ROBERTO J. PAYRÓ

 

 

MUJER DE ARTISTA

 

A la Sra. Jaustina. L. de Molinari

 

Era más de media noche, mucho más. En las calles no se oía ruido alguno, la casa estaba profundamente silenciosa. Sólo, de vez en cuando, el sordo rodar de un carruaje sobre el empedrado. Frío agudo, cielo azul profundo en que las estrellas titilaban incansables...

El, en su cuarto, la miraba dormir, tranquila, en el lecho caliente, allí donde no alcanzaba la luz de la lámpara dirigida con fuerza por la pantalla sobre un montón de papeles en el escritorio revuelto.

Se había detenido porque le dolía la mano, de hacer correr la pluma durante tantas horas, sin descanso, y porque sus ojos fatigados duplicaban las líneas de lo escrito é interponían una niebla vaga é impenetrable entre él y las garabateadas carillas. Pero, notando que el sueño lo vencía y que la cabeza pesada estaba á punto de caerle sobre el pecho, se levantó y se lavó con agua helada, largamente, hasta tiritar en la habitación tibia por el encerramiento y el humo de los cigarrillos, repuestos sin intervalo alguno.

El ruido inusitado que hizo no la despertó; volvió entonces á la mesa y se puso á escribir, febril, con los ojos bien cerca del papel; y los renglones brotaban de su pluma, uno tras otro, con rapidez vertiginosa, mientras la mano izquierda, apoyada sobre el margen de la carilla, le temblaba nerviosamente.

De pronto se interrumpió. No podía más. El estómago le gritaba, implacable; el cerebro, como coagulado, se negaba á producir una sola idea; la mano, entumecida, no podía continuar sosteniendo la pluma; en la base del pulgar sentía una punzada agudísima y continua; la luz de la lámpara le parecía menos intensa, el cuarto más frío cada vez, la tarea más penosa, más imposible de terminar.

Al retirarse de la imprenta, le habían encomendado aquella monografía «para el día siguiente bien temprano» sin detenerse á pensar en su extensión, sin tener en cuenta que, aun descansado y no después de tantos días de fatiga extraordinaria, le hubiera sido imposible llevarla á cabo.

-¡Oh!- pensaba,- escribir, escribir siempre, sin tregua, sin descanso, como máquina, para ganar apenas con qué sostenerme, con qué sostenerla...

Y recordaba su vida, tantos años atado á la mesa de las redacciones,

 

clavado frente al escritorio en su casa, haciendo brotar carillas y carillas que se convertían en arroyo, en río, en mar, en océanos de papel escrito, mal ó bien, con el alma primero, con la cabeza después, con la mano, únicamente con la mano ahora que la miseria le tenía en zozobra continua, rotas sus ilusiones, desvanecidas sus esperanzas, amargamente convencido de que todos los caminos se cerraban para él...

Se levantó en un rapto de ira:

- ¡No trabajo más! ¡A la buena de Dios!-exclamó.

Tambaleando como un ebrio acercóse á la cama en que dormía su esposa, y apoyándose en la orilla le dió un beso en la frente.-Ella despertó por la sensación eléctrica que aquellas caricias producían en su alma, más que por haberlo sentido materialmente.

-¿Ya acabaste?-preguntó con dulzura.- Pobrecito,¡cuánto trabajas!

-No, no he acabado. No puedo más. La pluma se me cae de los dedos. He perdido la atención. ¡Estoy muerto de cansado!...

-Acuéstate- murmuró María.-Mañana terminarás.

Y estas palabras insignificantes semejaban el eco de un cántico de amor, aunque la esposa supiera que no terminar aquel trabajo era condenarse á muchos días, quizá meses, de inacción-de miseria y sufrimientos en consecuencia.-

Sobrevendrían las dificultades con el casero, agrio ya y exigente; con los proveedores, con todo el mundo... el martirio de tantos años, recrudecido otra vez. El lo pensó también, y su decisión de no seguir trabajando desvanecióse, ahuyentada por el amargo remordimiento de aquella vida de sacrificio que no era la suya, y que por su culpa se arrastraba así, cuando debía ser un manso vuelo...

-No, no me acostaré. Ahora estoy mejor.

En un ratito acabo.

María le echó al cuello los bracitos blancos, desnudos, se incorporó en el lecho y le besó la boca apasionadamente, sin decir palabra. El volvió al trabajo, y dos lágrimas-¿de qué? ¿de ira, de angustia, de compasión, de desconsuelo?-le rodaron por las mejillas apenas inclinó la frente sobre el papel. Un leve ruido lo distrajo. Volvió la cabeza y vió á su mujer vistiéndose de prisa, con los ojos enrojecidos de sueño.

-¿Qué haces?

-¿No ves? Me estoy levantando para acompañarte. Haré té, y verás que pronto concluimos.

-¡Qué locura! ¡Acuéstate! Te vas á resfriar...

Ya vestida, se acercó sonriendo, besólo de nuevo en la frente, de la que había desaparecido la arruga fatal de la desesperación, y se puso á hacer el té...

 

El siguió trabajando, trabajando casi con entusiasmo, y cuando María le llevó la taza del hirviente brebaje, pasóle el brazo izquierdo por la cintura, la oprimió sobre su corazón, y continuó escribiendo con un velo tibio en los ojos, y hasta le pareció que tenía claro el cerebro, la mano firme, ancho el pecho, y que allá en su interior vibraba no sé qué divina canción que le infundía fuerzas y esperanzas, regocijadas esperanzas...

Y así estaban los dos, todavía, cuando la gran ciudad, indiferente á todos los padecimientos, á todas las luchas, á todas las miserias, á todos los dramas que no sean ficción, comenzó á despertarse envuelta en su manto de neblina y en la claridad lechosa y azulada de las mañanas de invierno...

El presente libro ha sido digitalizado por la voluntaria SILVINA GALLO.