VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
EN LA BOCA DEL HORNO
Como en
agosto Valencia entera desfallece de calor, los trabajadores del homo se
asfixiaban
junto a aquella boca, que exhalaba el ardor de un incendio.
Desnudos,
sin otra concesión a la decencia que un blanco mandil, trabajaban cerca
de las
abiertas rejas, y aun así, su piel inflamada parecía liquidarse con la
transpiración, y
el sudor
caía a gotas sobre la pasta, sin duda para que, cumpliéndose a medias la
maldición
bíblica, los parroquianos, ya que no con el sudor propio, se comieran el pan
empapado en
el ajeno.
Cuando se
descorría la mampara de hierro que tapaba el homo, las llamas
enrojecían
las paredes, y, su reflejo, resbalando por los tableros cargados de masa,
coloreaba
los blancos taparrabos y aquellos pechos atléticos y bíceps de gigante que,
espolvoreados
de harina y brillantes de sudor, tenían cierta apariencia de femenil.
Las palas se
arrastraban dentro del homo, dejando sobre las ardientes piedras los
pedazos de
pasta, o sacando los panes cocidos, de rubia corteza, que esparcían un humillo
fragante de
vida; y, mientras tanto, los cinco panaderos, inclinados sobre las largas
mesas,
aporreaban la masa, la estrujaban como si fuese un lío de ropa mojada y retorcida
y la
cortaban en piezas; todo sin levantar la cabeza, hablando con voz entrecortada
por la
fatiga y
entonando canciones lentas y monótonas, que muchas veces quedaban sin
terminar.
A lo lejos
sonaba la hora cantada por los serenos, rasgando vibrante la bochornosa
calma de la
noche estival; y los trasnochadores que volvían del café o del teatro
deteníanse
un instante ante las rejas para ver en su antro a los panaderos, que, desnudos,
y
teniendo por
fondo la llameante boca del homo, parecían ánimas en pena de un retablo
del
Purgatorio; pero el calor, el intenso perfume del pan y el vaho de aquellos
cuerpos
dejaban
pronto las rejas libres de curiosos y se restablecía la calma en el obrador.
Era entre
los panaderos el de más autoridad Tono el Bizco, un mocetón que tenía
fama por su
mal carácter e insolencia brutal; y eso que la gente del oficio no se
distinguía
por buena.
Bebía sin
que nunca le temblasen las piernas, ni menos los brazos; antes bien, a
éstos les
entraba con el calor del vino un furor por aporrear, cual si todo el mundo
fuese
una masa
como la que aporreaba en el homo. En los ventorrillos de las afueras temblaban
los
parroquianos pacíficos, como si se aproximara una tempestad, cuando le veían
llegar
de merienda
al frente de una cuadrilla de gente del oficio que reía todas sus gracias. Era
todo un
hombre. Paliza diaria a la mujer; casi todo el jornal en su bolsillo, y los
chiquillos
descalzos y
hambrientos, buscando con ansia las sobras de la cena de aquella cesta que
por las
noches se llevaba al homo. Aparte de esto, un buen corazón, que se gastaba el
dinero con
los compañeros para adquirir el derecho de atormentarlos con sus bromas de
bruto.
El dueño del
homo le trataba con cierto miramiento, como si temiera, y los
camaradas de
trabajo, pobres diablos cargados de familia, se evitaban compromisos,
sufriéndole
con sonrisa amistosa.
En el
obrador, Tono tenía su víctima: el pobre Menut, un muchacho enclenque que
meses antes
aún era aprendiz, y al que los camaradas reprendían por el excesivo afán de
trabajo que
mostraba, siempre ansiando un aumento de jornal para poder casarse.
¡Pobre
Menut! Todos los compañeros, influidos por esa adulación instintiva en los
cobardes,
celebraban alborozados las bromas que Tono se permitía con él. Al buscar sus
ropas,
terminado el trabajo, encontrábase en los bolsillos cosas nauseabundas; recibía
en
pleno rostro
bolas de pasta, y siempre que el mocetón pasaba por detrás de él dejaba caer
sobre su
encorvado espinazo la poderosa manaza, como si se desplomara medio techo.
El Menut
callaba resignado. ¡Ser tan poquita cosa ante los puños de aquel bruto,
que le había
tomado como un juguete!
Un domingo,
por la noche, Tono llegó muy alegre al homo. Había merendado en la
playa; sus
ojos tenían un jaspeado sanguinolento, y, al respirar, lo impregnaba todo de
ese
hedor de
chufas que delata una pesada digestión de vino.
¡Gran
noticia! Había visto en un merendero al Menut, a aquel ganso que tenía
delante. Iba
con su novia, una gran chica. ¡Vaya con el gusano tísico! Bien había sabido
escoger.
Y, entre las
risotadas de sus compañeros, describía a la pobre muchacha con
minuciosidad
vergonzosa, como si la hubiera desnudado con la mirada.
El Menut no
levantaba la cabeza, absorto en su trabajo; pero estaba pálido, como si
dentro del
estómago se revolviera la merienda, mordiéndole. No era el de todas las
noches;
también él olía a chufas, y varias veces sus ojos, apartándose de la masa, se
encontraron
con la mirada bizca y socarrona del tirano. De él podía decir cuanto quisiera,
estaba
acostumbrado; pero ¿hablar de su novia?... ¡ Cristo!
El trabajo
resultaba aquella noche más lento y fatigoso. Pasaban las horas sin que
adelantasen
gran cosa los brazos torpes y cansados por la fiesta, a los que la masa parecía
resistirse.
Aumentaba el
calor; un ambiente de irritación se esparcía en tomo de los panaderos,
y Tono, que
era el más furioso, se desahogaba con maldiciones. Así se volviera veneno
todo el pan
de aquella noche. Rabiar como perros a la hora que todo el mundo duerme
para poder
comer al día siguiente unos cuantos pedazos de aquella masa indecente. ¡Vaya
un oficio!
Y,
enardecido por la constancia con que trabajaba el Menut, la emprendió con él,
volviendo a
sacar a ruedo la belleza de su novia.
Debía
casarse pronto. Les convenía a los amigos. Como él era un bendito, un
cualquier
cosa, sin pelo de hombre siquiera... Los compañeros, ¿eh?... Los buenos mozos
como él
harían el favor...
Y antes de terminar
la frase guiñaba expresivamente sus ojos bizcos, provocando la
carcajada
brutal de todos los camaradas. Poco duró la alegría. El joven había lanzado un
voto
redondo, al mismo tiempo que una cosa enorme y pesada pasó silbando como un
proyectil
por encima de la mesa, haciendo desaparecer la cabeza de Tono, el cual vaciló y
se agarró a
los tableros, doblándose sobre una rodilla.
El Menut,
con una fuerza nerviosa, jadeante el ancho pecho y trémulos los brazos,
le había
arrojado a la cabeza todo un montón de
masa, y el
mocetón, aturdido por el golpe, no sabía cómo despojarse de aquella
máscara
pegajosa y asfixiante.
Le ayudaron
los compañeros. El golpe le había destrozado la nariz, y un hilillo de
sangre teñía
la blanca pasta. Pero Tono no se fijaba en ella, revolviéndose como un loco
entre los
brazos de sus compañeros y pidiendo a gritos que le soltasen.. En eso pensaban.
Todos habían
visto que aquel maldito, en vez de abalanzarse sobre el Menut, intentaba
llegar hasta
el rincón donde colgaban sus ropas, buscando, sin duda, la famosa faca, tan
conocida en
las tabernas de las afueras.
Hasta el
encargado del homo dejó quemarse una larga fila de panes para ayudar a
contenerle,
y nadie pensaba sujetar al agresor, convencidos todos de que el infeliz no
había de
pasar de su primer arrebato.
Apareció el
dueño del homo. ¡Qué oído el de aquel tío! Le habían despertado los
gritos y el
pataleo, y allí estaba casi en paños menores.
Todos
volvieron a su trabajo, y la sangre de Tono desapareció en las entrañas de la
pasta,
vuelta a sobar.
El mocetón
mostrábase benévolo, con una bondad que daba frío. No había ocurrido
nada: una
broma de las que se ven todos los días. Cosas de chicos, que lo hombres deben
perdonar. Ya
era sabido..., ¡entre compañeros!
Y siguió
trabajando, pero con más ardor, sin levantar la cabeza, deseando acabar
cuanto
antes.
El Menut
miraba a todos fijamente y se encogía de hombros con cierta arrogancia,
como si,
rota ya su timidez, le costara trabajo volver a recobrarla.
Tono fue el
primero en vestirse, y salió acompañado hasta la puerta por los bueno s
consejos del
amo, que él agradecía con cabezadas de aprobación.
Cuando se
fue el Menut, media hora después, los compañeros le acompañaron. Le
hicieron mil
ofrecimientos. Ellos se encargarían de ajustar las paces por la noche; pero
mientras
tanto, quieto en casa, y a evitar un mal encuentro, no saliendo en todo el día.
Despertábase
la ciudad. El sol enrojecía los aleros; retirábanse, en busca del relevo,
los guardias
de la noche, y en las calles sólo se veían las huertanas, cargadas de cestas,
camino del
mercado.
Los
panaderos abandonaron al Menut en la puerta de su casa. Vio cómo se alejaban,
y aún
permaneció un rato inmóvil, con la llave en la cerraja, como si gozara viéndose
solo y sin
protección. Por fin se había convencido de que era un hombre; ya no sentía
crueles
dudas, y sonreía satisfecho al recordar el aspecto del mocetón cayendo de
rodillas
y chorreando
sangre. ¡Granuja! ... ¡Hablar tan libremente de su novia...! No; no quería
arreglos con
él.
Al dar la
vuelta a la llave oyó que le llamaban:
-~Menut!
¡Menut!
Era Tono que
salía de detrás de una esquina. Mejor: le esperaba. Y junto con un
temblorcillo
instintivo, experimentó cierta satisfacción. Le dolía que le perdonase el
golpe, como
si fuera él un irresponsable.
Al ver la
actitud agresiva de Tono, púsose en guardia como un gallito encrespado;
pero los dos
se contuvieron, notando que llamaban la atención de algunos albañiles que,
con el
saquito al hombro, pasaban camino del andamio.
Se hablaron
en voz baja, con frialdad, como dos buenos amigos, pero cortando las
palabras,
como si las mordieran. Tono venía a arreglar rápidamente el asunto: todo se
reducía a
decirse dos palabritas en sitio retirado. Y como hombre generoso, incapaz de
ocultar la
extensión de la entrevista, preguntó al muchacho:
-~,Portes
ferramenta?
¿El
herramienta? No era de los guapos que van a todas horas con la navaja sobre los
riñones.
Pero tenía arriba un cuchillo que fue de su padre, e iba por él; un momento de
espera nada
más. Y, abriendo el portal, se lanzó por la angosta escalerilla, llegando en un
vuelo a lo
más alto.
Bajó a los
pocos minutos, pero pálido e inquieto. Le había recibido su madre, que
estaba
arreglándose para ir a misa y al mercado. La pobre vieja extrañaba aquella
salida y
había tenido
que engañarla con penosas mentiras. Pero ya estaba él allí con todo su
arreglo.
Cuando Tono quisiera..., ¡andando!
No
encontraban una calle desierta. Abríanse las puertas, arrojando la fétida
atmósfera de
la noche, y las escobas arañaban las aceras, lanzando nubecillas de polvo en
los rayos
oblicuos de aquel sol rojo, que asomaba al extremo de las calles como por una
brecha.
En todas
partes, guardias que los miraban con ojos vagos, como si aún no
estuvieran
despiertos; labradores que, con la mano en el ronzal, guiaban su carro de
verduras,
esparciendo en las calles la fresca fragancia de los campos; viejas arrebujadas
en su
mantilla, acelerando el paso, como espoleadas por los esquilones que volteaban
en
las iglesias
próximas; gente, en fin, que, al verlos metidos en el negocio, chillaría o se
apresuraría
a separarlos. ¡Qué escándalo! ¿Es que los hombres de bien no podían pegarse
con
tranquilidad en toda una Valencia?
En las
afueras, el mismo movimiento. La mañana, con exceso de luz y actividad,
envolvía a
los dos trasnochadores como para avergonzarlos por su empeño.
El Menut
sentía cierto decaimiento, y hasta probó a hablar. Reconocía su
imprudencia.
Había sido el vino y su falta de costumbre; pero debían pensar como
hombres, y
lo pasado..., pasado. ¿No pensaba Tono en su mujer y los chiquillos, que
podían
quedar más desamparados de lo que estaban? Él aún estaba viendo a su viejecita
y
la mirada
ansiosa con que le siguió al abandonarla. ¿Qué comería la pobre si se quedaba
sin hijo?
Pero Tono no
le dejó acabar. ¡Gallina! ¡Morral! ¿Y para contarle todo aquello iban
vagando por
las calles? Ahora mismo le rompía la cara.
El Menut se
hizo atrás para evitar el golpe. También él mostró deseos de agarrarse
allí mismo;
pero se contuvo viendo una tartana que se aproximaba lentamente,
balanceándose
sobre los baches de la ronda y con su conductor todavía adormecido.
-¡Che,
tartanero..., para!
Y,
abalanzándose a la portezuela, la abrió con estrépito e invitó a subir a Tono,
que
retrocedía
con asombro. Él no tenía dinero: ni esto. Y, metiéndose una uña entre los
dientes,
tiraba hacia afuera.
El joven
quería terminar pronto. «Yo pagaré.» Y hasta ayudó a subir a su enemigo,
entrando
después él y subiendo con presteza las persianas de las ventanillas.
-Al
Hospital!
El tartanero
se hizo repetir dos veces la dirección, y como le recomendaban que no
se diera
prisa, dejó rodar perezosamente su carruaje por las calles de la ciudad.
Oyó ruido
detrás de él, gritos ahogados, choques de cuerpos, como si se rieran
haciéndose
cosquillas, y maldijo su perra suerte, que tan mal comenzaba el día. Serían
borrachos
que, después de pasar la noche en claro, en un arranque de embriaguez llorona,
no querían
meterse en la cama sin visitar a algún amigote enfermo. ¡Cómo le estarían
poniendo los
asientos!
La tartana
pasaba lenta y perezosa por entre el movimiento matinal. Las vacas de
leche, de
monótono cencerreo, husmeaban sus ruedas; las cabras, asustadas por el rocín,
apartábanse
sonando sus campanillas y balanceando sus pesadas ubres; las comadres,
apoyadas en
sus escobas, miraban con curiosidad aquellas ventanillas cerradas, y hasta un
municipal
sonrió maliciosamente, señalándola a unos vecinos.
¡Tan
temprano, y ya andaban por el mundo amores de contrabando!
Cuando entró
en patio del Hospital, el tartanero saltó de su asiento y, acariciando a
su caballo,
esperó inútilmente que bajasen aquel par de borrachos.
Fue a abrir,
y vio que por el estribo de hierro se deslizaban hilos de sangre.
-¡Socorro!...
¡Socorro!... -gritó, abriendo de un golpe.
Entró la luz
en el interior de la tartana. Sangre por todas partes. Uno, en el suelo,
con la
cabeza junto a la portezuela. El otro, caído en la banqueta, con el cuchillo en
la
mano y la
cara blanca como de papel mascado.
Acudieron las gentes del Hospital y,
manchándose hasta los codos, vaciaron
aquella tartana,
que parecía un carro del Matadero, cargado de carne muerta, rota,
agujereada
por todas partes.
FIN