ROBERTO J. PAYRÓ

 

El trago de agua

A. Enrique Deschamps

El comandante comenzó así:

-Por allá, por las provincias del Norte, hay unas grandes pampas, secas y arenosas, sin una mata de pasto, sin una gota de agua, tristes hasta cuando el sol alumbra, es decir, más tristes todavía cuando el sol calienta, porque entonces parecen más largas las distancias, y el chifle lleno de agua se acaba en un momento, pues la misma idea de que allí no hay cómo quitarse la sed, lo está haciendo á uno beber á cada rato.

Era esto cuando se andaba en guerra con los caudillos, que dijeron, de por allá: de las provincias de los salitrales y las travesías, donde los mismos árboles crecen de manera tan dura que se diría que son de fierro y no han visto agua en toda su vida.

Un jefe-no sé si Lago ó Laguna-mozo guapo, bien pesado y valiente como las mismas armas, iba, pues al mando de un pelotón de caballería, de una á otra capital de provincia, allá lejos, creo que de La Rioja á Catamarca, si no era de Salta á Jujuy. El hecho es que estaban por aquellos andurriales, y trota que te trota, y galopa que te galopa, se habían pasado dos días enteros sobre la arena suelta y sobre el piso de sal, blanco y lisito como un mantel recién planchado, y seco, señor, como la misma sed.

El teniente- entonces era teniente; después llegó á coronel, y hubiera llegado á general...

pero eso no hace al caso... -el teniente, pues, tenía sed también, y los soldados más, porque habían apelado á un chifle con caña que llevaba uno, y el remedio «jué ¡p'a pior» como decían ellos.

Ya el día de antes, los cuernos, los mates y las vejigas en que llevaban agua, se les habían acabado... porque de miedo de tener sed habían tenido mucha sed...

Y dale que le dale al galope, con su solazo que les asaba los lomos; y cada vez que paraban para darles un resuellito á los caballos, hablaban entre ellos, con la lengua seca y negra como la de los loros; y no hablaban más que de agua...

¿Que si sufrieron mucho? ¡canejo! ¡vaya con la pregunta! Cómo se conoce que no sabe, amigo, lo que es la sed, y que se está soplando ese vaso de cerveza

 

 

 

fresca...Sufrieron tanto que los labios se les partían, y que, cuando el teniente les preguntó si se animaban á seguir adelante, sin parar hasta encontrar un poco de agua, sólo, señor, pudieron contestarle como si silbaran... Pero siguieron, señor, siguieron.

Y en medio del campo vieron de repente, un rancho solito, plantado entre cuatro estacas, en medio del salitral, en un desplayado sin una mata de paja.

El teniente, que era el mejor montado, se adelantó á los demás que lo siguieron de cerca...¡vaya!... y aunque hubiesen tenido que aplastar del todo los caballos, claro que iban á seguirlo de cerca y de muy cerca, ¡y si no!

Una vieja se asomó á la puerta del rancho:

-¡Señora! ...

-¿Qué se le ofrece, 'ñor?

-¡Un vasito de agua, por favor!

-¿Agua? No hay ni gota, 'ñor.

-¿Cómo que no hay? ¿No tiene agua? ¿No toma agua?...

Sí tomo, 'ñor, pero aura no tengo: estoy esperando... me la tienen que tráir del pueblo, y aurita no más han de venir... ó mañana.

-¿O mañana?... ¡caraj! ¿Y no tiene una gota siquiera?

-Nadita, 'ñor, nadita... Y ¿cómo l' iba negar en teniendo?

Los soldados, sin apearse, habían formado rueda á poca distancia detrás del teniente. Este, desesperado, alzó la espada, y puesto que no había más remedio, dió la voz de mando:

-¡Adelante!

Y dale al galope, otra vez, para salir de la travesía, salpicada de espinos y tunas como único pasto, y lisa como una tabla... Aunque el pueblo de que había hablado la vieja no debía estar muy lejos, los caballos se iban aplastando tanto que no iban á alcanzar...Imagínese cómo irían los pobres milicos, y qué cara pondrían con semejante jarana, cuando la sed es lo único que no puede aguantar el hombre...

Pero también, ¡qué alegrón! cuando vieron de repente una nubecita de tierra que iba agrandándose en dirección á mis veteranos...

-¿Qué será?-se preguntaban unos á otros.

-Parece gente-decían los más vaquianos.

-Serán indios...

¡Ni aunque fueran indios! La sed se les quitaría un poco, peleando... Pero otros, considerando el tamaño de la polvareda, sacaron en consecuencia:

-Debe ser un convoy.

No era. Es que la nubecita estaba ya muy cerca, y así parecía más grande.

Unos minutos después ya se ve bien claro.

Se trata de un coya montado en una mulita y llevando otra del cabestro. Esta última trae un cargamento extraño: son cueros hinchados que cuelgan á un lado y otro del aparejo; y el pelo de los cueros está húmedo y gotea...

¡Es agua!

El teniente se precipita al encuentro del coya.

-¡Pare, amigo! ¿Lleva agua?

-Sí, yebo.

-¿Puedes darnos un poquito, compañero, para mí y los soldados que vienen conmigo?

-Puede ser, s'ñor...

-¿Cómo, puede ser? ¡Tiene que darnos! O vendernos, que es lo mismo... ¿cuánto quiere?

El coya que vió la ocasión de hacer un buen negocio, se quedó pensando un rato, y después, como quien dice una barbaridad, contestó:

-¡Dos riales bolivianos, s'ñor!

-¡Qué dos reales, ni qué dos reales!...

Yo no sé qué diablos le dió al teniente, pero es el caso que al verse salvado, al ver salvados á sus milicos, se puso medio loco de alegría, si no se enloqueció del todo,-van á ver ,-y sacándose las prendas empezó á metérselas en la mano al coya, gritándole:

-¿Dos reales?¡Tomá, tomá el reloj! ¡Tomá la plata que tengo! Tomá la cadena. ¡Son cincuenta bolivianos! ¡Pero si no sabés el servicio que nos estás haciendo!... Y si querés más...

¿Y á qué no saben ustedes lo que sucedió! ¡Ni lo pueden adivinar, aunque se lo pasen pensando toda la noche!...¡No! ¡es muy curioso, muy curioso, casi incréible!...

Pues en cuanto el teniente empezó á sacarse las prendas para dárselas, el coyita comenzó á hacerse á un lado, como si tratara de arreglar la carga, y apenas le pareció que estaba en un punto estratégico, le metió espuelas á la mula, casi hasta sacarle sangre, y antes de que los otros se diesen cuenta de lo que iba á hacer, ya estaba lejos!... ¡Sí, señor, se había escapado, como si lo fueran á matar!... Todos se quedaron con la boca abierta, embobados, como si el cielo se les acabase de caer encima... Y en cuanto cayeron en lo que había pasado, quisieron perseguir al coya y quitarle los noques... Pero el teniente no quiso.

 

 

-No hay necesidad-dijo,-de hacerle nada.

Vamos.

Y es, ¡miren ustedes qué cosas pasan en el mundo! es que el coya se había asustado de la generosidad del teniente, pero asustado de veras, como si aquello fuese cosa del diablo, como si le propusieran uno de esos negocios que, en los tiempos de antes, le costaban el alma á un cristiano, pero que ahora no le cuestan nada, á juzgar por la cantidad que se hace!...

¡Claro! El coya nunca había visto tanta plata junta, si no es en las vidrieras de los cambistas y eso cuando iba á la capital, y no le podía caber en la cabeza que se la dieran por algo tan sencillo como una gota de agua á tiempo...

Y claro, también, que los milicos, buenos criollos al fin y al cabo, no siguieron el galope para salir de la travesía, sino que rumbearon para el rancho.

Al rancho había ido el coya, dando un rodeo, porque él era quien le llevaba la provisión de agua. Los soldados lo vieron entrar con los noques, haciéndose el chiquito y pensando que no lo pisparían.

Cuando sintió el ruido de los caballos que se acercaban, volvió á salir corriendo, montó en una mula, arrió la otra y agarró «p' al lau del miedo.»

En fin, los milicos se apearon junto al rancho, donde la vieja los sacó del apuro dándoles el agua que acababa de llegar...

Y aquí dió fin la historia.

Pero, digan, ¿no es verdad que se necesita ser muy arribeño para asustarse de regalos? ¡Miren que huirle á la plata!...

Es que aquello era entonces... en tiempo de Ñaupa... Pero lo que es hoy... ¡Vayan y prueben!... ¡Ni en el Norte!...



El presente libro ha sido digitalizado por la voluntaria SILVINA GALLO.