LUCIO VICTORIO MANSILLA
UNA EXCURSIÓN A LOS INDIOS RANQUELES
ÍNDICE
o - I -
Dedicatoria.
Aspiraciones de un tourist. Los gustos con el tiempo. Por qué se pelea un padre
con un hijo. Quiénes son los ranqueles. Un tratado internacional con los indios.
Teoría de los extremos. Dónde están las fronteras de Córdoba y campos entre los
ríos Cuarto y Quinto. De dónde parte el camino del Cuero .
o - II -
Deseos de un
viaje a los ranqueles. Una china y un bautismo. Peligros de la diplomacia
militar con los indios. El indio Linconao. Mañas de los indios. Efectos del
deber sobre el temperamento. ¿Qué es un parlamento? Desconfianza de los indios
para beber y fumar. Sus preocupaciones al comer y beber. Un lenguaraz. Cuánto
dura un parlamento y qué se hace en él. Linconao atacado de las viruelas.
Efecto de la viruela en los indios. Gratitud de Linconao. Reserva de un fraile.
o - III -
Quién
conocía mi secreto. El Río Quinto. El paso del Lechuzo. Defecto de un fraile.
Compromiso recíproco. Preparativos para la marcha. Resistencia de los gauchos.
Cambio de opiniones sobre la fatalidad histórica de las razas humanas. Sorpresa
de Achauentrú al saber que me iba a los indios. Pensamiento que me preocupaba.
Ofrecimientos y pedidos de Achauentrú. Fray Moisés Álvarez. Temores de los indios. Seguridades que les
di. Efectos de la digestión sobre el humor. Las mujeres del fuerte Sarmiento.
Un simulacro.
o - IV -
Idea a que
no nos resignamos. La partida. Lenguaje de los paisanos. Qué es una
rastrillada. El público sabe muchas mentiras e ignora muchas verdades. Qué es
un guadal. El caballo y la mula. Una despedida militar. La Laguna Alegre.
o - V -
El fogón.
Calixto Oyarzábal. El cabo Cómez. De qué fue a la guerra del Paraguay. Por qué
lo hicieron soldado de línea. José Ignacio Garmendia y Maximio Alcorta.
Predisposiciones mías en favor de Gómez. Su conducta en el batallón 12 de
línea. Primera entrevista con él. Su figura en el asalto de Curupaití. La lista
después del combate. El cabo Gómez muerto.
o - VI -
Regreso de
Curupaití. Resurrección del cabo Gómez. Cómo se salvó. Sencillo relato.
Posibilidad de que un pensamiento se realice. Dos escuelas filosóficas. Un
asesinato que nadie había visto. Sospechas.
o - VII -
Presentimientos
de la multitud. Un asesino sin saberlo. Deseos de salvarle. Averiguaciones. Un
fiscal confuso. Juicios contradictorios. Agustín Mariño, auditor del Ejército
Argentino. Consejo de guerra. Dudas. Sentencia del cabo Gómez. Se confirma la
pena de muerte. Preparativos. La ejecución. Una aparición.
o - VIII -
El palmar de
Yataití. Sepulcro de un soldado. Su memoria. Sus últimos deseos cumplidos. El
rancho del General Gelly y lo que allí pasó. Resurrección. Visión realizada.
Fanatismo.
o - IX -
La Alegre.
En qué rumbo salimos. ¿Los viajes son un placer? Por qué se viaja. Monte de la
Vieja. El alpataco. El Zorro Colgado. Pollo-helo. Us-helo. Qué es aplastarse un
caballo. Coli-Mula. La trasnochada. Precauciones.
o - X -
No es
posible seguir la marcha. Civilización y barbarie. En qué consiste la primera.
Reflexiones sobre este tópico. En marcha. Manera de cambiar de perspectiva sin
salir de un mismo lugar. Asombroso adelanto de estas tierras. Ralicó. Tremencó.
Médano del Cuero. El Cuero. Sus campos.
o - XI -
¿Quién había
andado por Ralicó? Los rastreadores. Talento de uno del 12 de línea. Se
descubre quién había andado por Ralicó. Cuántos caminos salen del Cuero. El
General Emilio Mitre no pudo llegar allí. Su error estratégico.
o - XII -
Por dónde
habían ido los chasquis. Entrada a los montes. Derechos de piso y agua.
Recomendaciones. Despacho de algunas tropillas para el Río Quinto. Los montes.
Impresiones filosóficas. Utatriquin. El cuento del arriero.
o - XIII -
Martes es
mal día. Trece es mal número. Los quatorzième. Marcha nocturna. Pensamientos.
Sueño ecuestre. Un latigazo. Historia de un soldado y de Antonio. Alto. Una
visión y una mulita.
o - XIV -
Sueño
fantástico. En marcha. Calixto Oyarzábal y sus cuentos. Cómo se busca de noche
un camino en la Pampa. Campamento. Los primeros toldos. Se avistan chinas.
Algarrobo. Indios.
o - XV -
La laguna
Verde. Sorpresa. Inspiraciones del gaucho. Encuentros. Grupos de indios. Sus
caballos y sus trajes. Bustos. Amenazas. Resolución.
o - XVI -
El embajador
del cacique Ramón y Bustos. Desconfianzas del cacique. Quién era Bustos.
Caniupán. Otra vez el embajador de Ramón y Bustos. Un bofetón a tiempo. Mari purrá wentrú . Recepción. Retrato de Ramón. Exigencia de
Caniupán. ¡Lo mando al diablo! Conformidad.
o - XVII -
Un cuerpo
sano en alma sana. El mate. Un convidado de piedra. Pánico y desconfianzas de
los indios. Historias. Un mensajero de Caniupán. Visitas. En marcha.
Calcumuleu. Nuevo mensajero. La noche. Amonestaciones. Primer regalo. Unos
bultos colorados.
o - XVIII -
Historia de
Crisóstomo. Quiénes eran los bultos colorados. El indio Villarreal y su
familia. De noche.
o - XIX -
El amanecer.
Llegada de las cargas. El marchado de la mula. Achauentrú en el Río Cuarto. Un
almuerzo en el fogón. Lo que hicieron las chinas en cuanto se levantaron. El cabo
Mendoza y Wenchenao. Enojo fingido. Se presenta Caniupán.
o - XX -
El camino de
Calcumuleu a Leubucó. Los indios en el campo. Su modo de marchar. Cómo
descansan a caballo. Qué es tomar caballos a mano. No había novedad. Cruzando
un monte. Se divisa Leubucó. Primer parlamento. Cada razón son diez razones.
o - XXI -
En qué
consiste el arte de hacer de una razón varias, razones. De cuántos modos
conversan los indios. Sus oradores. Sus rodeos para pedir. Precauciones de los
caciques antes de celebrar una junta. Numeración y manera de contar de los
ranqueles.
o - XXII -
Una nube de
arena. Cálculos. El ojo del indio. Segundo parlamento. Se avista el toldo de
Mariano Rosas. Frente a él.
o - XXIII -
Épocas
buenas y malas. En qué cosas cree el autor. La cadena del mundo moral. ¿Será
cierto que los padres saben más que los hijos? El Capitán Rivadavia, Hilarión
Nicolai. Camargo. Dilaciones.
o - XXIV -
¡Qué hacer
cuando no hay más remedio! Cuál era el objeto de esta otra parada. Pretensiones
de la ignorancia. Las brujas. Saludos y regocijos. Qué sucedía mientras tenía
lugar el parlamento. Agitación en el toldo de Mariano Rosas. Las brujas vieron
al fin lo mismo que el cacique. Cómo estaba formado éste. Qué es Leubucó y qué
caminos parten de allí. Echo pie a tierra. Vítores.
o - XXV -
Gracias a
Dios. Empieza el ceremonial. Apretones de mano y abrazos. De cómo casi hube de
reventar. Por algo me había de hacer célebre yo. ¿Qué más podían hacer los
bárbaros?
o - XXVI -
La enramada
de Mariano Rosas. Parlamento y comida. Agasajo. Pasión de los indios por la
bebida. Qué es un YAPAÍ. Epumer, hermano mayor de Mariano Rosas. El y yo. Me
deshago de mi capa colorada. Regalos. Distribución de aguardiente. Una orgía.
Miguelito .
o - XXVII -
Pasión de
Miguelito. Los hombres son iguales en todas las circunstancias de la vida.
Retrato de Miguelito. Su historia.
o - XXVIII -
Teoría sobre
el ideal. Miguelito continúa contando su historia. Cuadro de costumbres.
o - XXIX -
El gaucho es
un producto peculiar de la tierra argentina. Monomanía de la imitación.
Continuación da la historia de Miguelito. Cuadro de costumbres. ¿Qué es
filosofar?
o - XXX -
Mi vademécum
y sus méritos. En qué se parece Orión a Roqueplán. Dónde se aprende el mundo.
Concluye la historia de Miguelito.
o - XXXI -
Ojeada
retrospectiva. El valor a medianoche es el valor por excelencia. Miedo a los
perros. Cuento al caso. Qué es LONCOTEAR. Sigue la orgía. Epumer se cree
insultado por mí. Una serenata.
o - XXXII -
El negro del
acordeón y la música. Reflexiones sobre el criterio vulgar. Sueño fantástico.
Lucius Victorius Imperator. Un mensajero nocturno de Mariano Rosas. Se reanuda
el sueño fantástico. Mi entrada triunfal en Salinas Grandes. La realidad. Un
huésped a quien no le es permitido dormir.
DEDICATORIA
Querido Orion:
Todos los escritores tienen una palabra
favorita que los traiciona.
Esa palabra es como el metro para ciertos
poetas.
En cuanto escribes, hay siempre, como
piedras preciosas, incrustadas en el rico mosaico de tus producciones, palabras
como estas: -"Aspiraciones nobles y generosas, amor purísimo, amistad
constante, fraternidad universal".
Qué quiere decir esto?
Qué tú, si hubieras sido poeta, habrías
cantado como Miguel de los Santos Álvarez: "Bueno es el mundo, bueno,
bueno, bueno!"
Que tú sabes amar y estimar a los que
aman.
Pues bien, a ti, querido ORION, mi amigo
de tantos años, contra viento y marea, es a quien yo dedico mis cartas a
Santiago Arcos, ya que te has empeñado en que haga de ellas un libro.
Decididamente alcanzamos unos tiempos
raros, -realizamos todo menos lo que queremos.
Es un aviso a los caminantes que podría
glosarse así:
En esta tierra los hombres son lo que
quieren las circunstancias.
Les damos un consejo:
Lo mejor es vivir con el día.
¡Yo haciendo un libro, después de haber
secado mi pluma hace dos años, con la firme resolución de no volver a las
andadas; cuando prefiero galopar diez leguas a escribir una cuartilla de papel!
¿Por dónde saldrá el sol mañana, ORION?
Tú no lo sabes, ni yo tampoco, y es
posible que si lo supiéramos y lo dijéramos nos creyeran engualichados.
A pesar de todo, de nuestro aire riente,
de nuestras exterioridades frívolas, nosotros sabemos varias cosas, -"que
con el mal tiempo desaparecen los falsos amigos y las moscas"; que si el
presente es de los egoístas y de los apáticos, el porvenir es de los hombres de
pensamiento y de labor.
Si lo primero es una triste experiencia,
adquirida a fuerza de dejar en el espinoso camino de la vida, la mejor lana del
vellón, -lo segundo es una esperanza y un consuelo.
Un grito de desaliento puede salir del
pecho mejor templado. Pero hay energías recónditas que sostienen hasta el fin
al más humilde de los mortales.
Como Béranger a su frac, terminó ORION
diciéndote: Ne nous séparons pas!
L. V. M.
A Lucio V.
Mansilla.
Amado hermano y cofrade:
Me dices que me has dedicado tu precioso
libro, en el que como flores cogidas, al acaso, del ameno pensil de la
República, para formar con ellas un ramo esmaltado, lleno de encanto y perfume,
has coleccionado las cartas en que, peregrino fantástico de las soledades y el
silencio, narras tu pintoresca excursión a los Indios Ranqueles.
Gracias por mí, querido Lucio, y gracias
por la naciente, pero rica literatura Argentina.
Por mí, porque en esa espontánea
dedicatoria hecha a un hombre sin títulos, sin posición, sin tener en los
labios una de esas sonrisas, que los cortesanos toman por una promesa, o una
esperanza, creo escuchar cómo el murmullo suave y cadencioso de una voz
misteriosa, que me regala blandamente el oído, diciéndome: "el autor de
este libro es un amigo que te quiere y que te abraza en el cielo del pensamiento,
como te abrazó siempre en el santuario de la más pura amistad."
Por la literatura argentina, porque me
siento feliz de que tus cartas, publicadas día a día en esa hoja deleznable de
papel llamada La Tribuna, no tengan la pobre e ignorada suerte de las
producciones que sólo ven la luz en un diario, y en donde, como dice Castelar,
"están condenadas a vivir lo que vive una rosa: una mañana".
La primera lectura de tus cartas ha
encantado al pueblo argentino.
En un libro los va a saborear.
Fraternalmente colocadas bajo los
auspicios de mi pobre nombre -rico para ti porque eres mi mejor amigo- yo
estaba en el deber de emitir un juicio sobre esos trozos de literatura
descriptiva, en que has hecho cruzar por el cielo de las letras argentinas, en
brillante y turbulenta procesión, la majestad imponente de nuestras pampas y
las costumbres primitivas de nuestros pobladores salvajes, enlazadas con las
pompas brillantes del poeta, y las reflexiones severas del filósofo profundo.
Pero prefiero no hacerlo.
Al amor lo pintan ciego.
A la amistad, un diario de caricaturas la
pintaba, hace ocho días, agitando en sus manos el incensiario.
Si yo dijese que este es uno de los más
preciosos libros hasta ahora concebidos por el pensamiento argentino, escrito
en un estilo florido y galano, útil y provechoso por los datos curiosos que en
la armonía de su conjunto contiene, a la vez que seductor y poético por el
lenguaje impregnado de luz en que está escrito, ¿se creería que emitía un
juicio imparcial?
En una época en que los gobiernos pagan
los servicios de sus leales amigos, destituyéndose brutalmente de los puestos
en que supieron conquistarse fama y simpatía, ni todas las intenciones se
aprecian, ni todos los sentimientos se comprenden.
Hoy hay una manía a cambiarlo y a
modificarlo todo.
Una cosa, empero, tengo la certeza de que
no ha de cambiar jamás: es la amistad pura y sincera que nos liga, y en cuyas
corrientes, a manera de un puente levantado por invisible mano en mitad del
camino de la Patria argentina, pasará modesto y silencioso este libro, en suyas
páginas de oro se confunden misteriosamente los nombres de dos amigos que se
quieren y que creen, con de Maistre, "que la amistad es el puerto sereno a
que llega el alma fatigada, en sus días de infortunio."
Orion
- I -
Dedicatoria. Aspiraciones de un tourist. Los gustos con el tiempo. Por qué se
pelea un padre con un hijo. Quiénes son los ranqueles. Un tratado internacional
con los indios. Teoría de los extremos. Dónde están las fronteras de Córdoba y
campos entre los ríos Cuarto y Quinto. De dónde parte el camino del Cuero.
No sé dónde te hallas, ni dónde te
encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud.
Hace bastante tiempo que ignoro tu
paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo
que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de
comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas
al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o
de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por
mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa.
A propósito de avestruz, después de haber
recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y
como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la
Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas
en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes
aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave
pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir "Lugar del Tigre".
Los gustos se simplifican con el tiempo,
y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo.
El macrocosmo; o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares,
necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por
emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.
A los veinticinco años, somos víctimas de
un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una
lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más
cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y
sacrificaron su estómago en aras del buen tono!
A los cuarenta años, cuando el cierzo y
el hielo del invierno de la vida han comenzado a marchitar la tez y a blanquear
los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, o por un
paquete de cosmético, ¿qué no se hace?
Más tarde, todo es lo mismo; con guantes
o sin guantes, con retoques o sin ellos "la mona aunque se vista de seda
mona se queda".
Lo más sencillo, lo más simple, lo más
inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único
que no hace daño, que no se indigesta, que no irrita.
En otro orden de ideas, también se
verifica el fenómeno. Hay razas y naciones creadoras, razas y naciones
destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de los tiempos
y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece incesantemente
a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.
Pues, cortando aquí el exordio, te diré,
Santiago amigo, que te he ganado de mano.
Supongo que no reñirás por esto conmigo,
dejándote dominar por un sentimiento de envidia.
Ten presente que una vez me dijiste,
censurando a tu padre, con quien estabas peleado:
-¿Sabes por qué razón el viejo está mal
conmigo? Porque tiene envidia de que yo haya estado en el Paraguay, y él no.
Es el caso que mi estrella militar me ha
deparado el mando de las fronteras de Córdoba, que eran las más asoladas por
los ranqueles.
Ya sabes que los ranqueles son esas
tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado en distintas épocas de la
falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y pasado los ríos
Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río
Colorado, al naciente del Río Chalileo.
Últimamente celebré un tratado de paz con
ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de someterlo al Congreso.
Yo creía que siendo un acto
administrativo no era necesario.
¿Qué sabe un pobre coronel de trotes
constitucionales?
Aprobado el tratado en esa forma,
surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución inmediata.
Esta circunstancia por un lado, por otro
cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas; el deseo de ver con mis
propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y
costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar
yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas
que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el
torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar
hasta sus tolderías, y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de
huevo de avestruz.
Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo,
solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje
de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y
facultades imitativas: -¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo:
-Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del
Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.
Digan lo que quieran, si la felicidad
existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo
las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones del amor y del
odio; las satisfacciones de la oscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién
comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la
indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa?
Yo comprendo que haya quien diga: -Me
gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del dinero.
Pero que haya quien diga: -Me gustaría
ser el almacenero de enfrente, D. Juan o D. Pedro, un nombre de pila cualquiera,
sin apellido notorio -eso no.
Y comprendo que haya quien diga: -Yo
quisiera ser limpiabotas o vendedor de billetes de lotería.
Yo comprendo el amor de Julieta y Romeo,
como comprendo el odio de Silvia por Hernani, y comprendo también la grandeza
del perdón.
Pero no comprendo esos sentimientos qué
no responden a nada enérgico, ni fuerte, a nada terrible o tierno.
Yo comprendo que haya en esta tierra
quien diga: -Yo quisiera ser Mitre, el hijo mimado de la fortuna y de la
gloria, o sacristán de San Juan.
Pero que haya quien diga: -Yo quisiera
ser el Coronel Mansilla -eso no lo entiendo, porque al fin, ese mozo ¿quién es?
Al General Arredondo, mi jefe inmediato
entonces, le debo, querido Santiago, el placer inmenso de haber comido una
tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber tocado los extremos una
vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no te gano la
delantera,
Siempre le agradeceré que haya tenido
conmigo esa deferencia, y que me manifestara que creía muy arriesgada mi
empresa, probándome así que mi suerte no le era indiferente. Sólo los que no
son amigos pueden conformarse con que otro muera estérilmente... y en la
oscuridad.
La nueva línea de fronteras de la
Provincia de Córdoba no está ya donde tú la dejaste cuando pasaste para San
Luis, en donde tuviste la fortuna de conocer aquel tipo que te decía un día en
el Morro: -¡Yo no deseo, Sr. D. Santiago, visitar la Europa por conocer el
Cristal Palais, ni el Buckingham Palace, ni las Tullerías, ni el London Tunnel,
sino por ver ese Septentrión, ¡ese Septentrión!
Está la nueva línea sobre el Río Quinto,
es decir, que ha avanzado veinticinco leguas, y que al fin se puede cruzar del
río Cuarto a Achiras sin hacer testamento y confesarse.
Muchos miles de leguas cuadradas se han
conquistado.
¡Qué hermosos campos para cría de ganados
son los que se hallan encerrados entre el Río Cuarto y Río Quinto!
La cebadilla, el porotillo, el trébol, la
gramilla, crecen frescos y frondosos entre el pasto fuerte; grandes cañadas
como la del Gato, arroyos caudalosos y de largo curso como Santa Catalina y
Sampacho, lagunas inagotables y profundas como Chemeco, Tarapendá y Santo Tomé
constituyen una fuente de riqueza de inestimable valor.
Tengo en borrador el croquis topográfico,
levantado por mí, de ese territorio inmenso, desierto, que convida a la labor,
y no tardaré en publicarlo, ofreciéndoselo con una memoria a la industria
rural.
Más de seis mil leguas he galopado en año
y medio para conocerlo y estudiarlo.
No hay un arroyo, no hay un manantial, no
hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano donde no haya estado
personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme
baquiano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a
palmo el terreno donde algún día ha de tener necesidad de operar.
¿Puede haber papel más triste que el de
un jefe con responsabilidad, librado a un pobre paisano, que lo guiará bien,
pero que no le sugerirá pensamiento estratégico alguno?
La nueva frontera de Córdoba comienza en
la raya de San Luis, casi en el meridiano que pasa por Achiras, situado en los
últimos dobleces de la Sierra, y costeando el Río Quinto se prolonga hasta la Ramada
Nueva, llamada así por mí, y por los ranqueles Trapalcó, que quiere decir agua
de Totora, Trapal es Totora y co, agua.
La Ramada Nueva son los desagües del Río
Quinto, vulgarmente denominados la Amarga.
De la Ramada Nueva, y buscando la derecha
de la frontera sur de Santa Fe, sigue la línea por la Laguna Nº 7, llamada así
por los cristianos, y por los ranqueles Potálauquen, es decir, laguna grande:
potá es grande y Lauquen, laguna.
Siguiendo el juicioso plan de los
españoles, yo establecí esta frontera colocando los fuertes principales en la
banda sur del Río Quinto.
En una frontera internacional esto habría
sido un error militar, pues los obstáculos deben siempre dejarse a vanguardia
para que el enemigo sea quien los supere primero.
Pero en la guerra con los indios el
problema cambia de aspecto, lo que hay que aumentarle a este enemigo no son los
obstáculos para entrar, sino los obstáculos para salir.
El punto fuerte principal de la nueva
línea de frontera sobre el Río Quinto se llama Sarmiento. De allí arranca el
camino que por Laguna del Cuero, famosa para los cristianos, conduce a Leubucó,
centro de las tolderías ranquelinas.
De allí emprendí mi marcha.
Mañana continuaré.
Hoy he perdido tiempo en ciertos detalles
creyendo que para ti no carecerían de interés.
Si al público a quien le estoy mostrando
mi carta le sucediese lo mismo, me podría acostar a dormir tranquilo y contento
como un colegial que ha estudiado bien su lección y la sabe.
¿Cómo saberlo?
Tantas veces creemos hacer reír con un
chiste y el auditorio no hace ni un gesto.
Por eso toda la sabiduría humana está
encerrada en la inscripción del templo de Delfos.
- II -
Deseos de un
viaje a los ranqueles. Una china y un bautismo. Peligros de la diplomacia
militar con los indios. El indio Linconao. Mañas de los indios. Efectos del
deber sobre el temperamento. ¿Qué es un parlamento? Desconfianza de los indios
para beber y fumar. Sus preocupaciones al comer y beber. Un lenguaraz. Cuánto
dura un parlamento y qué se hace en él. Linconao atacado de las viruelas.
Efecto de la viruela en los indios. Gratitud de Linconao. Reserva de un fraile.
Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba él
pensamiento de ir a Tierra Adentro.
El trato con los indios que iban y venían
al Río Cuarto, con motivo de las negociaciones de paz entabladas, había
despertado en mí una indecible curiosidad.
Es menester haber pasado por ciertas
cosas, haberse hallado en ciertas posiciones, para comprender con qué vigor se
apoderan ciertas ideas de ciertos hombres; para comprender que una misión a los
ranqueles puede llegar a ser para un hombre como yo, medianamente civilizado,
un deseo tan vehemente, como puede ser para cualquier ministril una secretaría
en la embajada de París.
El tiempo, ese gran instrumento de las
empresas buenas y malas, cuyo curso quisiéramos precipitar, anticipándonos a
los sucesos para que éstos nos devoren o nos hundan, me había hecho contraer ya
varias relaciones, que puedo llamar íntimas.
La china Carmen, mujer de veinticinco
años, hermosa y astuta, adscrita a una comisión de las últimas que anduvieron
en negociados conmigo, se había hecho mi confidente y amiga, estrechándose
estos vínculos con el bautismo de una hijita mal habida que la acompañaba y
cuya ceremonia se hizo en el Río Cuarto con toda pompa, asistiendo un gentío
considerable y dejando entre los muchachos un recuerdo indeleble de mi
magnificencia, a causa de unos veinte pesos bolivianos que cambiados en medios
y reales arrojé a la manchancha esa noche inolvidable, al son de los infalibles
gritos: ¡padrino pelado!
Sólo quien haya tenido ya el gusto de ser
padrino, comprenderá que noches de ese género pueden ser realmente inolvidables
para un triste mortal sin antecedentes históricos, sin títulos para que su
nombre pase a la posteridad, grabándose con caracteres de fuego en el libro de
oro de la historia.
¡Ah!, tú has sido padrino pelado alguna
vez, y me comprenderás.
Carmen no fue agregada sin objeto a la
comisión o embajada ranquelina en calidad de lenguaraz, que vale tanto como
secretario de un ministro plenipotenciario.
Mariano Rosas ha estudiado bastante el
corazón humano, como que no es un muchacho; conoce a fondo las inclinaciones y
gustos de los cristianos, y por un instinto que es de los pueblos civilizados y
de los salvajes, tiene mucha confianza en la acción de la mujer sobre el
hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición.
Carmen fue despachada, pues, con su
pliego de instrucciones oficiales y confidenciales por el Talleyrand del
desierto, y durante algún tiempo se ingenió con bastante habilidad y maña. Pero
no con tanta que yo no me apercibiese, a pesar de mi natural candor, de lo
complicado de su misión, que a haber dado con otro Hernán Cortés habría podido
llegar a ser peligrosa y fatal para mí, desacreditando gravemente mi gobierno
fronterizo.
Pasaré por alto una infinidad de
detalles, que te probarían hasta la evidencia todas las seducciones a que está
expuesta la diplomacia de un jefe de fronteras, teniendo que habérselas con
secretarios como mi comadre; y te diré solamente que esta vez se le quemaron
los libros de su experiencia a Mariano, siendo Carmen misma la que me inició en
los secretos de su misión.
El hecho es que nos hicimos muy amigos, y
que a sus buenos informes del compadre debo yo en parte el crédito de que
llegué precedido cuando hice mi entrada triunfal en Leubucó.
Otra conexión íntima contraje también
durante las últimas negociaciones.
El cacique Ramón, jefe de las indiadas
del Rincón, me había enviado su hermano mayor, como muestra de su deseo de ser
mi amigo.
Linconao, que así se llama, es un
indiecito de unos veintidós años, alto, vigoroso, de rostro simpático, de
continente airoso, de carácter dulce, y que se distingue de los demás indios en
que no es pedigüeño.
Los indios viven entre los cristianos
fingiendo pobrezas y necesidades, pidiendo todos los días; y con los mismos
preámbulos y ceremonias piden una ración de sal, que un poncho fino o un par de
espuelas de plata.
Tener que habérselas con una comisión de
estos sujetos, para un jefe de frontera, presupone tener que perder todos los
días unas cuatro horas en escucharles.
Yo, que por mi temperamento
sanguíneo-bilioso no soy muy pacienzudo que digamos, he descubierto con este
motivo que el deber puede modificar fundamentalmente la naturaleza humana.
En algunos parlamentos de los celebrados
en el Río Cuarto, más de una vez derroté a mis interlocutores, cuyo exordio
sacramental era: -Para tratar con los indios se necesita mucha paciencia,
hermano.
No sé si tenéis idea de lo que es un
parlamento en tierra de cristianos; y digo en tierra de cristianos, porque en
tierra de indios el ritual es diferente.
Un parlamento es una conferencia
diplomática.
La comisión se manda anunciar
anticipadamente con el lenguaraz. Si la componen veinte individuos, los veinte
se presentan.
Comienzan por dar la mano por turno de jerarquía,
y en esa forma se sientan, con bastante aplomo, en las sillas o sofás que se
les ofrecen.
El lenguaraz, es decir, el intérprete
secretario, ocupa la derecha del que hace cabeza.
Habla éste y el lenguaraz traduce, siendo
de advertir que aunque el plenipotenciario entienda el castellano y lo hable
con facilidad, no se altera la regla.
Mientras se parlamenta hay que obsequiar
a la comisión con licores y cigarros.
Los indios no rehúsan jamás beber, y
cigarros, aunque no los fumen sobre tablas, reciben mientras les den.
Pero no beben, ni fuman cuando no tienen
confianza plena en la buena fe del que les obsequia, hasta que éste no lo haya
hecho primero.
Una vez que la confianza se ha
establecido cesan las precauciones, y echan al estómago el vaso de licor que se
les brinda, sin más preámbulos que el de sus preocupaciones.
Una de ellas estriba en no comer ni beber
cosa alguna, sin antes ofrecerle las primicias al genio misterioso en que creen
y al que adoran sin tributarle culto exterior.
Consiste esta costumbre en tomar con el
índice y el pulgar un poco de la cosa que deben tragar o beber y en arrojarla a
un lado, elevando la vista al cielo y exclamando: ¡Para Dios!
Es una especie de conjuro. Ellos creen
que el diablo, Gualicho, está en todas partes, y que dándole lo primero a Dios,
que puede más que aquél, se hace el exorcismo.
El parlamento se inicia con una serie
inacabable de salutaciones y preguntas, como verbigracia: -¿Cómo está Ud.?
¿Cómo están sus jefes, oficiales y soldados? ¿Cómo le ha ido a Ud. desde la
última vez que nos vimos? ¿No ha habido alguna novedad en la frontera? ¿No se
le han perdido algunos caballos?
Después
siguen los mensajes, como por ejemplo: -Mi hermano, o mi padre, o mi primo, me
ha encargado le diga a Ud. que se alegrará que esté Ud. bueno en compañía de
todos sus jefes, oficiales y soldados; que desea mucho conocerle; que tiene muy
buenas noticias de Ud.; que ha sabido que desea Ud. la paz y que eso prueba que
cree en Dios y que tiene un excelente corazón.
A veces cada interlocutor tiene su
lenguaraz, otras es común.
El trabajo del lenguaraz es ímprobo en el
parlamento más insignificante. Necesita tener una gran memoria, una garganta de
privilegio y muchísima calma y paciencia.
¡Pues es nada antes de llegar al grano
tener que repetir diez o veinte veces lo mismo!
Después que pasan los saludos,
cumplimientos y mensajes, se entra a ventilar los negocios de importancia, y
una vez terminados éstos, entra el capítulo quejas y pedidos, que es el más
fecundo.
Cualquier parlamento dura un par de
horas, y suele suceder al rato de estar en él, que varios de los interlocutores
están roncando. Como el único que tiene responsabilidad en lo que se ventila es
el que hace cabeza, después que cada uno de los que le acompañan ha sacado su
piltrafa, ya la cosa ni le interesa ni le importa y, no pudiendo retirarse,
comienza a bostezar y acaba por dormirse, hasta que el plenipotenciario,
apercibiéndose del ridículo, pide permiso para terminar y retirarse,
prometiendo volver muy pronto, pues tiene muchas cosas más que decir aún.
Linconao fue atacado fuertemente de las
viruelas, al mismo tiempo que otros indios.
Trajéronme el aviso, y siendo un indio de
importancia, que me estaba muy recomendado y que por sus prendas y carácter me
había caído en gracia, fuime en el acto a verle.
Los indios habían acampado en tiendas de
campaña que yo les había dado, sobre la costa de un lindo arroyo tributario del
Río Cuarto.
En un albardón verde y fresco, pintado de
flores silvestres, estaban colocadas las tiendas en dos filas, blanqueando
risueñamente sobre el campestre tapete.
Todos ellos me esperaban mustios,
silenciosos y aterrados, contrastando el cuadro humano con el de la riente
naturaleza y la galanura del paisaje.
Linconao y otros indios yacían en sus
tiendas revolcándose en el suelo con la desesperación de la fiebre; sus
compañeros permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser osados a acercarse
a los virulentos y mucho menos a tocarles.
Detrás de mí iba una carretilla ex
profeso.
Acerqueme primero a Linconao y después a
los otros enfermos; hableles a todos animándolos, llamé algunos de sus
compañeros para que me ayudaran a subirlo al carro; pero ninguno de ellos
obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.
Linconao estaba desnudo y su cuerpo
invadido de la peste con una virulencia horrible.
Confieso que al tocarle sentí un
estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza cuando
acometemos un peligro cualquiera.
Aquella piel granulenta al ponerse en
contacto con mis manos, me hizo el efecto de una lima envenenada.
Pero el primer paso estaba dado y no era
noble, ni digno, ni humano, ni cristiano, retroceder, y Linconao fue alzado a
la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.
Aquel fue un verdadero triunfo de la
civilización sobre la barbarie; del cristianismo sobre la idolatría.
Los indios quedaron profundamente
impresionados; se hicieron lenguas alabando mi audacia y llamáronme su padre.
Ellos tienen un verdadero terror pánico a
la viruela, que sea por circunstancia cutáneas o por la clase de su sangre, los
ataca con furia mortífera.
Cuando en Tierra Adentro aparece la viruela, los toldos se mudan
de un lado a otro, huyendo las familias despavoridas a largas distancias de los
lugares infestados.
El padre, el
hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas a su triste suerte,
sin hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y
alimentos para muchos días.
Los pobres salvajes ven en la viruela un
azote del cielo, que Dios les manda por sus pecados.
He visto numerosos casos y son rarísimos
los que se han salvado, a pesar de los esfuerzos de un excelente facultativo,
el Dr. Michaut, cirujano de mi División.
Linconao fue asistido en mi casa,
cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa, interesándose todos en su
salvación, que felizmente conseguimos.
El cacique Ramón me ha manifestado el más
ardiente agradecimiento por los cuidados tributados a su hermano, y éste dice
que después de Dios, su padre soy yo, porque a mí me debe la vida.
Todas estas circunstancias, pues,
agregadas a las consideraciones mentadas en mi carta anterior, me empujaban al
desierto.
Cuando resolví mi expedición, guardé el
mayor sigilo sobre ella.
Todos vieron los preparativos, todos
hacían conjeturas, nadie acertó.
Sólo un fraile amigo conocía mi secreto.
Y esta vez no sucedió lo que debiera
haber sucedido a ser cierto el dicho del moralista: Lo que uno no quiere que se
sepa no debe decirse.
Es que la humanidad, por más que digan,
tiene muchas buenas cualidades, entre ellas, la reserva y la lealtad.
Supongo que serás de mi opinión, y con
esto me despido hasta mañana.
- III -
Quién
conocía mi secreto. El Río Quinto. El paso del Lechuzo. Defecto de un fraile.
Compromiso recíproco. Preparativos para la marcha. Resistencia de los gauchos.
Cambio de opiniones sobre la fatalidad histórica de las razas humanas. Sorpresa
de Achauentrú al saber que me iba a los indios. Pensamiento que me preocupaba.
Ofrecimientos y pedidos de Achauentrú. Fray Moisés Álvarez. Temores de los indios. Seguridades que les
di. Efectos de la digestión sobre el humor. Las mujeres del fuerte Sarmiento.
Un simulacro.
Sólo el franciscano Fray Marcos Donatti,
mi amigo íntimo, conocía mi secreto.
Se lo había comunicado yendo con él del
fuerte Sarmiento al "Tres de Febrero", otro fuerte de la extrema
derecha de la línea de frontera sobre el Río Quinto.
Este sacerdote, que a sus virtudes
evangélicas reúne un carácter dulcísimo, recorría las dos fronteras de mi
mando, diciendo misa en improvisados altares, bautizando y haciendo escuchar
con agrado su palabra a las pobres mujeres de los pobres soldados. La que le
oía se confesaba.
Era una noche hermosa, de esas en que el
mundo estelar brilla con todo el esplendor de su magnificencia. La luna no se
ocultaba tras ningún celaje, y de vez en cuando al acercanos a las barrancas
del Río Quinto, que corre tortuoso costeándolo el camino, la veíamos retratarse
radiante en el espejo móvil de ese río, que nace en las cumbres de la sierra de
la Carolina, y que, corriendo en una curva de poniente a naciente, fecunda con
sus aguas, ricas como las del Segundo de Córdoba, los grandes potreros de la
villa de Mercedes, hasta perderse en las impasables cañadas de la Amarga.
Llegábamos al paso del Lechuzo, famoso
por ser uno de los más frecuentados por los indios en la época tristemente
memorable de sus depredaciones.
Hay allí un montoncito de árboles,
corpulentos y tupidos, que tendrá como una media milla de ancho y que de noche
el fantástico caminante se apresura a cruzar por un instinto racional que nos
inclina a acortar el peligro.
El paso del Lechuzo, con su nombre de mal
agüero, es una excelente emboscada y cuentan sobre él las más extrañas
historias de fechorías hechas allí por los indios.
Lo cruzamos al trote, azotando las ramas
caballos y jinetes; al salir de la espesura, piqué yo el mío con las espuelas,
y diciéndole a Fray Marcos -Oiga, padre-, me puse al galope seguido por el buen
franciscano, que no tenía entonces, como no tiene ahora, para mí más defecto
que haberme maltratado un excelente caballo moro que le presté.
El ayudante y los tres soldados que me
acompañaban quedáronse un poco atrás y nada pudieron oír de nuestra
conversación.
El padre tenía su imaginación llena de
las ideas de los gauchos que han solido ir a los indios por su gusto o vivir
cautivos entre ellos.
Consideraba mi empresa la más arriesgada,
no tanto por el peligro de la vida, sino por la fe púnica de los indígenas. Me
hizo sobre el particular las más benévolas reflexiones, y por último, dándome
una muestra de cariño, me dijo: "Bien, Coronel: pero cuando Ud. se vaya,
no me deje a mí, Ud. sabe que soy misionero".
Yo he cumplido mi promesa y él su
palabra.
Los preparativos para la marcha se
hicieron en el fuerte Sarmiento, donde a la sazón se hallaba una comisión de
indios presidida por Achauentrú, diplomático de monta entre los ranqueles, y
cuyos servicios me han sido relatados por él mismo.
Ya calcularás que los preparativos debían
reducirse a muy poca cosa. En las correrías por la Pampa lo esencial son los
caballos. Yendo uno bien montado, se tiene todo; porque jamás faltan bichos que
bolear, avestruces, gamas, guanacos, liebres, gatos monteses, o peludos, o
mulitas, o piches o matacos que cazar.
Eso es tener todo andando por los campos:
tener que comer.
A pesar de esto yo hice preparativos más
formales. Tuve que arreglar dos cargas de regalos y otra de charqui riquísimo,
azúcar, sal, yerba y café. Si alguien llevó otras golosinas debió comérselas en
la primera jornada, porque no se vieron.
Los demás aprestos consistieron en
arreglar debidamente las monturas y arreos de todos los que debían acompañarme
para que a nadie le faltara maneador, bozal con cabestro, manea y demás útiles
indispensables, y en preparar los caballos, componiéndoles los vasos con la
mayor prolijidad.
Cuando yo me dispongo a una correría sólo
una cosa me preocupa grandemente: los caballos.
De lo demás, se ocupa el que quiere de los
acompañantes.
Por supuesto, que un par de buenos
chifles no han de faltarle a ninguno que quiera tener paz conmigo. Y con razón,
el agua suele ser escasa en la Pampa y nada desalienta y desmoraliza más que la
sed. Yo he resistido setenta y dos horas sin comer, pero sin beber no he podido
estar sino treinta y dos. Nuestros paisanos, los acostumbrados a cierto género
de vida, tienen al respecto una resistencia pasmosa. Verdad que, ¡qué fatiga no
resisten ellos!
Sufren todas las intemperies, lo mismo el
sol que la lluvia, el calor que el frío, sin que jamás se les oiga una
murmuración, una queja. Cuando más tristes parecen, entonan un airecito
cualquiera.
Somos una raza privilegiada, sana y
sólida, susceptible de todas las enseñanzas útiles y de todos los progresos
adaptables a nuestro genio y a nuestra índole.
Sobre este tópico, Santiago amigo, mis
opiniones han cambiado mucho desde la época en que con tanto furor discutíamos,
a tres mil leguas, la unidad de la especie humana y la fatalidad histórica de
las razas.
Yo creía entonces que los pueblos
greco-latinos no habían venido al mundo para practicar la libertad y enseñarla
con sus instituciones, su literatura y sus progresos en las ciencias y en las
artes, sino para batallar perpetuamente por ella. Y, si mal no recuerdo, te
citaba a la noble España luchando desde el tiempo de los romanos por ser libre
de la dominación extranjera unas veces, por darse instituciones libres otras.
Hoy pienso de distinta manera. Creo en la
unidad de la especie humana y en la influencia de los malos gobiernos. La
política cría y modifica insensiblemente las costumbres, es un resorte poderoso
de las acciones de los hombres, prepara y consuma las grandes revoluciones que
levantan el edificio con cimientos perdurables o lo minan por su base. Las
fuerzas morales dominan constantemente las físicas y dan la explicación y la
clave de los fenómenos sociales.
Terminados los aprestos, recién anuncié a
los que formaban mi comitiva que al día siguiente partiríamos para el sur, por
el camino del Cuero, y que no era difícil fuéramos a sujetar el pingo en
Leubucó.
Más tarde hice llamar al indio Achauentrú
y le comuniqué mi idea.
Manifestose muy sorprendido de mi
resolución, preguntome si la había transmitido de antemano a Mariano Rosas y
pretendió disuadirme, diciéndome que podía sucederme algo, que los indios eran
muy buenos, que me querían mucho, pero que cuando se embriagaban no respetaban
a nadie.
Le hice mis observaciones, le pinté la
necesidad de hablar yo mismo sobre la paz con los caciques y el bien inmenso
que podía resultar de darles una muestra de confianza tan clásica como la que
les iba a dar.
Sobre todos los pensamientos el que más
me dominaba era este: probarles a los indios con un acto de arrojo, que los
cristianos somos más audaces que ellos, y más confiados cuando hemos empeñado
nuestro honor.
Los indios nos acusan de ser gentes de
muy mala fe, y es inacabable el capítulo de cuentos con que pretenden demostrar
que vivimos desconfiando de ellos y engañándolos.
Achauentrú es entendido, y comprendió no
sólo que mi resolución era irrevocable, que decididamente me iba al día
siguiente, sino algunos de los motivos que le expuse.
Entonces, me ofreció muchas cartas de
recomendación, y como favor especial me pidió que del Cuero adelantara un
chasqui avisando mi ida; primero para que no se alarmasen los indios y segundo
para que me recibieran como era debido.
Le pedí para el efecto un indio, y me dio
uno llamado Angelito, sin tener nada de tal. Positivamente los nombres no son
el hombre.
Después de hablar Achauentrú conmigo,
fuese a conversar con el padre Marcos y su compañero fray Moisés Álvarez, joven
franciscano natural de Córdoba, lleno de bellas prendas, que respeto por su
carácter y quiero por su buen corazón.
Al rato vinieron todos muy alarmados,
diciéndome que los indios todos, lo mismo que los lenguaraces, conceptuaban mi
expedición muy atrevida, erizada de inconvenientes y de peligros, y que lo que
más atormentaba su imaginación era lo que sería de ellos si por alguna
casualidad me trataban mal en Tierra Adentro o no me dejaban salir.
Híceles decir, porque quedaban en
rehenes, que no tuvieran cuidado, que si los indios me trataban mal, ellos no
serían maltratados; que si me mataban, ellos no serían sacrificados; que sólo
en el caso de que no me dejasen volver, ellos no regresarían tampoco a su
tierra, quedando en cambio mío, de mis oficiales y soldados. Ellos eran unos
ocho, me parece, y los que íbamos a internarnos diecinueve.
Y les pedí encarecidamente a los padres,
les hicieran comprender que aquellas ideas eran justas y morales.
Tranquilizáronse; después de muchos meses
de estar en negocios conmigo, no habiéndolos engañado jamás ni tratado con
disimulo, sino así tal cual Dios me ha hecho: bien unas veces, mal otras,
porque mi humor depende de mi estómago y de mis digestiones, habían adquirido
una confianza plena en mi palabra.
¡Cuántas veces no llegaron a mis oídos en
el Río Cuarto estas palabras proferidas por los indios en sus conversaciones de
pulpería! : "Ese Coronel Mansilla, bueno, no mintiendo, no engañando nunca
pobre indio".
Llegó por fin el día y el momento de
partir. El fuerte Sarmiento estaba en revolución. Soldados y mujeres rodeaban
mi casa, para darme un adiós, sans adieu!, y desearme feliz viaje. Ellas creían
quizá interiormente que no volvería. El cariño, la simpatía, el respeto
exageran el peligro que corren o deben correr las personas que no nos son
indiferentes. Hay más miedo en la imaginación que en las cosas que deben
suceder.
Cuando todos esperaban ver arrimar mis
tropillas y las mulas para tomar caballos, aparejar las cargas y que me pusiera
en marcha, oyose un toque de corneta inusitado a esa hora: llamada redoblada.
En el acto cundió la voz: ¡los indios!
Y una agitación momentánea era visible en
todos los semblantes.
Los soldados corrían con sus armas a las
cuadras.
Poco tardó en oírse el toque de tropa, y
poco también en estar todas las fuerzas de la guarnición formadas, el batallón
12 de línea montado en sus hermosas mulas, y el 7 de caballería de línea en
buenos caballos, con el de tiro correspondiente.
Al mismo tiempo que la tropa había estado
aprestándose para formar, los vivanderos recibieron orden de armarse, las
mujeres de reconcentrarse al club "El Progreso en la Pampa" que
estaban edificando los jefes y oficiales de la guarnición, que tiene su hermoso
billar y otras comodidades. A los indios se les ordenó no se movieran del
rancho en que estaban alojados y a los vivanderos que sirvieran de custodia de
unos y otras.
Mientras esto pasaba en el recinto del
fuerte, en sus alrededores reinaba también grande animación: las caballadas, el
ganado, todo, todo cuanto tenía cuatro patas era sacado de sus comederos
habituales y reconcentrado.
Decididamente los indios han invadido por
alguna parte, eran las conjeturas. Achauentrú estaba estupefacto, vacilando
entre si era una invasión que venía o una que iba.
Cuando todo estaba listo, mi segundo jefe
recibió orden de salir con las fuerzas, de marchar una legua rumbo al sur y se
pasó allí una revista general.
Yo quise antes de marcharme ver en cuánto
tiempo se aprestaba la guarnición, fingiendo una alarma y reírme un poco de los
indios, que tuvieron un rato de verdadera amargura, no sabiendo ni lo que
pasaba, ni qué creer.
Y tuve la satisfacción militar de que
todo se hiciera con calma y prontitud, sea dicho en elogio de cuantos guarnecían
el fuerte Sarmiento en aquel entonces.
¡Que Dios ayude mientras estoy lejos a
mis compañeros de armas, esos hermanos del peligro, del sacrificio y de la
gloria; lo mismo que deseo te ayude a ti, Santiago amigo, conservándote siempre
con un humor placentero, y un estómago como los desea Brillat-Savarin!
- IV -
Idea a que
no nos resignamos. La partida. Lenguaje de los paisanos. Qué es una
rastrillada. El público sabe muchas mentiras e ignora muchas verdades. Qué es
un guadal. El caballo y la mula. Una despedida militar. La Laguna Alegre.
A las cinco de la tarde estaba todo
listo, y mi gente recibió orden de entregar sus armas, excepto el sable, que
sin vaina debía ser colocado entre las caronas. Mis ayudantes y yo llevábamos
revólvers y una escopeta. Por más grande que fuese mi deseo de presentarme ante
los indígenas sin aparato, ni ostentación, no pude resolverme a hacerlo
completamente desarmado. Podía llegar el caso de tener que perder la vida, y
era menester ir preparado a venderla cara. Hay una idea a la que el hombre no
se resigna sino cuando es santo, y es a morir sacrificado con la mansedumbre de
un cordero.
Entregadas las armas, hice arrimar las
tropillas y las mulas; formé cuatro pelotones de la gente, dile a cada uno una
tropilla, dejando otra de reserva; mandé ensillar y aparejar, y a la media
hora, cuando el sol del último día de marzo se perdía radiante en el lejano
horizonte, puse pie en el estribo.
Varios jefes y oficiales habían ensillado
para acompañarme hasta cierta distancia.
Salí del fuerte entre las salutaciones
cariñosas y las sonrisas amables y expresivas de los soldados, dejando a todos
inquietos, particularmente a Achauentrú, que, al subir a caballo, vino a darme
un abrazo, a hacerme su retahíla de recomendaciones, y a repetirme por la
milésima vez, que no dejara de adelantar un chasqui anunciando mi ida.
El camino del Cuero pasa por el mismo
fuerte Sarmiento que le ha robado su nombre al antiguo y conocido Paso de las
Arganas.
Este camino consiste en una gran
rastrillada, y su rumbo es sudeste, o lo que en lenguaje comprensivo de los
paisanos de Córdoba llamamos sudabajo.
Ellos tienen un modo peculiar de
denominar ciertas cosas y sólo en la práctica se comprende la ventaja de la
sustitución.
Al oeste le llaman arriba. Al este,
abajo. Estos dos vocablos sustituidos a los vientos cardinales, permiten
expresarse con más facilidad y más claridad, en razón de la similitud de las
palabras este y oeste y de su composición vocal.
Un ejemplo lo demostrará.
Si queriendo ir del punto A al punto B o,
para ser más claro, de la Villa del Río Cuartó al fuerte Sarmiento, cortando el
campo, se ocurriese a un baquiano por las señas, las darían así:
Miraría al sur, y haciendo una indicación
con la mano derecha diría: se sale en estas dereceras, sur, y se camina
rumbeando medio abajo; pero muy poco abajo.
Con estas señas, el que tiene la
costumbre de andar por los campos, va derecho como un huso a su destino.
Si queriendo ir de la Villa del Río
Cuarto a las Achiras, en el mes de noviembre, verbigracia, en que el sol se
pone inclinándose al sur, se preguntasen las señas, la contestación sería:
-Salga derecho arriba, medio rumbeando al
lado en que se pone el sol y ahí, en aquella punta de sierra, ahí está Achiras.
Con esas señas cualquiera va derecho.
De esta costumbre cordobesa de llamarle
abajo al naciente y arriba al poniente, viene la denominación de Provincias de
arriba y de abajo; la de arribeños y abajeños.
A las facilidades que este modo de
expresarse ofrece, reúne una circunstancia que responde a un hecho geográfico.
Ir de Córdoba para el poniente o para el
naciente es, en efecto, ir para arriba o para abajo, porque el nivel de la
tierra es más elevado que el del mar a medida que se camina del Litoral de
nuestra patria para la Cordillera; la tierra se dobla visiblemente, de manera
que el que va sube y el que viene baja.
He dicho que el camino del Cuero consiste
en una gran rastrillada, y voy a explicar lo que significa esta palabra, que en
buen castellano tiene una significación distinta de la que le damos en la jerga
de la tierra.
Si en lugar de estar conversando contigo
públicamente lo hiciera en reserva, no me detendría en estos detalles y
explicaciones. Todos los que hemos sido público alguna vez sabemos que este
monstruo de múltiple cabeza, sabe muchas cosas que debiera ignorar e ignora
muchas otras que debiera saber. -¿Quién sabe, por ejemplo, más mentiras que el
público?
Pero preguntadle algo sobre las cosas de
la tierra, sobre el estado moral y político de nuestros moradores fronterizos
de La Rioja o de Santiago del Estero, y ya veréis lo que sabe.
Preguntadle dónde queda el Río Chalileo o
el cerro Nevado, y ya veréis qué sabe el respetable público sobre las cosas que
pueden interesarle mañana, distraído como vive por las cosas de actualidad.
Hasta cierto punto yo le hallo razón. ¿No
paga su dinero para que cotidianamente le den noticias de las cinco partes del
mundo, le enteren de la política internacional de las naciones, le tengan al
cabo de los descubrimientos científicos, de los progresos del vapor, de la
electricidad y de la pesca de la ballena?
Pues entonces ¿por qué se ha de afanar tanto?
Una rastrillada, son los surcos paralelos
y tortuosos que con sus constantes idas y venidas han dejado los indios en los
campos.
Estos surcos, parecidos a la huella que
hace una carreta la primera vez que cruza por un terreno virgen, suelen ser
profundos y constituyen un verdadero camino ancho y sólido.
En plena Pampa, no hay más caminos.
Apartarse de ellos un palmo, salirse de la senda, es muchas veces un peligro
real; porque no es difícil que ahí mismo, al lado de la rastrillada, haya un
guadal en el que se entierren caballo y jinete enteros.
Guadal se llama un terreno blando y
movedizo que no habiendo sido pisado con frecuencia, no ha podido
solidificarse.
Es una palabra que no está en el
diccionario de la lengua castellana, aunque la hemos tomado de nuestros
antepasados, que viene del árabe y significa agua o río.
La Pampa está llena de estos obstáculos.
¡Cuántas veces en una operación militar,
yendo en persecución de los indios, una columna entera no ha desaparecido en
medio del ímpetu de la carrera!
¡Cuántas veces un trecho de pocas varas
ha sido causa de que jefes muy intrépidos se viesen burlados por el enemigo, en
esas Pampas sin fin!
¡Cuántas veces los mismos indios no han
perecido bajo el filo del sable de nuestros valientes soldados fronterizos por
haber caído en un guadal!
Las Pampas son tan vastas, que los
hombres más conocedores de los campos se pierden a veces en ellas.
El caballo de los indios es una
especialidad en las Pampas.
Corre por los campos guadalosos, cayendo
y levantando, y resiste a esa fatiga hercúlea asombrosamente, como que está
educado al efecto y acostumbrado a ello.
El guadal suele ser húmedo y suele ser
seco, pantanoso y pegajoso, o simplemente arenoso
Es necesario que el ojo esté sumamente
acostumbrado para conocer el terreno guadaloso. Unas veces el pasto, otras
veces el color de la tierra son indicios seguros. Las más el guadal es una
emboscada para indios y cristianos.
Los caballos que entran en él, cuando no
están acostumbrados, pugnan un instante por salir, y el esfuerzo que hacen es
tan grande, que en los días más fríos no tardan en cubrirse de sudor y en caer
postrados, sin que haya espuela ni rebenque que los haga levantar. Y llegan a
acobardarse tanto, que a veces no hay poder que los haga dar un paso adelante
cuando pisan el borde movedizo de la tierra. Y eso que es de todos los
cuadrúpedos destinados al servicio del hombre el más valiente. Picado con las
espuelas parte como el rayo y salva el mayor precipicio.
¡Cuán diferente de la mula!
Jamás pierde ella su sangre fría.
Ora vaya por los caminos pampeanos o por
las laderas vertiginosas de la Cordillera, el híbrido animal es siempre
cauteloso. El caballo se lanza como el rayo; la mula tantea antes de ir
adelante. Saca una mano, después otra, y es tan precavida, que en donde puso
éstas, pone las patas. Cuando hay peligro no hay que advertirla; a nada
obedece, ni a la rienda, ni al rebenque, ni a la espuela. Sólo su instinto de
conservación la mueve. Es excusado querer dirigirla. Ella va por donde quiere.
Morirá despeñada; pero no ciegamente como el caballo, sino por haberse
equivocado.
Estando los campos cubiertos de agua, es
más necesario que nunca seguir rectamente la dirección de la rastrillada;
porque reblandecida la tierra por la humedad, el peligro del guadal es
inminente a cada paso.
Cuando salimos de Sarmiento había llovido
mucho. A una media legua de allí el terreno tiene un doblez y se cae a una
cañada muy guadalosa; así fue que allí hice alto, me despedí y separé de los
camaradas que me acompañaban, y después de algunas prevenciones generales a los
que me seguían, tomé la dirección llevando el baquiano a mi izquierda, yendo él
por una huella, por otra yo.
¡Con qué pena se despidieron de mí mis
leales compañeros! Yo lo leí en sus caras, por más que con afables sonrisas y
afectuosos apretones de manos, quisieran disimularlo.
¡Ah!, sólo los que somos soldados,
sabemos lo que es ver partir a los amigos al peligro en que se cae o se muere,
y quedarnos... ¡ Y sólo los que somos soldados, sabemos lo que es ver volver
del combate, sanos e ilesos, a los hermanos cuya suerte no hemos compartido ese
día!
Hay tales misterios en el corazón humano;
abismos tan profundos, de amor, de abnegación, de generosidad, que la palabra
no conseguirá jamás explicarlos.
Hay que sentir y callar. Por eso una
mirada, un abrazo, un ademán con la mano, dicen más que todo cuanto la pluma
más hábilmente manejada pueda describir.
La noche nos sorprendió sin haber
alcanzado a cruzar la cañada.
La luna salía tarde, el cielo estaba
cubierto de nubes, no se veían las estrellas. Durante un largo rato caminamos,
pues, en medio de una completa obscuridad, cayendo y levantando, porque en
cuanto nos desviábamos de las rastrilladas pisábamos el borde del guadal.
Las mulas que llevaban las cargas de
charqui y regalos para los caciques daban muchísimo trabajo. Por huir del
peligro caían a cada paso en él. Una de ellas llevaba los ornamentos sagrados
de mis amigos los franciscanos, y ellos y yo íbamos con el jesús en la boca,
esperando el momento en que gritaran: -Cayó la mula de los padrecitos, que así
llaman los Paisanos cordobeses a los frailes.
Fue menester ponerles a todas bozal y llevarlas tirando del
cabestro.
Perdiose tiempo en esta operación, así
fue que era tarde cuando llegamos a la Laguna Alegre.
Estaban las cabalgaduras tan fatigadas de
cuatro leguas más o menos de marcha nocturna por la obscuridad y entre el agua,
que resolvía hacer una parada esperando que se despeje el cielo o saliera la
luna.
Campamos... Y el fogón no tardó en
brillar, haciéndose una rueda, en torno de él, de todos los que me acompañaban.
Entre mate y mate cada cual contó una
historia más o menos soporífera.
En todo pensábamos, menos en los indios.
Yo conté la mía, y un cabo Gómez, muerto
en la gloriosa guerra del Paraguay fue el asunto de mi cuento.
Tiene algo de fantástico y maravilloso.
Si estoy de humor mañana y no te vas
fastidiando de las digresiones y no te urge llegar a Leubucó, te la contaré.
- V -
El fogón.
Calixto Oyarzábal. El cabo Cómez. De qué fue a la guerra del Paraguay. Por qué
lo hicieron soldado de línea. José Ignacio Garmendia y Maximio Alcorta.
Predisposiciones mías en favor de Gómez. Su conducta en el batallón 12 de
línea. Primera entrevista con él. Su figura en el asalto de Curupaití. La lista
después del combate. El cabo Gómez muerto.
El fogón es la delicia del pobre soldado,
después de la fatiga. Alrededor de sus resplandores desaparecen las jerarquías
militares. Jefes superiores y oficiales subalternos conversan fraternalmente y
ríen a sus anchas. Y hasta los asistentes que cocinan el puchero y el asado, y
los que ceban el mate, meten, de vez en cuando, su cucharada en la charla
general, apoyando o contradiciendo a sus jefes y oficiales, diciendo alguna
agudeza o alguna patochada.
Cuando Calixto Oyarzábal, mi asistente,
dejó la palabra, con sentimiento de los que le escuchaban, pues es un pillo de
siete suelas, capaz de hacer reír a carcajadas a un inglés, pidiéronme mis
circunstantes mi cuentito.
Yo estaba de buen humor, así fue que
después de dirigirle algunas bromas a Calixto, que con su aire de zonzo
estudiado, ha hecho ya una revolución en las Provincias, para que veas lo que
es el país, tomé a mi turno la palabra.
Y este cuento me permitirás que se lo
dedique a un mi amigo que ha hecho la guerra en el Paraguay como oficial de un
batallón de Guardia Nacional.
Se llama Eduardo Dimet, y como le quiero,
me permitirás no te haga la pintura de su carácter y cualidades; porque los
colores de la paleta del cariño son siempre lisonjeros y sospechosos.
Voy a mi cuento.
El cabo Gómez, era un correntino que se
quedó en Buenos Aires cuando la primera invasión de Urquiza, que dio en tierra
con la dictadura de Rosas.
Tendría Gómez así como unos treinta y
cinco años; era alto, fornido, y columpiábase con cierta gracia al caminar; su
tez era entre blanca y amarilla, tenía ese tinte peculiar a las razas
tropicales; hablaba con la tonada guaranítica, mezclando, como es costumbre
entre los correntinos y entre los paraguayos vulgares, la segunda y la tercera
persona; en una palabra, era un tipo varonil simpático.
Marchó Gómez a la guerra del Paraguay, en
el Primer Batallón del Primer Regimiento de G. N. que salió de Buenos Aires
bajo las órdenes del Comandante Cobo, si mal no recuerdo, y perteneció a la
compañía de granaderos.
El capitán de ésta era otro amigo mío,
José Ignacio Garmendia, que después de haber hecho con distinción toda la
campaña del Paraguay, anda ahora por Entre Ríos al mando de un batallón.
Un día leíase en la Orden General del 2º Cuerpo
de Ejército del Paraguay, al que yo pertenecía: "Destínase por
insubordinación, por el término de cuatro años, a un cuerpo de línea al soldado
de G. N. Manuel Gómez".
Más tarde presentase un oficial en el
reducto que yo mandaba, que lo guarnecía el batallón 12 de línea, creado y
disciplinado por mí, con esta orden: "Vengo a entregar a usted una alta
personal".
Llamé a un ayudante y la alta personal
fue recibida y conducida a la Guardia de Prevención.
Luego que me desocupé de ciertos
quehaceres, hice traer a mi presencia al nuevo destinado para conocerle e
interrogarle sobre su falta, amonestarle, cartabonearle y ver a qué compañía
había de ir.
Era Gómez, y por su talla esbelta fue a
la compañía de granaderos.
José Ignacio Garmendia comía
frecuentemente conmigo en el Paraguay, así era que después de la lista de tarde
casi siempre se le hallaba en mi reducto, junto con otro amigo muy querido de
él y mío, Maximio Alcorta, aunque este excelente camarada, que lo mismo se apasiona
del sexo hermoso que feo, tiene el raro y desgraciado talento de recomendar de
vez en cuando a las personas que más estima, unos tipos que no tardan en
mostrar sus malas mañas.
¡Cosas de Maximio Alcorta!
La misma tarde que destinaron a Gómez,
Garmendia comió conmigo.
Durante la charla de la mesa -ya que en
campaña a un tronco de yatay se llama así- me dijo que Gómez había sido cabo de
su compañía: que era un buen hombre, de carácter humilde, subordinado, y que su
falta era efecto de una borrachera.
Me añadió que cuando Gómez se embriagaba,
perdía la cabeza, hasta el extremo de ponerse frenético si le contradecían, y
que en ese estado lo mejor era tratarlo con dulzura, que así lo había hecho él,
siempre con el mejor éxito.
En una palabra. Garmendia me lo recomendó
con esa vehemencia propia de los corazones calientes, que así es el suyo, y por
eso cuantos le tratan con intimidad le quieren.
La varonil figura de Gómez y las
recomendaciones de Garmendia predispusieron desde luego mi ánimo en favor del
nuevo destinado.
A mi turno, pues, se lo recomendé al
capitán de la compañía de granaderos, diciéndole todo lo que me había prevenido
Garmendia.
El tiempo corrió...
Gómez cumplía estrictamente sus
obligaciones, circunspecto y callado, con nadie se metía, a nadie incomodaba.
Los oficiales le estimaban y los soldados le respetaban por su porte. De vez en
cuando le buscaban para tirarle la lengua y arrancarle tal cual agudeza
correntina.
En ese tiempo yo era mayor y jefe
interino del batallón 12 de línea. Todos los sábados pasaba personalmente una
revista general.
Me parece que lo estoy viendo a Gómez, en
las filas, cuadrado a plomo, inmóvil como una estatua, serio, melancólico, con
su fusil reluciente, con su correaje lustroso, con todo su equipo tan aseado
que daba gusto,
Gómez no tardó en volver a ser cabo.
Habrían pasado cinco meses.
Un día, paseábame yo a lo largo de la
sombra que proyectaba mi alojamiento, que era una hermosa carreta.
Esto era en el célebre campamento de
Tuyutí, allá por el mes de agosto.
¡En qué pensaba, cómo saberlo ahora!
Pensaría en lo que amaba o en la gloria, que son los dos grandes pensamientos
que dominan al soldado. Recuerdo tan sólo que en una de las vueltas que di una
voz conocida me sacó de la abstracción en que estaba sumergido.
Di media vuelta, y como a unos seis pasos
a retaguardia, vi al cabo Gómez, cuadrado, haciendo la venia militar,
doblándose para adelante, para atrás, a derecha e izquierda así como amenazando
perder su centro de gravedad.
Sus ojos brillaban con un fuego que no
les había visto jamás.
En el acto conocí que estaba ebrio.
Era la primera vez desde que había
entrado en el batallón.
Por cariño y por las prevenciones que me
había hecho Garmendia, le dirigí la palabra así:
-¿Qué quiere, amigo?
-Aquí te vengo a ver, ché Comandante, pa
que me des licencia usted.
-¿Y para qué quieres licencia?
-Para ir a Itapirú a visitar a una hermanita
que me vino de la Esquina.
-Pero hijo, si no estás bueno de la
cabeza.
-No, ché Comandante, no tengo nada.
-Bien, entonces, dentro de un rato, te
daré la licencia, ¿no te parece?
- Sí, sí.
Y esto diciendo, y haciendo un gran
esfuerzo para dar militarmente la media vuelta y hacer como era debido la
venia, Gómez giró sobre los talones y se retiró.
Pasó ese día, o mejor dicho llegó la
tarde, y junto con ella Garmendia.
Contele que Gómez se había embriagado por
primera vez, y me dijo que debía haberlo hecho para perder el miedo de hablar
con el jefe, que cuando estaba en su batallón así solía hacer algunas veces.
Como él y yo nos interesábamos en el
hombre, sobre tablas entramos a averiguar cuánto tiempo hacía que estaba ebrio
cuando habló conmigo.
Llamé al capitán de granaderos, le
hicimos varias preguntas y de ellas resultó exactamente lo que me acababa de
decir Garmendia: que Gómez había tomado para atreverse a llegar hasta mí.
Empezando por el sargento primero de su
compañía y acabando por el capitán, a todos los que debía les había pedido la
venia para hablar conmigo, estando en perfecto estado; de lo contrario, no se
la habrían concedido.
Al otro día de este incidente, Gómez
estaba ya bueno de la cabeza.
Iba a llamarlo, mas entraba de guardia,
según vi al formar la parada, y no quise hacerlo.
Terminado su servicio, le llamé, y
recordándole que tres días antes me había pedido una licencia, le pregunté si
ya no la quería.
Su
contestación fue callarse y ponerse rojo de vergüenza.
-¿Por cuántos días quiere Ud. licencia,
cabo?
-Por dos días, mi Comandante.
-Está bien; vaya Ud., y pasado mañana, al
toque de asamblea, está Ud. aquí.
-Está bien, mi Comandante.
Y esto diciendo, saludó respetuosamente,
y más tarde se puso en marcha para Itapirú, y a los dos días, cuando tocaban
asamblea, la alegre asamblea, el cabo Gómez entraba en el reducto, de regreso
de visitar a su hermana, bastante picado de aguardiente, cargado de tortas,
queso y cigarros que no tardó en repartir con sus hermanos de armas.
Yo también tuve mi parte, tocándome un
excelente queso de Goya, que me mandaba su hermana, a quien no conocía.
¡En el mundo no, hay nada más bueno, más
puro, más generoso que un soldado!
El tiempo siguió corriendo.
Marchamos de los campos de Tuyutí a los
de Curuzú para dar el famoso asalto de Curupaití.
Llegó el memorable día, y tarde ya, mi
batallón recibió orden de avanzar sobre las trincheras.
Se cumplió con lo ordenado.
Aquello era un infierno de fuego. El que
no caía muerto, caía herido y el que sobrevivía a sus compañeros contaba por
minutos la vida. De todas partes llovían balas. Y lo que completaba la grandeza
de aquel cuadro solemne y terrible de sangre, era que estábamos como envueltos
en un trueno prolongado, porque las detonaciones del cañón no cesaban.
A los cinco minutos de estar mi batallón
en el fuego sus pérdidas eran ya serias: muchos muertos y heridos yacían
envueltos en su sangre, intrépidamente derramada por la bandera de la patria.
Recorriendo de un extremo a otro hallé al
cabo Gómez, herido en una rodilla, pero haciendo fuego hincado.
-Retírese, cabo -le dije.
-No, mi Comandante -me contestó-, todavía
estoy bueno -y siguió cargando su fusil y yo mi camino.
Al regresar de la extrema derecha del
batallón a la izquierda, volví a pasar por donde estaba Gómez.
Ya no hacía fuego hincado, sino echado de
barriga, porque acababa de recibir otro balazo en la otra pierna.
-Pero, cabo, retírese, hombre, se lo
ordeno -le dije.
-Cuando Ud. se retire, mi Comandante, me
retiraré -repuso, y echando un voto, agregó: -¡paraguayos, ahora verán!
Y ebrio con el olor de la pólvora y de la
sangre, hacía fuego y cargaba su fusil con la rapidez del rayo, como si
estuviese ileso.
Aquel hombre era bravo y sereno como un
león.
Ordené a algunos heridos leves que se
retiraban que le sacaran de allí, y seguí para la izquierda.
El asalto se prolongaba...
Yendo yo con una orden, recibí un casco
de, metralla en un hombro, y no volví al fuego de la trinchera.
Pocos minutos después, el ejército se
retiraba salpicado con la sangre de sus héroes, pero cubierto de gloria.
Para pasar el parte, fue menester
averiguar la suerte que le había cabido a cada uno de los compañeros.
Esta ceremonia militar es una de las más
tristes.
Es una revista en la que los vivos
contestan por los muertos, los sanos por los heridos.
¿Quién no ha sentido oprimirse su pecho
después de un combate, durante ese acto solemne?
-¡Juan Paredes!
-¡ Presente!...
-¡Pedro Torres!
-¡Herido!...
¡Luis Corro!
-¡Muerto!...
¡Ah! ese "¡muerto!" hace un
efecto que es necesario sentirlo para comprender toda su amargura.
Según la revista que se pasó en el 12 de
línea por el teniente primero D. Juan Pencienati que fue el oficial más
caracterizado que regresó sano y salvo del asalto de Curupaití, y según otras
averiguaciones que se tomaron, conforme a la práctica, resultó que el cabo
Gómez había muerto y por muerto se le dio.
En la visita que se mandó pasar a los
hospitales de sangre no se halló al cabo Gómez.
Para mí no cabía duda de que Gómez, si no
había muerto, había caído prisionero herido.
Los soldados decían: -No, señor, el cabo
Gómez ha muerto. Nosotros le hemos visto echado boca abajo al retirarnos de la
trinchera con la bandera.
Yo sentía la muerte de todos mis soldados
como se siente la separación eterna de objetos queridos.
Pero, lo confieso, sobre todos los
soldados que sucumbieron en esa jornada de recuerdo imperecedero, el que más
echaba de menos era el cabo Gómez.
La actitud de ese hombre obscuro, tendido
de barriga, herido en las dos piernas y haciendo fuego con el ardor sagrado del
guerrero, estaba impresa en mí con indelebles caracteres.
Esta visión no se borrará jamás de mi
memoria. Perderé el recuerdo de ella cuando los años me hayan hecho olvidar
todo.
Y por hoy termino aquí, y mañana
proseguiré mi cuento.
Hoy te he narrado sencillamente la muerte
de un vivo. Mañana te contaré la vida de un muerto.
Si lo de hoy te ha interesado, lo de
mañana también te interesará.
A los del fogón que me escucharon les
sucedió así.
- VI -
Regreso de
Curupaití. Resurrección del cabo Gómez. Cómo se salvó. Sencillo relato.
Posibilidad de que un pensamiento se realice. Dos escuelas filosóficas. Un
asesinato que nadie había visto. Sospechas.
El ejército volvió a ocupar sus
posiciones de Tuyutí: mi batallón su antiguo reducto.
Durante algún tiempo fue pan de cada día
conversar del asalto de Curupaití, ora para hacer su crítica, ora para recordar
los héroes que cayeron mortalmente heridos aquel día de luto.
La sucesión del tiempo, nuevos combates,
otros peligros, iban haciendo olvidar las nobles víctimas.
Sólo persistía en el espíritu el recuerdo
de los predilectos; de esos predilectos del corazón, cuya imagen querida no
desvanecen ni el dolor ni la alegría.
De cuando en cuando, los hospitales de
Itapirú, de Corrientes y de Buenos Aires, nos remitían pelotones de valientes
curados de sus gloriosas y mortales heridas.
La humanidad y la ciencia hacían en esa
época de lucha diaria y cruenta, verdaderos milagros.
¡Cuántos que salieron horriblemente
mutilados del campo de batalla, no volvieron a los pocos días a empuñar con
mano vigorosa el acero vengador!
Los que mandaban cuerpos, enviaban de
tiempo en tiempo oficiales de confianza a revisar los hospitales, tomar buena
nota de sus enfermos o heridos respectivos y socorrerles en cuanto cabía.
Yo tenía frecuentes noticias de los
hospitales de Itapirú y de Corrientes. Los enfermos seguían bien. Día a día
esperaba algunas altas.
Pensaba en esto quizá, cierta mañana,
paseándome, según mi costumbre, por el parapeto de la batería, cuyos cañones
tenían constantemente dirigidas sus elocuentes y fatídicas bocas al montecito
de Yataytí-Corá, cuando un ayudante vino a anunciarme:
-Señor, una alta del hospital.
Su fisonomía traicionaba una sorpresa.
-¿Y quién, hombre?
-Un muerto.
-¿Cuál de ellos?
-El cabo Gómez.
Al oírle salté impaciente y alegre del
parapeto a la explanada, corriendo en dirección al rancho de la Mayoría.
La noticia de la aparición del cabo
Gómez, ya había cundido por las cuadras.
Cuando llegué a la puerta de la Mayoría,
un grupo de curiosos la obstruía.
Me abrieron paso y entré.
El cabo Gómez estaba de pie, apoyado en
su fusil y llevaba la mochila terciada. Sus vestiduras estaban destrozadas, su
rostro pálido, habíase adelgazado mucho y costaba reconocerle.
Realmente, parecía un resucitado.
Le di un abrazo, y ordené en el acto que
prepararan un baile para celebrar esa noche la resurrección de un compañero y
el regreso del primer herido.
El batallón era un barullo. Todos querían
ver a un tiempo al cabo; los unos le hacían señas con la cabeza, los otros con
las manos, los que no podían verle bien, se trepaban sobre el mojinete de los
ranchos; nadie se atrevía a dirigirle la palabra interrumpiéndome a mí.
-¿Y cómo te ha ido, hombre?
-Bien, mi Comandante.
-¿Dónde está la alta? -pregunté al
oficial encargado de la Mayoría.
Diómela, y notando que era de un hospital
brasilero, me dirigí al cabo.
-¿Qué, has estado en un hospital
brasilero?
-Sí, mi Comandante.
-¿Y cómo te salvaste de Curupaití? Cuando
yo te ordené salieras de la trinchera ya estabas herido de las dos piernas, no
te podías mover.
-Mi Comandante, cuando los demás se
retiraron con la bandera, viendo yo que nadie me recogía, porque no me oían o
no me veían, me arrastré como pude, y me escondí en unas pajas a ver si en la
noche me podía escapar.
-¿Y cómo te escapaste?
-Cuando los nuestros se retiraron, los
paraguayos salieron de la trinchera y comenzaron a desnudar los heridos y los
muertos. Yo estaba vivo; pero muy mal herido, y como vi que mataban a algunos
que estaban penando, me acabé de hacer el muerto a ver si me dejaban. No me
tocaron, anduvieron dando vueltas cerca de mí y no me vieron. Luego que la
noche se puso obscura, hice fuerzas para levantarme y me levanté y caminé agarrándome
del fusil, que es este mismo, mi Comandante.
Un silencio profundo reinaba en aquel
momento. Todos contenían hasta la respiración, para no perder una palabra de
las del cabo.
-¿Y por dónde saliste?
-Esa noche no pude salir, porque no era
baquiano, y me perdí varias veces, y me costaba mucho caminar, porque me dolían
los balazos. Pero así que vino la mañanita, ya supe dónde debía de ir, porque
oí la diana de los brasileros. Seguí el rumbo y el humo de un vapor, y salí a
Curuzú. Allí había muchos heridos, que estaban embarcando a mí me embarcaron
con ellos y me llevaron a Corrientes, y allí he estado en el hospital, y ya
estoy muy mejor, mi Comandante, y me he venido porque ya no podía aguantar las
ganas de ver el batallón.
-¡Viva el cabo Gómez, muchachos! -grité
yo.
-¡Viva! -contestaron los muy bribones,
que nunca son más felices que cuando se les incita al desorden y se les deja la
libertad de retozar.
Y se lo llevaron al cabo Gómez en
triunfo, dándole mil bromas, y siendo su venida inesperada un motivo de general
animación y contento durante muchas horas.
Estas escenas de la vida militar, aunque
frecuentes, son indescriptibles.
Garmendia vino esa tarde a compartir mi
pucherete, mi asado flaco y mi fariña, sabiendo ya por uno de los asistentes
que el cabo Gómez había resucitado.
Garmendia tiene fibra de soldado y estaba
infantilmente alegre del suceso; así fue que la primera cosa que me dijo al
verme, fue:
-Conque el cabo Gómez no había muerto en
Curupaití, ¡cuánto me alegro! ¿Y dónde está, llámelo, vamos a preguntarle cómo
se escapó?
Contele entonces todo lo que acababa de
referirme el cabo, pero como se empeñase en verle la cara, le hice venir.
Interrogado por Garmendia, repitió lo que
ya sabemos, con algunos agregados, como por ejemplo, que la noche que estuvo
oculto, él mismo se ligó las heridas, haciendo hilas y vendas de la ropa de un
muerto.
Contonos también que estaba muy triste y
avergonzado, porque en los primeros momentos del fuego, el día de Curupaití, el
alférez Guevara le había pegado un bofetón, creyendo que estaba asustado y
diciéndole:
-¡Eh!, haga fuego, déjese de mirar el
oído del fusil.
Que él no había estado asustado ese día,
que cuando el alférez le pegó, estaba limpiando la chimenea de su arma, que
recién se asustó un poco cuando los paraguayos salieron de sus posiciones
desnudando y matando, porque no tenía fuerzas para defenderse, y le dio miedo
que lo ultimaran sin poder hacerles cara.
Y todo esto era dicho con una ingenuidad
que cautivaba, dando la medida del temple de ese corazón de acero.
Garmendia gozaba como en el día de sus
primeras revelaciones. Yo me sentía orgulloso de contar en mis filas un nene
como aquél.
Confieso que le amaba.
Esa misma noche, y con motivo de las
interminables preguntas de Garmendia, supe que Gómez había padecido en otro
tiempo de alucinaciones.
Expliconos en su media lengua, lo mejor
que pudo, que en Buenos Aires, siendo más joven, había tenido una querida. Que
esta mujer le había sido infiel y que había estado preso por una puñalada que
le diera.
Al recordarla, una especie de celaje
sombrío envolvió su rostro, al mismo tiempo que cierta sonrisa tierna vagó por
sus labios.
La curiosidad aumentaba el interés de
este tipo, crudo, enérgico y fuerte, tan común en nuestro país.
Inquiriendo las causas que armaron el
brazo de este Otelo correntino, sacamos en limpio que su querida no había
faltado a los compromisos contraídos o a la fe jurada.
Que en sueños, mientras dormían juntos,
la había visto en brazos de un rival, que él aborrecía mucho, que cuando se
despertó, el hombre no estaba allí, pero que él lo veía patente; que lo hirió
en el corazón, y que, a un grito de su querida, volvió en sí, despertándose del
todo, y viendo recién que estaban los dos solos y que su cuchillo se había
clavado en el pecho de su bien amada.
Este relato debe conservarse indeleble en
la memoria de Garmendia, porque esa noche, después, me dijo varias veces que si
no pensaba escribir aquello.
Yo entonces tenía mi espíritu en otra
línea de tendencia y no lo hice nunca.
A no ser mi excursión a Tierra Adentro,
la historia de Gómez queda inédita, en el archivo de mis recuerdos.
Creerán algunos que a medida que corre la
pluma voy fraguando cosas imaginarias, por llenar papel y aumentar el efecto
artificial de estas mal zurcidas cartas.
Y sin embargo todo es cierto.
Los abismos entre el mundo real y el
mundo imaginario no son tan profundos.
La visión puede convertirse en una amable
o en una espantosa realidad.
Las ideas son precursoras de hechos.
Hay más posibilidad de que lo que yo
pienso sea que seguridad de que un acontecimiento cualquiera se repita.
Las viejas escuelas filosóficas
discurrían al revés.
El pasado no prueba nada. Puede servir de
ejemplo, de enseñanza no.
Pero me echo por esos trigales de la
pedantería y temo perderme en ellos.
Gómez nos hizo pasar una noche amena.
Al día siguiente otras impresiones
sirvieron de pasto a la conversación; sin duda alguna que nada hay tan fecundo
para la cabeza y para el corazón como dos ejércitos que se acechan, que se
tirotean y se cañonean desde que sale el sol hasta que se pone.
Gómez dejó de ocupar por algún tiempo la
atención de Garmendia y la mía.
¡Qué persistencia de personalidad!
Una mañana, regresando a caballo a mi
reducto, pasé como de costumbre por el campamento del viejo querido Mateo J.
Martínez.
Jamás lo hacía sin recibir o dar alguna broma.
Este viejo en prospecto, para que no
enfade, si desconoce su actualidad, tiene la facilidad difícil de hacerse
querer de cuantos le tratan con intimidad.
Iba a decir, que al pasar por el alojamiento
de don Mateo, supe por él que en mi batallón había tenido lugar un suceso
desagradable.
-¿Ud. paseando, amigo, y en su reducto
matando vivanderos?
-¡No embrome, viejo!
-¿Que no embrome? Vaya y verá.
Piqué el caballo y lleno de ansiedad y
confusión partí al galope, llegando en un momento a mi reducto,
No tuve necesidad de interrogar a nadie.
Un hombre maniatado que rugía como una fiera en la guardia de prevención me
descorrió el velo de misterio.
- ¡Desaten ese hombre! -grité con
inexplicable mezcla de coraje y tristeza
Y en el acto el hombre fue desatado, y
los rugidos cesaron, oyéndose sólo:
-Quiero hablar con mi Comandante.
Vino el Comandante de campo, y en dos
palabras me explicó lo acontecido.
-¡Han asesinado a un vivandero que estaba
de visita en el rancho del alférez Guevara!
-¿Quién?
-El cabo Gómez.
-¿Y quién lo ha visto?
-Nadie, señor; pero se sospecha sea él,
porque está ebrio, y murmura entre dientes: -Había jurado matarlo, ¡un botefón
a mí!...
¡Me quedé aterrado!
Pasé el parte sin mentar a Gómez.
Y aquí termino hoy.
Lo que no tiene interés en sí mismo,
puede llegar a picar la curiosidad del amigo y de los lectores, según el método
que se siga al hacer la relación.
El cabo Gómez queda preso.
- VII -
Presentimientos
de la multitud. Un asesino sin saberlo. Deseos de salvarle. Averiguaciones. Un
fiscal confuso. Juicios contradictorios. Agustín Mariño, auditor del Ejército
Argentino. Consejo de guerra. Dudas. Sentencia del cabo Gómez. Se confirma la
pena de muerte. Preparativos. La ejecución. Una aparición.
Un hombre había sido asesinado en pleno
día, durante la luz meridiana, en un recinto estrecho, de cien varas cuadradas,
en medio de cuatrocientos seres humanos, con ojos y oídos; el cadáver estaba
ahí encharcado en su sangre humeante, sin que nadie le hubiera tocado aún
cuando yo penetré en el reducto, y nadie, nadie, absolutamente nadie, podía
decir, apoyándose en el testimonio inequívoco de sus sentidos: el asesino es
fulano.
Y sin embargo, todo el mundo tenía el
presentimiento de que había sido el cabo Gómez y algunos lo afirmaban, sin
atreverse a jurar que lo fuera.
¡Qué extraño y profético instinto el de
las multitudes!
Inmediatamente que pasé el parte, que se
redujo a dar cuenta del hecho y a pedir permiso para levantar una sumaria,
traté de averiguar lo acontecido.
Cuando vino la contestación
correspondiente, yo estaba convencido ya de que el asesino era el cabo Gómez.
El hombre que viendo al extranjero
amenazar su tierra marcha cantando a las fronteras de la Patria; que cruza ríos
y montañas, que no le detienen murallas, ni cañones, que todo lo sacrifica,
tiempo, voluntad, afecciones, y hasta la misma vida, que si se le grita
¡arriba! se levanta, ¡adelante! marcha, ¡muere ahí!, ahí muere, en el momento
quizá más dulce de la existencia, cuando acaba de recibir tiernas cartas, de su
madre y de su prometida que esperanzadas en la bondad inmensa de Dios, le
hablan del pronto regreso al hogar, ¿ese hombre no merece que en un instante
solemne de la vida se haga algo por él?
Eso hice yo. Y para que no me quedase la
menor duda de que el asesino era el indicado, le hice comparecer ante mí, e interrogándole
con esa autoridad paternal y despótica del jefe, me hice la ilusión de
arrancarle sin dificultad el terrible secreto.
El cabo estaba aún bajo la influencia
deletérea del alcohol; pero bastante fresco para contestar con precisión a
todas mis preguntas.
-Gómez -le dije afectuosamente-, quiero
salvarte, pero para conseguirlo necesito saber si eres tú el que ha muerto al
hombre ese que estaba de visita en el rancho del alférez Guevara.
El cabo no respondió, clavándose sus ojos
en los míos y haciendo un gesto de esos que dicen: Dejadme meditar y recordar.
Dile tiempo, y cuando me pareció que el
recuerdo le asaltaba, proseguí:
-Vamos, hijo, dime la verdad.
-Mi Comandante -repuso con el aire y el
tono de la más perfecta ingenuidad-, yo no he muerto ese hombre.
-Cabo -agregué, fingiendo enojo-, ¿por
qué me engañas?, ¿a mí me mientes?
-No, mi Comandante.
-Júralo, por Dios.
-Lo juro, mi Comandante,
Esta escena pasaba lejos de todo testigo.
La última contestación del cabo me dejó sin réplica y caí en meditación,
apoyando mi nublada frente en la mano izquierda como pidiéndole una idea.
No se me ocurrió nada.
Le ordené al cabo que se retirara.
Hizo la venia, dio media vuelta y salió
de mi presencia, sin haber cambiado el gesto que hizo cuando le dirigí mi
primera pregunta.
A pocos pasos de allí le esperaban dos
custodias que lo volvieron a la guardia de prevención.
Yo llamé un ayudante y dicté una orden,
para que el alférez D. Juan Álvarez Río procediese sin dilación a levantar la
sumaria debida.
Álvarez era el fiscal menos aparente para
descubrir o probar lo acaecido; por eso me fijé en él. No porque fuera negado,
al contrario, sino porque es uno de esos hombres de imaginación impresionable,
inclinados a creer en todo lo que reviste caracteres extraordinarios o
maravillosos.
A pesar del juramento del cabo yo tenía
mis dudas, y estaba resuelto a salvarle aunque resultasen vehementes indicios
contra él de lo que Álvarez inquiriese.
Volví, pues, a tomar nuevas
averiguaciones con el doble objeto de saber la verdad y de mistificar la
imaginación de Álvarez, previniendo mañosamente el ánimo de algunos.
Por su parte, Álvarez se puso en el acto
en juego, no habiéndoselas visto jamás más gordas.
Empezó por el reconocimiento médico del
cadáver, registro, etc., y luego que se llenaron las primeras formalidades,
vino a mí para hacerme saber que en los bolsillos del muerto se había hallado
algún dinero, creo que doce libras esterlinas, y consultarme qué haría con
ellas.
Díjele lo que debía hacer, y así como
quien no quiere la cosa, agregué: -¿No le decía a Ud. que Gómez no podía ser el
asesino? ; se habría robado el dinero.
Esta vulgaridad surtió todo el efecto
deseado, porque Álvarez me contestó: -Eso es lo que yo digo, aquí hay algo.
Más tarde volvió a decirme que se había
encontrado un cuchillo ensangrentado cerca del lugar del crimen; pero que
habiendo muchos iguales no se podía saber si era el del cabo Gómez o no; que
después lo sabría y me lo diría, porque era claro que si Gómez tenía el suyo,
el asesino no podía ser él.
Aunque era cierto que la desaparición del
cuchillo de Gómez podría probar algo, también podría no probar nada. Era, sin
embargo, mejor que resultase que el cabo tenía el suyo.
Otro cabo, Irrazábal, hombre de toda mi
confianza, que había sido mi asistente mucho tiempo, fue de quien me valí para
saber si Gómez tenía o no su cuchillo.
Irrazábal estaba de guardia, de manera
que no tardé en salir de mi curiosidad.
Gómez tenía su cuchillo, y en la cintura
nada menos.
Quedeme perplejo al saberlo.
Voy a pasar por alto una infinidad de
detalles. Sería cosa de nunca acabar.
Álvarez siguió fiscalizando los hechos,
enredándose más a medida que tomaba nuevas declaraciones; lo que sobre todo
acabó de hacerle perder su latín, fue la declaración de Gómez, que negó
rotundamente haber asesinado a nadie.
Unas cuantas manchas de sangre que tenía
en la manga de la camisa, cerca del puño, dijo que debían ser de la carneada.
Efectivamente, esa mañana había estado en
el matadero del ejército, con un pelotón de su compañía que salió de fajina.
Y para mayor confusión, resulta que se
había dado un pequeño tajo en el pulgar de la mano izquierda, con el cuchillo
de otro soldado.
No obstante, la conciencia del batallón
-sin que nadie hubiese afirmado terminantemente cosa alguna contra Gómez-
seguía siendo la conciencia del primer momento: Gómez es el asesino.
Al fin, acabó por haber dos partidos: uno
de los oficiales y de los soldados más letrados; otro de los menos avisados,
que era el partido de la gran mayoría.
La minoría sostenía que Gómez no era el
asesino del vivandero, y hasta llegó a susurrarse que éste y el alférez Guevara
habían tenido una disputa muy acalorada, insinuando otros con malicia que
Guevara le debía mucho dinero.
Álvarez estaba desesperado de tanta
versión y opinión contradictoria, y sobre todo, lo que más le trabucaba era la
opinión mía, favorable en todas las emergencias que sobrevenían a la causa de
Gómez.
Los oficiales más diablos le tenían
aterrado zumbándole al oído que sería severamente castigado si nada probaba, y
con mucha más razón si sin pruebas ponía una vista contra Gómez.
El pobre alférez iba y venía en busca de
mi inspiración y salía siempre cabizbajo con esta reflexión mía:
-¡Cuántas veces no pagan justos por
pecadores!
Como era natural, la sumaria no tardó en estar
lista. En campaña el término es limitadísimo para estos procedimientos.
Fue elevada, y sobre la marcha se ordenó
que el cabo Gómez fuera juzgado en Consejo de Guerra ordinario.
El auditor del Ejército, joven español
lleno de corazón y de talento, que sirvió como un bravo, que luchó como un
hombre templado a la antigua, contra el cólera dos veces, contra la fiebre
intermitente, contra todas las demás plagas del Paraguay, y que ha muerto en el
olvido, que así suele pagar la patria la abnegación, era mi particular amigo;
yo le había colocado al lado del General Emilio Mitre cuando dejé de ser su
secretario militar.
Por él supe lo que contenía la causa de
Gómez, que Álvarez, a pesar de su notoria inhabilidad, algo había descubierto,
que arrojaba sospechas de que Gómez era el verdadero autor del crimen.
Nombrado el consejo y prevenido yo por
Mariño procuré con el mayor empeño hacer atmósfera en pro de mi protegido,
viendo a los vocales, conversándoles del suceso y diciéndoles qué clase de
hombre era el acusado, sus servicios, su valor heroico y el amor que por esas
razones le tenía.
Reuniose el consejo el día y hora
indicado, y Gómez fue llevado ante él, con todas las formalidades y aparato
militar, que son imponentes.
La opinión del batallón se había hecho
mientras tanto unánime contra Gómez. Sólo había disputas sobre su suerte. Los
unos creían que sería fusilado; los otros que no, que sería recargado, porque
el General en jefe, en presencia de sus méritos y servicios, que yo haría
constar, le conmutaría la pena, dado el caso que el consejo le sentenciara a
muerte.
Yo era el único que no tenía opinión
fija.
Parecíame a veces que Gómez era el
asesino, otras dudaba, y lo único que sabía positivamente era que no omitiría
esfuerzo por salvarle la vida.
A fin de no perder tiempo, asistí como
espectador al juicio, mas viendo que el ánimo de algunos era contrario a mi
ahijado, me disgusté sobremanera y me volví a mi campo sumamente contrariado.
Se leyó la causa, y cuando llegó el
momento de votar, el consejo se encontró atado. En conciencia, ninguno de los
vocales se atrevía a fallar condenando o absolviendo.
Entonces, guiado el consejo por un
sentimiento de rectitud y de justicia, hizo una cosa indebida.
Remitieron los autos y resolvieron
esperar. Y volviendo éstos sin tardanza, el Consejo Ordinario se convirtió en
Consejo de Guerra verbal, teniendo el acusado que contestar a una porción de
preguntas sugestivas, cuyo resultado fue la condenación del cabo.
Los que presenciaron el interrogatorio,
me dijeron que el valiente de Curupaití no desmintió un minuto siquiera su
serenidad, que a todas las preguntas contestó con aplomo.
Antes de que el cabo estuviera de regreso
del consejo, ya sabía yo cuál había sido su suerte en él.
Púseme en movimiento, pero fue en vano.
Nada conseguí. El superior confirmó la sentencia del consejo, y al día
siguiente en la Orden General del Ejército salió la orden terrible mandando que
Gómez fuera pasado por las armas al frente de su batallón, con todas las
formalidades de estilo.
No había que discutir ni que pensar en
otra cosa, sino en los últimos momentos de aquel valiente infortunado.
¡La clemencia es caprichosa!
Los preparativos consistieron en ponerle
en capilla y en hacer llamar al confesor.
Todos habían acusado a Gómez y todos
sentían su muerte.
El cabo oyó leer su sentencia, sin
pestañear, cayendo después en una especie de letargo. Yo me acerqué varias
veces a la carpa en que se le había confinado, hablé en voz alta con el
centinela y no conseguí que levantara la cabeza.
El confesor llegó; era el padre Lima.
Gómez era cristiano y le recibió con esa
resignación consoladora que en la hora angustiosa de la muerte da valor.
El padre estuvo un largo rato con el reo,
y dejándole otro solo como para que replegase su alma sobre sí misma, vino
donde yo estaba encantado de la grandeza de aquel humilde soldado.
Quise preguntarle si le había confesado
algo del crimen que se le imputaba, y me detuve ante esa interrogación
tremenda, por un movimiento propio y una admonición discreta del sacerdote, que
sin duda conoció mi intención y me dijo: -Queda preparándose.
Yo pasé la noche en vela junto con el
padre. Él por sus deberes, y yo por mi dolor, que era intenso, verdadero,
imponderable; no podíamos dormir.
Quería y no quería hablar por última vez
con el cabo.
Me decidí a hacerlo.
¡Pobre Gómez! Cuando me vio entrar
agachándome en la carpa, intentó incorporarse y saludarme militarmente. Era
imposible por la estrechez.
-No te muevas, hijo -le dije.
Permaneció inmóvil.
-Mi Comandante -murmuró.
Al oír aquel mi Comandante, me pareció
escuchar este reproche amargo: -Ud. me deja fusilar.
-He hecho todo lo posible por salvarte,
hijo.
-Ya lo sé, mi Comandante -repuso, y sus
ojos se arrasaron en lágrimas, y los míos también, abrazándonos.
Dominando mi emoción le pregunté:
-¿Cómo hiciste eso?
-Borracho, mi Comandante.
-¿Y cómo me lo negaste el primer día?
-Ud. me preguntó por un vivandero, y yo
creía haber muerto al alférez Guevara.
-¿Esa fue tu intención?
-Sí, mi Comandante; me había dado un
bofetón el día del asalto de Curupaití, sin razón alguna.
-¿Y qué has confesado en el Consejo?
-Mi Comandante, no lo sé. Yo he creído
que el muerto era el alférez. Me han preguntado tantas cosas que me he perdido.
Salí de allí...
Hablé con el padre y le rogué le preguntara
a Gómez qué quería.
Contestó que nada.
Le hice preguntar si no tenía nada que
encargarme, que con mucho gusto lo haría.
Contestó, que cuando viniese el
Comisario, le recogiese sus sueldos: que le pagase un peso que le debía al
sargento primero de su compañía y que el resto se lo mandara a su hermana, que
vivía en la Esquina, villorrio de Corrientes rayano de Entre Ríos.
Pasó la noche tristemente y con lentitud.
El día amaneció hermoso, el batallón
sombrío.
Nadie hablaba. Todos se aprestaban en
sepulcral silencio para las ocho. Era la hora funesta y fatal.
La orden, que yo presidiera la ejecución.
No lo hice, porque no podía hacerlo.
Estaba enfermo.
Mi segundo salió con el batallón y mandó
el cuadro.
Yo
me quedé en mi carreta. La caja batía marcha lúgubremente.
Yo me tapé los oídos con entrambas manos.
No quería oír la fatídica detonación.
Después me refirieron cómo murió Gómez.
Desfiló marcialmente por delante del
batallón repitiendo el rezo del sacerdote.
Se arrodilló delante de la bandera, que
no flameaba sin duda de tristeza. Le leyeron la sentencia, y dirigiéndose con
aire sombrío a sus camaradas, dijo con voz firme, cuyo eco repercutió con
amargura:
-¡Compañeros: así paga la Patria a los
que saben morir por ella! Textuales palabras, oídas por infinitos testigos que
no me desmentirán. Quisieron vendarle los ojos y no quiso.
Se hincó... -Un resplandor brilló... los
fusiles que apuntaron... oyose un solo estampido... Gómez había pasado al otro
mundo.
El batallón volvió a sus cuadras y los
demás piquetes del ejército a las suyas, impresionados con el terrible ejemplo,
pero llorando todos al cabo Gómez.
A los pocos días yo tuve una aparición.
Decididamente hay vidas inmortales.
- VIII -
El palmar de
Yataití. Sepulcro de un soldado. Su memoria. Sus últimos deseos cumplidos. El
rancho del General Gelly y lo que allí pasó. Resurrección. Visión realizada.
Fanatismo.
A inmediaciones de mi reducto estaba el
palmar de Yataití, donde tantos y tan honrosos combates para las armas
argentinas tuvieron lugar.
Allí fue enterrado el cabo Gómez, y sobre
su sepulcro mandé colocar una tosca cruz de pino con esta inscripción:
"Manuel Gómez, cabo del 12 de
línea".
Durante algunas horas, su memoria ocupó
tristemente la imaginación de mis buenos soldados. Y, poco a poco, el olvido,
el dulce olvido fue borrando las impresiones luctuosas de ese día. Al
siguiente, si su nombre volvió a ser mentado, no fue ya a impulsos del dolor
sufrido.
Así es la vida, y así es la humanidad.
Todo pasa, felizmente, en una sucesión constante, pero interrumpida, de
emociones tiernas o desagradables, profundas y superficiales. Ni el amor, ni el
odio, ni el dolor, ni la alegría absorben por completo la existencia de ningún
mortal. Sólo Dios es imperecedero.
La muchedumbre olvidó luego, como ves, el
trágico fin del cabo.
Yo me dispuse a cumplir sus últimas
voluntades.
Llamé al sargento primero de la compañía
de Granaderos, y con esa preocupación fanática que nos hace cumplir
estrictamente los caprichos póstumos de los muertos queridos, le pagué el peso
que le debía el cabo.
Confieso que después de hacerlo, sentía
un consuelo inefable.
¡Cuesta tanto a veces cumplir las pequeñeces!
Es por eso que el hombre debe ser
observado y juzgado por sus obras chicas, no por sus obras grandes.
En el cumplimiento de las últimas, está
interesado generalmente el honor o el crédito, el amor propio o el orgullo, el
egoísmo o la ambición.
En el cumplimiento de las primeras no
influye ninguno de esos poderosos resortes del alma humana, sino la conciencia.
Cancelada la deuda con el sargento, me
quedaba por hacer la remisión prometida de los haberes devengados de Gómez a la
Esquina.
Esperar el Comisario era un sueño.
¿Cuándo vendría éste? Y si venía, ¿estaría yo vivo, ¿Me entregaría, sobre todo,
los sueldos del cabo? ¿El Estado no es el heredero infalible de nuestros
soldados muertos en el campo de batalla, por él mismo, o por la libertad de la
Patria, o por su honor ultrajado?
¿No es esa la consecuencia del odioso e
imperfecto sistema administrativo militar que tenemos?
Gómez no era un soldado antiguo en mi
batallón. Reservándome, pues, ver si recogía sus sueldos de Guardia Nacional,
resolví mandarle a su hermana los seis u ocho que se le debían como soldado de
línea.
Simbad, el corresponsal del Standard, a
la sazón en el teatro de la guerra, era vecino de la Esquina y mi antiguo
amigo.
Debo a él la iniciación en un mundo
nuevo, la lectura del Cosmos, ese monumento imperecedero de la sapiencia del
siglo XIX.
De Simbad iba a velarme para remitir a su
destino la pequeña herencia.
Habrían pasado cincuenta y dos horas
desde el instante en que el cabo Gómez, según dejo relatado, recibió en su
pecho intrépido las balas de sus propios compañeros en cumplimiento de una
orden y del más terrible de los deberes.
Yo había ido de mi reducto, según costumbre
que tenía, al alojamiento del jefe de Estado Mayor.
Tenía éste dos puertas. Una que daba al
naciente y otra al poniente. La última estaba abierta. El General Gelly
escribía con una pausa metódica, que le es peculiar, en una mesita, cuya
colocación variaba según las horas y la puerta por donde entraba el sol. Esta
vez se hallaba colocada cerca de la puerta abierta. Yo estaba sentado en una
silla de baqueta paraguaya, dándole la espalda.
¿En qué pensaba?
Probablemente, Santiago amigo, en lo
mismo que aquel tipo de comedia de San Luis, que te ponderaba un día las
delicias de su estancia.
-Aquí me lo paso, te decía cierta hermosa
tarde de primavera desde el corredor, que dominaba una vasta campiña,
pensando... pensando...
Y tú, interrumpiéndole, con tu sorna
característica: -En qué... en qué...
Y el pobre hombre contestaba: -En nada...
en nada...
El General era distraído de su escritura
a cada paso, por oficiales que se presentaban con distintas solicitudes,
dirigiéndole la palabra desde el dintel de la puerta.
Yo seguía pensando...
En el instante en que mi pensamiento se
perdía, qué sé yo en qué nebulosa, un eco del otro mundo, con tonada
correntina, resonó en mis oídos.
-Aquí te vengo a ver, V. E., para que...
Mi sangre se heló, mi respiración se
interrumpió... quise dar vuelta, ¡imposible!
-Estoy ocupado -murmuró el General, y el
ruido del rasguear de su pluma que no se interrumpió, produjo en mi cabeza un
efecto nervioso semejante al que produce el rechinar estridoroso de los dientes
de un moribundo.
-Háceme, ché, V. E., el favor...
-Estoy ocupado -repitió el General.
Yo sentí algo como cuando en sueños se
nos figura que una fuerza invisible nos eleva de los cabellos hasta las alturas
en que se ciernen las águilas.
Debía estar pálido, como la cera más
blanca.
El General Gelly fijó casualmente su
mirada en mí, y al ver la emoción misteriosa de que era presa, preguntome con
inquietud:
-¿Qué tiene Ud.?
No
contesté... Pero oí... El vértigo iba pasando ya.
El General estaba confuso. Yo debía
parecer muerto y no enfermo.
-¡Mansilla! -dijo.
-General -repuse, y haciendo un esfuerzo
supremo, di vuelta la cabeza y miré a la puerta.
Si hubiese sido mujer, habría lanzado un
grito y me hubiera desmayado.
Mis labios callaron, pero como suspendido
por un resorte y a la manera de esos maniquíes mortuorios que se levantan en
las tablas de la escena teatral, fuime levantando poco a poco de la silla y
como queriendo retroceder.
-Ché, V. E., hacé vos el favor -volvió a
oírse.
El General Gelly se puso de pie, y
dirigiéndose a la voz que venía de la puerta, contestó:
-¿Qué quieres?
Yo sentí un sudor frío por mi frente, y
llevando mi mano a ella y como queriendo condensar todas mis ideas y recuerdos
o hacerlos converger a un solo foco, miré al General y exclamé con pavor:
-¡El cabo Gómez!
Efectivamente, el cabo Gómez estaba ahí,
en la puerta del rancho del General, con el mismo rostro que tenía la noche que
le vi por última vez.
Sólo su traje había variado. No revestía
ya el uniforme militar, sino un traje talar negro.
Mis ojos estuvieron fijos en él un
instante, que me pareció una eternidad.
El
General Gelly volvió a repetir:
-Vamos, ¿qué quieres? -Y dirigiéndose a
mí: -¿Está usted enfermo?
La aparición contestó:
-Quiero que me dejes velar la crucecita
de mi hermano.
-¿La crucecita de tu hermano? -repuso el
General, con aire de no entender bien.
-Sí, pues, Manuel Gómez, que ya murió...
Y esto diciendo, echó a llorar, enjugando
sus lágrimas con la punt del pañuelo negro que cubría sus hombros.
Mientras se cambiaron esas palabras, yo
volví en mí.
-¿Y dónde está la crucecita de tu
hermano? -dijo el General.
-En el cementerio de la Legión Paraguaya.
Entonces, tomando yo la palabra, como
aquella desdichada mujer no podía dejar de interesarme, le dije:
-No, estás equivocada, la cruz de Gómez
no está ahí.
-Yo sé -murmuró.
Queriendo convencerla, le dije:
-Yo soy el jefe del 12 de línea, que era
el cuerpo de tu hermano.
-Yo sé -murmuró, retrocediendo con
marcada impresión de espanto.
-Yo tengo los sueldos de tu hermano para
ti, ven a mi batallón, que está en el reducto de la derecha, te los daré y te
haré enseñar dónde está su cruz.
-Yo sé -murmuró.
Un largo diálogo se siguió. Yo pugnando
porque la mujer fuera a mi reducto para darle los sueldos de su hermano e
indicarle el sitio de su sepultura, y ella aferrada en que no, contestando
sólo: Yo sé.
El General Gelly, picado por la
curiosidad de aquel carácter tan tenaz, al parecer, la hizo varias preguntas:
-¿De dónde vienes?
-De la Esquina.
-¿Cuándo saliste de allí?
-Antes de ayer.
-¿Dónde supiste la muerte de tu hermano?
-En ninguna parte.
-¡Cómo en ninguna parte!
-En ninguna parte, pues.
-Te la han dado en Itapirú, o aquí en el
campamento?
-En ninguna parte.
-¿Y entonces, cómo la has sabido?
La hermana de Gómez refirió entonces, con
sencillez, que en sueños había visto a su hermano que lo llevaban a fusilar;
que como sus sueños siempre le salían ciertos, había creído en la muerte de
aquel, y que tomando el primer vapor que pasó por la Esquina, se había venido a
velar su crucecita, que estaba en el cementerio de los paraguayos, idea que era
fija en ella.
A las interpelaciones del General Gelly
siguieron las mías.
El sueño de la hermana de Gómez había
tenido lugar, precisamente en el momento en que éste estaba en capilla,
recibiendo los auxilios espirituales.
Un hilo invisible y magnético une la
existencia de los seres amantes que viven confundidos por los vínculos
tiernísimos del corazón.
Y como ha dicho un gran poeta inglés: Hay
más cosas en el cielo y en la tierra de las que ha soñado la filosofía.
Empeñeme con la mujer cuanto pude, a fin
de que fuera a mi reducto, intentando seducirla con el halago de los sueldos de
su hermano.
¡Fue en vano!
El General la despidió, diciéndole que
podía velar la crucecita de su hermano.
Y después de cambiar algunas palabras
conmigo sobre aquel extraño sueño realizado, filosofando sobre la vida y la
muerte, a mis solas me volví a mi campo.
Mandé llamar a Garmendia en el acto, y le
relaté todo lo sucedido.
Despachamos en seguida emisarios en busca
de la hermana de Gómez.
Halláronla, pero fue inútil luchar contra
su inquebrantable resolución de no verme, y menos convencerla de que la
crucecita de su hermano no estaba en el cementerio que ella decía.
Esa noche hubo un velorio al que
asistieron muchos soldados y mujeres de mi batallón prevenidos por mí.
Por ellos supe que la hermana de Gómez,
siendo yo el jefe del 12, me achacaba a mí su muerte, y, asimismo, que en la
Esquina tenía algunos medios de vivir, confirmando todos, por supuesto, que la
noticia del fusilamiento se la dio Dios en sueños.
Al día siguiente del velorio la Mujer
desapareció del ejército, sin que nadie pudiera darme de ella razón.
El único mérito que tiene este cuento de
fogón, que aquí concluye, es ser cierto.
No todas las historias pueden reivindicar
ese crédito.
¿Si será verdad que el público no se ha
dormido leyéndolo?
A los del fogón les pasaron distintas
cosas.
Cuando yo terminé, unos roncaban, otros
(la mayor parte) dormían.
Se oían sonar los cencerros de las
tropillas; la luna despedía ya alguna claridad.
-¡A caballo, cordobeses! -grité-, ¡se
acabaron los cuentos!
Y todo el mundo se puso en movimiento, y
un cuarto de hora después rumbeábamos en dirección a un oasis denominado Monte
de la Vieja.
¡Buenas noches!, por no decir buenos
días, o salud, lector paciente.
- IX -
La Alegre.
En qué rumbo salimos. ¿Los viajes son un placer? Por qué se viaja. Monte de la
Vieja. El alpataco. El Zorro Colgado. Pollo-helo. Us-helo. Qué es aplastarse un
caballo. Coli-Mula. La trasnochada. Precauciones.
La Alegre es una laguna de agua dulce,
permanente, cuyo nombre le cuadra muy bien, como que está situada en un
accidente del terreno de cierta elevación, circunvalada de médanos y arbustos,
que suministran una excelente leña, y de abundante pasto.
Las cabalgaduras se dieron allí una buena panzada, que no se les
indigestó. ¡Ojalá que a ti y al lector les sucediera lo mismo con el cuento del
cabo Gómez! Si sucediese lo contrario, me vería en el caso de suprimir otros
que deben venir a su tiempo.
Nos pusimos en marcha.
El rumbo, sur recto, o reuto, como dicen
los paisanos.
El camino, o mejor dicho, la rastrillada,
cruzaba por un campo lleno de chañaritos espinosos. La luna estaba en su
descenso, el cielo nublado, la noche obscura, de modo que no pudiendo ver con
facilidad los objetos, a cada paso rehuía el caballo la senda por no espinarse,
espinándose el jinete y evitando el culebreo del animal que nos durmiéramos
profundamente.
Todos los que viajan ponderan alguna
maravilla, la que más ha llamado su atención, o tienen alguna anécdota
favorita, algo que contar, en suma, aunque más no sea que han estado en París,
barniz que no a todos se les conoce.
¿Dirás que no es cierto?
En lo que suelen estar divididas las
opiniones de los tourist, y desde luego las opiniones de los que no han
viajado, que es más fácil coincidir en pareceres cuando se conocen
prácticamente las cosas, es sobre el capítulo: placer de los viajes.
Ni todos viajan del mismo modo, ni por
las mismas razones, ni con el mismo resultado.
Se viaja por gastar el dinero, adquirir
un porte y un aire chic, comer y beber bien.
Se viaja por lucir la mujer propia, y a
veces la ajena.
Se viaja por instruirse.
Se viaja por hacerse notable.
Se viaja por economía.
Se viaja por huir de los acreedores.
Se viaja por olvidar.
Se viaja por no saber qué hacer.
Vamos, sería inacabable el enumerar todos
los motivos por qué se viaja; como sería inacabable decir para qué se viaja.
No olvidemos que estas dos proposiciones,
aunque son muy parecidas, gramaticalmente no significan lo mismo. Ambas
significan causa o fin: pero para responde más que por a la idea de afecto.
Por ejemplo:
¿No es común ir a Europa por instruirse
para olvidar lo poco que se ha aprendido en la tierra?
¿No suele suceder hacer un viaje por
curarse para morir en el camino?
Ir por lana para salir trasquilado.
Madame de Stäel dice, que viajar es,
digan lo que quieran, un placer tristísimo.
Sea de esto lo que fuere, yo digo que
viajando por los campos, en noche clara u obscura, es un placer dormir.
Por mi parte, al tranco, al trote o al
galope, yo duermo perfectamente. Y no sólo duermo sino que sueño.
¡Cuántas veces un amigo que tengo en
Córdoba, Eloy Avila, no sorprendió mis sueños, y yendo a la par mía, no me alzó
el rebenque!
Sea de esto lo que fuere, el hecho es que
el camino de la Laguna Alegre al Monte de la Vieja, no permitiendo dormir a
gusto por el inconveniente de los arbustos, me pareció poco divertido.
Por fortuna, el terreno era mejor que el
de la primera etapa. El guadal no nos amenazaba a cada paso, las mulas
cargueras no caían y levantaban acá y acullá como antes de llegar a la Alegre.
Serían las tres y media de la mañana
cuando llegamos al Monte de la Vieja.
Amanecía muy tarde, así fue que resolví
pasar allí otro rato.
¡Desensillar y a la leña!, fue el grito
de orden.
El fogón volvió a arder con una rapidez
maravillosa.
Uno de los talentos del gaucho argentino
consiste en la prontitud con que halla leña y en la asombrosa facilidad con que
hace fuego.
Ellos hallan leña donde ningún otro la
ve, y hacen fuego en el agua
Y a propósito de leña que no se ve,
¿conoces, Santiago, lo que es el algarrobo alpataco?
Es un arbustito, muy pequeño, cuyo
desarrollo se hace subterráneamente, echando raíces gruesísimas, que aunque
estén verdes, tienen tanta resina que arden como sebo.
Tú conoces el chañar. Pues así es el
alpataco.
En los campos al sur de Río Cuarto,
particularmente en los de Sampacho, y en algunos al sur del Río Quinto, abunda
este arbustito, que más bien parece un algarrobo común naciente.
El ojo necesita estar ejercitado para
distinguir el uno del otro.
¡Se puso un asado!
Mientras se hacía, habiendo calentado
agua en un verbo, se cebaba mate y se daban sendas cabeceadas.
En este fogón no hubo cuentos. Hubo
hambre y sueño y algunas órdenes para en cuanto amaneciera.
Cominos, dormimos, y cuando... iba a
decir gorjeaban las avecillas del monte...
¡Pero qué, si en la Pampa no hay
avecillas! -por casualidad se ven pájaros, tal cual carancho. Las aves, excepto
las acuáticas, buscan la inmediación de los poblados.
Y luego, el Monte de la Vieja no es más
que un pequeño grupo de árboles, no muy viejos, bajo cuyo destruido ramaje
apenas pueden guarecerse unas cuantas personas.
La luz crepuscular venía anunciando el
día en el momento en que, cumpliendo mis órdenes, se pusieron en juego todos
los asistentes al llamado de Camilo Arias, un hombre de toda mi confianza,
alférez de Guardia Nacional del Río Cuarto, cuya pintura no faltará ocasión de
hacer.
Era completamente de día cuando dejábamos
el Monte de la Vieja, dirigiéndonos a otro paraje, donde debía haber leña y
agua sobre todo.
El rumbo era sur arriba, o sur con
algunos grados de inclinación al oeste.
La noche había estado templada, así fue
que la mañana no presentó ninguno de esos fenómenos meteorológicos que suele
ofrecer la Pampa, cuando después de un rocío abundante o de una fuerte helada
sale el sol caliente.
Marchábamos.
El terreno presenta pocos accidentes;
cañadas y cañadones, que se van encadenando, montecitos de pequeños arbustos
quemados aquí, creciendo o retoñando allí; salitrales que engañan a la
distancia, con su superficie plateada como la del agua.
El objetivo a que me dirigía era el Zorro
Colgado.
Por qué se llamaba así este lugar, es
echarse a nadar buscando un objeto perdido. Probablemente el primer cristiano
que llegó allí halló un zorro colgado por los indios en algún árbol.
Seis leguas representan, no andando con
apuro, dos horas y media de camino; contemplando las cabalgaduras, como es
debido en las correrías lejanas, un poco más.
Cuando llegamos al Zorro Colgado serían
las diez de la mañana.
El campo recorrido es muy solo. No tiene
bichos o aves, como le llaman los paisanos a los venados, peludos, mulitas, guanacos,
etc.
El zorro colgado no estaba, por supuesto.
Aquel punto es un grupito de árboles,
chañares viejos, más altos que corpulentos. Tiene una aguadita que se seca
cuando el año no es lluvioso.
Allí paramos un rato, lo bastante para que
las bestias de carga que se habían quedado atrás llegaran, y después de haber
bebido bien seguimos caminando en el mismo rumbo, hasta llegar a Pollo-helo,
que quiere decir, en lengua ranquelina, Laguna del Pollo, y cuya pronunciación
debe hacerse nasal o gangosamente, verbigracia, como si la palabra estuviese
escrita así y debieran sonar todas las letras: Pollonguelo.
Aquí variamos de rumbo un poco buscando
el sur recto, y así seguimos como legua y media por un campo muy guadaloso y
pesado, en el que caímos y levantamos varias veces, lo mismo que las mulas de
carga, hasta llegar a Us-helo, donde hay otro grupo de árboles, una aguada
semejante a la anterior y una lagunita de agua salobre, pero potable no
habiendo seca.
Las cabalgaduras se habían aplastado algo
con la legua y media de guadal.
Aplastarse es un término del país, que
vale más que fatigarse y menos que cansarse, cuando se quiere expresar el
estado de un caballo.
Hicimos alto, se hizo fuego, se hizo cama
para una siesta, se descansó, se tomó mate, se durmió y a las cansadas llegaron
las mulas de carga, que habiendo caído en una cañada mojaron las petacas de los
padres franciscanos.
Serían las tres cuando nos movimos de
aquí en dirección a Coli-Mula, que de la etapa anterior queda en rumbo sur.
Este trayecto es más variado que los
demás; el terreno se quiebra acá y allá en grandes bajíos salitrosos y en
grupos considerables de arbustos crecidos.
En un inmenso pajonal sembrado de grandes
árboles diseminados, pillamos un caballo que hacía pocos días andaba por allí,
pues no estaba alzado aún.
Cuando llegamos a Coli-Mula, que quiere
decir mula colorada, habíamos andado tres leguas.
No sé por qué se llama así ese paraje. No
hay árboles. Es una linda lagunita circular, de agua excelente y abundante que
dura mucho.
Resolví descansar allí hasta las nueve de
la noche, y adelantar dos hombres.
El cielo comenzaba a fruncir el ceño, una
barra negra se dibujaba en el horizonte hacia el lado del poniente, el sol
brillaba poco.
Íbamos a tener viento o agua.
Llamé al cabo Guzmán, magnífico tipo
criollo, y al indio Angelito, escribí algunas cartas, les di mis instrucciones
y los despaché, después de asegurarme de que habían entendido bien.
Llevaban encargo especial de llegar a las
tolderías del cacique Ramón, que son las primeras, y de decirle que pasaría de
largo por ellas, no sabiendo si al cacique Mariano le parecería bien que
visitase primero a uno de sus subalternos, y que al regreso lo haría.
Partieron los chasquis.
Mientras yo tomaba las antedichas
disposiciones, otros se ocupaban en hacer un buen fogón, preparándonos para la
trasnochada.
Los chasquis no se habían perdido de
vista aún, cuando frescas y recias ráfagas de viento comenzaron a augurar la
inevitable proximidad de la tormenta.
El cielo se puso negro.
La experiencia nos dijo que debíamos
renunciar al fogón y al asado y prepararnos para una noche toledana por no
decir pampeana.
El viento arreció, gruesas gotas de agua
comenzaron a caer, la noche avanzaba, o mejor dicho, se anticipaba con rapidez.
Pronto estuvimos envueltos en una
completa obscuridad.
Llovía a cántaros, silbaba el viento,
eléctricos fulgores resplandecían en el cielo a distancias inconmensurables,
haciendo llegar hasta nuestros oídos el ruido sordo del rayo.
Las tropillas se habían agrupado, daban
las ancas al viento y permanecían inmóviles.
Cada cual se había acurrucado lo mejor
posible, y con maña procuraba mojarse lo menos posible. No teníamos siquiera dónde hacer
espalda, ni era posible conversar, porque el ruido de la lluvia, que caía a
torrentes, ahogaba las palabras que salían de abajo de los ponchos o capotes
con que estábamos cubiertos hasta la cabeza.
Durante dos horas llovió sin cesar,
cayendo el agua a plomo.
Cuando las intermitencias del aguacero lo
permitían, yo cambiaba algunas palabras con Camilo Arias, que estaba casi
pegado a mi lado.
En una de esas pláticas diluvianas, le
dije así:
-Puede ser que los indios me maten, es
difícil; pero no lo es que quieran retenerme, con la ilusión de un gran
rescate. En este caso es preciso que el General Arredondo lo sepa sin demora.
Prevén a los muchachos -eran éstos cinco hombres especiales-, mis baquianos de
confianza.
Será señal de que ando mal, que no tenga
en el cuello este pañuelo.
Era un pañuelo de seda de la India
colorado, que siempre uso en el campo debajo del sombrero por el sol y la
tierra.
Puede, sin embargo, suceder que tenga que
regalar el pañuelo. En este caso la señal será que me vean con la pera
trenzada.
No comuniques esto más que a los
muchachos. Y cuando lleguemos a las tolderías no te acerques a hablar conmigo
jamás. Sírvete de un intermediario.
Camilo es como un árabe, habla poco; sabe
que la palabra es plata y el silencio oro; contestó sólo: -Está bien, señor.
Y yo me quedé seguro de que me había
entendido y rumiando: algún mosquetero llegará a Londres y hablará con
Buckingham.
Ya verás después qué caso extraordinario
sucedió con mi pera. (Te prevengo que estoy hablando de la barba).
Y como sigue lloviendo y estoy mojado
hasta la camisa, me despido hasta mañana.
- X -
No es
posible seguir la marcha. Civilización y barbarie. En qué consiste la primera.
Reflexiones sobre este tópico. En marcha. Manera de cambiar de perspectiva sin
salir de un mismo lugar. Asombroso adelanto de estas tierras. Ralicó. Tremencó.
Médano del Cuero. El Cuero. Sus campos.
El hombre propone y Dios dispone.
Fue imposible seguir la marcha a las
nueve.
La lluvia cesó a las cuatro horas; pero
el cielo quedó encapotado, amenazando volver a desplomarse, el aquilón continuó
rugiendo y los relámpagos serpenteando en el cielo por los espacios sin fin.
Pensé en que la gente masticara.
-¡Arriba!, grité, ¡vamos, pronto, hagan un buen fuego, pongan un asado y una
pava de agua!
Los asistentes salieron de sus guaridas y
un momento después chisporroteaba el verde y resinoso chañar.
El asado se hacía, el agua hervía, unos
cuantos rodeaban el fuego, calentándose, secándose sus trapitos, mirando al
cielo y haciendo cálculos sobre si volvería a llover o no.
El fogón estaba hecho y en regla, porque
de su centro se elevaban grandes y relumbrosas llamaradas.
Era imposible resistirle. Más fácil
habría sido que una mujer pasara por delante de un espejo sin darse la inefable
satisfacción platónica de mirarse.
Abandoné la postura en que me había colocado
y permanecido tanto rato, y me acerqué a él.
Me dieron un mate.
Los buenos franciscanos intentaban
dormir, rendidos por la fatiga del día y de la noche anterior -que quien no
está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas.
Haciendo uso de la familiaridad y
confianza que con ellos tenía, les obligué a levantarse y a que ocuparan un
puesto en la rueda del fogón.
Apuramos el asado, desparramamos brasas,
lo extendimos y no tardó en estar.
Mientras estuvo, nos secamos.
Comimos bien, hicimos camas con alguna dificultad; porque todo
estaba anegado y las pilchas muy mojadas, y nos acostamos a dormir.
Dormimos perfectamente. ¡Qué bien se
duerme en cualquier parte cuando el cuerpo está fatigado!
Si los que esa noche se revolvían en
elástico y mullido lecho agitados por el insomnio, nos hubieran oído roncar en
los albardones de Coli-Mula, ¡qué envidia no les hubiéramos dado!
Es indudable que la civilización tiene
sus ventajas sobre la barbarie; pero no tantas como aseguran los que se dicen
civilizados.
La civilización consiste, si yo me hago
una idea exacta de ella, en varías cosas.
En usar cuellos de papel, que son los más
económicos, botas de charol y guantes de cabritilla. En que haya muchos médicos
y muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas
guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y
circulen muchas mentiras. En que se edifiquen muchas casas con muchas piezas y
muy pocas comodidades. En que funcione un gobierno compuesto de muchas personas
como presidente, ministros, congresales, y en que se gobierne lo menos posible.
En que haya muchísimos hoteles y todos muy malos y todos muy caros.
Verbigracia, como uno en que yo paré la
última noche que dormí en el Rosario, que intenté dormir, para ser más
verídico.
Son precisamente las camas de ese hotel,
las que me han sugerido estas reflexiones tan vulgares.
¡Ah! En aquellas camas había de cuanto
Dios creó, el quinto día, que si mal no recuerdo, fueron: los animales
domésticos, según su especie y los reptiles de la tierra, según su especie.
Todo lo cual, según afirma el Génesis, el
Supremo Hacedor vio que era bueno, aunque es cosa que no me entra a mí en la
cabeza, que los animales domésticos del referido hotel del Rosario hayan jamás
sido cosa buena; y menos la noche en que yo estuve en él, en que juraría, a fe
de cristiano, que me parecieron algo más que cosa mala, cosa malísima, tan
insoportable que me creo en la obligación de preguntar:
¿No tiene la civilización el deber de
hacer que se supriman esas cosas, que pudieron ser buenas al principio del
mundo, pero que pueden ser puestas en duda en un siglo en el que tenemos cosas
tan buenas como las de Orión?.
¿Qué hacen los gobiernos, entonces?
¿No nos dice la civilización todos los
días en grandes letras que el gobierno es para el pueblo?
¿Que en lugar de invertir los dineros
públicos en torpes guerras debe aplicarlos a mejorar la condición del pueblo?
¿No hay inspectores de puentes y caminos,
inspectores de aduanas, inspectores de fronteras, inspectores de escuelas,
inspectores de todo, y así va ello?
¿Pues, y por qué no ha de haber
inspectores de hoteles?
¿Acaso no se relacionan estos
establecimientos muy íntimamente con la salud pública?
¿No se albergan en ellos el cólera, la
fiebre amarilla y tantas otras cosas que Dios creó el quinto día, y que en su
atraso inocente y primitivo, creyó que eran buenas y que así las legó en
herencia a la desagradecida humanidad?
¿Se cree que faltarían inspectores de
hoteles?
Provéase el cargo por oposición, previo
examen de conocimientos, aptitudes, moralidad, estado fisiológico de los
candidatos y se verá, sin tardanza, que sobra patriotismo en el país.
No digo pagando bien el empleo, que es el
modo más eficaz de salvar la moral administrativa, y el medio más seguro, sobre
todo, de que abunden impetrantes.
Cualquier remuneración que se ofreciese
bastaría.
Hay en el país, felizmente, el
convencimiento de que todos deben tributarle a la patria abnegación, tiempo,
sangre, alma y vida.
Esta gran conquista es debida a la
educación oficial dada por los buenos gobiernos que hemos tenido a la Guardia
Nacional.
Ella ha hecho todo: guerras interiores,
guerras de frontera, guerras exteriores.
Decididamente la civilización es, de
todas las invenciones modernas, una de las más útiles al bienestar y a los
progresos del hombre.
Empero, mientras los gobiernos no pongan
remedio a ciertos males, yo continuaré creyendo en nombre de mi escasa
experiencia, que mejor se duerme en la calle o en la Pampa que en algunos
hoteles.
Sonaban los cencerros de las tropillas;
cada cual se preparaba para subir a caballo, habiendo olvidado sus penas
alrededor del fogón:
Y en el
oriente nubloso
La luz
apenas rayando,
Iba el campo
tapizando
Del
claroscuro verdor
Galopábamos, aprovechando la fresca de la
mañana, y a la derecha con lontananza se veían ya los primeros montes de Tierra
Adentro.
Me proponía llegar al Cuero temprano.
Apenas salimos de Coli-Mula comprendí que
no lo conseguiría.
El campo estaba cubierto de agua, y
quebrándose en altos médanos, en cañadas profundas y guadalosas, nos obligaba a
marchar despacio.
Los caballos hubieran soportado bien una
marcha acelerada; las mulas no.
Y, sin embargo, por muy despacio que
anduve se quedaron atrás, porque a cada rato se caían con las cargas y había
que perder tiempo en enderezarlas.
Más allá de un lugar en el que hay agua y
leña, y cuyo nombre es Ralicó, el terreno se dobla sensiblemente formando
varios médanos elevados, y es de allí de donde se divisan ya los montes del
Cuero.
Los campos comienzan a cambiar de
fisonomía y la vista no se cansa tanto espaciándose por la sabana inmensa del
desierto solitario, triste, imponente, pero monótona como el mar en calma.
Sin contrastes, hay existencia, no hay
vida.
Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y
amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral.
Esta necesidad es tan grande, que cuando
yo estaba en el Paraguay, Santiago amigo, voy a decirte lo que solía hacer,
cansado de contemplar desde mi reducto de Tuyutí todos los días la misma cosa:
las mismas trincheras paraguayas, los mismos bosques, los mismos esteros, los
mismos centinelas; ¿sabes lo que hacía?
Me subía al merlón de la batería, daba la
espalda al enemigo, me abría de piernas, formaba una curva con el cuerpo y
mirando al frente por entre aquéllas, me quedaba un instante contemplando los
objetos al revés.
Es un efecto curioso para la visual, y un
recurso al que te aconsejo recurras cuando te fastidies, o te canses de la
igualdad de la vida, en esa vieja Europa que se cree joven, que se cree
adelantada y vive en la ignorancia, siendo prueba incontestable de ello, como
diría Teófilo Gautier, que todavía no ha podido inventar un nuevo gas para
reemplazar el sol.
La América, o mejor dicho, los americanos
(del Norte), la van a dejar atrás si se descuida.
Por lo pronto, nosotros vamos resolviendo
los problemas sociales más difíciles -degollándonos- y las teorías y las cifras
de Malthus sobre el crecimiento de la población no nos alarman un minuto.
Tenemos grandes empíricos de la política,
que todos los días nos prueban que el dolor puede ser no sólo un anestésico,
sino un remedio; que las tiranías y la guerra civil son necesarias, porque su
consecuencia inevitable, fatal, es la libertad.
Esto te lo demuestran en cuatro palabras y con espantosa
claridad, al extremo que nuestra juventud tiene ya sus axiomas políticos de los
que no apea, creyendo en ellos a pie juntillas, y demostrándolos prematuramente
a su vez por A. B.
Te asombrarías, si volvieses a estas
tierras lejanas y vieras lo que hemos adelantado.
Buscarías inútilmente el molino de
viento; el pino de la quinta de Guido se ha escapado por milagro. La
civilización y la libertad han arrasado todo.
El Paraguay no existe. La última
estadística después de la guerra arroja la cifra de ciento cuarenta mil mujeres
y catorce mil hombres.
Esta grande obra la hemos realizado con
el Brasil. Entre los dos lo hemos mandado a López a la difuntería.
¿No te parece que no es tan poco hacer en
tan poco tiempo?
Ahora la hemos emprendido con Entre Ríos,
donde López Jordán se encargó de despacharlo a Urquiza.
Todos, todos han sentido su muerte
muchísimo.
De esta guerrita, en la que nos ha metido
la fatalidad histórica, nos consolamos, pensando en que se acabará pronto, y en
que como el Entre Ríos estaba muy rico, le hacía falta conocer la pobreza.
La letra con sangre entra.
Es el principio del dolor fecundo.
Te hablo y te cuento estas cosas porque
vienen a pelo. Y no tan a humo de paja, pues más adelante verás que ellas se
relacionan bastante, más de lo que parece, con los indios.
¿No hay quien sostiene que es mejor
exterminarlos, en vez de cristianizarlos y utilizar sus brazos para la industria,
el trabajo y la defensa común, ya que tanto se grita de que estamos amenazados
por el exceso de inmigración espontánea?
Sigamos caminando...
Pasando los médanos de Ralicó, se llega a
la aguada de Tremencó. Son dos lagunas, una de agua dulce, la otra de agua
salada. Ambas suelen secarse.
De Tremencó se pasa al Médano del Cuero.
De allí al Cuero mismo hay dos leguas.
Esta laguna tendrá unos cien metros de
diámetro. Su agua es excelente, y durante las mayores secas allí pueden abrevar
su sed muchísimos animales, sin más trabajo que cavar las vertientes del lado
del sur.
En la Laguna del Cuero ha vivido mucho
tiempo el famoso indio Blanco, azote de las fronteras de Córdoba y San Luis,
terror de los caminantes, de los arrieros y troperos.
Ya te contaré cómo lo eché yo del Cuero
con unos cuantos gauchos, sin cuya circunstancia me habría encontrado con él en
sus antiguos dominios.
Este episodio tiene su interés social, y
les hará conocer a muchos que no salen de los barrios cultos de Buenos Aires,
lo que es nuestra Patria amada, en la que hay de todo y para todo; un negro que
mate una familia entera por venganza y por amor, y un blanco que mate un
gobernador también por amor a la libertad, después de haber sostenido con su
brazo viril la tiranía.
Mientras tanto, te diré que los campos
entre el Río Quinto y el Cuero son diferentes. Ricos pastos, abundantes y
variados; gramilla, porotillo, trébol, cuanto se quiera. Agua inagotable, leña,
montes inmensos.
Un estanciero entendido y laborioso allí
haría fortuna en pocos años.
Pero del Cuero a Río Quinto hay treinta
leguas.
Que le pongan cascabel al gato. De allí a
los primeros toldos permanentes, hay otras treinta leguas, y los indios andan siempre
boleando por el Cuero.
Estoy esperando las mulas que se han
quedado atrás, y reflexionando en la costa de la laguna si el gran ferrocarril
proyectado entre Buenos Aires y la Cordillera no sería mejor traerlo por aquí.
No vayas a creer que los indios ignoran
este pensamiento.
También ellos reciben y leen La Tribuna.
¿Te ríes, Santiago?
Tiempo al tiempo.
- XI -
¿Quién había
andado por Ralicó? Los rastreadores. Talento de uno del 12 de línea. Se
descubre quién había andado por Ralicó. Cuántos caminos salen del Cuero. El
General Emilio Mitre no pudo llegar allí. Su error estratégico.
Debo a la fidelidad del relato consignar
un detalle antes de proseguir
En Ralicó hallamos un rastro casi fresco.
¿Quién podía haber andado por allí a esas horas, con seis caballos, arreando
cuatro, montando dos?
Solamente el cabo Guzmán y el indio
Angelito, los chasquis, que yo adelanté acto continuo de llegar a Coli-Mula.
Los soldados no tardaron en tener la
seguridad de ello. Fijando en las pisadas un instante su ojo experto, cuya
penetración raya a veces en lo maravilloso, empezaron a decir con la mayor
naturalidad, cómo nosotros cuando yendo con otros reconocemos a la distancia
ciertos amigos: ché ahí va el gateado, ahí va el zarco, ahí va el obscuro
chapino.
Los rastreadores más eximios son los
sanjuaninos y los riojanos.
En el batallón 12 de línea hay uno de
estos últimos, que fue rastreador del General Arredondo durante la guerra del
Chacho, tan hábil, que no sólo reconoce por la pisada si el animal que la ha
dejado es gordo o flaco, sino si es tuerto o no.
Era indudable que la tormenta había
impedido que los chasquis continuaran su camino, que habían dormido en Ralicó,
y que sólo me llevaban un par de horas de ventaja.
Si no se apuraban, o si por apurarse
demasiado fatigaban los caballos íbamos a llegar a las tolderías del Rincón,
que así se llaman las primeras: casi al mismo tiempo.
A cada criatura le ha dado Dios su
instinto, su pensamiento, su acento, su alma, su carácter, por fin. Confieso
que este incidente me contrarió sobremanera.
O les daba tiempo a los chasquis para que
su comisión surtiera efecto, deteniéndome un día en el camino, o seguía mi
viajé sin curarme de ellos, corriendo el riesgo de llegar primero.
Es de advertir que del Cuero salen dos
caminos.
Uno va por Lonco-uaca -lonco quiere decir
cabeza y uaca vaca-, y otro por Bayo-manco, que al ocuparme de la lengua
ranquelina se verá lo que quiere decir.
Estos dos caminos se reúnen en
Utatriquin, y de allí la rastrillada sigue sin bifurcarse hasta la Laguna
Verde.
El camino de Lonco-uaca da una pequeña
vuelta. Pero tiene sobre el de Bayo-manco la ventaja de que en él no falta
jamás agua, mientras que en el otro no se halla sino cuando el año no está de
seca.
Por cuál de los dos caminos habían tomado
los chasquis, esa era la cuestión,
Los bañados del Cuero no permitirían
saberlo; los hallaríamos anegados.
Disimulando mi contrariedad y pensando en
lo que haría si mis conjeturas se realizaban, es decir, si no podíamos tomarles
el rastro a los heraldos, llegué al Cuero.
Allí nos quedamos ayer esperando las
mulas, Santiago amigo.
Te cumpliré, pues, cuanto antes mi
oferta, para poder seguir viaje y llegar hoy siquiera a Laquinhan, que es donde
me propongo dormir.
Estamos a orillas del Cuero, del famoso
Cuero, a donde no pudo llegar el General Emilio Mitre, cuando su expedición,
por ignorancia del terreno, costándole esto el desastre sufrido. Y sin embargo,
llegó a Chamalcó, y de allí contramarchó dejando el Cuero seis leguas al norte.
Es verdad que el General buscaba también
la Amarga en su marcha de retroceso, creyendo en las anotaciones de las malas
cartas geográficas que circulan con la Amarga pintada como una gran laguna,
siendo así que no es sino un inmenso cañadón.
Son los desagües del Río Quinto, ya
sabes, y lo más parecido que puedo indicarte son los desagües del Río Cuarto, o
sean los cañadones de Lobay.
Como tú eres uno de los amigos de la
República Argentina que más se interesan en ella, que más se han preocupado de
sus grandes problemas, estudiando la cuestión fronteras e indios con una
constancia envidiable, te diré en lo que consistió el error estratégico
principal del General Mitre.
El General llegó a Witalobo, lugar muy
conocido donde he estado yo.
Son dos médanos que forman un portezuelo.
Hay en ellos alfalfa, y de ahí vino la denominación, que entonces le dieron, de
médano de la alfalfa, creyendo haber hecho un descubrimiento.
No puedo decirte con exactitud en qué
latitud y longitud queda este punto.
Sin embargo, para que formes juicio más
cabalmente, te diré que queda en la derecera sur de la Carlota.
El Cuero queda de Witalobo al poniente
con una inclinación al sur, de pocos grados.
En Witalobo hay una encrucijada de
caminos -uno de travesía que va al Cuero, raramente frecuentado por los indios-
y otro conocido por camino de las Tres Lagunas, que va a las tolderías de
Trenel.
En lugar de tomar este último camino que
rumbea al sur, el General tomó otro, y abandonado a un mal baquiano y sin
nociones gráficas ni ideales del terreno, no pudo corregir sus equivocaciones.
En Chamalcó se notan aún los rastros, y
vestigios dejados por la columna expedicionaria.
La Laguna del Cuero está situada en un
gran bajo. A pocas cuadras de allí el terreno se dobla ex abrupto, y sobre
médanos elevados comienzan los grandes bosques del desierto, o lo que propiamente
hablando se llama Tierra Adentro.
Los que han hecho la pintura de la Pampa,
suponiéndola en toda su inmensidad una vasta llanura, ¡en qué errores
descriptivos han incurrido!
Poetas y hombres de ciencia, todos se han
equivocado. El paisaje ideal de la Pampa, que yo llamaría, para ser más exacto,
pampas, en plural, y el paisaje real, son dos perspectivas completamente
distintas.
Vivimos en la ignorancia hasta de la
fisonomía de nuestra Patria.
Poetas distinguidos, historiadores, han
cantado al ombú y al cardo de la Pampa.
¿Qué ombúes hay en la Pampa, qué cardales
hay en la Pampa?
¿Son acaso oriundos de América, de estas
zonas?
¿Quién que haya vivido algún tiempo en el
campo, hablando mejor, quién que haya recorrido los campos con espíritu
observador, no ha notado que el ombú indica siempre una casa habitada, o una
población que fue; que el cardo no se halla sino en ciertos lugares, como que
fue sembrado por los jesuitas, habiéndose propagado después?
Estos montes del Cuero se extienden por
muchísimas leguas de norte a sur y de naciente a poniente; llegan al río
Chalileo, lo cruzan, y con estas interrupciones van a dar hasta el pie de la
cordillera de los Andes.
A la orilla de ellos vivía el indio Blanco,
que no es ni cacique, ni capitanejo, sino lo que los indios llaman un indio
gaucho. Es decir, un indio sin ley ni sujeción a nadie, a ningún cacique mayor,
ni menos a ningún capitanejo; que campea por sus respetos; que es aliado unas
veces de los otros, otras enemigo; que unas veces anda a monte, que otras se
arrima a la toldería de un cacique: que unas anda por los campos maloqueando,
invadiendo, meses enteros seguidos otras por Chile comerciando, como ha
sucedido últimamente.
Toda la fuerza de este indio, temido como
ninguno en las fronteras de Córdoba y de San Luis, y tan baquiano de ellas como
de las demás, se componía en la época a que voy a referirme, de unos ocho o
diez, compañeros de averías.
Con ellos invadía generalmente, agregándose
algunas veces a los grandes malones.
Como en aquel entonces los campos al sur
del Río Quinto y el Río Cuarto eran una misma cosa -dominio de los indios-, las
invasiones se sucedían semanalmente, día de por medio, y hasta diariamente.
El héroe de estas hazañas era, por lo
común, el indio Blanco.
El camino del Río Cuarto a Achiras fue
cien veces campo de sus robos y crueldades.
A mi llegada al Río Cuarto era imposible
dejar de hablar del indio Blanco; porque, ¿a dónde se iba que no oyera uno
mentar los estragos de sus depredaciones?
¿Quién no lamentaba sus ganados robados,
lloraba algún deudo muerto o cautivo?
El tal indio tenía un prestigio terrible.
Yo era, de consiguiente, su rival.
Me propuse, antes de avanzar la frontera,
desalojarlo del Cuero, incomodarlo, alarmarlo, robarlo, cualquier cosa por el
estilo.
Pero no quería hacer esta campaña con
soldados. La disciplina suele tener los inconvenientes de sus ventajas.
Busqué un contrafuego acordándome de la
máxima de los grandes capitanes: al enemigo batirlo con sus mismas armas.
Le escribí a mi amigo D. Pastor
Hernández, Comandante militar del Departamento del Río Cuarto, hombre tan
penetrante como laborioso y constante, que necesitaba conchabar media docena de
pícaros, siendo de advertir que prefería la destreza a la audacia, en una
palabra, ladrones.
Hernández no se hizo esperar. A los pocos
días presentáronse seis conciudadanos de la falda de la Sierra, con una carta,
y encabezándolos uno, denominado el Cautivo.
Los fariseos que crucificaron a Cristo no
podían tener una fachas de forajidos más completas.
Sus vestidos eran andrajosos, sus caras
torvas, todos encogidos y con la pata en el suelo; necesitábase estar animado
del sentimiento del bien público para resolverse a tratar con ellos.
Entraron donde yo estaba.
Queriendo hacer un estudio social les
ofrecí asiento. Me costó conseguir que lo aceptaran; pero instando conseguí que
se sentaran.
Lo hicieron poniendo cada cual su
sombrero en el suelo al lado de la silla.
Agacharon todos la cabeza.
Inicié la conferencia con ciertas
preguntas como: -¿Cómo te llamas, de dónde eres, en qué trabajas, has sido
soldado, cuántas muertes has hecho?
Y luego que la confianza se estableció,
proseguí:
-Conque, ¿quieren ustedes conchabarse?
-Cómo úsia quiéra (contestó el Cautivo,
con esa tonada cordobesa que consiste en un pequeño secreto -como lo puede ver
el curioso lector o lectora-: en cargar la pronunciación sobre las letras
acentuadas y prolongar lo más posible la vocal o primera sílaba).
En haciendo esto ya es uno cordobés. No
hay más que ensayarlo.
-Ustedes son hombres gauchos, por
supuesto.
-Cómo nó, séñor.
-¿Entienden de todo trabajo?
-De cuánto quiéra.
-¿Y cuánto ganan?
-A sígun úsia.
-¿Ganan más de ocho pesos mensuales?
-No, séñor.
-Pues yo les voy a pagar diez; les voy a
dar comida, ropa y caballos.
-Como úsia guste.
-Sí, pero es que yo los conchabo para robar.
-Y cómo há de ser, pues.
-Iremos ánde nos mánde (dijeron varios a
una).
-¡Hum! ¿Y se animarán?
-Y cómo nó, séñor úsia.
-Bueno; es para robarles a los indios.
¡Nadie contestó!
Y ahí está el país, la causa de la
montonera y otras yerbas.
El Coronel los conchababa para robar;
para robarle al lucero del alba que fuera. No había inconveniente. Estaban
prontos y resueltos a todo, a derramar su sangre, a jugar la vida. Lo mismo
había sido ofrecerles diez pesos y todo lo demás, que lo que ganaban
honradamente.
Obedecían a una predisposición, a una
educación, a las seducciones del caudillaje bárbaro y turbulento. Quizá se
decían interiormente: Este sí que es un Coronel, ¡y lindo!
Mas se trató de los indios, de los mismos
que no hacía muchos meses asolaban su propio hogar, y las disposiciones
cambiaron con la rapidez del relámpago.
¿Era miedo? ¿Qué era?
No, no era miedo.
Nuestra raza es valiente y resuelta; no
es el temor de la muerte lo que contiene al gaucho a veces.
Yo he visto a uno de ellos discurrir como
un filósofo en el momento de llevarlo a fusilar.
Era un sargento: el sacerdote le instaba
a confesarse, no quería hacerlo.
-¿Qué, no temes a la muerte?
-Padre -contestó con marcada expresión-,
la muerte es un salto que uno da a oscuras sin saber dónde va a caer.
Fue esto en Chascomús.
¿Y qué detenía entonces a los Voluntarios
de la Pampa, que así se llamaron al fin; qué los arredraba?
¡Ah! Es triste decirlo. ¡Pero es verdad,
y hay que decirlo, para enseñanza de las jóvenes generaciones en cuyas manos
está el porvenir, las que nos salvarán a nosotros, aspirantes de la
intolerancia y del odio, enanos del patriotismo que recompensa bien, héroes del
siglo de oro!
Era la ausencia completa del sentimiento
del deber, el horror de toda disciplina.
Ellos tenían bastante sagacidad para
comprender que yendo a robarle a cualquiera, por mi orden, yo me hacía su
cómplice.
Yendo a robarles a los indios, el juego
cambiaba de aspecto; tenían que ir como soldados. Llegaron tal vez a imaginarse
que era una jugada mía para reclutarlos.
Lo comprendí así.
Estuve dispuesto a despacharlos. Pero ya estaban
allí.
Les hice entender que eran hombres
libres; que podían conchabarse o no; que nadie les obligaba; que podían
retirarse si querían.
Se convencieron de que no había en el
conchabo más riesgo que el de la vida, y se arregló todo.
Les di buenos caballos, los vestí, les di carabinas de las que
hicieron recortados y una lata de caballería para llevar entre las caronas.
Y partieron...
Mis órdenes eran robarle al indio Blanco.
El Cautivo era baquiano del Cuero.
Lo que trabajasen sería para ellos.
Volvieron con algo. No se trabaja y se
expone el cuero sin provecho, discurren los menos calculadores.
Se repitió la excursión, tres veces más,
hasta que el indio Blanco se alejó. El no podía calcular, detrás de los
Voluntarios de la Pampa, cuántos más iban.
Confieso que al mandar aquellos diablos a
una carrería tan azarosa, me hice esta reflexión: si los pescan o los matan
poco se pierde.
Fue una de las causas que me hizo no
recurrir a los pobres soldados.
Los Voluntarios de la Pampa acabaron por
hacerme a mí un robo.
Los tomé y por todo castigo les dije,
devolviéndoselos a Hernández:
-¿Qué les he de hacer? Ya sabía que eran
ustedes ladrones.
No se juega mucho tiempo con fuego sin
quemarse.
Han llegado las mulas.
Es cosa resuelta que hoy no duermo donde
quería.
Llegaremos mañana.
- XII -
Por dónde
habían ido los chasquis. Entrada a los montes. Derechos de piso y agua.
Recomendaciones. Despacho de algunas tropillas para el Río Quinto. Los montes.
Impresiones filosóficas. Utatriquin. El cuento del arriero.
Antes de ponerme en marcha resolví dejar
las mulas atrás. Caminaban sumamente despacio por lo mucho que había llovido y
era un martirio para los franciscanos seguirlas al tranco; el padre Moisés no
es tan maturrango, pero el padre Marcos no hallaba postura cómoda.
Contra mis cálculos, tomamos el rastro de
los chasquis.
Habían seguido el camino de Lonco-uaca.
Mi lenguaraz, mestizo, chileno, hijo de
cristiano y de india araucana, hombre muy baquiano, de cuyas confidencias soy
depositario no por él sino por otros, lo que me permitirá contar sus aventuras
amorosas de Tierra Adentro, creyó oportuno hacerme algunas indicaciones.
Eran muy juiciosas y sensatas; y como
entre ellas entrase la posibilidad de que los chasquis se extraviaran en razón
de que ni Guzmán ni Angelito conocían prácticamente el camino que habían
tomado, me pareció prudente hacer yo a mi turno mis recomendaciones.
Ibamos a entrar ya en los montes; a tener
que marchar en dispersión, sin vernos unos a los otros; por sendas tortuosas,
que se borraban de improviso unas veces, que otras se bifurcaban en cuatro,
seis o más caminos, conduciendo todas a la espesura.
Era lo más fácil perder la verdadera
rastrillada, y también muy probable que no tardáramos en ser descubiertos por
los indios.
Un tal Peñaloza suele ser el primero que
se presenta a los indios o cristianos que pasean por esas tierras, alegando ser
suyas y tener derecho a exigir se le pague el piso y el agua.
No hay más remedio que pagar, porque el
señor Peñaloza se guarda muy bien de salir a sacar contribución alguna cuando
los caminantes son más numerosos que los de su toldo o van mejor armados.
Más adelante hay otros señores dueños de
la tierra, del agua, de los árboles, de los bichos del campo, de todo, en fin,
lo que puede ser un pretexto para vivir a costillas del prójimo.
Estos derechos inter territoriales se
cobran en la forma más política y cumplida, suplicando casi y demostrándoles a
los contribuyentes ecuestres la pobreza en que se vive por allí, lo escaso que
anda el trabajo.
Si los expedientes pacíficos surten
efecto, no hay novedad; si los transeúntes no se enternecen, se recurre a las
amenazas, y si éstas son inútiles, a la violencia.
Es ser bastante parlamentario, para vivir
tan lejos de los centros de la civilización moderna.
Recomendé a mi gente cómo habían de
marchar; prohibí terminantemente que bajo pretexto de componer la montura se
quedará alguien atrás, advirtiendo que cada cuarto de hora haría una parada de
dos minutos para que pudiéramos ir lo más juntos posible; describí la aguada de
Chamalcó donde me demoraría un rato, lo bastante para mudar caballos, por si
alguien llegaba a ella extraviado; y a los franciscanos les supliqué me
siguiesen de cerca, no fuera el diablo a darme el mal rato de que se perdieran.
Finalmente hice notar que, hallándome ya
en donde podía haber peligro cuando menos lo esperábamos, quería, puesto que no
estábamos bien armados, que todos y cada uno nos condujéramos con moderación y
astucia, con sangre fría sobre todo, que como ha dicho muy bien Pelletan, es el
valor que juzga.
Hecho esto, mandé que dos soldados, con
dos tropillas que no me hacían falta, se volviesen al Río Quinto, caminando
despacio.
Escribí con lápiz, cuatro palabras para
el General Arredondo y algunos subalternos amigos de mis fronteras, avisándoles
que había llegado con felicidad al Cuero, y entramos en los montes.
Hermosos, seculares algarrobos, caldenes,
chañares, espinillos, bajo cuya sombra inaccesible a los rayos del sol crece
frondosa y fresca la verdosa gramilla, constituyen estos montes, que no tienen
la belleza de los de Corrientes, del Chaco o Paraguay.
Las esbeltas palmeras, empinándose como
fantasmas en la noche umbría: la vegetación pujante renovándose siempre por la
humedad; los naranjeros, que por doquier brindan su dorada fruta; las
enmarañadas enredaderas, vistiendo los árboles más encumbrados hasta la cima y
sus flores inmortales todo el año; fresco musgo tapizando los robustos troncos;
el liquen pegajoso, que con el rocío matinal brilla, como esmaltado de piedras
preciosas; las espadañas, que se columpian graciosas, agitando al viento sus
blancos y sedosos penachos; las flores del aire, que viven de las auras
purísimas, embalsamando la atmósfera, cual pebeteros de la riente natura; las
aves pintadas de mil colores, cantando alegres a todas horas; los abigarrados
reptiles serpenteando en todas direcciones: los millones de insectos que
murmuran en incesante coro diurno y nocturno; el agua siempre abundante para
consuelo del sediento viajero, y tantas, y tantas otras cosas que revelan la
eternal grandeza de Dios, ¿dónde están aquí?, me preguntaba yo, soliloqueando
por entre los carbonizados y carcomidos algarrobos.
Y como siempre que bajo ciertas
impresiones levantamos nuestro espíritu, la visión de la Patria se presenta,
pensé un instante en el porvenir de la República Argentina el día en que la
civilización, que vendrá con la libertad, con la paz, con la riqueza, invada
aquellas comarcas desiertas, destituidas de belleza, sin interés artístico,
pero adecuadas a la cría de ganados y a la agricultura.
Allí hay pastos abundantes, leña para toda la vida, y agua la que
se quiera sin gran trabajo, como que inagotables corrientes artesianas surcan
las Pampas convidando a la labor.
Cada médano es una gran esponja
absorbente: cavando un poco en sus valles, el agua mana con facilidad.
La mente de los hombres de Estado se
precipita demasiado, a mi juicio, citando en su anhelo de ligar los mares, el
Atlántico con el Pacífico, quieren llevar el ferrocarril por el Río Quinto.
La línea del Cuero es la que se debe
seguir. Sus bosques ofrecen durmientes para los rieles, cuantos se quieran;
combustible para las voraces hornallas de la impetuosa locomotora.
Son iguales a los de Yuca, cuya
explotación ha hecho y sigue haciendo la empresa del Gran Central Argentino.
Estos campos son mejores que aquéllos.
Y si un ferrocarril, a más de las
ventajas del terreno, de la línea recta, de las necesidades del presente y del
porvenir, debe consultar la estrategia nacional, ¿qué trayecto mejor calculado
para conquistar el desierto que el que indico?
La impaciencia patriótica puede hacernos
incurrir en grandes errores; el estudio paciente hará que no caigamos en la
equivocación.
No puedo hablar como un sabio: hablo como
un hombre observador. Tengo la carta de la República en la imaginación y me
falta el teodolito y el compás.
Los peligros para el trabajo son más
imaginarios que reales. Oportunamente podría ocuparme de este tópico. Por el
momento me atreveré a avanzar que yo con cien hombres armados y organizados de
cierta manera, respondería de la vida y del éxito de los trabajadores.
Incito a meditar sobre este gran problema
del comercio y de la civilización.
No he visto jamás en mis correrías por la
India, por África, por Europa, por América, nada más solitario que estos montes
del Cuero.
Leguas y leguas de árboles secos,
abrasados por la quemazón; de cenizas que envueltas en la arena, se alzan al
menor soplo de viento; cielo y tierra; he ahí el espectáculo.
Aquello entenebrecía el alma. Las
cabalgaduras iban ya sedientas. Chamalcó estaba cerca.
Llegamos.
El peligro estrecha, vincula, confunde,
la unión es un instinto del hombre en las horas solemnes de la vida.
Nadie se había quedado atrás. Según los
cálculos del baquiano, Chamalcó tenía agua.
Esperamos un buen rato antes de dejar
beber los animales.
Se reposaron y bebieron.
Nosotros hallamos un manantial al pie de
un árbol magnífico de robustez y frondosidad.
Cambiamos caballos y seguimos, saliendo a
un gran descampado.
Respiré con expansión.
El europeo ama la montaña, el argentino
la llanura.
Esto caracteriza dos tendencias.
Desde las alturas físicas, se contemplan
mejor las alturas morales.
Los pueblos más libres y felices del mundo son los que viven en
los picos de la Tierra.
Ved la Suiza.
A poco andar volvimos a entrar en el
monte. Aquí era más ralo. Podíamos galopar y era menester hacerlo para llegar
con luz a Utatriquin -otra aguada-, porque la noche sería sin luna, salía
recién a la madrugada.
Me apuré, cuando la arboleda lo permitía,
y llegamos a la etapa apetecida.
Era la
tarde, y la hora
En que el
sol la cresta dora
De los Andes...
Esta aguada es un inmenso charco de agua
revuelta y sucia, apenas potable para las bestias.
En previsión de que no estuviera buena,
habíamos llenado los chifles en Chamalcó.
Había marchado muy bien, ganando más
terreno del que esperaba; no tenía por qué apurarme ya.
Podía descansar un buen rato, lo que les
haría mucho bien a los caballos y a mis queridos franciscanos.
Mandé desensillar.
El padre Marcos me miró como diciendo:
¡Loado sea Dios!, que si en estos berenjenales me mete también me ayuda.
Había un corral abandonado; cerca de él
campamos.
Ordené que se redoblara la vigilancia de
los caballerizos, entusiasmé a los asistentes, con algunas palabras de cariño y
un rato después ardió flamígero el atrayente fogón.
Comenzó la charla de unos con otros, sin
distinción de personas.
Ya lo he dicho: el fogón es la tribuna
democrática de nuestro ejército.
El fogón argentino no es como el fogón de
otras naciones. Es un fogón especial.
Estábamos tomando mate de café, de
postre; la noche había extendido hacía rato su negro sudario.
Una voz murmuró, como para que yo oyera:
-Si contara algún cuento el Coronel.
Era mi asistente Calixto Oyarzábal, de
quien ya hablé en una de mis anteriores; buen muchacho; ocurrente y de esos que
no hay más que darle el pie para que se tomen la mano.
¡Sí, sí! -dijeron los franciscanos al
oírle, los oficiales y demás adláteres-, ¡qué cuente un cuento al Coronel!
Me hice rogar y cedí.
Es
costumbre que los hombres tomamos de las mujeres.
¿Y sabes, Santiago, qué cuento conté?
Uno de los tuyos.
El del arriero.
Vamos, ¡a qué te has olvidado!
Voy a contártelo a tres mil leguas.
El respetable público que asiste a este
coloquio me dispensará.
-Fíjense bien -dije antes de empezar-,
que este cuento es bueno tenerlo presente cuando se viaja por entre montes
tupidos.
Todos estrecharon la rueda del fogón, uno
atizó el fuego, los ojos brillaron de curiosidad y me miraron, como diciendo:
ya somos puras orejas, empiece usted, pues.
Tomé la palabra y hablé así:
-Era éste un arriero, hombre que había
corrido muchas tierras; que se había metido con la montonera en tiempos de
Quiroga y a quien perseguía la justicia.
Yendo un día por los Llanos de la Rioja,
le salió una partida de cuatro. Quisieron prenderlo, se resistió, quisieron
tomarlo a viva fuerza, y se defendió. Mató a uno, hirió a otro, e hizo disparar
a tres.
En esos momentos se avistó otra partida:
prevenida ésta por los derrotados, apuraron el paso. El arriero huyó y se
internó en un monte.
Montaba una mula zaina, medio bellaca.
Corría por entre el monte, cuando se le fue la cincha a las verijas.
Írsele y agacharse la bestia a corcovear,
fue todo uno.
El arriero era gaucho y jinete.
Descomponiéndose y componiéndose sobre el
recado, anduvo mucho rato, hasta que en una de ésas, como tenía las mechas del
pelo muy largas y porrudas se enganchó en el gajo de un algarrobo.
La mula siguió bellaqueando, se le salió
de entre las piernas y él quedose colgado.
Permaneció así como un judas, largo rato,
esperando que alguien le ayudase a salir del aprieto; pero en vano.
Llegó la noche.
Los que le seguían, aciertan a pasar por
allí.
El arriero, con la rapidez del
pensamiento, concibió una estratagema.
Dejó que la partida se aproximara,
poniendo la cara lánguida, y cuando al resplandor de la luna vinieron a verle,
dijo con voz cavernosa:
¡Viva Quiroga!
La partida, al oír hablar un muerto,
huyó, poseída de terror pánico, sujetando los pingos quién sabe dónde.
El arriero se salvó así.
Pero aquella actitud no podía prolongarse
demasiado.
Era incómoda.
Procuró salir de ella. Buscó su cuchillo;
con los corcovos de la mula lo había perdido.
Era una verdadera fatalidad. No tenía con
qué cortarse los cabellos, y como eran muy largos, no alcanzaba con la mano a
desasirlos del gajo en que estaban enredados.
Un hombre como él, acostumbrado a todas
las fatigas, podía resistir el peso de su propio cuerpo, si no había otro
remedio, no digo un día, muchos días, teniendo qué comer. Es claro. La
necesidad tiene cara de hereje.
Pero no tenía nada. Todo se lo había
llevado la mula en las alforjas. Felizmente, tenía un pedazo de queso en los
bolsillos, yesquero, tabaco y papel.
Agua era lo de menos para un arriero.
Se comió el pedazo de queso.
Sacó después su chuspa y armó un cigarro,
luego sacó fuego y fumó.
Nadie pasaba por allí, a pesar de la voz
que debieron esparcir los de la partida, despertando la curiosidad popular.
El arriero fumaba, fumaba, y en lugar de
otras cosas cuando tenía necesidad echaba humo y humo.
Y así pasó muchos días, hasta que de
hambre se comió la camisa y se murió de una indigestión.
Y entré por un caminito y salí por otro.
No sé si al público le gustará este
cuento: en el fogón fui aplaudido.
Yo soy porteño, del barrio San Juan y
nadie es profeta en su tierra.
Por eso Sarmiento, siendo de San Juan, es
Presidente, habiéndose cumplido con él una de mis profecías del Paraguay.
Cuando llegaba al fin de mi cuento,
serían las ocho.
Di mis órdenes, encerraron en el corral
los caballos, se tomó y ensilló en un abrir y cerrar de ojos, montamos, nos
pusimos en camino y esa noche sucedieron cosas raras...
Basta de cuentos.
- XIII -
Martes es
mal día. Trece es mal número. Los quatorzième. Marcha nocturna. Pensamientos.
Sueño ecuestre. Un latigazo. Historia de un soldado y de Antonio. Alto. Una
visión y una mulita.
Ayer fue martes; mal día para embarcarse,
casarse, presentar solicitudes, pedir dinero a réditos y suicidarse.
A más de ser martes, esta carta debía
llevar, como lleva, el número trece, número de mal agüero, misterioso,
enigmático, simbólico, profético, fatídico, en una palabra, cabalístico.
Las cosas que son trece salen siempre
malas. Entre trece suceden siempre desgracias. Cuando trece comen juntos; a la
corta o a la larga alguno de ellos es ahorcado, muere de repente, desaparece
sin saberse cómo, es robado, naufraga, se arruina, es herido en duelo.
Finalmente, lo más común es que entre trece haya siempre un traidor.
Es un hecho que viene sucediéndose sin
jamás fallar desde la famosa cena aquella en que Judas le dio el pérfido beso a
Jesús.
Es por esa razón que en Francia, nación
cultísima, hay una industria, que no tardará en introducirse en Buenos Aires,
donde todas las plagas de la civilización nos invaden día a día con aterrante
rapidez. El cólera, la fiebre amarilla y la epizootia le quitan ya a la antigua
y noble ciudad, el derecho de llamarse como siempre. Pestes de todo género y
auras purísimas; es una incongruencia.
Debiera quitarse nombre y apellido, como
hacen los brasileros, en cuyos diarios suelen leerse avisos así:
"De hoy en adelante, Juan Antonio
Alves, Pintos, Bracamonte y Costa, se llamará Miguel da Silva, da Fonseca e
Toro. Tome buena nota el respetable público"
Es una excelente costumbre que prueba los
adelantos del Imperio. Porque mediante ella, los pillos hacen sus evoluciones
sociales con más celeridad. En un país semejante, Luengo no tendría más que
poner un aviso para ser Moreira, persona muy decente.
La industria de que hablaba toma su
nombre de los que la ejercen, llamados le quatorzième
Le quatorzième, no puede ser cualquiera.
Se requiere ser joven, no pasar de treinta y cinco años, tener un porte
simpático, maneras finas, vestir bien, hablar varios idiomas y estar al cabo de
todas las novedades de la época y del día.
Cuando alguien ha convidado a varios
amigos a comer en su casa, en el restaurant o en el hotel, y resulta que por
falta de uno o más no hay reunidos sino trece y que se ha pasado el cuarto de
hora de gracia concedido a los inexactos, se recurre al quatorzième.
¡Cómo han de comer trece, exponiéndose a
que bajo la influencia de malos presentimientos, la digestión se haga con
dificultad!
Se envía, pues, un lacayo en el acto, por
el quatorzième. En todos los barrios hay uno, así es que no tarda en llegar; es
como el médico.
Entra y saluda, haciendo una genuflexión,
que es contestada desdeñosamente, y acto continuo se abre la puerta que cae al
comedor, o no se abre, porque los convidados pueden estar en él o por cualquier
otra razón, y se oye: monsieur est servi!
Siéntanse los convidados. ¡Qué felicidad!
¡La sopa humea de caliente, no se ha enfriado! La alegría reina en todos los
semblantes. Han comenzado a sonar los platos, a chocarse las copas. De repente
óyese un grito del anfitrión:
-¡Ahí está al fin! Siéntese usted donde
quiera, que los demás no vendrán ya.
Y Monsieur de la Tomassière (en un tipo
de este apellido, Paul de Kock ha personificado el tipo de esos amigos
fastidiosos que siempre llegan tarde), se presenta y se sienta, pidiendo
disculpas a todos y protestando que es la primera vez que tal cosa le sucede.
Mientras tanto, le quatorzième ha visto
una seña del dueño de la casa, que en todas partes del mundo quiere decir:
retírese usted, y sin decir oste ni moste se ha eclipsado. Iba quizá a probar
la sopa, cuando Mr. de la Tomassière se presentó.
Al llegar a la puerta de la calle de
donde vive, se halla con un necesitado que le espera. En otro banquete le
aguardan con impaciencia. Han buscado varios quatorzième, no hay ninguno. Esa
noche dan muchas comidas, hay muchos inexactos o un exceso de previsión y la
demanda de quatorzième es grande desde temprano.
El quatorzième marcha; llega, igual
escena a la anterior. Tiene que desalojar su puesto antes de haber probado un
plato siquiera de cosa alguna.
Al volver a llegar a la puerta de su
pobre mansión, otro necesitado. Le sigue con éxito semejante al de los pasados
convites.
Hay noches en que las idas y venidas del
pobre quatorzième exceden toda ponderación.
Ha ganado bien su dinero, porque cada
viaje se paga, pero ha pasado por el suplicio de Tántalo.
La civilización de Buenos Aires debe
pensar seriamente en esto. No soy un alarmista. Pero sostengo que así como
estamos amenazados de muchas pestes por falta de policía municipal, hace muchos
años que la educación se descuida inculcar en los niños esta idea: uno de los
mayores defectos sociales es hacer esperar,
Tan es así, que me acuerdo yo de un
andaluz que vivió once años de huésped en casa de una tía mía. Un día anunció
que se iba a su tierra. ¡Ya era tiempo! Su despedida consistió en esto:
Señora, usted no puede tener queja de mí,
siempre he estado presente a la hora fija de almorzar y comer.
Con lo cual se marchó, habiendo dicho no
poco, que él que no ha esperado jamás gente a comer, porque nunca ha dado
comidas, habiéndose limitado a comerlas, no sabe lo que es esperar a un huésped
o a un convidado.
Indudablemente, debe haber una enfermedad
que los médicos no conocen, proveniente de la impaciencia de esperar gente a
comer.
La ciencia no tardará en descubrirla y en
agregarla a la nomenclatura patológica.
Creo haberte explicado suficientemente,
Santiago amigo, que si esta decimotercia carta no se publicó ayer, ha sido
porque fue martes y porque su número es fatal.
Cuando me moví de Utatriquin,
The bright sun was extinguish'd and the stars
Did wander darkling, in the eternal space.
La noche estaba bastante obscura. El monte
era muy espeso y en las sendas de la rastrillada había muchos troncos de árbol
y pequeños arbustos. Era sumamente incómodo para el caballo y para el jinete.
Teníamos que andar muy despacio. Nos dormíamos... De vez en cuando una rama de
algarrobo o de chañar azotaba la faz del caminante y le sacaba de su sopor.
La lentitud del aire de la marcha hacía
que mi comitiva no fuera en tanta dispersión como otras ocasiones.
Yo iba mustio y callado, como la misma
noche.
Pensaba en el instante inesperado que
marca más tarde o más temprano en el cuadrante de la vida, el pasaje de lo
conocido a lo desconocido, de la triste realidad a un quién sabe más triste
aún; a un estado inconsciente al vacío, a la nada; pensaba en lo que serían mis
días hasta ese instante solemne en que extinguiéndose mi vista, mi voz, con el
último soplo de vida, me quede todavía aliento para reunir todas las fuerzas de
mi espíritu y decirme a mí mismo: ¡Me muero!
Y pensando en esto, me engolfé en otras
reflexiones, y cuando la duda horrible y desgarradora me asaltó, recordé a
Hamlet:
... To die, - to sleep...
To sleep! perchance to dream.
Me quedé como soñando... Veía todos los
objetos envueltos en una bruma finísima de transparencia opaca; los árboles me
parecían de inconmensurable altura, vi desfilar confusas muchedumbres, ciudades
tenebrosas, el cielo y la tierra eran una misma cosa, no había espacio...
Un latigazo
aplicado a mi rostro por el gaje de un espinillo, en cuyas espinas quedó
enganchado mi sombrero, obligándome a detenerme, me sacó del fantástico
fantaseo en que me sumía la somnolencia producida por la monotonía de la
marcha.
Varios soldados me seguían de cerca
conversando. Parece que hacía rato se contaban por turno sus aventuras. El que
hablaba cuando mi atención se fijó en el grupo, decía así:
-Pues, amigo, a mí me echaron a las
tropas de línea sin razón.
- ¡Cuándo no! -le dije-, ya saliste con
una de las tuyas. Nunca hay razón para castigarlos a Uds.
-Sí, mi Coronel -repuso-, créame.
-¿Cómo fue eso?
-Yo tenía un amigo muy diablo a quien
quería mucho, y a quien le contaba todo lo que me pasaba.
Se llamaba Antonio.
Al mismo tiempo tenía amores con una
muchacha de Renca, que me quería bastante, cuyo padre era rico y se oponía a
que la visitara.
Mi intención era buena.
Yo me habría casado con la Petrona, ése
era su nombre.
Pero no basta que el hombre tenga buena
intención si no tiene suerte, si es pobre.
Tanto y tanto nos apuraba el amor, que al
fin resolvimos irnos para Mendoza, casarnos allí y volver cuando Dios quisiera.
En eso andábamos, viéndonos de paso con
mucha dificultad; porqué siempre nos espiaban los padres y el juez, que era
viudo y medio viejo, que quería casarse con la Petrona, y cuya hija menor tenía
tratos con Antonio, de quien era muy enemigo, siempre lo amenazaba con que lo
había de hacer veterano.
Un día arreglamos al fin, después de
mucho trabajo, cómo habíamos de fugar.
Yo debía sacar a la Petrona de su casa en
la noche.
Antonio me acompañaría para cuidar la
ventana, que era por donde había de entrar. No podíamos descuidarnos con el
juez.
La ventana caía al cuarto del padre de
Petrona, que era jugador, muy jugador, lo mismo que Antonio. En ese tiempo
había hecho una gran ganancia. A Antonio le había ganado todas sus prendas y
éste le andaba con ganas.
Petrona dejó apretada la ventana. Una tía
la acompañaba y dormía junto con ella, en el mismo cuarto. Doña Romualda, la
madre, andaba por el puesto.
Esa noche era muy linda ocasión, porque
el padre de Petrona estaba de tertulia.
Tempranito estuvo Antonio en ella y vino a avisarme que el hombre ganaba
ya mucho, diciéndome que si no nos apurábamos erraríamos el golpe.
Aunque la hora convenida con Petrona era
cuando le diesen las cabritas, me resolví a ir un poco más temprano.
Todo estaba pronto, caballos y con qué
comprar algo por el camino. Yo tenía algunos reales.
Salimos de casa con Antonio, llegamos a
la ventana de Petrona, la empujamos despacito y salté yo sin hacer ruido,
dejándola abierta. Cuando estuve en el cuarto, oí roncar. Era el padre de
Petrona, que según los cálculos de Antonio, se había retirado de su tertulia
antes de la hora acostumbrada.
Antonio sintió los ronquidos y me dijo en
voz baja: Vámonos, ché; hoy no se puede.
No quise obedecerle, y por toda
contestación le dije: -¡Chit!
El cuarto estaba obscuro; tenía que
caminar en puntas de pie, con mucho cuidado para no hacer ruido, hasta
acercarme a la cama de Petrona.
Ella me había sentido. Lo mismo que yo,
contenía la respiración. Si se despertaba el padre, teníamos mal pleito. Ella
no se escapaba de una soba, yo de una puñalada, porque era malísimo.
Me acercaba a la cama de Petrona sin
sentir que detrás de mí había entrado Antonio.
Le había ya tomado la mano y ella iba a
levantarse, cuando oímos ruido de plata y un grito:
-¡Ah, pícaro!
Era la voz del padre de Petrona.
Antonio tuvo la tentación de robarle, él
lo sintió y le agarró del poncho.
Yo no podía salir sino por donde había
entrado; esconderme bajo la cama era peligroso.
El padre de Petrona gritaba con todas sus
fuerzas: -¡Ladrones! ¡Ladrones!
La tía se levantó. Yo intenté escaparme.
Pero no pude: delante de mí salía Antonio, me obstruyó el paso, y el padre de
Petrona me agarró.
Luché con él un rato inútilmente.
La hermana le ayudaba.
Petrona estaba medio muerta. El padre,
furioso, porque ella también no venía en su ayuda, encendiendo luz pronto. La
amenazó con matarla si no lo hacía. Tuvo que hacerlo.
Para esto, Antonio se había ido con la plata.
Entre el padre de Petrona y la hermana,
me amarraron bien.
A los gritos vinieron dos de la partida
de policía, que estaba cerca de allí, y me llevaron preso. Me pusieron en el
cepo para que dijese dónde estaba la plata, y contesté siempre que no sabía,
que yo no la había robado.
Me preguntaron que si tenía cómplices,
teniéndome siempre en el cepo, y contesté que no.
-¿Y por qué no decías que Antonio era el
ladrón?
-¿Y cómo lo había de descubrir a mi
amigo? ¿Y cómo la había de perder a Petrona cuando la quería tantísimo? Yo
prefería pagar por ladrón a ser delator de mi amigo; yo prefería pasar por
ladrón y no que dijeran que Petrona era mi querida. Yo prefería ser soldado a
todo eso.
Además, como todas las mujeres son
iguales, falsas como la plata boliviana, supe esos días no más, antes que me
echaran a las tropas de línea, que Petrona decía, para salvarse del castigo de
su padre, que algo andaba maliciando que yo era un pícaro que la había
solicitado a ella de mala fe, con sólo la intención de hacer el robo que había
hecho.
Quién sabe si no hubiera sido eso, si no
declaro al fin, atormentado por el cepo, que Antonio era el ladrón; éste ya se
había ido para la sierra de Córdoba, y ¡cuándo lo pescaban siendo, como era, un
muchacho tan diantre! Era mozo muy gaucho y alentado.
-¿Y, te acuerdas todavía de Petrona,
Macario?
-¡Ay!, mi Coronel, si las mujeres cuanto
más malas son, más tardamos en olvidarlas.
-¿Y nunca hubo nada con ella?
-Mi Coronel, Ud. sabe lo que son esas
cosas de amor, cuando uno menos piensa...
-La ocasión hace al ladrón -dijo Juan
Díaz, uno de mis baquianos, muy ocurrente.
En esos momentos el bosque se abría
formando un hermoso descampado; la nítida y blanca luna se levantaba, y las
estrellas centelleaban trémulamente en la azulada esfera.
Detuve mi caballo, que no obedecía como
un rato antes a la espuela, y dirigiéndome a los franciscanos, que no se
separaban de mí, les consulté si tenían ganas de descansar un rato.
-Con mucho gusto -contestaron. Los buenos
misioneros iban molidos; nada fatiga tanto como una marcha de trasnochada.
El pasto estaba lindísimo, la noche
templada, pararnos no les haría sino bien a los animales.
Pasé la voz de que descansaríamos una
hora.
Se manearon las madrinas de las
tropillas, cesó el ruido de los cencerros, único que interrumpía el silencio
sepulcral de aquellas soledades, y nos echamos sobre la blanda hierba.
Yo coloqué mi cabeza en una pequeña
eminencia, poniendo encima un poncho doblado a guisa de almohada, y me dormí
profundamente.
Tuve un sueño y una visión envuelta en
estas estrofas de Manzoni, a manera de guirnalda o de aureola luminosa:
Tutto ei
provó; la gloria
Maggior dopo
il periglio,
La fuga, e
la vittoria,
La reggia, e
il triste esiglio.
Due volte
nella polvere,
Due volte
sugli altar.
Me creía un conquistador, un Napoleón
chiquito.
De improviso sentí, como si la cabeza se
me escapara; hice fuerzas con la cabeza, endureciendo el pescuezo; la tierra se
movía; yo no estaba del todo despierto, ni del todo dormido. La cabecera seguía
escapándoseme, creí que soñaba, fui a darme vuelta y un objeto con cuatro
patas, negro y peludo, corrió... Había hecho cabecera de una mulita.
Los héroes como yo tienen sus visiones
así, sobre reptiles, y las páginas de nuestra historia no pueden terminar sino
poniendo al fin de cada capítulo, el terrible, lasciate ogni speranza.
Dejemos dormir a mi gente un rato,
mientras yo compongo mi cabecera.
- XIV -
Sueño
fantástico. En marcha. Calixto Oyarzábal y sus cuentos. Cómo se busca de noche
un camino en la Pampa. Campamento. Los primeros toldos. Se avistan chinas.
Algarrobo. Indios.
Después que arreglé mi nueva cabecera, me
volví a quedar dormido, hasta que Camilo, el exacto y valiente Camilo se acercó
a mí, y diciéndome al oído: -Mi coronel-, me despertó.
Tenía en ese momento un sueño que era
como la perspectiva confusa del pintado caleidoscopio.
Estaba en dos puntos distantes al mismo
tiempo, en el suelo y en el aire. Yo era yo, y a la vez el soldado, el paisano
ése, lleno de amor y abnegación, cuya triste aventura acababa de ser relatada
por sus propios labios, con el acento inimitable de la verdad. Yo me decía,
discurriendo como él: -¡Qué ingrata y qué mala fue Petrona! -y discurriendo
como yo mismo-: Byron, tan calumniado, tiene razón; en todo clima, el corazón
de la mujer es tierra fértil en afectos generosos; ellas, en cualquier
circunstancia de la vida, saben, como la Samaritana, prodigar el óleo y el
vino-. De repente, yo era Antonio, el ladrón del padre de Petrona, ora el juez
celoso, ya el cabo Gómez, resucitado en Tierra Adentro. En el instante mismo en
que me desperté, el desorden, la perturbación, la incompatibilidad de las
imágenes del delirio, llegaban al colmo. Había vuelto a tomar el hilo del sueño
anterior -no sé si al lector le suele suceder esto-, y montado, no ya en la
mulita que se me escapara de la cabecera, sino en un enorme gliptodonte, que
era yo mismo, y persistiendo mi espíritu en alcanzar la visión de la gloria,
cabalgando reptiles, discurría por esos campos de Dios, murmurando:
Dall'Alpi
alle Piramide
Dall'Mansanare
al Reno,
........................................
Dall'uno
all'altro mare.
Pronto estuvimos otra vez en camino con
cabalgaduras frescas.
La noche tenía una majestad sombría;
soplaba un vientecito del sur y hacía un poco de frío. Medio entumecido como me
había levantado de mi gramíneo lecho, temí dormirme sobre el caballo, y era
indispensable tener muchísimo cuidado, pues en cuanto salimos del descampado y
entramos de nuevo en el bosque, comenzaron a azotarnos sin piedad las ramas de
los árboles. La penumbra de la luna eclipsada a cada momento por nubes
cenicientas que corrían veloces por el vacío de los cielos, hacía muy difícil
apreciar la distancia de los objetos; así fue que más de una vez apartamos
ramas imaginarias y más de una vez recibimos latigazos formidables en el
instante mismo en que más lejos del peligro nos creíamos.
¿No sucede en el sendero de la vida -de
la política, de la milicia, del comercio, del amor-, lo mismo que cuando en nublada
noche atravesamos las sendas de un monte tupido?
Cuando creemos llegar a la cumbre de la
montaña con la piedra nos derrumbamos a medio camino. Nos creemos al borde de
la playa apetecida y nos envuelve la vorágine irritada. Esperamos ansiosos la
tierna y amorosa confidencia y nos llega en perfumado y pérfido billete un
¡olvidadme! Ofrecemos una puñalada, y somos capaces de humillarnos a la primera
mirada compasiva.
¡Cuán cierto es que el hombre no alcanza
a ver más allá de su nariz!
Llamé, para no dormirme, a Francisco, mi
lenguaraz, y de pregunta en pregunta, llegué a asegurarme de que no tardaríamos
muchas horas en hallarnos entre las primeras tolderías.
Díjome que poco antes de llegar a donde
íbamos a parar se apartaban varios caminos, que debíamos ir con mucho cuidado
para no tomar uno por otro; que él era baquiano, pero que podía perderse,
haciendo mucho tiempo que no había andado por allí:
-Pues entonces no conversemos; no vayas a
distraerte con la conversación y nos extraviemos -le contesté.
Y esto diciendo, sujeté de golpe el
caballo, esperé a que toda la comitiva estuviese junta, y previne que de un
momento a otro íbamos a llegar a donde se apartaban varios caminos, no tardando
en encontrarnos entre las primeras tolderías; que tuvieran cuidado, que quien
primero notara otros caminos o toldos, avisara.
Marchamos un rato en silencio, oíase de
cuando en cuando el relincho, de los caballos, y constantemente el cencerro de
las madrinas.
De repente oyose una carcajada.
Era Calixto, mi jocoso asistente, el
revolucionario de marras, que, según su costumbre, iba contando cuentos y que
acababa de echarles a los compañeros una mentira de a folio.
-¿Qué hay? -pregunté.
-Nada, mi Coronel -contestó Juan Díaz-;
es Calixto, que nos quiere hacer comulgar con ruedas de carreta.
El muy mentiroso acababa de jurar, por
todos los santos del cielo, que una mujer de la Sierra había parido un fenómeno
macho -así dijo él-, con dos cabezas.
Hasta aquí el hecho no tenía nada de
inverosímil. Lo gordo era que Calixto agregaba que el muchacho -por no decir
los muchachos tenía los más extraños caprichos; que con una boca bebía leche de
vaca y con la otra de cabra; que con una decía sí y con otra no; que con una
lloraba y con la otra cantaba, armando mediante ese dualismo unas disputas y
camorras infernales, que eran muy entretenidas.
-Eres un gran embustero -le dije.
-Mi Coronel -contestó-, embustera será la
gaceta en que yo lo he leído.
-¿Y en qué gaceta has leído eso?
-En un pedazo de gaceta en que me
envolvieron días pasados una libra de azúcar que me vendió D. Pedro en el
fuerte Sarmiento. Allí lo leímos en la cuadra del 7 de caballería; el amigo
Carmen se ha de acordar.
Y Carmen, otro de mis asistentes, dio
testimonio del hecho, corrigiendo solamente algunos detalles.
- A lo cual Calixto observó:
-Bueno, yo me habré olvidado de algo;
pero lo más es verdad, es verdad.
-¿Cómo, que eso ha sucedido en la Sierra,
que es donde se consuman todas las maravillas para un cordobés?
De eso no me acuerdo bien.
-Padre Marcos, cuando lleguemos a
Leubucó, confiéseme ese mentiroso.
-Con mucho gusto -contestó el buen
franciscano, siempre dulce, atento y amable en su trato.
Y cuando aquí llegábamos, una voz gritó:
-¡Acá va el camino!
Me detuve, y conmigo todos los que me
seguían de cerca; los demás fueron llegando uno tras otro.
-Debemos estar por llegar -dijo Mora-;
voy a ver, mi Coronel.
Esperé un rato.
Volvió diciendo que estaba muy obscuro,
que no podía reconocer la rastrillada más traqueada, que era la que debíamos
tomar.
En efecto, un nubarrón pardusco eclipsaba
totalmente la luna menguante y las estrellas apenas despedían su vacilante luz
por entre la tenue bruma que se levantaba en toda la redondez del horizonte.
Habíamos llegado a otro gran descampado,
cuyos límites no se columbraban por la obscuridad.
Ordené que cortaran paja.
Rápidos y ágiles se desmontaron los
asistentes y obedecieron.
En un verbo tuvimos hermosas antorchas, y
buscando al resplandor de ellas el camino que debíamos seguir, no tardamos en
hallarlo.
Iba por él el rastro de Angelito y del
cabo Guzmán.
-Han pasado no hace mucho rato -afirmaron
los rastreadores- y van con los caballos aplastados y sólo con el montado.
-Angelito va en el picazo -dijo uno.
-Che, y el cabo Guzmán -agregó otro- en
el moro clinudo.
Tomamos el camino.
Debíamos estar a una legua. Los primeros
toldos no se veían por la lobreguez de la noche.
Llegamos... Era un charco de agua entre
dos medanitos. Campamos... Mandé asegurar bien las tropillas y me acosté, no
exclamando como el poeta:
Whithout a hope in life.
Al contrario, esperanzado en el favor de
Dios que hasta allí me había llevado con felicidad.
Era singular que los indios no nos
hubieran sentido todavía; ellos, que son tan andariegos, que se acuestan tan
temprano y se levantan con estrellas.
La luz crepuscular anunciaba la
proximidad de un nuevo día.
Durmamos...
¡Es fácil conciliar el sueño cuando la
civilización no nos incomoda, no nos irrita con sus inacabables inconvenientes,
cuando no tiene uno más que echarse, cuando no hay ni el temor de desvelarse,
quitándose la ropa, o pensando en lo que la justicia y la generosidad humanas
acaban de hacernos o se proponen hacernos!
Lo confieso, en nombre de las cosas más
santas. Yo no he dormido jamás mejor ni más tranquilamente que en las arenas de
la Pampa, sobre mi recado.
Mi lecho, el lecho blando y mullido del
hombre civilizado, me parece ahora, comparado con aquél, un lecho de Procusto.
Viviendo entre salvajes he comprendido
por qué ha sido siempre más fácil pasar de la civilización a la barbarie que de
la barbarie a la civilización.
Somos muy orgullosos. Y sin embargo, es
más fácil hacer de Orión o de Carlos Keen un cacique, que de Calfucurá o de
Mariano Rosas un Orión o un Carlos Keen.
¿Hay quien lo ponga en duda?
Me desperté al ruido de los soldados que
señalaban toldos acá y acullá.
La curiosidad me puso de pie en un abrir
y cerrar de ojos.
Los franciscanos y los oficiales hicieron
lo mismo.
Ya no se pensó en dormir, sino en las
novedades que sin duda, ocurrirían.
El toldo más próximo estaría distante de
nosotros unos mil metros.
Divisábamos algo colorado.
Los soldados, con ese ojo de águila que
tienen, tan bueno como el mejor anteojo, decían si eran indios o chinas, los
contaban y se reían a carcajadas.
Estaban en sus coloquios cuando uno de
ellos dijo:
-De aquel toldo salen tres chinas
enancadas... y vienen para acá.
En efecto, no tardamos en verlas llegar,
como deteniéndose a cien metros de nuestro volante campamento.
Mandé que el lenguaraz les hablara;
díjoles que era yo, el Coronel Mansilla, que iba de paces, que se acercaran.
Las chinas castigaron el flaco mancarrón
que montaban enhorquetadas como hombres, medio acurrucadas, y vinieron hacia
mí.
Me acerqué a ellas.
Las tres eran jóvenes, dos bien
parecidas, una así así.
Vestían su traje habitual, que después
tendré ocasión de describir, y cada una de ellas traía una sandía. Era un
regalo, por si teníamos sed. El agua de la lagunita era impotable, ellas lo
sabían.
Acepté el obsequio y les di doce reales
bolivianos, azúcar, yerba, tabaco, papel, todo cuanto pudimos: llevábamos bien
poca cosa, habiendo quedado los cargueros atrás.
Les pregunté por sus maridos: y
contestaron que hacía días andaban boleando.
Que cómo no habían tenido recelo de
acercarse, y contestaron que hacía poco acababan de saber por Angelito que iba
llegando a su tierra un cristiano muy bueno; que qué miedo habían de tener,
siendo además mujeres.
¡Estas mujeres, señor, en todas partes se
creen seguras!, y mientras tanto, ¡en dónde no corren riesgo!
No he visto nada más confiado que las
tales mujeres (para ciertas cosas, por supuesto).
Era indudable que ya nos habían sentido
los indios.
Mandé ensillar, para llegar a la Verde y
esperar un rato allí, donde hallaríamos buen pasto y excelente agua.
Mi lenguaraz se fue con las chinas al
toldo, se cercioró de que no había indios en él y volvió con una ponchada de
algarrobo.
Es un entretenimiento muy agradable ir a
caballo masticando chupando esa fruta.
Así fue que en tanto caminábamos
funcionaban las mandíbulas.
Ya no íbamos por entre montes, quedando
éstos al naciente, al Poniente y al frente en lejanía.
Habíamos llegado a un campo que
quebrándose en médanos bastante escarpados, semejaba el paisaje a las soledades
del desierto de Arabia.
La vegetación era escasa y pobre. El
guadal profundo. Los caballos caminaban con dificultad.
La mañana estaba lindísima.
Veíamos toldos en todas direcciones,
lejos; pero indios, jinetes, ninguno.
Y era lo que más deseaban todos.
-Ver indios, indios, eso es lo que
quisiera -decían los franciscanos; y yo les replicaba: -Tengan paciencia,
padres, que quién sabe si no es para un susto.
De médano en médano, de ilusión en
ilusión, de esperanza en esperanza, llegamos a la Verde.
Serían las diez de la mañana.
Es una laguna como de trescientos metros
de diámetro, profunda, adornada de árboles y escondida en la hoya de un médano
que tendrá setenta pies de elevación.
Mandé desensillar y mudar caballos.
Yo, aunque sea esto un detalle que no le
interesa mucho al lector, me desnudé y echéme al agua.
Quería inspirar confianza a los que me
seguían, y más que a éstos, a los indios si me descubrían en aquel lugar.
Ya debían estar prevenidos. Y aquí me
detengo hoy. Mañana te contaré los percances del resto del día, en que los
franciscanos queridos no ganaron para sustos.
- XV -
La laguna
Verde. Sorpresa. Inspiraciones del gaucho. Encuentros. Grupos de indios. Sus
caballos y sus trajes. Bustos. Amenazas. Resolución.
Después que me bañé, que comieron,
descansaron y se refrescaron las cabalgaduras en las profundas aguas de La
Verde, mandé ensillar, y continuó la marcha.
Estábamos tan cerca ya de Leubucó, que
era en verdad sorprendente no se hiciera ver ningún indio.
Angelito y el cabo Guzmán debían estar a
esas horas descansando en el toldo de cacique Mariano Rosas, y éste prevenido
de que yo llegada de un momento a otro.
Íbamos con mi lenguaraz haciendo
conjeturas y atravesando siempre un terreno guadaloso, sumamente pesado, tanto
que los caballos no resistían al trote, cuando al coronar los últimos pliegues
de la sucesión de médanos que forman el gran médano de La Verde, divisamos,
viniendo al galope, a un indio armado de lanza.
Mi lenguaraz se alarmó...; lo conocí en
cierta expresión de sorpresa que vagó por su cara.
-¿Qué hay -le dije- que te llama así la
atención?
-Señor -repuso-, los indios no tienen
costumbre de andar armados en Tierra Adentro.
-¿Y qué será?
Se encogió de hombros, vaciló un instante
y por fin contestó:
-Deben estar asustados.
-Pero, ¿asustados de qué, cuando le he
escrito a Mariano, y tú mismo le has traducido y explicado bien a Angelito mi
mensaje para Ramón, para él y Baigorrita?
-¡Ah! señor, los indios son muy
desconfiados.
El
indio avanzaba hacia nosotros, haciendo molinetes con su larga lanza, adornada
de un gran penacho encarnado de plumas de flamenco.
Tuve la intención de detenerme. Pero en
la disyuntiva de que el indio creyera que lo hacía por recelo de él, y aumentar
sus sospechas, si venía a reconocerme, preferí lo último, aun exponiéndome a
que por no dejarlo acercarse bastante, no me reconociera bien.
Entre asustarse y asustar, la elección no
es nunca dudosa. Un gran capitán ha dicho que una batalla son dos ejércitos que
se encuentran y quieren meterse miedo. En efecto, las batallas se ganan, no por
el número de los que mueren gloriosamente, luchando como bravos, sino por el
número de los que huyen o pierden, toda iniciativa, aterrorizados por el estruendo
del cañón, por el silbido de las balas, por el choque de las relucientes armas
y el espectáculo imponente de la sangre, de los heridos y de los cadáveres.
El indio sujetó su caballo, y con la
destreza de un acróbata se puso, de pie sobre él, sirviéndole de apoyo la
lanza.
Venía del Sur. Ese era mi rumbo. Seguía
avanzando, aunque acortando algo el paso.
El indio continuó inmóvil,
Estaríamos como a tiro de fusil de él,
cuando cayendo a plomo sobre el lomo de su caballo, partió a toda rienda en mi
dirección, pero visiblemente con el intento de que no nos encontráramos.
Hay aptitudes que no pueden explicarse;
sólo la práctica da el conocimiento de ellas: es una especie de adivinación.
Nuestros paisanos tienen a este respecto
inspiraciones que pasman.
A mí me ha sucedido ir por los campos, y
decirme Camilo Arias: allí debe hacer animales alzados y han de ser baguales,
por el modo como corre ese venado, y en efecto, no tardar muchos minutos en
descubrir los ariscos animales, flotando al viento sus largas crines y
corriendo impetuosos. ¡Qué hermoso es un potro visto así en los campos!
Destaqué mi lenguaraz sobre el indio, sin
detenerme, con la orden de que lo hiciera venir a mí.
Como ni el indio ni yo nos detuviésemos,
llegamos a encontrarnos a la misma altura, pero en distintas direcciones.
Hubiérase dicho que nos habíamos pasado la palabra, al vernos hacer alto
simultáneamente.
Mi lenguaraz se puso al habla con el
indio. Habló un momento con él, y volvió diciéndome que quería reconocerme.
Piqué mi caballo, y ordenándole a mi
gente que nadie me siguiese, partí a media rienda sobre el indio, que me
esperaba con el caballo recogido y la lanza enristrada. A los veinte pasos de
él, sujeté, diciéndole: ¡Buenos días, amigo!, ¡Buenos días!, contestó.
Cambiamos algunas palabras más, por medio del lenguaraz, tendientes todas a
tranquilizarlo, y él dio vuelta rumbeando al sur a todo escape, y yo,
reuniéndome con mi gente, seguí ganando terreno paso a paso.
Mora, mi lenguaraz, parecía de mal talante, y, en efecto, lo
estaba, pues habiéndole interrogado, me manifestó las más serias inquietudes.
Hablábamos de las leguas que todavía
teníamos que hacer para llegar a Leubucó, discurriendo sobre si seguiríamos por
el camino de Garrilobo, que pasa por los toldos del cacique Ramón, o por el de
la derecha, que pasa por la lagunita de Calcumulculeu que debíamos encontrar
por momentos, cuando avistamos dos indios ocultos en un pliegue del terreno.
No podía saber si alguno de ellos era el
mismo con quien acababa de hablar.
Le consulté a Mora.
Fijó su vista, observó un instante, y
contestó con aplomo:
-Son otros, el pelo del caballo del
primero era gateado.
Los dos indios avanzaron sobre mí
resueltamente.
Como el anterior, venían armados.
No tardamos en estar muy cerca.
Estos no trataban, como el primero, de
buscarme el flanco.
-¡Vienen a toparnos! -decía Mora- ¡vienen
a toparnos! Y vienen en buenos pingos.
-Pues vamos a toparlos, vamos a toparlos -agregaba yo, y esto
diciendo, castigué con fuerza el caballo y ordenándole a mi gente que no
apuraran el paso, me lancé a escape.
Con la rapidez del relámpago nos
hubiéramos topado, si unos y otros no hubiéramos sujetado a unos cincuenta
pasos, avanzando después poco a poco, hasta quedar casi a tiro de lanzada.
-Buenos días, amigos, ¿cómo les va? -les
dije.
-Buenos días, ché amigo -contestaron
ellos.
Y como estuvieran con las lanzas enristradas
le observé a mi lenguaraz se los hiciera notar, diciéndoles quién era yo, que
iba de paces, y que no traía más gente que la se veía allí cerca.
Los indios recogieron las lanzas a la
primera indicación de Mora, y cuando éste acabó de hablarles, llamando
especialmente su atención sobre que yo no llevaba armas, me insinuaron con un
ademán el deseo de darme la mano.
No vacilé un punto; piqué el caballo, me
acerqué a ellos y nos dimos la mano con verdadera cordialidad.
Les ofrecí cigarros, que aceptaron con
marcada satisfacción, y quedándome solo con ellos, hice que Mora fuese donde
estaba mi gente, en busca de un chifle de aguardiente.
Mientras fue y volvió, nos hicimos
algunas preguntas sin importancia, porque ni ellos entendían bien el
castellano, ni yo podía hacerme entender en lengua araucana.
Sin embargo, saqué en limpio que el
cacique principal, Mariano Rosas, con otros caciques y muchos capitanejos
estaban entregados a Baco; el padre Burela había llegado el día antes de Mendoza,
con un gran cargamento de bebidas.
Volvió Mora, tomaron mis interlocutores
unos buenos tragos, y despidiéndose alegremente, siguieron ellos su camino, que
era la dirección de las tolderías de Ramón, y yo el mío.
Mora seguía cabizbajo, a pesar del aire
franco de los dos indios. No las tenía todas consigo ¡Quién sabe qué va a
suceder!, decía a cada paso, y luego murmuraba: ¡son tan desconfiados estos
indios!
De cálculo en cálculo, de sospecha en
sospecha, de esperanza en esperanza, mi caravana se movía pesadamente, envuelta
en una inmensa nube de polvo.
Mora decía: Los indios van a creer que
somos muchos.
Yo seguía tranquilo; un secreto
presentimiento me decía que no había
Hay situaciones en que la tranquilidad no
puede ser el resultado de la reflexión. Debe nacer del alma.
El campo se quebraba otra vez en médanos
vestidos de pequeños arbustos, espinillos, algarrobos y chañares.
Nos aproximábamos a una ceja de monte.
Todos, todos los que me acompañaban,
paseaban la vista con avidez por el horizonte, procurando descubrir algo.
Marchábamos en alas de la impaciencia,
subiendo a la cumbre de los médanos, descendiendo a sus bajíos guadalosos,
esquivando los arbustos espinosos, bajo los rayos del sol, que estaba en el
cenit, alargándose la distancia cada vez más, por ciertas equivocaciones de
Mora, cuando casi al mismo tiempo, varias voces exclamaron: ¡Indios! ¡Indios!
Con efecto, fijando la vista al frente y
estando prevenida la imaginación, descubrí varios pelotones de indios armados.
-Parémonos, señor -me dijo Mora.
-No, sigamos -repuse-, pueden creer que
tenemos miedo, o desconfiar. Adelantémonos, más bien.
Dejé mi comitiva atrás, aunque mi caballo
iba bastante fatigado, y apartándome del camino, que ya habíamos encontrado, y
poniéndome al galope, me dirigí al grupo más numeroso de indios.
Tendiendo la vista en ese momento a mi
alrededor, vi que me hallaba circulado de enemigos o de curiosos. Poco iba a
tardar en saber lo que eran.
Vinieron a decirme que estábamos
rodeados.
-Que avancen al tranco -contesté, y seguí
al galope.
Rápidos como una exhalación, varios
pelotones de indios estuvieron encima de mí.
Es indescriptible el asombro que se
pintaba en sus fisonomías.
Montaban todos caballos gordos y buenos.
Vestían trajes los más caprichosos, los unos tenían sombrero, los otros la
cabeza atada con un pañuelo limpio o sucio. Estos, vinchas de tejido pampa,
aquéllos, ponchos, algunos, apenas se cubrían como nuestro primer padre Adán,
con una jerga; muchos estaban ebrios; la mayor parte tenían la cara pintada de
colorado, los pómulos y el labio inferior, todos hablaban al mismo tiempo,
resonando la palabra: ¡winca! ¡winca! es decir: ¡cristiano! ¡cristiano! y tal
cual desvergüenza, dicha en el mejor castellano del mundo.
Yo fingía no entender nada.
-¡Buen día, amigo!
-Buen día, hermano -era toda mi
elocuencia, mientras mi lenguaraz apuraba la suya, explicando quién era yo, y
el objeto de mi viaje.
Hubo un momento en que los indios me
habían estrechado tan de cerca, mirándome como un objeto raro, que no podía
mover mi caballo. Algunos me agarraban la manga del chaquetón que vestía, y
como quien reconoce por primera vez una cosa nunca vista, decían: ¡Ese Coronel
Mansilla, ese Coronel Mansilla!
-Sí, sí -contestaba yo, y repartía
cigarros a diestro y siniestro, y hacía circular el chifle de aguardiente.
Notando que mi comitiva, siguiendo el
camino, se alejaba demasiado de mí, resolví terminar aquella escena. Se lo dije
a Mora, habló éste, y abriéndome calle los indios, marchamos todos juntos al
galope, a incorporarnos a mi gente.
Pronto formamos un solo grupo, y
confundidos, indios y cristianos, nos acercábamos a un medanito, al pie del
cual hay un pequeño bosque. Llámase Aillancó.
Mis oficiales y soldados no sabían qué
hacerse con los indios; dábanles Cigarros, yerba y tragos de aguardiente.
Achúcar -Pedían ellos. Pero el azúcar se
había acabado, la reserva venía en las cargas, y no había cómo complacerlos.
Nuevos grupos de indios llegaban unos
tras otros.
Con cada uno de ellos tenía lugar una
escena análoga a la que dejo descrita, siendo remarcable las buenas
disposiciones que denotaban todos los indios, y la mala voluntad de los
cristianos cautivos o refugiados entre ellos. La afabilidad, por decirlo así,
de los unos, contrastaba singularmente con la desvergüenza de los otros. Cuando
ésa subió de punto, hablé fuerte, insulté groseramente, a mi vez, y así
conseguí imponerles respeto a aquellos desgraciados o pillos, a quienes,
viéndonos casi desarmados, se les iba haciendo el campo orégano.
Llegamos a Aillancó, y como allí hay una
lagunita de agua excelente, hice alto, eché pie a tierra y mandé mudar
caballos.
Mudando estábamos, cuando llegó un grupo
de veintiséis indios, encabezados por un hombre blanco, en mangas de camisa, de
larga melena, atada con una vincha; de aspecto varonil, un tanto antipático,
montando un magnífico caballo overo negro, perfectamente ensillado, con ricos
estribos de plata y chapeado, que haciendo sonar unas grandes espuelas, también
de Plata, y blandiendo una larguísima lanza, y dirigiéndose a mí y sofrenando
de golpe el caballo, me dijo: Yo soy Bustos.
-Me alegro de saberlo -le contesté con disimulada arrogancia.
-Soy cuñado del cacique Ramón -añadió,
cruzando la pierna derecha sobre el pescuezo de su caballo.
-Soy el Coronel Mansilla -repuse,
imitando su postura, y añadiendo: -¿Cómo está el cacique Ramón?
Contestome que estaba bueno, que mandaba
saludarme con todos mis jefes y oficiales, y a saber por qué razón habiendo
llegado a sus tierras, pasaba de largo por ellas.
Le dije agradeciéndole el saludo: que no
pasaba de largo por sus tierras, callado la boca; que el día antes había
adelantado al indio Angelito y al cabo Guzmán con un mensaje.
Me dijo que precisamente de ahí nacía la
sorpresa de Ramón, que ellos habían dicho que antes de llegar a las tolderías
del cacique Mariano, yo pasaría por las de Ramón.
Seguimos cambiando palabras sobre este
tópico, y no tardé en apercibirme de que el cacique Ramón hacía una
mistificación ex profeso del mensaje que recibiera.
Ni el indio Angelito ni el cabo Guzmán
podían haberse equivocado. Era sumamente difícil. Yo me aseguré antes de
despacharlos de Coli-Mula, de que me habían entendido perfectamente bien.
Por otra parte, mi carta al cacique
Mariano era terminante, y las tolderías de éste no distan tanto de las de Ramón,
como para que no hubiera tenido tiempo de prevenirlo,
Mi diálogo con el caballero Bustos, se
prolongó bastante, porque él hablaba castellano lo mismo que yo.
Me avisaron que los caballos estaban
prontos, preguntándome si quería mudar el mío.
Contesté que sí, que me tomaran otro; y
ofreciéndole a Bustos un cigarro, eché pie a tierra, y convidándole a hacer lo
mismo, le dije que pensaba llegar en un rato al toldo de Mariano Rosas.
Mientras me mudaban el caballo, hice
extender un poncho bajo un árbol, y sentados en él nos pusimos a platicar como
dos viejos conocidos.
Me trajeron el caballo, y cuando ponía el
pie en el estribo despidiéndome de Bustos, a quien conocí le había caído en
gracia, llegaron simultáneamente por dos rumbos distintos dos grupos de indios.
El uno venía de los toldos de Ramón, y el
otro de los toldos de Mariano.
El de Mariano lo encabezaba un
capitanejo, hombre de malas pulgas, como se verá después.
El otro, un indio cualquiera.
Mariano mandaba saludarme; Ramón a
decirme que ya salía a encontrarme.
Despedí al primero con mis
agradecimientos, y me dispuse a esperar a Ramón.
Esperándolo estaba, conversando con
Bustos, mi comitiva charlaba y se entretenía con los demás indios y con unas
chinas que acababan de llegar enancadas de a tres, cuando fuimos acometidos por
unos cuantos indios, que, lanza en ristre, y viniendo hacia mí gritaban:
¡winca! ¡winca! ¡matando! ¡matando, winca!
Eché una mirada a mi alrededor, y vi que
mi gente estaba resuelta a todo, y con disimulada irritación, le dije a Bustos:
¿Pensarán éstos hacer alguna barbaridad?
Los bárbaros estaban ya encima. Habloles
Bustos y mi lenguaraz en su lengua, y echándose sobre ellos las chinas, sin
temor de ser pisoteadas por los caballos, y asiéndose vigorosamente de sus
lanzas se las arrancaron de las manos. Los indios bramaban de coraje.
Felizmente, el incidente no pasó de ahí.
Los augurios y temores de mi lenguaraz
amenazaban confirmarse. Pero ya estábamos en las astas del toro, y no era cosa
de retroceder.
Volvió el embajador del cacique Ramón.
¿Con qué embajada? Mañana lo sabrás.
- XVI -
El embajador
del cacique Ramón y Bustos. Desconfianzas del cacique. Quién era Bustos.
Caniupán. Otra vez el embajador de Ramón y Bustos. Un bofetón a tiempo. Mari purrá wentrú. Recepción. Retrato de Ramón. Exigencia de
Caniupán. ¡Lo mando al diablo! Conformidad.
Regresó el embajador de Ramón.
En lugar de dirigirse a mí, se dirigió a
Bustos.
¿Qué le dijo? Ni lo supe, ni lo sé. Mi
lenguaraz no tenía suficiente libertad para hablar conmigo, porque, a más de
pertenecer a las tolderías de Ramón, cuyo cuñado estaba allí, a mi lado,
rodeábanos muy de cerca muchísimos indios, que atentos y curiosos, no apartaban
sus miradas de mí, como queriendo penetrar mis pensamientos.
Lo que no podía ocultárseme era que
Bustos y el embajador no estaban acordes. El primero se expresaba con
verbosidad, con calor y perceptible descontento.
Mora, aprovechando un instante de
distracción de Bustos, me insinuó con aire significativo que Ramón desconfiaba
y que Bustos me defendía.
No me había engañado. El hombre había
simpatizado conmigo. Ya tenía un aliado. Traté, pues, de acabar de hacer su
conquista, afectando la mayor tranquilidad, disimulando que conocía las
desconfianzas de Ramón, y encontrando muy natural todo lo que hasta entonces
había pasado.
El embajador partió de nuevo, y Bustos y
yo seguimos conversando, dándome mala espina el que a cada rato me dijera, como
queriendo justificar el extraño proceder de Ramón, que con toda astucia y
disimulo me retenía en el camino:
-No tenga miedo, amigo.
-No, no hay cuidado -contestaba yo.
Y bajo la influencia de estas
admoniciones, comencé a engendrar sospechas, inclinándome a creer que había
andado muy ligero al hacerme la idea de que el hombre había simpatizado
conmigo.
Estábamos platicando, habiéndome dicho
que había nacido en el antiguo fuerte Federación, hoy Villa de Junín, que su
madre fue india y su padre un vecino de Rojas, de apellido Bustos, que en un
tiempo fue comandante de Guardia Nacional. Mi comitiva, asediada por los
indios, que pedían cuanto sus ojos velan, repartía cigarros, yerba, fósforos,
pañuelos, camisas, calzoncillos, corbatas, todo lo que cada uno llevaba encima
y le era menos indispensable. De repente, sintiose un tropel, y envueltos en
remolinos de polvo, llegaron unos treinta indios, sujetando los caballos tan
encima de mí, que si hubieran dado un paso más me hubieran pisoteado.
Bustos no pudo prescindir de gritarles:
¡Eeeeeh!
Yo, sin moverme del sitio en que estaba,
ni cambiar de postura, fruncí el ceño y clavé la mirada en el que venía
haciendo cabeza, que encarándoseme y llevando la mano derecha al corazón, me
dijo:
-¡Ese soy Caniupán! ¡Capitanejo Mariano
Rosas! (y volviendo a señalarse a sí propio) ¡Ese indio guapo!
Seguí mirándolo con torvo ceño.
Junto con las palabras ¡winca! ¡winca! se
oyeron algunas otras groseras, de calibre grueso.
Bustos me dijo:
-Montemos a caballo.
Lo tenía ahí cerca, y sin esperar otra
insinuación, me levanté del suelo y monté.
Mora me dijo, al hacerlo:
-Caniupán quiere hablar con Ud., señor.
-Pues que hable lo que guste, dile.
Díjome por medio del lenguaraz:
Que Mariano Rosas mandaba saludarme con
todos mis jefes y oficiales; que sentía muchísimo no poder recibirme ese día
como yo lo merecía; que al día siguiente me recibiría; que tuviese a bien
acampar donde me encontraba.
Contestele con la mayor política,
resignándome a pasar la noche en Aillancó, y viendo ya que todas aquellas
dilaciones eran calculadas.
Mientras el capitanejo y yo hablábamos,
varios indios, particularmente uno chileno, nos interrumpían con sus gritos,
echándome encima el caballo y metiéndome, por decirlo así, las manos en la
cara.
Hasta donde era posible me daba por no
apercibido de estas amabilidades, que llegaron a alarmarme seriamente, cuando
vi que un indio lo atropelló al padre Marcos, pechándolo con el caballo, en
medio de un grito estentóreo; cariño que el reverendo franciscano recibió con
evangélica mansedumbre, a pesar de haber andado por las gavias, lo mismo que su
compañero, el padre Moisés, que simultáneamente era objeto de otra demostración
por el estilo.
El indio chileno vociferaba algo que
debían ser amenazas de muerte.
Bustos, que no se separaba de mi lado,
volvió a decirme:
-No tenga miedo, amigo.
Le contesté, con tono áspero y fuerte:
-Ud. me está fastidiando ya con su: No
tenga miedo, amigo: -y echando un voto cambrónico, agregué:
-Dígame eso cuando me vea pálido.
Algunos indios que entendían el
castellano, exclamaron a una: ¡Ese Coronel Mansilla, ese cristiano toro!
Caniupán me dijo con aire imperioso: Dame
un caballo gordo para comer.
-¿Conque habías entendido la lengua? -le
dije.
-Poquito -repuso el indio-, ¿dando
caballo?
-Sí... en eso estoy pensando.
El capitanejo iba a contestar, cuando el
embajador de Ramón se presentó por tercera vez.
Habló con Bustos, parando la oreja todos
los indios que me rodeaban, porque lo hacía con aire misterioso.
Bustos contestaba con monosílabos que me
parecían significar solamente sí y no. Dirigiéndose a los circunstantes, me
dijo:
-Dice el cacique Ramón que Ud. no es el
Coronel Mansilla, que el Coronel vendrá atrás con la demás gente.
Lo llamé a Mora y le dije:
-Vete al toldo de Ramón, asegúrale que yo
soy el Coronel Mansilla, que mande algún indio de los que han estado en el Río
Cuarto a reconocerme y quédate en rehenes.
Mora contestó:
-Le voy a decir que si lo engaño, me
degüelle.
Y dirigiéndose a Bustos, al separarse de
mi lado, añadió:
-Amigo, sepáremelo al Coronel, por si
quiere conversar con alguno.
La resolución con que se separó Mora de
mi lado, acompañado del embajador, produjo un efecto inesperado en los indios.
Cesaron sus impertinencias, continuando, sin embargo, las de algunos cristianos.
A uno de mis soldados se le fue la mano y
le plantificó un bofetón al más atrevido de ellos, diciéndole:
-¡Toma, chachino pícaro!
El cristiano quiso hacer barullo, pero
los otros colegas no le ayudaron, y menos los indios.
El
soldado era un diablo. Echó el bofetón a la risa, y esgrimiendo un chifle de
aguardiente, gritaba encarándose con los que le parecían más capaces de una
avería: Bebiendo, peñi (peñi quiere decir hermano).
Por algunos indios sueltos que llegaron, supe
que el cacique Ramón no estaba en su toldo, sino que se hallaba allí cerca,
dentro del monte; que Mora ya estaba con él, que se hacían los preparativos
para recibirme.
Detrás de éstos llegó un propio, y
después de hablar con Bustos, me dijo éste:
-Amigo, haga formar su gente y dígame
cuántos son.
Llamé al Mayor Lemlenyi, y le di mis
órdenes.
Cumplidas éstas, le dije a Bustos:
-Somos cuatro oficiales, once soldados,
dos frailes y yo.
-Bueno, amigo, déjelos así formados en
ala como están.
Y dirigiéndose al propio, le dijo: entre
otras cosas, Mari purrá wentrú, palabras que comprendí y que querían decir
dieciocho hombres.
Mientras mi gente permanecía formada, mis
tropillas andaban solas. Yo estaba con el Jesús en la boca, viendo la hora en
que me dejaban con los caballos montados.
Bustos despachó de regreso al propio.
Siguiendo sus insinuaciones al pie de la
letra, primero, porque no había otro remedio; segundo... Aquí se me viene a las
mientes un cuento de cierto personaje, que queriendo explicar por qué no había
hecho una cosa, dijo:
"No lo hice, primero, porque no me
dio la gana, segundo...". Al oír esta razón, uno de los presentes le
interrumpió diciendo: "Después de haber oído lo primero, es excusado lo
demás".
Iba a decir que siguiendo las
insinuaciones de Bustos, me puse en marcha con mi falange formada en ala, yendo
yo al frente, entre los dos frailes.
Anduvimos como unos mil metros, en
dirección al monte donde se hallaba el cacique Ramón.
Llegó otro propio, habló con Bustos, y
contramarchamos al punto de partida.
Esta evolución se repitió dos veces más.
Como se hiciera fastidiosa, le dije a
Bustos, sin disimular mi mal humor.
-Amigo; ya me estoy cansando de que
jueguen conmigo. Si sigue esta farsa mando al diablo a todos y me vuelvo a mi
tierra.
-Tenga paciencia -me dijo-, son las
costumbres. Ramón es buen hombre, ahora lo va a conocer. Lo que hay es que están contando su
gente bien.
Oyéronse toques de
corneta.
Era el cacique Ramón que salía del bosque,
como con ciento cincuenta indios.
A unos mil metros de donde yo estaba
formado en ala, el grupo hizo alto; tocaron llamada, y se replegaron a él todos
los otros que habían quedado a mi espalda, excepto el de Caniupán, que formó en
ala, como cubriéndome la retaguardia.
Tocaron marcha, y formaron en batalla.
Serían como doscientos cincuenta. Un
indio seguido de tres trompas que tocaban a degüello recorría la línea de un
extremo a otro en un soberbio caballo picazo, proclamándola.
Era el cacique Ramón.
Llegaron dos indios y mi lenguaraz,
diciéndome que avanzara. Y Bustos, haciendo que los franciscanos me siguieran
como a ocho pasos, se puso a mi izquierda, diciéndome:
-Vamos,
Marchamos.
Llegamos a unos cien metros del centro de
la línea de los indios, al frente de la cual se hallaba el cacique teniendo un
trompa a cada lado, otro a retaguardia.
Caniupán me seguía como a doscientos metros.
Reinaba un profundo silencio.
Hicimos alto.
Oyose un solo grito prolongado que hizo
estremecer la tierra, y convergiendo las dos alas de la línea que teníamos al
frente, formando rápidamente un círculo, dentro, del cual quedamos encerrados,
viendo brillar las dagas relucientes de las largas lanzas adornadas de pintados
penachos, como cuando amenazan una carga a fondo.
Mi sangre se heló...
Estos bárbaros van a sacrificarnos, me
dije...
Reaccioné de mi primera impresión, y
mirando a los míos: Que nos maten matando -les hice comprender con la
elocuencia muda del silencio.
Aquel instante fue solemnísimo.
Otro grito prolongado volvió a hacer
retemblar la tierra.
Las cornetas tocaron a degüello...
No hubo nada.
Lo miré a Bustos como diciéndole:
-¿De qué se trata?
-Un momento -contestó.
Tocaron marcha.
Bustos me dijo:
-Salude a los indios primero, amigo,
después saludará al cacique.
Y haciendo de cicerone, empezó la
ceremonia por el primer indio del ala izquierda que había cerrado el círculo.
Consistía ésta en un fuerte apretón de
manos, y en un grito, en una especie de hurra dado por cada uno de los indios
que iba saludando, en medio de un coro de otros gritos que no se interrumpían,
articulados abriendo la boca y golpeándosela con la palma de la mano.
Los frailes, los pobres franciscanos, y
todo el resto de mi comitiva hacían lo mismo.
Aquello era una batahola infernal.
¡Imagínate, Santiago amigo, cómo estarían
mis muñecas después de haber dado unos doscientos cincuenta apretones de mano!
Terminado el saludo de la turbamulta,
saludé al cacique, dándole un apretón de manos y un abrazo, que recibió con
visible desconfianza de una puñalada, pues, sacándome el cuerpo, se echó sobre
el anca del caballo.
El abrazo fue saludado con gritos, dianas
y vítores al Coronel Mansilla.
Yo contesté:
-¡Viva el Cacique Ramón! ¡Viva el
Presidente de la República! ¡Vivan los indios argentinos!
Y el círculo de jinetes y de lanzas se
quebró en todas partes, desparramándose los indios al son de las dianas que no
cesaban, haciendo molinetes con las lanzas, dándose de pechadas los unos a los
otros, cayendo aquí, levantándose allá, ostentando los más diestros su
habilidad, rayando los corceles, hasta que jadeantes de fatiga les corría el
sudor como espuma.
Los gritos de regocijo se perdían por los
aires.
El cacique Ramón y yo rodeados de
pedigüeños, tomamos el camino de Aillancó.
Llegamos...
Extendiendo ponchos bajo los árboles y
formando rueda, nos pusimos a parlamentar entre mate y mate, entre trago y
trago de aguardiente.
Hube de echar las entrañas por la boca.
No estaba en carácter, y no había más remedio
que hacer bien mi papel.
Obsequié al cacique lo mejor que pude con
lo poco que llevaba.
Tenía que armarle y encenderle yo mismo
el cigarro, que probar primero que él el mate y la bebida para inspirarle
confianza plena.
El cacique Ramón es hijo de indio y de
una cristiana de la Villa de la Carlota.
Predomina en él el tipo de nuestra raza.
Es alto, fornido, tiene ojos pardos,
cabello algo rubio, ancha frente y habla muy ligero.
Es en extremo aseado.
Viste como un paisano rico.
Quiere bien a los cristianos, teniendo
muchos en sus tolderías y varios a su alrededor.
Tendrá cuarenta años.
Todo su aspecto es el de un hombre manso,
y sólo en su mirada se sorprende a veces como un resplandor de fiereza.
Es de oficio platero; siembra mucho todos
los años, haciendo grandes acopios para el invierno, y sus indios le imitan.
Su padre ha abdicado en él el gobierno de
la tribu.
Charlamos duro y parejo.
Me agradeció con marcada expresión de
sentimiento todo cuanto había hecho en el Río Cuarto por su hermano Linconao, a
quien con mis cuidados salvé de las viruelas, preguntándome repetidas veces si
siempre vivía en mi casa, que cuándo volvería a su tierra.
Contestele que estuviera tranquilo, que
su hermano quedaba muy bien recomendado; que no le había traído conmigo porque
estaba convaleciente, muy débil y que el caballo le habría hecho daño.
Me instó encarecidamente a visitarle en
su toldería, ofreciéndome presentarme su familia. Le prometí hacerlo de
regreso, y nos separamos ofreciéndome visita para el día siguiente.
Bustos se marchó con él, pidiéndome por
supuesto una botellita de aguardiente.
Le di la última que quedaba.
Mora se quedó a mi lado, diciéndome Ramón
que le conservara tanto cuanto le necesitara.
Apenas se alejaba Ramón, se presentó el
capitanejo Caniupán, insistiendo en que le diera un caballo gordo para comer.
El pedido tenía todo el aire de una
imposición.
Me negué redondamente.
Insistió chocándome, y le contesté que
dónde había visto que un hombre gaucho diera sus caballos; que los necesitaba
para volverme a mi tierra, que si creía que me iba a quedar toda la vida en la
suya.
Me dijo algo picante.
Lo mandé al diablo.
Los que le seguían murmuraron algo que
podía traer un conflicto.
Creí prudente aflojar un poco la cuerda,
y como haciendo una transacción, ordené con muy mal modo que le dieran una
yegua.
Llevaba dos gordas para cuando se nos acabara
el charqui, lo que probablemente sucedería esa noche, si teníamos muchos
huéspedes.
Le entregaron la yegua, la carnearon en
un santiamén y se la comieron cruda, chupando hasta la sangre caliente del
suelo.
En el sitio del banquete no quedaron más
residuos que las panzas, en las que se cebaron después algunos caranchos
famélicos.
La tarde se acercaba, y las visitas
raleaban.
Llegó un hijo de Mariano Rosas, con unos
cuantos. Mandábame saludar nuevamente su padre; quería saber cómo me había ido;
recomendarme sobre todo, en todos los tonos, tuviera mucho cuidado con los
caballos.
Contesté secamente.
Marchose el mensajero, se puso el sol,
acomodáronse los caballos teniéndolos a ronda cerrada, se recogió bastante
leña, se hizo un fogón, nos pusimos en torno, circuló el mate y comenzó la
charla.
Discurriendo sobre lo que había pasado
durante el día, cambiando ideas con Mora, no me quedó duda de que los indios
temían un lazo. Iban, por consiguiente, a hacerme demorar en el camino con
pretextos, hasta que regresasen sus descubiertas y se aseguraran y persuadieran
de que tras de mí no venían fuerzas.
No debía impacientarme.
¡Gran virtud es la conformidad! Me
resigné a mi suerte. Filosofábamos con los frailes, y como Dios es inmensamente
bueno, nos inspiró confianza, y, concediéndonos un sueño reparador, nos
permitió dormir en el suelo desigual, lo mismo que en un lecho de plumas y
rosas.
- XVII -
Un cuerpo sano en alma sana. El mate. Un
convidado de piedra. Pánico y desconfianzas de los indios. Historias. Un
mensajero de Caniupán. Visitas. En marcha. Calcumuleu. Nuevo mensajero. La
noche. Amonestaciones. Primer regalo. Unos bultos colorados.
Los franciscanos, como de costumbre,
habían hecho sus camas muy cerca de mí.
Así dormíamos siempre.
Yo se los había recomendado.
La abnegación generosa de estos jóvenes
misioneros, su paciente conformidad en los peligros, su carácter afable, su
porte siempre comedido, sus mismas simpáticas fisonomías, todo, todo lo que
constituye la persona física y moral, inspiraba hacia ellos una fuerte
adhesión.
Se concibe, pues, que unido a estos
sentimientos el deber que tenía de cuidarlos, tratara de tenerlos
constantemente a mi
Cuerpo sano en alma sana es roncador.
Los reverendos roncaban a dúo, haciendo
el padre Moisés de tenor y el padre Marcos de bajo profundo.
Estuve tentado algunas veces de hacerles
alguna broma, pero debían estar tan fatigados, que habría sido imperdonable
arrancarles a un sueño que, si no era interesante, debía ser agradable y
reparador.
No pude continuar durmiendo.
Me puse a soñar despierto, y después de
hacer unos cuantos castillos en el aire, llamé un asistente y le ordené que
hiciera fuego.
Cuando la vislumbre del fogón me anunció
que mis órdenes estaban cumplidas, hube de levantarme.
Seguí morrongueando y contemplando las
estrellas que tachonaban el firmamento, anunciando ya su trémula luz la
proximidad del rey del día, hasta que sentí hervir el agua.
Levanteme, senteme al lado del fogón y
mientras mi gente dormía como unos bienaventurados, yo apuraba la caldera,
junto con Carmen, echándonos al coleto sendos mates de café.
Carmen había salvado un poco de azúcar,
felizmente; y a propósito de esto, tuve que resignarme a escuchar su cariñoso
reproche de que no diera tanto, porque pronto nos quedaríamos sin cosa alguna.
Yo estaba distraído, viendo arder la
leña, carbonizarse, volverse ceniza y desaparecer la materia, por decirlo así,
cuando Carmen exclamó:
-Ya viene el día.
-Pues despierta a Camilo -le dije-, que
venga a tomar mate.
Dicho esto cambié de postura, me recosté
sobre el brazo derecho y me quedé dormitando un momento.
Los buenos días de Camilo me hicieron
abrir los ojos, y enderezarme perezosamente, haciendo con los brazos una
especie de aleteo que duró tanto cuanto mi boca se abrió y cerró para bostezar.
Al sentarse Camilo le oí decir: ¡Buen
día, amigo! Y como la salutación despertara en mí la curiosidad de saber a
quién se dirigía, tendí la vista alrededor del fogón y vi un indio rotoso, sin
sombrero, tiritando de frío, acurrucado como un mono al lado de la bolsa en que
Carmen tenía el azúcar, chupándose los dedos de la mano derecha y metiendola
izquierda con disimulo en aquélla.
-¿Cómo va, hermano? -le dije.
-Bueno, hermano -contestó fingiendo un
estremecimiento, y añadió, llevando un puñado de azúcar a la boca:
-Mucho frío ese pobre indio.
Le hice dar un poncho calamaco que
llevaba entre mis caronas.
Continué conversando, y supe que había
pasado la mayor parte de la noche cerca de nosotros; que su toldo estaba
inmediato; que cuando había vuelto a él, el día antes, después de haber andado
con la gente de Ramón, se había encontrado sin su familia, la que junto con
otras andaba huyendo por los montes, porque decían que los cristianos traían un
gran malón; que el indio Blanco, que había llegado de Chile al mismo tiempo que
yo, era el autor de la mala nueva, que todos estaban muy alarmados, que habían
mandado tres grandes descubiertas para el norte, para el naciente y, para el
poniente, por los caminos del Cuero, del Bagual y las Tres Lagunas, cada una de
cincuenta hombres, y que la alarma duraría hasta que no viniese el parte sin
novedad.
Era la confirmación de mis conjeturas.
¡Quién sabe lo que va a suceder -decía yo
para mis adentros-, si las tales descubiertas avanzan demasiado sobre las
fronteras de San Luis, Córdoba y sur de Santa Fe! Nada de extraño tiene que las
sientan, que las tomen por una invasión, que las fuerzas se muevan y salgan al
sur, y que los descubridores traigan un parte falso.
Los franciscanos me sacaron de estas
reflexiones dándome los buenos días, y sentándose en la rueda del fogón, que
convidaba con sus hermosas brasas.
Después de los padres, se levantaron y
ocuparon su puesto los oficiales, y la conversación se hizo general, ponderando
todos sin excepción alguna lo bien que habían dormido.
Los padres no necesitaban jurarlo.
El indio era muy ladino; nos entretuvo un
rato contándonos una porción de historias; entre ellas nos habló de un pariente
suyo que había vivido sin cabeza; de unos indios que dizque vivían en tierras
muy lejanas, que se alimentaban con sólo el vapor del puchero: de otros que
corren tan ligero como los avestruces, que tienen las pantorrillas adelante,
pretendiendo hacernos creer que todo cuanto decía era verdad.
Yo no sé si él lo creía, pero parecía
creerlo.
Varias veces le pregunté si él había
visto esas cosas.
Me contestó que no, que su padre se las
había contado.
Por supuesto, que éste tampoco las había
visto: se las había contado el abuelo de nuestro interlocutor.
Pero, ¿qué tenía de extraño que un pobre
indio creyese tales patrañas, cuando uno de mis ayudantes, el Mayor Lemlenyi,
creía, porque se lo había contado no sé qué chusco, que en Patagones hay unos
indios que tienen el rabo como de una cuarta, cuyos indios antes de sentarse en
el suelo, hacen un pocito con el dedo, o con el mismo rabo, para meterlo en él
y estar con más comodidad?
Las creederas de la humanidad suelen
tener unas proporciones admirables.
Todo cabe dentro de ellas -la verdad lo
mismo que la mentira.
Si me apurasen mucho, demostraría que es
más común creer en la mentira que en la verdad.
Machiavelo dice que el que quiera
engañar, encontrará siempre quien se deje engañar, lo que prueba que, si no hay
quien mienta más, no es por la dificultad de encontrar quien crea, sino por la
dificultad de encontrar quien se resuelva a mentir.
Amaneció.
Me trajeron el parte de que en las
tropillas no había novedad. En cambio, la yegua que conservaba para comer había
muerto envenenada por un yuyo malo.
Ibamos a estar frescos si esa tarde no
llegaban las cargas.
Cuando salía el sol, se presentó un
mensajero de Caniupán, y después de darme los buenos días con muchísima
política, de preguntarme si había dormido bien, si no había habido novedad, si
no había perdido algunos caballos, me notificó que el capitanejo vendría a
visitarme al rato. Devolví los saludos y contesté que estaba pronto.
El mensajero pidió cigarros, aguardiente,
yerba, achúcar, achúcar, se lo dieron y, se marchó.
Poco a poco fueron llegando Visitantes, o
mejor dicho curiosos, porque no se bajaban del caballo, sino que, echados sobre
el pescuezo, se quedaban largo rato así mirándonos, y luego se marchaban
diciendo algunas veces: Adiós, amigo, pidiendo otras un cigarro.
La visita anunciada llegó a las dos
horas. Le acompañaban veintitantos indios. Se apeó del caballo, después de
saludar cortésmente, me dio un mensaje de Mariano Rosas y tomó asiento en el
suelo, a mi lado, pidiéndome con la mayor familiaridad un cigarro.
Arméselo, encendilo yo mismo, y se lo
puse en la boca por decirlo así.
Mariano Rosas me invitaba a cambiar de
campamento, a avanzar una legua; y me pedía disculpas.
El comisionado le disculpaba por su
cuenta confidencialmente diciéndome que estaba achumado
Mandé tomar caballos y ensillar, y como
el terreno era muy quebrado, durante la operación se distrajeron los
caballerizos y me robaron dos pingos.
Se lo dije a Caniupán, manifestándole con
grosería que aquello era mal hecho, que Mariano Rosas estaba en el deber de
tomar a los ladrones, para castigarlos y hacerles entregar mis caballos si no
se los habían comido. Y quise hacer aquella comedia de enojo, porque entre
bárbaros más vale pasar por brusco que por tonto.
Caniupán hizo la suya; me aseguró que los
ladrones serían perseguidos, tomados y castigados, pero él sabía perfectamente
bien que nadie lo había de hacer. Por supuesto que no lo hicieron. Perdí, pues,
mis caballos, quedándome sólo la satisfacción de haber refunfuñado un rato con
desahogo.
Avisáronme que todo estaba pronto para la
marcha. Se lo previne a mi conductor y nos pusimos en viaje.
Los indios no andan jamás al tranco
cuando toman el camino.
Al entrar en el que debíamos seguir, me
dijo Caniupán, poniéndose al galope:
-Galope, amigo.
Yo, que no quería dejarme dominar ni en
las cosas pequeñas, ni contesté, ni galopé.
-Galope, galope, amigo -me gritó el
indio.
Si yo hubiera estado prisionero, no me
habría hecho tan mal efecto aquella especie de imposición.
-No quiero galopar -le contesté.
Y como algunos de los míos que venían
atrás, viendo el aire de la marcha de los indios, llegasen galopando:
-¡Despacio!, ¡despacio! -les grité.
Los indios se fueron adelante formando un
grupo; los cristianos nos quedamos atrás, formando otro.
Sujetaron ellos para esperarnos. Yo seguí
al tranco, y al ponerme a su altura piqué el caballo, le apliqué un fuerte
rebencazo, y gritándoles a los míos: ¡al galope!, galopamos todos, y digo
todos, hablando con propiedad, porque también los indios galoparon poniéndose
Caniupán a la par mía.
El punto a donde nos dirigimos era en la
Laguna de Calcumuleu, que quiere decir agua en que viven brujas. Distaba una
legua larga de Aillancó y quedaba como a seiscientos metros de la orilla del
monte de Leubucó.
De consiguiente, poco demoramos en
llegar.
El lugar no presenta ninguna
particularidad. Es una lagunita como hay muchas, reduciéndose su mérito a tener
vertientes de agua potable casi siempre. Sus bordes son bajos; estaban
adornados de tal cual arbusto.
Al llegar, Caniupán me dijo:
-Aquí es donde dice Mariano que puede
parar.
-Está bien -le contesté, haciendo alto,
echando pie a tierra, y ordenando que camparan.
El indio vio desensillar los caballos,
sacar las tropillas a cierta distancia para que, comieran mejor, y cuando
pareció no quedarle duda de que de allí no me movería, se despidió
recomendándome unas cuantas veces el mayor cuidado con los caballos, y se fue,
a Dios gracias, dejándome en paz, pero no sin que quedaran por ahí, dispersos,
a manera de espías, unos cuantos de los mismos que yo había visto llegar con
él, hacía un rato, a Alliancó.
Era hora de comer algo sólido. Se hizo
fuego, se cebó mate, se intentó hacer algunos asados, pero el charqui había
desaparecido. Fue menester apretarse la barriga, y seguir dándole a la yerba y
al café.
Todo el resto de ese día pasaron
incesantemente indios, del norte para el sur, del sur para el norte. Todos se
detenían, se acercaban, nos miraban y luego proseguían su camino.
Algunos conversaban largo rato con mi
gente. Los franciscanos eran siempre los más solícitos en dirigirles la
palabra, y en ofrecerles un trago de un botellón de cominillo, que no sé cómo
no había volado ya.
Yo me propuse no hablar con nadie ese
día, a no ser que viniera ex profeso, mandado por alguien; así fue que me lo
llevé paseando por la costa de la laguna, leyendo a Beccaria a ratos, otras
veces, un juicio crítico sobre las obras de Platón, de ese filósofo inmortal a
quien podría tributársele el fanático homenaje de mandar quemar todo cuanto se
ha escrito sobre filosofía, desde sus días hasta la fecha, sin que por eso las
ciencias especulativas perdieran gran cosa.
Al caer la tarde, llegó un nuevo
mensajero de Mariano Rosas, con una retahíla de preguntas y recomendaciones,
que terminaban todas con esta recomendación sacramental: que tenga mucho
cuidado con los caballos. Recibí y despedí secamente al mensajero, llamándome
sobremanera la atención no tener hasta ese instante noticia alguna del capitán
Rivadavia, que hacía dos meses se encontraba entre los indios, con motivo del
tratado que desde el año pasado venía negociando yo con ellos.
Llegó la noche; se hizo un gran fogón,
nos comimos una mula de las más gordas y algunos peludos, y repletos y
contentos, se cantó, se contaron cuentos y se durmió hasta el amanecer del
siguiente día.
Iba amaneciendo cuando me desperté; llamé
a Camilo Arias, y, le pregunté si había habido alguna novedad. Contestome que
no, aunque habíamos estado rodeados de espías. Me incorporé en el blando lecho
de arena, dirigí la visual a derecha e izquierda; a la espalda y al frente, y
en efecto, los que habían velado nuestro sueño estaban todavía por ahí.
Calentó el sol y empezaron a llegar
visitantes y a incomodarnos con pedidos de todo género, tanto que tuve que
enfadarme cariñosamente con mis ayudantes Rodríguez y Ozaprowski, porque al
paso que iban, pronto se quedarían en calzoncillos.
-Bueno es dar -les dije-, mas es
conveniente que estos bárbaros no vayan a imaginarse que les damos de miedo.
Estaba haciéndoles estas prudentes
observaciones sobre la regla de conducta que debían observar, y como un indio
me pidiera el pañuelo de seda que tenía al cuello, aproveché la ocasión para
despedirlo con cajas destempladas.
Gruñó como un perro, refunfuñó
perceptiblemente una desvergüenza, añadiendo: cristiano malo, y se fue.
Al rato vino, con cinco más, un nuevo
mensajero de Mariano Rosas. Le recibí con mala cara.
-Manda decir el general que cómo está -me
preguntó.
-Tirado en el campo, dígale -le contesté.
-Manda decir el general, que cómo le va
-añadió.
-Dígale -repuse- que busque una bruja de
las que viven en estas aguas que le conteste cómo le irá al que no teniendo qué
comer se está comiendo las mulas que necesita para volverse a su tierra.
-Manda decir el general -continuó- si se
le ofrece algo.
-Dígale al general -contesté, echando un
voto tremendo- que es un bárbaro, que está desconfiando de un hombre de bien
que se le entrega desarmado, y que otro día ha de creer en algún pícaro de mala
fe que lo engañe.
El mensajero hizo un gesto de extrañeza
al oír aquella contestación; advirtiéndolo yo, agregué:
-Y dígaselo, no tenga miedo.
Dicho esto, le di la espalda, y viendo él
que yo no tenía ganas de seguir conversando, recogió el caballo y se dispuso a
partir. Mas en ese momento llegó un grupo de indios del norte, y mezclándose
con ellos, allí se quedaron hablando -según me dijo Mora después- de que no
había novedad por el Cuero y que más allá no sabían.
Al rato, cuando ya se iban, uno de ellos
fue a pasar por entre los dos franciscanos que estaban descansando en el suelo
como a dos varas uno de otro.
Gritele con voz de trueno, saltando
furioso sobre él para sofrenarle el caballo y empuñando mi revólver, dispuesto
a todo:
-¡Eh! ¡No sea bárbaro! ¡No me pise a los
padrecitos!
Y el hombre, que no había sido indio sino
cristiano, sujetando de golpe el caballo, casi en medio de los padres,
contestó:
-Yo también sé.
-¿Y si sabes, pícaro, por qué pasas por
ahí?
-No les iba a hacer nada -repuso.
-¡Conque no les ibas a hacer nada,
bandido!
Calló, dio vuelta, les habló a los indios
en su lengua, siguiéronle éstos, y se alejaron todos, habiendo pasado los
pobres padres un rato asaz amargo, pues creyeron hubiese habido una de pópulo
bárbaro.
¡Extraños fenómenos del corazón humano!
Algunas horas después de esta escena, a
la que nada notable se siguió, ese mismo hombre tan duramente tratado por mí,
se presentó diciéndome:
-Mi Coronel, aquí le traigo este cordero
y éstos choclos.
El hombre inculto había cedido, justo era
que yo cediera a mi vez.
-Gracias, hijo -le contesté-; ¿para qué
te has incomodado? Apéate, tomaremos un mate y me contarás tu vida.
Apeose del caballo, maneolo, sentose
cerca de mí y después de algunas palabras de comedimiento dirigidas a los
franciscanos, nos contó su historia.
En ese instante gritaron que se
avistaban, saliendo del monte, unos bultos colorados.
Ya sabremos lo que era.
- XVIII -
Historia de
Crisóstomo. Quiénes eran los bultos colorados. El indio Villarreal y su
familia. De noche.
Tomó la palabra Crisóstomo, y dijo:
-Mi Coronel, el hombre ha nacido para
trabajar como el buey y padecer toda la vida.
Este introito en labios de un hombre
inculto llamó la atención de los interlocutores.
Me acomodé lo mejor que pude en el suelo
para escucharle con atención, convencido de que los dramas reales tienen más
mérito que las novelas de la imaginación.
La otra noche se lo decía yo a Behetti,
rogándole me hiciera el sacrificio de ciento cincuenta varas, vulgo, me
acompañara una cuadra.
La historia de cualquier hombre de esos
que nos estorban el paso, es más complicada e interesante que muchos romances
ideales que todos los días leemos con avidez; así como hay más chistes y más
gracia circulando en este momento en el más humilde café, que en esos libros
forrados en marroquín dorado, con que especula el ingenio humano.
Behetti convino conmigo, y me hizo este
cumplimiento:
-Ud. es célebre por sus dichos.
-Y por mis desgracias, como sir Walterio
Raleigh -le contesté, diciendo para mi capote: -Así es el mundo, trabajamos por
hacernos célebres en una cuerda y lo conseguimos por el lado del ridículo.
¡Nos cuesta tanto conocernos!
Crisóstomo continuó:
-Yo vivía en el valle del cerro de
Intiguasi.
Este cerro está cerca de Achiras, y su
nombre significa en quechua, si no ando desmemoriado en mis recuerdos
etnográficos y filográficos, casa del sol. Diéronselo los incas en una de sus
famosas expediciones por la parte oriental de la Cordillera. Inti, quiere decir
sol, y guasi casa.
-Vivía con mis padres, cuidando unas
manadas, una majada de ovejas pampas y otras de cabras.
También hacíamos quesos. No nos iba tan
mal. Hubo una patriada, en la que salieron corridos los colorados con quienes
yo me fui, porque me arrió don Felipe -se refería a Saa- anduve a monte mucho
tiempo por San Luis, y cuando, las cosas se sosegaron, me volví a mi casa. Los
colorados nos habían saqueado. Los pobres siempre se embroman. Cuando no son
unos, son otros los que les caen. Por eso nunca adelantamos. Seguimos
trabajando y aumentando lo poco que nos había quedado hasta que me desgracié...
Aquí frunció el ceño Crisóstomo, y un
tinte de melancolía sombreó su cobriza tez, quemada por el aire y el sol.
-¿Y cómo fue eso? -le pregunté.
-¡Las mujeres! ¡Las mujeres, señor! que
no sirven sino para perjuicio -repuso.
-¿Y ahora no tienes mujer?
- Sí tengo.
-¿Y cómo hablas tan mal de ellas?
-Es que así es el hombre, mi Coronel:
vive quejándose de lo que le gusta más.
-Bueno, prosigue -le dije, y Crisóstomo
tomó el hilo de su narración, que ya había predispuesto a todos en su favor
despertando fuertemente la curiosidad.
-Cerca de casa vivía otra familia pobre.
Eramos muy amigos; todos los días nos veíamos.
Tenían una hija muy donosa. Se llamaba
Inés. Por las tardes cuando recogíamos las majadas, nos encontrábamos en el
arroyo que nace de arriba del cerro. Y como la moza me gustaba, yo le tiraba la
lengua y nos quedábamos mucho rato conversando. Un día le dije que la quería,
que si ella me quería a mí. Me contestó callada que sí.
-¿Y cómo es eso de contestar callada?
-Bueno, mi Coronel, yo le conocí en la
cara que puso que me quería.
-¿Y después?
-Seguimos viéndonos todos los días,
saliendo lo más temprano que podíamos a recoger para poder platicar con
holgura.
Nos sentábamos juntitos en la orilla del
arroyo, en un lugar donde había unos sauces muy lindos; nos tomábamos las manos
y así nos quedábamos horas enteras viendo correr el agua. Un día le pregunté si
quería que nos casáramos. No me contestó, dio un suspiro, se le saltaron las
lágrimas, lloró y me hizo llorar.
-¿A ti?
-A
mí, pues, señor -contestó Crisóstomo, mirándome con un aire que parecía decir:
¿acaso no puedo llorar yo, porque vivo entre los indios?
Sentí el reproche y le contesté: -No te
había entendido bien, sigue.
Prosiguió.
-Lo que se me pasó la tristeza le
pregunté por qué lloraba, y me contestó que su padre quería casarla con un tal
Zárate, que era tropero y hombre hacendado; y que la noche antes ya le había
dicho que si andaba en muchas conversaciones conmigo le había de pegar unos buenos.
Con la conversación no nos fijamos en que había llegado la oración, sin haber
recogido las majadas. Salimos
juntos a campearlas. Nos tomó la noche, se puso muy obscuro, estaba por llover
y nos perdimos, pasando toda la noche en el campo...
Al día siguiente, Inés no vino al arroyo.
Yo fui a su casa, el padre me recibió
mal: quiso pelearme.
Inés estaba en el rancho y me miraba
diciéndome con unos ojos muy tristes que no le contestara a su padre y que me
fuera. Le obedecí. El viejo me insultó mucho, hasta que me perdí de vista;
sufrí y no le contesté. A la noche vino la vieja y se pelearon con mi madre. Yo
escuché todo de afuera. Más tarde, lo que nos quedamos solos, le conté a mi
madre lo que me había pasado...
La pobre me quería mucho, me trató mal,
lloró y por último me perdonó.
Pasaron varias lunas sin verse las
familias.
Una noche ladraron los perros. Salí a ver
qué era, y era una vecina que iba a casa de Inés, donde estaban muy apurados.
A los pocos días Inés se casó con Zárate
y estuvieron de baile y beberaje en la casa. Para esto yo ya sabía lo que le
había pasado a Inés la noche que ladraron los perros, porque la vecina, que era
muy buena mujer, me lo había contado, preguntándome: ¿De quién será la hijita
que ha tenido la Inés? Me dio mucha rabia oír los cohetes del casorio, que se
había hecho en la capilla de San Bartolo, que está contrita de la sierra. Me
fui a la casa. Pedí mi hija.
Me gritaron: ¡Borracho!
Hice un desparramo y salí hachado. Estuve
mucho tiempo enfermo. Sané, busqué mi hija, no la hallé. Yo la quería
muchísimo. No la había visto nunca. Una tarde sabiendo que la casa estaba sola,
me fui a ver si la hallaba a Inés. La hallé. Me recibió como si no me
conociera. ¡Le pedí mi hija, me contestó que estaba borracho! La hice acordar
de la noche en que nos perdimos, Me contestó: ¡Borracho! Lloré no sé de qué, me
echó de la casa llamándome borracho. Le pegué una puñalada...
Y esto diciendo, Crisóstomo se quedó
pensativo.
Nosotros, nos quedamos aterrados.
-Y ¿después?, -dije yo, sacando a todos
del abismo de reflexiones en que los había sumido la última frase del
infortunado amante.
-Después -murmuró con amargura-, después
he padecido mucho, mi Coronel.
-¿Qué hiciste?
-Me fui a mi casa, le confesé a mi madre
lo que había hecho, y a mi padre también, me rogaron que me fuera para San
Luis, me arreglaron unas alforjas, tomé dos buenos caballos y me dirigí a
Chaján. Pero al pasar por el camino de los indios, me dio la tentación de
rumbear al sur y me vine para acá.
-¿Y no has vuelto a ver a tus padres, o a
Inés?
-Sí, mi Coronel, los he visto, varias
veces que he ido a malón con los indios, porque el que vive aquí tiene que
hacer eso, si no, no le dan de comer. A Inés la cautivamos en una invasión con
su marido y sus padres. Por mí se salvó ella; lloró tanto y me rogó tanto que
la dejara, que la perdonara, que me dio lástima, estaba embarazada y conseguí
que la dejaran.
Al padre y la madre se los llevaron y los
vendieron a los chilenos, por una carga de bebida, que son dos barrilitos de
aguardiente. Y he oído decir que están en una estancia cerca de Mucum.
Y esto diciendo, Crisóstomo tomó resuello
como para seguir su narración.
-¿Y has ido a maloquear muchas veces?
-Sí, mi Coronel, ¡qué hemos de hacer! hay
que buscarse la vida.
-¿Y tienes ganas de salir a los
cristianos?
-Estoy casado con una china y tengo tres
hijos -contestó, como leyéndose en sus ojos que sí tenía ganas de salir a los
cristianos; pero que no lo haría sin su mujer y sus hijos.
Francamente, estos sentimientos
paternales me hacían olvidar al hombre que le diera una puñalada a Inés.
¡Qué abismos insondables de ternura y de
fiereza oculta en sus profundidades tempestuosas el corazón humano!
Me iba perdiendo en reflexiones, cuando
se oyeron varias voces: ¡Ya vienen cerca los bultos colorados!
-No te vayas, Crisóstomo -le dije, y
levantándome fui a posarme en un mogote del terreno para ver mejor los bultos.
-Son dos chinas -dijeron unos.
-Y viene un indio con ellas -otros.
Los bultos se acercaban a media rienda.
Llegaron, saludaron cortésmente en
castellano y preguntaron por el Coronel Mansilla.
-Yo soy -les contesté-, echen pie a
tierra.
El indio se apeó al punto. Las chinas
recogieron el pretal de pintadas cuentas que les sirve de estribo y bajaron del
caballo con cierta dificultad por la estrechez de la manta en que van
envueltas.
Era el caballero Villarreal, hijo de
india y de cristiano, casado con la hermana de mi comadre Carmen, que me
mandaba saludar y algunos presentes -choclos y sandías.
La segunda china era hermana de mi
comadre y de la mujer de Villarreal.
Es éste un hombre de regular estatura, de
fisonomía dulce y expresiva, embellecida por unos grandes ojos negros llenos de
fuego. Vestía como un gaucho lujoso. Habla bastante bien el castellano y se
distingue por la pulcritud de su persona. Su padre, cuyo apellido lleva, fue
vecino del Bragado. Tendrá treinta y cinco años. Ha estado en Buenos Aires en
tiempo de Rosas, y conoce perfectamente las costumbres de los cristianos
decentes. La mujer es una china magnífica, que también ha estado en Buenos
Aires; me habló de Manuelita Rosas; tendrá treinta años. Su hermana tendrá
dieciocho, y era soltera. Ambas vestían con lujo, llevando brazaletes de
cuentas de muchos colores y de plata, collares de oro y plata, el colorado
pilquén (la manta), prendida con un hermoso alfiler de plata como de una cuarta
de diámetro, aros en forma de triángulo, muy grandes, y las piernas ceñidas a
la altura del tobillo con anchas ligas de cuentas.
La cuñada de Villarreal es muy bonita y
vestida con miriñaque y otras yerbas, sería una morocha como para dar dolor de
cabeza a más de cuatro. Vestía con menos recato que su hermana, pues, al
levantar los brazos, se veía la concavidad que forma el arranque del brazo
cubierto de vello y agrandándose los pliegues de la camisa descubrían parte del
seno.
Me
entregaron los obsequios con mil disculpas de no haber traído más, por la
premura del tiempo y los apuros de mi comadre.
Les agradecí la fineza, hice que les
acomodaran los caballos, les invité a sentarse y entramos en conversación.
Al caer la tarde, les pregunté si venían
con intención de pasar la noche conmigo; me contestaron que sí, si no
incomodaban.
Mandé que desensillaran los caballos, se
puso en el asador el cordero de Crisóstomo, y mientras se asaba, le pegamos al
mate y al cominillo de los franciscanos.
Anochecía cuando llegó un enviado de
Mariano Rosas, con el mensaje consabido: ¿cómo está, cómo le va, no se han
perdido caballos?
Contesté que no había habido novedad, y
despedí al embajador lo más pronto que pude, sin invitarle a que se apeara.
A Crisóstomo, le rogué que pasara la
noche conmigo; tenía mis razones para querer conversar a solas con él.
Se quedó.
Nos sentamos alrededor del fogón, cenamos
hasta saciarnos con choclos, que me parecieron bocado de cardenal, charlamos
mucho, y, cuando ya fue tarde, tendimos las camas y como en los buenos viejos
tiempos de los patriarcas, nos acostamos todos juntos, por decirlo así,
teniendo por cortinas el limpio y azulado cielo coronado de luces.
No hubo ninguna novedad. Dormimos a las
mil maravillas. El hombre es un animal de costumbres.
Conviene prevenir, por la malicia del
lector, que los franciscanos, según estaba acordado, hicieron sus camas al lado
de la mía.
- XIX -
El amanecer.
Llegada de las cargas. El marchado de la mula. Achauentrú en el Río Cuarto. Un
almuerzo en el fogón. Lo que hicieron las chinas en cuanto se levantaron. El
cabo Mendoza y Wenchenao. Enojo fingido. Se presenta Caniupán.
Al día siguiente amaneció la atmósfera
turbia y atornasolada.
Las ondulaciones del terreno arenoso,
reverberando el sol, formaban caprichosos mirajes, los objetos cercanos se
divisaban lejos creciendo sus proporciones.
Veíanse en lontananza grandes lagunas de
superficie plateada y quieta: árboles colosales, que eran pequeños arbustos
chamuscados por la quemazón; potros alzados que escarceaban y eran aves de
rapiña, que aleteando alzaban el polvo sutil.
Una nubecilla de color terroso pardusco,
llamaba hacía rato la atención de mi gente.
Yo estaba
vacilando entre matar otra mula o mandar a Crisóstomo comprar una res, porque
los choclos no bastaban para que almorzara toda mi gente, citando oí:
-¡Son indios!
-No, vienen muy despacio para ser indios.
-Son mulas.
-Deben ser las cargas.
La última frase, sacándome de la
indecisión en que estaba, me hizo incorporar, ponerme de pie, echar la visual
en dirección a los objetos que ocasionaban la contradicción y llamar a Camilo
Arias, que tiene la vista de un lince, haciéndole una indicación con la mano:
-¿A ver, qué es aquello?
Camilo fijó en el horizonte sus
brillantes ojos, cuya mirada hiere como un dardo, y después de un instante de
reflexión, con su aplomo habitual y su aire de profunda certidumbre, me
contestó:
-Son las cargas, señor.
-¿Estás cierto?
-Sí, mi Coronel.
-¡Arriba todos! -grité-. ¡A la leña
todos! ¡Pronto, pronto un fogón, que ya llegan las cargas!
Los asistentes se pusieron en movimiento,
desparramándose a todos los vientos; y cuando cada cual regresaba con su carga,
la nubecilla que había ido avanzando sobre nosotros transparentaba claramente,
a la vista del observador menos agudo, los tres hombres que quedaron atrás y
las cuatro cargas con los ornatos sagrados pertenecientes a los franciscanos,
la yerba, el azúcar, las bebidas y otras menudencias de poco valor, que eran
los grandes presentes que yo destinaba a los caciques principales.
Venían andando a ese paso de la mula que
ni es tranco, ni es trote, ni es galope; pero que es rápido y que en la jerga
de la lengua de nuestra tierra se llama marchado.
Es una especie de trote inglés, una
especie de sobrepaso, que al jinete le hace el efecto de que la mula, en lugar
de caminar, se arrastra culebreando.
Todos los aires de marcha, el tranco, el
trote, el galope, son cansadores, fatigan hasta postrar.
Sólo el marchado no deshace el cuerpo, ni
produce dolores en las espaldas ni en la cintura, permitiendo dormir
cómodamente sobre el lomo del macho o de la mula, como en veloz esquife, que,
rápido, hiende las mansas aguas, dejando tras sí espumosa estela que, aunque
parezca macarrónico, compararé al rastro que deja en el suelo blando el híbrido
cuadrúpedo, cuya cola maniobra incesantemente a derecha e izquierda, a manera
de timón cuando se mueve.
Llegaron, pues, las suspiradas cargas, y
mientras se puso todo en tierra y se eligieron los pedazos de charqui más
gordos, se hizo un gran fogón colocando en él una olla para cocinar un pucherete
y cocer el resto de choclos que quedaba.
Los padres se ocuparon en abrir sus
baúles, en sacar los ornamentos sagrados, que estaban húmedos, y en extenderlos
con el mayor cuidado al sol.
Con una parte de los presentes para los
caciques hubo que hacer lo mismo.
Las mulas se habían caído repetidas veces
en los guadales del Cuero, y todo se había mojado, a pesar de haber sido
retobados en cuero fresco, con la mayor prolijidad, en el fuerte Sarmiento.
Yo estaba contrariadísimo; ya sabía por
experiencia cuán delicado el paladar de los indios, pues muchísimas veces se
sentaron a mi mesa en el Río Cuarto, teniendo ocasión al mismo tiempo, de
admirar la destreza con que esgrimían los utensilios gastronómicos, la cuchara
y, el tenedor; lo bien que manejaban la punta del mantel para limpiarse la
boca, el perfecto equilibrio con que llevaban la copa rebosando de vino a los
labios.
Tengo muy presente un rasgo de buena
crianza de Achauentrú, capitanejo de Mariano Rosas.
Comía en mi mesa; el asistente que le
servía le pasó la azucarera, y como el indio viese que no tenía cuchara dentro,
echó la vista al platillo de su taza de café y como viese que tampoco tenía
cucharita miró al soldado, y lo mismo que lo habría hecho el caballero más
cumplido, le dijo:
-¡Cuchara!
-Pronto, hombre, una cuchara para
Achauentrú -le grité yo, cambiando miradas de inteligencia con todos los
presentes, como diciendo: Positivamente, no es tan difícil civilizar a estos
bárbaros.
Avisaron que el charqui estaba soasado y
los choclos cocidos, pronto el pucherete.
-A comer -llamé.
Y sentándonos todos en rueda, comenzó el
almuerzo, ocupando las visitas los asientos preferentes, que eran al lado de
los franciscanos y de mí.
Las dos chinas estaban hermosísimas, su
tez brillaba como bronce bruñido; sus largas trenzas negras como el ébano y
adornadas de cintas pampas caían graciosamente sobre las espaldas; sus dientes
cortos, iguales y limpios por naturaleza, parecían de marfil; sus manecitas de
dedos cortos, torneados y afilados; sus piececitos con las uñas muy recortadas,
estaban perfectamente aseados.
Esa mañana, en cuanto salió el sol, se
habían ido a la costa de la laguna, se habían dado un corto baño, y recatándose
un tanto de nosotros, se habían pintado las mejillas y el labio inferior, con
carmín que les llevan los chilenos, vendiéndoselos a precio de oro.
María, la cuñada de Villarreal, más
coqueta que su hermana la casada, se había puesto lunarcitos negros, adorno muy
favorito de las chinas.
Para el efecto hacen una especie de tinta
de un barro que sacan de la orilla de ciertas lagunas, barro de color plomizo,
bastante compacto, como para cortarlo en panes y secarlo así al sol, o dándole
la forma de un bollo.
El charqui estaba sabrosísimo -a buena
gana no hay pan duro, dice el adagio viejo-, el pucherete suculento; los
choclos dulces y tiernos como melcocha.
Los cristianos comimos bien; Villarreal y
las chinas se saturaron con aguardiente.
Villarreal lo hizo hasta caldearse,
término que, entre los indios, equivale a lo que en castellano castizo
significa ponerse calamucano.
Llegó el turno del mate de café; no
teniendo otro postre, y habiéndome apercibido de que nos rondaban algunos indios,
recién llegados, los llamé, los convidé a tomar asiento en nuestra rueda y les
di unos buenos tragos del alcohólico anisado.
Hice acuerdos en ese momento de que no me
había informado del cabo conductor de las cargas de las novedades del camino; y
que aquél, no habiendo sido interrogado, nada me había dicho al respecto.
Rumiaba si le llamaría o no en el acto,
cuando ciertas palabras cambiadas entre mis ayudantes me hicieron colegir que
algo curioso había ocurrido.
Me resolví al interrogatorio, diciendo
incontinenti:
-¡Qué llamen al cabo Mendoza!
-¡Mendoza! ¡Mendoza!, lo llama el Coronel
-oyose. Y acto continuo se presentó el cabo, cuadrándose militarmente.
-Y, ¿cómo ha ido por el camino? -le
pregunté.
- Medio mal, mi Coronel -me contestó.
-¿Por qué no me habías dicho nada?
-Porque usía no me preguntó nada.
-Yo creía que no hubiera habido novedad,
y tú debías haber pedido la venia para hablarme.
El cabo agachó la cabeza y no contestó.
-Bueno, pues, cuéntame lo que te ha
sucedido.
-Señor, cuando íbamos llegando a un
charco que está allicito no más, cerca del médano de la Verde, me salió un
indio malazo, con cuatro más, diciéndome:
-Ese soy Wenchenao, ése mi toldo, ésa mi
tierra. ¿Con permiso de quién pasando?
-Voy con el Coronel Mansilla.
-Ese Coronel Mansilla, ¿con permiso de
quién pisando mi tierra?
-Eso no sé yo, amigo, déjeme seguir mi
camino.
Los indios nos ponían las lanzas en el
pecho y las hincaban a las mulas en el anca para hacerlas disparar.
-No siguiendo camino si no pagando.
-¿Y qué quiere que le pague, amigo? ¿nove
que lo que llevamos es para el cacique Mariano?
-Entonces dando, mejor. Mariano teniendo
mucho; padre Burela viniendo con mucho aguardiente.
Mientras estábamos en esa conversación,
mi Coronel, uno de los indios descargó una mula, y llegaron unas chinas con
unas pavas, las llenaron bien, echaron bastante azúcar, tabaco y papel en un
poncho y se fueron.
Wenchenao nos dijo entonces:
-Bueno, amigo, siguiendo camino no más,
pero dando camisa, pañuelo, calzoncillo.
Y hasta que no les dimos algo de eso, no
nos quitaron las lanzas del pecho, ni nos dejaron pasar.
-Pues has hecho buena hazaña -le dije-
¿Conque tres hombres se han dejado saquear por unos cuantos indios rotosos?
-¿Y qué habíamos de hacer, mi Coronel?
-contestó-, que por hacer pata ancha, nos hubieran quitado todo.
-Tienes razón -le dije-; retírate.
Dio media vuelta, hizo la venia y se
alejó.
Aprovechando la presencia de Villarreal y
de los otros indios, simulé el mayor enojo e indignación; me levanté de la
rueda del fogón; paseándome de arriba abajo exclamaba a cada rato:
-¡Pícaros!, ¡ladrones! -rellenando estas
palabras con imprecaciones por estilo de ésta-: ¡Ojalá me hagan algo a mí, para
que se los lleve el diablo!
Los indios, sin excepción alguna, me oían
fulminar rayos y centellas contra ellos, sin decir una palabra, sin moverse
siquiera de su lugar.
Sólo cuando parecía calmado, Villarreal,
medio entre San Juan y Mendoza, valiéndome de la metáfora de la tierra, se
levantó y viniendo a mí con paso vacilante y aire receloso, me dijo:
-Tenga paciencia, mi Coronel.
-¿Qué paciencia quiere que tenga con esta
canalla? -le contesté.
Siguió rogándome que me calmara, y yo
contestando, y, después de escucharle una larga explicación sobre cómo eran los
indios, la diferencia que había entre uno trabajador y uno ladrón, nos quedamos
muy amigos.
Hecha la comedia, pedí más aguardiente, y
volví a convidar a los indios del fogón.
Por supuesto que la señora de Villarreal
y su hermana no dejaron de dirigirme algunas exhortaciones amables, que
finalizaban todas con esta frase: tenga paciencia, señor.
Viendo que los huéspedes se iban
caldeando, creí oportuno hacer cesar las libaciones.
-Dando, dando más, Coronel -me decían
varios a la vez, ya caldeados, queriendo rematar.
No hubo tutía.
Viéndome firme, fueron despejando el
campo uno tras de otro.
Villarreal y sus chinas me pidieron los
caballos para retirarse.
Me daban un solo sobre el modo de tratar
a los indios, sobre las relevantes prendas del carácter de Ramón, su cacique
inmediato, en los momentos que se presentó un precursor de Caniupán, diciéndome
que éste no tardaría en llegar; que en Leubucó se hacían grandes preparativos
para recibirme, ponderando con tales aspavientos la indiada que se había
reunido, los cohetes que se quemarían, que era cosa de chuparse los dedos de
gusto, pensando en la imperial recepción que me aguardaba.
Presentose por fin Caniupán con unos
cuarenta individuos vestidos de parada, es decir, montando briosos corceles
enjaezados con todo el lujo pampeano, con grandes testeras, coleras, pretales,
estribos y cabezadas de plata, todo ello de gusto chileno.
Los jinetes se habían puesto sus mejores
ponchos y sombreros, llevando algunos bota fuerte, otros de potro y muchos la
espuela sobre el pie pelado.
Levanté el campamento; me despedí de las
visitas, y escoltado por Caniupán, tomé el camino de Leubucó.
Mañana haré mi entrada triunfal allí.
- XX -
El camino de
Calcumuleu a Leubucó. Los indios en el campo. Su modo de marchar. Cómo
descansan a caballo. Qué es tomar caballos a mano. No había novedad. Cruzando
un monte. Se divisa Leubucó. Primer parlamento. Cada razón son diez razones.
El camino de Calcumuleu a Leubucó corría
en línea paralela con el bosque que teníamos hacia el naciente, buscando una
abra, que formaba una gran ensenada. De trecho en trecho se bifurcaba, saliendo
ramales de rastrilladas para las diversas tolderías. Reinaba mucho movimiento
en el desierto.
De todos lados asomaban indios, al gran
galope siempre, sin curarse de los obstáculos naturales del terreno, donde
caballos educados como los nuestros o los ingleses habrían caído postrados de
fatiga a los diez minutos por vigorosos que hubieran sido. Subían rápidos a la
cumbre de los médanos de movediza arena y bajaban con la celeridad del rayo; se
perdían entre los montecillos de chañar, apareciendo al punto; se hundían en
las blandas sinuosidades y se alzaban luego; se tendían a la derecha, evitando
un precipicio, después a la izquierda rehuyendo otro, y así ora en el horizonte,
ora fuera de la vista del plano accidentado, cuando menos pensábamos brotaban a
nuestro lado, por decirlo así, incorporándose a mi comitiva.
Ibamos formados a ratos, yendo yo con
Caniupán adelante, sus indios atrás y después de éstos mi gente; otras veces en
dispersión.
Andando con indios no es posible marchar
unidos.
Ellos le aflojan la rienda al caballo
para que dé todo lo que puede, sin apurarlo nunca; de modo que los jinetes cuyo
caballo tiene el galope corto se quedan atrás y los otros se van adelante.
Toda marcha de indios se inicia en orden;
al rato se han desparramado como moscas, salvo en los casos de guerra. En ésta,
pelean unidos o en dispersión, a pie unos, a caballo otros, interpolados todos
según las circunstancias.
En un combate que mis fuerzas tuvieron
con ellos en los Pozos Cavados, pelearon interpolados. Mi gente, siendo inferior en número,
había echado pie a tierra. Le llevaron tres cargas, que fueron rechazadas a
balazos, y al dar vuelta caras, los pedestres se agarraban de las colas de los
caballos, y ayudados por el impulso de éstos, se ponían en un verbo fuera del
alcance de las balas.
En marcha que no es militar, los indios
no reconocen jerarquías.
Lo mismo es para ellos la derecha que la
izquierda, ir adelante que atrás: -el capitanejo, el cacique menor o mayor,
todo es igual al último indio. El terreno, el aire de la marcha y el caballo
deciden del puesto que lleva cada uno. ¿Va bien montado el cacique? Se le verá
adelante, muy adelante. ¿Va mal montado? Se quedará rezagado. Y el lujo
consiste en tener el caballo de galope más largo, de más bríos y de mayor
resistencia.
Ya veremos cómo los mismos caballos que
nos roban a nosotros, pues ellos no tienen crías ni razas especiales, sometidos
a un régimen peculiar y severo, cuadruplican sus fuerzas, reduciéndonos muchas
veces en la guerra a una impotente desesperación.
Al llegar a la entrada del bosque, viendo
que mi gente marchaba formando una chorrera y que mis caballos no podían
resistir a un galope largo sostenido por la arena, que se enterraban hasta las
rodillas no obstante que seguíamos las sendas de la rastrillada, le dije a
Caniupán:
-Hagamos alto un rato, los padrecitos
vienen muy cansados.
Era un pretexto como cualquier otro.
Caniupán sujetó de golpe su caballo, yo
el mío, los que nos seguían unos después de otros; lo mismo hicieron los indios
que nos precedían, cuando se apercibieron de que estábamos parados, y poco
después formábamos dos grupos, envueltos en una nube de arena.
Para ganar tiempo y dar más alivio a mis
cabalgaduras, mandé mudarlas. Los indios no echaron pie a tierra. Tienen ellos
la costumbre de descansar sobre el lomo del caballo. Se echan como en una cama,
haciendo cabecera del pescuezo del animal, y extendiendo las piernas cruzadas
en las ancas, así permanecen largo rato, horas enteras a veces. Ni para dar de
beber se apean; sin desmontarse sacan el freno y lo ponen. El caballo del
indio, además de ser fortísimo, es mansísimo. ¿Duerme el indio?, no se mueve.
¿Está ebrio?, le acompaña a guardar el equilibrio. ¿Se apea y le baja la
rienda?, allí se queda. ¿Cuánto tiempo?, todo el día. Si no lo hace es
castigado de modo que entienda por qué. Es raro hallar un indio que use manea,
traba, bozal y cabestro. Si alguno de estos útiles lleva de seguro que anda
redomoneando un potro, o en un caballo arisco, o enseñando uno que ha robado en
el último malón.
El indio vive sobre el caballo, como el
pescador en su barca: su elemento es la Pampa, como el elemento de aquél es el
mar.
¿Adónde va un indio que no ensille, que
no salte en pelo? ¿Al toldo vecino que dista cuadras? Irá a caballo. ¿Al
arroyo, a la laguna, al jagüel, que están cerca a su misma morada? Irá a
caballo. Todo puede faltar en el toldo de un indio. Será pobre como Adán. Hay
una cosa que jamás falta. De día, de noche, brille espléndido el sol o llueva a
cántaros, en el palenque hay siempre enfrenado y atado de la rienda un caballo.
A horse ¡A horse! ¡My kingdom for a horse!
Todo, todo cuanto tiene dará el indio en
un momento crítico, por un caballo.
Mudábamos, tomando a mano.
Es una operación campestre entretenida,
no haciéndola torpemente, es decir, enlazando.
Cada grupo de mi gente rodeaba su
tropilla. La madrina estaba maneada. Los animales remolineaban a su alrededor.
Entre varios tenían dos o más lazos formando un círculo a manera de corral.
Entraban en él, uno después de otro, por turno de numeración, los que iban a
mudar. El encargado de la tropilla elegía un caballo de los menos sobados, lo
designaba diciendo verbigracia: el oscuro overo, para el número 4; y el
individuo determinado así, con el freno y el bozal en la siniestra, se acercaba
a aquél con maña, con cuidado de no asustarlo, buscándole la vuelta, echándole
de lejos sobre el lomo, si no era manso, la punta de la rienda o del cabestro,
a cuyo contacto se queda casi siempre quieto el manso y dócil corcel.
La operación de mudar tomando a lazo en
el medio del campo, a más del riesgo de que los caballos menos asustadizos se
espanten, disparen y se alcen, es sumamente morosa, requiere gran destreza y
ofrece peligros; de todos los ejercicios del gaucho, del paisano, el más
fuerte, el más difícil y el más expuesto de todos es el del lazo. Cualquiera
maneja en poco tiempo regularmente las boleadoras. Ni ser muy de a caballo se
requiere: siquiera mucha fuerza. El manejo del lazo al contrario, demanda
completa posesión del caballo, vigor varonil y agilidad.
Mientras mudábamos, llegaron varios
indios del norte, de afuera, como dicen ellos. Nosotros le llamamos así al sur.
Viendo sus caballos tan trasijados, le
pregunté a Caniupán:
-¿De dónde vienen éstos?
-Esos viniendo de afuera, boleando -me
contestó.
Eran las últimas descubiertas que
regresaban, pero Caniupán no quería confesarlo.
-¿Qué habiendo por los campos, hermano?
-le agregué.
-Muy silencio estando Cuero, Bagual y
Tres Lagunas.
-¿Entonces, indios no desconfiando ya de
mí? -proseguí.
Camilo Arias interrumpía el diálogo,
avisándome que estábamos prontos.
-¡A caballo! -grité, montamos, nos
pusimos en marcha, y pocos minutos después entrábamos en el monte de Leubucó.
Sendas y rastrilladas grandes y pequeñas,
lo cruzaban como una red, en todas direcciones. Galopábamos a la desbandada. Los corpulentos algarrobos,
chañares y caldenes, de fecha inmemorial; los mil arbustos nacientes desviaban
la línea recta del camino, obligándonos a llevar el caballo sobre la rienda para
no tropezar con ellos, o enredarnos en sus vástagos espinosos y traicioneros,
Nuestros caballos no estaban
acostumbrados a correr por entre bosques. Teníamos que detenernos
constantemente por ellos, expuestos a rodar, y por nosotros mismos, expuestos a
quedarnos colgados de un gajo como arrebatados por un garfio.
La torpeza nuestra era sólo comparable a
la habilidad de los indios; mientras nosotros, a cada paso, hallábamos una
barrera que nos obligaba a abreviar el aire de la marcha, a ir al trote y al
tranco, hacer alto y proseguir, ellos seguían imperturbables su camino, veloces
como el viento. Pronto, pues, salieron ellos del bosque, quedándonos nosotros
atrás. Yo no podía perder de vista que conmigo iban los franciscanos, y no era
cosa de dejarlos en el camino, ni de exponerlos a columpiarse contra su gusto
en un algarrobo. Demasiada paciencia habíamos tenido ya, para perderla cuando
llegábamos, Dios mediante, al término de la jornada.
Los indios me esperaban en una aguadita
al salir del bosque; en un gran descampado, sucesión de médanos pelados,
tristes, solitarios.
A lo lejos, como una faja negra, se
divisaba en el horizonte la ceja de un monte.
-Allí es Leubucó -me dijeron, señalándome
la faja negra.
Fijé la vista, y, lo confieso, la fijé
como si después de una larga peregrinación por las vastas y desoladas llanuras
de la Tartaria, al acercarme a la raya de la China, me hubieran dicho: ¡allí es
la gran muralla!
Voy a penetrar, al fin, en el recinto
vedado.
Los ecos de la civilización van a resonar
pacíficamente por primera vez, donde jamás asentara su planta un hombre del
coturno mío.
Grandes y generosos pensamientos me
traen; nobles y elevadas ideas me dominan; mi misión es digna de un soldado, de
un hombre, de un cristiano -me decía; y veía ya la hora en que reducidos y
cristianizados aquellos bárbaros, utilizados sus brazos para el trabajo,
rendían pleito homenaje a la civilización por el esfuerzo del más humilde de
sus servidores.
Aspiraciones del espíritu despierto, que
se realizan con más dificultad que las mismas visiones del sueño, ¡apartaos!
El hombre no es razonable cuando
discurre, sino cuando acierta.
Vivimos en los tiempos del éxito.
Nadie lucha contra los que tienen treinta
legiones aunque la conciencia pueda más que todas las legiones del mundo.
Alguien habrá que lo intente algún día. Y
no con el desaliento del gladiador, que anticipándose a su destino y mirando al
César encumbrado sobre las más altas gradas del circo, exclamaba: "Los que
van a morir os saludan", sino como el fuerte y viril republicano:
"Primero muerto que deshonrado"
Donde los indios me esperaban, hicimos
alto: mandé aflojar las cinchas, dar un descanso a los caballos y de beber
después.
Hecho esto, en dos grupos unidos que no
tardaron en deshacerse, nos pusimos en marcha al galope, con la mirada fija en
la faja negra.
Galopábamos en alas de la impaciencia y
de la curiosidad.
No había sido fácil empresa llegar hasta
la morada de Mariano Rosas. ¡Hasta los bárbaros saben rodearse de aparato
teatral para deslumbrar o embaucar a la multitud!
De repente hizo alto un grupo de indios
que nos precedía.
-Hay alguna novedad -me dijo Mora-,
porque si no aquéllos no se habrían parado.
-¿Y qué será?
-Cuando menos han avistado algún
parlamento.
-¿De quién?
-Del General Mariano.
-¿Y cuántos tendremos que encontrar antes
de llegar a Leubucó?
-Quién sabe, señor; eso depende de los honores
que el General le quiera hacer.
Un indio venía a media rienda hacia
nosotros, destacado del grupo que acababa de hacer alto, en busca de Caniupán.
Sujetamos.
Habló con él en su lengua y luego, partió
a escape, contramarchando. Caniupán me dijo:
-Viniendo parlamento.
-Me alegro mucho.
-Topando con él, galope.
-Bueno, topando al galope.
Y esto diciendo, nos pusimos al gran
galope sin reparar en nada.
Yo echaba de cuando en cuando la vista
atrás, y veía a mis franciscanos, expuestos sin remisión a dar una furiosa
rodada, y contenía un tanto la carrera de mi caballo para, que aquéllos se me
incorporan, pues Caniupán me decía a cada momento: Poniendo padre a tu lado.
Así íbamos ganando terreno, levantando
torbellinos de arena rodando más de cuatro en pocos instantes y viendo una nube
que transparentaba diversos colores, avanzar sobre nosotros.
Coronamos el dorso de un médano y
distinguimos claramente un grupo como de cincuenta jinetes.
-Ese son, poquito galope -dijo Caniupán
recogiendo su caballo.
-Bueno, amigo -le contesté, igualando mi
caballo con el suyo.
Así seguimos un momento, hasta que
hallándonos como a seiscientos metros:
-¡Ese son hermano, topando! -dijo Caniupán
y se lanzó violento. Le seguí y mi gente me imitó.
Los franciscanos no se quedaron atrás.
Yo no sé cómo hicieron; pero el hecho es
que llegaron junto conmigo hasta el punto en que diciendo y haciendo, Caniupán
gritó:
-¡Parando, hermano!
Los dos grupos, el que iba y el que
venía, sujetamos al mismo tiempo, quedando como a veinte pasos uno de otro.
Del que venía salió un indio.
Del nuestro salió otro.
Se colocaron equidistantes de sus
respectivos grupos y mirando el uno para el norte y el otro para el sur, tomó
la palabra el que venía de Leubucó.
¿Cuánto tiempo habló?
Hablaría seguido, sin interrupción
alguna, sin tragar la saliva, como cinco minutos.
¿Qué dijo?
Lo sabremos después.
Le contestó el otro en la misma forma y
modo.
¿Qué dijo?
Lo sabremos también después.
Tres preguntas y respuestas se hicieron.
Le pregunté a Mora qué habían conversado.
Me contestó que el uno me había saludado,
y el otro había contestado por mí; que el uno representaba a Mariano Rosas y el
otro me representaba a mí, según orden de Caniupán que acababa de recibir.
-Pero, hombre -le observé-, ¿tanto ha
hablado sólo para saludarme?
-Sí, mi Coronel, es que los dos son buenos
lenguaraces -oradores quería decir.
-Pero, hombre -insistí-, si han hablado
un cuarto de hora, ¿cómo no han de haber hecho más que saludarme?
-Mi Coronel, es que las razones que traía
el parlamento de Mariano las ha hecho muchas más, y el de Ud. ha hecho lo mismo
para no quedar mal.
-Y ¿cuántas razones traía el de Mariano?
-¡Tres razones no más!
-¿Y qué decían?
-Que cómo está usía, que cómo le ha ido
de viaje, que si no ha perdido caballos, porque en los campos solos siempre
suceden desgracias.
-¿Y para decir eso ha charlado tanto,
hombre?
-Sí, mi Coronel; no ve que cada razón la
han hecho diez razones.
¿Y qué es eso, hombre?
Es, mi Coronel...
Decía esto Mora, cuando Caniupán nos
interrumpió, proponiéndome que saludara a la comisión que acababa de llegar.
Deferí a su indicación y comenzó el
saludo.
Tendrás paciencia, hasta mañana, Santiago
amigo, y el paciente lector contigo.
La paciencia es una virtud que conviene
ejercitar en las cosas pequeñas, que en las grandes yo opino como Romeo, por
boca de Shakespeare.
- XXI -
En qué
consiste el arte de hacer de una razón varias, razones. De cuántos modos
conversan los indios. Sus oradores. Sus rodeos para pedir. Precauciones de los
caciques antes de celebrar una junta. Numeración y manera de contar de los
ranqueles.
Aprovechando una parada, interrogué a
Mora, que tomó la palabra para explicarme en qué consiste el arte de hacer de
una razón, dos o más razones.
A su modo me hizo un curso de retórica
completo. Ya he dicho que es un hombre perspicaz y si no lo he dicho, viene
aquí a pelo decirlo.
Los indios ranqueles tienen tres modos y
formas de conversar.
La conversación familiar.
La conversación en parlamento.
La conversación en junta.
La conversación familiar es como la
nuestra, llana, fácil, sin ceremonias, sin figuras, con interrupciones del o de
los interlocutores, animada, vehemente, según el tópico o las pasiones
excitadas.
La conversación en parlamento está sujeta
a ciertas reglas; es metódica, los interlocutores no pueden, ni deben
interrumpirse; es en forma de preguntas y respuestas.
Tiene un tono, un compás determinado, su
estribillo y actitudes académicas, por decirlo así.
El tono y el compás pueden sólo
compararse a lo que en las festividades religiosas se canta con el nombre de
villancico.
Es algo cadencioso, uniforme, monótono,
como el murmullo de la corriente del agua.
Yo no conozco suficientemente la lengua
araucana para consignar una frase.
Pero al penetrante lector, y tú,
Santiago, que a este respecto te pierdes de vista, haciendo un pequeño
esfuerzo, me comprenderán,
Voy a estampar sonidos cuya eufonía
remeda la de los vocablos araucanos.
Por ejemplo:
Epú, bicú, mucú, picú, tanqué, locó,
paine, bucó, có, rotó, clá, aimé, purrá, cuerró, tucá, claó, tremen, leuquen,
pichun, mincun, bitooooooon!
Supongamos que los sonidos enumerados
hayan sido pronunciados con énfasis, muy ligero, sin marcar casi las comas, y
que el último haya sido pronunciado tal cual está escrito a manera de una
interjección prolongada hasta donde el aliento lo permite.
Supongamos, algo más, que esos sonidos
imitativos representando palabras bien hilvanadas, quisieran decir:
Manda preguntar Mariano Rosas, que ¿cómo
le ha ido anoche por el campo con todos sus jefes y oficiales?
O, en los términos de Mora, supongamos
que esa interrogación sea una razón.
Pues bien, convertir una razón en dos, en
cuatro o más razones, quiere decir, dar vuelta la frase por activa y por
pasiva, poner lo de atrás adelante, lo del medio al principio, o al fin; en dos
palabras, dar vuelta la frase de todos lados.
El mérito del interlocutor en parlamento,
su habilidad, su talento, consiste en el mayor número de veces que da vuelta
cada una de sus frases o razones; ya sea valiéndose de los mismos vocablos o de
otros; sin alterar el sentido claro y preciso de aquéllas.
De modo que los oradores de la pampa son
tan fuertes en retórica, como el maestro de gramática de Moliére, que instado
por el Bourgeois gentil-homme, le escribió a una dama este billete:
"Madame, vos bells yeux, me font mourir d'amour". Y no quedando
satisfecho el interesado: "Vos bells yeux, madame, me font mourir
d'amour". Y no gustándole esto: D'amour, madame, vos bells yeux me font
mourir". Y no queriendo lo último: "Me font mourir d'amour vos bells
yeux, madame". Con lo cual el Bourgeois se dio por satisfecho.
La gracia consiste en la más perfecta
uniformidad en la entonación de las voces. Y, sobre todo, en la mayor
prolongación de la última sílaba de la palabra final.
Una cantante que aprendiera el araucano,
haría furor entre los indios por su extensión de voz, si la tenía, y por otros
motivos, de que se hablará a su tiempo. No es posible poner todo en la olla de
una vez.
Esa última sílaba prolongada, no es una
mera fioritura oratoria. Hace en la oración los oficios del punto final: así es
que en cuanto uno de los interlocutores la inicia, el otro rumia su frase, se
prepara, toma la actitud y el gesto de la réplica, todo lo cual consiste en
agachar la cabeza y en clavar la vista en el suelo.
Hay oradores que se distinguen por su
facundia; otros por su facilidad en dar vuelta una razón: éstos, por la
igualdad cronométrica de su dicción, aquéllos por la entonación cadenciosa; la
generalidad por el poder de sus pulmones para sostener, lo mismo que si fuera
una nota de música, la sílaba que remata el discurso.
Mientras dos oradores parlamentan, los
circunstantes les escuchan y atienden en el más profundo silencio, pesando el
primer concepto o razón, comparándolo con el segundo, éste con el tercero, y
así sucesivamente, aprobando y desaprobando con simples movimientos de cabeza.
Terminado el parlamento, vienen los
juicios y discusiones sobre las dotes de los que han sostenido el diálogo.
La conversación en parlamento, tiene
siempre un carácter oficial. Se la usa en los casos como el mío, o cuando se
reciben visitas de etiqueta.
No hay idea de lo cómico y ceremonioso
que son estos bárbaros. Si el cacique recibe durante el día veinte capitanejos,
con los veinte cambia las mismas preguntas y respuestas, empezando por
preguntarles por el abuelo, por el padre, por la abuela, por la madre, por los
hijos, por todos los deudos, en fin.
Después de esta serie de preguntas
sacramentales, inevitables, infalibles, vienen otras de un orden secundario,
que completan el ritual, referentes a las novedades ocurridas en los campos y
en la marcha, haciendo siempre los caballos un papel principal.
Los indios se ocupan de éstos a propósito
de todo. Para ellos los caballos son lo que para nuestros comerciantes el
precio de los fondos públicos. Tener muchos y buenos caballos; es como entre
nosotros tener muchas y buenas fincas. La importancia de un indio se mide por
el número y la calidad de sus caballos. Así, cuando quieren dar la medida de lo
que un indio vale, de lo que representa y significa, no empieza por decir:
tiene tantos o cuantos rodeos de vacas, tantas o cuantas manadas de yeguas,
tantas o cuantas majadas de ovejas y cabras, sino tiene tantas tropillas de
obscuros, de overos, de bayos, de tordillos, de gateados, de alazanes, de
cebrunos, y resumiendo, pueden cabalgar tantos o cuantos indios; lo que quiere
decir, que en caso de malón podrá poner en armas muchos, y que si el malón es
coronado por la victoria, tendrá participación en el botín con arreglo al
número de caballos que haya suministrado, según lo veremos cuando llegue el
caso de platicar sobre la constitución social, militar y gubernativa de estas
tribus.
Mariano Rosas tiene la fama de un orador
de nota. Cuando lleguemos a su toldo, penetremos en el recinto de su hogar,
cuente sus costumbres, su vida, sus medios de gobierno y de acción, será
ocasión de comprobarlo con ejemplos palmarios, probando a la vez que hasta
entre los bárbaros la elocuencia unida a la prudencia puede disputarle la palma
con éxito completo al valor y a la espada.
Tomando el hilo de mi interrumpido relato
sobre los diferentes modos de conversar de los ranqueles, agregaré, que en pos
de las interrogaciones y contestaciones sobre la salud de la familia y las
novedades de los campos, vienen otras sin importancia real, y que después de
muchas idas y venidas, vueltas y revueltas, recién se llega al grano.
Un indio, cuando va de visita con el
objeto de pedir algo, no descubre su pensamiento a dos tirones. Saluda,
averigua todo cuanto puede serle agradable al dueño de casa, devolviendo los
cumplimientos con cumplimientos, las ofertas y promesas con ofertas y promesas;
se despide: parece que va a irse sin pedir nada; pero en el último momento
desembucha su entripado; y no de golpe, sino poco a poco. Primero pedirá yerba.
¿Se la dan? Pedirá azúcar. ¿Se la dan? Pedirá tabaco. ¿Se lo dan? Pedirá papel.
Y mientras le vayan concediendo o dando, irá pidiendo, y habrá pedido lo que
fue buscando, que era aguardiente. El golpe de gracia viene entonces, pide por
fin lo que más le interesa y si no le niegan contestará: no dando lo más; pero
dando aguardiente.
Esta táctica socarrona no la emplea el
indio solamente en sus relaciones con los cristianos. Disimulado y desconfiado
por carácter y por educación, así procede en todas las circunstancias de su
vida. Tiene mil reservas en todo y mil cosas reservadas. No hay indio que no
sea poseedor de uno o unos cuantos secretos, sin importancia, quizá, pero que
no descubrirá sino por interés. Este conoce él solo una laguna, aquél un
médano, el otro una cañada; éste una yerba medicinal, aquél un pasto venenoso
el otro una senda extraviada por el bosque. Y así dicen, no como los
cristianos: -Yo conozco una laguna, una yerba, una senda que nadie conoce;
sino: -Yo tengo una laguna, y una yerba, una senda que nadie conoce, que nadie
ha visto, por donde nadie ha andado.
Decididamente, hoy estoy fatal para las
digresiones. Tomé el hilo más arriba y me apercibo que lo he vuelto a dejar.
Para dejarlo del todo, me falta decir lo que es la conversación en junta.
Es un acto muy grave y muy solemne. Es
una cosa muy parecida al parlamento de un pueblo libre, a nuestro congreso, por
ejemplo. La civilización y la barbarie se dan la mano; la humanidad se salvará
porque los extremos se tocan. Y por más que digan que los extremos son
viciosos, Yo sostengo que eso depende de la clase de extremos. Seria malo,
irritante, odioso ser en extremo avaro; pero ¿quién puede tachar a un caballero
por ser en extremo generoso? Será una calamidad para una mujer ser en extremo
fea. Pero ¿qué mujer sostendrá que es una desgraciada ser en extremo hermosa?
¡Cuándo he dicho que estoy fatal para las
digresiones!
Volvamos a la junta, a ver si se parece o
no a lo que he dicho.
Reúnese ésta, nómbrase un orador, una
especie de miembro informante, que expone y defiende contra uno contra dos, o
contra más, ciertas y determinadas proposiciones. El que quiere le ayuda.
El miembro informante suele ser el
cacique. El discurso se lleva estudiado, el tono y las formas son semejantes al
tono y las formas de la conversación en parlamento, con la diferencia de que en
la junta se admiten las interrupciones, los silbidos, los gritos, las burlas de
todo género. Hay juntas muy ruidosas pero todas excepto algunas memorables que
acabaron a capazos, tienen el mismo desenlace. Después de mucho hablar, triunfa
la mayoría aunque no tenga razón Y aquí es el caso de hacer notar que el
resultado de una junta se sabe siempre de antemano, porque el cacique,
principal tiene buen cuidado de catequizar con tiempo a los indios y
capitanejos más influyentes en la tribu.
Todo lo cual prueba que la máquina
constitucional llamada por la libertad Poder Legislativo, no es una invención
moderna extraordinaria; que en algo nos parecemos a los indios, o, como diría
Fray Gerundio: que en todas partes se cuecen habas.
Como las explicaciones de Mora
interesasen, prolongué la parada hasta que no quedó ya nada que saber en
materia de conversaciones pampeanas.
-¡Vamos! -le dije a Caniupán, y diciendo
y haciendo seguimos el camino de Leubucó. Los indios se tendieron al galope.
Por no recibir su polvo los imité.
Hacia el sur se alzaba en el horizonte
una nube que parecía de arena.
-Son jinetes -dijeron algunos.
Yo fijé un instante la vista en ella, no
descubrí nada.
Tenía interés en aprender a contar en
lengua araucana. Me dirigí, pues, a Mora, aprovechando el tiempo, ya que por
algunos momentos me veía libre de embajadores, mensajeros y parlamentarios, y
le pregunté:
-¿Cómo se llaman los números en la lengua
de los indios?
Mora no entendió bien la pregunta. Él
sabía perfectamente bien lo que quería decir cuatro, pero ignoraba qué era
número.
Le dirigí la interpelación en otra forma,
y el resultado fue que mis lectores mañana, y tú después, Santiago amigo,
sabrán contar en una lengua más:
Uno -quiñé.
Dos -epú.
Tres -clá.
Cuatro
-meli.
Cinco
-quehú.
Seis -caiú.
Siete
-relgué.
Ocho -purrá.
Nueve
-ailliá.
Diez -marí.
Cien
-pataca.
Mil
-barranca.
Ahora, cincuenta se dice quehú-marí;
doscientos, epú-pataca; ocho mil, purrá-barranca; y cien mil, pataca-barranca.
Y esto prueba dos cosas:
1º Que teniendo la noción abstracta del
número comprensivo de infinitas unidades, como un millón, que en su lengua se
dice mari-pataca-barranca, estos bárbaros no son tan bárbaros ni tan obtusos
como muchas personas creen.
2º Que su sistema de numeración es igual
al teutónico, según se ve por el ejemplo de quehú-marí que vale tanto como
cincuenta, pero que gramaticalmente es cinco-diez.
Si hay quien se haya afligido porque
nuestro sistema parlamentario se parece al de los ranqueles, ¡consuélese, pues!
Los alemanes, justamente orgullosos de
ser paisanos de Schiller y de Goethe, se parecen también a ellos. Bismarck, el
gran hombre de Estado, contaría las águilas de las legiones vencedoras en
Sadowa, lo mismo que el indio Mariano Rosas cuenta sus lanzas al regresar del
malón.
Pero la nube de arena avanza...
- XXII -
Una nube de
arena. Cálculos. El ojo del indio. Segundo parlamento. Se avista el toldo de
Mariano Rosas. Frente a él.
La nube de arena había llamado mi
atención antes de empezar el diálogo con Mora, se movía y avanzaba sobre
nosotros, se alejaba, giraba hacia el poniente, luego, hacia el naciente, se
achicaba, se agrandaba, volvía a achicarse y a agrandarse, se levantaba,
descendía, volvía a levantarse y a descender; a veces tenía una forma, a veces
otra, ya era una masa esférica, ya una espiral, ora se condensaba, ora se
esparcía, se dilataba, se difundía, ora volvía a condensarse haciéndose más
visible, manteniendo el equilibrio sobre la columna de aire hasta una inmensa
altura, ya reflejaba unos colores, ya otros, ya parecía el polvo de cien
ráfagas de viento errantes, otras el polvo de un rodeo de ganado vacuno
jinetes, ya el de potros alzados, unas veces polvo levantado por las que
remolinea; creíamos acercarnos al fenómeno y nos alejábamos, creíamos alejarnos
y nos acercábamos, descubrir visiblemente en su seno objetos y nada veíamos,
creíamos juguetes de la óptica la imagen de algo que se movía velozmente de un
lado a otro, de arriba abajo, que iba y venía, que de repente se detenía
partiendo súbito luego: íbamos a llegar y no llegábamos, porque el terreno se
doblaba en médanos abruptos, subíamos, bajábamos, galopábamos, trotábamos con
la imaginación sobreexcitada, creyendo llegar en breve a una distancia que
despejara la incógnita de nuestra curiosidad; pero nada, la nube se apartaba
del camino como huyendo de nosotros, sin cesar sus variadas y caprichosas
evoluciones, burlando el ojo experto de los más prácticos, dando lugar a
conjeturas sin cuento, a apuestas y disputas infinitas.
Así seguíamos nuestro camino, derrotados
por aquella nube extraña, cuando divisamos en dirección a Leubucó unos polvos
que momentáneamente fijaron nuestra atención, apartándola de lo que la traía
preocupada en tan alto grado.
No tardamos en cerciorarnos de que los
polvos eran de un grupo bastante crecido de indios que al gran galope se
dirigían hacia nosotros. Tienen ellos un modo tan peculiar de andar por los
campos que no era fácil confundirlos con otra cosa.
Volvimos, pues, a fijar la vista en la
nube aquella que nos había ganado el flanco izquierdo y que ya afectaba un
aspecto más conocido, transparentando formas movibles de seres animados. En ese
momento los polvos se tendieron hacia el oriente, formando un círculo inmenso,
y como queriendo envolver dentro de él todo cuanto andaba por los campos. Al
mismo tiempo divisamos otros polvos en el rumbo que llevábamos y oyéronse
varias
-¡Aquéllos andan boleando!
-¡Aquéllos vienen para acá!
Mora me dijo:
-Esos polvos, señor, que tenemos al
frente, han de ser de otro parlamento que viene a saludarlo.
Para mis adentros exclamé: ¡Si se
acabarán algún día los cumplidos!
Caniupán me dijo:
-Ese comisión grande viniendo a topar.
-Bueno -le contesté, y señalándole a la
izquierda, preguntele: -¿Qué es aquello?
El indio fijó sus ojos en el espacio,
recorrió rápidamente el horizonte y luego me contestó:
-Boleando guanacos.
Efectivamente, la nube que por tanto
tiempo había preocupado nuestra atención, estaba ya casi encima de nosotros
envolviendo en sus entrañas una masa enorme de guanacos que estrechada poco a
poco por los boleadores, venía a llevarnos por delante.
-¡Cuidado con las tropillas! -grité, Y
haciendo alto las rodeamos, porque la masa de guanacos podía arrebatarlas.
La tierra se estremecía como cuando la
sacude el trueno, oíanse alaridos en todas direcciones, sentíase un ruido
sordo..., la masa enorme de guanacos, rompiendo la resistencia del aire, pasó
como un torbellino, dejándonos envueltos en tinieblas de arena. Detrás pasaron
los indios revoleando las boleadoras, convergiendo todos hacia el mismo punto,
que parecía ser una planicie que quedaba a nuestra derecha.
Cuando aquel aluvión de cuadrúpedos
desfiló y disipándose las tinieblas de arena, se hizo la luz, volvimos a
ponernos al galope.
Según lo había calculado Mora, los polvos
últimos que se avistaron eran otro parlamento que venía.
Esta vez no fue un indio el que se
destacó de él: destacáronse tres.
Al verlos Caniupán destacó otros tres.
Cruzáronse éstos a cierta altura con los
otros, hablaron no sé qué y ambos grupos prosiguieron su camino.
Llegaron a nosotros los tres que venían,
y después que hablaron con Caniupán, díjome éste:
-Formando gente, hermano, ese comisión.
Hice alto, di mis órdenes y formamos en
batalla cubriéndome la retaguardia los indios de Caniupán.
Púsose éste a mi lado derecho y por
indicación suya coloqué los dos franciscanos a mi izquierda, Mora se puso
detrás de mí.
Una vez formados nos pusimos al galope. Galopamos un rato, y
cuando la comisión que venía se dibujó claramente sobre una pequeña eminencia
del terreno, como a unos dos mil metros de nosotros, Caniupán me dijo:
-Ese comisión lindo, hermano, ahora no
más topando.
-Cuando guste, hermano, topando no más.
Los que venían hicieron alto; regresaron
los tres indios de Caniupán y los otros tres volvieron a los suyos.
Caniupán me dijo:
-Poquito parando, hermano.
-Bueno, hermano -le contesté, sujetando.
Destacó un indio sobre los que venían
diciéndole no sé qué. Los otros hicieron lo mismo.
Llegó el heraldo, habló con Caniupán y
éste me dijo:
-Ahora topando, hermano.
-Cuando quiera topando, hermano.
Y esto diciendo nos pusimos al gran
galope.
Los otros nos imitaron; venían formados
en orden de batalla, haciendo flamear tres grandes banderas coloradas,
colocadas en largas cañas, que ocupaban los extremos y el centro de la línea.
Marchamos así hasta quedar distantes unos
de otros como cuatrocientos metros.
Caniupán me dijo:
-Cerquita ya, topando.
-Topando -le contesté.
El se lanzó a toda brida, yo le seguí, y
los buenos franciscanos, haciendo de tripas corazón, imitaron mi ejemplo.
Cuando íbamos materialmente a toparnos,
sujetamos simultáneamente unos y otros, quedando distantes veinte pasos.
El que presidía el parlamento destacó su
orador.
Caniupán destacó el suyo.
Colocáronse equidistantes de sus respectivos
grupos, mirando el uno al oriente y el otro al occidente, y comenzó el
parlamento.
Duró lo bastante para fastidiar a un
santo.
Hablaba por los codos, prolongaba la
última sílaba de la palabra final, como si su garganta fuera un instrumento de
viento, y tenía el arte de hacer de una razón quince razones.
El orador que Caniupán nombró para que me
representara, no le iba en zaga.
Así fue que no me valió acortar mis
contestaciones.
Mi representante se dio maña para multiplicar
mis razones, tanto como su interlocutor multiplicaba las suyas.
Mariano Rosas me mandaba decir:
Que se alegraba mucho que fuera llegando
a su toldo (1ª razón).
Que cómo me había ido de viaje (2ª
razón).
Que si no había perdido algunos caballos
(3ª razón).
Que cómo estaba yo y todos mis jefes,
oficiales y soldados (4ª razón).
A estas cuatro razones, yo contesté con
otras cuatro.
Pero como el orador de Mariano hizo las
suyas sesenta razones, el mío hizo lo mismo con las mías.
Después que estos interesantes saludos
pasaron, tuve que dar la mano a todos. Eran unos ochenta, entre ellos había
muchos cristianos.
A cada apretón de manos, a cada abrazo,
me aturdían los oídos con hurras y vítores.
Con los abrazos y los apretones de mano
cesaron los alaridos.
Mezcláronse los indios que habían venido
con los de Caniupán, y formando un solo grupo y marchando todos en orden,
proseguimos nuestro camino, avistando a poco andar otros polvos.
-Ese, otro comisión-, me dijo Caniupán,
señalándomelos.
-Me alegro mucho-, le contesté, diciendo
interiormente: A este paso no llegaremos en todo el día a Leubucó.
Subíamos a la falda de un medanito, y
Mora me dijo:
-Allí es Leubucó.
Miré en la dirección que me indicaba, y
distinguí confusamente a la orilla de un bosque los aduares del cacique general
de las tribus ranquelinas, las tolderías de Mariano Rosas.
Los polvos se acercaban velozmente. Llegó
un indio: habló con Caniupán y éste destacó otro. Después llegaron tres y
Caniupán destacó igual número. Enseguida llegaron seis y Caniupán destacó seis
también.
Así, recibiendo y despachando mensajes y
mensajeros, ganábamos terreno rápidamente, de modo que no tardamos en avistar la
nueva serie de embajadores en cuyas garras íbamos a caer:
Caniupán me dijo:
-Ese comisión, lindo grandote.
-Ya veo que es linda -le contesté.
Y tenía razón en lo de grandote, porque,
en efecto, formaban un grupo considerable.
Caniupán me dijo:
-Topando fuerte, hermano.
-Topando como guste -le contesté.
-Mandando hacer alto, hermano -agregó.
Hice alto.
-Formando gente, hermano -me dijo.
Llené sus indicaciones, y mi comitiva
formó en batalla, poniéndome yo con los frailes al frente en el orden de antes.
Los indios de Caniupán me cubrieron la retaguardia y los otros, haciendo dos
alas, se colocaron a derecha e izquierda de mí. Las tres banderas ocuparon el
centro de la línea que formábamos, como a veinte pasos a vanguardia. Caniupán
iba a mi lado.
Formados en esa disposición, rompimos la
marcha al galope.
Los que venían avanzaron también al
galope.
Oyéronse toques de corneta.
Caniupán me dijo:
-Ese comisión ahorita topando.
-Ya lo veo -le contesté.
Galopamos algunos minutos -hicimos alto
viendo que los que venían se habían parado- y después que hablaron con
Caniupán, trayendo y llevando mensajes varios indios, continuamos la marcha.
A una indicación de corneta, Caniupán me
dijo:
-Ahora topando ya, hermano.
Y como de costumbre, lanzose a media
rienda, dándome el ejemplo.
Esta vez íbamos a toparnos a todo correr
en medio de una espantosa algazara que hacían los indios golpeándose la boca
abierta con la palma de la mano.
El terreno salpicado de pequeños
arbustos, blando y desigual, exponía a todos a una tremenda rodada. No podíamos
marchar en formación. Nos desbandábamos y nos uníamos alternativamente. Los
pobres frailes, encomendando su alma a Dios, me seguían lo más cerca posible.
Muchos rodaron, apretándolos enteros el caballo, y eran jinetes de primer
orden. ¡Sarcasmo de la vida! uno de los frailes rodó y salió parado.
Las dos comitivas avanzaban, íbamos
materialmente a toparnos ya, cuando a una indicación de corneta sujetaron los
que venían y nosotros también.
Siguiose una escena igual a la anterior,
entre dos oradores que se ocuparon una media hora de mi salud y de mis
caballos. Pero esta vez todo fue más soportable, porque mientras los oradores
multiplicaban sus razones con elocuente encarnizamiento, yo conversaba con el
capitán Rivadavia que había salido a mi encuentro.
Este valiente y resuelto oficial,
prudente y paciente, me representaba hacía tres meses entre los indios.
Le abracé con efusión, y uno de los
momentos más gratos de mi vida ha sido aquél. Quien haya alguna vez encontrado
un compatriota, un amigo en extranjera playa o en regiones apartadas y
desconocidas, desiertas e inhabitadas, después de haber expuesto su vida unas
cuantas veces, podrá sólo comprender mis impresiones.
Terminados los saludos, que eran seis
razones, las que fueron convertidas en sesenta de una parte y otra, llegó el
turno de los abrazos y apretones de mano. Esta vez no hubo más alteración en el
ceremonial que toques de corneta. Di unos ciento y tantos abrazos y apretones
de mano; y cuando ya no me quedaba costilla ni nervio en la muñeca que no me
doliera, comenzaron los alaridos de regocijo y los vivas, atronando los aires.
Todo el mundo, excepto mi gente, se desparramó gritando, escaramuceando,
rayando los caballos, ostentando el mérito de éstos y su destreza. Aquello era
una verdadera fiesta, una fantasía a lo árabe.
Así desparramados, dispersos, jineteando,
marchamos un largo rato, viendo darse de pechadas mortales a unos, rodar a
otros, haciendo éstos bailar los caballos, tirándose los unos al suelo en medio
de la carrera y subiendo ágiles, corriendo los unos de rodillas sobre el lomo
de su caballo y los otros de pie, en una palabra, haciendo cada cual alguna
pirueta.
A un toque de corneta se reunieron todos,
y formamos como antes lo expliqué, aumentando las alas los recién llegados.
Acababa de llegar un enviado de Mariano
Rosas.
Su toldo estaba ahí cerca. Penetrar en él
era cuestión de minutos, al fin.
Regresó el mensajero y Caniupán me dijo:
-Caminando poquito, hermano -dicho lo
cual recogió su caballo y se puso al tranco.
Tuve que conformarme a su indicación.
Recogí mi caballo e igualé el paso del suyo.
Llegó otro mensajero de Mariano Rosas,
habló con Caniupán, y después me dijo éste:
-Parando, hermano.
Le habló a Mora en su lengua y éste me
tradujo: que debíamos echar pie a tierra y esperar órdenes.
El
lector juzgará si había motivo para rabiar un rato.
Yo, que en esta excursión a los indios he
aprendido una virtud que no tenía, que por modestia callo, repito lo que antes
he dicho: que no es tan fácil penetrar en el toldo del Sr. General D. Mariano
Rosas, como le llaman los suyos.
Y con esto termino aquí previniendo una
cosa... No, no quiero prevenirla.
- XXIII -
Épocas
buenas y malas. En qué cosas cree el autor. La cadena del mundo moral. ¿Será
cierto que los padres saben más que los hijos? El Capitán Rivadavia, Hilarión
Nicolai. Camargo. Dilaciones.
Con la última parada se me quemaron los
libros. Es verdad que hace mucho tiempo que en mis cálculos entra todo, menos
lo principal.
El hombre suele tener épocas de graves
errores, de imperdonables desaciertos y tristes equivocaciones.
Como todo el que se ha lanzado sin
preparación en la corriente de la vida lo sabe, hay años buenos y malos, meses
propicios y fatales, días color de rosa, días negros como el hollín de una chimenea.
Años, meses y días en que a todo
acertamos, en que nuestro espíritu parece tener su geometría, en que todo nos
halaga y nos sonríe.
Y, a la inversa, años, meses y días en
que todo nos sale al revés.
Si amamos, nos olvidan; si vamos a la
guerra, nos hieren o nos postergan; si somos candidatos al parlamento, nos
derrotan; si jugamos, perdemos; si tomamos comidas con aceite, se nos
indigestan; si compramos billetes de lotería, ni cerca le andamos a la suerte;
finalmente, hay temporadas aciagas en que ni por chiripa andamos bien. O, como
dicen los andaluces, temporadas en que nuestro estado normal es andar en la
mala.
Esto debe consistir en algo.
Yo he pensado mucho en la justicia de
Dios con motivo de ciertos percances propios y ajenos, pues un hombre discreto
debe estudiar el mundo y sus vicisitudes, en cabeza propia y en cabeza ajena.
Y, francamente, hay momentos en que me
dan tentaciones de creer que nuestro bello planeta no está bien organizado.
¡Quién sabe si no entramos en un período
de desequilibrio moral!
He de buscar algún amigo ducho en trotes
de ciencia y conciencia que me indique si hay algún tratado de mecánica
terrenal, por el estilo del de Laplace.
Por lo pronto me he refugiado en un tratadito
cuyo título es: "La moral aplicada a la política, o el arte de
esperar".
Debe ser muy bueno; es un libro chico y
anónimo; hace tiempo vengo observando que los mejores libros son los manuales,
cuyo autor se ignora.
La razón creo hallarla en la modestia,
sentimiento que anda generalmente a caballo.
En este tratadito pienso hallar la
solución de muchas de mis dudas.
Yo tengo creencias y convicciones
arraigadas, que las he sacado no sé de dónde -hay cosas que no tienen filiación-
y no quisiera perderlas o que se embrollaran mucho en los archivos de mi
imaginación.
Yo creo en Dios, por ejemplo, cosa en la
que sin duda cree el respetable público -aunque hay un refrán maldito que dice:
Fíate en Dios y no corras.
Yo creo en la justicia y que las almas
nobles deben hacérsela aun a aquellos mismos que se la niegan a ellos; sin
embargo, todos los días veo gente desesperada por la calle, quejándose de que
no hay justicia en la tierra.
Y hasta ahora les he oído decir a los que
tienen y ganan pleitos: ¡Qué bien anda la justicia!
¡Los mismos abogados no hacen otra cosa
que gritar contra la justicia!
Dos alegatos distintos de bien probado
sobre lo mismo, ¿qué implican?
Yo creo en la caridad, y mientras tanto,
todo el día oigo hablar mal del prójimo, y veo gente conducida al cementerio
que no tiene tras de qué caerse muerta.
Yo creo en la religión; creo que el
patriotismo, el honor, la probidad, el amor del prójimo, son cuestiones de
religión.
Mientras tanto, el otro día he leído en
un libro italiano -estos italianos pierden la cabeza cuando se ocupan de
religión- que todas las religiones quieren hacerse ricas.
Yo creo en la Constitución y en las
leyes; y un viejo muy lleno de experiencia que me suele dar consejos, me dice:
Todos gobiernan lo mismo, no es Rosas el que no puede.
Yo creo en el pueblo, y si mañana lo
convocan a elecciones, resulta que no hay quien sufrague.
Yo creo en el libre albedrío, y todos los
días veo gentes que se dejan llevar de las narices por otros; y mi noción de la
responsabilidad humana se conmueve hasta en sus más sólidos fundamentos.
Como se ve, yo creo en una porción de
cosas muy buenas, muy morales y muy útiles.
El pulpero de enfrente no cree ni
entiende nada de eso.
Pero lo pasa bien.
Tiene buena salud, una renta fija, una
clientela segura: nadie le inquieta, ni le amenaza, ni le fulmina. Es un
desconocido; pero es una potencia.
La suerte debe entrar por mucho; porque
de balde no han inventado el refrán: "Suerte te dé Dios, hijo, que el
saber poco te vale".
Y el apellido ha de influir también algo.
Es muy raro hallar un hombre que
aborrezca a otro que no sabe cómo se llama.
Por eso, sin duda, los brasileños se
mudan el nombre.
El otro día no se me ocurrió esto.
Cuando acabe de leer mi tratadito, he de
estar ya en estado de curarme de todas mis supersticiones.
Dentro de poco voy a ser un hombre
completo, moralmente, bien entendido.
Entonces sí, ¿a que todo cuanto emprenda
me sale a las mil maravillas?
¿A que si entablo un pleito gano?
¿A que si emprendo un viaje no naufrago?
¿A que si compro billetes de lotería me
saco una suerte mayor?
¿A que si hago una campaña me dan un
premio?
¿A que si vuelvo a los indios no me
sucede lo que me ha sucedido, que me hagan esperar tanto en el camino?
¿Será cierto que la experiencia es la
madre de la ciencia?
Sin duda, por eso dicen que el diablo no
sabe tanto por diablo, cuanto por ser viejo.
Se me había olvidado anotar, al enumerar
mis creencias, que también creo en este caballero. Le he visto varias veces.
¿Será cierto que mi anciano padre tiene
razón en los consejos que me ha dado y me da, consejos que en mi petulancia
moderna jamás he querido seguir, tanto que, para saber cómo piensa él, no hay
más que averiguar cómo pienso yo?
¿Será cierto que la cadena del mundo
moral se forma así vinculando la amarga experiencia de ayer con los desencantos
de hoy, metodizando y conformando nuestra vida según los preceptos de los que
han vivido y visto más que nosotros, orgullos filósofos de papel?
¿Será cierto que el muchacho más
instruido, más aventajado, más sabio, al lado de su padre será siempre un niño
de teta, un pigmeo?
¡Santiago amigo! ¿Será cierto que tu
padre sabe más que tú?
¿Que el General Guido sabía más que
Carlos, que es un mozo de sabiduría?
¿Que don Florencio Varela sabía más que
Héctor, que sabe tantas cosas -más que Mariano?, lo dudo.
¿Que mi padre sabe más que yo, que no soy
muy atrasado que digamos, particularmente en estudios sociales?
A mí me da por ahí. Mi fuerte es el
conocimiento de los hombres.
¡Pero éstos me reservan unos desengaños!
Es
con lo que pienso argüir al mocoso de mi hijo, cuando se me levante con el
santo y la limosna, que no tardará en suceder.
Ya ha empezado a hacer actos espontáneos,
calculados para desprestigiar mi autoridad paternal, a gastar más de lo que
debe, siendo objeto de privadas murmuraciones en la familia, y metiéndose a
estudiar medicina contra mis consejos.
¡Estudiar medicina sin mi consentimiento!
¡Pues es disparate!
Sólo puedo comparar semejante aberración,
en un siglo como éste, en que yo le curo homeopáticamente un panadizo al que lo
tenga, con una expedición a los indios ranqueles.
En efecto, querido Santiago, mirando con
sangre fría mi viaje a los toldos, ¿no te parece que ha sido perder tiempo?
¿No te parece que las demoras que me ha
hecho sufrir Mariano Rosas, antes de dejarme penetrar en su morada, las he
merecido por mi extravagancia?
¡Cuánto mejor hubiera sido que mi jefe
inmediato me negara la licencia!
Si lo hace, cuando menos me atufo, que
así somos -¡desconocemos la mano que nos desea el bien y se la damos a quien
nos quiere mal!
Pero acerquémonos a Leubucó, saliendo de
donde nos detuvimos ayer.
Viendo que la parada se prolongaba y que
mis cabalgaduras estaban muy sudadas, mandé mudar, para hacer la entrada en
regla.
Era temprano aún y quién sabe cuánto
tiempo íbamos a permanecer todavía sobre el caballo.
Mientras mudaban, el capitán Rivadavia me
presentó varios personajes políticos refugiados en Tierra Adentro -siendo los
dos más notables, un mayor Hilarión Nicolai y un teniente Camargo.
Ambos han pertenecido a la gente de Saa,
y ganaron los indios después de la sableada de San Ignacio, llegando un puñado
de soldados.
Muy mal me habían hablado de estos
hombres.
Yo iba sumamente prevenido contra ellos,
temiendo ser objeto de alguna maldad, aunque reflexionando me parecía que el
hecho de ser cristianos debía mirarlo como una garantía.
Dígase lo que se quiera, la cabra siempre
tira al monte.
Más tarde veremos si yo discurría mal en
medio de las preocupaciones de mi ánimo. Y mi ejemplo podrá serles útil a los
que juzguen a los hombres por las reglas vulgares, apasionadas, iracundas,
cuando la gran ley de la vida y de Dios es la caridad.
Ni el viejo Hilarión, ni el bandido
Camargo me hicieron el efecto que yo esperaba, ni me saludaron como me lo
temía. Hilarión con todas sus mañas y Camargo con todas sus bellaquerías son
dos hombres atentos y educados, especialmente Hilarión. Camargo es un tipo más
crudo.
El primero tendrá cincuenta y cinco años,
el segundo veintiocho. El uno tiene larga barba, blanca como la nieve; el otro
un lindo bigote negro como azabache.
El uno parece un inglés, el otro tiene
todo el sello del hijo de la tierra.
Hilarión es una especie de
gauchi-político. Camargo es un compadre neto, que sabe leer y escribir
perfectamente, valiente, osado, orgulloso y desprendido. Hilarión contemporiza
con los indios, no habla su lengua. Camargo al contrario, habla el araucano,
dice lo que siente, no le teme a la muerte y al más pintado le acomoda una
puñalada.
Y sin embargo, Camargo es un ser
susceptible de enmienda, según lo veremos cuando llegue el momento de referir
su vida, sus desgracias, las causas porque se hizo federal, debidas en gran
parte a una mujer.
Las tales mujeres tienen el poder
diabólico de hacer todo cuanto quieren, y por eso ha de ser que los franceses
dicen ce que femme veut Dieu le veut. De un federal son capaces de hacer un
unitario y viceversa, que es cuanto se puede decir. Por supuesto que de
cualquiera hacen un tonto.
La presencia de mis nuevos conocidos, la
charla con ellos, la operación de mudar caballos, hicieron más soportable la
imprevista antesala que me obligaron a hacer.
Yo disimulaba mal, sin duda, mi
destemplado humor, porque todos a una, los que parecían más racionales y
conocedores de los usos y costumbres de los indios, me decían: -Tenga
paciencia, señor; así es esta tierra; el General es buen hombre, lo quiere
recibir en forma.
No había más recurso que esperar hasta
que se acabaran los preparativos. Aquello iba a estar espléndido, según el
tiempo que se empleaba en los arreglos. Ni la pirámide de la plaza de la
Victoria, cuando se viste de gala, gastando más en traje de lienzo y cartón que
en un forro de mármol eterno, emplea tanto tiempo en adornarse como todo un
cacique de las tribus ranquelinas.
Me daban una lección sobre el ceremonial
decretado para mi recepción, cuando llegó un indiecito muy apuesto, cargado de
prendas de plata y montando un flete en regla.
Le seguía una pequeña escolta.
Era el hijo mayor de Mariano Rosas, que
por orden de su padre venía a recibirme y saludarme.
La salutación consistió en un rosario de
preguntas -todas referentes a lo que ya sabemos, al estado fisiológico de mi
persona, a los caballos y novedades de la marcha.
A todo contesté políticamente, con la
sonrisa en los labios y una tempestad de impaciencia en el corazón.
Esta vez, a más de las preguntas indicadas,
me hicieron otra: que cuántos hombres me acompañaban y qué armas llevaba.
Satisfice cumplidamente la curiosidad.
Ya sabe el lector cuántos éramos al
llegar a la tierra de Ramón.
El número no se había aumentado ni
disminuido por fortuna; ninguna desgracia había ocurrido. En cuanto a las
armas, consistían en cuchillos, sables sin vaina entre las caronas y cinco
revólveres, de los cuales dos eran míos.
El hijo de Mariano Rosas regresó a dar
cuenta de su misión. Más tarde vino otro enviado y con él la orden de que nos
moviéramos.
Una indicación de corneta se hizo oír.
Reuniéronse todos los que andaban
desparramados: formamos como lo describí ayer y nos movimos.
Ya estábamos a la vista del mismo Mariano
Rosas y no podía distinguir perfectamente los rasgos de su fisonomía, contar
uno por uno los que constituían su corte pedestre, su séquito, los grandes
personajes de su tribu, ya íbamos a echar pie a tierra, cuando, ¡sorpresa
inesperada!, fuimos notificados de que aún había que esperar.
Esperamos, pues...
Habiendo esperado yo tanto; ¿por qué no
han de esperar Uds. hasta mañana o pasado?
La curiosidad aumenta el placer de las
cosas vedadas difíciles de conseguir.
- XXIV -
¡Qué hacer
cuando no hay más remedio! Cuál era el objeto de esta otra parada. Pretensiones
de la ignorancia. Las brujas. Saludos y regocijos. Qué sucedía mientras tenía
lugar el parlamento. Agitación en el toldo de Mariano Rosas. Las brujas vieron
al fin lo mismo que el cacique. Cómo estaba formado éste. Qué es Leubucó y qué
caminos parten de allí. Echo pie a tierra. Vítores.
Hay situaciones en que una indicación,
por más política que sea, tiene todo el carácter de una orden militar.
¿Qué había de hacer, cuando con la mayor
finura araucana me insinuaron que, a pesar de hallarme ya a tiro de pistola del
toldo suspirado, debía detenerme un rato más?
Claro está, conformarme.
Permanecimos a caballo, en el mismo orden
de formación que llevábamos.
Aquella parada a última hora inopinada,
que no había formado parte del programa imaginario de nadie, tenía en el
ceremonial de la corte de Mariano Rosas un gran significado.
En las paradas anteriores, el objeto real
había sido, unas veces, ganar tiempo hasta que se tranquilizara la multitud,
otras veces, cumplir con los deberes oficiales y sociales de la buena crianza y
cortesía.
Esta vez el Cacique mayor, los Caciques
secundarios, los capitanejos, los indios de importancia -como se estila en
Tierra Adentro- querían verme un rato de cerca, antes de que echara pie a
tierra, estudiar mi fisonomía, mi mirada, mi aire, mi aspecto; asegurarse, por
ciertas razones fundamentales, de mis intenciones, leyendo en mi rostro lo que
llevaba oculto en los repliegues del corazón.
Y querían hacer esto, no sólo conmigo,
sino con todos los que me acompañaban, inclusive los dos reverendos
franciscanos, santos varones, incapaces de arrancarle las alas a una mosca.
En medio de su disimulo y malicia genial
y estudiada, los salvajes y los pueblos atrasados en civilización tiene siempre
algo de candorosos.
Ellos creen cosa muy fácil engañar al
extranjero.
El orgullo de la ignorancia se traduce
constantemente, empezando por creer que se sabe más que el prójimo.
La ignorancia tomada individual o
colectivamente es la misma en sus manifestaciones: falsamente orgullosa y
osada.
Mariano Rosas creyó engañarme.
Estábamos al habla, con tal de esforzar
un poco la voz, y siguiendo el plan conocido me destacó un embajador.
Ni una palabra de mi lengua entendía
éste.
Era calculado.
Se buscaba que sin apelación me valiera
del lenguaraz hasta para contestar sí o no.
Así duraba más tiempo la exposición de mi
persona y séquito; se nos examinaba prolijamente.
Y mientras se nos examinaba, las viejas
brujas, en virtud de los informes y detalles que recibían, descifraban el
horóscopo, leyendo en el porvenir, relataban mis recónditas intenciones y
conjuraban el espíritu maligno, el gualicho.
Habló el representante de Mariano Rosas.
Las coplas fueron las consabidas, con el
agregado de que se alegraba tanto de verme llegar bueno y sano a su tierra; que
estaba para servirme con todos sus caciques, capitanejos e indios, que aquél
era un día grande, y que, en prueba de ello, oyese.
Al decir esto, hacían descargas con
carabinas y fusiles unos cuantos cristianos andrajosos, entre los que se
distinguía un negro, especie de Rigoletto; quemaban cohetes de la India en gran
cantidad y prorrupían en alaridos de regocijo.
Yo contestaba con toda la afabilidad de
un diplomático, por el órgano de mi lenguaraz, que a su turno se dirigía a un
representante que me había designado Caniupán, mi estatua del Comendador, desde
el instante en que nos movimos de Calcumuleu.
Multiplicando los dos interlocutores
principales, a cual más, sus razones, so pena de desacreditarse ante el
concepto de la opinión pública, que estaba allí congregada, no había remedio,
los saludos duraban tanto como un rosario.
Después que fui saludado, cumplimentado y
felicitado, me pidieron permiso para hacerlo con los franciscanos, que por el
hecho de andar a mi lado, de ver mis atenciones con ellos y, sobre todo, porque
llevaban corona, eran reputados mis segundos en jerarquía.
Concedí el permiso, y vino un diálogo
como los que ya conocemos, con su multiplicación de razones, con sus últimas
sílabas prolongadas a más no poder, y en el que resonaron con mucha frecuencia
los vocablos: chao, padre; uchaimá, grande; chachao, Dios y cuchauentrú, que
también quiere decir Dios, con esta diferencia: chachao responde a la idea de
mi padre y cuchauentrú, a la del omnipotente, literalmente traducido significa
hombre grande, de cucha y uentrú.
Los franciscanos contestaron
evangélicamente, ofreciendo bautizar, casar y salvar todas las almas que
quisieran recurrir al auxilio espiritual de su ministerio.
Felizmente los intérpretes no entendieron
muy bien sus apostólicas razones, y no pudieron multiplicarlas tanto como la
concurrencia lo habría deseado.
En pos de los franciscanos vinieron mis
oficiales, para cuyo efecto me pidieron también la venia.
A ese paso, iban a ser interrogados,
saludadas y agasajadas hasta las mulas que llevaban las cargas.
Este artículo del ceremonial se hizo
hablando uno de mis oficiales por todos, según me lo indicó Mora.
Se redujo todo a lo sabido, razones
elevadas a la quinta potencia, en medio de la mímica oratorio más esforzada.
En tanto que estos parlamentos tenían
lugar, muchos indios viejos, de extraño aspecto, giraban en torno mío y de los
míos, con aire misterioso, callados, cejijunto el rostro y como estudiando a
los recién llegados y la situación. Se iban y venían, tornaban a irse y volvían
a venir, llevándoles lenguas a las brujas, que hacían el exorcismo, y a las
cuales iba el pellejo, o la vida, si por alguna casualidad, incongruencia o
nigromancia acontecía una desgracia como enfermarse, morirse un indio o un
caballo de estimación.
Las tales adivinas acaban sus días así, sacrificadas, si no tienen
bastante talento, previsión o fortuna para acertar.
A cada triquitraque las llaman y
consultan.
Para ir a malón, consulta; para saber si
lloverá habiendo seca, consulta; para saber de qué está enfermo el que se
muere, consulta. Y si los hechos augurados fallan, ¡adiós, pobre bruja! su
brujería no la salva de las garras de la sangrienta preocupación: muere.
No obstante, es un artículo abundante
entre los indios, prueba evidente de que el charlatanismo tiene su puesto
preferente en todas partes: pronosticar el destino de la humanidad y de las
naciones, aunque la civilización moderna es más indulgente. Nosotros mandaremos
guillotinar a Mazzini, es un gritón menos de la libertad; pero a los que hacen
el milagro de la extravasación de la sangre de San Jenaro, no.
Una indiscriptible agitación reinaba en
el toldo de Mariano Rosas. Indios y chinas a pie y a caballo, iban y venían en
todas direcciones. Algo extraordinario acontecía, que se relacionaba conmigo.
Llamó mi atención.
Pregunté impaciente a Mora qué sería. No
pudo satisfacerme. El mismo lo ignoraba. Después supe que las viejas brujas
habían andado medio apuradas. Sus pronósticos no fueron buenos al principio. Yo
era precursor de grandes e inevitables calamidades: gualicho transfigurado
venía conmigo.
Para salvarse había que sacrificarme, o
hacer que me volviera a mi tierra con cajas destempladas. Como se ve todas las
brujas son iguales: la base de la nigromancia está en la credulidad, en el
miedo, en los instintos maravillosos, en las preocupaciones populares.
Pero Mariano Rosas no quería
sacrificarme, ni que me volviera como había venido, sin echar pie a tierra en
Leubucó,
Los recalcitrantes, los viejos, los que
jamás habían vivido entre los cristianos, los que no conocían su lengua, ni sus
costumbres, los que eran enemigos de todo hombre extraño, de sangre y color que
no fuera india, creían en los vaticinios de las brujas.
Pero ya lo he dicho. Mariano Rosas, que a
fuer de cacique principal sabía más que todos, no participaba de sus opiniones.
Se les previno, pues, a las brujas, que
estudiasen mejor el curso del Sol, la carrera de las nubes, el color del cielo,
el vuelo de las aves, el jugo de las yerbas amargas que masticaban, los
sahumerios de bosta que hacían: porque el cacique, que veía otra cosa, quería
estrecharme la mano, y abrazarme convencido de que gualicho no andaba conmigo,
de que yo era el Coronel Mansilla en cuerpo y alma.
Mariano Rosas estaba formado en ala,
frente a mí, como a unos cincuenta pasos. A su izquierda tenía a Epumer, su
hermano mayor, su general en campaña. Por un voto solemne, aquél no se mueve
jamás de su tierra, no puede invadir, ni salir a tierra de cristianos. Después
de Epumer, seguían los capitanejos Relmo Cayupán, otros más, y entre éstos
Melideo, que quiere decir cuatro ratones, de meli, cuatro, y deo, ratón.
Es costumbre entre los ranqueles ponerse
nombre así, y nótese que digo nombres, no apodos ni sobrenombres. El uno se
llama como dejo dicho, el otro se llamará "cuatro ojos", éste
"cuero de tigre", aquél "cabeza de buey", y así.
Enseguida de los capitanejos, ocupaban
sus puestos varios indios de importancia, luego alguna chusma y por fin algunos
cristianos de la gente de un titulado Coronel Ayala que fue de Saa, extraviado
político, pero que no es mal hombre, que me trató siempre con cariño y
consideración.
Estos cristianos estaban armados de fusil
y carabina, que no brillaban por cierto de limpios, y eran los que con gran
apuro y dificultad hacían las salvas en honor mío. Ayala los dirigía. El padre
Burela, que, como se sabe, había llegado de Mendoza dos días antes que yo, con
un cargamento de bebidas y otras menudencias para el rescate de cautivos,
también andaba por allí, ocupando un puesto preferente. Jorge Macías,
condiscípulo mío en la escuela del respetable y querido señor don Juan A. de la
Peña, cautivo hacía dos años, andaba el pobre como bola sin manija.
La morada de Mariano Rosas, consistía en
unos cuantos toldos diseminados y en unos cuantos ranchos, construidos por la
gente de Ayala, en un corral y varios palenques.
Leubucó es una laguna sin interés -quiere
decir agua que corre, leubú, corre, y có, agua. Queda en un descampado a orilla
de una ceja de monte, en una quebrada de médanos bajos. Los alrededores de
aquel paraje son tristísimos, es lo más yermo y estéril de cuanto he visto; una
soledad ideal.
De Leubucó arrancan caminos, grandes
rastrilladas por todas partes. Allí es la estación central. Salen caminos para
las tolderías de Ramón que quedan en los montes de Carrilobo; para las
tolderías de Baigorrita, situadas a la orilla de los montes de Quenque; para
las tolderías de Calfucurá en Salinas Grandes, para la Cordillera, y para las
tribus araucanas.
Yo he recogido, a fuerza de maña y
disimulo, muchos datos a este último respecto, que algún día no lejano
publicaré, para que el país los utilice. Y digo con maña y disimulo, porque
entre los indios, nada hay más inconveniente para un extraño, para un hombre
sospechoso, como debía serlo y lo era yo, que preguntar ciertas cosas,
manifestar curiosidad de conocer las distancias, la situación de los lugares a
donde jamás han llegado los cristianos, todo lo cual se procura mantener
rodeado del misterio más completo. Un indio no sabe nunca dónde queda el
Chalileo, por ejemplo; qué distancia hay de Leubucó a Wada. La mayor
indiscreción que puede cometer un cristiano asilado es decirlo.
Me acuerdo que en el Río Cuarto,
queriendo yo mantener algunos datos sobre la población de los ranqueles, le
hice cierto número de preguntas a Linconao, que tanto me quería, delante de
Achauentrú. Como aquél contestara bastante satisfactoriamente, éste, con tono airado,
le amenazó diciéndole en araucano: que cuando regresase a Tierra Adentro, le
diría a Mariano Rosas que era "un traidor que había estado hablando esas
cosas conmigo", y dirigiéndose a los demás indios circunstantes, añadió:
"Uds. son testigos".
Yo, ¡qué había de entender!, lo supe por mi lenguaraz. Mora me lo
dijo en voz baja rogándome que no lo comprometiera y que no continuara el
interrogatorio, que suspendí quedando poco más enterado que antes.
Los conjuntos terminaron, el horóscopo astrológico
dejó de augurar males, las águilas no miraron ya para el sur, sino para el
norte -lo que quería decir que vendría gente de adentro para afuera, no de
fuera para adentro, o en otros términos, que no habría malón de cristianos, que
nada había que temer.
La hora de recibirme había llegado.
¡Ya era tiempo!
Un enviado salió de las filas de Mariano
Rosas y me dijo, siempre por intérprete:
-Manda decir el general que eche pie a
tierra con sus jefes y oficiales.
-Está bien -contesté.
Y eché pie a tierra, junto conmigo los
cristianos e indios que me seguían. Y a ese tiempo se oyó un hurra atronador y
un viva al Coronel Mansilla.
Yo contesté, acompañándome todo el mundo:
-¡Viva Mariano Rosas!
- ¡Viva el presidente de la República!
-¡Vivan los indios argentinos!
Había verdadero júbilo, los tiros de
carabina y de fusil no cesaban, ni los cohetes, ni la infernal gritería,
golpeándose la boca abierta con la palma de la mano.
Jorge Macías vino a mí y me abrazó
llorando.
Como no me habían hecho ninguna
indicación, me quedé junto a mi caballo, después de desmontarme.
Ya estaba aleccionado.
Hubo otro parlamento.
Lo volveré a repetir: no es tan fácil
como se cree llegar hasta hacerle un salam-alek a Mariano Rosas.
- XXV -
Gracias a
Dios. Empieza el ceremonial. Apretones de mano y abrazos. De cómo casi hube de
reventar. Por algo me había de hacer célebre yo. ¿Qué más podían hacer los
bárbaros?
Mucho me había costado llegar a Leubucó y
asentar mi planta en los umbrales de la morada de Mariano Rosas.
Pero ya estaba allí, sano y salvo, sin
más pérdidas que dos caballos, sin más percances que el susto a inmediaciones
de Aillancó, a consecuencia de la extraña y fantástica recepción del cacique
Ramón.
Haber pretendido otra cosa habría sido
querer cruzar el mar sin vientos ni olas; andar en las calles de Buenos Aires
en verano sin polvo, en invierno sin lodo, lavarse la cara sin mojársela; o
como dice el refrán, comer huevos sin romper cáscaras.
Me parece que tenía por qué conceptuarme
afortunado, o en términos más cristianos, por qué darle gracias al que todo lo
puede, como en efecto lo hice, exclamando interiormente: ¡Loado sea Dios!
Con el caballo de la brida, esperaba
indicaciones para adelantarme a saludar a Mariano Rosas, pasando en revista los
personajes que tenía al frente, aunque afectando una gran indiferencia por
cuanto me rodeaba.
Todos los bárbaros son iguales; ni les
gusta confesar que no han visto antes ciertas cosas, cuando éstas llaman su
atención; ni que los que penetran sus guaridas, hallen raro lo que en ellas
ven.
En el Río Cuarto yo me solía divertir
mostrándoles a los indios un reloj de sobremesa, que tenía despertador, un
barómetro, una aguja de marear óptica, un teodolito y un anteojo.
Miraban y miraban con intensa ojeada los
objetos, y como quien dice: eso no llama tanto como Ud. cree mi atención, me
decían: "Allá en Tierra Adentro mucho lindo teniendo".
Un indio, que debía ser algo como paje
del cacique, habló con Mariano Rosas, y enseguida con Caniupán, mi inseparable
compañero.
Este a su turno habló con Mora.
Mi lenguaraz, siguiendo la usanza, me
dijo,
-Señor, dice el General Mariano que ya lo
va a recibir; que quiere darle la mano y abrazarlo; que se dé la mano con sus
capitanejos y se abrace también con ellos, para que en todo tiempo lo conozcan
y lo miren como amigo, al hombre que les hace el favor de visitarlos, poniendo
en ellos tanta confianza.
Pasando por los mismos trámites, fue
despachado el mensajero con un recadito muy afectuoso y cordial.
Mora volvió a conversar con Caniupán, y
me dijo después:
-Señor, dice Caniupán que ya puede
adelantarse a darle la mano al General Mariano; que haga con él y con los demás
que salude, lo mismo que ellos hagan con usted.
-¿Y qué diablos van a hacer conmigo? -le
pregunté.
-Nada, mi Coronel, cosa de los indios,
así es en esta tierra -me contestó.
-Supongo que no será alguna barbaridad
-agregué.
-No, señor; es que han de querer tratarlo
con cariño; porque están muy contentos de verlo y medio achumados -repuso.
-Pero, poco más o menos, ¿qué me van a
hacer? -proseguí.
-Es que han de querer abrazarlo y
cargarlo -respondió.
-Pues si no es más que eso -murmuré para
mis adentros-, no hay que alarmarse, y como cuando grita uno a los que
acaudilla en un instante supremo, ¡adelante!, ¡adelante!, ¡Caballeros! -dije,
mirando a mis oficiales y a los dos franciscanos, que estaban hechos unas
pascuas, sonriéndose con cuantos los miraban-, vamos a saludar a Mariano.
Avancé, me siguieron, llegamos a tiro de
apretón de manos del Cacique y comenzó el saludo.
Mariano Rosas me alargó la mano derecha,
se la estreché.
Me la sacudió con fuerza, se la sacudí.
Me abrazó cruzándome los brazos por el
hombro izquierdo, lo abracé.
Me abrazó cruzándome los brazos por el
hombro derecho, lo abracé.
Me cargó y me suspendió vigorosamente, dando
un grito estentóreo; lo cargué y suspendí, dando un grito igual.
Los concurrentes, a cada una de estas
operaciones, golpeándose la boca abierta con la mano y poniendo a prueba sus
pulmones, gritaban: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaa!!!
Después que me saludé con Mariano, un
indio, especie de maestro de ceremonias, me presentó a Epumer.
Nos hicimos lo mismo que con su hermano
en medio de incesantes y atronadores ¡¡¡aaaaaaaaaa!!!
Luego vino Relmo; igual escena a la
anterior: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!!
En seguida Cayupán, lo mismo:
¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!!
En pos de éste, Melideo cuatro ratones,
indio sólido como una piedra, de regular estatura; pero panzudo, gordo, pesado,
¿cómo quién?, como mi camarada Peña, el edecán del Presidente.
Aquí fueron los apuros para cargarlo y
suspenderlo.
Mis brazos lo abarcaban apenas; hice un
esfuerzo, el amor propio de hombre forzudo estaba comprometido, no alcanzarlo
me parecía hasta desdoroso para los cristianos; redoblé el esfuerzo y mi
tentativa fue coronada por el éxito más completo, como lo probaron los
¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!! dados esta vez con más ganas y prolongados más que los
anteriores.
Aquello fue pasaje de comedia, casi
reventé, casi se me salieron los pulmones, porque esto de tener que dar un
grito que haga estremecer la tierra al mismo tiempo que el cuerpo se encorva,
haciendo un gran esfuerzo para levantar del suelo un peso mayor que el de uno
mismo, es asunto serio del punto de vista de la fisiología orgánica, pero que
más que a todo se presta a la risa.
Imaginaos a Orión, a este querido amigo,
de quien la biografía dirá algún día que tenía la impaciencia del bien, el
sentimiento delicado de la amistad, todo el talento chispeante del porteño, y
bajo la corteza de escéptico, por cierta inclinación al caricato, un corazón de
oro; imaginaos, decía, a este amigo, en un día de público recogijo, el próximo
9 de julio, verbigracia, en la Plaza de la Victoria, muy emperifollado con sus
adornos de papel, cartón, lienzo y engrudo, subido sobre un tablado, luchando a
brazo partido, en medio de las más risueñas algazaras de una turbamulta, por
cargar y levantar a nuestro cofrade Hernández, ex redactor de "El Río de
la Plata" cué, cuya obesidad globulosa toma diariamente proporciones
alarmantes para los que, como yo, le quieren, amenazando a remontarse a las
regiones etéreas o reventar como un torpedo paraguayo, sin hacer daño a nadie,
imaginaos eso, vuelvo a decir, y tendréis una idea de lo que me pasó a mí
durante mi faena hercúlea con Melideo, cumpliendo con el ceremonial establecido
en la tierra donde me hallaba y con las leyes del orgullo de raza y de religión
que me prohibían cejar un punto, dar un paso atrás, retroceder, aflojar en lo
más mínimo.
¡Ah, si aquello se hubiera concluido con
el abrazo de Melideo!
¡Pero qué! Después de Melideo vinieron
otros y otros capitanejos; después de éstos varios indios de importancia; por
conclusión, la chusma ranquelina y cristiana.
No se oía más que la resonación producida
por la repercusión de los continuados gritos ¡¡¡aaaaaaaaaaa!!!
Yo sudaba la gota gorda, mi voz estaba
ronca como el eco de un gallo en frígida mañana de julio, mis fuerzas agotadas.
Se me figuraba que la atmósfera tenía mil
grados sobre cero, que no era transparente, sino densa, como para cortarla en
tajadas, pesaba sobre mí como una plancha de hierro.
No me moría de calor de cansancio, de
tanto gritar, porque Alá es grande, y nos sostiene y nos da energía física y
moral cuando habemos menester de ella, ¡tal es de bueno!
Mientras yo pasaba revista de aquellos
bárbaros, me acordaba del dicho de Alcibíades: A donde fueres, haz lo que
vieres, y rumiaba: ¡Te había de haber traído a visitar los ranqueles!
Al mejor se la doy, a abrazar cuatro veces,
cargar y suspender otras tantas a cualquiera, gritando como un marrano
¡¡¡aaaaaaaaaa!!! no es cosa.
Pero cuando ese cualquiera llega a pesar
nueve arrobas, tanto como Melideo; pero cuando hay que repetir la misma
operación muscular y pulmonar ochenta o cien veces, el ejercicio es grave, y
puede darle a uno títulos suficientes para ocupar algún día en el mausoleo de
la posteridad un lugar preferente entre los gladiadores o luchadores del siglo
XIX.
Por algo me había de hacer célebre yo,
aunque las olas del tiempo se tragan tantas reputaciones.
Espero, sin embargo, que en esta tierra
fecunda no faltará un bardo apasionado que cual otro don Alonso de Ercilla,
cante: No las damas, no amor, no gentilezas -sino las loncoteadas de un pobre
coronel y sus franciscanos.
Asuntos más pobres y menos interesantes
he visto cantados en estos últimos tiempos por la lira de trovadores cuyos
nombres no pasarán a remotos siglos, pero que son poetas, según el diccionario
de la lengua, en una de sus varias acepciones que en este momento se me ocurre:
"Cualquier titulado vate, bardo, trovador, sin méritos para ello;
cualquiera que versifica siquiera lo haga contra la voluntad de Dios y
falseando las leyes del Parnaso".
Los franciscanos no fueron obligados más
que a dar, la mano; lo mismo mis oficiales; lo propio mis asistentes.
Muy cerca de
una hora tardamos en abrazos, salutaciones y demás actos de cortesanía indiana.
Con el último indio que yo saludé, abracé
y cargué gritando lo más fuerte que mis gastados pulmones lo permitieron
¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!! se oyeron los postreros hurras y vítores de la multitud,
que no tardó en desparramarse montando la mayor parte a caballo, entregándose a
los regocijos ecuestres de la tierra, como carreras, rayadas, pechadas y
piruetas de toda clase, por fin.
Yo estaba orgulloso, contento de mí
mismo, como si hubiera puesto una pica en Flandes, no sólo por la energía y
fortaleza de que había dado pruebas incontestables y señaladas, sino porque
ciertas frases que oía vagar por la atmósfera hacían llegar hasta mi conciencia
el convencimiento de que aquellos bárbaros admiraban por primera vez en el
hombre culto y civilizado, en el cristiano representado por mí, la potencia
física, dote natural que ellos ejercitan tanto y que tanto envidian y respetan.
De vez en cuando llegaban a mis oídos estos ecos: "Ese Coronel Mansilla
muy toro; ese Coronel Mansilla cargando; ese Coronel Mansilla lindo".
Y esto diciendo, un sinnúmero de curiosos
se acercaban a mí, hasta estrecharme y no dejarme mover del sitio. Mirábanme de
arriba abajo, la cara, el cuerpo, la ropa, el puñal de oro y plata que llevaba
en el costal, mostrando su cabo cincelado, las botas granaderas, la cadena del
reloj y los perendengues que pendían de ella; todo, todo cuanto llamaba por su
hechura o color la atención. Y después de mirarme bien, me decían alargándome,
la mano:
-Ese Coronel, dando la mano, amigo. -Y no
sólo me daban la mano, sino me abrazaban y me besaban, con sus bocas sucias,
babosas, alcohólicas, pintadas.
Idénticas demostraciones hacían con los
oficiales, con los asistentes y con los franciscanos. Varias chinas y mujeres blancas cristianizadas, por no decir,
cristianas, se acercaban a éstos, se arrodillaban, y tomándoles los cordones
les decían "La bendición, mi Padre". De veras, aquel recogimiento,
aquel respeto primitivo me enterneció. ¡Qué cosa tan grande es la religión,
cómo consuela, conforta y eleva el espíritu!
Los franciscanos dieron algunas
bendiciones, y a poca costa hicieron felices a unas cuantas ovejas descarriadas
o arrebatadas a la grey.
-El contento era general, ¡qué digo!,
¡universal!
Nadie, y eso que había muchísima gente
achumada, nos faltó al respeto en lo más mínimo. Al contrario, caciques y
capitanejos, indios de importancia y chusma, cristiano asilados y cautivos,
todos, todos nos trataban con la más completa finura araucana.
Francamente, nos indemnizaban con réditos
de los malos ratos, hambrunas, detenciones e impertinencias del camino.
¿Qué más podían hacer aquellos bárbaros,
sino lo que hacían?
¿Les hemos enseñado algo nosotros, que
revele la disposición generosa, humanitaria, cristiana de los gobiernos que
rigen los destinos sociales? Nos roban, nos cautivan, nos incendian las
poblaciones, es cierto. ¿Pero qué han de hacer, si no tienen hábito de trabajo?
¿Los primeros albores de la humanidad presentan acaso otro cuadro? ¿Qué era
Roma un día? Una gavilla de bandoleros rapaces, sanguinarios, crueles;
traidores.
Y
entonces, ¿qué tiene que decir nuestra decantada civilización?
Quejarnos de que los indios nos asuelen,
es lo mismo que quejarnos de que los gauchos sean ignorantes, viciosos,
atrasados.
¿A quién la culpa, sino a nosotros
mismos?
Pero entremos al toldo de Mariano Rosas
quien antes de ofrecérmelo, me pregunté: ¿qué quería hacer con mis caballos, si
hacerlos cuidar con mi gente o que él me los haría cuidar?, quien preguntándome
si mi gente había comido, y habiéndole contestado que no, llamó a su hijo
Lincoln -por qué se llama así no sé- y le ordenó en castellano que carneara
pronto una vaca gorda.
El toldo de Mariano Rosas, como todos los
toldos, tiene una enramada; descansemos en ella hasta mañana, a fin de no
alterar el método que me he propuesto seguir en el relato.
También conviene hacerlo así para que ni
tú, Santiago amigo, ni el lector se hastíen -que lo poco gusta y lo mucho
cansa, aunque a este respecto pueden dividirse las opiniones según sea el
capítulo de que se trate.
¿Quién se cansa de leer a Byron, a
Goethe, a Juvenal, a Tácito?
Nadie.
¿Y a mí?
Cualquiera.
- XXVI -
La enramada
de Mariano Rosas. Parlamento y comida. Agasajo. Pasión de los indios por la
bebida. Qué es un YAPAÍ. Epumer, hermano mayor de Mariano Rosas. El y yo. Me
deshago de mi capa colorada. Regalos. Distribución de aguardiente. Una orgía.
Miguelito.
De las dos proposiciones de Mariano Rosas
sobre las bestias, opté por la primera, teniendo presente que el ojo del amo
engorda el caballo.
Llamé a Camilo Arias y le di mis órdenes;
Mariano las completó con varias indicaciones relativas al mejor pasto, al agua,
a las horas de recoger y encerrar, según lo que se dispusiera. Terminó
recomendando el mayor cuidado y vigilancia de día y de noche, por los indios
ganchos ladrones, probándome con lo primero que era hombre entendido en asuntos
de campo, con lo segundo, que no es mal sastre quien conoce el paño.
Pasamos a la enramada, que quedaba unida
al toldo. Este es siempre de cuero, aquélla de paja, generalmente de chala de
maíz. Otro día, cuando entremos en un toldo, veremos cómo está construido y
distribuido; hoy quedemos en la enramada, que era como todas, una armazón de
madera, con techumbre de plano horizontal. Tendría sesenta varas cuadradas.
Allí habían preparado asientos.
Consistían en cueros de carneros, negros, lanudos, grandes y aseados; dos o
tres formaban el lecho, otros tantos arrollados al respaldo. Estaban colocados
en dos filas y el espacio intermedio acababa de ser barrido y regado. Una fila
era para los recién llegados, otra para el dueño de casa, sus parientes y
visitas. La fila que me designaron a mí miraba al naciente; a la derecha, en la
primera hilera, veíase un asiento, que era el mío, más elevado que los demás,
con respaldo ancho y alto con dos rollos de ponchos a derecha e izquierda,
formando almohadones.
Todo estaba perfectamente bien calculado,
como para sentarse con comodidad con las piernas cruzadas a la turca,
estiradas, dobladas, acostarse, reclinarse o tomar la postura que se quisiera.
Frente a frente de mí se sentó Mariano
Rosas; aunque él habla bien el castellano, lo mismo que cualquiera de nosotros,
hizo venir un lenguaraz. Convenía que todos los circunstantes oyesen mis
razones para que llevasen lenguas a sus pagos y se hiciese en favor mío una
atmósfera popular.
El parlamento comenzó como aquellos
avisos de teatro del tiempo de Rosas, que decían, después de los vivas y mueras
de costumbre (¡y qué costumbre tan civilizada y fraternal!), se representará el
lindo drama romántico en verso Clotilde, o el crimen por amor, verbigracia, que
cuadraba tan bien con el introito del cartel como ponerle a un Santo Cristo un
par de pistolas.
Es decir, que en pos de las preguntas y
respuestas de ordenanza: ¿Cómo está usted, cómo le ha ido con todos sus jefes y
oficiales, no ha perdido algunos caballos?, porque en los campos sólo suceden
desgracias, vinieron otras inesperadas; pero todas ellas sin interés.
Yo hablé de los caballos que me habían
robado en Aillancó, del saqueo de Wenchenao a las cargas, y lo hice con
vivacidad, apostrofando a los que así me habían faltado al respeto,
pareciéndome que un tono de autoridad llamaba la atención de todos.
Haría cinco minutos que conversábamos,
traduciendo el lenguaraz de Mariano sus razones y Mora las mías, cuando
trajeron de comer.
Entraron varios cautivos y cautivas -una
de éstas había sido sirvienta de Rosas- trayendo grandes y cóncavos platos de
madera, hechos por los mismos indios, rebosando de carne cocida y caldo
aderezado con cebolla, ají y, harina de maíz.
Estaba excelente, caliente, suculento y
cocinado con visible esmero.
Las cucharas eran de madera, de hierro,
de plata; los tenedores lo mismo; los cuchillos comunes.
Sirvieron a todos, a los recién llegados
y a las visitas que me habían precedido.
A cada cual le tocó un plato como una
fuente.
Mientras se comía, se charlaba.
Yo no tardé en tomar confianza; estaba
como en mi casa, mejor que en ella, sin tener que dar ejemplo a mis hijos.
Comía como un bárbaro -me acomodaba a mi
gusto en el magnífico asiento de cueros y ponchos; decía cuanto disparate se me
venía a la punta de la lengua y hacía reír a los indios ni más ni menos que
Allú a la concurrencia.
Al que se me acercaba, algo le hacía -o
le daba un tirón de narices, o le aplicaba un coscorrón, o le pegaba una fuerte
palmada en las posaderas.
Los más chuscos me devolvían con usura
mis bromas,
Se acabó la comida y empezó el turno de
la bebida.
licos, lleno de asado de vaca, riquísimo.
Materialmente me chupé los dedos con él,
que no es lo mismo comer a manteles que en el suelo y en Leubucó.
Después del asado nos sirvieron algarroba
pisada, maíz tostado y molido, a manera de postre: es bueno.
Trajeron agua en vasos, jarros y chambaos
(es un jarrito de aspa).
Y a indicación del dueño de casa, que con
impaciencia gritó varias ves: ¡trapo!, ¡trapo! (los indios no tienen voz equivalente),
unos cuantos pedazos de género de distintas clases y colores para que nos
limpiáramos la boca.
Se acabó la comida y empezó el turno de
la bebida.
Este capítulo es serio, si es que después
de sabias máximas, consejos oportunos y graves reflexiones de Brillat-Savarin,
puede haber algo más serio que el comer.
Aquel filósofo, inmortal en su género,
tiene dos aforismos que podían parafrasearse aquí, diciendo: Dime lo que bebes,
te diré lo que eres; el destino de las naciones depende de lo que beben.
Manuel Gascón ha de pretender a priori y
a posteriori, que para él el problema está resuelto, sosteniendo que de todas
las bebidas la mejor es el agua.
Digo que esto depende de las
circunstancias, como que no haya visitas, y prosigo.
Los indios beben, como todo el mundo, por
la boca.
Pero ellos no beben comiendo.
Beber es un acto aparte.
Nada hay para ellos más agradable.
Por beber posponen todo.
Y así como el guerrero que se apresta a
la batalla prepara sus armas, ellos, cuando se disponen a beber, esconden las
suyas.
Mientras tienen qué beber, beben, beben
una hora, un día, dos días, dos meses.
Son capaces de pasárselo bebiendo hasta
reventar.
Beber es olvidar, reír, gozar.
No teniendo aguardiente o vino, beben
chicha o piquillín.
Esta vez estaban de fiesta con vino.
El acto está sujeto a ciertas reglas, que
se observan como todas las reglas humanas, hasta que se puede.
Se inicia con una yapaí, que es lo mismo
que si dijéramos: the pleasure of a glass of wine with you?, para que vean los
de la colonia inglesa que en algo se parecen a los ranqueles.
Pero esta invitación se diferencia algo
de la nuestra.
Nosotros empezamos por llenar la copa del
invitado, luego la propia, bebemos simultáneamente, haciéndonos un saludo mas o
menos risueño y cordial, espiándonos por sobre el borde de la copa, a ver quién
la apura más; y es de buena educación de estilo clásico, no beberla toda, ni
tampoco que parezca se ha aceptado el brindis por compromiso; como que él
significa: -a la salud de usted, cuando no se ha propuesto uno por la patria,
por la libertad o por el Presidente de la República.
Los indios empiezan por decir yapaí,
llenando bien el tiesto en que beben, que generalmente es un cuernito.
La persona a quien se dirigen, contesta
yapaí.
Bebe primero el que invitó, hasta poder
hacer lo que los franceses llaman goute en l'ongle, es decir, hasta que no
queda una gota, llena después el vaso, copa o jarro o cuernito exactamente,
como él lo bebiera, se lo pasa al contrario, y éste se lo echa al coleto
diciendo yapaí.
Si el yapaí ha sido de media cuarta,
media cuarta hay que beber.
Por supuesto que no conozco nada peor
visto que una persona que se excuse de beber, diciendo: -No sé.
En un hombre tal, jamás tendrían
confianza los indios.
Así como en toda comida bien dirigida,
hay siempre un anfitrión que la preside, que hace los honores, que la anima,
así también en todo beberaje de indios hay uno que lleva la palabra: es el que
hace el gasto por lo común.
Esta vez, el que hacía el gasto
ostensiblemente era Mariano Rosas, en realidad el Estado, que le había dado sus
dineros al padre Burela para rescatar cautivos.
Pero aunque Mariano Rosas hacía el gasto
y era el dueño de la casa, Epumer, su hermano, era el anfitrión.
Epumer es el indio más temido entre los
ranqueles, por su valor, por su audacia, por su demencia cuando está beodo.
Es un hombre como de cuarenta años, bajo,
gordo, bastante blanco y rosado, ñato, de labios gruesos y pómulos
protuberantes, lujoso en el vestir, que parece tener sangre cristiana en las
venas, que ha muerto a varios indios con sus propias manos, entre ellos a un
hermano por parte de madre; que es generoso y desprendido, manso estando bueno
de la cabeza; que no estándolo le pega una puñalada al más pintado.
Con este nene tenía que habérmelas yo.
Llevaba un gran facón con vaina de plata
cruzado por delante, y me miraba por debajo del ala de un rico sombrero de paja
de Guayaquil, adornado con una ancha cinta encarnada, pintada de flores
blancas.
Yo llevaba un puñal con vaina y cabo de
oro y plata, sombrero gacho de castor y alta el ala; no le quitaba los ojos al
orgulloso indio, mirándole fijamente cuando me dirigía a él.
Bebíamos todos.
No se oía otra cosa que ¡yapaí, hermano!,
¡yapaí, hermano!
Mariano Rosas no aceptaba ninguna
invitación, decía estar enfermo, y parecía estarlo.
Atendía a todos, haciendo llenar las
botellas cuando se agotaban; amonestaba a unos, despedía a otros cuando me
incomodaban mucho con sus impertinencias; me pedía disculpas a cada paso; en
dos palabras, hacía, a su modo, y según los usos de su tierra, perfectamente
bien los honores de su casa.
Epumer no había simpatizado conmigo, y a
medida que se iba caldeando, sus pullas iban siendo más directas y agudas.
Mariano Rosas lo había notado, y se
interponía constantemente entre su hermano y yo, terciando en la conversación.
Yo le buscaba la vuelta al indio y no
podía encontrársela.
A todo lo hallaba taimado y reacio.
Llegó a contestarme con tanta grosería
que Mariano tuvo que pedirme lo disculpara, haciéndome notar el estado de su
cabeza.
Y sin embargo, a cada paso me decía:
-Coronel Mansilla, ¡yapaí!
-Epumer, ¡yapaí! -le contestaba yo.
Y llenábamos con vino de Mendoza los
cuernos y los apurábamos.
Mis oficiales se habían visto obligados a
abandonar la enramada, so pena de quedar tendidos, tantos eran los yapaí.
Los indios, caldeados ya, apuraban las
botellas, bebían sin método: -¡Vino! ¡Vino!-, pedían para rematarse, como ellos
dicen, y Mariano hacía traer más vino, y unos caían y otros se levantaban, y unos
gritaban y otros callaban, y unos reían y otros lloraban, y unos venían y me
abrazaban y me besaban, y otro me amenazaban en su lengua, diciéndome winca
engañando.
Yo me dejaba manosear y besar, acariciar
en la forma que querían, empujaba hasta darlo en tierra al que se sobrepasaba
demasiado, y como el vino iba haciendo su efecto, estaba dispuesto a todo. Pero
con bastante calma para decirme:
-Es menester aullar con los lobos para
que no me coman.
Mis aires, mis modales, mi disposición
franca, mi paciencia, mi constante aceptar todo yapaí que se me hacía,
comenzaron a captarme simpatías.
Lo conocí y aproveché la coyuntura.
La ocasión la pintan calva.
Llevaba una capa colorada, una linda
aunque malhadada capa colorada, que hice venir de Francia, igual a la que usan
los oficiales de caballería de los cuerpos argelinos indígenas.
Yo tengo cierta inclinación a lo
pintoresco, y, durante mucho tiempo, no he podido substraerme a la tentación de
satisfacerla.
Y tengo la pasión de las capas, que me
parece inocente, sea dicho de paso.
En el Paraguay usaba capa blanca siempre.
Hasta dormía con ella.
Mi capa era mi mujer.
Pero ¡qué caro cuestan a veces las
pasiones inocentes!
Por usar capa colorada me han negado el
voto en los comicios.
Por usar capa colorada me han creído
colorado.
Por usar capa colorada me han creído
caudillo de malas intenciones. Pero entonces, ¿cómo dicen que el hábito no hace
al monje?
Decididamente, Figueroa es quien tiene
razón:
"Pues el hábito hace al monje, por
más que digan que no".
Me quité la histórica capa, me puse de
pie, me acerqué a Epumer, y dirigiéndole palabras amistosas, le dije.
-Tome, hermano, esta prenda, que es una de
las que más quiero.
Y diciendo y haciendo, se la coloqué
sobre los hombros,
El indio quedó idéntico a mí, y en la
cara le conocí que mi acción le había gustado.
-Gracias, hermano -me contestó, dándome
un abrazo que casi me reventó.
Vi
brillar los ojos de Mariano Rosas, como cuando el relámpago de la envidia hiere
el corazón.
Tomé mi lindo puñal, y dándoselo, le
dije:
-Tome, hermano; Ud. úselo en mi nombre.
Lo recibió con agrado, me dio la mano y
me lo agradeció.
Mandé traer mi lazo, que era una obra
maestra y se lo regalé a Relmo.
Ya estaba en vena de dar hasta la camisa.
Mandé traer mis boleadoras, que eran de
marfil con abrazaderas de plata, y se las regalé a Melideo.
Mandé traer mis dos revólveres y se los
regalé a los hijos de Mariano.
Llevaba tres sombreros de los mejores,
llevaba medias, pañuelos, camisas; regalé cuanto tenía.
Y por último mandé traer un barril de
aguardiente y se lo regalé a Mariano.
Mariano me dijo:
-Para que vea, hermano, cómo soy yo con
los indios, delante de Ud. les voy a repartir a todos. Yo soy así, cuanto tengo
es para mis indios, ¡son tan pobres!
Vino el barril y comenzó el reparto por
botellas, caldera, vasos, copas y cuernos.
En
tanto que Mariano hacía la patriarcal distribución, un hombre de su confianza,
un cristiano, se acercó a mí, y a voz baja me dijo:
-Dice el General Mariano que si trae más
aguardiente le guarde un poquito para él; que esta noche cuando se quede solo
piensa divertirse solo; que ahora no es propio que él lo haga.
¿Qué te parece como se hila entre los
indios?
Contesté que tenia otro barril, que
repartiese todo el que acababa de recibir.
La orgía siguió; era una bacanal en
regla.
Epumer comenzó a ponerse como una ascua, terrible.
Mariano quiso sacarme de allí: me negué;
su hermano quería beber conmigo y yo no quería abandonar el campo, exponiéndome
a las sospechas de aquellos bárbaros.
Soy fuerte, contaba conmigo.
Si la fortuna no me ayudaba, alguna vez
se acaba todo, algún día termina esta batalla de la vida en que todo es orgullo
y vanidad.
-Yapaí -me dijo Epumer, ofreciéndome un
cuerno lleno de aguardiente.
-Yapaí -contesté horripilado; yo podía beber
una botella de vino en una sentada, pero un cuerno, al mejor se lo doy.
En ese instante y mientras Epumer apuraba
el cuerno, una voz suave me dijo al oído:
-No tenga cuidado. Aquí estoy yo.
Di vuelta sorprendido, y me hallé con una
fisonomía infantil, pero enérgica.
-Y ¿quién eres tú?
-Un cristiano. Miguelito.
- XXVII -
Pasión de
Miguelito. Los hombres son iguales en todas las circunstancias de la vida.
Retrato de Miguelito. Su historia.
Miguelito había concebido por mí una de
esas pasiones eléctricas que revelan la espontaneidad del alma; que son un
refugio de las grandes tribulaciones, que consuelan y fortalecen; que no
retroceden ante ningún sacrificio; que confunden al escéptico y al creyente lo
llenan de inefable satisfacción.
Cruzamos el mar tempestuoso de la vida
entre la angustia y el dolor, la alegría y el placer, entre la tristeza y el
llanto, el contento y la risa; entre el desencanto y la duda, la creencia y la
fe. Y cuando más fuertes nos conceptuamos, el desaliento nos domina, y cuando
más débiles parecemos, inopinadas energías nos prestan el varonil aliento de
los héroes.
Vivimos de sorpresa en sorpresa de
revelación en revelación, de victoria en victoria, de derrota en derrota.
Somos algo más que un dualismo; somos
algo de complejo, de complicado o indescifrable.
Y sin embargo, es falso que los hombres
sean mejores en la mala fortuna que en la buena, caídos que cuando están
arriba, pobres que ricos.
El avaro, nadando en la opulencia, no se
cree jamás con deberes para el desvalido.
El generoso no calcula si lo superfluo de
que hoy día se desprende, será mañana para él una necesidad.
El cobarde es siempre fuerte con los
débiles, débil con los fuertes.
El valiente, ni es opresor, ni se deja
oprimir; puede doblarse, quebrarse jamás.
El débil busca quien le dé sombra, quien
le gobierne y le dirija.
El fuerte, ampara y protege, se basta a
sí mismo.
El virtuoso es modesto.
El vicioso es audaz.
Somos como Dios nos ha hecho.
Es por eso que la caridad nos prescribe
el amor, la indulgencia, la generosidad.
Es por eso que la grandeza humana
consiste en adherirse a lo imperfecto.
Tal hombre que yo amo, no merece mi estimación;
tal otro que estimo, no es mi amigo.
La razón es la inflexible lógica.
El corazón, es la inexplicable
versatilidad.
Los problemas psicológicos son
insolubles.
¿De dónde brota para la planta la
virtualidad de emisión?
¿De la hoja, de la celda, de los pétalos,
de los estambres, de los ovarios?
Misterio...
Las fuerzas plásticas de la naturaleza
son generadoras.
Quien dice biología, dice órganos
productores.
Pero ¿cómo se operan los fenómenos de la
vida?
Del corazón nacen los grandes afectos y
los grandes odios; del corazón nacen los pensamientos sublimes y las sublimes
aberraciones; del corazón nace lo que me estremece y me enternece, lo que me
consuela y lo que me agita.
¿A impulsos de qué?
Lo que ayer embellecía mi vida, hoy me
hastía; lo que ayer me daba la vida, hoy me mata; ayer creía no poder vivir sin
lo que hoy me falta, y hoy descubro en mí gérmenes inesperados para resistir y
sufrir.
Como la lámpara que se extingue, pero que
no muere, así es nuestro corazón.
Nos quejamos de los demás, jamás de
nosotros mismos.
¿Es que somos ingratos o severos?
¡No!
Es que no nos entendemos.
Si nos comprendiéramos no seríamos
injustos, anhelando como anhelamos el bien.
There is a tide en the affairs of men.
Which, taken at the flood, leads on to fortune.
Que hay una marea en los negocios humanos
que, entrando en ella cuando sube, conduce a la fortuna.
Sea de esto lo que fuere, una cosa es
innegable: que quien sabe sufrir y esperar, a todo puede atreverse. Y si esto
se negase, no me negarán esto otro: que cuando el hombre tiene necesidad de un
hombre y lo busca, le halla.
Nuestra desesperación no es frecuentemente
más que el efecto de nuestra impaciencia febril.
La solidaridad humana es un hecho
tangible, en política, en economía social, en religión, en amistad.
La vida se consume cambiando servicios
por servicios. La armonía depende de este convencimiento vulgar, que está en la
conciencia de todos: hoy por ti, mañana por mí.
Es por eso que el tipo odioso por
excelencia, es el de aquél que, violando la sabia ley de la reciprocidad, se
mancha enteramente con el borrón de la ingratitud.
Dante coloca a estos desgraciados en el
cuarto recinto del último infierno.
A los que entran allí -Vexilla regis
prodeunt inferni-, los estandartes de Satanás salen a recibirlos y la cohorte
diabólica empedra con sus cráneos la glacial morada.
¡Cuántas veces sin buscar el hombre que
necesitamos, no le hallamos en nuestro camino!
La aparición de Miguelito en el toldo de
Mariano Rosas es una prueba de ello.
Yo estaba amenazado de un peligro y no lo
sabía.
Miguelito me lo previno y me puse en
guardia. Estar prevenido, es la mitad de la batalla ganada.
Miguelito tiene veinticuatro años. Es
lampiño, blanco como el marfil, y el sol no ha tostado su tez; tiene ojos
negros, vivos, brillantes como dos estrellas, cejas pobladas y arqueadas,
largas pestañas, frente despejada, nariz afilada, labios gruesos bien
delineados, pómulos salientes, cara redonda, negros y lacios cabellos largos,
estatura regular, más bien baja, anchas espaldas y una musculatura vigorosa.
Sus cejas revelan orgullo, sus pómulos
valor, su nariz perspicacia, sus labios dulzura, sus ojos impetuosidad, su
frente resolución. Vestía bota de potro, calzoncillo cribado con fleco, chiripá
de poncho inglés listado, camisa de Crimea mordoré, tirador con botones de
plata, sombrero de paja ordinaria, guarnecido de una ancha cinta colorada: al
cuello tenía atado un pañuelo de seda amarillo pintado de varios colores;
llevaba un facón con un cabo de plata y unas boleadoras ceñidas a la cintura.
Ya he dicho que Miguelito es cristiano,
me falta decir que no es cautivo ni refugiado político.
Miguelito está entre los indios huyendo
de la justicia.
A los veinticuatro años ha pasado por
grandes trabajos; tiene historia, que vale la pena de ser contada, y que
contaré -antes de seguir describiendo las escenas báquicas con Epumer-, tal
cual él me la contó, noches después de haberle conocido yendo en mi campaña de
Leubucó a las tolderías del cacique Baigorrita.
Hablaré como él habló.
-Yo era pobre, señor, y mis padres
también.
Mi madre vivía de su conchabo; mi padre
era gallero, yo corredor de carreras.
A veces mi padre y yo juntos, otras
separadamente, nos conchabábamos de peones carreteros o para acarrear ganados
de San Luis a Mendoza.
Los tres éramos nacidos y criados en el
Morro, y allí vivíamos. Mi viejo era un gaucho lindo, nadie pialaba como él ni
componía gallos mejor; era joven y guapetón. No he visto hombre más
alentado. Sólo tenía el defecto de
la chupa. Cuando tomaba le daba por celarla a mi madre, que era muy trabajadora
y muy buena, la pobre, que Dios la tenga en gloria.
A más de eso, mi viejo era buen
guitarrero, hombre bastante leído y escribido, pues sus primeros patrones, que
fueron muy hacendados, lo enseñaron bien.
-¿Y cómo se llamaba su padre?
-Lo mismo que yo, mi Coronel. Miguel
Corro. Somos de unos Corro de la Punta de San Luis, que allí fueron gente de
posibles en tiempo de Quiroga.
Pero mi madre, mi padre y yo, como le he
dicho, hemos nacido en el Morro, cerca del cerro, en un rancho que está en un
terrenito que siempre pasó por nuestro, aunque yo no sé de quién será. Si
conoce el Morro, mi Coronel, le diré dónde queda, queda hacia el ladito de
abajo de la quinta de D. Novillo, a quien cómo no ha de conocer, si es rico
como Ud.
La casa estaba casi siempre sola, porque
mi madre se iba por la mañana al pueblo y no volvía de su conchabo hasta
después de la cena de sus patrones.
Mi padre y yo no parábamos; él por sus
gallos, yo por los caballos que tenía en compostura.
Todos los días, tarde y mañana, tenía que
caminarlos. Luego, el viejo y yo éramos alegres y no perdíamos bailecito. Me
quería mucho y siempre me buscaba para que le acompañara; así es que yo era
quien lo disculpaba y lo componía con mi madre lo que se peleaban.
De ese modo lo pasábamos y, aunque éramos
pobres, vivíamos contentos, porque jamás nos faltaban buenos reales con qué
comprar los vicios y ropa. Caballos, ¡para qué hablar! Siempre teníamos
superiores.
En
la casa donde mi madre estaba acomodada, había una niña muy donosita, que yo
veía siempre que iba por allí de paso, a hablar con la vieja.
Como los dos éramos muchachos, lo que nos
veíamos, nos reíamos. Yo al principio creí que era juguete de la niña; pero
después vi que me quería y le empecé a hacerle el amor, hasta que mi madre lo
supo, y me dijo que no volviera más por allí.
Le obedecí, y me puse a visitar otra
muchacha, hija de un paisano amigo de mi familia, que tenía algunos animales y
muchas prendas de plata, como que era hombre de unas manos tan baquianas para
el naipe, que de cualquiera parte le sacaba a uno la carta que él quería. Era
peine como él solo. Nadie le ganaba al monte, ni al truco, ni a la primera.
La hija de la patrona de mi madre se
llamaba Dolores; la otra se llamaba Regina. Esta era buena muchacha, ¡pero de
ande como aquélla!
No me acuerdo bien cuánto tiempo pasaría:
debió pasar así como medio año.
Un día mi madre volvió a descubrir que yo
seguía en coloquios con la Dolores, siempre que podía, y se me enojó mucho, y
aunque ya era hombrecito me amenazó.
Yo me reí de sus amenazas y seguí
cortejando a la Dolores y a la Regina; porque las dos me gustaban y me querían.
Ya Ud. sabe, mi Coronel, lo que es el
hombre: cuantas ve, cuantas quiere, ¡y las mujeres necesitan tan poco!
Yo no me acuerdo ni de lo que hice ni de
lo que contesté entonces. Pero probablemente aprobé el dicho de Miguelito y
suspiré.
Miguelito prosiguió.
Otro día mi padre y mi madre me dijeron
que el padre de Regina les había dicho que si ellos querían nos casaríamos; que
él me habilitaría. Que qué me parecía.
Les contesté que no tenía ganas de
casarme. Mi madre se puso furiosa, y el viejo, que nunca se enojaba conmigo,
también. Mi madre me dijo que ella sabía por qué era: que me había de costar
caro, por no escuchar sus consejos; que cómo me imaginaba que la Dolores podía
ser mi mujer: que al contrario, en cuanto la familia maliciara algo, me echaría
de veterano porque: eran ricos y muy amigos del juez y del comandante militar.
Yo no escuchaba consejos ni tenía miedo a
nada y seguía mis amores con la Dolores, aunque sin conseguir que me diera el
sí.
Mi madre estaba triste, decía que alguna
desgracia nos iba a suceder; ya la habían despedido de la casa de la Dolores y
de todo me echaba la culpa a mí.
De repente lo pusieron preso a mi padre,
y lo largaron después; enseguida me pusieron preso a mí, nada más porque les
dio la gana, lo mismo que a mi padre. Ud. ya sabe, mi Coronel, lo que es ser
pobre y andar mal con los que gobiernan.
Pero me largaron también; y al largarme
me dijo el teniente de la partida, que ya sabía que había andado maleando.
-¿Maleando cómo? -le pregunté,
-En juntas contra el Gobierno -me
contestó.
¿Y de ande, mi Coronel?
Todito era purita mentira.
Lo que había era que ya me estaban
haciendo la cama.
Ni mi padre ni yo nunca habíamos andado
con los colorados, porque no teníamos más opinión que nuestro trabajo y nos
gustaba ser libres, y cuando se ofrecía una guardia, por no tomar una carabina,
más bien le pagábamos al Comandante, que es como se ve uno libre del servicio;
si no, es de balde.
Una tarde, ya anochecía, estábamos en el
fogón todos los de casa; sentimos un tropel, ladraron los perros y lueguito se
oyó un ruido de sables.
-¿Qué será, qué no será? -decíamos.
Mi madre se echó a llorar diciéndome:
-Tú tienes la culpa de lo que va a
suceder.
Ud. sabe, mi Coronel, lo que son las
mujeres, y sobre todo las madres, para adivinar una desgracia.
Parece que todo lo viesen antes de
suceder, como le pasó a mi vieja aquella noche. Porque al ratito de lo que le
iba diciendo, ya llegó la partida y se apeó el que la mandaba, haciendo que mi
padre se marchara con él sin darle tiempo ni a que alzara el poncho.
Se lo llevaron en cuerpito.
Pasamos con mi madre una noche triste,
muy triste, mirándonos, yo, callado y ella llorando sentada en una sillita al
lado de su cama, porque no se acostó.
Al día siguiente, en cuanto medio quiso
aclarar, ensillé, monté y me fui derechito al pueblo, a ver qué había.
Lo acusaban a mi padre de un robo.
Y decían que si no ponía personero, lo
iban a mandar a la frontera.
¿Y de ande había de sacar plata para
pagar personero, ni quién había de querer ir?
Me volví a mi casa bastante afligido con
la noticia que le llevaba a mi madre. Pero pensando que si me admitían por mi
padre podía librarlo.
Le
conté a mi madre lo que sucedía, y le dije lo que quería hacer.
Se quedó callada.
Le pregunté qué le parecía.
Siguió callada.
Se enojó mucho, me echó; me fui, volví
tarde; los perros no ladraron, porque me conocieron; llegué sin que me
sintieran hasta la puerta del rancho.
La hallé hincada rezando, delante de un
nicho que teníamos, que era Nuestra Señora del Rosario.
Rezaba en voz muy baja; yo no podía oír
sino el final de los Padres Nuestros y de las Aves Marías.
Contenía el resuello para no interrumpirla, cuando oí que dijo:
"Madre mía y Señora: ruega por él y
por mi hijo".
Suspiré fuerte.
Mi madre dio vuelta: yo entré en el
rancho y la abracé.
No me dijo nada.
Con mi padre no se podía hablar. Estaba
incomunicado.
Yo anduve unos cuantos días dando vueltas
a ver si conseguía conversar con él, y al fin lo conseguí.
Me contó lo que había.
No era nada.
Todo era por hacernos mal.
Querían que saliéramos del pago.
Empezaban con él, seguirían conmigo.
A fuerza de plata, vendiendo cuanto
teníamos, logramos que lo largaran.
Para esto el juez dio en visitar a mi
madre solicitándola, y yo me tuve que casar con Regina, porque su padre fue
quien más dinero nos prestó para comprar la libertad del mío.
Desde el día en que mi padre salió de la
prisión -esa noche, me casé yo-, ya no hubo paz en mi casa.
El hombre se puso tristón, no lo pasaba
sino en riñas con mi madre.
Se le había puesto que la pobre había
andado en tratos con el juez, por su libertad; creía que todavía andaba.
¡Y qué había de andar, mi Coronel, si era
una mujer tan santa!
Pero ya sabe Ud. lo que es un hombre
desconfiado.
Mi padre lo era mucho.
-¿Y a ti cómo te iba con la Regina? -le
pregunté al llegar a esta altura del relato.
-Como al diablo -me contestó.
-Pero, antes me has dicho que la querías
y que te gustaba -agregué.
-Es verdad, señor, pero es que a la
Dolores la quería mucho también, y me gustaba más -repuso.
-¿Y la veías? -proseguí.
-Todas las noches, señor, y de ahí vino
mi desgracia y la de toda mi familia -contestó con amargura, envolviéndose en
una nube de melancolía.
¡Pobre Miguelito!, exclamé interiormente;
admirando aquella ingenuidad infantil en un hombre cuyo brazo había estado
resuelto, por simpatía hacia mí, a darle una puñalada al tremendo y temido
Epumer.
- XXVIII -
Teoría sobre
el ideal. Miguelito continúa contando su historia. Cuadro de costumbres.
Toda narración sencilla, natural, sin
artificios ni afectación, halla eco simpático en el corazón.
El ideal no puede realizarse sino
manteniéndonos dentro de los límites de la naturaleza.
¿O no existe, o no es verdad?
¿O
no hay belleza plástica: rasgos, líneas, forma humana perfectas?
¿O no hay belleza aérea: accidentes,
fenómenos fugitivos, perfección moral?
Miguelito me había cautivado.
Era como una aparición novelesca en el
cuadro romántico de mi peregrinación; de la azarosa cruzada que yo había
emprendido devorado por una fiebre generosa de acción, con una idea
determinada, y digo determinada, porque siendo la capacidad del hombre
limitada, para hacer algo útil, grande o bueno, tenemos necesariamente que
circunscribir nuestra esfera de acción.
Viendo el tinte de tristeza que vagaba
por su simpática fisonomía, lo dejé un rato replegado sobre sí mismo, y cuando
la nube sombría de sus recuerdos se disipó, le dije:
-Continúa, hijo, la historia de tu vida;
me interesa.
Miguelito continuó.
-Yo no vivía con mis padres; ellos
estaban sumamente pobres, y yo había gastado cuanto tenía por la libertad de mi
viejo. Tuve que irme a vivir con la familia de Regina.
Los primeros tiempos anduve muy bien con
mi mujer.
Mis suegros me querían y me ayudaban a
trabajar, prestándome dinero, me cuidaban y me atendían.
Al principio todos los suegros son
buenos. ¡Pero después!
Por eso los indios tienen razón en no
tratarse con ellos.
-¿Conoce esa costumbre de aquí, mi
Coronel?
-No, Miguelito. ¿Qué costumbre es ésa?
-Cuando un indio se casa, y el suegro o
la suegra van a vivir con él, no se ven nunca, aunque estén juntos. Dicen que
los suegros tienen gualicho.
Fíjese lo que entre en un toldo y verá cómo cuelgan unas mantas
para no verse el yerno con la suegra.
-Vaya una costumbre, que no anda tan
desencaminada -exclamé para mis adentros, y dirigiéndome a mi interlocutor-:
Continúa -le dije.
Miguelito murmuró:
-Son muy diantres estos indios, mi
Coronel -y prosiguió así:
-Al poco tiempo no más de estar casado
con la Regina, ya comenzó mi familia a andar como mi padre y mi madre.
Todos los días nos peleábamos, parecíamos
perros y gatos.
Y en todas las riñas que teníamos se
metía mi suegro, algunas veces mi suegra, siempre dándole la razón a la hija.
Cuando la sacaba mejor tenía que salirme
de la casa, dejando que me gritasen pícaro, calavera, pobretón.
Me daba rabia y no volvía en muchos días:
me lo llevaba comadreando por ahí, y era peor.
Así es el mundo.
De yapa, cuando volvía, como la Regina
estaba mal acostumbrada, porque los padres la aconsejaban, no quería ser mi
mujer.
Me daba rabia y poco a poco le iba
perdiendo el cariño.
Es verdad que como la Dolores me recibía
siempre de noche, a escondidas de sus padres, que viéndome casado nada
sospechaban de nuestros amores, ya no tenía mucha necesidad de ella.
Al hombre nunca le falta mujer, mi
Coronel, como usted no ignora.
Ya ve aquí; tiene uno cuantas quiere.
Lo que suele faltar es plata.
En habiendo, compra uno todas las que
puede mantener. Mariano Rosas tiene cinco ahora, y antes ha tenido siete.
Calfucará tiene veinte. ¡Qué indio bárbaro!
-¿Y tú, cuántas tienes?
-Yo no tengo ninguna, porque no hay
necesidad.
-¿Cómo es eso?
-Sí; aquí la mujer soltera hace lo que
quiere.
Ya verá lo que dice Mariano de las chinas
y cautivas, de sus mismas hijas. ¿Y por qué cree entonces que a los cristianos
les gusta tanto esta tierra? Por algo había de ser, pues.
Me quedé pensando en las seducciones de
la barbarie; y como había tiempo para enterarme de ellas y quería conocer el
fin de la historia empezada, le dije:
-¿Y te arreglaste al fin con tus suegros
y con tu mujer propia?
-Me arreglaba y me desarreglaba. Unos
tiempos andábamos mesturados; otros, yo por un lado, ellos por otro.
Por último, Regina se había puesto muy
celosa; porque, no sé cómo, supo mis cosas con la Dolores.
Hasta me amenazó una vez con que me había
de delatar.
Aquello era una madeja que no se podía
desenredar y a más habían dado en la tandita de hablar mal de mi madre, de modo
que yo los oyera. Decían que ella era mi tapadera y yo la del juez.
Una noche casi me desgracié con mi
suegro.
Si no es por Regina, le meto el alfajor
hasta el cabo, por mal hablado.
Era una picardía: porque mi madre, mi
Coronel, era mujer de ley.
Trabajaba como un macho todo el día, y
rezar era su vida.
Como sucede siempre en las familias, nos
compusimos. Pero de los labios para afuera. Adentro había otra cosa.
Yo prudenciaba, porque mi madre me decía
siempre:
-Tené paciencia, hijo.
-¿Y la Dolores? -le pregunté.
-Siempre la veía, mi Coronel -me
contestó.
-¿Y cómo hacías?
-Ahorita le voy a contar, y verá todas
las desgracias que me sucedieron.
Yo iba casi todas las noches obscuras a
casa de la Dolores.
Saltaba la tapia y me escondía entre los
árboles de la huerta, y allí esperaba hasta que ella venía.
Mi caballo lo dejaba maneado del lado de
afuera.
Cuando la Dolores venía, porque no
siempre podía hacerlo, nos quedábamos un largo rato en amor y compañía, y luego
me volvía a mi casa.
Un día mi madre me dijo:
-Hijo, ya no lo puedo sufrir a tu padre;
cada vez se pone peor con la chupa; todo el día está dale que dale con el juez.
Me ha dicho que si viene esta noche lo ha de matar a él y a mí. Y yo no me
atrevo a despedirlo; porque tengo miedo de que a ustedes les venga algún
perjuicio. Ya ves lo que sucedió la vez pasada. Y ahora con las bullas que
andan, se han de agarrar de cualquier cosa para hacerlos veteranos.
Con esta conversación me fui muy
pensativo a ver a la Dolores.
Estuvimos como siempre, desechando penas.
Nos despedimos, salté la tapia, desmanié
mi flete, monté, le solté la rienda y tomó el camino de la querencia al
trotecito.
Yo iba pensando en mi madre diciendo: -Si
le habrá sucedido algo; mejor será que vaya para allá -cuando el caballo se
paró de golpe.
El animal estaba acostumbrado a que yo me
apeara en el camino a prender un cigarrito, en un nicho en donde todas las
noches ponían una vela por el alma de un difunto.
Me desmonté.
El nicho tenía una puertita.
Hacía mucho viento.
Fui a abrirla antes de haber armado el
cigarro y se me ocurrió que si se apagaba la luz, no lo podría encender.
La dejé cerrada hasta armar bien.
Acabé de hacerlo, abrí la puerta y
teniendo el caballo de la rienda con una mano y empinándome porque el nicho
estaba en una peña alta encendía el cigarro con la derecha cuando, zas, tras,
me pegaron un bofetón.
Solté la rienda, el caballo con el ruido
se espantó y disparó; yo creí que era el alma del difunto, que no quería que
encendiera el cigarro en su vela; me helé de miedo y eché a correr asustado,
sin saber lo que me pasaba, sin ocurrírseme de pronto que no era un bofetón lo
que había recibido, sino un portazo dado por el viento.
Corría despavorido y había enderezado
mal. En lugar de correr para mi casa, que quedaba en las orillas, corría para
el pueblo. La noche estaba como boca de lobo. Se me figuraba que me corrían de
atrás y de adelante. De todos lados oía ruido; nunca me he asustado más fiero;
mi Coronel.
Al llegar a las calles del pueblo, la
sangre se me iba calentando; y veía claro en la obscuridad y oía bien.
Muchas voces gritaban:
-¡Por allí!, ¡por allí!
-¡Cáiganle!, ¡dénle!
Al doblar una cuadra me topé con unos
cuantos, que no tuve tiempo de reconocer.
Hice alto.
-¿Quién es usted? -me preguntaron.
-Miguel Corro -contesté.
-¡Maten!, ¡maten! -gritaron.
Hicieron fuego de carabina, me dieron
sablazos y caí tendido en un charco de sangre. Por suerte no me pegaron ningún
balazo. De no, ahí quedo para toda la siega,
Y esto diciendo, Miguelito cayó en una
especie de sopor, del que volvió luego.
-¿Y...? -le dije.
-Al día siguiente -prosiguió- me desperté
en el cuerpo de la guardia de la partida. No podía ver bien, porque la sangre
cuajada me tapaba los ojos. Quise levantarme y no pude.
Me limpié la cara, poco a poco fui viendo
luz. Me habían puesto en el cepo del pescuezo y de los pies. Ya sabe cómo son
los de la partida de policía, mi Coronel: los más pícaros de todos los pícaros
y los más malos.
Todo ese día no vi a nadie ni oí más que
ruido de gente que entraba y salía. Estarían tomando declaraciones.
A la noche entró una partida y me tiró
una tumba de carne. No tuve aliento para comerla. Me estaba yendo en sangre.
Como tenía las manos libres, me rompí la
camisa, hice unas tiras y medio me até las heridas, que eran en la cabeza y en
la caja del cuerpo. Estaba cerca de un rincón y alcancé a sacar unas telas de
araña. ¡Quién sabe de no cómo me va!
Pasé una noche malísima; ¡cuándo no me
despertaban los dolores, me despertaban los ratones o los murciélagos! ¡Qué
haber de bichos, mi Coronel! Los ratones me comían las botas y los murciélagos
me chupaban los cuajarones de sangre.
Al otro día, reciencito, me sacaron del
cepo, y me llevaron entre dos a donde estaba el juez.
Me preguntaron que cómo me llamaba, que
cuántos años tenía y otras cosas más.
Me preguntaron que de dónde venía la
noche que me aprendieron, y por no comprometer a la Dolores eché una mentira.
Dije que de casa de mi madre. Fue para perjuicio.
Se me olvidaba decírle que el juez no era
el que yo conocía, el que visitaba a mi madre, causante de tantos males en mi
casa, sino otro sujeto del Morro.
Ese día no me preguntaron más. Al otro me
tomaron otras declaraciones, y al otro, otras, y así me tuvieron una porción de
tiempo, incomunicado, dándome a mediodía una tumba de carne y un guámparo de
agua.
Yo estaba medio loco, nada sabía de mi
madre, ni de mi padre, ni de mi mujer, ni de la Dolores. Creía que no se
acordaban de mí y me daban ganas de ahorcarme con la faja.
Por fin, una noche escuché una
conversación del centinela con no sé quién, y supe que yo había muerto al juez.
Así decían. Y decían también que si no me fusilaban, me destinarían. Yo no,
entendía nada de aquel barullo.
Un día, el soldado de la partida que me
daba de comer y beber, me hizo una seña, como diciéndome: tengo algo que
decirle.
Le contesté con la cabeza, como diciendo:
ya entiendo.
Más tarde entró y me dijo: -Manda decir
la hija de don... que si necesita dinero que le avise.
Temiendo que fuera alguna jugada que me
quisieran hacer, contesté: -Dele las gracias, amigo.
Y cuando el policía se iba a ir, le dije:
-Me hace un favor, paisano: ¿me dice por qué estoy preso?
-Eso lo sabrá usted mejor que yo.
-¿Sabe Ud. si está en su casa mi padre,
Miguel Corro?
-Sí, está.
-¿Y mi madre?
-También.
-¿Y dónde lo han muerto al juez?
-Cerca de la casa de usted, pues. ¿Para
qué quiere hacerse el que no sabe? ¡No ve que ya está todo descubierto!
Me quedé confuso, no le pregunté nada
más, y el hombre se fue.
A los pocos días me pusieron comunicado.
Mi madre fue la primera persona que vi.
¡No le decía, mi Coronel, que era una santa mujer!
Por ella supe lo que había. Llorando me
lo contó todo. ¡Pobrecita! Mi padre había muerto, de celos, al juez. Pero nadie
sino ella lo había visto. Y a mí me creían el asesino, porque me habían hallado
corriendo a pie, por las calles del pueblo, a deshoras.
Mi vieja estaba muy afligida. Decía que
decían, que me iban a fusilar y que eso no podía ser, que yo qué culpa tenía.
Yo le dije:
-Mi madrecita, yo quiero salvar a mi
padre.
Ella lloraba...
En ese momento entró uno de la partida y
dijo:
-Ya es hora de retirarse. Se va a entrar
el sol.
Nos abrazamos, nos besamos, lloramos; mi
vieja se fue y yo me quedé triste como un día sin sol.
Me prometió volver al día siguiente, a
ver qué se nos ocurría.
Esto dijo Miguelito, y como quien tiene
necesidad de respirar con expansión para proseguir, suspiró... lágrimas de
ternura arrasaron sus ojos.
Me enterneció.
- XXIX -
El gaucho es
un producto peculiar de la tierra argentina. Monomanía de la imitación.
Continuación da la historia de Miguelito. Cuadro de costumbres. ¿Qué es
filosofar?
Cada zona, cada clima, cada tierra, da
sus frutos especiales. Ni la ciencia, ni el arte, inteligentemente aplicados
por el ingenio humano, alcanzan a producir los efectos quimiconaturales de la
generación espontánea.
Las blancas y perfumadas flores del aire
de las islas paranaenses; las esbeltas y verdes palmeras de Morería; los
encumbrados y robustos cedros del Líbano; los banianes de la India, cuyos gajos
cayendo hasta el suelo, toman raíces, formando vastísimas galerías de fresco y
tupido follaje, crecen en los invernáculos de los jardines zoológicos de
Londres y París. Pero ¿cómo? Mustias y sin olor aquéllas, bajas y amarillentas
éstas; enanos, raquíticos los unos; sin su esplendor tropical los otros.
Lo mismo en esa bella planta indígena,
que se desarrolla del interior al exterior; que vive de la contemplación y del
éxtasis, que canta y que llora, que ama y aborrece, que muere en el presente
para poder vivir en la posteridad.
El aire libre, el ejercicio varonil del
caballo, los campos abiertos como el mar, las montañas empinadas hasta las
nubes, la lucha, el combate diario, la ignorancia, la pobreza, la privación de
la dulce libertad, el respeto por la fuerza; la aspiración inconsciente de una
suerte mejor -la contemplación del panorama físico y social de esta patria-,
produce un tipo generoso, que nuestros políticos han perseguido y
estigmatizado, que nuestros bardos no han tenido el valor de cantar, sino para
hacer su caricatura.
La monomanía de la imitación quiere
despojarnos de todo: de nuestra fisonomía nacional, de nuestras costumbres, de
nuestra tradición.
Nos van haciendo un pueblo de zarzuela.
Tenemos que hacer todos los papeles, menos el que podemos. Se nos arguye con
las instituciones, con las leyes, con los adelantos ajenos. Y es indudable que
avanzamos.
Pero ¿no habríamos avanzado más
estudiando con otro criterio los problemas de nuestra organización e
inspirándonos en las necesidades reales de la tierra?
Más grandes somos por nuestros arranques
geniales, que por nuestras combinaciones frías y reflexivas.
¿Adónde vamos por ese camino?
A alguna parte, a no dudarlo.
No podemos quedarnos estacionarios,
cuando hay una dinámica social que hace que el mundo marche y que la humanidad
progrese.
Pero esas corrientes que nos modelan como
blanda cera, dejándonos contrahechos, ¿nos llevan con más seguridad y más
rápidamente que nuestros impulsos propios, turbulentos, confusos, a la
abundancia, a la riqueza, al respeto, a la libertad en la ley?
Yo no soy más que un simple cronista,
¡felizmente!
Me he apasionado de Miguelito, y su noble
figura me arranca, a pesar mío, ciertas reflexiones. Allí donde el suelo
produce sin preparación ni ayuda un alma tan noble como la suya, es permitido
creer que nuestro barro nacional empapado en sangre de hermanos puede servir
para amasar sin liga extraña algo como un pueblo con fisonomía propia, con el
santo orgullo de sus antepasados, de sus mártires, cuyas cenizas descansan por
siempre en frías e ignoradas sepulturas.
Miguelito siguió hablando.
-Al día siguiente vino mi madre,
trayéndome una olla de mazamorra, una caldera, yerba y azúcar; hizo ella misma
fuego en el suelo, calentó agua y me cebó mate.
La Dolores le había mandado una platita
con la peona, diciéndole que ya sabía que andábamos en apuros; que no tuviese
vergüenza, que la ocupara si tenía alguna necesidad.
Mientras tanto, mi mujer propia no
parecía. Vea, mi Coronel, lo que es casarse uno de mala gana, por la plata,
como lo hacen los ricos.
La peona de la Dolores le contó a mi
madre, que la niña estaba enferma, y le dio a entender de qué, y que yo debía
ser el malhechor.
Mi vieja me echó un sermón sobre esto. Me
recordó los consejos, que yo nunca quise escuchar, porque así son siempre los
hijos, y acabó diciendo redondo: "¿Y ahora cómo vas a remedir el mal que
has hecho?".
Me dio mucha vergüenza, mi Coronel, lo
que mi madre me dijo; porque me lo decía mucho mejor de lo que yo se lo voy
contando y con unos ojos que relumbraban como los botones de mi tirador. ¡Pobre
mi vieja! Como ella no había hecho nunca mal a nadie, y la había visto criarse
a la Dolores, le daba lástima que se hubiese desgraciado.
-¡Siquiera no te hubieras casado! -me
decía a cada rato.
Yo suspiraba, nada más se me ocurría. ¡El
hombre se pone tan bruto cuando ve que ha hecho mal!
Una caldera llenita me tomé de mate y
toda la mazamorra, que estaba muy rica. Mi madre pisaba el maíz como pocas y lo
hacía lindo.
Me curó después las heridas con unos
remedios que traía: eran yuyos del cerro.
Después, de un atadito sacó una camisa
limpia y unos calzoncillos y me mudé.
Me armó cigarros como para toda la noche,
nos sentamos enfrente uno de otro, nos quedamos mirándonos un largo rato, y
cuando estaba para irse se presentó el que le llevaba la pluma al juez con unos
papeles bajo el brazo y dos de la partida.
Le mandaron a mi madre que saliera y tuvo
que irse.
El juez me leyó todas mis declaraciones y
una porción de otras cosas, que no entendí bien. Por fin me preguntó, que si
confesaba que yo era el que había muerto al otro juez.
Me quedé suspenso; podían descubrir a mi
padre y yo quería salvarlo.
-¿Para qué es un hijo, mi Coronel, no le
parece?
-Tienes razón -le contesté.
Él prosiguió:
-No se muere más que una vez, y alguna
vez ha de suceder eso.
El escribano me volvió a preguntar que
qué decía. Le contesté que yo era el que había muerto al otro.
-¿Por qué? -me dijo.
Me volví a quedar sin saber qué
contestar.
El escribano me dio tiempo.
Pensando un momento, se me ocurrió decir
que porque en unas carreras, siendo él rayero, sentenció en contra mía y me
hizo perder la carrera del gateado overo, que era un pingo muy superior que yo
tenía. Y era cierto, mi Coronel: fue una trampa muy fiera que me hicieron, y
desde ese día ya anduvimos mal mi padre y yo; porque la parada había sido
fuerte y perdimos tuitito cuanto teníamos.
Después me preguntó que si alguien me
había acompañado a hacer la muerte, y le contesté que no; que yo solo lo había
hecho todo, que no tenían que culpar a naides.
Que qué había hecho con la plata que
tenía el juez en los bolsillos.
Le dije que yo no le había tocado nada.
Cuando menos los mismos de la partida lo
habían saqueado, como lo suelen hacer. Es costumbre vieja en ellos, y después
le achacan la cosa al pobre que se ha desgraciado.
No me preguntó nada más, y se fue, y me
volvieron a poner incomunicado, y de esa suerte me tuvieron una infinidad de
días.
Ni con mi madre me dejaban hablar. Pero
ella iba todos los días una porción de veces a ver cuándo se podría y a
llevarme qué comer.
Ya me aburría mucho de la prisión y
estaba con ganas de que me despacharan pronto, para no penar tanto; porque las
heridas se habían empeorado con la humedad del cuarto, y porque las sabandijas
no me dejaban dormir ni de día ni de noche.
Aquello no era vida.
Volvió otro día el escribano y me leyó la
sentencia.
Me condenaban a muerte; vea lo que es la
justicia, mi Coronel. ¡Y dicen que los dotores saben todo! ¿Y si saben todo,
cómo no habían descubierto que yo no era el asesino del juez, aunque lo hubiera
confesado? ¡Y mucho que después de la partida de Caseros, no hablan sino de la
Constitución!.
Será cosa muy buena. Pero los pobres,
somos siempre pobres, y el hilo se corta por lo más delgado.
Si el juez me hubiera muerto a mí en de
veras, ¿a que no lo habían mandado matar?
He visto más cosas así, mi Coronel, y eso
que todavía soy muchacho.
El escribano me dejó solo.
Pasé una noche como nunca.
Yo no soy miedoso; ¡pero se me ponían
unas cosas tan tristes!, ¡tan tristes! en la cabeza, que a veces me daba miedo
la muerte. Pensaba, pensaba en que si yo no moría moriría mi padre, y eso me
daba aliento. ¡El viejo había sido tan bueno y tan cariñoso conmigo! Juntos
habíamos andado trabajando, compadreando, comadreando en jugadas y en riñas.
¡Cómo no lo había de querer, hasta perder la vida por él; la vida, que, al fin,
cualquier día la rifa uno por una calaverada o en una trifulca, en la que los
pobres salen siempre mal!
¡Qué ganas de tener una guitarra tenía,
mi Coronel!
En cuanto me volvieron a poner comunicado
fue lo primerito que le pedí a mi madre que llevara. Me la llevó, y cantando me
lo pasaba.
Los de la partida venían a oírme todos
los días, y ya se iban haciendo amigos míos. Si hubiera querido fugarme, me
fugo. Pero por no comprometerlos no lo hice. El hombre ha de tener palabra, y
ellos me decían siempre:
-No nos vayas a comprometer, amigo.
Siempre que mi vieja iba a visitarme, me
lo repetían; y el centinela se retiraba y me dejaba platicar a gusto con ella.
Mi madre no sabía nada todavía de que me
hubieran sentenciado, y yo no se lo quería decir, porque la veía muy contenta
creyendo que me iban a largar, desde que nada se descubría, y no la quería
afligir.
Pero como nunca falta quien dé una mala
noticia, al fin lo supo.
Se vino zumbando a preguntármelo.
¡En qué apuros me vi, mi Coronel, con
aquella mujer tan buena, que me quería tanto!
Cuando le confié la verdad, lloró como
una Magdalena.
Sus ojos parecían un arroyo; estuvimos
lagrimeando horitas enteras. De pregunta en pregunta me sacó que yo había
confesado ser el asesino del juez, por salvar al viejo.
Y hubiera visto, mi Coronel, a una mujer
que no se enojaba nunca, enojarse, no conmigo, porque a cada momento me
abrazaba y besaba diciéndome: "Mi hijito", sino con mi padre.
-Él, él no más tiene la culpa de todo
-decía-, y yo no he de consentir que te maten por él, todito lo voy a
descubrir.
Y de pronto se secó los ojos, dejó de
llorar, se levantó y se quiso ir.
-¿Adónde vas, mamita? -le dije.
-A salvar a mi hijo -me contestó.
Iba a salir, la agarré de las polleras, y
a la fuerza se quedó.
Le rogué muchísimo que no hiciera nada,
que tuviera confianza en la Virgen del Rosario, de la que era tan devota, que
todavía podía hacer algo y salvarme.
Usted sabe, mi Coronel, lo que es la
suerte de un hombre. Cuando más alegre anda, lo friegan, y cuando más afligido
está, Dios lo salva.
Yo he tenido siempre mucha confianza en Dios.
-Y has hecho bien -le dije- Dios no
abandona nunca a los que creen en él.
-Así es, mi Coronel; por eso esa vez y
después otras, me he salvado.
-¿Y qué hizo tu madre?
-Cedió a mis ruegos y se fue diciendo:
-Esta noche le voy a poner velas a la
Virgen y ella nos ha de amparar.
Y como la Virgencita del nicho, de que
antes le he hablado, mi Coronel, era muy milagrosa, sucedió lo que mi vieja
esperaba: me salvó.
Miguelito hizo una pausa.
Yo me quedé filosofando.
¡Filosofando!
Sí; filosofar es creer en Dios o
reconocer que el mayor de los consuelos que tienen los míseros mortales, es
confiar su destino a la protección misteriosa, omnipotente, de la religión.
Por eso al grito de los escépticos, yo
contesto como Fenelón.
Dilatamini!
Si hay una ananké hay también quien mira,
quien ve, quien protege, resguarda, ama y salva a sus criaturas, sin interés.
Cuando me arranquéis todo, si no me
arrancáis esa convicción suave, dulce, que me consuela y me fortalece, ¿qué me
habréis arrancado?
- XXX -
Mi vademécum
y sus méritos. En qué se parece Orión a Roqueplán. Dónde se aprende el mundo.
Concluye la historia de Miguelito.
Quiero empezar estar carta ostentando un
poco mi erudición a la violeta. Yo también tengo mi vademécum de citas; es un
tesoro como cualquier otro.
Pero mi tesoro tiene un mérito. No es
herencia de nadie. Yo mismo me lo he formado.
En lugar de emplear la mayor parte del
tiempo en pasar el tiempo, me he impuesto ciertas labores útiles.
De ese modo, he ido acumulando, sin
saberlo, un bonito capital, como para poder exclamar cualquier día: anche io
son pittore.
Mi vademécum tiene, a más del mérito
apuntado, una ventaja. Es muy manuable y portátil. Lo llevo en el bolsillo.
Cuando lo necesito, lo abro, lo hojeo y
lo consulto en un verbo.
No hay cuidado de que me sorprendan con
él en la mano, como a esos literatos cuyo bufete es una especie de
sanctasantórum,
¡Cuidado con penetrar en el estudio
vedado sin anunciaros, cuando están pontificando!
¡Imprudentes!
¡Os impondríais de los misteriosos
secretos!
¡Le arrancaríais a la esfinge el tremendo
arcano!
¡Perderíais vuestras ilusiones!
Veríais a vuestros sabios en camisa,
haciéndose un traje pintado con las plumas de la ave silvana, de negruzcas
alas, de rojo pico y pies, de grandes y negras uñas.
Yo no sé más que lo que está apuntado en
mi vademécum por índice y orden cronológico.
No es gran cosa. Pero es algo.
Hay en él todo.
Citas ad hoc, en varios idiomas que poseo
bien y mal, anécdotas, cuentos, impresiones de viaje, juicios críticos sobre
libros, hombres, mujeres, guerras terrestres y marítimas, bocetos, esbozos,
perfiles, siluetas. Por fin, mis memorias hasta la fecha del año del Señor que
corremos, escritas en diez minutos
Si yo diera a luz mi vademécum no sería
un librito tan útil como el almanaque. Sería, sin embargo, algo entretenido.
Yo no creo que el público se fastidiaría
leyendo, por ejemplo:
¿Qué puntos de contacto hay entre
Epaminondas, el Municipal de Tebas, como lo llamaba el demagogo Camilo
Desmoulins, y don Bartolo?
¿Qué frac llevaba nuestro actual
presidente cuanto se recibió del poder; en qué se parece su cráneo insolvente
de pelo a la cabeza de Sócrates?
¿En qué se parece Orión a Roqueplán? Este
Orión, de quien sacando una frase de mi vademécum -ajena por supuesto-, puede
decirse: que es la personalidad porteña más porteña, el hombre y el escritor
que tiene a Buenos Aires en la sangre, o mejor dicho, una encarnación andante y
pensante de esta antigua y noble ciudad; que en este océano de barro, no hay un
solo escollo que él no haya señalado; que en los entretelones ha aprendido la política,
que como periodista y hombre a la moda, ha enriquecido la literatura de la
tierra, a los sastres y sombrereros; que las cosas suyas, después de olvidadas
aquí, van a ser cosas nuevas en provincias; que no habría sido el primer hombre
en Roma la brutal, pero que lo habría sido en Atenas la letrada; que conoce a
todo el mundo y a quien todo el mundo conoce; que se hace aplaudir en Ginebra,
que se hace aplaudir en Córdoba la levítica, hablando con la libertad herética
de un francmasón; que se hace aplaudir en el Rosario, la ciudad californiana, a
propósito de la fraternidad universal; que se hace aplaudir en Gualeguaychú,
disertando, en tiempos de Urquiza, sobre la justicia y los derechos
inalienables del ciudadano; que puede ser profeta en todas partes ed altri
siti, menos... iba a decir en su tierra; que no ha podido ser municipal en
ella; que hoy cumple treinta y ocho años, y a quien yo saludo con el afecto
íntimo y sincero del hermano en las aspiraciones y en el dolor, aunque digan
que esto es traer las cosas por los cabellos.
Sí. Orión amigo, yo te deseo, y tú me
entiendes, Ia fuerza de la serpiente y la prudencia del león", como diría
un Bourgeois gentil-homme, cambiando los frenos, al entrar en tu octavo lustro
frisando en la vejez, en este período de la vida en que ya no podemos tener
juicio porque no es tiempo de ser locos. ¿Me entiendes?
Y con esto, lector, entro en materia.
Lo que sigue es griego, griego helénico,
no griego porque no se entienda.
Ek te biblion kubernetes.
Yo también he estudiado griego.
Monsieur Rouzy puede dar fe, y tú,
Santiago amigo, fuiste quien me lo metió en la cabeza.
Es una de las cosas menos malas que le
debo a tu inspiración mefistofélica.
Tú fuiste quien me apasionó por el hombre
del capirotazo.
¿Acaso yo le conocía bien en 1860?
En prueba de que sé griego, como un
colegial, ahí va la traducción del dicho anónimo:
"No se aprende el mundo en los
libros".
Aquí era donde quería llegar.
Los circunloquios me han demorado en el
camino.
Siento tener que desagradar a mi ático
amigo Carlos Guido, cuyo buen gusto literario los abomina. Sírvame de excusa el
carácter confidencial del relato.
Sí, el mundo no se aprende en los libros,
se aprende observando, estudiando los hombres y las costumbres sociales.
Yo he aprendido más de mi tierra yendo a
los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo opúsculos,
folletos, gacetillas, revistas y libros especiales.
Oyendo a los paisanos referir sus
aventuras, he sabido cómo se administra justicia, cómo se gobierna, qué piensan
nuestros criollos de nuestros mandatarios y de nuestras leyes.
Por eso me detengo más de lo necesario
quizá en relatar ciertas anécdotas, que parecerán cuentos forjados para alargar
estas páginas y entretener al lector.
¡Ojalá fuera cuento la historia de
Miguelito!
Desgraciadamente ha pasado cual la narro,
y si fija la atención un momento, es porque es verdad. Tiene ésta un gran
imperio hasta sobre la imaginación.
Miguelito siguió hablando así.
-Las voces que andaban era que pronto me
afusilarían, porque iba a haber revolución y me podía escapar.
¡Figúrese cómo estaría mi madre, mi
Coronel! Todo se le iba en velas para la Virgen.
Día a día me visitaba, pidiéndome que no
me afligiera, diciéndome que la Virgen no nos había de abandonar en la
desgracia, que ella tenía experiencia y que más de una vez había visto
milagros.
Yo no estaba afligido sino por ella.
Quería disimular. ¡Pero qué! era muy
ducha y me lo conocía.
Usted sabe, mi Coronel, que los hijos por
muy ladinos que sean no engañan a los padres, sobre todo a la madre.
Vea si yo pude engañar a mi vieja cuando
entré en amores con la Dolores.
¡Qué había de poder!
En cuanto empezó la cosa me lo conoció, y
me mandó que me fuera con la música a otra parte.
Bien me arrepiento de no haber seguido su
consejo.
La Dolores no hubiera padecido tanto como
padeció por mí.
Pero los hijos no seguimos nunca la
opinión de nuestros padres.
Siempre creemos que sabemos más que
ellos.
Al fin nos arrepentimos.
Pero entonces ya es tarde.
-Nunca es tarde, cuando la dicha es buena
-le interrumpí.
Suspiró y me contestó:
-¡Qué!, mi Coronel, hay males que no
tienen remedio.
-¿Y has vuelto a saber de la Dolores? -le
pregunté.
-Sí, mi Coronel -me contestó-, se lo voy
a confesar porque usted es hombre bueno, por lo que he visto y las mentas que
les he oído a los muchachos que vienen con usted.
-Puede tener confianza en mí -repuse.
Y él prosiguió.
-Siempre que puedo hacer una escapada, si
tengo buenos caballos, me corto solo, tomo el camino de la laguna del Bagual,
llego hacia el Cuadril, espero en los montes la noche. Paso el Río Quinto,
entro en Villa de Mercedes, donde tengo parientes, me quedo allí por unos días,
me voy después en dos galopes al Morro, me escondo en el Cerro, en lo de un
amigo, y de noche visito a mi vieja y veo a la Dolores que viene a casa con la
chiquita.
-¿Entonces tuvo una hija? -le dije.
-Sí, mi Coronel -me contestó-. ¿No le
conté antes que nos habíamos desgraciado?
-¿Y a tu mujer no la sueles ver?
-¡Mi mujer! -exclamó- lo que hizo fue
enredarse con un estanciero.
Y dice la muy perra que está esperando la
noticia de mi muerte para casarse. ¡Y que se casaban con ella! ¡Como si fuera
tan linda!
-¿Y otros paisanos de los que están aquí,
salen como tú y van a sus casas?
-El que quiere lo hace; usted sabe, mi
Coronel, que los campos no tienen puertas; las descubiertas de los fortines, ya
sabe uno a qué hora hacen el servicio, y luego, al frente casi nunca salen.
Es lo más fácil cruzar el Río Quinto y la
línea, y en estando a retaguardia ya está uno seguro, porque ¿a quién le faltan
amigos?
-Entonces, constantemente estarán yendo y
viniendo de aquí para allá.
-Por supuesto. Si aquí se sabe todo.
Los Videla, que son parientes de don Juan
Saa, cuando les da la gana, toman una tropilla; llegan a la Jarilla, la dejan
en el monte, y con caballo de tiro se van al Morro, compran allí lo que
quieren, ellos mismos a veces, en las tiendas de los amigos y después se
vuelven con cartas para todos.
Algunas veces suelen llegar a Renca, que
ya se ve dónde queda, mi Coronel.
A medida que Miguelito hablaba, yo
reflexionaba sobre lo que es nuestro país; veía la complicidad de los moradores
fronterizos en las depredaciones de los indígenas y el problema de nuestros odios,
de nuestras guerras civiles y de nuestras persecuciones, complicado con el
problema de la seguridad de las fronteras.
Le escuchaba con sumo interés y
curiosidad.
Miguelito prosiguió:
-El otro día, cuando usted llegó, mi
Coronel, los Videla habían andado por San Luis; vinieron con la voz de que
usted y el General Arredondo estaban en la Villa de Mercedes, y diciendo que
por allí se decía que ahora sí que las paces se harían.
Deseando conocer el desenlace de la
historia de los amores de Miguelito, le dije:
-¿Y la Dolores vive con sus padres?
-Sí, mi Coronel -me contestó-, son gente
buena y rica, y cuando han visto a su hija en desgracia no la han abandonado;
la quieren mucho a mi hijita. Si algún día me puedo casar, ellos no se han de
oponer, así me lo ha dicho Dolores.
¡Pero cuándo se muere la otra! Luego yo
no puedo salir de aquí porque la justicia me agarraría y mucho más del modo
como me escapé.
-¿Y cómo te escapaste?
-Seguía preso. Mi madre vino un día y me
dijo:
-Dice tu padre que estés alerta, que él
no tiene opinión, que lo han convidado para una jornada, que se anda haciendo
rogar a ver si son espías; que en cuanto esté seguro que juegan limpio se va a
meter en la cosa con la condición de que lo primero que han de hacer es asaltar
la guardia y salvarte; que de no, no se mete.
En eso anda. No hay nada concluido
todavía. Esta noche han quedado de ir los hombres y mañana te diré lo que
convengan.
Yo lo animo a tu padre, haciéndole ver
que es el único remedio que nos queda, y le pongo velas a la Virgen para que
nos ayude. Todas las noches sueño contigo y te veo libre, y no hay duda que es
un aviso de la Virgen.
-Al día siguiente volvió mi madre. Todo
estaba listo. Lo que faltaba era quien diera el grito. Decían que don Felipe
Saa debía llegar de oculto a las dos noches, y que él lo daría; que si no
venía, como había un día fijo, la daría el que fuese más capaz de gobernar la
gente que estaba apalabrada. Don Juan Saa debía venir de Chile al mismo tiempo.
Bueno, mi Coronel, sucedió como lo habían
arreglado.
Una noche al toque de retreta, unos
cuantos que estaban esperando en la orilla del pueblo, atropellaron la casa del
juez, otros la Comandancia, y mi padre con algunos amigos cargó la Policía.
Para esto, un rato antes ya los habían
emborrachado bien a los de la partida. Algunos quisieron hacer la pata ancha.
¡Pero qué!, los de afuera eran más. Entraron, rompieron la puerta del cuarto en
que yo estaba y me sacaron.
Cuando estuve libre, mi padre me dijo:
"Dame un abrazo, hijo, yo no te he querido ver, porque me daba vergüenza
verte preso por mi mala cabeza, y porque no fueran a sospechar alguna
cosa".
Casi me hizo llorar de gusto el viejo; le
habían salido pelos blancos, y no era hombre grande, todavía era joven.
Esa noche el Morro fue un barullo, no se
oyeron más que tiros, gritos y repiques de campanas.
Murieron algunos.
Yo lo anduve acompañando a mi padre y,
evité algunas desgracias porque no soy matador. Querían saquear la casa de la
Dolores, con achaque de que era salvaje; yo no lo permití; primero me hago
matar.
Por la mañana vino una gente del Gobierno
y tuvimos que hacernos humo. Uno tomaron para la Sierra de San Luis, otros para
la de Córdoba. Mi padre, como había sido tropero, enderezó para el Rosario. Yo,
por tomar un camino tomé otro -galopé todo el santo día- y cuando acordé me
encontré con una partida. Disparé, me corrieron, yo llevaba un pingo como una
luz, ¡qué me habían de alcanzar¡ Fui a sujetar cerca del Río Quinto, por esos
lados de Santo Tomé. Entonces no había puesto usted fuerzas allí, mi Coronel;
me topé con unos indios, me junté con ellos, me vine para acá, y acá me he
quedado, hasta que Dios, o usted, me saquen de aquí, mi Coronel.
-¿Y tu padre, qué suerte ha tenido, lo
sabes? -le pregunté.
-Murió del cólera -me contestó con
amargura, exclamando-: ¡pobre viejo!, ¡era tan chupador!
Y con esto termina la historia real de
Miguelito, que mutatis mutandis, es la de muchos cristianos que han ido a
buscar un asilo entre los indios.
Ese es nuestro país.
Como todo pueblo que se organiza, él
presenta cuadros los más opuestos.
Grandes y populosas ciudades como Buenos
Aires, con todos los placeres y halagos de la civilización, teatros, jardines,
paseos, palacios, templos, escuelas, museos, vías férreas, una agitación
vertiginosa -en medio de unas calles estrechas, fangosas, sucias, fétidas, que
no permiten ver el horizonte, ni el cielo limpio y puro, sembrado de estrellas
relucientes, en las que yo me ahogo, echando de menos mi caballo.
Fuera de aquí, campos desiertos, grandes
heredades, donde vegeta el proletario en la ignorancia y en la estupidez.
La iglesia, la escuela, ¿dónde están?
Aquí, el ruido del tráfago y la opulencia
que aturde.
Allá, el silencio de la pobreza y la
barbarie que estremece.
Aquí, todo aglomerado como un grupo de
moluscos, asqueroso, por el egoísmo.
Allí, todo disperso, sin cohesión, como
los peregrinos de la tierra de promisión, por el egoísmo también.
Tesis y antítesis de la vida de una
república.
Eso dicen que es gobernar y administrar.
¡Y para lucirse mejor, todos los días
clamando por gente, pidiendo inmigración!
Me hace el efecto de esos matrimonios
imprevisores, sin recursos, miserables, cuyo único consuelo es el de la palabra
del Verbo: creced y multiplicaos.
- XXXI -
Ojeada
retrospectiva. El valor a medianoche es el valor por excelencia. Miedo a los
perros. Cuento al caso. Qué es LONCOTEAR. Sigue la orgía. Epumer se cree
insultado por mí. Una serenata.
Estábamos en el toldo de Mariano Rosas
cuando conocí por primera vez a Miguelito.
La orgía había comenzado:
Este chilla,
algunos lloran,
Y otros a
beber empiezan,
De la chusma
toda al cabo
La
embriaguez se enseñorea.
Los franciscanos, comprendiendo que
aquello no rezaba con ellos, se pusieron en retirada, refugiándose en el rancho
de Ayala; los oficiales se habían colocado a distancia de poder acudir en
auxilio mío si era necesario; los asistentes rondaban la enramada con disimulo;
Camilo Arias, con su aire taciturno, se me aparecía de vez en cuando como una
sombra, diciéndome de lejos con su mirada ardiente, expresiva, penetrante: por
aquí ando yo.
Por bien templado que tengamos el
corazón, es indudable que el silencio, la soledad, el aislamiento y el abandono
hacen crecer el peligro en la medrosa imaginación.
Es por eso que el valor a medianoche es
el valor por excelencia.
Las tinieblas tienen un no sé qué de
solemne, que suele helar la sangre en las venas hasta congelarla.
Yo no creo que exista en el mundo un solo
hombre que no haya tenido miedo alguna vez de noche.
De día, en medio del bullicio, ante
testigos, sobre todo ante mujeres, todo el mundo es valiente, o se domina lo
bastante para ocultar su miedo.
Yo he dicho por eso alguna vez: el valor
es cuestión de público.
El hombre que en presencia de una dama
hace acto de irresolución puede sacar patente de cobarde.
Yo tengo un miedo cerval a los perros,
son mi pesadilla; por donde hay, no digo perros, un perro, yo no paso por el
oro del mundo, si voy solo, no lo puedo remediar, es un heroísmo superior a mí
mismo.
En Rojas, cuando era capitán, tenía la
costumbre de cazar.
De tarde tornaba mi escopeta y me iba por
los alrededores del pueblito.
En dirección del bañado, donde los patos
abundan más, había un rancho.
Inevitablemente debía pasar por allí, si
quería ahorrarme un rodeo por lo menos de tres cuartos de legua.
Pues bien. Venirme la idea de salir y
asaltarme el recuerdo de un mastín que habitaba el susodicho rancho, era todo
uno.
Desde ese instante formaba la resolución
valiente de medírmelas con él.
Salía de mi casa y llegaba al sitio
crítico, haciendo cálculos estratégicos, meditando la maniobra más conveniente,
la actitud más imponente, exactamente como si se tratara de una batalla en la
que debiera batirme cuerpo a cuerpo.
En cuanto el can diabólico me divisaba,
me conocía: estiraba la cola, se apoyaba en las cuatro patas dobladas, quedando
en posición de asalto, contraía las quijadas y mostraba dos filas de blancos y
agudos dientes.
Eso sólo bastaba para que yo embolsase mi
violín. Avergonzado de mí mismo, diciéndome interiormente: "El miedo es
natural en el prudente" cambiaba de rumbo, rehuyendo el peligro.
Un día me amonesté antes de salir, me
proclamé, me palpé a ver si temblaba.
Estaba entero, me sentí hombre de
empresa, y me dije. pasaré.
Salgo, marcho, avanzo y llego al Rubicón.
¡Miserable!, temblé, vacilé, luché, quise
hacer de tripas corazón; pero fue en vano.
Yo no era hombre, ni soy ahora, capaz de batirme
con perros.
Juro que los detesto, si no son mansos,
inofensivos como ovejas, aunque sean falderos, cuzcos o pelados.
Mi adversario, no sólo me reconoció, sino
que en la cara me conoció que tenía miedo de él.
Maquinalmente bajé la escopeta que
llevaba al hombro.
Sea la sospecha de un tiro, sea lo que
fuese, el perro hizo una evolución, tomó distancia y se plantó como diciendo:
descarga tu arma y después veremos.
¿Habría hecho el perro lo mismo con
cualquier otro caminante?
Probablemente no.
Era manso, yo lo averigüé después.
Pero es que yo no le había caído en
gracia, y que conociendo mi debilidad, se divertía conmigo, como yo podía
haberlo hecho con un muchacho.
No hay que asombrarse de esto. La memoria
en los animales, a falta de otras facultades, está sumamente desarrollada.
Cualquier caballo, mula, jumento o perro,
nos aventaja en conocer el intrincado camino por donde tenemos costumbre de
andar.
Los pájaros se trasladan todos los años
de un país a otro, emigrando a más o menos distancias, según sus necesidades
fisiológicas.
Ahí están las golondrinas que, después de
larga ausencia, vuelven a la guarida de la misma torre, del mismo techo, del
mismo tejado, que habitaron el año anterior.
Queda de consiguiente fuera de duda que
lo que el perro hacía conmigo, lo hacía a sabiendas. ¡Pícaro perro!
Hubo un momento en que casi lo dominé.
¡Ilusión de un alma pusilánime!
Al primer amago de carga eché a correr
con escopeta y todo; los ladridos no se hicieron esperar, esto aumentó el
pánico, de tal modo, que el animal ya no pensaba en mí y yo seguía desolado por
esos campos de Dios.
Y sin embargo, si yo hubiera ido en
compañía de alguna dama, el muy astuto no me corre.
Y ella habría huido.
Las mujeres tienen el don especial de
hacernos hacer todo género de disparates, inclusive el de hacernos matar.
Yo me bato con cualquier perro, aunque
sea de presa, por una mujer, aunque sea vieja y fea, si soy su cabaleiro
servente.
Otro se suicida por una mujer, con
pistola, navaja de barba, veneno o arrojándose de una torre. No hay que
discutirlo.
Hay héroes porque hay mujeres.
Y es mejor no pensarlo: ¿qué sería el
hermoso planeta que habitamos, sin ellas?
La presencia e inmediación de los míos,
el orgullo de no dejarme avasallar ni sobrepujar por aquellos bárbaros en nada
y por nada, me hacían insistir, contra las reiteradas instancias de Mariano
Rosas, en no retirarme.
Mi principal temor era embriagarme
demasiado. A una loncoteada no le temía tanto.
Loncotear, llaman los indios a un juego
de manos, bestial.
Es un pugilato que consiste en agarrarse
dos de los cabellos y en hacer fuerza para atrás, a ver cuál resiste más a los
tirones.
Desde chiquitos se ejercitan en él.
Cuando a un indiecito le quieren hacer un
cariño varonil, le tiran de las mechas, y si no le saltan las lágrimas le hacen
este elogio: ese toro.
El toro es para los indios el prototipo
de la fuerza y del valor. El que es toro, entre ellos, es un nene de cuenta.
¡Los "yapaí, hermano" no
cesaban!
Epumer la había emprendido conmigo, y un
indiecito Caiomuta, que jamás quiso darme la mano, so pretexto de que yo iba de
mala fe: ¡Winca engañando!, salía constantemente de sus labios.
El vino y el aguardiente corrían como
agua, derramados por la trémula mano de los beodos, que ya rugían como fieras,
ya lloraban, ya cantaban, ya caían como piedras, roncando al punto o
trasbocando, como atacados de cólera.
Aquello daba más asco que miedo.
Todos me trataban con respeto, menos
Epumer y Caiomuta.
Tambaleaban de embriaguez.
Epumer llevaba de vez en cuando la mano
derecha al cabo de su refulgente facón, y me miraba con torvo ceño.
Miguelito me decía:
-No se descuide por delante, mi Coronel,
aquí estoy yo por detrás.
Cuando rehusaba un yapaí, gruñían como
perros, la cólera se pintaba en sus caras vinosas y murmuraban iracundas
palabras que yo no podía entender.
Miguelito me decía:
-Se enojan porque usted no bebe, mi
Coronel; dicen que no lo hace por no descubrir sus secretos con la chupa.
Yo entonces me dirigía a algunos de los
presentes y lo invitaba, diciéndole:
-Yapaí, hermano -y apuraba el cuerno o el
vaso.
Una algazara estrepitosa, producida por
medio de golpes dados en la boca abierta, con la palma de la mamo, estallaba
incontinenti.
¡¡Babababababababababababababababababa!!
Resonaba, ahogándose los últimos ecos en
la garganta de aquellos sapos, gritones.
Mientras el licor no se acabara, la
saturnal duraría.
La tarde venía.
Yo no quería que me sorprendiera la noche
entre aquella chusma hedionda, cuyo cuerpo contaminado por el uso de la carne de
yegua, exhalaba nauseabundos efluvios; regoldaba a todo trapo, cada eructo
parecía el de un cochino cebado con ajos y cebollas.
En donde hay indios, hay olor a
azafétida.
Intenté levantarme del suelo para
retirarme a la sordina, viendo que la mayoría de los concurrentes estaba ya
achumada.
Epumer me lo impidió.
¡Yapaí! ¡Yapaí!, me dijo.
¡Yapai! ¡Yapai!, contesté.
Y uno después de otro cumplimos con el
deber de la etiqueta.
El cuerno que se bebió él tenía la capacidad
de una cuarta.
Una dosis semejante de aguardiente era
como para voltear a un elefante, si estos cuadrúpedos fuesen aficionados al
trago.
Medio perdió la cabeza.
Al llevar yo el mío a los labios me
santigüé con la imaginación como diciendo: Dios me ampare.
Jamás probé brebaje igual. Vi estrellas,
sombras de todos colores, un mosaico de tintes tornasolados, como cuando por
efecto de un dolor agudo apretamos los párpados y cerrando herméticamente los
ojos la retina ve visiones informes.
Al enderezarse Epumer, yo no sé qué
chuscada le dije.
El indio se puso furioso; quiso venírseme
a las manos.
Mariano Rosas y otros le sujetaron; me
pidieron encarecidamente que me retirara.
Me negué; insistieron, me negué, me negué
tenazmente.
Me hicieron presente que cuando se
caldeaba, se ponía fuera de sí, que era mal intencionado.
-No hay cuidado -fue toda mi
contestación.
El indio pugnaba por desasirse de los que
le tenían; quería abalanzarse sobre mí, su mano estaba pegada al facón.
Pataleaba, rugía, apoyaba los talones en
el suelo, endurecía el cuerpo y se enderezaba como galvanizado.
Sus ojos me seguían, los míos no le
dejaban.
En uno de los esfuerzos que hizo sacó el
facón.
Era una daga acerada de dos filos, con
cruz y cabo de plata; y en un vaivén llegó a ponerse casi sobre mí.
-Cuidado, mi Coronel -me dijo Miguelito
interponiéndose, y hablándole al salvaje en su lengua con acento dulcísimo.
-¡Cuidado! -gritaron varios.
-Yo, afectando una tranquilidad que
dejase bien puesto el honor de mi sangre y de mi raza:
-No hay cuidado -contesté.
El esfuerzo convulsivo supremo, hecho por
el indio, agotó el resto de sus fuerzas hercúleas enervadas por los humos alcohólicos.
Los que le sujetaban, sintiéndole
desfallecer, abandonaron el cuerpo a su propia gravedad; cumplíase la inmutable
ley:
E caddi, come corpo morto cade!
Cesó la agitación.
Queriendo saber qué causa, qué motivo,
qué palabras mías pusieran fuera de sí a mi contendor, pregunté:
-¿Por qué se ha enojado?
-Porque usted le ha llamado perro -dijo
uno.
-Es falso -dijo Miguelito en araucano-,
el Coronel habló de perros; pero no dijo que Epumer fuera perro.
Nadie respondió.
Efectivamente, en la broma que intenté
hacerle a Epumer, por ver si lo arrancaba a sus malos pensamientos, no sé cómo
interpolé el vocablo perro.
Para los indios, como para los árabes, no
había habido insulto mayor que llamarles perro.
Epumer me entendió mal y se creyó
ofendido.
De ahí su rapto de furia.
La noche batía sus pardas alas; los
indios ebrios roncaban, vomitaban, se revolvían por el suelo, hechos un montón,
apoyando éste sus sucios pies en la boca de aquél; el uno su panza sobre la
cara del otro.
Varias chinas y cautivas trajeron cueros
de carnero y les hicieron cabeceras, poniéndolos en posturas cómodas.
Otros se quedaron murmurando con
indescriptible e inefable fruición báquica.
Mariano Rosas me hizo decir con su hombre
de confianza, que si quería darle el resto de aguardiente que le había
reservado.
-De mil amores -contesté; y aprovechando
la coyuntura que se me presentaba de abandonar el campo de mis proezas, salí de
la enramada y me dirigí al ranchito en que se habían alojado mis oficiales.
Entregué el aguardiente.
Me tendí cansado, como si hubiera subido
con un quintal en las espaldas a la cumbre del Vesubio.
¿En qué me tendí?
Sobre un cuero de potro; era el colchón
de una mala cama improvisada con palos desiguales y nudosos.
El sueño no tardó en llevarme al mundo de
la tranquilidad pasajera.
Gozaba, cuando una serenata me despertó.
Era un negro, tocador de acordeón, una
especie de Orfeo de la pampa
Tuve que resignarme a mi estrella, que
levantarme y escuchar un cielito cantado en honor mío.
¡Qué mal rato me dio el tal negro
después!
- XXXII -
El negro del
acordeón y la música. Reflexiones sobre el criterio vulgar. Sueño fantástico.
Lucius Victorius Imperator. Un mensajero nocturno de Mariano Rosas. Se reanuda
el sueño fantástico. Mi entrada triunfal en Salinas Grandes. La realidad. Un
huésped a quien no le es permitido dormir.
El negro no tardó en irse con la música a
otra parte. Bendije al cielo. Como poeta festivo, como payador, no podía
rivalizar con Aniceto el Gallo ni con Anastasio el Pollo.
Ni siquiera era un artista en acordeón.
Yo tengo, por otra parte, poco
desarrollado el órgano frenológico de los tonos, pudiendo decir, como Voltaire:
La musique c'est de tous les tapages le plus supportable.
Es una fatalidad como cualquier otra, que
me priva de un placer inocente más en la vida.
Te contaría a este respecto algo muy
curioso, un triunfo de la frenología, o en otros términos, la historia de mis
padecimientos infantiles por la guitarra. Y te la contaría a pesar del natural
temor de que me creyesen más malo de lo que soy; porque tengo la desgracia de
ser insensible a la armonía.
Tú sabes, que según las reglas del
criterio vulgar, no puede ser bueno quien no ama la música, las flores, aunque
ame muchas otras cosas que embriagan y deleitan más que ellas.
Hay gentes que de buena fe creen que el
sentimiento estético o del arte es inseparable de los hombres de corazón.
Tal persona que ama con locura la música,
es, sin embargo, incapaz de un acto de generosidad.
Tal otra que gastaría cien mil pesos en
un auténtico Rubens, no haría un sacrificio por el amigo más querido.
Esas gentes viven acariciando dulces errores, lo mismo que los que
subordinan la moral al sentimiento, y hay que dejar a cada loco con su tema.
Pero
semejante página sería demasiado íntima para agregarla aquí.
Me resigno, pues, a suprimirla, sustrayéndome
a la tentación de una confidencia personal ajena al asunto jefe.
Apenas me vi libre de quien inhumanamente
me había arrancado de los brazos de Morfeo, volví a tenderme en mi duro y
sinuoso lecho.
Poco tardé en dormirme profundamente.
Saboreaba el suave beleño; soñaba que yo
era el conquistador del desierto; que los aguerridos ranqueles, magnetizados
por los ecos de la civilización, habían depuesto sus armas; que se habían
reconcentrado formando aldeas; que la iglesia y la escuela habían arraigado sus
cimientos en aquellas comarcas desheredadas; que la voz del Evangelio ahogaba
las preocupaciones de la idolatría; que el arado, arrancándole sus frutos
óptimos a la tierra, regada con fecundo sudor, producía abundantes cosechas; que
el estrépito de los malones invasores había cesado, pensando sólo, aquellos
bárbaros infelices, en multiplicarse y crecer, en aprovechar las estaciones
propicias, en acumular y guardar, para tener una vejez tranquila y legarles a
sus hijos un patrimonio pingüe; que yo era el patriarca respetado y venerado,
el benefactor de todos, y que el espíritu maligno, viéndome contento de mi obra
útil y buena, humanitaria y cristiana, me concitaba a una mala acción, a dar mi
golpe de Estado.
¡Mortal!, me decía, aprovecha los días
fugaces.
¡No seas necio, piensa en ti, no en la
Patria!
La gloria del bien es efímera, humo, puro
humo. Ella pasa y nada queda. ¿No tienes mujer e hijos? Pues bien. ¿No te
obedecen y te siguen, no te quieren y respetan estos rebaños humanos?
Pues bien.
¿No tienes poder, no eres de carne y
hueso, no amas el placer?
Pues bien.
Apártate de ese camino, ¡insensato!,
¡imprevisor, loco! ¡Escucha la palabra de la experiencia, hazte proclamar y
coronar emperador! Imita a Aurelio. Tienes un nombre romano. Lucius Victorius
Imperator sonará bien al oído de la multitud.
Yo escuchaba con cierto placer mezclado
de desconfianza las amonestaciones tentadoras; ideaba ya si el trono en que me
había de sentar, la diadema que había de ceñir y el cetro que había de empuñar,
cuando subiera al capitolio, serían de oro macizo o de cuero de potro y madera
de caldén, cuando una voz que reconocí entre sueños llamó a mi puerta diciendo:
-¡Coronel Mansilla!
No contesté de pronto. Reconocí la voz,
la había oído hacía poco; pero no estaba del todo despierto.
-¡Coronel Mansilla! ¡Coronel Mansilla!
-volvieron a decir.
Reinaba una profunda obscuridad en el
desmantelado rancho donde me había hospedado; mis oficiales roncaban, como
hombres sin penas; un ruido tumultuoso, sordo, llegaba confusamente hasta la
nocturna morada. Me senté en la cama y paré la oreja, a ver si volvían a
llamar, fijando la vista en un resquicio de la puerta, que era un cuero de vaca
colgado.
-¡Coronel Mansilla! -volvieron a decir.
Al fulgor de la luz estelar, columbré una
cabeza negra, motosa, y entre dos fajas rojas, resaltando como lustrosas
cuentas negras sobre el turgente seno de una hermosa, dos filas de ebúrneos
dientes.
Era el negro del acordeón.
Para serenatas estaba yo.
Me hizo el efecto de Mefistófoles.
-¡Vade retro, Satanás! -le grité.
No entendió. Ya lo creo. ¡Latín puro a
esas horas y al lado del toldo de Mariano Rosas!
-Mi Coronel Mansilla -fue su
contestación.
-Vete al diablo -repliqué.
-Me manda el General Mariano.
-¿Y qué quiere?
-Manda decir, que ¿cómo le ha ido a su
merced de viaje; que si no ha perdido algunos caballos; que cómo ha pasado la
noche; que si ha dormido bien?
Me pareció una burla.
Me quedé perplejo un instante, y luego
contesté.
-Dile que de viaje me ha ido bien; que a
caballos, Wenchenao me ha robado dos, que es un pícaro: que para saber cómo he
pasado la noche y cómo he dormido, -es menester que me dejen descansar y que
amanezca.
Y esto diciendo, me coloqué
horizontalmente haciendo una línea mixta con el cuerpo de manera que el hueso
del cuadril y los hombros coincidieran con los hoyos de mi escabroso lecho.
La cara desapareció.
Hacía frío, helaba en los primeros días
de abril, tenía pocas cobijas, no era fácil conciliar el sueño bajo tales
auspicios; tanteando en las tinieblas cogí la punta de algo que debía ser jerga
o poncho, tiré y como quien pesca un cetáceo de arrobas, que se agarra en el
fondo fangoso, despojé a un prójimo de una de sus pilchas.
Me la eché encima, me envolví, me
acurruqué bien, me tapé hasta las narices y comencé a resollar fuerte, haciendo
de mis labios una especie de válvula para que saliera el aliento condensado y
crecieran los grados de la temperatura que circundaba mi transida humanidad.
Me estaba por dormir. Hay ideas que
parecen una cristalización. Así no más no se evaporan. Veía como envuelta en
una bruma rojiza la visión de la gloria.
El espíritu maligno se cernía sobre ella.
Yo era emperador de los ranqueles.
Hacía mi entrada triunfal en Salinas
Grandes.
Las tribus de Calfucurá me aclamaban. Mi
nombre llenaba el desierto preconizado por las cien leguas de la fama. Me
habían erigido un gran arco triunfal.
Representaba un coloso como el de Rodas.
Tenía un pie en la soberbia cordillera de los Andes, otro en las márgenes del
Plata. Con una mano empuñada una pluma deforme de ganso, cuyas aristas
brillaban como mostacilla de oro, chispeando de su punta letras de fuego, que
era necesario leer con la rapidez del relámpago para alcanzar a descifrar que
decían: mené, thekel, phare. Con la otra blandía una espada de inconmensurable
largor, cuya hoja de bruñido acero resplandecía como meteoro, centelleando en
ella diamantinas letras que era menester leer con la rapidez del pensamiento
para adivinar que decían: In hoc signo vinces. Por debajo de aquel monumento de
egipcia estructura y proporciones, capaz de provocar la envidia sangrienta, la
venganza corsa y el odio eterno de un Faraón, desfilaba como el rayo, tirada
por veinte yuntas de yeguas chúcaras, una carreta tucumana, cubierta de
penachos, de crines caballares de varios colores y en cuyo lecho se alza un
dosel de pieles de carnero.
En él iba sentado un mancebo de rostro
pintado con carmín. ¡Era yo! Manejaba la ecuestre recua con un látigo de
cháguara que no tenía fin, al grito infernal de: ¡pape satán! ¡pape satán
alepe! Mi traje consistía en un cuero de jaguar; los brazos del animal formaban
las mangas, las piernas, los calzones, lo demás cubría el cuerpo, y, por fin,
la cabeza con sus colmillos agudos adornaba y cubría mi frente a manera de
antiguo capacete.
La cola no sé qué se había hecho. Un ser
extraño, invisible para todos, menos para mí, quería ponerme una paja. Yo le
miraba como diciéndole: basta de atavíos, y él vacilaba y me seguía sin saber
qué hacer.
Una escolta formada en zigzags, me
precedía, cubriéndome la retaguardia. Indígenas de todas las castas australes
se veían allí: ranqueles, puelches, pehuenches, piscunches, patagones y
araucanos. Los unos iban en potros bravos, los otros en mansos caballos, éstos
en guanacos, aquéllos en avestruces, muchos a pie, varios montados en cañas,
infinitos en alados cóndores.
Sus armas eran lanzas y bolas; sus trajes
mixtos, a lo gaucho, a la francesa, a la inglesa, a lo Adán los más. Cantaban
un himno marcial al son de unas flautas de cañuto de grueso carrizo, y las
palabras Lucius Victorius Imperator, resonaban con fragor en medio de repetidas
¡¡¡ba-ba-ba-ba-ba-ba-ba!!!
Nuevo Baltasar, yo marchaba a la
conquista de una ciudad poderosa, contra el dictamen de mis consejeros, que me
decían: Allí no penetrarás victorioso jamás; porque sus calles están empedradas
con enormes monolitos y cubiertas de pantanos, por donde es imposible que pase
tu carreta.
Tenaz, como soy en sueños, no quería
escuchar la voz autorizada de mis expertos monitores. Me había hecho aclamar y coronar
por aquellas gentes sencillas, había superado ya algunos obstáculos de mi vida;
¿por qué no había de tentar la empresa de luchar y vencer una civilización
decrépita?
Por otra parte, yo había nacido en esa
egregia ciudad y ella iba a enorgullecerse de verme llegar a sus puertas, no
como Aníbal a las de Roma, sino cual otro valiente Camilo.
Por aquí iba, medio despierto, medio
dormido, cuando volvieron a hacerme sentar en la cama, llamando a mi puerta.
-¡Coronel Mansilla!
-¿Qué hay? -pregunté.
El malhadado negro contestó:
-Dice el General que ¿cómo ha pasado la
noche?
-Hombre, dile que mañana le contestaré.
El mensajero contestó no pude percibir
qué.
Una barahúnda repentina ahogó su voz.
Volví yo a estudiar qué postura se
adaptaría más a la cama que me habían deparado las circunstancias y esperaba no
ser interrumpido otra vez. ¡Quimera!
Mi verdadera bestia negra había ido y
vuelto.
-¡Coronel Mansilla! ¡Coronel -Mansilla!
-me gritó.
-¿Qué quieres? -le contesté con mal
humor, sin moverme.
-Aquí está el hijo del General.
Esto era ya más serio.
Me incorporé.
-¿Qué se ofrece, hermano? -pregunté.
-Dice mi padre que vaya -me contestó.
-¿Qué vaya, ahora?
-Sí.
Llamé a Carmen, mi fiel ministril; le
pedí agua para lavarme, luz, peine, un cepillo de dientes, todo cuanto podía
ser un pretexto para demorarme y ganar tiempo, a ver si venía el día.
Oía el ruido de la orgía nocturna, y no
me hacía buen estómago la idea de tomar parte en ella a obscuras.
Según mi costumbre en campaña, dormía
vestido, desnudándome de día por la higiene y otras yerbas.
De un salto estuve en pie.
-Carmen trajo luz, un candil de grasa de
potro, agua, peine, cuanto le pedí, haciendo un viaje para cada cosa, como que
tenía que revolver las alforjas para hallarlas.
Hice mi estudiosa toilette, lo más
despacio que pude.
Mientras tanto, varios curiosos, ebrios a
cual más, llegaron a mi puerta y estuvieron observando.
Como tardase en salir del rancho,
presentose una nueva diputación. La componían dos hijos de Mariano. Tomó la
palabra el mayor de ellos y me dijo:
-Dice mi padre, ¡qué cómo está, que cómo
le va, que cómo ha pasado la noche, que cuándo va, que está medio caldeado y
tiene ganas de rematarse con vd.!
Contesté con la mayor política,
agradeciendo tantas atenciones, y asegurando que no tardaría en presentármele
al General.
Tardé más en limpiarme los dientes, que
en lustrar un par de botas granaderas.
El negro espiaba como perito aquella
operación.
El muy pillo había sido esclavo de no
recuerdo qué estanciero del sur de Buenos Aires, soldado del General Rivas,
desertor, y conocía bien los usos y costumbres de los cristianos civilizados.
Decía que eso que yo hacía era para que
nunca se me cayeran los dientes.
Los apostrofaba a los indios de ¡Uds. son
muy bárbaros!, tocaba su infernal acordeón, cantaba, bailaba al compás de él y
me apuraba diciéndome de cuando en cuando: ¡Vamos, vamos mi amo!
Al fin tuve que obedecer, y digo
obedecer, porque lo que hice no fue otra cosa.
Tenía tanta gana de tomar aguardiente
como de hacerme cortar una oreja.
Salí del rancho, dejando a mis compañeros
dormidos como piedras. El padre Moisés roncaba más fuerte que todos. El padre
Marcos se había alojado en el rancho de Ayala.
La noche estaba fría, el día lejano aún.
Las estrellas brillaban con esa luz diáfana del invierno. El campo, cubierto
por la helada, parecía salpicado de piedras finas. Un gran fogón moribundo
ardía en la enramada del Cacique. Apiñados unos sobre otros, lo rodeaban varios
montones de indios achumados. Muchos caballos ensillados estaban con la rienda
caída, inmóviles, donde los habían dejado el día antes. Mariano Rosas, con una
limeta en una mano y un cuerno en la otra se tambaleaba junto con otros entre
los mansos animales.
Armaban una algarabía, y entre yapaí y
yapaí, resonaba frecuentemente el nombre del Coronel Mansilla.
Escoltado por el negro, por los hijos de
Mariano y los curiosos, llegué a donde ellos estaban.
Al verme, hicieron lo que todos los
borrachos que no han perdido completamente la cabeza: pretendieron disimular su
estado.
Mariano Rosas me echó un discurso en su
lengua, que no entendí, y fue muy aplaudido. Comprendí, sin embargo, que había
hablado de mí en términos los más cariñosos, porque mientras peroraba, varias
voces dijeron: ¡Ese cristiano bueno, ese cristiano toro!
Terminó haciéndome un yapaí.
Bebió él primero, según se estila.
Apuraba el cuerno, cuando una voz muy
simpática para mí, me dijo al oído.
-Aquí estoy yo, mi Coronel, no tenga
cuidado; y su comadre Carmen está allí en la enramada haciendo que duerme, para
escuchar todo.
Era Miguelito.
Le estreché la mano, y tomé el cuerno
lleno de licor que me pasaba Mariano.