JOSÉ MARTÍ
LA ILÍADA
Hace dos mil quinientos años era ya
famoso en Grecia el poema de la Ilíada. Unos dicen que lo compuso Homero, el
poeta ciego de la barba de rizos, que andaba de pueblo en pueblo cantando sus
versos al compás de la lira, como hacían los aedas de entonces. Otros dicen que
no hubo Homero, sino que el poema lo fueron componiendo diferentes cantores.
Pero no parece que pueda haber trabajo de muchos en un poema donde no cambia el
modo de hablar, ni el de pensar, ni el de hacer los versos, y donde desde el
principio hasta el fin se ve tan claro el carácter de cada persona que puede
decirse quién es por lo que dice o hace, sin necesidad de verle el nombre. Ni
es fácil que un mismo pueblo tenga muchos poetas que compongan los versos con tanto
sentido y música como los de la Ilíada, sin palabras que falten o sobren; ni
que todos los diferentes cantores tuvieran el juicio y grandeza de los cantos
de Homero, donde parece que es un padre el que habla.
En la Ilíada no se cuenta toda la guerra
de treinta años de Grecia contra Ilión, que era como le decían entonces a
Troya; sino lo que pasó en la guerra cuando los griegos estaban todavía en la
llanura asaltando a la ciudad amurallada, y se pelearon por celos los dos
griegos famosos, Agamenón y Aquiles. A Agamenón le llamaban el Rey de los
Hombres, y era como un rey mayor, que tenía más mando y poder que todos los
demás que vinieron de Grecia a pelear contra Troya, cuando el hijo del rey
troyano, del viejo Príamo, le robó la mujer a Menelao, que estaba de rey en uno
de los pueblos de Grecia, y era hermano de Agamenón. Aquiles era el más
valiente de todos los reyes griegos, y hombre amable y culto, que cantaba en la
lira las historias de los héroes, y se hacía querer de las mismas esclavas que
le tocaban de botín cuando se repartían los prisioneros después de sus
victorias. Por una prisionera fue la disputa de los reyes, porque Agamenón se
resistía a devolver al sacerdote troyano Crises su hija Criseis, como decía el
sacerdote griego Calcas que se debía devolver, para que se calmase en el
Olimpo, que era el cielo de entonces, la furia de Apolo, el dios del Sol, que
estaba enojado con los griegos porque Agamenón tenía cautiva a la hija de un
sacerdote: y Aquiles, que no le tenía miedo a Agamenón, se levantó entre todos
los demás, y dijo que se debía hacer lo que Calcas quería, para que se acabase
la peste de calor que estaba matando en montones a los griegos, y era tanta que
no se veía el cielo nunca claro, por el humo de las piras en que quemaban los
cadáveres. Agamenón dijo que devolvería a Criseis, si Aquiles le daba a
Briseis, la cautiva que él tenía en su tienda. Y Aquiles le dijo a Agamenón
"borracho de ojos de perro y corazón de venado", y sacó la espada de
puño de plata para matarlo delante de los reyes; pero la diosa Minerva, que
estaba invisible a su lado, le sujetó la mano, cuando tenía la espada a medio
sacar. Y Aquiles echó al suelo su cetro de oro, y se sentó, y dijo que no
pelearía más a favor de los griegos con sus bravos mirmidones, y que se iba a
su tienda.
Así empezó la cólera de Aquiles, que es
lo que cuenta la Ilíada, desde que se enojó en esa disputa, hasta que el
corazón se le enfureció cuando los troyanos le mataron a su amigo Patroclo, y
salió a pelear otra vez contra Troya, que estaba quemándoles los barcos a los
griegos y los tenía casi vencidos. No más que con dar Aquiles una voz desde el
muro, se echaba atrás el ejército de Troya, como la ola cuando la empuja una
corriente contraria de viento, y les temblaban las rodillas a los caballos
troyanos. El poema entero está escrito para contar lo que sucedió a los griegos
desde que Aquiles se dio por ofendido:-la disputa de los reyes, -el consejo de
los dioses del Olimpo, en que deciden los dioses que los troyanos venzan a los griegos,
en castigo de la ofensa de Agamenón a Aquiles,-el combate de Paris, hijo de
Príamo, con Menelao, el esposo de Helena,-la tregua que hubo entre los dos
ejércitos, y el modo con que el arquero troyano Pandaro la rompió con su
flechazo a Menelao,-la batalla del primer día, en que el valentísimo Diomedes
tuvo casi muerto a Eneas de una pedrada,-la visita de Héctor, el héroe de Troya
a su esposa Andrómaca, que lo veía pelear desde el muro,-la batalla del segundo
día, en que Diomedes huye en su carro de pelear, perseguido por Héctor
vencedor,-la embajada que le mandan los griegos a Aquiles, para que vuelva a
ayudarlos en los combates, porque desde que él no pelea están ganando los
troyanos,-la batalla de los barcos, en que ni el mismo Ajax puede defender las
naves griegas del asalto, hasta que Aquiles consiente en que Patroclo pelee con
su armadura,-la muerte de Patroclo,-la vuelta de Aquiles al combate, con la
armadura nueva que le hizo el dios Vulcano,-el desafío de Aquiles y Héctor,-la
muerte de Héctor,-y las súplicas con que su padre Príamo logra que Aquiles le
devuelva el cadáver, para quemarlo en Troya en la pira de honor, y guardar los
huesos blancos en una caja de oro. Así se enojó Aquiles, y ésos fueron los
sucesos de la guerra, hasta que se le acabó el enojo.
A Aquiles no lo pinta el poema como hijo
de hombre, sino de la diosa del mar, de la diosa Tetis. Y eso no es muy
extraño, porque todavía hoy dicen los reyes que el derecho de mandar en los
pueblos les viene de Dios, que es lo que llaman "el derecho divino de los
reyes", y no es más que una idea vieja de aquellos tiempos de pelea, en
que los pueblos eran nuevos y no sabían vivir en paz, como viven en el cielo
las estrellas, que todas tienen luz aunque son muchas, y cada una brilla aunque
tenga al lado otra. Los griegos creían, como los hebreos, y como otros muchos
pueblos, que ellos eran la nación favorecida por el creador del mundo, y los
únicos hijos del cielo en la tierra. Y como los hombres son soberbios, y no
quieren confesar que otro hombre sea más fuerte o más inteligente que ellos,
cuando había un hombre fuerte o inteligente que se hacía rey por su poder,
decían que era hijo de los dioses. Y los reyes se alegraban de que los pueblos
creyesen esto; y los sacerdotes decían que era verdad, para que los reyes les
estuvieran agradecidos y los ayudaran. Y así mandaban juntos los sacerdotes y
los reyes.
Cada rey tenía en el Olimpo sus
parientes, y era hijo, o sobrino, o nieto de un dios, que bajaba del cielo a
protegerlo o a castigarlo, según le llevara a los sacerdotes de su templo
muchos regalos o pocos; y el sacerdote decía que el dios estaba enojado cuando
el regalo era pobre, o que estaba contento, cuando le habían regalado mucha
miel y muchas ovejas. Así se ve en la Ilíada, que hay como dos historias en el
poema, una en la tierra, y en el cielo otra; y que los dioses del cielo son
como una familia, sólo que no hablan como personas bien criadas, sino que se
pelean y se dicen injurias, lo mismo que los hombres en el mundo. Siempre estaba
Júpiter, el rey de los dioses, sin saber qué hacer; porque su hijo Apolo quería
proteger a los troyanos, y su mujer Juno a los griegos, lo mismo que su otra
hija Minerva; y había en las comidas del cielo grandísimas peleas, y Júpiter le
decía a Juno que lo iba a pasar mal si no se callaba enseguida, y Vulcano, el
cojo, el sabio del Olimpo, se reía de los chistes y maldades de Apolo, el de
pelo colorado, que era el dios travieso. Y los dioses subían y bajaban, a
llevar y traer a Júpiter los recados de los troyanos y los griegos; o peleaban
sin que se les viera en los carros de sus héroes favorecidos; o se llevaban en
brazos por las nubes a su héroe para que no lo acabase de matar el vencedor,
con la ayuda del dios contrario. Minerva toma la figura del viejo Néstor, que
hablaba dulce como la miel, y aconseja a Agamenón que ataque a Troya. Venus
desata el casco de Paris cuando el enemigo Menelao lo va arrastrando del casco
por la tierra: y se lleva a Paris por el aire. Venus también se lleva a Eneas,
vencido por Diomedes, en sus brazos blancos. En una escaramuza va Minerva
guiando el carro de pelear del griego, y Apolo viene contra ella, guiando el
carro troyano. Otra vez, cuando por engaño de Minerva dispara Pandaro su arco
contra Menelao, la flecha terrible le entró poco a Menelao en la carne, porque
Minerva la apartó al caer, como cuando una madre le espanta a su hijo de la
cara una mosca. En la Ilíada están juntos siempre los dioses y los hombres,
como padres e hijos. Y en el cielo suceden las cosas lo mismo que en la tierra;
como que son los hombres los que inventan los dioses a su semejanza, y cada
pueblo imagina un cielo diferente, con divinidades que viven y piensan lo mismo
que el pueblo que las ha creado y las adora en los templos: porque el hombre se
ve pequeño ante la naturaleza que lo crea y lo mata, y siente la necesidad de
creer en algo poderoso, y de rogarle, para que lo trate bien en el mundo, y
para que no le quite la vida. El cielo de los griegos era tan parecido a
Grecia, que Júpiter mismo es como un rey de reyes, y una especie de Agamenón,
que puede más que los otros, pero no hace todo lo que quiere, sino ha de oírlos
y contentarlos, como tuvo que hacer Agamenón con Aquiles. En la Ilíada, aunque
no lo parece, hay mucha filosofía, y mucha ciencia, y mucha política, y se
enseña a los hombres, como sin querer, que los dioses no son en realidad más
que poesías de la imaginación, y que los países no se pueden gobernar por el
capricho de un tirano, sino por el acuerdo y respeto de los hombres principales
que el pueblo escoge para explicar el modo con que quiere que lo gobiernen.
Pero lo hermoso de la Ilíada es aquella
manera con que pinta el mundo, como si lo viera el hombre por primera vez, y
corriese de un lado para otro llorando de amor, con los brazos levantados,
preguntándole al cielo quién puede tanto, y dónde está el creador, y cómo
compuso y mantuvo tantas maravillas. Y otra hermosura de la Ilíada es el modo
de decir las cosas, sin esas palabras fanfarronas que los poetas usan porque
les suenan bien; sino con palabras muy pocas y fuertes, como cuando Júpiter
consintió en que los griegos perdieran algunas batallas, hasta que se
arrepintiesen de la ofensa que le habían hecho a Aquiles, y "cuando dijo
que sí, tembló el Olimpo". No busca Homero las comparaciones en las cosas
que no se ven, sino en las que se ven: de modo que lo que él cuenta no se
olvida, porque es como si se lo hubiera tenido delante de los ojos. Aquellos
eran tiempos de pelear, en que cada hombre iba de soldado a defender a su país,
o salía por ambición o por celos a atacar a los vecinos; y como no había libros
entonces, ni teatros, la diversión era oír al aeda que cantaba en la lira las
peleas de los dioses y las batallas de los hombres; y el aeda tenía que hacer
reír con las maldades de Apolo y Vulcano, para que no se le cansase la gente
del canto serio; y les hablaba de lo que la gente oía con interés, que eran las
historias de los héroes y las relaciones de las batallas, en que el aeda decía
cosas de médico y de político, para que el pueblo hallase gusto y provecho en
oírlo, y diera buena paga y fama al cantor que le enseñaba en sus versos el
modo de gobernarse y de curarse. Otra cosa que entre los griegos gustaba mucho
era la oratoria, y se tenía como hijo de un dios al que hablaba bien, o hacía
llorar o entender a los hombres. Por eso hay en la Ilíada tantas descripciones
de combates, y tantas curas de heridas, y tantas arengas.
Todo lo que se sabe de los primeros
tiempos de los griegos, está en la Ilíada. Llamaban rapsodas en Grecia a los
cantores que iban de pueblo en pueblo, cantando la Ilíada y la Odisea, que es
otro poema donde Homero cuenta la vuelta de Ulises. Y más poemas parece que
compuso Homero, pero otros dicen que ésos no son suyos, aunque el griego Herodoto,
que recogió todas las historias de su tiempo, trae noticias de ellos, y muchos
versos sueltos, en la vida de Homero que escribió, que es la mejor de las ocho
que hay escritas, sin que se sepa de cierto si Herodoto la escribió de veras, o
si no la contó muy de prisa y sin pensar, como solía él escribir.
Se siente uno como gigante, o como si
estuviera en la cumbre de un monte, con el mar sin fin a los pies, cuando lee
aquellos versos de la llíada, que parecen de letras de piedra. En inglés hay
muy buenas traducciones, y el que sepa inglés debe leer la Ilíada de Chapman, o
la de Dodsley, o la de Landor, que tienen más de Homero que la de Pope, que es
la más elegante. El que sepa alemán, lea la de Wolff, que es como leer el
griego mismo. El que no sepa francés, apréndalo enseguida, para que goce de
toda la hermosura de aquellos tiempos en la traducción de Leconte de Lisle, que
hace los versos a la antigua, como si fueran de mármol. En castellano, mejor es
no leer la traducción que hay, que es de Hermosilla; porque las palabras de la
Ilíada están allí, pero no el fuego, el movimiento, la majestad, la divinidad a
veces, del poema en que parece que se ve amanecer el mundo,-en que los hombres
caen como los robles o como los pinos,-en que el guerrero Ajax defiende a
lanzazos su barco de los troyanos más valientes,-en que Héctor de una pedrada
echa abajo la puerta de una fortaleza, en que los dos caballos inmortales,
Xantos y Balios, lloran de dolor cuando ven muerto a su amo Patroclo,-y las
diosas amigas, Juno y Minerva, vienen del cielo en un carro que de cada vuelta
de rueda atraviesa tanto espacio como el que un hombre sentado en un monte ve,
desde su silla de roca, hasta donde el ciclo se junta con el mar.
Cada cuadro de la Ilíada es una escena
como ésas. Cuando los reyes miedosos dejan solo a Aquiles en su disputa con
Agamenón, Aquiles va a llorar a la orilla del mar, donde están desde hace diez
años los barcos de los cien mil griegos que atacan a Troya: y la diosa Tetis
sale a oírlo, como una bruma que se va levantando de las olas. Tetis sube al
cielo, y Júpiter le promete, aunque se enoje Juno, que los troyanos vencerán a
los griegos hasta que los reyes se arrepientan de la ofensa a Aquiles. Grandes
guerreros hay entre los griegos: Ulises, que era tan alto que andaba entre los
demás hombres como un macho entre el rebaño de carneros; Ajax, con el escudo de
ocho capas, siete de cuero y una de bronce; Diomedes, que entra en la pelea
resplandeciente, devastando como un león hambriento en un rebaño:-pero mientras
Aquiles esté ofendido, los vencedores serán los guerreros de Troya: Héctor, el
hijo de Príamo; Eneas, el hijo de la diosa Venus; Sarpedón, el más valiente de
los reyes que vino a ayudar a Troya, el que subió al cielo en brazos del Sueño
y de la Muerte, a que lo besase en la frente su padre Júpiter, cuando lo mató
Patroclo de un lanzazo. Los dos ejércitos se acercan a pelear: los griegos,
callados, escudo contra escudo; los troyanos dando voces, como ovejas que
vienen balando por sus cabritos. Paris desafía a Menelao, y luego se vuelve
atrás; pero la misma hermosísima Helena le llama cobarde, y Paris, el príncipe
bello que enamora a las mujeres, consiente en pelear, carro a carro, contra
Menelao, con lanza, espada y escudo: vienen los heraldos, y echan suertes con
dos piedras en un casco, para ver quién disparará primero su lanza. Paris tira
el primero, pero Menelao se lo lleva arrastrando, cuando Venus le desata el
casco de la barba, y desaparece con Paris en las nubes. Luego es la tregua;
hasta que Minerva, vestida como el hijo del troyano Antenor, le aconseja con
alevosía a Pandaro que dispare la flecha contra Menelao, la flecha del arco
enorme de dos cuernos y la juntura de oro, para que los troyanos queden ante el
mundo por traidores, y sea más fácil la victoria de los griegos, los protegidos
de Minerva. Dispara Pandaro la flecha: Agamenón va de tienda en tienda
levantando a los reyes: entonces es la gran pelea en que Diomedes hiere al
mismo dios Marte, que sube al cielo con gritos terribles en una nube de trueno,
como cuando sopla el viento del sur; entonces es la hermosa entrevista de
Héctor y Andrómaca, cuando el niño no quiere abrazar a Héctor porque le tiene
miedo al casco de plumas, y luego juega con el casco, mientras Héctor le dice a
Andrómaca que cuide de las cosas de la casa, cuando él vuelva a pelear. Al otro
día Héctor y Ajax pelean como jabalíes salvajes hasta que el cielo se oscurece:
pelean con piedras cuando ya no tienen lanza ni espada: los heraldos los vienen
a separar, y Héctor le regala su espada de puño fino a Ajax, y Ajax le regala a
Héctor un cinturón de púrpura.
Esa noche hay banquete entre los griegos,
con vinos de miel y bueyes asados; y Diomedes y Ulises entran solos en el campo
enemigo a espiar lo que prepara Troya, y vuelven, manchados de sangre, con los
caballos y el carro del rey tracio. Al amanecer, la batalla es en el murallón
que han levantado los griegos en la playa frente a sus buques. Los troyanos han
vencido a los griegos en el llano. Ha habido cien batallas sobre los cuerpos de
los héroes muertos. Ulises defiende el cuerpo de Diomedes con su escudo, y los
troyanos le caen encima como los perros al jabalí. Desde los muros disparan sus
lanzas los reyes griegos contra Héctor victorioso, que ataca por todas partes.
Caen los bravos, los de Troya y los de Grecia, como los pinos a los hachazos
del leñador. Héctor va de una puerta a otra, como león que tiene hambre.
Levanta una piedra de punta que dos hombres no podían levantar, echa abajo la
puerta mayor, y corre por sobre los muertos a asaltar los barcos. Cada troyano
lleva una antorcha, para incendiar las naves griegas: Ajax, cansado de matar,
ya no puede resistir el ataque en la proa de su barco, y dispara de atrás, de
la borda: ya el cielo se enrojece con el resplandor de las llamas. Y Aquiles no
ayuda todavía a los griegos: no atiende a lo que le dicen los embajadores de
Agamenón: no embraza el escudo de oro, no se cuelga del hombro la espada, no
salta con los pies ligeros en el carro, no empuña la lanza que ningún hombre
podía levantar, la lanza Pelea. Pero le ruega su amigo Patrocio, y consiente en
vestirlo con su armadura, y dejarlo ir a pelear. A la vista de las armas de
Aquilea, a la vista de los mirmidones, que entran en la batalla apretados como
las piedras de un muro, se echan atrás los troyanos miedosos. Patroclo se mete
entre ellos, y les mata nueve héroes de cada vuelta del carro. El gran Sarpedón
le sale al camino, y con la lanza le atraviesa Patroclo las sienes. Pero olvidó
Patroclo el encargo de Aquiles, de que no se llegase muy cerca de los muros.
Apolo invencible lo espera al pie de los muros, se le sube al carro, lo aturde
de un golpe en la cabeza, echa al suelo el casco de Aquiles, que no había
tocado el suelo jamás, le rompe la lanza a Patroclo, y le abre el coselete,
para que lo hiera Héctor. Cayó Patroclo, y los caballos divinos lloraron.
Cuando Aquiles vio muerto a su amigo, se echó por la tierra, se llenó de arena
la cabeza y el rostro, se mesaba a grandes gritos la melena amarilla. Y cuando
le trajeron a Patroclo en un ataúd, lloró Aquiles. Subió al cielo su madre,
para que Vulcano le hiciera un escudo nuevo, con el dibujo de la tierra y el
cielo, y el mar y el sol, y la luna y todos los astros, y una ciudad en paz y
otra en guerra, y un viñedo cuando están recogiendo la uva madura, y un niño
cantando en una arpa, y una boyada que va a arar, y danzas y músicas de
pastores, y alrededor, como un río, el mar: y le hizo un coselete que lucía
como el fuego, y un casco con la visera de oro. Cuando salió al muro a dar las
tres voces, los troyanos se echaron en tres oleadas contra la ciudad, los
caballos rompían con las ancas el carro espantados, y morían hombres y brutos
en la confusión, no más que de ver sobre el muro a Aquiles, con una llama sobre
la cabeza que resplandecía como el sol de otoño. Ya Agamenón se ha arrepentido,
ya el consejo de reyes le han devuelto a Briseis, que llora al ver muerto a
Patroclo, porque fue amable y bueno.
Al otro día, al salir el sol, la gente de
Troya, como langostas que escapan del incendio, entra aterrada en el río,
huyendo de Aquiles, que mata lo mismo que siega la hoz, y de una vuelta del
carro se lleva a doce cautivos. Tropieza con Héctor; pero no pueden pelear,
porque los dioses les echan de lado las lanzas. En el río era Aquiles como un
gran delfín, y los troyanos se despedazaban al huirle, como los peces. De los
muros le ruega a Héctor su padre viejo que no pelee con Aquiles: se lo ruega su
madre. Aquiles llega: Héctor huye: tres veces le dan vuelta a Troya en los carros.
Todo Troya está en los muros, el padre mesándose con las dos manos la barba; la
madre con los brazos tendidos, llorando y suplicando. Se para Héctor, y le
habla a Aquiles antes de pelear, para que no se lleve su cuerpo muerto si lo
vence. Aquiles quiere el cuerpo de Héctor, para quemarlo en los funerales de su
amigo Patroclo. Pelean. Minerva está con Aquiles: le dirige los golpes: le trae
la lanza, sin que nadie la vea: Héctor, sin lanza ya, arremete contra Aquiles
como águila que baja del cielo, con las garras tendidas, sobre un cadáver:
Aquiles le va encima, con la cabeza baja, y la lanza Pelea brillándole en la
mano como la estrella de la tarde. Por el cuello le mete la lanza a Héctor, que
cae muerto, pidiendo a Aquiles que dé su cadáver a Troya. Desde los muros han
visto la pelea el padre y la madre. Los griegos vienen sobre el muerto, y lo
lancean, y lo vuelven con los pies de un lado a otro, y se burlan. Aquiles
manda que le agujereen los tobillos, y metan por los agujeros dos tiras de
cuero: y se lo lleva en el carro, arrastrando.
Y entonces levantaron con leños una gran
pira para quemar el cuerpo de Patroclo. A Patroclo lo llevaron a la pira en
procesión, y cada guerrero se cortó un guedejo de sus cabellos, y lo puso sobre
el cadáver; y mataron en sacrificio cuatro caballos de guerra y dos perros; y
Aquiles mató con su mano los doce prisioneros y los echó a la pira: y el
cadáver de Héctor lo dejaron a un lado, como un perro muerto: y quemaron a
Patroclo, enfriaron con vino las cenizas, y las pusieron en una urna de oro.
Sobre la urna echaron tierra, hasta que fue como un monte. Y Aquiles amarraba
cada mañana por los pies a su carro a Héctor, y le daba vuelta al monte tres
veces. Pero a Héctor no se le lastimaba el cuerpo, ni se le acababa la hermosura,
porque desde el Olimpo cuidaban de él Venus y Apolo.
Y entonces fue la fiesta de los
funerales, que duró doce días: primero una carrera con los carros de pelear,
que ganó Diomedes; luego una pelea a puñetazos entre dos, hasta que quedó uno como
muerto; después una lucha a cuerpo desnudo, de Ulises con Ajax; y la corrida de
a pie, que ganó Ulises; y un combate con escudo y lanza; y otro de flechas,
para ver quién era el mejor flechero; y otro de lanceadores, para ver quién
tiraba más lejos la lanza.
Y una noche, de repente, Aquiles oyó
ruido en su tienda, y vio que era Príamo, el padre de Héctor, que había venido
sin que lo vieran, con el dios Mercurio,-Príamo, el de la cabeza blanca y la
barba blanca,-Príamo, que se le arrodilló a los pies, y le besó las manos
muchas veces, y le pedía llorando el cadáver de Héctor. Y Aquiles se levantó, y
con sus brazos alzó del suelo a Príamo; y mandó que bañaran de ungüentos
olorosos el cadáver de Héctor, y que lo vistiesen con una de las túnicas del gran
tesoro que le traía de regalo Príamo; y por la noche comió carne y bebió vino
con Príamo, que se fue a acostar por primera vez, porque tenía los ojos
pesados. Pero Mercurio le dijo que no debía dormir entre los enemigos, y se lo
llevó otra vez a Troya sin que los vieran los griegos.
Y hubo paz doce días, para que los
troyanos le hicieran el funeral a Héctor. Iba el pueblo detrás, cuando llegó
Príamo con él; y Príamo los injuriaba por cobardes, que habían dejado matar a
su hijo; y las mujeres lloraban, y los poetas iban cantando, hasta que entraron
en la casa. y lo pusieron en su cama de dormir. Y vino Andrómaca su mujer, y le
habló al cadáver. Luego vino su madre Hécuba, y lo llamó hermoso y bueno.
Después Helena le habló, y lo llamó cortés y amable. Y todo el pueblo lloraba
cuando Príamo se acercó a su hijo, con las manos al cielo, temblándole la
barba, y mandó que trajeran leños para la pira. Y nueve días estuvieron
trayendo leños, hasta que la pira era más alta que los muros de Troya. Y la
quemaron, y apagaron el fuego con vino, y guardaron las cenizas de Héctor en
una caja de oro, y cubrieron la caja con un manto de púrpura, y lo pusieron
todo en un ataúd, y encima le echaron mucha tierra, hasta que pareció un monte.
Y luego hubo gran fiesta en el palacio del rey Príamo. Así acaba la Ilíada, y
el cuento de la cólera de Aquiles.