Gregorio Funes

 

 

 

Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán

     

 

 

      INDICE

 

 

 

      Dedicatoria (A la Patria)

 

 

 

      Prólogo

 

 

 

      LIBRO I

 

 

 

      CAPITULO I

      Descubre Solís el Río de la Plata. Su muerte. Viaje de Diego García.

      Entrada de Gaboto. Levanta éste varios fuertes. Vence a los Agaces.

      Introduce el nombre del Río de la Plata. Llega Diego García. Continúa

      Gaboto el mando.

 

 

 

      CAPITULO II

      Vuelve Gaboto a su fuerte de Sancti Espíritu. Destruyen los Charrúas el de

      San Juan. Parte Gaboto a España. Suceso trágico de Lucía Miranda.

      Desamparan los españoles a Sancti Espíritu. Se establecen en la costa del

      Brasil. Vencen a los portugueses.

 

 

 

      CAPITULO III

      Nómbrase a don Pedro Mendoza por Adelantado del Río de la Plata. Partida

      de la armada. Muerte de don Juan Osorio. Fundación de Buenos Aires.

      Batalla de los Querandíes.

 

 

 

      CAPITULO IV

      Lastimosa situación de los españoles en Buenos Aires. Sitio de los

      Querandíes. Partida del Adelantado a la fortaleza de Corpus Cristi y su

      vuelta a España. Crueldades de Galán. Sucesos de la Maldonado.

 

 

 

      CAPITULO V

      El teniente Ayolas llega a la tierra de Guaraníes, victoria que alcanza de

      ellos, sorprende a los Agaces. Continúa su viaje hasta el puerto de la

      Candelaria. Deja entre los Payaguáes a Irala, y sigue por tierra el

      descubrimiento. Fúndase la Asunción. Mata Galán muchos Caracarás. Se

      vengan éstos por el mismo medio.

 

 

 

      CAPITULO VI

      Vuelve el teniente Irala a la Candelaria en busca de Ayolas. Los Payaguáes

      le forman una traición y los vence. Refiere un indio Chanés la muerte de

      Ayolas. Llega de Buenos Aires el Veedor Alonso Cabrera. Irala es elegido

      gobernador. Dáse nueva forma a la ciudad de la Asunción. Tiene principio

      la predicación del Evangelio. Desampárase a Buenos Aires. Conjúranse los

      Guaraníes. Es descubierta la traición y son castigados.

 

 

 

      CAPITULO VII

      Cabeza de Vaca solicita el Adelantazgo del Plata, el que se le concede.

      Fórmanse algunas ordenanzas para el gobierno de la provincia. Se hace a la

      vela el Adelantado, y llega a Santa Catalina. Su viaje por tierra, y su

      recibimiento en la Asunción. Promuévese la conversión de los indios.

      Obstáculos que se experimentan. Nombra a Martínez de Irala por maestre de

      campo, y lo destina a nuevos descubrimientos. Vence Riquelme al cacique

      Tabaré. Arrogancia de los Guaycurúes. Son vencidos.

 

 

 

      CAPITULO VIII

      Levántanse los Agaces. Alvar Núñes hace las paces con los Guaycurúes.

      Manda ahorcar unos caciques de los Agaces. Hace que Irala repita los

      descubrimientos. Parte a una jornada por el río Paraguay. Castiga a los

      Payaguáes. Llega hasta los Guajarapos. Resisten los españoles continuar

      adelante, pero los obliga Alvar Núñez. Introdúcese tierra adentro, y se ve

      obligado a retroceder. El capitán Mendoza entra a un pueblo de indios,

      donde encuentra una grande serpiente. Choque de Alvar Núñez con los

      oficiales reales. Su vuelta a la Asunción.

 

 

 

      CAPITULO IX

      Conjúranse los españoles contra el Adelantado. Lo prenden. Es nombrado

      Irala en su lugar. Los del partido leal intentan liberarlo. Es remitido a

      España. Después de un largo juicio fue absuelto.

 

 

 

      CAPITULO X

      Derivación de Tucumán. Entrada de Diego de Rojas a esta provincia. Choque

      de este general con un cacique de Copayán. Su marcha para el distrito de

      los Diaguitas. Batalla con estos indios. Muerte de Diego de Rojas. Le

      sucede don Francisco de Mendoza. Llegan los españoles al Río de la Plata.

      Heredia mata a sus competidores, y se apodera del mando. Se vuelven los

      españoles al Perú.

 

 

 

      CAPITULO XI

      Publica Irala jornada para continuar los descubrimientos. Revélanse los

      indios y los castiga. Muerte del capitán Camargo. Llega Irala hasta la

      encomienda de Peransules. Manda una diputación al licenciado Gasca.

      Amotínanse los españoles contra él y lo deponen. Es restituido al mando.

      Muerte del capitán Mendoza. Abreu le resiste la entrada a Irala. Vuelven

      sus diputados, e introducen el primer ganado cabrío. Trátase de los

      antropófagos.

 

 

 

      CAPITULO XII

      Hace Irala la expedición conocida por mala jornada. Fúndase la ciudad de

      San Juan. La desamparan los españoles. Parte Irala contra los Tupís.

      Fúndase la villa de Ontiberos. Sanabria es elegido Adelantado, y no viene

      a la provincia. Los Goas introducen el primer ganado vacuno. Sublévase la

      villa de Ontiberos.

 

 

 

      CAPITULO XIII

      Irala es hecho gobernador en propiedad. Viene el primer obispo. Forma

      Irala las ordenanzas. Chavez parte contra los Tupís. Melgarejo funda a

      Ciudad Real. Muerte de Irala. Mendoza entra en su lugar. Disputa de Chaves

      con Manso.

 

 

 

      LIBRO II

 

 

 

      CAPITULO I

      Juan Núñez del Prado entra a la conquista del Tucumán. Tiene sus

      diferencias con Francisco Villagrán. Funda la ciudad del Barco. Nuevo

      encuentro con su rival. Queda esta conquista por colonia de Chile. Buen

      gobierno de Prado. Su prisión por Francisco de Aguirre. Sublevación de los

      indios. Trasládase la ciudad del Barco, y recibe por nombre Santiago del

      Estero. Victoria de Bazán. Entra Zurita a gobernar. Su deposición por

      Castañeda.

 

 

 

      CAPITULO II

      Muere el gobernador Gonzalo de Mendoza, y le sucede don Francisco Ortíz de

      Bergara. Sublevación de los Guaraníes. Son derrotados por los españoles.

      Igual sublevación con igual suceso en el Guaira. Vuelve Nuño de Chaves a

      la Asunción. Viaje al Perú del Gobernador Bergara y del Obispo Torres.

      Bergara es depuesto y le sucede Zárate. Vuelta de los españoles al

      Paraguay. Muerte trágica de Chaves. Alboroto de los españoles en el

      Guaira. Prende Melgarejo a Riquelme.

 

 

 

      CAPITULO III

      Disgústase el obispo Torres con el general Cáceres, y lo excomulga.

      Persigue Cáceres cruelmente al prelado. Prende al provisor, e intenta

      expatriarlo. Su viaje hasta la isla de San Gabriel. Fórmase una

      conjuración, y es preso. Levántase con el mando Martín Suárez de Toledo.

      Cáceres es remitido a España. Acompáñalo el obispo. Muere éste en San

      Vicente. Viajes funestos del Adelantado Zárate. Su arribo al Río de la

      Plata.

 

 

 

      CAPITULO IV

      Encuentro de Sapicán con los españoles, quienes son vencidos. Vence Garay

      al cacique Terú. Suceso trágico de Liropeya. Vence Garay a Sapicán.

 

 

 

      CAPITULO V

      El cacique don Juan de Calchaquí arrasa tres ciudades españolas.

      Trasládase la ciudad de Londres al valle de Comando. Mueren casi todos los

      vecinos y soldados de Córdoba en el valle de Calchaquí.

 

 

 

      CAPITULO VI

      Ataca Castañeda a los Calchaquíes. Una falta de Castañeda hace perecer a

      algunos españoles. Trescientos Calchaquíes se sacrifican por la patria.

      Sesenta jóvenes indios forman un cuerpo, y viene en auxilio de sus padres.

      Vence Zenteno a los de Silípica. Heroicicidad de tres indias. Son

      despoblados Londres y Cañete. Entra Aguirre a gobernar el Tucumán. Aguirre

      se halla en gran peligro, y lo liberta Gaspar de Medina. Los Calchaquíes

      se defienden, y hacen estragos. Prudente retirada de Medina. Vuelve éste a

      libertar al gobernador.

 

 

 

      CAPITULO VII

      Fúndase la ciudad de San Miguel del Tucumán. Entrada de Aguirre a los

      Comechingones. Prenden los soldados al gobernador Aguirre. Destierran los

      conjurados al capitán Medina. Fundan los conjurados la ciudad de Esteco.

      El capitán Medina cae sobre los conjurados. El teniente Juan Gregorio

      Bazán atraviesa el Chaco y llega al Paraná. Absuelto por la Audiencia de

      Charcas, el gobernador Aguirre es restituido al mando. Es preso por la

      inquisición de Lima. El gobierno del Tucumán es dado a don Gerónimo Luis

      de Cabrera. Funda la ciudad de Córdoba. Llega hasta la torre de Gaboto.

 

 

 

      CAPITULO VIII

      Funda el Adelantado Zárate la ciudad de San Salvador. Crueldades de los

      indios. Conspiración contra Zárate. Entra éste a la Asunción. Su muerte.

      Gobierna interinamente Mendieta. Juan Torres de Vera le sucede en

      propiedad. Excesos de Mendieta. Su muerte. Gobierno interino de Juan de

      Garay. Fundación de Villa-Rica.

 

 

 

      CAPITULO IX

      Delirios de Oberá. Juan de Garay sale contra él. Certamen singular de dos

      indios contra los españoles. Crueldad de Tupuynuris. Congreso de los

      indios. Sorprende Garay a los Tupuynuris. Duelo de Curemó y Urambiá.

      Victoria de Garay contra los secuaces de Oberá. Fundación de Santiago de

      Jerez.

 

 

 

      CAPITULO X

      Don Gonzalo de Abreu sucede a don Gerónimo Luis de Cabrera. Prisión de

      éste y su muerte. Origen de esta crueldad. Mal suceso de Abreu en

      Calchaquí. Pretende descubrir un lugar de los Césares. Levantamiento de

      los indios en San Miguel de Tucumán.

 

 

 

      CAPITULO XI

      Fúndase la ciudad de Buenos Aires. Suceso de Altamirano. Invaden los

      bárbaros a Buenos Aires y son derrotados. Conjuración en Santa Fe. Muerte

      de Juan de Garay. Nueva invasión contra Buenos Aires. Fúndase la ciudad de

      Concepción del Bermejo. Prisión del obispo del Paraguay. La ciudad de San

      Juan de las Siete Corrientes tiene su principio.

 

 

 

      CAPITULO XII

      Entra el licenciado Lerma a gobernar el Tucumán. Crueldades de éste contra

      don Gonzalo su antecesor. Disensiones entre Lerma y el Deán Salcedo.

      Entrada del obispo Victoria al Tucumán. Funda Lerma la ciudad de Salta.

      Oposición de los bárbaros. Es preso Lerma y conducido a Charcas. Entra a

      la provincia Juan Ramírez de Velasco. Los indios se alborotan en Córdoba y

      los vence Tejada.

 

 

 

      CAPITULO XIII

      Entra a gobernar el Tucumán don Juan Ramírez de Velasco. Predica San

      Francisco Solano en el Tucumán. Primer establecimiento de los jesuitas en

      esta provincia. Los Calchaquíes se alborotan y son sujetados. Fúndase las

      ciudades de la Rioja, la de San Salvador de Jujuí y la de la villa de las

      Juntas. Rebélanse los indios de Córdoba y son subyugados.

 

 

 

      CAPITULO XIV

      Frutos que produjo la predicación de algunos varones apostólicos. El

      Adelantado Juan Torres de Vera abdica el mando. Gobierno de Hernandarias.

      Su prisión entre los indios y su evasión. Visita la provincia del Paraguay

      don Francisco de Alfaro. Crítica sobre lo que dice Azara. Divídese la

      provincia del Paraguay y se establece el gobierno del Río de la Plata.

 

 

 

      CAPITULO XV

      Primeros establecimientos de las misiones jesuíticas. Censura contra

      Azara. Reglamento de estas misiones. No es la igualdad de fortunas que en

      ellas reinaba, digna de la censura que hace Azara. La libertad de estos

      indios convenía a su estado de infancia. Vindícanse los jesuitas del

      aprovechamiento que se les imputa.

 

 

 

      CAPITULO XVI

      Entra a gobernar la provincia del Tucumán don Fernando de Zárate. Las

      tropas del Tucumán vienen en auxilio de Buenos Aires. Los Calchaquíes se

      sublevan en el gobierno de don Pedro de Mercado. Hacen las paces. Los

      diaguitas se sublevan en la Rioja. Gobierno de don Alonso de Rivera, quien

      vence a los Calchaquíes. Funda una ciudad en el valle de Londres. Nueva

      expedición a los Césares. Abolición del servicio personal. Entra a

      gobernar don Luis Quiñones Osorio. Incendio de la iglesia de Santiago.

      Fúndase la Universidad de Córdoba. Su método de estudios.

 

 

      

 

 

 

Dedicatoria a la Patria

 

 

 

      Había de llegar por fin el día en que no fuese un crimen el sentimiento

      tierno y sublime de amor a la Patria. Bajo el antiguo régimen el

      pensamiento era un esclavo y el alma misma del ciudadano no le pertenecía.

      El teatro está mudado: somos ya libres. La Patria reclama sus derechos

      sobre unos seres que les dio el destino. Que el guerrero la haga pues

      prosperar a la sombra de sus laureles; el magistrado salga de garante por

      la inviolabilidad de sus leyes; el ministro de la religión abra los

      cimientos de una moral pura, y vele al pie de sus altares; un pueblo

      inmenso corra en auxilio de sus necesidades; en fin el hombre de letras

      propague las luces de la verdad, y tenga valor para decírsela a los que

      confía su gobierno. Felices aquellos que pagan a la Patria la sagrada

      deuda que contrajeron desde la cuna! Por lo que a mí toca, yo le dedico el

      fruto insípido de este Ensayo histórico. Cuando menos tiene la ventaja de

      llamar a juicio a sus verdugos y poner a los pueblos en estado de

      pronunciar con imparcialidad. Oh, Patria amada! escucha los acentos de una

      voz que te es desconocida, y acepta con agrado los últimos esfuerzos de

      una vida que se escapa!!!

      

 

 

 

Prólogo

 

 

 

      No es seguramente porque yo encontrase en mi pequeña capacidad talentos

      suficientes para la historia, que me determiné al Ensayo que doy al

      público. Sé muy bien que es preciso nacer historiador, como se nace poeta

      y orador. La absoluta falta de un libro que pudiese satisfacer la

      curiosidad de los que fueron nuestros padres y de las evoluciones que han

      precedido a nuestro estado actual, fue lo que dio un impulso a mi justa

      timidez.

      Cualquiera que se halle versado en los movimientos históricos de estas

      provincias, no puede ignorar que así Herrera, fray Diego de Córdoba, fray

      Antonio Calancha, fray Juan Meléndez, fray Alonso de Zamora, los padres

      Alonso de Ulloa, Francisco Colin, Simón Vasconcelos y Manuel Rodríguez,

      como los historiadores que juntó Barcia en su colección, o refieren unos

      muy en globo algunas cosas de estas provincias, o se limitan otros a sólos

      los sucesos de la conquista. La Argentina manuscrita de Ruiz Díaz tampoco

      sale de esta época. Después de éstos emprendieron con más dedicación la

      historia de estas provincias los jesuitas Juan Pastor, Nicolás Techo,

      Pedro Cano, Pedro Lozano, Guevara, Sánchez, Labrador y Charlevoix. La obra

      de este último y la de Techo, aunque corren impresas, a más de estar

      aquella en idioma francés, está en latín, y tocar como accesorios los

      acontecimientos civiles enlazados con la historia de sus establecimientos

      de Misiones, tampoco pudieron adelantarse hasta nuestros días. Los demás

      dejaron sus obras inéditas las que, o no se encuentran, o andan en manos

      de muy pocos.

      No han dejado de tocar otras obras con erudita curiosidad asuntos

      relativos a estos mismos lugares, cuya historia doy a luz. Tales son las

      cartas edificantes, la colección de documentos sobre las emociones del

      Paraguay y señaladamente en la persecución de Antequera, otra por lo

      perteneciente al obispo D. Bernardino de Cárdenas, la relación de los

      insignes progresos de la religión cristiana en el Paraguay por Durán, el

      reino jesuítico por Ibáñez, cristianismo feliz en las misiones jesuíticas

      del Paraguay por Muratori, de Abiponibus por Dobrechoffer, el Ensayo sobre

      la historia natural de la provincia del Gran Chaco por Solís, el viajero

      universal en los últimos volúmenes, la relación de los viajes al río de la

      Plata y de allí al Perú por Acarete, la descripción del Gran Chaco por

      Lozano, la historia de la compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay

      por el mismo, el viaje de Ulloa, Muriel en sus fastos y en la continuación

      y notas de Charlevoix, Antonio León Pinelo, la historia filosófica de los

      establecimientos europeos en las dos Indias, las memorias de D. Cosme

      Bueno, y novísimamente los viajes en la América meridional por D. Félix

      Azara; pero contraídos estos autores al argumento que eligieron, sólo

      pudieron tocar como nota de paso algunos hechos de la historia civil.

      D. Félix Azara en sus viajes, cuyo campo es en especial la descripción

      geográfica, política y la historia natural de estas Provincias, consagró

      en su segundo tomo algunas páginas a los acontecimientos de la conquista.

      Pero, a más de pasar en silencio muchos hechos capitales, no será fácil

      que contente a los amantes de la imparcialidad. La gloria de pasar por

      crítico y original hace que prefiera algunas veces sus conjeturas a los

      sucesos más bien averiguados. No sin injuria al mérito del padre Lozano es

      que caracteriza su historia civil manuscrita de infiel y de mordaz contra

      los españoles. Después que vano se teme proferir la verdad, convendrá todo

      el mundo, que la crítica más amarga contra estos aventureros no sale de

      los límites que señala el juicio y la equidad. Esto es lo que el Señor

      Azara llama mordacidad, y lo que en mejor sentido debe mirarse como la

      divisa de un escritor, que no supo prostituir su pluma a la adulación, aun

      cuando el miedo hacía temblar; es pues la misma censura el mejor título

      que lo acredita. Por lo demás, a Lozano en su estilo redundante y pesado

      se le respeta por el escritor más diligente, más exacto y más sincero a

      excepción de aquello en que el espíritu de cuerpo lo hace caer en ilusión.

      Una afectación sin excusa sería suponerse el Señor Azara más rico de

      documentos históricos, que el padre Lozano. Entre nosotros nadie ignora

      que la preponderancia de los jesuitas en todas estas partes les facilitó

      una copiosa colección de documentos, aun con perjuicio de los archivos

      públicos; como ni tampoco, que su expulsión hizo sufrir a éstos el mismo

      fin desastroso que tocó a sus temporalidades. El señor Azara vino a la

      retaguardia y sólo adivinando pudo descubrir los hechos históricos que no

      estuvieron a sus alcances.

      Esta misma observación pone de parte de Lozano el juicio que forma acerca

      del virtuoso Alvar Núñez, y del primer obispo, a quienes trata el Señor

      Azara como los hombres más ineptos y perversos que pusieron el pie en

      estos países. Aquí no se encuentra ninguno de esos motivos seductores que

      suelen hacer perder de vista la verdad.

      A más de los documentos que le fue más fácil encontrar en apoyo de la

      virtud de Alvar Núñez, va conforme en opinión con Herrera, Barco y Ruiz

      Díaz en su Argentina manuscrita, testimonios de mucho más peso que el del

      soldado Hulderico Schmidel (1), cuyos errores son capitales, diga lo que

      quiera en su abono el señor Azara.

      Por lo que a mí toca me he propuesto seguirlos como a otros que han

      llegado a mis manos, y principalmente a Lozano, no con aquella servil

      sujeción de un copiante, sino con aquel discernimiento que deja entera su

      acción al juicio, ayudado de la crítica y de una indagación severa.

      Sigo estas huellas en los dos primeros tomos de mi Ensayo donde al fin

      faltándome guías tan seguras me ha sido preciso abandonarme a los archivos

      públicos, que como de tiempos más bajos se hallan bien provistos de

      materiales.

      En la colección de estos documentos, que sin disputa ha exigido una de las

      tareas más ingratas y afanosas, yo defraudaría el mérito de personas

      recomendables, si pasase sus nombres en silencio. Debo poner al frente al

      sin segundo Dr. D. Saturnino Segurola. Nada iguala al deseo de este

      erudito eclesiástico, por enriquecer su espíritu de conocimientos útiles,

      sino su exquisita diligencia en adquirirlos. Sin perdonar gastos ni

      trabajos se ha formado una biblioteca de manuscritos escogidos, que

      aumenta de día en día (2). Asociadas nuestras tareas en la revisión de los

      archivos públicos, y auxiliado de sus papeles fue que pude ponerme en

      estado de continuar mi obra. Debo también no pequeños servicios a D. José

      Joaquín de Araujo, ministro general de las cajas de Buenos Aires, cuyo

      gusto por las antigüedades de las provincias y sus noticias históricas no

      es desconocido entre nosotros, después que le debemos la Guía de

      Forasteros correspondiente al año de 1813, y algunas otras producciones

      suyas. El presbítero D. Bartolomé Muñoz, a quien no puede negársele una

      alma cultivada, ha tenido también la generosidad de suministrarme algunos

      documentos, y levantarme las cartas geográficas, que se darán a su tiempo

      en atlas separados. Por último merece mi memoria D. Gregorio Tadeo de la

      Cerda. Debo a sus luces mi respeto, y a su interés por el buen éxito de

      este Ensayo algunas noticias.

      _________________

      (1) Este nombre otros lo escriben así: Ulderico Schmidel.

      (2) La preciosa colección de documentos que acopió el Doctor Segurola

      existe hoy depositada en la Biblioteca Nacional.

      _________________

      

      Tenía ya muy avanzado mi trabajo cuando leí en Hervas y Panduro, que el

      Señor abate D. Francisco Javier de Iturri había concluido su historia de

      esta parte de América. Esta noticia me hizo caer la pluma de la mano, y

      estuve a punto de renunciar mi empresa, viendo empleado en el mismo asunto

      a un literato tan acreditado, pero ya no era tiempo de volver atrás.

      También reflexioné que no sabemos de positivo si su autor la dio a luz

      pública; lo que no pocos accidentes podían estorbárselo, principalmente

      para con un sabio tan nimiamente desconfiado de sus producciones.

      El plan que me he propuesto seguir llega hasta la gloriosa época de

      nuestra revolución, de que sólo daré un sucinto bosquejo. No entra en este

      plan amontonar hechos de ninguna utilidad, sino aquellos que nos hagan

      conocer las costumbres, el carácter del gobierno, los derechos

      imprescriptibles del hombre, el genio nacional y todo aquello que nos

      enseña a ser mejores. Este es el camino de descubrir las verdaderas causas

      de los acontecimientos que por lo común se atribuyen a una ciega

      casualidad.

      No disimularé, con todo, a imitación de Tácito, que no admiten cotejo las

      materias de este Ensayo con aquellas que sirvieron de asunto a

      historiadores de naciones grandes. Estas tratan siempre de tierras

      ruidosas, hazañas memorables, imperios destruidos o fundados, reyes

      muertos o fugitivos, y proyectos profundos de política o de moral, que por

      naturaleza entretienen y recrean el ánimo. Mi trabajo es mucho más

      limitado y estéril. Guerras bárbaras casi de un mismo éxito, crueldades

      que hacen gemir la humanidad, efectos tristes de un gobierno opresor, este

      es mi campo. El poco deleite en recorrerle lo recompensará la utilidad.

      Siempre en acción la tiranía y los vicios de los que nos han gobernado,

      nos servirán de documentos para discernir el bien del mal y elegir lo

      mejor.

      Nunca sino al presente se ha podido sentir este rumbo. Los reyes de España

      bajo cuyo cetro de acero hemos vivido tenían la verdad; el que se hubiese

      atrevido a proferirla hubiera sido tenido por un mal ciudadano, por un

      traidor. Ya pasó esa época tenebrosa, y la verdad recobró sus derechos. No

      puede ser pues, excusable la ignorancia de estos sucesos. lgnorar lo que

      procedió a nuestro nacimiento, dice Cicerón, es vivir siempre en la niñez:

      nescire quid antea quam natus cit accidere, id est semper esse puerum.

      Va dividido este Ensayo en seis libros, que serán comprendidos de dos en

      dos en los tres tomos que abraza. La importancia que las cosas de América

      han tomado en la presente época, excita el deseo de saberlas. No me

      descuidaré, si me fuese posible, enriquecer esta obra con los planos

      topográficos y estadísticos de que sea susceptible.

      Sea yo útil a la patria y aunque pase por insípido escritor. La desgracia

      de no tener un historiador digno de sus fastos, moverá otras plumas

      adornadas que ese temple vivo, enérgico, ameno y agradable de los

      Salustios y los Tácitos.

      

          

 

 

 

 

 

       

      LIBRO I

 

 

 

CAPITULO I

 

 

 

Descubre Solís el Río de la Plata. Su muerte. Viaje de Diego García.

Entrada de Gaboto. Levanta éste varios fuertes. Vence a los Agaces.

Introduce el nombre del Río de la Plata. Llega Diego García. Continúa

Gaboto en el mando.

 

 

 

 

      Treinta y cinco años iban corridos desde el descubrimiento de la América,

      cuando el anhelo español por nuevas empresas crecía en proporción de las

      ya vencidas. Como si fuese poco haber hallado un nuevo mundo, que

      reprobaba la razón misma, se pretendía atravesar por uno de sus estrechos,

      y abrirse paso al mar del Sud en busca de las Molucas. A este pensamiento

      atrevido daban fomento los intereses de nación, en que tenía no poca parte

      un sentimiento de gloria digno de aquellos tiempos.

      El temor de que Portugal previniese este útil hallazgo aceleró las

      disposiciones de la corte. Fue una de ellas confiar a la pericia de Juan

      de Solís, natural de Lebrija, piloto el más acreditado de su edad, todo el

      éxito de esa brillante expedición. No pudo ser más acertado este

      nombramiento. Navegando este insigne náutico por los años de 1508 con

      Vicente Núñez Pinzón había sido el primero que extendió velas europeas en

      el famoso río llamado entonces Paranaguazú. Con dos navíos de su mando

      zarpó del puerto de Lepe, el 8 de octubre de 1515 y tomando la costa del

      Brasil, sobre sus propias huellas, suplicó esta vez el reconocimiento, que

      por un efecto de inadvertencia pudo escaparse antes a su penetración. Este

      suceso le pareció bastante lisonjero y digno de que eternizase su memoria:

      mudado el nombre nacional del río, llamóse en adelante de Solís. Era

      forzoso reconocerlo, y advertir todas las ventajas que ofrecía su

      situación local; embarcado en una carabela, costeó lo largo de su ribera

      septentrional, y vino a ser en breve un objeto de sorpresa para la

      admiración de muchos bárbaros, que ocupaban aquella playa. No halagaba

      tanto a Solís su vista, cuanto las señales que les daban de una acogida

      favorable. Como si quisiesen aplaudir su llegada le alargaron las manos

      cargadas de presentes; y para afianzar más su confianza tomaron el

      expediente de dejarlos y retirarse. Todo esto no era más que un insidioso

      artificio de la traición más execrable. Solís se entregó sin precaución en

      los brazos de esta amistad aun no probada, y dio a costa de su vida una

      lección, con que deben escarmentar los temerarios. Con pocos compañeros, y

      todos desarmados, saltó en tierra, más bien como si fuese a insultar la

      fortuna, que a reconocer el terreno. Se hallaba ya fijado el período de

      sus días. Salieron entonces de Charrúas de una emboscada, que tenían

      puesta a las orillas de un arroyo entre Maldonado y Montevideo, que por

      este acontecimiento se llama de Solís; los mataron, y comiéndolos a vista

      de la carabela, gustaron todo el fruto de su perfidia. La prudencia

      condenará siempre este hecho de Solís como una trasgresión palpable de sus

      leyes; pero la historia publicará la elevación de su genio, el mérito de

      sus descubrimientos, la intrepidez de su valor; y no dudando que la España

      debe en mucha parte a sus fatigas haber puesto bajo sus leves este

      hemisferio, hará se reconozca en su persona al digno émulo del gran Colón.

      Los de la carabela, con un hermano de Solís y, su cuñado Francisco Torres,

      retrocedieron sin dilación en busca de la capitana. Todos juntos

      conocieron entonces, que era preciso obedecer a este funesto

      acontecimiento, y sin más deliberaciones tomaron su partida para España.

      Reputando el Señor Azara, en el capítulo 1º, tomo 2º de su viaje, por

      famosa la costumbre entre estos bárbaros de alimentarse de carne humana,

      omite esta circunstancia en la muerte de Solís. Tendremos ocasión de hacer

      ver, que es más conforme la opinión de esta costumbre a los hechos

      constantes de esta historia.

      Al paso que la corona de Portugal se manifestaba solícita en dilatar sus

      conquistas por este lado del globo, España parecía haber renunciado sus

      pretensiones al río de Solís. Casi diez años sucedieron en que se vio

      desatendido este importante objeto. Todo era consecuencia de su peligrosa

      situación. Los inmensos cuidados que rodeaban el trono muy de cerca, eran

      suficientes por sí solos para ocupar los senos más vastos de un monarca.

      La España, los estados de la casa de Borgoña, el imperio de Alemania, lo

      descubierto de la América, etc., todas estas posesiones puestas en manos

      de un solo hombre, formaban una máquina de resortes muy complicados,

      expuestos a romperse al primer choque, si el genio, el esfuerzo y la

      política no concurrían a dirigirlo con inteligencia y sagacidad. Tanto más

      que a las disensiones intestinas se unía una enconada rivalidad de poder,

      siempre funesta a los estados, empeñados en disolverla. Hubiera sido pues

      poca cordura por entonces echar a los extremos unas fuerzas, que debían

      obrar en el centro. Las cosas de esta parte de América tomaron otro

      aspecto luego que el emperador Carlos V se vio establecido sobre el trono

      de sus padres. Sin perdonar diligencia juzgó que era preciso oponer una

      barrera al proyecto de engrandecimiento que iba realizando Portugal en el

      Brasil. De resultas de una capitulación entre la corte y el conde D.

      Fernando de Andrade con otros ricos hombres; Diego García, vecino de

      Moguer, acompañado del piloto Rodrigo de Arca, tuvieron orden de continuar

      los descubrimientos del desgraciado Solís. La armada, compuesta de un

      navío y dos embarcaciones menores, se hizo a la vela el 15 de agosto de

      1526 del puerto de la Coruña.

      No fue tanta la diligencia que evitase la prevención de Sebastián Gaboto.

      Era este veneciano, uno de los más célebres astrónomos de su tiempo, y se

      había propuesto labrarse una brillante fortuna sobre el cimiento de sus

      servicios. Los hechos a la corona de Inglaterra en el descubrimiento de

      Terranova le parecieron muy sobrados para justificar sus esperanzas; pero

      las ingratitudes de esta corte mortificaron su amor propio, y lo obligaron

      a mudar de dueño. Refugiado a la España halló en ella la carrera abierta a

      la dicha. El título de piloto mayor del reino, con que le favoreció el

      emperador, condecoró debidamente su persona; pero él quiso hacer ver que

      lo merecía. Después que la nave Victoria concluyó su vuelta al globo, las

      riquezas de las islas Molucas unidas a las de Tarcis, Ofir y el Catayo

      Oriental, aunque solo gustadas en idea, realizaban en los espíritus todo

      el placer de la avaricia. Gaboto no hizo más que imitar esta pasión

      guiándola por sí mismo hacia este bien muchas veces funesto. Concertose

      con algunos comerciantes de Sevilla para una expedición por el estrecho de

      Magallanes, que debía tener por resultado la adquisición de estos

      preciosos frutos. El rey aprobó este ajuste y añadiendo el sello de la

      autoridad pública, ayudó en parte a los gastos, y quedó Gaboto habilitado

      para este viaje. Aunque no con pequeñas dificultades que le suscitó la

      emulación, salió en fin de Sevilla en Abril de 1526, llevando cuatro

      navíos de su mando con 600 hombres. La experiencia acreditó en breve, que

      no poseía aquella ciencia, que, calculando los medios con los obstáculos,

      sabe burlarse de la fortuna. En un viaje dilatado más allá de su

      intención, se halló falto de víveres, con una gente disgustada, que no

      sabiendo manejarla, ostentaba sin temor la altiva libertad de sus antiguas

      costumbres. Su situación lo obligó a tomar el puerto de Patos a la altura

      de los 27 grados de latitud. Llegaban hasta aquí los términos de la nación

      Guaraní, señora de casi toda la ribera marítima. El fiero natural de estos

      bárbaros no fue obstáculo para que observasen con él la buena fe de la

      hospitalidad: los españoles disfrutaron con franqueza de sus víveres; aun

      pudieron conocer que eran capaces de leyes justas, y de un culto agradable

      al Dios del universo. Pero otros intereses ocupaban por entonces su

      atención. Quitando el mismo Gaboto cuatro hijos de los señores más

      principales, apresuró la aversión, que habían de profesar más adelante.

      Sin aprestos suficientes, y teniendo enajenadas las voluntades, no se

      atrevió este general a arrojarse al estrecho; antes bien, después de

      haberse desprendido en una isla desierta de tres hombres de calidad,

      desistió de su primer proyecto, y se abandonó al derrotero, que le abría

      su destino en la boca del río de Solís.

      Las empresas cuanto más atrevidas parecen que eran más análogas al

      espíritu caballeresco de aquellos tiempos. Conquista, descubrimientos,

      hazañas, grandes fortunas, en fin todo lo que llevaba el sello de lo

      maravilloso tenía una fuerza irresistible en la común estimación. Por uno

      de esos empeños, en que al parecer entra más de coraje que de sano juicio,

      se arrojó Gaboto al río de Solís, y vino a echar el ancla en la isla de

      San Gabriel. No pareciéndole seguro este puerto se trasladó a la

      embocadura del río de San Juan, donde se le unió Francisco Puerto, el

      único que de los compañeros de Solís salvó la vida. Habiendo levantado

      aquí una pequeña fortaleza, despachó en un bergantín al capitán Juan

      Alvarez Ramón, para que navegando por el gran río Uruguay hiciese algún

      descubrimiento. Ejecutólo así; pero con mala suerte. Encallada su

      embarcación en un banco, saltó en tierra con parte de la gente

      encaminándose a San Juan; unos en el bote y otros por la ribera. Los de

      tierra fueron acometidos por los Yaros y Charrúas, quienes lograron dar

      muerte a Juan Alvarez y otros más; los otros se incorporaron a los del

      bote y pudieron salvarse.

      Después de este trágico suceso subió Gaboto hasta la embocadura del río

      Carcarañá a los 32º 25' 12" de latitud donde levantó una fortaleza, a la

      que intituló de Santi-Espíritu. Cuatro aventureros de esta impetuosa

      soldadesca con un tal César a su cabeza, cuyo designio parece que era el

      de multiplicar los peligros, atravesaron desde aquí al vasto Tucumán,

      hasta unirse con los conquistadores del Perú. Empresa digna de mucho

      aplauso, si fuese lícito confundir el valor con la temeridad. El mismo

      Gaboto, después de haber construido un bergantín, y proveído a la

      seguridad de la fortaleza, entablando amistad con los Caracarás, a como

      otros dicen con los Timbúes, subió por el río con 120 hombres en dos

      buques bien frágiles, buscando nuevas aventuras. Para dar estos primeros

      pasos por entre tantos riesgos, contaba este almirante sobre la intrepidez

      de unos soldados acaso los más bravos de su siglo, sobre la superioridad

      de sus armas y su disciplina, sobre los efectos de una novedad, que, en el

      concepto común, aumentaba su poder sin aumentar sus fuerzas reales; en

      fin, sobre la constitución de unos bárbaros, que separados en pequeñas

      tribus, rivales unas de otras, formaban un cuerpo de nación sin

      consistencia, ni armonía. Puesto Gaboto en la confluencia de los ríos

      Paraguay y Paraná, siguió por este último hasta cerca del Salto del agua,

      desde donde regresó para coger el primero, como lo hizo en 1527.

      No era tanta la indolencia de los indios, que muchos de ellos no viesen

      con un ojo irritado esos rasgos de poder absoluto, y que no considerasen

      amenazada su libertad desde los fuertes levantados. Habiendo Gaboto

      navegado hasta la Angostura, los Agaces, nación guerrera, que por el

      derecho del más fuerte señoreaban el río Paraguay, se atrevieron por su

      parte a arriesgar una acción decisiva de que esperaban la quieta posesión

      de su dominio. Con trescientas canoas puestas en orden de batalla se

      presentaron ante los buques de Gaboto. El peligro era grande; pero sabía

      este general que la fama decide muchas veces de los sucesos, y que nada le

      convenía más para lo sucesivo como introducir un espanto, que valiese

      victorias. Poseído de estas ideas sostuvo el crédito de sus armas con un

      valor superior al ataque; y aunque con pérdida de tres españoles

      prisioneros, de los que Juan Fuster y Héctor de Acuña fueron después

      rescatados, ganó de su enemigo una victoria que debió escarmentarlo. Poco

      tardó para que recogiese otro fruto más sazonado en el buen éxito de sus

      previsiones. La victoria contra los Agaces fue un grito que en todas

      aquellas vecindades resonó para bien de los españoles. Fuese por temor,

      fuese por reconocimiento, todos aplaudieron un suceso que traía la

      humillación del común enemigo. Habiendo pasado Gaboto hasta la frontera de

      los Guaraníes, poco más arriba de la Asunción, con cierta competencia,

      vinieron estos indios a brindarse al vencedor. Esto ya era en cierto modo

      ofrecer su cerviz al yugo; pero quizá esperaban sacudirlo. Gaboto terminó

      este acaecimiento trabando paces y alianzas, que le fueron muy ventajosas.

      Entre las parcialidades que atrás distinguieron su inclinación fue una de

      ella la de los Guaraníes. Venían éstos casi desnudos; varios plumajes de

      lucidos colores aumentaban las gracias de la sencilla naturaleza, de

      aquellos pendían algunas piezas de plata, que seguramente debían de ser el

      punto de vista más agradable para sus huéspedes. En efecto, jamás indios

      mejor de aspecto se presentaron a estos españoles. Desde aquí fue su

      primer cuidado hacerse propietarios de este metal, que era el objeto

      suspirado de sus afanes. Muy en breve vieron pasar a sus manos esas piezas

      de plata y otras más en cambio de las drogas más despreciables; pero tan a

      satisfacción de los primeros dueños, que para evitar el peligro de una

      rescisión a titulo de engaño tomaron prontamente a la fuga. Los que

      disputan sobre el valor venal de las cosas, deben reconocer en sólo este

      hecho la parte que tiene la opinión. La historia no tiene datos fijos para

      asegurar con certidumbre la suma total de este rescate; debe conjeturarse

      que no fue tan escasa, supuesto que bastó a un donativo digno del trono.

      Herrera dice que esta es la primera plata que de las Indias pasó a España;

      pero está en contradicción consigo mismo, habiéndonos referido en la

      década segunda, relativa al año de 1519 la que remitió el conquistador

      Hernán Cortés. Sea de esto lo que fuere, una dulce ilusión hacía más

      estimable para Gaboto aquel precioso hallazgo y agrandaba la esfera de su

      felicidad. Él se avanzó a creer que la plata encontrada no era más que una

      muestra de las riquezas patrias, y que estos suelos la producían como

      fruto espontáneo. A este principio engañoso debe la derivación de su

      brillante nombre el río de la Plata, con el que lo decoró Gaboto, quedando

      abolido el de Solís. Una indagación más exacta lo hubiera puesto en estado

      de conocer, que si bien la naturaleza trató en otros géneros liberalmente

      estos terrenos, anduvo menos generosa en orden al mineral, y que esas

      señales equivocas de opulencia no eran más que de una alevosía. En efecto,

      hacía poco que el portugués Alejo García, auxiliado de los Tupís y

      Guaraníes, se había internado hasta los confines del Perú con intento de

      abrir paso por esta parte a las conquistas de su nación. Creía haber

      recompensado sus fatigas un acopio interesante de despojos al punto mismo

      que sus amigos Guaraníes los destinaban en silencio para celebrar sus

      funerales. Estos fueron los que, verificado el asesinato, alucinaron la

      fantasía de Gaboto. Observamos que con premeditado estudio omite este

      hecho el Señor Azara en su historia de la conquista, teniéndolo sin duda

      por fabuloso, a pesar de las reflexiones con que el erudito Dr. D. Julián

      Leiva, en su dictamen sobre la obra, le hizo ver la debilidad de sus

      conjeturas; pero viéndose en la necesidad de buscar la derivación del

      nombre Río de la Plata, la encuentra en las pequeñas planchas de este

      metal, que llevaban en las orejas los indios de Santa Ana, que rescataron

      los españoles luego que hubieron montado el salto del Paraná. Si no nos

      engañamos, esta es una aserción no menos arbitraria. La mayor parte de los

      historiadores están conformes en que ni fueron los indios de Santa Ana,

      sino los Guaraníes del Río Paraguay, de quienes se hizo aquel rescate, ni

      ese fue tan pequeño que pudiese pender de las orejas. Persuádelo a más de

      esto la razón, porque se opone a los primeros principios de la

      credibilidad, quisiese a un mismo tiempo el sagaz Gaboto dar al río Solís

      un nombre tan campanudo, y acreditar ante el monarca la importancia de la

      conquista sobre tan ridículo y vergonzoso fundamento. Pero volvamos a la

      historia.

      Entretanto que Gaboto se hallaba entretenido en sus lucrosas

      adquisiciones, arribó al Río de la Plata la retardada expedición de Diego

      García. En virtud de sus despachos, éste era a quien tocaba la conquista.

      Pero, ¿qué puede la justicia lejos del trono? Tendremos ocasión de

      observar más de una vez, que en la distancia las leyes pierden su apoyo, y

      la autoridad su fuerza. Gaboto era de carácter que unía a grandes talentos

      todos los vicios de un ambicioso. Veía por una parte que los fuertes y los

      soldados velaban en su defensa, y se persuadía por otra, que la

      importancia de sus descubrimientos suplirían lo lícito de su causa. Con

      disposiciones tan favorables a su intento no quiso largar mando, y García

      tuvo la prudencia de ceder, retirándose después a España. Con todo, mal

      satisfecho de su posesión deseaba un título, de perpetuarse sin los

      remordimientos inseparables de todo crimen. Dos agentes suyos instruidos

      en el arte de negociar con ventaja, partieron a la corte llevando la

      relación bien ponderada de sus proezas. No descuidó en hacer uso de los

      medios más eficaces, que en juicio prepararían la persuasión. Finos

      tejidos, piezas de plata de exquisito arte, invención y gusto peruano,

      indios rendidos con toda la sumisión del vasallaje, véase aquí nervio del

      raciocinio sobre que se prometía la victoria y sinrazón más dogmática de

      la América. El emperador escuchó con majestuoso agrado a los agentes de

      Gaboto; se informó de todo con el interés que exigía la novedad, y

      conociendo acaso que un rigor de principios podía ser obstáculo al

      progreso de la conquista, le prometió auxilios en adelante. Hay casos en

      que el poder soberano se ve obligado a recibir la ley del momento; pero,

      como dice un historiador filósofo, siempre arriesga mucho la autoridad en

      favorecer a un delincuente.

     

             

   

 

 

CAPITULO II

 

 

 

Vuelve Gaboto a su fuerte de Santi-Espíritu. Destruyen los Charrúas el

de San Juan. Parte Gaboto a España. Suceso trágico de Lucía Miranda.

Desamparan los españoles a Santi-Espíritu. Se establecen en la costa del

Brasil. Vencen a los portugueses.

 

 

      Después que concluyó Gaboto su campaña en tierra de Guaraníes, regresó a

      su fuerte de Santi-Espíritu, situado en la boca de Carcarañá, al poniente

      del Paraná. Los indios vecinos a esta fortaleza eran los Timbúes, gente

      mansa, dócil y sensible al dulce placer de la amistad. A beneficio de

      estas prendas sociales y del buen trato de los españoles, se mantenía este

      puesto en perfecta tranquilidad. Los prevenidos comedimientos de Gaboto

      acabaron de solidarla con señales recíproca de una alianza verdadera.

      Entretanto, otra suerte muy contraria corría el de San Juan. Las gentes de

      Diego García se habían hecho insoportables para los Charrúas sus vecinos;

      la guerra siempre entre ellos estaba abierta, y con atenta indiferencia

      espiaban éstos estos descuidos para librarse de su opresión. Lograron su

      designio una madrugada en que los españoles se hallaban entregados al

      sueño: mataron muchos de sorpresa; pocos escaparon a las naves; ninguno

      quedó en su antiguo puesto. El silencio de tres años desde la partida de

      los agentes, que despachó Gaboto, causaba en su ánimo mortales

      inquietudes. Ya los encontraba sospechosos de complicidad con los émulos,

      que le granjeó la jornada a las Molucas; ya se persuadía que los

      apasionados a Diego García habían hecho revivir sus derechos con toda

      fuerza que pudo añadirles la violencia. Lleno de estos recelos dejó sin

      venganza la acción de los Charrúas por pasar prontamente a España en 1530,

      donde lo llamaban sus pretensiones. El suceso parecía haber acreditado la

      prudencia de su resolución. La Capitanía General del Río de la Plata le

      fue conferida en título. Pero esto no era más que una caricia de la

      fortuna para que le fuese menos amarga su desventura. Al mismo tiempo tuvo

      orden de no volver a este destino. Influyeron sin duda en esta resolución

      las quejas expresadas con toda la vehemencia del sentimiento de aquellos

      tres desdichados que se segregó Gaboto del trato de los hombres.

      Dos años habían pasado después de la partida de Gaboto, y la fortaleza de

      Santi-Espíritu conservaba su paz inalterable. Gobernaba este fuerte un

      hombre de distinguido mérito. El talento, el valor, la rectitud y la

      prudencia formaban el carácter de Nurio de Lara. Una severa disciplina,

      sostenida por el ejemplo, quitaba a los suyos toda ocasión de desmandarse;

      pero esto todavía no lo ponía a cubierto de un desastre, correspondiendo

      acaso una nación enemiga a cada uno de sus soldados. Su propia seguridad

      le dictó cultivar cada vez más la amistad de los Timbués. Por medio de una

      afabilidad respetuosa ganó sobre ellos un imperio a que no alcanza la

      fuerza más armada. La buena inteligencia y los oficios de la cordialidad

      más expresiva apretaban de día en día los nudos de esta útil alianza. Con

      todo, en el seno de esta amistad, iba naciendo una pasión que había de ser

      tan funesta, como el odio más sanguinario.

      Mangora, cacique de los Timbúes. a pesar de ser un bárbaro, no pudo

      resistir los tiros inflamados del amor. Había entre los españoles una dama

      llamada Lucía Miranda, mujer del valeroso Sebastián Hurtado, y esta era la

      que a los principios de un agasajo, inocentemente abría al bárbaro una

      herida, que jamás había de curar. No fueron después tan secretas las

      inquietudes el cacique, que no las advirtiese la Miranda. Con suma

      discreción procuraba ocultarse de sus codiciosas miradas, esconder unos

      ojos cuyas chispas habían producido tanto incendio. Aunque en el fervor de

      su pasión daba Mangora a sus deseos cierta posibilidad que no tenían, no

      dejaba de advertir que no valdrían remedios ordinarios a un mal casi

      desesperado. Entre aquel torbellino de deseos llamó a consejo a su hermano

      Siripo, no con la indiferencia del que duda, sino con el empeño del que

      busca un compañero de delito. Después de una porfiada disputa, en que

      Siripo manifestó el despejo de su razón, por último, a fin de huir la nota

      de cobarde, la pérdida de los españoles, menos de Lucía, quedó entre ambos

      decretada. La fuerza abierta era inútil contra una sangre tan fecunda de

      héroes. Una traición era lo único a que podía apelar, porque un traidor

      era solo lo que en estos tiempos temía un español.

      Sabía Mangora que el capitán Rodríguez Mosquera, como dice Ruiz Díaz, el

      capitán García, con cincuenta de los suyos, entre ellos Hurtado, se

      hallaba ausente en comisión de buscar víveres para la guarnición

      extremosamente debilitada. Con toda diligencia puso sobre las armas cuatro

      mil hombres, y los dejó en emboscada cerca del fuerte, quedando prevenidos

      de adelantarse al abrigo de la noche. Él entre tanto, seguido de treinta

      soldados escogidos y cargados de subsistencias, llegó hasta las puertas

      del baluarte; desde aquí, con expresiones blandas de la simulación más

      estudiada, ofreció a Lara aquel pequeño gaje de su solícito buen afecto.

      Los nobles sentimientos del general eran incompatibles con una tímida

      desconfianza, y por otra parte hubiese creído hacerse responsable a su

      nación, enajenando con ella un buen aliado. Recibió este donativo con las

      demostraciones del reconocimiento más ingenuo. Pero algo más se prometía

      el pérfido Mangora. La proximidad de la noche y la distancia de su

      habitación, le daban derecho a esperar para sí y los suyos una

      hospitalidad proporcionada al mérito contraído. No lo engañó un deseo, que

      era tan propio de la nobleza de Lara. Con suma generosidad les dio acogida

      bajo unos mismos techos; y mezclados unas gentes con otras, cenaron y

      brindaron muy contentos, como si ofreciesen sus libaciones al Dios de la

      amistad. Cansados del festín se retiraron. El sueño oprimió a los

      españoles y los dejó a discreción del asesino. Mangora entonces,

      comunicadas las señas y contraseñas, hizo prender fuego a la sala de

      armas; abrió a su tropa las puertas de la fortaleza, y todos juntos

      cargaron sobre los dormidos, haciendo una espantosa carnicería. Los pocos

      que de los españoles, como Pérez de Vargas y Oviedo, pudieron lograr sus

      armas, vendieron muy caras sus vidas. Lara con un valor increíble repartía

      en cada golpe muchas muertes; pero en su concepto nada era, mientras

      quedaba vivo el autor de esta tragedia; respirando estragos y venganzas

      buscaba diligente con los ojos a Mangora; al punto mismo que lo vio, se

      abrió paso con su espada por entre una espesa multitud, y aunque con una

      flecha en el costado, no paró hasta que la hubo enterrado toda entera en

      su persona. Ambos cayeron muertos; pero Lara con la satisfacción de haber

      dado su último suspiro sobre el bárbaro, y saber que en adelante no

      gustaría el fruto preparado por la más vil de las traiciones.

      Ninguno escapó la vida en esta borrasca, a excepción de algunos niños y

      mujeres, entre ellas Lucía Miranda, víctima desgraciada de su propia

      hermosura. Todos fueron llevados a presencia de Siripo, sucesor del

      detestable Mangora. Una centella escapada de sus cenizas prendió en el

      alma del nuevo cacique en el momento que vio a Lucía: él consintió de

      pronto que aquella cautiva haría el dulce destino de su vida. Se arrojó a

      sus pies, y con todas las protestas, de que es capaz un corazón que

      hervía, le aseguró que era libre, siempre que condescendiese en hacer

      felices sus días con su mano. Pero Lucía estimaba en poco, no digo su

      libertad, más aun su vida, para que quisiese salvarle a expensas de la fe

      conyugal prometida a su esposo que adoraba. Con un aire severo y desdeñoso

      rechazó su proposición, y prefirió una esclavitud, que le dejaba entero su

      decoro.

      Siripo encomendó al tiempo el empeño de vencer su resistencia:

      lisonjeándose de que la misma fortuna era su cómplice. Al siguiente día de

      la catástrofe, volvió al fuerte Sebastián Hurtado. Su dolor fue igual a su

      sorpresa, cuando después de encontrar ruinas en lugar de fortaleza,

      buscaba a su consorte, y solo tropezaba con los destrozos de la muerte. En

      él no se había verificado, que el primer momento de la posesión es una

      crisis de amor: el tiempo mismo lo afirmaba, y lo hacía necesario a su

      existencia. Luego que supo que Lucía se hallaba entre los Timbués, no dudó

      un punto entre los extremos de morir, o rescatarla. Precipitadamente se

      escapó de los suyos, y llegó hasta la presencia de Siripo, jamás una alma

      sintió con más disgusto la acedía de los celos, como la de este bárbaro a

      la vista de un concurrente tan odioso. Su muerte fue decretada

      inmediatamente. Bien podía Lucía tener preparada su constancia para otros

      infortunios; todas las fuerzas de su alma la abandonaron en el peligro de

      una vida, que estimaba más que la suya. Ella consiguió la revocación de la

      sentencia, pero bajo la condición de que eligiese Hurtado otra mujer entre

      las doncellas Timbúes, y que en adelante no se tratasen con las licencias

      de la unión conyugal. Acaso por ganar partido en el corazón de Lucía, tuvo

      Siripo, como algunos afirman, la humana condescendencia de permitirles que

      se hablasen tal cual vez. Pudo ser también, que en esto tuviese mucha

      parte el artificio y que fuese su intención ponerles asechanzas, sabiendo

      cuanto irrita a las pasiones una injusta prohibición. Lo cierto es, que

      habiéndolos sorprendido en uno de aquellos momentos deliciosos, en que

      recibían sus senos las lágrimas de un amor inocente y perseguido, y en que

      consolándose mútuamente, hallaban las recompensas de sus penas, mandó que

      Lucía fuese arrojada a una hoguera, y que puesto Hurtado a un árbol

      muriese asaetado. Uno y otro se ejecutó en 1532.

      Una ruptura de amistad tan por entero entre Timbúes y Españoles, convirtió

      en odio implacable la pasada alianza, y no les dejaría a estos, otro

      partido que el de abandonar el fuerte de Santi Espíritu. El capitán

      Mosquera, jefe de estas tristes reliquias, pudo salvarlas navegando de

      costa en costa hasta el puerto llamado Igüa, distante veinte y cuatro

      leguas de San Vicente, establecimiento portugués.

      Con esta retirada quedó del todo evacuado el Río de la Plata, término

      fatal de tres expediciones, que deberán desalentar al espíritu de

      conquista, faltando aquí el motivo de ensoberbecerlo con sus conquistas

      mismas. Es muy de presumir, que si la causa de la humanidad hubiese

      entrado directamente en el proyecto de estas empresas, hubieran sido menos

      desgraciados. No hay nación por bárbara que sea, que no se rinda al

      imperio del beneficio. Hacerles conocer a estos salvajes el plan de

      sociedad con todos sus encantos, trazado por la naturaleza, y de que

      estaban tan distantes; aficionarles al yugo suave de la ley, para que

      detestando sus antiguas abominaciones, concibiesen amor al orden; ponerles

      en las manos los instrumentos de esas artes consoladoras, cuya falta no

      les dejaba recursos contra las calamidades de la vida; en fin comunicarles

      todo el bien posible, economizar la sangre humana, manifestarse siempre

      dementes y atestiguar un santo respeto a la libertad; véase aquí al camino

      que para dominar hubiesen tomado los españoles, si la experiencia y la

      razón más ilustrada de nuestros tiempos hubiera podido socorrerlos. En su

      falta, juzgaron estos indios que debían sacrificar a su seguridad unos

      hombres, cuyos pasos llevaban delante por lo común el terror y la codicia.

      Bien avenidos los españoles con los naturales del país formaron su

      establecimiento, contando por mucha dicha verse, hacía dos años, distantes

      de enemigos. ¿Pero cuando se halla lo bastante el que tiene por vecino a

      un envidioso? Martín Alfonso de Sosa, gobernador de San Vicente, los

      observaba con todo el disgusto, que infunde el odio nacional, y buscaba un

      pretexto de incomodarlos. Fácilmente lo encontró en la acogida que habían

      dado a un hidalgo portugués desterrado por su corte. Por medio de

      requerimientos mezdados de amenazas les hizo notificar que dentro de

      tercero día jurasen obediencia al rey de Portugal, o desamparasen una

      tierra comprendida entre sus límites. Este golpe de autoridad ofendió

      enormemente la vanidad española, y excitó su valor hasta la desesperación.

      Aunque sin más defensa, que sus espadas y sus brazos, se  prometían una

      victoria, que no podía esperarse sin temeridad. Pero parece que la fortuna

      se complace por lo común en ponerse de parte de los osados. En esta

      ocasión fue muy oportuno su influjo, trayéndoles a sus manos una presa,

      cuyo auxilio coronó después su valor y acreditó sus esperanzas. Un

      corsario francés se hallaba andado cerca del puerto, del que algunos

      marineros habían salido a tierra en busca de refrescos. Simulando los

      españoles ser los mismos, lo tomaron una noche de abordaje, y adquirieron

      abundantes armas y municiones, con que sostener el ataque a que se

      hallaban sentenciados. El general portugués con ochenta soldados bien

      armados y un gran número de auxilios vino por mar y por tierra, a cumplir

      la palabra en que estaba comprometido. No le salió feliz su animosidad;

      porque, acercándose a la trinchera lo saludó con una descarga de cuatro

      piezas de artillería, que desconcertó todas sus medidas, y puso en huida

      su amedrentado ejército hasta un bosque inmediato. Aquí lo aguardaba una

      emboscada de veinte españoles y cuatrocientos cincuenta indios amigos,

      quienes, cargando a un tiempo con los del fuerte, los destrozaron. Los

      españoles, llenos de denuedo, prosiguieron la victoria, entraron a la

      villa de San Vicente, la entregaron al saco y cargados de despojos se

      retiraron a su baluarte. Acaeció este suceso el año de 1534. El deseo de

      evitar sangrientas disensiones los obligó a desalojar este puesto, y tomar

      la isla de Santa Catalina, que sin disputa pertenecía a la Corona de

      Castilla; aquí perseveraron hasta el arribo de Gonzalo de Mendoza.

      

          

     

 

 

CAPITULO III

 

 

 

Nómbrase a Don Pedro Mendoza por Adelantado del Río de la Plata. Partida

de la armada. Muerte de Don Juan Osorio. Fundación de Buenos Aires.

Batalla de los Querandíes.

 

 

      Al mismo tiempo que el Río de la Plata presentaba teatro lúgubre de

      escenas tristes, se levantaban en España, sobre esta conquista, los planes

      más risueños de una felicidad ficticia a que daban esplendor los engaños

      favorecidos de la distancia. El nombre de "Río de la Plata" era una

      tentación muy peligrosa al natural deseo de adquirirla. No es la primera

      vez que los nombres se sustituyen a las cosas, y hacen concebir una idea

      opuesta a la verdad. Por falaz que fuese este concepto, su conquista había

      llegado a ser un objeto de celos y de envidias a la ambición más

      interesada. De este entusiasmo permanente de gloria y de riquezas, nacía

      el capital y la fuerza de la nación, en un tiempo en que las guerras

      extranjeras tenían agotados los fondos públicos. De aquí nació que

      concurriendo en D. Pedro de Mendoza, natural de Guadix, gentil hombre de

      cámara, la reputación de buen soldado, el crédito de sus riquezas

      adquiridas en el saco de Roma y el favor de los áulicos, fue preferido

      para que, sin dispendio de los haberes reales, se pusiese a la frente de

      esta codiciada expedición con el título de Adelantado de estas provincias

      y la promesa, de fundar un marquesado luego que se hallasen pobladas. Un

      tratado público celebrado en 1534 aseguró los derechos y las prerrogativas

      entre el vasallo y el soberano.

      Sus principales artículos se reducen a que Mendoza procuraría abrirse por

      tierra una comunicación con la mar del Sud, embarcando a sus expensas la

      gente y aprestos necesarios, como también cien caballos y cien yeguas,

      cuya propagación facilitase los bienes de esta empresa; que reconociese

      todas las islas del río de la Plata, sin traspasar los límites de la

      demarcación; que llevase ocho religiosos, con cuyo auxilio se estableciese

      el cristianismo, y estuviese menos expuesto el buen tratamiento de los

      indios; que por indemnización de estos gastos se le concedía derecho para

      fundar un gobierno en todas las provincias que baña el río, y en

      doscientas leguas hacia el estrecho de Magallanes, con obligación de

      levantar tres fortalezas en su defensa; y para percibir dos mil ducados de

      renta anual por toda su vida, y otros dos mil de ayuda de costa sobre la

      hacienda real que produjese el país; que gozaría por juro de heredad la

      tenencia de alcalde perpetuo de una de dichas fortalezas a su arbitrio, y

      la vara de alguacil mayor en la que residiese, siempre que en el espacio

      de tres años no abandonase la conquista. Inmunidades, privilegios y todo

      cuanto puede engendrar esa especie de fanatismo, que hace a las pasiones

      tan osadas, se derramó a manos llenas a favor de los que quisiesen tener

      parte en esta empresa. Sin duda no preveía España que las conquistas a que

      las destinaba, como otras de esta dase, habían de aniquilarla algún día

      bajo el peso de su propia grandeza. Lo cierto es, que estas conquistas han

      de desarraigar con el tiempo el germen de la industria, y despertando en

      los extranjeros la actividad pondrían a España bajo su tutela. El deseo de

      gloria y de riquezas no había causado desde el descubrimiento de la

      América una fermentación tan rápida y universal como la que produjo en la

      publicación de esta jornada. Muy indiferente sobre su suerte se creía el

      que desperdiciaba una fortuna, que a todos se brindaba. El empeño por

      alistarse bajo los estandartes de Mendoza igualó a nobles y plebeyos. Fue

      tan grande la concurrencia, que para evitar pretensiones en que debían

      salir muchos quejosos, se aceleró la partida. Dos mil y quinientos

      españoles, ciento cincuenta alemanes entre quienes se contaban treinta y

      dos mayorazgos, algunos comendadores de San Juan y de Santiago, un hermano

      de Santa Teresa, y otras muchas personas de calidad con sus mujeres y

      familias; componían el grueso de esta lucida comitiva. Estas provincias

      pudieron lisonjearse de tener tan nobles progenitores, si no fuera cierto

      que la verdadera nobleza empieza donde empieza el verdadero mérito; a lo

      menos no se dirá de ellas, como de otras, que sus primeros pobladores

      fueron la escoria de la nación, cuyas depravadas costumbres, unidas a un

      coraje determinado y a un orgullo mezclado de bajeza, los hacía capaces de

      hazañas grandes y grandes maldades. Aprestadas todas las cosas, y

      embarcada la gente con setenta y dos caballos en catorce navíos, salió de

      Sevilla esta armada, sin contradicción la más brillante que había surcado

      los mares para la conquista de las Indias, día de San Bartolomé del año de

      1534. Su arribo al puerto de San Lúcar detuvo la navegación hasta el

      primero de Septiembre.

      Una furiosa borrasca, después de pequeños contratiempos, despartió toda la

      armada y obligó al Adelantado a tomar puerto en el Janeiro, con lo

      principal de los bajeles, entretanto que su hermano el almirante D. Diego

      con el resto echó el ancla en la rada de San Gabriel. Observando las leyes

      de la historia, hagámonos aquí la violencia de referir el crimen más

      odioso, sobre el que quisiéramos echar velo en honor de la humanidad. Las

      graves enfermedades de que se sentía atacado el general, lo pusieron en el

      estrecho deber de dividir sus cuidados con un hombre digno de su

      confianza. El buen nombre de Juan de Osorio, aunque extranjero, alegó a su

      favor, y le ganó la preferencia. Nombrado lugar-teniente del Adelantado,

      descubrió el fondo su escogida condición, por aquella modestia, aquella

      rectitud y aquella afabilidad que caracteriza a los grandes hombres. Todos

      creían hacer homenaje a la virtud misma, declarándose por Osorio. Esto que

      debía afianzarlo en la estimación de Mendoza, fue precisamente lo que

      excitó toda la actividad de sus odios. En uno de esos momentos de

      enajenación, en que parece que el hombre no es dueño de sí mismo, mandó

      fuese apuñaleado, sin otra forma legal, que voluntad y su envidia. Cuatro

      confidentes suyos ejecutaron este infame asesinato, dejándonos cada vez

      más advertidos en que la real autoridad, derivada a unas manos violentas,

      es un depósito muy peligroso a la suerte del vasallo y a la fidelidad del

      depositario. Este rasgo de envidia envenenada llevó a tal punto la

      aversión de la tropa contra el imprudente Adelantado, que estuvo en

      víspera de declararse por una conmoción popular. Mendoza la previno

      embarcando la gente, a excepción de algunos que quedaron en el Brasil, y

      encaminándose al Río de la Plata, donde llegó felizmente el año de 1535.

      Hallábase a la sazón el almirante D. Diego de Mendoza en la banda

      septentrional del río. La noticia de lo acaecido en el Janeiro le arrancó

      estas expresiones: "Dios quiera que la ruina de todos, no sea un justo

      pago de la muerte de Osorio". No nos descuidaremos en hacer ver que el

      almirante no se engañó mucho en su pronóstico.

      El mismo año, después de bien calculadas las ventajas territoriales, se

      echaron por fin los fundamentos de una ciudad, a la que le dieron el

      nombre de la Santísima Trinidad, y a su puerto el de Santa María de Buenos

      Aires por la banda austral del Río de la Plata, en un sitio ameno,

      espacioso, llano y dominante, a los 34º 36' 29" de latitud Sud, 58º 23'

      34" de longitud occidental de Greenwich. Tenía aquí su asiento un pueblo

      de tres mil Querandíes, sin contar sus mujeres y sus hijos, nación

      inquieta, belicosa y esforzada; que por la costa se extendían hasta el

      Cabo Blanco, y por el interior hasta la cordillera de Chile; sin tener más

      estabilidad que la que exigía una subsistencia precaria, corrían siempre

      peregrinos, y siempre en medio de su patria. Si se reflexiona sobre los

      hechos que presenta la historia, no hallaremos que los bárbaros de estas

      regiones mirasen por lo común a los españoles con aquella especie de

      culto, que en otras partes aprisionaba su valor. Los Querandíes dieron

      desde los principios una prueba bien decisiva de no tocarles esta vulgar

      superstición. Aunque por el cebo del rescate manifestaron algunos días una

      oficiosidad comedida, en breve hicieron ver que no nacía de una servil

      condescendencia, de que no podían arrepentirse. Sin más motivo que su

      espontánea deliberación, retiraron las subsistencias de que se sostenía la

      ciudad, y pusieron su asiento a cuatro leguas de distancia. Con palabras

      de paz y de amistad mandó el Adelantado se les requiriese continuasen un

      servicio, que ponía en obligación su reconocimiento. Los ejecutores de

      esta orden, creyendo que era más decoroso mandar que suplicar, tomaron el

      imperioso tono de una absoluta autoridad. Pero estos indios no pudieron

      tolerar un lenguaje a que no estaban acostumbrados; maltratando a los

      comisionados y asaltando la ciudad, no dieron lugar a que se dudase la

      disposición, que tendrían, de obedecer. Un fuego vivo y sostenido los hizo

      retroceder a un riachuelo distante media legua, llevando siempre la

      venganza en el corazón. Desde aquí continuaron sus rápidas hostilidades,

      hasta llegar a dar muerte a diez soldados españoles de los que salían en

      busca de forrajes.

      Cansada la paciencia del Adelantado, se creyó en la necesidad de vengar

      tantos insultos, poniendo un freno a la osadía de estos bárbaros. El

      almirante D. Diego, con otros valerosos capitanes, trescientos hombres de

      infantería y doce de a caballo, marcharon en busca del enemigo, que en

      número de tres mil combatientes se hallaban acampados a las márgenes de

      una laguna, distante como tres leguas de la ciudad. No se intimidaron los

      indios a la vista de un cuerpo tan respetable; antes bien, aparejados de

      un militar apresto, rechazaron las proposiciones de paz, y dieron a

      conocer que estaban muy resueltos a sostener el interés público y los

      derechos de la libertad. Con un género de sosiego, que imitaba mucho al

      descuido, veían estos bárbaros empeñarse los españoles en el difícil

      tránsito de un arroyo que dividía los dos campos. No pocos de nuestra

      infantería lo habían conseguido, cuando sin tener tiempo de formarse, se

      hallaron atacado; con ímpetu y ferocidad. Aunque desordenada la

      infantería, y muertos los bravos D. Bartolomé de Bracamonte y Perafán de

      Rivera, se sostuvo la vanguardia hasta el arribo de la caballería. A ese

      tiempo, envueltos los españoles por todas partes, e interpelados con los

      indios, la carnicería era recíproca. Por un último esfuerzo de valor,

      mezclado de desesperación, el capitán D. Juan Manrique, como si desafiase

      a la muerte, se arrojó espada en mano a lo más cerrado del enemigo; mató

      muchos, pero fue derribado del caballo. Con no menos denuedo D. Diego de

      Mendoza vino prontamente en su auxilio, pero no tanto, que impidiese que

      un bárbaro segase aquella ilustre cabeza. Un furioso bote de lanza tirado

      por D. Diego le hizo pagar con la vida su arrojada temeridad. Con todo, no

      pudo lisonjearse mucho tiempo de este golpe tan esforzado, herido el pecho

      con un funesto tiro de piedra, se vio repetida en su persona la triste

      escena de Manrique.

      A la suerte del almirante acompañó la de otros valientes capitanes y

      soldados, entre ellos la de Diego Luján, que arrastrado del caballo, según

      los historiadores, murió a las orillas de un río, el que hasta hoy

      conserva con su nombre la memoria de estas desgracias. No estamos con

      ellos enteramente de acuerdo en orden a este último suceso. Conviniendo

      que la muerte de Luján diese su nombre al lugar de que se trata, pero

      siguiendo las leyes de la crítica, se nos hace muy dudoso, que por catorce

      leguas, desde el punto en que se supone la acción hasta la Villa de Luján,

      pudiese ser arrastrado de su caballo el cuerpo de aquel hombre

      desgraciado. Sea de esto lo que fuere, de parte de los indios fue mucho

      mayor el estrago. La proximidad de la noche hizo que abandonasen el campo,

      y se retirasen con fuga precipitada, dejando muy problemático el honor de

      la victoria. A la verdad, según la mayor parte de los historiadores, ella

      fue tal, que puede numerarse entre las que el inmortal Carlos V pedía

      diese el cielo a sus más crueles enemigos. El desprecio de los buenos

      consejos conduce ordinariamente al precipicio. El almirante desatendió en

      esta ocasión el que se le había dado de no atravesar el arroyo, sino

      esperar a pie firme el enemigo. Acaso permitió Dios se obstinase para

      empezar a purgar la tierra con la sangre de algunos cómplices en la muerte

      de Osorio. El fin desastroso de los malvados, dice un sabio, es una

      lección muy importante sobre la cual la historia debe siempre inculcar.

      Cierto es que no pocas veces se cae en superstición, queriendo interpretar

      la voluntad del cielo por los sucesos que deben su existencia a causas

      naturales; pero la muerte de Osorio nos da derecho para creer que tomó de

      su cuenta la venganza de esta sangre inocente.

      

        

    

 

 

CAPITULO IV

 

 

 

Lastimosa situación de los españoles en Buenos Aires. Sitio de los

Querandíes. Partida del Adelantado a la fortaleza de Corpus Cristi y su

vuelta a España. Crueldades de Galán. Sucesos de la Maldonado.

 

 

      La deplorable situación de estos españoles hacía en este tiempo un

      contraste horroroso con la felicidad prometida. Las manos que a su partida

      sentían ya el peso del oro y de la plata, caían desfallecidas por su

      propia miseria; los enemigos que despreciaban como imbéciles se habían ya

      familiarizado con la sangre española, y aprendían de sus propios

      contrarios el arte de vencer, los menos temibles de los bárbaros eran los

      que huían a los montes, y que dejándoles un suelo estéril, los ponían muy

      vecinos a los extremos de la necesidad; el hambre era tan ejecutiva y

      clamorosa, que quitó de sobre los objetos más chocantes el velo de la

      repugnancia, que habían hecho contra la naturaleza y la costumbre; y aun

      así no pudieron muchos preservarse de morir a sus filos; pero con todo, el

      descontento entre ellos mismo soplaba el fuego de las facciones, y

      debilitaba su poder, de que fue buena prueba la muerte del capitán

      Medrano, cosido a puñaladas en su cama. El general, que debía con su

      firmeza inspirar el aliento, se hallaba a punto de expirar por la memoria

      de tantos infortunios, que emponzoñaban todos sus días. Era preciso que

      todas estas cosas les convenciesen, que donde habían buscado conquistas

      hallaban su sepulcro. Para remedio de tantos males, despachó el Adelantado

      al capitán Gonzalo de Mendoza en busca de víveres, y a Juan de Ayolas para

      que hiciese algún útil descubrimiento. Ambos partieron a su destino,

      llevando orden de avisar entre cuarenta días su resultado. Pasados estos,

      poco faltó para que a lo menos el Adelantado con la mitad de la gente que

      tenía, llevase a ejecución su propósito de abandonar esta empresa, y

      restituirse a Castilla.

      Aparejadas todas las cosas para la marcha, desistió de ella por ahora con

      la llegada de Ayolas, las buenas noticias de su amistad con los Timbúes, y

      los víveres que condujo del puerto de Corpus-Cristi, donde dejó al capitán

      Alvarado con cien soldados. Bien fue necesario todo este auxilio, para no

      llegar a perecer en el más peligroso de los conflictos, a que pudieron

      reducirlos las furias desatadas de los Querandíes. Animados con sus

      pérdidas mismas, solo la ruina de sus autores era, en su juicio, capaz de

      repararlas.

      Un crecido número, que los historiadores primitivos hacen subir hasta

      veinte y tres mil hombres entre los suyos y los aliados, a quienes habían

      acalorado con la historia lastimera de sus desgracias, se presentaron ante

      la ciudad con ánimo resuelto de vencer, o no sobrevivir a su aflicción.

      Fue su primera diligencia poner cerco a la ciudad. Los más osados la

      asaltaron por varias partes, pero fueron rechazados por los sitiados, cuyo

      valor crecía a vista del peligro. El destrozo que hacía en ellos la

      artillería les hizo recurrir a un arbitrio muy superior a su disciplina, y

      que no desdeñaría el más ingenioso arte de pelear. Con un diluvio de

      flechas, que por uno de sus extremos llevaban materias combustibles,

      consiguieron muy en breve reducir a pavesas la ciudad, cuyos techos eran

      de paja. Al mismo tiempo destacaron por mar un grueso cuerpo a incendiar

      toda la armada. Cuatro embarcaciones mayores, menos su gente que se

      trasbordó a otras cercanas, no escaparon la combustión. Las otras, que se

      hallaban provistas de bombardas, previnieron igual fracaso, arrojando

      sobre los indios tantas balas, que los obligaron a buscar su seguridad en

      la fuga. El sitio fue levantado con gloria de los españoles, quienes solo

      perdieron treinta soldados y un alférez, quedando de los enemigos cubierto

      el campo de batalla. Sucedió este acaecimiento el año de 1535.

      Por muy honrosa que fuese esta victoria para los españoles, no podía

      dejarles mucha materia de regocijarse. Si habían salvado sus vidas, era

      para reservarlas a otros peligros, que por todas partes amenazaban. De los

      mismos vencidos Querandíes, eran de quienes más dependían los vencedores.

      En esta coyuntura tan difícil hizo el Adelantado reseña de su gente, y

      solo encontró quinientos sesenta españoles, fuera de los pocos que Juan de

      Ayolas había dejado en destacamento para guardia del presidio que levantó

      en Corpus Cristi. La mayor parte de los que faltaban perecieron en brazos

      del hambre. Esta se dejaba sentir de nuevo; y era forzoso prevenir sus

      efectos apelando prontamente al remedio. Después de haber el Adelantado

      embarcado cuatrocientos hombres y conferido la tenencia del mando al

      capitán Ayolas, marchó río arriba en su compañía buscando una fortuna

      menos ingrata. Pero esta era un bien fugitivo que solo de lejos lo

      halagaba. En el viaje se le murieron muchos, y la mitad de la guarnición

      de Corpus-Cristi había corrido la misma suerte. A pesar de la buena

      acogida que le hicieron los Timbúes, su ánimo se cubría cada vez más de

      sombras melancólicas, cuando advertía el estado de esta expedición a que

      se dio en principio una confianza orgullosa; continuó la dificultad de

      retroceder; y estaba en la vigilia de aniquilarse por un orden inesperado

      de sucesos infaustos. Todo ocupado de su tristeza, cayó en un

      desfallecimiento mortal, que desmentía con mucha mengua su antigua

      reputación. Habiendo despachado a su teniente llevando consigo trescientos

      soldados con el objeto de hacer descubrimientos por el río, y esperando

      inútilmente sus resultas, volvió a revivirse con más fuerza la resolución

      de regresar a España. Púsola por obra haciendo primero escala en Buenos

      Aires. Adonde quiera que volvía los ojos le salta al encuentro el dolor.

      Aquí vio también con amargura disminuida en la mitad la población a los

      rigores del hambre, y próxima a sucumbir la otra mitad. Aunque la llegada

      del capitán Gonzalo de Mendoza, que conducía bastimentos del Brasil, y en

      dos embarcaciones la gente del capitán Mosquera, dio algún ensanche al

      pesar, su partido estaba ya tomado: él se hizo a la vela para España. La

      desgracia la seguía muy de cerca: tuvo la última acabando sus días en el

      viaje sobre un lecho de angustias y miserias el año de 1537. Parece que el

      antiguo crédito de D. Pedro de Mendoza, fue más bien obra de la fortuna

      que de la naturaleza. Cuando aquella lo abandonó, desapareció su heroísmo,

      y sólo quedaron sus flaquezas. Sin genio, sin talento, sin valor, y lo que

      es más, sujeto a las pequeñeces de las pasiones, que envilecen al último

      del pueblo, no había nacido para grandes designios. Sin duda él mismo

      ayudaba la malos suerte a labrar sus infortunios. El primer eslabón de

      esta cadena fue la muerte de Osorio; razón fuera que el último fuese la

      suya.

      Volvamos un poco más atrás. El Adelantado a su partida para el fuerte de

      Corpus-Cristi, encomendó el mando de Buenos Aires al teniente Francisco

      Ruiz de Galán. A este hombre, a quien pintan los historiadores con los

      colores más odiosos, le había tocado en suerte una alma dura, montada

      sobre la atrocidad, para que fuese el suplicio de los de su especie.

      Mandando ahorcar tres soldados, que en los últimos apuros del hambre,

      hurtaron un caballo y lo comieron; y obligando en rigor de justicia a una

      mujer a que se prostituyese a un marinero, o le restituyese el pez, que

      bajo este pacto le había dado, debemos reconocer en su persona a un

      malvado, que violando todas las leyes se atraía la execración del

      universo. ¡Qué principios! ¡Qué hombres para enseñar equidad a los

      salvajes! Estos hechos no debieran manchar la historia, si no enseñasen

      hasta que punto el abuso del poder puede degradar la dignidad del hombre.

      A más de esto ellos preparan el ascenso a otro mucho más inhumano, si no

      en todas sus circunstancias como lo han concebido los historiadores

      copiándose unos a otros, a lo menos en lo que tiene relación al carácter

      de esta fiera.

      Se cuenta comúnmente, que una mujer llamada Maldonado, a quien los crueles

      rigores del hambre le parecieron menos soportables que el tratamiento de

      los bárbaros, burló la vigilancia de los centinelas, se evadió

      clandestinamente de la ciudad. Buscando albergue la noche misma de su

      fuga, entró desprevenida en una cueva que la deparó su destino. No hubo

      dado el primer paso, cuando descubrió una leona formidable. El pavor y la

      admiración se disputaron la posesión de su alma: aquel infundido de un

      miedo natural; ésta de sus halagos inesperados. Sufría la bestia los

      dolores de un trabajoso parto; el sentimiento que la ocupaba le hizo

      olvidar por este instante los de su fiera condición; toda temblando en

      ademán de pedir socorro, se acercó mujer, y despidió en su idioma gemidos

      capaces de enternecerla. La Maldonado ayudó a la naturaleza en esos

      momentos dolorosos, en que no parece, sino que a pesar suyo echa a luz un

      ser, a quien generosamente dio la vida. Llena la leona de reconocimiento,

      se tomó el cuidado de conservar sus días, trayendo a la cueva mucha presa,

      que dividía entre sus hijos y su benefactor. Duró este cuidado lo que

      tardó la naturaleza en dar a los cachorros la fuerza necesaria para

      buscarse por sí mismos el sustento. Viéndose la Maldonado sin apoyo, salió

      de su retiro y siguió el curso de su fortuna; pero no tardó mucho tiempo

      en ser cautiva de los indios. Uno de ellos se aficionó de su trato y la

      tomó por mujer propia. Corriendo el tiempo la rescataron los españoles de

      Buenos Aires. Gobernaba todavía el tirano Galán; cuya servicia no se daba

      por satisfecha mientras no hollaba las leyes de la naturaleza, que

      respetaron los bárbaros y las fieras. Como si no estuviese bien purgado el

      delito de la fuga con tantos sustos y aflicciones, la condenó a que ligada

      a un árbol fuera de la ciudad muriese a los rigores del hambre, o fuese

      pasto de animales devoradores. A los dos días siguientes fueron varios

      españoles a reconocer el destino de esta víctima. ¡Cuál fue su sorpresa,

      cuando encontraron a sus pies una leona y dos leonzuelos, que velaban en

      guarda de su vida! Eran éstos esa familia deudora de sus beneficios, y con

      quien había pasado en tan grata compañía. Retirada la leona a una

      distancia, dio bien a conocer en su aire de mansedumbre la seguridad con

      que podían los españoles acercarse a desatarla. Así lo hicieron,

      llevándose a la Maldonado, y una lección con que los brutos enseñaban a

      los hombres a ser dementes. La leona, y sus leoncillos siguieron algunos

      pasos la comitiva, dando aquellas señales de ternura, que sabe sacar del

      pecho la amistad. Los soldados refirieron fielmente al comandante todo lo

      sucedido. Avergonzado acaso éste de ser inferior a las bestias, dejó con

      vida a una mujer a quien el cielo tan visiblemente protegía.

      La fuga de esta mujer, su buena acogida entre los salvajes y la terrible

      sentencia que sufrió, todo es muy análogo y conforme a la situación de la

      plaza, a las costumbres de estos indios y al genio despiadado de Galán.

      Por lo demás tiene esta historia (3) todos los caracteres de un romance,

      ideado a gusto de un siglo en que el sello de lo maravilloso, concedía a

      los hechos más increíbles inmunidad de todo examen.

      _________________

      (3) El autor de la Argentina dice que la supo de la boca misma de la

      Maldonado. El P. Techo asegura que a su arribo como hecho indubitable;

      pero la verosimilitud es de más peso que todas las autoridades humanas en

      materias de esta clase.

      _________________

      

 

 

 

CAPITULO V

 

 

 

El teniente Ayolas llega a la tierra de Guaraníes, victoria que alcanza

de ellos, sorprende a los Agaces. Continúa su viaje hasta el puerto de

la Candelaria. Deja entre los Payaguáes a Irala, y sigue por tierra el

descubrimiento. Fúndase la Asunción. Mata Galán muchos Caracarás a

traición. Se vengan éstos por el mismo medio.

 

 

      Dijimos más arriba, que antes de regresar de Corpus Cristi el Adelantado,

      su teniente Ayolas con trescientos soldados, inclusa una oficialidad de

      mérito reconocido, se había embarcado muy resuelto a llevar adelante estos

      descubrimientos. Se conciliaban en este general un valor atrevido con el

      talento de la insinuación, y la prudencia de los consejos con la prontitud

      de ejecutarlos. Juan de Ayolas siguió los pasos de Gaboto. Llegado que fue

      a una angostura en el río Paraguay fue atacado vigorosamente de los

      Agaces, quienes, aunque le mataron quince españoles, al fin fueron

      vencidos. Después de un largo viaje en que extendió hasta muy lejos el

      terror de sus armas contra el que quisiese experimentarlas, y la dulzura

      de su trato con los que se hacía dignos de ella, llegó hasta el asiento

      principal de los Guaraníes, en sitio muy cercano al que hoy ocupa la

      ciudad de la Asunción. Dominaban aquí dos régulos o caciques afamados,

      Lambaré y Yanduazubí Rubichá, tan próximos en sangre, como celosos de su

      vasto poder. A pesar de lo que publicaba la fama, ambos juzgaron que era

      agraviar su valor dar libre tránsito a estos extranjeros. Con un ejército

      numeroso se acercaron a los españoles profiriendo muchas amenazas con que

      se daban aire de seguridad. Tenían colocada su confianza en cuarenta mil

      brazos, que podían poner en movimiento en caso de perder esta primera

      acción, y en dos ciudades fortificadas, con murallas de gruesos tronos,

      fosos, contrafosos, estacadas ocultas de agudas puntas, y todo cuanto

      podía exigir una arquitectura militar proporcionada a sus armas y

      conocimiento. Ayolas deseaba evitar este encuentro, mas para perdonar unas

      vidas dignas de compasión, que por temor de aventurar la suya. Hizo decir

      a estos indios que sus intenciones eran de paz, y que era bien consultar

      la resolución que tomaban con su propia seguridad. Su respuesta fue

      provocarlo con un diluvio de flechas, que condensaron el aire; pero a la

      primera descarga de los españoles, el espanto tomó la plaza que había

      ocupado una vana confianza; todos desordenados se refugiaron

      precipitadamente a la fortaleza de Lambaré. Los vencedores la sitiaron;

      esta capituló al tercer día y se rindió, no pudiendo sostenerse contra el

      esfuerzo de unos soldados bien aguerridos y disciplinados. Los artículos

      de la capitulación los trazó Ayolas ajustado al plan de sus empresas.

      Conociendo cuanto le convenía tener fortificado un sitio, que a más de ser

      un freno para los vencidos, pudiese servirle de asilo en algún accidente

      desastroso, fue el primero que los Guaraníes levantarían esta fortaleza en

      el lugar en que habían desembarcado los españoles. El segundo tenía por

      objeto una firme alianza entre ambas naciones, por la que serían comunes

      sus injurias, y comunes también sus fuerzas para vengarlas. Este ajuste se

      hizo el 15 de Agosto de 1536, suministrando fundamento para que tomase el

      nombre de Asunción la ciudad a que poco después se dio principio.

      Son a veces más poderosos los resortes de la política, que los de la

      fuerza más acreditada. No convenía a los españoles desobligar más a los

      Agaces tantas veces humillados, ni malograr unos instantes, que exigía el

      principal objeto de su sistema. Con todo, afirmarse en la amistad de los

      Guaraníes, era por ahora el interés preferente, que abría el paso a lo

      demás. El general español conocía bien el corazón del hombre y sabía que

      nada gana tanto su confianza, como ponerse de parte de sus resentimientos.

      Los Guaraníes abrigaban contra los Agaces unos odios envejecidos. Jamás el

      deseo de la venganza obró con más actividad en estos bárbaros, que estando

      vieron tan bien protegida su pasión. Ocho mil Guaraníes iban delante de

      los españoles acusando su tardanza. Asegurados por sus exploradores de la

      desprevención con que dormía un pueblo de Agaces, los sorprendió todo el

      ejército, y ejecutó tan sangrienta carnicería, que un solo varón no salvó

      la vida. Los Guaraníes quedaron muy ufanos, y no menos los españoles con

      una complacencia tan favorable a su política. Aun consiguieron éstos más

      de lo que deseaban. Los mismos Agaces vinieron rendidos a suplicar un

      acomodamiento que a excusa de la debilidad de sus armas dejaba intacto su

      amor propio. Fuéles concedida la paz, y ellos la guardaron con fidelidad.

      Resulta de estos hechos, que pueblos divididos por celos mutuos no podían

      resistir a una fuerza superior y siempre unida.

      Ya era tiempo que Ayolas continuase su expedición. El término invariable a

      que se encaminaba era el país de las riquezas; en todo lo demás él y sus

      compañeros se consideraban peregrinos. La brújula más exacta era el deseo

      de adquirirlas por el camino más breve, que rara vez es el más justo.

      Según las noticias que le dieron los Guaraníes, hacia el occidente habían

      provincias que rebosaban en oro y forzoso atravesar por entre naciones

      poderosas y guerreras. Esta preocupación sostenía la constancia de los

      españoles, quienes deseaban acreditar la grandeza de su alma, y la energía

      de su valor. Sin que quedase ninguno en la fortaleza, cuya guarda se

      encomendó a los Guaraníes, pasaron delante hasta un puerto que intitularon

      la Candelaria. Pertenecía este sitio a la nación Payaguá, muy memorable en

      la historia por sus engaños. Comúnmente se dice, y lo apoya la

      experiencia, que la atrocidad y buena fe caracterizan al mundo bárbaro,

      como la humanidad y la perfidia al mundo civilizado. Por lo mismo las

      costumbres rústicas y salvajes de los citados Payaguáes unidas a las

      útiles asechanzas del artificio y la mentira serán siempre un fenómeno

      moral, que deberá examinar la filosofía. Los españoles no experimentaron

      más en ellos que el abuso de su confianza bajo las garantías de amistad.

      Con un exterior de dulzura y de afectuosidad, que parecían confirmarlo sus

      mismos obsequios, se acercaron a los españoles. Estos, con ánimo más

      generoso, no omitieron expresión de benevolencia, que pudiese conducir a

      ganarlos. Los dones recíprocos y la franqueza de trato hicieron concebir a

      Ayolas que los Payaguáes entre sus manos serían instrumentos muy útiles a

      sus designios. Esto lo determinó a dejar entre ellos con cien soldados al

      capitán Domingo Martínez de Irala, y conducirse por tierra acompañado de

      trescientos paísanos que le facilitó el cacique, en busca de esas regiones

      opulentas, que eran el atractivo de sus cuidados. Irala sólo debía

      esperarlo seis meses en virtud de su instrucción.

      Mientras Ayolas ejercía con decoro estos sufridos oficios de aventurero,

      fluctuaba el Adelantado Mendoza entre la resolución de regresar a España y

      la de esperar resultas de su teniente. Los capitanes Juan de Salazar,

      Espinosa, y Gonzalo de Mendoza con ochenta hombres partieron por su orden

      desde la ciudad de Buenos Aires en solicitud de noticias. Todo el fruto de

      esta jornada, que alcanzó hasta el puerto de la Candelaria, fue la

      fundación de la ciudad de la Asunción, año de 1537, la que a instancia de

      los fieles Guaraníes formalizó a su vuelta Gonzalo de Mendoza en el mismo

      sitio de la fortaleza, interín que Salazar se encaminaba a Buenos Aires a

      dar cuenta al Adelantado de todo lo sucedido. Este ya había dado su vuelta

      para España, y se hallaba con el mando de la ciudad el terrible Ruiz de

      Galán, monstruo despojado de todo sentimiento de humanidad. La relación

      harto lisonjera de la abundancia y prosperidad que disfrutaba la Asunción

      arrastró tras de sí el deseo de participar este beneficio, largo tiempo

      suspirado en Buenos Aires. Ruiz de Galán con mucha parte de sus habitantes

      se trasladó a aquella colonia. Después de haber sufrido a su arribo el

      cruel azote del hambre ocasionado de una pública calamidad, y después de

      haber aumentado con sus rigores el odio popular, tuvieron todos la

      amargura de ver afrentado el respetable mérito de Irala, quien, con

      ocasión de buscar víveres, arribó a la Asunción. Otros excesos de su genio

      van a minorar estos efectos de su impetuosidad.

      Ignorando de todo punto, que la más bella de las ciencias es el saber

      mandar, y siempre poseído de su feroz humor, vino a descargarlo con toda

      su acrimonía en la fortaleza de Corpus-Cristi contra los inocentes

      Caracarás. La crueldad a que lo excitaba la activa severidad de su

      carácter presidía a sus resoluciones. A pretexto de la más falsa

      imputación, cual era de haberse coligado estos indios contra los

      españoles, les armó lazos para perderlos bajo el velo de una fraudulenta

      amistad. Cuando los vio más descuidados, cayó sobre ellos, e hizo una

      horrible matanza; el que escapó de la muerte no escapó de la esclavitud.

      Pero si quería ser un pérfido, debió haber precavido los efectos de su

      perfidia. Él no podía ignorar que la necesidad es la maestra soberana de

      los pueblos salvajes; y que en la impotencia de vencer a viva fuerza era

      una lección muy peligrosa con que los instruía su mal ejemplo. Este no

      solo llenó de escándalo a los españoles, sino también hizo desconfiar a

      los aliados y aumentó el odio de los enemigos. Francisco Alvarado, que

      gobernaba esta fortaleza, sin duda porque reprobó esta alevosía temiendo

      sus consecuencias, fue relevado por el capitán Antonio de Mendoza y

      conducido a Buenos Aires en compañía de Galán. Los Caracarás trataron

      seriamente la venganza por el mismo medio que había asegurado su agravio.

      Los Timbúes tomaron parte en la querella, para separar un rayo que

      amenazaba sus cabezas. Sin manifestarse sensibles a la desgracia de sus

      compatriotas, parecía que al contrario daban las gracias a sus agresores,

      redoblando a favor suyo sus atenciones y servicios. Esto hacían al mismo

      tiempo que con la conducta más reservada levantaban el plan de su

      traición, y estaban siempre en centinela para no dejarse penetrar.

      Acercóse el plazo de ejecutarla. Vino entonces a la fortaleza el cacique

      principal de los Caracarás, y pintando en su semblante un sobresalto que

      no pasaba al corazón, expuso privadamente a Mendoza el duro trance en que

      se hallaba, o de faltar a la fidelidad prometida, o de ser con todos los

      suyos víctima desgraciada de una vecina y poderosa nación, que los cohibía

      a confederarse contra sus buenos amigos. Pidióle prontos socorros y

      concluyó en esta suerte: "yo dejo satisfecha mi obligación con este aviso

      anticipado: a vos os toca, valeroso capitán, mirar por vuestro crédito y

      corresponder esta lealtad." El alférez Alonso Suárez de Figueroa con

      cincuenta soldados caminaron en auxilio de estos bárbaros; pero no

      tardaron mucho en conocer que se habían aprovechado de su confianza a

      perderlos con seguridad. Al pasar por un estrecho fueron sorprendidos de

      una emboscada. Con todo, no pudieron los indios desordenarlos en este

      primer choque. El segundo ya fue con toda la rabia de una fiera carnicera

      y vengativa, en el momento de escapársele la presa de las manos. Pelearon

      los españoles con el denuedo acostumbrado, pero no pudiendo resistir a

      tanto número, murieron todos gloriosamente.

      Los españoles con la negra acción de Galán se habían hecho muy odiosos,

      para que estos indios se contentasen con otra satisfacción, que su total

      exterminio. Inmediatamente vinieron a poner sitio a la fortaleza en número

      de dos mil. Si los ataques eran vigorosos y sostenidos, no lo era menos la

      defensa. No fue pequeña dicha de los bárbaros haber inutilizado desde los

      principios con un golpe de dardo al bravo Pedro de Mendoza, que con toda

      dignidad desempeñaba su puesto. En medio de la consternación que causó

      esta desgracia, es donde la magnanimidad española se mostró con toda su

      fuerza. Reforzándose los bárbaros cada día con nuevas tropas, repetían los

      ataques con nueva obstinación a pesar de los muchos que morían, como

      víctimas de su constancia. Con todo, el fuerte no daba señales de

      flaqueza. La desesperación en fin determinó a los bárbaros a un hecho que

      diese a conocer la valentía de sus espíritus: el día quinceno del cerco,

      dieron a la plaza un asalto general; iban a cantar la victoria, cuando un

      feliz accidente se las arrebató de las manos. Dos naves españolas; que con

      noticia de haber los bárbaros sorprendido un bergatín, venían de Buenos

      Aires a Corpus-Cristi, mandadas por los capitanes Domingo Abreu y Simón

      Xaques de Ramoa, llegaron a ponerse a distancia de percibir el estruendo,

      y el sonido de las flautas con que los enemigos acaloraban los más

      empeñados de la acción. Instruidos del suceso se acercaron todo lo

      posible, y manejaron la artillería con tan buen éxito, que hicieron un

      destrozo capaz de amedrentar los áninos más osados. Por otra parte aquel

      punto de honor erigido en máxima entre todas las naciones de ocultarle al

      enemigo sus pérdidas, obligaba a los bárbaros a romper sus filas, y

      debilitar los ataques. Ellos retrocedieron algún tanto; saltaron a tierra

      los españoles de los barcos; los sitiados se unieron a ellos; acometieron

      todos a los bárbaros y los pusieron en huida. Se señalaron mucho en valor

      Juan de Paredes, Adamo de Olaberriaga y el capitán Campusano. Acaeció este

      suceso el 3 de Febrero de 1539, día de San Blas, obispo. Se cuenta que los

      indios atestiguaban haber visto sobre la muralla un personaje venerable

      que arrojando fuego por los ojos y amenazándolos con una espada que

      vibraba, les llenaba de terror. Los españoles atribuyeron esta dicha a una

      protección visible del santo.

      Pero la superstición popular admite con gusto estos prodigios, y los ha

      multiplicado con tanto exceso, que hace dudar muchas veces aun de los

      verdaderos. A consecuencia de este acaecimiento, y de haber muerto de su

      herida el capitán Mendoza, evacuaron los españoles la fortaleza de

      Corpus-Cristi, y se trasladaron a Buenos Aires.

      

           

 

CAPITULO VI

 

 

 

Vuelve el teniente Irala a la Candelaria en busca de Ayolas. Los

Payaguáes le forman una traición y los vence. Refiere un indio Chanés la

muerte de Ayolas. Llega de Buenos Aires el Veedor Alonso Cabrera. Irala

es elegido gobernador. Dáse nueva forma a la ciudad de la Asunción.

Tiene principio la predicación del Evangelio. Desampárase a Buenos

Aires. Conjúranse los Guaraníes. Es descubierta la traición y son

castigados.

 

 

      La tardanza del general Ayolas traía muy atormentado el ánimo de su amigo

      y substituto Martínez de Irala. El miraba ya esta dilación como una

      circunstancia presagiosa de infortunio, pero la misma incertidumbre del

      suceso era una razón más de averiguarlo. Sus nobles sentimientos en

      contradicción con su seguridad lo llevaron a este arriesgado empeño. Con

      todo de estar pasado en mucho exceso los términos estipulados, y que toda

      precaución era insuficiente para ponerse a cubierto de los insidiosos

      Payaguáes, Irala volvió a la Candelaria. Su arribo por de pronto fue

      infructuoso, porque ni aun se dejó ver señal de huella humana. No corrió

      mucho tiempo sin que los bárbaros ansiosos de ejercer sus malas artes,

      buscasen a los españoles que se habían recogido a una isla. En número de

      cuarenta se presentaron a distancia, y propusieron por medio de sus

      nuncios acercarse bajo pretexto de comercio, siempre que depuestas las

      armas, tuviese un salvo-conducto su inocente timidez. Aunque a la

      penetración de Irala no se escapó la dañada intención de estos fingidos

      comerciantes, el anhelo de instruirse sobre la suerte de Ayolas dio mérito

      a que condescendiese a la propuesta de estos conspiradores. Mandó pues a

      sus soldados las dejasen, quedando siempre en guarda de tomarlas al menor

      indicio de traición. El suceso nos convence lo que la prudente cautela

      vale en un diestro general. Se acercaron entonces los Payaguáes dando a

      sus acciones y discursos aquel tono afectuoso de nativo candor, que

      concilia la confianza cuando se halla desprevenida. Luego que concibieron

      que su disfraz había acreditado la mentira a la medida de sus intentos, se

      arrojaron unos sobre las armas, otros sobre los españoles. No fue tanta la

      diligencia de éstos, que las recuperasen con prontitud. Irala pudo primero

      que todos empuñar la espada y rodela a merced de su advertencia y valor.

      Después de haber echado a sus pies siete cabezas de los más denodados,

      embistió contra los demás, asistido de su alférez Carvajal y Maduro; y

      llevando en su espada a todas partes el estrago, consiguió ver

      desenvueltos a los suyos. Concurrieron de los bárbaros otros muchos; se

      formalizó más la refriega, y aunque con pérdida de dos soldados españoles

      y cuarenta heridos, entre éstos el valeroso Irala, vieron por fin darse a

      una fuga vergonzosa estos salvajes. Los bergantines tuvieron que sufrir

      otro igual ataque; pero también la gloria del vencimiento. Acaeció este

      suceso el año de 1538.

      Cuando más perplejo se hallaba Irala en una isla entre ponerse a salvo de

      tantos riesgos, o provocarlos con nuevas tentativas, se oyeron hacia la

      banda opuesta tambores lúgubres de un indio, que en voces castellanas

      pedía ser llevado a la presencia de Irala. Puesto en ella se dejó ver como

      abismado en ese profundo silencio, que es la expresión más enérgica del

      sentimiento. Inquirió Irala el motivo; pero al quererlo proferir expiraban

      las palabras a medio acabar sobre los labios; porque las lágrimas (este

      último recurso de un afligido) ahogaban el uso de la lengua. Haciendo por

      fin el mayor esfuerzo habló de esta manera: "Yo, señor capitán, dijo, soy

      un indio de nación Chanés, que tuve la buena suerte de servir en clase de

      criado al capitán Ayolas. Después de un largo y penoso viaje llegó por

      último mi amo a los pueblos de Samócosis y Sibócosis, que habitan las

      cordilleras del Perú. La bondad con que trataba a todos le hizo un gran

      lugar entre estas gentes, y le facilitó la adquisición de inmensas

      riquezas que condujo a este país. Su disgusto fue muy grande cuando se

      encontró sin los navíos y soldados que creía lo aguardaban. Mitigaron su

      aflicción los Payaguáes, hombres siempre aparejados a tributar sus

      obsequios con una finida prontitud. Por entonces los galatearon con la

      comida y los servicios, hasta que a él y los suyos pudiesen darles muerte

      segura. Observando el descuido con que dormían, cayeron sobre ellos una

      noche y los pasaron a cuchillos. No sé por qué accidente había escapado mi

      amo, pero habiendo sido encontrado al otro día fue inhumanamente asaetado.

      A mí me valió ser indio para no sufrir la mismo suerte, y acaso para que

      hubiese quien os refiriera este suceso." No admirará este acontecimiento a

      quien admitiera que Ayolas aun no había experimentado la duplicidad de

      estos bárbaros. Sus hechos servirán para conocer en adelante que tiene

      también su astucia la estupidez, tanto más digna de temerse, cuanto es

      mayor la seguridad a que provoca. En cuanto a la bondad de Ayolas, que

      pondera el indio Chanés, fácil es concebir, que siendo este el principal

      agresor en la muerte del inocente Osorio, no era esta bondad de

      temperamento, o de reflexión, que inclina al bien sin esperar la

      recompensa, sino por el contrario, una bondad seductora de que se prevalía

      para adormecer la sencillez de los bárbaros, a fin de que fuesen menos sus

      peligros y más abundantes los despojos. Si el valor de la intrepidez y los

      demás talentos militares, sin la rectitud del alma pudiesen dar derecho al

      heroísmo, seria Ayolas uno de los héroes de esta conquista. Exigía el

      pundonor de Irala que convirtiese sus armas contra estos prevaricadores de

      la fe prometida; pero eran desproporcionadas sus fuerzas a un empeño de

      ésta clase. Su situación lo obligó a volver a la Asunción.

      Mientras hacía Irala estas gIoriosas pero estériles incursiones arribó a

      Buenos Aires el Veedor Alonso de Cabrera con un refuerzo de tres

      embarcaciones y doscientos reclutas; vinieron también aquí ocho religiosos

      franciscanos (4). Pero esta desgraciada ciudad estaba destinada casi a

      unir el día de su muerte con el su nacimiento. Por una parte los víveres,

      que condujeron estas embarcaciones se corrompieron prontamente; por otra,

      retirándose los bárbaros con todas las subsistencias del país, le ponían

      un asedio tanto más apretado, cuanto estaba más distante el enemigo. Los

      rigores del hambre empezaron a sentirse, y era preciso prevenir sus

      consecuencias. El Veedor y Ruiz de Galán, que por un ajuste ilegal había

      encontrado el medio de contentar su ambición, gobernaban simultáneamente.

      De común acuerdo resolvieron pasarse la Asunción con los más vecinos que

      pudiesen. Así lo practicaron después de haber despachado a la corte dos

      procuradores, y dejando un corto residuo de habitantes bajo el mando del

      capitán Juan Ortega.

      _________________

      (4) El autor de la Argentina manuscrita, libro primero, cap. catorce, dice

      que solo trajo un navío. Parece que se equivoca a más de que Ulderico

      afirma fueron tres cuando menos, esto es más conforme al tenor de su

      título en el que se le llama capitán de cierta armada.

      _________________

      

      Cuando el Veedor y Ruiz de Galán tomaron tierra en la Asunción, ya se

      había anticipado el teniente Martínez de Irala. Por una de las

      providencias de la corte estaba provisto el gobierno de estas colonias en

      el desafortunado Ayolas, y en caso de haber fallecido sin darse sucesor,

      tenían derecho los conquistadores para que a pluralidad de votos nombrasen

      el que debía reemplazarlo. A vista de una resolución tan categórica los

      principales pobladores se reprendían ellos mismos por esa baja

      condescendencia con que toleraban la usurpación de un mando, a que en su

      juicio los encaminaba su propio mérito. La elección se hizo ya necesaria

      para precaver los efectos de una guerra civil. Domingo Martínez de Irala,

      a la verdad, era un concurrente de grande nombradía, que por su consumada

      prudencia, su valor a prueba del último peligro y sus continuados

      servicios fijaba la atención pública; favorecíale también ser substituto

      de Ayolas, y por último le preparaba los sufragios una ambición

      enmascarada con tal arte, que afectando huir del empleo, hacía que por lo

      mismo él lo siguiese. Esto es en la realidad saber tejer la tela del honor

      con trama gruesa y urdimbre delgada. De común consentimiento empuñó Irala

      el bastón de general el año de 1538, y los que se habían abandonado más

      servilmente a los pies de sus rivales cuando mandaban, fueron los que más

      los insultaron en su desgracia.

      Puesto en posesión del mando, resolvió Irala, como era debido, señalar los

      principios de su gobierno, dando a este cuerpo político aquella

      organización que exige el instituto social. Creó pues un Cabildo, repartió

      solares entre los vecinos, fomentó la construcción de los edificios, echó

      los primeros del templo, y cubrió la ciudad con un buen muro de defensa.

      Creeríamos que se había propuesto restablecer el orden destruido tanto

      tiempo por esa licencia soldadesca siempre dañosa a las costumbres, si no

      supiérarnos que el ejemplo es el que manda, y que sin este apoyo las leyes

      son muy débiles. En efecto, la vida lúbrica de este gobernador era más

      propia para lisonjear las pasiones que contenerlas en sus deberes. Es

      verdad que en su tiempo empezó la unión conyugal a confundir los vencidos

      con sus propios vencedores; pero, a favor de la protección de Irala, la

      disolución se hallaba en crédito a expensas de la honestidad. No es

      posible que un pueblo sea honesto, si nada le impide ser vicioso.

      Por este tiempo, tuvo principio en estas partes la predicación del

      evangelio. Los religiosos franciscanos deben contar entre sus glorias

      haber hecho resonar por la primera vez en los oídos de estos bárbaros los

      augustos nombres de Dios, Cristo, Religión. Pero mucho era necesario para

      que el sonido de estas voces dejasen más efecto, que una sorpresa pasajera

      y aun contradictoria a su sindéresis. Para que no pasasen por absurdos los

      dogmas más sublimes y las verdades más abstractas de la fe, debía preceder

      una atildada preparación, que fuese el fruto de la paciencia y del trabajo

      más sedentario; debía el conocimiento del idioma abrir paso a las ideas, y

      debía en fin la predicación no hallarse desmentida por las obras. No

      sucedía así. Los religiosos, aunque de vida ejemplar, eran muy pocos; se

      manejaban por interpretes; acaso ignoraban aquel método que enseñó después

      la experiencia, y las costumbres de los demás decían tanta oposición con

      la doctrina, que no era extraño concibieran los salvajes fuese distinto el

      Dios del Evangelio del Dios que recibía el culto de sus obras.

      La peligrosa suerte de Buenos Aires era un objeto digno de ocupar las

      atenciones políticas del gobernador. Siempre guiado del consejo, maestro

      seguro del acierto, llevó a deliberación de un congreso el importante

      punto, de si convendría desamparar por ahora aquel establecimiento

      distante un dedo de su ruina. Muchos opinaron por su perpetuidad, y en

      efecto, las consideraciones de ser este un punto cardinal en las escalas

      de las expediciones marítimas; de abrir por su situación local el comercio

      de la metrópoli con las colonias, de asegurar los auxilios exteriores y

      por último de impedir hiciesen pie en el continente las naciones celosas

      de esta gloria, eran un cuerpo de motivos que daban peso a este sufragio.

      Con todo adhiriéndose el gobernador a la más sana parte de los juicios,

      fue de sentir que en la imposibilidad de prestarle los auxilios

      necesarios, sin grave detrimento de la capital, exigía el interés común un

      sacrificio momentáneo de aquellas grandes ventajas, principalmente

      resultando de la evacuación de este puerto el importante beneficio de

      tener reunidas las fuerzas, cuya disipación causaba la triste languidez de

      esta república naciente. Quedó acordada esta resolución; y en consecuencia

      la guarnición de Buenos Aires, sus vecinos y la gente de la nave genovesa

      "Panchalda" de donde proceden los Aquinos, Roches y Troches, (5) que

      habiendo naufragado cerca del puerto, sólo se había nacido para aumentar

      el número de los infelices, fueron transportados a la Asunción. Se

      lisonjeaba no poco el gobernador Irala, que con esta reunión tendría a sus

      órdenes un pie de ejército capaz de restablecer los negocios públicos, y

      desempeñarlo en la vastedad de sus designios. No fue tan pequeña su

      sorpresa cuando hecha reseña de la gente, solo se halló con seiscientos

      hombres en estado de tomar las armas. Estas eran las deplorables reliquias

      de esos grandes armamentos, que en el curso de casi veinte y cuatro años

      buscaban, aun sin fruto, los engañosos bienes de una esperanza desmentida.

      _________________

      (5) Esta embarcación hacía viaje a la mar del Sud por el estrecho de

      Magallanes, a expender en el Callao 50.000 ducados de carga; pero no

      pudiendo pasarlo arribó a Buenos Aires.

      _________________

      

      Las pruebas con que hasta el presente tenían acreditada su fidelidad los

      Guaraníes, no daban lugar de sospecharse fuese necesario emplear contra

      ellos estas armas. Aun estaban frescas las huellas con que auxiliaron al

      ejército español en la jornada contra los Yaperies cómplices de los

      Payaguáes en la muerte de Ayolas. Con su ayuda habían también los

      Ibiturises, Tibiquarís y Mondais entrado recientemente al yugo de la

      obediencia. Sin embargo en medio de esta calma aparente se iba formando

      una tempestad, que hubiera descargado sobre sus nuevos dueños, a no

      haberla conjurado su dichosa casualidad. Los caciques de los pueblos

      sojuzgados arrastraban con impaciencia la cadena del vasallaje; pero

      vivían tan amedrentados, que recelaban dar a conocer aun a los suyos el

      deseo de romperla. Para sondear los ánimos dejaron escapar algunas quejas,

      que más parecían efecto del desahogo, que de un designio premeditado.

      Herían estas en la llaga que a todos afligía; una sensación dolorosa

      correspondió a esta tentativa. Asegurados los caciques dejaron hablar el

      sentimiento en toda su fuerza y energía. "Nosotros, decían, hemos nacido

      libres y gemimos al presente bajo una dura esclavitud; nos han quitado

      nuestras tierras y se nos obliga a cultivarlas para otros, humedeciéndolas

      con nuestras lágrimas mezcladas de nuestro sudor; nos consumimos por

      servirlos y hemos de sufrir nuestros males sin tener el alivio de

      quejarnos; nos toman nuestros hijos y mujeres, abusan de ellas por toda

      suerte de ignominia; los montes están llenos de los nuestro, y se les

      imputa a delito que huyan de la opresión; todo el que respira en estas

      tierras es feliz, y sólo nosotros envidiamos la suerte de los que ya no

      existen; pero el último de los males es la imposibilidad de remediarlos."

      Llevaba por intento este raciocinio excitar la desesperación, maestra

      fecunda de consejos atrevidos; no se engañaron los caciques; todos

      escogieron una muerte gloriosa, antes que gemir en una vergonzosa

      esclavitud.

      Ya era preciso ajusta los medios de una secreta conspiración. Para

      imprimir en estos salvajes una idea reverente de los misterios que

      repararon al hombre caído, había dispuesto el gobernador Irala celebrar en

      el jueves santo de 1540 una solemne procesión de flagelantes. Era por

      cierto esta ceremonia más a propósito para infundir terror del

      cristianismo, que para ganarle afición; pero era también la más análoga a

      las extravagancias de un tiempo, en que nada gustaba tanto como mezclar

      usos bizarros con las prácticas más sagradas. Esta fue la ocasión que

      eligieron los conjurados para poner en obra su designio. Hicieron pues que

      anticipadamente fuesen entrando a la ciudad ocho mil indios, quienes

      concurriendo, no en masa, sino en diferentes porciones, ocultaban sus

      intentos bajo el velo de la curiosidad. Hallábanse ya todas las cosas a

      punto de empezar el estrago cuando fue descubierta la traición. A servicio

      del capitán Salazar estaba una india principal, hija de los caciques más

      autorizados, en quien este español tenía ya un hijo. Temiendo un indio

      deudo, que en fuerza de estas relaciones le comprendiese la catástrofe, la

      llamó a solas y le descubrió todo el secreto. Fingióse ella muy deudora a

      una noticia que tanto interesaba su vida; pidióle la aguardase mientras se

      retiraba a salvar un hijo, que no permitían sus entrañas dejar en el

      peligro. El capitán Salazar supo por ella hasta las menores circunstancias

      de esta oculta maquinación. Con la posible prontitud dio aviso al general,

      y no tardó este en atajar el daño. Simulando que un trozo de Yaperíes

      venía a invadir la ciudad, hizo de pronto tocar alarma, y convocó al mismo

      tiempo a los caciques, so color de consultarlos. Ellos entraron a casa del

      general para no volver salir. Habiendo confesado el hecho que intentaban,

      fueron todos condenados al suplicio. Este golpe vigoroso de autoridad

      acaecida, poco más o menos, en la misma hora destinada por los bárbaros a

      su cruenta ejecución, los llenó de tal espanto, que abatió todos sus

      espíritus y no les dejó alientos, sino para la fuga. Con todo, se

      prendieron a muchos, no para castigarlos, sino para afectar una clemencia,

      que tuviese por fruto la sumisión. El gobernador Irala hizo admirar en

      esta ocasión para los incautos su humanidad. Echados los indios a sus pies

      obtuvieron toda misericordia. Esta reconciliación fue sellada por el

      matrimonio de algunas indias con los españoles. De la unión de estos

      pueblos derivan los mestizos; unión que debe ser ventajosa, si es verdad

      que los hombres ganan como los animales atravesando sus razas; pero

      siempre era de desear que así como los hombres tienen un solo origen

      tuviesen también, si fuese posible. una sola patria, para que no

      conservase ninguna semilla de esas antipatías nacionales, que eternizan

      las guerras, y las pasiones destructoras.

      Los indios de estos países son de un tinte bronceado bastante fuerte, cuyo

      humor prolífico provee cuatro generaciones, según sus diferentes mezclas.

      La tabla genealógica que se sigue hace esto más sensible.

      Primera: de una mujer europea y de un americano neto nacen los mestizos.

      Ellos son atezados, los hijos de esta primer combinación tienen barba,

      aunque el padre no la tiene, como es notorio; el hijo pues adquiere esta

      singularidad de sola la madre, lo que es bien raro.

      Segunda: de una mujer europea y de un mestizo proviene la especie

      cuartetona; ella es la menor atezada, porque no hay sino un cuarto de

      americano en esta generación.

      Tercera: de una mujer europea y un cuarterón viene la especie octavona,

      que tiene una octava parte de sangre americana.

      Cuarta: de una mujer europea y de un octavón sale la especie que los

      españoles llaman puchuela; ella es del todo blanca, y no se le puede

      discernir de la europea.

      

         

CAPITULO VII

 

 

 

Cabeza de Vaca solicita el Adelantazgo del Plata, el que se le concede.

Fórmanse algunas ordenanzas para el gobierno de la provincia. Se hace a

la vela el Adelantado, y llega a Santa Catalina. Su viaje por tierra, y

su recibimiento en la Asunción. Promuévese la conversión de los indios.

Obstáculos que se experimentan. Nombra a Martínez de Irala por maestre

de campo, y lo destina a nuevos descubrimientos. Vence Riquelme al

cacique Tabaré. Arrogancia de los Guaycurúes. Son vencidos.

 

 

      El anhelo a las riquezas hizo que algunos particulares trocasen en estos

      territorios una fortuna asegurada por otra contingente. La experiencia

      debió abrirles los ojos para conocer que siendo estos países exhaustos de

      metales, y no produciendo por entonces ningún fruto que pudiese entrar en

      la balanza del cambio, era este un bien poco menos que imaginario. Pero

      como es esta una pasión a quien irritan sus mismos desengaños, los medios

      de curarla los obstinaban a exponer esa fortuna a nuevos riesgos. Así

      venía a suceder que la codicia se hallaba castigada por la codicia misma.

      Los armadores en la expedición de Diego García se engañaron, pero al fin

      fundaban su esperanza en el crédito de las riquezas con que este nuevo

      mundo hizo que el viejo le volviese los ojos. D. Pedro de Mendoza incidió

      en el mismo error; pero fue con las muestras en las manos que hizo correr

      la ligereza de Gaboto. El armamento del Veedor Alonso de Cabrera fue en

      parte una consecuencia del tratado con Mendoza, y aunque el rey ayudó en

      estas jornadas, el aumento de la dominación a que dirigía sus auxilios era

      siempre un interés que daba lugar a estos sacrificios.

      La nave Marañona de la expedición de Cabrera estaba de regreso en España,

      y con ella el pormenor del estado de la conquista. En la serie de estos

      acontecimientos hablaba con elocuencia la voz de la miseria. Pues con

      todo, véase aquí un nuevo aventurero, que solicita la provincia con

empeño.

      Este es el memorable Alvar Núñez Cabeza de Vaca, más célebre por sus

      desgracias, que por sus pretendidos milagros. Era este caballero nieto del

      Adelantado Pedro de Vera, cuyas proezas militares en tiempo de los reyes

      católicos redujeron la gran Canaria a una provincia de Castilla. Alvar

      Núñez se vio empeñado en esta ruta del honor con todo el entusiasmo que

      podía inspirarle un ejemplo doméstico tan brillante. Pasó a la América con

      Pánfilo de Narváez en la desastrada expedición, que tenía por destino la

      conquista de la Florida. De cuatrocientos hombres que componían este

      armamento, solo cuatro, entre ellos Alvar Núñez, escaparon la vida en la

      borrasca; pero tan al arbitrio de la suerte, que bien fue necesario

      atribuirles un milagroso don de la curación, con que se hacían gratos a

      los bárbaros, para libertarlos en los diez años que sufrieron su

      cautiverio. Nos parece más verosímil que aquel aire lleno de franqueza y

      de afabilidad, a que rara vez se resisten los corazones más despiadados y

      que por un privilegio de la naturaleza era tan propio de este ilustre

      prisionero, fue toda la virtud con que logró amansar la fiera condición de

      los bárbaros. Por lo demás una santidad a prueba de milagros toca en los

      ápices de la perfección y nunca se ha visto pasar a América en busca de

      fortuna. No escarmentado Alvar Núñez con sus pasados infortunios, solicitó

      el Adelantazgo del Río de la Plata con todo el empeño de un acalorado

      pretendiente. A favor de sus servicios, y de ocho mil ducados con que

      ofreció costear una nueva expedición, sin dispendio del real erario, se le

      concedió este gobierno a condición de haber muerto su propietario Juan de

      Ayolas; ocupando el grado subalterno de su teniente en el evento

      contrario. Así se capituló en 18 de Marzo de 1540.

      No ha faltado quien mire la civilización como un pasajero que

      progresivamente va buscando los países templados y ricos en vegetales. No

      hay duda que atendido el curso natural de la cultura, la esterilidad del

      terreno ha debido retener al hombre por más tiempo en la vida salvaje.

      Pero un feliz concurso de causas políticas puede invertir este orden, y

      establecer en él la vida social, con anticipación a otro más fecundo.

      Vióse esto palpablemente en las ingratas regiones del Perú, con respecto a

      las de estas provincias todas salvajes, a pesar de su capacidad para

      fructificar cualquier semilla alimenticia. El interés del vasallaje hizo

      que los reyes de España se apresurasen a introducir la cultura de estas

      regiones; pero solo hasta aquel grado que fuese compatible con la odiosa

      calidad de colonos. Estos bárbaros crueles, antropófagos, despiadados, y

      no amando a sus mujeres con ardor, carecían de la más fuerte atadura de la

      sociabilidad. Por otra parte, la falta de medios para subsistir desterraba

      toda idea de unión y de amistad y los tenía en perpetua guerra.

      La introducción del cristianismo, algunas semillas para el cultivo de

      nuevos frutos, algunos animales domésticos y ciertos artículos

      correspondientes al buen orden, fueron los medios que por ahora puso en

      práctica la corte de España bajo la dirección de este Adelantado.

      Pondremos aquí los más dignos de su memoria.

      Primero: "Que se propagase la religión cristiana con el mayor esmero". No

      es dudable que este era el medio más eficaz de dar a este estado una forma

      regular y consistente; pero la austera verdad de la historia no permite

      disimulos incompatibles con su imparcialidad. Es preciso confesar de buena

      fe, que este arduo empeño se hallaba erizado de unas dificultades, tantos

      más difíciles de superar, cuanto ellas nacían de los mismos profesores de

      la fe. El duro tratamiento de estos conquistadores tenía de tal modo

      enajenados los corazones de los indios, que para rehusar el cristianismo,

      bastaba verlo profesado de sus tiranos. Bajo la misma opresión alimentaban

      el deseo de libertarse, y este era inconciliable con la resolución a un

      estado, que en su concepto de necesidad la perpetuaba. Por otra parte las

      costumbres corrompidas de sus nuevos dueños, su insaciable sed de

      riquezas, sus odios mutuos excitados por el deseo de dominar, y en fin sus

      disoluciones sin más términos que los del apetito, era preciso que cuando

      menos pusiesen muy en duda la santidad del Evangelio. No era fácil

      persuadirles que estos cristianos de que hablamos, se hallasen convencidos

      de unas verdades que tanto despreciaban, ni que tuviesen mucho temor a un

      Dios cuya justicia provocaban.

      Segundo: "Que no pasasen abogados, ni procuradores a estas partes." Había

      ya acreditado la experiencia cuanto atrasaba la población el abuso de

      estos causídicos, que a favor de la distancia interpretaban las leyes a su

      antojo, y venían a ser otra cosa que los instrumentos más nocivos las

      pasiones.

      Tercero: "Que los castellanos y los indios pudiesen tratar libremente." El

      libre ejercicio de los cambios y demás contratos es uno de los medios más

      eficaces para la civilización, y el que parece abrazar todos los bienes

      comprendidos en la esfera de los deseos. Trae su origen de ese derecho de

      propiedad de que el hombre es tan celoso, por cuan sería esta muy

      incompleta, si al derecho de gozar no se uniese la facultad de disponer.

      Los conquistadores abusaban de su poder contra los indios en esta parte;

      pero los reyes de España, ¿abusaban menos del suyo contra unos y otros

      imponiendo restricciones al tráfico?

      Cuarto: "Que de los tenientes se apelase a los gobernadores, y que la

      relación de las operaciones de éstos se remitiese al consejo." Tenía por

      objeto esta ordenanza desarmar el fiero despotismo subalterno a que

      estimula el espíritu de conquista, cuando lo alienta la impunidad. Otra

      era necesaria para poner término al de los reyes. Sin ella no podía haber

      vida, fortuna, derecho, ni propiedad asegurada.

      Como si quisiera el nuevo Adelantado y gobernado forzar la fortuna a que

      le resarciese el tiempo y las fatigas vanamente empleadas en buscarla,

      partió prontamente de San Lúcar el 2 de noviembre de 1540 llevando bajo su

      mando, según la probable opinión, cinco embarcaciones y cuatrocientos

      hombres fuera de la gente de mar. En Marzo del siguiente año arribó a la

      isla de Santa Catalina, donde hizo saltar a su gente y veinte y seis

      caballos de cuarenta seis que se embarcaron. Sirvióle de no pequeño

      consuelo encontrar aquí a los padres Armenta y Lebrón de la orden

      franciscana, que con un celo verdaderamente heroico desempeñaban las

      funciones del apostolado. Fuese fastidio de la navegación, fuese por haber

      perdido dos embarcaciones, dicen, o más bien por un deseo de adquirir

      prácticos de los lugares y naciones, a que pretendía extender las

      influencias de su mando, emprendió por tierra viaje a la Asunción,

      habiendo entrado primero por el río Itabuco, y despachado por mar a Felipe

      Cáceres con todos los inválidos. En esta jornada fue donde haciendo

      conocer Alvar Núñez, que sabia poner a sus deseos límites más estrechos

      que a su poder, y que si se manifestaba armado era para proteger a los

      débiles, dio pruebas de su bondad, seguramente, más gloriosas que las

      victorias. Los indios habitantes en este dilatado espacio se admiraban de

      que un hombre fuese capaz de tanta beneficencia. Con sus personas y sus

      bienes, puestos a los pies del Adelantado, no creían hacer más que honrar

      la virtud misma. Después de haber tomado posesión de estas tierras, dando

      a la provincia el nombre de Vera, entró por fin en la Asunción el 11 de

      Marzo de 1542 sin más desgracia que la muerte de un solo hombre. Poco

      después arribaron las embarcaciones, no habiendo tenido en el transito

      otro accidente azaroso que la escasez de víveres de que fueron socorridos

      por las prudentes prevenciones del Adelantado. En más riesgo se hallaron

      las balsas que desde el río Paraná despachó con algunos enfermos,

      imposibilitados de seguir la marcha por tierra; pues atacados de

      doscientas canoas de indios necesitaron todo su valor para salir libres de

      aquel peligro. Estas llegaron un mes después que el Adelantado.

      Los españoles de alta dase recibieron en la Asunción al gobernador con más

      urbanidad que verdadero agrado. Ellos se asombraban con las

      particularidades de su jornada; pero querían más bien dice un escritor,

      atribuirles a un prodigio del cielo, que a unas virtudes, que no estaban

      en disposición de imitar. Cuando la historia haya puesto a la vista el

      cuadro de infelicidades que sobrevinieron a la provincia en tiempo de este

      gobierno, nadie podrá excusarse de preguntar, ¿cómo un justo que siempre

      hablaba con la virtud y el ejemplo más poderoso que las leyes, pudo ser

      ocasión de tantos desastres? Es que nunca son más temibles los vicios de

      un pueblo corrompido, que en el peligroso trance de hallarse reprimidos.

      El Adelantado no defirió un momento el artículo de la religión, tan digno

      de su celo y tan conducente a acreditar la fidelidad de su empleo. Convocó

      al clero, le manifestó la voluntad del rey, le recomendó el buen

      tratamiento de los indios, como medio necesario para facilitar su

      conversión y lo hizo responsable de esta causa, que sin traición su

      ministerio no podía abandonar. Juntó también a los indios, exhortándolos a

      recibir la religión, les produjo un razonamiento lleno de aquellas

      verdades primitivas, que no dejan de percibirse aunque ofuscadas entre la

      nube de los errores. Convirtiendo después el Adelantado sus atenciones a

      las cosas del gobierno, hizo reseña de la gente y se encontró con más de

      mil trescientos españoles. Confirió luego empleo de maestre de campo a

      Martínez de Irala. Esta ya fue una falta con que empezó él mismo a

      labrarse sus gracias. Exigía su seguridad no autorizar demasiado a un

      ambicioso con todos los talentos que lo ponían en aptitud de ejecutar un

      mal designio, y que acostumbrado al mando, era de presumir sufriría con

      impaciencia otro sobre él. El suceso acreditará este rasgo de política.

      Alvar Núñez no era capaz de incidir en la baja timidez de un silencio

      pernicioso; sabiendo cuan justificada era la aversión que los oficiales

      reales se habían concitado por la odiosa altivez de su conducta, reprimió

      con varonil entereza sus vejaciones, y los contuvo entre los justos

      límites de sus deberes. Un disimulo artificioso cubrió sus odios hasta

      lograr ocasión de satisfacerlos. El Adelantado empezó a conocer aunque

      tarde, el error de haber armado a Irala, y usó alguna vez de la política

      para retirar de su lado un émulo tan peligroso. Hizo, pues, que con

      trescientos hombres avanzase los descubrimientos del río más allá del

      puerto de Ayolas, hasta encontrar otro más cómodo por donde pudiese

      realizar el proyecto tan deseado de comunicar con el Perú. Irala desempeñó

      esta comisión como hombre de espíritu y sagacidad; subió hasta el puerto

      de los Orejones, que después llamaron de los Reyes, cien leguas más arriba

      del antiguo descubrimiento; trabó amistad con aquellos pueblos de índole

      pacífica; se informó de todas las naciones que ocupaban lo interior del

      tránsito; y cargado de oportunos conocimientos dio vuelta a la Asunción.

      El Adelantado había empleado este tiempo en ajustar nuevas paces con los

      inquietos Agaces; siempre temibles por sus continuas piraterías a pesar de

      los tratados.

      En este estado se hallaban las cosas cuando un incidente interrumpió la

      cesación de hostilidades. El cacique Tabaré, señor de la provincia de

      Ipané, poseído de una noble altanería, y teniendo la sujeción de sus

      vasallos al dominio español como una afrenta que deshonraba su autoridad,

      los excitó a sacudir el yugo. Antes de tomar las armas quiso Alvar Núñez

      darse un aire de justicia. Sabía que en su pueblo se hallaba prisionero un

      hijo del desgraciado portugués Alejo García, de quien dijimos que habiendo

      penetrado los confines del Perú, murió a manos de los asesinos Guaraníes.

      La consecución de este prisionero le pareció de mucha importancia, por lo

      que sus luces podían conducir al gran proyecto de internación. No era muy

      de esperar que el fiero Tabaré accediese a un pacífico rescate; con todo,

      Alvar Núñez se lo hizo proponer por medio de indios amigos, esperando dar

      con su repulsa una nueva justificación a su causa. En efecto, con una

      osadía ignominiosa y cruel cerró el bárbaro todas las vías de

      conciliación; su respuesta fue quitar la vida a los emisarios, dejando a

      uno solo con ella, para que fuese mensajero de su atrocidad y desprecio.

      Contaba este cacique con unas fuerzas capaces de desempeñarlo en su

      querella. Consistían estas en ocho mil indios esforzados de su

      parcialidad, fuera de otros muchos aliados, y en su capital fortificada

      con tres órdenes de gruesas estacadas, a que antecedía un gran foso de

      circunvalación. Toda la mansedumbre del Adelantado no fue bastante para

      tolerar un agravio que interesaba lo más vivo del honor. El capitán Alonso

      Richelme con trescientos soldados y más de mil indios dirigió su marcha al

      pueblo de Tabaré con ánimo resuelto de expugnar esta fortaleza, donde con

      todas sus fuerzas se hallaba acantonado el enemigo. Los requerimientos de

      paz producían en estos bárbaros un efecto contrario. Una inopinada salida

      obligó a los españoles a valerse de todo su ardimiento para no ser

      desordenados. Después de una vivísima acción, en que los bárbaros

      resistieron con un valor inesperado, al fin fueron rechazados. Por otra

      parte el capitán Camargo, que con una compañía y cuatrocientos Guaraníes

      venía cargado de vituallas, fue asaltado con generoso ímpetu de un trozo

      de enemigos, en cuyo lance acaso hubiese perecido a no haberle dado la

      victoria, aunque con mucha pérdida, el desaliento de que se dejaron

      apoderar con la muerte de un caudillo. Estos antecedentes pusieron a los

      españoles en la necesidad de abreviar el asedio con un asalto general y

      decisivo. Las cosas se disponían para ello cuando, saliendo los bárbaros

      por dos puertas, se arrojaron con un coraje tan resuelto, que penetraron

      por nuestro real y se apoderaron de la plaza de armas. Avergonzados los

      españoles, embistieron con aquella noble emulación, que asegura la

      victoria; y aunque fue vigorosa la resistencia, consiguieron recuperar el

      campo perdido. La resolución del asalto estaba tomada, y así se practicó.

      Los indios hicieron una de las defensas más obstinadas y más dignas de

      mejor fortuna. Los españoles necesitaron de toda la ventaja de sus armas

      para triunfar y quedar dueños de la plaza; año 1542. Se contaron hasta

      cuatro mil muertos, y tres mil prisioneros por parte de los vencidos; por

      el lado de los vencedores murieron de los españoles diez y seis soldados,

      y fueron heridos más de ciento; de los indios amigos, entre muertos

      heridos, fueron muchos.

      Hizo tal impresión en los bárbaros esta derrota, que los seguía a todas

      partes la sombra del terror. Los fugitivos a la cabeza del humillado

      Tabaré, con los demás pueblos adyacentes, vinieron poco después a jurar un

      eterno vasallaje con tal que se les perdonasen las vidas. Richelme usó con

      moderación de la victoria; no sólo les conservó la vida sino que dejo a

      Tabaré en posesión del cacicazgo. Restablecida la tropa de sus fatigas,

      regresó a la Asunción donde recogió muchos honores entre el estrépito de

      júbilo militar.

      La paz y la tranquilidad son sumamente necesarias para curar las llagas de

      un estado. Pero la calamidad de estos tiempos no daba lugar a otra cosa

      que a estar siempre ceñido de este fierro homicida, y siempre manejando

      esas armas competidoras de los rayos. Los Guaraníes se hallaban bajo la

      tutela del poder español. Por este principio sus agravios les tocaban muy

      de cerca, como también la necesidad de vindicarlos. Los más urgentes en el

      día eran los que les inferían los Guaicurúes, nación muy numerosa,

      atrevida, guerrera y cruel, quienes por sus violentas depredaciones tenían

      infestado el país. A la política de los conquistadores le era muy

      interesante acreditar el valimiento de su protección. Con esto lograban

      sojuzgar a todos, ya aficionando a los imbéciles, ya rindiendo a los más

      fuertes con el auxilio de sus mismos compatriotas. Alvar Núñez dio orden

      para que los padres Armenta y Lebrón con el presbítero Francisco de

      Andrada hiciesen entender a los Guaicurúes que prontamente restituyesen

      cuanto tenían usurpado, desistiesen de la guerra contra sus aliados,

      prestasen obediencia al César y no impidiesen en su territorio la

      publicación del Evangelio. Un lenguaje tan nuevo para los oídos de estos

      bárbaros, proferido por quien, sin derecho, llano, se erigía en juez de un

      pueblo libre, y lo lo sujetaba a la obediencia de un dueño, que él no

      había elegido, amotinó de tal modo su soberbia, que bien fue necesaria

      toda la escolta de cincuenta soldados, para que estos mensajeros no

      pagasen con sus vidas el precio de su temeridad. Sin embargo, no fue

      pequeña dicha de la escolta escapar con algunas heridas.

      Era este un atentado muy insolente en el juicio de los españoles; el

      Adelantado se resolvió a vengarlo por sí mismo. Habiendo nombrado por

      cabos subalternos a Irala y a de Salazar, pasó el río con quinientos

      españoles de infantería, diez y ocho jinetes y dos mil Guaraníes,

      suministrados por el escarmentado Tabaré. Vivían los Guaicurúes tan

      satisfechos de sí mismos, que desdeñaron todo preparación, como vergonzoso

      indicio de cobardía. Todos dispersos los de esta tribu según su costumbre,

      tuvieron necesidad los españoles de darles tiempo a la reunió. Sin

      haberlos aun sentido, asentaron su pueblo tres leguas de nuestro campo. En

      el silencio de la noche logró este ponerse en proporción de que sus espías

      escuchasen los cantares llenos de arrogancia y valentía, con que

      alimentaban su vanidad en menosprecio del español. Al siguiente día se

      avistaron los dos ejércitos. No pudiendo sufrir el Guaicurú ver violado su

      territorio, acometió al español con más impavidez que cordura.

      A pesar del estrago que hacía la artillería, sostuvo el choque

      heroicamente, y no sin daño de los nuestros. Lo que no pudo conseguir la

      viva fuerza, obró un temor ilusorio. Había dispuesto el Adelantado que los

      pretales de los caballos estuviesen guarnecidos de muchos cascabeles. En

      lo más vivo del combate acometieron éstos de tropel, llevando en el ruido

      y la novedad un sobresalto capaz de sorprender el coraje más prevenido. Un

      pavor frío se apoderó de los bárbaros y les hizo caer las armas de las

      manos. Desordenados y vencidos, buscaron en la fuga el único modo de

      recobrarse. No fue de sentir el general se siguiese el alcance; porque los

      Guaraníes aun no se habían restablecido del temor; y porque era muy de

      recelar emboscadas a cada paso, de un enemigo jamás acostumbrado a ceder.

      Cubierto de esta gloria, que hasta aquí nadie había merecido, regresó con

      todo su ejército a la Asunción.

      

                

 

 

CAPITULO VIII

 

 

 

Levántanse los Agaces. Alvar Núñez hace las paces con los Guaycurúes.

Manda ahorcar unos caciques de los Agaces. Hace que Irala repita los

descubrimientos. Parte a una jornada por el río Paraguay. Castiga a los

Payaguáes. Llega hasta los Guajarapos. Resisten los españoles continuar

adelante, pero los obliga Alvar Núñez. Introdúcese tierra adentro, y se

ve obligado a retroceder. El capitán Mendoza entra a un pueblo de

indios, donde encuentra una grande serpiente. Choque de Alvar Núñez con

los oficiales reales. Su vuelta a la Asunción.

 

 

 

      No podemos menos de lamentarnos de recorrer el campo de una historia,

      donde la mala fe, la perfidia, y las traiciones parece que brotan bajo la

      pluma del escritor. No pudiendo estos indios contrarrestar por un valor

      heroico la fuerza irresistible de sus invasores, muchos de ellos

      substituyeron en su lugar el fraude y el engaño. De esto se valieron por

      ahora los Agaces, enemigos los más intratables del nombre español. A pesar

      del nuevo ajuste con el Adelantado, el primer instante de su partida

      contra los Guaicurúes, fué el último de su fidelidad. Nunca les pareció

      más fácil desalojar á los españoles de la capital, que cuando vieron la

      debilidad de su guarnición. Con este designio se acercaron en gran número;

      pero la vigilancia de Gonzalo de Mendoza, á cuyo cuidado corría la ciudad,

      frustró todos sus conatos. Los bárbaros despicaron su saña talando los

      campos, y haciendo incursiones en que dejaron los estragos de su ánimo

      hostil. El Adelantado juzgó que era preciso llevar la guerra al centro de

      esta nación, y obligarla cuando menos á respetar las fronteras. Pero antes

      quiso dejar cubiertas las espaldas, trayendo á su amistad al no bien

      domado Guaicurú. Parece que los españoles por el derecho de la guerra

      reducían á esclavitud algunos de los prisioneros. Los indios extendían

      este derecho aún á matarlos y comerlos. Observa un escritor que la suerte

      de los prisioneros ha sido varia según las diferentes edades de la razón:

      los más salvajes de los hombres los atormentan, los degüellan o los comen;

      este es su derecho de gentes. Los salvajes ordinarios los matan sin

      atormentarles. Los semibárbaros los reducen á esclavitud. Las naciones

      cultas los rescatan. Que los indios de que hablamos redujesen á esclavitud

      los prisioneros, parece que lo autorizaba la justicia de su causa, unida á

      su estado de barbarie; pero que los españoles los imitasen, á más de que

      lo vedaban sus leyes, tenían contra sí la injusticia de sus empresas, y la

      cultura de su razón. Con todo, dando Alvar Núñez por un rasgo de

      generosidad la libertad á los prisioneros Guaicurúes, ensayó obligarlos de

      este modo á la correspondencia. Para esforzar más su liberalidad convocó á

      estos prisioneros y les expuso cuan doloroso lo había sido que los

      insultos de su nación le hubiesen puesto las armas en unas manos, que

      deseaba solo extenderlas para su beneficencia. Hizo así mismo que uno de

      ellos significase á los principales su buena disposición para ajustar una

      amistad, de que nunca tendrían que arrepentirse. El embajador peroró sobre

      esta causa ante los suyos con toda la vehemencia de que es capaz el que

      bendice aquel momento, en que, sin imaginarlo, pasa de un perpetuo

      cautiverio al dulce estado de libertad. Rara vez andan separados el valor

      y la gratitud. Los Guaicurúes hacían no menos alarde de valientes que de

      generosos. A los cuatro días siguientes vinieron veinte indios cabezas de

      familia. Introducidos á presencia del Adelantado se sentaron sobre un pié,

      dando á conocer venía de paso, y tomando uno de ellos la palabra habló con

      toda la franqueza de un guerrero. Tejió de pronto una larga historia de

      los triunfos con que su nación se había adquirido el predominio sobre las

      demás, no para hacer una vana ostentación de su valor, sino, antes bien,

      para encontrar en ella misma un justo motivo de suscribir sin abatimiento

      á su misión, pues nada parecía más debido como rendirse al que venciendo

      al vencedor de los demás había obscurecido todas sus glorias. La

      subordinación al rey, el paso franco á la predicación del Evangelio y la

      cesación de hostilidades en el territorio de los Guaraníes amigos y

      vasallos fueron los artículos de la capitulación. El Adelantado quedó muy

      complacido de haber concluido un ajuste, á que no habiendo concurrido la

      fuerza de las armas, ni los bajos medios de la política, estaba muy

      distante de la extorsión. Otras naciones enemigas siguieron el ejemplo de

      la Guaicurú, y la dominación española iba cimentándose cada vez más.

      Todo lo que el partido español ganaba por este lado, lo perdía por los

      irreconciliables Agaces. Los odios que estos profesaban á los demás sus

      compatriotas, hacían que mirasen su adhesión al español como una razón más

      de aborrecerlo. Siempre atentos á devastar nuestras campañas, tenían

      amedrentados á sus habitantes con sus continuas rapacidades. Antes de dar

      principio á la guerra, vengó el Adelantado su enojo mandando ahorcar en

      varios árboles del campo á doce prisioneros de esta nación. Hecho inhumano

      con que hizo traición á su corazón, y afeó la bella historia de su vida.

      Este severo ultraje de las leyes sirvió á lo menos para que los Agaces se

      ahuyentasen á lugares remotos, que defendidos de pantanos impracticables

      cerraron la entrada al ejército español.

      Observa bien el padre Lozano (6) la equivocación que padece el cronista

      Herrera (7) afirmando, que Alvarez despachó gentes á que poblasen el

      puerto de Buenos Aires en consideración de su importancia. El silencio de

      todos los escritores, y el afirmar el Licenciado Centenera, que esta

      ciudad no se repobló hasta el año de 1580 siendo uno de los que

      concurrieron á este acto, acreditan la legalidad del reparo. Pero no es

      menos digno de crítica el mismo Lozano, cuando poco después se contradice

      (8) asegurando que Alvar Núñez mandó dos bergantines con Gonzalo de

      Mendoza á socorrer á los que había despachado á poblar á Buenos Aires.

      _________________

      (6) Historia manuscrita, libro 2, cap. 9.

      (7) Herrero, década 7. lib. 4. Cap. 13.

      (8) Id. Id. Cap. 10.

      _________________

      

      La ambición de Martínez de Irala murmuraba, aunque en voz baja, por verse

      reducido á un puesto subalterno. No se le escondía al gobernador que su

      mano proveía de alimento al fuego de la sedición, y que este para

      manifestarse solo esperaba el primer soplo que lo reanimase. Valióse

      mañosamente el Adelantado de la aptitud de Irala para sofocar este

      incendio, que él mismo preparaba. Obligólo pues á que con noventa

      castellanos partiese en tres bergantines á repetir los descubrimientos del

      Río Paraguay. Nada descubre tanto el fondo de reserva de este hombre

      artificioso, como ese sufrimiento con que sin inquietud ve desvanecerse

      las obras de su maquinación. Sabía que el modo de malograr un designio,

      era precipitarse á recoger un fruto, que aun no estaba en sazón. Afectando

      tranquilidad de ánimo partió á su destino el 20 de noviembre de 1542.

      Habiendo arribado al puerto de las Piedras, á setenta leguas de la

      Asunción, dispuso según las instrucciones del Adelantado, que ochocientos

      indios con tres castellanos se introdujesen por lo interior de la banda

      occidental y adquiriesen todas las noticias, que conducían al plan general

      del establecimiento. Las sugestiones del cacique Aracaré, que amotinó á

      los indios, malograron esta empresa, y aunque repetida por otros más

      fieles á quienes persiguió aquel, no tuvo otro éxito, que recoger

      trabajos, sustos y desengaños. Los tres castellanos y los indios de esta

      expedición no habiendo encontrado á Irala fueron molestados del cacique

      Aracaré; pero al fin lograron incorporarse á los de la jornada. Continuó

      pues Irala su derrota hasta un puerto, que intituló de los Reyes, situado

      en la nación de los indios Cacovés. Reconocidas estas gentes las encontró

      dedicadas á la labranza, y que daban indicios nada equívocos de poseer ese

      metal, ingrato objeto de tantos afanes. Con estas noticias dignas de dar á

      esta empresa un aire de importancia, volvió Irala á la Asunción. No

      quedaron sin castigo las infidencias de Aracaré, porque fulminando su

      proceso en la Asunción, y cayendo en manos de Irala á su regreso,

      pendiente de un árbol sirvió de escarmiento á los demás.

      No se puede negar que la situación del Adelantado era una de las más

      difíciles y delicadas. Cuando entreteniendo á Irala en continuas

      expediciones parecía cortar los brotes de la sedición, renacían estos con

      más vigor por el fomento de los nuevos méritos, que él mismo lo obligaba á

      contraer. Los sucesos de la última jornada practicada por Irala animaban

      los deseos que alimentaba el Adelantado de reconocer por sí mismo unos

      descubrimientos, que llamaban las serias atenciones del vigilante interés.

      Pero la declaración de su propósito no hizo más que suscitarle

      contradicciones. Intenta acopiar víveres entre los indios, y cuestan estos

      batallas y victorias, que ganó Irala, advierten los oficiales reales el

      nuevo crédito con que va á realzarse, y envidiosos de esta nueva gloria se

      atraviesan con mil embarazos. Pero la firmeza del Adelantado disipó todos

      sus estorbos. Después de haber hecho regresar á los padres Armenta y

      Lebrón, evadidos furtivamente para promover ante el rey las calumnias de

      los sediciosos, y después de haber abolido las nuevas exacciones con que

      estos tenían agravados los antiguos abusos, detuvo sus empresas con el

      arresto de sus personas. Irala que todo lo dirigía á sus fines con tanta

      destreza como constancia, parecía no hacer papel en esta escena; pero era

      bien averiguado, que sembraba con arte la discordia, que estaba unido de

      intención con los demás, y que respiraba en secreto su venganza.

      A despecho de sus enemigos con cuatrocientos españoles y ciento cincuenta

      indios de guerra puso en obra su partida el Adelantado en 1543, dejando el

      mando al capitán Juan Salazar de Espinosa, y llevando consigo á Irala, dos

      oficiales, Pedro Dorante y Felipe de Cáceres, cuyos movimientos convenía

      observarlos muy de cerca; aunque el autor de la Argentina manuscrita dice,

      que también fué Alonso de Cabrera. Con próspera fortuna, unos por tierra,

      y otros por mar, llegaron hasta el puerto de Itapitán donde se embarcaron

      todos, y prosiguiendo el viaje, arribaron al de la Candelaria, ese sitio

      aborrecible por tantos infortunios. Al hombre de candor y buena fe es

      tanto más fácil engañar, cuanto imposible que él engañe. Toda la grande

      experiencia que se tenía del trato doble de los Payaguáes, no puso á

      cubierto al Adelantado para impedir que se burlasen de su credulidad. Seis

      indios de esta nación, contrahaciendo la inocencia con toda propiedad, se

      presentaron en su presencia, y dándose por enviados de un cacique

      principal, ofrecieron a su nombre poner en su poder dentro de un día

      natural, hasta sesenta y seis cargas de ricas joyas y presas, que fueron

      los despojos del desgraciado Juan de Ayolas. Cuando consideramos el

      indiscreto asenso que dió Alvar Núñez á esta torpe ficción, no tememos

      asegurar que los indios la comenzaron, ni que su gran deseo lo concluyó.

      Pasado con mucho exceso el término del emplazamiento sin que los

      ofertantes verificasen su promesa, y sabiéndose que los indios invadían á

      cara descubierta las canoas más lentas del convoy, conoció la burla el

      Adelantado, más tarde de lo que debiera. Su ofensa personal al verse

      sonrojado de uno bárbaros, el agravio de las armas españolas concurrieron

      para resolverlo á la venganza. A beneficio de una emboscada de

      embarcaciones que dispuso con arte y sagacidad, logró dar una descarga á

      los agresores, que le dejó sobrada materia al arrepentimiento. Canoas

      echadas á pique, indios destrozados por las balas, otros reducidos á

      cautiverio, sus caciques ahorcados en los bosques fué el triste resultado

      de la pasada burla. Viendo al pacífico Alvar Núñez tan fieramente

      encarnizado, es fácil reconocer aquí las preocupaciones odiosas tanto

      tiempo funestas al género humano.

      Bien satisfecho su enojo contra los Payaguáes, continuó su marcha hasta la

      tierra de Guajarapos y Guatos, con cuyas naciones trabó amistad, haciendo

      intervenir todos los medios que podían cautivar su voluntad. El 25 de

      Octubre llegó la división de este río, que partido en tres brazos forma

      con el uno un gran lago, y hace con los restantes la isla de los Orejones;

      grande, poblada, abundante, amena y tan deliciosa, que mereció llamarse el

      paraíso. Fueron recibidos aquí los españoles con una cortesanía nada común

      á los otros pueblos. Estos gigantes atractivos los inclinaba á levantar un

      establecimiento que podía servir de escala á esta importante navegación, y

      de entre-puerto á la comunicación del Perú. Observaremos en adelante lo

      que costó á la España haberlo despreciado. A la penetración del Alvar

      Núñez no podían escaparse estas utilidades pero, ó temiendo enflaquecer

      sus fuerzas con esta división, ó reservándose elegir lo mejor después de

      bien examinado el terreno, resistió por ahora este proyecto. Su

      resistencia causó en el ejército una fermentación, que estuvo en vísperas

      de declararse en alboroto popular. "¿A qué fin, gritaban en voz alta,

      principalmente los veteranos, habitar siempre en países salvajes,

      consumirnos en fatigas, exponernos á nuevos riesgos, sin tener una fortuna

      asegurada? ¿Qué buscamos en los desiertos, en los bosques y en los países

      inundados donde sólo nos saludan antropófagos? ¿Y á la vista de nuestros

      compatriotas que las enfermedades quitan de nuestro lado, qué podemos

      esperar sino una suerte semejante? Seamos prudentes á sus expensas, y sin

      ir á buscar más lejos esos tesoros quiméricos, que parece huyen de

      nosotros, ¿por qué no hemos de gozar el bien que hoy día nos presenta la

      Providencia? Cuando más, busquen los jóvenes ese oro, mientras pasamos en

      un ocio tranquilo los cansados años de nuestra vejez." Los principales de

      la tropa se acercaron al Adelantado y le expusieron cortésmente estas bien

      fundadas quejas: pero tomando por su parte la palabra les dijo, algo

      demudado: ¿Son españoles estos que yo oigo hablar así? ¿Hemos dejado la

      España, nuestros padres, nuestros amigos, por venir á buscar tierras y

      gozar en la obscuridad una vida blanda y ociosa? Para eso, ¿qué nos

      faltaba en nuestra patria? Yo me imagino ver aquí unos muchachos, que por

      recoger manzanas desprecian los tesoros cuyo precio no conocen. El

      emperador, nuestro señor, nos ha enviado á este nuevo mundo para

      conquistarle provincias y asegurarle la posesión de las riquezas, que

      ellas encierran en su seno; es necesario, ó morir, ó emplear la vida en

      experimentar mayores males; conviene á nuestro honor corresponder á la

      confianza con que nos ha honrado este gran príncipe. Yo sé cuales son mis

      obligaciones y las vuestras; á mi me toca daros el ejemplo; vosotros lo

      seguiréis, si fuéseis dignos del nombre que tenéis.

      Este raciocinio calmó los ánimos, y se dejaron conducir hasta el puerto de

      los Reyes, donde arribó la armada, no sin crudos trabajos y fatigas. Fué

      muy cumplido el regocijo cuando á poco de haber recorrido el campo,

      encontraron á estas gentes tan humanas, como si cada cual limitase su

      ambición á ser amigo de los españoles, y pusiese su felicidad en

      servirlos. Nacía sin duda esta mansa índole de su profesión agricultora, y

      de ese tal cual culto, aunque á fingidas deidades, que no sin asombro de

      los huéspedes advirtieron en estos indios, con exclusión de los que hasta

      entonces habían tratado. En ocasión tan oportuna, no podía estar sin

      ejercicio el celo activo de Alvar Núñez. Dispuso pues que se formase una

      capilla provisional donde se propuso dar á estos naturales una alta idea

      de nuestros misterios, y les habló del rey y de la religión con toda la

      dignidad de un enviado. El comisario Armenta acabó esta pasajera

      instrucción, no con el éxito que vanamente se lisonjeaba sino con aquellas

      engañosas señales, que manifestando convencimiento dejan siempre idólatra

      al corazón. Prueba de ello fué que intentando destruyesen sus ídolos, los

      defendieron con sus lamentos, como quien veía su propia ruina unida a la

      de su culto. No obstante esto, con un celo precipitado, ellos se quemaron

      á presencia de los indios, quedando muy pasmados de que el cielo no

      volviese por su causa.

      El señor de más nombradía en estas comarcas era el cacique Jarayes, de

      quien recibe el nombre este célebre lago. No descuidó Alvar Núñez en

      diputarle una embajada solicitando su alianza, ni el cacique en recibirla

      con la más atenta cortesanía. Sentado este señor en una hamaca de finísimo

      algodón, que le servía de trono, rodeado de trescientos cortesanos, y

      decorado de un tren de magnificencia correspondiente á su poder, escuchó

      con señales de majestuoso agrado las proposiciones de amistad, que hacían

      el objeto de esta legacía, y cargando de dones y caricias á los

      embajadores los despachó, para que convidasen de su parte al general y su

      tropa, tuviesen la bondad de acercarse hasta su pueblo á darle el singular

      honor de conocer á unos hombres, que inmortalizaba la fama, y recibir los

      oficios de su gratitud y beneficencia. Aun no satisfecho con esto, destinó

      á un vasallo principal suyo, no solo para que cumplimentase de su parte al

      general español, sino también para que le sirviese de fiel guía en caso de

      resolver la prosecución de sus empresas. No debe admirar tanta humanidad

      en un bárbaro: la razón y la equidad son de todos los lugares y los

      tiempos y dictan los mismos sentimientos, si no se hallan contradichos por

      otros usos corrompidos. Los embajadores Héctor Acuña y Antonio Correa, con

      el enviado del cacique, volvieron al campo español, y refirieron al

      Adelantado todo lo expuesto, quien quedó muy complacido. En los ocho días

      que tardó esta embajada se incorporó á la armada la división de Gonzalo de

      Mendoza con noticias muy adversas. Estas fueron que los Guarapos, según

      decían los españoles, por una bajeza igual á la generosidad de los

      Jarayes, habían quebrantado la fe de los tratados, invadiendo alevosamente

      el bergantín del capitán Agustín Campos, á quien le mataron cinco

      españoles, fuera de Bolaños que se ahogó, y que persuadiendo á las

      naciones vecinas la vana invencibilidad de los españoles las excitaban á

      una conspiración general. No creyó el Adelantado debía retardar sus

      proyectos, por castigar este hecho. Aprovechando los momentos resolvió su

      marcha por tierra hacia el rumbo del Poniente con trescientos españoles y

      los demás auxiliares. El capitán Juan de Romero teniendo á sus órdenes

      cien castellanos y doscientos indios amigos, quedó en custodia de la

      armada.

      Sabiendo que la mayor parte del ejército español iba arrastrado por el

      freno de la obediencia, que maseaba á pesar suyo, fácil es conjeturar no

      sería muy aventurado el éxito de esta marcha. En efecto, vencidas ya cinco

      jornadas por bosques tan espesos, en que fué preciso, á veces, abrirse

      camino con los brazos, manifestó sus incertidumbres el conductor Jarayeno.

      No debía ser de mucha consecuencia este accidente, supuesto que se supo

      por otro más perito, que á diez y seis jornadas, aunque no fácil tránsito,

      venía ya á tocarse el término tan buscado. Pero los mal contentos se

      atrincheraron de este pretexto en una junta ante el general para que

      prevaleciese su intento. Alvar Núñez echó de ver que en la disposición de

      los ánimos eran muy arriesgadas resoluciones absolutas; sacrificando su

      juicio á la quietud pública, tuvo la prudencia de ceder. Aunque quedó

      decretado el regreso al puerto de los Reyes, dió orden, con todo, para que

      el capitán Francisco de Rivera, con seis castellanos y pocos bárbaros,

      guiados del indio práctico, se avanzase hasta un lugar llamado Tapuá. El

      entretanto experimentó en el puerto lo poco que servía el débil muelle del

      temor, para poner una amistad al abrigo de la inconstancia. Estos salvajes

      excitados, en la ausencia del ejército, por los influjos de los Guarapos,

      y dando oído á las voces agonizantes de su religión, de sus costumbres y

      de su libertad, entraron en el proyecto de deshacerse de los españoles por

      medio de una traición. La vuelta de Alvar Núñez calmó esta borrasca.

      Sospechando los caciques algo traslucido su designio, intentaron

      disculparse. No pasaron del todo sus excusas, porque estimó el general

      debía asegurarse de un terror verdadero por una severidad simulada. Afectó

      al vivo un acceso de irritación, y mandó ponerlos al borde del suplicio,

      donde sabía muy bien sería interesada su compasión por los ruegos de su

      gente. Esta lo desarmó en efecto, y aprendieron los indios, á su costa, á

      ser más cautos.

      Aunque moderados los españoles con las severas órdenes de su jefe no daban

      materia al sentimiento de los bárbaros: los odios y las venganzas por

      todas partes se unían á sus pasos. Para ser una nación aborrecida basta

      por lo común ser conquistadora. Faltos de víveres los españoles, fué

      despachado el capitán Gonzalo de Mendoza en solicitud de buscarlos. Los

      Arrianicocíes, parcialidad vecina, llevaron su arrogancia hasta negar por

      su justo precio los alimentos, de que abundaban y de presentarle batalla

      en desprecio de sus pacíficos requerimientos. Aunque en número de cuatro

      mil contra ciento veinte castellanos y sesenta indios amigos, se dieron

      vergonzosamente á la fuga á los primeros tiros de fusil. Mendoza entró á

      su pueblo que encontró desierto de habitantes, lo entregó al saco, y

      regresó cargado de víveres, y otros despojos. Antes de retirarse los

      españoles encontraron en la plaza de este lugar una gran torre de gruesos

      maderos, que terminaba en figura piramidal. Este era el templo de una

      serpiente monstruosa, que estos bárbaros habían erigido en divinidad, y á

      quien mantenían con frecuentes sacrificios de carne humana. Abultaba por

      el medio tanto como un novillo, cuya mole iba en degradación hasta las

      extremidades: la cabeza casi cuadrada, los ojos muy pequeños, pero vivos y

      centellantes; la boca en extremo grande con cuatro formidables colmillos,

      ó como quieren otros, con órdenes de agudísimos dientes; su largura de

      veinte y cinco pies (otros se extienden hasta veinte y siete) cubierta de

      una piel dura y atezada, menos hacia la cola, cuyos colores tan varios

      como vivos asentados sobre escamas de tamaño de un plato, que á trechos

      formaban ojos perfectos, añadían ferocidad al monstruo. La vista de este

      objeto de mecanismo tan horrible causó en todos los circunstantes una

      sensación de pavor. Pero se aumentó mucho más cuando herido de un tiro de

      arcabús, arrojó un bramido descomunal, y se azotó contra las paredes con

      tal ímpetu, que hizo temblar la tierra y estremecer el edificio. Con todo

      los españoles le dieron muerte.

      Los ánimos de los oficiales reales, irritados por una sed de venganza, no

      perdonaron ocasión de malquistar al Adelantado. Más porque se le mirase

      con todo el odio de un injusto opresor, que por verdadero celo de los

      reales haberes, pidieron ante su tribunal el quinto de la presa. Consistía

      esta en mantas de algodón, pellejos, barros y otras pequeñeces de esta

      clase. Observemos aquí de paso, que, sofocando así la voz de la equidad, y

      atropellando las reglas de la buena fe, vinieron á ser estos empleos en

      América un objeto de abominación. La tropa, dueña del despojo, manifestó

      sus inquietudes con señales de sedición. Los oficiales reales se aplaudían

      de un hecho tan favorable á sus intentos; pero el Adelantado se había

      establecido por ley suprema ser siempre dueño de sí mismo, y le era fácil

      hallar recursos en su genio para contrariar sus pasiones las más vivas.

      Después de haber reprendido unas exacciones injustas con que se hacía

      odioso el nombre del rey, declaró por libre el despojo, y aseguró las

      resultas con cuatro mil ducados de su sueldo. Bastó esto para sosegar el

      tumulto, hacer que recayese la odiosidad en los mismos que se la

      procuraban. La aversión con que el señor Azara mira las cosas de Alvar

      Núñez, le hace adoptar la opinión de que el Adelantado fué el que se

      amparó de la presa y arrestó al comandante, que la reclamaba para los

      soldados. La historia detesta la parcialidad. Nosotros seguimos la mayor

      parte de los historiadores con quienes concuerda en esta parte la

      Argentina manuscrita.

      Con estos sucesos concluyó el año de 1543. A principios de él volvió de su

      jornada el capitán Francisco de Rivera. La relación de este viaje es de un

      convencimiento sin réplica del tino con que Alvar Núñez meditaba las

      empresas; y que debería triunfar de la oposición mas obstinada, si alguna

      vez tuviese influjo la verdad sobre una pasión interesada en obscurecerla.

      Después de veinte y un días de continuada marcha por entre bosques muy

      espesos, pero abundantes de subsistencia, llegó Rivera á un pueblo de la

      Nación Tapecoráes; fué recibido de un indio con urbanos miramientos;

      registró con sus ojos las piezas de oro y plata de que eran propietarios;

      supo que aquellas tierras encerraban tesoros muy sobrados para despertar

      la codicia más dormida, y se instruyó de que á tres jornadas existía una

      nación con la que los españoles tenían relaciones de comercio. Es verdad,

      que estas noticias venían mezcladas con el éxito azaroso de una fuga

      precipitada, á que debieron la vida Rivera y todos los suyos, dando al

      mismo tiempo sus heridas un testimonio irrefragable de su peligro; porque

      irritados los indios á la vista de los Guaraníes sus antiguos enemigos

      (como escriben algunos) resolvieron acabar con todos; pero el ejército

      español no tenía que temer que estas animosidades hubiesen inutilizado sus

      designios. Sobre este principio no desesperó el Adelantado de reducir á su

      tropa, y hacerla entrar en antiguos sentimientos. Pero todo fué en vano.

      La vuelta á la Asunción se publicaba no en el sumiso tono de la súplica,

      sino en el imperioso del mando. Las enfermedades habían empezado á grasar

      en el ejército, y las inundaciones del río hacían los caminos bastante

      impracticables. Todas estas consideraciones obligaron al general á

      desistir de su intento, y publicar la vuelta luego que llegase el capitán

      Fernando de Ribero, que con un bergantín había partido en busca de

       Víveres.

      No pudo esta verificarse con la prontitud deseada, porque aprovechándose

      los Socorines y Jaqueces, unidos con los Guarapos, de las dolencias del

      ejército, dieron principio á sus incursiones, cautivando cinco españoles

      que inhumanamente destrozaron. Este primer suceso los alentó á otras

      empresas: cincuenta y ocho españoles murieron á sus manos, sin que

      pudiesen nuestras armas vengar su sangre. Con no menos denuedo

      persiguieron la marcha por el río. Pero al fin logró esta tocar en la

      Asunción el 8 de Abril del mismo año. El capitán Juan de Salazar tenía á

      esta sazón aprontado un ejército muy numeroso para castigar á los rebeldes

      Agaces; pero las disensiones intestinas, de que hablaremos, embarazaron

      las operaciones de este armamento. Si fuese lícito entretener con hechos

      fabulosos la curiosidad de los lectores, extractaríamos aquí la relación

      que formó de su viaje el capitán Hernando de Rivera. Pero los

      conocimientos de las edades posteriores, han desacreditado demasiado la

      existencia de estos pueblos, regidos y habitados de puras mujeres; cuya

      perpetuidad era debida á la cohabitación que en cierto tiempo del año

      hacían con los hombres sus vecinos y enemigos, á quienes mandaban los

      varones que nacían quedándose con las hembras. El capitán Rivera harto

      crédulo á las noticias que le comunicaron los Urtueses dió tanta fe á esta

      quimera, á la heroicidad de esta raza y á las portentosas riquezas de

      estas regiones, que no dudó trasmitirlas á la posteridad bajo el juramento

      más solemne. La critica desprecia los juramentos que se oponen á la

       verdad.

 

      

         

 

CAPITULO IX

 

 

 

Conjúranse los españoles contra el Adelantado. Lo prenden. Es nombrado

Irala en su lugar. Los del partido leal intentan liberarlo. Es remitido

a España. Después de un largo juicio fue absuelto.

 

 

      Antes de partir la armada del puerto de los Reyes se opuso el Adelantado

      con aquella su firmeza ordinaria á que se desnaturalizasen muchos indios,

      que los conquistadores pretendían transmigrar á la Asunción. Este rasgo de

      entereza, unido á tantos de esta especie con que se había propuesto no dar

      partido á las pasiones, acabó de agriar la levadura que abrigaban en sus

      pechos. Las costumbres irreprensibles del Adelantado, su magnanimidad á

      toda prueba, el inmenso cúmulo de sus servicios y su reputación eran

      bastantes para equilibrar esa aversión que les inspirada la

      incorruptibilidad de su justicia. Sin embargo llevaban esta con tanto

      menos sufrimiento, cuanto eran más corrompidas las costumbres que los

      inclinaban á la licencia. No teniendo otro recurso que la desesperación,

      formaron el proyecto de despojarlo de su autoridad. Los oficiales reales,

      principalmente animados del deseo de la venganza, y temiendo la

      prosecución de su proceso daban todo el calor posible á la ejecución de

      este audaz designio. Todos sus pasos los encaminaban á este objeto, y no

      malograban ocasión de desacreditarlo. El retiro á que lo contrajeron sus

      enfermedades, lo interpretaban por un deseo de erigirse en un sagrado

      fantasma de quien no era digna la comunicación con los demás; su

      escrupulosa vigilancia en el buen tratamiento de los indios, por un efecto

      de los movimientos desiguales de su humor atrabiliario; en fin su aversión

      á las encomiendas, por un estudiado arbitrio de enriquecer con ellas á sus

      amigos. Como si el amor al orden los inflamase á vista de las desdichas

      públicas, se produjeron así en una junta de su facción. "¿Hasta cuando,

      amigos y camaradas, soportaremos estos excesos? Unas veces nos conduce por

      entre mil riesgos y fatigas á expediciones inútiles, otras fulmina contra

      nosotros procesos los más inicuos; tan presto despoja á unos del fruto de

      sus sudores, tan presto sonroja al pundonor de otros por su imprudente

      rigidez. A todo esto correspondemos con el silencio, y ved aquí en lo que

      funda su seguridad. ¿Cómo aun no nos hemos cansado de una dominación tan

      tirana? ¿Podremos sufrir que un déspota disponga arbitrariamente de las

      leyes, de nuestra fortuna, de nuestro honor, de toda esta provincia que

      debe á nuestra sangre su existencia; y que entretanto contemos por gran

      dicha poder vivir? Si todavía hay algún resto de honor en vuestros pechos

      unámonos todos y echemos por tierra esa autoridad, que ha dejado crecer

      nuestra cobardía." Este razonamiento causó en los ánimos toda la impresión

      que deseaban; y la prisión de Alvar Núñez quedó acordada.

      Como los de esta facción no podían ignorar que así el pueblo, como la más

      sana parte del ejército se hallaban muy adheridos á la persona del

      Adelantado, fué su primer cuidado no descubrirles todo el fondo de esta

      odiosa maldad. Pero para deslumbrarlos, dando un colorido de honestidad á

      sus movimientos, dispusieron se publicase que iban los oficiales reales á

      requerir al Adelantado no intentase quitar sus encomiendas á los que no

      habían tenido parte en la jornada; y que siendo de recelar algún insulto á

      sus personas, era muy justo concurriesen esa noche todos armados á casa

      del contador Felipe Cáceres, donde se darían las más oportunas

      prevenciones. Arrastrados unos por el ejemplo, otros por el temor, otros

      por motivos particulares, y alucinados muchos con las apariencias de un

      intento que nada tenía de criminal, entraron sin saberlo en la

      conspiración. Evacuado este paso se dirigieron á casa del inocente

      gobernador, cuyas puertas tenían ya ganadas por la infidencia de Navarrete

      y Diego Mendoza, dos familiares suyos. A pesar de estas dolosas

      precauciones, no faltó quien advirtiese la traición al Adelantado.

      Entonces acabó de conocer todo el peligro que le amenazaba; porque su

      inocencia y su virtud eran la más fuerte barrera, que hasta aquí había

      opuesto á los malvados. En medio de este infortunio es donde se

      desenvuelve la grandeza de su alma. Sin otro compañero que su valor saltó

      de la cama, se vistió precipitadamente y empuñó espada y rodela á tiempo

      mismo que lo saludaron los conjurados, profiriendo libertad, viva el Rey.

      No se turbó el Adelantado al ruido de estas voces tumultuarias; con toda

      presencia de ánimo les echó en cara su alevosía, y no cesó de combatir

      hasta el punto en que su defensa iba á declinar en temeridad. Ganándole la

      acción el malvado Jaime Rasquín, le puso á los pechos una ballesta en

      actitud de traspasarlo á no entregarse. Pero en Alvar Núñez parece que

      respiraba todavía la grande alma de su abuelo Pedro de Vera; dueño de sí,

      aun en tamaño peligro, echó sobre él una mirada de desprecio, y juzgando

      indecoroso rendir sus armas un hombre común, quiso dar á la violencia un

      aire de elección propia. Con toda la entereza de su voz llamó de los

      concurrentes D. Francisco de Mendoza, y las depositó en sus manos. Los

      conjurados entonces se acercaron a su persona, lo cargaron de prisiones, y

      lo trataron como á un infame delincuente. No por esto desmintió el

      Adelantado su carácter: sin proferir expresión que debilitase su

      constancia, toleró con varonil serenidad todo este tropel de afrentas é

      ignominias.

      Acaso no fué la prueba menos señalada de la protección del cielo sobre el

      virtuoso Alvar Núñez, el que no tomasen sus enemigos el camino más breve y

      más seguro de su muerte, dice el padre Charlevoix (9); esto á lo menos no

      les hubiera costado más que un delito; siendo así que el que emprendieron,

      fué una serie continuada de atentados, cuya impunidad no podían esperar,

      sino por el medio de una abierta sublevación de éxito muy dudoso. Preso el

      Adelantado lo conducían á casa de García Venegas, cuando vuelto de su

      sorpresa los hombres fieles, arrojaron un grito de indignación. La

      atrocidad del hecho, el abuso de su buena fe y la afrentosa idea de

      patrocinar una alevosía, los obligaron á empuñar sus espadas, y purgar con

      su propia sangre sus pasadas inadvertencias. Pelearon con todo el esfuerzo

      que pudo comunicar el punto de honor; pero oprimidos al fin de la multitud

      acordaron reservar sus vidas á la patria, para que fuese menos funesta su

      calamidad. El poder que estos primeros pasos dejaron á los oficiales

      reales, era ya bastante expedito para ejecutar sin temor todo lo que podía

      conducir á perfeccionar su delito. Estrecharon al Adelantado en rigurosa

      custodia, se apoderaron de sus papeles, despojaron de su autoridad á las

      justicias ordinarias, soltaron á todos los malhechores, substituyeron en

      su lugar á aquellos caballeros, que podían causarles algunas inquietudes,

      convocaron al pueblo en las puertas del teniente Martínez de Irala,

      publicaron aquí á voz de pregonero un manifiesto lleno de imputaciones

      falsas, é ideas depresivas del honor de D. Alvaro, hicieron concebir á

      muchos haber formado el designio de despojar á los ricos hombres, para

      congratular con sus bienes á sus más adictas criaturas, y establecer sobre

      las ruinas de la autoridad legítima un gobierno tirano y arbitrario; en

      fin, haciendo del terror el resorte más poderoso de la fuerza pública,

      amedrentaron á todos los ciudadanos, y se hicieron respetar. En sentir del

      mismo autor que hemos citado, la lectura de este manifiesto produjo un

      aplauso casi general; y los oficiales reales que al principio habían sido

      mirados como rebeldes, fueron reconocidos por los restauradores de la

      libertad pública. Pudiera fortificar este concepto sabiéndose cuanto

      ayudada el respetable influjo de los padres Armenta y Lebrón; con todo,

      los posteriores hechos están en contradicción con este juicio; si no es

      que se apele á la volubilidad con que improvisamente pasa la multitud de

      sin extremo á otro, viniendo á ser por lo común una presa asegurada de

      todo el que quiere seducirla.

      _________________

      (9) Tomo 1. p. 153.

      _________________

      

      Ya era tiempo de que los oficiales reales, con el cuerpo de ciudad,

      procediesen á poner un gobernador. Sin contradicción alguna recayó la

      elección en Domingo Martínez de Irala.

      Véase aquí el centro á que desde lejos tiraba sus líneas este hombre

      artificioso. El autor de la Argentina manuscrita, ó falto de noticias, ó

      lo que es más verosímil, prostituyendo la verdad histórica al interés de

      familia, se empeña en justificar la conducta de este su abuelo materno

      (10). A creer su narración él se hallaba ausente de la ciudad, ignoraba

      todo lo sucedido, tocaba por sus achaques en los últimos extremos de la

      vida, lloró la desgracia de D. Alvaro, se opuso á aceptar el mando, fué

      necesario, á fin de reducirlo, emplear toda la eficacia de los ruegos, y

      por último sacarlo en brazos al público para que fuese reconocido. Si lo

      expuesto tuviera alguna certidumbre solo serviría para admirar hasta donde

      llega el disimulo del hipócrita más profundo. Los demás escritores

      atribuyen esta sublevación en mucha parte á los cálculos y secretos

      manejos de su detestable política. Lo cierto es, que poseedor de la

      autoridad usurpada, no la restituyó á su legítimo duelo, ni aun atajó el

      curso de sus ultrajes. Por el contrario, autorizó todas sus humillaciones

      y se hizo reo de una criminal condescendencia.

      _________________

      (10) Ruiz Díaz de Guzmán, lib. 2. cap 4.

      _________________

      

      Aunque á favor de la mayor fuerza triunfaba el partido de los rebeldes,

      era preciso estar dispuesta á terribles agitaciones. Los hombres buenos á

      cuyo frente se hallaban Diego de Abreu y Ruiz Díaz Melgarejo, tomaron con

      un noble entusiasma el distintivo de la lealtad. Los despojos, las

      prisiones y las muertes no hacían más que irritarlos; un deseo de venganza

      alimentaba el odio de ambas facciones; todos andaban armados en la ciudad

      como si fuera un campo de batalla; bastaba el menor rumor para afirmar un

      juicio avanzado; en fin la provincia entera estuvo expuesta á ser

      sepultada bajo sus ruinas al vaivén de estas violentas turbulencias. Para

      poner remedio á estos males el partido más pujante tomó el bárbaro

      arbitrio de inquietar á Alvar Núñez en su prisión, y amenazarle que

      calmaría el tumulto arrojando su cabeza al pueblo si él no lo apaciguaba.

      No podía dudar este ilustre prisionero el riesgo que corría hallándose á

      discreción de unos hombres, que hollaban todas las leves, y estaban

      resueltos á inmolarlo en su pasión. Con deliberado acuerdo firmó una orden

      en que mandaba á todos los de su séquito prestasen obediencia al nuevo

      gobernador, y no alterasen el reposo público. Los rebeldes se hallaban muy

      cerciorados de la peligrosa situación de los espíritus, para que quisiesen

      inflamarle de nuevo, publicando un documento que comprobaba solemnemente

      sus violencias. Aun sin este poderoso estímulo, que no hubiera hecho sino

      empujar á los celosos ciudadanos, setenta de ellos, aconsejados de su

      propio valor, se confederaron para libertar al Adelantado de la opresión,

      y restituirlo á la posesión de su gobierno. Solo tropezaban en el escollo

      de qué siendo sentidos se aventuraba su vida al último trance, pues no era

      dudable que García Venegas, Hernández de Romo y Hernando de Sosa, estaban

      aparejados para coserlo á puñaladas al primer movimiento popular. En tan

      difícil coyuntura resolvieron que el Adelantado fuese el árbitro de su

      resolución. Aunque su persona se custodiaba con la mayor vigilancia,

      consiguieron por gran dicha, que una india de su sirviente, acomodando

      engañosamente un papel entre las uñas de los pies, lo llevase hasta sus

      manos. Aprovechándose Alvar Núñez de una pólvora que hizo fluir con

      saliva, dió por el mismo conducto una respuesta digna de sí. Lejos de

      inspirar ideas hostiles, reprobó todo el plan de su libertad, quiso más

      bien ser un juguete infeliz de la fortuna, que deberla á costa de sus

      amigos.

      Esta resolución del Adelantado desarmó el partido de los leales. El de los

      rebeldes se entregó entonces sin ningún freno á la tiranía más opresiva;

      porque sordo Irala á los llamamientos de un pueblo desgraciado, y á la

      débil voz de sus obligaciones, abandonó la provincia a sus odios y a su

      avaricia, como si pagase en esta moneda el precio de su elevación.

      Cincuenta castellanos de la facción perseguida desampararon la patria,

      creyendo hallarla donde quiera pudiesen vivir libres. Muchos indios

      buscaron su asilo en los montes; y los que perseveraron bajo el yugo

      tuvieron por recompensa de su sumisión el funesto permiso de entregarse á

      sus vicios. A los sacerdotes Rodrigo de Herrera, Antonio de la Escalera y

      Luis Miranda, que con un santo celo se opusieron á estos desórdenes, no

      les valía su inmunidad para que dejasen de ser el juguete de unas manos

      sacrílegas. La licencia y la corrupción había llegado á punto que nada

      deshonraba.

      Aunque combinados ya todos los medios, para asegurar la preponderancia, se

      gloriaban los rebeldes de haberlo conseguido; con todo, la presencia del

      Adelantado infundía todavía unos temores de que no podían desentenderse.

      Todos sus conatos los dirigieron desde aquí á acelerar su remisión á

      España, de un modo que asegurase sus esperanzas tan injustas, como

      lisonjeras. En un proceso formado con la más dolosa cavilación, no

      tuvieron vergüenza de añadir á la fealdad de su alevosía la de imputar á

      su gobernador los crímenes más horrendos. Aun no contentos con esto,

      repartieron al pueblo los modelos de las cartas, que debían escribir, para

      que la reunión de sentimientos hiciese concebir de la verdad. Pero no por

      esto pudieron impedir que los más celosos defensores de Alvar Núñez

      remitiesen secretamente otras piezas justificativas de su inocencia.

      Preparadas todas las cosas, y habiendo dispuesto que lo acompañaran en su

      viaje los oficiales reales Alonso de Cabrera y García Venegas, con López

      de Ugarte, gran confidente de Irala, lo sacaron custodiado á la sombra de

      una noche para embarcarlo. Hacían diez meses que toleraba su desgracia en

      un obscuro calabozo. Al respirar el aire libre y gustas la vista del cielo

      dio gracias de rodillas al Hacedor de todo, por haberlo encontrado digno

      de esta satisfacción, y volviéndose a los circunstantes les dijo en tono

      circunspecto que daba cierto valor á su justicia, dejaba por

      lugarteniente, en nombre del Rey, al capitán Juan de Salazar. El rencor de

      Venegas se exaltó de manera, que le puso un puñal á los pechos,

      amenazándolo con traspasarlo, si volvía á tomar en boca el nombre del rey.

      Apresuradamente fue metido en el bergantín, que dió á la vela el año 1544

      en la misma hora, asegurado con nuevas prisiones. Estas desventuras de la

      suerte afligían su corazón; pero no impedían que su grande alma las

      dominase.

      Tan abominable atentado no podía menos que hacer cada vez más odiable el

      poder usurpado, y precipitar el deseo de destruirlo. Con cautelosa

      diligencia convocó á su casa el capitán Salazar más de cien soldados de su

      facción, de quienes fué reconocido por legítimo teniente. Irala, cuyo

      precario mando era un suplicio rodeado de todos los cuidados inseparables

      del delito, no tardó en saber por medio de sus satélites todo lo que

      convenía á sus intereses. Sin la menor detención sitió la casa de Salazar

      con cuatro piezas de artillería, la batió, lo puso preso en consorcio de

      Melgarejo, Richelme, y Estopinan, hizo que en otro barco los condujesen

      hasta dar alcance al de Alvar Núñez, y disipó la tempestad. Pero otra aun

      más temible seguía los pasos de esta nave cargada con todas las

      iniquidades de la tierra. Al desembocar en el océano, parece que la

      esperaba el brazo vengador de la inocencia. Por espacio de cuatro días fué

      tan deshecha la borrasca, que todos creyeron su muerte inevitable. Cerca

      de aquel momento decisivo en que desaparecen las sombras, y solo queda la

      verdad, y en que el malvado intrépido no puede sostener la voz de su

      conciencia, conocieron los oficiales reales toda la enormidad de sus

      delitos. Se echaron á los pies del Adelantado, los humedecieron con sus

      lágrimas, le quitaron las prisiones, confesaron á gritos sus atentados, le

      hicieron de ellos una solemne reparación, y le suplicaron el perdón. Solo

      el corazón del hombre justo tiene derecho á la protección del cielo: en

      los casos desesperados es donde más se complace que solo aparezca su mano.

      Alvar Núñez prometió echar el velo del olvido á todo lo pasado; y nadie

      fué tan desconocido, que viendo callada la borrasca se creyese desobligado

      á su mérito y su virtud.

      Iban á regresar á la Asunción, cuando Estopinan, primo del Adelantado, ó

      esperando mejor suerte en la metrópoli, ó temiendo nuevos desastres en la

      colonia, logró embarazarlo. Al cabo de tres meses tomó puerto el bergantín

      en una de las islas Azores. Ya hacía tiempo, que el corazón infiel de los

      arrepentidos había desaprobado lo que confesó su lengua engañadora. No

      menos empeñados que antes de la pérdida de Alvar Núñez tiraron á persuadir

      con afanosa diligencia al gobernador de la isla se apoderase de su persona

      á pretexto de haber violado los derechos de la nación, dando al pillaje la

      de Santiago. Esta delación tan cruda debía prevenir al más inadvertido,

      que provenía de un origen emponzoñado. En efecto, el gobernador la

      despreció como frívola y maliciosa. Confusos los oficiales reales tomaron

      otro barco, y consiguieron ponerse en la corte catorce días antes que

      Alvar Núñez. Presidía en esta sazón al consejo de Indias D. Sebastián

      Ramírez de Fuenleal, obispo de Cuenca. Sus vastos conocimientos en los

      negocios de América, su rectitud inapelable y su política llena de

      sagacidad eran prendas que hacían de su persona el más cumplido

      magistrado. Lejos de dejarse sorprender, advirtió en la relación de los

      oficiales reales todos los artificios del engaño se disponía á mantener

      con su castigo toda la energía de las leyes penales. Por dicha de estos

      murió en aquellos días dejando en la nación un sentimiento universal.

      Alvar Núñez se presentó en la corte con todo el tren de sus virtudes;

      tanto más dignas de ser premiadas cuanto más habían sido el objeto del

      vilipendio. Los oficiales reales no pudiendo sufrir su concurrencia

      desampararon el campo. Una muerte repentina acabó de ahí poco los días de

      Venegas. Cabrera perdió el juicio y mató á su mujer en un acceso de

      locura. Si los hombres fuesen cautos, estos fines desastrados evitarían

      otros muchos. Alvar Núñez después de un juicio de ocho años, y después de

      una sentencia de destierro, fué absuelto de todo cargo, y recompensado con

      una renta de dos mil ducados; pero no siéndole permitido volver á América,

      falleció en Sevilla lleno de días y de mérito en el seno de un ocio

      tranquilo (11), siendo prior del consulado. Estopinan y Salazar siguieron

      la misma fortuna. Este último volvió después al Paraguay á gozar su pingüe

      encomienda. A nadie debe parecer extraño que la justicia de Alvar Núñez se

      equivocase por algún tiempo con el crimen, y diese mérito á su sentencia

      de destierro. Contra un hombre, que en un lugar de corrupción, como el

      Paraguay, había tenido el coraje de ser virtuoso, preciso era que el odio,

      la envidia y la calumnia se armasen para echar sombras sobre su conducta,

      y poner, cuando menos, en problema su opinión. Lo que hay de extraño es

      que después que el tiempo ha descubierto las intrigas de sus

      perseguidores, haya escritor como el Señor Azara, que se complazca en

      renovar sus ultrajes. La verdad no está sujeta á juicios arbitrarios. Ella

      clama á favor de Alvar Núñez en la mayor parte de los historiadores. Si el

      señor Azara pretende derruirla, presume demasiado y viene tarde.

      _________________

      (11) El padre Techo, lib. 1, cap. 14 dice que fué oidor de esta Audiencia.

      _________________

      

 

       

    

 

CAPITULO X

 

 

 

Derivación de Tucumán. Entrada de Diego de Rojas a esta provincia.

Choque de este general con un cacique de Copayán. Su marcha para el

distrito de los Diaguitas. Batalla con estos indios. Muerte de Diego de

Rojas. Le sucede don Francisco de Mendoza. Llegan los españoles al Río

de la Plata. Heredia mata a sus competidores, y se apodera del mando. Se

vuelven los españoles al Perú.

 

 

      Con el descubrimiento de la América tenían abierto los españoles un camino

      de conquistas más vastas que las de Ciro y Alejandro. Su confianza y su

      valor debían crecer sobre él cimiento de las dificultades superadas, y aun

      defenderlos de la nota de temerarios. El tiempo en que nos hallamos, es en

      el que sucesivamente iban entrando á su dominio todas las partes de este

      nuevo mundo. El nombre de Tucumán, cuya más probable derivación, parece

      que viene de un famoso cacique de Calchaquí llamado Tucumanao (12), no era

      desconocido entre los conquistadores. Cuatro aventureros en tiempo de

      Gaboto, de quienes ya hemos hablado, á más de los naturales, lo habían

      hecho resonar, y no tan desnudo de recomendación. Sobre todo, el ejército

      de Diego de Almagro en su tránsito al reino de Chile, debió preconizar por

      todo el reino la fama de este vasto distrito, y la índole de sus

      moradores. Después que decapitado el Inca Atahualpa, quedó su reino bajo

      las armas triunfadoras de España, reflexionó Francisco Pizarro que ni á su

      seguridad ni á los cálculos de su ambición convenía tener á su lado a un

      rival tan poderoso como Diego de Almagro. Por sus insinuaciones, y aun más

      por el atractivo de unas riquezas que se consideraban de inmenso precio,

      se decidió este conquistador á la expedición de Chile. Con quinientos

      setenta españoles y quince mil indios peruanos, se puso en marcha por los

      años de 1535.

      _________________

      (12) Seguimos al padre Lozano en su historia manuscrita lib. 4. cap 1.

      _________________

      

      Hallándose acampado este grande ejército en el pueblo de Tupiza, cinco

      soldados españoles se adelantaron hasta el territorio de Jujuy. La fama de

      una guerra devastadora, en la que ya se veía ensangrentado el trono los

      Incas, era un mensajero que no debía prepararles buen hospedaje. En efecto

      los jujeños despedazaron a tres de ellos: los otros dos se escaparon de

      sus manos, y volvieron al ejército con la historia de este infortunio.

      La guerra era para Almagro su elemento, se hallaba muy pujante, y caminaba

      con la confianza de un héroe para que quisiese sufrir un desacato. Los

      capitanes Salcedo y Chaves, con un buen número de soldados, fueron

      encargados de vengarlo. No se descuidaron los bárbaros en tomar todas las

      medidas más convenientes á su delicada situación; celebraron congresos

      militares, convocaron á las tribus amigas, procuraron ganar con

      sacrificios la protección de sus deidades, reforzaron su ejército con

      tropas auxiliares, fortificaron su pueblo con gruesas palizadas, abrieron

      fosos donde, para inutilizar el uso de los caballos, clavaron estacas de

      agudas puntas mañosamente disimuladas. La constante dicha de los españoles

      acaso les había hecho concebir que la fortuna tenía fijada de su parte la

      victoria. Salcedo y Chaves, llenos de ardor y de confianza, pusieron cerca

      á la plaza, y esperaban sujetarla bajo condiciones bien duras. Con todo, á

      pesar de los terribles ataques las tribus confederadas hicieron ver que no

      hay fuerzas despreciables cuando las anima el patriotismo y las reúne la

      concordia. En una salida oportuna, dispuesta con valor y bello orden,

      mataron muchos enemigos, y se apoderaron del bagaje. Este accidente obligó

      á los españoles á la resolución poco decorosa de levantar el cerco. Sin

      duda influyó en esto el temor á desviarse del principal intento.

      Con intereses tan contrarios entre indios y españoles no podía dar un paso

      el ejército de Almagro, que no se hallase erizado de dificultades y

      peligros. Al atravesar el valle de Chicoana, jurisdicción de Calchaquí, le

      picaron aquellos la retaguardia. Almagro quiso reprimir su osadía; pero

      experimentó toda la resistencia de un pueblo viril. En un porfiado

      encuentro le mataron el caballo, y tuvo á gran dicha á escapar con vida

      merced de los soldados que corrieron en su auxilio. Estos reveses lejos de

      desalentar al general, le ponían a la vista la necesidad de obrar con más

      esfuerzo. Empeñado en el castigo, destacó contra el enemigo algunas

      compañías de a caballo. No logró su designio, porque tomando el Calchaquí

      las eminencias de la sierra, burló su diligencia con insultante gritería.

      Aunque todos estos acaecimientos eran sobrados á divulgar entre los

      conquistadores peruanos luces bastantes del Tucumán, lo que principalmente

      los engolosinaba para desearlo era el insidioso nombre de Río de la Plata.

      De tanta importancia se creía esta conquista, que la apetecían como premio

      los hombres más celosos de su mérito y su opinión. La ocasión de

      contentarlos no podía ser más oportuna. En la célebre batalla de Chupas

      acababan los conquistadores de esgrimir esas espadas, que en curso de sus

      empresas parecía habían afilado, para, por último, degollarse á sí mismo.

      La cabeza de D. Diego de Almagro el mozo, derribada en un cadalso, aplacó

      bastantemente el fuego de la guerra civil, y dejó sin oposición en manos

      de Vaca de Castro la distribución de las provincias. Sin agravio de la

      justicia no podía quedar sin recompensa el mérito de Diego de Rojas. La

      conquista de Nicaragua, la expedición de Pedro Ansures á las Montañas, la

      memorable batalla de las Salinas eran ciertamente unos teatros en que

      había sido coronados por manos de la victoria. Lleno de talentos militares

      y políticos, endurecido en las fatigas, firme, moderado, intrépido y

      guerrero poseía el arte de hacerse amar de los soldados. Todo este capital

      de méritos fué premiado con la capitanía general del Tucumán bajo las

      ideas exageradas de su riqueza (13).

      _________________

      (13) Antonio de Herrera dice que Felipe Gutiérrez fue nombrado capitán

      general, y Rojas justicia mayor. Ruiz Díaz de Guzman hace a Gutiérrez,

      cabo subalterno de Rojas. Esto último confirman las actas públicas de

      estos archivos.

      _________________

      

      Trescientos veteranos se alistaron en sus banderas, y pedían ser llevados

      á ganar honores y tesoros.

      Juntada ya la milicia, y acostumbrado Rojas á ejecutar grandes empresas

      con pequeños medios, dejó la mayor parte á Felipe de Cáceres su teniente,

      y con sesenta soldados escogidos se internó hasta Copayán, jurisdicción de

      Catamarca (14). Era señor de este pueblo un indio vano y fanfarrón, quien

      con cierta seguridad, hija de una presuntuosa arrogancia, opuso á los

      españoles mil quinientos guerreros intimándoles al mismo tiempo, que el

      que pasase un cordón de paja tejida puesta entre los dos campos, de su

      orden, sería víctima de su furor. En vano procuró Rojas inspirarle

      sentimientos pacíficos: hacerle ver que su comisión se dirigía á entablar

      enlaces sociales útiles á la causa común, y que no debía hacer juicio de

      sus fuerzas por el número de sus soldados, sino por el de sus hazañas,

      pues por su parte no retrocedería de su empresa mientras le quedase un

      soldado con que poderse defender. Entre tanto los Copayanos rodearon su

      pequeña tropa con señales nada equívocas de invadirlo. El general español

      advertía su peligro con aquella presencia de ánimo, que todo lo proviene

      para salir vencedor. Mandó dar una descarga, y ella bastó á ponerlos en

      huida precipitada. Un suceso tan inesperado de tono para los bárbaros,

      obligó á bajar de tono al arrogante cacique. A poco días dirigió una

      embajada excusando su atrevimiento, ofreciendo una paz que prometía ser

      duradera. Los españoles la admitieron, y consiguieron por este medio

      víveres en abundancia. Esta fruición tan completa hizo que Rojas

      anticipase avisos á Gutiérrez para que acelerase las jornadas. No faltó en

      esta ocasión, quien para malquistar á estos generales, encontró dolosas

      intenciones en los procederes de aquel. Pero Gutiérrez era muy prudente y

      circunspecto. Él quiso más bien sacrificar la opinión á sus obligaciones,

      que sacar partido en unas sospechas tan infundadas, como injuriosas.

      Rojas fué obedecido y tuvo la satisfacción de que se le uniese su

ejército.

      _________________

      (14) Seguimos al padre Guevara en su historia manuscrita, década 3. part.

      2.

      _________________

      

      No quiso el general tener ociosa mucho tiempo su gente, en un reposo que

      enerva las fuerzas del cuerpo y del alma. Después de permitir á sus

      soldados un descanso moderado, ordenó las marchas para el distrito de los

      Diaguitas al país de Mocaxas en territorio de los juríes. Eran estos

      indios de condición altiva, denodada y llena de aquella ferocidad que hace

      de los combates su pasión dominante. Nada miraban con más horror, que

      sujetar su cerviz á un yugo extranjero. Con un buen número de tropas,

      salieron al encuentro á Rojas, y le presentaron batalla. La primera

      descarga de los españoles causó en sus ánimos todos los efectos de la

      sorpresa: batidos y desordenados cedieron el campo al enemigo. Pero la

      vergüenza y la desesperación reanimaron el coraje de los vencidos.

      Resueltos á comprar con la última gota de sangre una libertad gloriosa, y

      habiendo encontrado el secreto de envenenar sus flechas, volvieron á

      renovar el combate. Por espacio de tres días se derramó mucha sangre sin

      ventaja decisiva. El triunfo, que al fin ganaron los españoles, no les

      reparó la pérdida de su valiente general. En lo más encendido de la acción

      fué herido Rojas con una flecha: herida que terminó su brillante carrera,

      y le hizo entregar su espíritu en brazos de la victoria. Cuentan algunos

      historiadores (15) que deseando los españoles descubrir el antídoto de

      este veneno, hirieron levemente á un indio prisionero; quien cogiendo

      yerbas de las que aplicó una á la herida, y tomó la otra en infusión, le

      hizo perder toda su actividad. Si este hecho es cierto, deberá lamentarse

      la historia natural de que el conocimiento de estas yerbas no haya

      enriquecido sus anales. En los tiempos más bajos se descubrió que la

      azúcar y la sal cortan prontamente los efectos de este veneno.

      Felipe Gutiérrez y Nicolás Heredia, por su orden, debieron suceder á

      Rojas; pero posponiendo este los respetos de la justicia á las atenciones

      de la amistad, encomendó el mando á su amigo y confidente D. Francisco de

      Mendoza. Sea que Gutiérrez, como afirman algunos (16), quisiese sostener

      sus derechos, ó que Mendoza, como dicen otros (17), hiciese valer sus

      pretensiones sobre el derecho de la fuerza, lo cierto es que la prisión de

      Gutiérrez y de Heredia lo aseguró en su usurpación. Gutiérrez pudo

      escaparse y ganar el Perú con seis amigos suyos, donde incorporado á los

      realistas fué víctima de su fidelidad. Heredia deseaba recuperar su

      libertad: poco escrupuloso sobre los medios adoptó la pérfida máxima de

      que á los niños se engaña con el pan, y á los hombres con juramentos. Una

      aparente renuncia de derechos, afianzada sobre este gaje de la fe pública,

      concilió las diferencias entre él y su contrario. Menos embarazados los

      españoles con las arriesgadas competencias del mando entregaron á la

      pesquisa del oro y de la plata. No pocas tentativas sólo sirvieron para

      despreocuparlos de sus soñadas esperanzas. Con todo, estas se refugiaron

      al engañoso nombre de Río de la Plata, y guiaron sus pasos hacia este

      rumbo desconocido. Atravesada la sierra por el valle de Calamuchita, y

      tocadas las márgenes del majestuoso río Tercero, que poco después es

      conocido por el Carcaraña, siguieron sus corrientes hasta descubrir el

      Paraná, último término de sus codiciosas pretensiones.

      _________________

      (15) El Padre Guevara en su historia manuscrita, C. 3, Part. 2.

      (16) Ruiz Díaz en su Argentina Manuscrita, cap. 6. Charlevoix hist. Tomo

      1, lib. 3 pág. 229.

      (17) Guevara hist. manusc. lib. 2, part. 2.

      _________________

      

      Todo concurría á embellecer sus ideas, y aumentar el júbilo universal. Al

      siguiente día de su arribo llegaron á vez muchos indios en un crecido

      número de canoas. Los españoles los recibieron con los brazos abiertos, y

      ellos mostraron en la oficiosidad más comedida, que eran dignos de su

      amistad. ¡Cuán dulce es ver unos hombres de climas muy distantes saludarse

      por la primera vez con todo el agrado que engendra un común origen, á

      pesar de las revoluciones morales que alteran hasta los principios de la

      razón! Por estos indios supieron los españoles todos los acaecimientos de

      la conquista del Paraguay hasta su estado actual. Heredia con la

      caballería seguía la marcha á pasos lentos. Su retardado arribo dió

      sobrado tiempo á Mendoza para costear el Paraná. En la eminencia de una

      barranca descubrió éste una elevada cruz, cuya vista arrebató á los

      españoles en un transporte de religión. Llenos de respeto por este signo

      de unión y caridad la besaron de rodillas y la humedecieron con sus

      lágrimas. Los ojos que las vertían eran los mismos que tantas veces habían

      visto sin conmoverse empapadas sus propias manos en la sangre de sus

      semejantes. Para conciliar esta contrariedad de sentimientos, es necesario

      recurrir al carácter de un siglo, cuyas costumbres eran formadas por esa

      mezcla bizarra de religión y ferocidad. Al ejecutar esta adoración

      advirtieron una inscripción, que decía: cartas al pie. Hecha la excavación

      conveniente, se encontró una del gobernador Irala, en la que se contenía

      el resumen del estado de la provincia, con otras noticias importantes en

      orden á las naciones amigas y enemigas.

      Para un genio emprendedor, como el de Mendoza, la lectura de ese papel no

      podía menos que irritar sus deseos de llegar a la Asunción. Él se pone en

      marcha, y en breve vuelve sobre sus pasos sin otro fruto que el

      sentimiento de haber tocado la imposibilidad. Sabe que Heredia se hallaba

      en el país de los Comechigones (18) y prontamente viene á unírsele. Un

      odio mal reconciliado le hizo encontrar criminosa su tardanza. Él fué

      depuesto del mando subalterno, y substituido por Ruiz Sánchez de Hinojosa.

      Heredia había reservado bajo el exterior de una moderación fingida el

      derecho de vengar á la primera ocasión sus pasados resentimientos.

      Llevando sus enojos más allá de los justos límites, mató á puñaladas estos

      dos competidores de su fortuna, y se apoderó de la autoridad. Nada

      convence tanto la ferocidad que precede á la cultura de las costumbres,

      como estos frecuentes asesinatos. Con estos atentados los ánimos se

      irritaban en lugar de conciliarse, y anunciaban una desdicha cierta.

      Heredia mismo, que antes parecía de unos modales nobles y decorosos, se

      hizo insufrible por su altivez, y por su caprichoso empeño en llevar

      adelante esta conquista. La impaciencia de los soldados degeneró en

      insolencia. Habláronle con tal resolución sobre tomar la vuelta del Perú,

      que más parecía amenazarle. El tuvo al fin la prudencia de ceder y ponerla

      en ejecución.

      Apenas habían llegado estos españoles al lugar de Sococha en la provincia

      de Chichas, cuando supieron que el Perú ardía en sangrientas disensiones

      por los disturbios de Gonzalo Pizarro. La fidelidad y la codicia tuvieron

      en perfecto equilibrio el fiel de la balanza. Tan presto los arrastraba el

      deseo de ser leales á su rey, como el de adquirir riquezas vendiendo sus

      brazos al que los pagase mejor. Gabriel Vermudes, que se había adelantado

      á recoger noticias más exactas, los decidió por último al partido de la

      razón. Muchos murieron con la reputación de bravos soldados. Algunos de

      los que escaparon con vida, volvieron al Tucumán en la segunda entrada.

      _________________

      (18) Estos eran indios que habitaban la serranía de Córdoba. Creen que sus

      moradas eran unas cuevas subterráneas, formadas por la naturaleza. El

      ningún vestigio que se encuentra de estas cuevas hace inverosímil la

      noticia.

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CAPITULO XI

 

 

 

Publica Irala jornada para continuar los descubrimientos. Rebélanse los

indios y los castiga. Muerte del capitán Camargo. Llega Irala hasta la

encomienda de Peransules. Manda una diputación al licenciado Gasca.

Amotínanse los españoles contra él y lo deponen. Es restituido al mando.

Muerte del capitán Mendoza. Abreu le resiste la entrada a Irala. Vuelven

sus diputados, e introducen el primer ganado cabrío. Trátase de los

antropófagos.

 

 

      Entre el gobernador Irala y la facción dominante era forzoso que hubiese

      una mutua dependencia. Si esta lo reconocía por cabeza, aquel la respetaba

      como autora de su elevación. El medio único de que no se arrepintiesen los

      rebeldes era seguir la inclinación de sus pasiones. Este fué

      principalmente el tiempo de los crímenes infames, de las opresiones, de la

      libertad de conciencia. El miedo y el honor desaparecieron juntos, y con

      ellos todos los principios de la moral. Por seguro que pareciese este

      camino, no podía dejar de advertir la penetración de Irala, que sólo era

      conducente para granjearle cómplices, no amigos verdaderos; y que en el

      seno del ocio, donde fermentan las semillas de las discordias, era de

      temer una vicisitud al primer choque de esta autoridad vacilante.

      Después de haber distribuido entre sus apasionados todos los despojos de

      Alvar Núñez, dispuso distraer los ánimos con un empeño que facilitase al

      mismo tiempo la confirmación de su gobierno. Publicó jornada á continuar

      los descubrimientos. No bien fué proferida esta proposición cuando

      inmediatamente sirvió de escollo donde vino á romperse la unión mal

      afianzada de los conspiradores. Los oficiales reales, Pedro Dorante y

      Felipe Cáceres, sin otro título para mandar, que haber despojado al que

      mandaba; llevaron muy á mal los absolutos procederes de Irala. Su ejemplo

      excitó en otros el descontento, y la guerra civil fué declarada. Estaban

      con las armas en la mano, cuando por dicha de los españoles, quisieron los

      indios aprovecharse de la discusión, quebrando un yugo aborrecido, en cuyo

      paralelo todas las desdichas juntas eran menores. Invadieron los

      establecimientos españoles, y dejaron los sangrientos vestigios de la

      devastación.

      El propio riesgo de los españoles abrió una tregua á sus odios enconados,

      y les hizo trabajar de concierto por la causa común de su existencia.

      Puesto Irala á la frente de trescientos y cincuenta españoles y de mil

      indios de los más retirados, á quienes tuvo arte de ganar por medio de

      seductoras promesas, fué en busca del enemigo. Se hallaba este acantonado

      á tres leguas de la Asunción con un cuerpo de quince mil combatientes,

      según afirman los historiadores, á quienes la historia de sus ultrajes

      había comunicado ardimiento y resolución. Los dos ejércitos se hicieron

      frente. A pesar del estrago que causó en los Guaraníes nuestra bien

      servida mosquetería, no solo se sostuvieron firmes sin señal alguna de

      turbación, sino que reemplazando sus pérdidas contra la común costumbre,

      correspondiendo las descargas con sus flechas y dardos arrojadizos,

      consiguieron herir algunos, y matar tres soldados. Esto se tuvo ya como

      una ventaja, que debía regenerar su antiguo valor, extinguido por una dura

      esclavitud. Como si desafiasen la muerte se empeñaron en llevar adelante

      su pequeño triunfo. Por medio de una juiciosa evolución se abrieron en dos

      alas, y cercaron el ejército español. Iban estrechando el círculo, cuando

      los nuestros se formaron en cuadro, En esta posición llegaron hasta las

      armas cortantes: fué tan porfiado este combate, que por espacio de tres

      horas se halló indecisa la victoria; por fin, con pérdida de diez soldados

      y bastantes indios aliados, consiguieron los españoles introducir el

      espanto en aquel grande ejército, y dispersarlo totalmente, dejando

      cubierto el campo con más de dos mil cadáveres.

      A favor de no habérseles seguido el alcance pudieron refugiarse los

      fugitivos en uno de esos grandes pueblos fortificados, que aseguraban sus

      esperanzas. No omitió Irala estar sobre él con todas sus fuerzas, ni darle

      continuados asaltos por espacio de tres días. Todo fue inútil, porque los

      bárbaros se defendieron con valor increíble. Los proyectos de elevación,

      que fermentaban en el corazón de Irala lo empeñaron en vencer una

      resistencia, que menguaba su antiguo crédito. El cuarto día dió á la plaza

      un terrible asalto con que logró abrirle brecha por tres partes; se

      introdujo por ella, la tomó y pasó á cuchillo muchos indios, que no

      quisieron entregarse.

      La mayor parte se refugió al pueblo de Carieba siete leguas distante. Era

      esta la plaza de armas más respetable; así porque á las comunes

      fortificaciones se añadían otras de engañosa estratagema, como porque

      situada á la vecindad de un bosque, ofrecía un seguro asilo en la más

      desastrada desventura. Con todo, Irala vino prontamente en busca del

      enemigo; y habiendo recibido un refuerzo de doscientos españoles y

      quinientos aliados, procuraba con toda diligencia apretar el cerco. Era ya

      el cuarto día de este asedio, y nuestro general se hallaba vacilante sobre

      los medios de terminarlo de un modo conveniente á sus deseos, cuando

      presentándosela un cacique principal, evadido clandestinamente de la

      plaza, pacta con él enseñarle dos ocultas sendas del bosque, por donde

      podía introducirse, con tal de que no la entregase á las llamas. No ganaba

      mucho con este arbitrio el decoro militar; y es bien claro, que el general

      Irala no era muy escrupuloso en la elección de los medios, como ellos

      condujesen á su fin. Debió á esta sórdida traición tomar la plaza, y

      ejecutar una mortandad, que no la merecían tantos valientes. Los que no

      quedaron envueltos en tan funesto estrago ganaron presurosos el pueblo de

      Hieruquisaba, cincuenta leguas distante, que en clase de soberano mandaba

      el cacique Tabaré (19). Era de perdonar estas vidas, harto castigadas por

      su suerte; pero la energía del carácter belicoso, que distinguía á Irala,

      lo conducía naturalmente á operaciones guerreras. Habiendo dado á su gente

      catorce días de descanso en la Asunción, se dirigió contra ellos con

      cuatrocientos españoles y mil quinientos Yaperúes, á los que se unieron en

      el camino mil Guaraníes vasallos del traidor de Carieba. Llegó el ejercito

      á las orillas de un río distante media legua del pueblo.

      _________________

      (19) Es este Tabaré distinto del que antes hemos hablado.

      _________________

      

      El enemigo que lo esperaba aquí, defendió el tránsito heroicamente pero se

      vió obligado á ceder al fuego de la artillería. No correspondió la defensa

      de la plaza: al primer ataque bien sostenido quedó sometida con espantoso

      estrago, y obligado su arrogante cacique á implorar misericordia. Con este

      suceso acabó el año de 1543.

      Por un período de cerca de dos años no presenta en adelante esta historia

      sino un campo estéril de hechos pequeños uniformes, y que en nada varían

      la constitución de las cosas. No nos hemos propuesto satisfacer una fría

      curiosidad; sino referir con agrado verdades importantes, é infundir

      sentimientos virtuosos por el estudio de los hombres. Séanos pues lícito

      omitirlos, á excepción de aquellos que sirvan á lo menos para conservar

      las huellas de la historia.

      La cautelosa política de Irala hizo que él solo ganase en las revoluciones

      suscitadas por espíritu de partido. Evaporadas las primeras efervescencias

      de la pasión, se conciliaron algo los ánimos, y adquirió más consistencia

      la autoridad de su gobierno. Entonces volvió Irala á su primer proyecto de

      los descubrimientos. A cien leguas de navegación por el Paraguay se entró

      á tierras de los Alayás, y tocó en los confines del Perú. Retrocedió

      prontamente y pasó el Paraná. La principal ventaja de estas expediciones

      era impedir que el deseo de mejor suerte degenerase en inquietudes

      públicas. Pero no eran tan dóciles sus soldados, que quisiesen acompañarlo

      por pura gratitud; recibían éstos el premio viviendo á su discreción; una

      cadena de crímenes, que en caso igual produjo la licencia en otras partes

      con mucha más brillantez, son los que señalan estos tiempos desastrados.

      Esta era en la realidad una quietud vergonzosa, que convidaba á nuevos

      alborotos. El capitán Camargo, procurador de la ciudad, tocado de tantos

      males que ponían la provincia en el declive de su ruina, tuvo valor para

      proponer á Irala por remedio el repartimiento de los indios, esperando

      fuesen menos oprimidos á la sombra de protectores que los mirarían corno

      propios. Los tiranos oyen siempre con impaciencia todo lo que mortifica su

      amor propio.

      Sin más delito que este mandó darte garrote con inaudita crueldad. El amor

      propio colocó á cada individuo en lugar de este desdichado, y le hizo

      temer una suerte semejante. Los espíritus empezaban á conmoverse. Irala

      sacó la gente treinta leguas de la ciudad; y aquellos á quienes no pudo

      desarmar se unieron á Domingo de Abreu cabeza de los leales, que

      conservaba sus días al abrigo de los bosques. Pasó con su tropa el

      gobernador hasta los Mbayás, y regresó á la Asunción en 1436. Con todo,

      nos asegura el cronista Herrera, "que para ganar amigos, repartió la

      tierra, y encomendó á los indios, á portugueses, franceses, levantiscos,

      etc., prohibiendo al mismo tiempo, que nadie tratase de repartimientos."

      Arribó á esta sazón de España una carabela con órdenes del rey para que no

      se hiciesen nuevos descubrimientos hasta la provisión de gobernador. No

      dudaba Irala lo mucho que perdía en que la corte supiese el pormenor de su

      negra conducta. Puesta la carabela en marcha, tomó todas las medidas para

      interceptar la correspondencia, y no dejar otro conducto, que el viciado

      de sus informes. iOh, reyes, temed ser engañados por las relaciones, que

      basta ser lejanas, para ser sospechosas! La distancia que favorece los

      engaños, proteje también las desobediencias. Con un proceder poco mesurado

      se entregó Irala de nuevo á los vastos proyectos de su genio y de su

      pasión. Es que esperaba no ser delincuente, siempre que fuese feliz.

      Dejando el mando á D. Francisco de Mendoza, partió con trescientos

      cincuenta españoles y dos mil Guaraníes á descubrir el paso del Perú, á

      fines de 1547. La debilidad de los pueblos que murmurando capitulan con la

      fuerza; las perfidias y estratagemas puestas en uso para cubrir su

      impotencia y falta de valor; resistencias y animosidades que hacen más

      activas las pasiones de los que se intentan rechazar; estragos,

      servidumbres, carnicerías, que con sangrientos caracteres dejan muy bien

      trazada la imagen del terror; este es el triste cuadro que presenta el

      viaje de Irala hasta el pueblo de Macheasis, situado cuatro leguas más

      allá del río Guapay á las faldas de las serranías Peruanas.

      Para luchar con tantos escollos fué necesaria á los españoles, toda la

      constitución robusta de aquellos tiempos, ayudada de un manejo constante y

      seguido de parte del general. Pero al fin tuvieron la gloria de vencerlos.

      Hallándose en este pueblo se apresuraron los indios por venir á

      tributarles sus obsequios. No estimaron tanto los nuestros estas

      obligatorias demostraciones, cuanto el advertir en el idioma castellano de

      que usaban, haber roto ese muro de división, que los desunía, y pisar ya

      esos tesoros que buscaban por entre tantos peligros de una fortuna

      arriesgada. Eran estos indios pertenecientes á la encomienda del capitán

      Peransules, fundador de la ciudad de Chuquisaca. Por ellos supieron el

      difícil y delicado estado del reino. Los conquistadores del Perú habían

      establecido su señorío sobre la ruina del imperio de los Incas y de la

      libertad de sus vasallos; pero estos se vengaron, dejando á sus vencedores

      en el veneno de sus despojos la materia de las más crueles disensiones.

      Gonzalo Pizarro acababa de pagar con su cabeza el delito de su traición.

      Su partido, aunque debilitado y disperso, siempre era de temer. Este se

      componía de una soldadesca impetuosa que no reconocía otra gloria que la

      de vencer, otro derecho que el de la fuerza, otro placer que el del

      pillaje. Irala siempre sagaz, intrépido y ocupado de sus ideas ambiciosas,

      creía esta coyuntura buena ocasión de acreditar su fidelidad, y afianzar

      su fortuna. Con estas miras se disponía á mandar una diputación al

      licenciado Pedro de la Gasca, gobernador del reino, ofreciéndole todo su

      ejército para restablecer el orden, que había destruido la tiranía, y

      disipar del Estado las reliquias de la rebelión. Parece muy probable, que

      el presidente Gasca tenía luces anticipadas del arribo de Irala; de los

      hechos criminosos acaecidos en la Asunción, y del carácter inquieto que

      distinguía á sus soldados. Estas consideraciones le hicieron justamente

      temer la renovación de un incendio, aun no bien apagado, siempre que no

      atajando su curso, pusiesen á estas gentes en el peligro de no admitir

      proposiciones á los del bando vencido. En consecuencia de esto tuvo

      órdenes Irala muy apretadas, para que sin nuevo aviso no traspasase so

      pena de la vida los límites del gobierno.

      Este accidente que Irala recató al vulgo de la tropa, le hizo ver que

      nunca convenía más acreditar su fidelidad, que cuando parecía equívoca su

      buena fe. Obedeciendo las órdenes de Gasca, fijó su residencia; pero llevó

      adelante el pensamiento de dirigirle una diputación respetuosa. Nuño de

      Chaves, Miguel de Rutía, Pedro de Oñate y Ruíz García Mosquera partieron

      para Lima en diligencia de esta demanda. Una enfermedad detuvo á estos dos

      últimos en Potosí. Los dos primeros entregaron sus credenciales, y fueron

      recibidos con todo agrado, que exigía su honrosa comisión. El presidente

      dirigió también á Irala una carta, concebida en términos muy decorosos,

      diciéndole, quedaba á cuenta á sus generosas ofertas; de su voluntad el

      reconocimiento libróle al mismo tiempo una buena ayuda de costa, y reitero

      sus órdenes para que no pasase adelante. Si se reflexiona que poco después

      substituyó en el gobierno de Irala al célebre capitán Diego Zenteno, es

      forzoso concluir, que con aquellas demostraciones sólo se propuso

      adormecerlo bajo una confianza engañosa.

      Irala echó de ver le convenía tomar una distancia, desde donde observase

      el teatro sin peligro. Retrocedió pues hasta un pueblo de los Cercosis.

      Mil indios de estos, pasados á cuchillo, dejaron á sus compatriotas bien

      advertidos para no volver á entrar en lid con los temibles españoles. La

      esperanza es el último sentimiento de que se desnuda el corazón del

      hombre. A despecho de la razón, y del mal estado de las cosas no

      desesperaba Irala de granjearse la protección del presidente. Un

      desasosiego importuno le hacía desear la vuelta de sus diputados, y le

      impedía continuar su marcha al Paraguay. Dos meses iban corridos de

      inacción, cuando impacientes sus soldados por unas lentitudes

      infructuosas, con que jamás se aviene el espíritu sedicioso, se

      substrajeron de su obediencia, y confirieron todo el mando al capitán

      Gonzalo de Mendoza. Resistióse este oficial con una modestia de que acaso

      no había ejemplo; pero por una parte la violencia, y, por otra el temor de

      que las riendas del mando quedasen flotando al arbitrio de los sucesos, lo

      resolvieron á aceptarlo. La nueva administración trajo muchos desórdenes.

      Púsose en marcha de vuelta á la Asunción con su ejército todo dividido por

      falta de subordinación y armonía. Seguíalos Irala, como arrastrado de una

      fortuna caprichosa. Las naciones del tránsito los atacaron con pérdida de

      muchos soldados y naturales. No era extraño, porque la desapiadada tiranía

      de estos españoles sólo les conciliaba un odio implacable. Llevando tras

      de sí doce mil prisioneros, reducidos á dura esclavitud, no habían hecho

      más que substituir al derecho de las gentes la arbitraria ley de su

      interés.

      Esta tropa amotinada tomó por fin el puerto, donde quedaron los

      bergantines al cuidado de los fieles jarayes el año de 1549. Las

      fatalidades de esta marcha, unidas á los desastres que hacían gemir á la

      Asunción, concurrían de concierto á reprender las veleidosas mutaciones

      del mando, y obligar á estos amotinados á restituirlo al único capaz de

      remediarlos. Influía también el recelo de que dominando en la Asunción el

      partido contrario debían ser ellos oprimidos. Irala entró de nuevo en

      posesión de su gobierno. A la verdad esta turbulenta república, donde las

      tempestades renacían con violencia, necesitaba por ahora toda la destreza

      de un piloto tan experimentado como Irala. Se sabía, por cosa averiguada,

      que D. Francisco de Mendoza, á pretexto de consentirlo muerto, con suma

      ligereza se dejó persuadir de los aduladores para aspirar al gobierno de

      la provincia. ¡Cuán cierto es que la baja y servil adulación deshonra

      igualmente al que la gusta, como al que la emplea! Para dar lugar á este

      ambicioso designio, debía preceder una formal abdicación de la tenencia

      que ejercía. Esperaba Mendoza con más satisfacción que cordura, se

      reunirían en su persona los sufragios de una nueva elección. Sin detenerse

      depuso el bastón en pleno consistorio. Su sorpresa fué igual á su

      imprudencia, cuando, verificado el escrutinio, vió pasar toda la autoridad

      al capitán Diego de Abreu.

      El hombre que no recibe consejos sino de su pasión, intenta siempre

      deshacer un yerro cometiendo otro mayor, y de precipicio en precipicio

      llega al último de todos. Viendo burlados sus deseos el capitán Mendoza,

      entró en el arriesgado empeño de recuperar la insignia dimitida, y

      arrestar á su competidor. Pero este fué más advertido y diligente para

      hacer que el mismo Mendoza sufriese las prisiones que le tenía preparadas.

      Sitiólo pues en su propia casa, la forzó y se apoderó de su persona.

      Formalizado luego su proceso del modo más sumario, fué sentenciado á que

      perdiese su cabeza en un cadalso. Abreu llevó su odio á un punto

      inconcebible; ni los insignes valedores en la corte de que hacía jactancia

      este reo, ni el respetable cúmulo de sus servicios, ni en fin, el ajuste

      que propuso de dar dos hijas suyas, para que Abreu y Melgarejo entroncasen

      en su ilustre prosapia fueron capaces de mitigar este fatal fallo. Un

      hombre sabio lo hubiera sufrido sin murmurar. Mendoza tembló á vista del

      suplicio, y buscó medios de eludirlo, poco dignos de un varón fuerte.

      Viéndose sin recursos casó con Da. Maria de Angulo para legitimar cuatro

      hijos que tenía de su comercio ilícito. Con ánimo más cristiano se confesó

      públicamente en el cadalso merecedor de aquel fin trágico, porque tal día

      como aquel quitó en España la vida á su legítima consorte, con todos sus

      criados y a un capellán, compadre suyo, que por levísimos indicios supuso

      haber manchado su pundonor. Esto hecho dió su cuello al cuchillo.

      Por más que Abreu apuró sus esfuerzos, no gozó mucho el fruto de esta

      inhumana ejecución. La carabela que despachó á España, solicitando

      confirmación del mando, concluyó desdichadamente su viaje en el banco del

      inglés; y la acelerada vuelta de Irala cambió de pronto su fortuna. Los

      más empezaron á mirarlo como intruso. Con todo, Abreu resolvió sostenerse,

      y le negó la entrada en la ciudad. Está se vió sitiada como pudiera serlo

      una plaza enemiga. El temor ó la lealtad abrieron brecha en el corazón de

      los sitiados, primero que en los muros las máquinas de Irala. Muchos de

      ellos se pasaron á su campo, ya casi desamparado. Abreu abrazó el partido

      de evadirse con cincuenta de su facción. Por espacio de dos años no cesó

      de tener en continuos sobresaltos al bando contrario. Crecía su rabia por

      los mismos medios que se empleaban en aplacarle.

      Retrocedamos un poco más atrás: sensible el presidente de la Gasca á la

      justicia y la humanidad, no perdía de vista el pensamiento de extirpar

      tantos desórdenes, que, á favor de la tiranía y de la anarquía, habían

      trastornado todo el orden de la provincia del Paraguay. Con este designio

      confirió el mando de esta provincia al expresado Zenteno, que por su

      lealtad y sus servicios se había hecho acreedor á todas las recompensas

      militares. Libróle pues título de gobernador desde los confines del Cuzco

      y de los Charcas hasta los términos del Brasil. Pero en un tiempo en que

      un delito sólo costara un mal deseo, no pudo impedir la Gasca el fin

      trágico de Zenteno. El mismo año 1548 hallándose en los Charcas entre los

      regocijos de un convite, murió traidoramente á la eficacia de un veneno.

      Sus despachos, con todos los sujetos que debían formar su comitiva,

      llegaron poco después. Eran estos los cuatro diputados de Irala,

      acompañados de los nobles capitanes Pedro Segura, Francisco Cortón, Pedro

      Sotelo, Alonso Martín Truxillo, y cuarenta soldados más. La desgraciada

      pérdida del jefe no influyó en el ánimo de unos hombres acostumbrados á

      desafiar peligros para que desistiesen del viaje á la Asunción. Guiados de

      su propio coraje emprendieron su camino.

      No omitiremos referir aquí, que estos españoles fueron los que

      introdujeron en la provincia el primer ganado ovejuno y cabrío. En los

      fastos de las naciones ocupaban un lugar distinguido los brillantes

      exterminadores de la humanidad. Nosotros estimamos que tiene más derecho á

      nuestra memoria aquellos á quienes debe los medios de extender más su

      existencia. Los españoles de esta jornada no tardaron de recibir el premio

      de esta buen obra. Alentados los indios a vista del corto número,

      resolvieron vengar en ellos sus pasadas injurias. En crecido número

      seguían sus pasos, acechando el primer descuido de que pudiesen

      aprovecharse. Muy satisfechos de haberlo ya encontrado, se disponían una

      noche á sorprenderlos. Sólo aguardaban aquel espacio de quietud en que se

      hallasen entregados al sueño. La inquieta voluptuosidad de los machos

      cabríos no dió lugar á ese momento de silencio. Los acechadores, que

      tenían ese bullicio por un efecto de vigilancia, no se atrevieron á poner

      en obra su designio, y se vieron en la necesidad de retirarse. No fueron

      en esta ocasión los cabríos menos benéficos á esta pequeña tropa, que los

      vigilantes pájaros en otro tiempo al capitolio de Roma. Aunque no sin

      algunos encuentros, en que los indios llevaron siempre la peor parte,

      concluyeron en fin su viaje. Irala los recibió con demostraciones de sumo

      agrado. La feliz nueva de prolongación de su gobierno, preparaba su

      corazón á estos oficios de benevolencia.

      Chaves, gran confidente de Irala, ó por lisonjear sus pasiones, ó porque

      casado con Doña Elvira de Mendoza, hija del desgraciado D. Francisco, se

      creyó en obligación de vindicar los agravios de la familia, había

      resucitado la criminalidad de Abreu y no pensaba sino en los medios de

      satisfacer su venganza. Fácilmente consiguió verse autorizado para perder

      á un rival, el más terrible de su facción.

      Acompañado de soldados corría los bosques en su seguimiento. Entretanto

      fué descubierta una secreta conspiración contra la vida de Irala. Miguel

      Rutía, y el sargento Juan Delgado, principales autores de ella, dejaron en

      un sangriento cadalso el escarmiento á los demás. Juan de Bravo, y

      Rengifo, presos por Chaves y colgados en una horca, aumentaron la

      consternación. El partido de los leales se vió en el estrecho de buscar su

      seguridad en un acomodamiento con Irala. Los casamientos de dos hijas de

      éste con los capitanes Francisco Ortiz de Bergara y Alonso Richelme de

      Guzman, acabaron de reconciliarlos. Solo Abreu con algunos de sus amigos

      sostenían la buena causa, haciéndose invisible en la espesura de los

      bosques. En una ausencia de Irala, con motivo de llevar sus armas contra

      los Mbayás, su teniente Felipe Cáceres tomó de su cuenta sacrifican á sus

      enconos estas tristes reliquias de una facción agonizante. El capitán

      Erasu con una buena compañía fué destinado á perseguirlos. Consiguió su

      intento una noche que Abreu con cuatro compañeros se hallaban recogidos en

      una choza. Rodeóla, y viéndolo en vela mientras dormían los demás, le

      asestó una flecha por un resquicio, con la que le quitó la vida. El tiempo

      de las acciones heroicas es por lo común el de los grandes crímenes. La

      ausencia de las artes de agrado, y de la cultura del espíritu dejan al

      hombre su energía natural; pero esta es una energía rústica en que se unen

      grandes virtudes y grandes vicios. Felices los hombres cuando se

      encuentran entre los extremos, virtuosos con cultura, cultos sin

      corrupción!

      Con todo, Ruiz Díaz Melgarejo con resolución más intrépida que mesurada,

      presto corría de su cuenta vengar la muerte de Abreu. Costóle cara su

      arrogancia. El teniente Cáceres tuvo medios de apoderarse de su persona, y

      estrecharlo en un calabozo. Las disensiones civiles renacen con nueva

      fuerza. Irala fué instruido de todo, y volviéndose en suma diligencia,

      vino á apaciguar con su presencia esta peligrosa discordia. Consiguiólo en

      efecto, mandando á Melgarejo bien custodiado al campo de su ejército.

      Alonso Richeldme, que mandaba en ausencia de Irala, de acuerdo con éste,

      según dice la Argentina manuscrita, hizo espaldas á Melgarejo, para que

      con un soldado llamado Flores se refugiase á tierras del Brasil. Huyendo

      un riesgo estos fugitivos cayeron en otro mayor. Prisioneros de los

      Tupíes, se vieron destinados á saciar con sus carnes la gula de estos

      carnívoros. Flores, como mejor tratado, fue el primero á quien comieron. A

      favor de una compasiva india, evitó Melgarejo una suerte igual, porque

      dándole libertad esa noche, pudo llegar con felicidad á San Vicente.

      Hemos dejado para este lugar el examen sobre la antropofagia, ó costumbre

      de comer carne humana, introducida entre los indios de estos países. El

      señor Azara, en el tomo segundo de su viaje, capítulo diez, la reputa por

      fabulosa, atribuyendo este engaño á la inadvertencia de los conquistadores

      y misioneros, únicamente atentos á realzar sus proezas, y exagerar sus

      trabajos. Desde luego daríamos gracias al señor Azara de haber libertado a

      estos, nuestros compatriotas de un crimen tan horrible a los ojos de la

      naturaleza. Probaría cuando menos que nuestros pueblos salvajes no lo han

      sido en tanto grado como muchas naciones del viejo mundo. Pero por

      desgracia la razón en que se funda no nos parece de tanto peso, que nos

      haga separar de todos los historiadores. Ella se reduce á sólo el hecho de

      que en el día ninguno de estos pueblos se alimenta de carne humana, y ni

      aun se acuerda de haberlo ejecutado, aunque no pocos viven tan libres como

      al arribo de los españoles. Pero el señor Azara debió reflexionar que la

      costumbre de comer carne humana, más parece vicio de un siglo, ó de una

      edad, que de un pueblo ó de una nación. Cuando se busca el origen de la

      antropofagia, ninguno se acerca más á lo verosímil, que el derecho

      espantoso y arbitrario de la guerra.

      Donde ésta es bárbara, y como el estado natural de los pueblos, sino es de

      necesidad que se encuentre, lo menos, todo está dispuesto á su

      introducción. Los excesos de delirio son entonces los que forman los

      principios y dan lugar á las costumbres. Aquellos son tan varios como los

      caprichos de una imaginación desarreglada, y por consiguiente dictan usos

      que le son del todo parecidos. La historia no permite dudarse, que así el

      estado de la guerra, como el modo brutal de ejecutarla, eran conformes á

      la constitución salvaje de estos pueblos; por consiguiente, la costumbre

      de alimentarse con las entrañas de sus enemigos, sólo necesitaba el

      influjo de una idea extravagante. Los Guaraníes, los Tupís y otros, que a

      juicio de los historiadores eran carnívoros, obraban bajo el principio que

      los que gustaban la carne del enemigo, adquirían un grado de fortaleza,

      que los hacía superiores a los ataques, y con divulgar que comían hombres,

      infundían terror á los demás. Véase aquí el origen de la antropofagia de

      estos bárbaros: origen, que la hace muy verosímil, y muy análoga á su vida

      agreste y brutal. Si á esto se allega el testimonio uniforme de los

      historiadores, no hay razón para que se atribuya á la exageración de los

      conquistadores y misioneros. Seguramente aquellos se hallaron en mucho

      mejor estado que el señor Azara para hacer prolija inquisición de esta

      verdad; y si se advierte que ningún interés pudo mover su pluma, es

      preciso concluir que así lo hicieron. Estos refieren el motivo que indujo

      esta costumbre, los pueblos que la adoptaron, aquellos sobre quienes se

      ejercía, y hasta las más pequeñas circunstancias de la solemnidad con que

      se sacrificaba, y comía el prisionero. Uno de estos historiadores es Ruiz

      Díaz de Guzmán en su Argentina. Este pudo saber de boca de Melgarejo lo

      que sucedió, y hemos referido. Para pretender el señor Azara, que se

      hallaba más instruido que los autores coetáneos en lo que sucedió ahora

      cerca de tres siglos es preciso que apoye en mejores fundamentos su

      opinión. En efecto, que las tribus salvajes de las naciones que antes

      fueron antropófagas, no lo sean en el día, es muy débil conjetura para

      apartarse de su unánime sentir. Sin faltar á la verdad histórica, no se

      puede negar que los españoles europeos y americanos han exterminado, ó

      reducido la mayor parte de esas naciones, que trataban tan inhumanamente

      sus prisioneros. Por consiguiente las tribus que de ellas han quedado, han

      debido acostumbrarse por medio del ejemplo á ser menos feroces, y menos

      excesivas en sus resentimientos. Pero aun en tiempo en que los Guaraníes

      salvajes hacían un cuerpo de nación más numerosa, ya exponen los

      historiadores haber renunciado á una costumbre tan perniciosa. Barco

      Centenera nos dice, que habiéndoles sobrevenido una cruel pestilencia

      después de un convite de carne humana, concibieron un grande horror á este

      manjar (20). Sea así que esta peste provenía de otro principio, pero para

      el genio supersticioso de estos bárbaros sobraba esta casualidad. A mas de

      que es tan cierto, como asegura el señor Azara, que en el día ninguna de

      las tribus salvajes se alimentan de carne humana, asegurándonos Lozano

      (21), que hay manifiestas señales de que algunos montaraces retienen esta

      costumbre.

      _________________

      (20) Argentina. cap. 3

      (21) Lib. 1, cap. 71, hist. manusc. del Paraguay.

      _________________

      

          

 

 

     

 

CAPITULO XII

 

 

 

Hace Irala la expedición conocida por mala jornada. Fúndase la ciudad de

San Juan. La desamparan los españoles. Parte Irala contra los Tupís.

Fúndase la villa de Ontiberos. Sanabria es elegido Adelantado, y no

viene a la provincia. Los Goas introducen el primer ganado vacuno.

Sublévase la villa de Ontiberos.

 

 

      Luego que Irala consiguió ver pacificada la provincia, dispuso una entrada

      cuyas consecuencias debían ser el descubrimiento de las grandes cosas que

      divulgaba la fama, y la copiosa fruición de sus ventajas. Una idea tan

      linsonjera acaloró los espíritus, y produjo un fuerte entusiasmo. Si los

      españoles hubiesen tenido la prudencia, más bien de afirmar sus

      conquistas, que de extenderlas, hubieran evitado no pocos trabajos

      infructuosos; pero la fortuna los había favorecido, y sin advertir en sus

      mudanzas se entregaban de nuevo á sus delirios. Por esta vez les fué tan

      ingrata, que en adelante se conoció esta expedición por el distintivo de

      la mala jornada. Cuatrocientos españoles, más de cuatro mil indios amigos,

      con seiscientos caballos y un gran acopio de basamentos, fueron con los

      que Irala salió de la Asunción el año de 1550 á buscar de nuevo el

      hallazgo de esas equívocas riquezas. Después de haber atravesado la tierra

      hasta los indios Mbayás, cruzando los senos más ocultos, y costeado toda

      la cordillera del Perú, tuvo que volverse, sin más fruto, que haber

      perdido la esperanza, último resto de su ideada felicidad. Por colmo de

      las desdichas, mil y quinientos Guaraníes desertaron de sus banderas para

      reunirse con sus deudos los Chiriguanos; otros tantos con todos los

      caballos perecieron en la retirada por entre campos inundados; no pocos

      españoles padecieron la misma desventura, y los que alcanzaron á la

      Asunción contaban con gran dicha verse con la vida. La vuelta de esta

      desgraciada expedición parece que fué el año de 1551 á 52.

      El establecimiento de un puerto á la embocadura de Río de la Plata,

      siempre había sido el objeto más importante de las combinaciones

      políticas. A más de que sin él eran muy peligrosas las expediciones

      marítimas; no era fácil que la conquista retirase sus límites todo lo que

      exigía la base de este proyecto. Las entradas á tierras de enemigo, sólo

      dejaban una gloria estéril. Por ellas es verdad se conseguía, que los

      indios diesen la obediencia; pero los grados de esta sujeción eran los del

      temor. La retirada de las tropas disipaba lo uno tras de lo otro, y al fin

      poco se adelantaba. Establecimientos permanentes en los puntos cardinales,

      como la entrada del río, era lo único que podía cimentar esta dominación.

      El gobernador Irala lo deseaba, y lo puso en práctica. Juan de Romero,

      capitán prudente y valeroso, con ciento veinte soldados escogidos, abrió

      de orden suya en 1555 los cimientos de la ciudad de San Juan en la

      confluencia de un río, al cual dieron ese nombre, al norte del de la

      Plata, frente de Buenos Aires. Los indios Charrúas poseídos de un odio

      irreconciliable al español, y bastante advertidos para llegar á conocer,

      que ninguno es libre al lado de otros más fuerte, miraban con celos esta

      fundación, y se propusieron aniquilarla. Sus asaltos constantemente

      repetidos, y la falta de subsistencias en breve redujeron la población á

      los últimos extremos. Las voces de la miseria resonaron en la Asunción. El

      capitán Alonso Richelme, yerno de Irala, voló en su socorro, pero sólo fué

      para que reconociendo la imposibilidad de superar tanta obstinación de

      estos bravos, levantase el establecimiento, y de común acuerdo se

      restituyese á la capital. No fué este el único acontecimiento que

      desgració esta empresa. En el viaje diez y seis españoles envueltos en las

      ruinas de una barranca, donde habían salido por recreo, consternaron con

      su muerte á sus amigos y camaradas. La turbación que causó este repentino

      suceso, reanimó al mismo tiempo los ánimos abatidos de los indios para

      despicar un odio, que sólo comprimió el temor. Ellos embistieron a los

      españoles; pero rotos y descalabrados llevaron una nueva lección de

      respetar sus invasores.

      Al arribo de estos españoles llegaron también á la Asunción varios

      caciques principales de la provincia del Guaira. El objeto de la venida

      era reclamar la protección contra las invasiones de los Tupíes, á que les

      daba derecho su vasallaje. Irala debió sin duda conocer que libertar á

      estos indios de sus perpetuas depredaciones, haciéndoles gustar una

      tranquilidad duradera, era una de las principales ventajas, que debía

      recompensar su triste dependencia, y uno de los medios más poderosos de

      hacerla pasar á obligación. Lleno de una actividad que no le permitía

      estar sin objeto, resolvió vengarlos por sí mismo. Con número suficiente

      de soldados buscó al enemigo en sus mismos hogares. Estos indios belicosos

      recibieron á Irala con aquella imperturbable serenidad del que no tienen

      que elegir entre la victoria y la servidumbre. Ya sosteniendo los choques

      con denuedo, ya reemplazando sus pérdidas, ya moviéndose con una agilidad

      inconcebible, ya, en fin, obrando con valor, balancearon la suerte de las

      armas por mucho tiempo, y se hicieron acreedores de mejor éxito. La

      victoria se declaró por quien estaba la ventaja de las armas. Los

      españoles saquearon su principal pueblo después de haber seguido el

      alcance de las canoas, y llenaron de terror á los vencidos. En tal aprieto

      imploraron estos su clemencia. Un armisticio general evitó el hierro que

      amenazaba sobre sus cabezas. Pero en estos ajustes de parte de los indios

      sólo entraba la amistad por fórmula, porque no teniendo otro arbitrio de

      evitar los males, se creían con derecho de engañar cuantas veces podían

      hacerlo sin peligro. No pasó mucho tiempo sin que experimentase su

      arrepentimiento. El gobernador Irala resolvió su regreso á la Asunción,

      habiendo de antemano despachado á la corte, por la vía del Brasil, á su

      sobrino Esteban de Bergara con los poderes de la provincia. Las

      imponderables fatigas de esta vuelta, en la que navegando por el Paraná,

      se ahogaron algunas gentes, y el abandono de los Guaraníes, obligaron á

      Irala á caminar por tierra. El feliz éxito de las empresas consiste

      siempre en la profundidad de las miras con que se han meditado, en la

      exactitud de los planes que se levantan, y en un cierto tacto mental, que

      ata con delicadeza todas las partes de un proyecto. Aunque no se puede

      negar que poseía Irala talentos políticos para promover el sistema de los

      establecimientos, también es cierto, que el haber claudicado por algunos

      de estos extremos fué causa de que por ahora no lo manejase con acierto.

      El hermoso cuadro que le presentaba la provincia de Guaira, retocado con

      las bellas tintas de su imaginación daba sobrado mérito para que se

      propusiese levantar en ella una colonia. A la verdad concurrían sólidos

      fundamentos en que apoyar este pensamiento. Por una parte la vía del

      Brasil ofrecía una comunicación con la metrópoli menos expuesta y

      retardada; por otra las fronteras de la provincia se hallaban más

      respetadas, y se contenían los ultrajes con que los mamelucos reducían á

      estos indios más abajo de la condición humana. Sobre estas razones de

      conveniencia pública, mandó Irala dar nacimiento á esta colonia; pero no

      acertó á tomar bien sus medidas. En 1554 el capitán García Rodríguez de

      Bergara, con sesenta españoles, fundó la villa de Ontiberos en el pueblo

      de Canideyú á una legua de distancia del célebre salto que da el río

      Paraná. Con una política mal calculada destinó para fundadores de este

      establecimiento á los secuaces de Diego de Abreu.

      Su fin era desarraigar de la capital estas semillas de sedición, sin

      advertir que transplantándolas á otro suelo, donde no estuviese sobre

      ellas la vigilante mano del labrador, debían fructificar con más pujanza.

      Mientras duró el gobierno del capitán García Rodríguez, su ejemplo, más

      poderoso que las leyes, reprimió las animosidades; pero veremos en lo

      sucesivo el agigantado cuerpo que tomó el espíritu de partido.

      Entretanto que esto pasaba en el Paraguay, otras eran las medidas que se

      tomaban en España. Si no estaba decretado, que por el orden común de los

      sucesos llegase lrala al mando en propiedad, á lo menos una fortuna

      siempre parcial á sus intentos mudó el destino de las cosas para

      satisfacer su ambición. Nada había omitido Irala para robarle á la corte

      el conocimiento individual de su detestable manejo. Pero el tiempo, que

      tarde ó temprano desemboza los vicios, fué más poderoso que su cautela. La

      corte supo las artes; con que había llegado á la autoridad, y resolvió

      poner límites á su ambición. Admitió pues la propuesta que le hizo Juan de

      Sanabria, caballero poderoso natural de Medellín, por lo que bajo de

      condiciones ventajosas al Estado, solicitó el gobierno del Río de la

      Plata. Este tratado se ha querido mirar como una prueba irrefragable de

      que el plan de estas conquistas estuvo siempre levantado sobre la base de

      la pública felicidad. Es preciso no equivocarse dando por cierta una

      proposición tan absoluta. En el momento mismo que los reyes de España

      conquistaron parte de estas provincias, los indios sumisos y rendidos

      debieron encontrar su seguridad en el interés mismo de sus nuevos señores.

      Su proyecto no podía ser exterminarlos, y reinar en la soledad. Por su

      propio provecho debían convidar á los indios al trabajo, y promover su

      felicidad. Pero esta, ¿ha sido jamás cual lo exigía una exacta y rigorosa

      justicia? No creemos que hay ninguno tan preocupado, que se atreva á

      sostenerlo. Para dar más luz á esta historia, pondremos aquí los

      principales artículos.

      El de la religión fué el más recomendado. Sanabria se obligó á traer ocho

      religiosos franciscanos, y la corte le proveyó de ornamentos sagrados,

      vino para los sacrificios, aceite para las lámparas en cantidad

      correspondiente para el consumo de seis años, y del competente matalotaje.

      Pero los libros de la nueva secta filosófica nos repiten, que la religión

      católica no ha causado sino males. Remitimos á sus autores el retrato fiel

      de las costumbres, y la ignorancia de estos indios en su barbaridad. Si no

      están arrepentidos los filósofos de que estos indios hayan dejado de ser

      bestias, esto mismo debe enseñarles á respetar una religión, que sabe de

      las bestias formar hombres, y que pudo restablecer la humanidad en todos

      sus derechos, si en parte no hubiese sido contrariada por la potestad

      misma que la mandada propagar. Los demás artículos son referentes á

      conducir cien familias, á más de doscientos soldados, levantar dos

      pueblos, transportar semillas para el cultivo de las tierras, dar buque á

      algunos artesanos por el módico precio de ocho ducados el que más; y en

      fin, repartir entre los conquistadores á precios aprobados por el consejo,

      ropas y vestidos necesarios, mancomunándose de diez en diez, para la

      satisfacción de su importe. Visto es que el anhelo de la corte se caminaba

      á excitar entre los bárbaros algún deseo por las comodidades, que hacen al

      hombre activo e industrioso. Con esto se pretendía también asegurar estas

      posesiones porque es cosa bien sabida, que desde que el hombre abandona la

      vida errante, da el primer paso á la dependencia sirviendo de sujeción el

      mismo terreno que cultiva.

      Ajustadas todas las condiciones partió el Adelantado Sanabria para Sevilla

      á dar calor á los aprestos necesarios de su empresa. Una expedición de

      portugueses, que al mismo tiempo se disponía para fundar nuevas colonias

      en Brasil, puso en cuidados al emperador. De superior orden suya se

      despacharon avisos convenientes á Sanabria, para que adelantase su salida,

      y previniesen cualquiera usurpación en territorio de la corona. Estas

      prudentes prevenciones llegaron á sazón que su muerte había ya enterrado

      en su sepulcro tantas buenas esperanzas. En 1549 le reemplaza su hijo

      Diego Sanabria bajo las mismas condiciones estipuladas; pero implicado en

      las trabas inseparables de negocios forenses, quedó casi frustrado este

      importante asunto. Con todo, entretanto que el nuevo Adelantado promovía

      en la corte la solución de sus litigios, el capitán Juan Salaza de

      Espinosa, que volvía al Río de la Plata con el empleo de tesorero general,

      se dió á la vela en 1552 con dos navíos de los cinco del ajuste, y uno que

      armó de su cuenta el capitán Becerra. Dos años después lo siguió este

      Adelantado en otro tercer navío; pero con tan mala suerte, que

      extraviándose los pilotos del verdadero rumbo al montar el cabo de San

      Agustín, vino esta nave de arribada á Cartagena. Sanabria volvió á

      Castilla, y nunca más pensó en el Río de la Plata; no obstante que

      corriendo el tiempo murió en Potosí.

      La armada de Salazar, en la que muchas personas de esclarecido linaje

      venían á aumentar el número de tantos ilustres pobladores, navegó con

      próspero viaje hasta la isla de Santa Catalina; pero al tocar la barra de

      la laguna de los Patos, zozobró en ella el navío del capitán Becerra, cuya

      gente si escapó del naufragio fué para caer en manos de los bárbaros. La

      de los otros buques experimentó, poco después, el sinsabor de las

      discordias. El comandante Salazar, y el piloto mayor formaron cada cual su

      partido, á quien comunicaron sus odios personales. Prevaleció el del

      piloto, y fué depuesto Salazar. D. Hernando de Trejo, que reasumió la

      autoridad, no pudo calmar la sedición. Parte de la gente siguiendo á su

      caudillo depuesto, se pasó á San Vicente, del Brasil. El corazón virtuoso

      y sensible del padre Leonardo Núñez, de la extinguida compañía, no pudo

      oír sin emoción a estos emigrados la triste suerte que había tocado a los

      barcos de Becerra. Lleno de sentimientos de humanidad resolvió rescatarlos

      pesar de la distancia y de los riesgos. Por su crédito y su presencia

      venerable tomó entre los bárbaros aquel ascendiente irresistible, que sólo

      la virtud es capaz de conciliar. Hablóles luego en aquel tono pacifico de

      su genio conciliador, y consiguió le entregasen los prisioneros, con

      quienes regresó como en triunfo. A otro oficio caritativo debieron años

      después llegar libres a la Asunción.

      El capitán Trejo deseaba señalar su precario mando con un servicio que

      acreditase, era digno de otro mayor. Con estas miras á principios de 1553

      levantó un pueblo en el puerto de San Francisco, situado entre la Cananéa

      y la isla de Santa Catalina. Aquí casó, tuvo un hijo, que después fué

      Obispo del Tucumán, y amo de aquella célebre negra, que habiendo donado á

      los jesuitas, murió de más de 180 años en la estancia de Alta Gracia,

      donde la conocimos. El emperador aprobó el establecimiento de esta

      colonia, como muy necesaria para facilitar las operaciones mercantiles, y

      cubrir la comunicación con el Perú. Tuvo muy corta duración este lisonjero

      proyecto; porque sitiada la colonia del hambre y la necesidad, la

      abandonaron sus pobladores pasándose á la Asunción el año de 1555. Esta

      marcha, que se hizo por el mismo derrotero de Alvar Núñez, nada ofrece de

      particular, sino la muerte de treinta y dos soldados, que extraviados del

      convoy en busca del sustento, perdieron todas las sendas, y perecieron á

      los rigores de la necesidad. El capitán Trejo se vio a su arribo

      procesado, y preso por Irala, quien le imputó á delito la deserción del

      establecimiento. Mandaba entonces este general con todos los fueros de un

      déspota; porque abatidas las cabezas de los hombres principales, consiguió

      que aun sus deseos se respetasen como leyes. Casi al mismo tiempo llegaron

      también á la Asunción los otros españoles, que se habían refugiado en San

      Vicente en cuya compañía vino también el capitán Melgarejo.

      Dijimos antes que evadido éste del Paraguay se había pasado á San Vicente,

      establecimiento portugués. Aquí casó con Doña Elvira, hija del capitán

      Becerra. Esta dama de peregrina hermosura no había nacido para Melgarejo.

      Las violencias de sus padres pudieron obligarla a que alargase su mano;

      pero esta fué una mano totalmente vacía; porque en las mismas aras del

      sacrificio reservó su corazón á otro que por elección era su dueño. Este

      era el castellano Juan Carrillo. Los mutuos incendios de la pasión parece

      que les daban una existencia común, que debía crecer á un mismo tiempo.

      Así fué; porque sorprendidos en adulterio por Melgarejo fueron muertos á

      puñaladas. Nada comprueba mejor la máxima, que si el amor es excesivo

      quererlo comprimir con violencia, es exponerlo á una tragedia. Esta

      infausta aventura hizo que Melgarejo, se acomodase con la necesidad,

      aceptando los auxilios, que ante le había proporcionado Irala para

      volverse á la Asunción. Con esta comitiva vinieron varios portugueses,

      entre quienes sobresalían por su linaje los dos hermanos Goes. Aun más que

      por esta calidad, que nada vale cuando no acompaña el mérito, debe ser

      eterna su memoria; porque introduciendo ocho vacas y un toro, levantaron

      sobre ese débil principio el coloso de prosperidad, que hace al Río de la

      Plata uno de los emporios del reino. El excesivo precio que la estimación

      común impuso por entonces á cada uno de estos cuadrúpedos, parece que

      presagiaba esta dicha futura. El portugués Gaete, que los condujo por

      camino muy fragosos, fué recompensado con la adjudicación de una vaca;

      recompensa tan excesiva en el aprecio general, que para ponderar el subido

      valor de una mercancía, quedó por proverbio recibido: "es más cara que las

      vacas de Gaete." Toda esta gente recibió un buen acogimiento del

      gobernador Irala.

      Por este tiempo, poco más ó menos, los colonos de Ontiberos se

      substrajeron de la obediencia de Irala, luego que les faltó la presencia

      del capitán García Rodríguez. Este atentado, que hería en lo más vivo la

      delicada altivez del jefe, lo resolvió solicitar un castigo saludable, que

      reanimase en todos el sentimiento de la subordinación. Su yerno, Pedro de

      Segura, con cincuenta soldados tomó á su cuidado escarmentarlos, y recoger

      los españoles vagos de toda aquella comarca. El amor del libertinaje había

      ya incorporado los de esta dispersión con los colonos de Ontiberos, y

      formado un cuerpo de rebeldes, capaz de sostener su independencia. Fué del

      todo inútil la anhelosa diligencia de Segura, por poner el pie en la nueva

      villa. Estropeado de los intrépidos amotinados, tuvo el dolor de hacer una

      vergonzosa retirada. Este suceso fué un cebo, que levantó llamas de enojo

      en el corazón de Irala; pero un fondo de cordura, que presidía por lo

      común á sus deliberaciones, le había enseñado á conseguir de sí mismo una

      victoria, que aunque momentánea, era siempre más costosa que la de sus

      propios enemigos. Sin renunciar su venganza, tuvo la prudencia de

      reprimirse por entonces, y diferirla á mejor tiempo.

      

      

       

 

 

CAPITULO XIII

 

 

 

Irala es hecho gobernador en propiedad. Viene el primer obispo. Forma

Irala las ordenanzas. Chavez parte contra los Tupís. Melgarejo funda a

Ciudad Real. Muerte de Irala. Mendoza entra en su lugar. Disputa de

Chaves con Manso.

 

 

      Cuando estas cosas así pasaban, llegaron por la vía del Brasil noticias de

      tanta importancia que debían producir un nuevo orden de cosas. Estas eran

      la propiedad del gobierno conferido al general Irala, y la venida del

      primer obispo que ocupó esta iglesia. Por parte de Irala el buen suceso de

      una pretensión á que había sacrificado hasta el honor y la conciencia,

      reparó en su ánimo aquel pasado contratiempo. Por la del pueblo fué

      aplaudida esta promoción. Tal era el artificio de este feliz usurpador,

      que disfrazando los vicios con las virtudes, la severidad con los halagos,

      el mal presente con la esperanza de un bien futuro, se concilió las

      voluntades, é hizo olvidar sus pasados yerros. Debe confesarse en honor de

      la verdad, que su conducta era muy diferente de la que observó al

      principio de su tiranía. El evento confirmó en breve aquella noticia

      anticipada. Dos navíos al mando del general Martín de Orúe, tomaron puerto

      en la Asunción, y con el obispo D. fray Pedro de la Torre, religioso

      franciscano.

      Unas provincias pobladas de gentiles, á quienes como esclavos fugitivos de

      la ley natural era necesario traer á su yugo, y hacerles conocer las

      verdades de la religión revelada, exigían desde luego auxilios no menos

      grandes, que oportunos. Persuadido el emperador Carlos V que el influjo de

      los pastores del primer orden debía levantar el edificio de la religión

      sobre cimientos más sólidos, que los que pudo darles el celo, muchas veces

      mal dirigido de los que hasta aquí se habían ejercitado en las funciones

      del apostolado, solicitó de Paulo III la instalación de un nuevo obispado

      en la provincia del Río de la Plata. Este pensamiento tenía también otra

      ventaja, cual era la reforma de las costumbres públicas de los mismos

      conquistadores, sobre las santas máximas del Evangelio. Hubiera sido un

      prodigio, de virtud no conocido en los anales del mundo, preservarse de la

      depravación en medio de los mayores incentivos, que jamás tuvo la flaqueza

      humana. Era pues conveniente que un jefe principal de la potestad

      espiritual recuperase á la conciencia ese tono imperioso, que hablan

      enflaquecido los vicios, y representase las verdades espantosas de la

      religión bajo aquel temple fuerte que asegura una impresión saludable. Por

      Bula de 1547 fué cometida á D. Fray Juan de Barrios y Toledo, primer

      obispo de esta nueva iglesia, la elección de este obispado de la Asunción

      (22). A diez de Enero del año siguiente verificó su comisión por medio de

      una acta solemne. En un tiempo en que los emolumentos eran tan tenues, los

      fondos públicos fueron destinados á la congrua sustentación del prelado y

      demás ministros. No logró la provincia los reglamentos de sabiduría que se

      prometían de un varón tan esclarecido; porque disponiéndose para pasar á

      su destino, fué asaltado de enfermedades que desvanecieron tan bellas

      esperanzas.

      Por su muerte, ó su renuncia, recayó esta cátedra episcopal en el ya

      mencionado D. Fray Pedro de la Torre. Su entrada en la Asunción, que fué

      la víspera de Ramos de 1555, extendió el regocijo en todas las clases de

      los ciudadanos. No fué pequeña la consolación del prelado al verse con un

      clero compuesto de doce sacerdotes seculares, dos religiosos de San

      Francisco, y dos de la Merced, de quienes pensaba servirse para dar

      progresos más rápidos al cristianismo, y levantar establecimientos que

      hiciesen su nombre respetable.

      _________________

      (22) Es muy reñida la disputa entre los críticos sobre la familia

      religiosa de que fué alumno este célebre personaje. La opinión más

      verosímil lo hace mercedario. Puede verse al padre Lozano lib. 3 cap. 1 de

      su historia civil del Paraguay.

      _________________

      

      Irala se hallaba ausente de la ciudad: instruido del suceso vino sin

      tardanza á cumplimentarlo. Las recíprocas demostraciones de afecto, que se

      dieron estas dos cabezas de la república anunciaron un armonioso

      concierto, que debía ser la base de la felicidad pública.

      Tomó de nuevo Irala las riendas del gobierno con los socorros de armas,

      municiones y soldados, que le entregó el capitán Orúe. Su afabilidad, la

      contracción á sus obligaciones, la prudencia de sus reglamentos eran los

      mejores medios de dar á su ambición un colorido de justicia. Con estas

      miras puso en seguridad el giro de los negocios públicos, reanimó la

      industria popular, promovió esas escuelas de primeras letras que son los

      elementos de la razón, edificó la catedral y las casas consistoriales con

      la suntuosidad de que eran susceptibles las circunstancias, contribuyó á

      la decoración del pueblo, fomentó un astillero para la construcción de los

      barcos, donde trabajaban de continuo más de dos mil artesanos, y se dedicó

      especialmente al repartimiento de los indios entre los conquistadores, á

      quien se dió el nombre de encomienda, pudiendo reputarse por uno de los

      beneficios militares. Una funesta experiencia había acreditado que el

      servicio gratuito de parte de la tropa era una de las causas de sus

      violencias y usurpaciones. Para remediar este desorden formó Irala

      padrones por los que se contaban hasta veinte y siete mil indios de armas,

      los repartió y dictó esas ordenanzas, que obtenida la aprobación del rey

      fueron por mucho tiempo el código legal de estas provincias. Si hemos de

      dar fe al señor Azara, por ellas se confería posesión á título de

      encomienda á cualquiera que tornase sobre sí el empeño de reducir por

      bien, ó por fuerza alguna población no muy crecida (23). Los indios, así

      reducidos, se tenían por Mitayos, cuya obligación era de servir dos meses

      por su turno al vecino encomendero desde los 18 hasta los 50. Pero si las

      poblaciones eran demasiado numerosas, se levantaba una ciudad, o villa de

      españoles, quienes se dividían entre ellos, y formaban encomiendas, ó bien

      de Mitayos, ó de originarios y Yanaconas, á quienes los encomenderos

      retenían corno domésticos, y los obligaban á servir según su entera

      voluntad. Nadie habrá que no advierta que la base de estas ordenanzas era

      el servicio personal, y que por lo mismo ellas no hicieron otra cosa que

      autorizar a opresión y el latrocinio. El curso de esta historia traerá á

      la pluma los males que causaron, y las eficaces providencias de la corte

      por abolirlas.

      _________________

      (23) Tomo 2 de su viaje, cap. 12.

      _________________

      

      Vencedor Irala de sus enemigos, amado aun de sus émulos, respetado de

      todos, condecorado con el gobierno, continuó manejándose en adelante como

      magistrado sabio, capitán prudente, padre de su pueblo y árbitro

      equitativo de los extraños. Si á más de lo dicho buscamos la razón de esta

      metamorfosis, la debemos encontrar en el mismo interés del vencedor, y en

      el de los compañeros de su fortuna. Los pueblos sometidos, lejos de

      provocar su ira, recibieron sin murmurar el destino, que á bien se tuvo

      señalarles. Siendo este el de los repartimientos, nunca convenía menos

      exterminarlos. Por el contrario, promover aquella tal cuál cultura de la

      razón, que permitían las circunstancias, y que conduce á los principios de

      la vida social, aficionarles al trabajo mostrándoles las riquezas que la

      tierra abriga en sus senos, dar un nuevo ser á la vegetación, enseñarles

      todos los medios, no sólo de conservar su existencia, sino también de

      labrar el opulento patrimonio de los encomenderos, y en fin, adelantar los

      establecimientos con aumento de la felicidad pública y privada, esto era

      todo lo que exigía el plan de una política sensata. El genio vasto del

      gobernador Irala, capaz de abrazar las combinaciones más complicadas del

      mando, desempeñó estos objetos, y se hizo digno de vivir en los fastos de

      estas provincias. Por arreglado que hubiese sido el repartimiento de los

      indios, no pudo ser á contentamiento de todos. Estos eran menos de los que

      se necesitaban para que no quedasen muchos sin beneficio. Este motivo,

      unido á otros de mayor peso, inclinó al gobernador á meditar dos nuevas

      poblaciones, una en la provincia del Guaira, y otra en los jarayes. Pero

      antes quiso poner freno á las reiteradas insolencias con que los Tupíes

      brasileños insultaban nuestros pueblos amigos y ejercitaban su tolerancia.

      El capitán Nuño de Chaves, gran capitán, gran político, era capaz por sus

      esfuerzos y su prudencia de dar cabal desempeño á este designio. Con un

      cuerpo de veteranos y otro de soldados nuevos, que iban como en

      aprendizaje á este género de guerra, partió á principios de 1556. Con su

      presencia se consiguió recuperar el aliento á nuestros atemorizados

      fronterizos, y dar á los agresores un castigo, que tuviese por fruto el

      escarmiento. El río Paraná, Tibasiva, los Pinares vieron correr á Chaves

      con la intrepidez de un guerrero y la confianza de un vencedor. Pero poco

      faltó para que le fuese funesta esa fortuna, que le inspiraba tanta

      seguridad. Cutiguará, famoso impostor, que pasaba entre los bárbaros por

      hombre inspirado, pudo rebelar contra los españoles á los indios de

      Peavijú. Para animar en ellos el ardor de los combates y el amor de la

      independencia, les hizo presente, que con estos extranjeros venían las

      pestes y demás calamidades, porque sembraban doctrina perniciosa, opuesta

      á sus ritos patrios: que el motivo de su enseñanza no era más que un

      artificio para adormecerlo bajo el yugo de la tiranía, que ya tenían

      echado el ojo donde establecerse con ventaja á fin de apoderarse de sus

      hijos y de sus mujeres; que los mirasen con más horror que a los Tupíes,

      pues eran enemigos acostumbrados á burlarse de los hombres y de los

      Dioses, y en fin, que no temiesen acometer hallándose á la frente un

      caudillo, que sabría convertirse en león feroz, para despedazarlos entre

      sus garras. La estúpida credulidad de unos bárbaros, esclavos de las más

      groseras preocupaciones, fácilmente debía preparar el asenso, y

      resolverlos á una tierra en la que el cielo se declaraba su protector. Con

      un arrojo superior á su flaqueza, cercaron á Chaves en su propio campo, y

      lo atacaron llenos de furor. El lugar inexpugnable que ocupaban los

      españoles, los preservó de un total exterminio, acreditando lo que vale

      una ventajosa situación. Unos indios ahogados en cierto río cercano, y

      otros pasados por el filo de la espada debieron enseñar á todos la

      falibilidad de sus oráculos. Victorioso Chaves, así en este, como en otros

      encuentros de menos monta con los indios de los Palmares, ajustó paces,

      llevando en rehenes algunos caciques principales, que trató Irala con

      benignidad.

      El descanso más propio de estos tiempos consistía en mudar de ocupación.

      Tomado dictamen del obispo y del cuerpo consistorial, metió calor Irala al

      proyecto de las dos poblaciones. La del Guaira fué encomendada al capitán

      Ruiz de Melgarejo, quien con cien soldados escogidos abrió los fundamentos

      de Ciudad Real en 1557 sobre las márgenes del Paraná á la boca del río

      Pequirí, y tres leguas distante de la villa de Ontiberos. El corto residuo

      de habitantes que poblaban esta villa, y la tranquilidad con que se

      reunieron al nuevo establecimiento, dan motivo para creer que estaba ya

      apagado el fuego de la pasada rebelión. Melgarejo no encontró más que una

      docilidad favorable á sus intentos. Formando el empadronamiento de los

      indios, subió la capitación á cuarenta mil familias, que se repartieron

      entre setenta encomenderos. El incesante desvelo de éstos por desterrar su

      natural pereza, y asentarlos al ejercicio de las artes necesarias, creo en

      breve las fortunas más pingües de la provincia (24). Pero este aumento de

      prosperidad era sólo en favor de los encomenderos. El mismo acrecimiento

      de sus haberes reducía á un círculo muy estrecho la propiedad de los

      indios. No está en las leyes del orden que muchos sean desdichados para

      que pocos sean felices. Era pues preciso, que toda esta dicha no fuese más

      que un bien momentáneo, y un verdadero síntoma de su próxima decadencia.

      En efecto, en pocos años de servicio personal disminuyó enormemente la

      población, y expió con la miseria los excesos de los nuevos dueños. No es

      la primera vez que la codicia desenfrenada ha sido castigada por ella

      misma.

      Para la población de los jarayes salió el mismo año de 1557 el capitán

      Nuño de Chaves, llevando en su compañía doscientos veinte españoles y más

      de mil quinientos indios amigos. Navegaron con felicidad hasta entrar por

      el río Araguay, cuyas márgenes poblaban los indios Guatos. Tenían éstos

      muy fresca la memoria de sus resentimientos. Vengar los males de la patria

      con un alevoso golpe de mano, era lo que en su juicio convenía á su

      seguridad. Por medio de una celada, dispuesta con el más disimulado

      sosiego, cayeron sobre los descuidados españoles, matándoles once soldados

      y más de ochenta indios amigos. Este infausto suceso puso en obligación á

      la armada de retroceder sobre sus pasos, y tomar el puerto de los

      Parabazanes en la provincia de los jarayes. Nada se encontró aquí que

      mereciese fijar la estabilidad deseada. Abandonado este puerto, se

      arrojaron los españoles á buscar á prueba de mil riesgos otro más

      conveniente en lo interior de la tierra.

      _________________

      (24) Según Ruiz Díaz de Guzmán, en su Argentina lib. 3 cap. 3, los frutos

      de la tierra eran el algodón, la cera, el azúcar y los lienzos.

      _________________

      

      Entretanto, la capital nos presenta un suceso digno de emplear nuestra

      curiosidad. La dedicación con que el gobernador Irala se había entregado á

      las penosas funciones del mando, no le permitía el alivio de descargar en

      otro, ni aun las atenciones más pequeñas, que podía desempeñarlas por sí

      mismo. Con más piedad que discreción aumentaba el peso de sus años (25)

      tomándose la fatiga de presenciar en la campaña el corte de unas maderas

      dedicadas á la construcción de una capilla unida á la catedral. La

      ardentía de temperamento le hizo contraer una fiebre, que á pocos días le

      puso en el término fatal. Aunque poseído de su mortalidad, siempre le

      acompañó á su lado aquella firmeza heroica, que desconocen las almas

      vulgares. Después de haber proveído todo lo concerniente al buen orden de

      la república, concluyó en fin la carrera de sus días, llevando á su

      sepulcro las lágrimas del Paraguay, y el respeto aún de los bárbaros.

      Irala fué uno de esos hombres, que, mezclando en su vida tanto de virtud

      como de vicios, dejó en problema su opinión. El tuvo la principal

      influencia en los negocios públicos; político artificioso sabía acomodar

      sus principios á los sucesos de la suerte y á lo que exigían las

      circunstancias; la ambición era el nivel de sus operaciones, y á ella

      sacrificó como á su ídolo el honor y la justicia. Con todo, la elevación

      de su genio, su valor, su intrepidez, su ciencia militar, sus importantes

      servicios, así en la paz como en la guerra, lo hacen un digno objeto de la

      pública admiración; jamás puso en salvo su vida, hallándose en riesgo la

      república; bien puede decirse que crió esta provincia. El sentimiento

      universal, que dejó su muerte en todas las clases del Estado, es el mejor

      elogio fúnebre, que pudo dedicarle la patria, y el que nos hace reconocer

      que un pueblo agradecido tiene bastante equidad para perdonar pasados

      yerros.

      Por la última disposición de Irala recayó la autoridad en el capitán

      Gonzalo de Mendoza. Adoptando el sistema de gobierno, entablado por su

      predecesor, justificó éste el acierto de su nombramiento. Fué su primer

      cuidado librar despachos á los capitanes pobladores ofreciéndoles los

      auxilios, y fomentos, que dependiesen de su mano. La sumisión, y

      reconocimiento con que contestó Melgarejo, no permitieron se dudase de su

      fidelidad. El genio bravo, altivo y ambicioso de Chaves, asistido de la

      libertad y de suficientes fuerzas, lo inclinaba á designios audaces

      incompatibles con la subordinación.

      _________________

      (25) Pasaban de sesenta.

      _________________

      

      El desabrimiento con que escuchó los despachos de Mendoza, dió á conocer

      que no estaba dispuesto á recibir leyes, sino de su coraje. Cogióle la

      noticia entre los indios Trabasicosis ó Chiquitos (26). Nada había

      perdonado el fiero natural de estos bárbaros por conservar indemnes los

      derechos de su libertad. Indomables hasta la desesperación, después de

      haber celebrado asambleas nacionales, aunque sin todo el éxito que

      deseaban, para deliberar sobre los medios de poner en seguridad á la

      patria; dado muerte á los embajadores de Chaves; dispuesto encubiertos

      precipicios bajo los pies de sus agresores; inficionado las aguas;

      envenenado sus armas; y en fin, experimentado los sangrientos estragos de

      una guerra carnicera, que justificaba la necesidad de prevenir los

      ataques, conservaban siempre muy entera la seria resolución de dejarse

      primero degollar antes de suscribir á una sujeción opuesta á su

      independencia. Los españoles, cuyo campo había venido en disminución, y

      cuyo exterminio parecía inevitable, en 1558 conjuraron á Chaves por medio

      de un formal requerimiento los sacace de esta tierra enemiga y tomase su

      asiento en los lugares pacíficos de los jarayes. Irritó mucho á Chaves

      esta desahogada determinación, porque desconcertaba todas las medidas con

      que se había propuesto erigir más adelante un nuevo gobierno, de que

      pudiese ser cabeza. Inflexible en su propósito cerró los oídos á la

      súplica, y se propuso no renunciar un designio, que abría carrera á su

      ambición. Este hecho ultrajante introdujo la discordia en el ejército.

      Ciento y treinta españoles eligieron por su caudillo al capitán Gonzalo de

      Casco, y se encaminaron á la Asunción por los Parabazanes. Solo sesenta

      siguieron el partido de Chaves, y perseveraron bajo sus órdenes.

      Con tan débiles fuerzas atravesó este general por entre muchas naciones

      numerosas, harto irritadas contra el nombre español, y llegó á los llanos

      de Guelgonigota.

      _________________

      (26) Llámanse Chiquitos, no por su estatura, sino porque viven en casas

      pequeñas y redondas.

      _________________

      Bien es reflexionar sobre estos hechos, que con frecuencia nos presenta la

      historia de estos tiempos. Ellos nos instruyen lo mucho que hemos perdido

      de aquella constitución robusta, que hacía á nuestros padres como

      inaccesibles al dolor. Al arribo de Chaves, ya se había anticipado con una

      lucida compañía el capitán Andrés Manso, á quien el actual virrey, marqués

      de Cañete había adjudicado esta conquista en justa remuneración de sus

      servicios. Ambos generales altercaron sobre sus derechos, con todo el

      ardimiento que les inspiraba su ambición. En un tiempo en que la justicia

      enmudecía á vista de la fuerza, y en que una escena sanguinaria costaba

      poco á la sensibilidad, es un prodigio de moderación, que estos valientes

      contendores remitiesen su querella al tribunal de la razón. De común

      consentimiento se comprometieron en lo que resolviese la real Audiencia de

      Charcas, recientemente establecida en la ciudad de Chuquisaca. Este

      tribunal juzgó que en un negocio tan peligroso no desempeñaba debidamente

      sus funciones, mientras su mismo Presidente, puesto entre dos campos, no

      dirimiese la conciencia. Pero ya Chaves se había arrepentido de haber

      puesto su causa en tanta contingencia. Esperanzado de un asilo menos

      expuesto, dejó por cabo de su gente á Fernando de Salazar, su concuñado, y

      sin aguardar otras resultas, partió á entablar negociación con el virrey

      marqués de Cañete.

      No estaba destinada para Manso esta conquista. Su genio tenebroso no supo

      penetrar los ocultos manejos de que se valía la sagacidad de Salazar para

      ganarse la afición de sus propios soldados. Cuando menos lo pensaba tuvo

      el dolor de verlos desertar de sus banderas, y pasarse al campo enemigo.

      No paró en esto: preso él mismo por Salazar, fué remitido á lo interior

      del reino. Chaves por otra parte, como cortesano diestro, hacía jurar

      todos los resortes de la política, para que triunfase su ambición,

      afectando interesarse únicamente en la del mismo dueño que halagaba.

      Encareció tan á lo vivo la importancia de esta conquista, que el virrey la

      juzgó digna de formar un gobierno separado con que condecorar á su propio

      hijo. Este era D. García Hurtado de Mendoza, de quien sabía Chaves, que

      contento con el título le dejaría gozar todo lo demás (27). En efecto,

      nombrado su lugar-teniente, reasumió toda la autoridad, volvió á

      ejercitarla en la provincia, mientras el propietario gozaba en Lima de sus

      comodidades. Los primeros cuidados de este diligente capitán fueron fijar

      el pie sobre un establecimiento que perpetuase su reputación, y entrenase

      el orgullo de grandes poblaciones que ocupaban la comarca. En las márgenes

      de un arroyo muy ameno, que corre á la falda de un cerro no muy elevado,

      fundó la ciudad de Santa Cruz de la Sierra por los años de 1560. (28)

      Estos beneficios, de que el público es deudor á los conquistadores,

      reparan algún tanto los defectos de sus pasiones.

      Manso con el pasado contratiempo no cayó de ánimo en el proyecto de

      adquirirse un señorío sobre tantos miembros dispersos de este gigante

      imperio, que ignorándose á qué dueño pertenecerían, solo se sabía lo fuese

      al más atrevido. Habiendo reclutado nuevas tropas entró por la frontera de

      Tomina, y levantó una población cercana á la sierra de Cuscotoro. Los

      encontrados intereses de los conquistadores se cruzaban continuamente. La

      ciudad de Chuquisaca calificó de una usurpación manifiesta este

      procedimiento de Manso. El alcalde Diego Pantoja vino á requerirle con

      suficientes fuerzas; pero fué desbaratado en un peligroso paso. Temió

      Manso le fuese funesta esta osadía.

      Levantando su campo se retiró á un pueblo de los Chiriguanos. El buen

      acogimiento de estos indios parecía haberlo puesto en estado de realizar

      sus mal combinados esfuerzos. Manso debía perecer bajo esta hospitalidad

      homicida. Guiado de sus consejos se encaminé á los llanos de Tariunguín,

      donde fundó la ciudad de la Rioja en 1561. Al mismo tiempo el capitán D.

      Antonio Luis de Cabrera levantó de orden suya el pueblo de la Barranca,

      sobre la ribera del río Gapais cuarenta leguas de Santa Cruz. No le

      faltaba á Chaves resolución y ánimo para oponerse á estas empresas, que en

      su concepto traspasaban los límites de su gobierno; pero prefirió por más

      seguro hacer intervenir al supremo mando, y esperó que interesado él

      mismo, una sola palabra suya fuese más eficaz que una batalla. Nada de

      esto fue necesario. Los Chiriguanos habían esperado lo bastante para que

      sazonase el fruto de su perfidia. Con cautelosa diligencia atacaron de

      sorpresa estas colonias aborrecidas, y las aniquilaron unas tras otra.

      Manso y toda su gente perecieron en esa catástrofe, á excepción de Cabrera

      quien posteriormente dió al Tucumán una ilustre descendencia. Los odios de

      los hombres generosos no siguen á sus enemigos más allá de la vida. El

      valor de Chaves se vio comprometido en la venganza de su rival. Armado

      como convenía derrotó á los Chiriguanos.

      _________________

      (27) Parece que influyó en este favor, porque casado Chaves con Doña

      Elvira Manrique de Lara, hija de D. Francisco de Mendoza el degollado, se

      le reconoció deudo.

      (28) En 1575 se trasladó esta ciudad sesenta leguas más al occidente,

      donde hoy se halla.

      _________________

      

         

 

 

 

       

      LIBRO II

 

 

 

CAPITULO I

 

 

 

Juan Núñez del Prado entra a la conquista del Tucumán. Tiene sus

diferencias con Francisco Villagrán. Funda la ciudad del Barco. Nuevo

encuentro con su rival. Queda esta conquista por colonia de Chile. Buen

gobierno de Prado. Su prisión por Francisco de Aguirre. Sublevación de

los indios. Trasládase la ciudad del Barco, y recibe por nombre Santiago

del Estero. Victoria de Bazán. Entra Zurita a gobernar. Su deposición

por Castañeda.

 

 

      Desde la retirada del capitán Heredia, parece que había menguado mucho la

      reputación del Tucumán entre los conquistadores peruanos. A la verdad, un

      país al parecer, por entonces, exhausto de metales no podía ser para ellos

      de gran precio, ni servir de fuerte tentación de sus pasiones. Más con

      todo, fué preciso, que él entrase en el objeto de sus anhelos. La

      pacificación del reino, después de la derrota de Gonzalo Pizarro, puso al

      presidente de la Gasca en la inevitable necesidad de contentar á los

      capitanes de servicios más señalados. No fué posible que todos tuviesen

      parte en la repartición de la presa. Agregar nuevas conquistas era lo que

      exigía la gloria de las armas el interés de los guerreros. Uno de los que

      más reclamaban por la adjudicación del premio, era el capitán Juan Núñez

      de Prado. Había este seguido el bando de los rebeldes con todo aquel

      ardimiento que es propio al espíritu de partido. Su conducta tímida é

      incierta le inspiró el bajo designio de reconciliarse con su fidelidad por

      medio de una traición. El ejército de los rebeldes oponía una fuerte

      resistencia á los realistas, empeñados en el paso de Apurima. Cuando todo

      aseguraba la confianza de Pizarro, lo vendió Prado á su enemigo. Pasóse

      repentinamente al campo de éste, descubrióle sus ocultos ardides

      militares, y facilitó por esta acción su entero vencimiento. Véase aquí el

      galante mérito que le ganó la capitanía general del Tucumán.

      Costóle indecibles trabajos para alistar soldados, que quisiesen

      acompañarlo en tan estéril empresa. Se creía con razón, que salvajes

      sujetos á pocas necesidades, difícilmente se sojuzgan; y que aun vencida

      esta dificultad, restaba el camino largo de crear un pueblo nuevo,

      robusto, ágil, lleno de altivez y sin esa insensibilidad á las

      comodidades, que en los bárbaros Tucumanos ahogaba todo principio de

      industria humana. Con todo, ochenta y cuatro soldados dieron sus nombres á

      esa milicia. Sus genios los arrastraban á esas empresas arrojadas, que su

      coraje infatigable concluía con buen éxito. Aprestadas todas las cosas,

      hizo Prado que en 1550 le precediese con esta gente y muchos indios amigos

      su maestre de campo Miguel de Ardiles, llevando expresa orden para debelar

      á los fieros Humahuacas, señores de este tránsito. Los españoles se habían

      hecho formidables por las campañas pasadas. Los indios vieron formarse

      este nublado, y apenas se atrevieron á oponer una guerra de escaramuzas.

      Ardiles los fatigó con la caballería, los llenó de espanto con sus

      arcabuces y los obligó por entonces á despejar el paso. A los dos meses

      siguientes partió Prado á unirse con su gente. Hallábase en su campo con

      los del pueblo de Talina, cuando se vió saludado por Francisco de

      Villagrán, que con un refuerzo de tropas pasaba al reino de Chile. Obrar

      de concierto con aquel celo generoso, que sacrifica al bien público los

      intereses personales, era lo que exigía de ellos un racional dictamen, y

      de lo que estaban más distantes. Nacía esta oposición de ciertos derechos

      equívocos que alegaba Villagrán para que esta conquista perteneciese á la

      de Chile. Pero por ahora se contentan con regañar en voz baja, mostrándose

      los dientes, como dos perros rabiosos á vista de la presa. El conquistador

      chileno sembró la discordia entre los soldados de su rival, y seduciéndole

      algunos, siguió su derrotero. Avanzóse Prado hasta Calchaquí, donde aun

      reinaba el cacique Tucumanhao de que hemos hecho mención en otra parte.

      Fuese por bondad de carácter, fuese por sumisión á la necesidad, fuese en

      fin por hacerse de un amigo capaz de apadrinar sus designios, Calchaquí se

      convino en formar una nación con la de su propio invasor. Con tan buena

      acogida levantó Prado la ciudad del Barco. No bien perfeccionada esta obra

      partió con solos treinta soldados á recorrer la campaña. Estaba muy ajeno

      de tener encuentros con su rival. Su sorpresa fué grande, cuando se halló

      una noche á la frente del campo de Villagrán. Había hecho este capitán un

      retroceso, encaminando su marcha por la falda de la cordillera. La pasión

      rencorosa de Prado renació entonces más enconada que nunca. Con un coraje

      mal empleado se atrevió á vengar sus resentimientos pasados. Sin

      considerar sus pocas fuerzas, dispuso atacar todo este ejército. El

      capitán Guevara con quince soldados tuvo orden de invadir la tienda del

      general entretanto que él con los otros quince acometía lo restante.

      Guevara forzó la guardia de la tienda, y se introdujo en ella. Recibiólo

      Villagrán armado de espada y rodela. Ambos se acometieron con tan furioso

      ímpetu, que cayeron en tierra al primer choque, y asidos de las espadas se

      las quitaron mutuamente. Prado no se había descuidado por su parte. Todo

      era confusión, cuchilladas y tumulto. Muchos soldados abandonaron el

      campo, otros acudieron con diligencia al socorro del general. Viendo Prado

      malogrado el designio de apoderarse de su contrarío, tocó á la retirada, y

      la ejecutó en buen orden.

      Parece que el hombre no fuera dueño de sí mismo, cuando se encuentra á

      solas con su pasión. El honor ofendido de Villagrán en medio de una cólera

      exaltada, lo menos que pedía en reparación de su agravio, era la cabeza de

      Prado. Determinó seguirlo con sesenta soldados escogidos. Prado vió venir

      sobre sí este golpe y tembló de miedo. Desamparando la ciudad del Barco

      con algunos de su séquito, buscó un asilo en lo más hondo de la sierra.

      Villagrán la tomó sin resistencia, y juró no separarse mientras no lo

      tuviese á discreción. Este era el estado de los ánimos cuando entró por

      medianero un honrado sacerdote de genio conciliador. El agraviado general

      otorgó cuanto se le pedía á condición que se le rindiese su ofensor, y se

      tuviese este establecimiento por una colonia chilena. Conoció entonces

      Prado, que este era un mal á que no tenía otra cosa que oponer, sino el

      engaño y la paciencia. Humillado á los pies de su contrario, protestó la

      más sumisa obediencia al gobernador de Chile, D. Pedro de Valdivia. La

      mentira jamás imita, sino imperfectamente, la verdad. Villagrán debió

      advertir que este era un sometimiento fingido. Con todo, tuvo la

      generosidad de librarle nuevo título, y evacuado todo el terreno, partió

      en prosecución de su destino.

      Prado sólo veía en el bastón que empuñaba una indecorosa insignia de su

      abatimiento. Luego que advirtió podía faltar sin peligro á los empeños de

      su palabra, se consideró desobligado y se resolvió á recuperar por una

      afrenta lo que no había podido conservar por una hazaña. Congregó

      inmediatamente el cabildo de la ciudad del Barco, y produjo un

      razonamiento contra Villagrán, lleno de aquella vehemencia que inspiran

      los agravios ayudados de la calamidad. Retrató en él á su contrario como

      un opresor de su justicia, como un hombre inurbano, que sublevando los

      ánimos, pagó en esta moneda la buena hospitalidad de Talina, y como un

      fiero déspota, que después de haber invalidado los títulos más legítimos,

      había obligado á todos á resoluciones forzadas. Dicho esto, depuso el

      bastón que obtenía de unas manos tan odiosas, y dejó á cargo del acuerdo

      la resolución de si debían tener efecto los despachos del presidente la

      Gasca. El congreso se hallaba animado del mismo espíritu, y era preciso

      aspirase á dejar el humilde estado de accesorio, á que lo había reducido

      la violencia. No teniendo que temer por otra parte á un enemigo que miraba

      por las espaldas, hizo publicar los despachos del presidente, y entró

      Prado al ejercicio de la autoridad.

      Acaso persuadido este general que los nombres influyen en las opiniones,

      como las opiniones en la conducta de los humanos, dió á esta provincia el

      título del nuevo maestrazgo de Santiago. Pero no se contentó con imponerle

      un nombre tan brillante. A expensas de tesón más sostenido propendió á su

      adelantamiento más por los medios de la dulzura, que por los del terror.

      Los habitantes de la sierra, los del valle de Catamarca, los de los ríos

      Salado y Dulce, los de la jurisdicción de Santiago y los belicosos Lules

      se sujetaron con gran docilidad. Insistiendo Prado en la máxima de que la

      religión cristiana es el resorte más poderoso para domar pueblos feroces,

      y el medio más eficaz de disipar sus antipatías, la propagó con exquisito

      esmero (29). En medio de estas asambleas religiosas es donde los indios y

      españoles, tributando una común ofrenda, parecía que sellaban su alianza.

      Con piadosa estratagema mandó también levantar varias cruces en los

      campos, á las que concedió el derecho de asilo. Este respetuoso culto hizo

      en los bárbaros la impresión que se deseaba. Llenos de respeto hacia este

      signo de nuestra salud, colocaron ellos otras iguales en sus adoratorios,

      y se fueron acostumbrando á venerarlas. Estos sucesos tan lisonjeros lo

      esperanzaban de gozar largo tiempo las dulzuras de la autoridad. Así

      reparaba el jefe sus pasadas flaquezas, y llenaba con decencia el puesto

      de un conquistador. Anhelando siempre á engrandecerla, retiraba los

      límites de la provincia con nuevas adquisiciones hacia la cordillera de

      Chile, cuando una repentina borrasca puso fin á su prosperidad. El

      gobernador D. Pedro de Valdivia, irritado con la relación de Villagrán, y

      haciendo del provecho la única regla de su justicia, había conferido la

      tenencia de este maestrazgo al capitán Francisco de Aguirre. Este hombre

      precipitado cayó imprevistamente sobre Prado, apoderándose de su autoridad

      y su persona, lo hizo conducir á Chile. Luchaba siempre con la fortuna

      este desgraciado general y se hallaba contradictorio á casi todas las

      circunstancias. Aunque mandado reponer por los tribunales altos, no gozó

      esta satisfacción, ó porque la muerte abrevió su carrera, ó por otro

      motivo no bien averiguado.

      Presto experimentaron los indios lo que va de un gobierno suave á otros

      tiránicos, y presto experimentó también Aguirre la ineficacia del rigor en

      paralelo del agrado. Este mandón se dejó ver apoyado sobre la fuerza y el

      rigor. Aspiraba con esto á su seguridad; pero nunca hay seguridad fundada

      sobre la base del terror; todos los momentos son peligrosos para el mismo

      que lo imprime, y una sola mirada entre los oprimidos basta para concertar

      su destrucción. Cuarenta y siete mil indios repartidos entre cincuenta y

      seis encomenderos, obligados aun á ahogar sus de gemidos, le enajenaron

      las voluntades, y fueron causa de una revolución.

      _________________

      (29) Los religiosos de la orden de Mercedes son acreedores á esta gloria.

      _________________

      

      Los indios se conspiraron contra esta colonia. El Calchaquí con porfiados

      asaltos llenó de consternación á la ciudad del Barco; la provincia entera,

      con mucho más número de soldados que en tiempo de Prado, se halló en

      víspera de sucumbir á los esfuerzos de los bárbaros.

      Rodeado Aguirre y los suyos de los pueblos á quienes había ofendido, y que

      meditaban su ruina, trasladó la ciudad del Barco sobre la ribera del río

      Dulce en 1553, substituyendo á su antiguo nombre el de Santiago del

      Estero. Pero nuevos intereses convirtieron su actividad á otro destino.

      Las continuas insurrecciones de los valerosos Araucanos balanceaban la

      suerte de los conquistadores chilenos, y exigían refuerzos de parte de

      estos con que continuar la campaña. En 1554 voló Aguirre llevando socorros

      á sus conmilitones. Los españoles de Tucumán no pedían más que un pretexto

      para abandonar una conquista tan estéril, como trabajosa. La retirada del

      jefe dió ocasión para que muchos se acogiesen á Chile, y tomasen otros la

      vía del Perú.

      En ausencia de Aguirre ejerció el mando de esta tenencia Juan Gregorio

      Bazán sobre un corto residuo de soldados, últimos restos de esta

      desgraciada expedición. La debilidad de estas fuerzas, un principio entero

      de discordias, que las enflaquecía mucho más, y la necesidad de reprimir á

      los bárbaros del Salado, unidos con los indómitos Chiriguanos, iban á

      sofocar en su cuna á esta triste y mal formada provincia. Bazán sintió

      sobre sus hombros un peso que lo agobiaba, y estuvo resuelto á abandonarlo

      todo, pero el prudente y valeroso Ardiles le rogó no permitiera que el

      lustre de su familia acabase en su persona, y que continuase unos

      servicios en que se interesaban la gloria de ambas majestades. La fuerza

      de estas razones lo contuvieron en sus deberes. Restablecido en su valor

      tomó las mejores medidas, para que no se desplomase este edificio; se

      previno contra todos los obstáculos, se afianzó en la amistad de muchas

      parcialidades; ganó el corazón de los soldados; y en fin, ayudado con

      estos auxilios, consiguió de los enemigos una victoria capaz de sostener

      su antiguo crédito. Bien preveía Aguirre desde Chile el peligroso estado

      de esta conquista. En 1557 destacó para Santiago alguna tropa á cargo de

      su sobrino Rodrigo de Aguirre, á quien revistió con la autoridad de su

      mando. Pocos meses conservó el puesto. El espíritu de facción alimentaba

      las disensiones, y los odios. Los partidarios de Prado lo prendieron, y

      fué reemplazado por el capitán Miguel de Ardiles á nombramiento de D.

      Francisco Villagrán, gobernador interino de Chile.

      Esta es la época en que esta provincia nos ofrece un espectáculo de

      debilidad, discordias, crímenes y sublevaciones, que la encaminaban á su

      ruina, á no haber en 1558 entrado las riendas del gobierno á manos del

      general Juan Pérez de Zurita. Lleno de méritos y talentos este grande

      hombre daba relieve á su heroísmo militar un fondo de mansedumbre poco

      común en un siglo feroz, y casi ajeno de su profesión. Con tan relevantes

      prendas, que lo hacían digno de gobernar á los de su especie, se abrió

      camino á esta tenencia habiendo ganado todo el concepto de D. García

      Hurtado de Mendoza, gobernador de Chile, é hijo del virrey, marqués de

      Cañete. Parece que los conquistadores de esta provincia queriesen á

      competencia suplir con nombres fastuosos lo que faltaba de realidad.

      Zurita le denominó nueva Inglaterra en consideración á Felipe II rey de la

      Gran Bretaña. Como político diestro fué su primer cuidado cimentarse sobre

      establecimientos, que sirviesen á los que pensaba hacer de nuevo. Dentro

      del valle de Calchaquí dió principio á tres ciudades, que fueron Londres,

      Cañete y Córdoba. En buena inteligencia con el cacique D. Juan de

      Calchaquí, desarmó los belicosos ánimos de sus vasallos, y pudo dar más

      vuelo á sus grandes designios. En 1559 con un pequeño ejército, vino de

      victoria en victoria á poner en sujeción á los Diaguitas, juríes,

      Catamarqueños, y Sonogatas; naciones todas, que aunque excitadas de una

      causa común, obraban sin concierto, ni unanimidad, y no hacían más con su

      resistencia, que ofrecerle nuevos triunfos. El fin primario de estas

      gloriosas campañas no era gustar el funesto placer de la victoria, sino el

      abrir entre estos salvajes los fundamentos de la vida civil, y darle

      leyes, costumbres, idioma y religión. Con este designio redujo á pueblos

      innumerables indios, que se hallaban sembrados por las riberas de los ríos

      y vivían como confinados en sí mismos.

      La buena dicha de estos sucesos adquirió á Zurita una nombradía de valor,

      justicia y probidad, que puso de su parte al concepto público. Calculando

      el virrey, conde de Nieva, que Chile y Tucumán eran dos grandes masas

      difíciles de prestarse auxilios mutuos, erigió el último en gobiernos

      separados por los años de 1560, ó principios del siguiente. Zurita fué

      condecorado con su mando y es el primero en el orden de los que han

      obtenido este gobierno. Pero un golpe de fatalidad puso límites á su

      dicha. Los vecinos de Londres, monumento primitivo de sus afanes,

      abandonados á una vida voluptuosa y desarreglada, se hallaban muy

      atormentados con el yugo de su virtud. Resistiéndose á ciertos órdenes

      suyos, se ofrecieron á D. Francisco de Villagrán gobernador de Chile, no

      como quienes buscaban el mérito de alguna sujeción, sino como quienes

      huían la pena de un delito. Confesemos en honor de la verdad, que la

      tirantez con que Zurita llevó sus resentimientos hasta sacrificar á su

      enojo las cabezas más respetables, desmintió por esta vez su carácter, y

      le hizo perder los corazones. Viilagrán admitió esta querella con un

      maligno regocijo, y se aplaudió de un suceso, que favorecía su ambición.

      Gregorio Castañeda con un lucido trozo de milicia chilena partió

      inmediatamente á Tucumán, llevando expresa orden de deponer al gobernador

      Zurita. Hallábase éste á la sazón en Jujuy, entregado á los cuidados de

      levantar la ciudad de Nieva. No fué posible á su enemigo rendirlo á viva

      fuerza, y se valió de las insidias (30). Con cierto aire de candor afectó

      desistir de sus intentos, en vista de los títulos que legitimaban su

      autoridad. El noble ánimo de Zurita creyó descubrir en sus protestas

      aquella verosimilitud, que siempre gana el juicio de los hombres de bien.

      Cuando el traidor lo vio más satisfecho, hizo que extendía la mano para

      devolverle los despachos y no fué sino para apoderarse de su persona.

      Desde este momento cambió repentinamente su fortuna. Lisonjeándose los

      pueblos de tener en Castañeda un instrumento de sus voluntades, lo

      proclamaron por su libertador, y llevado Zurita á su lado como en triunfo,

      nos dejó un terrible ejemplo de las vicisitudes humanas.

      _________________

      (30) Según esto parece que equivoca el abate D. Juan lgnacio Molina,

      cuando nos dice en su ensayo sobre historia de Chile lib. 4. cap. 1. que

      Castañeda venció en batalla campal al gobernador Zurita.

      _________________

      

          

       

   

 

CAPITULO II

 

 

 

Muere el gobernador Gonzalo de Mendoza, y le sucede don Francisco Ortíz

de Bergara. Sublevación de los Guaraníes. Son derrotados por los

españoles. Igual sublevación con igual suceso en el Guaira. Vuelve Nuño

de Chaves a la Asunción. Viaje al Perú del Gobernador Bergara y del

Obispo Torres. Bergara es depuesto y le sucede Zárate. Vuelta de los

españoles al Paraguay. Muerte trágica de Chaves. Alboroto de los

españoles en el Guaira. Prende Melgarejo a Riquelme.

 

 

      Desde el advenimiento al mando de Gonzalo de Mendoza gozó el Paraguay de

      bastante tranquilidad. Tranquilidad tanto más apreciable, cuanto que

      proviniendo de su apacible índole, estaba muy distante de equivocarse con

      esa triste calma que induce muchas veces la tiranía. Sin embargo los

      Agaces, apoderados del río, molestaron no poco la Asunción. Contra éstos

      despachó Mendoza á los capitanes Alonso Riquelme y García Mosquera,

      quienes los vencieron. Su muerte prematura al año de su mando privó en

      breve á la república de este bien inestimable. En un solemne congreso,

      celebrado el año de 1558 recogió el prelado diocesano los sentimientos del

      pueblo, y fué substituido en su lugar D. Francisco Ortiz de Bergara (31).

      La firmeza de este caballero, unida á su dulzura, prometía á la provincia

      iguales y aun mayores ventajas; pero un peligroso accidente la puso en una

      gran confusión. Hallábase de vuelta la gente que se le desmembró á Chaves

      en su jornada á los jarayes.

      _________________

      (31) Por real cédula se hallaba autorizado el señor Torres para que al

      electo diese título de gobernador ó de capitán general.

      _________________

      

      Los indios de esta comitiva no se habían descuidado en recoger una gran

      porción de flechas inficionadas con ese mortal veneno, que por un funesto

      privilegio produce el país de los Chiquitos. Estas temibles armas en sus

      manos hicieron renacer en ellos las dulces esperanzas de ser libres. Dos

      indios, Pablo y Narciso, hijos de Curupitati, cacique principal, con todo

      el calor de una juventud altiva y ardiente, patrocinaron este designio, y

      se propusieron restablecer la patria en sus derechos por una revolución

      famosa. Para comunicar sus sentimientos á todo el resto de la nación,

      celebraron juntas clandestinas; donde se esforzaron á inspirar á estos

      espíritus pusilánimes aquella suerte de entusiasmo, que convenía á esta

      ardua empresa, y que hace á los hombres invencibles. Los nombres de

      libertad, bien público, antiguas costumbres volvieron á oírse sobre sus

      labios con todo aquel placer que podían producir unas ideas tan caras, y

      como resucitadas. "¿Qué se han hecho, decían, nuestros derechos

      primitivos? Todos los hemos perdido, sino es aquellos que, á Dios gracias,

      es imposible destruir. ¿Dónde está ese gobierno suave de nuestros antiguos

      caciques, que entrenado por el temor de quedar solo, ceñía su poder á

      estrechos límites, desapareció ya de nuestra vista, y ha cedido su lugar

      al de una tiranía siempre armada? Volved, pues, sobre vosotros mismos: no

      queráis comprar la paz a precio tan indecoroso, y estad asegurados que con

      esas flechas matadoras os conduciremos por el camino de la victoria." Con

      esta indiscreta presunción arrastraron tras de sí la mayor parte de los

      pueblos. La conspiración se hizo notoria.

      De diez y seis mil combatientes se componía el ejército de los indios,

      según dice Ruiz Díaz. Los pocos pueblos que se resistieron á tomar parte

      en la conspiración, experimentaron horribles crueldades. En estos tiempos

      de infancia social cada ciudadano era soldado. Persuadidos los españoles

      que cualquiera lentitud podía interpretarse por una confesión de su

      flaqueza, armaron quinientos soldados de los suyos, más de cuatro mil

      Guaraníes, y cuatrocientos Guaicurúes, quienes guiados del gobernador

      Bergara en 1559 buscaron sin decaimiento al enemigo. Después de algunos

      encuentros de poca consecuencia, empeñaron los dos ejércitos un combate

      sangriento y decisivo, cerca de los ríos Yacuaris, y Mouyapey. Es

      probable, que si de parte de los salvajes hubiera estado ese valor, esa

      disposición dé espíritu que correspondía á la altivez del designio, y que

      en un lance apurado suple muchas veces la falta de disciplina militar,

      hubieran arrollado á los españoles: pero sus ánimos se hallaban abatidos,

      y sus guerras eran tan bárbaras como ellos mismos. A pesar de algunos

      hechos de valentía, á que los excitaba la desesperación, y á pesar también

      de algunas estratagemas, no del todo mal combinadas, ellos fueron, al fin,

      rotos y forzados á padecer pérdidas sin recurso. Acaeció esta victoria el

      3 de Mayo de 1560. Bergara fué bastante cuerdo para no aumentar con

      suplicios los funestos efectos de esta guerra. El se persuadió que si

      había algún medio de afianzar esta victoria, era la clemencia y el buen

      tratamiento en lo sucesivo. A la verdad, jamás se esfuerzan los pueblos á

      romper sus cadenas, siempre que no sientan el peso. Sobre estos principios

      mandó publicar un perdón general, prometiendo sepultar en un eterno olvido

      lo pasado, y de ser más sensible á la humanidad.

      Cuando parecía que nada había que temer, empezó la grande llama que en la

      remota provincia de Guaira habían levantado algunas chispas desprendidas

      de este incendio. Por carta de Ruiz Díaz Melgarejo, que ocultada en el

      encaje de un arco entregó un indio, supo después el gobernador que la

      sublevación de aquellos pueblos era general; y que sitiada la ciudad con

      un cerco muy apretado, estaba en riesgo de rendirse á no recibir pronto

      socorro. Bergara llevó el asunto al consejo de guerra. La resolución fué

      que Alonso de Riquelme partiese en diligencia de auxiliar esta plaza.

      Fueron muy bien ejecutadas estas órdenes. Con sesenta soldados de su mando

      se puso en marcha el año de 1561, venció todos los obstáculos, é introdujo

      el socorro que se deseaba. Hacía tiempo que Riquelme y Melgarejo se

      alimentaban con toda la hiel de los resentimientos personales. Sin

      embargo, por una galantería propia de almas generosas, desistió el primero

      de su querella, mientras el segundo, por un disimulo que se llama

      política, los suspendió todo el tiempo que duró el peligro. De común

      acuerdo hizo Riquelme una salida con cien soldados y tuvo la gloria de

      obligar á los sitiadores á levantar el cerco.

      Conseguida esta ventaja, restaba sosegar las alteraciones, que un interés

      común había engendrado en todos los pueblos comarcanos. La voz de

      Riquelme, animada de su valor, hizo temblar á muchas parcialidades,

      quienes, no pudiendo sostenerse en su presencia, apelaron á los ruegos

      para obtener el perdón. El general español, afectando labrarse un mérito

      de la moderación, hizo el papel de que sacrificaba los resentimientos de

      su nación al beneficio de sus agresores, y se rindió á sus instancias.

      Otros pueblos más osados llevaron su animosidad hasta exponerse al último

      exterminio. En medio de sus derrotas el amor de la patria tomaba nuevas

      fuerzas, y hacía que se renovasen los combates. Pero al fin, fue preciso

      que cediese su obstinación, y se sujetasen al destino, que de lejos les

      había preparado la suerte. Restablecida la calma de esta provincia,

      Riquelme se retiró el siguiente año á la Asunción, cargado de triunfos y

      laureles. En la marcha natural de las pasiones, ellas crecen con los

      obstáculos, y es muy difícil que retrocedan á su primer estado, después de

      haber recibido un fuerte impulso. Toda la dulzura del gobernador Bergara,

      y todos sus manejos populares no pudieron impedir que fermentase de nuevo

      la conspiración. Ella fué apaciguada con el mismo éxito que la anterior.

      El resultado de estas agitaciones era afirmarse cada vez más el dominio

      español. Las nuevas pruebas de flaqueza de parte de los indios, eran otros

      tantos títulos de adquirir sobre ellos nuevos derechos. Estos se

      establecían con trabajo, y por eso se establecían mejor.

      Al mismo tiempo que regresó el gobernador de esta reciente jornada, llegó

      también el célebre Nuño de Chaves. El abuso extraordinario que este

      capitán hizo de su poder, debía ponerlo en recelos para no exponerse á los

      insultos de un pueblo, que poco antes se había producido en terribles

      quejas contra su persona. Pero sabía Chaves que las riquezas en esperanza

      con que venía á seducirlo, eran de virtud conciliadora á pesar del odio

      más bien fundado. A la verdad, el objeto principal de su venida no era

      este, sin el de recoger su familia. Si se valía de aquel arbitrio, sólo

      era para eludir las injurias, y darse un aire de felicidad de sus pasadas

      resoluciones. Todo lo consiguió á merced de este artificio. Al mismo

      tiempo que recogía los aplausos del pueblo, veía con secreta complacencia

      la vivacidad de los anhelos por transportarse al Perú, que á manera de un

      furor epidémico agitaba todas las clases del Estado. Fueron tan poderosas

      sus sugestiones, que llegaron á trastornar las cabezas de la república,

      fuera de otros vecinos principales. El gobernador Bergara y el obispo

      Torres engrosaron la lista de los aventureros. Sabemos que la rectitud y

      el desinterés eran la regla de su conducta, y así nos presumimos que otros

      motivos unidos á un espíritu caballeresco, de que nadie estaba exento, los

      decidieron á esta indiscreta empresa. Sean estos los que fuesen, exponer

      la suerte de los pueblos á los males que causaría su larga ausencia,

      cuando se hallaban agotadas casi todas sus fuerzas, era un peligro á que

      debía ceder cualquier ventaja menos imaginaria. Disimulemos en ellos esta

      falta, que no desacredita sino las ideas de su tiempo.

      En 1564 aprestadas todas las cosas, pusiéronse en marcha por el río el

      gobernador y el prelado; llevando trescientos españoles con los indios de

      su servicio, que por todos componían más de dos mil personas. Chaves los

      seguía por tierra con otros más de dos mil de su encomienda y algunos

      españoles que lo acompañaron desde el Perú. Siempre dispuesto á

      aprovecharse de sus artes dolosas, abusó de la simplicidad de los Itatinos

      para sacar con promesas ilusorias más de tres mil indios de esta

      provincia. De delito en delito se iba adquiriendo derechos ilimitados. Una

      nueva escena se abre donde su ambición deja la máscara y se presenta como

      ella es. Después de un largo y feliz viaje, entró toda esta armada en los

      términos de Santa Cruz de la Sierra el año de 1564. Entonces es cuando

      Chaves pasa improvisamente del grado subalterno al de la superioridad más

      absoluta. Despoja del mando al gobernador Bergara, trata con dureza y

      altivez á los que antes miraba como á sus benefactores, y se lisonjea de

      tener á sus pies los respetos del Río de la Plata. No paró en esto: en una

      ausencia que hizo de la capital, á fin de apaciguar cierta sublevación,

      dejó estrechas órdenes á su teniente Hernando de Salazar para prender á

      Bergara con todos sus amigos, y no permitir que alguno de su séquito

      entrase á lo interior del reino. Así se verificó. Tanto puede desviarse de

      sus deberes el que, no reconociendo como Chaves otra virtud que un valor

      fiero, califica la justicia y la equidad por sentimientos de un corazón

      cobarde. Estos hechos hicieron conocer su error, aunque muy tarde, á los

      conquistadores paraguayos. Los que antes habían caminado tras de una

      felicidad asegurada, sólo trataban en el día de libertarse de la miseria y

      la opresión. Por dicha suya García de Mosquera, joven animoso y esforzado,

      llevó sus quejas á la real Audiencia de la Plata, y consiguieron por este

      medio órdenes positivas de su libertad. Los Itatinos no habían sido

      tratados con menos ultraje é inhumanidad. Como unos desdichados

      proscriptos corrían los desiertos, gemían agobiados bajo el peso de sus

      fatigas; y cuando se acordaban de la patria, sólo era para dar lugar al

      sentimiento de haberla perdido. No pudiendo soportar más tantas miserias,

      las pocas reliquias que de ellos habían quedado se resistieron á pasar

      adelante, y fundaron un pueblo al que llamaron Itatín treinta leguas de

      Santa Cruz.

      Errado el primer paso de una empresa, todos los que la siguen no hacen más

      que alejarla del acierto. Por una imprudente resolución el gobernador

      Bergara había hecho su destino dependiente de los caprichos de la fortuna.

      Después de un largo y penoso viaje vino a naufragar en el puerto. Puesto

      en la ciudad de Chuquisaca en 1565 pidió á la Audiencia confirmación del

      mando que obtenía y oportunos fomentos para sostener la conquista. Con

      esta solicitud él mismo despertó en otros la ambición, que sin ella

      hubiera estado dormida. Los capitanes Diego Pantoja y Juan Ortiz de Zárate

      se presentaron como concurrentes á la pretensión de este puesto. Favorecía

      mucho sus designios una capitulación de ciento y veinte cargos que el

      procurador del Paraguay había formado contra el desgraciado Bergara. Era

      el mayor de todos haber desalojado de sus hogares tantos útiles pobladores

      con inminente riesgo de la provincia bajo el proyecto quimérico de

      solicitar nuevas fuerzas, que nunca podían ser ni iguales á las que él

      mismo destruía. El cargo era sin réplica; pero digno de misericordia. Con

      este expediente y los encomios abultados que hacía del Río de la Plata el

      doctor D. Juan de Matienzo, presidente interino de la Audiencia, crecía la

      emulación de Pantoja, y Zárate.

      En negocio tan delicado tomó el tribunal el expediente de remitir su

      decisión al licenciado López García de Castro, gobernador del reino. Los

      prometimientos de Zárate vivamente representados, por los que se

      comprometía á emplear en beneficio de la provincia ochenta mil ducados de

      su peculio, lo inclinaron á su favor. Librásele título de Adelantado del

      Río de la Plata con cargo de que obtuviese confirmación del rey. En

      solicitud de esta gracia pasó personalmente á España, dejando por su

      teniente al contador Felipe Cáceres. Entretanto Bergara tuvo la

      humillación de verse remitido á la corte á que diese cuenta de su persona.

      Con los auxilios de Zárate se puso luego en estado el teniente Cáceres de

      emprender su viaje á la Asunción. Reunióse con su gente en Chuquisaca al

      Obispo Torres, y juntos se encaminaron hasta Santa Cruz. Las

      demostraciones de regocijo con que fueron recibidos de Chaves, parecían

      garantes seguros de una amistad sincera. Sin embargo, ellos conocían que

      era necesario observarlo con desconfianza; porque elevado al gobierno por

      un delito, sabían estaba resuelto á sostenerse por otros muchos. Ninguna

      precaución estuvo de más. Los estorbos que les puso á la prosecución del

      viaje con ánimo de seducir los soldados, descubrieron el objeto de su

      criminal disimulo. A pesar de todo, el teniente Cáceres con sesenta

      españoles, y la demás gente de su comitiva verificó su salida. Chaves á

      pretexto de custodiarlos seguía sus pasos con una compañía de soldados. En

      este buen orden llegaron á la comarca, que habían poblado los Itatines.

      Recelosos estos indios de recibir nuevas vejaciones, y resueltos á vengar

      las pasadas, desampararon sus pueblos. Supo Chaves, que algunos caciques

      principales se hallaban congregados en un pueblo inmediato, y acompañado

      de doce soldados se dirigió á ellos. Las señales de amistad con que fué

      recibido, lo alucinaron para no advertir su peligro. Tal es el carácter de

      la tiranía, dice un autor estimable, ella ó nada teme, ó todo lo teme; y

      muchas veces cuando manda con más altivez, es cuando toca el momento en

      que va á ceder. En medio de su descuido recibió Chaves un golpe de macana

      en la cabeza, que le costó la vida. Su muerte acaecida en 1568 nos enseña

      que la ambición más feliz puede terminar en un fin trágico. Sus soldados

      fueron envueltos en el mismo infortunio, sin que escapase más que uno.

      La noticia de esta fatalidad advirtió á Cáceres las precauciones con que

      debía caminar por una tierra sembrada de peligros. Todas fueron

      necesarias. La seria resolución de acabar con estas españoles se comunicó

      de parcialidad en parcialidad, y se sabía hecho un voto común. En la

      provincia de Itatí se hallaron cercados de un ejército tan superior, que

      fué necesario recurrir á la visible protección del cielo para conciliar su

      derrota con la debilidad de sus fuerzas (32). Sin recurrir á prodigios de

      que no estamos asegurados, es más natural encontrarla en la índole de unos

      bárbaros, que sólo se movían por un instinto ciego; que dejaban escapar el

      momento de obrar; que no sabían aprovecharse de sus ventajas, ni

      alcanzaban los medios de hacer inútiles las del enemigo. Los frecuentes

      descalabros que padecían, no aniquilaron sus porfiados conatos. El

      ejército español llegó á las cercanías de la Asunción por entre

      emboscadas, asaltos y refriegas. Aquí se presentaron algunos caciques

      principales pretendiendo hacer ver su inculpabilidad. El embarazo con que

      lo hicieron se tuvo por una confesión de su delito; pero fué preciso

      admitirles sus excusas. Asentadas nuevas paces, pudo concluirse el viaje

      en 1569.

      No le faltaban talentos al teniente Cáceres para reunir ó dividir los

      ánimos, según lo exigía su interés. Su enemistad declarada con el obispo

      Torres era un motivo de importancia, que en el día lo excitaba á este

      sórdido manejo. Fué su primera diligencia reconciliarse con los enemigos

      de odios inveterados. Acción heroica, si no buscando en ellos los

      instrumentos de su malignidad, no hubiese pretendido con esta acción

      prostituir al vicio la virtud misma. Uno de los que entraron en las

      estrecheces de su amistad, fué el capitán Alonso Riquelme. Hallábase á la

      sazón este conquistador experimentando en un estado triste, todas las

      inconstancias de una suerte caprichosa é ingrata. A la partida del

      gobernador Bergara quedó mandando la provincia del Guaira. Un motivo de

      codicia abrió la puerta á la discordia entre sus pobladores. Críanse en

      aquel país unas piedras cristalinas diversificadas de tantos colores,

      cuantos conoce la vista. Unos cocos de durísimo pedernal las forman en sus

      senos; los que, llegado el tiempo de la sazón se abren en dos mitades con

      estrepitoso ruido.

      _________________

      (32) se cuenta que un personaje venerable, él que no se sabe si fué

      Santiago, ó San Blas arrojaba dardos contra los indios.

      _________________

      

      Los vecinos de Ciudad Real las encontraron, y con ellas en la mano á nadie

      envidiaban su fortuna. Los grados de su avaricia eran los de su valor. Con

      una resolución acabada intentaron abandonar la población, y restituirse á

      Castilla á dar salida á su imaginario tesoro. Poseía Riquelme un fondo de

      rectitud y sano juicio con que suplía la cultura de su espíritu. El no

      pudo menos de advertir en la locura inquieta del pueblo aquel carácter de

      ridículo que le imprimen las pequeñeces de las ideas vulgares. Valiéndose

      de su firmeza ordinaria, se opuso á la deserción, y puso presos á los

      autores de esta novedad. Con todo, cuarenta soldados bien armados, á la

      cabeza del licenciado Antonio de la Escalera, más propio para conducir un

      motín que para dar reglas de conducta á un pacífico rebaño, sorprendieron

      á Riquelme, lo despojaron de su autoridad y verificaron la evasión.

      Riquelme recuperó su autoridad; pero, no hallándose con fuerzas

      suficientes, se contentó con avisar á la Asunción lo acaecido. El capitán

      Juan de Ortega, que gobernaba por entonces, despachó á Ruiz Díaz

      Melgarejo, quien saliendo en alcance de los fugitivos, los forzó á volver

      á la Ciudad Real. Las odiosas rivalidades de Melgarejo contra Riquelme

      hallaron esta ocasión de mortificarlo. Disgustado este de su empleo, lo

      abandonó y tomó su camino á la Asunción. Antes de su llegada supo estaban

      de vuelta los españoles que hicieron la jornada del Perú, y que el general

      Felipe Cáceres gobernaba á nombre de Juan Ortiz de Zárate. Era Cáceres uno

      de sus enemigos más capitales desde la injusta prisión de su tío, el

      Adelantado Alvar Núñez. Absorto Riquelme en meditaciones amargas, resolvió

      por fin entregarse en brazos de su contrario. Temía Cáceres el mérito de

      su rival; y conociendo cuanto le importaba tener de su parte la autoridad

      de un hombre capaz de acreditar una facción, se aprovechó de su desdicha

      misma para conseguir la reconciliación.

      Después de una investigación infructuosa, que en 1570 hizo en la boca del

      Río de la Plata el teniente Cáceres, por adquirir noticias del gobernador

      Zárate, volvió por fin á la Asunción y persuadió á Riquelme reasumiese el

      mando de la provincia del Guaira.

      Aunque con suma repugnancia, aceptó éste tan delicada comisión, y con

      cincuenta soldados vecinos de Ciudad Real, partió á este destino. Desde

      las márgenes del Paraná instruyó Riquelme á Melgarejo del objeto de su

      venida, y le brindó con su amistad. Melgarejo no conocía otros derechos

      que los que se arrogaba. Esta noticia la arrebató en discursos violentos y

      sediciosos, y lo llevó hasta el extremo de romper el freno de la

      obediencia. Hízose reelegir teniente á nombre del gobernador Bergara;

      ocupó con cien hombres los pasos principales del río; y tuvo arbitrio para

      atraer á su bando la gente de Riquelme. Abandonado de los suyos este

      conquistador, y siéndole imposible retroceder, cedió á la necesidad, y se

      acogió á la misericordia de su contrario. Melgarejo tenía un espíritu

      inquieto, arrebatado y presuntuoso. Condenándole á una estrecha prisión,

      en que lo tuvo por espacio de dos años, manifestó con este rasgo toda la

      negrura de su alma.

      

           

 

          

     

 

CAPITULO III

 

 

 

Disgústase el obispo Torres con el general Cáceres, y lo excomulga.

Persigue Cáceres cruelmente al prelado. Prende al provisor, e intenta

expatriarlo. Su viaje hasta la isla de San Gabriel. Fórmase una

conjuración, y es preso. Levántase con el mando Martín Suárez de Toledo.

Cáceres es remitido a España. Acompáñalo el obispo. Muere éste en San

Vicente. Viajes funestos del Adelantado Zárate. Su arribo al Río de la

Plata.

 

 

      No pueden faltar agitaciones, donde á más del carácter inquieto de los que

      mandan, se hallan obscurecidos los principios fundamentales de la

      autoridad. Cuando la historia nos presenta ejemplos de estos gobiernos

      absurdos, si ella mortifica la razón, deja á lo menos lecciones

      importantes del precio y las ventajas que hacen tan codiciables y los

      justos. Este deberá ser el fruto de los desafueros cometidos durante las

      disensiones del teniente Cáceres, y del obispo Torres. En el espantoso

      cuadro que presentan las humillaciones del virtuoso Alvar Núñez, aparece

      el contador Cáceres, como un monstruo formado de todos los vicios, sin el

      apoyo de virtud alguna. El presente no hace más, que reproducirnos su

      figura retocada con tintas de un temple más fuerte. Inflexible, audaz,

      rencoroso, sus preocupaciones y su genio lo hacían apto para trastornar un

      Estado. Desde que Cáceres y el prelado volvieron de la jornada se hallaban

      ya disgustados. Cada cual formaba su bando, y escuchaba las delaciones de

      sus espías. No podían menos sus ánimos que inflamarse y llegar á un

      rompimiento escandaloso. El obispo hallaba en su natural bondadoso y suave

      un recurso con que templar la irritación; pero su provisor Alonso de

      Segovia, á cuya dirección estaba entregado, hombre fogoso, intrigante y

      advertido, tenía en prisión esta bella índole, y le sugería partidos

      violentos, opuestos á sus principios de paz y su carácter. A pretexto de

      ciertos hechos que ofendían la dignidad episcopal, fueron tan poderosas

      sus sugestiones, que lo obligó á fulminar censuras contra Cáceres y sus

      ministros. Proceder indiscreto, que en semejantes casos hizo perder su

      reputación á varios prelados desde que la ignorancia cegó la senda del

      verdadero espíritu de la iglesia. ¿Qué podía aprovechar este remedio

      contra un temerario y poderoso? Por el contrario, la censura quedaba

      expuesta á la irrisión, y lejos de reprimir al contumaz, lo impulsaba á

      mayores delitos.

      Hecha un caos tenebroso quedó la república con este golpe. Era preciso

      buscar principios á fin de desautorizar al prelado. Demasiado ignorantes

      para encontrar ideas justas en materias tan delicadas, se recurrió á una

      grosera imputación de crímenes atroces, por los que se pretendía haber

      incurrido en suspensión. Después que Cáceres hubo cargado de grillos y

      prisiones al provisor, se propuso hollar todos los fueros del obispado y

      sacerdocio. Con estas miras puso entredicho á las funciones del ministerio

      pastoral; prohibió al prelado la entrada de su iglesia; mandó expeler de

      ella á los que concurrían á la celebración de los misterios; lo confinó a

      su propio palacio; extrañólo del reino, y ocupó sus temporalidades. En

      medio de los estragos que causaba esta fiera devoradora, su alma se

      hallaba atormentada de mortales inquietudes. Las mismas víctimas que

      sacrificaba á su seguridad, temía no lo empujasen al precipicio. Aumentar

      sus sobresaltos por los mismos medios de que se valen los tiranos á fin de

      aniquilarlos, es el más cruel de sus suplicios. Sobre todo se recelaba que

      el provisor encontrase recursos en su sagacidad con que trastornar todas

      sus medidas: pues si se hallaba en estrecha prisión era porque fué preciso

      espiar el momento en que se hallaba casi dormido. Para salir de este

      cuidado, tomó el expediente de expatriarlo á la provincia del Tucumán. No

      halló por conveniente fiar sino de sí mismo esta diligencia. A pretexto de

      auxiliar al gobernador Zárate en caso de su arribo, navegó hasta la isla

      de San Gabriel, llevándoselo consigo. Puesto á su regreso en la boca del

      río Salado, dió sus disposiciones á fin de que, introducido el preso por

      este rumbo no trillado, fuese conducido hasta Santiago. Esta empresa

      encontró escollos insuperables; por lo que cedió de su pensamiento, y

      volvió á tomar la Asunción, donde bajo de fianzas lo puso en libertad.

      La ausencia del caudillo es siempre peligrosa para los sucesos. En la de

      Cáceres las cosas habían tomado otro semblante. La inocencia del prelado

      cruelmente perseguido su bondad, su mansedumbre, fueron de bastante

      eficacia para poner en sus intereses á los más acalorados partidarios de

      Cáceres. Una conjuración se forma contra su vida, y es descubierta. Cae

      entonces sobre sus autores, depone como sospechoso á su teniente, hace

      decapitar á Pedro de Ezquibel, renueva la persecución del prelado, y

      vomitando estragos y amenazas se esfuerza en infundir un terror pánico que

      dejó inmóviles á los ciudadanos. Pero esto era precisamente lo que los

      excitaba á prevenir su desgracia por medio de una traición. El obispo se

      hizo invisible á favor de un piadoso asilo que encontró en el convento de

      la Merced. Con todo, fray Francisco Ocampo de la misma orden, que antes

      había seguido el bando de Cáceres, unido de intención con el provisor,

      minaban sordamente las baterías de Cáceres. Poniendo en crédito el

      principio de que ningún contumaz á los mandatos de la iglesia es digno del

      gobierno, persuadieron á cien vecinos, que era licito unir la espada á las

      censuras, y se coligaron contra él. Cáceres vivía sumamente receloso, y no

      se había descuidado en hacerse custodiar con una respetable guardia de

      cincuenta soldados. A pesar de esto, una mañana que escoltado de su tropa

      se hallaba en la iglesia catedral el año de 1572 entraron tumultuosamente

      por sus tres puertas los conjurados presididos del obispo, el provisor y

      el padre Ocampo, quienes profiriendo á gritos viva la fe cristiana,

      hicieron que se precipitasen sobre su persona. Después de una corta

      resistencia en que Cáceres mostró presencia de espíritu, y recibió algunas

      estocadas, fué sacado del templo entre baldones é ignominias, y conducido

      á un grueso cepo, cuya llave se depositó en manos del obispo. ¡Cuán triste

      cosa es ver á los ministros del santuario perturbar la paz pública bajo el

      velo de la religión! Este es el oprobio de que son responsables los siglos

      de ignorancia. Siglos en que olvidados los eclesiásticos, que su

      ministerio era de paz, se creía servir á Dios sublevando los pueblos,

      armando los ciudadanos contra los ciudadanos mismos.

      La desgracia del general Cáceres, unido al estado borrascoso de la

      república, estaba convidando al más osado á que se apoderase del mando. El

      teniente depuesto Martín Suárez de Toledo, naturalmente irritado con la

      afrenta que acababa de experimentar, tuvo el arrojo de presentarse en la

      plaza pública rodeado de arcabuceros, y levantar vara de justicia en el

      momento mismo que atravesaba el humillado Cáceres hecho el juguete de la

      multitud. A otra igual extorsión debió que el cabildo lo autorizase por

      capitán y justicia mayor de la provincia, en cuyo empleo nada hizo, que

      pudiese cubrir la ilegitimidad de sus títulos. Llegado un año en que los

      enemigos de Cáceres abusando de su situación, lo tenían expuesto á los

      insultos del pueblo, insistiendo con más viveza en su remisión á España,

      el capitán Ruiz Díaz Melgarejo, que en calidad de rebelde mandaba la

      provincia del Guaira con un despotismo sin límites, fué destinado á ser su

      conductor, porque había seguridad, que no consultaría, sino sus odios y

      venganzas para mortificarlo. Casi en vísperas de darse á la vela, no faltó

      quien persuadiese al Obispo debía acompañar á Cáceres en su viaje; así

      para asegurar los resultados de la causa, como para precaver, que en

      adelante fuese turbado el ejercicio de su ministerio pastoral. Este buen

      hombre era un instrumento pasivo entre las manos de los que lo rodeaban.

      Sin temor de los daños, que por este medio podrían sobrevenirle, no

      advirtió á echar una mirada más allá del momento presente, y dió su

      consentimiento. Aparejadas todas las cosas, habiéndose dispuesto que el

      noble vascongado Juan de Garay, con ochenta soldados, al mismo que bajaba

      á establecer una colonia, escoltase esta navegación. Dióse principio á

      ella el año de 1573.

      ¿Qué éxito podría tener una empresa acompañada de tan enormes faltas? El

      bergantín que con Cáceres y el Obispo hacía su navegación á España, vino

      de arribada á la isla de San Vicente. Los portugueses alargaron al reo una

      mano oculta para libertarlo de la prisión. Tronaron de nuevo las censuras

      contra los cómplices del hecho; conmovióse toda la villa, y atemorizados

      sus vecinos, lo entregaron al brazo de la justicia. No por esto lograron

      Melgarejo y el Obispo ver todo el éxito de sus ideas proyectadas. Un nuevo

      orden de sucesos se opuso á sus intentos. Melgarejo se vió en la necesidad

      de prestar auxilios al gobernador Zárate, y encomendando la conducta de

      Cáceres á persona de su confianza, desistió del viaje á España. El Obispo

      tampoco pudo continuar su viaje; pues asaltado de enfermedades superiores

      á unas fuerzas ya rendidas por el peso de los años, acabó sus días en la

      misma villa de San Vicente. Refieren varios historiadores de estas

      provincias, haberse dejado ver sobre el cadáver de ese prelado algunas de

      esas señales portentosas con que tal vez se complace el cielo acreditar

      una virtud heroica. Lo que sabemos es que el supremo consejo de las Indias

      desaprobó con indignación el abandono de su diócesis y la prisión de

      Cáceres. No es cosa nueva que unos conceptos errados hagan perder á los

      mejores hombres el camino común de sus obligaciones.

      El general Garay había escoltado al bergantín de Melgarejo hasta un brazo

      del Paraná llamado de los Quiloazas. De aquí retrocedió con sus ochenta

      pobladores, fundó la ciudad de Santa Fe de la Vera-Cruz, el año de 1573,

      (33) al sudoeste del río habitado por los indios Quiloazas, en un llano

      apacible tres leguas del Paraná poblado de varias naciones numerosas, y de

      diferentes idiomas. Después de haber guarnecido la ciudad de fuertes

      torres y baluartes, salió Garay con cuarenta hombres á empadronar los

      indios del distrito, á fin de repartirlos en encomiendas, según la

      política de aquellos tiempos. Los bárbaros ven en peligro su libertad y se

      disponen á defenderla, más por el artificio que por la fuerza. Acarician á

      los españoles, y se linsonjean haberlos seducido bajo la perspectiva de la

      amistad. Pero Garay que era hombre de espíritu y sabía mejor que ellos

      hacer uso de sus talentos, advirtió en esta afabilidad comedida un no sé

      qué de engañoso, que lo prevenía estar alerta para observar mejor sus

      movimientos. La mañana del 19 de Septiembre concurrió á la plaza del lugar

      donde se hallaba una gran multitud de indios. No es timidez huir del

      peligro, que la prudencia enseña precaver. En este mismo momento mandó

      Garay recoger su gente á las embarcaciones, y que estuviese sobre las

      armas. No pasó mucho tiempo sin que avisase el centinela de la gavia

      cubrirse la campaña y el río de enemigos armados. Se habían éstos

      confederado contra todos los que intentasen turbar el ejercicio de su

      libertad, y forzarlos á recibir otras leyes, que las de su albedrío. El

      peligroso estado de los españoles no daba lugar á otro conque al de la

      resistencia. Garay alentaba á sus soldados con la esperanza de una

      victoria, que según él decía, era tanto más asegurada, cuanto que

      destinados por Dios los españoles á ser señores de este nuevo mundo,

      debían esperar sus auxilios contra unos enemigos, que no sólo en

      invadirlos, pero aun en defenderse se oponían á sus decretos. Véase aquí

      la teología y el derecho público de estos tiempos. Más animosos los

      soldados á medida que su peligro era mayor, se disponían al combate. Esta

      era su situación, cuando fuera de todo lo que podía imaginarse, gritó el

      mismo centinela divisaba un hombre á caballo. Este golpe de novedad

      sorprendió todos los ánimos. Nadie podía persuadirse la existencia de un

      caballero, que debiendo ser español, no era imaginable el rumbo que allí

      pudo conducirlo. La duda declinaba en un juicio, que calificaba de

      ilusorio el pensamiento, cuando aseguró de nuevo eran ya seis los jinetes,

      y que escaramuceaban con los indios. En efecto, una tropa de españoles

      combatía á estos salvajes con el denuedo acostumbrado. Huyendo los demás

      de una matanza cierta, despejaron el campo, y quedó por este medio

      disipado el peligro.

      Luego que Garay se vió asegurado de lo que pasaba, escribió á estos

      españoles significándoles su reconocimiento, y el deseo de conocerlos. Por

      ellos supo eran soldados de D. Gerónimo Luis de Cabrera gobernador del

      Tucumán, quien después de fundada la ciudad de Córdoba, había hecho

      aquella campaña, y agregado á su gobierno el pueblo de San Luis en el

      aliento de Gaboto, con todas las islas de aquel río en 25 leguas de

      distancia desde la boca del Carcaraña. El mismo Cabrera vino poco después

      personalmente, y requirió á Garay en términos urbanos, se abstuviese de

      fundar fuera de los límites del Paraguay. Garay escuchó este requerimiento

      con todo el desagrado de que es capaz un conquistador á quien se le

      despoja en parte de la presa. Pero él era hombre cuerdo, y conociendo la

      superioridad de su rival, eludió la contienda por medio de una

      condescendencia disimulada. Cabrera como diligente general consagraba á

      los negocios el tiempo y los cuidados. Apenas hubo regresado á la ciudad

      de Córdoba, cuando destacó con treinta soldados á Onofre de Aguilar para

      que se entregase de la tenencia de Santa Fe. Eran ya otras las fuerzas de

      Garay, para que dejasen de ser otros sus alientos. Con varonil entereza

      rechazó esta pretensión, que violaba sus derechos, y envilecía su

      tenientazgo. Un nuevo accidente, que sobrevino, debió afirmarlo en su

      resolución, y desesperar á sus contrarios. Durante estos debates recibió

      Garay un pliego del Adelantado Juan Ortiz de Zárate, por el qué le

      noticiaba su arribo á la isla de San Gabriel, y lo revistió de nuevo con

      la tenencia cuestionada. Onofre de Aguilar se creyó fuera del estado de

      insistir en un empeño, que atraía sobre él y sus soldados una desdicha

      cierta: esa misma noche tomó la vuelta para Córdoba (34).

      _________________

      (33) Estaba situada la ciudad en la altura de 31 grados: después en 1660

      se trasladó á otro más cómodo cerca del río Salado, en 11 grados y 58

      minutos.

      (34) Los cordobeses entablaron recurso sobre este punto ante la real

      Audiencia de las Charcas donde pasaron dos de sus regidores en 1574. Garay

      lo siguió después. El pleito se decidió á favor de este.

      _________________

      

      Exigía la razón, que el Adelantado Zárate hubiese sabido conciliar la

      vehemencia de sus deseos, por la consecución del mando, con la firmeza en

      los infortunios á que lo expuso su ambición. Sus viajes desde Lima á

      Cartagena, y desde Castilla á esta parte de América, no son más que un

      entretejido de caprichosas desventuras, que hacía su amarga pusilanimidad.

      Hecho prisionero por un corsario francés, fué

      expoliado de todos sus haberes, y reducido á la mendicidad. Pero por dicha

      suya poseía el humilde talento de representar muy á lo vivo el oficio de

      plañidero. Sus lágrimas interesaron la compasión de algunos españoles

      residentes en Cartagena, quienes lo habilitaron para que siguiese el curso

      de sus pretensiones. La corte le hizo gustar unos de esos días serenos,

      que anuncian las grandes tempestades. Felipe II confirmó á su favor las

      mercedes hechas por su gobernador del Perú, en fuerza de un nuevo asiento

      celebrado en 1569. Es bien referir estos ajustes, si queremos formar ideas

      exactas de estos tiempos. El historiador Lozano nos dice que por él se

      obligó Zárate á llevar los descubrimientos del Río de la Plata hasta sus

      últimos confines; transportar en cuatro navíos y un patacho doscientas

      familias, trescientos hombres de guerra, cuatro mil vacas, cuatro mil

      ovejas, quinientas cabras, trescientas yeguas; y levantar diferentes

      poblaciones, que sirviesen de freno al orgullo indómito de los bárbaros.

      Si nada hubiese que rebatir de estos artículos, admiraría cómo un

      particular fallido pudiera entrar en un convenio tan dispendioso. La

      admiración es menos, conviniendo que parece hay poca exactitud en el

      número de las especies transportables, cuyo excesivo monto no tiene

      proporción con la capacidad de los buques. No es tanta la contrariedad

      entre la pobreza de Zárate, y la ingente suma que parecía exigir este

      agigantado empeño. España se hallaba rica de basamentos por un efecto de

      su numerosa población, y la América aun no le había proveído un capital

      sobreabundante de esos preciosos metales, que siendo la medida de los

      valores, representaban mucho en poca cantidad.

      Sea de esto lo que fuere, en 17 de Octubre de 1872 se hizo Zárate á la

      vela del puerto de San Lúcar, con tres embarcaciones de alto bordo, y tres

      menores. Reflexionando el licenciado Centenera (que fué uno de los que

      hicieron esta navegación) sobre sus malos aprestos, nos dice en su

      Argentina, que más parecía destinada á conducir delincuentes condenados al

      naufragio. A tan mal ajustadas disposiciones, que en breve produjeron el

      hambre y la miseria de que murieron muchos, se unieron terribles golpes de

      fortuna, cuales fueron calmas funestas, y deshechas borrascas, á las que

      hacía más espantosas la impericia de los pilotos. Después de haber andado

      este convoy de un puerto en otro, más bien diremos de un precipicio en

      otro, contando la gente cada día por el último de su vida; y después de

      haber expirado no pocos, arribó al fin en noviembre de 1573 al puerto de

      San Gabriel. Para la mala suerte no hay ningún puerto de seguridad. Aquí

      también los persiguió su desventura. Una violenta tempestad rompió los

      cables en el momento mismo que iba a dar principio

      La confianza y se hallan todos a punto de sumergirse. Quiso el cielo que

      fuese de corta duración. La subsiguiente calma dio lugar a que

      desembarcasen la gente. La vista de estos españoles despertó el recelo mal

      adormecido de los Charrúas; pero temerosos de un descalabro, trataron de

      acreditarse con engañosa puntualidad en su servicio.

      En uno de los contratiempos de mar se había dividido la nave el Patacho, y

      arribado por gran dicha á la isla de San Vicente. Por la gente de esta

      embarcación supo Ruiz Díaz Melgarejo las tristes aventuras de Zárate. Con

      toda diligencia vino en su auxilio, y le fueron muy importantes sus

      experiencias.

      

           

     

   

 

 

CAPITULO IV

 

 

 

Encuentro de Sapicán con los españoles, quienes son vencidos. Vence

Garay al cacique Terú. Suceso trágico de Liropeya. Vence Garay a

Sapicán.

 

 

      Amainada la última borrasca y tomando la tierra firme, pensaban todos

      haber tocado el término de sus trabajos. Afirmaba este concepto la

      generosa acogida de los Charrúas, que insinuados por su familiaridad,

      parecía haberse propuesto merecer con sus servicios el dulce título de

      amigos. Para no alucinarse los españoles, debieron advertir que su

      precaria existencia dependía en parte de esos bárbaros á quienes venían á

      sojuzgar; y que el primer momento en que lo conociesen, sería el último de

      su fidelidad. En efecto, con su disimulo artificioso recataban sus miras

      envenenadas, hasta tanto penetrasen sus fuerzas, y el medio de superarlas.

      Cuando lo hubieron conseguido, sólo esperaron un pretexto para

      manifestarse. Encontráronlo sin dificultad. El cacique Sapicán, que por su

      reputación de valeroso, y advertido, se había hecho igualmente temido, que

      respetable, tenía un sobrino llamado Abayubá, joven gallardo, de gentil

      disposición, discreto y esforzado, cuyas prendas apoyadas sobre los

      atractivos y las gracias de la mocedad, lo hacían el ídolo de su tío y de

      la nación. Ciertos soldados españoles prendieron á este joven en una

      correría, por haber los de su nación hecho lo mismo con otro castellano.

      Sapicán sintió esta desgracia a par de muerte. Veinte Charrúas caminaron

      inmediatamente de su orden á suplicar al Adelantado lo pusiese en

      libertad. Pero Zárate estaba muy distante de esa prudencia, que exigía un

      asunto tan delicado. Lejos de acreditar su bondad por una condescendencia

      generosa, y contemporizar con su misma suerte, cuyo peligro lo obligaba a

      ser justo, no sólo negó la súplica, sino que puso en prisiones al Guaraní

      que les servía de intérprete. Este golpe de autoridad acabó de armar los

      enojos del cacique, y resolverlo a reparar sus ultrajes. Siempre prudente

      y mesurado, aunque trató de inclinar a la guerra el espíritu de su nación,

      estimó no precipitar sus consejos; antes bien, ocultando sus

      resentimientos en el secreto de su alma, se presentó ante el Adelantado

      cargado de subsistencias, y con un razonamiento respetuoso, contenido en

      los límites del ruego, se interesó por la libertad de su sobrino. El

      Adelantado puso el negocio en deliberación de sus capitanes. Francisco

      Ortiz de Bergara, que volvía absuelto de sus cargos, con el mayor número

      de los sufragios, fue de sentir, que en las presentes circunstancias, ya

      era muy peligrosa la libertad de Abayubá. Había entrado Bergara en todo

      los designios del cacique, y preveía empezar las hostilidades desde el

      instante mismo, que hubiese puesto en seguridad la vida de su sobrino.

      Sobre este principio concluyó, que se le retuviese, pues su cárcel era la

      prisión de los Charrúas. En esta situación embarazosa el Adelantado

      Zárate, tan voluntarioso sin el consejo como con él, tomó el peor partido,

      porque este era el más conforme á su miserable política. Muy satisfecho

      con haber rescatado al castellano, y adquirido una buena canoa, entregó al

      prisionero. Esto era enmendar un yerro con otro mayor, y sacrificar muchas

      vidas a sus antojos.

      Apenas los indios se apartaron de los españoles, cuando se entregaron á

      todos los deseos de la venganza, con aquel furor sanguinario que es capaz

      un odio reprimido en el instante que puede obrar. Sapicán convocó

      congresos nacionales, en que con una elocuencia, tanto más persuasiva

      cuanto menos estudiada, propuso que era preciso emprender un hecho militar

      de hostilidades muy serias contra sus agresores. No hubo quien no

      ofreciese sus brazos, deseando dividir con su general la gloria del

      vencimiento: todo quedó aprestado para sostener su querella. La retirada

      de los víveres, que fue la primera precaución de que se valieron, fué

      también el primer golpe que descargó su ánimo hostil. No ignoraba Sapicán

      que urgidos los españoles de la necesidad, saldrían a buscarlos en número

      no tan respetable, que le fuese imposible empeñar un combate ventajoso. Su

      predicción tuvo el pronto éxito. Más de cuarenta hambrientos españoles se

      presentaron en el campo. Los bárbaros que observaban sus movimientos, les

      salieron al encuentro, y les presentaron la batalla. Desde el primer

      choque formaron una feliz evolución, que les dio la ventaja de haberlos

      rodeado por todas partes. Los españoles opusieron una vigorosa

      resistencia, a pesar del mal estado en que se hallaban sus arcabuces; pero

      al fin, excepto dos que salvaron sus vidas a beneficio de la fuga, y

      Cristóbal Altamirano que quedó prisionero de guerra, todos los demás

      fueron exterminados, quedando los bárbaros dueños del campo.

      Zárate, que ignorante del suceso sólo alcanzaba á contemplar el peligro,

      mandó por adelante un destacamento de doce soldados á las órdenes del

      desapiadado Pablo de Santiago, tan memorable por sus crueldades en Santa

      Catalina. La vista de los cadáveres, y de toda una campaña teñida con la

      sangre española, consternó á este caudillo, quien dió á conocer por la

      primera vez no era insensible á las impresiones del terror. Por otra parte

      calculando la desigualdad de sus fuerzas en el cotejo de las del enemigo,

      temió por mal presagio de lo que iba á sucederle, arriesgar un combate,

      que preveía de fines trágicos. El capitán Pinedo, que ya se le había unido

      con cincuenta soldados, y que hacía alarde de esforzado, á despecho del

      horroroso espectáculo de que era testigo, trató de cobardía esta prudente

      perplejidad. No podía haber improperio más sensible en un siglo

      caballeresco. Las provocaciones y los retos se cruzaron de parte á parte

      entre estos campeones, y llegaban ya a las manos, cuando los departió un

      repentino ataque del enemigo que alentado con la pasada ventaja, embistió

      lleno de denuedo. Las principales fuerzas de los españoles debían ser el

      fruto de su reunión; sus discordias las enflaquecieron. El bravo Pablo de

      Santiago con seis camaradas suyos en un cuerpo hicieron frente al

      implacable Taboba á la cabeza de un numeroso batallón, sin duda, no con

      ánimo de triunfar, sino de salvar con una honrosa muerte el crédito de su

      nación. El estrago que causaba estos españoles, era espantoso; pero no

      hacía más que inflamar el coraje de los bárbaros.

      El fiero Taboba cortó de un golpe el brazo derecho al valiente Gago, y

      dividió en dos mitades el cuerpo de Carrillo. Buenrostro y Arellano

      cayeron luego á su lado envueltos más en sangre de sus enemigos, que en la

      propia. Pablo de Santiago, Domingo de Lares y un tal Benito, engolfados en

      su furor, sostenían el combate sin advertir que su campo estaba reducido á

      ellos solos. Las mortales cuchilladas, que habían dado á Taboba, acaso ya

      les prometía un éxito menos funesto. Este era el estado de la refriega,

      cuando Yaci, joven de hígados y atrevimiento, con un trozo de su gente

      acudió á sostener la pelea y puso á estos tres españoles en el último

      conflicto. Perdida toda esperanza de salvarse en un combate, que no tenía

      cuestión de defensa, y, habiendo vengado el honor de su nación, advirtió

      el Benito que ya no le restaba sino el vengarse á sí mismo. En la

      efervescencia de un viejo enojo contra Pablo de Santiago, había jurado

      sacrificarlo á su rencor. Creyendo que esta era la ocasión más oportuna,

      tomó la bárbara resolución de darle un arcabuzaso, y lo dejó á sus pies.

      Es preciso que todo un siglo sea feroz, donde se encuentran tan á menudo

      estos ejemplos de atrocidad. No tardó mucho sin que pagase la justa pena

      de esta acción execrable. Atravesado el pecho con una flecha que le asestó

      el valiente Yaci, tuvo la misma suerte. Domingo Lares, que era el último,

      se defendía á corta distancia con tanto más asombro de los bárbaros,

      cuanto que su heroicidad, dirigiendo el único brazo que tenía, suplía el

      que le faltaba. Estos bárbaros estimaron luego que salvar a un tal

      enemigo, era más glorioso que perderlo. Sin atentar a su vida cayeron

      todos sobre él y lo rindieron. El esmero de su curación correspondió al

      respeto de ese valor, que en su concepto era la única virtud digna del

      corazón del hombre.

      Otras infelicidades acompañaron á este revés. El aparato militar con que

      se dejaron ver los Charrúas dió una tan terrible alarma á los españoles,

      que abatido en la mayor parte de ellos el valor, se dieron á una huída

      indecorosa. Los respetos de Pinedo, que se esforzó á contenerlos en su

      deber, se vieron aquí atropellados. Estos acontecimientos, que Sapicán y

      Abayubá, seguidos de su tropa, observaban atentamente, los indujeron á

      promover con más viveza el ardor de que se hallaban poseídos. Con igual

      orden que celeridad siguieron el alcance, sin darles lugar a rehacerse, y

      haciendo un mortal destrozo, acabaron de exterminar a estos cobardes

      fugitivos. Pinedo se halló desamparado, y sin recurso para escapar la

      furia de un enemigo tan brioso, que lo perseguía muy de cerca. En este

      aprieto se arrojo a un río, pero aquí lo buscó su obstinación. Caytuá,

      indio de reconocido coraje, se arrojó tras él con dardo en mano, no

      desistió de su empeño, hasta que hubo teñido las aguas con la sangre de

      este desgraciado capitán. Chelipó y Metilión, dos hermanos muy

      recomendables por sus proezas militares, pedían con toda la eficacia de

      sus ruegos no se despreciasen las caricias de la fortuna en el momento de

      extenderles los brazos; que se prosiguiese la victoria hasta forzar el

      enemigo en sus mismas trincheras; y que ellos prometían aquel día borrar

      de sobre la tierra la memoria del nombre español. Pero el prudente Sapicán

      templó estos fuegos arrebatados y los contuvo, así para dar descanso á sus

      tropas fatigadas, como por no arriesgar el concepto ventajoso, que cada

      cual se había formado de sí mismo, y en el que preveía, como en semilla,

      triunfos más asegurados. Al siguiente día de esta catástrofe, estuvo con

      todo su ejército sobre el enemigo. Los bárbaros provocaron á los españoles

      con flechas y piedras arrojadizas; pero el Adelantado Zárate no trataba de

      medir sus fuerzas con ellos, y se tenía por feliz escapando el riesgo,

      aunque fuese con humillación. Logrólo al abrigo de la noche, trasbordando

      su campamento á las embarcaciones. Aquí lo visitó Yamandú, cacique

      Guaraní, quien mostrándose muy compasivo por su desgracia, le protestó

      todos los oficios de la amistad, y se ofreció llevar noticias de su arribo

      al teniente Juan de Garay para que le proporcionase los auxilios

      oportunos. Aceptó Zárate esta demostración de benevolencia, y lo despachó

      con cartas. La animosidad de los bárbaros caminaba á largos pasos á

      sombras del espanto y de los inquietos movimientos que advertían. Cubierta

      la playa de Charrúas, se produjeron contra los españoles en escarnios,

      palabras insultantes y todo género de contumelias. Un bárbaro, cuyo

      semblante formidable daba más atrocidad á la ferocidad de su alma, llevó

      al extremo su osadía de acercarse á las embarcaciones con el agua á la

      cintura, y desafiar á batirse en duelo al que tuviese de sí mismo opinión

      de más valiente. La contestación de los españoles fué fulminarle una bala

      homicida, que lo dejó en el puesto. Por qué orden inverso de principios se

      ve aquí el honor bajo las pieles, y la infamia en traje culto. Es preciso

      confesar que se eclipsó por esta vez entre los españoles aquel anhelo de

      gloria, que dió de su nación tantos héroes al cuchillo. Sintieron mucho

      los bárbaros la muerte de este compatriota, y no pudiendo ejecutar su

      venganza de otro modo, se convirtieron contra la fortaleza hasta

aterrarla.

      Condenados los españoles a la inevitable suerte de vencer, o perecer en la

      tierra firme, vinieron á apostarse en la isla de San Gabriel. Sapicán

      trasladó su campo sobre las márgenes del Uruguay, donde según aviso de

      seis soldados prisioneros que lograron evadirse, tenía los aprestos

      necesarios con que meditaba una empresa marítima. La flaqueza de los

      españoles, y el conocimiento de su superioridad, parecían allanarle el

      camino de la victoria. Hallábase por falta de víveres muy avanzado el

      momento de su ruina, cuando por dicha suya arribó á esta sazón Ruiz Díaz

      Melgarejo con un socorro considerable. La grande experiencia de este

      capitán reparó las mal concertadas medidas de Zárate, y fué la salud de la

      armada. Por dirección suya se trasladó esta a la isla de Martín García,

      desde donde era más fácil oponerse á los progresos del temible Sapicán;

      pero el hambre, esa arma la más devastadora, con que los bárbaros del Río

      de la Plata hicieron á los españoles un nuevo género de guerra, y con la

      que perecieron estos muchas veces en el mismo campo de la victoria,

      empezaba ya á sentirse. Melgarejo fué en rescate de víveres, y aunque con

      riesgo de perecer a manos de la perfidia, tuvo el feliz suceso de

      recogerlos con ocho castellanos, entre ellos el inmortal Domingo Lares.

      Los bárbaros hacían consistir en el disimulo y la falsedad lo sublime de

      su política. Sabía el fementido Yamandú la conspiración que meditaba

      contra Santa Fe el cacique Terú; y se concertó con Sapicán, no entregar

      las cartas de que era portador, hasta que invadidos los españoles por

      todas partes, estuviese asegurado el éxito. Terú se dejó ver sobre Santa

      Fe con ánimo de expugnar esta fortaleza. El ejército de los bárbaros

      cubrió toda la campaña, y parecía hacer el último esfuerzo de su poder. No

      por esto cayó de ánimo el teniente Garay: una breve exhortación suya bastó

      para infundir coraje á sus soldados, porque la costumbre de vencer se

      había hecho en ellos un natural deseo de pelear. Llenos de ardimiento y

      resolución hicieron frente a los bárbaros. Estos se defendieron con

      valentía, y aun lograron la ventaja de desordenar el ejército español,

      pero auxiliado éste oportunamente por los de la ciudad, consiguió a viva

      fuerza restablecer el concierto de sus filas, y ponerlos en derrota. Esta

      fué la ocasión en que Yamandú entregó a Garay las cartas de Zárate, y

      según puede conjeturarse, fué en Febrero de 1574.

      No se escapó a la penetración de Garay la fraudulenta oficiosidad de

      Yamandú; pero juzgó que la pena más proporcionada con que debía castigar

      su delito, era que fuese un instrumento de salvar á los que deseaba

      perder. Garay se hizo todo de parte del disimulo, y consiguió avisar al

      Adelantado por medio del traidor los auxilios que le preparaba. No fueron

      vanas sus promesas. Después de haber proveído cuanto convenía á la

      seguridad de Santa Fe, partió con treinta mancebos llenos de fuego y de

      vigor en socorro de su jefe. Nada deseaban tanto estos valientes como el

      que se les presentase una ocasión de hacer expirar a sus contrarios la

      arrogancia de haberlos invadido. Pero los indios que seguían el partido de

      Terú, hablan tomado el consejo de evitar todo encuentro, y esperar del

      tiempo el remedio, que alejaba la violencia. Las tierras de los caciques

      Maracopa, Tabobá y Añanguazú las encontraron casi todas desiertas.

      Con todo, un soldado llamado Carballo á fuer de valeroso y atrevido se

      arrojó á penetrar un bosque muy espeso en seguimiento del cacique

      Yandubayú, á quien su suerte trajo a las manos. La diligencia y el denuedo

      del español lo iban á hacer dueño de un enemigo, que entregado á la fuga,

      habla dejado las espaldas a la discreción de su furor; cuando un vigoroso

      esfuerzo del bárbaro, cambió la escena rápidamente. Al tiempo mismo de

      recibir un bote de lanza, retrocedió con tal celeridad, que pudo asirse al

      brazo del contrario y dejarlo sin acción. Trabajaron largo tiempo, el uno

      por asegurarse más de la presa, y el otro por verse libre de unas garras

      tan esforzadas. A las voces de esta porfiada lid acudió Liropeya, india

      famosa por su rara belleza, que no lejos de allí tenía su estancia. Para

      que fuese más recomendable unía á los hechizos de la hermosura los

      atractivos de la generosidad. Metiéndose de por medio rogó en un tono

      lleno de franqueza a Yandabayú soltase al español.

      No podía resistirse el bárbaro á las súplicas de una mujer que idolatraba:

      con la prontitud que exige la voz de un objeto amado, cedió al punto de su

      querella, y lo dejó en libertad. Entonces supo Carballo de boca del

      bárbaro, hacía un año que pretendía esta doncella; y que para merecerla

      exigía acreditase su valor, sacrificando á su altivez cinco caciques, que

      tenían ofendida su parentela. Este razonamiento excitó la atención del

      español, y lo indujo á mirar con afición á la india. Mirada fue esta, que

      introdujo en su alma un veneno capaz de corromper sus sentidos y su razón.

      Desde este fatal momento se resolvió á que fuese suya a costa de cualquier

      crimen. Inducido de los estímulos de su pasión, fingió retirarse; y cuando

      creyó desprevenido á su rival lo atravesó con la lanza. No podía ser

      Liropeya fría espectadora de una tragedia, cuya solución consistía en

      separar dos almas, que para ser felices debían estar unidas. Toda

      temblando cayó en tierra cubierta de una palidez mortal, anuncio funesto

      de una alma fugitiva. A poco rato volvió en sí. Carballo procuró

      consolarla sacando de su pecho los términos más expresivos, y le aseguró

      sería en adelante perpetua dueña de su voluntad. ¿Pero qué pueden las

      insinuaciones contra el idioma del corazón? Su estado era más amargo que

      la muerte, y estaba resuelta á no olvidar su pérdida, hasta que el último

      suspiro hubiese acreditado la constancia de su amor. Con todo, fingió que

      no le eran indiferentes sus caricias, y sólo pidió, que para aceptarlas

      diese primero sepultura al desgraciado Yandubayú. Con no menor celeridad

      que regocijo desciñóse Carballo la espada, y se puso á cavar el foso.

      Cuando lo vió entregado á esta diligencia, juzgó que era ya tiempo de

      ejecutar el partido que había aceptado en el enajenamiento de su pasión.

      Tomando la espada de Carballo le dijo: "todavía te falta otra víctima:

      aquí la tienes; abre esa sepultura para dos que nacieron para estar

      juntos," y atravesándose el pecho esta hermosura desgraciada, fué á caer á

      los pies del agresor. Antonio Carballo se retiró, llevando un velo de

      confusión sobre su rostro, y una memoria amarga que acibaró toda su vida.

      Las barcas de su convoy se hallaban á punto de partir en prosecución de la

      jornada, creyéndolo ya muerto. Su llegada aceleró la marcha. Melgarejo que

      andaba en busca de víveres vino a unirse a Santi-Espíritu, y de común

      concierto con Garay, se convino en que conduciría á Martín García los

      basamentos que éste había traído. Anticipóse Yamandú, quien entregó al

      Adelantado las cartas de que se encargó. Su alma formada para las

      perfidias, adquiría con los halagos más aliento. Los que con este motivo

      le hizo Zárate, lo prepararon á una nueva traición. Viendo el mal estado

      de los españoles, se propuso precipitar su total ruina, poniendo en

      ejecución un plan de ataque fraudulento, que tenía trazado con los

      caciques Aguazá y Tataguazú. Por dicha de los nuestros fué antes

      descubierto, y quedó enteramente disipado el susto. Garay se entretenía en

      la demanda de acopiar basamentos. Entrando el domingo de Ramos de 1574 se

      divisó una canoa en que reinaban dos indios y un bárbaro de figura

      gigantesca. Fue en su alcance Garay. Pensó aquel espantar a los españoles

      mostrándose revestido de cuanto puede infundir el espanto, pero los

      españoles de aquel tiempo no hacían caso de bravatas fantásticas: dos

      arcabuzasos no le dieron tiempo de concluir sus fanfarronadas. Con todo se

      escapó la canoa. Garay tuvo aquí el consuelo de que se le incorporase un

      bergantín que despachó en su socorro desde la Asunción el teniente Martín

      Suárez de Toledo. Con este auxilio se halló más en estado de perseguir a

      Terú, juntar víveres y hacer que entrase en obediencia el cacique

      Añanguazú.

      Entretanto una deshecha tempestad en el río, que parecía tragarse la isla,

      puso en consternación al Adelantado y toda su gente. Creció ésta, viendo

      irse á pique las dos únicas naves que les quedaban. Por otra parte el

      desconsuelo de no saber el paradero de Melgarejo, y la tardanza de Garay,

      hacían que tocase al último de sus extremos. Quiso por fin la suerte, que

      arribase Melgarejo dando noticia de Garay, cuya ocupación era rescatar

      algunos españoles prisioneros. Él semblante de una fortuna siempre adversa

      suscitó en el Adelantado el justo deseo de prevenir sus infortunios,

      tomando un establecimiento permanente en tierra firme. Ajustados los

      dictámenes de sus capitanes, quedó acordado fundar la ciudad de San

      Salvador á las márgenes de un pequeño río, que recibió de ella su nombre,

      y que es tributario del Uruguay, donde fueron trasladadas las mujeres, y

      los enfermos. Garay con su gente se les unió poco después. El estado

      violento de las cosas, dividido entre el anhelo de sojuzgar, y el amor de

      la libertad excitaba encuentros continuos. Apenas vieron los indios que

      los españoles pretendían fijar el pié en su país, cuando se resolvieron á

      batirlos. Siete escuadrones animados de un odio implacable, á cuya frente

      mandaba el cacique Sapicán, vinieron luego sobre ellos. En tan apurado

      conflicto observó Garay el semblante de los suyos, y encontrándolos más

      cerca de la ira que de la turbación, los alentó con este sencillo

      razonamiento: "Amigos, aquí no resta otra cosa, que morir, ó vencer;

      esperemos con valor al enemigo." Razones fueron estas, que les hizo mirar

      el combate, como un campo en que iban a recoger laureles de una victoria

      asegurada. Trabóse en breve la refriega, y hubo hechos de parte a parte

      llenos de heroicidad. Por la de los españoles, dice uno de nuestros

      escritores. que no dieron golpe sin herida, ni herida que necesitase de

      segundo golpe. A pesar de una resistencia esforzada, observando Sapicán,

      que había perdido sus mejores capitanes, y que huía la victoria que

      vinculaba en la pérdida del general Garay (pues aunque muerto su caballo,

      fue socorrido prontamente de sus soldados) hizo tocar la retirada, dejando

      cubierta la campaña con más de doscientos cadáveres. Valió mucho a los

      españoles esta famosa victoria, porque abatido todo el orgullo de la

      nación más valerosa, cual era la Charrúa, abrió el camino a la obediencia

      de otras menos afamadas.

      

      

 

 

 

 

CAPITULO V

 

 

 

El cacique don Juan de Calchaquí arrasa tres ciudades españolas.

Trasládase la ciudad de Londres al valle de Comando. Mueren casi todos

los vecinos y soldados de Córdoba en el valle de Calchaquí.

 

 

      Es preciso no perder de vista al Tucumán, cuya historia va tomando mayores

      enlaces con las demás provincias convecinas, á proporción que se extendía

      la base de su constitución política. El inmortal Zurita, que reunía todas

      las calidades propias para extender y cimentar las conquistas, le había

      hecho dar un paso muy brillante en la carrera de la civilización. Apenas

      dueño del mando se le ve triunfar como héroe conducido por el honor,

      atraer por su clemencia á los que ahuyentó el espanto, y erigir

      establecimientos dignos de una prudencia consumada. La caída de este

      grande hombre envolvió en sus ruinas á la provincia; porque irritados los

      bárbaros con el violento despojo que les hizo Castañeda, creían vengarse a

      sí mismos vengando sus ultrajes. A pesar de que el usurpador realizó en el

      sitio de Jujuy el plan de Zurita, dando principio á la ciudad de Nieva el

      año de 1561, no tuvo genio ni bastante constancia para impedir el torrente

      de los bárbaros, quienes conducidos por su cacique D. Juan de Calchaquí,

      arrasaron tres ciudades (35) que eran el fruto de sus fatigas, y el asilo

      de la esperanza pública.

      _________________

      (35) A estas ciudades, que fueron Londres, Cañete y Córdoba de Calchaquí,

      les impuso nuevos nombres Castañeda para ofuscar la gloria de Zurita: á la

      primera llamó ciudad de Villagra, á la segunda ciudad de Orduña, á la

      tercera ciudad nueva del Espíritu Santo. A la provincia llamóla también

      del Nuevo Extremo.

      _________________

       

      La ciudad de Londres fué la primera que vio el amago de esta terrible

      insurrección. Confederándose los Diaguitas en número de cuatro mil, con el

      cacique D. Juan, vinieron á embestirla, pero la vigilancia y prevención de

      sus moradores los obligó a dar otro objeto á su rencor. Sin perdonar

      diligencia se encaminaron á Córdoba. Aquí les salieron al encuentro con su

      gente D. Nicolás Carrazco, y Julián Sardeño, dos capitanes, cuyo crédito

      los había ya casi vencido antes de llegar á las manos. Costó muy cara á

      los bárbaros esta batalla, pues pasados unos por el filo de la espada,

      precipitados otros de lo alto de las peñas, y tomando prisionero su

      respetado cacique, tuvieron que llorar una completa derrota. Las repetidas

      experiencias de la perfidia de los bárbaros, debieron advertir á Castañeda

      que era una falta de prudencia no prevenirse para la guerra en el momento

      mismo que se firmaba la paz. Con todo, él incautamente dió crédito á las

      promesas simuladas del prisionero, y poniéndolo en libertad, se lisonjeaba

      haber asegurado una quietud estable. Un engaño, que en el concepto del

      bárbaro era más poderoso que sus fuerzas, se creyó en obligación de

      afianzarlo por todos los medios que le sugería su astucia. Fingiendo

      hallarse rendido á las verdades de nuestra religión, disfrazó su pica

      homicida con este sagrado velo, y se hizo bautizar. El mismo ejemplo

      siguieron sus capitanes.

      Todo conducía a restablecer el ánimo del cacique D. Juan a pesar de su

      pasado infortunio. El buen tratamiento de los españoles disipaba las

      impresiones de susto que causó su prisión; la experiencia de lo pasado lo

      instruía en el porvenir; y el conocimiento de los puestos menos aparejados

      á la defensa, le señalaba el camino de sus operaciones militares. Con tan

      favorables auspicios se resolvió á abrir la campaña, dando principio á

      ella por el hecho más insultante. Bajo la fe de los tratados atravesaba de

      Londres á Santiago el capitán Julián Sedeño, llevando sólo en su compañía

      á Damián Bernal. Los Calchaquíes, que observaban todos los movimientos de

      los nuestros y que deseaban verse libres de un capitán, que por su valor

      se había hecho acreedor á sus primeros temores, lo aguardaron emboscadas

      en el valle de Yocabil. Aquí le salieron de improviso. Los dos españoles

      se defendieron con valor heroico. Bernal perdió allí la vida, quedando

      reservado Sedeño, para que en la lentitud de los tormentos, sufriese

      muerte más cruel.

      Estas muertes fueron como la trompeta que reunió a todos los bárbaros en

      una conspiración universal. Sin malograr instante el Calchaquí se puso

      sobre Córdoba, llenándola de espanto. Castañeda vino con diligencia a

      socorrerla, y sólo fue para aumentar su consternación. Sorprendido él

      mismo en una emboscada, dispuesta con inteligencia y arte, tuvo á gran

      dicha escapar vivo; dejando muertos en el campo no pocos de sus soldados.

      No hallándose en estado de salir en campaña, quiso encubrir su flaqueza

      con un infructuoso ejemplo de severidad. Hizo castigar cruelmente a muchos

      prisioneros, y que arrojándose al campo enemigo provocasen con sus llagas

      al escarmiento. El rigor podrá ser útil para con los espíritus

      pusilánimes, que se arrastran bajo la esclavitud del miedo. Los

      Calchaquíes eran de índole más propia á hacerlos irreconciliables. En

      efecto, el espectáculo de los prisioneros maltratados, quienes solo

      excitando a la venganza, creían poner fin a su infortunio infundió valor

      hasta en los pechos más cobardes. Todos de común acuerdo convinieron en

      continuar la guerra hasta dar el último aliento; y para que fuese

      irrevocable esta resolución se multaron en la pena de ser mirado como

      infame todo el que propusiese proposiciones de paz. Alentados de este

      espíritu apretaron el cerco que tenían puesto á la ciudad. Ninguno era

      osado a salir de ella. El general Castañeda, de quien por medio de un

      paisano imploraron el socorro los sitiados, tenía muy viva la imagen del

      terror, y sólo trataba de ponerse al otro lado del peligro. Dándoles

      buenas esperanzas se retiró á Londres, siempre perseguido de los bárbaros,

      quienes le picaron la retaguardia, tomándole algunos prisioneros, que

      sirvieron de trágica materia á sus enojos.

      Estas ventajas del enemigo vivamente representadas por la imaginación de

      Castañeda, le hacían gustar toda la hiel de su afrentoso proceder.

      Avergonzado de haberse hecho odioso y despreciable por su cobardía,

      resuelve purgar su oprobio introduciendo un socorro en la ciudad. Con un

      grueso trozo de gente, que le proveyeron los valerosos santiagueños,

      vuelve á entrar en Calchaquí. Con tan respetables fuerzas el hombre más

      cobarde podía hacer grandes cosas y sorprender la admiración sin

      merecerla. Noticiosos los indios de esta marcha se apostaron en el mismo

      sitio, que poco antes había sido funesto a sus contrarios; pero tomando

      estos una ruta desconocida y fragosísima atacaron por el punto que menos

      lo esperaban, y les causaron un sangriento destrozo. Castañeda introdujo

      el socorro en la plaza hallándola libre de obstáculos. Sin renunciar los

      Calchaquíes el designio de arruinar este establecimiento, se acogieron por

      ahora á sus breñas como á un lugar de refugio. En la impotencia de

      forzarlos Castañeda, se apodero del fértil valle que proveía a su

      subsistencia, y abrió con ellos una negociación. Ella tenía por base una

      obediencia tributaria, y esta era para ellos más aborrecible que la

      muerte. Resueltos a no abrazar otro partido que el de su libertad, y

      persuadidos que bastaba la lentitud para decidir este negocio á su favor,

      prolongaban sagazmente la conclusión. El general español penetró el

      artificio; por lo que contentándose con talar sus mieses, dio vuelta á la

      ciudad de Córdoba. Persuadido de haber satisfecho a su odio y vanidad, y

      domado enteramente el orgullo Calchaquino, aumento la guarnición de esta

      plaza con veinte y cinco soldados, y se retiró á Londres.

      Muy en breve conoció Castañeda que el odio implacable de los bárbaros solo

      cedía á la necesidad, esperando ocasiones más seguras. Ejecutados de su

      invariable resolución, volvieron á ocupar los puestos del pasado asedio.

      Su constancia en los ataques generales hasta acercarse a escalar el muro,

      a pesar del destrozo que hacía en ellos el fuego de la plaza; el desamparo

      del general Castañeda, quien aunque requerido por los sitiados parecía

      haberlos abandonado a su aflicción; en fin la agonía en que los puso la

      falta de agua cortada por el enemigo; todo esto los obligó á conocer la

      necesidad de hacer una salida. Este era el único recurso que les dictaba

      la desesperación; pero recurso, que solo parecía proporcionarles una

      muerte más gloriosa. La resolución fué tomada, y en ella entraron hasta

      las mujeres, estimando por menos infortunio morir con las armas en las

      manos al lado de sus consortes. Con un coraje precipitado se echaron los

      bárbaros en un momento de descuido, y desde el primer encuentro los

      arrollaron. Quedó el camino cubierto de cadáveres, y se hicieron algunos

      prisioneros, entre quienes la hija del cacique D. Juan, que sirvió a la

      decoración del triunfo. Aunque destrozado este cacique no dejó de caminar

      á su objeto con una constancia igualmente firme, que temible. El odio, la

      venganza, el amor paternal y el de la patria, se confundían en su pecho, y

      apresuraban sus proyectos hostiles. Más irritado que nunca con la pérdida

      de la hija, mandó la flecha simbólica a todas las parcialidades de su

      nación, y los interesó en su querella.

      Entretanto ciertos rumores de que la venida del capitán Pedro de Cisterna

      enviado por el Adelantado Francisco de Villagrán, era con el objeto de

      relevar á Castañeda, debía necesariamente ocupar todos los cuidados de

      este ambicioso general, que esclavo de sus pasiones, sólo parecía capaz de

      grandes faltas. No fue la menor, que deseando ganarse la afición de

      Cisterna, luego que supo era otro el objeto de su venida, ejecutase en

      estas peligrosas circunstancias el plan que éste le propuso de trasladar

      la ciudad de Londres al valle de Comando, distante sólo veinte leguas de

      la de Orduña, ó de Cañete. Así se hizo en 1562. El Calchaquí que observaba

      con cuidado las atenciones en que se hallaba complicado Castañeda, se

      aprovechó de su embarazo para restablecer el sitio de Córdoba. Con un

      grueso ejército vino sobre ella, y la ciñó estrechamente. Nada se omitió

      de su parte de cuanto podía conducir á su designio. Flechas inflamadas,

      asaltos vigorosos, ataques llenos de ímpetu, estos eran los medios con que

      llenaba de espanto á los sitiados. Fácilmente advirtieron éstos, que á tan

      furioso empeño, daba impulso el rescate de la hija del cacique, y entrando

      en esperanzas de serenar esta borrasca, le propusieron un ajuste amigable.

      El cacique se mostró inclinado a la paz, trató a los diputados con aquella

      activa simplicidad de que usa con el débil el que tiene de su parte la

      fuerza. Inexorable en su propósito, dictó los artículos del tratado,

      reducidos a que se le restituiría su hija, y se evacuaría la plaza bajo el

      salvo conducto que prometía a la guarnición. No era esto lo peor, sino que

      este pequeño beneficio nada tenía de verdadero, no siendo más que un lazo,

      que tendía el pérfido cacique para lograr mejor sus intentos. Los

      españoles cayeron en él. Ataviaron a la cautiva con todos los aliños

      mujeriles que aumentan las gracias de este sexo, y que debían captarle la

      benevolencia del padre; pero este cacique no bien había recuperado a la

      hija, cuando dio orden de apretar el asedio con doblados esfuerzos.

      La ruina de los españoles era inevitable. En ese conflicto les pareció,

      que era forzoso aventurarse al acaso. Todos de común acuerdo resolvieron

      evadirse esa misma noche por un lado de la ciudad, que parecía menos

      custodiado. En lo más silencioso de las tinieblas emprendieron su marcha.

      La felicidad de los primeros pasos los animaba á continuarla, cuando sólo

      era para acercarlos al precipicio.

      Sentidos de los bárbaros por el importuno llanto de las criaturas, fueron

      improvisamente asaltados. Fué en vano para contener la rapidez del ataque

      la heroica resistencia de los soldados españoles.

      A excepción del maestre de campo Hernando de Mejía, que con seis de los

      suyos se abrió pasaje por entre una espesa multitud, y pudo ponerse en

      salvo entrando después en la ciudad de Nieva, ninguno escapó la vida.

      

           

   

CAPITULO VI

 

 

 

Ataca Castañeda a los Calchaquíes. Una falta de Castañeda hace perecer a

algunos españoles. Trescientos Calchaquíes se sacrifican por la patria.

Sesenta jóvenes indios forman un cuerpo, y viene en auxilio de sus

padres. Vence Zenteno a los de Silípica. Heroicicidad de tres indias.

Son despoblados Londres y Cañete. Entra Aguirre a gobernar el Tucumán.

Aguirre se halla en gran peligro, y lo liberta Gaspar de Medina. Los

Calchaquíes se defienden, y hacen estragos. Prudente retirada de Medina.

Vuelve éste a libertar al gobernador.

 

 

      La altivez crece por lo común en proporción de la prosperidad. Después de

      haber los Calchaquíes desmantelado la ciudad de Córdoba, y sometido en las

      mujeres españolas que sobrevivieron á la derrota, atrocidades tales, de

      que se horroriza la pluma, nada menos se proponían que llevar su osadía

      hasta el exterminio del último establecimiento español. Aunque por un

      orden inverso parecía que esto debía abatir el aliento español, no sucedió

      así. Castañeda tenía los vicios de una alma al mismo tiempo tímida y

      feroz. Por esta vez deseaba vivamente borrar las manchas con que se

      hallaba afeada su reputación, y todas las ciudades conspiraban a una

      venganza de que se prometían un útil escarmiento. Hechos los preparativos

      convenientes, abrió este general la campaña. Los bárbaros no rehusaron el

      ataque, antes bien respirando cierto entusiasmo de libertad, intentaban

      prevenirlo acelerándose a ocupar un estrecho, de que hechos dueños parecía

      inevitable la ruina de su enemigo. El general Castañeda reconoció el

      peligro en que se hallaba, y quisiera retirarse; pero temiendo acrecentar

      un oprobio que ya se tenía merecido, se resolvió a un hecho temerario,

      con, el que al paso que recuperaba su fama por el ejemplo y por la acción,

      esperaba intimidar á los bárbaros. Con sólo seis soldados los ataca en el

      mismo puesto. Llenos todos de aquel furor mortal que caracteriza los

      guerreros de aquel siglo, ejecutan prodigios de valor. Queriendo atraerlos

      á campo raso donde pudiese maniobrar la caballería aparentan mañosamente

      retirarse. El calor con que los bárbaros se empeñan en seguirlos no les

      deja penetrar el designio. Ellos se avanzan con denuedo. El ejército

      español recibe orden de combatir, y lo ejecuta con valor. El de los

      bárbaros se resiste por mucho tiempo reemplazando sus filas derrotadas, y

      dando mucho cuidado á sus maestros en el arte de pelear; pero al fin la

      victoria se declaró por los españoles aunque con algunos muertos y muchos

      heridos.

      Esta victoria si algo dejó de útil a los españoles, fue haberles enseñado

      a temer á estos bárbaros. Por lo demás los vencidos adquirieron un nuevo

      motivo de aborrecerlos, y de prepararse á los combates con más acuerdo y

      deliberación. A este efecto se recogieron a sus guaridas inaccesibles.

      Castañeda entró con nuevas fuerzas en su fértil valle, y lo encontró casi

      desierto. Confiado en que no se le hacia resistencia, las enflaqueció

      imprudentemente, dividiéndolas con el objeto de satisfacer sus venganzas.

      Este procedimiento fué fatal á los españoles, porque muchos se vieron en

      extremo peligro, y otros perecieron á manos de los bárbaros.

      Un encadenamiento de faltas enormes, hizo que Castañeda causase pérdidas

      irreparables. Bien instruido en que la ciudad de Cañete se hallaba en

      grande apuro por la insurrección de los indios de su distrito, se contentó

      con destacar en su socorro solo doce hombres á las órdenes del capitán

      Bartolomé Mansilla. Un auxilio tan menguado sólo sirvió para acrecentar el

      desaliento. Los vecinos de Cañete ya habían transportado sus hogares a la

      ciudad de Santiago. Ellos conocían bien los descuidos de que era capaz

      Castañeda, y no queriendo exponerse al fin trágico de los de Córdoba,

      tomaron con anticipación sus medidas. La llegada de Mansilla los afianzó

      en su resolución. Castañeda echó de ver que había sido muy grande

      aventurar trece hombres solos en un país sembrado de peligros. A los tres

      días movió sus reales con la esperanza de salvarlos al abrigo de su fama.

      Este era un fatuo orgullo de que en breve quedó desengañado. Mansilla con

      sus doces compañeros debió su salud á un acaso; pero Castañeda con su

      ejército bien necesitó toda la ventaja de sus armas para no salir

      derrotado. Trescientos bárbaros resueltos á vengar en estos españoles los

      males que sufría su patria, le disputaron el paso. Su constancia á prueba

      de todos los estragos que podían causar las balas, no desfalleció un

      punto. No tanto como hombres, cuanto como bestias, sin más razón que el

      ímpetu, se arrojaron al hierro y al fuego de sus contrarios, hasta llegar

      á mezclarse unos con otros. Los más de estos valientes perecieron en el

      combate, contentos con haberse sacrificado á la patria, y hecho correr

      mucha sangre enemiga.

      Libre Castañeda de estos riesgos prosiguió su jornada. ¡Cuál fué su

      desconsuelo cuando sitio la despoblación de Cañete! Era esta plaza muy

      importante, pues con ella se entrenaba no poco el furor de los bárbaros. A

      fuerza de una constancia sostenida, consiguió este general verla repoblada

      segunda vez, habiendo hecho volver á sus antiguos moradores, quienes á

      precaución dejaron en Santiago sus hijos y mujeres.

      El odio á un gobierno militar donde la espada era la ley fundamental, se

      había ya extendido por todas partes. Apenas se hallaban asentadas las

      cosas, cuando, como si de la misma seguridad naciesen los peligros, fué

      preciso reprimir la osada resolución con que los indios de Silipica

      disputaron el paso á Castañeda, é inquietaban toda la tierra. El incendio

      y la devastación señalaron los pasos de los españoles en esta jornada. De

      pueblo en pueblo persiguieron á los bárbaros haciendo en ellos una

      horrible carnicería. Conoce poco la gloria el que la coloca en matar á los

      que, tratados bien, pudieran ser amigos. Aun los que escaparon con vida,

      sólo parecía haberla reservado á los que lo eran de su libertad.

      Refugiados al pueblo de Deteicum hicieron pasar sus sentimientos á estos

      moradores. Muy confiados en que la ventaja del sitio hacía su fortaleza

      inexpugnable, teniendo los españoles que superar las dificultades de una

      subida muy agria, levantaron el estandarte de la libertad. Fué obstinada

      la resistencia; pero encontrando los españoles por dicha suya una senda

      mal defendida, ganaron la altura de la montaña, y a hierro y fuego se

      hicieron dueños de la plaza.

      Por todo acontecimiento habían dispuesto los bárbaros transportar en

      tiempo sus familias a parajes menos arriesgados. Entretanto que los padres

      sacrificaban sus vidas á la seguridad de sus hijos, un tierno sentimiento

      de que sólo la naturaleza podía ser autora, obraba en éstos con toda su

      energía. Llenos de un espíritu marcial se escapan del regazo de sus

      madres, y sin reflexionar en que sus brazos, aun no son aptos para

      sostener las armas, los unen en común para desafiar los peligros de la

      guerra. En número de sesenta, de los que el mayor no pasaba de quince

      años, volaron en auxilio de sus padres. Fuéronse acercando con la poca

      cautela que era propia de su inocencia. El polvo de su marcha estrepitosa

      alarmó á los españoles, quienes salieron de sus alojamientos y se

      prepararon al combate. Quedaron muy corridos luego que conocieron al

      enemigo y sus designios. La bizarría de esta acción fue recompensada por

      los españoles con dones y caricias. Estas amansaron el furor indómito de

      los padres, y fueron más poderosas que las balas para que suscribiesen a

      la paz. Los desastres de esta guerra se hacen de algún modo disimulables,

      pues que ella dió ocasión para que los anales del Tucumán, se viesen

      enriquecidos con un tan bello ejemplo de amor filial.

      Castañeda, concluida esta guerra, buscó una ocupación propia al militar

      esfuerzo de sus soldados. El capitán Pedro López Zenteno, con veinte

      hombres escogidos, partió de orden suya en socorro de Londres. En este

      tránsito hizo ver el valeroso Zenteno, que vale tanto un buen general como

      un ejército. Los indios de Silipica, quienes ya estaban arrepentidos de su

      obediencia, le salieron al encuentro. Toda esta multitud embravecida con

      sus mismos desastres, no fue bastante á desunirlos. Teñida la campaña con

      sangre de los bárbaros, entraron triunfantes en Londres. No fué bastante

      este auxilio á infundir seguridad en los ánimos, porque inmediatamente se

      supo que todas las parcialidades hasta el valle de Chocavil formadas en

      liga con el cacique D. Juan de Calchaquí, le hablan ofrecido sus brazos

      armado de la venganza, y que se disponía á invadir esta ciudad. Era

      forzoso impartir esta noticia á Castañeda, é implorar su socorro. Cuatro

      hombres acostumbrados á tener por más gloriosa una empresa á medida que

      era más temeraria, tomaron de su cuenta ejecutarlo. Como si se hubiesen

      propuesto los medios de multiplicarlos peligros, se apoderaron en el

      tránsito de un cacique abandonado de sus vasallos. No faltó quien reparase

      la vergonzosa deserción de estos cobardes. Tres indias llenas de un valor

      heroico con que desmentían la flaqueza de su sexo se armaron de tizones, y

      echando en rostro á los indios su ignominiosa huída, embistieron contra

      los españoles. La gentileza de esta acción merecía indultarlas de todo

      daño; pero la bravura rústica de sus contrarios estaba acostumbrada á no

      respetar ningunos fueros. Lejos de celebrar este lance en que adelantar

      con los bárbaros el crédito de su nación, después de haber dado muerte al

      cacique, no tuvieron á mengua ensangrentar sus armas en un sexo que es

      vencer, cederle la victoria. Luego que las indias se vieron en estado de

      no poder sostener el choque, tomaron el partido de arrojarse de un

      precipicio, primero que caer en manos tan aborrecidas como las de sus

      contrarios. Sus maridos expiaron con su muerte su infame cobardía. Es

      preciso reconocer en estos nobles ejemplos, que no faltaba grandeza de

      ánimo á estos bárbaros, y que la inferioridad de sus armas y los

      desórdenes de una multitud sin disciplina, son las verdaderas causas que

      explican el desenredo trágico de estas guerras. Los cuatro soldados

      concluyeron su marcha; no acabando de engrandecer el coraje de las indias.

      Al oír las nuevas que trajeron estos emisarios descubrió Castañeda toda la

      flaqueza de su espíritu. La confederación de tantas parcialidades enemigas

      era un cuadro espantoso, donde veía se le exigían empresas militares,

      superiores á su valor y á sus talentos. Sin tener arte para disimular su

      cobardía, tembló á la vista de tantos riesgos, y dispuso evitarlos

      expidiendo órdenes positivas para que se despoblasen las ciudades de

      Londres y Cañete. Fueron infructuosos los ruegos de sus ciudadanos á fin

      que desistiese de un pensamiento tan funesto á la patria, y tan eversivo

      de sus propiedades. Inflexible en su relación los obligó á transportarse á

      Santiago en 1562 aun sin permitirles la cosecha de granos. La

      desesperación con que lo hicieron aumentó la infamia del opresor. Muchos

      soldados se emigraron al reino de Chile, a donde el siguiente año partió

      también Castañeda, dejando el mando de la ciudad de Santiago al capitán

      Manuel de Peralta. No cupo mejor suerte á la ciudad de Nieva fundada en el

      valle de Jujuy. Los bárbaros que rodeaban se habían hecho irreconciliables

      con los ejemplos contagiosos que les daba el Calchaquí. El capitán Pedro

      de Zárate no pudo resistir por más tiempo los porfiados asaltos del

      enemigo, y perdiendo toda esperanza de socorro, cedió al triste destino de

      abandonar esta plaza. Con estas pérdidas quedó toda la provincia reducida

      a la ciudad de Santiago, único fruto de diez años regados con mucha

      sangre, lágrimas y sudores. En el mismo estado la había dejado el general

      Juan Núñez de Prado, y si algo había que añadir, era saberse no era

      invencible el español.

      El desamparo de tantas gentes inspiró justas inquietudes a la ciudad de

      Santiago, que hasta entonces se había mirado como el puerto de seguridad.

      Con todo, aunque cercada de tanto bárbaro orgulloso, sostuvo con mucho

      crédito el peso de los peligros. No fue pequeña dicha suya que el

      gobernador del reino, Lope García de Castro, extendiese hasta ella su

      vigilancia, y le diese un gobernador capaz, por su valor, de restablecerla

      en su antigua gloria. Este era Francisco de Aguirre. A la verdad, el

      desagrado con que se oía su nombre en toda esa provincia, desde que la

      gobernó por D. Pedro de Valdivia, no parecía buen presagio de una suerte

      venturosa; pero con todo sus grandes proezas en el reino de Chile contra

      los temibles Araucanos, unidas á la constante fidelidad con que se manejó

      en los disturbios del Perú, lo hacían acreedor de está confianza, y debían

      purgar su memoria. Sobre estas razones procedió Castro a nombrarlo

      gobernador de esta provincia con total independencia de los gobernadores

      de Chile (36). La historia nos hará ver que Aguirre no llenó estas

      esperanzas sino en parte.

      Los sucesos referidos nos anticipan una idea del estado deplorable en que

      encontró su provincia. Casi toda ella sometida al poder de los bárbaros,

      no se veían por todas partes sino ruinas, desolaciones, estragos y osadía

      del enemigo. No pudo menos de conocer Aguirre, cuanto importaba dedicar

      sus desvelos a las cosas de la guerra. Valeroso, vigilante, lleno de celo

      y volando a todas partes donde era mayor el peligro, logró inspirar en los

      ánimos un entusiasmo militar que dio respiración á la provincia, e iba á

      poner en crédito el poder español. Aguirre pisó todo el terreno que

      poseyeron los españoles: buscó á los bárbaros en sus mismos alojamientos;

      tuvo con ellos encuentros muy felices; los obligó á retirarse donde los

      ecos de su valor no pudiesen amedrentarlos, y en fin llenó la ciudad de

      Santiago de prisioneros y despojos.

      _________________

      (36) El Sr. Felipe II por una real cédula de 29 de agosto de 1563 declaró

      esta independencia agregando la provincia al distrito de la real Audiencia

      de la Plata.

      _________________

      

      Pero no siempre la fortuna le favoreció tan apresurada, que pudiese

      persuadirse estaba pendiente de sus órdenes. Hallábase acampado Aguirre en

      el valle de Calchaquí, cuando se vió sorprendido de cuatro mil bárbaros

      llenos de coraje y resolución. Ambos ejércitos vinieron a las manos con

      igual furor. El estrago que las balas causaban en los bárbaros, no pudo

      ponerlos en derrota, porque prevaleciendo el deseo de vencer, se

      entregaban ciegos a la muerte. Ellos cargaron con tal ímpetu, que se vio

      Aguirre y su gente en las últimas extremidades. Por dicha de éstos el

      valeroso capitán Gaspar de Medina, que con un destacamento corría la

      campaña, fué bastante advertido para conjeturar por las huellas los muchos

      bárbaros que se habían dirigido hacia aquella parte del país en que se

      hallaba Aguirre. Acelerando cuanto pudo sus marchas, cayó rápidamente

      sobre las espaldas del enemigo, y lo batió por entero arrebatándole una

      victoria, que se decidía á su favor. Derrotados los Calchaquíes se

      refugiaron a sus breñas, más bien irritados que arrepentidos. Aunque

      Aguirre con su gente cumplió bien sus deberes, tuvo sobrada equidad para

      adjudicarle a Medina todo el honor del triunfo. Este género de victoria,

      que ganó sobre su amor propio, debió darle tanta más gloria, cuanto

      siempre es más difícil vencerse a sí mismo, que á un enemigo.

      Temía Aguirre que reforzados los Calchaquíes causasen nuevos insultos.

      Para escarmentarlos del todo, y completar la victoria, mandó el día

      inmediato se siguiese el alcance. Un buen número de soldados escogidos

      bajo la conducta de su hijo el maestre de campo Valeriano de Aguirre, y

      del capitán Medina, caminaron sobre sus huellas. A quince leguas de

      distancia había hecho alto el enemigo en un paraje fragosísimo. El ardor

      que suscitó en los españoles el pasado suceso, hizo, que acometiesen sin

      bastante consejo en un lugar, donde el terreno daba toda la ventaja al

      enemigo. Los bárbaros opusieron por su parte una vigorosa resistencia, en

      la que aunque murieron muchos, lograron quitar del medio al maestre de

      campo, y á otros soldados. Con tan buena ventura acaloraron más la acción

      llegando á prometerse, que los restantes serían en breve víctimas de su

      valor. El prudente Gaspar de Medina, a quien no se le ocultaba que los

      bárbaros recibían nuevos refuerzos, tuvo por infalible su derrota, si con

      tiempo no ponía en salvo las reliquias de este destacamento. Así lo hizo

      mandando tocar la retirada. No fué pequeña dicha poderlo verificar. Una

      engañosa conjetura hizo que los Calchaquíes la tuviesen por una acechanza,

      y no se atrevieron. Por otra parte aunque Medina mudó de ruta, buscando

      siempre la menos arriesgada, se vió en gran peligro de que lo

      sorprendiesen mil indios, que lo espiaban de emboscada. Ya había salvado

      este mal paso, cuando lo descubrieron los enemigos. La suma diligencia con

      que huyó hizo inútiles todos los esfuerzos del alcance. Debió por segunda

      vez Aguirre su salud al capitán Medina, en el hecho mismo de haber

      conservado aquel residuo de soldados con que podérsele reunir. El

      gobernador solo se hallaba con treinta hombres en medio de un país

      alterado de sangre humana, y en que parecía inevitable su exterminio. Con

      el auxilio de Medina pudo salir de aquella tierra tan arriesgada; pero

      siempre con el ánimo de volver a ella y hacerla el teatro de sus

      conquistas. A este efecto hizo que el capitán Medina se transportase al

      reino de Chile, y reclutase algunos soldados con el cebo de pingües

      encomiendas, que debía ofrecerles á su nombre. Medina desempeña

      debidamente su comisión. Veinte y dos hombres aguerridos lo siguieron á su

      regreso, el que verificó trayendo también á su familia (37) y nueve

      doncellas españolas con quienes pudiesen casar los conquistadores

      tucumanos.

      _________________

      (37) Esta se componía de su mujer Doña Catalina de Castro, una hija suya y

      dos hijos, D. Luis y D. García de Medina.

      _________________

      

            

 

 

       

CAPITULO VII

 

 

 

Fúndase la ciudad de San Miguel del Tucumán. Entrada de Aguirre a los

Comechingones. Prenden los soldados al gobernador Aguirre. Destierran

los conjurados al capitán Medina. Fundan los conjurados la ciudad de

Esteco. El capitán Medina cae sobre los conjurados. El teniente Juan

Gregorio Bazán atraviesa el Chaco y llega al Paraná. Absuelto por la

Audiencia de Charcas, el gobernador Aguirre es restituido al mando. Es

preso por la inquisición de Lima. El gobierno del Tucumán es dado a don

Gerónimo Luis de Cabrera. Funda la ciudad de Córdoba. Llega hasta la

torre de Gaboto.

 

 

      La experiencia había demostrado, que sin el establecimiento de nuevas

      ciudades, era imposible se dilatase el dominio español. Por el contrario,

      con ellas se esperaba, que los pueblos, ó contrajesen nuevas alianzas, o

      en caso de resistencia experimentasen el poder de varias fuerzas armadas.

      El gobernador Aguirre, como tan versado en estas materias, estimó estas

      razones de importancia, y se decidió á levantar una población en aptitud

      de oponerse á las irrupciones del bravo Calchaquí. Hechos los aprestos

      necesarios, encomendó esta noble empresa a su sobrino el capitán Diego de

      Villaroel. En 1565 abrió este general los fundamentos de una ciudad que

      intituló San Miguel del Tucumán en la falda de una áspera montaña y á la

      altura de los 28 ó 27 y medio grados. La capitación de los indios sumisos

      subió al número de diez mil, los que se repartieron en encomiendas los

      vecinos pobladores.

      Era ya otro el semblante de las cosas. Las convulsiones, que los bárbaros

      dieron poco antes a esta provincia, habían ya cesado, y si se aborrecía en

      igual grado el yugo de las leyes, a lo menos el temor inclinaba las

      cervices. Con esta seguridad procedió Aguirre a publicar la jornada de los

      Comechingones, indios establecidos en el distrito de Córdoba, y donde

      entró á fines de 1565. Amedrentados estos bárbaros con la fama de Aguirre,

      le recibieron de paz, prometiendo una sujeción que alimentaba su vanidad.

      Otro interés mayor entretenía la esperanza de sus soldados. De tiempo

      atrás venía muy válida la noticia de unas tierras opulentas, situadas

      hacia el sudoeste, que con el nombre de Trapolanda ó de los Césares,

      habían inquietado inútilmente la codicia del vulgo. Lo indios pasaron esta

      noticia a los soldados de Aguirre, cuya credulidad comunicándole un ser

      que no tenía, exigían esta jornada como premio de sus fatigas. Aguirre era

      demasiado experto para que entrase en la empresa de un bien tan

      imaginario. Sea su justa repulsa, sea la natural altivez con que los tenía

      irritados, ó sean en fin otras causas, lo cierto es, que desde aquí quedó

      declarada la aversión de sus soldados, y muy dispuestos los ánimos á la

      venganza.

      Diego de Heredia y Juan de Berzocara, dos hombres denodados, tomaron de su

      cuenta soplar el fuego de esta sedición, y hacer se manifestase en el

      momento de tener efecto. Viéronlo arribar cuando volviendo el gobernador

      de los Comechingones, se puso en un paraje llamado los altos de Aguirre.

      Para dar al atentado, que meditaban, un aire de religión y de piedad, no

      se descuidaron los conjurados en manifestar secretamente cierto

      mandamiento del juez eclesiástico, en el que se hallaba decretada la

      prisión del desgraciado Aguirre. Todo cabe en los principios absurdos de

      estos tiempos, y que tanto influyeron sobre la suerte política de los

      pueblos. Dispuestas todas las cosas, y a merced de una fraudulenta

      sorpresa, lo prendieron la misma noche del arribo juntamente con sus

      hijos. Habiendo substituido después otros jefes militares en lugar de los

      antiguos, lo condujeron con buena guardia á la ciudad de Santiago. A

      consecuencia de esta atrevida acción, se apoderaron los amotinados de todo

      el mando. Cárceles, destierros, confiscaciones, todo se puso en uso para

      atemorizar á los leales y afianzar la tiranía.

      El mérito y las virtudes del capitán Medina hacían un fuerte contrarresto

      a esta empresa de rebelión. Ponerse en estado de no temerlo interesaba

      mucho a sus autores. Ellos lo prenden, lo despojan de sus bienes y

      amenazan su vida, si prontamente no toma el partido del destierro. Medina

      logra ponerse en huída y escapar de un poder injusto sin rastros de

      piedad. Oculto en las tierras de Conso, esperó allí una suerte menos

      adversa. Libres los conjurados de este enemigo abrieron su proceso al

      gobernador. Temió Aguirre que su cabeza rodase ignominiosamente sobre un

      cadalso; pero sus enemigos lo destinaban a que en calidad de delincuente

      diese cuenta de su persona en la Audiencia de Charcas. Con una respetable

      escolta fué remitido a este tribunal en 1566.

      Un ánimo doloso, cuyo fin era ocultar el motivo de sus acciones, y

      persuadir al mundo, que en esta rebelión no había tenido parte el deseo de

      la venganza, sino el amor á la patria, inspiró á los conjurados el

      designio de levantar una nueva ciudad. A este principio debió su cuna la

      de Esteco, origen correspondiente á su fin trágico. Según parece, dióse

      principio a esta fundación entrado el año de 1567 á los o 27 medio grados

      de altura, sobre las márgenes del río Salado, en un sitio enriquecido con

      todos los dones de la naturaleza. Un crecido número de brazos (38) en

      manos de cuarenta pobladores activos y laboriosos llevaron muy en breve la

      cultura del terreno á un alto punto de prosperidad. Viéronse recoger en

      esta población pingües cosechas de algodón, cera, miel, colores para los

      tintes, y otros muchos frutos estimables. La mano de obra creció en

      proporción de esta abundancia, llegando á conseguir la industria de

      Esteco, que le fuese tributario el lujo peruano. Estos medios de

      adquisición produjeron fortunas muy rápidas. Refieren los historiadores,

      que sobraban las riquezas para poner á los caballos herraduras de plata, y

      quizá de oro. No es de admirar. Acaso no sabemos lo que puede un pueblo

      industrioso, que no conociendo aun las superfluidades, dirige sus afanes a

      las cosas útiles. Pero es cosa bien sabida que las fortunas opulentas son

      un síntoma manifiesto de la decadencia de un pueblo, cuando estas son

      exclusivas y peculiares á unos pocos; y no lo es menos, que las riquezas

      son como esos licores espirituosos, que tomados con excesos nos hacen

      contraer necesidades ficticias, y nos conducen a la aniquilación, cuando

      parece que animan nuestras fuerzas. Por estas causas vino Esteco á los

      setenta años de edad en sumo atraso y pobreza; porque unido al lujo de los

      ciudadanos el duro tratamiento de los encomenderos, la despoblación y

      miseria, siguieron muy de cerca sus pasos hasta que en el espantoso

      temblor del año de 1692 quedó del todo sumergida.

      _________________

      (38) Dicen unos que treinta mil indios, y otros que ocho mil fueron

      repartidos en esta población.

      _________________

      

      Volviendo a tiempos más atrasados vemos que los rebeldes se habían

      familiarizado con la violencia contra los vecinos más honrados, y que

      premiando con el libertinaje á sus parciales, tenían siempre en ellos

      seguros ministros de su furor. La impresión de tantos males obraba con

      toda su eficacia en el ánimo del capitán Medina, que como teniente general

      de la provincia se creía en responsabilidad, á no meditar alguna empresa

      capaz de corregirlos. Desde el fondo de su reino pulsó la fidelidad de

      algunos sujetos principales de Santiago, quienes correspondiendo á sus

      designios lo animaron a una acción digna de sí. Su proyecto era caer de

      sorpresa sobre los rebeldes y despojarlos de la autoridad usurpada.

      Concertadas todas las cosas, y habiéndosele asociado algunos vecinos de

      San Miguel, que llenos de una noble emulación deseaban tener parte en esta

      gloria, ejecuta su designio con tanta felicidad como valor. Entra

      secretamente en la ciudad Juan Pérez de Morino, Miguel de Ardiles y

      Nicolás Carrizo, tres sujetos de gran séquito, se unen prontamente al

      libertador de la patria. El resto de los ciudadanos se apresura á seguir

      un tan bello ejemplo. Heredia y Berzocara gustan en su trágico fin el

      fruto de su alevosía, y hecho el proceso á los demás secuaces, queda

      restituida la provincia á su antigua tranquilidad.

      La real audiencia de Charcas, á quien Medina dió personalmente cuenta de

      sus operaciones, se creyó en obligación de añadirles el sello de la

      autoridad. Los peligros de que se hallaba amenazada la importante vida de

      este vasallo movieron también al tribunal á concederle privilegios, que

      decorando al mismo tiempo su persona, lo pusiesen en seguridad. En su

      virtud fuele lícito cargar armas dobladas, traer guardia de arcabuceros,

      cuerda encendida y cota descubierta. Ciertos asuntos de grave consecuencia

      impidieron por entonces su regreso á la provincia. La causa del gobernador

      Aguirre aún no se hallaba concluida. Entretanto dióse el mando interino de

      ella al general Diego Pacheco. (39).

      Era dotado este general de una alma noble y desinteresada. Sus honrados

      procederes le ganaron en breve la afición de los pueblos. Aunque ajustado

      á sus instrucciones anuló la fundación de Esteco; creyéndola con todo

      necesaria á reprimir las animosidades de los del Chaco, tuvo bien crearla

      de nuevo en 1567; y para que su antiguo nombre no excitase ideas de

      rebelión siempre fatales á la fidelidad del vasallaje, mandó que se

      llamase en adelante Nuestra Señora de Talavera.

      Entre sus disposiciones acertadas debe contarse la elección que hizo de

      Juan Gregorio Bazán para su lugarteniente, y capitán á guerra en esta

      nueva ciudad. Las continuas hostilidades del bárbaro enemigo la habían

      puesto muy vecina á su destrucción. Peleando por su suerte, disipó sus

      temores, y se adquirió derechos á su reconocimiento. Impelido de sus

      alientos concibió el proyecto atrevido de atravesar el Gran Chaco. Con

      sólo cuarenta soldados que lo amaban, porque al mismo tiempo era su modelo

      y su bienhechor, enarboló la insignia real en esta tierra nunca trillada

      de huella española. Las márgenes del Paraná lo vieron con espanto, y

      después de haber firmado paces ventajosas á la seguridad de la provincia,

      dió la vuelta sin pérdida de ningún hombre. Este hecho otros muchos de

      esta clase nos pintan muy al vivo aquella enorme distancia en que nos

      hallamos de nuestros padres. Una empresa semejante pasaría en el día por

      temeridad, porque tenemos á los bárbaros el temor que antes nos tenían

      ellos. Las causas morales de esta diversidad son bien patentes. Las

      costumbres simples y duras de nuestros antepasados, su extremada

      frugalidad, para cuyo contentamiento todo bastaba, el mérito de la guerra

      de que hacían profesión, y en fin el hábito de afrontar a la muerte y

      hacerse una diversión de los peligros, todas estas causas se encuentran

      substituidas por la blandura, el lujo, la intemperancia y el reposo. ¿Qué

      extraño es se haya apagado el valor en la sangre de los ciudadanos? Las

      noticias adquiridas por Bazán y su gente, avivaron el deseo de adelantar

      la conquista hacia la parte del Chaco. Este era el objeto que ocupaba las

      atenciones de Pacheco, cuando la vuelta de Aguirre puso un término a sus

      proyectos. Absuelto de sus cargos este gobernador, fué reintegrado en sus

      empleos. Proceder nada cuerdo que condena la política, poner la suerte de

      muchos súbditos en manos de la venganza. El suceso acreditó esta máxima.

      Que se imaginen unos pueblos agitados de la discordia, y donde el odio del

      que manda justifica las proscripciones: este es el espectáculo que

      presenta esta provincia. Pero Aguirre debió advertir, que el poder más

      legítimo ejercido con barbaridad, es muchas veces funesto igualmente al

      opresor que al oprimido. Los mismos medios que empleó para infundir terror

      en los ánimos, los indujo á prevenir los peligros y los efectos de su

      rigor; unidos de intención muchos vecinos suscitaron especies mal

      olvidadas sobre materias en que incauto se había entrometido Aguirre.

      Pertenecían algunas de estas al fuero del santo oficio establecido en

      Lima; quien oídas las delaciones, decretó su prisión. Fué auxiliada esta

      providencia por el virrey D. Francisco de Toledo, mandando en lugar de

      Aguirre al gobernador Diego de Arana.

      _________________

      (39) Con sueldo de 4.000 pesos; sus antecesores solo habían gozado 1.500.

      _________________

      

      Entró este a la provincia el año de 1570. No bien puso el pie en ella,

      cuando manifestó su disgusto. Contento con ejecutar el arresto, hizo

      dimisión del mando y dió la vuelta á Lima llevando consigo al reo. Hay

      fundamento para creer que fué absuelto de sus cargos; pues parece que á no

      haberse anticipado su muerte, hubiera obtenido el gobierno de Chile, á que

      tres años después lo destinaba el señor D. Felipe II. Arana encomendó la

      provincia a Nicolás Carrizo a solicitud del benemérito Ardiles, que con

      noble desinterés resistió entrar en el mando, aunque nombrado

      interinamente por el virrey.

      Todo el bien que se logró en estos gobiernos momentáneos y precarios, fué

      haberse mantenido la provincia en paz y tranquilidad. Por lo demás, la

      conquista no habla adquirido progreso alguno. Estaba reservada esta gloria

      al inmortal D. Gerónimo Luis de Cabrera. Nobleza de sangre, inclinaciones

      marciales y valor heroico, amor de la gloria y de la patria, bondad

      generosa, franqueza de trato; estas eran las dotes que formaba su carácter

      y las que lo hacían digno de gobernar a sus semejantes. Conociólas desde

      luego el virrey D. Francisco Toledo, exacto apreciador del mérito, quien

      por una gracia singular en su género le concedió en propiedad este

      gobierno. La fama de Cabrera hizo que se le uniesen algunos sujetos

      principales, que habían militado con buen crédito en la conquista del

      reino. Entre muchas aclamaciones bien merecidas, tomó posesión de su

      gobierno el año 1572.

      La paz, de que los bárbaros habían dejado gozar a la provincia, no tanto

      era un efecto de su docilidad, cuanto de su temor. Quisieron romper sus

      cadenas, pero se recelaban hacerla más pesada. En esta duda prevaleció el

      deseo de verse libres. Los Holcos, los de Silipica y los de Caligasta,

      volvieron sucesivamente al teatro de la guerra. Cabrera como capitán

      experimentado los venció á todos, y radicó la subordinación. Nada era esto

      en su estimación, si no añadía nuevas conquistas a las de sus

      predecesores. La provincia de los Comechingones hacía tiempo que era el

      objeto de sus miras políticas y guerreras; porque a más de dar con ella un

      realce a su gloria, esperaba estrechar por esta parte la comunicación de

      los dos mundos. El se propuso fundar en ella una nueva ciudad, y lo

      verificó en 6 de julio de 1573, abriendo los cimientos a esta ciudad de

      Córdoba, sin disputa la más célebre del Tucumán.

      Un deseo de engrandecer esta obra de sus manos hizo que se apresurase a

      darle una vasta jurisdicción territorial sobre muchos pueblos adyacentes.

      Con este objeto, después de haber construido un buen baluarte en el Pucará

      para defensa de la población, que por entonces le era vecina, alargó sus

      descubrimientos hasta las márgenes del Río de la Plata. La torre de Gaboto

      le ofreció un puerto ventajoso a sus ideas. Cabrera no se detuvo en

      demarcarlo, adjudicándole a su Córdoba con veinte y cinco leguas a una y

      otra parte de sus costados, y todas las islas que el río forma allí.

      No lo hizo esto sin alguna oposición de los naturales. Los Timbúes, ya

      sobre las armas para contener los Progresos del capitán Juan de Garay,

      fundador de Santa Fe, las volvieron contra Cabrera. El militar denuedo con

      que fueron desbaratados, les hizo conocer á los bárbaros, que todos los

      españoles eran uno. A este encuentro sucedió la contienda sobre límites

      territoriales, que dejamos apuntada en el capítulo III.

      Cabrera dió la vuelta, no para gozar en un ocio tranquilo el fruto de sus

      conquistas, sino para entregarse á nuevos cuidados, tan gloriosos á su

      memoria, como útiles al estado. Teniendo siempre consigo muchos valerosos

      capitanes, pero principalmente á D. Lorenzo Suárez de Figueroa, Tristán de

      Tejeda y Miguel de Ardiles, cuyos nombres vivirán eternamente en los

      fastos del Tucumán, hizo doblar la cerviz á más de cuarenta mil bárbaros,

      que reconocieron el vasallage.

      

CAPITULO VIII

 

 

 

Funda el Adelantado Zárate la ciudad de San Salvador. Crueldades de los

indios. Conspiración contra Zárate. Entra éste a la Asunción. Su muerte.

Gobierna interinamente Mendieta. Juan Torres de Vera le sucede en

propiedad. Excesos de Mendieta. Su muerte. Gobierno interino de Juan de

Garay. Fundación de Villa-Rica.

 

 

      Dejamos al general Juan de Garay triunfante de los Charrúas en vísperas de

      fundarse la ciudad de San Salvador sobre las márgenes del Uruguay.

      Melgarejo que se le unió poco después, y que supo todas las circunstancias

      de este feliz acontecimiento, llevó estas buenas noticias al Adelantado

      Zárate, que aún subsistía con su gente en la isla de Martín García. El

      Adelantado las recibió con todo aquel placer que sucede á la turbación del

      miedo. Con la prontitud posible se trasladó al Uruguay, y dió principio á

      la ciudad proyectada. Por una vanidad disimulable han acostumbrado los

      conquistadores dejar algunas veces á la posteridad en los nombres de las

      provincias conquistadas una memoria de sus acciones. Zárate sin haberlos

      imitado en el valor, los imitó en la vanagloria. Después de haber dado

      forma á la ciudad de San Salvador, decretó que la provincia, dejado su

      antiguo nombre de Río de la Plata, tomase en adelante el de la Nueva

      Vizcaya, de quien traía su origen. Fué poco dichosa esta ambición, porque

      más equitativo el pueblo no quiso adjudicar esta gloria á quien menos la

      merecía, y prefirió conservar el que se hallaba afianzado con una

      prescripción de medio siglo.

      Si bien las pasadas derrotas de los bárbaros los hicieron más cautos, no

      más amigos. El furor que no pudieron descargar en nuestras tropas lo

      descargaron en nuestros cautivos. Espanta la imaginación la pintura de

      estas crueldades. Hombres mutilados de pies y manos, puestos otros en

      blanco a las saetas, aquellos empalados, éstos enterrados con vida,

      cuerpos palpitando en las arenas y miembros esparcidos por todas partes,

      este es el espectáculo que abrió la rabia de los bárbaros, y el que nunca

      presentará la historia, sin que gima la humanidad.

      No eran estas escenas espantosas las únicas que hacían deplorable la

      suerte de los españoles. Un infeliz gusto de autoridad arbitraria, que era

      todo el fondo del gobierno de Zárate, llevaba la desolación á los

      extremos. No contento el Adelantado con haber aumentado el odio á los

      bárbaros, negándose al rescate del hijo del Caayú, cacique Guaraní, a

      pesar de la mediación de Garay, parece que se había propuesto enagenarse

      las voluntades de los suyos con todos los ultrajes de un duro despotismo.

      Fácilmente lo consiguió, llegando el odio a desear hiciese número entre

      los muertos, quien tan poco aprecio hacia de los vivos. El vicario Trejo,

      por un efecto de esta aversión común, consintió en el atentado de proceder

      á su captura y remitirlo á España con el proceso de sus desafueros. Sé

      había ya perdido el miedo a este género de desacatos, sin más razón que

      hallarse multiplicados. Pero tuvo el vicario la infelicidad de caer en el

      mismo lazo que tendía a su contrario porque advertido Zárate de la

      conspiración, se aseguró de su persona.

      Este era el estado de las cosas cuando llegó de la Asunción el socorro, en

      cuya solicitud había partido el general Juan de Garay, quien de regreso se

      quedó en Santa Fe. No esperaba más el Adelantado que este auxilio para

      dirigirse á la capital. En efecto, puesta su marcha en ejecución llegó á

      ella acompañado del vicario Trejo, á quien entregó al previsor capitular.

      Exigía la prudencia dirigir sus primeros pasos á la luz de un ojo

      observativo, dejando á la ocasión el remedio de los males que advirtiese.

      Zárate estaba muy distante de este cuerdo manejo. Lleno de vanidad, y

      conociendo poco el verdadero arte de gobernar, con más anhelo por dominar

      a los hombres, que por hacerlos felices, manifestó desde su entrada las

      pequeñeces de su espíritu. No bien puso el pié en la Asunción, cuando

      rescindió las mercedes que había hecho el teniente Martín Suárez de

      Toledo, y dió por nula su elección. No era necesario más para que

      desabriese á todos, y se cargase con el odio de muchos pudientes; pero

      hizo más aborrecido su poder, cuando por sus planes quiméricos de reforma

      introdujo la confusión en la provincia. Adviertan los celadores del bien

      público, que pueden llegar á ser los perturbadores de su reposo siempre

      que traspasen los justos límites.

      No faltaron personas juiciosas, que le representasen las consecuencias de

      su celo inmoderado; pero nada fué bastante a contenerlo; porque no había

      consejo por sabio que fuese, que no lo reputase inferior á sus alcances.

      Con esta conducta imprudente iba echando el colmo á la aversión común, y

      tocaba bien cerca el momento de su castigo. Llegó este luego que advirtió

      Zárate que aborrecido casi de todos, y hecho el objeto de la execración

      pública, se hallaba amenazada su vida al derredor de unos súbditos

      enconados y nocivos. El flaco y presuntuoso Adelantado no pudo sostener

      este golpe de calamidad, sin dejarse poseer de una tristeza que abrevió la

      carrera de sus días, y lo llevó al sepulcro. Murió Zárate el año de 1575.

      Hubiera parecido digno del mando, sino hubiese mandado; siendo cierto, que

      en el estado de una condición privada dejó concebir una esperanza que

      desmintió en la pública.

      Antes de morir Zárate pidió perdón de sus yerros. Su elección para el

      gobierno interino en su sobrino Diego de Mendieta hiciera dudar de su

      arrepentimiento, si no supiéramos que fué fruto de la extorsión. Era

      Mendieta uno de esos monstruos formados de los vicios más infames. Por

      fortuna enmendó la elección del tío, corriendo apresuradamente á su ruina,

      como veremos poco después. Por lo que hace á la propiedad del Adelantazgo

      dispuso Zárate recayese en quien casase con su hija, Doña Juana Ortíz de

      Zárate, que residía en Chuquisaca. El capitán Juan de Garay, uno de los

      ejecutores testamentarios, partió en diligencia al Perú, y dio noticia de

      este suceso á la heredera.

      Fueron varios los sujetos de calidad, que aspiraron á su mano, pero ella

      prefirió al licenciado Juan Torres de Vera, ministro togado de aquella

      Audiencia, sujeto que supo unir la profesión militar a las tareas

      pacíficas del senado. Por honrados que fuesen estos enlaces, no dejaron de

      sufrir temibles contradicciones.

      La mano de Doña Juana la destinaba el virrey de Lima, D. Francisco de

      Toledo, á otro ahijado suyo, cuyos servicios quería remunerar. La

      inclinación de los consortes burló estas miras de interés; pero los expuso

      á las venganzas de un poder tan autorizado. El Adelantado Torres de Vera

      fue conducido preso a Lima, en cuya desgracia hubiera sido envuelto Garay

      a no haberse puesto en salvo, tomando la provincia con los poderes de

      Vera. Aunque pasado mucho tiempo volvió á ocupar este su plaza de oidor,

      mientras la corte decidía sobre su entrada al Río de la Plata. Tuvo

      también aquí que purgarse de los cargos, de que en consorcio de otros

      ministros fué acusado hasta un visitador. Estos azarosos contratiempos

      retardaron la posesión de su adelantazgo hasta el año 1581.

      El orden de la historia pide una ojeada sobre el interino gobierno de

      Mendieta. A la verdad, no es fácil concebir tanta depravación en los

      cuatro lustros de que apenas se componía su edad. El poder de que se vió

      revestido, sólo parecía haberlo aceptado para ponerse en disposición de

      consumar su delito. Leyes, costumbres, humanidad, razón, todo es ultrajado

      hasta el exceso. El comienza su gobierno por alejar de su lado al prudente

      Martín Duré, cuyos consejos (según las disposiciones de Zárate) debía

      respetar como leyes. A los consejos de Duré substituyó los de otros

      libertinos, que incensando sus caprichos merecieron su acogida. Siempre

      agitado de desconfianzas y terrores persiguió á los hombres de mérito.

      Cuatro vecinos principales ennoblecieron los calabozos sin más delito que

      ser justos. Otras tantas cabezas ilustres fueron condenadas á vejaciones

      tiránicas en fuerza de las menores sospechas. Su crueldad llegó al exceso

      de multiplicar los suplicios, y de bañarse en sangre de muchos inocentes.

      Pero al fin, fueran tolerables estas escenas espantosas si al sacrificio

      de las vidas, no hubiese añadido el del honor. Siendo como era la lascivia

      una de sus pasiones dominantes hizo servir a sus apetitos todo lo que el

      decoro, la decencia, y la honestidad tienen de más respetables, sin

      perdonar edad ni estado. Valíase muchas veces de la fuerza, y ejecutaba el

      delito á pesar de la resistencia, gustando entonces el placer de unir en

      una misma acción la sensualidad y la venganza. Las prisiones, los

      destierros y aún las muertes comprendieron no pocas veces á lo que podían

      servir de estorbo, reclamar el agravio.

      Causa espanto que unos españoles tan poco acostumbrados á sufrir los

      menores desacatos, pudiesen tolerar los de un impío abiertamente

      descarriado. Sin duda permitía Dios esta calamidad por expiar los delitos

      públicos: pues lo cierto es, que tenía determinado arrojar el azote al

      fuego cuando lo hubiese conseguido. Acercóse este feliz momento, luego que

      resolviéndose Mendieta a pasar al Perú, tocó en su tránsito la ciudad de

      Santa Fe. Un impulso de su natural altivez lo estrelló aquí contra el

      teniente Francisco Sierra, á quien en sus palabras ofensivas le hizo

      sentir toda la ferocidad de su alma. Aún no satisfecho de este ultraje,

      parece que intentaba apaciguar con la vida de este sus enojos. Juzga el

      prudente Sierra, que prevenía el golpe ganando asilo; pero lo engañaba su

      confianza, porque Mendieta lo prende en el lugar santo, y lo lleva como

      víctima al suplicio. El pueblo se conmueve, la escena se cambia. El

      perseguidor de Sierra es perseguido hasta su casa. Teme ser abrasado en

      ella, y obtiene por misericordia la vida á condición de abdicar el mando.

      Fórmasele su proceso, y es remitido á España; pero habiendo conseguido

      corromper al piloto de la embarcación, viene de arribada á San Vicente,

      cuyo gobernador se le aficiona, hasta prometerle á su hija en matrimonio,

      y darle auxilios para recuperar su gobierno.

      Este golpe de felicidad volvió la respiración á Mendieta, pero no el

      juicio: había empezado ya á formarse la cadena de sus infortunios, y

      estaba decretado que llegase al último eslabón. Véamos como él mismo se lo

      labra. Partió Mendieta de San Vicente en la misma carabela que lo condujo,

      trayendo consigo soldados, pertrechos y buenas esperanzas. El carácter

      indomable de esta fiera lo alejaba de la política, que sabe contemporizar

      con aquellos de quien depende. En la prosperidad á nadie perdonaba. Y se

      hacía de sus propios aliados otros tantos enemigos. No bien la embarcación

      había desplegado las velas, cuando él soltó las de su arrogancia y

      altivez. Desprecios y baldones á la gente era la moneda con que parecía

      haberla asalariado. Pesábales á todos haber dado su protección á un

      aturdido, y discurrían ya tomar de nuevo el Brasil, cuando una tempestad

      los arrojó á tierra de Caribes. La sevicia de Mendieta en todas partes

      hallaba materia de que nutrirse. Los indios fueron tratados con crueldad,

      y no menos los que no lo eran. A un soldado suyo y á un mestizo mandó aquí

      descuartizar. Estos excesos criminales, que salen de la esfera de las

      cosas comunes, al fin amotinaron la paciencia del piloto y los demás.

      Puestos de común consentimiento resolvieron acabar con este monstruo,

      autor de tantas desdichas. En efecto, al silencio de una noche, en que

      aprontados todos se hallaban abordo de la embarcación, tomaron en secreto

      la vela, dejando en tierra á Mendieta con siete compañeros de su facción.

      Los bárbaros no deseaban otra cosa que vengar sus ultrajes. Acometiéndoles

      en tropel les dieron muerte, y se los comieron casi á vista de la

      carabela.

      La colonia de San Salvador había estado desatendida, así por la muerte de

      Zárate, como por los disturbios de Mendieta. En esta especie de desamparo

      no era posible subsistir teniendo siempre á la vista un enemigo tan

      implacable como el Charrúa, siempre sediento de sangre española. Las

      justas inquietudes que inspiraba á los vecinos tan triste estado, los

      obligaron á desalojarlo, y refugiarse á la Asunción en 1576.

      La muerte de Mendieta, y aún más la veneración á la persona del teniente

      general, Juan de Garay, le allanaron los caminos al ejercicio de su cargo.

      De Santa Fe partió á la Asunción todo ocupado de pensamientos útiles con

      que deseaba recomendar su generalato. Como diestro político convirtió sus

      desvelos al acrecentamiento de la provincia, y tomando consejo de las

      personas más expertas, resolvió dar principio á una nueva población. El

      anciano Ruiz Díaz Melgarejo, que con importantes servicios había reparado

      sus pasadas inobediencias, se hizo cargo de esta empresa. Desempeñóla

      lleno de actividad y celo, habiendo fundado en el mismo año de 1575 á

      Villa Rica del Espíritu Santo (40). La fama de guerrero que en el largo

      periodo de casi cuarenta años se había adquirido, fué la mejor muralla que

      le puso. No hubo enemigo comarcano á quién no desarmase el terror de su

      nombre.

      _________________

      (40) La primera fundación de esta Villa fue un campo abierto á dos leguas

      de Paraná. Después se trasladó sobre el río Huibay. Por los años de 63 la

      asolaron los Mamelucos.

      _________________

      

          

 

      

    

CAPITULO IX

 

 

 

Delirios de Oberá. Juan de Garay sale contra él. Certamen singular de

dos indios contra los españoles. Crueldad de Tupuynuris. Congreso de los

indios. Sorprende Garay a los Tupuynuris. Duelo de Curemó y Urambiá.

Victoria de Garay contra los secuaces de Oberá. Fundación de Santiago de

Jerez.

 

 

      No es cosa nueva que el espíritu de secta perturbe el orden público de una

      sociedad á un mismo tiempo civil y religiosa. Un cacique Guaraní por

      carácter tan inquieto, como ambicioso, es el novador que empieza á

      dogmatizar, y á hacerse partidarios en estas partes. Llamábase Oberá, que

      quiere decir Resplandor; y aunque este era de sólo nombre, bastó para

      deslumbrar primero á él, y después a muchos. Favorecían los designios de

      Oberá, las negligencias de un párroco idiota hasta la irregularidad. Este

      era un tal Martín González, cuyas explicaciones absurdas sobre los dogmas

      más sublimes y las verdades más abstractas de la fé sólo servían á

      engrosar la nube que los encubre, y á ocasión de nuevos errores. A sombras

      de esta guía perniciosa tuvo Oberá el sacrilegio atrevimiento de

      atribuirse las principales circunstancias del Mesías, preconizándose por

      salvador de la nación Guaraní.

      Servíase de la mágica, que en los demás corría con crédito: daba libertad

      para vivir á las leyes del antojo, y prometía arruinar el poder español,

      valiéndose de un oculto cometa poco antes visto, que decía tener reservado

      á su furor. Con tan halagüeñas esperanzas no es mucho hiciese gustar sus

      desvaríos á unas almas espesas y amantes de la novedad. Casi toda la

      provincia quedó sublevada y hecha presa de sus prestigios. Retirado el

      impostor hacia el Paraná con un gran séquito, recibía los honores divinos

      entre el incienso de las más torpes sensualidades, que se permitía á sí y

      á sus adoradores.

      Nada era más esencial en este tiempo de turbulencia, que pensar seriamente

      en los medios de restablecer la calma interior. Trató de poner remedio el

      valeroso Juan de Garay, que con ciento treinta soldados escogidos vino á

      acampar en el origen del río Ipané; no tanto por debelar con el rebelde,

      cuanto por impedirle los socorros. No, bien los españoles habían hecho su

      asiento, cuando vieron salir de un bosque dos indios de gallarda

      presencia. Eran vasallos del cacique Tapuyguasú; llamábanse Pitum y

      Corasí; venían desnudos, y sin otra arma que el dardo que empuñaban. La

      sorpresa de los españoles fué mayor cuando advirtieron, que acercándose á

      una distancia proporcionada, desafiaron á los más valientes con la ventaja

      de que saliesen dos contra uno, y con armas dobladas. Espeluca y Juan

      Fernández de Enciso, dos españoles de igual brío que intrepidez, no

      hicieron más que mirarse, y como si con ellos sólo hablase el desafío,

      tomaron sus espadas, y se presentaron al combate. Pitum fué el primero,

      que entregado todo á su cólera, embistió á Enciso tan arrogante, que á no

      ser él, cualquier otro hubiera sucumbido. El bárbaro se lisonjeaba de la

      victoria, cuando veía, que traspasada por varias partes la rodela de su

      contrario se hallaba menos á cubierto de sus tiros. Enciso disipó en breve

      esta esperanza mal concebida.

      A los primeros golpes de un brazo tan esforzado perdió Pitum su dardo, y

      recibió en el vientre una herida muy peligrosa. No desmayó con todo, antes

      bien más inflamado que nunca se arrojó sobre Enciso con un valor

      precipitado. Valióle á este su destreza y presencia de espíritu; pues á

      beneficio de otro golpe le echó una mano á tierra, lo dejó fuera de

      combate. Espeluca por su parte no se desempeñaba con menor aliento. Es

      verdad, que Corasí ganó sobre él la ventaja de haberlo derribado al primer

      bote de su dardo; pero también lo es que apoyado en las rodillas, se

      reparó con prontitud, y pudo llevarle una mejilla en los filos de su

      espada.

      En vano el bárbaro se defendía con valor; la diligencia de Espeluca

      debilitaba sus fuerzas por momentos. Cayó en fin de ánimo; y viendo que

      Pitum volvía la espalda, le imitó tan pronto en la fuga, como le había

      imitado en la arrogancia.

      Los dos bárbaros se retiraron á su campo llenos de aquel asombro, que es

      el tributo del valor heroico. Fuese por hacer justicia al mérito, ó por

      decorar su propio vencimiento, no cesaban de ensalzar la valentía de sus

      contrarios. Ofendieron sobremanera estos elogios la fiera altivez de

      Tapuyguasú. El no vió en ellos, sino la expresión de la cobardía, y una

      contagiosa semilla de desalientos. Imbuido en estos conceptos se creyó en

      obligación de ser cruel por el interés de la causa. Los desgraciados Pitum

      y Corasí fueron inhumanamente condenados á que purgasen en una hoguera el

      descrédito de su nación.

      No estaba Tapuyguasú tan adherido al impositor Oberá, que no le fuese

      dudoso el partido de su elección. A fin de formar sus juicios por medio

      del examen más maduro, deliberó juntar sus capitanes y oír lo que dictase

      la edad y la experiencia. En este congreso militar tomó la palabra y habló

      así: "los negocios que á todos interesan, no es justo se manejen por uno

      sólo. Trátase en el día de recuperar la libertad que perdimos; y por ella

      claman así el crédito de nuestro antiguo predominio, como otros bienes que

      no podemos renunciar. Oberá, que se intitula hijo de Dios, promete con

      mano poderosa redimirnos. Si le fuera tan fácil el cumplirlo como es el

      prometerlo, tengo por cierto que ninguno de vosotros sería tan enemigo de

      sí mismo, que rehusase seguirlo, pero como, según alcanzo, para sostener

      esta conducta, es necesario prepararnos á todas las calamidades de la

      guerra, deseo me digáis vuestro parecer entre reunirnos con Oberá ó

      ratificar con los españoles nuestra alianza".

      Acabando de razonar Tapuyguasú, mandó que hablase el viejo capitán

      Urambia, de cuyas largas experiencias, se prometía diese mucha luz á la

      asamblea. Rehusólo al principio por modestia, pero obligado de su cacique

      se produjo en esta forma: "han llegado á mis oídos las promesas de ese

      nuevo dios Oberá; mas ni las veo confirmadas con prodigios, ni sus obras

      exceden las comunes. Por todas partes busca secuaces que cooperen á sus

      designios; pero si es dios ¿qué necesita de los hombres? De que infiero, o

      que no es lo que nos anuncia, ó que es una divinidad muy cobarde, de quien

      nada tenemos que esperar, ni que temer. Este supuesto, nadie puede dudarlo

      que en caso de rompimiento debemos apelar á nuestras fuerzas. ¿Y que son

      estas para resistir al español? Por grandes que ellas sean á sola su

      presencia un secreto encanto las enerva, y siempre queda vencedor. Los

      españoles tienen la protección del cielo: huir á su sujeción, es resistir

      á nuestro destino. Al parecer es que se les reciba de paz y se abandone al

      engañador".

      Pareció duro á la asamblea este razonamiento; pero el respeto á las canas

      de Urambia la hizo enmudecer. Con todo, Curemó, que le era igual en años,

      aunque superior en ardimiento, no pudo tolerar un discurso que abatía su

      altivez. Lleno de enojo se salió de la junta, y habiendo recogido sus

      hijos y mujeres, se retiró a una laguna. Tapuyguasú contuvo á los demás, y

      quería oír sus pareceres; pero por dictamen del esforzado capitán Berú,

      quedó la discusión en suspenso hasta que volviese Curemó. Convocado este,

      vino sólo, después de haber juramentado á sus hijos que defenderían aquel

      puesto hasta vencer ó morir. A pesar de un largo debate, prevaleció por

      fin el voto del prudente Urambia.

      En consecuencia de este acuerdo se le despacharon á Garay mensajeros de

      paz, la que aceptó con tanto mayor gusto, cuanto menos la esperaba, Y

      trasladó su campo al pueblo de Tapuyguasú. El capitán Curemó era un

      bárbaro de genio muy fogoso á quién ninguna empresa acobardaba, pero al

      mismo tiempo de una disimulación artificiosa con que sabía hacerse

      impenetrable. Su situación era delicada. La osada libertad, con que poco

      antes había manifestado su odio al español, lo ponía en gran peligro de

      atraerle su indignación. Para eludir este mal paso, sirvióse de su

      política con mucha habilidad. Cuando los más del pueblo se retiraron

      amedrentados al acercarse los españoles, él les hizo las demostraciones

      más generosas con que se sabe explicarse la amistad.

      Llevando siempre adelante su engañosa benevolencia, persuadió eficazmente

      á Garay, pasase el río Yaguarí y destruyese los reclutas con que pretendía

      unirse á Oberá el cacique Tamuymarí. Esta era una batería que

      fraudulentamente levantaba á este cacique su capital enemigo; y al mismo

      tiempo un arbitrio de salir del sobresalto que su conducta le causaba. Así

      creyó haber satisfecho su odio y su temor.

      Nada de esto advirtió Garay. Los ánimos más nobles son más fáciles de

      seducir. Una mañana al amanecer sorprendió á los Tapuymiris con tan

      sangriento estrago, que apenas quedó vida que el hierro no cortase. Otros

      tres pueblos inmediatos fueron envueltos en la misma catástrofe, sin que

      la espada perdonase edad ni sexo. Quizá los españoles cansados de matar

      dejaron con vida quinientos bárbaros que reservaron al cautiverio. Después

      de esta sangrienta ejecución volvió Garay al pueblo de Tapuyguasú, donde

      fué recibido entre mil festivas aclaraciones. Aplausos insensatos, que más

      de una vez han hecho nacer en los conquistadores el funesto deseo de ser

      crueles á fin de merecerlos. Seguramente en ellos no tuvo parte Urambia.

      Lleno de aquellos sentimientos generosos de un viejo para quien todo le

      era indiferente, menos la virtud y sabiendo que los Tapuymiris no eran

      cómplices en el delito imputado, le dió en rostro á Curemó con su maldad.

      Aquí conoció Garay su engaño; y debió conocer también, que hubiera sido

      más acertado portarse con los bárbaros tan humano, que en caso de ser

      traidores les pesase haberlo sido.

      No disimuló Curemó la libertad de Urambia. Temiendo ser descubierto lo

      desmintió á presencia de todos. Este agravio dió sobrada materia á una

      porfiada contienda, la que resolvieron los dos viejos decidirla por las

      armas. Conforme á las leyes del duelo se emplazaron para aquella tarde, en

      que con sólo dardo y macana entraría en palestra á presencia de todo el

      pueblo, apadrinado Urambia de Urambieta, y Curemó de Nianitombia. En la

      intrepidez con que ambos se acometieron, no parecía, sino que cada uno

      recogía los íntimos restos de unas fuerzas perdidas para morir con honra.

      Urambia quebró el dardo á Curemó, pero echando éste mano á la macana se

      defendía con valor. Causaba lástima ver las heridas de dos ancianos

      empeñados en destruirse. Departiéronle en fin los padrinos y decidieron

      los jueces, que aunque ninguno había vencido, ambos eran dignos de la

      victoria. Por los nuevos informes que recogió Garay se ratificó en el

      concepto de que Urambia defendía el partido de la verdad. Quisiera que el

      valiente Curemó pagase con su vida la de tantos inocentes, que había

      sacrificado á sus venganzas; pero en un tiempo en que tanto necesitaba la

      afición de aquel pueblo, se contentó con reprenderlo agriamente,

      haciéndole concebir el precio de su clemencia. Enseguida dió la libertad á

      los cautivos, con cuya acción honró también el valor de Urambia,

      El cacique Guayracá á quien Oberá había confiado el mando de sus tropas,

      se hallaba acantonado en el Ipanente. Jamás plaza de armas en esta

      conquista se encontró más artificiosamente preparada. Torreones, fosos,

      trincheras, nada se omitió de cuanto podía hacerla inexpugnable. La

      guarnición era numerosa, tomada de la flor de los Guaraníes, y comandada

      por los jefes de más reputación. Un sacrificio de una ternera que

      dedicaron á Oberá, y cuyas cenizas esparcieron por el aire (como lo habían

      de ser las de los españoles) se tuvo por presagio infalible de aquel su

      númen tutelar.

      Garay, volvió sus armas contra esta fortaleza, y en breve experimentaron

      los bárbaros las tristes consecuencias de su engaño. Ellos esperaban ser

      testigos de aquel desaliento en nuestras tropas, que según las

      predicciones de Oberá, debía ser como el preludio de la victoria, y en su

      lugar sólo veían el valor más acalorado. Tardaba demasiado la asistencia

      del dios Oberá, y era preciso que así fuese; porque mirando por sí mismo,

      desapareció secretamente para no volver á parecer más. Burlada esa

      confianza orgullosa de los bárbaros, ya no trataron de defender la plaza,

      sino de salvar sus vidas en una fuga precipitada. Ni aun este triste

      recurso les fué útil; porque los españoles les ganaron los pasos. El

      imbécil Guaycará, sin talentos para restablecer el orden de sus tropas, ni

      reanimar los ánimos abatidos, fué el primero que los abandonó á su

      desesperación, y se refugió en la concavidad de un grueso tronco, desde

      donde espiaba los sucesos de aquélla trágica acción. La vista de Garay lo

      indujo á la bizarra empresa de arrojarle una saeta asesina, prometiéndose

      que con su suerte daría un nuevo aspecto á la refriega. Anduvo tan

      neciamente incauto, que creyendo haber logrado el tiro, cantó la victoria

      fuera de tiempo. Garay no recibió lesión alguna, y él quedó descubierto.

      Un arcabuzaso que le tiró el valiente Enciso, le hizo pagar tan loca

      temeridad. Esta fué la ocasión en que Yagnatatí, indio bravo y esforzado,

      se arrojó por lo más espeso del campo español, guiado sólo de su corage y

      desesperación. Hirió algunos soldados; pero Martín de Valderrama y Juan de

      Osuna detuvieron su furor. Viéndose el bárbaro tan acosado, que le era

      forzoso el rendirse, no quiso sobrevivir á esta afrenta, y metiéndose el

      dardo por el pecho, quedó allí muerto. A imitación de Garay distinguieron

      su valor muchos soldados españoles, á cuyo esfuerzo se debió una completa

      victoria, con que se hicieron memorables los fines del año de 1579.

      Libre Garay de los cuidados de la guerra, aplicó sus desvelos al

      importante objeto de nuevas poblaciones. En 1580 partió de la Asunción el

      anciano Ruiz Díaz Melgarejo, con sesenta soldados escogidos, y fundó la

      ciudad de Santiago de Jeréz, sobre las márgenes del Mbotetey, que se reúne

      al del Paraguay. Esta población ya no existe.

      

           

 

       

    

 

CAPITULO X

 

 

 

Don Gonzalo de Abreu sucede a don Gerónimo Luis de Cabrera. Prisión de

éste y su muerte. Origen de esta crueldad. Mal suceso de Abreu en

Calchaquí. Pretende descubrir un lugar de los Césares. Levantamiento de

los indios en San Miguel de Tucumán.

 

 

      La tierra florece ó cría abrojos bajo las plantas de quien la gobierna. La

      provincia del Tucumán a nadie tenía que envidiar, estando á su frente D.

      Gerónimo Luis de Cabrera. Siempre contraído á promover su felicidad,

      hallaba su descanso en mudar de ocupación. Libre de los cuidados de la

      guerra por el sosiego de los bárbaros, deliberaba dar fomentos al capitán

      Pedro de Zárate, quien debía restablecer la ciudad de Nieva en el valle de

      Jujuy. Estos y otros pensamientos entretenían su amor al público, cuando

      se vieron disipados por la mudanza del gobierno. A los pocos años de su

      advenimiento al mando, tuvo por sucesor á D. Gonzalo Abreu y Figueroa.

      Pasando los gobiernos de mano en mano pocas veces experimentan un

      trastorno tan completo de su fortuna, como en esta ocasión. Era Abreu un

      tirano á prueba de los más vivos remordimientos; y aún se formaba un

      placer de sus mismas crueldades.

      Aún no había tomado posesión de su gobierno, cuando ya se proponía ensayar

      sus iras con el inmortal Cabrera. Pero era preciso encontrarle delitos, y

      este era el lado por donde este gran hombre era invulnerable. Para los

      ojos de Abreu su propio mérito hacía su crimen capital. Con todo, en la

      necesidad de imputarle otro, fingió que la provincia estaba alzada. A fin

      de darle un aire de verdad á está grosera calumnia, hizo su primera

      entrada á son de guerra y con aparato militar. No pudo menos de ofender á

      todos un proceder que hacía cómplices a los vasallos más leales. Esto dio

      mérito a Martín Moreno, vecino de Santiago, para que acercándose a uno de

      la comitiva le dijese: "amigo, ¿entrando a vuestra casa entrais de esta

      manera? O aquí somos traidores ó vosotros lo sois".

      Con un despotismo que asustaba á los ciudadanos, pasó Abreu al

      ayuntamiento y se hizo recibir violentamente en 1574.

      La acedía de su corazón contra Cabrera lo ejecutaba á ciertas tropelías

      abiertamente contrarias á todas las leyes de la equidad. El mismo día de

      su recibimiento mandó secuestrar los bienes que tenía en Santiago, y dejó

      escapar expresiones que indicaban ánimo de prenderlo. Los santiagueños

      murmuraban abiertamente de una conducta tan osada. No faltó quien le

      representase que Cabrera era un fiel servidor del rey, y que tomando el

      partido de la moderación lo hiciese comparecer en su presencia; pues esto

      sólo le costaría una palabra y le ahorraría un delito. Miró Abreu con

      desprecio estas razones bien concertadas. A los tres días siguientes se

      puso en marcha para Córdoba, sin omitir diligencia de sorprender á su

      antecesor. Habiendo este tenido noticias de su arribo, se anticipó a

      recibirlo con todas las atenciones que pedía la urbanidad. Nada bastó á

      docilitar esta alma feroz. Inmediatamente lo mandó prender y conducir á

      Santiago, donde, formado un inicuo proceso, fué luego decapitado. Hecho

      increíble si no lo atestiguara la verdad de la historia.

      Discurriendo los escritores sobre el origen de este odio tan envenenado,

      no se le encuentra otro, que la sugestión de dos oidores de Charcas.

      Habían estos tentado inútilmente la lealtad de Cabrera en asuntos del real

      servicio. Su suerte pendía ya de sus manos. El medio de conservarla era

      sacrificarlo a su seguridad. Para esto se valieron de Abreu, quien no pudo

      sostener la gloria de hallarse suplicado, sin verse emponzoñado de ella.

      Los descendientes de Cabrera no deben dolerse de una afrenta cuya causa es

      tan honrosa.

      Después de un crimen tan detestable, ejecutado á sangre fría, perdió Abreu

      el corazón de los hombres de bien.

      Esquivados estos de su trato, se entregó á los consejos de viles y

      perdidos, en quienes estaba cierto tenía ministros de sus maldades.

      Rapacidades las más soeces, prisiones las más crueles, tormentos los más

      inhumanos, muertes las más injustas, estos eran los espectáculos que daba

      su bárbaro placer. Viéndose muchos ciudadanos próximos á una desgracia, la

      evitaron con la fuga.

      Importaba mucho al gobernador sepultar en las tinieblas unos delitos tan

      atroces. Él se resolvió á ejecutarlo por todos los recursos del crimen. No

      sólo interceptó la correspondencia, sino que á fin de obstruir todas las

      vías, puso á Córdoba dos dedos distante de su ruina, y aniquiló la

      población de Zárate en el valle de Jujuy, sacando de ellas su principal

      defensa. Los años de 1575 y 76 fueron para la provincia los de su rigurosa

      prueba.

      Aun no satisfecho Abreu de estas medidas, quiso divertir las miras de los

      pobladores hacia otro objeto que lo alejaba del peligro. Los principales

      vecinos de las cuatro ciudades se hallaron convocados para la jornada de

      Linlín y conquista de Calchaquí. Antes de mover Abreu todo su ejército

      resolvió registrar el valle por sí mismo. Costóle bien cara la tentativa;

      porque estimulados los Calchaquíes de su envejecido enojo, le embistieron

      con tanta furia, que le mataron treinta y cuatro soldados, y lo pusieron

      en términos de perecer. Debió salir con vida al socorro de Hernán Mejía de

      Mirabal. La expedición de Calchaquí no tuvo efecto. Puesto Abreu en el río

      de Siancas, licenció las tropas santiagueñas, y se quedó con las restantes

      para fundar una ciudad. De estos soldados desertaron muchos al Perú, con

      cuya fuga quedó Abreu desamparado. Los bárbaros en crecido número lo

      atacaron; pero á impulsos de su valor y de la ventaja del puesto hizo

      vanos esfuerzos y pudo regresar á Santiago.

      Las mortales inquietudes de Abreu lo llevaban de empresa en empresa. Por

      esta vez acertó a lisonjear el gusto tucumano, fomentando una preocupación

      popular. El descubrimiento de los Césares, o Trapalanda, como dijimos en

      otra parte, era un suceso con que todos se prometían ser felices. Si

      alguna vez merecía crédito la existencia de este país fabuloso, debía ser

      en esta ocasión. Pedro de Oviedo y Antonio de Coba, dos marineros

      náufragos que navegaron en uno de los navíos del obispo de Placencia,

      acababan de dar en Chile una relación jurada de aquel lugar opulento.

      Estas noticias, que sin duda avivaron las esperanzas del gobernador Abreu,

      le resolvieron á acometer la empresa. A fines de 1578 tuvo acampado todo

      su ejército en el pueblo de Nonogasta.

      En este estado se hallaban las cosas, cuando la ciudad de San Miguel del

      Tucumán imploró auxilios prontos y eficaces. Sucedía esto, porque

      advirtiendo los indios Yanaconas, que con la expedición á los Césares

      había quedado indefensa esta ciudad, dieron de ello noticia á muchas

      parcialidades, las que conspiradas de común acuerdo, resolvieron

      aniquilarla. Empezó la hostilidad por un fuego voraz, que en lo más

      silencioso de las tinieblas aplicaron á todos sus extremos. Fué el primero

      á sentirlo el teniente gobernador Gaspar de Medina, cuyo nombre inmortal

      debe repetir con veneración el Tucumán.

      Su grande alma formada a los peligros lo impelió á saltar de la cama, y

      correr precipitado á sus armas. Su sorpresa fué igual á la novedad del

      suceso, cuando puesto á caballo en la calle, no se le presentaban más

      objetos que incendios y enemigos. El silencio de los vecinos le hacía

      concebir que era el único que había escapado de las llamas; pero no por

      eso se rendía su espíritu, más fuerte que el último de los riesgos.

      Fluctuando entre mil dudas, esperó algunos momentos hasta que se le

      unieron dos españoles. Juntos estos tres héroes se encaminaron á la plaza,

      donde fueron rodeados de un inmenso número de enemigos. A la luz de las

      llamas abrasadoras se descubría el yanacón Gaulan, quien por su figura

      gigantesca, y la intrepidez de sus alientos había sido preferido para

      caudillo de aquella empresa. Medina se hizo cargo que en destruir aquella

      vida, estaba el único recurso a que podían apelar. Con una noble osadía

      animó a sus compañeros. Tienen las almas grandes cierto dominio en los

      corazones. Ciegos de ira se arrojaron á lo más cerrado del escuadrón,

      hasta llegar donde estaba el fiero Gaulán, cuya cabeza derribó Medina de

      un sólo golpe. Reconocióse luego, que los bríos de este caudillo infundían

      alientos á su ejército. Su muerte y la llegada de otros pocos españoles

      acabaron de desalentarlos. Medina, aunque gravemente maltratado con dos

      profundas heridas, no dejó las armas de la mano mientras no hubo

      ahuyentado al enemigo. El socorro mandado por el gobernador restableció la

      seguridad.

      Libre Gonzalo de Abreu de este embarazo, hizo marchar su ejército al

      descubrimiento proyectado. Trabajos y desengaños fué todo el fruto que de

      ella recogió. Después de muchos meses volvieron todos persuadidos que la

      provincia de los Césares no era más que un delirio de una imaginación

      enferma y acalorada.

      De vuelta de esta expedición se dedicó Abreu á los negocios domésticos del

      gobierno. En esta provincia era muy poco el oro; pero un lujo de

      fecundidad la hacía codiciable. Los nacionales lo despreciaban, porque

      unos salvajes siempre tienen pocas necesidades; y contentos con lo que

      pueden satisfacerlas, miran con desasimiento lo demás. Sus nuevos señores

      pretendían suplir la falta del oro con las producciones del terreno. Para

      esto pusieron los brazos de los indios en la dura contribución de saciar

      su avaricia, de buscar con su sudor lo mismo que despreciaban, y de pagar

      con su esclavitud la ingrata fertilidad de su patria. Por este motivo eran

      frecuentes las insurrecciones. El gobernador las sofocó por medio de los

      valerosos capitanes que tenía cada ciudad, y aún intentó cortar el mal en

      la raíz. Pero no era á propósito el temple de su carácter para comunicar

      energía á las leyes de la humanidad. En 1579 publicó seis ordenanzas,

      donde fué nada lo que ganó la causa de los indios. Algunos años después

      fueron abolidas como injustas.

      

           

 

 

 

    

CAPITULO XI

 

 

 

Fúndase la ciudad de Buenos Aires. Suceso de Altamirano. Invaden los

bárbaros a Buenos Aires y son derrotados. Conjuración en Santa Fe.

Muerte de Juan de Garay. Nueva invasión contra Buenos Aires. Fúndase la

ciudad de Concepción del Bermejo. Prisión del obispo del Paraguay. La

ciudad de San Juan de las Siete Corrientes tiene su principio.

 

 

      Un nuevo orden de cosas va a fijar nuestra curiosidad; nueva población con

      tan inútiles prerrogativas que ha de llegar a ser algún día uno de los

      emporios del reino; nuevas relaciones mercantiles cuyo influjo hace variar

      el sistema de la negociación; nuevo método de catequizar a los neófitos en

      que ganan mucho la humanidad y la religión; tales son los objetos que

      sucesivamente va a presentar la historia desde esta época. Luego que los

      españoles pusieron el pié en estos dominios, conocieron la importancia de

      levantar una ciudad en el puerto de Buenos Aires. Ya hemos visto las vidas

      que costó este pensamiento. Prefiriendo siempre los nacionales todos los

      males posibles a la pérdida de su libertad, rehusaron constantemente

      prestar oídos a proposiciones de paz. Esta fundación parecía destinada á

      servir de roca donde debían naufragar las empresas más bien concertadas.

      Con todo, los españoles no acostumbrados á ceder a las dificultades, jamás

      desesperaron. Persuadidos antes bien que los trabajos son el mejor precio

      de las comodidades, nacían sus esperanzas de los mismos obstáculos.

      Justo era que la gloria de realizarlas se la llevase el teniente general,

      Juan de Garay. Hombre de un coraje infatigable y de una prudencia

      consumada unía á éstas cualidades el mérito de muchas y gloriosas

      campañas. Más adelantado que sus compatriotas en las materias de gobierno,

      conoció que era llegado el tiempo en que Buenos Aires debía existir.

      Después del más pausado examen fué acordado por un congreso que con

      sesenta soldados escogidos afrontase Garay esta ardua empresa, no menos

      importante que arriesgada. Verificóla dichosamente el año de 1580 en el

      sitio donde se halla, llamándola la ciudad de la Santísima Trinidad,

      puerto de Santa María de Buenos Aires (41).

      _________________

      (41) Se engaña Charlevoix asegurando que entre el fuerte y la ciudad corre

      el Riachuelo.

      _________________

      

      La ausencia de los bárbaros dio tiempo á la construcción de un fuerte

      destinado á la común defensa, pero el intrépido Garay, enemigo declarado

      del descanso y la molicie, no podía contener su actividad en tan estrecho

      recinto. Tomando algunos briosos compañeros salió á correr la tierra y

      reconocerla. En breve halló ocasión de no tener ocioso su valor. Diez

      indios de la nación Querandí se presentaron muy resueltos á disputarle el

      paso. El estrago que causó en ellos debió abatir su osadía, y sucedió al

      contrario. Cinco, que, aunque heridos escaparon del peligro, volvieron á

      excitar en su nación el odio que hacía tiempo respiraba.

      Era esta nación de Querandíes la que tenía en cautiverio á Cristóbal

      Altamirano, tomado antes por los Charrúas. La precipitación con que se

      alejaron los bárbaros á la primera noticia de españoles les hizo caer en

      olvido á su cautivo. Fluctuó este algunos momentos entre el partido de

      seguirlos ó el de volverse a los españoles. El odio irritado de los

      bárbaros le hacía desconfiar de su vida, así poniéndose á su discreción,

      como emprendiendo una fuga en que temía ser cortado. Resuelto por fin á lo

      primero se incorporó á los indios vendiéndoles por fineza esta fidelidad.

      Con todo fue el juicio entre ellos muy problemático, y aún no faltaron

      votos que lo condenaban al suplicio, fundados en el principio de que no

      era prudencia tener cerca de sí un enemigo encubierto. A la vista del

      peligro reconoció Altamirano la necesidad en que se hallaba de apurar la

      persuasión. Hízole con tal calor de afectos que convenció á los indios

      estar interesado en la venganza. No sólo le perdonaron la vida sino

      también lo admitieron por compañero de la facción que intentaban.

      A ésta se convocaron varias naciones comarcanas, y fué su primer cuidado

      elegir un general capaz de desalojar á los españoles del puesto que

      ocupaban. La reputación de hombre valeroso y prudente que se había

      adquirido el cacique Guaraní llamado Tobobá, distinto del antiguo, reunió

      á su favor los sentimientos. Electo este general, todo se disponía para

      una pronta invasión. Altamirano, que era testigo de cuanto discurrían los

      bárbaros, cayó en la tentación de comunicarlo á sus contrarios. Tomada una

      calabaza incluyó dentro un papel, y lo fió a las aguas del riachuelo. No

      puede justificarse este proceder porque jamás es lícito ser traidor bajo

      el velo de la amistad. Por dicha de los españoles llegó el papel a sus

      manos, y se prepararon a la defensa (42). Con todo el general Garay quiso

      ensayar un medio de separar á los bárbaros de su designio. Hizo que uno de

      los dos indios cautivos en la primera refriega llevase a sus compatriotas

      proposiciones de paz, y un papel a Altamirano encareciéndole su influjo.

      El mensajero estuvo muy distante de promover un partido que aborrecía. No

      sólo irritó los ánimos contra los españoles, sino también les descubrió

      que Altamirano los llevaba vendidos á entregarlos entre sus manos. La

      muerte de este español estuvo decretada, pero evitóla con la fuga, y fué

      bastante feliz para ganar el fuerte.

      La misma noche del arribo de Altamirano acercaron los bárbaros sus tropas

      por agua y tierra. Ningún peligro le asustaba a Garay, porque todo lo

      había previsto. Las naves españolas fueron las primeras en cantar

      victoria, y aunque con más empeño era apretado el fuerte, no tardó mucho

      en conseguirla. Una venturosa salida de los españoles puso al enemigo en

      confusión. Rehecho con prontitud empeñó de nuevo el combate, pero no pudo

      sostenerlo, porque habiendo el esforzado Juan de Enciso derribado la

      cabeza de Tabobá, derribó con el mismo golpe la esperanza de sus secuaces.

      Persuadidos acaso los vencedores que la guerra no era teatro de moderación

      y mansedumbre, poblaron la campaña de cadáveres. Fué tan carnicero el

      estrago, que acercándose al general, uno de sus soldados le dijo: "señor,

      si proseguimos matando, ¿quién queda para nuestro servicio?

      _________________

      (42) Hemos referido este hecho, como lo traen los historiadores; sin

      embargo, la dificultad de que después de un tan largo cautiverio tuviese

      Altamirano papel en que escribir, y la de que este llegase á manos de los

      españoles nos hace desconfiar de la verdad.

      _________________

      

      "Dejadme, le respondió Garay, esta es la primera batalla, si en ella

      humillamos al enemigo, no faltará quien con rendimiento nos sirva". Garay

      adelantó la victoria á toda la costa del río. Con este suceso cedió de

      golpe la obstinación de los bárbaros, y se dejaron empadronar.

      Sometidos al yugo de la obediencia formó encomiendas el general con que

      galardonó el valor de los pobladores. Una empresa de tan ventajosas

      consecuencias la creyó así digna de los oídos del rey. Después de haber

      dado cuenta de todo al Adelantado, Juan Torres de Vera, hizo se aprontase

      una embarcación para España, cuyo cargamento consistía en azúcar y cueros,

      primeros frutos nacionales con que logró esta provincia recibir en cambio

      lo superfluo de la industria europea.

      Al mismo tiempo que se fundó Buenos Aires se levantaba en Santa Fe una

      rebelión cuyos efectos pudieron ser funestos á estas poblaciones. Lázaro

      de Veniablo, Pedro Gallego, Diego Ruiz, Romero, Leiva, Villalba y

      Mosquera, llenos de resentimientos contra el general Juan de Garay,

      formaron el proyecto de apoderarse del mando. Todos los medios de

      seducción fueron empleados por estos amotinados á fin de hacerse de

      secuaces. Ellos trataban de almas bajas á esos ciudadanos pacíficos que no

      pensaban en salir de la opresión en que, según ellos, gemían. Para minorar

      el horror que infunde la idea de rebelde, no cesaban de publicar que toda

      rebelión deja de ser delito desde que llega á ser feliz. La mayor parte de

      los ciudadanos entraron apresuradamente á este partido, guiado cada cual

      de sus intereses personales. No dejaron de ser prudentes los conjurados en

      no fiarlo todo de su poder. Temían justamente que la inmediación del

      Tucumán viniese á ser un escollo en que peligrase su empresa. Para

      asegurar las espaldas por esta parte, resolvieron poner en sus intereses

      al gobernador D. Gonzalo de Abreu. Las enemistades de este con Garay les

      daban fundamento para creer que no desdeñaría una empresa encaminada á

      perderlo. Sin embargo, la delicadeza del asunto los obligó á no omitir

      ninguna medida de precaución. Se le quiso sondear primero sin aparentar

      visos de ruego que hiciese caer de mérito sus ofertas, y aún empeñarlo á

      que él mismo ofreciese la protección que tanto se deseaba. Dos emisarios

      se dirigieron á Córdoba con este objeto. Abreu se manejó con tal reserva,

      que sin comprometerse en cosa alguna dejó traslucir su complacencia.

      Dado este paso de seguridad, creyeron que era ya tiempo de ejecuciones más

      violentas. El teniente de la ciudad, alcalde Olivera, y el capitán Alonso

      de Vera fueron puestos en prisiones. Aplaudieron mucho un suceso que los

      acercaba al común designio. Más una mujer heroica, que hacía de la

      fidelidad la primera de sus obligaciones, tuvo bastante valor para oponer

      su virtud al torrente de esta maldad. Esta fué la mujer de Leiva, quien

      dió en rostro a su marido hubiese preferido la odiosa calidad de traidor

      al glorioso título de leal.

      Al siguiente día de las prisiones se juntaron los conjurados en casa de

      Veniablo, y nombraron por teniente general de la provincia á Cristóbal de

      Arévalo. Para empeñar su partido de manera que no pudiese volver atrás lo

      hicieron delinquir de pronto en tales crímenes, que cerrados todos los

      caminos de salvarse, no le quedase otro abierto que el de la obstinación.

      No es fácil se conserve la armonía que está fundada en el delito. La

      virtud es el único lazo indisoluble. Veniablo, que como Maestre de campo

      tenía la inspección inmediata de la guerra, se disgustó con Arévalo. Este

      por su parte lo empezó á mirar con todo el odio de que era merecedor el

      autor de su delito, y se propuso desde luego restablecer la subordinación

      á sus legítimos deberes. Para ello trató privadamente con algunos, de cuya

      lealtad había concebido mejores esperanzas. El resultado fué que habiendo

      quitado del medio á los principales caudillos de la conspiración entraron

      las cosas en el orden debido.

      En su misma cuna debió conocer Buenos Aires que también se hallaba

      expuesta á las peligrosas influencias de la ambición sobre las potencias

      extranjeras. Apenas contaba dos años de existencia, cuando Eduardo

      Fontano, corsario inglés, la amenazó desde Martín García: pero aunque

      débil, ella supo prevenir el golpe que se le preparaba y dejar burlado

      este amago.

      Pacificados los bárbaros de Buenos Aires, aumentada su población y

      abiertos los canales del giro con España, Perú y Chile, se presentaba ya

      la más risueña perspectiva de la prosperidad á que su suerte la destinaba.

      A pesar de esto su ilustre fundador, más satisfecho de lo que debía, se

      entregó todo á una confianza que fue su ruina, y hubo de serlo la de su

      conquista. Creyendo bien establecida la sumisión de los infieles, partió

      de Buenos Aires con el objeto de visitar su provincia, el año de 1580.

      Más por ostentación que por seguridad dejóse cortejar de una lucida

      compañía que como consorte de sus triunfos quiso recoger aplausos en la

      Asunción. Navegaban con prosperidad, saliendo á dormir á tierra sin poner

      otros centinelas que el terror de su nombre y la fama de sus victorias. El

      cacique de los Minuanes, uno de los de menos nombradía en aquella comarca,

      observaba atentamente estos descuidos y se resolvió á satisfacer la voz

      enérgica de la patria que clamaba en su corazón. Con ciento y treinta de

      sus vasallos sorprendió á los dormidos españoles. Fue tan rápido el

      asalto, que apenas se distinguió del estrago. Juan de Garay con cuarenta

      de sus soldados murieron en esta ocasión.

      Los demás de la comitiva alcanzaron entre mil riesgos á refugiarse á Santa

      Fé, desde donde se condujeron á la Asunción. Los llantos de la provincia

      por la muerte de Juan de Garay son un testimonio irrefragable de su

      mérito. Después que ellos faltaron, hablan en su lugar los monumentos que

      dedicó á su inmortalidad, y que el tiempo mismo se complace en perpetuar

      para su gloria. El demasiado ardimiento con que algunas veces ensangrentó

      la victoria pueden en cierto modo recompensarle sus beneficios en la paz.

      Repartiendo los despojos jamás reservó otro para sí, que el honor de haber

      vencido.

      Garay no tiene otro competidor en el mérito que el inmortal Irala. Uno y

      otro, vizcaínos de nación, fueron dotados de todas las prendas que

      constituyen un perfecto general. A Irala puede decirse que le es deudora

      la provincia del Paraguay, lo que á Garay la de Buenos Aires. Irala de

      superior talento conduce todas las aventuras difíciles de su vida con un

      disimulo inexplicable, y fija á su valor la inconstancia de la fortuna.

      Garay mucho más virtuoso en el todo es sencillo y grande. Igualmente

      magnánimos, Irala á su muerte dejó un par de bueyes, unas balanzas y sus

      armas; Garay nunca miró necesidad en cuyo auxilio se creyera desobligado,

      pues vendió para remediarlas hasta los vestidos de su mujer.

      Al paso que los españoles sintieron la muerte de su general, la celebraron

      los bárbaros, y principalmente los Minuanes. Entregados estos á un gozo

      indiscreto entraron en el propósito de destruir la ciudad, ya medio

      vencida en su concepto. Nada omitió su acalorado empeño de cuanto podía

      conducir á un triunfo tan deseado. Después de varios congresos militares,

      á que concurrieron los más afamados capitanes de las naciones convecinas,

      y en que se deliberó sobre los medios de asegurar un éxito feliz, fue

      encomendada la guerra por sufragios de todos al bien opinado Guazalayo. La

      resolución estaba tomada, y éste quería acreditar en su diligencia el

      acierto de la elección. Formado su ejército en un cuerpo de tropas

      respetable empezó á desfilar hacia la nueva ciudad. Rodrigo Ortiz de

      Zárate, que mandaba en jefe la fortaleza, quisiera detenerlos por los

      medios de la insinuación y la dulzura, pero en la necesidad de oponerse á

      un ataque salió de la plaza con su gente formada en escuadrón, y esperó al

      enemigo con resolución y firmeza. La pertinacia de los bárbaros tuvo por

      mucho tiempo neutral la suerte del combate. Este se decidió por los

      españoles con la muerte de Guazalayo, y confundió enteramente la

      presunción de los bárbaros. Cansados estos de unas guerras que les

      preparaban las últimas infelicidades, acabaron de conocer á sus expensas

      que ejércitos numerosos sin disciplina son poca cosa para oponerlos contra

      soldados aguerridos bajo los preceptos de la mejor escuela militar. Desde

      este tiempo se mantuvieron pacíficos sufriendo el yugo que el vencedor

      quiso imponerles.

      Por la muerte de Juan de Garay fue nombrado para teniente de la provincia

      Alonso de Vera y Aragón, á quien por su fealdad llamaban cara de perro; el

      crédito con que había militado lo hacía digno de esta sucesión. El nuevo

      teniente era sensible á la gloria y le parecía muy pequeña la de

      contentarse con sólo mantener lo adquirido.

      El gran Chaco, que empezando desde las márgenes del Paraná se extiende

      hasta las últimas cordilleras del Perú, le brindaba un dilatado campo de

      adquisiciones. Hechos los aprestos necesarios que no deberían ser mayores

      en un tiempo que el ejercicio y la sobriedad eran los únicos incentivos

      del apetito, hizo su entrada desde la Asunción con ciento treinta y cinco

      soldados encaminándose al río Bermejo el año de 1585. Acompañóle la

      fortuna, y ganó de los bárbaros victorias sobre victorias, llegando á

      levantar una ciudad á la que intituló la Concepción de Bermejo en el gran

      pueblo de Matará.

      En la ausencia del teniente Alonso de Vera quedó la provincia abandonada á

      todos los desórdenes de que son capaces los vicios sin el freno de la

      autoridad. Gobernaba esta diócesis D. Fray Juan Alonso de Guerra,

      religioso mínimo, cuyos talentos y virtudes le habían allanado, á pesar

      suyo, el camino de las mitras. El celo verdaderamente apostólico de este

      prelado no pudo mirar sin amargura una provincia desenvuelta, un clero sin

      disciplina y unos nacionales oprimidos bajo el yugo de la más pesada

      tiranía. A expensas de su seguridad resolvió desempeñar sus obligaciones,

      sin que pudiese amedrentarlo el odio que estaba cierto había de concitarle

      su celo. No se engañó en su predicción. Los principales de la Asunción

      empezaron á tratar de indiscreta esa libertad sacerdotal, que estaba en

      contradicción con sus pasiones, y á concertar los medios de perderlo. Era

      el jefe de esta sacrílega conjuración el alcalde ordinario de la ciudad.

      Acompañado de sus satélites se encaminó al palacio episcopal con ánimo

      resuelto de echar en prisiones al prelado. En tan difícil coyuntura

      recurrió este santo príncipe á esas vestiduras pontificiales, que más de

      una vez han desarmado el furor más determinado. Pero, ¿qué impresión

      podían causar en esta capital las insignias de un poder, acostumbrada á

      ultrajarlo? Con impío atrevimiento puso el alcalde las manos en su sagrada

      persona, lo agarró de los cabellos, lo holló á sus pies, lo cargó de

      prisiones y en 1586 lo condujo él mismo á Buenos Aires entre tratamientos

      tan inhumanos, que serían de dispensarse al más criminoso de los hombres.

      Pero Dios velaba por la conservación de una vida de trabajos é ignominias,

      toda consagrada á su servicio, y había decretado que el castigo de sus

      perseguidores vindicase visiblemente su inocencia. El alcalde murió de

      repente, y no tuvieron mejor fin los demás cómplices.

      A pesar de estas eternas disensiones, la provincia experimentaba esa misma

      necesidad de extender sus fuerzas, que siente el que va saliendo de la

      infancia. El célebre pirata Tomás Candisch meditó en 1587 la toma de

      Buenos Aires. Felizmente se supieron con tiempo sus designios por el

      gobernador de Río Janeyro, y se corrió á la defensa. El pirata temió la

      suerte que le aguardaba y se abandonó a pasar el estrecho. Por estos

      amagos repentinos es que Buenos Aires iba robusteciendo su constitución.

      La sujeción de los nacionales acreditaba de día en día el proyecto de las

      poblaciones. Por voto general de los conquistadores se deseaba una en la

      confluencia de los dos ríos Paraguay y Paraná ó de la Plata. Esperábase

      que con ella quedase enfrenado el orgullo de los bárbaros por ambas

      márgenes de este río, y se diese una escala muy provechosa á la

      navegación. Agobiado con el peso de una serie de infortunios el Adelantado

      Juan Torres de Vera había entrado á su provincia el año de 1587. Estas

      consideraciones movieron su ánimo para promover este establecimiento. Su

      sobrino Alonso de Vera el Tupí tuvo orden de verificarla, y desempeñó su

      comisión el año de 1588, dándole por nombre San Juan de Vera. Las siete

      rapidísimas corrientes que forma allí el Paraná le hacen conocer por este

      nombre con usurpación del verdadero.

      

         

     

 

CAPITULO XII

 

 

 

Entra el licenciado Lerma á gobernar el Tucumán. Crueldades de este

contra D. Gonzalo su antecesor. Disensiones entre Lerma y el deán

Salcedo. Entrada del obispo Victoria al Tucumán. Funda Lerma la ciudad

de Salta. Oposición de los bárbaros. Es preso Lerma y conducido á

Charcas. Entra á la provincia Juan Ramírez de Velazco. Los indios se

alborotan en Córdoba y los vence Tejeda.

 

 

      Hacía tiempo que la provincia del Tucumán hecha un teatro de escenas

      lúgubres por las crueldades del gobernador D. Gonzalo de Abreu, deseaba un

      vengador. Creía haberlo conseguido en la persona del licenciado Hernando

      de Lerma, su sucesor, cuando entrando á su provincia el año 1580, quiso

      que la prisión de D. Gonzalo fuese el primer acto de su posesión. Las

      crueldades de su despiadado gobierno convencieron á todo el mundo, que si

      bien Lerma aborrecía al tirano, amaba eficazmente la tiranía. Se horroriza

      la humanidad al contemplar la sevicia con que trató al desgraciado D.

      Gonzalo. Formando su proceso lo condenó al tormento, y aunque este en los

      principios absurdos de la antigua jurisprudencia sólo era un medio de

      esclarecer la verdad, anticipando la pena al convencimiento, intentó Lerma

      que muriese en él. En la firmeza con que se sostuvo manifestó una

      heroicidad digna de mejor alma. Ella interesó la compasión aún de aquellos

      en cuyo juicio era delincuente. No murió Abreu en el tormento, pero este

      lo acercó á su término habiendo fallecido el año 1581.

      A pesar de esto los ciudadanos en general fueron tratados por Lerma con

      moderación y dulzura el primer año de su gobierno. Pero si hemos de

      conjeturar por los sucesos posteriores es necesario convenir, que estas

      demostraciones de mansedumbre no eran más que unas cadenas con que

      aprisionaba su alma feroz. Arrepentido en breve de una sujeción tan

      violenta, y que tanto mortificaba su carácter, rompió estas ataduras para

      devorarlo todo.

      Acercábase por este tiempo á la provincia el obispo D. Fray Francisco de

      Victoria, primero en el orden de los que tomaron posesión de esta

      diócesis. Según la inteligencia que le dio este prelado á una real cédula

      de Felipe II, había creado deán de esta nueva iglesia á D. Francisco

      Salcedo confiriéndole así mismo su gobierno. Revestido Salcedo de este

      doble carácter entró al obispado con todo aquel engreimiento que en

      hombres vanos suele engendrar la elevación. El genio de Lerma no hallaba

      sufrideras otras altiveces que las suyas. Preciso era que chocasen estos

      dos hombres nacidos para la discordia. Chocaron en efecto y de este choque

      resultó esa centella, cuyo incendio los abrasó á ellos y á otros muchos.

      Lerma puso en litigio la dignidad de Salcedo, y no sin fundamento porque

      sólo autorizado el prelado para nombrar cuatro beneficiados en esta

      iglesia parecía salir de sus límites extendiéndose á los mayores. Era este

      un tiro muy ofensivo á la delicada presunción de Salcedo para que no

      irritase toda su ira. Los dos, cabezas de esta república, se persiguieron

      mutuamente llenos de aquel encono que siempre inspira el espíritu de

      partido. Cada cual formó su facción y procuró prevalecer á expensas del

      público sosiego. Lerma era dueño de la fuerza y debía serlo de la suerte

      de su enemigo. Rendido Salcedo á su persecución se retiró á Talavera con

      designio de pasar al Perú.

      Entonces fue cuando Lerma no hizo uso de su poder sino para infelicidad de

      todos los ciudadanos, y principalmente de los que habían dado ayuda á su

      contrario. Siempre dispuesto á recibir todas las sugestiones del odio

      causó su ruina por todos los medios de que puede valerse una alma baja,

      depravada y cruel. Muchos fueron condenados á que muriesen entre la

      infección de los calabozos, de cuyas muertes ordenó Lerma no se le diese

      aviso sino después de tres días de acaecidas. Otros las recibieron de

      manos del verdugo, no pocos fueron expoliados de sus bienes al rigor de

      confiscaciones injustas, y no faltaron quienes se tuviesen por muy felices

      en haber redimido sus vidas con prisiones y destierros. El capricho y la

      voluntariedad eran sus leyes supremas y las únicas á quienes tributaba una

      obediencia entera. Por lo demás, las reales provisiones de la corte de

      Charcas sólo servían de materia á sus desprecios, y de ocasión á muchos

      para procurarse con su obediencia una desgracia cierta.

      Creyóse que la entrada del señor Victoria al obispado aplacase las furias

      de esta fiera desatada. A la verdad no parecía vano este pensamiento. Era

      dotado este prelado de todas aquellas grandes calidades á cuya presencia

      suele encogerse el atrevimiento, y docilizarse la atrocidad: pero si esto

      es así respecto de aquellos que en la embriaguez de la prosperidad llegan

      á ser audaces y depravados, más por error que por carácter, difícil era

      que la virtud y el mérito morigerasen el natural de Lerma. La osada

      libertad con que atropelló los respetos del prelado, el desenfreno con que

      se produjo en su descrédito, y en fin el odio que concibió á todos los que

      le trataban, acreditaron esta verdad, y llenaron los ánimos de sobresaltos

      y disgustos.

      Para que los disturbios de la provincia viniesen a peor estado volvieron á

      renovarse las contiendas entre Lerma y el deán Salcedo. Con la entrada del

      prelado había éste recuperado sus alientos é intentaba novedades en

      Talavera. La rabia de Lerma no exigía más que un pretexto para

      sacrificarlo á sus venganzas. Antonio de Mirabal tuvo orden de prenderlo.

      Hallábase enfermo el deán en el convento de Mercedarios cuando se le

      intimó su arresto. Fue del todo inútil para evitarlo, el escándalo, la

      enfermedad, la incompetencia y otras razones que expuso el ejecutor del

      mandamiento. Era Mirabal un digno ministro de Lerma capaz de cualquier

      exceso sin necesidad de ajeno influjo. Con la osadía que le era muy genial

      se arrojó sobre la persona del deán, y lo condujo de los cabellos. No

      pudiendo el prelado de la casa mirar sin conmoción esta afrentosa escena

      dio en rostro á Mirabal con su osadía y lo amenazó con el castigo. Querer

      intimidar á esta alma de fiera era hablar de melodía con un tigre. El se

      aplaudió de una ocurrencia que le traía á las manos un nuevo delincuente á

      quien tratar con desacato. Sin detenerse en contestaciones prometió volver

      al punto por su persona. Tardó en cumplir su palabra lo que en asegurar al

      reo. El comendador fue puesto en prisión en consorcio de otros

      eclesiásticos á quienes cupo la suerte de alcanzar estos tiempos

      calamitosos. Todos fueron remitidos después á la Audiencia de Charcas, la

      que no pudo ver sin indignación ultrajadas las leyes y los estados más

      santos.

      Entretenido Lerma en sus venganzas no parecía capaz de empresa útil. Con

      todo, fuese por divertir sus cuidados, ó por labrarse un mérito que harto

      necesitaban sus delitos para no ser tan enormes, se resolvió á poner en

      práctica la fundación de Salta tantas veces deseada. Concurrían razones de

      momento que hacían importantes este designio, cuales eran facilitar el

      tránsito del reino y enfrenar el orgullo de los Calchaquíes y Humahuacas.

      Todos los vecinos encomenderos de la provincia fueron emplazados para esta

      empresa, la que por último tuvo efecto el año de 1582 entre los ríos

      Siancas y Sauces (43) intitulándose la población, ciudad de Lerma. Hallóse

      presente á las formalidades de estilo en las fundaciones de esta clase el

      S. Victoria, quien como sufragáneo de Lima había sido convocado por santo

      Toribio para la celebración del tercer concilio limense.

      _________________

      (43) Están divididos los escritores en cuanto al fundador de esta ciudad.

      Unos se atribuyen al gobernador D. Gonzalo Abreu y Figueroa, otros á

      Lerma. No hay ninguna contrariedad en este punto, si se advierte que los

      primeros hablan con respecto á la población que sin disputa levantó D.

      Gonzalo aunque en embrión y que destruida por los bárbaros no tuvo efecto,

      y los segundos con respecto á la de Lerma, que es la que existe á corta

      distancia de la antigua.

      _________________

      

      Los bárbaros no dejaron de conocer que este nuevo establecimiento ponía á

      los españoles en estado de invadir el resto de sus posesiones, y

      enriquecerse con sus despojos. Unido á estos males de consecuencia el

      temor justo de que un yugo extranjero oprimiese sus cervices les hizo

      entrar en una confederación guerrera, cuyo designio debía ser prevenir

      estas calamidades.

      El denuedo con que en la expugnación de esta plaza presentaron el pecho al

      fuego de los arcabuces, la constancia en repetir los asaltos, la

      diligencia por reponer las pérdidas, hicieron desesperar á los españoles

      de que llegase á calmar su furia envenenada, y aún de poderse sostener por

      más tiempo á no recibir refuerzos oportunos.

      Lerma, quien á los cinco días de su fundación se había retirado á

      Santiago, vino en auxilio de su ciudad. Fuéronle necesarios muchos choques

      sangrientos para escapar con vida y libertad de su campo. Los bárbaros

      habían resistido largo tiempo su destino: al fin ellos se sujetaron y cesó

      la guerra por falta de enemigos.

      La que siempre quedó abierta, fue la que el genio turbulento de Lerma

      tenía declarada á todo hombre de bien. Gobernaba el obispado en ausencia

      del señor Victoria fray Francisco Vázquez, de la orden de predicadores. En

      breve se hizo este religioso el objeto de sus sacrílegos atrevimientos. No

      contento con poner en práctica todos los medios de envilecer su

      ministerio, llegó hasta el exceso de prenderlo.

      Los pueblos, á quienes no cesaba de atormentar, maldecían altamente su

      tiranía. Cansado Lerma por todas las partes, y en peligro de perder su

      puesto, del que lo excluían sus delitos, no fue bastante prudente para

      detener el curso de sus maldades. Preciso era que tuviese el fin de los

      tiranos, así como tenía todos sus vicios. No pudiendo la Audiencia de

      Charcas extender más su tolerancia, decretó el arresto de Lerma.

      Verificólo en 1584 el capitán Francisco de Arévalo Brizeño. El recogido

      público que causó la caída de este gobernador, es un rasgo expresivo que

      acaba de pintarlo. Brizeño lo condujo á Chuquisaca donde se le seguía su

      proceso; pero habiendo arribado, provisto gobernador de la provincia, Juan

      Ramírez de Velasco el de 1585 con especial comisión de residenciarlo se le

      entregó el proceso juntamente con el reo. Eran tan calificados los delitos

      de Lerma que no daban lugar a la misericordia. En el juicio de residencia

      salió condenado. Apeló al supremo consejo de indias, en cuya cárcel de

      corte murió.

      Por estos tiempos acaecía en el distrito de Córdoba una insurrección de

      muchos bárbaros que la llenó de sustos y cuidados. Todos los ojos de los

      ciudadanos se convirtieron al valeroso Tristán de Tejeda que acababa de

      concluir la jornada de Salta, y fijaron en él sus esperanzas nunca más

      bien fundadas. Bravo y esforzado Tejeda, sostenía con paciencia las

      fatigas de la guerra. En medio de una intrepidez que no conocía los

      peligros poseía una prudencia que lo hacía dueño de los acontecimientos, y

      muchos años de victorias le habían adquirido con justicia la primera

      reputación. No la desmintieron sus hechos en la ocasión presente; puesto

      en campaña buscó al enemigo en las situaciones más arriesgadas. A pesar de

      su obstinación y su excesivo número lo rompió en mil encuentros; lo

      persiguió hasta sus guaridas y le hizo implorar misericordia. La

      generosidad con que Tejeda lo trató, hizo ver que fijaba su complacencia

      en unir el gusto de vencer al de perdonar.

      

        

 

 

 

 

 

CAPITULO XIII

 

 

 

Entra á gobernar el Tucumán D. Juan Ramírez de Velasco. Predica San

Francisco Solano en el Tucumán. Primer establecimiento de los jesuitas

de esta provincia. Los Calchaquíes se alborotan y son sujetados.

Fúndanse las ciudades de la Rioja, la de San Salvador de Jujuy y la de

la villa de las Juntas. Rebélanse los indios de Córdoba y son

subyugados.

 

 

      Los tiempos desastrados y calamitosos son los más á propósito para

      descubrir las raíces inficionadas de los gobiernos. Los que por algunos

      años subministran las agitaciones del Tucumán, las ponen de manifiesto.

      Provenían esas agitaciones de haberse hecho esta provincia un teatro de

      crueldades, avaricia y desorden. Pero todo esto tenía un origen más alto,

      y éste no podía ser otro que los vicios entronizados de la corte.

      Ministros ambiciosos, avaros y opresores, jamás podían inspirar ideas de

      justicia, frugalidad y clemencia. ¿Será posible que una corte que comunica

      á sus vasallos el gusto del pillaje, y que los saca de sus ocupaciones

      pacíficas para que sean los instrumentos de su ambición, fuese solícita en

      asentar su gobierno sobre la base de la virtud? Cuando fuese cierto que la

      corte de España se hubiese opuesto al progreso rápido de los vicios,

      siempre serían impotentes sus esfuerzos en concurrencia de sus ejemplos. A

      su imitación nunca podía dejarse de creer que se necesitaba una fortuna

      escandalosa para que los hombres fuesen dichosos y felices. Pero ya que

      este mal era por lo común inevitable, debió la corte, cuando menos, poner

      á la frente de estos gobiernos hombres que por su carácter fueran humanos

      y templados. En ninguna parte más que en América debió de ser la provisión

      de los empleos obra del mérito y la virtud, y en ninguna menos que en ella

      se procuró escoger que sólo caminasen bajo el ojo del deber. Las más veces

      hombres nuevos, desconocidos, sin talento ni moralidad, ocuparon estos

      puestos.

      Por fortuna del Tucumán entró á gobernar esta provincia el 1586 D. Juan

      Ramírez de Velasco. Sus manejos populares, su aire afable, y las gracias

      que lo acompañaban, presagiaban desde luego un gobierno menos funesto que

      hiciese diversión á los males pasados. Comprobaron estas esperanzas

      aquella modesta simplicidad con que quiso distinguirse de los demás, aquel

      justo aprecio del mérito que nadie reconoce en mayor grado como el mismo

      que lo tiene: en fin, aquella veneración al sacerdocio, que descubre el

      carácter de un alma naturalmente religiosa. A pesar de esto el obstáculo

      de los desórdenes envejecidos de una república donde la corrupción se

      había comunicado mutuamente entre ciudadanos y magistrados, era harto

      poderosos para que las virtudes del nuevo gobernador pudiesen contrastar

      los vicios compañeros de esta avaricia grosera, que habían desnaturalizado

      las costumbres.

      Lo que principalmente se echaba menos en la provincia, era el trueno de

      las grandes verdades sostenidas de la edificación. Es cierto que los

      prisioneros regulares habían hecho cuanto exigía su ministerio, pero á más

      de ser pocos, las frecuentes sublevaciones de los indios contra un poder

      mal afirmado y las turbulencias domésticas de los mismos conquistadores

      inutilizaron sus esfuerzos. El gobierno de Velasco tuvo la ventura de

      haberlo edificado con sus ejemplos y su predicación un varón tan singular

      como San Francisco Solano. A la frente de una tropa de religiosos de su

      orden que lo acompañaron desde el Perú, sembró por todas partes el grano

      de la palabra evangélica, y la hizo fructificar por sus obras y sus

      milagros. Un gran número de infieles se rindieron á sus eficaces

      persuasiones principalmente en los pueblos de la Magdalena y Socotonia,

      donde ejerció con celo inimitable el penoso oficio de doctrinero. Pero,

      como observa un escritor estimable, habiéndose visto en la necesidad de

      dejar estos suelos, su misión vino á ser como una de esas nubes pasajeras

      que por algún tiempo fertilizan las campañas, dejándolas después entrar en

      su primera esterilidad.

      Por estos mismos tiempos tuvieron las costumbres de otro apoyo más

      permanente. La fama de un orden religioso conocido por el título de

      compañía de Jesús, y cuyo instituto era restablecer entre los infieles el

      reino de la verdad, había hecho que se solicitasen con instancia algunos

      de sus alumnos. Tres de ellos entraron á estas provincias por la vía del

      Perú á fines de 1586, y fueron recibidos por el prelado y el gobernador

      con todo aquel respeto y agasajo á que tiene derecho la virtud. Quinientas

      familias de que por entonces se componía la población de Santiago, y un

      gran número de infieles esparcidos en todo su distrito, presentaban una

      mies muy abundante al celo de estos hombres apostólicos. Ellos se

      dedicaron á recogerla con ardor, pero quisieron empezar por los domésticos

      de la fe, a fin de que su ejemplo facilitase á los demás el camino de su

      provechosa doctrina. Los corazones más libertinos oyeron levantarse del

      fondo de su alma la voz de una conciencia á quien los vicios tenían como

      enmudecida. No fue pequeño el triunfo de estos misioneros que los

      escuchasen con docilidad. El respeto y la veneración con que eran mirados

      por los españoles, previno á su favor el juicio de los indios, quienes se

      apresuraron á oír unas verdades tan bien sostenidas con el ejemplo, y tan

      útiles á la causa común.

      Al paso que los indios de Santiago se aficionaban al yugo español por la

      benignidad con que lo suavizaban sus nuevos doctrineros, echaba nuevos

      brotes su aversión en el indomable Calchaquí. Siempre dispuesto á recibir

      las sugestiones del odio, se armó de nuevo bajo la confianza que le

      inspiraba el crédito del cacique Silpitode. Sus continuados insultos

      tenían inquietas y sobresaltadas á las poblaciones. Los vecinos de Salta

      tuvieron gran dicha de poderse defender en el recinto de la ciudad sin

      atreverse á aceptar los desafíos con que eran provocados. Para el

      gobernador D. Juan Ramírez de Velasco, eran estos procedimientos unos

      ultrajes ofensivos que no podía disimular su pundonor militar. En efecto

      él se propuso domar la altiva libertad de estos bravos nacionales, los más

      enemigos del yugo español, y tuvo la fortuna de conseguirlo.

      En el año 1589, tercero de su gobierno, dispuso pues á este efecto una

      expedición de cien soldados españoles y trescientos indios amigos. Estas

      eran las ocasiones en que sus predecesores inmediatos cebaban su codicia á

      expensas del fondo público. El apuro en que lo encontró Velasco, lo obligó

      a echar mano de lo suyo, y á excitar el patriotismo de los pudientes á

      erogaciones voluntarias. Por estos medios logró ponerse en estado de

      dirigir su marcha al valle de Calchaquí, llevando en su compañía á uno de

      dichos misioneros, cuyos consejos veneraba. Una confederación guerrera

      debió poner á estos bárbaros fuera del riesgo de caer en sujeción, pero

      sus odios recíprocos eran opuestos á estos arbitrios de prudencia, y aún

      les hacían preferir el funesto placer de vengarse á sombra de los

      españoles al común interés de conservar su primitiva libertad.

      Desprevenidos y sin concierto no encontraron otro recurso que el de

      acogerse á las más inaccesibles eminencias, llevando consigo el espanto

      que es consiguientemente á la vista de un guerrero tan atrevido. Con todo,

      ellos fueron forzados en sus guaridas, y obligados á implorar la clemencia

      del vencedor. La humanidad con que fueron tratados, dio motivo para que

      los juzgase el gobernador por instrumentos aptos de sus designios. Siempre

      inclinado á los medios de una mansedumbre respectiva, hizo á algunos

      indios mensajeros de sus piedades para con otros pueblos á quienes ofrecía

      la paz. Los vencidos aceptaron con gusto esta comisión, pero se reservaron

      dar en ellas un espectáculo de barbarie. Seguía el gobernador sus marchas

      con parte de su gente, sirviéndole de guía los demás indios pacificados,

      cuando adelantándose estos una noche, y uniéndose con los de la embajada,

      tomaron de sorpresa un pueblo dormido en cuyos moradores vengaron ciertos

      odios mal olvidados, matando sin distinción de edad ni sexo á cuantos

      encontraron. Esta acción execrable llenó de horror á los españoles y puso

      al gobernador en necesidad de hacerles conocer que tenía por delito

      haberse prometido de su sombra tan afrentoso patrocinio. Por criminal que

      fuese esta carnicería ella produjo la ventaja de introducir en los demás

      pueblos un terror favorable á los conquistadores. Instruidos de este

      infortunio aceptaron la paz y reconocieron vasallaje. En seguridad del

      tratado fue trasladado á Santiago el cacique Silpitode con otros indios,

      donde experimentaron del gobernador toda la grata hospitalidad que pedía

      la política y era conforme á su carácter.

      No satisfecho el celo del gobernador con esta venturosa y útil empresa, ni

      confiado en los muchos años de calma que habían precedido, se dedicó entre

      otras cosas á levantar una población en el distrito de los Diaguitas.

      Esperábase que con ellas se contendrían las incursiones del Calchaquí,

      que, aunque humillado, siempre era de temer. En 1595 dio principio á una

      ciudad que llamó la nueva Rioja por consagrar á su patria esta reverente

      memoria. A su regreso á Santiago quedaban sujetos tres mil indios en el

      corto recinto de ocho leguas. Debió subir el padrón, que se concluyó

      después, á un número muy considerable supuesto que se formaron cincuenta y

      seis repartimientos, tocándole en encomienda al gobernador diez y ocho

      pueblos, fuera de varias rancherías y anexo, y diez y siete á su hijo D.

      Juan Ramírez de Velasco, á lo menos es fuera de duda que logró el

      gobernador reducir los veinte mil indios que se había prometido. ¡Véanse

      las piedades de los gobernadores más clementes!

      Las sumisiones de los indios que no se hallaban cimentadas por los medios

      de la persuasión y la caridad, siempre estaban expuestas á repentinas

      revoluciones. Muchos de esta jurisdicción de Córdoba situados en la sierra

      grande, se rebelaron por ese tiempo. El teniente Tristán de Tejeda los

      sujetó de nuevo con tanta diligencia como presencia de alma y los hizo

      servir al engrandecimiento de la conquista. Valiéndose de sus brazos

      penetró por sendas nuevas hasta Salinas, en cuya comarca redujo á

      vasallaje á los indios Escalonites. De este descubrimiento se aprovechó el

      gobernador para aumentar los tributarios de la nueva Rioja á quien

      adjudicó una parte.

      El gobernador Velasco se había propuesto un plan muy vasto de operaciones,

      y sus desvelos se encaminaban á llevarlo hasta el cabo. En él entraban dos

      fundaciones más, cuyos resultados debían ser (á más de los comunes)

      asegurar en lo interior de la provincia una comunicación fácil y pronta,

      estrecharla por nudos recíprocos con el Perú y dar una impulsión favorable

      al estado lánguido de la industria. Fueron dichas fundaciones la de San

      Salvador de Jujuy, y la de la villa de Madrid de las juntas. Ambas

      tuvieron efecto el año de 1592. La de Jujuy, dos veces puesta en práctica

      y otras tantas demolida por los bárbaros, fue encomendada al noble y

      prudente D. Francisco de Algañaraz, quien la trazó de modo que hasta el

      día de hoy perpetúa su existencia á pesar de la obstinación con que ha

      sido combatida por todos sus extremos. La otra fue la de la villa de las

      Juntas, así llamada por haberse levantado sobre las márgenes del río

      Salado en el mismo sitio en que se une al de las Piedras.

      Aun humeaba la mecha de la rebelión de Córdoba cuando un pequeño soplo la

      hizo revivir de sus cenizas. Los indios suspendían por algún tiempo la

      actividad de su odio, pero entonces obraba en secreto esta pasión, y

      esperaba cualquier pretexto para manifestarse. Quemando las iglesias,

      matando cuantos Yanaconas puso la desgracia entre sus manos, é hiriendo á

      muchos que escaparon con vida, dieron principio este año á su facción. A

      pesar de ser muy crecido el número de los pueblos insurgentes tuvo Tristán

      de Tejeda la osada libertad de presentarse en medio de ellos con sólo

      veinte y cinco hombres. Conocía este intrépido guerrero el carácter de

      estas almas abyectas y embrutecidas, y no podía ignorar que para hacerse

      obedecer y respetar bastaba estar acostumbrado á recibir el castigo de su

      mano. Una voz suya fue suficiente para tranquilizarlos, y para hacer que

      se precipitasen bajo el yugo.

      

       

 

   

 

CAPITULO XIV

 

 

 

Frutos que produjo la predicación de algunos valores apostólicos. El

Adelantado Juan Torres de Vera abdica al mando. Gobierno de

Hernandarias. Su prisión entre los indios y su evasión. Visita la

provincia del Paraguay D. Francisco de Alfaro. Crítica sobre lo que dice

Azara. Divídese la provincia del Paraguay y se establece el gobierno del

Río de la Plata.

 

 

      Se acercan ya los tiempos en que los sucesos de esta historia van á

      demostrar del modo más auténtico, que para dominar sobre los hombres es de

      más poderío la blandura y la persuasión, que la fuerza y el temor. Setenta

      años de guerra y desastres, que debieron escarmentar los indios, no habían

      hecho más que obstinarlos en el deseo de ser libres. Gobernaba aún la

      provincia del Paraguay el adelantado Juan Torres de Vera y Aragón, cuando

      vinieron á domiciliarse unos héroes pacíficos, amigos de la humanidad,

      cuyo destino era consolarla. Los nombres de fray Alonso de San

      Buenaventura y de fray Luis Bolaños, dos religiosos mínimos, jamás se

      repetirán entro los indios sin hallarse excitado el corazón á la ternura y

      al respeto. No es abriendo escenas de terror y de sangre que ellos hacen

      sus conquistas, sino siendo humanos, justos, sufridos y predicando una

      religión indulgente con los débiles. Un copioso número de gentiles se

      rindieron á sus persuasiones, y tributaron homenaje al verdadero Dios en

      más de cuarenta templos que levantaron á su culto. Esta copiosa mies tentó

      la codicia de un teniente de la Vida Rica quien los redujo á cautiverio.

      Los corazones virtuosos y sensibles de aquellos misioneros que habían

      puesto los altares por garantes de su felicidad no pudieron contener su

      indignación. Ellos reclamaron á favor de la libertad de los indios, los

      derechos de la naturaleza, y el favor aunque tenue de las leyes. Su celo

      los hizo víctimas del furor: un destierro fue el premio de sus fatigas.

      Es la parte más agradable de esta historia aquella que presenta la

      sujeción de los bárbaros sin que en ella tuviese influjo el derecho de la

      espada. Así no omitiremos decir, que otros ministros del Dios de paz se

      dedicaron á este importante ministerio. San Francisco Solano hizo resonar

      su voz por estas partes con todo aquel buen éxito que suele ser el fruto

      de aquella encantadora gracia que acompaña la santidad. La Asunción le

      será deudora de haber renacido bajo su patrocinio el año 1589. Muchos

      millares de bárbaros de las naciones vecinas se habían confederado

      secretamente para asaltarla en el momento en que entregados a sus vecinos

      á las religiosas ocupaciones del culto, daban todos sus cuidados á la

      piedad. Se cuenta que por una cierta inspiración conoció el Santo la

      empresa proyectada en el instante de su ejecución, y que arrebatado de un

      entusiasmo divino habló a los indios, que eran de distintos idiomas, en

      lengua guaraní con tal vehemencia de sentimientos que les hizo aborrecidos

      sus intentos. Nueve mil indios renunciaron sus errores al eco de esta voz

      celestial, y pidieron el bautismo. El curso de los acontecimientos traerá

      á la pluma lo que hicieron otros misioneros jesuitas, cuya religión tuvo

      su ingreso por estos tiempos.

      Cansado el Adelantado Juan Torres de Vera de un gobierno dilatado en que

      entre algunos sucesos prósperos experimentó los desórdenes de la suerte, y

      deseando volver á respirar los aires del patrio suelo, abdicó el mando en

      1591. La ciudad de la Asunción puso en su lugar á Hernandarias de

      Saavedra, según el privilegio que para ellos gozaba del Emperador Carlos

      V. Era este caballero oriundo de la misma Asunción; quien debe tener á

      mucha gloria haber servido de cuna á un personaje tan ilustre. El

      historiador Lozano, que nos sirve de principal guía, nos dice de este

      gobernador en su historia manuscrita, que desde la edad más tierna

      desempeñó el servicio militar con crédito de valeroso; que ennobleció este

      valor con esa prudencia consumada que en los combates honra á los

      guerreros; que se distinguió por su destreza en las artes de la paz y de

      la guerra; que fue un decidido protector de los indios, y en fin que

      habiendo sido uno de los héroes que ha producido el mundo nuevo mereció se

      colocase su retrato en una de las salas de la contratación de Cádiz. Nos

      lamentamos de que el tiempo haya destruido las memorias de que podía

      formarse un retrato más exacto; con todo, añadiremos algunos hechos que

      refiere el mismo historiador.

      Entre las proezas militares de este grande hombre se cuenta el combate

      singular á que fue desafiado por un Cacique de mucha fama, y en que la

      cabeza de este temerario sirvió de advertencia á los suyos para no

      continuar una guerra que debía serles funesta. Esta clase de escenas

      sanguinarias aquejaban mucho el ánimo de Hernandarias. La necesidad obraba

      en ellas, y el escarmiento de los vencidos era el único fin del vencedor.

      Su alma se entregaba á todo lo que era en alivio de los indios.

      Hernandarias dejó de mandar el año de 1593. La historia no presenta hecho

      notable en los gobiernos de sus tres inmediatos sucesores, si no es el

      naufragio de tres navíos ingleses que dieron al través en las costas de

      las islas de Santa Catalina. Buenos Aires se había hecho un puesto de

      importancia para que dejase de entrar en el vasto plan de adquisición

      trazado por la codicia extranjera. La reina Doña Isabel puso la mira en

      esta conquista, y puede creerse que le hubiera salido venturosa á no

      haberla desgraciado aquel inopinado infortunio. Tales eran los pocos

      preparativos con que se hallaba esta plaza para hacer frente á un enemigo

      poderoso. Don Fernando de Zárate, que con retención del gobierno del

      Tucumán mandaba la provincia, vio en esta expedición inglesa el amago de

      otras muchas con que las naciones extranjeras infestarían nuestros mares y

      por lo mismo teniendo á su disposición las tropas cordobesas, que habían

      ido en auxilio de la plaza, puso mano en la construcción de un fuerte que

      perfeccionaron sus sucesores.

      Hernadarias de Saavedra vuelve á aparecer en el teatro a continuar el

      curso de su gloriosa carrera. Por muerte del gobernador D. Diego Valdés de

      Banda entró de nuevo á gobernar; no es bien averiguado si á nombramiento

      de la provincia ó del virrey de Lima, pero sí lo es que en 1601 obtuvo de

      la corte la propiedad de este gobierno. Aún no había entrado en calma el

      espíritu alterado de los nuevos descubrimientos.

      Su mérito se recomendaba por sí mismo en el aprecio de los fieles

      servidores del rey. Esto bastaba para que no fuese desatendido por los

      cuidados de Hernandarias. Hechos los aprestos necesarios se dirigió hacia

      el estrecho de Magallanes, y descubrió más de doscientas leguas por aquel

      rumbo. Los bárbaros que vivían sin inquietud en una dulce indolencia, no

      pudieron mirar sin susto una invasión tan repentina. Con un valor

      inesperado se echaron sobre los españoles, y á favor de su multitud

      ganaron la victoria. Todos los que salvaron la vida quedaron prisioneros,

      excepción de Hernandarias. Este revés no minoró su gloria, porque no es

      justo se pasen por delitos las faltas de la fortuna. Su corazón grande no

      se abatió á este infortunio, antes dio á conocer en él la firmeza y

      elevación de su carácter. En tan difícil coyuntura y tomó el partido de

      evadirse, y de empeñar otro combate luego que hubiese reclutado nuevas

      fuerzas. En efecto, sacadas éstas de Buenos Aires hizo que el enemigo no

      disfrutase mucho tiempo de su triunfo. Vencido y derrotado no pudo impedir

      la libertad de sus prisioneros.

      Las bárbaras naciones que abrigaba en sus senos el gran Chaco por lo

      perteneciente á la provincia del Paraguay, traen inquieto el ánimo de

      Hernandarias, no tanto por domeñarlas cuanto porque se rindieran al

      imperio de la fe y de la razón. Primero por medio de sus capitanes, y,

      después por sí mismo desempeñó esta empresa, si no en toda su extensión, á

      lo menos en la parte que pudo ser asequible. Los fieros Guaycurúes

      empezaron á gustar la educación de las leyes y la disciplina de la fe.

      La tiranía de los españoles había hecho que muchos de los indio reducidos

      del Guáyra desertasen de sus encomiendas, entregándose á esta vida

      holgazana que constituye la clase estéril, y que suele ser en las

      repúblicas la ruina de las activas y fecundas: en fin que otros muchos

      resistiesen entrar en sujeción á virtud del escarmiento que le dejaban sus

      compatriotas.

      Dos expediciones dirigidas á la conquista del Paraná y el Uruguay

      eclipsaron no poco las glorias de Hernandarias. En la primera perdió parte

      de su ejército; en la segunda un ejército de quinientos hombres y la

      esperanza de conseguirla. No creyéndose con fuerzas suficientes para

      imponer la ley á estos indios, lo representó á la corte, añadiendo que en

      tal caso convendría sujetarlos por las armas de la fe. El rey Felipe III

      en real cédula de 1608 aprobó este pensamiento. Después de no pequeñas

      dificultades fue acordado que los jesuitas Simón Mazeta y José Cataldino,

      italianos, tuviesen por suerte tan glorioso destino en la provincia del

      Guayra. A 8 de Diciembre de 1609 emprendieron su viaje. Por estos mismos

      tiempos arribó á la Asunción Arapizandú, régulo principal de los Paranás,

      solicitando la paz y, doctrineros para su pueblo. Los padres Lorenzana y

      Francisco de San Martín abrazaron esta empresa que hace tanto honor á la

      religión y la humanidad. En el siguiente año de 1610 todos estos varones

      apostólicos dieron principio á esas misiones célebres en que tanto se ha

      ejercitado a un mismo tiempo la crítica, el odio, la envidia y la

      admiración.

      Las quejas contra el servicio personal de los indios se habían aumentado y

      preparaban una reforma feliz en toda la provincia. Acaeció ésta con la

      venida del visitador D. Francisco de Alfaro. Este era un Ministro hábil,

      incorruptible, diestro en manejar los espíritus, y que unía al deseo del

      acierto la firmeza de sus resoluciones. Unas ordenanzas dictadas por la

      voz de la equidad y en las que abolido dicho servicio, que no distaba

      mucho de una verdadera esclavitud, quedaron restablecidos los indios en

      parte de sus justos derechos, fue el fruto de esta visita. La data de

      estas ordenanzas es de 1612 tiempo en que habiendo acabado el gobierno de

      Hernandarias desde 1609 se hallaba D. Diego Marín de Negrón en posesión

      del mando.

      Todo hombre que piensa, ha creído que en lugar de emplear los españoles

      europeos la fuerza y la tiranía para reducir á los americanos no debieron

      valerse de otros medios que de la dulzura y la superioridad de sus luces:

      entre los más inhumanos que adoptaron, fue sin disputa el del servicio

      personal. Por una política bárbara los conquistadores de estas partes

      introdujeron la Costumbre de repartirse los indios después de haberlos

      vencido. Por este repartimiento, que también era comprendido en la clase

      de encomiendas, correspondía al encomendero sobre el indio un derecho de

      servidumbre diaria, á diferencia del que se hacía en virtud de una

      sumisión voluntaria, ó de una capitulación cuyo término se limitaba al de

      dos meses.

      La tiranía metódica de estos encomenderos despertó en fin á la corte de

      España, quien prohibiendo enteramente el servicio personal, redujo las

      encomiendas al usufructo del tributo debido á la corona. Con arreglo á

      estas disposiciones formó sus ordenanzas el visitador Alfaro. No nos

      admira que los encomenderos se resistiesen de una reforma que ponía

      límites á su avaricia; al fin una soldadesca desenfrenada no podía

      respetar otros derechos que los de su interés: lo que sí admira, es que en

      el siglo de las luces se encuentre un escritor como el señor Azara, que

      los acompañe en su duelo. Oigamos como se produce (44). "La corte ordenó á

      D. Francisco de Alfaro, oidor de la Audiencia de Charcas pasar al Perú en

      calidad de visitador. La primera medida que tomó en 1612, fue ordenar que

      ninguno en lo sucesivo pudiese ir á casa de indios con el pretexto de

      reducirlos, y que no se diesen encomiendas del modo que hemos explicado,

      es decir con servicio personal. No alcanzo sobre que podía fundarse una

      medida tan políticamente absurda; pero como este oidor favorecía las ideas

      de los jesuitas, se sospecho por aquel tiempo que ellos dictaron su

      conducta. Después de esta época nada hubo que excitase á los particulares

      españoles para tomarse la fatiga de ir á buscar por entre grandes riesgos

      indios salvajes solo a fin de gozar de sus trabajos por dos generaciones á

      título de encomienda. Como no había por aquel tiempo en el país ni tropas

      asalariadas, ni dinero, no tuvieron los gobernadores ningún medio de

      aumentar las conquistas, ni reducir a los indios, y todas las operaciones

      súbitamente cesaron. Los portugueses, nuestros vecinos, que no se

      contentaban con dar en encomienda á los particulares los indios que

      tomaban, sino que también les permitían venderlos a perpetuidad como

      esclavos, buscaron salvajes por todas parte hasta en los más pequeños

      rincones del país.

      Ellos usurpando también la mayor parte del territorio que poseían,

      aumentaron su población y descubrieron sus minas." ¡Puede darse un rasgo

      de política más absurda! El señor Azara no alcanza en que pudo fundarse el

      visitador Alfaro para abolir el servicio personal. Pero nosotros no

      alcanzamos como pudo escaparse á un sabio filósofo que ese servicio es

      incompatible con la libertad civil, de que nadie tuvo derecho para

      despojar á los indios y de que eran tan celosos. El salvaje prefiere esa

      libertad a las dulzuras de la vida más culta; las naciones políticas

      reconocen por primer estatuto el de su libertad, y entre los pueblos

      reducidos á servidumbre no hay ninguno que no suspire por el momento que

      la termina. ¿Cómo pues el señor Azara califica de absurda la política que

      se encamina á recuperarlas? Es sin duda porque á juicio de este escritor

      eran conciliables el servicio personal de los indios y su libertad. "En

      efecto, estas encomiendas establecidas por Irala, nos dice en el lugar

      citado, pertenecían al primero y segundo poseedor por todo el tiempo de su

      vida; pero después de este término ellas debían ser abolidas, dejando á

      los indios en el goce de su plena y entera libertad absolutamente como los

      españoles, con tal que pagasen sólo un cierto tributo al tesoro público.

      Irala juzgó á más de esto que el tiempo señalado á la duración de las

      encomiendas era necesario para la instrucción y civilización de los

      indios, bajo el régimen y la conducta de los encomenderos que

      personalmente eran en ello interesados, y, bajo la inspección del jefe

      quien no se descuidaba de informarse del estado en que se encontraban los

      indios, y del modo como eran tratados. De suerte que á mi juicio era

      imposible combinar mejor el engrandecimiento de las conquistas, la

      civilización y la libertad de los indios con la recompensa debida á los

      particulares que todo lo hacían á sus expensas". Pero ¿quién es aquel que

      no advierte en este sistema una mera especulación lisonjera que desmintió

      la práctica?

      _________________

      (44) Tom. 2 de su viaje, cap. 12.

      _________________

      

      Lo que hay de cierto es que los indios sujetos al servicio personal,

      principalmente los reducidos por las armas, se tenían en clase de

      domésticos, eran tratados como unos verdaderos esclavos excepción de no

      poderse enajenar. Mal vestidos y peor comidos se les hacía trabajar sin

      salario alguno, y la falta más ligera los hacía dignos de un severo

      castigo. Todo ocupado el encomendero de su ganancia, lo que menos atendía

      era la educación de los indios. Por consiguiente esta estupidez grosera á

      que puede conducir una esclavitud sofoca todo sentimiento de gloria y de

      grandeza, era preciso que fuese el distintivo de estos infelices. Ni era

      más envidiable la suerte de los Mitayos, es decir, de aquellos indios que

      con dos meses de servicio satisfacían la obligación del feudo. La codicia

      española encontró luego el arbitrio de esclavizarlos por toda su vida. La

      miseria de estos indios los obligó desde luego a aceptar las pagas

      anticipadas con que los tentaban los encomienderos; pero como su misma

      pobreza no les permitía pagarlas, de deuda en deuda venía a cogerles la

      muerte. Pero aun era más triste la suerte de estos deudores insolventes,

      si llegaban á tener una familia que sustentar. Reducidos a una prisión no

      hallaban otro medio de libertarse, que dando en prenda su mujer y sus

      hijos: pero prendas que para el encomiendero no eran más que otros tantos

      infelices esclavos de por vida.

      Verdad es que para poner á los indios al abrigo de toda vejación, el

      gobernador de la provincia debía escuchar sus quejas, y administrarles

      justicia, castigando con la privación de la encomienda á los que ó por su

      negligencia en la educación de los indios, ó por sus malos tratamientos

      abusasen de su poder. ¿Pero qué ley es aquella que á la distancia del

      trono conserva su vigor? Si esto es así para con todas debe serlo mucho

      más para aquellas en que es interesada la codicia. Entonces ella se

      generosa, y halla recursos en sí misma para comprar aquellos que puede

      reprimirla, y prometerse la impunidad. Esto es puntualmente de lo que la

      historia sale por garante.

      Pero sin el servicio personal, ¿cómo conseguiremos el engrandecimiento de

      la conquista y el aumento de nuevas poblaciones en un estado donde lo más

      se ha de practicar á expensas del vasallo? Véase aquí el grande escollo

      que descubrió el señor Azara en sus meditaciones político-filosóficas.

      Nosotros creemos que hubiese hecho más honor á su pluma, empleando sus

      grandes luces y conocimientos en demostrar la injusticia de esa conquista,

      aun cuando hubiera sido posible por otros medios menos ilícito que el del

      servicio personal. Permitido que fuese ventajoso al Estado retirar más los

      límites de la conquista, restaba averiguar si este procedimiento llevaba

      el carácter que imprime la justicia, porque en nuestra opinión nada que no

      sea justo, puede ser útil. Nos desviaría demasiado si empeñásemos la

      prueba de su ilicitud por otros títulos que el que provee el servicio

      personal. Hemos visto ya la oposición que dice la práctica con la libertad

      de los indios: esto nos basta para concluir que engrandecer la conquista á

      sus expensas hubiera sido lo mismo que marcarla con el último sello de la

      crueldad.

      ¿Y que diremos si lejos de ser conveniente á la España esas nuevas

      conquistas no hubieran hecho más que debilitar las adquiridas? En efecto,

      no es preciso esforzar mucho el raciocinio para llegar á conocer que

      ocuparse en nuevos descubrimientos cuando los hechos permanecían aun

      informes era exponerse á quedar sin nada por aspirar á adquirirlo todo.

      Los recursos que suministraba la corte de España á estos conquistadores

      eran muy pocos ó ningunos. Para hacer nuevas adquisiciones les era preciso

      sacrificar á ellas esa misma actividad, industria y trabajo que debían

      hacer florecientes las ya adquiridas: por consiguiente nadie es tan escaso

      de luces para no advertir que el empeño de acumular descubrimiento era el

      más insensato en principios de política, y al mismo el más horrible en los

      de la moral, principalmente si se hacía á costa de la libertad de los

      indios. Entonces hechos los españoles el objeto de su execración, no

      pudiendo exterminarlos tomaban el partido de yugo retirándose a los

      bosques, y romper con ellos toda comunicación. De manera que el mismo

      servicio personal á que el señor Azara atribuye la virtud de afirmar,

      extender y hacer útil la conquista, venía a ser el medio más eficaz de

      enflaquecerla y destruirla.

      No es sin escándalo que oímos á este escritor cuando nos pone por modelo

      la conducta que observaron los portugueses, nuestros vecinos, en sus

      conquistas. Todas las historias están llenas de actos de tiranía y de

      crueldad, con que los portugueses se hicieron memorables en esta parte del

      globo. Apenas fueron conquistadas esta bastas regiones, cuando se vieron

      pasar muchos salvajes de la libertad más entera á la esclavitud más

      absoluta é inhumana. En tiempos más bajos fueron exentos de todo tributo,

      pero se les sujetó á una estrecha servidumbre en que á pretexto de bien

      público los tenían empleados. Si a estos arbitrios reprobados debieron su

      prosperidad estas colonias, claro está que no es tan envidiable como la

      presenta el señor Azara.

      Volvamos a nuestra historia.

      No es de admirar que con la abolición del servicio personal hiciera más

      progresos la sujeción de los indios. La humanidad los convidaba á gozar

      unas ventajas que les eran desconocidas. Las puertas del Paraná, algunos

      años cerradas, que se habían abierto desde 1610, daban ahora más franca

      entrada, á que los misioneros añadían su tutela. Había ya muerto el

      gobernador Negrón antes de concluir el año de 1615, cuando sucediéndole

      interinamente el general Francisco González de Santa Cruz, se adelantó en

      extremo esa revolución dichosa que había costado un siglo de deseos.

      Un accidente poco esperado favorece de nuevo a causa de los indios. El

      inmortal Hernandarias gozaba en ocio tranquilo las delicias de la

      condición privada, sin que ningún interés entrase en concurrencia con el

      que tenía por los bienes de la vida futura. A pesar de esto se vio

      obligado por tercera vez a tomar en sus manos las riendas del gobierno

      habiendo sido nombrado por la corte en consideración de sus méritos y

      servicios. Su tierno amor á los indios fomentaba la obligación de

      protegerlos. Jamás los derechos de la libertad fueron más bien respetados.

      El indio era un ciudadano en quien se dejaba ver bien sostenida la

      dignidad del hombre. Sus agravios provocaban toda la severidad del

      gobierno y la conservación de sus personas y sus bienes daba á conocer que

      hacía parte de nuestro derecho público.

      Entre tanto que se ocupaba Hernandarias en promover el mejor orden de lo

      interior de la provincia, otros cuidados exteriores llamaban su atención.

      Las naciones extranjeras ocupadas en el proyecto de arruinar nuestro

      comercio, lo iban ya enflaqueciendo con sus continuas depredaciones. Un

      corsario holandés, que hacía su crucero en la boca del gran Río de la

      Plata, había ya robado tres naves españolas y se prometió igual despojo de

      otras muchas. Contra este rapaz enemigo dispuso Hernandarias que saliesen

      tres embarcaciones de las que se hallaban en el puerto cuyo mando confió á

      su sobrino D. Jerónimo Luis de Cabrera. El corsario vio venir esta fuerzas

      y con el tiempo huyó el peligro, dejando evacuado el río, y aunque después

      intentó repetir estas piraterías no le salió feliz su designio, porque

      tuvo siempre en Hernandarias un enemigo prevenido y diligente.

      Eran ya demasiado vastos los términos de esta provincia para que pudiesen

      darle movimiento y actividad las atenciones de un solo jefe. La erección

      de otra nueva, cuya capital fuese Buenos Aires, le exigían los importantes

      objetos que debían ser de su inspección. Más solícito Hernandarias en

      extender la base de la felicidad pública, que en mantener la de su poder,

      lo había representado a la corte. Excitado del mismo sentimiento reiteró

      con nuevo esfuerzo esta pretensión. El rey advirtió en ella un manantial

      de bienes que sin falta notable no podía desatender la política del

      Estado. En esta virtud, decretó la división en dos gobiernos del Paraguay

      y del Río de la Plata el año de 1620.

      Con este acaecimiento, que abre época en los fastos de estas provincias,

      acabó el gobierno de Hernandarias, quien descendió gustoso a ejercer sobre

      sí mismo en una vida privada la autoridad que con violencia había ejercido

      en los demás. Siempre modesto, jamás admitió otro tratamiento que el de su

      nombre. Verdad es, que habiéndolo hecho tan glorioso, valía más que esos

      dictados de que tanto se precian los hombres desde que empezaron á ser

      suplementos del mérito. Lleno de gloria y de virtudes murió después en la

      ciudad de Santa Fe.

      

   

 

 

 

CAPITULO XV

 

 

 

Primeros establecimientos de las Misiones Jesuíticas. Censura contra

Azara. Reglamento de estas Misiones. No es la igualdad de fortunas, que

en ellas reinaba, digna de la censura que hace Azara. La libertad de

estos indios convenía a su estado de infancia. Vindícanse los jesuitas

del aprovechamiento que se les imputa.

 

 

      Aunque en el capítulo precedente hicimos mención de los primeros pasos que

      dieron los jesuitas para levantar en las provincias del Guáyra y los

      Paranás esos establecimientos conocidos con el nombre de Misiones, no era

      justo interrumpir la narración de los sucesos con el detalle del

      reglamento a que los sujetaron. Pareciéndonos por otra parte que sin su

      conocimiento dejábamos un gran vacío en esta historia, hemos creído que

      debíamos dedicar este capítulo a tan importante objeto.

      Los dos jesuitas Cataldino y Mazeta, destinados al Guáyra, a poco de su

      arribo fundamentaron en el mismo año de 1610 la reducción de Loreto, cuna

      de las demás, con doscientas familias que encontraron bautizadas y con

      veinte y tres pequeños pueblos que a persuasión de estos misioneros se les

      incorporaron. Era ya demasiado crecida esta población para que sus

      conductores pudiesen mantenerla con buen orden. A solicitud del cacique

      Aticayá tuvo su origen la de San Ignacio, a la que sucedieron otras dos

      más que por de pronto fueron tenidas en clase sucursales para la recepción

      de los neófitos.

      Por otra parte los padres Lorenzana y San Martín fundaban en el Paraná la

      de San Ignacio Guazú.

      Observa el célebre autor de los establecimiento de los europeos en las dos

      Indias (45) que instruidos los jesuitas del modo con que los Incas

      gobernaban su imperio y hacían sus conquistas, los tomaron por modelo en

      la ejecución de este gran proyecto. En prueba de este pensamiento forma

      entre unos y otros un paralelo más ingenioso que sólido. Nosotros creemos

      que tuvieron otro más acabado en las máximas del evangelio, en la conducta

      de los primeros fieles y en los preceptos de la recta razón, al que si no

      se conformaron enteramente, a lo menos se aproximaron. El poco fruto que

      hasta su tiempo había recogido la religión, y la poca estabilidad de las

      anteriores reducciones, provenían precisamente de dos causas igualmente

      funestas. La tiranía con que habían sido tratados los indios que de buena

      fe la abrazaron, y los malos ejemplos con que los mismos domésticos de la

      fe contrariaban la predicación de sus ministros. Para precaucionarse de

      estos males obtuvieron los jesuitas el permiso de que no fuesen

      encomendados los indios que introdujesen al seno de la religión y del

      Estado, y se establecieron por ley sólo valerse de la persuasión. Los

      sentimientos de benevolencia con que habían sido mirados hasta entonces

      los avaros españoles, concedieron su plaza a los de odio y aversión que

      después les concibieron. Oigamos como estos misioneros se produjeron en el

      Guáyra delante de los españoles para justificar sus intenciones: "Nosotros

      no pretendemos, dijeron, oponernos a los aprovechamientos que por las vías

      legítimas podréis sacar de los indios, pero vosotros sabéis que la

      intención del rey jamás ha sido que los miréis como esclavos, y que la ley

      de Dios os lo prohibe. En cuanto a aquellos que nos hemos ganar a

      Jesucristo, y sobre los que vosotros no tenéis ningún derecho, pues que

      jamás fueron sometidos por la fuerza de las armas, nosotros vamos a

      trabajar para hacerlos hombres, a fin de formar de ellos verdaderos

      cristianos. Después de esto procuraremos empeñarlos a que su propio

      interés y de su propia voluntad se sometan al rey nuestro soberano, lo que

      esperamos conseguir por medio de la gracia de Dios. Nosotros no creemos

      que sea permitido atentar contra su libertad, a la que tienen un derecho

      natural, que ningún título alcanza a controvertirlo, pero les haremos

      comprender que por el abuso que hacen de ella les viene a ser perjudicial,

      y les enseñaremos a contenerla en sus justos límites. Nos lisonjeamos de

      hacerles mirar estas grandes ventajas en la dependencia en que viven todos

      los pueblos civilizados, y en la obediencia que tributan a un príncipe que

      no quiere ser sino su protector, y su padre, procurándoles el conocimiento

      del verdadero Dios, el más estimable de todos los tesoros; en fin que

      llevarán su yugo con alegría y bendecirán el feliz momento en que lleguen

      a ser sus súbditos."

      _________________

      (45) Tom. 3. lib. 8.

      _________________

      

      Por este raciocinio en que se ven grandes verdades al lado de aquellos

      rodeos que sabe dictar una política astuta pero sabia, es bien claro que

      los jesuitas dirigían principalmente su celo a la reducción de los indios

      salvajes, y sin otras armas que la persuasión y la paciencia. Es cierto

      que los Incas también se valían de la persuasión a fin de que los bárbaros

      adoptasen su religión, sus leyes y sus costumbres, pero se presentaron en

      la frontera con ejércitos armados, y sabían castigar una ofensa por una

      sujeción no voluntaria. Todo esto era desconocido en el plan de la

      conquista trazado por estos misioneros. Sabiendo que el grande imperio que

      tiene sobre el alma más rústica una virtud consoladora, se propusieron

      labrar estos templos místicos sin el hierro y sin un solo golpe de

      martillo, esperando que con sufrir sus indolencias, ganarles su confianza

      y atraerlos con los beneficios, verían por último el logro de su empresa.

      Cuando el célebre autor que hemos citado da una hojeada sobre estos

      establecimientos no se detiene en asegurar que "después de haber vivido

      mucho tiempo al opinión, obtuvieron por último la aprobación de los

      sabios. El juicio, añade, que de ellos debe formarse en adelante, parece

      estar ya fijado por la filosofía, delante de la cual la ignorancia, las

      preocupaciones y los partidos desaparecen como las sombras delante de la

      luz". Con todo, a pesar de este testimonio, que puede asegurarse nada

      tiene de sospechoso en nuestros mismos tiempos, es decir cuando

      avergonzada la negra envidia por el hecho de haberlos destruido se cubre

      el rostro, aparece un escritor como el señor Azara (46) disputándoles ese

      concepto. No contento con haber asentado que las reducciones de Loreto y

      San Ignacio Mini no son de fundación jesuítica "pues en ellas fueron

      establecidas por conquistadores legos", como ni tampoco la de San Ignacio

      Guazú, añade después, que estas y otras fundaciones, hay alguna razón para

      creer, debieron su formación más bien al temor que los portugueses

      inspiraban a los indios, que al talento persuasivo de los jesuitas. Véase

      aquí el último esfuerzo que le restaba al espíritu de calumnia.

      Por lo que hace a las dos primeras, recordamos al señor Azara las ochenta

      leguas que recorrieron los jesuitas, Cataldino y Mazeta, para congregar en

      un solo punto tantos indios dispersos; le recordamos que los que de estos

      eran bautizados se debía a las fatigas anteriores de los jesuitas Ortega y

      Filds, en fin le recordamos que si hubo alguna fundación de fecha antelada

      era esta más que de título que de realidad, pues careciendo los indios de

      doctrineros vivían en la práctica de sus costumbres primitivas. La

      reducción de San Ignacio Guazú tiene títulos, si no mejores, igualmente

      auténticos que las otras para que se repute de origen jesuítico. Es un

      error histórico atribuir este establecimiento al insigne varón fray Luis

      Bolaños; aunque el celo de este religioso se ejercitó con gran fruto de la

      civilización de los Guaraníes, no disfrutaron de sus tareas apostólicas

      los jesuitas mencionados. Todos cultivaban la misma viña pero por

      distintos rumbos. Los caciques del Yaguarón fueron los que allanaron el

      camino para que los padres Lorenzana y San Martín tuviesen buena acogida

      en la provincia enemiga del Paraná. A pesar de esto, documentos muy

      auténticos aseguran que a los seis meses de su entrada aun desconfiaban

      muchos indios de sus promesas y resistían su amistad. El mejor apóstol es

      la virtud práctica: ésta los convenció que eran verdaderas, y el

      establecimiento se dejó ver a más de treinta leguas de distancia de los de

      Guazapá y Yutí, que por el mismo tiempo levantaba su co-apóstol fray Luis

      Bolaños.

      _________________

      (46) Tom, 2 de su viaje cap. 13.

      _________________

      

      Para sostener su conjetura el señor Azara de que los establecimientos

      jesuíticos fueron más obra del temor que de la persuasión, observa, que

      los veinte y cinco años tan fecundos en fundaciones de esta clase caen

      precisamente en el tiempo en que los portugueses perseguían a los indios

      por todas partes para venderlos como esclavos, y que sobresaltados estos

      indios con el terror, corrían a refugiarse entre los ríos Paraná y

      Uruguay, donde no les era fácil penetrar a estos corsarios carniceros. Una

      observación más crítica, o más bien un juicio menos parcial hubiera puesto

      a este escritor en estado de conocer, que si el temor obraba en estos

      indios para buscar al asilo de los jesuitas, debió ser más bien el que

      habían concebido a los mismos españoles, que a esos inhumanos portugueses.

      No queremos decir que las crueldades que estos pudiesen entrar en paralelo

      con las de aquellos. Sabemos que la persecución de los portugueses era una

      calamidad más despiadada, pero sabemos también que la de los españoles era

      más universal, más inmediata y más autorizada. Los unos salían a casa de

      indios para hacerlos esclavos, y esto se tenía por un delito, los otros,

      para servirse de ellos como si lo fuesen, y esto se miraba por un derecho.

      Pero observemos más: para ponerse los indios a cubierto de estos

      opresores, al paso que debían reputar por inútil el recurso a los jesuitas

      con respecto a los portugueses, debían considerarlo como muy provechoso

      con relación a los españoles. Los indios miraban en estos misioneros unos

      amigos fieles, humanos y estrechados a su causa, pero que sin más armas

      que las de sus virtudes, no podían servir de escudo, contra los

      portugueses, a su débil y tímida inocencia. Por el contrario bajo la

      tutela de estos misioneros indefensos debían esperar los indios cesasen

      las vejaciones de los españoles, contra quienes no se necesitaban otras

      armas que su crédito en los tribunales y su aceptación en el público. Así

      sucedió: las justas reclamaciones por la observancia de los derechos

      imprescriptibles del hombre pusieron término a sus trabajos excesivos a la

      violación de sus privilegios y a la transgresión violenta de las leyes;

      concluyamos pues, que si el temor hizo que los indios buscasen la sombra

      de los misioneros, fue más bien el que tenían concebido a los españoles,

      que el que les infundían los portugueses. Por último sale fuera de los

      términos de lo verosímil, que para buscar los indios el asilo de los

      jesuitas fuese de más eficacia el temor, que el convencimiento acompañado

      del beneficio. Nadie ignora, que cuando precede la inclinación, la

      persuasión obra eficazmente: el entendimiento fácilmente subscribe lo que

      aprueba la voluntad. Jamás voluntad alguna fue más bien obligada que la de

      estos indios por estos doctrineros. A fuerza de hacerles gustar las

      dulzuras de la vida social y de sacrificarse a sus intereses llegaron a

      conseguir ese ascendiente a que no alcanza el imperio más absoluto de la

      fuerza. Viviendo así estos indios bajo el dulce imperio de la

      beneficencia, ¿qué cosa hay más consiguiente como el que la persuasión

      hiciese sus efectos? Si hubiésemos de añadir alguna prueba sería que

      ninguna de estas poblaciones sacudió el yugo después de haberlo recibido:

      convencimiento claro de que se hallaba bien uncido, no con las frágiles

      ataduras del temor, sino con las indisolubles del convencimiento y del

      amor.

      El reglamento que formaron los primeros autores de estos establecimientos,

      y al que después añadiremos otros, sin duda será el mejor convencimiento

      de lo dicho.

      Pero para conocer su mérito demos primero un diseño del carácter de estos

      indios. Son estos naturales de color pálido, bien formados y de elegante

      talla: su talento y capacidad no se resisten a cualquiera enseñanza, y

      aunque carecen de invención, son muy felices en la imitación. La pereza

      parece en ellos connatural, aunque más puede ser propiedad de costumbre

      que de temperamento, es decidida su inclinación a saber y la novedad hace

      en sus almas todo su efecto. Ambiciosos del mando, desempeñan los puestos

      con honor. El que se distingue por la elocuencia merece el primer lugar:

      la pasión de la avaricia no degrada sus almas. Una palabra injuriosa les

      labra más que el castigo y lo solicitan ellos mismos para evitar otros

      ultrajes. La incontinencia en las mujeres se mira con indiferencia, y aún

      los maridos son poco sensibles a una infidelidad. El amor conyugal tiene

      poco influjo para suavizar la dureza del trato que los maridos dan a sus

      mujeres. Los padres de familia cuidan muy poco de sus hijos. La serenidad

      del alma de estos indios en medio de los mayores males tiene poco ejemplos

      en la redondez del globo, jamás un suspiro debilita su sufrimiento.

      En cada reducción había dos jesuitas, es a saber, el cura y el vicario,

      que comúnmente era un joven puesto al aprendizaje de la lengua y de aquel

      género de gobierno. Ambos estaban sujetos al superior de las Misiones, y

      todos al provincial.

      Para el gobierno interior de la reducción había un corregidor, un

      teniente, dos alcaldes y varios regidores, todos indios elegidos por el

      pueblo a presencia del cura y sujetos a él, así en lo temporal como en lo

      espiritual. Estas elecciones eran anuales y se confirmaban por el

      gobernador de la provincia. A más de estos oficiales municipales residía

      un cacique, que venía a ser el jefe, pero cuyas principales funciones se

      dirigían a la guerra.

      El gobierno de esta república más tenía de una teocracia donde la

      conciencia hace veces de legislador. No había en ella leyes penales, sino

      unos menos preceptos, cuyos quebrantamientos se castigaban con ayunos,

      oraciones, cárcel y algunas veces la flagelación. Nadie se admitirá de

      estos castigos, si advierte que las costumbres eran bellas y puras. A

      imitación de la primitiva iglesia se introdujo el uso de las penitencias

      públicas. Algunos indios de los más irreprensibles eran constituidos por

      guardianes del orden público. Cuando estos sorprendían algún indio en

      alguna falta de consecuencia, vestían al culpado con un traje de

      penitente, el que conducido al templo, donde confesaba humildemente su

      crimen, era después azotado en la plaza pública. Ninguno había que

      pretendiese minorar su delito, ni eludir el castigo; todo lo recibían con

      acciones de gracias, y aún no faltaban quienes sin más testigo que su

      conciencia confesaban su culpa y pedían la expiación para calmar esos

      remordimientos, que eran para ellos el más duro de los suplicios.

      Tampoco había leyes civiles porque entre estos indios era casi

      imperceptible el derecho de propiedad. Verdad es, que a cada padre de

      familia se le adjudicaba una suerte de tierras, cuyo producto le

      correspondía en propiedad, pero no podía disponer de él a su albedrío,

      porque viviendo siempre como el pupilo bajo la férula del tutor, todo lo

      disponía el doctrinero.

      Otra parte de estos terrenos se cultivaba en común, pero sus productos

      tenían una destinación limitada: era este el sustento de las viudas,

      huérfanos, enfermos, viejos, caciques, demás empleados y los artesanos. Lo

      restante de las tierras y sus frutos, como también los productos de la

      industria, pertenecían a la comunidad. Con este fondo se socorrían las

      necesidades imprevistas, el culto de las iglesias, el sustento de los

      indios y todas las demás necesidades públicas y privadas.

      Los primeros tres días de la semana se empleaban en los trabajos de la

      comunidad, los restantes en los que exigía el cultivo de sus propias

      heredades. Para suavizar el peso de las tareas se procuraba que ellas

      tuviesen ciertos gusto de festividad: para ello marchaban procesionalmente

      al campo, llevando una estatua entre las dulces cláusulas de la música.

      No se permitía en esta república que hubiese mendigos ni ociosos. Estos

      eran destinados al cultivo de los campos reservados, que se llamaban la

      posesión de Dios. A las indias se les daba tarea del hilado, menos

      aquellas que se ocupaban en el carpido de los algodonales. De esta fatiga

      estaban exentas las embarazadas, las que criaban y otras legítimamente

      impedidas de salir al campo, pero no de la ocupación del hilado.

      En cada reducción había talleres para las artes, principalmente aquellas

      que les eran más útiles y necesarias, es a saber, herrería, platería,

      dorado, carpintería, tejidos, fundición, y no eran desconocidas otras de

      agrado como la pintura, escultura y música.

      Desde que los niños se hallaban en estado de trabajar, eran llevados a

      estos talleres, donde el genio decidía de su profesión. Los efectos

      comerciales, así en natura, como manufacturados, entraban en el giro de la

      negociación. Los más considerables de estos artículos eran la yerba del

      Paraguay, la cera, la miel y los lienzos de algodón. Entre los indios era

      desconocido el uso de la moneda. Estos artículos salían fuera de la

      provincia, y se despachaban la mayor parte en Buenos Aires. Con su

      producto se pagaban los tributos y los diezmos, el sobrante se retornaba

      para el consumo de los pueblos, adorno de los templos y galas dispendiosas

      de que usaban los indios de oficios públicos en sus festividades. Eran

      estas repúblicas las únicas del mundo donde reinaba esa perfecta igualdad

      de condiciones que templa las pasiones destructoras de los estados y

      suministra fuerzas a la razón. La habitación, el traje, el alimento, los

      trabajos, el derecho a los empleos, todo era igual entre los ciudadanos.

      El corregidor, los del cabildo y sus mujeres eran los primeros que se

      presentaban en el lugar de las fatigas. Todos iban descalzos y sin más

      distinción que las varas y bastones; los vestidos de gala que el común

      tenía destinados para decorarlos sólo servían en las festividades.

      Las habitaciones de estos pueblos al principio, más parecían guaridas para

      defenderse de la intemperie, que para proporcionarse un alojamiento de

      comodidad. Sin ventanas, no tenía en ellas libre curso la circulación del

      aire, sin muebles, todos se sentaban y comían en el suelo, sin catres

      dormían en hamacas. Después fueron más regulares.

      En cada pueblo había una casa llamada de refugio, donde se mantenían en

      reclusión las mujeres que no tenían hijos que criar durante la ausencia

      del marido, las viudas, los enfermos habituales, los viejos y estropeados.

      Allí se les sustentaba y vestía aplicándolos a aquel género de trabajo que

      sufría su capacidad. Para el mejor mantenimiento del orden público todos

      debían recogerse por la noche a sus casas a una hora determinada. Una

      patrulla celadora que se remedaba de tres en tres horas, velaba sobre la

      observancia de esta ordenanza.

      Las calles de los pueblos eran tiradas a cordel, la plaza tomaba el

      centro, donde hacían frente a la iglesia y los arsenales. Al lado de la

      iglesia estaba el colegio de los misioneros, y sobre la misma línea los

      almacenes, graneros y talleres.

      Las continuas irrupciones de los portugueses pusieron a estos pueblos en

      la necesidad de proveerse de armas de fuego y ejercitarse en la disciplina

      militar. En cada reducción había dos compañías de milicias, cuyos

      oficiales tenían sus uniformes bordados de oro y plata de que sólo hacían

      uso en la guerra y en tiempo de los ejercicios doctrinales cada semana.

      Los indios de estas reducciones reconocían al rey de España por su

      legítimo soberano. De tiempo en tiempo eran visitados por los gobernadores

      y los comisionados regios que despachaba la corte.

      Igualmente reconocían la jurisdicción de los obispos y sus ordinarios. Los

      obispos, así de Buenos Aires como del Paraguay, visitaban también estas

      reducciones y recibían en ellas todas las pruebas de sumisión y respeto

      que exigía su alto ministerio.

      Había en estas reducciones escuelas de primeras letras, donde se enseñaba

      a los niños a leer, escribir y contar. El talento prodigioso de estos

      indios para la imitación en todo género, menos para la invención, ha

      dejado de conocer, entre otras muchas cosas, en las excelentes copias de

      la letra de molde de que corren varias piezas, y que harían mucho honor a

      la mano más exacta y segura.

      Un gusto natural por la melodía y armonía de la música se dejó sentir

      desde luego en la índole de estos naturales. Sus conductores siempre

      atentos a estudiar sus inclinaciones no podían menos que aprovecharse de

      este recurso que les ofrecía el genio y que consideraba de los más

      oportunos para atraer a los salvajes y fijar los convertidos. En efecto,

      los jesuitas abrieron en cada reducción una escuela de música en donde le

      enseñaban a tocar toda clase de instrumentos que por el modelo de los que

      se les daban construían ellos mismos. El canto por las notas se cultivaba

      con igual esmero por los aires más escabrosos de la música, y como observa

      Charlevoix, era tan suelto, elegante y natural, que parecía cantaban por

      instinto como los pájaros.

      En el paralelo que forma el autor de los establecimientos, ya citado,

      entre los Incas y los jesuitas, entra también el exquisito esmero de unos

      y otros para hacer respetar la religión por la pompa y el aparato del

      culto público. "Las iglesias, nos dice, son comparables a las más bellas

      de Europa. Los jesuitas han hecho el culto agradable, sin hacer de él una

      comedia indecente. Una música que habla al corazón, cánticos penetrantes,

      pinturas que hablan a los ojos la majestad de las ceremonias atrae a los

      indios a las iglesias, donde el placer se confunde con la piedad. Aquí es

      donde la religión se hace amable".

      Los jesuitas realizaron en estas reducciones el proyecto de los

      cementerios, que mucho tiempo después discurrió la policía española sin

      acabarlo de lograr. Eran estos cementerios unas áreas cercadas de una baja

      muralla y bordadas de cipreses, limoneros y naranjeros.

      De cuando en cuando se permitían regocijos públicos, que venían a ser unas

      gimnásticas, donde la salud adquiría fuerzas y aumento de la virtud. En

      estas danzas jamás se permitía esa promiscuación de sexos siempre ofensiva

      del pudor.

      Omitimos otros muchos capítulos de reglamento en obsequio de la brevedad.

      Entre los referidos se encuentran los que establecieron esa comunidad de

      bienes, esa falta de propiedad, en fin, esa dependencia absoluta que a

      juicio del señor Azara hacen a este gobierno de los jesuitas desmerecedor

      de los elogios que le han tributado los escritores europeos. "Siendo todos

      iguales, nos dice, sin ninguna distinción, y sin poseer ninguna propiedad

      particular, ningún motivo de emulación podía moverlos a ejercitar sus

      talentos, ni su razón, pues que el más hábil, el más virtuoso y el más

      activo, no era ni mejor comido, ni mejor vestido que los demás y no tenía

      otras fruiciones."

      La igualdad de condiciones y de fortunas siempre ha sido mirada como el

      segundo bien de una sociedad. No es poca gloria para los autores de este

      gobierno, que sus censores le formen el proceso por el crimen de haberlo

      conseguido. Una igualdad absoluta por todos los respetos, que pusiese en

      la misma línea la virtud y el vicio, los talentos y la incapacidad, el

      mérito y el desmérito, no hay duda que sería contraria a los principios

      del instituto social. Pero ni es esta la que ha merecido la aprobación de

      los sabios, ni la que introdujeron los jesuitas en su república. Estos

      insignes legisladores examinaban por sí mismos las disposiciones de cada

      individuo, y le daban aquellas educación más análoga al destino en que

      podían ser más útiles; los premios para las grandes acciones fue otro de

      los resortes de que se valían; estos se ganaban en concurrencia de otros

      competidores, y no podían dejar de excitar la emulación; aunque la

      propiedad era limitada, siempre tenían algún ejercicio: El mío y el tuyo

      no eran desconocidos, pero con la diferencia de producir aquí muchas de

      sus ventajas, sin ninguno de sus males; en el uso de los bienes siempre

      entraba la discreción de los conductores, y como los indios se convencían

      de su acierto bajo esa misma dependencia, les parecía que procedían por

      elección. Por lo que respecta al uso de los de la comunidad, no

      faltándoles cosa alguna, venían a gozar en cierto modo de una propiedad

      ilimitada. Pero convengamos en que fuese restringida, y que fuese también

      el origen de algunos males, ¿por ventura no tienen también los suyos una

      propiedad entera? Donde ésta reina, la avaricia, la prodigalidad y el lujo

      son sus cortesanos. Millones de artistas viven ocupados en corromper a los

      hombres, haciéndolos contraer más necesidades ficticias que hacen

      desdichados a los que las sufren. El oro hace veces de virtud, de nobleza,

      de instrucción y de todo, y para pasar con estimación es preciso ser otra

      cosa que hombre de bien. De aquí cuantas miserias, cuantas calamidades y

      cuantos infortunios sin recursos! Es cierto que los indios de esta

      república se hallaban privados de esas comodidades y placeres que son el

      fruto de un gusto refinado, pero en su lugar disfrutaban de los que siguen

      a una subsistencia asegurada, a unas tareas sin exceso, a un conocimiento

      cierto de que los muchos hijos lejos de servir de carga a sus padres eran

      su consolación, a una orfandad sin peligro, a una viudedad sin desamparo,

      a una enfermedad sin desconsuelo y a una vejez sin amargura. Pero

      convendremos también en que la libertad de estos indios para el uso de sus

      bienes no era cual convenía a una república en el estado de su perfección.

      Nada hubiera sido más absurdo como una libertad que era excluida por el

      carácter y condición de estos indios. Acostumbrados en su estado de

      barbarie a gobernarse por sólo el apetito actual sin extender sus miras

      más allá del momento presente, a no determinarse más que por el influjo de

      una necesidad ejecutiva, y en fin a no hacer uso de la razón por hallarse

      entregados al imperio de los sentidos, era preciso que corriesen algunos

      siglos de infancia social, para que llegasen a adquirir esa madurez que

      exige el pleno ejercicio de la libertad.

      Este momento no había llegado aún, y así era preciso que estos indios

      fuesen gobernados por unas instituciones acomodadas más bien a las de un

      padre que gobierna su familia. Extraña el señor Azara que siglo y medio no

      hubiese bastado para sacarlos de esa infancia; y de aquí concluye "o que

      la administración de los jesuitas era contraria a la civilización de los

      indios, o que estos pueblos eran esencialmente incapaces de salir de

      ella". Sin duda este escritor no reflexionó que en el sistema legislativo

      de la América los indios son tratados en clase de menores, y que en tal

      caso volvía contra sus propias armas. Nosotros también podíamos decirle;

      van corridos cerca de tres siglos que no han salido de la minoridad; es

      necesario pues optar de dos cosas una, ó esta legislación es contraria a

      los fines del instituto social, ó los indios son incapaces de alcanzarlo.

      No disimularemos que si el plan de los jesuitas hubiese sido trazado para

      mantener a los indios en una perfecta infancia, era desde luego

      defectuoso, y aún más, que debieron irles dando ya una educación más

      liberal y más conforme al hombre que llega a conocer toda su dignidad.

      Algunos han creído que este sistema de gobierno tenía por objeto

      aprovecharse los jesuitas de los trabajos y sudores de estos neófitos.

      Imputación injuriosa y mal fundada. Para los que se hallan instruidos en

      la cuenta y razón de los caudales de estas reducciones siempre será un

      objeto de admiración la pureza de este manejo, llevado constantemente

      hasta el crepúsculo. No hubo ejemplar, que un solo cura administrador

      diese alguna cosa de momento, ó a sus co-administradores, o a los rectores

      de los colegios, o a sus mismos superiores, sino es que fuese por su

      legítimo valor y precio, ni era cosa nueva verlos tropezar en esas

      pequeñeces que son frecuentes en unos mercaderes que comienzan.

      

        

 

 

 

 

CAPITULO XVI

 

 

 

Entra a gobernar la provincia del Tucumán D. Fernando de Zárate. Las

tropas del Tucumán vienen en auxilio de Buenos Aires. Los calchaquíes se

sublevan en el gobierno de D. Pedro Mercado. Hacen las pases. Los

Diaguitas se sublevan en la Rioja. Gobierno de D. Alonso de Rivera quien

vence los calchaquíes. Funda una ciudad en el valle de Londres. Nueva

expedición a los Césares. Abolición del servicio personal. Entra a

gobernar D. Luis de Quiniones Osorio. Incendio de la iglesia de

Santiago. Fúndase la Universidad de Córdoba. Su método de estudios.

 

 

      Con los sucesos que quedan referidos en el capítulo trece de este libro

      acabó su gobierno del Tucumán Juan Ramírez de Velazco á mediados de 1593.

      Su inmediato sucesor que fue D. Fernando de Zárate y quien, como dijimos,

      obtuvo después el gobierno del Paraguay, se valió de esta doble autoridad

      para oponerse a las empresas atrevidas del poder británico sobre el puerto

      de Buenos Aires.

      Los tesoros del nuevo mundo transportados a España iban cegando por estos

      tiempos las fuentes de su poder verdadero. El dinero es riqueza

      secundaria, y en tanto tiene valor en cuanto representa muchas cosas. De

      aquí es que dando por su misma abundancia un valor excesivo a las obras de

      su industria, los ponían en estado de no poder sostener la concurrencia

      con las del extranjero. Por consiguiente, los artesanos, o abandonaban una

      profesión que no les era lucrosa, o buscaban fueran del reino su acomodo.

      Debilitados por este medio la industria nacional, los fue de necesidad el

      comercio, cuyas operaciones se reducían en muchas partes a un tráfico

      pasivo de dinero propio con lo que sobraba a los de afuera. Por ideal que

      fuese esta felicidad, los hombres se dedicaban a buscarla con preferencia

      a la que resulta de la agricultura. Esta primera base de la opulencia de

      un estado quedó reducida con el tiempo a un corto espacio. El último

      resultado de estos males debió ser la decadencia de la población y así

      sucedió. Todo lo que perdía la España ganaban las naciones extranjeras.

      Siendo cierto que el dinero, como dice un gran político, busca

      necesariamente las verdaderas riquezas, es decir, las cosas que se

      consumen y reproducen para volverse á consumir pasó este de las manos de

      los españoles á las suyas que eran las depositarias. Con él florecieron

      más sus artes, creció la emulación, tomó mayor actividad su comercio y al

      fin llegaron a un grado de poder que les era desconocido antes del

      descubrimiento de la América.

      Hemos querido hacer esta observación sin otro que el de manifestar una de

      las causas de la altivez insultante, con que los extranjeros persiguen una

      monarquía acostumbrada antes á respetar.

      Los ingleses principalmente fueron los que confiados en sus fuerzas

      marítimas, continuaron en infectar nuestras costas. Nos referiremos el

      éxito desgraciado que tuvo su expedición contra Buenos Aires en el

      gobierno de Zárate y de que dejamos hecha mención en otra parte; pero sí

      la prontitud con que las tropas tucumanas estuvieron en su auxilio. El

      inmortal Tristán de Tejeda, que como un esclavo voluntario de la república

      seguía su suerte, cualquiera que ella fuese, los condujo, de orden de

      Zárate, por entre muchas naciones enemigas que eran dueñas del tránsito.

      Aunque el naufragio anticipado de los enemigos dejó sin ejercicio su

      valor, no lo estuvo su celo por la seguridad de la patria. A beneficio del

      calor y diligencia con que ponía en movimiento los brazos de su gente,

      tuvo fin la construcción del fuerte que se levantó en aquel puerto.

      Los ingleses siempre lisonjeados con el aspecto ventajoso de su

      constitución hicieron posteriormente otro amago, después de haber dado

      caza á la nave llamada la "Española". Este accidente hizo que de nuevo

      volasen en socorro de la plaza los auxiliares tucumanos bajo la conducta

      del general Alonso de Vera y Aragón. El Tucumán fija una de sus glorias en

      haber concurrido casi siempre a la defensa de este puerto.

      Vueltas estas tropas a la provincia, no tuvieron tiempo de colgar sus

      espadas y entregarse al descanso. Las continuas derrotas de los indios

      sólo hacían en ellos una impresión pasajera. Bajo un mismo rendimiento

      alimentaban una sublevación de voluntad que si les persuadía su

      independencia, á lo menos se las hacía esperar. ¿Pero sobre qué principio

      pensaban conseguirla? Podían ellos ignorar que las poblaciones españolas

      habían tenido por cuna las fatigas y los peligros? Y si en la infancia más

      débil prevalecieron de su poder, ¿sucumbirían en la adolescencia? A pesar

      de toda reflexión ellos parece que entendían que la esperanza más lejana

      merecía el sacrificio de sus vidas. Dando muerte los Calchaquíes a un

      religioso franciscano, á cuatro españoles y á otras gentes, publicaron su

      insurrección. A nada menos se extendía su odio sanguinario que ha destruir

      las dos ciudades de Salta y San Miguel del Tucumán.

      Había ya concluido su gobierno Fernando de Zárate y desde 1595 se hallaba

      reemplazado por el caballero D. Pedro de Mercado Peñalosa. No era este

      puesto superior á su mérito. Dotado de una alma firme, elevada y animosa,

      hizo ver lo que puede el genio y la aplicación en las coyunturas más

      difíciles. Con la posible prontitud puso la gente en campaña bajo el mando

      de Alonso de Vera y Aragón, Juan de Medina y García del mismo apellido.

      Eran estos tres capitanes de fama, que no respiraban sino gloria, y en

      todas las ocasiones procuraban señalarse por acciones memorables. Al cabo

      de algunas jornadas entró el ejército en el valle. Los indios no rehusaron

      la acción, pero al fin fueron vencidos después de varios y porfiados

      combates. El mismo año de 1595 firmaron paces, y sujetaron esos terribles

      Homaguacas que de tantos años atrás cometían grandes hostilidades. No

      obstante esto un rumor de sublevación obligó al gobernador a segregar de

      entre ellos a Piltico y a Feliú, dos caciques, a cuya voz todo se decidía

      entre estos bárbaros, y cuyos perniciosos ejemplos eran obstáculo a la

      progresión de la fe. El primero murió a poco después en el seno de la

      religión: el segundo con otros de sus compañeros pasaron en Santiago el

      resto de su vida.

      El rigor de los encomenderos frustraba los benéficos efectos de las leyes.

      Siempre agitados los indios no hacían más que pasar del vasallaje a la

      rebelión, y de la rebelión al vasallaje. Sus inquietudes eran semejantes a

      las de un enfermo que muda de situación porque la que tiene no le acomoda.

      Dando muerte los Diaguitas de la jurisdicción de la Rioja a sus

      encomenderos y a otros españoles, se sublevaron con manifiesto riesgo de

      esta nueva ciudad. No podía faltar de la escena el gran capitán Tristán de

      Tejeda. Su nombre equivalía á batallones enteros. Habiendo recibido

      ordenes del gobernador Mercado, pasó largas jornadas con su gente, y

      siempre acompañado de esa presencia de espíritu que no desconcertaban los

      acontecimientos más peligrosos, obligó a los indígenas á que entrasen de

      nuevo en sujeción.

      Aunque estas turbulencias se interrumpieron desde 1600 en que concluyó su

      gobierno Peñalosa, y al que por su orden sucedieron D. Francisco Martínez

      de Leiva y D. Francisco Barrasa y Cárdenas y volvieron á tomar su curso

      ordinario en la del célebre Alonso de Rivera. Solo un vaivén de fortuna

      pudo hacer de este grande hombre viniese al Tucumán. Sus proezas militares

      en las campañas de Italia y Flandes le habían adquirido un nombre

      inmortal. Todo lo que la fama alegaba en su favor, contribuyó para que el

      rey le destinase al gobierno de Chile, donde los fueros araucanos hacían

      temblar a los más fuertes y amenazaban devorarse esta provincia. Rivera

      reanimó los abatidos de los chilenos, y procuró contener los progresos del

      enemigo, pero le desamparó su cordura, casándose sin real permiso con la

      hija de la célebre Aguilera. Disgustada la corte por esta trasgresión de

      las leyes, lo privó del empleo y lo destinó al Tucumán, donde entró a

      fines de 1605, o principios del siguiente.

      Las alteraciones continuadas de los indomables Calchaquíes llamaron las

      primeras atenciones del gobernador. A fin de poner una barrera á estos

      bárbaros, que como un torrente desbordado, asolaban las campañas, y dar á

      las ciudades un tiempo de reposo y seguridad, quiso se levantase un

      establecimiento en su mismo valle, pero no lo pudo conseguir. Logró sí

      después castigar sus atrocidades, para lo que habiéndolos vencido, sacó de

      entre ellos cuatro principales caciques que mandó ahorcar en el valle de

      Yocavil, y dispersó en la jurisdicción de la capital muchos viejos y

      viejas, cuyas sugestiones eran nocivas á la tranquilidad de la provincia.

      Los Calchaquíes perdieron por algún tiempo el deseo de medir sus fuerzas

      con las nuestras y dieron señales de su arrepentimiento, en la prontitud

      con que los Mitayos salían á la ciudad de Salta á recibir órdenes de sus

      encomenderos.

      Prevenido Rivera á favor de los nuevos establecimientos, que con razón

      miraba como otros tantos puntos de apoyo de esta combatida autoridad,

      fundó en el valle de Londres una ciudad a quien llamo San Juan de la

      Rivera año de 1607. Dos años después incorporó la de Madrid de las Juntas

      a la de Esteco, que trasladó a más ventajoso sitio.

      A medida que los españoles procuraban dar consistencia á su poder se

      empeñaban los bárbaros en destruirlo. Dando muerte los indios pampas á

      nueve comerciantes que transitaban por el camino de Buenos Aires y

      cubriendo de desastre los campos le declararon la guerra á Córdoba. Rivera

      se hallaba dedicado á la construcción del nuevo Esteco, y no le era

      posible desamparar este objeto de importancia. El dio orden á su teniente

      para que saliese á campaña con toda prontitud. Eralo este el licenciado

      Luis del Peso, sujeto en quien las letras se hermanaban con el valor.

      Puesto á frente de su tropa en 1609 penetró hasta las tierras del enemigo,

      castigó sus excesos y lo dejó bien escarmentado. La confianza que le

      inspiró este suceso acompañado de una actividad propia de unos tiempos en

      que eran desconocidas las lentitudes de la pereza, hizo renacer en su

      ánimo el deseo de encontrar esas tierras encantadas de los Césares. Luis

      del Peso acometió esta empresa, pero no hizo más que recoger trabajos y

      aumentar desengaños.

      En lugar de esa soñada felicidad logró la provincia otras más sólidas y

      duraderas. Una de ellas fue la fundación del colegio conciliar, llamado

      comúnmente de Loreto.

      Con razón se mira la educación de los colegios en general como preferible

      á la particular. Estas son unas casas en que estrechados los jóvenes á la

      necesidad de tratarse mutuamente adquieren anticipadamente un diseño

      aunque imperfecto del trato que los aguarda en la sociedad. El choque de

      sus disputas desarrolla los talentos y los encamina á llenar el voto que

      formó la naturaleza, inspirándonos en el deseo de saber. En fin bajo la

      dirección de maestros hábiles y virtuosos adquieren la práctica de las

      virtudes que han de sostener después el vigor de la república y de las

      leyes. Loreto fue el primer establecimiento literario de esta provincia, y

      bajo el título de Santa Catalina virgen y mártir se erigió en el expresado

      año de 1609, hallándose la iglesia catedral en la ciudad de Santiago del

      Estero. Constaba de seis plazas dotadas, cuyas becas eran azules á

      distinción de las pagadas que eran encarnadas. El fondo asignado para la

      subsistencia de la casa, fue el tres por ciento, que por disposiciones

      canónicas y reales cargan los beneficios eclesiásticos de esta diócesis.

      El crédito de los jesuitas hizo que se les encomendase su dirección por el

      obispo D. Fray Fernando Trejo. La condición exigida por estos directores

      de no poderse mezclar en su gobierno los prelados diocesanos, no era la

      más á propósito para asegurarles la perpetuidad. En efecto los sucesores

      del obispo Trejo vieron con desagrado una exención que derogaba sus más

      sólidos derechos, y no adviniéndose los jesuitas á la dependencia que

      reclamaban cedieron la dirección al clero secular. Aunque sea anticipando

      las épocas, diremos, que poco después de la fundación de este colegio,

      erigió otro este prelado en la ciudad de Córdoba bajo el título de San

      Francisco Javier. Estuvo también el cuidado de los jesuitas. Este colegio

      fue de poca nombradía hasta tiempos más bajos, como diremos en su lugar.

      La otra ventaja fue la abolición del servicio personal de los indios

      causada por las equitativas ordenanzas del visitador Alfaro. Todo se puso

      en movimiento para frustrar una reforma que iba á substraer al débil de

      las garras del poderoso. El gobernador Rivera fue amenazado con todo lo

      que el espíritu de venganza podía serle funesto en el juicio de

      residencia, a fin de que se opusiese á unos cuantos estatutos eversivos de

      muchas y pingües fortunas. Rivera poseía una alma firme y tenía bastantes

      luces para reconocer la injusticia de la demanda. Con ánimo varonil y

      desinteresado dio al vitador Alfaro todos los fomentos que dependieron de

      su, y contribuyó a sacar a los indios del insoportable yugo del servicio

      personal.

      Aunque la continuación en el mando de la provincia hubiera sido muy

      oportuna para sostener el vigor de estas últimas ordenanzas, no se pudo

      conseguir, porque llegado el tiempo de su gobierno, se halló en la

      necesidad de dejarlo. Con todo, esta remoción de Rivera, acaecida el año

      de 1611, no impidió el fruto deseado que prometían las nuevas ordenanzas.

      El caballero don Luis Quiñones Osorio que le sucedió, era capaz de llenar

      su vacío. Diez años de experiencias adquiridas en la villa de Potosí,

      donde desempeñó con crédito el delicado empleo de juez oficial real, le

      habían sido una escuela muy útil para conocer las enfermedades del reino y

      aplicar el remedio con inteligencia, celo y probidad. Consistía éste en

      aliviar á los indios de los trabajos excesivos a que contra la reclamación

      de las leyes, los condenaba el interés obscuro y bajo de los encomenderos.

      De aquí es, que dejando murmurar Osorio á casi toda la provincia, veló

      sobre la puntual observancia de los estatutos de Alfaro. No menos

      diligente en dar a los indios pastores y guías que los condujesen por el

      camino de la verdad, puso al cuidado de los religiosos de San Francisco

      las parcialidades de Ocloyas, Paypayán y Osas. Con tan útiles providencias

      era preciso que cesasen las alteraciones de los indios. En efecto, los

      cuidados paternales de un celo dulce y tierno, les hicieron olvidar sus

      pasadas vejaciones, y entrar en una sumisión voluntaria preparada por el

      convencimiento. El gobierno de Osorio es uno de los más pacíficos que ha

      tenido esta provincia.

      Acibaró su ánimo un inopinado suceso. Un fuego devorador, causado de un

      descuido, redujo a cenizas la iglesia catedral de Santiago. Las llamas

      habían consumido las especies sacramentales y aumentado, por esta

      circunstancia, el terror del incendio. Veneraba Osorio el sacramento de la

      Eucarística con aquel profundo rendimiento que es el fruto de una fe

      respetuosa. Sobrecogido de este accidente, se empeñó en reparar su gloria,

      levantando un nuevo templo, más augusto que el primero.

      A pasos lentos pero seguros, iba tomando la provincia un nuevo ser. Por

      gran dicha suya se fundó en Córdoba una universidad (47), que ha sido el

      mejor cimiento de su gloria y el centro de las luces esparcidas sobre las

      provincias convecinas. Debió su origen al inmortal celo del obispo, don

      Fray Fernando Trejo y Sanabria, quien con un desprendimiento

      verdaderamente apostólico consagró todos sus bienes a este importante

      objeto. Aunque esta donación debía tener su efecto con su muerte, anticipó

      cuarenta mil pesos a favor de los jesuitas, para que se dotasen estos

      estudios. Con ellos se dio principio a la enseñanza de la juventud

      abriendo en 1613 escuelas de latinidad, artes y teología, pero hasta 1622

      no tuvieron el sello de la autoridad pública (48). A pesar de las ventajas

      que prometía este piadoso establecimiento tuvo que sufrir los tiros

      envenenados de la envidia, á que por lo común están sujetas las obras

      grandes. Valió mucho para defenderlo la autoridad de don Juan Alonso de

      Vera y Zárate, natural de Chuquisaca, que desde 1619 gobernaba la

      provincia.

      No sin grandes contratiempos llegó este gobernador a su destino. Habiendo

      caído en mano de los Holandeses que cruzaban las costas del Brasil, fue

      expoliado de todos sus bienes. En su tiempo una copiosa lluvia que acaeció

      el 1 de Mayo de 1623, hizo salir de madre una antigua y vecina lagunilla,

      cuyas aguas inundaron la ciudad, y causaron lamentables estragos. Duró su

      gobierno hasta 1627. Acabamos de hacer mención de la universidad de

      Córdoba, que tuvo su origen por estos tiempos, pero como este

      establecimiento era el único de donde se difundía la instrucción de estas

      provincias, exige su importancia dar un bosquejo de los estudios que en él

      se cultivaban. Este prospecto servirá para darnos á conocer el progreso

      que hacia en estas partes el espíritu humano en la carrera de las letras.

      _________________

      (47) El Doctor D. Juan M. Garro, actual Ministro de Justicia é Instrucción

      Pública publicó, en 1882, por la imprenta y litografía de D. Martín Biedma

      un libro en 8°, mayor de 540 páginas bajo el título de: Bosquejo Histórico

      de la Universidad de Córdoba, y últimamente el Obispo Zenón Bustos dio a

      la publicidad 3 tomos con el título de: Anales de la Universidad de

      Córdoba.

      (48) Los Papas Gregorio XV, Urbano VIII y los reyes Felipe III y IV

      aprobaron este estudio.

      _________________

      

      Esta enseñanza pública empezaba por el estudio de la lengua latina,

      dividido en dos aulas, á las que precedían sus respectivos catedráticos.

      Buenos libros doctrinales sin ese cúmulo de pequeñeces que hace gemir la

      memoria, buen régimen y buenos preceptores, todo concurrió desde su

      principio, a que se lograse un ventajoso aprovechamiento. Los autores de

      la más culta latinidad y los mejores poetas se hicieron familiares á los

      alumnos, quienes se emulaban en imitarlos por sus composiciones prosaicas,

      y en verso.

      Probada la aptitud por un examen público, se abría a estos estudiantes el

      estudio de la filosofía por el espacio de tres años, cuya carrera

      concluían con un solo catedrático, pero al que se le añadía otro, que

      empezaba su nuevo curso al principiar el tercer año del que acababa. El

      primero de estos años estaba destinado al estudio de las súmulas y de la

      lógica, el segundo al de la física, y el tercero al de la metafísica.

      Sus ejercicios diarios se reducían a escribir la materia que se trataba,

      lecciones, explicación del maestro, pasos y conferencias en lo que se

      consumían cuatro horas.

      Tenían también otros semanales, que se conocían con el nombre de academia

      y conclusiones. El año escolar duraba siete meses de rigurosa asistencia,

      y concluía con un examen de media hora, que era calificado por cinco

      jueces incorruptibles. Este examen era comprensivo de todas las partes de

      la filosofía: el último año del curso y su duración era de una hora. A

      este examen procedía otra función con el nombre de actillo, calificada por

      el mismo estilo. A los más aprovechados de los estudiantes se les señalaba

      un acto público.

      Concluidos estos tres años, se pasaba al estudio de la teología para cuya

      enseñanza había cinco cátedras, dos de teología escolástica, una de moral,

      otra de cánones y la última de escritura. El catedrático de escolástica,

      que era el de prima, dictaba todos los días la primera hora de la mañana,

      el otro, que era el de vísperas, la primera de la tarde, los otros dos

      alternaban, con un día de intercalación, la segunda de la tarde siempre se

      empleaba en la conferencia.

      El catedrático de escritura sólo enseñaba los domingos por la mañana.

      Los ejercicios y prueba con corta diferencia eran los mismos que en la

      filosofía. El curso teológico duraba cinco años y medio, los tres y medio

      primeros eran de rigurosa asistencia diaria y seguían los estudiantes en

      la clase de pasantes, en cuyo tiempo sostenía cuatro funciones de

      aprobación y reprobación, que se llamaban parténicas. La carrera se

      coronaba con una función pública por mañana y tarde, que daba principio

      por una lección de hora sobre el punto que dos días antes le hubiese

      tocado en suerte. A los dos años y medio de empezada la teología se

      recibía el grado de maestro en artes, y á la conclusión los de licenciado

      y doctor.

      Es preciso confesar que estos estudios se hallaban corrompidos con todos

      los vicios de su siglo. La lógica, ó el arte de raciocinar, padecía

      notables faltas. Obscurecidas las ideas de Aristóteles con los comentos

      bárbaros de los Árabes, no se procuraba averiguar el camino verdadero que

      conduce a la evidencia del raciocinio. La dialéctica era una ciencia de

      nociones vagas y términos insignificantes, más propia para formar sofismas

      que para discurrir con acierto. La metafísica presentaba fantasmas que

      pasaban por entes verdaderos. La física llena de formalidades, accidentes,

      quididades, formas y cualidades ocultas, explicaba por estos medios los

      fenómenos más misteriosos de la naturaleza.

      La teología no gozaba de mejor suerte. Lo mismo que la filosofía

      experimentaba su corrupción. Aplicaba la filosofía de Aristóteles a la

      teología formaba una mezcla de profano y espiritual. Se había abandonado

      el estudio de los padres por dar lugar a cuestiones frívolas e

      impertinentes. Razonamientos puramente humanos, sutilezas, sofismas

      engañosos, esto fue lo que vino a formar el gusto dominante de estas

      escuelas.

      Allegábase a esto, que habiéndose introducido el espíritu de facción así

      en la filosofía como en la teología, vino en su compañía el furor de las

      disputas. Era cosa lastimosa ver arder estas aulas en disputas inútiles,

      donde desatendido el provecho, solo se buscaba la gloria estéril de un

      triunfo en vano. Para esto era preciso inventar sutilezas, y distinciones

      con que eludir las dificultades, y así se hacía.

      Esta universidad nació y se crió exclusivamente en las manos de los

      antiguos regulares de la compañía de Jesús, quienes la establecieron en su

      colegio, llamado el Máximo, de la ciudad de Córdoba. Este cuerpo

      religiosos, acaso el más celosos de su gloria, miraba las letras y la

      educación pública como uno de los más poderosos medios de adquirirla.

      Debióse á su diligente esmero que se mirase como uno de los

      establecimientos literarios más acreditados en la América del Sud. Los

      vicios que hemos indicado, lejos de servir de obstáculo a esa celebridad,

      fueron los que más la engrandecieron. No hay que extrañarlo, este era el

      título en que por estos tiempos fundaban su derecho a la fama las mayores

      universidades de la Europa. Como los caballeros andantes, dice el célebre

      Candillac, corrían de torneo en torneo peleando por hermosuras que no

      habían visto, así los escolásticos pasaban de escuela en escuela

      disputando sobre cosas que no entendían. Tocando después este

      establecimiento en diferentes épocas ha experimentado las alteraciones, á

      que está sujeto todo lo que pasa por la mano del tiempo y de los hombres.

      Estas las haremos conocer donde lo exija el orden de la historia.