A.  M. Guinnard

 

 

 

Tres años de cautividad entre los patagones

 

 

 

 

UN HIJO DE PARlS EN LAS PAMPAS ARGENTINAS.

-PORQUE HABlA YO IDO ALLI. - DECEPCIONES.

REGRESO HACIA EL NORTE.-VIAJE Y PADECI-

MIENTOS EN EL DESIERTO.-LA CRECIDA DEL TO-

RRENTE-LA PATIGA, EL FRIO, EL HAMBRE Y LA

SED-IDEAS DE SUICIDIO.

 

En los primeros meses del año l856,

después de haber visitado a Carmen, sobre el río

Negro, al Sur de la Confederación Argentina,

y el Fuerte Argentino,

situado en el fondo de Bahia Blanca,

andaba errante entre los establecimientos de Buenos Aires,

muy distantes unos de otros sobre el río Quequén,

rara vez trazado y menos aún citado

en nuestros mapaseuropeos.

¿Qué motivos habían podido llevar a un hijo

de París hasta aquella extremidad del nuevo

mundo ? Unas cuantas palabras me bastarán

para darlos a conocer.

Como tantos millares de franceses que to-

dos los años abandonan el suelo natal en direc-

ción a las riberas del Plata, había ido yo tam-

bién, en 1855, con el objeto de buscar fortuna

en Montevideo y Buenos Aires, o por lo menos

a tratar de adquirir, por medio de mis conoci-

mientos prácticos en el comercio de exporta-

ción, la certidumbre del pan cotidiano para mí

y un poco de bienestar para la vejez de mi ma-

dre. Pero por desgracia mía todo me había sa-

lido mal, lo mismo en Montevideo -donde en-

contré ya instalada una competencia demasiado

poderosa para que yo pudiera contender con

ella- que en Buenos Aires, presa de una de

esas crisis revolucionarias que la agitan perió-

dicamente.

Entonces intenté visitar los distritos fronte-

rizos de las tribus indias, con la esperanza de

encontrar mejores probabilidades en ese país

menos frecuentado por los europeos; pero tam-

poco tuve en él más suerte que en las grandes

ciudades ya por ellos explotadas.

 Después de haber recorrido en balde Mulita,

El Bragado, el Azul, el Tandil, Tapalquén y

Quequén Grande, puntos importantes de la

frontera argentina donde habitan muchos es-

tancieros dedicados a la cría y tráfico del ga-

nado, resolví, sin dejarme abatir por tantas

decepciones, regresar a Rosario, donde me ase-

guraban que tendría más probabilidades de

éxito.

 Un italiano, llamado Pedrito, desorientado

como yo en este distrito perdido, me propuso

entonces acompañarme, y juntos emprendimos

la travesía de la pampa, a fin de acortar la dis-

tancia que teníamos que recorrer.

 Para reemplazar a los guías que nuestra falta

de medios no permitía proporcionarnos, tracé

yo mismo un itinerario en un mapa y compré

una brújula, y fiados en nuestras fuerzas y ju-

ventud partimos a pie, llevando a cuestas al-

gunas provisiones de boca y caza. Bien cono-

cíamos que se nos presentarían numerosas di-

ficultades, y aun peligros, pero estábamos de-

cididos a arrostrarlo todo.

El 18 de mayo de l856 nos pusimos en ca-

mino. Esta época del año coincide con el prin-

cipio del invierno en estas regiones. A nuestra

partida comenzó a llover a torrentes, y hacía,

además, un frío vivísimo, cuya intensidad au-

mentaba con el viento muy recio que soplaba

de las profundidades de la Patagonia. Este mal

tiempo duró cuatro días y nos impidió cazar y

hacer lumbre; mucho trabajo nos costó tam-

bién proteger de la humedad nuestras armas,

de las cuales dependía nuestra existencia. En

la tarde del cuarto día cesó de llover y un rayo

de sol vino a reanimar nuestro ardor; descansa-

mos algunas horas y comimos un poco del pan

empapado en agua que nos quedaba. Después

de haber reparado nuestras fuerzas y estudia-

do nuestro itinerario, proseguimos nuestra

marcha procurando matar de paso alguna caza.

Muy poco a poco podíamos avanzar por aquel

suelo enteramente empapado por la lluvia, y

luego se resintió tanto de la humedad el cuero

de nuestro calzado que a la noche siguiente

nos quedamos descalzos; desde entonces tuvi-

mos que arrostrar con los pies al aire las as-

perezas del suelo y la intensidad del frío.

 En la mañana del quinto día, por muy peno-

sa que nos fuera la marcha, habíamos ya reco-

rrido una gran distancia, cuando encontramos

un río estrecho y profundo, encajonado en una

barranca pedregosa y muy pendiente. Grandes

dificultades tuvimos que superar para llegar a

la orilla. El resto del día lo empleamos en bus-

car un vado para pasar a la otra orilla. Ya lo

habíamos encontrado, por fin, cuando se nos

ocurrió la idea de aplazar la travesía hasta el

día siguiente, pues la margen donde estábamos

nos parecía más al abrigo del viento que la

opuesta.

 Hasta ideamos profundizar con nuestras

navajas una gruta en la ribera con el fin de

protegernos de la fría y húmeda temperatura

de la noche, y como después encendimos tam-

bién fuego en la gruta para sanearla, este

asilo parecía prometer a nuestros cuerpos

extenuados de cansancio una noche deliciosa

de reposo; pero, ¡ah!, nunca se suele prever

todo. Ocupados en nuestro bienestar, no había-

mos fijado la atención en la crecida de las

aguas, ya perceptible durante el día. Apenas

habíamos cerrado los párpados, cuando nuestra

gruta inundada súbitamente por las aguas, tan

revueltas como rápidas, estuvo a punto de ser

nuestra tumba. No tuve tiempo más que para

despertar a mi compañero y coger mis armas

para huir. Pero el escapar no era cosa tan fá-

cil para dos hombres sorprendidos por el pe-

ligro en su primer sueño, obligados a buscar

su camino al través de las aguas y de las ti-

nieblas, y reducidos a servirse de sus puñales,

como escalones para trepar por un escarpe

que, reblandecido por la inundación, amena-

zaba desmoronarse al menor movimiento brus-

co de nuestra parte. La Providencia nos ayudó

visiblemente, y llegamos a la cima de la ribera

sanos y con nuestras armas. Lo único que per-

dimos fue una parte de nuestra pólvora, de

nuestras municiones y alguna ropa, abando-

nadas al torrente.

 Esta noche, comenzada bajo tan tristes augu-

rios, concluyó en un sueño profundo, y al des-

pertar al día siguiente no nos hubiera quedado

del peligro pasado sino un recuerdo capaz más

bien de alentarnos que de abatirnos, si no nos

hubiésemos visto obligados a esperar, durante

dos largos días de absoluta privación y hambre

verdadera, que la disminución de las aguas nos

permitiera vadear el río.

 Sólo al tercer día intentamos el paso, des-

pués de haber hecho un paquete de nuestra

ropa y haberlo puesto sobre la cabeza; con una

mano nadábamos, mientras que con la otra pro-

curábamos tener nuestras escopetas fuera del

agua, cosa difícil de ejecutar. La corriente, que

era sumamente impetuosa, nos arrastró a un

remolino, donde estuvimos expuestos a perecer,

pero por fin pudimos abordar la orilla opuesta,

si bien rendidos de fatiga y debilidad. Tuvi-

mos que encender en seguida una buena lum-

bre para reanimar nuestros miembros entume-

cidos y secar nuestra ropa y nuestras armas.

Si estas dolorosas pruebas aumentaban la con-

fianza en nuestras fuerzas, enseñándonos a

arrostrar los peligros, también retardaban nues-

tra marcha. Por otra parte, nuestros pies lla-

gados nos hacían sufrir cruelmente, tanto más

cuanto que no teníamos medio alguno de pro-

tegernos de la aspereza del suelo ni del hielo.

 Sin embargo, a cosa de medio día tuvimos

de dicha de matar una gama, que pusimos a

asar enseguida; el hambre hizo que nos pa-

reciera deliciosa la comida. Con el cuero de

este animal tratamos de hacernos unas sanda-

lias, pero este calzado delicado no bastaba para

preservar nuestros pies de las piedras y los

espinos, y apenas disminuyó el efecto del in-

tenso frío en nuestras llagas. Incapaces de

apretar el paso, resolvimos caminar día y no-

che sin conceder a las imperiosas exigencias

del sueño y del hambre más que lo que no pu-

diéramos absolutamente negarles. A despecho

de este cálculo económico, pronto se agotaron

nuestras provisiones, y no veíamos medios de

reemplazarlas.

 Habíamos entrado entonces en un campo o

espacio de las pampas donde no se percibe la

menor huella de animales, ni aun de vegeta-

ción. El terreno, de naturaleza calcárea y sali-

trosa, es allí completamente estéril; todo el día

pasó sin que pudiéramos columbrar el menor

átomo con qué aplacar nuestra hambre y nues-

tra sed. Cuando llegó la noche, como no en-

contrábamos ningún sitio donde resguardarnos,

túvimos que acostarnos, ateridos de frío, en el

suelo blanco de escarcha. Habiendo aumentado

el hambre y la sed en la jornada siguiente, no

tardamos en sentirnos indispuestos y suma-

mente tristes. Cuando volvió la noche, tam-

poco el sueño vino a mitigar el tormento de

nuestros sentidos; permanecimos contemplan-

do con los ojos abiertos la silenciosa soledad

del desierto y con el pensamiento fijo en nues-

tra aflictiva situación. Al siguiente día, tercero

de absoluto ayuno, aún fue más terrible la

prueba; teníamos fiebre y el cansancio inte-

rrumpía con frecuencia nuestra marcha ya muy

lenta. Era tan excesiva nuestra sed que, a falta

de agua; hubimos de recurrir para calmarla

al extremo y repugnante medio de que hablan

tantas relaciones de naufragios. Cediendo a la

rabia del hambre, comimos hierbas y raíces

que no conocíamos y cuyo gusto era nausea-

bundo.

 La noche siguió otra vez al día, y el único

alivio que pudimos dar a nuestros sufrimien-

tos fue un poco de lumbre, alimentada por

algunos espinos recogidos en el suelo de la

pampa. Sentados tristemente en derredor de

nuestro humilde hogar, demasiado débiles para

soportar más largo tiempo las angustias del

hambre, agotadas nuestras fuerzas y perdida

toda esperanza, comenzó a insinuarse en la

mente de uno y otro la terrible tentación de

poner término a nuestros sufrimientos. Ya íba-

mos a preparar nuestras armas cuando recor-

damos con amargura el hogar de la familia y

los seres queridos que ya no debíamos volver

a ver. Estos recuerdos tardaron poco en ele-

var nuestra alma a Dios, y la invocación de su

nombre, hecha en voz alta, reanimó nuestro

valor. A la desesperación sucedió el sopor, y

esa noche pudimos dormir.

 

EL ESTANQUE. - EL PUMA O CUGUAR. - LA BRU-

JULA DESCOMPUESTA Y SUS TRISTES CONSECUEN-

CIAS. - ENCUENTRO DE INDIOS. - COMBATE.-

MUERTE DE MI COMPAÑERO.-MI CAUTIVIDAD.

-EL NUEVO MAZEPPA.-MI ESCLAVITUD.

 

 Nuestro despertar fue menos triste que los

precedentes; nos sentimos menos débiles, pero

nuestras piernas fatigadas no nos permitían

caminar, sino muy lentamente. La falta de ali-

mento nos excitaba, sin embargo, a ello, y poco

después tuvimos la dicha de reconocer un cam-

bio en la naturaleza del suelo que ahora era

arenoso y estaba plantado de altas y espesas

hierbas, llamadas en indio koeny, como las que

se encuentran generalmente en las cercanías de

los estanques; este suelo era menos doloroso

también para nuestros pies ensangrentados.

Algo más lejos encontramos, efectivamente, un

estanque, donde pudimos apagar por fin nues-

tra sed devoradora. Esto ya era mucho; pero

a este primer hallazgo era preciso que añadié-

ramos otro, el de los alimentos, pues sin ellos,

esta agua, que había sido un gran alivio para

nosotros, debía hacer más insoportable la im-

presión del hambre. Por consiguiente, mi com-

pañero y yo, tomando cada uno opuesta direc-

ción, nos pusimos a explorar los alrededores

del estanque. La primera tentativa había sido

infructuosa, ya volvía yo desesperanzado cuan-

do oí detrás de mí un ruido que me hizo

volver la cabeza, y vi un puma que estaba ace-

chando mis pasos. Aunque ni en el porte ni

en la altura de este animal hay nada del león

de África, cuyo nombre le han dado los ame-

ricanos, su primera vista me hizo estremecer;

mi segundo movimiento fue apuntarle y hacer

fuego, y tuve la suerte de herirle en medio del

pecho. La herida lo puso furioso y se arrastró

hacia mí; pero afortunadamente le faltaron las

fuerzas y me fue fácil acabarlo de matar con

mi puñal.

 Al ruido de la detonación acudió corriendo

mi compañero, y pocos instantes después, acu-

rrucados junto a una hoguera, en cuya llama

calentábamos más bien que asábamos los trozos

de puma, devorábamos juntos esta carne gra-

sienta y muy correosa, pero que nos parecía

sabrosísima. Después de tantas fatigas y pri-

vaciones creímos indispensable un descanso de

uno o dos días. El sitio donde nos hallábamos

era favorable y nos, quedamos en él. Como

abundaba la hierba, nos fue fácil prepararnos

un resguardo contra la intemperie, y también

un lecho más cómodo y agradable que el de la

hierba helada. Al segundo día había cesado la

fiebre, pero en cambio empeoraba de tal modo

el estado de nuestros pies, que no podíamos

asentarlos en la tierra sin que nos pareciera

que pisábamos cascos de vidrio. No obstante

nos fue forzoso continuar nuestra marcha, y

anduvimos otros tres días más, durante los cua-

les tuvimos la fortuna de matar una liebre y

un gamo.

 Pero estaba escrito que nos habían de afligir

todas las desgracias, y que habíamos de sobre-

llevar en vano las terribles pruebas preceden-

tes; otra más cruel aún nos estaba reservada.

Nuestra brújula, objeto tan precioso para nos-

otros, se había desarreglado en las aguas del

río donde estuvimos a punto de perecer, y des-

de entonces, por una extraña fatalidad, no la

habíamos consultado, y era demasiado tarde

para remediar el mal.

 Nos era imposible no reconocer, sólo con

examinar nuestro itinerario, que nos había-

mos equivocado de camino, y que en lugar de

ir costeando el territorio indio, nos habíamos

metido completamente dentro de él.

 Esta triste convicción nos afligió mucho; pe-

ro procuramos, sin embargo, cambiar de direc-

ción, acercándonos a unas montañas que divi-

sábamos a lo lejos enfrente de nosotros, y en

las cuales esperábamos encontrarnos más se-

guros. Tuvimos la suerte de llegar al pie de

ellas antes de que la tormenta, que ya amenaza-

ba desde la mañana, estallara por fin. En una

hondonada levantamos una pequeña choza con

las muchas piedras planas que cubrían el suelo

en este sitio. Allí permanecimos durante cua-

renta y ocho horas sitiados por una horrible

tempestad, alimentándonos con algunas provi-

siones procedentes de nuestras últimas cazas,

pero sin aventurarnos a salir, pues, de todas las

pendientes pedregosas que nos rodeaban, la

lluvia y las ráfagas de viento hacían derrumbar

verdaderos aludes de piedras. Cuando pasó la

tormenta encontramos materiales para un buen

fuego en los muchos espinos que erizaban el

suelo, pero todos llevaban huellas de un incen-

dio anterior. Esta fue para nosotros una prue-

ba irrecusable de la proximidad de los indios,

pues sabíamos que tienen la costumbre de in-

cendiar los campos que abandonan.

 Antes de seguir la nueva dirección que ha-

bíamos adoptado, urgía que renováramos nues-

tras provisiones y volviéramos, al efecto, a la

llanura, donde a nuestra vista estaban tomando

el sol de la mañana un gran número de llamas.

 Varias de ellas fueron heridas nada más que

levemente, y favorecidas por la distancia y su

agilidad, se nos escaparon; sólo una que había

recibido dos balazos nos pareció que no podría

huir, y nos precipitamos en su seguimiento

con todo el ardor que nos permitía la debilidad

de nuestras piernas. Ya parecía que su carrera

disminuía visiblemente, y nuestra esperanza de

cogerla aumentaba cada vez más, cuando al

llegar a una revuelta vimos con terror una

partida de indios, que indudablemente busca-

ban una presa cualquiera, hombre o res. Lo me-

jor que podíamos hacer era volver a nuestra

choza, y tuvimos la dicha de ejecutar este mo-

vimiento de retirada sin ser vistos.

 Allí estuvimos durante dos días agazapados

en nuestro escondite, temiendo ser descubier-

tos de un momento a otro y acometidos por un

enemigo salvaje que desconoce la compasión.

El hambre nos obligó a salir de él al tercer

día con el objeto de renovar nuestras provi-

siones; ya habíamos recobrado alguna confianza

en el porvenir, luego que a poca distancia hu-

bimos muerto una cierva bastante grande. Yo

estaba cargándola sobre mis hombros, cuando

de improviso salieron los indios, esta vez muy

numerosos, de todas las ondulaciones del te-

rreno, y llenos de feroz alegría, dando gritos

guturales y blandiendo sus lanzas, sus bolas y

sus lazos, nos rodearon por todas partes. Nada

es más triste que el aspecto extraño de estos

seres desnudos, montados en caballos briosos

que manejan con salvaje destreza, el color ne-

gruzco de sus cuerpos robustos, su espesa e in-

culta cabellera pendiente en derredor de su

rostro, del cual sólo dejan ver un innoble con-

junto de facciones horribles que, con la adición

de colores chillones, adquieren una expresión

de ferocidad infernal. El resultado de una lu-

cha entre nosotros y esta banda no podía ser

dudoso; juzgándonos, pues, perdidos, miramos

a la muerte cara a cara, nos apretamos la mano

exhortándonos a una buena y común defensa,

e hicimos fuego contra los más adelantados de

nuestros enemigos. Uno de ellos fue herido,

pero su caída no contuvo a los demás, que nos

acometieron en masa; mi compañero, lleno de

heridas y abrumado por el número, cayó para

no volver a levantarse jamás.

  Por mi parte, me vi también vivamente es-

trechado, y acababa de recibir una lanzada en

el antebrazo izquierdo, cuando me hirió en mi-

tad de la cabeza una de esas bolas de piedra que

los salvajes sujetan con una larga correa, y me

hizo caer en tierra inanimado. Otras heridas y

contusiones recibí, además, pero no las sentí

hasta que volví en mí y procuré levantarme sin

poderlo conseguir. Los indios que todavía me

rodeaban, viendo mis movimientos convulsi-

vos, se disponían a poner término a mis sufri-

mientos; pero uno de ellos, suponiendo sin du-

da que de un hombre que tan bien resistía a

la muerte se podría hacer un esclavo útil, se

opuso al designio de sus compatriotas. Después

de haberme despojado completamente, me ató

las manos a la espalda y me colocó sobre un

caballo tan desnudo como yo, al cual me sujetó

fuertemente por las piernas. Entonces comenzó

para mí un viaje completamente terrible, y des-

pués de pasado siglo y medio, y en la otra

extremidad del mundo, renové la espantosa

correría de Mazeppa. La pérdida continua de

sangre me hizo experimentar sucesivas an-

gustias y flaquezas, durante las cuales se bam-

boleaba mi cuerpo como una masa inerte al

galope desenfrenado del caballo cerril aguijo-

neado por los bárbaros. ¿Cuánto tiempo duró

este suplicio? No lo sé; lo único que sí recuerdo

es que al anochecer de cada día me colocaban

en tierra sin desatarme las manos, pues sin

duda temían los indios que, a pesar de mi triste

estado, intentase fugarme o suicidarme.

 Durante este viaje, que me pareció una eter-

nidad, no comí absolutamente nada, aunque

los indios me ofrecían, de vez en cuando, raíces.

Cuando por fin llegamos al campamento de la

horda, me soltaron las apretadas ligaduras que

me habían atormentado los pies y las manos

hasta el punto de que ya no podía hacer uso

de ellos. En la imposibilidad de moverme, per-

manecí tendido en tierra en medio de mis rap-

tores; hombres, mujeres y niños me contem-

plaban con feroz curiosidad, pero sin que nin-

guno de ellos pensara en proporcionarme el

menor alivio. Solamente por la noche me tra-

jeron de comer, pero no sentía ni necesidad ni

fuerzas para ello; lo que me daban era carne

de caballo cruda, que es lo que constituye el

principal alimento de estos nómades.

 Un mundo de ideas a cual más penosa me

abrumó en la noche siguiente; en mi insomnio,

no se apartaba de mi mente el triste fin de mi

compañero, y hacía mil conjeturas sobre el des-

tino que me reservaban los indios. Parecíame

lo más probable que me conservaban vivo para

algún suplicio solemne. No sucedió así, sin em-

bargo; aunque mi triste posición les inspiraba

tan poca lástima que hasta se burlaban de ella,

me dejaron descansar algunos días sin exigir

nada de mí. Así pude dar a mi cuerpo quebran-

tado algún respiro y mejorar algo el estado de

mis heridas. Pero la completa desnudez a que

estaba condenado me hizo sentir pronto sus na-

turales efectos: durmiendo en el suelo sin nada

con que cubrirme, no solamente aumentó mi

malestar, sino que ya no podía mover mis

miembros, sufriendo dolores muy agudos. Tam-

bién el hambre me atormentaba a su vez, y des-

pués de haber intentado alimentarme con hier-

bas y raíces, tuve que resignarme a no devorar

más que carne llena de sangre como los indios

mismos. Cada vez que concluía una comida tan

repugnante, me sentía desfallecido; sólo con

el tiempo conseguí sobreponerme al horror que

este género de vida me inspiraba.

 ¡Cuántas veces, también, con mi ración de

carne en la mano y reducido a disputar cada

bocado de este asqueroso manjar a los perros

hambrientos que me rodeaban, no me ocurrió

hacer mentalmente una comparación entre es-

ta innoble comida y la mesa elegantemente

adornada, cubierta de blancos manteles, ricas

porcelanas y brillantes cristales, en derredor

de la cual se sientan nuestros dichosos de Eu-

ropa, y saboreando con indiferencia los man-

jares más delicados y los vinos más generosos,

compiten en agudezas y dulces palabras!...

 

 

EN QUE MANOS HABIA CAIDO. -LOS INDlOS DE LAS

PAMPAS Y DE LA PATAGONIA. - IDENTlDAD DE SUS

IDIOMAS, DE SUS CREENCIAS RELICIOSAS Y DE SU

GENERO DE VlDA. - USOS Y COSTUMBRES. - CO-

MIDAS. - REZOS. - BORRACHERA, - EJERCICIOS

Y TRAJES DE AMBOS SEXOS.

 

 En la época en que no se ponía el sol en los

dominios de los monarcas españoles, las vastas

llanuras que se extienden entre Buenos Aires

y el Estrecho de Magallanes, por un lado, y en-

tre el Atlántico y el pie de los Andes, por el

otro, eran consideradas como parte del virrei-

nato de La Plata, a pesar de que la mayoría de

los nómades que las ocupan vivieran entonces,

como ahora, libres de todo yugo. Hoy día, una

línea tortuosa, determinada al Este por la Cor-

dillera de Médanos y el río Salado; al Norte,

por el río Quinto, el Cerro Verde y toda la

extensión que recorre el tío Diamante hasta el

pie de los Andes, forma el límite común de la

Confederación Argentina y de la pampa inde-

pendiente. Al sur del río Negro comienza la

Patagonia.

 Tres años de residencia forzada en estas re-

giones me han hecho conocer en ellas tres gru-

pos distintos de población, cada uno de los cua-

les corresponde a una división natural del

suelo. En la zona del Este, que va del río Sa-

lado al río Negro, viven los pamperos propia-

mente dichos, divididos en siete tribus..

 La región montuosa que se extiende entre

los lagos de Bebedero y Urre Lafquén, así como

a lo largo de los ríos que remontan desde este

último lago hasta la tierra que recorren los ma-

muelches, los cuales forman seis tribus desig-

nadas por las denominaciones de ranqueuls-

ches, agneco-ches, catrulemanuel-ches, guine-

uitru-ches, lonqueuil-uitru-ches y renan-neco-

ches.

 En fin, al mediodía del río Negro, cuyo curso

estrecho pero profundo es más largo que el del

Rin o el Loira, he contado nueve tribus de pa-

tagones que llevan estos nombres: 1º, poyu-

ches; 2º, puelches; 3º, cailliheches; 4º, cheue-

ches; 5º, cangnecaue-ches; 6º, chao-ches; 7º,

uili-ches; 8º, dilma-ches; 9º, yakah-ches.

 Inútil es decir que el modo de vivir de todos

los nómades difiere en razón de las numerosas

variedades de la naturaleza del suelo y del cli-

ma. Los que residen en la porción septentrio-

nal más templada de las pampas andan medio

vestidos y se resienten de la proximidad de

las poblaciones chilenas o argentinas, con quie-

nes están alternativamente en paz o en guerra.

Los patagones, como viven muy lejos de los

primeros y sólo tienen a la vista las riberas del

mar o la inmensidad de sus páramos estériles,

conservan toda la rudeza primitiva del estado

nómade.

 La tribu en cuyas manos había yo caído era

la de los poyuches, que recorren la margen me-

ridional del río Negro, desde las inmediacio-

nes de la isla Pacheco hasta los estribos de

las cordilleras.

 Todas las tribus de estas regiones, y aun los

araucanos (indios chilenos que viven a la ma-

nera de los cristianos), hablan el mismo idio-

ma, desde el estrecho de Magallanes hasta las

cercanías de Mendoza, San Luis, Rosario y

Buenos Aires. Sucede, no obstante, con su idio-

ma como con los demás, es decir, que se en-

cuentran en él diferentes dialectos que se com-

prenden fácilmente cuando se sabe la lengua

madre. Esta se ha conservado casi pura en la

pampa, entre los araucanos y los mamuelches

(población de los países montuosos).

 Partes de estas tribus viven del pillaje: son

los pamperos, los mamuelches y los puelches

(tribu patagónica).

 Los demás no tienen otros recursos que los

que les ofrecen la naturaleza o su destreza; ge-

neralmente son muy pobres, pero soportan con

valor la miseria y las privaciones a que los re-

ducen las malas estaciones.

 Las frecuentes invasiones que ejecutan los

indios en todas las fronteras de las repúblicas

del Plata y de Chile tienen por principal objeto

dificultar las negociaciones de los cristianos y

robarlos, a fin de adquirir animales que se ha-

llen en estado de prestarles servicios, sin verse

obligados a domarlos ellos mismos; luego, ven-

garse de la pobreza a que los han reducido los

europeos, apoderándose de su territorio. Detes-

tan con odio implacable a todos los blancos y

los matan de la manera más bárbara, sin per-

donar más que a los niños y a las mujeres, a

quienes destinan a una innoble cautividad.

 Las creencias de todos estos salvajes son

idénticas como su idioma; reconocen dos dioses

o seres superiores: el del bien y el del mal. Ad-

miran y respetan el poder del bueno (Vitauen-

tru) sin tener idea alguna fija acerca del lugar

donde puede residir.

 Respecto del dios del mal (Huacuvu), dicen

que es el que recorre la superficie de la Tierra

y manda a los espíritus maléficos; le llaman

también Gualichu, "causa de todos los males

de la humanidad". Todavía se encuentran en-

tre ellos algunos adivinos de ambos sexos que

predicen el porvenir; pero su pretensión de ver

hasta en las entrañas de la Tierra va disminu-

yendo cada día.

 No tienen ningún sacerdote; los padres y las

madres trasmiten su religión a sus descen-

dientes.

 Jamás come ni bebe nada uno de estos indios

sin que previamente haya ofrecido a Dios la

primera parte. Para ello se vuelve hacia el

Sol, enviado de Dios, cortando un pedacito de

carne o vertiendo un poco de agua en el suelo,

y acompaña esta acción con las siguientes pa-

labras, cuya fórmula, sin ser precisamente la

misma, varía muy poco:

 

¡Oh!, chachai, ¡Oh!, Padre,

vita uentru, reyne mapo, grande hombre, rey de esta tierra,

frenean votrey, hazme la gracia, querido amigo,

fille, enteu, todos los días,

come que hiloto, de buen sustento,

come que ptoco, de buen agua,

come que amaouto. y de buen sueño.

 

Pavre laga inche, Yo soy pobre,

¿hilo to elaemy? ¿tienes tu hambre?,

tefa quinie vusa hilo, toma una pobre comida,

hiloto tu fiñay. come, si quieres.

 

 Después de su comida prepara un poco de ta-

baco con fiemo de caballo o de vaca, llena una

pequeña pipa de piedra, fabricada por él mis-

mo, se acuesta boca abajo, fuma siete u ocho

bocanadas, una tras otra, que sólo arroja por

las narices, cuando ya no le es posible conser-

var el humo más tiempo. Entonces su aspecto

es horrible. No se ve más que el blanco de sus

ojos, que se dilatan hasta el extremo de que se

pudiera creer que se le van a salir de las órbi-

tas; la pipa cae de sus labios, que ya no pueden

sujetarla; las fuerzas le abandonan, queda su-

mido en una borrachera parecida al éxtasis, y

agitado por movimientos convulsivos que le ha-

cen roncar ruidosamente, al mismo tiempo que

arroja de su boca entreabierta abundante sali-

va, sus pies y manos ejecutan movimientos se-

mejantes a los de un perro cuando está na-

dando.

 Este abominable estado de voluntario en-

brutecimiento hace las delicias de los indios y

es objeto de sus respetuosas simpatías, pues,

en vez de turbar al fumador, le traen agua en

un cuerno de buey que clavan en la tierra a

su lado. Según costumbre, también a su dios

hacen participar de su regocijo, pues le ofrecen

previamente tres o cuatro bocanaditas de humo

acompañadas de una oración mental.

 Después de haber bebido el agua que le han

traído, el fumador da media vuelta sobre si

mismo y queda tendido boca arriba para entre-

garse momentáneamente al sueño; las mujeres

y hasta los niños toman parte en este placer sin

que nadie piense en oponerse a ello.

 Sea que habiten en las cercanías de los his-

panoamericanos, o en las soledades al pie de

los primeros contrafuertes montuosos de las

cordilleras, o en el suelo pelado y alcalino de

la pampa, todos estos nómades tienen un modo

de vivir casi uniforme; sus ocupaciones consis-

ten en la caza, el pillaje, el cuidado de sus ani-

males domésticos, la equitación, el manejo de

la lanza, de las bolas, de la honda y el lazo. La

mayor parte de los pamperos poseen hoy día

utensilios de cocina robados en sus expedicio-

nes de pillaje y que les sirven para preparar

viandas. Las mujeres, que son las encarga-

das de este quehacer, evitan con cuidado que

los alimentos se cuezan o asen demasiado; po-

nen agua en una vasija, la calientan, cortan el

trozo de carne en varios pedazos y los meten

en ella, y apenas comienzan a blanquear los

sacan inmediatamente, como si ya estuvieran

bastante cocidos, y se los comen en seguida

con un poco de sal, pues el uso de este condi-

mento les es conocido. En las tribus sometidas

se ve a los indios comer carne bien asada o

cocida, y, sin embargo, también éstos miran

como un manjar exquisito el pulmón, el hígado

y los riñones crudos de todos los animales, cu-

ya sangre beben, además, caliente o cuajada.

 Sus habitaciones son unas tiendas de cuero

que transportan de un punto a otro en sus emi-

graciones. Su traje se compone de una pieza de

tela cualquiera, en medio de la cual hace una

abertura para meter la cabeza; otra tela de pe-

queñas dimensiones le ciñe la cintura; tam-

bién su cabeza se halla rodeada por un retazo

de tela que mantiene separada por delante la

cabellera abundante que cubre sus hombros.

Se repelan con cuidado todo el cuerpo, aun las

mismas cejas, y se pintan la cara con una diso-

lución de tierras volcánicas que les traen los

araucanos en sus visitas anuales. Los colores

varían según los gustos; los que domina

el negro, el rojo, el azul y el blanco.

 Las mujeres se visten con una pieza de tela

que ellas mismas fabrican con la lana de sus

carneros, cuando no tienen algunos retazos de

las telas robadas por sus esposos en sus irrup-

ciones. Este vestido las cubre desde los hom-

bros hasta más abajo de las rodillas, y se parece

a una funda de donde salen la cabeza, los bra-

zos y las piernas, sin armonía y sin arte. Lo su-

jetan en la parte superior con un broche (tupú)

de plata ancho y redondo y, a la altura de las

caderas, con un cinturón de cuero crudo ador-

nado de dibujos de diversos colores y muy

apretado. Como los hombres, se repelan tam-

bién el cuerpo y las cejas, y se pintan la cara,

cuyo aspecto rizado y extraño está realzado por

un adorno de perlas groseras, especie de rede-

cilla que mantiene separados sus cabellos en

dos trenzas muy largas. Unos pendientes cua-

drados y de grandes dimensiones acaban de

adornarlas a su gusto; las más jóvenes llevan

también en las muñecas y sobre los tobillos

unos brazaletes hechos con perlas groseras de

varios colores, ensartadas en fibras sacadas de

la carne. La fisonomía de la mujer se asemeja

mucho a la del hombre; pero se encuentran, no

obstante, algunas que no son tan feas: proce-

den de la raza india y cristiana, y la mayor

parte de ellas son hijas de cautivas.

 Las mujeres saben manejar la lanza, las bo-

las y el lazo tan bien como los hombres, y mon-

tan a caballo como ellos.

 Por muy poca que sea la población que des-

cribo, sobre todo si se la compara con el espa-

cio inmenso que ocupa, esta población, que no

pasa seguramente de cuarenta mil almas, tien-

de a disminuir todos los años, y donde princi-

palmente se hace notar la disminución es entre

las tribus del Norte, entre los pamperos pro-

piamente dichos, donde las mujeres están en

minoría a consecuencia de las guerras san-

grientas que les hicieron los gauchos de Ro-

sas hace unos treinta años. Obligados a huir,

los indígenas se refugiaron cerca de las cordi-

lleras que rodean a Chile, a los países vecinos

de los araucanos, entre los cuales habitaron la

mayor parte de sus mujeres. El corto número

de las que se conservaron fieles no correspon-

día con mucho al de los varones, cuando los

pamperos volvieron a sus antiguos territorios,

y aun en nuestros días, a pesar de que se apo-

deran con frecuencia de muchas mujeres cris-

tianas, por término medio hay entre ellos una

mujer para cinco hombres; entre los araucanos

sucede lo contrario, pues allí están en mayoría

las mujeres. Las costumbres de los pamperos

autorizan la posesión de varias mujeres, de don-

de resulta que mientras los más ricos poseen

varias, la mayor parte tiene que vivir célibe

por ser demasiado pobres para poder aspirar

al lujo de una compañera.

 

ASPECTOS DE LAS PAMPAS. -MIS OCUPACIONES DE

ESCLAVO. - LA CAZA - EL JUECO Y LA BORRA-

CHERA ENTRE LOS INDIOS DE LA PATAGONIA.

 

 Basta lo poco que acabo de decir para que

se comprenda que los nómades de las pampas

son dignos del suelo que ocupan.

 Nada hay más triste, en efecto, que estas

vastas llanuras, cuya soledad solo está anima-

da a largas distancias por los rebaños de los

indios y por algunos grupos nómades de éstos,

a quienes se les conoce de lejos por sus lanzas

adornadas con plumas de ñandú. Durante el

día, el grito agudo de alguna ave de rapiña que

se precipita sobre un cadáver en putrefacción,

o durante la noche, los rugidos del puma y del

jaguar hambrientos: tal es, con los mugidos del

viento, la armonía de las pampas.

 Mucho tiempo me costó habituarme a la vida

de esclavo. La imposibilidad en que me hallaba

de comprender lo que me decía la gente de

quien dependía, agravaba mi posición, pues so-

lían hacerme expiar mi ignorancia con la ru-

deza de su trato. No podía dar un paso sin ir

acompañado de uno o varios indios, y si pa-

recía que estaba más triste que de costum-

bre, me amenazaban con la voz o el gesto, fi-

gurándose que maquinaba una evasión; hasta

en la noche solían venir a verme y tocarme pa-

ra convencerse de mi presencia. Llegó por fin

el momento en que tuve que tomar parte en

sus trabajos, que consisten en montar a caba-

llo para cuidar el ganado, cargo que me fue

dado hasta nueva orden; tenía que permanecer

constantemente cerca de los animales, traer-

los mañana y tarde a su presencia para que

los contasen, y si por desgracia faltaba algu-

no no tardaban en imponerme el castigo.

Cuando supe manejar regularmente un caba-

llo y las armas indias, me hicieron tomar par-

te en las cazas del ñandú (avestruz america-

no) y del guanaco, ejercicio que más tarde

llegó a ser para mí una verdadera distracción.

 La principal ocupación de los indios es la

caza; todo el año se dedican a ella, pero más

particularmente en los meses de agosto y sep-

tiembre, primavera del hemisferio Sur, con el

doble objeto de traer reses tiernas y huevos de

perdiz y de avestruz. La caza es destinada

particularmente a los niños, y los huevos son

comidos en familia. Los asan en un brasero

preparado con fierro, donde los colocan dere-

chos, después de haber abierto la cáscara para

ir mezclando la yema con la clara a medida

que se opera la cocción.

 Para cazar al avestruz y al gamo se reúnen

en gran número y rodean un espacio de dos o

tres leguas. Luego que cada cual está en su

puesto, a una señal convenida se dirigen todos

lentamente hacia el centro del círculo que for-

man, hasta que la distancia que los separa a

unos de otros no sea más que de siete a

ocho saltos de caballo. Entonces hacen alto

con las bolas en la mano, y excitan con sus

gritos a los perros que los acompañan para

que se arrojen sobre los avestruces y los gá-

mos, los cuales, para poder huir de este en-

cierro, tienen que pasar por los cortos inter-

valos que los cazadores han dejado libres a

fin de lanzarles una multitud de bolas, y ra-

ra vez marran su golpe. Los animales cogidos

son despojados con increíble destreza, lo que

permite a los cazadores continuar su ejercicio

hasta .que el círculo se estrecha de modo que

ya no forme más que una masa compacta de

indios. Rara vez vuelven a sus familias sin

haber cogido siete u ocho reses.

 Los indios cheuelches, una de las tribus pa-

tagónicas, no obstante no tener el auxilio de

los caballos, son cazadores no menos hábiles

que los otros, y ejecutan la misma maniobra

a pie. Los hombres y las mujeres de edad

avanzada son los encargados de despojar y

transportar al hombro el producto de la caza,

que consiste en llamas, en gamos y en avestru-

ces cogidos al lazo o heridos con la bola, y

también alguna vez con flecha.

 La vuelta de cada cacería proporciona a los

indios la ocasión de entregarse a sus dos pasio-

nes favoritas: el juego y la borrachera.

 Los indios, a pesar de su apariencia grave,

son muy jugadores. En ciertas tribus que vi-

ven cerca de los hispanoamericanos juegan

con naipes españoles, pero no hay que pensar

que ninguno de ellos sea más concienzudo que

un tahur cualquiera. Saben hacer señales casi

imperceptibles en los ángulos de cada carta;

gracias a su excelente vista, nada más que ba-

rajándolas distinguen las buenas de las malas,

y son tan diestros en la manera de darlas, que

siempre se guardan las buenas. Aquel a quien

favorece la suerte, cree que lo que ha ganado

está bien ganado, en razón de las dificultades

que ha tenido que superar para arrebatar a su

adversario un par de estribos o de espuelas de

plata.

 Los otros juegos que les son peculiares y

están más en boga entre ellos son: el choecah

o uiñu y los dados. En el juego de choecah, ca-

da hombre, provisto de un palo que tiene una

de las extremidades doblada en forma de gan-

cho, con el cuerpo enteramente pintorreado

y los cabellos levantados y afianzados con un

retazo de tela, busca por adversario a uno de

sus congéneres dispuesto a jugar una prenda

equivalente a la suya: un partido coloca su

puesta en un lado; el otro, en el contrario.

La longitud del local se calcula según el nú-

mero de los jugadores, que ocupan su puesto

por parejas de contendientes, uno enfrente de

otro. Luego se pone una bolita de madera en-

tre los dos que forman el centro de la línea.

Estos cruzan sus palos, haciendo que la parte

curva descanse en el suelo, de modo que ti-

rando con fuerza hacia sí hacen rebotar la bo-

la cogida entre las partes dobladas. Una vez

que ha sido lanzada al aire, todos procuran

cogerla al vuelo, sea para darle nuevo impul-

so con el palo que les sirve de raqueta, sea

para desviarla y hacerla tomar una dirección

contraria a la que trata de darle su adversario.

Si el que en interés de su partido debe diri-

girla hacia la derecha la inclina hacia la iz-

quierda, inmediatamente tiene que andar a

mojicones y tirarse de los pelos con cualquie-

ra de aquellos a quienes ha perjudicado.

 Rara vez concluyen estas diversiones sin

que haya piernas y brazos rotos y aun cabe-

zas descalabradas. No hago figurar en la cuen-

ta los latigazos que distribuyen los jueces de

campo, desde lo alto de sus caballos, a los com-

batientes fatigados para que recobren fuerza

y vigor.

 El juego de los dados, o más bien el juego de

blanco o negro, se compone de ocho cuadra-

ditos de hueso ennegrecidos en uno de los la-

dos; éste se juega entre dos. Se coloca un

cuero entre los jugadores con el objeto de

que sus manos puedan coger de una vez es-

tos cuadraditos, que dejan caer, gritando en

voz alta y dando palmadas para aturdirse mu-

tuamente. Siempre que el número de los ne-

gros es par, el jugador tiene derecho a prose-

guir hasta que haga impar; entonces le toca el

turno al contrario. La partida puede durar, así,

eternamente; pero cuando está ya cansado o

atontado uno de jos dos, el que se ha conser-

vado más sereno marca con frecuencia doble

punto sin que lo note su compañero, y le ga-

na. Entonces hay casi siempre riña entre ellos

pues por lo regular el que ha salido perdien-

do se niega a dar el objeto perdido.

 Sin excepción de tribu, rango, edad o sexo,

todos los indios se emborrachan; los que pue-

den proporcionarse bebidas alcohólicas hacen

uso frecuente de ellas, sin que sufran la me-

nor alteración en su salud. Se someten facil-

mente a un viaje de diez o quince días para

ir al establecimiento americano más próximo

adonde puedan penetrar sin peligro, trocar

cueros de diferentes clases y plumas de aves-

truz por tabaco (pitrem) y bebida (pulcú).

Para transportar los licores suelen emplear los

cueros de carneros, que saben desollar con

mucha maña por el pescuezo, para hacer con

ellos odres de donde no puede salir una sola

gota. También se sirven de los pellejos de las

piernas de avestruz, pero prefieren los de los

carneros, tanto porque contienen mucho más,

cuanto porque resisten mejor el galope del ca-

ballo, sobre el cual los afianzan con cinchas

sólidamente preparadas.

 Apenas están de vuelta, no bien las muje-

res han descargado los caballos, cuando acude

un tropel de gente para tomar parte en la

orgía y en la distribución del tabaco. Esta

costumbre de repartir lo que poseen no cons-

tituye, sin embargo, una obligación estricta,

pues algunos de ellos no se muestran tan ge-

nerosos, y no por eso se les hace ningún re-

proche. A pesar del excesivo calor que se

siente en estos parajes, hombres y mujeres

beben con frecuencia. Cuando están bien bo-

rrachos ponen furiosos y riñen entre sí

sin distinción de sexo apenas es pronunciada

la palabra "uiñcaes" (cristianos); este desorden

cesa, aunque dificilmente, cuando algunos, me-

nos borrachos o más juiciosos, consiguen des-

armar a los revoltosos, que infaliblemente se

matarían entre sí. Esta orgía dura varios días

seguidos, hasta que ya no queda con qué con-

tinuarla.

 Algunas veces pasa mucho tiempo sin que

los indios puedan proporcionarse "uiñcaes-pul-

cú", o bebida de los cristianos; no obstante, eso

no les impide emborracharse, pues si la calidad

del terreno les priva de ciertos frutos que cual-

quiera creería deben encontrarse en estos vas-

tos campos, les da, en cambio, dos muy curio-

sos: el piquinino y la algarroba, muy cono-

cidos en América.

 Cogen la algarroba cuando está bien madu-

ra, la majan entre dos piedras, la ponen lue-

go en una bolsa de cuero, donde la cubren

de agua, y al fermentarse les da una bebida,

con la que también suelen emborracharse. Si

este fruto se come en su estado natural, tiene un

gusto acídulo y que parece muy azucarado;

pero algunos momentos después se siente en

la boca una sequedad ardiente que durante al-

gunos días impide comer sin dolor.

  El trulca o piquinino es una frutilla de co-

lor rojo o negro, de forma ovalada y dei grosor

de un guisante; es muy copudo y sus abundan-

tes hojas son sumamente pequeñas; lo mismo

las mayores que las menores, están erizadas

de un número incalculable de espinas que im-

piden coger su fruto. El medio que emplean

los indios es muy sencillo y cómodo: colocan

al pie del arbusto un cuero, en el cual cae la

fruta a medida que van golpeando en cada ra-

ma con una vara. Después de haber cosechado

con esmero el trulca, lo ponen en unas alfor-

jas de cuero sobre sus caballos. Con el movi-

miento del galope de éstos, esta fruta se aplas-

ta y da un jarabe que tiene el color del vino;

entonces lo trasvasan todo ello a otro cuero

capaz de contener una gran cantidad. Cuando

se opera la fermentación resulta un hermoso

licor que 1os indios saborean con delicia; con

él se le calientan los cascos, pero sin que su-

fran el menor mal en sus vísceras, cosa que

no sucede cuando comen gran cantidad de

estas frutas, que producen en ellas una irrita-

ción contra la cual no conocen los indios otro

remedio que tomar mucha grasa de caballo.

  Los indios observan dos fiestas religiosas: la

primera la celebran durante el estío en honor

del dios del bien (Vitauentru), y la segunda,

que tiene lugar en el otoño, la consagran a

Huacuvu, jefe de Ios espíritus maléficos.

  Para la observación de la primera se reúnen

todos Cuando reciben el avíso que les dan sus

caciques respectivos. Los preparativos se ha-

cen con toda la pompa religiosa de que son ca-

paces, untándose los cabellos y pintándose la

cara con más esmero que de costumbre. Sus

trajes se componen, durante estos días solem-

nes, de todos los objetos robados a los cristia-

nos y conservados al efecto Con sumo cuidado.

Unos se ponen una camisa sobre las man-

tas que rodean su talle; otros, que no tienen

camisa, ostentan con orgullo, ante la admira-

ción de todos, una mala capa española o una

chaqueta sin acompañarla de un pantalón;

otros, en fin, se ponen un viejo pantalón, las

más de las veces al revés, o se cubren la cabe-

za con una gorra sin visera o un sombrero de

copa alta. Es imposible ver nada más risible

que estas raras vestimentas llevados por hom-

bres que conservan su gravedad natural, aun

en medio de esta fiesta, en la cual está prohi-

bido reírse.

  Los hombres se colocan en una sola fila,

dando frente al levante, y plantan sus lanzas

en una línea, cuya perfecta regularidad hala-

ga la vista; las mujeres vienen luego a ocupar

el puesto de sus maridos, los cuales, después

de haberse apeado, vuelven a formar otra se-

gunda fila detrás de ellas. Entonces comienza

la danza, sin otro cambio de lugar que de de-

recha a izquierda; las mujeres cantan y se

acompañan con un pandero, cuya piel de gato

montés está muy pintorreada; los hombres dan

vueltas en derredor suyo, cojeando con la pier-

na opuesta a la de la mujer y soplando con

toda la fuerza de sus pulmones en una caña

que produce el sonido de una llave enorme.

Este conjunto presenta un efecto muy origi-

nal por lo contradictorios que son los movi-

mientos de una y otra parte.

 A una señal del cacique que preside esta

fiesta, se oyen gritos de alerta; los hombres

montan de un brinco a caballo e interrumpen

así, bruscamente, la danza, para comenzar en

seguida una cabalgata fantástica, que da la

vuelta tres veces en derredor del espacio don-

de se celebra la fiesta. En los intervalos que

dejan estas correrías desenfrenadas se visi-

tan unos a otros con la esperanza de saborear

un poco de cuajada de leche podrida en un

cuero de caballo, manjar de los más sabrosos,

según ellos, que les proporciona el suave efec-

to de una copiosa medicina. El cuarto día, muy

de madrugada, sacrifican a su dios un potro y

un buey, cedidos por los más ricos de entre

ellos, después de haberlos tendido en tierra con

la cabeza hacia el levante. El cacique designa a

un hombre para que abra el pecho de cada

víctima y le arranque el corazón, el que se sus-

pende casi palpitante en una lanza. Entonces

el gentío se agolpa lleno de curiosidad, y con

los ojos clavados en la sangre que mana de

una incisión, saca augurios que casi siem-

pre suelen ser favorables, y luego se retira

cada cual a su habitación, persuadido de que

el dios le será propicio en todas sus empresas.

 El objeto de la segunda fiesta es conjurar a

Huacuvu, director de los espíritus malignos,

con el único fin de que aleje de ellos todos

los maleficios.

 Como en la primera fiesta, los indios se

adornan lo mejor que pueden y se reúnen por

tribus, con cada cacique a la cabeza. Se junta

en un rebaño común todo el ganado, y los

hombres forman en su derredor un doble círcu-

lo que recorren incesantemente para impedir

que se escape ninguno de estos animales fo-

gosos; invocan en voz alta a Huacuvu y van

derramando gota a gota la leche fermentada

que les entregan las mujeres, al mismo tiem-

po que dan la vuelta en derredor de los ani-

males. Después de haber repetido tres o cua-

tro veces esta ceremonia, arrojan la leche que

les queda sobre los animales, a fin, dicen ellos,

de preservarlos de toda enfermedad. Luego,

cada cual separa su ganado y lo conduce a cier-

ta distancia, para venir a reunirse de nuevo en

derredor del cacique, que les exhorta en un

discurso largo y ardiente, a que se preparen

pronto para ir a aumentar su botín entre los

cristianos.

 Reconociendo cada cual la sabiduría de tal

consejo, agita sus armas rogando a Huacuvu

que las bendiga y haga de sus manos instru-

mentos de ventura para su tribu y de infelici-

dad para los cristianos.

 

 

LAS MUJERES EN PATAGONIA. - DlLlGENCIAS, DES-

POSORIO Y CASAMIENTO. - NACIMIENTO; LA VIDA

DEL NIÑO DISCUTIDA POR EL PADRE Y LA MADRE. -

ABERTURA DE LA OREJA. - FUNERALES.

 

 ¿Qué puede ser el casamiento entre estos

pueblos, cuyos rasgos principales acabo de

bosquejar? Para el hombre no es más que un

tráfico o un trueque de objetos y animales di-

versos a cambio de una mujer. En este ajuste,

los padres no entregan el objeto codiciado

sino cuando el comprador es rico y generoso.

 El patagón que, deseando casarse, se ha fi-

jado en una joven de su vecindad, visita suce-

sivamente a sus numerosos parientes y ami-

gos, a quienes participa el deseo que le anima;

cada uno, según su grado de parentesco o

amistad, le da consejos y su aprobación,

uniendo a su pequeño discurso un donativo

destinado a aumentar sus probabilidades de éxi-

to. Estos regalos se componen, generalmente,

de caballos, bueyes, estribos y espuelas de pla-

ta muy toscamente trabajados y procedentes

de sus trueques con los indios sometidos.

 Cuando se ha señalado el día para pedir

la mano de la joven, toda la familia del pre-

tendiente se reúne con él y va a situarse de

noche en las cercanías de la choza donde ella

habita, a fin de poder sorprender de improviso

a los padres de la joven y tratar con ellos

acerca de la misión de que están encargados.

 Hacen la demanda en los términos más poé-

ticos y delicados, sin que les impresione

poco ni mucho la mala acogida que encuen-

tran las más de las veces. Si hay algunas pro-

babilidades de éxito, se destaca uno de ellos y

va a prevenir al pretendiente, el cual, obser-

vando las reglas del decoro pampero, ha teni-

do que permanecer en lugar algo apartado con

sus presentes. Su llegada suele decidir con

frecuencia la cosa, pues la vista de los regalos

rara vez deja de producir una reacción com-

pleta en estas gentes codiciosas: su arrogante

fiereza se desvanece con una sonrisa de satis-

facción que facilita su adhesión al solicitado

himeneo. El resto del día lo pasan en familia.

Una yegua bien gorda, sacrificada por el nue-

vo esposo, es dividida en muchos trozos y pre-

parada por las mujeres. Ningún miembro de

la asamblea debe ausentarse hasta el fin de la

comida, después de la cual no han de quedar

más que los huesos y el pellejo del animal

devorado. Estos huesos, una vez roídos, se jun-

tan todos y se entierran en un sitio público, en

memoria de la unión que desde este momento

queda consagrada.

 Después de esta ceremonia, todos los concu-

rrentes acompañan a los flamantes esposos a su

nueva habitación, donde debe celebrarse otro

banquete. Los padres de la joven llevan con-

sigo el cuero de la yegua comida por la ma-

ñana, y cuando llegan al lugar habitado por

su yerno se lo regalan a los recién casados,

recomendándoles que se construyan un abrigo.

 Durante los días siguientes, acude, sucesi-

vamente, una multitud de curiosos con el ob-

jeto de indagar cerca de la mujer las cualida-

des del marido y, cerca de éste, las de su mu-

jer. Las preguntas que se hacen son de una

minuciosidad, de un descaro y de una indis-

creción increíbles.

 Para adquirir el concepto de buena y ama-

ble, la recién casada debe hallarse en estado

de ofrecer a todos, sea un trozo de carne, sea

tabaco, y dirigir a cada uno palabras afables,

aun a sus enemigos, dado el caso que los tu-

viese.

 Si después de una cohabitación más o me-

nos larga no pueden simpatizar los esposos,

se separan de común acuerdo sin que los pa-

dres opongan dificultades para restituir los

objetos que han recibido del novio, y tampoco

éste vacila en dejarles algunos de ellos para

indemnizarlos; pero estos casos son muy raros,

porque, generalmente, suelen avenirse bien los

esposos.

 En los casos excepcionales, cuando la sepa-

ración es reclamada por la mujer a consecuen-

cia del mal comportamiento del marido, los pa-

rientes de la demandante se coligan y se ar-

man parar recuperarla a viva fuerza, lo cual

llega a a ser origen de un odio implacable entre

ambas partes, pues entonces no solamente

pierde el marido su mujer, sino también más

de las dos terceras partes de los objetos que

había entregado para obtenerla.

 Sin embargo, si las causas de los malos tra-

tamientos que el indio ejerce contra su esposa

se fundan en la infidelidad de ésta, el marido

conserva toda su autoridad y sus derechos,

hasta el punto que puede matarla, así como a

su cómplice, sin que se le haga ningún cargo;

pero por lo regular prefiere conservar su espo-

sa y pedir un rescate al delincuente, a quien

asiste también derecho de rescatar su vida si

tiene con qué. Pero sucede con frecuencia, y

yo mismo he sido testigo de ello, que se dirige

la acusación sin el menor motivo ni funda-

mento, y entonces no puede el acusado sus-

traerse de este odioso cálculo sugerido por la

codicia.

 Los indios no dispensan a sus mujeres de

ningún trabajo, ni aun durante la época de su

preñez. Se ve incesantemente a estas mujeres

ocupadas en una cosa o en otra, mientras que

sus maridos descansan todo el tiempo que no

emplean en la caza o en cuidar sus rebaños.

También, cuando mudan de residencia, la mu-

jer es quien se encarga de hacer y deshacer

la tienda y de llevar las armas del marido.

 La Providencia, que no abandona a ningún

miserable, concede a estos infelices el don de

parir con sorprendente facilidad y sin el auxi-

lio de nadie. En cuanto nace el niño, se bañan

con él en agua fría, y prosiguen sus quehace-

res cotidianos, sin que de ello les resulte la

menor indisposición.

 La existencia del recién nacido es sometida

a la apreciación del padre y la madre, los cua-

les deciden acerca de su suerte. Si juzgan opor-

tuno deshacerse de él, lo ahogan o lo llevan

a corta distancia, donde la criatura sirve de

pasto a los perros o a las aves de rapiña; pero

si el inocente niño ha sido juzgado digno de

vivir, desde aquel momento es objeto de todo

el amor de sus padres, los cuales se sujetan,

en caso necesario, a las mayores privaciones

por satisfacer sus menores exigencias. Hasta la

edad de tres años es amamantado por su ma-

dre, y a los cuatro le abren las orejas; esta

ceremonia, que es fecha solemne en la vida de

los indios y reemplaza entre ellos al bautismo,

se verifica de la manera siguiente:

 Un caballo dado por el padre a su hijo, cual-

quiera que sea su sexo, es derribado al suelo

con los pies fuertemente atados; luego, el jefe

de la familia o de la tribu coloca sobre el ca-

ballo al niño adornado de pinturas, y rodeado

de sus parientes y amigos le agujerea las ore-

jas con un hueso de avestruz muy afilado; en

seguida se pasa por cada agujero un pedacito

de cualquier metal, para agrandarlo:

 Como en todas sus fiestas, una yegua ha-

ce el gasto del festín; los parientes más cer-

canos se reparten los huesos de las costillas, y

cada uno de ellos va colocando el que ha roído

a los pies del niño, obligándose por este acto

a hacerle un donativo cualquiera. Para termi-

nar la ceremonia, el personaje, que ha practi-

cado la abertura dc las orejas hace a cada uno

de los circunstantes, con el mismo hueso de

avestruz, una incisión en la piel de la mano

derecha, en el nacimiento de la primera falan-

ge del índice. La sangre que sale de esta he-

rida voluntaria es ofrecida a Dios como sacri-

ficio propiciatorio.

 Desde este momento se ocupan de la educa-

ción del niño, y apenas cumple los cinco años

ya monta solo a caballo y se hace útil a los

suyos guardando el ganado; su padre le enseña

a manejar el lazo, las bolas, la lanza y la honda.

 A los diez u once años, época en que está

tan formado como un europeo a los veinticin-

co, su instrucción ya es completa y puede coo-

perar en los merodeos y saqueos.

 Las mujeres indias acompañan con frecuen-

cia a sus maridos en sus expediciones guerre-

ras, y mientras éstos pelean contra los solda-

dos o los dueños de las estancias, ellas recogen

y se llevan con prontitud los rebaños, ayuda-

das por sus hijos. Estos hombres salvajes están

dotados de valor y atrevimiento y no retroceden

al primer choque, aunque sea serio; los que

caen durante la pelea son llevados a sus casas,

pero si mueren en el camino son enterrados

apresuradamente y sin ninguna ceremonia. Los

que mueren dentro de su tienda, en el seno

de su familia, son enterrados; por lo contrario,

con mucha pompa.

 Tienden el cadáver, revestido de sus más

bellos adornos, sobre el cuero de un caballo;

colocan sus armas y objetos más preciosos, ta-

les como espuelas, estribos de plata, etc., a los

dos lados, después de lo cual atan fuertemente

el cuero, de modo que el difunto quede bien

envuelto en él, y lo ponen sobre su caballo fa-

vorito, al cual han tenido cuidado de romperle

antes el pie izquierdo delantero, a fin de que,

viéndolo cojear, se aumente aún más la tristeza

de la ceremonia.

 Todas las mujeres de la tribu se juntan con

la viuda del difunto y dan gritos penetrantes

para "ayudarla a llorar"; con frecuencia, los

hombres, después de haberse pintado de negro

las manos y la cara, acompañan al cadáver has-

ta la próxima eminencia, en cuya cima abren

la sepultura. Luego que ha sido depositado en

ella y cubierto de tierra, se mata en el mismo

sitio el caballo que ha llevado los restos mor-

tales de su amo, y en seguida sufren igual

suerte otros varios animales, caballos y carne-

ros, que están destinados, según la creencia de

esta pobre gente, a servir de alimento al di-

funto, de quien suponen no ha renunciado a la

Tierra sino para ir a vivir en un mundo desco-

nocido.

 Todos los objetos de poco valor dejados por

el difunto, hasta el cuero que le servía de

abrigo, son quemados para que no quede re-

cuerdo alguno de él.

 Las mujeres, después de haber gritado y llo-

rado mucho durante varios días sucesivos,

acompañan a la viuda al domicilio de sus pa-

rientes, con los cuales tiene que permanecer

durante más de un año sin contraer ningún

otro vínculo, pues de lo contrario incurren en

la pena de muerte tanto ella como su cóm-

plice.

 

 

CONTINUACION DE MI CAUTIVlDAD. - VENDIDO Y

VUELTO A VENDER. - IDEAS DE FUGA, - LECClON

SANGRIENTA DE PRUDENCIA Y DISIMULO. NUEVAS

IDEAS DE SUICIDIO. - UN AMO HUMANO POR APA-

RICIA. - MERODEOS.

 

 Se comprende que no serían suficientes al-

gunos días ni aun algunos meses para que un

esclavo como yo hiciera las diversas observa-

ciones que sumariamente acabo de relatar. Pri-

sionero como ya he dicho, de los poyuches, fui

llevado primeramente a las llanuras frías, sal-

vajes y estériles del Sur, donde los vientos

impetuosos y los súbitos trastornos de la at-

mósfera, inherentes a las extremidades polares

de los grandes continentes, se manifiestan con

más violencia, quizás, que en ningún otro punto

continental del globo. Después de pasados va-

rios meses, mi primer amo me vendió a otro,

y éste a otro, de modo que, de venta en venta

y de tribu en tribu, fui traído hacia el Norte,

hasta más acá del Colorado.

 Ningún cambio experimentaba ni en mi con-

dición ni en mis ocupaciones con esta mudan-

za de lugares; mis días eran largos y tristes;

muchos meses pasaron antes de que me hallara

en situación de hablar, siquiera muy imper-

fectamente, la lengua de mis amos. No tenía

más que una idea fija: la de huir, pero no podía

ponerla en ejecución, por falta de datos indis-

pensables, si no poseía antes el conocimiento

usual de este idioma bárbaro.

 Más de un año había transcurrido ya, cuan-

do un incidente trágico, horrible, vino a dar-

me lecciones de prudencia y a imponerme el

mayor disimulo. Unos jóvenes argentinos ha-

bían sido hechos prisioneros como yo; su suer-

te debía ser la mía, pero la mayor parte de

ellos, confiados en su costumbre de orientarse

en las pampas vecinas de sus provincias nata-

les y en su destreza para domar los caballos,

intentaron recobrar su libertad, y fueron cogi-

dos de nuevo por los indios, después de una

larga persecución. Conducidos a casa de sus

amos y condenados a muerte por éstos, fueron

colocados en medio de un círculo de indios

montados que los asesinaron a lanzazos. Vi a

los asesinos dando aullidos de alegría al revol-

ver la punta de sus lanzas en las heridas con

que acribillaban los cuerpos de sus víctimas.

En seguida desfilaron por delante de mí, mos-

trándome con afectación sus armas con la san-

gre de estos infortunados, chorreando aún ca-

liente a lo largo del asta de sus lanzas, y ame-

nazándome con la misma suerte si intentaba

fugarme.

 Preciso me fué concentrar el rencoroso dolor

que experimenté al no poder favorecer a mis

compañeros de infortunio, y mi horror hacia

sus verdugos se acrecentó en razón de la enor-

midad del crimen que por fuerza había tenido

que presenciar.

 Dios permitió sin duda que el continuo re-

cuerdo de los míos fortaleciera mi ánimo, pues

las terribles pruebas que sufría no hicieron

más que aumentar mi voluntad de libertarme

del infame yugo en que había caído.

 Desde entonces sólo mostré un semblante

sereno e impasible, y no exhalaba mi dolor

sino en los raros instantes en que mi único

testigo era Dios. Me desvivía por aprender el

idioma y mis esfuerzos fueron recompensados

con rápidos progresos; pero juzgando con ra-

zón que los indios continuarían hablando li-

bremente delante de mí mientras estuvieran

persuadidos de que ignoraba su lenguaje, me

guardé mucho de darles a conocer que paraba

mi atención en sus conversaciones, las cuales,

según yo había previsto, me fueron de grande

utilidad, pues los datos que en ellas adquirí

contribuyeron a mi evasión.

 Tres años viví en esta cruel situación, abru-

mado incesantemente de dolorosos pensa-

mientos y agitado las más de las noches por

sueños terribles. Varias veces intenté recobrar

mi ansiada libertad, pero obstáculos imprevis-

tos se opusieron también cada vez al logro de

mis deseos; poco faltó para que pagara con la

vida estos ensayos infructuosos, y en más de

una ocasión tuve que entrar en lucha con mis

asesinos. A Dios gracias no me abandonó en

estos momentos solemnes la serenidad, y en

cada uno de ellos me valí de subterfugios más

o menos plausibles, pero muy excusables en

mi posición, que me libraron de una muerte

cierta. Habiéndose repetido así hasta catorce

veces mis conatos de fuga, cada tentativa fue

acrecentando la desconfianza de los indios y

agravando mi cautividad, tanto que me vino

la funesta idea de poner término a mi existen-

cia para evitar mi suplicio. Apoderéme, al efec-

to, de un cuchillo y me deslicé sin ser visto

(al menos así lo creía yo) hasta una quebrada

algo apartada en la pampa. Ya había implo-

rado la clemencia divina y alzaba mi brazo para

herirme, cuando una mano enemiga se apoderó

de improviso del arma suspendida sobre mi

pecho. Era un indio, mi amo, el cual juzgando

con razón que la muerte me parecía más dulce

que el género de vida a que me condenaba, no

vio en mi desesperada resolución sino un aten-

tado a sus derechos de propiedad. Me declaró

que ninguno de mis movimientos dejaría de

ser vigilado en adelante, lo que probaba que

los servicios que yo le prestaba tenían algún

valor a sus ojos, y que no quería bajo ningún

concepto verse obligado a hacer él mismo lo

que me ordenaba diariamente.

 Los indios van con frecuencia a robar los

ganados hacia las fronteras hispanoamerica-

nas. Son muy diestros en los medios que em-

plean para burlar la vigilancia de los pocos sol-

dados encargados de defender las estancias. Un

corto número de estos salvajes suelen amagar

por ciertos puntos con el objeto de atraer la

fuerza armada de las aldeas vecinas, mientras

que se dirigen en masa hacia los puntos que

quedan desguarnecidos; los invaden facilmen-

te, matando en el camino a cuantos hombres

encuentran, sin perdonar tampoco a las muje-

res ancianas, y llevándose a las jóvenes y a los

niños, para hacer de las primeras concubinas

y de los segundos, esclavos. ¡Cuántas jóvenes

infelices capturadas por estos bárbaros y ven-

didas a las tribus lejanas terminan en un in-

fierno terrestre una existencia comenzada bajo

felices auspicios! Hagan lo que quieran, jamás

consiguen ellas volver al seno de sus familias

y por lo que respecta a los niños, crecen en la

innoble vida de los nómades, olvidando hasta

su lengua materna; verdad es que son bastante

bien tratados por los indios, los cuales, aten-

diendo a los pocos años que tenían cuando fue-

ron hechos cautivos, hasta les perdonan el ha-

ber nacido cristianos.

 Los indios, que temían me escapara, jamás

hablaron de llevarme con ellos a sus expedi-

ciones de caza. Lejos de eso, durante sus fre-

cuentes ausencias solía yo estar aún más es-

trictamente vigilado por otros indios encarga-

dos como yo de guardar el ganado, a los cua-

les quedaba severamente recomendado. Cuan-

do volvían de sus excursiones, abundaban con

frecuencia el azúcar, el tabaco y la yerba ma-

te, objetos principales de su codicia, y los ves-

tidos que habían encontrado los guardaban ce-

losamente para adornarse con ellos en las

fiestas y asambleas. El único regalo que me

hicieron durante tanto tiempo fue un retazo

de una capa que debía provenir de algún po-

bre soldado a quien habrían muerto.

 

 

A UN PEDAZO DE PAPEL QUE HABIA TRAIDO EL VIENTO

DE LAS PAMPAS DEBO EL OFICIO DE SECRETARIO

DEL JEFE DE LA TRIBU. - ESTE EMPLEO NO DEJA

DE OFRECER PELIGROS; NO TARDO EN SABERLO POR

MI CONDENA A MUERTE. - ME ESCAPO A CASA DEL

GRAN JEFE DE LA CONFEDERACION MAMUELCHE. -

ENCUENTRO CERCA DE EL APOYO Y JUSTIFICACION.

 

 Algunos papeles impresos, que debían ha-

ber servido para envolver tabaco u otra cosa

y que ellos arrojarían al viento, cayeron en

mis manos; yo los leía reiteradas veces con

delicia, pues ésta era para mí una distracción

inesperada. Un día fui descubierto en esta ocu-

pación por algunos indios, que se mostraron

alegremente sorprendidos con su descubri-

miento y se apresuraron a participárselo a los

jefes. Muy inquieto me quedé por de pronto

con esta ocurrencia, pero no tardé en tranqui-

lizarme al ver la acogida inusitada y casi be-

névola que me fue hecha por la noche, cuando,

según costumbre, me presenté a someter a re-

cuento los animales que me estaban confia-

dos. Por algunas preguntas que me dirigió mi

amo comprendí que estaba ufano de poseer un

esclavo de mi valor, y que sin duda sería lla-

mado para servir al cacique de la tribu.

 Pronto se presentó, en efecto, la ocasión,

pues estos seres groseros, cuando han conse-

guido disfrutar durante algunos días los goces

de la civilización, fácilmente se dejan tentar

por el deseo de satisfacer su glotonería y su

vanidad, y no perdonan medio alguno con tal

de halagar estas pasiones.

 Así es como de tiempo en tiempo suelen ir

a las fronteras a ofrecer una aparente sumi-

sión, durante la cual hacen el cambio de dife-

rentes mercancías, tales como plumas de aves-

truz, crines de caballo y cueros y pieles de to-

da clase, por los cuales reciben tabaco, azúcar

y bebidas alcohólicas, a las que son sumamen-

te aficionados. En una de estas circunstancias

fui sometido a la prueba como secretario del

jefe. No obstante mi vivo deseo de escribir

como me dictase mi conciencia, no lo pude ha-

cer, tuve que poner lo que se me mandaba, pues

la desconfianza de estos miserables llega a tal

punto que más de veinte veces me exigieron

que les leyera mi carta, y después de escritas

algunas frases, variaban con intención sus

ideas, afectando la mayor naturalidad, a fin

de asegurarse mejor de mi buena fe. Si hubiera

tenido la desgracia d alterar el orden de las

palabras, no lo habría podido disimular; tan

fiel es su portentosa memoria.

 Por otra parte, me hubiera expuesto a mo-

rir, porque, a pesar de no serme posible en-

gañarles, me amenazaron por exceso de pru-

dencia y me hicieron sacar una copia destinada

a ser confrontada por algunos de los tránsfu-

gas argentinos que viven en las tribus vecinas,

miserables sentenciados a presidio o quizás a

muerte por sus muchos crímenes, y que están

seguros de encontrar asilo entre los indios so-

metidos. Estos, que se hallan perfectamente

enterados de la situación de sus huéspedes, los

reciben como a personas con quienes saben

pueden contar, ya les sirven de guías en sus

expediciones, ya sean sus cómplices en todos

sus furores.

 Esta primera correspondencia fue, pues, lle-

vada por dos indios designados por el cacique.

Algunos niños los acompañaron con el objeto

de que transportaran los artículos que debían

ser trocados. Doce o quince días después vol-

vieron estos niños extenuados de fatiga, con el

terror pintado en su semblante y dando gritos

de angustia. Contaron que, después de leída

la carta, los dos enviados habían sido encade-

nados y condenados a muerte, y que no cabía

duda de que yo había burlado la confianza ge-

neral, comunicando algunos detalles sobre sus

recientes invasiones. Propensos, naturalmen-

te, a creer todo lo malo, estos bárbaros no tu-

vieron ya otra voluntad que la de matarme

en el acto. El mismo cacique fue quien, cre-

yéndome ausente, les indujo a que no desper-

taran mi desconfianza con gritos inusitados, y

aun les aconsejó que esperasen hasta el día si-

guiente por la mañana para poner en ejecu-.

ción su proyecto, escogiendo el momento en

que estuviese ocupado en reunir el rebaño.

Quiso la suerte que yo me hallase cerca en ese

momento, y gracias a la proximidad de la no-

che pude escuchar esta conversación y poner-

me en guardia. Apenas amaneció, fui, según

acostumbraba, a visitar mi ganado, y noté que

el ágil corcel que montaba la víspera había

sido reemplazado con un caballo muy pesado.

No manifesté la menor extrañeza. Proseguía

lentamente mi camino, cuando vi venir hacia

mí a todo escape a una partida de indios que

hacían resonar el aire con sus salvajes impre-

caciones. Sin embargo, aún era muy grande la

distancia que me separaba de ellos: pero lo que

me salvó fue que encontré la manada de ca-

ballos que, como la estación era muy calurosa,

venían a beber espontáneamente hacia donde

yo me hallaba. Grandes fueron mi alegría y

mi esperanza. Salté de mi caballo, al cual le

quité la brida para ponérsela a otro que me pa-

reció buen corredor, y brincando sobre él, des-

pués de tener la precaución de espantar a los

demás y dispersarlos para quitar a mis perse-

guidores toda probabilidad de alcanzarme, me

lancé a todo escape en opuesta dirección. Des-

pués de haber galopado todo el día, llegué al

anochecer a casa de Calfucurá, gran cacigue de

la confederación india, en la cual se hallaba

comprendida la tribu de mis enemigos. Asom-

brado al verme, y no era para menos, este

hombre me preguntó qué era lo que quería y

qué motivo me daba tanta audacia para ir solo

a visitarle. Entonces me di a conocer a él y le

expuse en algunas palabras los hechos ocurri-

dos la víspera y por la mañana, suplicándole

tomase en consideración la veracidad de mi re-

lato y demostrándole que, si hubiese engañado

a los indios, infaliblemente hubiera procurado

evadirme por cualquier medio antes de ser des-

cubierto; pero que no teniendo nada que re-

procharme, había preferido, por lo contrario,

venir a pedirle su apoyo y fiarme en su lealtad

hasta el día en que tuviese una prueba irrecu-

sable, sea de mi buen proceder, sea de mi

traición. De esta manera, cuando fuese recono-

cida mi inocencia, no tendría que acusarse de

la muerte de un servidor fiel cuyos servicios

podían ser útiles. Complacido de mi confianza

así como de algunas palabras con que en su

lenguaje traté de halagar su vanidad, este hom-

bre, que en realidad era más humano que

ninguno de sus semejantes, me acogió casi con

dulzura y me ofreció su apoyo. Solamente aña-

dió que jamás tendría caballos a mi disposición.

  Parte de la tribu de donde me había fugado

vino al siguiente día, con su jefe a la cabeza,

a pedir audiencia a Calfucurá y a reclamar en-

carecidamente mi suplìcio, como cosa justa.

Yo me hallaba presente durante el debate, y

al principio no proferí una sola palabra para

defenderme; pero al ver el ahínco con que pe-

día mi muerte toda esta horda y que ya sus

ruegos comenzaban a hacer impresión en el

jefe comprendí que no podía permanecer más

tiempo silencioso. Levantéme, pues, y comen-

zando por recordar al gran cacique que me

había dispensado su protección, me esforcé

por hacer comprender a todos mi inocencia,

reiterando la exacta relación de la víspera y

tratando, no obstante, de no herir el amor pro-

pio ni las preocupaciones de ninguno de los

circunstantes. Calfucurá (o Piedra Azul) se de-

claró en mi favor, diciendo que era imposible

que un culpable hablara como yo lo hacía.

Prohibió que nadie me maltratara, y volvién-

dose hacia mí, me tranquilizó añadiendo que

no me separaría de él, a fin de que no me su-

cediera nada desagradable. Por último, diri-

giéndose a mi antiguo amo, le manifestó que

cuando le presentase pruebas incontestables de

mi deslealtad, me entregaría a él para que hi-

ciera de mí lo que le pareciese. Después de esta

sentencia se separó la asamblea y toda la hor-

da se alejó lanzándome miradas de cólera.

 Pasaron algunos meses sin que los indios

pudieran saber nada con respecto a la posición

de los dos cautivos retenidos por los argenti-

nos, y esto aumentaba su animosidad hacia

mí; hasta el gran cacique, influido a veces por

sus diversas conjeturas, parecía fluctuante con-

migo; unas veces me trataba con aspereza y

otras me mostraba, por lo contrario, la mayor

confianza. A menudo solía hacerme nuevas pre-

guntas, pero como todas mis respuestas esta-

ban siempre contestes con mi primer interro-

gatorio, concluía por conservarme su protec-

ción; no obstante, durante los cinco meses que

se prolongó este estado de cosas estuve some-

tido a una vigilancia cada vez más activa.

 Con mucha frecuencia salían partidas de in-

dios para ir a recorrer las cercanías de las ha-

ciendas, con el objeto de adquirir datos sobre

la suerte de sus compañeros cautivos; pero

hombres y caballos se fatigaban en balde y te-

nían que volverse sin recoger el menor indicio.

Cansados de la inutilidad de tantas tentativas,

resolvieron dejar transcurrir algún tiempo sin

renovarlas.

 Precisamente, durante este período de re-

poso y aparente olvido reaparecieron por fin

los dos hombres que se creía estaban perdi-

dos para siempre. Hubo con este motivo una

reunión extraordinaria de todas las tribus in-

teresadas en el asunto, y en ella fue procla-

mada solemnemente mi inocencia. Los recién

llegados declararon que, habiendo sido cono-

cidos por alguno que los había visto formando

parte de una irrupción precedente, los habían

apresado hasta que el gobierno de Buenos Ai-

res, al cual se había consultado, decidiera so-

bre su suerte. Luego llegó una orden formal de

la metrópoli, mandando se les mantuviera pre-

sos y se les hiciera trabajar; también se había

tratado de imponerles la última pena, y si con-

servaban la vida únicamente lo debían a las

proposiciones pacíficas contenidas en el des-

pacho de que eran portadores. Respecto de su

libertad, la habían podido recobrar aprovechán-

dose del descuido de los encargados de su cus-

todia.

 Desde entonces hubo un cambio completo y

favorable en todos los ánimos; mis más encar-

nizados enemigos me dirigían a porfía sus elo-

gios, pues toda su desconfianza se había desva-

necido en un momento. Hasta parecía que ha-

bían olvidado mis tentativas de evasión, pues

ya me fue permitido montar a caballo y acom-

pañarlos en todas las ocasiones. Juzgándome,

pues, digno de la confianza general, volví a

encargarme también de la secretaría de la con-

federación nómade.

 

COMO LA POLITICA EXTERIOR DE LAS PROVINCIAS

UNIDAS DF LA PLATA VINO A INFLUIR EN MI DES-

TINO. - EL GENERAL URQUIZA. - ALGUNAS PALA-

BRAS SOBRE ESTE HOMBRE DE ESTADO, INTERESADO

TANTO COMO YO EN FSTIMULAR LA PROPENSION DE

MIS AMOS A LA BORRACHERA. - PRESENTES QUE

LES ENVlA. - ORGIA GENERAL. - MI FUGA Y MI

LIBERTAD. - RIO QUINTO. - MENDOZA. - LOS

ANDES. - REGRESO A FRANCIA.

 

 Las Repúblicas Unidas de La Plata tenían

entonces a su cabeza a un hombre en quien voy

a hacer que se fije un momento la atención

del lector, aunque no sea más que para ofre-

cerle una compensación por las figuras ges-

ticulares, grotescas u horrorosas que he des-

crito hasta ahora.

 Don Justo José de Urquiza, que nació en

Concepción del Uruguay, en Entre Ríos, todo

se lo debe a sí mismo. Hijo del pueblo, simple

gaucho, como él mismo se precia de serlo, aun-

que no ha recibido otras lecciones que las de

su propia experiencia, ha allanado poco a poco

su camino por la fuerza de su carácter y la

superioridad de su inteligencia. Sus dotes mi-

litares le merecieron el favor de Rosas, que le

elevó rápidamente y le hizo pronto su brazo

derecho. Urquiza.pudo creer por un momento

que si el dictador se imponía a la Confedera-

ción era para proporcionarle los medios de rea-

lizar grandes cosas y garantir quizás la inde-

pendencia de su país; pero no tardó en desen-

marañar los motivos verdaderos de esta po-

lítica astuta y recelosa. Apenas se dio cuenta

de que se estaba explotando su patriotismo

en beneficio de una ambición personal, se de-

claró contra el dictador, acusándolo de que fal-

seaba la Constitución y atentaba contra las li-

bertades nacionales. Rosas había fingido con

frecuencia un desinterés de que estaba muy

ajeno. Periódicamente, en épocas calculadas

con habilidad, hablaba con una modestia ver-

daderamente encantadora, ora de su edad muy

avanzada, ora de su salud quebrantada, mani-

festando deseos de renunciar a un poder cuyo

peso, decía, ya no le era posible soportar. Pero

el viejo león, que siempre había visto temblar

en su presencia a los representantes del país,

sabía muy bien que ninguno de ellos osaría

aceptar su dimisión.

 La asamblea se apresuraba, en efecto, a im-

plorar su adhesión al país y arrancarle, a fuer-

za de ardientes súplicas, un sacrificio glorioso.

Estas rastreras adulacionea pasaban cerca de

las cortes extranjeras por la expresión del sen-

timiento público. Urquiza escogió el momento

en que el dictador trataba, en 1851, de renovar

esta comedia; publicó una proclama en que de-

claró a Rosas destituido del Poder Ejecutivo y

se puso él mismo al frente de un partido que

deseaba, a la vez que la reunión de las pro-

vincias en una confederación, la libre navega-

ción de las aguas del Plata.

  Estaba seguro de antemano del apoyo del

Brasil, a cuyos intereses más caros favorecía

esta política. Los ríos cuyo nacimiento está

al Norte de este imperio facilitan la entrada,

por el Atlántico, a una parte muy importante

de su territorio, precisamente aquél donde es-

tán situadas sus provincias más ricas. Reite-

radas veces había pedido el Brasil a Rosas el

libre paso del Plata, y para obtener esta con-

cesión ya había agotado en vano todos los re-

cursos de la diplomacia, cuando se presentó

Urquiza, muy oportunamente. El antagonismo

tradicional entre españoles y portugueses ha-

bía cedido ante la necesidad de abrir al comer-

cio del mundo el Paraná, el Uruguay, el Para-

guay y sus tributarios.

 El Brasil se adhirió, por lo tanto, a la causa

de Urquiza y le suministró las fuerzas necesa-

rias para hacerle triunfar. El primer movi-

miento de Urquiza fue dirigido contra Oribe, el

cual, sostenido por las tropas de Rosas, blo-

queaba hacía nueve años a Montevideo, y sólo

esperaba para apoderarse de este puerto que

cesara la intervención de Francia y de Ingla-

terra. Entre tanto, Oribe iba arruinando a

Montevideo, pues había levantado poco a poco

en derredor de su campamento una ciudad ri-

val, Restauración, que ya contaba con diez mil

habitantes. La llegada de Urquiza desvaneció

los peligros que en un porvenir más o menos

próximo amenazaban a los sitiados; presentán-

dose a la cabeza de un ejército de entrerrianos

y correntinos, apoyado por la escuadra del Bra-

sil y un cuerpo de infantería de esta misma

nación, obligó a Oribe a capitular casi sin dis-

parar un tiro. Mostró en su conducta una habi-

lidad consumada: puso de manifiesto el carác-

ter patriótico de su empresa, adoptó las dispo-

siciones más conciliadoras y proclamó alta-

mente su intención de evitar toda efusión de

sangre. Pronto vinieron a engrosar sus filas

millares de combatientes; Oribe, abandonado

por sus tropas e imposibilitado, además, de re-

cibir refuerzos y municiones, tuvo que rendirse

incondicionalmente.

 Después de que Urquiza hubo conseguido este

brillante triunfo, se retiró a su provincia con

el objeto de prepararse en ella a dar el golpe

decisivo al poder de Rosas. En 1852 volvió a

pasar el Paraná al frente de numerosas fuer-

zas y avanzó sin encontrar resistencia hasta

Monte Caseros, adonde, por su parte, acudió el

dictador a la cabeza de veinte mil hombres. La

memorable batalla del 3 de febrero de 1852

tuvo por resultado la completa derrota y fuga

de Rosas, quien se embarcó a toda prisa en un

buque inglés, mientras que su vencedor en-

traba en Buenos Aires y era acogido con vivas

aclamaciones por la población. Urquiza esta-

bleció su cuartel general en Palermo y nombró

gobernador de la ciudad a don Vicente López,

hombre de edad ya provecta, pero generalmen-

te querido y estimado.

 Habiendo sido nombrado Urquiza, el 14 de

mayo, director provisional, reunió en San Ni-

colás a los gobernadores y delegados de las ca-

torce provincias del Plata, para que éstos de-

terminaran la organización política que había

de plantearse. Esta asamblea se pronunció en

favor del sistema federativo y decidió que las

provincias nombrasen representantes encarga-

dos de elaborar una Constitución y establecer

las bases de un gobierno definitivo.

 Buenos Aires se negó a confirmar los po-

deres que la asamblea había conferido a Ur-

quiza-. El gobernador López, que había per-

manecido fiel a las decisiones de la mayoría,

tampoco consiguió hacerlas respetar y tuvo

que dimitir sus funciones. No era Urquiza hom-

bre para vacilar en tales momentos; marchó

sobre Buenos Aires, restableció su autoridad

y reinstaló a su gobierno. Después de este acto

enérgico, se mostró clemente y se limitó a des-

terrar a cinco de los principales caudillos de

la oposición, y en cuanto vio afirmado el orden

se trasladó a Santa Fe, donde debía reunirse

el Congreso que iba a abrir sus sesiones el

20 de agosto. Trece provincias: Entre Ríos,

Corrientes, Santa Fe, Córdoba, Mendoza, San-

tiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy, Cata-

marca, La Rioja, San Luis y San Juan, ya ha-

bían enviado allí, cada una, dos delegados.

 Una nueva rebelión estalló en Buenos Aires,

suscitada por antiguos desterrados que sólo se

habían adherido a Urquiza con el objeto de

desembarazarse de Rosas. Como casi todos ellos

eran hijos de la ciudad, no les costó gran tra-

bajo sublevar la población. Urquiza no podía

tolerar que Buenos Aires impusiera la ley a

las trece provincias, pero tampoco quiso dar

ningún pretexto para que estallara una guerra

civil, cuyas consecuencias temía. En lugar de

emplear la fuerza contra la insurrección prefi-

rió dejarle tiempo para reflexionar, y se conten-

tó con publicar una proclama en la que declara-

ba a la provincia de Buenos Aires separada del

resto de la Confederación y abandonada a su

mala suerte. Pero su moderación no hizo más

que alentar a los insurrectos, los cuales inten-

taron propagar la revolución y hasta invadie-

ron la provincia de Entre Ríos. Esto equivalía

a desafiar a Urquiza en su propia casa, y así

fue como se dirigió contra los invasores y los

volvió a arrojar de su territorio.

 Desde entonces hasta la hora presente ha

habido incesantemente entre Urquiza, repre-

sentante de los intereses de la Confederación

argentina e inclinado a unificar su territorio, y

las preocupaciones egoístas de Buenos Aires,

que sueña con un orgulloso aislamiento para

su población de ciento veinte mil almas, ha ha-

bido incesantemente, digo, una serie de luchas

más o menos francas, seguidas de concesiones

siempre forzosas y poco sinceras por parte de

Urquiza, quien se ha mostrado en todas las oca-

siones deseoso de evitar a la antigua metrópoli

de La Plata las calamidades de la guerra.

 El comandante Page, encargado por los Es-

tados Unidos de una misión en la Confedera-

ción Argentina, trazaba en los términos si-

guientes el retrato de este hombre notable:

 "Urquiza, en la época en que yo lo vi, tenía

todavía un aspecto joven; es moreno, de esta-

tura regular, admirablemente proporcionado, y

presenta todos los caracteres de una naturaleza

enérgica y vigorosa. Su cabeza se hace notar

por sus contornos amplios, sus proporciones

sólidas y sus facciones firmes y bien marcadas.

El conjunto respira inteligencia, pero una in-

teligencia que se posee completamente. Los

ojos puros, brillantes y bien rasgados, tienen

una mirada penetrante. La boca es, a la vez,

fina y benévola. No es su cabeza la de un aven-

turero, sino una cabeza de hombre de Estado

al mismo tiempo que de héroe, con un sello

singular de fuerza, calma y autoridad. Para ins-

pirar respeto no tiene que recurrir Urquiza a

ninguna clase de charlatanismo ni de fingi-

miento; es grande con naturalidad y sencillez;

en su aire nada hay de afectado, y se siente que

está a la altura de su misión. Su porte noble,

su actitud desembarazada, la dignidad de sus

modales y su palabra clara y comedida denotan

un alma altiva y leal, un entendimiento lúcido

y un juicio certero. La influencia que ejerce

en todos los que le rodean la sufre uno con

tanto más gusto cuanto que se encuentran en

él las raras cualidades de que está dotado, y

se sabe que lo debe todo a sí mismo, su educa-

ción como su alta posición".

 Pocas palabras bastarán ahora para hacer

comprender la fortuita relación que tuvo mi

libertad con los profundos cálculos de la polí-

tica de este hombre de Estado.

 En 1859, una nueva escisión armada de Bue-

nos Aires obligó una vez más a Urquiza a recu-

rrir a la decisión de los campos de batalla.

 Los indios, presintiendo con su instinto de

animales carnívoros que las disensiones polí-

ticas debían ofrecerles algunas ocasiones de

botín, dirigieron al general varios ofrecimien-

tos de alianza en cartas redactadas por mí y

llevadas por miembros de la familia de Cal-

fucurá.

 El general era un político demasiado sagaz

para que dejara de acoger favorablemente a

estos mensajeros salvajes. Siendo, como es, po-

seedor de una de las más vastas estancias del

valle del Paraná y agrónomo distinguido, pro-

curaba ante todo desarrollar los beneficios de

la agricultura en la bella parte de territorio

confiada a sus cuidados, y como los estableci-

mientos agrícolas del Sur necesitan, como to-

dos los de su clase, de completa calma y segu-

ridad, se apresuró a admitir estas proposició-

nes, a fin de amortiguar por este medio las

tendencias agresivas de los indios. Despidió,

pues, a los embajadores de Calfucurá cargados

de presentes de toda clase y, sobre todo, de

barriles de aguardiente; de modo que la vuelta

de los enviados fue en toda la horda, sin excep-

ción de rango, edad y sexo, la señal de orgías

interminables.

 Cuando los vi entregados con frenesí a la bo-

rrachera concebí la idea de intentar otra vez

acercarme a las comarcas de donde pudiera

regresar a mi patria y a mi familia.

 Aprovechando una noche en que toda la tri-

bu estaba sepultada en el pesado sueño de la

embriaguez, me deslicé arrastrándome hacia el

sitio donde estaban los mejores caballos del]

cacique, después de haberme provisto de un

par de bolas destinadas a mi defensa y a pro-

porcionarme alguna caza en el camino. Tam-

bién tomé un lazo para apoderarme de tres

monturas y reunirlas.

 Hechos estos preparativos sin ruido, conduje

muy despacio mis caballo hasta cierta distan-

cia fuera de la vista del campamento; allí monté

en uno de ellos, y echando delante a los

otros dos, emprendí lleno de emoción la última

correría de que dependía mi vida o mi muerte.

Durante toda la noche galopé sin descanso, cre-

yendo ver incesantemente sombras en mi se-

guimiento. El día disipó las tinieblas, pero sin

calmar mi agitación; era tan grande ésta, que

el menor soplo de aire me parecía cargado de

clamores amenazadores y el menor torbellino

de polvo me llenaba de angustia.

 Solía apearme con frecuencia, y apoyando el

oído en tierra, escuchaba largo rato para con-

seguir que el silencio de la pampa me tran-

quilizara un tanto; pero, lejos de eso, reso-

naban de tal modo mis oídos, que creía oír re-

tumbar en el duro suelo siniestros galopes, y

entonces precipitaba de nuevo mi fuga, sin

pensar en las imperiosas necesidades que expe-

rimentaba mi caballo, el cual no podía, como

sus compañeros, ni coger al paso algunos bo-

cados de hierba. Yo seguía cuanto podía las

partes del desirto cubiertas de vegetación, a

fin de hacer perder la vista a los indios que

indefectiblemente debían perseguirme y que

en vano buscarían la huella entre la hierba en-

derezada por el rocío de la mañana.

 Esta carrera desordenada duraba hacía ya

cuatro días, cuando el caballo que montaba ca-

yó muerto de fatiga. Temiendo con razón que

se murieran del mismo modo los dos que me

quedaban, y de quienes únicamente dependía

mis salvación, tuve desde entonces la precau-

ción de dejarlos descansar parte de la noche;

pero la idea fija de que debía estar perseguido

me inducía, a pesar mío, a aguijonearlos du-

rante el día, y después de otro espacio de tiem-

po que no puedo determinar, pues allí todos

los días y todas las horas se parecen, la fatiga

y la falta de agua me privaron de mi segundo

caballo. Hubiera querido no abandonarlo y es-

perar cerca de él su restablecimiento o su

muerte; pero aquella árida naturaleza no me

ofrecía recurso alguno, y quedándome allí me

exponía también a perder mi último caballo,

que había resistido a todas las pruebas.

 Proseguí, pues, mi fuga con el corazón que-

brantado de dolor y decidido a cuidar por todos

los medios a mi último compañero de miserias.

No quise, por lo tanto, exigir de él ningún es-

fuerzo y avanzábamos muy lentamente, cuan-

do al anochecer noté que doblaba el paso es-

pontáneamente; la frescura del suelo que pi-

saba y el instinto propio de todos los huéspe-

des de estos vastos desiertos indicaban al pobre

animal la proximidad del agua. Pocos instantes

después apagábamos nuestra sed común en una

de esas lagunas formadas al norte de la pampa

por los riachuelos que nacen en los contrafuer-

tes de los Andes, en las provincias de Mendoza

y San Luis. En derredor de estos estanques

abundaba la hierba, y pudo mi pobre corcel re-

parar sus fuerzas lo bastante para llevarme

hasta Río Quinto, villorrio situado en la mar-

gen del río de este nombre. Allí se dejó caer

en tierra completamente extenuado, y también

yo, casi muerto de hambre y de fatiga física y

morales, caí a su lado sin movimiento y sin voz.

¡Era a los trece días de haber emprendido mi

fuga!... No puedo decir a cuántos estábamos

del mes, pero sé que era a fines de agosto de

1859.

 Dios, que se había dignado protegerme hasta

entonces, permitió que una excelente familia

española, residente en Río Quinto, tuviera a

bien compadecerse de mi angustiosa situación

y prodigarme los más tiernos cuidados durante

las cinco o seis semanas siguientes que pasé

devorado por la fiebre y el delirio. Esta suma

bondad de parte de unas personas que ni si-

quiera me conocían me ha penetrado hacia don

José y todos los suyos de una gratitud profunda

que jamás se borrará de mi memoria, y mucho

me felicitaría si estas humildes líneas pudie-

ran llevarles el testimonio de ella al través del

océano.

 Cuando mi cuerpo y mi espíritu, abrumados

por tres años de indecibles sufrimientos, reco-

braron por fin parte del vigor y elasticidad de

otro tiempo, los buenos habitantes de Río Quin-

to fueron quienes me proporcionaron también

los medios de llegar a Chile, y a la ciudad de

Valparaíso, en cuyo puerto, muy frecuentado,

esperaba yo con razón encontrar mayores faci-

lidades que en otro alguno de la costa para po-

der regresar a Europa.

 Fui al indicado puerto por el camino que

pasa por Mendoza y que atraviesa los Andes

por el desfiladero de Uspallata.

 El primero de estos nombres, después de no

haber despertado en mi alma más que cuadros

de felicidad y pensamientos de bendición y gra-

titud, ya no debe evocar en lo sucesivo sino

imágenes lúgubres y amargos recuerdos. Allí

vivían veinte mil almas en la más profunda

seguridad y disfrutando de una existencia tran-

quila que podía envidiar el resto del mundo;

era la población más dulce, feliz y hospitalaria

del continente americano. El 19 de marzo de

1861 los poetas argentinos llamaban todavía a

Mendoza la perla, la reina de la zona florida

que se extiende al pie oriental de los Andes...

Al día siguiente, la muerte pasaba por ese pa-

raíso. "Bastaron algunos segundos para con-

vertir sus alegres habitaciones, sus jardines,

sus iglesias, sus colegios frecuentados por la ju-

ventud de las provincias vecinas, la obra de

tres siglos, en una espantosa necrópolis, en un

horrible montón de escombros, en un caos de

rocas, de tierra, de ladrillos y de vigas destro-

zadas". (Corresp. del "Diario de los Economis-

tas").

 Opinan los geólogos que el temblor de tierra

que ha hecho experimentar a Mendoza la suerte

de Herculano, y cuya conmoción se ha dejado

sentir en toda la línea que se extiende de Val-

paraíso a Buenos Aires, es decir, en más de

mil ochocientos kilómetros, no ha sido produ-

cido, como el terrible fenómeno del año 70, por

la nueva abertura de un volcán cerrado durante

largo tiempo, sino por la mera dilatación de

una masa de fluídos elásticos, emanados del

foco central y lanzados por él a las inmensas

cavidades de la costra terrestre. Una causa

cualquiera los ha acumulado de repente en las

revueltas de varios de estos sombríos subterrá-

neos, y encima de esta bóveda conmovida, dis-

locada por la presión de estos fluídos, estaba

Mendoza. Así se explica su inmensa ruina.

 ¡Cosa singular! Se asegura que sobre este

montón de vestigios informes, sobre este horro-

roso sudario que cubre quince mil víctimas hu-

manas, solamente los vegetales han quedado en

pie, y que las flores continúan prosperando y

sonriendo en medio de las emanaciones pesti-

lenciales que exhala esta inmensa sepultura.

El sauce llorón era el árbol favorito de los

mendocinos; dondequiera se le veía; era el or-

nato predilecto de sus paseos, jardines y pla-

zas; daba sombra a los patios de sus moradas

hospitalarias, abiertas siempre para el extran-

jero; hoy día, como el grato recuerdo que les

he conservado, se inclina y llora sobre los

muertos.

 El desfiladero de Uspallata reúne los carac-

teres más marcados de esas quebradas profun-

das y angostas que dividen de distancia en

distancia el eje de la cordillera: paredes per-

pendicularmente inmensas, que no dejan per-

cibir entre sus cimas negras, a menudo salien-

tes, más que una zona estrecha del cielo; abis-

mos espantosos cuya enorme profundidad sólo

presiente por el sordo susurro de los torrentes

y cascadas el viajero que los ladea por una

angosta cornisa de roca; atmósfera rarificada y

fría, sembrada de vértigos en la calma y de pe-

ligros mortales cuando, en ciertos momentos

del año y del día, la atraviesa el viento de las

neveras. Es tal entonces la violencia de la tor-

menta que derriba las mulas cargadas y de-

rrumba los tejados y paredes de ladrillos de

las casuchas donde se guarecen los correos du-

rante el invierno. El collado de Uspallata tiene,

pues, sus leyendas de muerte, cuya sombría

realidad atestiguan las numerosas cruces plan-

tadas en todo su trayecto. Pero debo confesar

que, cuando lo atravesé, apenas era yo accesi-

ble a la admiración que produce su naturaleza

sublime. En el corazón de los Andes, como po-

cos días antes en Mendoza, algunos después

en Valparaíso y más tarde en el buque que vol-

vía a traerme a Europa, abrumada mi mente

por tan dilatada serie de miserias, sólo me

preocupaban dos cosas: la necesidad de volver

a Francia y una lucha incesante contra las re-

miniscencias de mi cautividad. Lo mismo que

Mungo-Park, después que se escapó de la tira-

nía de los moros del Sahara, estuve largo tiem-

po dudando de mi libertad. Como a este gran

viajero, me fue menester "atravesar el océano,

regresar a mi patria y disfrutar de la calma

reparadora del hogar maternal para ahuyentar

de mi sueño las visiones de mi cerebro, los fan-

tasmas evocados por el odioso recuerdo de los

forajidos del desierto".