RAFAEL OBLIGADO

 

 

POESÍAS

 

 

ÍNDICE

 

o Echeverría

o El hogar paterno

A mis hermanas

o En la ribera

o Laetitia

o La Pampa

o Pensamiento

o Semejanzas

o El seíbo

o Sombra

o A una poetisa lusitana

o Hojas

o Un cuento de las olas

A Celmira Jurado

o Visión

o Primavera

o Ofrenda

o La sombra del sauzal

o Basta y sobra

o A una niña en su álbum

o El nido de boyeros

A Mercedes Obligado

o Acuarela

o Al partir

o Santos Vega

Tradiciones argentinas

o El canto de las olas

Deviller

o Estrofas

o Nocturno

o Sólo tú

o Al poeta americano Numa Pompillo Llona

Autor de la Odisea del alma

o Adolescente

o La flor del seíbo

Al poeta Calixto Oyuela

o Primera lágrima

o Adiós

o El naranjo y el cedro

Leyenda bíblica

o El hogar vacío

o El manantial

o América

o Canción

o Sin ella...

o Ellos

o La luz mala

Tradición Argentina

o Florencio del mármol

o Las quintas de mi tiempo

o Inspiradora

 

 

  

 

  

 

  

 

Echeverría

 

                                                                         I

 

 

 

                                   

   Era esa pampa dilatada y sola,

 

          

 

sin otra vida que la vida aquella

 

 

 

que hace rodar la ola

 

 

 

y girar en los cielos una estrella;

 

 

 

Sin más palabra, que la voz vibrante

5

 

 

del buitre carnicero,

 

 

 

el alarido de la tribu errante,

 

 

 

y el soplo del pampero.

 

 

 

 

 

Faltaba el alma a la extensión vacía

 

 

 

a los vientos del llano,

10

 

 

un rumor cadencioso, una armonía

 

 

 

que sólo brota el corazón humano.

 

 

 

 

 

Su lumbre derramaba

 

 

 

El sol, siguiendo su fatal camino;

 

 

 

La luna, su destello soñoliento;

15

 

 

pero al cielo faltaba

 

 

 

un astro, el astro del amor divino,

 

 

 

y a la tierra el fulgor del pensamiento.

 

 

 

 

 

Sentir, pensar... Suprema, única vida;

 

 

 

para la sed del alma, ¡única fuente!

20

 

 

Sobre la tierra, que a vivir convida,

 

 

 

¿Bastarnos puede, acaso,

 

 

 

un astro que se eleva del oriente

 

 

 

y se oculta en silencio en el ocaso?

 

 

 

 

 

Nada dice al espíritu

25

 

 

la noche taciturna,

 

 

 

encorvando su bóveda sombría

 

 

 

como una inmensa urna

 

 

 

sobre la tierra desmayada y fría,

 

 

 

si en la sombra lejana

30

 

 

de sus antros sin nombre,

 

 

 

no destella la mente soberana

 

 

 

y no palpita el corazón del hombre.

 

 

 

 

 

El vuelo de las aves,

 

 

 

de la laguna el musical ruido,

35

 

 

las mil voces suaves

 

 

 

que el viento imprime al pajonal dormido

 

 

 

¡Ah! ¡Todo ese concierto

 

 

 

en vano resonaba,

 

 

 

porque allá, sin un eco, se apagaba

40

 

 

en los profundos senos del desierto!

 

 

 

 

                                                                    II

 

 

 

 

Llegó por fin el memorable día

 

 

 

en que la Patria despertó a los sones

 

 

 

de mágica armonía;

 

 

 

en que todos sus himnos se juntaron

45

 

 

y súbito estallaron

 

 

 

en la lira inmortal de Echeverría.

 

 

 

 

 

Como surgiendo de silente abismo,

 

 

 

el mundo americano

 

 

 

alborozado se escuchó a sí mismo

50

 

 

el Plata oyó su trueno;

 

 

 

la Pampa, sus rumores;

 

 

 

y el vergel tucumano,

 

 

 

prestando oído a su agitado seno,

 

 

 

sobre el poeta derramó sus flores.

55

 

 

 

 

Desde la hierba humilde,

 

 

 

hasta el ombú de copa gigantea;

 

 

 

desde el ave rastrera que no alcanza

 

 

 

de los cielos la altura,

 

 

 

hasta el chajá que allí se balancea

60

 

 

y, a cada nube oscura,

 

 

 

a grito herido sus alertas lanza;

 

 

 

todo tiene un acento

 

 

 

en su estrofa divina,

 

 

 

pues no hay soplo, latido, movimiento,

65

 

 

que no traiga a sus versos el aliento

 

 

 

de la tierra argentina.

 

 

 

 

                                                                    III

 

 

 

 

Una tarde sintió dentro del pecho

 

 

 

esa fuerza expansiva

 

 

 

que hace parezca el horizonte estrecho

70

 

 

de la ciudad nativa;

 

 

 

y tendido en el lomo rozagante

 

 

 

del potro pampeano,

 

 

 

campos y campos devoró anhelante

 

 

 

y allá en la sombra se perdió del llano.

75

 

 

 

 

La noche era tranquila;

 

 

 

en la faz del desierto

 

 

 

clavaban las estrellas la pupila,

 

 

 

con esa mezcla de ansiedad y pena

 

 

 

con que miramos en la tierra a un muerto.

80

 

 

 

 

¿Qué hablaron al poeta

 

 

 

esos murmullos de la noche en calma,

 

 

 

del carrizal nacidos,

 

 

 

que cantan al pasar en los oídos

 

 

 

y lloran en el alma?

85

 

 

¿Qué historia la contaron?

 

 

 

¿Qué dolorosa y fúnebre quimera,

 

 

 

que sus ojos en llanto se empañaron

 

 

 

y detuvo del potro la carrera?

 

 

 

 

 

¡Era que oyó el gemido

90

 

 

de un pecho desgarrado,

 

 

 

un grito por tres siglos repetido

 

 

 

y de nadie escuchado

 

 

 

¡Era que de su lira generosa

 

 

 

cayó en la cuerda viva,

95

 

 

como gota de lluvia, luminosa,

 

 

 

la lágrima infeliz de la cautiva!

 

 

 

 

                                                                    IV

 

 

 

 

En vano entre sus toldos el salvaje

 

 

 

esclavizó a María:

 

 

 

En sus sueños geniales el poeta,

100

 

 

en el distante aduar, la presentía.

 

 

 

Para él nació; para su gloria fueron

 

 

 

aquellas formas armoniosas, bellas;

 

 

 

esos ojos que lágrimas vertieron

 

 

 

hasta empaparle el corazón con ellas.

105

 

 

 

 

El reflejo en su espíritu doliente

 

 

 

su historia sin ventura;

 

 

 

él la siguió, como paterna sombra,

 

 

 

por la vasta llanura;

 

 

 

él hizo que las gotas de su llanto

110

 

 

en las almas sensibles se volcaran,

 

 

 

y los ojos enjutos

 

 

 

de todo un pueblo a humedecer llegaran.

 

 

 

 

 

Rosa temprana en un erial caída,

 

 

 

él recogió sus hojas una a una.

115

 

 

Entregadas ¡oh Dios! Por la fortuna

 

 

 

a todas las tormentas de la vida;

 

 

 

y en las cadencias de su verso alado,

 

 

 

dulce, insinuante, musical, sereno,

 

 

 

vino y vertió su aroma delicado

120

 

 

de nuestra patria en el materno seno.

 

 

 

 

 

Desde entonces hay cantos de ternura,

 

 

 

rumor de besos en la Pampa inmensa

 

 

 

hay un alma que piensa,

 

 

 

una fibra que late a cada paso;

125

 

 

y derrama su lumbre perdurable

 

 

 

el astro hermoso que la vida encierra,

 

 

 

el astro del amor, puro, inefable,

 

 

 

que no rueda al ocaso,

 

 

 

que no empañan tormentas de la tierra.

130

 

 

 

                                                                    V

 

 

 

 

¡República Argentina, madre mía!

 

 

 

¡Felices ¡ah!, los que tu sien miraron

 

 

 

de frescos lauros coronarse un día!

 

 

 

¡Los que tu suelo estéril fecundaron

 

 

 

con sangre de sus venas,

135

 

 

y anillo por anillo, las cadenas

 

 

 

de la oprobiosa esclavitud trozaron!

 

 

 

 

 

Para aquellos heroicos corazones

 

 

 

era música grata,

 

 

 

del Pacífico al Plata,

140

 

 

el solemne tronar de tus cañones.

 

 

 

Sólo a ellos fue dado

 

 

 

contemplar esa mágica belleza

 

 

 

con que, rotas las brumas del pasado,

 

 

 

se levantó tu juvenil cabeza;

145

 

 

sólo a ellos, beber en el reguero

 

 

 

de viva luz, que derramó en tu frente,

 

 

 

de Moreno, la mente,

 

 

 

de San Martín el inflexible acero.

 

 

 

 

 

¡Con qué íntimo gozo,

150

 

 

tus hijos, fuertes en su amor profundo,

 

 

 

te colocaron en excelso asiento

 

 

 

para mostrarte independiente al mundo,

 

 

 

independiente y libre...

 

 

 

libre no, que era esclavo el pensamiento!

155

 

 

 

 

El filo de la espada

 

 

 

cortar puede los lazos

 

 

 

que a un pueblo oprimen de otro pueblo en brazos;

 

 

 

mas aquellos que inerte

 

 

 

el alma dejan a merced extraña,

160

 

 

que hasta el rayo de sol en que se baña

 

 

 

le dan quebrado por ajeno prisma,

 

 

 

como el diamante con su propio polvo.

 

 

 

Sólo se cortan con el alma misma.

 

 

 

 

 

Y Echeverría los cortó. Su mente

165

 

 

hirió como una espada,

 

 

 

de resplandores acerados llena,

 

 

 

las viejas ligaduras

 

 

 

que la conciencia de la Patria, atada

 

 

 

tuvieron ¡ay, a la conciencia ajena!

170

 

 

 

 

¡Y fue la libertad! ¡Y el pensamiento

 

 

 

tomó las alas del nativo cóndor

 

 

 

para escalar audaz el firmamento;

 

 

 

para arrojar de la región del rayo,

 

 

 

en páginas de fuego,

175

 

 

el Dogma excelso que, inspirado en Mayo,

 

 

 

fue norma y guía de la Patria luego!

 

 

 

 

                                                                    VI

 

 

 

 

Profundas melodías

 

 

 

vagaban en la atmósfera serena,

 

 

 

como el fúnebre acento de la quena

180

 

 

que sollozaba en los antiguos días

 

 

 

dulces cantos de amor, que eran al alma

 

 

 

claridad y rocío:

 

 

 

El triste desengaño, el negro hastío,

 

 

 

La esperanza risueña...

185

 

 

¡Ah! ¡Todo ese universo

 

 

 

revivió en los Consuelos, y su verso

 

 

 

se apoderó de la mujer porteña!

 

 

 

 

 

Él las dijo al oído

 

 

 

tantos sueños de amor, que el alma encienden;

190

 

 

tanto vago secreto,

 

 

 

de esos que ellas aprenden

 

 

 

como las aves a construir su nido,

 

 

 

que aún su nombre es amado

 

 

 

como un recuerdo de amorosa historia,

195

 

 

cuya doliente evocación consuela;

 

 

 

y aún llevan, en ofrenda a su memoria,

 

 

 

ornando sus hechizos,

 

 

 

la cándida diamela

 

 

 

que él, con sus manos, enlazó a sus rizos.

200

 

 

 

                                                                    VII

 

 

 

 

Llegó el tiempo fatal, llegó la hora

 

 

 

en que de nubes se cubrió y de duelo

 

 

 

la faz tranquila del hermoso cielo

 

 

 

que vio de Mayo la primera aurora.

 

 

 

Como fiera traidora

205

 

 

que avanza oculta en tempestad sombría,

 

 

 

la libertad rasgando y el derecho,

 

 

 

la garra de la infame tiranía

 

 

 

¡De Buenos Aires se clavó en el pecho!...

 

 

 

 

 

¡Adiós, sueños de amor! ¡Adiós hermosas

210

 

 

que a la sien del poeta

 

 

 

ofrenda hicisteis de tejidas rosas!

 

 

 

Él todavía, la mirada inquieta

 

 

 

vuelve a vosotras, de la nave ingrata

 

 

 

que lo lleva al destierro y a la muerte

215

 

 

sobre las olas del airado Plata.

 

 

 

 

 

¡Se ausentó para siempre! Solitario

 

 

 

quedó... su corazón, pues no cabía

 

 

 

en su íntimo santuario,

 

 

 

otro amor que su patria, ni otro cielo

220

 

 

que aquel sublime y grande,

 

 

 

que se dilata del platino estuario,

 

 

 

en arco inmenso, hasta la sien del Ande.

 

 

 

 

 

Brotó de su alma, en su postrera noche,

 

 

 

una lágrima ardiente,

225

 

 

de bendición para la patria ausente

 

 

 

para el tirano, de viril reproche;

 

 

 

y herido al fin por la implacable saña

 

 

 

del destino, se hundió como los astros,

 

 

 

dejando en torno luminosos rastros,

230

 

 

¡en el sepulcro de la tierra extraña!

 

 

 

 

 

¡Oh injusticia! ¡oh dolor!... Patria de Mayo,

 

 

 

¿dónde están del poeta los despojos?

 

 

 

¿Brilla en su tumba de tu sol el rayo?

 

 

 

La misma luz que acarició sus ojos?

240

 

 

¿Duerme, madre, en tu seno

 

 

 

el hijo tuyo, el corazón valiente,

 

 

 

el que ni en llanto humedeció ni en sangre

 

 

 

el vivo lauro que ciñó a tu frente?

 

 

 

 

 

¡No, que el cantor de la llanura, yace

245

 

 

de su pueblo olvidado!...

 

 

 

Ayer no más, trayendo las cenizas

 

 

 

del héroe invicto, del primer soldado,

 

 

 

llena de pompa y luz y movimiento,

 

 

 

rozando aquella tumba solitaria

250

 

 

pasó la nave; y su estertor profundo,

 

 

 

hizo temblar la copa funeraria

 

 

 

de los cipreses, en dolientes coros,

 

 

 

al huir gallarda a la natal ribera,

 

 

 

¡revolviendo los hélices sonoros

255

 

 

y suelta al aire la triunfal bandera!

 

 

 

 

 

¡Quedó esa tumba abandonada!... Empero,

 

 

 

¡él fue también libertador; guerrero

 

 

 

de la lucha más noble! -La Cautiva,

 

 

 

que el sentimiento nacional exalta

260

 

 

y su estandarte victorioso ondea,

 

 

 

es como Maipo y Ayacucho y Salta,

 

 

 

¡el triunfo de una idea!

 

 

 

 

 

¡Poetas! ¡De la Patria es nuestra lira,

 

 

 

la inspiración sagrada

265

 

 

que en sed de gloria, al ideal aspira!

 

 

 

Y si queremos de los hijos nuestros

 

 

 

tan sólo una mirada,

 

 

 

no de frío desdén, do noble orgullo,

 

 

 

venid, y entrelazadas nuestras manos,

270

 

 

¡sigamos esa estrella, que nos guía!

 

 

 

¡Lancémonos nosotros, sus hermanos,

 

 

 

por la senda inmortal de Echeverría!

 

 

 

Buenos Aires, 1881.                                       

 

 

 

 

 

 

 

EL HOGAR PATERNO

 

A mis hermanas

 

 

 

 

   ¡Oh! ¡Mis islas amadas, dulce asilo

 

 

 

de mi primera edad!

 

 

 

¡Añosos algarrobos, viejos talas

 

 

 

donde el boyero me enseñó a cantar

 

 

 

 

 

¿Por qué os dejé, para encerrar mi vida

5

 

 

          en la estrecha ciudad;

 

 

 

para arrojar mi corazón de niño

 

 

 

de las pasiones en el turbio mar?...

 

 

 

 

 

Como un cisne posado en las riberas

 

 

 

          del ancho Paraná,

10

 

 

así, blanco y risueño, se divisa

 

 

 

a la distancia mi paterno hogar.

 

 

 

 

 

En los vastos y abiertos corredores

 

 

 

          que grata sombra dan;

 

 

 

en el cuadro de antiguos paraísos

15

 

 

que, destrozados, no florecen ya;

 

 

 

 

 

En las barrancas que hacia el puerto ondulan

 

 

 

          y avanzan al canal,

 

 

 

do vela el sueño de gloriosos muertos

 

 

 

la solitaria cruz de ñandubay;

20

 

 

 

 

En la hondonada que perfuma el molle

 

 

 

          y engalana el chañar;

 

 

 

en el arroyo que las toscas baña;

 

 

 

en ese campo que se extiende allá...

 

 

 

 

 

Allí está mi pasado, de mi vida

25

 

 

          la inocencia y la paz;

 

 

 

allí mi madre me acaricia, niño,

 

 

 

y mis hermanas en redor están.

 

 

 

 

 

No bien despunta el sol en el oriente,

 

 

 

          tierno beso nos da;

30

 

 

de rodillas, oramos; y, en seguida,

 

 

 

¡puerta franca... la luz, la libertad!

 

 

 

 

 

Como bandada de enjaulados pájaros,

 

 

 

          por aquí, por allá,

 

 

 

al campo el uno, a la barranca el otro,

35

 

 

nos echábamos todos a volar.

 

 

 

 

 

-"Cuidado con los nidos", nos decía

 

 

 

          mi madre en el umbral;

 

 

 

pero digan horneros y zorzales

 

 

 

si les valió la maternal piedad.

40

 

 

 

 

Lejos ya de su vista, a un algarrobo

 

 

 

          trepaba el más audaz,

 

 

 

y con los ojos de mil ansias llenos,

 

 

 

esperaban en grupo los demás.

 

 

 

 

 

En el horno de barro, construido

45

 

 

          para vivir y amar,

 

 

 

introducía sus rosados dedos

 

 

 

el pequeño aprendiz de gavilán;

 

 

 

 

 

Y, del pico o el ala destrozada,

 

 

 

          ¡Nunca vista crueldad!

50

 

 

Asiendo los polluelos, uno a uno

 

 

 

los arrojaba con desdén triunfal.

 

 

 

 

 

Y era entonces de ver el alboroto

 

 

 

          y el bullicioso afán,

 

 

 

de aquel enjambre de inocentes niños

55

 

 

que así destruía un inocente hogar.

 

 

 

 

 

Otras veces, del río en la corriente,

 

 

 

          al cárdeno fulgor

 

 

 

que desde el fondo de la Pampa envía,

 

 

 

en sesgo rayo, el moribundo sol;

60

 

 

 

 

En agitado, en revoltoso grupo,

 

 

 

          y alegre confusión,

 

 

 

los juncales rozando de la orilla,

 

 

 

con mis hermanas navegaba yo.

 

 

 

 

 

Una, los brazos en el agua hundiendo,

65

 

 

          tendíase a estribor,

 

 

 

y sonreía a la rizada espuma

 

 

 

que la canoa abandonaba en pos.

 

 

 

 

 

Otra, imprudente, a la inclinada borda

 

 

 

          lanzándose veloz,

70

 

 

entre sus manos victoriosa alzaba

 

 

 

del camalote la celeste flor.

 

 

 

 

 

Esta, la caña de pescar volvía,

 

 

 

          enviando en derredor

 

 

 

menudas gotas que al caer brillaban

75

 

 

en los cabellos de las otras dos.

 

 

 

 

 

Batiendo luego las rosadas palmas,

 

 

 

          reía, porque vio

 

 

 

medrosa hundirse en la corriente un ave

 

 

 

al desusado y repentino son.

80

 

 

 

 

Pero si alguna, al levantar los ojos,

 

 

 

          mostraba el mirador,

 

 

 

donde mi madre a vigilarnos iba,

 

 

 

gritaban todas a la vez: "¡adiós!"

 

 

 

 

 

¡Oh dulces años! Por entonces era

85

 

 

          nuestro goce mayor,

 

 

 

hurtar las flores que en las islas abren,

 

 

 

y de sus aves escuchar la voz.

 

 

 

 

 

Las pasionarias, las achiras de oro,

 

 

 

          y el seíbo punzó,

90

 

 

eran ofrendas que mi madre amaba

 

 

 

porque a sus hijos se las daba Dios.

 

 

 

 

 

¡Ingrato, ingrato si el recuerdo suyo

 

 

 

          arranco al corazón,

 

 

 

si yendo en pos del oropel mundano

95

 

 

el hombre olvida lo que el niño amó!

 

 

 

Vuelta de Obligado, 1882.                                       

 

 

 

 

 

 

 

En la ribera

 

 

 

 

   Ven, sigue de la mano

 

 

 

al que te amó de niño;

 

 

 

ven, y juntos lleguemos hasta el bosque

 

 

 

que está en la margen del paterno río.

 

 

 

 

 

¡Oh, cuánto eres hermosa,

5

 

 

mi amada, en este sitio!

 

 

 

Sólo por ti, y a reflejar tu frente,

 

 

 

corriendo baja el Paraná tranquilo.

 

 

 

 

 

Para besar tu huella

 

 

 

fue siempre tan sumiso,

10

 

 

que, en viéndote llegar hasta la playa

 

 

 

manda sus olas sin hacer ruido.

 

 

 

 

 

Por eso, porque te ama,

 

 

 

somos grandes amigos;

 

 

 

luego, sabe decirte aquellas cosas

15

 

 

que nunca brotan de los labios míos.

 

 

 

 

 

El año que tú faltas,

 

 

 

la flor de sus seibos,

 

 

 

como cansada de esperar tus sienes,

 

 

 

cuelga sus ramos de carmín marchitos.

20

 

 

 

 

Por la tersa corriente,

 

 

 

risueños y furtivos,

 

 

 

como sueltas guirnaldas, no navegan

 

 

 

los verdes camalotes florecidos.

 

 

 

 

 

Sólo inclinan los sauces

25

 

 

su ramaje sombrío,

 

 

 

y las aves más tristes en sus copas

 

 

 

gimiendo tejen sus ocultos nidos.

 

 

 

 

 

Pero llegas..., y el agua,

 

 

 

el bosque, el cielo mismo,

30

 

 

es como una explosión de mil colores,

 

 

 

y el aire rompe en sonorosos himnos.

 

 

 

 

 

Así la Primavera,

 

 

 

del trópico vecino

 

 

 

desciende, y canta, repartiendo flores,

35

 

 

y colgando en las vides los racimos.

 

 

 

 

 

¡Cuál suenan gratamente,

 

 

 

acordes, en un ritmo,

 

 

 

del agua el melancólico murmullo

 

 

 

y el leve susurrar de tu vestido!

40

 

 

 

 

¡Oh, si me fuera dado

 

 

 

guardar en mis oídos

 

 

 

para siempre, esta música del alma,

 

 

 

esta unión de tu ser y de mis ríos!...

 

 

 

 

 

Si al borde de los dulces

45

 

 

raudales argentinos,

 

 

 

naturaleza levantó mil grutas

 

 

 

de pasionarias y silvestres tilos;

 

 

 

 

 

Si de un árbol en otro,

 

 

 

cruzando entretejidos,

50

 

 

cual hamacas indianas, los zarzales

 

 

 

al aire entregan sus flotantes hilos:

 

 

 

 

 

¡Es que el amor es dueño

 

 

 

de todo Paraíso!

 

 

 

¡Es que toda belleza de la tierra

55

 

 

es un fragmento del Edén perdido!

 

 

 

 

 

Por eso eres más bella,

 

 

 

mi amada, en este sitio

 

 

 

y es más blanda tu voz, y más radiante

 

 

 

la lumbre de tus ojos pensativos.

60

 

 

 

 

¡Ámame, no me olvides,

 

 

 

ámame con delirio;

 

 

 

bésame con el beso de tus labios,

 

 

 

como la esposa del cantar divino!

 

 

 

 

 

Yo guardaré el secreto,

65

 

 

lo guardará este asilo,

 

 

 

donde, ingenuas, se besan las palomas

 

 

 

ante la augusta majestad del río.

 

 

 

 

 

 

 

 

Laetitia

          

 

 

                                      

Con tu sonrisa embelleces

 

 

 

y haces tus quince lucir;

 

 

 

te lo habrán dicho mil veces

 

 

 

 

 

 

 

blanco pimpollo pareces

 

 

 

que se comienza a entreabrir.

5

 

 

 

 

Sobre tu seno palpitan

 

 

 

no sé qué lumbres dudosas;

 

 

 

cuando tus formas se agitan,

 

 

 

a respirarlas incitan

 

 

 

como un manojo de rosas.

10

 

 

 

 

En tu infantil hermosura,

 

 

 

llena de vivos sonrojos,

 

 

 

hay tal hechizo y frescura,

 

 

 

que hasta la luz es más pura

 

 

 

en el cristal de tus ojos.

15

 

 

 

 

Cuando caminas, tu traje

 

 

 

hace susurro de espumas,

 

 

 

y, por rendirte homenaje,

 

 

 

de tu sombrero en las plumas

 

 

 

canta la brisa salvaje.

20

 

 

 

 

Los que te miran pasar

 

 

 

con esa audacia triunfante

 

 

 

y esa sonrisa sin par,

 

 

 

juran, al ver tu semblante,

 

 

 

que tú no sabes llorar.

25

 

 

 

 

Juran verdad. ¡Pues mejor!

 

 

 

¡Fuera pesares y engaños,

 

 

 

y no contraiga el dolor

 

 

 

esos dos labios en flor

 

 

 

donde sonríen quince años!

30

 

 

1874.                                        

 

 

 

 

 

 

 

La Pampa

 

                                                                            I

 

 

 

 

   Que voz suave, qué sonoro acento

 

 

 

para cantarte ¡oh Pampa! ¿Me demandas?

 

 

 

¿Será el rugido atronador del viento?

 

 

 

¿Será el susurro de las auras blandas?

 

 

 

 

 

Te veo y me estremezco: mi alma siente

5

 

 

que tu misma grandeza la aniquila,

 

 

 

y súbito después alzo la frente

 

 

 

para encerrarte entre mi audaz pupila.

 

 

 

 

 

Entonces algo tuyo me levanta,

 

 

 

y libre como el viento correr quiero...

10

 

 

¡Bate el caballo su orgullosa planta

 

 

 

y vuela con impulso de pampero!

 

 

 

 

 

Fácil el llano a su vigor se tiende;

 

 

 

huyendo lejos se adivina el monte;

 

 

 

¡No hay limite!... la niebla se desprende,

15

 

 

y a su paso se aleja el horizonte.

 

 

 

 

 

"¡Más rápido! ¡más rápido! Entreabierto

 

 

 

allí está el porvenir en tu camino;

 

 

 

¡Salta! ¡vuela! Devora ese desierto

 

 

 

y arráncale el secreto del destino!"

20

 

 

 

 

Y el caballo se lanza, ya sediento

 

 

 

de espacio, de huracán y de frescura;

 

 

 

se desata y se aleja el pensamiento

 

 

 

como un ave extraviada en la llanura.

 

 

 

 

 

El alma sobre el llano se difunde,

25

 

 

lo abarca como el sol al mar distante,

 

 

 

lo huella, lo limita, lo confunde,

 

 

 

lo empapa de su espíritu gigante.

 

 

 

 

 

¡Sí!, que del potro la veloz carrera

 

 

 

precipita al abismo los sentidos;

30

 

 

¡El vértigo del alma se apodera

 

 

 

y se sienten los nervios sacudidos!

 

 

 

 

 

El pecho se electriza, se acrecienta;

 

 

 

se oye golpear un corazón de acero;

 

 

 

allí el pulmón no vive si no alienta

35

 

 

el soplo poderoso del pampero.

 

 

 

 

 

Allí, lejos del hombre, sobre el llano,

 

 

 

descompuesto el cabello, roto el traje,

 

 

 

tengo orgullo de ser americano

 

 

 

y de gozar de libertad salvaje.

40

 

 

 

 

Se enardece mi alma; delirante

 

 

 

arranco el velo al porvenir, ¡cuán bella

 

 

 

la imagen de la Patria deslumbrante,

 

 

 

amor y gloria y juventud destella!

 

 

 

 

 

Siento el rumor y el incesante coro

45

 

 

de un pueblo egregio que el progreso guía;

 

 

 

y alzando el alma a Dios, me postro y oro

 

 

 

ante la imagen de la patria mía!

 

 

 

 

 

Entonces quema mi ardorosa mano,

 

 

 

mi corazón es fuego, mi frente arde...

50

 

 

¡Qué placer si desciende sobre el llano

 

 

 

el ala refrescante de la tarde!

 

 

 

 

                                                                           II

 

 

 

 

La aurora es la belleza que deslumbra,

 

 

 

la juventud, el canto, la armonía;

 

 

 

la tarde es un ensueño en la penumbra,

55

 

 

el beso de la noche con el día.

 

 

 

 

 

La tarde de la Pampa misteriosa

 

 

 

no es la tarde del bosque ni del prado

 

 

 

es más triste, más bella, más grandiosa,

 

 

 

más dulce muere bajo el sol dorado.

60

 

 

 

 

Ni un rumor escucháis, ningún ruido

 

 

 

en la vasta planicie solitaria,

 

 

 

sólo un vago y dulcísimo gemido

 

 

 

como el ruego postrer de una plegaria.

 

 

 

 

 

Cual el perfume de la flor, abierta

65

 

 

a los besos del céfiro que gira,

 

 

 

el alma se desprende, flota incierta,

 

 

 

y con las ondas de la luz espira.

 

 

 

 

 

El cuerpo desfallece; la mirada,

 

 

 

como el ave en la mar, sin rumbo vuela,

70

 

 

sigue la nube errante, y fatigada

 

 

 

la paz profunda de la noche anhela.

 

 

 

 

 

Aspiráis de ese cuadro misterioso

 

 

 

una dulce ideal melancolía;

 

 

 

el corazón, latiendo silencioso,

75

 

 

parece que desmaya con el día.

 

 

 

 

 

Sentís volar a la memoria errantes

 

 

 

recuerdos de un dolor que no se nombra,

 

 

 

fantasmas y quimeras vacilantes

 

 

 

que corren a ocultarse entre la sombra.

80

 

 

 

 

Veis surgir, con el alma estremecida,

 

 

 

los seres que en el mundo habéis amado,

 

 

 

su sonrisa, su voz, su voz querida,

 

 

 

como un largo sollozo del pasado.

 

 

 

 

 

Llega la hora sublime.... aquel instante

85

 

 

en que la luz entre la sombra oscila,

 

 

 

en que el mundo desmaya suspirante

 

 

 

y el alma vuela a su Creador tranquila.

 

 

 

 

 

¡A ese instante de unción, no hay quien resista!

 

 

 

Eleva al ignorante, eleva al sabio

90

 

 

estático quedáis, fija la vista,

 

 

 

con el nombre de Dios sellado el labio...

 

 

 

 

                                                                           III

 

 

 

 

Esperáis un momento... Ya la sombra

 

 

 

sobre llano sin luz rápida avanza,

 

 

 

y se agrupan y ruedan en su alfombra

95

 

 

las nubes de la noche, en lontananza.

 

 

 

 

 

Entonce el trueno, retumbando lejos,

 

 

 

hiere las brisas que en silencio vagan;

 

 

 

y súbitos y pálidos reflejos

 

 

 

plomizos velos descubrir amagan.

100

 

 

 

 

Esperáis un momento... ¡Centellea

 

 

 

la tempestad que se alza a vuestro paso!

 

 

 

¡El ala del relámpago chispea

 

 

 

sobre el tétrico fondo del ocaso!

 

 

 

 

 

Y rodando mil nubes agrupadas,

105

 

 

empujan otras y otras de soslayo,

 

 

 

rasgan su seno, y túrbidas y airadas

 

 

 

vivaz arrojan a la tierra el rayo.

 

 

 

 

 

Los relámpagos, vibrantes,

 

 

 

difundidos en ráfagas violentas,

110

 

 

parecen las miradas centelleantes

 

 

 

del Genio colosal de las tormentas.

 

 

 

 

 

Sentís hervir la sangre, y os parece

 

 

 

que, rota vuestra vida, endeble palma,

 

 

 

en las alas del viento se estremece

115

 

 

libre y audaz y en plenitud vuestra alma.

 

 

 

 

 

¡Oh, qué placer!... El pecho, palpitante,

 

 

 

entreabre vuestra boca... ¿dais un grito?

 

 

 

¡Lo prolongan los ecos al instante!

 

 

 

¡Lo contesta tronando el infinito!

120

 

 

 

 

Imágenes soberbias, atrevidas,

 

 

 

el alma llenan de visiones grandes:

 

 

 

¡Se sueña, tras las nubes encendidas,

 

 

 

el Dios del Sinaí sobre los Andes!

 

 

 

 

 

O, rasgando los velos del santuario,

125

 

 

se descubre de súbito a la mente,

 

 

 

la fecunda tragedia del Calvario,

 

 

 

eterna lumbre del remoto Oriente.

 

 

 

 

 

Y envuelto en una atmósfera sin nombre,

 

 

 

se quiebra el trueno en vuestra frente erguida...

130

 

 

Así concibo en mi delirio al hombre,

 

 

 

¡figura colosal!...¡rey de la vida!

 

 

 

 

 

¡Dadme la Pampa así! ¡Súbito el rayo

 

 

 

centelleé en mi frente y zumbe luego!

 

 

 

¡La tempestad no es sueño, no es desmayo

135

 

 

es vida, es trueno, es luz, es fiebre, es fuego!

 

 

 

1872.                                                         

 

 

 

 

 

 

 

Pensamiento

 

 

 

 

   Bañarse en la gota de rocío

 

 

 

que halló en las flores vacilante cuna,

 

 

 

en las noches de estío

 

 

 

desciende el rayo de la blanca luna.

 

 

 

Así, en las horas de celeste calma

5

 

 

                Y dulce desvarío,

 

 

 

hay en mi alma una gota de tu alma

 

 

 

donde se baña el pensamiento mío.

 

 

 

 

 

 

 

Semejanzas

 

 

 

 

   Brisa que en medio de la selva canta,

 

 

 

apacible rumor del oleaje,

 

 

 

es el susurro de su blanco traje

 

 

 

al deslizarse su ligera planta.

 

 

 

 

 

Luz de la estrella que al caer la tarde

5

 

 

de moribunda palidez se viste,

 

 

 

es el reflejo cariñoso y triste

 

 

 

que en los cristales de sus ojos arde.

 

 

 

 

 

Luna del seno de la mar naciente,

 

 

 

que va escalando, en silencioso vuelo,

10

 

 

y con tranquila majestad, el cielo,

 

 

 

es el relieve de su tersa frente.

 

 

 

 

 

Plácido arrullo, que ocultar no sabe

 

 

 

de la paloma la ignorada pena,

 

 

 

y en el silencio de los bosques suena,

15

 

 

es la armonía de su voz suave.

 

 

 

 

 

Cielo sin nubes que a la tierra envía

 

 

 

la luz y el fuego de su sol fecundo,

 

 

 

cielo sin nubes de un azul profundo,

 

 

 

es el cariño de la amada mía.

20

 

 

 

 

 

 

El seíbo

 

 

 

 

   Yo tengo mis recuerdos asidos a tus hojas,

 

 

 

yo te aino como se ama la sombra del hogar,

 

 

 

risueño compañero del alba de mi vida,

 

 

 

seíbo esplendoroso del regio Paraná.

 

 

 

 

 

Las horas del estío pasadas a tu sombra,

5

 

 

pendiente de tus brazos mi hamaca guaraní,

 

 

 

eternas vibraciones dejaron en mi pecho,

 

 

 

tesoro de armonías que llevo al porvenir.

 

 

 

 

 

Y muchas veces, muchas, mi frente enardecida,

 

 

 

tostada por el rayo del sol meridional,

10

 

 

brumosa con la niebla de luz del pensamiento,

 

 

 

buscó bajo tu copa frescura y soledad.

 

 

 

 

 

Allí, bajo las ramas nerviosas y apartadas,

 

 

 

teniendo por doseles tus flores de carmín,

 

 

 

también su hogar aéreo suspenden los boyeros,

15

 

 

columpio predilecto del céfiro feliz.

 

 

 

 

 

Se arrojan en tus brazos, pidiéndoles apoyo,

 

 

 

mil suertes de lanas de múltiple color;

 

 

 

y abriendo victorioso tus flores carmesíes,

 

 

 

guirnalda de las islas, coronas su mansión.

20

 

 

 

 

Recuerdo aquellas ondas azules y risueñas

 

 

 

que en torno repetían las glorias de tu sien,

 

 

 

y aquellas que el pampero, sonoras y tendidas,

 

 

 

lanzaba cual un manto de espumas a tu pie.

 

 

 

 

 

Evoco aquellas tardes doradas y tranquilas,

25

 

 

cargadas de perfumes, de cantos y de amor,

 

 

 

en que los vagos sueños que duermen en el alma

 

 

 

despiertan en las notas de blanda vibración.

 

 

 

 

 

Entonces los rumores que viven en tus hojas,

 

 

 

confunden con las olas su música fugaz,

30

 

 

y se oyen de las aves los vuelos y los roces,

 

 

 

vagando entre las cintas del verde totoral.

 

 

 

 

 

¡Momentos deliciosos de olvido, de esperanza!

 

 

 

¡Destellos que iluminan la hermosa juventud!

 

 

 

¡Aquí es donde se sueña la virgen prometida

35

 

 

y es lumbre de sus ojos la ráfaga de luz!

 

 

 

 

 

Amigo de la infancia, te pido de rodillas

 

 

 

que el día en que a mi amada la sirvas de dosel,

 

 

 

me des una flor tuya, la flor mejor abierta,

 

 

 

para ceñir con ella la nieve de su sien.

40

 

 

 

 

¡Que nunca Dios me niegue tu sombra bienhechora,

 

 

 

seíbo de mis islas, señor del Paraná!

 

 

 

¡Que pueda con mis versos dejar contigo el alma

 

 

 

viviendo de tu vida, gozando de tu paz!

 

 

 

 

 

¡Ah! ¡Cuando nada reste de tu cantor y seas

45

 

 

su solo monumento, su pompa funeral,

 

 

 

yo sé que en la corteza de tu musgoso tronco

 

 

 

alguna mano amiga mi nombre ha de grabar!

 

 

 

1875.                                                            

 

 

 

 

 

 

 

Sombra

 

 

 

 

   ¿Has podido dudar del alma mía?

 

 

 

¿De mí que nunca de tu amor dudé?

 

 

 

¡Dudar! ¡Cuando eres mi naciente día,

 

 

 

mi solo orgullo, mi soñado bien!

 

 

 

 

 

¡Dudar! ¡Sabiendo que en tu ser reposa

5

 

 

cuanta esperanza palpitó en mi ser,

 

 

 

y que mis sueños de color de rosa

 

 

 

el ala inclinan a besar tu sien!

 

 

 

 

 

Por eso, lleno de profundo anhelo,

 

 

 

me oyó la tarde, divagando ayer,

10

 

 

decir al valle, preguntar al cielo:

 

 

 

¿Por qué ha dudado de mi amor, por qué?

 

 

 

 

 

La luz rosada de la tarde bella,

 

 

 

huyó a mis pasos para no volver;

 

 

 

y la naciente, luminosa estrella,

15

 

 

veló sus rayos para huir también.

 

 

 

 

 

Y mudo, triste, solitario, errante,

 

 

 

el alma enferma, por primera vez,

 

 

 

hundí en la sombra, y se apagó un instante

 

 

 

la luz celeste de mi antigua fe.

20

 

 

 

 

Perdido en medio de la noche en calma,

 

 

 

brumoso el río que nos vio nacer,

 

 

 

de alzar el vuelo a la región del alma

 

 

 

sentí la viva, la profunda sed.

 

 

 

 

 

¡Fugaz deseo! Tu inmortal cariño

25

 

 

ardió en la noche, y en su llama cruel

 

 

 

la mariposa de mi amor de niño

 

 

 

quemó sus alas y cayó a tus pies.

 

 

 

 

 

 

 

A una poetisa lusitana

 

 

 

 

Pues las pides, en tu busca

 

 

 

van mis flores ignoradas,

 

 

 

con su modesto perfume

 

 

 

y risueñas esperanzas.

 

 

 

No temas, no, que en sus hojas

5

 

 

tu labio encuentre al besarlas,

 

 

 

ni punzadoras espinas,

 

 

 

ni amarga ofrenda de lágrimas.

 

 

 

No temas, porque han crecido

 

 

 

bajo el amparo del alba,

10

 

 

a la margen de mis ríos,

 

 

 

mirando cielos de nácar.

 

 

 

En sus diversos colores

 

 

 

y en su pureza sin mancha,

 

 

 

llevan débiles reflejos

15

 

 

de los astros de mi patria.

 

 

 

Son humildes, pero tienen

 

 

 

infantiles arrogancias,

 

 

 

cierto orgullo de ser hijas

 

 

 

predilectas de la Pampa

20

 

 

y celosas mensajeras

 

 

 

de mi tierra americana.

 

 

 

Si los vientos de la Europa,

 

 

 

desdeñosos, sesga el ala,

 

 

 

no acarician nunca el seno

25

 

 

de mis pobres expatriadas,

 

 

 

guárdalas en tu santuario,

 

 

 

tierna virgen lusitana,

 

 

 

guárdalas para corona

 

 

 

de tus sienes inspiradas,

30

 

 

donde, lejos de mi tierra,

 

 

 

vivan cerca de tu alma.

 

 

 

Si en las tardes del Mondego,

 

 

 

o del Duero en las mañanas,

 

 

 

estremece tu alma virgen

35

 

 

tierna música de cañas,

 

 

 

y del nido de tus labios

 

 

 

vuela en versos tu plegaria,

 

 

 

acuérdate del que un día,

 

 

 

en las márgenes del Plata,

40

 

 

enseñó tu dulce nombre

 

 

 

a las cuerdas de su arpa.

 

 

 

1875.                                               

 

 

 

 

 

 

 

Hojas

 

 

 

 

   ¿Ves aquel sauce, bien mío,

 

 

 

que, en doliente languidez,

 

 

 

se inclina al cauce sombrío,

 

 

 

enamorado tal vez

 

 

 

de las espumas del río?

5

 

 

 

 

¿Oyes el roce constante

 

 

 

de su ramaje sediento,

 

 

 

y aquel suspiro incesante

 

 

 

que de su copa oscilante

 

 

 

arranca tímido el viento?

10

 

 

 

 

Mañana, cuando sus rojas

 

 

 

auroras pierda el estío,

 

 

 

lo verás, húmedo y frío,

 

 

 

ir arrojando sus hojas

 

 

 

sobre la espuma del río;

15

 

 

 

 

¡Y que ella, en rizos livianos

 

 

 

llevando la hoja caída,

 

 

 

las selvas cruza y los llanos...

 

 

 

para dejarla sin vida

 

 

 

en los recodos lejanos!

20

 

 

 

 

¡Ah! ¡cuán ingrata serías,

 

 

 

y cuán hondo mi dolor,

 

 

 

si estas hojas, que son mías,

 

 

 

abandonara, ya frías,

 

 

 

como la espuma, tu amor!

25

 

 

 

 

 

 

Un cuento de las olas

 

A Celmira Jurado

 

 

 

 

   ¿Quién no ha visto en las orillas

 

 

 

del hermoso Paraná,

 

 

 

esa banda, siempre verde,

 

 

 

siempre móvil del juncal?

 

 

 

 

 

En las horas de la siesta,

5

 

 

cuando todo duerme en paz,

 

 

 

en las cuerdas de esa lira

 

 

 

van las olas a cantar.

 

 

 

 

 

Almas buenas y sencillas,

 

 

 

venid todas, y escuchad

10

 

 

lo que dicen esas olas

 

 

 

en el arpa del juncal.

 

 

 

 

 

Cuando el delta en muda calma

 

 

 

bajo el sol de Enero está,

 

 

 

y el silencio es más sensible

15

 

 

porque arrulla la torcaz,

 

 

 

 

 

Ellas cuentan una historia

 

 

 

que repiten sin cesar,

 

 

 

una historia en que hay un nido

 

 

 

y un cantor del Paraná.

20

 

 

 

 

Sucedió que en varios juncos

 

 

 

reunidos en un haz,

 

 

 

con totoras y hojas secas

 

 

 

hizo nido un cardenal.

 

 

 

 

 

¡Con qué orgullo miró el ave,

25

 

 

bajo el sol primaveral,

 

 

 

sobre el agua movediza

 

 

 

columpiándose, su hogar!

 

 

 

 

 

Una rama de un seíbo,

 

 

 

inclinada hacia el raudal,

30

 

 

le dio sombras, flores rojas...

 

 

 

cuanto un árbol puede dar.

 

 

 

 

 

Y extendiendo hasta aquel nido

 

 

 

largo vástago un rosal,

 

 

 

fue en sus bordes, la mejilla

35

 

 

de una rosa a reclinar.

 

 

 

 

 

¡Qué contenta estaba el ave!

 

 

 

¡Qué prodigio musical

 

 

 

era entonces su garganta!

 

 

 

¡Qué inquietudes y qué afán!...

40

 

 

 

 

Pasó el tiempo. En el estío

 

 

 

los polluelos no son ya

 

 

 

tan pequeños, y hasta suelen

 

 

 

breves trinos ensayar.

 

 

 

 

 

Pero el río fue creciendo,

45

 

 

fue creciendo más y más,

 

 

 

y hubo un día en que una ola

 

 

 

saltó al seno del hogar.

 

 

 

 

 

¡Qué aleteos bulliciosos

 

 

 

les produjo el golpe audaz!...

50

 

 

siempre ha sido de la infancia

 

 

 

festejar la tempestad.

 

 

 

 

 

Recio viento de los llanos

 

 

 

una tarde hirió la faz,

 

 

 

con el choque de sus alas,

55

 

 

del soberbio Paraná;

 

 

 

 

 

Y las olas, irritadas,

 

 

 

empinándose a luchar,

 

 

 

en espuma convirtieron

 

 

 

su serena majestad.

60

 

 

 

 

¡Cómo duermen los pequeños

 

 

 

mientras brama el huracán

 

 

 

y las ondas los salpican

 

 

 

con su polvo de cristal!

 

 

 

 

 

Se vio el nido estremecerse,

65

 

 

y a su empuje, vacilar,

 

 

 

mas sus crestas no alcanzaron

 

 

 

a la altura del juncal.

 

 

 

 

 

Pues si el río fue creciendo

 

 

 

cada día más y más,

70

 

 

él también fue levantando

 

 

 

sus varillas a la par.

 

 

 

 

 

Almas buenas y sencillas

 

 

 

que en la tierra hacéis hogar,

 

 

 

elegidlo con la ciencia

75

 

 

del pintado cardenal.

 

 

 

1882.                                               

 

 

 

 

 

 

 

Visión

 

 

 

 

   Se sueña, se presiente, se adivina,

 

 

 

estremécese el labio y no la nombra;

 

 

 

el alba la ve huir de la colina

 

 

 

velada entre los pliegues de la sombra.

 

 

 

 

 

Espira el melancólico perfume

5

 

 

de la rosa en un féretro olvidada;

 

 

 

se deshace en incienso, se consume

 

 

 

a la rápida luz de una mirada.

 

 

 

 

 

Hermana de la tarde, pensativa

 

 

 

en el fondo del valle resplandece;

10

 

 

un instante deslumbra, y fugitiva

 

 

 

en el pálido azul se desvanece.

 

 

 

1871.                                           

 

 

 

 

          

 

Primavera

 

 

 

                              

   Comenzaba a reír la primavera

 

 

 

cuando, por vez primera,

 

 

 

casi niños los dos nos conocimos;

 

 

 

y llegaron las horas venturosas

 

 

 

      que, abiertas con las rosas,

5

 

 

crecieron a la par con los racimos.

 

 

 

 

 

Radiaba de su cándida belleza

 

 

 

      aquel fulgor que empieza

 

 

 

a derramar el sol en la alborada,

 

 

 

que, al sonrosar la juventud naciente,

10

 

 

      es rubor en la frente

 

 

 

y rayo de pasión en la mirada.

 

 

 

 

 

Yo la dije mi amor el primer día,

 

 

 

      (Que entonces no sabía

 

 

 

ahogar el corazón dentro del pecho),

15

 

 

vagando por las sendas arboladas

 

 

 

      y frescas enramadas

 

 

 

donde se eleva su paterno techo.

 

 

 

 

 

Ella oyó mis palabras indecisa,

 

 

 

      mas su dulce sonrisa

15

 

 

trocó de pronto en gravedad severa;

 

 

 

y tomando un camino sombreado,

 

 

 

      se alejó de mi lado

 

 

 

desdeñosa, es verdad, pero hechicera.

 

 

 

 

 

¡Oh, qué interno y cruel remordimiento

20

 

 

      nubló mi pensamiento!

 

 

 

juré, inocente, mi futura enmienda;

 

 

 

y, hundido de mi culpa en el abismo,

 

 

 

      huyendo de mí mismo,

 

 

 

tomé del bosque por contraria senda.

25

 

 

 

 

¡Desengaños de amor! ¡de las pasiones

 

 

 

      amargas decepciones!

 

 

 

¡Cómo desmaya el corazón herido!

 

 

 

¡Cómo en torno parece que se siente

 

 

 

un sollozo doliente

30

 

 

que se estrella perenne en el oído!

 

 

 

 

 

"¡Ah! ¿por qué fui con ella tan osado?

 

 

 

      Decía despechado.

 

 

 

¿Por qué no supe respetar la calma

 

 

 

de su inocente juventud dormida,

35

 

 

      y al lago de esa vida

 

 

 

como una piedra desplomé mi alma?"

 

 

 

 

 

Y vagaba, vagaba a la ventura,

 

 

 

      como en la selva oscura

 

 

 

ave extranjera demandando abrigo,

40

 

 

cuando al doblar la senda tortuosa,

 

 

 

      ¡casualidad dichosa!

 

 

 

Yo me encontré con ella, ella conmigo.

 

 

 

 

 

Sentí vergüenza, irritación, desprecio

 

 

 

      de mi arrebato necio;

45

 

 

y si postrado no caí de hinojos

 

 

 

y hasta sus plantas no llegué sumiso,

 

 

 

      fue porque ella no quiso

 

 

 

llamarme, cual solía, con los ojos.

 

 

 

 

 

No: sin mirarme atravesó el camino;

50

 

 

      y de un rosal vecino,

 

 

 

una flor escogió, fresca y lozana,

 

 

 

una rosa encendida, que no era

 

 

 

      sólo copia hechicera,

 

 

 

sino también de su mejilla hermana.

55

 

 

 

 

Pero cuando, al ponerla en su cabello,

 

 

 

      su rosado destello

 

 

 

se derramó sobre su sien de armiño,

 

 

 

      ¡ciego, loco tal vez, aunque no absuelto,

 

 

 

      me adelanté, resuelto

60

 

 

a ofenderla otra vez con mi cariño!

 

 

 

 

 

Al sentirme llegar, alzó la frente,

 

 

 

      y casi indiferente,

 

 

 

como el que al bien una venganza inmola,

 

 

 

me dijo, el bello rostro sonreído:

65

 

 

      -"Creerás?... No te he sentido.

 

 

 

¿Por qué te apartas y me dejas sola?"

 

 

 

 

 

No supe contestarla. Aquel acento...

 

 

 

      mi corazón, sediento

 

 

 

de las visiones que creó soñando...

70

 

 

el reciente dolor... la ofensa impía...

 

 

 

      ¡Ay! ¡Toda el alma mía

 

 

 

estalló en su presencia sollozando!

 

 

 

 

 

Y ella también, su juvenil cabeza,

 

 

 

      más bella en su tristeza,

75

 

 

sobre mi pecho abandonó, llorosa;

 

 

 

y en aquel arrebato delirante,

 

 

 

      quedó por un instante

 

 

 

bajo mis labios la encendida rosa.

 

 

 

 

 

-"Tómala, es toda tuya", me decía

80

 

 

      cuando en suave alegría

 

 

 

nuestro primer dolor se hubo trocado;

 

 

 

y desde entonces, dichas me parecen

 

 

 

      enojos que florecen

 

 

 

no bien con dulce llanto se han regado.

85

 

 

 

 

 

 

Ofrenda

 

 

 

 

   ¡Ah! Yo que en torno de tu sien he visto

 

 

 

perennemente suspendida el alba,

 

 

 

y encenderse en el cielo de tus ojos

 

 

 

como una estrella el esplendor de tu alma,

 

 

 

he querido mi ofrenda de poeta

5

 

 

consagrar a tu imagen solitaria,

 

 

 

azucena de luz, donde mi espíritu

 

 

 

posó temblando sus ligeras alas.

 

 

 

 

 

 

 

La sombra del sauzal

 

 

 

 

   Brinda albergue sin igual,

 

 

 

en las siestas del estío,

 

 

 

a las márgenes del río

 

 

 

melancólico sauzal.

 

 

 

 

 

Todo tiene allí la unción

5

 

 

de lo eterno y lo distante,

 

 

 

y hay un aura refrescante

 

 

 

que acaricia el corazón.

 

 

 

 

 

De las ramas, enarcadas

 

 

 

bajo el peso de los nidos,

10

 

 

vuelan trémulos gemidos

 

 

 

y penumbras sonrosadas.

 

 

 

 

 

Sin el ¡ay! De las congojas,

 

 

 

sin lo amargo de la pena,

 

 

 

habla el eco que allí suena

15

 

 

el lenguaje de las hojas.

 

 

 

 

 

¡El lenguaje cuya inquieta

 

 

 

voz vibrante y sin aliño,

 

 

 

dialogaba desde niño

 

 

 

con mis sueños de poeta!

20

 

 

 

 

Sed de amor y de reposo

 

 

 

el espíritu allí siente,

 

 

 

difundido en el ambiente

 

 

 

como un hálito glorioso.

 

 

 

 

 

No han soñado el ideal

25

 

 

ni su encanto conocieron,

 

 

 

los que nunca se adurmieron

 

 

 

a la sombra del sauzal.

 

 

 

 

 

Blanca virgen, que no esquiva

 

 

 

las caricias de su dueño,

30

 

 

al conjuro de un ensueño

 

 

 

se adelanta pensativa.

 

 

 

 

 

Aura errante, placentera

 

 

 

mueve la onda luminosa

 

 

 

de su rubia., de su hermosa

35

 

 

desbordada cabellera.

 

 

 

 

 

En la sombra se adivina

 

 

 

el destello que la inunda,

 

 

 

y espumosa la circunda

 

 

 

la flotante muselina.

40

 

 

 

 

Suele a veces levantar

 

 

 

a los cielos la mirada,

 

 

 

como tórtola agitada

 

 

 

por el ansia de volar.

 

 

 

 

 

Y las ramas, que la ven

45

 

 

palpitante, de la altura

 

 

 

caen en arcos de verdura

 

 

 

sobre el arco de su sien.

 

 

 

 

 

Y rendidas a su imperio,

 

 

 

bulliciosas la consultan,

50

 

 

y la elevan, y la ocultan

 

 

 

en el seno del misterio...

 

 

 

 

 

¡Ah! ¡Su imagen celestial

 

 

 

es un sueño del estío:

 

 

 

luz y niebla de algún río,

55

 

 

divagando en el sauzal!

 

 

 

1877.                                             

 

 

 

 

 

 

 

Basta y sobra

 

 

 

 

   ¿Tú piensas que te quiero por hermosa,

 

 

 

            por tu dulce mirar,

 

 

 

por tus mejillas de color de rosa?

 

 

 

Sí, por eso y por buena, nada más.

 

 

 

 

 

¿Que entregada a la música y las flores,

5

 

 

            no aprendes a danzar?

 

 

 

Pues me alegra, me alegra que lo ignores

 

 

 

yo te quiero por buena, nada más.

 

 

 

 

 

¿Que tu ignorancia raya en lo sublime,

 

 

 

            de Atila y Genjis-Khan?

10

 

 

¡Qué muchacha tan ciega!... Pero, dime:

 

 

 

¿Si lo supieras, te querría más?

 

 

 

 

 

Bien se están con su ciencia los doctores

 

 

 

            la tuya es el hogar;

 

 

 

los niños y la música y las flores,

15

 

 

bastan y sobran para amarte más.

 

 

 

 

 

 

 

A una niña en su álbum

 

 

 

 

   ¿Versos? ¡y tienes dieciséis años!

 

 

 

Mira, los versos mejores son

 

 

 

no tener penas ni desengaños,

 

 

 

vivir esclava de una ilusión.

 

 

 

 

 

Cantos alados, rimas inquietas,

5

 

 

desde tu seno vienen a mí:

 

 

 

más que en la lira de los poetas,

 

 

 

hay armonías dentro de ti.

 

 

 

 

 

Deja que vuele tu fantasía,

 

 

 

pon en sus alas todo tu ser,

10

 

 

que allí se encuentra la poesía

 

 

 

donde va el alma de una mujer.

 

 

 

 

 

Nunca las bellas formas ligeras

 

 

 

que los poetas hacen vivir,

 

 

 

vierten la lumbre de esas quimeras

15

 

 

que hay en el fondo del porvenir.

 

 

 

 

 

Duérmete, y sueña. Mientras reposas,

 

 

 

verás cual vuelan en derredor,

 

 

 

como un enjambre de mariposas,

 

 

 

tus ilusiones de flor en flor.

20

 

 

 

 

Hay en la vida sólo una hora

 

 

 

de inexplicable santa embriaguez,

 

 

 

y es cuando el alma como una aurora

 

 

 

rompe las sombras de la niñez.

 

 

 

 

 

Se aclaran, brillan los horizontes

25

 

 

sienten las selvas vaga inquietud

 

 

 

florece el día sobre los montes;

 

 

 

¡Ama y palpita la juventud!

 

 

 

 

 

¡Santos delirios! De esos engaños

 

 

 

huye vencida la inspiración:

30

 

 

cuando se tienen tan pocos años,

 

 

 

no hay mejor lira que el corazón.

 

 

 

1879.                                 

 

 

 

 

 

 

 

El nido de boyeros

 

A Mercedes Obligado

 

 

 

 

   Yo conozco en las islas un arroyo

 

 

 

eternamente límpido y sereno,

 

 

 

que parece, tendido entre los sauces,

 

 

 

          larga cinta de acero.

 

 

 

 

 

Sonríen al pasar todas sus aguas

5

 

 

del camalote azul bajo el reflejo,

 

 

 

y del rosal silvestre se iluminan

 

 

 

          al cárdeno destello.

 

 

 

 

 

En la vecina estancia hay una niña

 

 

 

de trece años lo más, quizá de menos,

10

 

 

muy dada a pasear por el arroyo

 

 

 

          tranquilo de mi cuento.

 

 

 

 

 

Se la ve en la canoa, (una canoa

 

 

 

pequeña y blanca, con filetes negros),

 

 

 

reclinada en la popa, y con la pala

15

 

 

          que la sirve de remo.

 

 

 

 

 

Unas veces, bogando lentamente

 

 

 

por la margen, la lleva su deseo

 

 

 

a elegir una flor, y va regando

 

 

 

          las aguas con sus pétalos.

20

 

 

 

 

Otras, impulsa con vigor la pala,

 

 

 

quedan detrás girando mil hoyuelos,

 

 

 

y al aire se desatan en manojos

 

 

 

          sus lúcidos cabellos.

 

 

 

 

 

Perturban el silencio de las islas

25

 

 

sus gritos y sus risas, que los ecos

 

 

 

con musical cadencia desparraman

 

 

 

          vibrantes a lo lejos.

 

 

 

 

 

Fatigada abandona, destilando,

 

 

 

sobre la falda atravesado el remo;

30

 

 

y tal, semeja un cisne que dispone

 

 

 

          las alas para el vuelo.

 

 

 

 

 

Suele verme al pasar, y me amenaza,

 

 

 

fingiéndose enojada, con el dedo;

 

 

 

del recodo inmediato, vuelve el rostro

35

 

 

          y me grita: "¡hasta luego!"

 

 

 

 

 

Pero ayer sucedió que mientras iba

 

 

 

buscando sombras para el sol de Enero,

 

 

 

vio colgado a un laurel, sobre las aguas,

 

 

 

          un nido de boyeros.

40

 

 

 

 

Era hermoso, en verdad: resplandecían

 

 

 

las fibras del cardón en largo cesto,

 

 

 

y al rumor del laurel se columpiaba

 

 

 

          con la igualdad de un péndulo.

 

 

 

 

 

La niña, puesta en pie sobre la popa,

45

 

 

tendió los brazos a bajarlo en ellos,

 

 

 

pero desviole el nido una imprevista

 

 

 

          trepidación del viento.

 

 

 

 

 

Ya las mangas caídas, los desnudos

 

 

 

mórbidos brazos levantó de nuevo,

50

 

 

y, balanceada entonces la canoa,

 

 

 

          la derribó en su asiento.

 

 

 

 

 

Irguiose al punto, en actitud airada,

 

 

 

golpeola fuerte el corazón el pecho,

 

 

 

y alzó la pala a derribar el nido,

55

 

 

          con implacable ceño.

 

 

 

 

 

Sobre la copa del laurel, un ave

 

 

 

negra y brillante, reposó su vuelo;

 

 

 

y por todas las islas resonaron

 

 

 

          los cantos del boyero.

60

 

 

 

 

Llevó la joven al cantor los ojos,

 

 

 

bajó la pala y escuchó en silencio...

 

 

 

¡Qué intensas van las amorosas notas

 

 

 

          de las niñas al seno!

 

 

 

 

 

Oyó después, cuando callada el ave,

65

 

 

embebecida se quedó un momento,

 

 

 

salir del nido un delicioso y blando

 

 

 

          susurro de polluelos.

 

 

 

 

 

-"¡Ah, no duermen!" se dijo, y con la pala

 

 

 

ingenuamente se entregó a mecerlos...

70

 

 

Pero viome de pronto, y encendida

 

 

 

          abandonó su empeño.

 

 

 

 

 

Sucede desde ayer que mi vecina,

 

 

 

al volver lentamente de regreso,

 

 

 

no me quiere mirar, ni me amenaza

75

 

 

          como antes, con el dedo.

 

 

 

 

 

Es inútil negarme tus miradas,

 

 

 

valiente remadora de ojos negros.

 

 

 

No dormirás ya en paz, porque conoces

 

 

 

          el nido de boyeros.

80

 

 

 

 

 

 

 

Acuarela

 

 

 

                              

   Es la mañana: nardos y rosas

 

          

 

mueve la brisa primaveral,

 

 

 

y en los jardines las mariposas

 

 

 

vuelan y pasan, vienen y van.

 

 

 

 

 

Una niñita madrugadora

5

 

 

va a juntar flores para mamá,

 

 

 

y es tan hermosa que hasta la aurora

 

 

 

vierte sobre ella más claridad.

 

 

 

 

 

Tras cada mata de clavelina,

 

 

 

de pensamientos y de arrayán,

10

 

 

gira su traje de muselina,

 

 

 

su sombrerito, su delantal.

 

 

 

 

 

Llena sus manos de lindas flores,

 

 

 

y cuando en ellas no caben más,

 

 

 

con su tesoro de mil colores

15

 

 

vuelve a los brazos de su mamá.

 

 

 

 

 

Mientras se aleja, como dos rosas

 

 

 

sus dos mejillas se ven brillar,

 

 

 

y la persiguen las mariposas

 

 

 

que en los jardines vienen y van.

20

 

 

 

 

 

 

Al partir

 

 

 

 

   ¿Es verdad que te ausentas de la patria

 

 

 

donde a la aurora, por primera vez,

 

 

 

el sol de Mayo te envolvió en su lumbre

 

 

 

y allá en la cuna te besó la sien?

 

 

 

 

 

¿Es verdad que te apartas de ese nido

5

 

 

en cuyos bordes, aleteando ayer,

 

 

 

ensayaba su vuelo sobre el mundo

 

 

 

la bulliciosa y virginal niñez?

 

 

 

 

 

¡Ah! ¡Si vas a partir, no habrás podido

 

 

 

mirar el cielo sin llorar después!

10

 

 

¡Esas nubes que pasan, nadie sabe

 

 

 

si cuando vuelvas volverán también!...

 

 

 

 

 

De la tierra extranjera el horizonte,

 

 

 

¡Cuán triste, opaco y silencioso es!

 

 

 

¡Y cuán lleno de luces y armonías,

15

 

 

el alto cielo que nos vio nacer!

 

 

 

 

 

¡Ah! Cuando sientas que te oprime el alma,

 

 

 

con férrea mano, la ansiedad cruel,

 

 

 

¡tórtola! ¡vuelve las ligeras alas,

 

 

 

y al dulce nido de tu infancia ven!

20

 

 

1877.                           

 

 

 

 

 

 

 

Santos Vega

 

Tradiciones argentinas

 

 

 

         

                              

Santos Vega el payador,

 

 

aquel de la larga fama,

 

 

murió cantando su amor

 

 

como el pájaro en la rama.

 

 

                  Cantar Popular.

 

 

 

 

                                                               I

 

El alma del payador

 

                              

   Cuando la tarde se inclina

 

          

 

sollozando al occidente,

 

 

 

corre una sombra doliente

 

 

 

 

 

Sobre la pampa argentina,

 

 

 

y cuando el sol ilumina

5

 

 

con luz brillante y serena

 

 

 

del ancho campo la escena,

 

 

 

la melancólica sombra

 

 

 

huye besando su alfombra

 

 

 

con el afán de la pena.

10

 

 

 

 

Cuentan los criollos del suelo

 

 

 

que, en tibia noche de luna,

 

 

 

en solitaria laguna

 

 

 

para la sombra su vuelo;

 

 

 

que allí se ensancha, y un velo

15

 

 

va sobre el agua formando,

 

 

 

mientras se goza escuchando

 

 

 

por singular beneficio,

 

 

 

el incesante bullicio

 

 

 

que hacen las olas rodando.

20

 

 

 

 

Dicen que, en noche nublada,

 

 

 

si su guitarra algún mozo

 

 

 

en el crucero del pozo

 

 

 

deja de intento colgada,

 

 

 

llega la sombra callada

25

 

 

y, al envolverla en su manto,

 

 

 

suena el preludio de un canto

 

 

 

entre las cuerdas dormidas,

 

 

 

cuerdas que vibran heridas

 

 

 

como por gotas de llanto.

30

 

 

 

 

Cuentan que, en noche de aquellas

 

 

 

en que la Pampa se abisma

 

 

 

en la extensión de sí misma

 

 

 

sin su corona de estrellas,

 

 

 

sobre las lomas más bellas,

35

 

 

donde hay más trébol risueño,

 

 

 

luce una antorcha sin dueño

 

 

 

entre una niebla indecisa,

 

 

 

para que temple la brisa

 

 

 

las blandas alas del sueño.

40

 

 

 

 

Mas, si trocado el desmayo

 

 

 

en tempestad de su seno,

 

 

 

estalla el cóncavo trueno,

 

 

 

que es la palabra del rayo,

 

 

 

hiere al ombú de soslayo

45

 

 

rojiza sierpe de llamas,

 

 

 

que, calcinando sus ramas,

 

 

 

serpea, corre y asciende,

 

 

 

y en la alta copa desprende

 

 

 

brillante lluvia de escamas.

50

 

 

 

 

Cuando, en las siestas de estío,

 

 

 

las brillazones remedan

 

 

 

vastos oleajes que ruedan

 

 

 

sobre fantástico río;

 

 

 

mudo, abismado y sombrío,

55

 

 

baja un jinete la falda

 

 

 

tinta de bella esmeralda,

 

 

 

llega a las márgenes solas...

 

 

 

¡y hunde su potro en las olas,

 

 

 

con la guitarra a la espalda!

60

 

 

 

 

Si entonces cruza a lo lejos,

 

 

 

galopando sobre el llano

 

 

 

solitario, algún paisano,

 

 

 

viendo al otro en los reflejos

 

 

 

de aquel abismo de espejos,

65

 

 

siente indecibles quebrantos,

 

 

 

y, alzando en vez de sus cantos

 

 

 

una oración de ternura,

 

 

 

al persignarse murmura:

 

 

 

"¡El alma del viejo Santos!"

70

 

 

 

 

Yo, que en la tierra he nacido

 

 

 

donde ese genio ha cantado,

 

 

 

y el pampero he respirado

 

 

 

que el payador ha nutrido,

 

 

 

beso este suelo querido

75

 

 

que a mis caricias se entrega,

 

 

 

mientras de orgullo me anega

 

 

 

la convicción de que es mía

 

 

 

la patria de Echeverría,

 

 

 

¡la tierra de Santos Vega!

80

 

 

 

                                                               II

 

La prenda del payador

 

 

El sol se oculta: inflamado

 

 

 

el horizonte fulgura,

 

 

 

y se extiende en la llanura

 

 

 

ligero estambre dorado.

 

 

 

Sopla el viento sosegado,

85

 

 

y del inmenso circuito

 

 

 

no llega al alma otro grito

 

 

 

ni al corazón otro arrullo,

 

 

 

que un monótono murmullo,

 

 

 

que es la voz de lo infinito.

90

 

 

 

 

Santos Vega cruza el llano,

 

 

 

alta el ala del sombrero,

 

 

 

levantada del pampero

 

 

 

al impulso soberano.

 

 

 

Viste poncho americano,

95

 

 

suelto en ondas de su cuello,

 

 

 

y chispeando en su cabello

 

 

 

y en el bronce de su frente,

 

 

 

lo cincela el sol poniente

 

 

 

con el último destello.

100

 

 

 

 

¿Dónde va? Vese distante

 

 

 

de un ombú la copa erguida,

 

 

 

como espiando la partida

 

 

 

de la luz agonizante.

 

 

 

Bajo la sombra gigante

105

 

 

de aquel árbol bienhechor,

 

 

 

su techo, que es un primor

 

 

 

de reluciente totora,

 

 

 

alza el rancho donde mora

 

 

 

la prenda del payador.

110

 

 

Ella, en el tronco sentada,

 

 

 

meditabunda lo espera,

 

 

 

y en su negra cabellera

 

 

 

 

 

Hunde la mano rosada.

 

 

 

Le ve venir: su mirada,

115

 

 

más que la tarde, serena,

 

 

 

se cierra entonces sin pena,

 

 

 

porque es todo su embeleso

 

 

 

que él la despierte de un beso

 

 

 

dado en su frente morena.

120

 

 

 

 

No bien llega, el labio amado

 

 

 

toca la frente querida,

 

 

 

y vuela un soplo de vida

 

 

 

por el ramaje callado...

 

 

 

Un ¡ay! Apenas lanzado,

125

 

 

como susurro de palma

 

 

 

gira en la atmósfera en calma;

 

 

 

y ella, fingiéndole enojos,

 

 

 

alza a su dueño unos ojos

 

 

 

que son dos besos del alma.

130

 

 

 

 

Cerró la noche. Un momento

 

 

 

quedó la Pampa en reposo,

 

 

 

cuando un rasgueo armonioso

 

 

 

pobló de notas el viento.

 

 

 

Luego, en el dulce instrumento

135

 

 

vibró una endecha de amor,

 

 

 

y, en el hombro del cantor,

 

 

 

llena de amante tristeza,

 

 

 

ella dobló la cabeza

 

 

 

para escucharlo mejor.

140

 

 

 

 

"Yo soy la nube lejana

 

 

 

(Vega en su canto decía),

 

 

 

que con la noche sombría

 

 

 

huye al venir la mañana;

 

 

 

soy la luz que en tu ventana

145

 

 

filtra en manojos la luna;

 

 

 

la que de niña, en la cuna,

 

 

 

abrió tus ojos risueños;

 

 

 

la que dibuja tus sueños

 

 

 

en la desierta laguna".

150

 

 

 

 

"Yo soy la música vaga

 

 

 

que en los confines se escucha,

 

 

 

esa armonía que lucha

 

 

 

con el silencio, y se apaga;

 

 

 

el aire tibio que halaga

155

 

 

con su incesante volar,

 

 

 

que del ombú, vacilar

 

 

 

hace la copa bizarra;

 

 

 

¡y la doliente guitarra

 

 

 

que suele hacerte llorar!..."

160

 

 

 

 

Leve rumor de un gemido,

 

 

 

de una caricia llorosa,

 

 

 

hendió la sombra medrosa

 

 

 

crujió en el árbol dormido.

 

 

 

Después, el ronco estallido

165

 

 

de rotas cuerdas se oyó

 

 

 

un remolino pasó

 

 

 

batiendo el rancho cercano;

 

 

 

y en el circuito del llano

 

 

 

todo en silencio quedó.

170

 

 

 

 

Luego, inflamando el vacío,

 

 

 

se levantó la alborada,

 

 

 

con esa blanca mirada,

 

 

 

que hace chispear el rocío

 

 

 

y cuando el sol en el río

175

 

 

vertió su lumbre primera,

 

 

 

se vio una sombra ligera

 

 

 

en occidente ocultarse,

 

 

 

y el alto ombú balancearse

 

 

 

sobre una antigua tapera

180

 

 

 

                                                               III

 

La muerte del payador

 

 

Bajo el ombú corpulento,

 

 

 

de las tórtolas amado,

 

 

 

porque su nido han labrado

 

 

 

allí al amparo del viento;

 

 

 

en el amplísimo asiento

185

 

 

que la raíz desparrama,

 

 

 

donde en las siestas la llama

 

 

 

de nuestro sol no se allega,

 

 

 

dormido está Santos Vega,

 

 

 

Aquel de la larga fama.

190

 

 

 

 

En los ramajes vecinos

 

 

 

ha colgado, silenciosa,

 

 

 

la guitarra melodiosa

 

 

 

de los cantos argentinos.

 

 

 

Al pasar los campesinos

195

 

 

ante Vega se detienen;

 

 

 

en silencio se convienen

 

 

 

a guardarle allí dormido;

 

 

 

y hacen señas no hagan ruido

 

 

 

los que están a los que vienen.

200

 

 

 

 

El más viejo se adelanta

 

 

 

del grupo inmóvil, y llega

 

 

 

a palpar a Santos Vega,

 

 

 

moviendo apenas la planta.

 

 

 

Una morocha que encanta

205

 

 

por su aire suelto y travieso,

 

 

 

causa eléctrico embeleso

 

 

 

porque, gentil y bizarra,

 

 

 

se aproxima a la guitarra

 

 

 

y en las cuerdas pone un beso.

210

 

 

 

 

Turba entonces el sagrado

 

 

 

silencio que a Vega cerca,

 

 

 

un jinete que se acerca

 

 

 

a la carrera lanzado;

 

 

 

retumba el desierto hollado

215

 

 

por el casco volador;

 

 

 

y aunque el grupo, en su estupor,

 

 

 

contenerlo pretendía,

 

 

 

llega, salta, lo desvía,

 

 

 

y sacude al payador.

220

 

 

 

 

Recién el rostro sombrío

 

 

 

de aquel hombre mudos vieron,

 

 

 

y, observándole, sintieron

 

 

 

temblar las carnes de frío.

 

 

 

Miró en torno con bravío

225

 

 

y desenvuelto ademán,

 

 

 

y dijo: -"Entre los que están

 

 

 

no tengo ningún amigo,

 

 

 

pero, al fin, para testigo

 

 

 

lo mismo es Pedro que Juan".

230

 

 

 

 

Alzó Vega la alta frente,

 

 

 

y le contempló un instante,

 

 

 

enseñando en el semblante

 

 

 

cierto hastío indiferente.

 

 

 

-"Por fin, dijo fríamente

235

 

 

el recién llegado, estamos

 

 

 

juntos los dos, y encontramos

 

 

 

la ocasión, que éstos provocan,

 

 

 

de saber cómo se chocan

 

 

 

las canciones que cantamos".

240

 

 

 

 

Así diciendo, enseñó

 

 

 

una guitarra en sus manos,

 

 

 

y en los raigones cercanos

 

 

 

preludiando se sentó.

 

 

 

Vega entonces sonrió,

245

 

 

y al volverse al instrumento,

 

 

 

la morocha hasta su asiento

 

 

 

ya su guitarra traía,

 

 

 

con un gesto que decía:

 

 

 

"La he besado hace un momento".

250

 

 

 

 

Juan Sin Ropa (se llamaba

 

 

 

Juan Sin Ropa el forastero)

 

 

 

comenzó por un ligero

 

 

 

dulce acorde que encantaba.

 

 

 

Y con voz que modulaba

255

 

 

blandamente los sonidos,

 

 

 

cantó tristes nunca oídos,

 

 

 

cantó cielos no escuchados,

 

 

 

que llevaban, derramados,

 

 

 

la embriaguez a los sentidos.

260

 

 

 

 

Santos Vega oyó suspenso

 

 

 

al cantor; y toda inquieta,

 

 

 

sintió su alma de poeta

 

 

 

como un aleteo inmenso.

 

 

 

Luego, en un preludio intenso,

265

 

 

hirió las cuerdas sonoras,

 

 

 

y cantó de las auroras

 

 

 

y las tardes pampeanas,

 

 

 

endechas americanas

 

 

 

más dulces que aquellas horas.

270

 

 

 

 

Al dar Vega fin al canto,

 

 

 

ya una triste noche oscura

 

 

 

desplegaba en la llanura

 

 

 

las tinieblas de su manto.

 

 

 

Juan Sin Ropa se alzó en tanto,

275

 

 

bajo el árbol se empinó,

 

 

 

un verde gajo tocó,

 

 

 

y tembló la muchedumbre,

 

 

 

porque, echando roja lumbre,

 

 

 

aquel gajo se inflamó.

280

 

 

 

 

Chispearon sus miradas,

 

 

 

y torciendo el talle esbelto,

 

 

 

fue a sentarse, medio envuelto

 

 

 

por las rojas llamaradas.

 

 

 

¡Oh, qué voces levantadas

285

 

 

las que entonces se escucharon!

 

 

 

¡Cuántos ecos despertaron

 

 

 

en la Pampa misteriosa,

 

 

 

a esa música grandiosa

 

 

 

que los vientos se llevaron!

290

 

 

 

 

Era aquella esa canción

 

 

 

que en el alma sólo vibra,

 

 

 

modulada en cada fibra

 

 

 

secreta del corazón;

 

 

 

el orgullo, la ambición,

295

 

 

los más íntimos anhelos,

 

 

 

los desmayos y los vuelos

 

 

 

del espíritu genial,

 

 

 

que va, en pos del ideal,

 

 

 

como el cóndor a los cielos.

330

 

 

 

 

Era el grito poderoso

 

 

 

del progreso, dado al viento;

 

 

 

el solemne llamamiento

 

 

 

al combate más glorioso.

 

 

 

Era, en medio del reposo

305

 

 

de la Pampa ayer dormida,

 

 

 

la visión ennoblecida

 

 

 

del trabajo, antes no honrado;

 

 

 

la promesa del arado

 

 

 

que abre cauces a la vida.

310

 

 

 

 

Como en mágico espejismo,

 

 

 

al compás de ese concierto,

 

 

 

mil ciudades el desierto

 

 

 

levantaba de sí mismo.

 

 

 

Y a la par que en el abismo

315

 

 

una edad se desmorona,

 

 

 

al conjuro, en la ancha zona

 

 

 

derramábase la Europa,

 

 

 

que sin duda Juan Sin Ropa

 

 

 

era la ciencia en persona.

320

 

 

 

 

Oyó Vega embebecido

 

 

 

aquel himno prodigioso,

 

 

 

e, inclinando el rostro hermoso,

 

 

 

dijo: -"Sé que me has vencido".

 

 

 

El semblante humedecido

325

 

 

por nobles gotas de llanto,

 

 

 

volvió a la joven, su encanto,

 

 

 

y en los ojos de su amada

 

 

 

clavó una larga mirada,

 

 

 

y entonó su postrer canto:

330

 

 

 

 

-"Adiós, luz del alma mía,

 

 

 

adiós, flor de mis llanuras,

 

 

 

manantial de las dulzuras

 

 

 

que mi espíritu bebía;

 

 

 

adiós, mi única alegría,

335

 

 

dulce afán de mi existir

 

 

 

Santos Vega se va a hundir

 

 

 

en lo inmenso de esos llanos...

 

 

 

¡Lo han vencido! Llegó, hermanos,

 

 

 

el momento de morir".

340

 

 

 

 

Aun sus lágrimas cayeron

 

 

 

en la guitarra, copiosas,

 

 

 

y las cuerdas temblorosas

 

 

 

a cada gota gimieron

 

 

 

pero súbito cundieron

345

 

 

del gajo ardiente las llamas,

 

 

 

y trocado entre las ramas

 

 

 

en serpiente, Juan Sin Ropa,

 

 

 

arrojó de la alta copa

 

 

 

brillante lluvia de escamas.

350

 

 

 

 

Ni aún cenizas en el suelo

 

 

 

de Santos Vega quedaron,

 

 

 

y los años dispersaron

 

 

 

los testigos de aquel duelo;

 

 

 

pero un viejo y noble abuelo,

355

 

 

así el cuento terminó:

 

 

 

-"Y si cantando murió

 

 

 

aquel que vivió cantando,

 

 

 

fue, decía suspirando,

 

 

 

porque el diablo lo venció"

360

 

 

 

 

 

 

El canto de las olas

 

Deviller

 

 

 

 

   Hijas volubles de la mar, tenemos

 

 

 

caprichos y caricias de mujer:

 

 

 

hijas volubles de la mar, sentimos

 

 

 

          sus cóleras arder.

 

 

 

 

 

Cual las jóvenes madres en su seno,

5

 

 

de vida henchido y amorosa fe,

 

 

 

mecen, gimiendo de ternura, al niño

 

 

 

          que acaba de nacer;

 

 

 

 

 

Así, con suave ondulación, mecemos

 

 

 

en nuestros brazos al gentil bajel,

10

 

 

mientras lo impulsa a la remota playa

 

 

 

          nuestro eterno vaivén.

 

 

 

 

 

Pero a veces, en cólera encendidas,

 

 

 

cómplices ¡ah! Del huracán soez,

 

 

 

como juguetes frágiles, hacemos

15

 

 

          los mástiles caer.

 

 

 

 

 

Y allá, en la airada tempestad, abrimos

 

 

 

negras tumbas del náufrago a los pies,

 

 

 

que alza sus brazos a los dioses... ¡y ellos

 

 

 

          no lo escuchan ni ven!

20

 

 

 

 

Viejas ya sobre el mundo, y siempre jóvenes,

 

 

 

guardianes del abismo, hoy como ayer,

 

 

 

mudo vela el secreto de sus antros

 

 

 

          nuestro silencio fiel.

 

 

 

 

 

Sirenas encantadas, atraemos

25

 

 

a los que tienen, en su extraña sed,

 

 

 

esta mar voluptuosa por querida

 

 

 

          y el cielo por dosel.

 

 

 

 

 

Y siempre, siempre en los futuros siglos,

 

 

 

cuando la tierra muera de vejez,

30

 

 

nuestros cantos de amor oirá la tarde,

 

 

 

          ¡y de muerte también!

 

 

 

 

 

¡Hijas volubles de la mar, tenemos

 

 

 

caprichos y caricias de mujer:

 

 

 

hijas volubles de la mar, sentimos

35

 

 

          sus cóleras arder!

 

 

 

 

 

 

 

Estrofas

 

 

 

 

   Bien pronto, hermosa, y con risueño orgullo,

 

 

 

de los quince años en la edad florida,

 

 

 

de tu belleza se abrirá el capullo

 

 

 

a los cálidos vientos de la vida.

 

 

 

 

 

Y cual banda de azules mariposas

5

 

 

que el aire abate sobre el valle ameno,

 

 

 

las ilusiones bajarán radiosas

 

 

 

en ledo enjambre a acariciar tu seno.

 

 

 

 

 

¡Las ilusiones, que en las noches bellas,

 

 

 

con alas invisibles se adelantan,

10

 

 

y secretos que saben las estrellas

 

 

 

en los oídos de las niñas cantan!

 

 

 

 

 

Placer y pena sentirás y enojos,

 

 

 

a los contentos mezclarás dolores;

 

 

 

se llenarán de lágrimas tus ojos

15

 

 

para regar de tu pasión las flores.

 

 

 

 

 

Feliz te harán las lágrimas lloradas,

 

 

 

porque en la edad a que triunfante subes,

 

 

 

son los dolores nubes sonrosadas,

 

 

 

y las lágrimas, gotas de esas nubes.

20

 

 

1874.                         

 

 

 

 

 

 

 

Nocturno

 

 

 

 

   ¡Oh! Dulce amiga del triste,

 

 

 

ligera brisa nocturna,

 

 

 

que vas diciendo a las flores

 

 

 

lo que otras flores pronuncian

 

 

 

 

 

¡Infatigable viajera

5

 

 

que en la sombría espesura

 

 

 

vuelas, contando a las hojas

 

 

 

lo que otras hojas susurran!

 

 

 

 

 

¡Errante soplo, que ríos

 

 

 

y mares rápido cruzas,

10

 

 

para confiar a las olas

 

 

 

lo que otras olas murmuran!

 

 

 

 

 

¡Ah! ¡ven a mí, pues repites

 

 

 

cuanto en las sombras escuchas,

 

 

 

ven a decir a mi alma

15

 

 

lo que en otra alma se oculta!

 

 

 

 

 

¿Acaso llora en silencio

 

 

 

lágrimas ¡ay! de ternura,

 

 

 

y mira inmóvil los astros

 

 

 

como el ciprés de las tumbas?

20

 

 

 

 

¿Acaso, puesta de hinojos,

 

 

 

las manos trémulas juntas,

 

 

 

está rogando al Dios bueno

 

 

 

que nos proteja y nos una?

 

 

 

 

 

¡Oh, ¡dulce amiga del triste,

25

 

 

ligera brisa nocturna,

 

 

 

que vas batiendo las alas

 

 

 

entre la sombra confusa!

 

 

 

 

 

Dila que siempre en mi oído

 

 

 

su voz dulcísima arrulla;

30

 

 

que en el cristal de mi alma

 

 

 

es como un iris la suya;

 

 

 

 

 

¡Y que en la flor entreabierta

 

 

 

de la esperanza, se juntan,

 

 

 

como dos gotas de llanto,

35

 

 

como dos rayos de luna!

 

 

 

 

 

 

 

Sólo tú

 

  

 

 

   Tú, que enjugas la lágrima vertida,

 

 

 

por la miseria y la orfandad, y tienes

 

 

 

para todos los males de la vida

 

 

 

la desbordante copa de los bienes;

 

 

 

 

 

Tú, que has nacido para hollar triunfante

5

 

 

de los salones la mullida alfombra,

 

 

 

y desdeñando tu victoria, errante

 

 

 

vas a buscar al huérfano en la sombra:

 

 

 

 

 

Tú, que abates do quiera los dolores,

 

 

 

que en toda noche viertes un destello,

10

 

 

y eres pródiga, en fin, como las flores,

 

 

 

que dan su aroma sin pensar en ello;

 

 

 

 

 

Tú eres mi amada, la visión celeste

 

 

 

a quien he dado del amor la ofrenda,

 

 

 

y cuya blanca y vaporosa veste

15

 

 

cruzar he visto por mí misma senda.

 

 

 

 

 

 

 

Al poeta americano Numa Pompillo Llona

 

Autor de la Odisea del alma

 

 

 

 

   Aún resuena en el fondo de mi pecho

 

 

 

ese apóstrofe inmenso de tu alma

 

 

 

¡Aún chispea mi espíritu, encendido

 

 

 

en el rayo vivaz de tu palabra!

 

 

 

 

 

Hoy que el fuego del genio me circunda,

5

 

 

hoy que azota mi frente con sus llamas,

 

 

 

¡cómo laten mis sienes! ¡cómo hierve

 

 

 

tumultuosa mi sangre americana!

 

 

 

 

 

¿Qué volcán, en los Andes inflamado,

 

 

 

dio a tu pecho el aliento con que abrasas

10

 

 

y qué eléctrica nube tempestuosa,

 

 

 

la tremenda explosión de la borrasca?

 

 

 

 

 

¿En qué selva del trópico lujoso,

 

 

 

en qué oculta sonora catarata,

 

 

 

aprendiste la música sublime

15

 

 

que en tus versos suspende y embriaga?

 

 

 

 

 

¡Oh, dimelo, poeta!.. Muchas veces,

 

 

 

en las llanuras de mi hermosa patria,

 

 

 

he ofrecido a los vuelos del pampero,

 

 

 

para arrancarle su rugido, el arpa.

20

 

 

 

 

¡Vano empeño! Jamás la lira mía

 

 

 

exhaló de sus cuerdas agitadas

 

 

 

ardiente grito, como aquel que rompe

 

 

 

de la imponente soledad la calma.

 

 

 

 

 

¡Dime, cóndor audaz del pensamiento,

25

 

 

en qué nube, en qué aurora, en dónde se hallan

 

 

 

esos tintes de espléndida belleza,

 

 

 

que yo puedo tender allí mis alas!

 

 

 

 

 

Sí; yo siento también, como tú sientes,

 

 

 

de la suprema inspiración las ansias;

30

 

 

¡un incendio en mí mismo, que deslumbra

 

 

 

como un astro deshecho en llamaradas!

 

 

 

 

 

¡Y, admirando la lira de la Grecia,

 

 

 

que las piedras y fuentes apartaba,

 

 

 

he soñado el poeta a cuyo acento

35

 

 

se suspenda en silencio el Tequendama!

 

 

 

 

 

¡El Poeta inmortal del Nuevo Mundo,

 

 

 

que recorra sus sendas ignoradas

 

 

 

con el alma de América en los labios,

 

 

 

con el fuego de Dios en la mirada!

40

 

 

 

 

¡El Homero, cantor de sus victorias,

 

 

 

que, por cima del humo y la metralla,

 

 

 

clave audaz en el Sol nuestra bandera;

 

 

 

en el Sol, que es la cuna de Atahualpa!

 

 

 

 

 

¡Ah! ¡Tal vez eres tú! Quizá en tu lira

45

 

 

duermen todos los himnos que levanta

 

 

 

de su hirviente cristal, el Amazonas;

 

 

 

de su oleaje turbulento, el Plata;

 

 

 

 

 

Quizá duermen los genios que suspiran

 

 

 

del argentino Paraná en las playas;

50

 

 

los que ciñen, tejiendo hebras de fuego,

 

 

 

¡deslumbrante diadema al Aconcagua!

 

 

 

 

 

Quizá gimen los vientos,¡ay!, los vientos

 

 

 

cargados con las sombras y las lágrimas

 

 

 

que las nubes del cielo de la América

55

 

 

dejan caer en las dolientes huacas

 

 

 

 

 

¡Y resuena el magnífico concierto

 

 

 

de tu espléndida tierra ecuatoriana,

 

 

 

allí donde se yergue el Chimborazo

 

 

 

y el Sol del Inca a coronarle baja!...

60

 

 

 

 

¡Salve, cóndor audaz del pensamiento

 

 

 

dígnate descender hasta mi estancia:

 

 

 

¡Que yo toque contigo las estrellas,

 

 

 

aunque ruede después bajo tus alas!

 

 

 

1876                                                                      

 

 

 

 

 

 

 

Adolescente

 

 

 

                               

   ¡Lejos se oculta a mis ojos,

 

          

 

lejos se oculta mi vida,

 

 

 

copo de espuma llevado

 

 

 

por las corrientes dormidas!

 

 

 

 

 

Su blanca imagen las horas

5

 

 

de mi pasado ilumina,

 

 

 

vagando lejos, vagando

 

 

 

por las barrancas floridas.

 

 

 

 

 

Allí el rumor de sus pasos

 

 

 

en las quebradas palpita,

10

 

 

y de su falda el susurro

 

 

 

vuela temblando en las brisas.

 

 

 

 

 

¡Allí, como antes, renacen

 

 

 

y la hondonada tapizan,

 

 

 

aquellas flores, aquellas

15

 

 

de sus desvelos de niña!

 

 

 

 

 

Aún sueño verla inclinada

 

 

 

en la gredosa colina,

 

 

 

donde, en las tardes de Octubre,

 

 

 

iba a juntar margaritas.

20

 

 

 

 

Las agrupaba en su sello,

 

 

 

luego a mi encuentro venía,

 

 

 

de su sombrero de paja

 

 

 

volando al aire las cintas.

 

 

 

 

 

-"Son para ti, muchas veces

25

 

 

burlándose, repetía,

 

 

 

¿Ves?, las muy rojas son tuyas;

 

 

 

estas más claras son mías".

 

 

 

 

 

Iba a tomarlas, pero ella

 

 

 

las ocultaba, y decía:

30

 

 

-"Sobre mi seno se duermen

 

 

 

fuera de aquí se marchitan".

 

 

 

 

 

Y, vacilando, en la puerta

 

 

 

de la paterna capilla:

 

 

 

-"Hoy no son nuestras las flores,

35

 

 

son de la Virgen María...".

 

 

 

 

 

¡Lejos se oculta a mis ojos,

 

 

 

lejos se oculta mi vida,

 

 

 

copo de espuma llevado

 

 

 

por las corrientes dormidas!

40

 

 

 

 

¡Guardan los bosques cercanos

 

 

 

recuerdos de ella en ruinas

 

 

 

los vicios nidos, los dueños

 

 

 

de sus primeras caricias!

 

 

 

 

 

Sí, pero faltan les aves

45

 

 

que, pequeñuelas, solían

 

 

 

entre sus manos de nieve

 

 

 

batir las pardas alitas.

 

 

 

 

 

Tal vez en árbol lejano

 

 

 

las baña el sol de la dicha,

50

 

 

y no se acuerdan de aquella

 

 

 

que las bañaba en sonrisas.

 

 

 

 

 

Mas, aunque ingratas la olviden,

 

 

 

está su nombre en mi lira,

 

 

 

y en su inocente recuerdo

55

 

 

mi pensamiento se abisma.

 

 

 

1877.                                               

 

 

 

 

 

 

La flor del seíbo

 

Al poeta Calixto Oyuela

 

 

 

 

                                                                     

Quiero realce su gentil figura

 

 

la túnica sencilla y elegante

 

 

con que se adorna y viste la hermosura.

 

 

                         C. Oyuela.

 

 

 

 

                                      

   Tú "Flor de la caña",

 

          

 

o Plácido amigo,

 

 

 

no tuvo unos ojos

 

 

 

más negros y lindos,

 

 

 

que cierta morocha

5

 

 

del suelo argentino

 

 

 

llamada... Su nombre

 

 

 

jamás lo he sabido;

 

 

 

mas, tiene unos labios

 

 

 

de un rojo tan vivo,

10

 

 

difúndese de ella

 

 

 

tal fuego escondido,

 

 

 

que aquí, en la comarca,

 

 

 

la dan los vecinos

 

 

 

por único nombre,

15

 

 

la flor del seíbo.

 

 

 

 

 

Un día, -una tarde

 

 

 

serena de estío-,

 

 

 

pasó por la puerta

 

 

 

del rancho que habito.

20

 

 

Vestía una falda

 

 

 

ligera de lino;

 

 

 

cubríala el seno,

 

 

 

velando el corpiño,

 

 

 

un chal tucumano

25

 

 

de mallas tejido;

 

 

 

y el negro cabello,

 

 

 

sin moños ni rizos,

 

 

 

cayendo abundoso,

 

 

 

brillaba ceñido

30

 

 

con una guirnalda

 

 

 

de flor de seíbo.

 

 

 

 

 

Mirela, y sus ojos

 

 

 

buscaron los míos...

 

 

 

Tal vez un secreto

35

 

 

los dos nos dijimos,

 

 

 

porque ella, turbada,

 

 

 

quizá por descuido

 

 

 

su blanco pañuelo

 

 

 

perdió en el camino.

40

 

 

Corrí a levantarlo,

 

 

 

y al tiempo de asirlo,

 

 

 

el alma inundome

 

 

 

su olor a tomillo.

 

 

 

Al dárselo, "gracias,

45

 

 

mil gracias" -me dijo,

 

 

 

poniéndose roja

 

 

 

cual flor de seíbo.

 

 

 

 

 

Ignoro si entonces

 

 

 

pequé de atrevido,

50

 

 

pero ello es lo cierto

 

 

 

que juntos seguimos

 

 

 

la senda, cubierta

 

 

 

de sauces dormidos;

 

 

 

y mientras sus ojos,

55

 

 

modestos y esquivos,

 

 

 

fijaba en sus breves

 

 

 

zapatos pulidos,

 

 

 

con moños de raso

 

 

 

color de jacinto,

60

 

 

mi amor de poeta

 

 

 

la dije al oído;

 

 

 

¡mi amor, más hermoso

 

 

 

fue flor de seíbo!

 

 

 

 

 

La frente inclinada

65

 

 

y el paso furtivo,

 

 

 

guardó aquel silencio

 

 

 

que vale un suspiro.

 

 

 

Mas, viendo en la arena

 

 

 

la sombra de un nido

70

 

 

que al soplo temblaba

 

 

 

del aire tranquilo,

 

 

 

-"Allí se columpian

 

 

 

dos aves, me dijo;

 

 

 

dos aves que se aman

75

 

 

y juntas he visto

 

 

 

bebiendo las gotas

 

 

 

de fresco rocío

 

 

 

que absorbe en la noche

 

 

 

la flor del seíbo",

80

 

 

 

 

Oyendo embriagado

 

 

 

su acento divino,

 

 

 

también, como ella,

 

 

 

quedé pensativo.

 

 

 

Mas, como en un claro

85

 

 

del bosque sombrío,

 

 

 

se alzara, ya cerca,

 

 

 

su hogar campesino

 

 

 

detuvo sus pasos,

 

 

 

y, llena de hechizos,

90

 

 

en pago y en prenda

 

 

 

de nuestro cariño,

 

 

 

hurtando a las sienes

 

 

 

su adorno sencillo,

 

 

 

me dio, sonrojada,

95

 

 

la flor del seíbo.

 

 

 

1876.                                                   

 

 

 

 

 

 

 

Primera lágrima

 

 

 

 

   Has llorado recién. ¿Por qué has llorado?

 

 

 

          No me digas que no:

 

 

 

lo estoy viendo en tus ojos, lo estoy viendo

 

 

 

          en tu mismo rubor.

 

 

 

 

 

Una niña es pimpollo a los quince años.

5

 

 

          Quince años cumples hoy,

 

 

 

y olvidas que en las flores no hay más lágrimas

 

 

 

          que el rocío de Dios.

 

 

 

 

 

Empero, no te aflijas; de ese llanto

 

 

 

          conozco la razón:

10

 

 

una noche de insomnio, una quimera

 

 

 

          celeste que pasó;

 

 

 

 

 

El alba en el espíritu; las sombras

 

 

 

          girando en derredor;

 

 

 

raudales que de súbito despiertan

15

 

 

          la sed del corazón...

 

 

 

 

 

¿Y por eso has llorado? Así es la vida

 

 

 

          en su primer albor:

 

 

 

un crepúsculo azul donde batalla

 

 

 

          la noche con el sol.

20

 

 

 

 

No te asuste la lucha. Verás luego,

 

 

 

          del cielo en la extensión,

 

 

 

desplegarse en las nubes las banderas

 

 

 

          del astro vencedor.

 

 

 

 

 

Seca, pues, en tus ojos esas lágrimas

25

 

 

          que la ansiedad vertió;

 

 

 

para vencer las sombras de la vida

 

 

 

          hay un astro: el amor.

 

 

 

 

 

Guarda el llanto en tus párpados de rosa,

 

 

 

          que es tesoro de Dios,

30

 

 

como esconde la gota de rocío

 

 

 

          en su seno, la flor.

 

 

 

 

 

No lo viertas en vano, porque un día,

 

 

 

          ¡Ay! Un día sin sol...

 

 

 

Pero ¿a qué entristecerte?... ¡No más penas!

35

 

 

          ¡Quince años cumples hoy!

 

 

 

1877.                             

 

 

 

 

 

 

 

Adiós

 

 

 

 

   ¡Adiós, hermana, adiós! El alma mía

 

 

 

vela de tu bajel sobre la popa,

 

 

 

como la blanca estrella que te guía

 

 

 

a las distantes playas de la Europa.

 

 

 

 

 

Ella, del mar en la rugosa frente,

5

 

 

aplacará las iras; y en su anhelo,

 

 

 

disipará las nubes de occidente

 

 

 

para que ría a tu mirada el cielo.

 

 

 

 

 

Ella, a la luz de la mañana hermosa,

 

 

 

que en los cristales de la mar se quiebra,

10

 

 

te ceñirá a la frente generosa

 

 

 

vivo rayo de sol, hebra por hebra.

 

 

 

 

 

Y ella será también la que consuele

 

 

 

las amarguras de tus noches solas,

 

 

 

mientras la nave destrozando vuele

15

 

 

el arco móvil de las blandas olas.

 

 

 

 

 

¡Adiós, hermana, adiós! Alma sincera

 

 

 

donde la santa caridad se anida,

 

 

 

ese foco de luz que reverbera

 

 

 

en todas las tinieblas de la vida!

20

 

 

 

 

¡Oh, cuánto debo a tu piedad! Enfermo,

 

 

 

y triste y débil, en mi noche helada,

 

 

 

sobre mi pecho desolado y yermo

 

 

 

derramaste la fe de tu mirada.

 

 

 

 

 

Ningún gemido de dolor se escucha

25

 

 

desde entonces en él, y aunque enlutado,

 

 

 

tiene el noble valor para la lucha

 

 

 

que tu sencillo corazón le ha dado.

 

 

 

 

 

Canción materna, que en el aura inquieta

 

 

 

vuela a cerrar los párpados del niño,

30

 

 

tal era, en el insomnio del poeta,

 

 

 

el arrullo infantil de tu cariño.

 

 

 

 

 

Hoy no escucho esa voz. Sólo mi alma,

 

 

 

como la espuma con la brisa leda,

 

 

 

en cada ola de la mar en calma

35

 

 

bajo tus ojos pensativos rueda.

 

 

 

 

 

¿La ves? ¿la sientes? De la mar vecina.

 

 

 

¿No llega a ti su celestial plegaria?

 

 

 

-"¡Protégela, Señor!, ¡es peregrina,

 

 

 

y va enferma y doliente y solitaria!"

40

 

 

1878.                              

 

 

 

 

 

 

 

El naranjo y el cedro

 

Leyenda bíblica

 

 

 

 

   Era de la Creación el cuarto día:

 

 

 

la luz primaveral, tibia y rosada,

 

 

 

a torrentes sobre ella descendía

 

 

 

          en ondas derramada.

 

 

 

 

 

Y era entonces tan puro el firmamento,

5

 

 

que, en presencia del sol y tras sus huellas,

 

 

 

agrupadas y en blando movimiento

 

 

 

          lucían las estrellas.

 

 

 

 

 

Ya, agitando el cristal de sus entrañas,

 

 

 

los mares en su cuenca rebullían,

10

 

 

y se alzaban gigantes las montañas,

 

 

 

          y los valles se hundían.

 

 

 

 

 

Y el Eterno sonrió: trémula y pura,

 

 

 

la tierra su sonrisa trocó en flores;

 

 

 

vistiéronse los montes de hermosura,

15

 

 

          de selvas y de albores.

 

 

  

 

 

Dios entonce abarcó los horizontes

 

 

 

con su inmensa mirada: y se postraron

 

 

 

las hierbas y las selvas y los montes,

 

 

 

          y su gloria cantaron.

20

 

 

 

 

Y al Cedro del Sanir, con voz suave

 

 

 

dijo el Naranjo del Edén: "¡Bendito

 

 

 

el Señor, que elevó tu cima grave

 

 

 

          hasta el cielo infinito!

 

 

 

 

 

Tendió tus ramas de occidente a oriente,

25

 

 

dio a tu savia un espíritu ignorado,

 

 

 

y existencia inmortal. -¡Alza la frente,

 

 

 

          o rey de lo creado!"

 

 

 

 

 

Y las cándidas flores se entreabrieron,

 

 

 

y las hierbas humildes se inclinaron,

30

 

 

y las selvas sonoras se mecieron,

 

 

 

          y su gloria cantaron.

 

 

 

 

 

Las verdes ramas inclinando entonce,

 

 

 

le dijo el Cedro: "Tu belleza admira;

 

 

 

te dio el Eterno un pedestal de bronce

35

 

 

          que incólume se mira.

 

 

 

 

 

Tus hojas hizo de esmeraldas; de oro,

 

 

 

tus dulces frutos; y en su amor profundo,

 

 

 

le dio su aroma al azahar. ¡Te adoro,

 

 

 

          incensario del mundo!"

40

 

 

 

 

Y las cándidas flores se entreabrieron,

 

 

 

y las hierbas humildes se inclinaron,

 

 

 

y las selvas sonoras se mecieron,

 

 

 

          y su gloria cantaron.

 

 

 

1875.                                     

 

 

 

 

 

 

 

El hogar vacío

 

 

 

 

   ¡Ay! ¡Tu hogar está húmedo y sombrío

 

 

 

          de tu encanto vacío,

 

 

 

de todos tus reflejos despojado!

 

 

 

¡El aire que agitaba tus cabellos,

 

 

 

          como no juega en ellos,

5

 

 

circula entre los árboles callado!

 

 

 

 

 

Se caen marchitas al abrir las rosas

 

 

 

          que, frescas y olorosas,

 

 

 

ayer reían en tus sienes bellas;

 

 

 

y crecen las acacias tan lozanas,

10

 

 

          que cubren las ventanas

 

 

 

por donde nos miraban las estrellas.

 

 

 

 

 

Como uno y otro día no te vieron,

 

 

 

          tus tórtolas huyeron,

 

 

 

aquellas que, amorosas y sencillas,

15

 

 

sobre tu casto seno se empinaban,

 

 

 

          y tus labios besaban

 

 

 

golpeando con sus alas tus mejillas.

 

 

 

 

 

¡Quién sabe dónde están, a dónde han ido

 

 

 

          a suspender su nido!

20

 

 

Extrañas son las que en el bosque moran,

 

 

 

las que se mecen en sus verdes cañas,

 

 

 

          y a tu recuerdo extrañas,

 

 

 

las que en tu sauce predilecto lloran

 

 

 

 

 

Todavía aquel árbol eminente,

25

 

 

          sobre el balcón saliente

 

 

 

deja, inclinado, que su copa oscile;

 

 

 

pero ya no entrelazan en los muros

 

 

 

          sus vástagos oscuros

 

 

 

la madreselva y el jazmín de Chile.

30

 

 

 

 

Crece hierba salvaje en las macetas,

 

 

 

          colmadas de violetas,

 

 

 

que tú regabas al morir el día;

 

 

 

y ruedan por los patios desbandadas

 

 

 

          las hojas arrancadas

35

 

 

de aquel naranjo que tu edad tenía.

 

 

 

 

 

Las limpias aguas del raudal cercano,

 

 

 

          que en tu rosada mano

 

 

 

beber solías con afán sonriente,

 

 

 

cuando del linde de tu hogar se alejan,

40

 

 

          parece que se quejan,

 

 

 

que van llorando por su dueña ausente.

 

 

 

 

 

¡Las olas son que en apacibles horas,

 

 

 

          copiaron, seductoras,

 

 

 

de tu frente de niña la azucena!

45

 

 

¡Las mismas olas que no bien llegaban,

 

 

 

          tendiéndose, buscaban

 

 

 

algún hoyuelo de tu pie en la arena!

 

 

 

 

 

Como en los días del ardiente Enero,

 

 

 

          la jaula del jilguero

50

 

 

aún cuelga del parral, fresco y umbroso;

 

 

 

pero ¡ay!, en vez del que quisiste tanto,

 

 

 

          hay otro cuyo canto

 

 

 

es un gemido de dolor medroso.

 

 

 

 

 

Así mi lira llorará tu ausencia.

55

 

 

          Tu cándida existencia

 

 

 

cual blanca nube se elevó del suelo

 

 

 

Y en lo infinito desplegó sus galas...

 

 

 

          los que nacen con alas,

 

 

 

¡Qué pronto suben de la tierra al cielo!

60

 

 

1880.                      

 

 

 

 

 

 

 

El manantial

 

 

 

 

   Aquí, mirando el cristal

 

 

 

de tus aguas sin rumores,

 

 

 

soñaba en días mejores,

 

 

 

solitario manantial.

 

 

 

 

 

La luna, triste, vertía

5

 

 

su rayo sobre mi frente,

 

 

 

y en tu seno transparente,

 

 

 

deshecha, se difundía.

 

 

 

 

 

El aura, tímida y grata,

 

 

 

llena de aromas distintas,

10

 

 

alzaba rápidas cintas

 

 

 

en tu círculo de plata.

 

 

 

 

 

Y entonces, la ola de armiño,

 

 

 

por tu disco resbalando,

 

 

 

te rodeaba suspirando

15

 

 

con el suspiro del niño.

 

 

 

 

 

¡Cuántos años han huido!

 

 

 

¡Cuánta pena tiene mi alma!

 

 

 

Y tú siempre, siempre en calma,

 

 

 

como ayer, adormecido.

20

 

 

 

 

Como antes, las margaritas

 

 

 

en tus orillas verdecen,

 

 

 

y extendiéndose, florecen

 

 

 

sobre tus aguas benditas.

 

 

 

 

 

Como antes, cándida y bella,

25

 

 

baja en la noche estival,

 

 

 

a bañarse en tu cristal,

 

 

 

la melancólica estrella.

 

 

 

 

 

Como antes, oculta aquí,

 

 

 

en el arbusto florido,

30

 

 

las dos perlas de su nido

 

 

 

el errante colibrí.

 

 

 

 

 

Así, en los años distantes

 

 

 

de la infancia, me reías...

 

 

 

¡Ah! ¡qué tiempos! ¡qué alegrías!

35

 

 

¡Sólo yo no estoy como antes!

 

 

 

 

 

Deja que bañe mi frente,

 

 

 

ya por el tiempo quemada,

 

 

 

en la linfa regalada

 

 

 

de tu seno transparente.

40

 

 

 

 

Y que en tus olas de armiño

 

 

 

vea las aves bañarse,

 

 

 

y como antes, reflejarse

 

 

 

mis ilusiones de niño.

 

 

 

 

 

Respiro en ti la fragancia

45

 

 

que yo aspiré alguna vez:

 

 

 

el aura de la niñez,

 

 

 

los recuerdos de la infancia.

 

 

 

 

 

Viene a herir mi fantasía,

 

 

 

a conmoverme un instante,

50

 

 

el beso tibio y fragante

 

 

 

de la dulce madre mía.

 

 

 

 

 

Y mis primeros amores,

 

 

 

que viven dentro de mi alma

 

 

 

como la savia en la palma

55

 

 

y la fragancia en las flores.

 

 

 

 

 

Por eso, como el zorzal

 

 

 

expatriado de su nido,

 

 

 

hoy te canto entristecido,

 

 

 

solitario manantial.

60

 

 

1873.                                               

 

 

 

 

 

 

 

América

 

                                                                         I

 

 

 

 

   Para cantar de América la bella

 

 

 

la fe profunda y el amor que inspira,

 

 

 

para volcar el alma en vibraciones

 

 

 

como la vuelca en sus torrentes ella,

 

 

 

no hay notas en la lira,

5

 

 

ni férvidas canciones

 

 

 

en sus cuerdas, mojadas

 

 

 

con el llanto de cien generaciones.

 

 

 

 

 

El trueno del torrente,

 

 

 

del huracán el rápido estallido,

10

 

 

la tempestad enérgica y ardiente,

 

 

 

esconden en su entraña

 

 

 

el mágico sonido

 

 

 

que el alma busca, y en el aire siente,

 

 

 

para arrullar de América el oído.

15

 

 

 

 

Todo es gigante en su fecundo seno

 

 

 

su pasado, que vierte en la memoria

 

 

 

el rojizo esplendor de la centella,

 

 

 

o produce en el ánimo sereno

 

 

 

esa sed de admirar, que apenas sacia,

20

 

 

en raudales de luz, su misma gloria.

 

 

 

Todo es gigante en ella:

 

 

 

¡los héroes y la historia

 

 

 

y la sublime eterna democracia!

 

 

 

 

 

¡Ah! ¡Miradla pasar! ¡Esa bandera

25

 

 

que muestra sobre el polvo del camino

 

 

 

su regia pompa y majestad guerrera,

 

 

 

ondula el soplo del amor divino!

 

 

 

¡El porvenir la llama!

 

 

 

¡El porvenir, que abiertas

30

 

 

dejó a su marcha las doradas puertas

 

 

 

que injusto un día le cerró el destino!

 

 

 

 

 

Para animar su paso

 

 

 

y templar su valor en la batalla,

 

 

 

en la selva, en el monte,

35

 

 

y en el circulo azul del horizonte,

 

 

 

¡el himno inmenso de la vida estalla!

 

 

 

 

 

¡Ah! ¡Por eso, en la arena,

 

 

 

como un león en su salvaje lecho,

 

 

 

el Plata tiende su robusto pecho

40

 

 

y sacude bramando su melena!

 

 

 

 

 

¡Y por eso su espuma,

 

 

 

como rizada pluma,

 

 

 

agita el blando y sonoroso Rímac,

 

 

 

el Niágara convulso se derrama,

45

 

 

y en tanto que susurra el Apurímac,

 

 

 

se despeña tronando el Tequendama!

 

 

 

 

                                                                         II

 

  

 

 

Allá, yérguese altivo en su regazo

 

 

 

el viejo audaz de corazón de piedra,

 

 

 

a cuya cima ni la astuta hiedra

50

 

 

ha podido trepar, -¡el Chimborazo!

 

 

 

¡Su frente de granito

 

 

 

donde el sol de los trópicos chispea,

 

 

 

por cima de las nubes centellea

 

 

 

y parece horadar el infinito!

55

 

 

 

 

A solas con el cielo,

 

 

 

mira, a sus plantas dilatarse un mundo;

 

 

 

hervir los pueblos; reposar los mares;

 

 

 

tenderse por el suelo,

 

 

 

alfombra digna de sus pies, las selvas;

60

 

 

rodar por las montañas

 

 

 

de los torrentes los raudales fríos;

 

 

 

y desplegarse entre flexibles cañas,

 

 

 

la franja azul de los serenos ríos.

 

 

 

 

 

En derredor de la nevada cumbre,

65

 

 

fragancias tropicales

 

 

 

volando esparce el aromado viento

 

 

 

en las eternas nieves

 

 

 

refresca ansioso su abrasado aliento,

 

 

 

y las cuestas vecinas

70

 

 

bajando con sonoro movimiento,

 

 

 

se derrama por valles y colinas.

 

 

 

 

 

Sobre la altiva frente esplendorosa

 

 

 

del augusto titán americano,

 

 

 

viva aureola que en la sien gloriosa

75

 

 

de América se enciende,

 

 

 

es fama que del cielo ecuatoriano

 

 

 

el Sol del Inca a reposar desciende.

 

 

 

 

 

Un día... sólo un día,

 

 

 

se conmovió en su base sempiterna,

80

 

 

echó el manto de nubes a la espalda,

 

 

 

y tendió en la llanura de esmeralda

 

 

 

su mirada sombría.

 

 

 

 

 

Rivales de su gloria,

 

 

 

y midiendo su talla por su talla,

85

 

 

frente a frente tenía

 

 

 

a Bolívar, de fuego en la victoria,

 

 

 

y a San Martín, de bronce en la batalla.

 

 

 

 

                                                                         III

 

 

 

 

¡Un gigante de pie, y otro caído!...

 

 

 

¡Mensajero eternal de la grandeza

90

 

 

con que Dios nuestra América ha vestido,

 

 

 

por las cálidas zonas,

 

 

 

radiante de belleza,

 

 

 

se tiende y se dilata el Amazonas!

 

 

 

 

 

Guirnalda de sus húmedas riberas,

95

 

 

cargadas de rumores,

 

 

 

los bosques, que los siglos no marchitan,

 

 

 

destrenzando sus verdes cabelleras

 

 

 

lo arrojan al pasar todas sus flores.

 

 

 

 

 

En el vasto paisaje

100

 

 

por sus rápidas ondas sacudido,

 

 

 

y del ave en el mágico plumaje,

 

 

 

el trópico derrama,

 

 

 

en soberbia explosión de colorido,

 

 

 

los mil cambiantes de su eterna llama.

105

 

 

 

 

El himno de las aves; de las flores

 

 

 

el beso soñoliento;

 

 

 

la palmera, que tiembla enamorada

 

 

 

bajo el ala del viento;

 

 

 

cuanto encuentra en su marcha dilatada,

110

 

 

cuanto guarda el edén de sus delicias,

 

 

 

al gigante enamora;

 

 

 

¡pero él sabe arrancarse a sus caricias,

 

 

 

lanzándose al oriente

 

 

 

como si fuera en busca de la aurora

115

 

 

para atarla al cristal de su corriente!

 

 

 

 

                                                                         IV

 

 

 

 

¡Silencio y soledad, misterio y calma!...

 

 

 

lo infinito en la tierra y en el cielo;

 

 

 

la presencia de Dios dentro del alma;

 

 

 

¡la plenitud del vuelo!

120

 

 

La extensión y la faz del océano

 

 

 

en inmóviles ondas de verdura...

 

 

 

¡he ahí la llanura,

 

 

 

orgullo de la patria de Belgrano!

 

 

 

 

 

¡Amada del pampero,

125

 

 

ella guarda para él todas sus galas,

 

 

 

y él arrulla el silencio de sus horas

 

 

 

con la música eterna de sus alas

 

 

 

vibrantes y sonoras!

 

 

 

 

 

Al rayo de la luna,

130

 

 

sobre la verde y dilatada alfombra,

 

 

 

surgiendo del vapor de la laguna,

 

 

 

cruzar parece la doliente sombra

 

 

 

de Brian y de María...

 

 

 

¡Dulce amor del desierto!

135

 

 

¡Infinito del alma en lo infinito

 

 

 

de su imponente majestad sombría!

 

 

 

¡Cómo su vago resplandor incierto,

 

 

 

al corazón revela

 

 

 

que el espíritu aún de Echeverría

140

 

 

de loma en loma sollozando vuela!...

 

 

 

 

 

Los siglos, en su paso por el mundo,

 

 

 

no vertieron las fuentes de la vida

 

 

 

en el seno fecundo

 

 

 

de la Pampa dormida:

145

 

 

la hollaron en silencio... y en silencio,

 

 

 

al amparo de Dios, yace tendida.

 

 

 

 

 

¿Qué mano bienhechora

 

 

 

la arrancará al letargo de su sueño?

 

 

 

¿El rayo de qué aurora

150

 

 

disipará las sombras quela envuelven

 

 

 

y humillan con su peso?

 

 

 

La mano de sus hijos;

 

 

 

¡la aurora germinante del progreso!

 

 

 

 

 

Ella duerme y espera

155

 

 

del pueblo de su amor sentir la planta,

 

 

 

que a través del desierto se adelanta

 

 

 

por lomas y ribazos,

 

 

 

¡para abrirse a la luz de la existencia,

 

 

 

para erguirse gigante en su presencia,

160

 

 

para alzarlo también entre sus brazos!

 

 

 

 

                                                                         V

 

 

 

 

¡Escuchad! ¡escuchad! ¡Largos rugidos

 

 

 

pasan, del aire sacudiendo el vuelo,

 

 

 

cual si allí se arrastrara por el suelo

 

 

 

extraña catarata de sonidos!

165

 

 

¿Por qué tiemblan en torno los pinares?

 

 

 

¿Qué horror sublime los espacios puebla?

 

 

 

¿Por qué el iris de paz, gloria del cielo,

 

 

 

ríe atado al abismo entre la niebla?

 

 

 

¡Es que vuelca sus ondas seculares

170

 

 

el Niágara esplendente!

 

 

 

¡El Niágara! ¡la fuente

 

 

 

inexhausta y soberbia de los mares!

 

 

 

 

 

Mil ondas encrespadas,

 

 

 

como salvaje tropa de leones

175

 

 

al borde del abismo arrebatadas,

 

 

 

exhalan en rugidos

 

 

 

sonoras pulsaciones,

 

 

 

que vibran como un canto en los oídos.

 

 

 

¡Poema sin segundo,

180

 

 

en los peñascos del raudal impreso,

 

 

 

que, con solemne entonación homérica,

 

 

 

parece que cantara sobre el mundo

 

 

 

el himno del progreso

 

 

 

en la lira gigante de la América!

185

 

 

 

 

De Washington el pueblo,

 

 

 

despertando a su voz, honda y valiente,

 

 

 

aprendió el heroísmo

 

 

 

en la lucha tenaz bajo la bruma

 

 

 

¡del raudal y el abismo,

190

 

 

de la roca y la espuma!

 

 

 

Y luchando también, hundió las naves

 

 

 

de la adusta Inglaterra;

 

 

 

y a su empuje viril, el Despotismo,

 

 

 

que derriba las frentes a balazos,

195

 

 

¡largo trecho rodó sobre la tierra

 

 

 

como rueda un cañón hecho pedazos!

 

 

 

 

 

¡Escuchad! ¡escuchad! El torbellino

 

 

 

hierve airado otra vez, airado truena

 

 

 

y es que el nombre de Cuba,

200

 

 

la mártir del destino,

 

 

 

¡en el arpa de América resuena!

 

 

 

¡Sí, que otra lira hermana,

 

 

 

amarrada a la sirte procelosa,

 

 

 

 

 

rugiendo en las espumas

205

 

 

apostrofa a la tierra americana!

 

 

 

¡Ay! ¡La sonante lira

 

 

 

a cuyo acento el corazón se espande

 

 

 

y, heroico en su dolor, estalla en ira,

 

 

 

de Heredia el inmortal, de Heredia el grande!

210

 

 

 

                                                                         VI

 

 

 

 

Así, en medio de músicas extrañas,

 

 

 

por inmensas llanuras

 

 

 

y ríos y torrentes y montañas,

 

 

 

Eva de un mundo y del Edén señora,

 

 

 

siguiendo va del porvenir la huella

215

 

 

América la bella,

 

 

 

América, la virgen soñadora.

 

 

 

 

 

De la pálida luna

 

 

 

no lleva el tibio y misterioso rayo

 

 

 

sobre la sien ardiente,

220

 

 

que el dios del Inca calentó su cuna,

 

 

 

se alzó en la tierra al esplendor de Mayo,

 

 

 

y el sol de Julio coronó su frente.

 

 

 

 

 

Allá, dos mares a su talle airoso

 

 

 

el tul suspenden de su parda bruma,

225

 

 

y el Guaira proceloso

 

 

 

y el Niágara, a su espalda

 

 

 

el manto arrojan de su hirviente espuma

 

 

 

y van rodando a acariciar su falda;

 

 

 

allí, como un trofeo

230

 

 

que el viento encima de los Andes bate,

 

 

 

como un girón a la montaña asido

 

 

 

del humo del combate,

 

 

 

dejando el cóndor su riscoso nido,

 

 

 

un punto inmoble la contempla... ¡Y luego,

235

 

 

enamorado y ciego,

 

 

 

abriendo su plumaje,

 

 

 

en el azul purísimo resbala

 

 

 

y siente bajo el ala

 

 

 

chispear el rayo del amor salvaje!

240

 

 

 

 

¡Ah! como él, el poeta americano,

 

 

 

cóndor de los espacios de la idea,

 

 

 

el monte humilla, reconcentra el llano,

 

 

 

y entre ambos polos la extensión pasea;

 

 

 

como él, en medio de la tierra amada,

245

 

 

el alma pensativa

 

 

 

suspende en el fulgor de una mirada;

 

 

 

y, desde el foco de su sien altiva,

 

 

 

como él, difunde enamorado, ciego,

 

 

 

la llama convulsiva

250

 

 

¡de su Potente inspiración de fuego!

 

 

 

1879.                              

 

 

 

 

 

 

 

 

Canción

         

 

 

                              

   ¿Por qué estás triste, dulce bien mío?

 

 

 

¿Por qué tu lira no canta más?

 

 

 

¿Por qué estás mudo como el vacío

 

 

 

-Porque estoy lejos del Paraná.

 

 

 

 

 

Noches de ensueño, días de calma,

5

 

 

allí tan sólo puedo gozar:

 

 

 

opresa siento y herida el alma

 

 

 

por el bullicio de la ciudad.

 

 

 

 

 

Si tú quisieras de mi ventura

 

 

 

las breves horas iluminar,

10

 

 

las radiaciones de tu hermosura

 

 

 

encantarían mi soledad.

 

 

 

 

 

Allí, en los bosques murmuradores,

 

 

 

bajo la sombra de mi seibal,

 

 

 

donde girando los picaflores

15

 

 

liban el dulce burucuyá

 

 

 

 

 

Muros de tapia, techo quinchado

 

 

 

con todo el lujo del totoral,

 

 

 

forman mi rancho, do no ha faltado

 

 

 

nunca inocente felicidad.

20

 

 

 

 

Las limpias aguas de un arroyuelo

 

 

 

muestran su imagen en su cristal,

 

 

 

y allá, en el fondo color de cielo,

 

 

 

el pez que viene y el pez que va.

 

 

 

 

 

Se mece en ellas una canoa

25

 

 

hecha de un tronco de pacará,

 

 

 

con dos filetes de aberemoa

 

 

 

y negra banda de guayacán.

 

 

 

 

 

Si tú quisieras, tuya sería

 

 

 

la airosa nave donde al bogar,

30

 

 

¡Ay! Muchas veces me parecía

 

 

 

ver tu hermosura meridional.

 

 

 

 

 

Y pues ya sabes, dulce bien mío,

 

 

 

porqué mi lira no canta más,

 

 

 

porqué estoy mudo como el vacío,

35

 

 

ven a las islas del Paraná.

 

 

 

1876.                                      

 

 

 

 

 

 

 

Sin ella...

 

 

 

 

   Por entre el bosque, desplegada cinta,

 

 

 

del arroyuelo la corriente va,

 

 

 

y el sol, hiriendo los ramajes, lanza

 

 

 

doradas flechas a su limpia faz.

 

 

 

 

 

Se ve en la sombra que desgarra a trechos

5

 

 

el haz brillante de la rubia luz,

 

 

 

volar la chispa de la arena de oro

 

 

 

al copo errante de la espuma azul.

 

 

 

 

 

Se ve en las aguas reflejarse un nido,

 

 

 

temblar la rama que le da sostén,

10

 

 

y sombra de alas bajo redes de hojas

 

 

 

al fondo oscuro del raudal caer.

 

 

 

 

 

Se ve, sonriendo, por el abra estrecha,

 

 

 

la faz de un cielo que ilumina el sol,

 

 

 

y allí dos nubes, como blancos sueños,

15

 

 

atar sus velos y volar las dos...

 

 

 

 

 

Pero ¿ella", ¿el alma? ¿y el amor?... Dios mío,

 

 

 

jamás de tu obra blasfemar podré;

 

 

 

mas, ¿cómo amar y bendecir las ondas

 

 

 

si no reflejan su nevada sien?

20

 

 

1879.                                

 

 

 

 

 

 

 

Ellos

 

 

 

 

   Cuelga tan sólo del ombú, en la loma,

 

 

 

una postrera ráfaga de luz,

 

 

 

y se entreabre el lucero de la tarde

 

 

 

cual flor de nieve sobre campo azul.

 

 

 

 

 

La noche baja a la hondonada; en ella

5

 

 

rueda el carruaje donde van los dos;

 

 

 

y cuanto más la oscuridad los cerca,

 

 

 

hay en sus almas claridad mayor.

 

 

 

 

 

En vano el día de la tierra inclina

 

 

 

al horizonte la inflamada sien,

10

 

 

cuando el amor, crepúsculo divino,

 

 

 

comienza para el alma a amanecer.

 

 

 

 

 

A los astros que brillan en el cielo

 

 

 

ni una mirada fugitiva dan,

 

 

 

porque asomados a sus ojos viven,

15

 

 

donde hay estrellas que relucen más.

 

 

 

 

 

Se alza una nube en el confín lejano,

 

 

 

como presa de súbita inquietud:

 

 

 

a ella vuela el lucero de la tarde,

 

 

 

abierta el ala de serena luz.

20

 

 

 

 

Inflamado relámpago en su seno

 

 

 

salta y la baña en vívido carmín;

 

 

 

el temeroso enjambre de los seres

 

 

 

fija con ansia la mirada allí.

 

 

 

 

 

¡Y ambos siguen inmóviles, absortos,

25

 

 

envolviéndose en mutua claridad!

 

 

 

¿Qué importan los relámpagos del cielo,

 

 

 

si el alma de ellos irradiando está?

 

 

 

 

 

Yo, solitario, al borde del camino,

 

 

 

los miro melancólico pasar;

30

 

 

y contemplo las nubes y los astros...

 

 

 

¡Porque no tengo sobre el mundo más!

 

 

 

1881.                        

 

 

 

 

 

 

 

La luz mala

 

Tradición Argentina

 

 

 

 

   Largo tropa de carretas

 

 

 

atraviesa la llanura

 

 

 

bajo la eterna hermosura

 

 

 

de los radiantes planetas.

 

 

 

Al tardo paso sujetas

5

 

 

de los bueyes, enfiladas,

 

 

 

salvan lomas y quebradas,

 

 

 

y en el trébol florecido,

 

 

 

haciendo áspero ruido,

 

 

 

hunden las ruedas pesadas.

10

 

 

 

 

Vense allí en el claroscuro

 

 

 

de mil vagos resplandores,

 

 

 

oscilar sus conductores

 

 

 

sobre el pértigo inseguro.

 

 

 

De llegar no tiene apuro

15

 

 

a su rancho el picador,

 

 

 

pero, músico y cantor,

 

 

 

entretiene su camino

 

 

 

con algún triste argentino

 

 

 

que llora ausencias de amor.

20

 

 

 

 

La Cruz del Sud, suspendida

 

 

 

sobre los campos desiertos,

 

 

 

tiende los brazos abiertos

 

 

 

hacia la tierra dormida.

 

 

 

Y en la sombra sumergida

25

 

 

aquella inmensa región,

 

 

 

llena de mística unción,

 

 

 

por el trébol perfumada,

 

 

 

está a sus plantas postrada

 

 

 

como en perpetua oración.

30

 

 

 

 

Súbito brilla a lo lejos

 

 

 

una luz... la luz maldita,

 

 

 

cuya historia nunca escrita

 

 

 

saben jóvenes y viejos.

 

 

 

Vedla: lanza mil reflejos;

35

 

 

se detiene y humo exhala;

 

 

 

incendia el campo; resbala

 

 

 

retorciéndose maligna;

 

 

 

y cada uno se persigna,

 

 

 

murmurando: -"La luz mala!"

40

 

 

 

 

-"Es el alma de un hermano,

 

 

 

que, desterrada del cielo,

 

 

 

solitaria y sin consuelo

 

 

 

vaga errante por el llano;

 

 

 

un espíritu cristiano

45

 

 

de crueles ansias lleno,

 

 

 

que, de la noche en el seno,

 

 

 

nos ha pedido otras veces

 

 

 

una cruz y algunas preces

 

 

 

que lo tornen justo y bueno".

50

 

 

 

 

Así dicen, y entre tanto,

 

 

 

esquivando sus destellos,

 

 

 

rezan juntos todos ellos,

 

 

 

olvidados ya del canto;

 

 

 

y ven, trémulos de espanto,

55

 

 

cómo la luz resplandece,

 

 

 

y chispea, y desaparece,

 

 

 

y con nueva brillantez

 

 

 

ilumina, y cada vez

 

 

 

más y más grande parece.

60

 

 

 

 

Ora se hunde en el bajío,

 

 

 

ora corre por la loma,

 

 

 

pero siempre avanza, y toma

 

 

 

por momentos nuevo brío.

 

 

 

Del horizonte sombrío

65

 

 

se aproxima a cada instante,

 

 

 

y hacia atrás y hacia adelante

 

 

 

huyen las sombras inquietas,

 

 

 

y se acerca a las carretas

 

 

 

como un ojo centelleante.

70

 

 

 

 

Y, mientras lleno de horror,

 

 

 

tras esfuerzos sobrehumanos,

 

 

 

se cubre con ambas manos

 

 

 

todo el rostro el picador,

 

 

 

el penacho de vapor

75

 

 

suelto al aire, rauda, altiva,

 

 

 

rumorosa y convulsiva

 

 

 

cual un potro desbocado,

 

 

 

pasa hirviendo por su lado

 

 

 

la veloz locomotiva.

80

 

 

 

 

¡Mal hacéis vuestro camino

 

 

 

paso a paso y lentamente,

 

 

 

al alcance del torrente,

 

 

 

antiguo pueblo argentino!

 

 

 

¡Cantad himnos al destino,

85

 

 

y cuando en noche serena

 

 

 

brille una luz, no os dé pena,

 

 

 

no temáis, criollos, por eso,

 

 

 

que en las vías del progreso

 

 

 

la luz mala es la luz buena!

90

 

 

1883.                                    

 

 

 

 

 

 

 

Florencio del mármol

 

 

 

 

   ¡Ah! ¡Siempre como término la muerte!

 

 

 

¡Siempre en el pecho una profunda herida!

 

 

 

¡Y estas negras traiciones de la suerte

 

 

 

que así oscurecen sin cesar la vida!

 

 

 

 

 

¡Amigos de la infancia, compañeros,

5

 

 

comienza ahora nuestra marcha triste

 

 

 

hay abismo sin fondo en los senderos...

 

 

 

Florencio, nuestro hermano, ya no existe!

 

 

 

 

 

Él era todo fe, todo hidalguía,

 

 

 

su mente audaz, su corazón cristiano,

10

 

 

y como nadie realizar sabía

 

 

 

el supremo ideal del ciudadano.

 

 

 

 

 

Creyó en la libertad; le dio su espada;

 

 

 

le dio con ella su primer cariño;

 

 

 

héroe, le vimos defender su amada

15

 

 

con la inexperta sencillez de un niño.

 

 

 

 

 

Amó en Lavalle las acciones grandes,

 

 

 

los generosos ímpetus guerreros;

 

 

 

al toque del clarín, voló a los Andes...

 

 

 

¡Y no estaban allí los granaderos!

20

 

 

 

 

La noble frente oscurecida, inerme

 

 

 

tornó a sus lares, soñador caído...

 

 

 

Por eso, amigos, en la tumba duerme

 

 

 

con tantos héroes que en la patria han sido.

 

 

 

 

 

¡Y en qué momento! ¡Cuando al sol se abrían

25

 

 

los azahares del amor risueños!

 

 

 

¡Cuando dos corazones se mecían

 

 

 

en el columpio de los castos sueños!

 

 

 

 

 

¡Ah! ¡Si no hay Dios!... si el alma solamente

 

 

 

es el latir de deleznable arteria;

30

 

 

si aquél cielo tan puro y transparente,

 

 

 

es falaz ilusión de la materia;

 

 

 

 

 

¡Ante el Destino impávido y rastrero,

 

 

 

que así existencias juveniles trunca,

 

 

 

no me habléis de consuelo!... ¡yo no quiero,

35

 

 

no, yo no quiero consolarme nunca!

 

 

 

1881.                                 

 

 

 

 

 

 

 

Las quintas de mi tiempo

 

 

 

 

   Estos, Fabio ¡ay dolor! Que ves ahora

 

 

 

jardines sabiamente dibujados,

 

 

 

fueron un tiempo rústicos cercados

 

 

 

de enhiesta pita y suculenta mora.

 

 

 

 

 

Y aquellas que allí ves altas mansiones

5

 

 

de mil primores llenas, antes fueron

 

 

 

modestas granjas donde en paz latieron

 

 

 

mas nobles y sencillos corazones.

 

 

 

 

 

Naturaleza entonce a sus anchuras

 

 

 

por estos sus dominios discurría,

10

 

 

y como es dada a la labor, tejía

 

 

 

mil suertes de galanas vestiduras.

 

 

 

 

 

Aquí, rastreando la humedad del suelo,

 

 

 

las violetas silvestres agrupaba,

 

 

 

y por todas las quintas derramaba

15

 

 

un fresco aroma que llegaba al cielo.

 

 

 

 

 

Pródiga aquí de sus mejores galas,

 

 

 

prendía a las ventanas de una hermosa,

 

 

 

de mosqueta o jazmín red olorosa

 

 

 

que desflocaba el aire con sus alas.

20

 

 

 

 

Por cima de los cándidos rebaños

 

 

 

que agrupaba el pastor en los oteros,

 

 

 

derramaban en flor los durazneros

 

 

 

una alegre sonrisa de quince años.

 

 

 

 

 

Y no bien tapizaba la pradera

25

 

 

y en los verdes naranjos florecía,

 

 

 

de sus maternas manos recibía

 

 

 

su corona nupcial la primavera.

 

 

 

 

 

Mas tú dirás, amigo, que al presente,

 

 

 

aquella nuestra madre, de igual modo

30

 

 

sustenta, anima y embellece todo,

 

 

 

Y quien dijere lo contrario, miente.

 

 

 

 

 

¡Infeliz! ¡cual te engañas! Tú no sabes

 

 

 

lo que eran estos sitios, cuanta escena

 

 

 

de amor y paz y venturanza llena

35

 

 

huyó con las violetas y las aves.

 

 

 

 

 

Figúrate: es domingo; el aire en calma;

 

 

 

mucho sol, mucha luz, mucha alegría;

 

 

 

una de esas mañanas en que ansía

 

 

 

verse trocada en golondrina el alma.

40

 

 

 

 

Verás aquí y allá, por los senderos,

 

 

 

confundidos los pobres y los ricos,

 

 

 

la madre, las amigas y los chicos

 

 

 

con sus lucientes trajes domingueros.

 

 

 

 

 

Dan al viento los niños infinitas

45

 

 

pandorgas, con navaja, y en batalla,

 

 

 

y a cada triunfo un clamoreo estalla

 

 

 

en el hueco inmortal de Cabecitas.

 

 

 

 

 

Se oye el rumor del biznagal que abrasa

 

 

 

el adobe en los hornos; el ligero

50

 

 

grato sonar de tarros del lechero

 

 

 

que a largo trote por las quintas pasa.

 

 

 

 

 

Y allá van, salpicando las veredas,

 

 

 

guiadas por un criollo o un navarro,

 

 

 

las carretas de pasto, que en el barro

55

 

 

vuelven crujiendo las pesadas ruedas.

 

 

 

 

 

Torna ahora los ojos, Fabio, y mira

 

 

 

aquel grupo de un árbol a la sombra,

 

 

 

que tiene el césped por mullida alfombra,

 

 

 

y la guitarra nacional por lira.

60

 

 

 

 

¿Qué ves allí? De un asador pendiente,

 

 

 

asándose el cordero apetitoso,

 

 

 

y circular el mate generoso

 

 

 

en vez de la botella de aguardiente.

 

 

 

 

 

¡Oh campestres paseos! ¡oh manjares

65

 

 

jamás llorados cual se debe ahora!

 

 

 

¡Oh sencillez antigua y bienhechora,

 

 

 

salud un tiempo de los patrios lares!...

 

 

 

 

 

Mas calle, amigo, nuestra queja vana,

 

 

 

que si un remedio a nuestras ansias veo,

70

 

 

es quedar como Lope ante el Liceo

 

 

 

Llorando la vejez de su sotana.

 

 

 

 

 

Juro, Fabio, por todos los poetas,

 

 

 

que no hay porteñas hoy más regaladas

 

 

 

que aquellas que acudían en bandadas

75

 

 

a nuestras quintas a juntar violetas.

 

 

 

 

 

¡Las vieras, preparándose al asedio,

 

 

 

cuando aquellos piecitos voladores

 

 

 

no podían llegar hasta las flores

 

 

 

porque estaba una zanja de por medio!

80

 

 

 

 

¡Cuánto ardid para asirse del ramaje

 

 

 

y traspasar el cenagoso abismo,

 

 

 

alzando con angélico heroísmo

 

 

 

la muselina del sencillo traje!

 

 

 

 

 

Mas no faltaba un vástago de mora,

85

 

 

cual un brazo flexible, que de intento

 

 

 

para ayudarlas inclinaba el viento...

 

 

 

Que tanto puede una mujer que llora.

 

 

 

 

 

Las veo aún, con las mejillas rojas

 

 

 

como granadas de Engadí partidas,

90

 

 

y las húmedas manos florecidas

 

 

 

mariposeando entre las verdes hojas;

 

 

 

 

 

Y correr, y chillar, y ser más bellas

 

 

 

cuando, lanzada como rauda fija

 

 

 

cruzaba una medrosa lagartija

95

 

 

con grave susto disparando de ellas;

 

 

 

 

 

Y, ya en violetas rebosando el seno,

 

 

 

búcaro ardiente que las flores aman,

 

 

 

como por los senderos se derraman

 

 

 

dejando el aire de perfumes lleno.

100

 

 

 

 

¡Oh, mi dulce porteña, amada mía!

 

 

 

¡Ya no hay violetas ni silvestres moras;

 

 

 

huyeron ya de la niñez las horas

 

 

 

Dulces y alegres cuando Dios quería!...

 

 

 

Buenos Aires, 1884.                              

 

 

 

 

 

 

 

Inspiradora

 

 

 

 

No es romántica, amigos,

 

 

 

como decís, la niña;

 

 

 

no descolora con vinagre el rostro,

 

 

 

ni en derredor de los sepulcros gira.

 

 

 

 

 

Si alguna vez el llanto

5

 

 

empaña sus pupilas,

 

 

 

no es por cobarde, es que el dolor la hiere

 

 

 

del corazón en las ocultas fibras.

 

 

 

 

 

Ama la luz, la gloria,

 

 

 

la juventud, la vida;

10

 

 

viste el blanco y azul de nuestras madres

 

 

 

porque ha nacido, como yo, argentina.

 

 

 

 

 

Es joven, es robusta

 

 

 

como la patria mía;

 

 

 

del Paraná y el Uruguay se baña

15

 

 

en las sonoras transparentes linfas.

 

 

 

 

 

Enamorada eterna

 

 

 

de la virtud sencilla,

 

 

 

canta a la sombra del hogar modesto,

 

 

 

amores puros, infantiles risas.

20

 

 

 

 

Desata sus cabellos,

 

 

 

en actitud magnífica,

 

 

 

cuando el soplo vital de nuestros campos,

 

 

 

rasgando nubes, el pampero envía.

 

 

 

 

 

Aun hierve entre sus venas

25

 

 

roja sangre latina,

 

 

 

mas calentada por el sol de fuego

 

 

 

que en la bandera de los Andes brilla.

 

 

 

 

 

No pide al extranjero,

 

 

 

con ansias de mendiga,

30

 

 

extraño adorno, que a sus trenzas basta

 

 

 

la flor del aire que en redor se cría.

 

 

 

 

 

Cuando la Patria evoca,

 

 

 

su rostro se ilumina,

 

 

 

alza orgullosa la serena frente,

35

 

 

y absorta lleva al porvenir la vista.

 

 

 

 

 

¡Qué grande será, exclama,

 

 

 

nuestra tierra argentina!

 

 

 

¡Feliz de aquel que en el presente sea,

 

 

 

y el lauro excelso del futuro ciña!

40

 

 

1884