HONORATO DE BALZAC

EL MENSAJE.

AL SEÑOR MARQUÉS DÁMASO PARETO.

Siempre tuve el deseo de contar una historia sencilla y verdadera, á cuyo relato un jóven y su querida se sobrecogiesen de horror y se refugiasen mútuamente en sus corazones, como dos niños que se abrazan al encontrar una serpiente en la márgen de un bosque. Á trueque de disminuir el interés de mi narraracion, ó de pasar por necio, empiezo por anunciaros el término de mi relato. He desempeñado un papel en este drama casi vulgar, y sino os interesa, será tanto por culpa mia , como por la de la verdad histórica. Muchas cosas verdaderas son soberanamente enojosas. Por eso la mitad del talento consiste en escoger de entre lo verdadero, lo que pueda ser poético.

En 1819, iba de Paris á Moulins. El estado de mi bolsa me obligaba á viajar en el imperial de la diligencia: Ya sabeis que los ingleses consideran como los mejores estos sitios situados en esa parte aérea del carruage. Durante las primeras horas de camino hallé mil excelentes razones para justificar la opinión de vuestros vecinos. Un jóven que me pareció más rico que yo, subió por gusto á mi lado, en la banqueta, y acogió mis argumentos con inofensivas sonrisas. Al principio cierta conformidad de edad, de pensamientos, nuestro mútuo amor por el aire libre y por los ricos aspectos del paisaje que descubríamos á medida que avanzaba el carruage, y luego yo no sé que atraccion magnética difícil de explicar, hicieron nacer en nosotros esa especie de intimidad momentánea á que se abandonan los viageros con tanta mayor complacencia, cuanto que ese sentimiento efímero parece que debe cesar prontamente, sin obligar á nada para el porvenir.

Aun no habíamos hecho treinta leguas, que ya departíamos sobre las mugeres y el amor. Con todas las precauciones oratorias requeridas en semejantes casos, se trató naturalmente de nuestras novias. Jóvenes ambos, solo llegamos uno y otro á la muger de cierta edad, es decir, á la muger que se halla entre los treinta y cinco y cuarenta años. El poeta que nos hubiera escuchado desde Montargis á no sé qué parada, hubiera recogido expresiones bien inflamadas, retratos encantadores y confianzas bien dulces! Nuestros púdicos temores, nuestras interjecciones silenciosas y nuestras miradas vergonzosas aun, estaban penetradas de una elocuencia cuyo cándido encanto no he vuelto á sentir. Sin duda alguna que para comprender la juventud es preciso ser joven. Por eso nos comprendimos á las mil maravillas acerca de todos los puntos esenciales de la pasion. Ante todo habíamos comenzado por sentar como un hecho y un principio que no habia nada de más necio en el mundo que el acto del nacimiento; que muchas mugeres de cuarenta años eran más jóvenes que ciertas otras de veinte, y que, en realidad, las mugeres no tenian más edad de la que aparentaban. Este sistema no ponia término al diálogo sobre el amor, y continuamos nadando, de muy buena fé, en un océano sin límites.

En fin, despues de haber hecho á nuestras novias jóvenes, encantadoras, llenas de abnegacion, condesas dotadas de gusto, espirituales y delicadas; después de haberles dado hermosos piés, piel aterciopelada y hasta dulcemente perfumada, nos confesamos mútuamente, él, que la señora tal tenia treinta y ocho años, y yo, que amaba á una cuadragenaria. Acerca de esto, entregados uno y otro á una especie de temor vago, reanudamos más y más nuestras confidencias al hallarnos cofrades en amor. Luego se trató de quien daba pruebas de mayor sentimiento. El uno habia andado una vez doscientas leguas de camino para ver á su novia tan solo durante una hora; el otro se habia arriesgado á pasar por un loho y ser fusilado en un parque, con tal de acudir á una cita nocturna. En fin, todos nuestras locuras. Más si hay un placer en traer á la memoria los peligros pasados, ¿no hay mucho goce en acordarse de los placeres desvanecidos? No es gozar de ellos dos veces? Los peligros, las grandes y pequeñas dichas, todo nos lo contamos; hasta las lisonjas. La condesa de mi amigo habia llegado á fumar un cigarrillo solo por complacerle; la mía me hacia el chocolate y no se pasaba un dia sin escribirme ó verme; la suya se habia ido á vivir á su casa tres dias, á riesgo de perderse; la mia habia hecho aun más, ó peor si quereis. Nuestros maridos, por otra parte, adoraban á nuestras á nuestras condesas y vivían esclavos de ellas ante el encanto que poseen las mugeres amantes; y más bobalicones de lo que la enseñanza manda, no nos daban más peligro que el suficiente para aumentar nuestros placeres. Oh! qué velozmente se llevaba el viento nuestras palabras y dulces risotadas.

En llegando á Pouilly, examiné con mucha atencion la persona de mi nuevo amigo, y en verdad que crei fácilmente que debia ser amado de un modo muy sério: Figuraos un joven de mediana estatura, pero bien proporcionado, con un rostro feliz y lleno de expresion; sus cabellos eran negros y sus ojos viriles, sus labios débilmente sonrosados; sus dientes blancos y bien dispuestos; una palidez graciosa adornaba además estos rasgos delicados, y un ligero círculo oscuro rodeaba sus ojos como si hubiera estado convaleciente. Añadid que tenia blancas y bien modeladas manos, cuidadas como deben serlo las de una muger; que parecia muy instruido, que era despejado, y me concedereis de buen grado que mi compañero podia hacer honor á una condesa. En fin, más de una jóven le hubiera envidiado para marido, porque era vizconde y poseia unas doce ó quince mil libras de renta, sin contar las esperanzas.

Á una legua de Pouilly la diligencia volcó. Mi desgraciado compañero juzgó más seguro tirarse á la orilla de un campo trabajado de fresco, en lugar de acurrucarse en la banqueta, como yo lo hice, y seguir el movimiento de la diligencia. Ó tomó mal el empujo ó resbaló, no sé corno tuvo lugar el caso, pero fue aplastado por el carruaje, que cayó sobre él. Le trasportamos á una casa de campo. En medio de los gemidos que le arrancaban atroces dolores, pudo legarme uno de esos mensajes, á que los últimos votos de un moribundo dan un carácter sagrado. En medio de su agonía, y con todo el candor de que uno es víctima á su edad, se lamentaba de la pena que sentiria su querida si llegaba á saber bruscamente su muerte, por un diario, y me rogó que fuese á anunciársela yo mismo.

Despues me hizo buscar una llave que pendia de una cinta que llevaba en aspas sobre el pecho, y que encontré hundida hasta la mitad en las carnes. Cuando la retiré, lo más cuidadosamente que me fué posible de la llaga que habia hecho el moribundo no profirió la menor queja. En el momento en que acababa de darme las instrucciones necesarias para recoger en su casa, en la Charité sur Loire, las cartas de amor que le habia escrito su querida, y que me conjuró la devolviese, en mitad de una frase, perdió la palabra; pero sus últimos gestos me hicieron comprender que la tal llave seria una prenda de mi mision para con su madre. Afligido por no poder articular una sola palabra de agradecimiento (pues no dudaba de mi celo), me miró con ojos suplicantes durante un rato, se despidió de mí saludándome con un movimiento de pestañas, inclinó la cabeza y murió. Su muerte fué el único accidente funesto que ocasionó la caida del carruaje. —Ha habido un poco de culpa por su parte, me dijo el conductor.

En la Chanté cumplí el testamento verbal de aquel pobre viajero. Su madre estaba ausente, lo que fue para mi una felicidad. Sin embargo, tuve que mitigar el dolor de una antigua criada que se bamboleó cuando la conté la muerte de su señor, y cayó medio muerta sobre una silla cuando vió aquella llave aun manchada de sangre; pero como yo estaba preocupado por un sufrimiento mayor, (el de una muger á quien la suerte arrebataba  su amor postrero), dejé que la vieja siguiese el curso de sus prosopeyas, y me llevé cuidadosamente  resguardada la preciosa correspondencia de mi amigo de un dia.

El castillo donde la condesa vivia se hallaba á ocho leguas de Moulins, y para llegar allí fallaban aun algunas leguas de camino; por consiguiente me era difícil desempeñar mi mensaje, pues por un concurso de circunstancias inútiles de explicar, solo poseia el dinero necesario para llegar á Moulins. Sin embargo, con el entusiasmo de la juventud, me resolví á hacer el camino á pié, y á ir lo más pronto posible para anticiparme á la fama de las malas noticias que tan rápidamente marcha; me informé del camino más corlo, y fuí por los senderos del Borbonesado, llevando, por decirlo así, un muerto sobre las espaldas; á medida que avanzaba hácia el castillo de Montpersan, me asustaba más y más de la singular peregrinacion que habia emprendido.

Mi imaginación inventaba mil fantasías románticas. Me representaba las mil situaciones en que podria encontrar á madame de Montpersan , ó (para obedecer á la poética de las novelas) la Julieta tan amada del joven viajero. Me forjaba respuestas  oportunas á las preguntas que suponia debia hacerme. Á cada revuelta del bosque, en cada camino hondo, era cuestion de repetir la escena en que Sosias  da duenta de la batalla á su linterna. Con vergüenza de mi corazon, no pensé en el primer momento sino en mi porte, en mi ingenio, en la habilidad que queria  desplegar; pero cuando me halle en el lugar una reflexion siniestra me atravesó el alma, como  el rayo que serrea y desgarra un velo de nubes grises. ¡Qué noticia tan terrible para una muger que, ocupada en aquel momento de su amigo, espera de hora en hora alegrías sin nombre, despues de haber tenido mil penas para traerle legalmente á su casa! Existia una caridad bien cruel en ser mensajero de la muerte.

Apresuré el paso, enlodándome y atascándome en los caminos del Borbonesado, y pronto alcancé una gran avenida de castaños en cuyo término las masas del castillo de Montpersan se dibujaban sobre el cielo, como pardas nubes de claros y fantásticos contornos. Al llegar á la puerta del castillo la encontré abierta; esta circunstancia imprevista destruyó mis planes y suposiciones. Sin embargo, entré resueltamente, y muy luego me ví al lado con grandes perros, como verdaderos perros de granja. Al ruido acudió una gruesa sirvienta, quien, al decirle que queria hablar á la señora condesa, me mostró por un movimiento de su mano la espesura de un parque á la inglesa que serpenteaba en torno del castillo, y me respondió: — La señora está por allí.....

—Gracias! la dije con aire irónico.—Su por allí podia hacerme divagar dos horas por el parque.

Una hermosa niña de cabellos rizados, con cinturon de rosa, trage blanco, esclavina plegada, llegó en esto y entendió ó cogió al vuelo la pregunta y la respuesta. Apenas me vió que despareció gritando con una vocecita delgada: —Mamá, hay un caballero que quiere hablarte. —Y yo sigue que te sigue á través de las vueltas de las calles de árboles, los saltos y las ondulaciones de la esclavina blanca, que, parecida á un fuego fátuo, me mostraba el camino que seguia la niña.

Es preciso decirlo todo: Al llegar al ultimo zarzal de la avenida ya me habia alzado el cuello, cepillado mi mal sombrero y mi pantalon con las bocamangas del trage, mi trage con las manchas, y las manchas una por una; luego lo abotoné cuidadosamente para mostrar el paño del revés, siempre un poco más nuevo que el resto, y por fin bajé el pantalon hasta cubrir las botas que froté artísticamente sobre la hierba. Gracias á esa toilette de Gascon, creia que no seria tomado por el peaton de la sub-prefatura; pero cuando aun hoy dia traigo á la memoria este momento de mi juventud, me rio á veces de mí mismo.

De súbito, cuando componia mi porte, al resolver de una verde sinuosidad, en medio de mil flores iluminadas por un tibio rayo de sol, divisé á Julieta y á su marido. La hermosa pequeñita iba cogida de la mano de su madre, y fácil era apercibirse de que la condesa habia apresurado el paso al oir la frase ambigua de su hija. Asombrada ante el aspecto de un desconocido que la saludaba con un aire bastante zurdo, se detuvo y me ofreció un semblante friamente cumplido y una mueca adorable, que me revelaron que habian sido desvanecidas todas sus esperanzas. Busqué, aunque en vano, alguna de mis bellas frases preparadas tan laboriosamente de antemano, y durante este momento de certidumbre el marido tuvo tiempo de presentarse en escena.

Millares de pensamientos pasaban por mi cabeza. Por continencia pronuncié algunas insignificantes palabras, preguntando si los presentes eran en realidad el señor conde y la señora condesa de Montpersan. Estas niñerías me permitieron juzgar de un golpe de vista y analizar con una capacidad rara, en la edad que tenia, á los esposos cuya soledad iba á turbar tan violentamente. Él parecia el prototipo de los gentiles hombres que son actualmente el más bello ornato de provincias. Llevaba grandes zapatos de gruesas suelas, que colocó en primera línea porque llamaron mi atencion con preferencia á su trage negro deslucido, su pantalon usado, su roja corbata y el cuello arrugado de su camisa. Tenia un de magistrado, mucbo más de consejero de prefectura; toda la importancia de un alcalde de canton á quien nada resiste, y la aspereza de un candidato elegible, periódicamente rechazado desde 1816; increíble mezcla del buen sentido campestre y de la necedad. Nada de urbanidad, pero sí el ceño de la riqueza; mucha sumision para su muger, pero creyéndose su dueño y pronto á olisquear las minuosidades, sin darse ningun cuidado por los negocios importantes: En cuanto á lo demás, una figura ajada, muy arrugada, tostada, algunos cabellos entrecanos, largos y lácios; hé aquí todo nuestro hombre. Pero la condesa! ah! Cuán vivo y brusco contraste no formaba junto á su marido! Era una mugercita de talle liso y graciosa; tenia un aire arrebatador, fino y tan delicado que hubierais temido quebrarte los huesos al tocarlo. Llevaba un traje blanco de muselina, y en la cabeza un precioso casquete con cintas rosadas, un cinturon, rosado, un camisolin echado graciosamente sobre las espaldas y más bellos contornos, que al vislumbrarlos nacía en el fondo del corazon un irresistible deseo de poseerlos.

Sus ojos eran vivos, negros, .expresivos; sus movimientos suaves; su pié encantador. Un viejo acomodado no la hubiera echado más allá de treinta años: ¡Tanta juventud habia aun en su frente y en los detalles más delicados de su cabeza! En cuanto al carácter me pareció tener á la vez algo de la condesa de Lignolles y de la marquesa de B...., dos tipos de muger que conservará, frescos en la memoria el joven que haya leido la novela de Louvet. Adiviné de repente todos los secretos de aquel hogar, y adopté una resolucion diplomática digna de un embajador consumado. Quizás esta fué la única vez de mi vida en que tuve tacto y emprendí en que consiste la destreza del cortesano ó del hombre de mundo.

Desde aquellos dias de indiferencia, he librado muchas batallas para depurar los menores actos de la vida, y nada he hecho sino ajustado al  compás de la etiqueta y del buen tono, que secan las más generosas emociones.

—Señor conde, desearia hablaros á solas, dije con aire misterioso y dando algunos pasos hácia detrás.

Me siguió; Julieta nos dejó solos y se alejó descuidadamente, como muger segura de poseer los secretos de su marido, á cualquier hora que se le antojara. Conté brevemente al conde la muerte de mi compañero de viage, y el efecto que esta nueva produjo en él, me probó que profesaba un vivo afecto á su jóven colaborador; este descubrimiento me dió la audacia de responderle durante el diálogo que mantuvimos.

—Mi muger se vá á desesperar, exclamó, y voy á verme obligado á tomar numerosas precauciones para enterarla de este desgraciado suceso.

—Caballero, le dije, al dirigirme de antemano á vos, he cumplido con un deber, pues no he querido desempeñar la mision encomendada por un desconocido acerca de la señora condesa sin preveníroslo; pero me ha confiado una especie de fideicomiso honroso, un  secreto que no está en mi mano revelar. Segun la elevada idea que me dio de vuestro carácter, creo que no os opondreis al cumplimiento de sus últimos deseos. La señora condesa será libre ó no de romper el silencio que se me ha impuesto.

Al escuchar su elogio el gentil-hombre balanceó la cabeza con satisfaccion, me respondió por un cumplido muy enredado y, por fin, me dejó en completa libertad. En este momento la campana tocó á comer y me invitaron á compartir su mesa. Al hallarnos graves y silenciosos, Julieta nos examinó furtivamente. Sorprendida extrañamente al ver que, bajo un pretexto fútil, su marido buscaba la ocasion de procurarnos una entrevista, se detuvo lanzándome una de esas miradas que solo pueden lanzar las mugeres. Habia en ella la curiosidad  permitida á una muger de su casa que recibe á un extranjero que aparece ante ella como llovido del cielo, y expresaba todas las preguntas que merecian mi encargo, mi juventud y mi fisonomía, (singulares contrastes!) y además todo el desden de una querida idolatrada á cuyos ojos los hombres nada significan, á escepcion de uno solo; revelaba temores involuntarios, miedo, enojo  de recibir á un huésped inesperado, cuando ella deseaba, sin duda alguna, preparar á su amor todas las dichas de la soledad. Comprendí aquella elocuencia muda, y respondí á ella por una sonrisa triste llena de piedad, de compasion. Entonces la contemplé durante un instante en todo el resplandor de su belleza, en un dia sereno, en mitad de una estrecha avenida, bordada de flores. Al contemplar este admirable cuadro no pude retener un suspiro.

—¡Ay! señora, acabo de hacer un penoso viaje, emprendido... por vos sola.

—¡Caballero! Me dijo.

—¡Oh! proseguí yo, vengo en nombre de aquel que os llama Julieta. (Ella palideció). Hoy no le vereis.

—¿Está enfermo? dijo ella en voz baja.

—Sí, la respondí. Pero por favor, reportaos. Me he encargado que os confie algunos secretos que os conciernen, y creed que jamás mensajero alguno será más discreto ni más desinteresado.

—¿Qué pasa?

—¿Y si él no os amase?

—¡Oh! eso es  imposible, dijo dejando escapar una ligera sonrisa que lo era todo menos franca.

De repente la acometió una especie de extremecimiento, me arrojó una mirada salvaje y pronta, dio como un rugido y me dijo: — Vive?

—Dios mio! qué palabra más horrible! Entonces yo era demasiado joven para resistirla; no respondí y miré á aquella desgraciada mujer con un aire alelado.

—Caballero! caballero! una respuesta, exclamó.

—Sí, señora.

—Pero es verdad? oh! decidme la verdad, soy capaz de escucharla! Cualquier dolor me matará menos que esta incertidumbre.

Yo la respondí por dos lágrimas que me arrancaron los extraños acentos con que acompañó estas frases.

Ella se apoyó en un árbol, lanzando un grito ahogado.

—Señora, le dije, hé aquí á vuestro marido.

—¿Acaso tengo yo marido?

Á estas palabras huyó y desapareció.

—Vaya! que la comida se enfria, exclamó el conde. Venís, caballero?

Despues de esto seguí al dueño de la casa, que me condujo á un comedor donde ví una comida servida con todo el lujo á que nos han acostumbrado las mesas parisienses. Habia en ella cinco cubiertos; los de los esposos y el de su hija; el mio que debia ser el suyo, y el último que era el de un canónigo de Saint Denis, el cual dichas las gracias, preguntó: —¿Dónde está nuestra querida condesa?

—Oh! vá á venir, respondió el conde, que después de habernos servido con precipitacion el potaje, se puso un gran plato y lo despachó con maravillosa velocidad.

—Oh! sobrino mio! exclamó el canónigo. Si vuestra muger se sentara ahí, seriais más razonable.

—Vá á hacerle daño á papá, dijo la muchachita con aire intencionado.

Un instante después de este singular episodio gastronómico, y en el momento en  que el conde trinchaba con precipitacion no sé que trozo de venado, una camarera entró y dijo: —Señor no hallamos á la señora en ninguna parte!

Á estas palabras me levanté por un movimiento brusco, temeroso de una desgracia, y mi fisonomía expresó tan al vivo mis temores, que el viejo canónigo me siguió al jardin. El marido vino, por decencia, hasta el dintel de la puerta.

—Quedaos! quedaos! no paseis ningun cuidado, nos dijo; pero no nos acompañó.

El canónigo, la camarera y yo recorrimos los senderos y las calles del parque llamando, escuchando, y tanto más inquietos, cuanto que yo anuncié la muerte del jóven vizconde. Recorriendo el parque expliqué las circunstancias de aquel fatal suceso, y me apercibí de que la camarera era de su señora en cuerpo y alma, porque comprendió mucho mejor que el canónigo los secretos de mi terror. Fuimos á los estanques, lo recorrimos todo sin hallar ni á la condesa, ni el menor vestigio de su paso.

En fin, al volver á lo largo de una pared , oí sordos gemidos, profundamente sofocados, que me parecieron salir de una especie de trojero. Entré resueltamente, y descubrimos á Julieta que, muda por el instinto de desesperación, se habia ocultado entre el heno. Obedeciendo á un invencible pudor, habia ocultado allí la cabeza á fin de ahogar sus horribles gritos, que eran sollozos, lloros de un niño, pero aun más penetrantes y dolorosos. Ya no existia nada para ella en el mundo. La camarera sacó de allí á su señora que se dejó llevar con la flojedad indolente del animal moribundo. La camarera no sabia decir otra cosa que:

—Vamos, señora, vamos.....

El viejo canónigo preguntaba: —Pero qué tiene? —Qué tienes, sobrina mia?

En fin, ayudado por la camarera, trasporté á Julieta á su habitacion, y recomendé que la atendiera escrupulosamente y que dijesen á todo el mundo que tenia jaqueca. Despues el canónigo y yo nos bajamos al comedor.

Hacia ya algun tiempo que habíamos dejado al conde y solo pensé en él en el momento en que me hallé en el peristilo; su indiferencia me sorprendió, pero aumentó mi asombro el hallarle filosóficamente sentado á la mesa; se habia engullido casi toda la comida, con gran placer de su hija que se sonreia de ver á su padre en flagrante delito de desobediencia á las órdenes de la condesa.

La singular indiferencia de este marido me la espliqué por el ligero altercado que á menudo se movia entre el canónigo y él: El conde estaba sometido á una dieta  rigurosa que le habian impuesto los médicos para curarle de una enfermedad grave, cuyo nombre no recuerdo; é incitado por esta glotonería feroz, bastante familiar en los convalecientes, el apetito de la bestia habia subyugado en él la restante sensibilidad del hombre. Así, en un momento, habia yo visto la naturaleza en toda su verdad, bajo dos aspectos bien diferentes, que inmiscuian lo ridículo en el seno mismo del más horrible dolor.

La velada fue triste. Yo me sentía fatigado; el canónigo empleaba toda su inteligencia en adivinar la causa del llanto de su sobrina; el marido digeria silenciosamente, despues de haberse contentado con una vaga explicacion que la condesa le hizo dar por su camarera, y que creo estaba fundada en las indisposiciones naturales á la muger. Todos nos acostamos muy temprano.

Al pasar por delante de la habitación de la condesa para ir al aposento donde me conducia un camarero, pedí, con timidez, nuevas del estado de la señora. Ella, al reconocer mi voz, me hizo entrar y quiso hablarme; más no pudiendo articular palabra alguna, incliné la cabeza, y me retiré. Á pesar de las crueles emociones de que acababa de ser partícipe con la buena fé de un joven, me dormí agobiado por la fatiga de una marcha forzada, cuando, á una hora avanzada de la noche, me desvelé por el ruido confuso que produjeron las argollas de las cortinas de mi habitacion, corridas violentamente en sus varitas de hierro, y ví á la condesa sentada al pié de mi lecho. Su rostro recibia de lleno la luz de una lámpara colocada sobre mi mesa.

—Pero aun es cierto, caballero? me dijo. No sé como puedo vivir despues del horrible golpe que acabo de recibir; pero en este momento me hallo más tranquila. Quiero saberlo todo.

—Buena tranquilidad! me dije al apercibir la espantosa palidez de su rostro que contrastaba con el color moreno de su cabellera, al oir los sonidos guturales de su voz, y quedándome estupefacto por los extragos que testimoniaban sus alterados rasgos. Estaba debilitada como una hoja despojada de los últimos matices que la imprime el otoño. Sus ojos enrojecidos é hinchados, desprovistos de toda su belleza, solo reflejaban un amargo y profundo dolor; hubierais dicho que existia una nube gris allí donde poco antes resplandecia el sol.

La referí sencillamente, sin recalcar ciertas circunstancias, dolorosas en extremo para ella, el rápido suceso que la habia privado de su amigo. La conté la primera jornada de nuestro viaje, tan llena de los recuerdos de su amor. Sin llorar, con la cabeza inclinada hácia mí, escuchaba ávidamente, como un médico observador que espía una dolencia.

Aprovechando un momento en que me pareció que habia abierto enteramente su corazón á los sufrimientos y que queria sumergirse en su desgracia con todo el ardor que dá la primera fiebre de la desesperacion, la hablé de los temores que agitaron al pobre moribundo, y la conté cómo y por qué me habia él encargado de este fatal mensage. Sus ojos se secaron entonces bajo el fuego sombrío que salió de las profundas regiones de su alma. Llegó á palidecer. Cuando la entregué las cartas que guardaba bajo la almohada, las tomó maquinalmente; luego se sobresaltó ligeramente y me dijo con voz desgarradora: —Y yo que he quemado las suyas: No tengo nada de él; nada! nada!; y se golpeó con furor la frente.

—Señora, la dije. (Me miró con un movimiento convulsivo.) —He cortado de su cabeza, dije continuando, este mecho de cabellos que aquí veis.

Y le presenté este último, incorruptible despojo de aquel á quien amaba. —Ah! si hubierais recibido como yo las lágrimas ardientes que cayeron entonces sobre mis manos, sabríais á lo que llega el reconocimiento cuando está tan cercano del beneficio! Me estrechó las manos, y con voz ahogada, con una mirada brillante de fiebre, con una mirada en la que su frágil dicha resplandecia á través de horribles sufrimientos, me dijo: —Ah! vos amais: Sed siempre dichoso! No perdais jamás á aquella á quien amáis!

No concluyó de hablar y huyó con su tesoro.

Al día siguiente, esta escena, confundida con mis ensueños, me pareció ser como una ficcion. Para convencerme de la dolorosa verdad fue preciso que buscase infructuosamente las cartas en mi almohada. Seria inútil contar los sucesos del dia siguiente.

Permanecí aun muchas horas con Julieta, á quien tanto me habia ponderado mi pobre compañero de viage. Las menores palabras, los gestos, las acciones de esta muger me probaron la nobleza de alma, la delicadeza de sentimiento que hacia de ella una de esas hermosas creaciones de amor y de sacrificios tan raramente esparcidos sobre la tierra.

Por la noche, el mismo conde de Montpersan me acompañó á Moulins. Al llegar me dijo con una especie de turbacion: —Caballero, si no es abusar de vuestra complacencia, y proceder indiscretamente con un desconocido á quien quedamos obligados ¿tendríais la bondad de entregar en Paris, (pues que vais), en casa de.... (he olvidado e nombre): calle del Sendero, una suma que le debo y que me ha rogado le remitiese á la mayor brevedad?

—Con mucho gusto, le dije.

Y en la inocencia de mi alma, tomé un cartucho de veinticinco luises que me sirvió para llegar á Paris, y que entregué fielmente al corresponsal, acreedor (¿) de monsieur de Montpersan.

Solo al llegar á Paris y al llevar esta suma á la casa indicada, comprendí la ingeniosa direccion con que Julieta me habia obligado. El modo con que este oro me fué prestado, la discrecion guardada con una pobreza fácil de adivinar, ¿no revelan todo el genio de una muger amante?

—Y qué delicia poder contar esta aventura á una muger que, miedosa, os ha estrechado la mano diciéndoos: —Oh! amor mio, no te mueras!

 

París, Enero 1832.

 

 

 

DIGITALIZADO POR LA VOLUNTARIA ERIS GARCIA POSTIGO (MELILLA - ESPAÑA)