HECTOR TIZÓN

 

 

 

REGRESO

 

 

 

El hombre junto a la ventanilla sentía el aire fresco. Viajaba solo en el camarote; nadie había ocupado el lecho alto, y su hábito de madrugar y el ruido lo habían despertado más temprano que de costumbre. Ahora sentía que el tren se deslizaba a toda velocidad y el aire de la mañana en la cara. Desde la víspera, en que había vuelto a ver las montañas -al atardecer, unas sombras extrañas en lugar de horizonte- ya no podía dormir. De todos modos se había desvestido y permaneció seis o siete horas acostado, en vela, atento a cada uno de los movimientos, vaivenes, frenadas suaves, bruscos arranques del vagón en que viajaba. Al volver la página y darse cuenta de que ya había leído varias veces todo lo que le interesaba, palpó la carta en el bolsillo, la tuvo otra vez unos instantes entre los dedos, pero decidió continuar así, volviendo a empezar desde las tapas; una revista de deportes que había comprado antes de abordar el tren. Ahora esa revista, a causa del manoseo, parecía más voluminosa que antes. Trató de leer otra vez, de observar con mejor atención las ilustraciones. En realidad no era una carta sino dos lo que tenía en el bolsillo, mecanografiadas en tipos de letras que imitaban las manuscritas, una tipografía muy negra sobre el papel con membrete del Procurador Monroy - Compra -Venta de Propiedades - Hipotecas - Administración de Rentas. El procurador Monroy había iniciado las cartas  -sólo traía en el bolsillo las dos últimas- con la fórmula "Muy Señor Mío". Sonrió. "Muy Señor Mío", ¿qué diablos significaba eso? Al pensarlo volvía a experimentar algo que muchas veces le había llamado la atención: a fuerza de repetir una palabra ésta perdía el sentido, la relación con la cosa que nombraba y entonces sólo era un sonido vacío y casi siempre cómico. Lo mismo sucedía con los rostros de la gente al obstinarse en recordarlos. El procurador Monroy era un señor delgado, levemente estrábico y sonriente; asociado siempre a la palabra Hipótesis, que embutía o interpolaba en toda conversación; de nariz muy aguda; pálido y lampiño; boca pequeña y labios fruncidos que no se entreabrían al hablar, como los de los ventrílocuos. Al menos era así como lo recordaba. Ahora seguramente estaría viejo y gordo. Cada año que nos pasa es un ojal del cinturón. Ya perdido el gimnasio, su fantasma, como el de mucha gente, era la obesidad. El procurador Monroy, sin el mechón de pelos cenicientos sobre el ojo derecho, tal vez.

Últimamente -a partir de la muerte de su padre, de quien fuera socio y ahora albacea testamentario- el señor Monroy había preferido escribirle a máquina. Se incorporó -cansado de las mismas imágenes- y de pie alcanzó a verse en el espejo del lavabo, y allí, a poco, vio dos caras: una, la ostensible, como hinchada, como una capa agregada a la otra que recordaba de siempre; sobre su nariz otra nariz, más ancha, sobre sus ojos, arcos superciliares en los cuales los pelos de las cejas parecían perdidos; sobre sus orejas otras orejas martirizadas y casi cubiertas con el pelo de las patillas; su boca de labios muy gruesos; y sólo los ojos, un poco más apagados, sabedores, no olvidados de otras luces, sofocados. Después se vio las manos, los puños cerrados y enormes, artríticos o muy golpeados. Vio allí los años, transcurriendo irreversiblemente como la marcha del tren. Un viaje de dos mil kilómetros a través de un país, sólo sombras, demorado tanto tiempo. La lectura de las cartas del viejo Monroy, leídas y vueltas a leer en un lapso de meses, llegadas a la pensión en esos sobres alongados, distintos de los demás, especiales, con membrete, cartas que jamás contestó, tan iguales entre sí, con la hipótesis de que, para el caso de no... una prosa siempre sujeta a condiciones. ¿Qué le habla impulsado ahora, no antes, a abandonar su rincón, desapearse de esas sombras de gloria en que vivía envuelto, olvidado, decir a doña Marieta "me voy", acudir a la estación y abordar el largo tren para un viaje tan largo a un lugar perdido en la madrugada? De pronto el camarero, previos golpes de nudillos, penetró de cabeza en el camarote y le anunció que estaban a pocos minutos de la llegada. Sólo esa voz, esa presencia, como de "segundos afuera", le hizo pensar en esa realidad que sus ojos veían: los miserables rancheríos, los niños flacos que vendían flores y tortugas a un costado de las vías cuando el tren se detenía, la antigua cara de los indios, los paisanos en alpargatas, las altas montañas varias veces verdes, los ríos caudalosos, de riberas brillantes; y las imágenes lo volvieron a tocar advirtiéndole -en vano- que el tiempo era sólo un capricho, pero, en definitiva, una forma inexacta de medir. La locomotora en ese momento bufaba, echaba gorgoterones de humo, ruido y vapores, hacía sonar su pito como advirtiendo a estas soledades de que allí iba, poblada de gentes que regresan, cargado el tren de hombres y bultos; este mismo tren en el cual, seguramente, alguna vez habían viajado aquellas cartas, primero esa que hablaba de la muerte de su madre y luego la primera de las otras: con la noticia de la muerte de su padre, acompañada de una fotografía; su padre de bombacha y botas, carabina en mano, junto a un caballo enorme; las cartas posteriores del señor Monroy, la primera con una banda de luto, las demás no menos ceremoniosas. Y estas dos. Le refería que a raíz de la muerte de su padre era el único sucesor y que los bienes consistían en la gran casa y unos papeles de valor; pero que sin mandato ni instrucciones no podía dar cumplimiento al albaceazgo. Por lo demás, y para evitar intrusiones en el inmueble, seguía viviendo allí el casero.

Su madre había muerto joven. La recordaba frágil y delicada, como una mujer que lee mucho y sueña, de ojos pardos pero claros y cabellos muy largos y disimulados por el peinado. En realidad, también de ella tenía un retrato de amazona, concesión seguramente a la manía de su esposo. Y recordaba la escena provocada por su padre cuando él se decidió por los combates, ya como profesional. Luego de una ráfaga de juramentos, de romper algunos de los objetos chinos que co1eccionaba su madre, abandonó la casa, descuidó su bufete y, dicen, anduvo a caballo, carabina en mano, por las lomas vecinas durante cuarenta días. Su madre, entonces, casi sin salir de su habitación -únicamente lo hacía cuando acudía el señor Monroy a la casa, quien venía a imponerle sobre la marcha del bufete- leía novelas en cama en los intervalos de los tés subidos en bandejas hasta su habitación por el casero o su mujer, muy jóvenes también, en aquellos días, ilusionados y fuertes. Durante esa crisis, una de tantas, su madre abandonó el dormitorio muy pocas veces, asistida en todo momento por la enfermera y la jeringa contra el asma, y sólo para sentarse en la conversadera de la sala, junto a un ventanal, desde donde contemplaba el río y escuchaba a Monroy, acicalado y joven, cuando sus visitas profesionales, oliendo a agua de colonia y timidez, mientras su padre se descargaba con los chanchos del monte y los caballos. De esas visitas recordaba claramente sin saber por qué ni preguntárselo, el ramo de enormes nomeolvides que el señor Monroy trajera a su madre una tarde de té, el mismo que el casero, de ojos tan vivaces y agudos que nunca necesitó hablar, ocultó en el desván, en aquella parte de sobre el armario al cual él no podía alcanzar ni siquiera parado sobre una silla. Recordaba también de su madre una palma de mano fresca sobre su frente en una noche de fiebre o pesadilla y la honda mirada de sus ojos. Esa misma intensidad que el señor Monroy relataba en su carta cuando le notificó de su muerte: "una intensa mirada de sus ojos... Murió así, mirándonos como si quisiera llevar nuestro calco por donde se iba...". No tenía esa carta, la había perdido hacía mucho tiempo y sólo ahora volvía a recordarla. De su padre no tenía carta alguna, de modo que, para volver a sentir su infancia, o lo de antes, sólo contaba con la memoria de las cosas: el empapelado de su habitación, sembrado de dibujos de soldados con espingardas; un palo que se mecía, un tambor, una multitud de soldaditos de plomo; un perro de cuerda, una banda de música con sonido, una poblada colección de imágenes de pesos pesados, desde el comienzo de esa categoría: John L. Sullivan, James J. Corbett, Bob Fitzsimmons, Jefries, Hart, Johnson, Willard.

Cuando el tren llegó a la estación, deslizándose suavemente, él fue el primero en descender. Tenía solamente una valija y nadie acudió a asistirlo. Empezó a caminar hacia la salida, entre un grupo dc personas, curiosos; los demás venían por detrás. Sólo al llegar a la puerta de salida, un changador de barbas blancas, joven de mirada, y fuerte, le interceptó el paso arrebatándole la carga que traía. Él lo dejó hacer y le indicó un coche. Desde unos diez kilómetros antes de llegar el amanecer se había tornado negro y ahora llovía, una lluvia lenta, mansa y prolija, seguramente prolongada.

Desde la ventanilla del coche observaba la ciudad, chata, de casas todas casi idénticas entre sí, muchas con luces encendidas a causa del día tan gris, muy pocas personas en las calles sin ruido ni estridencias. Luego de bordear una plaza contigua a la estación el coche comenzó a desplazarse a lo largo de una ancha avenida flanqueada de jacarandaes y arrayanes, dos, tres, cuatro cuadras; después el coche giró a la izquierda y él sintió un vuelco interior al contemplar de pronto un alto paredón de piedra, coronado de ofendículas de puntas de acero y vidrios de botellas destrozadas: ese paredón escondía el interior del colegio de maristas, la cancha de pelota y el gimnasio, los oscuros y fríos corredores de mosaicos y las penitencias, los miedos; el murallón de piedra era largo, interminable, ciego y él, al cabo de su recorrido, cuando el muro terminaba abruptamente y la avenida se precipitaba de golpe en un ancho espacio abierto sólo poblado de altos pinos aislados y sauces llorones, notó que transpiraba, que sentía frío y una gran necesidad de huir, de abandonar esta ciudad, este pueblo lluvioso y remoto, y regresar a su cuarto también poblado de fotografías de tapas de revistas deportivas, a la casa de pensión, al comedor con piano recubierto por un mantón de Manila con flores con matices descaecidos y retratos de antiguos presidentes y cantantes de ópera de anchos pechos, en la capital; palpó otra vez las cartas en el bolsillo, trozos de papel, tan ajenas ahora y estuvo a punto de ordenar al cochero que tomara el camino de vuelta a la estación. Pero algo se lo impidió, algo también relacionado con este sentimiento que lo sometía, algo lejano, remoto e invencible; eso mismo que lo dejaba temblando y sin palabras en presencia del padre rotundo y deportivo cuando al cabo de sus cacerías lo reclamaba para reprocharle su falta de amor por las armas, por la vida al aire libre, mientras su madre observaba en la punta de la escalera, arrebatada de la cama por el estrépito del regreso de su marido, con la novela que continuamente leía, en la mano, y sus largos y etéreos camisones. Su padre siempre había ambicionado que él se convirtiese en ingeniero de caminos y campeón de tiro pero ni ahora ni entonces pudo entender por qué reaccionaría del modo en que lo hizo cuando él comenzó a frecuentar el gimnasio de deportes y a boxear. Pero, como antes, no fue capaz de decidir, de ordenar al cochero el regreso y se agazapó como un niño en un rincón del asiento y continuó observando el desplazamiento de las cuadras de la ciudad provinciana, con la cara pegada al vidrio de la ventanilla, sintiendo sin darse cuenta cómo este otoño se le metía muy adentro, la lluvia de afuera lo empapaba y las viejas cosas, sus formas remotamente familiares, lo regresaban a un tiempo que sólo ahora volvía a descubrir.

El cochero lo dejó exactamente en la puerta de la casa y debió advertirle que habían llegado dando tres o cuatro golpes secos sobre el pescante con el cabezal del chicote. Caminó el breve trecho del sendero y halló refugio en la galería de entrada; desde allí, las manos en los bolsillos, las ropas humedecidas, contempló cómo el cochero se alejaba, chacoloteando el caballo sobre la calle empedrada y reluciente. No acababa de amanecer el día y tal vez no amanecería nunca, sofocado el sol por las nubes oscuras y la llovizna. Dio unos pasos, tentó el grueso picaporte de la puerta; la casa estaba clausurada; volvió sobre lo andado y sólo cuando un raudo ciclista pasó por la calle haciendo sonar el timbre estridentemente se dio cuenta que estaba contemplando las lajas esculpidas del piso de la galería; que estaba en cuclillas observando, con la cara iluminada como la de un niño, las figuras esculpidas en bajo relieve a la entrada de la casa. Vio otra vez al olvidado león lamiéndose una mano, junto a la mujer, después nuevamente a la mujer, desnuda y de perfil, peinándose frente al espejo; los dos amantes jóvenes, besándose tomados de la mano, y letra por letra recorrió la leyenda en bajo relieve que, de niño, recitaba de corrido: Pulsate et aperiebus vobis, junto al pie del gran umbral de entrada. Allí se sentó, la mirada perdida vagando sobre las figuras; ahora sí, lo recordaba bien, ahora que, absorto, volvía a mirarlas mientras rebanaba con los dientes la de su dedo índice, sentado sobre el adusto umbral de la casa. Esas figuras fueron obra de Tino ¿o Dino? un joven italiano que las había trazado mientras picaba bloques de piedra para la construcción del muro de resguardo; un joven albañil que cantaba y reía de otra forma y trabajaba al aire libre con el torso desnudo. También entonces fue su madre quien asumió la defensa ante las furias de su padre cuando, de regreso éste de unas algaradas, descubrió las figuras en las lajas y ordenó a gritos que las quitaran. "Yo estaba junto al italiano -recuerda el hombre-, él me tenía de la mano y yo a él, cómplices debajo de la tormenta de voces. Y ella fue quien lo persuadió y así estas lajas esculpidas aún están aquí."

Ahora esta luz penumbrosa, común al alba y al anochecer, prolongada. Se mira los zapatos enlodados, e inconscientemente busca con los ojos el felpudo, como antes. Ahora la llovizna es lluvia franca, cortada por ráfagas de viento frío y desigual. La casa está cerrada y es imposible salir en busca de un teléfono para llamar al señor Monroy y anoticiarle de su llegada. El cielo se oscurece aun más y la lluvia arrecia, la ve caer contra los pinos, contra la barda empenachada de prímulas violáceas y verdes pisingallos; sobre la enorme y solemne copa del olmo de una de cuyas ramas colgara alguna vez un columpio y también una bolsa de arena. El hombre de pie contempla el gran árbol, aprieta los puños en los bolsillos recordando la bolsa de arena pendiente de una de sus ramas; recuerda los consejos del gimnasio, la dirección de los golpes de puño, los impactos sobre la bolsa para endurecer las muñecas (necesarios sobre todo en los golpes al mentón y a la cabeza). Su primer combate en público transcurrió un par de vueltas y los desplazamientos del otro lo estaban perturbando, pero no sólo los desplazamientos sino también los golpes justos y medidos, justos pero no duros; entonces él entra con una feroz izquierda en cross; el otro trata de amarrar, no puede, tampoco puede evitar la lluvia de golpes con ambas manos, hasta que lo siente bambolear debajo de sus puños y el aullido del público en las sombras. El olmo. Se había quitado el sobretodo y transpiraba, tenía los puños cerrados y apretados y en lo hondo miraba al olmo, la bolsa de arena, el columpio; pero continuaba lloviendo y el frío del agua le recordó el lugar por donde, de muchacho, penetraba subrepticiamente en la casa. Atravesó la cocina oscura, con hollín en los muros y vio la campana del fogón, los fierros, la gran mancha en el cielorraso, los gruesos tirantes y la cadena tronchada que pendía sin movimiento, inútil y muerta, de la cual, antes, sostenían el gran perol de los almíbares; ahora vio como una babosa trepaba imperceptiblemente y ciega, adhiriéndose a los eslabones. De pronto escucha un leve ruido, un crujido de varas secas de mimbre que se mecen; avanza hacia la puerta de hojas batientes, la empuja y siente cómo ese ámbito se llena y suenan sus pasos en el piso duro; es el comedor que usaban diariamente; sus apresurados desayunos vísperas del colegio, la memoria entrañable de la ñaña Polonia y sus llantos de agravio por la nata en la leche; un viejo olor aposentado. Cuando sus ojos se acostumbran sus pasos lo llevan hacia la ventana y junto con un ruido de fallebas desacostumbradas la penumbra cede, penetra una leve claridad  y devela la mesa y el mantel de hule a cuadros azules y blancos, gastado en las cuatro esquinas, señal de que la mesa que había cubierto en principio fue más pequeña. Trata de recordar la época o el momento en que la mesa había sido cambiada, pero no puede. La lluvia parece arreciar afuera, o sólo es el retumbar de los truenos y relámpagos que agigantan o exageran su idea; el hombre contempla ahora la hilera de frascos de loza, o de latón, en una alacena del costado y al surgir de golpe la imagen de los dulces almacenados en esos frascos, cree ver o sentir que una luz, a distancia, del otro lado del patio, se enciende a sus espaldas, para apagarse de inmediato; que unos pasos cautelosos se detienen y se oye un golpe seco de picaportes. Ahora se ve sentado a la cabecera de la mesa, hay otros niños de su edad, o poco mayores, alguien adulto se mueve entre ellos, el agua hirviendo murmura, tapada, en una gran vasija sobre el fogón; de repente rompe a llorar y persigue a uno de los niños que corre con un pan en la mano alrededor de la mesa; una silla cae estrepitosamente sobre el piso, él se detiene o salta para esquivarla, el otro niño se refugia detrás de alguien adulto. Ahora el hombre jadea y se agita, nota que está transpirando dentro de su grueso sobretodo, que ha caído al suelo y que con movimientos torpes se incorpora poco a poco; también se da cuenta que sus ojos están mojados y sus articulaciones -ríe ahora- le recuerdan que los años han pasado. Ese recuerdo o esa imagen muere de golpe. Se incorpora; va hacia el ventanal que abriera en un principio, el que da al patio, buscando otra vez el aire fresco en la cara, o el agua en la cara como después de cada round y fugazmente cree ver, patio de por medio, en el marco de una ventana oscura, cómo unos ojos lo miran escondidos. Pega ahora la lluvia al sesgo, llueve de costado cuando cierra la ventana y todo vuelve a ser silencio en la casa. Decide avanzar; enciende un fósforo (las luces no funcionan, lo ha comprobado al penetrar en la cocina), empuja otra puerta y ahora está en una habitación mucho más grande, la atraviesa, hay otras vacías y un corredor frontal y cuando siente que la cerilla le quema los dedos  ya está sobre el gran vestíbulo en donde desemboca una escalera de gruesos pasamanos de madera y por allí comienza a ascender. El pie de la escalera no está lejos del portal de entrada, clausurado; observa las tarabillas de fierro que lo atraviesan y recuerda el temor de todos a raíz de aquel asalto, cuando en ausencia de ellos -veraneantes en Tilcara- un ladrón penetró, un pobre infeliz cuya presencia mató de un síncope a la esposa del casero, mujer menuda e inquieta como un ratón, silenciosa al igual que su marido y pálida como un huevo. Nunca se recuperó el casero de aquella viudez y a causa de eso, en las noches, dormía con la escopeta a los pies de la cama. Recordaba ahora el sufrimiento de su madre y el veraneo interrumpido por el velatorio y su contrariedad firme y suave pero inútil al saber que su marido le había entregado esa escopeta -una Orbea de dos caños y culata de palo de rosa enchapada- al casero viudo. Era éste el mismo empapelado, con mujeres con sombrillas y Cupidos desnudos y venablo volando entre las mujeres con sombrillas, de las paredes; el mismo que ahora observaba, en parte semidesprendido como una corteza que se cae y acaba de caer. Lo observa de arriba abajo con detenimiento, y de pronto cree ver a su madre tocada con una gran capellina blanca, columpiándose a la sombra de un lapacho junto a una pérgola y a un niño con traje de marinero jugando con un aro entre las cestas del picnic; recuerda el aro, de varilla de aluminio al que apenas movía y ya se lanzaba a rodar, saltarín girando y lo veía caer al final, bamboleante, la luz del sol reflejada fugazmente en el metal, como un aro de fuego tenue y frío; también al señor Monroy, elegante y evasivo, no lejos de su madre, y las sonoras carcajadas de su padre barbado y enorme bromeando procazmente entre las mujeres y los Cupidos. Su padre también, ahora, a punto de salir de la casa, de pie y tomando su gorra a cuadros de uno de los pitones junto al espejo, arma en mano para correr en pos de cochapollas. Lo escuchaba silbar estridentemente, indicando a todos que abandonaba la casa; de pie en la gran sala en cuyo centro colocaron el catafalco de su madre "más pequeña que nunca entonces, premuerta, el rostro en paz, como dejándonos a todos un gran legado secreto", según lo había escrito el señor Monroy. Él recibió la carta aquella en Montevideo, unos días después de su derrota a manos de Fructuoso Fuentes -"Efefe"-, campeón oriental, el propio cónsul se la trajo y en ese momento él, por no tocar el tema no dijo nada y se guardó la carta en un bolsillo; esa carta que luego extravió y ya no pudo dolerse como hubiera sucedido si la estuviese leyendo. Ahora también cree ver el catafalco, cuando, penetrando en la primera habitación de la derecha, una habitación oval con fuerte olor a clausura, camina en dirección del balcón que también da hacia el patio trasero y descubre las cinco macetas, dos de ellas vacías y las tres restantes todavía con malvones que él y ella regaban juntos algunas tardes y con un hisopo empapado en agua jabonosa limpiaban las hojas de parásitos y hollín del tiempo hasta hacerlas reverdecer o brillar saludables. Pero los malvones se han achicado de muerte y él retrocede justamente cuando suena la hoja de    una puerta que se abre o cierra; y todo vuelve a quedar en silencio. Atraviesa de regreso el dormitorio oval, se asoma nuevamente al pasillo sobre la sala y allí no puede contener el llanto, sentado ahora en la cima de la escalera. Quiere decir algo en voz alta y de pronto una luz se enciende en alguna parte. Hacia el final, las mejillas mojadas, vuelve a escuchar un agudo silbido y otra vez pasos. Él había huido, como cuando silbaba su padre. Había optado por irse lejos, a las grandes ciudades, a los grandes gimnasios, donde se hace carrera. De Arturo, el chileno, recuerda cuando se tomaron a golpes en plena calle, no satisfechos del bochorno del combate oficial. Todos los triunfos se le fueron porque en un principio pensaba demasiado; mucho después -Max Baer y Carnera, dos gigantones que nunca contaron- aprendió a pegar sin pensar, ya cuando cruzaba guantes en pequeños cines y asociaciones mutuales adonde, no obstante y por siempre, le alcanzaban las menudas cartas de su madre, que a veces traían un trocito de hoja de malvón entre sus páginas.

Él se incorpora nuevamente; todo vuelve a ser oscuro y húmedo; siente otra vez que quiere decir algo, una palabra imposible o perdida; camina a tientas por el corredor y penetra seguro en esa habitación que fue la suya. Pero nada hay allí, salvo una silla, una pequeña silla mecedora en la que, luego de sacudirle el polvo con su pañuelo, se sienta; a poco las sombras ceden, comienza a hamacarse levemente y ve el rincón donde antes estuvo su cama junto a la pared empapelada con soldados y tambores, con las manchas geométricas de los retratos ausentes, observa el piso y en el momento en que descubre algo caído junto a la pared y se dispone a levantarlo, escucha un golpe -el ruido de una cosa que cae- muy cerca; permanece quieto por unos instantes; mira hacia los cuatro costados y siente miedo; todo es penumbra y silencio, la casa vacía; salvo la lluvia sobre los tejados y el patio, que ya había olvidado. Pero se incorpora y sale al pasillo nuevamente; está atento y busca, bruscamente abre otra puerta, contigua, y un grito se le ahoga en la garganta cuando algo, súbitamente, pasa rozándole la cara; pero es sólo un murciélago o una gran mariposa negra, de esas que nacen de la humedad; el bicho, seguramente, al volar provocó el ruido que oyó. Abandona ese cuarto cuya puerta había abierto y retrocede hasta el suyo; al volver tropieza, da un salto, en guardia; pero es apenas una vieja pelota de fútbol, semidesinflada, cubierta de polvo y telarañas. Retrocede entonces, toma impulso y de un certero puntapié la arroja lejos, escaleras abajo, y al hacerlo experimenta una enorme satisfacción, como un desahogo interior que le quitara peso, como una descarga saludable y antigua. Y ese pelotazo lo regresa también a otra realidad, a esa búsqueda a la que afanosamente se entrega ahora. El desván; comienza a buscarlo. Primero siente un intenso olor que lo embriaga, un olor que vibra y se desplaza, una música sorda que lo retrotrae, algo inevitable e invencible como el sueño; y, junto al pretil de la escalera que rodea al corredor circular de la planta alta de la casa, contempla, desde el coro, la enorme nave de la iglesia colonial, al sacerdote de espaldas, al obispo gordo y enseñoreado debajo del palio, al reclinatorio de su familia, vacío, y a él mismo, palimpsesto en mano, ropa talar y efebo, su hermosa voz cantando con distraída, inocente gravedad. Con cuatro o cinco saltos ágiles e infantiles supera la estrecha escalera y penetra en el desván, abierto; al pisar el suelo de madera una nube de polvo o cenizas blancas se levanta, divaga por un momento y luego sale afuera como el humo que huye. Él se empequeñece ante ese viejo olor a roble y hopalandas de criadas que lo llevan de la mano y lo consienten; a arcones destapados en cuyos fondos siempre sospechara yacía latente el secreto de la vida; a sotanas y togas autoritarias; a jaulas con pájaros, cajas de música, sonajeros; seguro abrigo en días grises, oscuros y lluviosos; a un mundo limitado y finito; a dulces que en frascos, encerrados, premiaban sus gracias que eran como exabruptos en ese ambiente armónico con tardes de tés, mañanas con quitasoles malvas, crepúsculos de unánimes rosarios.

Ahora él está en el centro de la habitación pequeña y gris que le parece enorme y mira por un instante la lluvia sobre los vidrios inclinados del ventanal en el tejado, cómo las gotas forman pequeñas corolas transparentes. Está sentado en el suelo y balbucea; aprieta el percutor de un resorte, y una serpiente, bella y verde, salta y se pone en movimiento, sólo por un instante y muere con esa muerte seca y pronta de los monigotes de madera. Él la contempla aterrado y feliz y quiere repetir el juego tomando la serpiente con sus manos, torpemente; pero el juguete se desliza y siente un enorme dolor que lo ahoga y no puede evitar que un llanto estalle; muy cerca de él están los cubos y una máquina ferroviaria cubierta de polvo; toma la máquina, inservible, con la cuerda distendida e irremediable, la toma con las dos manos. Ahora siente calor, un joven calor que le abrasa las mejillas y con ambas manos se quita los zapatos; libre, intenta ponerse en pie, pero no puede; observa nuevamente los cubos, cada uno de ellos tiene una letra -mayúscula y minúscula- del alfabeto; sostiene uno en cada mano; después descubre el columpio que cuelga del travesaño central y arrojando los cubos se pone en movimiento; una antigua torpeza de las piernas, del cuerpo, le quita libertad; grita entonces, llamando a alguien, pero el grito es grito sin palabras, no puede encontrar la palabra y es sólo torpe balbuceo en voz alta. Ríe y llora simultáneamente, sin poder evitarlo, trata de incorporarse, siente como si alguien comenzara la cuenta e intenta ponerse en pie. Siente un calor intenso, cansancio, sueño; está sentado nuevamente en el suelo, tomándose los pies con ambas manos. Los escalones de madera de la estrecha escalera crujen. Vuelve el hombre a contemplar los juguetes silenciosos, sin brillo, sin color, trata de tomarlos a todos, de estrecharlos junto a sí, desplazándose; y de pronto recuerda las mujeres y los columpios y las cestas de picnic y los conejos aterrados y el agudo silbo de despedida de entre las barbas y fuertes quijadas y ladridos de ágiles sutiles perros numerosos. Quiere llamar a todos, con una sola palabra, que jamás aprendió a pronunciar o que ha olvidado, y no puede. Tampoco puede caminar, apenas si se incorpora y se deja caer sobre la mecedora que pende del travesaño alto del desván y entonces una paz igual que el prolegómeno de un sueño le invade, cierra los ojos, comienza a hamacarse y el sueño y la mansedumbre le van ganando las mejillas, el mentón duro y rotundo, los párpados abotagados sobre la nariz aplastada y deforme, marchitándole las orejas empequeñecidas, a hamacarse mientras alguien sube. El hombre, hundiéndose, por fin pronuncia una palabra, ininteligible y cuando la pronuncia sonríe levemente; vuelve a decirla mientras el vaivén de la hamaca tiende a amortiguarse y pareciera que él, sólo él, reencontrándola, aprendiéndola nuevamente a pronunciar, la entendiera. Justamente cuando el último paso se hace presente e indudable, al tiempo que suena el disparo, seguido de otro disparo. El hombre en la hamaca, a su vez, siente que un borbotón de sangre le anubla la vista; nada le duele, pero siente que está a punto de desmayarse, que una noche muy honda le va apagando el cerebro, y al hundirse indefenso en esas sombras ni siquiera se da cuenta que cae -como tantas veces- de bruces, pesada y definitivamente.

Después, el casero, excitado, satisfecho, corre en busca del señor Monroy, sin importarle la hora tan temprana, ni la lluvia.

 

 

Digitalizado por la voluntaria Marcela del Río