De
África cuentan ahora muchas cosas extrañas, porque anda por allí la gente
europea descubriendo el país, y los pueblos de Europa quieren mandar en aquella
tierra rica, donde con el calor del sol crecen plantas de esencia y alimento, y
otras que dan fibras de hacer telas, y hay oro y diamantes, y elefantes que son
una riqueza, porque en todo el mundo se vende muy caro el marfil de sus
colmillos. Cuentan muchas cosas del valor con que se defienden los negros, y de
las guerras en que andan, como todos los pueblos cuando empiezan a vivir, que
pelean por ver quién es más fuerte, o por quitar a su vecino lo que quieren
tener ellos. En estas guerras quedan de esclavos los prisioneros que tomó en la
pelea el vencedor, que los vende a los moros infames que andan por allá
buscando prisioneros que comprar, y luego los venden en las tierras moras. De
Europa van a África hombres buenos, que no quieren que haya en el mundo estas
ventas de hombres; y otros van por el ansia de saber, y viven años entre las
tribus bravas, hasta que encuentran una yerba rara, o un pájaro que nunca se ha
visto, o el lago de donde nace un río: y otros van de tropa, a sueldo del
Khedive que manda en Egipto, a ver como echan de la tierra a un peleador famoso
que llaman el Mahdí, y dice que él debe gobernar, porque él es moro libre y
amigo de los pobres, no como el Khedive, que manda como criado del Sultán turco
extranjero, y alquila peleadores cristianos para pelear contra el moro del
país, y quitar la tierra a los negros sudaneses. En esas guerras dicen que
murió un inglés muy valiente, aquel «Gordon el chino», que no era chino, sino
muy blanco y de ojos muy azules, pero tenía el apodo de chino, porque en China
hizo muchas heroicidades, y aquietó a la gente revuelta con el cariño más que
con el poder; que fue lo que hizo en el Sudán, donde vivía solo entre los
negros del país, como su gobernador, y se les ponía delante a regañarlos como a
hijos, sin más armas que sus ojos azules, cuando lo atacaban con las lanzas y
las azagayas, o se echaba a llorar de piedad por los negros cuando en la
soledad de la noche los veía de lejos hacerse señas, para juntarse en el monte,
a ver cómo atacarían a los hombres blancos. El Mahdí pudo más que él, y dicen
que Gordon ha muerto, o lo tiene preso el Mahdí. Mucha gente anda por África.
Hay un Chaillu que escribió un libro sobre el mono gorila que anda en dos pies,
y pelea a palos con los viajeros que lo quisieren cazar. Livingstone viajó sin
miedo por lo más salvaje de África, con su mujer. Stanley está allá ahora,
viendo cómo comercia, y salva del Mahdí, al gobernador Emín Pachá. Muchos
alemanes y franceses andan allá explorando, descubriendo tierras, tratando y
cambiando con los negros, y viendo cómo les quitan el comercio a los moros. Con
los colmillos del elefante es con lo que comercian más, porque el marfil es
raro y fino, y se paga muy caro por él. Ese de África es colmillo vivo; pero
por Siberia sacan de los hielos colmillos del mamut, que fue el elefante
peludo, grande como una loma, que ha estado en la nieve, en pie, cincuenta mil
años. Y un inglés, Logan, dice que no son cincuenta mil, sino que esas capas de
hielo se fueron echando sobre la tierra como un millón de años hace, y que
desde entonces, desde hace un millón de años, están enterrados en la nieve dura
los elefantes peludos.
Allí
se estuvieron en los hielos duros de Siberia, hasta que un día iba un pescador
por la orilla del río Lena, donde de un lado es de arena la orilla, y de otro
es de capas de hielo, echadas una encima de otra como las hojas de un pastel, y
tan perfectas que parecen cosa de hombre esas leguas de capas. Y el pescador
iba cantando un cantar, en su vestido de piel, asombrado de la mucha luz, como
si estuviese de fiesta en el aire un sol joven. El aire chispeaba. Se oían
estallidos, como en el bosque nuevo cuando se abre una flor. De las lomas
corría, brillante y pura, un agua nunca vista. Era que se estaban deshaciendo
los hielos. Y allí, delante del pobre Shumarkoff, salían del monte helado los
colmillos, gruesos como troncos de árboles, de un animal velludo, enorme,
negro. Como vivo estaba, y en el hielo transparente se le veía el cuerpo
asombroso. Cinco años tardó el hielo en derretirse alrededor de él, hasta que
todo se deshizo, y el elefante cayó rodando a la orilla, con ruido de trueno.
Con otros pescadores vino Shumarkoff a llevarse los colmillos, de tres varas de
largo. Y los perros hambrientos le comieron la carne, que estaba fresca
todavía, y blanda como carne nueva: de noche, en la oscuridad, de cien perros a
la vez se oía el roer de los dientes, el gruñido de gusto, el ruido de las
lenguas. Veinte hombres a la vez no podían levantar la piel crinuda, en la que
era de a vara cada crin. Y nadie ha de decir que no es verdad, porque en el museo
de San Petersburgo están todos los huesos, menos uno que se perdió; y un puñado
de la lana amarillosa que tenía sobre el cuello. De entonces acá, los
pescadores de Siberia han sacado de los hielos como dos mil colmillos de mamut.
A
miles parece que andaban los mamuts, como en pueblos, cuando los hielos se
despeñaron sobre la tierra salvaje, hace miles de años; y como en pueblos andan
ahora, defendiéndose de los tigres y de los cazadores por los bosques de Asia y
de África; pero ya no son velludos, como los de Siberia, sino que apenas tienen
pelos por los rincones de su piel blanda y arrugada, que da miedo de veras, por
la mucha fealdad, cuando lo cierto es que con el elefante sucede como con las
gentes del mundo, que porque tienen hermosura de cara y de cuerpo las cree uno
de alma hermosa, sin ver que eso es como los jarrones finos, que no tienen nada
dentro, y una vez pueden tener olores preciosos, y otras peste, y otras polvo.
Con el elefante no hay que jugar, porque en la hora en que se le enoja la
dignidad, o le ofenden la mujer o el hijo, o el viejo, o el compañero, sacude
la trompa como un azote, y de un latigazo echa por tierra al hombre más fuerte,
o rompe un poste en astillas, o deja un árbol temblando. Tremendo es el
elefante enfurecido, y por manso que sea en sus prisiones, siempre le llega,
cuando calienta el sol mucho en abril, o cuando se cansa de su cadena, su hora
de furor. Pero los que conocen bien al animal dicen que sabe de arrepentimiento
y de ternura, como un cuento que trae un libro viejo que publicaron, allá al
principiar este siglo, los sabios de Francia, donde está lo que hizo un
elefante que mató a su cuidador, que allá llaman cornac, porque le había
lastimado con el arpón la trompa; y cuando la mujer del cornac se le arrodilló
desesperada delante con su hijito, y le rogó que los matase a ellos también, no
los mató, sino que con la trompa le quitó el niño a la madre, y se lo puso
sobre el cuello, que es donde los cornacs se sientan, y nunca permitió que lo
montase más cornac que aquél.
La
trompa es lo que más cuida de todo su cuerpo recio el elefante, porque con ella
come y bebe, y acaricia y respira, y se quita de encima los animales que le
estorban, y se baña. Cuando nada ¡y muy bien que nadan los elefantes! no se le
ve el cuerpo, porque está en el agua todo, sino la punta de la trompa, con los
dos agujeros en que acaban las dos canales que atraviesan la trompa a lo largo,
y llegan por arriba a la misma nariz, que tiene como dos tapaderas, que abre y
cierra según quiera recibir el aire, o cerrarle el camino a lo que en las
canales pueda estar. Nadie diga que no es verdad, porque hay quien se ha puesto
a contarlos: como cuarenta mil músculos tiene la trompa del elefante, la
«proboscis», como dice la gente de libros: toda es de músculos, entretejidos
como una red: unos están a la larga, de la nariz a la punta, y son para mover
la trompa adonde el elefante quiere, y encogerla, enroscarla, subirla, bajarla,
tenderla: otros son a lo ancho, y van de las canales a la piel, como los rayos
de una rueda van del eje a la llanta: ésos son para apretar las canales o
ensancharlas. ¿Qué no hace el elefante con su trompa? La yerba más fina la
arranca del suelo. De la mano de un niño recoge un cacahuete. Se llena la
trompa de agua, y la echa sobre la parte de su cuerpo en que siente calor. Los
elefantes enseñados se quitan y se ponen la carga con la trompa. Un hilo
levantan del suelo, y como un hilo levantan a un hombre. No hay más modo de
acobardar a un elefante enfurecido que herirle de veras en la trompa. Cuando
pelea con el tigre, que casi siempre lo vence, lo echa arriba y abajo con los
colmillos, y hace por atravesarlo; pero la trompa la lleva en el aire. Del olor
del tigre no más, brama con espanto el elefante: las ratas le dan miedo: le
tiene asco y horror al cochino. ¡A cuanto cochino ve, trompazo! Lo que lo gusta
es el vino bueno, y el arrak, que es el ron de la India, tanto que los cornacs
le conocen el apetito, y cuando quieren que trabaje más de lo de costumbre, le
enseñan una botella de arrak, que él destapa con la trompa luego, y bebe a
sorbo tendido; sólo que el cornac tiene que andar con cuidado, y no hacerle
esperar la botella mucho, porque le puede suceder lo que al pintor francés que,
para pintar a un elefante mejor, le dijo a su criado que se lo entretuviese con
la cabeza alta tirándole frutas a la trompa, pero el criado se divertía
haciendo como que echaba al aire fruta sin tirarla de veras, hasta que el
elefante se enojó, y se le fue encima a trompazos al pintor, que se levantó del
suelo medio muerto, y todo lleno de pinturas. Es bueno el elefante de
naturaleza, y se deja domar del hombre, que lo tiene de bestia de carga, y va
sobre él, sentado en un camarín de colgaduras, a pelear en las guerras de Asia,
o a cazar el tigre, como desde una torre segura. Los príncipes del Indostán van
a sus viajes en elefantes cubiertos de terciopelos de mucho bordado y pedrería,
y cuando viene de Inglaterra otro príncipe, lo pasean por las calles en el
camarín de paño de oro que va meciéndose sobre el lomo de los elefantes
dóciles, y el pueblo pone en los balcones sus tapices ricos, y llena las calles
de hojas de rosa.
En
Siam no es sólo cariño lo que le tienen al elefante, sino adoración, cuando es
de piel clara, que allí creen divina, porque la religión siamesa les enseña que
Buda vive en todas partes, y en todos los seres, y unas veces en unos y otras
en otros, y como no hay vivo de más cuerpo que el elefante, ni color que haga
pensar mas en la pureza que lo blanco, al elefante blanco adoran, como si en él
hubiera más de Buda que en los demás seres vivos. Le tienen palacio, y sale a
la calle entre hileras de sacerdotes, y le dan las yerbas más finas y el mejor
arrak, y el palacio se lo tienen pintado como un bosque, para que no sufra tanto
de su prisión, y cuando el rey lo va a ver es fiesta en el país, porque creen
que el elefante es dios mismo, que va decir al rey el buen modo de gobernar. Y
cuando el rey quiere regalar a un extranjero algo de mucho valor, manda hacer
una caja de oro puro, sin liga de otro metal, con brillantes alrededor, y
dentro pone, como una reliquia, recortes de pelo del elefante blanco. En África
no los miran los pueblos del país como dioses, sino que les ponen trampas en el
bosque, y se les echan encima en cuanto los ven caer, para alimentarse de la
carne, que es fina y jugosa: o los cazan por engaño, porque tienen enseñadas a
las hembras, que vuelven al corral por el amor de los hijos, y donde saben que
andan una manada de elefantes libres les echan a las hembras a buscarlos, y la
manada viene sin desconfianza detrás de las madres que vuelven adonde sus
hijuelos: y allí los cazadores los enlazan, y los van domando con el cariño y
la voz, hasta que los tienen ya quietos, y los matan para llevarse los
colmillos.
Partidas
enteras de gente europea están por África cazando elefantes; y ahora cuenta los
libros de una gran cacería, donde eran muchos los cazadores. Cuentan que iban
sentados a la mujeriega en sus sillas de montar, hablando de la guerra que
hacen en el bosque las serpientes al león, y de una mosca venenosa que les
chupa la piel a los bueyes hasta que se la seca y los mata, y de lo lejos que
saben tirar la azagaya y la flecha los cazadores africanos; y en eso estaban, y
en calcular cuándo llegarían a las tierras de Tippu Tib, que siempre tiene
muchos colmillos que vender, cuando salieron de pronto a un claro de esos que
hay en África en medio de los bosques, y vieron una manada de elefantes allí al
fondo del claro, unos durmiendo de pie, contra los troncos de los árboles,
otros paseando juntos y meciendo el cuerpo de un lado a otro, otros echados
sobre la yerba, con las patas de atrás estiradas. Les cayeron encima todas las
balas de los cazadores. Los echados se levantaron de un impulso. Se juntaron
las parejas. Los dormidos vinieron trotando donde estaban los demás. Al pasar
junto a la poza, se llenaban de un sorbo la trompa. Gruñían y tanteaban el aire
con la trompa. Todos se pusieron alrededor de su jefe. Y la caza fue larga; los
negros les tiraban lanzas y azagayas y flechas: los europeos escondidos en los
yerbales, les disparaban de cerca los fusiles: las hembras huían, despedazando
los cañaverales como si fueran yerbas de hilo: los elefantes huían de espaldas,
defendiéndose con los colmillos cuando les venía encima un cazador. El más
bravo le vino a un cazador encima, a un cazador que era casi un niño, y estaba
solo atrás, porque cada uno había ido siguiendo a su elefante. Muy colmilludo
era el bravo, y venía feroz. El cazador se subió a un árbol, sin que lo viese
el elefante, pero él lo olió enseguida y vino mugiendo, alzó la trompa como
para sacar de la rama al hombre, con la trompa rodeó el tronco, y lo sacudió
como si fuera un rosal: no lo pudo arrancar, y se echó de ancas contra el
tronco. El cazador, que ya estaba al caerse, disparó su fusil, y lo hirió en la
raíz de la trompa. Temblaba el aire, dicen, de los mugidos terribles, y
deshacía el elefante el cañaveral con las pisadas, y sacudía los árboles
jóvenes, hasta que de un impulso vino contra el del cazador, y lo echó abajo.
¡Abajo el cazador, sin tronco a que sujetarse! Cayó sobre las patas de atrás
del elefante, y se le agarró, en el miedo de la muerte, de una pata de atrás.
Sacudírselo no podía el animal rabioso, porque la coyuntura de la rodilla la
tiene el elefante tan cerca del pie que apenas le sirve para doblarla. ¿Y cómo
se salva de allí el cazador? Corre bramando el elefante. Se sacude la pata
contra el tronco más fuerte, sin que el cazador se le ruede, porque se le corre
adentro y no hace más que magullarle las manos. ¡Pero se caerá por fin, y de
una colmillada va a morir el cazador! Saca su cuchillo, y se lo clava en la
pata. La sangre corre a chorros, y el animal enfurecido, aplastando el
matorral, va al río, al río de agua que cura. Y se llena la trompa muchas
veces, y la vacía sobre la herida, la echa con fuerza que lo aturde, sobre el
cazador. Ya va a entrar más a lo hondo el elefante. El cazador le dispara las
cinco balas de su revólver en el vientre, y corre, por si se puede salvar, a un
árbol cercano, mientras el elefante, con la trompa colgando, sale a la orilla,
y se derrumba.