José Martí
Tres Héroes
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Cuentan
que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo
del camino, no preguntó donde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde
estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, solo con los árboles
altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se
movía, como un padre cuando se le acerca un hijo. El viajero hizo bien, porque
todos los americanos deben querer a Bolívar como a un padre. A Bolívar,
y a todos los que pelearon como él porque América fuese del hombre americano.
A todos: al héroe famoso, y al último soldado, que es un héroe desconocido.
Hasta hermosos de cuerpo se vuelven los hombres que pelean por ver libre a su
patria. Libertad es el derecho
que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocrecía. En
América no se podía ser honrado, ni pensar ni hablar. Un hombre que oculta lo
que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado. Un
hombre que obedece a un mal gobierno, sin trabajar para que el gobierno sea
bueno, no es un hombre honrado. Un hombre que se conforma con obedecer a
leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació los hombres que se
lo maltratan, no es un hombre honrado. El niño, desde que puede pensar, debe
pensar en todo lo que ve, debe padecer por todos los que no pueden vivir con
honradez, debe trabajar porque puedan ser honrados todos los hombres, y debe
ser un hombre honrado. El niño que no piensa en lo que sucede a su alrededor,
y se contenta con vivir, sin saber si vive honradamente, es como un hombre
que vive del trabajo de un bribón, y está en camino de ser un bribón. Hay
hombres que son peores que las bestias, porque las bestias necesitan ser
libres para vivir dichosas: el elefante no quiere tener hijos cuando vive
preso: la llama del Perú se echa en la tierra y se muere, cuando el indio le
habla con rudeza, o le pone más carga de la que puede soportar. El hombre
debe ser, por lo menos, tan decoroso como el elefante y como la llama. En
América se vivía antes de la libertad como la llama que tiene mucha carga
encima. Era necesario quitarse la carga o morir. Hay hombres que viven
contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros que padecen como en agonía
cuando ven que los hombres viven sin decoro a su alrededor. En el mundo ha de
haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz.
Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el
decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible
contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los
hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero,
va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados. Estos tres hombres son
sagrados: Bolívar, de Venezuela; San Martín, del Río de la Plata; Hidalgo, de
México. Se les deben perdonar sus errores, porque el bien que hicieron fué
más que sus faltas. Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El
sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los
desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la
luz. Bolívar era
pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban, y las palabras se le
salían de los labios. Parecía como si estuviera esperando siempre la hora de
montar a caballo. Era su país, su país oprimido, que le pesaba en el corazón,
y no le dejaba vivir en paz. La América entera estaba como despertando. Un hombre
solo no vale nunca más que un pueblo entero; pero hay hombres que no se
cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los
pueblos, porque no tienen que consultar a nadie más que a sí mismos, y los
pueblos tienen muchos hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ese
fue el mérito de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad de
Venezuela, cuando parecía que Venezuela se cansaba. Lo habían derrotado los
españoles; lo habían echado del país. El se fue a una isla, a ver su tierra
de cerca, a pensar en su tierra. Un negro
generoso lo ayudó cuando ya no lo quería ayudar nadie. Volvió un día a
pelear, con trescientos héroes, con los trescientos libertadores. Libertó a
Venezuela. Libertó a la Nueva Granada. Libertó al Ecuador. Libertó al Perú.
Fundó una nación nueva, la nación de Bolivia. Ganó batallas sublimes con
soldados descalzos y medio desnudos. Todo se estremecía y se llenaba de luz a
su alrededor. Los generales peleaban a su lado con valor sobrenatural. Era un
ejército de jóvenes. Jamás se peleó tanto, ni se peleó mejor, en el mundo por
la libertad. Bolívar no defendió con tanto fuego el derecho de los hombres a
gobernarse por sí mismos, como el derecho de América a ser libre. Los
envidiosos exageraron sus defectos. Bolívar murió de pesar del corazón, más
que de mal del cuerpo, en la casa de un español en Santa Marta. Murió pobre,
y dejó una familia de pueblos. México
tenía mujeres y hombres valerosos, que no eran muchos, pero valían por
muchos: media docena de hombres y una mujer preparaban el modo de hacer libre
a su país. Eran unos cuantos jóvenes valientes, el esposo de una mujer
liberal, y un cura de pueblo que quería mucho a los |
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indios, un cura de sesenta años. Desde niño fue el cura Hildalgo de la raza
buena, de los que quieren saber. Los que no quieren saber son de la raza
mala. Hidalgo sabía francés, que era entonces cosa de mérito, porque lo
sabían pocos. Leyó los libros de los filósofos del siglo diez y ocho, que
explicaron el derecho del hombre a ser honrado, y a pensar y a hablar sin
hipocresía. Vio a los negros esclavos, y se llenó de horror. Vio maltratar a
los indios, que son tan mansos y generosos, y se sentó entre ellos como un
hermano viejo, a enseñarles las artes finas que el indio aprende bien: la
música, que consuela; la cría del gusano, que da seda; la cría de la abeja,
que da miel. Tenía fuego en sí, y le gustaba fabricar: creó hornos para cocer
los ladrillos. Le veían lucir mucho de cuando en cuando los ojos verdes.
Todos decían que hablaba muy bien, que sabía mucho nuevo, que daba muchas
limosnas el señor cura del pueblo de Dolores. Decían que iba a la ciudad de
Querétaro una que otra vez, a hablar con unos cuantos valientes y con el
marido de una buena señora. Un traidor le dijo a un comandante español que
los amigos de Querétaro trataban de hacer a México libre. El cura montó a
caballo, con todo su pueblo, que lo quería como a su corazón; se le fueron
juntando los corporales y los sirvientes de las haciendas, que eran la
caballería; los indios iban a pie, con palos y flechas, o con hondas y
lanzas. Se le unió un regimiento y tomó un convoy de pólvora que iba para los
españoles. Entró triunfante en Celaya, con músicas y vivas. Al otro día juntó
el Ayuntamiento, lo hicieron general, y empezó un pueblo a nacer. El fabricó
lanzas y granadas de mano. El dijo discursos que dan calor y echan chispas,
como decía un corporal de las haciendas. El declaró libres a los negros. El
les devolvió sus tierras a los indios. El publicó un periódico que llamó El
Despertador Americano. Ganó y perdió batallas. Un día se le juntaban siete
mil indios con flechas, y al otro día lo dejaban solo. La mala gente quería
ir con él para robar en los pueblos y para vengarse de los españoles. El les
avisaba a los jefes españoles que si los vencía en la batalla que iba a
darles los recibiría en su casa como amigos. ¡Eso es ser grande! Se atrevió a
ser magnánimo, sin miedo a que lo abandonase la soldadesca, que quería que
fuese cruel. Su compañero Allende tuvo celos de él, y él le cedió el mando a
Allende. Iban juntos buscando amparo en su derrota cuando los españoles les
cayeron encima. A Hidalgo le quitaron uno a uno, como para ofenderlo, los
vestidos de sacerdote. Lo sacaron detrás de una tapia, y le dispararon los
tiros de muerte a la cabeza. Cayó vivo, revuelto en la sangre, y en el suelo
lo acabaron de matar. Le cortaron la cabeza y la colgaron en una jaula, en la
Alhóndiga misma de Granaditas, donde tuvo su gobierno. Enterraron los
cadáveres descabezados. Pero México es libre. San
Martín fue el libertador del Sur, el padre de la República Argentina, el
padre de Chile. Sus padres eran españoles, y a él lo mandaron a España para
que fuese militar del rey. Cuando Napoleón entró en España con su ejército,
para quitarles a los españoles la libertad, los españoles todos pelearon
contra Napoleón: pelearon los viejos, las mujeres, los niños; un niño
valiente, un catalancito, hizo huir una noche a una compañía, disparándole
tiros y más tiros desde un rincón del monte: al niño lo encontraron muerto,
muerto de hambre y de frío; pero tenía en la cara como una luz, y sonreía,
como si estuviese contento. San Martín peleó muy bien en la batalla de
Bailén, y lo hicieron teniente coronel. Hablaba poco: su caballo iba y
venía por el campo de pelea como el rayo por el aire. En cuanto supo que
América peleaba para hacerse libre, vino a América: ¿qué le importaba perder
su carrera, si iba a cumplir con su deber?: llegó a Buenos Aires: no dijo
discursos: levantó un escuadrón de caballería: en San Lorenzo fue su primera
batalla: sable en mano se fue San Martín detrás de los españoles, que venían
muy seguros, tocando el tambor, y de quedaron sin tambor, sin sin cañones y
sin bandera. En los otros pueblos de América los españoles iban venciendo: a
Bolívar lo había echado Morillo el cruel de Venezuela: Hidalgo estaba muerto:
O'Higgins salió huyendo de Chile: pero donde estaba San Martín siguió siendo
libre la América. Hay hombres así, que no pueden ver esclavitud. San Martín
no podía; y se fue a libertar a Chile y al Perú. En diez y ocho días cruzó
con su ejército los Andes altísimos y fríos; iban los hombres como por el
cielo, hambrientos, sedientos: abajo, muy abajo, los árboles parecían yerba,
los torrentes rugían como leones. San Martín se encuentra al ejército español
y lo deshace en la batalla de Maipo, lo derrota para siempre en la batalla de
Chacabuco. Liberta a Chile. Se embarca con su tropa, y va a libertar al
Perú. Pero en el Perú estaba Bolívar, y San Martín le cede la gloria. Se fue
a Europa triste, y murió en brazos de su hija Mercedes. Escribió su testamento
en una cuartilla de papel, como si fuera el parte de una batalla. Le habían
regalado el estandarte que el conquistador Pizarro trajo hace cuatro siglos,
y él le ragaló el estandarte en el testamento al Perú. Un escultor es
admirable, porque saca una figura de la piedra bruta: pero esos hombres que
hacen pueblos son como más que hombres. Quisieron algunas veces lo que no
debían querer; pero ¿qué no le perdonará un hijo a su padre? El corazón se
llena de ternura al pensar en esos gigantescos fundadores. Esos héroes; los
que pelean para hacer a los pueblos libres, o los que padecen en pobreza y
desgracia por defender una gran verdad. Los que pelean por la ambición, por
hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle a otro
pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales. |
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