HONORATO DE BALZAC

LA GRAN BRETÈCHE.

OTRO ESTUDIO DE MUJER.

—Ah! señora, replicó el doctor, tengo historias terribles en mi repertorio; pero cada relato ocupa su lugar en una conversacion, segun la hermosa frase contada por  Chamfort y dicha al duque de Fronsac: —Entre tu ocurrencia y el momento en que nos hallamos hay diez botellas de vino de champagne.

            —Pero son las dos de la madrugada y la historia de Rosina nos ha preparado ya, dijo la dueña de la casa.

            —Contadla, señor de Bianchon!... dijeron todos á la vez.

            A un gesto del complaciente doctor, reinó silencio.

—Como á unos cien pasos cerca de Vendôme, á las orillas del Loire, dijo, se halla una antigua casa parduzca, coronada por techos muy elevados y tan completamente aislada que no existe en torno ni teneria infecta, ni mal albergue, como se ven en proximidad de casi todas las ciudades pequeñas. Delante de esta morada hay un jardín que da al rio donde los bojes, raros en otro tiempo, que señalaban las calles de árboles, crecen ahora á su capricho. Algunos sauces nacidos en el Loire han brotado rápidamente como el seto del vallado y ocultan á medias la casa. Plantas de esas que llamamos dañinas, decoran con su bella vegetacion el talud de la orilla. Sus árboles frutales, descuidados diez años há, no producen cosecha alguna. Los espaldares se parecen á ojaranzes. Los senderos en otro tiempo arenosos, están llenos de verdolagas aunque á decir verdad no queda vestigio de sendero. En lo alto de la montaña en que descansan las ruinas del viejo castillo de los duques de Vendôme (el solo sendero por donde el ojo puede penetrar este recinto) se dice que en un tiempo difícil de determinar, este rincon de tierra labró la felicidad de algun gentil-hombre, cuidadoso de sus rosas, tulipanes, en una palabra, de la horticultura, y sobre todo muy amigo de buenas frutas. Aun se apercibe un emparrado ó más bien los restos de un emparrado en el cual existe todavía  una mesa que el tiempo no ha destruido enteramente. Al aspecto de este jardin que ya no existe, se adivinan las alegrías negativas de una vida apacible, como se adivina la existencia de un buen negociante al leer el epitafio de su tumba. Para completar las ideas tristes y dulces que embargan el alma, uno de los muros ofrece un cuadrante solar adornado con esta inscripcion campesinamente cristiana: ULTIMAM COGITA! Los techos de esta casa están horriblemente deteriorados, las persianas cerradas siempre, los balcones cubiertos de nidos de golondrinas, las puertas constantemente cerradas. Altas hierbas han dibujado por medio de líneas verdes las hendiduras de las graderías; el herrage está tomado de orin.

La luna, el sol, el invierno, el estío, la nieve han socavado las maderas, torcido las planchas, comido las pinturas. El triste silencio que allí reina, solo se vé turbado por las aves, los gatos, las garduñas, las ratas y los ratones, libres de correr, de combatirse, de comerse. Una mano invisible ha escrito en todas partes la palabra: MISTERIO. Si estimulados por la curiosidad vais á ver esta casa por la parte  de la calle, apercibireis una gran puerta de forma circular en lo alto, y en la cual los muchachos del país han hecho numerosos destrozos. Más tarde supe que hacia diez años que la tal puerta estaba condenada. Por estas brechas irregulares podreis observar la perfecta armonía que existe entre la fachada del jardín y la del patio: Allí reina el mismo desórden. Ramos de hierbas encuadran los pavimentos. Enormes lagartos surcan los muros cuyas enmohecidas crestas están enlazadas por los mil festones de la parietaria. Los escalones de la gradería están rotos, la cuerda de la campana podrida, los canalones despedazados. —¿Qué fuego caido del cielo ha pasado por allí? ¿Qué tribunal ha ordenado sembrar de sal esta morada? ¿Se ha insultado allí á Dios? ¿Se ha hecho allí traicion á Francia? Hé aquí lo que uno se pregunta: Los reptiles trepan por allí sin responderos. Esta casa vacía y desierta es un inmenso enigma cuyo secreto de nadie es conocido. En otro tiempo fué un pequeño feudo y lleva el nombre de la Gran Bretèche. Durante el tiempo de mi estancia en Vendôme, donde Desplein me habia dejado para cuidar una enferma rica, la vista de esta irregular morada fué para mí uno de los placeres más vivos. ¿No valia más aquello que una ruina? Á una ruina se asocian algunos recuerdos de irrefragable autenticidad; pero esta morada aun en pié, aunque lentamente demolida por una mano vengadora, encerraba un secreto, un pensamiento desconocido; por lo menos ocultaba un capricho. Más de una vez en la noche, me hice conducir al seto salvaje que protegia este recinto. Desafié los arañazos de las plantas; entré en este jardin sin dueño, en esta propiedad que no era ni pública ni particular; permanecí allí horas enteras contemplando su desórden. Ni aun á precio de la historia á que sin duda se debia este estraño espectáculo, hubiera querido hacer una sola pregunta á cualquier hablador de vendomés. Allí componia yo novelas deliciosas, y me entregaba á desórdenes de melancolía que me encantaban. Si hubiese conocido el motivo, quizás vulgar, de este abandono, hubiera perdido las poesías inéditas con que me embriagaba. Este asilo representaba para mí las más variadas imágenes de la vida humana, oscurecida por sus desdichas; ya era el aire del claustro sin los religiosos, ya la paz del cementerio, sin muertos que os hablasen su epitáfico lenguaje, hoy la casa del leproso; mañana la de Atridas; pero sobre todo la provincia con sus ideas recogidas, con su vida de arenero. Allí lloré á menudo, jamás reí. Más de una vez sentí involuntarios terrores al oir sobre mi cabeza el silbido sordo que hacen las ramas de algun agobiado tronco. El suelo es húmedo; es preciso precaverse de los lagartos, víboras y ratas que se pasean por allí con la salvage libertad de la naturaleza; sobre todo es preciso no temer el frio, porque en ciertos momentos se siente como una capa de hielo que cae sobre las espaldas, al modo que una mano del Comendador sobre el cuello de don Juan. Allí me estremecí una noche: El viento habia hecho girar una vieja veleta enmohecida cuyos chirridos parecieron un gemido lanzado por la casa, en el momento en que acaba un drama bastante tenebroso por el cual me explicaba esta especie de dolor momumentalizado. Volví á mi albergue, entregado á las ideas sombrías. Cuando hube cenado, la huéspeda entró con aire misterioso en mi cuarto y me dijo. — Caballero, ved aquí á monsieur Regnault. —Quién es monsieur Regnault? —Cómo, no conoce V. á monsieur Regnault? Ah! qué lástima! Dijo marchándose. De repente ví aparecer á un hombre alto, endeble, vestido de negro, llevando en la mano su sombrero y que se presentó como un ariete pronto á caer sobre su rival, mostrándome una frente que huia, una cabeza pequeña y puntiaguda, y una cara descolorida, bastante semejante á un vaso de agua sucia. Le hubierais tomado por ugier de un ministro. Este desconocido llevaba un trage viejo, muy usado en sus pliegues; pero tenia un diamante en la pechera de la camisa y aretes de oro en las orejas. — Caballero, ¿á quién tengo el honor de hablar?, le dije. —Él se sentó en una silla, se puso delante del fuego, colocó su sombrero sobre mi mesa y me respondió frotándose las manos:— Ah! hace mucho frio, caballero; yo soy monsieur Regnault. — Yo me incliné como diciendo para mi:— Il bondo cani.—Yo soy, continuó, notario de Vendôme.—Me alegro de ello, exclamé, pero no me hallo en disposicion de testar, por razones que me sé y me callo. —Un momento, añadió, levantando la mano como para imponer silencio. Permitid, caballero,  permitid! He sabido que vais á pasearos algunas veces por el jardin de la Gran Bretèche. —Sí señor! —un  momento! dijo, repitiendo su gesto; esa accion constituye un verdadero delito. Caballero, vengo en nombre y como ejecutor testamentario de la condesa de Merret, á rogaros que no continueis vuestras visitas. Un momento! No soy un gran Turco y no quiero de ningun modo achacaros un crímen; pero á vos os toca ignorar las circunstancias que me obligan á dejar caer y arruinarse la morada más bella  de Vendôme; además, caballero, pareceis hombre de instrucción y debeis saber que las leyes impiden, bajo severas penas, invadir una propiedad cercada: Un seto equivale á un muro. Pero el estado en que se halla la casa puede servir de escusa á vuestra curiosidad. No desearia otra cosa sino dejaros en libertad de ir y venir á esta morada; pero encargado de ejecutar la voluntad de la testadora, tengo el honor, caballero, de rogaros que no entreis más en el jardin. Yo mismo, caballero, desde la lectura del testamento, no he puesto el pié en  esta  casa, que depende, como he tenido el honor de decíroslo, de los sucesores de madame de Merret.

—Solo hemos hecho dar fé de las puertas y ventanas, á fin de asentar los impuestos que pago anualmente de los fondos destinados al efecto por la difunta señora condesa. Ah! mi querido Señor, su testamento ha metido mucho ruido en Vendôme: (Aquí se paró nuestro digno hombre, para sonarse). —Yo respeté su locuacidad, comprendiendo á maravilla que la sucesion de madame de Merret era el acontecimiento más importante de su vida, toda su reputacion, su gloria, su restauracion. Como me era preciso despedirme de mis ilusiones, de mis novelas; me dejé arrastrar por el placer de saber la verdad de una manera oficial.— Caballero, le dije, seré indiscreto en preguntaros la razon de este capricho? — A estas palabras, ví en la cara del notario un movimiento que espresaba todo el placer que experimentan los hombres habituados á montar sobre su caballito. Levantó el cuello de su camisa con cierta especie de fatuidad; sacó su petaca; la abrió; me ofreció rapé, y ante mi negativa cogió para sí una gran toma.

Ya era dichoso! Un hombre que no tiene caballito ignora todo el partido que uno puede sacar de la vida. Un caballito es el justo medio entre la pasion y la monomanía. En aquel momento comprendí en toda su estensión esta preciosa expresión de Sterne, y tuve una idea completa de la alegría con que el tio Tobías cabalgaba, con ayuda de Trim en su caballo de batalla.—Caballero, me dijo Mr. Regnault, yo he sido primer clérigo del maestro Roguin, en Paris: Escelente bufete, del cual puede que hayais oido hablar... Nó? Pues una desgraciada quiebra lo ha hecho célebre. No teniendo bastante fortuna para ocuparme en Paris, al precio á que se elevaron las cargas en 1816, me vine aquí á adquirir el estudio de mi predecesor. Tenia parientes en Vendôme, entre otros una tia muy rica que me dió á su hija en matrimonio. Caballero, repuso despues de una pequeña pausa, tres meses despues de haber sido agraciado por monseñor el guarda-sellos, fuí llamarlo una noche en el preciso momento en que iba á acostarme, (no estaba todavía casado), por la condesa de Merret, á su castillo de Merret. Su doncella, una buena chica, que sirve hoy en esta hostería, estaba á mi puerta con la calesa de la señora condesa. Ah! un momento, caballero! Es necesario deciros que el conde de Merret habia ido á morir á Paris, dos meses antes de que yo me viniese aquí. Comprendeis? El dia de su partida, la condesa habia dejado y desamueblado la Gran Bretèche. Algunas personas hasta pretenden que quemó los muebles y tapicerías, en fin, todo cuanto decorase los lugares actualmente amueblados por el susodicho Señor... (Ay! pero qué es lo que digo? Dispensadme; creia dictar un arrendamiento) y los quemó, repuso, en la pradera de Merret. Habeis ido á Merret, caballerot? No? Dijo respondiéndose á sí mismo: Ah! es un hermoso paseo. Tres meses hacia, dijo continuando despues de un pequeño movimiento de cabeza, que el Sr. conde y la señora condesa vivian singularmente; no recibian á nadie; la señora habitaba el piso bajo y él todo el primero. Cuando la señora condesa se quedaba sola, no se dejaba ver más que en la iglesia. Más tarde, ya en su cuarto del castillo, rehusó ver á los amigos y amigas que venian á hacerla visitas. Se habia desfigurado mucho desde que dejó la Gran Bretèche para ir á Merret. Aquella querida muger... (digo querida, porque me dió este diamante, que por lo demás no lo he visto más que una vez:) Pues, esta señora estaba muy enferma; y habia desesperado, sin duda tanto de su salud, que murió sin querer llamar al médico; por lo cual muchas de nuestras mugeres de por acá han pensado que no gozaba de cabal sentido.

—Cuando supe que madame de Merret tenia necesidad de mi ministerio, mi curiosidad llegó á su colmo. Y no era yo el único que se interesaba en esta historia: Aquella misma noche, con ser ya tarde, toda la ciudad supo que yo iba á Merret. La doncella me respondió bastante vagamente á las preguntas que la hice por el camino; me dijo que su señora habia sido sacramentada aquel dia por el cura de Merret, y que parecia que no pasaria de la noche. Yo llegué al castillo sobre las once y subí por la escalera principal. Despues de haber atravesado grandes piezas, altas y oscuras, frias y húmedas como un diablo, llegué al dormitorio de honor de donde estaba la señora condesa. Segun los rumores que corrian acerca de tal señora  (y seria cuento de nunca acabar si os repitiera todos los que han circulado respecto á este punto) yo me la imaginé una coqueta. Un trabajo ímprobo me costó encontrarla en aquel gran lecho donde yacia; es verdad que para iluminar esta enorme habitacion con frisos del antiguo régimen, tan llena de polvo que hacia estornudar el solo verla, tenia solo una de esas antiguas lámparas de Argant. Ah! Pero vos no habeis estado en Merret! Pues bien! Caballero, la cama era una de esas camas del tiempo antiguo con un dosel elevado, guarnecido de indiana rameada; al lado de la cama habia una pequeña mesa de noche, y encima de ella ví una Imitacion de Jesucristo que (entre paréntesis) se la he comprado á mi muger, lo mismo que la lámpara. Habia tambien una gran poltrona y dos sillas. No habia fuego encendido. Hé aquí el mobiliario: En un inventario esto no hubiese ocupado diez lineas. Ah! mi querido señor, si hubieseis visto, como yo la ví entonces, esta vasta habitacion cubierta con tapices oscuros, os hubierais creido trasportado á una escena de novela.

—Aquello era glacial, mejor dicho fúnebre, añadió levantando el brazo por un gesto teatral y haciendo una pausa. Á fuerza de mirar, acercándome á la cama, acabé por ver á madame de Merret, gracias á la luz de la lámpara que daba sobre las almohadas. Su cara estaba amarilla como la cera y unida á dos manos cruzadas. La señora condesa tenia una gorra de encages que dejaba ver unos hermosos cabellos, blancos como el hilo. Estaba incorporada en la cama y parecia sosterse con mucha dificultad. Sus grandes ojos negros, abatidos sin duda por la fiebre y ya casi muertos, se movían dentro de la cavidad donde se alojan las cejas.—Esto, dijo el Notario señalando la arcada de sus ojos. Su frente estaba húmeda; sus manos descarnadas parecian huesos cubiertos de una piel tierna; sus venas y músculos se veian perfectamente. Debia de haber sido muy hermosa, pero al verla en aquel momento yo no sé qué sentimiento me embargó. Jamás, al decir de los que la enterraron, una criatura humana habia llegado á aquel extremo de delgadez sin morir. En fin, daba horror el  mirarla. El  mal habia corroido tanto á esta muger que no era más que un fantasma. Sus labios, de un color violeta pálido, me parecieron inmóvibles cuando me halló.

—Aunque mi profesion me ha familiarizado con estos espectáculos, al conducirme de vez en cuando á la cabecera de la cama de los moribundos para autorizar sus últimas voluntades, confieso que las familias desoladas y las agonías que he visto, no eran nada en comparacion de esta muger solitaria y silenciosa en aquel vasto castillo. No oia el menor ruido, no percibia ese movimiento que la respiración de la enferma hubiera debido imprimir á las sábanas que la cubrian, y me quedé enteramente inmóvil, ocupado en mirarla con una especie de estupor. Me parece que aun estoy allí. Sus grandes ojos se menearon; probó de levantar la mano derecha que volvió á caer sobre la cama, y estas palabras salieron de su boca como un soplo, porque su voz ya no era voz: «Os esperaba con mucha impaciencia» —Sus mejillas se colorearon vivamente. Hablar, caballero, era un esfuerzo para ella. —«Señora,» la dije. —Ella me  hizo seña de que me callase. En este momento la vieja ama de llaves se levantó y me dijo al oido: —«No hableis; la señora condesa no está en estado de oir el menor ruido; y lo que vos la diriais podria agitarla. »— Yo me senté. Algunos instantes despues madame de Merret reunió cuantas fuerzas le quedaban, para mover su brazo derecho; lo puso no sin poco trabajo sobre la almohada; se detuvo un corto momento; despues hizo un último esfuerzo para retirar su mano, y apenas hubo tomado un papel sellado, que las gotas de sudor caian ya de su frente. — «Os confio mi testamento, dijo. «Ah! Dios mio! Ah!» —Eso fué todo. Cogió un crucifijo que estaba sobre su cama, lo llevó rápidamente á sus labios, y murió! La espresion de sus ojos fijos me hace estremecer aun cuando sueño. Debió de sufrir mucho! Habia alegría en su última mirada, sentimiento que quedó grabado en sus ojos muertos.

—Me llevé el testamento, y ví que madame de Merret me habia nombrado su albacea testamentario. Legaba la totalidad de sus bienes al hospital de Vendôme, salvo algunos legados particulares; pero hé aquí cuales fueron sus disposiciones tocante á la Gran Bretèche: Me mandó que, durante cincuenta años consecutivos; á partir del dia desu muerte, dejase esta casa en el estado en que se encontrara en el instante de su fallecimiento, vedando la entrada en sus habitaciones á cualquier persona, sea quien fuere; prohiendo verificar en ella la menor reparacion, y aun concediendo una renta á fin de asalariar á algunos guardas, si de ello hubiese necesidad, para asegurar la completa ejecucion de sus instrucciones. Al expirar este término, si el voto de la testadora ha sido cumplidoa, la casa debe pertenecer á mis herederos, porque usted sabe que los notarios no pueden aceptar legado alguno; sino, la Gran Bretèche corresponderá á quien hubiese derecho, pero con la carga de cumplir las condiciones indicadas en un codicilo anexo al testamento, y que no se debe abrir hasta expirar dichos cincuenta años. El testamento no ha sido impugnado, pues.... (á estas palabras y sin acabar la frase, el oblongo notario me miró con aire de triunfo y yo le colmé de felicitaciones dirigiéndole algunos cumplidos). —Caballero, le dije terminando; me ha impresionado V. tan vivamente que me figuro ver á esa moribunda más pálida que su mortaja; sus relucientes ojos me causan miedo, y esta noche soñaré con ella. Pero V. habrá debido formar algunas conjeturas sobre las disposiciones contenidas en ese caprichoso testamento.— Caballero, me replicó con inmensa reserva, jamás me permito juzgar de la conducta de las personas que me han honrado con el donativo de un diamante. —Bien pronto solté la lengua del escrupuloso notario de Vendôme, que no sin largos rodeos, me comunicó las observaciones debidas á los profundos políticos de ambos sexos cuyos fallos eran leyes en Vendôme. Pero estas observaciones eran tan contradictorias entre sí, tan difusas, que poco me faltó para dormirme, á pesar del interés que tomé por esta auténtica historia. El tono pesado y el acento monótono del notario, habituado sin duda á escucharse á sí propio y á hacerse escuchar de sus clientes ó compatriotas, triunfó de mi curiosidad.

Felizmente se fué. —Ay, caballero, me dijo en la escalera, muchísimas personas  quisieran vivir aun cuarenta y cinco años pero, ¡un instante! Y con un aire delicado puso el índice de su mano derecha sobre la nariz, como si hubiera querido decir: Prestad atencion á esto! — Para ir hasta allí, no es preciso una sesentena de años. —Llamé á la puerta después de haberme despertado de mi apatia por este último rasgo que el notario halló muy ingenioso, y luego me senté en mi sillon, poniendo ambos piés sobre los barrotes de la chimenea. Me sumergia ya en una novela á lo Radcliffe basada en los datos jurídicos de Mr. Regnault, cuando la puerta, movida por la mano derecha de una muger, giró sobre sus goznes. Ví entrar á mi huépeda, gruesa y regocijada muger de buen humor que hahia equivocado su vocación; era una flamenca que debia haber nacido en un cuadro de Teniers.— Pues bien, caballero, me dijo, sin duda Mr. Regnault os ha contado la historia de la Gran Bretèche? —Sí, señora Lepas.—¿Qué os ha dicho?—Le repetí en pocas palabras la tenebrosa y fria historia de madame de Merret. Á cada frase, mi huéspeda extendia el cuello, mirándome con una perspicacia de posadera, especie de justo medio entre el instinto del gendarme, la astucia del espía y la malicia del comerciante.—Mi querida Sra. Lepas, añadí al acabar, parece que V. sabe algo más que eso? ¿O sino para qué hubiera V. llegado hasta mi cuarto? — Ah! Á fé de muger honrada..... como Lepas que me llamo.....—No jureis, vuestros ojos están charlando el secreto. Habeis conocido á Mr. Merret? Qué tal hombre era?—Señor, monsieur de Merret, era un hombre á quien nunca se acababa de ver, tanto tenia de alto.

— Un digno gentilhombre llegado de Picardía y que, como nosotros decimos, sabia donde tenia su  mano derecha. Pagaba al corriente para no tener dificultades con ninguna persona. Era vivo; nuestras mugeres lo encontraban todas muy amable.—¿Por qué era vivo? le dije á mi huéspeda.—Quizás por eso, me respondió. Usted comprenderá, caballero, que era preciso valer algo como quien dice, para casarse con la señora de Merret, que sin querer hacer daño á las demás, era la más rica y bella de Vendôme. Tenia cerca de veinte mil libras esterlinas. Toda la ciudad asistió á su boda. La desposada era delicada y airosa; una verdadera joya de muger. Ah! en su tiempo formaron una hermosa pareja! —Fueron felices en el hogar? —Oh! Oh! sí y no, en cuanto uno se puede presumir, porque ya sabeis que nosotros no vivíamos con ellos á partir un piñón. Madame de Merret era una buena señora, muy graciosa, que quizás tenia que sufrir en algunas ocasiones el carácter pronto de su marido; pero aunque algo altanero, nosotros le queríamos. Ba! éste era su modo de ser. Cuando se es noble... entendeis?— Con todo habrá sido necesaria alguna catástrofe para que monsieur y madame de Merret se separasen violentamente?— Yo no he dicho nada de que hubiese habido catástrofe, caballero. No sé nada de eso.—Bien, pues, yo estoy seguro de que lo sabeis todo.—Pues bien, caballero, os lo quiero decir de pé á pá. Al ver subir á vuestra casa el caballero Regnault, he pensado que os habria hablado de madame de Marret, á propósito de la Gran Bretèche. Esto me ha dado la idea de consultaros, caballero, pues, pareceis un hombre  de buenos consejos é incapaz de engañar á una pobre muger como yo, que no ha hecho jamás daño á nadie, y que se encuentra, sin embargo, atormentada por su propia conciencia. Hasta el presente no he osado descubrir nada á las gentes de este país; estos todos son habladores con lengua de acero. En fin, señor, no he tenido huésped que haya vivido tanto tiempo como vos en mi albergue, á quien pudiese decir la historia de los quince mil francos... —Mi querida señora Lepas, la respondí yo, conteniendo la corriente de sus palabras, si vuestra confidencia es de naturaza que comprometa, por todo lo del mundo no querria cargar con ella.—No temais nada, dijo interrumpiéndome. Ya lo vereis. —Esta precipitacion me hizo creer que no era yo el solo á quien mi buena posadera habia comunicado el secreto de que debia yo ser el único depositario; así pues, la escuché.— Caballero, me dijo, cuando el Emperador enviaba aquí españoles prisioneros de guerra, ó por otros motivos, tuve que alojar por cuenta del gobierno á un joven español enviado á Vendôme bajo palabra de honor. A pesar de esta palabra iba á presentarse cada dia al subprefecto. Era un grande de España. Llevaba un nombre en os y en dia, como Bagos de Feredia. Tengo escrito su nombre en mis registros; le podeis leer si quereis. Oh! era un hermoso joven para ser español, que dicen que todos son feos. Tenia nada ménos que cinco piés y dos ó tres pulgadas, pero era bien formado; tenia manos pequeñas que cuidaba, ah! como no hay que ver. Gastaba tantos cepillos para sus manos como una muger usa para todo su tocador. Tenia largos cabellos negros, mirada de fuego, el cútis un poco cobrizo, pero que por lo mismo me gustaba. Traia ropa fina como no la he visto jamas á nadie, por más que haya alojado príncipes, y entre otros al general Bertran, al duque y la duquesa de Abrantes, al caballero Decazes y al rey de España. No comia gran cosa; pero tenia unas maneras tan corteses y tan amables, como no se podian desear otras. Oh! yo le queria mucho, aunque no dijera siquiera cuatro palabras al dia, ni fuese posible tener con él la menor conversacion; si se le hablaba, no respondia; esto era un tiro, una manía que tienen todos los españoles, á lo que me han dicho. Leia su breviario como un cura, é iba regularmente á misa y á todos los oficios.

Dónde se metia? (nosotros lo notamos más tarde); Á dos pasos de la capilla de madame de Merret; pero como se colocaba allí desde la primera vez que estuvo en la iglesia, ninguno creyó que hubiese intencion en este hecho. Por entonces, caballero, se paseaba hácia el anochecer por la montaña, en las ruinas del castillo. Esta era la única distraccion para aquel pobre hombre; allí se acordaba de su pais. Dice que todo son montañas en España! Á los pocos dias de su detencion, se retardó un poco. Yo estuve inquieta no viéndole venir hasta cosa de media noche; pero todos nos habituamos á sus caprichos; se llevó la llave de la puerta, y no le volvimos á esperar. Se alojaba en la casa  que tenemos en la calle de las Casernes. Por aquel tiempo, uno de nuestros mozos de cuadra nos dijo un dia que, yendo á bañar los caballos, creyó haber visto al grande de España nadando á lo largo del rio como un verdadero pez. Cuando volvió le dije que tuviese cuidado con las hierbas, y me pareció contrariado de que le hubiesen visto en el agua.

En fin, caballero, un dia, ó mejor dicho, una mañana, no le encontramos en su cuarto; no habia vuelto. A fuerza de ojear por todos lados, yo ví un escrito en el cajon de su mesa donde habia cincuenta piezas de oro españolas, que llamaban portuguesas, y que valian unos cinco mil francos, y además diamantes por valor de diez mil francos, en una pequeña caja cerrada. Su escrito decia; que en el caso de que no regresase, nos dejaba aquel dinero y los diamantes, con el encargo de fundar misas para dar gracias á Dios por su evasion y su salud. En aquel entonces aun tenia yo á mi marido, que corrió en su busca. Y hé aquí lo gracioso de la historia! solo trajo las ropas del español, que descubrió sobre una gran piedra en una especie de estaca á la orilla del rio, hácia el lado del castillo, casi frente por frente de la Gran Betèche. Mi marido fué allí tan temprano que nadie le vió. Quemó los vestidos despues de haber leido la carta y, siguiendo los deseos del conde Feredia, hemos declarado, que se ha evadido.

El subprefecto mandó en su seguimiento toda la gendarmería, pero quiá! aun no le han atrapado. Lepas creyó que el español murió ahogado, pero yo, caballero, no lo pienso así, antes bien creo que entra por algo en el misterio de la señora de Merret, supuesto que Rosalía me ha dicho que el crucifijo que su señora amaba tanto que se hizo enterrar con él; era de ébano y marfil; ahora bien, durante los primeros dias de su permanencia aquí, el conde de Fereda tenia uno de ébano y plata, que no he vuelto á ver más. Sin embargo ¿no es verdad, caballero, que no debo tener remordimiento por los quince mil francos, y que me pertenecen del todo? — Ciertamente. Pero no habeis procurado nunca interrogar á Rosalía? le dije,—Oh! vaya que sí, caballero, pero qué quereis! Esa muchacha es una piedra. Sabe algo; pero es imposible hacérselo soltar.—Despues, de haber hablado aun conmigo durante un rato, mi huéspeda me dejó entregado á los más vagos y temerosos pensamientos, á una curiosidad novelesca, á un temor religioso parecido al sentimiento profundo que nos embarga cuando penetramos de noche en una sombría iglesia, en uno de cuyos arcos elevados percibimos una débil, lejana luz; una figura indecisa resbala; se deja oir el roce de ropa ó de sotana... y héme aquí temblando! La Gran Bretèche y sus altas hierbas, sus ventanas condenadas, sus herrajes enmohecidos, sus cerradas puertas, sus desiertas habitaciones se aparecieron de golpe ante mis ojos. Inteté penetrar en esa misteriosa morada, buscando el nudo de esta solemne historia, el drama que habia muerto á tres personas. Rosalía se apareció ante mis ojos como el ser mas interesante de Vendôme. Examinándola, descubrí en ella las huellas de un pensamiento íntimo, á pesar de la brillante salud que se esparcia sobre su rostro. Habia en ella un principio de remordimiento ó de esperanza; su actitud revelaba un secreto, como la de los devotos que rezan con exceso, ó la de la jóven infanticida que oye siempre el último grito de su hijo. Sin embargo, su actitud era cándida y grosera, su inocente sonrisa nada tenia de criminal, y la hubiereis juzgado inocente con solo ver el gran pañuelo de cuadros encarnados y azules que cubria su rostro vigoroso, encuadrado, apretado, ceñido por una tela de rayas blancas y violeta. —Nó, pensé; no abandonaré á Vendôme sin saber toda la historia de la Gran Bretèche. Para llegar á conseguir mi propósito, si es absolutamente preciso, me haré amigo de Rosalía. — Un dia la dije ¡Rosalía! —Qué mandais, caballero?—Por qué no os habeis casado?—Se sobresaltó ligeramente.—Oh! No me faltarán hombres cuando se me ocurra ser desdichada! me dijo riendo. — ¿Pronto se repuso de su emocion interior, porque todas las mugeres, desde la gran señora hasta la moza de meson inclusive, tienen siempre una sangre fria que les es peculiar.—Sois una muger fresca, bastante apetecible para que os falte un novio! Pues decidme, Rosalía, ¿por qué os habeis hecho moza de meson, al dejar á madame de Merret? ¿.Es que no os ha dejado ninguna renta?—Oh! sí, pero este luga es el mejor en todo Vendôme.—Esta fué una de aquellas respuestas que los jueces y los abogados llaman dilatorias. Me parecia que Rosalía se hallaba en esta novelesca historia como un cuadrete en el centro del tablero de damas; estaba en el centro mismo del interes y de la verdad; me parecia enredada en el nudo.

No se trataba de llevar á cabo una seduccion vulgar, sino de que aquella muger encerraba el último capítulo de una novela; asi pues, desde aquel momento, Rosalía fué el objeto de mi predilección. Á fuerza de estudiarla, acabé por ver en ella, como en todas las mugeres de que hacemos nuestro principal pensamiento, una multitud de cualidades: era limpia, cuidadosa, bella, sin que sea exajeracion; tenia todos los atractivos que nuestro deseo presta á las mugeres, en cualesquiera situacion en que se hallen. Quince dias despues de la visita del notario, una noche ó mejor dicho una mañana, porque era muy temprano, dije á Rosalía:—Cuéntame todo cuanto sepas tocante á Madama de Merret! — Oh! no me pidais eso, caballero Horacio, respondió con terror!—Su bello rostro se oscureció, sus colores vivos y animados palidecieron, y sus ojos perdieron su inocente y húmeda brillantez.—Pues bien, replicó luego, ya que lo quereis, os lo diré, pero guardadme el secreto!—Va! pobre muchacha! guardaré todos tus secretos con una probidad de ladron, que es la más leal que existe.—Si os es lo mismo, me repuso, prefiero que sea con la vuestra.—Acto continuo se ajustó el pañuelo y se puso como en actitud de contar; porque, en verdad, hay una actitud de confianza y de seguridad necesaria para hacer un relato. Las mejores narraciones se hacen á cierta hora, cuando nos hallamos á la mesa. Nadie ha contado bien una cosa de pié ó en ayunas. Pero si se tuviera que reproducir fielmete la difusa elocuencia de Rosalía, apenas bastaria un volumen entero para ello. Mas como el suceso de que me dió un conocimiento confuso se hallaba por término medio colocado entre la palabrería del notario y la de madame Lepas, tan exactamente como los medios de una proporcion aritmética se hallan entre sus dos extremos, no he de hacer más que decíroslo en breves palabras. Así pues, abrevio.

El cuarto que madame Merret ocupaba en la Bretèche estaba situado en la planta baja. Un gabinete de unos cuatro piés de espesor, practicado en el muro, servia de guarda ropas. Tres meses antes de la noche cuyos sucesos voy á narraros, Madame de Merret, se habia hallado indispuesta de bastante gravedad, para que su marido la dejase en su habitacion y fuese á acostarse en un cuarto del primer piso. Por una de esas casualidades imposibles de proveer, aquella noche regresó éste dos horas más tarde que de costumbre del círculo á donde asistia para leer los periódicos y hablar de política con los habitantes del pais: Su muger le creia entrado ya en casa, acostado, dormido. Pero se habia discutido animadamente sobre el tema de la invasión francesa, la partida de billar se empeñó, y monsieur de Merret perdió cuarenta francos, suma enorme en Vendôme donde todo el mundo atesora y donde las costumbres se contienen en los límites de una modestia digna de elogio, que quizás se convierte en un manantial de verdadera dicha, de que no se cuida ningun parisien. De algun tiempo á aquella parte, monsieur de Merret se contentaba con preguntar á Rosalía si su muger se había acostado ya, y ante la respuesta siempre afirmativa de la doncella, se dirigia inmediatamente á su cuarto, con aquella buena fé que engendran el hábito y la confianza. Mas al regresar hoy á su casa, le dió la humorada de penetrar en el cuarto de madame de Merret para participarle su mala suerte, tal vez con el objeto de consolarse de ella. Durante la comida habia hallado á madame de Merret vestida con escesiva coquetería; y volviendo del círculo á su casa, se puso á pensar entre sí que su muger ya no sufria, que su convalecencia la habia embellecido, y se apercibió de ello, como los maridos se aperciben de todo un poco tarde. En lugar de llamar á Rosalía, que en aquel momento se hallaba en la cocina viendo á la cocinera y al cochero entretenidos en una jugada difícil de brisca, monsieur de Merret se dirigió hácia el cuarto de su muger, á la luz del resplandor de su farolillo, que dejó en el primer tramo de la escalera. Sus pisadas, fáciles de reconocer, resonaron en las bóvedas del corredor. En el momento en que el gentil-hombre dió vuelta á la llave del cuarto de su muger, creyó oir cerrar la puerta del gabinete de que antes os he hablado; pero cuando entró, madame de Merret se hallaba sola, de pié, delante de la chimenea. El marido pensó entre sí cándidamente que Rosalía se hallaria en el gabinete; pero, sin embargo, una sospecha que le resonó en los oidos como un ruido de campanas, le hizo entrar en desconfianza; miró á su muger y halló en sus ojos un yo no sé qué de turbacion y de rubor.

—Regresais muy tarde! le dijo ella.—Su voz de ordinario tan pura y graciosa, le pareció ligeramente alterada. Monsieur de Merret no le respondió nada porque en aquel momento entró Rosalía: Esto cayó sobre él como un rayo. Con los brazos cruzados se paseó por la habitacion con un movimiento uniforme, yendo de una ventana á otra.—¿Habeis sabido alguna noticia triste, ó sufrís? le preguntó tímidamente su muger en tanto que Rosalía la desnudaba.—Él guardó silencio.—Retiraos, dijo madame de Merret á su doncella, yo misma me pondré los papeles para los rizos. —Al solo aspecto del rostro de su marido preveía alguna desgracia y quiso quedarse sola con él. Cuando Rosalía se marchó, ó lo hizo ver (porque se quedó en el  corredor algunos instantes) monsieur de Merret, fue á colocarse delante de su muger y la dijo friamente: Señora, en vuestro gabinete hay alguno.—Ella miró á su marido con aire tranquilo, y le respondió con ingenuidad.—Nó, señor.—Esta palabra afligió profundamente á monsieur de Merret; no queria creer en ella; y sin embargo, jamás su muger le habia parecido ni tan pura ni tan religiosa como parecia serlo en aquel momento. Él se levantó para ir á abrir el gabinete; pero madame de Merret le asió de la mano, le detuvo, le miró con aire melancólico, y le dijo con voz singularmente conmovida:—Si no encontrais á nadie, pensad que todo ha acabado para entre los dos! —La indecible dignidad retratada en la actitud de su muger, hizo nacer en el getilhombre una profunda estimacion hacia ella, y le inspiró una de esas resoluciones á las que solo falta un teatro más vasto para hacerse inmortales.—No, la dijo, Josefina, no iré. En uno ó en otro caso, quedaríamos separados para siempre. Escucha; conozco toda la pureza de tu alma y sé que llevas una santa vida; no querrás, pues, cometer un pecado mortal á costa de ella.—A estas palabras madame de Merret echó á su marido una mirada feroz.—Ten! hé aquí tu crucifijo, añadió éste. Júrame ante Dios que ahí dentro no hay nadie; te creeré y no abriré jamás esa puerta.—Madama de Merret tomó el crucifijo y exclamó.—Lo juro.—Más alto, repuso su marido, y repite: Juro ante Dios que en ese gabinete no hay nadie. — Ella repitió la frase sin turbarse. — Está bien, dijo friamente monsieur de Merret.— Despues de un largo silencio, examinando aquel crucifijo de ébano incrustado de plata y, artísticamente esculpido, dijo:— Teneis una preciosa joya que yo no conocia.—Lo ví en casa de Duvivier cuando pasó por Vendôme en el año último esa banda de prisioneros; él se lo habia comprado á un religioso español.—Ah! dijo monsieur de Merret, volviendo á colgar el crucifijo; y tiró de la campanilla. Rosalía no tardó en llegar: Monsieur de Merret se dirigió apresuradamente á su encuentro, la condujo al pretil de la ventana que daba al jardin, y la dijo en voz baja: — Sé que Gorenflot quiere casarse contigo; que solo la pobreza os impide sentar casa, y que tú le has dicho que no serás su muger, sino hallaba medio de hacerse maestro de albañil... Pues bien, anda á buscarle, dile que venga con su paleta y sus útiles. Ten cuidado de no despertar en la casa á nadie más que á él: Su fortuna escederá á vuestros deseos. Sal de aquí sin replicar, de lo contrario... (y frunció el entrecejo).—Rosalía partió, él volvió á llamarla.— Ten; toma mi llavin, la dijo.—Juan! gritó monsieur de Merret con voz atronadora en el corredor.—Juan que era á la vez su cochero y la persona de su confianza, dejó su partida de brisca y se presentó.— Idos todos á acostar, le dijo su amo haciéndole seña de que se acercase; y el gentil hombre añadió en más voz baja:—Cuando todos estén dormidos, dormidos, me entiendes? bajarás á avisármelo.—Monsieur de Merret que al dar sus órdenes no habia perdido de vista á su muger, volvió tranquilamente junto á ella delante del fuego, y se puso á contarle los accidentes de la partida de billar y las discusiones del círculo.

Cuando Rosalía estuvo de vuelta encontró tuteándose muy amigablemente á monsieur y madame de Merret. El gentil hombre habia hecho poner cielo-raso en cuantas piezas componian sus habitaciones de recepcion en el plan terreno. El mortero es muy raro en Vendôme, y como el transporte lo encarece, el gentil hombre habia  mandado venir una gran cantidad de él, sabiendo que siempre encontraria numerosos compradores para la parte que le sobrase. Esta circunstancia le inspiró el deseo que puso en ejecucion.—Gorenflot está ahí, dijo Rosalía en voz baja. —Que entre! respondió en alta voz el gentil hombre.— Madame de Merret palideció ligeramente al ver al albañil.—Gorenflot, dijo el marido, vé á la cochera por ladrillos y tráelos en cantidad bastante para tabicar la puerta de ese gabinete; para revestir el muro te servirás del mortero que me sobra.—Después, llevando hácia sí á Rosalía y al obrero:—Escucha, Gorenflot, dijo en voz baja; esta noche dormirás aquí; pero mañana temprano tendrás un pasaporte para ir al extrangero, á la ciudad que te indique. Te mandaré seis mil francos para el viaje. Vivirás diez años en aquella ciudad: Si no te gusta, podrás establecerte en otra, con tal que sea en el mismo pais. Pasarás por Paris, donde me esperarás; allí te aseguro por un contrato otros seis mil francos que te se pagarán á tu vuelta, en el caso de que hayas cumplido las condiciones del nuestro contrato. Á este precio deberás guardar el más profundo silencio sobre todo cuanto has hecho aquí esta noche. En cuanto á tí, Rosalía, te daré diez mil francos contaderos el dia de tus bodas, á condicion de casarte con Gorenflot; pero para casarte es necesario callarse. Sino, no hay dote.—Rosalía, dijo madame de Merret, ven á peinarme.—El marido se paseó tranquilamente á lo largo de la habitacion, vigilando la puerta, al albañil, y á su muger, pero sin manifestar una desconfianza injuriosa. Gorenflot se vió obligado á hacer ruido, y Madame de Merret aprovechó un momento en que el obrero descargaba los ladrillos, (en tanto que su marido se hallaba á un estremo de la habitacion) para decir á Rosalía:—Te doy mil francos de renta, querida doncella, si puedes decir á Gorenflot que deje debajo una abertura.— Despues dijo en alta voz con toda sangre fria: —Vé, ayúdale.—Monsieur y Madame de Merret permanecieron silenciosos cuanto tiempo invirtió Gorenflot en aparedar la puerta. Este silencio era cálculo en el marido que no queria dar pretexto á que su muger deslizase palabras de doble sentido; y en Madame de Merret era prudencia ú orgullo. Cuando estuvo alzada la mitad del muro, el astuto albañil aprovechó un momento en que el gentil hombre se habia vuelto de espaldas, para dar un paletazo en uno de los dos vidrios de la puerta: Esta accion dió á comprender á Madame de Merret que Rosalía habia hablado á Gorenflot. Entonces vieron un rostro humano sombrío y moreno, de cabellos negros y mirada de fuego. Antes de que se volviera su marido la pobre muger tuvo tiempo de signar con la cabeza al extrangero, para quien este signo queria decir: —¡Esperad! —Hácia las cuatro de la madrugada, (pues esto pasaba en el mes de Setiembre), se acabó la construccion. El albañil se quedó allí, bajo la vigilancia de Juan, y monsieur de Merret se acostó en el cuarto de su muger. Por la mañana temprano, al levantarse, dijo con indolencia. —Ah, diablo! Si es preciso que vaya á la Alcaldía por el pasaporte. Se puso el sombrero, dió tres pasos hácia la puerta y, pero mudó de pensamiento y cogió el crucifijo: Su muger se extremeció de gozo. —Irá á casa de Duvivier, pensó. —Tan pronto como salió el gentil hombre, madame de Merret llamó á Rosalía, despues con una voz terrible gritó: —La paleta! la paleta! A la obra! Ayer ví como me comprendió Gorenflot; tendremos tiempo de hacer un agujero y taparlo. En un abrir y cerrar de ojos Rosalía trajo una especie de merlin á su señora, que con un ardor imposible de describir, se puso á demoler el muro. Ya habia hecho saltar algunos ladrillos, cuando al tomar empuje para dar un golpe más vigoroso que los demás vió detrás de ella á monsieur de Merret y se desvaneció.— «Llevad á la señora á la cama,» dijo friamente el gentil hombre. Previendo lo que durante su ausencia debia suceder, habia armado á su muger aquel lazo; se limitó á escribir al alcalde y á mandar por Duvivier: El joyero llegó en el momento en que se acababa de reparar el desórden de la habitacion.— Duvivier, le preguntó el gentil hombre, ¿habeis comprado algun crucifijo á los españoles que han pasado por aqui?—No, señor, —Bien, os doy las gracias, dijo lanzando á su muger una mirada de tigre. —Juan, añadió volviéndose á su criado de confianza, me servirás la cena en la habitacion de madame de Merret; está enferma y no la abandonaré hasta que se restablezca.—El cruel gentil hombre permaneció junto á su muger por espacio de enticuatro dias: Durante los primeros momentos, cuando se producia algun ruido en el emparedado gabinefe, y Josefina queria implorar por el desconocido moribundo, él la respondia sin permitirla decir una sola palabra:— Me habeis jurado por la cruz que allí dentro no habia nadie.

Despues de este relato, todas las mugeres se levantaron de la mesa, y el encanto en que las habia mantenido Bianchon, se disipó por este movimiento. Sin embargo, algunas de ellas sintieron casi frio al escuchar la última palabra.

 

 

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