VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
LA CONDENADA
Catorce
meses llevaba Rafael en la estrecha celda. Tenía por mundo aquellas cuatro
paredes de
un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de
memoria; su
sol era el alto ventanillo, cruzado por hierros; y del suelo de ocho pasos,
apenas si
era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya
argolla,
incrustándose en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.
Estaba
condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los
papelotes de
su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose
como animado
cadáver en aquel ataúd de argamasa, deseando como un mal momentáneo,
que pondría
fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello,
terminando
todo de una vez.
Lo que más
le molestaba era la limpieza; aquel suelo, barrido todos los días y bien
fregado,
para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los
huesos;
aquellas
paredes, en las que no se dejaba parar ni una mota de polvo. Hasta la compañía
de la
suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas,
tendría el
consuelo de
partir con ellas la escasa comida y hablarles como buenas compañeras; si en
los rincones
hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.
No querían
en aquella sepultura otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo recordaba
Rafael!, un
gorrión asomó a la reja cual chiquillo travieso. El bohemio de la luz y del
espacio
piaba como expresando la extrañeza que le producía ver allá abajo aquel pobre
ser
amarillento y flaco, estremeciéndose de frío en pleno verano, con unos cuantos
pa-
ñuelos
anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los riñones. Debió de
asustarle
aquella cara angustiosa y pálida, con una blancura de papel mascado; le causó
miedo la
extraña vestidura de piel roja, y huyó, sacudiendo sus plumas como para
librarse
del vaho de
sepultura y lana podrida que exhalaba la reja.
El único
rumor de la vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban por el
patio.
Aquellos, al menos, veían cielo libre sobre sus cabezas, no tragaban el aire a
través
de una
aspillera; tenían las piernas libres y no les faltaba con quien hablar. Hasta
allí
dentro tenía
la desgracia sus gradaciones. El eterno descontento humano era adivinado
por Rafael.
Envidiaba él a los del patio, considerando su situación como una de las más
apetecibles;
los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban libertad; y los que a
aquellas
horas transitaban por las calles, tal vez no se considerasen contentos con su
suerte,
ambicionando ¡quién sabe cuántas cosas!... ¡Tan buena que es la libertad!...
Mere-
cían estar
presos.
Se hallaba
en el último escalón de la desgracia. Había intentado fugarse perforando
el suelo en
un arranque de desesperación, y la vigilancia pesaba sobre él incesante y
amenazadora.
Si cantaba, le imponían silencio. Quiso divertirse rezando con monótono
canturreo
las oraciones que le enseñó su madre y que sólo recordaba a trozos, y le
hicieron
callar. ¿Es que intentaba fingirse loco? A ver, mucho silencio. Le querían
guardar
entero sano de cuerpo y espíritu para que el verdugo no operase en carne
averiada.
¡Loco! No
quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho escaso y
malo
acababan con él. Tenía alucinaciones; algunas noches, cuando cerraba los ojos,
molestado
por la luz reglamentaria, a la que en catorce meses no había podido
acostumbrarse,
le atormentaba la estrafalaria idea de que durante el sueño sus enemigos,
aquellos que
querían matarle y a los que no conocía, le habían vuelto el estómago al
revés; por
esto le atormentaba con crueles pinchazos.
De día
pensaba siempre en su pasado; pero con memoria tan extraviada, que creía
repasar la
historia de otro.
Recordaba su
regreso al pueblecillo natal, después de su primera campaña
carcelaria
por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la concurrencia de la
taberna de
la plaza admirándole con entusiasmo:
«¡Qué bruto es Rafael!» La mejor chica del
pueblo se decidía a ser su mujer, más
por miedo y
respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le halagaban, dándole escopeta
de guarda
rural, espoleando su brutalidad para que la emplease en las elecciones; reinaba
sin
obstáculos en todo el término; tenía a los otros, los del bando caído en un
puño, hasta
que,
cansados éstos, se ampararon de cierto valentón que acababa de llegar también
de
presidio, y
lo colocaron frente a Rafael.
¡Cristo! El
honor profesional estaba en peligro: había que mojar la oreja a aquel
individuo
que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable, vino la espera al
acecho, el
escopetazo certero y el rematarlo con la culata para que no chillase ni
patalease
más.
En fin:
¡cosas de hombres! Y como final, la cárcel, donde encontró antiguos
compañeros;
el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaron de los miedos
que habían
pasado declarando contra él: la terrible sentencia y aquellos malditos catorce
meses
aguardando que llegase de Madrid la muerte que, por lo que se hacía esperar,
sin
duda, venía
en carreta.
No le
faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en
todos
aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romance, había
escuchado
siempre con entusiasmo, y se reconocía con tanto redaño como ellos para
afrontar el
último trance.
Pero algunas
noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, haciendo
sonar su
cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño, y al mismo tiempo se
arrepentía,
queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de
él; otro al
que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no
calmándose
hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de
algarrobas e
higos que en la cárcel llamaban café.
Del Rafael
antiguo que deseaba la muerte para acabar pronto no quedaba más que la
envoltura.
El nuevo formado dentro de aquella sepultura, pensaba con terror que ya iban
transcurridos
catorce meses, y forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se
conformaría
a pasar otros catorce en aquella miseria.
Era
receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas partes: en
las
caras
curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en el cura de la cárcel, que
ahora
entraba
todas las tardes, como si aquella celda infecta fuera el lugar mejor para
hablar con
un hombre y
fumar un pitillo. ¡ Malo, malo!
Las
preguntas no podían ser más inquietantes. ¿Que si era buen cristiano? Sí,
padre.
Respetaba a
los curas, nunca los había faltado en tanto así; y de la familia no había qué
decir; todos
los suyos habían ido al monte a defender al rey legítimo, porque así lo mando
el párroco
del pueblo. Y para afirmar sus cristianismo, sacaba de entre los guiñapos del
pecho un
mazo mugriento de escapularios y medallas.
Después, el
cura le hablaba de Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había visto en
situación
semejante a la suya, y esta comparación entusiasmaba al pobre diablo. ¡Cuánto
honor!...
Pero, aunque halagado por tal semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde
posible.
Llegó el día
en que estalló sobre él como un trueno la terrible noticia. Lo de Madrid
había
terminado. Llegaba la muerte, pero a gran velocidad, por el telégrafo.
Al decirle
un empleado que su mujer, con la niña que había nacido estando él preso,
rondaba la
cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquélla dejaba el pueblo, es que la
cosa estaba
encima.
Le hicieron
pensar en el indulto, y se agarró con furia a esta última esperanza de
todos los
desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué no él? Además, nada le
costaba a
aquella buena señora de Madrid librarle la vida: era asunto de echar una
firma.
Y a todos
los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber lo visitaban:
abogados,
curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y suplicante, como si ellos
pudieran
salvarle:
-¿Qué les
parece? ¿Echará la firma?
Al día
siguiente lo llevarían a su pueblo, atado y custodiado, como una res brava
que va al
matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos. Y aguardando el momento
de salida
para verlo, se pasaba las horas a la puerta de la cárcel la mujer, una mocetona
morena, de
labios gruesos y cejas unidas, que, al mover su hueca faldamenta de zagalejos
superpuestos,
esparcía un punzante olor de establo.
Estaba como
asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más estupefacción
que dolor; y
únicamente al fijarse en la criatura agarrada a su enorme pecho derramaba
algunas
lágrimas.
-¡Señor!
¡Qué vergüenza para la familia! ¡Ya sabía ella que aquel hombre
terminaría
así! ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!
El cura de
la cárcel intentaba consolarla. Resignación. Aún podía encontrar,
después de
viuda, un hombre que la hiciese más feliz. Esto parecía enardecerla, y hasta
llegó a
hablar a su primer novio, un buen chico, que se retiró por miedo a Rafael, y
que
ahora se
acercaba a ella en el pueblo y en los campos, como si quisiera decirle algo.
-No; hombres
no faltan -decía tranquilamente con un conato de sonrisa-. Pero soy
muy
cristiana, y si cojo otro hombre, quiero que sea como Dios manda.
Y al notar
la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta, volvió a
la realidad,
reanudando su dificil lloro.
Al anochecer
llegó la noticia. Sí que había firmado. Aquella señora que Rafael se
imaginaba
allá en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene
en los
altares, vencida por telegramas y súplicas, prolongaba la vida del sentenciado.
El indulto
produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada uno de
los presos
hubiese recibido la orden de libertad.
-Alégrate,
mujer -decía en el rastrillo el cura a la mujer del indultado-. Ya no matan
a tu marido,
no serás viuda.
La muchacha
permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se desarrollaban
en su
cerebro con torpe lentitud.
-Bueno -dijo
al fin tranquilamente-. ¿Y cuándo saldrá?
-¡Salir!...
¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Irá a
Africa, y
como es joven y fuerte, aún puede ser que viva veinte años.
Por primera
vez lloró la mujer con toda su alma, pero su llanto no era de tristeza;
era de
desesperación, de rabia.
-Vamos,
mujer -decía el cura, irritado-. Eso es tentar a Dios. Le han salvado la vida,
¿lo
entiendes? Ya no está condenado a muerte... ¿Y aún te quejas?
Cortó su
llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.
-Bueno; que
no lo maten...; me alegro. Él se salva; pero yo, ¿qué?...
Y, tras
larga pausa, añadió entre gemidos, que estremecían su carne morena,
ardorosa y
de brutal perfume;
-Aquí, la
condenada soy yo.
FIN