HONORATO DE BALZAC

GAUDISSART II.

A LA SEÑORA PRINCESA DE BELGIOJOSO.

¡Saber vender, poder vender y vender! El público no duda que Paris debe muchas grandezas á estas tres fases del mismo problema. La magnificencia de almacenes tan ricos como los salones de la nobleza antes de 1879; el esplendor de los cafés que, á menudo y con facilidad, eclipsa el de la neo-Versailles; el poema de los aparadores, cada noche destruidos y cada mañana vueltos á levantar; la elegancia y la gracia de los jóvenes en comunicacion con las compradoras; las burlonas fisonomías y toilettes de las jóvenes que están para atraer á los compradores; y por último y recientemente, la profundidad, la extension inmensa y el lujo babilónico de las galerías donde los expendedores monopolizan las especialidades, reuniéndolas, no son nada?

El Gaudissart hoy en moda iguala, cuando menos, en capacidad, ingenio, astucia y filosofía al ilustre viajante de comercio, hecho el tipo de esta tribu. Fuera de su almacen, es como un globo sin gas; porque así como el actor solo es sublime en el teatro, así él solo debe sus facultades á su centro de mercancías. Aunque, con relacion á los viajantes europeos, de comercio el viajante francés tiene mayor instruccion, supuesto que puede hablar del asfalto, de Mabille, de bailes, de literatura, de libros ilustrados, de caminos de hierro, de política, de cámaras  y de revolucion, se transforma en un necio cuando deja su trampolin, su vara y sus gracias de mando; pero allí, en la cuerda floja del mostrador, con la palabra en los labios, la vista en el cliente y el chal en la mano, eclipsa al gran Talleyrand. En su casa el gran político hubiera engañado á Gaudissart, pero en su almacen, Gaudissart engañaria al gran político.

Expliquemos esta paradoja con un hecho:

Cuando una loreta, una dama respetable, ó una jóven madre de familia, duquesa, ó plebeya bonachona, bailarina, señorita inocente, ó la aun más inocente extrangera se presentan, cada una ve acto continuo analizada por siete ú ocho hombres que la han estudiado ya (desde el momento que ha puesto la mano en el canto del mostrador) y que  se estacionan en las ventanas, en el mostrador mismo, en la puerta, en un ángulo, en mitad del almacen, con ese aire de domingo alegre. Al examinarles, uno se pregunta: —En qué pueden pensar? —El bolsillo de la compradora, sus deseos, sus intenciones, basta su fantasia, se ven mejor registrados aun de lo que en siete cuartos de hora registran los aduaneros un carruaje sospechoso en la frontera. Estos gallardos inteligentes, sérios como unos padres graves, ya lo ha visto todo; los detalles de la actitud, una invisible mancha de lodo en la bota, una cinta del sombrero súcia ó mal escogida, la calidad del traje, lo nuevo de los guantes, el corte del vestido debido á las inteligentes tijeras de Victorina IV, la joya de Froment-Meurice, en fin, todo lo que puede revelar la calidad de una muger, su fortuna ó su carácter. Temblad! este Sanedrín de Gaudissarts, presidido por su principal, jamás se engaña; pues las ideas de cada cual se trasmiten de uno á otro, con una rapidez telegráfica, por medio de miradas, de sonrisas y de movimientos labiales.

Si se trata de una inglesa, el Gaudissart sombrío, misterioso y fatal, se adelanta como un personaje novelesco de lord Byron.

—Os parecerá increíble la elocuencia que se necesita en este perro mostrador, decia últimamente el primer Gaudissart del establecimiento, hablando con dos de sus amigos, Duronceret y Bixiou. Sois artistas discretos y se os puede hablar de los artificios de nuestro principal que, á la verdad, es el hombre más reputado que he visto. No hablo como fabricante, pues monsieur Fristol se lleva la palma, mas como vendedor, ha inventado el chal-Selim, un chal imposible de vender y que siempre vendemos. Este chal es nuestra guardia imperial; cuando la cosa empeora se le saca á relucir porque: se vende y no muere.

En este momento una inglesa se apeó de un carruage y apareció como el bello ideal de aquella flema particular de Inglaterra y á todos sus productos pseudo-animados.

—La inglesa, dijo el Gaudissart al oido de Bixiou, es nuestra batalla de Waterlóo;—y el novelesco vendedor se adelantó.

—La señora desea un chal de las Indias, ó de Francia, de elevado precio, ó.....?

—Veremos.

Qué cantidad ha pensado consagrar?

—Veremos.

El vendedor, al volverse para traer los chales, arrojó sobre sus colegas una significativa mirada, acompañada de un imperceptible movimiento de espaldas.

—Hé aquí la superior calidad de las Indias, en encarnado, azul y amarillo anaranjado; todos son de diez mil francos.... estos otros son de cinco mil, y estos de tres mil.

La inglesa con una indiferencia glacial le miró de piés á cabeza antes de mirar las muestras, sin manifestar la menor señal de aprobación ó reprobación.

—Teneis de otra clase? Preguntó.

—Sí, señora. Parece, que la señora no viene muy decidida á comprar un chal.

—Oh! muy decidida!

El dependiente fué á buscar chales de un precio inferior; pero los desplegó solemnemente, como diciendo: —Atencion  á estas magnificencias.

—Estos son mucho más caros; no han sido remitidos, sino traidos  expresamente por correos, y se han comprado directamente á los fabricantes de Labore.

—Sí, sí, lo comprendo; estos me convienen más. Y ¿qué precio? dijo mostrando un chal azul celeste, cubierto de pájaros anidados en las pagodas.

—Siete mil francos.

La inglesa tomó el chal, se envolvió en él, se miró al espejo y dijo volviéndolo á dejar: —No! no me gusta.

Se pasó un cuarto de hora en ensayos infructosos.

—No tenemos nada más, dijo el dependiente mirando á su principal.

—La señora como todas las personas de gusto es difícil de contentar, dijo el gefe del establecimiento, adelantándose con aquellos modales graciosos de tienda.

La inglesa se puso los lentes y midió al fabricante con una mirada, de la cabeza á los piés.

—No me resta sino un solo chal, pero no lo enseño á nadie, añadió; ninguno lo ha hallado de su gusto, es muy caprichoso; esta mañana me proponia dárselo á mi muger; le tenemos desde 1805, proviene de la emperatriz Josefina.

—Veamos, caballero.

—Id á buscarle! Dijo el principal á un dependiente; está en mi casa.

—Me satisfaria mucho verle, respondió la inglesa.

—Costó sesenta mil francos en Turquía.

—Oh!

—Es uno de los siete chales enviados por Selim, al Emperador, antes de su catástrofe. La emperatriz Josefina, criolla, (como no ignorará milady), muy caprichosa, le cambió por uno de los traidos por el embajador turco y que habia comprado mi predecesor; pero no he podido venderle, porque en Francia nuestras damas no son tan ricas como en Inglaterra... Ese chal vale siete mil francos, que representan catorce á quince mil con los intereses compuestos.....

—Compuesto de qué? dijo la inglesa.

—Hélo aquí, señora.

Y el principal abrió, 'con una diminuta llave, una caja cuadrada, de madera de cedro, cuya forma y sencillez impresionaron vivamente á la inglesa.

De esta caja, forrada de terciopelo negro, salió un chal de unos mil quinientos francos, de un color amarillo de oro, con dibujos negros.

— Espléndido! Dijo la inglesa; es realmente hermoso. Hé aquí mi ideal de chal.

—El emperador Napoleón lo estimaba en mucho, se sirvió de él....

—Mucho! repitió ella.

Y tomó el chal, se lo puso y vió si le caia bien.

—¡Hermosísimo! Dijo con un aire más tranquilo.

Duronceret, Bixiou y los dependientes trocaron miradas de placer, que querian decir: «El chal está vendido.»

Y bien, señora ¿qué decidís ? preguntó el negociante.

    Que decididamente prefiero comprar un carruaje.

Un mismo sobresalto animó á los silenciosos y atentos dependientes, como si les hubiese movido un flúido eléctrico.

—Tengo uno muy bonito, respondió tranquilamente el principal; me lo dejó una princesa rusa, la princesa Narzicoff, en pago de diversas compras; si quereis verlo os maravillará; es completamente nuevo, no ha rodado diez veces, y lo que es en Paris, no tiene ninguno que se le iguale.

Los dependientes estupefactos, se contuvieron por una profunda admiracion.

—Bueno, lo quiero, respondió la inglesa.

La señora conservará puesto el chal, dijo el negociante, y verá el efecto en el carruage.

EI negociante fué á tomar los guantes y el sombrero.

—Cómo acabará esto? dijo el primer dependiente viendo que su principal ofrecia la mano á la inglesa y se dirigia con ella hácia el carruage.

El suceso adquirió para Buronceret y Bixiou el atractivo de un final de novela, aparte del interés particular de toda lucha, aunque pequeña, entre Inglaterra y Francia. Á los veinte minutos el principal regresaba.

—Id al hôtel Lawsson, aquí teneis la dirección: Mistriss Noswell.

Llevad la factura que voy á daros y recibireis seis mil francos.

—Pero ¿cómo os las habeis arreglado? Dijo Duronceret saludando á aquel rey de la factura.

—Cómo? Reconociendo el carácter de esa muger excéntrica, y que gusta de ser notada; Cuando vió que todo el mundo miraba el chal, me dijo:

—Guardaos vuestro carruaje; me quedo con el chal.

Y el Gaudissart prosiguió:

—Las inglesas tienen un disgusto particular (porque no se le puede llamar gusto), no saben nunca lo que quieren, y se determinan á tomar una cosa, más por una circunstancia fortuita que por voluntad.

Hé aquí lo que literalmente dijo el gefe del establecimiento.

Esto prueba que en todo negociante de cualquier otro pais no hay más que un negociante; pero que en Francia y, sobre todo, en ni Paris, hay un hombre salido de un Colegio real, instruido, amante de las artes, de la pesca, del teatro, ó devorado por el deseo de ser el sucesor de monsieur Cunin-Gridaine, ó coronel de la Guardia Nacional, ó miembro del Consejo general del Sena, ó juez del Tribunal de Comercio.

En esto apareció la muger del fabricante y dijo á un dependiente pequeñillo y rubio:

—Monsieur Adolfo, id á encargar otra nueva caja de cedro al ebanista.

Era que se queria buscar un sucesor al  chal-Selim.

          

                                                         PARÍS, NOVIEMBRE,  1844.

DIGITALIZADO POR LA VOLUNTARIA ERIS GARCIA POSTIGO (MELILLA - ESPAÑA)