Héctor
Tizón
UN VIAJE EN TREN
I
Ahora, en el patio cerrado junto al huerto, al ir en busca de unas camisas
del niño puestas a secar, Paulina sintió que toda la luz
de la tarde de pronto disminuía, que el piso se ondulaba como cuando
el viento movía levemente la superficie del lago, y debió
apoyarse para no caer. Nadie la había visto. Instintivamente se
llevó las manos al regazo, ya sentada en aquel viejo y largo banco
en que solían acomodarse las mujeres de la casa para desgranar
mazorcas, aunque no sentía ningún dolor particular, y luego
observó que el sol era tan sólo un resplandor informe y
muerto; miró hacia el fondo y vio los cerros altos ocres o plomizos
o de un color verde tenebroso, que también se movían imperceptiblemente,
se aproximaban o alejaban, como las sombras de las altas llamaradas en
las fogatas de San Juan. De lejos llegaban voces de gente que regresaba
de los rastrojos y ladró un perro, o quizá fueran dos. Entonces
quiso llorar pero no pudo porque la perplejidad o el miedo eran mayores
que la pena, o porque en realidad no sentía verdaderamente pena.
Ya lo había ensayado todo, sin remedio: las infusiones y el tallo
de perejil y hasta las ronda, cuando, desnuda, subrepticiamente a la medianoche
había salido por siete veces consecutivas a exponerse bajo la luna
menguante. Y ahora la sabiduría de la vieja Mariasa -su única
confidente posible por ser la más vieja y ya sin compromisos con
el mundo- se había agotado y sólo quedaba acudir al lugar
aquel en la ciudad, donde ella misma le indicara.
II
El Padrastro, semiciego, mudo de tan no hablar, ya casi no salía
de aquel gran cuarto que había sido antes el comedor de la casa,
cuando estaba iluminado por más de una docena de bujías,
con canapés, conversaderas y butacas tapizados en viejos paños
de seda lacre y aparadores de roble o guatambú o palo de rosa,
y un biombo filipino que la madre no había alcanzado a ostentar.
Y también la radio en forma de gran pera, único enser al
cual el hombre alto prestaba atención, que -lo tenía bien
sabido- había que contar hasta 17 para que recién se animara
con foxtrots o anuncios de casimires ingleses, o pasodobles. Su madre
había muerto aquella noche atroz y templada, entre un tropel de
sirvientes que iban y volvían y lloraban con fuentones de agua
hervida y paños en las manos, justamente cuando nació el
niño y ella, su medio hermana, tenía ya alrededor de trece
años y unos ojos intensos y negros más ostensibles aún
que sus jóvenes pechos debajo de aquellos blusones, agitados de
ansiedad o asombro o de expectativa angustiosa, antes que de dolor o de
miedo, como ahora. Y a ese recinto inviolable de nostalgias o de penas
y vago olor a moho y humedad, sólo ahora el niño tenía
franquicia para entrar y dar de chillidos y cabalgar en las piernas de
su padre que veía en él únicamente la sombra, menos
que el recuerdo vivo de la mujer, a quien tampoco había amado sino
a destiempo.
III
Ella, en el arruinado espejo de su habitación, se vio macilenta,
sus ojos agrandados y aún más oscuros por esas malas sombras
y luego notó sus manos frías y húmedas y, ahora sí,
pudo sentarse a llorar, tranquila y prolongadamente, en silencio, hasta
que llevada lejos por la fiebre se durmió. También Matiasa
le había ayudado a amasar el muñequito al que luego revolcaron
ultrajándolo en el lodo y la basura, mientras repetían su
nombre, imaginando su cara, sus ojos, sus mejillas huesudas, sus miembros
duros y del todo ausentes, y lo habían ahumado e injuriado con
discursos incoherentes, rituales y breves, pronunciados frente a la imagen
de Nuestra Señora Magdalena puesta cabeza abajo; y el milagro fue
que el niño entrara y por detrás, preanunciado por el bastón
y las duras conteras de sus botas, el hombre para decir que Urbano Laime,
el peluquero del lugar, había sido atacado por el mal de san Vito
y así era peligroso con las tijeras, y entonces no quedaba otra
solución más que llevarlo a la villa.
-No quiero ir -dijo el chiquillo-. No quiero que me corten el pelo.
Él, apoyándose con las dos manos en la cabeza del bastón
más bien inútil y sonriendo -ella volvió a sentirlo
así- como únicamente sabía hacerlo, y sólo
infrecuentemente, con el niño, dijo:
-Vamos a ir todos. Ya has de ver: mandemos pillar los caballos y vamos
y será como una fiesta.
-No me gusta -dijo el niño.
-¿Qué no te gusta? -preguntó el padre, con ansiedad,
casi con ternura.
-No me gustan las fiestas.
-Tata -dijo ella, ahora tenía los ojos brillantes-. Yo voy a llevarlo,
con su permiso. Iremos los dos.
Él la miró, trató de verla a través de las
brumas de sus ojos, pero más bien la vio con toda su cara, curtida
y barbuda y la tocó, sonriente o dominante, con el resuello de
su voz y con sus manos tratando de acercarla de los cabellos.
-¿Dónde estuviste desde antier? -dijo-. No estabas en tu
cuarto.
-Estaba con la Matiasa y vimos salir el sol dos veces, preparando la cuajada
y los quesillos.
Él, sin soltar de la mano al niño, dijo:
-Esa vieja bruja y alcahueta, qué hará que no se muere.
Al día siguiente -martes- era día en que el tren pasaba
hacia la villa, para regresar en la noche, cuando trepaba otra vez montañas
arriba.
IV
Hasta la víspera Paulina había esperado -ocultando lo que
debía hacer y sólo aventurándose en las tardes, brumosas,
de este otoño- y, luego de encender el fuego -era ya la novena
fogata- vio cómo las llamas gualdas, rojizas o azuladas y blancas
se elevaban echándose a los costados, y ella buscaba de verlo en
el centro. "Alambrecito judío" -dijo-. "No me lastimés.
Plomito de san Gaudemio, atame a la tierra que estoy pisando... Santitos
anudadores, anudemén y así no me lleve el viento, no me
lleve el humo que se va para arriba." Y también, absorta en
el hueco del centro de la fogata, le había preguntado al respondedor,
como si fuera una magia, pero éste se quedó mudo y entonces
cayó sin sentido junto al resplandor, porque era ya la novena fogata
y sólo se despertó, fría entre cenizas, con las piernas
y brazos encalabrinados, amanecida cerca de un asno que buscaba de comer
entre los pedregullos, con el miembro oscuro y resbaloso semidescubierto
y vacilante.
V
Ahora Paulina y el niño, acurrucado junto a ella, miraban a través
de la ventanilla mientras el tren se deslizaba hacia el valle. Doña
Matiasa, había advertido que, según decían, también
el Salvador fue tan obstinado en venir al mundo. Unas lágrimas
muy gruesas le iban de los ojos hasta pasar de largo por sus mejillas.
El niño los había visto una vez, mudo e indiferente como
miran los niños aquello que no comprenden, y entonces, después,
ella dijo que era sólo su amigo.
-¿Mi papá también es tu amigo?
Ella dijo que sí y que no y que las gentes son dobles o distintas.
El niño pensó un largo rato, pera ella le dijo que ya podía
comer ese caramelo -que sacó milagrosamente de su bolso- que le
había traído.
Ella dormitaba con la nuca apoyada en el respaldo, las manos una sobre
la otra, húmedas y frías como su frente, mientras el tren,
sin detenerse, sonaba con estrépito sordo y agresivo; luego sintió
náuseas y trató de evitar las arcadas cubriéndose
la boca y el rostro con su pañoleta, el mismo paño, blanco,
que había usado, en vano, de testera.
-¿Por qué tenés los ojos negros y hundidos, ahora?
-sintió que dijo el niño.
-Las mujeres viejas tenemos hundidos los ojos -dijo ella.
-Mentira-dijo el chico-. Vos no sos mujer vieja; vos sos mi hermana. -Luego
agregó: -Quiero comer otro caramelo porque no lo he contado a nadie.
Después llegó el guarda a pedir los boletos, con una pesada
pinza de perforar en la mano y el niño se amedrentó, puesto
que jamás había visto nada parecido. Ello lo protegió
con su brazo y le estuvo acariciando el pelo a través de un par
de kilómetros, hasta que él dijo:
-¿Qué me va a traer él cuando venga? ¿Cuándo
venga van a volver a sacarse la ropa?
-Ya no va a volver -dijo ella.
-Voy a querer sacarme la ropa yo también -dijo el chico. Ahora
ella otra vez lo abraza y lo mira y llora, en silencio, sin que nadie
se dé cuenta. El guarda pasa nuevamente, en sentido contrario,
con un termo color azul en la mano, apresurado y amistoso.
-¿A qué vamos a la ciudad? -pregunta el niño.
-Vamos para que te corten el pelo.
Aparte de ellos dos, en el vagón viajaban seis o siete personas:
una mujer muy gorda y muy blanca, que dormía inmóvil, un
hombre flaco a quien le faltaba una pierna y sostenía la muleta
apoyada junto al posabrazos del asiento, y el resto aborígenes
oscuros, silenciosos, mudos.
Ya el paisaje era cada vez más verde y el cielo menos denso sobre
los campos cercados de vez en cuando y con algún ganado paciendo.
El niño observa a través de la ventanilla y pregunta:
-¿Por qué aquí las vacas son como perros?
-Porque se ven de lejos -dice ella.
-¿Las vacas que están lejos son tan chicas como los perros?
-No. Los perros también parecen chicos.
-¿La ciudad está lejos?
-Sí. Más lejos.
-Quiero ir ahí -dijo el niño-. ¿Estamos yendo para
ahí?
-Sí.
-¿Y ahí las vacas son más chicas?
-No hay vacas en la ciudad.
-Mentirosa; hay vacas en todas partes; y también quiero un perro,
igual.
VI
El rancho, entre los árboles -chirimoyos frondosos y paltas- se
veía desde el pie del sendero que iba junto a una acequia bordeado
por un alto y, para ser otoño, verde y vigoroso yuyaral.
Apenas si soplaba una tibia ráfaga de viento.
La vivienda tenía un parral adelante, sobre el patio, y allí
se detuvo ella entre unos malvones con el niño tomado de la mano,
luego de llamar con las palmas, gesto inútil aunque formalmente
necesario, porque los de adentro ya desde la punta del sendero la habían
visto venir.
-Aquí mismo es -dijo la mujer de la casa, una mujer madura y gorda
y con sombrero negro de varón en la cabeza. Pasaron; el niño
quedó afuera, a cargo de otra mujer, Adentro de la vivienda estaba
fresco y cuando sus ojos se adaptaron lo primero que ella vio fue un cuadrito
en la pared donde había una cabaña y nevaba; justamente
arriba de su cabeza unas chalonas, arrugadas y endurecidas por el frío,
colgaban de un gancho. Ella le estuvo hablando, al parecer innecesariamente
puesto que la mujer del sombrero no la miraba, y le dijo también
que debían regresar ella y el niño en el mismo tren; y ella,
mientras decía todo eso en voz baja, miraba quizá sin ver
el gran almanaque con las dos banderas, el retrato del general Peñaranda,
otro de Carlos Gardel y otro del puente Pérez en plena construcción
y la estatuilla de yeso de un perro sentado, de agudo hocico; antes de
desplomarse.
Después el niño volvió a verla temblando bajo una
cobija oscura, con la cara mojada y los dientes castañeteándole,
hasta que otra vez lo llevaron afuera, justamente cuando la mujer con
sombrero metía las manos debajo de la colcha con algo semejante
a una pequeña serpiente sin vida flotando en una bateíta.
Y luego se escuchó un alarido y después otros dos, menos
agudos, cuando el chico ya estaba observando una mariposa con sus alas
extendidas sobre una piedra, al borde de la acequia, no lejos desde donde
comenzaba el alto terraplén de las vías. Luego llegaron
dos y tres mujeres más y entraron en la casa. El niño, llevado
de la mano por la otra persona, vagó por el sendero hacia abajo,
casi hasta la playa del río donde ya no se veían viviendas
y todo era como un gran rastrojo en parte arado y en parte inculto y cubierto,
de a trechos, por manchas de prímulas, de trébol y verdolaga.
Al fondo del campo, casi sobre la línea del horizonte, alguien
jugaba con un perro, pero sólo se veían sus ademanes, saltos
y breves y sofrenadas correrías porque estaban lejos y sus voces
no podían oírse.
Ya entrada la tarde, la otra persona y el niño regresaron de la
peluquería; el niño traía una vara verde y flexible
en la mano y al acercarse al reguero, arriba, en lo alto del chaflán
y perseguido por una densa humareda pasó resoplando el tren que,
luego, cada vez más velozmente, terminó por perderse en
el otro extremo del paisaje.
-¿Y ahora no nos vamos en el tren? -preguntó el chico. La
otra persona lo alzó en brazos y así llegaron de regreso
a la vivienda.
Una vela hedionda iluminaba el cuarto junto a la cama donde Paulina yacía
inmóvil, con los ojos abiertos. A los pies de la cama estaba la
bateíta, ahora cubierta. El chico dio unos pasos buscando su vara
y los otros le indicaron silencio. La mujer con sombrero estaba sentada,
inmóvil como un ídolo y mirando hacia la cama, cuando el
chico dijo
-¿Quién es el que va a llevarme?
Los otros, absortos o distraídos, no contestaron. Pero después
alguien dijo:
-Ella, pues, va a llevarte.
-Mentira -dijo el chico-. Ella está muerta.
Paulina movió la cabeza y entreabrió los labios resecos,
mirándolo; tenía los ojos más oscuros y más
grandes.
Pero no murió, porque ese día era sábado y los malos
estaban ocupados en azotar a Cristo, y al día siguiente tampoco
porque ya estaban descansando.
VII
Había una intensa luz esa mañana y el tren salía
a las nueve. La locomotora, resoplando, arrancó y a través
de la ventanilla corrían veloces los campos, los árboles
y las vaquitas. Ella, con un pañuelo blanco en la cabeza, tenía
su brazo posado sobre los hombros del niño y el niño le
servía de sostén. Pasó el guarda picando los boletos;
era evidentemente el mismo.
-¿Por qué llorás? -preguntó el niño.
Ella trató de anudarse mejor el pañuelo y no contestó.
El tren corría ahora estrepitosamente a lo largo de un negro puente
de hierro. Luego el tren se calmó y el paisaje se hizo ancho y
familiar.
-Si me das muchos caramelos no voy a contar que perdimos el tren. Pero
muchos -dijo el niño.
Estaba el aire templado, brillaba el sol y unos pájaros en vuelo
raudo, a lo lejos, bajo la calamina del cielo se perseguían.
-Sí -dijo ella, mirando a los pájaros-. Caramelos.
Autorizado por el
autor y digitalizado por la voluntaria Marcela del Río.
|