VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
GOLPE DOBLE
Al abrir la
puerta de su barraca encontró Sento un papel en el ojo de la cerradura.
Era un
anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros, y debía dejarlos
aquella
noche en el homo que tenía frente a su barraca.
Toda la
huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se negaba a
obedecer
tales demandas, sus campos aparecían talados, las cosechas perdidas, y hasta
podía
despertar a medianoche sin tiempo apenas para huir de la techumbre de paja que
se
venía abajo
entre llamas y asfixiando con su humo nauseabundo.
Gafarró, que
era el mejor mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa, juró
descubrirlos,
y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando por las sendas,
con la
escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia, con el
vientre
acribillado
y la cabeza deshecha..., y adivina quién te dió.
Hasta los
papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde, al
anochecer,
se cerraban las barracas y reinaba un pánico egoísta, buscando cada cual su
salvación,
olvidando al vecino. Y a todo esto, el tío Batiste, el alcalde de aquel
distrito de
la huerta,
echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como
potencia
electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel alguacil, el
Sigró,
se bastaban
para acabar aquella calamidad.
A pesar de
esto, Sento no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en
balde
baladronadas y mentiras.
Lo cierto
era que le pedían cuarenta duros, y si no los dejaba en el homo, le
quemarían su
barraca, aquella barraca que miraba ya como un hijo próximo a perderse,
con sus
paredes de deslumbrante blancura, la montera de negra paja con crucecitas en
los
extremos,
las ventanas azules, la pana sobre la puerta como verde celosía, por la que se
filtraba el
sol con palpitaciones de oro vivo; los macizos de geranios y dompedros
orlando la
vivienda, contenidos por una cerca de caña; y más allá de la vieja higuera, el
homo de
barro y ladrillos, redondo y achatado como un hormiguero de Africa. Aquello
era toda su
fortuna, el nido que cobijaba a lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el
par de viejo
rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y la vaca blanca y
sonrosada,
que iba todas las mañanas por las calles de la ciudad despertando a la gente
con su
triste cencerro y dejándose sacar unos seis reales de sus ubres, siempre
hinchadas.
¡Cuánto
había tenido que arañar los cuatro terrones, que desde su bisabuelo venía
regando toda
la familia con sudor y sangre, para juntar el puñado de duros que en un
puchero
guardaba entenados bajo la cama! ¡En seguida se dejaba arrancar cuarenta duros!
... Él era
un hombre pacífico: toda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el
riego,
ni visitas a
la taberna, ni escopeta para echarla de majo. Trabajar mucho para su Pepeta y
los tres
mocosos era su única afición; pero ya que querían robarle sabría defenderse.
¡Cristo! En
su calma de hombre bonachón despertaba la furia de los mercaderes árabes,
que se dejan
apalear por el beduino, pero se toman leones cuando les tocan su hacienda.
Como se
aproximaba la noche y nada tenía resuelto, fue a pedir consejo al viejo de
la barraca inmediata:
un carcamal que sólo servía para segar brozas en las sendas, pero de
quien se
decía que en la juventud había puesto más de dos a pudrir tierra.
Le escuchó
el viejo con los ojos fijos en el grueso cigarro que liaban sus manos
temblorosas
cubiertas de caspa. Hacía bien en no querer soltar el dinero. Que robasen en
la
carretera, como los hombres, cara a cara, exponiendo la piel. Setenta años
tenía; pero
podrían irle
con cartitas. Vamos a ver: ¿Tenía agallas para defender lo suyo?
La firme tranquilidad
del viejo contagiaba a Sento, que se sentía capaz de todo para
defender el
pan de sus hijos.
El viejo,
con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó de detrás de la
puerta la
joya de la casa: una escopeta de pistón que parecía un trabuco, y cuya culata
apolillada
acarició devotamente.
La cargaría
él , que entendía mejor a aquel amigo. Las temblorosas manos se
rejuvenecían.
¡Allá va la pólvora! Todo un puñado. De una cuerda de esparto sacaba los
tacos.
Ahora, una ración de postas, cinco o seis; a granel los perdigones zorreros,
metralla
fina, y al
final, un taco bien golpeado. Si la escopeta no reventaba con aquella
indigestión
de muerte,
sería misericordia de Dios.
Aquella
noche dijo Sento a su mujer que esperaba tumo para regar, y toda la familia
lo creyó,
acostándose temprano.
Cuando
salió, dejando bien cerrada la barraca, vió a la luz de las estrellas, bajo la
higuera, al
fuerte vejete ocupado en ponerle pistón al amigo.
Le daría a
Sento la última lección para que no errase el golpe. Apuntar bien a la
boca del
homo y tener calma. Cuando se inclinasen buscando el gato en el interior...,
¡fuego! Era
tan sencillo, que podía hacerlo un chico.
Sento, por
consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de geranios, a la sombra
de la
barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas, apuntando
fijamente a
la boca del
homo. No podía perderse el tiro. Serenidad y darle al gatillo a tiempo. ¡Adiós,
muchacho! A
él le gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y, además, estos
asuntos los
arregla mejor uno solo.
Se alejó el
viejo cautelosamente, como hombre acostumbrado a rondar la huerta,
esperando un
enemigo en cada senda.
Sento creyó
que quedaba solo en el mundo, que en toda la inmensa vega,
estremecida
por la brisa, no había más seres vivientes que él y aquellos que iban a llegar.
¡Ojalá no
viniesen! Sonaba el cañón de la escopeta al rozar sobre la horquilla de las
cañas. No
era frío, era miedo. ¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la
barraca, y
al pensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines, sin
otra defensa
que sus brazos, y en los que querían robar, el pobre hombre se sintió otra vez
fiera.
Vibró el
espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un
chantre. Era
la campana del Miguelete. Las nueve. Oíase el chirrido de un carro rodando
por un
camino lejano. Ladraban los perros, transmitiendo sus fiebre de aullidos de
corral
en corral, y
el rac rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones
de los sapos
y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas.
Sento
contaba las horas que iban sonando en el Miguelete. Era lo único que le hacía
salir de la
somnolencia y el entorpecimiento en que le sumía la inmovilidad de la espera.
¡Las once!
¿No vendrían ya? ¿Les habría tocado Dios en el corazón?
Las ranas
callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosas oscuras que a
Sento le
parecieron dos perros enormes. Se irguieron: eran hombres que avanzaban
encorvados,
casi de rodillas.
-Ya están
ahí -murmuró, y sus mandíbulas temblaron.
Los dos
hombres volvíanse a todos lados, como temiendo una sorpresa. Fueron al
cañar,
registrándolo; acercáronse después a la puerta de la barraca, pegando el oído a
la
cerradura, y
en estas maniobras pasaron dos veces por cerca de Sento, sin que éste
pudiera
conocerlos. Iban embozados en mantas, por bajo de las cuales asomaban las esco-
petas.
Esto aumentó
el valor de Sento. Serían los mismos que asesinaron a Gafarró. Había
que matar
para salvar la vida.
Ya iban
hacia el homo. Uno de ellos se inclinó metiendo las manos en la boca y
colándose
ante la apuntada escopeta. Magnífico tiro. Pero ¿y el otro, que quedaba libre?
El pobre
Sento comenzó a sentir las angustias del miedo, a sentir en la frente un
sudor frío.
Matando a uno, quedaba desarmado ante el otro. Si los dejaba ir sin encontrar
nada, se
vengarían quemándole la barraca.
Pero el que
estaba al acecho se cansó de la torpeza de su compañero y fue a
ayudarle en
la busca. Los dos formaban una oscura masa, obstruyendo la boca del homo.
Aquélla era
la ocasión. ¡Alma, Sento! ¡Aprieta el gatillo!...
El trueno
conmovió toda la huerta, despertando una tempestad de gritos y ladridos.
Sento vio un
abanico de chispas, sintió quemaduras en la cara, la escopeta se le fue y
agitó las
manos para convencerse de que estaban enteras. De seguro que el amigo había
reventado.
No vio nada
en el homo; habrían huído, y cuando él iba a escapar también, se abrió
la puerta de
la barraca y salió Pepeta en enaguas, con un candil. La había despertado el
trabucazo y
salió impulsada por el miedo, temiendo por su marido, que estaba fuera de
casa.
La roja luz
del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la boca del homo.
Allí estaban
dos hombres en el suelo, uno sobre otro, cruzados, confundidos,
formando un
solo cuerpo, como si un clavo invisible los uniese por la cintura,
soldándolos
con sangre.
No había
errado el tiro. El golpe de la vieja escopeta había sido doble.
Y cuando
Sento y Pepeta, con aterrada curiosidad, alumbraron los cadáveres para
verles mejor
las caras, retrocedieron con exclamaciones de asombro.
Eran el tío
Batiste, el alcalde, y su alguacil, el Sigró.
La huerta
quedaba sin autoridad, pero tranquila.
FIN