Guillermo Hudson
La Edad de Cristal
PREFACIO
Las novelas de ficción, por fantásticas que
puedan ser, tienen para la mayoría de nosotros un interés moderado pero
constante, ya que nacieron de un sentimiento generalizado -de insatisfacción-
ante el orden existente, a lo que se agrega una vaga fe o una esperanza de algo
mejor por venir. El cuadro que tenemos delante es falso; sabíamos que sería
falso antes de contemplarlo, puesto que no podemos imaginar lo desconocido más
allá de lo que pudiésemos construir sin materiales. Nuestro medio ambiente nos
rodea y encierra como dentro de nuestra piel; nadie puede jactarse de haber
escapado de esa prisión. La vasta e ilimitada perspectiva se abre frente a nosotros,
pero el poeta tristemente agrega: “Nubes y oscuridad la cubren". Sin
embargo, no podemos sofocar totalmente la curiosidad o dejar de interrogar a
uno y otro. ¿Cuál es su quimera, su ideal? ¿Cuál es su noticia del más allá, o
más bien, cuál es el ritmo que su mano ha impreso al viejo juguete que contiene
una docena de cristales coloreados? Y aún más importante: ¿puede, usted,
reflejarlo en una narración o una novela que permita pasar con agrado una hora
agradable? ¿Cómo, por ejemplo, puede compararse en esto con otros libros
proféticos que se hallan en los anaqueles?
No
me estoy refiriendo a autores contemporáneos y menos a ese flamenco de las
letras, el cual durante aproximadamente la última década ha sido el asombro de
nuestros pájaros isleños. Pues, ¿qué podría yo decir de él que ya no sepa, que
es la más alta de las aves de agua y tierra; que tiene una forma muy particular
o que tiene alas rojas con bordes negros, plegadas bajo su delicado plumaje
rosado? Estos otros libros a los que me refiero, escritos desde hace treinta o
cuarenta años a una o dos centurias atrás, nos entretienen en la medida que sus
autores fallecidos jamás lo intentaron. Los más amenos son los muertos que
asumían extrema seriedad y cuyos libros son púlpitos esculpidos y recamados con
piedras preciosas y palios de seda, desde donde ellos permanecen de pie,
predicando ante sus contemporáneos.
Del mismo modo, al repasar este libro mío
tras tantos años me entretiene el modo en que está iluminado el pensamiento
por devociones, locuras y costumbres de la década del ochenta de la pasada
centuria. ¡Eran tan importantes entonces, y ahora, si se las recuerda, son tan
triviales! Me place el que me divierta así Una Edad de Cristal y el
hallar que, de hecho, no he permanecido estancado mientras el mundo estaba
moviéndose.
Esta crítica se refiere más al clima del
libro que a su espíritu, ya que cuando escribimos entregamos, como pensaba el
piel roja, parte de nuestro espíritu al papel y es probable que si hubiere de
escribir una nueva ficción o sueño de lo porvenir, sería, aun cuando en algunos
aspectos muy distinto a éste, una ilusión, un cuadro de la raza humana en su
período de la selva.
¡Lástima que en este caso el deseo no pueda
inducir a creencia! Pues, ahora, recuerdo otra cosa enseñada por
Natura: La
riqueza terrenal puede llegar sólo de una manera y el fin de las pasiones y
las luchas es el comienzo de la decadencia. Es, en verdad, una dura afirmación
y la más cruel lección que se pueda aprender de ella, sin perder el amor y
despidiéndonos para siempre de la esperanza.
Septiembre, 1906.
G.E.
H.
CAPITULO 1
Ignoro cómo ocurrió, el recuerdo de todo ello
permanece en una especie de nebulosa. Imagino haber ido a alguna parte con una
expedición en busca de plantas, pero si era en mi país, o fuera de él, no lo
sé. De cualquier modo, recuerdo que me había ocupado del estudio de las
plantas con bastante entusiasmo y que mientras buscaba alguna variedad en las
montañas, me senté a descansar a la vera de un profundo barranco. Quizá hubiese
sido al filo de un risco... de cualquier manera, si mi recuerdo es correcto,
todo a mi alrededor la tierra habría cedido precipitándome hacia abajo. Fue
una caída considerable, probablemente de más de diez metros y quedé
inconsciente. Cuánto tiempo permanecí ahí, sepultado por la tierra y las piedras
que se habían desprendido en mi caída, es imposible establecerlo... quizá
mucho. Finalmente me recobré y luché y me libré de ese débris, como un
topo que llega a la superficie de la tierra para sentir sobre sus opacas pupilas
el confortante brillo del sol. Me vi apoyado, obviamente sobre manos y pies,
en un inmenso foso provocado por la caída de un gigantesco árbol muerto cuyo
contorno era de unos diez o doce metros. El árbol había rodado hacia el fondo
del barranco, pero el lugar en que habían quedado sus enormes raíces dañadas,
estaba, advertí, en lo alto de una suave pendiente. ¿Cómo entonces podía yo
haber caído tan abajo desde ninguna altura? Esto me confundía enormemente.
Parecía que la tierra firme hubiese estado divirtiéndose en alguna curiosa
jugarreta de transformación durante los instantes o minutos de mi inconsciencia.
Otra extraña circunstancia fue que tenía una gran cantidad de pequeñas
raicillas fibrosas alrededor de todo mi cuerpo, de tal modo que yo parecía un
bicho canasto gigantesco o un enorme botellón de forma humana, con un tejido
de mimbre que lo recubriese. ¡ Parecía que las raíces hubiesen crecido en torno
mío! Felizmente estaban secas y quebradizas y sin mayor desazón me puse a la
tarea de liberarme de ellas. Tras haberme sacado esa envoltura leñosa, advertí
que mi traje de turista, de rústica tela escocesa, no había sufrido ningún
daño aun cuando del mismo se desprendía olor a moho y humedad; también mis
botas de escalar, con gruesas suelas, habían adquirido una apariencia
herrumbrosa y estaban agrietadas, tal como si hubiese incursionado por un sitio
arcilloso, mientras que mi sombrero de fieltro presentaba un estado lamentable
y descolorido al punto que me avergonzaba el calzármelo. No tenía mi reloj -quizá
no lo hubiese tenido conmigo-, pero la libreta agenda, en la cual guardaba el
dinero, estaba a salvo en el bolsillo interior de mi chaqueta.
Feliz y agradecido al haber escapado sin
fractura de tan peligroso accidente, me dispuse a andar por el borde del foso
que pronto se ensanchaba hacia un valle existente entre dos empinadas sierras;
al instante, viendo agua en el bajo y al tener sed, apuré el paso para beberla
acostado boca abajo y al apaciguar mi sed que era más que humana me sorprendí
al contemplar el rostro reflejado por el agua: era uno de piel y cabellos
llenos de arcilla y enredados con raicillas. Tras haberme saciado, me quité las
ropas para poder bañarme, y después de una larga media hora de zambullidas y
limpieza logré librarme de la suciedad acumulada. Mientras me secaba al aire,
quité la arcilla y arenilla que había en mi ropa. Luego, ya refrescado, me
vestí y proseguí mi marcha.
Durante una hora aproximadamente seguí las vueltas y revueltas
del valle; mas, al no hallar señal de vivienda, trepé por la sierra para tener
una visión de los alrededores. El panorama que se me presentó cuando hube ascendido
unos treinta metros, no me resultó familiar. Las sierras por las cuales había
estado deambulando quedaban atrás; al frente se extendía un campo ancho y ondulado
y más lejos se elevaba una cadena montañosa que a la distancia semejaba bancos
de nubes, de nubes azuladas con crestas y picachos de la blancura de las
perlas. Al admirar ese paisaje me era difícil refrenar mis exclamaciones de placer
que me transmitían los rayos del sol que alumbraban la tierra y la pureza de la
brisa que llegaba de las montañas. Era el final del verano; el suelo estaba
húmedo como si recientemente hubiesen caído lluvias ligeras y las tierras por
doquier estaban vestidas con ese intenso y vívido verde con que se adornan
cuando han pasado esos calores intensos; sin embargo, aquí y allá, el follaje
de los montes descubría matices amarillentos, herrumbrosos que anunciaban su
decadencia. Una visión más tranquila y tonificante no podría ser imaginada: la
querida madre tierra se mostraba engalanada, mientras los cambiantes rayos
dorados del sol, la misteriosa bruma a la distancia y el brillo de un ancho
arroyo no muy lejano parecían espiritualizar las "alegres praderas otoñales"
y unirlas en una estrecha comunión con el arco azul del cielo.
Había una casona grande o mansión a la vista,
pero ningún poblado ni tampoco una aldea ni un solitario campanario.
Inútilmente oteaba el horizonte esperando con impaciencia poder ver el humo de
una locomotora que pasara. Esto me preocupaba no poco, pues no tenía idea de
haberme alejado tanto de lo civilizado en busca de especies o lo que fuere que
me hubiese traído a esta soledad primitiva. No tan solitario sin embargo, pues
allí a menos de una corta hora de andar, desde la sierra, se alzaba una única
gran mansión de piedra cerca del río que mencioné. Había además caballos y
vacas a la vista y unas cuantas ovejas diseminadas pastaban en las laderas
bajas de la sierra en la cual me hallaba.
Es difícil de explicar, pero me encontré ante
un pequeño revés debido a las ovejas, animales a los cuales uno está
acostumbrado a recordar como de naturaleza tímida e inofensiva. Cuando decidí
dirigirme con paso ligero hacia la casa mencionada, para poder hacer ahí
averiguaciones, algunas de las ovejas que estaban cerca comenzaron a balar
fuertemente como si se hubiesen alarmado y poco a poco vinieron tras de mí,
aparentemente en estado de gran excitación. No me preocupé mucho, pero
repentinamente, un par de caballos atraídos por los balidos también parecieron
asombrarse ante mi existencia y llegaron a ligero galope hasta unos veinte
metros. Eran unos magníficos brutos, evidentemente una yunta de caballos de
tiro, bien mantenidos, pues sus pelambres de un brillante color bronceado
relucían al sol. Desde otro punto de vista, no parecían animales de tiro, pues
sus largas colas casi tocaban el suelo, como si fuesen los utilizados por los
coches fúnebres, con inmensas y leoninas crines negras que les conferían una
apariencia llamativamente gallarda y en cierto modo imponente. Por unos
instantes se detuvieron, con sus cabezas erectas, mirándome fijamente y luego,
en forma simultánea, lanzaron un relincho de desafío o sorpresa tan fuerte y
repentino que me sobresaltó corno si hubiese sido el tiro de una pistola. Esta
tremenda explosión equina atrajo hacia mi campo a otro enemigo en la forma de
un enorme toro blanquísimo con largos cuernos: una muy noble especie de animal,
pero que yo siempre he preferido admirar desde el otro lado de un cerco o a la
distancia, con catalejos. Afortunadamente sus acompasados rugidos me dieron
con tiempo noticias que se acercaba, y sin esperar para descubrir sus
intenciones huí desenfrenadamente, barranca abajo hacia el refugio que me
ofrecía un bosquecillo o cinturón de árboles que poblaban la parte más baja de
la sierra. Cansado y jadeante, por la carrera, me abracé a un grueso tronco y
al volver la cara a mi enemigo, advertí que no me había seguido: ovejas, caballos
y toro permanecían agrupados ahí donde los había dejado, aparentemente
manteniendo una consulta o comparando sus impresiones. Los árboles en el lugar
en el cual había buscado refugio eran viejos y crecían aquí y allá, ya
solitarios, ya en grupos; era una bella soledad mezclada con árboles, arbustos
y flores. Me sorprendí al hallar algunas añosas higueras y cantidad de avispas
y moscas alimentándose con higos sobremadurados en las ramas más altas. Las
abejas también volaban por doquier libando entre las flores otoñales y llenaban
el aire asoleado con el suave y monótono son de sus zumbidos.
Mientras avanzaba, pleno de gratos
pensamientos y un agudo sentido de la dulzura con que la vida me colmaba,
advertí de pronto que una multitud de pajarillos se agrupaban a mi alrededor
revoloteando entre los árboles que estaban sobre mi cabeza y en las ramas a
ambos lados, pero siempre manteniéndose cerca de mí y en apariencia tan
excitados con mi presencia como si yo hubiese sido un lechuzón gigante, o algo
así, como un monstruo sobrenatural. La cantidad iba cada vez aumentando y su
incesante gorjeo o charla primero me entretuvo, pero, finalmente, acabó por
irritarme. Observé además que la alarma cundía y pájaros más grandes,
generalmente tímidos ante el hombre -palomas, arrendajos, urracas, eso imaginé
que eran-, comenzaban ya a aparecer. ¿Sería posible, me preguntaba en mi
ansiedad, que me hubiese internado en algún lugar solitario e inhabitado, para
causar tal conmoción entre los alados habitantes? Deseché esa idea de inmediato
como pensamiento errado, pues uno no encuentra casas, animales domésticos y
árboles frutales en sitios deshabitados. No; era simplemente la
quisquillosidad de esos seres alados lo que me molestaba. Al buscar en el suelo
algo para arrojarles, hallé sobre la hierba una nuez recién caída; partí la
cáscara con prisa y comí su contenido. ¡ Nunca nada me había parecido tan
delicioso! Tuvo sin embargo sobre mí un curioso efecto, pues hasta no haberlo
comido no había sentido apetito y ahora parecía estar famélico y comencé
excitadamente a buscar nueces. Estaban caídas por todas partes en abundancia,
ya que sin advertirlo había estado andando por un monte cuyos árboles en su
mayoría eran nogales. Nuez tras nuez era ávidamente recogida y vorazmente
devorada. Debo de haber comido cuatro o cinco docenas antes que mi apetito se
calmase. Mientras me daba ese festín no habla prestado atención a los pájaros;
mas, desaparecida mi hambruna, volví nuevamente a sentirme molesto a causa de
su trivial persecución y así fue como hube de continuar recogiendo nueces para
arrojárselas. Me entretuve tanto como me molestó notar cuán lejos del blanco
llegaban mis proyectiles. Difícilmente hubiese hecho centro en una parva a
nueve metros de distancia. Tras una vigorosa práctica de media hora, mi mano
derecha comenzó a recobrar su perdida habilidad y por fin pude regocijarme
cuando una de mis nueces pasó como una bala silbando entre las hojas a no más
de noventa centímetros del reyezuelo, o lo que fuese, el pedigüeño al cual
apunté. A sus impertinencias, esto les desagradó de verdad; comenzaron a
entender que yo era una persona bastante peligrosa con quien tratar: sus filas
se quebraron; se desmoralizaron y dispersaron en distintas direcciones. ¡Quedé
al fin dueño del
campo!
-¡Tonto de mí!, exclamé de repente. Estar
jugando a dispersar pájaros cuando la estación de ferrocarril más próxima o el
hotel quizá se hallen a cien kilómetros de aquí.
Apuré mis pasos, pero cuando llegaba al borde del monte, sobre
el verde césped, cerca de unas ramas de laurel y enebro, hallé una excavación
aparentemente recién hecha, porque la tierra extraída estaba floja y húmeda.
El agujero o foso era angosto, de aproximadamente un metro y medio de
profundidad y más de dos de largo; semejaba -según mi imaginación- una
sepultura abierta. A corta distancia había una pila de ramas secas y algunos
fardos de paja atados con sogas; todo aparentemente fresco, cortado de las
ramas vecinas. Como me quedase ahí detenido procurando saber qué significan
esas cosas, inesperadamente, dirigí la mirada hacia la casa a donde pensaba ir.
La misma no estaba visible debido a un monte de altos árboles. Me sorprendí al
descubrir un grupo de cerca de quince personas que avanzaban por el valle en mi
dirección. Abría la marcha un anciano alto de blanca barba; tras él ocho
hombres llevando sobre sus hombros una camilla con una pesada carga encima y
tras ellos seguían los demás. Comencé a creer que portaban un cadáver con la
intención de darle sepultura en ese preciso foso junto al cual me hallaba. Pese
a que se parecía a todo menos un funeral, pues nadie en la procesión vestía de
negro, mi creencia se transformó en convicción cuando pude distinguir un cuerpo
yacente de forma humana con una especie de mortaja que cubría la camilla.
Asimismo, parecía un proceder extraño; ello me hizo sentir incómodo al extremo;
tan fue así que consideré prudente retroceder hasta colocarme tras los
arbustos desde donde podría observar el movimiento de los integrantes de la
comitiva, sin ser visto.
Guiábalos el anciano quien llevaba colgado de
una cadena un incensario grande de bronce, o más bien un caldero que arrojaba
una fina e ininterrumpida columna de humo. Se dirigieron rectamente al foso y
tras depositar su carga sobre el pasto, permanecieron de pie unos minutos,
aparentemente para descansar, tras la larga caminata. Todos conversaban entre
sí, pero en tono bajo y acongojado de modo que no podía escuchar sus palabras
aun cuando estaba sólo a unos diez metros del lugar de la sepultura. El cuerpo
yacente, sin cajón, parecía pertenecer a un hombre adulto, cubierto por una
tela blanca y apoyado sobre una gruesa cobija de mimbre con manijas a los
costados. Sin embargo, sobre todas estas cosas sólo lancé una mirada apurada,
pues estaba profundamente absorto en la observación de ese grupo humano que
tenía ante mí. Eran, ciertamente, totalmente distintos a cualquier otro
congénere que yo jamás hubiese visto. El anciano era alto y delgado y al ver su
majestuosa barba blanca calculaba que tendría cerca de setenta años; pero era
erguido como una flecha y sus movimientos ligeros y su andar elástico eran
los de un hombre más joven. Su cabeza, adornada por un casquete rojo oscuro;
vestía un manto que cubría todo su cuerpo y le llegaba hasta los tobillos, de
color amarillo fuerte, pero las amplias mangas que lucían bajo el manto eran
rojo oscuro, bordadas con flores amarillas. Los demás hombres no tenían nada
que cubriese sus cabezas y sus lujuriantes cabelleras que les caían sobre sus
hombros eran en la mayoría de los casos muy oscuras. Sus ropas estaban también
confeccionadas de distinta manera y consistía en una toga plegada como
“kilt" que les llegaba hasta la mitad de los muslos, una ajustada camisa,
amarilla pálida y sobre ella una chaqueta suelta sin mangas. Las piernas,
totalmente cubiertas por medias de extraño diseño y color. Las mujeres usaban
trajes similares al de los hombres, pero las ajustadas mangas sólo les llegaban
a mitad del brazo estando el resto descubierto; la prenda exterior era de una
sola pieza semejante a una larga chaqueta que les llegaba debajo de las
caderas. El color de sus vestidos variaba; en la mayoría de los casos, predominaban
los distintos tonos de azul y los amarillos apagados. En todas las medias lucían
tonos más ricos y profundos que en el resto de sus ropas y en su curiosa apariencia
segmentada ellas parecían representar la piel de los pitones y otros bellos
jaspeados de las víboras. Todas lucían calzado bajo de un color marrón
anaranjado y se ajustaban bien para así destacar la forma del pie.
Desde el momento que los vi no tuve duda
alguna acerca del sexo del ser alto que conducía la procesión, siendo su nívea
y brillante barba tan conspicua a la distancia como un escudo o un estandarte.
Mas, al contemplar a los otros primero me sentía confundido al querer
determinar si el conjunto era de hombres o mujeres o de ambos; tanto se
parecían unos a otros, en altura, caras lisas y el largo de sus cabellos. Tras
una más prolija inspección advertí la diferencia del modo de vestir de ambos
sexos como, así mismo, que los hombres, si no más graves, tenían rostros desde
todo punto de vista, de expresión menos dulce y suave que los de las mujeres y
además un levemente perceptible vello en las mejillas y labio superior.
Tras una ligera inspección general del
grupo, tuve ojos para una sola persona: una niña grácil de unos catorce años y
de lejos la más joven del grupo. Su descripción puede dar una idea -una pobre
idea- de los rostros y apariencia general de estas extrañas gentes con quienes
había tropezado. Su vestido, si es que algo tan breve puede ser llamado así,
lucía un modelo estampado gris azulado sobre un fondo color paja, mientras que
sus medias eran de tintes más oscuros, pero de los mismos colores. Sus ojos, a
la distancia que yo estaba, parecían negros o casi negros, pero vistos de
cerca ellos demostraban ser verdes, de un hermoso, puro, tierno, color verde
mar. También descubrí que los otros tenían ojos del mismo tono. Su cabello
les caía sobre los hombros muy ondeado o enrulado y se diría que pequeños rizos
como zarcillos caían sobre su nuca, frente y mejillas. El color era dorado,
dorado-oscuro, esto es, de reflejos solares, cada cabello se transformaba en
una hebra de oro rojizo y en ciertos momentos parecía del negro del cuervo,
salpicado por polvo dorado. En cuanto a sus facciones su frente era más ancha y
baja; su nariz más larga y sus labios más finos que el de los tipos de las
mujeres más hermosas. Su color también era distinto, sus labios delicadamente
moldeados de un color rojo púrpura en vez del rojo guinda o tono coral; a su
vez su cutis era de un claro tono mate y el color que tenían sus mejillas en
los momentos de excitación era apagado u opaco más que rosado subido.
La forma y el rostro
exquisitos de esta joven me produjeron, desde el instante en que la vi, una
profunda impresión y continué observándola en cada movimiento y gesto con un
interés profundo y apasionado.
Ella tenía un manojo de
flores entre sus manos; observé que estos dulces emblemas eran todos de alegres
colores, lo que me pareció extraño, pues en la mayoría de los lugares, en las
ceremonias fúnebres se usan las flores blancas. Algunos de los hombres que
habían seguido al cuerpo yacente llevaban en sus anchas manos palas
triangulares de bronce con mangos negros cortos, dejándolas caer sobre el pasto
cuando llegaron junto a la sepultura. En seguida el anciano se agachó y corrió
el manto que cubría la cara del muerto: rígido, tenía la blancura del mármol en
medio de una cabellera negra y suelta. Todos le rodearon y unos de rodillas y
otros parados se inclinaron reverentes y lo contemplaron fija y respetuosamente
corno dando su eterna despedida a quien habían amado profundamente. En ese
momento la hermosa doncella que describí cayó repentinamente de rodillas,
sollozando ante el cadáver e inclinándose le besó la cara con dolorosa pasión.
-¡Oh, mi amado, debemos
ahora dejarte solo para siempre!, exclamó mientras la sacudían los sollozos.
Oh!, mi amor, mi amor, no volverás a nosotros nunca más!
Todos parecían muy
emocionados ante su dolor y al instante un hombre joven que estaba cerca la
levantó del suelo y la llevó suavemente a su lado, donde por unos minutos
continuó su llanto convulsivo. Algunos de los otros hombres de inmediato
pasaron sogas por las manijas de la cobija de paja sobre la cual descansaba el
cuerpo y sacándolo de la plataforma lo bajaron a la fosa. Cada persona por
turno avanzó y dejó caer unas flores mientras murmuraban su ¡adiós! Luego la
tierra suelta, por medio de los implementos de bronce, lo fue cubriendo. Sobre
el montículo donde la cobija había descansado, ramas secas y haces de leña
amontonadas fueron encendidas con un carbón ardiendo. Humo blanco y crepitar de
las llamas era lo que salía de la pira ardiente.
Agrupados en rededor todos
esperaron en silencio hasta que el fuego se extinguiese; entonces el anciano se
adelantó y extendiendo sus brazos sobre las blancas y humeantes cenizas dijo
en alta voz:
-Adiós para siempre, oh
hijo bienamado!, con hondo pesar y lágrimas te hemos devuelto a la tierra, pero
hasta tanto ella no haya permitido crecer los dulces pastos y las flores en
este lugar chamuscado y arrasado por el fuego, hasta entonces no cerrará la
herida en nuestros corazones, ni olvidaremos nuestra pena.
CAPITULO II
El tono agudo y patético con que estas palabras
fueron pronunciadas no me afectaron poco y al finalizar la ceremonia seguía
mirando atónito al orador, ignorando que la joven tenía sus ojos agrandados por
el asombro, al contemplar con fijeza al arbusto, que, vanamente, había creído
me ocultaba.
De repente, exclamó:
-¡Oh, padre! observe allí ¿quién es ese hombre de extraña
presencia que nos mira tras los arbustos?
Todos se volvieron y sentí catorce o quince pares de
ojos que con mirada aguda se fijaban en mí, pues, debido a mi curiosidad y
excitación, me había movido desde el ramaje espeso para colocarme tras un
arbustillo endeble, casi sin hojas, el cual no ofrecía la menor ayuda de
protección u ocultamiento.
Procurando asumir la situación con coraje, aun
cuando no me sentía cómodo, me adelanté y avanzando hacia ellos, y quitándome
al mismo tiempo mi viejo y castigado sombrero reverencié con inclinaciones a
la reunión congregada.
Mi saludo cortés no halló respuesta, pero todos, con
creciente curiosidad reflejada en sus rostros, seguían mirándome tal como si
contemplasen una grotesca aparición. Tras pensar que lo mejor sería ofrecer de
inmediato una explicación acerca de quién era y además procurar disculparme
por mi intromisión en sus misterios, me dirigí al anciano.
-Realmente me disculpo por
haberles molestado en un momento tan poco propicio, comprometidos en estos...
estos ritos solemnes, pero les aseguro que ha sido casi accidental.
Casualmente venía andando hacia aquí cuando los vi avanzar y juzgué lo mejor
hacerme a un lado hasta que... bueno, hasta que el funeral terminase. El hecho
es que tuve un serio accidente en la montaña, por allá. Me caí en un foso y una
gran cantidad de tierra y piedras cayeron sobre mi y me aturdieron. No sé
cuánto tiempo he permanecido inconsciente. Me atrevería a decir que estoy
abusando de su paciencia; pero soy un extraño aquí y estoy perdido y quizá un
tanto confundido a causa del golpe y a lo mejor, usted, gentilmente me querrá
decir a dónde puedo dirigirme para tomar un refrigerio y poder averiguar
dónde estoy.
- Su historia es muy extraña - dijo el anciano. Que
usted es un extraño aquí es evidente dada su apariencia y su vestir
extravagante, además de su rara manera de hablar y articular las palabras.
Sus palabras me hicieron enrojecer aun cuando sus
consideraciones tan personales no me habrían molestado si esa bella joven no
hubiera estado ahí escuchando todo. Mi rústica vestimenta, dicho sea de paso
confeccionada por un buen sastre de West End, me caía perfectamente aun cuando
al momento estuviese, por supuesto, muy sucia. También fue una sorpresa
escuchar que mi habla era incorrecta dado que siempre había sido considerado
un conversador avezado y buen cantante y había, además, con frecuencia
cantado y recitado en público. Tras un enervante intervalo de silencio, durante
el cual todos me miraban con no disimulada curiosidad, el anciano condescendió
a dirigirme nuevamente la palabra y me preguntó mi nombre y mi nacionalidad.
-
Mi país, dije, con natural orgullo de británico, es Inglaterra y mi nombre es
Smith.
-
No conozco tal país, replicó, y jamás he oído un nombre como el suyo.
Estaba
bastante contrariado con sus palabras y de modo alguno tuve en cuenta su total
significado. Sólo pensaba en mi nombre, pues, sin haber penetrado en un
territorio totalmente salvaje, había corrido bastante mundo en relación a mi
mocedad, y había visitado las colonias, India, Yokohama y otros lugares
distantes y nunca había escuchado que Smith no fuese un nombre común.
-
Casi no sé qué responderle, dije, pues evidentemente estaba esperando que yo
agregase algo a lo que había dicho. Realmente me asombra un tanto oir que mi
nombre no resulte algo familiar, claro, no sabrán de mí, pero ha habido un alto
número de hombres famosos con el mismo nombre: Sidney Smith, por ejemplo, y
varios otros.
Me
mortificaba comprobar que había olvidado otros distinguidos Smith.
El
movió la cabeza y siguió fijando su vista en mi rostro.
-¡No
haber oído acerca de ellos!, exclamé. Bien, supongo que tendrá noticias de
algunos eminentes ciudadanos: Beaconsfield, Cladstone, Darwin, Burne, Iones,
Ruskin, la reina Victoria, Herbert Spencer, el general Gordon, Lord Randolph
Churchill...
Como
siguiese moviendo la cabeza, tras cada nombre, al fin me callé.
-¿Quiénes
son esas personas que ha nombrado?, - inquirió.
-Todos
son grandes hombres y mujeres capaces que tienen reputación universal,
respondí.
-¿Y
no hay más de ellos? Me ha dado el nombre de todos los grandes que ha conocido
o tenido referencia, dijo con una extrema sonrisa.
-
No por cierto, respondí, algo molesto por sus palabras y por su intención. Me
llevaría hasta mañana el nombrar a todos los grandes que he oído mencionar.
Creo que habrá oído nombrar a Napoleón, Wellington, Nelson, Dante, Lutero,
Calvino, Bismarck, Voltaire.
Volvió
a mover su cabeza.
-Acaso,
proseguí, a Homero, Sócrates, Alejandro el Grande, Confucio, Zoroastro, Platón,
Shakespeare... y, ya, con creciente desesperación agregué - Noé, Moisés, Colón,
Adán y Eva!
-
Estoy casi seguro no haber escuchado nunca esos nombres, dijo, siempre con esa
su particular sonrisa. No obstante puedo entender su sorpresa. Veces hay en
que la mente, debido a un incorrecto funcionamiento de sus facultades, parece
tener una visión inadecuada por su modo de juzgar, al recordar las cosas que
están cercanas como grandes e importantes y, en cambio, las distantes como menos
importantes, según su grado de lejanía. En tal caso, los seres de quienes uno
habla o a quienes asocia se tornan los más grandes e ilustrados del mundo y
todos los hombres en todos los sitios esperan ser conocidos por sus nombres.
Pero, sigamos, hijos míos; nuestra penosa tarea ha terminado, retornemos a la
casa. Venga con nosotros Smith; usted tendrá el refrigerio que necesita.
Me
sentí, por supuesto, halagado por la invitación, pero no me sabía bien el ser
llamado simplemente Smith, como cualquier obrero o persona vulgar que anduviese
vagabundeando por el campo.
Es
natural que el largo y desconcertante escudriñamiento a que había sido
sometido me había hecho sentir incómodo e hizo que me quedase un poco rezagado
al encaminarse todos hacia la casa.
El
anciano, empero, permanecía a mi lado, no estaba seguro si por razones de
cortesía o porque deseaba investigar otro poco acerca de mi tosca apariencia y
defectuoso intelecto. Yo no sentía deseos de seguir la conversación que no
había resultado muy satisfactoria; además, la bella joven que ya he mencionado
marchaba delante, de la mano del joven que la había alzado del suelo. Estaba absorto
admirando su grácil figura, y, ¿se me perdonará por mencionar este detalle?,
sus exquisitamente bien torneadas piernas luciendo bajo su bellísima y ligera
vestidura. A mi parecer eran lo suficientemente largas. Cada vez que hablé,
pues mi acompañante continuaba la conversación y estaba obligado a responder,
ella se demoraba un poco para no perder mis palabras y en esos momentos
también volvía ligeramente su bonito rostro como para verme. Entonces su mirada
comenzaba por mi cara y seguía hasta mis piernas, y sus labios se fruncían y
dibujaban un mohín de disgusto y asombro al mismo tiempo. Ya comenzaba a
odiar mis piernas o mejor, mis pantalones, pues creía que bajo ellos tenía un
tan buen par de pantorrillas como cualquiera de los hombres de la reunión.
Procuré
pensar en algo que decir, algo muy sencillo que mi anciano y dignísimo amigo
pudiese responder sin insinuar que me considerara un salvaje de los montes o
un loco suelto.
-
Puede decirme cuál es el nombre, inquirí cortesmente, del pueblo o ciudad más
cercanos; ¿a qué distancia está y cómo se llega allí?
Ante
esta pregunta o serie de preguntas, la joven se volvió casi enfrentándome y
aguardó hasta que estuviera casi a su lado; luego siguió su marcha junto a mí,
siempre de la mano de su compañero.
El
anciano miró, esbozando una sonrisa grave y con esa sonrisa que ya se me estaba
tornando intolerable, dijo:
-¿Es
usted tan afecto a la miel, Smith? Tendrá cuanta necesita sin molestar a las
abejas? Ellas ahora están aprovechando esta segunda primavera para reunir una
provisión adecuada para el invierno.
Tras
sopesar por unos momentos esas enigmáticas palabras, respondí:
-
Me atrevo a decirle que nuevamente no nos entendemos. Yo quiero decir, -agregué
con apresuramiento al observar su gesto, que nosotros no nos comprendemos,
pues el tema de la miel no ha estado en mis pensamientos.
-¿Qué
es lo que quiere decir al referirse a una ciudad?
-¿Qué
es lo que quiero significar? Pues, una ciudad, a mi entender, es más que una
reunión o cúmulo de casas, cientos y miles o cientos de miles, todas
construidas una cerca de la otra, en las cuales uno puede vivir confortablemente
por años, sin ver una brizna de hierba.
-Temo,
respondió, que el accidente que ha tenido en las montañas deba haberle causado
algún daño en su cerebro; sólo así puedo tener en cuenta sus extrañas divagaciones.
-¿Quiere
seriamente decirme, señor, que nunca ha oído acerca de la existencia de una
ciudad donde millones de seres humanos viven abigarradamente en poco espacio?
Claro, digo poco espacio, en sentido figurado, pues en algunas de ellas
debería caminar un día antes de llegar a los campos y una ciudad como esa
podría ser comparada con un colmenar tan inmenso que la abeja podría volar en
línea recta un día entero sin salir de él.
Tuve
la impresión al concluir de hablar que esa comparación no había sido del todo
feliz; mas, no me pidió ninguna aclaración: había simplemente dejado de
prestar atención a lo que decía. La joven me contempló con piedad, por no
decir con compasión y me sentí avergonzado y enojado. Esto sirvió para
volverme terco y volví sobre el tema.
-¿Es
seguro que no ha oído hablar de ciudades como París, Viena, Roma, Atenas,
Babilonia, Jerusalen...?
Negó
con la cabeza y siguió avanzando, silencioso.
- ... ¿Y Londres, la capital de Inglaterra?
¡Pero, exclamé, pues empezaba a aclararse el panorama y me sorprendo no
haberlo reflexionado antes, si usted habla inglés!
-Yo
no alcanzo a comprender lo que dice y me inclino por dudar que sea capaz de
razonar (y su decir fue algo irritado). Me dirijo a usted en la lengua de los
seres humanos. Eso es todo.
-Esto
es desesperadamente confuso, pero anhelo que no piense que haya estado
incurriendo... bueno, en embustes.
Al
advertir que no aclaraba nada, agregué:
-
Quiero significar que no he estado diciendo mentiras.
-
No podría pensar eso - y su voz era severa; sería sólo una mente confundida la
que pudiese equivocarse y tomar meros desórdenes de la fantasía por ofensas
intencionadas contra la verdad. No tengo dudas de que cuando se recobre de los
efectos de su reciente accidente estos fantasiosos pensamientos e
imaginaciones dejarán de molestarlo.
-Y mientras tanto, quizá sea mejor que
diga lo menos posible, dije con bastante mal humor. Por el momento, no
parecemos capaces de entendernos en absoluto.
-
Tiene razón. Así es, agregó, siempre con su grave sonrisa, aunque debo admitir
que su último aserto es casi inteligible.
- Eso me alegra, respondí. Es
terrible hablar y no ser entendido; es como seres llamándose en medio de un fuerte viento; escuchan sus voces
pero no pueden captar las palabras.
-
Nuevamente lo he comprendido. Su tono fue de aprobación y la bella joven me
dirigió, en recompensa, una sonrisa de la cual había desaparecido la piedad o
conmiseración.
Decidido
a seguir con esa línea de ideas con las que había repentinamente tropezado,
continué:
-
Creo que no estamos finalmente tan distantes. En algunas cosas estamos
alejados como las ramas divergentes de un árbol, pero, como las ramas, tenemos
puntos de convergencia y esos están, quiero pensarlo, en el lugar de nuestro
ser donde están nuestros sentimientos. Mi accidente en las sierras no ha
desequilibrado eso en mí. Estoy seguro de ello y puedo darle un ejemplo. Hace
apenas un rato, cuando permanecía oculto por el follaje, observándolos a
todos, vi a esta joven. (Aquí hubo una mirada sorprendida e interrogante de la
muchacha; parecía advertirme que otra vez me estaba poniendo en dificultades).
Un tanto entretenido por su gesto, continué:
-
Cuando la vi a usted arrojarse al suelo para besar el frío rostro del
bienamado, sentí lágrimas de simpatía inundando mis ojos.
-10h,
qué extraño!, musitó, fijando en mí sus ojos verdes y misteriosos, y entonces
para mi asombro y deleite puso deliberadamente su mano en la mía.
- Empero no es extraño, dijo el
anciano a modo de comentario de esas palabras.
-
Le pareció extraño a Yoleta que alguien aparentemente tan distinto a nosotros
se pareciese tanto en lo afectivo, terció el joven a su lado.
Algo
hubo en ese diálogo que no llegó a agradarme aun cuando no hubiese podido
detectar ni asomo de sarcasmo en él. La bella joven continuó:
-Y
eso que nunca lo vio con vida; nunca escuchó su dulce voz que aún parece
llegarme desde la distancia.
-¿Era
él su padre? La pregunta pareció sorprenderla profundamente.
-El
es nuestro padre. Tal fue la rápida respuesta, mirando al anciano, que parecía
ajeno, pero que verdaderamente aparentaba tener una edad que le permitiría ser
su abuelo.
El
sonrió y dijo:
-¿Olvidas,
hija, que yo soy tan poco conocido al extranjero en nuestro país como lo son
los grandes e ilustres personajes que él nos ha nombrado?
Ya
en este momento comencé a perder interés en la conversación. Me resultaba
suficiente el retener en la mía su preciosa mano y al instante me sentí tentado
de presionarla levemente. Me miró y sonrió; luego paseó su mirada por toda mi
persona; la inspección detenida en mis botas parecía haber ejercido sobre ella
una fascinación desagradable. Se estremeció y retiró su mano de la mía. Desde
el fondo de mi ser maldije esas rústicas monstruosidades de gruesas suelas, en
las cuales mis pies estaban encerrados. Pese a ello, estábamos todos mejor
ubicados y resolví evitar en el futuro los peligrosos temas históricos y
geográficos y limitarme a lo relacionado con las emociones y sentimientos de
nuestro ser.
El
tramo final de nuestra marcha hacia la casa fue sobre un verde césped, entre
grandes árboles como en un parque; y no habiendo ni camino ni huella tuvimos,
cuando salimos de entre la arboleda, la primera vista de la construcción, desde
cerca: no había jardines, césped ni cercas a su alrededor. Era como un páramo y
la casa producía el efecto de una noble ruina. Era una región de serranías
pedregosas donde montones de piedras emergían aquí o allá entre los montes y en
las verdes laderas. Es así que la casa parecía haber sido levantada en lo alto
de las riberas del río que corría por su fondo. La piedra era gris, teñida de
rojo y toda la roca que cubría más o menos cuarenta áreas había sido desgastada
o cortada para formar una vasta plataforma que estaba más de tres metros y
medio sobre el nivel verde circundante. Las empinadas y resbaladizas laderas de
la plataforma estaban recubiertas por hiedra, arbustos salvajes y variadas
plantas en flor. Escalones bajos y anchos conducían a la casa que era toda de
ese mismo material, piedra gris-rojiza; su entrada principal estaba debajo de
un amplio pórtico, cuya cornisa esculpida era sostenida por diez y seis
enormes cariátides colocadas sobre macizos pedestales circulares. La construcción
no era alta como un castillo o una catedral; era una casa de habitación de una
sola planta y ante mis ojos aparecía como una ruina a causa de su aparente
antigüedad, el desgaste del tiempo, y lo voluminoso de sus esculpidas
superficies y los macizos de vieja hiedra cubriéndolo en algunas partes.
Sobre
la parte central de la construcción se apoyaba un gran techo en forma de cúpula
semejando ser de vidrio molido, de un suave tinte rojizo lo que producía el
efecto de una nube que se posaba sobre la pedregosa cresta de la sierra.
Permanecí
parado sobre el césped a unos veinticinco metros de los primeros escalones,
una vez que todos hubieran entrado, todos menos el anciano que permanecía a mi
lado. Poco después, retrocediendo hasta un banco de piedra bajo un roble, me
instó a sentarme junto a él. Nada dijo, pero parecía gozar mi no disimulada
sorpresa y admiración.
-¡Una
noble mansión!
Esa fue, finalmente, mi exclamación hecha a
mi venerable anfitrión, sintiendo como inglés un repentino y fuerte respeto
hacia el dueño de una gran mansión. Hombres de tal posición pueden permitirse
ser tan excéntricos como quieran, ya sea el cubrirse con vestimenta carnavalesca,
de enterrar a sus parientes y amigos en un parque y sacudir sus cabezas ante
nombres como Smith o Shakespeare.
-¡Un
lugar glorioso! Debe de haber costado una carrada de dinero y llevado largo
tiempo en su construcción, dije.
-¿Qué
quiere decir por una carrada de dinero? No entiendo,
dijo, y ya me hace sentir muy confundido cuando aún agrega: un largo
tiempo para su construcción. Pues, ¿no son todas las casas, como
los árboles de los bosques, la raza humana, el mundo en que vivimos, eternos?
Comencé
a temer el haber vuelto a quebrar, desdichadamente, lo que me había impuesto
en mi propio bien.
-Sí,
son eternas, lo son, supongo, en cierto sentido, Mas, los árboles del bosque,
con los cuales se compara la casa, nacen de semillas, ¿no es así?, y, por lo
tanto, tienen un comienzo y un fin; tal como los hombres, mueren y regresan a
la tierra.
-Eso
es cierto, es más bien una verdad que no es la primera vez que escucho, pero no
tiene ninguna relación con el tema que discutimos. Los hombres pasan y otros
ocupan sus lugares; los árboles también se deterioran, pero el bosque no muere
ni sufre las pérdidas individuales de los árboles. ¿No es acaso lo mismo con la
casa y la familia que la habita que forman una unidad y se sostienen para
siempre aunque sus componentes deberán, todos a su tiempo, convertirse en
polvo?
-¿No
hay, entonces, decadencia de los materiales que componen la casa?, pregunté.
-
Por supuesto que sí. Aun la piedra más dura sufre el desgaste a causa de los
elementos, o por las pisadas de muchas generaciones de hombres; pero la piedra
desgastada se remueve y la casa no sufre. Fue su rápida respuesta.
Jamás
juzgué las cosas desde ese punto de vista. Pero lo cierto es que podemos
edificar una casa cuando quiera que lo deseemos.
-¡Construir
una casa cuando quiera que lo deseemos! Ya había en su rostro esa mirada de
asombro que amenazaba en convertirse en su expresión permanente mientras
tuviese que conversar conmigo sobre cualquier tema.
-
Sí, o demoler otra si la hallamos inadecuada. Pero su expresión de horror me
obligó a callar y para acabar la oración de alguna manera agregué: ¿Por
descontado, no admite que una casa ha tenido un origen, un comienzo?
-
Sí, al igual que el bosque, la montaña, la raza humana, el propio mundo. El origen
de todas estas cosas está cubierto por la niebla del tiempo.
-
No ocurre nunca que una casa, en cierta forma sólidamente construida...
-¿De
cierta forma qué? Bueno, no importa, usted insiste en hablar con jeroglíficos.
Por favor, termine lo que estaba diciendo.
-¿Jamás
ocurre que una casa sea derruida por alguna fuerza natural: inundaciones,
hundimientos de tierra o que la destruyan los rayos o el fuego?
-¡No!
Su
respuesta me llegó subrayada por tal énfasis que casi me sacó de mi asiento.
-¿Es
usted tan ignorante de estas cosas que habla de edificar o demoler una casa?
-
Bien, yo creía saber bastante acerca de estas cosas, suspiré; pero quizá
estuviese equivocado. La gente con frecuencia lo está. Quisiera oirle decir
algo más acerca de estas cosas, acerca de la casa, la familia y todo lo demás.
-¿Entonces,
no puede usted leer, no le han enseñado absolutamente nada?
-¡Oh,
sí!, ciertamente, puedo leer, respondí alegremente ante la creencia que se me
habría de abrir el camino para escapar de las dificultades. No soy en absoluto
una persona estudiosa, quizá cuando me sienta más feliz sea cuando no tengo
nada para leer. No obstante ocasionalmente miro los libros y aprecio mucho su
modo gentil y bondadoso. Ellos nunca se cierran con un golpe, ni se arrojan
contra nuestras cabezas por una nimiedad; y parecen silenciosamente
agradecidos por ser leídos, aun por una persona estúpida, y pacientemente
enseñan como una joven bonita de espíritu sumiso.
- Estoy
muy feliz de escucharlo. Usted aprenderá todas estas cosas solo, lo cual
es el mejor método. O quizá yo debiera decir que por la lectura los volverá a
su mente, pues es imposible creer que siempre haya estado en una condición tan
lamentable como ahora. Sólo puedo atribuir la misma, con sus desbordadas fantasías
acerca de las ciudades o de los inmensos colmenares de seres humanos y otras
cosas igualmente espantosas de ser contempladas y su absoluto desconocimiento
de temas comunes del saber, al grave accidente que ha tenido en las sierras. Es
indudable que al caer su cabeza ha sido golpeada por una piedra. Hemos de
desear que habrá de mejorarse pronto y que recobre el uso de su memoria y sus
facultades. Pero ahora nos resarciremos en el comedor, pues es mejor reponer
el cuerpo primero y la mente luego.
CAPITULO III
Ascendimos los escalones y accedimos, pasando
por el pórtico a una sala, por lo que parecía un pasaje sin puertas. Más tarde,
descubrí que no era así; las puertas, y había varias, eran algunas de cristales
coloreados, otras de algún otro material, estaban simplemente engastadas en
receptáculos dentro de la pared que tenía un grosor de casi un metro y medio.
La sala era lo más señorial que hubiese visto; tenía un hogar de piedra y
bronce de unos seis metros de largo o más, a un costado, y en el otro varias
altas arcadas con puertas. Los espacios entre las puertas estaban cubiertos por
esculturas; el material era piedra gris-azulada combinado o con incrustaciones
de un metal amarillo con lo que brindaba un aspecto de indescriptible riqueza.
Su piso estaba recubierto de mosaicos de muchos colores oscuros, pero sin una
forma definida, y el techo cóncavo era de un rojo subido. Aunque bello,
resultaba un tanto sombrío, pues la luz era muy suave. En realidad, así fue
como me impresionó al entrar desde afuera, donde brillaba el sol. Tampoco
había sido yo el único en experimentar esa sensación. Tan pronto como estuvimos
ahí, el anciano, quitándose su gorro y pasando sus dedos delgados por sus
blancos cabellos, miró alrededor y dirigiéndose a algunos de los que estaban
trayendo pequeñas mesas redondas y colocándolas alrededor del salón, dijo:
- No. No, esta noche sentémonos ahí donde se
pueda ver el cielo.
Las mesas fueron retiradas de inmediato.
Algunos de los que estaban en el salón y de los que llevaban las mesas no
habían participado del funeral y estaban asombrados al verme. No clavaban su
mirada en mí, pero, por supuesto, veía sus expresiones y advertía que quienes
ya me habían conocido junto al sepulcro procuraban de manera secreta explicarles
mi presencia. Esto me producía una sensación de desazón y sentí alivio cuando
comenzaron a salir.
Uno de los hombres que había ayudado a
transportar el cuerpo yacente estaba sentado cerca de mí y volviéndose me
dijo:
- Usted ha estado mucho tiempo al aire libre
y probablemente sienta como nosotros el cambio.
Asentí, él se levantó y se dirigió al otro
extremo de la sala donde había una gran puerta enfrentando aquella por la cual
habíamos entrado. Desde el lugar donde yo estaba -distante quizá unos catorce
metros-, esa puerta parecía ser de pizarra lustrada de un tono gris oscuro, su
superficie ornamentada con grandes hojas de castaño, de bronce, o cobre o de
ambos, pues tenían reflejos distintos desde el amarillo brillante al más
profundo rojo cobrizo. Era una puerta de doble hoja con manijas de ágata, y
presionando sobre una de ellas, y luego sobre la otra las corrió lateralmente,
dentro de la pared, y entonces se me reveló una nueva belleza, pues, súbitamente,
tuve una visión celestial. El sol, el viento, la nube, la lluvia habían,
evidentemente, inspirado al artista que realizara ese trabajo; mas, al
momento, no logré captar las figuras simbólicas que aparecían en el cuadro. En
la parte inferior, con dorada oscura cabellera suelta y ropaje color ámbar
flotando al viento, se erguía en lo alto de una roca gris una grácil figura
femenina; sobre la roca, y a la altura de sus rodillas, se inclinaban las
leves ramas de algunas matas de la montaña a las cuales el fuerte viento
doblegaba sobre sus restantes hojas amarillentas, arrancándolas y
llevándoselas. Ceñía la cabeza de la mujer una guirnalda de hojas de muérdago y
ella tenía fija su vista en la distancia, con rostro expectante elevando sus
brazos en un gesto de imploración o como aguardando algún don precioso del
cielo. En lo alto, contra el sombrío gris pizarra, cuatro exquisitas formas
juveniles aparecían con sus cabellos sueltos, drapeados gris plata y alas de
gasa como la cachipolla, volando en busca de la nube. Cada una llevaba flores
con forma de lirios entre sus vestidos que sostenían con la mano izquierda; la
una con lirios rojos, la otra, amarillos, la tercera, violetas, y la última,
azules; y las alas transparentes y los drapeados de cada una también tenían el
suave tinte de las flores que llevaban. Mirando hacia atrás, todas, con su mano
libre arrojaban lirios a la figura erecta.
Este hermoso ventanal le daba a todo el lugar
un especial encanto, al tiempo que el sol que se filtraba a través de él servía
para revelar otras bellezas que aún no había observado. Rápidamente retuvo mi
atención una pieza estatuaria colocada sobre el piso a cierta distancia de
donde yo me hallaba, por lo cual me acerqué. Era una estatua de más o menos un
tercio del tamaño humano, de una joven sentada sobre un toro blanco con cuernos
de oro. Tenía una figura grácil y de hermoso porte; sus pies, brazos y rostro
eran de alabastro, con las carnes de un tinte de color más suave que el
natural. En sus brazos, anchas pulseras de oro, y su túnica, larga y vaporosa,
era azul, bordada con flores amarillas. Un instrumento de cuerda descansaba
sobre su rodilla y figuraba estar tocando y cantando. El toro, con cuernos
cortados, semejaba caminar; sobre su pecho, colgaba una guirnalda de flores,
entremezcladas con amarillas espigas de maíz, roble, hiedra y otras hojas
variadas verdes y doradas y bellotas y rojas bayas; la guirnalda y el vestido
azul estaban realizados en lapislázuli y variadas piedras preciosas.
-¡Ajá! mi bella fenicia, te conozco bien,
pensé exultante, aun cuando nunca te vi con un arma en la mano, pero, ¿no
estabas tú cortando flores, oh bella hija de Agenor, cuando la bestia
celestial, ese enmascarado dios, se puso aviesamente en tu camino para ser
admirado y acariciado, hasta que tú, ingenuamente subiste a su anca? Eso
explica la guirnalda, ya tendré algo que decir acerca de esta beldad a mi
sabihondo y elevado anfitrión.
La estatua descansaba sobre un pedestal
octogonal de piedra muy pulida color gris pizarra y en cada una de sus ocho
caras había un dibujo en el cual aparecía una figura humana. Bien, tras admirar
la estatua propiamente dicha caí en la contemplación de uno de esos cuadros,
con un vehemente interés, pues era el retrato de la bella Yoleta. El mismo
representaba un paisaje de invierno, sin nieve, pero con una cruda helada; los
árboles distantes, arropados por húmeda escarcha como si fuese un emplumado
follaje, aparecían neblinosos contra el blancuzco y azulado cielo invernal.
Hacia el frente sobre el pálido césped helado, ella permanecía de pie con un
vestido marrón oscuro con bordados de plata y un gorro rojo oscuro calzado
sobre su cabeza. Próximo a ella se inclinaban las tiernas ramitas terminales
de un árbol centelleando con la escarcha y el carámbano; posados sobre las
ramas había varios pájaros blancos como la nieve. saltando y revoloteando hacia
su mano extendida mientras que ella, sonrosada y los labios entreabiertos con
una sonrisa alegre y gozosa, los admiraba.
Al tiempo que yo estaba detenido admirando la
hermosa obra, el joven al que ya mencioné y quien había levantado a Yoleta del
suelo cuando estaba junto al muerto, se acercó y sonriendo indicó:
-¿Ha notado el parecido?
- Sí, en efecto, está como si estuviera viva,
respondí.
- Este no es el retrato de Yoleta, aun cuando
se le parezca, y como yo le mirara con incredulidad él me indicó unos
caracteres debajo del retrato:
-¿No ve el nombre y la fecha?
Me di cuenta que no podía leer las palabras y
arriesgué una observación; quizá fuese la madre de Yoleta.
-
Este retrato ha sido pintado hace centurias, dijo con sorprendido acento y
luego se volvió, creyéndome, sin duda, ignorante y lerdo.
No quería que se fuese con esa impresión y
subrayé señalando esa estatua ya descrita:
- Creo que sé muy bien quién es, es Europa.
-¿Europa? Ese es un nombre que nunca escuché
y dudo que nadie en la casa jamás lo haya ....... No; es Mistrelde. Entonces,
con una sonrisa medio confundido, agregó:
-¿Cómo podría saberlo si no se lo han dicho?
Esa es Mistrelde. Era regularmente la costumbre de la casa que la Madre
cabalgase un toro blanco para la fiesta de la cosecha. Mistrelde fue la última
en observarla.
-¡Oh, ya veo!, fue mi compungida respuesta,
aun cuando no entendía nada. La manera tan indiferente con que él hablaba de
centurias con referencia a este cuadro brillante y de tan fresca pintura,
realmente me desconcertaba.
Seguidamente, condescendió a agregar algo
más, refiriéndose a las marcas o caracteres que yo no podía leer agregó:
- Usted ha leído el nombre de Yoleta aquí y
eso y su parecido lo confundieron. Tiene que saber que siempre ha habido una
Yoleta en esta casa. Esta era la hija de Mistrelde, la madre, quien murió joven
y dejó ocho hijos; cuando se hizo esta obra, los retratos fueron colocados en
las ocho caras del pedestal.
- Gracias por informarme, dije, pero dudando
si lo dicho seria toda la verdad o sólo un fantástico relato.
Luego me instó a seguirlo y dejamos la
habitación donde se había decidido que no se serviría la cena.
CAPITULO
IV
Llegamos a una amplia terraza abierta por tres
lados con su techo sostenido por finas columnas. Estábamos ahora en el
contrafrente, de cara al río, que no distaba más de un par de cientos de
metros. El suelo caía aquí en rápido declive hasta la ribera y tal como la del
frente, era un páramo con rocas y parches de altos helechos y matas de espinas
y zarzas con pocos árboles de gran tamaño. Tampoco faltaban entre el verdor de
ese parque los animales salvajes y aves acuáticas que se entretenían salpicando
y golpeando sobre la superficie, lanzando gritos agudos.
La gente de la casa estaba ya ubicada, parada
o sentada junto a las pequeñas mesas, y había un vivaz murmullo de la
conversación que cesó a mi ingreso; entonces aquellos que estaban sentados se
pusieron de pie y todos fijaron su vista en mí, cosa bastante desconcertante.
El anciano, parado en medio de la gente, me
dirigió una larga mirada escudriñadora; parecía estar esperando que yo hablase
y al ver que permanecía en silencio, finalmente se dirigió a mí con solemnidad:
-Smith, me dijo y el trato me agradó, el
encuentro de hoy ha sido para mí y para todos una muy rara experiencia. Lo que
casi nunca pensé fue que un extranjero me aguardara y que antes que comparta
nuestro pan en esta casa donde ha hallado albergue tuviese que anunciarle que
ahora está en La Casa.
-Sí, sé que lo estoy, dije, y agregué: -Estoy
seguro de ello, señor, y le agradezco su bondad al haberme traído aquí.
El había esperado, quizá, que dijese algo
más, o algo totalmente distinto, mientras continuaba inmóvil con sus ojos clavados
en mí. Luego, con un suspiro y mirando a su alrededor dijo con tono de
desaprobación:
- Mis hijos, comencemos y por ahora dejemos
de lado este asunto que nos ha trastornado.
Me condujo basta un asiento a su mesa; ahí me
sentí contento, pues se encontraba también la bella Yoleta.
No soy nada escrupuloso en cuanto a comida se
refiere, me acompañan tanto el buen apetito como la buena digestión de manera
que puedo engullir (para usar una vieja palabra inglesa) hasta estar
satisfecho. En este caso especial, con o sin una belleza compartiendo la mesa,
yo habría podido comer entrañas, la cosa más abominable inventada por salvajes
antropófagos, pues estaba desesperado de hambre. Fue para mí un profundo desencanto
cuando sólo se me sirvió algo tan poco sustancioso como un plato de un menjurje
de apariencia crujiente de un color blanco-verdoso parecido a la escarola, y me
fuera ofrecido por unas llamativas muchachas.
Estaba frío y tenía un sabor amargo, pese a
ello mi hambre me obligó a comer hasta la última hoja verde; fue entonces
cuando comencé a dudar si sería correcto pedir más; para gran alivio mío se
sucedieron otras fuentes más suculentas con diversos vegetales. También gustamos
unas bebidas agradables, realizadas, supongo, con jugo de frutas, pero el
delicioso estímulo alcohólico estaba ausente. También sirvieron frutas de
desconocido sabor y un preparado de nueces machacadas con miel.
Permanecidos sentados a la mesa (a las mesas)
durante largo tiempo y la comida se matizó con la conversación; ahora todo
parecía tener un marco más alegre en nada de acuerdo con el melancólico motivo
que les había ocupado todo el día. Era, en realidad, una especie de cena y la
única gran comida del día; las otras comidas consistían en un desayuno y al
mediodía pan negro, un puñado de frutas secas y unos sorbos de leche.
Al terminar el refrigerio en cuyo transcurso
había estado tan ocupado en prestar atención a todo cuanto acontecía, observé
que una cantidad de pajaritos había entrado y estaban saltando ágilmente sobre
el piso y las mesas y aun posándose sin temor sobre las cabezas y los hombros
de todos y eran alimentados con migajas. Me parecieron gorriones o algo
parecido pero ninguno fue amistoso conmigo. Uno de esos pequeño seres, más
vivaz en sus movimientos, era enormemente parecido a mi viejo amigo el
petirrojo, sólo que su pecho tenía un color más vívido, casi anaranjado y sus
alas y cola estaban teñidos del mismo tono, lo que le daba una apariencia
distinguida. Otro pajarillo verde oliva, que yo primero confundí con un
pardillo verde, era aun más bonito; su garganta y pecho de un color más
delicado que el del anterior, cruzados por una raya negra aterciopelada; el
pájaro que más se parecía a un gorrión común era castaño con la garganta, alas
y cola parduzcos. Estos pensionistas, pequeños y lindos, evitaban
sistemáticamente mi vecindad aun cuando los tentase con migas y frutas; sólo
uno voló hasta mi mesa, pero tan pronto como hubiese llegado se alejó y salió
del lugar como si hubiese estado profundamente alarmado. En ese momento, mi
mirada se cruzó con la de la bella joven y al haber concluido de comer y estar
ansioso por unirme a la conversación, pues detesto estar sentado silencioso
cuando otros conversan, señalé que era extraño que el pajarillo me evitara tan
persistentemente.
-¡Oh no, no es en absoluto extraño, dijo la
joven, sonrojándose, con lo que me demostró que ella también lo había estado
observando. - Ellos, continuó, están asustados por su apariencia.
-
Realmente les debo parecer muy extraño. Y proseguí con mayor amargura al
recordar lo acontecido por la mañana. Es para mí una nueva y muy dolorosa experiencia
desplazarme de un lado a otro, asustando a hombres, hacienda y pájaros; sin
embargo, creo que es enteramente debido a las ropas que uso y a las botas.
Quisiera que alguien fuese tan amable que me sugiriese un remedio para este
estado de cosas, pues al momento, mi único anhelo es estar vestido de acuerdo a
la moda.
- Permítame interrumpirle por un momento,
dijo el anciano caballero, quien había estado escuchando atentamente mis
palabras. - Creíamos que estaba expresándose tan bien que es penoso que de
pronto se torne otra vez ininteligible.
¿Puede aclarar que quiso significar cuando dijo “vestido de acuerdo a la
moda?"
- Lo que quiero decir, es sencillamente que
deseo vestir como ustedes y verme libre de estas ropas grotescas. (Y confieso
que puse cierto énfasis en esa odiosa palabra).
El inclinó su cabeza.
Yo comencé a tomar coraje y entré audazmente
en tema, pues ahora que había cenado, aun cuando sin vino, me sentía invadido
de un gran anhelo por verme arropado con sus ricas y misteriosas ropas.
- Siendo así puedo preguntarle si depende de
su poder el proveerme de la vestimenta necesaria a fin de dejar de ser causa de
aversión y ofensa para todo ser o cosa, incluyéndome a mí mismo.
Se hizo un silencio largo y pesado, que quizá
no fuese inusitado si se ha de tener en cuenta la naturaleza del pedido, o que
me hubiese vuelto a equivocar, según parecía advertirse a las claras, en el suspenso
general y la expresión un tanto alarmada en el semblante del anciano.
Pese a ello mis razones eran buenas; había
expresado mi deseo en el sentido de lograr paz y tranquilidad, temiendo sí, que
si hubiese solicitado que se me indicase la tienda más próxima les hubiese
sobrevenido otro ataque de asombro.
Como el silencio se me hiciese insoportable,
al final me animé a agregar que temía no me hubiese captado bien.
- Quizá no, dijo, o más bien permítame
decirle que deseo no haberle comprendido. Y eso lo agregó con gran dignidad.
-¿Puedo explicar qué quiero significar? En mi
voz había gran desasosiego.
- Por supuesto que puede, - replicó con
dignidad; sólo que antes permítame formularle esta pregunta: ¿Nos pide que lo
proveamos de la vestimenta, es decir que se la demos como un obsequio?
-¡De ninguna manera! Al responder enrojecí de
vergüenza pensando que todos me tomaran por un pordiosero. Mi deseo es
obtenerlas de algún modo, de alguien, puesto que no me los puedo hacer por mí
mismo, pero también quiero dar, en retribución, su total valor.
No bien hube acabado cuando comencé a pensar
que había empeorado las cosas, pues aquí estaba yo, un invitado en la casa,
ofreciéndome a adquirir ropas de confección o a la medida, a mi anfitrión,
quien, por lo que podía juzgar, debía ser o pertenecer a la aristocracia de la
comarca. Mis temores, sin embargo, resultaron infundados.
- Me alegro escuchar su explicación, pues ha
borrado completamente la mala impresión causada por sus palabras anteriores.
¿Qué puede hacer en retribución por las ropas que está tan ansioso de poseer?
Y, además, déjeme decirle que apruebo muchísimo su deseo de escapar sin demora
de su presente envoltura. ¿Desea confinarse hasta la terminación de alguna
tarea en alguna rama especial: esculpir madera o piedra, o trabajar metal,
arcilla o cristal, o bien hacer o mezclar colores? ¿O es que tiene sólo
conocimientos generales acerca de varias artes lo que lo habilitaría para
ayudar a los más capaces en la preparación de los materiales?
- No, yo no soy un artista, repliqué,
sorprendido ante la pregunta; todo lo que puedo hacer es comprar las ropas y
pagarlas con dinero.
-¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué es el
dinero?
- Seguramente... Por suerte me callé a
tiempo, pues había estado por sugerirle que se estaba burlando de mí. Era
difícil creer que un hombre de sus años no supiese qué cosa era el dinero.
Además, no podía responderle desde que siempre había aborrecido los estudios de
economía política, que es donde se explica todo eso. Es así como nunca había
aprendido a definir qué era el dinero; sólo sabía cómo se gastaba. Pensé que la
mejor manera de salir del enredo sería mostrándoselo y al momento saqué mi
monedero grande de cuero del bolsillo interior; olía a viejo y mohoso como
todo lo que yo lucía, pero me pareció bastante pesado y lleno; procedí a
volcar su contenido sobre la mesa: once libras, tres medias coronas o florines;
ya no recuerdo cuáles fueron las que salieron rodando y además descubrí tres
billetes de cinco libras cada uno del Banco de Inglaterra.
- Seguramente, esto es muy poco para tener
conmigo (mientras esto decía me sentía profundamente decepcionado). Calculo
que he estado gastando a tontas y locas antes de... antes..., bueno, antes de
que fuese no sé qué, ni dónde, ni cuándo...
Se prestó muy poca atención a lo que acababa
de decir en ese mi incoherente parlamento, pues todos se agrupaban alrededor
de la mesa examinando el oro y los billetes con acuciante curiosidad. Después
de un momento, inquirió señalando las piezas de oro:
-¿Qué es esto?
- Libras esterlinas, respondí, no poco
divertido. ¿Nunca ha visto otras antes?
-¡Jamás! Permítame revisarlas nuevamente. Sí,
estas once son de oro. Todas tienen marcas similares de un lado, con una poco
cuidada ejecución de la figura de la cabeza de una mujer con el cabello
recogido en lo alto, como una pelota. Tiene además otras cosas en ella que no
entiendo.
-¿No puede leer las letras? pregunté.
- Si esas marcas son letras son
incomprensibles para mí. Pero ¿qué tienen que ver estos pequeños objetos con el
problema de sus ropas? Usted me confunde.
-Todo lo tienen que ver. Los objetos de
metal, como usted los llama, son dinero y representan, por supuesto, igual
poder de adquisición. Yo aún no sé cuál es vuestra moneda y si tienen la rupia
o el dólar (aquí hice una pausa, pues advertí que no me seguía; entonces resumí
de modo más simple). Mi propósito es éste, yo puedo entregarle un billete de
éstos de cinco libras o su equivalente en oro, si así lo prefieren; quiero
decir, cinco de estas monedas por un juego de ropas como las de ustedes.
Era tanta mi ansiedad por poseerlas que
estuve por doblar la oferta que se me antojó baja y decirles que les daría diez
esterlinas; pero no bien había terminado de hablar, él dejó caer la moneda que
tenía en su mano sobre la mesa y me miró fijamente igual que todos los demás.
De inmediato, desde el fondo del silencio que nos rodeaba, se tornó audible una
suave risa apagada, como el gorgoteo de un alegre manantial en la montaña, un
dulce susurro que fue aumentando su volumen y terminó en una sonora carcajada.
Venía de la muchacha llamada Yoleta. La miré
fijamente, sorprendido por su irracional liviandad, pero lo único que logré
con mi conducta fue la explosión colectiva de hombres y mujeres sumándose en
esa manifestación de alegría que hacía imaginar que acababan de escuchar el
chiste más gracioso que jamás se hubiese inventado desde los tiempos en que los
hombres hubiesen tenido el sentido de lo jocoso.
El anciano fue el primero en recobrar una
decente gravedad, aun cuando era fácil notar que a ratos luchaba duramente
para evitar la risa. Dijo: -Smith: de todas las extraordinarias alucinaciones
que aparenta estar sufriendo, ésta de que pueda adquirir las ropas que quiere
usar a trueque de un pequeño pedazo de papel o por unos pedazos de este metal,
es lo más asombroso. No puede cambiar esas bagatelas por ropa, porque las ropas
son el fruto de mucho trabajo de nuestras manos.
- Sin embargo, usted dijo que me entendía
cuando le propuse pagar por las cosas que necesitaba, dije en tono agraviado y
basta pareció aprobar mi oferta. ¿Cómo habré de hacer entonces para pagarlas,
si todo lo que poseo no es considerado de valor?
-¿Todo lo que posee? respondió. Seguramente
no dije eso. Lo cierto es que usted posee la fuerza y capacidad común a todos
los hombres y puede adquirir cuanto quiera con el trabajo de sus manos.
De nuevo volví a pensar que atisbaba una luz,
aun cuando mi capacidad, lo sabía, no habría de ayudarme mucho.
-¡Ah, sí!, respondí volviendo al tema, yo
ignoro todo acerca de esculpir maderas o combinar los colores, pero podría
hacer algo más sencillo.
- Hay árboles que talar, tierra que debe ser
arada y otras muchas cosas por hacerse. Si hiciere esas cosas, alguno sería
reemplazado y podría realizar tareas de habilidad, y como esas son las que más
le agradan al trabajador nos agradaría más que usted trabajase en el campo que
en el taller.
- Soy fuerte, fue mi respuesta, y gustoso me
haré cargo de esa tarea de la cual me habla. Mas, hay aún un problema. Mi deseo
es cambiar ya esta ropa por otra que resulte más grata de ser vista, pero el
trabajo que debo de realizar no estará terminado en un día, quizá tampoco en...
bueno... en varios días.
- No, por supuesto que no. Será necesario un
año de trabajo para pagar el ropaje que necesita, fue la rápida respuesta.
Esto me hizo vacilar, pues si me entregaban ya las ropas, antes de
finalizar el año estarían hechas jirones y yo me habría convertido en un
esclavo para el resto de mi vida. Mentalmente estaba perplejo y mis ideas
fluctuaban entre el debe y el haber ante el temor de contraer una deuda y el
ansia de verme (y de ser visto por Yoleta) con aquellos ropajes extrañamente
fascinantes. Estaba bastante seguro de tener una figura aceptable y no mal
físico; y el deseo de poder producir una impresión (quiero decir favorable) en
el ánimo de esa niña de suprema belleza, era en mí muy fuerte... De cualquier
modo, al haber llegado a ese acuerdo, habría de brindarme un año de dicha en su
compañía y un año de trabajo sano en el campo no podría dañarme ni interferir
mucho con mis proyectos. Por mi parte, no estaba muy seguro si esos proyectos
míos valían la pena de ser considerados al presente. Ciertamente, yo había
vivido cómodamente gastando dinero, comiendo y bebiendo de lo mejor y vistiendo
bien, esto es, de acuerdo al modelo de Londres. Ahí estaba mi querido
solterón, el tío Jack -Jack Smith- miembro del Parlamento por Wormwood
Scrubbs, es decir, ex miembro, pues al ser un liberal, cuando sobrevino, tras
las últimas elecciones el gran cambio, fue ignominiosamente sacado de su banca
brindándole, los de Scrubbs, un amargo final. Fue alejado en más de un sentido
y él trataba de conformarse diciendo que pronto habría nuevos alejamientos,
pensando en lo que a él habría de ocurrirle posiblemente por ser ya un
anciano. Recuerdo que yo más bien había preferido mirar hacia el futuro ante
tal contingencia, suponiendo lo grato que sería tener todo ese dinero y viajar
por el mundo en mi propio yate, disfrutando, yo sabía cómo; y realmente tenía,
por lo tanto, algún motivo para esperar. Recuerdo que él solía ordenar su
charla de la noche, cuando durante la cena (en que me daba mi cheque),
diciéndome: - Muchacho, tú tienes talento ¡si sólo lo utilizaras! ¿Dónde estaba
ese talento ahora?
Lo cierto que no me había permitido ser muy
brillante durante las últimas horas.
Ahora,
todo eso parecía irreal y recordaba esas cosas desdibujadamente como un sueño o
un cuento que me hubiese sido contado en la niñez. Parecía estar
pensando en la historia antigua -Sesostris y los Babilonios y Asirios- y otras
cosas por el estilo. Además, debería ser muy difícil regresar desde un sitio
donde hasta el nombre de Londres era desconocido. Por otra parte, si alguna
vez tuviese éxito y pudiese volver, sólo sería para salir al encuentro de un
segundo caso de Roger Tichborne o ser enfrentado con el estatuto de las
limitaciones. De cualquier manera, no podría introducir grandes diferencias y
además guardaría mi dinero y ello me parecía - aunque no fuese mucho- una
ventaja. Los observé y estaban otra vez todos estudiando las monedas y los billetes
e intercambiándose ideas.
- Si yo me comprometo a trabajar por un año -
dije, ¿deberé aguardar hasta su término para conseguir esas ropas? (Calculé que
la respuesta a esa pregunta habría de dilucidar de un modo u otro el asunto).
- No, fue su respuesta; es su deseo y también
el nuestro que pueda estar vestido distinto y que sus ropas sean confeccionadas
con prontitud.
- Entonces, dije, tomando una decisión desesperada,
me gustaría tenerla lo más pronto posible y estoy listo para comenzar mi
trabajo al momento.
- Comenzará mañana por la mañana, respondió
sonriendo ante mi impetuosidad. - Las hijas de La Casa cuya obligación es
confeccionar esas cosas, suspenderán otras tareas hasta acabar lo suyo, y ahora
hijo mío, desde esta noche, usted es uno de La Casa, y las cosas nuestras
también las posee en común con nosotros.
Me levanté y le agradecí. El también se
levantó y tras dirigirme una sonrisa paternal, se alejó hacia el interior.
CAPITULO V
Cuando se hubo ido y Yoleta lo siguiera,
dejando a algunos otros aún estudiando esas desgraciadas esterlinas, me senté
apoyando mi mentón sobre la mano, pensando seriamente en los términos del
acuerdo. ”Me animo a decir que he tenido éxito en hacerme pasar por un
perfecto tonto", tal fue mi propia reflexión, que ya me había hecho varias
veces en pasadas ocasiones, y lo que es más había resultado bien justificado.
Luego al recordar que había llegado a cenar con un extraordinario apetito se
me ocurrió que mi anfitrión, un tranquilo observador, habría, al proponer los
términos, tenido en cuenta la cantidad de alimentos necesarios para mi
sustento. Lamenté tardíamente no haber sido más sobrio, pero el hombre hambriento
no considera, ni puede hacerlo, las ulteriores consecuencias, sino un cierto
hirsuto caballero que aparece en la historia antigua que nunca se había
entregado a ese nefasto acuerdo dando una gran ventaja a un más joven pero
zalamero y bien nutrido hermano. Pese, a todo esto, sentía una íntima
satisfacción al pensar en las ropas y era también bueno saber que la naturaleza
de las tareas que había elegido no rebajaría mi nivel en La Casa.
Enfrascado en estas reflexiones, no había
advertido que las gentes se habían ido retirando gradualmente hasta que sólo
una persona había quedado conmigo, el joven que antes me había hablado. A su
invitación, me puse de pie, guardé mi dinero y lo seguí. Volviendo por el
salón, nos internamos por un pasaje y entramos a una habitación muy grande, la
cual, por su forma, largo y alto techo y arcadas, semejaba la nave de una
catedral. Sin embargo, qué disímil en ese su aspecto un tanto etéreo, como el
de una nave de una catedral en las nubes, con sus prolongados y brillantes pisos,
paredes y columnas de un blanco puro y un gris perlado suavemente tinto con
colores de exquisita delicadeza. Y encima de todo un techo de cristal blanco o
gris pálido con tintes dorado-rojizos;
el techo que yo había visto desde afuera y que parecía como una nube posada
sobre la rocosa cima de la sierra.
Tuve, al acceder, la impresión de ingresar a
un recinto silencioso y vacío; sin embargo, los habitantes de la casa estaban
todos ahí; unos sentados o recostados en bajos divanes, otros acostados a su
antojo sobre esteras de paja en el suelo; unos leían, otros estaban ocupados
con labores manuales y algunos conversaban y sus voces me llegaban como un
débil murmullo desde la distancia.
En uno de los lados, a la altura del centro
de la habitación, había una amplia plataforma o tarima, con un diván sobre el
cual estaba libremente reclinado el padre. Junto al diván, había un atril
sosteniendo un volumen de gran tamaño; frente a él había un cofre o caja de
bronce; y detrás del diván, siete lustrados globos de bronce, suspendidos sobre
ejes, descansaban en marcos de bronce. Estos globos eran de distinto tamaño
siendo el mayor de no menos de tres metros y medio de circunferencia.
Noté que cerca de mí, en un estantería baja,
había libros. Eran todos folios muy parecidos entre sí por su forma y espesor;
y al advertir que cada uno hacía lo que más le gustaba y al entender que había
quedado en libertad yo también y que es sabio el consejo del dicho: “Cuando
estés en Roma, haz lo que hacen los romanos" a poco me atreví a tomar uno
de los volúmenes que llevé hasta uno de los soportes para lectura. Los libros
son muy útiles, a veces pensé, listo para seguir el consejo recibido y
averiguar, por medio de la lectura, todo acerca de las costumbres de estas
gentes, especialmente sus ideas con respecto a La Casa que resultaba ser objeto
de veneración religiosa para ellos. Esto me daría cierta independencia y me
enseñaría cómo evitar equivocarme en el futuro, o dar pábulo a más
extraordínarios errores . Al abrir el volumen me hallé muy sorprendido al
observar que estaba, cada hoja, profusamente ilustrada y que únicamente el
centro de la página estaba ocupada por una angosta franja de escritura, pero
las pequeñas letras semejaban caracteres hebreos y resultaban incomprensibles
para mí. Soporté la desilusión bastante alegremente, pues, debo decirlo, no soy
muy afecto al estudio y, además, no hubiese podido prestarle mucha atención al
texto circundado con tanta gracia y belleza de diseños y coloridos.
Después de un rato, Yoleta avanzó lentamente
cruzando la habitación, - sus dedos ocupados en algún trabajo con lana,
mientras caminaba, y mi corazón aumentó sus latidos cuando se detuvo junto a
mi.
Usted no está leyendo, y mientras me miraba
con curiosidad prosiguió: - Le he estado observando por un rato.
-¿Realmente me ha observado?, dije, y no
sabiendo si debía o no sentirme halagado, continué: - Desdichadamente no, no he
estado leyendo, no puedo leer este libro, no entiendo sus caracteres. ¡Pero qué
hermoso libro es! Estaba pensando cuánto estarían tentados por pagar alguno de
los grandes libreros de Londres, Quaritch por ejemplo, ¡pero! me olvidaba que
jamás habrá oído ese nombre; pero... pero ¡qué hermoso libro es!
Ella nada me respondió, sólo parecía un poco
sorprendida, temo que disgustada, ante mi ignorancia, y se alejó. Yo había
alentado la esperanza de que iba a conversar conmigo y con gran contrariedad
se alejaba. Toda la gloria parecía haberse disipado de las hojas del libro que
yo seguía volviendo con indiferencia, contemplando a intervalos a la hermosa
muchacha que era, tal como una de las páginas que tenía delante, hermosa para
admirar y difícil para entender. En un sitio apartado, la vi colocar unos
almohadones y acomodarse para realizar su tarea.
A todo esto, el sol ya se había ocultado y
paulatinamente el interior se iba oscureciendo; esa luz mortecina parecía no
producir ninguna diferencia para quienes leían o trabajaban. Aparecían como
dotados con una visión como las lechuzas, que son capaces de ver casi sin luz.
Sólo el padre no hacía nada, pero aún descansaba ea el diván, quizá sumergido
en la característica somnolencia tras la comida. Tras un rato, se levantó y
miró en derredor.
-¿No hay ninguna melodía en nuestros
corazones esta noche, criaturas? dijo. Cuando otro día haya pasado para
nosotros, quizá sea distinto. Esta noche, esa voz tan recientemente apagada
para siempre por la muerte habría de ser demasiado penosamente extrañada por
nosotros.
Entonces, uno se levantó y le aproximó un
alto cirio de cera y lo colocó cerca de él. La llama arrojó un pequeño haz
luminoso sobre el volumen que él procedió a abrir; y aquí y allá y acullá
brillaba y titilaba en puntos como rayos del arco iris sobre la alta columna
aun cuando la mayor parte del recinto quedaba en la opaca luz del ocaso.
Comenzó a leer en voz alta y aunque no
parecía alzar mucho su voz sobre el
tono habitual, las palabras que pronunciaba llegaban a mis oídos con una
claridad y pureza que las hacía aparecer como una “melodía entonada y
ejecutada dulcemente". Las palabras que leía se referían a la vida y la
muerte y a otros temas solemnes, pero para mi mente, su teología se me antojaba
algo fantástico, aun cuando debo confesar que no soy buen juez en esos temas.
Hubo también bastante acerca de La Casa, sin ilustrarme mucho, pues era más
bien rapsódico y cuando se refirió a nuestra conducta y objetivos en la vida y
otras cosas por el estilo no pude entenderle mucho más. Este es parte de su
discurso:
“ Es natural que nos lamentemos por aquellos
que perecen, pues la luz, los conocimientos, el amor y la alegría ya no les
pertenecen; ellos ya no sufren, están dormidos en el seno de la Madre
Universal, la esposa del Padre, quien está con nosotros y comparte nuestra
pena, que fue primero suya, pero no ensombrece su gloria sempiterna, y su
deseo y nuestra gloria reside en nuestra capacidad de poder siempre y en todo
parecernos a él.
“ El fin de cada día es la oscuridad, pero el
Padre de la Vida, a través de nuestra razón, nos ha enseñado a mitigar la excesiva
amargura de nuestro fin; de otro modo, nosotros, que estamos por sobre todas
las criaturas de la tierra seríamos al fin más miserables que ellos. En el
mundo irracional, entre las distintas especies, reina una lucha perpetua y
cruenta, el fuerte devorando al débil y al incapaz, y cuando la vida se
desvanece y apaga la luz de ese espíritu inferior, cual es el de ellos, el fin
no se demora. Así la vida que se prolongó muchos días desaparece con un breve
colapso y al desaparecer da nuevo vigor al más fuerte que tiene aún muchos
días de vida. Así, también, la sempiterna tierra desde el polvo de las
desaparecidas generaciones de hojas, rehace el fresco follaje y obtiene para
sí una nueva vestidura.
“ Sólo nosotros, por encima de todos los
seres vivientes, siendo como el Padre, no matamos ni somos asesinados y no
tenemos enemigos en la tierra; ya que aun las especies inferiores que carecen
de razonamiento saben, sin El, que somos lo superior sobre la tierra y ven en
nosotros, alejados de todos sus tareas, la majestad del Padre perdiendo toda
su furia ante nuestra presencia. Por lo tanto, cuando la noche se acerca,
cuando la vida es una carga y recordamos nuestra mortalidad, apuramos el fin
para que aquellos a quienes amamos dejen de penar ante el espectáculo de
nuestra decadencia y sabemos que ésta es la voluntad de quien nos dio el ser y
nos brindó vida y dicha sobre la tierra, pero no eterna.
“ Es amargo desechar la vida que es nuestra,
dejar todas las cosas, el amor de nuestros hermanos, la belleza del mundo y La
Casa; el trabajo, que nos brinda placer y seguir hacia adelante, para no ser ya
más nada: pero la amargura no perdura y apenas se regusta cuando en nuestros
últimos momentos recordamos que nuestra labor ha dado sus frutos; que lo que
hemos escrito, no se desvanece con nosotros, sino que perdura como testimonio
y goce para las futuras generaciones y que morará por siempre en La Casa.
“ La Casa es la imagen del mundo y nosotros
que vivimos y trabajamos en ella somos la imagen de nuestro Padre, quien creó
el mundo y como El nos afanamos para construirnos una habitación digna que no
pueda avergonzar a nuestro maestro. Este es su deseo ya que ea toda su labor y
su sabiduría que es como el agua pura para el sediento, que satisface sin
dejar sabor amargo, nosotros aprendamos cuál es su voluntad, la de aquél que
nos dio la vida. Todos los conocimientos que buscamos, el poder de invención y
la habilidad que poseemos y el trabajo de nuestras manos tiene este único
propósito, puesto que todo conocimiento o invención que tuviesen otra finalidad
cualesquiera sería vacuo y vano, sin el valor de aquellos realizados a imagen
del Padre de la vida. Así como nuestras sensaciones humanas pueden pervertirse
y el paladar perder su discriminación al punto que el hambriento devore las
frutas ácidas y las hierbas venenosas para alimentarse, también la mente puede
buscar otros senderos y un conocimiento que sólo lo conduzca a la miseria y la
destrucción.
“ Así sabemos que en el pasado los hombres
buscaban conocimientos diversos sin detenerse a saber si eran para el bien o el
mal; mas, cada ofensa de la mente o el cuerpo tiene su respuesta apropiada y
mientras su mente se tornaba opaca, el buen y correcto conocer y discriminar
que el Padre da a cada ser viviente, ya sea un hombre o una bestia, les fue
negado. De ese modo, por incrementar su riqueza, fueron empobrecidos y tal
como quien olvidando cuál debe ser el límite de sus facultades se queda por
largo tiempo mirando el sol fijamente queda ciego por el abuso. Pero, no
entendían la causa de su pobreza o su ceguera y se sentían desdichados y eran
tan sólo como náufragos en una pelada y solitaria roca en medio del océano y se
encontraban consumidos por la sed y no la podían saciar en una vertiente de
agua dulce, sino en el agua áspera de la ola y volver a tener sed y beber de
nuevo hasta que la locura se apoderase de sus mentes y la muerte los liberase
de sus miserias. Así sufrían sed y bebían nuevamente y estaban enloquecidos e
inflamados por el deseo de aprender los secretos de la naturaleza, vacilando en
no lavar sus manos en sangre, buscando en el tejido vivo de los animales las
escondidas fuentes de la vida. Es que, en su locura, ellos anhelaban ganar por
medio del conocimiento el dominio absoluto sobre la naturaleza, logrando así
arrebatar al Padre del mundo su prerrogativa.
“ Pero su vana ambición no duró y al final
fue la muerte. La locura de sus mentes se apoderó de sus cuerpos y los gusanos
se multiplicaron en su carne corrupta y estos, tras alimentarse en sus
tejidos, cambiaron de forma y tornándose alados, se alejaban por el aire como
nubes de hormigas aladas que surgen en primavera, desde su lugar de nacimiento
y volando de cuerpo en cuerpo, llenaron la raza humana, por doquier, de
corrupción y decadencia; y la Madre de los hombres fue así vengada de sus
hijos por su orgullo y locura pereciendo miserablemente devorados por los
gusanos.
“ De la raza humana, sólo sobrevivió un
pequeño remanente y estos eran hombres de mente humilde quienes habían vivido
separados y desconocidos por sus congéneres: fue tras largas centurias que se
adelantaron hacia la tierra soledosa y la repoblaron pero no hallaron en
ninguna parte ni rastros de aquellos que se habían extinguido. Es que la tierra
había cubierto todas las
ruinas de sus obras con su negro humus y sus verdes bosques, tal
como el hombre oculta sus escaras no visibles tras su ropaje nuevo y bello.
Tampoco se sabe cuándo esta destrucción cayó sobre la raza humana; sólo
sabemos que esa historia fue grabada hace cientos de años en pilares de granito
de la Casa de Evor en las llanuras entre el mar y los nevados picachos de las
montañas de Elf. Con ese fin, en pasadas centurias, algunos de nuestros
peregrinos viajaron y han traído los documentos de estas cosas, ellas no son
sólo conocidas en nuestra Casa, sino que lo son también en muchas casas
alrededor del mundo; han sido escritas para instruir a los hombres y
prevenirlos para todos los tiempos.
"Pero para la raza humana no habrá un
segundo error que conduzca a la oscuridad, ni existirá la búsqueda de
conocimientos vanos y en la Casa del Padre no habrá una segunda desolación y
los sones alegres y melódicos que estuvieron silenciosos serán oídos por
siempre; desde que ya habíamos seguido esta misma ruta buscando sólo
informarnos de su voluntad hasta que como en un claro cristal, sin defectos,
con luces de colores o como el espejo de un lago que refleje en sí los cielos y
cada nube y estrella, así está El reflejado en nuestras mentes y en La Casa
nosotros somos sus subregentes y en el mundo sus co-obreros y por la gloria que
El logra con su trabajo tenemos una gloria similar para nosotros.
"El es nuestro maestro. Mañana y noche a
lo largo del mundo, en la procesión de las estaciones, en el cielo azul,
tachonado de estrellas, en la montaña, y el llano en los diversos bosques, en
las rumorosas paredes del océano y los mares rugientes por los cuales pasamos
con peligro de un lado al otro, leemos su pensamiento y escuchamos su voz. Es
aquí donde aprendemos con qué inteligente visión ha colocado los basamentos
para su mansión inmortal; con cuánto ingenio ha construido sus paredes y con
qué prodigalidad de riqueza ha decorado sus obras todas la que la luz del sol y
de la luna y el azul del cielo son suyos; el mar y sus mareas; la oscuridad y
el rayo de las tempestades y la nieve y los vientos cambiantes y la hoja verde
y la dorada; suyos son también la lluvia plateada y el arco iris, las sombras
y las tenues nieblas que él arroja como un manto sobre el mundo. Así aprendemos
que ama el edificio estable y que su basamento y sus paredes puedan perdurar;
sin embargo, aprendemos que no ama la igualdad y así día tras día y una
estación tras otra, hace que las cosas sean cambiantes en su aspecto y entonces
las paredes, el piso o el techo de su casa se cubren de nueva gloria. Mas, no
nos está dado a nosotros el lograr esa suprema majestad de la obra; por lo
tanto procuramos como El - aun imposibilitados de alcanzar tan grande altura-
sin sacar a nadie lo prometido, aprender, en cada Casa, individualmente, sólo
de El, quien tiene infinitas riquezas; de modo que cada lugar que se habita,
cambiante y eterno en sí mismo, empero, diferir de todas las otras teniendo su
propio esplendor y belleza; pues nosotros habitamos una sola casa pero el Padre
de los hombres las habita todas.
"Estas cosas están escritas para recreo
y deleite de aquellos que ya no viajarán a tierras lejanas y están en la
biblioteca de La Casa en los siete mil volúmenes de Las Casas del Mundo que
nuestros peregrinos visitaron en épocas pasadas. Pues una vez en la vida se
ordena que un hombre deba dejar su propio lugar y viajar por espacio de diez
años, visitando las casas más famosas de cada comarca a la cual llegue y además
ha de procurar hallar a aquellas de las que no se han tenido referencias.
"Cuando llega el momento para esa
aventura capital y salimos por un largo período, hay una compensación para cada
quebrantamiento y por la ausencia de consanguíneos y del dulce resguardo de
nuestra propia Casa; es entonces cuando aprendemos y valoramos las infinitas riquezas
del Padre, puesto que así como el día cambia durante cada hora que pasa, desde
la mañana hasta el ocaso, talmente se altera el aspecto del mundo con nuestro
diario progreso; y en todas partes nuestros iguales, aprendiendo, al igual que
nosotros, sólo de sus enseñanzas, advierten que quien está más cerca le da un
cierto color de la naturaleza a sus vidas y sus casas y cada casa con la
familia que la habita, con sus pláticas y las artes en las cuales se destacan,
es como un lago circular rodeado por sierras dentro del cual puede ser
apreciado ese mundo visible. En toda la tierra no hay lugar sin habitantes ya
sea en los amplios continentes o en las islas que pueblan los mares, y en todo
lo que natura brinda no hay grandiosidad o belleza o gracia
que no haya sido copiada por el hombre sabiendo que ello es grato al Padre;
pues nosotros, hechos a su semejanza, no nos es grato trabajar sin testigos y
nosotros a nuestra vez somos sus testigos en la tierra gozando de sus obras
así como El lo hace con las nuestras.
"De tal modo, al comienzo de nuestro
gran viaje al lejano sur, donde veremos, esas tierras alegres que tienen soles
más calientes y mayores variedades que nosotros, llegamos primero, al páramo de
Coradine el que parece inhóspito y desolado a nuestra vista acostumbrada al
verde intenso de nuestros montes y valles y a las nieblas azules de una
abundante humedad. Allí un terreno pedregoso sólo brinda espinos y cardos secos
y manojos de pasto, y vientos desagradables azotan los lugares sin resguardo,
en donde las cabras de ralas lanas se arraciman para darse calor; allí no hay
más melodías que la de los diversos tonos del viento y el grito del chorlo salvaje;
allí, viven las criaturas de Coradine en el límite de las furias del viento y
la soledad, donde las estupendas columnas de cristal verde sostienen el techo
de la Casa de Coradine. La voz del océano está en sus aposentos y los vientos
de la tierra le traen la sal de la espuma del mar y las arenas amarillas
barridas durante la bajante desde las desoladas profundidades del mar y los
pájaros de blancas alas que llegan escapando de la negra tempestad, graznan
fuerte entre sus sombríos muros. Allí, desde las altas terrazas cuando hay
plenilunio, vemos a las criaturas de Coradine, ornadas como ningunas otras,
con brillantes ropajes de hilos sutiles cuando como los leves panaderos
empujados por el viento, ya revoloteando como en una nube, ya disgregándose
por anchos lugares, ellas bailan su danza de plenilunio sobre el ancho piso de
alabastro, y yendo y viniendo pasan y se alejan como disolviéndose en los
rayos lunares para retornar con otra melodía y nuevo ritmo. Al contemplar esto
todas aquellas cosas en las cuales nosotros sobresalimos parecen pobres en
comparación y se tornan pálidas en nuestra memoria. Pues los vientos y las olas
y la blancura y la gracia han estado siempre con ellas y la alada semilla del
cardo y el vuelo de la gaviota y el mar enfurecido cubierto de espuma y la luz
de la luna rielando sobre el mar y la
tierra yerma les han enseñado ese arte y la liviandad y gracia que ellas solo
poseen.
“Sin embargo, esta danza de la luna, que es
la mayor gloria de la Casa de Coradine palidece en nuestra mente y es
rápidamente olvidada cuando otra es vista y siguiendo nuestra ruta de casa en
casa aprendemos que, por doquier, las diversas riquezas del mundo han sido
aprehendidas por el alma del hombre y se han hecho parte de su vida. Ni somos
inferiores a los otros al tener también un arte y una especial calidad que es
sólo nuestra y cuya fama se ha expandido hace mucho por el mundo, de modo
que, desde cualquier sitio lejano, peregrinos llegan a reunirse anualmente a
nuestros campos para escuchar las melodías de la cosecha, cuando los frutos
madurados por el sol han sido bien acopiados y nuestros labios y nuestras manos
brindan música inmortal para alegrar por siempre los corazones de quienes la
escuchan. Entonces nos regocijamos más que nadie, elevándonos como brillantes y
alados insectos desde nuestra inferior condición hacia una vida gloriosa y
feliz que es nuestra por tres largos días. Luego la augusta Madre en su carroza
de bronce es llevada de campo en campo por toros blanquísimos con cuernos de
oro. Después sus criaturas son reunidas a su alrededor con brillantes ropajes
amarillos, con pulseras de oro en sus brazos y con instrumentos desconocidos
para el extranjero y voces nuevas alegran el campo con su melodía a la gran
cosecha.
"En épocas pretéritas las criaturas de
nuestra Casa las concebían en sus corazones, habiéndolas escuchado antes en
las voces de la naturaleza y estaban en ellos día y noche y se la murmuraban de
uno a otro cuando no tenían más fuerza que el rumor del viento entre las hojas
del monte, y así como el Constructor del mundo trae de cien lugares distantes
la niebla, el rocío y el rayo del sol y la suave brisa del oeste para,
brindarle al amanecer su gloria y su frescura, así nosotros, sus humildes seguidores,
buscamos lejos, en las grutas de las sierras y en las oscuras cavidades de la
tierra los minerales y tinturas que sobrepasen el color de las flores y el sol
para embellecer los muros de nuestra Casa, así cada noche y día por largas
centurias escuchamos todos los sonidos e hicimos nuestro su misterio y su
melodía hasta perfeccionar ese gran canto en nuestros corazones, y su fama por
todas las tierras ha hecho que nuestra Casa sea llamada La Casa de la Melodía
de la Cosecha, y cuando las peregrinaciones anuales tienen lugar participan de
nuestra procesión por los campos y escuchan nuestro canto, entonces, toda la
gloria del mundo parece desfilar ante ellos invadiendo sus corazones hasta que
estallando en lágrimas y fuertes gritos se arrojan al suelo y adoran al Padre
del mundo todo.
"Esta ha de ser por siempre la principal
gloria de nuestra Casa. Cuando haya transcurrido un milenio y nosotros que hoy
estamos viviendo, tal como aquellos que ya pasaron, estemos confundidos con la
naturaleza de la cual venimos y que hablemos con nuestras criaturas sólo con la
voz del viento, el grito del pájaro que pasa, los peregrinos aún vendrán a
contemplar los campos plenos de sol, a regocijarse y adorar al Padre del mundo
y bendecir la augusta Madre de la Casa, cuyo vientre sagrado siempre engendra
vida, amor, alegría, y la melodía de la cosecha sobrevivirá".
CAPITULO VI
La lectura continuó, por cierto que no “para
siempre" como la melodía de la cosecha de la cual él habló, pero si por un
tiempo considerable. Las palabras - según deduje- eran para los iniciados y no
para mí y tras un rato, rehusé el procurar entender de qué se trataba. Las
últimas expresiones a las que había prestado atención, acerca de la “Augusta
Madre de la Casa", fueron inteligibles para mí y se me aparecían como sin
sentido. Había llegado a la conclusión de que al menos muchas de las señoras
del establecimiento podrían haber experimentado los placeres y dolores de la
maternidad, no habría realmente ninguna madre de La Casa en el sentido de que
había un padre; es decir una poseyendo autoridad sobre las demás y que llamara
indiscriminadamente, a todas, sus criaturas. Aun así esta inexistente y
misteriosa madre de La Casa era continuamente mentada, así lo descubrí ahora
y lo certificaría cuando escuchara lo que se hablaba en derredor. Después de
analizar el asunto, llegué a la conclusión de que la Madre de La Gasa era una
mera ficción y que tan solo se referiría a las mujeres en general, o algo así.
Fue quizá una tontería de mi parte, pero la historia de Mistrelde, quien murió
joven dejando sólo ocho hijos, la había tomado como una mera leyenda o fábula
de la antigüedad.
Volviendo a la lectura. Así como antes había
estado absorto con ese hermoso libro sin haber podido leerlo, ahora escuchaba
la melodiosa y majestuosa voz, experimentando un placer singular aun cuando no
entendiese cabalmente el significado de lo leído. Además recordaba con una
penosa sensación de inferioridad que se había calificado mi arenga de
“pesada”, unas horas antes, ahora no podía dejar de pensar que comparado con el
expresarse de esa gente, era pesado. Por su extraña belleza física, el color
de sus ojos y cabellos y sus fascinantes ropas, me habían impresionado como
seres totalmente distintos a cualquier persona que jamás hubiese visto. Pero,
era, quizá, por sus voces claras, dulces y penetrantes, lo que me hacía pensar
en los instrumentos de viento de suave tonalidad, en lo que más se
diferenciaban de otros.
La lectura, he dicho, me había impresionado
casi como de naturaleza de servicio religioso; empero, todo seguía como antes
–lectura, labores y conversación ocasional - esa conversación y movimiento no
interfería el placer de escuchar la musical disertación del anciano más que el
suave vuelo y murmullo de las abejas pudiese interferir el escuchar el canto
dulce de la alondra. Animado por cuanto veía hacer a los demás dejé mi asiento
y me dirigí hacia donde estaba Yoleta, desplazándome por la sombra con gran
precaución para evitar que mis abominables botas hiciesen ruido.
-¿Puedo sentarme cerca suyo? - dije con
alguna hesitación; ella me animó con una sonrisa y colocó un almohadón para
mí.
Me acomodé en la postura más elegante que
pude, lo que no quiere decir que lo fuese, flexionando mis piernas, para
situarme frente a ella y comenzaron mis dudas, perplejo sobre qué poder
decirle. Pensé en el “lawn tennis", en arquería, en la actuación de Ellen
Terry, en la Exposición de la Real Academia, teatro de aficionados y veinte
cosas más; todos me parecieron temas inapropiados para comenzar una
conversación en este caso. No había, comencé a temer, un tema en común que nos
pudiese unir y nos permitiese cambiar ideas o al menos palabras. Fue entonces
que encontré ese argumento lo suficientemente común y amplio de nuestros
sentimientos, especialmente el dulce e importante del amor. ¿Pero, cómo llegar
a él? El trabajo en el cual estaba entretenida al menos permitía una entrada y
la oportunidad de decir algo grato.
- Su vista debe ser tan buena corno bellos
son sus ojos, dije, para permitirle trabajar con tan poca luz.
- Oh, la luz es suficientemente buena,
respondió sin hacer caso de mi halago; además es esta una tarea tan sencilla
que podría realizarla en la oscuridad.
- Es un trabajo muy bonito, ¿puedo verlo?
Ella me acercó el material, pero en vez de
tomarlo como debía, coloqué mi mano debajo de la suya, tomando mano y tela y
me propuse darme tiempo para observar con detenimiento la labor.
-¿Sabe que estoy disfrutando de dos placeres
en un mismo tiempo? Uno es admirar su trabajo y el otro retener su mano; y
pienso que éste es mayor que el otro. Como no obtuviese respuesta agregué algo
dificultosamente: ¿Puedo... continuar reteniéndola?
- Eso no me permitiría trabajar, me respondió
con suma gravedad, pero puede retenerla un momentito.
- Oh, muchas gracias - exclamé deleitado por
el privilegio y entonces para lograr lo más del precioso “momentito" se
la presioné con calor y al instante ella gritó en voz alta:
-¡Oh Smith, Usted me la está apretando
demasiado fuerte; me lastima!
La solté de inmediato en la mayor confusión.
- Oh, por el amor de Dios –tartamudeé-, por
favor no haga tanta alharaca!
Afortunadamente no hicieron caso de su
exclamación, aunque era difícil creer que sus palabras no hubiesen sido
escuchadas, y de inmediato, recobrándome del susto, me disculpé por haberla
lastimado y deseé me perdonase. - Nada tengo que perdonar. No me apretó
realmente fuerte, sólo que la mano me duele porque hoy, cuando me arrojé sobre
la tierra, se me introdujo una espina, y el recuerdo de la sepultura cubrió de
lágrimas sus bellos ojos.
- Lamento tanto haberla lastimado, Yoleta,
¿puedo llamarla Yoleta? dije recordando que ella me decía Smith, sin el
acostumbrado prefijo.
- Ese es mi nombre, ¿cómo si no podría
llamarme? Y la rápida respuesta encerraba extrañeza.
- Es un bello nombre y tan dulce al decirlo
que quisiera estar repitiéndolo continuamente. Pero es justo que tenga un
bello nombre por que... bueno, porque es usted muy bella.
- Si, ¿pero es ello extraño? ¿No es bella
toda la gente? Yo recordé a ciertos tipos londinenses, especialmente entre los
criminales y las ancianas de caras arrugadas y de simios envolviéndose entre
pañoletas deslizándose a o desde las casas públicas a las esquinas; también
pensé en otras gentes de mejor clase social a quienes había conocido
personalmente, algunos aún en la Cámara de los Comunes y sentí que, por mucho
que lo quisiese, no podría estar de acuerdo con ella, sin forzar mi propia
conciencia, y aludiendo a su pregunta continué:
- En todo caso admitirá que hay grados de
belleza, así como hay grados de luz. Usted puede ser capaz de ver y trabajar
con ésta de ahora, pero es muy débil comparada con la del medio día cuando el
sol brilla.
- Oh, pero entre las personas no hay tanta
diferencia como ésa, replicó con aire filosófico. Admito que hay distintas
formas de belleza y algunas personas nos parecen más hermosas que otras, pero
es sólo porque nosotros las amamos más. Los más amados siempre son los más
hermosos.
Esto parecía revertir la idea común de que
cuanto más bella es una persona más logra ser amada. Sin embargo, decidí no
disentir más con ella y sólo agregué: -¡Qué dulcemente habla, Yoleta, es usted
tan sabia como hermosa! No desearía placer mayor que estar aquí y continuar
escuchándola toda la velada,
-¡Ay!, entonces lo siento, debo dejarlo ya,
respondió con una pícara sonrisa que me hizo pensar que lo dicho por mí le
había agradado.
-¿Imagina por qué sonrío?, agregó como si
hubiese podido leer mis pensamientos. Es que a menudo he oído palabras como la
suya de quien ahora me está aguardando.
Este parlamento me causó un tormento de
celos. Pero, por unos momentos más, después de haber hablado continuó
mirándome con esa su sonrisa bella y espiritual jugando entre sus labios. Luego
se desvaneció y su rostro se ensombreció, desapareciendo su brillo. Ni le pedí
que me explicara la causa del cambio ni me interrogué a mí mismo cual podría
ser su razón; más adelante, con frecuencia noté en ella y en otros también ese
repentino silencio, ese ensombrecerse del rostro, tal como se aprecia en un
ser que se expresase libremente con alguien que no debe escucharlo y luego
repentinamente, pero demasiado tarde, recuerda su infidencia.
-¿Debe irse?, y agregué: ¿qué haré solo?
- Oh, no estará solo, dijo y alejándose
regresó al instante con otra dama:
- Esta es Edra, dijo simplemente, ella
ocupará mi lugar a su lado y conversará con usted.
No podía decirle que había interpretado mis
palabras sólo literalmente, que estar solo significaba estar alejado de ella,
pero ya no tenía remedio y alguien, ¡ay! alguien a quien detestaba
profundamente la estaba aguardando. Sólo me quedaba agradecerle a ella y a su
amiga por sus buenas intenciones. Pero ¿cuál podría ser ¡en nombre del cielo!
el tema que pudiese mantener con la beldad sentada a mi lado? Era ciertamente
muy bella, de una belleza más madura y quizá más noble que la de Yoleta, su
edad oscilando entre los veintisiete o veintiocho años, pero el divino encanto
del rostro de la jovencita no podía, para mi, existir en ninguna otra.
Al momento inició la conversación inquiriendo
si me disgustaba estar solo.
- Bueno, no, quizá no sea exactamente eso,
dije; pero creo que es más alegre, quiero decir más placentero, el tener una
persona agradable con quien conversar.
Ella asintió y gratificado por su rápida
inteligencia agregue:
- Y es particularmente grato cuando uno es
interpretado. No tengo el menor temor de que al menos no vaya a entender lo
que diga.
- Usted ha tenido algunas dificultades hoy,
respondió con una encantadora sonrisa. Yo a veces creo que las mujeres podemos
comprender aún más rápidamente que los hombres.
-¡No hay ninguna duda de ello!, - fue mi
rápida respuesta, feliz al encontrar que con Edra todo se encarrilaba bien.
Debe estar claro para todos que las mujeres son más rápidas y sagaces para
comprender que los hombres, aún cuando sus cerebros son más pequeños; pero ahí
está cómo la cualidad es más importante que la cantidad, y continué:
- Algunos sostienen que las mujeres no
debieran obtener el sufragio o los derechos políticos o lo que fuese. No es
que el hecho me interese un comino, sólo deseo que no lo obtengan nunca, pero
de inmediato pienso que eso es ilógico, ¿no lo cree Ud.?
- Temo no entenderlo, Smith, fue su
respuesta, mientras parecía consternada.
- Supongo que lo dicho por mí no tiene ninguna
importancia, fue mi réplica y deseando recomenzar de nuevo mejor agregué:
- Estoy muy contento de oírla llamarme Smith.
Lo hace todo más placentero y familiar el ser tratado sin formalidad. Es muy
gentil de su parte, estoy seguro.
-¿Pero, realmente, su nombre es Smith?, dijo
con un gesto de gran sorpresa-¡Oh sí, mi nombre es Smith; ¿cómo debo llamarla a
usted?
- Mi nombre es Edra, replicó apareciendo más
confundida que antes y desde ese momento la conversación que había comenzado
tan favorablemente no fue más que una serie de malos entendidos de los cuales
sólo pude escapar quebrando en cada caso los hilos de los temas en discusión y
saltar a otro.
CAPITULO VII
El momento de descanso que yo estaba deseando
con marcado interés, ya que habría de traerme renovadas sorpresas, llegó por
fin, y sólo trajo extremas incomodidades. Fui conducido (sin una simple vela) a
lo largo de un oscuro pasadizo; luego, en un ángulo recto con el primero,
otro, más ancho, menos oscuro donde había un gran número de puertas una muy
cerca de la otra. Estos, comprobé más tarde, eran los dormitorios o celdas de
dormir y estaban a ambos lados en fila, abriendo a una terraza hacia el
contrafrente de la casa. Tras haber alcanzado la puerta de mi “box", mi
conductor corrió el panel deslizante y cuando hube tanteado mi camino hacia el
oscuro interior la cerró tras de mí. No había más luz que la de las estrellas,
ya que, opuesta a la entrada, había otra abertura hacia la noche, la que
aparentemente no había de clausurarse nunca. El paisaje era el que ya había
visto, el páramo en barranca hacia el río y la ancha superficie del espejo de
agua, reflejando las estrellas y los negros macizos de grandes árboles. No se
escuchaba ningún sonido salvo los gritos de una lechuza a la distancia y la
nota lúgubre de alguna ave acuática. El aire de la noche penetraba frío y
húmedo y hacía doler mis huesos aún cuando no estuviesen fracturados, y
sintiéndome muy soñoliento y desgraciado anduve hasta que tuve la recompensa
de descubrir una cama angosta o un catre o una cama de enrejado sobre el cual
había una cobija de paja y una pequeña almohada también de paja, y, muy doblado
una especie de traje de dormir de lana. Demasiado cansado para no ocupar tan
poco tentadora cama me saqué mi ropa, y solamente con mi mohoso tweed por toda
cobertura me acosté, pero no para dormir. ¡Miserable de mí! aún cuando mi
cuerpo estaba abrigado, demasiado abrigado, el viento me azotaba la cara y mis
pies y mis piernas desnudas, y ello hacíame imposible conciliar el sueño.
Cerca de medianoche, estaba por quedarme
semidormido cuando el ruido como de una persona entrando a saltos en mi
habitación me incomodó y sobresaltado, observé con horror, sentada sobre el
piso, una bestia demasiado grande para ser un perro, con enormes orejas
erectas. Estaba intencionalmente observándome con sus ojos redondos y
brillantes como un par de verdes globos fosforescentes. Al no tener un arma,
estaba indefenso, a merced del bruto y estuve por proferir un fuerte grito
para pedir ayuda, pero como permanecía sentado tan quieto, me refrené y comencé
a desear que se fuera silenciosamente. Luego se levantó, fue a la puerta, la
olió ruidosamente y creyendo que iba a librarme de su indeseada presencia, dejé
caer mi cabeza en la almohada y permanecí inmóvil. Entonces volvió a observarme
y al fin avanzando deliberadamente hasta mi lado me olió la cara. Pensé que mi
fin había llegado y cerrando los ojos y sintiendo cómo se humedecía mi frente,
pese al frío, musité una plegaria. Cuando volví a mirar, la bestia se había
esfumado ante mi inenarrable alivio.
Parecía altamente sorprendente que un animal
como un lobo entrase en la casa; mas, de inmediato recordé que no había visto
perros en las cercanías de modo que cualquier clase de bestia salvaje o de
caza podía entrar impunemente. Esto iba más allá de un chiste; de pronto todo
esto me pareció un fin razonable para el absurdo pacto que se me había
inducido a aceptar. ¡Bendito Dios!, exclamé sentándome muy derecho en mi
camastro de paja, ¿soy un ser racional, o un burro embriagado o qué, para
haber aceptado semejante propuesta? Está claro que no estaba totalmente en mis
cabales cuando hice ese acuerdo y por lo tanto no estoy moralmente obligado a
cumplirlo. ¿Qué? ¡ Ser un labriego, un talador de leños, un recolector de agua
y dormir sobre un miserable jergón de paja en un vestíbulo abierto con lobos
por visitantes nocturnos y todo por unos pocos trapos salvajes! Yo sé poco de
arar y todas esas cosas, pero calculo que cualquier ser normal puede ganar una
libra por semana y eso sería cincuenta y dos libras por un traje. ¿Quién ha
oído jamás semejante cosa? Lobos y todo por nada. Me atrevo a pensar que en
cualquier momento llegará un tigre sólo para echar una ojeada. No, no, mi
venerable amigo, ese fue un excelente desempeño alrededor de mi extraordinario
error y todo lo demás, no se me llevará tan lejos como para obligarme a tan
desventajoso pacto de una sola parte.
De inmediato recordé dos cosas: la primera,
la divina Yoleta, la segunda, la sensación de raro placer que sería trajearme
en esos mismos "trapos salvajes" como acababa de llamarlos en forma
blasfema. Estas cosas habían penetrado en mi alma y habían formado parte de mí
mismo especialmente... bueno, ambas. Esas extrañas ropas me habían parecido
refrescantemente pintorescas y había sentido un ansia profunda de vestirlas.
¿Era esa una muy desdeñable ambición de mi parte? ¿Es un pecado desear cualquier
otro adorno que no sean el sentido común, la sobriedad, la humildad y el buen
espíritu, las buenas obras y otras cosas similares? Así llegaron a mi mente
como un rayo las palabras que había - hacía poco- es decir, justo antes de mi
accidente, leído en un trabajo de biología y me confortaron tanto como si un
ángel con cara luminosa y alas con los colores del arco iris me hubiesen
visitado en mi inhóspita celda: “También a Adán y a su esposa, hizo el
Señor Dios sacos de cuero y los cubrió". Transformado, como todos
sabemos, en una costumbre entre la raza humana y no muestra al presente
ninguna señal de tornarse obsoleta. Es más: la primera correlación llamadas
glándulas mamarias y las zonas pilosas aparecen como apoderándose del verdadero
espíritu de las criaturas de esta clase y por haberse tornado psíquicas tanto
como físicas, pues, en ese tipo que es sólo un poco inferior al de los
ángeles, el placer por esta cobertura exterior es una pasión fuerte e
indestructible. ¡Palabras nobles y veraces, oh biologista del alma encendida!
Fue un deleite recordarlas. Una "fuerte e indestructible pasión", no
solamente para cubrir el cuerpo, sino para cubrirlo apropiadamente, es decir,
bellamente, y de ese modo agradar al Señor y a nosotros. Si esto es así
deberemos continuar para siempre rasurando nuestros rostros con una hoja
afilada hasta que estén azulados y manchados por tanto rasparlos, y cortando
nuestros cabellos para adquirir una semejanza artificial de perros viejos o
monos - criaturas de escalas inferiores a nosotros -, y ataviar nuestros
cuerpos como hieráticos en un funeral, de repulsivo negro, nosotros
"Euteria de la Euteria, lo noble de lo noble". ¿Y todo para qué, si
no le place ni al cielo ni está de acuerdo con nuestros deseos? Quizá en
acuerdo con la consideración o respetabilidad o cualquier cosa que pueda
significar. Oh, entonces, un millón de maldiciones lo acepten, respetabilidad,
quiero decir pueda hundirse en el fondo del foso y el humo de su tormenta
ascender por siempre jamás! Y habiendo, por ese pensamiento llegado con mi
mente a este punto, otra vez me propuse obtener las ropas y religiosamente
cumplir el pacto.
Me quedé casi contento tras haber llegado a
esa conclusión. La cama dura, el viento frío de la noche que me azotaba, mi
lobuno visitante, todo fue olvidado. Nuevamente dejé vagar mi fantasía y me vi
trajeado y con mi mejor humor, sentado a los pies de Yoleta, aprendiendo de sus
preciosos labios el misterio de esa vida dulce y apacible. Un año entero era
mío para amarla y tratar de ganar su gentil corazón. Pero su mano, bueno, ese
era otro asunto. ¿Qué tenía yo para ofrecer en retribución de tal privilegio?
Sólo esa fuerza a la cual mi anfitrión se había referido en cierto modo
estimulantemente. Además había sido tan amable como para mencionar mi ingenio,
pero yo podía malamente explotar eso. Y si un año entero de trabajo era sólo
suficiente para pagar unas ropas, ¿cuántos años de trabajo serían requeridos
para ganar la mano de Yoleta?
Naturalmente, ante esta oportunidad, comencé
a trazar un paralelo entre mi caso y el de un antiguo personaje histórico cuyo
nombre es familiar a muchos. La historia se repite con variaciones. Jacobo,
llamémosle Smith, llegó al pozo de Haran. Allí conoció a Raquel, aquí llamada
Yoleta, y Jacobo besó a Raquel y alzó su voz y lloró. Aquel es un toque de la
naturaleza que yo puedo apreciar totalmente: el besarse quiero decir, pero por
qué lloró, a no ser que fuese porque no era inglés. Jacobo le dijo a Raquel que
él era el hermano de su padre. Me siento feliz al no tener que darle tan
alarmante noticia al objeto de mis afectos. No somos ni parientes lejanos y su
edad habrá de ser quince años y la mía de veintiuno, de modo que nuestras
edades están de acuerdo, hasta donde llegan mis conocimientos. Smith ama a
Yoleta y dijo: "Yo os serviré siete años por Yoleta, vuestra hija
menor"; y el anciano caballero respondió: "Quedaos conmigo, pues deseo
mucho más seas vos y no otro quien la tenga". Ahora pienso que si el
asunto se complicara con Lea, es decir Edra, Lea era mucho mayor que Raquel y
como ella de ojos tiernos. Yo no aspiro ni deseo desposar a ambas, especialmente
si debiese, como Jacobo, comenzar por la que no corresponde aun cuando tuviese
ojos dulces. Pero para la divina Yoleta, yo podría servir siete años, es más,
catorce, si fuese necesario.
Así me entretuve y me preguntaba,
revolviéndome en mi inhospitalaria cama dura hasta que un sueño misericordioso
pasó sus manos tranquilizadoras sobre las cuerdas de mi cerebro y silenciaron
sus penosas cavilaciones.
CAPITULO VIII
Afortunadamente me desperté temprano a la
siguiente mañana, pues ya era miembro de una familia madrugadora y ansioso por
cumplir sus reglamentos. Al llegar a la puerta advertí, para mi inexpresable
disgusto que la habría podido cerrar fácilmente con sólo haber hecho correr el
panel movible. Había suficiente ventilación sin mantener abierto el lugar a
bestias de presa. También descubrí que si hubiese dado vuelta a la pequeña cama
de paja habría tenido abrigadas mantas de lana para dormir.
Resolví no decir nada acerca de mi visitante
nocturno, no deseaba comenzar la jornada con nuevas instancias de lo que podría
ser considerado crasa estupidez de mi parte. Mientras estaba ensimismado en
estos asuntos comencé a escuchar el movimiento y las voces de la gente en la
terraza; al espiar me enfrenté con un espectáculo curioso e interesante. Por
las anchas escalinatas que conducían al agua, la gente de La Casa se
apresuraba y se arrojaban, como ágiles sapos espantados y asustados, a la corriente
de agua. Allí, en medio de la familia, mi venerable anfitrión ya estaba
luciéndose; su larga platinada barba y cabellera flotando como una espuma sobre
las olas de su propia creación; y, ahora, los otros dormitorios de la línea
del mío iban arrojando nuevas formas cada una ligeramente envuelta en una
suelta vestimenta que no ocultaba ninguna bella curva debajo, y corriendo
ligeramente y brincando por la barranca prestamente se unieron con los bañistas
masculinos.
Mirando a mi alrededor pronto encontré una
bonita cosa con la cual arroparme y rápidamente me fui tras los otros
arriesgando el desnucarme en mi deseo de imitar el nuevo modo de locomoción
que acaba de apreciar. El agua estaba deliciosamente fresca y refrescante y
con una muy agradable compañía de damas y caballeros, todos nadando y buceando
juntos en libertad sin convencionalismos y con la gracia de una compañía de
somorgujos.
Tras vestirnos, nos reunimos en el salón de
comer o pórtico en donde habíamos cenado, justo cuando el rojo disco del sol
comenzó a mostrarse sobre el horizonte tiñendo las nubes con las llamas
amarillas y llenando el mundo verde con una nueva luz. Me sentí feliz y fuerte
esa mañana, muy capaz y deseoso de trabajar en los campos y más que nada
esperanzado acerca de ese asunto del corazón. La felicidad, empero, es raras
veces perfecta, y en esa mañana clara de luz tenue no podía menos que apreciar
el contraste de mis propias feas y repulsivas ropas con los bellos ropajes
usados por los otros, que parecían armonizar tan bien con su fresco y alegre
humor matinal. También eché de menos la fragante taza de café, la crocante
lonja de panceta querida y familiar y tras el desayuno el bien gustoso cigarro,
pero estas pequeñas desventajas pronto fueron olvidadas.
Después del desayuno se me entregó un pequeño
cesto cerrado y uno de los hombres jóvenes me condujo a escasa distancia de La
Casa; señalándome un cinturón de montes a más o menos un kilómetro y medio, me
dijo que caminara hasta llegar a un campo arado en la barranca del valle, en
donde podría arar un poco. Antes de dejarme, se despojó de un pito para perros
sujeto a una cuerda y me la colgó al cuello, sin explicarme su uso.
Con la canasta en la mano me alejé sobre el
pasto húmedo de rocío y tras media hora de andar encontré el lugar indicado
donde aproximadamente menos de una hectárea de tierra había sido recientemente
removida; también recostado en el surco encontré el arado, un instrumento del
cual sabía muy poco. Este arado parecía ser muy simple, una cosa primitiva que
consistía en un largo eje de madera con un palo hacia arriba para guiarlo, una
reja de metal en el centro que se dirigía hacia un costado se equilibraba en el
otro por un par de pequeñas ruedas; había además unas largas sogas sujetas a
un palo en cruz al final de la palanca. No habiendo caballos o bueyes para
realizar la tarea, y no pudiendo arrastrar el arado y guiarlo al mismo tiempo,
me senté calmosamente para examinar el contenido del cesto y hallé que
contenía pan negro, fruta seca y un botellón de barro con leche. Entonces no
sabiendo qué hacer, para entretenerme comencé a soplar el pito y emití el más
agudo y fiero son, el cual con celeridad produjo un efecto inesperado. Dos
nobles caballos, semejantes a los que había visto el día anterior, vinieron
galopando hacia mí como respondiendo a mi pitada. Aproximándose velozmente
hasta unos cincuenta metros, permanecieron quietos mirando y relinchando, como
si estuviesen alarmados y sorprendidos, después de lo cual, dieron vueltas a mi
alrededor tres o cuatro veces, relinchando de una manera aguda y continua, y,
finalmente, habiendo gastado su superflua energía se dirigieron al arado y se
colocaron deliberadamente frente a él. Parecía como si los animo es hubieran
concurrido a mi llamado para realizar el trabajo, por lo tanto me aproximé a
ellos con cautela, utilizando sonidos y palabras conciliadoras durante un rato
y tras un pequeño estudio posterior descubrí cómo se colocaban las sogas. No
había anteojeras ni riendas, ni parecían pensar estos soberbios animales que
ellas hacían falta; luego que hube tomado las sogas en mis manos y exclamado
–“¡Arre vamos Dobby!" en un tono de mandato, seguidos por algunos
chasquidos y sonidos inarticulados con la lengua, me recompensaron con una
mirada desconcertada y comenzaron a arrastrar el arado. Mientras yo mantenía la
vara derecha la reja iba abriendo el surco en forma irregular a través del
suelo; de vez en cuando y debido a mi poca práctica se desviaba el surco en
una tangente bastante fuera de la tierra y cada vez que esto ocurría los
caballos se detenían, me miraban, luego se volvían y tocándose sus fauces
parecían cambiar ideas al respecto. Cuando el primer surco había sido hecho,
ellos no doblaron como yo esperaba, pero fueron rectamente hasta unos
veinticinco o treinta metros de distancia y luego doblaron y al regresar
abrieron otro surco fresco, paralelo al anterior. Luego regresaron al punto de
partida original y abrieron otro y así progresivamente. Todo esto me parecía
maravilloso, dándome la impresión de que yo hubiese sido toda la vida un arador
avezado, sin saberlo. Era una tarea interesante y además estaba entretenido al
mirar a los pequeños pajaritos que llegaban en bandadas desde el monte para
devorar las lombrices que había en la tierra fresca recién removida, pues entre
el temor que les producía y las frescas lombrices que había en la tierra se
hallaban perplejos y generalmente dirigían sus operaciones al extremo del
surco opuesto al que yo estaba. El espacio que los caballos se habían marcado
estaba arado a su debido tiempo; cuando se marcharon hicieron como antes un nuevo
surco ahí donde nada había que los guiase; así continuó el trabajo alegremente
por algunas horas hasta que comencé a sentirme desesperadamente hambriento y
sentándome en el eje del arado abrí mi cesto y probé la hogareña dieta con
mucho apetito.
Terminada mi comida, retorné al trabajo, pero
no tan alegre como al principio: comenzaba a sentirme un poco entumecido y
cansado y la gran cantidad de barro que se adhería a mis botas me hacía
dificultoso el andar; además ya se me había pasado la novelería. Los caballos
tampoco trabajaban con la suavidad del principio; parecían tener algo en sus
mentes, pues al final de cada surco se volvían a mirarme del modo más
exasperante.
-¡Puf!,
exclamé mientras me secaba el noble sudor de la frente, con el pañuelo
extremadamente mohoso, viejo y sucio. Trescientos sesenta y cuatro días de esta
suerte decosas es un precio harto alto de pagar por un juego de ropas.
Mientras estaba parado ahí, vi que un animal
desde el bosque se dirigía directamente hacia mí, deslizándose sobre el suelo
con la velocidad del galgo, un fiero y enorme bruto; mas cuando estuvo cerca me
convencí que era un animal de la misma clase del que había visto durante la
noche. Antes de poder pensar qué hacer, estaba sólo a unos metros de distancia,
y, frenándose de golpe, se sentó sobre sus patas traseras y gravemente me miró.
Llamando a mi memoria algunas cosas que había oído acerca del efecto
terrorizante de la mirada humana sobre tigres reales y otras bestias salvajes,
lo miré fijamente y luego casi perdí mi temor al admirar su belleza. Era de
figura grácil, con pronunciadas características del zorro y orejas grandes y
erectas, su pelambre era gris plateada y larga, tenia dos puntos negros sobre
los ojos, y sus patas, morro, puntas de las orejas y cola eran también negro
brilloso. Después de observarme tranquilamente por dos o tres minutos se
levantó y para mi sosiego se alejó al trotecito hacia el monte; tras haber
andado unos cincuenta metros, miró hacia atrás, y al ver que seguía
observándolo giró en redondo, se lanzó en mi dirección y cuando estuvo bastante
cerca emitió un gemido de tono metálico, después de ello otra vez se alejó y
desapareció de mi vista.
Ahora los caballos se volvieron
deliberadamente hacia mí; se detuvieron pese a todos los esfuerzos que intentase
hacer para lograr que continuasen su tarea. Después de esperar un rato,
procedieron a retorcerse hasta liberarse de las sogas y se alejaron al galope,
relinchando fuertemente y levantando sus patas como para cubrirme de tierra. De
ese modo poco ceremonioso quedé solo y al instante comencé a pensar que ellos
conocían el trabajo mejor que yo, y que al hallarme poco dispuesto a liberarlos
en el momento debido habían tomado el asunto en sus manos, o más bien en sus
patas. Tras un poco más de cavilación llegué también a la conclusión de que el
singular animal que semejaba a un lobo era tan sólo un perro casero; que era el
que me había visitado la noche anterior para hacerme saber que estaba durmiendo
con la puerta abierta y que ahora había venido para insistir acerca de la suspensión
de las tareas.
Contento en haber descubierto todas esas
cosas, sin haber lucido mi ignorancia al hacer preguntas tomé mis cosas y me
encaminé hacia La Casa.
CAPITULO IX
Cuando llegué a La Casa me esperaba el joven
que me había conducido por la mañana a mis tareas, pero estaba taciturno ahora
con un aspecto de frialdad y una mirada de extrañeza que me parecía que
auguraba dificultades. De inmediato me llevó a una parte de La Casa distante
del “hall" y me introdujo en un apartamento que veía por primera vez.
Pocos momentos después, el dueño de La Casa, seguido por varios integrantes de
la comunidad, entró y en todos los rostros advertí la misma mirada fría y
ofendida.
-¡Los demonios se llevaron mi suerte!, me
dije para mí, comenzando a sentirme extremadamente incómodo. Calculo que he
transgredido las leyes al sobrecargar el trabajo de los caballos...
-Smith, dijo el anciano avanzando hacia una
mesa y depositando sobre ella un grueso volumen que había traído consigo;
acérquese y lea para mí este libro.
Al acercarme a la mesa, vi que estaba escrito
en la misma forma, en caracteres hebreos como el folio que había examinado la
noche pasada.
- No puedo leerlo, yo no entiendo las letras,
dije, sintiéndome avergonzado por tener que confesar públicamente mi
ignorancia.
Entonces, dijo
lanzándome una mirada de suma severidad, hay un poco más
que decir. Sin embargo tomamos en cuenta su
estado de confusión mental de ayer y lo juzgamos con lenidad anhelando que
los tormentos de su intranquila conciencia le resulten más dolorosos que la pena
que le imponemos por tan detestable crimen.
Llegué a la conclusión de que los había
ofendido al presionar la mano de Yoleta y se me había dicho que leyese el
libro para que me enterase acerca de las penas y penalidades que me
correspondían por tal indiscreción, aun cuando el llamarlo "detestable
crimen" me parecía un real abuso del lenguaje.
-Si los he ofendido, fue mi respuesta, dicha
con humildad, sólo puedo apelar a mi ignorancia de las costumbres de La Casa.
-Ningún hombre, fue su respuesta, con
creciente severidad, es tan ignorante como para no saber distinguir el bien
del mal. Si el asunto hubiese llegado antes a mi conocimiento, le habría
dicho: Aléjese de nosotros, pues su continuada presencia nos ofende; pero hemos
hecho un pacto y hasta que el año expire deberemos aguantarlo. Por el espacio
de sesenta días usted vivirá aislado, no dejará su habitación en la cual cada día
se le asignará una tarea y subsistirá a pan y agua. Séanos permitido pensar que
durante ese periodo de soledad y silencio se arrepentirá suficientemente de su
crimen y se nos unirá luego con un ánimo distinto, pues cualquier ofensa puede
perdonársele a un hombre, pero lo que es imposible es perdonarle una mentira.
-¡Una mentira!, exclamé azorado. ¡ No he
dicho mentira alguna!
- Esto, dijo en un acceso de ira, es un
agravante de su anterior ofensa. Es aún peor que la primera y debemos tratarla
por separado cuando hayan pasado los sesenta días.
-¿Va a condenarme sin permitirme hablar, sin
escucharme o aclararme algo? ¿Qué mentira he proferido?
Tras una pausa, durante la cual estudiaba mi
rostro, dijo, señalando la página abierta frente a él: Ayer, en respuesta a mi
pregunta, me respondió que sabía leer; anoche le dijo a Yoleta lo contrario;
ahora, aquí está el libro y confiesa que no puede leerlo.
-Pero eso se explica fácilmente, dije,
inmensamente aliviado pues realmente me había sentido algo culpable de tomar y
presionar esa mano, aun cuando no fuera un asunto muy grave. Yo puedo leer los
libros de mi propio país y por supuesto creí que sus libros estarían escritos
en iguales caracteres, pero la noche pasada descubrí que no era así. Ustedes
han visto los signos de mi país sobre las monedas que les mostré.
En ese momento, de nuevo, saqué de mi
bolsillo el monedero y volqué el contenido sobre la mesa.
Comenzó a observar las libras una por una
para examinarlas. Mientras, encontré mi hermosa estilográfica dentro de mi
libreta, y pensé que lo mejor seria demostrarle cómo escribía. Afortunadamente
la tinta no se había evaporado. Arranqué una hoja en blanco y rápidamente
escribí unas pocas líneas y le alcancé el papel diciéndole:
- Así escribo yo.
Procedió a estudiar el papel pero sus ojos,
advertí, se dirigían frecuentemente hacia la estilográfica que tenía en mis
manos.
Al tiempo señaló:
- Esta escritura o estas marcas que ha hecho
sobre el papel no son como las que están sobre el oro.
Tomé el papel y procedí a copiar la oración
que había escrito en letras de imprenta, luego se lo devolví.
Lo examinó de nuevo y tras comparar mis
letras con las de la moneda dijo:
- Le ruego me diga ahora qué ha escrito aquí
y me explique por qué escribe de dos maneras distintas.
Le
expliqué lo mejor que pude por qué unas letras se usaban para estampar sobre
oro y otros elementos y otras para escribir. Con un sonrojo de modestia, leí
las palabras de la oración: "En las distintas partes del mundo los hombres
tienen costumbres distintas y escriben de diferentemanera, pero del mismo modo,
a todos los hombres, en todas partes del mundo, la mentira les es
detestable".
-Smith, -dijo, dirigiéndose a mí de una
manera impresionante, pero felizmente no para acusarme de una tercera
mentira-; yo he vivido mucho en el mundo y los conocimientos que otros poseen
de él son también los míos. Es un conocimiento de todos que en regiones más
cálidas o frías los hombres están obligados a vivir de manera distinta; mas,
sabemos que en todas partes tienen dentro de sus almas la misma ley del bien y
el mal, y, como usted ha dicho, detestan la mentira; también sé que hablan la
misma lengua y hasta este instante creía que escribían con los mismos
caracteres. Como quiera que sea ha logrado convencerme que no es así; que en
algún oscuro valle, aislado por montañas inaccesibles o en alguna pequeña isla
desconocida, un pueblo pueda existir. ¡Ah!, ¿no me dijo que venía de una isla?
- Sí, respondí, mi país es una isla.
- Eso imaginé, una isla de la cual ninguna noticia
nos ha llegado, en donde las gentes, separadas de sus semejantes, en el curso
de muchas centurias han cambiado sus costumbres y aun su manera de escribir. A
pesar de haber visto estas piezas no comprendí o no reflexioné que tal familia
humana existía. Ahora estoy persuadido de ello y como yo sólo tengo la culpa
del cargo que le hice debo pedirle perdón. Nos regocijamos por su inocencia y
deseamos con creciente amor pagar nuestra injusticia.
Concluyó colocando su mano sobre mi hombro:
- Hijo mío, soy ahora su deudor.
- Me alegro que todo haya finalizado
felizmente, respondí, pensando si el estar en deuda conmigo aumentaría o no
mis posibilidades con Yoleta.
Al advertir que dirigía miradas de curiosidad
a mi estilográfica, que yo seguía jugando entre mis dedos, se la ofrecí.
La examinó con interés . Estaba realmente
esperando una oportunidad, dijo, para admirar de cerca este maravilloso
invento, pues me había dado cuenta que su escritura no estaba realizada con un
lápiz sino con un fluido. Es de un tinte negro lustroso, hermosamente diseñado
y con aros de oro y contiene el líquido. Esto me sorprende tanto como cualquier
otra cosa que me haya dicho.
- Permítame que se lo obsequie, le dije al
verlo tan atraído por el objeto.
- No, de ningún modo, respondió; me agradaría
mucho poseerlo y lo guardaría si puedo otorgarle en retribución algo que
desee.
La única cosa en la vida que deseaba era la
mano de Yoleta, pero era demasiado pronto para hablar de ello, dado que aún no
sabía nada de sus costumbres matrimoniales, ni siquiera si para ello se
necesitaba o no el consentimiento de la dama antes de hacer tal pedido. Por lo
tanto, mi requerimiento fue más modesto:
- Hay algo que profundamente deseo, dije.
Estoy ansioso por poder leer en vuestros libros y me consideraría más que
compensado si permitiese que Yoleta me enseñase.
- Ella le enseñará de cualquier modo, hijo,
respondió; eso y mucho más se le debe a usted.
- Nada hay que desee más, dije, y le ruego
que tenga la lapicera ya que ello me hará feliz.
Así terminó ese desagradable asunto.
Al
haberse disipado la nube, todos nos dirigimos al comedor donde nos
restablecimos y nada podía exceder nuestra alegría cuando nos sentamos para
alimentarnos con carne y verduras. Al no sentirme tan hambriento como la víspera
y además al ver a todos con tan buen humor no vacilé en unirme a su
conversación y no me fue tan mal si se tiene en cuenta lo inusitado de todo;
pues como la abeja que se ha visto demorada en su trabajo entre las flores por
la construcción geométrica, yo comencé a adquirir algo de ingenio para
desplazarmelibremente por entre los intrincados pensamientos y frases que eran
nuevos para mí.
Las experiencias de esa tarde habían sido
realmente destacables: una rara mezcla de pesar y placer sin llegar a un gris
homogéneo, pero pareciéndose a un brillante bordado realizado sobre un fondo
oscuro, sombrío, y de estos sorprendentes contrastes yo estaba signado para
sufrir más en esa misma velada.
Estábamos otra vez reunidos en el gran salón,
el venerable padre reclinado a su voluntad en su diván-trono cerca de las
esferas de bronce, mientras los demás proseguían sus ocupaciones tal como en
la noche anterior. No pudiendo aproximarme a Yoleta y no teniendo nada que
hacer me senté cómodamente en uno de los asientos amplios y me dejé estar,
soñando. Al rato, ante mi sorpresa, el padre, quien me había estado observando
durante un rato, dijo:
-¿Quiere conducir, hijo mío?
Me sobresalté y me sonrojé, pues no deseaba
molestarlo con preguntas, pero, estaba desorientado, no comprendía qué era lo
que significaba conducir. Pensé varias cosas, ya las oraciones de la noche,
danzas, etc.; mas, estando en duda me sentí obligado a pedirle una aclaración.
-¿Querría conducir el canto?, respondió un
tanto sorprendido.
- Oh sí, con placer, respondí.
Al no haber ninguna música, ningún piano,
naturalmente pensé que mis amigos se entretenían por las noches con solos de
canto sin acompañamiento y como tenía buena voz de tenor no me desagradaba
comenzar con una canción. Me aclaré la garganta con un grr-jrrjeem que
sobresaltó a todos y me lancé con El Vicario de Bray, una vieja y
querida canción, que era mi favorita. Todos se alteraron cuando comencé,
intercambiándose miradas de asombro, pero estaba oscureciendo tanto dentro del
recinto que no me permitía estar seguro si mis ojos me engañaban. Quienes
estaban cerca de mí comenzaron a
a alejarse y me afligió tanto que enronquecí
y mi canto se tomó realmente malo; mas, aun así, pensé que era mejor
valientemente llegar al final. De pronto el anciano, que me había estado
mirando furiosamente por un tiempo, envolvió su rostro y su cabeza con su larga
túnica amarilla. Me fijé en Yoleta, sentada a la distancia, y vi que se
apretaba los oídos con ambas manos.
Pensé que había llegado el momento de callar
y abruptamente paré en medio de la cuarta “stanza", me senté
extremadamente avergonzado e incómodo. Estaba casi ahogado e incapaz de decir
una palabra. Pero no había palabra que encontrase, pues eran ellos, por
supuesto, quienes debían agradecerme por haber cantado, o decirme algo; pero
no se oyó ni una sola palabra. Yoleta dejó caer sus manos y continuó su labor
mientras el anciano lentamente y con mirada temerosa salía de entre sus
envolturas y entonces el largo y mortal silencio se tomó insoportable y
manifesté que temía que mi canto no fuera de su gusto. No hubo respuesta; sólo
que el padre extendiendo una de sus manos tocó una manija o una llave cerca de
él y una de las esferas de bronce comenzó a girar. Un suave murmullo de voces
se elevó y parecía pasar como una ola a través del recinto, perdiéndose a la
distancia y seguida por otra y otra cada una señalada por un aumento de fuerza,
y con frecuencia cuando estos sones solemnes se extinguían se escuchaban
aproximarse tenues notas como de flautas. Los misteriosos sonidos se
aproximaban y continuaban, para volverse a intervalos más fuertes y claros
unidos a otros tonos, mientras crecían todos juntos, estallando ahora en un
coro de alegría, luego una nota clara, líquidamente pura, como la de un ave,
que se remontase sola; mas, si provenía de voces o de instrumentos musicales a
viento era imposible determinarlo. Ya todo el ambiente que me rodeaba estaba
pleno y palpitante con la extraña y exquisita armonía que se iba perdiendo y
cuyas notas decrecían y se apagaban gradualmente hasta extinguirse para el
oído en
la dirección opuesta. Que ahora todos
participaban de la función era evidente para mí al observarlos separadamente;
algunos tenían en sus manos pequeños y raros instrumentos, pero había una
combinación de voces y algo como ventrilocuismo de los sonidos que hacía
imposible distinguir los de una persona en particular. Sonidos más graves y
sonoros ahora emitidos desde los globos sonoros, algunas veces semejando el
carácter de la “vox humana" de un órgano y cada vez que se elevaban hasta
un cierto punto había sonidos de respuesta, los cuales no provenían de los
ejecutantes, suaves, trémulos, de carácter eólico que se expandían por todo el
recinto tal como si las paredes y los cielorrasos estuviesen recubiertos de
celdillas musicales sensibles a las mayores vibraciones. Estos sonidos
flotantes y aéreos sólo respondían a las voces femeninas, altas, que semejaban
a las de las sopranos enriquecidas y espiritualizadas en un grado sorprendente.
Entonces el amplio recinto parecía estar invadido por una niebla tal como lo
estaba por esa informe melodía que semejaba provenir de arpistas invisibles,
ocultos en lo alto, entre las sombras.
Recostado en mi diván, escuchaba con ojos
entrecerrados este misterioso conmovedor concierto, me emocioné hasta las
lágrimas y hasta temí haber sido transportado hacia alguna región
supra-mundana habitada por seres semi-angelicales; temí, digo, pues con este
nuevo amor en mi alma no había elísea morada celeste que pudiese compararse con
estas tierras verdes para sitio habitable. Pero cuando recordé mi actuación tan
burda, mi rostro, ahí al oscuro, estaba encendido de vergüenza y maldije mi
ignorante y presuntuosa alegría de la que me sentía culpable al haber gritado
la abominable balada del Vicario de Bray que ahora se me había vuelto
tan odiosa como mis botas y pantalones. El compositor de esa canción, el autor
de esa letra y su tema, el hipócrita Vicario, se presentaban a mi mente como
los tres seres más endemoniados que hubiesen existido.Que el diablo se lleve
mi suerte!, exclamé haciendo rechinar mis dientes con enojo de impotencia, pues
me parecía demasiado duro revés, justo cuando había logrado gozar del favor,
haberlo arruinado de modo tan poco feliz. Ahora que me había puesto en
contacto con su forma de cantar, la supuesta mentira acerca de la que ellos
habían hecho tanto alboroto, me pareció una muy leve ofensa comparada con mi
intento de conducir el canto. Sin embargo, cuando el concierto hubo concluido,
nadie dijo una sola palabra acerca del asunto, aunque había esperado ser
llevado de inmediato a la sala de los juicios para escuchar que se me impondría
una terrible sentencia; y cuando antes de retirarme, ansioso por conciliarme
con mi anfitrión, comencé a expresarle mi pesar por haberles infligido un
dolor al intentar cantar, el venerable señor alzó sus manos con gesto
implorante y me rogó no dijese nada de eso, pues las situaciones penosas era mejor
olvidarlas:
- No hay duda, agregó gentilmente; cuando
usted permaneció tanto tiempo enterrado en las sierras, ha tragado gran
cantidad de tierra y arenilla en sus esfuerzos por respirar y sus pulmones aún
no se han liberado de ello.
Este fue el más piadoso punto de vista con
que él pudo tomar el asunto y yo estaba agradecido porque no hubiese tenido
peores consecuencias.
CAPITULO X
Por fin había llegado el día feliz en que
habría de dejar, al menos en cuanto a mi apariencia exterior, de parecer un
alienado; al regresar del campo al mediodía y penetrar en mi celda hallé mi
hermoso vestuario: dos trajes completos además de la ropa interior; uno, el de
color más sobrio, dispuesto sólo para las horas de tareas; el segundo, que era
para vestir en La Casa, llamó mi atención. Temblando de ansiedad, me arranqué
mis viejos “tweeds” y las botas averiadas y otros vestigios de una civilización
a la cual quizá ellos hubiesen sobrevivido y pronto advertí que había sido
medido con exacta precisión, ya que todo, hasta los zapatos, se me adaptaban a
la perfección. Era verde el fondo y el color predominante un verde húmedo, el
estampado muy bello, de un rojo oscuro tirando al púrpura. Mi deleite culminó
cuando me calcé las medias que tenían, como las que usaban los demás, un
extraño diseño, evidentemente sugerido por la piel de alguna dase de víbora. Su
fondo era verde pálido, casi amarillo cítrico y el diseño de un brillante
marrón rojizo, con reflejos bronceados.
No bien me hube arreglado y con el rostro
arrebolado y el corazón palpitante, me adelanté a exhibirme ante mis amigos,
los hallé en asamblea y aguardando ver y admirar el resultado de sus trabajos.
El placer que vi reflejado en sus caras transparentes, aumentó cien veces mi
contento y casi los sorprendí con mi torrente de elocuencia para expresarles
mi gratitud.- Ahora, revélenme un secreto, exclamé cuando la excitación
pareció irse apagando un poco; ¿por qué es el verde el color predominante en
mis ropas, cuando en las de todas las personas su uso es muy limitado?
No bien había terminado de hablar cuando ya
deseaba desde el fondo del alma haber callado; pues de repente se me ocurrió
que el verde pudiese ser el color para un alienado o un asalariado, en cuyo
lugar quizá me colocaran.
-Oh, Smith, ¿no puede usted adivinar algo tan
simple?, dijo Edra colocando sus blancas manos sobre mis hombros y sonriéndome
directamente a la cara.
¡Qué hermosa parecía, parada ahí, con sus
ojos tan cerca de los míos!
- Dígame por qué, Edra, dije aún con una
ligera aprensión.
- Pues observe el color de mis ojos y piel,
¿podría ese tinte de verde ser el adecuado para que yo lo use?
-¡Oh, es esa la razón!, exclamé inmensamente
aliviado. Pienso, Edra, que usted estaría hermosa con cualquier color que
hubiera sobre la tierra o en el arco iris del firmamento. Pero, ¿soy tan
distinto a todos ustedes?
- Oh sí, bastante distinto, ¿no se ha mirado
nunca? Su piel es más blanca y enrojecida y su cabello tiene un color muy
distinto. Estará mejor cuando crezca más, creo. Y sus ojos, ¿sabe que nunca
cambian? Cuando lo observamos detenidamente, son siempre gris-azulados, nunca
verdes.
- No; yo desearía que lo fuesen, dije. Ahora
he de valorar cien veces más mi ropa dado que se han preocupado por tantos
detalles para que... bueno, cómo diré, para que armonizasen, supongo, con el
color peculiar de mi cara... Me estoy confundiendo de nuevo...
Edra rió y lo dio por terminado. Entonces
todos reímos; evidentemente mis equivocaciones no importaban tanto después de
haberme cambiado el tegumento exterior y presentado como una víbora, con la
cola partida y una nueva marca de piel.En ese momento extrañé la presencia de
Yoleta en la habitación; por sobre todo deseaba obtener una palabra de
congratulación de sus labios; me fui en su busca. Estaba de pie bajo el
pórtico, aguardándome.
- Venga, dijo y procedió a conducirme al
salón de música donde se sentó sobre uno de los almohadones cerca de la
tarima. Ahí tomó una tablilla y lápices de tiza o lápices de carbón.
- Ahora, Smith, voy a comenzar a enseñarle,
dijo con aire grave de joven maestra, y todas las tardes cuando haya terminado
su tarea, debe buscarme aquí.
- Yo deseo ser muy tonto y que el aprender me
lleve mucho tiempo, respondí.
- Oh, rió ella; ¿cree que será tan agradable
sentarse aquí a mi lado? Si me prefiere como maestra deberá procurar no ser
tonto, pues si hace eso, pediré a alguien para que me reemplace.
-¿Realmente haría eso, Yoleta?
- Sí, ¿quiere que le diga por. qué? Porque mi
carácter es impaciente y rápido. Todo lo malo que yo he hecho alguna vez y por
lo cual he sido castigada, ha sido por mi temperamento sin control.
-Y ha soportado, Yoleta, ese triste castigo
de estar encerrada, sola, por muchos días?
Sí, con frecuencia, pues ¿qué otro castigo
hay? Pero deseo que no ocurra nunca más, pues pienso... sé que sufro más de lo
que nadie puede imaginar. El andar sobre el césped y sentir el sol y el viento
sobre mi cara, ver la tierra, el cielo y los animales, eso es como la vida para
mí; y cuando estoy encerrada, sola, cada día me parece al menos un año.
Ella ignoraba cuánto más querida la hacía esa
confesión de una pequeña debilidad humana.
- Venga, comencemos, dijo, aguardaba a que
sus ropas nuevas estuviesen terminadas y ahora debemos recuperar el tiempo
perdido.
-¿Sabe, Yoleta, que nada me ha dicho de
ellas? ¿Le agradaré algo más ahora?- Sí, está mucho mejor. Usted era una pobre
oruga antes; me agradaba un poco, pues sabía qué hermosa mariposa seria a su
tiempo. Yo colaboré para confeccionar sus alas. Ahora escuche.
Por dos horas me enseñó, haciendo sus letras
o marcas rojas, las cuales yo copiaba en mi tablilla y luego me las explicaba.
Al final de la lección tenía una idea general de que la escritura era,
principalmente, fonográfica y que estaba ante una tarea bastante difícil.
-¿Cree que podrá enseñarme a cantar? le pregunté
cuando hubo dejado sus tablillas a un lado.
El recuerdo del desgraciado fracaso cuando
hube de "conducir el canto" era una abierta herida en mi interior.
Había comenzado a pensar que no me había justificado ante mí mismo en esa
ocasión memorable y el deseo de hacer otro intento, bajo circunstancias más
propicias, se robustecía en mi.
Ella se sobresaltó un tanto ante mi
requerimiento, pero nada dijo.
- Yo ahora sé, continué con tono de ruego,
que ustedes cantan suavemente. Si sólo consintiese en probarme una vez le
prometo pegarme como engrudo de zapatero, le pido me perdone, quise decir, me
esforzaré por no apartarme del estilo de morendo y perdendosi ¿comprende
qué estoy diciendo? Yoleta, le prometo no asustarla si solamente me deja
probar y cantar, para usted una vez.
Se volvió, como con una nube cubriéndole la
expresión del rostro, se encaminó lentamente hacia la tarima, y colocando sus
manos sobre las llaves hizo que dos de los pequeños globos girasen emitiendo
suaves ondas de sonidos a través de la habitación.
Me adelanté hacia ella, pero aprensivamente
levantó la mano:
- No, no, no; quédese ahí, dijo, y cante
suavemente. Era difícil contemplar su cara afligida y obedecer; pero no le iba
a mugir como un toro, había empeñado mi ser en esta prueba. Durante los últimos
tres días,
mientras trabajaba en el campo practicando incesantemente la exquisita
melodía de mi querido maestro Campana M'appar sulla tomba, casualmente
la única melodía por mí conocida que tenía algún parecido con esa su divina
música. Ante mi sorpresa, ella parecía hacer con la música el acompañamiento
adecuado con las esferas, lo cual me apoyaba e infundía coraje, y aun cuando
cantando en voz baja sentía que jamás lo había hecho tan bien antes. Cuando
hube finalizado casi esperé alguna palabra de elogio o que se me preguntase por
qué no había cantado esa melodía en aquella desgraciada velada en que se me
pidió que condujese; no dijo ni una palabra.
-¿Cantará usted algo ahora?, dije.
- Ahora, no; esta noche, fue su respuesta,
mientras lentamente atravesó la sala con los ojos bajos.
-¿En qué está pensando, Yoleta, que está tan
seria? pregunté.
- En nada, me respondió con impaciencia.
- Entonces, por nada tiene un gesto muy
solemne. Nada me ha dicho de mi canto. ¿No le agradó?
-¿Su canto? ¡Oh, no!, fue como una pepita
sabrosa dentro de una rústica cascarilla. Me gustaría la una sin la otra.
- Usted habla con enigmas, Yoleta; temo que
su respuesta no sería grata a mis oídos. Pero si quisiese conocer el canto,
yo sería feliz en enseñárselo. Su letra está en italiano, pero yo puedo
traducírsela.
-¿La letra?, dijo ausente.
- La letra del canto, repliqué.
- Yo no comprendo qué quiere decir acerca de
la letra del canto. No me hable ahora, Smith.
- Oh, está bien, contesté pensando que todo
era muy extraño y tomando asiento dividí mi atención entre mi bella calza y
Yoleta aún desplazándose por el lugar con expresión ausente.
Al rato, su extraño modo se disipó pero no me
animé a volver a hablar de música, y a poco nos encaminamos
hacia el comedor, en donde por las siguientes
dos o tres horas nos ocupamos gratamente de ese proceso que algunos nuevos
teorizadores nos informan constituye el máximo placer de la vida.
Esa noche escuché casualmente un breve y
curioso dialogo. El padre de La Casa, tal como yo me había acostumbrado a
llamar a nuestro jefe, tras levantarse de su asiento se detuvo unos minutos
para conversar, cerca de mí, mientras Yoleta, con su mano sobre su brazo,
aguardaba que terminase. Cuando hubo concluido, se volvió hacia ella. Ella en
voz muy baja, dijo:
- Padre, yo conduciré esta noche.
El le colocó su mano sobre la cabeza y
bajando su mirada estudió esa cara hacia él levantada:
- Ay, hija mía, dijo con una sonrisa. ¿Debo
adivinar qué te ha inspirado hoy? Has estado escuchando el paso de los pájaros,
yo también los escuché esta mañana cuando pasaban en bandadas y tú los has
estado siguiendo con el pensamiento allá lejos hasta aquellas tierras de sol
radiante a donde nunca llega el invierno.
- No padre, replicó, sólo he estado a poca
distancia de La Casa con el pensamiento, sólo en ese lugar donde aún no ha
crecido la hierba para ocultar las cenizas y humus sueltos.
Se inclinó y besó su frente, luego se alejó y
ella, sin reparar en mi ávida mirada, también se fue.
Se suponía que alguien debía conducir el
canto cada noche, pero siempre me resultaba imposible descubrir quién guiaba;
sin embargo, ahora, tras haber sorprendido esa conversación, supe que justamente
esa noche sería Yoleta y a pesar de la muy pobre opinión expresada por ella
referente a mi habilidad musical, estaba preparado para admirar la ejecución
más que nunca.
Comenzó del mismo modo misterioso e
indefinible; al rato, cuando empezó a tomar forma de melodía, se apoderó de mi
la idea de que estaba escuchando un fraseo que me fuera familiar. A la larga
descubrí que era la música de Campana, pero cantada de un modo
como
jamás lo había escuchado. Es que la melodía M'appar sulla tomba había
sido tan transformada y espiritualizada que su propio autor habría escuchado
en éxtasis esos acentos dolorosos que habían pasado por el alambique de mentes
más delicadamente organizadas. Escuchando recordé con profundo pesar que el
pobre Campana había fallecido hacía poco en Londres; casi al mismo tiempo
volvió a mí el recuerdo de mi querida madre cuya muerte temprana fue el primer
pesar de mi adolescencia. Todos los cantos que yo le había oído entonar
volvieron a mi sonando en mi mente con inusitada alegría, pero siempre
apagándose con fúnebre y extraña tristeza. Y no solamente mi madre, sino otros
muchos seres queridos regresaron “embellecidos desde el polvo" hasta mí
(ancianos de blanca cabellera quienes en mi pasado me habían dado espléndidos
consejos; condiscípulos, amigos de la niñez y hombres también en el comienzo
de su vida, de cuya prematura muerte había oído de vez en vez en ésta o aquélla
lejana zona del Imperio Británico). Volvieron a mí a tal punto que todo el
salón parecía invadido por una pálida procesión de sombras que pasaban frente a
mí al son de la misteriosa melodía. A lo largo de toda la velada volvían en
cien inquietantes disfraces, produciéndome una melancolía infinitamente
preciosa, que era más de lo que mi corazón podía tolerar. Una y otra vez el
desesperado ¡Ay-i-me! desgranábase como un prolongado sollozo desde las
esferas giradoras, y voces lejanas y cercanas eran recogidas y transportadas
aún más lejos por sones distantes que se extinguían, pero eran nuevamente
respondidas por otras más cercanas y más claras en tonalidades que parecían
arrancadas “de las profundidades de una desesperanza divina" para
perderse, no totalmente, pues todas las celdas ocultas se conmovían, y el aire,
cual misteriosas manos invisibles, tañía las cuerdas suspendidas hasta que su
exquisito hechizo y tristeza me hicieron temblar y verter lágrimas, mientras
permanecía sentado en la penumbra, sorprendiéndome como pueden los hombres
sorprenderse, en estos momentos, al advertir
la tempestad que provoca en el alma tal música y que acaso signifique
meramente el madurar de nuestra naturaleza terrena o algo que se le suma: un
anhelo divino del alma que integraría nuestra inmortalidad.
CAPITULO XI
Me parecía que hasta ahora, realmente, nunca
había vivido, tan placentera era esta vida nueva - tan sana y libre de
ansiedades y lamentaciones -. La antigua vida que yo había vivido en las
ciudades se alejaba de mi mente más cada día; ahora, se me presentaba como el
recuerdo de un sueño repulsivo, y mi mayor alegría era poder olvidarlo. Cómo
había podido hallar soportable aquella negligente, inútil, lujuriosa y vacía
existencia me parecía, cada mañana, más
misterioso, cuando me encaminaba hacia la tarea asignada en el campo o el
taller, tan natural y placentero me parecía el trabajo manual, y el comer el
pan ganado con el sudor de mi frente. Si hubiera algún trabajo que prefiriese
sobre los otros era el de cortar leña; en esta época se necesitaba mucha madera
y se me permitía seguir mi inclinación. En el bosque, a un par de kilómetros de
la casa, varios sufridos viejos gigantes, principalmente robles, castaños,
olmos y hayas habían sido señalados para ser talados: en algunos casos habían
sido chamuscados y rajados por el rayo y ofendían a la vista y en otros el tiempo
los había deteriorado y ya no lucían su esplendor con sus largos brazos
marchitos y desolados, lo que confería a sus copas un follaje ralo y poco
lucido; eso tiene o da un sentido funesto, como los escasos y blancos cabellos
en las testas vencidas de los viejos. A esta distancia de la casa yo podía,
libremente satisfacer mi propensión de
cantar en ese tono más alto que no había gustado a mis nuevos
amigos. Entre los enormes árboles, lejos de sus oídos, yo podía elevar la voz a
mi gusto, solazándome con mis bulliciosas viejas baladas inglesas que como el
grito de caza de John Feel:
Pudiese levantar a los muertos
o en la mañana al zorro de su cubil.
Mientras tanto, con la frenética energía de
un Gladstone fuera de su despacho, manejaba mi hacha y el eco de sus golpes
rítmicos era un adecuado acompañamiento a mis esfuerzos hasta que por varios
metros a mi alrededor el suelo estuviese cubierto de astillas blancas y
amarillas; entonces, exhausto debido al esfuerzo, me sentaba a descansar, a
comer mi sencilla vianda del medio día, a admirarme en mi ropa de trabajo de un
color verde oscuro y chocolate y por sobre todo a pensar y soñar con Yoleta.
Durante mis caminatas hacia y desde el bosque
lanzaba muchas miradas a la solitaria y lisa cima de una sierra, casi montaña
por su altura, que se elevaba a cuatro o cinco kilómetros de La Casa hacia el
norte, sobre la otra ribera del río. Desde su cima, estaba seguro, se tendría
una amplia vista del campo circundante y con frecuencia deseaba llegar hasta
allí. Una tarde, mientras se desarrollaba mi lección de lectura, le comenté a
Yoleta mi deseo.
- Venga, vayamos allá ahora, dijo dejando de
lado las tablillas.
Acepté alegremente, nunca había caminado solo
con ella y de hecho no me había acompañado con ella desde ese primer día cuando
colocó su mano en la mía, pero, ahora estábamos íntimamente más cerca el uno
del otro.
Me condujo a un lugar a menos de un kilómetro
de La Casa; ahí el agua corría ruidosamente sobre un lecho pedregoso y formaba
numerosas corrientes profundas entre las rocas por donde uno podía cruzar
saltándolas.
Yoleta iba señalando el camino brincando airosamente de piedra en
piedra, mientras yo, ansioso por escapar de una mojadura, la seguía con
cautela; mas, cuando hube llegado felizmente y creía que nuestro grato andar
estaba por iniciarse, ella imprevistamente partió hacia la sierra con paso
tan rápido que muy pronto me dejó atrás. Al advertir que no podía alcanzarla le
grité para que me aguardase, se detuvo y quedó quieta hasta que estuviese a
tres o cuatro metros de distancia, y entonces escapó otra vez rauda como el
viento. Por fin llegó al pie de la sierra y se sentó hasta que me reuniese con
ella.
- Por el amor de Dios, Yoleta, comportémonos
como seres racionales y caminemos tranquilamente. Eso comenzaba a decir cuando
se alejó de nuevo y bailoteando ascendía con energía inagotable que me
asombraba tanto como me exasperaba.
- Espéreme sólo una vez más, exclamé.
Entonces en la mitad del ascenso se detuvo a
sentarse sobre una piedra.
Es mi oportunidad, pensé listo a resarcir mi
insuficiente rapidez y a obrar con mayor astucia, lo que nos igualaría.
Llegaré sigilosamente y la sorprenderé dormitando y la tomaré fuertemente del
brazo hasta que la caminata haya terminado, pues hasta aquí sólo había sido
una loca cacería.
Avanzaba lenta y dificultosamente y cuando me
acercaba para llevar a cabo mi plan se alejó ligera, con una risa alegre, y no
se detuvo más hasta la cima. Totalmente fatigado y vencido me senté para
descansar; al alzar la vista la vi en lo alto, parada inmóvil sobre una piedra
semejando una estatua que se perfilase contra el azul del cielo. De nuevo me
levanté y esforcé hasta alcanzarla y ahí me desplomé sobre el pasto, vencido
por la fatiga.
- Otra vez que me invite a caminar, Yoleta –
jadeé - no me moveré a menos que tenga yo una soga colocada alrededor de su
cintura para detenerla cuando pretenda
da escapar en esa loca carrera. Me ha dejado sin aliento y eso
que estaba en bastante buen estilo.
Ella rió, de un salto estuvo en el suelo y se
sentó a mi lado, tomé su mano y la retuve fuerte.
- Ahora no se escapará y saldrá corriendo,
dije.
- Puede tenerme la mano, contestó, no tiene
nada que hacer aquí arriba.
-¿Puedo destinarla a algo útil? ¿puedo hacer
lo que quiera con ella?
- Sí puede, agregó con una sonrisa, ahora no
tiene espina alguna.
Se la besé repetidas veces, en el frente, en
la palma, la muñeca, luego le dediqué una caricia separada a las yemas de cada
dedo.
-¿Por qué me besa la mano?, inquirió.
-¿No lo sabe? ¿No lo adivina? Porque es la
cosa más dulce que puedo besar, excepto una otra cosa, ¿puedo decírsela?
-¿Mi cara? ¿Por qué no me la besa?
-¡Oh!, ¿puedo?, y atrayéndola besé su suave
mejilla. ¿Puedo besar la otra?, pregunté y ella me la ofreció, Cuando se la
hube besado, como en éxtasis, la miré, hundí mi mirada en sus ojos que
parecían negro brillante y descarados. - Yo creo... que he cometido un leve
error, dije, lo que yo quería decir es si me permitirá besarla donde quiera, en
la barbilla, por ejemplo, o allí donde quiera.
- Sí, pero me está demorando demasiado
tiempo, béseme tantas veces como quiera y después admiremos el paisaje.
- La acerqué más y le besé la boca no una ni
dos veces, sino adhiriéndome a ella con el ardor de la pasión, tal como si mis
labios se hubiesen fundido en los suyos.
De repente se desembarazó de mí.
-¿Por qué me besa la boca tan violentamente?,
dijo, y sus ojos refulgían y sus mejillas se arrebolaban. Parece un animal que
me quisiese devorar.
Obviamente así era como me sentía.
-¿No sabe, queridísima, por qué la beso así?
Porque la amo.
- Lo sé Smith, puedo entender y apreciar su
amor sin que me lastime los labios.
-Y ¿me ama usted, Yoleta?
- Sí, ciertamente. ¿No lo sabía usted?
-¿Y no es dulce besarse cuando uno se
ama? ¿Sabe, carísima, qué es el amor? ¿Me ama mil veces más que a cualquier
otro en el mundo?
- ¡ Qué extravagantemente habla, replicó, qué
cosas extrañas dice!
- Sí querida, porque el amor es extraño, la
cosa más extraña, más dulce en la vida. Llega una sola vez al corazón y ese
ser amado lo es infinitamente más que otros. ¿No comprende ésto?
-¡Oh no! ¿Qué quiere decir, Smith?
-¿Hay alguien más querido por Usted que yo?
- Yo amo a todos los de La Casa; a
unos más que a otros. A aquellos que están más estrechamente vinculados
conmigo los amo más.
- Por favor ¡no diga más nada! Usted ama a su
gente de un modo y a mí de otro. ¿Es así?
- Hay sólo una clase de amor, dijo ella.
-1Ay! dice eso por que es una
criatura aún y no sabe. Debe ser aún más joven de lo que creía. ¿Qué edad
tiene?
- Treinta y un años, respondió con suma
seriedad.
-¡Oh Yoleta, qué tremendo embuste! Perdón por
haber sido tan brusco. Pero no cree que puede reducir esa cifra. Treinta y un
años ¡qué jocoso! Pues yo soy un viejo comparado con usted y no tengo aún
veintidós. Le ruego, dígame, Yoleta ¿qué quiere significar esto?
Me di cuenta que no me escuchaba y vi que se
había levantado del pasto y vuelto a sentar sobre la piedra. Por toda respuesta
a mi pregunta señaló con su mano hacia el occidente diciendo:
-
Mire allá, Smith.
Me paré y miré. El sol ya estaba próximo al
horizonte y parcialmente oculto por las nubes bajas que comenzaban a tornarse
grises orladas con púrpura y rojo; sus desflecados bordes parecían incendiados
por intensas llamaradas amarillas. En lo alto, el cielo tenía la claridad de
un cristal azul con listones de rayos amarillo pálido arrojados por la luz del
sol poniente que semejaban los rayos de una inmensa rueda celestial que
llegaban hasta el cenit. La tierra ondulada con sus montes verde oscuro; el
follaje otoñal de diversos tonos se estiraba a lo lejos frente a nosotros, ya
en sombras, ya iluminada por los áureos reflejos, mientras que la cadena de
montañas que aparecía cerca y estupenda ante nuestra vista habíase tornado de
azul oscura en violácea.
Las dudas y temores que agitaban mi corazón
me dejaban indiferente ante la extremada belleza del paisaje. Me volví
impacientemente para contemplar de nuevo su grácil figura, aun de incipiente
adolescencia, por lo rígido de sus formas; mas, su rostro, arrebolado por la
luz solar, coronado por su oscura y brillante cabellera, me la hacía aparecer
como el rostro de una de las inmortales. La expresión de total devoción que
reflejaba me obligó al silencio, me pareció que había sido tocada por la magia
de natura, como la tierra y el cielo, y que estaba transfigurada; a la espera
de que el trance pasase permanecí de pie a su lado, descansando mi mano sobre
su rodilla. Poco después bajó hacia mí su mirada y sonrió; entonces, volví al
tema de la edad.
- Seguramente Yoleta, dije, estaba sólo
jugando conmigo, quiero decir, divirtiéndose conmigo; realmente no puede tener
más que entre los quince o dieciséis años cuando mas.
Ella de nuevo sonrió y movió la cabeza.
- Oh, ahora entiendo, ya puedo resolver la
adivinanza. Su tiempo es diferente, claro, como todo lo demás en esta latitud.
Un mes ha de llamarse un año para ustedes y eso la haría tener ... déjeme
pensar ¿cuánto es doce por treinta y uno? ¡Que me cuelguen! Casi quinientos
creo, es que soy tan nulo en cálculos mentales!, es justamente
lo contrario, ¿cuántas veces doce en treinta y uno?, bueno, en números
redondos, dos veces y media. Eso sería absurdo. Usted no es un bebé. ¡Ah, ya lo
tengo!, las estaciones se llamarán años, claro, como no lo pensé antes...
tampoco, así tendría siete años y medio. Ahora sí lo veo claro, un año,
significan dos de sus años, invierno y verano, son uno; eso haría que tuviese
dieciséis años exactamente lo que había imaginado. ¿Es así, Yoleta?
- Yo no sé de que habla, Smith, no lo estoy
escuchando.
- Bien, escuche por un momento y dígame ¿cuál
es la duración de un año?
- Dura desde que las hojas caen en otoño
hasta que vuelven a caer en el próximo, y dura desde que las golondrinas
llegan en primavera hasta que regresan nuevamente.
- Y seria y honestamente, ¿tiene treinta y un
años de edad?
-¿No se lo dije? Sí, tengo
treinta y un anos.
- Bien, jamás escuché nada igual por los
Santos del Cielo! yo sé que es muy poco cortés preguntar la edad a una dama,
pero ¿Sería tan amable de decirme la edad de Edra?
-¿Edra? tiene sesenta y tres.
¡Sesenta y tres, que me maten si tiene un día
más de veintiocho! ¡Qué tonto soy, cómo no puedo mantener la calma! Pero,
Yoleta, cómo me angustia. Casi no me animo a hacerle otra pregunta, pero
dígame la edad de su padre.
- El tiene casi doscientos años, ciento
noventa y ocho, creo.
-¡Dioses del Cielo! Me he de volver
rematadamente loco. No pude decir más nada, me alejé y me senté en una piedra
baja a cierta distancia con una sensación de aturdimiento mental y algo como
desesperanza en el corazón. Que ella me había dicho la verdad, ya no podía
dudarlo ni por un segundo; era imposible dada su naturaleza
cristalina el no ser veraz. Sus años no me importaban, la
virginal dulzura de la adolescencia estaba en sus labios y la gloria y frescura
de la juventud en su frente; lo patético era que hubiese vivido treinta y un
años en el mundo y que no comprendiese las palabras que le había dicho; que no
supiese qué eran el amor y la pasión! ¿Sería siempre así? ¿Habría de consumirse
hasta las cenizas mi corazón sin encender un fuego en el suyo?
Entonces, mientras permanecía allí sentado,
colmado de esos pensamientos desdichados, bajó de su sitial y cayendo de
rodillas frente a mí rodeó con sus brazos mi cuello y me miró fijamente.
-¿Por qué está apenado Smith?, ¿He dicho algo
que lo hiera? dijo. ¿Y sabe qué me ha ofendido?
- Si lo he hecho, dígame cómo, queridísima
Yoleta.
- Por haber estado haciéndome preguntas y
diciendo cosas totalmente sin sentido mientras estaba ahí, embelesada con la
puesta del sol. Me molestó y disipó mi placer; lo perdonaré, Smith, porque lo
quiero. ¿No cree que lo amo suficiente? Me es muy querido, más querido cada
día, y atrayendo mi cara me besó en los labios.
- Querida, me hace feliz de nuevo, fue mi
respuesta, pues si su amor aumenta cada día quizá llegue el momento en que me
comprenda y que sea para mí todo lo que yo anhelo.
-¿Qué es lo que anhela? preguntó.
- Que sea mía, solamente mía, totalmente mía y
que se me entregue en cuerpo y alma.
Ella continuó mirándome a los ojos.
En cierta forma nos damos, creo, en cuerpo y
alma a aquellos a quienes amamos, dijo, y si aún no está satisfecho de que me
haya entregado así de ese modo debe esperar, pacientemente, sin hacer ni decir
nada que voluntariamente enajene mi corazón hasta que llegue la hora en que mi
amor sea igual a su deseo. Vamos, agregó y levantándose, me tomó de la mano y
me hizo levantar.
Silenciosos y pensativos, iniciamos de la
mano el descenso. De repente se arrodilló y entreabriendo los pastos con las
manos halló un pequeño y grácil capullo emergiendo de la tierra, sin hojas,
desde un tallo redondo y suave.
-¿Ve?, dijo y alzó sonriente, su mirada.
- Si, querida, veo un capullo, pero no sé nada
más que eso.
- Oh, Smith, ¿no sabe que es un lirio
arco-iris?, y levantándose se tomó de mi mano y seguimos andando.
-¿Qué es un lirio arco-iris?
- Dentro de poco, en unos días, estará
totalmente florecido y la tierra se cubrirá con su gloria.
- Está ya avanzada la estación, Yoleta.
Primavera es la época en que los campos se cubren con la gloria de las flores.
- Nada hay que iguale al lirio arco-iris que
llega cuando casi todas las flores han muerto o han perdido sus colores. ¿Ha
vivido en la luna, Smith, para que yo tenga que contarle estas cosas?
- No, querida, pero he vivido en aquella isla
donde todas las cosas, incluyendo las flores, eran distintas.
- Ah, sí, cuénteme acerca de esa isla.
Bien, “aquella isla" era un tema
desafortunado y yo no estaba resuelto a quebrar la resolución que había tomado
de guardarme prudentemente de hablar de sus instituciones peculiares.
-¿Cómo podría contarle, cómo podría
imaginarlo si le contase?, dije, evadiendo la pregunta. - Ha visto los cielos
ennegrecidos por las tormentas, se ha sentido enceguecida por los rayos y ha
escuchado el rugir del trueno. ¿Podría imaginárselo si jamás hubiese sido
testigo de ello y yo se lo describiese?
- No.
- Pues sería, entonces, inútil contarle.
Dígame más de los lirios arco-iris, pues soy un gran amante de las flores.
-¿Lo es? ¿Es raro que tuviese un gusto común
a todos los seres humanos? respondió con una bonita sonrisa.
Pero es más fácil hacer preguntas que
responderlas. Si usted nunca hubiese visto al sol ocultarse gloriosamente, o al
cielo de medianoche refulgir con miles de estrellas, ¿podría imaginárselas si
yo se las describiese?
- No.
- Debe esperar que surjan de la tierra los
lirios arco-iris y del corazón el amor.
- Con o sin flores el mundo para mí es un
paraíso si usted, Yoleta, está a mi lado. ¡Ah, si fuese mi Eva! Qué dulce es
caminar de su mano al anochecer; pero no era tan grato cuando echaba a correr
alejándose de mí como un conejo salvaje. Me alegro de descubrir que a veces
camina.
- Sí, a veces, en ocasiones solemnes.
- Cuénteme acerca de esas solemnes ocasiones.
- Esta no es una de ellas, replicó, retirando
su mano de la mía, súbitamente; luego con una risa argentina huyó de mí
lanzándose a la carrera hacia abajo con la velocidad y la gracia de una
gacela.
Instantáneamente la perseguí, pero fue en
vano aun cuando empeñé todas mis fuerzas. Ocasionalmente, caía de rodillas para
admirar alguna flor silvestre o buscar un capullo de lirio; cada vez que
llegaba hasta una piedra grande, saltaba sobre ella y permanecía parada inmóvil
contemplando los ricos matices del festín de colores; mas siempre que me iba
aproximando se arrojaba ligera y se alejaba de mí como un pájaro salvaje. Cansado
de correr abandoné mi cacería, cuerdamente caminé solo hacia La Casa pensando
si esa conversación en lo alto de la sierra, y toda la curiosa información que
por ella había reunido habría de convertirme en el más desdichado o el más
feliz de los seres sobre la tierra.
CAPITULO XII
El asunto acerca de si tenía motivos para sentirme feliz o desdichado
aún me preocupaba cuando me acosté y me mantuvo despierto hasta altas horas de
la noche. Lo juzgué a mi manera desde distintos ángulos concentrándome
profundamente y el resultado era siempre incierto. Como hombre me hallaba en
una extraña situación, pues aquí estaba yo muy enamorado de Yoleta, quien decía
tener treinta y un años y sólo conocía una forma de amor, el fraternal afecto
que me prodigaba sin retaceos. Es verdad que estaba rodeado por misterios,
viviendo en La Casa sin pertenecer a ella, no habiendo nacido en ella; había,
además, llegado a la conclusión de que estos misterios sólo me serían develados
por la lectura cuando mis conocimientos lo admitiesen. Es que parecía bastante
riesgoso hacer preguntas, dado que el interrogatorio más inocente podría ser
tomado por una ofensa que únicamente podía expiarse mediante el solitario
confinamiento y una dieta a pan y agua; o si no era castigado así probablemente
lo sería por apreciar que era el resultado del golpe que recibiera mi cabeza
contra las piedras. Ser reticente, observador y estudioso, era el plan más
efectivo; esto había servido para tornarme diligente y atento durante mis
clases, de ese modo mi gentil maestra estaba muy agradada con mis progresos en
pocos días. Sus palabras en la sierra me habían, sin embargo, llenado de
ansiedad y quería profundizar este raro sistema de vida ¿Por qué estaba esta
numerosa familia
- veintidós miembros
presentes, además de algunos peregrinos (así los llamaban) ausentes-, compuesta
sólo de adultos? Además, y más extraño aún, ¿por qué lucía el padre esa
majestuosa barba, mientras los otros hombres, de distintas edades, eran
lampiños o a lo sumo tenían sólo una leve sombra sobre. sus labios superiores y
mejillas? Estaba a la vista que no se afeitaban. ¿Serían, realmente, todos
hermanos y hermanas? Hasta el momento había sido incapaz, aun con la más celosa
observación, de detectar algo que se pareciese al amor o al leve flirteo;
todos se trataban, tal como Yoleta lo hacía conmigo, con ternura y afecto y
nada más. Y si el Jefe de La Casa era realmente el padre de todos ellos, ya que
en dos centurias un hombre podía haber tenido un número indefinido de hijos,
¿quién era la madre o madres? Yo nunca he sido bueno para las adivinanzas, pero
el resultado de mis reflexiones fue una idea feliz: preguntar a Yoleta si su
madre vivía o no. Ella era mi maestra, mi amiga y guardiana en La Casa, y si
resultase que la pregunta fuese otra vez desafortunada u ofensiva ella sería
más proclive que ningún otro a perdonarme.
Al día siguiente, tan pronto como nos hubimos reunido
solos formulé no sin un nervioso escrúpulo la pregunta.
Ella me miró muy
sorprendida.
-¿Quiere decir, respondió, que no sabe que tengo una madre; que
hay una madre de La Casa?
-¿Cómo podría saberlo,
Yoleta? respondí. No la he oído llamar a nadie “Madre":
además, cómo puede uno
saber algo en un lugar extraño si no es informado.
-¡Qué extraño, entonces, que nunca lo preguntase hasta ahora!
Hay una madre, la madre de todos, suya desde que ya es uno de nosotros; y
ocurre también de que soy su hija, su única hija. Usted no la ha visto por que
nunca ha pedido ser llevado a su presencia; y ella no está entre nosotros a
causa de su enfermedad. Desde hace mucho, ella está atacada de un mal del cual
no puede recobrarse y por un largo año no ha podido dejar el Aposento de la
Madre.
Habló con los ojos
bajos, con voz queda y apenada. Ahora estaba claro que en mi ignorancia había
incurrido en una grave falta de etiqueta hacia las leyes de La Casa, y ansioso
por reparar mi falta, y, además, por saber más acerca de la única mujer que en
esta misteriosa comunidad había amado, o al menos había conocido el matrimonio,
pregunté si podría verla.
- Sí, respondió tras alguna hesitación aun de pie y con la
mirada baja. Luego repentinamente estallando en llanto exclamó:
-¡Oh, Smith, cómo pudo estar en el mundo y no saber que hay una
madre en cada Casa! ¿Cómo pudo viajar y no saber que cuando entra en una Casa,
tras saludar al padre, lo primero que debe de hacer es solicitar ser llevado a
la presencia de la madre para adorarla y sentir su mano sobre la cabeza? ¿No
advirtió nuestro asombro y agravio ante su silencio cuando entró y cómo
esperamos en vano que hablase?
Estaba mudo de vergüenza ante sus palabras. Muy bien recordaba
la primera noche en la Casa cuando no podía sino ver que algo se esperaba de
mí, pero nunca me aventuré a preguntar que se me aclarase qué era.
Luego, recobrándose de sus lágrimas, se alejó de la habitación y
al quedar solo me invadió una profunda sorpresa por la revelación. No había
imaginado que pudiese llegar al mundo sin una madre; empero, el hecho de que
esta criatura desapasionada, quien me había manifestado que había una sola
forma de amor, fuese la hija de alguien que actualmente viviese en La Casa y de
cuya existencia jamás había oído, excepto en una forma tan indirecta que no
acerté a comprender, me parecía un sueño. Ahora, estaba por ver a esta mujer
oculta y la entrevista habría de revelarme algo, pues habría de descubrir en
su rostro y conversación si tenía la misma mística forma de pensar de los
otros, que los hacía aparecer como habitantes de algún lugar mejor que este
pecaminoso, pobre y triste mundo. Mis deseos sin embargo, no se vieron
cumplidos, pues pronto regresó Yoleta y dijo
que su madre no deseaba
verme en ese momento. Parecía tan apenada cuando me lo dijo que poniendo sus
blancos brazos alrededor de mi cuello, como para consolar mi desilusión, hube
de refrenar mi deseo de presionarla con preguntas y durante varios días el tema
no se tocó en absoluto entre nosotros.
Al tiempo, un día,
cuando la lección hubo terminado, con una expresión en su rostro que mezclaba
el placer y la ansiedad, se levantó y tomándome de la mano dijo:
- Venga.
Sabía que iba a
llevarme a presencia de su madre y gozoso me levanté para obedecerla, pues tras
la conversación que habíamos mantenido no tenía paz en mi deseo de conocer a
la dama de La Casa.
Dejando la sala de
música, entramos a otro apartamento con la misma forma de nave, pero más vasta
o al menos considerablemente más larga. Ahí me sobresalté y me detuve
sorprendido por la escena que tenía ante mí. La luz que penetraba por las altas
y angostas ventanas era tenue, suficiente para ver el recinto y todo lo que
había en él. Acababa en el extremo más apartado en un tramo de escalones anchos
de piedra. La parte central del piso a todo el largo sería aproximadamente de
seis metros de ancho; de cada lado de este pasaje, que estaba cubierto de
mosaico, el piso estaba elevado y sobre ese mayor nivel vi, como me había
imaginado, un gran conjunto de hombres y mujeres solos o en grupos, de pie o
sentados en grandes sillas de piedra, en posturas y actitudes varias. Al
instante advertí que no se trataba de seres vivos, sino de sus efigies en
piedra; la vestimenta que lucían representaba el ropaje ornado por piedras de
diferentes y ricos colores, lo que le daba la apariencia de ropas reales. Tan
naturales eran las cabelleras que recién cuando subí y toqué la cabeza de una
de ellas, recién entonces me convencí que era de piedra. Aún más maravillosa,
en su apariencia de vida, eran sus ojos que parecían devolver mis medio
temerosas miradas con otra escrutadora, calma e interrogante que me era difícil
enfrentar. Seguí tras mi guía con paso rápido, sin hablar; cuando llegué al
centro del salón me detuve otra vez, involuntariamente. Me había impresionado
profundamente una de las estatuas. Era la de una mujer de majestuoso porte, un
rostro bello y orgulloso y una abundante cabellera plateada. Ella estaba
sentada, inclinada hacia adelante con sus ojos fijos en los míos a medida que
avanzaba, una mano apretada contra su pecho, con la otra parecía llevarse hacia
atrás los blancos y sueltos rizos de su frente. Tenía, creí, una expresión de
calma y orgullo inflexible en su rostro, pero al acercarme
120
más esa expresión desapareció, dando lugar a una tan ansiosa,
anhelante y suplicante, tan cargada de aguda pena que permanecí contemplándola
como quien está fascinado hasta que Yoleta tomó mi mano suavemente y me alejó.
Aún y pese a la naturaleza absorbente del asunto al cual estaba sujeto, ese
extraño rostro parecía hechizarme y mirando a través de ese largo desfile de
mujeres hermosas de calmo entrecejo, no hallaba otra parecida.
Cuando llegamos al
fin de la galería, ascendimos la escalinata de amplios escalones y llegamos a
un lugar entre cuatro y seis metros sobre el nivel del piso que habíamos
atravesado. Aquí, Yoleta descorrió una puerta de vidrio y me introdujo a otro
apartamento. Era el Aposento de la Madre. Era espacioso y a diferencia de la
galería, bien iluminado, el aire tibio y fragante parecía cargado de un aroma
sutil. Pero ahora mi atención se concentraba en un grupo de personas delante de
mí y sobre todo en la figura central: la mujer que tanto había deseado ver.
Estaba sentada, recostada hacia atrás, en una como displicente actitud, en una
especie de diván amplio y bajo, cubierto por una tela suave de color violeta.
El primer vistazo a su cara me reveló que difería en apariencia y expresión de
sus otros semejantes de La Casa: una de las razones era su extremada palidez,
tenía en su rostro las huellas que deja un sufrimiento largo y continuado,
pero eso no era todo. Su cabello, que caía suelto sobre sus hombros, era más
largo que el de las
otras y sus ojos eran más
grandes y de un verde más intenso. Había algo sorprendentemente fascinante
para mí en ese rostro pálido y sufriente, pues, pese al sufrimiento, era bello
y amoroso; lo que me era más querido que todas esas cosas eran las señas de
pasión que exhibía, la boca petulante y burlona y la expresión entre anhelante
y desolada de sus ojos que parecían pertenecer más a ese mundo imperfecto del
cual yo había sido separado y el cual aún era querido por mi no regenerado
corazón. En otros aspectos también se diferenciaba de las otras mujeres, siendo
su vestido una túnica larga de color azul pálido con bordados de flores
azafranadas y hojas en el centro, sobre el cuello y las anchas mangas. En el
diván junto al suyo estaba sentado el padre, teniéndola de la mano y hablándole
en voz baja; dos de los hombres jóvenes estaban sentados a sus pies sobre
almohadones, ocupados en bordar; otro permanecía de pie tras de ella; otro le
mostraba un diseño y aparentemente le explicaba algo.
Había creído hallar
una mujer endeble y enferma en una alcoba levemente iluminada con quizá una
auxiliar a su lado; ahora enfrentando tan inesperadamente a esta mujer hermosa
de arrogante mirada rodeada por otros, me supe confundido y al sentirme
demasiado inhibido para decir algo permanecí silencioso e incómodo.
- Este es nuestro
extraño, Chastel dijo el anciano y al mismo tiempo me lanzaba una mirada para
infundirme coraje.
Se volvió del diseño
que había estado examinando y enderezándose levemente de su posición
semirrecostada fijó en mí sus ojos oscuros con cierto interés.
-Yo no veo por qué estaban tan impresionados, subrayó
después de un rato. Nada hay muy raro en él.
Sentí que mi cara enrojecía de vergüenza y enojo, pues ella
parecía mirarme y hablar de mí tal como yo hubiese sido una criatura extraña y
semihumana descubierta en los montes y traída como una curiosidad.
- No, no fue su
figura, fue sólo su curioso ropaje y sus palabras las que nos asombraron, dijo
el padre como respuesta.
Ella no le contestó
nada, pero al momento, dirigiéndose directamente a mí dijo:
-Usted ha estado mucho tiempo en La Casa antes de expresar su
deseo de verme.
Encontré mi lenguaje de palabra hesitante y
pobre, por lo cual me detesté a mi mismo, y respondí que había solicitado
poder verla tan pronto como me informé de su existencia.
Se volvió al padre con miradas sorprendidas e interrogante.
- Debe recordar, Chastel, respondió él, que
nos ha llegado de una extraña y distante isla con costumbres distintas a las
nuestras, algo que nunca había escuchado antes. No puedo darle otras
explicaciones.
Sus labios se
curvaron y volviéndose a mi continuó:
-
Si hay Casas en su isla, sin madres en ellas, no ocurre
así en otras partes. El que haya decidido viajar provisto de tan pobres
conocimientos es un milagro para nosotros, y así como me ha dolido decirle esto
debo lamentar que haya dejado su propio hogar.
Nada pude responder a
esas palabras que cayeron sobre mí como latigazos y al observar los otros
rostros no advertí ninguna simpatía hacia mí. La miraban a ella, “su
madre", y escuchaban sus palabras, y sus expresiones eran sólo de amor y
devoción hacia ella, lo que me hacía recordar un poco la cara de los ángeles
de las telas de Guido en la Coronación de la Virgen.
-Retírese
ya, agregó en tono petulante, estoy cansada y deseo descansar.
Yoleta, quien había
permanecido silenciosa a mi lado, tomó mi mano y me condujo fuera del aposento.
Con la mirada baja
atravesé la galería sin prestar atención a sus extraños pétreos ocupantes, y
dejando a mi gentil conductora sin una palabra, desde la puerta del salón de
música apuré mis pasos alejándome de La Casa.
Podía advertir amor y compasión en el roce de la mano de la
querida muchacha y me parecía que si hubiese hablado ella una sola palabra, mi
alma, sobrecargada, habría estallado en llanto. Deseaba estar solo para rumiar
en secreto la pena y amargura de mi derrota; pues estaba claro que la mujer a
quien tanto deseé ver y desde que la vi tanto anhelé me permitiese amarla
sentía hacia mi sólo desdén y aversión, y sin falta alguna de mi parte, ella,
cuya amistad más necesitaba, se había vuelto mi enemiga en La Casa.
Mis pasos me
condujeron al río; seguí su costa por casi un kilómetro y medio y llegué por
fin a un bosquecillo de soberbios árboles viejos y ahí, me senté sobre una
vieja y retorcida raíz junto a las aguas. Había llegado a ese rincón oculto
para dar paso a mi resentimiento, pues aquí podría gritar mi amargura si de eso
tenía ganas ya que no había testigos que me escuchasen. Había contenido mis
poco varoniles lágrimas, casi vertidas en presencia de Yoleta y confundidas
con oscuros pensamientos, durante mi andar; ahora, estaba sentado, tranquilo y
a solas conmigo, lejos de poder ser observado y lejos de esa simpatía que mi
lacerado espíritu no podía tolerar.
No
bien me hube sentado, un animal marrón, grande, con ojos negros redondos y
feroces subió delante de mí a la superficie del agua a unos cinco metros de mis
pies, y al verme se sumergió ruidosamente, bajo el agua, quebrando la clara
imagen reflejada con cien ondas. Aguardé hasta que la última ondita se hubiese
disipado, mas cuando las superficie estuvo otra vez quieta y lisa como un
oscuro cristal, comenzó a afectarme el profundo silencio, la melancolía de la
naturaleza y por un algo que llegaba desde natura - fantasma, emanación,
esencia - yo no sé qué. Mi alma, no mis sentidos, lo percibían, de pie, el dedo
sobre los labios, inmóvil sobre el agua que no reflejaba su imagen, el claro
ámbar de los rayos solares pasaban sin apagarse a través de su substancia. A
mi alma el “¡Calla!" era audible y otra y otra vez "¡Calla!"...
hasta que el tumulto que en mí había se aquietó
y no podía pensar mis
propios pensamientos. Podía tan solo escuchar, reteniendo el aliento, aguzando
mis sentidos para captar algún sonido natural por leve que fuese. Allá a lo
lejos, a la distancia sombría, en algún pastizal azul, una vaca mugía y el
sonido recurrente pasaba como el zumbido del vuelo de los insectos y se haría
más débil aún como un sonido imaginario hasta cesar. Una hoja seca cayó de lo
alto del árbol, escuché mientras revoloteaba tocando otras hojas en su caída y
hasta que la hierba silenciosa la recibió. Luego, mientras esperaba otra hoja,
de repente, sobre mi cabeza, llegó la breve, delirante melodía de algún cantor
rezagado, el canto como de un petirrojo escuchándose clara y reconocible como
el son del clarinete: brillante, alegre, inesperado, encerrando esa tranquila
melancolía que llega a la mente como una lluvia de rojo y oro bordado sobre un
fondo pálido y neutro.
El sol se ocultaba y al
bajar iluminaba las copas de los viejos árboles aquí y allá, transformándolos
en pilares de rojas lenguas de fuego mientras otros, entre sombras más
oscuras, parecían como contraste pilares de ébano y dondequiera que el follaje
fuese menos espeso los rectos rayos se filtraban dándoles a las hojas secas una
transparencia y esplendor que era semejante a un cristal teñido en los
ventanales de alguna catedral al oscurecer. A lo largo todo del río se comenzó
a levantar una blanca niebla, sopló un leve viento y el vaho fue arrastrado,
inundando los juncos y arbustos, ciñendo con sus brazos fantasmales los viejos
árboles, Contemplando la niebla y escuchando “las sinfonías y murmullos del
aire” susurradas por la suave brisa,
sentía que ya no había más enojo en mi alma. La naturaleza y algo dentro de
ella y algo más que ella habían donado su "suave influencia", curado
a su criatura "vagabunda y malhumorada" a fin de que no pudiese más
ser "una cosa chocante y discordante" ante su sagrada y dulce
presencia.
Cuando levanté la
vista, un cambio se había producido en el paisaje: la luna llena había salido,
plateando la niebla y llenando la ancha y oscura tierra con una gloria nueva y
misteriosa. Me levanté y regresé a la casa con el nuevo panorama y comprensión
que me había invadido. Ese mensaje -y como tal no podría olvidarlo -, hacía
que no sintiese nada más que amor y simpatía hacia esa mujer sufriente quien
me había herido con su inmerecido desagrado y mi único deseo era demostrarle mi
devoción.
CAPITULO XIII
Al acercarme a La Casa se hicieron audibles
suaves sones flotando en el aire nocturno y sabía que el dulce espíritu de la
música, al cual eran todos tan devotos, estaba entre ellos. Tras escuchar un
rato a la sombra del pórtico entré y deseando no interrumpir a los cantantes
me deslicé hacia un rincón oscuro y me senté. Empero, Yoleta me había visto
entrar y presta vino hacia mí.
-¿Por qué no vino a cenar, Smith?, preguntó,
¿por qué se le ve tan triste?
-¿Necesita preguntarlo, Yoleta? ¡Oh, me
habría hecho tan feliz haber podido ganar el afecto de su madre! ¡Si ella sólo
supiese cuánto lo deseo y cuánto simpatizo con ella! Pero jamás le agradaré y
cuánto hubiese querido decirle deberá quedar sin pronunciar.
- No, no es así, dijo, venga conmigo ahora a
verla, si usted se siente así, ella le será amable. ¿Cómo podría ser de otro
modo?
Yo mucho me temía que me aconsejara una
imprudencia; mas, ella era mi guía, mi amiga y maestra en La Casa y me resolví
a acceder a su deseo. No había luces en la larga galería cuando volvimos a
entrar; sólo los blancos rayos lunares que atravesaban las altas ventanas
iluminaban una columna o un grupo de estatuas que arrojaban negras sombras
sobre el piso y la pared dando al sitio una apariencia sobrenatural. Una vez
más,
al llegar al centro de la sala, me detuve, pues, ahí, delante
de mí, siempre inclinada hacia adelante, estaba sentada la maravillosa mujer
de piedra, bañada totalmente su cara pálida y ansiosa y su cabellera de plata.
- Cuénteme, Yoleta, ¿quién es? susurré ¿Es la
estatua de alguien que vivió en esta casa?
- Sí, puede enterarse de ello en la historia
de La Casa y en esta inscripción sobre la piedra. Ella fue una madre y su
nombre era Isarte.
- Pero, ¿por qué tiene ella esa expresión
extraña y afligida en su rostro? ¿fue ella desdichada?
-¡Oh, no puede advertir su desdicha! Ella
soportó muchas penas y la calamidad que las coronó fue la pérdida de siete
hijos bien amados. Se habían ido juntos a la montaña y no regresaron cuando se
los esperaba; por largos años aguardó sus noticias. Se conjetura que una enorme
roca se habría desprendido y que en su caída los aplastó y arrastró. La pena
por los hijos desaparecidos emblanqueció sus cabellos y dio a su rostro esa
expresión.
-¿Cuándo ocurrió eso?
- Hace más de dos mil años.
-¡Oh, entonces es una tradición familiar muy
vieja! Pero, la estatua, ¿cuándo fue hecha y colocada aquí.
- Ella la hizo colocar aquí. Fue su deseo que
la pena que soportaba se recordase en La Casa en todos los tiempos, pues nadie
había sufrido como ella. La inscripción que hizo grabar en la piedra dice que
si alguna vez una madre tuviese una pena mayor, la estatua debía ser sacada de
su lugar y destruida y sus fragmentos enterrados junto con todas las cosas
olvidadas y el nombre de Isarte borrado de La Casa.
Me oprimía el pensar que por un tan
prolongado tiempo ese rostro de pesar indecible hubiese contemplado a tantas
generaciones que se sucedieron.
- Es extraño, murmuré, pero cree, Yoleta, que
el pesar de una persona puede perpetuarse así en la casa, pues, ¿quién puede
admirar ese rostro sin pena aun cuando
recuerde que ese
dolor que expresa terminó hace centurias?
- Pero ella era una madre, Smith, ¿no lo
entiende? No estaría bien que nosotros quisiésemos que nuestros pesares se
recordasen por siempre causando una pena a quienes nos suceden; pero en una
madre es distinto: sus deseos son sagrados y su voluntad es justa.
Sus palabras me sorprendieron mucho porque yo
había oído de hombres infalibles, pero nunca de mujeres; es más, la mujer a
quien iba a ver ahora era también una "madre de La Casa", una
sucesora de esta real Isarte... Temiendo haber encarado un tema espinoso, no
dije más nada y siguiendo nuestro camino pronto llegamos al Aposento de la
Madre y la gran puerta de vidrio estaba totalmente abierta. A la pálida luz de
la luna, hallamos a Chastel sobre el diván en donde la había visto antes, pero
estaba totalmente acostada a lo largo y tenía sólo una asistente con ella.
Yoleta se acercó y agachándose tocó con sus
labios el pálido e inmóvil rostro.
- Madre, dijo, he traído a Smith de nuevo;
está ansioso por decirle algo si lo quiere escuchar.
- Sí, lo escucharé, respondió, permítele
sentarse cerca de mi y ahora vuélvete, pues tu voz será necesaria. Y usted
puede ya dejarme, agregó, dirigiéndose a la otra dama.
Las dos partieron juntas y yo procedí a
sentarme en un almohadón junto al diván.
-¿Qué es lo que desea decirme?, inquirió. Sus
palabras no eran muy acogedoras, mas su voz sonó algo más grata ahora y yo de
inmediato comencé
- Calle, dijo antes que hubiese pronunciado
dos palabras. Espere hasta que esto termine, estoy escuchando la voz de
Yoleta.
A través de la larga y penumbrosa galería y
la puerta abierta, suaves sones musicales llegaban flotando hasta nosotros y se
oyó mezclándose con otras, una voz más clara, más cristalina; crecía hasta
alcanzar mayor fuerza, pero
pronto dejó de ser identificable; entonces suspiró y se dirigió
nuevamente a mí.
-¿Dónde ha estado toda la noche, pues no
estuvo en la cena?
-¿Sabía eso? pregunté con sorpresa.
- Sí, sé todo cuanto ocurre en La Casa. La
lectura y el trabajo de cualquier naturaleza son un dolor y fatiga. Lo único
que me queda es enterarme de lo que otros hacen o dicen y conocer su ir y
venir. Mi vida es ahora sólo una sombra de la vida de los otros.
- Entonces, dije, debo decirle cómo pasé el
tiempo tras verla hoy, pues estaba solo y nadie puede decirle qué hice. Me
alejé por la ribera del río hasta llegar al bosquecillo de grandes árboles
junto a la orilla y allí permanecí sentado hasta que salió la luna, con mi corazón
rebosando de pena y amargura inenarrables.
-¿Qué le causó tales sentimientos?
- Cuando supe de usted y la vi, mi corazón se
dirigió hacia usted y anhelé por sobre todas las cosas del mundo que se me
permitiese amarla, servirla y ganar un lugar en su afecto, pero su mirada y sus
palabras sólo expresaron desprecio y desagrado hacia mí. ¿No habría sido raro
que yo no me sintiese desgraciado?
-¡Oh!, respondió. Ahora puedo comprender la
causa de la sorpresa que sus palabras han causado en La Casa. Sus mismos
sentimientos parecen distintos a los nuestros. Ninguna otra persona habría
experimentado los sentimientos de que habla por esa causa. Es justo arrepentirse
de sus faltas y soportar su carga mansamente, pero es signo de un espíritu
indisciplinado el sentir amargura y el desear arrojar la culpa de sus
sufrimientos sobre otros. Olvida que yo tenía un motivo para estar profundamente
ofendida con usted y además también olvida mis continuos sufrimientos que a
veces me hacen aparecer brusca y poco amable contra mi voluntad.
Sus palabras sólo me parecen ahora dulces y graciosas,
argumenté; y le han sacado un peso a mi corazón y sólo
anhelo poder agradecérselas, tomando una parte de sus
sufrimientos, compartiéndolos.
- Es bueno que pueda tener esos sentimientos,
pero es inútil expresarlos, dijo gravemente; si tales deseos pudiesen
cumplirse, mis sufrimientos habrían cesado hace mucho ya que cualquiera de mis
criaturas habría alegremente dado su vida para procurar mi alivio.
Ante este parlamento que sonaba como otro
reproche, no respondí.
-¡Oh, esta es amargura, real amargura, una
que usted no puede conocer, dijo después de un rato. Para usted y para otros
siempre está el refugio de la muerte tras el sufrimiento prolongado: la breve
congoja de la descomposición, enfrentada valientemente, no es nada comparado
con esta lenta agonía como la mía, con sus largos días y sus noches
interminables, prolongándose por años y la enorme negrura del final siempre en
la mente. Esto sólo una madre lo puede saber desde el horror de total oscuridad
y el vano aferrarse a la vida aun cuando haya dejado de tener esperanza alguna
o placer en ella; es la cuota que debe pagar por su alto rango.
Yo no podía comprender el alcance de sus
palabras y sólo musité como respuesta:
- Usted es joven para hablar de la muerte.
- Sí, joven; por eso es tan amargo el
pensarlo. En la vejez los sentimientos no son tan vehementes.
Fue entonces que de repente extendió sus
manos hacia mí y cuando le ofrecí las mías tomó mis dedos apresándolos
nerviosamente y levantándose tomó la misma posición de la tarde.
-¡Ay, por qué debo yo estar agobiada con
miserias que otros no han conocido, exclamó excitada; ¡Haber sido colocada
sobre otros, tan joven; tener sólo una única criatura; luego, tras tan breve
periodo de dicha, estar castigada con la esterilidad y este lento mal siempre
carcomiendo como una úlcera maligna las raíces de la vida! ¿Quién ha sufrido
como yo en La Casa? Sólo tú Isarte, entre los muertos, yo iré hacia ti, pues mi
pena
es mayor de lo que pueda soportar y pueda ser que halle consuelo
aún en hablar a los muertos y a la piedra. ¿Puede tomarme en sus brazos?, dijo,
abrazándose a mi cuello. Levánteme en sus brazos y lléveme junto a Isarte.
Sabía lo que ella quería al haber escuchado
tan recientemente su historia y obedeciendo su mandato la levanté del diván.
Era alta, más pesada de lo que hacía suponer su delgadez, pero al pensar que
era la madre de Yoleta y la madre de La Casa dio fuerzas a mi tarea y con
movimientos cautelosos, paso a paso entre la penumbra, la conduje junto a la
canosa figura de piedra bañada por la luna en la larga galería. Cuando hube
subido los escalones y la había acercado lo suficiente se abrazó a la estatua
y apretó sus labios contra los de la piedra.
-¡Isarte, Isarte, qué yertos están tus
labios!, murmuró con voz queda y desesperada. Ahora que miro dentro de estos
ojos, que son los tuyos y sin embargo no tuyos y beso estos labios pétreos ¡qué
penosamente me empuja hacia el pecado la sed de mi corazón! Pero el sufrimiento
no ha turbado mi razón. Sé que es una ofensa pedirle algo a El que nos da la
vida, todo lo bueno libremente y no siente placer al vernos miserables. Este
pensamiento me frena; de lo contrario yo le imploraría que tornase esta piedra
en carne y por una breve hora trajese de regreso al ido espíritu de Isarte,
pues no hay ser viviente que pueda comprender mi pesar; mas, tú sí lo
comprenderías y colocarías mi fatigada cabeza sobre tu pecho y me cubrirías con
tu cabellera encanecida por la pena como con un manto. Pues tu pena fue como la
mía y excedió a la mía y alma alguna podría medirla; por lo tanto, en la sed de
tu corazón, miraste hacia el lejano futuro donde alguien, quizá, tendría una
pena así y sufriría sin esperanza, como tú sufriste y mediría tu pena y
veneraría tu memoria y se sentiría unida a ti a través del espacio de largas
centurias. Tú me hablarías de todo y me dirías que la mayor pena está en irse
hacia la oscuridad, sin dejar uno de tu sangre y tu espíritu
132
para heredar La Casa. Esta es también mi
pena, Isarte, pues yo soy estéril y estoy carcomida por la muerte y pronto
partiré para estar donde tú estás. Cuando me haya ido, el padre de La Casa no
acogerá a otra en su seno, pues es anciano, su vida ya está casi cumplida y a
poco me seguirá, pero sin la pena y la angustia mías que nublen su espíritu
sereno. ¿Y quién entonces heredará nuestro lugar? ¡Ay, hermana mía! ¡Qué duro
es pensar en esto! Pues entonces una extraña será la madre de La Casa, y mi
única hija se sentará a sus pies y la llamará madre, sirviéndola con sus manos,
adorándola con su corazón!
La excitación se había apagado, dejando caer
desmayadamente su cabeza sobre mi hombro y me rogó la llevase de vuelta.
Cuando la hube depositado felizmente en su diván permaneció por algunos minutos
con la cara tapada, sollozando silenciosamente.
La escena de la galería me había conmovido
profundamente y mientras estaba sentado a su lado, cavilando, mi mente volvió
a ese mundo desvanecido de penas y distingos sociales en el cual yo había
vivido y donde la cantidad de seres sufrientes me parecía mucho más desolador
que el de esta dama infeliz para quien tenía, imaginaba, yo mucho con qué
consolarse. Hasta me parecía que el dolor que yo había presenciado era un tanto
mórbido y excesivo, y pensando que quizá la distraería de tanto cavilar sus
propias preocupaciones osé, cuando se hubo calmado, contarle alguno de mis
recuerdos. Le pedí que imaginara un estado del mundo y la familia humana en el
cual todas las mujeres eran en cierta forma iguales; todas poseyendo la misma
capacidad de sufrimiento y donde todas eran o serían esposas y madres y sin
ningún remedio misterioso contra el lento penar del que ella había hablado.
Pero yo no había ido más allá con mi descripción cuando ella me interrumpió.
- No diga nada más, dijo con acento de
desagrado, esto supongo es otra de esas grotescas fantasías que a veces ha
contado, recién llegado acerca de las cuales he
oído ya bastante. Que toda la gente debiera ser igual y todas
las mujeres esposas y madres me parece a mí un tremendo desorden y una idea repulsiva.
El único consuelo en mi dolor, la única gloria de mi vida es que no podría
existir en un estado como ese y mi condición sería realmente lamentable. Todos
los demás serían igualmente miserables. La raza humana se multiplicaría hasta
que los frutos de la tierra fuesen insuficientes para alimentarlos y la tierra
se colmaría con seres degenerados, muertos de hambre y con la mente envilecida,
todos pendientes de una existencia sin alegría. La vida es dura para mí, pero
no para otros; estos son asuntos que no le atañen y es presuntuoso que uno de
su condición el intentar consolarme con ociosas fantasías.
Tras unos instantes de silencio ella resumió:
- El padre ha dicho hoy que usted ha llegado
aquí desde una isla donde las costumbres de la gente son distintas a las
nuestras y quizá uno de sus no felices métodos sea el de buscar curar una real
miseria, imaginando otro imposible e inmensurablemente mayor. De ninguna otra
manera puedo yo justificar las extrañas palabras que me ha dicho, pues no puedo
creer que raza alguna pueda existir para practicar hoy en día las cosas que
usted dice. Recuerde que no interrogo ni deseo ser informada. Tenemos maneras
distintas; pues aun cuando pueda concebirse que las miserias del presente
pudiesen ser mitigadas y olvidadas por un tiempo, entregando el alma a las
ilusiones, aun convocando ante la mente imágenes repulsivas y terribles, eso
sería utilizar deslealmente y pervertir las brillantes facultades que nuestro
padre nos ha dado. Por lo tanto no buscamos otro sostén durante todos nuestros
sufrimientos y calamidades que la única de la razón. Si desea mi afecto no
volverá a hablar de esas cosas otra vez, pero habrá de procurar purificarse de
su vicio mental, el cual podrá a veces, en períodos de sufrimiento, otorgarle un
falso consuelo por un corto tiempo sólo para degradarlo y hundirlo luego en una
mayor miseria. Ahora debe dejarme.
Esta aguda censura no me enojó, pero me puso
muy triste, pues ahora percibía con suma claridad que a través de mi
acercamiento a Chastel no habría de obtener ninguna ventaja, dado que era
necesario ser tan circunspecto con ella. Muy preocupado y en un cierto estado
de confusión mental me levanté para salir. Entonces, colocó su delgada y febril
mano sobre la mía.
- No es necesario que vuelva a irse, dijo,
para sumergirse en sentimientos amargos por lo que le he dicho. Puede venir
con los otros a verme siempre que yo pueda sentarme aquí y tolerarlo. No
recordaré su ofensa y seré feliz al saber que hay otra alma en La Casa para
amarme y honrarme.
Con tal consuelo otorgado en esas palabras
dispensadas, regresé al salón de música y al hallarlo vacío salí a la terraza
en donde estaban los otros, unos paseando en grupos o parejas, conversando y
gozando esa noche de plenilunio. Alejándome un poco me senté en un banco bajo
un árbol; muy pronto Yoleta se acercó y escudriñando de cerca mi cara dijo:
-¿No tiene nada que decirme; está más
contento?
- Sí, queridísima, pues se me ha hablado muy
amablemente y debería haber estado más contento si sólo... Pero me callé a
tiempo y no dije más acerca de la conversación con su madre. Para mí, me dije.
"¡Oh esa isla, esa isla! ¿Por qué no puedo olvidar sus miserables costumbres
o en todo caso ser fiel a mi propia resolución de callarme la boca?
CAPITULO XIV
Desde ese día se me admitió acceder, con
frecuencia, al Aposento de la Madre, pero, tal como lo había temido, estas
visitas estuvieron lejos de colocarme en una situación de relación más próxima
con la dama de La Casa. Ella sin duda-
había olvidado mis ofensas. Era una de sus criaturas, compartiendo en forma
pareja con los otros su imparcial afecto y el privilegio de sentarme a sus pies
para informarla acerca de los incidentes del día, o describir cuanto había
visto o, algunas veces, rozar su mano blanca y delgada con mis labios. Mas la
distancia que nos separaba no se olvidaba. Durante las dos primeras entrevistas
me había enseñado, una vez y para siempre, que mi rol era amar, honrar y
servirla y que cualquier otro intento por ganar su confianza o penetrar en sus
pensamientos para hacerle entender mis sentimientos y aspiraciones eran
consideradas puras presunciones de mi parte. El resultado fue que yo estaba
mucho menos feliz de lo que había sido antes de conocerla: mi carácter de por
sí franco, veraz y optimista se tiñó de melancolía y el exquisito deleite por
el futuro que había bailoteado ante mí tentándome hacia adelante, comenzaba
ahora a palidecer y se me aparecía más y más distante.
Después de mi paseo con Yoleta - si así puede
llamársele- comencé a aguardar que floreciesen los lirios arco iris y pronto
descubrí que por doquier bajo los pastos
comenzaban a brotar de la tierra. Primero los hallé en el húmedo
valle del río; mas, poco después, advertí que abundaban por igual en las
tierras altas y aun en sitios áridos y pedregosos, donde se demoraron más.
Sentí gran curiosidad por estas flores a las cuales Yoleta se había referido
con tanto entusiasmo, y controlaba el lento crecimiento de sus largos y
delgados capullos, día tras día, con considerable impaciencia. Por fin, en una
húmeda hondonada del monte, me deleité al hallar un capullo en flor. Por su
forma se parecía a un tulipán, más abierto y su color era del más vívido
amarillo anaranjado; tenía un delicado perfume, era muy bello con un
particular brillo de cera sobre sus gruesos pétalos; empero estaba algo
decepcionado, puesto que su nombre - lirio arco iris- y las palabras de Yoleta
me habían echo aguardar una flor multicoloreada de sorprendente belleza.
Corté con sumo cuidado el lirio y lo llevaba
al hogar para ofrecérselo cuando recordé que sólo en una ocasión le había visto
flores entre sus manos o en manos de los otros; fue al enterrar a uno de sus
muertos. Jamás usaban una flor, tampoco había visto alguna en La Casa ni en la
habitación donde Chastel estaba retenida prisionera de su mal y donde su mayor
deleite era percibir la naturaleza en toda su beldad y fragancia a través de
las conversaciones con sus criaturas. Las únicas flores de La Casa se
encontraban en sus vitrales o estaban trabajadas en el metal o talladas en
madera, o eran inmortales flores de piedras de variadas tonalidades brillantes
en mosaicos. Comencé a temer que hubiese alguna superstición que pudiese
hacerles parecer mal el cortar flores excepto para ceremonias funerarias, y
temeroso de ofenderlos por falta de conocimientos dejé caer el lirio y nada
dije acerca de él a nadie.
Antes que se
hallasen más lirios abiertos una pena inesperada me invadió. Una tarde, tras
haberme cambiado al regreso del campo, fui llevado a la sala de los juicios y
de inmediato llegué a la conclusión de que,ignorándolo, había caído en
desgracia; mas, al llegar al no confortable aposento percibí que ese no era el
caso. Mirando en derredor a la asamblea convocada, noté la ausencia de Yoleta y
mi corazón se acongojó y hasta deseé que mi primera impresión hubiese sido la
correcta. Sobre la gran mesa de piedra, delante de la cual el padre estaba
sentado, había un folio abierto, la hoja desplegada estaba sólo iluminada en
sus partes superior y margen interior; noté que la parte coloreada superior, la
cual estaba rasgada y desgarrada, se extendía hasta casi la mitad de la página.
Al instante la querida joven apareció con
ojos llorosos y el rostro ruborizado; avanzando presurosa hacia el padre, se
detuvo frente a él con la mirada baja.
- Hija mía, dime ahora cómo y por qué hiciste
esto, tal su demanda, señalando el volumen abierto.
- Oh, padre, vea esto - respondió entre
sollozos y tocando la parte inferior del margen coloreado, con sus dedos; ¿Advierte
usted qué mal coloreado está?, yo había estado tres días alterando y
retocándolo y aún no me agradaba. Entonces, con súbita ira, alejé el libro y
viendo que se resbalaba del atril, sujeté la hoja para prevenir su caída, pero
fue rota por el peso del libro. ¡Oh, padre querido! ¿Me perdonará?
-¿Perdonarte,
hija? ¿Ignoras cuánto me acongoja castigarte, pero cómo puede ser perdonada
esta ofensa a La Casa que permanecerá como una evidencia en contra nuestra de
generación en generación? Puesto que nosotros pasamos, pero La Casa permanece
por siempre y los escritos que dejamos sobre ella, ya sean buenos o malos
también quedan para siempre. Una palabra áspera es algo dañoso, pero un hecho
perjudicial es peor. El daño causado a La Casa no puede ser olvidado, pues la
mácula en la piedra se mantiene en su lugar; y el crudo color, sin armonía, no
puede lavarse con agua. Considera, hija mía, la larga vida de La Casa. ¡Cuántos
hombres por nacer volverán las hojas de este libro y al llegar a esta hoja se
sentirán ofendidos ante tan agraviantedesfiguración! Si nosotros, los de esta
generación estuviésemos destinados a vivir por siempre, esto podría
inscribirse en esa hoja como castigo y advertencia: Yoleta lo rompió en su ira
. Pero nosotros pasaremos y no seremos nada para las generaciones siguientes y
no estaría bien que el nombre de Yoleta fuese recordado por el daño causado a
La Casa y cayese en el olvido lo hecho a su favor.
Un penoso silencio sucedió a esto; entonces,
levantando su cara bañada en lágrimas, dijo:
-¡Oh, padre! ¿Cuál debe ser el castigo?
- Querida criatura, será leve, pues tenemos
en cuenta tu juventud y tu natural impulsivo, y además que en parte el daño
causado fue consecuencia de un accidente. Por treinta días deberás vivir
apartada de nosotros y subsistirás a pan y agua; alternarás con solo una
persona de La Casa, quien te asistirá en tus tareas y te proveerá de todas las
cosas necesarias.
Esto me pareció un castigo muy severo y casi
cruel por una tan trivial ofensa o casi accidente; empero, quizá, ella no
pensara igual, ya que besó su mano como con gratitud por la lenidad del
castigo.
- Dime, hija, dijo colocándole su mano sobre
la cabeza y observándola con ojos empañados, ¿quién te atenderá en tu
reclusión?
Ella murmuro:
Edra.
Edra se adelantó, la tomó de la mano y la
sacó del lugar.
La contemplé ávidamente mientras se retiraba
anhelando una mirada de sus queridos ojos antes de tan larga separación;
estaban llenos de lágrimas y vueltos hacia abajo; al momento estaba fuera de
nuestra vista.
Los días que se
sucedieron fueron para mí tristes más allá de lo que pudiese ser descrito. Por
primera vez tuve cabal conciencia de la fuerza de mi pasión que se había
transformado en un fuego que se consumía en mi pecho y sólo podía terminar en
profundo infortunio,quizá en la destrucción, o bien en la pérdida de felicidad
como ningún mortal hubiese sentido antes. Deambulaba silenciosamente como un
ser a quien le hubiese sobrevenido una tremenda calamidad; había perdido todo
interés en mi trabajo; los alimentos me parecían insípidos; el estudio y la
conversación se habían tornado fatigantes; aun aquellos divinos conciertos que
prácticamente señalaban la finalización de cada jornada tranquila ya no tenían
su encanto desde que la voz de Yoleta, que el amor había hecho que mi torpe
oído supiese distinguir, ya no participaba en él. No me estaba permitido ir al
Aposento de la Madre desde ese atardecer y la prohibición se extendía también
a los demás, con excepción de Edra; pues a esa hora, cuando la costumbre
señalaba que la familia se reunía en el salón de música, Yoleta era llevada
desde su encierro para que permaneciese con su madre. Esto se me dijo y yo
también deduje por medio de preguntas hechas con circunloquios: que siempre la
madre tenía el poder de hacer llegar hasta ella a la persona bajo castigo,
estando, como estaba ella por encima de
la ley; podía hasta perdonar a un delincuente y liberarlo si tenía voluntad de
hacerlo; mas, en este caso no había querido usar su prerrogativa, probablemente
porque sus sufrimientos no habían nublado su entendimiento. Ellos - pensaba
con amargura- la estaban tratando con extrema dureza. Ambos, el padre y la
madre.
El gradual florecer de los lirios arco-iris
sólo servía para recordarme cada hora y cada minuto el espíritu joven y vivaz
tan duramente privado del placer que había pregustado con anticipación. Ella,
más que ninguno, se regocijaba con la belleza de este mundo visible contemplando
la naturaleza en algunas de sus formas y modalidades, sintiéndose casi al
borde de la adoración; pero ¡Ay! sólo a ella se le privaba de esta gloria que
Dios había diseminado sobre la tierra para deleite de sus criaturas.
Ya sabía por qué a
estas flores autumnales se les llamaba arco-iris y recordaba cómo Yoleta me
había contadoque le brindaban a la tierra una belleza que no podía ser
descrita. ni imaginada. Las flores eran indudablemente de una sola especie,
tenían la misma forma y perfume aunque variaba mucho su tamaño según la
naturaleza del terreno en el cual florecían. Pero, además, en distintos
lugares y situaciones variaba su color que al crecer iba pasando por distintos
tonos y también se alteraba si el terreno era distinto. A lo largo de los
valles donde primero comenzaban a florecer y en todos los lugares húmedos el tono
era amarillo, variando de acuerdo con el grado de humedad en los distintos lugares
del rosa pálido al anaranjado fuerte y éste pasando al rojo escarlata y a rojos
de diversos matices. Sobre las llanuras abundaban los rojos que se tornaban púrpuras
en las laderas y montañas; en las cimas el color era azulado y éste mismo tenía
sus matices del más profundo azul de las flores del aciano hasta el delicado
celeste en las crestas de los no me olvides y jacintos.
El tiempo era
singularmente favorable para aquellos que pasaban su tiempo admirando los
lirios y tal parecía ser la principal ocupación de los cofrades exceptuando,
por cierto, a la enferma Chastel, a la encarcelada Yoleta y a mí; estaba yo
demasiado deprimido para admirar algo. Se sucedían los días luminosos y calmos
sin una sola nube como si los elementos se sujetaran para no arrojar ni una
sombra sobre los sagrados y venturosos lirios en su místico esplendor. Cada
mañana uno de los hombres se alejaba de La Casa y hacía sonar el cuerno que se
escuchaba claramente a más de dos kilómetros y de inmediato la caballada en
parejas y tropillas se llegaba al galope y permanecía toda la mañana retozando
y pastando cerca de La Casa. Estos caballos eran ahora requeridos
constantemente; todos los miembros de la familia - hombres y mujeres- pasaban
varias horas diarias cabalgando por los campos circundantes, al parecer sin un
fin determinado. No me contagié, pues aun cuando yo había sido un audaz jinete
(en mi propio país) y además excesivamente amante de cabalgar, sumodo de
hacerlo sin freno y utilizando diminutos estribos de paja me parecía poco
seguro y cómodo.
Una mañana, después de desayunar, tomé mi
hacha y me dirigía lentamente, inmerso en mis pensamientos, hacia el bosque
cuando escuché un leve pisotear de cascos sobre el pasto, me volví y vi al
venerable padre en su corcel apurándose hacia las sierras a una velocidad poco
prudente y capaz de desnucar al jinete. Su larga ropa estaba envuelta alrededor
de su magra figura, sus pies recogidos y su cabeza muy estirada hacia adelante,
mientras que, debido a la velocidad, el viento separaba su barba que se
replegaba como en dos corrientes. De repente, me vio y tocando el pescuezo del
animal comenzó airosamente a trazar círculos cada vez menores para acercarse a
mí hasta que se detuvo a mi lado; entonces su caballo comenzó a refregar su
nariz contra mi mano, y yo sentía su respiración como fuego sobre mi piel.
-Smith - me dijo con una sonrisa grave- si
usted no puede sentirse feliz sino cuando trabaja en el bosque con su hacha,
debe seguir con su tarea de cortar leña, pero debo confesar que me sorprende
tanto verlo encaminarse, en un día como hoy, a su trabajo como si lo viese
caminando en postura invertida, de cabeza y bamboleando sus pies en el aire.
-¿Por qué? - inquirí sorprendido ante su
discurso.
- Si usted no lo
sabe, debo decírselo. De noche dormimos, por la mañana nos bañamos; comemos
cuando tenemos apetito; conversamos cuando tenemos voluntad y la mayoría de los
días trabajamos cierto número de horas. Pero además de estas cosas que
encierran en sí un cierto grado de placer, están los preciosos momentos durante
los cuales la naturaleza se nos revela en toda su belleza. Nos damos entonces a
ella totalmente y ella nos refresca; su esplendor declina, pero la riqueza que
nos deja en el alma permanece, alegrándonos. Debe ser el suyo un espíritu muy
torpe para no poder suspender su tarea cuando hay un crepúsculo glorioso o un
arcoiris violáceo aparece en el cielo. Cada día tiene su momento especial para
alegrarnos, tal como en La Casa tenemos cada día un tiempo de melodía y
recreación. Pero esta suprema y más sostenedora gloria de la naturaleza llega
una sola vez al año y mientras dure, todo trabajo, salvo el urgente y
necesario, es indecoroso y una ofensa para el Padre del universo.
El hizo una pausa, mas yo no supe que decirle
en respuesta y al momento él resumió;
- Hijo mío, hay caballos aguardándolo y al
menos que usted sea mentalmente distinto a nosotros más allá de lo que jamás
haya podido imaginar, usted ahora tomará uno de ellos y cabalgará hasta las
sierras, donde debido a la ausencia de bosques la tierra puede ser mejor
admirada.
Estuve por agradecerle y volverme, pero el
pensamiento de Yoleta, para quien cada pesado día parecería un año, oprimió mi
corazón y continué de pie inmóvil, con la mirada baja, deseando, pero temiendo
hablar.
-¿Por qué está preocupado, hijo mío?, dijo
gentilmente.
- Padre, respondí con esa palabra que por vez
primera osaba proferir con labios temblorosos; la belleza terrenal es mucho
para mí, pero no puedo dejar de recordar que para Yoleta es aún mucho más y
ese pensamiento me quita todo el placer. Las flores marchitarán y ella no las
verá.
- Hijo mío, me
alegra oir esas palabras, - dijo un tanto para mi sorpresa, pues mucho temía
haber sido demasiado audaz. - Ahora veo, continuó, que este parecer
indiferente que me causaba cierta pena no proviene de su incapacidad para
sentir, como nosotros, sino por un tierno y compasivo amor, la más preciosa de
todas nuestras emociones que habrá de servir para acercarlo más a nosotros.
Mucho he pensado en Yoleta a lo largo de estos hermosos días, sufriendo por
ella y esta mañana la he permitido ir a las sierras a fin de que durante este
día, al menos, pueda compartir nuestro placer.Casi sin esperar que otra palabra
fuese dicha regresé presto a La Casa, muy ansioso por cabalgar. La pequeña
montura de paja me pareció tan confortable como un diván, no eché de menos la
brida, pues acuciado por el intenso deseo de encontrar y hablar a mi amor
habría podido cabalgar con destreza sobre el lomo resbaladizo de una jirafa
lanzada sobre un suelo desparejo y perseguido por una jauría de leones. Allá
me fui a una velocidad quizá nunca lograda por el ganador de un Derby; hacía
silbar al viento las relucientes crines de mi caballo, valle abajo, cuesta
arriba, volando como un pájaro sobre rugientes cascadas, rocas y arbustos espinosos,
sin detenerme hasta que estuve muy lejos entre esas sierras donde aquel extraño
accidente me había ocurrido y del cual me había recobrado para hallar la tierra
tan cambiada. Ascendí luego la alta sierra verde cuya cima debía haber estado
sobre los trescientos metros de los campos circundantes. Cuando hube al fin
alcanzado esa elevación, cosa que logré caminando y trepando, siguiéndome
dócilmente mi caballo, la riqueza y novedad de la escena no imaginable e
indescriptible que se ofrecía me afectó de manera extraña, golpeando mi corazón
y sintiendo un dolor intenso y no acostumbrado. Por primera vez experimenté el
poder milagroso que posee la mente de reproducir instantáneamente y sin
perspectiva las circunstancias, sentires y pesares de largos años; una
experiencia que le llega a un ser repentinamente enfrentándose con la muerte o
en momentos de suprema agitación. Miles de recuerdos y pensamientos revivieron
en mí: estaba ahora consciente como no lo había estado antes del pasado y el
presente, y ambos existían en mi mente; sin embargo, separados por un enorme
abismo de tiempo blanco y desconocido que aún me oprimía en su horrible
vastedad. ¡Qué sin objeto y solitario, qué horrible parecía mi situación! Era
como quien sintiese que bajo sus pies el mundo de pronto se hacía trizas entre
cenizas, y polvo que se dispersaban en el vacío sin límites, mientras se
sobrevive, arrastradohacia algún oscuro planeta cuyo extraño aspecto, aun
cuando bello, lo llena de un terror indefinible. Yo sabía, y el saberlo sólo
intensificaba mi pena, que mi agitación, la lucha de mi espíritu por recobrar
esa vida perdida eran como los vanos aletazos de algún pájaro del monte llevado
a miles de kilómetros sobre el mar, en el cual, finalmente, habrá de caer y
perecer.
Tal estado mental no puede perdurar por más
de unos pocos momentos y al esfumarse, quedé nostálgico y desanimado.
Con la mirada apagada, sin alegría en los
ojos, seguí mirando por más de una hora la perspectiva del bajo; ya di por
perdida toda esperanza de ver a Yoleta, al no haber, hasta ese momento, hallado
una sola persona desde que comencé a andar. A mi alrededor la cima estaba
salpicada de pequeños lirios de un delicado color azul y los picachos vecinos
aparecían todos de un tono cerúleo. Más abajo, esto se transformaba en la
púrpura de las laderas y el rojo de los llanos, mientras que los valles orlados
de rojo eran como ríos de fuego amarillo rojizo. A la distancia la niebla
autumnal ofrecía un efecto subyugante y armonioso sobre ese mar de brillante
color y más lejos, sobre el inmenso horizonte, todo se diluía en un suave azul
universal. Sobre este florido paraíso mis ojos vagaban inquietos, pues tenía
impaciencia en el corazón y había perdido el poder de gozar. Con una leve
amargura recordé alguna de las palabras que el padre me había dicho esa mañana.
Todo estaba muy bien, pensé, para este venerable de blancas barbas que habló de
refrescar el alma con la contemplación de tanta belleza; pero él parecía perder
de vista el importante hecho de que había una considerable diferencia entre
nuestras respectivas edades; que la violenta sed del corazón, que él
dudosamente hubiese experimentado una vez en su vida, como hambre física, no
pueden apagarse con espléndidos crepúsculos, arco-iris o lirios arco-iris, no
importa cuán bellas apareciesen ante los ojos.De pronto, en un segundo picacho
más bajo de la larga montaña a la cual había ascendido, divisé una persona a
caballo, detenida, inmóvil como una figura de piedra. A la distancia el caballo
no parecía más grande que un galgo. Era tan maravillosamente transparente el
aire de la montaña que con claridad reconocí a Yoleta como la jinete y salté
sobre mi cabalgadura mientras agitaba mi mano para atraer su atención, al
tiempo que galopaba temerariamente cuesta abajo, mas, cuando alcancé el picacho
opuesto ya no estaba ahí, ni en ninguna parte: era como si la tierra se hubiese
abierto y la hubiese devorado.
CAPITULO XV
No
se permitió. mientras duró la reclusión de Yoleta, que mi educación se
resintiese; su lugar como instructora había sido ocupado por Edra. Me sentí
contento con el arreglo, creyendo lograr de ello algún beneficio más allá de lo
que pudiese enseñarme, pero muy pronto fui forzado a abandonar toda esperanza
de comunicación con la muchacha prisionera por intermedio de su amiga y
carcelera. Edra se sintió perturbada cuando yo osé sugerírselo, aun cuando de
un modo muy velado- por no sentirme en terreno seguro -, pues otros errores ya
me habían tornado muy cauteloso. Su conducta fue altamente alertadora; no volví
sobre el asunto una segunda vez. Sin embargo, una tarde me hallé con un gran e
inesperado consuelo, aun cuando se entremezclase con algunos puntos que
causaban perplejidad.
Cierto día, mi gentil maestra, tras fijar con
honestidad y franqueza una larga mirada directamente a mi rostro, me dijo:
-¿Sabe que está cambiado? Toda su alegría lo
ha abandonado y está pálido, flaco, triste... ¿por qué ocurre esto?
Mi rostro
enrojeció ante esa pregunta tan directa, pues yo tenía conciencia de ese cambio
y deambulaba continuamente, temeroso de que otros pudiesen advertirlo y sacar
sus propias conclusiones. Ella seguía observándome, hasta que por real
vergüenza volví el rostro;pues si yo hubiese confesado que la separación de Yoleta
la había causado, ella sabría cuál era mi sentir y temía que cualquier
declaración prematura pudiese significar la destrucción de mis proyectos.
- Yo sé la causa, continuó, colocándome su
mano sobre el hombro.
- Está apenado por Yoleta. Lo advertí desde
el primer momento. Le he de decir cuán pálido y triste se ha vuelto, tan
distinto de lo que era. Pero ¿por qué vuelve el rostro?
Yo estaba perplejo, mas su simpatía me
infundió coraje y me decidió a hacerle mi confidencia.
- Si sabe, dije, que estoy apenado por
Yoleta, ¿no puede imaginar por qué vuelvo mi cara y dudo?
- No ¿por qué? usted me quiere a mi también
aunque no con tan grande amor, pero nosotros nos amamos, Smith, y puede confiar
en mi.
La miré fijamente a la cara, realmente al
fondo de sus ojos transparentes era fácil comprender que ella no había intuido
lo que yo había dicho.
- Queridísima Edra, dije tomándole la mano,
la quiero como si fuésemos hijos de una misma madre. Pero amo a Yoleta con un
amor distinto, no como se ama a una hermana. Ella es para mí más que nadie en
el mundo, tanto significa para mí que sin ella la vida sería un calvario. ¿No
sabe qué significa eso? Recordando las palabras de Yoleta en las sierras,
agregue:
¿No conoce usted sino una forma de amor?
- No, respondió mirándome inquisitivamente a
la cara, pero sé que su amor hacia ella tanto excede a todo lo otro que es como
un sentir distinto. Yo he de contárselo, ya que es dulce ser amado y a ella le
encantará saberlo.
- Y después que se lo haya dicho, Edra, ¿me
hará conocer su respuesta?
- No, Smith, es
una ofensa sugerir o aun pensar tal cosa por mucho que pueda amarla, pues a
ella no le está permitido conversar directamente ni a través mío con nadie. Me
contó que lo vio en las sierras procurandodarle alcance y eso la apenó mucho.
Mas, ella le perdonará cuando le haya dicho cuán profundo es su amor y que su
deseo de verle la cara le hizo olvidar lo dañoso que era aproximársele.
¡Qué extraño e incomprensible me parecía que
Edra no pudiese entender mis sentimientos! También me parecía que todos ellos,
desde el padre de La Casa hacia abajo, eran ciegos al reducir una tan grande
afección a un mero afecto fraternal. Había deseado, aunque con temor, el
alterar esas escalas de valores ante sus miradas, y en un momento, en que había
bajado mi guardia, lo había intentado y mi gentil confesora no me había comprendido.
Saqué, empero, algún consuelo de esa conversación, pues Yoleta sabría cuánto
sobrepasaba mi amor al de sus semejantes; así esperaba contra la esperanza de
que despertaría en su pecho una respuesta emocional.
Cuando el último de esos interminables
treinta días llegó, el día que, de acuerdo con mi computación, Yoleta
recobraría su libertad antes de la puesta del sol, me levanté temprano de mi
camastro de paja, en el cual me había revuelto insomne toda la noche,
imposibilitado de dormir ante la perspectiva de la reunión y la fiebre de
impaciencia que me dominaba. Las aguas frescas del río me reanimaron y cuando
estuvimos reunidos en el salón del desayuno noté que Edra me observaba con una
sonrisa interrogadora jugando entre sus labios. Le pregunté la causa.
- Está usted como un ser que se ha recobrado
repentinamente de una enfermedad, respondió; sus ojos brillan como el sol
sobre el agua y sus mejillas ayer tan mustias están más rojas que una hoja de
otoño. Luego sonriendo, agregó estas queridas palabras: Yoleta estará feliz de
volver a nosotros, más por usted que por ella.
Después que nos hubiésemos dispersado, resolví ir al monte y pasar el
día ahí. Hacía varios que había evitado cortar leña, pero, ahora, me parecía
imposible dedicarme a tarea alguna que fuese tranquila, sedentaria, dado la
impaciencia que me consumía y la tremenda energíaque bullía. Ambas hacían que
necesitase una tarea violenta que extenuase mi físico y le diese, quizá, un
descanso a mi mente.
Tomando mi hacha y el acostumbrado cestillo
de provisiones para el medio día, me alejé de la casa; en esa mañana no
caminé, corrí como si hubiese hecho una apuesta, dando largos pasos y altos
saltos, como volando sobre los arbustos y arroyuelos de un modo jamás
ejecutado. Llegado al lugar de la acción elegí un árbol enorme que había sido
señalado para ser talado y por horas lo haché con una energía sobrehumana; por
fin, cuando aún no había sentido la necesidad de descansar, la vieja y
gigantesca torre doblegó su cabeza y rodando entre el follaje y en señal de
despedida a los cielos se desplomó a tierra con un tremendo estallido. No bien
hubo caído, sentí que había trabajado violentamente por demasiado tiempo; la
brisa fresca y seca hirió mis mejillas como agujas de hielo, mis rodillas
temblaron y todo giró en torno mío; tirándome sobre el lecho de astillas y
hojas secas, permanecí luchando por respirar, pero con la suficiente
consciencia como para pensar si me había desmayado o no. Recuperado finalmente
de ese estado de extenuación, me senté y me alegré al advertir que la mitad del
día, de ese miserable último día, había pasado. Al pensar en el atardecer que
se aproximaba y toda la felicidad que traería, sentí nueva fuerza y celo y
poniéndome de pie, sin pensar en mi alimento, recogí el hacha e hice un corte
despiadado sobre el caído árbol. Había realizado el trabajo de más de un día y
la fiebre que hervía en mis venas y mi mente me empujaban para continuar tan
dura tarea como es la de desbrozar las enormes ramas, y mi tarea continuó hasta
que otra vez todo giró en torno mío como una calesa, obligándome a desistir y
hacer un alto más prolongado. Sentado allí sólo pensé en Yoleta. ¿Cómo
aparecería tras tan largo encierro? Pálida, quizá también triste y en sus
dulces y conmovedores ojos, acaso, advertiría esa luz nueva que tanto había
anhelado y esperado.Entretanto, mientras eso meditaba, escuché no lejos un leve
ruido, como de una liebre asustada por mi presencia, huyendo entre las hojas
secas, y levantando la mirada vi a Yoleta en persona, apresurándose por llegar,
su rostro encendido por la alegría. Me adelanté presuroso para recibirla y al
momento estuvo aprisionada entre mis brazos. Ese solo momento de dicha
inenarrable pareció extinguir un ciento de veces todo lo miserable que me había
sentido:
- Oh, mi dulce amada, por fin, por fin mi pena
ha llegado a su término, murmuraba, mientras la estrechaba más y más junto a
mi corazón, y besando su rostro querido que aparecía tanto más delgado que
cuando la viese la última vez. Ella echó hacia atrás su cabeza, como Genoveva
en la balada, para mirarme a la cara, sus ojos con lágrimas cristalinas y
alegres que no apagaban su brillo. Pero su rostro estaba pálido con una palidez
melancólica, tal como el de la rosa de la Glorie de Dijon. Sólo ahora
la excitación había arrebolado sus mejillas con los colores de aquella rosa;
ese rosado tan distinto a la lozanía de otros rostros de épocas pretéritas, más
tierno, delicado y precioso que todos los tintes de la naturaleza.
- Yo sé, dijo, cuánto te has apenado por mí,
que estabas pálido y demacrado. Oh, qué extraño que me amases tanto!
-¿Extraño, querida; otra vez esa palabra? Es
la única dulzura y alegría en la vida. ¡Y no te alegra el ser así amada?
- Oh, no puedo
expresar cuánto me alegra pero, ¿no estoy aquí entre tus brazos para
demostrártelo? Cuando supe que te habías dirigido al monte no aguardé y corrí
hacia aquí lo más rápido que pude. ¿Recuerdas aquella noche en la sierra cuando
me disgusté por tus preguntas y que no podía comprender tus palabras? Ahora,
que te quiero tanto, puedo comprenderlas mejor: Dime, ¿No he hecho como me
pedías y me he entregado en cuerpoy alma? ¡Cómo te han cambiado treinta días!
¿Oh, Smith, me amas tanto?
- Te amo tanto, mi bien, que si hubieses de
morir no habría en la vida ya más placer para mí y preferiría descansar bajo
tierra en tu proximidad. Todo el día pienso en ti y cuando duermo estás en mis
sueños.
Ella seguía observándome fijamente, sus
lágrimas de alegría aún brillaban en sus ojos, pero sobre ese dulce y hermoso
rostro, tan lleno de cambiantes expresiones, para mi desesperanza, no hallé la
que yo buscaba, ningún signo de ese rubor femenino que encendió a Genoveva en
la balada, brindando su exquisita gracia a los ojos de su amante.
- Yo también soñé contigo; fue después que
Edra me contase lo pálido y triste que estabas.
- Cuéntame uno de tus sueños, querida.
- Soñé que estaba en mi lecho, acostada,
despierta, envuelta por los rayos lunares; tenía frío y lloraba amargamente
por haber sido dejada sola por tanto tiempo. De pronto, te vi parado a mi lado,
a la luz de la luna “¡Pobre Yoleta!, dijiste, tus lágrimas te han enfriado como
una lluvia invernal". Luego, me las enjugaste a besos y cuando me tuviste
entre tus brazos apoyé mi rostro contra tu pecho y descansé feliz, arropada por
tu amor.
¡Cuánto
me enloquecieron sus deliciosas palabras! Hasta mi lengua y mis labios
parecieron secarse como ceniza por la fiebre que me poseía y sólo podía
susurrar roncamente cuando atiné una respuesta. La liberé de mis brazos y me
senté sobre el árbol caído, todos mis ardorosos raptos transformados en una
gran decepción. ¿Habría de ser siempre así, seguiría ella abrazándome y hablándome
con palabras de simulada pasión sin que los sentimientos afectaran su corazón?
No podía seguir soportando tal estado de cosas y mi pasión burlada y defraudada,
una y otra vez, terminaría por destruirme, pues muchos hombres habían sido
conducidos por el amor hasta tal fin y las mujeres por las cuales murieron comparadas
con Yoleta resultaban como seres de yeso comparadas
con una de las inmortales. Traté de recordarlos, pero
mi mente se confundía cada vez más. ¿No era ella un ser de un orden superior al
mío? Era una tontería pensar de otra manera; mas, ¿cómo se habían comportado
siempre los mortales cuando quisieron desposar a seres celestiales? Entorné los
ojos para pensar y al volver a abrirlos vi a Yoleta arrodillada frente a mí,
observándome detenidamente con expresión de alarma.
-¿Qué te ocurre, Smith? ¡Pareces enfermo!,
dijo ella y de inmediato posando su mano fresca sobre mi frente, prosiguió:
arde como fuego.
- No es de extrañar, dije, estoy exprimiendo
mis sesos para procurar recordar acerca de aquellos que habrían muerto por
amor. ¿Cuáles fueron sus nombres y qué había ocurrido con los que amaron?
¿Puedes tú decírmelo?
- Estás enfermo, tienes fiebre y puedes
morir, exclamó enlazando mi cuello con sus brazos y presionando su mejilla con
la mía.
Sentí una sensación de rara imbecilidad
mental; me enfadaba que me dijese que estaba enfermo.
- No estoy enfermo, protesté débilmente;
nunca me he sentido mejor en mi vida, pero no puedes responderme quiénes eran
aquellos a los que quiero recordar. Respóndeme o enloqueceré.
Se puso de pie y
tomando el pequeño silbato de metal que colgaba de su lado, emitió una nota
aguda que pareció horadar mi cabeza con una lanza de acero. Traté de
levantarme de mi asiento y me deslicé al suelo mientras una oscura niebla
parecía envolver toda la luz del día y con ella la esperanza estaba sumiendo al
mundo. Pero algo se nos acercaba saliendo entre esa niebla y oscuridad
universales que nos cercaba; se acercaba raudo, a través del monte, un enorme
lobo gris. No, no era un lobo; eso no habría sido nada ante esto: ¡un enorme rugiente
león irrumpiendo a través del bosque, un monstruo que crecía de tamaño, de
aspecto enorme y horrible, sobrepasando todos los monstruos imaginables, a
cuantas bestias gigantescas y deformadas que hubiesenexistido en las pasadas
eras geológicas; un león con dientes como colmillos de elefantes, su cabeza
envuelta en una negra nube de tormenta por donde emergían sus ojos brillando
cual soles rojos como la sangre! Yoleta, mi amor, con un grito en sus labios,
se adelantaba hacia él, perdida, perdida para siempre.
Me debatí locamente para levantarme y correr
en su auxilio, y tras grandes esfuerzos logré ponerme de rodillas para caer de
nuevo inconsciente.
CAPITULO XVI
La alta fiebre que me había atacado no cedió
hasta el tercer día, en que caí en un sueño profundo del cual desperté aliviado
y con el peligro superado. No me hallé al despertar en mi celda familiar, sino
en un espacioso apartamento, nuevo para mí, acostado en una cama confortable;
sentada junto a mi, Edra. Diré que mi primer sentimiento fue de decepción al no
ver a Yoleta y al instante comencé a temer que en el desvarío de mi delirio
hubiese dicho cosas que arrancaran las vendas de los ojos de mis amables amigos
de un modo muy rudo y que quizá el ser que más amaba hubiese sido retirado de
mi presencia. Fue una bendición cuando Edra, en respuesta a mis preguntas,
hechas con corazón tembloroso, me informó que había hablado muchísimo en mi
delirio, de manera incongruente, haciendo continuas preguntas sobre Venus,
Diana, Juno y muchos otros nombres que, en La Casa, jamás habían escuchado.
¡Afortunadamente, mi mente loca había continuado preocupándose por ese problema
inútil! También me contó que Yoleta me había velado día y noche sin alejarse
de mi lado. Como al fin, la fiebre había cedido y yo había caído en un sueño
reparador, ella también, su mano en la mía, había dejado caer su cabeza sobre
la almohada y se había dormido. Entonces, sin despertarla, la habían llevado a
su habitación y Edra la había reemplazado.
-¿No tiene nada más que preguntar?, me dijo
luego con un tono de sorpresa en la voz.
- No, nada más. Cuanto me ha contado me ha
hecho muy feliz ¿qué otra cosa podía desear saber?
- Pero hay más para decirle, Smith. Nosotros
ahora sabemos que su mal es el resultado de su propia imprudencia; y tan
pronto como esté lo suficientemente bien para dejar su habitación y soportarlo
deberá purgar el castigo.
-¡Qué!, ¡castigo por haber estado enfermo!,
exclamé, sentándome en la cama, ¿qué quiere decirme Edra? ¡no escuché tal
disparate en mi vida!
Ella estaba molesta ante este exabrupto mío;
mas tranquila y gravemente, repitió que debía ser castigado por mi enfermedad.
Al recordar cómo eran los castigos tenía
frente a mí la perspectiva de una segunda larga separación de Yoleta y el
pensamiento de tan excesiva severidad o mejor dicho, de tan cruel injusticia me
enfureció.
-¡Por el Cielo!, no me someteré a ello,
exclamé ¡Castigado por estar enfermo, quien, jamás ha oído algo semejante!
Calculo que después descubrirán que el puente de mi nariz no es
suficientemente recto o que no puedo ver qué ocurre a la vuelta de una esquina
y eso también será juzgado como un crimen que ha de ser expiado en
confinamiento a pan y a agua! ¡No, ustedes no me castigarán; antes de someterme
a tal tiranía me marcharé y dejaré La Casa para siempre!
Ella me observó
con una expresión que llegaba al horror, reflejada en su suave rostro y por
unos instantes no replicó. Entonces pensé que si continuaba en esa tesitura de
mi loca amenaza, realmente perdería a Yoleta y el solo pensar en ello era más
de lo que pudiese soportar. Por un momento casi odié al amor que me tornaba tan
sin fuerza para oponerme a prácticas estúpidas y bárbaras. Habría sido grato,
entonces, haberme sentido libre para lanzarles una maldición e irme,
sacudiendo hasta el polvo de La Casa que hubiese quedado adherido a mis
zapatos, suponiendo que algún polvo se hubiese adherido a ellos. Edra comenzó a
hablar de nuevo, gravey tristemente, pero sin un atisbo de austeridad ni en su
tono ni en su modo de censurarme por el uso irracional de mi lenguaje y por
haber permitido que sentimientos de amargura y resentimiento se alojasen en mi
corazón. Pero el descorazonamiento y furia que se había adueñado de mí me
hicieron reaccionar en contra del remedio de una reconvención impartida tan
gentilmente y volviendo la cara con obstinación me negué a responder. Estuvo
un rato silenciosa, pero la juzgué mal cuando imaginé que ofendida me dejaría
abandonado a mis propias reflexiones.
-¿No sabe cuánto me apena?, dijo finalmente,
acercándose algo a mí; hace un rato dijo que me quería; ¿es que halla placer
en atormentar a quienes quiere?
Sus palabras, y más que sus palabras su
ternura, el tono doloroso, me urgieron a sentirme compungido y no lo pude
resistir.
-Edra, mi dulce hermana, no imagine tal cosa,
dije. Preferiría soportar mi castigo antes de causarle una pena. Mi cariño
hacia usted no podría borrarse mientras yo tenga vida y entendimiento. Está en
mí como el verde en la hoja que sólo se cambia por severa decadencia.
Ella sonrió perdonando y con los ojos
húmedos, que en cierto modo me hizo recordar la alegría de los ángeles ante el
pecador arrepentido, se agachó y rozó sus labios con los míos.
-¿Cómo puede amar a alguien más que así,
Smith?, dijo, sin embargo dice que su amor por Yoleta excede a todos.
- Si, querida, excede a todos los otros, tal
como la luz del sol excede a la de la luna y las estrellas. ¡No puede
entenderlo! ¿no la ha amado así algún hombre, hermana mía?
Ella movió la cabeza y suspiró. ¡Es que ahora
tampoco me entendía; ¿no habrían mis palabras traído a su memoria algún dulce
o triste recuerdo?
Con las manos
cruzadas sobre la falda y su cara medio vuelta, permaneció sin fijar la mirada
en nada. Parecíaimposible que esa mujer tan tierna y hermosa no hubiese jamás
experimentado los sentimientos acerca de los cuales le inquiría o que los
hubiese apreciado en otros. Pero nada me respondió, y mientras permanecía acostado
observándola mi estado febril me sumió otra vez en el sueño.
Por varios días, durante los cuales
recuperaba muy lentamente mis fuerzas, no se me permitía dejar la enfermería.
Nada oí acerca de lo que habría de ser mi castigo, pues, de intento, me
abstuve de preguntar y nadie parecía dispuesto a adelantarme un asunto tan
desagradable. Al tiempo se me permitió circular por La Casa y, cuando aún muy
débil, fui conducido, no a la Sala de Juicios, donde había esperado ser
llevado, sino al Aposento de la Madre: ahí estaba el padre de La Casa sentado
con Chastel y junto a ellos siete u ocho de los otros. Todos me dieron la
bienvenida y parecían contentos de verme de nuevo bien; no podía dejar de notar
cierto aire solemne que parecía decirme que era visto como un ofensor ya
hallado culpable y que estaba ahí para ser juzgado.
- Hijo mío, dijo el padre dirigiéndose a mí
en un tono tranquilo, pero magistral que no me dejaba la más mínima esperanza
de eludir el asunto. Es un consuelo saber que su ofensa es de tal naturaleza
que no puede disminuir nuestra estima hacia usted, ni aflojar los lazos de
afecto que lo unen a nosotros. Aún está débil y quizá con la mente algo
confundida por las circunstancias de los últimos días. Por lo tanto no le
exijo que me dé los detalles, pero sí he de detallar su ofensa y si me equivoco
en algún concepto me corregirá: El gran amor que siente por Yoleta, continuó,
(y aquí me sobresalté y enrojecí dolorosamente, pero las palabras que siguieron
me señalaron que tenía poca razón para alarmarme) el gran amor que siente por
Yoleta le causó en esos treinta días de su reclusión profundo sufrimiento,
tanto que perdió la alegría de vivir, se alimentaba poco y afectados por
continua depresión sus fuerzas se vieron muy disminuídas.
El último día estaba tan excitado ante la perspectiva de su
próxima reunión con ella que se dirigió a su tarea casi en ayunas y
probablemente tras una noche de desvelo. ¿Dígame si ello no es así?
- Yo no dormí esa noche,
respondí algo amoscado.
- Sin el descanso del sueño y con las fuerzas
disminuidas, prosiguió, se fue a los montes y para aquietar su excitación
trabajó con tal energía que al medio día había cumplido con una tarea, la cual,
en otro estado mental y físico, más calmo, le habría ocupado más de un día.
Usted es culpable por la seria ofensa de haber actuado en contra suya. Pero,
aún así, pudo haber escapado a las
consecuencias si, tras acabar su trabajo, hubiese descansado, alimentado y
bebido para reparar sus fuerzas. Esto, sin embargo, lo dejó de lado, pues
cuando cayó a tierra sin sentido y Yoleta llamó al perro y lo mandó a La Casa
en busca de auxilio se encontró su alimento sin probar en el cesto. Su vida
estaba, pues, en gran peligro y si bien es bueno dejar ir a la vida cuando se
ha tornado en una carga para nosotros y los demás, oscurecida por la falta de
fuerzas y sin posibilidad de restablecimiento, hacerla peligrar desaprensiva y
descuidadamente en la flor de las fuerzas y la belleza es una locura y ofensa.
Piense ¡ qué profunda habría sido nuestra pena, especialmente la pena de
Yoleta, si este culpable descuido suyo por su propia seguridad y bienestar
hubiese tenido el fin fatal del que estuvo tan cerca! ¿Es por lo tanto justo y
correcto que una ofensa de tal naturaleza sea recompensada? Pero es una ofensa
leve, no cometida contra La Casa, ni aún contra otra persona; también tenemos
presente la causa, que es valedera, pero un excesivo amor nubló su
entendimiento. Al tener todo esto en cuenta era mi intención recluirlo por
trece días.
Aquí hizo una pausa, como a la espera de una
réplica. Me había reconvenido con tanta gentileza y aprobado incluso mi
emoción, a oscuras de lo que ella significaba y de la causa de mi enfermedad
que me obligó a sentirme muy sumiso y casi agradecido.
- Es justo, repliqué, que yo deba purgar mi
falta y usted ha atemperado el juicio con más misericordia de la que merezco.
- Habla con la sabiduría de un alma purificada,
dijo, y levantándose, colocó su mano sobre mi cabeza; sus palabras me alegran
más que nada sabiendo que estaba colmado de sorpresa y resentimiento cuando se
dijo que su ofensa merecía castigo. Ahora, hijo mío, debo decirle que no estará
separado de nosotros. La Madre de La Casa ha querido que su ofensa sea
perdonada.
Miré sorprendido a Chastel, pues esto era lo
inesperado: me miraba fijamente, con un reflejo de extraña ternura nunca
visto en sus ojos. Extendió su mano; arrodillado frente a ella la tomé entre
las mías y procuré, con poco éxito, hablar para agradecerle este inusitado acto
de bondad y de misericordia. Los otros me rodearon para expresarme sus
congratulaciones, los hombres con apretones de manos, no así las mujeres,
quienes libremente me besaron, pero cuando se acercó Yoleta, la última, puso
sus blancos brazos, alrededor de mi cuello y apretó sus labios contra los míos.
El éxtasis fue turbado por lo doloroso de mi situación: era impotente para
hacerle entender la naturaleza de mi pasión. Casi me desplomé ante el dulce
abrazo.
CAPITULO XVII
Mi
enfermedad, aun cuando aguda, había pasado tan rápidamente que confiaba en un
completo y rápido restablecimiento para saberme en mi natural estado de vigor
y salud. Pese a ello, muchos días pasaron y fracasaba en recobrar mis fuerzas y
tenía la sensación de quien ha podido dejar su lecho de enfermo. Esto al
principio me sorprendió y disgustó, al poco tiempo comencé a reconciliarme con
tal estado y aun a descubrir que tenía ciertas ventajas, la principal fue que
el tumulto de ideas en mi mente se había disipado por una temporada y me hallaba
ansiosamente requerido por nada.
Mis amigos me aconsejaban que no trabajase;
mas, no deseando comer el pan de la ociosidad aunque la ración fuese poca por
mi falta de apetito, me
obligué a ir todas
las mañanas al taller y ocuparme por dos o tres horas de alguna tarea mecánica
liviana, que no exigiese esfuerzo físico ni mental. Aun este jugar a trabajar
me fatigaba. Entonces, tras cambiar mi ropa, me iba a descansar a la sala de
música para continuar mi búsqueda tras el escondido conocimiento en cuanto
libro hallase ahí; pues, ya podía leer; resultado que mi dulce mentora había
sido la primera en advertir y de inmediato había abandonado las lecciones que
tanto había amado, permitiéndome andar, a voluntad, sin guía, en ese páramo de
extraña literatura. Yo nunca había estado en la biblioteca, ni sabía en qué
parte de La Casa estaba colocada. Tampocohabía expresado el deseo de verla.
Ello por dos razones: una, por haber resuelto a medias - mis resoluciones eran
generalmente de este tenor- no aparecer con el deseo de saber demasiado; la
otra, la de mayor peso, era la de que nunca había sido afecto a las
bibliotecas. Me oprime penosamente mi inferioridad mental; todas esas decenas
de miles de volúmenes, conteniendo temas tan importantes e inapreciables,
parecen tener una suerte de existencia colectiva y mirarme desde sus alturas
como a un hombre con grandes ojos de búho; como a un intruso en terreno sagrado
- un bárbaro -, cuyo real lugar es el monte. Es una mera fantasía, lo sé, pero
me inhibe y prefiero no colocarme en tal situación. Cierta vez, en un libro
encontré un pasaje bochornoso acerca de gente “con constitución corpórea
caballar y mentes estrechas", lo que me hizo sonrojar dolorosamente; mas,
justamente, en la página siguiente, el escritor hace enmiendas diciendo que
uno debiera sentirse conforme si en la lotería de la vida tiene el premio de un
buen estómago sin intelecto ya que ello es mejor que un fino intelecto con un
estómago loco. Me había tocado un buen estómago e hígado, pulmones y corazón
que se le apareaban y nunca me había sentido en desacuerdo con mi premio.
Ahora, de cualquier manera, parecía propio que yo debiese brindar unas horas
cada día a la lectura ya que, hasta donde mi conversación y estrecha intimidad
con la gente de la casa había llegado, no me había permitido disipar la nube
de misterio que escondían sus costumbres; y por costumbres aquí me refiero al
tratamiento amoroso y el matrimonio, pues eso era para mí lo principal. Los
libros que leí o en los que me sumergí eran de alto interés, especialmente los
raros que revisé pertenecientes a la larga serie de Las Casas del Mundo, abundantes
en temas maravillosos y entretenidos. Había además historia de La Casa y
trabajos sobre arte, agricultura y otros temas varios que no eran lo que yo
quería.
Después de tres o
cuatro horas pasadas en esa infructuosa búsqueda, me dirigía al Aposento de la
Madre,lugar al que tenía libre acceso todas las tardes; una vez allí, podía
permanecer cuanto quisiese. Era tan grato que pronto adquirí el hábito de
permanecer hasta que la hora de cenar me exigía dejar el lugar. Chastel, invariablemente,
me trataba ahora con una ternura que me parecía extraña recordando la impresión
en extremo desfavorable que le había merecido cuando concurriese a la primera
entrevista.
No era propio de mí la indolencia ó el amar
una existencia tranquila y soñadora; por lo contrario es por lo que siempre
había pecado ya que me habían sido tan necesarios, como el aire fresco y la
buena comida, el ejercicio muscular irrestricto y cuanto más violento fuese
más me agradaba. Hoy en día, en este nuevo estado de languidez, experimentaba
una increíble sensación de tranquilidad mental y física y en el Aposento de la
Madre descansaba como si esa lasitud a causa del trabajo aún estuviese en mí.
Respirando e inmerso en esa atmósfera estival y fragante, dejaba transcurrir
largos intervalos en perfecta inactividad y silencio, dejándome estar sentado o
reclinado, sin pensar, pero en un ensueño, mientras muchos sueños de placeres
por venir desfilaban como oleadas vaporosas por mi mente. El carácter tan
especial de la habitación, su delicada riqueza, la exquisitamente armónica distribución
de colores y objetos y la ilusión de lo natural que producían a la mente,
parecía prestarse para conjurar este especial sentir y afirmarse en él.
La primera
impresión que producía al acceder a ella, desde la larga galería de las
esculturas por la que se debía de atravesar era de luminosidad; era como
llegar al aire libre y este efecto en parte se debía a las superficies blancas
y cristalinas y al brillo de los colores. Era cómoda, espaciosa y la parte
central con arcada o techo en forma de cúpula de un suave color turquesa,
sostenido por gráciles columnas de cristal pulido. Las puertas eran de vidrio
color ámbar con marcos de ágata; pero las ventanas, ocho era su número,
presentaban la mayor atracción. Sobre el cristal, la sierra y la montaña,
estabanrepresentadas y emergían más allá de las anchas planicies áridas,
blanqueadas por el calor y el esplendor del medio día estival, sin una nube,
los picos luciendo su lustre perlado que parecía transportarlos a una distancia
infinita. Admiraba cómo lucían, desde la imitada sombra de tal glorieta o
pabellón, esas lejanas extensiones iluminadas por el sol, donde la luz danzando
y temblando era una nunca desmentida delicia. Tal su efecto sobre mí, sumado a
esa nueva gracia, de la ternura, resultante, no sabía, si de compasión o
afecto, pero yo habría podido desear permanecer como inválido permanente en su
habitación.
Otra causa de la tranquila felicidad que
experimentaba era la conciencia de un cambio en mi propia disposición mental,
que me hacía ajeno a La Casa ya que ahora era capaz, imaginaba, de apreciar el
buen carácter de mis amigos, su cristalina pureza de alma y la religión que
profesaban. Hacía mucho, en días ya idos, había escuchado mucho y muy nutrido
acerca de la dulzura, la luz y los filisteos, casi ignorando a qué se refería
este gran problema, y al oír de algunos de mis amigos que yo carecía de las
cualidades que ellos más valoraban me proclamé un filisteo y me sentía feliz al
haber concluido la controversia de tal modo en tanto y cuanto a mí me
concernía. Ahora era como un ser a quien algo importante se le dijo, lo cual,
apenas escuchado e inmediatamente olvidado sólo se sumerge en sus asuntos,
pero que, acostado de noche en el silencio de su cuarto, recuerda las palabras
desoídas y percibe su profundo significado. Mi estancia entre esta gente,
mujeres angelicales y hombres de carácter afable, de suave mirada y en los
labios un tenue vello sin rasurar, pero, en sus artes, “sentando bases sólidas
para la eternidad", y sobre todo, esas horas vacías, pasadas en el
Aposento de la Madre, me habían enseñado qué criatura desamorada había sido.
Imposible que, en tal atmósfera, no hubiera absorbido un poco de esa suavidad y
esa luz.
En este dulce refugio, este dormido valle al
cual había sido arrojado por esa negra corriente que me había llevado a una
inconmensurable distancia en su seno y con tales cambios que iban produciéndose
en mí, creía por momentos que con poco más alcanzaría ese sostenido embeleso
que parecía ser la condición normal de mis compañeros. Mi pasión por Yoleta
ardía ahora con una llama más suave, ya no me consumía, sino que me imponía
una agradable tibieza interior. Cuando ella estaba ahí, sentada junto a mí a
los pies de la Madre, a veces tan próxima que sus negros y brillantes cabellos
acariciaban mis mejillas y su fragante aliento me llegaba a la cara y
acariciaba mi mano y me miraba fijamente con esos ojos queridos que no tenían
ni una sombra de resentimiento o ansiedad, sino tan sólo un amor insondable,
entonces, imaginaba que nuestra unión era completa y que ella era ya total y
eternamente mía.
Sabía que eso no
podría continuar y, a veces, no podía impedir que mis pensamientos se alejasen
del presente e imprevistamente la naturaleza de mis sueños se alteraba, oscureciéndose,
tal como un bello paisaje se oculta a causa de una nube frente al sol. Se
adormecería por siempre el demonio de la pasión dentro de mí y soñaría; con
renovada fuerza despertaría siempre con mayor poder y siempre impedido en su
deseo, y ello levantaba en mí nuevamente, la negra tempestad del pasado para
abatirme. Le seguían otras oscuras apariciones: Me veía dentro de un vaso
mágico, acostado, vuelta la cara moribunda, con mucha gente a mi alrededor,
apurándose de un lado al otro, retorciéndose las manos y expresando en alto su
pena; estremeciéndose ante la vista aberrante sobre sus pisos sagrados y
relucientes; o peor que eso, me veía entre harapos, temblando, escuálido por
larga hambruna, un fugitivo en alguna zona invernal y desolada, lejos de
cualquier contacto humano abrasado en mi locura a cenizas sin forma en la
mente, y por todas las sensaciones, recuerdos, pensamientos, no me quedaba del
mundo visible nada más que un distorsionado gusto yuna tremenda intranquilidad
que me urgía, como flagelado por escorpiones, hacia adelante, para vadear aún
otros negros y helados torrentes y destrozarme sangrante entre matorrales
espinosos y trepar por las alturas de otras sierras yermas y gigantes.
Sin embargo, estos momentos de terrible
depresión, nuevos para mí, no eran frecuentes y pocas veces duraban mucho.
Chastel era mi ángel tutelar; una palabra, un leve contacto de su mano y los
malos espíritus se desvanecían. Ella parecía poseer una misteriosa facultad -
quizá sólo la sagacidad y simpatía de su espíritu, de naturaleza
hiper-sensibilizada - que le permitía saber acerca de mucho de lo que ocurría
en mi corazón: si me ensombrecía cuando ella no tenía voluntad o fuerzas para
conversar, me hacía acercar a su sitial y poner mi mano sobre la suya y la
sombra se desvanecía.
No podía dejar de meditar frecuentemente con
asombro sobre esta gran transformación en su modo de ser conmigo. Sus ojos se
posaban cariñosamente sobre mí, y sus agudos sufrimientos, y las desafortunadas
expresiones burdas que, con asiduidad, se me escapaban parecían incapaces de
provocarle una palabra fuerte o de impaciencia. Ya no era tan sólo uno más
entre sus criaturas, con el privilegio de llegar y sentarme a sus pies y compartir
con ellos un poco de su imparcial afecto; recordando que era un extraño en La
Casa; y la no disimulada preferencia que demostraba por mí y su deseo de que
estuviese constantemente con ella, parecían un profundo misterio.
Una tarde, estaba sentado solo con ella y
observó que mis lecciones habían terminado.
- Oh sí, ahora puedo leer perfectamente,
respondí. ¿Puedo leerle de este libro? Esto diciendo puse mi mano sobre un
volumen que estaba sobre su diván; difería de otros que yo había visto por ser
más pequeño y tener encuadernación azul.
-
No, no en este libro, dijo con un dejo de fastidio en su voz y extendiendo la
mano para prevenirme de que lo tomara.
-¿He cometido otro error? pregunté al retirar
la mano. Soy muy ignorante.
- Sí, pobre muchacho, eres muy ignorante,
repitió, colocando su mano en mi frente. Tú debes saber que éste es el libro de
la madre y que sólo ella puede leerlo.
- Temo, dije con un suspiro, que pasará mucho
tiempo sin que pueda dejar de ofenderla con mis errores.
- No hay razón para que digas eso, pues no me
has ofendido, me has tan sólo apenado. Cada día cuando estás conmigo procuro
enseñarte algo para facilitarte el camino, pero debes de tener presente, hijo
mío, que otros no pueden tener hacia ti igual sentimiento que yo puesto que su
amor es menor al mío.
- Pero, ¿por qué se preocupa tanto por mí? le
pregunté alentado por sus palabras. Una vez pensé que únicamente sería usted
en toda La Casa quien jamás me amara; ¿qué fue lo que cambió sus sentimientos
hacia mí, pues sé que ellos han cambiado? Me miró sonriendo tristemente, pero
no respondió. Pienso que sería feliz sabiéndolo, repetí, acariciando su mano.
¿No me lo dirá?
Había una rara preocupación en su rostro en
sus ojos mirando a lo lejos y volviendo a mí nuevamente, mientras sus labios
se movieron musitando palabras inaudibles. A continuación me respondió:
No, no te lo puedo decir. Quizá te hiciese
feliz, pero el momento apropiado aún no ha llegado. Debes ser paciente, tienes
mucho que aprender. Es mi deseo que aprendas todas las cosas concernientes a la
familia que aún ignoras, y cuando digo todas quiero significar no sólo las
referentes a tu condición actual de un hijo de La Casa, sino las referentes a
aquellos asuntos mayores que pertenecen a los jefes de la misma: al Padre y la
Madre.
Entonces, deponiendo toda precaución
respondí:
- Es precisamente un conocimiento de aquellos
asuntos mayores relativos a la familia lo que me ha tenido más ansioso por
conocer desde que llegué a La Casa.
- Lo sé, respondió; esa sed de la cual hablas
fue en parte la razón de tu fiebre y lo que te mantiene aún débil y febril;
pero, por ello, en vez de ser aquí un prisionero, estarías lejos, sintiendo el
sol y el viento en tu rostro.
- Y si sabe eso, ¿por qué no me imparte,
rogué, ahora el conocimiento que me integre? Pues seguramente todos esos
asuntos menores, aquellos apropiados para que alguien de mi condición conozca,
podrán ser aprendidos después, a su debido tiempo, por no ser de capital importancia,
pero lo otro, si sólo usted lo entendiese es para mi asunto de vida o muerte.
- Yo sé todo, replicó rápidamente. Una sombra
había velado su rostro ante mis terminantes palabras y tenían sus ojos una
mirada preocupada.
-¡Vida o muerte! ¿Sabes lo que estás
diciendo? Exclamó clavándome su mirada con extrema lealtad, haciendo que la
mía se abatiese ante la suya. Luego, tras una pausa, atrajo mi cabeza contra
sus rodillas y habló con increíble ternura.
-¿Es que
encuentras tan difícil poner en práctica un poco de paciencia, hijo mío, que no
prestas aquiescencia a lo que te digo, temes dejar tu futuro en mis manos? Es
corto el tiempo para todo lo que tengo que hacer; sin embargo, debo ser
paciente y esperar aun cuando para mi es más difícil. Pues tu llegada, a la que
no presté atención al principio por ver en ti sólo un peregrino como otro, uno
que tras accidentes en su viajar había naufragado y sin hogar en el mundo, lo
hallamos y dimos albergue ahora, ha traído algo nuevo a mi vida, y si esta
fresca esperanza, que es sólo una vieja esperanza renacida, alguna vez halla
su realización entonces la muerte perderá mucha de su amargura. Mas, hay en el
camino dificultades que sólo el tiempo y la energía de un alma que reúne sus
facultades en un solo anhelo,una sola realización, puede vencer. Y la
dificultad capital la encuentro en ti en esa extraña disposición antagónica
que tan frecuentemente revelas en tu conversación; la acabas de demostrar
ahora, pues el ser así interrogada y presionada y el haberse dudado de mis
juicios, en otro me habría ofendido profundamente. Recuerda esto y no abuses
del privilegio del cual gozas: recuerda que debes cambiar profundamente antes
de que yo pueda compartir contigo los secretos de mi corazón. Y ten presente,
hijo mío, que no estoy reconviniéndote por tu deseo de conocer; sé que no eres
culpable de muchas de tus deficiencias. Sé, por ejemplo, que natura te ha negado
esa voz flexible y melodiosa con la cual es nuestra costumbre rendir, cada día,
homenaje al Padre para expresarle todos los sentimientos sagrados de nuestros
corazones, todo nuestro amor por el prójimo, la gloria de vivir y aun nuestros
pesares y penas. El pesar es como una nube oscura y opresora hasta que por el
labio y la mano rompe en la lluvia de melodías y nos alumbra de tal manera que
aun las cosas dolorosas dan a la vida nuevas y purificadas glorias. Y tal como
en la música, en todas las artes hay un doble placer en contemplar las obras de
nuestro Padre: en la primera e inferior tú lo compartes con nosotros; pero, la
segunda y más noble, que surge de la primera, es nuestra a través de esa
facultad por medio de la cual la belleza y la armonía se sienten trasmutadas a
nuestro espíritu que es como un lápiz de cristal que recibe los blancos rayos
del sol dentro de sí, transformándolo en luces rojas, verdes, violetas; de ese
modo la naturaleza se transforma en nuestras mentes y se expresa en el arte.
Mas, en ti, esa segunda facultad es deficiente, de lo contrario no te privarías
de tan gran placer como su ejercicio depara y amarías la naturaleza tal como se
ama a un igual, pero no tiene palabras para expresar tan dulce sentimiento.
Pues la alegría del amor, con simpatía, cuando se hace conocer y es retribuido,
se aumenta un céntuplo; y en toda obra artística, no comulgamos con una
naturaleza
ciega e irracional, sino con su oculto espíritu, inspirando
nuestros corazones, retribuyendo amor, con amor y recompensando nuestra labor
con constante embeleso. Por lo tanto es tu desventura, no tu falta, que estés
privado de ese supremo solaz y alegría.
A este parlamento que me causó un efecto
depresivo respondí tristemente:
- Cada día siento con mayor agudeza mis
deficiencias y deseo más ardientemente acortar la gran distancia que hay entre
nosotros; pero ahora ¡Dulce madre! perdóneme por así decirlo. Sus palabras me
hacen desesperar.
- Sin embargo, hijo mío, sólo he hablado para
darte coraje. Conozco tus limitaciones y no espero nada superior a tus
fuerzas, ni me preocupan seriamente tus errores ,creyendo como creo que con el
tiempo podrás borrarlas de tu mente. Debes cambiar tu irascible carácter para
ser merecedor de la felicidad que he determinado para ti. La paciencia debe
corregir ese tu espíritu atolondrado; a la diligencia febril, alternada con la
indiferencia o el desaliento, debe oponerse un incondicional esfuerzo; y por
esa vacilante llama de esperanza que arde con brillo por la mañana y que al
atardecer tanto se apaga, debe haber una valiente, racional e irreductible
esperanza. Sería realmente extraño si después de esto te abatieses y menos que
olvidases algo; te diré de nuevo que sólo por otorgarte una felicidad durable y
el anhelo de tu corazón, mi única esperanza puede consagrarse. Considera
cuanto te digo en estas palabras. Y no pienses mal de mí, pues, dentro de muy
poco, tu debilidad pasará como una nube mañanera. Mas, para mi no habrá cambio
alguno dado que debo permanecer aquí día y noche con la sombra de la muerte.
Cuando me haya ido y el sol caiga de nuevo sobre mi rostro, ya no lo sentiré ni
lo veré y yaceré olvidada cuando tú estés en medio de tus años más felices.
Sus palabras golpearon mi corazón con dolor
agudo y compasivo.
-¡No diga que será olvidada!, exclamé con
pasión; pues si hubiese de partir yo aún amaré y adoraré su memoria, tal como
lo hago ahora que está viva.
Acarició mi mano y no habló; cuando la observé
su rostro macilento había caído sobre la almohada y sus ojos estaban cerrados.
- Estoy fatigada, fatigada, murmuró;
permanece conmigo un poco más, pero déjame si me duermo.
Al poco rato dormía, la luz que caía sobre su
rostro que descansaba sobre una almohada púrpura y con sus conmovedores ojos
cerrados e inmóviles, era como una cara esculpida en marfil de alguien que
hubiese sufrido como Isarte en La Casa y que hubiese perecido en pasadas
generaciones. La abundante cabellera oscura que la enmarcaba parecía también
muerta y del color del hierro enmohecido.
CAPITULO XVIII
Las palabras de Chastel penetraron hondo en
mi corazón, más hondo que cualquier palabra jamás me hubiera llegado en esa
especie de suelo infecundo; y aun cuando de intento me había dejado en la
oscuridad en cuanto a muchos asuntos importantes, yo había resuelto merecer su
estima y atraerla aún más cerca de mí, corrigiendo aquellas faltas de mi
carácter que me había señalado con tanta ternura.
¡Cielos! el
próximo día estaría señalado para provocarme un serio disgusto. Al ingresar al
salón para desayunar me enteré que una sombra había caído sobre La Casa. Entre
toda esa gente silenciosa y el padre sentado, con su rostro grisáceo y sus ojos
afligidos, entró Yoleta. Su dulce rostro más pálido que ]a primera vez que la
viera tras su largo encierro, mientras bajo sus párpados pesados, sus ojeras
lucían casi moradas, lo que decía de una larga vigilia con el corazón oprimido
por la ansiedad. Escuché con profundo sentimiento que el mal de Chastel se
había súbitamente agravado; que había pasado la noche en medio de grandes
sufrimientos. ¿Qué sería de mí y todos mis felices sueños si ella llegase a
morir?, fue mi primera idea. Pero, al mismo tiempo, tuve la gracia de sentirme
avergonzado por un pensamiento tan egoísta. Empero no podía sacudir la
pesadumbre que me había producido y, demasiado afligido para trabajar o leer,
me acerqué al Aposento de la Madre para estarlo más cerca posible de la
sufriente, de cuya recuperación tanto dependía. ¡Qué solitario y desolado
parecía ahora que estaba ella ausente! Estos radiantes paisajes montañeses en
su mímico blanco de reflejo solar aún perpetuaban el verano; sin embargo,
parecía haber un hálito invernal, semejante a una atmósfera mortal que golpeaba
mi corazón y me hacia tiritar de frío. El día se arrastró penosamente hasta su
fin sin una sola señal de mejoría que aflojara nuestra ansiedad. Hasta pasada
la media noche yo permanecí en mi puesto, luego me retiré por tres o cuatro
horas miserables de ansiedad, sólo para retornar en cuanto hubo una escasa luz.
El estado de Chastel era el mismo o si había habido cambio era para peor, pues
no había dormido. Nuevamente permanecí ahí todo el día preso de pensamientos
desalentadores; al anochecer llegó Yoleta para llevarme hasta su madre. El
requerimiento me aterrorizó tanto que por unos momentos permanecí sentado,
tembloroso, incapaz de articular palabra; ya que sólo podía pensar que el fin
de Chastel se aproximaba, Yoleta, adivinando la causa de mi agitación, me
aclaró que su madre no podía dormir a causa de fuertes dolores de cabeza y
deseaba que yo le colocase mi mano sobre su frente para probar si ello le
podría causar alivio. Esto me pareció un no muy promisor remedio, pero me dijo
que en una oportunidad habían tenido éxito al colocar una mano sobre su frente
y que habiendo fracasado ahora, Chastel había deseado me llevasen hacia ella
para intentarlo con mi mano. Me levanté y por primera vez penetré en la sagrada
alcoba donde Chastel yacía en una cama baja, colocada sobre una plataforma que
se elevaba muy poco del suelo en el centro de la habitación. En la penumbra, su
rostro aparecía tan blanco como la almohada sobre la cual descasaba; su frente
contraída por los agudos dolores, apagados quejidos escapaban de sus labios
crispados, pero sus ojos muy abiertos estaban fijos en mi rostro cuando ingresé
a la habitación y parecían expresar más angustia mental que sufrimiento físico.
A la cabecera del lecho etaba el padre teniendo su mano en la suya;
cuando entré se levantó y me hizo lugar yéndose hacia los pies, donde dos
mujeres estaban sentadas. Me arrodillé junto al lecho de Chastel y Yoleta se
levantó y tiernamente colocó mi mano derecha sobre la frente de su madre,
diciéndome en secreto que la dejase descansar allí muy suavemente. También ella
se alejó unos pasos.
Chastel no habló, por unos minutos
continuaron sus bajos y dolorosos quejidos; sólo sus ojos permanecían fijos en
mi cara y por fin, sintiéndome incómodo por la fijeza con que me escudriñara,
le dije en un murmullo:
- Queridísima madre, ¿quiere decirme algo?
- Sí, acérquese más, respondió, y cuando hube
acercado mi mejilla a su cara, prosiguió: - No tema, hijo mío, no moriré, no
puedo morir hasta que aquello de lo cual le hablé se cumpla.
Me regocijé ante sus palabras y al mismo
tiempo me apenaron; parecía que ella hubiera intuido cuánto se había
desasosegado mi corazón por ese innoble temor.
- Querida madre, ¿puedo decirle algo?
inquirí, anhelando decirle de mi resolución.
- Ahora no, sea paciente y tenga siempre
esperanza, y no tema a nada aun cuando estemos por largo tiempo separados;
pasarán muchos días antes que pueda dejar esta alcoba y conversar con usted
otra vez.
Tan levemente había susurrado lo dicho que
quienes estaban más cerca no advirtieron en absoluto que había hablado.
Tras el breve coloquio cerró los ojos; aun
por un rato sus quejas continuaron. Gradualmente se fueron apagando y fueron
menos y menos frecuentes y las huellas de dolor se fueron borrando de su rostro
casi de muerta. Al fin, Yoleta, acercándose quedamente a mi lado susurro:
- Está durmiendo, y retirando mi mano me
alejó.
Cuando estuvimos otra vez en el Aposento de
la Madre me abrazó y soltó un llanto incontenible.
-Queridísima Yoleta, consuélese, dije
estrechándola contra mi pecho, ella no morirá.
-¡oh, Smith!, ¿cómo lo sabe?, respondió
pronta alzando hacia mí su rostro empapado en llanto.
De cuanto Chastel me había dicho en secreto
sólo repetí esas palabras: “Yo no moriré", pero nada más; fueron a pesar
de todo de gran alivio para ella y su dulce y apenada cara lució como una flor
marchita tras la lluvia.
- Ah, entonces ella sabía que el roce de su
mano la haría dormir y que el sueño la salvaría, me dijo sonriendo.
- Y tú, mi amada, ¿cuánto hace que esos
dulces párpados tan irritados no se cierran?
- No desde que dormí hace tres noches.
-¿Te sentarías ahora, aquí, junto a mí,
descansando en mí tu cabeza y dormirías un poco?
-¡Ahí no! - exclamó apurada -. No en el diván
de la madre. Pero si te sientas aquí sería agradable dormir un ratito recostada
contra ti.
Me coloqué en el asiento bajo el cual me
condujo y cuando se arrebujó en los almohadones con sus brazos rodeando mi
cuello y su cabeza recostada sobre mi pecho, exhaló un suspiro largo y feliz y
se quedó dormida.
Qué perfecta habría sido mi felicidad en ese
momento con Yoleta entre mis brazos, estrechando sus tristes manos diligentes
y besando con ternura sus oscuros y brillosos cabellos, si no hubiese sido por
el temor de que alguien pudiese venir para verme y molestarme. Muy pronto me
sobresalté al ver al padre, quien venía de la alcoba de Chastel. Al vernos, se
detuvo sonriendo; luego avanzó y deliberadamente se sentó a mi lado.
- Esta también se ha dormido, dijo
alegremente, tocándole el cabello con la mano; pero no debe de temer, Smith,
yo creo que hemos de poder conversar perfectamente sin despertarla.
Yo había temido
otra cosa muy distinta, y me sentí considerablemente tranquilizado tras sus
palabras, perono estaba tan feliz ante la perspectiva de una conversación en
ese momento y habría preferido quedar a solas con mi adorable carga.
- Hijo mío, dijo colocando una mano sobre mi
hombro, a veces recuerdo no sin una sonrisa, el efecto que su primera
aparición causó entre nosotros y nos sobresaltaron sus extrañas ropas de
peregrino. Su intento de cantar y su total ignorancia del arte en general
también me impresionaron desfavorablemente y me preocupé al pensar en el
futuro, es decir, en su futuro, pues me parecía que tenía una base
endeble sobre la cual construir una vida feliz. Estas dudas ya no me
perturban, pues en varias ocasiones nos ha demostrado que posee una profunda
capacidad de afecto que es el más rico don y la más segura guía hacia la
felicidad. A este hálito de amor que posee, esta tibieza del corazón que causa
el florecer de hermosos hechos y pensamientos, es a lo que atribuyo su éxito
reciente cuando el contacto de su mano produjo el largamente deseado sueño reparador,
tan necesario en esta etapa de su mal. Yo sé que esto es algo misterioso y se
dice comúnmente que, en tales casos, la mejoría es causada por las emanaciones
cerebrales a través de los dedos. Es dudoso que sea así; y yo prefiero creer
que sólo un poderoso sentimiento de amor que brota del corazón puede realmente
dirigir esa sutil energía y que donde eso no existe el efecto no se puede
producir.
- Yo lo ignoro, repliqué; tan
profunda como es mi devoción y amor no puedo suponer que iguale y menos
sobrepase al de aquellos que no lograron en esta ocasión brindarle alivio.
- Sí, sí, eso es
sólo juzgar superficialmente el asunto y dejando de lado los misterios
imponderables del ser compuesto de carne y espíritu. Hay entre los mejores
instrumentos peculiares usados en nuestra música para la cosecha, algunos de
material tan finamente templado y de construcción tan delicada que la persona
que desea ejecutar en ellos debe estar no sólo inspirada con pasiónmelodiosa,
sino que todo su ser - cuerpo y alma- deben estar en un trance especial, su
carne elevada a la armonía junto al espíritu exaltado, de lo contrario fracasará
al atraer los sones o lograr la expresión deseada. Este es un símil basto y
pobre si consideramos cuán maravilloso instrumento es el ser humano con un
cuerpo que se quema con sus pensamientos y un espíritu que tiembla y llora con
pena, y cuando reflexionamos cómo sus múltiples y complejas cuerdas pueden ser
dañadas y desafinadas por el sufrimiento. La voluntad puede ser nuestra, pero
algo que no sabemos qué es se interpone para vencer nuestros mejores esfuerzos.
Que haya tenido éxito en producir tan bendito resultado tras nuestros fracasos
ha servido para profundizar y aumentar el amor que ya le sentíamos, pues cuanto
más preciosa es esta melodía de reposo, este dulce intervalo de alivio al cruel
dolor que madre ahora experimenta que muchas melodías de claras voces y manos
hábiles.
En lo más secreto de mi corazón pensaba que
él daba demasiada importancia al asunto, pero no tenía ningún deseo de
argumentar contra tan favorable ilusión, y si lo fuese sólo deseaba poder compartirlo
con él.
- Ella aún sigue durmiendo, dijo a
continuación, quizá sin dolores, y como el de Yoleta, y su sueño probablemente
dure unas horas.
-Ruego al cielo que ella pueda despertarse
calmada y sin dolores, remarqué.
El pareció sorprendido ante mis palabras y me
observó detenidamente.
- Hijo mío, dijo, me apena que en un momento
como éste tenga que señalarle un error, pero es un error que hiere su persona y
doloroso para quienes lo ven, y si hubiese de pasarlo por alto en silencio, o
lo dejase para otra oportunidad no cumpliría mi misión de padre amoroso.
Sorprendido por su discurso, le rogué me
indicase qué había dicho de malo.
-¿No sabe, entonces, que es injusto alimentar
un pensamiento como el que ha expresado? En momentos de suprema pena o amargura
o peligro, a veces hasta nos olvidamos y rogamos al cielo que nos salve o nos
alivie, pero el hacer tal pedido cuando estamos en pleno uso de nuestras
facultades no es valedero para un ser racional e implica una ofensa al Padre,
pues rezamos mutuamente por nosotros y nos mueven tales plegarias al recordar
que somos falibles y con frecuencia erramos por prisa, olvido o conocimientos
imperfectos. Pero El, quien libremente nos dio la vida, razonamiento y todos
los dones buenos, no necesita que nosotros le recordemos nada, puesto que
pedirle que nos otorgue lo que deseamos es creerlo como nosotros y cobrarle una
sobrecarga, o, lo que es peor aún, sería atribuirle debilidad e irresolución,
dado que el peticionante cree inoportunamente inclinar la balanza a su favor.
Ya estaba por responderle que siempre había
considerado la oración como una parte esencial de la religión, y no sólo de
una forma de ella, sino la de todas las religiones del mundo. Felizmente
recordé que probablemente él conociese más que yo del asunto en "todo el
mundo" y me callé.
-¿Tiene dudas acerca del asunto? preguntó
tras una pausa.
- Debo confesar que
aún tengo algunas dudas, repliqué. Creo que nuestro Creador y Padre desea la
felicidad de todas sus criaturas y que no siente placer en verlas desdichadas,
pues sería imposible no creerlo viendo cuánto más predomina la dicha sobre la
desdicha en el mundo. Mas, El no llega a nosotros de manera visible para
decirnos con voz audible que el invocarlo a gritos sea nuestra desgracia o nuestros
dolores es injusto. ¿Cómo entonces sabemos eso? Ya que un niño le llora a su madre
y un pichón en el nido a sus pájaros progenitores y El es infinitamente más
para nosotros que un padre para su hijo, infinitamente más fuerte para
auxiliarlo y conoce nuestros pesares como ningún mortal podría conocerlos
¿No es posible, entonces, creer sin dañar nuestras almas que el
llanto de una criatura afligida puede por El ser escuchada; que en su compasión
y por medio de su poder soberano y sobrenatural El puede dar consuelo al
cuerpo dolorido y paz y alegría a una mente desolada?
Usted me pregunta ¿cómo, entonces, sabemos esto? Y
usted mismo se responde aun cuando fracasa al no percibir que se contesta
cuando dice que aunque El no llega de una manera visible para enseñarnos esto o
aquello, sabemos que desea nuestra felicidad; y a esto podría haberle agregado
miles o decenas de miles de cosas que conocemos. Si la razón que nos dio desde
el comienzo hace innecesario que venga a decirnos con voz audible que desea
nuestra felicidad, debe de ser también, seguramente, lo suficiente para
decirnos cuáles de todos los pensamientos que continuamente nacen en nosotros
son justos o injustos. El que alguno de nosotros debiese cuestionar una verdad
tan evidente y universalmente aceptada, base de toda religión, me parece a mí
sorprendente. Si su plan hubiese consistido en hacer estos delicados cuerpos
mortales captadores de todas las sensaciones gratas en su más alto grado, sin
el peligro de un accidente, ni sujeto a pena o desdicha, El seguramente lo
habría realizado así para todos. Pero la razón y la naturaleza nos demuestran
que esa no fue la finalidad de su plan; por lo tanto pedirle que suspenda el
curso de la naturaleza en beneficio de un sufriente individualizado por muy
agudos e inmerecidos que fuesen sus sufrimientos, es cerrar los ojos a la única
luz que El nos ha dado. Nuestros sentimientos más elevados y dulces se unen a
la razón para decirnos con su única voz que El nos ama, y nuestro conocimiento
de la naturaleza nos muestra con la suficiente sencillez que El también ama a
los seres inferiores al hombre. A nosotros nos ha dado la razón como guía y
protección y a las especies inferiores les ha dado el instinto; y nos haría
dudar de su amor imparcial por todas sus criaturas, si al hacer uso denuestra
razón, conocimientos y palabra articulada fuésemos capaces de encauzar los
beneficios hacia nosotros y desviar la pena y el desastre, mientras que los
mudos e irracionales brutos sufriesen en silencio el languideciente ciervo que
deja su manada con una ponzoñosa espina en su pezuña; el pájaro que en vuelo es
derribado y perece en el mar.
Sus conclusiones eran, quizá, más lógicas que
las mías; empero, aun cuando no podía discutir más el argumento con él, no
estaba preparado como para abandonar estos restos de viejas creencias, no
alimentados por su valor intrínseco, sino más bien porque me había sido
enseñado por una dulce mujer cuya memoria era sagrada a mi alma, mi madre antes
que Chastel.
Afortunadamente, no fue necesario continuar
la discusión por más tiempo; en ese momento, uno de los centinelas llegó desde
la alcoba de la enferma para informar que aún dormía tranquilamente; al
escucharlo, el padre se levantó en busca de algún descanso en la pieza
contigua. Antes de irse, me propuso con engañosa gentileza liberarme de mi
carga y colocar a la niña, sin despertarla, en un diván. Pero yo no consentiría
en molestarla y para mi deleite la dejó entre mis brazos, estrechando
cálidamente mi mano y aconsejándome que reflexionase acerca de sus palabras.
Estaba ya oscureciendo y cuán bienvenida era
esa penumbra, pues sin que nadie me viese u oyese besé cientos de veces sus
suaves cabellos y murmuré cien palabras cariñosas en sus oídos dormidos.
Su despertar me sobresaltó, pero me
proporcionó alegría.
-¡Oh, qué oscuro está! ¿Dónde estoy? exclamó
agitada abandonando súbitamente su reposo.
- Conmigo, amadísima, ¿no recuerdas cómo te
dormiste sobre mi pecho?
- Sí, pero... oh, ¿cómo no me despertaste
antes...? Mi madre..., mi madre...
- Ella está durmiendo tranquila, queridísima.
¡Ay, y sólo hubiese deseado que hubieses seguido durmiendo!
-¡Mi amor!, dijo apoyando su mejilla contra
la mía, ¡Qué dulce fue dormirme en tus brazos! Cuando llegamos aquí casi no
podía decir palabra, pues mi corazón estaba rebosante; y ahora que tengo cien
cosas que decir, te besaré y me eximiré de tanto hablar.
- Di unas de las cien cosas, Yoleta.
-¡Oh, Smith, antes de esta tarde yo no pensé
que pudiese amarte más; y a veces cuando recordaba lo que una vez te dije en la
sierra, ¿recuerdas?, me parecía que ya te amaba un poquito por demás. Ahora
estoy convencida que estaba equivocada, pues mil ofensas no podrían enajenar
mi corazón que es tuyo para siempre.
-¿Mío para siempre, sin duda, querida?, murmuré,
apretándola contra mi pecho, y en ese rapto, casi olvidando que ese afecto
angelical que me deparaba no satisfaría por mucho mi corazón.
- Sí, para siempre; tú nunca, nunca dejarás
La Casa. Tu peregrinaje, del cual sacaste tan poco provecho, ha concluido. Y si
alguna vez intentas irte de nuevo, buscando otras maravillas por el mundo, te
retendré con mis brazos como lo hago ahora y te tendré prisionero contra tu
voluntad; y si me dijeses "adiós" cien veces, borraré esa triste
palabra con mis labios y pondré en su lugar otra mejor, hasta que mi palabra te
conquiste.
CAPITULO
XIX
Aun
cuando privado, al presente, de toda comunicación con Chastel y Yoleta,
permanentemente atendiendo a su madre, debiera de haberme sabido feliz, pues
todo parecía conjurarse para que la vida fuese preciosa para mí. Pero estaba
lejos de sentirme así y al haber escuchado decir tanto acerca de la razón
durante mis últimas conversaciones con el padre y la madre de La Casa, comencé
a prestar una desacostumbrada atención a esa facultad en mi, con el objeto de
descubrir con su auxilio el secreto de esa tristeza que de continuo, a toda hora,
a todo momento, me oprimía el corazón. Sólo descubrí lo que otros habían
descubierto antes: que la práctica de la introspección ejerce sobre la mente
un efecto corrosivo que sólo sirve para agravar el mal que se intenta curar.
Durante esos días de reposo en el Aposento de la Madre, sentado junto a
Chastel, este ánimo melancólico me había acompañado; pero la venerable
presencia de la madre, le había brindado algo como un sentido divino, mis
pasiones se habían adormecido y salvo en raros intervalos había pensado en el
pesar como algo inconmesurablemente alejado de mí. Entonces a mi espíritu
El
rolar de la ola
Lejanísimo,
parecía lamentar y dolerse
En
remotas playas;
y
tan dulce había parecido la pausa que había anhelado y rogado que se
prolongase. No bien me alejaba de ella, ese encantamiento se disipaba y todos
mis pensamientos, como los celajes del ocaso que aparecen luminosos y de rico
colorido hasta que el sol se esconde y comenzaban a ser oscurecidos por una
bruma misteriosa. Esforzándome cuanto pudiese, era incapaz de acomodar mi
mente a ese humor sereno y confiado que ella había deseado hallar en mí y sin
el cual no podría vislumbrar un futuro de bienaventuranza. Tras todas las
amonestaciones y los consuelos que había recibido, y, a pesar de la razón y
todo cuanto ella pudiese decirme, cada noche llegaba a mi lecho, con un corazón
acongojado y cada mañana al despertar estaba aguardándome el fantasma de la
tristeza para ir tras de mí hacia donde me encaminase, para recordarme en cada
pausa del implacable sino que sostenía mi destino entre sus dedos, el que era
más poderoso que Chastel, y que habría de desbaratar todos sus propósitos para
mi felicidad, como a barcos de frágil cristal.
Varios días, quizá quince, pues no los había contado,
transcurrieron desde aquel en que fui admitido en la alcoba de la madre, cuando
amaneció un día excepcionalmente hermoso que pareció brindarme como un hálito
la sensación placentera del retorno de la salud y me hizo desear huir de sueños
mórbidos y vanas lucubraciones. ¿Por qué debía permanecer sentado en la casa y
como un desecho? Pensé que era mejor estar activo, y que el sol y el viento
están llenos de cuanto cura. Tal día, era, en efecto, una de esas joyas
capitales, que rara vez “se engarzan" entre los días ingratos de ese otoño
con el invierno ya presente para apurar su partida. Durante largo tiempo, el
cielo había estado cubierto por una interminable procesión de nubes que se
arrastraban presurosas, con torvo aspecto, quebradas, fugitivas del viento y
de cualquier sombra apagada de color, desde el más pálido gris, al gris
pizarra; las tormentas de lluvia habían sido frecuentes, impetuosas y
súbitamenteinterrumpidas o corriéndose fantasmalmente hacia las brumosas
sierras para perderse allí, entre otros fantasmas, siempre vagando tristemente
por ese vasto horizonte en el que la tierra y el cielo se confundían; y ráfagas
de viento que, al rugir sobre miles de árboles inclinándose y pasar con
lóbregos y roncos sonidos, parecía imitar el eco del trueno. Y las hojas, los
millones y minadas de marchitas hojas caídas, amontonándose hasta llegar a
nuestros tobillos, bajo los desolados gigantes del monte y por doquier, yacían
en las hondonadas de la tierra, silentes e inmóviles al haber muerto, como
cosas caídas que de pronto adquirían una fantástica mueca de vida a causa del
viento, ya que todas se remontaban y revolvían con zumbidos como de avispa, a
las carreras, de a miles por vez, sobre los espacios estériles, todas apresuradas,
comunicándose su lenguaje de hojas muertas hasta que empujadas por una ráfaga
más fuerte se elevaban de vuelo en vuelo, sumando columnas que se erigían hacia
las nubes para caer como lluvia nuevamente sobre la tierra y salpicar el
pasto. Luego, por un momento, a lo lejos en el cielo había un despejarse, un
hacerse más traslúcidas las nubes, y los rayos del sol, como relámpagos que
iluminasen la pálida niebla celeste, la lluvia sesgada, los troncos negros y
frágiles ramas, brillando húmedos, arrojaban una gloria efímera sobre ese
oceánico tumulto de la naturaleza.
En el estado en que yo me
encontraba, con el cuerpo relajado y la mente abatida, esta temporada
tempestuosa, que únicamente hubiese ofrecido deleite a una persona con buena
salud, no le brindaba solaz a mi espíritu, sino, por el contrario, sólo servía
para acrecentar mi melancolía. Sin embargo, día tras día, me impulsaba hacia
adelante, y, aún débil, tiritaba entre las fuertes ráfagas y me encogía ante
el contacto con las frías gotas que las nubes arrojaban sobre mí. Me fascinaban
como ejércitos contendiendo en la batalla, o como alguna acción trágica de la
cual el espectador no puede apartar su mirada. Me había vuelto invadido por
extrañas fantasías tan persistentesy sombrías como supersticiones. Se me
antojaba que no era yo, sino la naturaleza quien había cambiado, que la luz
familiar se había disipado de su continente como una expresión amable y estaba
cargado con una bruma tremenda y amenazante que causaba pavor a mi espíritu. A
veces, cuando deambulaba solo, como un alma en pena, entre los árboles desnudos
y una sombra más oscura se proyectaba sobre la tierra, me detenía, pálido por
la aprensión, escuchando los innumerables y extraños sonidos del bosque,
siempre vaticinando el mal, hasta que, en mi inquietud, comenzaba a temblar y
sobresaltado oteaba a un lado y otro, como estudiando por dónde huir de la
calamidad que inesperada se acercaba, desde no podía determinar dónde, para
quebrar mi vida para siempre.
El
día luminoso se avenía mejor con mi mal. El sol brillaba como en primavera, ni
una mancha aparecía en el cristal abovedado del firmamento, por todas partes la
hierba ofrecía, puntual, un descanso a la vista con su eterno verde y una
fresca brisa soplaba acariciando mi cara y apurando los latidos de mi corazón
aún débil. Recordando los días felices de leñador, anteriores a mi enfermedad,
tomé mi hacha y me encaminé hacia el monte; al ver que Yoleta observaba mi
partida desde la terraza, agité mi mano. Antes de haberme alejado mucho, ella
llegó corriendo llena de ansiedad, previniéndome que aún no estaba lo
suficientemente fuerte para esa tarea. Le aseguré que no tenía intención de
trabajar intensamente, ni de cansarme, y proseguí mi camino mientras ella
regresaba junto a su madre.
El
día era tan luminoso y asoleado que me infundió una suerte de pasajera alegría
y comencé a canturrear trozos de viejas y apenas recordadas melodías. Eran
cantos al verano que se aleja, teñidos de melancolía y me sugerían otros versos
escritos no para ser cantados, que comencé a repetir.
Bellas
flores perecieron en la tierra callada
Capullos
de valles y montes que dieron
Fragancia
a los vientos.
Y
luego:
Los
pájaros gozosos, buscaron más tibia playa
Demorándose
hasta que llegaran los gélidos vientos
Que
marchitan sus hogares.
Y
estos también eran fragmentos que sólo exhalaban tristeza, ello hizo que
desechara de mi mente a la poesía y no pensara en nada. Procuré interesarme en
el vuelo de esos rapaces semejantes a halcones, abriéndose en grandes círculos
sobre mí a gran altura. Al contemplar esa lejana bóveda azul bajo la cual se
deslizaban tan serenamente y que parecía tan infinita, evoqué los días pasados
en que, al contemplar el firmamento, había elevado una oración al Espíritu
Invisible, pero ahora recordaba las palabras que el padre de La Gasa me había
dicho y la oración se desdibujó en mi corazón sin ser formulada y una rara
sensación de orfandad me apenó, obligándome a poner nuevamente los pies sobre
la tierra.
A
mitad del camino hacia el monte, en un abra, en la cual no había ni árboles ni
arbustos, me encontré con una bandada de cigiieñas, por lo menos medio millar,
aparentemente descansando en su travesía, pues todas permanecían inmóviles con
sus cogotes encogidos, como dormitando. Eran aves muy majestuosas y elegantes
de un color gris puro con un collar negro en el cuello y patas y picos rojos.
El acercarme no las molestó hasta que estuve a unos dieciocho metros de la más
cercana, pues estaban dispersas en casi media hectárea del terreno; entonces
se alzaron con un breve batir de alas, tan sólo para situarse a una corta
distancia.
Un increíble número de aves, sobre todo acuáticas,
habían aparecido en la vecindad desde el comienzo de este tiempo lluvioso y
borrascoso. El río también estabapoblado con estos nuevos visitantes y se me
había dicho que la mayoría eran migratorios, llegados de lejanas regiones
nórdicas, donde habían hecho sus hogares de estío y que ahora se dirigían al
sur en busca de climas más benignos.
Toda
esta agitación de los seres emplumados me había traído, en mi período de
perturbaciones, tan poco placer como los otros cambios habidos a mi alrededor:
esos ejércitos alados en su paso apresurado en quebrados contingentes,
gritando y agitando sus alas día y noche entre las nubes blancas, como su
propio terror o con negro plumaje, como mensajeros del mal sólo agregaban a mi
fantasía depresiva un nuevo elemento de temor a ese natural mío distorsionado
por los fracasos y lleno de tremendas premoniciones y presagios.
El
interés que en mí despertaron estas peregrinas cigüeñas me pareció un síntoma
feliz de retorno a un estado de ánimo más normal, y antes de proseguir mi
marcha deseé que Yoleta hubiese estado ahí para verlos y contarme su historia,
pues ella se interesaba en esos asuntos y sentía una maravillosa predilección
por toda la raza plumífera. Tenía sus favoritos entre las aves, según la
estación, y la clase que más estimaba habían llegado desde hacía más de un mes
y su número aumentaba diariamente hasta que los montes y los campos estuviesen
poblados con sus bandadas.
A esta especie la llamaban pájaro-nube, debido a su
hábito semejante al del estornino de rodar alrededor de las tierras en las
cuales se alimentarían. Luego se precipitaban en masa, se dispersaban y
volvían a reunirse repetidas veces, de modo que, avistada desde la distancia,
una bandada numerosa tenía el aspecto de una nube que alternativamente crecía o
se tornaba delgada cambiando de continuo su forma. Era un tanto más grande que
el estornino con un vuelo más libre y más rico plumaje de un azul profundo y
lustroso o un azul casi negro y su pecho era de un brillante color castaño.
Cuando estaban a mano, y bajo el sol brillante, era bellísimo apreciar
losjuegos aéreos de la bandada, mientras giraban en redondo o se desplegaban
como movidos por un solo impulso, luciendo primero ese llamativo azul, luego
las relucientes superficies de sus pechos castaños que el ojo podía advertir.
Ese efecto embriagador se aumentaba con su canto de notas como campanas que
proferían todas al unísono, y mientras pasaban, giraban o se volvían en el
aire, llegaban a intervalos, esas oleadas de sonidos melodiosos como la más
perfecta expresión del júbilo salvaje de la vida de los pájaros. Yoleta,
refiriéndose del modo más delicioso acerca de sus amados pájaros-nube, me había
dicho que pasaban el verano en los grandes esteros solitarios, construyendo en
los juncales sus nidos, pero con el tiempo frío se iban lejos y en esas
circunstancias parecían siempre preferir la vecindad del hombre, permaneciendo,
en grandes bandadas, cerca de La Casa hasta la próxima primavera. En esta
luminosa y asoleada mañana, estaba asombrado por las multitudes que había visto
durante mi caminata: sin embargo, no era extraño que abundasen tanto los
pájaros si se tenía en cuenta que ya no había salvajes sobre la tierra, que
entretuvieran sus mentes huecas matando esos seres alados con arcos y flechas,
ni la Compañía de Indias, ni mujeres infieles, clamando por trofeos y
adornando sus cabezas con pieles y plumas arrancadas a los pájaros muertos.
Cuando finalmente llegué al
monte, fui hacia el sitio en el cual había derribado al enorme árbol en mi
última y desastrosa estancia, lugar donde Yoleta, ya liberada de su
confinamiento, me había hallado. Ahí yacía el rústico tronco gigante como lo
había dejado y una vez más comencé a golpear las ramas más grandes, pero mis
golpes de hacha parecían no causar ningún efecto y al fatigarme muy pronto
llegué a la conclusión de que aún no estaba en condiciones para esa tarea y me
senté a descansar. Rememoré cómo, cuando sentado en ese mismo lugar, había
escuchado un suave rumor entre las hojas marchitas y alzando los ojos había
visto a Yoleta viniendorauda hacia mí, con los brazos extendidos y su cara radiante
de alegría. Acaso volviese hoy a mí; si, era seguro que vendría, pues lo
deseaba tan intensamente y ella estaría con ansiosa preocupación pensando en
mí y acaso pudiera faltar una hora de la alcoba de la enferma. Los árboles y
arbustos me impedirían verla llegar, pero la habría de escuchar tal como la
otra vez. Permanecí inmóvil, reteniendo el aliento, agudizando mis sentidos para
captar el primer leve rumor de su ligero paso y, cada vez que oía un pajarillo
saltando sobre el suelo, quebrando una hoja caída, me levantaba para darle la
bienvenida y abrazarla. Pero ella no llegó y con mi esperanza y el corazón
defraudados, me tapé la cara con las manos, y débil y miserable lloré como una
criatura decepcionada.
Al
momento algo me tocó y al retirar las manos de mi rostro, vi el enorme perro
plateado que había acudido al llamado de Yoleta cuando me había desmayado;
estaba sentado frente a mí con su hocico apoyado en mis rodillas. Sin duda,
recordaba la última vez que había talado un árbol y ahora llegaba a cuidarme.
-¡Bienvenido
viejo amigo!, dije, y buscando alguna suerte de simpatía puse mis brazos sobre
él y apoyé mi cara contra la suya. Me enderecé y en un par de ojos pardos y
claros que me miraban tan fijamente clavé los míos.
- Mira viejo, dije, conversándole en alta voz, ante la
necesidad de dirigirme a algo con forma humana, tú no me lamiste la cara cuando
pudiste hacerlo con total impunidad, y cuando te hablo no agitas esa hermosa y
fuerte cola que te sirve de adorno. Esto me recuerda que no eres como otros
perros que solía conocer; los perros que hablaban con su cola, acariciaban con
la lengua y nunca eran demasiado limpios ni bien educados. Donde estarán ahora
ellos... perros de los pastores, foxterrier ratoneros, galgos, perros de agua,
perros de caza, perros perdigueros, perros rústicos o suaves, los San
Bernardo, los brutos grandes que enfrentan a los jabalíes, mastines casi tan
grandes como tú, pero nodelgados, con pelambre sedosa y nariz aguda, sin esa
refinada expresión de agudeza sin astucia. Y tras estos canes nobles del viejo régime,
¿dónde se ha desvanecido la chusma innumerable de perros mestizos,
pequeños y ladradores y parias; y por último, los más degenerados, los
corpulentos, jadeantes de ojos osunos, perros domésticos de cien razas? Ellos
están sin duda todos muertos: habrán estado muertos desde hace tanto tiempo que
me atrevo a decir que la naturaleza ha de haberles extraído todas las sales
valiosas que su carne y sus huesos contenían hace miles de años y las habrá
utilizado para algo mejor: gotas de lluvia, la espuma del mar, flores, frutas
y hojas de la hierba. Empero, ¡no había una bestia en toda esa prole, de la
cual sus amos no pudiesen afirmar que podía hacer todo menos hablar! Nadie
dice eso de ti, mi gentil guardián, pues el culto a los perros, con otra decena
de miles de cultos que surgieron y florecieron con exceso entre el fango de la
mente del hombre, se ha marchitado sin dejar semilla alguna Sin embargo, en
cuanto a inteligencia, - quiero imaginarte algo más avanzado que tus lejanos
progenitores: el largo hacer te ha dado algo tal como la consciencia. Eres una
bestia buena, sensible y eso es todo. Tú amas y sirves a tu amo de acuerdo a
tus luces; de noche y de día tú con tus congéneres cuidas sus rebaños y sus
manadas, su casa y sus campos. A su sagrada Casa. Empero, no te atreves, ya que
tu dispuesto talante te hace conocer tu lugar.
¿Qué es lo que ha ocurrido entonces sobre la tierra y cuánto
duró ese dormir sin sueños del cual desperté para hallar las cosas tan
cambiadas? No lo sé. ni importa mucho: sólo sé que ha habido una suerte de
poderoso fuego de artificio a lo Savoranola, durante el cual casi todo lo que
valía ha sido reducido a cenizas: sistemas políticos, religiosos y
filosóficos, los “ismos" y "logias" de todas clases, escuelas,
iglesias, prisiones, asilos; los estimulantes y el tabaco; reyes y parlamentos;
cañones con su hostil rugir; los pianos que se escuchaban en paz: la historia,
la prensa, el vicio, la economía política, eldinero y millones de cosas más,
todo consumido como pasto y rastrojo sin valor. Siendo esto así, ¿cómo no estoy
yo sobrecogido ante tal pensamiento? En esa edad febril, plena, tan plena y
empero, ¡Dios mío!, qué hueca. ¿En la soledad de cada alma humana, no se
escuchaba ni una voz haciendo conocer la profecía del final? Sé que tal
pensamiento llegaba a veces hasta mí y atravesaba mi mente como un relámpago a
través del follaje de un árbol y en el fugaz y quemante rayo de ese pensamiento
intolerable, todas las esperanzas, creencias, sueños, esquemas, parecían
desvanecerse y convertirse en cenizas y se me desprendían dejándome desnudo y
desolado. A veces me ocurría cuando leía un libro de filosofía o escuchaba un
tranquilo y caluroso domingo, a algún oscuro predicador (eran en su mayoría
oscuros) discurriendo ante su feligresía elegante y adormilada, acerca de
Daniel en la guarida de los leones u otro tema igualmente remoto; cuando
andaba entre ferias abigarradas o cuando escuchaba a algún gran político,
fuera de su despacho, expuesto al frío, como cualquier obrero pobre sin
trabajo, lanzando anatemas al gobierno injusto y a veces, también, cuando
permanecía insomne en las silenciosas vigilias nocturnas. Un ratito más, me
decía el pensamiento, y todo ha de terminar; pues no hemos hallado nosotros el
secreto de la felicidad y todo nuestro empeño y esfuerzo está mal encaminado; y
aquellos quienes buscan un equivalente mecánico a la conciencia y aquellos que
deambulan haciendo el bien. todos están, también, quemando sus vidas y sobre
todo nuestras esperanzas, creencias, sueños, teorías y entusiasmos; ello
"ha de acabar" está claramente escrito tal como el Mene, mene, tekel,
upharsin de Baltasar sobre el muro de un palacio de Babilonia.
Esa
idea deprimente de "ha de acabar", no se me cruza, ahora nunca; ella
no existe en la tierra que es aún el verde pedestal de Dios, el pasto no era
más verde, ni las flores más dulces cuando el primer hombre hecho de la arcilla
y el soplo de la vida llegó a sus fosas nasales.
La
familia humana surgió de todo ese pasado muerto y no imaginable, y esto que
parece tener el sello de lo eterno y su poderío, tranquilo y majestuoso semeja
alguna enorme montaña que yergue su cabeza entre las nubes y tiene sus
graníticas raíces profundas en el centro de la tierra. Un sentimiento de pavor
se adueña de mí cuando lo contemplo; pero es inútil el preguntarme si el
evanescente pasado con su tumulto de preocupaciones y sus placeres pasajeros
era preferible a esta inalterable paz actual. Nada excepto Yoleta me interesa,
y si el viejo mundo fue reducido a cenizas para que ella pudiese ser creada, me
alegra tal destrucción; pues más noble que todas las ambiciones y esperanzas
perdidas es la esperanza de poder lucir un día esa flor radiante y perfecta
flor en mi pecho.
Tengo
sólo una preocupación al presente, un lobo que me sigue por doquier, siempre
amenazando destruirme con sus negras mandíbulas. No tú, viejo amigo, sino un
grande y flaco lobo metafórico, mucho más terrible que la bestia de la
antigüedad que llegaba hasta la puerta del pobre. En la oscuridad, sus ojos
fulgurantes como carbones encendidos me están acechando siempre y aun a plena
luz del día su sombreada silueta está siempre junto a mí, deslizándose de un
arbusto a otro, o de habitación en habitación, siempre pisando mis talones.
¿Habrá de desvanecerse como un mero fantasma - un lobo de mi mente -, o se
aproximará más y más hasta arrojarse sobre mí y al fin aniquilarme? ¡Si sólo
pudiesen arropar mi mente como lo han hecho con mi cuerpo y pudiesen hacerme a
su semejanza sin ningún cáncer en el alma, ya por siempre contento y felizmente
calmado! Pero nada llega por sólo pensarlo. Estoy mentalmente enfermo... ¡lo
odio! ¡Allá él! Adiós viejo amigo, tú has sido muy bien educado y has escuchado
mi discurso con considerable paciencia. Te habrá de beneficiar tanto cono me
beneficiara a mí más de una conferencia o sermón que estuve obligado a
escuchar en días idos.
Haciéndole otra caricia me levanté y regresé a La
Casa, pensando tristemente al encaminarme hacia ella que el día luminoso no
había influido mucho sobre mi espíritu.
CAPITULO
XX
Al llegar a La Casa me sentí desanimado
por no encontrar a Yoleta, pero ello no era razonable, pues era escasamente
pasado el medio día y ella se retiraba de atender a su madre sólo tras largos
intervalos - por la mañana y nuevamente justo antes del anochecer- para gustar
la frescura de la naturaleza por unos pocos minutos.
La sala de música estaba desierta cuando yo entré,
pero tibia y grata ya que el sol penetraba brillando a través de las puertas
que se abrían hacia el sur. Me dirigí hacia el extremo final de la sala
recordando haber visto unos volúmenes cuando no tenía tiempo ni deseos de
mirarlos; pero, ahora, aunque hallara la lectura muy tediosa no había,
realmente, otras cosas que pudiese hacer. Hallé los libros, tres volúmenes en
la parte inferior de una bovedilla de la pared; en una de ellas dentro de un
nicho de la misma bóveda, a la altura de mi cara, yo de pie, observé un frasco
de la forma de un bulbo, con un cuello fino y largo, hermosamente coloreado. Lo
había visto anteriormente sin prestarle una particular atención ya que en la
casa había un sinnúmero de tesoros análogos; ahora, al admirarlo tan de cerca,
no podía dejar de llamar mi atención su exquisita belleza y tampoco de
sentirme confundido por la escena que en ella se apreciaba. En su parte más
ancha estaba circundado por una banda y sobre ella aparecían sutiles doncellas
con delicadas túnicas rosadas y alas de mariposas en sus hombros, corriendo o
correteando, tocando instrumentosde variadas formas, sus rostros relucientes
de placer, sus rubias cabelleras levantadas por el viento; una gozosa
procesión sin principio ni fin. Tras estos seres alegres, en gris pálido y
semi oscurecido por la niebla que formaba el fondo de la escena, aparecía una
segunda procesión, apurándose en dirección contraria - hombres y mujeres de
todas las edades -, pero principalmente ancianos con caras demacradas y
desgastadas, algunos vencidos, doblados, con los ojos fijos en el suelo; otros
retorciéndose las manos o golpeándose el pecho, aparentemente sufriendo por
profundas aflicciones mentales.
Sobre
el frasco había una profunda celda circular en la bóveda, de unos treinta y
siete centímetros de diámetro, encajado ahí había un aro de metal al que
estaban sujetos hilos de oro fino como telas de araña; tras el primer aro
había un segundo y más adentro otro más, todos encordados como el primero, de
modo que al mirar a la celda por dentro parecía llena de una maraña dorada de
tela de arañas.
Arrastrando un almohadón a ese
recluido rincón, donde nadie que pasase casualmente por la sala podría verme,
y sintiéndome demasiado indolente como para buscarme un atril, coloqué sobre
mis rodillas el volumen que había sacado para leer. Se titulaba Conducta y
Ceremonial y el contenido estaba dividido en partes breves, cada una
con su encabezamiento apropiado. Dando vuelta las hojas y leyendo una oración
aquí y allá en distintas secciones, se me ocurrió que quizá fuese la obra más
apropiada para que estudiase cuando pudiese adecuar mi mente dentro del marco
propicio para tal tarea; pues contenía minuciosas instrucciones sobre todos los
puntos relativos a la conducta individual en La Casa tales como el
entrenamiento de los peregrinos, el traje que debía de usarse y la conducta a
observarse durante los diversos festivales anuales junto con otros temas similares.
Con rápidos vistazos, pronto acabé el primer volumen y pasé al segundo en menos
tiempo, pues muchas de las secciones finales se referían a asuntos lúgubresen
los cuales no deseaba detenerme; los títulos, por sí solos eran suficiente para
afligirme: Decadencia a través de la Edad; Elementos de la Mente y el
Cuerpo; luego Muerte, y finalmente Disposiciones para la Muerte.
Tras esto, recogí el tercer volumen, el último de la
serie. La primera parte estaba encabezada Renovación de la Familia. A
esta parte la empecé a examinar con cierta atención y muy pronto descubrí que
había tropezado con una verdadera mina de información, de índole que,
precisamente, por tanto tiempo había buscado vanamente. Luchando por vencer mi
agitación, seguí leyendo apurando una
página tras otra con la mayor rapidez, pues algunas de las cosas no
despertaban mi interés, pero incidentalmente los asuntos que más me concernían
y deseaba conocer eran ya apenas nombrados o tratados minuciosamente. Así fue
que esa nostalgia profética que me había oprimido todo el día y desde muchos
días atrás me sumió en la más negra desesperación, y, de repente, levantando
los brazos, el libro resbaló de mis rodillas y con estrépito cayó al suelo.
Ahí, con las hojas hacia abajo dobladas y rotas bajo su peso, permanecía a mis
pies sin que les prestase atención. Ahora, el anhelado conocimiento era mío y
el sueño de felicidad que había iluminado mi vida se había extinguido. Ahora
poseía el secreto de la no pasión, de la sempiterna calma de seres que habían
sobrevivido y dejado inmensurablemente atrás como instintos del lobo y el
mono, la mayor emoción de la que fuese capaz mi corazón. Para los hijos de La
Casa no podía haber unión por matrimonio; en cuerpo y alma diferían de mí, no
tenían un nombre para ese sentimiento al cual yo tan frecuente como vanamente
me había referido; por eso, me repitieron una y otra vez que sólo había un modo
de amar, es que ellos ¡Dios! sólo podían experimentarlo así. Yo por el momento
no busqué más en el libro, ni hice pausa alguna para reflexionar sobre el
misterio inexplicable que era el real centro y meollo del todo, por cuya unión
la familia se renueva y quienes, fértiles ellos mismos, eran los padresde esa
raza estéril. Tampoco inquirí quiénes serían sus sucesores, pues no obstante su
larga vida eran mortales como sus criaturas desapasionadas y particularmente en
esta Casa, sus vidas parecían estar llegando a su fin. Estos eran interrogantes
que ya no me interesaban. Era doloroso saber que Yoleta nunca podría amarme
como yo la amara - que nunca podría ser mía en cuerpo y alma -a mi modo, no al
suyo. Con inenarrable amargura recordé mi conversación con Chastel. Todas sus
manifestaciones de afecto y buena voluntad, todos sus planes para suavizar mi
camino y asegurarme la felicidad, me parecieron reales burlas, dado que ella
no había leído en mi alma mejor que los demás, y que esa fría felicidad lunar
tras la cual sus criaturas eran incapaces de imaginar nada, carecían de encanto
para mi corazón apasionado y destrozado.
Cuando
comencé a recobrarme de mi estupefacción y recapacitar acerca de la magnitud de
la pérdida, el infortunio que me produjo casi me enloqueció. Deseé no haber
hecho jamás ese fatal descubrimiento y haber podido continuar esperando,
soñando y agotando mi corazón en ese rastrear lo imposible dado que cualquier
destino hubiese sido preferible a esta total desolación con la cual me
enfrentaba. Hasta deseé el poder de algún dios o demonio implacable para que
yo pudiese aniquilar La Casa sagrada de esta última raza y destruirla para
siempre y repoblar el pacífico mundo con millones de seres luchando y muriendo
de hambre como en el pasado, para que la bella flor de amor, que se marchitara
en el corazón de los hombres, pudiese de nuevo florecer.
Mientras
tales insanos pensamientos pasaban por mi mente me había levantado de mi
asiento y permanecía recostado contra el borde de la bovedilla con el extrañamente
coloreado frasco cerca de mi vista. Tenía letras que advertí por primera vez -
diminutas líneas como cabellos bajo esos extraños y contrastantes procesionistas que estaban representados en
la banda- y aun en mi estado de excitación me sentí algo impactado por
esasalabras que eran e1 fin de una oración,
diciendo:
y
para la vieja vida, habrá una vida nueva.
Haciendo
girar el frasco leí la oración completa: Cuando el tiempo y la enfermedad
oprimen y el sol enfría en el cielo, y ya no hay ninguna alegría terrena y el
fuego del amor se apaga en el corazón, bébeme, pues tras la vieja vida habrá
una nueva vida. Otro secreto importante, pensé; este día ha sido realmente
rico en descubrimientos. Una panacea para todas las enfermedades, incluso
para el mal de la vejez, así un hombre puede vivir doscientos años y aún
hallar algún placer en la existencia. Pero para mí la vida ha perdido su sabor
y no tengo el menor deseo de vivir mucho. Aquí hay más escrituras - quizá otro
secreto -, pero dudo mucho que me dé algún consuelo: Cuando tu alma esté en
la penumbra tanto que te sea difícil diferenciar el bien del mal y los
pensamientos que te dominen conduzcan a la locura, bébeme y curarás.
¡No,
no beberé y estaré curado! Mil veces mejor son los pensamientos que conducen a
la locura que esta existencia incolora y sin amor. Yo no deseo mejorar de tan
dulce mal.
Tomé
la botella en mi mano y la destapé. El tapón formaba una extraña taza,
alrededor de su borde estaba escrito, Bébeme. Yo vertí algo del líquido
en la taza; era de un pálido color amarillo y tenía un olor ligeramente pesado
a madreselvas. Lo volqué nuevamente dentro del frasco y lo coloqué en su nicho.
Bebe
y curarás. No, aún no. Quizá algún día mis preocupaciones
aumentasen al punto de tornarse insufribles y me conducirían a buscar tan
triste consuelo en ese frasco conteniendo el cúralo-todo. Amar sin esperanza
era bastante triste, pero estar sin amor era aun más triste.
Ahora me había calmado: el saber que tenía en mi
poder, el escapar de una vez para siempre de ese furioso deseo había servido
para volver más sobrios mis pensamientos y comencé a razonar acerca del
asunto. La naturaleza de mis pensamientos más secretos nunca podrían ser
sospechados, y en el reino insubstancial de la imaginación todavía estaría en
mí el esconder mi amor y gozar todo su supremo deleite. ¡No sería eso mejor que
esta cura, esa calmosa alegría que se me entregaba! Y con el tiempo mis
sentimientos también perderían su intensidad actual, la que a menudo se
transformaba en agonía, y llegaría a perdurar como un leve rapto del corazón
cuando la apoyara contra mi pecho y presionara sus dulces labios con los míos.
¡Ah no!, ese era un sueño vano, yo no podría dejarme engañar por él; ¿pues
quién puede decirle al demonio de la pasión que lo domina "Hasta aquí has
de llegar y no más lejos"?
Con
la mente confundida e incapaz de decidir qué era lo mejor, mis preocupaciones
me transportaron a ese lejano pasado, cuando la pasión amorosa era tanto en la
vida del hombre. Era mucho, pero en aquel mundo sobrepoblado dividía el imperio
de su espíritu con un enorme y creciente miseria, la miseria de los
hambrientos cuyas mentes estaban oscurecidas tras largos años de decadencia con
una sorda ira contra Dios y el hombre y la miseria de aquellos que no
necesitando nada aún temían que el fin de todas las cosas se les aproximara.
Por
el espacio de media hora examiné estas cosas; me dije: "Si yo hubiese de
contarle la centésima parte de esta negra retrospección a Yoleta, ¿no me
pediría que bebiese y olvidase y no vertería ella misma el líquido divino y lo
alzaría hasta mis labios?
Nuevamente
tomé el frasco con mano temblorosa y llené la pequeña taza hasta el borde;
dije:
-
Por ti, Yoleta, permíteme beber y curarme; pues esto es lo que tú desearías y
tú eres para mí más que la vida o la pasión o la felicidad. Pero cuando este
fuego que me consume se haya extinguido y este sentimiento que hasta aquí bulle
y palpita en cada gota de mi sangre me haya abandonado, sé que aún has de ser
para mí, dulce hermana y novia inmaculada, adorada por mi alma más que
cualquier madre de La Casa, y amarte y ser amado por ti será la gran dicha por
el resto de mi vida.
Yo
dejé vaciar deliberadamente la taza, tapé el frasco y lo puse en su sitio. El
licor era insípido, pero más frío que el hielo; me hizo tiritar cuando lo
tragué. Comencé a pensar si sería consciente del cambio que debía de operar en
mi, o no, y un tanto arrepentido ante lo que había hecho deseé que Yoleta
llegase hasta mí una vez más para, con el antiguo fervor, poder estrecharla
entre mis brazos, antes que el helado licor hubiese realizado su trabajo.
Finalmente, con cuidado levanté el libro caído y alisé sus hojas dobladas,
lamentando haberlas ajado y sentándome nuevamente mantuve el volumen abierto
sobre mis rodillas. Advertí que se había abierto unas hojas más adelante del
pasaje que me había excitado; mas, sin voluntad de retroceder para resumir lo
que ya había leído, mis ojos mecánicamente se dirigieron al encabezamiento de
la página frente a mí y esto es lo que leí:
...
elija a una de las hijas de La Casa, es normal que ella se regocije con esa más
relevante dignidad que hizo que ella fuese elevada a tan alto estado, y para
tener autoridad sobre todos los otros, dado que en ella, con el padre, está
centrada toda la majestad y la gloria de La Casa, aunque con una alegría
solemne y purificada, como aquel peregrino, que viajando hacia alguna distante
región tropical de la tierra y viendo borrarse las costas de su tierra natal,
piensa, en un mismo instante, en las inimaginables bellezas de naturaleza y
arte que encienden su mente y lo llaman desde lejos y en la gran distancia
que lo mantendrá alejado de toda escena familiar y de los seres que más ama y
en las tormentas y peligros del piélago al cual tantos se han lanzado y no
regresaron. Pues ahora, un cuerpo y alma distintos han de separarla para
siempre de aquellos que eran uno en la especie con ella y con esa felicidad
superior, señalada para ella, vendrán los dolores y peligros del parto, con nuevas
penas y cuidados desconocidos a los otros de más humilde condición. Pero en esa
mínima alegría obtenida por las criaturas de La Casa en su exaltación y porque
habrá una nueva madre en la casa, - una elegida entre
ellos
- no habrá ni nube ni sombra; y tomándola de la mano y besando su rostro en
señal de alegría y con ese nuevo amor filial y de obediencia que les será
propio, la conducirán al Aposento de la Madre que luego ella habitará mientras
dure su vida. Y ella ya no deberá servir más en La Casa ni sufrirá reprimendas,
sino que todos la servirán con amor y reverenciarán a quien será su madre
predestinada. Por el espacio de un año, ella no tendrá autoridad en La Casa,
siendo una aparte, instruyéndose en los textos secretos a los cuales los otros
no tienen derecho de acceder y cumpliendo día tras día las indicaciones ahí
expresadas hasta que esos nuevos conocimientos y prácticas la maduren para el
estado que ha sido elegida.
Este
pasaje fue una sorprendente revelación para mí. Nuevamente recordé las palabras
de Chastel, sus repetidas afirmaciones de que ella sabía lo que yo sentía, que
sus ojos veían las cosas más claramente de lo que los otros pudiesen verlas,
que sólo con cumplir con el deseo de mi corazón podría verse colmada la única
esperanza de su vida. Ahora me parecía posible comprender sus oscuras palabras,
y una nueva excitación, plena de alegría y esperanza, creció en mí haciendo
que olvidase todas las miserias que acababa de experimentar y hasta esa
creciente sensación de frío causada por el contenido del líquido del misterioso
frasco.
Continué leyendo, pero el pasaje anterior era seguido
por minuciosas instrucciones que se extendían por varias páginas, relativas al
vestido tanto para las ocasiones comunes y las extraordinarias que debía ser
usado por la hija elegida durante ese año de preparación; la conducta que debía
ella observar hacia los otros miembros de la familia y además hacia los
peregrinos que visitasen la casa en ese intervalo, con otros asuntos de
importancia secundaria. Impaciente por llegar al final intenté volver las hojas
rápidamente, pero sentí que mi brazo se ponía extraordinariamente tieso y frío;
cuando lo levanté parecía un brazo de hierro, de modo que volver cada hojaera
un trabajo ímprobo. Sin embargo, aún leí otra hoja pero con la mayor
dificultad, pues mis ojos, no siguiendo la ansiedad de mi mente, comenzaron a
estar más y más rígidos, fijos sobre el centro de la hoja, de modo que escasamente
los podía forzar a seguir los renglones. Aquí leí que la novia elegida, al
haber transcurrido su año de preparación, se levantaba antes del alba y se
dirigía a un sitio indicado, a gran distancia de La Casa, para pasar allí
varias horas de meditación en soledad y silencio, comulgando con su corazón.
Mientras tanto en La Casa todos los otros se engalanaban con túnicas púrpuras y
a la salida del sol iban a cantar y cortar flores para adornar sus cabezas;
luego irían hacia el lugar señalado, buscaban a su nueva madre y la conducían
a La Casa entre música y regocijo.
Mientras
leía de esta manera penosa y desgraciada había llegado al pie de la página e
intenté volverla y descubrí que ya no lo podía, siendo mis brazos como piezas
de hierro totalmente carentes de sensibilidad, mientras que mis manos,
rígidamente prendidas al libro, como las manos de un cadáver helado, lo
mantenían recto y rígido frente a mí. Intenté levantarme para sacudirme esa
extraña sensación de muerte del cuerpo, pero estaba imposibilitado para mover
un solo músculo. ¿Cuál era la causa de hallarme en esta condición?, pues no
tenía absolutamente ningún dolor ni incomodidad ya que la sensación de intenso
frío casi había cesado y mi mente estaba clara y activa y podía oír y ver, pero
tan impotente como si hubiese estado enterrado en un sarcófago de mármol a mil
brazas bajo tierra.
Repentinamente recordé la inscripción del frasco, y
una terrible duda atravesó mi alma. ¡Dios!, ¿habría yo equivocado el
significado de las extrañas palabras que había leído? ¿Sería la muerte la cura
que ese misterioso frasco prometía a aquellos quienes bebiesen su contenido?
“Cuando la vida se torna una carga, es bueno dejarla yacer" Aunque
demasiado tarde las palabras con que el padre me reconvenía después de mi
fiebre volvían a mi mente con todo su tremendo significado.
Al
mismo tiempo escuché una voz pronunciando mi nombre y en ese momento mi
tempestad interna se acalló. Si, era la voz de mi amada -ella venía hacia mí
-, me salvaría en este horrendo momento. Una y otra vez llamó, pero se la
escuchaba más y más lejana; y con angustia inenarrable recordé que no podría
verme en donde estaba sentado y traté de gritar:
-¡Ven
pronto, Yoleta, y sálvame de la muerte!, pero aun cuando mentalmente repetía
las palabras una vez y otra en una extrema agonía de terror, mi lengua, congelada,
se negaba a emitir un sonido; de inmediato escuché un leve paso sobre el piso y
la clara voz de Yoleta.
-¡Oh,
al fin, te he encontrado, exclamó, te he estado buscando por toda La Casa.
Tengo algo alegre para contarte algo para alegrarte más que aquel día en el
que, ¿recuerdas?, me viste acercarme a ti en el monte. La madre por fin ha
dejado su alcoba y te aguarda impaciente en el Aposento ¡Ven, ven!
Sus
palabras sonaban nítidamente en mis oídos y aunque no podía elevar mis rígidos
ojos para verla, aun así, me parecía verla mejor que nunca en una gloriosa frescura,
con una nueva inusitada alegría o excitación que realzaba su no alcanzada
hermosura, ¡ con tanta claridad brillaba su imagen en mi alma! Y no sólo la de
ella, al momento como un milagro de la mente toda la familia se me apareció:
Chastel, mi dulce madre sufriente, como en ese día después de mi enfermedad,
cuando ella me había perdonado y me había extendido su mano para que se la
besase. Como en esa oportunidad, ahora, me estaba mirando con fijeza, con tal
amor y compasión divinos en sus ojos, sus labios entreabiertos y un leve rubor
tiñendo su pálido rostro, haciendo renacer todo el encanto y lo radiante que
la cruel enfermedad le había robado. ¡Y en mi alma, también, en ese instante
supremo, como una escena entrevista a la luz de un relámpago que rasga la negra
oscuridad, se iluminó La Casa con todas
sus
salas amplias y tranquilas, ricas en arte y antiguos recuerdos, cada una de sus
piedras, reluciendo con sempiterna belleza; una Casa perdurando como las
verdes llanuras, los ríos tumultuosos, los montes solemnes y las sierras viejas
como el mundo, entre las cuales estaba enclavada como una gema sagrada! ¡Oh,
dulce morada de amor, de paz y pureza del corazón! ¡Oh, arrobamiento superior
al de los ángeles! ¡Sálvame la vida, Yoleta, mi novia, sálvame, sálvame...
sálvame!
Entonces
algo tocó o cayó sobre mi cuello y en ese momento una sombra más densa pasó
sobre la página frente a mí con todos sus ricos colores, flotando sin forma,
como vapores uniéndose o separándose o bailando frente a mi vista como alados y
brillantes insectos revoloteando a la luz del sol; y ya sabía que ella se
inclinaba sobre mí, su mano en mi nuca, sus sueltos cabellos cayendo sobre mi
frente.
En
esa forzada quietud y silencio aguardé, expectante, por unos momentos.
Luego
un grito, como el de quien de pronto ve un negro fantasma rasgó toda la sala,
repercutiendo dentro de mi cabeza con la locura de su terror; cien manos apasionadas
golpeaban sobre las arpas escondidas en los muros y el techo; inquietos
sonidos llegaban hasta mí, ya fuertes, ya leves, cargados con una infinita
angustia y desesperación, como si de las voces de innumerables multitudes
errantes en sombríos espacios desolados, cada voz resonara con angustia y
soledad y las sucesivas repercusiones me levantaban como olas y me dejaban
caer, y las olas se empequeñecían y los sonidos desfallecían más débiles, luego
más débiles aún y se perdieron en el eterno silencio.