve trasquilado; así es que...

     -¡Señora! -exclamó Miguel colérico-, ¿quiere que le pida un favor?

     -Pide, hijo, pide, que ahora que necesitas de mí, estoy pronta a servirte.

     -Pues entonces, hágame la gracia de no decirme más refranes, ¡por el amor de Jesucristo! ¡Prefiero que me eche su perro encima para que me mate luego y me coma a pedazos! -exclamó el bandido rugiendo de cólera.

 

 

Capítulo LII

En donde el sagaz lector echará de ver que Santiago Garduño estaba decidido

 

 

 

   "-Es una equivocación...

-Está bien. La discreción es una virtud..., pero entre nosotros es inútil en este caso."

 

(J. M. TORRES A., Los Mártires del deber.)

 

 

     Mientras en casa de doña Manuela se verificaban los sucesos que acabamos de narrar, los compañeros de Miguel Turra se habían desparramado por la villa como una partida de zorros hambrientos en un corral de gallinas, echando abajo las puertas de las casas y robando y maltratando a los indefensos habitantes. Una partida de cuatro o seis bandidos se había presentado a las puertas de la misión, y pretendían nada menos que adueñarse de la custodia y vasos sagrados del oratorio, así como de los demás objetos preciosos que poseyesen las Niñas Peñalozas, cuya fama de ricas corría parejas con la de santas que el pueblo les daba. Pero al querer entrar, encontráronse los facinerosos con el padre Hipocreitía, de pie en medio del zaguán, vestido de sobrepelliz y estola, y con un crucifijo en las manos. Acompañábalo el presbítero O*, quien, a las armas sagradas, había creído prudente agregar una pistola de dos cañones que ostentaba en su mano derecha, mientras con la izquierda alzaba el santo Cristo. Por último, la Sierva de Dios había traído la urna del Niño Jesús, y colocándola en medio de la entrada, decía a gritos:

     -¡Yo veré si se atreven ahora a pasar estos desalmados por sobre el mismo Dios en persona!

     Pero su confianza en Dios no impidió a la prudentísima Sierva el pensar en medios de defensa más mundanos, y corriendo a la huerta, desató un par de perros bravos que allí había, y los trajo al zaguán.

     No nos sería dable decir cuál fuera la causa que impidió a los bandidos penetrar en el sagrado recinto de la misión, y lo único que como concienzudos historiadores podemos afirmar es que los asaltantes no se atrevieron a entrar, a pesar de estar abierta la puerta, y huyeron a todo correr, con gran admiración de cuantos presenciaron el hecho que luego tuvieron por milagro patente. Sin embargo, no todos creyeron que la repentina huida de aquellos malvados fuera un hecho sobrenatural, y sobre esto hubo en aquel entonces mil pareceres, suscitándose disputas, algunas de las cuales pararon en verdaderas riñas. Porque unos atribuían el hecho al temor de Dios, que el padre Hipocreitía había sabido despertar en aquellos endurecidos corazones, y otros al miedo del diablo y de las excomuniones con que el presbítero O* los amenazaba. Había quien pretendió probar que no era el diablo sino la pistola y los perros lo que había hecho huir aquella canalla; y por último, los devotos (que estaban en notable mayoría) juraban que la victoria se debía a los crucifijos y al Niño Jesús.

     En cuanto a lo que a nosotros atañe, no nos decidimos por ninguna opinión, y dejamos que el sagaz lector adopte lo que mejor cuadre a su entendimiento, en vista de los hechos que minuciosa y fielmente vamos relatando. Pero sí diremos, porque de ello estamos seguros, que la opinión más generalmente admitida en la villa fue la que atribuía a milagro del Niño Dios aquella repentina huida de los malhechores. Y hacemos notar esta circunstancia porque ella explica la nueva fama adquirida por el milagroso Niño, y en consecuencia el aumento de mandas hechas por los devotos habitantes.

     En el año siguiente, las Niñas, aconsejadas por el padre Hipocreitía, emplearon el dinero recogido en la compra de una casa en Santiago y de un fundo cerca del río Maipo, todo lo cual admiraba a unos y edificaba a la mayor parte de las gentes, que decían: "Así paga el Señor de cielos y tierra a quien bien le sirve."

     Pero sigamos el hilo de nuestra historia. Bien pronto los bandidos no tuvieron nada que hacer en la villa, y se retiraron siguiendo diferentes direcciones, pero con el fin de reunirse en un punto fijado por su jefe Miguel Turra. Nadie sabía que éste había quedado herido en casa de doña Manuela, y en cuanto esta noticia llegó a oídos del jesuita, se fue volando a casa de la señora, y manifestó deseos de hablar con el enfermo para prestarle los auxilios de la religión, solicitud que nada tenía de estraño en un espíritu tan evangélico y propagandista como el del reverendo Hipocreitía.

     Mientras éste cumplía con sus deberes de sacerdote (mal o bien, que esto no hemos podido jamás averiguarlo), cerca del lecho de dolor, doña Manuela había salido a la puerta de calle con el fin de "pillar las noticias al vuelo", como ella decía. Instalada allí, empezó a preguntar cuanto se le ocurría a todos los que pasaban, y aun llamaba a las personas que, reunidas en grupos, había en la plaza, para que viniesen a relatarle los principales sucesos del día, especialmente lo ocurrido en la misión, que, si no es milagro (decía ella) le pasa raspando. Pero tuvo la desgracia de no encontrar dos personas que le relataran los hechos de la misma manera. Unos referían el suceso, explicándolo natural y sencillamente; otros venían después y le agregaban tan crecido número de circunstancias más o menos sobrenaturales, que lo desfiguraban por completo o lo convertían en un verdadero milagro; y, por fin, llegaban algunos más atrevidos que contradecían todos los relatos anteriores y juraban contarlo todo tal como pasó. Y lo peor era que cada cual decía haber visto o sabido de buena tinta los sucesos. Por manera que doña Manuela, deseosa de conocer la verdad, se vio envuelta y confundida entre mil y mil noticias extraordinarias e increíbles, llenas de circunstancias contradictorias que la desorientaron por completo.

     -¡Bendito seas, tan gran Señor! -exclamó, dando una gran carcajada-. ¡Lo que son las noticias! Ahora que me las han contado todas, estoy menos enterada que antes. Bien dice el adagio que la verdad sólo Dios la sabe.

     Diciendo esto, quiso cerrar la puerta de calle para irse a sentar tranquila en su cojín, cuando vio pasar por la vereda a un hombre de buen parecer. Y como la curiosidad jamás se cansa de inquirir, aun después de mil engaños y desengaños, preguntole al hombre si conocía los sucesos de la misión.

     -Yo no los he visto del todo, señora -respondió gravemente el interpelado-, porque llegué al fin; pero me los acaba de referir un amigo de mucha verdad, en cuya casa estoy alojado, pues yo no soy de Molina, y ni aún sé cómo se llama la calle en donde está la misión.

     Enseguida refirió el acontecimiento de tal modo que doña Manuela creyó haber dado con la pura verdad.

     -¡Dios se lo pague!, amigo -dijo la señora contentísima-. Ahora sí que puedo decir que sé lo que ha pasado.

     -Pero eso es nada -prosiguió el hombre-, comparado con lo que ha pasado en casa de una señora rica de aquí de la plaza, según me contó también mi buen amigo, que lo vio todo.

     -¿Y qué le contó su amigo? -preguntó doña Manuela, pensando naturalmente que su interlocutor se refería a lo que acababa de suceder en su propia casa.

     -Mi amigo me dijo -prosiguió inocentemente el hombre- que los salteadores se dirigieron, en primer lugar, a casa de esa señora, que por más señas, es muy guapa y tiene fama de sabida y refranera, pues sabe más adagios que Catete, y a cada tranco que da se le andan cayendo de la boca como cuando llueve. Su merced debe conocerla.

     -Sí, amigo -respondió la señora sonriendo-. La conozco algo, pero no es tan bravo el toro como lo ponderan. Y ahora, cuénteme lo que le dijo su amigo, sin meterse en vidas ajenas ni separare del camino real, pues quien se aparta del camino, tarde o mal, llega a su destino. Ya le oigo.

     -Es pues el caso -prosiguió el hombre-, que esa santa señora, en cuanto vio entrar a los facinerosos, agarró un bastón de virtud que tiene, y, acompañada de un perro bravazo, se echó sobre la cuadrilla, y a punta de palo los hizo correr a todos hasta la calle.

     -¿De veras?

     -Sí, señora, y lo mejor fue que el perro agarró del poncho al jefe de los saltadores y lo tiró para adentro, a tiempo que la patrona cerraba la puerta. De modo que el perro aquel casi hizo pedazos al dicho jefe, llamado Miguel Turra, y quién sabe si lo mató (¡Dios lo haya perdonado!). Esto es todo lo que yo sé.

     -Pues si así es todo lo que su amigo le ha contado, ¡enterados quedamos! -exclamó doña Manuela, riendo con tantas ganas, que el hombre se retiró mohíno y con pocos deseos de repetir su relato a nadie.

     Riose la buena señora, durante dos largos minutos; pero como no podía estar mucho tiempo sin hablar, aun cuando fuese consigo misma (lo cual le sucedía a menudo), cortó al fin su risa para decir:

     -¡Pues no sabía yo que tenía fama de refranera! Bien dicen que nadie se conoce, y que los ojos de la cara, con estar casi juntos como están, no se ven el uno al otro, ni tampoco a sí mismos, si no se miran en el espejo. Y ahora caigo en que este espejo en el cual nos debemos mirar para conocernos, son los demás cristianos, pues en ese hombre he venido a ver que yo soy refranera. Y tal vez será así, porque mi santa madre era amiguísima de los adagios; y de tal padre tal hijo, por lo cual se dice "hijo de gato, caza ratones" y "quien lo hereda no lo hurta". En fin, sea como se fuere, no creo hacer mal a nadie con esta costumbre (si es que la tengo); y quien a nadie hace daño, no pasará mal año. Pero, después de todo, yo me he quedado en ayunas de lo que venía a saber, después de haber oído más cuentos y opiniones que pelos tengo en la cabeza. Es mucha cosa ésta. ¡Y que haya cristianos que pretendan escribir historias de lo que pasó allá en aquellos siglos remotos cuando andaban las culebras paradas! No será la hija de mi madre la que crea en tales historias, cuando hoy mismo, contándome hechos sucedidos aquí a cuatro trancos, y aun en mi presencia, me han llenado la cabeza de mentiras. Pero ¿quiénes son aquéllas? -prosiguió, poniéndose la mano sobre los ojos para ver si conocía a tres mujeres que por la misma vereda venían a un cuarto de cuadra de distancia-. ¿No son las Beatas? ¡Que me corten una oreja si no son! Pues ellas me lo han de contar todo como bala y pinta.

     Doña Manuela no se había equivocado. Por la misma vereda venían la Sierva de Dios y su sobrina la Beatita, seguidas de la señá Pechoña.

     No bien hubieron llegado a pocos pasos de la señora, que las esperaba con la curiosidad elevada a la quinta potencia, cuando la Sierva de Dios exclamó:

     -¡Mi siá Manuelita! ¡Gracias a Dios y al Niño que tengo el gusto de verla! ¡Dios me la guarde!

     La señora correspondió amablemente al saludo de la tía y acarició a la sobrina, sin olvidarse de dirigir la palabra a la criada, con risueña benevolencia.

     -Mi siá Manuelita ¿es cierto lo que cuentan? -preguntó a media voz la vieja criada.

     -¿Y qué es lo que cuentan? -dijo la señora sonriéndose.

     -Que su merced, con un palo de virtud que tiene...

     Una carcajada de doña Manuela cortó la palabra en boca de la señá Pechoñita.

     -Entonces, ¿no es verdad? -preguntó cándidamente la Sierva de Dios.

     -No, hijita, respondió la señora-. De dineros y bondades, la mitad de las mitades. Es verdad que ha habido palo, perro y salteador.

     Enseguida contó el hecho tal como había sucedido, y convidó a la Sierva a que entrase un momento a descansar. Siguió ésta con sus compañeras a la señora, quien la llevó a la cuadra en donde se hallaba. Lucinda.

     La hija de don Marcelino no pudo menos de fijarse en la meticulosa gazmoñería de la llamada Sierva de Dios, quedando al mismo tiempo sumamente prendada de la simpática fisonomía de la sobrina.

     Era tal el contraste que presentaban entrambas, que costaría trabajo creer que fuesen parientes o que vivían en familia, si no sucediese a menudo ver en el mismo hogar diversas fisonomías y caracteres diametralmente opuestos.

     Mientras la tía, con su cara enflaquecida y escuálida, los ojos fijos en el suelo, y casi sin movimiento en todo su cuerpo, parecía un palo vestido, la sobrina con su faz risueña, sus miradas chispeantes, su voz graciosa y atrayente, y sus movimientos llenos de vida, se asemejaba a la lozana flor de mil colores, mecida por el céfiro primaveral.

     Encantada Lucinda por aquella ingenuidad de semblante, no pudo resistir a los espontáneos impulsos de su corazón, y abrazándola cordialmente, la dijo:

     -Antes de conocerla, ya era amiga de usted por lo que me había dicho mi siá Manuelita.

     -Y yo también la quería a usted mucho -respondió sencillamente la niña-, pues el padre Hipocreitía nos había contado su historia, y desde entonces tuve grandísimos deseos de conocer a usted.

     La tía, que en aquel momento contaba a doña Manuela el milagro del Niño Dios, pero que no por eso dejaba de fijarse en lo que hablaba su sobrina, dijo sin mirar a Lucinda:

     -El santo padre Hipocreitía la ama a usted mucho, en el Señor, así es que nosotras no podemos dejar de quererla.

     -Yo trataré de merecer ese afecto, que agradezco de corazón, correspondiendo a él del mismo modo -respondió Lucinda.

     -¿Cómo no ha de merecer usted el afecto de todas las personas que oigan hablar de sus desgracias?-exclamó la sobrina con adorable candidez-. Sería preciso no tener corazón para...

     -Nuestro corazón debe ser solamente de Dios -interrumpió sentenciosamente la tía.

     -Déjela usted hablar, mire que me gusta mucho oírla -dijo doña Manuela a la severa tía.

     -Decía yo eso -prosiguió tímidamente la sobrina-, porque apenas supe que la señorita se había venido de Santiago siguiendo a su marido...

     Al llegar aquí, la niña se interrumpió por un movimiento brusco que su tía hizo en la silla. Enseguida continuó:

     -Apenas supe eso, cuando empecé a quererla a usted como si fuese mi hermana. Y cuando me dijeron que el caballero andaba en la guerra y lo habían herido, y usted no sabía si estaba vivo o muerto, entonces se me rodaron las lágrimas, sin quererlo, y me puse a llorar y a rezar por que el caballero volviese sano y salvo.

     Lucinda, sin decir una palabra, abrazó a la cándida niña y la besó en la frente, mientras la tía hacía mil movimientos de impaciencia sobre su silla.

     -Nada tiene usted que agradecerme -prosiguió en voz más baja la sobrina-, porque ¿quién podrá mirar con indiferencia el dolor que usted sufre sin duda, al encontrarse aquí como atada y sin poder ir a prestarle a su esposo los cuidados que usted quisiera? Debe ser cosa muy dolorosa esto de verse una mujer así, de repente, separada de su marido...

     -¿Y quién te mete a ti a hablar de esposos y de maridos y de cuidados y de amores mundanos? -interrumpió la tía con irritado tono-. No parece sino que hablaras por experiencia.

     -Yo no hablo por experiencia, tía, sino por lo que me parece; y si hago mal me callaré.

     -No te calles, hijita -replicó doña Manuela-. Sigue hablando, porque lo que dices es el evangelio...

     -Señora -interrumpió la tía-, el evangelio es una cosa sagrada, y lo que está diciendo esta chiquilla...

     -Es también sagrado porque es la pura verdad -interrumpió vivamente la señora-. Deje usted que la niña hable la verdad como ahora, para que sepa conducirse con su marido cuando se case...

     -Mi siá Manuelita, ¡por Dios! -exclamó la tía en voz baja-, ¿cómo se atreve usted a decir eso delante de oídos castos?

     -Yo creía que no era pecado decir la palabra "casamiento" delante de una muchacha que, tarde o temprano...

     -Eso será respecto de las niñas del siglo, pero no de esta que hemos criado para Dios.

     -¿Y acaso porque usted se la da a un buen marido se la entrega a calchilla? -preguntó doña Manuela en alta voz.

     -Allá se va lo uno por lo otro -respondió la tía, no de muy buen humor.

     Doña Manuela soltó una estrepitosa carcajada.

     -¡Ah señora! -exclamó la beata con solemne tono-, si usted hubiera leído la Santa Biblia, ¡no se reiría!

     -¿Y cree usted -replicó doña Manuela- que yo necesito haber leído la Biblia para decirle a usted la biblia? ¡Sí!, buena era mi madre para que me dejara leer libros prohibidos. Dios sabe cómo me dio licencia para que aprendiese a leer y a firmarme, que es todo lo que sé, para servir a usted. Pero volviendo a lo que hablábamos, le diré que yo no le entiendo a usted ni jota, pues no parece sino que usted no hubiera sido mujer jamás, en razón a que ignora que el gran negocio de toda mujer en este mundo es hallar un buen esposo; y por eso dice aquel refrán, a modo de oración: "Dios mío, dame lo que te pido: plata y un buen marido"...

     -¿Y quiere comparar usted, señora, los maridos de la tierra con el Esposo celestial?

     -El Señor dio a nuestra madre Eva un marido de la tierra -respondió riendo doña Manuela-, y por eso es que todos nos inclinamos, cual más cual menos, a los maridos terrestres, que mientras estemos en el mundo, dos llevan mejor la carga que uno solo, sin dejar por esto de amar a Dios, pues Dios no pide imposibles y se le puede servir en todos los estados, menos aquel en el cual una mujer no está contenta; razón por la cual no me gusta que a una niña la fuercen a tomar un estado para el cual no ha nacido, porque eso es hacer morir de risa al diablo, como sucedería, por ejemplo, si obligasen a una chiquilla a meterse entre las cuatro paredes de un convento.

     -Ésa es la puerta del cielo, y la Biblia dice...

     -Muchas puertas tiene entonces el cielo, y yo no sé cómo nos salvaremos las mujeres aquí en Molina, no teniendo ninguna puerta para entrar en el cielo...

     -Pero la Biblia dice que el estado de castidad es el más santo.

     -Yo no digo lo contrario; pero contésteme ¿qué quiere usted que hagan los hombres, si todas las mujeres nos metemos en los monasterios para irnos al cielo? No les queda a los pobres otro recurso que meterse a frailes. ¡Mire qué mundo tan lindo no sería ése lleno de frailes y monjas! No, mi amiga, convénzase usted de que no todas las mujeres son nacidas para el monasterio; y yo sé muy bien que casi a todas ellas les gusta más de a dos en celda, como dicen. ¿O le parece que yo no he sido muchacha para que me venga a contar cuentos? Mucho sabrá usted, amiguita, en asuntos de salvación; pero en los mundanos, creo que la gano a borneo de chicote.

     -Entonces ¿usted no cree que hay vocaciones?

     -A la muchacha que tenga vocación verdadera, yo le echaré mi bendición, y le diré que vaya a servir a Dios a donde Dios la llama; pero la que no tenga, que se quede en el mudo aun cuando ello sea para vestir santos, que vistiendo santos también se sirve al Señor; y si no, dígalo yo que tengo mi altar del Carmen en la parroquia, el cual no trocara por el más pintiparado de la capital (no lo había de decir yo). Y aquí donde usted me ve, no crea que por mi gusto me he quedado para el oficio, sino que hasta ganas tuve de casarme, y bastante se empeñó mi madre; y si no se verificó, fue porque: estado y mortaja, del cielo baja... Y no porque me faltaran pretendientes... pues a nadie le falta Dios en este mundo, sino porque los tales pretendientes eran tales, que yo dije: más vale sola que mal acompañada, y el buey suelto, bien se lame.

     No pudo dejar de reírse Lucinda al ver los aspavientos de la tía cuando escuchaba las palabras de la señora.

     En aquel momento salió el padre Hipocreitía del cuarto del enfermo; y entrando en la cuadra, dijo a doña Manuela:

     -Señora, el hombre está herido de gravedad y será menester llevarlo a la misión para curarlo.

     -Pero ¿es caridad mover a ese pobre en el estado en que se halla? -preguntó la señora. Aquí lo podemos curar, y aun puede venir el médico italiano, que yo lo pagaré...

     -Aquí se le puede curar de la enfermedad del cuerpo, pero no de la del alma -interrumpió gravemente el jesuita_. Es un pecador endurecido, y ahora está delirando...

     -Entonces debe habérsele metido el Malo dentro del cuerpo -dijo temblando la Sierva de Dios-. Yo lo sé por experiencia.

     -¡Jesús María! ¡Y quieren llevar a la casa otro calchilla! -murmuró la señá Pechoñita, sentada en un estremo de la tarima de honor de doña Manuela-. Contimás que ya no sabemos qué hacernos con el calchilla de mi ñorita!

     -Vamos a verlo -dijo doña Manuela alzándose de su cojín.

     -No, mi señora, ¡no! -interrumpió el jesuita poniendo sus dos manos delante de la señora como para sujetarla-. No vaya usted porque se expone a oír cosas horrendas de la boca de aquel endurecido pecador.

     -¡Ave María! -exclamó la Sierva, santiguándose y levantándose para irse-. Entonces ya debe estar condenado a penas eternas...

     -¡Jesús! ¡No diga usted eso! -interrumpió vivamente doña Manuela.

     -¡Que no diga eso! Cuando es de fe...

     -A una seña del jesuita, calló la obediente Sierva como si le hubieran tapado la boca. Mientras tanto doña Manuela decía:

     -Cada cual con su fe, y Dios obre. Pero yo tengo para mí que es cosa dura esto do condenar a un cristiano, a velas apagadas, por quita allá esas pajas. No parece sino que Dios nos hubiera echado al mundo para que nos condenásemos los unos a los otros.

     Habría proseguido la señora si el padre no le hubiera cortado la palabra diciendo:

     -De todos modos, señora, conviene llevarlo pronto. Está delirando, o tal vez es el demonio quien habla por su boca. Figúrense ustedes que se le ha metido en la cabeza que si ha venido con su gente a Molina ¡ha sido por mandato de don Santiago Garduño!

     -¡Jesús! -exclamó doña Manuela-. ¡Mi sobrino! ¿Y puede creer su paternidad que el hijo de mi hermana...?

     -Pero si yo no creo nada de eso, señora -interrumpió el jesuita-. Se lo digo para que vea cómo estará su cabeza.

     -Y su alma también, agregó la Sierva de Dios.

     -Tiene razón su paternidad -dijo doña Manuela-. Lléveselo a la misión para que lo curen allá, que mientras el alma está en el cuerpo, no hay que perder la esperanza.

     Salió el padre a diligenciar la conducción del enfermo, y la Sierva de Dios pasó en despedirse.

     -Vamos -dijo a su sobrina-, que ya se acerca la hora de arreglar el altar del Niño para la distribución de la novena cantada que le estamos siguiendo, a fin de que consiga con su Eterno Padre que dé fuerzas al gobierno para que venza y estirpe a la herejía. Adiós, pues, mi siá Manuelita, que el Señor me la guarde muchos años. Ayúdenos a rogar por la causa del gobierno, que es la de Dios.

     -No me meto yo en si Dios es gobiernista u opositor -dijo jovialmente doña Manuela-, y sólo deseo que se cumpla su santa voluntad.

     -Pero su voluntad ha de ser el triunfo de la religión y el vencimiento de los herejes, como dice el reverendo Hipocreitía...

     -Muy santo será el padre, amiga mía; pero yo me estoy en lo dicho, pues sólo el Señor sabe lo que es bueno, que nosotros, miserables gusanos, apenas podemos distinguir lo blanco de lo negro, y no siempre...

     -¡Ah!, ¡señora, señora! -exclamó la beata, herida en sus más caras afecciones. ¿Cree usted que el padre puede engañarse? Acuérdese de esa falta de fe en la primera confesión que haga. Y para que usted lo vea bien claro, yo le traeré la Sagrada Escritura esta noche, y leeremos el pasaje de la guerra de los judíos, que era el pueblo de Dios, con los filisteos, pueblo de Satanás. Allí verá cómo la voluntad de Dios era que los filisteos muriesen, y por eso envió a Sansón...

     -¿Y dónde está aquí Sansón y los filisteos? -preguntó doña Manuela, creyendo que la otra se había vuelto loca.

     -¿Pero no lo ve usted claro? Sansón es el general Prieto; los filisteos son los pipiolos herejes...

     -¿Entonces los judíos son los pelucones?

     -Eso no se pregunta.

     -Pues entonces -dijo la señora riendo a carcajadas- yo soy del partido de los filisteos, pues no estoy ni estaré jamás con los que azotaron a Cristo. Adiós, mi vida -prosiguió, correspondiendo al abrazo de despedida de la Beatita-. Dios te me guarde, que no pierdo la esperanza de verte convertida en una dueña de casa hecha y derecha.

     Mientras tanto la Sierva de Dios, abrazando a Lucinda, decíale al oído:

     -Tenga mucha fe, hijita, en los ministros del Señor, y verá como le va bien; yo me acordaré de usted en mi oración mental de esta noche, que aunque pecadora, también suele oírme su Divina Majestad, no agraviando lo presente.

     Fuéronse las visitas, y al pasar la Sierva de Dios por enfrente del cuarto del enfermo, presentó el rosario que llevaba en la mano, como para parar los golpes que Satanás pudiera lanzarle desde adentro.

     Pocos minutos después, llegó el padre Hipocreitía con dos ganapanes que llevaban una litera, en la cual metieron, mal de su grado, a Miguel Turra y se lo llevaron a la misión.

     Iba el bandido rugiendo de dolor, y habría hablado a gritos si el reverendo padre no le hubiera hecho la caritativa advertencia de que a la menor palabra que dijese, se le aplicaría una docena de disciplinazos en medio de la calle, para hacer callar al hablador y porfiado demonio que tenía dentro del cuerpo.

     Doña Manuela, que había oído la amenazante advertencia y visto cómo calló el bandido rechinando los dientes de cólera, dijo a Lucinda:

     -Vaya, hijita, ¡que hasta el mismo Satanás es prudente ante el látigo y sabe apearse en los malos pasos...! Bien dicen que el miedo es cosa viva, y que el loco por la pena es cuerdo.

     Tal vez se preguntará el curioso lector ¿por qué se empeñaba tanto el padre Hipocreitía en llevarse al enfermo? He aquí una cuestión importantísima que no hemos podido resolver a pesar de nuestros esfuerzos por encontrar los motivos que explicarán el hecho. Pero es el caso que el jesuita no era de los que dejan rastro, por los cuales se venga después en cuenta, así de los motivos como de los fines de sus operaciones; y bien sabe Dios cuánto hemos tenido que registrar y revolver para explicar lo que hasta aquí hemos relatado, y lo que (Dios mediante) contaremos hasta el fin de esta historia.

     El discreto lector sabrá perdonarnos cuando le digamos francamente que, a fuer de concienzudos historiadores, más bien queremos confesar nuestra ignorancia que inventar causas, motivos y fines para fraguar explicaciones antojadizas con notable detrimento de la verdad.

     Hecha esta necesaria advertencia, proseguimos diciendo que, así que hubo llegado el padre a la misión, hizo acostar al enfermo en la cama que se había preparado en un cuarto retirado de la casa, y allí lo dejó con el presbítero O*, para que le suministrase las medicinas espirituales y corporales que necesitaba.

     Enseguida se fue al confesonario, en donde estuvo más de dos horas ejerciendo su ministerio, y por fin, subió al púlpito para tronar contra los herejes y los impíos, concluyendo por pedir una estación mayor por la victoria de la causa de la religión, es decir, del gobierno de Santiago y de sus partidarios.

     Concluida la distribución se fue a su cuarto. Ya era muy entrada la noche, y pidió su cena, que inmediatamente le fue servida. Cenó con apetito, y habiendo dicho el alabado y el responso a las ánimas, el incansable fraile se puso a escribir una larga carta para Garduño. Estaba ésta al terminarse, cuando sintió dos golpecitos en la puerta, con estas palabras dichas a media voz:

     -¡Deo gratias!

     -¡Por siempre! -respondió el padre, levantándose y quitando la gruesa tranca con que aseguraba siempre la puerta cuando se ponía a trabajar en su cuarto.

     -Amigo don Santiago -dijo, volviendo a trancar la puerta-, si usted hubiese llegado antes, me habría ahorrado el escribir esta larga carta.

     -¿Es para mí? -preguntó Garduño tomando la carta en sus manos.

     -Para usted -respondió el padre-; y ya que ha llegado a tiempo (pues me ha ahorrado siquiera el trabajo de cerrarla) pase la vista por ella, mientras que yo pongo en orden estas notas.

     Al mismo tiempo que hablaba, hojeaba un librito de memorias que tenía en las manos.

     Garduño leyó:

               

     "Mi querido amigo:

          

 

     Permítame decirle cuán imprudente ha sido usted en comisionar a un hombre como Miguel Turra..."

 

     -¡Ah! -exclamó Garduño palideciendo-, ¿por acaso ese bribón ha venido a decir aquí, que yo...?

     -Siga leyendo -respondió el fraile con voz glacial, sin dejar de hojear en su librito de memorias.

     Garduño, dominándose un tanto, prosiguió:

               

"... como Miguel Turra para capturar al sirviente de Lucinda..."

          

     -Pero, padre, ¡por Dios! -volvió a decir Garduño-, dígame ¿qué es lo que ha sucedido? Yo acabo de llegar, y no sé si Miguel Turra u otro de su laya habrá venido a calumniarme...

     -Hablemos claro, amigo mío -le interrumpió el jesuita clavando en él sus ojitos grises-. Entre gentes como nosotros debe hablarse la verdad; lo demás es perder el tiempo, y el tiempo vale plata. ¿Por qué no me impuso usted de su proyecto?

     -Pero ¿qué proyecto, señor? -preguntó Santiago, manifestando la mayor admiración.

     -Este hombre sería capaz de engañarme si yo no fuese un jesuita, refunfuñó el fraile-. Vale la pena el tratar con él. Óigame, amigo mío -prosiguió en voz alta-, usted ha querido separar a Lucinda de su sirviente, ¿por qué no me consultó su idea?

     -¿Y la habría aprobado su paternidad?

     -Sí, pero con tal de no inferir ningún daño a la hija de mi antiguo amigo.

     -Estoy muy lejos de eso, padre mío; y si mandé prender a Pedro después de haberle dado libertad en el Lircai fue porque temí que Lucinda, viéndose con su valiente y fiel criado, quisiera marcharse a la capital. No puedo ocultarle mis deseos de que ella permanezca en casa de mi tía.

     -Eso nada tiene de malo, con tal que los fines de usted sean honestos respecto de Lucinda.

     El oficial relató entonces la manera como había atrapado a Pedro, valiéndose de mendigos reales y ficticios, entre los cuales se había metido él en persona. Al mismo tiempo dijo que, por medio de los pordioseros, había obtenido noticias importantísimas sobre el estado de los negocios en Talca.

     Oíalo el padre con notable atención, y más de una vez se le vino al pensamiento de que el oficial había nacido para jesuita.

     -Mi objeto al dar libertad a Pedro -prosiguió Garduño- fue hacer ver a Lucinda mis deseos de serla útil. Pero al mismo tiempo, temiendo que Pedro la arrastrase a Santiago, comisioné a Miguel Turra para que con seis u ocho de los suyos viniese a tomarlo preso. A esta hora deben tenerlo guardado en el rancho de un antiguo sirviente de mi tía...

     -Así debe ser -interrumpió el padre-, porque los facinerosos se llevaron a Pedro, pero el jefe ha quedado aquí.

     -¿Miguel? ¿Cómo lo sabe su paternidad?

     El padre contestó a esta pregunta narrando todos los sucesos de la tarde. A cada cosa que decía el jesuita, interrumpía el oficial:

     -¡Pícaro! ¡Cuando le encargué tanto que diese el golpe con la mayor prudencia!

     -La prudencia es género raro entre los hombres -dijo sentenciosamente el fraile.

     -Por fortuna -agregó al fin Garduño-, ni Lucinda ni mi tía han sufrido; y por lo que su paternidad me cuenta, han respetado la misión.

     -Ahora necesito que usted me diga ¿qué es lo que piensa hacer con el asistente del marido de Lucinda?

     -Voy a decírselo a su paternidad -respondió Garduño bajando la voz.

     Pero lo que enseguida dijo el enamorado oficial no ha podido aún descubrirse por los biógrafos; y ésta es otra laguna que en esta historia quedará hasta que historiadores más felices que nosotros no den con la verdad sobre tan delicadísima materia.

 

 

 

Capítulo LIII

Angustias

 

                                                          

   "Cuando ya Tupper había entregado su espada, llegó un oficial de innoble memoria, y dio a los soldados la voz brutal de: "¡Hachen, muchachos!", señalando a los prisioneros; y como los soldados hirieran a Amunátegui, gritoles el asesino: "¡A ése no, al gringo!"

 

 

     (B. V. MACKENNA, Biografía de Tupper.)

 

     El día siguiente al de los sucesos referidos fue de gran agitación en la villa de Molina.

     Un caballero llegado en la mañana, que parecía venir huyendo de la temida catástrofe, aseguraba que el general Prieto había movido sus tropas para empeñar de una vez la batalla, y que, si Freire no tenía miedo y dejaba sus ventajosas posiciones, en pocas horas más se haría el desenlace de la jornada.

     Esta noticia exaltó los ánimos de todos los moradores, a muchos de los cuales se había hecho creer que Freire tenía en su ejército una gran partida de araucanos, y que si salía vencedora derramaría sus indios por aquellas indefensas comarcas, entregándolas al pillaje y a la devastación.

     El miedo a los malones, profetizados varias veces, había reunido en la villa un gran número de habitantes campestres, lo cual, dejando indefensas muchas habitaciones rurales, multiplicó los robos y salteos, haciendo al mismo tiempo encarecer los artículos más necesarios para la vida. A tales causas de común intranquilidad, se agregaba la angustia particular de cien madres, esposas, hermanas e hijas que temblaban por la suerte de sus deudos en la fratricida lucha.

     A cada rato llegaban noticias del sur, tanto más creídas por unos u otros de los diversos partidos cuanto más contradictorias eran; y esto, lejos de tranquilizar, exaltaba e irritaba los ánimos, ahondando más y más el abismo que se había abierto entre ambos partidos. Los unos a nombre de la constitución que defendían, y los otros a nombre de la constitución y de la religión que aparentaban defender, se echaban mutuamente en cara los actuales sufrimientos de la patria.

     Tal era el estado de los espíritus en la villa (que no por ser pequeña dejaba de contener gentes animadas de los mismos afectos, pasiones, deseos y aspiraciones que suelen fermentar en las grandes ciudades) cuando amaneció el día 17 de abril de 1830.

     Aquella mañana estaba nublada, pero bien pronto apareció el sol, que deshaciendo las nubes que lo entoldaban, se alzó radiante sobre el horizonte, inundando de luz los campos por donde corre el Lircai, antes de echar sus aguas en el río Claro, campos que habían de ser por segunda vez tan fatales a la causa de la democracia chilena.

     Veintidós años antes se habían encontrado allí dos ejércitos: representantes, el uno de la monarquía y el otro de la república; y hoy estaban a punto de venir a las menos otros dos ejércitos, que sostenían también sendos principios: el uno en contra y el otro a favor de la ley y de la libertad. Verdad que el tiempo se ha encargado de demostrar durante cuarenta años de experiencia y de ruda enseñanza.

     En aquel entonces, el triunfo fue de la monarquía; y ahora lo había de ser también de los representantes de la idea monárquica, disfrazada bajo el manto republicano.

     Un descuido de San Martín dio la victoria a los españoles que supieron aprovecharse de la sorpresa del ejército patriota; y la desmedida confianza de Freire iba a dar la victoria al español Dorriga, quien, después de alimentar esa confianza, supo aprovecharse tan bien de ella. Ossorio y Ordóñez vinieron a librar a Chile del terrible azote de los insurgentes; Prieto y Dorriga iban a librar a Chile del terrible azote de los pipiolos. Tan facinerosos fueron los patriotas para los españoles y sus amigos, como llegaron a serlo los liberales para los pelucones y sus partidarios. Los españoles de entonces pugnaron por su rey, a nombre de Dios y de la religión; los pelucones luchaban por su partido, a nombre de Dios y de la religión. Los pelucones, así como los españoles de antaño, se decían también animados por el más acendrado patriotismo, y llamaban a sus enemigos los enemigos de la patria. Unos y otros persiguieron sin compasión a sus contrarios como a eternos perturbadores del orden social, porque, tanto los españoles realistas como los pelucones monarquistas, hacían consistir el orden social en su dominación, y la tranquilidad pública en el anonadamiento del pueblo. El rey de España gobernó sin acordarse para nada del pueblo chileno; el partido pelucón ha gobernado como haciendo abstracción de la voluntad del país. Y sin embargo, éste y aquél se han decretado coronas cívicas. El gobierno del rey era tan personal, que alcanzó a serlo más (pero sólo un poco más) que el del partido reaccionario. La voluntad del rey era la ley allá en lo antiguo; acá, los pelucones dictaron una constitución para imponer siempre su voluntad. Y los chilenos llegaron a ser tan sumisos como los españoles de la colonia. Todos los que no eran del rey estaban fuera de la ley para los españoles; todos los que no eran del partido llegaron a estar fuera de la ley para los pelucones. El clero español lanzó terribles anatemas contra los patriotas, y el clero pelucón trocó sin cesar contra los liberales. Las puertas del cielo se han visto cerradas para insurgentes y pipiolos.

     Perdónenos el benigno lector este paralelo en gracia de que, pudiendo alargarlo cuatro veces más, no lo hacemos, y sólo apuntaremos, por último, la circunstancia notable de que, ocupando Freire sus posiciones del sur, cerca de la ciudad, y Prieto las del norte, cerca del río, vino a empeñarse la batalla después de un completo cambio de posiciones entre ambos ejércitos, hallándose los pelucones hacia el mismo viento que los realistas de 1818, y los liberales hacia al viento contrario, ocupado por los insurgentes de San Martín.

     Nuestros amigos de Molina esperaban de un momento a otro noticias sobre el encuentro de ambos ejércitos.

     A cada instante llegaban diversas gentes del sur, cuyas exageradas, y a veces contradictorias, aseveraciones aumentaban la intranquilidad de la villa. Lucinda había recibido en la mañana la siguiente carta:

               

     "Adorada mía:

          

 

 

 

     Sé que estás en Molina. Mi buen amigo G*, (el que tú sabes) me lo ha contado todo. ¡Gracias, vida mía!... Ya que no puedo correr a abrazarte, te escribo para decirte que estoy bueno. Ambos ejércitos están para venir a las manos. Si la suerte me es adversa, moriré siquiera sin el gran desconsuelo de dejarte sola en una ciudad extraña, y espuesta a sufrir quién sabe qué clase de insultos de parte de esos malvados. Nuestro amigo G*, (que a pesar de estar aparentemente con ellos, es de los nuestros) me ha prometido servirte..."

 

 

     Aquí la carta tenía casi renglón y medio borrados; y luego concluía:

            

     "No puedo extenderme más por ahora. El tiempo urge, y están tocando llamada.

          

 

 

 

Tu esposo."

 

 

     -¡Esta carta no es de Anselmo! -exclamó Lucinda-. Mi corazón me lo dice.

     Enseguida, llamando al hombre que había traído la esquela, preguntole:

     -¿Quién le entregó a usted esta carta para que la trajese aquí?

     -Un oficial, señorita -respondió el interpelado-, y por más señas, que me pagó muy bien, haciéndome jurar que no le cobraría nada a su merced. Pero me dijo que entregase la carta en mano propia de doña Lucinda de Rojas, y además me dijo que le advirtiera a su merced que la carta no venía escrita de su puño y letra de él, ni se nombraba en ella a ninguna persona, porque los tiempos están muy peligrosos.

     Lucinda quedó sumamente perpleja con esta contestación, pues, atendiendo al estilo de la carta, no podía creer que Anselmo la hubiese escrito. Sin embargo, se resolvió a esperar el resultado de los acontecimientos, poniendo su corazón y su confianza en Dios, apoyo necesario de la debilidad humana en las tribulaciones de la vida.

     Durante media hora permaneció sentada en el estrado de doña Manuela, que andaba ocupada en sus quehaceres cotidianos.

     Serían cerca de las diez de la mañana, cuando, sintiendo bulla en la calle, se asomó por la ventana que daba a la plaza, y vio que las gentes iban y venían con inusitada animación. Iba a salir para inquirir la causa de aquel movimiento, cuando entró doña Manuela diciendo con gran exaltación:

     -¡Ya están, ¡hijita! ¡Ya están peleando! ¡Ánimas benditas del purgatorio!

     -¿Quién ha traído la noticia? -preguntó Lucinda palideciendo.

     -El viento sur -respondió doña Manuela-. La noticia ha llegado traída por el viento sur. ¿No oyes los cañonazos?... ¡Mira cómo está la plaza llena de gente!

     Dicho esto, salió a la plaza, y siguiola Lucinda sin saber lo que hacía.      Allí encontraron diversos grupos de gentes que hablaban, disputaban o callaban, poniendo el oído como para percibir algún ruido lejano.

     Lucinda se puso también a escuchar, y sintió, como los demás, el sordo ruido del cañón que la hizo estremecer.

     -¡Cuántos habrán muerto, hijita! -exclamaba doña Manuela-. ¡Ánimas benditas del purgatorio!

     Los cañonazos siguieron sintiéndose a intervalos, y aunque muy apagados por la distancia, resonaban lo suficiente para agitar dolorosamente el corazón de Lucinda, quien, con las lágrimas en los ojos, nada decía, y sólo miraba al cielo.

     -Vámonos de aquí, hijita -le dijo doña Manuel-, vámonos a rezar para las benditas ánimas... ¡Válgame Dios! ¡Cuántos no habrá allí en pecado mortal! ¿Si se confesaría Santiago antes de entrar en la pelea? Harto se lo dije, porque yo sé lo que son los mozos del día, que tan en poco miran el asunto de la salvación, cuando es cierto que sólo se gana el cielo mientras dura el resuello, y que una vez no más se muere el cristiano. ¡Madre y Señora mía del Carmen! ¡Acuérdate de que yo, con estas manos con que cuido y limpio tu altar todos los miércoles, le puse al cuello tu santo escapulario para que lo librases de las balas! ¡Juana! ¡Mulata! -prosiguió, llamando a sus criadas-, dejen todo eso como está, y vengan a rezar, que después hacemos mediodía como podamos.

     Y enseguida la señora púsose con su familia a rezar el trisagio, al cual le agregó una corona o rosario completo de quince casas; y luego siguieron los dolores y gozos de la Virgen, los de San José, la novena de las ánimas, las llagas de San Francisco, una estación mayor, tres Credos, media docena de Salves, y una multitud de oraciones más o menos largas.

     Concluido el rezo, se fueron a la mesa; pero apenas habían principiado a comer, cuando les llamó la atención un canto religioso que se dejaba sentir en la calle.

     -Concluyamos de comer pronto -dijo doña Manuela-, para ir a ver qué es eso. Parecen letanías cantadas. Juana -prosiguió, dirigiéndose a su criada-, dile a la Mulata y al Chino que masquen y traguen pronto, para que salgamos a acompañar la procesión, pues esto debe ser y no otra cosa; y en asuntos religiosos, nadie debe andar moroso. Eso es, y pronto han de pasar por enfrente de la ventana... ¡Ánimas benditas de mi corazón!... Hinquémonos, Lucinda, porque como dicen: a Dios en oyendo, y al rey en viendo.

     Arrodillose la señora, y se puso a murmurar Padrenuestros y Avemarías, interrumpiéndose a cada rato para entremezclar sus oraciones con los dichos y refranes que ella acostumbraba, cualesquiera que fueren las circunstancias en que se encontrase. Por fin, vinieron las criadas, y saliendo todos a la plaza, incorporáronse en la procesión.

     Era ésta, en efecto, una rogativa a los santos para que intercediesen con el Dios de los ejércitos, a fin de que el cielo concediera la victoria a las armas del gobierno, armas defensoras de la religión y del orden.

     Precedía la ceremonia el padre Hipocreitía, con el presbítero O* a su derecha y el cura párroco a su izquierda. En pos de ellos, marchaban en dos filas los principales caballeros de la villa, con sendas velas en las manos, y luego seguía el pueblo formando una cola de hombres y mujeres revueltos que se extendía más de tres cuadras.

     La procesión dio vuelta por el contorno de la plaza, y entró en la iglesia parroquial, en donde se dirigió una plegaria a Nuestra Señora del Carmen, patrona de las armas chilenas (pues al hacernos independientes de la España era natural y justo que eligiéramos en la corte celestial otro santo que el Señor Santiago, para que tomase cartas en nuestras disensiones con moros y cristianos); y concluida que fue la devotísima plegaria, encaminose todo el convoy hacia la misión, punto de donde había salido. Allí hubo Credos, Padrenuestros y Salves, y luego oración mental, con la divina Majestad expuesta y el altar iluminado. Por último, el presbítero O* subió al púlpito, y en un sermón dividido en siete puntos (fuera de la peroración, del exordio y de la salutación a la Virgen), probó, con grandísima cantidad de textos latinos, que los chilenos eran católicos, pues provenían de un país tan católico como la España; que fuera del catolicismo no había salvación posible; que el gobierno de los pipiolos había puesto en peligro la religión, protegiendo a los extranjeros y quitando sus bienes a la Santa Iglesia, para emplearlos en objetos mundanos; y que, en consecuencia de lo dicho, y según el parecer de los Santos Padres, todos las chilenos estaban obligados, bajo pena de pecado mortal, a combatir por todos los medios posibles a los pipiolos, hasta extirpar el pipiolismo en Chile.

     Concluida la distribución, acercose la Sierva de Dios a doña Manuela; y saludándola afablemente, así como a Lucinda, convidolas a descansar. Aceptaron las invitadas, pues bien lo habían menester, y siguiendo a la Sierva entraron a un cuarto contiguo al de la Médica Santa, cuyas paredes estaban cubiertas de estampas benditas. Enseguida entró la Beatita, que fue muy bien recibida por doña Manuela y Lucinda, y todas cuatro se pusieron a platicar sobre los sucesos que las preocupaban, concluyendo la Sierva de Dios con decir que en la noche anterior había tenido, en sueños, una revelación por la cual podía asegurarse el triunfo de Dios y de la religión, en los llanos del Lircai.

     En esto estaban, cuando sintieron que alguien entraba con espuelas al patio de la casa, y salieron a ver quién venía.

     -¡Es Pedro! -exclamó Lucinda, reconociendo a su leal sirviente-. ¡Ya estás libre!

     -Sí, señorita -respondió Pedro, marchando aceleradamente hacia su señora.

     -¡Gracias a Dios! -exclamó doña Manuela.

     -Diga también "y a la Virgen" -le apuntó en voz baja la Sierva de Dios.

     -¡Calla la boca! -exclamó medio enfadada doña Manuela-, ¡que sin Dios no habría Virgen, y estando bien con Dios, los santos son inquilinos!

     Y después volvió en sí, como arrepentida, y murmuró:

     -¡Madre y Señora mía del Carmen! Perdóname si he dicho una herejía, ¡pero esta Sierva de Dios es capaz de hacerme decir barbaridades con sus cosas que tiene!

     -¿Y cómo te libraste de ellos? -preguntaba Lucinda a Pedro-. Dime ¿qué sabes de Talca?

     -En primer lugar -respondió Pedro-, me libré de los salteadores por permisión de Dios...

     -Y de la Virgen -interrumpió la Sierva.

     -Eso es -prosiguió Pedro-, ¡y de la Virgen de Mercedes, de quien soy tan devoto!... Me llevaron maniatado a donde llaman la Rinconada de los Gutiérrez...

     -Es decir, de los ladrones -interrumpió doña Manuela-, pues allí saben robar hasta los niños de pecho.

     -Así debe ser -prosiguió Pedro-, pues los salteadores encontraron allí muchos conocidos y amigos. Metiéronme en un rancho, y en él estuve hasta esta mañana al venir el día, hora en que una patrulla de veteranos, mandada por don Santiago Garduño, me libertó como por milagro...

     -¡Y dicen que mi sobrino es hereje! -exclamó doña Manuela, dando una palmada de gozo-. ¿Y después?

     -Después me hizo llevar don Garduño a la casita de un hombre que vive al otro lado del portezuelo de Pulmudón.

     -¿Se llama Ambrosio Cornejo ese hombre? -preguntó doña Manuela.      -No le sabré decir -respondió Pedro-, porque el hombre no estaba allí ni he averiguado cómo se llama.

     -Pues ése debe ser -repuso la señora-. ¿Y por qué no lo envió aquí?

     -Me dijo que era preciso que me quedase allá, y yo le obedecí, pues me había librado de la muerte por tercera vez. Ahora soy capaz de dejarme fusilar por él. Yo no vi más a don Garduño, porque se fue para Talca; pero esta tarde, al entrame el sol, llegó a la casita con el caballo bañado en sudor, y me dijo antes de apearse: "Pedro, ya sabes que te he librado la vida tres veces. Ahora es menester que hagas lo que te digo." "Mande, señor, y obedeceré", le respondí yo... Él me dijo entonces: "Yo vengo huyendo, pues ha vencido Prieto y han descubierto mi traición..."

     -¡Jesús! -exclamó doña Manuela-, ¿qué traición es ésa?

     -¿Y Anselmo? -preguntó Lucinda.

     -¡Loado sea Dios! -exclamó la Sierva-. Mi revelación ha salido cierta.

     -Mi capitán está vivo, señorita -prosiguió Pedro-, porque don Garduño me dijo: "Vengo con Anselmo Guzmán, el cual no ha podido llegar conmigo, porque viene herido." No se asuste, señorita, por Dios, que la herida no es nada. En fin, don Garduño me dijo después: "Es preciso que vayas al momento a Molina, y le digas a Lucinda que Anselmo quiere verla antes de morir, porque viene mal herido..."

     -¡Y no me lo decías! -interrumpió Lucinda-. ¡Un caballo, Pedro!, ¡un caballo! ¡Vamos al momento!

     En vano le hicieron presente a Lucinda los peligros a que se exponía, porque, a pesar de todo, quiso ponerse en camino en el mismo instante.

     Afortunadamente la noche estaba clara, y Pedro había venido acompañado de tres soldados que podían servir de custodia. Además habían traído, por encargo de Garduño, un caballo muy manso para Lucinda; así fue que habiéndose pedido prestado un sillón de montar, pudo la esposa de Anselmo ponerse en camino, antes de tres cuartos de hora, y cuando la luna se había elevado sobre el horizonte.

     -¡Dios te guíe por buen camino! -exclamó doña Manuela, al despedirse de ella-. Si yo pudiera marchar tan ligero como tú habrás de irte, te acompañaría, porque a mí me gustan mucho las mujeres que quieren a sus maridos... ¡Mire usted! -prosiguió, dirigiéndose a la Sierva de Dios y señalando a Lucinda, que partía azotando enérgicamente a su caballo-, ¡mire usted, amigaza! ¡Eso es lo que se llama servir a Dios!

     La Sierva, al oír esto, se cubrió los ojos con ambas manos y ordenó a la Beatita que se retirase de allí.

     Iba a retirarse doña Manuela, pues ya era hora de cenar, cuando fue detenida por la llegada de otra persona. Era Nicolás Peñaloza, el hermano de las Niñas y padre de la Beatita, que venía del campo de batalla. Había corrido más de doce leguas sin descansar, por poder decir, antes que otro alguno: ¡Regocijaos!, ¡hemos vencido! Pero más feliz que el griego (que cayó muerto al pronunciar estas palabras), Nicolás Peñaloza pidió que le dieran de comer y de beber, pues juraba que jamás había tenido una hambre y una sed como aquellas. Trajéronle de lo uno y de lo otro; y mientras comía, contaba el caso de la batalla al padre Hipocreitía, a doña Manuela y a varias otras personas que habían ocurrido a saber noticias.

     -¡Chambonada más grande que la que Freire ha hecho hoy no la ha cometido alma nacida! -dijo Nicolás, echándose una tajada de carne asada a la boca-. No parece sino que se hubiera vuelto loco para darnos la victoria...

     -Todo eso sucede por permisión de Dios -interrumpió la Sierva-, pues su Divina Majestad, para castigar a los enemigos de la religión, les quita el juicio, como lo hizo con Nabucodonosor...

     -Déjate de Nabucodonosor, hermana, y dame de aquella chichita de las damajuanas, porque la sed que ahora traigo es de chicha, y no de mosto -dijo Nicolás-. Figúrense ustedes -prosiguió-, que Freire, no trayendo caballería, y sabiendo que nosotros teníamos buenos escuadrones, tuvo la ocurrencia de dejar el campo quebrado cerca de la ciudad que lo favorecía para venir a torearnos al llano de Cancha Rayada, en donde nuestra bien equipada caballería podía hacer de las suyas. Prieto dijo entonces "aquí es la mía", y echando de sopetón sus escuadrones entre la cuidad y los pipiolos, les cortó la retirada. Los pipiolos herejes tuvieron que sufrir dos ataques a un tiempo: el de nuestra infantería que los atacó de frente, y el de nuestra caballería que les dio una carga por el flanco derecho. Eran como las once de la mañana; y a las doce, se había ya enredado la pita de tal modo, que no la desenredaría el mismo diablo...

     -¡Nicolás! -interrumpió la Sierva de Dios, con acento de reproche.

     -¡Vaya pues! -exclamó Nicolás-, no diré diablo, aunque un soldado tiene derecho para decir eso y mucho más. Lo cierto del caso fue que en aquel momento no quedó títere con cabeza. Ellos se defendían desesperadamente; pero el Señor de los ejércitos (como dice mi hermana) estaba de nuestra parte. A la tercera carga de nuestros escuadrones, la caballería enemiga fue puesta en desorden por los mismos indios (que una vez que vuelven las espaldas no los sujeta el mismo Dia... cho), y tuvo que replegarse sobre el río, en el bajo de las Pulgas... Mientras tanto, las dos infanterías cruzaban sus fuegos un poco más al oriente, y allí me encontraba yo, con mi jefe Garduño. ¡Qué hombre! Ha hecho prodigios de valor, pero después contará esto... No se puede negar tampoco que los pipiolos se han portado valerosamente; y hubo un instante en que el maldito Tupper casi nos arrolló, pero en esos momentos Freire, con su caballería, se echaba dentro del río Lircai y huía a todo escape, lo cual permitió a una parte de nuestros escuadrones atacar la infantería enemiga. Nosotros nos rehicimos y cargamos a la bayoneta sobre el flanco derecho del enemigo, mientras nuestra artillería hacía pedazos su flanco izquierdo. ¡Aquí sí que fue lo bueno! Su caballería estaba derrotada, su artillería apenas podía moverse, pues llevaban las cureñas tiradas por bueyes, y su infantería se encontró entre dos fuegos. ¡Qué diablos nos habían de resistir...! ¡Ya fui a decir diablo otra vez...! Desde entonces, el campo fue nuestro, y como a las tres de la tarde ya no había más que hacer sino ¡dar hacha y hacha! por manera que cayeron pipiolos como moscas. Yo había perdido de vista a mi capitán Garduño, y empecé a buscarlo, cuando me encontré con cuatro hombres que llevaban preso al hereje Tupper con otro más. Entonces vi aparecer de repente a mi capitán acompañado de diez soldados gritando: ¡al hereje!, ¡al gringo! Los soldados se echaron sobre el otro; pero yo, que conocía a Tupper, fui el primero en darle un hachazo en la cabeza. Los demás compañeros acabaron la santa obra de matar al condenado, pues yo tuve que obedecer a la voz de mi capitán que me ordenó seguirlo, con otros tres soldados más. Era que mi capitán quería atrapar a un oficialito que iba arrancando por la orilla del río abajo. "¡Es un hereje descomulgado!" nos dijo don Santiago; y el que lo mató gana cuarenta días de indulgencias y una onza de yapa. Lo alcanzamos en el pedregal del río, y en un dos por tres lo trajimos a tierra. Después supe que el oficial se llamaba Anselmo Guzmán.

     -¡Jesús, María y José! -exclamó doña Manuela-. ¿Está usted seguro de lo que dice?

     -¿Pues no he de estarlo, señora? El filisteo (como dice mi hermana) iba en un caballo rosillo-moro, que era la seña que le habían dado a mi capitán para encontrarlo. Yo mismo me apeé, no sólo para cerciorarme de si estaba muerto, sino para quitarle al cadáver un cinturón con seis onzas, de las cuales tres he dejado para mí y estas otras tres se las ofrecí al momento al Niño Dios de mi hermana, como su devoto que soy.

     Y al mismo tiempo que así hablaba, sacaba del bolsillo tres onzas de oro que entregó a la Sierva de Dios, diciéndole:

     -Toma, hermana mía, pónsela en su urnita al bendito Niño para pagarle el milagro de librarme de las balas pipiolas, que hoy ha hecho conmigo.

     Doña Manuela no tuvo paciencia para seguir oyendo a Nicolás todas las peripecias del combate. Despidiose fríamente de los circunstantes, y se retiró a su casa.

     -¡No es posible! -repetía en el camino- ¡No puede ser eso! Mi sobrino es incapaz de cometer tal crimen, matando a la misma persona que llevaba encargo de proteger.

     La pobre señora se puso a llorar en chanto llegó a su casa. Por una parte, la falta de Lucinda, y por otra, la narración de Nicolás Peñaloza, habíanla afectado lo bastante para no poder cenar a gusto.

     Después de cenar se puso a rezar con sus criadas, hasta que éstas, rendidas de fatiga, cayeron dormidas sobre el suelo.

     Admirada doña Manuela de la poca caridad de aquellas mujeres, que se dormían habiendo muerto tantos cristianos ese día en Lircai, se fue a la cama, en donde su intranquilidad apenas la dejó dormir unos pocos momentos.

     Al amanecer despertó sobresaltada, oyendo en el patio ruido de caballos y de espuelas. Vistiose apresuradamente, y saliendo a ver lo que pasaba, encontrose con un oficial de desembarazado continente que le preguntó:

     -¿Es la señora doña Manuela Villagrán a quien tengo el honor de hablar?

     -Una servidora de usted, caballero, ¿qué se lo ofrecía a usted?

     -Ruégole a usted que me dispense el haberla venido a molestar tan temprano; pero hay mil ocasiones en que la necesidad...

     -Sí, ya sé -interrumpió la señora-, que la necesidad tiene siempre cara de hereje. Y ¿para qué me necesita usted?

     -Necesito hablar con Lucinda de Rojas, que según me han dicho, se encuentra en esta casa -respondió el oficial.

     -¡Ah! -exclamó doña Manuela-, ahora no está aquí Lucinda... Pero ¿quién es usted?

     -Mi nombre es José, pero me llaman Pepe Tronera -respondió el otro-. Soy íntimo amigo del marido de Lucinda.

     -¿Vive don Anselmo? -preguntó la señora.

     -Sí vive -respondió Pepe-, y me ha encargado traerle esta carta a Lucinda...

     -¡Gracias a Dios! -exclamó la señora, respirando con más descanso-. Pero es el caso que Lucinda se ha separado anoche de nosotras.

     Enseguida contó a Pepe todos los sucesos que tenían relación con la intempestiva ida de Lucinda, agregando lo que había dicho Nicolás sobre la muerte de Anselmo, y concluyendo con decir que daba gracias a Dios de que todo aquello fuera mentira.

     -Desgraciadamente -dijo Pepe-, hay algo de verdad en todo eso, pues...

     -Muy bien puede ser -interrumpió la señora-, porque siempre la mentira es hija de algo.

     -Ahora es menester que yo hable cuanto antes con Lucinda -prosiguió Tronera-. ¿Podría usted proporcionarme un baqueano? Yo no puedo dejarme ver mucho, porque soy liberal.

     -Pero cuénteme usted...

     -No podemos perder tiempo, señora. Sepa solamente que Lucinda corre gran peligro; y si el que le ha tendido ese lazo (que ahora comprendo), no fuera un pariente de usted, diría yo que ese hombre es el mayor bribón que pisa la tierra.

     -¿Quién? ¿Mi sobrino? Entonces usted cree...

     -Creo lo que he visto, señora, y adivino el resto. No me desdigo de lo dicho; y para que vea que tengo razón, le diré que don Santiago Garduño ha mandado asesinar a Anselmo...

     -¡Ah! -exclamó la señora-, ¡conque es verdad!... ¡Virgen del Carmelo!

     -Por fortuna Anselmo se escapó, por no haber alojado en el rancho en donde pensábamos hacer noche cuando nos vinimos de Constitución. Yo no me separé de Anselmo en toda la batalla. Cuando cada cual huía por su lado, me mataron mi caballo de un balazo. Mi amigo me convidó entonces a montar en las ancas del suyo; pero viendo yo que el caballo no podía correr con los dos, le dije que huyese solo, y yo me metí por entre un tupido chilcal. Entonces Anselmo se apeó, y dejó ir su caballo a la ventura, diciéndome que prefería correr mi misma suerte.

     -¡Tan generoso y bueno como Lucinda! -exclamó doña Manuela-. ¡Bien haya quien a lo suyo se parece! ¿Y después?

     Enseguida vimos por entre las chilcas que otro oficial, montado en el caballo de Anselmo, era perseguido de cerca por tres o cuatro enemigos. "¡Es el mismo!", gritaba Garduño, que iba a la cabeza de los perseguidores, "¡hachen, muchachos, sin misericordia! ¡Lo conozco por el caballo rosillo-moro!"

     -No me diga usted más -interrumpió doña Manuela llorando-. Ahora lo comprendo todo. ¡El hijo de mi buena hermana! ¡Bien dicen que la gallina negra pone huevos blancos, y que ni los dedos de las manos son iguales!

     -Por consiguiente -agregó Tronera-, Pedro ha sido engañado; y temo mucho que su sobrino no se haya valido de él como de un anzuelo para arrancar a Lucinda del lado de usted.

     La señora no contestó una sola palabra, y con el dedo índice sobre la frente y la mirada vaga en el espacio, parecía reflexionar. Estaba pálida; pero enrojeciéndose repentinamente su semblante, y dando una patada en el suelo, exclamó:

     -¡Es menester que yo vaya! Quien no se arriesga no pasa el río.

     -¿Qué dice usted?

     -Que yo seré el baqueano que habrá de llevarlo a usted al lugar en donde está Lucinda. Conozco la casa: es de un antiguo sirviente del padre de mi sobrino. Yo, aunque vieja, puedo andar a caballo. Ojalá lleguemos a tiempo. ¡Dios mío! ¡El hijo de mi hermana, a quien he criado en mis brazos! Pero, ¡ay de él, si es verdad lo que usted me ha contado! Más valiera no haber nacido, porque yo le aseguro a usted que ¡nos han de oír los sordos!

 

 

 

Capítulo LIV

Lucinda y Garduño

 

                                                       

   "Se hallaba a merced de un hombre, en un sitio apartado... La vehemencia de su pasión la había conducido ahí, sin calcular los peligros a que podía exponerse."

 

 

     (V. MURILLO, Una víctima del honor.)

 

     Como hemos dicho anteriormente, Lucinda, acompañada de su fiel asistente y de cuatro o cinco soldados de caballería, salió de Molina cuando ya había entrado la noche, circunstancia que habría puesto temor en otro espíritu que en el de una mujer apasionada como ella. Nada intimidaba a la valerosa niña, y marchaba sin acordarse de los peligros que el camino ofrecía, como si en su espíritu, lleno de esperanzas y de deseos de ver al objeto de su cariño, no pudiese tener cabida ningún sentimiento indigno de su amor.

     La comitiva, precedida de un baqueano (que los accidentes del terreno hacían indispensable), se dirigió hacia el poniente, cortando el pantanoso valle situado entre la villa de Molina y las primeras cadenas de cerros de la costa. Después de dos horas de penosa marcha, llegaron al portezuelo de Pulmudón, el cual trasmontaron sin el menor inconveniente, merced a la claridad de la luna, y apenas hubieron llegado a la base occidental del cerro, cuando el baqueano dijo:

     -Ya estamos cerca de la casa. Ahora es menester que nos dirijamos al norte.

     -Dígame, amigo -le preguntó Lucinda-, ¿podremos acelerar más la marcha?

     -Sí, señorita -respondió el guía-, porque el camino es como la palma de la mano.

     Lucinda, al oír esto, dio un azote a su caballo, apurando el paso todo cuanto lo permitían las asperezas del terreno. Pocos minutos después, divisaron un rancho de totora, iluminado por una fogata, y oyeron los ladridos de diez o doce perros.

     -¿Aquélla es la casa? -preguntó Lucinda, con emoción.

     -Sí, señorita -respondió el baqueano-. ¡Pero tenga cuidado, por Dios! -exclamó, viendo que la niña ponía su caballo al galope, en dirección de la fogata-. ¡Mire, señorita, que poco antes de llegar al rancho hay un zanjón de mal paso! ¡Al lado del mar está la posada! ¡Al lado del mar...! ¡Pero en fin, ya pasó! ¡Qué señora tan varonil! ¡Vaya!, yo no me tengo por tan cutama que digamos; y sin embargo, me habría temblado la barba al atravesar el zanjón por donde ella acaba de pasar.

     En efecto, la destreza del caballo de Lucinda la había librado de un gran peligro. Pedro, que seguía de cerca a su señora, lanzó un grito al ver el precipicio por donde el caballo bajó, y luego volvió a subir sin que Lucinda hubiese abandonado su recta posición sobre la silla.

     El baqueano y los soldados, encantados de tan valiente agilidad, no cesaban de alabar a la joven; pero ella, sin curarse de tales alabanzas, prosiguió al galope hacia el rancho, en donde fue recibida por la cuadrilla de perros de que todo rancho chileno está siempre provisto.

     Dos mujeres desgreñadas que había cerca del fuego salieron armadas de sendos palos; y después de algún trabajo, consiguieron ahuyentar a los quiltros y perros mayores, saludando al mismo tiempo, con mucha cortesía a los recién llegados, a quienes parecían esperar, según lo indicaban dos o tres ollas que hervían y un gran asado que se doraba al amorcito del fuego.

     Apeose Lucinda en brazos de su asistente, y luego preguntó por Anselmo.

     -Señorita -respondió en voz baja la más vieja de las mujeres-, el caballerito está durmiendo como un tronco, y la médica ha dicho que no lo despierten ni por pienso.

     -¡Ah! -exclamó Lucinda-, ¡cómo me olvidé de traer un médico!

     -¡Más vale así que no le haiga venido! -respondió la otra mujer-, pues la méica que aquí tenimos sabe más que todos los méicos juntos, cura a lo divino y a lo humano que es bendición, sin necesidad de boticas ni cosa que se le parezca.

     -No obstante -replicó Lucinda, alarmada sin saber por qué-, yo querría ver por mis ojos al enfermo.

     -Hablemos primero con la médica, y ella nos dirá lo que conviene hacer -dijo la que había hablado primero-. Mientras tanto, venga su merced a sentarse, pues debe venir muy cansada.

     Diciendo esto, condujo a Lucinda al cuarto principal de la casa, en donde había una cama, y una mesa cubierta con manteles limpios.

     Las paredes del cuarto eran de quincha embarrada, y colgaban de ella varias estampas, un mal labrado crucifijo y muchas cruces de palma bendita. En un rincón, pendía de una estaca de coligüe una guitarra, y en el centro del pavimento había un hoyo en donde se echaba las brasas que calentaban la pieza. El hoyo, o mejor dicho, el brasero, estaba rodeado de bancos de diversos tamaños y formas, y junto al catre, se veía un espacio del suelo cubierto con pieles de carnero. A este lugar fue a donde la dueña de la casa llevó a Lucinda, quien, sintiéndose fatigada, se sentó sobre los pellejos, no sin hacer mil preguntas sobre las heridas de Anselmo, rogando a la mujer que fuese a buscar a la médica, para saber de ella noticias positivas.

     Salió la que parecía dueña de casa, y entonces fue cuando Lucinda se acordó de Garduño. ¿Por qué no se había presentado el oficial, que tan solícito se había mostrado en servirla? Quiso llamar a Pedro para preguntarle por Santiago, pero a ese tiempo entró la médica, la cual era tan vieja, que, a juzgar el saber por los años, merecería el título de doctora en todas las universidades de Italia y Alemania.

     Saludó a Lucinda, haciendo una mueca de contento, y le dijo que no tuviese cuidado por el heridos, pues merced a los emplastos, cataplasmas, sorbetorios, bebidas, lavatorios y enjuagatorios con agua agarrada en el corazón de la corriente, habría de sanar, no más, con el favor de Dios; y que al presente se encontraba durmiendo con gran tranquilidad, para lo cual le había puesto a la cabecera de la cama la cruz de Salomón, hecha con varillas de palqui pasadas por el rescoldo, que era santo remedio para no tener malos sueños; y que, por fin, le tenía los pies envueltos en su mismo refajo de castilla lacre, sahumado con palma bendita, pronunciando las palabras al tiempo de quemar la palma, lo cual era un primor para tirar la calor para abajo.

     Lucinda no hallaba qué pensar de lo que estaba oyendo, y, sobresaltada seriamente, exclamó:

     -¡Yo quiero ver a mi marido! ¿En dónde está don Santiago Garduño?

     -Los soldados se fueron -respondió la dueña de casa.

     -¿Y mi sirviente?

     -También se fue con ellos al monte a buscar a don Garduño, que se ha ido a esconder, porque... ¿No sabe su merced que agora está mal con el gobierno?

     -¡Dios mío! -exclamó la pobre niña llena de susto-. ¿Si me habrán engañado?

     -Aquí no hay engaño, señorita -dijo la mujer, con todas las apariencias de la buena fe-. Don Santiago vendrá pronto, pero es preciso que su merced cene alguna cosa.

     -Esto es lo principal -agregó la médica-, y créame a mí, que tengo experiencia, pues si el enfermo que come no se muere, ¿qué será con los sanos que comen?

     -¡Esto parece una burla o un engaño atroz! -exclamó Lucinda aterrorizada.

     Y abriéndose paso por entre las mujeres, salió de la miserable covacha, llamando a Pedro, a grandes voces. Pero Pedro no contestó; y en vez de él, respondió Garduño, que parecía haberse desmontado recientemente del caballo.

     -¡Señorita! -dijo-, ¡cálmese usted, por Dios!

     -¡Ah!, ¿es usted, señor don Santiago? -exclamó Lucinda en tono de reproche-. Explíqueme usted ¿por qué razón no se me deja ver a Anselmo?

     -Todavía no, señorita, porque...

     -Antes de todo ¿está aquí mi esposo?

     -Entre a la pieza y hablaremos -respondió Garduño-. Yo le explicaré todo lo que ha sucedido.

     Lucinda, temblando de emoción, entró al cuarto, y tras ella, Santiago, después de haber ordenado que sirvieran la cena.

     -¡Dígame, por Dios, lo que hay! -volvió a exclamar Lucinda con tono suplicante-. Usted no ha contestado a mi pregunta.

     -Por no sobresaltarla demasiado. Cálmese usted, señorita, voy a contestarle. El caso es que mi buen amigo Anselmo no está aquí...

     -Y ¿cómo me dijo Pedro que lo había visto traer en hombros de cuatro soldados?

     -Era otro oficial enfermo, del cual debe haberle hablado la médica.

     -¡Ah!, ¡entonces he sido víctima de un engaño! ¿Y Pedro?

     -No está aquí... Serénese usted... Lo he enviado a buscar a Anselmo.

     -¿En dónde está?

     -A media legua de distancia, oculto en un bosque.

     -¡Ah! ¿Será verdad? ¿Y la herida...?

     -No es de gravedad. Pronto lo veremos llegar. Ahora es menester que usted tome algún alimento -prosiguió Garduño, con voz insinuante.

     A ese tiempo las mujeres habían entrado con dos fuentes, una de cazuela y la otra de carne asada.

     Lucinda hizo un esfuerzo, y comió algo, no sin abrumar a preguntas a Garduño, cuyas contestaciones evasivas la intranquilizaban más y más. Por último, viendo que ya habían pasado más de dos horas y aún no llegaba Pedro, dijo a Santiago, mirándolo fijamente:

     -Señor Garduño, usted me está engañando.

     -Señorita -respondió Santiago, con voz temblorosa-, es cierto que me he visto precisado a decirle la verdad a medias, pues el afecto que siento por usted...

     -¿Siente usted afecto por mí, y me engaña...?

     -Es que a veces la verdad es demasiado cruel, señorita.

     -¡Lo que hay aquí cruel es usted! -exclamó Lucinda fuera de sí-. ¡Está viendo cuánto sufro y me tiene en tan gran incertidumbre...!

     -Vaya, pues le diré la verdad, a mi pesar. Yo quería preparar su ánimo para que recibiera la fatal noticia de...

     -¿La muerte de mi marido? -interrumpió Lucinda.

     Garduño no respondió sino con una seña afirmativa.

     -¡Y para esto me ha traído usted a este sitio! -exclamó la pobre joven llorando y cayendo desfallecida sobre un banco-. ¡Entre qué gentes estoy, Dios mío!

     -Está entre amigos, señorita -repuso Garduño, tratando de hacerse oír de Lucinda-. La he hecho venir a usted por encargo del mismo Anselmo. Juntos hemos peleado en la batalla, pues yo me pasé al enemigo, razón por la cual se me debe andar buscando para fusilarme. Lucinda, créame que siento entrañablemente el tener que decirle esto. Cuando Anselmo cayó herido, lo hice salir del campo, dándole dos soldados que lo atendiesen; y al ver derrotada la caballería liberal, yo busqué a mi amigo... Preguntele si tenía fuerzas para montar a caballo, y me contestó que sí, y que deseaba seguir a los suyos. Juntos emprendimos la retirada trayendo con nosotros ocho soldados. Como no era posible que nos dirigiéramos a Molina, yo le propuse venirnos por este camino extraviado, y él aceptó. Como a dos leguas de aquí, encontramos a Pedro, y presintiendo mi pobre amigo su cercano fin, envió a llamarla a usted. Pedro partió con cuatro soldados para Molina, y yo traté de conducir a Anselmo a este rancho, cuyo dueño es un antiguo sirviente de mi padre; pero mi desgraciado amigo no alcanzó a llegar. Antes de morir, me hizo jurar que la serviría a usted, y que la conduciría a Santiago, defendiéndola y protegiéndola como lo habría hecho él mismo. ¡Pobre amigo mío! -prosiguió el miserable, poniéndose el pañuelo en los ojos-. Yo juré servirla a usted de criado, si necesario fuere; él, habiéndome dado su reloj para que se lo entregase a usted, me apretó la mano, y...

     El hipócrita empezó a sollozar, al mismo tiempo que mostraba a Lucinda un reloj que había sacado de sus bolsillos.

     La pobre niña tomó el reloj, cubriéndolo de besos con agitación febril, y sin cesar de llorar, llamábase a sí misma la más desgraciada de las mujeres. Pero habiendo echado una mirada sobre aquella prenda que ella creía de su esposo, exclamó:

     -¡Éste no es el reloj de Anselmo!

     Garduño se puso pálido de emoción y murmuró:

     -¡Si me habré equivocado!

     -¡Caballero! -dijo Lucinda, con repentina energía-, ¡es menester que yo vuelva al momento a Molina!

     -Es imposible, señorita. Ya usted conoce el camino, y a estas horas de la noche...

     -Pues entonces me iré mañana -interrumpió Lucinda, con voz seca-. Por ahora le ruego a usted que me deje llorar sola.

     Y habiendo hecho una seña a Garduño para que se retirara, fue al momento obedecida.

     Enseguida, llamó a la dueña de la casa, y le ofreció recompensarla muy bien si le servía con lealtad.

     La mujer prometió velar toda la noche, "mientras la señorita dormía en la cama limpiecita que ella misma había hecho ese día por orden de don Garduño." Y al decir esto la solícita mujer cerró la puerta y la afirmó con dos trancas.

     -¡Con estas trancas -dijo- no le tengo miedo ni a los mismos Pincheiras!

     Lucinda se metió en el lecho, pero no pudo dormir tranquila un solo instante. Rendida de fatiga, apenas se quedaba dormida un momento, cuando despertaba llorando a gritos, afligida por las sangrientas y espantosas imágenes que la asaltaban en sus sueños. Hubo instantes en que creyó haber perdido el juicio, hasta que la llegada del día hizo desaparecer los fantasmas de muerte que rodeaban su lecho.

     Vistiose y oró, rogando al Señor que fuera mentira todo aquello que aún no podía hallar cabida en su mente.

     Enseguida hizo llamar a Garduño, y le manifestó imperiosamente sus deseos de volverse a Molina.

     -Señorita -le respondió Santiago, con mentida tristeza-, yo mismo en persona la conduciría a casa de mi tía; pero advierta usted que ando prófugo, y que al presente debe estar la villa ocupada por una parte de las tropas de Prieto. Por la misma razón no puede usted ser conducida por soldados que son también de los pasados al enemigo. Nada sería que a mí me capturasen y me hicieran fusilar, pues con gusto haría el sacrificio de mi vida por satisfacer el menor de sus deseos; pero ¿cómo habría yo de exponerla a usted a sufrir insultos de una soldadesca desenfrenada, después de la victoria?

     En fin, fue tanto lo que el hipócrita habló, con tan lastimero tono, que Lucinda se decidió a esperar. Verdad es que no podía hacer otra cosa. Entonces fue cuando Santiago le propuso formalmente llevarla desde allí a la capital, diciéndole que podía hacerlo sin peligro alguno, por un camino muy conocido de los ocho hombres que les servirían de escolta. Pero Lucinda rechazó tenazmente la idea, y preguntó por su sirviente, a lo cual respondió Santiago, que había enviado a Pedro a Molina, para saber noticias de su tía, cuya casa habría sido necesariamente asaltada, pues los vencedores creerían que él se encontraba allí refugiado.

     Acabada esta conversación, Garduño montó a caballo y se separó del rancho. Dos o tres horas después, volvió acompañado de un soldado, el cual dijo que Pedro había caído en manos de los prietistas, y relató el cuento con tantos detalles que no dejó lugar a ninguna duda.

     Afligiose y lloró de nuevo Lucinda, a pesar de que parecía que ya no le quedaban lágrimas que derramar; pero para poder soportar sin sucumbir esta vida de dolores, Dios quiso que la fuente de nuestras lágrimas fuese inagotable.

     No obstante el desamparo en que Lucinda se veía, supo resistir enérgicamente a las nuevas instancias de Garduño, que pretendía ponerse con ella en marcha ese mismo día con dirección a la capital. Por fin, viendo el sobrino de doña Manuela que no le sería posible vencer la resistencia de su víctima, quiso tentar la suerte; y, solicitando de Lucinda que le oyese algunas palabras a solas, cometió la locura de hablarle de esta manera:

     -Lucinda: una fuerza imperiosa y a la cual no me es dable resistir, me obliga a manifestarle el profundo afecto que siento por usted.

     Lucinda miró al oficial, como preguntándole qué significaban sus palabras.

     -Este afecto -prosiguió Garduño, dando un paso hacia el banco en donde estaba sentada la joven-, este cariño que usted me ha inspirado desde el primer momento que la vi...

     -No comprendo el objeto de sus palabras -dijo vivamente la joven, alzándose del banco.

     -Mi objeto es manifestarle a usted cuán grande es ese cariño, ¡cuánto la amo a usted, Lucinda! -exclamó Santiago con el acento de la pasión verdadera.

     -¡Ahora lo comprendo todo! -exclamó ella, mirando a Garduño con tan alto desprecio, que éste bajó los ojos ante aquella mirada llena de reconvenciones.

     -Tiene usted razón hasta para odiarme -prosiguió Santiago con humilde tono-. Comprendo que no son éstas las circunstancias oportunas para hablarle a usted de esta manera; pero es tal la vehemencia de mi amor, que yo mismo no sé lo que hago. La amé desde que la vi, y lo que no podía decirle ayer, se lo digo hoy...

     -Ni hoy ni nunca debiera usted haber dicho eso -interrumpió Lucinda, con severa voz-, y si usted no fuera el sobrino de una señora a quien yo debo tanto, habría contestado, como lo merecen, a sus atrevidas, y podría decir, crueles palabras.

     -¡Lucinda! -repuso Garduño-, sepa usted que mi amor es tan respetuoso como verdadero, y que...

     -¡En lo que usted ha hecho conmigo conozco el respeto que le debo! -exclamó Lucinda sonriendo amargamente-. Señor Garduño, le ruego a usted que me deje sola. Ahora veo que debo irme hoy mismo a la villa, aun cuando sea a pie... Pues entonces saldré yo -prosiguió, viendo que Santiago no se movía-, y ya que usted no puede facilitarme elementos para irme, sin comprometer su seguridad...

     -¡No!, ¡no saldrá usted! -exclamó Santiago fuera de sí e interponiéndose entre ella y la puerta, cuyas trancas puso en un momento-. No saldrá sin haberme dado esperanzas siquiera de...

     -¡Socorro!, ¡socorro! -gritó Lucinda al notar en la mirada de su verdugo que nada podía esperar de él.

     -No llame usted en balde -le dijo Garduño tratando de apoderarse de una de sus manos, que ella retiró vivamente-. Nadie oirá sus gritos, porque estamos solos.

     -¡Solos, no!... -exclamó Lucinda-. No estamos solos, ¡porque Dios está presente! ¡Él oye mis voces!

     Y empezó de nuevo a pedir socorro con todas sus fuerzas.

     En aquel momento se oyó un ruido de caballos en el patio, y luego un fuerte empellón a la puerta, la cual saltó de su quicio cayendo al suelo con trancas y todo.

     Garduño lanzó un rugido de cólera, como la pantera sorprendida dentro de su cueva; y dando vuelta sobre sus talones, quedó allí plantado como si hubiera visto la misma cabeza de Medusa. Era su tía en persona, quien, acompañada de Pepe Tronera y un sirviente, acababa de llegar de la villa.

     -¡Gracias a Dios que te encuentro! -exclamó doña Manuela abrazando a Lucinda-. ¡No me digas nada! -prosiguió-, todo lo sé; ¡todo, todo, todo!

     Enseguida miró a su sobrino con irritadísimo semblante, y quiso hablar; pero las palabras parecían atropellarse en su boca, por manera que hubo un momento en que la exaltada señora, deseosa de decir mucho, no dijo nada. Garduño, sin poder resistir aquella mirada de fuego, que estaba acostumbrado a respetar, quiso salir; pero Tronera, de pie en medio de la puerta, dijo, sacando su espada:

     -¡Oiga usted a su señora tía!, y después saldrá.

     -¡Sí!, ¡es preciso que me oigas! -rompió por fin doña Manuela-. ¡Desleal, atrevido, ingrato, embustero, mal hijo, desvergonzado, sin conciencia, ni religión, ni temor de Dios! ¡Todo lo sé!, ¡todo!, ¡todo! Y asesino también...

     -Tía -balbuceó el pobre Santiago-, óigame usted...

     -¡Yo no soy tu tía! -interrumpió doña Manuela-. No quiero ser tía de un pícaro sin vergüenza, que no ha respetado mis canas. ¿Son éstos los consejos que yo te he dado? ¿Es ésta la doctrina que yo te he enseñado?... Mocoso deshonesto, que no habías de ver más sino que yo te crié, desde que dejaste la teta, ¡aquí sobre mis rodillas! ¡Ah!, ¡cría cuervos y te sacarán los ojos! Y te enseñé a rezar, y te doctriné yo misma, ¿y para qué? Para sacar tanto en una mano como en la otra, pues, por mal de mis pecados, ¡veo ahora que toda mi enseñanza cayó en saco roto! ¡Cuántas veces no te he dicho que quien obra mal no espere bien, pues Dios da la vida a condición de ser buenos! Dime que miento, y déjame aquí fea, delante de la gente. Para que veas, picaronazo, que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague; y agradécele a Dios el tener que pagarlas aquí, en vez de ir a lastarlas en el otro mundo. ¿O pensabas poder ocultarme tus picardías y engañarme para siempre? No, hijito, que el que en malos pasos anda, tarde o temprano resbala, y la basura aparece al fin en la espuma. Bien dicen las Beatas Peñalozas que eres un hereje sin religión; y no sería tu tía la que te defienda en lo sucesivo. ¡Tía!, ¡tía! Bien dicen que a quien Dios no le da hijos, ¡el diablo le da sobrinos! Pero, lo que es desde hoy, renuncio del tiazgo, y tú puedes irte a donde te lamba un buey, que no es la hija de mi madre para querer a malos agradecidos. Y ahora te digo que si no me he casado, ha sido por dejártelo todo a ti, a puertas cerradas; ¡pero mándenme sacar una letra si tal hago!

     Mientras la señora hablaba, Lucinda se había acercado a Tronera, el cual le refirió el modo como Anselmo había escapado de la batalla, sin lesión alguna, y tenido que seguir a Viel. Este coronel había conseguido organizar la retirada de una gran partida de caballería, con la cual se dirigió hacia el norte por el camino de la costa. Al mismo tiempo, Tronera dio a Lucinda una esquela escrita de puño y letra de Anselmo, en la cual éste le decía que hiciese lo que Pepe le dijera de viva voz.

     Por fin, doña Manuela, cansada ya de reprender a su sobrino, puso los ojos en Lucinda; y mirándola con más atención, quedó admiradísima de los estragos que en el semblante de la joven habían hecho aquellas pocas horas de dolor continuo.

     -¡Alma mía! -la dijo, abrazándola y llorando al mismo tiempo-, ¡cuánto has sufrido! ¡Canas! -prosiguió, diciendo con balbuciente voz, y palpando y mirando de cerca la cabeza de Lucinda-. ¡Mira, infame!, mira, para que te arrepientas ¡cómo le has hecho salir canas a esta pobrecita, en sólo veinticuatro horas!

     Garduño puso los ojos sobre los cabellos de Lucinda, y en efecto, vio que en varios puntos habían comenzado a blanquear prematuramente. Algo debió pasar por la mente de aquel hombre, porque se estremeció de pies a cabeza, y sin decir una palabra salió del cuarto.

     Tronera preguntó entonces a Lucinda si podría ponerse en marcha desde luego; y habiendo contestado ella que sí, salió Pepe a buscar las gentes de la casa (que parecían haberse perdido), para preguntarles por el sillón de Lucinda. Al fin encontró a las mujeres metidas en un rincón de la cocina, las cuales le dieron noticias de los arreos de montar. La dueña de casa salió llorando a lágrima viva, y fue a pedir perdón a doña Manuela, por la participación que había tenido en aquel asunto.

     -Que te perdone Dios, que te crió, que de mí estás perdonada, Agustina -díjole la señora-, y déjate de lloriqueos, que de nada sirven los ayes, después de clavado el pie. Levántate de ahí, y arrepiéntete de lo que has hecho, pues Dios no pide rodillas sino corazones, y más vale un buen propósito que mil golpes de pecho.

     En ese momento se oyó un estallido detrás del rancho; y enseguida apareció la médica, gritando pavorosamente:

     -¡Señor, por Dios!, ¡don Santiago se ha baliado él mismo!

     -¡Jesús, María y José!, exclamó doña Manuela-. Yo tengo la culpa por haberle reprendido tan duramente. ¡El hijo de mi pobre hermana, que me lo encargó tanto al morir, muerto por su propia mano! ¡En dónde estás Santiago! -prosiguió llorando y encaminándose al sitio de la catástrofe-. ¡Tu tía te perdona! ¡Ánimas benditas del purgatorio!... Que siquiera haya quedado con vida, para que se confiese, pues su salvación es lo primero... ¡Madre y Señora mía del Carmen! ¡Para qué iría yo a ser tan dura con él! ¡Este genio que tengo, Dios mío!

 

 

 

Capítulo LV

Dios dispone

 

                                                         

   "Era la primera vez que se sentía turbada en presencia de un hombre. Pudor precioso, que es la prueba más convincente de la virginidad del corazón y el primer preludio de un amor que se despierta."

 

 (VÍCTOR TORRES, A., La Loca.)

 

 

     Pepe Tronera había sido el primero en llegar a donde estaba Garduño, no tendido en el suelo como todos lo esperaban, sino afirmado en la quincha del rancho, con la mano izquierda sobre el corazón, de donde manaba un chorro de sangre, y teniendo aún en la derecha la homicida pistola. Doña Manuela tuvo un rayo de esperanza al ver de pie a su sobrino, y volvió a invocar per la vigésima vez a las benditas ánimas del purgatorio. Mientras tanto, Pepe, examinando con atención la herida, notó que no era de muerte, noticia que llenó de gozo a la afligida tía.

     Garduño, pálido como un cadáver, sin hablar una sola palabra y con los ojos medio cerrados, como si no quisiera ver a nadie, se dejó conducir hasta la cama, en donde lo acostaron para hacerle las primeras curaciones. Ni hablaba, ni se quejaba, ni prestaba la menor resistencia a lo que se quería hacer con él. Parecía un cadáver que aún no ha adquirido la rigidez de la muerte; pero, tanto por la regularidad de la respiración, como por los acordes aunque precipitados latidos del corazón, aseguraba Pepe a doña Manuela que su sobrino viviría.

     En efecto, la bala, entrando casi enfrente del corazón, había dado vuelta en torno de las costillas y salido un poco más abajo del omoplato izquierdo.

     La médica, mientras le lavaba y curaba la herida, dijo que estaba acostumbrada a curar cuchilladas entre cuero y carne, y que no tuviesen temor alguno, pues lo mismo debía ser con los balazos que no penetraban en la caja del cuerpo. Por fin, el enfermo se quedó dormido, y todos creyeron conveniente dejarlo descansar y recuperar, por medio del sueño, algo de las fuerzas perdidas con la sangre.

     Después de comer, por ser llegada ya la hora de mediodía, determinaron ponerse marcha para la villa.

     Doña Manuela, que no se había separado de la cabecera del enfermo, resolvió quedarse para cuidarlo mientras podía llevárselo a la villa, o traer de allí al italiano que se daba los títulos de doctor y gozaba de los fueros de tal. Pero habiendo despertado Santiago, después de una hora de sueño, y manifestado que se sentía mejor, doña Manuela se decidió a marchar esa misma tarde con Lucinda. Eso sí, que no partió la bondadosa tía sino después de haber encargado a las mujeres el cuidado de su sobrino, y visto por sus propios ojos que había una buena provisión de carne y de huevos. Al mismo tiempo hizo recoger y entregó a Pepe las pistolas y demás armas que se pudo encontrar en el rancho.

     Cuando andaba en esto, seguida de su sirviente, sintió que de un rincón que servía de pajar, salía una especie de quejido humano; y habiéndose asomado, vio moverse entre la paja a un hombre maniatado, que hacía esfuerzos por gritar, sin poder conseguirlo. Dio voces al momento, y luego vino Tronera, quien, ayudado del sirviente, desenterró y desató al hombre, quitándole de la boca un pañuelo retorcido que le impedía hablar y gritar.

     Todos reconocieron en el momento a Pedro, el cual les dijo que estaba allí por orden de Garduño, agregando que había oído los gritos de su señora y que había sufrido grandemente por no poder socorrerla.

     -¿Y los soldados que nos acompañaron? -preguntó Lucinda, contentísima con el hallazgo de su leal sirviente.

     -Dos de ellos -respondió éste- se fueron de aquí anoche, y otros dos quedaron custodiándome; pero, según ciertas palabras que les oí esta mañana, creo que deben haberse ido a beber a un rancho que hay junto al camino que va para el norte.

     Doña Manuela decidió llevar a Pedro en lugar de su sirviente, y dejar a éste para que acompañase al herido.

     Al tiempo de montar a caballo, vio a Lucinda que, rendida por el cansancio y las emociones del día, se había sentado sobre una piedra de moler, y afablemente le dijo:

     -Quítate de ahí, hijita, mira que quien en piedra se sentó, no preguntes de qué murió; y no te amilanes, porque a grandes trabajos, gran corazón. Es preciso hacer de tripas guatas y de la necesidad virtud, que mañana será otro día, y Dios dirá lo que será, porque no todos los tiempos son unos, ni todos los días se parecen. Y ahora, vamos andando, pues el sol se ha ladeado bastante, y lo que se ha de hacer tarde que se haga temprano, y el mal camino andarlo luego; y el que deja de andar, atrás se queda.

     Mientras así hablaba la señora, montaban todos a caballo. Doña Manuela iba llena de satisfacción, Pedro riéndose de gusto, y Lucinda con esa alegría al través de la cual se echa de ver el dolor pasado; porque, si bien el dolor borra hasta los recuerdos de la anterior alegría, ésta suele ser siempre impotente para borrar de nuestro semblante el sello del sufrimiento.

     Pepe Tronera no iba menos contento que doña Manuela, con la cual le gustaba platicar, pues decía haber congeniado grandemente con ella.

     -Pues lo mismo me pasa a mí, don Pepito -contestaba doña Manuela riendo-. Me gustan los hombres como usted, que encuentran las cosas hechas y no amarran el mundo en un trapito. Si no estuviera tan vieja como estoy, creo que haríamos muy buen casamiento.

     Y la alegre señora se echaba a reír, con lo cual hacía reír a Lucinda, que era lo que ella quería.

     -Pues aquí me tiene usted a su disposición, señora mía -contestaba Pepe, en el mismo tono.

     -¡No, no! -decía ella-, ya esta viejo Pedro para cabrero; aunque nadie puede decir de esta agua no beberé, por turbia que esté.

     -Eso mismo digo yo -le replicó Pepe-, y cada vez que la oigo hablar, me admira el que usted no se haya casado.

     -Es que: estado y mortaja, del cielo baja, don Pepito; además de que no me aflige el haberme quedado soltera, pues de todo ha de haber en la viña de Cristo, y ya sabe usted que el buey suelto... Y no digo más, que Dios me entiende. Y mire usted lo que es el mundo: de dos hermanas que fuimos, se casó la otra que era más fea que yo. Pero la suerte de la fea la bonita la desea, con lo cual no quiero decir, ni por pienso, que yo fuera bonita, sino así, así. Con todo, aquí donde usted me ve, también me pretendieron, porque a nadie le falta Dios, y no hay mujer que no haya tenido su peor es nada; pues si no hubiese malos gustos no se venderían los géneros; y como dice el refrán...

     -No tiene usted necesidad de decirme otro refrán para que yo le crea -interrumpió riendo Pepe-, pues hay de sobra con los que acaba de decir.

     -¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¡Me gusta su franqueza! -exclamó la señora-, y con gentes así me entierren, pues quien la verdad te dirá no te traicionará. Y ya que a usted no le gustan los refranes, no los diré, pues, como decía mi madre: para vivir con los vivos, obrar como ellos. Pero ¿qué quiere usted, don Pepito de mi alma? Mi madre era un libro de adagios, y ya usted sabe que quien lo hereda no lo hurta, y como dicen: bien haya quien a lo suyo se parece.

     -¡Y dice que no echará más refranes! -exclamó Pepe, soltando una gran carcajada.

     -¡Ah! es cierto, don Pepito; pero ya sabe usted que una cosa es prometer y otra es hacer, pues la cabra tira siempre al monte, y la maña vieja, tarde, mal y nunca se deja. Éste es mi genio; y genio y figura hasta la sepultura, como decía mi madre, que el Señor tenga en el cielo... Ríete, Lucinda. ¡Eso es, hijita! Así me gusta verte.

     Platicando de este modo, atravesaron el camino sin sentir, y llegaron al vallecito que se extiende entre los cerros de Pulmudón y la villa. Cuando estuvieron a poca distancia del término del viaje, se encontraron con el padre Hipocreitía que venía montado en una lustrosa mula y acompañado de un mozo. Mostrose el reverendo muy complacido de aquel encuentro, y dijo a doña Manuela que, habiendo sabido su repentina partida de Molina, había resuelto ir él en persona al lugar en donde creía encontrarla, por presumir que algo de grave debía pasar allí cuando ella se había puesto en marcha con tanta precipitación.

     Agradeció doña Manuela la solicitud del jesuita, y enseguida, sin dejar a nadie la palabra, ni aun al mismo Pepe que reventaba por hablar, contó lo sucedido con todos sus detalles, agregando que esperaba de su paternidad el favor de que iría a auxiliar espiritual y corporalmente a su sobrino. Prometiolo así el padre, y despidiéndose de sus interlocutores, picó su mula y prosiguió su interrumpida marcha.

     Nuestros amigos siguieron también la suya, y en poco rato más llegaron a casa de doña Manuela, a quien (según ella misma decía) la habían oído las ánimas del purgatorio en todo y por todo, pues ya no dudaba de que su sobrino comenzaría desde entonces una nueva vida, merced a la confesión general que ella le había encargado hacer, y que sin duda haría en cuanto viese al reverendo padre.

     Enseguida se trató de lo que le convendría hacer a Lucinda, y después de mil proyectos se resolvió que la esposa de Anselmo descansase algunos días más en casa de doña Manuela, antes de ponerse en viaje para Santiago con el alegre Pepe Tronera.

     Esta determinación parecía además muy prudente, en atención a que el estado político del país hacía por demás peligroso un viaje, mayormente si se trataba de conducir señoras a tan larga distancia. Y como Lucinda deseaba tener noticias de su marido, y dárselas de ella, despachó a Pedro para el norte, con una larga carta para Anselmo, a la cual Tronera agregó una posdata, diciendo en ella a su amigo que se reservaba para contarle de viva voz todo lo acontecido.

     Al mismo tiempo, la diligente doña Manuela había hecho que, en la tarde de su llegada a Molina fuera el que se decía médico italiano a ver a su sobrino.

     En la noche volvió aquel diciendo que ya no había nada que temer por la vida del enfermo, y que en dos semanas más estaría completamente curado de su herida. Del mismo parecer fue el padre Hipocreitía, quien estuvo de vuelta al día siguiente.

     -Señora -dijo a doña Manuela-, su sobrino me ha dejado edificado, y debo decir a usted que se prepare para recibir una agradabilísima sorpresa.

     -¿Trae usted alguna noticia nueva? -preguntó la señora.

     -Es menester que usted lo sepa antes que todos -respondió el jesuita-. Don Santiago está desengañado de la vida del siglo, y desea dejar el mundo; mas, para ponerse el santo hábito, me ha enviado a pedir el consentimiento de usted.

     -¡De mil amores! -exclamó la señora contentísima-. ¿Quiere meterse fraile? ¡Pues que se cumpla la voluntad de Dios! Y si tiene vocación...

     -Es una vocación verdadera.

     -Y ¿a qué convento le tira...?

     -Quiere entrar en nuestra orden; y como yo tengo facultades para iniciar a los hermanos, voy a enviarle un hábito con el presbítero O*.

     -¡Miel sobre buñuelos, padre mío! -repuso doña Manuela, palmoteando de gozo-. Pero se me ocurre una cosa, y es que, como no existe en este país la Orden de Jesús, yo creía que no pudiesen aquí ordenar jesuitas.

     -No tenga usted temor por eso -respondió el padre-. A los jesuitas no se les destierra de un país con un decreto, ni con una real orden. Precisamente ahora que ha vencido en Chile el partido católico es cuando menos tenemos que temer los hijos de nuestro bendito padre San Ignacio.

     -Ojalá sea un santo religioso, padre mío; y ahora veo que las ánimas benditas del purgatorio me han oído por completo. Yo había querido que se casara, para que le entrara el juicio, y por eso había pensado dejarle todo lo que tengo, a puerta cerrada...

     -El que su sobrino se meta fraile no es un impedimento para que usted le legue sus bienes -interrumpió el jesuita-. Al contrario, con ello hace usted ahora, no solamente una obra de caridad con su pariente, sino también mil y mil obras de beneficencia pública, pues en eso se habrá de emplear después todo su haber.

     -Si eso es así, nadie será mi heredero sino fray Santiago Garduño. Dígaselo así de mi parte, y agréguele que le mando mi bendición, y que espero verlo aquí vestido con el santo hábito.

     Dos o tres días después, vio doña Manuela cumplidos sus deseos; y casi se volvió loca de gusto al abrazar a su sobrino convertido en un casi padre jesuita, cuyo papel hacía maravillosamente. El nombre de fray Santiago Garduño corrió de boca en boca por toda la villa, y todos querían ver al antiguo oficial que, despreciando el mundo y sus vanidades, había cambiado la casaca por los hábitos. La Sierva de Dios estaba contentísima; aseguraba a doña Manuela que ella no extrañaba esta trasformación, pues le había sido revelada en la semana anterior.

     Preciso es decir como fieles historiadores que el cambio de Santiago Garduño parecía ser completo. De alegre y comunicativo, se había convertido en taciturno y reservado; y al meterse dentro del hábito se había revestido además de toda aquella gravedad que tan bien cuadra al continente de un sacerdote. Sus conversaciones eran serias y edificantes, y desde luego se entregó al estudio y a la lectura de los libros que el padre Hipocreitía puso en sus manos. Pasaba horas enteras con el reverendo padre, en conversaciones útiles e instructivas; y no salía de la misión, sino para dar por la calle algunos paseos, tal cual lo reclamaba el restablecimiento de su salud; y eso solamente cuando así se lo ordenaba el padre Hipocreitía, bajo de santa obediencia. Todos los días ayudaba a misa y llevaba el coro en el rosario de la noche, con grandísima complacencia de la Sierva de Dios, quien alababa mucho la buena voz de fray Santiago para rezar el rosario. La Beatita solía quedarse mirando, durante largo rato, al candidato para jesuita; y más de una vez se habría podido sospechar en el movimiento de su bien contorneado pecho un suspiro apagado.

     El presbítero O* notó, con secreto disgusto, el ascendiente que el ex-oficial iba alcanzando en el ánimo de las santas mujeres. La Médica Santa recataba los emplastos que se debía aplicar a la herida del convertido a Dios, como ella lo llamaba. La Beatita corría a la huerta a arrancar por sus manos las yerbas necesarias para los remedios, y la Sierva de Dios confeccionaba las cataplasmas, y aun hubo veces que la necesidad la obligó a aplicarlas ella misma sobre la herida (eso sí cerrando los ojos, y rezando tres Avemarías contra las tentaciones). Cierto es que Santiago pagaba con usura estos y otros servicios, leyéndoles la vida y milagros de todos los santos en el Año Cristiano del presbítero O*, obra que componía toda la biblioteca del buen clérigo.

     Las devotas Niñas no hallaban a veces qué cosa era más digna de admiración, si los milagros portentosos que el libro relataba, o el portentoso milagro del militar hereje convertido en oficioso lector del Año Cristiano. Había vidas que no se terminaban sino allá cerca de la medianoche, y tan interesantes eran que, durante la lectura, no separaba la Beatita los ojos del lector, concluyendo al fin con suspirar, ya fuera por el interés que le inspirara el santo protagonista, ya por el conmovido tono de fray Santiago, y por el sentimiento que sabía darle a todo lo que leía. Nicolás solía acompañarlos en las veladas, aunque ello era siempre para dar escándalo pues, cinco minutos después de comenzada la lectura, ya estaba bostezando, cuando no roncando diabólicamente, como decía la Sierva de Dios, que se tenía por muy entendida en todo cuanto atañía y tocaba a las malas mañas del Demonio. Pero ella sabía espantarle el diablo del sueño a su indevoto hermano, aplicándole en cada punto acápite, un pellizco en las pantorrillas, que lo hacía saltar sobre el asiento.

     El presbítero O* se sentaba siempre cerca de la Sierva de Dios, para resolverle todas las dificultades y dudas que solían ocurrírsele, pues es cosa averiguada ya por los historiadores que ella hacía muy buenas migas con el clérigo, y que sólo parecía aborrecerlo cuando tenía metido a Satanás dentro del cuerpo.

     Una noche en que fray Santiago leía la vida de Santa Teresa de Jesús, la Sierva llamó la atención del presbítero O* sobre su sobrina, la cual miraba sin pestañear al lector, y lo escuchaba con manifiesta y grata emoción.

     -Mírela usted, señor -dijo en voz baja la Sierva al presbítero-, vea con qué devoción oye leer. Tiene la gracia de Dios pintada en los ojos, y el fuego del divino amor se nota en sus suspiros. ¿No es verdad que parece una santita? ¡Dios quiera que no me echen la tierra encima, hasta no verla en las Claras, lograda y convertida en monja de velo blanco!

     Mientras la Sierva hablaba de esta manera, el presbítero miraba a hurtadillas a la linda Beatita, cuya emoción daba nuevos atractivos a su candoroso semblante. Miraba a Garduño con un abandono angelical, y no parecía sino que tuviera el alma en los ojos: tal era la brillantez de su mirada, medio humedecida por las lágrimas de la emoción. De repente Garduño cesó de leer, y alzando la vista, alcanzó a recoger algunos destellos de la mirada de la niña, que al verse observada, bajó los ojos y se ruborizó. Garduño se estremeció, y ahogando un suspiro, prosiguió su lectura con temblorosa voz. La linda Beatita no volvió a mirar a Santiago en toda la noche; y sin atender ya a la lectura, pareció haberse preocupado de repente de los flecos de su pañoleta, que pasaba y repasaba entre sus dedos.

     Ya la misión, o mejor dicho, las misiones del padre Hipocreitía habían concluido; y el jesuita pensaba ponerse en camino para la capital, llevándose a Garduño, y con él las esperanzas de obtener los bienes de doña Manuela Villagrán, para emplearlos en el servicio de Dios y de la religión, cuando una circunstancia, que nadie había previsto, vino a cruzar los planes del jesuita.

     Después de la escena que acabamos de narrar, notó la Sierva de Dios que su sobrina fue acometida de cierta tristeza, que aquélla creyó al momento ser obra del diablo. Así era que, hablando a solas y apretando los pasos como si amenazara a Satanás, decía:

     -A ti se te ha puesto en la cabeza, picaronazo enemigo de las almas, que me has de sujetar en el mundo a este angelito que he criado y doctrinado para Dios; pero no lo conseguirás, aunque eches la lengua por esa boca. Ella será monja, y, queriendo Dios, hasta abadesa de las Claras.

     Los temores de la Sierva de Dios se hicieron mayores desde un día en que vio a su sobrina en la huerta, sentada precisamente debajo de un gran nogal, en donde solía fray Santiago ponerse a leer los libros que el padre Hipocreitía le facilitaba.

     La Beatita, medio oculta por el tronco del árbol, se entretenía en arreglarse los cabellos, enredando en ellos unas flores de siempreviva que acababa de cortar en su jardincito.

     Su tía, sobresaltada con aquella diabólica acción, iba a llamarla para hacerle ver cuán mal sentaban los adornos mundanos en una niña prometida al Señor, cuando le vino el pensamiento de espiarla, y se puso en observación.

     La Beatita, después de haberse paseado unos diez minutos, no lejos del nogal, agachándose de cuando en cuando como si estuviese ocupada en limpiar los arbustos y quitar la maleza de entre las plantas, parecía muy contrariada; y arrojando por última vez una mirada escudriñadora entre los árboles, salió de la huerta y se fue al oratorio.

     -Es el diablo que anda en su persecución -decía la tía, oculta detrás de un gran rosal-. Bien se echa de ver por el aire de intranquilidad que manifiesta. Es preciso saber adónde va.

     Dicho esto, se encaminó hacia una puertecilla que comunicaba el oratorio con la huerta; y entrando cautelosamente por allí, escondiose detrás del altar.

     Afortunadamente para ella, no podía ser vista, pues la pequeña puerta estaba en un ángulo cubierto por el gran retablo que hacía de altar mayor. Por entre el calado de los manteles de la sagrada mesa, vio la Sierva a su sobrina, hincada delante de la urna de un San Antonio quiteño, colocado en una de las paredes laterales y cerca de la puerta principal del oratorio.

     La Beatita rezó unos pocos minutos, y luego, como animada por una repentina idea, se puso de pie, abrió la urna y separó del San Antonio al Niño Dios que éste tenía en los brazos.

     La Sierva, al observar esto, fue todo ojos, y entonces vio que su sobrina, colocando al Santo Niño sobre la mesa de la urna, cubriolo con un pañuelo y empezó a rezar de nuevo con mayor fervor.

     -¡Ya sé lo que eso significa! -murmuró la Sierva-. ¡Lo que es el diablo! Miren no más cómo ha conseguido el Cachudazo que esta chiquilla, gusto a la leche, inocente como es, le venga a pedir novio a San Antonio! Ya veo la necesidad de llevarla pronto a la Casa de Dios, y hoy mismo he de hablar sobre esto con el reverendo Hipocreitía.

     Enseguida salió par donde mismo había entrado, y se fue al cuarto de su sobrina, la cual seguía aún rezándole a San Antonio.

     La diligente Sierva registró en un momento, y revolvió de arriba abajo todo el cuarto, pronunciando al mismo tiempo ciertas jaculatorias para que el demonio la dejase obrar libremente. A fin de no ser sorprendida, echó llave por dentro a la puerta del cuarto.

     No fueron sin resultado sus pesquisas, y su celo inquisitorio fue premiado con tres hallazgos. El primero consistía en un envoltorio de trapos que sacó de una gran cueva de ratones. Deshaciendo el atado, con agitación febril, encontró una pequeña imagen de un San Antonio muy milagroso, que, según se contaba, había hecho mudos casamientos en la villa. El segundo hallazgo fue una estampita del mismo Santo, doblada de manera que éste no viese a su querido Niño. Por último, el tercero fue un ramo de siemprevivas, atado con una cinta verde y envuelto en un papel lleno de cataduras, en cuyo centro se veía, dibujado a pluma, un corazón atravesado con una flecha.

     Esto puso el colmo al piadoso mal humor de la Sierva; y saliendo del cuarto, con el cuerpo del delito en el seno, dirigiose apresuradamente a las habitaciones del jesuita.

     Hallábase éste platicando con fray Santiago sobre las excelencias, prerrogativas, virtudes y poderío de la Santa Orden de Jesús, cuando entró la Sierva, que, sin reparar en Garduño, exclamó:

     -¡Padre!, ¡padre mío de mi alma! ¡El diablo trata de impedir nuestra santa obra!

     -¿Qué sucede? -preguntó el jesuita alzándose de su silla-. Hable usted -prosiguió, viendo que aquélla parecía embarazada por la presencia de Santiago-, hable usted, pues el hermano Garduño es hombre de secreto.

     -El caso es -prosiguió la Sierva-, que mi sobrina, incitada por Lucifer, se ha vuelto tan devota de San Antonio que ya raya en escándalo.

     Enseguida contó todo lo que había visto, y concluyó por mostrar los objetos encontrados.

     -Mire su paternidad -decía-, ¡mire cómo esta chiquilla, gusto a leche, ha comenzado ya a darle martirio al Santo, para hallar novio! Como San Antonio es así, que sólo entiende por mal... Pero no lo conseguirá, estando yo de por medio. ¡Ha de ser monja! Para eso me he sacrificado en juntar el dinero necesario, a fin de dársela a Dios. ¡Y que venga ahora el diablo, con sus manos limpias, a llevársela! ¿No le parece a su paternidad que sería bueno que me fuese a la capital con ella para meterla pronto al convento?

     -Me parece bien -respondió el padre-. Haremos el viaje juntos, pues yo también deseo llegar pronto a la capital. Mientras tanto, el hermano Santiago se quedará aquí con el presbítero O* a fin de empaquetar nuestras ropas y ornamentos.

     Fray Santiago oyó las palabras del jesuita aparentando humildad, pero no pudo reprimir un ligero gesto de disgusto.

     Enseguida salió del cuarto, a tiempo que el reverendo preguntaba a la Sierva, en tono confidencial:

     -Dígame ahora: ¿Y usted ha reunido ya la cantidad que se ha menester para que la niña sea admitida en el monasterio?

     -Sí, padre -respondió ella sonriendo con orgullosa satisfacción-. Tengo enterrados tres cantaritos debajo de la tarima del altar mayor. Uno está lleno de pesos fuertes y onzas narigonas, hasta el gollete; otro está ya hasta más de la mitad de la guatita, con las medias onzas, los cuartos y los escuditos; y en el tercero, que es mayor, tengo toda la plata de cruz.

     Mientras la Sierva hablaba con el fraile, Garduño había enviado a decir a su tía que la necesitaba urgentemente, y que, no pudiendo ir él a su casa, pues había jurado no ver más a Lucinda, esperaba que ella vendría a la misión.

     Enseguida, viendo entreabierta la puerta del oratorio, entró en él y encontró allí a la Beatita; que aún permanecía hincada a los pies de San Antonio.

     Sobresaltada ella, quiso huir, pero se contuvo al oír que Garduño le decía:

     -Escúcheme usted, ¡mire que está sucediendo algo de muy grave en esta casa!

     -¿Qué sucede? -preguntó la niña, poniéndose colorada como una amapola.

     -Que su tía la ha espiado a usted, y que ha encontrado el ramito de siemprevivas que yo le di a usted en la semana pasada...

     -¿Sí?... ¡Por Dios! ¡Mi tía me va a matar!

     -No se aflija usted, que todo tiene remedio. Ya nuestro amor no puede permanecer oculto...

     -¡Nuestro amor! -exclamó la joven asustadísima-. No pronuncie, por Dios, esa palabra aquí en lugar sagrado.

     -¿Y qué lugar más a propósito que éste para hablar de una cosa tan santa como el amor que usted me inspira?

     -¡Oh!, ¡calle usted!... ¡Si mi tía lo supiera! ¡Ah!... ¡Mire!, no vaya ella a venir, ¡por la Virgen Santísima!... Salga usted, porque...

     -No saldré hasta que usted no me diga...

     -¡Vaya!, ¡qué trabajo! ¿Cómo quiere que le diga eso aquí delante de Cristo crucificado?... No, no; ahora en la huerta se lo diré todo... Me he llevado esperándolo hoy -concluyó la Beatita con aire de reproche.

     -He tenido que estar con el padre Hipocreitía...

     -Pues yo creía que usted se había arrepentido.

     -¿Arrepentirme yo de amarla a usted?

     Iba a hablar la Beatita, cuando se oyó sonar la puerta del cuarto del padre, que estaba casi enfrente de la del oratorio, y como ésta se hallaba a medio cerrar, la niña pudo ver, sin ser vista, que el jesuita y su tía se dirigían hacia a donde ella estaba.

     -¡Aquí vienen! -exclamó, empujando a Garduño hacia el altar mayor-. ¡Salga por la puertecita que cae a la huerta!

     Fray Santiago corrió en dirección a dicha salida; pero encontrándola con llave, metiose como un gato debajo de la mesa del altar, a tiempo que entraba el Padre seguido de tres o cuatro mujeres con sus rebozos de lana sobre la cabeza.

     El jesuita dirigió los ojos hacia el altar, y vio que la Beatita oraba a los pies del Cristo crucificado.

     Enseguida se puso a confesar a las mujeres que habían rodeado ya el confesonario, así como a las que poco a poco fueron entrando después. Mientras tanto, la afligida Beatita prosiguió su rezó pidiendo, sin duda, a la Virgen que no fuese oída la sofocada respiración del pobre fray Santiago, que permanecía acurrucado aún en el sitio que hemos dicho. Por último, la joven se levantó y salió al patio, en donde la esperaba su tía paseándose debajo de la ramada. No bien hubo visto la Sierva a su sobrina, cuando lo preguntó:

     -¿A quién le estabas rezando?

     -¿Yo, tía...? -respondió la niña con notable turbación.

     -¡Sí!, ¡tú, buena alhaja! Rezándole a San Antonio, ¿eh? ¡Muy bien! Y quitándole el Niñito, para martirizarlo... y luego... envolviéndolo en trapos, para meterlo en las cuevas de los ratones... ¿Quién te ha enseñado a tratar así a un Santo como ése? ¡Dime que no te tengo adivinadas las intenciones!

     -Yo... tía... no, pero...

     -¿Piensas ensañarme a mí? -interrumpió la Sierva, con los ojos inyectados de sangre-. ¡Muéstrame el San Antonio que llevas al cuello!

     Al decir esto, abrió la pañoleta de su sobrina, y metiéndole bruscamente la mano en el seno, sacola llena de escapularios, cruces y medallas que pendían de rosarios, cintas y cordones de diversos colores y formas. Entre las medallas encontró una de San Antonio; y su enojo no reconoció límites cuando vio que el pobre santo, en lugar de estar pendiente de la cabeza, estaba, colgado de los pies, y por consiguiente, con la cabeza para abajo.

     -¡Picaronaza! -exclamó-. Ven acá a decirme ¿quién es ese novio por el cual estas martirizando a este pobre Santo de mi corazón?

     -Yo no tengo novio, tía -respondió la niña temblando.

     -¡Ah!, bien decía yo que todo eso no es más que instigaciones de Satanás. Dime, como si te fueras a confesar: ¿quién te dio estas siemprevivas?

     Al ver las flores que su tía le mostraba, la joven soltó el llanto, sin poder responder. Pero la Sierva, que deseaba una pronta contestación, repitió la pregunta, acentuándola con un par de recios pellizcos que hicieron lanzar a la sobrina un agudo quejido de dolor.

     Este quejido llegó hasta más allá de los oídos, es decir, hasta el corazón de Santiago, que aún no abandonaba su escondite.

     -Ven acá a mi cuarto, y allí te haré contestar a disciplinazos -prosiguió la Sierva, arrastrando de un brazo a su sobrina.

     Pero ésta, que tan bien conocía a su tía, en lo que menos pensaba era en seguirla a su pieza; así fue que, tratando de desasirse de aquellas manos de acero, empezó a rogar a la Médica Santa (enfrente de cuya pieza estaban) que la librara de la disciplina.

     La resistencia hizo producir nuevos esfuerzos, y éstos aumentaron la resistencia hasta convertirse aquello en una tenaz porfía, que pronto se resolvió en pellizcos por parte de la Sierva y en llanto por la de su sobrina.

     El presbítero O*, que en ese momento estaba estudiando la plática de despedida que debía pronunciar esa noche, salió corriendo de su cuarto a defender a la Beatita; pero al ir a poner en práctica su caritativa intención, recibió de la Sierva de Dios una feroz puñada que lo hizo rodar al suelo. La Médica Santa llamaba al orden, intertanto a su irritada hermana; pero ésta hacía tanto caso de aquélla, como del padre Hipocreitía, que había salido a poner paz entre el verdugo y la víctima.

     Al sentir Garduño los gritos de la atormentada niña, no fue ya dueño de sí, y salió corriendo del sitio en donde estaba oculto, llevándose por delante a las devotas que llenaban el oratorio. Y como Santiago no había tenido tiempo de limpiarse la cabeza, llena de las telarañas que había recogido debajo del altar, ni de arreglarse el hábito, todo empolvado, su aparición hizo apoderarse tal miedo de los ánimos de los concurrentes, que las mujeres huyeron despavoridas y pidiendo a gritos misericordia contra el diablo, pues por tal tuvieron a Garduño. Éste, sin curarse de tal circunstancia, se fue derecho hacia la Sierva de Dios y le arrancó la presa de entre las uñas.

     -¡Vade retro! -gritó la Sierva haciendo la cruz a fray Santiago.

     -¡Se equivoca! -respondió Garduño... ¡El diablo es usted!

     -¡Fray Santiago! -exclamó el presbítero O*, que a duras penas había conseguido ponerse de pie.

     -¡Sí!, yo soy, señor presbítero -respondió Garduño-. ¡Ayúdeme a sujetar a esta mujer, pues ya me faltan las fuerzas!

     En efecto, Garduño hacía por sujetar entre sus brazos a la furiosa Sierva de Dios, cuyas contorsiones y saltos casi habían traído al suelo al ex-oficial. En cuanto al presbítero O*, no hacía más que rodear el agitado grupo, manteniéndose a respetuosa distancia, por temor a la lluvia de puntapiés que lanzaba la Sierva.

     -¡Está con el diablo adentro! -dijo el presbítero-, y yo no me le atrevo, en tal estado, pues me hallo sin armas. Sosténgala usted, hermano Garduño, mientras voy a buscar mi estola.

     El padre Hipocreitía se había acercado y dirigía la palabra a la Sierva; pero sin conseguir que ésta contestase, sino con insultos, razón por la que ya no quedó duda de que se hallaba en aquel momento poseída del mal espíritu.

     En aquel instante entraba al patio doña Manuela Villagrán, quien, al ver tal desorden, preguntó la causa.

     -Es que la Sierva le estaba pegando a la Beatita, contestole una mujer.

     -¿Y por qué? -preguntó la señora con viveza.

     -Dicen que ha sido porque la Sierva ha descubierto que su sobrina quiere casarse...

     -¿Y por eso le pegaba? ¿En dónde esta la Beatita? Venga para acá, hijita -dijo a la niña, haciéndole señas con la mano-. Dígame, ¿es verdad que su tía la estaba maltratando porque...?

     -Señora -le interrumpió el padre Hipocreitía, en voz baja-, acuérdese de que la prudencia aconseja...

     -Es cierto, padre mío -replicó la ya exaltada señora-, es verdad que no es bueno meterse en vidas ajenas, pero a veces falla la regla, pues no hay regla sin excepción; y casos hay en que el entrometido es el prudente. Así dice el adagio: "Ni muy adentro que te quemes, ni muy afuera que te hieles." Todo extremo es vicio; y perdóneme, su paternidad, si le digo que a mí se me ha puesto en la cabeza que quieren sacrificar a esta pobrecita metiéndola entre cuatro paredes, para lo cual no ha nacido ella.

     -Y eso ¿qué le importa a usted? -preguntó colérica la Sierva de Dios, que, en estremo cansada, se había echado sobre un banco, sostenida por tres o cuatro mujeres.

     -¡Vaya si me importa! -exclamó doña Manuela exaltándose más y más. Dime, niña -prosiguió, dirigiéndose en voz baja a la Beatita-, ¿es verdad que quieres casarte en lugar de ir al monasterio?

     -Conteste usted la verdad -dijo Garduño al oído de su amante.

     -¡Ah!, ¡Santiago! -exclamó la señora-. ¡No te había visto! ¿Por qué te hallas en tal estado de desarreglo? ¿Para qué me enviaste a llamar? ¡Mira que a mí no me gustan esos frailes que hacen consistir la virtud en andar como unos estropajos!

     -Está así porque me ha querido defender -dijo la Beatita.

     -¡Eso es bueno! -agregó la señora-, pero usted, hijita, no me ha contestado.

     -Es cierto... eso que usted dice -respondió la niña en voz baja.

     -¡Pues lo decía yo! -exclamó la señora-. Ahora dime: ¿vale la pena el novio? ¿Quién es? Si es bueno, te prometo ser la madrina.

     La Beatita soltó el llanto y se colgó al cuello de la señora. Nadie oyó lo que ella dijo a doña Manuela, quien hizo un movimiento de sorpresa; pero sobreponiéndose, exclamó:

     -¡Dios dispone! Y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

     -¡No se casará mientras yo viva! -gritó la Sierva, pidiendo que le acercaran a su sobrina-. ¡Yo no doy mi consentimiento!

     -Nadie se lo pedirá a usted sino al padre de la niña -respondió doña Manuela-. ¿Dónde está Nicolás Peñaloza?

     -En la fonda de la esquina -respondió un hombre que acababa de llegar.

     -Mire, amiguito -le dijo doña Manuela-, si quiere ganar dos reales de carita, vaya a decirle a Nicolás que quiero hablar con él, al momento.

     Salió corriendo el hombre, mientras la Sierva proseguía diciendo:

     -¡Aquí no hay más padre que yo!

     Doña Manuela, sin hacer gran caso de las palabras de la Sierva de Dios, estrechó contra su cuerpo a la Beatita, con aire de la más decidida protección. Y como toda la villa estaba acostumbrada a respetar a la señora, nadie se admiraba de que ella quisiera mandar allí en jefe. El padre Hipocreitía observaba la escena a pocos pasos de distancia, como si no hallara qué partido tomar, y junto a él estaba el presbítero O* mirándolo todo con la boca abierta, con la estola al cuello, el Santo Cristo en una mano y el hisopo del agua bendita en la otra. Habiéndole dicho el jesuita algunas palabras al oído, acercose el presbítero a doña Manuela, y le dijo:

     -Mire usted, señora, lo que hace; que eso de proteger la sublevación de esta muchacha contra su tía es cosa contraria al derecho natural, al derecho canónico, al derecho...

     -¿Cuántos derechos hay? -interrumpió la señora-. Yo no conozco más que un derecho y un revés; y para mí tengo que el derecho es lo bueno, y el revés es lo malo, y santas pascuas. Todo lo demás es puro velorio y palabrería, señor presbítero. ¿O le parece cosa muy al derecho esto de sacrificar a una pobre niña, en la flor de su edad? ¡Cómo si la ley de Dios pidiera imposibles! Déjeme usted obrar -interrumpió de nuevo la señora, sin dejar hablar al presbítero O*-, déjeme, y verá si sé hacer las cosas al derecho. Mire que no siempre está el huevo donde cacarea la gallina; y yo que conozco tanto las uvas de mi majuelo, sé muy bien en dónde me aprieta el zapato... ¡Gracias a Dios que llegaste, Nicolás! -exclamó, viendo que el padre de su protegida se aproximaba al grupo-. Acércate, que quiero hacerte un par de preguntas.

     -Pregunte usted lo que quiere, señora -dijo Nicolás.

     -¡No le oigas, hermano mío! -interrumpió la Sierva-, mira que esta señora tiene al diablo en el cuerpo.

     -¡Eso sí que no, hijita! -contestó vivamente la señora-, porque yo no he sido nunca beata. Ahora dime en conciencia si te parece mal lo que he hecho -prosiguió, dirigiéndose a Nicolás-. Al entrar aquí, he oído los llantos de tu hija, maltratada por su propia tía; y yo he tomado a la niña bajo mi protección, mientras llegaba su padre para entregársela. Aquí tienes a tu hija. ¿Dime si he hecho mal...?

     -¡No! señora, no. ¡Dios se lo pague! -respondió Nicolás enternecido, aunque no siempre se acordaba de que tenía una hija.

     Los circunstantes callaban, sin saber en lo que iría a parar todo aquello. La señora prosiguió:

     -Como yo conozco las uvas de mi majuelo, y sé dónde el diablo tiene las uñas, puedo asegurarte que mientras siga viviendo aquí tu hija, seguirán maltratándola todos los días, a fin de hacer que ella tome el hábito, para lo cual no ha nacido. Dime, pues, (y esta es la otra pregunta), ¿quieres darme a tu hija para esposa de mi sobrino Santiago Garduño?

     Nicolás abrió tamaños ojos, sin responder una palabra; y todos lanzaron una exclamación de sorpresa.

     -No se admiren ustedes -repuso la señora-, que no es señor quien señor nace, sino el que lo sabe ser; y esta niña sabrá ser señora, como la más pintada... Pero, ¿en dónde está mi sobrino?

     Todos buscaban con la vista a fray Santiago, el cual había repentinamente desaparecido, cuando lo vieron salir de su cuarto, vestido, no con el hábito sino con su casaca de militar. Esta nueva trasformación de Garduño produjo una admiración general. La Sierva de Dios se cubrió los ojos, el presbítero O* temió caerse de espaldas, y el padre Hipocreitía sacó su caja de rapé de la cual tomó una narigada con los tres dedos.

     -Espero tu contestación, Nicolás -insistió doña Manuela.

     Iba éste a responder, cuando la Sierva dijo:

     -Pues yo no doy mi consentimiento; y si mi sobrina se casa sin mi gusto, no le daré ni un cuartillo partido por la mitad.

     -Nada importa eso -repuso doña Manuela-, porque yo me obligo a dotar a la niña con la mitad de lo que tengo, y prometo aquí solemnemente legarle después de mis días la otra mitad a mi sobrino.

     Los circunstantes acogieron las palabras de la señora con las mayores muestras de contento, mientras Nicolás respondía:

     -Si mi capitán me hace el honor de casarse con mi hija, y ella lo quiere, yo doy mi consentimiento con el mayor gusto.

     -Ella lo quiere, y él también la quiere -respondió doña Manuela-. Uno y otro me lo acaban de decir, pues han tenido tiempo de arreglar este negocio en estas tres semanas.

     -¡Jesús, María! -exclamó la Sierva-. ¡Y todo lo han hecho aquí en nuestras barbas, durante la misión, y sin que nosotros lo echáramos de ver!

     -Mire, amigo mío -dijo el jesuita en voz baja, tocando a Garduño sobre el hombro-, yo siento mucho no haber hecho de usted un sacerdote de la Orden; pero el que usted se case, no impide que siga siendo nuestro hermano.

     -De ningún modo -respondió Santiago, apretando la mano del padre-. Ustedes pueden contar siempre conmigo.

     -Ya te digo y te repito -decía la Sierva a su hermano-. ¡Llévate a tu hija! ¡No quiero verla más, ni tendrá de mi parte ni un solo cuartillo!

     -Hija mía -le dijo el jesuita acercándose-, no diga usted eso. La niña es su sobrina; y ya que ha encontrado esta suerte, ella no ha podido ni debido despreciarla. Deseche esas ideas de odio, y perdónela.

     La Beatita se había aproximado poco a poco a su irritada tía, y echándose a sus pies, empezó a llorar como una Magdalena. La naturaleza hizo su oficio, como dicen, y la tía perdonó y abrazó a su sobrina, desdiciéndose en cuanto a lo de no darle nada.

     Dos días después de los sucesos que acabamos de contar, Griselda Peñaloza (que así se llamaba la Beatita) dio la mano de esposa a Santiago Garduño, en la misma puerta de la iglesia parroquial, delante de una gran muchedumbre que, de lo más apartado de aquella comarca vino a ver el nunca visto prodigio de que una señora de tan alta alcurnia como doña Manuela Villagrán y Santelices hubiese hecho por que su sobrino se casara con una joven de tan humilde condición.

     Las gentes en general alababan el desprendimiento y llaneza de la señora; no así algunas de sus aristocráticas amigas, que nunca pudieron perdonarle el haber olvidarlo el lustre de su apellido, hasta el punto de querer mezclar su sangre azul con la sangre roja de los Peñalozas.

     Este matrimonio no impidió la traslación de las Niñas a Santiago, en donde, como queda indicado antes, compraron una chacra, de cuyo cultivo se encargó Garduño. Allí siguió la Médica Santa admirando a la capital con sus milagrosas curaciones; pero nada dicen las crónicas sobre si la Sierva de Dios seguiría siendo perseguida por Satanás.

     No concluiremos este capítulo sin dar a conocer la suerte de Miguel Turra. Completamente curado de sus heridas, el bandido se había quedado en la casa esperando que el padre Hipocreitía se pusiera en camino para la capital con el fin de servirle de compañía. En cambio, el jesuita le había prometido una colocación; y sin tener que empeñarse grandemente, obtuvo para este buen servidor del sistema pelucón el destino de perseguidor de ladrones, en el partido de Colchagua.

 

 

 

Capítulo LVI

Los tratados de Cuzcuz

 

                                                                            

   "Así se inauguraba la política pelucona desde un principio falsa, odiosa e inmoral."

 

 

     (F. ERRÁZURIZ.)

 

 

     Tres o cuatro días antes de celebrarse el matrimonio de Santiago Garduño, Lucinda había recibido por conducto de Pedro una carta de Anselmo, en la que éste contaba detalladamente a su esposa todo cuanto le había acontecido desde su separación en Santiago hasta la batalla de Lircai. Respecto de los acontecimientos posteriores, la carta decía de esta manera:

               

"Mayo 19 de 1830.

          

 

     Ya nuestro buen amigo Tronera te habrá dicho que yo tuve que seguir al coronel Viel, después del desastre de Lircai, con el fin de ayudarle a este jefe a reorganizar nuestra caballería. Pero además de este motivo, había otro que Tronera no sabe. Viel me pidió que lo acompañase y le ayudase a influir sobre el ánimo del general para tentar de nuevo la suerte de las armas, dirigiéndonos con nuestra caballería hacia la capital. Yo no pude negarme, y fui con el coronel a encontrar a Freire, a quien hallamos sumamente abatido. No sé cómo expresarte, alma mía, el dolor que me causó ver a un hombre a quien debo y quiero tanto, sentado sobre el tronco de un árbol caído y con la cabeza entre las manos. Rodeábanlo unos pocos oficiales. 'Señor', le dijo Viel, 'aún no está todo perdido, y todavía podemos tentar la suerte. Nos queda la mayor parte de nuestra caballería: ¿por qué no nos dirigimos rápidamente sobre la capital, que a la fecha se halla indefensa?' 'No, coronel', respondió Freire moviendo a uno y otro lado la cabeza, 'ya esto no tiene remedio; y con esta nueva tentativa no conseguiríamos otra cosa que derramar inútilmente sangre de chilenos.' 'Pues yo estoy resuelto a conducir mis escuadrones al norte', repuso Viel, 'llevándolos por el camino de la costa.' 'Hágalo así', dijo Freire, 'que yo me iré derechamente a Santiago, con los oficiales que quieran acompañarme.' 'Estamos prontos a compartir la suerte de nuestro general', respondieron los oficiales allí presentes.' Freire les dio las gracias, con una mirada de reconocimiento, y me preguntó qué pensaba hacer yo. '¿Quiere usted permitirme que lo acompañe?', le dije. 'No, amigo', me respondió.'No. Vete con Viel. A él le quedan esperanzas, que yo no quiero destruir esperanzas que en mí han muerto ya del todo.' 'Pero ¿por qué se ha de esponer usted a caer prisionero en Santiago?', le pregunté entonces. 'Allí es donde puedo permanecer oculto, mejor que en ninguna otra parte', me contestó. 'Y si me descubren, no se atreverán a aprisionarme.' A pesar de su abatimiento, no podía aún persuadirse de que se le dejara de respetar. ¡Ah!, ¡querida mía!, ¡no contaba él con el espíritu de odio y de venganza que anima al partido reaccionario!

 

 

 

 

Mayo 20.

 

 

     Separámonos al momento: él para dirigirse directamente a Santiago, como un prófugo, y nosotros para tomar con la caballería el camino de la costa, con dirección al norte. Pasamos ese día el Lontué, y proseguimos nuestra retirada, acosados por el teniente coronel Lezaeta, quien nos picaba la retaguardia con un regimiento de cívicos. La indisciplina de la caballería de Lezaeta nos permitió dispersarla con dos o tres cargas que le dimos; y al día siguiente llegamos al río Maipo, que atravesamos bajo el fuego de los cívicos que defendían a Melipilla. Pero los milicianos huyeron bien pronto, y pocas horas después, pudieron entrar en esta ciudad, en donde no encontramos enemigos, sino una buena cantidad de fusiles y de municiones que trajimos con nosotros.

 

 

 

 

Mayo 21.

 

 

     Antes de dejar a Melipilla había escrito Viel a nuestro general dándole cuenta del estado de las cosas, y proponiéndole el plan de echarnos sobre la capital. Teníamos sobrado fundamento para creer en el éxito de este plan, pues la capital no estaba defendida sino por unos pocos milicianos. Proseguimos, pues, nuestra marcha; y al llegar a San Francisco del Monte, nos encontramos con la contestación de Freire, que estaba aún oculto en Santiago. Esta contestación nos causó una agradable y reanimadora sorpresa. Por ella supimos que la provincia de Coquimbo se había revolucionado contra el gobierno pelucón, y que don Pedro Uriarte, jefe de aquel levantamiento, marchaba hacia la capital con una división de más de cuatrocientos hombres entre infantería y caballería. Concluía el general con ordenar a Viel que se dirigiese hacia el norte, hasta encontrarse con la división coquimbana. Al mismo tiempo, nos prometía dejar inmediatamente a Santiago para ir a reunirse con nosotros. Viel obedeció la orden sin pérdida de tiempo, y siete días después, nos encontramos con la división de Uriarte, como a unas tres leguas hacia el sur de la villa de Ovalle. El ejército entero, a las órdenes de Viel, siguió entonces su marcha hacia Santiago, de donde recibíamos todos los días noticias tan contradictorias que nos tenían desorientados.

 

 

     Nuestras fuerzas alcanzaban a más de seiscientos hombres, de los cuales cuatrocientos eran de caballería, perfectamente montada, teniendo además caballos, hasta para montar la infantería, lo que nos daba la ventaja de poder movilizar nuestra tropa sin fatigarla. Llevábamos dos cañones, con quince artilleros cada uno, y como sabíamos que el gobierno no podía disponer de fuerzas veteranas mientras no llegaran las del sur, tratamos de acelerar nuestra marcha.

 

 

     Durante muchos días esperamos inútilmente la llegada de Freire. Nada sabíamos de nuestro general, y llegamos a temer, con mucha razón, que hubiese caído prisionero al salir de Santiago para ir a encontrarnos, como nos lo había prometido. ¡Ah!, ¡querida mía! ¡Cuánto tuve yo que sufrir durante esos días de incertidumbre!

 

 

 

Mayo 22.

 

 

(En la noche.)

 

 

     Mi querida: ya que no me ha sido posible dedicarte ni un momento en todo el día, prosigo mi carta ahora en la noche, cuyo silencio y tranquilidad animan mi abatido espíritu de las más dulces ilusiones, pues me parece que tú me oyes al vaciar mis pensamientos sobre el papel.

 

 

      Como te decía ayer, todos estábamos intranquilos, sin saber a qué atribuir la demora de nuestro querido general en ir a tomar el mando de la división.

 

 

     Al llegar a Yllapel, tuvimos noticia de lo sucedido: allí supimos que don Ramón había rodado, con caballo y todo, por una escarpada cuesta, al atravesar las serranías de Panquehue para dirigirse hacia nosotros, y aun se nos dijo que había muerto. Esta fatal noticia, que afligió profundamente a los verdaderos amigos del general, desanimó a una gran parte de nuestra gente.

 

 

     Al mismo tiempo tuvimos conocimiento de las fuerzas que el gobierno enviaba para impedir nuestra entrada en la provincia de Aconcagua, lo cual se temía, en razón al prestigio de que goza Freire en dicha provincia. El ejército pelucón constaba de unos cuatrocientos hombres, mitad caballería y mitad infantería, a las órdenes del general don Santiago Aldunate, antiguo amigo de mi padre, y al cual quiero y respeto como su natural bondad y su hidalguía lo merecen. Si ha hecho algo de bueno Portales es la elección de Aldunate para pacificar el norte de la República. Pero ¡ay, querida mía! ¡Lo que son los hombres sin principios! Esa misma elección ha sido hecha estudiadamente, con el fin de cometer una nueva infamia, no sólo contra nosotros sino contra el mismo Aldunate, que tan bien acaba de servir al país. Eso tienen los hombres sin principios, sin honradez ni moralidad política: hasta sus propios amigos suelen ser sacrificados en los lazos que su felonía tiende a los enemigos.

 

 

     Perdóname, alma mía, que te hable en un estilo tan contrario a los dulces sentimientos que tu angelical bondad sabe siempre inspirarme. Pero ¿qué quieres? No es posible dejar de indignarse, al considerar este tejido de traiciones de que el peluconismo se vanagloria.

 

 

     Mira, no más, lo que ha pasado:

 

 

     Estábamos en Yllapel, cuando nuestro jefe recibió una carta del general Aldunate, en la cual le hablaba éste de las recíprocas ventajas de un avenimiento para evitar la efusión de sangre. Encontrándose Viel sin el apoyo del general, cuyo prestigio nos era tan necesario, pensó en capitular, a condición de garantírsenos nuestro honor militar y nuestra seguridad. En este sentido escribió a Aldunate una carta, que yo entregué a este general en su campamento de las Cañas.

 

 

     Aldunate me recibió con los brazos abiertos, pues yo le he debido siempre mucho cariño. Díjome que, careciendo de instrucciones de parte del gobierno, estaba perplejo sobre lo que había de hacer; pero que su horror a la efusión de sangre lo impelía a tratar. Agregome que, después de haber pedido una y otra vez al gobierno las instrucciones que necesitaba, no había recibido más que la promesa de dárselas por escrito; promesa que el gobierno no supo cumplir. Por último, concluyó con decirme que había manifestado a Portales, no solamente sus tendencias al empleo de medios pacíficos, para la conclusión de la guerra civil, sino también su formal resolución de 'no tomar el mando de la división, si el gobierno no concedía garantías a los individuos que continuaban en el norte haciendo la guerra'.

 

 

     Tales fueron las palabras del noble Aldunate, que tan vilmente había de ser sacrificado, pocos días después, en aras de los malentendidos intereses de un partido que parece haber iniciado en Chile la política del dolo y de la deslealtad. Porque has de saber, querida mía, que después de haberse firmado y ratificado en la aldea de Cuzcuz, el día 17 de mayo, los tratados habidos entre Viel y Aldunate, han sido altamente desaprobados por el gobierno, es decir, por el ministro Portales. Y sin embargo, el mismo Portales que conocía las pacíficas intenciones de Aldunate, y que nunca contradijo sus opiniones a este respecto, fue el más empeñado en hacer que aquel general se hiciera cargo de la división. Al no darle instrucciones contrarias, es evidente que el gobierno, esto es, Portales, se conformaba, tácitamente con la manera de pensar del general. Si no se conformaba con ella, debió haberlo expresado en instrucciones claras y terminantes, o haber empleado otro instrumento más digno de sus miras antipatrióticas. Pero no lo ha hecho así, y Portales ha llevado aún su cinismo hasta querer hacer cómplice de esta nueva felonía al mismo Aldunate, a quien le ha escrito diciéndole 'que no había sido dueño de la palabra empeñada, y que por lo mismo no le ligaba'. ¡Qué gentes estas en cuyas manos ha caído nuestro desgraciado país! No parece sino que desde la traición de Ochagavía se creyesen ya dispensados de cumplir toda palabra solemnemente empeñada. ¡A esto llaman política los pelucones!

 

 

     Tan indecoroso proceder (que ha indignado a muchos de los mismos amigos del gobierno) pone en evidencia, por una parte, que se ha querido anular a un hombre honrado que no aprueba la conducta del gobierno, y por la otra, que éste necesita de un pretesto para proseguir su sistema de inútiles y odiosas venganzas. Tú considerarás, alma mía, lo que tenemos que esperar de Portales, cuando te diga que en la misma carta antedicha, agrega 'que el gobierno ha encontrado prudente ver correr alguna sangre chilena'. ¡Y esto lo dice después que los enemigos del gobierno han depuesto las armas!

 

 

      Yo sé muy bien que Portales es un espíritu irritable y hasta estrafalario; varias veces he notado su completa ignorancia de los principios republicanos, pero jamás habría creído que su crueldad llegara hasta el estremo del descaro. Creo firmemente que si don Diego Portales sigue ensangrentando al país con su atrabiliario sistema de gobierno, es imposible que muera en su cama.

 

 

     No tengo para qué decirte, Lucinda mía, que esto no es un deseo de mi corazón, que tú conoces sin duda más que yo mismo. Dios es el único dueño de la suerte de los hombres, y me estimo lo suficiente para no acordarme de los dolores que esa fatal política me ha hecho sufrir, cuando estoy hablando de los dolores de mi patria. Te estimo demasiado, alma mía, para decirte una mentira; y sería mentirte el tomar como un pretesto los sufrimientos presentes y futuros del país para hablarte de mis propios dolores. No, mi querida Lucinda, no... Tú me conoces, y sabes que soy incapaz de darte como patriotismo lo que no sería más que un egoísmo refinado de mi parte. No necesito hacerme violencia para perdonarle a los reaccionarios, o mejor dicho, a Portales, los dolores que por su causa he sufrido; pero no me es posible dejar de indignarme al considerar los males que han hecho y que harán sufrir a la nación.

 

 

     Son las dos y media de la mañana. Hasta luego, amor mío.

 

 

 

 

Mayo 23.

 

 

(Por la mañana.)

 

 

     Ratificados los tratados y disuelto nuestro ejército, el coronel Viel pasó a Valparaíso, en donde ha tenido que ponerse bajo el amparo de la bandera francesa para librarse del rencor de Portales. Yo me vine a la provincia de Aconcagua, con el fin de obtener noticias del general, y ver si podía serle útil en su desgracia. Después de algunas pesquisas, supe que se hallaba aún enfermo, en la estancia de un amigo de confianza, cerca de San Felipe. Al momento me dirigí allí, en donde encontré al general ya en pie, pero no completamente restablecido.

 

 

     Aquí me hallo con él al presente; y desde este mismo lugar te escribo, esperando enviarte esta carta a Molina, en cuanto pueda encontrar un hombre que me inspire confianza.

 

 

     Tenemos el proyecto de irnos secretamente a Santiago, tan pronto como el general pueda montar a caballo. Éste se quedará allí oculto, y yo me pondré en camino para Molina.

 

 

     Tengo tantas ganas de verte y de hablar contigo, que ya que no puedo conseguirlo, me contento con escribirte esta carta, tanto más larga cuanto mayor sea el número de días que me demore en encontrar con quién mandártela, sin peligro de que se extravíe.

 

 

     La desaprobación de los tratados nos hace pasar aquí temiendo ser descubiertos. Los traidores, ya dueños absolutos del poder, están desplegando tal actividad en perseguir a sus indefensos enemigos que hacen recordar los tiempos de Ossorio y de Marcó. ¿Y qué mucho, cuando vemos en el gobierno de la República a un antiguo asesor de este último? Ayer no más firmaba decretos contra los insurgentes de Chile, y hoy ocupa uno de los primeros puestos creados por esos mismos insurgentes. ¡Y tiene la desvergüenza de llamarse un patriota! ¡Pero ya se ve! ¡Va siendo de moda el llamar patriotas a los liberticidas, a los que echan de menos el régimen colonial y a los que, como don Diego Portales, no se habían acordado hasta hoy de que tenían patria!"

 

Capítulo LVII

Concluye la carta de Anselmo

 

                                                       

   "Hay quienes pretenden someter a inventario las obras de este estadista, y preguntan: ¿Qué hizo al fin Portales? ¿Qué nos dejó Portales? ¿Qué hizo? -Sacó del caos la República. ¿Qué nos dejó? -Nos dejó la República..."

 

     (R. SOTOMAYOR. V., El Ministro Portales.)

 

 

   "En el fondo, nuestro gobierno no es republicano sino monárquico electivo, en que el rey gobierna por cinco años, y tiene de hecho la facultad de designar a su sucesor y de nombrar a las mayorías de ambas Cámaras."

 

     (Z. RODRÍGUEZ, Independiente, junio 23 de 1876.)

 

          

"Mayo 23.

          

 

(Por la noche.)

 

 

     A mí no me admira, Lucinda mía, que el viejo espíritu monárquico haya aparecido hoy en Chile bajo una nueva forma. Se ha reaccionado contra la república, desde que se dio en América el grito de independencia. Aun este mismo no fue un gritó espontáneo de libertad sino de simple emancipación política, tendencia cuyo origen debe, a mi juicio, buscarse allá en la natural audacia que produjo el descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo. Los conquistadores tuvieron desde luego que formar como una sociedad aparte, cuyos intereses estaban casi siempre en contradicción con los de la Metrópoli, que desde un principio fue, no la madre sino la madrastra de sus colonias. Nuestros padres heredaron de sus abuelos la gloria de mil hechos heroicos y memorables; y junto con esas gloriosas tradiciones, el espíritu de insubordinación y turbulencia que caracterizaba a los primeros conquistadores, así como el odio sordo contra la Metrópoli, cuya manera de gobernar injusta y atrabiliaria era la menos a propósito para mantener contentas a las colonias. Y obrando a una todos estos elementos reunidos, debían producir, tarde o temprano, el deseo de la emancipación; deseo que iba siendo tanto más profundo y ardiente, cuanto más se relajaban los vínculos nacionales con la separación de la madre patria, y cuanto más se cortaban las relaciones de familia con la formación de nuevas casas en América.

 

 

     Pero este amor a la independencia política, que solamente podía existir en las aristocracias americanas, estaba muy lejos de ser el amor a la libertad. El primero era muy natural, pues para ello no se había menester más que descontento y un poco de ánimo. No así el segundo, para lo cual necesitaban aquellas aristocracias, no solamente conocer la libertad, sino también poseer bastante generosidad y desprendimiento para deshacerse de sus fueros y privilegios en favor del pueblo, al cual miraban como a una raza inferior.

 

 

     Así pues, si la América deseaba emanciparse, desde muy antiguo, eran muy contados los americanos que tenían ideas netas sobre la libertad; y nadie desea o ama lo que no conoce. Aclimatados en una patria nueva, habían dejado de amar a la antigua, que no conocían ya sino de nombre; pero seguían adorando los fueros y privilegios, las costumbres, usos y preocupaciones que les legaran sus mayores. Por consiguiente, todas las aristocracias de las colonias acariciaban más o menos la idea de formar acá en América estados independientes, gobernados por un monarca. No querían un cambio radical en la manera de ser social y política, sino un cambio de rey, que conciliase su odio y su egoísmo con sus costumbres y sus preocupaciones.

 

 

     En los Estados Unidos del norte, los prohombres de la independencia ofrecieron a Washington una corona, que él rechazó con indignación, porque éste ha sido sin disputa el hombre que mejor comprendiera el objeto de la revolución americana. En la América latina, procedente de una Metrópoli más corrompida que la inglesa, sucedió lo contrario, pues fueron los libertadores Bolívar y San Martín los autores de la peregrina idea de convertir a las colonias en monarquías. México, después de haber peleado valerosamente por su independencia y proclamado la república, colocó sobre las sienes de su Libertador Iturbide la diadema de emperador. El doctor Francia fue el Libertador, para convertirse enseguida en el dictador brutal del Paraguay. Posteriormente hemos visto aparecer en las demás repúblicas esas encarnaciones del despotismo monárquico, bajo el disfraz republicano. No quiero molestarte con más ejemplos de traición a la libertad; y concluiré con traer a tu memoria solamente otro caso, por haber sucedido en Chile... El glorioso vencedor de Chacabuco, precisamente después de asegurada la independencia de su país, por la batalla de Maipo, se convierte en el supremo Dictador de la República. Tanto valdría decir Rey de la República Chilena.

 

 

     Pero si el antiguo espíritu monárquico había encontrado en O'Higgins un digno representante de sus tradiciones y un instrumento de sus miras liberticidas, también es verdad que el pueblo chileno supo conservar la dignidad de la república, obligando a O'Higgins a entregar la banda tricolor y el sable republicano, convertidos ya, aquella en látigo y éste en puñal. Esta vez la victoria fue de la idea republicana: mas no por eso se dieron por vencidas las ideas monárquicas; y después de haber rugido sordamente más de siete años, se han logrado encarnar hoy en don Diego Portales. Así también allá en el otro lado de les Andes, el absolutismo ha encontrado su representante en don Juan Manuel Rosas.

 

 

     Y no porque don Juan Manuel sea más brutal que don Diego; no porque Iturbide fuera más condecorado que Francia, dejarán todos ellos de ser una misma cosa: caricatura de estadistas. ¿Y por qué? Porque en todas partes han obrado (unas veces de buena y otras de mala fe) contra las mismas ideas que aparentaban defender.

 

 

 

 

 

     Pero me dirás tú: ¿y dónde están entonces los verdaderos defensores de las ideas republicanas? A lo cual yo te contestaré: están en el pueblo. Porque como solamente los que sufren son los que suelen mirar al cielo, es allí, entre los desheredados de la fortuna, en donde encontramos algunos individuos privilegiados que aman de veras a la libertad.

 

 

     Perdóname, Lucinda mía, esta digresión con la cual he querido poner ante tus ojos la imagen de esa antigua lucha del espíritu republicano, que hace por conquistar sus derechos contra el monárquico usurpador, que no quiere abandonar su presa, o trabaja por empuñar hoy lo que ayer se le fue de las manos.

 

 

     Por lo que acabo de decirte, bien echarás tú de ver, querida mía, que en estas nacientes repúblicas, sin grandes tradiciones, ni antecedentes históricos, no puede haber sino dos partidos: el uno progresista y el otro retrógrado. Todos los demás partidos no pasan de ser fracciones y matices de los dos colores antedichos.

 

 

     Don Diego, puesto entre esas dos entidades sociales, la una representante del sistema antiguo; y la otra, de la era moderna, no dudó en tomar el partido de aquélla, pues este hombre no tiene idea de lo que son los principios republicanos. Tan ignorante es a este respecto, que achaca a dichos principios las faltas de los hombres que dicen profesarlos. Un día se lo dije, estando en una tertulia. Acababa de leer el Hambriento. ¿Deja de ser excelente (le dije) el sistema democrático, porque algunos necios o malvados se dan el nombre de demócratas? El se rió a carcajadas; y pasándole la vihuela a una niña de la casa, rogole que tocase una zamacueca para bailarla él mismo. Ni me admira tampoco que desee derramar sangre chilena el que se entrega a los mismos que ayer no más eran los verdugos de los patriotas chilenos.

 

 

     Siempre hallaré muy natural y lógico el que se declare enemigo de la Constitución y de la República, desde que supo permanecer indiferente durante la guerra de nuestra Independencia. Mientras peleábamos por la libertad los pipiolos (cuya sangre él desea ver correr, para bien de la patria), ¿qué hacía Portales en bien de la patria? Especulaba con el monopolio del tabaco, monopolio legado por los españoles; hacía consistir la base de su fortuna personal en una institución contraria al progreso de su país. ¡Y nos llama enemigos de Chile, a nosotros que peleábamos por el porvenir de Chile, cuando él traficaba a la sombra del pasado! ¡Cuando especulaba con uno de los viciosos legados del coloniaje! ¡Cuando ni aun siquiera se acordaba de la libertad de su país! En cambio, se ha venido a acordar ahora, cuando Chile comenzaba a respirar la atmósfera de la libertad. ¿Y para qué? Para poner sus talentos al servicio de los reaccionarios; para servir de tropezón a la marcha democrática de la República, que él es incapaz de comprender; para ensangrentar a la nación con la atroz guerra civil, que los chilenos no conocíamos antes de que los reaccionarios la hubieran creado y fomentado; para emplear, en fin, toda su energía en satisfacer odios personales, en ejercer estúpidas venganzas, y en convertir a nuestros gobiernos hacia las antiguas y feroces prácticas del coloniaje, persiguiendo cruelmente a los mismos que hemos derramado nuestra sangre por la libertad de la patria. ¡Esto se llama hoy patriotismo! He aquí lo que me admira: el atrevimiento para bautizar a un crimen con el nombre de una virtud.

 

 

     Perdóname, alma mía, que te hable de esta manera... No sé qué sería de mí, si no encontrara en ti otro corazón al cual acercar el mío hecho pedazos!... Si tú no estuvieras en el mundo, yo quisiera morir, para no ver los males de mi patria; para no oír el llanto de mis conciudadanos; para no ser testigo del envilecimiento en que habrá de caer este país, tan digno de mejor suerte.

 

 

     Te hablo de esta manera, mi Lucinda, porque al prever los males que habrán de afligir a Chile, no puedo permanecer indiferente ante las imágenes sangrientas, ante los cuadros dolorosos que veo dibujarse allá en el porvenir. Ojalá fueran fantasmas de mi imaginación; pero mi razón me muestra con tal evidencia los fundamentos de mis temores, que mi corazón se conmueve, al considerar cuánto no tendrán que sufrir nuestros hijos, bajo el sistema de dolo, de falsía, de traición, de espionaje, de injusticias, de persecuciones y de venganzas, iniciado por don Diego Portales.

 

 

 

Mayo 24.

 

 

(A las 5 de la mañana.)

 

 

     Yo conozco muy de cerca a don Diego Portales, y siempre he admirado en él las raras dotes con que la naturaleza ha adornado su espíritu. Cultivado éste, habría producido una abundante cosecha de virtudes, que se han convertido, por la falta de cultura, en afectos bastardos, en vicios y en preocupaciones de todo género. Lo que he oído referir de su niñez y de su primera juventud coincide en todo con su modo de ser actual. El niño travieso, voluntarioso, indócil, díscolo y desobediente del colegio, llegó a ser un mozo atrevido, irrespetuoso, caprichudo, insubordinado; y es hoy un hombre testarudo, orgulloso, intolerante, irascible y altanero hasta la insolencia. Perezoso e indolente a veces, sabe desplegar una asombrosa actividad y una energía a toda prueba, cuando ha tomado un partido. De pasiones vehementes, no sabe ni amar ni odiar a medias; pero sabe más odiar que amar. Algo envidioso (él cree no serlo, porque: ¿a quién envidiaría un hombre que se cree digno del primer rango?), es profundamente rencoroso y vengativo hasta la crueldad. Es un gran carácter, enardecido por el odio; un talento natural, deslumbrado por las preocupaciones; una poderosa voluntad, dirigida por su amor propio y templada en el espíritu de partido. De aquí las persecuciones futuras que yo temo, y que anegarán a la república en un mar de sangre.

 

 

     Valiente hasta la temeridad, sobre todo cuando encuentra resistencias; no parece sino que las dificultades triplicaran sus fuerzas físicas y alumbraran su entendimiento, para encontrar expedientes aun en medio de los mismos peligros que lo amenazan. Sus miras estrechas, y a veces mezquinas, están muy lejos de hallarse a la altura de su talento para alcanzar sus fines. Es enemigo de los términos medios, y le gusta siempre jugar el todo por el todo. Animado por sus rencores, y en posesión del poder, preferirá siempre tomar la línea recta para llagar hasta su enemigo. Sin embargo, suele no desdeñar la intriga; y sabe esperar los resultados... El tigre suele a veces ser gato... De una organización delicada y sensible, la vehemencia de sus pasiones, jamás contenidas, lo hace tomar resoluciones súbitas, que no por ser prontas dejan de ser duraderas. Pronto en concebir una idea y de admirable fecundidad para encontrar los elementos de su realización, posee una voluntad de fierro para ejecutar lo que se ha propuesto. No retrocede ante los inconvenientes y marcha derecho hacia sus fines, con una persistencia que a veces es la tenacidad vulgar del amor propio, y en muchas otras, la constancia de las almas nobles y fuertes que persiguen un propósito elevado.

 

 

     No parece ambicioso, porque no lo es como el común de las gentes. Su espíritu, elevado por naturaleza, desprecia el brillo y la pompa; y si aspira a los puestos públicos, es para influir en los destinos del país. Carece de la ambición de honores y de riquezas, tan común en las almas vulgares, y sólo ambiciona el mando. Un puesto público es pues para él un lugar poco codiciable, y en donde le gusta ver a sus amigos. En cuanto al poder, ya es otra cosa; y tratará de obtenerlo, adueñándose del ánimo del mandatario o imponiéndole la ley de su férrea voluntad. Su pasión es mandar por mano de otro; y antes que ser Presidente de la República, preferirá ser el ministro de un presidente necio.

 

 

     Portales posee el sentimiento de la justicia; pero cegado por sus rencores obra como si careciese de ideas, sobre la equidad. Todo lo ve al través de sus odios. En presencia de sus enemigos, su criterio se ofusca hasta no concederles ninguna clase de virtudes. Entre un pipiolo y un pelucón, él ya tiene de antemano pronunciada la sentencia. Siempre es justo el no serlo con los liberales. Éstos no merecen que un pelucón honorable les cumpla su palabra empeñada. Ser desleal con ellos es ser leal con el país; engañarlos es ser un hábil político; no escuchar sus reclamaciones es ser un buen mandatario; perseguirlos sin necesidad, martirizarlos inútilmente y confiscar sus bienes, es ser un gran estadista. Estoy por creer que si don Diego ama el gobierno restrictivo y despótico es sólo porque los pipiolos aman la libertad, la igualdad y la fraternidad.

 

 

     Nuestro poderoso ministro cree llegar por el rumbo opuesto a la tranquilidad de la república... Desea, con loable ardor, el progreso de su país, sin comprender netamente en lo que consiste el progreso, ni saber cuáles son los medios más adecuados para alcanzarlo. Para él no hay medio que produzca más adelantos sociales que la paz y tranquilidad públicas, y tiene mucha razón; pero ignora, u obra como si ignorara, que no hay tranquilidad durable si ella no sirve de base a la felicidad pública, lo cual sucederá solamente cuando los ciudadanos gocen de la paz, utilizándola en el libre ejercicio de sus derechos y de sus deberes. Entonces la paz, lejos de ser perturbada, encuentra sus defensores más ardientes en la sociedad misma, interesada en su conservación.

 

 

     No es ésta la tranquilidad apetecida por el ciego estadista, sino la que resulta de la presión; tranquilidad amenazada siempre de muerte por la sociedad misma, pues ésta no puede estar interesada en conservarse en un estado contrario a su naturaleza. Los gobiernos no podrán dar jamás la tranquilidad a los pueblos cuyas aspiraciones no satisfacen, porque la paz no se impone como se impone el silencio.

 

 

     Nuestro estadista aborrece la anarquía popular, que es el despotismo del pueblo, y yo le ayudo con gusto a aborrecerla; pero su odio egoísta no nace del amor al orden público sino del amor al despotismo aristocrático, que es la anarquía de las clases elevadas.

 

 

     Con medianos conocimientos siquiera en las ciencias sociales, don Diego habría llegado a ser un estadista de primer orden: así lo hacen presumir la sagacidad y perspicacia de su talento, junto con la actividad, energía y constancia de su carácter... Pero su ignorancia de los principios más conocidos sobre los derechos y los deberes del Hombre, su desprecio por el pueblo, su horror a la libertad, sus preocupaciones contra la sociedad en general, su ninguna fe en el buen sentido público, su confianza excesiva en la propia superioridad, su desconocimiento de la equidad y de la justicia, su excesiva sed de influencia y de dominio, su tendencia al empleo de la intriga de mala ley, del fraude y del engaño, combinados con la presión y el terror, para dominar absolutamente, sus estrechas miras de círculo, y hasta su sensualidad misma, y sus instintos feroces, convertidos en pasiones, por su falta de educación, le impiden elevarse a concepciones de un rango superior. Pero si le falta elevación de miras, en cambio le sobra arrogancia y atrevimiento para no reconocer igual. El niño altanero, que en el colegio no respetaba a sus maestros y miraba de alto abajo a los condiscípulos que sabían más que él, obra hoy de una manera análoga, aunque en otra escala más elevada.

 

 

     Su espíritu es altivo, dominante y atrabiliario. A veces busca la lucha por el placer de vencer en la discusión. Expresa sus opiniones, aun las más absurdas, con un aplomo y seguridad que fascinan, no siendo estraño que, muchas veces, su perspicacia adivine lo que no sabe. De todos modos, su palabra tiene siempre el tono de ultimátum. Es menester creer lo que él dice y aprobar lo que él hace, so pena de ser un necio, un díscolo, un malvado o un enemigo del país. El tono de su voz, acentuada siempre por la pasión, la mirada penetrante de sus ojos, la franqueza de su expresión clara y terminante (que revela una voluntad decidida e imperiosa), el perfil severo de su rostro simpático, el aire desembarazado de su persona y hasta la sonrisa temible de sus labios provocativos, comunican a su palabra esos atractivos de la elocuencia que arrastran y seducen. En más de una ocasión lo he visto apropiarse las ideas ajenas, y presentarlas como suyas, con tal sagacidad, que el autor mismo del pensamiento queda encantado de haber pensado conforme pensaba el señor don Diego. Su inflexibilidad es admirable para no darse nunca por vencido; y es tal su pasión a este respecto, que cuando no domina por completo en una discusión cualquiera, entonces se calla o exhala su bilis en sarcasmos punzantes. Lo he visto contestar con una carcajada a un argumento concluyente contra sus doctrinas. ¡Pero qué carcajada aquélla!...

 

 

     Por esto huye de encontrarse con cualquiera superioridad. El talento ajeno lo abruma; las verdaderas gracias caídas de la boca de otro le hastían; y encuentra un placer especial en rodearse de necios. Esto hace recordar su antigua pasión de colegial, cuando se entretenía horas enteras en perseguir cruelmente con sus burlas a alguno de sus condiscípulos. No parece sino que su espíritu sarcástico y burlón gozara al palpar la inferioridad de los demás. Cuando éramos amigos, lo veía pasar horas enteras entretenido con los disparates de cualquier mentecato.

 

 

     Sus burlas punzantes no perdonan ni aun a sus propios amigos políticos, en los cuales sólo ve personajes secundarios que forman el fondo de los cuadros en que él figura en primer término. Parece que agradeciera la altura a que lo ponen las necedades y ridiculeces ajenas. Esta cualidad que, en medio de un partido homogéneo y unido por miras nobles y elevadas le concitaría enemigos, ha formado, al contrario, en torno de su persona, un círculo de pelucones divididos por aspiraciones diversas que los hacen odiarse mutuamente. Cada uno de ellos agradece a su jefe las puyas y sarcasmos que éste lanza sobre el vecino enemigo.

 

 

     No solamente carece Portales de una educación medianamente republicana, sino que posee las más absurdas ideas sobre el sistema democrático, cuyas instituciones odia, sin comprenderlas. Si las comprendiera, y siguiera odiándolas, no merecería compasión; pero lo cierto es que las desprecia porque no ha pensado jamás sobre ellas, y el rencor que les guarda no es más que el reflejo del odio que profesa a los liberales. Verdad es también que nunca ha pensado seriamente sobre ningún sistema de gobierno; y así como cuando colegial se jactaba ante sus condiscípulos de no haber estudiado sus lecciones, hoy hace gala de no haber estudiado nunca nada, ni leído con gusto más que el Quijote y otro libro más, que no recuerdo. Y ojalá hubiera leído con atención aquel libro extraordinario, pues así su mente se habría enriquecido de ideas verdaderas sobre el corazón humano y sobre la equidad, la justicia y el fin social de los pueblos.

 

 

     En vez de esas ideas, tiene la mente llena de preocupaciones, nacidas de su propia ignorancia y de la atmósfera social en que se crió. Alejado de los campos de batalla, en donde se vivía odiando al rey y peleando por la libertad, miraba con indiferencia y desde lejos la contienda de nuestra Independencia; y entregado, mientras tanto, a los placeres de una vida licenciosa, que alternaban con sus elucubraciones comerciales, no podía su espíritu impregnarse de las ideas republicanas, ni encenderse su corazón en el fuego del patriotismo.

 

 

     Esto no es decir, querida mía, que Portales no ama a su patria. No... La ama de corazón; pero su patriotismo está muy lejos de ser ilustrado y desinteresado. Es patriotismo egoísta que ha dado origen a una política absorbente, injusta, exclusivista e intolerante. Para el ministro, no hay más patria que el círculo que rodea a su persona; y de aquí es que su administración ha comenzado y seguirá siendo eminentemente personal. Todos los que no aprueban su atrabiliario gobierno son y serán enemigos del país, y tratados como a tales. Su desmedido orgullo lo hace rechazar toda indicación que venga de sus contrarios, a quienes negará el derecho de interesarse por el país. Los que secunden ciegamente sus miras serán ciudadanos chilenos; los que no, merecerán su odio, en castigo de su traición a los intereses de la patria, es decir, a los intereses del partido, cuya encarnación es Portales. Y el odio de éste significará la persecución, el insulto, la muerte, el destierro y la confiscación de los bienes de los enemigos de la patria; es decir, de los que no aprueban la administración del vengativo ministro.

 

 

     En todo esto, obra él de buena fe, pues obra con la conciencia de su infalibilidad política. Él cree que así restablecerá en Chile la tranquilidad que una libertad exagerada le ha quitado, y que de este modo morigerará la administración, ya corrompida por los liberales. De manera que, en su fanatismo por el sistema restrictivo, creerá sacrificar a los pipiolos en aras del bien público, cuando lo que hace es sacrificar los principios republicanos en el altar de sus preocupaciones, de sus odios y de sus rencores patriótico-personales.

 

 

     He aquí, Lucinda mía, por qué te digo que este hombre, elevado por fatales circunstancias a director de la República, sin comprender el verdadero objeto de la revolución contra el rey de España, implantará en Chile el viejo sistema del coloniaje, que tan bien cuadra con su carácter y con su educación imperfecta. Y no atreviéndose ese retrógrado sistema a presentirse en su atroz desnudez, ha tenido que hacerlo ataviado a la republicana. Uno de los rasgos característicos de esta y de las futuras administraciones peluconas será la falaz hipocresía. La administración, republicana en las palabras y monárquica en el fondo, no será desde hoy más que una copia (modificada según las circunstancias actuales) de los gobiernos de la colonia. Es todo lo que Portales sabe de la ciencia de la administración pública.

 

 

 

 

     Y sin embargo, este hombre aspira a la perfección administrativa. Su alma elevada ha sufrido indudablemente, al ver el descamino y tropiezos de nuestras anteriores administraciones, y anhela por la honra y decoro del gobierno, y por la paz y tranquilidad de la nación. Sólo que se ha engañado en la elección de los medios para conseguir tan loable objeto. De aquí la serie de contradicciones que presentan el carácter y la vida política de Portales. No parece sino que en él hay dos espíritus: el uno que lo empuja a los deseos nobles y elevados, y el otro que lo pone al nivel de los hombres más vulgares. Es que su alma, levantada y digna por naturaleza, cae en el fango de sus preocupaciones, de su ignorancia y de sus instintos bastardos, cuando trata de dar un paso en el camino de la práctica. Basta observarlo despreocupadamente, para notar las contradicciones de este carácter elevado y rastrero, atrevido y cobarde, generoso y mezquino, abnegado y egoísta, desinteresado y ambicioso, compasivo y cruel, agrio y truhán, severo y burlón al mismo tiempo. Ha pugnado por defender la constitución dictada por los liberales, y será su más cruel verdugo. Ama a su patria, y se ha puesto al servicio de los enemigos de la república. Odia a todos los revolucionarios del mundo, y se olvida de que ha contribuido a echar por tierra el régimen legal, sin que para ello hubiera otra razón que el odio de los pelucones a la libertad, y su propio odio a los liberales. Se indigna contra los que no respetan las leyes, y él es el primero en faltar a ellas. Desea la tranquilidad pública, y tiene al país en una constante intranquilidad, con sus persecuciones antipolíticas, que habrán de provocar disturbios a cada paso. Aborrece a los malvados, y él cría malvados y los apoya, premiando el espionaje, la delación y la calumnia, y perdonando verdaderos crímenes en cambio de adhesiones. Se ríe de los aduladores, respondiendo a veces a una alabanza con una burla o un sarcasmo; y no obstante, su sistema represivo y tirante es el más a propósito para crear aduladores y envilecer el espíritu del pueblo. Tan pundonoroso como celoso de su honra, es al mismo tiempo muy poco escrupuloso en la elección de los medios para llegar a los fines que se propone.

 

 

     Con sus ojos fijos allá en el bien hacia donde él pretende ir, no ve ninguno de los males que hace en el camino. Jamás ha cesado de echar en cara sus vicios y sus malas costumbres a los liberales, con una acrimonia que sentaría mejor en otro hombre de costumbres menos licenciosas e inmorales que las suyas; y luego vemos que no hay pillo, por vicioso que sea, que no encuentre aboyo, con tal de servir de cuña en su partido. Es un hombre honrado que se ríe a carcajadas de la necedad de los liberales, en haber tomado siempre a lo serio la palabra empeñada de los pelucones. Su veracidad es tan grande, que sólo miente en política. Quiere que los puestos públicos sean servidos dignamente; y los provee de gentes viles, que no pueden servir sino de instrumentos de círculo. Ha consagrado el respeto ciego a los mandatarios, como el principal elemento de orden público; y es muy capaz de ridiculizar a su amigo el presidente, delante del portero de palacio. Trabaja por introducir en la administración pública la moralidad que, a juicio de los pelucones, faltaba al gobierno de los liberales; y sin embargo, ¿qué administración más inmoral que la suya? Después de haber debido ayer su existencia a una serie de traiciones y al derramamiento de sangre chilena, busca hoy su afianzamiento en odiosas persecuciones; y concluirá por elevar mañana el fraude y el engaño al rango de indispensables expedientes políticos. No puede ver a los malos jueces; y luego los obliga a dictar sus fallos y providencias, no conforme a los principios de justicia, sino mirando los intereses del partido dominante. Le agrada oírse llamar el justiciero, y todavía no hemos visto que haya hecho justicia a sus contrarios... Pero sería nunca acabar el seguir hablándote de los defectos y contradicciones de este hombre tan poco a propósito para regir un país que comienza su aprendizaje democrático.

 

 

 

 

Mayo 24.

 

 

(A las 3 de la tarde.)

 

 

     En cambio, ninguno más adecuado para servir de tropezón a la marcha republicana del país, y ayudar a los pelucones a llevar a cabo sus liberticidas miras.

 

 

     No creo que en la historia de las repúblicas hispanoamericanas se encuentre un hombre que represente las ideas y tendencias de un partido con mayor exactitud que la que el carácter, la educación y los antecedentes de don Diego Portales representan el modo de ser y las tendencias del partido pelucón. Este hombre, verdaderamente extraordinario, bajo más de un punto de vista, y que por su pésima educación raya casi siempre en la más común vulgaridad, es algo como la encarnación de las prácticas, usos, costumbres, vicios, preocupaciones y tendencias de los reaccionarios.

 

 

     Tal para cual. Sin un hombre de las cualidades y defectos que constituyen el carácter de Portales, no habrían podido los pelucones triunfar del elemento republicano, arraigado ya en todo el país; y sin los reaccionarios, todo el talento del ministro dictador y toda su energía, habrían sido impotentes para llevar a cabo sus miras liberticidas. La misma diversidad de miras de los retrógrados, divididos en facciones que se observan con ojeriza, ha sido un elemento del cual ha sabido aprovecharse Portales para dominarlos; y ellos se han dejado dominar, en cambio de que él sojuzgue y despotice al país en favor de ellos. Así es que este hombre ha venido a complementar a un partido que, por su diversidad de miras personales, no podía obrar de consuno sin un jefe absoluto que supliera las ideas que le faltan, y que son el único elemento de unión duradera entre los hombres.

 

 

     Cada facción pelucona ha trabajado por ejercer un dominio más o menos exclusivo, y Portales, ayudado de la casualidad, ha podido halagar y fomentar las esperanzas de todas ellas. La facción o'higginista creyó y aún cree que el glorioso vencedor de Chacabuco, convertido después en miserable dictador de Chile, vendrá a sentarse en la silla presidencial. Los clericales esperan la devolución de los bienes quitados a los conventos de regulares; y los conservadores en general ven en su hombre de estado el más poderoso apoyo de los usos, abusos, costumbres y vicios de la colonia. No están menos contentos los temerosos y pacatos, pues encuentran en el gobierno restrictivo y cruel de Portales la más segura garantía de orden público. Los estanqueros andan con el placer pintado en la fisonomía; y hasta los que no son nada han llegado a ser acérrimos partidarios de la administración, pues durante los gobiernos despóticos, pocos son los que tienen el valor de no batir palmas. Por último, te hablaré, querida mía, de los monarquistas y de los secretos realistas. Éstos no pueden menos que simpatizar con un hombre que llevó su religión y prudente cordura hasta no herir ni de palabras a los que defendían la Santa causa de Su Majestad; y aquéllos aguardan de él la realización de una república monárquica, en la cual el presidente será un rey, centro de todos los poderes públicos y gran elector de senadores, diputados, cabildantes, jueces, etc. Unos y otros echaban de menos los buenos tiempos de Su Majestad; pero hoy están contentos, pues que Portales gobernará a lo rey.

 

 

     Ahora, si a todas esas cualidades, que tan del gusto son de los reaccionarios, pues que ellas concurren a formar un carácter despótico, agregas la circunstancia de llevar Portales un ilustre apellido, verás, mi querida Lucinda, como cada una de las facciones peluconas habrá de encontrar en don Diego algo que satisfaga sus deseos o esté acorde con sus preocupaciones. Ahora bien, no siendo posible que ninguna de ellas alcance a lograr el dominio a que aspira, sin que se lo impida la ambición de su vecino, todas prefieren entonces entregarse en manos de un hombre que, sobre no contrariar sus preocupaciones, da pábulo a sus más bajos instintos y fomenta sus esperanzas de recuperar algo de lo perdido. Por otra parte, los pelucones, a pesar de su discordancia en aspiraciones, codicias y miras de detalles, están acordes en el punto capital de odiar las instituciones republicanas y perseguir sin descanso a los liberales. Y como nada hay que una tanto a los espíritus de bajas miras como el odio a un enemigo común, el rencoroso y vengativo político será el natural vínculo de unión entre los elementos heterogéneos que forman el partido reaccionario.

 

 

     Aún más: ese mismo espíritu de intolerancia, de persecuciones hasta la crueldad, de que tantas pruebas ha dado el ministro, forma, con su insolente altanería, una aureola de grandeza para los reaccionarios, educados bajo el régimen colonial y acostumbrados a la férula monárquica. Su ideal de gobierno es el absoluto, y Portales realiza ese ideal. Unos temen y otros aborrecen la libertad, y Portales parece temerla, y aborrecerla al mismo tiempo. Hasta los más perezosos de entre los pelucones serán capaces de desplegar una gran actividad y energía por oponerse a una innovación, y ¿quién más activo y enérgico para oponerse al desarrollo de las ideas republicanas que ese mismo Portales, tan perezoso ayer para servir a la independencia de su patria? Los reaccionarios son exclusivistas; su patriotismo es un egoísmo disfrazado; ellos se creen la patria, y desprecian al pueblo hasta el punto de negarle toda iniciativa. Pues bien, pocos caracteres más exclusivos que el del intolerante y absoluto ministro, cuyo patrimonio no es más que partidarismo (perdóname, hijita, esta nueva palabra), y cuyo desprecio por el pueblo es ya proverbial. Acostumbrados los reaccionarios a ver allá en lo antiguo cómo era despreciada la ley por los gobiernos y cómo era además dictada, con el fin de esclavizar a los gobernados, admiran la noble arrogancia con que su hombre se sobrepone a las leyes, o las manda hacer, para atar las manos a la nación. ¡Esto es grande!

 

 

     He aquí cómo los enemigos de la república entienden el principio de autoridad, el cual será consagrado como un dogma político bajo la administración del caprichudo y voluntarioso ministro. Éste ha dejado entrever que empleará el sistema del favor para premiar adhesiones, como en tiempos del rey; que no buscará talentos especiales para que sirvan a la patria en los destinos públicos, sino amigos ciegos que sirvan al partido; que pondrá la espada de la justicia en manos de los instrumentos de su torpe política; que tratará de arrebatar el derecho de sufragio a los pueblos, convirtiendo al gobierno en gran elector; y que no retrocederá ante el dolo, el fraude, el espionaje, la injusticia y la crueldad, para mantenerse en su puesto contra la voluntad nacional. Y ¿qué cosa más del gusto de los pelucones que todo eso? Una política intrigante, falaz, engañosa, traidora, abusiva, y al mismo tiempo intolerante, represiva, perseguidora, injusta y cruel, tal como se inicia la política de Portales, es el ideal del peluconismo. Y he aquí cómo Portales, valiéndose de tantos instrumentos, viene a ser el gran instrumento de los reaccionarios, que han sabido y sabrán aprovecharse, así de las altas cualidades como de las bajas pasiones de su hombre, para realizar sus liberticidas miras.

 

 

 

 

Mayo 25.

 

 

(A la una y media de la tarde.)

 

 

     No seré yo, alma mía, quien niegue que en las administraciones pipiolas se ha cometido desaciertos; pero ¡cuán infinitamente mayor no es el número de adelantos que el país les debe! Lo que negaré siempre es que todos los errores cometidos por los liberales no han podido autorizar razonablemente una revolución. Porque, aún suponiendo que los liberales hubieran cometido grandes desaciertos, ¿por qué no concurrían a enmendarlos, la cordura y el saber de los pelucones? Las administraciones pipiolas no tuvieron nada de exclusivistas; y con un espíritu de fraternidad que las honra, proveían los destinos públicos, sin distinción de colores políticos.

 

 

     Jamás han obrado de otra manera los verdaderos amigos de la república, y los pipiolos han probado prácticamente que quien ama a la libertad no aborrece a los hombres. Nunca olvidaré la noble conducta del ejército con que Freire venció a los realistas en Chile: no bien depusieron las armas, cuando les apretamos cordialmente la mano. Pero ¿a qué ir a buscar lejanos ejemplos? ¿No se acuerdan los traidores de que ayer no más, después de vencerlos en Ochagavía, los abrazamos fraternalmente?

 

 

     Los liberales sabían ver en el enemigo al ciudadano, al compatriota, y estaban dispuestos a escuchar las advertencias y consejos dictados por el amor a la patria. Bajo la última administración se han verificado las elecciones más libres, y sin fraudes ni engaños oficiales, que yo espero ver en Chile, mientras sea regido según el sistema iniciado por el gran ministro. Ahora bien, siendo esto así, como es notorio, ¿por qué los señores pelucones, en lugar de ensangrentar atrozmente la república, no se valieron de las influencias que les proporcionaban sus riquezas, sus antecedentes sociales y los mismos puestos públicos que ocupaban en el gobierno, para hacer que éste dejara el mal camino? Pero no, los que hoy se llaman amigos del orden prefirieron establecer en Chile el precedente de las revoluciones sangrientas que, andando el tiempo, seguirá dando frutos de lágrimas, de desmoralización social y de atraso público.

 

 

 

 

 

     Fácil es prever, Lucinda mía, los resultados prácticos de tan fatal sistema de gobierno, atendidos el carácter de los hombres que lo ponen en práctica, y el estado social de un país sin experiencia, recién salido de una vida de envilecimiento, que se encuentra en una época de transición, y al cual es muy fácil corromper, y por consiguiente, dominar.

 

 

     Un país así, que salta de repente de la monarquía a la república, ha menester de un gobierno que le enseñe a ser republicano, presentándole cotidianos ejemplos de moralidad pública, de probidad política, de respeto a la ley, de patriotismo desinteresado y de amor al progreso. ¿Podremos esperar algo de esto de la administración pelucona? Lo que estamos palpando dice que no. ¿Qué buena fe política puede esperarse de los que no sólo han faltado prácticamente a su palabra, sino que tratan de elevar la falsía al rango de teoría política, que ya va formando escuela? ¡Con decirte que los señores pelucones nos tachan de crédulos, ilusos e inocentes hasta la necedad, sólo porque hemos cometido la muy grande de fiarnos en su palabra de honor! Ellos se han levantado en nombre de nuestra constitución con el objeto ostensible de defenderla; pero como hacen gala de decir una cosa y hacer lo contrario, yo creo que borrarán la ley fundamental para hacer otra a su manera. ¡Y bien se echa de ver qué clase de constitución dictarán los enemigos de la libertad! Ya andan diciendo que el pueblo no está preparado para ser regido por la constitución pipiola. Éste es su principal estribillo, que se repite, creyendo haber dicho una gran cosa, porque no saben que son ellos los que no están preparados para regir los destinos de un pueblo libre.

 

 

     Ésta es la verdad; y si así no fuera, nuestros padres habrían sido unos imprudentes en dar el grito de libertad tan prematuramente. Porque ¿estaban los pueblos, en 1810, mejor preparados que hoy para la república? ¿Por qué no esperaron con patriótica paciencia que los españoles acabaran su tarea de preparar a las colonias para la vida democrática? ¡Ah!, ¡Lucinda mía! Si yo tuviera la certidumbre de vivir a tu lado hasta ese día en que las opresoras aristocracias encuentren ya preparados a los pueblos para ejercer sus derechos, te juro por nuestro amor que me creería en posesión de la felicidad eterna.

 

 

     Sí, mi alma, son los usurpadores los que no acabarán jamás de prepararse para entregar lo que no les pertenece. Será preciso que el pueblo les arranque a estirones los derechos y libertades que ha menester para adelantar en la vía del progreso, que hoy entreve. ¡Ay!, ¡alma mía! Esos estirones harán correr ríos de sangre...

 

 

 

 

 

     Así pues, don Diego Portales no será, sino en el nombre, el ministro de un gobierno republicano. Es algo (si cabe) más repugnante que un monarca, porque es un rey disfrazado; y bajo el pérfido disfraz republicano, cometerá los mayores crímenes contra la república. A nombre de la libertad nacional, esclavizará a la nación. Habrá venganzas de todo género, y se mandará a los jueces dictar sentencias inicuas contra los enemigos de la administración.

 

 

     Todo esto lo hará Portales, sin necesidad de ser un gran genio (como ya comienzan a decirlo los necios y los aduladores que especulan con su propia vileza). Bástale favorecer con su activa energía las tendencias de los reaccionarios; tendencias acordes con su propio carácter. El genio crea, inventa; y Portales no necesita crear ni inventar nada para gobernar a lo virrey.

 

 

     Este hombre, no solamente dominará al partido que lo ha elevado al rango de oráculo infalible, sino que imprimirá a ésta y a las futuras administraciones el sello sangriento de una política de extermino: sello que jamás habían presentado antes los gobiernos republicanos en Chile. Y voy a darte, mi Lucinda, las razones en que me fundo para pensar así.

 

 

     Pongo en primer lugar (aunque no es la primera razón) el talento, la energía y la constancia desplegadas por el ministro para hacer imperar su voluntad, a lo cual se agrega su espíritu vengativo, cruel y atrabiliario, que tan del gusto es de los pelucones. En segundo lugar, están la falta de ideas (de los reaccionarios), su ignorancia de los principios democráticos y su miedo a la libertad: ignorancia y miedo que los harán entregarse a ojos cerrados en manos de su hombre. Ya antes te he hablado de las analogías entre el carácter de Portales y la manera de ser de los pelucones. Ahora te haré presente que, siendo los pelucones un partido eminentemente egoísta, absorbente, exclusivista y codicioso del poder, ayudará al ministro, con todos los elementos que le proporcionen sus influencias personales y sus riquezas, a fin de que Portales los haga para siempre señores absolutos del país. Por último, adueñados del poder, nadie pondrá en duda que habrán de proseguir después monarquizando la república. Y gobernarán cruel y despóticamente, no tanto porque el absoluto ministro haya impreso a la administración el sello de la crueldad y del despotismo, cuanto porque esta manera de gobernar es esencialmente española, o lo que es lo mismo, reaccionaria, pelucona. Por consiguiente, los enemigos de la libertad chilena no han menester que Portales, ni nadie, venga a enseñarles a llamarse ellos mismos la nación; a repartirse entre sí todos los puestos públicos; a excluir a sus contrarios de toda participación en los destinos del país; a negarles sus derechos a los pueblos; a no hallarlos jamás preparados para darles lo que les pertenece; a valerse del poder para enriquecer a sus amigos, y para perseguir a sangre y fuego a sus enemigos; a calumniar a la libertad, echándole en cara todos los males ocasionados por el despotismo; a llamar orden al statu-quo; a conservar todo lo existente, sea malo o bueno, y rechazar sistemáticamente toda idea, sea buena o mala; a apropiarse de los adelantos realizados por las mismas ideas que poco ha despreciaban, decretándose coronas cívicas por los progresos que el país ha alcanzado, a pesar de ellos mismos... Todo esto lo sabían ya los pelucones mucho tiempo antes que Portales lo pusiera, en práctica. Lo que necesitaban era un hombre que les ayudara a escalar los puestos públicos, y diera a la administración el tono conveniente.

 

 

 

Mayo 25.

 

 

(A las 9 de la noche.)

 

 

     Que el país progresará relativamente bajo las administraciones peluconas, eso es indudable; pero ello será, no porque los gobiernos sigan la política iniciada hoy por don Diego Portales, sino a pesar de esa política. Chile es un país sesudo, industrioso, trabajador y eminentemente comercial; y aunque el carácter pacífico de sus habitantes los aleja de toda clase de revueltas, no estarán jamás tranquilos mientras no recuperen el uso de la libertad, que necesitan para hacer progresar su industria y su comercio. Por manera que cuantos pasos dé el país en la vía de los adelantos, serán debidos a la noble constancia del pueblo. Los gobiernos se ocuparán en oponerse sistemáticamente a la marcha progresiva de la nación; en conservar prácticas abusivas, absurdas e inmorales, para conservarse ellos a todo trance, en sus puestos, y en esperar el día del juicio, es decir, el día aquel en que el pueblo adquirirá el juicio que (según los pelucones) ha menester para hacer uso de lo que le pertenece.

 

 

     He ahí, querida mía, la tarea de los pelucones: apenas les quedará tiempo para escribir la historia de los adelantos que la república les debe.

 

 

Considera ahora cuál no será la corrupción de un pueblo sin experiencia, que al comenzar a abrir los ojos, ve en su propio gobierno los más perniciosos ejemplos de dolo, fraude, traición y engaños de todo género.

 

 

     Una de dos: o el país vive en una constante irritación contra un gobierno así corrompido, o se envilecerá hasta el punto de amar esos mismos vicios consagrados por el ejemplo del poder. Lo primero producirá los levantamientos cotidianos y la constante anarquía; lo segundo corromperá las costumbres políticas, y de aquí pasará la corrupción al hogar doméstico. No es posible decir cuál será el último grado de envilecimiento a que puede llegar el pueblo por este fatal camino.

 

 

     Y no será éste el mayor mal que don Diego Portales haga a la república, sino que con su fatal sistema de gobierno desacreditará las instituciones republicanas; pues muchos espíritus ligeros achacarán a estas instituciones los disturbios, desórdenes, absurdos, torpezas, dolores y lágrimas que el país deberá solamente al espíritu monárquico encarnado en el sistema de Portales y disfrazado bajo el manto republicano.

 

 

     Mas a pesar de las despóticas dotes del gran estadista, a pesar de toda la riqueza de los pelucones, y por más esfuerzos que hagan para esclavizar al pueblo, no alcanzarán jamás a apagar el amor a la libertad. Chile ha comenzado a saborear los efectos de este precioso don del cielo, y aspirará siempre a gozarlo por completo. Muy bien puede tropezar y aun caer; pero bien pronto querrá arrancar de manos del gobierno los derechos y libertades que le usurpara.

 

 

     Por su parte, los pelucones harán consistir el decoro del gobierno en despreciar la voz de la nación, en no escuchar las reclamaciones de los pueblos y en abogar toda idea que de éstos nazca. He aquí su gran principio de autoridad. Ellos carecen del espíritu de iniciativa, y tratarán de sofocar ese espíritu en el pueblo. De aquí la división entre gobernantes y gobernados; de aquí la guerra civil, guerra eterna y sin cuartel, que no cesará sino cuando el sistema absurdo, iniciado hoy por Portales, deje de ser practicado por nuestras futuras administraciones.

 

 

     Pero mientras llegan esos tiempos, ¡ay, querida mía!, ¡cuánta no será la sangre chilena que se derrame! Casi no puedo seguir escribiendo: la pluma tiembla en mis manos. Mas, por otra parte, tampoco me es dado dejar de seguir comunicándote mis ideas, a ti que eres la mitad de mi ser. ¡Amor mío! Al enviarte mis pensamientos, me parece que ellos han estado también en tu mente; y es tan dulce esta ilusión, que sigo figurándome que nuestras almas piensan a un mismo tiempo las mismas cosas. ¿Y qué estraño sería que nuestras almas se unieran, a pesar de la distancia que nos separa? Mira, mi Lucinda, en este momento te siento aquí, junto a mí, sujetando tu respiración, y con los ojos fijos en estas líneas que para ti escribo. En ellas te digo que yo amo todo lo que es bello y noble, y tú debes creerme desde que te amo a ti. Yo sé que tu amor tiene ese mismo objeto, y por eso aspiro a ennoblecer más y más mi espíritu, para hacerme digno de tu corazón. Así mi mente se confundirá con la tuya, cuando ambas tengan idénticos pensamientos; así nuestros corazones permanecerán siempre unidos, cuando ardan en el mismo amor de lo bueno y de lo bello.

 

 

     Y para mí no hay espectáculo más bello que el que presenta un pueblo joven y lleno de vida, que marcha sin separarse de la senda de la libertad, para hacerse digno de rozar este don de Dios. He aquí, alma mía, la verdadera grandeza, muy diferente de la grandeza ficticia de una nación llena de brillo y de riquezas, pero postrada a los pies de un hombre. Porque la senda de la libertad es el aprendizaje de las ciencias y de las artes, el ejercicio del trabajo, el cultivo del amor y de la fraternidad universal, el fomento de todas las aspiraciones nobles, la realización de todas las ideas elevadas y la práctica de todas las virtudes que honran a la humanidad. El pueblo que sigue este camino no se postrará ante un hombre, porque no reconoce otro Dios que Dios; pero doblará la rodilla ante la ley, porque en una nación así, la ley es la expresión de la verdad, la voluntad de Dios, manifestada por la voz de un pueblo libre.

 

 

     ¿Encuentras tú, Lucinda mía, algo que sea más bello, aquí en la tierra, que la realización de este ideal? Yo sé muy bien la contestación que me dará tu alma generosa, cuyo principal goce es recrearse en la felicidad de los demás. El deseo que temo de que tu tierno corazón palpite por quien tanto te ama me hace recordarte mis sacrificios por ese bello ideal. Ese fue el punto de mira de los héroes de nuestra independencia, y hacia él marchaban los buenos hijos de Chile, cuando la democracia ha caído de nuevo en los lazos del viejo espíritu monárquico.

 

 

  Mayo 26.

 

 

(Por la mañana.)

 

 

     Acaba de llegar Pedro, que me ha entregado tu carta; y lo he abrazado dos veces, para pagarle el tesoro que me trae. ¡Gracias, mil gracias, adorada mía! Me pides que te devuelva a Pedro prontamente, y así lo haré. Este leal servidor, a quien estimo como a un buen amigo, ha llorado contándome... Pero, olvidemos esto, y demos gracias a la Providencia que sabe velar por los que tienen fe, y hasta por los que no creen en ella.

 

 

     Mientras Pedro encuentra dónde comprar un caballo para volverse a Molina (pues el suyo ha caído muerto poco antes de llegar aquí), yo voy a contestarte.

 

 

     Para esto tengo que hacer un esfuerzo sobre mí mismo, pues los ojos se me van sobre tu preciosa carta; y casi no me deja escribir el deseo de volver a releer tus lindos párrafos, en donde veo trasparentada la ternura de tu corazón. Pero es preciso que concluya esta contestación.

 

 

     El general, ya algo restablecido, está muy contento por la manera como has escapado de tantos peligros; y me encarga manifestarte su gratitud por las cariñosas expresiones que para él vienen en tu carta.

 

 

     Dile a mi excelente amigo Tronera que su valeroso y abnegado comportamiento ha merecido mil alabanzas de parte del general; y de la mía, agrégale que no le dices nada, porque no hallo cómo expresarle mis sentimientos de gratitud y cordialidad. A la bonísima señora, en cuya casa te has hospedado, le dirás que la quiero con toda mi alma; y que en cuanto las circunstancias me lo permitan, iré a Molina a satisfacer los deseos que tengo de conocerla y abrazarla.

 

 

     Tenemos fundadas razones para creer que nuestro escondite ha sido descubierto por los agentes del gobierno, y pensamos ponernos en camino esta misma noche para Santiago, en donde podremos permanecer ocultos con menos probabilidad de ser descubiertos que en cualquier lugar de provincia.

 

 

     ¡Ah!, ¡querida de mi corazón! Es menester que huyamos del gobierno todos los que amamos la libertad y el progreso de Chile. Somos extranjeros en nuestra propia patria, y no nos es dado esperar misericordia ni benevolencia de parte de quienes están dispuestos a no concedernos aún el uso de nuestros derechos. Chile no es ya de los chilenos, sino de los antiguos amigos de España. Los que aún tenemos amor a la libertad y fe en la república debemos ir a ocultar ese amor y esa fe como se oculta un crimen. Sí, alma mía, nos alejaremos de aquí, porque no quiero que mis hijos abran los ojos viendo entronizada la injusticia, y elevados el fraude y el engaño, al rango de virtudes.

 

 

     Si algún día la patria me ha menester, volveré a darle lo poco de vida que me quede; pero mientras tanto, viviremos allá, en aquel lugarcito de costa de que ya otras veces te he hablado. ¿Te acuerdas? Es una ensenada de cerros coronados de robles seculares y cubiertas sus faldas de quillayes, peumos, litres y avellanos. En la mitad de la falda hay una meseta, en donde parece que la mano de un genio benéfico hubiera reunido los árboles más hermosos. Mil matices del verde alternan en el unido follaje de los árboles, desde el ceniciento de los olmos y el brillante acerado de los corpulentos quillayes, hasta el oscuro del boldo, con sus granos de oro, y el lustroso de las pataguas salpicadas de flores olorosas y blancas como el azahar. Desde aquella meseta se divisa el mar, que rompe sus olas en la pedregosa base de la montaña. A la derecha y a la espalda se elevan los gigantescos cerros, y a la izquierda se despeña un torrente bullicioso, cuya corriente ha cavado en las faldas del monte una quebrada que desemboca en el océano. Sólo se oye el ruido de la cascada en la cumbre del cerro, el golpe de la ola allá abajo y el murmullo de la corriente que se desliza por debajo de los árboles que bordan la quebrada, ocultando a medias el abismo con los lazos, festones y cortinajes de boqui, de coileras y copihues, y de otras mil enredaderas. Allí en la meseta haremos una casita, medio oculta entre el precioso grupo de boldos, litres, peumos y arrayanes. Sobre el abismo de la quebrada, habrá un balconcito, que será nuestro lugar predilecto, porque allí platicaremos juntos; desde allí, admiraremos todas las tardes la majestad del sol poniente al hundirse en las aguas del mar, y gozaremos del canto de los pájaros que buscan sus dormitorios entre el follaje de los árboles.

 

 

     Me parece que te veo, alma mía, embelleciendo con tu presencia ese pequeño, pero dulce hogar. Me figuro verte allí adorada, no sólo por mí, y por nuestros hijos, herederos de la bondad y dulzura de su madre, sino también por todas las gentes del lugarcito, a quienes tú harás tantos beneficios, que llegarán a mirarte como su ángel tutelar.

 

 

     ¡Adiós, vida de mi alma! Ruega al cielo que se realicen estos sueños, que yo estoy seguro de que Dios oirá los ruegos de un ángel."

 

     Lucinda había leído esta larga carta, no sin que las lágrimas hubiesen venido varias veces a sus ojos. Cuando hubo concluido, lanzó un suspiro, que fue de dolor y de placer al mismo tiempo. Pero bien pronto no quedaron en su mente sino las imágenes producidas por los últimos párrafos de la carta; y dando gracias a Dios, que le conservaba a su querido esposo, elevó sus ojos al cielo, y murmuró con ese acento que sólo se encuentra en las palabras de una mujer:

     -¡Dios mío! ¡Sin duda que el amor es un precioso don, emanado de vuestra bondad infinita, cuando tan dulce es amar y ser amada de esta manera!

 

 

 

Capítulo LVIII

El desterrado

 

 

                                                 

   "¡El pago de Chile!"

 

(Dicho popular.)

 

 

     La carta anterior era seguida de una posdata que decía:

               

     "Últimamente había pensado irme con Pedro, a Molina; pero se han confirmado las noticias que nos dieron esta mañana de haber sido descubierto nuestro escondite. ¿Cómo dejar al general solo en el estado en que se halla? Prefiero quedarme por ahora, y enviarte a Pedro. En cuanto deje a don Ramón en lugar seguro, me pondré en marcha para esa villa disfrazado de arriero. No obstante, si tú insistes en venirte, no dejes de hacerlo por el camino de la costa, sobre lo cual escribo largamente a Pepe. Yo tomaré esa misma vía; por manera que si ustedes se vienen antes de una semana, tengo por cierto de que nos habremos de encontrar en el camino. Pedro, que va bien advertido sobre el particular, conoce el disfraz que llevaré. De todos modos sigue las indicaciones de Tronera, en cuya prudencia y valor tengo plena confianza. -Adiós otra vez, alma mía."

          

     Tronera, después de leer su carta, pasó rápidamente la vista por la de Lucinda; y aunque manifestó cierta tristeza y desagrado durante esta última lectura, bien pronto volvió a su natural alegría. Preguntó a Lucinda si estaba dispuesta a ponerse en marcha al siguiente día, y habiendo ésta contestado afirmativamente, empezó Pepe a disponer todo lo necesario. Ya había comprado dos buenos caballos con este objeto, así como un sillón cómodo para Lucinda; pero con los últimos gastos se le agotó el dinero, y tuvo que recurrir a la bolsa de doña Manuela.

     La generosa señora puso a disposición de Lucinda, no solamente el dinero que necesitaban, sino todo cuanto ella tenía, rogando a Pepe que eligiese en su fundo los mejores caballos y mulas para el viaje; pero Lucinda sólo aceptó el dinero, prometiendo devolverlo a su llegada a Santiago, y concluyendo con decir a doña Manuela que jamás podría pagar los hospitalarios beneficios con que la había favorecido. A esto la buena señora contestó, con las lágrimas en los ojos:

     -¿Y te parece poco pago, hijita, el placer que me has dado con tu sabrosa compañía? Bien sabido es aquello de que: quien bien te acompasa, te engorda; y yo creo que tú me has hecho engordar más de dos dedos, a pesar de los sustos que hemos tenido que sufrir: que no hay paciencia para aguantar estos tiempos como están. Pero a lo hecho pecho, y lo pasado, pasado, y cúmplase la voluntad de Dios, quien nos manda sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos. Y el que no tiene paciencia no gana experiencia; así como al que no aguanta, nadie lo aguanta, pues, como dijo el otro: hombre poco sufrido, siempre mal avenido; y el que no sabe llevar la carga, antes se carga que no se descarga. Yo quisiera, mi alma, irme a vivir a la capital, sólo por tener el gusto de verte todos los días; pero no puedo, y los cortos medios son rigorosos jueces. Quien más vive más sabe; y ahora vengo yo a saber, por experiencia, aquello de que no es bueno hacerse con lo que no ha de durar. Pero no digo esto para que te aflijas -prosiguió, viendo que Lucinda se entristecía-. Eso sí que no, mírame como yo estoy alegre, porque todavía te veo, pues también es preciso gozar del sol mientras dura, y más vale una hora de alegría, que cien años de tristeza; la cual dicen que es cosa inventada por el diablo, y sólo sirve para matar al cristiano, como con cuchillo de palo; mientras que la alegría es cosa de Dios. Y ahora, espérame aquí sentadita en mi cojín, mientras yo voy a la cocina a ver si se han cocido ya los pollos para el cocaví que has de llevar.

     Diciendo esto, la señora salió tarareando una tonadilla; pero en cuanto estuvo fuera de la pieza, calló y se limpió los ojos con la falda de su camisón de angaripola.

     Aún no había amanecido el día siguiente, cuando ya Tronera y Pedro tenían preparadas las cabalgaduras y cargadas dos mulas; la una con un almofrej, en donde llevaban las camas, y la otra con el cocaví, compuesto de una multitud de atados y canastos llenos de municiones de boca.

     La caravana se puso en marcha después de haberse despedido de doña Manuela, quien, habiendo hecho persignarse a Lucinda al tiempo de montar a caballo, prometió quedarse rezando un rosario a la Virgen, para que librase a los viajeros de todo peligro.

     Lucinda, entre Tronera y Pedro, formaban la vanguardia; y las dos mulas, arreadas por dos inquilinos del fundo de doña Manuela, constituían la retaguardia. Éstos iban armados solamente de sus catanas, pues no habían querido recibir las pistolas que Pedro les ofreciera, en razón a que ninguno de ellos sabía manejarlas.

     En cuanto a Pedro, además del machete de que siempre estaba provista la cabeza de la enjalma de su montura, llevaba dos pares de pistolas en la faja que rodeaba su cintura; y Tronera, a sus pistolas de cuatro cañones, había agregado su espada, que tan bien sabía manejar. Pepe, con el aire de un hacendado campesino, llevaba pantalones de barragán, grandes espuelas, chaqueta de paño azul con alamares negros, chaleco de cotonía amarilla, faja de seda, cuyas flecaduras le llegaban casi a las rodillas, poncho de lana cari con guardas lacres, y gran sombrero de pita, sujeto con el fiador por debajo de la barba, desde donde pendía una borla que le llegaba al estómago. A fin de evitar sospechas, llevaba su cortante espada envuelta en un atado de pasto seco, que había acomodado sobre el almofrej.

     Afortunadamente nuestros viajeros no tuvieron que hacer uso de sus armas, en los cuatro días que duró la marcha, pues, gracias a las medidas tomadas por Pepe Tronera, cuya prudencia desmintió esta vez el apellido que llevaba, nada les sucedió que merezca ser narrado. Tan precavido fue entonces el amigo de Anselmo que, a pesar de las largas patillas postizas y del polvo de carbón con que había desfigurado su rostro, determinó entrar a la capital cuando ya había oscurecido. Eso sí, que tuvo cuidado de enviar adelante a los mozos con las mulas, dándoles las señas de la casa de Andrés Muñoz; por lo que, cuando él llegó con Lucinda y Pedro, ya Cecilia los esperaba con la mayor impaciencia.

     Abrazó Lucinda a su amiga con muestras del mayor regocijo, y poco después llegó Anselmo acompañado de Andrés, quien había ido a poner en conocimiento de aquél la feliz llegada de su esposa.

     Renunciamos a pintar el contento de Anselmo y de Lucinda al estrecharse mutuamente entre sus brazos. Hablaban y reían a un tiempo; se hacían mutuas preguntas, que quedaban sin contestación, y volvían a abrazarse, para quedar enseguida mirándose sin hablar una palabra. Restablecida algún tanto la tranquilidad de los espíritus, pudieron Lucinda y Pepe informarse del estado de las cosas en Santiago.

     He aquí lo que Andrés y Anselmo contaron a los recién llegados. El escondite del general Freire había sido descubierto por don Catalino Gacetilla, quien, deseando obtener una administración de estanco, se había convertido en declarado gobiernista. En ese mismo día, Freire había sido tomado preso, y permanecía aún en la prisión, sin saber nadie lo que el gobierno pensaba hacer de él. Temíase que Portales lo hiciera juzgar y sentenciar a muerte, pues el gobierno, después de su victoria en Lircai, había desplegado un verdadero lujo de crueldad contra los vencidos.

     Freire, con todos los jefes, oficiales y soldados que pelearon a sus órdenes en Lircai, habían sido dados de baja por un decreto, al cual se le puso una fecha muy anterior a la de su promulgación, con el traidor fin de convertirlo en una arma arrojadiza contra enemigos indefensos. Y no era esto sólo; pues, a pesar de exceptuarse por dicho decreto "todos aquellos que depusieren voluntariamente las armas", hubo muchos a quienes no les valió su actitud pasiva para dejar de ser cruelmente perseguidos.

     Portales quería pacificar el país y restituir la tranquilidad a los ánimos, persiguiendo sin cuartel a los pipiolos. No importaba que éstos fuesen gentes pacíficas, que no hubieran tomado parte activa en la revolución. Sus simples opiniones políticas bastaban para condenarlos a prisión, a destierro, a muerte, o a confiscación de sus bienes. Y había llegado a tal punto el odio de Portales contra el pipiolismo, que el gobierno creía de su deben insultar a las mujeres de los pipiolos.

     -¡A buen tiempo hemos llegado! -exclamó Pepe Tronera, oyendo la relación anterior hecha por Andrés-. Cualquiera diría que hemos retrocedido a la colonia.

     -Y diría la verdad -agregó Anselmo-, pues Portales, a pesar de ser un hombre de talento, no tiene el suficiente, ni tampoco la instrucción que se necesita para conocer que a la fecha no es más que un instrumento de los reaccionarios.

     Conversando de esta manera estaban, cuando oyeron en el patio exterior la voz siempre elevada y clara de don Catalino Gacetilla, que preguntaba a alguien:

     -¡Ah! ¿Eres Pedro? Bien disfrazado vienes: pero responde, hijo, porque no tienes para qué ocultarte de mí. ¿Sabes algo de Anselmo? ¡Ah!, estas mulas me indican que Lucinda ha llegado. ¡Animal! En vez de responder, se echa sobre mí... ¡Si estará borracho! ¡Ay! ¡Y me hace tortilla este pie con sus bototos de puente de cal y canto!

     -¡Don Catalino! -exclamó Andrés-. ¡Pepe!, ponte tus patillas; y tú, Anselmo, sepárate de Lucinda. ¡Acuérdense de que ha vendido a Freire!

     Por fortuna, Anselmo conservaba su disfraz de hombre del pueblo, que se había visto en la necesidad de usar para escapar a las pesquisas, y que consistía en unos pantalones de cordoncillo, un poncho listado y un bonete azul. Mientras Andrés hablaba, Tronera se había puesto las patillas, diciendo en voz baja:

     -Yo soy un guaso que vengo a comprar un par de caballos al amigo Muñoz; y tú, Anselmo, eres mi sirviente de confianza.

     No tuvo tiempo de decir más, porque Gacetilla entró. Lucinda y Cecilia se habían retirado a un rincón poco alumbrado. Pepe y Andrés aparentaban tratar mano a mano su negocio, y Anselmo se había sentado respetuosamente en una silla retirada, en donde permanecía sin hablar palabra y con su bonete en las manos.

     -Mi señor don Andrés -dijo Gacetilla al entrar-, ¿cómo está usted?... Y usted, mi siá Cecilia, ¿cómo lo pasa? En cuanto a mí, no lo paso muy bien en este momento, pues un maldito guaso que encontré allí fuera me acaba de dar un pisotón en un callo que tengo muy sensible... Muy buenas noches, señor -prosiguió, dirigiéndose a Pepe, quien sólo contestó con una inclinación de cabeza y tocando el ala de su guarapón-. Vaya, mi siá Cecilia, como se lo digo, ese guaso me ha hecho ver estrellas.

     -No me gasta la bulla -dijo Pepe, con voz ronca-, y si le parece a usted, señor Muñoz, podemos ir a tratar de nuestro negocio en otra parte.

     -¡Que guaso tan bruto! -murmuró don Catalino-. Apostaría mi cabeza a que es de Colchagua. ¿Conque el señor es negociante? -preguntó en voz alta, dirigiéndose a Muñoz.

     -Sí, amigo mío -respondió éste-. Ha venido a comprarme mi pareja de caballos tordillos, pero los encuentra caros por ciento sesenta pesos que le pido.

     -¡Oh! -exclamó el entrometido hablador-, muy poca plata es ésa por unos caballos tan buenos, y sobre todo, tan parecidos, que son ver al uno, ver al otro. Créame a mí -prosiguió, dirigiéndose familiarmente a Pepe-, yo no conozco unos animales más bien arreglados, de mejor boca y más atentos que ésos. ¡Son como regalados por esa plata!

     -Acabemos -dijo Tronera, sin hacer caso de la palabrería del hablantín-. ¿Me da o no los caballos por ocho onzas de oro?

     -Mañana le contestaré -respondió Muñoz, como dudando-. Ahora le ruego que se aloje aquí.

     -Le acepto -dijo Tronera-, pero no se incomoden ustedes por mí en arreglarme cuarto para dormir, pues yo viajo siempre con cama y petacas. Mira -prosiguió, dirigiéndose a Anselmo-, desensilla los caballos, y ten cuidado de no desaparejar las mulas hasta que se enfríen. ¿Entiendes? Abre el almofrej, y hazme luego mi cama en un rincón del corredor, porque a mí me gusta dormir a todo campo. Y mueve los pies, pues ya me va viniendo el sueño.

     Mientras Pepe decía esto a media voz, se había acercado a Anselmo, a quien empujó hacia afuera, con el objeto de hacerle algunas advertencias en voz baja.

     Enseguida volvió a entrar, a tiempo que Gacetilla decía, clavando en Lucinda su escudriñadora mirada:

     -Pues yo creí al principio que esos caballos y esas mulas eran de Lucinda, que acabaría de llegar, pues el reverendo Hipocreitía me escribió encargándome mucho el secreto (pero aquí hablo entre amigos): me escribió diciéndome que Lucinda estaba en Molina, y que pronto se pondría en marcha con destino a esta capital, acompañada de Pepe Tronera.

     Diciendo esto, dirigió la vista hacia Pepe, quien sacó su pañuelo y se lo pasó por la cara. Poco después, don Catalino volvió a mirar a Lucinda; y como viera que la joven tenía la cara atada y cubierta la cabeza con su pañuelo de rebozo, le preguntó:

     -¿Está usted enferma de las muelas, señorita?

     -Sí, señor -respondió prontamente Cecilia-, pero mi pobre amiga no ha podido contestarle, porque es sorda como una tapia.

     -¡Qué desgracia! -exclamó el novelero-. Pues ya le digo, mi siá Cecilia: si Lucinda no ha llegado, llegará bien pronto; y yo he buscado mucho a Anselmo, para darle esta noticia... Pero, a propósito de noticia, ¿no sabe lo que hay señor Muñoz? Ya el gobierno no piensa en hacer fusilar a Freire...

     Una exclamación de Lucinda interrumpió a don Catalino.

     -¿Y qué piensa hacer? -preguntó Andrés, tratando de dominar su emoción.

     -Desterrarlo al Perú -respondió Gacetilla-. Lo sé de buena tinta. Mañana saldrá de aquí, bien escoltado, para el puerto de Valparaíso. ¡Pobre general! ¡Tan bueno, tan patriota y tan valiente! ¿No es lástima que se destierre a un general tan benemérito, que ha peleado tan bien por nuestra Independencia? ¡Pero ya se ve! ¡Éste es el pago de Chile!

     -Pues a mí me da lo mismo que lo destierren al Perú o la gran China -dijo Andrés.

     -Y a mí también -agregó Pepe con voz sorda, y mirando de reojo a Gacetilla.

     -Pues yo no puedo dejar de sentirlo -repuso éste-, porque (no puedo negarlo) quiero verdaderamente al general, y sé estimar sus méritos. ¡Oh!, ¡el pago de Chile!

     Al oír hablar de este modo al mismo que acababa de vender a don Ramón Freire, no pudo Tronera dejar de hacer un brusco movimiento de indignación, con el cual tuvo la desgracia de cortar uno de los cordones que sujetaban por detrás de las orejas sus postizas patillas. Éstas cayeron por un lado, quedando en descubierto una parte de su rostro; y viendo esto el impávido Gacetilla, comenzó a reír sarcásticamente. Pero se le heló la risa en los labios, al notar que Pepe, alzándose rápidamente de su asiento, sacó la espada que llevaba debajo del poncho, y saltó hacia el imprudente parlanchín. Éste vio relampaguear la espada sobre su cabeza, y quiso gritar; pero dos o tres golpes asentados con mano firme sobre sus espaldas lo echaron al suelo.

     -Si usted da el menor grito lo mato aquí como a un perro -le dijo Tronera.

     -¿Y qué he hecho yo para merecer este mal tratamiento? -preguntó humildemente don Catalino.

     -Usted ha vendido a nuestro general...

     -¿Yo vender a un hombre tan benemérito, y a quien amo y respeto tanto?

     -¡Calle el miserable! -exclamó Pepe, quitándose el sombrero y arrancándose la barba postiza-. ¡Míreme usted! Yo soy Pepe Tronera, y se lo digo porque estoy seguro de que no me ha de ir a denunciar.

     -¿Yo denunciarlo a usted, señor Tronera? -dijo Gacetilla, alzándose del suelo y tomando su sombrero como para retirarse-. ¡No, jamás! Yo soy un hombre honrado e incapaz de delatar a nadie.

     -Pues con gobiernos como el que tenemos, los hombres más honrados se convierten en delatores -repuso Tronera con amenazante voz-. Dígaselo usted así al gran Portales, cuando vaya a hacerse cargo del estanco que le han ofrecido a usted por su deslealtad. Y adviértale al estupendo político que, dando los destinos lucrativos en cambio de infamias como la que usted ha cometido, convierte la delación en un oficio provechoso. Dígale de mi parte que siga sacrificando el decoro nacional en aras de la traición, pues a esta diosa le deben ellos la victoria; que no perdonen a nuestra constitución, a la cual, aparentando defenderla, le han dado el beso de Judas: que la pisoteen y que dicten otra contraria a los principios republicanos. Agréguele usted a ese portentoso político que siga traicionando estos principios con la promulgación de leyes torpes y restrictivas, en lo cual se obrará lógicamente, pues un gobierno en donde impera la voz de los antiguos perseguidores de los patriotas debe dictar leyes contra la República chilena... No se le olvide decirle al profundo estadista y eminente patriota que emplee todos sus talentos en convertir a Chile en la caricatura de una república, y toda su energía y patriotismo, en vengarse de sus enemigos y en perseguir a sangre y fuego a los pipiolos, para que el país se tranquilice y permanezca quieto, así como está usted ahora, porque ve la penca sobre su cabeza. Y por último, adviértale usted al traidor a la libertad de su patria ¡que se cuide de los traidores!

     Tronera había llegado al último grado de exaltación; y temiendo Andrés que se dejase llevar de su arrebato, le dijo:

     -¡Basta, amigo mío! Baja tu espada, pues no hay necesidad de amenazas, para que don Catalino guarde silencio.

     -¡Yo no sé cómo no mato a este bribón! -dijo sordamente Tronera, a tiempo que Cecilia y Lucinda salían del cuarto.

     -¡No lo harás! -observó entonces Anselmo, que entraba en ese momento-. ¡Dáme tu espada! Tu amigo te la pide.

     -¡Tómala! -contestó Pepe entregándosela-, porque si la sigo teniendo en mi mano, no respondo de mí mismo. La vista de este traidor me revuelve las entrañas.

     Don Catalino, que había permanecido mordiéndose la lengua mientras estaba amenazado de muerte, rompió a hablar en cuanto cesó el peligro.

     -¡Anselmo, amigo mío! -dijo, abrazando al joven-. ¡Líbrame, por tu vida! Mira que soy inocente... Yo te juro que nadie sabrá nada por mi boca...

     -No necesita usted jurarlo -repuso Tronera-, usted no nos denunciará, porque no saldrá de esta casa.

     -¿Y qué piensan ustedes hacer conmigo?

     -Deberíamos cortarle la lengua -respondió Tronera-, pero nos contentaremos con encerrarlo.

     Diciendo esto, llamó a Pedro; y atando con unos cordeles al pobre don Catalino, lleváronlo a un pajar de la casa, en donde lo dejaron enterrado en la paja, hasta el pescuezo, y con un pañuelo retorcido en la boca, para que no gritase.

     Mientras se ejecutaba esta operación, Andrés y Anselmo decían al preso que se prestase buenamente a todo, y que en cuanto Tronera se marcharse, ellos vendrían a librarlo de su prisión.

     Nuestros amigos cenaron enseguida, y luego se acostaron a dormir tranquilos, sin temor de ser descubiertos.

     Al día siguiente, Andrés fue, acompañado de Lucinda, a casa de doña Estrella Clavijo, la cual abrazó a su amiga con grandes muestras de contento. Afortunadamente no estaba allí el señor don Cándido de la Rueda, pues, a estar en casa, habría recibido con no poco disgusto a la esposa de un pipiolo cruelmente perseguido. El buen señor se había metido de lleno con los pelucones, y pretendía nada menos que ser senador. Era pues un furioso partidario del gobierno de Portales, así es que ya no podía mantener relaciones, ni aun indirectas, con nada que oliera a pipiolismo.

     Lucinda rogó a doña Estrella que, valiéndose de su influjo con Portales, le consiguiese el permiso de ver a Freire en su prisión; a lo que contestó la esposa de don Cándido que esto era imposible, pues esa misma mañana se habían llevado al general, bien escoltado, para Valparaíso, donde debía embarcarse con rumbo al Callao.

     Habiéndose despedido de su amiga, volviose prontamente Lucinda a su alojamiento, en donde habló con Anselmo para manifestarle la necesidad de trasladarse enseguida a Valparaíso. El joven fue de la misma opinión, y Andrés se encargó de buscar un birlocho para el cual tenía buenos caballos.

     Antes de mediodía, ya estaba todo preparado para el viaje. Lucinda ocuparía el birlocho, Anselmo haría de postillón, y Pepe Tronera, acompañado de Pedro, serían los que arreaban los caballos de remuda.

     Dos días después, el muelle de Valparaíso estaba cubierto de curiosos, diseminados en diversos grupos, que parecían esperar algo. Varios botes y lanchas cruzaban el embarcadero o permanecían amarrados a las estacas de roble plantadas en la orilla. Al pie del muelle se veía un bote blanco, con cuatro bogadores por banda, que tenían sus remos alzados en alto. De repente, un movimiento se hizo notar entre las gentes del muelle, y todos los ojos se dirigieron a un grupo compuesto de ocho o diez personas, en cuyo centro venía un caballero vestido de paisano, pero cuyo aire marcial y apuesto continente revelaban al jefe acostumbrado a vencer en los campos de batalla.

     Era don Ramón Freire, que venía entre dos oficiales. Rodeábanlo varios caballeros que habían tenido la valentía de ir a decirle el último adiós. Detrás de ellos marchaba acompasadamente un piquete de infantería. Al pasar por enfrente de los grupos que cubrían el borde de la playa, muchas personas se tocaron el sombrero; saludo mudo pero expresivo, al cual contestó el general con muestras de verdadera satisfacción.

     Al llegar al bote, don Ramón dio el último adiós a sus amigos, y se sentó en el banco de popa, entre los dos oficiales que lo custodiaban. Uno tomó la caña del timón y dio la voz de mando. Los remos cayeron a un tiempo en las chumaceras y empezaron a moverse como las aletas de un pescado. El bote viró y nadó velozmente hacia un bergantín que se columpiaba en la bahía y cuyas blancas velas comenzaban a desplegarse como las alas del cisne próximo a emprender el vuelo.

     Subidos sobre cubierta, los oficiales pusieron al prisionero a disposición del capitán del buque, a quien entregaron, al mismo tiempo, un pliego de instrucciones firmado por el ministro Portales. Según ellas, el bergantín debía zarpar al momento, y darse a la vela con rumbo al Callao, en donde el capitán haría desembarcar al ex-general Freire.

     Cumplida su comisión, los oficiales se despidieron de su antiguo jefe, deseándole un buen viaje, y se volvieron a tierra. Don Ramón los divisaba alejarse, con marcadas muestras de tristeza, cuando acertó a ver que otro bote acababa de atracar al pie de la escala del bergantín, y que una mujer le hacía señas desde abajo con un pañuelo blanco. Inclinose sobre la borda, y, con gran admiración, reconoció a Lucinda que llegaba sin más compañía que los remeros. Uno de éstos, que parecía más ágil y esforzado que sus compañeros, saltó sobre la escala y ayudó a subir a la joven, a quien Freire recibió con los brazos abiertos.

     -¡Lucinda! -le dijo en voz baja-, algo de extraordinario sucede cuando te has atrevido a venir sola.

     -No vengo sola -respondió ella-, ese marinero que me ha ayudado a subir es Pepe Tronera, disfrazado.

     El general dirigió la vista hacia Tronera, que, a pocos pasos de distancia, parecía no apercibirse de la conversación de que era objeto.

     -Es un bravo muchacho -dijo Freire-. ¿Y Anselmo?

     -Véalo usted -respondió Lucinda, mirando de reojo a un marinero que, con la mayor naturalidad subía por una escala de cuerda.

     -¡Ah! Parece un hombre de mar... Pero ya me acuerdo de que en Chiloé tuvo que ejercitarse en este oficio. Ahora explícame: ¿qué significa todo esto?

     -Esto significa -respondió Lucinda-, que al verlo salir a usted del país, hemos resuelto acompañarlo y correr su misma suerte. Anselmo se contrató aquí de marinero, con la esperanza de que yo podría conseguir del capitán un camarote, aun cuando fuese pagando el doble.

     -¡Cuánto te agradezco a ti, hija mía!, ¡y a ese pobre muchacho, con el cual he sido una vez injusto! Pero...

     -No hablemos de esto, señor. Yo deseo con toda mi alma salir de Chile con mi esposo. Dígame, ¿podría conseguirse del capitán?

     -Aguárdame aquí un momento -dijo Freire-. Ahora me acuerdo de que, en años atrás, yo hice un buen servicio al capitán de este buque. Voy a hablar con él.

     Dicho esto, se dirigió al camarote del capitán, y luego volvió diciendo:

     -He conseguido para ti un buen camarote, pero es preciso que vayas pronto a encerrarte en él. Yo te llevaré -prosiguió, tomando a Lucinda de la mano y bajando una escalera-. Acabo de recordar a ese hombre que lo he librado una vez de la muerte, y le he dicho que tú eres una sobrina mía, sin más apoyo que yo, y que deseas irte al Callao, en donde te espera tu esposo.

     Lucinda entró en el camarote que Freire le indicó, y éste volvió a subir la escalera. Sobre la cubierta estaba Pepe observándolo todo, pero sin que nadie lo echase de ver. Al pasar junto a él, Freire le dio con el codo, pronunciando al mismo tiempo estas palabras en voz baja:

     -Gracias, amigo. Vete.

     Tronera se sacó el sombrero, sin mirar al general (en cuyos movimientos nadie se había fijado, ocupados como estaban en los arreglos de la partida), y bajando rápidamente la escala saltó al bote, el cual se alejó del buque impelido por los cuatro remos.

     En ese momento se elevaban los últimos fardos del equipaje del general, y sólo quedaba una lancha al costado del buque. Poco después no había ninguna. Rechinó la cadena, envolviéndose en torno del cabrestante; arrancose de raíz el ancla, y el barco, puesto en libertad, bamboleó indolentemente, y luego empezó a virar, obedeciendo a la acción combinada del timón y de las velas. Enhuecáronse al fin éstas, impelidas por una ligera brisa del sureste que susurraba por entre las jarcias, tendidas como las cuerdas de una harpa; y el bergantín, ligero como una gaviota, se lanzó mar afuera, resbalando sobre la líquida llanura.

     Mientras los marineros obedecían la voz de su jefe, el desterrado general, de pie en la popa del buque, tenía los ojos fijos en el puerto, cuyos cerros, hogares y humos hospitalarios se iban poco a poco alejando. A medida que se ensanchaba el horizonte, los cerros se hacían más pequeños y oscuros. El proscrito, sin separar de ellos sus ojos humedecidos, se aferraba de la borda del buque. Bien pronto no vio más que una ancha faja verdinegra, al través de un diáfano velo de vapor. Enseguida vio descollar sobre aquella faja la nevada cresta de los Andes, matizada de mil colores por los últimos rayos del sol, que comenzaban a hundirse en el mar. El triste proscripto elevó su corazón a los ojos para mirar por la última vez esa gran montaña, que iba descubriéndose y alzándose poco a poco, hasta presentarse en todo su esplendor y majestad.

     Al pie de ella se extendía un riquísimo valle, teatro de tantas proezas; allí quedaba esa patria que tanto había amado; allí estaban los hogares de sus conciudadanos, que él había defendido con su espada; allí estaba el hogar de su esposa y de sus hijos, hogar que ya no era el suyo y que tal vez no volvería a ver jamás. Una lágrima ardiente rodó por su mejilla, y suspiró. La montaña había comenzado a descender; sus colores se apagaban a medida que el sol se ocultaba detrás de la inmensidad de las aguas; y la alta cumbre se confundió con la línea de la costa, que al fin desapareció del horizonte. Mas no por esto dejó el desterrado de seguirla viendo en su imaginación, exaltada por la tristeza. Podían desterrarlo de su país, pero no quitarle de su corazón el amor a la patria, que él había ayudado a formar y a enaltecer.

 

 

FIN