FLORENCIO SÁNCHEZ

 

 

UN BUEN NEGOCIO

 

 

 

PERSONAJES:

                    

DR. ÁLVAREZ, 35 años.

                    

 

ANA MARÍA, 17 años.

 

 

MARCELINA, 35 años.

 

 

ENCARGADA, 28 años.

 

 

ROGELIO, 45 años.

 

 

BASILIO, 25 años.

 

 

RICARDITO, 12 años.

 

 

PERICO, 8 años.

 

 

NENA, 6 años.

 

 

ANCIANA, abuelita paralítica.

 

 

 

     La acción se desarrolla en Buenos Aires.

 

 

 

ACTO ÚNICO

 

     La escena representa una habitación modesta con los siguientes muebles: en el rincán de la derecha una cama de dos plazas, otra de una en el de la izquierda y al respaldo de ésta o donde cuadre mejor, una camita de fierro plegadiza y un colchón cuidadosamente arrollado. Cómoda antigua al frente. Sobre ésta una imagen de la virgen, algunos bibelots y la reducida loza y cristalería del Merze. En el centro una mesa dispuesta para el planchado, una máquina de coser con costura puesta y un sillón de ruedas para el uso que se indicará. En la cama de la derecha la niñita enferma y en la de la izquierda la abuelita anciana paralítica. Al levantarse el telón el médico termina el examen de la niña enferma.

 

 

Escena I

 

 

DOCTOR, MARCELINA, ANA MARÍA, NENA y ANCIANA

     MARCELINA.- (Consolando a la niña que solloza.) ¿Ves? Ya terminó. No llores más. Toda una señorita como tú, no debe asustarse del médico.

     ANA MARÍA.- (Ofreciéndole al doctor una palangana que sostiene después con sus manos.) ¡Usted perdonará, doctor, pero tenemos tan pocas comodidades!

     EL DOCTOR.- (Sin responder se lava las manos.)

     ANA MARÍA.- (Al darle una toalla.) ¿Cómo la encuentra, doctor?

     EL DOCTOR.- (Saca el recetario y escribe una fórmula.) De esto primero le aplican unas fricciones; esto de más abajo es un tónico. Hay que cuidar mucho la alimentación de esa niña.

     ANA MARÍA.- ¿Y no será peligroso lo que tiene?

     EL DOCTOR.- Volveré dentro de dos o tres días. (Al ir a tomar su sombrero advierte a la anciana.) ¿Otro enfermo?

     ANA MARÍA.- No. Es abuelita. Hace tres años que está paralítica. Se impresionó mucho con la muerte de papá y...

     EL DOCTOR.- Adiós... buenas tardes.

     ANA MARÍA.- Adiós, doctor.

     MARCELINA.- Servir a usted, doctor. (A ANA MARÍA.) ¿Te dijo algo?

     ANA MARÍA.- Que volverá dentro de unos días. (Besa a la nena.) ¿Se te pasó el susto? Es muy poca cosa lo que tienes; dentro de unos días podrás levantarte y corretear a tu gusto por el patio. Y ahora a atender a esta otra nena. (Lleva el sillón de ruedas a la cama de abuelita.) Ven, mamá; ayúdame. (Entre las dos transportan a la anciana al sillón y la conducen a la ventana.) Señora, a tomar aire y curiosear lo que pasa en la calle. ¡Pero, cuidadito con mirar mucho a los mozos! (La besa en la frente y se sienta a la máquina, reanudando la costura: una pausa; se oye el ruido de la máquina. De repente, sobresaltada.) ¡Ay, Dios mío!

     MARCELINA.- (Que se ha sentado en cualquier parte, pensativa, con inquietud.) ¿Qué te ocurre?

     ANA MARÍA.- (Sin responder corre al patio y vuelve con la jaula del canario.) Me había olvidado de este otro hijo. Asolándose, el pobrecito. Miralo con su piquito abierto, casi asfixiado. (Cuelga la jaula, haciéndole mimos al canario y se pone de nuevo a coser.)

     MARCELINA.- Me asustaste, muchacha. ¿Cuándo dejarás de ser una criatura?

     ANA MARÍA.- ¿Por qué soy una criatura? ¿Porque no me paso el día suspirando en los rincones? A mal tiempo buena cara, señora mía.

     MARCELINA.- Si pudiéramos alimentarnos con refranes y dicharachos, no tendríamos de qué quejarnos.

     ANA MARÍA.- ¿Volvemos, mamá? Ya te he dicho que no quiero oírte hablar así. Me ofendes y cometes una injusticia.

     MARCELINA.- ¿Y tú no me ofendes diciéndome que me paso el día suspirando en los rincones?

     ANA MARÍA.- (Dejando la costura, muy afectuosa.) ¡Por Dios, mamá! No hay razón para tanta susceptibilidad. Decía eso por decir algo... por decir... no sé cómo explicarme; por decir... ¿acaso por conservar un poco de jovialidad en mis maneras, dejo de atender nuestras necesidades, no trabajo, no cuido de los chicos?...

     MARCELINA.- No digo eso; pero tenemos que pensar muy seriamente en el porvenir.

     ANA MARÍA.- (Con suave ironía.) ¡Oh! ¡Sí! ¡Para pensar seriamente en las cosas tristes que nos pasan; que nos pueden pasar, tenemos que poner la cara lúgubre, cerrar las persianas para que no entre la luz, suspirar hondo tres veces por minuto, lamentarse, sobre todo eso, lamentarse una barbaridad, con los vecinos, con los proveedores, con las amistades, con la Virgen de los Desamparados y con todos los santos protectores del Almanaque, y si se da el caso de que un pobre canario se está muriendo de insolación, dejarlo que se achicharre! ¿A eso le llaman pensar seriamente?...

     MARCELINA.- Olvidas que tus pobres hermanitos se han ido al colegio sin almorzar otra cosa que un pedazo de pan.

     ANA MARÍA.- Pues sí yo me pasara el tiempo lloriqueando, ni eso comen hoy. Y basta, mamá, basta ya; un beso y a poner mejor semblante. (Vuelve a la tarea.)

     MARCELINA.- Es que tú no sabes que hoy o mañana nos piden el desalojo.

     ANA MARÍA.- Bah, ¿no tienes noticias más frescas?

     MARCELINA.- ¿Y qué vamos a hacer sin un centavo, sin nada más de qué sacarlo, con tanta familia, con esa pobre vieja inútil y para peor de los males la nena también enferma? Nos arrojarán a la calle, tendremos que vivir de limosna. Si al menos pudiéramos contar con alguno de los muchos amigos de tu padre; pero tú sabes que aquellos que más le debían fueron los primeros en volvernos las espaldas.

     ANA MARÍA.- Sí; la eterna historia.

     MARCELINA.- Antes siquiera lo teníamos a don Rogelio, pero...

     ANA MARÍA.- ¡Por favor, mamá, no lo nombres; no lo nombres!

     MARCELINA.- Bastante nos ayudó.

     ANA MARÍA.- No lo nombres, te he dicho. No quiero oír hablar de semejante persona.

     MARCELINA.- Es un capricho el tuyo.

     ANA MARÍA.- Como te parezca. Pero te pido que respetes mi capricho. Cada vez que la miseria nos aprieta un poco se te aparece ese hombre como la única tabla de salvación. ¡Don Rogelio, don Rogelio y don Rogelio! ¡Y se acabó el mundo!

     MARCELINA.- Y no te equívocas. No tenemos otro a quien acudir.

     ANA MARÍA.- Y yo, ¿qué soy en esta casa? No precisamos de nadie.

     MARCELINA.- ¡Tú, tú, pobrecita! Aunque trabajaras diez veces más de lo que trabajas, y bien que te estropeas con esa máquina, no llegarías a cubrir la mitad de nuestras necesidades. Demasiado lo estás viendo. Hace tres meses con tu trabajo y con el mío apenas si ganamos para comer mal y eso que embrollamos el alquiler. Imagínate ahora con el desalojo encima y la enfermedad de la nena, que sabe Dios lo que el porvenir nos guarda. Los enfermos al hospital, los chicos al asilo y nosotras...

     ANA MARÍA.- ¿Sabes, mamá, que estoy observando una cosa?

     MARCELINA.- ¿Qué cosa?

     ANA MARÍA.- Que hoy no estás tan triste...

     MARCELINA.- ¿Qué quieres decir? ¿Por qué?...

     ANA MARÍA.- Regañas demasiado.

     MARCELINA.- No te entiendo.

     ANA MARÍA.- Pero me entiendo yo. ¿Quieres hacerme el favor de pedirle a la vecina una plancha caliente para asentar esta costura?

     MARCELINA.- No, yo no voy. Bien sabes que las presta de mala gana.

     ANA MARÍA.- Con tal de que las preste, ¿qué nos importa el gesto?

     MARCELINA.- ¿Ahora piensas así?

     ANA MARÍA.- ¡Oh! sin tanta necesidad las gentes toleran cosas peores.

 

 

Escena II

 

ENCARGADA, ANA MARÍA y MARCELINA

     ENCARGADA.- Buenas tardes, vecinas; siempre trabajando, ¿eh?

     ANA MARÍA.- Buenas, señora.

     ENCARGADA.- ¿Cómo sigue la niña? He visto salir al doctor y...

     ANA MARÍA.- Está lo mismo. Tome asiento.

     ENCARGADA.- Han hecho bien en llamarlo. (Gesto de extrañeza de Ana María.) Esas cosas son peligrosas. La vez pasada tuvimos una inquilina que tenía una niña de la misma edad que ésta, un año, más o menos, y a la pobrecita le apareció un bulto así, en la rodilla. ¿Y saben lo que era? Un tumor frío, y ahora la infeliz está, que Dios nos libre y guarde, con una piernita seca en el hospital. (Marcelina suspira impresionada.) Yo no digo que ésta tenga lo mismo; pero siempre es bueno atender los males con tiempo. Bien; ustedes me perdonarán, vecinas, pero yo vengo a traerles una mala noticia: hoy se debe haber presentado el procurador a pedir el desalojo. Ustedes tendrán un plazo para irse, si es que no pueden arreglar las cosas antes y continuar en esta casa, lo que ojalá sucediese; porque inquilinos como ustedes, difícilmente se ofrecen. Iguales, tal vez; pero mejores, eso no. Se lo decía esta mañana al mismo dueño de casa, la pieza bien cuidada, el piso como un espejo, unas criaturas limpias y bien enseñaditas, y gente toda que nunca ha tenido una cuestión con los vecinos. Una verdadera lástima.

     ANA MARÍA.- Muchas gracias.

     ENCARGADA.- Pero el dueño, es claro, dice que él lo lamenta mucho, pero que con el buen corazón no se tiene propiedades. Y por un lado su razón no le falta. Eso sí, agregó que si ustedes pudieran entregar aunque fuera dos meses justos, ya que yo ponía tanto empeño, no tendría inconveniente en que se quedaran.

     ANA MARÍA.- Sí, hemos de arreglar eso.

     ENCARGADA.- ¡Al fin y al cabo no es mucho y ustedes que tienen buenas relaciones!... A propósito... ¿y aquel pariente de ustedes que antes venía a visitarlos tan a menudo, no está aquí?

     ANA MARÍA.- No era pariente.

     ENCARGADA.- Siempre lo tuve por tal.

     MARCELINA.- No señora. Fue socio de mi marido cuando tenía casa de comercio.

     ENCARGADA.- ¡Ah, sí!... ¿Y también le fue mal al pobre en los negocios?

     ANA MARÍA.- Sí, señora; tan mal que se quedó con cuánto tenía mi padre, con todo lo nuestro.

     ENCARGADA.- ¡Jesús! ¡Y parecía tan bueno!...

     MARCELINA.- (A ANA MARÍA.) ¿Por qué hablas así, muchacha? Les fue mal a los dos. Luego Rogelio trabajó y se repuso como se hubiera repuesto tu padre, si Dios le conserva la vida.

     ANA MARÍA.- Si no le matan los disgustos. Esa es la verdad. Y doblemos la hoja.

     ENCARGADA.- Yo, vecinas, no pensé que pudieron molestarse...

     ANA MARÍA.- No se preocupe usted, señora.

     ENCARGADA.- Bien, será hasta luego. ¡Siento mucho haberles traído tan mala noticia! Si dependiera de mí... Que se alivie la enfermita. (Medio mutis.)

     ANA MARÍA.- Gracias. ¡Ah! Y gracias también por el otro servicio.

     ENCARGADA.- ¿Cuál?

     ANA MARÍA.- Habernos mandado al médico para la nena.

     ENCARGADA.- Déjese usted de cosas. Estaba en el patio, entró el médico, me preguntó donde quedaba el cuarto de ustedes y yo se lo dije, ¡valiente servicio!

     ANA MARÍA.- Siempre es de agradecer... Adiós. (ENCARGADA, mutis.)

 

 

Escena III

 

MARCELINA y ANA MARÍA

     ANA MARÍA.- (De pie ante la madre con severidad.) Mamá, ¿quién ha mandado llamar al médico?

     MARCELINA.- Pues...

     ANA MARÍA.- ¿Quién, mamá?

     MARCELINA.- Yo.

     ANA MARÍA.- ¿Y por qué me dijiste que había sido la encargada?

     MARCELINA.- Una mentira inocente.

     ANA MARÍA.- ¡Una mentira culpable, una mentira culpable! ¿Por qué me ofendes de esta manera? ¡No, no me lo digas! ¡Sé lo que has hecho! Te lo conocí hace un momento. Cuando razonabas sobre nuestra situación, no eras sincera. Te preparabas el terreno. Has acudido a ese hombre, ¿verdad?

     MARCELINA.- ¿Para qué negártelo? Sí; le he escrito contándole nuestros apuros, pidiéndole un médico para la nena y pidiéndole dinero además.

     ANA MARÍA.- Es una maldad, una ingratitud, una infamia lo que haces conmigo.

     MARCELINA.- Califícame como quieras, insúltame, que todo estoy dispuesto a tolerarte y perdonarte, pero no llegarás a convencerme de que he hecho mal.

     ANA MARÍA.- Sí que has hecho mal. Perdóname alguna palabra fuerte, pero me siento tan sublevada que no sé lo que me digo, No debistes portante de tal manera conmigo, no tenías derecho, ¡qué ingratitud!...

     MARCELINA.- ¡Hijita por Dios!... ¿Acaso eres tú, toda esta casa?

     ANA MARÍA.- Mi honor es el honor de todos.

     MARCELINA.- ¿Qué quieres decir?

     ANA MARÍA.- Ese hombre es el causante de nuestra ruina. Y luego tú me habías prometido no acudir a sus servicios en ningún caso, pasara lo que pasara ni aun en los extremos de la miseria. Fue un pacto, mamá. Y si tú lo habías cumplido hasta ahora, demasiado sabes de qué manera he cumplido la responsabilidad que me impuse al privarles del apoyo de ese señor. No podía esperarlo; ni en sueños pasó por mi mente la idea de que llegarías a pagar de tan mala manera mi cariño por todos, mi dedicación, la abnegación de mis esfuerzos por allegar decorosamente un poco de pan a esta casa. Es una ingratitud y un agravio tu conducta.

     MARCELINA.- Hace un momento te decía que eras una niña y lo repito ahora. Eres una niña vanidosa.

     ANA MARÍA.- ¿Vanidosa?

     MARCELINA.- Sí; vanidosa. Yo todo lo puedo; yo sola, yo sola puedo trasportar esta casa al solar vecino. ¡Sola, sola!... Y un día trasladas una piedra, al siguiente otra piedra y el tiempo y el trabajo acaban por agotar tu vida, sin que de tu esfuerzo quede otra cosa que una obra destruida y otra obra por hacer. ¡Ah, hija mía! Hace tiempo que deseaba tener esta explicación contigo. Tú me quieres, quieres entrañablemente a tus hermanos, a tu abuelita, te creo dispuesta, y bien que lo has probado llegando a las mayores abnegaciones por nuestro bienestar; pero ¿no hemos palpado bien a las claras la inutilidad de tu sacrificio? Me impusiste que rechazara la protección de ese hombre.

     ANA MARÍA.- Porque era vergonzosa.

     MARCELINA.- ¿No decías hace un instante, venga el favor, que lo demás no importa?

     ANA MARÍA.- Me refería a una futileza. Ese hombre robó a mi padre.

     MARCELINA.- Pues protegiéndonos no haría más que reintegrarnos lo que nos tomó.

     ANA MARÍA.- ¿Y nuestro decoro? ¿Estás segura de que las intenciones de ese hombre sean perfectamente honestas?

     MARCELINA.- No tengo por qué dudarlo.

     ANA MARÍA.- ¿Y si no lo fueran?

     MARCELINA.- Como la intención no daña y aprovecha con averiguarla, todo está concluido.

     ANA MARÍA.- Es espantoso lo que dices. ¿Qué debo pensar de ti?

     MARCELINA.- Que soy una madre dispuesta a todo para conseguir la felicidad de sus hijos.

     ANA MARÍA.- ¿De todos?

     MARCELINA.- De todos o de los que pueda.

     ANA MARÍA.- Dime, ¿a qué llamas felicidad?

     MARCELINA.- A comer, a vivir, a vestir, a educarse, a gozar de los dones materiales y espirituales de la vida. Eso es la felicidad que ambiciono para los míos, el rango que estaban destinados a ocupar y disfrutar y que he de proporcionarles a cualquier precio.

     ANA MARÍA.- ¡A cualquier precio!

     MARCELINA.- Y tú has de ayudarme.

     ANA MARÍA.- ¿Yo? ¿Yo, mamá?

     MARCELINA.- Me ayudarás.

 

 

Escena IV

 

ANA MARÍA, MARCELINA, RICARDO y PERICO

     ANA MARÍA.- (Llamándole la atención hacia la puerta.) ¡Cállate!...

     RICARDITO.- Buenas tardes, (Besa a la madre, a ANA MARÍA, besa la mano a la abuelita y arroja los libros de estudio sobre la mesa.)

     PERICO.- (Entra precipitadamente y dirigiéndose a RICARDITO.) ¡Qué gracia! Llegaste primero porque viniste corriendo.

     MARCELINA.- Buenas tardes ¿no se saluda hoy?...

     PERICO.- Es verdad; me había olvidado. (Besa a todos.)

     ANA MARÍA.- ¿Y Antonio?

     PERICO. - Se fue con otro niño a buscar un libro. (Se dirige a la cómoda y busca en un cajón algo que no encuentra.) Y ¿no hay nada?

     MARCELINA.- Nada, tengan paciencia, hijitos, luego habrá cuando se entreguen las costuras.

     PERICO.- ¡Qué lástima! ¡traía un apetito!...

     ANA MARÍA.- Vayan, vayan al patio a jugar, ¿por qué no llevan a abuelita?

     PERICO.- Vamos, Ricardo. (Entre los dos empujan el sillón de ruedas de la paralítica y se la llevan.)

     ANA MARÍA.- Tengan cuidado, no la lleven muy aprisa, porque no le gusta.

 

 

Escena V

 

     MARCELINA.- ¿Ves? ¿Lo ves? Sí la miseria ajena nos inspira la piedad el hambre nuestro, el hambre de estos seres tan queridos...

     ANA MARÍA.- (Malhumorada, hundiendo la cabeza entre los brazos.) Déjame, déjame...

     MARCELINA.- Es que esto es lo menos, al fin y al cabo si no comen hoy, comerán mañana. Ahí tienes a la nena postrada en la cama, por falta de alimentación y de asistencia, a la misma viejita, ¿tenemos derecho a sacrificarlos? Suponte que por el momento consiguiéramos lo necesario para comprarles medicamentos, que pudiéramos evitar el desalojo, que quintuplicando el esfuerzo lográramos asegurar el pan y lo demás; todas las contingencias desgraciadas que nos acechan. ¿Y la educación de los niños?

     ANA MARÍA.- Y los pobres, mamá. ¿Cómo viven?

     MARCELINA.- Está bien; hagamos lo que ellos, repartamos la familia; que cada uno se gane un bocado. Unos a vender diarios, otros al taller o al conchavo. ¿No sería un crimen entregar a esos pobrecitos seres nacidos y criados en la holgura, completamente indefensos a todos los aporreos de la vida; cuando yo misma, fuerte, capaz de todas las resignaciones, me estoy sintiendo hastiada de tanta humillación y de tanta penuria?

     ANA MARÍA.- Basta, mamá, basta...

     MARCELINA.- ¡No, hijita! que soporten la miseria quienes no puedan salir de ella. Nosotros podemos... y debemos recuperar el bienestar perdido, sino el propio, el de esas criaturas que son la mitad de nuestras vidas.

     ANA MARÍA.- ¿A cualquier precio?

     MARCELINA.- A cualquier precio. (Se encamina a la puerta)

     ANA MARÍA.- ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué haces conmigo?... ¿Qué haces conmigo?...

     MARCELINA.- Cállate. Viene tu novio.

     ANA MARÍA.- (Se desploma en una silla sollozando.)

 

 

Escena VI

 

MARCELINA, BASILIO y ANA MARÍA

     MARCELINA.- (Detiene a BASILIO, dando tiempo a que ANA MARÍA se reponga.) ¿Cómo está Basilio? ¿Ha visto a mis nenes en el patio? ¿Están con juicio?

     BASILIO.- Sí, señora; pasean a la abuelita. ¿Cómo sigue su enferma?

     ANA MARÍA.- (Se domina con notorio esfuerzo y reanuda la costura.)

     MARCELINA.- Así, así. Pase usted.

     BASILIO.- ¿Cómo estás, Ana María?

     ANA MARÍA.- Muy bien, Basilio.

     BASILIO.- No tanto; a juzgar por tu semblante. Tú has llorado.

     ANA MARÍA.- Te aseguro que no.

     BASILIO.- ¿Mentirillas?... (yendo a la cama de la NENA.) ¿Cómo está la enfermita?... (Se interrumpe al notar que duerme.) Dormida. (Toma una silla y la aproxima.) Veamos, veamos qué es eso de los lagrimones.

     MARCELINA.- ¿Cree usted que lo que nos pasa es como para poner cara de pascuas?

     BASILIO.- ¿Y ese carácter, y esa energía, y esa jovialidad? ¿Papel dorado?...

     ANA MARÍA.- No fue nada. Un instante de depresión. ¿Y tú? ¿Qué ha sido de tu vida en estas veinticuatro horas?

     BASILIO.- Ocuparme de ti.

     ANA MARÍA.- Zalamero.

     BASILIO.- Idealmente, no; prácticamente; adivina lo que acabo de hacer.

     ANA MARÍA.- Lo sé: pedir un anticipo de tu sueldo para ofrecerme en préstamo. Te advierto que no te acepto más que lo necesario para comprar estos medicamentos, con la obligación de decirme cuánto valen (Le da la receta.)

     BASILIO.- De acuerdo; pero no has acertado, ¡adivina! (Pausa. ANA MARÍA se absorbe en la costura.) ¿No se te ocurre? ¿Qué crees que pueda haber hecho pensando prácticamente en nosotros? ¿No comprendes?... ¿No deduces nada?... Dí algo.

     ANA MARÍA.- (Con cierta brusquedad.) ¿Qué quieres que te diga? ¡No sé, no acierto!...

     BASILIO.- Esa brusquedad, Ana María...

     ANA MARÍA.- ¡Pero hijo de Dios! ¡No ves que estoy rabiando con esta costura que me ha salido toda torcida. Mira, mira... mira por donde la he llevado!...

     BASILIO.- ¿Y por eso me castigas?

     ANA MARÍA.- Perdóname, Basilio, estoy algo nerviosa. Cuenta cuéntame lo que has hecho.

     BASILIO.- Pues... Acabo de comprar un terreno.

     MARCELINA.- (Que cose a mano en cualquier parte.) ¡Usted!...

     BASILIO.- Sí, señora, yo. El infrascripto, su seguro servidor.

     MARCELINA.- ¿Ha heredado?

     BASILIO.- No, señora. Tampoco he robado.

     MARCELINA.- No se moleste usted. Era muy natural mi extrañeza.

     BASILIO.- (A ANA MARÍA, como para ella sola.) Verás que lindo terreno. Yo no te enteré de mi proyecto para darte la sorpresa una vez realizado. Estudié el plano del remate, fui a ver las tierras y le eché el ojo a un lotecito. (Saca un plano del bolsillo y lo extiende.) ¿Ves? esta es la calle principal, adoquinada, con tranvía eléctrico, etc., etc., como dice el rematador en lugar de "nada más". Pues bien, a cuadra y media del tranvía queda mi terreno. (Señalando en el plano, sin observar la indiferencia de ANA MARÍA, que continua abstraída.) Siguiendo esta calle hacia el sur, en la primera esquina doblas a la derecha, caminas cincuenta metros y estás en casa. Aquí, lote núm. 56. Mejor situado no se puede pedir, ¿no te parece? (Notando la actitud de ANA MARÍA, estruja el plano, lo guarda y se pone de pie.) ¡Estás hoy... insoportable!

     ANA MARÍA.- Escucha Basilio...

     BASILIO.- ¡Desconocida !... Por cierto que esperaba todo menos este recibimiento. Pensar que no bien terminado el remate me echo casi a correr por esas calles con el alborozo de un chico que lleva una buena noticia, descontando la impresión que te iba a producir el saberme dueño de un terreno, imaginándome tus gestos, las exclamaciones de incredulidad, mis reproches porque no me creías y tu regocijo al saber que era verdad... pensar eso y ver después. Ana María: ¿qué tienes, responde mi Santa, ¿qué ocurre?

     ANA MARÍA.- (Que ha permanecido con ambos codos apoyados en la máquina y la cara cubierta por las manos, estalla en sollozos.)

     BASILIO.- (A MARCELINA.) Señora, aquí sucede algo extraordinario. ¿Qué es lo que sucede? Hable usted.

     MARCELINA.- Hijo mío, ¿qué quiere usted que le diga? Estoy también sorprendida.

     BASILIO.- Esta actitud de Ana María es muy extraña, hágame usted el servicio de decirme...

     ANA MARÍA.- No, Basilio; nada me pasa. Ya te he dicho que me siento nerviosa y deprimida. ¡Oh, cuánta miseria, cuánta miseria! Ven, no te preocupes; no me hagas caso, siéntate a mi lado, cuéntame lo del terreno.

     BASILIO.- ¡No me mientas, Ana María!...

     ANA MARÍA.- Te juro que sólo fue un momento de desfallecirniento, sin más motivos que los que tú conoces. Ya pasó. Cuéntame eso del terreno. Lo compraste, ¿verdad?... A pagar a plazos... quiero verlo... muéstrame el plano... a ver... a ver...

     BASILIO.- No, hablemos de otra cosa.

     ANA MARÍA.- Dame ese plano; si no me lo enseñas, creeré que me guardas rencor. (BASILIO saca el plano.) Ahora verás que te había escuchado (Extiende el plano.) Tranvía eléctrico... se camina una cuadra... se tuerce a la derecha y estamos en... estamos en... casa... (Todo esto lo dice marcando sobre el plano un trayecto arbitrario, con voz de llanto contenido.)

     BASILIO.- ¿Lloras todavía, mi Santa?

     ANA MARÍA.- No, ahora es de emoción. Mira las lágrimas que han caído sobre nuestra casita. ¡Fueron las últimas, te lo juro!... (Lleva el pañuelo a los ojos y retoca su semblante.) ¿Lo ves? todo ha concluido. (Suena una palmada en la puerta.) Adelante.

 

 

Escena VII

 

ROGELIO, MARCELINA, ANA MARÍA y BASILIO

     ROGELIO.- Buenas tardes.

     MARCELINA.- (Yendo al encuentro.) ¿Cómo está usted?

     ROGELIO.- (Después de saludar a MARCELINA, ANA MARÍA.) ¿Cómo estás, chica?

     ROGELIO.- (Sin saludar a BASILIO.) ¿Es de cuidado la enfermedad de Lolita?

     MARCELINA.- El médico nada dijo. No creo que sea de peligro el caso.

     ROGELIO.- Estuvo Álvarez, ¿verdad.? Yo le recomendé por teléfono que no dejara de venir y que se pusiera a las órdenes de ustedes.

     MARCELINA.- Muchas gracias. Siéntese, Rogelio.

     ROGELIO.- No, como tenemos que hablar de algunos asuntos privados, prefiero volver más tarde.

     BASILIO. - No se moleste, señor, he comprendido que debo irme. Adiós, Ana María. Buenas tardes.

 

 

Escena VIII

 

ROGELIO, ANA MARÍA y MARCELINA

     ROGELIO.- ¡Parece que tiene mal carácter ese jovencito!...

     ANA MARÍA.- No se precisa mucho para responder a una impertinencia.

     MARCELINA.- Yo creo que Rogelio ha estado correcto. Ese señor no es tu marido aún para que pueda intervenir en las intimidades de la familia.

     ANA MARÍA.- Tiene más derecho que ese señor a participar de nuestros asuntos.

     MARCELINA.- ¡Ana María!

     ROGELIO.- (Aproximándose a ANA MARÍA.) Siempre la misma chiquilla impetuosa y aturdida. Esperaba que la lección te hubiera aprovechado, pero veo que genio y figura... (palmeándola maternalmente.) ¡Chiquilla! ¡Chiquilla!

     ANA MARÍA.- ¡Déjeme usted!

     ROGELIO.- No te alteres, porque esta vez estoy resuelto a no tornar en serio tus actitudes terribles. Aproxímese usted, señora, siéntese usted y abordemos nuestro asunto con toda franqueza. No necesito que me cuenten nada de lo que les pasa. Los he seguido muy de cerca, sé que han sufrido mil privaciones y cuanto ha hecho ésta admirable criatura por aliviarlas. Si antes no he intervenido para ayudarlos ha sido por respeto a su voluntad (por MARCELINA) y a tu capricho, Ana María.

     ANA MARÍA.- ¿A mi capricho?

     ROGELIO.- A tu capricho. ¿Qué motivos serios tuvieron ustedes para rechazar mi ayuda y para arrojarme de esta casa? Responda usted, señora, porque de ésta me espero la respuesta; una serie de argumentaciones sobre la delicadeza, el decoro, el que dirán o supondrán las gentes; etc. etc. pero que no tienen más razón de ser que el pecado de haberme opuesto a sus amores con el mozo que acaba de irse.

     ANA MARÍA.- ¿Acaso el mendrugo que nos arrojaba le daba derecho a erigirse en mi tutor?

     ROGELIO.- El mendrugo no; pero nuestra vieja amistad, mi experiencia, mi conocimiento de las cosas de la vida, me autorizaban a darte un consejo. No es un partido para ti ese individuo, te lo dije antes y te lo repito ahora. Tú, la que te has hecho cargo de toda la familia, con tu heroica decisión, te verás obligada a abandonarla, porque supongo no piensas hacerme creer que ese pobre diablo, por mucho que te quiera y por bueno que sea, pueda cargar con la hipoteca de todo un familión, cuando no cuenta sino con un mísero sueldo y tiene también madre y seres por quienes velar. Sería la unión del hambre y las ganas de comer, luego...

     ANA MARÍA.- Basta, señor: no siga hablando así. Diga categóricamente, ¿qué quiere de nosotros? ¿qué es lo que quiere usted de nosotros?

     ROGELIO.- (De pie.) De ti que te dejes de niñerías y que desemperruñes ese gesto que no te sienta bien; y de usted, Marcelina, que me diga sin reticencias, cuánto necesita.

     MARCELINA.- Gracias, Rogelio. Usted no ignorará que yo nunca hubiera deseado llegar a estos extremos, pero el hambre puede más que todos los escrúpulos.

     ROGELIO.- Sobre todo cuando estos escrúpulos son infundados. ¿Cuánto necesitan de inmediato? Digo de inmediato, porque ahora mis negocios son más prósperos y podré mejorar las condiciones de ustedes.

     MARCELINA.- No se preocupe de eso. Salvados ciertos apremios no le seremos muy gravosos. Por ahora necesitamos resolver el problema del alquiler y unos cuantos pesos para remedios y para darle un alivio a esa pobre muchacha que se mata sobre la costura.

     ANA MARÍA.- ¡No aceptes nada, no aceptes!...

     ROGELIO.- (Sacando una suma de la cartera.) ¿Alcanza?

     MARCELINA.- Sí, hija mía. Es necesario. Gracias.

     ANA MARÍA.- (Cae abrumada, monologando.) ¡Me condenan! ¡Me condenan!...

     ROGELIO.- (Aproximándose a ANA MARÍA.) ¡Oh, la chiquilla vehemente!... (Le acaricia suavemente la cabeza.) Cabeza de chorlito... hay que asentarla.

     MARCELINA.- ¿Quiere que le prepare una taza de té, Rogelio?

     ROGELIO.- Con el mayor gusto.

     MARCELINA.- Voy a preparárselo. (Se encamina a la puerta.)

     ANA MARÍA.- Mamá. ¿Por qué te vas?

     MARCELINA.- (Mutis, sin responder.)

     ANA MARÍA.- ¡Oh! ¡Mamá!... ¡Mamá!... (Desolada se deja caer de nuevo en la silla, ocultando el rostro.)

 

 

Escena IX

 

ROGELIO y ANA MARÍA

     ROGELIO.- (A espaldas de ANA MARÍA, la contempla amorosamente. Pausa larga. Luego, como la crisis dura, dulcemente.) Basta. Ana María. Basta, hijita... Levanta esa cabeza. (Se la toma con ambas manos y con suave presión la atrae hacia él obligándola a mirarlo. ANA MARÍA, inconsciente, deja hacer y al abrir los ojos y encontrarse con la mirada de ROGELIO se incorpora con viveza.)

     ANA MARÍA.- ¡Oh, qué indignidad!...

     ROGELIO.- Ana María, te suplico que me oigas.

     ANA MARÍA.- ¡Váyase usted! (Señalando la cama de la enferma.) Respete eso.

     ROGELIO.- Duerme. ¡Ven; no me temas! Quiero que me oigas, nada más; que me escuches. Tú has formado de mi un concepto erróneo. Soy incapaz de una agresión, de una cobardía. Atiéndeme. Hablemos tranquilamente. Siéntate. Quiero que escuches mi justificación. Hace un instante vencido por mis sentimientos, en un ímpetu de ternura me permití esa libertad bien inocente, que tanto te ha alarmado. Te prometo...

     ANA MARÍA.- Está bien; lo escucharé. ¿Qué otro remedio? (Se sienta.) Hable usted.

     ROGELIO.- Yo te adoro, Ana María...

     ANA MARÍA.- Suprima declamaciones, vamos al grano... ¿En cuánto quiere comprarme?

     ROGELIO.- No me ofendas, Ana María. Me tomas por un vulgar seductor y no me comprendes. Yo te adoro desde que empezaste a ser mujer, como te quería con ternura de padre, cuando correteabas en mi casa jugando con mis hijitos. Será una pasión absurda, loca, criminal, pero esa pasión es superior a toda ponderación, a todo raciocinio; un incendio de mis sentidos y una absorción de mi espíritu. Mira si será honda y perturbadora que he llegado hasta acariciar la esperanza criminal de una liberación que me permitiera ofrecerte mi nombre y mi fortuna.

     ANA MARÍA.- La fortuna de mi padre.

     ROGELIO.- No me injuries, Ana María. Aquello fue una operación desgraciada. Tu padre sacó la peor parte y yo me vi imposibilitado para ayudarle. Podría apelar serenamente a su memoria con seguridad de sincerarme.

     ANA MARÍA.- ¡A esa memoria que está usted respetando tan poco! ¡No continúe usted, por favor! ¡No continúe! Hábleme como comerciante, si quiere que lo oiga. ¿En cuánto me compra?

     ROGELIO.- ¡Ana María! ¡Ana María! ¡Ana María! Te juro que en estos momentos soy sincero y honrado.

     ANA MARÍA.- ¡Usted! Usted, que pudiendo y debiendo resarcirnos lo que nos pertenecía, lo que robó a mí padre...

     ROGELIO.- ¡No!

     ANA MARÍA.- ... Lo que robó a mi padre, nos dejó hundirnos en la miseria para satisfacer mejor su pasión torpe. Pudo haber hablado antes de la honestidad y de sinceridad; antes de rendir la plaza por hambre y soborno.

     ROGELIO.- Es verdad, ¡perdóname! No debí nunca consentir que sufrierais tan extremadas privaciones; pero estaba ofuscado. Es cierto, te confieso que lo hice deliberadamente, pero te prometo Ana María, reparar ampliamente mi falta.

     ANA MARÍA.- Basta. ¡Diga en cuánto me compra, no tema quedarse corto!

     ROGELIO.- Daría todo cuanto tengo sólo porque creyeras en la sinceridad de mis palabras. Ya que no puedo ofrecerte nada más, te ofrezco la felicidad de los tuyos, un hogar al abrigo de todas las contingencias, una vejez tranquila para tu madre, el porvenir de tus hermanos asegurado y para ti...

     ANA MARÍA.- La ignominia, el deshonor.

     ROGELIO.- Toda mi vida.

     ANA MARÍA.- ¿Está seguro de que vale tanto su vida?

     ROGELIO.- No pierdo la esperanza de que algún día la aprecies mejor.

     ANA MARÍA.- ¿Y está usted seguro de que los míos no me arrojarán al rostro el precio de su bienestar?

     ROGELIO.- No, Ana María. Para entonces las cosas no tendrán remedio y el concepto de lo irreparable es y será siempre bálsamo de dolores y atenuante de escrúpulos. Verás, Ana María, verás a este hombre viejo que tanto has calumniado hasta ahora.

     ANA MARÍA.- Basta. Una pregunta final. Mamá... respóndame, con entera franqueza, mamá... ¿está enterada de todos sus propósitos?

     ROGELIO.- Quizás sospeche.

     ANA MARÍA.- Contésteme categóricamente. ¿Sabe?

     ROGELIO. - Sí.

     ANA MARÍA.- Lo había imaginado. Está bien, Rogelio, hágame el servicio de irse. Vuelva luego, mañana... pasado. Váyase. Quiero estar sola.

     ROGELIO.- Adiós, Ana María.

     ANA MARÍA.- ¡Oh, qué horror! (Pausa larga, monumental, muy expresiva.) ¡Esto es horrible, horrible!

 

 

Escena última

 

BASILIO y ANA MARÍA

     BASILIO.- (Con los frascos de remedio.) ¿Se ha ido ese señor?... Aquí están los remedios, Ana María.

     ANA MARÍA.- ¡Tú!... (Impresionada, arrojándose en sus brazos.) ¡Oh, Basilio, mi Basilio!

     BASILIO.- ¡Señor! ¡Qué misterio es éste!

     ANA MARÍA.- (Solloza un instante siempre abrazada de BASILIO. Luego, reponiéndose, con energía.) ¡Basilio; llévame contigo!...

     BASILIO.- Serénate, Santita. ¡Cuéntame lo que ha pasado!

     ANA MARÍA.- No me preguntes nada. Llévame en seguida. No perdamos tiempo. Así, con lo puesto.

     BASILIO.- (Intenta decir algo.)

     ANA MARÍA.- (Tapándole la boca.) Ni una palabra. Llévame... Llévame...

     BASILIO.- Debe pasar algo muy grave. Está bien, te llevaré a casa de mi madre...

     ANA MARÍA. - ¡No! ¡Contigo!... ¡Contigo!.

     BASILIO.- (En el colmo de la sorpresa, casi angustiado.) ¡Ana María!

     ANA MARÍA.- (Echándose al cuello y besándolo apasionadamente.) ¡Oh! ¡Cuánto te quiero!... ¡Vámonos!...

     BASILIO.- (Estupefacto, conduciéndola.) Ven... Ven...

TELÓN.