JOSÉ MARTÍ
HISTORIA DE LA CUCHARA Y EL TENEDOR
¡Cuentan las cosas con tantas palabras
raras, y uno no las puede entender!: como cuando le dicen ahora a uno en la
Exposición de París: "Tome una djirincka-¡djirincka!-y vea en un momento
todo lo de la Explanada": ¡pero primero le tienen que decir a uno lo que
es djirincka! Y por eso no entiende uno las cosas: porque no entiende uno las
palabras en que se las dicen. Y luego, que no se lo han de decir a uno todo de
la primera vez, porque es tanto que no se lo puede entender todo, como cuando
entra uno en una catedral, que de grande que es no ve uno más que los pilares y
los arcos, y la luz allá arriba, que entra como jugando por los cristales; y
luego, cuando uno ha estado muchas veces, ve claro en la oscuridad, y anda como
por una casa conocida. Y no es que uno no quiere saber; porque la verdad es que
da vergüenza ver algo y no entenderlo, y el hombre no ha de descansar baste que
no entienda todo lo que ve. La muerte es lo más difícil de entender; pero los
viejos que han sido buenos dicen que ellos saben lo que es, y por eso están
tranquilos, porque es como cuando va a salir el sol, y todo se pone en el mundo
fresco y de unos colores hermosos. Y la vida no es difícil de entender tampoco.
Cuando uno sabe para lo que sirve todo lo que da la tierra, y sabe lo que han
hecho los hombres en el mundo, siente uno deseos de hacer más que ellos
todavía: y eso es la vida. Porque los que se están con los brazos cruzados, sin
pensar y sin trabajar, viviendo de lo que otros trabajan, ésos comen y beben
como los demás hombres, pero en la verdad de la verdad, ésos no están vivos.
Los que están vivos de veras son los que
nos hacen los cubiertos de comer, que parecen de plata, y no son de plata pura,
sino de una mezcla de metales pobres, a la que le ponen encima con la
electricidad uno como baño de plata. Esos sí que trabajan, y hay taller que
hace al día cuatrocientas docenas de cubiertos, y tiene como más de mil
trabajadores: y muchos son mujeres, que hacen mejor que el hombre todas las
cosa de finura y elegancia. Nosotros, los hombres, somos como el león del
mundo, y como el caballo de pelear, que no está contento ni se pone hermoso
sino cuando huele batalla, y oye ruido de sables y cañones. La mujer no es como
nosotros, sino como una flor, y hay que tratarla así, con mucho cuidado y
cariño, porque si la tratan mal, se muere pronto, lo mismo que las flores. Para
lo delicado tienen mujeres en esas obras de platería, para limar las piezas
finas, para bordarlas como encaje, con una sierra que va cortando la plata en
dibujos, como esas máquinas de labrar relojes y cestos y estantes de madera
blanda. Pero para lo fuerte tienen hombres; para hervir los metales, para hacer
ladrillos de ellos, para ponerlos en la máquina delgados como hoja de papel,
para las máquinas de recortar en la hoja muchas cucharas y tenedores a la vez,
para platearlos en la artesa, donde está la plata hecha agua, de modo que no se
la ve, pero en cuanto pasa por la artesa la electricidad, se echa toda sobre
las cucharas y los tenedores, que están dentro colgados en hilera de un madero,
como las púas de un peine.
Y ya vamos contando la Historia de la
Cuchara y el Tenedor. Antes hacían de plata pura todo lo de la mesa, y las
jarras y fruteras que se hacen hoy en máquina: no más que para darle figura de
jarra a un redondel de plata estaba el pobre hombre dándole con el martillo
alrededor de una punta del yunque, hasta que empezaba a tener figura de jarrón,
y luego lo hundía de un lado y lo iba anchando de otro, hasta que quedaba
redondo de abajo y estrecho en la boca, y luego, a fuerza de mano, le iba
bordando de adentro los dibujos y las flores. Ahora se hace con maquina todo
eso, y de un vuelo de la rueda queda el redondel hecho un jarro hueco, y lo de mano
no es más que lo último, cuando va al dibujo fino de los cinceladores. De esto
se puede hablar aquí, porque donde hacen los jarros, hacen los cubiertos; y el
metal, lo mismo tienen que hervirlo, y mezclarlo, y enfriarlo, y aplastarlo en
láminas para hacer un jarrón que para hacer una cuchara de té. Es hermoso ver
eso, y parece que está uno en las entrañas de la tierra, allá donde está el
fuego como el mar, que rebosa a veces y quiere salir, que es cuando hay
terremotos, y cuando echan humo y agua caliente y cenizas y lava los volcanes,
como si se estuviera quemando por adentro el mundo. Eso parece el taller de
platería cuando están derritiendo el metal. En un horno se cocinan las piedras,
que dan humo y se van desmoronando, y parecen cera que se derrite, y como un
agua turbia. En una caldera hierven juntos el níquel, el cobre y el zinc, y
luego enfrían la mezcla de los tres metales, y la cortan en barras antes que se
acabe de enfriar. No se sabe qué es; pero uno ve con respeto, y como con
cariño, a aquellos hombres de delantal y cachucha que sacan con la pala larga
de un horno a otro el metal hirviente; tienen cara de gente buena, aquellos
hombres de cachucha: ya no es piedra el metal, como era cuando lo trajo el
carretón, sino que lo que era piedra se ha hecho barro y ceniza con el calor
del horno, y el metal está en la caldera, hirviendo con un ruido que parece
susurro, como cuando se tiende la espuma por la playa, o sopla un aire de
mañana en las hojas del bosque. Sin saber por qué, se calla uno, y se siente
como más fuerte, en el taller de las calderas.
Y después, es como un paseo por una calle
de máquinas. Todas se están moviendo a la vez. El vapor es el que las hace
andar, pero no tiene cada máquina debajo la caldera del agua, que da el vapor:
el vapor está allá, en lo hondo de la platería, y de allí mueve unas correas
anchas, que hacen dar vueltas a las ruedas de andar, y en cuanto se mueve la
rueda de andar en cada máquina, andan las demás ruedas. La primera máquina se
parece a una prensa de enjugar la ropa, donde la ropa sale exprimida entre dos
cilindros de goma: allí los cilindros no son de goma, sino de acero; y la barra
de metal sale hecha una lámina, del grueso de un cartón: es un cartón de metal.
Luego viene la agujereadora, que es una máquina con uno como mortero que baja y
sube, como la encía de arriba cuando se come; y el mortero tiene muchas
cuchillas en figura de martillo de cabeza larga y estrecha, o de una espumadera
de mango fino y cabeza redonda, y cuando baja el mortero todas las cuchillas
cortan la lámina a la vez, y dejan la lámina agujereada, y el metal de cada
agujero cae a un cesto debajo: y ése es la cuchara, ése es el tenedor. Cada uno
de esos pedazos de metal recortados y chatos de figura de martillo es un
tenedor; cada uno de los de cabeza redonda, como una moneda muy grande, es una
cuchara, ¿Que cómo se le sacan los dientes al tenedor? ¡Ah! esos recortes
chatos, lo mismo que los de las cucharas, tienen que calentarse otra vez en el
horno, porque si el metal no está caliente se pone tan duro que no se le puede
trabajar, y para darle forma tiene que estar blando. Con unas tenazas van
sacando los recortes del horno: los ponen en un molde de otra máquina que tiene
un mortero de aplastar, y del golpe del mortero ya salen los recortes con
figura, y se le ve al tenedor la punta larga y estrecha. Otra máquina más fina
lo recorta mejor. Otra le marca los dientes, pero no sueltos ya, como están en
el tenedor acabado, sino sujetos todavía. Otra máquina le recorta las uniones,
y ya está el tenedor con sus dientes. Luego va a los talleres del trabajo fino.
En uno le ponen el filete al mango. En otro le dan la curva, porque de las
máquinas de los dientes salió chato, como una hoja de papel. En otra le liman y
le redondean las esquinas. En otra lo cincelan si ha de ir adornado, o le ponen
las iniciales, si lo quieren con letras. En otra lo pulen, que es cosa muy
curiosa, parecida a la de las piedras de amolar, sólo que la máquina de pulir
anda más de prisa, y la rueda es de alambres delgados como cabellos, como un
cepillo que da vueltas, y muchas, como que da dos mil quinientas vueltas en un
minuto. Y de allí sale el tenedor o la cuchara a la platería de veras, porque
es donde les ponen el baño de la electricidad, y quedan como vestidos con traje
de plata. Los cubiertos pobres, los que van a costar poco, no llevan más que un
baño o dos: los buenos llevan tres, para que la plata les dure, aunque nunca
dura tanto como la plata que se trabajaba antes con el martillo. Como las
cucharas, pues: antes, para hacer una cuchara, no había máquinas de aplastar el
metal, ni de sacarlo en láminas delgadas como ahora, sino que a martillazo puro
tenía que irlo aplastando el platero, hasta que estaba como él lo quería, y
recortaba la cuchara a fuerza de mano, y a muñeca viva le daba al mango el
doblez, y para hacerle el hueco le daba golpes muy despacio, cada vez en un
punto diferente, encima de un yunque que parecía de jugar, con la punta
redonda, como un huevo, hasta que quedaba hueca por dentro la cuchara. Ahora la
máquina hace eso. Ponen el recorte de figura de espumadera en uno como yunque,
que por la cabeza, donde cae lo redondo, está vacío: de arriba baja con fuerza
el mortero, que tiene por debajo un huevo de hierro, y mete lo redondo del
recorte en lo hueco del yunque. Ya está la cuchara. Luego la liman, y la
adornan, y la pulen como el tenedor, y la llevan al baño de plata: porque es un
baño verdadero, en que la plata está en el agua, deshecha, con una mezcla que
llaman cianuro de potasio-¡los nombres químicos son todos así!: y entra en el
baño la electricidad, que es un poder que no se sabe lo que es, pero da luz, y
calor, y movimiento, y fuerza, y cambia y descompone en un instante los
metales, y a unos los separa, y a los otros los junta, como en este baño de
platear que, en cuanto la electricidad entra y lo revuelve, echa toda la plata
del agua sobre las cucharas y los tenedores colgados dentro de él. Los sacan
chorreando. Los limpian con sal de potasa. Los tienen al calor sobre láminas de
hierro caliente. Los secan bien en tinas de aserrín. Los bruñen en la máquina
de cepillar. Con la badana les sacan brillo. Y nos los mandan a la casa,
blancos como la luz, en su caja de terciopelo o de seda.