CARLOS MARÍA OCANTOS
PROMISIÓN
I
Muchas veces madama Clémence suspendía la
tarea y quedaba parada y cabizbaja. Era madama Clémence la planchadora de fino,
que en el portal de aquella casa vieja de la calle de Charcas, poco antes de
llegar a la plaza del Carmen, se anunciaba con negro escudo de hoja de lata, en
el que una plancha malamente pintada y unas letras peor agrupadas decían a los
que sabían leer y a los analfabetos: Planchadora francesa, dejando, si acaso, a
éstos en la ignorancia de la nacionalidad, pero bien enterados del oficio por
el plomizo y orondo utensilio allí plantado... El progreso no sufre piedra
sobre piedra, fea, inútil o ruinosa, en la gran ciudad bonaerense, y hace
muchos años dio en tierra con esta casona baja, edificando otra en su lugar con
trazas de palacio; pero, lo menos hasta el ochenta y tantos se mantuvo tal
cual, y era de las mejores del barrio, con sus tres patios enlosados, huerta,
corral, aljibe y pozo, y aire y luz, de quienes el susodicho progreso parece enemigo
por lo mucho que les persigue y ahuyenta.
Decía, pues, que muchas veces madama
Clémence (según la llamaban los vecinos, españolizando el tratamiento) muchas
veces dejaba de mano la pesada tarea, abandonando el abrasado hierro sobre el
cacho de piedra, y mientras con una muñeca de lino humedecida en el bórax
disuelto y preparado a su alcance, pulcramente repasaba la pechera de la
camisola, daba suelta a la imaginación y permitíale correr, volar y atravesar
los mares, hasta que llegaba a su playa normanda, penetraba en la aldea y en la
casita junto a la iglesia sorprendía a la abuela Celeste y al hermano Jean...
Entonces abandonaba también la muñeca
dentro de la palangana, sobre la mesa los desnudos y hermosos brazos y a riesgo
de que se pasaran las planchas, quedaba absorta en la visión de su amada
Francia. En la pieza enjalbegada y limpita, obrador defendido de moscas y
chiquillos por una persiana verde que cerraba la puerta del patio, nadie podía
distraerla: su marido, Max, aserraba madera en el corralón vecino; de los
Barbados, honradísima familia gaditana, la mujer, doña Orosia, andaba en sus
trajines domésticos, lo mismo que la hija, Crescencita, y ni una ni otra
acostumbraban a meter la nariz en el obrador como vieran caída la persiana; D.
Rufino pasearía por esas calles con su tenderete, o pacotilla de buhonero, y el
chiquillo, Tito, también, con su cajón de limpiabotas al hombro, la boina
pringosa, las rodillas al aire y las manos más negras que un deshollinador; en
cuanto a Franz Blümen, el alemán seriote, el cachorro de Bismarck, que decía
burlonamente Max, ese, lo mismo ausente que presente, pasaba sin que se le
notara: así era de callado y respetuoso; y la dueña de la casa, misia Liberata,
para no turbar el estudio de su marido, el catedrático, y la propia
tranquilidad en que se complacía, carácter grave a pesar de su juventud, no
consentía ruidos ni jaleos en los dos patios principales.
No porque la rubicunda y bien sazonada
madama Clémence, pesadilla de los pollos del barrio, fuera dada a melancolías,
embelesamientos y perezosas distracciones, suspendía el trabajo y caía en estas
románticas ausencias; sino que la playa, la aldea, la abuela y el hermano, la
solicitaban con la fuerza de los afectos lejanos.
La distancia, el tiempo transcurrido, la
decisión inquebrantable de no volver... ¡Volver! ¿para qué? ¡Si con el ahorro y
el tesón, mes a mes veían aumentar su tesoro, y después de cada arqueo de la
preciosa gaveta, uno y otro daban gracias a Dios de haberles sugerido la idea
de aquel viaje! ¡Eso no, en la aldea no se morían de hambre, ni andaban
zarrapastrosos como los mendigos! Techo, pan y vestidos tenían a placer, pero
encerrados entre las rocas y el mar, el porvenir y el horizonte resultaban
estrechos para las ambiciones de Max: cultivar la huerta, ordeñar la vaca,
sembrar y recoger el trigo; los veranos, gracias a los bañistas forasteros,
ganar también alguna cosilla, ¡pero el invierno, el duro e implacable
invierno...!
Cuando casó Maxime Duseuil con Clémence,
él tenía veintidós años y ella veinte; eran primos, y en el contrato de boda
figuraron más esperanzas que realidades. Así, Max, que soñaba con ser rico y
que a pesar de su edad no se contentaba con los gajes del amor, amasaba el
atrevido proyecto de ir por esos mundos a buscar el vellocino de su fantasía;
pero Clémence tenía un miedo atroz de aquel mar, cuyos furores contemplara a
menudo desde los umbrales de su puerta, y decía que nones; también su abuela,
la viejecita Celeste, movía la cabeza blanca y dejaba caer lágrimas sobre su
rueca, siempre que oía a Max hablar de aquella América misteriosa.
A ellas se les antojaba tierra de
salvajes y serpientes de cascabel, donde se andaba con taparrabos, y los
extranjeros que no morían del vómito, de una picadura o de un flechazo, eran
devorados crudos y sin sal por los caníbales; dos veces soñó Clémence que un
barbarote de estos le hincaba los incisivos en un muslo y se despertó dando
gritos. La abuela se estremecía sólo de pensar que su adorada nieta pudiera servir
de desayuno a un americano de aquellos, y trataba de disuadir a Max. Pero Max,
terco que tereo. Hasta llegaba a burlarse de los sueños y temores de las dos
mujeres... ¡Bah! ¡si América no era eso! ¡Qué antropófagos, ni qué diablos!
Unas ciudades tan grandes, tan grandes como París, y un ganar dinero... ¿No
habían oído hablar jamás del Río de la Plata? ¡De la Plata! ¡Qué nombre más
generoso, atrayente y sugestivo!
Quien arrimó leña a la hoguera fue un tal
que vino del Havre, tripulante de un barco mercante y antiguo vecino de la
aldehuela normanda. ¡Jesús, y qué maravillas contó en la taberna, de aquellas
tierras ultramarinas, de aquel encantado Buenos Aires, donde los perros se
ataban con longaniza! ¡Ave María, y cómo puso la cabeza de Max y de cuantos le
oyeron! Nada, que aquella misma tarde decidió Max liar los petates y largarse
en el barco mercante.
Madama Clémence recordaba la inutilidad
de su desesperada protesta, el llanto de la mère Celeste y el azoramiento de
Juanillo, la despedida conmovedora en el límite del pueblo; cerraba los ojos y
veía a la pobre abuela sollozando abrazada al nietecito que la dejaban, y hasta
sentía el rodar de la tartana en la carretera y el acompasado trotar del
caballejo.
Se embarcaron, ¡y hala! mar adentro,
revuelto el estómago y el corazón hecho un nudo. ¡Ay! la Belle France no era un
trasatlántico de estos gigantescos de ahora, donde se va tan ricamente y en
quince días atraviesan el océano, sino un endeble barco de vela, que el viento
y las olas, durante setenta y cinco días, zarandearon a su gusto; cuando no se
entretenían en no dejarlo avanzar, le desviaban de su derrotero y le obligaban
a sestear bajo el sol de los trópicos. ¡Setenta y cinco días comiendo galleta y
carne salada...!
Al fin llegaron sanos y salvos, y fue lo
mismo que si llegaran al paraíso, tan maltrechos venían, y tal les pareció la
ciudad, con ser aquel el Buenos Aires del 68, bien distinto, por cierto, del
Buenos Aires de hoy. Condújoles el amigo de la Belle France a un parador de su
conocimiento, cuya dueña era de allá, de Etretat, y les recibieron con mucho
contento y agasajo; les hartaron de carne fresca y de pan tierno, les dieron
cama blanda, vino superior, datos, informes, consejos y recomendaciones, cuanto
necesitaban para alivio de los azares de la travesía y orientación del nuevo
mundo en que entraban con los ojos cerrados. No quisieron acogerse a los
beneficios que generosamente otorga el Gobierno a los emigrantes, ni marchar a
provincias, sino quedarse en la ciudad y valerse de los propios recursos para
conservar mejor la independencia: tenían cincuenta y cinco francos; y con
cincuenta y cinco francos, honradez, buenos puños y talento práctico, se puede
intentar la conquista de América.
Porque ni Max ni su mujer habían venido a
estarse mano sobre mano, confiados en que los pesos caen sobre la palma del que
la extiende, sin mayor fatiga ni discernimiento. ¡Digo! él era un mocetón
robusto, muy basto, con unas piernas y unos músculos... ¿Y ella? moza más
garrida y sanota no la había en todo el contorno. Así, uno y otro
arremangáronse los brazos, diciendo:
-¿No estamos aquí para trabajar? ¡Pues al
trabajo!
Se puso él de peón en una alfarería y
ella de planchadora, oficio en que se daba mucha maña, tan contentos y
animosos, que al volver la Belle France a la patria, llevaba para la madre
Celeste una carta en que la nieta la tranquilizaba de sus temores, contándola
cómo la habían recibido los salvajes, qué ciudad más hermosa tenían, y cuánto
ganaban ella y Max de salario: el trabajo estaba tan bien recompensado, que
seguramente harían fortuna en breve tiempo...
Empezó para ellos el proceso de la
asimilación, y, gotas de agua que la tierra sedienta absorbe y purifica, poco a
poco, sin esfuerzo ni violencia, se amoldaban a las costumbres, desaparecían
las obscuridades del idioma, la gratitud hacia el país hospitalario germinaba
en sus corazones y ambos se despabilaban asombrosamente; que en esto los aires
americanos ejercen influjo maravilloso.
Pusieron el obrador en aquella casa de la
calle de Charcas, donde alquilaron dos piezas muy modestas, una dedicada al
planchado y la otra a alcoba conyugal, ambas alhajadas decentemente y con aseo
esmeradísimo.
Era el propietario de la casa el doctor
D. Hipólito Andillo, catedrático de la Universidad, y tenido por un herejote
muy atroz; el sujeto más dulce e inofensivo, a pesar de sus narices y de su
carátula, el cual, reservando para él y su mujer la parte del primer patio,
alquilaba las habitaciones interiores, a fin de sobrellevar holgadamente el
presupuesto mensual, que su escaso sueldo no alcanzaba a cubrir. Al principio,
la pareja normanda fue sola inquilina, luego vinieron los Barbados, y Blümen
más tarde, el alemán dependiente de comercio... Suerte grandísima cupo a Max en
venir a parar en esta casa de la calle de Charcas, porque el doctor Andillo le
protegió, le colocó en el aserradero de maderas de su vecino y pariente mister
Patrick, donde ganaba más que en la alfarería, y misia Liberata, su mujer, cobró
grande afición a la normanda y la proporcionó una clientela numerosa: así, todo
marchó muy guapamente, y cada carta para la madre Celeste era una glosa de esta
frase, que juzgo innecesario traducir: -Machère mère, je suis dans le paradis!
¡Ciertamente, en el paraíso! Con el alba
se levantaba y así como el sol, al asomar, luce ya compuesto y hermoso, salía
al patio más limpia y prendida, peinada de sortijillas y rodete, en invierno
con chaqueta de paño entallada, en verano con chambra de muselina, y encendía
la lumbre en el brasero, junto a la puerta, calentaba el agua, preparaba el
café para Max... Luego del desayuno, ponía las planchas y a trabajar hasta
medio día, detrás de la persiana verde; sobre el anafre roncaba el orondo
puchero, en cuyas profundidades cocía buen trozo de carne, una lonja de tocino
y variadas legumbres, y a la hora en punto la joven levantaba la persiana y
hacía una seña al marido, que, por la pared medianera, encaramado sobre una
montaña de tablones, en el corralón vecino, se le veía dale que le das al
enorme y desapacible serrucho. Los días de entrega de ropa salía la normanda,
por la tarde, con la cesta deslumbrante de blancura, oliendo a limpieza, y se
llevaba de calle a todo el barrio. ¡Qué andares los suyos, qué colores, y qué
carnes! ¡Y qué días dichosos aquellos! ¡Ay! no les faltaba más que una cosa:
¡un niño! Pero éste lo tenían allá, en la aldea, y les preocupaba tanto como si
fuera hijo propio: que la esterilidad lleva siempre consigo exuberancia de
afectos, los que, desviados de su corriente natural, en el fruto de amores
ajenos se concentran, si acaso en seres inferiores, cuando la edad y el
aislamiento han endurecido el corazón.
Aquel Jean, el Juanillo de la aldea, era
la causa mayor de las cavilaciones de madama Clémence. Las primeras cartas de
la abuela decían que estaba tan sanote, tan comilón y Barrabás, que le había
puesto en la escuela, que pasó el sarampión sin mayor peligro... Con la mesada
última se reparó el tejado de la casita, compró traje nuevo al chico, que
andaba muy majo y era la envidia del pueblo, y sobró también para adquirir un
cochinillo. El reumatismo la tenía a ella muchos días sin menearse de la cama y
la obligaba a desatender su parroquia de Etretat; en estas ocasiones iba
Juanillo con la cesta de los huevos y las aves, porque sino, ¿cómo subvenir a
todos los gastos? ¡Cuánto bien a su salud la harían esos buenos aires de
América! Porque si no había tales indiazos y el clima era tan dulce... No fuera
largo el viaje, y se marchaba, ¡vaya! Luego llegaron otras cartas en que las
noticias escaseaban, notábanse ciertas reticencias, adivinábanse cosas graves
tal vez, misteriosas por lo menos, y la madre Celeste parecía embrollarse en su
deseo de ocultarlas y su deber de dar cuenta de los hechos del rapazuelo. De
pronto, se interrumpió la correspondencia y pasó una larga temporada sin
escribir: el reuma quizá, algo peor... Al fin, se aclaró el misterio del
silencio y las vaguedades últimamente apuntadas. Juanito crecía en edad y en
malos vicios: desobedecía a la abuela, detestaba el estudio, a la pesca de
mariscos dedicado el santo día, no se conseguía darle palmada, y... esto era lo
gordo, lo gravísimo: ¡el producto de la venta de pollos de un domingo lo hurtó,
alegando que las aves se le escaparon en el camino! A causa del disgusto, la
abuela enfermó gravemente, asustada de la responsabilidad que la incumbía si no
podía dominar los instintos rebeldes del muchacho. ¿Por qué no se le llevaban a
América? ¡América es también tierra de redención!
¡Traerle! ¿Quién le traía? Madama Clémence cavilaba, cavilaba.
Roto el dique de la franqueza, las cartas de la madre Celeste fueron, al cabo,
relación desnuda de las trapisondas de Juanillo: el chico la faltaba, el chico
la robaba los sous del portamonedas, no parecía por casa en quince días, le
habían cogido los gendarmes como vagabundo... y así, de mal en peor, cuanto más
grande, más pillo e incorregible.
¡Traerle! ¿Quién le traía? Siquiera el
patrón de la Belle France viniera por estos mundos... pero la Belle France, ya
muy cascada, no se atrevía a cruzar el Océano como antes.
Acaso pensando en la probable venida de
Juanillo el indómito, alquilaron una pieza más, contigua al obrador, y Max la
llenó de chismes de carpintería para aprovechar las horas de descanso en el
corralón, y las fiestas, en fabricar cajas de embalaje, que le producían nuevo
jornal y no escasas ganancias.
Así, él con el serrucho y ella con la
plancha, sobrios e incansables, amasando iban la fortuna soñada, tan aclimatados
ya como si hubieran nacido en el mismo país: Max llegó a gustar mucho del mate,
y madama Clémence aprendió a cebarlo a la perfección. Luego, en este pequeño
falansterio de la calle Charcas, donde cada familia parecía de laboriosas
abejas, mostrábase un espíritu de solidaridad admirable, que la de Andillo era
la primera en fomentar; todos los menudos servicios de la buena vecindad, tanto
entre los Barbados y los Duseuil, como entre éstos y el apático Blümen, se
prestaban con franqueza generosa; y aunque del catedrático dijeran las malas
lenguas que no creía en Dios y profesaba otras ideas absurdas, teníanle sus
inquilinos por el hombre más cabal del mundo, y sus consejos, en dos o tres
ocasiones, fueron de oro para Max.
En esto, del lado de allá sonaron los
clarines siniestros de la guerra. Max escuchó el grito de la patria herida, y
el alejamiento que le impedía prestarla su brazo, le pesó sobre la conciencia
como un crimen. Se puso exaltadísimo: no dormía por sorberse todas las noticias
que su periódico favorito, Le Coq Gaulois, desparramaba; encolerizábale,
confundíale y sacábale de quicio cada revés, y él, tan pacífico, el día que
estalló la pavorosa nueva de Sedán, se trabó de palabras en el patio con el
pobrete de Franz Blümen, el alemán cachazudo y manso, llamándole Bismarck y
otras picardías. Pasado el turbión, la tristeza del vencimiento fue para él
acicate mayor en el trabajo, y todas sus excelentes cualidades, de obrero
honrado y sin vicios, dijérase que se afirmaron y abrillantaron.
La
misma Clémence, su mujer, le daba de mano en lo del madrugar, vestirse con
aseo, cultivar el ahorro y guardar la casa. Los domingos había que echarle
fuera para que tomara el aire, y como gustaba poco de reunirse en la vecina
taberna Au rendez-vous des Amis con los compañeros franceses, iba algunas veces
al círculo de socorros mutuos L'Union Ouvrière, de que era socio activo, a
encerrarse en la biblioteca; pero con más frecuencia al campo, en compañía de
su mujer, a pasear los bonitos alrededores de la ciudad, recordando sus
excursiones de novios allá en la aldea. En el corralón tenía aumento de salario
cada año, y con el roce de unos y otros y su facultad de adquisividad
poderosamente desarrollada, la simiente que trajo y depositado había en el
surco, aquellos cincuenta y cinco francos se multiplicaban con eficacia
extraordinaria.
Así corrieron los años del 71 al 73 sin
variación notable. Pero en el 73 ocurrió un suceso digno de tomarse en cuenta
que merece ser contado por menudo.
Las cartas de la madre Celeste no habían
discrepado unas de otras, durante tan larga temporada, en la monótona relación
de los milagros de Juanillo y de sus propios temores y miserias; al contrario,
parecía que, ya cansada de apuntar idénticas fechorías, siempre impunes, se
limitaba a decir: -Jean lo mismo... como si en esto diera a entender que estaba
más descarriado que antes. Carta hubo anunciando: -De Jean no sé nada... que
era lo más grave que de su conducta pudiera comunicarse; y al fin, los
repetidos ataques de reuma y los disgustos quitaron a la abuela el humor de
escribir, y no lo hizo ya sino una vez cada seis meses para repetir: -Si estáis
tan bien, ¿por qué no os lleváis este perdido de Jean y le hacéis hombre...? No
era que ellos no quisieran traerle, sino que no hallaban medio; consejos,
súplicas y giros frecuentes enviábanse para conjurar el peligro, pero la abuela
seguía en sus trece: -¿Por qué no os le lleváis? Autorizadme y le hago embarcar
en el primer buque que salga del Havre... Esto de embarcar, así como un fardo,
a un niño de corta edad, se les hacía muy cuesta arriba a los Duseuil.
Por último, la abuela no escribió más.
Seis, siete, ocho, nueve meses pasaron, y sin noticias de la abuela. ¿Habría
muerto? Cavilando acerca de esto, madama Clémence abrasó muchas camisolas.
Diez, once meses pasaron sin noticias, hasta que llegó una misiva de Monsieur
le Maire comunicando la muerte de la madre Celeste y la desaparición de
Juanillo...
Parece que las malas nuevas perdieran con
la distancia y el tiempo algo de su eficacia, y fueran así como balas frías que
golpean y no hieren; y digo esto, no porque madama Clémence no se hartara de
llorar y diera otras muestras, como Max, de dolor y pesadumbre, sino porque
ambos, con serenidad mayor que si estuvieran presentes en la aldea, y acabara
de ocurrir la desgracia, examinaron, discutieron y resolvieron el caso,
poniendo al punto por obra lo que más acertado les pareció, y fue: que,
careciendo de parientes y amigos de confianza, se escribiera a Monsieur le Maire
y al notario para sacar a subasta la casita, con los muebles, único lazo
material que les ligaba a la patria, recomendándoles a la par comunicaran
cualquier noticia que al chico se refiriese; y si daban con él, cosa no
difícil, le embarcaran en un trasatlántico, bajo la segura custodia del
capitán, "que aquí, decía la normanda, o se hace hombre, o le rompo la
cara".
Con estas intenciones y estos sinsabores,
no es extraño que madama Clémence suspendiera la tarea muchas veces, y quedara
parada y cabizbaja, y menos extraño parecerá que, una tarde de Noviembre de
aquel año 73, atropellándosele las lágrimas y soltándolas sin reparo, no
hubieran menester de más rocío las prendas que estiraba sobre la mesa, blancas
como la misma espuma...
Encendió el quinqué, y después de tender
en las cuerdas la ropa planchada, enrolló en apretados paquetes lo que aún
faltaba por planchar, sepultándola en un cesto y cubriéndola con una sábana muy
limpia; luego se sentó, recostando sobre la mano robusta su cabeza, aquella
cabeza de diosa de Rubens, de cabello azafranado, carrillos de manzana, nariz
audaz, labios picarescos y cuello de sonrosado mármol.
Aunque no atendía la normanda sino al
propio rebullir del pensamiento, oyó que sonaba el llamador de la calle, que
salía la criadita de Andillo, y en la cancela se armaba desusado cuchicheo; en
seguida pasos en el primer patio, los que se encaminaban a su puerta,
seguramente, porque cesaron de golpe delante de la persiana verde; antes de
alzarse ésta y aparecer el visitante, ya madama Clémence había pasado en
revista todos los que podían ser: recadista de parroquiano o parroquiano en
persona, porque ni su marido, ni los vecinos tenían costumbre de tocar el
llamador para entrar...
Se alzó, pues, la persiana, y no llegó a
entrar, sino que quedó pegado al quicio, entre cohibido y avergonzado, un
muchacho que apenas alcanzaría a los catorce años, con señales evidentes del
mal vivir en cara y traje, muy derrotado, sucio y flaco; no traía camisa, y se
anudaba al cuello una chalina de lana negra, y en las manos, escamosas de la
mucha porquería, volteaba una gorra, negra también y reluciente de grasa.
Seis años hacía que no le veía la
hermana, y a pesar de la transformación propia de la edad, le reconoció sin titubear;
asustada, dio un grito y dijo:
-¡Jean!
Luego se abalanzó a él, y antes airada
que tierna, juez inflexible que castiga una falta por largo tiempo pendiente de
ejecución, hizo ademán de propinar al muchacho un sopapo a guisa de bienvenida...
y le atrajo después, le abrazó, mezclando recriminaciones y mimos en el dulce
patois de la aldea.
El pequeño, azorado, temiendo que
llovieran cachetes, esquivaba las caricias y toda respuesta, enfurruñado y
hoscoso; pero el juez era mujer, era hermana, era madre, y había olvidado ya
los agravios del mequetrefe: le achuchaba cariñosamente y repetía:
-¡Jean! ¡pobrecito Jean! Cuéntame, a ver,
¿quién te ha traído? ¡Bonito vienes! Estás hecho una lástima.
Y el otro, sin soltar palabra, erizándose,
como animal salvaje a quien hostigan dentro de la jaula. Entró Max de repente y
Juanillo hubiera escapado si no le agarran por las muñecas y le calman, porque
al reconocerle el obrero, en la actitud y los gestos de la hermana más que en
la desconocida facha, levantó los musculosos brazos y, fingiéndose airado,
preludió tan contundente caricia que el pequeño puso el grito en el cielo...
-¡No, Max, déjale! -intercedió madama
Clémence.
A fin de calmarla completamente, le trajo
la normanda un bien servido plato de sopa, le hizo sentar delante de la mesa y
le invitó a comer; él miraba desconfiado a todos lados, y le asustaba tanto el
ceño de Max como la sonrisa de madama Clémence; por último comió a grandes
sorbos, sin dejar de espiar los ademanes de los dos parientes, pronto a saltar
de la silla y a defenderse si le atacaban.
-Pero ¿quién diablos te ha traído? -dijo
Max ablandándose-. ¿Cuándo has llegado? ¿De dónde vienes?... ¡No, si no voy a
pegarte, aunque buena paliza te mereces, gandulón!
-Si le gritas así -intervino de nuevo
madama Clémence en el chapurrado español que había aprendido- no le sacaremos
una palabra del cuerpo.
Le dejaron en paz que se hartara a su
sabor, pasmados de lo crecido que estaba, de su grosería y suciedad; y cuando
el salvaje se convenció de que las manos se mantenían quietas y no amagaban
mojicones, confortado el estómago y repuesto de la ingrata sorpresa, rompió a
hablar diciendo en su lengua:
-Pues yo he venido solo...
-¡Solo! ¿cómo? A ver...
Poco a poco, espontáneamente unas veces,
y otras con el tirabuzón de oportunas preguntas, confesó toda la serie de sus
últimos milagros. La abuela había muerto allá por el mes de julio; él quería
mucho a la abuelita, pero la abuelita se empeñaba en que tenía que estudiar y,
la verdad, a él no le gustaban los libros: su deseo era ganar mucho dinero,
venirse a América, donde lo hay a paletadas, y agacharse y coger un puñado, y
volver a agacharse y llenar los bolsillos y llenar unas arcas que traería...
Quería hacer lo que el cuñado, en vez de destripar terrones en la aldea. Luego,
la abuelita no le daba nunca sous, y la única manera de obtenerlos era
hurtárselos de la gaveta o sisarlos en el precio de las aves que llevaba a
vender a Etretat cuando la abuela se ponía mala. El día que murió la abuela, él
no estaba en la casa, estaba en la playa pescando camaroncitos, y llegó a
alejarse tanto, que se le hizo de noche fuera de la aldea y durmió en una
cueva, y cuando volvió halló muerta a la abuelita... ¡Ay! él la quería mucho,
sí, sí, pero la abuela no le daba sous y le hacía estudiar a la fuerza.
Después que enterraron a la abuelita, él
decidió venirse a Buenos Aires, que se le antojaba tan cerca... ¡Decidió
venirse a pie, si no le dejaban embarcar! Monsieur Loquin y madame Pignoret
pretendían llevarle consigo y ponerle a guardar gansos en la granja, pero él
rehusó; ¡guardar gansos, cuando tenía unos hermanos millonarios en América! Y
registra por aquí, registra por allá, encontró en la casita hasta noventa y
tres francos, y con ellos y lo puesto se escapó del pueblo, marchó a Etretat y
tomó alegremente el camino del Havre. Temía que le cogieran los gendarmes, como
la otra vez, y no le dejaran embarcar; pero él hubiera peleado contra la gendarmería
entera, decidido como estaba a embarcarse, quieras que no. Anda, anda, anda,
llegó al Havre y se fue derechito al puerto: pregunta, averigua... y cátate que
a la mañana siguiente salía un buque muy grande, de estos que andan solos sin
ayuda de velas, y un familión que embarcaba en el dicho buque se interesa por
el joven viajero y le protege, haciéndole pasar por sobrino, para que los
empleados de la agencia no le pusieran impedimento. ¡Ay, qué gusto! paga su
medio billete de tercera y al vapor. Que le busquen ahora los gendarmes y
monsieur Loquin y madame Pignoret...
Y así se vino, ni más ni menos. Si él
supiera antes que era cosa tan fácil, antes lleva a cabo su proyecto, porque de
muy atrás pensaba en la escapatoria y el viaje de ocultis; pero tenía miedo de
la abuelita y también del mar... ¡Era cosa fácil, pero muy desagradable! Había
venido mal, revuelto con otros, hacinados todos como sardinas; luego, se mareó
lastimosamente; así, veintidós días. Cuando llegó, como traía en un papel
apuntadas las señas, un compañero de viaje, francés, peluquero, se prestó a
acompañarle y le dejó en la misma puerta...
Madama Clémence, enternecida, lloraba,
repitiendo:
-¡Jean! ¡pobrecito Jean!
Y a Max le pareció la ocasión excelente
para echarle un sermoncito al estilo suyo, es decir, sin finuras ni
comedimiento, cual se merecía el mozalbete:
-Bueno, ¡ya estás aquí! y me alegro, pues
te habíamos mandado a buscar: muerta la pobre madre Celeste, no íbamos a
dejarte ganduleando, librado a tus malos instintos. Pero, si vienes creyendo
que aquí vas a estar de canónigo y tus hermanos te van a llenar la tripa sin
trabajar, buen chasco te llevas. Hijo, desengáñate: ni tienen tus hermanos
tales millones, ni el oro de América se ha hecho para los haraganes: aquí, el
que no trabaja no come, y todos comen, porque para todos hay trabajo.
¿Entiendes? Bueno, así no te llamarás a engaño. Mira esta habitación: no es la
de ningún palacio, ¿verdad? Pues en ella tiene tu hermana su obrador de
plancha, y planchando el día entero se gana su buen jornal. ¿No has reparado
que sus manos no son las de una duquesa? Pues, ¿y yo? Ven acá, bribonazo,
acércate, levanta la persiana... acércate, que no voy a cascarte... mira por
encima de la pared medianera. ¿Ves? Ese es el depósito de maderas donde tu
hermano, aserrando, se pasa de la mañana a la tarde. ¿Ves las vigas, los
tablones? ¿No has reparado tampoco que llevo blusa y que mis manos están
callosas, tanto como en la aldea? ¡Ah! ¡ah! ¡millones! Los tendremos, sí, como
a ésta y a mí Dios nos conserve la salud, que lo que es ánimos de trabajar y
trabajo abundante y bien retribuido no nos falta. Conque, ya lo sabes: a
trabajar, o tendrás poco pan y mucho palo.
Más efecto que los ofrecidos sopapos de
bienvenida, hicieron estas palabras durísimas en el atónito Juanillo; ya él
había husmeado algo de la verdad, inspeccionando con disimulo la habitación y
las trazas de sus hermanos: no, allí no aparecía indicio siquiera del lujo
soñado, y estas Indias que en su imaginación se forjara, acababan de
convertírsele en prisión odiosa de galeotes. ¡Vamos! ¿No valía más guardar los
gansos de madama Pignoret en la libre campiña y asoleada, frente a aquel mar de
la aldea, compañero de sus juegos infantiles?
Oyó que su hermana decía muy seria: -Sí,
sí, Jean, es preciso; Max tiene razón; ¿qué te figurabas entonces?... Y él se
puso enfurruñado de nuevo; porque precisamente él se figuraba que ellos estaban
de señores y él estaría de señorito, y que América no era lo que parecía, sino otra
cosa muy distinta.
Entretanto, madama Clémence, contenta
como unas Pascuas, preparó la mesa para la cena, vistiéndola con un mantelillo
blanquísimo, adornándola con un jarro cuajado de flores y distribuyendo los
platos de loza y los cubiertos de metal; trajo el puchero, el pan, el vino y
sirvió... Después una fuente de lentejas, y también fresas espolvoreadas de
azúcar. Pero Jean no quiso catar nada, y no soltó ya una respuesta. Le
preguntaban de la madre Celeste, de los vecinos, de la casa, del pasado, del
viaje, y él gruñía, incomodado, como un perro a quien tiran del rabo.
-¡Jesús! -exclamó la hermana- ¡y cómo te
has puesto, Jean! Tan grandullón y pareces un salvajote. Aquí tendremos que
lavarte bien primero y cepillarte, para que te civilices; después a estudiar y
aprender un oficio. A ver, ¿qué te gusta más, carpintero, sastre, albañil?...
¿No? Un poquito más arriba entonces: ¿arquitecto, ingeniero?...
-Nada -resolló Max con la boca llena-;
millonario por herencia, mujer, que es lo más cómodo y descansado... ¡Valiente
pillo! Mira, como no cambies...
Pareciole a madama Clémence que lo mejor
era llevarse al mostrenco a descansar, no fuera el diablo a armar un zipizape,
y se le llevó, empujándole, pues él no quería menearse de la silla. En la
habitación contigua, llena de trastos, maderos, virutas y útiles de
carpintería, arrimado había un catre, que en un periquete abrió madama Clémence
y aderezó con sábanas de lienzo, un almohadón y una manta, mientras iba
diciendo:
-¿Ves como te esperábamos? Hoy no, pero
habíamos escrito para que vinieras... ¡Ay, Jean! Cuánto nos tienes hecho sufrir
con tus chiquilladas. ¡Más ganas de asentarte la mano encima, que de verte nos
pasaban! porque mira que... En fin, a dormir ahora y mañana a tomar un baño y a
cambiar de ropa... Claro, ya empiezan los gastos contigo: hay que vestirte de
pies a cabeza; con que salgas desagradecido y te emperres en no corregirte,
buena la hemos hecho. ¿Te dejo la luz? Frío no le hay, pues aquí estamos en
primavera; pero si quieres otra manta...
Contestaba Juanillo dando cabezadas de
mal humor; y al fin madama Clémence le dejó, recomendándole que rezara para
conseguir de Dios el perdón y el propósito de la enmienda.
Lo primero que hizo el muchacho, al quedar
solo, fue darse en la cara dos puñadas coléricas, mesarse los pelos y llorar de
rabia. Pero, señor, ¿estaba en América? ¿Era aquel el palacio encantado de sus
hermanos? ¿Aquella la alcoba suntuosa y aquel el lecho con que soñara? ¿Y aquel
programa de vida, despóticamente trazado, era el que se arreglara al partir de
la aldea, tan orgulloso y campante? ¡Qué caída y qué batacazo más dolorosos! A
la luz de la bujía, la habitación le pareció más miserable y la realidad
doblemente ingrata; y porque se borrara de su vista, sopló en la luz, y a
obscuras, tropezando aquí con un madero y allá con una caja, sin desnudarse,
arrojose sobre el catre, que le recibió gruñendo desagradablemente. ¡Bueno,
bueno estaba todo! ¡Y qué bien empleado, pero qué bien empleado!
Jean lloraba en silencio. Al lado, se mezclaban las voces de los
hermanos y el repicar de los cubiertos; y de repente, afuera sonó una guitarra,
un rasgueo lánguido, monótono ejercicio de la mano, que dejaba de tocar y
empezaba de nuevo, indecisa o recelosa. Crujió el catre, como si fuera a
desvencijarse, y Juanillo saltó al suelo, se escurrió a tientas, golpeándose
las canillas en los condenados maderos; el rumor de la guitarra y el reflejo
que atravesaba los resquicios, le guiaron hasta la puerta, uno de cuyos
postigos abrió con mucho sigilo... ¡Ah! ¡qué hermosa luna hacía y cómo
brillaban las estrellas! En el patio, que era el último de la casa y cubría un
parral centenario, formaban rueda varias personas y en medio del círculo
bailaba una petenera Crescentita Barbado, la chiquilla gaditana, con tanto
salero, que era cosa de embobarse, viéndola cómo se revolvía, hacía serpentear
los brazos, balanceaba la cabeza y zapateaba graciosamente, al son de la
guitarra y de las palmadas.
Más guapita era que si los mismos ángeles
con nieve, rosas e hilo de oro, perlas, corales y zafiros, hubieran modelado su
cara remonísima; la falda de percal, del mucho uso, parecía desteñida, y las
botas, demasiado grandes, mostraban remiendos y rozaduras; pero, asimismo, a la
luz de la luna, que amorosamente la bañaba toda entera, apareció a Juanillo
como una ninfa vestida de plata, la diosa América en persona, que él entrevió
allá en la aldea.
Cantaba la guitarra, chasqueaban las
palmas, danzaba la mocita; bajo el emparrado la brisa agitaba las hojas y sobre
las paredes marcaba la luna desmesuradas siluetas, y Juanillo apenas se movía,
boquiabierto; trajo un banco para disfrutar con más comodidad del espectáculo,
y el cansancio y las diversas emociones, que hondamente le embargaban, le
vencieron al fin y le dejaron dormido, pegado al cristal... ¡Aquella noche soñó
que Crescencita, la danzarina, le llevaba de la mano por un rayo de luna a
mostrarle el sitio donde América guarda sus tesoros!
II
Cuando esta familia de Barbado vino a
ocupar las dos habitaciones del último patio, muy poco tiempo después de los
Duseuil, pareció a todos tan miserable, que el mismo doctor Andillo, a quien
sus intrincados libros de texto, sus endiabladas filosofías y sus discípulos dejaban
apenas espacio para observar las cosas menudas, tembló por los alquileres... No
trajo más ajuar que una cama y un catre, dos colchones malísimos, tres sillas
perniquebradas, un anafre, cuatro cacerolas, un lío enorme de pingos, mantas y
otras prendas, y una guitarra con vistosa moña de cintas rojas y amarillas;
restos ¡ay! de pasada opulencia, porque, si hemos de creer a doña Orosia, en su
casa de Arcos (de donde eran oriundos) vivían en la abundancia y el regalo, y
si vinieron a menos fue por las razones que ella daba con empalagoso ceceo y el
escamoteo de finales correspondiente:
-Cuando pienso que mi madre me crió entre
holandas...; que en mi casa de Arcos hemos comido en vajilla fina...; que
teníamos tres criados y cuatro doncellas...; que a mi niña la puse institutriz
inglesa y todo... Pero la culpa la tuvo Aniceto, un hermano de Rufino, que por
librarle de quintas primero y pagarle las trampas después, hubimos de hipotecar
la casa y las tierras; eche usted, además, impuestos y cargas de todo linaje...
Mi cuñado vino a probar fortuna, y se volvió diciendo que esto no valía un
pepino, y que para morirse de hambre no era menester atravesar tanta agua; pero
yo le dije a mi marido: Mira, eso es que éste fue creyendo que se lo iban a dar
todo hecho, y le han dado un puntapié, porque allá los haraganes no deben de
prosperar. ¿Por qué no se lo dimos también nosotros al gandulazo? Nada, que nos
partió por la mitad, nos arruinó, y el mismo Rufino hubo de decir: Pues ¿qué
hacemos? Vámonos a América. ¡Claro! No era cosa de ponernos a trabajar en la
localidad, donde todos nos conocían... Y nos embarcamos, yo encinta de esta
alhajita que ustedes ven, porque Tito es argentino, sí, señor, nació aquí el
mismo día que entraron las tropas victoriosas del Paraguay: por cierto que le
envolví en un lienzo viejo y un refajo, porque no tenía pañales... ¡Ay, qué
vueltas da el mundo!
No pongamos en duda, piadosamente, lo que
asegura doña Orosia, y achaquemos al gandulazo del cuñado toda la culpa de que
familia de tanto viso en Arcos emprendiera el doloroso éxodo a Buenos Aires sin
lastre en los bolsillos y en el estómago; pero, dígase para gloria de los
Barbados gaditanos: la ley del déspota mayor que hay en el mundo, les sometió
sin protesta, y como si en su vida no hubieran hecho otra cosa (con perdón de
doña Orosia) echose el don Rufino a vender baratijas por las calles; cosieron y
fregaron en casa la madre y Crescencita, y cuando el niño tuvo edad de ganar
algo le colgaron un cajoncito al hombro, le dieron dos cepillos, una caja de
betún, una gruesa oblea de cera y un retal de paño negro y le mandaron a
lustrar las botas de los transeúntes... ¡Un Barbado, y de Arcos! ¡Felizmente,
estaban en América!
Que no les iba mal, lo prueba que algún
tiempo después de instalar el fementido menaje apuntado en la casa de Andillo,
compraron una cama nueva, y, poco a poco, una máquina de coser, una cómoda, una
consola, cuatro butacas de yute, y se permitieron el lujo de velar los
cristales de las puertas con visillos muy bonitos, de poner a la consola un
paño de crochet, y colchas de cretona a las camas, y hasta llegaron a adquirir
un reloj de cuco, precioso. Un poquitín más, y era la casa de Arcos
pintiparada; aunque doña Orosia dijera, ceceando siempre:
-¡Si vieran ustedes mi casa de Arcos!
Aquello sí que dejaba ciego y daba el opio a cualquiera. Mire usted, teníamos
un sofá de brocatel, en la sala, rameado de amarillo y con copete de talla
dorada... y de estos espejos caprichosos que llaman no sé si cornipoquias o cornucopias...
¡Y qué cama la nuestra!, todita de palosanto, torneada, con un dosel de damasco
que ni la del Obispo. Así era la guerra que me daban los criados, porque para
librar tanta preciosidad de un plumerazo torpe, no me bastaban cien ojos...
Poseía doña Orosia, y esto prestaba algo
de verosimilitud a la relación de sus anteriores grandezas, una figura delicada
y casi aristocrática, manos muy finas, pie minúsculo, y si las escaseces
empañaron su rostro, pelaron sus ojos azules y entretejieron canas en su crespa
cabellera, usurpando la ingrata prerrogativa de afear que a la edad incumbe,
pues era joven aún, advertíase que debió de tener muy lozanos abriles; vistiera
sedas y terciopelos, y los llevaría con la misma dignidad que el percalito
barato o la sencilla estameña. Ya lavara en la huerta, debajo de la higuera que
a Tito servía de recreo gimnástico, ya fregara cacerolas o se ocupara en el
avío doméstico, funciones todas reñidas con la coquetería y el buen ver,
aparecía doña Orosia con la cara dada de almidón abundantemente; porque, eso
sí, podía ella olvidar ciertos preceptos de la higiene en punto a abluciones
matutinas, pero dejar de enharinarse, jamás.
En cambio, D. Rufino, Barbado de apellido
y lampiño de cara, no tenía trazas siquiera de haber llevado levita en su vida,
como aseguraba doña Orosia, rememorando los esplendores de Arcos. Hombre burdo,
zancajoso y de mediana estampa, en él lo que valía no se mostraba a primera
vista, y eran sus excelentes prendas morales, aquilatadas en todas las
ocasiones de su aperreada vida, tan excelentes, que su propia mujer le había
inscrito en el santoral de los maridos, y por manso y honradísimo teníanle
cuantos le trataran de cerca. Desgraciadamente, las vanidosas exageraciones de
doña Orosia me impiden decir toda la verdad acerca de lo que el D. Rufino
hiciera o dejara de hacer allá en su tierra; porque, como mis informes están en
desacuerdo con los de esta digna señora, no quiero yo disputar ni atraerme
malevolencias femeninas, de las que Dios me libre; pero sí diré, y en esto creo
no faltar a doña Orosia, que parece (ya ven ustedes que no lo aseguro) fue D.
Rufino músico de regimiento... Nada de particular tiene, y el orgullo de los
Barbados no puede sufrir rozadura alguna porque tocara D. Rufino el clarinete
en un cuartel. Y si no, venga acá la señora doña Orosia y dígame en confianza:
¿es cierto o no es cierto que uno de los objetos empeñados para pagar el viaje
fue el clarinete de D. Rufino? ¿Y de dónde le venían entonces sus aficiones
musicales, la destreza suya en rasguear la guitarra y el baúl aquél atestado de
partituras? Tampoco me negará usted, señora mía, que traía él la idea de
meterse a maestro de piano, y que le salieron mal los ensayos, y por consejo de
un compatriota, el cual le dijo: -Mira, Rufino, yo sé lo que me pesco; déjate
de arte, y ponte a mercachifle...- D. Rufino, dócil siempre a los buenos
consejos, careciendo de capital y de influencia para obtenerlo, se proveyó de
una tienda portátil, la llenó de chucherías, de objetos de mercería y de
escritorio, y se puso de buhonero.
Y ¡chitón! que si doña Orosia está
conforme, y hasta orgullosa, en que cada cual se gane en América el pan como
pueda, no consiente que se dude ni tanto así de que en Arcos arrastraron
carretela y eran los Barbados el cogollito de la aristocracia. De todos modos,
poco nos debe importar, y a fuer de galantes, la creemos a usted, señora, la
creemos a usted con los ojos cerrados, como hay que creer todo lo que suscita
duda...
La prueba de que doña Orosia,
intransigente cuando de Arcos se trataba, sintiérase o no lastimada de ver
reducida su familia a estado modestísimo, no tenía pizca de escrúpulo para el
trabajo, está en que no hizo ascos a la resolución del marido ni opuso peros a
que cosiera Crescencita camisas a la máquina y Tito saliera a la calle a lo que
ustedes saben; y si ella misma no se metió a servir, fue porque, recaudando los
otros buen jornal para comer, y aun para guardar, no era de absoluta necesidad,
y también por aquello de "no sirvas a quien sirvió, ni mandes a quien
mandó"... que repetía a menudo. Mas si ella no los opuso, llegó a
oponerlos muy formales el señor doctor Andillo, en lo que a Tito se refiere,
prendado del despierto rapaz, de aquel angelote rubio y hermoso, que lavado a
medias y apenas vestido, cruzaba alegre por la mañanita el patio con el cajón a
la espalda, y volvía entre dos luces, cansado y soñoliento, a entregar la
ganancia del día y dormirse, muchas veces, sobre el mismo cajón, mientras se
preparaba la cena, muertecitos los pies de andar y las manos de restregar el
cepillo y de tamborilear con él, enronquecido de tanto vocear:
-¡Lustrar, señores, charol, charol!
Sentía el señor catedrático, sin duda,
que chico tan listo no cultivara su inteligencia y pudiera corromperse en el
malsano callejeo de todos los días, y con este fin humanitario enderezó algunas
comedidas reflexiones a sus inquilinos, las que fueron contestadas por la
propia doña Orosia con media docenita de verdades, a este tenor:
-Señor catedrático, eso estará bueno para
quien no ha menester de trabajar; no he de tenerle yo de señorito, mientras
nosotros echamos los bofes: así aprenderá a hacerse hombre, a apreciar el
dinero en lo que vale (pues el que no sabe ganar, no sabe guardar) y la vida en
lo que da de sí. Tenga él buenas inclinaciones, sea cristiano y respete a sus
padres, y andará sin mancharse entre el fango. Y si sale inteligente, mañana
que estemos más desahogados, le pondremos a estudiar y se hará catedrático si
quiere; pero, por ahora, que se contente con la cartilla que yo le enseño: que,
créalo usted, no hay mejor curso para salir hombres hechos y derechos que este
de la pobreza...
Hubo de darse a partido el amo, y lo
único que se consiguió fue que dos horas, por lo menos, en la tarde, asistiera
el chiquillo a la próxima escuela municipal para aprender el a, b, c, y a
perfilar palotes; y aunque el mismo doctor Andillo bondadosamente le solicitó
para darle algunas lecioncitas de favor, doña Orosia negose con terminantes razones,
expresadas sin ambages, de manera que hizo sonreír al filósofo. ¡Muchísimas
gracias! Ella que era católica, apostólica y romana, no podía permitir que
enseñara al chico esas pícaras ideas que dicen practicaba el señor catedrático,
y aunque la prometiera no tocar a los misterios de nuestra santa religión,
¿quién la garantizaba que soplase el diablo y quisiera hacer de Tito un hereje?
¡Nunca, jamás, amén!
Dicho en verdad, y aún siendo Crescencita
la gracia en persona, merecía Tito pasar por la flor y la nata de los Barbados,
como pasaba. ¡Qué pasta de niño aquel, y qué manera de enseñorearse de los
corazones! Al redoble de su cepillo sobre el cajón, salían al patio, ya la
hermosa misia Liberata, ya madama Clémence... y hasta don Hipólito, interrumpiendo
la consulta de sus perversos librotes... Quién le tiraba cariñosamente de las
orejas, quién le daba una golosina o le ofrecía un juguete o le hacía un
cumplido. Era él tan formalito y respetuoso, que había que reír; y no se le
comían a besos, porque el betún le ensuciaba lastimosamente la cara de
querubín.
No parecía niño, sino que un espíritu de
hombre grave se hubiese albergado en aquel cuerpecito endeble, pues ni era
glotón ni perezoso, ni desvergonzado como estos titíes que hoy se educan y presumen;
pero tampoco era un niño viejo, tímido u oprimido. Bien que se refocilaba en la
huerta, hacía volatines sobre la higuera, se ponía a caballo sobre la pared a
oír la música del serrucho de Max y ver el trajín de los mozos en el
corralón... Pero tales expansiones tenían que ser breves; en primer lugar, por
sus quehaceres callejeros, luego por sus estudios, y porque doña Orosia no le
daba paz llamándole, ordenándole y pidiéndole. Así rendíase al sueño por las
noches, los bracitos sobre el cajón a guisa de almohada. Queríanle todos, en la
calle como en casa, buscábanle y le obsequiaban, al niño rubio, al limpiabotas
monísimo, que el doctor Andillo, recordando el mote hiperbólico con que honra
la historia a su homónimo, el romano emperador, solía llamar delicia del género
humano, mientras le palmeaba los puercos carrillos.
Blümen, el joven alemán que ocupaba la
última pieza del fondo, la más menguada de la casa, deponía también, en
obsequio del chicuelo, toda su gravedad germánica. El que economizaba las
palabras como si fueran monedas de oro y cuya exagerada discreción parecía
haberle cosido los labios y regulado todos los movimientos y todas las
acciones, reloj humano, muñeco de resorte sin sangre, ni nervios, ni nada...
este Blümen, de piedra berroqueña, adquiría sensibilidad aparente al escuchar
el cepillo de Tito en el patio. Tito le distraía, le hacía enseñar los dientes
más desmesurados y blancos que en boca alguna se han visto, le revolvía los
trebejos de la mezquina habitación y le sonsacaba sus secretos. ¡Y qué secretos
los de Franz Blümen para guardados bajo siete llaves! Oruga que sueña en ser
mariposa y se somete dócilmente a las necesidades de la metamorfosis, como los
Duseuil, los Barbados y casi todos los que, arrojados por la miseria, la
escasez o el genio aventurero, pisan las playas americanas...
Por cierto que la llegada de aquel
diablejo de los Duseuil, trajo una gran desazón a Franz Blümen, alarmó a doña
Orosia y trastornó el orden conventual del caserón; la fama de sus milagros y
su apicarada traza infundieron temores, no confesados por el afectuoso respeto
que Max y madama Clémence merecían; pero Blümen se curó en salud echando la
llave a cierto álbum de sellos, que Tito solía hojear con deleite, y la de
Barbado se hizo un Argos de vigilante, y no veía asomar a Juanillo rozando la
pared como una raposa, sin armarse de la escoba. La alarma cedió un tanto,
cuando se supo que habían zampado de cabeza al pillete en una escuela, y allí
le tenían sujeto sin dejarle salir más que los domingos; asimismo,
desaparecieron el álbum de sellos y un alfiletero de doña Orosia, y no sé qué
baratijas del escaparate portátil de D. Rufino; y tales fueron las faltas, que
hubo cisco en la casa: doña Orosia y el germano llevaron sus quejas al obrador
de plancha, sacaron los colores a la cara de la infeliz madama Clémence, y
dieron motivo para que el brazo airado de Max se ejercitase sobre las desnudas
posaderas del ladronzuelo. A este correctivo siguió la clausura absoluta, y la
paz reinó de nuevo.
Duró poco, sin embargo, porque ocurrió
que, como estos pajarracos de mala índole que en la jaula se enrabian,
apesadumbran y déjanse morir de inanición, a los ocho meses Jean enfermó, y
hubieron de sacarle del duro pupilaje; felizmente, no le dejaron suelto cuando
se puso bueno, sino que Max se le llevó consigo al aserradero, y allí, guantazo
viene y cachete va, le tenía condenado a trabajos forzados, tan hosco, torvo y
desconfiado como el primer día, por la pesadumbre de la cadena, la vergüenza
del sometimiento y la conciencia de las propias faltas.
Y aunque ya parecía no haber urraca en la
casa, ni los Barbados ni Franz mostraban mayor seguridad en la curación del
cleptómano vecinito, y echaban llaves y atrancaban puertas, precaución
saludable que doña Orosia traducía con esta frasecita reticente:
-No sea cosa...
Pero el chico, como si no tuviera ya uñas
en las manos. Cuando volvió el buen tiempo, los domingos, en que forzosamente
había huelga, iba Juanillo a la huerta y se echaba al pie de la higuera, con un
libro; la primera vez que le vio doña Orosia, que tendía ropa al sol,
precipitadamente arrambló las prendas mojadas, encerrándose en su habitación, y
él se corrió mucho de esto y hasta lloró de dolor; asimismo esperaba con ansia
los domingos y tornaba a la huerta, esquivando saludos desdeñosos... porque
allí, desde el pie de la higuera, donde fingía leer, veía a Crescencita
cosiendo a la máquina, y la veía como la noche de su llegada, al través de sus
lágrimas de despecho, vestida de plata, danzando en un rayo de luna.
Era lo único que doña Orosia dejaba sin
encerrar, a la puerta de la habitación, bajo la sombra protectora del parral,
expuesta a las miradas del criminoso mequetrefe. Él no leía, ni hacía otra cosa
que mirarla. Oíase el triquitraque vertiginoso de la máquina; apoyados en los
pedales, los piececitos, que calzaban tan feas botas de deshecho, imprimían
acompasado movimiento a la rueda: volteaba ésta, daba saltitos el tornillo de
montera, sendos pinchazos la aguja, bailaba el carrete, y la rubia cabeza
inclinábase vigilante, mientras las manos, dos manecitas que debieron ser
blancas y estaban ya percudidas, aderezaban la tela y dirigían hábilmente la
costura. Así, horas y horas, él mirándola, y ella cosiendo.
Acaso Juanillo pensaba que era mucho
trabajar aquel, y que debía él hacer otro tanto, si quería merecer la
estimación que ella parecía demostrarle.
Porque Crescencita nunca le puso mala
cara, ni le dijo cosas feas como los otros, ni le dio motivo de soflamas como
los otros, ni pruebas de menosprecio jamás. Hasta le había hablado alguna vez
en aquella hermosa lengua española, que al principio era griego para él, y con
este motivo recordaba que la chiquilla, como él no la entendiera, se echó a
reír y dijo con picardía: ¿No, no comprar pan?... traducción burlona de la
frase ne comprend pas, que por la relativa similitud de pronunciación
comprendió él inmediatamente, contestando que no, que no la compraba. ¡Ay,
cuánto tiempo estuvo el muy borricote sin comprarle pan a Crescencita! Su mayor
deseo en el colegio fue aprender el idioma, y cuando le pudo chapurrar y logró
hacerse entender de la niña, pareciole más llevadera su prisión y menos
doloroso el desengaño. ¿Qué le importaba que la madre, y don Rufino, y el
hombre de piedra, y la señora de Andillo, y el señor catedrático y hasta la
criadita Encarnación, le trataran con despego y se espeluznaran a su paso, como
gatos que se ponen en guardia ante el enemigo? ¿Qué le importaban los sermones
de madama Clémence y las bofetadas del cuñado? Siempre que Crescencita le
hablara...
Un día le había dicho: Pero, ¡Juanito,
qué mala costumbre tienes! ¿Sabes que por eso se va a la cárcel?... y esto le
produjo mayor impresión que muchos sermones y golpes de los hermanos. ¿Cómo
incurrir en faltas que a ella, su amiguita benévola, podían desagradar?
Viéndola delante de su máquina de coser, sentía extraños impulsos de hacerse
bueno y digno del aprecio general y de la indulgencia de Dios, como le
recomendaban la pobrecita abuela Celeste y diariamente sus hermanos: empresa
tan difícil cuando el deber quiere a dura fuerza imponerse, y tan fácil cuando
el cariño lo implora dulcemente. ¡Qué bueno sería él a la vera siempre de
Crescencita!
Tan sólo una vez la vio enfadada... Pero
fue porque él y Tito se pegaron, Tito por querer subir a la higuera y él por no
dejarle, de puro malo y testarudo: vencido el chiquillo, en venganza, hizo con
la mano un ademán que, en el lenguaje de la mímica, expresa la acción de robar,
y Juanillo le dio un soplamocos y le llamó lustrrrra-bo-tas, con todas las
erres de que disponía.
Afortunadamente no estaba doña Orosia, y
Crescencita calmó los lloros y apagó el escándalo, con una mirada tan dura para
el grandullón y una palabra tan seca, que le escocieron atrozmente, por ser
ella quien le dijera: ¡Malo!... y le enrostrara su injusto proceder; y de tal
manera le escocieron, que, lejos de revolverse airado, se humilló, pidió
disculpa, abrazó a Tito y lloró él también, implorando el perdón de los ojos
azules. Aquella tarde sí que charlaron todos tres, hechas las paces y más
amigos que nunca...
Charlaron entre carcajadas y bromas, por
el afrancesado pronunciar de Juanillo y sus continuos tropezones en las jotas y
demás obstáculos de la lengua castellana; hasta el gallo del corral se alborotó
y reunió a las asustadas hembras en torno suyo, bajo la égida de sus espolones.
¡Qué reírse los tres! Y gracias que la
ausencia de doña Orosia dejábales entera libertad para lozanear a sus anchas. Ceñida
una toalla Tito y encogida Crescencita dejando arrastrar la falda, se paseaban
ambos con mucha prosopopeya, y Jean les saludaba al paso con gravedad, y decía
Tito:
-Mira, yo seré presidente de la
República... saldré con mi banda y mi bastón y llevaré escolta y tendré
ministros que me sirvan...
-Pues yo -añadía Crescencita muy seria,
haciéndose aire con la mano cual si manejara el más precioso abanico- seré gran
señora y no me pondré sino vestidos de seda...
-Y yo -saltaba Jean- haré mucho dinero y
seré millonario...
¿Por qué no, al cabo, estando en el país
de las transformaciones maravillosas? Crescencita recordaba la historia, que
oyó contar a su madre, de la fidelera italiana de enfrente, "que vino
descalza y llevaba ahora diamantes en las orejas, gordos como nueces", y
la del inglés del aserradero, el patrón de Max, "con tantos miles como
pelos en la cabeza", un pobrecito emigrante que, andando el tiempo, hasta
casó con la hermana de la señora Liberata...
-¿Ves tú? -decía la chiquilla-. Aquí te
acuestas mendigo y te despiertas ricachón, como en los cuentos; pero, no creas
que va algún genio a ponértelo en la boca: te lo buscas tú antes y lo sudas. No
más tarde que mañana por la mañanita he de lucir yo unos diamantes, que ni los
de la fidelera.
Ya no reían, absortos en aquellas cosas
magníficas que se realizarían "cuando ellos fueran grandes".
Parecíale a Juanillo que Crescencita se transfiguraba y se convertía en una
princesa muy orgullosa... ¡Tarde serena de encantadores recuerdos! La señora
princesa, a fin de representar más a lo vivo su papel, con una cinta desteñida
había anudado sus trenzas, y de tanto zarandearse, la dejó caer, sintiendo al
punto Juanillo el extraño cosquilleo en las yemas de los dedos que producíale
su olvidada manía, cada vez que le despertaba la vista de un objeto ajeno; y
por coger la cinta, pasó grandes angustias, luchó, y vencido, se bajó a
cogerla... ¡Sería la última, la última vez!
Desgraciadamente, no siempre Crescentita
disponía de espacio y de ocasión para estas expansiones. Al mismo Tito, muy
aficionado a la Historia Natural, doña Orosia le prohibía severamente buscar
sabandijas en la huerta siempre que estuviera el perdido de los Duseuil, y Jean
estaba condenado a distraer sólo su melancolía, mirando de lejos coser a
Crescencita, labrar sus diamantes de futura princesa... Como el mal, lo bueno
también se contagia, aunque sea de más difícil incubación y requiera mayor
solicitud y cuidado: así, Juanillo, con el ejemplo de Crescencita y de Tito,
poco a poco iba perdiendo sus asperezas de muchacho bravío, sus instintos
desordenados se calmaban y despertábase en él la emulación, el noble deseo de
llegar por el camino recto del deber a los soñados alcázares de la fortuna.
Compró una hucha, y cada domingo guardaba el deleznable papelito que Max o
madama Clémence le regalaban, pensando que en breve tiempo tendría dinero
suficiente para engarzar en diamantes a Crescencita...
Para este saludable contagio del bien, la
casa entera se prestaba admirablemente; porque, así como la peste se desarrolla
y cunde entre la suciedad, la ignorancia o la miseria, en el ambiente honrado y
tranquilo florecen las buenas ideas, adquieren vigor y hondas raíces. No habían
de florecer, pues, en el caserón de Andillo, y especialmente en aquel patio
tercero, cultivadas por las manos señoriles de la almidonada doña Orosia!
Francamente, si en Arcos dieron todo el tiempo a ocioso vagar, como es de regla
y buen tono en las gentes aristocráticas, paréceme más digna de admirar esta
contracción al trabajo de la familia gaditana, hormiguitas que en llenar el
granero se ocupaban todo el día, bien repleto ya a juzgar por las
transformaciones que se notaban en el menaje, gracias a la máquina de
Crescencita, al charolado de Tito, al comercio de D. Rufino y a la economía y
excelente administración de doña Orosia.
El D. Rufino, cada noche, al descolgar
del hombro la correa del mostrador, decía soltando al mismo tiempo un ¡uf! de
cansancio:
-¡Buen día!, hija, ¡buen día! pero traigo
los pies desollados.
Y mientras dona Orosia, ayudada de
Crescencita, mangoneaba a su gusto, espumando el cocido, aviando la mesa o
preparando el plato al estilo de su tierra, estiraba Barbado las cansadas
piernas, pensativo.
-¿Y yo, padre? -rezongaba Tito desde su
rincón, adormilado sobre la caja de lustrar-, yo también tengo hinchados los
pies y estoy ronco de tanto gritar.
-Mire usted mis manos, -decía Crescencita
mostrándolas- lo menos una docena de pinchazos he sufrido hoy y me apunta un
uñero en este dedo... pero, ¡me he cosido tres camisas!
Doña Orosia probaba la salsa, suspirando.
¡Oh! cruel destino, que así les humillaba y ponía a prueba. Se volvía al
marido, y le exhortaba blandamente:
-¡Paciencia, hijo! ¿qué le hemos de
hacer? Siempre que nuestro sacrificio sea con fruto... A ver si logras
establecerte pronto: así el niño podrá comenzar seriamente sus estudios y ésta
no enfermará del pecho de tanto coser. Mira, me ha dicho madama Clémence, que
con el producto de la venta de su finquita y los ahorros reunidos, el inglés
del aserradero, mister Patrick, ha admitido a D. Máximo de socio, y ahí le
tienes ya de patrón al que entró de mísero jornalero. ¿Por qué el patrón del
Bismarckito, en cuya casa compras tus géneros, no te habilita? Tiéntalo y no te
apoques. ¿No dicen también que aquí los Bancos tienen sus cajas abiertas para
el comercio honrado? Pide un préstamo como los demás, que si te dan, bueno, y
si no te dan llamas a otra puerta.
No echaba en saco roto estas indicaciones
D. Rufino. Rascando las peladas mejillas, rumiaba la mejor manera de obtener lo
que necesitaba para plantar su tienda, aquella fábrica de guantes soñada, con
sus lucidos escaparates de felpa grana y cristales enteros resplandecientes. El
patrón de Franz era un alemán tan meticuloso y cachazudo como su dependiente, y
en las diversas ocasiones que D. Rufino le habló del negocito, se esponjó para
soltar entre sus bigotes color de limón el nain más seco de su repertorio; pero
D. Rufino no cejaba y ayudábale Franz decididamente... Al fin y a la postre, D.
Rufino era un hombre honrado a machamartillo, parecía listo en esto de mercar,
y como él consiguiera su propósito, no habría manita ni manaza bonaerenses que
no se dejaran calzar con las finísimas pieles de Suecia, las de cabrito y otras
menos estimadas, porque la sonrisa de doña Orosia y de su hija detrás del
mostrador, sería miel para moscas y liga para tontos.
Cuantas veces el nain de desahucio sonó
bajo los bigotes color de limón, D. Rufino volvió a casa pensativo, y pasó la
velada rascándose la mejilla pelona, manera suya de espolear a la imaginación
en sus correrías por los intrincados campos de la hipótesis. Para doña Orosia
era cuestión de amor propio el poner la fábrica de guantes, porque lo tenía
anunciado en la casa como el más grande y transcendental acontecimiento que
había de contribuir a resucitar los buenos tiempos pasados; así, cuando en el
zaguán tropezó con la rubicunda madama Clémence, que salía llevando su cesta de
ropa blanca, y la oyó chapurrar aquello de la venta de la finquita y de mister
Patrick y de la sociedad de Max en el aserradero, tan gozosa, que los ojos
violados centelleaban de alegría purísima, la de Barbado sintió celos, y eso
que no era ella envidiosa ni mujer a quien molestase el bienestar ajeno.
-Pues nosotros -dijo tristemente-,
estamos en lo mismo, buscando el capital para la fábrica. Promesas no nos
faltan, pero con promesas no se hacen guantes, ¿verdad, vecina? En fin, aquí
estamos para medrar, y medraremos, Dios mediante. Que sea enhorabuena, madama,
y por muchos años.
Tanto rascarse D. Rufino y tanto gastar
saliva Franz, con el tiempo llegaron a vencer la teutónica resistencia de los
bigotes color de limón; y fue de manera que no salieran de su bolsillo los
dineros, sino que el Banco de la Provincia, aquel coloso bienhechor de propios
y extraños, augusto padrino del progreso y de la prosperidad de la República,
muerto a manos de expoliadores y políticos perversos, otorgara a Barbado un
préstamo de 20.000 pesos, bajo la formal garantía del patrón de Franz Blümen;
sobre esta base formábase la triple alianza comercial de D. Rufino, de Franz,
que ponía sus ahorros y su persona, y del indicado patrón, que a más de su
firma se decidió a arriesgar una bicoca en la empresa.
El día que ocurrió todo esto, a doña
Orosia le faltó poco para desmayarse, y fue al cuarto de los Duseuil a dar la
grata nueva, golpeando en la persiana del obrador:
-Vecina, ¿sabe usted? aquello, aquello...
pues ya lo hemos conseguido y tenemos seguro lo de la fábrica.
¡Jesús! ¡Qué alborotar el de doña Orosia!
Hubo su guitarreo en el tercer patio y su miajita de peteneras, que ensayó el
pelele germánico, haciendo desternillar de risa a los mirones. Luego, D. Rufino
y Franz, éste con los tres pelos clásicos empinados en mitad de la calva
prematura, y las cejas más alborotadas que nunca sobre los avejigados párpados,
discutieron gravemente todos los puntos que a la Sociedad se referían, anudaron
los cabos sueltos y redondearon el negocio cumplidamente. Lo menos hasta las
doce se estuvieron de conferencia, entre los ronquidos de Tito y el
triquitraque de la máquina de Crescencita, y cuando el alemán se marchó, dio
suelta doña Orosia a los efusivos sentimientos que la embargaban, metiendo su
cucharada de esta manera:
-¡Ay! Rufino, estoy con todos los nervios
de punta... ¡Para que el gandul de tu hermano venga después a decir que ésta es
tierra de miseria y de hambre! ¿A dónde ha visto él prestar así, de bóbilis
bóbilis, veinte mil pesos a un desconocido? ¡Y te los prestan, Rufino, te los
prestan! ¡Bendita sea la Santísima Virgen de las Angustias!... Mira, has hecho
bien en hablarle claro al Bismarckito: él es muy formal, y será un socio a
pedir de boca; pero en esto de los negocios, las cuentas muy limpitas. ¡Quién
nos lo dijera, Rufino, al salir de Arcos con lo puesto!
Por primera vez, con las glorias se le
iban a doña Orosia las memorias; pero como estaban solos, holgaban las
comiquerías y los desplantes aristocráticos. El mismo don Rufino sacó a relucir
la historia verídica del clarinete pignorado, y doña Orosia plegaba las manos
delgadas, suspirando:
-¡Sí, me acuerdo, Rufino!
Lo cierto es que ahora iban a estar de
señores. Pero nada más que nominalmente, porque si bien tomarían una criada
para aliviar el peso doméstico, mientras los dineros prestados no volvieran a
la caja del Banco y marchara la fábrica con desembarazo, la situación no
cambiaría, sino que se hacía más grave, por la pesadumbre del compromiso. Entre
proyectos y comentarios, el cuco les anunció las dos de la madrugada.
Crescencita se había quedado dormida sobre la máquina, y tal vez soñaba que
eran suyos los diamantes de la fidelera...
Por supuesto, la fábrica no se puso así,
en un dos por tres. Hubo más idas y venidas, y más vueltas y revueltas, que si
el asunto anduviera en manos de ministros y fuera cosa de Gobierno; entre los
bigotes color de limón, los tres pelos bismarckianos y el lampiño Barbado todo
era tirar y aflojar, ajustar este tornillo, meter aquella escarpia y asegurar
el contrato de la manera más sólida posible. Luego de cobrado el préstamo, se
buscó local, se compraron máquinas y materiales... Entre tanto, forzosamente D.
Rufino abandonó la venta callejera; asimismo, cada noche llegaba más derrengado
que antes, pero con el ánimo tan entero. ¡Era la fábrica de su fortuna que
levantaba, arrimando piedra sobre piedra, abriendo el hondo surco de los
cimientos en la tierra hospitalaria, noble hija de su amada España!
Ni a los socios principales ni al
comanditario les pareció prudente hacer despilfarros y gastar en lujos lo que
acaso necesitaran más tarde para los apurillos, que la nueva industria podía
traer; y así, se prescindió de muestras aparatosas, de vidrieras y de
cortinajes, y se puso un comercio modesto, con mostrador y alhacenas de pino
pintado, dos sofás de pana y alguna silla volante; un escaparate estrecho,
alumbrado por un solo pico de gas; sobre la puerta un letrero, que decía: A la
ciudad de Cádiz, y colgando una manaza roja, de latón. La trastienda era
espaciosa, y cabían en ella holgadamente hasta cuatro oficialas; luego había
tres habitaciones, empapeladas, un patio interior, que daba luz y ventilación a
la casa; un sotabanco y azotea, con bonitas pilastras de yeso: lo suficiente
para que los Barbados se instalaran a sus anchas, si creían conveniente dejar
el caserón de Andillo y trasladarse al local de la fábrica. Estaba situada ésta
en la calle de las Artes, en la propia acera de San Nicolás; el barrio gustaba
mucho a doña Orosia, y se decidió a mudarse en cuanto las ruedas de la máquina,
tan pacienzuda y cuidadosamente montada, echaran a andar.
Mientras llegaba el ansiado momento de
verse detrás del mostrador recortando cabritilla, en lo que era una verdadera
maestra gracias al largo aprendizaje de sus juveniles años... Usted dispense,
mi señora doña Orosia, pero forzoso me parece declarar que, según mis noticias,
allá por los años del cincuenta y nueve a sesenta y tantos, en una guantería
muy conocida de Sevilla... Pero ¡chitón! no enredemos la madeja y sea motivo el
alabar de la habilidad de doña Orosia, para incurrir en su enojo, y sigamos
diciendo que, mientras aquel ansiado momento llegaba, no se la cocía el pan a
la de Barbado, y con el aplomo de su experiencia y la viveza de su deseo
ayudaba al marido, calentaba la fría iniciativa de Blümen, y repartía sabios
consejos y advertencias, que concluían siempre con aquella reticente y profunda
frasecita suya:
-No sea cosa...
El probable cambio de fortuna habíala
esponjado mucho, de manera que sin la sobra de almidón que empalidecía sus
mejillas, diera mayores muestras de salud rebosante, nunca más decidora, gozosa
y ágil. Por ser aquella tornadiza y pensar juiciosamente que la carga del
préstamo parecía de doble peso y dificultad para sobrellevar que la miseria con
tanta resignación soportada, creyeron D. Rufino y su mujer que no debían variar
el programa diario de trabajo; y en esto imitaban el buen ejemplo de sus vecinos,
los Duseuil, que ahora como antes dejaban oír los ecos de la plancha y el
serrucho, y Max vestía la misma blusa, y madama Clémence el mismo delantal, y
acaso ahora más que antes aplicaban sus esfuerzos a la faena común.
Por lo tanto, si D. Rufino no hizo ya de
buhonero, Tito continuó sacando lustre a las botas, y cosiendo camisas la
chiquilla. Tiempo habría, cuando se establecieran definitivamente en la calle
de las Artes, para el apetecido señorío y la relativa holganza. Entonces Tito,
bien lavado, sin remiendos ni pringue, acudiría a la escuela municipal, y
emplearía todas las horas de reglamento en perfeccionar sus estudios y
aptitudes de Presidente futuro, y Crescencita, emperegilada como ya lo
demandaban sus doce años y lo exigiría la clientela, entretendría sus
castigados dedos en pespuntear guantes, que es tarea más fácil que la de armar
pecheras.
En poco estuvo que estos hermosos
proyectos se evaporaran y cayeran al suelo las paredes de la insegura fábrica;
porque los bigotes color de limón, tan suspicaces como los de gato escaldado,
provocaron en hora menguada no sé qué dificultades sobre la manera de
interpretar una cláusula del contrato, y hubo nuevas discusiones, la sangre de
Franz perdió tantos grados de calórico como adquirió la bulliciosa de doña
Orosia, y D. Rufino se arañó la cara a fuerza de cavilar. Pero mediando
consultas de abogado, suficientes para iluminar el mismo caos, la germánica
intransigencia se atemperó, y al fin, preparada la casa, instalados los
materiales, ajustadas dos oficialas inteligentes, todo listo y a punto, anunció
don Rufino que ya podían mudarse.
Sin embargo, doña Orosia no se decidía a
mover los bártulos aún; miraba a la imagen de su patrona la Virgen de las
Angustias, que sobre la cómoda, entre dos candeleros de cobre y un florero
vacío plácidamente sonreía, y murmuraba pensativa:
-No sea cosa...
III
Duerme el eterno sueño en esas librerías,
como todo lo que por aquí se escribe, olvidado y polvoriento, un folleto con
este título: Corona fúnebre del doctor D. Hipólito Andillo..., publicación
destinada, según reza una advertencia puesta al pie, a aumentar los fondos que
para erigirle la estatua discernida por sus amigos, se solicitan y recaudan en
toda la República. No vayan ustedes a creer, por esto de la estatua y del
folleto, que era el doctor Andillo hombre superior, porque no hay Perico muerto
en estos mundos sin estatua, sin folleto y sin discursos. Afortunadamente, en
la mayoría de los casos, la estatua queda en proyecto, y hasta ahora la del
doctor Andillo no se ha levantado, que yo sepa, ni permita Dios que se levante,
pues antójaseme insolente pretensión de la amistad la de dictar fallos y
acordar honores que sólo a la posteridad incumbe resolver.
Si era el doctor Andillo hombre superior
y digno de vivir en mármoles y bronces, van ustedes a juzgarlo pronto... Pero
el doctor Andillo que voy a presentar no es el contrahecho y mentiroso del
citado folleto, el sabio catedrático de la Universidad en Lenguas muertas,
Historia y Filosofía, sino el D. Hipólito casero, tal vez más simpático de bata
y zapatillas que adornado con todas las excelencias hiperbólicas que su
apologista le presta; y aunque no sea tan fácil escudriñar el forro de la
conciencia, algo sacaremos en limpio respecto de quien su propia mujer, misia
Liberata, decía melancólicamente: -¡Es un santo, que no irá cielo!
Tengo para mí que D. Hipólito no pasaba
en un principio de medianejo discípulo de Kant; fue perezoso en escribir, según
afirma el panegírico, y no dejó más obras que condensaran sus altas ideas y su
ponderado talento, que articulillos sueltos en revistuchas sietemesinas, y unos
breves apuntes taquigráficos de sus oraciones en la cátedra, "dechado de
profundo saber -dice la Corona referida-, de corrección clásica y de sana
filosofía"... Declaro francamente que yo no he encontrado tantas cosas
juntas en las reducidas lucubraciones que nos legó la pícara pereza del doctor
Andillo, y sí en muchos artículos suyos rasgos, sentencias y párrafos intercalados
del maestro de Königsberg, a la manera de lucecillas que alumbraran un pasadizo
largo y obscuro, donde la razón anduviera a tientas y la lógica extraviada;
así, por ejemplo, en los Breves apuntes hay buenas dosis de la Crítica de la
razón pura y de la otra crítica, la del juicio, y un artículo, de los seis u
ocho que se conservan, es una glosa descarnada de La religión considerada en
los límites de la razón. En los últimos, ésta se obscurece por completo, y todo
se vuelve palos de ciego y disparatar a trochemoche. Filósofo adocenado, pues,
y sin pizca de grandeza o de novedad, ante su obra fragmentaria e insubstancial
hay que encogerse de hombros y renegar de las Coronas fúnebres y de los amigos
entusiastas.
No sé qué demonches ocurre con estos
grandes hombres de lance, que no dejan a la crítica desapasionada prueba alguna
para poder establecer la legitimidad o la usurpación de su fama, y a Dios
gracias que el tiempo se encarga de borrar los nombres escritos con tiza, y aun
los esculpidos en piedra, censor y juez supremo de ambiciones y vanidades...
Dicen (y a falta de otras pruebas recogeremos los díceres para modelar la
andillesca figura) que poseía D. Hipólito un pico de oro maravilloso, y ya
explicara en la cátedra las luchas de César y Pompeyo, las teorías de Krause y
de Schopenahuer o las arideces lexicográficas, encantaba a discípulos y
oyentes, distribuyendo hábilmente en el discurso ciencia, amenidad y gracejo,
"de manera que -agrega la tantas veces citada Corona- sabía despertar la
admiración, conmover el ánimo, desatar la risa, irritar la curiosidad y
asegurar la simpatía". De aquella publicación suya, recogida discretamente
por razones ignoradas, que le valió una tunda estrepitosa de parte de un fulano
disidente con el libelo anónimo, El doctor Andillo y la lógica, o sea demencias
y majaderías andillescas, no dice nada el folleto apologético, y es lástima,
porque como no queda un ejemplar para un remedio, acaso veríamos explicada la
tendencia al ateísmo del filósofo en sus últimos tiempos, y diéranos alguna luz
para orientarnos, ya que el tiempo y el espacio me faltan para estudiar a fondo
su curiosa fisonomía.
Sin más documentos a la vista que los
referidos, falsos todos o exagerados, no es posible establecer con precisión el
cómo y el por qué de la influencia que el doctor Andillo ejerció sobre la
juventud de su época. Tal vez esté en lo cierto el fulano enemigo suyo, al
asegurar que todo era efecto reflejo de la simpatía personal, causa única de
muchos encumbramientos increíbles. Sí, sí; el doctor Andillo era simpático, y
esto le ganó el aprecio de aquel veterano coronel Samponce, que le acogió en su
casa y le ayudó con sus consejos y su bolsa; y le valió también la conquista de
sus tres cátedras, de la voluntad de todos sus discípulos, del corazón de su
mujer y del afecto general... Tan simpático, que hacía olvidar su nariz de
gancho, su boca desmesurada, sus dientes largos, el pelo escaso, la barba
amarillenta, la corcova de la espalda, el desgaire de la figura y la torpeza
del andar.
De
esta cualidad peculiar suya y el dejo insinuante de su palabra fácil, provenían
indudablemente sus triunfos en la vida pública. Pero está visto que ni en la
cátedra, ni en sus obras, ni en la Corona fúnebre, hemos de encontrar al
verdadero doctor Andillo, y el verdadero, ateo, racionalista o lo que fuera,
estaba en su casa, y era tal cual su mejor biógrafo, misia Liberata, nos lo ha
pintado: un santo, en lo relativo al estricto cumplimiento de sus deberes para
con los semejantes; un santo laico, diré, si es que las dos palabras pueden
andar juntas y una a la otra no se molestan...
Creeríase a D. Hipólito padre de su
mujer, más porque había que atribuirles un parentesco apropiado en disculpa de
la comunidad de hogar, que porque hubiera entre ambos sombra de semejanza. Lo
menos de veinte años mayor que misia Liberata, y si decimos que era ésta una
morena muy guapa y católica, dueña del caserón en condominio con su hermana
María Cleofé, la de Patrick, y que D. Hipólito, sobre ser viejo y feo, no tenía
más pasar que el sueldo, ni más porvenir que una mezquina cesantía, y asimismo
adoraba misia Liberata a D. Hipólito, y nunca le dio motivo de queja, duda o
sospecha, ¿se explicará cualquiera el fenómeno, si no es por la dominación
sugestiva de aquel pico de oro tan ensalzado, la influencia poderosa de la
bondad, y acaso motivos de gratitud profundísimos?
Cuando vino de San Juan, su provincia,
huérfano y pobre, a estudiar leyes, y alquiló al padre de misia Liberata, ya
viudo y no muy sobrado de dineros, aquella pieza del fondo que años más tarde
tocó en turno a Franz Blümen, D. Hipólito cautivó a la familia por su modestia,
su timidez, su laboriosidad y lo hábil que parecía para echar remiendos y
disimular sietes y rozaduras en botas y pantalones. Liberata y María Cleofé,
dos chiquillas entonces, se reían de su facha y le corrían a saetazos de
burla... Pero de tanto comerse los libros, le vinieron unas calenturas
malignas, que dieron lugar a que el papá le probara, con sus cuidados, el mucho
afecto despertado; y todos los pelos de su cabeza, y todas las ilusiones de su
corazón, emigraron juntamente, porque al mirarse en un cacho de espejo, se
halló más feo que nunca y juzgó sueño imposible el que una sanjuanina, su prima
y amor primero, le quisiera ya para marido.
Imposible fue, en efecto, pues le dieron
en su pueblo, a donde marchó a convalecer, unas soberanas calabazas, y volviose
aporreado, a ensayar pomadas y tratar de alcanzar en breve tiempo la borla de
doctor, que le abriría puertas y corazones. La alcanzó sin fatiga, y puso
seguidamente su bufete de abogado. Ya entonces tenía una reputación envidiable,
nacida y cultivada en las aulas, y a pesar de ella, los asuntos no marchaban,
corrían estérilmente los años, y se hubiera muerto de hambre si no le dan una
cátedra para ir tirando. El no querer mezclarse en política, fue la causa de
que no adelantara ni adquiriera mayor relieve su figura, pues con las
cualidades que él se traía, escrúpulos que perdiera y desvergüenza prestada, no
pasa las penurias que pasó.
Tantas, que llegó a deber cuatro meses de
alquileres al papá de Liberata; del bufete casi le arrojaron por igual motivo,
y su levita enseñó la trama por los codos, con mayor claridad que su dueño las
declinaciones latinas en la cátedra. Felizmente, obtuvo dos clases más, la de
filosofía y la de historia, y murió el papá de Liberata, militar retirado...
Digo felizmente, salvando los naturales sentimientos de caridad y afecto, en D.
Hipólito muy sinceros, hacia su viejo amigo, porque la verdad es que de aquel
mal vino el bien y la dicha para el hombre ya maduro, sin blanca y sin
esperanzas.
Huérfanas las dos chicas, D. Hipólito fue
su consejero, su campeón en la curia, quien les arregló la testamentaría y
cuantos extremos con su desgraciada situación se relacionaban, y ¡claro está!
lo que en vida del padre, si acaso tímidamente lo pensara, no se atrevió a
pretenderlo, el retraimiento y las circunstancias diéronle pie para indicarlo,
no sé cómo, tal vez más colorado que un estudiante primerizo; indicación audaz
enderezada a Liberata, la mayor, y recibida entre promesas vagas y ligera
amenaza de repulsa. Pero, Liberata, más razonable que lo suelen ser las
muchachas de su edad, comprendía que había menester de un marido que le diera
lado y la defendiera de murmuraciones y sospechas, ¿y qué mejor marido podía
encontrarse, tan serio y reposado como D. Hipólito, a quien conocía de tanto
tiempo y era considerado como de la familia? Sus mismas ideas religiosas, de
las que la muchacha no se espantaba, porque educada en un ambiente liberal,
había aprendido que el pensar mal es pecado que juzga sólo Dios y la conciencia
sagrario donde nadie debe penetrar, nunca fueran obstáculo, más bien incentivo
para ensayar de convertirle y salvarle.
En suma, que se casaron, y si Liberata no
logró catequizar al hereje, tal vez por carecer del calor que da la fe y hace
el apóstol, fue con él muy feliz, como sin duda no lo fuera con un barbilindo
inexperto. Respetando D. Hipólito sus creencias y sus gustos, disimulaba los
propios, hasta el punto que por los dedos podían contarse las ocasiones en que,
delante de ella, soltara alguna de esas enormidades provocadoras del cariñoso
récipe de la esposa, humildemente soportado y con excusas de no incurrir en
nueva falta.
Ella oía misa todos los domingos y
fiestas de guardar, confesaba y comulgaba cada mes, practicaba a su modo, sin
alardes de santurronería ni de chocante hostilidad.
Acaso no se vio jamás unión más estrecha
entre elementos tan desacordes. Cogidos de la mano iban ambos por distintos
caminos, pero cercanos y paralelos, sin estorbarse, gracias a las mutuas
concesiones, a la recíproca tolerancia, base y fundamento del matrimonio.
Vivían modestamente, concurrían poco a las reuniones, y al teatro lo necesario
para que la natural coquetería de la joven tuviera algún esparcimiento, no
incompatible con la seriedad de la esposa honesta.
El casamiento de María Cleofé, la menor,
fue piedra que, al caer en el lago tranquilo, altera momentáneamente su
serenidad. Porque para decidirla a que diera su mano al rico vecino Mr.
Patrick, un inglesón protestante, también de colmillo retorcido, quien abatió a
los pies de la encantadora porteña, todas sus ínfulas británicas, hubo menester
que el mismo don Hipólito la exhortase y la suplicara misia Liberata,
provocando súplicas y exhortaciones más lágrimas y protestas, que si la dieran
castigo.
A punto fijo no se sabía quién era este
Mr. Patrick: cuando aún vivía el coronel Samponce, había puesto su establecimiento
de corte de maderas y venta de ladrillos, cal, tierra romana, etc., el Mr.
Patrick, y sólo medió el saludo de buenos vecinos entre uno y otro. El inglés
vivía solo en el barracón y se mostraba poco. Pero, allá en el fondo, el
inquilino más pobre, el futuro catedrático, elaboraba, como araña en su rincón,
la tela de su porvenir, y mientras se quemaba las cejas estudiando, por la
ventana de su chiribitil distinguía al inglés con sus cuatro obreros, en un
principio, con ocho luego, con veinte más tarde, siguiendo el progreso
constante de su tesonuda faena: le veía presidiendo la operación de aserrar el
duro ñandubay, o blanqueado de cal, llevando el apunte de las bolsas en los
carros atestados; muchas veces echaba fuera de la ventana la cabeza y le saludaba
con un good morning de simpatía, única frase que el vecino contestaba, porque
no parecía amigo de conversaciones. No pasó de aquí la relación, y en esto
quedara, si al viejo coronel no se le ocurre morirse, y su muerte, así como
arregló bonitamente las cosas de don Hipólito, dio motivo a la primera visita
del vecino, de puro cumplido, muy corta y seca. Pero lo que en tantos años de
aperreado trabajar no echó de ver el británico, le saltó a los ojos de pronto:
que era muy linda María Cleofé, y con la toca negra y la falda de merino estaba
para comérsela; y también de pronto perdió su gravedad y la cabeza, y dio en la
chiquillada de pasearse por su azotea para mirar al patio contiguo, arrojar más
tarde ramitos de flores por la pared, con otras demostraciones tan ridículas
como estas.
Mas, como no produjeran los resultados
inmediatos que él apetecía, se fue derecho al bulto y comunicó sus honestas
intenciones a aquel antiguo vecino del fondo, ya trasplantado a las
habitaciones principales. D. Hipólito, conceptuando inmejorable al candidato,
se puso de su parte, le dio esperanzas y habló en su favor con el entusiasmo
que merecía la laboriosidad de mister Patrick, de que durante tanto tiempo era
testigo: la hermana mayor dijo que sí; pero la interesada, María Cleofé, dijo
que no y que no... Ella tenía novio, la pobrecilla, un oficialito que le
arrastraba la espada; dijo que no, haciendo pucheros y aspavientos, asustada de
las narices, de la facha y de los cuarenta años del nuevo pretendiente.
Mr. Patrick se resignó a esperar, con la
promesa de que no se había de consentir en las relaciones del oficialito. Entre
tanto, redoblaron los consejos, los paseos de azotea y la lluvia de flores;
desertó el oficialito, trasladado de oficio y acaso aburrido del plantón;
ablandose la desengañada María Cleofé, se derritió su resistencia, al fin, y
dio el sí a quien tan bien supo conquistarlo.
Jamás tuvo por qué arrepentirse de
haberlo dado. Mr. Patrick era hombre manso, e hizo un marido a pedir de boca;
tan modesto, que él mismo no tenía empacho en referir su historia de esta
manera:
-Yo ser del país de Gales, hijo del
pastor de mi aldea: morir mi padre, morir mi madre, yo resolver emigrar América
por ganarme la vida; llegar aquí, con mucho hambre, y ensayar muchos clases de
trabajo: yo descargar fardos en el muelle, yo llevar cuentas en un almacén, yo
salir al campo por cuidar una majada, yo encontrar una idea buena, en fin, y
poner este corralón para cortar madera. En seguida, ayudarme Dios, y arriba, siempre
arriba, siempre arriba. Un día ver a María Cleofé, mi vecina, y yo enamorar de
ella locamente. Y ella quererme también, y casarnos, y ser mucho, mucho
felices...
Y tanto, más todavía que los de Andillo,
porque les sobraba el dinero. María Cleofé tuvo coche, un chalet en el
Caballito, para pasar los veranos; casa en la ciudad, de grande lujo; de joyas
y vestidos cuanto la moda y el capricho dispusieron, y dos angelitos rubios,
todo lo cual contribuía a que no viera la caraza encendida, la figura vulgar y
la ordinariez de su marido. Porque, afortunadamente para sus respectivos
Matusalenes, Liberata y María Cleofé eran personas de estas que, por la
sencillez de sus gustos, la nonada de sus ambiciones y el equilibrio de su
temperamento, llaman en el mundo infelices o tontas de capirote, siempre
esclavas de su deber, sin flaqueza, indecisión ni aturdimiento recorriendo el
sendero marcado, así pisen flores u hollen espinas.
Imitando la de Patrick a su hermana
mayor, dejó en paz la conciencia de su herejote, y educó a sus hijos en el
catolicismo, diciéndole en criollo con mucha monería:
-Mirá, gringo; vos podés creer todos los
disparates que querás, y hasta negá la luz del sol, como el cuñado, pero en
estas cabecitas no pretendás sembrar malas ideas. Al infierno te hemos de dejar
ir solito, si te empeñás en ir...
No adoleciera ella de aquel exceso de
pasividad, pereza del ánimo o de timidez para inmiscuirse en otros asuntos que
los domésticos, y hubiera librado de las llamas a Mr. Patrick, sin más que
tirarle de los faldones; porque lo que en D. Hipólito era obra de las argucias
y sofisterías de su mal cultivado talento, en Mr. Patrick no pasaba de heredada
y nunca discutida costumbre. Un día la sorprendió con la carta de naturalización,
orgulloso de llamarse ciudadano del país donde había fundado su hogar y su
fortuna, rasgo que le aseguró la simpatía de D. Hipólito, a quien la poca
cultura del pariente vedaba todo comercio intelectual, simplificando su
conversación al arrastrado comentario de hechos locales y notas mercantiles.
Tenía Mr. Patrick por D. Hipólito un respeto grandísimo, especie de culto por
el grande hombre de la familia; y lo que en él admiraba más era la dignidad de
su pobreza, el que nunca le pidiese dinero, ni le contara lástimas para
sonsacarle, y si alguna vez las tuvo, las callara estoicamente. Adorándose,
como se adoraban, Liberata y María Cleofé, tampoco admitía la mayor regalos que
oler pudieran a limosna, y en ciertas ocasiones de obligado visiteo aceptaba el
coche con remilgos.
Al fin y al cabo, la de Andillo no poseía
más que la casa, y del producto de alquileres tenía que dar la mitad a María
Cleofé. Sobre esto hubo muchos dimes y diretes amistosos entre las dos
familias, la de Patrick por no querer recibirla, y la de Andillo por insistir
en la entrega, y a la postre cedieron los Patrick, disgustadísimos. Así, cada
vez que llegaba D. Hipólito al escritorio a entregar la cantidad mensual, los
ojos saltones de Mr. Patrick se humedecían, y en poco estaba que reanudaran la
generosa disputa.
-Pero, mi querido doctor, yo decir a
usted... yo no poder...
-Vamos, cuente usted -respondía
impaciente el catedrático- son las ocho y media, mi clase empieza a las nueve y
la Universidad está lejos.
Si se atrasaba algún inquilino, de su
sueldo ponía lo que faltaba. Y como era tan buen administrador, no tenía
vicios, ni chicos ni grandes, y era tanta la parsimonia de su mujer en toda
clase de gastos, y su laboriosidad ayudando en la alcoba y en la cocina a la
pequeña Encarnación, única criada que les servía, el mes no concluiría con
superávit, pero tampoco con déficit.
Tanto como en casa de los Patrick el
excesivo lujo deslumbraba, en la de Andillo la modestia parecía rayana de la
pobreza. De las cuatro habitaciones que formaban el primer patio y reservaban
para su uso personal, la que daba a la calle, sala y biblioteca, tenía aspecto
menos mezquino: por la estantería cargada de libros, los robustos muebles de
caoba, las cortinas de damasco verde un poco desvaído, el óleo del testero
principal, retrato mediano del coronel Samponce, las dos coronas de laurel
ensartadas en el bonito copete del marco dorado; tres cuadros de fotografías
diminutas, de cabezas adolescentes, con la dedicatoria: Los alumnos de filosofía
a su distinguido catedrático, doctor D. Hipólito Andillo, en homenaje de
gratitud... o Los alumnos de primer año de latín, etc., etc., y también los
bustos de Voltaire, Rousseau y dos más narigudos, de peluquín, hechos con
simple escayola bronceada, y que semejaran del bronce más rico, si el plumero
de Encarnación no hubiese arañado la nariz de uno de los personajes, y
descubierto la superchería, blanqueándola. Sobre los estantes había algunos
bichos empajados: un mirasol, un flamenco y dos papagayos, un mapamundi en un
rincón y filas de librotes, que por su tamaño no cogían dentro; los dos
papagayos parecerían modelo representativo de la facundia del filósofo, si en
la mesa no luciera un busto de Cicerón, de bronce verdadero, obsequio de los
alumnos de segundo año de filosofía en un fin de curso, y entregado al querido
maestro con grande solemnidad y derroche de elocuencia.
Era en esta biblioteca, "nido de
víboras y diablos", como decía riendo la burlona María Cleofé, donde se
enfrascaba don Hipólito en sus estudios y comentarios satánicos, que su alma
negrísima confundían y extraviaban. Y gracias que el retrato de papá Samponce
velaba detrás de él, porque los ángeles rebeldes no se le llevaran a la rastra,
y muy cerca, en la alcoba matrimonial, las vírgenes y los santos de las
paredes, el rosario enroscado en el boliche de la cama, y el agua bendita de la
pila, donde una preciosa madona de porcelana pisaba la cabeza del culebrón,
eran eficaz preservativo de las asechanzas del enemigo malo.
El que fue pobrete estudiantillo, y
muchas noches de invierno pasó sin fuego en el cuarto del fondo, y largos años,
hecho hombre y abogado, tantas fatigas, altibajos y sinsabores, hasta que pescó
la cátedra y con ella la mano de la que conoció niña de cinco años y vio
crecer, formarse y en hermosa mujer convertirse, no podía olvidar fácilmente
sus buenas costumbres de antaño, y con el mimo y el regalo volverse, a su edad,
sibarita o perezoso. Don Hipólito se levantaba, salía, entraba, comía,
estudiaba y se acostaba a la hora que su método había marcado en el reloj; pero
hogaño tenía a su lado blancas manos que se lo daban todo arregladito: la
comida a punto, la ropa limpia, los botones bien sujetos, la levita sin manchas
ni pelusa, el sombrero de felpa peinado, y cuando por las noches, junto a la
lámpara de pantalla verde, preparaba su lección del día siguiente, le echaban
una manta a los pies, mientras la voz juvenil de su mujer le recomendaba:
-Que no se te pase la hora; yo estaré
alerta y te avisaré.
El doctor la miraba paternalmente, y
solía decirla:
-Sí, hija, cuida con abnegación y amor a
éste que tu alma cándida ha de figurarse esclavo del demonio. Esclavo soy, pero
tuyo, mujer prudentísima, diosa Razón en persona. A veces me pregunto por qué
ha merecido este viejo (que si no soy un carcamal inservible, y ni reumas ni
goteras de otro género me invalidan, tengo veinte años más que tú, Liberata, y
te he visto correr por ese patio y trepar a la parra como un pájaro...) me
pregunto a veces por qué he merecido tu cariño; mis triunfos en la cátedra son
indiferentes; lo que escribo no lo lees, porque no te interesa; ensayaste mi
conversión y no lo conseguiste... Si yo creyera lo que tú crees, Liberata, o tú
compartieras mis dudas, acaso no formáramos los buenos casados que hacemos;
acaso tampoco si los veinte años de más, los tuviera de menos, y fuéramos de la
misma edad los dos. ¿Y sabes por qué? Porque lo que sólo puede unir de por vida
a hombre y mujer, no es el amor violento, ni el interés común, ni creencias
idénticas, sino el perdón mutuo de las flaquezas, la caritativa tolerancia del
uno hacia el otro. Lazo que así se anuda, es más fuerte que el caprichosamente
contraído ante la ley y la religión. Tú respetas lo que llamas mis errores, yo respeto
lo que yo llamo los tuyos, y en vez de devorarnos, nos amamos... ¡Ah! ¡Mujer
prudentísima, diosa Razón en persona!
Cuando por este tenor D. Hipólito se
entregaba desarmado, misia Liberata, recordando sus tímidas tentativas de
conversión en los primeros tiempos de casados, dejaba caer al descuido frases
como estas:
-Yo no sé discutir contigo, Hipólito; si
te diera el vuelto y me metiera en dibujos, al momento me disparabas el
cañonazo de tu ciencia y me tapabas la boca. Soy una ignorante, no sé sino
sentir... Pero, muchas veces, te digo que quisiera poder arrancarte esa duda
tan fea... ¡qué hombre podías ser, Hipólito, si creyeras!... ¡Eres un santo y
tienes el cielo cerrado!... Pero yo no te discuto, te dejo, te respeto...
¡Ojalá algún día te toque Dios en el corazón! Tú me haces feliz, es cierto;
¡cuánto más feliz sería si conmigo rezaras el Credo, Hipólito!
Hojeando sus libros él callaba, sumergido
en pavorosas meditaciones. La diosa Razón escurríase silenciosa, y meses
enteros se pasaban sin que hablara al incrédulo de asunto semejante...
Los domingos reuníase la familia en la
biblioteca, objeto alguna vez de las bromas de María Cleofé, a quien la
maternidad, la dicha y el buen vivir habían redondeado más de lo regular, y que
entrando decía, tapando la respingada naricilla:
-¡Huele aquí a azufre! Alcancen ustedes
un hisopo, para espantar los malos espíritus.
Muchas veces la tertulia dominguera
dejaba de ser exclusivamente familiar, porque venían compañeros de la Facultad,
discípulos de éstos que, haciendo la rueda al profesor, creen sacar mayor
clasificación en el examen, y amigos de logia, admiradores todos del que tanta
fama conquistara en cuatro lustros de brillante magisterio. Entonces
escabullíanse las mujeres, y a los niños se les relegaba a la huerta, con la
expresa prohibición de que hicieran ruido.
Por cierto que el ruido lo hacían los
señores mayores en la biblioteca, y hasta los cristales temblaban con las voces
y las risas. Pero nunca lo había mayor que, cuando en completa libertad, los
dos nenes disputaban para alcanzar los tiesos bicharracos, admiraban las
gloriosas charreteras de papá Samponce y saqueaban los estantes en busca de
láminas. La algazara de la traviesa chiquillería, antes que molestar, era
música grata para el matrimonio estéril y sin esperanzas de sucesión. Las dos
hermanas, tan semejantes la una a la otra, como gemelas que eran, las dos
morenas, las dos de negros ojos y de pelo negro, en todo el esplendor de la
treintena, aunque algo más gruesa María Cleofé que misia Liberata, se referían
delante de la ventana las mil cosillas domésticas, tan interesantes en labios
femeninos, mientras Mr. Patrick y el doctor Andillo hablaban gravemente, las
respectivas calvas desnudas, ambos vivaces siempre, a pesar de arrugas y de
canas.
Un día cogió D. Hipólito el mapa de la
Argentina y lo extendió sobre la mesa, bajo las arreboladas narices del
británico, y señalando con el dedo los contornos de la soberbia lonja de tierra
anaranjada, decía, como si estuviera en la cátedra:
-Mire usted, Mr. Patrick, mire usted:
55.239 millas geográficas, o sea, 3.027.088 kilómetros cuadrados. ¿Tenemos
territorio de sobra? Superior en extensión diez veces al de Italia, otras diez
veces al de Inglaterra, seis veces al de España, casi seis veces al de Alemania
y otras tantas al de Francia... De sobra para cien millones más, para
doscientos millones más de habitantes, con los privilegios de todos los climas,
con la protección de todas las libertades, abierto a todas las naciones,
brindando trabajo y hospitalidad a todos los hombres honrados. Y cuando digo yo
libertad, no se entienda licencia, anarquía o desorden, y mucho menos
persecución a determinada clase; porque medrados andarían los que, alardeando
de liberales, pretendieran intervenir en la conciencia ajena. No, Mr. Patrick,
la nación es católica: prescripto está en la Constitución, y el Gobierno
sostiene el culto católico; pero usted, luterano, puede ir libremente al templo
evangélico, y el judío a la sinagoga, y el griego a su iglesia, y el que no
tiene credo ninguno no tenerle. ¡Santa y bendecida libertad, que permite,
además, al extranjero gozar de todos los derechos civiles del ciudadano,
ejercer su industria o profesión, poseer bienes raíces y adquirir la carta de
ciudadanía, si le conviene, después de los años de residencia constante en la
República! Así se identifica con el espíritu del país, se le ata con los lazos
poderosos de la propiedad y de la familia, se le funde, por decirlo así, en la
masa común, y coadyuvando a su prosperidad se forma la prosperidad de la
patria. ¿Sabe usted cuál será el argentino del porvenir?
Poner en una caldera, al fuego lento de
los años, un español, un francés, un inglés, un alemán, un ruso, un
dinamarqués, un portugués, un italiano, un noruego, representantes todos de la
raza caucásica... de ahí saldrá el arquetipo del argentino futuro. Por eso, y
entre tanto esta evolución magna se efectúa, las costumbres varían, los gustos
se modifican y hasta el lenguaje, la hermosa lengua de la madre España, se
corrompe y anarquiza. Por eso, y no por otra causa, sólo prosperan el comercio
y las industrias, y el arte languidece, falto del alma que le dará vida. Deje
usted que la indicada evolución se realice, tratemos de salvar el idioma,
distintivo de nuestro glorioso origen; ¡qué nación, Mr. Patrick, qué nación
ésta, que yo me atrevería a llamar la hija mayor de España! Este territorio
inmenso, hoy casi desierto si se atiende a los millones que aún puede contener,
formará una de las más poderosas del globo y de las más ricas. Necesitamos
muchos Patricks, muchos Duseuil, muchos Barbados, muchos Blümenes, muchos
Fiorellis que vengan a transfundir en las venas de la Argentina su sangre
generosa. ¡Vengan, vengan pues, que nosotros les daremos en cambio la fortuna y
la felicidad!
-¡Oh! yes ¡oh! yes -repetía Mr. Patrick,
mirando tiernamente a María Cleofé.
Los chiquillos, atraídos por el discurso
de D. Hipólito, se habían acercado a la mesa y escuchaban, tan formalitos y atentos,
como si entendieran. Misia Liberata aplaudió, diciendo risueña:
-Bonito tenía para una conferencia:
¡Venid aquí vosotros todos los que padecéis hambre!
-¡Y los que sufrís mal de amores! -agregó
María Cleofé, soltando la risa.
-Pues sí, señoras mías -repuso el doctor
Andillo, amainando un poco la entonación-; muchas veces me ha ocurrido la idea
de irme por esas tierras europeas, con este mapa bajo el brazo, a catequizar
emigrantes, a salvar de la miseria y del delito, a abrir los horizontes de la
esperanza a tantos infelices que en aquellas repletas ciudades mueren de
asfixia. ¿Y qué? ¿No sería ésta una misión benéfica? Si aquí todo nos sobra,
Mr. Patrick, empezando por el territorio, que nos viene demasiado grande.
¡Tenemos un clima!... ¡Tenemos un cielo!... ¿Y la tierra? negra, jugosa, llena
de savia; tierra virgen, donde no cae semilla que no germine. ¡Qué país! ¡qué
país! Aquí todos comen y respiran aire libre, y van medrando, y este se hace
propietario, el otro, pobre bracero en su aldea, se convierte en señor de coche
y palco...
-Como los Fiorelli -interrumpió María
Cleofé-, como los Fiorelli. ¿Te acuerdas, Liberata? Ahí enfrente, donde han
edificado hoy su casa magnífica, pusieron una fidelería y almacén de
comestibles de mala muerte: ella, doña Rosina, despachaba en el mostrador;
¡parece que la estoy viendo!, con su cara de luna, el rodete sostenido por dos
pinchos de cobre, los brazos arremangados, diciendo: -¿Cosa volete? Ecco, due
pesi... ¡Ay! ¡Qué gringa más ordinaria! El marido, don Tomasso, era un
verdadero tomazo, por lo gordo: andaba en un carrito, repartiendo a domicilio
los encargos... Tenían también una hija, Margarita... ¿Te acuerdas, Liberata,
que cuando íbamos con la mucama nos daban siempre llapa, nueces, pasas,
almendras? ¡Pobre doña Rosina!
-¿Pobre? -rectificó D. Hipólito-. ¿Pobre
con las casas que tiene y los campos y los ganados; cuando casó a la Margarita
con un señor doctor, que luego fue diputado y ministro, y hoy es abuela de dos
señoritas encantadoras, cuyos nombres figuran en eso que llaman la high life?
¡Famosa pobreza la suya!
-¡Calla, calla! -saltó misma Liberata-
ahí llegan en el landó las cuatro: doña Rosina, Margarita y las niñas.
Alborotáronse los chicos, y los dos
corrieron a levantar el visillo; las damas se asomaron también para curiosear
el color y la forma de trajes y sombreros.
-Ya ve usted, mi amigo -continuó
tranquilamente D. Hipólito- si llevo razón...
¡Vaya si la llevaba al afirmar que es
obra de caridad y obra de patriotismo fomentar esta corriente humana, válvula
de escape para Europa, que se desprende de lo que le molesta, precioso abono
para la tierra americana! Como aquí todo abunda, y el estómago y el ánimo
hallan completa satisfacción, no podía existir esa cuestión social, úlcera de
la sociedad europea, ni se encontrarán tampoco aquí los estados morbosos, ese
endiablado nervosismo que a la patología moderna trae confundida: órganos que
funcionan bien y a sus anchas, ¿qué trastornos fisiológicos han de producir?
Claro está que no había de proclamarse que en la Argentina todos se vuelven
Fiorellis y Patricks por arte de birli-birloque; ¡buenos estaríamos entonces!
¡Y qué poco trabajo costaría lograrlo! Hay muchos que se ahogan también por
inepcia o mala suerte, pero son los menos...
Mr. Patrick quiso suspirar y dio un
resoplido.
-Yo asegurar a usted, señor doctor, que
un día estar yo con muchas ganas de marcharme, yo triste, yo desengañado, yo
mucho desesperado; yo decir: ¡mío Dios! ¿no ser mejor volverse a casa suya y
comer pedazo de pan en la patria? Pero resistir mal momento, y Dios ayudarme.
¡Hoy ser tanto feliz!
Con una cabezada y un expresivo manotón
sobre la pintada tela, asintió D. Hipólito. ¡Claro, clarísimo! Esa es la eterna
historia del trabajador: tantear, ensayar, adelantar un paso, tropezar, caer,
levantarse, afirmar los pies, marchar desembarazadamente... y llegar a la meta
o rodar al abismo. Pero donde la riquísima tierra ofrece sus tesoros, la azada
espera, el alojamiento está preparado, y ni el idioma es un obstáculo, porque
otros paisanos adelantáronse y nos llaman, ni el clima es un peligro, ni la
religión una rémora, ni la ley despotismo, ni la competencia dificultad, ¿qué
mucho que el obligado batallar sea grata faena y provechosa?
Triunfante, señaló D. Hipólito, en una
hoja de estadística una cifra, y se entusiasmaba, gritaba:
-Lea usted, Mr. Patrick: 5.677 emigrantes
en enero, 6.322 en febrero, en marzo 6.550... ¡al año 775.000! Setenta y cinco
mil, que mañana serán cien y pasado doscientos mil, a quienes recibimos en
nuestro hogar, sentamos en nuestra mesa, admitimos en nuestra familia, les
hacemos nuestros, les argentinizamos pian piano y sin esfuerzo. ¡Esta es la
riqueza, Mr. Patrick, este el porvenir de nuestra patria!
-De nuestra patria ¡oh! yes -afirmó el
británico mirando de nuevo tiernamente al grupo de cabecitas rubias, agolpadas
curiosamente en la ventana, y a la vivaracha y graciosa de su mujer, que se
volvió para sonreírle y decirle con su voz chillona:
-¡Ay, gringo, si parece mentira! ¡Quién
las reconocería, vestidas de seda y arrastrando coche! ¡Doña Rosina se ha
hermoseado con el cosmético de los pesos, y Margarita, Margarita, aquella chica
tan sucia y mocosa siempre...!
El hijo de Albión hizo una pirueta y se
plantó delante de María Cleofé. Y ¿quién le reconocería a él, al rico Mr.
Patrick, refinado y educado en lo que cabe, de levita y sombrero de copa,
corbata a la moda y cuello tieso, desembarcado ayer de un buque mercante, sin
botas, sin camisa y sin dinero? ¿Quién que le vio de faquín en el muelle, y de
mozo de almacén y de puestero en el campo? Con hambre nunca, eso nunca, pero
con necesidades muchas, con esperanzas pocas, con fatigas diarias. ¡Ah, ah! ese
coche, esa seda, ese palacio, ese cambio extraordinario, sabía él mejor que
nadie lo que costaba! Costaba sudores de papá Fiorelli, tesón y economía de
doña Rosina y Margarita, sudores y tesón y economía de años, de largos,
larguísimos años.
-Sí, sí -intervino con mucho fuego el
catedrático- pero ¿acaso no consuela y conforta el ánimo ver coronada la obra,
asistir al espectáculo del propio triunfo? ¡No a todos les está concedido tan
singular favor, Mr. Patrick! ¡Y qué placer más dulce que el contemplar lo hecho
por el solo esfuerzo de la inteligencia, la conquista de la tierra prometida,
que Moisés no pudo realizar! ¡Cuántos, como el patriarca hebreo, sólo la
divisan desde la cumbre de sus sueños!
Resonó el llamador del portal, y en el
zaguán se oyeron pasos como de varias personas que entraban. Eran visitantes de
don Hipólito, y las señoras escaparon empujando a los rebeldes chiquillos.
Encarnación trajo una lámpara, y relucieron las calvas de Mr. Patrick y de D.
Hipólito, la mofletuda caraza de un señorón barbicano, el alfiler de corbata de
un jovencito lampiño, y el historiado marco del coronel Samponce.
En el patio, con los gritos de la
alborotada chiquillería, se mezclaban los planchazos de madama Clémence y el
triquitraque de la máquina de Crescencita, compases del himno al porvenir que
el doctor Andillo acababa de entonar...
IV
Tito repiqueteó con el cepillo sobre el
cajón, y salió por el patio adelante, tocando una marcha. Eran las ocho de una
mañanita de mayo, bastante fresca, y ya las puertas de todos los vecinos se
hallaban de par en par; humeaban los anafres sobre los umbrales; relucían las
cafeteras del ya apurado desayuno; se oían los escobazos de Encarnación y las
voces de doña Orosia; Franz y don Rufino, restregándose las manos, de placer o
de frío, se marchaban a sus quehaceres, y la pelirroja madama Clémence se
asomaba a la puerta del obrador, les daba los buenos días mientras limpiaba las
planchas con un guiñapo chamuscado, llamaba luego a Tito y encargábale ir por
Jean al aserradero...
-¿Al asegadego? -dijo de burlas el
chicuelo, para imitar la afrancesada pronunciación de la normanda-; sí, madama,
con mucho gusto. Para-pam-param-pam-pam...
-Le dices que venga enseguidita, ¿eh?
¡Ay! no golpees más, que aturdes.
-No golpearé más, madama... pero, ¿a que
no sabe usted por qué voy tocando yo esta alegre marcha? pam-param-pam-pam...
¡pues, porque hoy nos mudamos!
¿No acababa de ver pasar al padre y al
Bismarckito? es que se iban a la otra casa, en la calle de las Artes, donde ese
día se abría al público la tienda de guantes más hermosa que se vio jamás.
Estaban ya prontas miles de docenas de guantes de todos colores y de todos
tamaños: los había para hombres, los había para señoras, los había para niños,
más pequeñines, más pequeñines... Dos oficialas españolas se pasaron la semana
entera tijereteando cabritilla. Pam-param-pam-pam... Cuando él fuera Presidente, echaría un
decreto que dijera, sobre poco más o menos: Artículo 1.º -Ordeno y mando que
todos los ciudadanos anden con guantes. Artículo 2.º -A todo ciudadano que
contravenga a lo mandado, se le cortarán las manos... Pam-pam. ¿No sería esto
proteger a la industria nacional, y al mismo tiempo velar por la corrección
social de las gentes? Vamos a ver, si no, ¿qué se harían sus papás con tanto
género, si por acaso no podían darle salida? Aquella noche no se había dormido,
llenando baúles, haciendo paquetes, preparando todo para la mudanza; él iba
ahora, por la última vez, a dar lustre brillante y barato, porque la madre le
dijo:
-Anda, y ve si te ganas siquiera para
pagar los mozos. Después te lavas bien y quemas el cajón, si quieres.
¡Quemarle! no le quemaría, no. Compañero
de sus correrías, auxiliar de sus necesidades, almohada suya, blanda para su sueño
de niño, le guardaría como un tesoro, y en los futuros días de grandeza le
enseñaría sucio, astillado, la correa grasienta, los clavos torcidos, tal cual
era el escabel de su fortuna, le enseñaría con orgullo. Pam-pam-param-pam-pam.
Madama Clémence le empujó, reiterando el
encargo; y el chico se fue marcialmente, haciendo sonar el improvisado tambor
con más brío; sacó la lengua, al pasar, a Encarnación, que le presentó la
escoba, muerta de risa, y entró en el aserradero en busca de Juanito.
El
empedrado patio merecía los honores de plazuela por lo grande: grande era
también el portalón, y las dependencias, bajas, mezquinas y sin revoque; los
montones simétricos de ñandubay, quebracho, pino de tea y otras maderas de la
rica variedad que ofrecen los bosques argentinos, se agrupaban en el fondo:
tablones y vigas enormes, piras soberbias que diríase preparadas para el
sacrificio al dios Trabajo; y al amparo de un cobertizo, blancos montículos de
cal, de amarillosa tierra romana, de coloradas tejas y vistosos baldosines, de
los obscuros y rosados mármoles que al Azul dan fama. Bregando unos con la pala
para llenar las hambrientas bolsas; aquéllos con el fardo repleto a cuestas;
estotro erguido sobre el carro, pronto a recibirle; más allá, en hilera,
robustos gañanes moviendo acompasadamente los brazos de izquierda a derecha y
de derecha a izquierda, pasando de mano en mano la pareja de ladrillos, que
cuenta en alta voz y apunta un mozalbete, el enjambre de obreros agítase sin
reposo, bajo la tibia caricia del sol otoñal. Rechina el serrucho, vocean los
mozos, las aburridas caballerías golpean con el casco, cruje el látigo a
intervalos y sale atropelladamente un carro, azuzado el incierto delantero con
soeces juramentos, y se renueva la procesión de encorvados trabajadores, y otra
vez palas y bolsas, brazos y ladrillos, se mueven, se hartan y dan volteretas
en el aire. Dos espetados avestruces pasean filosóficamente entre el bullicio y
con el pico hurgando van en el fino serrín que cubre el suelo...
No
veía Tito a quien buscaba, y preguntó al del serrucho qué era del hermano del
Sr. Duseuil; pero el tal por respuesta le dio la espalda, y el chico, una a
una, se asomó a la puerta de cada habitación del barracón, fisgoneando con
descaro: en la primera, a la derecha, conforme se entra de la calle, había dos
empleados que escribían; en la otra muchos sacos amontonados y una báscula; una
cama revuelta y un lavabo servido en la siguiente; tres empleados en una más
pequeña; en la más grande estaban mister Patrick y Max revisando papeles...
Tito, muy cortésmente, se quitó la boina y pidiendo disculpa por atreverse a
interrumpirles, preguntó si sabía el señor Duseuil...
-Mira -dijo Max, saliendo a la puerta y
señalando el cobertizo-, ¿ves? pues, allí está; supongo que no será para jugar
que le buscas.
-Señor Duseuil -contestó el niño, herido
en su amor propio-, le busco porque madama Clémence me lo ha encargado.
Cuando lleva esto a cuestas (golpeando
con el cepillo sobre el cajón), Tito no juega.
¡Pam-pam-param-pam-pam! Y se dirigió al sitio que le indicaron,
muy quemado de la insinuación del francés y del dúo de risas que en la pieza
grande provocó su altiva salida. Encontró a Jean perdido de cal, contando
bolsas muy atento; el tamborilear del pequeño Barbado alegró mucho al otro y le
hizo suspender la tarea, para hacer preguntas y soltar tristes quejas de
prisionero.
-Bueno, voy en seguida; espera, que iré
contigo. ¡Ya ves, Tito, ya ves cómo estoy! ¡Qué manos estas y qué facha la mía!
¡Siempre cubierto de basura! ¡Así hasta el anochecer!
-Pues, ¿y yo? -exclamó el despierto
Barbadito-. ¿Habrá oficio más puerco? Tú estás blanco de cal, y yo negro de
betún; tú de aquí no te mueves, y yo me desuello los pies correteando por esas
calles... Afortunadamente, hoy es el último día.
-Sí, ya sé que dejan ustedes la casa...
Murmuró esto Jean y se le humedecieron
los ojos. Porque no le descubriera Tito, diose a limpiar su ropa con manotadas,
recogió de un clavo la gorra, y dijo que estaba pronto; salían del corralón, y
el esfuerzo para retener las lágrimas no era bastante a impedir que saltaran, y
sobre las solapas de la chaqueta, espolvoreadas de cal, temblando, quedasen
prendidas. Sí, sabía que dejaban la casa... ¡Ah! ¡cómo les iba a extrañar! ¡No
jugarían ya en la huerta, no oiría ya el alegre triquitraque de la máquina de
Crescencita, que le despertaba por la mañana y le arrullaba por la noche! Desde
que la señora doña Orosia habló de mudanza de casa y de situación, él se puso
muy triste, muy triste, y pasó sin dormir dando vueltas a la idea que si
Crescencita iba camino de princesa, él nada ganaba con quedarse en el
aserradero, y debía buscar el medio más rápido de llegar a millonario. Pues ese
medio le había hallado, y no era ningún disparate, sino algo tan razonable, que
sus mismos hermanos lo aprobaban.
Se detuvo Tito en el portalón, miró a su
compañero, y redoblando sobre la caja, preguntole:
-¿Y qué es eso? ¿Te marchas también?
-Espera -dijo Jean-, voy y vuelvo. Ya te
contaré.
Desapareció por la puerta de Andillo, y
Tito se sentó en el borde de la acera. ¡Pam-param-pam-pam!
¡Lustrar, lustrar!
¡Charol, charol, charol! Los escasos transeúntes que pasaban, no mostraban
deseos de asear sus botas, o porque ya las llevaran limpias, o porque el
cacareado charol les tuviera sin cuidado, y Tito, aburrido, sacó de la honda
faltriquera porción de objetos revueltos: tres naipes, un trompo, una cuerda,
un coscorrón de pan, un extraño rosario de insectos disecados, dos estampitas,
un trozo de tiza, huesos de albaricoque... Contó los huesos, puso en fila los
naipes y las estampas, dibujó sobre la losa un perfil narigudo, escribió letras
y números, mordió el mendrugo, desganado... Cada vez que se acercaba un transeúnte,
tamborileaba con el cepillo, gritando:
-¡Charol! Lustrar, señores, lustrar.
¡Pam-param-pam! Mirábale alejarse, distraído, y volvía a
alinear sus figuritas, gravemente. En esto salió Jean, con una bandeja de
mimbre, llena de blanca ropa planchada, bien defendida por un vaporoso linón, e
instó al niño a que le siguiera hasta la esquina misma de Maipú, donde debía
entregar aquellas prendas, en mala hora confiadas a su diligencia; al mismo
tiempo, del corralón, con desaforado estrépito, desembocaba un carromato, y
Tito saltó prontamente, recogió sus chucherías y se puso al lado del
francesito, muy gustoso de acompañarle, siempre que no le hiciera perder el
tiempo...
¡Pam-param-pam! Andando, nuevas lágrimas desbordaron de
los ojos de Jean, y Tito las vio cómo quedaban prendidas en la solapa,
espolvoreada de cal. ¡Caramba! ¡Tan grandullón y llorando! ¿Por qué? ¿Algún
sopapo de madama Clémence?
-No, no es eso -contestó Jean, colérico
porque el forzado equilibrio en que llevaba la bandeja sobre la cabeza
impedíale ocultar las muestras de su sensiblería-; es que...
¡Es que él se iba también! Pero allá, muy
lejos, a una colonia de la provincia de Santa Fe, que llamaban, creo, la María
Luisa... Tito abrió la boca. ¡A Santa Fe! ¿Solo? Sí, solo; a hacer de
agricultor, a labrar la tierra y su porvenir; y se iba contento, porque estaba
seguro de volver algún día rico, muy rico. Esta idea le consolaba de la
separación de seres tan queridos... como... como...
-Como tus hermanos -apuntó el pequeño
Barbado, convencido.
-Eso -repitió Jean, suspirando-; como mis
hermanos.
Dando zancadas para alcanzarle, Tito se
asombraba. ¡A Santa Fe, a la colonia María Luisa! Debía de ser muy hermosa esa
colonia... ¡Bah! Pues si decía el señor Fossac, un monsieur secretario de la
sociedad L'Union Ouvrière, que era un pedazo de paraíso, con unas praderas y
unos ganados y unas cosechas de bendición: allí todo lo daban, la tierra, los
instrumentos de labranza, la semilla, y el agricultor no ponía más que sus
brazos y su inteligencia. Coger el arado, abrir el surco, echar la semilla... y
hasta dos veces en el año brindaba la cosecha; por poco que se ahorrara, en
corto tiempo y pagando descansadas anualidades se hacía uno dueño de las
hectáreas que podía acaparar, y dueño ya de la tierra, la casa rústica se
levantaba por encanto, los ganados se multiplicaban, y el bienestar y la
prosperidad reinaban en el contorno, lluvia benéfica que la Providencia derrama
generosamente. Desde el día que oyó estas cosas al señor secretario, no se
apartaron de su imaginación la casita rústica, los campos cultivados, los
graneros repletos, el espectáculo del soñado panorama, que cada cual forja al
antojo de sus aficiones, y que en él, por ser hijo de aldea y de sencillos gustos,
era tal y como el entusiasta monsieur Fossac habíalo trazado; y parecíale que
no haría cosa mejor que dejar el aserradero, donde le faltaba el aire, y
marcharse a esa bendita colonia. ¡Quién sabe! ¡Aquellas arcas rellenas, que
imaginara infantilmente cargar en cuanto que desembarcase, las hallaría tal vez
cavando la tierra feraz santafecina, y fueran los granos de maíz de sus
cosechas de oro purísimo, y cada panocha le valiera un dineral, y un fortunón
el poderoso esfuerzo de su trabajo! Consultado el caso con la hermana, soltó
ésta muchas lágrimas y endebles argumentos para convencerle que más puesto en
razón era quedarse en el aserradero de Patrick, donde podría adelantar
fácilmente gracias a la ayuda de Max, y por tenerle cerca, la vigilancia de su
conducta y de su salud resultaba más severa; pero el cuñado aprobó su decisión,
porque "ya había sentado bastante la cabeza", y para hacerse hombre
"el calorcito del hogar perjudica, y es esta la mejor receta: expatriación
y pan duro". Así, pues, se marchaba al día siguiente con el señor
Fossac... De todos modos, no habría él quedado en la casa de Andillo después
que... después que...
En poco estuvo que la bandeja cayera al
suelo, a causa del sollozo convulsivo que agitó el pecho del rapaz; asimismo escurriose
un paquete de almidonados cuellos, liado primorosamente con una cinta azul, y
fue a rodar al arroyo, donde las sucias manos de Tito, por recogerle, acabaron
de ponerle de perlas. Iba Tito saltando sobre el empedrado, junto a la acera, y
evitaba los coches y caballos con tal destreza, que no había peligro de que
muriera aplastado: apartábase un punto de Jean y seguidamente se ponía a su
lado, pasmado de oírle, el cepillo mudo, repitiendo: -¡Caramba, carambita!...
expresión decente con que él disfrazaba la descarada y usual que en muchas
bocas traduce todos los afectos del ánimo.
-¡Carambita! pues vas a estar muy
requetebién, y sólo con cuatro cosechas de esas que dices, tendrás para dar y
prestar. Ese musiú secretario debe de ser buena persona. Si no fuera porque yo
he de seguir carrera, me iba contigo, a sembrar y recoger a manos llenas...
Pero mi madre dice siempre: "Tú estás llamado a altos destinos..." y
ya ves que no he de ir a buscar altos destinos cavando la tierra, sino comiéndome
los libros, como el señor catedrático. Escribirás, ¿verdad, Juanito? y yo te
iré a visitar, y hemos de pasear por tus campos a caballo. ¡Ay, tanto que a mí
me gusta montar a caballo! Mira, cuando vaya te llevaré un bonito par de
guantes de nuestra tienda, sí, sí, y nos vamos a divertir, ¡cuánto, cuánto,
carambita!...
Llegaban a la esquina de Maipú, y en un
portal de opulenta casa entró Jean a cumplir su encargo; acordose del suyo
Tito, y repiqueteó sobre el cajón, pregonó su charol, corrió de una acera a la
otra... ¡Pam-pam-pampam! Esta vez mi caballero se detuvo y le presentó el pie, mal calzado
y cubierto de barro. Tito se arrodilló, afirmó el pie del parroquiano sobre la
caja, dobló el borde del pantalón, rascó hábilmente el lodo seco, frotó con un
cepillo, le dio de betún y vuelta a frotar muy deprisa, frota, frota,
encorvado, echando calientes bocanadas para que el cuero reluciera más. Frota,
frota. Listo un pie, al otro de seguida, y venga rascar el barro, dar betún y
soplar y frotar. Frota, frota. Concluyó al fin, dejándolas como espejo, guardó
el papelucho que le dieron y repiqueteó nuevamente: ¡Pam-pam-param! El que
ahora se acercó, traía botas charoladas; el chico restregó el retal de paño con
la oblea de cera, que a recaudo tenía, y cogiendo los dos cabos frotó a viva
fuerza: frotaba y soplaba, muy encarnado, brotándole el sudor bajo la boina
pringosa... Frota y frota, sopla y suda, cobra y guarda. ¡Pam-parampam-pam!
Luego betún para otro
par de botas de becerro. Frota, frota. ¡Pam-pam-param-pam! Que le dieran la
pata pocos más, y tendría de sobra para llevar a la madre.
¡Pam, pam! Juanillo salió, con la bandeja
vacía, y le dijo de seguirle hasta la vecina plaza del Retiro, "porque era
muy temprano para volver a casa". Tito movió la cabeza. ¿Qué quería?
¿Jugar? Él no estaba para juegos: tenía que marchar por la calle Florida, ir a
la Bolsa en busca de parroquianos.
-Mi madre me espera, ¿sabes?, y no está
bien eso.
-Tiempo tienes -insistió Jean.
Le cogió del brazo, y él cedió, protestando,
acaso con la idea que bien podía hallar en la plaza quien quisiera asearse las
extremidades. Se sentaron en un banco, en la descuidada calleja de los
eucaliptus, y el apacible silencio del jardín les impuso misteriosamente: por
la estrecha garganta de la calle Florida, pasadizo del lujo y de la
aristocracia bonaerenses, algunos carruajes desembocaban con estrepitoso rodar
y desaparecían calle arriba, perseguidos por la mirada pensativa de ambos
rapaces, quienes, sin chistar, veían el aparatoso desfile, Tito redoblando
maquinalmente con el cepillo y Jean apoyado sobre la bandeja de mimbre,
fruncido el labio de adolescente, que ya sombreaba dorada pelusilla, las bien
trazadas cejas reunidas por el plieguecito de la reflexión. El diablo que
averigüe qué pensares le entristecían, y por qué callaban los dos, hasta que
Jean, el primero, soltó el trapo de esta guisa:
-Me acuerdo que el día de mi llegada, en
este mismo banco me senté con el paisano que me acompañaba, y yo miraba a ese
palacio y al otro, y decía: ¿Será el de mis hermanos? ¿Será aquel de las
torrecillas, o este de las vidrieras de colores? ¡Buen palacio nos dé Dios, y
qué porrazo me di! Pues desde entonces tengo aquí dentro, y lo habito, como si
fuera de verdad, el que yo he soñado... A ti te pasará que cuando ves un coche
de lujo sientes algo, que no es envidia, sino deseo de procurarte otro igual,
para que te arrastren y darte el aire de satisfacción que llevan los que van
dentro.
-¡Anda! Que ese deseo se me figura de
envidioso -contestó el Barbadillo, muy serio-; a mí no me pasa eso; como que el
mío le tengo seguro: es ese azul, forrado de blanco y adornado de plata, que
habrás visto sacar en las fiestas. ¡Jesús! Qué bien debe de irse sobre esos
almohadones...
Hizo Juanillo como que reía; pero
parpadeó al mismo tiempo, sin duda porque los tristes pensamientos que le
andaban por el majín querían salírsele fuera, en forma de indiscretas lágrimas.
-Mañana, a estas horas, Tito, ya no
estaré aquí! -murmuró.
-¡Ah! Es cierto que te marchas a esa
colonia... Dime, ¿se va por el río? ¡Mírale cómo le brillan las escamas y qué
reflejos más bonitos hace el sol en el agua!
-Yo no sé por dónde se va -dijo
sombríamente Jean-; me parece que será por un camino empinado, lleno de pinchos
y de piedras, tan difícil de subir como de bajar...
Sintieron crujir la arena de la calleja,
interrumpiose el discreteo de los pájaros en el amarillento follaje, y notaron
que un señorón se acercaba, tardo de pies y encorvado de espaldas; y así que le
conocieron, susurró Tito, señalándole con el mismo respeto que las gentes de
Rávena se mostraban al Dante:
-¡Es el patrón!
Sí, era D. Hipólito, que si tornase fe
alguna excursión a los abismos infernales no trajera más demudado el semblante,
ni pesadamente arrastrara el cuerpo, las piernas temblonas y vacilantes, pues
aunque nunca mostró gallardía, la enérgica viveza del rostro daba vida y calor
a todos sus movimientos, y el D. Hipólito de ahora, de tal manera parecía
cambiado, que ambos chicos se asustaron, y Tito corrió a su encuentro,
saludándole muy respetuosamente con la boina.
-Tito -dijo una voz extraña, semejante a
la del doctor Andillo-, ¡feliz hallazgo, hijo! Acércate, dame la mano, ayúdame
a sentarme en aquel banco... Camino de la Universidad me sentí enfermo, y pensé
que respirando el aire de la plaza...
Juanillo habíase levantado también, y
entre los dos le sentaron, y muy turbados, se miraban sin saber qué hacer,
tartamudeando preguntas baldías, que el señor catedrático no contestaba, cada
vez con mayor congoja y extraviado el sentido; aflojáronsele de pronto los
resortes del cuerpo, la cabeza se ladeó y despidió el sombrero, le acometió un
terrible estertor, que hacía castañetear sus dientes y mascar sílabas
indescifrables, como si fuera llegada su última hora; el Barbadito quería ir
por la Unción, pero Jean dijo que lo primero y más urgente era llevarle a su
casa, y buscó un coche, le trajo, ayudados de varios transeúntes caritativos
cargaron el desmayado cuerpo de D. Hipólito, y le metieron dentro y Jean con
él; porque Tito, luego de contar rápidamente la ganancia del día, manifestó a
su compañero que no tenía bastante y se marchaba a buscarlo, alejándose hacia
la calle Florida, ¡pam-pam-param-pampam!, mientras, al galope de los
maltratados caballejos, enfilaba el coche la calle de Charcas, dando furiosos
trallazos el auriga, con el Jesús en la boca Juanillo y agonizando, o poco
menos, D. Hipólito...
Bruñía los aldabones del portal la
pequeña Encarnación, y acabado había de refrescar los azulejos y el friso de
mármol, cuando la desatentada carrera del coche le hizo que asomara
curiosamente la cabeza, reconociendo al punto la descolorida del francesito,
que por la ventanilla, con extraños ademanes, le indicaba de no alborotar; y
precisamente lo que a ella se le ocurrió, fue soltar la escandalosa luego que
el carruaje se detuvo y distinguió el cuerpo del amo; se precipitó al patio
dando voces:
-¡Señora, venga usted, que el patrón se
ha muerto!
¡El patrón ha muerto! En todos los oídos
resonó como un trompetazo la nueva pavorosa, y en el corazón de misia Liberata
se clavó de golpe, puñalada de pícaro, que hiere a mansalva; salió, a medio
peinar, desabrochada la bata, enloquecida, y salieron madama Clémence, doña
Orosia y Crescencita, gritando todas, llorando, y más que todas, Encarnación
gritaba y gemía:
-¡El patrón ha muerto!
Por la pared del corralón, los jornaleros
asomáronse, asustados. Y viose a Max y mister Patrick que cargaban el cuerpo de
D. Hipólito, y le traían con mucha precaución, y mister Patrick venía diciendo
muy enfadado:
¡Callar... no estar muerto... mentira!
Estos mujeres ser demasiadamente exagerados.
Abalanzose misia Liberata al grupo, y
hasta no tocar las queridas manos no se convenció que no estaba muerto D.
Hipólito. Y mientras las mujeres seguían alborotando y coreaban el relato de
Juanillo, en la alcoba matrimonial dejaron al enfermo, se mandó por médico, se
procuró éter, con agua de Colonia lo friccionaron rudamente, y en torno de la
cama todo eran carreras, cuchicheos, suspiros y lamentaciones. D. Hipólito no
abría los ojos, y misia Liberata se desesperaba:
-¿No ve usted, Patrick, que no vuelve en
sí? ¿Qué es esto, por Dios? Si de aquí salió tan contento... Señor Duseuil, ¿ha
venido ya el médico? Que vayan a avisar a María Cleofé: tengo miedo de estar
sola.
Habían cerrado las maderas y encendido la
lamparilla del Nazareno. Afuera se oía el rum-rum de las mujeres; y el estertor
del enfermo parecía aumentar, como agua que borbolla. Poco a poco, misia
Liberata recobraba la serenidad, y, dominada la horrible impresión, volvía a
ser la mujer razonable que mira al peligro de frente y en desbordes de
sensiblería no malgasta las fuerzas del ánimo; ella fue, antes que el flemático
inglés, quien recibió al médico, le enteró de pormenores, le hizo indicaciones,
preparó todo cuanto para la urgente sangría se necesitaba y llevó su valor
hasta ver pinchar la arteria sin pestañear, y saltar el caliente chorro,
sosteniendo la jofaina sin que le temblaran las manos, pálida, pero entera.
Cuando llegó María Cleofé, abrazáronse
las dos y lloraron en silencio. Luego, en un rincón de la biblioteca,
rápidamente y con misterio, una a la otra se confiaron la idea primera que
habíales sugerido el grave estado de D. Hipólito, idea que representaba susto y
temor de la responsabilidad que ante Dios y la Iglesia se asumía si no se
intentaba la reconciliación del filósofo; y una y otra estuvieron acordes que
sí debían intentarla, y tratar por todos los medios de que aquella alma
excelente se salvara y evitase la horrible pena a que, seguramente, sería
condenada, si en los profundos abismos hundíase inconfesa. El obstáculo mayor
estribaba en que, sordo a causa de la congestión cerebral que paralizaba el
cuerpo, no oiría la dulce persuasión de la esposa, y no se rendiría a los
deseos piadosos que, si en plena salud fueron rechazados, debiera acatarlos en
la hora de la muerte (si era ésta llegada, desgraciadamente), satisfacción
última del que bien podía pasar por modelo de maridos...
Apretaba el pañuelo misia Liberata a los
llorosos ojos, y gemía, derrotada su entereza de nuevo. Pero, ¿cómo hacer?
¡Perdido el conocimiento! Estaba muy malo, el médico lo había dicho: que las
sangrías y las aplicaciones de hielo a la cabeza eran de los pocos recursos que
el fuerte ataque permitía, y como no cediera antes de la noche... María Cleofé
se impacientaba. Pues, en tal caso, el médico debía ceder el puesto al
sacerdote y no perder el tiempo en administrar drogas, que más enferma estaba
el alma que el cuerpo, y más necesitada de que la curasen de aquella ceguera
crónica funestísima; ella perdonaba tibiezas, incredulidades también, hasta
blasfemias, si se quiere, cuando queda ocasión de remediarlas, confesándolas y
abjurando de ellas; pero cuando la eternidad va a abrirse de par en par y el
Supremo Juez espera... ¡Ah! su inglés, su bonachón protestante, podía pensar
cuanto se le antojara; pero como le diera la gana de dejarla viuda, del
chapuzón en el agua bendita y de cuatro exorcismos católicos no le libraría
Lutero en persona.
-Espera -dijo misia Liberata- voy a ver
cómo sigue... ¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué prueba ésta más dolorosa!
Al abrir la puerta de la alcoba, sintiose
el fatídico roncar de D. Hipólito, y a María Cleofé se le figuró que era la
lucha rabiosa entre Satanás y el alma, que se defendía. ¡Ay, el forcejear de la
pobrecilla, sus gemidos, sus voces de socorro, que ella creía escuchar, ¿no
probaban con sobrada elocuencia que la asustaban las eternas tinieblas, ya
próximas a envolverla, y pedía luz, auxilio, perdón?... ¿Cómo negárselo, cómo
no acudir en su ayuda y arrancarla de manos del enemigo? María Cleofé se
levantó, a tiempo que volvía misia Liberata, abatidísima, acompañada de mister
Patrick, quien traía gacha la cabeza y en las patillas de chuleta enredaba los
dedos preocupado: junto a la mesa se encontraron, y ninguno dijo palabra,
mirando al suelo los tres, luego de preguntarse y responder con ademanes:
-¿Qué tal va?
-Lo mismo.
Entonces, María Cleofé tiró del brazo a
su marido, y le llevó al mismo rincón, y con exuberancia de gestos le enteró de
eso, del grave asunto que las preocupaba, del riesgo que se corría, de la obra
de misericordia que era preciso realizar; y como el británico se distraía no
dando, sin duda, al caso la extraordinaria importancia que tenía, herejote
también como el otro al cabo, llamó con discreto sisear a la hermana, y llena
de santo fuego la interpelaba; verdad que ella también lo creía indispensable,
ineludible, ¿verdad que no consentiría que su marido muriese sin los
sacramentos de la Iglesia?
-No, no -contestó horrorizada misia
Liberata- ¡pero si no recobra el conocimiento, ni de nada se da cuenta!
-Pues la extremaunción entonces...
bastará eso para salvarle.
-Yo no querer mezclarme -dijo mister
Patrick incomodado- aquí Liberata hacer su voluntad, que de ser como ella
acabar de decir, será contraria a la del doctor... ¡Diablo de mujeres! ¿Pensar
vosotros que este momento estar bueno para tonterías?
-Cállate -exclamó María Cleofé poniéndole
la mano en la boca para atajar la blasfemia-; ¡hereje, perverso!
Por lo menos una hora continuó el
secreteo, insistiendo acalorada María Cleofé, misia Liberata prometiendo,
desfallecida, que si D. Hipólito volvía a la razón, había de hablarle y de
convencerle, y si no obraría con sujeción a lo que le aconsejaba su conciencia,
y mister Patrick proclamando su parecer brutalmente...
¡Bah! ya podía morir tranquilo hombre
que, como Andillo, cumplió en la vida todos sus deberes: ciudadano, honrando a
la patria con su ciencia; esposo, desvelándose por la felicidad de su mujer;
padre, siéndolo de sus discípulos a falta de los hijos que le negó la naturaleza;
amigo, extremado en lo leal y en lo generoso; sabio sin orgullo, caritativo sin
ostentación, probo, justo, dignísimo, hombre de bien, en fin, que esta palabra
todo lo encierra y todo lo dice. ¡Ah! y este hombre, que no hizo mal a nadie,
que amó y respetó a sus semejantes, que fue útil obrero y meritorio, necesitaba
de una fórmula vana si por siempre no había de ser condenada su alma nobilísima
a las llamas infernales. ¡Oh, very stupefool!
Estaba tan encendido mister Patrick,
agitábase tanto, y tales enormidades soltó al tenor de lo que va apuntado, que
las dos señoras cubriéronse las caras, de aflicción, y, por no oírle, allí le
dejaron, escurriéndose hacia la alcoba; mientras, él se paseaba, mascullando en
su lengua palabras incomprensibles, y ante el Voltaire y el Rousseau de
escayola se detenía al pasar, para echarles a las narices aquel very stupefool,
que en tal caso no se sabía si era piropo enderezado a dichos personajes o
comentario del razonamiento interior.
Llegaron en esto, atraídos por la mala
nueva, aquel caballero barbicano y el jovencito lampiño del alfiler, amigos de
la casa, y otros también, hasta el punto que apenas cabían en la biblioteca; y
todos se agrupaban alrededor de mister Patrick, interrogábanle con interés, le
escuchaban compungidos: ¿cómo había sido eso? La mañana anterior, en la clase
de Filosofía, les tuvo boquiabiertos a los alumnos; nunca más insuperable en la
claridad de la exposición, la robustez de la dialéctica y el brillo del
lenguaje; pues, ¿y no le encontraron por la noche tan campante, vendiendo
salud, y más que nunca alegre? El inglés, atusando gravemente sus patillas,
comenzaba y volvía a comenzar y a repetir su relato: -Salir muy bueno, sentirse
luego muy malo... que entristecía los semblantes, ponía sordina a las voces y
provocaba sentidas reflexiones acerca de la inanidad de esta vida mortal y de
la gran pérdida que para la patria importaba la muerte del doctor Andillo.
Algunos encendían sus cigarros, que el humo distrae consuela; otros prestaban
oído al roncar del moribundo. Poco a poco, la tarde caía, y el patio envolvíase
en sombras...
No eran menores las de la alcoba, que la
lamparilla del Nazareno alumbraba tristemente. Estaba D. Hipólito echado de
espaldas en la cama, tal y como aquella mañana aciaga le dejaron, pues la
hemiplejía le tenía paralítico, mudado el color, atónitos los ojos y torpe la
lengua; habíanle puesto un gorro de cautchuc, relleno de hielo, y por las
mejillas le corrían frías gotas de agua, que misia Liberata enjugaba de vez en
cuando, lágrimas simuladas, no tan abundantes como las que ella derramaba sin
reparo, ya que el parecía ni ver ni oír. También lloraba María Cleofé, de pie
junto a la cabecera, sonando una y otra vez la bonita naricilla y
enrojeciéndola a fuerza de restregarla con el pañuelo; y llorando las dos y
suspirando, roncando D. Hipólito, balanceando su péndulo el reloj del comedor,
los minutos transcurrían perezosamente, y cada hora deshojaba una esperanza de
que el recio cuerpo, herido por el rayo del cielo, se irguiera con la altivez
de otro tiempo, y luciera la orgullosa inteligencia sumida en tinieblas. El
médico se había marchado, diciendo que "ya volvería" y que, "por
el momento", su presencia no era ni útil ni necesaria, despedida equivalente
a desahucio formal y a vergonzosa fuga.
En la puerta del comedor, las atribuladas
vecinas, que muy bien querían al amo y tan agradecidas le estaban por su
blandura, impropia de las negras entrañas que generalmente el pobre atribuye al
casero, asistían a aquella lucha pavorosa, gimoteando: madama Clémence, doña
Orosia, Crescencita y la chiquilla Encarnación; y doña Orosia, enseñando un
frasco de vidrio que escondía bajo el mantón, anunciaba misteriosamente que con
unas gotas del líquido que salpicaran el lecho y ungieran al enfermo, el
Satanás que forcejeaba por llevarse el alma, huiría rabo entre piernas,
burlado, y el pobre señor catedrático gozaría de la paz que demandaba con tan
roncas voces. Hizo seña la gaditana a María Cleofé, acudió ésta, cerraron la
puerta, y el grupo de mujeres la rodeó en el comedor, mientras doña Orosia
explicaba la fórmula del exorcismo: agua legítima de la Saleta, con que se
santiguaba al enfermo, antes de rezar el credo en coro; así se salvó su cuñado
Aniceto en Arcos, luego que los médicos le dejaron por muerto. ¡El Credo! para
que le oyera el demonio y rechinara los dientes de coraje viendo que el alma
que entenebreció con la duda, abría los ojos a la verdad en su última hora, y
repitiendo las sublimes palabras del símbolo de la fe, exclamaba: -¡Creo! ¡Qué
triunfal concierto en el Paraíso, y qué estruendo de cóleras allá abajo, en lo
profundo del reino satánico!
-Sí, si -cuchicheó María Cleofé-, traiga
usted, a ver si Liberata consiente... Porque estamos batallando: ni ella ni yo
queremos, ¡Jesús, qué horror!, que muera así; pero estos espíritus fuertes
piensan que es una debilidad someterse a la piadosa exigencia de nuestra
religión, y que basta con tener la conciencia tranquila. No basta, ¡qué ha de
bastar! Francamente, Liberata no sé qué espera; Hipólito se va, se va... Y yo
no me atrevo a llamar a un sacerdote, porque no quiero exponer a Su Divina
Majestad a un desaire; figúrense ustedes que llega el Sacramento con farol y
campanilla, y esos señores de la biblioteca, dignos discípulos de su maestro,
se escandalizan, y salen, se oponen a su entrada, hacen alguna barbaridad... y
quizá el mismo Hipólito recobre el sentido por milagro, y se enfada y hace
otra... ¡Ay! ¡qué conflicto! Traiga usted, señora. ¡Recen ustedes entre tanto
por su alma!
Volvió a la alcoba de puntillas, y las
mujeres se arrodillaron, entonando la primera salve del rosario. Llevaba María
Cleofé el pomo salvador en la mano y lo mostró a misia Liberata, murmurándole
al oído palabras que la diosa Razón no comprendía, seguramente, abstraída en
hondo cavilar; porque, sin responderla, reclinó sobre la propia almohada del
enfermo la cabeza, los ojos ya secos, olvidadas las manos de la cariñosa tarea
de enjugar las gotas de agua, y María Cleofé se apartó un tanto, asustada de la
extraña transfiguración de la hermana... D. Hipólito, inmóvil, roncaba; en la
sala cuchicheaban los visitantes; en el comedor rezaban las mujeres.
-¡Hipólito! -murmuró misia Liberata- ¿me
oyes, Hipólito? Soy yo, tu mujer, que se atreve a hablarte, a insinuarte cosas
que no se atrevería a insinuar si fueras tú el hombre fuerte de siempre,
porque, sin duda, me harías callar con tu elocuencia, como otras veces. Pero,
¡tú estás malo!, ¡ay! se me antoja que muy malo, y ya ves que, no te lo
oculto...! ¡Figúrate que Dios, nuestro Señor, ha dispuesto llamarte a sí, y te
presentas a Él con esa mancha de la duda, única mancha de tu vida, y lo que
creías obscuridad y caos es luz que te deslumbra! ¿Qué disculpa le darás, de
haberle negado? Le mostrarás el saco de tus buenas acciones tan repleto, y Él
te dirá: -¿Qué has hecho de la inteligencia que te concedí generoso? ¿En qué la
has empleado? No en enseñar a que me amen, sino en extraviar a otras juveniles
para que también me nieguen. Pon el saco que traes en la balanza, y verás cómo
no pesa más que una pluma... Hipólito, Hipólito, ¿me escuchas? Me parece que
sí, ¡ojalá! Esto te dirá el Señor, y tú, ¿qué vas a contestarle? Tarde ya para
el arrepentimiento, te impondrán el castigo que dan a los réprobos...
-Dios te salve... -susurraban las
mujeres.
-Para evitarlo es que te hablo así
-continuó la voz mansa y quejumbrosa- y te ruego que te limpies de esa mancha
nefanda. ¡Si vieras de qué manera tan sencilla! diciendo con fervor: -¡Creo!
creo en todos los misterios que he negado... Y luego, Hipólito, luego, llamando
a un sacerdote que te absuelva... ¡Sí, sí, a un sacerdote! ¡Yo te lo pido, te
lo ruego yo, la mujer que ha respetado tu conciencia siempre, pero que en esta
hora solemne tiene miedo, mucho miedo, porque si el Señor ha ordenado que has
de marcharte y me dejes abandonada y sola, déjame, por lo menos, tranquila,
convencida de que en la otra vida gozas de la vista de Dios. ¡Haber sido bueno,
y estar expuesto a ser condenado como malo! Esto no puede ser, y no será,
¿verdad? ¿Me escuchas?
María Cleofé lloraba. Y el enfermo, como
si realmente escuchase y la súplica le tocara el corazón, redoblaba el temeroso
roncar, impotente para manifestar su voluntad, porque ni un músculo siquiera le
obedecía.
-¡Verás de qué manera tan sencilla!
-repetía la esposa-. Te dejas tocar por la santa mano del sacerdote y quedas
ungido, la fea mancha desaparece, y entonces, entonces sí que puedes
presentarte delante de Él limpio de pecado. Con esto no sólo te salvas, sino
que das un hermoso ejemplo a esos ilusos que aquí cerca asisten a tu agonía;
les dices: "¡Engañado viví, y con mi falsa doctrina os engañé; pero muero
creyente! ¡Creed también vosotros y perdonadme!" ¡Qué hermoso, Hipólito,
qué hermoso! ¿No oyes? Es María Cleofé que llora. Ella también tiene un santo
que salvar, y le salvará; ¡vaya! ¡si es tan fácil, tan fácil! Voy a mandar por
el sacerdote, ahí, a la capilla del Carmen: es ese señor tan bondadoso, que te
saluda cuando te encuentra, el que asistió a papá... Es mi confesor, es un
amigo de la casa... Irá Encarnación por él. ¿Verdad que no te opones? ¡Ay, te
opones, te opones! ¡Has hecho una mueca! ¿Es desaprobación o dolor? ¡Hipólito,
Hipólito!
Una mueca había contraído, en efecto, el
rostro cadavérico del enfermo, que parecía llorar sus faltas horrendas, ahora
que la mano piadosa no enjugaba las gotas de agua; acaso la voluntad aterida
por la agonía, estremeciose al son de aquella voz amada que, junto al oído,
implorábale dulcemente, y no pudiendo traducir la lengua su respuesta, con
violento esfuerzo de los músculos pretendía expresarla; la mueca lo descompuso
todo, el ronquido más lúgubre resonó en la garganta, y las dos mujeres,
alarmadas, acudieron a él; María Cleofé con el pomo destapado, pronta a
verterlo copiosamente.
Entonces vieron que un rayo de
inteligencia brillaba entre los párpados, casi entornados, y el brazo
izquierdo, con grande trabajo, se levantaba, se levantaba, llegaba hasta el
pecho, intentaba algo que no podía ejecutar, y a la vez que los ojos enviaban a
misia Liberata un mensaje mudo, desplomábase a lo largo del cuerpo siempre
inmóvil. ¿Qué quería expresar? ¿La opresión que sentía? ¿Calor? ¿Ansiedad?
-Llena eres de gracia... -decían las
mujeres en coro.
Misia Liberata le desabrochó la camisa,
primero el cuello, luego la pechera, temblándole los dedos... Y apareció sobre
el seno del incrédulo, del filósofo, del libre-pensador, del ateo, un
escapulario bordado, de seda roja y lentejuelas, con la cara de Cristo en
realce y un letrero devoto en redor, emblema hipócritamente oculto, respuesta
elocuente que la lengua paralizada no sabía articular.
Misia Liberata dio un grito; a María
Cleofé se le cayó el frasco de las manos. ¡Alabado sea Dios! Se había salvado.
V
Contaba doña Orosia que cuando murió el
doctor Andillo, sintiéronse en la casa ruidos de cadenas, carcajadas y sollozos
subterráneos, porrazos y lamentaciones, semejantes a los que en toda conseja
han de armar duendes, trasgos y encantados personajes; pero esto inventó la
noble señora, sin duda, porque no estaba al cabo del interesante
descubrimiento, que a la crónica fiel permite anotar entre los numerosísimos
sectarios de la religión del por si acaso al filósofo de los Breves apuntes, y
teníale, como la generalidad de las gentes, por el espíritu más despreocupado y
sincero, masón y hereje hasta la punta de las uñas.
Tampoco debía de estarlo el autor anónimo
de la Corona fúnebre, y si lo estaba, supo callarlo con la discreción requerida
para que el héroe no sufriese menoscabo en su reputación, y fuera su nombre, en
vez de enseña del libre pensamiento, ludibrio de los que le creyeron capaz de
iluminar el misterio con el rayo de luz de sus doctrinas.
Lo que debió de oír doña Orosia, y a esto
hay que atribuir su error, abultado por las circunstancias, fue ciertos gemidos
que en una pieza de los Duseuil, vecina de la suya, resonaban sordamente; pero
no era ni diablo, ni enano, ni ser sobrenatural quien los daba, sino el propio
Juanillo, tumbado en el catre fementido de marras, con los dos puños sobre los
ojos y babeando toda la hiel de sus recónditos pesares, hasta caer en el sopor
que la misma violencia del dolor produce al fin, y soñar que, dormido sobre una
almohada de rubias panochas, al pie de una escala tan brillante como la de
Jacob, veía bajar por ella una mocita de melena blonda, al dulce son de guzlas
y salterios.
Entretanto, enterraron a D. Hipólito con
mucho aparato, y pasaron de ocho los oradores que desfogaron su elocuencia
sobre su tumba, y, calentito aún el muerto, La Opinión y El Cotidiano abrieron
sus amplias columnas para la subscripción nacional en favor de su estatua, y se
nombraron comisiones; muchos señores de la clase de incógnitos, ganosos de aparecer
en letras de molde, ofrecieron donativos, y en poco tiempo estuvo a dos dedos
de su realización la extraordinaria idea de labrar en mármol la figura del
doctor D. Hipólito Andillo, cuando aún esperan honra semejante tantos y tantos
próceres de fama inmortal... Afortunadamente, algo más práctico hicieron los
amigos organizadores de la subscripción: negociar en el Congreso una
pensioncita para la viuda inconsolable, pues aunque en los largos años de
cátedra percibió el doctor Andillo sin retraso su dieta, y la nación no le era
deudora de un solo centavo, sino la ley, obligábala a pensión forzosa la mala
costumbre.
No quedaba misia Liberata en la
indigencia, ni mucho menos. De lo que producía la casa, la mitad tenía que dar
a María Cleofé, pero ésta declaró que no quería más dares ni tomares,
renunciando en obsequio de la hermana cuanto la correspondía, y añadiendo de su
peculio una cantidad mensual, que costó los imposibles hacer aceptar a misia
Liberata. Después vino la pensión del Gobierno, y con esto y lo otro la viuda
tuvo para algo más que para alfileres; y sin el obligado recogimiento y su
modestia inveterada, pareciera más boyante que en vida de D. Hipólito. Poco se
le figuró aún a la de Patrick estas larguezas suyas, y quiso llevarse consigo a
la hermana: viudita de tan buen ver, antojábasele expuesta, si no a peligros, a
muchas habladurías en la soledad del caserón, entre la dudosa mezcla de
inquilinos desconocidos.
Porque, excepción hecha de los Duseuil,
el mismo día del entierro del doctor Andillo abandonaron sus cuartos
respectivos los Barbados y Franz Blümen, en procesión que fuera alegre si el
doloroso acontecimiento lo permitiera, con tanto cachivache, tanto arcón y
tanto lío, que nadie que les vio llegar, les reconocería al salir; y también se
marchó Juanillo Duseuil, con un maletín de viaje y el insoportable fardo de su
pesadumbre, a cuestas.
Las dos piezas que dejaron desalquiladas
los Barbados, las ocupó luego un matrimonio italiano, y un tallista, italiano
también, tomó la modestísima de Franz, gente muy honrada al parecer, pero
desconocida, y para María Cleofé de ninguna confianza; así, insistió en lo de
recoger a la hermana en su casa, ofreciéndola un departamento aislado,
independiente, libre de ruidos y de todo género de molestias, donde podía estar
sola y acompañada, según el humor del momento, insistencia remachada por Mr.
Patrick, con tan abundante sinceridad y toda la fuerza de sus graciosos
infinitivos, que misia Liberata no dijo que sí, pero tampoco repitió que no.
Seguían en misia Liberata las resoluciones, la misma evolución pausada y
metódica que la fruta en el árbol, sujeta a la ley ineludible del crecimiento y
de la madurez; tal vez los consejos, como ciertos procedimientos del
agricultor, podían acelerar aquella, pero nunca se decidía por un extremo antes
de discutirle en su interior concienzudamente, con aquel frío razonar suyo,
extraño en mujer joven y guapa; no de otro modo dio el sí al que fue su marido,
favoreció las pretensiones del que lo era de su hermana, ni se resolvió a dejar
el caserón, casos todos trascendentales en su vida. Después de muchos meses de
encierro y de doloroso silencio, anunció a María Cleofé que consentía en
marcharse con ella, pero que antes era menester arreglar la manera de que el
por todos conceptos grato hospedaje no se convirtiera para ella en insufrible y
humillante dependencia, y el mejor arreglo parecíale, a fin de evitar
desagrados futuros, dar tal cantidad mensual, que con su pensión y la renta de
la casa, bien podía hacerlo sin apuro. Protestó María Cleofé y amenazó con
ofenderse profundamente, burlándose de su exagerada delicadeza, llamándola
melindrosa y otros motes, que no convencieron a misia Liberata; y por no echar
a perder la negociación, hubo de aceptar el pacto, contentísima al cabo de
tener junto a sí a la hermana querida, para quien guardaba buena parte de los
dulzores de su excelente corazón.
Esta resolución de misia Liberata traía
aparejada otra, objeto también de largas reflexiones. Un día llamó a Duseuil y
le hizo entrar en la biblioteca; estaba ella sentada junto a la mesa: vestía de
riguroso luto, y por la grave seriedad de su actitud pareció a Max una hermosa
estatua, puesta allí para llorar la ausencia de D. Hipólito, cuyo espíritu
conturbado diríase vagaba aún, con aleteo de murciélago, por los ámbitos de la
obscura habitación.
-Señor Duseuil -dijo la voz suavísima de
misia Liberata-, ¿sabe usted para qué le llamo? Pues para esto...
Decidida a dejar la casa y a buscar el
arrimo de la hermana, porque su juventud no la consentía, a los ojos de la
sociedad, la independencia que la otorgaba la viudez, con harta tristeza suya,
había pensado en que él, obrero honradísimo y económico, podía quedarse con la
finca, a título de inquilino principal, y subarrendar por su cuenta las piezas
sobrantes. ¿Qué ventajas, sacaría él en el negocio? Primera, el excedente del
total de alquileres, pues con lo que los otros pagaban pagaría él la locación
de la finca, y quizás tendría libre de gastos las piezas que para sí se
reservara; después, estas y las otras... No se explica un agente de negocios
con mayor claridad, y las hermosas manos de misia Liberata acompañaban, con
mímica expresiva, al gesto insinuante, a su voz de timbre musical y a los
sentidos suspiros propios de su situación: sacó cuentas como una matemática, y
asombró a Max por lo mucho que se le alcanzaba en floreos mercantiles. Con
parecerle a Max el negocio soberbio, no se atrevió a aceptarlo en redondo, y
dijo que lo pensaría.
Esto significaba consulta previa con la
mujer. Madama Clémence halló tan de su agrado el ofrecimiento y de tan grande
provecho, que sin que discutieran ni poco ni mucho el cuánto, quedó todo
arreglado en el día; en pocos más cambió de domicilio misia Liberata, y fueron
los Duseuil dueños absolutos de la casona de Andillo.
Entonces se trasladaron del segundo patio
al primero, y ocuparon las propias habitaciones de los amos: en la que fue
biblioteca pusieron una sala muy cuca, y del tocador de la señora hicieron un
obrador cómodo y lleno de luz; compraron para el comedor y la alcoba muebles de
nogal y roble, colgaron en puertas y ventanas preciosas cretonas y yutes con
viso de seda, oleografías y espejos de pasta en las paredes; la vajilla de loza
trocaron por fina porcelana francesa, y como eran dueños de la cocina del
fondo, tomaron criada que les guisara, una de allá, también normanda, ¡Qué
transformación! ¡Qué lujo! ¡Cómo lucía todo y cómo reflejaban las lunas la
risueña y gallarda figura de madama Clémence y la bonachona de Max! La misma
mère Celeste, encerrada en un cuadro dorado, sobre el orondo sofá de la sala,
en el sitio que durante tantos años presidió el coronel Samponce, abría ojos
tamaños de asombro. ¡Ah! ¡Si ella viviera, y pudiese catar la pobrecilla el dulce
fruto de la prosperidad!
Nunca madama Clémence le saboreó, como
ahora, en la meta de sus modestas aspiraciones: de ser ama de casa, tener sus
comodidades, su pasar, y el porvenir seguro, en lo que cabe, dentro del
limitado círculo que encierra a los humanos; nunca, ni cuando Max la anunció
que Mr. Patrick le asociaba a su negocio, y contando las economías y echando
cuentas se pasaron la velada por ver si era posible reunir lo necesario para
realizar la combinación en proyecto: las sumas salieron más claras que la luz,
pudo ostentar su hombre un galón más en la manga de la blusa, y, sin embargo,
tan grande como fue su júbilo, no llegó a serlo tanto como este de sentirse un
poco menos obrera y un poco más señora, descansar a su antojo, sin temor de que
se le pasaran las planchas o se la quemara el potaje, y tener autoridad para
mandar, que es el del mando instinto poderoso también. Sidonia, traiga usted...
Sidonia, lleve usted... Y estarse quietecita, mientras Sidonia va, viene,
ejecuta, barre, friega, lava y guisa. Ya sus manos, encallecidas por las bajas
faenas domésticas, no rozarían el mango de la escoba, ni la badila de las
hornallas, ni se abrasarían con los ácidos de los jabones propios para el
fregadero; tal vez, más tarde, como las cosas pintaran mejor, abandonaría su
oficio de planchadora, porque Max ya lo había dicho: que si el negocio seguía
prosperando, quería verla de señora, como la Fiorelli de enfrente.
Ella se miraba y remirábase en sus
espejos, que lo menos cuatro tenía y de clase superior, despertada la
coquetería señoril con aquel cambio de situación no seguramente improvisado,
por capricho de la lotería, sino ganado a fuerza de puño, en aquel largo dúo
del serrucho del marido y de la plancha suya, dúo sostenido sin desfallecimientos.
¡Con qué tranquilo gozo podía sentarse ahora, cruzados los brazos, y echar la
vista atrás hacia el camino recorrido desde que salió de la aldea con el miedo
de lo desconocido! ¡Oh, América, tierra generosa, que no has menester de más
abono que el sudor de la frente!
A madama Clémence le pareció que no se
avenía ya con su nuevo carácter de inquilina principal esto de andar con la
cesta de ropa en la cabeza, y tomó una oficiala, y luego otra: así no tenía que
estar de la mañana a la noche encorvada sobre la plancha ardiente, doloridos el
pecho y las espaldas; de maestra, vigilaba el trabajo de las subalternas, no
hacía más que preparar el bórax a fin de regular la tiesura de la tela, y tenía
tiempo sobrado para el grato mangoneo de su casa: limpiar con una gamuza muy
fina el roble y el nogal de sus muebles, quitar el polvo de repisas y frágiles
chucherías con el plumerito rojo, porque Sidonia podía hacer alguna
barrabasada; o contemplarlo todo, feliz con la posesión de aquel menaje, y la
idea de que estaba dans ses meubles, suprema aspiración de la mujer hacendosa.
Algo más contribuía al mayor
contentamiento de madama Clémence, y era haber logrado enderezar la torcida
naturaleza de Juanillo, a fuerza de paciencia y de rigores, aquel Jean selvático,
rebelde y vicioso; pero ¡cuánto trabajo la costó! ¡cuánto disgusto! Al
principio, creyeron ella y Max que no sacarían partido del muchacho, y más de
una vez, sobre la ya planchada pechera de una camisola cayeron lágrimas
importunas, que estropearon la faena del día: todo resultaba inútil, lo mismo
las bofetadas que los consejos, el internado en un colegio que la encerrona en
casa, o los trabajos forzados en el aserradero; y de repente, el que comparaban
a lingote de hierro, por lo duro e inflexible, se convirtió en pedacito de
cera, que a poco más se les funde entre las manos. ¿En virtud de qué influjo?
¿era el ambiente? ¿el ejemplo? ¿el espectáculo de aquel tole-tole comercial, la
compra-venta elevada a la categoría de deidad, el Mercurio reinando y gobernando
absoluto, inclinados todos sobre el yugo, inficionados todos del deseo de
lucrar, todos absortos en la idea tiránica del medro y de la fortuna? Bien
cerca tenía, por cierto, modelos que copiar, y se empeñó en imitarlos, con esa
voluntariosa persistencia que era una de las grandes fuerzas de aquella almita,
y que hacía decir a madama Clémence:
-Este lo mismo podrá ser un hombre de
bien, que un pillo; que se le ponga en la cabeza, y punto concluido.
Felizmente, gracias a misteriosa influencia,
optó por lo primero, y se metió con pie firme en el buen camino. Fue dormilón,
y se hizo madrugador; irrespetuoso, y se puso un candado en los labios;
callejero, y no salió ya de casa... ¡Vaya, que quien le había convertido buenas
manos para convertir tenía! Mejor no lo hace el más elocuente fraile descalzo.
Y que la cura iba de veras probábalo su afán en el trabajo, el porfiado plantón
debajo del cobertizo, entretenido en la enfadosa tarea de contar sacos, del
alba al anochecer, sin que se le oyeran protestas; quejas sí le oían los
hermanos, pero producidas por la creencia de que aquello no le daría bastante
para llegar a rico en breve tiempo, y que aun en el supuesto de que algún día
Max sustituyera a Mr. Patrick como patrón del aserradero y ocupara él la plaza
de Max, a buena hora vendrían las mangas verdes, que no serían pocos los años
que habríanle caído encima.
La intervención de monsieur Fossac calmó
a tiempo sus cavilaciones y alentó sus esperanzas. Este monsieur Fossac era un
lionés de muy buena sombra, secretario de L'Union Ouvrière y segundo redactor
del veterano periódico Le Coq Gaulois, ligado a los Duseuil por amistad de
larga data, argentino naturalizado, entusiasta de su nueva patria, sin que esto
fuera óbice a que el afecto de la otra se mantuviera ardiente y lo expresara
con aquella viveza que, así en su conversación como en los gestos de su cara
mofletuda y en los ademanes de sus brazos cortos, chispeaba y se encendía al
solo nombre de la hermosa Francia lejana. Pues este monsieur Fossac tenía un
hermano agricultor allá en Santa Fe, y puso toda su buena voluntad para que
consintiera la pareja normanda en confiarle el muchacho, y vencida la
resistencia de madama Clémence, que a Max el proyecto encantó desde luego, él
mismo le llevó a la colonia, le instaló en la heredad del hermano,
recomendándole y sermoneándole paternalmente, y cada mes venía tres veces por
lo menos a la calle de Charcas con carta, ya del Fossac mayor, ya de Juanillo.
-Chère madame, cartita tenemos: el chico
está como un pino de sano, de alto y de robusto; lea usted. Ha hecho ya una
siembra de maíz y de trigo. La vida de campo le sienta a maravilla y dice Jean
Pierre que será uno de los mejores colonos.
Sí, así lo decía Jean Pierre, el Fossac
mayor, y lo confirmaba Juanillo en cartas respetuosas, comedidas, impregnadas
de entusiasmo: trabajaba mucho, no jugaba ni bebía; como la langosta no
viniera, la cosecha sería opima, porque el trigo estaba ya granado y los
maizales soberbios. Concluía el año con tanto y cuanto de reserva, y el próximo
tendría más, mucho más, y lo primero que pensaba hacer ¡cosa más fácil! era
comprar una hectárea y luego edificar una casita de ladrillo, con techo de
pizarra, jardín y bastantes arbolitos en contorno que la asombraban
poéticamente, como en los nacimientos. Por eso se levantaba tan temprano, y
cumplía los deberes que el señor Fossac le había impuesto, vigilando los
peones, los ganados y las diversas operaciones agrícolas, con severidad igual a
la que los hermanos le aplicaban cuando él no era el hombre de ahora. El sol le
había quemado bastante y el bozo rubio que trajo era ya bigotillo de retorcidas
guías: no le conocerían de cambiado que estaba. Iba todos los domingos a la
iglesia del pueblo, y oía misa con grande compostura. Leía en los ratos de
ocio, porque un rico que no sabe nada es semejante a un burro cargado de oro...
Les extrañaba mucho, pero poco a poco se hacía al necesario destierro... Así
sucesivamente, en cada carta, ora tristón, ora alegre, siempre seguro del
porvenir y de sí mismo. ¡Qué proyectos y qué cuadros de vida aldeana sabía
pintar con un rasgo de pluma, sencillo y encantador! Era para irse a la colonia
María Luisa, a hacer de pastorcitos y dejarse abrasar de aquel sol vivificante,
que así fortalecía el cuerpo y sanaba el alma.
Eso sí, como coletilla de cada carta
venía una postdata preguntando: "Dites-moi, ¿qué es de los Barbados y de
Tito?..". Sólo a Tito nombraba, pero advertíase que por Tito únicamente no
se interesaba tanto. Y madama Clémence con estas noticias halagüeñas, mientras
el amable mensajero, cuya obesidad le mantenía en un sillón de la sala hiposo y
sin alientos, sonreía mostrando las encías:
-¿Qué tal, chère madame? ¿No os lo decía
yo? Lo que Jean necesita es aire libre, rienda suelta, alejamiento... Ya le
tenemos agricultor hecho y derecho. Lo demás vendrá por sus cabales ¡sacrebleu!
Sí que vendría, Dios mediante, como
tantos beneficios habían venido en el curso tranquilo de los años, sin que las
pestes y fieros males políticos que en dos o tres ocasiones desolaron la
capital les perjudicara, ni en la salud ni en la hacienda. Seguramente la madre
Celeste, que fue una santa, pedía al Señor en el Paraíso por sus nietos, y el
Señor la prestaba oído bondadoso. No tenía ojos monsieur Fossac para ver que en
aquella casa la prosperidad y la felicidad, dos hermanas gemelas que rara vez
andan juntas, habitaban en dulce paz ¿pues no era un favor del cielo?... Estas
y otras manifestaciones de la exuberante normanda, que las decía con fervoroso
convencimiento, elevando sus brazos robustos, de encarnación pronunciada,
dignos del pincel de Rubens, merecían del Fossac menor afirmativas cabezadas,
síes entusiastas que hacían temblar su adiposa cubierta.
-¿Y yo, chère madame? Pues, ¿y dónde me
deja usted a mí, que llegué a esta bendita tierra con una mano atrás y otra
delante, palabra de honor? No soy rico, pero tengo un nombre, una posición y
una mujercita del país, que vale un reino. Vaya, que si carnes he echado, buen
pelo me luce, y si no a la vista está.
Otra vez mostraba las encías y hasta la
redonda lenguaza, de sano color rojo. Y en esto entraba Max, que era la de las
dos la hora del mate y él lo prefería al té y al café, cebado de manos de su
mujer, al uso de la tierra, dentro de la curada calabaza; es decir, llena ésta
hasta poco más de la mitad de buena yerba paraguaya, después de encajada la
bombilla, un terrón de azúcar quemada y la suficiente sin quemar, a gusto del
consumidor, un chorrito de agua fría primero, y luego el agua caliente, que se
desborda en verdosa espuma... Y con las buenas noticias, la regocijada charla
del periodista y el substancioso chupar de la bombilla tenían para buen rato de
tertulia. Monsieur Fossac, por aquello de que escribía para el público y estaba
al corriente de chismes sociales y enredos políticos, traía arsenal bastante a
llenar la mejor gacetilla; y como de la marcha administrativa dependía el
progreso de la República, sendos turnos consumía y mates repletos y espumosos
discutiendo los últimos proyectos del ministro de Hacienda.
Max le oía con profundo interés, rozando
con el dorso de la mano los recortados bigotes, y calurosamente expresaba la
unión de su espíritu al del país hospitalario. Relucían sus ojos azules, y el
gesto de energía hermoseaba su varonil semblante.
Por las noches, en la tibia intimidad del
comedorcito burgués, mientras Sidonia servía las abundosas fuentes y madama
Clémence escuchábale mirando sus manos, que la ociosidad y la pasta de
almendras suavizaba poco a poco, sueños soberbios, de fortuna y de poderío,
agitaban al obrero, la vista fija, al través de los vidrios, en la masa de
vigas del aserradero vecino... La acostumbrada lectura del periódico francés,
al final de la comida, sobre el tapete de terciopelo de lino, colocado en el
centro de la mesa el jarrón con flores siempre frescas, le distraía luego y
transportaba, de un aletazo de la imaginación, al otro mundo, a Europa; sus
nervios se calmaban, embargábanle los dulces recuerdos de la patria.
-¡Anda! ¿Sabes lo que ha ocurrido en el Havre?... Y en Marsella...
También en Lyon... ¡Este París! Mira tú que París... ¡Tiens! ¡Tiens!
Madama Clémence, recostada en la
mecedora, hacía crochet o repasaba la ropa, y soltaba exclamaciones: ¡ah! ¡oh!...
interrogando al lector, emocionada ella también, de viaje imaginario por allá,
como el marido. El Havre ¡ay! ¡no verían más, no, el hermoso puerto normando!
¡Volver! Vendidas la parcela de terreno y la casita, muerta la madre Celeste,
olvidados de todos los amigos, eran ya extranjeros en la aldea: los perros
saldrían a ladrarles y los vecinos les mirarían con desconfianza. El hogar que
se abandona es como chimenea a la que deja de echarse leña: se apaga, se enfría
y tan sólo guarda cenizas, las del recuerdo. Ahora, el fuego le tenían
encendido en argentina tierra, y por atizarle se estrechaban en su torno cada
vez más, unidos ambos por el amor y el trabajo... La joven, melancólicamente,
volvía del lado de Max la cabeza, cuyos cabellos, de ese rubio de ocre que más
tarde la moda había de imitar con desvergonzadas tinturas, brillaba a los
reflejos de la luz, y preguntaba:
-¿Verdad, Max? ¿Qué haríamos nosotros en
la aldea? ¡Morirnos de tedio! Más pena que alegría sentiría yo de volverla a
ver... ¡Esta es ya nuestra patria, Max! Trasplantados aquí y arraigados, si nos
arrancara de nuevo el destino, nos secaríamos miserablemente... ¡C'est comme çá!...
A veces, en la noche de algún domingo,
sorprendíanles de sobremesa las dos Barbados, madre e hija, tan compuesta doña
Orosia y tan espigada y guapísima Crescencita, que metamorfosis igual, al que
las conoció en los albores de su trabajosa vida bonaerense, dejaría turulato
sin remedio. No porque trajeran sedas ni perendengues costosos, sino por el aire
aristocrático con que sabían ambas llevar la lanilla de motitas y el velo de
blonda, aire de familia que, si nunca perdió la dama gaditana, algo echábanle a
perder los pingajos y la mugre propios de las faenas a que se dedicaba antaño;
no traían, pues, más que el aseo y el atildamiento de la medianía, y además,
doña Orosia, un broche de oro con el retrato de D. Rufino, que tapaba y
descubría, a voluntad, un diminuto abanico de esmalte, alhaja redimida, sin
duda, de las penas de la pignoración. Parecía que la mano de gato, de que
siempre abusó la mamá, se empleara ahora discretamente, o quizá el almidón de
entonces habíase convertido en fino polvo de arroz, que en vez de revocar,
aterciopelaba la piel y la asemejaba a la corteza de los melocotones; pero en quien
los modestos arreos, como flor que no ha menester de búcaro precioso para
regocijar la vista y transcender el perfume, destacaban la belleza en capullo,
era en aquella Crescencita, la chiquilla de la máquina, desgreñada madrugadora,
que antes daba aceite y brillo a Singer, que toda el agua y el jabón que
demandaba su graciosa personita, y vémosla después del trasplante a la calle de
las Artes, con el cabello lindamente alisado y trenzado sobre la espalda, un
manojito de rosas en cada mejilla, y las que fueron líneas indecisas, curvas y
redondeces divinamente plasmadas por la diosa Pubertad.
Sentía madama Clémence, cuando entraban
sus antiguas vecinas, la pícara comezón de la vanidad, el malsano apetito de
darlas en las narices con el relativo lujo, que a ella se le antojaba
superlativo, de que disfrutaba; y no paraba de llamar a Sidonia, de ordenar a
Sidonia, de regañar a Sidonia, trayendo a la muchacha al retortero y
descubriendo sus torpezas con impertinente pesadez... O ya abría el chinero de
par en par, porque aparecieran a la vista las bien surtidas alhacenas, de
porcelanas, de cristales, de fiambres y de compotas; encendía las dos lámparas
de la sala, y delante de cada espejo obligaba a las visitas a hacer una
estación admirativa; invitábalas a palpar la colcha de la cama, para
convencerlas que era del tejido de lana más fino; registraba los armarios y
exponía su abundante ajuar, ponderando ella misma la calidad, el color y el
precio. De suyo encarnadota siempre, la natural vanidad femenina satisfecha la
animaba doblemente, y se sofocaba, enmudecía al fin por la emoción, diciendo
sus ojos violados a las claras:
-¡Pásmense ustedes! y revienten de
envidia.
¡Qué había de pasmarse doña Orosia, ella
que tuvo casa en Arcos! Al contrario: parecíanle muy cursis los alardes de
madama Clémence, y se limitaba a otorgar el visto bueno con equívoca sonrisa.
-¡Sidonia! -clamaba en esto la normanda-
venga usted; recorte la mecha de esas lámparas, que atufan la casa: diga usted
a las oficialas que se marchen... ¡Qué criados! ¡Nunca puede estar una bien
servida!
Max intervenía alegremente para preguntar
a la de Barbado qué tal andaba el negocio, qué era de D. Rufino y de Blümen, si
se vendía mucho, si se ganaba más... Y tocaba entonces el turno a doña Orosia
de esponjarse, toser, crecerse y provocar la admiración de los oyentes,
enviando a madama Clémence miraditas de desafío:
-¿Qué dices tú de esto? Abre la boca y
quédate como papamoscas.
El negocio marchaba sobre ruedas, después
de tal cual tropiezo y probable atascamiento, difíciles de evitar en toda
empresa nueva: se trabajaba, se vendía, se pagaban las trampitas, y como la
clientela aumentaba y el artículo estaba hecho, pudieran limpiarse de polvo y
paja las ganancias y los cimientos de la tienda serían inconmovibles.
Aspiración suya y de todos, a la que todos prestaban mano solícitos, cada cual
en su esfera y según sus fuerzas: D. Rufino y Blümen, comprando materiales,
buscando al género pronta salida, echando cuentas claras y afirmando relaciones
en la plaza; ella y Crescencita, pegadas al mostrador el santo día, vigilando y
ayudando a las oficialas, pescando con el anzuelo de su sonrisa a los
compradores. Eran muchos los jóvenes de la aristocracia que iban nada más que
porque les probara los guantes Crescencita, y la Ciudad de Cádiz se había
puesto de moda, al punto que hacían cola los coches delante de la puerta. Se
trabajaba, sí, sí, y se vendía la mar. Ya D. Rufino y Blümen tenían el
pensamiento de abrir una sucursal en el centro, en la calle Florida, si posible
fuera, con anaqueles de roble, espejos y terciopelos. Pero antes había que
pagar íntegramente el préstamo a los mostachos color de limón, y al Banco de la
Provincia, porque "la fe comercial es lo primero".
Rascábase la monda barbilla D. Rufino y
con los tres pelos bismarckianos agotaba las conferencias. La ambición de ir
más allá, salvadas las primeras piedras y adquirida la velocidad del poderoso
empuje, escocíale y no le dejaba parar. Pero la prudencia y la cachaza de Franz
le sujetaban. Excelente socio este germano frío, máquina de hacer números,
mudo, sordo y ciego mientras no se le tirara de la cuerda correspondiente a
cada sentido, como a pelele de madera, que mueve los brazos y piernas, rueda
los ojos y saca la lengua a voluntad de la mano ajena. ¡Qué hombre, Señor, qué
hombre! Doña Orosia dudaba que allí dentro hubiera algo parecido a alma, ni
otra cosa que no fuera paja o estopa. Porque cuidado que todo en él figuraba
efecto de autómata, lo mismo los movimientos que las palabras, secreto girar de
muelles y de resortes que producía la voz y el juego de los músculos... En fin,
ellos, los Duseuil, le conocían bien a fondo, y comprendían de qué grande
utilidad un hombre de estos resulta para una empresa cualquiera que se inicia y
ha de ser dirigida por otro de genio tan vivo y de sangre tan andaluza como D.
Rufino; usando de una comparación poco culta, pero propia, de doña Orosia,
Franz venía a ser para D. Rufino lo que al potro arisco la manea, que le ata y no
le deja andar sino a saltos.
Lo cierto es que, tirando el uno y
aflojando el otro, la tienda se acreditaba, y en un par de añitos, libres de la
carcoma del préstamo, podrían desplegar las velas sin temor alguno; tira y
afloja que, aun a los que conocían los respectivos caracteres de los dos
socios, chocaríales de seguro, porque, en realidad, ni la viveza de genio de D.
Rufino llegaba a la intransigencia, ni la pachorra de Franz a la anulación de
toda iniciativa. Aquí doña Orosia tosía más fuerte y velaba misteriosamente la
voz... De cierto tiempo acá,
parecía que andaba más taciturno el germano: comía con ellos, y en la mesa
suspiraba mucho, bebía poco y hablaba menos, menos que lo que comúnmente tenía
por costumbre; luego, apenas salía; se pasaba encerrado en su cuarto las horas
que su deber le libertaba del plantón en la tienda o del callejeo ordinario.
Los tres pelos que en lo más alto de la
frente, cruces de aquel calvario, mostrábanse enhiestos, pronto quedarían como
enseña de la fenecida cabellera, porque, devorando sin duda por el fuego de la
reflexión, el cráneo desnudábase del capilar adorno, y hasta el mismo occipucio
aparecía ya con un cerquillo ralo y vergonzante; los ojos se le avejigaban cada
día, y dijérase que los dientes le crecían, porque doña Orosia nunca le vio
dentudo... ¿Qué tenía Franz? Quebraderos de cabeza comerciales no serían,
porque andaba el negocio como una seda; mal de amores, quizá. Madama Clémence
se reía. ¡Enamorado Franz! ¡Si era un témpano de hielo el pobre joven! No
servía el Bismarckito para el caso, y se le antojaba tan tímido que, sin temor,
le metería el dedo en la boca, segura de no ser mordida, a pesar de sus
espantables colmillos. Como que no era sangre lo que henchía sus venas: era
horchata de chufas. Y la de Barbado protestaba:
-Sí, ponga usted el tempanito cerca del
fuego, y verá si se deshiela y liquida completamente. Cuando yo lo digo,
madama...
-¡Ah! cerca del fuego -repetía la
normanda, mirando de soslayo a Crescencita y creyendo comprender-; puede que
sí... Mire usted, desisto de hacer la prueba, porque seguramente me mordería.
Crescencita no manifestaba emoción
alguna, sonriendo inocentemente. A veces bostezaba, poniendo en la boca la mano
pequeñita, tan bien enguantada, que era éste el mejor pregón de las excelencias
de la fábrica gaditana. Sólo cuando la cháchara llegaba a un punto obligado y
cierto nombre rodaba en todos los labios, los dos manojitos de rosas
palidecían. ¡Jean! ¿Qué es de Jean? ¡Pero si está tan guapo Jean!
¡Jean! Quedábase Crescencita pensativa,
los ojos abiertos y fijos en el vacío. Recordaba que el día del entierro del
señor catedrático, el chico de los Duseuil, al que hacía tiempo notaba tristón
y preocupado, se topó con ella en el zaguán y la dijo confusamente muchas
cosas, acaso las mismas que en las leyendas suelen decir los caballeros que van
de aventura, a matar algún mal gigantazo o acometer otra mayor empresa y
peligrosa, apretándole con tanta fuerza la mano, que ella chilló, y hasta se
enfadó porque la entretenía demasiado. Después, con la revolución de la mudanza
y las atenciones de la tienda, no se acordó de Juanillo para nada, y sólo
cuando ya la costumbre borró el encanto de la nueva posición, el pensamiento
echó de menos al amiguito de la calle de Charcas, al simpático mirón de la
huerta, que no estaba allí cerca para verla que mañosamente pespunteaba los
guantes, cómo sabía vender y atraer la parroquia, y qué maja se había puesto;
para enseñarle el vestido de los domingos, y el sombrero, y la casa que tenían,
tan distinta de la otra. ¿Por qué se marcharía tan triste, Jean, puesto que iba
a ganar también mucho dinero? ¿Por qué la apretó la mano y la dijo esas cosas?
Pero ¿qué cosas dijo? Crescencita sentía honda emoción, y se ponía muy colorada,
y luego pálida, muy pálida... ¡Vaya! Que si el pequeño Duseuil volvía, había de
prohibirle que le apretara la mano. ¡Valiente borricote! Como que se la dejó
dolorida... ¡Ojalá viniera pronto! Porque era mucha lástima que no la viera con
el sombrero puesto y el traje azul de rayitas color de oro...
D. Rufino, el gran D. Rufino, un don
Rufino en nada semejante al buhonero antiguo, si no es en la figura espigada y
en lo lampiño del rostro huesoso, vestido de paño casimir, planchada camisa,
corbata de seda, hongo y junquillo, llegaba después de las diez a buscar a su
mujer, porque el camino era muy largo y la soledad de las calles muy peligrosa
para la honestidad que anda sin la masculina custodia, impuesta no sé si por
las buenas o las malas costumbres. Llegaba D. Rufino, y había que oírle sus
disquisiciones económicas, no seguramente de palabras; pues él todo se lo
sabía, lo estudiaba y lo resolvía con abundancia tal de hábiles expedientes,
que más que tocar el clarinete en Arcos (con perdón de doña Orosia) debió de
ser alto empleado de Hacienda o algo parecido. Doña Orosia hacía guiños, que
significaban:
-¿No les decía a ustedes que sin el freno
del Bismarckito nos tumba y descalabra?
Tanto hablaba D. Rufino, exponiendo la
balumba de proyectos comerciales que a diario se le ocurrían, de empresas
gigantescas, ya ferroviarias, ya industriales, producto del ambiente en que
vivía, que, al cabo, sentábase cansadísimo, como si la cima de la montaña
hubiera hollado, soltando la piedra enorme que cargaba sobre los hombros. Max
le miraba sonriendo, y él adivinando el sentido de la sonrisa enigmática,
decía:
-Que no hemos llegado a la mitad del
camino, lo sé, amigo Duseuil, ¡no he de saberlo! Pero ¿qué diablos tiene esta
atmósfera americana que así nos pone los nervios, nos excita y azuza,
empujándonos a todos a la conquista del oro? Cuanto más se adquiere más se
desea, y a todos los que de fuera venimos se nos mete entre ceja y ceja que
hemos de ser por fuerza Patricks y Fiorellis. ¿Por qué no?
Y se callaba, acariciando aquella idea
extraordinaria de la metamorfosis soñada, en que del Barbado gaditano, gracias
al influjo del ambiente y a la virtud del trabajo, no quedase molécula
siquiera, hombre nuevo de los pies a la cabeza. También callaba Max... Y entre
tanto las mujeres se despepitaban charlando, y la pacienzuda Sidonia taconeando
andaba por el patio, en cumplimiento de órdenes, siempre repetidas y nunca
cumplidas al gusto de madama Clémence.
El que no venía de visita era Tito. Según
doña Orosia, se comía los libros, y ahí se quedaba en su cuarto devorando los
textos con glotonería alarmante. Habíase puesto paliducho, acaso del
crecimiento, del excesivo estudio y también de la encerrona, porque hecho a la
vida callejera, el sol y la lluvia le sentaban mejor que la quietud de la
escuela y de la casa paterna. Pero él no quería pasear, no quería perder el
tiempo jugando a la rayuela o a las bolitas, y todo el dinero de su hucha
gastábalo en libros. De seguir así, iba a ser un Salomón.
Pues, ocurrió una vez que D. Rufino dejó
de venir a buscar a doña Orosia y a Crescencita, y como pasaban de las once,
madama Clémence y Max brindáronse a acompañarlas; estaban a fines de octubre y
la noche era deliciosamente estival. Dejaron a las dos Barbados a la puerta de
la tienda, y por las calles solitarias, muy arrimaditos, como en sus paseos de
novios, volvieron paso a paso; salían tan poco de noche (porque Max, en
comiendo y leyendo su Coq, se acostaba o se marchaba él solo a encerrarse en la
biblioteca de L'Union Ouvrière), que aquella caminata al través de la gran
ciudad dormida, en medio de la atmósfera tibia y del silencio, sabíales a
picante calaverada, y la voz de Max, en el oído de madama Clémence, sonaba
dulcemente, lo mismo que cuando en la aldea la dijo la primera palabra de amor.
Pero no era amor lo que Max declamaba, sino sus sueños de riqueza, con el
acento entusiasta que prestan el convencimiento y la propia confianza:
-Ayer le oí decir a Mr. Patrick que
estaba cansado y que, año más año menos, traspasaría el aserradero. Cuando ese
día llegue, creo que tendré bastantes economías y sobrada audacia para decirle:
Mister Patrick, el aserradero es mío; aquí entrego la parte que a usted le
corresponde. ¡Mío el aserradero, mío! ¿Te das cuenta, Clémence, de lo que esto
significa? Para darte cuenta cabal, acuérdate de la noche de nuestra llegada,
una noche como esta, acuérdate de nuestra primera conferencia con aquel
excelente doctor Andillo, pidiéndole rebaja del cuarto y exponiéndole nuestra
pobreza... Tengo, como Barbado, llena la cabeza de proyectos; sin duda, lo da
la tierra. Mira, hace un mes compré un terreno, ese vecino de la Chacarita, y
le he vendido ganando el treinta por ciento; ahora, con Mr. Patrick,
compraremos otro para especular, y seguramente ganaremos un cincuenta... Siento
fiebre, la fiebre de la impaciencia. ¡Ah! el día que el aserradero sea mío...
Volvieron la esquina, y apareció el largo
paredón de Patrick, junto a la cerrada casa de Andillo; Max tendió el brazo, y
al oído de su mujer repetía:
-¿Ves? ¡Qué propiedad más hermosa!
¡Setenta varas de frente por setenta de fondo! ¡Algún día arrasaré esos muros y
edificaré el palacio que tú te mereces, mignonne!
Madama Clémence sonreía, encantada. Él la
cogió una mano y la advirtió áspera todavía y callosa; y como llegaran a la
puerta, antes de llamar dio con el bastón un golpe sobre el escudo de hoja de
lata que anunciaba la planchadora francesa a los transeúntes, le desenganchó de
la escarpia que le sujetaba al muro y le presentó a su mujer como un trofeo:
-Clémence, la planchadora se ha mudado y
no se sabe dónde... Hasta hoy me has ayudado con tu trabajo, y desde hoy no
necesito sino de tu cariño. Mañana despides a las oficialas y cierras el obrador.
Cuando Sidonia salió a abrir, vio
asombrada que madama Clémence lloraba, con la muestra en las manos...
VI
Lo menos tres años estuvo Juanillo sin
bajar a la capital, rigurosamente enclaustrado en la colonia santafecina,
porque Max decía, un poco a su manera, que caballo resabiado en husmeando la
querencia vuelve a sus resabios, y no era prudente estropear la cura por mal
entendida sensiblería, mucho menos ahora que el bigotillo estorbaba la
aplicación de cierto remedio manual de grande eficacia en casos infantiles;
tampoco él hacía mucha fuerza porque le dejaran venir, y tanto de sus cartas,
como de las noticias del Fossac mayor, deducíase que estaba el mozo entregado
en cuerpo y alma a su labor campesina y no quería oír hablar de nada que le
apartase del surco donde germinaba la semilla de su fortuna. Pero a madama
Clémence la ausencia parecíale ya larguísima y excesivo el rigor de tenerle así
alejado, cuando tan pocas horas le separaban, y un día tras otro insistía en
que dieran suelta al prisionero... Para súplica de mujer, no hay sordera que
valga: expidiose al cabo la orden de libertad provisional, se aprestó el Fossac
mayor a cumplimentarla de buen grado, el antiguo obrador de plancha convirtiose
en bonita alcoba, alhajada con femenil esmero... y la orden fue devuelta, con
estas palabras de Jean Pierre: -Jean no quiere ir...
¿Por qué no quería venir Juanillo? Él
mismo no se cuidó de explicarlo, limitándose a decir que estaba en lo mejor de
la siega, y no había de abandonarla; apenas si, con la punta de la pluma,
prometía visitar a sus hermanos después, más tarde, allá para las calendas
griegas. ¡Diablo de chico! Nada, que en tomando algo a lo serio, de tal modo se
identificaba con ello, que ni consejos ni tirones obligáranle a soltarlo.
Agricultor se había hecho, y como agricultor viviría, mientras no recogiera el
fruto de sus afanes... Madama Clémence pensaba que era esto demasiada música, y
por dejar unos días la hacienda, no iba el diablo a llevársela; ¿tan poco
afecto guardaba a sus hermanos? ¿o le retenía en la María Luisa algún amorcillo
zafio, quizá más pernicioso que los ya curados males de antaño? Tanto dio en
discurrir sobre esto la normanda, que llegó a echar en cara a Max su terquedad
y dureza, pues el alejamiento entibia el cariño, y la adolescencia que a su
propio impulso se abandona, corre desbocada al abismo, débil a la mano juvenil
para refrenarla; se puso mala, de estos ingratos pensamientos, y a Max
ocurriósele enviar un despacho al Fossac mayor, dándola por muy gravemente
enferma, a fin de forzar al pícaro hermanito a dejar la cárcel donde se hallaba
tan a gusto; en efecto, Juanillo se asustó y se vino a escape, creyendo que la
encontraría por lo menos sacramentada...
La encontró tocando el piano, un se-di-ciente
Pléyel en que buena parte del día distraía su ociosidad, empeñada en enseñar a
los dedos, demasiado torpes, el arte de hacer cabriolas sobre las teclas, muy
pálida por la ligera calentura sufrida, hermosota siempre y hasta elegante con
su bata de lana color de granate. Madama Clémence dio un grito, y los dos se
abrazaron, sorprendidos de verse tan cambiados los dos, tan cambiados que
apenas se reconocían, y no hablaban por mirarse, ella examinándole con ojos
amorosos, y Jean paseando los suyos de la hermana a los rincones todos de la
sala, con asombro expresado luego así:
-¿Eres tú o no eres tú?
-¡Ay! ¡Cómo has cambiado, Jean, en tres
años! -exclamó madama Clémence- ¡qué alto estás! ¡Qué guapo y qué bien te
sientan los bigotes! ¡Te has vuelto todo un buen mozo!
No acababan de admirarse uno y otro.
Estaba Juanillo muy tostado del sol; la frente, en la parte protegida por el
sombrero, aparecía blanca, como venda que la ciñera; sus manos amulatadas, el
traje algo burdo, las botas de caña, enfundada dentro del pantalón, el pañolito
anudado al cuello, el aire y los andares de hombre que sobre el lomo del
caballo pasa la mitad del tiempo y a quien el caminar a pie sienta como al
marino, denunciaban al gaucho legítimo, vestido de pueblero, torpe en sus
movimientos, tímido y desconfiado, pero asimismo tan robusto y varonil, que el
mocetón de ahora no conservaba casi parecido alguno con el Juanillo de la
ciudad; de tal modo la vida de la aldea le había transformado, poniéndole ese
sello de energía que el aire libre, el sol y la lluvia marcan en el cuerpo no
defendido por la afeminación y que se entrega a su ruda caricia.
-Monsieur Jean Pierre me dijo que estabas
muy enferma... -indicó el joven en son de reproche-. ¡Buen susto me habéis
dado!
-Lo estuve... Si Max inventó eso de la
gravedad fue para que vinieras... Vamos a ver: ¿por qué no querías venir?
Hizo Jean el gesto voluntarioso que en
otras ocasiones le valió sendos soplamocos fraternales, y dio la misma disculpa
de sus cartas, encerrándose luego en silencio sospechoso, que a madama Clémence
se le antojó de mal agüero. Quiso mañosamente sonsacarle el cabo de su secreto,
pues había secreto gordo o era ella miope, y no lo consiguió; ¡chico más
taimado! y ¡cómo se revolvía huraño, al sentir las cosquillas de las preguntas
indiscretas! Le dejó entonces, jurándose que no se marcharía a la colonia sin
que le registrara el fondo de la conciencia... Y Jean, libre del interrogatorio
importuno, expresaba de nuevo su admiración de ver a la hermana de señora,
pelechando de modo tan milagroso...
-Sí, sí, -dijo madama Clémence-, estamos
en plena prosperidad. ¡Dios nos ayuda, Dios nos ayuda! No está lejano el día
que Max suceda a Mr. Patrick en el aserradero, y entonces podremos decir que
somos ricos. Max cumplió los cuarenta años el día de San Silvestre: en la flor
de la edad, figúrate de lo que aún será capaz... Pues yo, como te he escrito,
desde el día que cerré el obrador me entraron aburrimiento y morriña tan
grandes, que no sabía qué hacer de mis manos: ¡niña de seis años, ya aviaba la
casa de la abuela! acostumbrada al trabajo, me parecía el señorío muy cómodo,
pero horriblemente aburrido, y llegué a comprender el por qué de muchas
toquades de altas damas, que mi estrecho criterio de obrera no podía adivinar:
mira, Jean, es la ociosidad la madre de todos los vicios, como dice bien el
refrán, y de todas las tonterías. Para mí el zurcir, y el limpiar los
cachivaches y el vigilar a Sidonia, no era suficiente distracción, y me aburría,
me aburría, ¡oh mon Dieu! cómo me aburría... Entonces se me ocurrió aprender el
piano, y Max me compró éste en un remate, y tomé maestro, y hará unos seis
meses que estoy dando matraca a la vecindad; pero, tengo ya los huesos duros,
me falta paciencia, y a lo mejor le planto dos puñetazos al teclado... ¡Es muy
difícil, muy difícil! y el maestro se empeña en que he de hacer ejercicios, y
yo en tocar algo que suene a armonía, valsecitos o trozos de ópera. Acabaré por
despedirle. Vas a reírte, pero ríete cuanto quieras: muchas veces le quito a
Sidonia la plancha de las manos y gozo, sí, gozo pasándola sobre la tela
almidonada... ¡Ha sido mi oficio, y nunca podré negarlo! Max se burla, y dice
que haré mi papel de parvenue muy medianamente; pero ya nos iremos refinando
poco a poco, ¿verdad, Jean?
Sonreía, restregando las coloradas manos.
Juanillo protestó de aquella acusación de ordinariez, y aseguró que parecía la
hermana toda una señorona de campanillas. ¿No se había puesto sombrero todavía?
Pues ya verían cuando le llevase... Charlaron gran rato junto al piano,
contando las peripecias de los tres años fecundísimos que habían vivido
separados, explicando lo que las cartas no supieron decir o no dejaron
adivinar. Madama Clémence escuchaba embelesada, y de vez en cuando templaba así
las impaciencias del mozo:
-Bueno; pero no tienes derecho de
quejarte, hijo mío; ¡en tres años! ¡No es poco lo que has adelantado! ¿Qué
creías entonces? Para hacerte dueño de la tierra que ambicionas y edificar el
castillito de tus sueños, necesitabas paciencia y tiempo; ya no te parece tan
fácil: más fácil es hoy que ayer. Verás cómo piensa lo mismo Max... ¿No
entraste en el aserradero? Mejor, vamos a darle la gran sorpresa: son las dos,
la llora del mate.
Se levantó, y, cogida de su brazo, le
llevó a mostrarle la casa, ponderando las preciosidades que ella creía
atesorar, tan hueca, que tartamudeaba cada vez que Juanillo, en el colmo de la
admiración, decía no haber visto nada mejor, porque la casa de M. Jean Pierre,
que pasaba por muy lujosa, no admitía punto de comparación. ¿Y la bonita
alcoba, con su menaje completo y sus cortinas de cretona, que ella le había
preparado al muy ingrato? A ver, ¿se parecía a su cuarto de labrador, que, sin
duda, no tendría más que un mal jergón? Aquellas cortinas ella misma las había
cosido, ayudada por Crescencita Barbado...
Este nombre le zumbó en los oídos a
Juanillo, y ya no escuchó más, ni el relato pintoresco de la hermana,
describiendo los pelos y señales de los inquilinos que se albergaban en el
resto de la casa, ni los pasos y las voces, luego, de Max y del obeso Fossac el
Menor, que llegaron y le achucharon con apretones, abrazos y preguntas...
-Pero, muchacho, ¡el diablo que te
conozca! ¿Ha visto usted, Fossac, qué hombre se ha puesto? Al fin te decidiste
a venir, gracias a mi estratagema. ¿Por qué no querías venir?
-Aquí tienen ustedes, ¡sacrebleu!, el
resultado de una cura al aire libre -exclamaba Fossac el Menor, sofocadísimo...
En toda aquella tarde le dieron a
Juanillo punto de reposo. El periodista se quedó a comer, y por la centésima
vez hubo el joven de referir a la insaciable curiosidad de la familia su vida y
milagros santafecinos, que, aunque nada de particular ofrecían y sí mucho de
monótono, se celebraron con aplausos y hasta con una botella de sidra, que fue
disparada Sidonia a buscar a la tienda de la esquina. ¡El demontre del chico!
¡Qué espigado venía y qué seriote! Vaya, que en pocos años más el castillito y
la hectárea apetecidos serían hermosas realidades.
Después de comer, quiso monsieur Fossac
llevarle al teatro para ver la compañía de opereta francesa, recién llegada;
pero él se quejó de la cabeza, y le dejaron que descansara de la fatiga del
viaje y del molimiento de tanta pregunta. Porque no vinieran a molestarle, echó
la llave: encendió luego la bujía, y se quedó mirando aquellas cortinas,
cosidas por la mano de Crescencita... No era tiempo de frío, pues declinaba
abril, y sin embargo Juanillo lo sentía, lo sentía en los huesos y en el alma.
Si eran ciertas las noticias de madama Clémence, de que la chica de Barbado iba
a casarse con Franz Blümen, ¿a qué se entrometía ella a ofrecer al olvidado
amigo de la huerta labores, que mejor empleadas estarían en un casquete, por ejemplo,
para abrigo de los tres pelos bismarckianos, dueños y señores suyos futuros?
¡Casada con Franz! Esta noticia le sorprendió con la azada en la mano, y la
azada de la mano se le cayó... ¿Para qué proseguir, para qué la fortuna soñada,
si Crescencita no le esperaría ya triunfador? ¿Para qué edificar la casa y
plantar los árboles, si no habían de dar sombra y albergue a Crescencita? Hizo
propósito de no volver a la capital, de no visitar en mucho tiempo aquella casa
de Andillo, donde conoció a Crescencita bailando a la luz de la luna, y le
entró el arrechucho romántico de los veinte años, quejándose, si no en verso,
porque no era capaz de hacerlos, en la prosa más sincera, del desvío de
Crescencita; contó sus penas a todos los seres animados e inanimados de la
colonia, excepción hecha cuidadosamente de los que se sirven de la lengua para
la traición y la burla; y las majestuosas vacas y las tímidas ovejas, viéndole
llorar, le compadecieron, y más de una vez paseó sus melancolías el noble
alazán de la cuadra de monsieur Jean Pierre. Después vino el período de la
cólera; se revolvió furioso contra la ingrata y el germano, y resonaron los
campos con sus imprecaciones... Al fin la calma se enseñoreó del turbado
corazón, y se dijo a sí mismo que si Crescencita no le había hecho promesa
alguna, ni él ninguna oferta a Crescencita, grande chiquillada era cobrarle
cuentas que no debía. Cogió de nuevo la azada y se encorvó sobre la tierra,
cavando, cavando con rabia en busca del escondido tesoro, para presentarse un día
ante la ingrata y vengarse deslumbrándola.
Ahora la forzada estancia en la casa de
Andillo renovaba sus pesares, y creía escuchar el triquitraque de la máquina
diligente, arrullo de sus sueños de enamorado precoz. Puesto que lo de la
gravedad de madama Clémence era pura engañifa, se marcharía al día siguiente,
antes que la casualidad o la cortesía le obligaran a afrontar la presencia de
la olvidadiza chiquilla. Con esta idea se acostó y se durmió profundamente.
Pero cuando entró madama Clémence por la
mañana trayéndole el chocolate y se enteró de su proyecto de fuga, poco faltó
para que la robusta diestra, sin pararse en pelillos de bigote más o menos, le
aplicara el contundente argumento de costumbre. ¡Marcharse, recién llegado!
¿Qué cuidados eran esos de la María Luisa, que así le desvelaban? ¡No le había
dado poco fuerte...! Tenía de quedarse en la capital ocho días, lo menos, lo
menos.
-Eso es -protestó Juanillo revolviéndose
en la cama- ¿y qué va a decir monsieur Jean Pierre? ¿Quién vigilará a los
peones? ¿Quién llevará las cuentas? Incumbencias mías, Clémence, exclusivamente
mías. Antes os quejabais de mí y me llamabais gandul: ahora que estoy aplicado
al trabajo, ¡pretendéis desviarme de mis obligaciones!
-Bueno -contestó madama Clémence
confusa-; que sea por tres días, nada más; en tres días no irán tus peones y
tus cuentas a embrollarse tanto.
Aún protestó Juanillo, pero no halló
medio de que cejara la hermana en la cariñosa insistencia de hospedarle en
aquella casa, llena para él de tristes recuerdos. Se vistió malhumorado,
advirtió a los hermanos que no volvería hasta la hora del almuerzo, por cumplir
ciertos encargos del patrón, y echose a la calle, jurándose a sí mismo que no
pondría los pies en la de las Artes, así le ahorcaran.
Tres años para la gran capital del Sud,
equivalen a tres siglos para las soñolientas ciudades mediterráneas, de tal
suerte el progreso la transforma y hermosea, a ojos vistas, como el maravilloso
espectáculo de un calidoscopio: a Juanillo le pareció más grande aún y más
populosa; el bullir comercial más intenso; donde estaba la casuca humilde vio
palacio soberbio; el que fue sauzal abandonado en bonito paseo convertido, y en
ancha calle la calleja, en plaza la plazuela, y todo tan revuelto del revés,
que se pasmaba; no era su magín propio para filosofías, ni sus estudios, que no
pasaron de los primarios, le consentían otra reflexión que abrir boca tamaña,
sin acertar a explicarse ni buscar tampoco la explicación de aquel fenómeno,
que así metamorfoseaba cosas y personas por arte de encantamiento. ¿Qué genio
era éste, a Cuyo soplo poderoso él mismo sentíase otro de aquel muchacho
pervertido de la aldea, y que por dentro y por fuera todo lo embellecía, lo
iluminaba, lo engrandecía, despertando la esperanza, lisonjeando la ambición,
ahuyentando las sombras de lo porvenir?
Anduvo al azar, y en cada esquina se
paraba por ver algo nuevo que no recordaba haber visto: empujábanle las gentes
atareadas, las mujeres hermosas le marcaban y ensordecíale el estrépito de
carros y tranvías, a él, que, cada vez que de la María Luisa iba al Rosario, la
ciudad santafecina se le figuraba remedo y casi casi rival de Buenos Aires.
Burlábase de su sandez y torturaba el magín por alcanzar a comprender este milagro
del progreso, que de tan mágica manera cambiábalo todo, cosas y personas, y lo
mismo de una vieja casuca hacía un palacio, que de una planchadora una señora.
¡Qué América esta! Lo que decía Fossac el Mayor, y que él recordaba,
relativamente a aquellas mutaciones casi teatrales, era lo mismo o algo
parecido a lo que le oyó en muchas ocasiones al difunto señor catedrático.
En esto dio de narices, vagando por la
calle de la Florida, en una muestra muy grande, de bronce, pegada a la pared
exterior de una tienda donde pintores y papelistas daban los últimos toques, la
cual muestra con letras negras decía: Barbado y Blümen. Miró tembloroso hacia
arriba y en el tablero del frente leyó: A la ciudad de Cádiz... Dos manazas de
latón, pintadas de rojo, se balanceaban al extremo de los respectivos garfios.
Era la nueva guantería de los Barbados, que, en pleno progreso también,
agrandaban su comercio.
Alejose Juanillo, suspirando, con deseo
repentino de ver a la ingrata y echarla en cara su orgulloso desvío. Porque,
sin duda, la prosperidad era la causa principal de que consintiera en casarse
con el socio de su padre. ¿Qué atractivo, si no, tenía aquel tentón más frío
que un carámbano? Juanillo sospechaba que la prevenida doña Orosia andaba en el
ajo, y que habría ayudado no poco en el tejido de la intriga... No discutió más
dentro de sí mismo si le convenía o no le convenía ver a Crescencita, y dejose
llevar de su deseo hasta la misma puerta de la antigua tienda; pero no entró,
temeroso, avergonzado, colérico y triste, que todos estos afectos del ánimo
sufríalos sin transición, parado delante de la vidriera, mirando, como un
papamoscas, las enguantadas manos de cartón, y ya se ponía encarnado, ya
pálido, ya retorcíase el bigotillo rabiosamente. Deslizó furtiva ojeada al
interior y la descubrió, a ella, a Crescencita ¡ay, Dios, qué cambiada también,
pero qué cambiada! Y qué remonísima, con la trenza rubia prendida muy alto, que
la daba cierto aire de mujercita seria, y una blusa de percal floreado; estaba sola,
sentada detrás del mostrador, y jugaba con un gatazo negro que encima se
espatarraba, al rayo del sol de otoño que hacía resplandecer la tienda
entera... ¡Sola! Mejor ocasión...
Entró el mozo, algo cohibido, y se quitó
el chambergo, no acertando a modular palabra. Crescencita le reconoció al
punto, y alegremente levantose, tendiéndole las manos:
-¡Juanillo! ¿Tú aquí? ¿Cuándo has venido?
Decía tu hermana que no querías venir, que nos habías olvidado; eso está muy
mal, ¿sabes? ¡Vaya, vaya, que has crecido, y has echado bigote!
-Tú también -pronunció al fin Jean, sin
soltar la mano de la muchacha-; tú también has crecido y te has puesto muy
bonita, más bonita que antes.
Sintió ella que le apretaba los dedos, y
retiró la mano prontamente. ¿No había perdido la mala costumbre de
estrujársela? ¡Qué borrico!
-A ver -repuso-, cuéntame, cuéntame;
charlaremos un ratito, ahora que estoy desocupada. Ya sé que te va muy bien,
que pronto serás propietario... ¡A nosotros Dios nos ayuda también! Vamos a
agrandar el comercio; en cuanto esté la sucursal de la calle Florida terminada
nos mudaremos, y con esta tienda quedará el tío Aniceto, hermano de mi padre,
que mandamos venir de Cádiz. Siéntate, Juanillo... ¡Qué gusto tengo de verte!
Sí, sí; ¿por qué lo dudas? Has puesto una cara como diciendo: ¡a mí no me la
pegas! Pues sí, tengo mucho gusto; te advierto que yo no soy como tú, que
olvidas a los buenos amigos. Siempre pensaba: ¿qué hará? ¿Qué no hará? ¿Si
vendrá pronto? Por supuesto, que no nos harás visita de médico...
Quisiera -dijo Jean, con perversa
intención-, quedarme por lo menos hasta el día de tu boda...
-¿De mi boda? ¡Que risa! ¡Vaya una
salida!
-¿Vas a negar que te casas?
-¿Yo? ¿Con quién?
-Con Blümen, el socio de tu padre; ¿crees
que no me lo habían dicho?
-¡Con Franz! ¡Pobre Franz! Déjame que me
ría: ¡ja, ja, ja!... Pero ¿quién te ha dicho semejante disparate?
-Me lo ha dicho Clémence, y todo el mundo
lo sabe.
-¡Pues no es cierto! Repito que no es
cierto. Estoy segura que a Franz no se le ha pasado por la imaginación, y a mí
tampoco. ¡Qué tontería!
¿Mentía o no mentía? No, no mentía; de
tal modo la sinceridad se reflejaba en sus claros ojos azules. Juanillo
experimentó un alivio, un placer tan grandes... Tendió sobre el mostrador la
mano, hambrienta de coger la otra pequeñita, que huyó asustada, como el gatazo
negro, y susurró palabras que apenas dejaba oír el estruendo de carros,
vendedores y transeúntes.
-Te creo, Crescencita, porque tú no eres
capaz de mentir. Cuando me lo escribió Clémence, sentí una cosa, no sé, una
sorpresa, un disgusto... porque yo... Y no quería venir, seguro de que si me
encontraba al alemán acababa de pelarle, como a un pollo. Valiente majadería la
de haber pensado que tú... Pero, ¿de dónde lo sacó Clémence? Ella no lo ha
inventado, ciertamente. ¿Sabes, Crescencita, que después de lo que me has
dicho, yo... siempre, siempre... Sabes?
Ella afectaba no comprender, y por evitar
la tartamudez del galán y la propia confusión, que la sacaba hermosos colores a
la cara, dijo que todo era culpa de la mamá, a quien se le había puesto que el
Bismarckito languidecía de amor; pero a ella, por estas cruces, de ninguna
manera se lo demostró, ni ella consentiría que se lo demostrase, porque aun
cuando reconocía y admiraba las excelentes cualidades de Franz, no le tocaba al
corazón ni tanto así... Besó los dos índices en cruz, y se rió del otro, que de
nuevo avanzaba la mano, más elocuente que su lengua, aturrullada y tropezando
en cada sílaba; y como aquella se abría pedigüeña, la muchacha le dio un
papirotazo:
-¿Te estarás quieto, babieca? Tienes los
dedos de acero y aprietas demasiado fuerte. ¡Tonto! ¡Pamplinoso! Cuéntame,
pues, lo que haces en tu colonia... ¡por supuesto, que me habrás traído muchas
cosas buenas!
Graciosamente, se reclinó sobre el
mostrador para escucharle, y Juanillo, turbado, balbucía:
-¿Que qué hago en la colonia? Pensar en
ti, Crescencita.
-¡Pues, si no haces más que eso, pronto
llegaremos a ricos!
-También trabajo, ¡uy! ¡Si vieras cómo!
Desde la madrugada hasta el anochecer. Ya tengo mi buena pacotilla, y en unos
añitos más seré dueño de unas tierras; mi majada aumenta, aumenta... Mira,
Crescencita, entonces, como no haya alemanes que temer, yo... ¿Sabes? Tú... ¿me
entiendes?
-¿Qué he de entenderte, si parece que
estás deletreando?
-¡Es que soy muy torpe para expresarme, y
luego tú me mareas! Porque estás muy bonita, más bonita que antes. ¿Te acuerdas
cuando bailabas peteneras y jugábamos en la huerta?
-¿Otra vez la mano? ¿Te estarás quieto?
-Bueno, la encerraré en el bolsillo para
castigarla. Decía... que estás muy bonita, y muy mujerona. Y me parece que no
te has vuelto orgullosa. Porque yo me decía: ahora la señora princesa no querrá
saber nada con el pobre Juan, ni se acordará del santo de su nombre.
-Ya ves que sí me acuerdo, y que soy la
misma, la misma. Por lo menos, si a mí me escribieran que tú te casabas con una
colona de aquellas, yo no lo creería, y sin embargo, tú te has tragado la papa
de mi matrimonio ¡qué risa! de mi matrimonio con ese Franz tan feo.
-Sí, sí, pero...
No es que se atragantara también esta vez
Juanillo, sino que, en mala hora, penetró un cliente en la tienda, un
mozalbete, pegajoso conquistador de oficio, que con el pretexto de comprar
guantes, antes que el pedido por la boca dulzona, echó media docena de
miraditas cargadas de fluido amoroso, bastante para derretir los mismos
témpanos de hielo y ablandar al mismo diamante, remolineando el junco entre los
dedos y el sombrero caído sobre la oreja, a lo truhán y captador de voluntades.
Crescencita hizo un gesto que significaba: -Verás qué pronto le despacho... Y
del estante más próximo cogió una caja del envoltorio de franela y papel de
seda, entresacó un par de guantes, miró el número, los abrió diestramente con
la tijera de hueso, espolvoreó a cada uno, y fue a liarlos para su entrega...
-Si usted tuviera la bondad de
probármelos, señorita... dijo el mequetrefe.
Crescencita, de mal talante, le hizo
poner el codo sobre la dura almohadilla de pana, abrir la mano, estirar los
dedos, y ligeramente le calzó el guante. Él, enardecido por la negligente
postura, la proximidad y el manoseo, en voz baja la decía tonterías, muy
meloso, cada vez más pesado... Y Juanillo, hecho un toro, recorría la tienda,
del mostrador al umbral, mordiéndose los bigotes, con ganas de darle a probar
al otro, ya que las probaturas le agradaban, la fuerza de sus puños. Felizmente
terminó el ensayo, entregó el paquete la muchacha, y pagó y se despidió el
mozuelo, llevando la firme convicción que dejaba a la linda guantera
traspasada.
-No me parece bien -resolló Jean- que te
prestes a estas exigencias desvergonzadas. ¿Por qué no baja tu madre y lo hace?
Te digo que no está bien, no, y no. He tenido intenciones de darle un guantazo.
¿No quería guantes? pues toma guantes.
-Si es el oficio, Juanillo -contestó
Crescencita sonriendo...- pero no vayas a creer que a mí me agrada; ya hemos
convenido que en la otra tienda, ni mamá ni yo nos pondremos al mostrador: se
tomarán dos oficialas bonitas, porque la estética es lo primero, como dice
papá. Y yo estudiaré pintura, bordados y música; quiero aprender el piano como
madama Clémence; hacerme señorita también.
Crujió una escalerilla interior; sonaron
pasos; las máquinas, que no se veían, empezaron a machacar, sin duda porque las
ocultas oficialas husmearon la presencia de la maestra; se abrió la cortina de
yute encarnado del fondo, y apareció doña Orosia, tan prendida y tan pulcra
como siempre; Jean la saludó con torpeza, pero ella no acababa de reconocerle,
hasta que Crescencita dijo:
-Si es Juanito Duseuil, mamá, el hermano
de madama Clémence.
-¡Hola, Juanillo! -exclamó la de
Barbado-. ¿De veras eres tú? ¡El diablo que te conozca, hijo! ¡Jesús, qué
hombrón! Ven acá.
El joven estrechó respetuosamente la mano
fina de doña Orosia, y por primera vez se acordó de preguntar por D. Rufino,
por Tito...
-Rufino salió temprano a sus quehaceres -respondió la señora- y
Tito ahora mismo baja: está en el Colegio Nacional, y tan crecido como tú: a lo
que parece, nos va a salir un doctor de muchas campanillas, ¡tiene un talentazo!
y estudia por cuatro.
Al bullanguero triquitraque de las
máquinas, salió Tito alegremente: era el mismo angelote hermoso de antaño, más
alto, más recio, los bucles recortados, el sello de varonil seriedad más
pronunciado, la voz ronca, de pollo que quiere gallear, y el aire desenvuelto
del niño que se siente hombre. Traía un paquete de libros bajo el brazo, y al
presentarse en la tienda saludó, risueño:
-¡Buenos días!
-¡Mira quién está aquí! -anunció
Crescencita.
-¿A que no le conoces? -dijo doña Orosia.
-¿Cómo no? -exclamó Tito-. Es Juanillo,
el de la calle de Charcas.
Y corrió a abrazarle alegremente,
ensenándole sus libros donde, con ansia de sediento, bebía a grandes sorbos la
ciencia; y como el reloj de la sobrepuerta diera las nueve, no se entretuvo más
en preguntas, que a fe le interesaban bastante, y se despidió diciendo que ya
se verían por la tarde, pues tenían que contarse muchas cosas después del largo
tiempo de ausencia; era la hora de clase y no podía detenerse. Salió a escape,
y doña Orosia dejó correr así la baba de su cariño maternal:
-¿Qué te parece, Juanillo? Lo mismo
ocurre todos los días; a veces no toma el desayuno, y la hora de clase le
sorprende sobre los libros. Cuando vuelve, otra vez a abrir los libros... Se
acuesta a las tantas, estudiando hasta que se cae de sueño. Y como no me da la
gana que vaya a enfermarse, los domingos le escondo sus librotes y le echo a la
calle para que se distraiga un poco. Es el primero del curso, y en cada examen
saca un diez como un templo. Bien que aquel pobre señor Andillo le llamaba en
latín delicia humana o cosa así, y le comparaba a cierto emperador de no sé
dónde, tan estudioso y bueno como Tito.
No acabó doña Orosia de pronunciar el
nombre de Andillo, cuando bajando de un landó a la puerta, entraron en la
tienda dos damas, tan parecidas la una a la otra, que de seguro eran gemelas;
la una, sobrada de carnes y vestida de color, la otra, más delgada, llevando
riguroso luto a la francesa, es decir, que en vez de tocarse con el feo mantón
de merino, traía capota de crespón, suelto el largo lazo hasta la orla de la
falda. Alborotáronse, al verlas, doña Orosia y Crescencita, y Jean se arrinconó
por no estorbar, brotándole fuego de las mejillas ante el miedo de que las
señoras, que había reconocido sin trabajo, se fijaran en él y no supiera
saludarlas con la cortesía debida.
-Bienvenidas, señoras mías -dijo la
cumplida doña Orosia-; dígnense ustedes tomar asiento. Siempre protegiendo
ustedes la casa de esta servidora.
-¡Hola, Crescencita! ¿Cómo estás? -decía
la de color-. ¿Cómo está usted, Orosia? Sí, sí, ya sabe usted que Liberata y yo
le hemos hecho a usted una propaganda... A ver, hija mía, muéstrame guantes
claros, ya sabes mi número.
Y mientras la chica revolvía cajas y
María Cleofé paquetes, misia Liberata, sentada junto al mostrador, hablaba con
doña Orosia, lisonjeando el oído con el dulce timbre de su voz. El luto hacía
resaltar de tal modo su belleza severa, que dijérase, antes de restarla
encantos, añadían nuevos los años, porque era mayor el brillo de los ojos y la
esbeltez del talle y la gracia de la sonrisa; luego, la soledad de la viudez
había madurado aquella facultad suya pasmosa de la reflexión, prestándola
saborete de pesimismo, que se advertía de seguida en su conversación y en los
suspiros con que la subrayaba. Decía María Cleofé que si a misia Liberata le
daba la gana de coger la pluma, dejaría a la misma Staël tamañita; pero ella,
sólo de oírlo, sonreía, mirando a la bulliciosa hermana de la manera con que
sabía imponerla silencio, cuando la lengua se le iba tras de la broma sin
medida. ¡Esta María Cleofé tenía unas cosas! No decía también que...
-No la dé usted cuerda, Orosia -exclamó
la de Patrick volviéndose con picaresco ademán- que se pondrá insoportable. A
estas viudas lloronas les hace falta marido, sí señor. Pregúntele usted si no
se lo vengo predicando, pero como si predicase en desierto. Siempre encerrada,
siempre de luto, con lágrimas y soponcios... ¿Verdad, señora, que la carne
encerrada huele? Sin embargo, no hay medio de sacarla a que tome aire. Han
empezado ya las tertulias en casa de Esteven y de Segunda Paso, que son
relaciones nuestras, y no quiere ir; Jovita García Luces, la de Hierro, nos ha
invitado a su gran baile de mayo, y no quiere ir: tendré que ir sola y daré por
excusa que mi hermana está tonta. ¿Le parece a usted?
-¡Por Dios, María Cleofé! -suplicó misia
Liberata con severidad.
A la de Barbado pareciole oportuno
intervenir en favor de la que fue su amable patrona, y apuntó discretamente que
si hay maridos que nunca se llorarán bastante y son irreemplazables, ninguno
como el difunto D. Hipólito (que esté en gloria); y María Cleofé
atropelladamente, dijo:
-Pues estoy segura que él mismo se lo
había de aconsejar.
Lo que hizo reír a todos, y a la propia
misia Liberata con tanta gana, que se ahogaba.
-¡Vaya, que he dicho un disparate -repuso
María Cleofé-; pero bien dicho está, puesto que te he hecho reír, mujer. Mira,
¿te gusta este color? Yo me muero por el patito, y como han dado en que no es
de moda...
¿Al través de la cortina de yute, por la
puerta de la calle o debajo de alguna trampa oculta, salió Franz Blümen? De
repente apareció, en efecto, el Bismarckito en la tienda, de tal modo parecido
a su egregio tocayo, gracias a los años corridos (aunque no pasaría de los
treinta y cinco), y de las preocupaciones cuya clave doña Orosia creía poseer,
que no se despintaba: la cabeza pelona con los tres pelos clásicos de punta,
las cejas enmarañadas, avejigados los ojos, erizados los bigotes, era vivo
retrato del otro y no faltó acierto a Max cuando le echó el apodo encima.
Saludó amablemente, y se acercó a misia Liberata, quedando plantado delante de
ella, con sonrisa indefinible en los labios, que descubrían los enormes y
blanquísimos dientes.
-¡Señor canciller de hielo, digo, señor
Blümen! -exclamó María Cleofé, la burlona-; conque se adelanta, ¿eh? Sucursal
en la calle Florida, espejitos, terciopelos y demás etcéteras de lujo. No
pierden ustedes el tiempo, los extranjeros, por estos barrios americanos.
-¡Oh! ¡No, francamente, no! -respondió
gravemente Blümen.
Y terciando en la conversación doña
Orosia, mientras la señora de Andillo se distraía en las picardigüelas del
gatazo negro, empeñado en cazar los átomos brillantes que pululaban dentro del
rayo de sol, María Cleofé, con el paquete de compras en la mano, se despepitó a
su gusto, charla que charla...
El olvidado Juanillo, desde su rincón, no
perdía sílaba ni movimiento, hosco y silencioso, porque la presencia del
germano despertó sus celos dormidos: le observaba con desconfianza, y fuera
torpeza suya, fuera que en los vidriosos ojos de Franz ninguna sensación se
reflejara, nada traslucía que diera peso a su sospecha. Distraído él también
con las monerías del gatazo, plantado junto a misia Liberata, dejaba oír un
murmullo ronco, de risa comprimida, a cada salto del animalito, y dirigía a la
dama un comentario mudo, que sin duda quería decir: -"¿Ha visto usted qué
listo es y qué picarón?..." pero que no conseguía expresarlo: tan tiesa,
como hecha de cartón-piedra, era su fisonomía. La dama alargaba la punta de la
sombrilla, asaltábala el gato, retirábala ella deprisa, y reíanse los dos,
misia Liberata con desgana, Franz de aquella manera semejante a un ronquido.
Aunque fuese Juanillo observador más penetrante, no le ofreciera la cubierta
teutónica resquicio por donde colarse a descubrir sus secretos; ¿qué hilo
habría logrado coger la sagaz doña Orosia para suponer lo que decía? Volviéronse
los ojos suspicaces hacia quien tenía el alma entera en los suyos, y ante la
serenidad y la limpidez de sus pupilas, los celillos poco a poco se adormecían.
Crescencita, colgada de la pintoresca
cháchara de María Cleofé, mostraba los dientes menudos, aplaudía, y ni una sola
vez, ni una sola (cuidado, que el mismo Jean lo garantizaba), se le corrió la
mirada del lado de Franz, ni tampoco a Franz del lado de Crescencita. Después
de esta inspección disimulada y concienzuda, el mancebo, ufano, se miró en el
cristal de la ruin anaquelería, arregló los lazos del pañolito de seda y
carraspeó, canto de gallo soberbio que celebra su victoria.
Entonces descubriole misia Liberata, y
levantándose, le obligó a salir a la luz, hecho un ovillo de puro avergonzado,
que no es el campo escuela propia de la cortesía, y así como tuesta la piel,
encoge el ánimo y hace rudas las maneras; teníale cogido de la mano la hermosa
viuda y le mostraba a la reunión, admirada del desarrollo de aquel retoño
normando que a su puerta echó el viento un día que la felicidad reinaba en la
casa. ¿Se acuerdan ustedes? ¡Qué tiempos! ¡Y cómo ha cambiado todo! Con la
infinita tristeza de que impregnaba cada palabra suya, agregó misia Liberata
que ya sabía, por los hermanos, que la transformación era completa, lo más
completa que pudiera desearse, ofreciéndole un ramillete de buenos consejos,
que el mozo, corrido, aceptaba, balbuceando las gracias. A todo esto, no le
soltaba la mano misia Liberata, como acostumbrada a tratarle de niño, y
atreviéndose Juanillo a levantar los ojos, creyó ver una cosa muy rara: que
aquellos vidriados de Franz, que parecían de ordinario sin vida, fulguraban con
extraña luz, y en la viuda, bañaba toda en el rayo de sol, se fijaban y en él,
pestañeando, chisporroteo de la lumbre que desbordaba por las cuencas. Era la
misma mirada conocida de las ocasiones que, allá en el zaquizamí de la calle de
Charcas, le sorprendió el germano escurriéndosele las uñas tras del álbum de
sellos o de una baratija cualquiera, cuando su vergonzosa manía le avasallaba;
y, por instintivo ademán, se libró de la presión de la mano aristocrática, como
si le pillaran en flagrante delito de apoderarse de lo ajeno.
Por tres veces, María Cleofé había dicho:
-¿Vamos?... Y otras tantas se volvía a dar nueva puntadita con doña Orosia.
-Sí, sí, la verdad es que estos
muchachos, con hacerse hombres, nos hacen viejas a la fuerza. ¡Viera usted los
míos cómo están...!
Preguntó por D. Rufino, el cual, según su
mujer, estaba de reunión de compatriotas, con motivo de las últimas
inundaciones que habían afligido a España: se iniciarían subscripciones, se
organizarían beneficios y se haría todo lo posible por ayudar a remediarlas:
¡ay! el corazón del emigrado no olvida a la madre patria, y llora sus
desventuras, y celebra sus alegrías, que no es la ausencia motivo de despego,
antes poderoso acicate del filial afecto. Ella le había dicho: -Que te
subscribas por una buena cantidad... Y él asintió con la cabeza, dando a
entender que holgaba toda recomendación. La de Patrick asentía también con
rápidos movimientos de pájaro: -Sí, ya lo creo... Y picoteaba el tema, le
dejaba y buscaba otro, y se entretenía contestando: -Ya voy... a cada
¿acabarás? impaciente de la hermana.
Resignada, misia Liberata se había
sentado de nuevo, y mientras con la punta de la sombrilla atraía y hacía huir
al gatazo juguetón, hablaba con Blümen; y desde su rincón, donde la timidez le
mantenía clavado, pareciole al curioso Juanillo que no solamente los ojos del
Bismarckito echaban lumbre, sino la cara toda, como si tuviera bajo las narices
un buen jarro de cerveza. Lo que bajo sus narices aparecía, y no a grande
distancia, porque él, apoyado en el mostrador, se inclinaba, era el rostro
moreno y encantador de la viuda de Andillo, coronado por la diadema de cabellos
negrísimos, entretejida de algunos hilos de plata, y la capota de crespón, en
cuya cúspide abría sus alas una mariposa de reluciente azabache; y sin duda, el
vaho gratísimo de la hermosura subía a cosquillear el olfato del hombre de
piedra, avivando su sangre y sacudiendo sus nervios. Porque entre el cotorreo
de María Cleofé y las dos Barbados, la voz plácida de misia Liberata
pronunciaba frases indiferentes y trilladas vulgaridades la campanuda de Franz;
luego no era el sostenido diálogo, o, mejor dicho, el tema que debatían, lo que
transfiguraba la muerta fisonomía del germano. ¿Qué era entonces?
Poco le importaba a Jean el averiguarlo.
Importábale más atraer a su lado a Crescencita, y a falta de sombrilla con que
llamarla como al gato, disimuladamente hizo bailar los dedos sobre el
mostrador; ella se volvió, y vino sonriente:
-¿Qué quieres? ¿Te vas?
-No sé -cuchicheó él-; me dan ganas de
irme, porque no nos dejan hablar, y yo necesito decirte muchas, muchas cosas.
-¿Qué cosas?
-Mira, primero, que me he convencido que
eso del Bismarckito es un grandísimo disparate.
-Bueno, ¿y qué? Si no te hubieras
convencido, seguiría siendo tan disparate como antes.
-Continúo... ¿No nos oye tu madre?...
Segundo, que no pienso volver a la María Luisa en ocho días, y que en estos
ocho días espero verte ochenta veces.
-¡Hombre! No podrán ser tantas...
-Yo vendré aquí, y tú irás a casa. ¿No
tienen ustedes costumbre de ir los domingos por la noche? Bueno; y tercero y
principal, ¡que estoy muy contento, pero muy contento!
-¡Anda, zonzo! -exclamó ella, pronta la
mano para castigar el avance de la otra insolente, que se alargaba a
hurtadillas.
Pero el enojo no parecía serio, porque le
decía, entre tanto, que ya la vería vestida de princesa, con el traje nuevo de
seda y un sombrero de castor que daba el opio. ¿Qué se creía entonces? ¿Que
andaba pingajosa como en la calle de Charcas?
-Con tal que el orgullo no se te suba a
la cabeza, Crescencita -murmuró Jean celoso-, o la trastorne a tu madre y se
empeñe en casarte con un doctor, ¡que sor los títulos de acá!
-Basta con un doctor en la casa -dijo
ella, riendo-; ya tenemos a Tito, ¿a qué más doctores?
Entraron otros parroquianos, y las dos señoras se despidieron al
fin, escoltándolas Franz hasta el carruaje, cuya portezuela abrió y cerró luego
cortésmente. Resonaba la calle con el trompeteo de los tranvías, y entre el
revuelto enjambre de coches y carromatos, perdiose el landó. Franz, desde el
umbral, bajo el toldo que le abrigaba del sol, le siguió con los ojos
pensativos... Seguidamente se rascó la calva, acarició a los tres confidentes
de sus reflexiones, y penetró en la tienda, a tiempo que Juanillo salía, y por
mirar a Crescencita, en una última ojeada de adiós, daba con él un
encontronazo.
-Usted dispense -dijo el joven
excusándose.
Salió a la acera, y antes de alejarse vio
como desaparecía el teutón detrás de la cortina de yute. Marchó entonces
alegremente, vibrante el alma de amor y de esperanza. Llegó a su casa, y madama
Clémence, que le espiaba, le persiguió hasta su cuarto:
-¿Qué? ¿Vienes a preparar la maleta de
regreso?
-No. ¿No te he prometido que me quedaría
dos días? Pues me quedaré ocho, y te prometo venir de visita con más
frecuencia.
-¿Y monsieur Jean Pierre? -preguntó
asombrada madama Clémence.
-Monsieur Jean Pierre que espere
sentado...
VII
Suele ser para las madres el corazón de
una hija, libro puesto del revés, cuyas letras, claras y corrientes, parecen
signos de una lengua extraña; para doña Orosia era el de Crescencita arca
cerrada con siete llaves, y eso que en los serenos ojos de la muchacha el
candor y la sinceridad, como palomas en el nido, se cobijaban a la sombra de
sus crespas pestañas. Desde el trasplante a la calle de las Artes, y
consiguiente cambio de humor de Franz, dio la madre en el tema que los síntomas
parecían amorosos de necesidad, y, acentuándose éstos a medida del correr de
los días, imaginó aquello del pedazo de hielo colocado cerca al fuego, el
frígido teutón derritiéndose al calor de la juvenil belleza de su hija, sin que
prestara fundamento a este mal supuesto otra cosa que las apuntadas
genialidades del Bismarckito; palique sospechoso, micacitas elocuentes, nada,
en fin, de lo que forma la salsa de la intriga de amor, pudo pescar la
vigilante señora, y no porque las oportunidades escasearan, pues los dos vivían
bajo el mismo techo; pero, a pesar de las risas de Crescencita y la reserva de
Franz, doña Orosia seguía en sus trece:
-Que está enamorado, no hay duda. ¿De
quién? ¡Abre los ojos, Orosia! no sea cosa...
Por más alerta que estaba, no vio sino lo
que había visto: en las horas de comer, los bigotes de Franz metidos en el
plato, y cuando andaba por la tienda, en las rarísimas ocasiones que dejaba el
despachito junto al obrador y sus libros comerciales, apenas sí dirigía la
palabra a la chica. Doña Orosia, encariñada con su sospecha, atribuía a exceso de
respeto esta conducta, y la verdad sea dicha: respetuoso era Franz en grado
superlativo, que cerca de sí tenía cuatro hembras de buen trapío, dándole al
pedal de las máquinas de la mañanita a la noche, y ni para contestarlas los
buenos días las miraba.
Conducta ejemplar como esta, forzosamente
había de conquistar las simpatías de la señora, aseguradas ya por otras
virtudes no menos estimables, que hacían del Bismarckito un modelo de varones.
Aun cuando la de Barbado se daba el pisto que ustedes saben, respecto a sus
extraordinarias grandezas fenecidas, y el camino de la prosperidad, emprendido
felizmente, descubriera a su vista horizontes quizá más brillantes que los que
en Arcos creyó obscurecidos para siempre, su buen sentido la indicaba que, llegado
el caso de escoger esposo para Crescencita, valía más hombre salido de la nada,
criado a los pechos de la pobreza, educado en la escuela del trabajo, que
doctorcito de babero, pura linfa, poco seso, malos vicios y ninguna hacienda.
Franz sería para la niña apoyo y guía en
la vida, el mejor de los maridos que una madre celosa puede apetecer.
Tales ideas y secretas esperanzas
alimentaba doña Orosia; y como los síntomas enfermizos del germano continuaban,
a pesar de timideces y reservas propias, a no dudarlo, de un carácter sombrío y
meticuloso, fue para ella echarle sobre la cabeza un jarro de agua fría la
noticia de que Franz se negaba a vivir con la familia en la nueva casa de la
calle Florida.
El tragajotas, como le llamaba
picarescamente Tito, a causa de las haches aspiradas que abundan en su lengua y
su pronunciación marcadísima, lo comunicó de sobremesa, con gravedad solemne, y
a los por qué de doña Orosia y de todos los Barbados, que le querían de veras,
opuso desabridos nain, y absoluto silencio. Luego manifestó que había alquilado
un cuarto de soltero en la calle de Corrientes, en casa donde admitían hombres
solos, y suplicó a doña Orosia que le alhajara a su gusto, y proveyese de todo
lo necesario, sin pararse en gasto de más o de menos; y doña Orosia se prestó a
ello, pero con mucho desagrado, pues la deserción del Bismarckito le olía así
como a calabazas de su hija, y por averiguarlo la interrogó severamente, la
amenazó, llamándola coquetuela... La chica se encogió de hombros y se rió con
gana: ¡qué empeño mostraba la madre en que el señor Franz había de decirle
algo! Si no se lo había dicho, ni ahora, ni antes, ni nunca; estuviera
disgustado o no, ella no tenía la culpa, porque le trataba siempre con el
respeto y afecto merecidos. Doña Orosia caviló profundamente, y se dijo para su
rodete:
-¡Pues, señor, no lo entiendo!
Llegaron, entre tanto, los esperados
hermanos de Cádiz, los que debían quedar al frente de la tienda vieja: el uno,
don Aniceto Barbado, causante principal de la ruina de la familia, según doña
Orosia, aquel que ya vino por estas tierras en sus mocedades y se volvió
renegando de que no encontrara quien le pusiera la sopa en la boca, un hombrón
tan largo y anguloso como D. Rufino, con unas barbazas lo menos de diez
pulgadas, heredero legítimo del símbolo del apellido; la otra, doña Angustias,
su mujer, que parecía hecha de alambres y pergamino, enfermiza, suspirona y de
tan poca disposición para lo útil, como apta para lo que se entiende por
coquetería femenina: es decir, que no sabía espumar el puchero, ni zurcir una
media, pero a ponerse almidón y rizarse el pelo a la misma cuñada la daba punto
y raya. Pareja igual no se encontraba, ni de encargo: a D. Aniceto no se le
caía el cigarrillo de la boca, y a doña Angustias la tenacilla de la mano, y
tumbados los dos generalmente, el uno por holgazanería nativa, y la otra por
supuestas dolamas, ambos pedían, pedían y pedían lo que no sabían ganarse, con
andaluza melosidad y persistencia de mendigos hambrientos. Cansados de sus
cartas lastimosas, los Barbados de acá pensaron que, acaso dándoles todo hecho,
la tienda con sus enseres, las habitaciones con el menaje completo, listas las
aprendizas, la máquina a punto de funcionar, en fin, algún partido podría sacarse
de los parientes, y les llamaron cuando la oportunidad llegó de agrandar el
comercio; el D. Aniceto contestó a vuelta de correo, que ya sabían que él no
estaba para muchos trajines y que la salud de su Angustias, a dos dedos del
sepulcro la pobrecita, no la permitía pesadas tareas: que si lo de la tienda
era trabajo liviano, llevadero, quizá se atrevieran a pasar el gran charco,
aunque (y esto subrayado), preferirían antes una mesadita fija, para alivio de
su triste situación.
D. Rufino, impaciente, mandó su ultimatum
en esta forma: "O se vienen ustedes de seguida, o no huelen un centavo de
mi bolsillo. Ahí va el importe de los pasajes..." Y se vinieron, por temor
que les limpiaran el comedero, llegando molidos ambos, con flojedad en los músculos
D. Aniceto, y doña Angustias con jaqueca; mostráronles su nuevo hogar los
hermanos, explicáronles los escasos quehaceres que les incumbían y las
condiciones impuestas, verdaderamente livianas, y todo lo recapituló D. Rufino
de esta manera:
-Ya veis que es bien poca cosa: los
gastos se pagarán con los beneficios del comercio, y si hubiese pérdidas, que
no ha de haberlas con una buena administración, se cargarán a mi cuenta.
Además, tendréis el veinte por ciento de las ganancias. ¿Qué tal? Sólo por
vigilar la tienda, despachar en el mostrador y llevar los libros.
Pegada al labio inferior la asquerosa
colilla, D. Aniceto contestaba con gruñidos y no de satisfacción, y doña
Angustias fruncía el gesto soltando hondos suspiros y lamentaciones, en que
sorbía las erres y eses finales y vestía de zetas a todas las ces con que
tropezaba:
-¡Ay, Jesús! ¡Bien te lo decía yo,
Aniceto: si vamos a América ha de ser para trabajar! y nosotros no estamos para
trabajar... ¡Jesús! ¡Todo esto quieren ustedes que hagamos! ¿Ves, Aniceto?
¡Bien te lo decía yo!
¿Y qué pretendéis entonces? -saltó
quemada doña Orosia-; lo que yo os digo es que sois unos grandísimos
gandulazos, y que si no os sacudís la morriña, no habrá ni esto para el cocido.
-Esto me faltaba, -clamó doña Angustias-.
¿Has oído, Aniceto? Ahora nos insulta. ¡Jesús! ¡y por qué habremos venido! ¡Qué
desgraciaditos somos!
Seguramente, que de no intervenir don
Rufino, su mujer le zurra la badana a los cuñados, y en la tienda estalla el
gran escándalo. En suma, que dejaron a éstos instalados en la calle de las
Artes, mudáronse ellos a la de Florida y separose Franz para ir a vivir en su
cuarto de soltero, agradablemente preparado por doña Orosia.
Pusieron la nueva tienda con lujo: la
vidriera aparecía tapizada de terciopelo de lana carmesí, rodeada de una
cortinilla de la misma tela, que en bonitos pliegues colgaba de una barra de
bronce dorado, y una lámpara de cristal, llena de caireles y lagrimones, dábale
hermosa luz de gas por la noche; eran de roble la anaquelería y el mostrador, y
el piso estaba untado de cera y nogalina. Había dos sofás, también de
terciopelo, y dos espejos cuadrilongos de marco dorado, si no de talla, de
pasta fina. El obrador ofrecía suficiente cabida hasta para ocho oficialas...
Pero, donde el lujo adquiría mayor realce, era en las habitaciones altas,
destinadas a la familia, revestidas todas con bonitos papeles, recién
entarimadas, amuebladas de nuevo: la alcoba matrimonial; la de Crescencita,
azul y color de rosa; la de Tito; el despacho de D. Rufino, con una librería
que cogía el testero principal; el comedor, llenas las paredes de platos raros
y bodegones al óleo, y la sala, una salita resplandeciente, en que el mismo
sofá del copete famoso no se echaba de menos. También tenían un saloncito de
música, vestido de percal Pompadour, el techo de rizado algodón celeste y en el
centro, pendiente de ancha cinta azul, un angelote de escayola dorada con
purpurina, abiertos abanicos y pantallas en los muros, un piano de alquiler, un
clarinete y la guitarra inseparable.
No se atrevía doña Orosia a decir que
mejor aún fue la de Arcos, de eterna recordación; y madama Clémence, en la
primer visita, sintió los picotazos de la envidia e hizo propósito de mudarse
de casa oportunamente, porque la promiscuidad en que vivía comenzaba a
parecerla de mal tono.
Con ser la de los Barbados de estas
coloniales que por milagro se conservan en la aristocrática vía, una de sus
mayores ventajas era la de poseer un terrado, que bien pronto Crescencita llenó
de tiestos y de todas las exquisitas variedades del jazmín, desde el diminuto
del Paraguay hasta el soberbio del Cabo y la delicada diamela indígena; ayudado
de Tito, el mismo D. Rufino armó un cenador, con una mesa rústica y sitiales
hechos de retorcidas ramas, rodeándole de santarritas y pasionarias, que en
verano le cubrieron de sombra, de flores y de frescura, y fue el sitio
predilecto de reunión de la familia, que subía a aspirar el aire y a recrearse
con el animado espectáculo del tránsito callejero, de noche extraordinario, a
la luz de los focos eléctricos y de las vidrieras deslumbradoras...
Aunque la sucursal de la calle de las
Artes les preocupaba más que si forzados estuvieran a atenderla personalmente,
pues iban a pasar requisa cada día, y ya encontraban ausente a D. Aniceto y
tumbada a doña Angustias, con parches de sebo en las sienes, o ya al cuñado
fumando su cigarrillo en la trastienda y confiado el despacho al dependiente;
dueño de sí D. Rufino, con alientos mayores que la holgura le prestaba, pudo
ensayar aquellos proyectos grandiosos, causa de fiebres y de insomnios, con que
contaba redondear de un solo golpe la naciente fortuna. Primero, a medias con
Max, se metió de cabeza en una especulación de terrenos; y todas sus energías,
centuplicadas gracias al ambiente benéfico, dedicó a la lucha en aquel estadio
universal del trabajo. Pagados estaban los débitos del Banco y de los bigotes
color de limón, y ningún plomo le pesaba en las alas, si no era la parsimonia
de Franz.
Ésta, sin embargo, mucho había perdido de
su virtud, o porque la experiencia calmara los arrebatos de D. Rufino, o porque
el mismo Franz, distraído con sus secretos pensamientos, no se cuidaba ya de
hacerla valer, al punto de que la alianza hispano-germánica llevaba trazas de
disolverse en fecha más o menos remota. Y no a causa de disensión, desavenencia
ni nada que afecta a la amistad personal de los dos socios... En los primeros
tiempos de la mudanza, la actitud del Bismarckito fue idéntica a la que tantas
sospechas y cavilaciones despertaba en doña Orosia: cumplía sus deberes
cotidianos sin tilde ni retraso, hablaba poco en la mesa, entraba y se retiraba
a su hora, y hasta mañana; después dijo que no le venía bien el comer en la
tienda, y tomó pensión en una fonda cercana a la Bolsa... Doña Orosia puso el
grito en los oídos de Crescencita, acusándola de que, por culpa de su desvío
poco a poco iba ahuyentando a aquel hombre excelente y acabaría por arrojarle
de la casa y de la sociedad. Si le llamaba tragajotas, como Tito, y se burlaba
de sus tres pelos y hasta le arrojaba pelotillas en la calva, desvergüenzas
que, aunque él las tomara a broma, no dejarían de hacerle mella. ¡Un hombre
como aquel! ¿Dónde encontrar otro igual? Estuviera o no delante D. Rufino, no
se mordería la lengua para decirlo.
Como la otra vez, la muchacha protestó,
entre risas, de su inocencia. Y la madre hubo de callarse, temiendo que sus
imprudentes exabruptos descubrieran el recóndito deseo de entregar la manzana
que en su hogar lozaneaba al buen apetito de los largos colmillos teutónicos.
Pero la bomba tenía fatalmente que estallar, y estalló un día en el despacho de
D. Rufino, ocupados éste y Franz en una laboriosa liquidación de fin de mes.
-¿Sabe usted, mi buen Sr. Barbado
-insinuó el alemán entre suma y resta- que voy a decirle algo que hace mucho
tiempo quiero decirle, y de un día para otro lo he diferido, por consultarlo
mejor con la almohada y madurarlo debidamente?
-Diga usted, Blümen, diga usted -contestó
D. Rufino, cerrando el libro mayor-, a fe que nos morimos todos de curiosidad
por saber qué le pasa... porque a usted algo le pasa, o todos somos miopes.
A mí no me pasa nada -dijo secamente
Franz.
Echó sobre los ojos la cortina de sus párpados,
y repuso:
-Señor Barbado, crea usted que lo que voy
a proponerle no obedece a disgusto personal, ni siquiera a desconfianza en la
buena marcha de nuestro comercio; al contrario, pienso que la casa está
asentada sobre bases sólidas, que su crédito es inmejorable, y de realizarse el
acuerdo de destacar agentes en las provincias y más adelante abrir nueva
sucursal en el Rosario y, si es posible, también en Córdoba, la fábrica de
guantes A la ciudad de Cádiz será la primera de la República. Pero, esto para
mí representa larga y pacienzuda espera de esa fortuna con que todos soñamos; y
como no me conviene esperar, por razones que a nadie le interesan, he resuelto
separarme de la sociedad y hacerme corredor de Bolsa.
Rascose D. Rufino la barbilla, hasta
arañarse sin piedad, y al acicate de sus uñas brotaron razones de este calibre:
¡Impaciente él, Franz Blümen, la prudencia en persona! ¡Dejar lo cierto por lo
dudoso! ¡Arrojarse al pozo ciego de la Bolsa! ¿No se acordaba ya de las tres
caídas del inglés Mr. Robert y de los tiritos con que cada crack se celebra?
Quien va de prisa, pronto se desboca, o más pronto tropieza, o más fácilmente
se cansa. ¡Vamos! Que los papeles se trocaban, y meterse a diablo predicador
maldita la gracia que le hacía. Blümen, el seriote, el grave, el prudentísimo
Blümen no hablaba de veras.
-¡Y tan de veras! -insistió el
Bismarckito.
Descorrió la cortina de los ojos, y miró
fríamente a D. Rufino. Éste, convencido, respondió, abriendo de nuevo el libro
mayor:
-¡Sea, amigo Blümen! Cuando usted
quiera...
La noticia dejó a doña Orosia sin gota de
sangre en las venas, según confesión propia; la separación de Franz no destruía
solamente sus ilusiones, que esto, al cabo, importaba poco, pues bodorrios amasados
al capricho ajeno, obra son del diablo y no de personas con dos dedos de
frente, como ella misma medía su buen razonar, y ya estaba persuadida que ni la
una ni el otro sentían la misteriosa atracción que suelda por siempre dos
voluntades; lo peor sería que, falto D. Rufino del consejo bismarckiano, de
aquella manea de su viveza andaluza, en el primer pantano atascara el carro, o
le volcara al menor tropezón. La liquidación se practicó sin dificultad, y se
disolvió la sociedad amigablemente.
Tan amigos quedaron los ex socios, que
Franz venía muchas veces a la tienda y subía a platicar con D. Rufino en su
despacho; en el cuarto de Tito se estaba también de cháchara, y hasta llegó
algún domingo a quedarse a comer y pasar la velada en el cenador de la azotea.
Parecía más comunicativo y de mejor humor, pero nadie consiguió sonsacarle su
secreto, empeñados todos en que lo guardaba y debía de ser de lo más curioso
del mundo.
Solía decir Barbado que "no hay don
precisos en el mundo"; y en verdad que la ausencia de Franz no trajo
entorpecimiento alguno, y el comercio siguió marchando tan guapamente. Como el
trabajo aumentaba, y Tito, por causa de sus absorbentes estudios, no podía
dedicar siquiera una migaja de tiempo a los libros de la casa, se tomó un
dependiente, castellano, ducho en teneduría, y le pusieron en la planta baja,
junto al obrador, de manera que no estorbara su curiosidad ni le distrajera el
tecleo de Crescencita. También tomaron otra criada y un chico de recadista, que
les servía a la mesa y vistieron a la moda británica, con chaquetilla corta y
botonadura amarilla, pantalón ajustado y gorra de hule, el cual, en su calidad
de groom, cumplía además la importante misión de cerrar y abrir la cancela al
paso de los parroquianos.
No tenían ya que bajar a la tienda,
confiada a dos señoritas de buen ver, la madre y la hija, y llevaban una vida
muy regalada. Crescencita ocupábase mucho de su persona, agotando todos los
recursos de pastas y cosméticos para borrar de sus dedos los pinchazos
delatores de la sufrida esclavitud junto al pedal de la Singer; mas no por
pagar a la coquetería el tributo que justo es que la conceda la hermosura,
olvidaba de instruirse en aquellas artes con tanta propiedad llamadas de
adorno, y tomaba lecciones de dibujo, de bordados, y también de francés y
literatura, de una vieja institutriz, que la entretenía dos horas todos los
días. La música se la enseñaba el padre: sobrábale espacio a D. Rufino para
recordar sus antiguas aficiones, y exhumadas las polvorientas partituras del
arcón en que yacían, en poco tiempo aprendió la muchacha a descifrarlas, y
pudieron tocar a dúo, ella en el piano y él en el clarinete, su instrumento
favorito, triste remembranza de aquel viejo compañero abandonado en el
purgatorio del Monte gaditano; sesiones éstas gratísimas, en que doña Orosia se
extasiaba dulcemente, llevando el compás con el pie, los ojos distraídos en el
blando meneo del angelote dorado.
Por lo menos una vez cada dos meses, poco
después del almuerzo o poco antes de la comida, a hora que había de hallar
reunida a la familia, entraba en la tienda y subía tímidamente la escalera
interior, alguien que no pasaba adelante sin impetrar el permiso con emoción;
generalmente, Tito o doña Orosia le anunciaban, diciendo: -"¡Hola,
Juanillo!..." y Crescencita acudía, ruborizada, y en la curtida mano del
mozo dejaba temblando la suya. Ávidamente, uno y otro se miraban con celosa
desconfianza, espiando las señales de la metamorfosis que el soplo poderoso de
aquel dios Progreso, incansable revolucionario, marcaba en sus fisonomías, como
en cuanto les rodeaba; silenciosa expresión de temor de que la feliz mudanza a
que ambos se hallaban sometidos, y de cuya gradación sentían los efectos, les
cambiara también los sentimientos, y con la holgura se despertaran el orgullo y
la ambición.
Tito cogía del brazo a Jean, y le llevaba
a su cuarto para mostrarle sus libros y sus cuadernos, sus colecciones de
sellos, de insectos y de minerales: él también progresaba, crecía, poco a poco,
en su adolescencia vigorosa, iba transformándose, el cuerpo como el espíritu,
éste a medida que en las claras fuentes del estudio apaciguaba su sed.
Reflejo de su carácter, sistemáticamente
ordenado, era la habitación, en que nada estaba fuera de su sitio y no había
objeto que de futesa pudiera tacharse. En la reducida estantería del fondo
arrimábanse los libros de texto, manuales y compendios extraídos del zumo de la
ciencia, a manera de frascos de perfume en un tocador elegante; sobre la mesa
de escribir, la carpeta de cuero, el tintero de vidrio, bien tapado para que no
se secara la tinta, y plumas y papeles en sus cajas de cartón, con simetría
alineadas; ningún cuadro en las paredes, a excepción de una bonita oleografía
que a la cabecera del lecho, entre las cortinas, destacaba sus vivos colores:
un niño Jesús, de pelo ensortijado y carita de manzana, apretando contra el
pecho desnudo una corona de espinas, que desgarraban la carnecita sonrosada:
sus dulces ojos azules tenían aquella infinita tristeza que es reproche y a un
tiempo reclamo... Junto al balcón, en una rinconera de pino, platos de
diferentes tamaños, y, boca abajo, vasos y recipientes de cristal, destinados a
aprisionar sabe Dios qué bicharracos; y una caja de herborista; varios cartones
cubiertos de mariposas, grandes, pequeñas, blancas, amarillas y multicolores,
cruelmente atravesado el abdomen por largos alfileres; y preciosos insectos
disecados, de reflejos metálicos, esmeraldas, rubíes y topacios del reino
animal; y un globo terráqueo, y un microscopio, y un encerado, y tubos y
retortas: el laboratorio, en fin, de un pequeño sabio de quince años.
-Este es el texto de Física, Juanillo
-decía Tito, emocionado-; he empezado ya la Física y la Química. ¡Qué bonitas
son las dos! ¡Qué experimentos se hacen en clase tan divertidos! Luego yo los
ensayo aquí, y aprendo más fácilmente: me basta con dar un repaso, y la lección
se me queda grabada. Ven a ver mis colecciones: desde tu última visita las he
enriquecido mucho, porque los domingos nos vamos con dos compañeros a buscar
ejemplares en los alrededores, y un cargador del aserradero de Patrick suele
traerme minerales de las sierras del Azul y del Tandil, y hasta de Mendoza, de
los mismos Andes.
Abría una caja de latón y exponía su maravilloso
contenido a los indiferentes ojos del profano Juanillo.
-¡Mira qué colores! ¡Qué variedades! Esto
es cuarzo, esto ágata, esto lapizlázuli, esto cornalina... Ven acá, que te
gustará más mi colección de coleópteros y de lepidópteros. ¿Sabes lo que son
coleópteros? Artrópodos que forman un orden de la clase de los insectos y
sufren una completa metamorfosis. Las larvas que recogemos en nuestras
excursiones las ponemos debajo de una campanita de cristal, y estudiamos las
fases de la transformación: cómo cambian de color, se cristalizan, les nacen
las alas y surge un día la mariposa. Allí están en la rinconera... Yo le digo a
papá que nosotros somos coleópteros de clase superior, porque a mudanzas nadie
nos gana. ¡Desde que estábamos en la calle de Charcas, mira si hemos cambiado!
Ahora nos apuntan ya las alas: yo me las siento cosquillear en la espalda, y me
vienen ímpetus de remontarme en los aires con mi bonete de doctor... Acércate;
este es el vulgar bicho de parra: aquí le tienes, verdoso y hambriento,
devorando cuantas hojas se le ponen; aquí parece un alfeñique color de
caramelo; observa en este otro las rayitas negras de las alas... Aquellos son
los que llaman bombix de las moreras o gusanos de seda: tengo muy pocos, porque
dan mucha guerra. Los de aquella vasija son escarabajos, y éstos de la copa
quebrada luciérnagas o linternas, que decimos nosotros. A cada uno, de burlas,
le he puesto su nombre: aquel de la cabeza rechoncha, que ha entrado en el
período de cristalización, es el Bismarckito; este es papá; aquella crisálida
en estado avanzado es el señor Duseuil; este comilón, que se da tanta prisa por
hacerse mariposa eres tú, y el pequeñito bombix de arriba soy yo, que antes de
envolverme en mi capullo ¡necesito echar más baba por la boca, Juanillo! Esta
es madama Clémence: ha hecho su evolución completa, y la he clavado en el
cartón de las mariposas; ¡qué lindos colores tiene!, ¿verdad? Esta luciérnaga
es Crescencita. Ni la tía Angustias ni el tío Aniceto están en mi colección,
porque no pertenecen a la clase de coleópteros superiores, sino a la de
mamíferos, orden de los roedores, cuyo tipo principal es la marmota...
Su gravedad al decir tales disparates
hacía reír a Jean, y el doctorcito, como un catedrático de verdad, imitando el
ademán y la entonación del doctor Andillo, a quien escuchara tantas veces,
reponía:
-¡Te burlas, porque eres un ganso, Juan!
¿Qué has de aprender entre los animales de monsieur Jean Pierre? ¿Acaso, como
yo, te pasas las mañanas en el Nacional colgado de las palabras del profesor, y
la mitad de la noche sobre estos libros? ¿Pues de qué me serviría todo esto, si
no me despejara el entendimiento y viera lo que para los ignorantes como tú
está encerrado en el misterio? ¿Y si yo te lo pruebo, carambita? Aquello del
rincón lo conocerás, sin duda: ¡pam-param-pam! mi caja, de lustrar, Juanillo,
que la guardo como oro en paño, con sus dos cepillos, el limpiabarros, la oblea
de cera, el botecito de betún y los retazos de lana... ¿Te acuerdas? ¡Fue ayer
y me parece que hace un siglo! Bueno; ¿no era yo entonces una oruga, como la
más fea de mi colección? Y ahora, mírame bien, ¿me parezco en algo al sucio
limpiabotas? (¡limpiabotas! por cierto que ninguno de mis compañeros sabe que
lo he sido...) ¿Me parezco, di? ¡Claro que no! Como no se parece un bicho de
estos en sus tres períodos. Yo estoy en el segundo: pásame la mano por aquí y
luego por acá: son el bozo y la barba, que me apuntan, Juan. Vamos, que si
viviera aquel sabio señor Andillo, y le explicara yo mi teoría, no había de
reírse. ¡Mal que te pese, Juanito, eres un coleóptero, digno de mi colección, y
todavía te hago mucho favor! En tu próxima visita, te verás clavado por la
barriga y expuesto a la admiración pública, aunque protestes y patalees...
Las carcajadas de Jean atraían a doña
Orosia y a Crescencita, y decía doña Orosia:
-¿Con qué nuevo desatino nos sale ahora
nuestro doctor? Éste va a perder la chaveta, como Don Quijote: ya sabrás que
nos ha convertido a todos en sabandijas y nos tiene presos en la rinconera,
para estudiarnos con el microscopio los pelos de las patas, los cuernos y la
trompa. ¡Al demonio no se le ocurre cosa semejante!
Por supuesto que en la visita
subsiguiente, inquiría Juanillo con interés en qué vinieron a parar los
reclusos de la rinconera; y el doctorcito le llevaba a su laboratorio, cogía un
cartón de aquellos en que había mártir de la ciencia que retorcía aún
dolorosamente las patas, estremecido por la agonía, y le señalaba triunfante:
-Aquí tienes: evolución completa: el
señor Duseuil, una mariposa de las llamadas macaon, con sus bonitas bandas
negras; la he clavado junto a madama Clémence. Hacen una buena pareja, modelo
en el género. Franz es este mariposón tan feo, que da vueltas y saltos por
arrancarse el alfiler: ha sacado más pelo que el que acostumbra a usar.
Pertenece al género de las nocturnas... Tú te ríes como un bobo. Pues si le
vieras al Bismarckito de corredor de Bolsa, más flamante, dando zancadas por
aquellos alrededores que también fueron un día campo de mi lucrativa empresa,
no dudarías, no, que haya hecho su evolución completa. En cuanto a ti, conforme
mi pronóstico, has salido un coleóptero perfecto; aquí está tu cadáver, este
escarabajo, ciervo volante que llaman: mira, ¡qué antenas y qué mandíbulas!
-La verdad es que yo no me reconozco,
-decía Jean conteniendo la risa-; el retrato será todo lo parecido que
quieras...
-También evolución completa, concluía
Tito muy serio.
-¡Ay! eso no; con toda tu sabiduría te
has equivocado de medio a medio. Ahora comprendo por qué no reconocía mis
mandíbulas. Es que ese señor escarabajo no soy yo. Yo debo de estar todavía en
el segundo período, como tú dices, acaso en el primero, y me tendrás debajo de
alguna campanita de esas. ¿Qué he de haber merecido yo los honores del cartón y
del alfilerazo, si no soy dueño más que de una majada, de unas pocas vaquitas y
aún me faltan dos años para serlo del terreno que trabajo?
-Pero, ignorantón de siete suelas,
-prorrumpía Tito enfadado- si esto es un símbolo y nada más. ¿Sabes tú lo que
es un símbolo? ¡Qué has de saber! ¡Si estaré yo seguro que este escarabajo eres
tú! Por cierto que tenías un geniecito más vivo que el del mariposón de Franz,
y como te defendías, al pincharte casi te arranqué una antena... Y este otro
¿me negarás que es papá? ¿y que soy yo este bombix envuelto en su capullo
amarillo?
Jean no se atrevía a disputar con el
doctorcito; y tímidamente adelantaba la idea de que era lástima grande que el
ser humano necesitara de mayor tiempo para pasar de un período al otro y
completar su evolución.
-Eso del tiempo no puede calcularse
-decía Tito con admirable aplomo-; unos la efectúan en dos años, otros en diez,
otros en veinte y más, según las condiciones del individuo. Yo me figuro a la
Argentina como una campana de cristal inmensa, a cuyo abrigo evolucionan los
seres que acuden de las diferentes partes del mundo; cuanto mayores sean la
inteligencia, el tesón y la voluntad, menos tiempo necesitarán para convertirse
en mariposa, escarabajo, luciérnaga o lo que su propia naturaleza señale, es
decir, en hombres de provecho. ¿Este hablar simbólico puede parecer a nadie tan
desatinado, que provoque la burla? Lo que hay es que yo tengo chispa y sé
desentrañar el sentido de las cosas...
Servía la irrupción mujeril para que Jean
se librara de discutir las filosofías del sabio en capullo, y en el saloncillo
de música, al lado de Crescencita, gustara del deleitoso placer de oírla
teclear sentada gentilmente en el taburete, lo que a él parecíale arte supremo
y gusto exquisito; placer que, en los dos meses de vida rural a que le
obligaban sus deberes, alimentaba su espíritu, impregnándole de esperanzas.
Venía celoso y se volvía confiado, y así siempre, tratando de distraer la dilatada
espera. Nada les unía aún, que ni él se atrevía a ofrecer palabra que no
pudiera cumplir, ni ella aceptaría galanteos que la mamá no sancionara; y, sin
embargo, los ojos azules de Crescencita despedían a Jean con tristeza, su
pensamiento le acompañaba en el viaje, le seguía en sus correrías, y a su
vuelta hablaban de nuevo los ojos:
-¿Te has acordado de mí? ¿No has
encontrado por allá otra que te guste más que yo?
Y los de Jean, profundamente negros,
preguntaban también:
-¿No me has olvidado? ¿Llegarás a
quererme, princesa y todo?
El dulce apretón de manos era respuesta
que a los dos satisfacía, y quedaban silenciosos, saboreándola golosamente.
Aunque delante de doña Orosia pudieran
hablar con entera libertad, porque ella se empeñaba en que la chica practicara
el francés y eran sus agravios al Ollendorf y a la gramática motivos de
satisfacción maternal, en tiempo de verano subían los jóvenes a la azotea, y
mientras Tito se distraía en coger hierbajos de los tiestos para su herbolario,
recostados ambos en la barandilla, asistían al extraordinario espectáculo de la
calle, donde se desbordaba la tumultuosa vida de la capital, y carros, coches,
tranvías y transeúntes confundíanse, y por opuestos sentidos se alejaban
murmurando, furioso chocar de intereses y de pasiones, que, como el azotar del
oleaje, producía rumores de tormenta. Arriba, el cielo muy azul, el sol
arrancando chispazos de ventanas y claraboyas, y fingiendo lava fundida el zinc
y las pizarras de los tejados a la moderna; las golondrinas cerniéndose en la
solemne serenidad del éter, o rastreando el suelo con las alas, como el
inquieto pensamiento humano... Luego, las torres y las cúpulas envueltas como
en transparente neblina, vaho del gigante que se agita a sus pies, y más abajo
las calles, rectas y uniformes, con el festón de sus aceras cuajadas de negras
figuras, hormigas que se mueven y revuelven persiguiendo el grano que ha de
abastecer su despensa. En la azotea vecina una moza, con el rodete enfundado
dentro de un pañuelo a cuadros, tendiendo ropa al sol, y canturreando un
zortzico; en la de enfrente dos hombres secando sombreros acabados de engomar;
en la de allá, al abrigo de sus sombrillas de color, dos chicas curioseando...
Del lado opuesto, el río inmenso, siempre turbio y las barquitas con sus velas
blancas perdiéndose en la línea misteriosa del horizonte.
Mano a mano Jean con la bella Barbadita,
de los dos meses de ausencia contaba la interesante historia, bastando a
desatar su torpe lengua la soledad y la compañía, la suave fragancia de
jazmines que les cercaba y la altura, que parecía alejarle de la tierra y
aproximarle al cielo. Historia siempre igual, y como igual monótona para
extraños oídos, pero que en los de Crescencita sonaba dulcemente, porque aquellas
aspiraciones, y trabajos, y celosos pensamientos, y rudo batallar y áspero
sufrir en el destierro de la colonia santafecina, era ella quien los desataba,
alimentaba, calmaba y curaba milagrosamente, y ella quien, en parte, había
redimido, sin saberlo y sin pretenderlo, por el solo influjo de su gracia, a
aquel robusto garzón, hermoso como un David. Al rum-rum amoroso del encrespado
palomo, ella fruncía el gesto, por no darle a entender lo que su pudor no
consentiría descubrir, y le picoteaba con frasecitas como éstas:
-¡Cállate! pareces tonto: si no te
callas, bajo y se lo cuento a mamá. Cada vez vienes más pesado. Antes era con
el pobre Bismarckito; ahora con un fulano que tú inventas y a quien das de
bofetadas. Si te he dicho que yo no pienso en eso, ni quiero pensar... ¡Y al
fin y al cabo, tú no te has de casar conmigo! Porque, rico (como has de serlo)
y heredero único de tus hermanos, ya encontrarás alguna señorita del país, que
las hay de chuparse los dedos. ¡Buenos están ustedes!
-No, que serás tú quien aceptará...
-contestaba Juanillo atorado- quien aceptará, por tener esos diamantes con que
sueñas, cualquier abogadito del país, que los hay en abundancia y para todos
los gustos... Como si lo viera. ¡Buenas están ustedes las mujeres!
-Sí que le aceptaré, ¡vaya con el
pamplinoso! No me vengas con que si pitos o si flautas.
-Te prometo...
-¡Bien! ¡Cuidadito...!
-¿Me perdonas?
Hechas las paces, la fútil querella se
renovaba atizada por los despiertos celos, y como palomas que se arrullan, se
rechazan, se persiguen y se buscan, y en torno de la hembra tímida ronca el
macho, erizadas las soberbias plumas, y ya la atrae con el pico, ya con el ala
castiga su desvío, Juan y Crescencita, en las alturas de la azotea, sostenían
la deliciosa contienda que es en el amor señal de sincero querer. A veces,
enfurruñados, se apartaban y fingían contemplar lo que en la calle ocurría; o
le dejaba ella solo e iba cogiendo diamelas de los tiestos, y mientras rumiaba
él desatinadas ideas, de arrojarse de cabeza por la barandilla, pongo por caso,
o hacer alguna atrocidad semejante, atento a la voz de su despecho, ella, de
repente y sin ser sentida, le ponía bajo las narices el ramillete y
abandonándolo en las manos que acudían anhelantes y agradecidas a recogerlo,
huía burlona a refugiarse en el cenador...
Cerca de aquel terrado en que ponían a
secar los sombreros, subía y bajaba por el complicado andamiaje el enjambre de
albañiles que construían una casa; y escuchando el rumor de cucharas y
ladrillos y poleas, Jean ensenaba a Crescencita lo que figurábasele imagen de
su vida, y plegada la blanca frente, que tan hermoso contraste hacía con el
rostro moreno, soltábase a filosofar:
-Observa cómo han abierto primero los
surcos bien hondos, luego han preparado sólidamente los cimientos, y poco a
poco, hilada por hilada, van colocando los ladrillos y levantando las paredes.
Cuando lleguen al límite de altura fijado, y cubran el techo, pondrán ramas y
banderas, señal de que el edificio se termina. ¿Qué otra cosa hago yo en la
María Luisa, y qué Max, y qué tu padre, y todos los que necesitamos
construirnos una posición? Pues eso que ves hacer a aquellos albañiles y ¡ay si
los cimientos no están bien asentados! el edificio se hunde y el obrero perece.
-Hijo, hablas como Tito, nuestro doctor,
que por un quítame allá esas pajas nos echa cada discurso... -decía Crescencita
risueña.
Pero se callaba, notando al joven
seriamente pensativo; y el repicar de las cucharas, los gritos de las
golondrinas, la cantinela de la vascongada y el estruendo colosal de la calle,
se confundían en la serenidad de la tarde esplendorosa...
De estas visitas puntualísimas de Jean,
más frecuentes así que el ferrocarril al Rosario acortó distancias, nada
barruntaba doña Orosia; fue la bizmada doña Angustias, que por motivo de su
ociosidad era naturalmente murmuradora, quien le hizo ver lo que ella
descubriera en una de aquellas sesiones junto al piano, y al revés de lo que
ella esperaba, si se sorprendió la cuñada, no manifestó desagrado, indignación,
ni cosa parecida. Se limitó a preguntar:
-¿Estás segura?
-Segura, y que ahora mismo me caiga
muerta, -contestó doña Angustias, sorbiéndose las letras-; él, mira tú si será
pillo, le cogió una mano, así, al descuido... Y se miraban de una manera, en
fin, de esa manera que no ha menester de palabras para decir: ¡Te quiero!
Y no sólo fue doña Angustias. La propia
madama Clémence, que tenía más franqueza que malicia, le comunicó su sospecha
de haber dado con el por qué de los viajes frecuentes de Jean, los que la
preocupaban tanto como su antigua manía de no querer venir a la capital.
-Me parece, -cuchicheó al oído de doña
Orosia-, que por aquí me le entretienen ustedes: Crescencita, principalmente...
Aquellos dos dedos de frente, de que se
vanagloriaba la de Barbado, la sugirieron las sesudas reflexiones que siguen:
-Lo que ha visto Angustias y lo que
sospecha madama Clémence, dan al hecho carácter de veracidad indudable, y no
necesito arrancarle la confesión a la chica; ¿cómo no lo he visto y sospechado
yo también? Bueno, pues estoy muy contenta. Descartado el Bismarckito... (¿Qué
madre no piensa en los destinos de su hija?)... Descartado Franz, el pequeño
Duseuil es un excelente candidato: trabajador, serio, honrado, futuro heredero
y único de sus hermanos... Dicen que el señor Duseuil se quedará muy pronto con
el aserradero, que Mr. Patrick está enfermo y quiere retirarse... El Sr.
Duseuil tendrá una bonita fortuna, si no la tiene ya... Madama Clémence me ha
hablado hasta con complacencia, como diciendo: -Me agrada mucho y ojalá que se
realice mi sospecha... ¿Y por qué no había de agradarle? No somos los Barbados
familia de poco más o menos, y al paso que va Rufino, conquistaremos también
nuestra fortuna, ¡vaya! En suma, que lo que debes hacer, Orosia, porque a todos
conviene, es la vista gorda, y dejar que los chicos se apañen y favorecer sus
amores... ¡Digo! ¡Con el hermano de madama Clémence! Aquí sí que encajaría bien
un discurso de Tito sobre las transformaciones y mudanzas... ¡Porque me acuerdo
que era el muchacho de oro! De haberle tenido enfrascado en la rinconera, no da
cambiazo más radical... Conque, Orosia, cierra los ojos y déjales en libertad.
No sea cosa...
VIII
No sé qué año fue, pues de esto no ha
tomado nota la historia, pero estoy seguro que lo que a seguida se referirá
ocurrió una mañana de junio, entoldada y muy fría, en aquella última pieza del
barracón de Patrick, escritorio sin lumbre, ni estera, ni burletes defensores
de rendijas, que no tenía más menaje y adorno que una mesa de pino y tres
sillones de cuero, desconchado del roce, dos picos de gas, cuyas pantallas
verdes mostraban señales de quemaduras, un almanaque debajo de un reloj pobrísimo
en la pared cubierta de papel feo y viejo, un palanganero, y dos vasos sobre
una bandeja de latón barnizada de negro, objetos todos contemporáneos de la
fundación del aserradero, sin excluir aquellos más frágiles, condenados por lo
mismo a corta existencia, pero que en poder de Mr. Patrick adquirían longevidad
extraordinaria.
Max, como de costumbre, había entrado a
las ocho, registrado la correspondencia, echado un vistazo al patio, donde
empezaba la carga y descarga de los carros, firmado varias cartas que el
secretarillo le presentó y dos cheques del cajero; luego, paseó un poco para
calentarse los pies, golpeando las baldosas: delante de los cristales de la
puerta, alguno ausente y substituido por un trozo de periódico, miró el trajín
de los mozos, desnudos los vellosos pechos y las piernas a pesar del frío, y
entre tanto decía en su lengua:
-Las ocho pasadas y no viene. Es la
primera vez que sucede...; en tantos años es la primera vez que se retarda.
¡En tantos años! Bruscamente, de una idea
saltó a la otra, a la del tiempo consumido en el establecimiento, la mitad de
su vida, desde el día que entró como peón de aserrar, hasta que, corriendo la
escala grado por grado, llegó a la categoría de socio; lucha empeñosa que no
dejó huellas en su espíritu, nunca más valiente y audaz, porque el combatir con
éxito entona y da nuevas fuerzas, pero que, de creer al espejillo móvil del
palanganero, aunque de mala clase siempre franco en decir la verdad, había
señalado con arrugas y canas el paso de las emociones sufridas. Max suspiró, y
levantando sus robustas manos de conquistador, respuesta a secreto pensamiento
que se derivaba de todos los demás, murmuró entre sus bigotes ya grises: -Et
encore..., es decir, que algo faltaba aún, el coronamiento de la obra, la
última victoria de la feliz campana de tantos años: ser el amo único, el patrón
indiscutido...
Dieron las ocho y media, y el singular
retardo de Mr. Patrick le preocupó de nuevo. ¿Se habría agravado del reuma? La
tarde anterior se despidió diciendo que sus piernas "estar ya muy
cansadas" y solicitaban la jubilación que merecían sus largos servicios.
-Ellas querer ser llevadas -añadió- y
encontrar demasiado pesado el tronco. Y si ellas negarse a cumplir su deber, yo
quedar en casa sin remedio.
Max se puso a despachar los asuntos de
mayor urgencia, llamó al secretarillo y le dio órdenes; salió al patio,
abrigada la cabeza con una gorra de paño, y echó un segundo vistazo a la
operación de contar los sacos de cal y las parejas de ladrillos ¡Uy, qué frío
hacía! Se metió transido en el despacho, zapateando y restregándose las
manos... ¡Las nueve! De fijo las piernas de Mr. Patrick se habían negado a
conducirle al aserradero, y no bastó toda su inflexibilidad británica para que
los miembros reacios obedecieran. Verdad era que Mr. Patrick bajaba la
pendiente de los sesenta demasiado aprisa, y estaba el pobre señor ya machucho,
y lo que es peor, decaído de ánimo.
En esto oyó Max que hablaban en la pieza
vecina, ocupada por el secretarillo, que con su apestosa fumarreta pretendía,
sin duda, remediar la falta de chimenea, y al punto, entre la nube de humo que
por la puerta se coló al abrirse sin permiso, vio el francés al germano Franz
Blümen, de luengo abrigo de pieles, corbata roja con una gruesa perla, de
legítimo oriente, guantes de cabritilla, botas de charol, en la mano un bastón
de retorcido puño de plata y en la cabeza este chisme largo y estrecho que
llaman unos chistera, los portugueses denominan cartola y que nosotros, sin
saber por qué, apellidamos galera, la cual acudió a recoger la mano
cortésmente, descubriendo los tres pelos altivos en lo alto de la calva.
-¡Mi buen amigo Blümen! -exclamó Duseuil.
-¿No está Mr. Patrick? -preguntó algo
contrariado el Bismarckito.
-Todavía no ha llegado, pero vendrá...
Supongo que vendrá, si es que sus piernas se lo permiten, porque sabrá usted
que el reuma le tiene muy castigado.
-¡Ah, el reuma! ¡Mala cosa el reuma!
Se sentó a instancias de Max, sin
disimular la contrariedad de la espera ni abandonar el flamante sombrero de
copa, porque notó en los muebles evidentes síntomas de poca limpieza; y con la
excusa de no molestar, eludió la explicación de su visita matutina.
-Si es cuestión de negocios, -insinuó
Max- no necesita usted esperar. Me lo dice usted a mí, y punto redondo.
-No, no; es cuestión personal,
absolutamente personal.
Recalcó el adverbio, para librarse de
importunas curiosidades; y entre tanto, Max admiraba lo cepillado y lucio de su
persona, su elegante vestir y lo distinto que parecía de aquel Bismarckito del
fondo, su antiguo vecino. La admiración le arrancó esta pregunta ociosa:
-¿Se adelanta, eh?
-¡Oh! Sí, ciertamente -contestó Franz.
Desde que se separó de la sociedad de
Barbado, parecía que la diosa Fortuna le había prestado su rueda; de tal manera
marchaba veloz y sin tropiezos. No que no adelantara también con Barbado, al
contrario, ¿de dónde sacó el capital? ¿de dónde sus relaciones comerciales?...
Pero, acaso porque el negocio fuese lento de suyo, o porque la sociedad supone
mayores trabas, lo cierto es que todo fue meterse en la Bolsa, y subir, y
subir. Sus colegas, el veterano Rocchio y otros, se asombraban de verle sortear
peligros sin perder la cabeza, de que no le arrastraran los que caían, y entre
las víctimas de cada crack quedara él sólo de pie, imperturbable. Rocchio no
sabía, y no sabían los otros, que su sangre fría, su fino olfato, su larga
vista, su intuición del peligro y su conocimiento de la plaza, eran excelentes
auxiliares y legítimos valedores; de modo que lo que ellos caprichosamente
llamaban suerte, era pericia lisa y llana. La satisfacción de sí mismo
coloreaba un poco las amarillosas mejillas de Franz, y hasta en su manera de
hablar, de atusar la felpa del sombrero reluciente, de echar mano a la perla de
la corbata, con el pretexto de enderezarla, de sacudirse las pelusillas del
gabán nuevecito, se observaba cierta afectación de advenedizo, que no domina
aún su papel y a quien la curiosidad del público molesta y perturba, afectación
que, en ocasiones, era soberbia mal disimulada, pueril vanidad de deslumbrar y
sentirse admirado, relampagueando en el globo incoloro de sus ojos.
-Pero sabe usted que también Barbado...
-dijo Max-, Barbado se va a las nubes: de su fábrica no se diga, que tiene
cimientos de piedra. Hablo de los negocios de terrenos, que le han salido como
una seda... ¡Veinte mil nacionales líquidos! a partir conmigo. ¡Diablo de
hombre! Es un hurón para los negocios.
-Sí, ciertamente -afirmó Franz-, usted también, señor Duseuil...
Hizo Max un gesto que significaba modesta
aceptación del piropo recibido, y quedó sacudiendo la cabeza... embargándoles a
ambos la idea grandiosa de la extraña tierra que sabía asimilarse tan diversos
elementos y al calor de su seno transformarles prodigiosamente.
De pronto, el Bismarckito sacó el reloj,
un enorme cronómetro de oro, con mucho sonar de la cadena y el pendiente
relicario, y se levantó seguidamente, "porque mister Patrick no daba
muestras de llegar, y el tiempo le venía escaso". Otra vez se puso a la
defensiva de importunas curiosidades, repitiendo lo de absolutamente personal
con que cerró la puerta a toda pregunta del francés, y agregó que se iba a casa
de mister Patrick, saliendo muy soplado, pisando fuerte y dejando a Max perdido
en conjeturas acerca de los motivos de la visita, la reserva y los tiros largos
del pachorrudo germánico.
Le distrajo de su embobamiento la entrada
de un jovencito pelirrubio y afeminado, en quien reconoció al hijo mayor de Mr.
Patrick, William, quien le anunció "que papá no venía porque estaba mal de
su reuma, y que decía papá que tan pronto como se desocupara fuera a
verle".
-Dile a papá que voy en seguida -contestó
Max...- Oye, William, ¿no es nada grave? Bueno, hasta luego.
Por más listo que quiso andar, hasta las
diez no pudo desentenderse del complicado tejemaneje de empleadillos, peones,
cargas, despachos y recibos; mandó un recado a madama Clémence para que no le esperara
a la hora fija del almuerzo, si acaso la conferencia con el socio se alargaba,
y se marchó, bien abrigado en su ruso, de hongo y sin bastón, por no enfriarse
las manos.
Vivía Mr. Patrick (y debe de vivir aún,
si Dios no le ha llamado a sí) en la calle de la Piedad, en casa propia, con
pretensiones y aires de palacio, si bien alquilados los bajos a depósito de
vinos y almacén mayorista, algo que rebajar tuviera de ellas, a pesar de su
escalera de mármol, de sus balcones de balaustres, columnas, historiadas
cornisas y amplio frontis pintado al óleo, de color de chocolate. Subía Max
ágilmente la escalera, cuando tropezó con el Bismarckito, que bajaba, y no tuvo
tiempo de excusarse ni de mirarle, porque el otro se escurrió con celeridad
impropia de su temple... Pero, señor, ¿qué le sucedía al Bismarckito?
Abrió a Max una muchacha, atildada con
blanco delantal recién planchado y cofia de volantitos, y lo mismo fue verle,
que exclamar alegremente: -Señor Duseuil, pase usted... brindándole sonrisa
amistosa, de la que el normando no hizo caso; y, como pasara sin contestarla,
ella insistió. -Señor Duseuil, ¿no me conoce usted? ¡Anda! si era Encarnación,
Encarnación, la criadita de Andillo, hecha una mujerona, muy guapota y
colorada.
-¡Demonio! -dijo Max-. ¡Hace tanto tiempo
que no te veo...! En las pocas veces que aquí he venido, me ha abierto el mozo,
ese inglesón, que parece un granadero. ¿Está buena tu señora?
Dando matraca con cien preguntas
impertinentes, guiole Encarnación al través de dos salones recargados de lujo y
escasos de gusto, y le llevó hasta una cerrada puerta, detrás de la cual sonaba
agrio refunfuño, mezclado a risas alegres, y dijo la doncella, golpeando con
los nudillos:
-Está de un humor el patrón, que no deja parar
a nadie.
Volvió el pestillo al mismo tiempo y
empujó la hoja con tal precipitación, que la persona que reía y tenía, sin
duda, sus motivos para ocultarse, no lo pudo lograr, y dejó prendida la cola de
su bata color de rosa en la puerta por donde escapar quería, renovando el
percance las risas de la prisionera, corriéndose Max, asustándose la muchacha y
arreciando el malhumor del asendereado señor, que en una dormilona aparecía
forzadamente espatarrado, cargado de mantas y de bilis.
-Si es Duseuil -exclamó Mr. Patrick-,
María Cleofé, poder venir. ¡Diablos de mujeres! Siempre calentar cabeza a los
hombres. Entrar, Duseuil, sentarse... ¡Ah! Muy mal, yo estar hidrófobo,
Duseuil.
La alegre prisionera libertó su cola
rosada de la trampa, y María Cleofé presentose en el despacho, de trapillo, con
enroscados papelitos en la frente, bastante fea por el desaliño matinal, la
cuarentena en que frisaba o el exceso de grasa que había criado. Se excusó Max
de su entrada improvisa, tronó Mr. Patrick contra estos mujeres, que todo lo
revuelven, y la señora, graciosamente, atajando la carcajada con la mano llena
de sortijas, puso término al incidente:
-Es que... Duseuil, usted es de
confianza, y poco me importa la sorpresa. Yo creí que volvía el señor Blümen, y
francamente, no habría podido resistir... porque, ¡tiene gracia, Patrick! ¿Le
cuento al señor Duseuil la embajada del señor Blümen? Déjame que la cuente: es
de perecer de risa.
Rezongó el británico, sin que pudiera
colegirse fuera el gruñido muestra de asentimiento o de negativa; y
acostumbrada la picaresca porteña a hacer del hoscoso marido lo que importaba a
su santa gana, corrió a cerrar la puerta de entrada, dejó caer el pesado
portier de felpa color de oro viejo, y haciendo signos burlones de misterio,
soltó la estupenda noticia:
-El señor Blümen... pásmese usted... el
señor Blümen ha venido... ¿a qué creerá usted?... ¡ha venido a pedir la mano de
Liberata!
Pasmose, en efecto, Max, y todo lo
comprendió, como en ciertas comedias después de la carta final consabida. Pero
María Cleofé no le dejó espacio a reflexión ni comentario.
-Verá usted, señor Duseuil...
Hacía mucho tiempo que los pasos y hechos
del Bismarckito se le antojaran a ella sospechosos en grado superlativo, desde
que, libre misia Liberata y establecido Franz en la calle de las Artes, no hubo
obstáculo mayor que la diferencia de posición, abismo que él se esforzó en
colmar de una vez, y ayudado de la suerte y de su inteligencia había colmado;
antes, en vida de D. Hipólito, cuando era inquilino de la casa, si algo sintió
por la hermosa patrona, allá se las hayan él y su conciencia, pues ni su
reserva le vendió ni el respeto que la virtud de misia Liberata inspiraba le
hubiera permitido demostrarlo; pero, indudablemente, algo debía ya de sentir,
porque estas pasiones reconcentradas tienen siempre raíces antiguas y de no
tenerlas no resistirían al tiempo y a los obstáculos. Lo cierto es que cada vez
que iban las dos hermanas a la tienda de Barbado, salía como por escotillón el
Bismarckito, y ya no se le despegaban, tan meloso, a pesar de su glacial
superficie, como si entre témpanos el corazón se conservara tierno y ardiente;
él las hacía rebajas inverosímiles, las envolvía los guantes en el papel de
seda con exquisito cuidado, charlaba y reía por entretenerlas, las acompañaba
hasta el carruaje rindiéndoles exagerados saludos; trajoles él mismo los
paquetes a casa en muchas ocasiones... y llegaron a verle en misa los domingos,
en San Nicolás y en San Miguel, y eso que no era católico, y pasear la calle,
como un mequetrefe primerizo, a la misma hora, de esquina a esquina, cuando
dejaban de ir por la tienda, o perdían la misa de nueve.
Después le tropezaron en una tertulia de
confianza, muy compuesto, y les anunció que había dejado la tienda y estaba de
corredor de Bolsa; y también en Palermo, los domingos, a caballo, infaltable al
paso de su carruaje... Esto durante tantos años que, al fin, el encontronazo
con el germano fue algo corriente que llega a no advertirse ya, como tal farol
que sabemos no muda de sitio, un poste u objeto cualquiera plantado en nuestro
camino de costumbre. Atando cabos María Cleofé, pensó que aquello rezaba con
misia Liberata, y diola bromas que la supieron muy mal, al punto que dejó de ir
a la tienda primero, luego a la tertulia, cambió de iglesia, no fue a Palermo,
sin que evitara el germánico cerco, más apretado cuanto más difícil, pero
confiando en que le aburriría y acabarían por desilusionarle las canas que a
toda prisa se empeñaban en cacarear la proximidad de sus cuarenta años; tenía
más o menos, la misma edad que él; era ya una vieja. ¿No veían que el mucho
llorar y cavilar le había sacado cada pata de gallo como rúbrica de escribano?
¿Que algún diente flojeaba y que la garganta, a poco andar, mostraría las
cuerdas de guitarra? Para convencerles, buscaba el espejo y señalando los
dientes blanquísimos, el cuello mórbido, la estirada piel, los ojos hermosos y
la cabeza donde las nacientes canas formaban una a manera de diadema de plata,
la diosa Razón decía:
-¡Si estoy hecha un vejestorio! ¡Parece
que tengo sesenta años!... ¡Mira qué arrugas, María: buena para enamorar a
nadie! O es pura casualidad lo del señor Blümen o no ve más allá de sus
narices.
Admirábale a María Cleofé la constancia
de Franz, y cómo al calor de su pasión, sin otro alimento que el de la
esperanza, pues ni una mirada obtuvo de misia Liberata en cuanto esta se
persuadió que los plantones la estaban dedicados, el antiguo empleadillo de los
bigotes color de limón poco a poco, peldaño a peldaño, subía la escala social y
llegaba a la altura en que, de potencia a potencia, podía exponer sus añejas
pretensiones...
-¡Oh! yes, -interrumpió con un trompazo
sobre la mesilla cercana Mr. Patrick-; ser Mr. Blümen hombre de mucho mérito y
valer muchísimo: tener en la plaza grande reputación. Liberata hacer lo que le
dé la gana, pero mi opinión deber decir que sí. Tú, sin embargo, María Cleofé,
reírte de Mr. Blümen... ¡Estos mujeres! ¿De qué reírte, a ver?
-Te diré, gringo... Es que la manera de
declararse, de buenas a primeras, sin cambiar palabra con la interesada,
diciéndote: soy fulano, tengo tanto y cuanto, vengo a esto, quiero lo otro...
¡Qué risa! Confiese usted, señor Duseuil, que así se podrá abordar un negocio,
pero no un asunto de esta clase.
-Yo hacer lo mismo, -repuso el inglés-
hablar claro con el doctor Andillo y todo arreglado.
-También me echabas flores por la pared,
¿ya no te acuerdas, gringo? Y quien las recogía era la muchacha con la
escoba... ¡Ja, ja, ja!
María Cleofé, dejarme solo con el señor
Duseuil. ¡Malditos mujeres estos!
Hizo un pucherito la dama y dirigió a Max
un guiño que decía: -"¿Ha visto usted cómo le pone el reuma?..." Y
antes de obedecer la orden perentoria llamó al francés, alzó la cortina y le
enseñó a la diosa Razón en la pieza inmediata, sentada, con la cesta de labor
sobre las rodillas, ensartadas las tijeras en los dedos y abiertas como para
cortar el retazo de tela que la mano izquierda sostenía, y ni cortaba ni hacía,
otra cosa que reflexionar, algo entornados los ojos por recoger mejor el
pensamiento y a su luz mirar dentro de sí.
-No se ha movido desde que la enteré de
la embajada que traía el señor Blümen, -cuchicheó María Cleofé-; la sorpresa le
aturdió primero, quiso reírse, se puso amarilla, formuló una negativa rotunda,
y a mis exhortaciones de que no se trataba de ninguna puñalada de pícaro y que
el asunto valía la pena de ser discutido despacio, cayó en lo que yo llamo el proceso
de sus cavilaciones... Así estará... un par de años para decir sí o no. Pero
entre Patrick y yo la decidiremos, porque esta es una buena proporción, y al
fin, ¿qué porvenir la espera? ¿No le parece a usted, señor Duseuil?
Iba a expresar Max su sentir, de acuerdo
con la señora, cuando sonó otro trompazo del socio sobre la mesilla:
-¿Qué hacer, Duseuil? ¡Perder el tiempo!
¿Estar ahí María Cleofé todavía?
-No; -contestó ella riendo-. María Cleofé
marcharse ya, aburrida de tu geniazo. Señor Duseuil, a usted se lo encargo.
Recogió su rosada cola y desapareció
detrás de la cortina. Max acercó una butaca a la dormilona en que el inglés
prisionero rezongaba y le dirigió amistosas frases para calmarle, como al perro
gruñón se le palmea y acaricia; y hecho al mimo y a la ternura, educado entre
los algodones de María Cleofé, mister Patrick se lamentaba más, no del dolor,
sino de la impotencia a que le reducían en lo mejor de sus años, cuando el
espíritu sentíase aún fuerte para más grandes empresas. Dejar el aserradero,
retirarse de los negocios, inválido precisamente cuando podía gozar del fruto
de su trabajo, ¿era esto justo? Aquel mal, que en los mismos huesos arraigaba y
al que ni salicilatos, ni unturas varias, ni droga alguna lograban dominar, le
había vencido, a pesar de su resistencia y de todos sus esfuerzos, después de
muchos años de lucha, y aún vencido le atormentaba y le quitaba el sueño:
mostró sus manos, deformadas por la artritis; quiso mover las doloridas piernas
y dio un grito, arrojó un juramento y sobre el respaldo del sofá descansó la
cabeza, gladiador que se entrega ya indefenso.
¡Dejar el aserradero! Hacía mucho tiempo
que lo tenía pensado, conforme la salud empezó a faltarle, pero su plan era
otro, un plan madurado al calor de la familia y en el que se cifraban sus
últimas aspiraciones: que aquella fundación suya, base de su fortuna, se
perpetuara en sus hijos y en la dirección del establecimiento le sucediera el
primogénito; pero el primogénito, William, había salido simplón, enfermizo,
afeminado, con inclinaciones a la holganza, al placer fácil y a las
frivolidades corrientes, hijo de rico que cree tener guardadas las espaldas y
asegurado el porvenir, ciudadano inútil para la patria, un gorrón, un
manirroto, un futuro dilapidador de la fortuna amasada con el sudor paterno...
El segundo, Henri, quería ser doctor y estudiaba para abogado. ¡Un abogado más!
¿Para qué? ¿No tenemos abogados de sobra? ¿No estamos apestados de doctores?
¿Deja de ser un Perico tal Perico porque antecede el titulillo a su apellido?
¡Señor doctor!¡Muy señor mío! Y se dan casos que lleva los fondillos remendados
y a vuelta de humillaciones y de apuros hay que asilarle en una oficina del
Estado, el bondadoso papá, el padre común de muchos remolones, o mandarle a una
estancia a que explique las leyes aprendidas a las vacas del cortijo. Entre
tanto, se ha gastado el tiempo y el dinero, se ha extraviado una inteligencia,
y las fuerzas individuales, que bien encauzadas dieran maravilloso resultado para
las industrias nacientes, se han esparcido y agotado estérilmente. Pues, el
maldito chico, Henri, estaba en la Universidad deletreando las Pandectas, y lo
peor era que no tenía aquel talento brillante y fácil palabra que son dones
casi indispensables para la carrera, y así los que los poseen bien hacen en
dedicarse a ella; sino que su estrechez de cacumen dificultaba los progresos y
cada asignatura había que metérsela en la cabeza a martillazos, y cada examen
de fin de curso parecía parto laboriosísimo, pasión y muerte de todos los de la
casa.
Mr. Patrick confesaba que el descarrío de
sus hijos era en gran parte culpa suya, por no oponer en tiempo oportuno a las
debilidades maternales de María Cleofé el dique de su autoridad; por no
haberles criado un poco más a la inglesa, severamente apartados, rígidamente
sometidos a dura disciplina.
Resopló el británico y de nuevo sobre el
respaldo descansó la cabeza. Acostumbrado Max a oírle tan ingratas
lamentaciones, las comentaba simplemente con gestos: -¿Ha visto usted? La
verdad que esos niños... Es para no consolarse nunca... Y adivinando en lo que
iba a venir a parar la conferencia, sus toscas manos de obrero se crispaban
sobre las rodillas, en el ansia de la posesión de aquella fábrica ambicionada.
Entre dientes continuaba lamentándose
mister Patrick: ¡eso es, crear de la nada una fortuna, formar una familia, y a
lo mejor dejaros inválido la enfermedad y no tener un hijo que os sustituya!
¡Valiente justicia de...! No llegó a pronunciar el sacro nombre, y se quedó muy
pálido. La verdad, la verdad que el injusto, y el descontentadizo y el blasfemo
era él: Dios le había ayudado y favorecido en su labor de treinta años, colmado
de bendiciones. Hombre al fin, no debía ser completamente feliz; ¿qué derecho
podía invocar para quejarse? Esta idea consoladora le hizo olvidar el dolor de
sus inertes piernas y le sosegó, desarrugando su ceño tempestuoso. Bueno,
puesto que había de ser sustituido, que le sustituyera su socio, Duseuil, a
falta del hijo deseado; porque él lo tenía dicho: -El día que mis piernas me
dejen en la estacada y me priven de asistir a mi escritorio, ese día traspaso
el establecimiento. Duseuil, que se ha formado a mi lado, será mi sucesor, si
quiere y puede serlo.
Formuló el británico esta pregunta, y
ávidamente contestó Max:
-Quiero y puedo, mister Patrick, usted lo
sabe bien. Veamos las condiciones...
Entonces discutieron largamente,
allanando obstáculos, en el deseo de arribar a una amistosa avenencia, el
normando con timidez al principio, benévolo y manso el británico. Lo que éste
deseaba era no retirarse en absoluto, sino quedar de comanditario y conservar
la razón social, abandonando al otro dirección, manejo e iniciativa; le dolería
en extremo desligarse por completo de aquel su hijo comercial, tan robusto y
gallardo, y hasta su muerte, ya que no permaneciera en posesión absoluta de los
Patricks, quería tener el derecho de llamarle su aserradero; y, cuando el reuma
se lo permitiese, visitarle también, arrellanarse en aquel sillón de su
despacho, ver trabajar a sus empleados, oír el estrépito de sus carros y de sus
peones; alguna vez, por recordar el tiempo pasado, meter las narices en sus
libros... Quería estar dentro y estar fuera; patrón nominal, al que no se consulta
para nada, que ni reina ni gobierna, y por lo tanto no estorba ni hace sombra.
Únicamente exigía que el nombre de Patrick, aquel letrero negro, lavado por las
lluvias de treinta años, no se arrancara del frente del paredón, y para todos
siguiera diciendo: Corralón de maderas de Patrick y C.ª... Exigencia de viejo,
que de ilusiones vive como el joven, extraña paradoja de la vida.
Importaba poco a Max esta condición, y
cedió fácilmente; pero cuando aparecieron sobre el tablero los guarismos, se
alarmó el instinto mercantil de cada uno, y el tanto y el cuanto fue tema de
ruda batalla, uno y otro defendiendo sus centavos con encarnizado celo,
agitándose, rojos ambos como dos gallos de pelea, sacudidos por la emoción de
la judaica lucha. Mr. Patrick se revolvía en el sofá, sin sentir dolor alguno,
y manoteaba Duseuil echando lumbre. Al fin una cifra redonda rebotó del uno al
otro, y se calmaron, sonrieron, sellando el pacto con un apretón de manos, uno
y otro sudorosos, fatigados, mirándose de reojo, con satisfacción y
desconfianza a la vez.
Quedaba entendido que el arreglo se
refería al traspaso del activo y pasivo del establecimiento, opción a la llave
y firma social, pero en ninguna manera al terreno, aquellas setenta varas de
frente por setenta de fondo, que Max ambicionaba también, ni a la casa de
Andillo; de la venta de estas propiedades no había para qué hablar, pues aparte
de la poca voluntad de sus dueños de enajenarlas, la empresa asustaba a Max,
decidido a esperar prudentemente. Aún discutieron algo sobre la manera de la
entrega y demás minucias del asunto, y cuando dieron la última puntada, se
reavivó el dolor de Mr. Patrick, que soltó una gran voz:
-¡No ser ya nada, amigo Duseuil, no
servir ya para nada! Aquí esperar la muerte. Viva la inteligencia, sano el
corazón, y las piernas no saber sostenerlos... ¡Oh! ¡Cuánta miseria en tanta
riqueza!...
Salió turbado Max, pareciéndole que
llevaba a cuestas el aserradero y no podía con su peso. El aire fresco de la
calle le sorprendió desagradablemente, pites el despacho de Mr. Patrick estaba
caldeado por la chimenea, y no había tenido la precaución de quitarse el
abrigo; caldeada estaba también su sangre del mucho discutir y de la
satisfacción inmensa de su victoria. Mezclose en el rebullicio de la acera, y
andando, andando, se le ocurrieron muchos pensamientos, acaso los mismos que
aquí se copian:
-Acuérdate, normando afortunado, que
cuando llegaste en la Belle France no traías más que la camisa puesta, tus
zuecos y tus ilusiones, como ese Patrick que ahora gime y se retuerce en su
lecho de millones, como el italiano Fiorelli, como Blümen, que ya camino de
rico y marido de viuda bien sazonada; como Barbado, que si no es rico todavía,
poco le falta; como tantos otros que tú conoces y yo callo, incorporados a la
masa común de la familia argentina. ¿Qué hiciste? Más o menos, lo que ellos
hicieron: abriste tu surco y sembraste tus franquitos, y al punto de sembrarlos
en la tierra repleta de savia, empezaron a germinar, a brotar, a crecer; día y
noche los regabas con tu sudor, y en poco tiempo el árbol de tu fortuna pasó el
paredón de Patrick, asombrando a los vecinos, brindándote el regalo de sus
ramas. Ahora florece, y a la caricia de estos buenos aires, fecundos para el
comercio, la industria y la agricultura, se balancea manso y rumoroso. Mírale
cómo te saluda de lejos y te llama, congrega al pie de su tronco a los
empleados y a los peones, y sacudiendo sus ramas anuncia al vecindario: ¡Ahí
viene el nuevo patrón! ¡Viva el patrón! Los viejos avestruces galopan en el
patio, de contento, huecas las alas y bajo el retorcido cuello; las caballerías
relinchan, y el porfiado trajín se suspende... Madama Clémence, la de los
crespos cabellos rojos y carnes de leche y rosas, sale a la puerta y, entre las
enredaderas espera al triunfador; y allá, en la lejana María Luisa, la noticia
sorprende, emboba y regocija a Jean, al hermano que, siguiendo tu buen ejemplo,
cultiva afanoso su arbolito. ¡Bien te lo has ganado, Max, bien te lo has
ganado! No pretendiste, como el Aniceto Barbado, a quien devoran la roña y la
miseria de puro gandul, y es ya carga y estorbo para la familia, no
pretendiste, digo, que fueran las Américas Jauja de perdularios, asilo de
viciosos y granero de haraganes... Has traído tu fe, tu juventud, tus brazos y
tu inteligencia; ¡la conquista está hecha y el aserradero es tuyo! Tuyo será
también mañana el terreno en que se asienta, y tuya la casa de Andillo, y tuyo
todo cuanto deseen tus poderosas manos de obrero. La Argentina no defiende ni
oculta sus tesoros: los ofrece y entrega al fuerte, al trabajador y al audaz.
Saluda al sol de este día, normando afortunado, y bendice al cielo y a la
patria que te engrandecen...
El aplomo de su nueva posición le hacía
andar gravemente, con la tiesura de personaje que lleva entre manos algo
importante; al mismo tiempo su corazón se abría a la misericordia, y con más
abundancia que otras veces socorrió a dos lisiados, sabandijas humanas que se
arrastraban sobre la acera... Más allá encontró a un compatriota, negociante en
paños, y le dio la noticia a quemarropa, recibiendo sus felicitaciones
emocionado. Todo, coches, tranvías, transeúntes, parecíale que celebraban su
victoria, la victoria del conquistador, del obrero hecho hombre, del patrón consagrado,
del cero de la escala social convertido en número positivo. Los ambiciosos
proyectos, que no le dejaban dormir, adquirían relieve de verdad, ahora que en
la milicia comercial disfrutaba de los honores de jefe, y envueltos con los
otros pensamientos, formulaba otros, andando, andando: el primero, de no hablar
de la compra del solar a Mr. Patrick, mientras no hubiese pagado el último
centavo y no viera que el negocio, bajo su exclusiva dirección, marchaba con
desembarazo; luego, que cuando comprara el solar, compraría también la casa de
Andillo, que ni la de Patrick, ni la viuda, tenían interés en conservar. ¡Buena
propiedad, buena! Edificaría una casa de tres pisos, el principal para él, el
segundo para Jean, si se casaba, que, aunque a él nada lo hubiera dicho, madama
Clémence pretendía que con la chica de Barbado andaba de picos pardos... y el
tercero para alquilar; haría locales para tiendas en el bajo, porque eso da
mucha renta...
Al volver de una esquina apareció el
paredón de Patrick, y se paró a contemplarle, como la noche que, del brazo de
su mujer, le devoraba en la sombra con sus miradas concupiscentes. Y sintió tan
extraña alegría de saberle ya suyo, que, cual si cupiera en el hueco de su mano
vencedora, la cerró fuertemente en señal de toma de posesión, y no quiso
entrar, y corrió a su casa con la buena nueva.
Precisamente aquel día madama Clémence
estaba de mudanza, porque al cabo había logrado encontrar un piso más adecuado
a su posición, no lejos del aserradero, pintadito de nuevo y espacioso, y ya
las ventanas de la sala ostentaban el papelote atado a las rejas con un
bramante y el letrero: se alquilan piezas... Así todo era confusión, y entre
los muebles sacados de su sitio, los líos enormes, los cuadros amontonados,
andaba la sofocada normanda con la facha más estrafalaria del mundo:
arremangada la falda y también las mangas, la cabeza ceñida por un pañuelo, en
una mano un plumero, de estos de cabo largo, en la otra un manojo de zorros,
entre los dientes una carta, que por no soltarla hacíala parecer gangosa cada
vez que regañaba a Sidonia, y toda cubierta de tizne, telarañas y basura.
Max se enfadó, y ella, sin soltar la
carta ni dar tregua al plumero, contestaba:
-¿Y qué te crees, hombre, que soy alguna
remilgada, a quien asusta el trabajo? No, que voy a sentarme junto a la
chimenea, a calentarme los pies. Déjalo eso para nuestra vecina, la de
Fiorelli, que desde que se hizo señora, dicen que no toca una escoba por no
estropearse las manos. Yo seré todo lo señora que quieras, pero en casa no
admito señoríos, si el señorío consiste en estarse sin hacer nada. No puedo,
no; me consumo viva de ver a esta torpe. Hoy he lavado, he planchado, he
preparado el puchero, he barrido, he estado trepada en las escaleras descolgando
cuadros... ¡Bueno andaría el pandero, si no fuera yo tan diligente!... Toma
esta carta, que es de Jean, y no la he dejado por ahí de miedo que se
traspapelase en este laberinto. Acaban de traerla... Oye, tenemos tres
interesados por la sala, y dos por la alcoba: todos piden rebaja. Con las dos
piezas siguientes, ya sabes que se queda el italiano del fondo.
Presentó la carta en la boca, singular
buzón donde la mano de Max fue a recogerla; y mientras él se enteraba de lo que
el hermanito escribía, madama Clémence, con agilidad impropia de sus muchas
carnes, se encaramaba en lo alto de una escalerilla volante, y pedía a voces el
martillo y las tenazas, arrancaba las escarpias, descuajaba los clavos, y con
el peso del cortinón, de las ménsulas, de la galería y el suyo propio hacía
crujir la escalera y gritar a la muchacha asustada. ¡Pum, pum, pum, pum!, el
robusto brazo arremangado levantó, como una pluma, el fardo de madera y telas
flotantes, y con él a cuestas bajó la normanda, coloradota y risueña.
Max, prorrumpió:
-¿Sabes? ¡Gran noticia! Tenemos a Jean
propietario: ha comprado las dos hectáreas de Pierre Fossac en condiciones muy
ventajosas...
Dio madama Clémence con la carga en el
suelo, y secando el sudor de prisa, por el hombro del marido se asomó ansiosa,
repitiendo:
-¡Dos hectáreas! ¿Cuánto hacen dos
hectáreas, Max? ¿Será tan grande como la plaza de la aldea? A ver, ¡pobre
muchacho! ¡Al fin se salió con la suya! Ahora el castillito, y ¿quién le tose?
Sí, sí, dos hectáreas sembraditas de
trigo y de maíz, suyas, completamente suyas. Los hermosos ojos color de violeta
se humedecieron, y la emoción y la fatiga la obligaron a sentarse en un baúl,
que butacas no se veían sino patas arriba o recubiertas de lienzos y cuidadosamente
fajadas... Con el pañuelo hecho una pelota, se enjugaba las lágrimas de
alegría. ¡Quién lo dijera!, ¡Pobre Jean! Ahora sí que podía realizar su gran
proyecto de casorio... Porque Jean estaba enamorado de la Barbadita, y no
esperaba sino la ocasión propicia para pronunciarse y cantar claro. Que la
Barbadita le quería también, no había duda, y que los papás eran gustosos...
¡vaya si lo eran! ¿Y ella, la hermana? ¡Pero si el día que la confesó Juanillo
su secreto le estrujó de un abrazo! Aparte la excelente posición y el brillante
porvenir de la familia gaditana, Crescencita habíase criado a su lado, la
conocía como a sus manos: tan modosa, tan guapa... Salida de la nada, como
Jean, sería para Jean la mujer ideal, aquella humilde esclava de la Singer, a quien
no asustaban ni los pinchazos de la aguja, ni el áspero contacto de estropajos
y badilas, ni trasnochadas y madrugones cuando lo ordena el deber; dieran de
nuevo en la pobreza, y sería la misma Crescencita del tercer patio, recomenzado
con igual ardor a pulir sus diamantes de princesa.
Max se enterneció también, y dijo que así
como para su empresa agrícola había habilitado a Juanillo, le ayudaría en sus
amores, porque el matrimonio acabase de sentarle la cabeza. Y sin poderse
contener más, soltó en seguida la escondida noticia, que asustó de pronto a
madama Clémence, la hizo reír y desbordar sus lágrimas, atarugarse con la
emoción y la pelota de lienzo... Luego, saltó del baúl y plantó al marido un
par de ósculos, que chasquearon como dos latigazos.
-¿Es cierto, Max? Cuéntame, ¿cuándo, de
qué manera?
Y él la contó lo que acababa de ocurrir
con mister Patrick; hasta la consultó acerca del resquemor que traía, de
haberle aflojado demasiado pronto al británico, sin exprimir todo el jugo del
asunto y de la situación. Gravemente madama Clémence sacaba cuentas moviendo
los dedos rollizos, y negaba con la cabeza: no, no era malo el negocio, de
fijo; la suma al contado, una bicoca, las cuentas pendientes, escasas; el
activo y la comandita más que suficientes; avezado él al manejo del
establecimiento, no había que temer escollos ni contratiempo alguno. La inmensa
alegría del suceso les cortó la voz, y ambos quedaron mirando por la pared
medianera los haces de vigas que cada mañana, al abrir las puertas, saludaban
con la misma expresión de secreto deseo: el de la propiedad futura; y el rumor
de los carros y del serrucho, mecánicamente manejado, sonó en sus oídos como
agradable música: la marcha triunfal del dios Trabajo.
Madama Clémence suspiró.
-¿Qué día es hoy, Max?
-Trece de Junio -contestó el normando
pensativo.
-¡Trece; en día trece llegamos! ¿Te
acuerdas? ¡Y pasa por número fatal! Para nosotros ha tenido muy buena sombra...
Por casualidad, había quedado solo en la pared
el retrato de la mère Celeste que, más asombrada que nunca, abría los ojos,
sonriendo, acaso enterada también del suceso extraordinario, vuelta del lado de
sus nietos, con el almidonado gorro de puntillas y los bucles grises sobre las
sienes. Madama Clémence, con ternura infinita fue a descolgar el cuadro, le
abrazó y cerca del cristal, cual si le hablara al oído, decía:
-¡Abuelita! ¿Ve usted? ¿Escucha usted?
¿Sabe usted lo que pasa? Pues eso, eso tan deseado... ¡Sus nietecitos están ya
ricamente, de señores! Max es patrón; Jean, aquel pillete que tanto la hizo a
usted rabiar, es hombre de provecho y va a casarse; yo tengo mi casa, mis
criados y llevo vestido de seda y sombrero. ¡Ay, abuelita! ¿Por qué se murió
usted tan pronto? La hubiéramos hecho venir aquí y tendría usted su lindo
cuartito y mil comodidades; la sacaríamos a pasear en coche, a usted que no
anduvo sino en el carro de la aldea. ¡Qué lástima, no estar con nosotros para
gozar de nuestra prosperidad!... ¡Pero usted está mejor, allá en el cielo,
rogando a Dios que nos ayude: y Dios hace mucho caso de usted, porque era usted
más buena, más buena!... ¡Qué felices somos, abuelita!
Conmovido, Max ocultó la cara. Y cuando
vino la veterana Sidonia a avisarles que el almuerzo esperaba, les sorprendió a
ambos enjugándose los ojos, como si lloraran una gran desgracia. Madama
Clémence se aseó rápidamente, antes de ir a la mesa, y en el revuelto comedor
tomaron ambos asiento, silenciosos y desganados; mas, de pronto, enarboló una
llave la normanda, abrió el aparador, sacó una barriguda botella de espumosa
sidra de Normandía, y dijo a la criada:
-Descórchela usted, Sidonia, que hoy es
día de fiesta en la casa.
Boquiabierta la muchacha, no comprendía
qué fiesta era aquella que hacía llorar a los amos, y a trompicones preparó las
copas, destapó la botella, con estampido horroroso y torpeza tal, que dio el
tapón en la primera copa, la volteó, la hizo añicos, y el dorado líquido corrió
alegremente por el mantel, salpicando de espuma a marido y mujer.
Max, muerto de risa, exclamó, presentando
la copa salvada de la catástrofe:
-¡Bravo! ¡Mejor manera de festejar el
día! ¡Que corra el contento por todas partes! Eche usted.
Rebosante el vaso, bebió ávidamente, dio
también a beber a la risueña madama Clémence, y, lleno de nuevo, lo ofreció a
la muchacha, asombrada:
-Beba usted, Sidonia, y grite conmigo:
¡Viva Francia! ¡Viva la Argentina!
IX
Antes de que a los ediles bonaerenses les
ocurriera la malhadada idea de fomentar, alrededor del principal cementerio, la
creación de un barrio aristocrático, en esta que llaman bajada de la Recoleta,
suave, pendiente que llega hasta el río, hoy peinado jardín a la inglesa, con
grutas, lagos y demás artificios, y entonces baldíos solares plantados de
sauces y ombúes, celebrábase la española fiesta del Pilar, remedo más o menos
feliz de las verbenas peninsulares, con una particularidad digna de notarse: y
es que no tenía carácter exclusivamente local, y copiaba, por ejemplo, la feria
madrileña de San Isidro o la velada gaditana de los Ángeles, sino rasgos
generales de las diversas regiones, y lo mismo la gaita gallega que la andaluza
guitarra, el tamboril y la pandereta, congregaban a unos y otros en fraternal
jolgorio. No sé a qué extremo de la ciudad la ahuyentó el progreso, y conste
que no voy a defender los excesos de canto, de baile, de amor y de vino del
otro lado de las tapias que circundan el sagrado lugar del reposo, que si he
censurado la invasión del lujo hasta sus mismas puertas y el extravagante gusto
de vivir a la sombra de sus cipreses, peor han de parecerme, y me parecen, las
profanas y libertinas manifestaciones de antaño...
Pues, en el tiempo a que me refiero, no
muy lejano por cierto, al promediar de octubre, que es cuando la Iglesia señala
la fiesta de la Virgen en su advocación del Pilar y la primavera austral desata
yemas y capullos, templa la atmósfera y aviva la sangre, la cuesta citada se
cubría de carpas o tiendas de campaña, adornadas de ramaje y banderolas azules
y blancas, rojas y amarillas, donde las tías Javieras de dudosa autenticidad,
organilleros, falsas gitanas, farsantes y la cáfila de gente moza y alegre, en
las freidurías al aire libre, en las tabernas y en los bailes improvisados, mercaban,
robaban, reñían unos y gozaban todos. Saltando y chirriando dentro de las
sartenes, repletas de aceite hirviente, los soplados buñuelos y los enroscados
churros atraían a golosos y hambrones; y aquí, en esta carpa que llaman La
Malagueña, a falta de boquerones fríen el pejerrey de la tierra, rey, en
efecto, de cuantos sabrosos peces habitan las aguas; en estotra, que apellidan
La Flor de la Huerta, preparan las cazuelas de paella y las horchatas, si no de
chufas, de almendras; en la de enfrente, La Castellana Vieja, ofrecen el
clásico pisto manchego, y en La Gallega, la Catalana, La de Sevilla, La
Montañesa y otras ciento, los productos característicos de cada región de
España, más gustados y gustosos, porque recuerdan la patria, el hogar y la
familia. Chilla la gaita, solloza la guitarra, cascabelea la pandereta, y
gallegos, astures, andaluces y aragoneses bailan a rabiar jotas, peteneras y
fandangos, hasta caer rendidos al amanecer: pintoresca mescolanza a que no
falta la nota criolla, delicioso alarde de confraternidad, el pericón o la
milonga, que al compás del organillo ensayan algunas parejas, con mucho quebrar
de caderas, apretar de cinturas y arrastrar de pies. ¡Qué ruido, qué confusión,
qué alegría! ¡Cómo centellea el sol, cómo ciega el polvo y cómo aturde y marea
la muchedumbre! De noche, a la luz de los faroles que vacilan en cada carpa al
extremo de un palo, el amor, el juego y el vino, los tres infernales
tentadores, se entretienen en perseguir a las almas débiles y hacen su agosto,
a pesar del argos policiaco...
En una de estas fiestas, murió
trágicamente, de una puñalada, el D. Aniceto Barbado; y en rigor de verdad, fue
éste el menor disgusto que dio a su familia. Porque los dio a porrillo, tantos
y tan graves, que la sucursal de la calle de las Artes hubo de decidirse a
cerrarla D. Rufino: primero, a causa de que el despacho se amenguó en razón de
la ninguna atención que le prestaban los desidiosos consortes; luego, porque la
pereza y la ociosidad, hembras de mala ralea, perdieron a D. Aniceto, le
quitaron la poca vergüenza que le quedaba, le hicieron borracho y
trapisondista, provocando en la tienda escandalosos jaleos, palizas de las que
no curaba doña Angustias con todas las bizmas y los ungüentos de su repertorio,
y hasta filtraciones sospechosas en la caja social y raspaduras poco delicadas
en el libro mayor. Total, que se alarmó D. Rufino, y cortó por lo sano
suprimiendo la pequeña Ciudad de Cádiz, y concediendo a la pareja suficiente
mesada para su manutención; y cuando D. Aniceto sucumbió a manos de sus propios
vicios, como no habían de lejar a doña Angustias en el arroyo ni querían
recogerla en casa, la tomaron una pieza de alquiler, donde pudiera dormir a
pierna suelta y preparar todas las cataplasmas que le vinieran en gana...
No lamentaron mucho los Barbados que de
manera tan lastimosa diera cuenta y fin el posma del hermanote; y tal es la
levadura humana, que si ahondáramos un poco, acaso hallaríamos en el fondo del
alma de don Rufino el posillo de la alegría, bien disimulada, que le produjo el
suceso, y en la de doña Orosia cantidad bastante para desbordar en esta frase
sin recato:
-¡Gracias a Dios que se llevó el diablo a
ese maldito! Así no nos calentará más la cabeza.
Las grandes preocupaciones comerciales de
D. Rufino, aquel fantástico crear de fábricas, lo mismo en la capital que en
las provincias, y atenderlo todo, dirigirlo y fomentarlo; la especulación de
terrenos en que también andaba mezclado con Duseuil, a brazo partido en el
maremagnum de los negocios y hecho personaje de la colectividad española, el
más activo y el más incansable, todo esto no le impedía que llegando el 12 de
octubre dijera a su mujer, palpitante el corazón de emoción patriótica:
-Hoy es nuestra fiesta, Orosia; iremos a
comer el pescadito como de costumbre, a La Malagueña, y tomaremos unas cañas de
manzanilla.
Doña Orosia suspiraba hondamente ¡Ay!
Aquello la recordaba la plaza de San Antonio de Cádiz en la noche de los
Ángeles, cuando ella, mocita jacarandosa, se llevaba la mar de galanes detrás;
la recordaba su Arcos, de fausta memoria; su España lejana, que no volvería a
ver. Se ponía la mantilla y una falda de seda, y con la acicalada Crescencita,
el doctor de la casa y D. Rufino, salían en busca del tranvía de la Recoleta,
después de cerrar la tienda y dar suelta a las oficialas. ¡Qué día aquel de
gratas sensaciones!
Jamás, en los muchos años de vida
bonaerense que llevaban, perdieron ellos su fiesta, y a pesar de las mudanzas
sufridas, lo mismo de chaqueta parda que de levita, de lanilla barata que de
seda, y cumplían idéntico programa siempre: la visita colectiva a la iglesia,
la oración fervorosa al pie del Pilar y el almuerzo campestre en el merendero
más apartado. Era para ellos un chapuzón refrigerante en las ondas del pasado,
ilusorio viaje a la patria que les reconfortaba...
En este año que los Duseuil hallaron la
cabal realización de sus legítimas aspiraciones, la comitiva que el señalado
día de octubre salió de la tienda para tomar el tranvía estaba reforzada por
apuesto galán, novio consentido, sin duda, de la niña, pues junto a ella
caminaba, pegaditos los codos, prendidos los ojos del uno en los de la otra, y
abiertos los oídos al susurro de ternezas; mientras los papás, de escolta, a
discreta distancia, se fingían sordos y ciegos, y Tito, delante, sin querer
fingirlo, lo parecía, absorto en algún problema de física o de química. Les
molió los huesos el tranvía, les estrujó el gentío en la iglesia, y cuando
sofocados por el calor y el polvo, lograron sentarse sobre las duras sillas de
La Malagueña, al pie de un ombú del campo de feria y en torno de una mesa
barnizada a restregones, D. Rufino, que llevaba chistera, alivió la húmeda
cabeza de su peso, y con excepción de Crescencita, que sonreía encantada, Jean,
el doctorcillo y los demás, exclamaron:
-¡Uf, qué calor!
A poco sintieron el frío beso del aire
del río, y le vieron agitar banderolas y juguetear con los rizos y los
perendengues de las damas, repartiendo pródigamente oxígeno a los hambrientos
pulmones, y también polvo en abundancia a los ojos, y desparramando los ecos
discordantes de la alegría popular, gritos de vendedores, risas, tumultos y
músicas, y las olorosas emanaciones de los diversos guisados y frituras. A la
sombra de las ramas del ombú gigantesco, cargadas de farolillos venecianos, se
estaba tan ricamente, que los estómagos, aun los de los enamorados, incitaron a
la voluntad con elocuentes manifestaciones a demandar el lastre que les
faltaba, y antes que D. Rufino, el revoltoso Tito batió las palmas, acudiendo
una moza garrida, hija, sin duda, de la costa azul, y que andaba ocupada en
proveer de bucólicos chismes las otras mesas.
-Nos trae usted cinco raciones de pescado
y una botella de manzanilla -se apresuró a encargar doña Orosia.
En un santiamén puso la moza sobre el
encendido anafre la sartén llena de aceite, zambullendo las postas de pejerrey
enharinadas en el líquido, así que éste humeó y comenzó a chirriar; y entre
tanto se doraban lindamente, trajo platos de loza, vasos de vidrio, servilletas
de dudosa limpieza, pan criollo blanquísimo, cubiertos de estaño y la botella
de legítima manzanilla, contestando a las preguntas de D. Rufino con soltura de
lengua igual a la de sus manos:
-Sí, señor, soy del mismo Málaga, y me
vine, verá usted por qué me vine: porque mi novio cayó soldao, y dijo mi novio:
"Pues no me da la gana de servir al rey". Entonces yo le dije, digo:
"¿Si nos marcháramos a América? Así todo se arreglaría". Y así todo
se arregló. No tenía yo ni padre ni madre, ni perro que me ladrara; fuimos a
una agencia que contrataba emigrantes para el Brasil, y nos contratamos...
¡Allá voy!... Y embarcaditos para el Brasil. ¿Han estao ustedes en el Brasil?
Pues es un horno encendido, como que viene a caer debajo del mismo sol... El
calor y el miedo al vómito nos decidieron a jugarle una mala pasada al
contratista, y una noche nos escapamos del cortijo donde nos hacían trabajar y,
anda que anda, nos dirigimos hacia la mano derecha, que es donde habíamos oído
decir que caía Buenos Aires. ¡Buenos Aires! Sólo la frescura del nombre nos
halagaba... ¡Digo que allá voy!... Y llegamos, al cabo de los meses, con los
pies desollados. Y aquí nos tienen ustedes tan contentos, mi marido y yo,
porque nos hemos casado, para servir a ustedes.
-Eso está muy mal hecho -protestó D.
Rufino, de pésimo talante.
-¿El qué? ¿Que nos hayamos casado?
-No, que desertara su novio, su marido o
lo que sea. El servicio del rey no puede eludirse, sin quedar sujeto a penas
severísimas. Así, bien empleado les está cuanto tienen ustedes sufrido.
-¡Anda! -respingó la malagueña- que usted
habrá hecho lo mismo, con levita, chistera y todo.
Rápidamente dio media vuelta y entró en
la carpa; y gracias que doña Orosia logró calmar al antiguo clarinete de
regimiento, intransigente en punto a la disciplina militar, y aparecieron las
doradas postas, recreando los ojos, cosquilleando las narices y llenando de
agua las bocas...
Tito, de pie sobre la silla, anunció que
por el camino de Palermo pasaba el landó de Mr. Patrick, y dentro iban el mismo
Mr. Patrick, misia María Cleofé, misia Liberata... y el Bismarckito en persona.
Todas las cabezas giraron como veletas impulsadas por el viento de la
curiosidad; pero de no hacer lo que Tito, encaramarse sobre las sillas
respectivas, no distinguirían nada, a causa de la muralla humana que les
aislaba... Más pudo el apetito que la curiosidad, y sobre el mísero pejerrey
cayeron los cinco tenedores, dispuestos a ensartarle; cada cual retiró su
ración, la fuente quedó limpia, empezaron a funcionar las mandíbulas, y entre
bocado y bocado dijo don Rufino:
-Ya comprenderán ustedes que el mostrarse
así Blümen en el landó de Patrick, y al lado de la viuda de Andillo, no es a
humo de pajas; quiere decir que, al cabo, misia Liberata, después de pensarlo
bien, ha dado el sí al Bismarckito. ¡Diablo de alemán, y qué guardado lo tenía!
¡Para que se fíe uno de estos pacatos y friones! ¿Qué te parece, Orosia, del
Polo Norte que tú te figurabas? Y está el hombre que no cabe en el pellejo.
Tuve que hablarle esta mañana de cierto asunto, y le encontró en su pieza de la
calle de Corrientes afeitándose... Una pieza tan bien ordenada y limpita, como
si anduvieran faldas a su cuidado; tiene en la pared el retrato de su emperador
y fotografías de familia, algunas hamburguesas rubiotas de muy buen ver.
Entonces me dijo que se casaba, y aunque yo sabía por Duseuil quién era la
pastora, me hice el tonto y el sorprendido. ¿Con quién? ¿Pues con quién ha de
ser? con la señora viuda de Andillo... ¡Una pasión antigua, muy antigua! La
boca se le llenó con este nombre, y él, que parece no tiene sangre en las
venas, se atomató ingenuamente. ¡Miren ustedes que Blümen con pasiones! ¡Y
Blümen casado con la señora Liberata!... No afirmo yo que la señora Liberata
haga mal en casarse, pero... ¡señor! ¡qué vueltas damos todos acá, y qué lejos
están aquellos tiempos de la calle de Charcas! Cualquiera reconoce en el señor
Blümen de ese landó al Bismarckito del fondo...
¡Eso es, cualquiera le reconocía! Iba Tito a desenvolver sus teorías
favoritas respecto de aquel curioso ejemplar de evolución social, pero no le
dejaron las damas con sus exclamaciones, ¡Casarse Blümen con misia Liberata!
¡Qué sorpresa! ¡Qué escopetazo! Doña Orosia aseguraba que nunca, durante el
mucho tiempo de vecindad con el extraño germano en la casa de Andillo, ni vio,
ni sospechó, ni imaginó siquiera nada de aquella antigua pasión, que entonces
fuera criminal, si hubiera existido; más aún, ponía las manos en el fuego, que
misia Liberata no cambió con él sino los buenos días de rúbrica. La tal pasión
debió de nacer y desarrollarse a la muerte del señor D. Hipólito, y de aquí los
negros humores que se notaron en el pobre Franz, seguramente convencido de que
jamás podría traspasar la enorme distancia que de la hermosa viuda le separaba.
Y Crescencita contó, riendo, haber visto en sueños al Bismarckito relleno de
estopa, y que, como las niñas traviesas a sus muñecas, por buscarle el corazón
le abrió el pecho y sacó, entre un puñado de serrín... uno tan grande,
sangriento y pesado, que daba miedo... A todo esto, del pejerrey no quedaban ya
rastros, y parecioles muy puesto en razón pedir algún plato generoso, pues no
era aquél día de vigilia ni abstinencia; y requerida, con palmadas, la
malagueña, sobre las mismas brasas colocó unas parrillas y en las parrillas
acostó luego buena lonja de vaca con hueso, cortada al través de las costillas,
y que forma la característica y sabrosa tira. También pidieron buñuelos, de
postre, y pasas, de las gordas de Málaga, que en preciosas cajas, sobre el
blanco mantel de una mesilla, exhibía la patrona a la puerta de la tienda.
Asado, buñuelos y pasas, no tardaron en
estar al alcance de manos y tenedores, y el combate recomenzó, silencioso.
Ardía, entre tanto, la feria en animación y alegría, y las notas de pasacalles
y tangos, añadían nuevo fuego al que desparramaban en las venas el vino y en
las alturas el sol; en la carpa del lado, La de Sevilla, rompió a sollozar una
guitarra y luego una voz a quejarse de ausencias, duelos, traiciones y
perfidias mujeriles, y en la de enfrente, La Pilarica, prorrumpió una jota
estrepitosa, que hacía saltar a cuantos en ella estaban, obligando a callar a
la voz lastimosa, pero no a la guitarra, que, convenientemente jaleada,
preludió una petenera: entonces, al rumor de los oles apareció una joven
vestida de corto, la faldilla encarnada guarnecida de madroños, la chaqueta, de
terciopelo descubriendo la ajustada cintura, el sombrerito calañés sobre la
oreja derecha, mucho colorete en las mejillas y abuso de tizne en los ojos;
enarcó los brazos, ladeó graciosamente la cabeza, alzó un poquitín el pie... y
allí fue el prender de miradas y deseos. Unos aplaudían, otros gritaban,
arrojaban el sombrero a los pies de la danzarina y la decían muchas cosas
indecentes...
Jean, conmovido por el recuerdo que le
despertaba aquel baile, miró dulcemente a Crescencita, que, muy colorada por el
calor, el vinillo y la dicha, y tan guapa mordiendo los granos de pasa, sonreía
siempre con la ingenuidad de un niño que se divierte; y como ya habían
terminado, y la beatitud de una excelente digestión comenzaba a amodorrarles,
propuso D. Rufino bajar hasta el río y entre los sauces pasar el resto de la
tarde, lejos del bullicio: acudió la malagueña, en viendo que se levantaban,
cobró lo que quiso, y entre la turbamulta desapareció la familia gaditana, muy
apretaditos los novios, muy sofocados los papás, y el doctorcillo delante,
abriendo paso a fuerza de codo y de puños. Como boya que flota en el agua y es
juguete de la corriente, les empujaban, les arrastraban, les detenían,
hacíanles retroceder o les desviaban del camino, y cuando no la muchedumbre, la
curiosidad: de la mujer-sirena, que se mostraba en un barracón sobre
desmesurado cartel, cubierto el tronco de verdes escamas y en vez de piernas
retorcida cola de pescado; del hombre salvaje, vestido con las propias barbas,
y que anunciaba un enano con redobles de tambor; de alguna gitana, que prometía
adivinar lo pasado, lo presente y lo porvenir; de los rompe-cabezas y cucañas,
en que los pilluelos, por la golosina del premio, se aporreaban de lo lindo y
exponíanse a descrismarse; de los mil atractivos, lances, batallas y divertidos
sainetes de la feria; aquí comprando celudillas en blanco; allá mirando
boquiabiertos, ya dando de narices con un conocido pegajoso, ora recibiendo un
codazo y un pisotón de propina.
Llegaron, al cabo, y se sentaron a la
fresca sombra de los sauces, en el sitio más solitario que hallaron, a la
orilla del río sin límites, mientras hervía allá arriba el rumor de la
muchedumbre. Vagaban en el sauzal algunas parejas amorosas, y sobre la hierba
merendaban tranquilamente aquellos que huyen del ruido y se complacen en la
soledad; las aguas, muy bajas, descubrían las peñas negras y enanas que llaman
toscas y el lecho cubierto de resaca, donde una bandada de pilluelos descalzos
correteaba a su sabor. Ganas le venían a Tito de hacer lo mismo, no por mero
pasatiempo, sino para buscar ejemplares curiosos que añadir a su colección
zoológica; y de pie, con una varita en la mano, mientras los otros, sentados no
muy cómodamente a causa de la dureza del suelo, dejaban errar los ojos y la
imaginación, soltose el doctorcillo a perorar:
-Aquí tienen ustedes, papás y hermanitos,
la mejor prueba de los inconvenientes del traje señoril: si yo no viniera
vestido como vengo, y no fuera hijo del rico señor Barbado, ahora mismo me
quitaba los zapatos y los calcetines, me arremangaba el pantalón... y ¡zas! a
registrar las toscas y la resaca. ¡No lo he hecho pocas veces en mis buenos
tiempos del pam-param-pam! Pero, ahora, ¡Dios me libre! Mis señores papás me
dirían que estaba muy mal hecho, con mi traje nuevo y mi nuevo pelo. Traigo
aquí mi inseparable cajita de latón, y herborizaré, por no perder el tiempo...
A ver, Juanillo, contéstame: ¿hay por tu tierra un río como éste? ¡Quiá! Ni en
su Arcos de usted, mamá, tampoco; si el Plata no es un río, es un mar de agua
dulce, el primero del mundo en extensión después del Amazonas. Mirarle cómo
viene avanzando lentamente, tan turbio, porque el fondo cenagoso le ensucia:
antes de caer la tarde, si no nos apartamos de este sitio, vendrá a lamernos
los pies. ¡Ah! ¡señor Río de la Plata! ¿Se ha enterado usted de que hay un gran
proyecto de puerto y que pronto le echarán a usted muy lejos y no podrá ya
usted venir a curiosear tan cerca? Le aprisionarán con murallas, y aunque
quiera saltar por ellas no podrá. Y esos buques de gran calado, que se empeñaba
usted en hacer fondear a dos leguas de la ciudad, atracarán aquí mismo o cerca
de aquí, porque cavarán con esas dragas enormes y quitarán tierra y más tierra
para ahondar... Yo he visto una de esas dragas, papá; ¡qué atroz! ¡Y qué
proyecto ese del puerto! Digo, cuando se realice, y todo esto que ahora cubre
el río, sea un nuevo barrio con depósitos de mercaderías, estaciones de
ferrocarriles... una nueva ciudad dentro de la otra, ya tan inmensa. ¡Qué
dirían sus paisanos de usted, papá, aquellos compañeros de los fundadores D.
Pedro de Mendoza y D. Juan de Garay, qué dirían si pudieran verla ahora! ¡Y qué
diremos nosotros (porque nosotros hemos de verlo antes de mucho) cuando toda
esta parte de la ribera se modifique, y desaparezca el muelle viejo, y la
aduana, y surjan, del fondo del río, calles empedradas, edificios y cuanto sabe
crear el genio urbano moderno! ¿Qué les parece a ustedes?
-¡A mí me parece -dijo doña Orosia- que
charlas demasiado, hijo mío! Eres un doctor Andillo en miniatura... Cállate, y
vete con tu cajita de latón a recoger cucarachas y examinarles las entrañas...
digo, si es que las cucarachas tienen entrañas...
Don Rufino, que se deleitaba oyéndole,
salió en defensa del profesor, el cual, con la reprimenda maternal, abatía
humildemente la varita, cuyo oportuno manejo había subrayado la oración, y
levantándola de nuevo, gracias al bondadoso indulto del papá, repuso, como una
taravilla:
-¿Cucarachas? Las cucarachas son insectos
de la familia de los blátidos, orden de los ortópteros... cuerpo aplanado...
color negro rojizo... ¡Tienen entrañas, sí señora, y qué entrañas! Ahora no las
encontraría, porque de día permanecen ocultas... Además, para mi colección no
me hacen falta: tengo tres ejemplares, uno de ellos blanco, muy raro, que cacé en
la iglesia un domingo: una cucaracha sagrada, como quien dice, puesto que su
alimento era la cera bendita y el incienso... Bueno, dejemos a estos
apreciables insectos y prosigamos... ¡Juanillo, no me pongas esa cara, hombre!
¡Carambita! Desde que te tenemos de propietario en Santa Fe no hay quien te
aguante. Vaya, que cualquiera creerá que has necesitado abrir muchos libros
para lograrlo... ¿Ves tú esta frente? Aquí hay chispa, ingenio y fósforo por
arrobas: la ciencia prende prodigiosamente. ¿Quieres que te explique la
composición del potasio? ¿Cómo se forman las lluvias? ¿O te recite un trozo de
historia argentina, las invasiones inglesas, por ejemplo? No sacaré partido de
ti, Juanillo, porque no te gusta sino lo vulgar... A mí las alas me han crecido
tanto, que ya vuelo por los espacios cuanto quiero: aletazo viene, aletazo va,
y las cinco partes del mundo me recorro en un periquete. Cuando sea diputado...
-¡Eso! -interrumpió Jean con mal humor-;
para diputado estás bueno: pico no te faltará.
-Ni desparpajo -añadió doña Orosia-; ¡si
marea a la Cámara como nos marea a todos en casa! Que se rompe un plato:
discurso tenemos sobre la fabricación de la loza, de la porcelana y de la
cerámica en general; que el gato, el perro o el canario... pues discurso de dos
horas acerca de la historia particular de cada bicho. Nos vuelve tarumba, y no
descansamos sino cuando está en clase. Ayer... ¡figúrense ustedes!... ayer le
estuvo explicando a la cocinera lo de vertebrados o invertebrados a propósito
de un pollo en pepitoria...
-¿Y qué? -respondió Tito gravemente-.
¡Carambita! ¿No es deber del que sabe enseñar al que no sabe? Ya podían ustedes
agradecerme el trabajo que me tomo para ilustrarles, para despejar las
tinieblas de vuestra ignorancia...
Tan cómico parecía, con la vara en la
mano, el gesto serio y la voz ronca de adolescente, que todos se rieron; y él,
fingiendo enfado, se volvió y apostrofó al río, como el rey Canuto:
-¡Soberbio Plata, amigo y paisano!
Adelante, avanza más, y mójales los pies a estos mofadores impertinentes, a ver
si con el baño se les refresca el meollo... Ea, me voy a herborizar...
-¡Aguarda! -dijo D. Rufino, que quiso
acompañarle para que le explicara qué hierbas y qué bichos iba a buscar.
También doña Orosia, a quien molestaba el
asiento incómodo y la idea de que pudiera mancharse la seda de su vestido, se
fue en su seguimiento, recomendando a Crescencita que no se moviera de aquel
sitio... Solos quedaron, pues, la chica y Juanillo, bajo los sauces, frente al
río que lentamente avanzaba, ella más pálida que en el merendero, el sombrerito
de paja adornado de campanillas azules, sobre la falda, la cabeza rubia
inclinada, mientras arrancaba hierbajos y los esparcía distraída; él mirándola
silencioso. Y aunque la soledad no era más que relativa, bien podían ahora,
pues nadie había de oírles, discutir un punto interesante para los dos, y que a
los dos preocupaba hondamente.
-¡Al fin se marchó! -dijo Jean-. ¡Se pone
más pesado tu hermanito con su sabiduría! Con razón hay quien asegura que los
sabios son indigestos... Me parece que nadie nos oye, Crescencita: aquella
pareja de enfrente está demasiado amartelada para mirarnos siquiera...
Hablemos, y hablemos claro. Tú eres la misma de siempre: me desesperas y harás
de mí un desgraciado. ¿Por qué has contestado eso a tu madre? En todo el camino
me lo has querido decir, y a mis preguntas has opuesto sonrisitas, no sé si de
burla o de lástima. Así, el almuerzo me ha sabido a rejalgar. Sabes que te
quiero, aunque no te lo haya dicho, que te quiero desde aquella noche que te
vi, a la luz de la luna, en el patio de Andillo... ¿Por qué has contestado a tu
madre: Que me lo pregunte él? Clémence me lo contó esta mañana, apenas llegué,
y Clémence no miente; me contó que, adelantándose a hablar con tu madre de
nuestro asunto, tu madre te llamó, y delante de ella te enteró de la embajada,
y entonces tú contestaste eso: Que me lo pregunte él. Me explicarás...
-Sí, te lo explicaré porque es muy
sencillo, y como largo de discutir lo he dejado para una ocasión así. ¿Qué otra
cosa podía yo contestar a madama Clémence, si tú no me has dicho hasta ahora
nada más que tonterías sin substancia, de esas que se dicen a todas, de guasa,
y ni te has tomado el trabajo de averiguar... si yo... ¿entiendes...? Es cierto
que me has demostrado afecto... amistoso, no olvidando venir a vernos en cada
viaje... También en la última visita te marchaste regañado conmigo...
-Por lo de siempre: que al darme la mano,
acaso te la apreté demasiado y chillaste y vino tu madre; ¿qué necesidad había
de que viniera tu madre? ¡Si supieras o comprendieras lo que yo siento cuando
tengo tu manecita entre las mías! Ganas de no soltarla más, de guardármela, de
llevármela... Será tontería sin substancia, como tú dices, pero no es broma,
no, no. Cuando te las digo, ¿tengo cara de bromear? ¿No lees en mis ojos...?
¡Ay! ¡Si pudieras leer!
-Si leo, si leo...
-Bueno, mírame bien; ¿qué te dicen mis
ojos?
-¡A ver... no me hagas reír! ¡Ábrelos bien,
más, más...! ¿Sabes que estás muy moreno, y que te sienta esa venda de blancura
en la frente? ¡Ay! ¡cómo te han crecido los bigotes! los tienes de dos colores,
como los gatos, pelos rubios y pelos castaños... ¿Y los ojos? ¡Qué ojos los
tuyos, Jean!
-¡Ríete, que yo maldita la gana...! ¡Vamos! ¿qué lees?
-Pues leo... (Con fingida gravedad). Soy
un... (Ábrelos más, que no veo las letras...) Soy un mentiroso, y cuanto te
diga no me lo creas... ¡Muy bien! ¡El niño es para fiarse de él!
-¡No es cierto! Si es todo lo contrario,
todo lo contrario... Pero no insistiré, para que no me salgas con que digo
tonterías. A ajustar cuentas, señorita, y pronto, antes que vuelva tu hermano a
darnos una lección de matemáticas. De este ajuste de cuentas dependen dos cosas
importantísimas: la primera, que me vaya esta noche misma a la María Luisa para
no volver; la segunda, que allá o aquí perezca de mala manera, echándome de
cabeza al río, por ejemplo...
-¡Jesús! ¡Qué miedo! Si te echas ahora,
no podrás irte.
-Lo mismo da. Vamos a cuentas.
-Vamos.
-Me has dicho que yo...
-Hasta ahora has hablado conmigo en
serio.
Porque yo no me creía autorizado a sellar
un compromiso, que acaso no pudiera cumplir. ¿Quién era yo cuando me fui a
Santa Fe? Un niño y un pelagatos, ni más ni menos. Iba con la decisión de
trabajar, con la voluntad de adelantar, pero lo mismo podía irme bien que mal:
eso de querer es poder resulta una de las mayores tonterías. Si no tienes esa
ayuda misteriosa que unos llaman suerte y otros Providencia, y en cada caso hay
que darle un nombre distinto, querrás, sí, pero no podrás. Por lo tanto, si me
iba mal me las compondría solo, y solo sufriría el desengaño, y no hacía
víctima a nadie de mi torpeza, poca suerte o lo que fuera... He pasado unos
días, ¿qué días? ¡años, esperando el resultado! ¡Y contigo siempre presente!
¡Con la duda horrible de que tuviera que renunciar a ti, por causa de los
negocios! ¡Por causa de que tú, la orgullosa princesita de la huerta, no habías
de querer a quien no la ofreciera aquellos diamantes soñados...!
-¿No ves? ¡Si yo no soy lo interesada que
tú crees, si no acabarás de conocerme! ¿Quién se acuerda de niñerías?
-Bueno, pero yo te los quería ofrecer el
día que tuviera derecho de hablarte en serio... Y ese día no llegaba, tardaba
tanto, que parecía no iba a llegar nunca. Monsieur Jean Pierre, mi protector,
el hombre más bondadoso que conozco después de Max, me decía: "Jean,
¿cuándo estarás contento? El balance de cada año, por lisonjero que sea, te
entristece; sin langosta hemos pasado hasta ahora, epizootia, ni plaga alguna,
¿qué más quieres? Yo quería el terreno, la vacada, la casa y abundantes
cosechas, mío, todo mío, para decirle a una chica que se llama Crescencita, y es
un terroncito de azúcar, de puro buena, y un pedacito de cielo, de puro
hermosa: "Aquí estoy, ponte estos diamantes, y vente conmigo".
-Pues esa
chica (con enfado), te habría contestado: "A mí no me venga usted con
regalos; ¿tengo yo cara de irme con nadie por la golosina de unos pedruscos?
-¡No, por Dios! ¡Yo no me sabré explicar,
pero tú me comprendes: en el campo se vuelve uno tan salvaje!... Bien lo sabes,
que si me abrieras el pecho, como al Bismarckito, me sacarías el corazón
chorreando amor y gratitud, amor por ti, gratitud por Max y monsieur Fossac.
¡Iba yo a pedirte que te vinieras conmigo a pasar escaseces, inclemencias y
malos ratos! Los diamantes que yo llamo, tontina, son la casa, los muebles, el
servicio, la abundancia de todo, la seguridad del mañana... Y también los
pedrusquitos esos, ¿por qué no? para adornar las hojas de rosa que por orejas
tienes. Entre tanto que pasaba el tiempo y no llegaba el día, más receloso,
solía decir, mirándome en el feo espejo de mi palanganero: "Sí, al fin no
me querrá, porque tengo la cara muy negra, y las manos muy negras, y el pelo se
me ha puesto áspero, y estoy de ordinario que asusto a cualquiera... ¡Cuando
habrá tanto porteño elegante que le paseará la calle! También pensaba que como
había sido yo tan malo... ¡Porque mira tú que lo fui! Las mismas ideas que
perdieron a tu tío Aniceto traje de la aldea, con otros vicios horribles, pero
curé pronto; me curaste tú, y el ambiente, y el ejemplo de los hermanos. Tú me
enseñaste el sitio donde guarda América sus tesoros, conforme soñé yo aquella
noche. Digo que me curaste tú. Y aunque curado, parece que de la perversidad le
quedaran a uno señales como de viruela, y decía: "Ella lo sabe, ella lo ha
visto... y no me querrá, no me querrá". Luego, en cada visita, lejos de
alentarme, te complacías en desesperarme con tus burlas y tu desvío: volvía
loco a la María Luisa y no sabía qué contestar a monsieur Jean Pierre.
"¿Qué te pasa, muchacho? ¿Si te veré algún día alegre?" El día
esperado llegó: el terreno fue mío, como lo era ya el ganado, y la abundante
cosecha me aseguró la edificación de tina casita digna de recibirte. Entonces
me dije: ¡A Buenos Aires por todo! Y escribí a Max, ¡qué casualidad! cuando
acababa mister Patrick de traspasarle el aserradero, y a pesar de las nuevas
obligaciones, Max puso a mi disposición el anticipo que necesitaba para
emprender las obras desde luego... Ya ves: emprenderlas sin tu consentimiento,
significaba atrevida confianza de mi parte, a pesar de cavilaciones y de dudas;
esto no lo entenderás tú, pero parece que todos los enamorados son lo mismo. A
Clémence le recomendé que nada dijera, que ya vendría yo en tiempo oportuno a
tratar el asunto y resolverlo: ella se aguantó unos meses, y ayer, por no poder
más, desembuchó todo y provocó tu salida, esa respuesta que equivale, sí,
señor, equivale a una negativa...
Crescencita, muy pálida, arrancaba los
hierbajos y hacía montoncitos, que luego deshacía, esparciéndolos a puñados. No
miraba a Jean; a veces fingía distraerse con las músicas de la feria, que
alegremente resonaban allá arriba, o espiar el avance del río, que murmuraba a
sus pies. De aquel otro murmullo más cercano y sentido aparentaba
desentenderse, y sólo cuando se extinguió en un suspiro, mientras examinaba una
florecilla digna de la caja de Tito, dijo con indiferencia:
-¡Ah! De modo que... ¡estás edificando
una casa! ¡Hola! ¡Hola!... Dime: ¿es muy grande?
-Es un chalet precioso -contestó
alegremente Juanillo-, copiado de uno que hay en Etretat, a donde mi abuela
Celeste iba a vender sus pollos, y, que le tengo grabado en la imaginación...
(Trazando líneas en el suelo con el junquillo). Mira: esta es la escalera de
entrada, un perrón muy bonito; la sala, el comedor; en el fondo la cocina y
demás dependencias; aquí la escalera del primer piso, dos grandes habitaciones
sobre el jardín y dos más pequeñas... Sigue la escalera: tres habitacioncitas
en el segundo piso, el desván que forma la torrecilla. Tiene torre, balcones de
madera calada, y exteriormente estará pintado de rojo con líneas blancas,
imitando ladrillos. Antes de un año cuento con que me le darán terminado.
-A ver -decía Crescencita, muy atenta a
la exposición del plano-, esa dices que es la sala...
-Y este el comedor, esta la escalera del
primer piso, aquí dos grandes habitaciones...
-¡Dos grandes habitaciones! ¿Para qué?
-Para dormitorios; este es el mío...
-¡Ah! Ese es el tuyo... ¿Y el mío? ¿Cuál
es el mío?
-¡El tuyo! ¡Ah! ¡Crescencita!...
La joven no pudo disimular la confesión,
ni retirar su mano, de la que Juanillo se apoderó en seguida, y, encarnada por
la vergüenza y el dolor de la presión amorosa, no chistaba, sin embargo; cerró
los ojos para que no descubriera cuánto sufría y cuánto gozaba en la estrecha
cárcel de sus dedos cariñosos, oyéndole que decía:
-Soy un torpe, te hago daño y no puedo
evitarlo... Es la primera vez que no chillas y la defiendes. ¡Pobre manita
mía!... Si no fuera por aquellos curiosones de enfrente, la daría mil besos.
De
pronto, ella le echó a la cara la florecita silvestre, dio un salto y escapó
riendo; y él, detrás, la perseguía, como a mariposa burlona, cien veces
prisionera y prófuga cien veces. Más risueña cuanto más de cerca seguida, se
escudaba en los troncos de los sauces, le provocaba, fingía dejarse atrapar,
huyendo luego, con una carcajada... También otras ninfas, no tan esquivas como
las de la fábula, de las alturas de la feria bajaban a la misteriosa penumbra
del sauzal, donde faunos y sátiros, vestidos a la moderna usanza, las daban
alcance sin mayor fatiga.
Le dio, al fin, Juanillo a Crescencita, y
porque no se le escapara de nuevo, puso un brazo debajo del suyo, y ella se
dejó llevar donde él quiso, encendidas las mejillas por el calor y la pasión.
Junto a su oído, más que el aliento, le quemaban las palabras amorosas del
mancebo, y entre veras y risas dejaba fluir la sinceridad de su corazoncito
inocente.
Pero ¡qué retontísimo era! ¿De modo que
no había visto nada, no había sospechado nada? ¡Que le quería, sí, sí, que le
quería de mucho tiempo atrás, acaso desde sus primeros coloquios en la huerta
de Andillo! Ella no sabría decirlo, ni analizar las sensaciones que en la larga
separación primera y en la repentina vuelta de Santa Fe después, experimentó,
sin darse cuenta; tristeza y alegría no disimuladas, que dejaba asomar al
semblante y nadie descubría, ni él mismo, ni su madre, cuando sus frecuentes
visitas a la nueva tienda, multiplicando las ocasiones, agrandaban el peligro.
¡Sí, sí; le quería! Y su delicadeza de no hablarla nada en serio hasta no haber
cimentado su posición, aquel silencioso y sufrido laborar de tantos años para
ella, sólo para ella, aumentaba su cariño. Así contestó a su madre, la noche
anterior, en la confidencia a que dio lugar la embajada oficiosa de madama
Clémence... ¿Era de su agrado? Entonces no tenía por qué ocultarlo; si la
hubiera desagradado, hija obediente, habría tratado de sofocar un amor que no
merecía la sanción paternal, sucumbiendo quizá en la demanda. Pero, la
desesperaba su ceguedad, el apuro en que la ponía de confesarlo ella la
primera, y ahora, cuando estuvieron en la iglesia, de rodillas al pie del
Pilar, suplicó a la Virgen Santísima: "Madre mía, ábrele los ojos a este
ciego que está a mi lado, para que se entere de una cosa tan vieja como es el
cariño que le tengo; y puesto que mis tretas en la azotea y las sesiones junto
al piano no dieron resultado, deslíale la lengua y que hable claro y no se ande
con tapujos y conferencias entre su hermana y mi madre, cuando nosotros podemos
entendernos sin necesidad de intérprete. Evítame la vergüenza de tenérselo yo
que decir... ¡y que sea prontito, madre mía!".
Roto el hilo que las sujetaba, como sarta
de perlas que se desgrana, sus expansiones candorosas se sucedían sin reserva,
y los dos, más apretaditos que nunca, vagaron por aquellos elíseos campos,
almas felices que el rumor de la tierra no turba ni preocupa. Y eso que el de
tambores, gaitas y organillos era cada vez mayor, y no pocas de las parejas aquellas
misteriosas, a los sones de una murga que trajeron, rompieron a bailar en la
misma orilla del río, y pronto el antes solitario sauzal fue todo alegría y
revuelta bullanga; y voces conocidas, las de D. Rufino, Tito y doña Orosia,
clamaban del otro extremo, sin duda porque no encontraron a los enamorados en
el sitio en que les habían dejado. Pero ellos, embriagados con la música de sus
propias palabras, uno al otro sólo veía y escuchaba, y el mundo estaba en
ellos, que no ellos en el mundo, y sobre la verde grama andaban como andarían
entre las nubes, hasta que dieron de manos a boca con el travieso doctorcito
que les buscaba; y fue lo mismo que el despertar de un sueño delicioso para
topar con la más fea realidad, pues el incipiente sabio traía en la punta de la
varita ensartado un bicho muy atroz, de muchas patas peludas y repugnantes
trazas, el cual, con perversa malicia, acercoles a la cara, diciendo:
-Admiren
ustedes a esta señora, y preséntenla sus homenajes. Soir, espoir, como asegura
el adagio francés. Es de la ilustre familia de los araneidos. Y también a este
caballerito (abriendo la caja de latón), al que no le ha valido sacrificar su
cola para salvar el bulto: familia de los lacértidos, orden de los saurios,
lagartija en lengua vulgar...
Dio Crescencita un chillido, incomodose Juanillo y enfadáronse
también D. Rufino y doña Orosia, que se acercaban pausadamente, él con su
levita bien cortada y mal llevada, y la chistera de lado, y ella con sus aires
de duquesa, fina estampa a que prestaban realce la falda de seda y la manteleta
de encaje. Tito se excusó con una risotada, y al fin riéronse todos, porque,
así los que estaban en el feliz secreto, como los que lo adivinaban,
comprendieron que había algo digno de festejarse, y no ciertamente la burleta
del doctorcillo.
X
Fossac el Menor subió las escaleras del
antiguo club L'Union Ouvrière, dando saltitos y bufidos, amparándose del
lustrado pasamanos, afligido por la disnea, la obesidad y los varios alifafes
de sus muchos años; y asimismo su intempestiva alegría rebosaba por su boca, en
forma de sonrisa feliz: porque ¡sacrebleu! (como él juraba en su idioma) aquel
día era el 14 de julio, fecha gloriosa de la toma de la Bastilla, que los
residentes franceses conmemoraban de mil patrióticas maneras, y L'Union, su
chère sociedad, en la que figuraba como secretario perpetuo, siempre reelegido,
con un baile suntuoso al que asistirían el señor Ministro de Francia y tal vez
Su Excelencia el señor Presidente de la República. Los detalles que de esta
fiesta daba el viejo Coq Gaulois entusiasmaban a los más indiferentes, y la
demanda de invitaciones tenía mareado al secretario, como las puntadas en el
programa general, indispensables si las cosas habían de hacerse como Dios
manda, y lo mandaba el nuevo presidente del club, Maxime Duseuil.
Acababa de asistir el diligente señor a
la colocación en el portal de un arco de gas con fanales blancos, azules y
encarnados, de otros arcos en las cornisas de la fachada y de cuatro
candelabros monumentales en el balcón, cuya reja mandó arropar con algodón
tricolor, figurando graciosa guardamalleta; había hecho colocar también encima
de la cornisa central una estrella de hierro agujereado, con un gorro frigio en
medio y encima las letras U. O., que con sus lengüetas de luz por la noche,
sería pasmo y deslumbramiento de los transeúntes. Y plantas tropicales y
trofeos en la escalera, y más arcos de gas, emblemas y espejos disimulados
entre el follaje, engañando la vista y agrandando el espacio.
Después de inspeccionar estos trabajos,
subió, como queda dicho, y fatigado, buscó descanso en la Secretaría, en el
blando regazo de un sillón de cuero, acostumbrado a soportar su inmensa mole
sin detrimento aparente de sus muelles. Contempló monsieur Fossac, una vez
instalado a sus anchas, cruzadas las manos sobre el abdomen y espatarrado a la
bartola, contempló, digo, a sus mudos compañeros de las paredes: Thiers, el de
la boca sumida y maliciosa; Mac-Mahon, el severo; Grévy, Gambetta, y otros más
de tantas campanillas, sonriéndoles, como si les dijera:
-Esto se llama servir a la patria, ¿eh?
¡Sacrebleu! ¡Valiente semanita acababa de
pasar el lionés! Más atareada, apenas sin quitarse el frac... Tres corbatas
blancas echadas a perder, dos pares de guantes, marca Barbado, mandados al
tinte, perdido en un guardarropa el abrigo de las grandes ocasiones, atacado él
de indigestión después de la cena de casa de Duseuil: ¡balance pavoroso! ¿Fue
en casa de Duseuil la indigestión o la pérdida del abrigo, o en casa de
Patrick? Vamos por partes: Fossac el Menor reflexionó profundamente... ¿Dónde
presentaron a los convidados aquel pavo en gelatina con trufas, del que comió
un alón, un muslo y tres tajadas de pechuga? En casa de Duseuil, eso es, en
casa de Duseuil, la noche de la boda de Jean con Crescencita Barbado. El abrigo
le perdió en casa de Patrick, en ocasión de otra boda: la del alemán Blümen con
la señora viuda de Andillo. ¡Dos bodas en una semana! ¡Valiente semanita!
¡Qué fiestas! Sobre todo la primera, la
de los Duseuil, en la casa nueva, edificada sobre el mismo terreno que ocupó la
de Andillo, comprada, junto con el aserradero, a los Patrick y a la viuda
copropietaria; moderna construcción de tres pisos, elegantísima, cómoda y con
amplitud suficiente para las dos familias, aunque Juanillo no hubiera de
habitar el segundo, que le cedían, sino en los meses de invierno. ¡No se había
gastado poco el gran Maxime en construirla, y en decorarla, amueblarla y
dotarla de todas las menudencias que concurren al buen vivir, acertadamente
expresado por la palabra confort! ¡Y no derrochó poco también en celebrar
aquella boda, la del que llamaba mon fils, a tan justo título! Porque miren
ustedes que la tarde de la torna de dichos había una mesa de refrescos... ¡qué
mesa! A monsieur Fossac se le hacía agua la boca todavía. Allí pastas,
almíbares de todas clases, lengua a la escarlata, jamón en dulce, emparedados y
vinos generosos. Pues todo esto y mucho más hubo la noche de la boda: como que
después de la ceremonia en la capilla del Carmen y la poca de música que se
hizo en la sala, se congregaron todos los convidados en torno de la mesa. ¡Qué
mesa! ¡Qué cena opípara! Aquella sopa bisque de langosta... aquellas conchitas
de foie-gras... aquel filete a lo Richelieu, con sus tomates rellenos tan
encarnados, color cardenalicio e indudable pretexto del monte... y aquel pavo,
aquel pícaro dindon que produjo los mayores estragos en su pobre estómago, en
complicidad, seguramente, con los petit-pois a la francesa y la perversa variedad
de vinos.
A pesar del recuerdo desagradable de
aquel fin de fiesta, sonreía el gordo lionés. ¡Qué guapísima estaba la novia!
Con el velo de tul, el traje blanco y los azahares, parecía un ángel, tout á
fait un ange; tan rubia, tan pálida, llena de dulce candor y melancólica
gravedad. ¿Y la madre? Monsieur Fossac casi llegaba a asegurar que sus humos
aristocráticos, de los que bastantes veces se había reído con madama Clémence,
tenían algún fundamento, porque su manera de llevar el terciopelo y la mantilla
de blonda no se aprende, se hereda. En cambio, la infeliz madama Clémence
(buena prueba de la exactitud de este aforismo) lucía un talle... y unas manos
tan enormes, que reventaban la cabritilla de los guantes; no sabía qué hacer
con el abanico, y ya lo empuñaba como si fuera el mango de una escoba, ya le
ponía debajo del brazo, o le abría torpemente a riesgo de quebrar las varillas
de nácar; estaba más colorada que un pimiento, sudaba a mares, y con el
pañuelo, empapado en agua de olor penetrante y cursi, se restregaba la cara
como pudiera hacerlo con una toalla. ¡Qué ordinariez la suya, sacrebleu!
Pero, ¡qué sencillez también, Fossac
maldiciente! ¡Y qué corazón! Recuerda que, después de la cena, viéndote algo
malucho a causa de tu glotonería, te condujo al gabinetito aquel de confianza,
te sirvió ella misma una copa de licor que te puso peor, eso sí, armando una
marimorena de todos los demonios con el bisque, los petit pois, el dindon y
demás huéspedes incómodos de tu estómago, y entre muecas y retortijones
divisaste, colgado en la pared, un objeto extraño que te pareció rodeado de un
marco de peluche o felpa, y como tú preguntaras, más por disimular tu estado
que por curiosidad, qué era aquello, ella te dio esta respuesta, digna de un alma
grande:
-¿Que no le reconoce usted? Es la muestra
de planchadora que yo tenía en la puerta. ¿No ve usted la plancha gris y el
letrero? Debajo, en su correspondiente marco, está el serrucho de Max...
¡Nuestras armas de nobleza, amigo Fossac!
Lagrimearon los ojos color de violeta,
hermosos aún, y tú, ¡oh lionés criticón y despiadado!, contemplando aquel
glorioso trofeo del trabajo, así expuesto, antes que oculto en el seno de la
tierra o destruido por obra del orgullo estúpido, te emocionaste también y
encontraste palabras de alabanza con que encomiar aquel tan bello rasgo. Porque
títulos de nobleza eran, a no dudarlo, y no menos dignos que los conquistados a
punta de lanza, a fuerza de adulaciones o a trueque de bien contados dineros.
-C'est vrai -murmuró Fossac el Menor-, al
fin y al cabo esa es la aristocracia de estas sociedades nuevas, y hoy a
Duseuil, al señor Duseuil, delante de quien todos se descubren, nadie pregunta
si manejó el serrucho, ni recuerda su humilde origen. Si su mujer, la señora de
Duseuil, fue o no planchadora, nadie tampoco lo toma en cuenta... Pero,
¡sacrebleu!, confieso que no tendría yo la... frescura de mostrar los antiguos
instrumentos de mi industria, porque no veo maldita la necesidad, si a nadie le
importa. Mr. Patrick cojea del mismo pie, y hace mal, positivamente hace mal...
¡Ah! ¡Mr. Patrick! ¡Qué recuerdos tan gratos para su estómago
evocaba el nombre del inglés! ¡Celebradas seáis apetitosas salsas de pickles,
worcestershire y mustard rubia y picante, que contribuisteis, sabiamente
asociadas a aquel extra dry seco y propio de paladares británicos, a facilitar
la digestión de una cena copiosa! ¡Qué cena! ¡Y qué lástima de abrigo perdido!
Tornó el gordinflón a reflexionar
profundamente... La boda aquella, de Franz y misia Liberata, había dado no poco
que hablar: primero, dijeron que la hermosa viuda se negaba rotundamente a
contraer nuevas nupcias; después, que ponía por condición el ingreso del
pretendiente en la comunión católica, sin duda nada gustosa de dar su mano a
otro hereje. También decían que no fue ella la de la exigencia, sino el mismo
Blümen, que quiso abjurar de sus errores, de motu propio. Lo cierto es que
abjuró, y se casaron según el rito católico, en el salón de Patrick, espléndidamente
adornado e iluminado, y después de la cena marchó la pareja a la quinta del
Caballito, residencia suya en adelante. Dijeran lo que dijeran las malas
lenguas, la viuda de Andillo hizo bien en aceptar el casorio, porque ni era
justo que, joven aún y hermosa, viviera siempre al arrimo de parientes, ni
Blümen acreedor a que se le despreciara. Y Fossac apostaba cualquier cosa a que
la reunión de dos voluntades, tan bien equilibradas como las del Bismarckito y
misia Liberata, produciría la mayor suma de felicidad a que se puede aspirar
sobre la tierra.
-Total -prosiguió cavilando el lionés-
que tenemos en esta misma semana las dos bodas recordadas, con las aventuras y
desventuras antedichas, el jaleo de nuestro baile patriótico... ¡ah! y los
trabajos preparatorios de la candidatura de Duseuil para concejal. ¡Qué
trabajitos, sacrebleu! El Coq se ha propuesto sacarle y le sacará; las
simpatías con que cuenta Duseuil en su parroquia son suficientes para el
triunfo. ¡Oh! ¡oh! Duseuil en el Concejo Deliberante dará mucho juego... Hoy se
pegarán los carteles en todas las esquinas... Bueno, ya has descansado, mon
cher ventre; andando, que no he visto aún si las guirnaldas del salón están
puestas... A las dos, inauguración de la nueva sala de nuestro hospital; a las
cuatro, recepción en la Embajada... ¡Voy a quedar molido, francamente! Pongamos
los huesos de punta, y a ver esas guirnaldas... ¡Up! ¡Arriba! Ya estoy...
¡Hola, amigo Duseuil!
Entraba Max en la Secretaría, el Max de
siempre, no con las trazas de señor improvisado, ni la impertinencia de obrero
enriquecido: de chaqueta y hongo, las encallecidas manos desnudas, algo más
gris el bigote y la mirada llena de esa dulce benevolencia que es privativa de
los felices o de los que han colmado sus aspiraciones, si estas no son tonel
sin fondo, que nunca puede verse lleno.
-¿Se duerme la siesta, amigo Fossac?
-dijo jovialmente Max.
-¡Dormir! Quite usted -contestó el
lionés-, y eso que a las doce dadas me vendría de perilla... Pero, con estos
trajines estoy rendido y me senté a descansar. ¿Qué le parecen a usted nuestros
preparativos? La estrella del frente está... hasta allí; ¿y el trofeo de la
escalera? Con la bandera argentina en el centro, según lo manda la ley. ¡Oh!
Aquí nos picamos de no descuidar un solo detalle... ¿Qué, más compromisos?
-Sí, traigo una nueva lista... No pueden
eludirse. Se les invita, y si no caben, ya cuidarán de marcharse. Tome usted.
Tomó el gordinflón el papelito que le
alargaban, le recorrió desdeñosamente y fue a sentarse a su mesa de trabajo,
refunfuñando:
-Pues, señor, ¿a que no queda sitio para
mí, yo que he menester de triple espacio donde colocar mi generosa humanidad?
-¿Sabe usted -anunció Max- que nuestro
Jean vendrá al baile? Pretendía marcharse esta mañana, pero no le dejamos.
-Y es natural que quisiera marcharse. Los
enamorados necesitan soledad Monsieur, monsieur Louis de la... ¡diablo de
letra! Ca... Caille. Vamos, no le conozco. Sí, señor, necesitan soledad,
arboleda que de sombra, pajaritos que canten, etc. ¡Ay, amor, amor! Debieron
ustedes dejarle, aunque en esta época no haya ni avecillas ni frondas en la
María Luisa. Pero ellos se lo fingen todo, y tan contentos. Ya tendrá Jean
Pierre que taparse los ojos. Monsieur, monsieur et madame...
-Clémence se empeñó y hubo que
complacerla. Porque decirle a usted la satisfacción de Clémence con el casorio
del hermanito... ¿Quiere usted creer que ya está preparando el ajuar para el
futuro bebé?
-¿De veras? ¡Qué gracia! Ja, ja, ja.
Seguramente que ellos, o ella, la mamá futura, no se dará tanta prisa. ¡Anda,
ya eché un borrón! Sobre perdido. Si el señor presidente no me deja en paz...
Parodiando la frase del célebre adulador, diré a usted, amigo Duseuil: deja de
hablar o dejo yo de escribir.
-Corriente; me voy a la biblioteca. Así
que estén listas las invitaciones, me avisa usted, que tenemos que pasar
revista a todos los preparativos.
Era la biblioteca una habitación estrecha
y larga, con estantería de pino arrimada a las paredes, repleta de libros que
el mucho manoseo había estropeado, y una mesa central, campo de acción de
lectores poco escrupulosos, y así estaba manchada de tinta, tallada a punta de
navaja, y toda revuelta, papeles, periódicos, carpetas y lapiceros; caía la luz
de una claraboya, y como no había chimenea, ni alfombra, sino un mezquino ruedo
para los pies, el frío encogía el ánimo y mataba todo deseo de entablar
relaciones con los maltratados huéspedes de los estantes. Max entraba siempre
en la biblioteca de L'Union Ouvrière con recogimiento y emoción, porque le
recordaba las primeras páginas de su historia vulgarísima; historia que, no por
ser la misma de todos los Barbados, Patricks, Blümenes, Fiorellis y otros mil
que se asilan en argentina tierra, y carecer de dramáticos episodios, enredos,
trapisondas, excesos psicológicos, tesis disparatadas y endiablados casos de
conciencia, ha de tacharse de ñoñez o banalidad, pues la avaloran en cambio los
anhelos, ambiciones, derrotas, victorias y conquista definitiva de un nombre y
de una posición, tras de larga brega, que al fin y a la postre, tal es el norte
de todos, por distintos caminos buscado, y no siempre ha de ocuparse la pluma
en revolver las fangosas honduras del alma...
Allí leyó cuanto había que leer, sentado
en el mismo banco, muchas noches, de ocho a diez, ávido de instruirse; leyó lo
malo y lo bueno, sirviéndole su sano criterio de tamiz que separa y clasifica,
y el tiempo que pudo dar a la taberna, lo concedió a la estancia sin lumbre, a la
grata compañía de los sobados autores de los estantes. Con ellos aprendió a
pensar, a soñar, a esperar. Sabía dónde estaba cada uno de sus favoritos, qué
hojas le faltaban o cuáles tenía manchadas; y en su agradecimiento casi filial,
proyectaba reformas estupendas, ahora que el humilde obrero, recogido y
silencioso de entonces, había sido exaltado al sitial de presidente: habitación
más amplia, más luz, menaje nuevo y reemplazo de todos los volúmenes inválidos.
Con el sombrero puesto, a causa del frescor
de sótano que se sentía, iba Max recorriendo cada estante y saludando a sus
antiguos amigos, los mejores, porque no cambian; y la bella figura de la
Francia republicana, detrás del cristal de su marco dorado, soberana y sola en
el testero del fondo, le enviaba, como en otro tiempo, su sonrisa llena de
promesas. Resonaron los pasos de Fossac el Menor en los pelados ladrillos y su
voz aflautada:
-Cuando usted quiera; quedan complacidos
los pedigüeños y libres nosotros para hacer nuestra revista. Pasaremos al
comedor, primero, si a usted le parece bien.
Atravesaron ambos un patio, que habían
cubierto de lona a fin de improvisar un jardín más o menos tropical, y entraron
en el comedor, cuya oronda mesa vestían tres mozos con holgados manteles y aderezaban
cuidadosamente, y dijo el lionés, brillándole los ojillos ante el agradable
espectáculo:
-Observe usted, amigo Duseuil, que por
ser la cuestión de bucólica la más intrincada, ha habido que soltar un poco los
cordones de la bolsa: la vista perdona deficiencias de adorno, el oído
asperezas de sonido, y así no me he corrido mucho en lo que a orquesta y galas
se refiere; pero un estómago mal confortado no perdona nunca. Nada hay, créalo
usted, más rencoroso que el estómago, y nada hay tampoco más agradecido.
Tienden, pues, todos mis esfuerzos, a que no pueda ponerse a nuestro buffet una
tilde. Quiero que cada convidado nos guarde la gratitud de una buena copa de
Champaña, de una pasta fina o de una excelente pechuga, gratitud que dura más
que la mayor despertada por un gran servicio en el corazón, órgano donde los
filósofos de tres al cuarto se empeñan en asentar móviles y sentimientos
humanos. La prueba de cuanto voy diciendo, la tiene usted en el enternecimiento
repentino que me ha invadido a la vista de los varios escuadrones de botellas
que se amontonan en los trincheros, las de ancha panza y plateado cuello,
aquellas de pescuezo de jirafa, que son o deben de ser del legendario Rhin, las
otras rubias de la vega jerezana y las morenitas de Oporto; de los azucarados
jamones, de esas fuentes de almendras y de estas naranjas en caramelo; de aquel
bizcocho que huele a ron y de éste que huele a gloria... ¡Sacrebleu! ¡Quién
resiste a la tentación y no prueba siquiera una de estas pastitas que denominan
lenguas de gato, golosina de niños, por lo inofensivas...! ¡Delicioso,
delicioso! ¿Quiere usted, Duseuil? ¡Ya, es usted muy parco...! Conque, no me
salga poniendo peros cuando llegue la aprobación de cuentas: al estómago hay
que tratarle como rey y señor de la economía animal, dispensador de fuerzas y
beneficios: acuérdese usted del apólogo famoso y me dará la razón.
Reíase Max de su machacona insistencia, y
sobre todo, de su apetito siempre despierto, que instigaba a la rechoncha mano
a escarbar en todas las fuentes y adular la lengua con lameduras de dedos
melosos; y le sacó de allí, no sin trabajo, y fueron al salón principal donde,
montados en altas escaleras, con exquisita simetría otros mozos colocaban
guirnaldas de follaje, y en torno de los grandes espejos tupido marco de yedra
esmaltado de rosas; el piso estaba acabadito de encerar y apestaba a aguarrás,
por lo que tenían abiertos los balcones y el frío se colaba sin respeto.
Temerosos de que se les fueran los pies en la escurridiza superficie,
contentáronse presidente y secretario con dar un vistazo y la recomendación de
mayor prisa, y tornaron a la oficina en que antes estuvieron, donde se despidió
Max por tener que asistir a la ceremonia consabida del Hospital.
-Ya sabe usted que es a las dos, y a las
cuatro la recepción en la Embajada. Levita de rigor, amigo mío, y sombrero de
copa.
-¿Levita? -preguntó Max, que en punto a
las reglas de indumentaria no estaba muy al cabo-; ¡me molestan los faldones de
un modo, y aquel abrochado tan rígido! ¡Ay; la levita de esta tarde y el frac
de esta noche!... ¡No está mi cuerpo para la estrechez y la presunción de tales
prendas! Pero me someto, amigo Fossac.
-No hay más remedio; que más me duelen a
mí y me someto también. Hasta luego.
Pasó el Menor a un gabinetito contiguo a la Secretaría, donde
acostumbraba a vestirse y asearse, cambió de traje, se perfumó y alisó el
cabello, se puso la levita, y encasquetado el sombrero de copa, salió a tomar
sus notas de las dos ceremonias en que su presencia era punto menos que
indispensable. No volvió hasta pasadas las nueve, molido de cansancio,
renegando de la presteza con que despachara la comida en su casa; y sin tiempo
para descansar, aunque el sillón de cuero le abría afectuoso los brazos, se
encerró en el gabinetito nuevamente, y en un periquete apareció vestido de
frac, la saliente y redondeada pechera sujeta con botoncitos de perlas, y
aunque no hiciera calor, enjugándose la faz apoplética y bufando.
Ya otros miembros de la comisión
directiva mostraban sus fracs de variados cortes, estilos y edades,
discurriendo por los salones y el entoldado patio, donde algunas palmeras y dos
estufas calentadas al rojo lastimosamente fingían ameno jardín y atmósfera de
primavera; los músicos desenfundaban sus instrumentos, alineaban los atriles, y
se oía rascar de cuerdas y desentonar de pistones; con largas cañas y
enroscadas cerillas encendidas daban luz los mozos a los cien picos de gas de
las arañas, y espejos, dorados, cristales, follajes y telas floreadas, se
alegraban y resplandecían en las salas desiertas.
Pareciole a monsieur Fossac que era de su
deber inspeccionar cómo andaba el servicio del buffet, y se metió en el
comedor, y sus dedos y narices otra vez recreáronse en la numerosa colección de
yemas, pastas, compotas y almíbares, gulusmeando con evidente perjuicio de
fuentes y bandejas y de su pechera recién planchada, donde cayeron pocas hebras
de huevo hilado, pero suficientes para manchar su prístina blancura. Le
bailaban los ojillos risueños, y al maestresala estupefacto, decíale, señalando
aquí y allá:
-Que se me guarden, por lo menos, dos
jamoncitos enteros, ¡digo que se me guarden! Sirva usted de estos otros, y si
se acaban, contesta usted que no hay más, y punto redondo. También aquel
almendrado le quiero sin tocar, y este ramillete, que debe de ser exquisito,
por la buena cara que tiene. ¡Ah! De esas lenguas de gato una buena bandeja: a
mi niño le gustan mucho. Y de vino, algunas botellitas. Todo lo cual pondrá
usted en una cesta y colocará en mi cuarto de vestir, junto a la Secretaría.
¿Estamos?
No se despegaba de la mesa, retenido por
el imán de su glotonería; y a todo esto, los músicos habíanse puesto de acuerdo
y preludiaban alegre tocata, llegaban los primeros invitados y se formaba el
grupo de la comisión encargado de recibir al señor Ministro de Francia. El
presidente, Duseuil, no estaba, y algunos, alarmados, fueron en busca del
Menor, para consultarle, y él, con la boca llena, les calmaba:
-¡Ya vendrá! ¡Digo que ya vendrá! ¿Han
dado las diez? ¡Sacrebleu! No puede tardar...
Decidiose a salir del comedor,
limpiándose el morro y paladeando, las hebras de huevo pegadas a la pechera,
condecoración digna de su intemperancia; y en llegando al recibimiento, vieron
todos a Max, que subía la escalera de prisa, abrochándose lo: guantes blancos,
seguido de damas que parecían más bellas entre las gasas, sedas y terciopelos,
las joyas y las flores, la emoción de la fiesta y los recursos del tocador.
Llenáronse a poco los salones, desatose
la alegría, y de pronto, cuando más revuelto andaba el enjambre humano,
resonaron los acordes de La Marsellesa, comprimiendo corazones y ahogando toda
exclamación, y en la sala principal entró solemnemente la comitiva de honor...
Venía, primero, su excelencia el señor Ministro, dando el brazo a la señora del
presidente del círculo, madama Clémence Duseuil; detrás, Max Duseuil con la
señora del cónsul general; luego, el cónsul general con la señora de Barbado, y
D. Rufino Barbado con una encopetada dama que pocos conocían, y Fossac el Menor
con una jamona, en su desmedida afición al género, y Jean con Crescencita, y
Tito, el doctorcillo, con una rapaza monísima...
¡Oh! inclito cronista, el de la rosada
pluma, regalo de El Cotidiano famoso, discreto en el decir, dulce en el alabar,
habilísimo y jamás superado en el arte de describir femeninos atavíos, si
pudieras venir en mi auxilio y dar ayuda a mi torpeza, que no acierto a
expresar qué adornos y prendidos llevaba la rica falda de madama Clémence, ni
si era de terciopelo brochado o sin brochar, o si de color de heliotropo o de
violeta pálido, ni qué nombre asignar, que alguno ha de tener en la fraseología
modistil, al tocado de su cabeza, donde se combinaban entre los cabellos
rojizos plumas blancas y lazos de cinta. Tampoco sé si los encajes que sobre el
raso de su vestido lucía doña Orosia eran de Bruselas, Malinas, Alençon o
simple blonda catalana, y de qué tela era el de la cónsula, qué preseas
ostentaba la incógnita, con otros extremos tan importantes como estos e
indispensables para mi historia.
Así pudieras prestarme también, ¡oh
cronista! el plateado cendal de tu benevolencia, con que sabes vendarte los
ojos para no ver defectos en el sexo que forzosamente ha de ser bello: no
observaría yo el macizo talle de madama Clémence, sus manos enormes y su pecho
y caderas desarrollados en demasía, el almidón de doña Orosia, las patas de
gallo de la jamona y los pícaros afeites de muchas.
Mas para lo que no he menester de auxilio
ajeno, y antes me serviría de estorbo, es para pintar a Crescencita de un solo
trazo, vestida de blanco, adornada por la juventud, la belleza y dos diamantes
en las orejas, que no brillaban tanto como sus ojos, ni seducían tanto como su
sonrisa. Sonrisa esta de realizada felicidad, de vanidad satisfecha, semejante
a la de madama Clémence y de doña Orosia, orgullosas todas de su triunfo,
tiesas como imágenes que llevan en procesión...
Digo, pues, que entró la comitiva y se
organizó el rigodón oficial, á tiempo que en la calle resonaban estruendosas
músicas y a los balcones, iluminados de modo que por el mismo sol de medio día
se dijera, agolpábanse los convidados que no podían bailar todavía. Juanillo y
Crescencita buscaron sitio apartado, en que abrigarse de la curiosidad y poder
reanudar el eterno diálogo amoroso, y le hallaron en un sofá que aislaba un
grupo de camelias, junto al balcón, enfrente de un espejo de aquellos
encuadrados de verdura, y de donde veían, sin molestia, las reverencias del
señor ministro de Francia a su compañera.
Sentáronse, tan arrimaditos como las
conveniencias lo permitían, y no se dijeron nada, embobados en el divertido
espectáculo. Armaban en la calle tamaño estruendo otras sociedades francesas
que, con sus estandartes recargados de coronas, venían a saludar a L'Union
Ouvrière, y junto con las músicas resonaban vítores y palmadas; a la vez que en
el salón, gravemente se movían los que bailaban al compás majestuoso de la
orquesta, con alguna torpeza la señora de Duseuil, con grande desembarazo la de
Barbado, y Max enredando todas las figuras y descomponiendo el cuadro a cada
paso.
Ya mirara al balcón, ya a la sala, ya en
Crescencita recreara los ojos amorosos, extrañas ideas asediaban a Juanillo; y
ocurrió que en el espejo de enfrente se viera retratado, de frac, pechera
correcta, blanca corbata, zapato de charol... y viera retratada también a
Crescencita, chispeándole los conquistados diamantes de princesa. Pareciole
entonces que él no era él, ni Crescencita la que estaba a su lado, ni madama
Clémence la que bailaba con el señor ministro, ni doña Orosia aquella señora de
Barbado, ni Max aquel señor Duseuil, ni D. Rufino don Rufino, y ninguno lo que
parecía, sino los menestrales de antaño: la una pegada a su máquina, la otra a
su mesa de plancha, éste con la tienda portátil... ¡Por ver visiones, sobre los
hombros de Tito, que paseaba junto a la rapaza monísima, distinguió el feo y
pringoso cajón de limpiabotas! Indudablemente soñaba, y como en la María Luisa,
tendido a la sombra de un árbol en la hora de la siesta, se presentaba a su
imaginación el brillante cortejo de sus ilusiones.
Oyó la voz de su mujer, que le decía:
-Jean, ¿en qué piensas? ¿Tienes sueño?... Y se irguió sorprendido, apartando del
espejo revelador la mirada.
-Pienso -dijo muy despacio- que estoy
soñando... No sé si algo se me habrá pegado de nuestro hermanito el predicador,
pero, a veces, me entran unas filosofías y un querer estudiar el revés y el
derecho de las cosas, que no está en mis costumbres. Figúrate que la pobre
abuela Celeste resucitara y la trajeran a esta casa y la dijeran: "¿Cuál
es Clémence? ¿Cuál es Max? ¿Cuál es Jean?..." ¿Crees tú que nos
reconocería con estos trajes? ¡No nos reconocería! Yo mismo no me reconozco en
el fatuo que pinta ese espejo, ni te reconozco a ti, ni a Clémence, ni a Max,
ni a tu padre, ni a tu madre, ni a tu hermano. Se me figura que, como en los
cuentos, una maga burlona nos ha favorecido con este disfraz para asistir al
baile del Príncipe, y al punto de las doce volveremos súbitamente a nuestro
ser, y otra vez nos veremos tal cual éramos... Así, todo me parece mentira.
-Y sin embargo, todo es verdad -apuntó
simplemente Crescencita.
-¡Verdad! -repuso Jean más serio-. Verdad
indudable. Verdad que eres mi adorada mujercita, y esto por lo extraordinario
de la felicidad que representa, se me antoja la verdad más mentirosa, o la
mentira más verdadera... Nada, que el roce con Tito me va probando. Verdad que
hace ocho días nos casamos, y que el domingo, sin que valgan ruegos de
Clémence, te llevaré a nuestro nido de Santa Fe. Y apretadita a mí te tendré en
el vagón, y saldrá M. Jean Pierre a recibirnos, y aparecerá al final del camino
la torrecilla del chalet, y aunque te sienta a mi lado, y reconozca a M. Jean
Pierre y a su caballo, y a la torre, dudaré aún y creeré engaño de los ojos lo
que será realidad pura, y temeré que la maga del cuento, con un golpe de su
varita, haga desaparecer todo y me deje solo como antes. Por eso, por extraordinario,
se me ocurren tantas ideas... pero no sé expresarlas. ¡Ojalá tuviera yo la
labia de Tito!
Había concluido la segunda figura, y los
que bailaban esperaban la nueva señal charlando animadamente: madama Clémence,
con el abanico hacía movimientos elocuentes, que sin duda convencían a su
ilustre compañero, inclinado delante de ella. Y al compás de la orquesta,
empezaban la tercera figura, madama Clémence, doña Orosia, la cónsula y la
incógnita preocupadas tanto de sus colas, como los caballeros cuidadosos de no
pisarlas: adelantaban, retrocedían, deslizando los pies, sonriendo, saludando,
reuniendo las manos, separándolas luego... Crujían las sedas, y la animación
crecía con el bullicio de la calle.
-Pues yo -dijo en voz baja Crescencita-
no creo estar sollando, sino muy despabilada. ¡Cuántas veces con los ojos
cerrados he visto lo mismo, lo mismo que ahora veo con ellos bien abiertos!
Nada me sorprende, ni temo que desaparezca todo como si fuera cosa de teatro...
Aquella del espejo, ¡soy yo! ¿Quién ha de ser? ¡Y me retrata mejor que un
fotógrafo: retrata mi traje, mis joyas, lo exterior de la persona; lo que no
sabría retratar es la felicidad y el amor que llevo dentro, Juanillo!
-Eso lo descubren tus ojos azules,
Crescencita, y me pone más miedo de perderlo.
-Descuida, que si la perversa maga nos
desnuda al punto de las doce y transforma, el corazón no podrá cambiarnos y
perderá el viaje. Ya concluyó el rigodón: ahora van a buscarnos... Quietecitos,
y no descubrirnos.
Calló la orquesta, y seguidamente se oyó
mucho tropel en la escalera, y el remolino que subía hizo desbordar a los
convidados en las demás salas, apareciendo los lujosos estandartes de la calle,
el de los Alsaciens-Lorrains cubierto de crespón, el de la Belle Normandie, el
de Jeanne d'Arc y el de los Enfants de la Révolution, abatidos galantemente
ante el concurso por los que los llevaban, mientras las músicas, a unísono,
entonaban la Marsellesa, y todos fraternizaban con gritos patrióticos, con
apretones de manos y abrazos efusivos. Fossac el Menor, que entre todos andaba,
y, nuevo Desmoulins, la idea de asaltar la otra Bastilla, el comedor, traía más
inquieto y sofocado, no creyó necesario arengar a la muchedumbre, bien
preparada, sin duda, para la batalla, y dio la voz de ataque, y contra la
cerrada puerta marchó valientemente, con otros muchos que quisieron seguirle; y
la fortaleza no resistió, entregándola el maestresala sin defenderla, siendo el
primero Fossac quien clavó su tenedor en el más rollizo jamón de cuantos en la
mesa se ofrecían inermes y sumisos.
Antes, mandó que descorcharan el
Champaña, y al estampido de los taponazos entró el señor Ministro, el
presidente Duseuil y su lucida comitiva, adelantándose el Menor a presentarles
las copas coronadas de espuma, lo que obligó a Max a levantar la suya, y con
frase inculta, pero sincera, torpeza de lengua y temblor de los nervios, a
ensartar cuatro lugares comunes en forma de brindis, algo de "patria
lejana", "tierra hospitalaria", "trabajo fecundo" y
"óptimos frutos", que al brotar de los labios, dictadas por el
corazón, adquirían novedad y aumentaban el entusiasmo. Entonces habló el
Ministro y esmaltó el mismo tema de brillantes palabras, sacudiendo todas las
fibras, y en el pecho de cada emigrado despertando el amor, la gratitud y la
melancolía del recuerdo... Se gritaba, se aplaudía, unos se abrazaban y otros
lloraban.
Y al chocar de las copas, los más
jóvenes, los que ni del pasado ni del porvenir se preocupan, en alas del wals
giraban por los salones casi desiertos. Tito, con su rapaza, a la cabeza de la
bandada, era el más ágil y desenvuelto, y el más hábil en evitar choques y
resbalones, conduciendo a su parejita sin vacilación, más bien con aquel aire
de triunfo que imprimía a sus menores acciones, a fuer de hombre seguro de sí
mismo: su cara de angelote ya púber, en que el bozo apuntaba enérgico,
resplandecía de satisfacción y de orgullo, y sus pies, calzados de charol, se
revolvían sobre la lisa superficie, sin tocar aquellos más menudos que le
seguían dócilmente. En cada espejo se remiraba y sonreía, él, el bombix de la
rinconera, hecho señorito de frac y guante blanco, tan refinado como el que
nació entre holandas... Y vueltas van, vueltas vienen, y sorteando escollos,
pasó como un relámpago delante del sofá en que Jean y Crescencita seguían
refugiados.
-Da risa de verle -dijo la hermana-; por
ser precoz en todo, hasta en el amor quiere ensayarse. Ella tiene catorce
arios, ¡figúrate! es la hija de ese español tan rico, asturiano, que tiene
registro enfrente de nuestra casa... ¿Cómo se llama? ¿no te acuerdas? ¡Ah!
Quinteros: es hija única de Quinteros y está derretida por él. Si no cambian,
porque los chicos son como las veletas... Aunque dice mamá, y dice bien, que a
los monigotes azotes...
-Y se casará -observó Jean convencido-
una vez terminada su evolución, como él llama; ahora debe de estar, según mis
cálculos, en el tercer período. Nosotros ya la hemos terminado, mujercita
mía...
-¡Jesús! - exclamó ella-. ¡Qué fuerte te
ha dado esta noche con esas cosas! Me has puesto tanto miedo, que no dejo de
mirar el reloj de aquella chimenea, esperando que al dar las doce se presente
la pícara maga y nos quite las galas y nos deje vestidos de mamarracho! ¡O se
parta en dos la pared y surja un desaforado dragón que te robe de mi lado!...
-A ti, a ti pretendería robarte, y ese es
mi temor: que, o yo sueño, o es tan grande mi felicidad que dudo de ella...
Ven, levantémonos, apóyate en mi brazo, que así puedo guardarte mejor, y en el
sofá, por culpa de los mirones, no puedo tocarte siquiera con la punta de los
dedos. Pasearemos, hasta que llegue el momento deseado de escabullirnos.
¿Quieres ir al buffet?
Dijo Crescencita que no, y se quedaron
junto al balcón, siempre en su deseo de aislarse, rehuyendo la enfadosa visita
de salones adornados con ese gusto impersonal, característico de los centros de
reunión. Y apoyados el uno en el otro, sintiendo latir sus corazones, vueltos
de espalda para que las curiosas parejas no vieran que tenían estrechadas las
manos, miraban a la calle silenciosos...
La gran ciudad reposaba. El último
tranvía arrastrábase en la calle desierta, resonando su agrio trompetazo con
eco temeroso: ni otra luz que la de los faroles, ni otro ruido, ni puerta
abierta, ni alma viviente que pasara; la ciudad del trabajo dormía, la colmena
humana que al nacer del alba había de agitarse y conmoverse toda. Jean tendía
el oído y se imaginaba percibir, como en la simbólica campana del doctorcillo,
el rumor que, debajo de aquella inmensa de la República, producían los millares
de seres venidos de todos los puntos del globo: españoles, franceses,
italianos, ingleses, alemanes, rusos, suecos, noruegos, portugueses,
dinamarqueses... los hombres de buena voluntad, los coleópteros y lepidópteros
de la escala superior, sujetos á la maravillosa metamorfosis.
Y conmovido, sobre la rubia cabeza de su
mujer dejaba caer ahogadas frases de amor. Lentamente, el reloj de la chimenea
dio las doce: una, dos, tres... Y Crescencita se volvió risueña a contarlas:
cuatro, cinco, seis... once, doce. Las doce y la maga no aparecía, ni abríase
la pared para dar paso al dragón formidable. ¡Las doce! y el espejo seguía
retratándoles, dentro de su marco de yedra, con todas sus galas y atavíos
señoriles.
¡Las doce! La maga que se mostró en el
fondo de la sala fue madama Clémence, arrastrando la cauda magnífica de su
vestido de terciopelo color de heliotropo, luciendo las blancas plumas de su
tocado, y con madama Clémence doña Orosia, D. Rufino y Max Duseuil, sacudiendo
éstos las colas de sus fracs. Y dijo madama Clémence, alzando su vara, digo, el
abanico:
-Son las doce, hijos míos; ¿no les parece
a ustedes que es hora de marcharnos? De seguro que no estaréis muy divertidos, porque
para los enamorados se ha hecho la soledad y el silencio.
Crescencita miró a Juanillo burlonamente,
se apoyó en su brazo, y seguidos ambos del brillante grupo, se alejaron. Acaso
dentro de sus corazones cantaba la voz de la gratitud:
-¡La Argentina es tierra de promisión!
-¡Y también de redención! -añadía en el
de Jean la del amor...
FIN