VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

 

 

EL PARÁSITO DEL TREN

 

-Si -dijo el amigo Pérez a todos sus contertulios de café; en este periódico acabo de

leer la noticia de la muerte de un amigo. Sólo lo vi una vez, y, sin embargo, lo he

recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un amigo!

Lo conocí una noche viniendo a Madrid en el tren correo de Valencia. Iba yo en el

departamento de primera. En Albacete bajo el único viajero que me acompañaba, y al

yerme solo, como había dormido mal la noche anterior, me estremecí voluptuosamente

contemplando los almohadones grises. ¡Todos para mí! ¡Podía extenderme con libertad!

¡Flojo sueño echar hasta Alcázar de San Juan!

Corrí el velo verde de la lámpara y el departamento quedó en deliciosa penumbra.

Envuelto en mi manta, me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude con la

deliciosa seguridad de no molestar a nadie.

El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones

estaban a largas distancias: la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y

temblaba como una vieja diligencia. Balanceándome sobre la espalda, impulsado por el

terrible traqueteo; las franjas de los almohadones arremolinábanse; saltaban las maletas

sobre las comisas de red; temblaban los cristales en sus alvéolos de las ventanillas, y un

espantoso rechinar de hierro viejo venia de abajo. Las ruedas y frenos gruñían; pero

conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su mido nuevas modulaciones, y tan

pronto me creía mecido por las olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la

niñez y me arrullaba una nodriza de bronca voz.

Pensando tales tonterías, me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el

tren se detuviera.

Una impresión de frescura me despertó. Sentí en la cara como un golpe de agua fila.

Al abrir los ojos vi el departamento solo; la portezuela de enfrente estaba cenada. Pero

sentí de nuevo el soplo frío de la noche, aumentado por el huracán que levantaba el tren

en su rápida marcha, y al incorporarme, vi la otra portezuela, la inmediata a mi,

completamente abierta, con un hombre sentado al borde de la plataforma, los pies fuera,

en el estribo encogido, con la cabeza vuelta hacia mi y unos ojos que brillaban mucho en

su cara oscura.

La sorpresa no me permitía pensar. Mis ideas estaban aún embrolladas por el sueño.

En el primer momento sentí cierto tenor supersticioso. Aquel hombre, que se aparecía

estando el tren en marcha, tenia algo de los fantasmas de mis cuentos de niño.

Pero inmediatamente recordé los asaltos en las vías férreas, los robos de los trenes,

los asesinatos en un vagón, todos los crímenes de esta clase que había leído, y pensé que

estaba solo, sin un mal timbre para avisar a los que dormían al otro lado de los tabiques

de madera. Aquel hombre era seguramente un ladrón.

El instinto de defensa, o, más bien, el miedo, me dio cierta ferocidad. Me arrojé

sobre el desconocido, empujándolo con codos y rodillas; perdió el equilibrio; se agarró

desesperadamente al borde de la portezuela, y yo seguí empujándole, pugnando por

arrancar sus crispadas manos de aquel asidero para arrojarlo a la vía. Todas las ventajas

estaban de mi parte.

-¡Por Dios, señorito! -gimió con voz ahogada-. Señorito, déjeme usted. Soy un

hombre de bien.

Y había tal expresión de humildad y angustia en sus palabras, que me sentí

avergonzado de mi brutalidad y le solté.

Se sentó otra vez, jadeante y tembloroso, en el hueco de la portezuela, mientras yo

quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo descorrí.

Entonces pude verlo. Era un campesino, pequeño y enjuto, un pobre diablo, con una

zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro. Su gorra negra casi se

confundía con el tinte cobrizo y barnizado de su cara, en la que se destacaban los ojos, de

mirada mansa, y una dentadura de rumiante, fuerte y amarillenta, que se descubría al

contraerse los labios con sonrisa de estúpido agradecimiento.

Me miraba como un peno a quien se ha salvado la vida, y, mientras tanto, sus

oscuras manos buscaban y rebuscaban en la faja y los bolsillos. Esto casi me hizo

arrepentirme de mi generosidad, y mientras el gañán buscaba, yo metía mano en el cinto

y empujaba mi revólver. ¡Si creía pillarme descuidado!...

Tiró él de su faja, sacando algo, y yo le imité, sacando de la funda medio revólver.

Pero lo que él tenia en la mano era un cartoncito mugriento y acribillado, que me enseñó

con satisfacción.

-Yo también llevo billete, señorito, Lo miré y no pude menos de echarme a reir:

-Pero ¡si es antiguo! -le dije-. Ya hace años que sirvió... ¿Y con esto te crees

autorizado para asaltar el tren y asustar a los viajeros?

Al ver su burdo engaño descubierto, puso la cara triste, como si temiera que

intentase yo arrojarlo otra vez a la vía.  Sentí compasión y quise mostrarme bondadoso y

alegre para ocultar los efectos de la sorpresa, que aún duraban en mi.

-Vamos, acaba de subir. Siéntate dentro y cierra la portezuela.

-No, señor -dijo con entereza-. Yo no tengo derecho a ir dentro, como un señorito.

Aquí , y gracias, pues no tengo dinero.

Y con la firmeza de un testarudo se mantuvo en su puesto.

Yo estaba sentado junto a él; mis rodillas, en su espalda. Entraba en el

departamento un verdadero huracán. El tren coma a toda velocidad; sobre los yermos y

terrosos desmontes resbalaba la mancha roja y oblicua de la abierta portezuela, y en ella,

la sombra encogida del desconocido y la mía. Pasaban los postes telegráficos como

pinceladas amarillas sobre el fondo negro de la noche, y en los ribazos brillaban un

instante, cual enormes luciérnagas, los carbones encendidos que arrojaba la locomotora.

El pobre hombre estaba intranquilo, como si extrañase que le dejara permanecer en

aquel sitio. Le di un cigarro, y poco a poco fue hablando.

Todos los sábados hacia el viaje del mismo modo. Esperaba el tren a su salida de

Albacete, saltaba a un estribo, con riesgo de ser despedazado; coma por fuera todos los

vagones, buscando un departamento vacío, y en las estaciones apeábase poco antes de la

llegada, y volvía a subir después de la salida: siempre mudando de sitio para evitar la

vigilancia de los empleados, unas malas almas enemigas de los pobres.

-Pero ¿adónde vas? -le dije-. ¿Por qué haces este viaje, exponiéndote a morir

despedazado?

Iba a pasar el domingo con su familia. ¡Cosas de pobre! Él trabajaba algo en

Albacete y su mujer servia en un pueblo. El hambre los había separado. Al principio,

hacia el viaje a pie; toda una noche de marcha; y cuando llegaba por la mañana, caía

rendido, sin ganas de hablar con su mujer ni de jugar con los chicos. Pero ya se había

despabilado, ya no tenia miedo, y hacia el viaje tan ricamente en el tren. Ver a sus hijos le

daba fuerzas para trabajar más toda la semana. Tenia tres:

el pequeño era así, no levantaba dos palmos del suelo, y, sin embargo, le reconocía,

y, al verle entrar tendíale los brazos al cuello.

-Pero ¿tú -le dije- no piensas que en cualquiera de estos viajes tus hijos van a

quedarse sin padre?

Él sonreía con confianza. Entendía muy bien aquel negocio. No le asustaba el tren

cuando llegaba como caballo desbocado, bufando y echando chispas; era ágil y sereno;

un salto, y arriba; y en cuanto a bajar, podría darse algún coscorrón contra los desmontes,

pero lo importante era no caer bajo las medas.

No le asustaba el tren, sino los que iban dentro. Buscaba los coches de primera

porque en ellos encontraba departamentos yacios, ¡ Qué de aventuras! Una vez abrió, sin

saberlo, el reservado de señoras: Dos monjas que iban dentro gritaron: «Ladrones!», y

él, asustado, se arrojó del tren y tuvo que hacer a pie el resto del camino.

Dos veces había estado próximo, como aquella noche, a ser arrojado a la via por los

que despertaban sobresaltados con su presencia; y buscando en otra ocasión un

departamento oscuro, tropezó con un viajero que, sin decir palabra, le asestó un

garrotazo, echándole fuera del tren. Aquella noche si que creyó morir.

Y al decir esto, señalaba una cicatriz que cruzaba su frente.

Lo trataban mal, pero él no se quejaba. Aquellos señores tenían razón para asustarse

y defenderse. Comprendía que era merecedor de aquello y algo más; pero ¡qué remedio,

si no tenia dinero y deseaba ver a sus hijos!

El tren iba limitando su marcha, como si se aproximara a una estación. Él,

alarmado, comenzó a incorporarse.

-Quédate -le dije-. Aún falta otra estación para llegar a donde tú vas. Te pagaré el

billete.

-¡Quía! No, señor -repuso con candidez maliciosa-. El empleado, al dar el billete,

se fijaría en mi; muchas veces me han perseguido, sin conseguir yerme de cerca, y no

quiero que me tomen la filiación. ¡ Feliz viaje, señorito! Es usted la más buena alma que

he encontrado en el tren.

Se alejó por los estribos, agarrado al pasamano de los coches, y se perdió en la

oscuridad, buscando, sin duda, otro sitio donde continuar tranquilo su viaje.

Paramos ante una estación pequeña y silenciosa. Iba a tenderme para dormir,

cuando en el andén sonaron voces imperiosas.

Eran los empleados, los mozos de la estación y una pareja de la Guardia Civil, que

coman en distintas direcciones, como cercando a alguien.

-¡Por aquí!... ¡Cortadle el paso! Dos por el otro lado, para que no escape... Ahora ha

subido sobre el tren. ¡Seguidle!

Y, efectivamente, al poco rato las techumbres de los vagones temblaban bajo el

galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas.

Era, sin duda, el amigo, a quien habían sorprendido, y, viéndose cercado, se

refugiaba en lo más alto del tren.

Estaba yo en una ventanilla de la parte opuesta al andén, y vi cómo un hombre

saltaba desde la techumbre de un vagón inmediato con la asombrosa ligereza que da el

peligro. Cayó de bruces en un campo, gateó algunos instantes, como si la violencia del

golpe no le permitiera incorporarse, y, al fin, huyó a todo correr, perdiéndose en la

oscuridad la mancha blanca de sus pantalones.

El jefe del tren gesticulaba al frente de los perseguidores, algunos de los cuales

reían.

-¿Qué es eso? -pregunté al empleado.

-Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete -me contestó con énfasis-. Ya

le conocemos hace tiempo. Es un parásito del tren; pero poco hemos de poder, o le

pillaremos para que vaya a la cárcel.

Ya no vi más al pobre parásito. En invierno, muchas veces, me he acordado del

infeliz, y lo veía en las afueras de una estación, tal vez azotado por la lluvia y la nieve,

esperando el tren, que pasa como un torbellino, para asaltarlo con la serenidad del

valiente que asalta una trinchera.

Ahora leo que en la vía férrea, cerca de Albacete, se ha encontrado el cadáver de un

hombre despedazado por el tren... Es él, el pobre parásito. No necesito más datos para

creerlo: me lo dice el corazón. «Quien ama el peligro, en él perece.» Tal vez le faltó

inesperadamente la destreza; tal vez algún viajero, asustado por su repentina aparición,

fue menos compasivo que yo y le arrojó bajo las ruedas.

¡Vaya usted a preguntar a la noche lo que pasaría!

-Desde que le conocí -terminó diciendo el amigo Pérez- han pasado cuatro años. En

este tiempo he corrido mucho, y viendo cómo viaja la gente, por capricho o por combatir

el aburrimiento, más de una vez he pensado en el pobre gañán, que, separado de su

familia por la miseria, cuando quería besar a sus hijos, tenía que verse perseguido y aco-

sado como alimaña feroz y desafiar la muerte con la serenidad de un héroe.

 

FIN