Héctor Tizón

 

 

 

LA LAGUNA

 

 

 

                                                                                               ojos que no ven

lo que ver desean

¿qué verán que vean?

       CANCIONERO ANÓNIMO

 

El señor Smiles bajaba al pueblo los días de tren y parecía más feliz y menos viejo a medida que pasaba el tiempo; lo decían sus ojos, sus mejillas, sus modales certeros y apacibles. El padre del niño disputaba con el señor Smiles una partida de ajedrez desde hacía muchos años, y los mismos peones, tan jóvenes como antes, se dejaban disponer contagiados del mutismo del patrón.

La madre del niño contemplaba el río mientras el padre pescaba truchas. El niño no iba a la escuela porque era sordomudo y porque el edificio de la escuela se había derrumbado de vejez hacía mucho tiempo y esperaba ser reparado de un año para otro.                                                                                     

El señor Smiles y la señora Dorotea –que habían llegado al pueblo antes que el ferrocarril-, desde su casa junto a una laguna bajaban a la estación a lomo de hombre, sólo una vez por mes, cuando había tren.

Diezmado de caza el bosque, los ríos menguantes, suprimidas desde hacía tiempo las visitas de los políticos, a raíz del cansancio y del aburrimiento, los habitantes de este pequeño pueblo no tuvieron más remedio que volverse a sí mismos.

La madre del niño levantó la cabeza y observó a su marido; sus ojos grises eran bellos y grandes, más dilatados aún a través de los anteojos; pero tal vez sus ojos no miraban al hombre precisamente, miraban algo que estaba más allá, o a partir de él; contemplaban una imagen encarnada en el hombre que amó.

Por entonces, la llegada del tren del sur era la única fiesta; con el tren llegaban el correo, las revistas de suscripciones con noticias de una guerra y la Novela Semanal, en la cual siempre había un personaje que se le parecía mucho. En la soledad nos parecemos a todos los personajes. Luego leyó: "cuatro veces lo había intentado, pero siempre una idea más poderosa que la muerte la ataba a este mundo; una falta de íntima convicción le impedía dar aquel paso".Este tema había sido manoseado en diálogos torpes, no dichos ya, ni escuchados con la atención de la primera vez. Para el hombre había pasado el tiempo y estaba aparentemente lejos de comprender que una mujer sólo puede vivir de una manera hasta los cuarenta años. Y así casi todo era esa lámpara de luz de querosén, aquel silencio y esa soledad, el fonógrafo con los discos gastados que sólo rodaban esporádicos domingos, los picnics con gente inofensiva.

El niño había visto encanecer a su madre, inclinada sobre el bastidor donde bordaba imágenes de flores, mientras el padre buscaba presas ideales en el bosque, Casados desde muy jóvenes -en contra de la voluntad de todos-, fugados, se habían amado ejemplarmente hasta hacía algunos años, hasta un tiempo antes de nacer el niño. Luego el amor de pronto desapareció sin una causa aparente, del mismo modo en que en este lugar se levanta la bruma. Quizá ella fue la primera en darse cuenta; pero él también intentó ocultarlo. Primero fueron los silencios, el no arriesgarse con las palabras, como evitando provocar un duelo peligroso en donde las palabras, una vez pronunciadas, no tendrían remedio; después -una mañana de invierno muy clara-, ella lo dijo, y él lo aceptó. Ambos lloraron; y después intentaron explicárselo, pero a medida que razonaban sentían también que todas las explicaciones no hacían otra cosa que alejarlos aún más. Procuraron luego la ayuda de sacerdotes y médicos; pero el amor no renació. De noche, acostado uno junto al otro, disimulaban el sueño y se decían que a la mañana siguiente despertarían otra vez como antes; pero cada mañana era igual a la anterior en que, cansados de intentarlo, ya alto el sol, volvían a llorar abrazados. Bebieron diversas infusiones, se bañaron en varias aguas, fatigaron sus cuerpos con intensos trabajos y aun se alejaron entre sí para poder extrañarse; estuvieron largas horas en las tardes mirándose a los ojos en silencio, buscando; pero el amor no volvió. Pasaron algunos años -los de la edad del niño- sólo interrumpidos por la llegada del tren mensual, la lectura de novelas y las grandes tormentas. Hasta que oyeron la historia de la laguna.

Lo cierto es que la historia de la laguna ya era desde antiguo vagamente conocida por todos. Pero sólo a partir de aquel encuentro ella se empeñó en ir, se aferró a ello como a la vida.

Fue una noche de Muertos. Del algarrobo habían colgado los hombrecillos de masa por sobre de las tinajas repletas de chicha, cuando oyó que alguien le hablaba:

-Soy Zita -dijo, mirándola. Esos ojos tan viejos no tenían color; pero ella, en aquellos ojos inmediatamente creyó reconocer los de alguien muy íntimo a quien había querido muchos años atrás. Entonces, sin explicarse por qué, preguntó:

-¿Qué debo hacer?

Y ella se lo dijo: quien pueda verlo recupera todo aquello que perdió; quien no lo ve siquiera una vez, vivirá solo como las piedras.

 

El señor Smiles y su esposa vivían en una gran casa de piedra edificada a orillas de una laguna de aguas verdes; junto a la laguna crecía un bosque que las vísperas de cada verano provocaba escándalos colorados entre los verdes y azules del paisaje y, a la vez, una ardiente incitación para las bandadas de loros que circunvolaban dando grandes voces desde el naciente.

La penúltima vez, el señor Smiles había bajado solo al pueblo y, como siempre, esperó la llegada del tren jugando una partida de ajedrez con el padre del niño: el anciano ganó, como siempre también, y a poco llegó el tren, arruinado, trepidante, polvoriento y zaino de color, en algunos de cuyos vagones había letreros que decían “Buenos Aires - La Paz". Enseguida un empleado, abriéndose paso entre los aborígenes silenciosos, entregó al anciano un paquete con periódicos enrollados. Luego los peones, sentando al señor Smiles en el sillón de mimbre colocado en la parihuela, lo cargaron sobre sus hombros y emprendieron el regreso a la casa en las montañas. Atrás quedaban, a poco andar, la pequeña estación ferroviaria, el tren, repechando hacia el norte, dolorosamente, y unos eucaliptos muy altos, encolumnados y olorosos y la mañana plateada, incitante, empozada en un gollizo azul y estrecho.

 

Se decía que el señor Smiles y la señora Dorotea llegaron a este país en la época de la cruel guerra del Chaco. Él había sido alguna vez un joven jinete en una remota batalla imperial que, herido en ambas piernas, arrogante y sobrio, tomaba sol en el hospital a retaguardia, cuando ella, hija de un funcionario colonial obeso y a punto de jubilarse, lo conoció y se amaron. Dueño luego de una medalla al mérito y de una pensión, eligieron al azar este lugar del mundo. Edificaron la casa donde vivan sin apremio, como los árboles, y desde entonces cada mañana fue, para él, salir hacia los cerros en busca de serpientes a las que encerraba en frascos con alcohol, mientras ella, tocada con una gran capellina pajiza, recogía frambuesas en el prado.

 

La primera vez fueron casi todos, salvo los más viejos, incluso el ciego guiado a los tumbos, impacientemente, por Paulina, su lazarillo de catorce años, de quien se sospechaba era también su concubina; una docena salieron de a pie, adelantados, y el resto fueron jinetes en asnos, mulos y caballos, bordeando el lecho del río, atravesando pajonales secos y un espeso monte. A mediodía llegaron acampando a tiro de honda y, ocultos lo mejor posible, flojas las cinchas de los animales, aguardaron. Nada sucedió. El ojo manso y verde de la laguna se mantuvo inmóvil a través de las horas. Algunos se emborracharon, sin estrépito. Hacía media tarde la vieja dama llegó a la casa llevando del brazo un cestillo con zarzamoras. Más tarde regresó un peón guiando una yunta de bueyes, y una bandada de pájaros azules buscó asilo en el alero frontal del edificio. Luego el ventanal de la casa, que daba a la laguna, se abrió de par en par y todos pudieron ver al propietario, junto a la ventana, contemplando a lo lejos. Después se oyó un trueno, torvo y encajonado; luego el cielo se despejó y la luna, primero como una mancha clara, comenzó a crecer. Otros pájaros cantaron y las sombras ya eran confusas cuando todos regresaron, defraudados.

Varias veces se repitió la romería, siempre igual, hasta el aburrimiento, a tal extremo que cada uno buscó luego en sí mismo el motivo de sobrellevar su existencia. Pasó el tiempo.

Por fin, ella, a fuerza de ruegos, convenció a su esposo y decidieron ir. Discutieron largamente acerca de si el niño debía acompañarlos o no, hasta que ambos estuvieron de acuerdo.

La víspera ella había querido ver a Zita. Cuando estuvo frente al chamizo dudó y trató de regresar, pero el perro pila de Zita, que de pronto apareció, entre ladridos y llantos, se le enredó en las piernas; entonces asomó a la puerta, la cabeza cubierta con un pañuelo inmundo atado a la nuca.

-¿Zita? -dijo ella. El perro ochaba, lloraba, daba pequeños saltos, como una liebre gris.

La vieja, que tenía tres dientes de oro en el costado izquierdo de la boca, sonrió con los ojos y le indicó la puerta. El piso de la choza era de tierra y ella, al dar dos pasos hacia adentro, caminando casi a oscuras sobre ese suelo, creyó sentirlo frío y blando como el lomo chato y fofo de un gran batracio; ya adentro, la vieja la tomó de la mano y con los ojos le indicó se quitara los zapatos- Poco a poco sus ojos fueron adaptándose a la penumbra de la choza y, a un costado, distinguió una cama de bronce junto a la pared; una pequeña mesa con un mantel de altar y sobre la mesa una alcuza de barro donde una vela, hedionda, gruesa y deforme como un tubérculo, ardía apenas, provocando un hilillo de humo blanco y perezoso semejante a un cigarro. Ella, aterrada y sumisa, volvió a preguntar:

-¿Zita?

Ahora súbitamente la recordó: pasiega en su casa paterna, oyó decir que, sin explicaciones, había desaparecido luego de nacer el primer varón, su hermano último, que luego murió muy joven al estrellarse con su motocicleta contra el paramento de fierro del puente recién construido sobre el río Lozano. Vio también un espejo manchado por las moscas y la piel estirada de un cachorro de puma que aún despedía ma1 olor. Sus ojos, adaptándose a la penumbra, fueron develando otras imágenes; entonces dio un paso y sintió que un brazo le aprisionaba, caliente, la cintura.

-¿Zita? -dijo, aterrada o excitada. Y de pronto le miró los ojos, la cabeza cubierta con el pañuelo, cuando le indicaba que debía mojarse los dedos de la mano y la cara con el agua bendita del lebrillo que ahora veía sobre la mesa, junto al candil. Entonces ella recordó la imagen perdida: un viejo ceibo grueso, árbol maldito, de una de cuyas ramas horizontales, en lugar de la horca ancestral, pendía el columpio; el césped tierno del suelo, sus botas pequeñas, de charol, abotonadas sobre los tobillos; la gorda vaca mansa familiar, única vaca con nombre propio, presa de los niños en las mañanas y solamente ordeñada por Julián, mozo lechero y espolique que había venido de lejos y que de tarde cantaba yaravíes, cuando sus ojos se encontraban como si hubiesen estado buscándose desde el comienzo de la memoria. Julián se ahorcó del árbol. Y ella dijo:

-Desde entonces ya nadie colgó el columpio. -Con ambas manos se cubría la cara y creía gritar, llorando.

Después, desde la cama de bronce, ella vio cómo esas manos duras removían certeras con la auncana las brasas y las cenizas del fogón moribundo.

-¿Quién puede saber por dónde vagamos con el alma durante la noche? -Y enseguida sintió esas mismas manos buscándola y sus labios sumiéndole la boca como cuando procuraba el veneno de una herida abierta por la doble punción de una serpiente. Hasta que de pronto volvió a estar sola y fría, sin ver ni recordar nada, cubierta únicamente con la rugosa colcha tejida a dos agujas, antiguamente. Y la otra persona de cuclillas junto a las conchanas del fogón en cuyo centro bailaba una llama clara.

-Tu cuerpo es el que no está queriendo -dijo, luego de un rato largo. También afuera ya estaba oscuro, y ella, otra vez llorando, sólo distinguía su cabeza cubierta con el pañuelo.

"Madre-de-leche", dijo. Las manos junto al fuego volvieran a moverse hurgando innecesariamente las cenizas. Después oyó decir -croaba una rana en algún rincón de adentro y el perro dormitaba caliente y suave como un termo de pellejo junto a ella- "hay siete sacramentos que se deben cumplir" -dijo la voz junto al calor del fuego-  “y un octavo que no es para el alma sino para el cuerpo. A ese octavo no lo ves, y es el de Jesucristo. Él vino de cuerpo y estuvo rodeado de mujeres y las mujeres lo rodearon y conocieron su cuerpo. Y Él se abrazó y penetró en el cuerpo de las mujeres”.

-Quiero encontrarlo, madre.

"No es lo mismo. Hay quien quiere mal y hay quien quiere bien. Eso de lejos se sabe. Sólo se encuentran lo caliente con lo caliente, lo frío con lo frío; y también las corzuelas con e1 cazador, la víbora y el sapo, el árbol alto y el rayo; el oro y la vanidad; el corajudo y la muerte”.

Ella comenzó a vestirse; hacía calor adentro y no había luz de luna, como afuera; todo era confuso, vertiginoso y superpuesto, igual que en un sueño. La vieja hurgó las brasas y luego fue tapándolas con ceniza, parsimoniosamente.

"Las ganas de la mujer, como el miedo, despiden un olor que el amante y el cazador sienten; y se enceguecen para todo lo demás. Y ahora sé que tu olor y tu cabeza no van juntos”.

-¿Zita? -dijo ella. Había sido su antigua ama de leche; ahora lo recordaba y volvía a ver ese regazo donde, hacia el anochecer, descansaba su cabeza detrás de un cuento, el mismo siempre pero distinto, que después nunca pudo recordar.

-Zita ¿qué debo hacer?

Entonces vio que aquellos ojos la contemplaban largamente y volvió a caer en un sueño pesado. Cuando despertó era noche franca, y oyó que le decían:

-Sólo tengo este licor de quirusillas, para después del sueño.

El perro, pelado y espantoso, despertó de golpe y empezó a aullar. Ella saltó de la cama y corrió hacia la abertura de la puerta, pero allí se detuvo, como buscando.

-¿Zita? –dijo-, Zita, ¿Dónde estás?

-Sólo tengo este licor -dijo la otra persona, la que tenía un pañuelo atado a la cabeza-. Tómelo, además, llévese este perro aparecido, que la anda buscando.

 

Ya pocos iban. Bien temprano en la mañana partieron ellos tres. Ocurrió a mediados de cierto mes de junio, con pastizales secos y fogatas aisladas. Ella se empeñó en llevar el perro de ojos grandes, llorosos como los de un esclavo. El padre, jinete en una mula clara y vigorosa, llevaba en las alforjas el estuche con los trebejos de ajedrez, un rollo de periódicos llegados en el último tren y un cántaro de vino; por detrás iba ella, e iba el niño, y el perro, pequeño, temeroso y caliente, metido en un zurrón de donde asomaba la punta del hocico afilado, húmedo, las aletas de la nariz temblándole. El padre se detuvo tres o cuatro veces durante el trayecto montañas arriba para escudriñar y hacer unos disparos, aparentemente gratuitos. El niño iba detrás. El río, de aguas claras, frías, se alejaba de ellos a medida que trepaban y el bosque se llenaba de sombras bajas, de espinas afiladas, acechantes y secretas y se achicaban las hojas de los árboles; desaparecieron los sauces y los álamos y surgieron el nogal y los laureles, los churquis de brazos retorcidos y duros, el lampazo, el lentisco, las tiernas bástigas en los ribazos por donde se deslizaban como lágrimas las aguas de las vertientes; hasta que comenzaron a ver las corolas, equívocas contra un cielo igual, de las digitales.

De pronto el niño vio un pájaro muy grande, de gruesas patas tiesas, que lo miraba, posado igual que una lechuza en el tronco ennegrecido y muerto de un árbol a un costado del sendero. El pájaro silbó, pero no como silban las aves sino como silban los hombres; después el pájaro dio dos o tres chillidos, descendió del tronco y se alejó corriendo entre la hojarasca, las piedras y los helechos barbudos del suelo.

Pasado el mediodía avistaron la gran laguna verde, rodeada de arbustos bajos que se explayaban en herrañales hasta donde comenzaba el bosque. El cielo estaba despejado y claro. Pero la cita era a la puesta del sol. Amarraron las tres cabalgaduras a un nogal y esperaron: el niño ahora se alejó detrás de una chuña que, luego de beber en la orilla, pretendió ocultarse a grandes zancadas. Y sólo quedaron ellos dos. El padre sacó la garrafa del apero y dio dos o tres tragos mientras ella lo miraba como si buscase algo nuevo en sus gestos, o una palabra, alguna señal, que no podía ser otra que aquella que alguna vez había perdido. El padre tomó la escopeta y avanzó hacia la casa. Pero el señor Smiles dormía. La casa estaba cerrada. Fastidiado, se sentó al borde de la galería que daba a la laguna mientras ella permanecía de pie, junto al pequeño embarcadero -a cinco pasos del borde de la galería- de maderos carcomidos. Algunos pájaros oscuros, sin nombre, sobrevolaron la laguna mientras el niño, cerca, trataba  de atrapar una mariposa blanca. Un rato después el señor y la señora Smiles los recibieron, como siempre, aunque ahora tal vez más excitados por tenerlos solos en este sitio. Del otro lado de la laguna, entre los árboles, una pareja de asnos copulaba con aparatosidad y, más allá, se oyeron voces como si algunos se llamaran. El té, la charla ambigua y objetiva, el tintinear de tazas y platillos y cucharillas, las toses, las exclamaciones y risas no lograron apartar el pensamiento de la mujer en la hora propicia. El padre, de tanto en tanto, miraba subrepticiamente a lo lejos y daba de soplidos en el caño envaselinado de la escopeta. Luego, un gran perro, viejo, pacífico y lanudo se acercó a donde estaban y se echó a los pies, sin importarle la presencia del otro perro gris, todavía en el zurrón, apenas si asomando su cabeza, que descansaba en el regazo de la mujer.

Concluido el té hablaron de la guerra y otros asuntos.

-No puede durar -dijo e1 padre del niño-. Los dos países que luchan son pobres.

-Creo que usted se equivoca -dijo el anciano-. Esta guerra durará mucho y será cruel; porque no depende de ellos.

-Sí; tal vez. Estos luchan por odio; pero detrás de ellos, hay otros que luchan por otras cosas más permanentes. -En eso el perro grande, viejo y pacifico que estaba ya de pie junto al hombre dio un coletazo y derribó una taza.

-Todo eso es lo que yo mismo pienso, aunque no me importe -dijo el señor Smiles. Después agregó-: Habíamos anotado las jugadas inconclusas ¿las trajo usted?

Ahora ambas mujeres trataban de comunicarse por su lado, acerca de la coloración del dulce de frambuesas, mientras el sol se ponía mansamente.

-Lo que la naturaleza ha establecido, ella misma lo destruirá -dijo Smiles, volviendo de pronto al tema de la guerra.

Ella miró a su marido y en sus ojos, bellos y dilatados, había ahora la misma señal de ruego y de inquietud y él la miró y todo fue por un instante como antes, como cuando se tomaban de la mano, en silencio, y no sabían qué decirse. El sol, justamente, desaparecía detrás del lomo de un cerro. El niño preguntó con sus gestos algo acerca de un bote. Y todos callaran, sin proponérselo. En el primer instante ella no se dio cuenta e intentó decir algo, pero cuando de pronto vio que los ancianos, el uno junto al otro, se tomaban de la mano dulcemente como escuchando una música inaudita, y enmudecían mirando hacia la laguna, enmudeció también, miró a través del ventanal y corrió hasta donde ahora estaba su marido y lo abrazó llorando en silencio, para que juntos lo descubriesen. Y en un primer momento sólo estaba la superficie mansa y oscura del agua contra la franja amarillenta de la costa de enfrente. “Salgamos", susurró ella, rogándole. Ambos salieron, para ver sólo cómo el pequeño perro gris y espantoso, que se había escapado del zurrón, corría hacia las aguas y en la costa, sobre la playa, daba saltos junto al viejo perro de la casa, se ponían en dos patas, para luego, ambos, como antes quizá, como en un principio, echarse a nadar aguas adentro, hasta atravesar la laguna y perderse en el bosque del confín.

Al cabo él la rodeó con sus brazos implorándole que regresaran a la casa. Ella tenía los ojos, las mejillas mojadas, y aún se volvió un par de veces, tratando de ver.

Una mata de hortensias azules y blancas apenas si daba paso en la galería del frente, y ya anochecía. Anduvieron abrazados aquel trecho de playa, caminando sobre los pedregullos y la tierra blanda que los separaba del borde de la galería y ni siquiera vieron al niño que, con un pan a medio comer untado con mermelada de zarzamoras, volvió mediante señas a preguntar algo acerca del bote amarrado en el atracadero.

Y luego un viento leve y tibio apenas si movió el follaje -el hombre ya se había adelantado unos pasos, resignado y dispuesto- cuando ella, con los ojos mojados aún, sintiendo el aire cálido en su cuerpo, como si estuviese desnuda y sola para siempre, creyó oír, estremecida, un grito penetrante, doloroso, irreparable, que venía a través de la laguna, desde el confín del bosque.

Después entraron a la casa.

 

 

 

Digitalizado por la voluntaria Marcela del Río