JOSÉ MARTÍ
NUESTRA AMÉRICA
Cree el
aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de
alcalde, o
le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los
ahorros, ya
da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete
leguas en
las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el
cielo, que
van por el aire dormido engullendo mundos. Lo que quede de aldea en
América ha
de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la
cabeza, sino
con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las
armas del
juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de
piedra.
No hay proa
que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el
mundo, para,
como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados.
Los pueblos
que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a
pelear
juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los
dos la misma
tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de
encajar, de
modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición
criminal,
cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del
hermano
vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les
llame el
pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no
las cobra el
honrado en dinero, a tanto por la bofetada Ya no podemos ser el pueblo de
hojas, que
vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la
acaricie el
capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de
poner en fila,
para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y
de la marcha
unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces
de los
Andes.
A los
sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son
hombres
de siete
meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les
alcanza
al árbol
difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de
Madrid o
de París, y
dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos
insectos
dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o
madrileños,
vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de
carpintero,
que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en
América, que
se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y
reniegan,
¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las
enfermedades!
Pues, ¿quién es el hombre?, ¿el que se queda con la madre, a curadle la
enfermedad,
o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las
tierras
podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó,
paseando el
letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de
nuestra
América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos
desertores
que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre
a sus
indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren
hacer el
trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿ se fue a
vivir
con los
ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su
tierra
propia?
¡Estos "increíbles" del honor, que lo arrastran por el suelo
extranjero, como los
increíbles
de la Revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!
Ni ¿en qué
patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas
dolorosas de
América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del
libro con el
cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores
tan
descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan
adelantadas
y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de
pedestal,
porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e
irremediable
a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo
de ir por el
mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando
champaña. La
incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le
acomoden y
grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de
composición
singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre
en los
Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto
de Hamilton
no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se
desestanca
la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay
que atender
para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe
cómo se
gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho
su país, y
cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones
nacidas del
país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y
ejerce, y
disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el
pueblo que
fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer
del país. El
espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de
avenirse a
la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los
elementos
naturales del país.
Por eso el
libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los
hombres
naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha
vencido al
criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre
la
falsa
erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la
inteligencia
superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende
prescindiendo
de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a
recobrar por
la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el
interés. Por
esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los
tiranos de
América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas
han purgado
en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del
país,
derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un
pueblo
nuevo, quiere decir creador.
En pueblos
compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su
hábito de
agredir y resolver las dudas con la mano, allí donde los cultos no aprendan el
arte del
gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la
inteligencia, y
quiere que
la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna
ella.
¿Cómo han de
salir de las Universidades los gobernantes, si no hay Universidad en
América
donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de
los
elementos
peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo,
con
antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen.
En la
carrera de
la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos
de la política.
El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el
mejor
estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la
cátedra, en
la academia,
debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país.
Conocerlos
basta, sin vendas ni ambages: porque el que pone de lado, por voluntad u
olvido, una
parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la
negligencia,
y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de
conocer sus
elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el
hombre
natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros,
porque
no se la
administra en acuerdo con las necesidades patentes del país. Conocer es
resolver.
Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de
librarlo de
tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La
historia de
América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe
la de los
arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra.
Nos es más
necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos
exóticos.
Injértese en nuestras Repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de
nuestras
Repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener
el hombre
más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.
Con los pies
en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos,
denodados,
al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la
conquista de
la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en México la
república en
hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa,
instruye en
la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe
de Centro
América contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos,
y el Sol por
pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los
argentinos
por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar,
uno, que no
fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más
escaso,
porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil
morir con
honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y
unánimes es
más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos,
arrogantes,
exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica
zapaban, con
la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que había
izado, en
las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos
de pierna
desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia
gobernante
en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución
jerárquica
de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las
capitales de
corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota-de-potro, o los redentores
bibliógenos
no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra,
desatada a
la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra
ella ni sin
ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre
los
elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y
avieso,
y las ideas
y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad
local, el
gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando
que negaba
el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o
desoyendo a
los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía
por base la
razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de
uno sobre la
razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el
cambio de
formas, sino el cambio de espíritu.
Con los
oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los
intereses y
hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve
de noche al
lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al
aire. No se
le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Guando la presa
despierta,
tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra
América se
está salvando de sus grandes yerros-de la soberbia de las ciudades
capitales,
del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva
de las ideas
y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen,-por
la virtud
superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la
colonia. El
tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con
las zarpas
al aire, echando llamas por los ojos.
Pero
"estos países se salvarán", como anunció Rivadavia el argentino, el
que pecó de
finura en
tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó
con lanzón
se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja, y se pone en la puerta del
Congreso de
Iturbide "a que le hagan emperador al rubio". Estos países se
salvarán,
porque, con
el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la
Naturaleza,
en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha
sucedido en
Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación
anterior, le
está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.
Eramos una
visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño.
Eramos una
máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón
de
Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas
alrededor, y
se iba al
monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba
en la noche
la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El
campesino,
el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa,
contra su
criatura. Eramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la
alpargata en
los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con
la caridad
del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en
desestancar
al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al
cuerpo de
los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el
letrado, y
el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo,
echaba al
Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza coronada de nubes. El pueblo
natural, con
el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni
el
libro
europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se
probó
el odio, y
los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia
del libro
contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo,
del
imperio
imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa
o
inerte, se
empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y
se saludan.
"¿Cómo somos?" se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son.
Cuando
aparece en Cojímar un problema, no va a buscar la solución a Danzig. Las
levitas son
todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los
jóvenes de
América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa y la
levantan con
la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la
salvación
está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de
plátano; y
si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un
país han de
acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer
por un yerro
de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser
viable,
tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y
adelanta con
todos, muere la república. E1 tigre de adentro se entra por la hendija, y el
tigre de
afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O
si
deja a la
zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es
política.
Los pueblos
han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo
pecho y una
sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el
fuego del
corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando por las
venas, la
sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se
saludan, de
un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas
naturales
del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar.
Los
economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser
sobrios. Los
dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias
discuten
temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol
glorioso el
chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los
gobernadores,
en las repúblicas de indios, aprenden indio.
De todos sus
peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está
durmiendo el
pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar,
con prisa
loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un
coche de
mulas, ponen coche de viento y de cochero a una bomba de jabón; el lujo
venenoso,
enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero.
Otras
acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter
viril.
Otras crían,
en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas.
Pero otro
peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la
diferencia
de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la
hora próxima
en que se le acerque demandando relaciones íntimas, un pueblo
emprendedor
y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que
se han hecho
de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos
viriles;
como la hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el
predominio de
lo más puro de su sangre, la América del Norte, o el que pudieran
lanzarla sus
masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un
caudillo
hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo
a la prueba
de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla;
como su
decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del
Universo, un
freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia
ostentosa, o
la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra
América es
enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado
sofocante,
manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos la pelea con
las ruinas,
y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del
vecino
formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge,
porque el
día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto,
para que no
la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por
el
respeto,
luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo
mejor
del hombre y
desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se
revele y
prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener
una picota
para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo
la
verdad.
No hay odio
de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de
lámparas,
enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el
observador
cordial buscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde resalta, en el
amor
victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma
emana, igual
y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la
humanidad el
que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el
amasijo de
los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos,
caracteres
peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de
vanidad y de
avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en
un período
de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país,
trocarse en
amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte
declara
perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía
de
aldea, una
maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla
nuestro
idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras
políticas,
que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y
trigueños,
ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos
favor de la
historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de
esconder los
datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los
siglos, con
el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque
ya suena el
himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado
por los
padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el
lomo del
cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por
las islas
dolorosas del mar, la semilla de la América nueva !
(