HONORATO DE BALZAC

 

 

LA MÁRTIR DE SU INOCENCIA

 

 

Traducción de E. Roger Bofarull

 

 

A LA SEÑORITA

ANA DE HANSKA

 

Querida niña, vos, la alegría de toda una casa, vos, cuya gorrita blanca ó rosa revolotea en verano por los espesos bosques de Wierzchownia, como un fuego fatuo que vuestros padres siguen con mirada tierna; ¿cómo voy á dedicaros una historia llena de melancolía? ¿No es necesario hablaros de las desdichas que una joven adorada como vos lo sois jamás conocerá, porque vuestras lindas manos podrán un día consolarlas? Es tan difícil, Ana, encontraros en la historia de nuestras costumbres una aventura digna, de pasar por vuestros ojos, que el autor no tenía para escoger; pero quizás conoceréis cuan feliz sois, leyendo la que os manda

 

Vuestro viejo amigo

De Balzac.

 

 

         En Octubre de 1827, al despuntar la aurora, un joven de unos diez y seis años de edad, y cuyo traje anunciaba lo que la fraseología moderna llama con tanta insolencia un proletario, paróse en una pequeña plaza que existe en el bajo Provins. A aquella hora, pudo examinar sin ser observado las diferentes casas situadas en la plaza, que forma un cuadrilongo. Los molinos emplazados en las orillas de los riachuelos de Provins funcionaban ya. Su ruido repetido por los ecos de la ciudad alta, en armonía con el aire vivo, con la vistosa claridad de la mañana, revelaban cuán profundo era el silencio, que permitía oír el traqueteo de una diligencia, desde una legua, en la gran carretera.

 

         Las dos líneas más largas de casas separadas por una bóveda de tilos, ofrecen construcciones sencillas en las cuales se ve la existencia pacífica y definida del comerciante retirado. Hacia aquel lado, ningún indicio de comercio. Apenas se veían entonces las lujosas puertas cocheras de la gente rica. Si las había, giraban rara vez sobre sus goznes, exceptuada la de M. Martener, un médico obligado en  aquella época á tener cabriolé y á servirse de él.

 

Algunas fachadas estaban adornadas de una parra, otras de rosales trepadores que llegaban hasta el primer piso, en donde perfumaban las ventanas con la espesura de la planta salpicada de flores. Uno de  los extremos de esta plaza llega cerca la calle grande de la ciudad baja. El otro extremo se halla cortado por una calle paralela á aquella, cuyos jardines se extienden hacia uno de los riachuelos que riegan el valle de Provins.

 

En este extremo, el más tranquilo de la plaza, reconoció el joven obrero la casa que le habían indicado: una fachada de piedra blanca con líneas al relieve para figurar sillería, cuyas ventanas con sencillas barandas de hierro adornadas de rosetones pintados de amarillo, están cerradas por medio de persianas de un color ceniciento. Por encima de esta fachada, compuesta de bajos y primer piso, tres ventanas de bohardilla abren un tejado cubierto de pizarra, en una de cuyas puntas da vueltas una veleta nueva. Esta moderna veleta representa un cazador tirando á una liebre. Se sube á la puerta falsa por tres escalones de piedra. Por un lado de la puerta un pedazo de tubo de plomo vierte las aguas domésticas por medio de un pequeño reguero, y anuncia la cocina; por el otro lado dos ventanas cuidadosamente cerradas por dos postigos de color oscuro, en donde agujeros cortados en forma de corazón dejan entrar un poco de luz, le pareció que eran las del comedor. En la elevación señalada por los tres escalones y debajo de cada ventana, se ven los respiraderos de las cuevas, cerrados por pequeñas puertas de planchas de hierro pintado, llenos de agujeros cortados con pretensiones.

 

Todo era nuevo en aquel entonces. En aquella casa restaurada, cuyo lujo, todavía fresco, contrastaba con el exterior antiguo de todas las demás, un observador hubiera adivinado desde luego las ideas mezquinas y el contentamiento perfecto del pequeño comerciante retirado.

 

El joven se fijó en estos detalles con una expresión de placer mezclada de tristeza; sus ojos iban desde la cocina á las bohardillas por cierto movimiento que denotaba una deliberación.

 

Los resplandores de color de rosa del sol mostraron en una de las ventanas del sotabanco una cortina de calicó que faltaba en las demás. La fisonomía del joven se puso entonces enteramente alegre, retrocedió algunos pasos, se apoyó contra un tilo y cantó con la tonadilla particular á las gentes del Oeste, este romance bretón publicado por Bruguiére, un compositor á quien debemos encantadoras melodías. En Bretaña los jóvenes de los pueblos van á cantar este romance á los recién casados el día de las bodas:

     

«Venimos a daros la enhorabuena por vuestro matrimonio, á vuestro señor marido, así como á vos.».

 

«Acaban de ataros, señora casada, con un lazo de oro, que solo desata la muerte.»

 

«Ya no iréis más al baile, ni a nuestros juegos de compañeros; guardareis la casa en tanto que nosotros iremos..»

 

«Habéis comprendido bien como es necesario ser, fiel á vuestro esposo; es preciso amarle como a vos misma.»

  

«Aceptad este ramo que os presenta mi mano, ¡Ay de mí! vuestros vanos honores, pasarán como estas flores.»

 

Esta música nacional, tan deliciosa como la adoptada por Chateaubriand á Hermana mía, te acuerdas aun, cantada en medio de una pequeña ciudad de la Brie de Champagne, debía ser para una bretona objeto de imperiosos recuerdos, tanto pinta ella fielmente las costumbres, la hombría de bien, los sitios de ese viejo y noble país. Reina allí cierta melancolía causada por el aspecto de la vida real, que conmueve profundamente. Ese poder de despertar un mundo de cosas graves, dulces y tristes por medio de un ritmo familiar y muchas veces alegre, ¿no es el carácter de esos cantos populares que son las supersticiones de la música, si se quiere aceptar la palabra superstición, para significar todo lo que queda después de la ruina de los pueblos y sobrenada á sus revoluciones?

 

Al acabar la primera copla, el obrero, que no dejaba de mirar la cortinilla de la bohardilla, no vio movimiento alguno. Mientras cantaba la segunda el calicó se movió. Cuando estas palabras «Aceptad este ramo» fueron dichas, apareció la figura de una joven. Una blanca mano abrió con precaución la ventana, y la joven saludó con un movimiento de cabeza al viajero en el. momento que acababa el pensamiento, melancólico expresado por estos dos simples versos:

 

¡Ay! vuestros vanos honores

Pasarán como estas flores.

 

El obrero enseñó de repente, sacándola de debajo la chaqueta, una flor de un amarillo de oro muy común en Bretaña y encontrada sin duda en los campos de la Brie en donde es muy rara, la flor de la Aliaga.

 

¿Sois vos, Brigaut? dijo en voz baja la joven.

 

Sí, Petra, sí. Estoy en París, hago mi regreso de Francia; pero soy capaz de establecerme aquí, ya que vos estáis.

 

En este momento una falleba rechinó en el cuarto del primer piso, debajo del de Petra. La bretona manifestó los más vivos temores, y dijo á Brigaut:

 

—¡Salvaos!...

 

El obrero saltó como una rana asustada hacia la vuelta que un molino hace formar á esta calle que va á desembocar en la calle grande, la arteria de la ciudad baja; pero á pesar de su ligereza, sus zapatos claveteados, resonando en el empedrado de Provins, produjeron un sonido fácil á distinguir del ruido que hacían los molinos, y que pudo oír la persona que abría la ventana.

 

Esta persona era una mujer. Ningún hombre abandona las dulzuras del sueño matutino para escuchar á un trovador de chaqueta; sólo una soltera despierta al oír un canto de amor. Era pues una soltera, y más, una soltera vieja. Cuando hubo abierto sus persianas con un movimiento de murciélago, miró en todas direcciones y no oyó más que vagamente los pasos de Brigaut que huía.

 

¿Hay nada más horrible para ver, que la matutina aparición de una solterona fea en su ventana? De todos los espectáculos grotescos que hacen la distracción de los viajeros cuando atraviesan las pequeñas poblaciones, ¿no es el más desagradable? Es demasiado triste, demasiado repugnante para que uno se ría de él.

 

Aquella solterona, que se hacia toda oídos, se presentaba desprovista de los artificios de todo género que empleaba para embellecerse; no tenía ni sus cabellos postizos ni su collar. Llevaba esa horrible gorrita de tafetán negro con que las viejas se tapan el hueso occipital y que se le veía por debajo la gorra de dormir, algo levantada con los movimientos del sueño. Este desorden daba á aquella cabeza el aire amenazador que los pintores prestan á las hechiceras. Las sienes, las orejas y la nuca, bastante mal ocultas, dejaban ver su carácter árido y seco; sus ásperas arrugas se recomendaban por tintes rojos poco agradables á la vista, y que hacían resaltar todavía más el color casi blanco de la camisa atada al cuello con cordones encordillados. Las aberturas de aquella camisa entreabierta, mostraban un pecho comparable al de una vieja campesina poco preocupada de su fealdad. El brazo descarnado hacía el efecto de un palo sobre el cual se hubiera colocado una tela. Vista en su ventana, aquella señorita parecía alta á causa de la fuerza y extensión de su semblante, que recordaba la inaudita anchura de ciertas caras suizas. Su fisonomía, cuyos rasgos pecaban por un defecto de conjunto, tenían como principal carácter una rigidez en las líneas, una aspereza en los tonos y una insensibilidad en el fondo, que hubieran causado disgusto á un fisonomista.

 

Estas expresiones entonces visibles, se modificaban habitualmente, con una especie de sonrisa comercial, con una imbecilidad vulgar, y aparentaba tan bien la bondad, que las personas con quienes vivía aquella señorita podían muy bien tomarla por una buena persona.

 

Poseía aquella casa pro indiviso con su hermano. Este dormía tan tranquilamente en su habitación, que la orquesta del teatro de la Opera no le hubiera despertado, y sin embargo el diapasón de esta orquesta es célebre. La vieja señorita sacó la cabeza fuera de la ventana, levantó hasta la bohardilla sus pequeños ojos de un azul pálido y frió y de pestañas cortas y coloradas en un borde casi siempre hinchado; intentó ver á Petra; pero después de haber reconocido la inutilidad de su maniobra, entró en su cuarto por medio de un movimiento parecido al de la tortuga, que oculta su cabeza después de haberla sacado de la concha.

 

Las persianas se cerraron y el silencio de la plaza no fue turbado ya más que por los campesinos que iban llegando ó por las personas madrugadoras.

 

Cuando hay una solterona en una casa, los perros guardianes son inútiles; no pasa el menor acontecimiento sin que ella lo vea, lo comente y saque todas las consecuencias posibles. Por eso, aquella circunstancia iba á dar curso á graves suposiciones, á abrir uno de esos dramas oscuros que se pasan en familia y que, por permanecer ocultos no son menos terribles, si permitís aplicar la palabra drama á esta escena de la vida interior de la familia.

 

Petra no volvió á acostarse. Para ella, la llegada de Brigant era un acontecimiento extraordinario. Durante la noche, ese Edén de los desgraciados, escapaba al fastidio, á las intrigas que había de soportar durante el día. Semejante al héroe de no sé que balada alemana ó rusa, su sueño le parecía ser una vida dichosa y el día una pesadilla. Después de tres años, acababa de tener por primera vez un despertar agradable. Los recuerdos de su infancia habían melodiosamente cantado sus poesías en su alma. La primera copla, la había oído sonando, la segunda la había hecho levantar sobresaltada, á la tercera había dudado: los desgraciados pertenecen á la escuela de santo Tomás. A la cuarta copia, habiendo llegado á la ventana en camisa y descalza, había reconocido á Brigaut, su amigo de la infancia. ¡Ah! bien era él; aquella chaqueta de pequeños faldones cortados bruscamente, cuyos bolsillos vienen á caer encima de los riñones, la chaqueta de tela azul clásica en Bretaña, el chaleco de tela burda de Rouen, la camisa de lienzo cerrada por un corazón de oro, e1 cuello grande doblado, los zarcillos en las orejas, los grandes zapatos, los pantalones de tela cruda azul, desteñidos con desigualdad por el uso, en mía palabra; todas esas cosas humildes v fuertes que constituyen el traje de un pobre bretón. Los grandes botones de cuerno blanco del chaleco y de ia chaqueta hicieron palpitar el corazón de Petra.

 

A la vista del ramillete de aliaga, sus ojos se humedecieron con las lágrimas; después un horrible terror le comprimió en el alma las llores de su recuerdo, abiertos por un momento. Pensaba que su prima podía haberla oído al levantarse y yendo a la ventana; adivinó á la solterona é hizo á Brigaut aquel signo de espanto, que se apresuró á obedecer el pobre bretón sin comprenderlo, ¿Esta sumisión por instinto no pinta uno de esos cariños inocentes y absolutos como los hay de siglo en siglo, en este mundo, en donde florecen como los aloés en la Isola bella, dos ó tres veces durante cien años? Quien hubiese visto á Brigaut escapándose, hubiera admirado el más sencillo heroísmo del sentimiento más ingenuo.

 

Santiago Brigaut era digno de Petra Lorram que estaba al cumplir los catorce años: ¡dos niños! Petra no pudo impedir que las lágrimas le vinieran a los ojos al verle levantar el pié con el espanto que su gesto le había comunicado. Después se sentó en un mal sillón que había enfrente de una pequeña mesa, encima de la cual se hallaba un espejo. Apoyo los codos en aquella mesa, púsose la cabeza entre las manos y permaneció pensativa durante una hora, ocupada en recordar el Marais, la aldea de Pen-Hoël, los peligrosos viajes emprendidos por un estanque en una barquilla arreglada para ella, de un viejo sauce por el pequeño Santiago; las ancianas figuras de sus abuelos, la paciente cabeza de su madre y la bella fisonomía del Sargento mayor Brigaut; en fin toda una infancia sin inquietudes! esto fue todavía un sueño; luminosas alegrías sobre un fondo parduzco.

 

Tenía sus hermosos cabellos cenicientos en desorden debajo de una pequeña gorrita ajada durante el sueño, una gorrita de percal rizada que ella misma se había hecho. De cada lado de las sienes le salían rizos escapados a los papelitos do color gris que debían sujetarlos. Detrás de la cabeza le colgaba una hermosa mata de pelo destrenzada. La excesiva blancura de su rostro revolaba una de esas horribles enfermedades de joven soltera á la cual la medicina ha dado el gracioso nombre de clorosis, que priva a los cuerpos de sus colores naturales, quita el apetito y anuncia grandes desórdenes en el organismo.

 

Ese color de cera se extendía por todas sus carnes. El cuello y los hombros explicaban por medio de su palidez de yerba agostada la demacración de sus brazos echados hacia adelante y cruzados. Los pies de Petra parecían debilitados, y enternecidos por la enfermedad. Su camisa no le llegaba más que a la mitad de la pierna, dejando ver nervios extenuados, venas azuladas; unas carnes empobrecidas. El frío que se había apoderado de la joven le ponía labios de un hermoso color violeta. La triste sonrisa que separó los extremos de su boca bastante delicada, dejó ver unos dientes de puro marfil y de diminuta forma, unos lindos dientes trasparentes en perfecta consonancia con sus delicadas orejas, con su nariz un poco puntiaguda, pero elegante, con el corte de su semblanza que, á pesar de su perfecta redondez, era distinguido. Toda la animación de este encantador semblante se hallaba en dos ojos cuyos arcos de color de tabaco de España entremezclados de puntos negros, brillaban como en reflejos de oro, alrededor de una pupila viva y profunda.

 

Petra debió haber sido alegre, y estaba triste. Su perdida alegría existía aun. en la viveza de los contornos del ojo, en la espontánea gracia de su frente y en los hoyitos de su barba redonda. Sus largas pestañas se dibujaban como pinceles encima de los pómulos alterados por el sufrimiento. La blancura tan  prodigada en todo su cuerpo, hacia más pura la línea y detalles de su fisonomía. La oreja era una pequeña obra maestra de escultura: hubierais dicho que era de mármol. Petra sufría de muchas maneras. ¿Tal vez querréis saber su historia? Hela aquí.

 

La madre de Petra era una señorita Auffray, de Provins, hermana consanguínea de Mad. Rogron, madre de los actuales dueños de aquella casa.

 

Casada á diez y odio años primero, Mr. Auffray había contraído segundo matrimonio hacia sus sesenta y nueve años. De sus primeras nupcias había tenido una hija única bastante fea casada con un posadero de Provins llamado Rogron.

 

De su segunda unión el bueno de Auffray tuvo todavía una hija; pero ésta encantadora. Así, por un efecto bastante raro, hubo una diferencia enorme de edad entre las hijas de Mr. Auffray: la del primer matrimonio tenía cincuenta años, cuando nacía la del segundo. Al tiempo que su anciano padre le daba una hermana, Mad. Rogron tenía dos hijos mayores.

 

A diez y ocho años, la hija del enamorado viejo según su inclinación con un oficial bretón llamado Lorrain, capitán de la Guardia imperial. El amor despierta generalmente la ambición. El capitán que quería ascender muy pronto á coronel, pasó á los batallones de línea. Mientras el jefe de batallón y su esposa, contentos con la pensión que se les había señalado por Mr. y Mad. Auffray, brillaban en París o corrían por Alemania á tenor de las batallas o de la paz imperial; el anciano Auffray, antiguo droguero de Provins, murió á ochenta y ocho años sin haber tenido tiempo de haber ordenado disposición alguna testamentaria. La sucesión del buen hombre fue tan bien manejada por el antiguo posadero y su esposa, que absorbieron la mayor parte y no dejaron á la viuda del buen Auffray sino la casa del difunto en la pequeña plaza, y algunas yugadas de tierra. Esta viuda, madre de la joven Mad. Lorrain, no tenía más que treinta y ocho años á la muerte de su marido. Como muchas viudas, tuvo la mala idea de volverse á casar. Vendió á su nuera, la vieja madame Rogron, las tierras y la casa que había adquirido en virtud de su contrato matrimonial, á fin de poderse casar con un médico joven llamado Neraud, que devoró su fortuna. Ella murió de dolor dos años después, en la miseria.

 

La porción que hubiera podido corresponder á Mad. Lorrain en la sucesión Auffray, desapareció, pues, en su mayor parte y quedó reducida á unos ocho mil trancos. El sargento mayor Lorrain murió en Montereau, en el campo del honor, .dejando á la viuda encargada, á los veinte y un años, de una niña de catorce meses, sin más fortuna que la pensión á que tenía derecho y la sucesión futura de Mr. y madame Lorrain, vendedores al por menor en Pen-Hoël, pequeña aldea situada en el país que se llama ;

el Marais. Estos Lorrain, padres del oficial muerto, abuelos paternos de Petra Lorrain, vendían maderas para las construcciones, pizarra, tejas, remate de tejado, tubos, etc. Su comercio, fuese por incapacidad ó por desgracia, iba muy mal y les proporcionaba apenas con qué vivir. La quiebra de la célebre casa Collinet, de Nantes, causada por los acontecimientos de 1.S14, que produjeron una baja repentina en los fondos coloniales, acababa de arrebatarles veinte y cuatro mil francos que tenían allí depositados.

 

Su nuera fue perfectamente recibida. La viuda del mayor llevaba una pensión de ochocientos francos, suma enorme en Pen-Hoël. Los odio mil francos que su cuñado y su hermana Rogron le enviaron después de mil formalidades hijas de la distancia, los confió á los Lorrain, bajo hipoteca, sin embargo, de una pequeña casa que estos poseían en Nantes, alquilada en cien escudos y que valía apenas diez mil francos.

 

Mad. Lorrain, la joven, murió tres años después del segundo y fatal matrimonio de su madre en 1819, casi al mismo tiempo que ella. La niña del viejo Auffray y de su joven esposa, fue débil, pequeña y enclenque; el aire húmedo del Marais le fue perjudicial. La familia de su marido la persuadió, para guardarla, de que en ningún otro sitio del mundo hallaría un país más sano ni más agradable que el Marais, testigo de las hazañas de Charette. Estuvo tan bien regalada, cuidada y mimada, que aquella muerte hizo el más grande honor á los Lorrain.

 

Algunas personas pretenden que Brigaut, un antiguo vanderiano, uno de esos hombres de hierro que habían servido á las órdenes de Charette, á las de Mercier, del marqués de Montauran y del barón de Guénic en las guerras contra la República, entraba para mucho en la resignación de Mad. Lorrain la joven. Si esto hubiese sido así, por cierto hubiera revelado un alma excesivamente amante y adicta. Todo Pen-Hoël veía entonces á Brigaut llamado respetuosamente el mayor, grado que había tenido en los ejércitos católicos, pasar sus mañanas y sus tardes en la sala, cerca de la viuda del mayor imperial.

 

Hacia los últimos tiempos, el cura de Pen-Hoël se había permitido algunas representaciones cerca de la vieja Mad. Lorrain: la había suplicado que decidiese á su nuera á casarse con Brigaut, prometiendo hacer nombrar al mayor juez de paz del distrito de Pen-Hoël, por medio de la protección del vizconde de Kergarouët. La muerte de la pobre joven hizo inútil la proposición.

       

Petra se quedó en casa de sus abuelos, que le debían cuatrocientos francos de interés anuales, naturalmente aplicados á su manutención. Aquellos ancianos, cada día menos hábiles para el comercio, tuvieron uno que les hizo la competencia con actividad é ingenio, contra el cual no hacían más que proferir injurias sin intentar cosa alguna para defenderse. El mayor, su consejero y amigo, murió seis meses después de su amiga, tal vez de dolor, ó á causa de sus heridas, pues había recibido veinte y siete.

 

Como buen comerciante, el mal vecino quiso arruinar á sus adversarios, á fin de extinguir toda competencia. Hizo prestar dinero á los Lorrain bajo su firma, previendo que no podrían reembolsarlo, y les obligó en sus ancianos días á hacer suspensión de pagos. La hipoteca de Petra fue postergada por la hipoteca legal de su abuela, que hizo valer sus derechos para conservar un pedazo de pan á su marido. La casa de Nantes fue vendida en nueve mil quinientos francos, y hubo por mil quinientos de gastos. Los ocho mil francos restantes se entregaron á Mad. Lorrain, quien los colocó sobre hipoteca, á fin de poder vivir en Nantes en una especie de asilo semejante al de Sainte-Perine en París, llamado de Santiago, en donde aquellos dos ancianos tuvieron comida y techo mediante una módica pensión.

 

En la imposibilidad de tener en su compañía á su arruinada nieta, los viejos Lorrain se acordaron de sus tíos Rogron, y les escribieron.

 

Los Rogron de Provins habían muerto. La carta de los Lorrain dirigida á los Rogron parecía, pues, haberse perdido. Pero si algo puede en la tierra suplir á la Providencia, ¿no es el correo? El espíritu de esta institución, muy por encima del espíritu público, que por otra parte no produce tanto, sobrepuja en invención al genio de los más hábiles versificadores. Cuando el correo posee una carta, debiendo cobrar por ella de tres á diez sueldos, sin encontrar inmediatamente la persona á quien debe remitirla, despliega una solicitud de comerciante, no hallándose otra análoga sino en los más intrépidos acreedores. El correo va, viene, huronea por los ochenta y seis departamentos. Las dificultades excitan el genio de los empleados, que casi siempre son personas instruidas, y que emprenden la averiguación de lo desconocido con el ardor de las matemáticas de la oficina de las longitudes: revuelven todo el reino. Al menor destello de esperanza, las oficinas de París se ponen en movimiento. A veces os sucede que quedáis estupefactos al ver el sinnúmero de marcas y señales que invaden el anverso y reverso de una carta, gloriosos testimonios de la persistencia administrativa, con la cual el correo se ha movido. Si un hombre emprendiese lo que el correo acaba de realizar, perdería diez mil francos en viajes, tiempo y dinero para recobrar doce sueldos. El correo tiene decididamente aun más genio del que manifiesta.

 

La carta de los Lorrain, dirigida á Mr. Rogron, de Provins, muerto hacía un año, fue mandada por el correo á Mr. Rogron, su hijo, tendero de la calle Saint-Denis, en Paris. En esto es donde se vé el genio del correo. Un heredero está siempre más ó menos preocupado por saber si ha recogido bien toda la herencia, si ha olvidado créditos, ó algún resto desconocido. El Fisco lo adivina todo, hasta los caracteres. Una carta dirigida al anciano Rogron, de Provins, difunto, debía picar la curiosidad de Rogron hijo, de Paris, ó de la señorita Rogron, su hermana, herederos de aquel. Así tuvo el Tesoro sus sesenta céntimos.

 

Los Rogron, hacia los cuales los ancianos Lorrain, en la desesperación de separarse de su nieta, tendían las manos suplicantes, debían ser los árbitros del destino de Peira Lorrain. Es indispensable, pues, explicar sus antecedentes y su carácter.

 

El padre Rogron, aquel posadero de Provins á quien el viejo Auffray había dado la hija de su primer matrimonio, era un personaje de cara encendida, de nariz vinosa, y Baco había aplicado á sus mofletes sus pámpanos rojizos y bulbosos. Aunque era grueso, bajo de estatura y muy obeso, de gordas piernas y de manos bastas, estaba dotado de la finura de los posaderos de Suiza, á los cuales se parecía. Su figura representaba vagamente un extenso viñedo tronchado por el granizo. En verdad que no era guapo; su esposa se le parecía. Jamás pareja alguna ha sido mejor escogida. Rogron gustaba de la buena carne y de hacerse servir por lindas muchachas. Pertenecía á la secta de los egoístas cuya conducta es brutal y que se entregan á sus vicios y hacen su voluntad á la faz de Israel. Ávido, interesado, poco delicado, obligado á atender á todos sus caprichos, comió sus ganancias hasta el día que los dientes le faltaron. La avaricia quedóle sin embargo. Ya de edad muy avanzada, vendió su posada, recogió, como se ha visto, casi toda la sucesión de su suegro, y se retiró en la pequeña casa de la plaza, comprada por un pedazo de pan á la viuda del padre Auffray, la abuela de Petra. Rogron y su mujer poseían cerca de dos mil francos de renta, procedentes del arrendamiento de veinte y siete piezas de tierra situadas alrededor de Provins, y de los intereses del precio de su posada, vendida en veinte mil francos. La casa del buen Auffray, aunque en mal estado, fue habitada tal como se hallaba por los antiguos posaderos, que se guardaron como de la peste de tocarla; á las ratas viejos les gustan 'las grietas y las ruinas.

 

         El ex-posadero, que tomó gusto á la floricultura, empleó sus economías en el ensanche del jardín; lo alargó hasta la orilla del río, convirtióle en un cuadrilongo cercado por dos paredes y terminado por una tosca muralla, en donde la naturaleza acuática, abandonada á si misma, desplegaba las riquezas de su Flora. Al principio de su matrimonio, habían tenido de dos en dos años un niño y una niña: todo degenera, sus hijos fueron horrorosos.

 

Dados á lactar en el campo y á bajo precio, esos desgraciados niños volvieron con la horrible educación de la aldea, habiendo gaitado mucho y á menudo lejos del seno de su ama de cría, que se iba al campo y les dejaba durante este tiempo en uno de esos cuartos negros húmedos y bajos que sirven de habitación al campesino francés.

 

De esta manera, los rasgos fisonómicos de los niños se pronunciaron; se alteró su voz; inquietaron un poco el amor propio de su madre, que intentó corregirles de sus malas costumbres por medio de un rigor que el del padre convertía en ternura. Se les dejó arrastrar por los patios, cuadras y dependencias de 1a posada, ó trotar por la ciudad; alguna vez se les daban azotes; de cuando en cuando se les mandaba á casa del abuelo Auffray, que les quería muy poco. Esta injusticia fue una de las razones que más animaron á los Rogron para hacerse una buena parte en la sucesión de aquel malvado viejo. No obstante, Rogron padre mandó á su hijo á la escuela y le compró un hombre, uno de sus carreteros, á fin de salvarle de las levas.

 

Cuando su hija Silvia tuvo trece años, la envió á París en calidad de aprendiza en una casa de comercio. Dos  años después despachó á su hijo Jerónimo Denis por la misma vía.

 

Cuando sus amigos, sus compadres los tragineros ó sus parroquianos le preguntaban qué pensaba hacer de sus hijos, Rogron explicaba su sistema con una brevedad que tenia, sobre la de la mayor parte de los padres, el mérito de la franqueza.

 

—Cuando estarán en edad de comprenderme, les daré un puntapié, ¿sabéis en dónde? diciéndoles: «Vete á hacer fortuna», contestaba bebiendo y limpiándose los labios con el dorso de la mano.

 

Después miraba á su interlocutor cerrando los ojos con aire picaresco:

 

—He, he! no son más tontos que yo, añadía. Mi padre dióme tres puntapiés y yo no les daré mas que uno; me puso un luis en la mano, yo les pondré diez: serán, pues, más felices que yo. He aquí la gran manera. Y qué! después de mi muerte, lo que quedará quedará; los notarios se lo sabrán encontrar. Seria una tontuna inquietarse por los hijos!... Los míos me deben la vida, les he alimentado, nada les pido; por cierto que no están en paz conmigo todavía, ¿verdad, vecino? Yo he empezado por ser carretero, y esto no me ha impedido de casarme con la hija de ese viejo malvado el padre Auffray.

 

Silvia Rogron entró de aprendiza mediante una pensión de cien escudos en la calle Saint-Denis, en casa de unos comerciantes naturales de Provins. Dos años después estaba á la par: si nada ganaba, tampoco sus padres pagaban cosa alguna por habitación ni subsistencia. He aquí lo que se llama estar á la par en la calle Saint-Denis. Al cabo de dos años más, durante los cuales su madre le mandaba cien francos para sus gastos particulares, Silvia .tuvo cien escudos de sueldo. Así es que desde la edad de diez y  nueve años la señorita Silvia Rogron obtuvo su independencia.

 

A veinte años, era la segunda dependiente de la casa Juillard, comerciante de sedas en rama, llamada el Gusano-Chino, calle Saint-Denis.

 

La historia del hermano, fue la misma que la de la hermana. El pequeño Jerónimo Denis Rogron entró en casa de uno de los más fuertes comerciantes tenderos de la calle Saint-Denis, la casa Guepin, llamada Las tres ruecas.

 

Si á veinte y un años Silvia era primera dependiente con mil francos de sueldo, Jerónimo Denis, mejor servido por las circunstancias, se hallaba á los diez y ocho años primer dependiente con mil doscientos francos, en casa los Guepins, otros naturales de Provins.  Los hermanos se vetan todos los domingos y demás días de fiesta, pasándolos en diversiones económicas; comían fuera de París, iban á Saint-Cloud, Meudon, Belleville, Vincennes, etc.

 

A últimos del año 1815, reunieron sus capitales amasados con el sudor de sus frentes, cerca de veinte mil francos, y compraron á Mad. Guené el célebre establecimiento la Hermana-de- Familia, una de las casas más fuertes en la venta de mercerías al por menor. La hermana se encargó de la caja, del mostrador y de la correspondencia. El hermano fue á la vez dueño y primer dependiente, como Silvia fue durante algún tiempo su propia primera oficiala.

 

En 1821, después de cinco años de explotación, la competencia se hizo tan viva,  tan  animada en  la mercería, que los hermanos apenas habían podido saldar sus fondos y sostener, su antigua reputación. Aunque Silvia Rogron no tenia entonces más que cuarenta años, su fealdad, sus trabajos constantes y cierto aire ceñudo que le daban tanto la disposición de las líneas de su cara como las inquietudes del negocio, la hacían parecer á una mujer de cincuenta años. A treinta y ocho, Jerónimo Denis Rogron ofrecía la fisonomía más ingenua que jamás un mostrador haya presentado á los compradores. Su frente aplastada, deprimida por la fatiga, estaba marcada por tres áridos surcos. Su cabello gris cortado al rape, expresaba la indefinible estupidez de los animales llamados de sangre fría. La mirada de sus ojos azulados no arrojaba llama ni pensamiento. Su cara redonda y chata no inspiraba simpatía alguna, y ni aun llevaba la risa á los labios de esos que se dedican al examen de las variedades del parisiena; al contrario, entristecía. En fin, si era como su padre grueso y bajo de estatura, sus formas, desprovistas de la brutal gordura del posadero, revelaban en los menores detalles un ridículo relajamiento. Los excesivos colores de su padre estaban en él reemplazados por el tinte lívido particular de las gentes que viven en las trastiendas, sin aire, en cabañas enrejadas llamadas cajas, siempre recogiendo ó desplegando telas, pagando ó cobrando, riñendo al dependiente ó repitiendo siempre lo mismo á los compradores.

 

El poco talento de ambos hermanos había sido enteramente absorbido por la administración de su negocio, por el Haber y el Debe, por el conocimiento de las leyes especiales y de los usos de la plaza de Paris. El hilo, las agujas, las cintas, los alfileres, los botones,'los artículos de sastrería, en fin, la inmensa cantidad de artículos que componen la mercería parisiense, habían empleado su memoria. Las cartas á escribir y á contestar, las facturas, los inventarios, hablan tomado toda su capacidad.

 

Fuera de su ocupación, nada absolutamente sabían, desconocían hasta París. Para ellos, París era algo que se extendía al rededor de la calle Saint-Denis.

 

Su carácter poco expansivo había tenido por campo su tienda. Ellos sabían admirablemente hablar mal de sus dependientes y oficiales y sorprenderles en falta. Su felicidad consistía en ver todas, las manos agitándose como patas de mono por encima los mostradores enseñando la mercancía, ú ocupados en  recoger y arreglar los artículos. Cuando oían siete ú ocho voces de señorita ó de joven sufriendo las frases consagradas por medio de los cuales los dependientes contestan á las observaciones de los compradores, el día había sido bueno. Guando el azul del éter animaba á París, cuando los parisienses se paseaban no ocupándose de otra mercería que de la que llevaban;

 

—¡Mal tiempo para la venta! decía el imbécil maestro.

 

La gran ciencia que hacia de Rogron el objeto de la admiración de los aprendices, era su arte de atar, desatar, envolver y confeccionar un paquete. Rogron podía hacer un paquete y enterarse de lo que pasaba en la calle ó vigilar el almacén en toda su extensión; todo lo había visto cuando al presentarlo á la parroquiana le decía:

 

—Aquí está, señora; ¿se le ofrece á usted algo más?

 

Sin su hermana, este infeliz se hubiera arruinado. Silvia tenia el buen sentido y el genio de la venta. Dirigía á su hermano en las compras al por mayor que hacia en las fábricas y le mandaba sin piedad hasta el fondo de la Francia para buscar un sueldo de beneficio en un artículo cualquiera.

 

La finura que toda mujer posee en más ó menos alto grado, no la tenia al servicio de su corazón, la había puesto en la especulación. Una factura á pagar! este pensamiento era el resorte que ponía en movimiento aquella máquina y le comunicaba una actividad espantosa. Rogron no había pasado de primer dependiente, no comprendía el conjunto de sus negocios; el interés personal, el más poderoso motor del genio, no le había hecho dar un paso. Quedaba con la boca abierta cuando su hermana mandaba vender un género perdiendo en él, previendo el fin de la moda; y más tarde admiraba  sencillamente á su hermana Silvia. El no raciocinaba bien ni mal, era incapaz de raciocinio; pero tenia su razón para subordinarse á su hermana, y se subordinaba por una consideración tenida fuera del comercio.

 

—Ella es mayor que yo, se decía.

 

Tal vez una vida constantemente solitaria, reducida á la satisfacción de las necesidades, desprovista de dinero y de placeres durante la juventud, explicaría á los fisiólogos  y á los pensadores la brutal expresión de aquella fisonomía, la debilidad del cerebro, la actitud, indiferente de aquel tendero. Su hermana le había impedido constantemente de casarse, temerosa tal vez de perder su influencia en la casa, y viendo una causa de gastos y de ruina en una mujer infaliblemente más joven y sin duda alguna menos fea que ella.

 

Hay dos maneras de ser tonto; callando ó hablando. Los tontos mudos son soportables; pero Rogron era charlatán. Ese vendedor al detalle había tomado la costumbre de maltratar á sus dependientes, de explicarles las minuciosidades de la mercería en mayor escala, adornando su conversación de las chanzas desprovistas de gracia que constituyen el bogout de las tiendas. Esta palabra, que designaba antes el genio de la réplica estereotipada, ha sido destronada por la palabra soldadesca blague. Sogron, escuchado á la fuerza por un pequeño auditorio doméstico, Rogron contento de sí mismo había terminado por hacerse una fraseología propia. Este charlatán se creyó orador. La necesidad de explicar á los parroquianos lo que quieren, de explorar sus deseos, de hacerles entrar gana de lo que no quieren, desata la lengua del que vende al por menor. Este pequeño comerciante acabó por tener la facultad de formular esas frases cuyas palabras no presentan idea alguna y que sin embargo producen su efecto. En fin, explica á los compradores procedimientos poco conocidos; de aquí le viene no sé qué superioridad momentánea sobre su práctica; pero una vez fuera de las mil y una explicaciones que necesitan sus mil y un artículos, es, con relación al pensamiento, como un pescado puesto entre pajas al sol.

 

Rogron y Silvia, esos dos mecánicos subrepticiamente bautizados, no tenían en gérmen ni en acción los sentimientos que dan su vida propia  al corazón. Por esto esas dos naturalezas eran excesivamente meticulosas y secas, endurecidas por el trabajo, por las privaciones, por el recuerdo  de  sus dolores durante un largo y rudo aprendizaje. Ni uno ni otro compadecían desgracia alguna. No eran implacables; pero sí intratables para las personas que se veían en algún apuro. Para ellos, la virtud, el honor, la lealtad, todos los sentimientos humanos, consistían en pagar regularmente sus letras.

 

Enredadores, sin alma y de una economía sórdida los hermanos disfrutaban de una reputación horrible en el comercio de la calle Saint-Denis. Sin sus relaciones con Provins á donde iban tres veces al año en las épocas, que podían cerrar la tienda por dos ó tres días, se hubieran quedado sin dependientes y sin oficialas. Pero Rogron el padre mandaba á sus hijos á lodos los desgraciados inclinados al comercio por sus padres, y hacia por sus hijos el trato con los aprendices y aprendizas en Provins, en donde elogiaba por vanidad su fortuna.

 

Seducidos por la perspectiva de tener á un hijo ó á una hija bien instruida y vigilada, con la esperanza de verles suceder un día á los Rogron hijos, enviaban al que más les molestaba á la habitación que se le destinaba en una casa  que tenían á propósito los dos solterones.

 

Pero desde que el aprendiz ó la prendida de cien escudos de pensión hallaban el medio de abandonar aquel presidio, huían con un terror que aumentaba la triste celebridad de los Rogron. El incansable posadero, les descubría siempre nuevas víctimas.

 

Desde la edad de quince años, Silvia Rogron, acostumbrada á fingir para la venta, tenia dos máscaras: la fisonomía amable de la  vendedora y la fisonomía natural de las solteronas arrugadas. Su fisonomía adquirida ó artificial era .de una mímica maravillosa; en ella todo sonreía, su voz, que se le volvía dulce y halagüeña, dejaba escapar cierto encanto práctico comercial. Su verdadera figura era tal como se ha presentado entre las dos persianas medio abiertas, hubiera puesto en fuga al más audaz cosaco de 1815, sin embargo de que aquellos gustaban de toda clase de francesas.

 

Cuando llegó la carta de los Lorrain, los Rogron que estaban de luto por ]a muerte de su padre, habían heredado la casa poco menos que robada á la abuela de Petra, además varias tierras adquiridas por el ex-posadero,  y  ciertos  capitales  procedentes de préstamos usurarios hipotecados sobre adquisiciones hechas por los campesinos, que el viejo borracho esperaba expropiar. Su inventario anual acababa de terminarse. El importe de la Hermana-de-Familia estaba pagado. Los Rogron poseían cerca de sesenta mil francos en géneros almacenados, unos cuarenta mil encaja ó en cartera, y el valor de sus créditos.

 

Sentado en la banqueta de terciopelo de Utrecht verde rayado por listas juntas, y empotrada en un nicho cuadrado detrás del mostrador, en frente del cual se hallaba otro que parecía estar destinado á la primera oficiala, los dos hermanos se consultaban acerca de sus intenciones. Todo comerciante aspira á la clase media. Realizando  sus fondos  comerciales, los hermanos habían de tener cerca de ciento cincuenta mil francos. Colocando en renta .del Estado los capitales disponibles, cada uno  de  ellos tendría tres ó cuatro mil libras de renta, :aunque destinasen á la restauración  de la  casa paterna el valor de sus créditos, que sin duda les seria pagado á plazos. Podían pues vivir juntos en Provins en casa propia.

 

Su primera oficiala era la hija de un rico colono de Donnemarie, encargado de nueve hijos; se había visto obligado á proporcionarles oficio á todos, porque su fortuna dividida en nueve partes, era poca cosa para cada uno en particular. En cinco años dicho colono perdió siete hijos; aquella primera oficiala se había hecho pues un ser interesante, que Rogron había intentado, aunque inútilmente, hacer su esposa. La señorita manifestaba por su principal una aversión que desconcertaba toda maniobra, Además la solterona Silvia, se prestaba poco, aun más, se  oponía al matrimonio de su hermano: no quería hacer su sucesora á una joven tan astuta. Aplazó pues el matrimonio de Rogron hasta después de su establecimiento en Provins.

 

Nadie, entre los transeúntes, puede comprender el móvil de las existencias criptógamas de ciertos tenderos; se les mira y se pregunta:             .

 

—De qué, ¿porqué viven? ¿qué se hace de ellos? de dónde vienen? se pierde uno éntrela nada al querérselo explicar. Para descubrir el poco de poesía que germina en esas cabezas y vivifica esas existencias, es necesario abrirlas; así se encuentra enseguida la base sobre que todo descansa. El tendero parisiense se mantiene de una esperanza más ó menos realizable y sin la cual perecería indefectiblemente;  éste sueña edificar ó administrar un teatro, aquel tiende á los honores de la Alcaldía:  otro tiene su casa de campo á tres leguas de París, una especie de parque en donde pone estatuas de yeso coloridas, distribuye saltos de agua que parecen un hilo por lo delgados, y en lo cual consume sumas considerables; otro suena los mandos superiores de la Guardia nacional.

 

Provins, ese paraíso terrenal, excitada en los hermanos merceros el fanatismo que todas las lindas ciudades de Francia inspiran á sus habitantes. Digámoslo para la gloria de la Champagne,  este amor es legítimo. Provins, una de las más deliciosas ciudades de Francia, rivaliza con el Frangistan y con el valle de Cachemire; no solamente encierra la .poesía de Saadi, el Hornero de la Persia, sino que además ofrece propiedades farmacéuticas á la ciencia médica. Algunos cruzados llevaron las rosas de Jericó á aquel delicioso valle, en donde por casualidad tomaron nuevas cualidades sin nada perder de sus colores. Provins no es solamente la Persia francesa, podría ser aun Badén, Aix, Bath: tiene unas aguas! He aquí el paisaje visto de año en año, que de tiempo en tiempo se aparecía á los dos merceros, en el fangoso empedrado en la calle Saint-Denis.

 

Después de haber atravesado las llanuras que se hallan entre la Ferte-Gaucher y Provins, un verdadero desierto, pero productivo, un desierto de. trigo, llegáis á una colina. De repente veis á vuestros pies una ciudad regada por dos tíos; á la falda de la montaña se extiende un valle verde, lleno de encantadoras líneas, de fugitivos horizontes. Si venís de París, tomáis á Provins por lo largo, tenéis esa eterna gran carretera de Francia; que pasa por lo bajo de la costa cortándola, dotada de su ciego y de  sus mendigos que os acompañan con sus lamentos; cuando os ocupáis en examinar aquel inesperado y pintoresco país.

 

Si venís de Troves, entráis por el país llano. El castillo, la ciudad vieja y sus antiguos terraplenes están escalonados por la colina. La ciudad joven se extiende por la parte baja. Existe el alto y el bajo Provins: desde luego, una ciudad aérea, de calles rápidas, de buenos golpes de vista, rodeada de barrancos de caminos hondos poblados de nogales; ciudad silenciosa, tranquila, solemne, dominada por las imponentes ruinas del castillo: después una ciudad de molinos, regada por el Voulzie y el Durtain, dos ríos de Brie, pequeños, lentos y profundos; una ciudad de posadas, de comercio, de negociantes retirados, surcada por las diligencias, por las calesas y por toda clase de carruajes. Estas dos ciudades, o mejor dicho, esta ciudad, con sus recuerdos históricos, la melancolía de sus ruinas, la alegría de su valle, sus deliciosos barrancos llenos  de ha vas, de setos y de flores, su río rodeado de jardines, excita también el amor de sus naturales, que se conducen: como los auverneses, los saboyanos y los franceses: si salen de Provins para ir á buscar fortuna, -vuelven allí siempre. El proverbio,: Morir au gite hecho para los conejos y las personas fieles, parece ser la divisa de los hijos de Provins.

 

Por eso los dos Rogron no pensaban más que en su querido Provins. Vendiendo hilo, el hermano veía la ciudad alta. Amontonando papeles llenos de botones, contemplaba el valle. Doblando ó desdoblando cintas, seguía el brillante curso de los ríos. Al fijarse en 1a anaquelería de su tienda, remontaba los caminos hondos por donde en otro tiempo se escapaba á la cólera, de su padre para ir á comer nueces y á coger moras; La pequeña plaza de Provins ocupaba sobre todo; su pensamiento; pensaba en embellecer su casa, soñaba en la fachada que quería reconstruir, en las habitaciones, el salón, la sala del billar, el comedor y el huerto-jardín, que lo veía convertido .en un jardín inglés con bolingrin, grutas, saltos de agua, estatuas, etc.

 

Los cuartos :en donde dormían los dos hermanos en el segundo de la casa  á tres cruceros y seis pisos de elevación, alta y amarilla como hay tantas en Saint-Denis, no tenían más muebles que los estrictamente necesarios; pero nadie poseía en París un mobiliario más rico que este tendero. Cuando iba por la ciudad se quedaba en la actitud de los teríakis, mirando  los elegantes muebles expuestos, examinando las tapicerías, de las cuales llenaba su casa. A. la vuelta, decía á su hermana:

 

—¡He visto-en tal tienda tal mueble de salón que nos vendrá perfectamente! Al día siguiente compraba otro, y siempre así. En el mes corriente arreglaba los muebles del mes anterior. El presupuesto del Estado no hubiera bastado á pagar sus retoques de arquitectura; lo quería todo, y daba siempre la preferencia á las últimas invenciones.

 

Cuando contemplaba los balcones de las casas recién construidas, cuando estudiaba los tímidos ensayos de la ornamentación exterior, las molduras, esculturas y los dibujos, le parecían impropios y fuera, de lugar.

 

—¡Ah! decía para sí, todo esto tan bonito haría mejor efecto en Provins que aquí! Cuando rumiaba su almuerzo en el dintel de la puerta apoyado en el escaparate, con la mirada apagada; el mercero veía una casa fantástica, dorada por el sol de su sueño, se paseaba por su jardín, escuchaba su cascada cayendo en brillantes perlas sobre una mesa redonda de esa piedra blanca y caliza que se halla en las cercanías de París. Jugaba en su billar, plantaba flores.

 

         Si su hermana tenia la pluma en la mano, reflexionando y olvidándose de reñir á los dependientes, se contemplaba recibiendo a la clase media de Provins, se veía adornada con maravillosas gorras en los espejos de su salón.

 

Los hermanos empezaron á hallar la atmósfera de la. calle Saint-Denis poco saludable y el olor del cieno de la Halle les hacia desear el perfume de las rosas de Provine. Tenían á la vez nostalgia y monomanía contrariadas por la necesidad de vender sus últimos carretes de hilo, sus madejas de seda y sus botones.

 

La tierra de promisión del valle de Provins atraía tanto más á estos hebreos, por cuanto habían realmente sufrido durante mucho tiempo y atravesado, sedientos, los arenosos desiertos de la mercería.

 

La carta de los Lorrain llegó en medio de una meditación inspirada por este bello porvenir. Los merceros á penas conocían á su prima Petra Lorrain. El asunto de la sucesión Auffray, arreglado hacia mucho tiempo por el viejo posadero, había tenido lugar durante su establecimiento, y Rogron hablaba muy poco de sus capitales. Como los dos hermanos habían sido muy pronto mandados á París, á penas se acordaban de su tía Lorrain. Les fue pues necesario una hora de discusiones genealógicas para recordar á su tía, hija del segundo matrimonio de su abuelo Auffray, hermana consanguínea de su madre. Encontraron á la madre de Mme. Lorrain, en Mme. Neraud, muerta de pena. Juzgaron entonces que el segundo matrimonio de su abuelo había sido para ellos una cosa funesta; puesto que su resultado había sido la división de los bienes de Auffray entre los hijos de los dos matrimonios. Habían además oído algunas recriminaciones de su padre; siempre un poco bromista y posadero.

 

Los dos merceros examinaron la carta de los Lorrain á través de estos recuerdos poco favorables á la causa de Petra. Encargarse de una huérfana, de una niña, de una prima que, á pesar de todo, sería su heredera en el caso de que ni uno ni otro se casaran debía ser objeto de larga discusión. La cuestión fue estudiada bajo todas sus fases. Desde luego nunca habían visto á Petra. Además seria muy enojoso tener que guardar una joven. ¿No adquirían ciertas obligaciones con ella? seria imposible despedirla si á caso no les convenía; en fin, ¿no sería necesario casarla? Y si Rogron encontraba su media naranja entre las herederas de Provins, ¿no era mejor reservar toda su fortuna para sus hijos? Según Silvia, la media naranja de su hermano era una joven tonta, rica y fea que se dejase gobernar por ella.

 

Los dos comerciantes se decidieron pues a. negarse. Silvia se encargó de la contestación. La corriente de los negocios fue bastante considerable, para retardar esta carta, que no parecía urgente, y en la cual ]a solterona no pensó más desde que la primera oficiala consintió en tratar de los créditos de la Hermana-de-Familia.

 

Silvia Rogron y su hermano partieron para Provins cuatro años antes del día en que la llegada de Brigaut, iba á prestar tanto interés á la vida de Petra. Pero las obras de estos dos personajes en la provincia exigen una explicación tan necesaria como la de su existencia en París, porque Provins no debía ser menos funesto á Petra, que los antecedentes comerciales de sus primos.

 

Cuando el pequeño comerciante llegado de provincias á París, vuelve de París á provincias, lleva allí siempre algunas ideas; después las pierde en las costumbres de la vida de provincias, en la cual se hunde, y en donde se abisman sus veleidades de renovación. De ahí esos pequeños cambios lentos y sucesivos en virtud de los cuales París, acaba por pasar la mano por la superficie de las ciudades departamentales, y que señalan esencialmente la  transición entre el ex-tendero y el provinciano reformado. Esta transición constituye una verdadera enfermedad. Ningún comerciante al por menor pasa impunemente de su continua charlatanería al silencio y de su actividad parisiense á la inmovilidad provinciana. Cuando esas buenas gentes han hecho alguna fortuna, gastan una gran parte de ella en satisfacer una pasión por mucho tiempo en incubación en su pecho, y emplean en ello las últimas oscilaciones de  un  movimiento que no podrían pararse á voluntad. Los que no han acariciado una idea fija, viajan ó se dedican á las ocupaciones políticas de la municipalidad. Estos van de caza ó pescan, molestan á sus colonos ó arrendatarios. Los otros se hacen usureros como Rogron el padre, ó accionistas como tantos desconocidos.

 

El tema de los hermanos ya lo conocéis; tenían que satisfacer su real capricho de manejar la paleta del albañil, de construir su encantadora casa. Esta idea fija dio por resultado á la plaza  del  bajo Provins la fachada que acababa de examinar Brigaut, las distribuciones del interior y su lujoso mobiliario. El constructor no puso un clavo sin consultar á los Rogron sin hacerles firmar los dibujos y los planos, sin explicarles extensamente en detalle, la naturaleza  del objeto en discusión, en dónde se fabricaba y sus diferentes precios. En cuanto á los objetos extraordinarios, se habían empleado en casa Mr. Tiphaine, ó en la de la joven Mad. Julliard, ó en la del Alcalde Mr. Garceland. Una semejanza cualquiera con uno de los ricos comerciantes retirados de Provins, terminaba siempre el combate en favor del constructor.

 

—Del momento que Mr. Garceland tiene esto en su casa, ponedlo, decía la Señorita Rogron. Esto debe estar bien, es de buen gusto.

 

—Silvia, nos propone poner oves en la cornisa del corredor.

 

—¿A eso le llamáis oves?

 

—Si, señorita.                     .

 

—¿Y porqué? ¡qué nombre tan singular! jamás había oído hablar...

 

—¿Pero V. los ha visto?

 

—Sí.

 

—¿Sabe V. el latín?

 

—No.

 

—¡Pues bien! esto quiere decir huevos, los oves son huevos.

 

—¡Qué tunantes son los arquitectos! exclamó Rogron. Por esto sin duda nunca soltáis vuestra concha...

 

—¿Pintaremos el corredor? decía el contratista.

 

—¡No á fe mía! exclamó Silvia, ¡ todavía quinientos francos!

 

—¡Oh! el salón y la escalera son demasiado bonitos para no decorar el corredor, decía el contratista. La pequeña Mme. Lesourd ha hecho pintar el suyo el año último.

 

—Y no obstante su marido, como Procurador del rey, puede no permanecer en Provins.

 

—¡Oh! será algún día presidente del tribunal añadía el constructor.

 

—¿Y qué hace V. de Mr. Tiphaine?

 

          —Mr. Tiphaine, tiene una mujer muy linda, yo no sé porque compromiso... Mr. Tiphaine irá á París.

 

—¿Pintaremos el corredor?

 

—Sí, los Lesourd verán al menos que valemos tanto como ellos, decía Rogron.

 

El primer año de la instalación de los Rogron en Provins se ocupó enteramente en estas deliberaciones,  el  gusto de ver trabajar á los  obreros, las sorpresas y enseñanzas de todo género que de esto resultaba y las tentativas que hicieron los hermanos para relacionarse con las principales familias de Provins.

 

Los Rogron jamás habían frecuentado el mundo; no habían salido de su tienda; en París á nadie absolutamente conocían y tenían sed de los placeres de la sociedad. A su regreso los emigrados hallaron otra vez á Mr. y Mad. Julliard del Gusano-Chino con sus hijos y nietos; la familia de los Guepin, ó mejor dicho, la tribu de los Guepin, cuyo nieto estaba todavía al frente de las Tres-ruecas, en  fin Mad. Guènèe que les había vendido  la  Hermana-de-Familia y  cuyas tres hijas estaban casadas en Provins.

 

Estas tres grandes razas, los Julliard, los Guepin y los Guènèe, se extendían en la ciudad como la  grama por encima del musgo. El Alcalde, Mr. Garceland era yerno de Mr. Guepin. El Párraco, el abate Peroux, era hermanó de Mad. Julliard, que era Peroux. El presidente del Tribunal Mr. Tbiphaine, era hermano de Mad. Guenée, que firmaba, por nacimiento Tiphaine.

 

La reina de la ciudad era la hermosa Mad. Tiphaine la joven, hija única de Mad. Roguin, mujer rica de un antiguo notario de París, de quien jamás se oía hablar. Delicada, linda y espiritual, casada expresamente en provincias por su madre, que no la quería á su lado, y la había sacado del colegio algunos días antes de su matrimonio; Melania Roguin consideraba á Provins como un destierro y se conducía admirablemente bien. Además de su buena dote podía tener magnificas esperanzas. En cuanto á Mr. Tiphaine, su anciano padre había puesto á su hija mayor Mad. Guènèe, tales condiciones respecto á la herencia, que hasta unas tierras de ocho.mil libras de renta situadas á cinco leguas de Provins,  debían volver al presidente. Así es que los Tiphaine casados con veinte mil libras de renta sin contar el destino ni la casa del presidente,  debían un día reunir otras veinte mil.

 

—No son desgraciados, se decía.

 

El importante, el único asunto de la hermosa madamme Tiphaine, era hacer nombrar diputado á su esposo. El diputado seria juez de París; y del tribunal ella se prometía hacerle ascender pronto á la Superioridad. Por esta razón manejaba todas las voluntades, el amor propio de todos, procurando agraciar á todo el mundo. ¡Y, cosa más difícil todavía! lo alcanzaba.  Dos  veces á la semana  recibía á toda la clase media de Provins  en  su  bonita  casa  de la ciudad alta.

 

Esa mujer de veintidós años no había dado un solo paso todavía en el terreno resbaladizo en donde se había colocado. Satisfacía la dignidad de todos, acariciaba el flaco de cada uno; grave con las personas graves, joven con las jóvenes, esencialmente madre con las madres, alegre con 1as señoras de su edad y dispuesta á servirlas, graciosa para todos; en fin, una perla, un tesoro, el orgullo de Provins. Todavía no había dicho una palabra de sus intenciones y todos los electores de Provins esperaban que su querido presidente tuviese la edad exigida para nombrarle. Cada uno de ellos, seguro de su talento, hacía de él su hombre, su protector. ¡Ah! ¡Mr. Tiphaine llegará, será Director general, y se ocupará de Provins!

 

He aquí por cuales medios la feliz Mad. Tiphaine había llegado á reinar en la pequeña ciudad de Provins.

 

Mad. Guènèe, hermana de Mr. Tiphaine, después de haber casado á su primera hija con Mr. Lesourd, Procurador del rey, la segunda con Mr. Martener, Médico, y la tercera con el notario Mr. Auffray, se había unido en segundas nupcias con Mr. Galardon, recaudador de contribuciones. Las señoras Lesourd, Martener, Auffray y su madre la Sra. Galardón, vieron en el presidente Tiphaine al hombre más rico y más capaz de la familia. El procurador del rey, sobrino por afinidad de Mr. Tiphaine, tenia todo su interés en mandar á su tío á París para ascender á presidente en Provins. Así es que estas cuatro señoras (Mad. Galardon adoraba á su hermano) formaron una especie de corte á Mad. Tiphaine, de quien tomaban avisos y consejos en todo caso.

 

Mr. Julliard, el hijo mayor, que se había casado con la hija única de un rico colono, se vio asaltado por una pasión, súbita, secreta y desinteresada, que le inspiró la presidencia, aquel  ángel descendido de los cielos parisienses. La astuta, Melania incapaz de apurarse por un Julliard, muy capaz por el contrario de sostenerlo en. el estado de Amadis y de explotar su imbecilidad, le dio el consejo de emprender la publicación de un diario del cual sería ella la ninfa Ejeria.

 

Al cabo de dos años, habiéndose doblado en Julliard su platónica pasión, había emprendido una hoja y una diligencia para el público de Provins. El periódico llamado la COLMENA diario de Provins contenía artículos literarios, arqueológicos y de Medicina, redactados en familia. Los anuncios del distrito pagaban los gastos. Los suscritores en número de doscientos constituían los beneficios. Veían la luz endechas melancólicas incomprensibles en Brie y dirigidas ¡A ELLA!!! con estos tres admirativos. De esta suerte el joven Julliard que cantaba los méritos de Mad. Tiphaine, había reunido la tribu de los Julliard á la de los Guènèe. Desde entonces el salón del presidente se había hecho naturalmente el primero de la ciudad.

 

La poca aristocracia que residía en Provins formaba un solo salón en la ciudad, alta, en casa 1a anciana condesa de Bréautey.

 

Durante los seis primeros meses de su instalación favorecidos por sus antiguas relaciones con los Julliard, los Guepin, los Guènèe y después de haberse apoyado en el parentesco con el notario Mr. Auffray sobrino segundo de su abuelo; los Rogron fueron recibidos al principio por Mad. Julliard la madre y por Mad. Galardón; después llegaron con mucha dificultad al salón de la bella Mad. Tiphaine. Todos querían estudiar á los Rogron antes de admitirlos. Era difícil no acoger  á  comerciantes  de  la  calle Saint-Denis, naturales de Provins, volviendo para disfrutar allí  de sus rentas. Sin embargo, el objeto de toda sociedad será siempre amalgamar gentes de fortuna, de educación, de costumbres, de conocimientos y de caracteres semejantes. Por de pronto los Guepin los Guènèe y los Julliard eran personas mas elevadas, más antiguas en la clase .media que los Rogron, hijos de un dueño de posada usurero que había tenido algunos reproches que hacerse en otro tiempo respecto á su vida privada y á la sucesión Auffray.

 

El notario de este nombre, yerno de Mad. Galardon, por nacimiento Tiphaine, sabia á qué atenerse respecto al particular; los negocios se habían arreglado en casa de su predecesor. Estos  antiguos comerciantes, vueltos después de. doce años, se habían puesto al nivel de la instrucción, de la cortesía y de los modales de aquella sociedad, á la cual Mad. Tiphaine imprimía cierto sello de elegancia, cierto vernís parisiense; todo era allí homogéneo; se comprendían, cada uno sabía á qué atenerse y hablar de manera para ser agradable á todos. Conocíanse recíprocamente los caracteres y se habían acostumbrado los unos á los otros.

 

Una vez recibidos en casa del Alcalde, Mr. Garceland los Rogron se envanecían de estar en poco tiempo en perfectas relaciones con la mejor sociedad de la población. Silvia aprendió entonces á jugar el boston. Rogron, incapaz de jugar á juego alguno, daba vueltas á sus pulgares y avalaba sus frases después que había hablado de su casa; pero sus palabras eran como .una medicina: parecía que le molestaban mucho, se levantaba, indicaba que quería hablar, se intimidaba, volvía á sentarse y tenía cómicas convulsiones en los labios.

 

Silvia desarrolló espontáneamente, su carácter en el juego. Enredadora, se quejaba siempre cuando perdía y daba curso á una alegría insolente cuando ganaba; amiga de buscar disputas, tacaña, impacientó lo mismo á los que jugaban á su favor que a los contrarios, y se hizo la pesadilla de la sociedad.

 

Devorados por una envidia natural y franca, Rogron y su hermana tuvieron la pretensión de representar un papel importante en una ciudad cerrada por doce familias con. una red de mallas estrechas, en donde el amor propio de cada uno, todos los intereses, formaban como un parque en el cual las gentes venidas de nuevo debían tener mucho cuidado en tropezar ó deslizarse.

 

Suponiendo que la restauración de su casa costaba treinta mil francos, reunían los hermanos diez mil libras de renta. Creyéronse muy ricos, iniciaron á aquella sociedad en los excesos del lujo su futuro y dejaron tomar la medida de su pequeñez, de su crasa ignorancia y de sus ridículos celos.

 

La noche que fueron presentados á la hermosa Mme, Thipaine, que les había observado ya en casa Mme. Garceland, en la de su cuñada Galordon y en la de Mme. Julliard la madre, la reina de la ciudad dijo confidencialmente á Julliard hijo, que permaneció algunos instantes en conversación con los señores de la casa después  de haberse retirado todo el mundo.

 

—¿Parecéis todos muy contentos de esos Rogron?

 

—¿Yo? dijo el Amadís de Provins, fastidian á mi madre, molestan á mi esposa; y cuando la señorita Silvia estuvo de aprendiza, hace treinta años, en casa de mi padre, ya no podía resistirla.

 

—Es que yo tengo muchas ganas, dijo la linda presidente, poniendo su pequeño pié en la barra de su guardafuegos, de hacer comprender que mi salón no es una posada.....

 

Julliard dirigió los ojos al techo como para decir:

 

—¡Dios mío! ¡cuánto talento, qué finura!

 

—Quiero que mi sociedad sea escogida; y si admitiese personas como los Rogron, de fijo no lo sería.

 

—Son gente sin corazón, sin talento ni maneras, dijo el presidente. Cuando después de haber vendido hilo durante veinte años, como lo ha hecho mi hermana por ejemplo....

 

—Amigo mío, vuestra hermana jamás estará mal en salón alguno, dijo entre paréntesis Mme. Tiphaine.

 

—Si se comete la tontería de seguir siendo mercero, dijo el presidente continuando, si no se procura amoldarse a, las circunstancias, si se toma al escogido Champagne por botellas de vino común, como han hecho esos Rogron esta noche, deben quedarse en su casa.

 

—Son fastidiosos, dijo Julliard. Parece que no hay sino una casa en Provins. Quieren eclipsarnos á lodos, y al fin y al cabo, á penas tienen para vivir.

 

Si no hubiese más que el hermano, prosiguió madamme Tiphaine, se le sufriría, no es molesto. En dándole un acertijo, estaría tranquilamente en un rincón. Para encontrar una combinación tendría trabajo todo un invierno. Pero la señorita Silvia ¡qué voz de hiena constipada, quépalas de langosta!... Nada digáis de esto, Julliard.

 

Cuando Julliard hubo salido, la señora dijo á su marido:

 

—Amigo mío, ya hay bastantes indígenas .que me veo obligada á recibir, estos dos de más me harían morir; y si tu lo permites, nos privaremos de ellos.

 

—Eres muy dueña en tu casa, dijo el presidente; pero nos haremos enemigos. Los Rogron se irán á la oposición, que hasta el presente no tiene consistencia en Provins. Rogron se acerca mucho al barón Gouraud y al abogado Vinet.

 

¡Eh! dijo sonriendo Melania, aun te harán favor. En donde no hay enemigos no existe el triunfo. Una conspiración liberal, una asociación ilegal, una lucha cualquiera te pondrá en evidencia.

 

El presidente miró á su joven esposa, con una especie de temerosa admiración.

 

Al día siguiente todo el mundo se decía al oído en casa Mme. Garceland, que los Rogron no habían sido bien recibidos en casa de Mme. Tiphaine y la frase sobre la posada hizo muchísimo efecto.

 

Mme. Tiphaine estuvo un mes á devolver la visita á la señorita Silvia. Semejante falta de cortesía es muy notada en provincias. Silvia tuvo jugando al boston en casa Mme. Tiphaine una escena desagradable con la respetable Mme. Julliard madre, á propósito de una miseria que su antigua principal la hizo perder, decía  ella, expresamente. Jamás Silvia que le gustaba jugar malas partidas á los demás, pudo concebir que se la pagase con la misma moneda. Mme. Tiphaine dio el ejemplo de arreglar las partidas antes de la llegada de los Rogron, de modo que Silvia vióse reducida á errar de mesa en mesa viendo jugar á las otras, que la miraban por lo bajo sin poder contener la risa.

 

En casa Mme. Julliard la madre, se pusieron á jugar al whist, juego que no conocía Silvia.  La solterona acabó por conocer que se la había declarado fuera de la ley, sin comprender sin embargo las razones. Se creyó el objeto de los celos de toda aquella gente.

 

Los Rogron dejaron muy pronto de ser invitados; pero persistieron en su idea de pasar las noches fuera de casa. Las personas de talento se burlaron de ellos, sin demostrarlo, con dulzura, haciéndoles dar bromas acerca los oves de su casa y de cierta bodega que no tenia semejante en Provins.

 

Estando en esto, la casa se terminó. Naturalmente dieron en ella suntuosas comidas, tanto para corresponder á la galanterías recibidas, como para exhibir su lujo. Se iba allá únicamente por curiosidad.

 

La primera comida fue ofrecida á los principales personajes, á Mr..y Mme. Tiphaine, en casa de los cuales los Rogron no habían comido una sola vez; á Mr. y Mme Julliard padre é hijo, madre y nuera; Mr. Lesourd, el Párraco y Mr. y Mme. Galardon. Esta fue una de aquellas comidas de provincias en las cuales se está en la mesa desde las cinco hasta las nueve.

 

Mad. Tiphaine introducía en Provins las grandes costumbres de París, en donde las personas de buen tono dejan el salón después de haberse tomado el café. Tenía soirée en su casa, y quería evadirse; pero los Rogron siguieron al matrimonio hasta .la calle, y cuando volvieron estupefactos de no haber podido detener al señor Presidente y Señora, los otros convidados les explicaron el buen gusto de Mme. Tiphaine, imitándola con una celeridad cruel en provincias.

 

—No verán .el salón iluminado, dijo Silvia, y en la luz consiste su principal adorno.

 

Los Rogron habían querido preparar, una sorpresa á sus comensales: nadie había sido admitido á ver esta casa, que había llegado á hacerse célebre. Así es que todos los concurrentes al salón de Mme. Tiphaine, esperaban con impaciencia su fallo acerca de las maravillas del palacio Rogron.

 

—¡Vamos! le decía la pequeña Mme. Martener, vos que habéis visto el Louvre, contádnoslo todo.

 

—Todo, será como la comida, poquita cosa.

 

—¿Cómo es eso?

 

—¡Pues bien aquella puerta falsa de la cual debíamos haber admirado necesariamente los brazos de cruz de bronce dorado que conocéis, dijo Mme. Tiphaine, da entrada á un largo corredor que divide con bastante desigualdad la casa, puesto que á la derecha no hay más que una ventana que da á la calle, mientras que hay dos en la izquierda. Por el lado del jardín, este corredor termina en la puerta de cristales de las gradas que bajan hasta una plazoleta sembrada de musgo y adornada con un zócalo en donde se eleva la estatua en yeso de Espartaco, imitando bronce. Detrás de la cocina, el contratista ha colocado debajo del. hueco de la escalera, una  pequeña  despensa, de la cual no se  nos  ha  hecho gracia.  Esta  escalera completamente pintada imitando mármol consiste en un tramo formando espiral, corno los que en los cafés conducen desde los bajos á las piezas del entresuelo. Esta cuchichería de nogal, de una ligereza peligrosa, con baranda ó pasamano de latón, nos ha sido presentada como una de las siete nuevas maravillas del mundo. La puerta de las bodegas está debajo. Por el otro lado del corredor, por la parte de la calle, se halla el comedor, que comunica por una puerta de dos alas con un salón  de iguales dimensiones, cuyas ventanas ofrecen la vista del jardín.

 

—¿Entonces, no hay antesala? dijo Mme. Auffray.

 

—La antesala es sin duda ese largo corredor en donde se está entre dos aires, contestó Mmc. Tiphaine. Hemos tenido el pensamiento nacional,  liberal, constitucional y patriótico de no emplear más que maderas de Francia, prosiguió ella. Por esto en el comedor el entarimado del suelo es de nogal labrado, con incrustaciones imitando madera de Hungría. Los buffets, la mesa y las sillas son también de nogal. En las ventanas cortinas de calicó blanco con grandes listas coloradas formando cuadros sujetas por medio de abrazaderas de dibujos exagerados y dorados, entre los cuales resalta extraordinariamente la imitación de ciertas frutas. Estas magníficas cortinas descansan en palos terminados por adornos extravagantes, en donde las fijan patas de león de metal, dispuestas convenientemente para sostenerlas. Encima de uno de los buffets, se ve un reloj de café suspendido por una especie de servilleta de bronce dorado, una de estas ideas que gustan singularmente á. los Rogron. Han querido hacerme admirar este trabajo; yo no he sabido decirles nada mejor, que, si jamás ha debido ponerse una servilleta al rededor de una esfera, debía estar bien en un comedor. En  este buffet hay dos grandes lámparas parecidas á las que adornan el mostrador de los grandes restaurants. Encima del otro está colocado un barómetro excesivamente adornado, que parece debe representar un gran papel en la existencia de los hermanos: Rogron lo guarda como guardaría a su prometida. Éntrelas dos ventanas, el adornista ha colocado una chimenea de loza blanca en un marco horriblemente rico. En las paredes brilla un magnífico papel encarnado y oro, como se halla en estos mismos restaurants, en donde ha elegido sin duda Rogron todas estas cosas. La comida nos ha sido presentada en un servicio de porcelana, blanco y oro, con el de postres azul con flores verdes; pero se nos ha abierto uno de los buffets para que viésemos otro servicio de tierra de pipa para diario. En frente de cada buffet hay un  gran armario que contiene la ropa blanca. Todo está barnizado, limpio, nuevo, lleno de colores chillones. Yo admitiría aun este comedor; tiene su carácter y por desagradable que sea, pinta muy bien el de los dueños de la casa; pero no hay medio de resistir cinco grabados en negro, contra los cuales el ministerio del Interior debiera presentar una ley, y que representan á Ponialowski saltando el Elster, la defensa de la barrera de Clichy, Napoleón dando por sí mismo puntería á un cañón y los dos Mazeppa; todos colocados en cuadros dorados cuyo vulgar modelo corresponde á los grabados, capaces de inspirar odio hacia los sucesos que represen tan, ¡Oh! Cuánto prefiero las pinturas al pastel de Mme. Julliard que representan frutas esos magníficos pasteles del tiempo de Luis XV que están en armonía con su bonito antiguo comedor, con su maderamen oscuro y un poco carcomido; pero que tiene el carácter de la provincia y se combina perfectamente con el gran servicio de plata de la familia, con la porcelana antigua y con nuestras costumbres. La provincia es la provincia: es ridícula cuando quiere remedar á París. Me diréis tal vez que me hace hablar la pasión; pero francamente, prefiero el antiguo salón que veis aquí de Mr. Tiphaine el padre, con sus grandes cortinas de damasco verde y blanco, con su chimenea á lo Luis XV, con sus lunas adornadas, sus antiguos espejos con perlas, y sus venerables mesas de juego; mis jarros antiguos de Sévres en azul, montados en. cobre; mi reloj de pared con sus flores imposibles, mi coquetona araña y mis muebles en tapicería, á todos   los  esplendores de su salón.

 

—¿Y qué la] está? preguntó Mr. Martener, muy contento por el elogio que la bella parisiense acababa de hacer tan hábilmente de la provincia.

 

—En cuanto al salón, tiene un buen encarnado, el de la señorita Silvia cuando se incomoda por perder una miseria.

 

—El encarnado Silvia, dijo el presidente, cuya frase quedó en el vocabulario especial de Provins.

 

—¿Las cortinas de las ventanas?... ¡encarnadas! los muebles?.... ¡encarnados! ¿la chimenea? ¡de mármol encarnado portor! ¿los candelabros y el reloj?... mármol encarnado portor, montados en bronce de una manera vulgar y sin gusto; lámparas romanas sostenidas por ramas y follajes griegos. Desde lo alto del reloj, os veis contemplados por el  estilo de Rogron, así sencillamente, por ese león buen muchacho, llamado león de adorno, que fastidiará por mucho tiempo á los verdaderos leones. Este león tiene bajo una de las garras una gran bola, un detalle de las .costumbres del león de adorno; pasa su vida sosteniendo una bola negra, absolutamente lo mismo que un diputado de la izquierda. Tal vez es un mito constitucional. La esfera de este reloj  está trabajada de una manera muy particular. El marco del espejo de la chimenea ofrece esos adornos de cierta pasta, que, a pesar de ser nuevo es de efecto mezquino y vulgar. Pero e1 genio del tapicero luce con toda su fuerza en los brillantes pliegues de una cosa como una cortina encarnada con adornos, que parte de una especie de vaso como los que usaban los antiguos para los sacrificios, colocado enfrente de la chimenea, un poema romántico compuesto expresamente para los Rogron que se extasían al enseñároslo. Del centro, del techo pende una araña cuidadosamente envuelta en una funda de percalina verde, y con razón, porque es de malísimo gusto; el bronce, que tiene un tono áspero, ostenta por adornos filetes de oro bruñido más detestables todavía. Debajo, una mesa redonda de mármol, más que nunca portor, ofrece .una bandeja metálica ondeada, en donde relucen algunas tazas de porcelana pintada; ¡qué pinturas! colocadas alrededor de una azucarera de cristal tallada tan raramente que nuestras pequeñas abrirían mucho los ojos al admirar no solo los círculos de cobre dorado que la adornan, si que también los costados con una especie de cuchilladas como un jubón de la edad media, y las tenacillas de tomar el azúcar, de que probablemente jamás se servirán. Este salón tiene por pintura un papel encarnado que imita el terciopelo formando cuadros por medio de medias cañas de cobre, cogidas en los cuatro ángulos por enormes bellotas. Cada uno de los cuadros tiene en el centro un cromo dentro un marco sobrecargado de adornos en pasta, imitando esculturas en madera. El mobiliario en casimir con racimos de olmo, se compone clásicamente de dos sofás, dos balancines,  seis sillones y seis sillas. La consola está embellecida por un jarro de alabastro llamado á lo Médicis, puesto debajo de un globo de cristal, y por el magnífico juego de copas para licores, del cual habíamos sido de sobra advertidos que no existe otro igual en Provins. Cada hueco de ventana, adornadas de magníficas cortinas de seda encarnada, con su doble cortina de tul, contiene una mesa de juego. La tapicería es de Aubosson. Los Rogron no han descuidado poner la mano en este Fondo encarnado con ramajes floridos, el más vulgar de los dibujos conocidos. .Este salón no tiene traza de ser habitado; no ves en él libros, grabados, ni esas pequeñeces que ocupan las mesas, dijo mirando su mesa llena de objetos á la moda, de albums, de lindos regalos que le hacían. No hay flores ni una sola de osas tonterías que se renuevan. Todo es frío y seco como la señorita Silvia. Buffon dijo la verdad, ¡el estilo es el hombre, y no hay duda, los salones tienen su estilo!

 

La hermosa Mad. Tiphaine continuó su epigramática descripción. Después de esta pequeña  muestra, todos se figurarán fácilmente la habitación que los hermanos ocupaban en el primer piso, y que enseñaron á sus convidados; pero nadie sabía inventar las rebuscadas tonterías en que el contratista enredó á Rogron; las molduras de las puertas, los postigos interiores labrados, los adornos en pasea en las cornisas, las lindas pinturas, las manos de cobre dorado, las campanillas, los interiores de las chimeneas con sus sistemas fumívoros; las invenciones para evitar la humedad, los cuadros de taracea figurados por la pintura en la escalera, la vidriería, la cerrajería superfinas,  en fin, todas esas fruslerías que encarecen mucho una construcción y que gustan á los tenderos retirados, habían sido prodigadas sin medida.

 

Nadie quiso ir á las soirées de los Rogron, cuyas pretensiones abortaron. No faltaron razones para no aceptar:  todos los días estaban destinados, uno á Mad. Garceland, otro á Mad. Galardón, a. las señoras Julliard, á Mad. Tiphaine, al sub-prefecto, etc., etc. Para formarse una sociedad, creyeron los Rogron que era suficiente dar de comer; tuvieron jóvenes bastante burlones y los aficionados á comer de balde que se encuentran en todos los países del mundo; pero dejaron de ver por completo á todas las personas graves.

 

Asustada por la pérdida de cuarenta mil francos empleados sin provecho en la casa que ella llamaba su querida casa, Silvia quiso recobrar esta cantidad por medio de economías. Renunció, pues, de pronto á las comidas  que costaban de treinta á cuarenta francos y además los vinos, sin que por esto viese realizada su esperanza de tener uno sociedad, creación tan difícil en provincias como en París. Silvia despidió á su cocinera y tomó una campesina para los trabajos pesados. Ella misma cuidó por gusto de la cocina.

 

Catorce meses después de su llegada, los hermanos cayeron pues en una vida solitaria y sin ocupación. Su destierro del mundo había engendrado en el corazón de Silvia, un odio espantoso contra los Tiphaine, los Julliard, los Auffray, los Garceland, en fin, contra la sociedad de Provins, que ella llamaba. la cique, y con la cual se hicieron excesivamente frías las relaciones.

 

Ella les hubiera querido oponer una segunda sociedad; pero la sección inferior de la clase media estaba compuesta de pequeños comerciantes, libres únicamente los domingos y días festivos; ó de gente algo maleada como el abogado Vinet y el médico Neraud, dos bonapartistas inadmisibles como el coronel barón Gourand, con los cuales se había relacionado ya antes inconsideradamente Rogron, á pesar de haber intentado la alta clase media de ponerle en guardia contra ellos.

 

Los dos hermanos se vieron, pues, obligados a permanecer solos en un rincón de su chimenea, en su comedor, recordando sus negocios, las figuras de sus dependientes y otras cosas .igualmente agradables.

 

El segundo invierno no terminó sin, que el fastidio pesara sobre ellos de una manera espantosa. .Tenían muchísimo trabajo para ocupar las horas de todo un día. Al acostarse por la noche se decían:

 

—¡Al fin hemos pasado otro!

 

Procuraban ocupar la mañana levantándose tarde; vistiéndose despacio.

 

Rogron se afeitaba solo todos los días, se examinaba la cara, explicaba á su hermana los cambios que le parecía notar; tenia discusiones con su cocinera acerca de la temperatura del agua para afeitarse; iba al jardín, miraba si las flores se habían abierto; se aventuraba hasta la orilla del agua, en donde había hecho construir un kiosko, observaba todo el maderamen de la casa; ¿había hecho movimiento? ¿se había hundido un poco alguna labia? ¿se conservaban las pinturas? Volvía para hablar de sus temores acerca de un pollo enfermo ó sobre un sitio en el cual la humedad permitía la existencia de ciertas manchas, á su hermana, que se hacia la ocupada riñendo á la cocinera.

 

El barómetro era el mueble más útil para Rogron; lo consultaba sin motivo, lo tapaba familiarmente como un amigo y después decía:

 

—¡Hace mal tiempo!

 

Su hermana contestaba:

 

—¡Bah! hace el tiempo propio de la estación.

 

Si alguien iba á verle, le ponderaba las excelencias de aquel instrumento.

 

El almuerzo les ocupaba aun algún tiempo. ¡Con qué lentitud aquellos dos seres mascaban cada bocado! Por eso su digestión era perfecta; no tenían que temer cánceres en el estómago. Llegaban al medio día con la lectura de. la Colmena y del Constitucional.

 

La suscrición del diario parisiense era sostenida por terceras partes con el abogado Vinet y el coronel Gouraud.

 

Rogron llevaba por sí mismo los diarios al coronel, que vivía en la plaza, casa de Mr. Martener, cuyas largas relaciones le .gustaban sobremanera. Por eso Rogron se preguntaba en qué podía ser peligroso el coronel.

 

Un día cometió la torpeza de hablarle del ostracismo pronunciado contra él, y de referirle lo que decía la clique. Dios sabe cómo el coronel, tan fuerte á la espada como á la pistola, y que- á nadie temía, puso; á la Tiphaine con su Julliard, á los ministeriales de la ciudad alta, gentes vendidas al extranjero, capaces de todo para obtener un destino, leyendo en las elecciones los nombres de las candidaturas á su capricho, etc., etc.

 

Cerca las dos, Rogron emprendía un corto paseo. Era dichoso cuando un tendero al pasar por su puerta le paraba diciéndole:

 

—¿Cómo va Mr. Rogron?

 

Hablaba y pedía noticias de la ciudad, oía y comentaba los chismes, los pequeños rumores de Provins. Subía a la ciudad alta y se iba por los caminos hondos según el tiempo.

 

A veces se encontraba con algunos viejos que paseaban como él. Estos encuentros eran felices acontecimientos.

 

Había en Provins personas cansadas de la vida de París, sabios modestos que vivían con sus libros.

 

Juzgad cuál sería la actitud de Rogron al oír a un juez suplente llamado Desfondrilles, más arqueólogo que magistrado, diciendo al hombre instruido, al anciano Mr. Marlener padre, al propio tiempo que le enseñaba el valle:

 

—Esplicadme ¿por qué los ociosos de Europa van á Spa mejor que á Provins, cuando las aguas de Provins tienen una superioridad reconocida por la medicina francesa, una acción, una sustancia ferruginosa digna de las propiedades medicinales de nuestras rosas?

 

—Qué queréis? contestaba el hombre instruido, éste es uno de los caprichos de la moda, inexplicable como ella misma. El vino de Burdeos hace cien años era desconocido: el mariscal de Richelieu una de las más grandes figuras del último siglo, el Alcibíades francés, fue nombrado gobernador de la Guyenne; tenía el pecho echado á perder, y todo el universo sabe el motivo. El vino del país le restauro, le restableció. Burdeos adquirió entonces cien millones de renta, y el mariscal ensanchó el territorio de Burdeos hasta Angulema, hasta Cahors, en fin, cuarenta leguas á la redonda. ¿Quién sabe á dónde llegan las viñas de Burdeos? Y sin embargo, el mariscal no tiene una estatua ecuestre en esta ciudad.

 

—¡Ah! si llega un acontecimiento de este género á Provins, en un siglo ó en otro, se verá, proseguía Mr Desfondrilles, sea en la pequeña plaza de la ciudad baja, sea en el castillo de la ciudad alta  algún bajo relieve en mármol blanco representando la cabeza de Mr. Opoix, el restaurador de las aguas minerales de Provins.

 

—Señor mío, tal vez la rehabilitación de Provins es imposible, decía el viejo Mr. Martener padre. Esta ciudad ha hecho quiebra.

 

Rogron abría mucho los ojos y exclamaba:

 

—¿Cómo es eso?

 

—Ella ha sido en otro tiempo una capital que luchaba victoriosamente con París en el siglo doce, cuando los condes de Champagne tenían aquí su corte, como el rey René tenía la suya en Provenza, contestaba el hombre instruido. En aquel tiempo la civilización, la alegría, la poesía, la elegancia  las mujeres, en fin, todos los esplendores sociales no eran exclusivos de París. Las ciudades se levantan tan difícilmente como las casas de comercio, de su ruma; no nos queda de Provins más que el perfume de nuestra gloria histórica, el de las rosas y una sub-prefectura.

 

—¡Ah! ¡qué seria la Francia si hubiese conservado todas sus capitales feudales! decía Desfondrilles.

 

¿Los sub-prefectos pueden reemplazar la: raza poética, galante y guerrera de los Thibault, que había hecho de Provins lo que Ferrare era en Italia, lo que fue Weymar en Alemania, y lo que hoy quisiera ser Munich?

 

—¿Provins ha sido una capital? exclamaba Royon.

 

—¿De dónde venís, pues? contestaba el arqueólogo Desfondrilles.

 

El juez suplente daba entonces golpes con su bastón en el suelo de la ciudad alta, y exclamaba:

 

—Pero ¿no sabéis que toda esta parte de Provins está edificada sobre criptas?

 

—¿Criptas?

 

—Sí, señor, criptas de una altura y de una extensión inexplicable. Como las naves de una catedral, tienen elevadas columnas.

 

—Ese caballero escribe una gran obra arqueológica, en la cual piensa explicar estas singulares construcciones, decía el viejo Martener, que veía al juez meterse de lleno en su flaco.

 

Rogron volvía á su casa encantado de saber que estaba construida en el valle. Las criptas de Provins le ocuparon  cinco  ó  seis días en exploraciones, y fueron objeto durante varias noches de la conversación de los dos célibes. Rogron aprendía así siempre alguna cosa sobre el antiguo Provins,. acerca de las alianzas de las familias, ó antiguas noticias políticas que volvía á contar á su hermana. Así es que preguntaba cien veces en el paseo y casi siempre á la misma persona:

 

—Y bien, ¿qué se dice?

 

—Y bien, ¿qué hay de nuevo?

 

Vuelto á su casa, se dejaba caer en un sofá del salón como un hombre muerto de cansancio, derrengando por su propio peso.

 

Llegaba á la hora de comer yendo veinte veces del salón ala cocina, mirándola hora, abriendo y cerrando las puertas.

 

Mientras los hermanos tuvieron soirées en la ciudad, llegaban bien á la hora de acostarse; pero cuando se vieron reducidos á su vida interior, la velada era un desierto que atravesar.

 

Algunas veces, al retirarse las personas que venían de alguna reunión y pasaban por la pequeña plaza, oían gritar en casa de los Rogron, como si el hermano asesinase á la hermana: se reconocían los horribles gritos de un mercero en el último trance de la vida.

 

Aquellos dos seres mecánicos nada tenían que moler entre sus  enmohecidos  engranajes, y gritaban. El hermano habló de casarse, como cuestión de último recurso. Se sentía envejecido, cansado: una mujer le daba miedo:

 

Silvia comprendió la necesidad de tener un tercero en la casa, se acordó entonces de su pobre prima, de quien nadie les había pedido noticias, porque en Provins todos creían á Mad. Lorrain y á su hija muertas. Silvia Rogron .nada perdía, era demasiado solterona para que se le extraviase cualquier cosa que fuese. Hizo como quien hubiese encontrado la carta de los Lorrain, á fin de poder hablar naturalmente de Petra á su hermano, que fue casi dichoso al considerar la posibilidad de tener una joven en la casa.

 

Silvia escribió entre comercial y afectuosamente á los ancianos Lorrain, excusando la tardanza de su contestación en la liquidación de sus negocios, su traslación á Provins y su establecimiento. Se demostró deseosa de tomar consigo á la niña, dando á comprender que Petra debia tener una herencia de doce mil libras de renta, si Mr. Rogron no se casaba.

 

Sería preciso haber sido como Nabucodonosor, así un poco bestia salvaje, y haber estado encerrado en una jaula del jardín de plantas, sin otra presa que la carne proporcionada por el guardián, ó negociante retirado sin dependiente á quien reñir, para saber con cuánta impaciencia los hermanos esperaron á su prima Lorrain. De modo que después de tres días de haber partido la carta, se preguntaban ya los hermanos cuándo llegarla su prima.

 

Silvia creyó ver en su pretendida buena obra con su prima pobre, un medio de hacer volver por su cuenta á la sociedad de Provins. Fue á casa de madame Tiphaine, que les había demostrado su reprobación, y que quería crear en Provins una primera sociedad, como en Ginebra, á cacarear la llegada de su prima Petra, hija del coronel Lorrain, deplorando sus desgracias, y considerándose dichosa de tener una linda y joven heredera que presentar al mundo.

 

—Bien tarde lo habéis descubierto, contestó irónicamente Mad. Tiphaine, que estaba recostada en un sofá al lado del fuego.

 

Por algunas palabras dichas en voz baja durante el tiempo de dar, en un juego, Mad. Garceland recordó la historia de la sucesión del viejo Auftray. El notario explicó las iniquidades del posadero padre de los Rogron.

 

—En dónde está esa pobre niña? preguntó el presidente Tiphaine.

 

—En Bretaña, contestó Rogron.

 

—Pero la Bretaña es grande, hizo observar monsieur Lesourd, procurador del rey.

 

—Sus abuelos Lorrain nos han escrito. ¿Cuándo fue, querida?

 

Silvia, ocupada en preguntar á Mad. Garceland en dónde había comprado la tela del vestido que llevaba, no previo el efecto de su contestación, y dijo:

 

—Antes de la venta de nuestro establecimiento.

 

—¡Y habéis contestado hace tres días, señorita! exclamó el notario.

 

Silvia se puso encarnada como los carbones más ardientes de la chimenea.

 

—Hemos escrito al establecimiento de Santiago.

 

—Hay en efecto una especie de hospicio para los viejos, dijo un juez que lo había sido suplente en Nantes; pero ella no puede estar allí, porque solo se recibe á los que pasan de sesenta años.

—Está con su abuela Lorrain, dijo Rogron.

 

—Ella tenia una pequeña fortuna, los ocho mil francos que vuestro padre... no, quiero decir vuestro abuelo le había dejado, dijo el notario, que se equivocó expresamente.

 

—¡Ah! exclamó Rogron con aire estúpido, sin comprender :el epigrama.

 

—¿Entonces no conocéis la fortuna ni la situación de vuestra prima hermana? preguntó él presidente.

 

—Si este caballero la conociese no la dejaría en una casa que no es más que un hospital decente, dijo con severidad el juez. Me acuerdo, sin embargo, de haber visto vender en Nantes por expropiación una casa que pertenecía á los señores Lorrain; y la señorita Lorrain ha perdido su crédito; yo fui comisario en este negocio.

 

El notario habló del coronel Lorrain, quien, si viviese, se extrañaría muchísimo de ver á su hija en un establecimiento como el de Santiago. Los Rogron hicieron su defensa hablando de lo malo que es este mundo. Silvia comprendió el poco éxito que había tenido su noticia: se habia perdido en el ánimo da todos; desde entonces le estaba prohibido alternar con la alta Sociedad de Provins.

 

A contar de este día, los Rogron no ocultaron más su ocio contra las grandes familias de la ciudad y sus adherentes. El hermano dijo entonces á la hermana todas las canciones liberales que el coronel Gouraud y el abogado Vinet le habían enseñado acerca de los Tlphaine, los Guènèe, los Garceland, los Guepm y los Julliard.

 

—Dime, Silvia, no veo porque Mad. Tiphaine reniega del comercio de la calle Saint-Denis, cuando lo más bonito de su nariz está hecho allí. Mad  Roguín su madre, es prima de los Guillaume del Gato-que-juguetea, que han .cedido su establecimiento á José Lebas su yerno. Su padre es ese notario, ese Roguín que quebró en 1819 arruinando la casa Birotteau. Así que la fortuna .de Mad. Tiphaine bien puede decirse robada, porque ¿que es la mujer de un notario que lira su parte del juego y deja hacer a su esposo una quiebra fraudulenta? ¿Esto es justo? ¡Ah! lo veo: ha casado á su hija en Provins, resultado de sus relaciones con el banquero de Tillet. Y esa gente se hacen los orgullosos; pero... En fin, este es el mundo.

 

El día en que Denís Rogron y su hermana Silvia se pusieron á murmurar contra la clique, se hicieron sin saberlo personajes y estuvieron á punto de tener una sociedad; su salón iba á ser el centro de todos los intereses :que buscaban un teatro, un sitio en donde agitarse. Aquí el ex-mercero tomó proporciones históricas y políticas, porque dio siempre, sin saberlo, fuerza y unidad á los elementos hasta entonces flotantes del partido liberal de Provins. He aquí cómo:

 

El debut de los Rogron fue curiosamente observado por el coronel Gouraud y por el abogado Vinet, que su. aislamiento y sus ideas habían reprochado.

 

Estos dos hombres profesaban el mismo patriotismo por idénticas razones; querían hacerse personajes. Pero si estaban dispuestos á ser jefes les faltaban soldados. Los liberales de Provins se componían de un viejo soldado que era. horchatero, de un posadero, de Mr. Cournant, notario competidor de monsieur Auffray; del médico Neraud, el antagonista de Mr. Martener, de algunas personas independientes, de arrendatarios esparcidos por e1 distrito y de adquisidores de bienes nacionales.

 

El coronel y el abogado, contentos de hacerse suyo á un imbécil, cuya fortuna podía ayudar á sus propósitos, que figuraría en sus suscriciones, que en ciertos casos ataría el cascabel al gato, y cuya casa serviría de dirección al partido, se aprovecharon de la enemistad de Rogron con los  aristócratas de la ciudad.

 

El coronel, el abogado y Rogron estaban unidos por el ligero lazo de la suscrición común al Constitucional; no debía pues ser difícil al coronel hacer un liberal del ex-mercero, aunque Rogron supo tan poca cosa de política, que no conocía las hazañas del sargento Mercier; le tomaba por un compañero de oficio.

 

La próxima llegada de..Petra apresuró el que se dieran á luz los ambiciosos pensamientos inspirados por la ignorancia y la imbecilidad de los dos célibes.

 

AI ver toda esperanza perdida por parte de Silvia de ser admitida en la sociedad de Mad. Tiphaine, el coronel tuvo un pensamiento secreto. Los viejos militares han contemplado tantos horrores en todos los países, tantos cadáveres desnudos agitándose sobre tantos campos de batalla, que no les asusta fisonomía alguna; y Gouraud apuntó á la fortuna de la solterona.

 

Este coronel, hombre grueso, y bajo de estatura, llevaba enormes zarcillos en las orejas, llenas ya de una más que regular mata de pelo. Sus patillas claras y entrecanas se llamaban en 1799 aletas de pescado. Su buena y gruesa cara encarnada estaba un poco curtida como la de todos los escapados de la Beresina. Su obeso vientre puntiagudo describía por arriba este ángulo recto que caracteriza al viejo oficial de caballería. Gouraud había mandado el secundo de húsares. Su bigote gris ocultaba una enorme boca blagueuse, si se permite usar esta palabra soldadesca, la única que puede describir aquel abismo; no había comido, ¡había devorado! Un sablazo habíale roto la nariz. Su palabra había ganado mucho haciéndose sorda y profundamente gangosa, como la que se atribuye á los capuchinos. Sus pequeñas manos cortas y anchas, eran las que hacen exclamar a las mujeres:

 

—Tenéis las manos de un famoso mal sugeto.

 

Bajo su talle, las piernas parecían largas y delgadas. En aquel ágil cuerpo se agitaba un espíritu independiente, la más completa experiencia de las cosas de la vida, oculta bajo la aparente indiferencia del militar, y un desprecio completo de las conveniencias sociales.

 

El coronel Gouraud tenía la cruz de oficial de la Legión de honor y dos mil cuatrocientos francos de pensión, junto, mil escudos anuales por toda fortuna.

 

El abogado, alto y flaco, tenia sus opiniones liberales por todo talento, y como único recurso los productos bastante escasos de su despacho.

 

En Provins los abogados litigan ellos mismos sus causas.

 

En razón á sus opiniones, el tribunal oía poco favorablemente al letrado Vinet. Así es que los arrendatarios más liberales, en caso de tener algún pleito, tomaban, con preferencia á Vinet, un abogado que tuviese la confianza del tribunal. Este hombre había seducido, según, se decía, en los alrededores de Couommiers, á una joven rica, y obligado á los padres á que se la diesen.

 

Su mujer pertenecía á los Chargeboeuf, familia antigua y noble de la Brie, cuyo nombre viene de la hazaña de un escudero en la expedición de San Luis al Egipto. Ella había arrostrado la desgracia de sus padres, los cuales se arreglaban, á la vista de Vinet, e modo que su fortuna pasase entera á su hijo mayor, sin duda con el encargo de transferir una parte á los hijos de su hermana. La primera tentativa ambiciosa de aquel hombre había, pues, fracasado.

 

Muy presto perseguido por la miseria, y avergonzado de no poder dar á. su esposa las convenientes apariencias de bienestar, el abogado había hecho varios esfuerzos para entrar en la carrera del ministerio público; pero la rama rica de la familia Chargeboeuf no quiso apoyarle. Como gente de cierta moralidad, aquellos realistas desaprobaban un matrimonio obligado; además, su pretendido pariente se llamaba Vinet: ¿cómo apoyar á un plebeyo? El abogado fue, pues, llevado de rama en rama cuando quiso servirse de su mujer cerca de sus parientes. Mad, Vinet no halló interés más que en casa de una Chargeboeuf pobre viuda con una hija, que vivían en. Troves. Por eso un. día se acordó Vinet de la acogida que aquella Chargeboeuf hizo á su esposa.

 

Rechazado por todo el mundo, lleno de odio contra la familia de su mujer, contra el gobierno que le negaba un. destino, contra la sociedad de Provins que no quería admitirle, Vinet aceptó su miseria. La hiel le creció en el corazón y le dio energía para resistir. Se hizo liberal adivinando que su fortuna estaba enlazada al triunfo de la oposición, y vegetó en una mala y pequeña casa de la ciudad alta, de donde su mujer salía muy poco.

 

Aquella joven, prometida á mejores destinos, estaba absolutamente sola en su habitación, con un niño. Hay miserias noblemente aceptadas y soportadas con alegría; pero Vinet consumido por la ambición, sintiéndose en. falta con una joven seducida, ocultaba una rabia sombría: su conciencia se ensanchó y admitió todos los medios para prosperar. Su joven semblante se alteró.

 

Algunas personas se asustaban á veces en el tribunal al ver su cara viperina de nariz chata, boca hendida, sus ojos brillantes á través de los anteojos; y al oír su voz agria, persistente, que atacaba los nervios. Su tez sombría llena de tintes enfermizos, amarillos y verdes, anunciaban su concentrada ambición, sus continuos desengaños y su disimulada miseria. Sabía argüir, hablar; no le faltaban rasgos ni imágenes; era instruido, astuto. Acostumbrado á concebirlo todo á medida de su deseo de prosperar, podía ser un hombre político. Un hombre que no retrocede delante de obstáculo alguno, persuadido de la legalidad de sus medios, es muy fuerte: la fuerza de Vinet venía de esto. Este futuro atleta de los  debates parlamentarios, uno de los que deben proclamar el advenimiento al trono de la casa de Orleans, tuvo una horrible influencia acerca de la suerte de Petra.

 

Por de pronto quería hacerse con un arma fundando un diario en Provins. Después de haber estudiado de lejos, con ayuda del coronel, á los dos célibes, el abogado había acabado  por contar  con Rogron. Aquella vez contaba con la huésped, y su miseria debía concluir después de siete años dolorosos durante los cuales algún día se había visto su casa sin pan.

 

El día en que Gouraut anunció en la pequeña plaza á Vinet que los Rogron rompían con la aristocracia ministerial de la ciudad alta, el abogado le apretó el costado con un codazo significativo.

 

—Una mujer ú otra, hermosa ó fea, os es indiferente, le dijo: deberíais casaros con la señorita Rogron, y entonces podríamos organizar alguna cosa...

 

—Pensaba en esto; pero hacen venir á la hija del pobre coronel Lorrain su heredera, dijo el coronel.

 

—Os  hacéis dar su fortuna por testamento. ¡Ah! tendríais una casa bien montada.

 

—De todos modos esa niña ¡y bien! la veremos, dijo el coronel con aire de chanza y profundamente malo, que demostraba ,á un hombre del temple de Vinet cuan poca cosa era una joven soltera á los ojos del viejo soldado.

 

Después de la entrada de sus abuelos en la especie de hospicio en donde acababan tristemente su vida, Petra, joven y digna, sufría tan horriblemente de vivir allí por caridad, que estuvo contenta al  tener conocimiento de que existían sus parientes ricos

 

Al saber la noticia de la partida de la niña, Brigaut el hijo del mayor, su compañero de infancia, que estaba de aprendiz carpintero en Nantes, fue á ofrecerle la suma necesaria para hacer el viaje en coche sesenta francos, lodo el tesoro de sus propinas de aprendiz penosamente recogidas, aceptado por Petra con la sublime indiferencia de las amistades verdaderas y que revelaba, que en un caso semejante, ella se hubiera ofendido de que se le hubiesen dado las gracias. Brigaut iba todos los domingos á Santiago a jugar con Petra y á consolarla.

 

El vigoroso obrero había hecho ya el delicioso aprendizaje de la protección entera, debida al objeto involuntariamente escogido por nuestro afecto. Ya mas de una vez él y Petra el domingo, sentados en un extremo del jardín, habían bordado en el velo del porvenir sus proyectos infantiles: el aprendiz carpintero, montado en su cepillo, corría el mundo y hacía fortuna para Petra, que le esperaba.

 

Hacia el mes de Octubre de 4824, época en que iba á cumplir los once años, Petra fue pues confiada por los dos ancianos y por el joven obrero, todos horriblemente melancólicos, al conductor de la diligencia de Nantes á París, con la súplica de ponerla al llegar á París en la diligencia de Provins y de que la cuidara mucho. ¡Pobre Brigaut! corrió como un perro siguiendo la diligencia y mirando á Petra hasta que pudo. A pesar de los signos de la pequeña bretona, corrió toda una legua fuera de la ciudad; y cuando no pudo más, sus ojos arrojaron una última mirada mojada en lágrimas á Petra, que también lloró al perderle de vista. Petra se asomó á la ventanilla y volvió á hallar á su amigo de pié y viendo huir el desvencijado carruaje.

 

Los Lorrain y Brigaut ignoraban tanto lo que es la vida, que la Bretona no tenia ni. un sueldo al llegar á París. El conductor, á quien la niña hablaba de sus parientes ricos, pagó por ella el gasto de la posada .en París, se hizo rembolsar por el conductor del coche de Troyes encargándole entregar á Petra á su familia y de seguir el reembolso, absolutamente lo mismo que por una caja de acarreo.

 

Cuatro días después de su partida de Nantes, hacia las nueve de la mañana, un lunes, un buen conductor, grueso, y viejo de las Mensajerías reales, tomó á Petra por la mano y mientras se descargaban en la calle grande, los viajeros y artículos destinados al despacho de Provins, la acompañó sin más equipaje que dos vestidos, dos pares de medias y dos camisas, ala casa de la señorita Rogron, que le fue indicada por el director de la oficina.

 

—Buenos días, señorita y la compañía, dijo el conductor; os traigo una prima, que está aquí; es á .fe mía muy linda. Tenéis que. darme cuarenta y siete francos. Aunque vuestra pequeña no lleva bulto consigo, hacedme el favor de firmarme la hoja.

 

La señorita Silvia y su hermano se entregaron á su alegría y á la sorpresa.

 

—Dispensad, dijo el conductor, mi coche espera, firmad la hoja, dadme cuarenta y siete francos sesenta céntimos... y lo que queráis para el conductor de Nantes y para mi, que hemos cuidado á la pequeña como á una hija nuestra. Hemos adelantado todos los gastos de dormir, comer, el asiento hasta Provins y algunas otras cositas.

 

—¡Cuarenta y siete francos doce sueldos!... dijo Silvia.

 

—¿Vais á regatear? exclamó el conductor.

 

—¿Pero y la factura? dijo Rogron.

 

—¿La factura? aquí está la hoja.

 

—Antes no habrás acabado tus razones; ¡paga! dijo Silvia á su hermano; ya ves perfectamente que no te queda más recurso que pagar.

 

Rogron fue en busca de cuarenta y siete francos y doce sueldos.

 

—Y no hay nada para nosotros, ¿mi compañero y yo? dijo el conductor.

 

Silvia sacó cuarenta  sueldos de las profundidades de su viejo saco de terciopelo, en donde hacían ruido las llaves.

 

—¡Gracias! guardadlos, dijo el conductor. Preferimos haber tenido cuidado de la niña por ella misma. Tomó la hoja y salió diciendo á la gruesa criada:

 

—.¡Esto es una cabaña! ¡Veo que no solo Egipto tiene cocodrilos como este!...

 

—Estas gentes son muy groseras, dijo Silvia que oyó las anteriores palabras.

 

—¡Caramba! ¡si han cuidado á la pequeña! contestó Adela poniendo los brazos en jarras.

 

—¡Eh! no estamos destinados á vivir con él dijo Rogron.

 

Tal fue la llegada y la recepción de Petra Lorrain en casa de sus primos, que la miraban como sorprendidos, en donde fue echada como un paquete, sin transición alguna, entre el  deplorable cuarto en donde vivía en el establecimiento de Santiago cerca de sus abuelos, y el comedor de sus primos, que le pareció el de un palacio. Estaba allí cortada y avergonzada.

 

Para cualesquiera que no hubiesen sido aquellos ex-merceros, la pequeña Bretona hubiera sido adorable con su jubón de buriel azul burdo, con su delantal de percalina color de rosa, sus grandes zapatos, sus medias azules, su pañuelo blanco en el cuello, las manos encarnadas envueltas en mitones de punto de lana rojos, bordados de blanco, que el conductor le había comprado. ¡Efectivamente! su pequeña papalina bretona que se le había lavado y planchado en París (pues se había ajado en el trayecto de Nantes) formaba como una aureola á su alegre semblante. Esta gorra nacional, de fina batista, guarnecida de un encaje tieso plegado en grandes canales, merecerla una descripción; tan coquetona y sencilla es esta prenda.

 

La luz á través de la tela y del encaje produce una penumbra, una media luz dulce sobre su tez; le da cierta gracia virginal que buscan los pintores en sus paletas, y que Leopoldo Robert ha sabido encontrar para la cara rafaélica de la mujer que tiene un niño en el cuadro de los Moissonneurs. Bajo aquel marco rodeado de luz, brillaba un rostro blanco y rosa, ingenuo, animado por la salud más vigorosa. El calor de la estancia llamóle la sangre á la cara y bordó de fuego las pequeñas orejas, los labios, la punta de la nariz en fin de la niña, y que por oposición, hizo que la tez se presentara más blanca todavía.

 

—¡Y bien! ¿nada nos dices? dijo Silvia. Soy tu prima Rogron y aquél es tu primo.

 

—¿Quieres comer algo? le preguntó Rogron.

 

—¿Cuando saliste de Nantes? preguntó Silvia.

 

—Es muda, dijo Rogron.                 .

 

—Pobre niña, está avergonzada todavía, exclamó la gruesa Adela, abriendo el paquete hecho con un pañuelo por los ancianos Lorrain.

 

—Abraza á tu primo, dijo Silvia.

 

Petra abrazó á Rogron.

 

—Abraza á tu prima, dijo Rogron.

 

Petra abrazó á Silvia.

 

—Se halla aturdida por el viaje, esta pequeñita; tal vez tiene sueño, dijo Adela.

 

Petra experimentó desde luego por sus dos parientes, una invencible repulsión, sentimiento que  nadie la había inspirado todavía. Silvia y su criada fueron á acostar á la pequeña Bretona en aquel cuarto del segundo piso, en donde Brigaut había visto la cortina de calicó blanco. Había una cama de colegiala con pabellón pintado de azul del que pendía una cortina de percal, una cómoda de nogal sin sobre de mármol, una mesa también de nogal, un espejo, una común mesita de noche sin puerta y tres malas sillas.

 

Las paredes abovedadas hacia adelante, estaban cubiertas de mal papel azul sembrado de flores negras. El suelo pintado y bruñido helaba los pies. No había otra alfombra que una pequeña de orillos, al pié de la cama. La chimenea de mármol común estaba adornada con un espejo, con dos candeleros de cobre dorado, y un vulgar jarro de alabastro en donde bebían dos pichones para figurar las asas, que Silvia tenía en París como adorno de su cuarto.

 

—Estarás bien aquí, ¿hija mía? le dijo la prima.

 

—¡Oh!  esto es muy bonito, contestó la niña con su voz argentina.

 

—No es muy difícil, dijo la gruesa criada murmurando.

 

—¿No es necesario calentarle la cama? preguntó.

 

—Sí, dijo Silvia, las sábanas pueden estar húmedas.

 

Adela trajo una de sus gorras de dormir al propio tiempo que el calentador, y Petra, que hasta entonces había dormido entre sábanas de tela burda bretona, vióse sorprendida por la finura y suavidad  de las sábanas de algodón. Cuando estuvo la niña instalada y acostada, Adela bajando no pudo menos de exclamar:

 

—Su equipaje no vale tres francos, señorita.

 

Después de la adopción de su sistema económico, Silvia hacia quedar á su cocinera en el comedor, á fin de que no  hubiese más que un fuego y una luz. Pero cuando iban el coronel Gouraud y Vinet, Adela se retiraba á la cocina,

 

La llegada de Petra animó el resto de la noche.

 

—Será necesario desde mañana hacerle un equipaje. Nada tiene absolutamente.

 

—No tiene más que los zapatos que lleva puestos y que pesan una libra cada uno, dijo Adela.

 

—En su país se llevan así, dijo Rogron.

 

—¡Cómo miraba su cuarto, que por cierto no es bastante lindo para ser el de una prima vuestra, señorita!

 

—Está bien, callaos, dijo Silvia, ya veis que ella está muy contenta.

 

—¡Dios mío, qué camisas! deben arañarle la piel; nada de esto puede servir, dijo Adela vaciando el paquete de Petra.

 

Amo, señora y criada se ocuparon hasta las diez para decidir de qué tela y de qué precio serian las camisas, cuántos los pares de medias, de qué clase y en qué número los jubones interiores, y en calcular cuánto costaría el ajuar de Petra.

 

—No te bajará de trescientos francos, dijo á su hermana Rogron, que recordaba el precio de cada género y lo sumaba de memoria siguiendo su antigua costumbre.

 

—¡Trescientos francos! exclamó Silvia.

 

—Sí, trescientos francos, calcúlalo.

 

Los hermanos volvieron á empezar sus cálculos y les resultaron trescientos francos sin las hechuras.

 

—¡Trescientos francos de un solo golpe de red! dijo Silvia descansando en una idea bastante ingeniosamente expresada por este modismo proverbial.

 

Petra era una de esas hijas del amor, á las cuales éste ha dotado de su ternura, de su viveza, de su alegría, de su nobleza, de su adhesión; nada había aún alterado ni ajado su corazón que era de una delicadeza casi salvaje, y la acogida de sus parientes la afectó dolorosamente. Si para ella la Bretaña había estado llena de miseria, había estado también llena de cariño. Si los ancianos Lorrain fueron los comerciantes más inhábiles, eran en cambio las personas más afectuosas, las más francas, las más cariñosas del mundo, como toda la gente sin cálculo.

 

En Pen-Hoël, su nieta no había tenido más educación que la de la naturaleza. Petra iba á su antojo en lancha por los estanques, corría por las afueras y por los campos en compañía de Santiago Brigaut, su compañero, absolutamente, lo mismo que Pablo y Virginia. Agasajados, acariciados por todo el mundo, libres como el aire, corrían detrás de las mil alegrías de la infancia: en verano iban á ver pescar, cogían insectos y ramilletes de flores; en. invierno hacían resbaladeros, edificaban palacios, monigotes ó bolas de nieve, con las cuales se peleaban. Siempre eran los bienvenidos, en todas partes recibían sonrisas.

 

Cuando vino el tiempo de aprender, llegaron los desastres. Sin recursos después de la muerte de su padre, Santiago fue puesto por sus parientes como aprendiz en casa de un carpintero, mantenido por caridad, como más tarde Petra lo fue en el establecimiento de Santiago. Pero, hasta en este hospicio particular, la linda Petra había sido festejada, acariciada y protegida por todos.

 

Aquella niña, acostumbrada á tanto cariño, no hallaba en casa de sus parientes tan deseados, en casa de sus parientes tan ricos, aquel aire, aquella palabra, aquellas miradas, aquellas atenciones que todo el mundo, bástalos conductores de diligencia habían tenido con ella. Por eso su sorpresa, que en sí ya era grande, se complicó con el cambio de la atmósfera moral en la cual entraba. El corazón  tiene de repente calor ó frió como el cuerpo. Sin saber porqué, la pobre niña tuvo gana de llorar: estaba muy cansada y se durmió.

 

Acostumbrada á madrugar, como lodos los niños educados en el campo, Petra se levantó al día siguiente dos horas antes que la cocinera. Vistióse, anduvo por el cuarto situado encima del de su prima, miró la pequeña plaza, probó de bajar, quedó estupefacta de la hermosura de la escalera; examinó en todos sus detalles, los cobres, los adornos, las pinturas, etc. Después bajó y no pudo abrir la puerta del jardín; volvió á subir, bajó segunda vez cuando Adela estuvo levantada y saltó al jardín, del cual tomó posesión corriendo hasta la orilla del río, sorprendiéndose al ver el kiosko y al entrar en él; tuvo que ver y que admirarse de lo que veía hasta que se levantó su prima Silvia. Durante el almuerzo ésta le dijo:

 

—¿Eres pues tú, mi pequeña, quien trotaba desde el amanecer  por la escalera y hacia tanto ruido? Me has despertado de modo que no me he podido volver a dormir. Será necesario ser muy juiciosa, muy gentil y divertirse sin hacer ruido; á tu primo no le gusta el ruido.

 

—Tendrás también cuidado con los pies, dijo Rogron. Has entrado-con los zapatos sucios en el kiosko y has dejado tus pasos escritos en el entarimado. A tu prima le gusta mucho la limpieza. Una niña grandecita como tú debe ser limpia. ¿Tú no lo eras, pues, en Bretaña? Pero es verdad, cuando yo iba á comprar hilo, aquello daba lástima verlo, aquellos salvajes! Al menos, tiene buen apetito, dijo Rogron mirando á su hermana,. cualquiera diría que no ha comido en tres días.

 

Así es que desde el primer momento, Petra se vio herida por las observaciones de sus primos, herida sin saber por qué. Su recta y franca naturaleza, hasta entonces abandonada  á  sí misma,  desconocía la reflexión. Incapaz de conocer en qué faltaban sus primos, debió verse lentamente instruida por sus sufrimientos.

 

Después del almuerzo, sus primos, contentos de la sorpresa que manifestaba Petra, y con ansia de gozarse en ella, le enseñaron su magnífico salón, para acostumbrarle á respetar sus suntuosidades.

 

Como consecuencia de su aislamiento, y obligados por esta necesidad moral á interesarse por cualquier cosa, los célibes se ven conducidos á reemplazar las afecciones naturales por afecciones ficticias, á querer perros, gatos, monos, á su criada ó a su confesor, etc. Por eso Rogron y Silvia habían llegado á un amor inmoderado por su mobiliario y por su casa, que tan caros les habían costado.

 

Silvia había concluido, todas las mañanas, por ayudar á Adela, hallando que no sabia limpiar los muebles, cepillarlos y mantenerlos siempre en su lustre de nuevos. Aquella limpieza fue presto una ocupación para ella. Por eso los muebles, en vez de desmerecer, ganaban en su valor. Servirse de ellos sin usarlos, sin mancharlos, sin arañar la madera, sin empañar el barniz, éste era el problema. Aquella ocupación pasó muy pronto á la categoría de manía de solterona. Silvia tenia en un armario trapos de lana, cera, barniz y cepillos, que aprendió á manejar como un ebanista; tenia sus plumeros, sus paños de mano; en una palabra, frotaba sin correr peligro de hacerse daño, era muy fuerte. La mirada de su ojo azul, frió y rígido como el acero, se deslizaba á todas horas por encima de los muebles; así es que os hubiera sido más fácil hallar en su corazón una cuerda sensible, que un poco de polvo en un balancín.

 

Después de lo que se había dicho en casa de madame Tiphaine, le era imposible á Silvia retroceder delante de los trescientos francos. Durante la primera semana, Silvia estuvo pues enteramente ocupada y Petra incesantemente distraída, con las ropas á encargar, á probar, con las camisas, los jubones interiores para cortar; haciendo coser á las obreras á jornal; Petra no sabía coser.

 

—¡Ha sido lindamente educada! dijo Rogron. ¿Tú nada sabes hacer, pues, mi pequeña cierva?

 

Petra, que no sabia más que amar, hizo. por toda contestación un lindo gesto de niña.

 

—¿En qué pasabas, pues, el tiempo en Bretaña? le preguntó Rogron..

 

—Jugaba, contestó ingenuamente. Todos jugaban conmigo. Mis abuelos me contaban historias. ¡Ah! me querían mucho:

 

—¡Ah! contestaba Rogron. Así tú hadas de las tuyas.

 

Petra no comprendió á su primo y se contentó con abrir mucho los ojos.

 

—Es tonta como un alcornoque, dijo Silvia á la señorita Borain, la más hábil trabajadora de Provins.

 

—¡Es tan joven! dijo la obrera mirando á Petra, cuya pequeña y fina boca estaba inclinada hacia ella con un gesto gracioso.

 

Petra prefería las obreras á sus dos parientes: era coqueta con ellas, las miraba trabajando, les decía esas lindas palabras, las flores de la infancia que comprimían ya con el miedo Rogron y Silvia, porque les gustaba imprimir á sus  subordinados  un terror saludable.

 

—¡Esta niña va á costamos un ojo de la cara! decía Silvia á su hermano.

 

—¡Estate quieta, pues, pequeña! ¡Qué diantre, es para ti, no lo hacemos esto para mi, decía la prima á Petra, cuando se le tomaba medida de alguna pieza.

 

—Deja trabajar á la señorita Borain, ¡como no eres tú la que tendrá que pagar su jornal! le decía al verla pedir alguna cosa á la primera obrera.

 

—Señorita, decía ésta, se ha de coser á pespunte esto?

 

—Sí, cosedlo sólidamente, no tengo ganas de hacer todos los días semejante gasto.

 

Sucedió con la prima lo que había sucedido con la casa.. Fue preciso vestir á Petra mejor que á la pequeña de Mad. Garceland. Tuvo borceguíes á la moda de piel bronceada, como los tenia la pequeña Tiphaine. Tuvo medias, de algodón superfino, un corsé de la mejor hechura, un vestido de reps azul, una linda gorra forrada de tafetán blanco, siempre para luchar con la niña de Mad. Julliard la joven.

 

El interior estuvo de todo punto en consonancia con el exterior, tanto temía Silvia el examen y el golpe de vista de las madres de familia. Petra tuvo lindas camisas de madapolán.

 

La señorita Borain dijo que las niñas de la señora del sub-prefecto llevaban pantalones de percal bordados y guarnecidos, la última elegancia, en fin. Petra tuvo pantalones con una especie de puños más elegantes todavía.

 

Se encargó una magnífica capota de terciopelo azul forrada de raso blanco, parecida á la de la pequeña Martener. Con lo cual se consiguió que Petra fuese la niña más deliciosa de Provins.

 

El domingo en la iglesia, al salir de misa, todas las señoras la abrazaron. Las de Tiphaine, Garceland, Galardón, Auffray, Lesourd, Martener, Guepin, Julliard, acariciaron á la encantadora Petra. Semejante resultado halagó el amor propio de la vieja Silvia, que en su obra de caridad, veía menos á Petra que al triunfo de su. orgullo. No obstante, Silvia debía terminar por ofenderse del éxito de su prima, y he aquí cómo: se le pedía á Petra, y siempre, para triunfar de aquellas señoras, ella se la enviaba. La sencilla niña no disimulaba los placeres de que disfrutaba en casa de las señoras Tiphaine, Martener, Galardon, Julliard, Lesourd, Auffray, Garceland, cuyas amistades contrastaban de una manera extraña con la manera de tratarla de sus primos. Una madre hubiera estado contenta de la felicidad de su hija, pero los Rogron habían tomado á Petra para ellos y no por ella: sus sentimientos, lejos de ser paternales, estaban infectados de egoísmo y de una especie de explotación comercial.

 

El bonito equipaje, las.hermosas ropas de los domingos y las de diario, empezaron la desgracia de Petra. Como todos los niños libres en sus diversiones y acostumbrados á seguir las inspiraciones de su fantasía, usaba con una prontitud espantosa zapatos, borceguíes, vestidos, y sobre todo suís pantalones. Una madre, al corregir á su hijo, no piensa sino en él: su palabra es dulce, no habla gordo sino en el último extremo y cuando el niño tiene faltas; pero en la gran cuestión dle los vestidos, los escudos de los dos primos era la primera razón: se trataba de ellos y no de Petra.

 

Los niños tienen el olfato de la raza canina para las faltas de los que los gobiernan: sienten admirablemente si son queridos o únicamente tolerados. A los corazones puros les llaman más la atención los matices que los cosntrastes: un niño no comprende todavía el mal, pero sabe cuándo se toca al sentimiento de lo bello que la naturaleza ha puesto en él.

 

Los consejos que recibía Petra acerca el comportamiento que deben tener las jóvenes bien educadas, respecto á la modestia y á la economía, eran el corolario de este tema principal: Petra nos arruina!

 

Todas estas mezquindades que tuvieron para Petra un funesto resultado, condujeron otra vez á los dod célibes hacia su antigua costumibre comercial, de la que los había distraído su establecimiento en Provins y en la cual iban á espaciarse y florecer.

 

Acostumbrados á mandar, á hacer observaciones, á gobernar, á reprender ásperamente a los dependientes, Rogron y su hermana perecían por falta de víctimas.

 

Los espíritus mezquinos :tienen necesidad del despotismo para el juego de sus nervios, como las grandes almas tienen sed de legalidad para las funciones de su corazón. Porque los seres miserables se extienden tan bien por medio de la persecución como por la beneficencia; pueden justificar su poder por medio de un imperio cruel ó caritativo sobre el otro, pero se inclinan hacia el lado á que les impele su temperamento. Añadid á esto el móvil del interés, y tendréis el enigma de la mayor parte de los misterios sociales.

 

Desde entonces Petra se había hecho extremadamente necesaria á la existencia de sus dos primos. Desde su llegada, los Rogron habían estado ocupados en la confección de las ropas, despue´s entretenidos por esa especie de nudo que se observa los primeros días que se tiene un forastero en casa. Toda cosa nueva, un sentimiento y aún una dominación, tien que tomar sus pliegues.

 

Silvia empezó por llamar á Petra mi pequeña; dejó el mi pequeña para llamarla Petra á secas. Las reprensiones agridulces al principio, se hicieron vivas y duras. Desde que entraron en este camino, hicieron los hermanos rápidos progresos: ya no se fastidiaban. Aquello no fue el complot de seres malos y crueles, fue el instinto de una imbécil tiranía.

 

Los hermanos se creyeron útiles á Petra como en otro tiempo se creían útiles á sus aprendices. Petra, cuya sensibilidad verdadera, noble, excesiva, era el antípoda del carácter seco de los Rogron, tenía horror á los reproches; estaba tan vivamente afectada, que en seguida dos lagrimas mojaban sus puros ojos. Tuvo que combatir, mucho en su interior antes de reprimir su adorable viveza, que tanto gustaba á todo él mundo; la desplegaba en la de las madres de sus amiguitas; pero en casa, hacia el fin del primer mes, empezó a parecer parada y Rogron le preguntó si estaba enferma. Al oír tan extraña pregunta, saltó al extremo del jardín para llorar á la orilla del río, en donde cayeron sus lágrimas cómo ella debía caer en el torrente social.

 

Un día, á pesar de sus cuidados, la niña rompió un bonito vestido de reps en casa Mad. Tiphaine, en donde había ido á jugar. Púsose á llorar inmediatamente previendo la cruel reprensión que la esperaba en su casa. Habiéndosele hecho varias preguntas, se le escaparon en medio de las lágrimas algunas palabras acerca de su terrible prima. La hermosa madame Tiphaine tenía reps igual, y cambió la pieza por sí misma.

 

La señorita Rogron supo la partida que, siguiendo su expresión, le había jugado aquella satánica niña. Desde aquel momento no permitió que Petra fuese más á casa de esas señoras.   

 

La nueva vida que iba á llevar. Petra en Proyins, debía dividirse en tres fases muy distintas. La primera, aquella en que tuvo una especie de felicidad á intervalos, por las frías caricias de los dos hermanos y las reprensiones, ardientes para ella, duró tres meses. La prohibición de ir á ver á sus amiguitas, apoyada en la necesidad de aprender todo lo que debe saber una joven bien educada, terminó la primera fase de la vida de Petra en Provins, el único tiempo durante el cual la existencia le pareció soportable.

 

Estos movimientos, interiores producidos en casa los Rogron por la permanencia de Petra, fueron estudiados por Vinet y por el coronel con la precaución de las zorras proponiéndose entrar en un gallinero, inquietos de ver allí una persona nueva. Los dos iban de cuando en cuando para no asustar á la señorita Silvia, hablaban con Rogron de varios asuntos y se iban introduciendo en la casa con una reserva y maneras que el gran Tartufe hubiera admirado.

 

El coronel y el abogado pasaron la velada en casa de Rogron el mismo día en que Silvia se había negado, con términos muy amargos, á que Petra fuese á a casa de Mad. Tiphaine. Al conocer esta negativa, el coronel y el abogado se miraron como gentes que conocían Provins.

 

—Positivamente ha querido haceros una tontería, dijo el abogado. Hacía mucho tiempo que habíamos prevenido á Rogron lo que os ha sucedido. Entre estas gentes nada bueno puede irse á buscar.

 

—¿Qué se puede esperar del partido antinacional? exclamó el coronel retorciéndose el bigote é interrumpiendo el abogado. Si nosotros hubiésemos procurado separaros de ellos, hubierais creído que teníamos motivos de odio para hablaros así. Pero porqué señorita, si os gusta hacer vuestra partidita, no habéis de jugar por la noche el boston en vuestra casa? Es imposible por ventura reemplazar á esos tunantes de Julliard? Vinet y yo sabemos el boston, acabaremos por encontrar un cuarto. Vinet puede presentaros á su señora; es muy amable, y, además, es una Chargeboeuf. Vos no haréis como esos monos de la ciudad alta, no pediréis tocados de duquesa á una buena señora de su casa que la infamia de su familia obliga á hacer los quehaceres domésticos; y que reúne el valor de un león á la mansedumbre de un cordero.

 

Silvia Rogron enseñó sus largos dientes amarillos sonriendo al coronel, que sostuvo muy bien aquel fenómeno horrible, y tomó aun un aire así, de galán.

 

—Si no somos más que cuatro, el boston no tendrá lugar todas las noches, contestó ella.

 

—Qué queréis que haga un viejo regañón como yo sin más trabajo que comerme mis pensiones? El abogado está libre todas las noches. Además tendréis gente, yo os lo prometo, añadió con aire misterioso.

 

—Bastaría, dijo Vinet, colocarse francamente contra los ministeriales de Provins y sostenerse frente á frente; veríais como se os quiere en Provins, tendríais toda la gente que quisierais. Haríais rabias á Tiphaine oponiéndole vuestro salón. Además, nos reiríamos de ellos si ellos se ríen de nosotros, pues la clique no deja de aprovechar todas las ocasiones para ocupársele vos.

 

—¿Cómo? dijo Silvia.

 

En provincias existe mas de una válvula por donde se escapan las chismografías de una sociedad á la otra. Vinet había sabido todo lo que se había dicho de los Rogron en los dos salones, de los cuales estaban los merceros definitivamente desterrados. El juez suplente, el arqueólogo Desfondrilles, no pertenecía á partido alguno. Este juez, como algunas otras personas .independientes, siguiendo la costumbre de provincias, contaba todo lo que oíia decir, y Vinet había sacado: su partido de esas charlatanerías. El malicioso abogado envenenó las bromas de Mme. Tiphaine al repetirlas. Revelando las .m-istuic-.aciones á que Rogron y Silvia se habían prestado, encendió la cólera de aquellas dos naturalezas secas, que querían un alimento para sus pequeñas pasiones.

 

Algunos días después, Vinet trajo á su mujer, persona bien educada, tímida, ni fea ni linda, muy amable y muy afectada por su desgracia. Mme. Vinet era rubia, un poco fatigada por los cuidados de su casa, y muy sencillamente vestida. Ninguna mujer podía gustar más á Silvia.

 

Mme. Vinet soportó las maneras de Silvia y se amoldó á ellas, como mujer acostumbrada á moldarse á las circunstancias. Tenía en su frente abultada, en sus megillas de rosa de Bengala, en su mirada lenta y tierna, las huellas de esas meditaciones profundas, de ese pensamiento perspicaz que las mujeres acostumbradas á sufrir sepultan en un silencio absoluto.

 

La influencia del coronel, que desplegaba para Silvia gracias cortesanas arrancadas en apariencia á su grosería militar, y la del astuto Vinet, alcanzaron muy pronto a Petra. Encerrada en casa todo el día, ó no saliendo más que en compañía de su vieja prima Petra, aquella graciosa ardilla, vióse á cada momento atacada por un:

 

—No toques eso, ¡Petra! y por esos sermones continuos acerca dela manera de portarse y de presentarse. Petra se inclinaba hacia, adelante y doblaba un poco la espalda, su prima la quería derecha como ella, que parecía un soldado presentando las armas a su coronel; le daba alguna vez golpes en la espalda para enderezarla. La libre y alegre hija del Marais, aprendió á reprimir sus movimientos, á presentarse como un autómata.

 

Una noche, que señaló el. principio del segundo período, Petra, á quien los tres tertulianos no habían visto en el salón durante la velada, fue á abrazar á sus parientes ya saludar ala compañía antes de acostarse. Silvia adelantó fríamente su mejilla á aquella encantadora niña, como para desembarazarse de su beso. El gesto fue tan cruelmente significativo, que corrieron las lágrimas de Petra.

 

—¿Estás incómoda, mi pequeña Petra? le dijo el atroz Vinet,

 

—¿Qué tenéis pues? le preguntó severamente Silvia.

 

—Nada, dijo :la pobre niña, yendo á abrazar, á su primo.

 

—¿Nada? repuso Silvia, No se llora sin motivo.

 

—¿Qué tenéis, mi hermosa niña? le dijo Madame Vinet.

 

—Mi prima rica no me trata tan bien como mi abuela pobre.

 

—Vuestra abuela os ha quitado la fortuna, dijo Silvia, y vuestra prima os dejará la suya.

 

El coronel y el abogado se miraron de soslayo.

 

—Prefiero ser robada y querida, dijo Petra.

 

—Pues bien, se os volverá á mandar allá de donde habéis venido.       .

 

—¿Pero qué ha hecho pues esa pobre niña? dijo Mme. Vinet.

 

Vinet echó sobre su esposa esa terrible mirada, fija y fría de las personas que ejercen un dominio absoluto. La pobre señora incesantemente castigada por no haber tenido la única cosa que se quería de ella, una fortuna, volvió á tomar sus cartas.

 

—¿Qué ha hecho? exclamó Silvia levantando la cabeza con un, movimiento tan brusco que los alelíes amarillos de su gorra se agitaron. No sabe qué inventarse para contrariaros: ha abierto mi reloj para ver la máquina, ha tocado una rueda y ha roto el muelle real. La señorita nada escucha. Todo el día me ocupo en recomendarle que tenga cuidado, es como si hablase con esta lámpara.

 

Petra avergonzada de verse reprendida delante de gente extraña, salió sin hacer ruido.

 

—Yo me pregunto como debo hacerlo para dominar el atolondramiento de esta niña, dijo Rogron.

 

—Tiene demasiada edad para meterla en un colegio, dijo Mme. Vinet

 

Una nueva mirada de Vinet impuso silencio á su esposa, á la cual se había guardado, mucho de confiar sus planes y los del coronel, acerca de los dos célibes.

 

—¡He aquí lo que es encargarse de hijos de otro! exclamó el coronel. Podríais todavía tenerlos vuestros, vos ó vuestro hermano, por qué no os casáis uno ú otro?

 

Silvia miró muy agradablemente al coronel; encontró por la primera vez de su vida un homore, á quien la idea de que ella pudiese casarse no le parecía absurda.

 

—Mme. Vinet tiene razón, exclamó Rogron, esto tendría sujeta á Petra, üh maestro nadeberia costar mucho.

 

La palabra  del coronel preocupaba de tal manera a Silvia, que no contestó á Rogron.

 

—Si quisieseis prestar tan solo la fianza del diario de oposición de que hablábamos, hallaríais, un maestro para vuestra primita, en el editor responsable; tomaríamos á ese pobre maestro de escuela, víctima de las iras del clero. Mi mujer tiene  razón; Petra es un diamante en bruto que es necesario pulir, dijo Vinet a Rogron.

 

—Yo creía que erais barón, dijo Silvia al coronel, durante el tiempo de dar y después de una larga pausa, durante la cual cada jugador quedo pensativo.

 

—Si; pero nombrado en 1814 después de la batalla de Nangis, en donde mi regimiento hizo milagros, tenía yo el dinero y las protecciones necesarias para hacerme despachar en la Cancillería? Será de la baronía lo que dell] grado de general que obtuve en 4815, es necesario una revolución para que me lo devuelvan.

 

—Si pudieseis garantizar la fianza por medio de una hipoteca, contestó por fin Rogron, yo podría hacerla.

 

—Esto se puede arreglar con Gournaot, repuso Vinet. El diario traerá el triunfo del  coronela hará vuestro, salón más poderoso que el de Mme. Tiphaine y consortes.

 

—¿Cómo será  eso?  preguntó  Silvia.

 

En el momento que, mientras su mujer daba las cartas, el abogado explicaba la importancia que Rogron, el coronel y él alcanzarían con la publicación de una hoja independiente para el distrito de Provins, Petra se deshacía en lágrimas; su corazón y su inteligencia estaban de acuerdo; le parecía que su prima era mucho más culpable que ella.

 

La niña del Marais comprendía instintivamente como la caridad, la beneficencia deben ser absolutas.

 

Odiaba sus trajes y todo cuanto se hacía para ella. Se le vendían los beneficios demasiado caros. Lloraba de despecho de haber dado motivo á ello, y tomaba la resolución de portarse de manera que reduciría al silencio á sus dos parientas; pobre niña!

 

Creía que su desgracia había llegado ya al colmo y no sabía que en aquel momento se decidía en el salón un nuevo infortunio para ella. En efecto, algunos días después Petra tuvo un maestro de escritura. Debía aprender á leer, á escribir y á contar.

 

La educación de Petra produjo grandes estragos en casa de los Rogron. Estos consistían en la tinta por las mesas, los muebles y los vestidos; después los cuadernos de escritura, las plumas esparcidas por todas parles, la arenilla en las ropas, los libros rotos, desencuadernados, mientras la niña aprendía sus lecciones. Se le habló ya; y en qué términos! de la necesidad de ganar su pan, de no vivir á costa de nadie. Oyendo aquellos horribles avisos. Petra sentía un dolor en la garganta; se le hacía una contracción violenta, su corazón palpitaba precipitadamente.

 

Veíase obligada á ocultar su llanto, porque se la pedía cuenta de sus lágrimas como de una ofensa hecha á las bondades de sus magnánimos parientes.

 

Rogron había encontrado la vida que le era propia: reñía á Petra como en otro  tiempo á sus dependientes: iba á buscarla en medio de sus juegos para obligarla á estudiar, le hacía repetir sus lecciones, era un feroz maestro de escuela de aquella pobre niña.

 

Silvia por otro lado consideraba como un deber enseñarle lo poco que ella sabía de labores. Ni Rogron ni su hermana tenían dulzura en su carácter. Aquellas almas pequeñas, que hallaban mi placer real en martirizar á la pobre criatura, pasaron insensiblemente de la amabilidad á la severidad más excesiva. Esta severidad provino  de la pretendida mala voluntad de la niña, que habiendo empezado tarde tenía poco desarrollada la inteligencia.

 

Sus maestros ignoraban el arte de dar á las lecciones una forma apropiada á la comprensión de la discípula, lo que señala la diferencia que existe entre la educación particular y la pública. De modo, que la culpa era menos de Petra que de sus parientes. Empleó pues mucho tiempo en aprender los elementos. Por nada, se veía llamada bestia y estúpida, tonta y desmañada.

 

Petra, incesantemente maltratada de palabra, no vio en sus dos parientes más que miradas frías; ella tomó la actitud encantada de las ovejas; no se atrevió á hacer cosa alguna al ver sus actos mal juzgados, mal recibidos, mal interpretados. En cualquier cosa esperaba la buena nueva, las órdenes de su prima; guardó sus pensamientos para ella, y se encerró en una obediencia pasiva. Sus brillantes colores empezaron á apagarse. Decía de vez en cuando que sufría.

 

Cuando su prima la preguntó:

 

—¿En donde te duele? la pobre pequeña, que sentía, dolores generales, contestó:

 

—En todo el cuerpo.

 

—¿Se ha visto jamás quejarse de todo el cuerpo? ¡Si os doliese todo el cuerpo estaríais ya muerta! contestó Silvia.

 

—¡Se padece del pecho, decía Rogron el epiloguista, se tiene dolor .de muelas, de cabeza, en el pié, en el vientre; pero jamás se ha visto tener mal en todas partes! ¿Qué es eso de todo el cuerpo? Tener mal por todo, es no tenerlo en parte alguna. ¿Sabes lo que haces? hablar para no decir nada.

 

Petra acabó por callarse al: ver sus ingenuas observaciones de joven, las flores de su naciente espíritu, acogidas por dos lugares comunes que su buen sentido le señalaba como ridículos.

 

—Te quejas y tienes un apetito de fraile! le decía Rogron.                        .

 

La única persona que jamás hería á aquella cara flor tan delicada, era la gruesa criada, Adela. Adela iba á calentar la cama de la niña, pero á escondidas, desde la noche en que, sorprendida proporcionando esta comodidad á la joven heredera de sus amos, Silvia la riñó agriamente.

 

—Es necesario educar á los niños con rigor, así se constituyen los temperamentos fuertes. ¿Es que nos portamos mal mi hermano y yo? dijo Silvia. Haríais de Petra una picheline, palabra del vocabulario Rogron, para pintar las personas enfermizas y lloronas.

 

Las expresiones cariñosas de aquel ángel eran recibidas como fingimientos. Las rosas de afecto que se levantaban tan frescas, tan graciosas en aquella alma joven, y que querían ensancharse en el exterior, eran aplastadas sin piedad. Petra recibía los golpes más duros hacia el lado más tierno de su corazón..

 

Si trataba de dulcificar á aquellas dos naturalezas feroces por medio de caricias, era acusada de entregarse á su ternura por interés.

 

—¡Dime enseguida lo que quieres! exclamó brutalmente Rogron, de fijo que no me acaricias por nada.

 

El hermano ni la hermana admitían el afecto, y Petra era todo afecto.

 

El coronel Gouraud, para agradar á la señorita Rogron, le daba la razón en todo lo que se refería á Petra. Vrnet apoyaba igualmente á los dos parientes en todo lo que decían contrario á la nina; atribuía todos los pretendidos disparates de aquel ángel a la terquedad del carácter bretón, y suponía que ningún poder, ninguna voluntad, podría salirse con la suya.

 

Rogron y su hermana eran adulados con una finura excesiva por aquellos dos cortesanos, que habían acabado por conseguir de Rogron la fianza del diario:

 

El Correo de Provins, y de Silvia acciones por cinco mil francos. El coronel y el abogado empezaron su campaña. Colocaron cien acciones de quinientos francos entre los electores propietarios de bienes nacionales á quienes los diarios liberales hacían concebir temores, entre los arrendatarios y entre la gente llamada independiente. Por fin extendieron sus ramificaciones por el distrito, y mas allá, por algunos municipios limítrofes.

 

Cada accionista fue naturalmente suscritor. Después los anuncios judiciales y otros se dividieron entre La Colmena y El Correo.

 

El primer número del diario hizo un pomposo elogio de Rogron.. Rogron fue presentado como el Laffite de Provins.

 

Cuando la opinión pública tuvo una dirección, se vio fácilmente que las próximas elecciones serían empeñadas. La bella Mad. Tiphaine estaba desesperada.

 

—Yo, decía al leer un artículo dirigido contra ella y Julliard, he olvidado desgraciadamente que nunca falta un pícaro cerca de un tonto, y que la nulidad atrae siempre un hombre de talento de la especie de las zorras.                                             .

 

Desde que el diario vio la luz en un radio de veinte leguas, Vinet tuvo un frac nuevo, botas,  chaleco y pantalones decentes. Enarboló el famoso sombrero gris de los liberales y dejó ver su camisa. Su mujer tomó una criada y se presentó vestida como debía ir la mujer de un hombre influyente. Tuvo lindos sombreros.

 

Vinet. fue agradecido por cálculo. El. abogado y su amigo Cournant, el notario de los liberales y antagonista de Mr. Auffray, se hicieron consejeros de los Rogron, á quienes prestaron dos grandes servicios. Los contratos hechos por Rogron padre, en 1815 y en muy malas circunstancias, iban á espirar. La horticultura y el cultivo en general habían adquirido enorme desarrollo alrededor de Provins. El abogado y el. notario hicieron todas las gestiones para procurar á los Rogron un aumento de mil cuatrocientos francos en las rentas de los nuevos arrendamientos.

 

Vinet ganó dos pleitos relativos á plantaciones de árboles contra dos municipios, en los cuales se trataba de quinientos álamos. El dinero que éstos produjeron, el de las economías de los Rogron, que durante tres años colocaban seis mil francos á elevado interés, fue muy hábilmente empleado en la compra de varios terrenos.

 

En fin, Vinet emprendió y consiguió la expropiación de algunos pertenecientes á los labradores á quienes Rogron padre había prestado dinero y se habían matado en vano cultivando y cuidando sus tierras para poder pagar. El desmembramiento en el capital de los Rogron causado por la construcción de la casa, fue,  pues, muy pronto reparado. Sus bienes situados alrededor de Provins, escogidos por su padre, como saben escoger los posaderos, divididos en pequeños cultivos, de los cuales el más considerable no llegaría á cinco yugadas, arrendados á personas con toda seguridad solventes, casi todos propietarios de algún pedazo de tierra, y con hipoteca para seguridad del precio del arriendo, llevaron por San Martín de Noviembre de 1826, cinco mil .francos. Cada uno de los hermanos poseía cuatro mil seiscientos francos en renta del cinco por ciento, y como estos valores tenían prima,  el abogado les rogó que cambiaran dichos valores en tierras, prometiéndoles, con ayuda del notario, no hacerles perder un céntimo de interés en el cambio.

 

Al. fin de este segundo período la vida fue tan dura para Petra, la indiferencia de los concurrentes á la casa y la imbecilidad .gruñona, la falta de cariño de sus parientes, se volvieron-tan corrosivos, sintió de tal. modo soplar sobre ella el húmedo frío de la tumba, que meditó el atrevido .proyecto de marcharse á pié á Bretaña, sin dinero, á encontrar á sus abuelos Lorrain. Dos acontecimientos se lo impidieron. El buen Lorrain falleció y Rogron fue nombrado tutor de su prima por un consejo de familia que tuvo lugar en Provins.

 

Si hubiese sucumbido primero la abuela,  es de creer que Rogron, aconsejado por Vinet, hubiera pedido los ocho mil francos de Petra, reduciendo al abuelo ala indigencia.

 

—Podéis heredar á Petra, le dijo Vinet con una espantosa sonrisa. No se sabe quién ha de vivir y quién ha de morir.

 

Iluminado por esta palabra, Rogron no dejó en paz a la viuda Lorrain, deudora de su nieta, sino después de haber hecho asegurar á Petra la nuda propiedad de los ocho mil francos, por medio de una donación entre vivos, cuyos gastos fueron pagados por él.

 

Petra se vio extraordinariamente sorprendida por aquella desgracia. En el momento que recibía tan terrible golpe, estaba á punto de hacer la primera comunión; otro acontecimiento cuyas obligaciones detuvieron á Petra en Provins.

 

Aquella ceremonia necesaria y tan sencilla, iba á traer grandes cambios en casa de los Rogron. Silvia supo que el Párroco instruía a las niñas Julliard, Lesourd, Garceland y otras. Resintióse su amor propio y quiso tener para Petra al mismo vicario del Cura Peroux, Mr. Habert, un hombre que pasaba por pertenecer á la Congregación, muy celoso por los intereses de la Iglesia, muy temido en Provins y que ocultaba una ambición desmesurada bajo una severidad absoluta de principios.

 

La hermana de este cura, una soltera de cerca treinta años, tenia un colegio de señoritas en la ciudad. Los dos hermanos se parecían; ambos eran flacos, pálidos, tenían el pelo negro y eran de condición áspera.

 

Como bretona nacida en las practicas y la poesía del catolicismo, Petra abrió su corazón y sus oídos á la palabra de aquel imponente cura. Los sufrimientos disponen á la devoción, y casi tudas las jóvenes, impulsadas por una ternura instintiva, inclinan al misticismo el lado profundo de la religión. El cura sembró, pues, la semilla del Evangelio y los dogmas de la Iglesia en un terreno excelente. Cambió completamente las disposiciones de Petra. Esta amó á Jesucristo presentado en la primera comunión  á las jóvenes como un celestial esposo; sus sufrimientos físicos y morales tuvieron un sentido, pues fue instruida á ver en todo el dedo de Dios.

 

Su alma tan profundamente herida en aquella casa, sin que .pudiera acusar á sus parientes, se refugió en una esfera en donde suben todos los desgraciados, sostenidos por las alas de las tres virtudes teologales. Abandonó, pues, la idea de la fuga.

 

A Silvia, extrañada :de la metamorfosis realizada en Petra por Mr. Habert, se le despertó la curiosidad. Desde entonces al propio tiempo que preparaba á Petra para la primera comunión, Mr. Habert conquistó para Dios, el alma hasta entonces extraviada de la señorita Silvia. Esta se hizo pues devota.

 

Denis Rogron, en el cual el pretendido jesuita nada pudo adelantar, pues entonces .el espíritu, de S. M. liberal el Constitucional I, era más fuerte; en ciertas gentes que el espíritu de la Iglesia, Denis permaneció fiel al coronel Gouraud, á Vinet y al liberalismo.

 

La señorita Rogron, hizo naturalmente conocimiento con la señorita Habert, con la cual simpatizó perfectamente.. Aquellas dos solteras se quisieron como dos hermanas que se quieran. La señorita Habert ofreció tomar á Petra en su casa, y evitar á Silvia las incomodidades de una educación; pero. los hermanos contestaron que la ausencia de Petra causaría gran vacío en la casa. El afecto de los Rogron á su pequeña prima pareció de esta manera excesivo.

 

Al ver entrar á la señorita Habert  en h plaza, el coronel Gouraud y el abogado Vinet dieron cuenta al ambicioso vicario, por interés de su hermana, del plan matrimonial formado por el coronel.

 

—Vuestra hermana quiere casaros, dijo el abogado al ex-mercero.

 

—¿Cómo y con quién? dijo Rogron.

 

—Con esa vieja Sibila institutriz, exclamó el viejo coronel acariciando sus bigotes grises.

 

—Pues de nada me ha hablado, contestó ingenuamente Rogron.

 

Una soltera, de carácter absolutista como Silvia había de hacer progresos en .el camino de la devoción. La influencia del cura iba á engrandecerse en aquella casa, apoyada por Silvia, que disponía de su hermano. Los dos liberales que se asustaron, con razón, comprendieron que si el cura había resuelto casar á su-hermana con Rogron, unión infinitamente más razonable que la de Silvia con el coronel, él colocaría á Silvia en las prácticas más violentas de la religión y haría entrar á Petra en un convento. Podían, pues, perder, el premio de diez y ocho meses de esfuerzos, villanías y adulaciones. Viéronse sobrecogidos por un espantoso y sordo aborrecimiento contra el cura y su hermana; y sin embargo, sintieron la necesidad, para seguirles paso á paso, de vivir en armonía con ellos.

 

Los hermanos Habert que sabían el wist y el boston al dinero; la nobleza nada era absolutamente. Gente como Rogron, como Vinet, libraban combates contra el rey de Francia.

 

Bathilde de Ghargeboeuf, no tenía solamente sobre su rival la incontestable ventaja de la hermosura, sino la de la toilette. Era de una blancura admirable. A veinticinco años, sus hombros, completamente desarrollados, sus bellas formas, tenían una plenitud exquisita. La redondez de su cuello, la pureza de sus líneas, la riqueza de su pelo, de un rubio elegante, la gracia de su sonrisa, 1a forma distinguida de su cabeza, el porte y corte de su cara,  sus hermosos ojos perfectamente .colocados bajo una frente bien cortada, sus movimientos nobles y corteses y su. talle todavía esbelto, todo se armonizaba en ella. Tenía muy bonita la mano y pequeño el pie. Su salud le daba tal vez el aire de una linda hija de posada «—pero esto no debía ser defecto .a los ojos de Rogron» decía la hermosa Mad Tiphaine.

 

La señorita de Ghargebceuf se presentó: la primera vez muy sencillamente vestida.. Su vestido de merino oscuro festoneado de un bordado verde, era escotado, pero un pañolito de tul bien sujeto; por medio de cordones interiores, cubríale los hombros, la espalda y el pecho, entreabriéndose sin embargo por delante, aunque el tul estuviese cerrado por una sevigné. Bajo aquel delicado transparente, las bellezas de Bathilde eran más coquetonas, más seductoras. Quitóse el sombrero de terciopelo y el chal al llegar, y enseñó sus lindas orejas adornadas con almendras de oro. Llevaba un pequeño collar de terciopelo, que brillaba sobre su cuello, como el anillo negro que a fantástica naturaleza pone á la cola de un angora blanco.

 

Conocía todas las mañas de las jóvenes casaderas: mover las manos para arreglarse los rizos que no están despeinados, enseñar las muñecas suplicando á Rogron que le abrochase un puño, á lo cual el desdichado, no sabiendo lo que le pasaba, se negó brutalmente, y ocultaba así sus emociones :bajo una falsa indiferencia.

 

La timidez del único amor que aquel mercero debía experimentar en su vida, tuvo todas las apariencias del odio. Silvia, así como Celestina Habert se equivocaron; pero no el abogado, el hombre superior de aquella sociedad estúpida, que no tenía sino al cura por adversario, porque el coronel fue mucho tiempo su aliado.

 

Por un lado, el coronel se portaba con Silvia lo mismo que Bathilde con Rogron. Se ponía camisa blanca todas las noches,.llevaba cuellos de terciope1o, encima de los cuales se destacaba perfectamente su cara marcial, cuesta de relieve por las dos puntas del cuello de la camisa: adoptó el chaleco de piqué blanco y se hizo un gabán nuevo de paño azul, en donde brillaba su roseta encarnada, todo bajo pretexto de hacer honor á la bella Bathilde. Nunca fumaba hasta al cabo de dos horas. Sus cabellos grises fueron replegados, en bucles sobre su cráneo del color del ocre.  Tomó en fin el exterior y la actitud de un jefe de partido, de un hombre que se disponía á echar á tambor batiente á los enemigos de la Francia, los Borbones.

 

El satánico abogado y el astuto coronel, jugaron á los hermanos Habert una partida más cruel aún que la presentación de la hermosa señorita de Ghargeboeuf, juzgada por el partido liberal y en casa los Breautey como diez veces más linda que la linda Mad. Tiphaine. Aquellos dos grandes políticos de pueblo hicieron creer á todo el mundo que Mr. Habert; participaba de todas  sus ideas. Llamado prontamente por el obispado, Mr. Habert vióse privado de asistir á la tertulia de los Rogron; pero su hermana continuó yendo siempre. El salón Rogron quedó desde entonces constituido y se hizo un poder.

 

Hacia mediados de aquel año, las intrigas políticas no fueron menos vivas que las matrimoniales en el salón de los Rogron. Si los intereses sordos escondidos en los corazones, libraron combates encarnizados, la lucha pública tuvo una celebridad fatal.

 

Todos sabemos que el ministerio Villèle fue derribado por las elecciones de 1826. En el colegio de Provins, Vinet, candidato liberal, á quien Mr. Gournant había proporcionado el censo, por medio. de la adquisición de un dominio, cuyo precio quedaba debiéndose, faltó poco para que venciera á Mr. Tiphaine. El presidente no tuvo más que dos votos :de mayoría.

 

A las señoras Vinet y de Chargeboeuf, á Vinet, y al coronel, se reunieron alguna vez Mr. Gournant  y esposa, después el médico Néraud, un hombre cuya juventud había sido muy tempestuosa, pero que veía seriamente la vida; se había dado, según decían, al estudio, y tenía, á juicio de los liberales, muchos más recursos que Mr. Martener. Los Rogron no comprendían su triunfo, como no habían comprendido su ostracismo.

 

La. bella  Bathilde de Chargeboeuf, á quien Vinet presentó á Petra como una enemiga,.estaba horriblemente desdeñosa con ella. El interés general exigía el abatimiento de aquella pobre víctima. Mad. Vinet nada podía hacer por aquella niña, aplastada entre intereses implacables, que había acabado: por comprender. Sin la imperiosa noluntad de su marido, no hubiera ido ya á casa de los Rogron, sufría demasiado al ver maltratar á la linda criatura que se le acercaba adivinando una protección secreta, y le pedía que le enseñase tal ó cual punto ó alguna muestra de bordado. Así daba á comprender que tratada con amabilidad, comprendía y aprendía maravillosamente.

 

Mad. Vinet no fue más útil., ya no volvió á la reunión. Silvia, que acariciaba todavía la idea del matrimonio, vio al fin un obstáculo en Petra: ésta tenía cerca de catorce años, su blancura enfermiza, cuyos síntomas eran descuidados por aquella ignorante solterona, la hacía más encantadora. Silvia concibió entonces la idea de compensar los gastos que le causaba Petra, haciendo de ella una criada. Vinet, corno representante de los Ghargeboeuf, la señorita Habert, Gouraud, todos los concurrentes de influencia aconsejaron á Silvia que despidiese á la gruesa Adela. ¿Petra no hará la cocina y no cuidará la casa? Cuando haya demasiado trabajo se hará ayudar por la mujer que sirve al coronel, persona que sabe mucho y es uno de los cordones azules de Provins.

 

Petra tenía que saber cocinar, fregar, decía el siniestro abogado, barrer, conservar limpia una casa, ir al mercado, aprender el precio  de las cosas. La pobre niña, cuya adhesión igualaba á su generosidad, se ofreció ella misma, dichosa de ganar así el pan tan duro que comía en aquella casa.

 

Adela fue despedida. Petra perdió así la única persona que la hubiera tal vez protegido. A pesar de su fuerza, se vio desde aquel momento abatida física y moralmente. Aquellos dos célibes tuvieron menos atenciones por ella que por una criada. Les pertenecía. Vióse reñida por cualquier tontería, por un poco de polvo olvidado en el mármol de la chimenea o en un globo de cristal. Aquellos objetos de lujo que tanto había admirado, se le hicieron odiosos. A pesar de su deseo de quedar bien, su inexorable prima hallaba siempre algo que reprender en todo lo que hacia.

 

En dos años Petra no recibió un cumplimiento, ni oyó una palabra afectuosa. La felicidad consistía para ella en que no la riñeran. Soportaba con una resignación angelical el humor negro de aquellos célibes, á quienes eran desconocidos enteramente los sentimientos tiernos, y que todos los días les hacían sentir su dependencia. Aquella vida en la cual la joven se hallaba entre los dos merceros como apretada entre los duros labios de una bigornia, aumentó su enfermedad. Experimentó alteraciones interiores tan violentas, dolores secretos tan súbitos en sus explosiones, que su desarrollo se vio inevitablemente contrariado. Petra llegó, pues, lentamente, con espantosos dolores, pero ocultos, á la edad en que la vio su amigo de la infancia, al saludarla en la pequeña plaza con el romance bretón.                 .

 

Antes de entrar en el drama doméstico que la venida de Brigaut determinó en la casa Rogron, es necesario, para no interrumpirlo, explicar el establecimiento del bretón en Provins, porque fue hasta cierto modo un personaje mudo de aquella escena.

 

Al escaparse, no se asustó solamente por el gesto de Petra, sino por el notable cambio que vio en su amiga de la infancia; apenas la hubiera reconocido, á no ser por la. voz, los ojos y los  gestos que le recordaban á su pequeña compañera tan viva, tan alegre y al mismo tiempo tan cariñosa. Cuando estuvo lejos de la casa, las piernas le temblaron; tuvo calor en la espalda. No había visto á Petra, sino á su sombra. Subió á la ciudad alta: pensativo, inquieto, hasta que pudo hallar un sitio desde donde poder ver la plaza y la casa de Petra; contemplóla dolorosamente, perdido en una infinidad de pensamientos, como una desgracia en la cual se entra sin saber cuando concluirá; ¡Petra sufría, no era dichosa, echaba de menos la Bretaña! ¿qué tenía? Todas estas preguntas pasaron y volvieron á pasar por el corazón de Brigaut desgarrándolo, y le revelaron la extensión de su afecto por su pequeña hermana adoptiva.

 

Es sumamente raro que las pasiones entre niños de diferentes sexos subsistan. La bellísima novela de Pablo y Virginia no se opone á la cuestión que envuelve este hecho moral tan extraño, mas que el de Petra y Santiago Brigaut. La historia moderna no ofrece sino la ilustre excepción de la sublime marquesa de Pescaire y de su marido: destinados el uno al otro por sus padres desde la edad de catorce años, se adoraron y  se casaron: su unión dio al siglo diez y seis el espectáculo de un amor conyugal infinito, sin nubes. Habiendo quedado viuda á treinta y cuatro años, la marquesa, hermosa, espiritual, universalmente adorada, despreció reyes y se enterró en un convento, en donde no vivió, no oyó más que á las religiosas.

 

Este amor tan completo se desarrolló en el corazón del pobre obrero bretón. Petra y él se habían protegido mutuamente tantas veces, se había alegrado tantas veces de poderle dar el dinero para el viaje, había estado próximo á morir por haber seguido la diligencia y Petra, nada había sabido. Este recuerdo, había muchas veces endulzado las  horas amargas durante su penosa vida en aquellos tres años. Se había perfeccionado por Petra, había aprendido su oficio por Petra, por Petra había ido á Paris, proponiéndose hacer fortuna. Después de haber estado allí quince días, no había podido resistir al deseo de verla; marchó el sábado por la noche, creyendo llegar el lunes por la mañana; pero la interesante aparición de su amiga, le tenía clavado en Provins. Un admirable magnetismo aun algo contrariado, á pesar de tantas pruebas, obraba en él sin conocerlo; las lágrimas le caían de los ojos al propio tiempo que abundante llanto brotaba de los de Petra. Sí, para ella, él era la Bretaña y la más dichosa infancia; para él, Petra era la vida.

 

A diez y seis años, Brigaut no sabía dibujar ni perfilar una cornisa, ignoraba muchas cosas; pero trabajando en remiendos había ganado cuatro y cinco francos diarios. Podía, pues, vivir en Provins, estaría cerca de Petra, acabaría de aprender su oficio escogiendo para maestro al mejor carpintero de la ciudad, y podría velar por Petra.

 

    En un momento Brigaut tomó su partido. El obrero corrió á París, arreglo sus cuentas, tomó su cartilla, su equipaje y sus útiles. Tres días después era oficial en casa Mr. Frappier, el primer carpintero de Provins. Los obreros activos, arreglados, enemigos de la broma y de la taberna, son bastantes raros para que los maestros no aprecien á un joven como Briffaut. Para terminar la .historia del bretón en este punto: al cabo dé una quincena fue primer oficial, domiciliado, mantenido en casa de Frappier, que le enseñó el cálculo y el dibujo lineal.

 

Este carpintero vivía en la calle principal, á unos cien pasos de la larga plazuela á cuyo extremo está la casa de los Rogron. Brigaut enterró su amor en su alma y no cometió la menor indiscreción. Se hizo contar por Mad. Fappíer la historia de los Rogron; ésta explicóle cómo se había arreglado el viejo posadero para alcanzar la sucesión del buen Auffray. Brigaut tuvo detalles acerca del carácter del mercero Rogron y de su hermana. Sorprendió á Petra en el mercado yendo con su  prima y se estremeció al verle en el brazo una cesta llena de provisiones. El domingo iba á verlas en la iglesia, en donde la bretona se presentaba con todos sus adornos. Allí,  por la primera vez, Brigaut vio que Petra era la señorita Lorrain.

 

Petra vio á su amigo, pero le hizo un signo, misterioso para que permaneciese  oculto. Aquel gesto llevaba consigo un mundo de cosas, lo mismo, que aquel piro, por medio del cual, quince días antes le había obligado á huir.

 

¡Qué fortuna había de hacer en diez años para poderse casar con su amiguita de la infancia, á quien los Rogron debían dejar una casa, cien yugadas de tierra y doce mil libras de renta, sin contar sus economías! El perseverante bretón no quiso probar fortuna sin adquirir los conocimientos que le faltaban. Instruirse en París, ó instruirse en Provins, mientras no se trataba más que de teoría, prefirió quedarse cerca de Petra, á la cual además quería explicar sus proyectos y la especie de protección con que podía contar. En fin, no quería dejarla sin penetrar el misterio de aquella palidez que atacaba ya á la vida en el órgano que es el .último de abandonar, los ojos; sin saber de dónde venían aquellos sufrimientos que le daban el aire de una joven inclinada bajo la guadaña de la muerte, próxima á sucumbir.

 

Aquellos .dos signos interesantes que no desmentían su amistad, pero que recomendaban la mayor reserva, introdujeron el miedo en el alma del bretón. Evidentemente Petra le mandaba que la esperase; pero sin procurar verla; de otro modo había peligro para ella. Al salir de la iglesia pudo dirigirle una mirada, y Brigaut vio los ojos de Petra llenos de lágrimas. El bretón hubiera descubierto la cuadratura del círculo, antes de adivinar lo que había pasado en la casa de los Rogron, después de su llegada.

 

No sin muy vivas aprensiones Petra bajó de su cuarto la mañana en que Brigaut se le había  presentado en su sueño matutino, como otro sueño. Para levantarse y abrir la ventana, la señorita Rogron debía haber oído aquel canto y aquellas palabras bastante de compromiso para los oídos de una solterona: pero Petra ignoraba los motivos que tenían á su prima tan alerta.

 

Silvia tenía poderosísimas razones para levantarse y salir a la ventana. De unos ocho días á aquélla parte, extraños acontecimientos secretos, crueles sentimientos agitaban á los principales personares de la tertulia Rogron. Estos acontecimientos desconocidos, ocultos cuidadosamente por una y otra parte iban a caer como una fría avalancha encima de Petra.

 

Ese mundo de cosas misteriosas, que será tal vez necesario llamar la hez del corazón humano, yacen en la base de las más grandes revoluciones políticas, sociales ó domésticas; pero, al referirlas, quizás es útil en extremo, explicar, que su  traducción algebraica, aunque verdadera, es; infiel tajó el punto de vista de la forma. Estos cálculos profundos no hablan tan brutalmente como los expresa la historia. Querer dar razón de los circunloquios, precauciones, oratorias, largas conversaciones en las cuales el talento oscurece la: luz que él mismo lleva, en las cuales la palabra melosa disimula el  veneno de ciertas intenciones, seria intentar escribir un .libro tan largo como el magnífico poema llamado Clarisse Harlowe.

 

Las señoritas Habert y Silvia tenían iguales deseos de casarse; pero la una contaba d^ez años menos que la otra, y las probabilidades permitían á Celestina Habert pensar que sus hijos poseerían toda la fortuna de los Rogron. Silvia había llegado á los cuarenta y dos años, edad en la cual el matrimonio puede ofrecer peligros. Al confiarse sus ideas para pedirse mutuamente la aprobación, Celestina Habert, guiada por el vengativo abate, había instruido á Silvia acerca de los pretendidos peligros de su situación. El coronel, hombre violento, de una salud militar, solterón de cuarenta y cinco años, debía practicar la moraleja de todos los cuentos de hadas. Fueron felices y tuvieron muchos hijos. Esta felicidad hizo temblar á Silvia, tuvo miedo de morir; idea que persigue constantemente á los célibes.

 

Pero el Ministerio Martignac, esta segunda victoria de la Cámara que derribó al ministerio Villèle, estaba nombrado. E1 partido Vinet iba con la cabeza muy alta en Provins. Vinet, entonces el primer abogado de la ciudad, ganaba todo lo que quería, como vulgarmente se dice. Vinet era un personaje. Los liberales profetizaban su advenimiento, será diputado, procurador general. En cuanto al coronel, será alcalde de Provins. ¡Ah! ¡reinar como reinaba Mad. Garceland, ser la esposa del Alcalde! Silvia no pudo resistir á esta esperanza, quiso consultar un médico, aunque semejante consulta debiese ponerla en ridículo.                                    .

 

Aquellas dos solteronas, la una vencedora de la otra y segura de llevarla atada á la trailla, inventaron una de esas triquiñuelas que las mujeres aconsejadas por un cura, saben tan bien llevar á cabo. Consultar á Mr. Neraud, el médico de los liberales, el antagonista de Mr. Martener, era una falta. Celestina Habert ofreció á Silvia esconderla en su cuarto tocador, y consultar, por sí misma á Mr. Martener, el médico de su colegio, acerca de este particular. Cómplice ó no de Celestina, Martener contestó á su cliente que el peligro existía ya,  aunque débil, en una soltera de treinta años.

 

—Pero vuestra constitución, díjola terminando, os permite no temer cosa alguna.

 

—¿Y para una mujer de cuarenta años cumplidos? dijo la señorita Celestina Habert.

 

—Una mujer de cuarenta años, casada y que ha tenido hijos, nada tiene que temer.

 

—¿Y una soltera honrada, muy buena, como la señorita Rogron, por ejemplo?

 

—¿Honrada? no tiene duda, dijo Mr. Martener. Un parto feliz es entonces uno de esos milagros que Dios se permite, pero muy raras veces.

 

—¿Y por qué? preguntó Celestina Habert..

 

El médico contestó con una descripción patológica espantosa; explicó cómo la elasticidad dada por la naturaleza en la juventud á los músculos, a los huesos, no existe á cierta edad, especialmente .en las mujeres que como la señorita Rogron, su profesión las ha obligado á una vida sedentaria.

 

—¿Siendo así, pasados los  cuarenta años, una soltera virtuosa no debe casarse?

 

—O esperar, contesto el médico; pero entonces esto no es el matrimonio, esto es una asociación de intereses; ¿de otro modo qué sucedería?

 

En fin, resultó de aquella entrevista, clara, seria, científica y razonablemente, que, pasados cuarenta años, una soltera, virtuosa no debe ya casarse. Cuando Mr. Martener hubo salido; la señorita Celestina Habert encontró á la señorita Rogron verde y amarilla: en fin, en un estado lamentable.

 

—¿Amáis,  pues mucho al coronel? le dijo.

 

—Yo esperaba todavía, contestó la solterona.

 

—Pues bien, esperad, exclamó jesuíticamente la señorita Habert, que sabia que el. tiempo haría justicia al coronel.

 

Entretanto la moralidad de aquel matrimonio era dudosa. Silvia fue á sondear su conciencia en  el confesionario. El severo confesor, explicó las opiniones de la Iglesia, que no ve en el matrimonio más que la propagación de la humanidad, que reprueba las segundas nupcias y condena las pasiones sin un fin social. Las perplejidades de Silvia Rogron fueron extremadas. Aquellos combates interiores dieron una fuerza extraña á su pasión y le prestaron el inexplicable atractivo que desde. Eva ofrecen á las mujeres las cosas prohibidas. La turbación de la señorita Rogron no pudo escaparse á la penetrante mirada del abogado.

 

Una noche, después de la partida, Vinet: se acercó á su querida amiga Silvia, le tomó la mano, y fue á sentarse con ella en uno de los sofás.

 

—Vos tenéis algo, le dijo al oído.

 

Ella inclinó tristemente la cabeza. El abogado dejó salir á Rogron, quedó solo con la solterona y la sonsacó.

 

—¡Bien jugado, señor cura! pero has jugado por mi! exclamó para sí, después de haberse enterado de todas las consultas secretas hechas por Silvia, de las cuales la última era la más espantosa.

 

Aquel astuto zorro fue todavía mas terrible que el médico en sus explicaciones; aconsejó el matrimonio pero para dentro unos diez años únicamente, para más seguridad. El abogado juró que toda la fortuna de los Rogron pertenecería á Bathilde. Frotóse las manos, se le alargó el hocico, corriendo hacia las señoras de Chargeboeuf, que había dejado partir con su criado, armado de una linterna.

 

La influencia que ejercía Mr. Habert, médico del alma, Vinet, médico del bolsillo, la contrarrestaba perfectamente. Rogron era muy poco devoto; de este modo el hombre de iglesia y el hombre de leyes, esos dos hábitos negros, se hallaban, como se dice vulgarmente mano a mano. Al saber la victoria alcanzada por la señorita Habert, que creía casarse con Rogron, viendo á Silvia dudando entre el miedo de morir y la alegría de ser baronesa, el abogado entrevió la posibilidad de hacer desaparecer al coronel del campo de batalla. Conocía bastante á Rogron para hallar un medio de casarle con la hermosa Bathilde aquel no había podido resistir los ataques de la señorita de Chargeboeuf, Vinet sabía que la primera vez que Rogron se hallaría solo con Bathilde y él, su matrimonio quedaría decidido. El ex-mercero había llegado al punto de fijar los ojos en la señorita Habert; tanto, miedo tenía de mirar á Bathilde. Vinet acababa de comprender hasta qué punto Silvia amaba al coronel. Conoció cuan grande debía ser la intensidad de semejante pasión en una solterona, igualmente afectada por la devoción; y encontró muy pronto el medio de perder á la vez á Petra y al coronel, esperando verse libre del uno por medio del otro.

 

Al día siguiente por la mañana, después de la audiencia, encontró, según costumbre de cada día, al coronel paseando con Rogron.

 

Cuando aquellos tres hombres iban juntos, su reunión daba siempre motivo de conversación á la ciudad. Aquel triunvirato que daba horror al Subprefecto, á la magistratura y al partido de los Tiphaine, constituía una especie de tribunado que tenía orgullosos á los liberales de Provins.

 

Vinet redactaba solo el Correo, era la cabeza del partido; el coronel,  gerente responsable del diario era el brazo; Rogron  era el nervio con su dinero estaba ya acreditado el vínculo entre el comité director de París y el comité de Provins. Oyendo á los Tiphaine, aquellos tres hombres estaban siempre dispuestos á tramar algo contra el Gobierno, mientras que los liberales les admiraban como defensores del pueblo. Cuando el abogado vio á Rogron dirigirse hacia la plaza, llamado á su casa por la hora de comer, impidió al coronel, tomándole por el brazo de acompañar al ex-mercero.

 

—Y bien, coronel, quiero quitaros un gran peso de encima, os casareis mejor que con Silvia: sabiéndoos portar como corresponde, podéis casaros dentro de dos años con la pequeña Petra Lorrain.

 

Y le contó los efectos de la maniobra de jesuita.

 

—¡Qué estocada secreta, y qué bien dirigida por lo largo! dijo el coronel.

 

—Coronel, repuso gravemente Vinet, Petra es una encantadora criatura, podéis ser feliz el resto de vuestros días, vos tenéis tan buena salud, que este matrimonio no tendrá los inconvenientes comunes á las uniones desproporcionadas; pero no creáis fácil este cambio de una suerte espantosa á una suerte agradable. Hacer pasar vuestra amante á la condición de confidente, es una operación tan peligrosa como en vuestra carrera, el pasar un río bajo el fuego del enemigo. Fino como un coronel de caballería que sois, estudiareis la posición y maniobrareis con la superioridad que hemos tenido hasta ahora y que nos ha valido nuestra situación actual. Si yo soy un día procurador general, vos podéis mandar el  departamento. ¡Ahí ¡si hubieseis sido elector! estaríamos más adelantados, yo hubiera comprado los votos de esos dos empleados, desinteresándoles de la pérdida de sus destinos, y hubiéramos tenido mayoría. Me sentaría ahora cerca de los Dupin, de los Casimiro Perier, y.....

 

El coronel había pensado ya hacía mucho tiempo en Petra; pero ocultaba este pensamiento con profundo disimulo; así es que su brutalidad con la niña no era más que aparente. Esta no se explicaba porque el pretendido compañero de su padre la trataba tan mal, siendo así que la tocaba la barba y le hacía una caricia paternal, cuando la encontraba sola.

 

Desde la confidencia de Vinet respecto al temor que el matrimonio causaba á Silvia, Gouraud había buscado las ocasiones de encontrar sola á Petra y el duro coronel estaba entonces juguetón como un gato; le decía cuán valiente era Lorrain, y cuán grande era la desgracia para ella de que hubiese muerto.

 

Algunos días antes de la llegada de Brigaut, Silvia había sorprendido á Gouraud y Petra. Los celos habían pues entrado en aquel corazón con una violencia monástica. Los celos, pasión eminentemente crédula y dada á las sospechas, es aquella en la cual la fantasía toma mayor parte; pero no da penetración, al contrario, la quita; y en Silvia, aquella pasión debía traerla extrañas ideas. Silvia imaginó que el hombre que acababa de pronunciar estas palabras, señora casada á Petra, era el coronel. Al atribuir á éste aquella cita, Silvia creía tener razón, porque, de una semana á aquella parte, las maneras de Gouraud le parecían muy diferentes.

 

Aquel hombre era el único que en la soledad en que ella había vivido, se había ocupado de su persona; le observaba, pues, con todas sus miradas, con todo su entendimiento; ya fuerza de entregarse á sus esperanzas, tan pronto florecientes como destruidas, había hecho de su ilusión una cosa de tanta extensión, que experimentaba en ello los efectos de la realidad. Según una bella expresión vulgar, cuanto más miraba menos veía. Ella rechazaba y combatía victoriosamente la suposición de aquella quimérica rivalidad. Hacia un paralelo entre Petra y ella: tenía cuarenta años y el pelo gris; Petra era una joven deliciosa por su blancura, con ojos: de un encanto para entusiasmar al corazón de un muerto. Había oído decir que los hombres de cincuenta años gustan de las jóvenes de las condiciones de Petra. Antes de que el coronel frecuentase la casa Rogron, Silvia había oído en el salón Tiphaine cosas extrañas acerca de Gouraud y de sus costumbres.

 

Las solteronas tienen en amor las ideas platónicas exageradas que profesan las solteras de veinte años, han conservado doctrinas absolutas como todos los que no han experimentado la vida, probado cuanto modifican las fuerzas mayores sociales, cuando disminuyen y hacen ilusorias aquellas bellas y nobles ideas.

 

Para. Silvia verse engañada por el coronel, era una idea que le daba martillazos en el cerebro. Durante ese tiempo que todo célibe ocioso pasa en la cama entre su despertar y el levantarse, la solterona se había ocupado de ella, de Petra y del romance que la había despertado con la palabra matrimonio. Como soltera  tonta, en vez de mirar al amante por entre las persianas, había abierto la ventana sin pensar que Petra la oiría. Si hubiese tenido el vulgar talento del espía, hubiera visto á Brigaut, y el drama fatal que .entonces empezó no hubiera tenido lugar.

 

Petra, á :pesar de su debilidad, levantó las barras de madera que cerraban las ventanas de la cocina y las abrió; después fue igualmente á abrir la puerta del corredor que daba al jardín. Tomó las diferentes escobas necesarias para barrer la alfombra; el comedor, el corredor, las escaleras, en fin; para limpiarlo, con un cuidado y una exactitud que criada alguna, aunque fuese holandesa, pondría en su trabajo: ¡odiaba tanto las reprensiones! Para ella, la felicidad consistía en ver los pequeños ojos. azules, pálidos y fríos de su prima, no satisfechos, que nunca lo parecían, sino únicamente  tranquilos,  después que había dirigido á todas partes su mirada de propietaria, esa mirada inexplicable que ve lo que se escapa á los ojos más observadores. Petra tenía ya la piel mojada cuando volvía á la cocina para ponerlo todo en orden, encender las hornillas á fin de poder llevar fuego á sus primos, al mismo tiempo que agua caliente para la toilette, ella que no la tenía para la suya! Puso los cubiertos para el almuerzo y encendió fuego en la chimenea del comedor.

 

Para estos diferentes servicios, fue alguna vez á a cueva por leña, y dejaba un sitio fresco para entrar en otro caliente, un. sitio caliente por otro frío y húmedo. Estas súbitas transiciones, verificadas con el vigor de la juventud, muchas veces para evitar una palabra dura, para obedecer una orden, hacían que se agravase sin remedio el estado de su salud.

 

Petra no sabía que estuviese enferma. No obstante empezaba á sufrir; tenía antojos extraños y los ocultaba. Le gustaban las verduras crudas y las devoraba en secreto. La inocente niña ignoraba completamente que su situación constituía una enfermedad grave, y que quería las mayores precauciones. Antes de la llegada de Brigaut, si aquel Neraud, que podía reprocharse la muerte de la abuela, hubiese revelado el peligro mortal á la meta,.Petra hubiera sonreído: hallaba demasiada amargura en la vida para no sonreír á la muerte. Pero después de algunos instantes, ella que juntaba á sus sufrimientos corporales los de la nostalgia bretona, enfermedad moral tan conocida, que los coroneles la tienen en cuenta hasta con  los bretones de sus regimientos; ella amaba Provins. La vista de aquella flor de oro, aquel canto, la presencia de su amigo de la infancia, la .habían reanimado como una planta sin agua desde mucho tiempo, reverdecida por una copiosa lluvia. Quería vivir,: creía no haber padecido.

 

Deslizóse tímidamente en el cuarto de su prima, encendió el fuego, dejó la cafetera, cambió con ella algunas. palabras,.fue á despertar a su tutor y bajó á tomar la. leche, el pan y todas las .provisiones que llevaban los abastecedores. Permaneció algún tiempo en el dintel de la puerta, esperando que Brigaut tendría el valor de volver; pero Brigaut estaba ya camino de París. Había arreglado la sala, estaba ocupada en la cocina, cuando oyó á su prima bajando la escalera. La señorita Silvia Rogron apareció en bata de tafetán color carmelita, una gorra de tul adornada, su cabello postizo bastante mal colocado, la chambra por encima del vestido y los pies en sus zapatillas arrastrando. Pasó revista de todo, y fuese á encontrar á su prima, que la esperaba, para saber de qué se compondría el almuerzo.

 

—Ah! héos aquí pues, señorita enamorada, dijo Silvia á Petra, mitad alegre, mitad burlona.

 

—¿Qué decís, prima?

 

—Habéis entrado en mi cuarto con mucho disimulo y habéis salido de la misma manera; debíais saber, sin embargo, que tenia que hablaros.

 

—Yo...

 

—Esta mañana habéis tenido una serenata, ni más ni menos que una princesa.

 

—¿Una serenata exclamó Petra.

 

—¿Una serenata? prosiguió Silva imitándola. Y tenéis un amante.

 

—Pero, prima, ¿qué es un amante?

 

Silvia evitó ;la contestación y dijo:

 

—Atreveos á decir, señorita, que no ha venido debajo de nuestras ventanas un hombre á hablaros de matrimonio.

 

La persecución había enseñado á Petra la astucia necesaria á los esclavos, y contestó con atrevimiento:

 

—No sé lo que queréis decir.

 

—¡Perro mío! dijo agriamente la solterona.

 

—¡Prima! prosiguió con humildad Petra.

 

—No os habéis levantado, y no habéis ido descalza á vuestra ventana, lo que os valdrá alguna buena enfermedad. ¡Vaya! Esto será bien hecho para vos. ¿Y no habéis tal vez podido hablar con vuestro amante?

 

—No, prima mía.

 

—Os conocía muchos defectos, pero no os creía capaz del de mentir. Pensadlo bien, señorita! es necesario explicarnos á vuestro primo y á mí, la escena de esta mañana, sin. lo cual vuestro tutor tomara las medidas que creerá convenientes.

 

La solterona, devorada por los celos y la curiosidad, procedía por intimidación. Petra hizo como las personas que sufren hasta más allá de sus fuerzas, guardó silencio. Ese silencio es, para todos los seres atacados, el único medio de triunfar: cansa Tas cargas cosacas de los envidiosos, las salvajes escaramuzas de los enemigos; da una victoria desoladora, pero completa.

 

¿Qué hay más completo que el silencio? Es absoluto, ¿no es una de las maneras de ser de lo infinito?

 

Silvia examinó á Petra de reojo. La niña sonrojóse, pero su sonrojo, en vez de ser  general, se dividía en manchas desiguales en los pómulos; en tintes ardientes de un tono, significativo. Al ver aquellos síntomas de enfermedad, una madre hubiera cambiado en seguida de tono, hubiera tomado á aquella niña sobre sus rodillas, le hubiera dirigido preguntas, hubiera encontrado mil pruebas de la completa, de la sublime inocencia de Petra; hubiera adivinado su enfermedad y comprendido que los humores y la sangre, interrumpidos en su curso, se arrojaban sobre los pulmones, después de haber turbado las funciones, digestivas. Aquellas elocuentes manchas le hubieran hecho ver la inminencia de un peligro mortal. Pero una solterona en quien los sentimientos que alimentan á la familia nunca han sido despertados, á quien las necesidades de la infancia, las precauciones que necesita la adolescencia le eran desconocidas, no podía tener indulgencia ni compasión alguna de las inspiradas por los mil acontecimientos de la vida pacífica conyugal. Los sufrimientos de la miseria, en vez de enternecerle el corazón, se lo habían empedernido.

 

—Se ha sonrojado, es culpable! se dijo Silvia.

 

El silencio de Petra fue, pues, interpretado en el peor sentido.

 

—Petra, dijo la prima, antes de que vuestro tutor baje, vamos atablar. Venid, dijo con un tono más dulce. Cerrad la puerta de la calle. Sí alguien viene llamará, ya lo oiremos.

 

A pesar de la húmeda niebla que se elevaba por encima del río, Silvia se llevó á Petra por el pasadizo arenoso que serpenteaba á través del césped hasta el borde del terraplén formado con rocas á lo rústico, sitio pintoresco, cubierto de plantas acuáticas. La vieja prima cambió de sistema; quiso ensayar de tratar á Petra con cariño. La hiena iba á fingirse gato.

 

—Petra, le dijo, ya no sois una niña, vais á poner muy pronto el pié en los quince años, y nada habría de extraño en que tuvieseis un amante.

 

—Pero, prima, dijo Petra levantando los ojos con un cariño angelical hacia el semblante agrio y frío de su prima, que había tomado su aire de vendedora, ¿que es un amante?

 

Fuéle imposible á Silvia definir con justicia y decencia, un amante á .la pupila de su hermano. En vez de ver en esta pregunta el efecto de una adorable inocencia, vio en ella la falsedad.

 

—Un amante, Petra, es un hombre que nos ama y que quiere casarse con nosotras.

 

—Ah! dijo Petra. Cuando ambos están de acuerdo, en Bretaña llamamos á ese joven, pretendido.

 

—Pues bien, pensad que confesando vuestros sentimientos por un hombre, no existe el menor mal, pequeña mía. El mal está en el secreto. ¿Habéis gustado por casualidad á algunos de los hombres que vienen aquí?

 

—No lo creo.

 

—¿Vos amáis á alguno?

 

—No.

 

—¿Seguro?

 

—Segurísimo.

 

—Miradme, Petra!

 

Petra miró á su prima.

 

—Un hombre, sin embargo, os ha llamado en la plaza esta mañana.

 

Petra bajó los ojos.

 

—Habéis ido á vuestra ventana, la habéis abierto y habéis hablado.

 

—No, prima, no, quería saber qué tiempo hacía, y he visto en la plaza un campesino.

 

—Petra, después de vuestra primera comunión, habéis adelantado mucho, sois obediente y devota, amáis á vuestros parientes y á Dios; estoy contenta, no os lo decía por no alentar vuestro orgullo...

Aquella horrible mujer tomaba el abatimiento, la sumisión, el silencio y la miseria por otras tantas virtudes, una de las cosas más agradables para consolar á los que sufren, á los mártires, á los artistas, en medio de la pasión divina que les impone la envidia y el odio, es encontrar el elogio allí en donde han visto siempre la censura y la mala fe. Petra levantó pues los tiernos ojos hacia su prima, y sintió próxima á perdonarle todos los dolores que le había ocasionado.

 

—Pero si todo esto no es más que hipocresía; si he de ver en vos á una serpiente que he calentado en mi seno, seréis una infame, una horrible criatura.

 

—No creo tenerme que reprochar nada,.dijo Petra, experimentando un terrible sacudimiento en el corazón por la rápida transición de aquel elogio inesperado, al terrible acento de la hiena.

 

—¿No sabéis que una mentira es un pecado mortal?

 

—Sí, querida prima.

 

—Pues bien, estáis delante de Dios! dijo 1a solterona mostrándole con un movimiento solemne los jardines y él cielo, juradme que no conocéis á ese campesino.

 

—No juraré, dijo Petra.

 

—¡Ah! es que no es un campesino, pequeña víbora!.

 

Petra huyó como uno cierva asustada á través del jardín, horrorizada de aquella cuestión moral. Su prima llamóla con voz terrible.

 

—Llaman, contestó la niña.

 

—¡Ah! qué hipocritona, se dijo Silvia, no tiene el menor ingenio, y sin embargo estoy segura de que esta pequeña culebra me enrosca al coronel. Nos ha oído decir que es barón. Ser baronesa! tontuela! Oh! yo me librare de ella poniéndola de aprendiza, y pronto.

 

Silvia quedó tan embebida en sus pensamientos, que no vio á su hermano bajando por el pasadizo, mirando los desastres causados á sus dalias por la helada de la noche.

 

—Y bien, Silvia, ¿en qué piensas aquí? Creía que estabas contemplando los peces. Los hay que alguna vez saltan fuera del agua.

 

—No, dijo ella.

 

—Y... cómo has dormido? Y sé puso á contarle los sueños de la noche. ¿No me encuentras la tez enjorguinada? otra palabra del vocabulario Rogron.

 

Desde que éste amaba, no profanemos esta palabra, desde que deseaba á la señorita de Chargeboeuf, se inquietaba mucho de su aire y de su persona. Petra bajó las gradas del jardín y anunció desde lejos que el almuerzo estaba servido. Al ver á su prima la tez de Silvia se manchó de verde y amarillo: toda su bilis se puso en movimiento. Miró el corredor y le pareció que Petra debía haberlo fregado.

 

—Lo fregaré si queréis, contestó aquel ángel, ignorando el peligro que trae este trabajo para una joven.

 

El comedor estaba irreprochablemente arreglado. Silvia se sentó y fingió durante todo el almuerzo tener necesidad de cosas, en las cuales no hubiera pensado en estado de tranquilidad, y las pedía para hacer levantar á Petra, esperando siempre el momento en que la pobre pequeña volvía á ponerse á comer. Pero esta molestia no bastaba, buscaba un motivo de reproche, y se encolerizaba, interiormente de no encontrarlo. Si hubiese habido huevos pasados por agua, se hubiera quejado de la manera de estar cocido el suyo. Apenas contestaba á las tontas preguntas de su hermano, y no obstante no miraba más que á él. Sus ojos evitaban á Petra. Esta era eminentemente sensible á tales manejos. Petra trajo el café de su prima lo mismo que el de su primo, en una gran taza de plata en donde hacia calentar la leche mezclada con un poco de nata. Los hermanos ponían ellos mismos el café preparado por Silvia, en las dosis que creían convenientes. Cuando hubo minuciosamente arreglado su ración, apercibió un ligero polvo de café; cogiólo con afectación, lo miró, inclinóse para verlo mejor. Estalló la tormenta.

 

—¿Qué tienes? preguntó Rogron.

 

—Tengo... que la señorita ha puesto ceniza en mi café. Es muy agradable tomar café con ceniza!... Oh! esto no me sorprende: nunca se hacen bien dos cosas á la vez. Pensaría mucho en el café! Un mirlo hubiese podido volar por su cocina, y no lo hubiera observado esta mañana! Cómo había de ver volar la ceniza! Y después, el café de su prima! Ah! esto le es bien indiferente.

 

Habló en este sentido mientras puso en el borde del plata el polvo de café pasado á través del colador, junto con algunos granos de azúcar que no querían desleírse.

 

—Pero, prima mía, eso es café, dijo Petra.

 

—¡Ah! ¿soy yo la que miento? exclamó Silvia mirando á Petra y anonadándola con una espantosa claridad que arrojaba de sus ojos, efecto de su cólera.

 

Estas organizaciones que la pasión no ha gastado, tienen a su servicio una gran cantidad de fluido vital. Este fenómeno de la excesiva claridad del ojo en los momentos de cólera, se había establecido tanto mejor en la señorita Rogron, por cuanto en otro tiempo, en su tienda, había tenido lugar de ejercer el poder de su mirada, abriendo desmesuradamente los ojos, siempre para imprimir un saludable terror a sus inferiores.

 

—Os aconsejo que no me desmintáis, prosiguió, vos que merecéis salir de la mesa é ir á corner sola en la cocina.

 

—¿Qué tenéis, pues, las dos? exclamó Rogron estáis como perro y gato esta mañana.

 

—La señorita sabe lo que tengo contra ella. Le dejo el .tiempo de tomar una resolución antes de hablarte del asunto, pues quiero tener más bondad de la que merece.

 

Petra miró á la plaza á través de los cristales, á fin de evitar la mirada de su prima, que la asustaba.

 

—Parece que me escucha tanto como este azucarero. Tiene, sin embargo, el oído fino, habla desde lo alto de una casa y contesta á alguien que se halla abajo... ¡Es tan perversa tu pupila! de una perversidad  sin  nombre, y nada  bueno puedes esperar de ella, ¿entiendes, Rogron?

 

—¿Qué es lo que ha hecho tan grave? preguntó el hermano a la hermana.

 

—¡A su edad! es empezar muy pronto, exclamó la solterona llena de rabia.

 

Petra levantóse para quitar la mesa, á fin de poder contenerse; no sabia cómo resistir. Aunque semejante lenguaje no fuese nuevo para ella, jamás había podido acostumbrarse. La cólera de su prima le hacía creer en un crimen. Se preguntaba cuál sería su furor si supiese la huida de Brigaut. Tal vez se lo quitarían. Tuvo á la vez los mil pensamientos del esclavo, tan rápidos, tan profundos, y resolvió oponer un silencio absoluto acerca de un hecho en el cual nada le señalaba de malo su conciencia.

 

Vióse obligada á oír palabras tan duras, tan asperas, suposiciones que la hirieron tanto, que al entrar en la cocina, vióse atacada de una contracción en el estómago y de unos vómitos espantosos. No se atrevió á quejarse, no estaba segura de conseguir cuidado alguno. Volvió pálida, amarilla, dijo que no se sentía bien, y subió á acostarse parándose á cada escalón, y creyendo llegada la hora de su muerte.

 

   ¡Pobre Brigaut! se decía ella.

 

—¡Está enferma! dijo Rogron.

 

—Ella, ¡enferma! ¡Eso son maulerías! contestó en alta voz Silvia y de modo que fuese oída. No estaba enferma esta mañana ¡bah!

 

Este último golpe aterró á Petra, que se acostó anegada en llanto y pidiendo á Dios que le quitase de este mundo.

 

Hacia cosa de un mes que Rogron no tenía que traer el Constitucional á casa de Gouraud; el coronel iba obsequiosamente á buscar el diario, á hacer un rato de conversación, y se llevaba á Rogron cuando el tiempo era bueno. Segura de ver al coronel y de poderle interrogar, Silvia se vistió con coquetería. La solterona creía estar coqueta, poniéndose un vestido verde, un pequeño chal de casimir amarillo bordado de encarnado, y un sombrero blanco con ajadas plumas grises. Hacia la hora en que el coronel debía llegar, Silvia se instaló en el salón con su hermano, que había obligado á permanecer en zapatillas y bata.

 

—¿Hace buen tiempo, coronel? dijo Rogron al oír el paso pesado de Gouraud; pero no estoy vestido, mi hermana quería salir tal vez, me ha hecho guardar la casa, esperadme.

 

Rogron dejó á Silvia sola con :el coronel.

 

—¿A dónde queréis pues ir? héos aquí puesta como una divinidad, dijo Gouraud, que notó cierto aire solemne en el ancho semblante de la solterona.

 

—Quería salir; pero como la pequeña no está bien me quedo.

 

   ¿Qué tiene pues?

 

—No sé, ha pedido permiso para acostarse.

 

La prudencia, por no decir la desconfianza de Gouraud, estaba siempre alerta por los resultados de su alianza con Vínet. Evidentemente la: mejor parte era la del abogado. Redactaba el periódico y reinaba como el dueño, aplicaba los productos á su redacción mientras que el coronel, editor responsable, poca cosa ganaba. Vinet y Gouraud habían prestado enormes servicios á los Rogron, el coronel de reemplazo nada podía hacer por ellos. Quién había de ser dipulado? Vinet. ¿Quién era el gran lector? Vinet. ¿A  quién consultaban? A Vinet. En fin, él conocía por lo menos tan bien como Vinet la extensión y la profundidad de la pasión encendida en Rogron por la bella Bathilde de Chargeboeuf. Esta pasión se hacia insensata, como todas las últimas pasiones de los hombres. La voz de Bathilde hacía estremecer al célibe. Vencido por sus deseos, Rogron los ocultaba, .sin atreverse á esperar semejante alianza.

 

Para sonsacar al mercero, el coronel le dijo que iba á pedir la mano de Bathilde; Rogron había palidecido de verse un rival tan temible, se había puesto frío con Gouraud y casi le odiaba. De modo, que Vinet reinaba de todos modos en la casa, mientras que el coronel no estaba unido á ella sino por los lazos hipotéticos de un afecto mentido por su parte, y que por parte de Silvia no se había declarado todavía. Cuando el. abogado le había revelado la maniobra del cura, aconsejándole que rompiese con Silvia y que se dedicase á Petra, Vinet había halagado la inclinación de Gouraud; pero examinando el sentido íntimo de aquel consejo, examinando bien el terreno á su alrededor, el coronel creyó apercibir en su aliado la esperanza de hacerle romper con Silvia, y de aprovecharse del miedo de la solterona para hacer caer toda la fortuna de los Rogron en las manos de la señorita de Chargeboeuf. Así, cuando Rogron le hubo dejado solo con Silvia, la perspicacia del coronel se aprovechó de los ligeros indicios que hacían traición á un pensamiento inquieto de aquella. Apercibió el plan preconcebido de encontrarse sobre las armas sólo con él durante un momento. El coronel, que ya tenía vivas sospechas de que Vinet le jugase alguna mala partida, atribuyó aquella conferencia á una insinuación secreta de aquel mono judicial; se puso en guardia como cuando hacía algún reconocimiento en país enemigo, con el ojo,.al campamento, átenlo al menor ruido, despierto el espíritu, 1a mano sobre las armas. El coronel tenía el defecto de no creer una palabra de lo que decían las: mujeres; y cuando la solterona puso á Petra sobre el tapete, y le dijo que se había acostado al mediodía, el coronel pensó que Silvia la había dejado simplemente en penitencia en su cuarto por celos.

 

   Se va poniendo muy linda, esa pequeña, dijo con aire distraído.

 

—Será bonita,, contestó la  señorita Rogron.

 

—Deberíais enviarla: entretanto á París, á algún almacén, añadió el coronel. Allí haría fortuna. Se quieren muy lindas muchachas hoy día en casa de las modistas.

 

—¿Esa. es vuestra opinión?.preguntó Silvia con voz turbada.

 

—¡Bueno! ya estamos, :pensó el .coronel. Vinet habrá aconsejado casarme un día con Petra, para perderme en el ánimo de esta vieja hechicera. Entonces añadió en alta voz, ¿qué queréis hacer de ella? No veis una joven de incomparable belleza, Bathilde de Chergebosuf, una joven noble, de buena familia, reducida a vestir imágenes? nadie la quiere. Petra nada tiene jamás se casará. Creéis que la juventud y la hermosura pudiesen ser algo .para mí, por ejemplo; yo, que capitán de caballería en la guardia imperial desde que el Emperador tuvo su guardia, he metido las botas en todas las capitales y conocido las más hermosas mujeres de estas capitales? La juventud y la belleza, esto es diabólicamente común y tonto!... no me habléis de esto. A cuarenta y ocho años, dijo, poniéndose algunos de más, cuando se ha subido la cuesta de Moscou, cuando se ha hecho la terrible campaña de Francia, se tienen los riñones un poco quebrantados; yo soy un viejo buen hombre..Una mujer como vos, me cuidaría, me miraría; y su fortuna unida á mis pobres mil escudos de pensión, darían á mis últimos días un bienestar conveniente, y la preferiría mil veces á una chicuela que me daría mil disgustos que tendría treinta años y pasiones, cuando yo sesenta y dolores reumáticos. A mi edad, se calcula.

 

Hay más, sea dicho entre nosotros, yo no quisiera, tener hijos si me casara.

 

El semblante de Silvia había estado claro para el coronel durante su conversación, y su exclamación acabó de convencerle de la perfidia de Vinet.

 

—Así, dijo ella, ¿no amáis á Petra?

 

—¡Esta es buena! ¿estáis loca mi querida Silvia? exclamó el coronel. Es cuando uno no tiene dientes que prueba de romper avellanas? A Dios gracias estoy en mi buen sentido y me conozco lo suficiente.

 

Silvia no quiso entonces entrar en juego, y se creyó más astuta haciendo hablar á su hermano.

 

—Mi hermano había tenido la idea de casaros.

 

—Vuestro hermano lo puede tener una idea tan incongrua. Algunos días atrás para saber su secreto le dije que amaba á Bathilde, y se puso blanco como el cuello que lleváis.

 

—Ama á Bathilde, dijo Silvia.

 

—¡Como un loco! y lo cierto es que ella no ve más que su dinero. (¡Toma ésta, Vinet! pensó el coronel.) ¿Cómo podía hablar de Petra? No, Silvia, dijo tomándola la mano y estrechándosela de cierta manera, ya queme habéis colocado en este terreno... Se acercó á la solterona. Sabedlo... (la besó la mano, era coronel de caballería y había dado pruebas de valor), sabed que no quiero más mujer que vos. Aunque este matrimonio tenga apariencias de un matrimonio de conveniencia por mi parte, puedo aseguraros que os tengo afecto.

 

—Es que. era yo qué quería casaros, con Petra. Y si yo le diese mi fortuna..... ¿que os parece coronel?

 

—Pero yo no quiero ser infeliz en mi interior, ni dentro diez años ver un joven pisaverde, como Julliard, dando vueltas alrededor de mi mujer, y dirigiéndole versos en el diario. Soy un poco demasiado hombre en este punto! Jamás haré un matrimonio desproporcionado con relación á la edad.

 

—Pues bien coronel! hablaremos formalmente de todo esto, dijo Silvia, dirigiéndole una mirada que ella creyó llena de amor y que se pareció á la de un ogro. Sus labios fríos y de un color crudo de violetas se replegaron sobre sus dientes amarillos y creyó sonreír.

 

—Aquí estoy, dijo Rogron llevándose al coronel, que saludó cortésmente á la solterona.

 

Gouraud resolvió apresurar su matrimonio con Silvia y hacerse así dueño de la casa, prometiéndose librarse, por la influencia que adquiriría con Silvia durante la luna de miel, de Bathilde y de Celestina Habert. Por esto durante aquel paseo, dijo á Rogron que se había divertido con él el otro día; que no tenía pretensión alguna con respecto á Bathilde, que no era bastante rico para casarse con una mujer sin dote: después le confió su proyecto; había escogido á su hermana hacia ya mucho tiempo, por sus buenas cualidades, y aspiraba en fin, al honor de ser su cuñado.

 

—¡Ah! ¡coronel! ¡ah! ¡barón! si no es necesario más que mi consentimiento, eso estará arreglado dentro del término exigido por la ley! exclamó Rogron, feliz por verse libre de aquel terrible rival.

 

Silvia pasó toda la mañana en su departamento examinando si había sitio para un matrimonio. Resolvió edificar un segundo piso para su hermano y hacer arreglar convenientemente el primero para ella y su mando; pero se prometió también, según el capricho de toda solterona, someter al doronel á algunas pruebas, para juzgar de. su corazón y de sus costumbres, antes de decidirse. Conservaba algunas dudas y quena estar segura de que Petra nada tenía que ver con el coronel.

 

Petra descendió á la hora de comer para poner la mesa. Silvia se había visto obligada á arreglar la comida, y había manchado su vestido, exclamando:

 

—¡Maldita Petra!

 

Es evidente, que si Petra hubiese preparado la comida, Silvia no hubiera cogido aquella mancha de grasa en su vestido de seda.

 

—Héos aquí, la linda pichelina! Sois como el perro del herrador, que duerme debajo del yunque y el ruido de las cacerolas lo despiertan! ¡Ah! queréis que se os crea enferma pequeña embusterilla.

 

Aquella idea: No me habéis confesado la verdad acercare lo que ha pasado en la plaza, luego mentís en todo lo que decís, fue como un martillo con el cual Silvia iba á herir sin descanso en el corazón y en la cabeza de Petra.

 

Con gran sorpresa de ésta, Silvia la mandó que se vistiera para la reunión, después de comer. La imaginación más despierta está todavía por debajo de la actividad quedan las sospechas á una solterona. En este caso, la de la ésta es superior a la de los políticos, de los abogados y de los notarios, de los agentes de  cambios y de los avaros.

 

Silvia resolvió consultar á Vinet, después de haberlo examinado todo á su alrededor. Quiso tener á Petra cerca, á fin de saber por el comportamiento de la pequeña, si el coronel había dicho la verdad.

 

Las señoras de Chargeboeuf llegaron las primeras. Después del consejo de su primo Vinet, Bathilde había doblado su elegancia. Llevaba un delicioso vestido azul de terciopelo de algodón, siempre el pañolito de encaje claro, racimitos de granate y oro en las orejas, el pelo en ringleet, zapatitos de raso negro, medias de seda gris y guantes de Suecia; después ciertos aires de reina y las coqueterías de joven, propias para pescar todos los Rogron que hubiesen en el río. La madre tranquila y digna, conservaba como su hija cierta impertinencia aristocrática, con la cual aquellas dos mujeres todo lo salvaban, descubriéndose en ella el espíritu de su casta. Bathilde estaba dotada de un talento superior, que solo Vinet había sabido adivinar después de permanecer dos meses en su casa las señoras de Chargeboeuf. Cuando él hubo medido lo que valía aquella soltera, quebrantada por la inutilidad de su juventud y belleza, iluminada por el desprecio que le inspiraban los hombres de una época, en la cual el dinero era su único ídolo, Vinet sorprendido, exclamó:

 

—Si yo me hubiese casado con vos, Bathilde, estaría en camino de ser ministro, de la Justicia. Me hubiera llamado Vinet de Chargeboeuf y me sentaría en la derecha.

 

Bathilde no llevaba en su deseo de matrimonio idea alguna vulgar: no se hubiera casado para ser madre, ni para tener un marido; se casaba para ser libre, para tener un editor responsable, para llamarse señora, y para obrar como obran los hombres. Rogron era para ella un nombre, contaba con hacer cualquier cosa de este imbécil, un diputado de quien ella sería el alma; tenía que vengarse de su familia, que no se había ocupado de una joven soltera pobre. Vinet había oído mucho sus ideas fortificándolas admirándolas y aprobándolas.

 

—Querida prima, le decía, explicándole la influencia de las mujeres y mostrándole la esfera de acción que les era propia, ¿creéis que Tiphaine, un hombre de la ultima medianía, llega por sí mismo al tribunal de primera instancia de París? Es Mad. Tiphaine que lo ha hecho diputado, ella es quien le lleva á París. Su madre, Mad. Roguin, es una fina comadre que hace lo que quiere del famoso banquero del Tillet, uno de los compañeros de Nucingen, los dos aliados con los Keller, y estas tres casas prestan servicios al Gobierno ó á sus hombres más adictos; las oficinas están siempre dispuestas para esos lobos cervales de la banca, y esas gentes conocen todo París. No hay razón para que Tiphaine no llegue á presidente de algún .tribunal superior. Casaos con Rogron, le haremos diputado por Provins cuando habré conquistado para mí otro distrito de Seine-et-Marne. Entonces tendréis una de esas plazas en que Rogron sólo tendrá que firmar. Seremos de la oposición si triunfa, pero si los Borbones se sostienen, ¡ah! ¡cómo nos inclináremos insensiblemente hacia el centro! Además, Rogron no vivirá siempre, y podréis casaros más tarde con un titulo. En fin, procuraos una buena posición, y los Chargeboeuf nos servirán. Vuestra miseria, lo mismo que la mía, os habrá dado la medida de lo que valen los hombres; se debe uno servir de ellos como de los caballos de postas. Un hombre ó una mujer, os llevan de una situación á otra.

 

Vinet había hecho de Bathilde una pequeña Catalina de Médicis. Dejaba á su mujer en casa, feliz con sus dos hijos, y acompañaba siempre á las señoras de Chargeboeuf á casa de los Rogron.

 

Llegó al colmo de la gloria de tribuno champañés, llevaba entonces lindos anteojos de oro, chaleco de seda, corbata blanca, pantalón negro, botas finas, y un frac negro hecho en París, reloj de oro y cadena. En vez del antiguo Vinet pálido y flaco, mohíno y sombrío, mostraba en el Vinet actual el aspecto de un hombre político; andaba, seguro de su fortuna, con la firmeza particular del curial que conoce hasta las cavernas del derecho. Su pequeña y astuta cabeza estaba tan bien peinada, su barba, bien afeitada le daba cierto aire tan melindroso, aunque frío, que parecía agradable en el género de Robespierre. No hay duda, podía ser un delicioso procurador general de elocuencia elástica, peligrosa y asesina, ó un orador de una finura como Benjamín Constant. La aridez y el odio que antes le caracterizaban, se habían convertido en una dulzura pérfida. El veneno se había trasformado en medicina.

 

—Buenas noches, querida, ¿cómo estáis? Dijo Mad. de Chargeboeuf á Silvia.

 

Bathilde se fue derecha á la chimenea, quitóse el sombrero, miróse al espejo, y puso su lindo pié en el hierro del guarda-fuegos  para  enseñarlo á Rogron.

 

—¿Qué tenéis, pues, caballero? le dijo mirándole, ¿no me saludáis? ¡Ah! bien, se pondrá una para vos vestidos de terciopelo...

 

Tropezó con Petra para ir á dejar el sombrero encima de un sillón, y la joven se lo tomó de las manos; aquella se lo dejó quitar como si la bretona hubiese sido una camarera.

 

Los hombres pasan por ser muy feroces y los tigres también; pero ni los tigres, ni las víboras, ni los diplomáticos, ni los jueces, ni los verdugos, ni los reyes, pueden, en sus grandes atrocidades, daros crueldades dulces, dulzuras envenenadas, y desprecios salvajes, como las señoritas entre ellas cuando las unas se creen superiores á las otras en nacimiento, fortuna, gracias, y que se trata de matrimonio, de procedencias, en. fin, de las mil rivalidades de mujer. El «gracias, señorita,» que dijo Bathilde á Petra, era un poema de doce cantos.

 

Ella se llamaba Bathilde, y la otra Petra. Ella era una Chargeboeuf, la otra una Lorrain. Petra era baja y sufría, Bathilde alta y llena de vida. Petra estaba mantenida por caridad, Bathilde y su madre tenían su independencia, Petra llevaba un vestido sencillo, Bathilde hacía ondular el terciopelo azul del suyo. Bathilde tenía los más ricos hombros del departamento, un brazo de reina; Petra tenía los omóplatos y brazos flacos. Petra era Cendrillon, y Bathilde era la hada. Bathilde iba á casarse, Petra iba á morir soltera. Bathilde era adorada, Petra de nadie era querida. Bathilde iba peinada admirablemente, tenía mucho gusto; Petra ocultaba su cabello debajo de una gorrita, que nada tenía, que ver con la moda. Epilogo: Bathilde lo era todo, Petra nada. La altiva bretona comprendía á perfectamente aquel horrible poema.

 

—Buenas noches, pequeña mía, le dijo Mad..de Chargeboeuf desde lo alto de su grandeza, y con el acento que le daba su. nariz aplastada de la punta.

 

Vinet hizo llegar al colmo todas aquellas injurias, mirando á Petra y diciendo:

 

—¡Oh! ¡oh! ¡oh! en tres tonos, ¡Qué hermosa estamos esta noche, Petra!

 

—Hermosa, dijo la pobre niña, no es á mí sino á vuestra prima que se ha de dirigir esta palabra.

 

—¡Oh! mi prima lo está siempre, contestó el abogado. ¿No es verdad, amigo Rogron? dijo dirigiéndose al dueño de la casa y dándole un golpe en la mano.

 

—Sí, contestó Rogron.

 

—¿Por qué hacerle hablar contra lo que piensa? Jamás he sido de su gusto, dijo Bathilde colocándose delante de Rogron. ¿No es verdad? Miradme.

 

Rogron contemplóla de la cabeza á los pies, y cerró dulcemente los ojos como un gato que se le rasca la cabeza.

 

—Sois muy hermosa, muy peligrosa para ser vista.

 

—¿Porqué?

 

Rogron miró los tizones del: fuego y guardó silencio. En aquel momento entró la señorita Habert seguida del coronel. Celestina Habert, que se había hecho el enemigo común, no contaba más que con Silvia; pero todos le demostraban tantos más cuidados, cortesía y amables atenciones, por lo mismo que cada uno ejercía cerca de ella un trabajo de zapa; de modo, que ella vacilaba entre aquellas pruebas de interés, y la desconfianza que procuraba inspirarle su hermano.

 

El vicario, aunque lejos del teatro de la guerra, todo lo adivinaba. Por eso cuando comprendió que habían muerto las esperanzas de su hermana se hizo uno de los más terribles antagonistas de Rogron.

 

Cualquiera se pintaría á la señorita Habert, sabiendo que, si no hubiese sido directora y archi-directora de colegio, hubiera tenido siempre el aire de una institutriz. Las institutrices tienen una manera particular de ponerse la gorra. Lo mismo que las inglesas viejas han adquirido el monopolio de esa prenda especial llamada turbante, las institutrices tienen el monopolio de esas gorras; el armazón domina las flores, y las flores son más que artificiales; guardada durante largo tiempo en el .armario, esa gorra es siempre nueva y siempre vieja, lo mismo que el primer día..Cuando se les habla, vuelven en junto todo su busto, en vez de volver solamente la cabeza; y, cuando sus vestidos hacen ruido, uno se figura que los resortes de aquella especie de mecanismos están desbaratados.

 

La señorita Habert, el ideal de ese género, tenía el ojo severo, la boca contraída, y debajo de la barba rayada de arrugas, las cintas de su gorra, flojas y ajadas, iban y venían siguiendo sus movimientos.

 

Tenía un pequeño adorno en dos señales bastante fuertes, un poco negros, adornados de pelos, que dejaba crecer como clemátidas desmelenadas. En fin, tomaba tabaco y lo tomaba sin gracia.

 

Se pusieron á jugar al boston. Silvia tuvo á su frente á la señorita Habert, y el coronel fue colocado al lado de Silvia y delante de Mad. de Chargeboeuf. Bathilde se quedó cerca de su madre y de Rogron. Silvia colocó á Petra entre ella y el coronel. Rogron abrió la otra mesa para el caso que  fuesen Neraud, Cournant y su mujer. Vinet y Bathilde sabían jugar el wist lo mismo que los esposos Cournant. Desde que esas señoras de Chargeboeuf, como decía la gente de Provins, iban á casa de los Rogron, las dos lámparas brillaban encima de la chimenea entre los candelabros y el reloj, y las mesas estaban iluminadas con bujías de cuarenta sueldos la libra, pagadas, eso sí, con el precio de las barajas.

 

—Y bien, Petra, .toma tu labor, hija mía, dijo Silvia á su prima con pérfida ternura, al verla mirar el juego del coronel.

 

Afectaba siempre tratar muy bien á Petra en público. Aquel infame engaño irritaba á la leal bretona y le hacía despreciar á su prima. Petra tomó su bordado; pero, al tirar sus puntos, continuaba mirando el Juego de Gouraud. Este no aparentaba saber que tuviese una joven á su lado. Silvia le observaba y empezaba á encontrar aquella indiferencia excesivamente sospechosa. Hubo un momento en que la solterona emprendió una jugada á corazones, el platillo estaba lleno de fichas y contenía más de veintisiete sueldos. Los Cournant y Neraud habían llegado. El viejo juez suplente, Desfondrilles, en quien el ministerio de la Justicia hallaba bastante capacidad para encargarle las funciones de un juez de instrucción, pero que nunca tenía bastante talento cuando se trataba de nombrarle juez en propiedad, y que hacía dos meses había abandonado el partido de los Tiphaine para acercarse al de Vinet, estaba delante la chimenea, la espalda hacia el fuego, levantados los faldones de su frac. Miraba el magnífico salón en donde brillaba la señorita de Chargebosuf, pues parecía que aquella decoración encarnada hubiese sido hecha expresamente para realzar las bellezas de tan hermosa persona. Reinaba el silencio mas profundo, Petra miraba aquella jugada, y la atención de Silvia había sido vencida por el interés del golpe.

 

—Jugad aquí, dijo Petra al: coronel indicando corazón.

 

El coronel empieza una tirada de corazones; éstos estaban entre él y Silvia; el coronel alcanza el as, aunque lo guardaba Silvia con cinco cartas del. mismo palo.

 

—El juego no es legal, Petra ha visto mi juego, y el coronel se ha dejado aconsejar por ella.

 

—Pero, señorita, dijo Celestina, el juego del coronel era continuar dando corazones, puesto que vos seguíais sirviendo.

 

Esta frase hizo; reír á Mr. Desfondrilles, hombre experto, que había acabado por divertirse con todos los intereses que estaban en juego en Provins, en donde representaba el papel de Rigaudin de La maiison en loterie, de Picard.

 

—Este es el juego del coronel, dijo Cournant sin saber de qué se trataba.

 

Silvia lanzó á la señorita Habert una de esas miradas de solterona á; solterona, atroz y cariñosa al mismo tiempo.

 

—Petra, habéis visto mi juego, dijo Silvia fijando los ojos en su prima.

 

—No, prima mía.

 

—Yo os miraba a todos, dijo el juez arqueólogo, y puedo certificar que la pequeña no ha visto más que al coronel.

 

—¡Bah! las jóvenes, dijo Gouraud asustado, saben lindamente mover los ojos con disimulo.

 

—¡Ah! exclamó Silvia.

 

—Sí, prosiguió Gouraud, ella ha podido ver vuestro juego y jugaros una mala partida. ¿No es verdad, mi hermosa niña?

 

—No, dijo la leal bretona, sou incapaz de eso, y en este caso me hubiera interesado por el de mi prima.

 

—Sabéis perfectamente que sois una embustera, y además una tonta, dijo Silvia. ¿Cómo se puede, después de lo que ha pasado esta mañana, dar el menor crédito a vuestras palabras? Sois una...

 

Petra no dejó concluir á :su prima en su presencia lo que iba á decir. Adivinando un torrente fr injurias, se levantó, salió sin luz y subió á su cuarto. Silvia se puso pálida de coraje y dijo entre dientes:

 

—Me la pagará.

 

—Pagad vos el juego, dijo Mad. de Chargeboeur.

 

En aquel momento, la pobre Petra dio un terrible golpe en la puerta del corredor que el juez había dejado abierta.

 

—¡Bueno, bien-hecho! exclamó Silvia.

 

—¿Qué le ha sucedido? preguntó Desfondrilles.

 

—Nada que no merezca, contestó Silvia.

 

—Ha recibido algún mal golpe, dijo la señorita Habert.

 

Silvia probó de no pagar su jugada, levantándose para ir á ver lo que había hecho Petra, pero la señorita de Chargeboeuf la paró.

 

—Pagadnos primero, le dijo riendo, porque no os acordareis de cosa alguna al volver.

 

Esta proposición, fundada .en la mala fe que la ex-mercera ponía en sus deudas de juego, alcanzó el asentimiento general.

 

Silvia volvió á sentarse, no pensó más en Petra, y aquella indiferencia á nadie sorprendió. Durante toda la noche, Silvia tuvo una preocupación constante. Cuando hubo terminado el boston, hacia las nueve ó nueve y media, se arrellanó en una butaca cerca de la chimenea, y no se levantó más que para saludar y despedir á los concurrentes. El coronel la tenía en el tormento, no sabía qué pensar de él.

 

—¡Los hombres son tan falsos! decía durmiéndose.

 

Petra se había dado un golpe atroz en el canto de la puerta, en la cual había tropezado con la cabeza a la altura de la oreja, hacia el lado en donde las jóvenes se separan esa porción de cabello que se ponen en papillots. El día siguiente tenía allí una fuerte equimosis.

 

—Dios os ha castigado, le dijo su prima á la hora del almuerzo, me habéis desobedecido, habéis faltado a1 respeto debido no escuchándome, y marchándoos a la mitad de mi frase; no tenéis más que lo que merecéis.

 

—No obstante, dijo Rogron, sería necesario ponerle un paño con agua y sal.

 

—¡Bah! esto no vale la pena, primo, dijo Petra.

 

La pobre niña había llegado á encontrar una prueba de interés en la observación de su tutor.

 

La semana terminó como había empezado, en medio de continuos tormentos. Silvia se hizo ingeniosa, y llevó el refinamiento de su tiranía hasta las pesquisas más salvajes. Los illineses, los cherokies, los mohicanos, hubieran podido instruirse con ella. Petra no se atrevió a quejarse de sus vagos sufrimientos, de los dolores que sentía en la cabeza. El origen del descontento de su prima, eran las negativas con relación á la entrevista de Brigaut, y, por una terquedad bretona, Petra se obstinaba en guardar un silencio que se explica perfectamente.

 

Todos comprenderán ahora cuál fue la mirada que la niña dirigió á Brigaut, que creyó perdido para ella, si era descubierta, y que, por .instinto, quería tener cerca de ella, dichosa de saber que estaba en Provms. ¡Qué alegría la de apercibir á Brigaut! El aspecto de su compañero de la :infancia, era comparable a la mirada que dirige de lejos un desterrado hacia su patria, a la mirada del mártir hacia el cielo en donde sus ojos, provistos de una segunda vista, tienen el poder de penetrar durante los rigores del suplicio. La última mirada de Petra había sido tan perfectamente comprendida por el hijo del mayor, que, al cepillar los tablones, al abrir el compás, tomando las medidas y ajustando las piezas, se rompía la cabeza para poder  corresponder á Petra. Brigaut acabó por llegar á esta maquinación de excesiva simplicidad. A cierta hora de la noche, Petra dejaría caer un hilo bramante, al cabo del cual él ataría una carta.

 

En medio de los sufrimientos horribles que causaba á Petra su doble enfermedad, un tumor que se le formaba en la cabeza y la desorganización de su constitución, se sostenía con el pensamiento de corresponder á Brigaut. Un mismo deseo agitaba á aquellos dos corazones separados, se entendían. A cada golpe que se sentía en el corazón, á cada latido de la cabeza, Petra decía:

 

—Brigaut esta aquí.

 

Y entonces sufría sin quejarse.

 

Al primer mercado que siguió al encuentro de la iglesia, Brigaut esperó á su pequeña amiga. Aunque la vio temblorosa y pálida como una hoja de noviembre próxima á caer del árbol, sin perder la serenidad, compró frutas á la misma verdulera que estaba en tratos con la terrible Silvia. Brigaut pudo deslizar un billete al Petra, y lo hizo al mismo tiempo que bromeaba con la vendedora, con el aplomo de un hombre acostumbrado, como si en su vida hubiese hecho otra cosa, tanto quiso hacerlo  con sangre fría, á pesar de la sangre ardiente que silbaba en sus oídos y que salía á borbotones de su corazón, rompiéndole las venas y las arterias. En el exterior tuvo la resolución de un viejo presidiario, y en el interior los temblores de la inocencia, absolutamente lo mismo que ciertas madres en sus crisis mortales que se ven entre dos peligros, entre dos precipicios. Petra tuvo los mismos vértigos que Brigaut al estrechar el papel en el bolsillo de su delantal. Las manchas de sus pómulos pasaron a1 rojo de cereza, ardiente corno el fuego. Aquellos dos niños experimentaron por una y otra parte sensaciones, sin conocerlo, superiores á todas las que se experimentan en diez amores vulgares. Aquel momento les dejó en el alma un vivo germen de emociones.

 

Silvia, que no conocía el acento bretón, no podía ver un amante en Brigaut, y Petra volvió á casa con su tesoro.

 

Las cartas de aquellos dos niños debían figurar en un horrible debate judicial; y sin estas circunstancias jamás hubieran sido conocidas. He aquí, pues, lo que Petra leyó por la noche en su cuarto::

 

«Mi querida Petra, á media moche, cuando todos duerman, pero que yo velaré por ti, estaré todas las noches debajo de la ventana de la cocina. Tú puedes bajar por la tuya un bramante bastante largo para que llegue hasta mí, lo cual no hará ruido, y atarás en él lo que tengas que escribirme. Yo te contestaré por el mismo medio. He sabido que te han enseñado de leer y escribir, esos miserables parientes que tenían que hacerte tanto bien y que te hacen tanto mal!  ¡Tú, Petra, hija de un coronel muerto por la Francia, reducida por esos monstruos á la condición de criada!... ¡He aquí, pues, á donde se han ido tus lindos colores y tu buena salud! ¿Qué se ha hecho mi Petra? ¿qué han hecho de ella? Comprendo que no estás bien. ¡Oh! Petra, volvamos á Bretaña. Yo puedo ganar para darte todo lo que te falte; podrás tener tres francos diarios, porque gano de cuatro á cinco, y treinta sueldos me bastan. ¡Ah, Petra! ¡cómo he rogado á Dios por ti desde que te volví á ver! Le he pedido me diera todos tus sufrimientos, y que te diera todos los placeres. ¿Qué haces, pues, con ellos, te guardan? Tu abuela es más que ellos. Esos Rogron son venenosos, te han quitado la alegría. Tú no andas en Provins como andabas en Bretaña. ¡Volvámonos á Bretaña! En fin, yo estoy aquí para servirte,.para »cumplir tus mandatos, y me dirás lo que quieres. Si tienes necesidad de dinero, tengo sesenta escudos y tendré el sentimiento de atarlos en el bramante, en vez de besar con respeto tus queridas manos al entregártelos. ¡Ah! ¡cuánto tiempo, mi pobre Petra, que se ha nublado para mí: el azul de los cielos! No he tenido dos horas de placer desde que te puse en aquella diligencia de desgracia, y cuando te he vuelto á ver como una sombra, esa bruja de tu parienta ha turbado nuestra felicidad. En fin, al menos tendremos el consuelo de rogar juntos a Dios todos .los domingos: tal vez así nos escuchará mejor. No me despido, mi querida Petra, y hasta esta noche.»

 

 

Esta carta conmovió tanto á Petra, que pasó lo menos una hora volviéndola á leer y mirándola; pero pensó, no sin dolor, que nada tenía para escribir. Emprendió, pues, el difícil viaje desde su bohardilla  al comedor, en donde podía haber tinta, una pluma, papel, y pudo realizarlo sin despertar á su terrible prima. Algunos instantes antes de las doce, había escrito esta carta, que fue igualmente producida en el proceso:

 

 

«Amigo mío, ¡oh! sí, amigo mío; pues únicamente tú, Santiago, y mi abuela, me queréis. Que Dios me perdone, pero vosotros sois también las dos únicas personas que y amo tanto al uno como al otro, ni más ni menos. Era demasiado pequeña para haber conocido á mi mamá; pero tú, Santiago, mi abuela, mi abuelo también, Dios le tenga en el cielo, pues ha sufrido mucho por su ruina, que ha sido la mía; en fin, á vosotros dos que habéis quedado, os amo tanto como soy desgraciada. Así pues, para conocer cuánto os amo, será necesario que sepáis cuánto sufro; y no lo deseo, porque os dará mucha pena. ¡Se me habla como nosotros no hablamos á los perros! Se me trata corno á la última de las últimas, y yo me he examinado como si estuviese delante de Dios: no me encuentro que lesfalte en cosa alguna. Antes de que tú me cantases la canción de los recién casados, reconocía la bondad de Dios en mis dolores; porque como yo le pedía que me quitase de este mundo y me sentía muy enferma, yo me decía: Dios me escucha! Pero, Brigaut, ya que estás aquí, quiero que nos vayamos á Brétaña á encontrar á mi abuela que me quiere, aunque ellos me hayan dicho que me ha robado ocho mil francos. ¿Puedo yo poseer ocho mil francos, Brigaut? Si son míos, ¿puedes tú tenerlos? Pero esto es mentira; si tuviésemos ocho mil francos, mi abuela no estaría en el establecimiento de Santiago. No he querido turbar sus últimos días á esta buena mujer con la relación de mis tormentos; le hubiera bastado para morir. ¡Ah! si supiera que hacen lavar la vajilla á su nieta, ella que me decía: Deja eso, mi pequeñuela, cuando, en su desgracia, yo quería ayudarla: deja, deja, te echarías á perder las manecitas. Ahora, tengo las uñas limpias, vaya! La mayor parte del tiempo no puedo llevar el capazo de las provisiones, que me magulla el brazo viniendo del mercado. No obstante, no creo que mis primos sean malos; pero tienen la idea de siempre reñir y parece que yo no pueda dejarles. Mi primo es mi tutor, un día que yo por desgracia quería huir y que se lo dije, mi prima Silvia dijo que la gendarmería iría detrás de mí, que 1a ley estaba en favor de mi tutor, y yo tengo bien comprendido que los primos no reemplazan á nuestro padre ó á nuestra madre, como los santos no reemplazan á Dios. ¿Qué quieres, mi pobre Santiago, que haga de tu dinero? Guárdate para nuestro viaje. ¡Oh! ¡cómo yo pensaba en ti, en Pen-Hoël y en el gran estanque! Allí  hemos sido únicamente felices, pues me parece que voy muy mal. Estoy muy enferma, Santiago. Tengo dolores en la cabeza para desesperarme, y en los huesos, en la espalda, después no se qué en los riñones que me mata; no tengo apetito sino para cosas malas, uvas, hojas: en fin, me gusta sentir el olor del papel impreso. Hay momentos en que lloraría si estuviese sola, porque nada se me deja hacer á mi gusto, y no tengo ni permiso para llorar. Me es preciso ocultarme para ofrecer mis lágrimas á aquel de quien recibimos estas gracias que llamamos nuestras aflicciones. ¿No es él quien te dio la buena idea de venir á cantar debajo de mis ventanas la canción de las recién casadas? ¡Ah, Santiago! mi prima que te ha oído, me ha dicho que tengo un amante. Si tú quieres serlo, ámame mucho; yo prometo amarte siempre como en lo pasado, y ser tu fiel servidora.

 

PETRA LORRAIN.

 

Tú me amarás siempre, ¿no es verdad?»

 

 

La bretona había tomado de la cocina un pedazo de pan, en el cual hizo un .agujero para meter la carta y dar dirección al hilo. A las doce de la noche, después de haber abierto la ventana con infinitas precauciones, bajó su carta y el pan, que no podía hacer ruido alguno al tocar la pared ó las persianas. Sintió el hilo tirado por Brjgaut, que lo rompió, después se alejó despacio, á paso de lobo. Cuando estuvo á mitad de la plaza, ella pudo verle indistintamente al fulgor de las estrellas; pero él la contemplaba en la zona luminosa de la claridad proyectada por la bujía. Aquellos dos niños permanecieron así durante una hora, Petra haciéndole seña de que se marchase, él yéndose, ella quedándose, él volviendo á tomar su sitio, y Petra volviéndole á decir que dejara la plaza. Estas evoluciones tuvieron lugar varias veces, hasta que la pequeña cerró la ventana, se acostó y apagó la luz: Una vez en la cama, se durmió dichosa, aunque sufría: tenía la carta de Brigaut debajo de la almohada. Durmió como dormían los cristianos perseguidos, con ese sueño embellecido por los ángeles, ese sueño de atmósfera de oro y gasas, llenos de divinos arabescos entrevistos y reproducidos por Rafael.

 

La naturaleza moral ejercía tanto imperio sobre aquella delicada naturaleza física, que al día siguiente Petra se levantó alegre y ligera como una alondra radiante y dichosa. Semejante cambio no podía escapar al ojo de su prima, quien, aquella vez, en lugar de reñirla, se puso á observarla con la atención de una beata. ¿De dónde le viene tanta alegría? fue un pensamiento de celosa, no de tirana. Si el coronel no hubiese ocupado á Silvia, hubiera dicho como otras veces á Petra:

 

—¡Petra, estáis muy distraída ó bien indiferente por lo que os dicen!

 

La solterona resolvió espiar á Petra como las solteronas saben hacerlo. Aquel día fue sordo y mudo como el momento que precede á la tempestad.

 

—¿Vos no sufrís ya, señorita? dijo Silvia á la hora de comer. ¡Cuando te decía que hace todo esto para atormentarnos! exclamó dirigiéndose á su hermano, sin esperar la contestación de Petra.

 

—Al contrario, prima, me parece que tengo calentura...

 

—¿La calentara de qué? Estáis alegre como un pinzón. ¡Tal vez habéis vuelto á ver á alguien?

 

Petra se estremeció y bajó los ojos.

 

—¡Tartufo; exclamó Silvia. ¡A catorce años! ¡ya! qué disposiciones! ¿Seréis pues una desgraciada?

 

—No sé lo qué queréis decir, dijo Petra, levantando sus hermosos ojos negros y luminosos hacia su prima.

 

—Hoy, dijo, os quedareis en el comedor con una bujía trabajando. Estáis de más en el salón, y no quiero que miréis mi juego para aconsejar a vuestros favoritos.

 

Petra no pestañeó.

 

—¡Hipócrita! exclamó. Silvia saliendo.

 

Rogron que nada comprendía de las palabras de su hermana, dijo á Petra.

 

—¿Qué tenéis una y otra? procura tener contenta a tu prima Petra; es muy indulgente, muy amable,.y, si le causas mal humor, seguramente debes tener culpa ¿Por qué siempre os disputáis? Yo, quiero vivir tranquilo. Mira la señorita Bathilde, deberías tomar ejemplo en ella.

 

Petra podía soportarlo todo, Brigaut iría seguramente á media noche para llevarle una contestación, y aquella esperanza era el viático de su día. ¡Pero empleaba sus últimas fuerzas! No dormía, esperó en pie oyendo dar las horas en los relojes y temiendo hacer ruido. Por fin dieron las doce, abrió despacio la ventana y esta vez se sirvió de una cuerda que se había procurado atando varios cabos de bramante unos á otros. Había oído los pasos de Brigaut; y cuando retiró su cuerda, leyó la siguiente carta que la colmó de alegría:

 

 

«Mi querida Petra; si padeces tanto, no hay necesidad de que te canses esperándome. Me oirás gritar como los chuanes. Afortunadamente mi padre me enseñó á imitar su grito. Lo repetiré tres veces, tú sabrás entonces que estoy aquí y que tienes que bajar la cuerda; pero no vendré hasta dentro de algunos días. Espero anunciarte una buena noticia. ¡Oh! ¡Petra, morir! ¿piensas en ello? Todo mi corazón ha temblado; me he creído yo mismo muerto, á esta sola idea. No, Petra mía, tú no morirás, vivirás dichosa y serás muy pronto librada de tus perseguidores. Si no alcanzase lo que emprendo para salvarte, iría á hablar á la justicia, y diría á la faz del cielo y de la tierra como te tratan tus indignos parientes. Estoy seguro de que no te quedan más que algunos días de sufrimientos; ten paciencia, Petra! Brigaut vela por ti como en aquel tiempo en que íbamos á deslizamos por el estanque y que te retiré de aquel hoyo tan grande, en donde nos falto poco para perecer los dos. Adiós, mi querida Petra, dentro de pocos días seremos felices, si Dios lo quiere. ¡Ay! no me atrevo á decirte lo único que se opondrá á nuestra reunión. ¡Pero Dios nos quiere! Dentro de poco tiempo podré ver pues á mi querida Petra en libertad, sin cuidados, sin que me impidan mirarte, porque tengo hambre de verte, ¡Petra! Petra que te dignas amarme y decírmelo, sí, Petra, yo seré tu amante, pero cuando habré ganado la fortuna que mereces, y hasta entonces no quiero ser para ti más que un adicto servidor de cuya vida puedes disponer. Adios,

 

 

» SANTIAGO BRIGAUT.»

 

 

He aquí lo que el hijo del mayor no decía á Petra. Brigaut había escrito la siguiente carta á Mad. Lorrain, que estaba en Nantes.

 

        

«Mad. Lorrain; vuestra nieta va á morir bajo el peso de los malos tratamientos, si no venís á reclamarla; yo tuve trabajo en reconocerla, y para poneros en el caso de juzgar las cosas, os adjunto á la presente la carta que he recibido de Petra. Se os acusa aquí de tener la fortuna de vuestra nieta y debéis justificaros de esta acusación. En fin, si podéis venid pronto, todavía podemos ser felices, y más tarde encontraríais á Petra muerta.

 

Soy con respeto vuestro adicto servidor.

 

                     »SANTIAGO BRIGAUT .»

 

«En casa Mr. Frappier, carpintero, calle Grande, en Provins.»

 

 

Brigaut temía que la abuela de Petra hubiera muerto.

 

Aunque la carta del que en su inocencia llamaba su amante, fuese casi un enigma para la bretona, creyó en ella con toda su fe virgen. Su corazón experimentó la sensación que los viajeros del desierto sienten al apercibir de lejos las palmeras, alrededor de los pozos. Dentro de pocos días cesaría su desgracia, Brigaut se lo decía, y dormía sobre la promesa de su amigo de la infancia; no obstante, uniendo esta carta á la otra, tuvo un pensamiento expresado de una manera espantosa.

 

—Pobre Brigaut, se dijo, él no sabe en. que agujero ha metido los pies.

 

—Silvia había oído á Petra, había igualmente oído á Brigaut debajo de su ventana, se levantó, se precipitó para examinar la plaza á través de sus persianas, y vio, á la, luz de la luna, un hombre alejándose hacia la casa en donde vivía el coronel y delante de la cual se paró Santiago. La solterona abrió despacio la puerta, subió, quedó estupefacta al ver luz en el cuarto de Petra, atisbo por el agujero de la llave y nada pudo ver.

 

—Petra, dijo, ¿que estáis enferma?

 

—No, prima, no, contestó Petra sorprendida.

 

—¿Entonces .porque tenéis luz á media noche?

 

Abrid. Debo saber lo, que hacéis.

 

Petra fue á abrir con los pies descalzos, y su prima vio la cuerda arrollada que Petra no había tenido el cuidado de ocultar, no imaginando, ser sorprendida. Silvia saltó encima.

 

—¿Para qué os sirve esto?

 

—Para nada, prima.

 

—¿Para nada? ¡Bueno! siempre mentir. De seguro que así no iréis al Paraíso. Volveos á acostar, tenéis frío.

 

Nada más pidió y se retiró dejando á Petra herida de terror por aquella clemencia. En vez de explotar, Silvia había de repente resuelto sorprender al coronel y á Petra, coger las cartas y confundir á los dos amantes que la engañaban, Petra inspirada por su terror, cosió á su corsé las dos cartas y las cubrió de calicó. Aquí acabaron los amores de Petra y Brigaut.

 

Petra fue muy dichosa con la determinación de su amigo, porque las sospechas de su prima iban á desvanecerse no hallando más alimento. En efecto, Silvia pasó tres noches en pie y tres veladas espiando al inocente coronel., sin ver ni en Petra, ni en la casa, ni fuera, nada que pudiese orientar a su inteligencia. Mandó á Petra á confesar y aprovechó aquel momento para registrarlo todo en su cuarto, con la costumbre, la perspicacia de los espías y agentes de las barreras de París. Nada encontró. Su furor llegó al apogeo de los sentimientos humanos. Si Petra hubiese estado allí, de seguro la hubiera pegado sin piedad. Para una mujer de su temple, los celos eran menos un sentimiento que una ocupación: vivía, sentía latir su corazón, tenía emociones hasta entonces completamente desconocidas para ella: el menor movimiento la desvelaba, escuchaba los menores ruidos, observaba á Petra con sombría preocupación.

 

—¡Esta pequeña miserable me matará! decía.

 

La severidad de Silvia con su prima llegó a la crueldad más refinada y empeoró la deplorable situación en que Petra se hallaba. La pobre pequeña regularmente tenía calentura y sus dolores en la cabeza se hicieron intolerables. En ocho días, ofreció á los concurrentes de la casa Rogron una cara tan expresiva del sufrimiento, que hubiera á no dudarlo enternecido intereses menos crueles; pero el médico Neraud, aconsejado tal vez por Vinet, estuvo más de una semana sin ir. El coronel, sospechoso como era para Silvia, tuvo miedo de desbaratar su matrimonio demostrando la menor solicitud por Petra. Bathilde explicaba el cambio de aquella niña por una crisis prevista, natural y sin peligro. En fin, un domingo por la noche que Petra estaba en el salón, entonces lleno de  gente, no pudo resistir á tantos dolores, quedó completamente desvanecida; y el coronel que se apercibió el primero del desfallecimiento, fue á cogerla y la colocó encima de un sofá.

 

—Lo ha hecho expresamente, dijo Silvia mirando á la señorita Habert y á las que jugaban con ella.

 

—Os aseguro que vuestra prima está muy mala, dijo el coronel.

 

—Estaba muy bien en vuestros brazos, dijo Silvia :al coronel con una espantosa sonrisa.

 

—El coronel tiene razón, dijo Mad, de Chargeboeuf debierais mandar por un médico. Esta mañana, en la iglesia, todos hablaban al salir, del estado de la señorita Lorrain.

 

—Yo muero, dijo Petra.

 

Desfondrilles llamó á Silvia y: le dijo que desabrochara el vestido de su prima. Silvia se presentó diciendo:

 

—¡.Eso son maulas! Desabrochó el vestido é iba á tocar el corsé.

 

Petra encontró fuerzas sobrehumanas, se levantó y exclamó:

 

—¡No, no! ya iré á acostarme.

 

Silvia había tentado el corsé, y su: mano apercibió los papeles. Dejó salvar á Petra, diciendo á todo el mundo:

 

—¡Y bien! ¿qué decís de su enfermedad? ¡todo gazmoñería! No podéis figuraros la perversidad de esta niña.

 

Después de la tertulia, detuvo á Vinet, estaba furiosa, quería vengarse; fue grosera con el  coronel cuando se despidió. Este arrojó sobre Vinet cierta mirada amenazadora y atroz, hacia el vientre, como si hubiese querido, marcar el sitio para una bala.

 

Silvia rogó á Vinet que se quedara. Cuando estuvieron solos, la solterona, dijo:

 

—¡Jamás, en mi vida, me casaré con el coronel!

 

—Ahora que ya habéis tomado la resolución, puedo hablar. El coronel es amigo mío, pero lo soy más vuestro que suyo: Rogron me ha prestado servicios que nunca olvidaré. Yo soy tan buen amigo como implacable enemigo. No hay duda, una vez yo en la Cámara, se verá hasta donde sabré llegar, y Rogron será recaudador general, según mi opinión. Pues bien! juradme jamás repetir nuestra conversación.

 

Silvia hizo un signo afirmativo.

 

—En primer lugar, este coronel es jugador como una baraja.

 

—¡Ah! dijo Silvia.

 

—Sin el compromiso en que su pasión: le ha metido hubiera sido tal vez mariscal de Francia, prosiguió el abogado. Así, podría devorar vuestra fortuna; pero es un hombre profundo. No creáis que los matrimonios tienen ó dejan de tener hijos según su voluntad: Dios da los hijos, y vos sabéis lo que os ha de suceder. No, si queréis casaros, esperad que yo esté en la Cámara, y podréis casaros con ese viejo Desfondrilles, que será presidente del tribunal. Para vengaros, casad a vuestro hermano con la señorita de Chargeboeuf; yo me encargo de obtener su consentimiento; ella tendrá dos mil francos de renta y estaréis aliados con esta familia, como yo lo estoy. Creedme, los Chargeboeuf nos tendrán un día por primos.

 

—Gouraud ama á Petra, fue la contestación de Silvia.

 

—Es muy capaz de esto, dijo Vinet, como también de casarse con ella después de vuestra .muerte.

 

—He aquí un lindo pequeño cálculo, dijo ella.

 

—Ya os lo tengo dicho, es un hombre astuto como el diablo. Casad á vuestro hermano anunciando que vos queréis permanecer soltera para dejar los bienes a vuestros sobrinos, y alcanzareis de un golpe á Petra y á Gouraud, y veréis qué papel os hará.

 

—¡Ah, es verdad! exclamó la solterona, ya le tengo. Irá á un almacén y nada tendrá. Estará sin un sueldo: que haga como nosotros, que trabaje.

 

Vinet salió, después de  haber hecho entrar su plan en de la cabeza de Silvia, cuya terquedad le era conocida. La solterona debía acabar por creer que dicho plan era suyo. Vinet encontró en la plaza al coronel que le esperaba fumando un cigarro.

 

—¡Alto! dijo Gouraud. Me habéis derribado; pero hay en la demolición bastantes piedras para enterraros.

 

—¡Coronel!

 

—No hay coronel que valga; quiero conduciros en buen tren, y, primero, vos jamás seréis diputado.

 

—¡Coronel!

 

—Dispongo de diez votos, y la elección depende de...

 

—¡Coronel! oídme ya. ¿No hay más que la vieja Silvia? Acabo de ensayar vuestra disculpa, estáis confeso y convicto de escribir á Petra, os ha visto saliendo de casa á media noche para venir debajo de sus ventanas...

 

—¡Bien inventado!

 

—Va á casar á su hermano con Bathilde, va reservar su fortuna para los hijos de ésta.

 

—¿Rogron los tendrá?

 

—Si, dijo Vinet. Pero prometo encontraros una joven y agradable persona con ciento cincuenta mil francos. ¿Estáis loco? ¿Podemos por ventura enfadarnos? Las cosas se han vuelto contra vos á pesar mío, pero no me conocéis.

 

—Pues bien, es necesario conocerse, contestó el coronel, Hacedme casar con una mujer de cincuenta mil escudos, si no, servidor vuestro. No me gustan las malas noches, y vos habéis tirado hacia vos todo el abrigo. Buenas...

 

—Ya veréis, dijo Vinet estrechando la mano al coronel.

 

Hacia la una de la madrugada, los tres silbidos claros y distintos del mochuelo admirablemente imitados, resonaron en la plaza; Petra los oyó en su sueño calenturiento, se levantó sudada, abrió la ventana, vio á Brigaut, y le tiró un pelotón de seda al cual él ató una carta. Silvia, agitada por los acontecimientos de la noche y por sus irresoluciones, no dormía: creyó en el mochuelo.

 

—¡Ah! ¡qué pájaro de mal agüero! Pero, calla. Petra se levanta, ¿qué tiene?

 

Al oir la ventana de la bohardilla, Silvia fuese precipitadamente á la suya y oyó á lo largo de las persianas el ligero frote del papel de Brigaut. Ató los cordones de su chambra y subió con presteza al cuarto de Petra, que encontró desenredando la seda y sacando la carta.

 

—¡Ah! ¡por fin os cogí! exclamó la solterona yéndose á la ventana y viendo á Brigaut que huía á escape. Vais á darme esa carta.

 

—¡No, prima, dijo Petra, que por una de esas inmensas inspiraciones de la juventud, y sostenida por su alma, se elevó hasta la grandeza de la resistencia que admiramos en la historia de algunos pueblos reducidos á la desesperación.

 

—¡Ah! ¡no queréis!... exclamó Silvia adelantándose hacia su prima y mostrándole una horrible máscara llena de odio y centelleante de furor.

 

Petra retrocedió para tener tiempo dé coger la carta en la mano, que tuvo cerrada con una fuerza invencible. Al ver aquella maniobra, Silvia empuñó entre sus patas de langosta la delicada, la blanca mano de Petra, y quiso abrírsela á la fuerza. Aquello fue una lucha terrible, una lucha  infame, como todo lo que atenta al pensamiento, único tesoro que Dios pone fuera de todo poder, y guarda como un lazo secreto entre los desgraciados y él.

 

Aquellas dos mujeres, la una moribunda y la otra llena de vigor, se miraron fijamente. Los ojos de Petra lanzaban á su verdugo aquella mirada del Templario recibiendo las heridas en el pecho en presencia de Felipe el Hermoso, que no pudo resistir aquel rayo terrible y abandonó la plaza asustado. Silvia, mujer y celosa, respondía á aquella mirada magnética, con rayos siniestros. Reinó el más horrible silencio. Los dedos cerrados de la bretona oponían á las tentativas de su prima una resistencia igual á la de unas tenazas de acero. Silvia torcía el brazo de Petra, intentaba abrirle los dedos, y, no alcanzándolo, le clavaba  inútilmente las  uñas en la carne. En fin, mezclándose la rabia, llevó el puño de la niña á su boca para morderle los dedos y vencerla con el dolor. Petra la desafiaba siempre con la terrible mirada de la inocencia. El furor de la solterona creció hasta tal punto, que llegó á la ceguedad; tomó el brazo de Petra y se puso á dar golpes con el puño de ésta al antepecho de la ventana, sobre el mármol de la chimenea, como cuando se quiere romper una nuez para coger el grano.

 

—¡Socorro! ¡socorro! gritó Petra, ¡me matan!

 

—¡Ah! gritas, y te sorprendo con un amante en medio de la noche...

 

Y repitió los golpes sin piedad.

 

En aquel momento fueron dados varios aldabazos á la puerta con violencia. Igualmente cansadas, las dos primas se pararon.

 

Rogron, inquieto, no sabiendo de qué se trataba, levantóse, fuese al cuarto de su hermana y no la vio; tuvo miedo, bajó, abrió la puerta, y por poco Brigaut, seguido de una especie de fantasma, le echa al suelo.

 

En .aquel momento los ojos de Silvia apercibieron el corsé de Petra, y recordó haber tocado papeles en él; saltó encima como un tigre sobre su presa, arrolló el corsé alrededor de su puño y se lo mostró sonriendo como un iroqués sonríe á su enemigo antes de descuartizarlo.

 

—¡Ah! ¡yo muero! dijo Petra cayendo de rodillas. ¿Quién me salvará?

 

—Yo, exclamó una mujer con todo el pelo blanco, que ofreció á Petra un viejo semblante de pergamino en donde brillaban dos ojos pardos.

 

—¡Ah! abuela, ¡llegas demasiado tarde! exclamó la pobre niña derramando lágrimas.

 

Petra fue á caer encima de su cama, abandonada por sus fuerzas y muerta por el abatimiento que, en una enferma, sigue á una lucha violenta. El gran fantasma disecado tomó á Petra en sus brazos como las niñeras toman á los chiquillos, y salió seguida de Brigaut sin decir una sola palabra á Silvia, á quien lanzó la más majestuosa, acusación por medio de una trágica mirada. La aparición de aquella augusta anciana en su traje de bretona, encapuchada en su cofia de paño negro forrada de pieles, acompañada del terrible Brigaut, espantó á. Silvia, creyó haber visto la muerte. La solterona bajó, oyó cerrarse la puerta, y se encontró cara á cara con su hermano, que le dijo:

 

—¿No te .han, pues, asesinado?

 

—Acuéstate, le dijo Silvia. Mañana veremos lo que hay que hacer.

 

Volvióse á la cama, deshizo el corsé de Petra y leyó las dos cartas de Brigaut, que la confundieron. Durmióse en la más extraña perplejidad, no dudando de la terrible acción á que debía dar lugar su conducta.

 

Las cartas enviadas por Brigaut á la viuda Lorrain la habían encontrado en una alegría inefable, que su lectura turbó profundamente. Aquella pobre septuagenaria moría de pena por vivir sin Petra á su lado; y si se consolaba algún tanto de haberla perdido era creyendo haberse sacrificado al interés de su nieta. Tenia uno de esos corazones siempre jóvenes que sostienen y animan la idea del sacrificio. Su anciano marido, cuya única alegría era su nieta, habia echado de menos siempre á Petra; todos los días la había buscado á su lado. Fue un dolor de viejo de esos con los cuales viven, y acaban por morir.

 

Cualquiera puede, pues, juzgar de la dicha que debió experimentar aquella pobre anciana confinada en un hospicio, al tener noticia de una de esas acciones raras, pero que, sin embargo, tienen aún lugar en Francia.

 

Después de sus desastres, Francisco José Collinet, jefe de la casa Collinet, partió para América con sus hijos. Tenía demasiado corazón para  permanecer arruinado, sin crédito .en Nantes, en medio de las desgracias que su quiebra había causado. Desde 1814 al 1824, aquel animoso hombre de negocios, auxiliado por sus hijos y por su cajero, que le permaneció fiel y le dio los primeros fondos, había empezado valerosamente otra fortuna. Después de trabajos inauditos coronados por el éxito, volvió, hacia el año undécimo, para hacerse rehabilitar en Nantes, dejando á su hijo mayor al frente de su casa trasatlántica. Encontró á Mad. Lorrain, de Pen-Hoël, en el establecimiento de Santiago, y fue testigo de la resignación con que la más desdichada de sus víctimas soportaba su miseria.

 

—¡Dios os perdone! le dijo la anciana, pues que en el borde de la tumba me dais los medios de asegurar el bienestar, de mi nieta; pero yo no podré rehabilitar á mi pobre marido.

 

Mr. Collinet trajo á su acreedora capital é intereses según la tasa del comercio; total, cerca de cuarenta y dos mil francos. Los otros acreedores, comerciantes activos, ricos, inteligentes, se habían sostenido, mientras que la desgracia de los Lorrain pareció irreparable al anciano Collinet, que prometió á la viuda hacer rehabilitar la memoria de su marido, á pesar dé que se trataba de unos cuarenta mil francos más. Cuando la Bolsa de Nantes supo este rasgo de reparadora generosidad, quiso recibir á Collinet, prescindiendo del decreto del tribunal de Rennes; pero el comerciante declinó este honor y se sometió al rigor del Código de Comercio.

 

Mad. Lorrain había, pues, recibido cuarenta y dos mil francos la víspera del día en que el correo le trajo las cartas de Brigaut.

 

Al recibir su dinero, su primera palabra fue:

 

—Ya podré vivir con mi Petra y casarla con ese pobre Brigaut, que hará su fortuna con mi capital.

 

No sabía lo que le pasaba, se agitaba, quería partir para Provins. Cuando recibió las fatales cartas, se fue por la ciudad como una loca, preguntando los medios de ir á Provins con la rapidez del rayo. Partió con el coche correo luego de habérsele explicado la celeridad gubernamental de aquel carruaje. Al llegar á París tomó el coche de Troyes, y acababa de llegar á las once y media á la casa de Frappier, en donde Brigaut, al aspecto de la sombría desesperación de la bretona, le prometió traerle su nieta explicándole en pocas palabras el estado de Petra. Estas pocas palabras asustaron de tal suerte á la abuela, que no pudo vencer su impaciencia y corrió hacia la plaza. Cuando Petra gritó, la bretona sintióse el corazón tan vivamente desgarrado por aquel grito como Brigaut. Entre los dos, de fijo hubieran despertado á todos los vecinos, si, por temor, Rogron no hubiese abierto. Aquel grito de una joven en sus últimos momentos, dio de repente á su abuela tanto valor como espanto; llevó á su querida Petra hasta la casa de Frappier, en donde la mujer había precipitadamente arreglado el cuarto de Brigaut para la abuela de Petra. En aquella pobre habitación, pues en una cama apenas hecha, fue depositada la enferma: al llegar se desmayó, teniendo todavía cerrada la mano, herida, llena de sangre, las uñas clavadas en la carne. Brigaut, Frappier, su mujer y la anciana, contemplaron á Petra en silencio, todos sobrecogidos por una indecible sorpresa.

 

—¿Por qué tiene sangre en la mano? fue la primera palabra de la abuela.

 

Petra, vencida por el sueño que sigue á los grandes desarrollos de la fuerza, y sabiéndose al abrigo de toda violencia, abrió los dedos. La carta de Brigaut cayo como una contestación.

 

—Le han querido quitar mi carta, dijo Brigaut cayendo de rodillas y recogiendo la palabra que había escrito para decir a su pequeña amiga que se escapase con cuidado de la casa de los Rogron. Besó religiosamente la mano de aquella mártir.

 

Entonces hubo algo que hizo estremecer a los carpinteros, y fue ver al anciano Lorrain, aquel espectro sublime, de pié en la cabecera de la niña. El terror y la venganza deslizaban sus centelleantes expresiones entre los millares de arrugas que surcaban su tez de marfil amarillento. Aquella frente cubierta de cabellos canos esparcidos expresaba la cólera divina. Leía, con ese poder de intuición concedido á los viejos cerca de la tumba, toda la vida de Petra, en la cual había pensado ya durante su viaje. Adivinó la enfermedad de joven soltera que amenazaba de muerte á su querida niña. Dos grandes lágrimas penosamente nacidas en sus ojos blancos y pardos, á los cuales las penas habían arrancado las pestañas y las cejas, dos perlas de dolor se formaron, le comunicaron una espantosa frescura, crecieron y cayeron en sus mejillas disecadas sin mojarlas.

 

—¡Me la han asesinado! dijo al fin cruzando las manos.

 

Cayó de rodillas, que dieron dos golpes secos en el suelo, se puso sin duda á hacer un voto á santa Ana d'Auray, la más poderosa de las Madonas de la Bretaña.

 

—Un médico de Paris, dijo á Brigaut. Corre, Brigaut, vete á buscarlo.

 

Cogiólo por la espalda y le hizo marchar con un gesto despótico de mando.

 

—Yo iba á venir, querido Brigaut, soy rica, mira, exclamó volviéndole á llamar. Deshizo el cordón que ataba los dos cuerpos de su jubón encima del pecho, sacó un papel en el cual estaban envueltos cuarenta y dos billetes de banco, y le dijo:

 

—Toma lo que necesites. Trae al mejor médico de París.

 

—Guardadlos, dijo Frappier, no podrá cambiar un billete en este momento, yo tengo dinero, la diligencia aún no ha pasado y es fácil encuentre asiento; ¿pero antes no seria mejor consultar á Mr. Martener, que nos indique un médico de París? El coche no vendrá hasta dentro de una hora, tenemos tiempo.

 

Brigaut fue á despertar á Mr. Martener. Acompañó á este médico, que no se sorprendió de encontrar á la señorita  Lorrain en casa  de Frappier. Brigaut le explicó la escena que acababa de tener lugar en casa de los Rogron. La charlatanería de un amante desesperado aclaró aquel drama doméstico al médico, sin que pudiese sospechar el horror y extensión de sus consecuencias. Martener dio la dirección del célebre Horacio Bianchon á Brigaut, que partió con su principal cuando se oyó el ruido de la diligencia. Mr. Martener se sentó, examinó primero las equimosis y las heridas de la mano, que colgaba fuera de la cama.

 

—No se ha hecho ella misma esas heridas, dijo.

 

—No, la horrible mujer á quien tuve la desgracia de confiarla la maltrataba, dijo la abuela. Mi pobre Petra gritaba: «¡|Socorro! ¡yo muero!» con un acento para partir el corazón á un verdugo.

 

—¿Pero por qué? dijo el médico tomando el pulso á Petra. Está muy mala, prosiguió, acercando una luz a la cama. ¡Ahí difícilmente podremos salvarla, dijo después de haberle visto la cara. Ha debido sufrir mucho, y no comprendo cómo no se la ha cuidado.

 

—Mi intención, dijo la abuela, es de quejarme á la justicia. Personas que me han pedido la nieta por medio de una carta, llamándose ricos de doce mil libras de renta, tenían derecho para hacer de ella su cocinera, de hacerle ejecutar trabajos superiores á sus fuerzas?

 

—¿No han querido ver, pues, la más visible de las enfermedades, a las cuales las jóvenes están muchas veces sujetas, y que eligen los mayores cuidados? exclamó Martener.

 

Petra despertó, tanto porque la hería la luz que sostenía Mad. Frappier para alumbrar bien la cara de la enferma, como por los horribles dolores que la reacción moral de su lucha le causaba en la cabeza

 

—¡Ah! Mr. Martener, estoy muy mala, dijo con su linda voz.

 

—¿Qué os hace daño, amiguita mía? dijo el médico.

 

—Aquí, dijo señalando á lo alto de la cabeza, encima de la oreja izquierda.

 

—Hay un tumor, exclamó el médico después de haber tentado y preguntado largo tiempo á Petra acerca de sus sufrimientos. Es necesario que nos lo digáis todo, hija mía, para que podamos curaros. ¿Por qué tenéis la mano así? No podéis ser vos misma que os hayáis inferido semejantes heridas.

 

Petra refirió sencillamente la lucha que había tenido lugar entre ella y su prima.

 

—Hacedla hablar, dijo el médico á la abuela, y sabedlo todo bien. Esperaré al médico de París y nos agregaremos el cirujano en jefe del hospital para tener una consulta. Todo esto me parece muy grave. Voy á mandaros una poción calmante que daréis á la señorita para que duerma; tiene necesidad de descansar.

 

Sola con su nieta, la vieja bretona se lo hizo revelar todo, usando del ascendiente que en ella ejercía, haciéndole saber que era bastante rica para los tres, y prometiendo que Brígaut no se separaría de ellas. La pobre niña confesó su martirio, no adivinando á qué proceso iba á dar lugar. Las monstruosidades de aquellos seres sin afecto y que nada sabían de la familia, descubrían á la anciana mundos de dolor tan lejos de su pensamiento, como podían estarlo las costumbres de las razas salvajes, de la imaginación de los primeros viajeros que penetraron en las sábanas de América. La llegada de su abuela, la seguridad de vivir con ella rica, adormecieron el pensamiento de Petra, como la poción le adormeció el cuerpo. La  vieja bretona veló á su nieta, besándole la frente, los cabellos y las manos, como las santas mujeres debieron besar á Jesús al ponerlo en la tumba.

 

A las nueve de la mañana, Mr. Martener fue á casa del presidente, á quien refirió la escena de la noche entre Silvia y Petra, después los tormentos morales y físicos, los malos tratamientos de todo género que habían desplegado sobre su pupila, y las dos enfermedades mortales que se habían desarrollado como consecuencia de aquel comportamiento. El presidente mandó por el notario Auffray, uno de los parientes de Petra por la línea materna.

 

En aquel momento, la guerra entre el partido Vinet y el partido Tiphaine pasaba por su apogeo. Las versiones que los Rogron y sus adictos hacían circular en Provins respecto á las relaciones conocidas de Mad. Rogron con e! banquero Tillet, acerca de las circunstancias de la quiebra del padre de Mad. Típhame, una falsificación, decían, alcanzaron tanto más vivamente al partido de los Tiphaine, en cuanto todo esto era maledicencia, pero no calumnia. Estas heridas iban al fondo del corazón, atacaban los intereses en lo más vivo.

 

Estos discursos, repetidos á los partidarios de los Tiphaine por las mismas bocas que comunicaban á los Rogron las bromas de la hermosa Mad. Tiphaine y de sus amigas, alimentaban loa odios, siempre combinados con el elemento político.

 

Las riñas que causaba entonces en Francia el espíritu de partido, cuyas violencias fueron excesivas, se relacionaban en todas partes, como en Provins, á intereses amenazados, á personas despechadas y militantes. Cada una de aquellas agrupaciones cogía con ardor lo que podía herir á la agrupación rival. La animosidad de los partidos se mezclaba tanto como el amor propio en los negocios más insignificantes, yendo muchas veces muy lejos.

 

Una ciudad se apasionaba por ciertas luchas y las extendía a toda la grandeza del debate político. Por eso el presidente vio en la causa entre Petra y los Rogron, el medio de deshonrar á los dueños del salón en que sé elaboraban planes contra la monarquía, en donde había nacido el diario de oposición.

 

Fue llamado el procurador del rey, Mr. Lesourd, Mr. Auffray el notario, nombrado curador para pleitos de Petra, y el presidente, y examinaron entonces en el mayor secreto con Mr. Martener la marcha que se debía seguir. El último se encargó de decir á la abuela de Petra que presentara sus quejas al curador. Este convocaría consejo de familia, y armado con el dictamen de tres médicos, pediría desde luego la destitución del tutor. En este estado el asunto, llegaría al tribunal procurando  una instrucción de diligencias criminales.

 

Hacia el medio día, todo Provins estaba sublevado por lo que bahía pasado durante la noche .en la cusa Rogron. Los gritos de Petra fueron vagamente oídos en la plaza; pero como habían durado poco, nadie se había levantado; solamente se preguntaban unos á otros:

 

—¿Habéis oído gritos y ruido hacia la una de la noche? ¿qué es? ¿qué ha sucedido?

 

Las conversaciones y comentarios habían aumentado tan considerablemente aquel horrible drama, que la gente se agrupó delante de la tienda de Frappier, pidiéndole todos noticias, y el bravo carpintero pintó la llegada á su casa de la pequeña, la mano ensangrentada y heridos los dedos.

 

A la una de la tarde, la silla de posta del doctor Bianchon, cerca de la cual iba Brigaut, se paró delante de la casa de Frappier, cuya mujer fue al hospital á avisar á Mr. Martener y al cirujano  en jefe. Las conversaciones de la ciudad tuvieron de este modo una sanción. Los Rogron fueron acusados de haber maltratado á su prima y de haberla puesto en peligro de muerte.

 

La noticia alcanzó á Vinet en el palacio de la Justicia; lo dejó todo y se fue á casa de los Rogron. Los hermanos acababan de almorzar. Silvia no se atrevía á decir á su hermano su inconveniencia de la noche, y se dejó apremiar por mil preguntas sin contestar más que:

 

—Esto no te importa.

 

Iba y venía de la cocina al comedor para evitar la discusión. Estaba sola cuando se presentó Vinet.

 

—¿Que no sabéis lo que pasa? dijo el abogado.

 

—No, contestó Silvia.

 

—Vais á ver un proceso criminal, según se presentan las cosas, á propósito de Petra.

 

—¡Un proceso criminal! dijo Rogron que acababa de llegar. ¿Por qué? ¿cómo es eso?

 

—Ante todo, dijo el abogado mirando a Silvia, explicadme sin rodeos lo que ha pasado esta noche, como si estuvieseis delante de Dios, pues se trata de cortar la mano á Petra.

 

Silvia se puso pálida y tembló.

 

—¿Ha habido, pues, algo? dijo Vinet.

 

La señorita Rogron refirió la escena queriéndose disculpar; pero apremiada por las preguntas, confesó los hechos graves de aquella horrible lucha.

 

—Si únicamente le hubieseis roto los dedos, no iríais más que á la policía correccional; pero  si es necesario cortarle la roano, podéis ir al tribunal de los Assises; los Tiphaine harán todo lo posible para llevaros hasta allá.

 

Silvia, más muerta que viva, confesó sus celos, y, lo que fue más cruel decirlo, que estaba equivocada en sus sospechas.

 

—¡Qué proceso! dijo Vinet. Podéis perecer en él lo mismo vos que vuestro hermano, y aun ganando, os veréis abandonados por mucha gente. Si no triunfáis, tendréis que abandonar Provins.

 

—¡Oh! mi querido Mr. Vinet, vos que sois tan buen abogado, dijo Rogron espantado, ¡dadnos un consejo, salvadnos!

 

El astuto Vinet llevó al extremo el miedo de aquellos dos imbéciles, y declaró  positivamente que las señoras de Chargeboeuf titubearían de volver á su casa. Ser abandonados por  aquellas señoras sería una terrible desgracia. En fin, después de una hora de magnificas maniobras, fue reconocido que para determinar á Vinet á salvar á los Rogron, debía haber, a los ojos de todo Provins, un interés mayor que el de la defensa. En la reunión de aquella noche había de anunciarse el matrimonio de Rogron con la señorita de Chargeboeuf. Las amonestaciones serían publicadas el domingo. El contrato se haría inmediatamente autorizándolo Gournant, en el cual intervendría la señorita Rogron para ceder por donación entre vivos la nuda propiedad de sus bienes a favor de su hermano, en consideración a aquel enlace.

 

Vinet había hecho comprender á Rogron y a su hermana, la necesidad de tener Ía minuta de un contrato matrimonial de fecha anterior a aquel deplorable acontecimiento, a fin de comprometer a las señoras de Chargeboeuf á la vista del publico, y de darles un motivo para continuar yendo á la casa Rogron.

 

—Firmad este contrato, y yo me encargo de sacaros en bien del asunto, dijo el abogado. Esto será sin duda una lucha terrible, pero me dedicaré á ella en cuerpo y alma, y me deberéis todavía un famoso cirio.

 

—¡Ah! sí, dijo Rogron.

 

A las once y media el abogado tuvo plenos poderes, tanto para el contrato como para el seguimiento de la causa. A las doce el presidente fue sorprendido por una relación en justicia intentada por Vinet contra Brigaut y la señora viuda Lorrain, por haberse llevado á la menor Lorrain del domicilio de su tutor. Así el atrevido Vinet se colocaba en el terreno de demandante, y ponía á Rogron en la posición de un hombre irreprochable.

 

En este sentido habló en el palacio de la Justicia. El presidente aplazó para las cuatro el oír á las partes. Inútil es decir hasta qué punto estaba alborotada la pequeña ciudad de Provins por estos acontecimientos. El presidente sabía que á las tres habría terminado la consulta de los módicos, y quería que el curador para pleitos, hablando por la abuela, se presentase armado del dictamen facultativo.

 

La noticia del matrimonio de Rogron con la hermosa Bathilde de Chargeboeuf y las ventajas que daba Silvia al contrato, creó á la vez dos enemigos á los Rogron: la señorita Habert y el coronel, pues los dos vieron sus esperanzas fallidas. Celestina y Gouraud quedaron, sin embargo; ostensiblemente adictos á los Rogron, pero para perjudicarles con más seguridad. Así es que, desde que Mr. Martener reveló la existencia de un tumor en la cabeza de la pobre víctima de los dos merceros, Celestina y el coronel hablaron del golpe que Petra se había dado la noche que Silvia la obligó á dejar el salón, y recordaron las crueles y barbaras exclamaciones de la señorita Rogron. Refirieron las pruebas de insensibilidad dadas por aquella solterona, con respecto á su enferma pupila. De este modo los amigos de la casa sacaron á relucir culpas graves, aparentando defender á Silvia y á su hermano.

 

Vinet había previsto este huracán; pero la fortuna de los Rogron iba á ser adquirida por la señorita de Chargeboeuf, y se prometía verla habitar dentro de algunas semanas la linda casa de la plaza y reinar con ella en Provins; pues meditaba ya fusiones con los Bréautey en el interés de sus ambiciones.

 

Desde las doce hasta las cuatro, todas las señoras: del partido Tiphaine, las Garcelant, Guepin, JuIliard, Galardon, Guener y la esposa del sub-prefecto, mandaron a pedir noticias de la señorita Lorrain. Petra ignoraba el enredo que había en la ciudad por su causa. Experimentó, en medio de sus vivos sufrimientos, una inefable dicha al encontrarse entre su abuela y Brigaut, los dos objetos de su cariño. Brigaut tenía constantemente los ojos llenos de lágrimas, y la abuela mimaba á su nieta. Dios sabe si la anciana hizo gracia á los tres facultativos de alguno de los detalles que había obtenido de Petra, acerca de su vida en casa de los Rogron. Horacio Bianchou expuso su indignación en términos vehementes. Asustado por semejante barbarie, exigió que fuesen llamados los demás médicos de la ciudad, de suerte, que Mr. Neraud estuvo presente e invitado, como amigo de Rogron, á combatir si correspondía, las terribles conclusiones de la consulta, que, para desgracia de los Rogron, fue acordada por unanimidad. Neraud, que ya pasaba por haber hecho morir de pena á la abuala materna de Petra, estaba en muy falsa posición, de la cual se aprovechó el hábil Martener, satisfecho de aniquilar a los Rogron y de comprometer en esto á Mr. Neraud, su antagonista.

 

Inútil es dar el texto de aquel dictamen, que fue otro de los documentos que obraron en el proceso. Si las palabras de la medicina de Moliere eran bárbaras, las de la medicina moderna tienen la ventaja de ser tan claras, que la explicación de la enfermedad de Petra, aunque natural y desgraciadamente común, horrorizaria. Aquel dictamen estaba además apoyado por un nombre tan célebre como el de Horacio Bianchon.

 

Después de la audiencia, el presidente continuó en su sitio al ver a la abuela de Petra acompañada de Mr. Auffray, de Brigaut y de muchísima gente Vinet estaba solo. Aquel contraste llamó la atención del auditorio, que fue creciendo con un gran número de curiosos. Vinet, que no se habia quitado la toga, levantó hacia el presidente su semblante frío, asegurando los anteojos sobre sus ojos verdes, y después con su voz débil, pero persistente expuso que personas extrañas se habían introducido de noche en casa los hermanos Rogron y habían robado á la menor Lorrain. Fuerza debía tener el tutor para reclamar su pupila. Mr. Auffray se levantó como curador para pleitos, y pidió la palabra.

 

—Si el señor presidente, dijo, quiere hacerse cargo de este dictamen firmado por uno de los médicos más sabios de París y por todos los médicos y cirujanos de Provins, comprenderá cuán insensata es la reclamación de Mr. Rogron, y cuáles fueron los motivos graves que obligaron á la abuela de la menor á quitarla inmediatamente de las manos de sus verdugos. He aquí el hecho: un dictamen deliberado y acordado por unanimidad por un ilustre médico de París, llamado á toda prisa, y por todos los médicos de esta ciudad, atribuye el estado casi mortal en que se halla la menor á los malos tratamientos que ha recibido de los hermanos Rogron. Según derecho, será convocado el consejo de familia á la mayor brevedad posible y consultado acerca de si el tutor debe ser destituído de su cargo. Nosotros pedimos que la menor no vuelva al domicilio de su tutor y sea confiada al individuo de la familia que designe el señor presidente.

 

Vinet quiso replicar diciendo que el dictamen le debía ser comunicado para combatirlo.

 

—No á la parte Vinet, dijo con severidad el presidente; tal vez se comunicará al procurador del rey. Está comprendido.

 

El presidente escribió al pié de la demanda, el siguiente decreto:

 

 

«Considerando que, de un dictamen acordado por unanimidad por los médicos de esta ciudad y el doctor Bianchon, de la Facultad de medicina de París, resulta que la menor Lorrain, reclamada por Rogron, su tutor, se halla gravemente enferma, a causa de los malos tratos y tormentos ejercidos contra ella en el domicilio de su tutor y por la hermana de éste,

 

Nos, presidente del tribunal de primera, instancia de Provins:

 

Decretando sobre la demanda, mandamos que, hasta la deliberación del consejo de familia, que según declaración del curador para pleitos, será convocado, la menor no volverá al domicilio pupilar y será llevada á la casa del curador para pleitos;

 

Subsidiariamente, atendido el estado en que se halla la menor y las señales de violencia, que según el dictamen  facultativo, existen en su persona, comisionamos al médico en jefe y al cirujano mayor del  hospital de Provins para visitarla; y en el caso de que constasen los malos tratamientos, nos reservamos la acción del ministerio publico; y esto, sin perjuicio de la acción civil utilizada por Mr. Auffray, curador para pleitos.»

 

Este terrible decreto fue pronunciado por el presidente Tiphaine en voz alta é inteligible.

 

—¿Por qué no el presidio de repente? dijo Vinet. Y todo este ruído por una joven que sostenía una intriga con un muchacho carpintero. Si el asunto marcha así, exclamó con insolencia, pediremos la recusación de los jueces con causa de sospecha legítima.

 

Vinet dejó el palacio y se fue á casa de los principales órganos de su partido para explicarles la situación de Rogron, que nunca había dado ni un golpe á su prima, y en quien el tribunal veía, dijo, menos al tutor de Petra que al gran elector de Provins.

 

A oirle, los Tiphaine hacían gran ruído por nada. El monte pariría un raton. Silvia, soltera eminentemente cuerda y religiosa, había descubierto una intriga entre la pupila de su hermano y un muchacho carpintero, un bretón llamado Brigaut. Este tunante sabía perfectamente que la joven iba á tener una fortuna de su abuela, y quería seducirla. (¡Vinel se atrevió á hablar de seducción!) La señorita Rogron, que tenía cartas en donde se veía la perversidad.de aquella joven, no era tan vituperable como los Tiphaine querían hacer creer. En el caso de que ella se hubiese permitido una violencia para obtener una carta, lo que explicaba por la irritación que la terquedad bretona había causado á Silvia, ¿en qué había faltado Rogron?

 

El abobado hizo entonces de aquel proceso un asunto de partido y supo darle un color político. Por esto, desde estas explicaciones,  nacieron  divergencias en la opinión pública.

 

—El que no oye más que una campana, no conoce más que un sonido, decían las gentes discretas. ¿Habéis oído á Vinet? Vinet explica muy bien la cosa.

 

La casa de Frappíer había sido considerada inhabitable para Petra, á causa de los dolores que el ruido le daría en la cabeza. El traslado desde allí á casa del curador para pleitos, era tan  necesario judicial como medicinalmente. Se hizo con todas las precauciones imaginables y calculadas para producir gran efecto. Petra fue colocada en una camilla con colchones, llevada por dos hombres, acompañada de una hermana enfermera que llevaba un frasco de ether, seguida de su abuela, de Brigaut, de Mad. Auffray y de ia camarera de ésta.

 

Salió mucha gente á las puertas y ventanas para ver pasar á la comitiva. No hay duda de que el estado en que Petra se hallaba, su palidez de moribunda, todo daba inmensas ventajas al partido contrario á los Rogron. Los Auffray procuraron probar á toda la ciudad, que el presidente había estado en lo justo al dar su decreto.

 

Petra y su abuela fueron instaladas en el segundo piso de la casa de Mr. Auffray. El notario y su mujer les prodigaron los cuidados de la más amplia hospitalidad, hasta las trataron con lujo. Petra tuvo á su abuela por enfermera, y Mr. Martener fue la tarde misma á visitarla con el cirujano.

 

Desde aquella noche empezaron las exageraciones por una y otra parte. El salón de los Rogron estaba lleno. A este objeto Vinet había trabajado el partido liberal. Las dos señoras de Chargerboeuf comieron en casa de los Rogron, pues el contrato debía firmarse aquella noche. Vinet por la mañana hizo fíjar los anuncios en la alcaldía. Decía que el asunto de Petra era una miseria. Que si el tribunal de Provins obraba con pasión, la Superioridad sabría apreciar los hechos, y que los Auffray lo mirarían mucho antes de enredarse en semejante proceso.

 

La alianza de Rogron con los Chargeboeuf fue cosa de mucha consideración á los ojos de cierta gente. En su casa, los ñogron estaban limpios como la nieve, y Petra era una joven excesivamente perversa, una serpiente calentada en su seno. En el salón de Mad. Tiphaine se vengaban de las horribles maledicencias á que había dado lugar el partido Vinet en dos años; los Rogron eran monstruos, y el tutor tendría que presentarse al tribunal de los Assises. En la plaza, Petra estaba muy bien; en la ciudad alta, debía morir infaliblemente; en casa Rogron, aquella no tenía más que arañazos en la muñeca; en casa Mad. Tiphaine, tenía los dedos rotos, se le tendría que cortar uno. Al día siguiente El Correo de Provins contenía un artículo hábil en extremo, bien escrito, una obra maestra de insinuaciones mezcladas de consideraciones judiciales que ponía ya á Rogron fuera de la causa. La Colmena, que no salía hasta dos días después, no podía contestar sin caer en la difamación, pero se salió del paso diciendo que, en semejante asunto, lo mejor era dejar obrar á la justicia.

 

El consejo de familia se compuso del juez de paz del distrito de Provins, presidente legal; de Rogron y de los dos Auffray, que eran los parientes más próximos; después Mr. Ciprey, sobrino de la abuela materna de Petra. Se les unió Mr. Habert, confesor de ésta, y el coronel Gouraud, que había pasado siempre como amigo del coronel Lorrain. Se aplaudió mucho la imparcialidad del juez de paz, que comprendía en el consejo de familia a Mr. Habert y al coronel Gouraud, que todo Provins creía muy amigos de Rogron. En la grave circunstancia que se hallaba éste, pidió la asistencia del licenciado Vinet al consejo de familia. Por medio de esta maniobra, aconsejada por el abogado, Rogrpn obtuvo que la asamblea no se reuniese hasta el fin del mes de Diciembre. En aquella época, el presidente y su esposa estarían ya establecidos en París en casa Mad. Roguin, á causa de la convocatoria de las Cámaras. De este modo, el partido ministerial se encontró sin jefe. Vinet se había ya ganado sordamente á Desfondrilles, el juez de instrucción, para el caso de que el asunto tomase el carácter de criminalidad que le había querido dar el presidente.

 

Vinet habló tres horas ante el consejo de familia: estableció una intriga entre Brigaut y Petra, a fin de justificar la severidad de la señorita Rogron; demostró que el tutor había obrado naturalmente al dejar á su pupila bajo la dirección de una mujer; y se fijó en la no participación de su cliente en la manera como era entendida por Silvia la educación de Petra. A pesar de los esfuerzos de Vinet, el consejo resolvió por unanimidad retirar la tutela á Rogron. Se designó para tutor á Mr. Auffray y á Mr. Ciprey como curador para pleitos. El consejo de familia oyó á Adela, la criada, que apretó la mano contra sus antiguos amos; á la señorita. Habert, que refirió las crueles palabras proferidas por la señorita Rogron la noche en que Petra se había dado el terrible golpe oído por todos los concurrentes, y la observación hecha por Mad. de Chargeboeuf acerca de la salud de Petra, Brigaut presentó !a carta que había recibido de ésta y que probaba su mutua inocencia. Fue demostrado que el estado deplorable en que se hallaba la menor, era producido por una falta de cuidado por parte del tutor, responsable de todo lo que concernía á su pupila.

 

La enfermedad de Petra había llamado la atención á todo el mundo, aun á las personas de la ciudad extrañas á la familia. La acusación de malos tratamientos fue, pues, sostenida contra Rogron. El asunto debía hacerse público.

 

Aconsejado por Vinet, Rogron se opuso á la ratificación por el tribunal de lo acordado por el consejo de familia. El ministerio público intervino, atendida la gravedad creciente del estado patológico en que se hallaba Petra Lorrain. Aquel curioso proceso, aunque incoado con prontitud, no llegó al estado de plenario.hasta el mes de Marzo de 1828.

 

El enlace de Rogron con la señorita de Chargeboeuf se había entonces celebrado. Silvia habitaba el segundo piso de su casa, que se había dispuesto convenientemente; junto con Mad. de Chargeboeuf, pues el primero fue destinado exclusivamente á Mad. Rogron. Esta linda señora sucedió desde entonces á la bella Mad. Tiphaine. La influencia de aquel matrirnonio fue enorme. No se iba al salón de la señorita Silvia, pero sí al de la hermosa Mad. Rogron.

 

Sostenido por su suegra y apoyado por los banqneros realistas del Tillet y Nucingen, el presidente Tiphaine tuvo ocasión de prestar servicios al ministerio fue uno de los oradores del centro más apreciados, ascendió á juez del tribunal de primera instancia del Sena, é hizo nombrar á su sobrino, Lesourd, presidente del tribunal de Provins. Este nombramiento disgustó mucho al juez Desfondrilles, siempre arqueólogo, y más que nunca suplente. El.ministro de la justicia envió á uno de sus protegidos para cubrir la plaza que dejó vacante Lesourd. El ascenso de Mr. Tiphaine no dejó, pues, plaza alguna en el tribunal de Provins. Vinet explotó muy hábilmente estas circunstancias. Había dicho muchas veces á la gente de la ciudad, que servían de escabel sin conocerlo á la grandeza de la astuta Mad. Tiphaine. Que el presidente se reía de sus amigos. Madame Tiphaine despreciaba in petto la ciudad.de Provins, y qus no volvería más á ella.

 

Mr. Tiphaine padre murió, su hijo heredó las tierras del Fay y vendro su linda casa de la ciudad alta á Mr. Julliard. Esta venta probaba los pocos deseos que tenía de volver á Provins. Vinet tuvo razón, Vinet había sido profeta. Estos hechos tuvieron muchísima influencia en el proceso relativo á la tutela de Rogron.

 

De esta suerte; el espantoso martirio ejercido brutalmente en Petra por dos imbéciles tiranos, que en sus consecuencias medicinales, ponía á Mr. Martener, apoyado por el doctor Bianchon, en el caso de ordenar la terrible operación del trépano; aquel drama horrible, reducido á las proporciones judiciales, caía en el lodo inmundo que se llama en el Palacio la forma. Aquel proceso se arrastraba entre las dilaciones, entre la impenetrable red del procedimiento, entretenido por las astucias de un odioso abogado; mientras que Petra, calumniada, languidecía y sufría los dolores más espantosos conocidos en medicina. ¿No era necesario explicar aquellos singulares cambios de la opinión pública y la marcha lenta de la justicia, antes de volver al cuarto en donde vivía, en donde moría?

 

Mr. Martener, lo mismo que la familia Auffray, fue en pocos dias cautivado por el carácter adorable de Petra y por la anciana bretona, cuyos sentimientos, ideas y maneras, estaban revestidos de cierto color romano. Aquella matrona del Marais se parecía á una mujer de Plutarco.

 

El médico quiso disputar aquella víctima a la muerte, pues desde el primer día, tanto el facultativo de París como él, la consideraron perdida. Hubo entre el mal y el médico, sostenida por la juventud de Petra, una de esas luchas que sólo los médicos conocen, y cuya recompensa, en caso de obtener un feliz éxito, nunca está en el precio venal de las consultas, ni en la gratitud del enfermo, sino en la dulce satisfacción de la conciencia y en no sé qué palma ideal é invisible recogida por los verdaderos artistas, después de la satisfacción que les causa la certeza de haber acabado una buena obra. Esa lucha de todos los días había apagado en aquel hombre de provincias las mezquinas rivalidades de la lucha entablada entre el partido Vinet y el partido de los Tiphaine, como sucede siempre ás los hombres que se encuentran cara á cara con una gran dificultad que vencer.

 

Mr. Martener había empezado por querer ejercer su facultad en París; pero la atroz actividad de este centro, la insensibilidad que acaban por dar al médico el espantoso número de enfermos, y la multiplicidad de casos graves, habían asustado á su carácter dulce y hecho á propósito para la vida de provincias. Estaba además bajo el yugo de su linda patria; por lo cual volvió a Provins a casarse, establecerse y á cuidar así afectuosamente á una población, que podía considerar como una gran familia. Procuró, todo el tiempo que duró la enfermedad de Petra, no hablar de su enferma. Su repugnancia a contestar cuando le preguntaban noticias de la pobre pequeña era tan visible, que dejaron de interrogarle acerca de este particular. Petra fue para él, lo que debía ser, uno de esos poemas misteriosos y profundos, pródigos en sufrimientos, como se hallan en la terrible existencia de los médicos. Experimentaba por aquella delicada joven una admiración, sin que quisiese entrar nadie en el secreto de la misma.

 

Aquel sentimiento del médico por su enferma se había comunicado, corno todos los sentimientos verdaderos, á Mr. y á Mad. Auffray, cuya casa se hizo tranquila y silenciosa mientras Petra estuvo en ella. Los niños que en otro tiempo habían jugado tanto con Petra, se entendieron con la gracia de la infancia para no ser alborotadores ni importunos. Empeñaron su honrilla en ser bien discretos, porque Petra estaba enferma.

 

La casa de Mr. Auffray se halla en la ciudad alta, por debajo de las ruinas del castillo, en donde, está edificada en una de las márgenes de tierra producida por el derrumbamiento de los antiguos terraplenes. Desde alli los habitantes ven perfectamente el valle, paseándose por un pequeño jardín de árboles frutales rodeado de gruesas paredes, desde donde se domina la ciudad. Los tejados de las demás casas llegan al cordón exterior de la  pared que sostiene aquel jardín. A lo largo de éste, va un pasadizo que termina en la puerta-ventana del gabinete de Mr. Auffray. Al extremo se levantan una parra y una higuera, debajo de las cuales hay una mesa redonda, un banco y varias sillas pintadas de verde. Se había dado á Petra el cuarto encima del gabinete de su nuevo tutor. Mad. Lorrain dormía en el mismo cuarto, colocando una cama de tijera cerca de su nieta. Desde su ventana podía, pues, Petra ver el magnifico valle de Provins, que conocía apenas, pues habia salido rara vez; de la casa de los Rogron. Cuando hacía buen tiempo, le gustaba arrastrarse apoyada en su abuela hasta el emparrado. Brigaut, que ya no.trabajaba, iba tres veces al día á ver á su pequeña amiga; estaba devorado por un dolor que le hacía sordo para las cosas del mundo; acechaba á Mr. Martener con la finura de un perro de caza, le acompañaba siempre y salía con él.

 

Difícilmente podríais imaginaros las locuras que todos hacían por la querida pequeña enferma. Ebria de desesperación, la abuela lo disimulaba, para presentar á su nieta el alegre semblante que tenía en Pen-Hoël. En su deseo de hacerse ilusiones, le arreglaba y ponía la gorra con la cual Petra había llegado á Provins. La joven enferma le parecía así más semejante á ella misma: estaba deliciosa, el semblante rodeado de aquella aureola de batista, guarnecida de encajes almidonados. Su cabeza blanca, de la blancura del bizcocho; su frente, que el sufrimiento le imprimía una sombra de pensamiento profundo, la pureza de las líneas enflaquecidas por la enfermedad; la lentitud en la mirada y la inmovilidad de los ojos por intervalos, todo hacía de Petra una admirable obra maestra de melancolía. Por eso servíanla con una especie de fanatismo. ¡La veían tan dulce, tan tierna, tan amable!

 

Mad. Martener había mandado su piano á su hermana Mad. Auffray, con la intención de distraer á Petra, á quien la música causó impresiones muy agradables. Era un poema verla oyendo una pieza de Weber, de Beethoven ó de Herald, los ojos levantados, silenciosa, y echando sin duda de menos la vida que ella sentía escapársele. El cura Peroux y Mr. Habert, sus dos consejeros religiosos, admiraban su piadosa resignación. ¿No es un hecho notable y digno igualmente de la atención de los filósofos y de los indiferentes, la perfección seráfica de las niñas y de los niños marcados de rojo por la muerte entre la multitud, como árboles jóvenes en un bosque? Quien haya visto una de esas muertes sublimes, no podrá permanecer ó.hacerse incrédulo. Esos seres despiden como un perfume celestial; sus miradas hablan de Dios, su voz es elocuente en las más indiferentes conversaciones, y muchas veces suena como un instrumento divino, expresando los secretos del porvenir. Cuando Mr. Martener felicitaba á Petra por haber cumplido alguna difícil prescripción, aquel ángel decía en presencia de todos, ¡y con qué miradas!

 

—Deseo vivir, querido Mr. Martener, menos por mí que por mi abuela, por mi Brigaut y por todos vosotros que os afligiría mi muerte.

 

La primera vez que paseó, en el mes de Noviembre, por el bello sol de San Martín, acompañada de todas las personas de la casa, Mad. Auffray le preguntó si estaba cansada.

 

—Ahora, contestó, que ya no tengo que soportar mis sufrimientos que los que Dios me envía, puedo sufrir. Encuentro la fuerza para resistir en la dicha de ser amada.

 

Aquella fue la ultima vez que, de una manera indirecta, recordó su punible martirio en casa los Rogron, de quienes nunca hablaba, y su recuerdo debía serle tan penoso, que tampoco persona alguna se lo traía á la memoria.

 

—Querida Mad. Auffray, le dijo un dia en el jardín, contemplando el valle iluminado por un hermoso sol y adornado con los bellos tintes rubios del otoño, mi agonía en esta casa me habrá proporcionado más felicidad que esos tres últimos años.

 

Mad. Auffray miró á su hermana, y le dijo al oido:

 

—¡Cómo habrá amado!...

 

En efecto, el acento y la mirada de Petra daban a su frase un valor inexplicable.

 

Mr. Martener sostenía correspondencia con el doctor Bianchon, y no intentaba cosa alguna grave sin la aprobación de éste. Esperaba que se estableciese el curso querido por la naturaleza, para hacer derivar el tumor de la cabeza por la oreja. Cuanto más vivos eran los dolores de Petra, mayores eran sus esperanzas. Obtuvo ligeros resultados acerca del primer punto, y aquello fue un gran triunfo. Durante algunos días recobró la enferma el apetito y.tomó manjares nutritivos, hacia los cuales le había dado su enfermedad una repugnancia característica: cambió el color de su tez; pero el estado de la cabeza era horrible, de modo que el doctor suplicó al gran médico, su consejero, que fuese á Provins. Bianchon fue, estuvo dos dias en la ciudad, y se decidió por una operación. Adquirió la misma solicitud que el pobre Martener, y fue á buscar él mismo al célebre Desplein. De modo, que la operación fue practicada por el mejor cirujano de los tiempos antiguos y modernos; pero este terrible arúspice dijo á Martener, yéndose con Bianchon, su discípulo más querido:

 

—No la salvareis sino por un milagro. Como os ha dicho Horacio, ha empezado la caries de los huesos. ¡A esta edad, los huesos son todavía tan tiernos!

 

La operación había tenido lugar a primeros de mayo de 1828. Durante todo el mes, asustado por los dolores espantosos que Petra sufría, Mr. Martener hizo varios viajes á París, consultaba a Desplein y á Bianchon, á los cuales llegó á proponer una operación; del género del de la litotribia, que consistía en introducir en la cabeza un instrumento hueco, con ayuda del cual ensayarían la aplicación de un remedio heroico para detener el progreso de la caries. El audaz Desplein no se atrevió á intentar ese golpe de mano quirúrgico, que la desesperación había inspirado á Martener. Cuando el médico volvió de su último viaje á París, parecióles á sus amigos triste y cabizbajo. En una fatal noche tuvo que anunciar á la familia Auffray, á Mad. Lorrain, al confesor y á Brigaut reunidos, que la ciencia había agotado todos los recursos con Petra, cuya salud estaba únicamente en las manos de Dios. Aquello fue una consternación terrible. La abuela hizo un voto, y rogó al cura que dijese todos los días al amaneeer, antes de levantarse Petra, una misa á la cual asistirían ella y Brigaut.

 

El proceso seguía su curso. Mientras la víctima de los Rogron se moría, Vinet la calumniaba en el tribunal. Este ratificó el acuerdo de familia, y el abogado interpuso desde luego la apelación. El nuevo procurador del rey hizo una requisitoria que dio por resultado el procedimiento criminal. Rogron y su hermana se vieron obligados á prestar fianza para no ir á la cárcel. La instrucción exigía que se tomase declaración á Petra. Cuando Mr. Desfondrilles fue á casa de Auffray, Petra estaba en la agonía, tenía el confesor á su cabecera ó iba á recibir los sacramentos. Suplicó en aquel mismo momento á la familia reunida que perdonasen a sus primos, como ella les perdonaba, diciendo con admirable buen sentido, que el juicio de aquellas cosas correspondía á Dios.

 

—Abuela, decía, deja todos tus bienes á Brigaut (Brigaut derramaba lágrimas), y, dijo Petra continuando, da mil francos á esa pobre Adela, que me calentaba la cama á escondidas. Si ella hubiese continuado en casa de mis primos, yo viviría...

 

A las tres de la tarde del martes de Pascua, un magnífico dia, aquel ángel acabó de sufrir. Su heroica abuela quiso guardarla durante la noche con los curas, cruzadas sus viejas y yertas manos sobre el sudario. Por la noche, Brigaut  dejó la casa Auffray para bajar á la de Frappier.

 

—No tengo necesidad, mi pobre muchacho, de preguntarte noticias, le dijo el carpintero.

 

—Maestro Frappier, sí, esto se acabó para ella, pero no para mí.

 

El obrero dirigió á todas las maderas de la tienda miradas á la vez sombrías y perspicaces.

 

—Te comprendo, Brigaut, dijo el buen Frappier. Toma, he aquí lo que te hace falta.

 

Y le enseñó tablas de encina de dos pulgadas de espesor.

 

—No me ayudéis, Mr. Frappier, dijo e! bretón; quiero hacerlo solo.

 

Brigaut pasó la noche construyendo el ataud de Petra, y más de una vez levantó al impulso  de su cepillo virutas enteramente mojadas con sus lágrimas. El buen Frappier le miraba trabajar, fumando. No le dijo más que estas dos palabras cuando su oficial juntó las cuatro tablas:

 

—Haz la cubierta con cerradura; que esos pobres parientes no la oigan clavar.

 

Al llegar el día, Brigaut fue á buscar el plomo necesario para forrar la caja. Por usa casualidad extraordinaria,  las hojas de plomo costaron exactamente la misma suma que había dado á Petra para su viaje de Nantes á Provins. Aquel valeroso bretón, que había resistido el horrible dolor de hacer por sí mismo la caja mortuoria de su querida compañera de la infancia, al ver en aquellas fúnebres planchas todos sus recuerdos, no pudo resistirlo: desfalleció y no pudo llevarlas; el oficial plomero que se las vendió le acompañó, ofreciéndole ir con él para soldar la cuarta hoja, cuando el cuerpo estarla metido en el ataúd.

 

El bretón quemó el cepillo y lodos los instrumentos que le habían servido, arregló sus cuentas con Frappier y se despidió. El heroísmo con que aquel pobre muchacho se ocupaba, como la abuela, en cumplir los últimos deberes con Petra, le hizo intervenir en la escena suprema, que coronaba la tiranía de los Rogron.

 

Brigaut y su compañero llegaron bastante pronto á casa de Mr. Auffray para decidir con la fuerza una infame y horrible cuestión judicial. El cuarto mortuorio, lleno de gente, ofreció á los dos obreros un singular espectáculo. Los Rogron se habían levantado asquerosos cerca del cadáver de su víctima para atormentarla aun después de su muerte. El cuerpo sublime de belleza de la pobre niña estaba echado en la cama de tijera de su abuela. Petra tenía los ojos cerrados, el pelo tendido y el cuerpo envuelto en una tupida sábana de algodón.

 

Delante de aquella cama, los cabellos en desorden, arrodillada, tendidas las manos, encendido el semblante, la anciana Lorrain gritaba:

 

—¡No, no, eso no se hará!

 

Al pie de la cama estaba el tutor Mr. Auffray, el cura Peroux y Mr. Habert. Los cirios ardían todavía.

 

Delante áe la abuela estaban el cirujano del hospicio y Mr. Meraud, apoyados por el espantoso y al mismo tiempo receloso Vinet. Había un alguacil. El cirujano llevaba su delantal de disección. Uno de sus ayudantes había abierto el estuche y le presentaba un cuchillo de disecar.

 

Aquella escena fue interrumpida por el ruido del ataúd, que Brigaut y su compañero dejaron caer; porque Brigaut, que iba delante, fue sobrecogido de espanto al ver á la anciana Lorrain que lloraba.

 

—¿Qué sucede? preguntó Brigaut coloóándose al lado de la abuela y apretando convulsivamente unas grandes tijeras que llevaba.

 

—Sucede, dijo la anciana, sucede, Brigaut, que quieren abrir el cuerpo de mi niña, hendirle la cabeza, partirle el corazón después de muerta, como durante su vida.

 

—¿Quién? pregunió Brigaut con una voz capaz de romper el tímpano de los curiales.

 

—Los Rogron.

 

—¡Por el santo nombre de Dios!...

 

—Un momento, Brigaut, dijo Mr. Auffray, viendo al bretón que blandía las tijeras.

 

—Mr. Auffray, dijo Brigaut, tan pálido como la joven difunta, os escucho porque sois Mr. Auffray; porque en este momento no escucharía...

 

 

—¡La justicia! dijo Auffray.

 

—¿Hay por ventura justicia? exclamó el bretón. La justicia, miradla, dijo amenazando al abogado, al cirujano y al alguacil con sus tijeras que el sol hacía brillar.

 

—Amigo mío, le dijo el cura, la justicia ha sido invocada por el abogado de Mr. Rogron, que se halla bajo el peso de una acusación grave, y le es imposible negar á ese acusado los medios de justificarse. Según el abogado de Mr. Rogron, si la pobre niña que ha sucumbido aquí tiene la causa de su muerte en la cabeza, su antiguo tutor no deberá tener cuidado; pues quedará probado que Petra ha ocultado durante mucho tiempo el golpe que se había dado.

 

—¡Basta! dijo Brigaut.

 

—Mi cliente... dijo Vinet.

 

—Tu cliente, exclamó el bretón, irá al infierno y yo al cadalso; porque si alguno de vosotros se  acerca á tocar á la que tu cliente ha asesinado, y si el practicante no retira su instrumento, yo le mato... claro.

 

—Hay rebelión, dijo Vinel, vamonos á instruir al juez.

 

 

Los cinco personajes extraños á la casa se retiraron.

 

—¡Oh! hijo mío, dijo la anciana levantándose y echándose al cuello de Brigaut, ¡amortajémosla en seguida, volverán!...

 

—Una vez el plomo soldado, dijo el oficial plomero, tal vez no se atreverán.

 

Mr. Auffray corrió á casa de su cuñado, Mr. Lesourd, para ver si se arreglaba este negocio. Vinet no quería otra cosa. Una vez muerta Petra, el proceso relativo á la tutela, que no estaba fallado, se hallaba extinguido sin que nadie pudiese hacer de ello un arma contra los Rongn; la cuestión quedaba sin decidir. Por eso el hábil Vinet había.bien calculado el efecto que su petición iba á producir.

 

Al medio día Mr. Desfondrilles hizo su relación al tribunal acerca de la instrucción relativa á Rogron, y  el  tribunal dio su fallo de no ha lugar, perfectamente fundado.

 

Rogron no se atrevió á presentarse en el entierro de Petra, al cual asistió toda la ciudad. Vinet se lo había querido llevar; pero el antiguo mercero tuvo miedo de excitar un horror universal.

 

Brigaut abandonó Provins después de haber visto llenar la fosa en que.habían enterrado á Petra, y se fue á pié á París. Dirigió una petición á la Delfina para entrar en la guardia real, en consideración al nombre de su padre, y fue admitido inmediatamente. Cuando se hizo la expedición á Argel, escribió otra vez á la Delfina, para ser colocado en ella. Era sargento, el mariscal Bourmont le nombró subteniente en el campo de batalla.

 

El hijo del mayor se portó como un hombre que quiere morir. La muerte, sin embargo, ha respetado hasta ahora a Santiago Brigaut, que se ha distinguido en todas las recientes expediciones sin recibir una herida. Hoy dia es jefe de un balallón de línea. Ningún oficial es más taciturno, ni tiene mejor corazón. Fuera del servicio está casi siempre mudo, pasea solo y vive mecánicamente. Todos adivinan y respetan en él un dolor desconocido. Posee cuarenta y seis mil francos legados por la anciana Mad. Lorrain, que murió en París en 1829.

 

En las elecciones de 1830, Vinet fue nombrado diputado; los servicios que ha prestado al nuevo gobierno le han valido la plaza de procurador general.

 

Es tal su influencia en la actualidad, que siempre será nombrado diputado. Rogron es recaudador general en la misma ciudad en que Vinet ejerce sus funciones; y, por una casualidad sorprendente, monsieur Tiphane es primer presidente del tribunal superior, pues este magistrado se adhirió sin vacilar á la dinastía de Julio, la  ex-hermosa  Mad. Tiphane vive en buena inteligencia con la bella Mad. Rongron. Vinet está muy bien con Mr. Tiphaine.

 

En cuanto al imbécil Rogron, dice frases como las siguientes:

 

Luis Felipe no seré verdaderamente rey hasta que podrá hacer nobles.

 

Esta frase evidentemente no es suya. Su salud delicada hace esperar á Mad. Rogron que podrá casarse dentro poco tiempo con el general de Montriveau, par de Francia, que manda el departamento y que le tiene muchas atenciones.

 

Vinet pide cabezas con mucha tranquilidad; jamás cree en la inocencia de un acusado. Este procurador general pur sang pasa por uno de los hombres más amables y no alcanza menor éxito en París y en la cámara; en la corte es un delicioso cortesano.

 

Según la promesa de Vinet, el general barón Gouraud, ese noble despojo de nuestros gloriosos ejércitos, se ha casado con una señorita Matifat de Luzarches, de veinticinco años de edad, hija de un droguero de la calle de los Lombardos, y cuya dote fue de cincuenta mil escudos. Manda, como lo había profetizado Vinet, un departamento próximo á París, Ha sido nombrado par de Francia á consecuencia de su conducta en las conmociones que tuvieron lugar durante el ministerio de Casimiro Perier. El barón Gouraud fue uno de los generales que tomaron Saint-Merry, dichoso de patear á los malvados que les habían vejado durante quince años, y su ardor fue recompensado con el gran cordón de la Legión de honor.

 

Ninguno de los personajes que contribuyeron á la muerte de Petra tiene el menor remordimiento. Mr. Desfondrílles es siempre arqueólogo; pero en el interés de su elección, el procurador general Vinet ha tenido cuidado de hacerle nombrar presidente del tribunal. Silvia tiene una pequeña corte y administra los bienes de su hermano; presta á grande interés y no gasta mil doscientos francos anuales.

 

De tiempo en tiempo en aquella pequeña plaza, cuando un hijo de Provins llega de París para establecerse, y sale de casa la señorita Rogron, un antiguo partidario de los Típhaine dice:

 

—Los Rogron han tenido con el tiempo un asunto muy triste á causa de una pupila...

 

—Asunto de partido, contesta el presidente Desfondrilles. Han querido hacer creer monstruosidades. Aquella Petra era una joven bastante linda y sin fortuna; por bondad la han tomado en su casa; cuando entraba en su desarrollo tuvo una intriga con un oficial carpintero; iba con los pies desnudos á la ventana para hablar con el muchacho que estaba allí. Los dos amantes se cambiaban tiernos billetes por medio de un bramante. Comprendéis que en su estado, en el mes de Octubre y de Noviembre, no era necesario más para poner enferma á una joven que ya estaba muy pálida. Los Rogron se portaron admirablemente; no han reclamado su parte en la herencia de la pequeña; todo lo han abandonado á su abuela. La moraleja de todo esto es, que el diablo nos castiga siempre por las buenas obras.

 

—¡Ah! pero esto es muy diferente; el padre Frappier me ha contado esto de muy distinta manera.

 

—El padre Frappier consulta más su bodega que su memoria, dijo entonces un concurrente al salón de los Rogron.

 

—Pero, el anciano Mr. Habert...

 

—¡Oh! éste, ¿sabéis su negocio?

 

—No.

 

—Pues bien, quería casar á su hermana con monsieur Rogron, el procurador general.

 

Dos hombres se acuerdan cada día de Petra; el médico Martener y el mayor Brigaut, quienes conocen toda la espantosa verdad.

 

Para dar á esto inmensas proporciones, basta recordar que, trasladando la escena á la edad media y á Roma, en aquel vasto teatro, una joven sublime, Beatriz Cenci fué, conducida al suplicio por razones é intrigas casi análogas á las que llevaron á la tumba á Petra. Beatriz Cenci no tuvo más defensor que un artista, un pintor. Hoy la historia y los vivientes, bajo la fe del retrato de Guido Berri, condenan al papa, y hacen de Beatriz una de las más interesantes víctimas de los partidos y de las pasiones infames.

 

Preciso es convenir entre nosotros en que, si no existiese Dios, la legalidad sería una gran cosa para las maldades sociales.

 

 

 

DIGITALIZADO POR ERIS GARCÍA POSTIGO. MELILLA (ESPAÑA.)