VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

 

 

EL MILAGRO DE SAN ANTONIO

 

 

Hacia años que Luis no había visto las calles de Madrid a las nueve de la mañana.

A esta hora comenzaban a dormir todos los amigos del Casino; pero él, en vez de

meterse en la cama, había cambiado de traje y se dirigía a la Florida, mecido por el dulce

vaivén de su elegante carruaje.

Al volver a su casa, después de amanecido, le habían entregado una carta traída en

la noche anterior. Era de aquella desconocida que mantenía con él extraña

correspondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter inglés,

fina, correcta e igual a las de todas las que han sido pensionista del Sacre Coeur. Hasta su

mujer la tenia así. Parecía que era ella la que le escribía, citándole a las diez en la Florida,

frente a la iglesia de San Antonio. ¡Qué disparate!

Hacíale gracia pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella

Ernestina, cuyo recuerdo raras veces venia a turbar las alegrías de su vida de soltero, o,

como decía él, de marido emancipado. ¿Qué haría ella a tales horas? Cinco años que no

se veían, y apenas si tenia noticias suyas. Unas veces viajaba por el extranjero; otras sabia

que estaba en provincias, en casa de viejos parientes, y aunque residía largas temporadas

en Madrid, nunca se habían encontrado. Esto no es Paris ni Londres; pero resulta

suficientemente grande para que no se tropiecen nunca dos personas, cuando una hace la

vida de mujer abandonada, visitando más las iglesias que los teatros, y la otra se agita en

el mundo de noche y vuelve a casa todos los días a la hora en que, el frac arrugado y la

pechera abombada, se impregnan del polvo que levantan los barrenderos y del humo de

las buñolerías.

Se casaron muy jóvenes, casi unos niños, y los revisteros mundanos hablaron

mucho de aquella hermosa pareja que todo lo tenían para ser felices: ricos y casi sin

familia. Primero, los arrebatos de pasión:

una dicha que, encontrando estrecho el elegante nido de los recién casados, paseaba su

insolencia feliz por los salones para dar envidia al mundo; después, la monotonía, el

cansancio, la separación lenta e insensible, sin dejar por esto de amarse; a él le atraían sus

amistades de soltero, y ella protestaba con escenas y choques que hacían odiosa para Luis

la vida conyugal. Ernestina quiso vengarse, haciendo sentir celos a su marido; se entregó

con entusiasmo a tan peligroso juego, y tuvo sus coqueteos comprometedores con cierto

attaché de Legación americana, que hasta alcanzaron visos de infidelidad.

Bien sabia Luis que la cosa no tenia malicia; pero, ¡qué demonio!, él no servia para

casado, le abrumaba aquella vida, y aprovechó la ocasión, tomando el asunto en serio.

Con el americano se arregló, propinándole una estocada leve. ¡Pobre muchacho, qué gran

servicio le había prestado sin saberlo! Y de Ernestina se separó sin escándalo, sin

intervenciones judiciales. Ella, con sus parientes, con quien le diese la gana, y él, otra vez

a su cuarto de soltero, como si nada hubiera pasado y sus dos años de matrimonio fuesen

un largo viaje por el país de las quimeras.

Ernestina no se resignaba, y se revolvió, queriendo volver a Luis. Le amaba de

veras; lo pasado eran niñadas, ligerezas; pero, aun cuando esto halagaba a Luis,

provocaba su indignación como una amenaza a su libertad, milagrosamente recobrada.

Por esto oponía la más terminante negativa a los señores respetables, antiguos amigos de

la familia, que su mujer le enviaba como embajadores; ella misma  varias veces a la

casa, sin conseguir que le franqueasen la puerta, y tan tenaz era la resistencia de Luis, que

hasta dejó de asistir a ciertas reuniones, adivinando que allí protegían a su esposa, y algún

día procurarían que se encontrasen casualmente.

¡Bueno era él para ablandarse! Era un marido ultrajado, y ciertas cosas, ¡vive Dios!,

nunca se olvidan.

Pero su conciencia de buen muchacho le replicaba con dureza:

«Tú eres un pillo que finges ultrajes por conservar tu libertad. Te presentas como marido

infeliz para seguir soltero, haciendo infelices de veras a otros maridos. Te conozco,

egoísta.»

Y la conciencia no se engañaba. Sus cinco años de emancipación habían sido para

él muy alegres; sonreía recordando sus éxitos, y ahora mismo pensaba con fatuidad en

aquella desconocida que le aguardaba:

alguna mujer que él habría conocido en los salones y tenia interés en rodear de misterio

su pasión. Ella había tomado la iniciativa con una carta insinuante; después mediaron

preguntas y respuestas en las planas de anuncios de los periódicos ilustrados, y, por fin,

aquella cita, a la cual acudía Luis con la ansiedad que despierta lo desconocido.

El carruaje se detuvo ante San Antonio de la Florida. Bajó Luis, haciendo seña a su

cochero de que esperase. Había entrado a su servicio, cuando él vivía aún con Ernestina;

era el eterno testigo de sus aventuras, le seguía fiel y obediente en todas las correrías de

su viudez; pero pensaba con envidia en los pasados tiempos, deseando trasnochar menos.

Buena mañana de primavera. La gente alegre gritaba en los merenderos; pasaban

por entre la arboleda, rápidos como pájaros de colores, los encorvados ciclistas con sus

camisetas rayadas; por la parte del río sonaban cornetas, y sobre el follaje, enjambres de

insectos ebrios de luz, moscardoneaban, brillando como chispas de oro. Luis, influido por

el sitio, pensaba en Goya y en las duquesas graciosas y atrevidas que, vestidas de majas,

venían a sentarse bajo aquellos árboles, con sus galanes de capa de grana y sombrero de

medio queso. ¡Aquéllos eran buenos tiempos!

Las toses insistentes y maliciosas de su cochero le avisaron. Una señora bajaba del

tranvía y se dirigía al encuentro de Luis. Vestía de negro, y el velillo del sombrero cubría

su cara. Esbelta y de gracioso andar, sus caderas movíanse con armónica cadencia, y a

cada paso resonaba el frufrú de la fina ropa interior.

Luis percibía el mismo perfume de la carta que guardaba en su bolsillo. Si; era ella.

Pero cuando estuvo a pocos pasos, el movimiento de sorpresa de su cochero le avisó

antes que su vista.

¡Ernestina!

Creyó en una traición. Alguien había avisado a su mujer. ¡Qué situación tan

ridícula! ... ¡Y la otra que iba a llegar!

-¿A qué vienes?... ¿Qué buscas?

-Vengo a cumplir mi promesa. Te cité a las diez, y aquí estoy.

Y Ernestina añadió con triste sonrisa:

-A ti, Luis, para verte, hay que apelar a estratagemas que repugnan a una mujer

honrada.

¡Cristo! ¡Y para tener este encuentro desagradable había salido de casa tan

temprano! ¡Citado por su propia mujer! ¡Cómo reinan los amigos del Casino al saber

aquello!

Dos lavanderas se pararon en el camino, a corta distancia, con pretexto de

descansar, sentándose sobre sus talegos de ropa. Querían oir algo de lo que se decían los

señoritos.

-¡Sube..., sube! -dijo Luis a su esposa con acento imperioso. Le irritaba lo ridículo

de la escena.

El coche emprendió la marcha carretera de El Pardo arriba, y los esposos, con la

cabeza reclinada en el paño azul de la tendida capota, se espiaban sin mirarse, como

abrumados por la situación y sin atreverse uno de los dos a ser el primero en hablar.

Ella comenzó. ¡Ah la maldita! Era un muchacho con faldas; siempre lo había dicho

Luis. Por esto la huía, teniéndole mucho miedo, porque, a pesar de su dulzura de gatita

cariñosa y sumisa, acababa siempre por imponer su voluntad. ¡ Señor, y qué educación

dan a las niñas en esos colegios franceses!

-Mira, Luis...; pocas palabras. Te quiero, y vengo decidida a todo. Eres mi marido,

y contigo debo vivir. Trátame como quieras: pégame; te querré como esas mujeres que

admiten los golpes como prueba de cariño. Lo que te digo es que eres mío y no te suelto.

Olvidemos lo pasado, y aún podemos ser felices. Luis, Luis mío, ¿qué mujer puede

quererte como la tuya?

¡Vaya un modo de entrar en materia! Él quena callar, mostrarse altivo y desdeñoso,

fatigarla con su frialdad, para que le dejara tranquilo; pero aquellas palabras le pusieron

fuera de si.

¿Volver a unirse? En seguida. ¿Acaso estaba loco?... ¡Ah señora! Olvida usted, sin

duda, que hay cosas que jamás se perdonan; cosas... En fin: que quien bien está, que no se

mueva. Ellos no servían para casados, no congeniaban; bastaba recordar el infierno en

que se desarrollaron sus últimos meses de matrimonio. Él se encontraba bien; a ella no le

probaba mal la separación, pues estaba más hermosa que antes (palabra de honor,

señora), y seria una locura deshacer por tonterías lo que el tiempo había hecho

sabiamente.

Pero ni el ceremonioso usted ni las razones de Luis convencían a la señora. Ella no

podía seguir así. Ocupaba en la sociedad una posición muy equivoca; casi la igualaban

con mujeres infieles; era objeto de declaraciones y asiduidades que la sublevaban;

creíanla una joven alegre y fácil, sin cariño ni familia; iba de una parte a otra, como el

Judío Errante.

-Di, Luis: ¿es esto vivir?

Pero como a Luis le habían dicho esto mismo todos los que fueron a hablarle en

favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una música antigua y empalagosa.

Vuelto casi de espaldas a su mujer, miraba el camino, los Viveros, bajo cuyas

arboledas bullía una alegre multitud. Los pianos de manubrio lanzaban sus chillonas

notas, semejantes al parloteo de pájaros mecánicos. Valses y polcas formaban el

acompañamiento de aquella voz triste que dentro del carruaje relataba sus desdichas. Luis

pensaba que el sitio para el encuentro había sido escogido con premeditación. Todo

hablaba alli del amor legitimo sometido a reglamentación oficial. Aquí, dos bodas; en el

restaurante de más allá, otras; en último término, un cortejo nupcial, zarandeándose al

compás de los pianos, con la panza repleta de peleón. Aquello repugnaba a Luis. ¡Todo

Dios se casaba! ... ¡Qué brutos!... ¡Cuánta gente inexperta queda en el mundo!...

Atrás se quedaron los Viveros, con sus regocijadas bodas; los valses sonaban

lejanos, como vagos estremecimientos del aire, y Ernestina seguía infatigable, hablando

cada vez más cerca del oído de su esposo.

Ella viviría tranquila, sin molestarle, si no existieran los celos. Porque ella se sentía

celosa. «Si, Luis; ríe cuanto quieras.» Celosa desde hacia un año, en vista de sus locos

amoríos y sus escándalos. Lo sabia todo: su vida entre bastidores, sus apasionamientos

momentáneos y ruidosos por mujerzuelas que se le comían la fortuna; hasta le habían

dicho que tenia hijos. ¿Podía permanecer tranquila? ¿No debía defender la posesión de su

marido, que era lo único que tenia en el mundo?

Luis ya no estaba de espaldas, sino de frente, soberbio y magnifico. ¡Ah señora! ¡Y

cuán mal le aconsejaban sus amigos! Él hacia su santa voluntad, ¿estamos? No tenia que

dar cuenta a nadie, pues, de darlas, también tendría que exigírselas a ella, «recuerde

usted, señora! ... Piense si siempre ha sido fiel a sus deberes.»

Y mientras enumeraba sus desdichas, que, en el fondo, no le importaban un comino,

y llamaba infidelidades a lo que fueron imprudentes coqueterías, todo con voz y

ademanes que recordaban sus abonos en el Español y la Comedia, Luis iba fijándose en

su mujer.

¡Qué hermosa estaba la indina! Ya no era aquella muchacha bonita, pero débil y

delicada, que tenia horror al escote, no queriendo enseñar lo saliente de sus clavículas.

Los cinco años de separación habían hecho de ella una mujer adorable, espléndida, con

las redondeces, el color y la suavidad de un fruto de primavera. ¡Lástima que fuese su

mujer! ¡Cómo debían desearla los que no estaban en su caso!

-Si, señora. Puedo hacer lo que guste, y no tengo que dar cuenta de mis acciones...

Además, cuando se tiene el corazón destrozado, hay que aturdirse, olvidar, y yo tengo

derecho a todo..., a todo, ¿lo entiende usted?, para olvidar que he sido muy desgraciado.

Le encantaban sus palabras; pero no pudo seguir. ¡Qué calor! El sol metía sus rayos

por debajo de la capota; el ambiente parecía impregnado de fuego, y el obligado contacto

dentro del carruaje comenzaba a comunicarle el suave y voluptuoso calor de aquel cuerpo

adorable... ¡Qué desgracia que aquella mujer tan hermosa fuese Ernestina!

Era una mujer nueva. Experimentaba junto a ella impresiones sólo sentidas en su

época de noviazgo. Se veía aún en aquel vagón del exprés que unos años antes los había

llevado a Paris, ebrios de dicha y palpitantes de deseo.

Y ella, con aquella facilidad que siempre había tenido para leer sus pensamientos,

se aproximaba a él tierna y sumisa, como una victima, pidiendo el martirio a cambio de

un poco de cariño, arrepintiéndose de sus pasadas ligerezas, propias de la inexperiencia, y

acariciándole con el perfume de su aliento, aquel mismo perfume de la carta que,

estremeciéndole, envolvía su cerebro en humareda embriagadora.

Luis huía de todo contacto; se recogía como doncella medrósica en su asiento. El

recuerdo de los amigotes era su única defensa. ¿Qué diría su amigo el marqués, un

verdadero filósofo, que, contento con su libertad de marido divorciado, saludaba a su

mujer en la calle y besaba a los niños nacidos mucho después de la separación? Aquél era

un hombre. Había que terminar una escena que juzgaba ridícula.

-No, Ernestina -dijo, por fin, tuteando a su mujer-. Nunca nos uniremos. Te

conozco; todas sois iguales. Es mentira lo que dices. Sigue tu camino, y como si no nos

conociéramos...

Pero no pudo continuar. Su mujer le volvía ahora la espalda. Lloraba, descansando

la cabeza en el respaldo del asiento, y su enguantada mano introducía el pañuelo bajo el

velillo para secarse las lágrimas.

Luis hizo un gesto de fastidio. ¡Lagrimitas a él!... Pero no; lloraba de veras, con

toda su alma, con quejidos de angustia y estremecimientos nerviosos que conmovían todo

su cuerpo.

Arrepentido de su brutalidad, dio orden al cochero de detener el carruaje. Estaban

fuera de la Puerta de Hierro: no pasaba nadie en aquel momento por el camino.

-Trae agua..., cualquier cosa. La señorita está enferma.

Y mientras el cochero corría a un ventorro inmediato, Luis intentó tranquilizar a su

mujer.

-Vamos, Ernestina, serenidad. No es para tanto. Esto es ridículo. Pareces una niña.

Pero ella aún gemía cuando llegó el cochero con una botella llena de agua. En la

precipitación había olvidado el vaso.

-No importa; bebe.

Ernestina cogió la botella y se levantó el velillo. Ahora la veía bien su marido. Nada

de mejunjes de tocador, como en los tiempos que frecuentaba el mundo: su cutis, tratado

al agua fila. Tenia una palidez fresca, de rosada transparencia.

Luis se fijó en aquellos labios adorables, que se fruncían para ajustarse al cuello de

la botella. Bebía con dificultad. Una gota se escapaba, resbalando lentamente por la

barbilla, redonda y graciosa. Rodaba con pereza, enredándose en la imperceptible

película de la epidermis. Él la seguía con la vista, aproximándose cada vez más. ¡Iba a

caer!... ¡Ya caía!...

Pero no cayó, pues Luis, sin saber casi lo que hacia, la cogió en sus labios, se sintió

cogido por los brazos de su mujer, que lanzaba un grito de sorpresa, de loco júbilo:

-Por fin..., Luis mío... ¡Si yo ya lo decía! ¡Si eres muy bueno!

Y con la tranquila serenidad de los que no tienen por qué ocultar su amor, se

besaron ruidosamente, sin fijarse en el asombro de la mujer del ventorrillo que recogió la

botella.

El cochero, sin aguardar órdenes, arreó los caballos camino de Madrid.

-Ya tenemos ama -murmuraba, soltando latigazos a sus bestias-. A casa, pronto,

antes que el señorito se arrepienta.

El coche rodaba por la carretera con la arrogancia de un cano triunfal, y en su

interior los dos esposos, agarrados del talle, mirábanse con pasión. El sombrero de Luis

estaba a sus pies, y ella le acariciaba la cabeza. Despeinándole, el juego favorito de su

luna de miel.

Y Luis reía, encontrando el suceso graciosísimo.

-Nos van a tomar por novios impacientes. Creerán que escapamos de los Viveros

por estar solos y libres de convidados.

Al pasar frente a San Antonio Ernestina, reclinada en un hombro de su esposo, se

incorporó.

-Mira: ése es quien ha hecho el milagro de unimos. De soltera le rezaba, pidiéndole

un buen marido, y por segunda vez me protege, dándome mi Luis.

-No, vida mía: el milagro lo has hecho tú con tu belleza.

Ernestina dudó algunos instantes, como si temiera hablar, y, por fin, dijo con

maliciosa sonrisa:

-¡Ah señor mío! No creas que me engañas. Lo que te vuelve a mi no es el amor tal

como yo lo quiero; es eso que llaman mi belleza y los deseos que en ti despierta. Pero he

aprendido bastante en estos años de consuelo y soledad. Ya verás, Luis mío. Seré muy

buena; te querré mucho... Me tomas como una amante; pero con bondad y con cariño he

de conseguir que me adores como a esposa.

 

FIN