Soneto
de Miguel de Cervantes a la reina Doña Isabel 2ª
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Serenísima reina, en quien se halla |
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lo que Dios pudo dar a un ser humano; |
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amparo universal del ser cristiano, |
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de quien la santa fama nunca calla; |
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arma feliz, de cuya fina malla |
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se viste el gran Felipe soberano, |
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ínclito rey del ancho suelo hispano |
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a quien Fortuna y Mundo se avasalla: |
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¿cuál ingenio podría aventurarse |
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a pregonar el bien que estás mostrando, |
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si ya en divino viese convertirse? |
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Que, en ser mortal, habrá de acobardarse, |
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y así, le va mejor sentir callando |
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aquello que es difícil de decirse. |
Epitafio
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aquí la flor de la francesa gente, |
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aquí quien concordó lo diferente, |
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de oliva coronando aquella guerra; |
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aquí en pequeño espacio veis se encierra |
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nuestro claro lucero de occidente; |
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aquí yace enterrada la excelente |
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causa que nuestro bien todo destierra. |
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Mirad quién es el mundo y su pujanza, |
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y cómo, de la más alegre vida, |
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la muerte lleva siempre la victoria; |
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también mirad la bienaventuranza |
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que goza nuestra reina esclarescida |
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en el eterno reino de la gloria. |
Redondilla castellana
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libre nuestro hispano suelo, |
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con un repentino vuelo |
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la mejor flor de la tierra |
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fue trasplantada en el cielo; |
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y, al cortarla de su rama, |
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el mortífero accidente |
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fue tan oculto a la gente |
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como el que no ve la llama |
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hasta que quemar se siente. |
Cuatro redondillas castellanas
a la muerte de Su Majestad
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esperaba nuestra suerte, |
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bien como ladrón famoso |
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vino la invencible muerte |
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a robar nuestro reposo; |
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y metió tanto la mano |
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aqueste fiero tirano, |
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por orden del alto cielo, |
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que nos llevó deste suelo |
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el valor del ser humano. |
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¡Cuán amarga es tu memoria, |
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oh dura y terrible faz! |
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Pero en aquesta victoria, |
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si llevaste nuestra paz, |
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fue para dalle más gloria; |
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y, aunqu'el dolor nos desvela, |
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una cosa nos consuela: |
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ver que al reino soberano |
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ha dado un vuelo temprano |
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nuestra muy cara Isabela. |
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Una alma tan limpia y bella, |
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tan enemiga de engaños, |
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¿qué pudo merecer ella, |
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para que en tan tiernos años |
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dejase el mundo de vella? |
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Dirás, Muerte, en quien se encierra |
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la causa de nuestra guerra, |
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para nuestro desconsuelo, |
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que cosas que son del cielo |
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no las merece la tierra. |
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Tanto de punto subiste |
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en el amor que mostraste, |
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que, ya que al cielo te fuiste, |
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en la tierra nos dejaste |
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las prendas que más quesiste. |
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¡Oh Isabela Eugenia Clara, |
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Catalina, a todos cara, |
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claros luceros las dos, |
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no quiera y permita Dios |
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se os muestre Fortuna avara! |
La elegía que, en nombre de todo el estudio, el sobredicho
[Cervantes] compuso, dirigida al Ilustrísimo y
Reverendísimo Cardenal don Diego de Espinosa, etc.,
en la cual con bien elegante estilo se ponen
cosas dignas de memoria
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o en cúya oreja sonará su acento, |
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que no deshaga el corazón en llanto? |
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A ti, gran cardenal, yo le presento, |
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pues vemos te ha cabido tanta parte |
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del hado secutivo vïolento. |
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Aquí verás qu'el bien no tiene parte: |
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todo es dolor, tristeza y desconsuelo |
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lo que en mi triste canto se reparte. |
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¿Quién dijera, señor, que un solo vuelo |
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de una ánima beata al alta cumbre |
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pusiera en confusión al bajo suelo? |
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Mas, ¡ay!, que yace muerta nuestra lumbre: |
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el alma goza de perpetua gloria, |
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y el cuerpo de terrena pesadumbre. |
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No se pase, señor, de tu memoria |
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cómo en un punto la invincible muerte |
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lleva de nuestras vidas la victoria. |
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Al tiempo que esperaba nuestra suerte |
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poderse mejorar, la sancta mano |
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mostró por nuestro mal su furia fuerte. |
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Entristeció a la tierra su verano, |
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secó su paraíso fresco y tierno, |
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el ornato añubló del ser cristiano. |
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Volvió la primavera en frío invierno, |
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trocó en pesar su gusto y alegría, |
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tornó de arriba abajo su gobierno. |
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Pasóse ya aquel ser que ser solía |
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a nuestra obscuridad claro lucero, |
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sosiego del antigua tiranía. |
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A más andar el término postrero |
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llegó, que dividió con furia insana |
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del alma sancta el corazón sincero. |
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Cuanto ya nos venía la temprana |
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dulce fruta del árbol deseado, |
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vino sobre él la frígida mañana. |
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Quien detuvo el poder de Marte airado |
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que no pasase más el alto monte, |
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con prisiones de nieve aherrojado, |
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no pisará ya más nuestro horizonte, |
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que a los campos Elíseos es llevada |
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sin ver la obscura barca de Caronte. |
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A ti, fiel pastor de la manada |
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seguntina, es justo y te conviene |
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aligerarnos carga tan pesada. |
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Mira el dolor que el gran Filipo tiene: |
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allí tu discreción muestre el alteza |
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que en tu divino ingenio se contiene. |
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Bien sé que le dirás que a la bajeza |
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de nuestra humanidad es cosa cierta |
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no tener solo un punto de firmeza, |
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y que, si yace su esperanza muerta |
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y el dolor vida y alma le lastima, |
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que a do la cierra, Dios abre otra puerta. |
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Mas, ¿qué consuelo habrá, señor, que oprima |
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algún tanto sus lágrimas cansadas |
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si una prenda perdió de tanta estima? |
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Y más si considera las amadas |
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prendas que le dejó en la dulce vida |
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y con su amarga muerte lastimadas. |
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Alma bella, del cielo merescida, |
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mira cuál queda el miserable suelo |
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sin la luz de tu vista esclarescida: |
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verás que en árbor verde no hace vuelo |
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el ave más alegre, antes ofresce |
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en su amoroso canto triste duelo. |
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Contino en grave llanto se anochece |
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el triste día que te imaginamos |
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con aquella virtud que no perece; |
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mas deste imaginar nos consolamos |
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en ver que merescieron tus deseos |
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que goces ya del bien que deseamos. |
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Acá nos quedarán por tus trofeos |
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tu cristiandad, valor y gracia estraña, |
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de alma sancta sanctísimos arreos. |
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De hoy más, la sola y afligida España, |
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cuando más sus clamores levantare |
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al summo Hacedor y alta compaña, |
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cuando más por salud le importunare |
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al término postrero que perezca |
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y en el último trance se hallare, |
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sólo podrá pedirle que le ofrezca |
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otra paz, otro amparo, otra ventura |
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qu'en obras y virtudes le parezca. |
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El vano confiar y la hermosura, |
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¿de qué nos sirve si en pequeño instante |
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damos en manos de la sepultura? |
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Aquel firme esperar sancto y constante, |
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que concede a la fe su cierto asiento |
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y a la querida hermana ir adelante, |
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adonde mora Dios en su aposento |
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nos puede dar lugar dulce y sabroso, |
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libre de tempestad y humano viento. |
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Aquí, señor, el último reposo |
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no puede perturbarse, ni la vida |
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temer más otro trance doloroso; |
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aquí con nuevo ser es conducida |
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entre las almas del inmenso coro |
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nuestra Isabela, reina esclarescida; |
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con tal sinceridad guardó el decoro, |
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do al precepto divino más se aspira, |
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que meresce gozar de tal tesoro. |
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¡Ay muerte!, ¿contra quién tu amarga ira |
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quesiste ejecutar para templarme |
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con profundo dolor mi triste lira? |
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Si nos cansáis, señor, ya descucharme, |
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anudaré de nuevo el roto hilo, |
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que la ocasión es tal que ha d'esforzarme; |
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lágrimas pediré al corriente Nilo, |
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un nuevo corazón al alto cielo, |
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y a las más tristes musas triste estilo. |
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Diré que al duro mal, al grave duelo |
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que a España en brazos de la muerte tiene, |
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no quiso Dios dejarle sin consuelo: |
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dejóle al gran Filipo, que sostiene, |
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cual firme basa al alto firmamento, |
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el bien o desventura que le viene. |
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De aquesto, vos lleváis el vencimiento, |
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pues deja en vuestros hombros él la carga |
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del cielo y de la tierra, y pensamiento. |
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La vida que en la vuestra ansí se encarga |
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muy bien puede vivir leda y segura, |
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pues de tanto cuidado se descarga; |
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gozando, como goza, tal ventura |
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el gran señor del ancho suelo hispano, |
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su mal es menos y nuestra desventura. |
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Si el ánimo real, si el soberano |
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tesoro le robó en un solo día |
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la muerte airada con esquiva mano, |
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regalos son qu'el summo Dios envía |
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a aquél que ya le tiene aparejado |
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sublime asiento en l'alta jerarquía. |
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Quien goza quïetud siempre en su estado, |
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y el efecto le acude a la esperanza |
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y a lo que quiere nada le es trocado, |
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argúyese que poca confianza |
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se puede tener d'él que goce y vea |
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con claros ojos bienaventuranza. |
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Cuando más favorable el mundo sea, |
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cuando nos ría el bien todo delante |
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y venga al corazón lo que desea, |
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tiénese de esperar que en un instante |
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dará con ello la Fortuna en tierra, |
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que no fue ni será jamás constante. |
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Y aquel que no ha gustado de la guerra, |
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a do se aflige el cuerpo y la memoria, |
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paresce Dios del cielo le destierra, |
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porque no se coronan en la gloria |
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si no es los capitanes valerosos |
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que llevan de sí mesmos la victoria. |
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Los amargos sospiros dolorosos, |
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las lágrimas sin cuento que ha vertido |
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quien nos puede su vista hacer dichosos, |
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el perder a su hijo tan querido, |
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aquel mirarse y verse cuál se halla |
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de todo su placer desposeído, |
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¿qué se puede decir sino batalla |
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adonde l'hemos visto siempre armado |
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con la paciencia, qu'es muy fina malla? |
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Del alto cielo ha sido consolado |
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[con] concederle acá vuestra persona, |
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que mira por su honra y por su estado. |
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De aquí saldrá a gozar de una corona |
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más rica, más preciosa y muy más clara |
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que la que ciñe al hijo de Latona. |
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Con él vuestra virtud, al mundo rara, |
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se tiene de estender de gente en gente, |
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sin poderlo estorbar Fortuna avara; |
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resonará el valor tan excelente |
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que os ciñe, cubre, ampara y os rodea, |
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de donde sale el sol hasta occidente, |
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y allá en el alto alcázar do pasea |
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en mil contentos nuestra reina amada, |
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si puede desear, sólo desea |
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que sea por mil siglos levantada |
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vuestra grandeza, pues que se engrandece |
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el valor de su prenda deseada, |
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que [en] vuestro poderío se paresce |
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del católico rey la summa alteza, |
|
que desde un polo al otro resplandesce. |
|
De hoy más, deje del llanto la fiereza |
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el afligida España, levantando |
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con verde lauro ornada la cabeza, |
|
que, mientra fuere el cielo mejorando |
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del soberano rey la larga vida, |
|
no es bien que se consuma lamentando; |
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y, en tanto que arribare a la subida |
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de la inmortalidad vuestra alma pura, |
|
no se entregue al dolor tan de corrida; |
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y más, qu'el grave rostro de hermosura, |
|
por cuya ausencia vive sin consuelo, |
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goza de Dios en la celeste altura. |
|
¡Oh trueco glorïoso, oh sancto celo, |
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pues con gozar la tierra has merecido |
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tender tus pasos por el alto cielo! |
|
Con esto cese el canto dolorido, |
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magnánimo señor, que, por mal diestro, |
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queda tan temeroso y tan corrido |
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cuanto yo quedo, gran señor, por vuestro. |
Poesías sueltas
Soneto
de Miguel de Cervantes,
gentilhombre español, en loor del autor
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alto Bartholomeo de Ruffino, |
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que de Parnaso y Ménalo el camino |
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habéis dichosamente paseado! |
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Del siempre verde lauro coronado |
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seréis, si yo no soy mal adivino, |
|
si ya vuestra fortuna y cruel destino |
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os saca de tan triste y bajo estado, |
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pues, libre de cadenas vuestra mano, |
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reposando el ingenio, al alta cumbre |
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os podéis levantar seguramente, |
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oscureciendo al gran Livio romano, |
|
dando de vuestras obras tanta lumbre |
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que bien merezca el lauro vuestra frente. |
Del mismo,
en alabanza de la presente obra
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en esta verdadera, clara historia, |
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se oyera de cristianos la victoria, |
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¡cuál fuera el fruto d'esta rica planta! |
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Ansí cual es, al cielo se levanta |
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y es digna de inmortal, larga memoria, |
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pues, libre de algún vicio y baja escoria, |
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al alto ingenio admira, al bajo espanta. |
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Verdad, orden, estilo claro y llano |
|
cual a perfecto historiador conviene, |
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en esta breve summa está cifrado. |
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¡Felice ingenio, venturosa mano, |
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que, entre pesados yerros apretado, |
|
tal arte y tal virtud en sí contiene! |
De Miguel de Cervante[s],
captivo,
a M. Vázquez, mi señor
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señor, a vuestro oído no ha llegado |
|
en tiempo que sonar mejor debía, |
|
no ha sido por la falta de cuidado |
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sino por sobra del que me ha traído |
|
por estraños caminos desvïado. |
|
También, por no adquirirme de atrevido |
|
el nombre odioso, la cansada mano |
|
ha encubierto las faltas del sentido. |
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Mas ya que el valor vuestro sobrehumano, |
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de quien tiene noticia todo el suelo, |
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la graciosa altivez, el trato llano |
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aniquilan el miedo y el recelo |
|
que ha tenido hasta aquí mi humilde pluma |
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de no quereros descubrir su vuelo, |
|
de vuestra alta bondad y virtud summa |
|
diré lo menos, que lo más no siento |
|
quién de cerrarlo en verso se presuma. |
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Aquél que os mira en el subido asiento |
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do el humano favor puede encumbrarse, |
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y que no cesa el favorable viento, |
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y él se ve entre las ondas anegarse |
|
del mar de la privanza, do procura, |
|
o por fas o por nefas, levantarse, |
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¿quién duda que no dice: «La ventura |
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ha dado en levantar este mancebo |
|
hasta ponerle en la más alta altura: |
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ayer le vimos inesperto y nuevo |
|
en las cosas que agora mide y trata |
|
tan bien que tengo envidia y las apruebo»? |
|
D'esta manera se congoja y mata |
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el envidioso, que la gloria ajena |
|
le destruye, marchita y desbarata. |
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Pero aquél que con mente más serena |
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contempla vuestro trato y vida honrosa |
|
y del alma dentro, de virtudes llena, |
|
no la inconstante rueda presurosa |
|
de la falsa fortuna, suerte o hado, |
|
signo, ventura, estrella ni otra cosa |
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dice qu'es causa que en el buen estado |
|
que agora poseéis os haya puesto, |
|
con esperanza de más alto grado, |
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mas solo el modo del vivir honesto, |
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la virtud escogida que se muestra |
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en vuestras obras y apacible gesto, |
|
ésta dice, señor, que os da su diestra |
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y os tiene asido con sus fuertes lazos |
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y a más y a más subir siempre os adiestra. |
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¡Oh sanctos, oh agradables dulces brazos |
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de la sancta virtud, alma y divina, |
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y sancto quien recibe sus abrazos! |
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Quien con tal guía, como vos, camina, |
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¿de qué se admira el ciego vulgo bajo |
|
si a la silla más alta se avecina? |
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Y, puesto que no hay cosa sin trabajo, |
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quien va sin la virtud va por rodeo, |
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y el que la lleva va por el atajo. |
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Si no me engaña la experiencia, creo |
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que se ve mucha gente fatigada |
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de un solo pensamiento y un deseo: |
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pretenden más de dos llave dorada, |
|
muchos un mesmo cargo, y quien aspira |
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a la fidelidad de una embajada. |
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Cada qual por sí mesmo al blanco tira |
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donde asestan otros mil, y sólo es uno |
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cuya saeta dio do fue la mira; |
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y éste quizá, qu'a nadie fue importuno |
|
ni a la soberbia puerta del privado |
|
se halló, después de vísperas, ayuno, |
|
ni dio ni tuvo a quien pedir prestado: |
|
sólo con la virtud se entretenía |
|
y en Dios y en ella estaba confiado. |
|
Vos sois, señor, por quien decir podría |
|
(y lo digo y diré sin estar mudo) |
|
que sola la virtud fue vuestra guía, |
|
y que ella sola fue bastante y pudo |
|
levantaros al bien do estáis agora, |
|
privado humilde, de ambición desnudo. |
|
¡Dichosa y felicísima la hora, |
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donde tuvo el real conoscimiento |
|
noticia del valor que anida y mora |
|
en vuestro reposado entendimiento, |
|
cuya fidelidad, cuyo secreto |
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es de vuestras virtudes el cimiento! |
|
Por la senda y camino más perfecto |
|
van vuestros pies, que es la que el medio |
|
tiene y la que alaba el seso más discreto; |
|
quien por ella camina, vemos viene |
|
a aquel dulce, süave paradero |
|
que la felicidad en sí contiene. |
|
Yo, que el camino más bajo y grosero |
|
he caminado en fría noche escura, |
|
he dado en manos del atolladero, |
|
y en la esquiva prisión, amarga y dura, |
|
adonde agora quedo, estoy llorando |
|
mi corta, infelicísima ventura, |
|
con quejas tierra y cielo importunando, |
|
con suspiros el aire escuresciendo, |
|
con lágrimas el mar acrescentando. |
|
Vida es ésta, señor, do estoy muriendo, |
|
entre bárbara gente descreída |
|
la mal lograda juventud perdiendo. |
|
No fue la causa aquí de mi venida |
|
andar vagando por el mundo acaso |
|
con la vergüenza y la razón perdida: |
|
diez años ha que tiendo y mudo el paso |
|
en servicio del gran Filipo nuestro, |
|
ya con descanso, ya cansado y laso; |
|
y, en el dichoso día que siniestro |
|
tanto fue el hado a la enemiga armada |
|
cuanto a la nuestra favorable y diestro, |
|
de temor y de esfuerzo acompañada, |
|
presente estuvo mi persona al hecho, |
|
más de speranza que de hierro armada. |
|
Vi el formado escuadrón roto y deshecho, |
|
y de bárbara gente y de cristiana |
|
rojo en mil partes de Neptuno el lecho; |
|
la muerte airada con su furia insana |
|
aquí y allí con priesa discurriendo, |
|
mostrándose a quién tarda, a quién temprana; |
|
el son confuso, el espantable estruendo, |
|
los gestos de los tristes miserables |
|
que entre el fuego y agua iban muriendo; |
|
los profundos sospiros lamentables |
|
que los heridos pechos despedían, |
|
maldiciendo sus hados detestables. |
|
Helóseles la sangre que tenían |
|
cuando, en el son de la trompeta nuestra, |
|
su daño y nuestra gloria conoscían; |
|
con alta voz, de vencedora muestra, |
|
rompiendo el aire claro, el son mostraba |
|
ser vencedora la cristiana diestra. |
|
A esta dulce sazón yo, triste, estaba |
|
con la una mano de la espada asida, |
|
y sangre de la otra derramaba; |
|
el pecho mío de profunda herida |
|
sentía llagado, y la siniestra mano |
|
estaba por mil partes ya rompida. |
|
Pero el contento fue tan soberano |
|
qu'a mi alma llegó, viendo vencido |
|
el crudo pueblo infiel por el cristiano, |
|
que no echaba de ver si estaba herido, |
|
aunque era tan mortal mi sentimiento, |
|
que a veces me quitó todo el sentido. |
|
Y en mi propia cabeza el escarmiento |
|
no me pudo estorbar que el segundo año |
|
no me pusiese a discreción del viento, |
|
y al bárbaro, medroso pueblo estraño |
|
vi recogido, triste, amedrentado |
|
y con causa temiendo de su daño, |
|
y al reino tan antiguo y celebrado, |
|
a do la hermosa Dido fue rendida |
|
al querer del troyano desterrado, |
|
también, vertiendo sangre aún la herida |
|
mayor, con otras dos, quise hallarme |
|
por ver ir la morisma de vencida. |
|
¡Dios sabe si quisiera allí quedarme |
|
con los que allí quedaron esforzados |
|
y perderme con ellos, o ganarme! |
|
Pero mis cortos, implacables hados, |
|
en tan honrosa empresa no quisieron |
|
que acabase la vida y los cuidados, |
|
y al fin por los cabellos me trujeron |
|
a ser vencido por la valentía |
|
de aquellos que después no la tuvieron. |
|
En la galera Sol, que escurescía |
|
mi ventura su luz, a pesar mío, |
|
fue la pérdida de otros y la mía. |
|
Valor mostramos al principio y brío, |
|
pero después, con la esperiencia amarga, |
|
conoscimos ser todo desvarío. |
|
Sentí de ajeno yugo la gran carga, |
|
y en las manos sacrílegas malditas |
|
dos años ha que mi dolor se alarga. |
|
Bien sé que mis maldades infinitas |
|
y la poca atrición qu'en mí se encierra |
|
me tiene entre estos falsos ismaelitas. |
|
Cuando llegué vencido y vi la tierra |
|
tan nombrada en el mundo, qu'en su seno |
|
tantos piratas cubre, acoge y cierra, |
|
no pude al llanto detener el freno, |
|
que a mi despecho, sin saber lo que era, |
|
me vi el marchito rostro de agua lleno. |
|
Ofrescióse a mis ojos la ribera |
|
y el monte donde el grande Carlo tuvo |
|
levantada en el aire su bandera, |
|
y el mar que tanto esfuerzo no sostuvo, |
|
pues, movido de envidia de su gloria, |
|
airado entonces más que nunca estuvo. |
|
Estas cosas, volviendo en mi memoria, |
|
las lágrimas trujeron a los ojos, |
|
movidas de desgracia tan notoria. |
|
Pero si el alto cielo en darme enojos |
|
no está con mi ventura conjurado, |
|
y aquí no lleva muerte mis despojos, |
|
cuando me vea en más alegre estado, |
|
si vuestra intercesión, señor, me ayuda |
|
a verme ante Filipo arrodillado, |
|
mi lengua balbuciente y cuasi muda |
|
pienso mover en la real presencia, |
|
de adulación y de mentir desnuda, |
|
diciendo: «Alto señor, cuya potencia |
|
sujetas trae mil bárbaras naciones |
|
al desabrido yugo de obediencia, |
|
a quien los negros indios con sus dones |
|
reconoscen honesto vasallaje, |
|
trayendo el oro acá de sus rincones: |
|
despierte en tu real pecho el gran coraje, |
|
la gran soberbia con que una bicoca |
|
aspira de contino a hacerte ultraje. |
|
La gente es mucha, mas su fuerza es poca, |
|
desnuda, mal armada, que no tiene |
|
en su defensa fuerte, muro o roca; |
|
cada uno mira si tu armada viene |
|
para dar a sus pies el cargo y cura |
|
de conservar la vida que sostiene. |
|
Del amarga prisión triste y escura, |
|
adonde mueren veinte mil cristianos, |
|
tienes la llave de su cerradura. |
|
Todos, cual yo, de allá, puestas las manos, |
|
las rodillas por tierra, sollozando, |
|
cercados de tormentos inhumanos, |
|
valeroso señor, te están rogando |
|
vuelvas los ojos de misericordia |
|
a los suyos, que están siempre llorando; |
|
y, pues te deja agora la discordia, |
|
que hasta aquí te ha oprimido y fatigado, |
|
y gozas de pacífica concordia, |
|
haz, ¡oh buen rey!, que sea por ti acabado |
|
lo que con tanta audacia y valor tanto |
|
fue por tu amado padre comenzado. |
|
Sólo el pensar que vas pondrá un espanto |
|
en la enemiga gente, que adevino |
|
ya desde aquí su pérdida y quebranto». |
|
¿Quién dubda que el real pecho begnino |
|
no se muestre, escuchando la tristeza |
|
en que están estos míseros contino? |
|
Bien paresce que muestro la flaqueza |
|
de mi tan torpe ingenio, que pretende |
|
hablar tan bajo ante tan alta alteza, |
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pero el justo deseo la defiende. |
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Mas a todo silencio poner quiero, |
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que temo que mi pluma ya os ofende, |
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y al trabajo me llaman donde muero. |
Al señor Antonio Veneziani
|
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que os tiene, abrasa, hiere y pone fría |
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vuestra alma, trae su origen desde el cielo, |
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ya que os aprieta, enciende, mata, enfría, |
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¿qué nudo, llama, llaga, nieve o celo |
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ciñe, arde, traspasa o yela hoy día, |
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con tan alta ocasión como aquí muestro, |
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un tierno pecho, Antonio, como el vuestro? |
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El cielo, que el ingenio vuestro mira, |
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en cosas que son d'él quiso emplearos |
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y, según lo que hacéis, vemos que aspira |
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por Celia al cielo empíreo levantaros; |
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ponéis en tal objecto vuestra mira, |
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que dais materia al mundo de envidiaros: |
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¡dichoso el desdichado a quien se tiene |
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envidia de las ansias que sostiene! |
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En los conceptos que la pluma |
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de la alma en el papel ha trasladado |
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nos dais no sólo indicio pero muestra |
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de que estáis en el cielo sepultado, |
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y allí os tiene de amor la fuerte diestra |
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vivo en la muerte, a vida reservado, |
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que no puede morir quien no es del suelo, |
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teniendo el alma en Celia, que es un cielo. |
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Sólo me admira el ver que aquel divino |
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cielo de Celia encierre un vivo infierno |
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y que la fuerza de su fuerza y sino |
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os tenga en pena y llanto sempiterno; |
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al cielo encamináis vuestro camino, |
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mas, según vuestra suerte, yo dicierno |
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que al cielo sube el alma y se apresura, |
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y en el suelo se queda la ventura. |
|
Si con benino y favorable aspecto |
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a alguno mira el cielo acá en la tierra, |
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obra ascondidamente un bien perfeto |
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en el que cualquier mal de sí destierra; |
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mas si los ojos pone en el objeto |
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airados, le consume en llanto y guerra |
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ansí como a vos hace vuestro cielo: |
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ya os da guerra, ya paz, y[a] fuego y yelo. |
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No se ve el cielo en claridad serena |
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de tantas luces claro y alumbrado |
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cuantas con rica habéis y fértil vena |
|
el vuestro de virtudes adornado; |
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ni hay tantos granos de menuda arena |
|
en el desierto líbico apartado |
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cuantos loores creo que merece |
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el cielo que os abaja y engrandece. |
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En Scitia ardéis, sentís en Libia frío, |
|
contraria operación y nunca vista; |
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flaqueza al bien mostráis, al daño brío; |
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más que un lince miráis, sin tener vista; |
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mostráis con discreción un desvarío, |
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que el alma prende, a la razón conquista, |
|
y esta contrariedad nace de aquella |
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que es vuestro cielo, vuestro sol y estrella. |
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Si fuera un caos, una materia unida |
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sin forma vuestro cielo, no espantara |
|
de que del alma vuestra entristecida |
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las continuas querellas no escuchara; |
|
pero, estando ya en partes esparcida |
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que un fondo forman de virtud tan rara, |
|
es maravilla tenga los oídos |
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sordos a vuestros tristes alaridos. |
|
Si es lícito rogar por el amigo |
|
que en estado se halla peligroso, |
|
yo, como vuestro, desde aquí me obligo |
|
de no mostrarme en esto perezoso; |
|
mas si me he de oponer a lo que digo |
|
y conducirlo a término dichoso, |
|
no me deis la ventura, que es muy poca, |
|
mas las palabras sí de vuestra boca. |
|
Diré: «Celia gentil, en cuya mano |
|
está la muerte y vida y pena y gloria |
|
de un mísero captivo que, temprano |
|
ni aun tarde, no saldrás de su memoria: |
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vuelve el hermoso rostro blando, humano, |
|
a mirar de quien llevas la victoria; |
|
verás el cuerpo en dura cárcel triste |
|
del alma que primero tú rendiste. |
|
Y, pues un pecho en la virtud constante |
|
se mueve en casos de honra y muestra airado, |
|
muévale al tuyo el ver que de delante |
|
te han un firme amador arrebatado; |
|
y si quiere pasar más adelante |
|
y hacer un hecho heroico y estremado, |
|
rescata allá su alma con querella, |
|
que el cuerpo, que está acá, se irá tras ella. |
|
El cuerpo acá y el alma allá captiva |
|
tiene el mísero amante que padece |
|
por ti, Celia hermosa, en quien se aviva |
|
la luz que al cielo alumbra y esclarece; |
|
mira que el ser ingrata, cruda, esquiva |
|
mal con tanta beldad se compadece: |
|
muéstrate agradecida y amorosa |
|
al que te tiene por su cielo y diosa». |
Soneto
de Miguel de Cervantes
al autor
|
|
|
el bien y el mal, la dulce fuerza y arte, |
|
en la primera y la segunda parte, |
|
donde está de amor el todo señalado, |
|
ahora, con aliento descansado |
|
y con nueva virtud que en vos reparte |
|
el cielo, nos cantáis del duro Marte |
|
las fieras armas y el valor sobrado. |
|
Nuevos ricos mineros se descubren |
|
de vuestro ingenio en la famosa mina |
|
que al más alto deseo satisfacen; |
|
y, con dar menos de lo más que encubren, |
|
a este menos lo que es más se inclina |
|
del bien que Apolo y que Minerva hacen. |
Soneto
de Miguel de Cervantes
|
|
|
que en la empresa más alta te ocupaste |
|
que el mundo pudo, y al fin mostraste |
|
al recibo y al gasto igual la suma!, |
|
calle de hoy más el escriptor de Numa, |
|
que nadie llegará donde llegaste, |
|
pues en tan raros versos celebraste |
|
tan raro capitán, virtud tan summa. |
|
¡Dichoso el celebrado, y quien celebra, |
|
y no menos dichoso todo el suelo, |
|
que tanto bien goza en esta historia, |
|
en quien envidia o tiempo no harán quiebra; |
|
antes hará con justo celo el cielo |
|
eterna más que el tiempo su memoria! |
Redondillas
de Miguel de Cervantes
al hábito de Fray Pedro de Padilla
|
|
|
con las muestras de su celo |
|
causa contento en el cielo |
|
y en la tierra maravilla, |
|
porque, llevado del cebo |
|
de amor, temor y consejo, |
|
se despoja el hombre viejo |
|
para vestirse de nuevo. |
|
Cual prudente sierpe ha sido, |
|
pues, con nuevo corazón, |
|
en la piedra de Simón |
|
se deja el viejo vestido, |
|
y esta mudanza que hace |
|
lleva tan cierto compás |
|
que en ella asiste lo más |
|
de cuanto a Dios satisface. |
|
Con las obras y la fe |
|
hoy para el cielo se embarca |
|
en mejor jarciada barca |
|
que la que libró a Noé; |
|
y, para hacer tal pasaje, |
|
ha muchos años que ha hecho, |
|
con sano y cristiano pecho, |
|
cristiano matalotaje, |
|
y no teme el mal tempero |
|
ni anegarse en el profundo |
|
porque en el mar d'este mundo |
|
es plático marinero, |
|
y ansí, mirando el aguja |
|
divina, cual se requiere, |
|
si el demonio a orza diere, |
|
él dará al instante a puja. |
|
Y llevando este concierto |
|
con las ondas d'este mar, |
|
a la fin vendrá a parar |
|
a seguro y dulce puerto, |
|
donde, sin áncoras ya, |
|
estará la nave en calma |
|
con la eternidad del alma, |
|
que nunca se acabará. |
|
En una verdad me fundo, |
|
y mi ingenio aquí no yerra, |
|
qu'en siendo sal de la tierra, |
|
habéis de ser luz del mundo: |
|
luz de gracia rodeada |
|
que alumbre nuestro horizonte, |
|
y sobre el Carmelo monte |
|
fuerte ciudad levantada. |
|
Para alcanzar el trofeo |
|
d'estas santas profecías, |
|
tendréis el carro de Elías |
|
con el manto de Eliseo, |
|
y, ardiendo en amor divino, |
|
donde nuestro bien se fragua, |
|
apartando el manto al agua, |
|
por el fuego haréis camino; |
|
porqu'el voto de humildad |
|
promete segura alteza |
|
y castidad y pobreza, |
|
bienes de divinidad, |
|
y ansí los cielos serenos |
|
verán, cuando acabarás, |
|
un cortesano allá más |
|
y en la tierra un sabio menos. |
Miguel de Cervantes
a Fray Pedro de Padilla
|
|
|
el águila real la vieja y parda |
|
pluma y con otra nueva |
|
la detenida y tarda |
|
pereza arroja y con subido vuelo |
|
rompe las nubes y se llega al cielo: |
|
tal, famoso Padilla, |
|
has sacudido tus humanas plumas, |
|
porque con maravilla |
|
intentes y presumas |
|
llegar con nuevo vuelo al alto asiento |
|
donde aspiran las alas de tu intento. |
|
Del sol el rayo ardiente |
|
alza del duro rostro de la tierra, |
|
con virtud excelente, |
|
la humidad que en sí encierra, |
|
la cual después, en lluvia convertida, |
|
alegra al suelo y da a los hombres vida: |
|
y d'esta mesma suerte |
|
el sol divino te regala y toca |
|
y en tal humor convierte |
|
que, con tu pluma, apoca |
|
la sequedad de la ignorancia nuestra |
|
y a sciencia santa y santa vida adiestra. |
|
¡Qué sancto trueco y cambio: |
|
por las humanas, las divinas musas! |
|
¡Qué interés y recambio! |
|
¡Qué nuevos modos usas |
|
de adquirir en el suelo una memoria |
|
que dé fama a tu nombre, al alma gloria!; |
|
que, pues es tu Parnaso |
|
el monte del Calvario y son tus fuentes |
|
de Aganipe y Pegaso |
|
las sagradas corrientes |
|
de las benditas llagas del Cordero, |
|
eterno nombre de tu nombre espero. |
Soneto
al mismo santo,
de Miguel de Cervantes
|
|
|
cuando pinta al desnudo una figura, |
|
donde la traza, el arte y compostura |
|
ningún velo la cubra artificioso: |
|
vos, seráfico padre, y vos, hermoso |
|
retrato de Jesús, soys la pintura |
|
al desnudo pintada, en tal hechura |
|
que Dios nos muestra ser pintor famoso. |
|
Las sombras de ser mártir descubristes, |
|
los lejos, en que estáis allá en el cielo |
|
en soberana silla colocado; |
|
las colores, las llagas que tuvistes |
|
tanto las suben que se admira el suelo, |
|
y el pintor en la obra se ha pagado. |
De Miguel de Cervantes
en loor del autor y de su obra
|
|
|
un sabio pecho a su rigor subjeto, |
|
un desdén sacudido y un afecto |
|
blando, que al alma en dulce fuego inflama, |
|
el bien y el mal a que convida y llama |
|
de amor la fuerza y poderoso efecto, |
|
eternamente, en son claro y perfecto, |
|
con estas rimas cantará la fama, |
|
llevando el nombre único y famoso |
|
vuestro, felice López Maldonado, |
|
del moreno etíope al cita blanco, |
|
y hará que en balde de laurel honroso |
|
espere alguno verse coronado |
|
si no os imita y tiene por su blanco. |
Del mismo al mismo
|
|
|
este libro, do se encierra |
|
la paz de amor y la guerra, |
|
y aquel fruto sin segundo |
|
de la castellana tierra; |
|
que, aunque le da Maldonado, |
|
va tan rico y bien donado |
|
de sciencia y de discreción, |
|
que me afirmo en la razón |
|
de decir que es bien donado. |
|
El sentimiento amoroso |
|
del pecho más encendido |
|
en fuego de amor, y herido |
|
de su dardo ponzoñoso |
|
y en la red suya cogido, |
|
el temor y la esperanza |
|
con que el bien y el mal se alcanza |
|
en las empresas de amor: |
|
aquí muestra su valor, |
|
su buena o su mala andanza. |
|
Sin flores, sin praderías |
|
y sin los faunos silvanos, |
|
sin ninfas, sin dioses vanos, |
|
sin yerbas, sin aguas frías |
|
y sin apacibles llanos, |
|
en agradables conceptos |
|
profundos, altos, discretos, |
|
con verdad llana y distinta, |
|
aquí el sabio autor nos pinta |
|
del ciego dios los efetos. |
|
Con declararnos la mengua |
|
y el bien de su ardiente llama, |
|
ha dado a su nombre fama |
|
y enriquecido su lengua, |
|
que ya la mejor se llama, |
|
y hanos mostrado que es solo |
|
favorecido de Apolo |
|
con dones tan infinitos, |
|
que su fama en sus escritos |
|
irá d'éste al otro polo. |
De Miguel de Cervantes,
soneto
|
|
|
la blanca y dura piedra señalarse |
|
y en todo, aunque pequeña, aventajarse |
|
a la mayor del Cáucaso eminente, |
|
tal este (humilde al parecer) presente |
|
puede y debe mirarse y admirarse, |
|
no por la cantidad, mas por mostrarse |
|
ser en su calidad tan excelente. |
|
El que navega por el golfo insano |
|
del mar de pretensiones verá al punto |
|
del cortesano laberinto el hilo. |
|
¡Felice ingenio y venturosa mano |
|
qu'el deleite y provecho puso junto |
|
en juego alegre, en dulce y claro estilo! |
De Miguel de Cervantes,
soneto
|
|
|
(digo, de sus loores), justamente |
|
haces el rico, sin igual presente |
|
a la sin par cristiana Margarita. |
|
Dándole, quedas rico, y queda escrita |
|
tu fama en hojas de metal luciente, |
|
que, a despecho y pesar del diligente |
|
tiempo, será en sus fines infinita: |
|
¡felice en el sujeto que escogiste, |
|
dichoso en la ocasión que te dio el cielo |
|
de dar a Virgen el virgíneo canto; |
|
venturoso también porque heciste |
|
que den las musas del hispano suelo |
|
admiración al griego, al tusco espanto. |
Al dotor Francisco Díaz,
de Miguel de Cervantes,
soneto
|
|
|
tantos remedios para un mal ordenas, |
|
bien puedes esperar d'estas arenas, |
|
del sacro Tajo, las que son de oro, |
|
y el lauro que se debe al que un tesoro |
|
halla de ciencia, con tan ricas venas |
|
de raro advertimiento y salud llenas, |
|
contento y risa del enfermo lloro; |
|
que por tu industria una deshecha piedra |
|
mil mármoles, mil bronces a tu fama |
|
dará sin invidiosas competencias; |
|
daráte el cielo palma, el suelo yedra, |
|
pues que el uno y el otro ya te llama |
|
espíritu de Apolo en ambas ciencias.
|
Canción nacida de las varias nuevas que han venido
de la católica armada que fue sobre Inglaterra,
de Miguel de Cervantes Saavedra
|
|
|
rompe del norte las cerradas nieblas, |
|
aligera los pies, llega y destruye |
|
el confuso rumor de nuevas malas |
|
y con tu luz desparce las tinieblas |
|
del crédito español, que de ti huye; |
|
esta preñez concluye |
|
en un parto dichoso que nos muestre |
|
un fin alegre de la ilustre empresa, |
|
cuyo fin nos suspende, alivia y pesa, |
|
ya en contienda naval, ya en la terrestre, |
|
hasta que, con tus ojos y tus lenguas, |
|
diciendo ajenas menguas, |
|
de los hijos de España el valor cantes, |
|
con que admires al cielo, al suelo espantes. |
|
Di con firme verdad, firme y sigura: |
|
¿hizo el que pudo la victoria vuestra? |
|
¿Sentenciado ha su causa el Padre eterno? |
|
¿Bañada queda en roja sangre y pura |
|
la católica espada y fuerte diestra? |
|
En fin, de aquel que asiste a su gobierno, |
|
¿poblado ha el hondo infierno |
|
de nuevas almas, y de cuerpos lleno |
|
el mar, que a los despojos y banderas |
|
de las naciones pertinaces, fieras, |
|
apenas dio lugar su inmenso seno, |
|
del pirata mayor del occidente |
|
ya inclinada la frente, |
|
y puesto al cuello altivo y indomable |
|
del vencimiento el yugo miserable? |
|
Di (que al fin lo dirás): «allí volaron |
|
por el aire los cuerpos, impelidos |
|
de las fogosas máquinas de guerra; |
|
aquí las aguas su color cambiaron, |
|
y la sangre de pechos atrevidos |
|
humedecieron la contraria tierra»; |
|
cómo huye, o si afierra, |
|
este y aquel navío; en cuántos modos |
|
se aparecen las sombras de la muerte; |
|
cómo juega Fortuna con la suerte, |
|
no mostrándose igual ni firme a todos, |
|
hasta que, por mil varios embarazos, |
|
los españoles brazos, |
|
rompiendo por el aire, tierra y fuego, |
|
declararon por suyo el mortal juego. |
|
Píntanos ya un diluvio con razones, |
|
causado de un conflicto temeroso |
|
y que le pinta la contraria parte: |
|
mil cuerpos sobreaguados y en montones |
|
confusos, otros naden cobdiciosos |
|
d'entretener la vida en cualquier parte; |
|
al descuido, y con arte, |
|
pinta rotas entenas, jarcias rotas, |
|
quillas sentidas, tablas desclavadas, |
|
y, de impaciencia y de rigor armadas, |
|
las dos (y no en valor) iguales flotas. |
|
Exprime los gemidos excesivos |
|
de aquellos semivivos |
|
que, ardiendo, al agua fría se arrojaban |
|
y, en la muerte del fuego, muerte hallaban. |
|
Después d'esto dirás: «en espaciosas, |
|
concertadas hileras va marchando |
|
nuestro cristiano ejército invencible, |
|
las cruzadas banderas victoriosas |
|
al aire con donaire tremolando, |
|
haciendo vista fiera y apacible. |
|
Forma aquel son horrible |
|
que el cóncavo metal despide y forma, |
|
y aquel del atambor que engendra y cría |
|
en el cobarde pecho valentía |
|
y el temor natural trueca y reforma»; |
|
haz los reflejos y vislumbres bellas |
|
que, cual claras estrellas, |
|
en las luchas armas el sol hace |
|
cuando mirar este escuadrón le place. |
|
Esto dicho, revuelve presurosa |
|
y en los oídos de los dos prudentes |
|
famosos generales luego envía |
|
una voz que les diga la gloriosa |
|
estirpe de sus claros ascendientes, |
|
cifra de más que humana valentía: |
|
al que las naves guía |
|
muéstrale sobre un muro un caballero, |
|
más que de yerro, de valor armado, |
|
y entre la turba mora un niño atado, |
|
cual entre hambrientos lobos un cordero, |
|
y al segundo Abrahán que dé la daga |
|
con que el bárbaro haga |
|
el sacrificio horrendo que en el suelo |
|
le dio fama y imortal gloria en el cielo; |
|
dirás al otro, que en sus venas tiene |
|
la sangre de Austria, que con esto sólo |
|
le dirás cien mil hechos señalados |
|
que, en cuanto el ancho mar cerca y contiene, |
|
y en lo que mira el uno y otro polo, |
|
fueron por sus mayores acabados. |
|
Éstos ansí informados, |
|
entra en el escuadrón de nuestra gente |
|
y allá verás, mirando a todas partes, |
|
mil Cides, mil Roldanes y mil Martes, |
|
valiente aquél, aquéste más valiente; |
|
a estos solos les dirás que miren |
|
para que luego aspiren |
|
a concluir la más dudosa hazaña: |
|
«Hijos, mirad que es vuestra madre España!, |
|
la cual, desde que al viento y mar os disteis, |
|
cual viuda llora vuestra ausencia larga, |
|
contrita, humilde, tierna, mansa y justa, |
|
los ojos bajos, húmidos y tristes, |
|
cubierto el cuerpo de una tosca sarga, |
|
que de sus galas poco o nada gusta |
|
hasta ver en la injusta |
|
cerviz inglesa puesto el suave yugo |
|
y sus puertas abrir, de herror cargadas, |
|
con las romanas llaves dedicadas |
|
[a] abrir el cielo como al cielo plugo. |
|
Justa es la empresa, y vuestro brazo fuerte; |
|
aun de la misma muerte |
|
quitara la vitoria de la mano, |
|
cuanto más del vicioso luterano». |
|
Muéstrales, si es posible, un verdadero |
|
retrato del católico monarca, |
|
y verán de David la voz y el pecho, |
|
las rodillas por el suelo y un cordero |
|
mirando, a quien encierra y guarda un arca, |
|
mejor que aquélla quisier[a haber hecho], |
|
puestos de trecho a trecho |
|
doce descalzos ángeles mortales |
|
en quien tanta virtud el cielo encierra |
|
que con humilde voz desde la tierra |
|
pasan del mismo cielo los umbrales. |
|
Con tal cordero, tal monarca y luego |
|
de tales doce el ruego, |
|
diles que está siguro el triunfo y gloria, |
|
y que ya España canta la victoria. |
|
Canción, si vas despacio do te envío, |
|
en todo el cielo fío |
|
que has de cambiar por nuevas de alegría |
|
el nombre de canción y profecía. |
Del mismo,
canción segunda, de la pérdida de la armada
que fue a Inglaterra
|
|
|
archivo de católicos soldados, |
|
crisol donde el amor de Dios se apura, |
|
tierra donde se vee que el cielo entierra |
|
los que han de ser al cielo trasladados |
|
por defensores de la fee más pura: |
|
no te parezca acaso desventura, |
|
¡Oh España, madre nuestra!, |
|
ver que tus hijos vuelven a tu seno |
|
dejando el mar de sus desgracias lleno, |
|
pues no los vuelve la contraria diestra: |
|
vuélvelos la borrasca i[n]contrastable |
|
del viento, mar, y el cielo que consiente |
|
que se alce un poco la enemiga frente, |
|
odiosa al cielo, al suelo detestable, |
|
porque entonces es cierta la caída |
|
cuando es soberbia y vana la subida. |
|
Abre tus brazos y recoge en ellos |
|
los que vuelven confusos, no rendidos, |
|
pues no se escusa lo que el cielo ordena, |
|
ni puede en ningún tiempo los cabellos |
|
tener alguno con la mano asidos |
|
de la calva ocasión en suerte buena, |
|
ni es de acero o diamante la cadena |
|
con que se enlaza y tiene |
|
el buen suceso en los marciales casos, |
|
y los más fuertes bríos quedan lasos |
|
del que a los brazos con el viento viene, |
|
y esta vuelta que vees desordenada |
|
sin duda entiendo que ha de ser la vuelta |
|
del toro para dar mortal revuelta |
|
a la gente con cuerpos desalmada, |
|
que el cielo, aunque se tarda, no es amigo |
|
de dejar las maldades sin castigo. |
|
A tu león pisado le han la cola; |
|
las vedijas sacude, ya revuelve |
|
a la justa venganza de su ofensa, |
|
no sólo suya, que si fuera sola, |
|
quizá la perdonara: sólo vuelve |
|
por la de Dios, y en restaurarla piensa. |
|
Único es su valor, su fuerza imensa, |
|
claro su entendimiento, |
|
indignado con causa, y tal que a un pecho |
|
cristiano, aunque de mármol fuese hecho, |
|
moviera a justo y vengativo intento. |
|
Y más, que el galo, el tusco, el moro mira, |
|
con vista aguda y ánimos perplejos, |
|
cuáles son los comienzos y los dejos, |
|
y dónde pone este león la mira, |
|
porque entonces su suerte está lozana |
|
en cuanto tiene este león cuartana. |
|
Ea pues, ¡oh Felipe, señor nuestro, |
|
Segundo en nombre y hombre sin segundo, |
|
coluna de la fe segura y fuerte!, |
|
vuelve en suceso más felice y diestro |
|
este designio que fabrica el mundo, |
|
que piensa manso y sin coraje verte, |
|
como si no bastasen a moverte |
|
tus puertos salteados |
|
en las remotas Indias apartadas, |
|
y en tus casas tus naves abrasadas, |
|
y en la ajena los templos profanados; |
|
tus mares llenos de piratas fieros, |
|
por ellos tus armadas encogidas, |
|
y en ellos mil haciendas y mil vidas |
|
sujetos a mil bárbaros aceros, |
|
cosas que cada cual por sí es posible |
|
a hacer que se intente aun lo imposible. |
|
Pide, toma, señor, que todo aquello |
|
que tus vasallos tienen se te ofrece |
|
con liberal y valerosa mano |
|
a trueco que al inglés pérfido cuello |
|
pongas el justo yugo que merece |
|
su injusto pecho y proceder insano; |
|
no sólo el oro que se adora en vano, |
|
sino sus hijos caros |
|
te darán, cual el suyo dio don Diego, |
|
que, en propria sangre y en ajeno fuego, |
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acrisoló los hechos siempre raros |
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de la casa de Córdoba, que ha dado |
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catorce mayorazgos a las lanzas |
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moriscas, y, con firmes confianzas, |
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sus obras y su nombre han dilat[ado] |
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por la espaciosa redondez del suel[o], |
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que el que así muere vive y gana el cie[lo]. |
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En tanto que los brazos levantares, |
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gran capitán de Dios, espera, [espera] |
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ver vencedor tu pueblo, y no vencido; |
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pero si de cansado los bajares, |
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los suyos alzará la gente fiera, |
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que para el mal el malo es atrevido; |
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y en tu perseverancia está inclüido |
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un felice suceso |
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de la empresa justísima que tomas, |
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y no con ella un solo reino domas, |
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que a muchos pones de temor el peso; |
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aseguras los tuyos, fortaleces |
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lo que la buena fama de ti canta, |
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que eres un justo horror que al malo espanta |
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y mano que a los justos favoreces; |
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alza los brazos, pues, Moisés cristiano, |
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y pondrálos por tierra el luterano. |
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Vosotros que, llevados de un deseo |
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justo y honroso, al mar os entregastes |
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y el ocio blando y el regalo huistes, |
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puesto que os imagino ahora y veo |
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entre el viento y el mar que contrastastes |
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y los mortales daños que sufristes, |
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d'entre Scila y Caribdis no tan tristes |
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salís que no se vea |
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en vuestro bravo, varonil semblante |
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que romperéis por montes de diamante |
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hasta igualar la desigual pelea; |
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que los bríos y brazos españoles |
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quilatan su valor, su fuerza y brío |
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con la hambre, sed, calor y frío |
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cual se quilata el oro en los crisoles, |
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y, apurados así, son cual la planta |
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que al cielo con la carga se levanta. |
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El diestro esgrimidor, cuando le toca |
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quien sabe menos que él, se enciende en ira |
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y con facilidad se desagravia; |
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y en la orilla del mar la fuerte roca, |
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mientras su furia a deshacerla aspira, |
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muy poco o nada su rigor la agravia; |
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y es común opinión de gente sabia |
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que cuanto más ofende |
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el malo al bueno, tanto más aumenta |
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el temor del alcance de la cuenta, |
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que siempre es malo del que mal espende. |
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Triunfe el pirata, pues, agora y haga |
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júbilo y fiestas, porque el mar y el viento |
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han respondido al justo de su intento |
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sin acordarse si el que debe paga, |
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que, al sumar de la cuenta, en el remate |
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se hará un alcance que le alcance y mate. |
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¡Oh España, oh rey, oh mílites famosos!, |
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ofrece, manda, obedeced, que el cielo |
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en fin ha de ayudar al justo celo, |
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puesto que los principios sean dudosos, |
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y en la justa ocasión y en la porfía |
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encierra la vitoria su alegría. |
[Romance]
Yace donde el sol se pone, Entre dos tajadas peñas, una entrada de un abismo, quiero decir, una cueva profunda, lóbrega, escura, aquí mojada, allí seca, propio albergue de la noche, del horror y las tinieblas. Por la boca sale un aire que al alma encendida yela, y un fuego, de cuando en cuando, que el pecho de yelo quema. Óyese dentro un rüido como crujir de cadenas y unos ayes luengos, tristes, envueltos en tristes quejas. Por las funestas paredes, por los resquicios y quiebras mil víboras se descubren y ponzoñosas culebras. A la entrada tiene puesto[s], en una amarilla piedra, huesos de muerto encajados de modo que forman letras, las cuales, vistas del fuego que arroja de sí la cueva, dicen: «Ésta es la morada de los celos y sospechas». Y un pastor contaba a Lauso esta maravilla cierta de la cueva, fuego y yelo, aullidos, sierpes y piedra, el cual, oyendo, le dijo: «Pastor, para que te crea, no has menester juramentos ni hacer la vista esperiencia. Un vivo traslado es ése de lo que mi pecho encierra, el cual, como en cueva escura, no tiene luz, ni la espera. Seco le tienen desdenes bañado en lágrimas tiernas; aire, fuego y los suspiros le abrasan contino y yelan. Los lamentables aullidos, son mis continuas querellas, víboras mis pensamientos que en mis entrañas se ceban. La piedra escrita, amarilla, es mi sin igual firmeza, que mis huesos en la muerte mostrarán que son de piedra. Los celos son los que habitan en esta morada estrecha, que engendraron los descuidos de mi querida Silena». En pronunciando este nombre, cayó como muerto en tierra, que de memorias de celos aquestos fines se esperan. |
Hacia donde el sol se pone, entre dos partidas peñas, una entrada de un abismo, quiero decir, una cueva oscura, lóbrega y triste, aquí mojada, allí seca, propio albergue de la noche, del terror y de tinieblas. Por su boca sale un aire que al alma encendida yela, y un fuego, de cuando en cuando, que al pecho de nieve quema. Óyese dentro un rüido con crujir de cadenas y unos ayes luengos, tristes, envueltos en tristes quejas; y en las funestas paredes, por los resquicios y quiebras mil víboras se descubren y ponzoñosas culebras. A la boca tiene puestos, en una amarilla piedra, güesos de muerto encajados de modo que forman letras, las cuales, vistas al fuego que sale de la caverna, dicen: «Ésta es la morada de los celos y sospechas». Un pastor contaba a Lauso esta maravilla cierta de la cueva, fuego y yelo, aullidos, sierpes y piedras, el cual, viéndole, le dijo: «Pastor, para que te crean, no has menester jurallo ni hacer della esperiencia. El mismo traslado es ése de lo que mi pecho encierra, el cual, como en cueva oscura, ni siente luz, ni la espera. Seco, le tienen desdenes bañando lágrimas tiernas; aire y fuego en los suspiros arrójase, abrasa y yela. Los lamentables aullidos, son mis continuas endechas, víboras mis pensamientos que en mis entrañas se ceban. La piedra escrita, amarilla, es mis sin igual firmezas, que los fuegos en mi muerte dirán cómo fui de piedra. Los celos son los que avisan en esta morada estrecha, que causaron los descuidos cuidados de Silena». En pronunciando este mal, cayó como muerto en tierra, que de memorias de celos tales sucesos se esperan.
|
hoy una piedra tan fina
que en la corona divina
del mismo Dios resplandece.
De Miguel Cervantes,
glosa
|
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que, en el fervor de su celo, |
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ofreció la iglesia al cielo, |
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a sus edificios vivos |
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dio nuevas piedras el suelo; |
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estos dones agradece |
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a su esposa y la ennoblece, |
|
pues, de parte del esposo, |
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un Hiacinto, el más precioso, |
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el cielo a la iglesia ofrece. |
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Porque el hombre de su gracia |
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tantas veces se retira, |
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y el Jacinto, al que le mira, |
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es tan grande su eficacia |
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que le sosiega la ira, |
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su misma piedad lo inclina |
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a darlo por medicina, |
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que, en su jüicio profundo, |
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ve que ha menester el mundo, |
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hoy una piedra tan fina. |
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Obró tanto esta virtud, |
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viviendo Jacinto en él, |
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que, a los vivos rayos d'él, |
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en una y otra salud |
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se restituyó por él. |
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Crezca gloriosa la mina |
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que de su luz jacintina |
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tiene el cielo y tierra llenos, |
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pues no mereció estar menos |
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que en la corona divina. |
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Allá luce ante los ojos |
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del mismo autor de su gloria, |
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y acá en gloriosa memoria |
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de los triunfos y despojos |
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que sacó de la vitoria, |
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pues si otra luz desfallece |
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cuando el sol la suya ofrece, |
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¿qué tan viva y rutilante |
|
será aquésta si delante |
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del mismo Dios resplandece? |
De Miguel de Cervantes Saavedra,
soneto
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¡oh gran marqués!, el artificio humano, |
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que a la más sutil pluma y docta mano |
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ellos le ofrecen al que al orbe espanta; |
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y éste que sobre el cielo se levanta, |
|
llevado de tu nombre soberano, |
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a par del griego y escritor toscano, |
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sus sienes ciñe con la verde planta; |
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y fue muy justa prevención del cielo |
|
que a un tiempo ejercitases tú la espada |
|
y él su prudente y verdadera pluma, |
|
porque, rompiendo de la invidia el velo, |
|
tu fama, en sus escritos dilatada, |
|
ni olvido o tiempo o muerte la consuma. |
El capitán Becerra vino a Sevilla a enseñar lo que habían
de hacer los soldados, y a esto y a la entrada del
duque de Medina en Cádiz hizo Cervantes este
soneto
|
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atestada de ciertas cofradías |
|
que los soldados llaman compañías, |
|
de quien el vulgo, y no el inglés, se espanta; |
|
hubo de plumas muchedumbre tanta |
|
que en menos de catorce o quince días |
|
volaron sus pigmeos y Golías, |
|
y cayó su edificio por la planta. |
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Bramó el Becerro y púsolos en sarta; |
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tronó la tierra, escurecióse el cielo, |
|
amenazando una total rüina; |
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y al cabo, en Cádiz, con mesura harta, |
|
ido ya el conde, sin ningún recelo, |
|
triunfando entró el gran duque de Medina. |
Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla
|
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y que diera un doblón por describilla!; |
|
porque, ¿a quién no suspende y maravilla |
|
esta máquina insigne, esta braveza? |
|
¡Por Jesucristo vivo, cada pieza |
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vale más que un millón, y que es mancilla |
|
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla, |
|
Roma triunfante en ánimo y riqueza! |
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¡Apostaré que la ánima del muerto, |
|
por gozar este sitio, hoy ha dejado |
|
el cielo, de que goza eternamente!» |
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Esto oyó un valentón y dijo: «¡Es cierto |
|
lo que dice voacé, seor soldado, |
|
y quien dijere lo contrario miente!» |
|
Y luego encontinente |
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caló el chapeo, requirió la espada, |
|
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. |
Unas décimas que compuso
Miguel de Cervantes
|
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|
gran rey, de tus alabanzas, |
|
de la humilde musa mía |
|
escucha, entre las que alcanzas, |
|
las llorosas que te envía; |
|
que, puesto que ya caminas |
|
pisando las perlas finas |
|
de las aulas soberanas, |
|
tal vez palabras humanas |
|
oyen orejas divinas. |
|
¿Por dónde comenzaré |
|
a exagerar tus blasones, |
|
después que te llamaré |
|
padre de las religiones |
|
y defensor de la fe? |
|
Sin duda habré de llamarte |
|
nuevo y pacífico Marte, |
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pues en sosiego venciste |
|
lo más en cuanto quisiste, |
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y es mucha la menor parte. |
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Tembló el cita en el oriente, |
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el bárbaro al mediodía, |
|
el luterano al poniente, |
|
y en la tierra siempre fría |
|
temió la indómita gente; |
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Arauco vio tus banderas |
|
vencedoras, y las fieras |
|
ondas del sangriento Egeo |
|
te dieron como en trofeo |
|
las otomanas banderas. |
|
Las virtudes en su punto |
|
en tu pecho se hallaron, |
|
y el poder y el saber junto, |
|
y jamás no te dejaron, |
|
aun casi el cuerpo difunto; |
|
y lo que más tu valor |
|
sube al extremo mayor |
|
es que fuiste, cual se advierte, |
|
bueno en vida, bueno en muerte |
|
y bueno en tu sucesor. |
|
Esta memoria nos dejas, |
|
que es la que el bueno cudicia, |
|
que, amigables y sin quejas, |
|
misericordia y justicia |
|
corrieron en ti parejas, |
|
como la llana humildad |
|
al par de la majestad, |
|
tan sin discrepar un tilde |
|
que fuiste el rey más humilde |
|
y de mayor gravedad. |
|
Quedar las arcas vacías, |
|
donde se encerraba el oro |
|
que dicen que recogías, |
|
nos muestra que tu tesoro |
|
en el cielo lo escondías; |
|
desde ahora en los serenos |
|
Elíseos campos amenos |
|
para siempre gozarás, |
|
sin poder desear más |
|
ni contentarte con menos. |
De Miguel de Cervantes
|
|
|
una apacible y siempre verde Vega |
|
a quien Apolo su favor no niega, |
|
pues con las aguas de Helicón la baña; |
|
Júpiter, labrador por grande hazaña, |
|
su ciencia toda en cultivarla entrega; |
|
Cilenio, alegre, en ella se sosiega, |
|
Minerva eternamente la acompaña; |
|
las Musas su Parnaso en ella han hecho; |
|
Venus, honesta, en ella aumenta y cría |
|
la santa multitud de los amores. |
|
Y así, con gusto y general provecho, |
|
nuevos frutos ofrece cada día |
|
de ángeles, de armas, santos y pastores. |
Miguel de Cervantes, autor de Don Quixote:
«Este soneto hice a la muerte de Fernando de Herrera;
y, para entender el primer cuarteto, advierto que
él celebraba en sus versos a una señora
debajo deste nombre de Luz.
Creo que es de los buenos que he hecho en mi vida»
|
|
|
del sacro monte a la más alta cumbre; |
|
el que a una Luz se hizo todo lumbre |
|
y lágrimas, en dulce voz cantadas; |
|
el que con culta vena las sagradas |
|
de Helicón y Pirene en muchedumbre |
|
(libre de toda humana pesadumbre) |
|
bebió y dejó en divinas transformadas; |
|
aquél a quien invidia tuvo Apolo |
|
porque, a par de su Luz, tiene su fama |
|
de donde nace a donde muere el día: |
|
el agradable al cielo, al suelo solo, |
|
vuelto en ceniza de su ardiente llama, |
|
yace debajo desta losa fría. |
Miguel de Cervantes
a don Diego de Mendoza y a su fama
|
|
|
varón famoso, siglos infinitos, |
|
premio que le merecen tus escritos |
|
por graves, puros, castos y excelentes. |
|
Las ansias en honesta llama ardientes, |
|
los Etnas, los Estigios, los Cocitos |
|
que en ellos suavemente van descritos, |
|
mira si es bien, ¡oh Fama!, que los cuentes, |
|
y aun que los lleves en ligero vuelo |
|
por cuanto ciñe el mar y el sol rodea, |
|
y en láminas de bronce los esculpas; |
|
que así el suelo sabrá que sabe el cielo |
|
que el renombre inmortal que se desea |
|
tal vez le alcanzan amorosas culpas. |
Miguel de Cervantes,
al secretario Gabriel Pérez del Barrio Angulo
|
|
|
Gabriel, en vuestros escritos, |
|
que por siglos infinitos |
|
en él os eternizáis; |
|
de la ignorancia sacáis |
|
la pluma, y en presto vuelo |
|
de lo más bajo del suelo |
|
al cielo la levantáis. |
|
Desde hoy más, la discreción |
|
quedará puesta en su punto, |
|
y el hablar y escribir junto |
|
en su mayor perfección, |
|
que en esta nueva ocasión |
|
nos muestra, en breve distancia, |
|
Demóstenes su elegancia |
|
y su estilo Cicerón. |
|
España os está obligada, |
|
y con ella el mundo todo, |
|
por la subtileza y modo |
|
de pluma tan bien cortada; |
|
la adulación defraudada |
|
queda, y la lisonja en ella; |
|
la mentira se atropella, |
|
y es la verdad levantada. |
|
Vuestro libro nos informa |
|
que sólo vos habéis dado |
|
a la materia de estado |
|
hermosa y cristiana forma; |
|
con la razón se conforma |
|
de tal suerte que en él veo |
|
que, contentando al deseo, |
|
al que es más libre reforma. |
Soneto
a don Diego Rosel y Fuenllana,
inventor de nuevos artes,
hecho por Miguel de Cervantes
|
|
|
ni en la Parnasa, excesible cuesta, |
|
se vio Rosel ni rosa cual es ésta, |
|
por quien gimió la maga Dragontina; |
|
atrás deja la flor que se recrina |
|
en la del Tronto archiducal floresta, |
|
dejando olor por vía manifesta |
|
que a la región del cielo la avecina. |
|
Crece, ¡oh muy felice planta!, crece, |
|
y ocupen tus pimpollos todo el orbe, |
|
retumbando, crujiendo y espantando; |
|
el Betis calle, pues el Po enmudece, |
|
y la muerte, que a todo humano sorbe, |
|
sola esta rosa vaya eternizando. |
De Miguel de Cervantes,
a los éxtasis de nuestra beata madre
Teresa de Jesús
|
|
|
cuyos hijos, criados a tus pechos, |
|
sobre sus fuerzas la virtud alzando, |
|
pisan ahora los dorados techos |
|
de la dulce región maravillosa |
|
que está la gloria de su Dios mostrando: |
|
tú, que ganaste obrando |
|
un nombre en todo el mundo |
|
y un grado sin segundo, |
|
ahora estés ante tu Dios prostrada, |
|
en rogar por tus hijos ocupada, |
|
o en cosas dignas de tu intento santo, |
|
oye mi voz cansada |
|
y esfuerza, ¡oh madre!, el desmayado canto. |
|
Luego que de la cuna y las mantillas |
|
sacó Dios tu niñez, diste señales |
|
que Dios para ser suya te guardaba, |
|
mostrando los impulsos celestiales |
|
en ti, con ordinarias maravillas, |
|
que a tu edad tu deseo aventajaba; |
|
y si se descuidaba |
|
de lo que hacer debía, |
|
tal vez luego volvía |
|
mejorado, mostrando codicioso |
|
que el haber parecido perezoso |
|
era un volver atrás para dar salto, |
|
con curso más brïoso, |
|
desde la tierra al cielo, que es más alto. |
|
Creciste, y fue creciendo en ti la gana |
|
de obrar en proporción de los favores |
|
con que te regaló la mano eterna, |
|
tales que, al parecer, se alzó a mayores |
|
contigo alegre Dios en la mañana |
|
de tu florida edad humilde y tierna; |
|
y así tu ser gobierna |
|
que poco a poco subes |
|
sobre las densas nubes |
|
de la suerte mortal, y así levantas |
|
tu cuerpo al cielo, sin fijar las plantas, |
|
que ligero tras sí el alma le lleva |
|
a las regiones santas |
|
con nueva suspensión, con virtud nueva. |
|
Allí su humildad te muestra santa; |
|
acullá se desposa Dios contigo, |
|
aquí misterios altos te revela. |
|
Tierno amante se muestra, dulce amigo, |
|
y, siendo tu maestro, te levanta |
|
al cielo, que señala por tu escuela; |
|
parece se desvela |
|
en hacerte mercedes; |
|
rompe rejas y redes |
|
para buscarte el Mágico divino, |
|
tan tu llegado siempre y tan contino |
|
que, si algún afligido a Dios buscara, |
|
acortando camino |
|
en tu pecho o en tu celda le hallara. |
|
Aunque naciste en Ávila, se puede |
|
decir que Alba fue donde naciste, |
|
pues allí nace donde muere el justo; |
|
desde Alba, ¡oh madre!, al cielo te partiste: |
|
alba pura, hermosa, a quien sucede |
|
el claro día del inmenso gusto. |
|
Que le goces es justo |
|
en éxtasis divinos |
|
por todos los caminos |
|
por donde Dios llevar a un alma sabe, |
|
para darle de sí cuanto ella cabe, |
|
y aun la ensancha, dilata y engrandece |
|
y, con amor süave, |
|
a sí y de sí la junta y enriquece. |
|
Como las circunstancias convenibles |
|
que acreditan los éxtasis, que suelen |
|
indicios ser de santidad notoria, |
|
en los tuyos se hallaron, nos impelen |
|
a creer la verdad de los visibles |
|
que nos describe tu discreta historia; |
|
y el quedar con vitoria, |
|
honroso triunfo y palma |
|
del infierno, y tu alma |
|
más humilde, más sabia y obediente |
|
al fin de tus arrobos, fue evidente |
|
señal que todos fueron admirables |
|
y sobrehumanamente |
|
nuevos, continuos, sacros, inefables. |
|
Ahora, pues, que al cielo te retiras, |
|
menospreciando la mortal riqueza |
|
en la inmortalidad que siempre dura, |
|
y el visorrey de Dios nos da certeza |
|
que sin enigma y sin espejo miras |
|
de Dios la incomparable hermosura, |
|
colma nuestra ventura: |
|
oye, devota y pía, |
|
los balidos que envía |
|
el rebaño infinito que crïaste |
|
cuando del suelo al cielo el vuelo alzaste, |
|
que no porque dejaste nuestra vida |
|
la caridad dejaste, |
|
que en los cielos está más estendida. |
|
Canción, de ser humilde has de preciarte |
|
cuando quieras al cielo levantarte, |
|
que tiene la humildad naturaleza |
|
de ser el todo y parte |
|
de alzar al cielo la mortal bajeza. |
De Miguel de Cervantes Saavedra
|
|
|
y no para acabar la dulce vida, |
|
que en sus divinas obras escondida |
|
a los tiempos y edades se adelanta: |
|
queda por él canonizada y santa |
|
Teruel, vivos Marcilla y su homicida; |
|
su pluma, por heroica conocida, |
|
en quien se admira el cielo, el suelo espanta. |
|
Su dotrina, su voz, su estilo raro, |
|
que por tuyos, ¡oh Apolo!, reconoces, |
|
según el vuelo de sus bellas alas, |
|
grabadas por la Fama en mármol paro |
|
y en láminas de bronce, harán que goces |
|
siglo de eternidad, Yagüe de Salas. |
De Miguel de Cervantes Saavedra,
a la señora doña Alfonsa González, monja profesa
en el monasterio de Nuestra Señora de Constantinopla,
en la dirección deste libro de la Sacra Minerva
|
|
|
hermosísima Alfonsa, nos reserva |
|
la nueva, la sin par sacra Minerva |
|
cuanto de bueno y santo el cielo cría. |
|
Llega el felice punto, llega el día |
|
en que, si os oye la infernal caterva, |
|
huye gimiendo al centro y, de la acerva |
|
región, suspiros a la tierra envía. |
|
En fin, vos convertís el suelo en cielo |
|
con la voz celestial, con la hermosura |
|
que os hacen parecer ángel divino; |
|
y así, conviene que tal vez el velo |
|
alcéis, y descubráis esa luz pura |
|
que nos pone del cielo en el camino. |