HÉCTOR TIZÓN
I
Ella estuvo unos instantes contemplando absorta el hilo de agua clara
que se deslizaba en la ringla de hortensias. Las hortensias eran blancas y
azules, sólo unas pocas rosadas, y su padre se había obstinado en que se plantaran
a pesar de los ruegos y lloros de su madre. De todos modos, sea porque las
profecías se cumplen, o porque así lo hubiera dispuesto Dios, la niña Paula no
había hallado marido conveniente hasta ahora; pero eso a ella no parecía
pesarle, sino a sus hermanos y parientes, que no soportaban esa especie de
afrenta innominada que significa tener en la familia una mujer para vestir
santos, intocada por varón.
-Las mujeres no deben pensar
-había advertido el padre, cuando ella aún merecía- porque les da por elegir,
se ponen tristes y a la larga se enferman. -Julián, el mozo de mano, entró para
retirar la gran sopera de plata y remudar con otro lleno el garrafón de vino
mezclado con aloja.- Mi madre jamás pensó -dijo el padre; se sopló tres veces
los dientes, costumbre vieja-. Y se dedicó a tener hijos: quince.
La madre comenzó a
inquietarse con el giro de la conversación y, avergonzada, trató de variar el
tema.
-Vendrán los días brumosos
-dijo.
-Mejor -dijo el padre-. Son
los mejores días para estar en cama.
-¡Nicolás! -dijo la señora,
tratando de ruborizarse.
-Fuimos quince hermanos
-dijo él-. Machos, nueve; muertos, dos y el resto hembras; y a ninguna se le
dio por pensar; con la salvedad de mi pobre hermana monja, que terminó
confundiendo las ganas: la que está en Salta, consagrada.
No había el padre concluido de decir eso, cuando su
esposa, muy baja y rechoncha, abandonó
la mesa, llorando. Don Nicolás Álvarez volvió a soplarse los dientes y colmó su
copa, derramando un poco sobre el mantel. Pero la niña Paula no pareció
inquietarse; en realidad no pareció haber oído o entendido nada de lo que se
habló. Con los brazos posados en la mesa, jugueteando sus dedos con una miga de
pan reseca, parecían sonreír sus ojos, o mirar hacia adentro.
Hay
que poner empeño, hija -dijo entonces el padre, dirigiéndose a ella por primera
vez, con un imperceptible acento de ruego en la voz.
-Sí,
padre.
-Al hombre le gustan las caderas de la mujer... las en fin; otras cosas
también –ahogó en este punto un eructo que venía, muy hondo-. Pero menos la
cabeza. Para pensar ya están los curas y los abogados; que vienen a ser la
misma cosa. Ya ves, hijita; las monjas piensan menos que los curas y los otros
filósofos, pero lo mismo se hacen lisas y sólo sirven para mujeres dc Dios,
como quien dice... Podés tenerlo por cierto. Y ahora podés también levantarte
de la mesa.
La
niña Paula salió. Volvió a entrar la madre, ropas oscuras, torturándose la
nariz demasiado enrojecida ya con un pequeño pañuelo.
-¿Se ha ido? -preguntó.
- Sí.
- Hay que resignarse, Álvarez – dijo ella -. Ha
heredado no sólo el nombre sino los ojos, la cara de mi tía abuela, ¿la
recuerdas?
- Pero con ese cuerpo daba
para más –dijo él como pensando, ajeno, en voz alta.
- ¡Marido!
- Sí. -Ahora volvía a
mirarla, volvía a la realidad de este diálogo.- ¿Te acordás de
lo que le pasó a nuestra prima hermana Merceditas?
-Su mujer volvió a ruborizarse, tratando de cubrir sus labios con una
servilleta, para más disimular la risa que le vino.- ¿Te
acordás lo que dijo luego de la primera noche de
casada? -Su mujer, ya de risa franca, volvió a asentir, moviendo la cabeza.-
Dijo: ¡Ay, yo, que siempre he sido tan romántica y, fíjate, a Antenor le
había sabido gustar dormir desnudo! Por eso fue -agregó el padre, en tanto
su mujer reía, ahora con ganas- que no hubo caso hasta mucho después. La
persona romántica piensa mucho y enfría a los demás.
Ahora
el hilillo de agua, al cabo de las hortensias, al ir a volcarse en la acequia
de los fondos, se agrandaba en un
regato muy playo y extendido, en cuya superficie la niña Paula vio su rostro,
sus ojos, antes de que un oscuro sapo ronco y solemne, de un salto, fuera a
esconderse entre las matas de begonias; el jardín de enfrente de la casa estaba
aislado de la huerta por una alta albarrada de adobes torteados, pintada color
rosado y coronada de tejas para evitar la erosión de las lluvias; al pie de ese
canto umbroso, húmedo, florecían los geranios, los malvones-pensamiento y las
calas; más allá, al comienzo de la vereda que llevaba a los fondos, al vivar, a
los chiqueros y al pequeño majuelo que daba sólo para el consumo de la casa,
podía ella ver la superficie violácea y ondulada de un campo cubierto de
prímulas silvestres. Ni un ruido, sólo de vez en cuando un gallo estentóreo,
vaya a saber por qué, o un relincho.
La niña
Paula volvió a contemplarse en la superficie del agua, sus cabellos negros, sus
manos acariciándose las mejillas, y sus ojos, fijos, agrandados, sin asombro,
como si la miraran a ella misma.
Entonces aún nadie pensaba en irse, ni
siquiera en hacer un viaje más allá de una jornada de dos leguas a caballo; y
aun esa jornada de dos leguas a caballo siempre llevaba a casas de parientes o
allegados. La gente acostumbraba morir en el mismo lugar donde había nacido, y
a hombres y mujeres les importaba más la idea de la posesión que la libertad
propia; en tanto la vida crecía y descrecía y se tenían apetitos y fuerzas, o
sólo ganas y ya no fuerzas, en ese período en que el hombre se hace sentencioso
y la mujer tiene más vivos y más secretos los recuerdos de ideales malogrados o
de ganas imposibles.
De
pronto la niña Paula, asomada sobre la charca, movió una de sus manos y ese
movimiento de su mano fue como el vuelo agitado de un ave: -Vargas -lo
llamó. Las patas temblorosas, inquietas, del caballo salpicaron el agua, el
caballo, encrespado y furioso a causa de los acicates del jinete, levantó los
cascos delanteros a la altura del pecho y el jinete le descargó en la cabeza un
par de golpes secos con el vergajo; el caballo atropelló entonces la mata de hortensias, al tiempo
que el jinete le mandaba sofrenar con un grito. El caballo era ese moro de ojos
rojos, con un signo de la cruz en la frente, rechoncho y mediano, que había
sido atrapado junto a su anterior jinete muerto ya y semidevorado por los
perros, tres días después del combate del Fuerte de Cobos. Ella, en ademán
delicado, con el índice sobre sus labios le indicó silencio, aunque el huerto
era extenso y arbolado, tanto como para ocultar por varios días a un jinete y su
caballo.
La
niña Paula sonríe asomada al espejo del agua, ahora encrespada por una ráfaga
cálida de este agosto que ha llegado ventoso. Al fondo, hacia los campos, se
oyen ladrar los perros y ella trata de seguir viendo aquellas imágenes
quebrantadas en el agua que hasta entonces había estado mansa. Y ella volvió a
llamar: -Vargas. -Pero oscurecía, se empañaba el día, en ese lugar.
El capitán graduado
Rudecindo Vargas, desmontó. Tenía treinta y cinco años, muy trajinados por la
guerra; ya no era joven. Y en realidad, apostando lo que de él quedaba, se
había arriesgado insensatamente en romper el cerco puesto por las tropas de
Olañeta, para devolver a su dueña aquel relicario de conchas de Chile que
guardaba un mechón de cabellos negros.
Anoticiada, lo esperó. Tenía
entonces dieciséis años y don Nicolás Álvarez, hacendado y picado de viruelas,
nativo de Salta pero educado en Jujuy, aun no era principal. Vargas había
reemplazado su ojo izquierdo por un gran tajo que iba desde las comisuras de
los labios hasta perderse en el cuero cabelludo y había perdido el antebrazo
del mismo lado. Entre las gigantescas matas de hortensias pudo sofrenar ese
caballo que odiaba el agua, y se apeó. Luego, tomados de la mano, corrieron
hasta el viejo ceibo coposo que, recién después, mostraría su condición de mala
sombra.
Pero la niña Paula prefería
esta imagen fugaz que se ondulaba y diluía en la superficie del regato
inusitadamente parecido a sí mismo, o el mismo siempre -pese a que la
naturaleza tiende a ser revolucionaria- y en esa hipotética misma hora volvía a
asomarse hoy por impulso de una memoria remota e inconsciente, como se
acostumbrará decir después, mucho después, cuando todos los hechos de la
historia serían improbables.
El chirriar de la cadena del
aljibe, con cierta lentitud, y un portazo, se oyeron cancel adentro, al otro
lado del muro que separaba el huerto del jardín y a cuyo pie crecían los
geranios y las calas, donde las pasacanas reventaban resignadamente
desperdiciadas, y donde meaban, frecuentemente, los incontables perros de la
casa.
"Ya no hay un lugar,
desde aquí hacia el norte, donde no se hallen osamentas enterradas", dijo
el capitán Vargas. Ella ni sabía qué decir, y sólo tenía los ojos puestos en el
vigoroso pecho del hombre, sobre su uniforme descolorido por los solazos, el
bordado de los alhamares oscuros, la espada envainada, grisácea de color y
fría, que descansaba al través, sobre las piernas del guerrero. El follaje
volvió a mecerse y volvió a soplar, apenas, un aire cálido. Se oyeron unos pasos
y enseguida un resoplar de belfos, y al cabo pudieron ver, sin inquietud, entre
las sombras de la tarde a Julián el palafrenero, que sin embargo había estado
espiando y conducía ahora un caballo, tirando del cabestro, hacia el despejado.
Ella trató de acercarse, y Vargas le acarició las mejillas, los cabellos
oscuros, con su mano grande y única. No dijo ella una sola palabra, ni sabía ni
podía decirlas; y él lo intuía: enamorado a tal punto se está una sola vez;
después se puede estarlo nuevamente, pero siempre será distinto.
"Vargas", susurró
la niña Paula, mirando hacia el fondo de la charca, sin oír aún que algo se
movía escondido quizá entre los bejucos del costado, justamente donde terminaba
la última mata de hortensias. Ella, antes, alcanzó a decir -uno de los ojales
de la pechera dejaba ver un trozo de paño oscuro contra el cuerpo del hombre-: La
guerra terminará algún día y todo volverá a ser como antes.
"Nada vuelve a ser como antes, para
quien hace la guerra", dijo el capitán. Ella entonces le echó los brazos
al cuello y en el ademán lo despojó de la gorra y entonces, de pronto, Vargas
pareció muy joven; ella trató de asir la espada, fría, sobre las piernas del
guerrero, para apegarse a él. Volvió a soplar una ráfaga sobre la copa del
ceibo. Los perros ladraron otra vez.
"No
puedo", dijo el visitante, al cabo. "Ya no puedo." Ella, sueltos
sus cabellos, tenía el índice sobre los labios, los ojos muy abiertos sobre la
charca y las aguas de la charca se agitaban movidas por ese cálido viento de
agosto que deshojaba los árboles, mientras alguien, detrás de las vainas verdes
de los bejucos, luego de haber llevado un caballo moro, rechoncho y fiero,
hacia los rastrojos, había vuelto a su escondite cercano al regato y ahora,
desnudo de la cintura para abajo, temblaba.
II
Entonces el pueblo no
merecía sino un par de propietarios; no más de tres, en realidad. El viejo
camino de herradura por donde se encolumnara la vida, se había ensanchado como
para dejar paso a los vertiginosos y muy aislados carruajes que procuraban el
sur. Todo era distinto. Pero el río -entre Los Molinos y San Pablo- todavía era
importante por los meses de diciembre y febrero. Hacía mucho tiempo que nadie
reparaba las cumbreras alabeadas de los tejados, que porfiaban, expuestas, ni las
alfajías podridas en la sala. Pero aún las hortensias, las begonias silvestres,
los helechos-serrucho se alineaban
prodigiosamente desde el borde del camino hasta la casa, donde ahora, en lugar
del ceibo -fulminado muchos años atrás por un rayo- crecía un algarrobo enjuto,
duro y muy desparramado de follaje y de ramas.
El columpio colgaba de una
de las ramas del algarrobo y la niña se mecía en ese vaivén sin fuerzas. Su
padre era médico, el primer doctor de la región y el tercer varón alfabeto de
la rama de los Álvarez, linaje de hombres duros y comerciantes, pero su ciencia
no alcanzaba a explicar el mal de su hija María de las Mercedes, tullida y
ciega de nacimiento, que sólo hallaba paz en tanto se mecía en aquel columpio
pendiente de ese árbol que había crecido vigoroso, confiado y vecino al
estanque donde se empozaba -para derramarse luego- el agua de la pequeña
acequia que irrigaba el cercado de hortensias.
La madre, aunque vivió entre
llantos, lo había sabido desde un principio, pero el padre no se resignaba.
Durante meses, durante años quizá, pasó largas horas al borde de la cuna de su
hija -fabricada con fragantes palos de rosa tallado-, cuando, sin aceptarla,
intuyeron la desgracia, con una vela encendida en la mano que movía lentamente
a diestro y siniestro, con la esperanza invencible de que la niña siguiera
aquella luz con la mirada, muerta, de sus ojos. Después tampoco admitieron que
la niña fuese, además, tullida, y que únicamente pudiera usar su garganta, roja
y tierna, para imitar ciertas voces, el canto de algunos pájaros: jilgueros,
urracas e incluso reinamoras.
Como dos generaciones antes,
volvieron a ser sólo tres los habitantes de aquella casa: el viejo doctor, la
madre, la niña ciega, esto sin contar la gente de baja ralea, sirvientes propiamente
dichos y allegados o merodeadores de cocina y despensa.
María de las Mercedes creció
y de su crecimiento únicamente ella sabía. En su vida sólo había sonidos,
olores arbitrarios, o silencios que ella trastrocaba por espacios despoblados,
vacíos, ante los cuales debía retroceder como cuentan los antiguos argonautas.
Médicos y beatas se
acercaron al columpio de la niña; e incluso políticos influyentes; hasta que el
padre un día murió y la madre, ignorante y excitada por lo que suponía el
destino, convocó a cuantos se comidiesen por devolver la salud a la niña. María
de las Mercedes tenía ya, quizá, alrededor de treinta años, y en las tardes
cálidas de julio-agosto, cuando soplaba el viento -varios lo aseguraban- fluían
densas gotas de leche azulada de sus pechos. Bella, de grandes ojos negros
ciegos, de piel suave y blanca y caderas pequeñas y redondeadas, altura no
superaba los cinco jemes y aún, a aquella edad de supuestos treinta años,
recostando la cabeza en el borde, sus cabellos largos, castaños, suaves,
enmarcándole las mejillas y los ojos brillantes y dilatados, podía caber en
aquella cuna de fragantes palos de rosa.
En algunas mañanas tibias,
obedeciendo una antigua recomendación del padre, la niña, atada a los aperos
del caballo, era sacada a divagar bajo el sol claro, en los inviernos; y
entonces, recónditamente aterrada, muda y sola, se dejaba llevar en tinieblas
al vaivén de la bestia guiada del ronzal por el peón; el mismo que la había
visto, niños ambos, cómo se convertía en una presencia delicada y distinta de
la casa, en un mal sueño de los padres. Hasta que una tarde -ya el padre
enterrado bajo un túmulo cubierto de ciérrate-comadres y de hongos- la madre
admitió al hombre que había llegado con un paraguas y un sombrero de afilada copa,
unas campánulas o cencerros de metal y una vara de palo santo, montado en un
caballo ligeramente overo, brioso y de ojos enrojecidos, del que se apeó,
atándolo de las bridas a una rama de un arbusto enano. Y, como es sabido que,
quien tiene una pena la suele referir a cualquiera, la madre, antes de
retirarse a sus imágenes, le habló al recién llegado de su hija. El hombre
dijo: "Nadie puede curar a quien le es indiferente o ajeno".
Después el hombre eligió las
habitaciones traseras, las que daban al huerto y las higueras, a ese estanque
con patos flotantes y, en las noches, refugio oscuro de los sapos rococos.
La primera de las tardes le
colocó sus dos pulgares en las sienes, los dos al mismo tiempo, presionándolos;
María de las Mercedes, inquieta, no supo qué pasaba, pero él siguió presionando
con los pulgares vigorosos sobre sus sienes y echando su aliento cálido sobre
el rostro perturbado de la ciega. Al segundo día le tomó las manos y cantó; y
nadie supo lo que cantó porque lo hacía muy quedo, sobre la oreja izquierda de
la niña y casi sin mover los labios. Pero ella, sin entender las palabras,
sintió entonces una vibración muy honda y por primera vez experimentó algo que
estaba más allá del deseo de tocar las cosas pertenecientes al mundo desde
donde llegaban el ruido y las ayudas, las comidas para su boca, los olores; y
sintió también las manos del hombre que, desprendiéndole de sus ropas -de
tenues encajes rosa- le recorrían el cuerpo, suaves y calientes, apenas
presionando, como cuando, recordaba, sus propias manos habían ido descubriendo
lo que ella misma era. El hombre, un día de esos -los dejaban solos, siempre;
servidor y santa- dice, apenas balbuceando, mientras sostenía en sus brazos
levantada a la niña María de las Mercedes: Humo y oscuridad vienen a ser la
misma cosa. Y ella no comprende esas palabras; pero hay algo esencial,
eterno, que sí comprende, que siente, apresada en los brazos del hombre, quien
vuelve a decir: Verá como este baño de aguas la devuelve. Y justamente
había luna; se había presentado la noche de luna plena que él exigiera para el
baño secreto en aguas de amapolas y orejones; el fuentón echa un vapor
traslúcido, la habitación está en penumbras. Ella recuerda entonces la idea del
hombre en boca de su prima Melibea, que vivió acosada en interminables noches
de internada en colegios piadosos, y siente, ciega, muda y, de pronto, sorda,
un hálito, una llamarada de calor que la atrae súbitamente, sabe que está
madura y sabe también que es el final y entonces quiere preguntar si el amor es
más importante que la piedad y que el perdón. El hombre, que ha adivinado esas
dudas, dice: Todo eso no cuenta; es más fuerte aún que la venganza. Habían
pasado más de dos horas encerrados en la habitación y una densa nube blanca de
vapores de agua de menta y de cilantro comenzaba a asomar por las rendijas. Y
ella entonces quizá pensó: "Estoy ciega. Jamás he visto a un hombre y
puedo así amar a todos los hombres". "¿Qué es lo que somos para una
ciega?", preguntó él. "Ahora lo sé” –María de las Mercedes tenía sus
ojos muy dilatados y brillantes-: "Un hombre es un olor diferente; un
cuerpo duro; una respiración alterada”
La madre ya sólo atinaba a
aferrarse a su trisagio; no contaban las penas, ni los tíos -republicanos y
despreocupados. Y el hombre que tenía un sombrero puntiagudo, que tenía a la
ciega en sus brazos, a quien ya había vuelto a vestir, la colocó nuevamente en
su cuna. Y fue cuando ella se quedó allí, transformada, adormecida, lánguida,
pero ya nunca más sola.
III
De su tía abuela sólo conocía
un retrato que, ampliado, coloreado, oval, bombé y cubierto de polvo
colgaba ahora de una pared -desterrado- en el sotabanco, sobre el baúl-mundo
que su bisabuelo, el doctor Álvarez, había usado en su legendario,
prestigioso y ritual viaje a Paris. Ella se llamaba Paula, nombre que, aunque
había sido venializado por el de "Paulita", sonaba envejecido para
estos tiempos.
El flamante puente de hierro
sobre el río sonoroso en verano, improbable en invierno, que había costado
tantas manos, cuerpos destrozados por inexpertas voladuras de dinamita,
allanaba. desde algunos años atrás, el camino desde la casa grande a la ciudad,
y un automóvil podía deslizarse ahora por aquel derrotero que antes fuera más
angosto y épico, y polvoriento.
Ese día Paulita no había
bajado a comer y lo pasó, desde su cama contemplando la tarde lila, olorosa de
pastos quemados, a través de la ventana y poniendo de vez en cuando ini disco
en la victrola colocada al alcance de su mano. No iba a soportar más, se lo
había propuesto desde ayer, aquellas comidas sentenciosas y umbrías, en que su
madre rumiaba en silencio un plato de frangollo y el padre discurría siempre la
misma hipoteca sobre la finca y el precio descompensado del tabaco.
-Una edad peligrosa en
provincia –dijo Tío Benito. Tío Benito ( nadie supo explicarle con claridad por
dónde venía el tiazgo) aún usaba una casaca raso negra que pretendía ser levita
y era inspector de escuelas jubilado.
-¿Peligrosa por qué, tío?
-Porque es definitoria,
querida.
-¿Qué significa definitoria,
tío Benito?
-Quiere decir: o se está de
un lado o se está del otro. Y a tu edad, Paulita, una niña, en estas tierras,
debe estar yendo ya hacia el otro.
Tío Benito tenía el Ojo
izquierdo, el del Diablo, ligeramente más dilatado que el derecho, casi imperceptible
defecto de nacimiento, que había aprendido a encubrir enarcando la ceja y con
ese ojo miraba ahora a su sobrina. De él sólo recordaban los demás que había
estado remotamente casado con una mujer madura –la tía Isabela- una de cuyas
virtudes fue la de haber sabido tocar un par de breves melodías de minué
deslizando hábilmente sus dedos por los dientes de un peine; acordes que, era
un secreto familiar, aún podían escucharse hacia los cuartos excusados de
atrás, en calmas vísperas de viento norte.
La vieja casa, venerable e
hipotecada, no había cambiado mucho en los últimos años; su techumbre bermeja,
ennegrecida por los rigores de antiguas humedades; sus frescas solanas de
baldosas gastadas; los patios, el aljibe cegado ahora, diapasón temible y gutural
de los escuerzos; la acequia apenas si un hilo de agua vertiginosa y clara que
irrigaba las hortensias hasta perderse en una charca dilatada, en cuyos
ribazos, entre helechos silvestres, relampagueaban las corolas de los phlos,
las marimoñas y prímulas, en el extremo del jardín limitado por la alta tapia
de adobes donde empezaba la huerta y el vivar, ahora diezmado por los perros, y
el viñedo breve, decrépito, que sólo daba inoportunos y degenerados frutos
agridulces.
En ese ancho y profundo baúl-mundo
del desván, descubrieron, juntos, aquel hábito tenue y blanco, de tul de
Flandes entre cuyos dobleces hallaron un saquito bordado y crujiente, relleno
de flores secas de tuscas, junto a una espada gris, una casaca militar de color
descaecido y un guante de hombre, vacío y rígido. Ella estaba allí, con él, que
tenía como sus años y ella fue quien le tomó de la mano. Él estaba entusiasmado
por la espada, rígida y fría y aprisionada en la vaina corva.
La niña Paulita está en su
cama y no ha bajado a comer alegando un enfriamiento, y desde su cama vuelve
una y otra vez a colocar el brazo de la púa sobre el disco en el fonógrafo y
suena una melodía, con ese sonar grave y melancólico con que sonaban entonces
las canciones de los discos, y mira la tarde ocre, sutilmente brumosa y tal vez
lila, por la ventana. La voz en el fonógrafo se oye ajada y lejana. Él tenía
los cabellos crecidos y eran hermosos cuando se quitaba la gorra y le caían
sueltos por sobre las orejas, como ahora, y cálidas las palmas de sus manos, unas
manos nudosas y decididas, de hombre, y delicadas, o temblorosas, acechantes,
impredecibles. Levantan la tapa del gran baúl, al pie del retrato oval. Allí y
afuera todo está callado; adentro huele a maderamen seco y a antiguos
excrementos de roedores; ella toma el vestido blanco, lo despliega, lo extiende
sobre el suelo del sotabanco, que ya no es tan penumbroso. Y comienza a
desnudarse.
Ahora ha encendido un
cigarrillo en el extremo de una larga boquilla de carey, cuando oye el batir de
la hoja de una puerta que se cierra y el grito desagradable de un pavo real.
Está desnuda en su cama y de pronto se mira los pechos aprisionados en sus
manos, y sonríe. Siempre habían hecho todo por creer –el retrato ligeramente
coloreado, los espejuelos de armazón de plata, redondos y menudos en sus ojos-
que ella había muerto de esa muerte piadosa y canónica de que mueren las niñas
ciegas y no de un aborto mal procurado. Abelardo –sobrino de un tío común- le
había revelado aquel secreto. También recordaba, ligeramente divertida ahora,
la cara, la furia de Abelardo, aquel atardecer -no al empezar, sino después-
cuando comprobó que no era virgen. Y quizá a causa de eso fue que lo dijo;
porque una falta, cuando es congénita, resulta más llevadera e inculpable, como -recordaban- hubiera dicho el tío Benito. “Ella era ciega por
algo”, dijo él. “Dicen que tenía un tordo en una jaula, que, una vez, al ver a
mi tío Benito escopeta en mano, de regreso de una excursión de caza, se desmayó
con gran escándalo dentro de la jaula.”
La puerta sonó dos veces y
luego se abrió para dar paso a una vieja trayendo un té de menta en un vaso,
con terrones de azúcar quemada que le enviaban de la cocina. Ella detuvo el
disco, que ya no sonaba, se desperezó, desnuda y tibia debajo de las cobijas y
preguntó la hora.
- Han de ser como las seis
-dijo la vieja-. El señor don José ya ha llegado y está abajo.
Don José era un señor grave,
fuerte comprador de tabaco, que se obstinaba, extrañamente en comprarlo de aquí
y pagar sin discutir, obstinación que su madre atribuía a un puro milagro, o a
que en realidad él era oriundo del sur e hijo de italianos.
La primera vez que ella lo
vio fue ese día en que bajó del desván. Su madre daba gritos; ella bajó, tenía
las mejillas encarnadas, los ojos brillantes y estaba agitada como cuando bajó
de montar un caballo que la llevó de galope, atada sus piernas por el tío
Benito a las cinchas de animal. El señor don José no supo qué hacer y le
extendió la mano.
Tiene catorce años -dijo la
madre-. Parece más, ¿verdad?
Ella se estuvo quiera y
sentada un buen rato, mirando a don José y pensando en el baúl-mundo del
sotabanco, que había quedado abierto, en la espada erecta, fría y dura, en los
tules blancos, en esos cabellos suaves y revueltos con que jugaba. Después
vinieron el té y un galimatías de tabacos, gravámenes, precios y prendas
flotantes.
Cuando ella pudo subir de
regreso al desván sólo estaba el vestido derramado en el suelo, la ventana
abierta, la espada gris, envainada y fría, que ella, caída de rodillas, sentada
sobre sus talones, tomó sin darse cuenta entre sus manos, y de pronto volvió a
sentir –sabiendo que no estaba- el olor tibio de su cuerpo duro, su respiración
alterada, sus manos tiernas y torpes, cuando ya no estaba.
-Han de ser como las seis -dijo
la criada vieja.
El disco giraba, la púa
giraba también sobre el eje de la victrola, muda, y a través de la ventana el
paisaje ya no era del mismo color.
Entonces, cuando bajó,
cuando todos los demás se enteraron, dijeron que estaba loca que había perdido
la razón igual que el viejo doctor, como su taciturno padre bajo el peso de la
hipoteca sobre el fundo, que. sin embargo, el señor José se había anticipado a
solventar hacía mucho tiempo.
Croaban los sapos; las
alfajías, dilatadas de día, comenzaban a crujir, contrayéndose a esta hora.
Ella bajó de la cama, descalza, salió de su cuarto; descendió los escalones de
fuertes vigas de morera basta el descanso y desde allí, desde el hueco de la
berenguela, miró hacia fuera: el reguero de hortensias, todas azuladas a la luz
de esta luna, el correr del agua silenciosa y brillante alimentando las
bástigas entre cantos y terrones y más allá la fuente donde flotaba un ganso
perezoso y pesado; un trozo del tapial viejo a cuyos pies, ahora, sólo crecían
las pencas pero adonde aún iban a mear los perros innumerables de la finca. Y
desde el descanso que formaba uno de los vértices de la sala, volvió a subir;
con dos o tres trancos superó la distancia que mediaba hasta la puerta del
sotabanco, pero, una vez allí, cuando
sus ojos se acostumbraron a la penumbre y pudieron ver, no lo encontró. El gran
baúl sólo guardaba unos trastos y unas telarañas; no estaban ya la espada ni el
hábito blanco, ni siquiera el retrato oval pendiente de la pared. Sólo estaba
el melancólico olor a viejo y a
bostas de roedores y la penumbrosa luz de la luna. De pronto un ruido seco y
atropellado la sacó de sí e hizo que se asomara por el ventanuco que daba hacia
el huerto y vio un caballo moro, brioso, parado sobre sus traseras y acosado
por los perros, entreverado en las grandes hortensias, los bejucos y la luz de
la luna. Después todo quedó en silencio, como si fuese noche de invierno y ella
pensó que en realidad era imposible amar, o era imposible amar eternamente; que
tal vez fuera lícito amar sólo un instante, intensamente, para después
recordar, y envejecer. Y que el hecho de amar era único y siempre igual a sí
mismo a través del tiempo, y a la vez efímero y permanente.
Luego de eso Paulita
descendió el resto de los escalones, completamente desnuda, abrió la puerta y
penetró en la sala donde su madre aún de luto y el señor José, sentados no
lejos de la chimenea sin calor, habían bebido té y soportaban ahora en sendas
pequeñas copas un denso jarabe de tunas.
Muy
poco tiempo después fue casada.