Guillermo Hudson

 

 

 

 

La Edad de Cristal

 

 

 

 

PREFACIO

 

 

Las novelas de ficción, por fantásticas que puedan ser, tienen para la mayoría de nosotros un interés moderado pero constante, ya que nacieron de un sentimiento gene­ralizado -de insatisfacción- ante el orden existente, a lo que se agrega una vaga fe o una esperanza de algo me­jor por venir. El cuadro que tenemos delante es falso; sabíamos que sería falso antes de contemplarlo, puesto que no podemos imaginar lo desconocido más allá de lo que pudiésemos construir sin materiales. Nuestro medio ambiente nos rodea y encierra como dentro de nuestra piel; nadie puede jactarse de haber escapado de esa pri­sión. La vasta e ilimitada perspectiva se abre frente a no­sotros, pero el poeta tristemente agrega: “Nubes y oscu­ridad la cubren". Sin embargo, no podemos sofocar total­mente la curiosidad o dejar de interrogar a uno y otro. ¿Cuál es su quimera, su ideal? ¿Cuál es su noticia del más allá, o más bien, cuál es el ritmo que su mano ha impreso al viejo juguete que contiene una docena de cristales coloreados? Y aún más importante: ¿puede, us­ted, reflejarlo en una narración o una novela que permi­ta pasar con agrado una hora agradable? ¿Cómo, por ejem­plo, puede compararse en esto con otros libros proféticos que se hallan en los anaqueles?

No me estoy refiriendo a autores contemporáneos y menos a ese flamenco de las letras, el cual durante aproxi­madamente la última década ha sido el asombro de nues­tros pájaros isleños. Pues, ¿qué podría yo decir de él que ya no sepa, que es la más alta de las aves de agua y tierra; que tiene una forma muy particular o que tiene alas rojas con bordes negros, plegadas bajo su delicado plumaje rosado? Estos otros libros a los que me refiero, escritos desde hace treinta o cuarenta años a una o dos centurias atrás, nos entretienen en la medida que sus au­tores fallecidos jamás lo intentaron. Los más amenos son los muertos que asumían extrema seriedad y cuyos libros son púlpitos esculpidos y recamados con piedras precio­sas y palios de seda, desde donde ellos permanecen de pie, predicando ante sus contemporáneos.

Del mismo modo, al repasar este libro mío tras tantos años me entretiene el modo en que está iluminado el pen­samiento por devociones, locuras y costumbres de la déca­da del ochenta de la pasada centuria. ¡Eran tan importan­tes entonces, y ahora, si se las recuerda, son tan triviales! Me place el que me divierta así Una Edad de Cristal y el hallar que, de hecho, no he permanecido estancado mientras el mundo estaba moviéndose.

Esta crítica se refiere más al clima del libro que a su espíritu, ya que cuando escribimos entregamos, como pen­saba el piel roja, parte de nuestro espíritu al papel y es probable que si hubiere de escribir una nueva ficción o sueño de lo porvenir, sería, aun cuando en algunos aspec­tos muy distinto a éste, una ilusión, un cuadro de la raza humana en su período de la selva.

¡Lástima que en este caso el deseo no pueda inducir a creencia! Pues, ahora, recuerdo otra cosa enseñada por

Natura: La riqueza terrenal puede llegar sólo de una ma­nera y el fin de las pasiones y las luchas es el comienzo de la decadencia. Es, en verdad, una dura afirmación y la más cruel lección que se pueda aprender de ella, sin perder el amor y despidiéndonos para siempre de la es­peranza.

 

 

Septiembre, 1906.

                            G.E. H.

 

 

 

 

 

CAPITULO 1

 

 

Ignoro cómo ocurrió, el recuerdo de todo ello permanece en una especie de nebulosa. Imagino haber ido a alguna parte con una expedición en busca de plantas, pero si era en mi país, o fuera de él, no lo sé. De cualquier modo, re­cuerdo que me había ocupado del estudio de las plantas con bastante entusiasmo y que mientras buscaba alguna variedad en las montañas, me senté a descansar a la vera de un profundo barranco. Quizá hubiese sido al filo de un risco... de cualquier manera, si mi recuerdo es correc­to, todo a mi alrededor la tierra habría cedido precipitán­dome hacia abajo. Fue una caída considerable, probable­mente de más de diez metros y quedé inconsciente. Cuán­to tiempo permanecí ahí, sepultado por la tierra y las pie­dras que se habían desprendido en mi caída, es imposible establecerlo... quizá mucho. Finalmente me recobré y lu­ché y me libré de ese débris, como un topo que llega a la superficie de la tierra para sentir sobre sus opacas pupi­las el confortante brillo del sol. Me vi apoyado, obviamen­te sobre manos y pies, en un inmenso foso provocado por la caída de un gigantesco árbol muerto cuyo contorno era de unos diez o doce metros. El árbol había rodado hacia el fondo del barranco, pero el lugar en que habían quedado sus enormes raíces dañadas, estaba, advertí, en lo alto de una suave pendiente. ¿Cómo entonces podía yo haber caído tan abajo desde ninguna altura? Esto me confundía enormemente. Parecía que la tierra firme hu­biese estado divirtiéndose en alguna curiosa jugarreta de transformación durante los instantes o minutos de mi in­consciencia. Otra extraña circunstancia fue que tenía una gran cantidad de pequeñas raicillas fibrosas alrededor de todo mi cuerpo, de tal modo que yo parecía un bicho ca­nasto gigantesco o un enorme botellón de forma humana, con un tejido de mimbre que lo recubriese. ¡ Parecía que las raíces hubiesen crecido en torno mío! Felizmente es­taban secas y quebradizas y sin mayor desazón me puse a la tarea de liberarme de ellas. Tras haberme sacado esa envoltura leñosa, advertí que mi traje de turista, de rústi­ca tela escocesa, no había sufrido ningún daño aun cuando del mismo se desprendía olor a moho y humedad; tam­bién mis botas de escalar, con gruesas suelas, habían ad­quirido una apariencia herrumbrosa y estaban agrietadas, tal como si hubiese incursionado por un sitio arcilloso, mientras que mi sombrero de fieltro presentaba un estado lamentable y descolorido al punto que me avergonzaba el calzármelo. No tenía mi reloj -quizá no lo hubiese tenido conmigo-, pero la libreta agenda, en la cual guardaba el dinero, estaba a salvo en el bolsillo interior de mi chaqueta.

Feliz y agradecido al haber escapado sin fractura de tan peligroso accidente, me dispuse a andar por el borde del foso que pronto se ensanchaba hacia un valle existente entre dos empinadas sierras; al instante, viendo agua en el bajo y al tener sed, apuré el paso para beberla acos­tado boca abajo y al apaciguar mi sed que era más que humana me sorprendí al contemplar el rostro reflejado por el agua: era uno de piel y cabellos llenos de arcilla y enredados con raicillas. Tras haberme saciado, me quité las ropas para poder bañarme, y después de una larga media hora de zambullidas y limpieza logré librarme de la suciedad acumulada. Mientras me secaba al aire, quité la arcilla y arenilla que había en mi ropa. Luego, ya refrescado, me vestí y proseguí mi marcha.

Durante una hora aproximadamente seguí las vueltas y revueltas del valle; mas, al no hallar señal de vivienda, trepé por la sierra para tener una visión de los alrededo­res. El panorama que se me presentó cuando hube as­cendido unos treinta metros, no me resultó familiar. Las sierras por las cuales había estado deambulando queda­ban atrás; al frente se extendía un campo ancho y ondu­lado y más lejos se elevaba una cadena montañosa que a la distancia semejaba bancos de nubes, de nubes azula­das con crestas y picachos de la blancura de las perlas. Al admirar ese paisaje me era difícil refrenar mis excla­maciones de placer que me transmitían los rayos del sol que alumbraban la tierra y la pureza de la brisa que lle­gaba de las montañas. Era el final del verano; el suelo estaba húmedo como si recientemente hubiesen caído llu­vias ligeras y las tierras por doquier estaban vestidas con ese intenso y vívido verde con que se adornan cuando han pasado esos calores intensos; sin embargo, aquí y allá, el follaje de los montes descubría matices amarillen­tos, herrumbrosos que anunciaban su decadencia. Una vi­sión más tranquila y tonificante no podría ser imaginada: la querida madre tierra se mostraba engalanada, mientras los cambiantes rayos dorados del sol, la misteriosa bruma a la distancia y el brillo de un ancho arroyo no muy le­jano parecían espiritualizar las "alegres praderas otoña­les" y unirlas en una estrecha comunión con el arco azul del cielo.

Había una casona grande o mansión a la vista, pero ningún poblado ni tampoco una aldea ni un solitario campanario. Inútilmente oteaba el horizonte esperando con impaciencia poder ver el humo de una locomotora que pasara. Esto me preocupaba no poco, pues no tenía idea de haberme alejado tanto de lo civilizado en busca de especies o lo que fuere que me hubiese traído a esta so­ledad primitiva. No tan solitario sin embargo, pues allí a menos de una corta hora de andar, desde la sierra, se alzaba una única gran mansión de piedra cerca del río que mencioné. Había además caballos y vacas a la vista y unas cuantas ovejas diseminadas pastaban en las laderas bajas de la sierra en la cual me hallaba.

Es difícil de explicar, pero me encontré ante un peque­ño revés debido a las ovejas, animales a los cuales uno está acostumbrado a recordar como de naturaleza tímida e in­ofensiva. Cuando decidí dirigirme con paso ligero hacia la casa mencionada, para poder hacer ahí averiguaciones, algunas de las ovejas que estaban cerca comenzaron a ba­lar fuertemente como si se hubiesen alarmado y poco a poco vinieron tras de mí, aparentemente en estado de gran excitación. No me preocupé mucho, pero repentinamente, un par de caballos atraídos por los balidos también pare­cieron asombrarse ante mi existencia y llegaron a ligero galope hasta unos veinte metros. Eran unos magníficos brutos, evidentemente una yunta de caballos de tiro, bien mantenidos, pues sus pelambres de un brillante color bron­ceado relucían al sol. Desde otro punto de vista, no pare­cían animales de tiro, pues sus largas colas casi tocaban el suelo, como si fuesen los utilizados por los coches fú­nebres, con inmensas y leoninas crines negras que les conferían una apariencia llamativamente gallarda y en cierto modo imponente. Por unos instantes se detuvieron, con sus cabezas erectas, mirándome fijamente y luego, en forma simultánea, lanzaron un relincho de desafío o sor­presa tan fuerte y repentino que me sobresaltó corno si hubiese sido el tiro de una pistola. Esta tremenda explo­sión equina atrajo hacia mi campo a otro enemigo en la forma de un enorme toro blanquísimo con largos cuernos: una muy noble especie de animal, pero que yo siempre he preferido admirar desde el otro lado de un cerco o a la distancia, con catalejos. Afortunadamente sus acompa­sados rugidos me dieron con tiempo noticias que se acer­caba, y sin esperar para descubrir sus intenciones huí desenfrenadamente, barranca abajo hacia el refugio que me ofrecía un bosquecillo o cinturón de árboles que pobla­ban la parte más baja de la sierra. Cansado y jadeante, por la carrera, me abracé a un grueso tronco y al volver la cara a mi enemigo, advertí que no me había seguido: ovejas, caballos y toro permanecían agrupados ahí donde los había dejado, aparentemente manteniendo una consul­ta o comparando sus impresiones. Los árboles en el lugar en el cual había buscado refu­gio eran viejos y crecían aquí y allá, ya solitarios, ya en grupos; era una bella soledad mezclada con árboles, ar­bustos y flores. Me sorprendí al hallar algunas añosas higueras y cantidad de avispas y moscas alimentándose con higos sobremadurados en las ramas más altas. Las abejas también volaban por doquier libando entre las flores otoñales y llenaban el aire asoleado con el suave y monótono son de sus zumbidos.

Mientras avanzaba, pleno de gratos pensamientos y un agudo sentido de la dulzura con que la vida me colmaba, advertí de pronto que una multitud de pajarillos se agru­paban a mi alrededor revoloteando entre los árboles que estaban sobre mi cabeza y en las ramas a ambos lados, pe­ro siempre manteniéndose cerca de mí y en apariencia tan excitados con mi presencia como si yo hubiese sido un lechuzón gigante, o algo así, como un monstruo sobrena­tural. La cantidad iba cada vez aumentando y su incesan­te gorjeo o charla primero me entretuvo, pero, finalmen­te, acabó por irritarme. Observé además que la alarma cundía y pájaros más grandes, generalmente tímidos an­te el hombre -palomas, arrendajos, urracas, eso imaginé que eran-, comenzaban ya a aparecer. ¿Sería posible, me preguntaba en mi ansiedad, que me hubiese interna­do en algún lugar solitario e inhabitado, para causar tal conmoción entre los alados habitantes? Deseché esa idea de inmediato como pensamiento errado, pues uno no en­cuentra casas, animales domésticos y árboles frutales en si­tios deshabitados. No; era simplemente la quisquillosidad de esos seres alados lo que me molestaba. Al buscar en el suelo algo para arrojarles, hallé sobre la hierba una nuez recién caída; partí la cáscara con prisa y comí su contenido. ¡ Nunca nada me había parecido tan delicioso! Tuvo sin embargo sobre mí un curioso efecto, pues hasta no haberlo comido no había sentido apetito y ahora pa­recía estar famélico y comencé excitadamente a buscar nueces. Estaban caídas por todas partes en abundancia, ya que sin advertirlo había estado andando por un monte cuyos árboles en su mayoría eran nogales. Nuez tras nuez era ávidamente recogida y vorazmente devorada. De­bo de haber comido cuatro o cinco docenas antes que mi apetito se calmase. Mientras me daba ese festín no habla prestado atención a los pájaros; mas, desaparecida mi ham­bruna, volví nuevamente a sentirme molesto a causa de su trivial persecución y así fue como hube de continuar recogiendo nueces para arrojárselas. Me entretuve tanto como me molestó notar cuán lejos del blanco llegaban mis proyectiles. Difícilmente hubiese hecho centro en una parva a nueve metros de distancia. Tras una vigorosa práctica de media hora, mi mano derecha comenzó a recobrar su perdida habilidad y por fin pude regocijarme cuando una de mis nueces pasó como una bala silbando entre las hojas a no más de noventa centímetros del re­yezuelo, o lo que fuese, el pedigüeño al cual apunté. A sus impertinencias, esto les desagradó de verdad; comen­zaron a entender que yo era una persona bastante peli­grosa con quien tratar: sus filas se quebraron; se desmo­ralizaron y dispersaron en distintas direcciones. ¡Quedé al fin dueño del campo!

-¡Tonto de mí!, exclamé de repente. Estar jugando a dispersar pájaros cuando la estación de ferrocarril más próxima o el hotel quizá se hallen a cien kilómetros de aquí.

Apuré mis pasos, pero cuando llegaba al borde del mon­te, sobre el verde césped, cerca de unas ramas de laurel y enebro, hallé una excavación aparentemente recién he­cha, porque la tierra extraída estaba floja y húmeda. El agujero o foso era angosto, de aproximadamente un metro y medio de profundidad y más de dos de largo; semeja­ba -según mi imaginación- una sepultura abierta. A corta distancia había una pila de ramas secas y algunos fardos de paja atados con sogas; todo aparentemente fresco, cortado de las ramas vecinas. Como me quedase ahí detenido procurando saber qué significan esas cosas, inesperadamente, dirigí la mirada hacia la casa a donde pensaba ir. La misma no estaba visible debido a un monte de altos árboles. Me sorprendí al descubrir un grupo de cerca de quince personas que avanzaban por el valle en mi dirección. Abría la marcha un anciano alto de blan­ca barba; tras él ocho hombres llevando sobre sus hom­bros una camilla con una pesada carga encima y tras ellos seguían los demás. Comencé a creer que portaban un ca­dáver con la intención de darle sepultura en ese preciso foso junto al cual me hallaba. Pese a que se parecía a to­do menos un funeral, pues nadie en la procesión vestía de negro, mi creencia se transformó en convicción cuando pude distinguir un cuerpo yacente de forma humana con una especie de mortaja que cubría la camilla. Asimismo, parecía un proceder extraño; ello me hizo sentir incómodo al extremo; tan fue así que consideré prudente retroce­der hasta colocarme tras los arbustos desde donde podría observar el movimiento de los integrantes de la comitiva, sin ser visto.

Guiábalos el anciano quien llevaba colgado de una ca­dena un incensario grande de bronce, o más bien un caldero que arrojaba una fina e ininterrumpida colum­na de humo. Se dirigieron rectamente al foso y tras de­positar su carga sobre el pasto, permanecieron de pie unos minutos, aparentemente para descansar, tras la larga cami­nata. Todos conversaban entre sí, pero en tono bajo y acongojado de modo que no podía escuchar sus palabras aun cuando estaba sólo a unos diez metros del lugar de la sepultura. El cuerpo yacente, sin cajón, parecía pertenecer a un hombre adulto, cubierto por una tela blanca y apo­yado sobre una gruesa cobija de mimbre con manijas a los costados. Sin embargo, sobre todas estas cosas sólo lancé una mirada apurada, pues estaba profundamente absorto en la observación de ese grupo humano que tenía ante mí. Eran, ciertamente, totalmente distintos a cualquier otro congénere que yo jamás hubiese visto. El anciano era alto y delgado y al ver su majestuosa barba blanca calculaba que tendría cerca de setenta años; pero era er­guido como una flecha y sus movimientos ligeros y su an­dar elástico eran los de un hombre más joven. Su cabeza, adornada por un casquete rojo oscuro; vestía un manto que cubría todo su cuerpo y le llegaba hasta los tobillos, de color amarillo fuerte, pero las amplias mangas que lu­cían bajo el manto eran rojo oscuro, bordadas con flores amarillas. Los demás hombres no tenían nada que cubriese sus cabezas y sus lujuriantes cabelleras que les caían sobre sus hombros eran en la mayoría de los casos muy oscuras. Sus ropas estaban también confeccionadas de distinta ma­nera y consistía en una toga plegada como “kilt" que les llegaba hasta la mitad de los muslos, una ajustada camisa, amarilla pálida y sobre ella una chaqueta suelta sin man­gas. Las piernas, totalmente cubiertas por medias de ex­traño diseño y color. Las mujeres usaban trajes similares al de los hombres, pero las ajustadas mangas sólo les llega­ban a mitad del brazo estando el resto descubierto; la pren­da exterior era de una sola pieza semejante a una larga chaqueta que les llegaba debajo de las caderas. El color de sus vestidos variaba; en la mayoría de los casos, pre­dominaban los distintos tonos de azul y los amarillos apa­gados. En todas las medias lucían tonos más ricos y pro­fundos que en el resto de sus ropas y en su curiosa apa­riencia segmentada ellas parecían representar la piel de los pitones y otros bellos jaspeados de las víboras. Todas lucían calzado bajo de un color marrón anaranjado y se ajustaban bien para así destacar la forma del pie.

Desde el momento que los vi no tuve duda alguna acer­ca del sexo del ser alto que conducía la procesión, siendo su nívea y brillante barba tan conspicua a la distancia co­mo un escudo o un estandarte. Mas, al contemplar a los otros primero me sentía confundido al querer determinar si el conjunto era de hombres o mujeres o de ambos; tan­to se parecían unos a otros, en altura, caras lisas y el largo de sus cabellos. Tras una más prolija inspección advertí la diferencia del modo de vestir de ambos sexos como, así mismo, que los hombres, si no más graves, tenían ros­tros desde todo punto de vista, de expresión menos dulce y suave que los de las mujeres y además un levemente perceptible vello en las mejillas y labio superior.

   Tras una ligera inspección general del grupo, tuve ojos para una sola persona: una niña grácil de unos catorce años y de lejos la más joven del grupo. Su descripción puede dar una idea -una pobre idea- de los rostros y apa­riencia general de estas extrañas gentes con quienes había tropezado. Su vestido, si es que algo tan breve puede ser llamado así, lucía un modelo estampado gris azulado sobre un fondo color paja, mientras que sus medias eran de tin­tes más oscuros, pero de los mismos colores. Sus ojos, a la distancia que yo estaba, parecían negros o casi ne­gros, pero vistos de cerca ellos demostraban ser verdes, de un hermoso, puro, tierno, color verde mar. También des­cubrí que los otros tenían ojos del mismo tono. Su cabe­llo les caía sobre los hombros muy ondeado o enrulado y se diría que pequeños rizos como zarcillos caían sobre su nuca, frente y mejillas. El color era dorado, dorado-oscuro, esto es, de reflejos solares, cada cabello se trans­formaba en una hebra de oro rojizo y en ciertos momentos parecía del negro del cuervo, salpicado por polvo dorado. En cuanto a sus facciones su frente era más ancha y baja; su nariz más larga y sus labios más finos que el de los tipos de las mujeres más hermosas. Su color también era distinto, sus labios delicadamente moldeados de un color rojo púrpura en vez del rojo guinda o tono coral; a su vez su cutis era de un claro tono mate y el color que tenían sus mejillas en los momentos de excitación era apagado u opaco más que rosado subido.

La forma y el rostro exquisitos de esta joven me pro­dujeron, desde el instante en que la vi, una profunda im­presión y continué observándola en cada movimiento y gesto con un interés profundo y apasionado.

Ella tenía un manojo de flores entre sus manos; observé que estos dulces emblemas eran todos de alegres colores, lo que me pareció extraño, pues en la mayoría de los lu­gares, en las ceremonias fúnebres se usan las flores blan­cas. Algunos de los hombres que habían seguido al cuerpo yacente llevaban en sus anchas manos palas triangulares de bronce con mangos negros cortos, dejándolas caer sobre el pasto cuando llegaron junto a la sepultura. En seguida el anciano se agachó y corrió el manto que cubría la cara del muerto: rígido, tenía la blancura del mármol en medio de una cabellera negra y suelta. Todos le rodearon y unos de rodillas y otros parados se inclinaron reverentes y lo contemplaron fija y respetuosamente corno dando su eterna despedida a quien habían amado profundamente. En ese momento la hermosa doncella que describí cayó repentinamente de rodillas, sollozando ante el cadáver e inclinándose le besó la cara con dolorosa pasión.

-¡Oh, mi amado, debemos ahora dejarte solo para siem­pre!, exclamó mientras la sacudían los sollozos. Oh!, mi amor, mi amor, no volverás a nosotros nunca más!

Todos parecían muy emocionados ante su dolor y al ins­tante un hombre joven que estaba cerca la levantó del suelo y la llevó suavemente a su lado, donde por unos mi­nutos continuó su llanto convulsivo. Algunos de los otros hombres de inmediato pasaron sogas por las manijas de la cobija de paja sobre la cual descansaba el cuerpo y sa­cándolo de la plataforma lo bajaron a la fosa. Cada perso­na por turno avanzó y dejó caer unas flores mientras murmuraban su ¡adiós! Luego la tierra suelta, por medio de los implementos de bronce, lo fue cubriendo. Sobre el montículo donde la cobija había descansado, ramas secas y haces de leña amontonadas fueron encendidas con un carbón ardiendo. Humo blanco y crepitar de las llamas era lo que salía de la pira ardiente.

Agrupados en rededor todos esperaron en silencio hasta que el fuego se extinguiese; entonces el anciano se ade­lantó y extendiendo sus brazos sobre las blancas y hu­meantes cenizas dijo en alta voz:

-Adiós para siempre, oh hijo bienamado!, con hondo pesar y lágrimas te hemos devuelto a la tierra, pero hasta tanto ella no haya permitido crecer los dulces pastos y las flores en este lugar chamuscado y arrasado por el fuego, hasta entonces no cerrará la herida en nuestros cora­zones, ni olvidaremos nuestra pena.

 

 

 

CAPITULO II

 

 

 

 

El tono agudo y patético con que estas palabras fueron pronunciadas no me afectaron poco y al finalizar la cere­monia seguía mirando atónito al orador, ignorando que la joven tenía sus ojos agrandados por el asombro, al contem­plar con fijeza al arbusto, que, vanamente, había creído me ocultaba.

De repente, exclamó:

-¡Oh, padre! observe allí ¿quién es ese hombre de ex­traña presencia que nos mira tras los arbustos?

Todos se volvieron y sentí catorce o quince pares de ojos que con mirada aguda se fijaban en mí, pues, de­bido a mi curiosidad y excitación, me había movido desde el ramaje espeso para colocarme tras un arbustillo ende­ble, casi sin hojas, el cual no ofrecía la menor ayuda de protección u ocultamiento.

Procurando asumir la situación con coraje, aun cuando no me sentía cómodo, me adelanté y avanzando hacia ellos, y quitándome al mismo tiempo mi viejo y castigado som­brero reverencié con inclinaciones a la reunión congregada.

Mi saludo cortés no halló respuesta, pero todos, con creciente curiosidad reflejada en sus rostros, seguían mi­rándome tal como si contemplasen una grotesca aparición. Tras pensar que lo mejor sería ofrecer de inmediato una explicación acerca de quién era y además procurar discul­parme por mi intromisión en sus misterios, me dirigí al anciano.

-Realmente me disculpo por haberles molestado en un momento tan poco propicio, comprometidos en estos... es­tos ritos solemnes, pero les aseguro que ha sido casi acci­dental. Casualmente venía andando hacia aquí cuando los vi avanzar y juzgué lo mejor hacerme a un lado hasta que... bueno, hasta que el funeral terminase. El hecho es que tuve un serio accidente en la montaña, por allá. Me caí en un foso y una gran cantidad de tierra y piedras ca­yeron sobre mi y me aturdieron. No sé cuánto tiempo he permanecido inconsciente. Me atrevería a decir que es­toy abusando de su paciencia; pero soy un extraño aquí y estoy perdido y quizá un tanto confundido a causa del gol­pe y a lo mejor, usted, gentilmente me querrá decir a dón­de puedo dirigirme para tomar un refrigerio y poder ave­riguar dónde estoy.

- Su historia es muy extraña - dijo el anciano. Que us­ted es un extraño aquí es evidente dada su apariencia y su vestir extravagante, además de su rara manera de hablar y articular las palabras.

Sus palabras me hicieron enrojecer aun cuando sus con­sideraciones tan personales no me habrían molestado si esa bella joven no hubiera estado ahí escuchando todo. Mi rús­tica vestimenta, dicho sea de paso confeccionada por un buen sastre de West End, me caía perfectamente aun cuan­do al momento estuviese, por supuesto, muy sucia. Tam­bién fue una sorpresa escuchar que mi habla era incorrec­ta dado que siempre había sido considerado un conversa­dor avezado y buen cantante y había, además, con fre­cuencia cantado y recitado en público. Tras un enervante intervalo de silencio, durante el cual todos me miraban con no disimulada curiosidad, el ancia­no condescendió a dirigirme nuevamente la palabra y me preguntó mi nombre y mi nacionalidad.

- Mi país, dije, con natural orgullo de británico, es In­glaterra y mi nombre es Smith.

- No conozco tal país, replicó, y jamás he oído un nom­bre como el suyo.

Estaba bastante contrariado con sus palabras y de modo alguno tuve en cuenta su total significado. Sólo pensaba en mi nombre, pues, sin haber penetrado en un territorio to­talmente salvaje, había corrido bastante mundo en rela­ción a mi mocedad, y había visitado las colonias, India, Yokohama y otros lugares distantes y nunca había escu­chado que Smith no fuese un nombre común.

- Casi no sé qué responderle, dije, pues evidentemente estaba esperando que yo agregase algo a lo que había di­cho. Realmente me asombra un tanto oir que mi nombre no resulte algo familiar, claro, no sabrán de mí, pero ha habido un alto número de hombres famosos con el mis­mo nombre: Sidney Smith, por ejemplo, y varios otros.

Me mortificaba comprobar que había olvidado otros distinguidos Smith.

El movió la cabeza y siguió fijando su vista en mi rostro.

-¡No haber oído acerca de ellos!, exclamé. Bien, supongo que tendrá noticias de algunos eminentes ciudada­nos: Beaconsfield, Cladstone, Darwin, Burne, Iones, Rus­kin, la reina Victoria, Herbert Spencer, el general Gor­don, Lord Randolph Churchill...

Como siguiese moviendo la cabeza, tras cada nombre, al fin me callé.

-¿Quiénes son esas personas que ha nombrado?, - in­quirió.

-Todos son grandes hombres y mujeres capaces que tienen reputación universal, respondí.

-¿Y no hay más de ellos? Me ha dado el nombre de todos los grandes que ha conocido o tenido referencia, dijo con una extrema sonrisa.

- No por cierto, respondí, algo molesto por sus palabras y por su intención. Me llevaría hasta mañana el nombrar a todos los grandes que he oído mencionar. Creo que habrá oído nombrar a Napoleón, Wellington, Nelson, Dante, Lu­tero, Calvino, Bismarck, Voltaire.

Volvió a mover su cabeza.

-Acaso, proseguí, a Homero, Sócrates, Alejandro el Grande, Confucio, Zoroastro, Platón, Shakespeare... y, ya, con creciente desesperación agregué - Noé, Moisés, Colón, Adán y Eva!

- Estoy casi seguro no haber escuchado nunca esos nom­bres, dijo, siempre con esa su particular sonrisa. No obs­tante puedo entender su sorpresa. Veces hay en que la mente, debido a un incorrecto funcionamiento de sus fa­cultades, parece tener una visión inadecuada por su modo de juzgar, al recordar las cosas que están cercanas como grandes e importantes y, en cambio, las distantes como me­nos importantes, según su grado de lejanía. En tal caso, los seres de quienes uno habla o a quienes asocia se tornan los más grandes e ilustrados del mundo y todos los hombres en todos los sitios esperan ser conocidos por sus nombres. Pero, sigamos, hijos míos; nuestra penosa tarea ha termi­nado, retornemos a la casa. Venga con nosotros Smith; us­ted tendrá el refrigerio que necesita.

Me sentí, por supuesto, halagado por la invitación, pe­ro no me sabía bien el ser llamado simplemente Smith, como cualquier obrero o persona vulgar que anduviese vagabundeando por el campo.

Es natural que el largo y desconcertante escudriñamien­to a que había sido sometido me había hecho sentir incó­modo e hizo que me quedase un poco rezagado al enca­minarse todos hacia la casa.

El anciano, empero, permanecía a mi lado, no estaba seguro si por razones de cortesía o porque deseaba inves­tigar otro poco acerca de mi tosca apariencia y defectuo­so intelecto. Yo no sentía deseos de seguir la conversación que no había resultado muy satisfactoria; además, la bella joven que ya he mencionado marchaba delante, de la mano del joven que la había alzado del suelo. Estaba ab­sorto admirando su grácil figura, y, ¿se me perdonará por mencionar este detalle?, sus exquisitamente bien torneadas piernas luciendo bajo su bellísima y ligera vestidura. A mi parecer eran lo suficientemente largas. Cada vez que hablé, pues mi acompañante continuaba la conversación y estaba obligado a responder, ella se demoraba un poco pa­ra no perder mis palabras y en esos momentos también volvía ligeramente su bonito rostro como para verme. En­tonces su mirada comenzaba por mi cara y seguía hasta mis piernas, y sus labios se fruncían y dibujaban un mo­hín de disgusto y asombro al mismo tiempo. Ya comenza­ba a odiar mis piernas o mejor, mis pantalones, pues creía que bajo ellos tenía un tan buen par de pantorrillas como cualquiera de los hombres de la reunión.

Procuré pensar en algo que decir, algo muy sencillo que mi anciano y dignísimo amigo pudiese responder sin insi­nuar que me considerara un salvaje de los montes o un loco suelto.

- Puede decirme cuál es el nombre, inquirí cortesmente, del pueblo o ciudad más cercanos; ¿a qué distancia está y cómo se llega allí?

Ante esta pregunta o serie de preguntas, la joven se volvió casi enfrentándome y aguardó hasta que estuviera casi a su lado; luego siguió su marcha junto a mí, siem­pre de la mano de su compañero.

El anciano miró, esbozando una sonrisa grave y con esa sonrisa que ya se me estaba tornando intolerable, dijo:

-¿Es usted tan afecto a la miel, Smith? Tendrá cuanta necesita sin molestar a las abejas? Ellas ahora están apro­vechando esta segunda primavera para reunir una provisión adecuada para el invierno.

Tras sopesar por unos momentos esas enigmáticas pa­labras, respondí:

- Me atrevo a decirle que nuevamente no nos entende­mos. Yo quiero decir, -agregué con apresuramiento al ob­servar su gesto, que nosotros no nos comprendemos, pues el tema de la miel no ha estado en mis pensamientos.

-¿Qué es lo que quiere decir al referirse a una ciudad?

-¿Qué es lo que quiero significar? Pues, una ciudad, a mi entender, es más que una reunión o cúmulo de casas, cientos y miles o cientos de miles, todas construidas una cerca de la otra, en las cuales uno puede vivir conforta­blemente por años, sin ver una brizna de hierba.

-Temo, respondió, que el accidente que ha tenido en las montañas deba haberle causado algún daño en su cerebro; sólo así puedo tener en cuenta sus extrañas diva­gaciones.

-¿Quiere seriamente decirme, señor, que nunca ha oí­do acerca de la existencia de una ciudad donde millones de seres humanos viven abigarradamente en poco espacio? Claro, digo poco espacio, en sentido figurado, pues en al­gunas de ellas debería caminar un día antes de llegar a los campos y una ciudad como esa podría ser comparada con un colmenar tan inmenso que la abeja podría volar en lí­nea recta un día entero sin salir de él.

Tuve la impresión al concluir de hablar que esa compa­ración no había sido del todo feliz; mas, no me pidió nin­guna aclaración: había simplemente dejado de prestar aten­ción a lo que decía. La joven me contempló con piedad, por no decir con compasión y me sentí avergonzado y eno­jado. Esto sirvió para volverme terco y volví sobre el tema.

-¿Es seguro que no ha oído hablar de ciudades como París, Viena, Roma, Atenas, Babilonia, Jerusalen...?

Negó con la cabeza y siguió avanzando, silencioso.

- ... ¿Y Londres, la capital de Inglaterra? ¡Pero, exclamé, ­pues empezaba a aclararse el panorama y me sorprendo no haberlo reflexionado antes, si usted habla inglés!

-Yo no alcanzo a comprender lo que dice y me inclino por dudar que sea capaz de razonar (y su decir fue algo irritado). Me dirijo a usted en la lengua de los seres hu­manos. Eso es todo.

-Esto es desesperadamente confuso, pero anhelo que no piense que haya estado incurriendo... bueno, en em­bustes.

Al advertir que no aclaraba nada, agregué:

- Quiero significar que no he estado diciendo mentiras.

- No podría pensar eso - y su voz era severa; sería só­lo una mente confundida la que pudiese equivocarse y to­mar meros desórdenes de la fantasía por ofensas intencio­nadas contra la verdad. No tengo dudas de que cuando se recobre de los efectos de su reciente accidente estos fan­tasiosos pensamientos e imaginaciones dejarán de moles­tarlo.

       -Y mientras tanto, quizá sea mejor que diga lo menos posible, dije con bastante mal humor. Por el momento, no parecemos capaces de entendernos en absoluto.

- Tiene razón. Así es, agregó, siempre con su grave son­risa, aunque debo admitir que su último aserto es casi in­teligible.

          - Eso me alegra, respondí. Es terrible hablar y no ser entendido; es como seres   llamándose en medio de un fuer­te viento; escuchan sus voces pero no pueden captar las palabras.

- Nuevamente lo he comprendido. Su tono fue de apro­bación y la bella joven me dirigió, en recompensa, una sonrisa de la cual había desaparecido la piedad o conmi­seración.

Decidido a seguir con esa línea de ideas con las que había repentinamente tropezado, continué:

- Creo que no estamos finalmente tan distantes. En al­gunas cosas estamos alejados como las ramas divergentes de un árbol, pero, como las ramas, tenemos puntos de con­vergencia y esos están, quiero pensarlo, en el lugar de nuestro ser donde están nuestros sentimientos. Mi acciden­te en las sierras no ha desequilibrado eso en mí. Estoy seguro de ello y puedo darle un ejemplo. Hace apenas un rato, cuando permanecía oculto por el follaje, obser­vándolos a todos, vi a esta joven. (Aquí hubo una mirada sorprendida e interrogante de la muchacha; parecía adver­tirme que otra vez me estaba poniendo en dificultades). Un tanto entretenido por su gesto, continué:

- Cuando la vi a usted arrojarse al suelo para besar el frío rostro del bienamado, sentí lágrimas de simpatía inun­dando mis ojos.

-10h, qué extraño!, musitó, fijando en mí sus ojos ver­des y misteriosos, y entonces para mi asombro y deleite puso deliberadamente su mano en la mía.

           - Empero no es extraño, dijo el anciano a modo de co­mentario de esas palabras.

- Le pareció extraño a Yoleta que alguien aparente­mente tan distinto a nosotros se pareciese tanto en lo afec­tivo, terció el joven a su lado.

Algo hubo en ese diálogo que no llegó a agradarme aun cuando no hubiese podido detectar ni asomo de sarcasmo en él. La bella joven continuó:

-Y eso que nunca lo vio con vida; nunca escuchó su dulce voz que aún parece llegarme desde la distancia.

-¿Era él su padre? La pregunta pareció sorprenderla profundamente.

-El es nuestro padre. Tal fue la rápida respuesta, mi­rando al anciano, que parecía ajeno, pero que verdadera­mente aparentaba tener una edad que le permitiría ser su abuelo.

El sonrió y dijo:

-¿Olvidas, hija, que yo soy tan poco conocido al ex­tranjero en nuestro país como lo son los grandes e ilus­tres personajes que él nos ha nombrado?

Ya en este momento comencé a perder interés en la con­versación. Me resultaba suficiente el retener en la mía su preciosa mano y al instante me sentí tentado de presio­narla levemente. Me miró y sonrió; luego paseó su mirada por toda mi persona; la inspección detenida en mis botas parecía haber ejercido sobre ella una fascinación desa­gradable. Se estremeció y retiró su mano de la mía. Des­de el fondo de mi ser maldije esas rústicas monstruosida­des de gruesas suelas, en las cuales mis pies estaban ence­rrados. Pese a ello, estábamos todos mejor ubicados y re­solví evitar en el futuro los peligrosos temas históricos y geográficos y limitarme a lo relacionado con las emociones y sentimientos de nuestro ser.

El tramo final de nuestra marcha hacia la casa fue so­bre un verde césped, entre grandes árboles como en un parque; y no habiendo ni camino ni huella tuvimos, cuando salimos de entre la arboleda, la primera vista de la construcción, desde cerca: no había jardines, césped ni cercas a su alrededor. Era como un páramo y la casa producía el efecto de una noble ruina. Era una región de serranías pedregosas donde montones de piedras emergían aquí o allá entre los montes y en las verdes laderas. Es así que la casa parecía haber sido levantada en lo alto de las riberas del río que corría por su fondo. La piedra era gris, teñida de rojo y toda la roca que cubría más o menos cuarenta áreas había sido desgastada o cortada para for­mar una vasta plataforma que estaba más de tres metros y medio sobre el nivel verde circundante. Las empinadas y resbaladizas laderas de la plataforma estaban recubier­tas por hiedra, arbustos salvajes y variadas plantas en flor. Escalones bajos y anchos conducían a la casa que era to­da de ese mismo material, piedra gris-rojiza; su entrada principal estaba debajo de un amplio pórtico, cuya corni­sa esculpida era sostenida por diez y seis enormes cariáti­des colocadas sobre macizos pedestales circulares. La cons­trucción no era alta como un castillo o una catedral; era una casa de habitación de una sola planta y ante mis ojos aparecía como una ruina a causa de su aparente antigüe­dad, el desgaste del tiempo, y lo voluminoso de sus escul­pidas superficies y los macizos de vieja hiedra cubriéndo­lo en algunas partes.

Sobre la parte central de la construcción se apoyaba un gran techo en forma de cúpula semejando ser de vidrio molido, de un suave tinte rojizo lo que producía el efecto de una nube que se posaba sobre la pedregosa cresta de la sierra.

Permanecí parado sobre el césped a unos veinticinco me­tros de los primeros escalones, una vez que todos hubieran entrado, todos menos el anciano que permanecía a mi la­do. Poco después, retrocediendo hasta un banco de piedra bajo un roble, me instó a sentarme junto a él. Nada dijo, pero parecía gozar mi no disimulada sorpresa y admiración.

-¡Una noble mansión!

Esa fue, finalmente, mi exclamación hecha a mi vene­rable anfitrión, sintiendo como inglés un repentino y fuer­te respeto hacia el dueño de una gran mansión. Hombres de tal posición pueden permitirse ser tan excéntricos co­mo quieran, ya sea el cubrirse con vestimenta carnava­lesca, de enterrar a sus parientes y amigos en un parque y sacudir sus cabezas ante nombres como Smith o Shakes­peare.

-¡Un lugar glorioso! Debe de haber costado una carra­da de dinero y llevado largo tiempo en su construcción, dije.

-¿Qué quiere decir por una carrada de dinero? No en­tiendo, dijo, y ya me hace sentir muy confundido cuando aún agrega: un largo tiempo para su construcción. Pues, ¿no son todas las casas, como los árboles de los bosques, la raza humana, el mundo en que vivimos, eternos?

Comencé a temer el haber vuelto a quebrar, desdicha­damente, lo que me había impuesto en mi propio bien.

-Sí, son eternas, lo son, supongo, en cierto sentido, Mas, los árboles del bosque, con los cuales se compara la casa, nacen de semillas, ¿no es así?, y, por lo tanto, tienen un comienzo y un fin; tal como los hombres, mueren y re­gresan a la tierra.

-Eso es cierto, es más bien una verdad que no es la primera vez que escucho, pero no tiene ninguna relación con el tema que discutimos. Los hombres pasan y otros ocupan sus lugares; los árboles también se deterioran, pe­ro el bosque no muere ni sufre las pérdidas individuales de los árboles. ¿No es acaso lo mismo con la casa y la fa­milia que la habita que forman una unidad y se sostienen para siempre aunque sus componentes deberán, todos a su tiempo, convertirse en polvo?

-¿No hay, entonces, decadencia de los materiales que componen la casa?, pregunté.

- Por supuesto que sí. Aun la piedra más dura sufre el desgaste a causa de los elementos, o por las pisadas de muchas generaciones de hombres; pero la piedra desgas­tada se remueve y la casa no sufre. Fue su rápida res­puesta.

Jamás juzgué las cosas desde ese punto de vista. Pe­ro lo cierto es que podemos edificar una casa cuando quie­ra que lo deseemos.

-¡Construir una casa cuando quiera que lo deseemos! Ya había en su rostro esa mirada de asombro que amena­zaba en convertirse en su expresión permanente mientras tuviese que conversar conmigo sobre cualquier tema.

- Sí, o demoler otra si la hallamos inadecuada. Pero su expresión de horror me obligó a callar y para acabar la oración de alguna manera agregué: ¿Por descontado, no admite que una casa ha tenido un origen, un comienzo?

- Sí, al igual que el bosque, la montaña, la raza huma­na, el propio mundo. El origen de todas estas cosas está cubierto por la niebla del tiempo.

- No ocurre nunca que una casa, en cierta forma sóli­damente construida...

-¿De cierta forma qué? Bueno, no importa, usted in­siste en hablar con jeroglíficos. Por favor, termine lo que estaba diciendo.

-¿Jamás ocurre que una casa sea derruida por alguna fuerza natural: inundaciones, hundimientos de tierra o que la destruyan los rayos o el fuego?

-¡No!

Su respuesta me llegó subrayada por tal énfasis que ca­si me sacó de mi asiento.

-¿Es usted tan ignorante de estas cosas que habla de edificar o demoler una casa?

- Bien, yo creía saber bastante acerca de estas cosas, suspiré; pero quizá estuviese equivocado. La gente con frecuencia lo está. Quisiera oirle decir algo más acerca de estas cosas, acerca de la casa, la familia y todo lo demás.

-¿Entonces, no puede usted leer, no le han enseñado absolutamente nada?

-¡Oh, sí!, ciertamente, puedo leer, respondí alegremen­te ante la creencia que se me habría de abrir el camino para escapar de las dificultades. No soy en absoluto una persona estudiosa, quizá cuando me sienta más feliz sea cuando no tengo nada para leer. No obstante ocasional­mente miro los libros y aprecio mucho su modo gentil y bondadoso. Ellos nunca se cierran con un golpe, ni se arrojan contra nuestras cabezas por una nimiedad; y pa­recen silenciosamente agradecidos por ser leídos, aun por una persona estúpida, y pacientemente enseñan como una joven bonita de espíritu sumiso.

- Estoy muy feliz de escucharlo. Usted aprenderá to­das estas cosas solo, lo cual es el mejor método. O quizá yo debiera decir que por la lectura los volverá a su mente, pues es imposible creer que siempre haya estado en una condición tan lamentable como ahora. Sólo puedo atribuir la misma, con sus desbordadas fantasías acerca de las ciu­dades o de los inmensos colmenares de seres humanos y otras cosas igualmente espantosas de ser contempladas y su absoluto desconocimiento de temas comunes del saber, al grave accidente que ha tenido en las sierras. Es induda­ble que al caer su cabeza ha sido golpeada por una pie­dra. Hemos de desear que habrá de mejorarse pronto y que recobre el uso de su memoria y sus facultades. Pero ahora nos resarciremos en el comedor, pues es mejor re­poner el cuerpo primero y la mente luego.

 

 

CAPITULO III

 

 

 

 

 

 

Ascendimos los escalones y accedimos, pasando por el pórtico a una sala, por lo que parecía un pasaje sin puertas. Más tarde, descubrí que no era así; las puertas, y había varias, eran algunas de cristales coloreados, otras de algún otro material, estaban simplemente engasta­das en receptáculos dentro de la pared que tenía un gro­sor de casi un metro y medio. La sala era lo más señorial que hubiese visto; tenía un hogar de piedra y bronce de unos seis metros de largo o más, a un costado, y en el otro varias altas arcadas con puertas. Los espacios entre las puertas estaban cubiertos por esculturas; el material era piedra gris-azulada combinado o con incrus­taciones de un metal amarillo con lo que brindaba un aspecto de indescriptible riqueza. Su piso estaba recu­bierto de mosaicos de muchos colores oscuros, pero sin una forma definida, y el techo cóncavo era de un rojo subido. Aunque bello, resultaba un tanto sombrío, pues la luz era muy suave. En realidad, así fue como me im­presionó al entrar desde afuera, donde brillaba el sol. Tampoco había sido yo el único en experimentar esa sensación. Tan pronto como estuvimos ahí, el anciano, quitándose su gorro y pasando sus dedos delgados por sus blancos cabellos, miró alrededor y dirigiéndose a algunos de los que estaban trayendo pequeñas mesas redondas y colocándolas alrededor del salón, dijo:

- No. No, esta noche sentémonos ahí donde se pueda ver el cielo.

Las mesas fueron retiradas de inmediato. Algunos de los que estaban en el salón y de los que llevaban las mesas no habían participado del funeral y estaban asombrados al verme. No clavaban su mirada en mí, pero, por supuesto, veía sus expresiones y advertía que quienes ya me habían conocido junto al sepulcro procuraban de manera secreta explicarles mi presencia. Esto me producía una sensación de desazón y sentí alivio cuando comenzaron a salir.

Uno de los hombres que había ayudado a transportar el cuerpo yacente estaba sentado cerca de mí y volvién­dose me dijo:

- Usted ha estado mucho tiempo al aire libre y pro­bablemente sienta como nosotros el cambio.

Asentí, él se levantó y se dirigió al otro extremo de la sala donde había una gran puerta enfrentando aquella por la cual habíamos entrado. Desde el lugar donde yo estaba -distante quizá unos catorce metros-, esa puer­ta parecía ser de pizarra lustrada de un tono gris oscuro, su superficie ornamentada con grandes hojas de castaño, de bronce, o cobre o de ambos, pues tenían reflejos dis­tintos desde el amarillo brillante al más profundo rojo cobrizo. Era una puerta de doble hoja con manijas de ágata, y presionando sobre una de ellas, y luego sobre la otra las corrió lateralmente, dentro de la pared, y entonces se me reveló una nueva belleza, pues, súbita­mente, tuve una visión celestial. El sol, el viento, la nube, la lluvia habían, evidentemente, inspirado al ar­tista que realizara ese trabajo; mas, al momento, no logré captar las figuras simbólicas que aparecían en el cuadro. En la parte inferior, con dorada oscura cabellera suelta y ropaje color ámbar flotando al viento, se er­guía en lo alto de una roca gris una grácil figura feme­nina; sobre la roca, y a la altura de sus rodillas, se inclinaban las leves ramas de algunas matas de la mon­taña a las cuales el fuerte viento doblegaba sobre sus restantes hojas amarillentas, arrancándolas y llevándoselas. Ceñía la cabeza de la mujer una guirnalda de hojas de muérdago y ella tenía fija su vista en la distancia, con rostro expectante elevando sus brazos en un gesto de imploración o como aguardando algún don precio­so del cielo. En lo alto, contra el sombrío gris piza­rra, cuatro exquisitas formas juveniles aparecían con sus cabellos sueltos, drapeados gris plata y alas de gasa como la cachipolla, volando en busca de la nube. Cada una llevaba flores con forma de lirios entre sus vestidos que sostenían con la mano izquierda; la una con lirios rojos, la otra, amarillos, la tercera, violetas, y la última, azules; y las alas transparentes y los drapeados de cada una también tenían el suave tinte de las flores que llevaban. Mirando hacia atrás, todas, con su mano libre arrojaban lirios a la figura erecta.

Este hermoso ventanal le daba a todo el lugar un especial encanto, al tiempo que el sol que se filtraba a través de él servía para revelar otras bellezas que aún no había observado. Rápidamente retuvo mi atención una pieza estatuaria colocada sobre el piso a cierta dis­tancia de donde yo me hallaba, por lo cual me acerqué. Era una estatua de más o menos un tercio del tamaño humano, de una joven sentada sobre un toro blanco con cuernos de oro. Tenía una figura grácil y de hermoso porte; sus pies, brazos y rostro eran de alabastro, con las carnes de un tinte de color más suave que el natural. En sus brazos, anchas pulseras de oro, y su túnica, larga y vaporosa, era azul, bordada con flores amarillas. Un instrumento de cuerda descansaba sobre su rodilla y figuraba estar tocando y cantando. El toro, con cuernos cortados, semejaba caminar; sobre su pecho, colgaba una guirnalda de flores, entremezcladas con amarillas espi­gas de maíz, roble, hiedra y otras hojas variadas verdes y doradas y bellotas y rojas bayas; la guirnalda y el ves­tido azul estaban realizados en lapislázuli y variadas piedras preciosas.

-¡Ajá! mi bella fenicia, te conozco bien, pensé exul­tante, aun cuando nunca te vi con un arma en la mano, pero, ¿no estabas tú cortando flores, oh bella hija de Agenor, cuando la bestia celestial, ese enmascarado dios, se puso aviesamente en tu camino para ser admirado y acariciado, hasta que tú, ingenuamente subiste a su an­ca? Eso explica la guirnalda, ya tendré algo que decir acerca de esta beldad a mi sabihondo y elevado an­fitrión.

La estatua descansaba sobre un pedestal octogonal de piedra muy pulida color gris pizarra y en cada una de sus ocho caras había un dibujo en el cual aparecía una figura humana. Bien, tras admirar la estatua propiamen­te dicha caí en la contemplación de uno de esos cuadros, con un vehemente interés, pues era el retrato de la bella Yoleta. El mismo representaba un paisaje de invierno, sin nieve, pero con una cruda helada; los árboles distan­tes, arropados por húmeda escarcha como si fuese un emplumado follaje, aparecían neblinosos contra el blan­cuzco y azulado cielo invernal. Hacia el frente sobre el pálido césped helado, ella permanecía de pie con un vestido marrón oscuro con bordados de plata y un gorro rojo oscuro calzado sobre su cabeza. Próximo a ella se in­clinaban las tiernas ramitas terminales de un árbol cen­telleando con la escarcha y el carámbano; posados sobre las ramas había varios pájaros blancos como la nieve. saltando y revoloteando hacia su mano extendida mien­tras que ella, sonrosada y los labios entreabiertos con una sonrisa alegre y gozosa, los admiraba.

Al tiempo que yo estaba detenido admirando la her­mosa obra, el joven al que ya mencioné y quien había levantado a Yoleta del suelo cuando estaba junto al muerto, se acercó y sonriendo indicó:

-¿Ha notado el parecido?

- Sí, en efecto, está como si estuviera viva, respondí.

- Este no es el retrato de Yoleta, aun cuando se le parezca, y como yo le mirara con incredulidad él me indicó unos caracteres debajo del retrato:

-¿No ve el nombre y la fecha?

Me di cuenta que no podía leer las palabras y arries­gué una observación; quizá fuese la madre de Yoleta.

   - Este retrato ha sido pintado hace centurias, dijo con sorprendido acento y luego se volvió, creyéndome, sin duda, ignorante y lerdo.

No quería que se fuese con esa impresión y subrayé señalando esa estatua ya descrita:

- Creo que sé muy bien quién es, es Europa.

-¿Europa? Ese es un nombre que nunca escuché y dudo que nadie en la casa jamás lo haya ....... No; es Mistrelde. Entonces, con una sonrisa medio confundido, agregó:

-¿Cómo podría saberlo si no se lo han dicho? Esa es Mistrelde. Era regularmente la costumbre de la casa que la Madre cabalgase un toro blanco para la fiesta de la cosecha. Mistrelde fue la última en observarla.

-¡Oh, ya veo!, fue mi compungida respuesta, aun cuando no entendía nada. La manera tan indiferente con que él hablaba de centurias con referencia a este cuadro brillante y de tan fresca pintura, realmente me descon­certaba.

Seguidamente, condescendió a agregar algo más, refiriéndose a las marcas o caracteres que yo no podía leer agregó:

- Usted ha leído el nombre de Yoleta aquí y eso y su parecido lo confundieron. Tiene que saber que siem­pre ha habido una Yoleta en esta casa. Esta era la hija de Mistrelde, la madre, quien murió joven y dejó ocho hijos; cuando se hizo esta obra, los retratos fueron colo­cados en las ocho caras del pedestal.

- Gracias por informarme, dije, pero dudando si lo dicho seria toda la verdad o sólo un fantástico relato.

Luego me instó a seguirlo y dejamos la habitación donde se había decidido que no se serviría la cena.

 

 

 

CAPITULO IV

 

 

 

 

Llegamos a una amplia terraza abierta por tres lados con su techo sostenido por finas columnas. Estábamos ahora en el contrafrente, de cara al río, que no distaba más de un par de cientos de metros. El suelo caía aquí en rápido declive hasta la ribera y tal como la del frente, era un páramo con rocas y parches de altos helechos y matas de espinas y zarzas con pocos árboles de gran tamaño. Tampoco faltaban entre el verdor de ese parque los animales salvajes y aves acuáticas que se entretenían salpicando y golpeando sobre la superficie, lanzando gri­tos agudos.

La gente de la casa estaba ya ubicada, parada o sentada junto a las pequeñas mesas, y había un vivaz murmullo de la conversación que cesó a mi ingreso; entonces aquellos que estaban sentados se pusieron de pie y todos fijaron su vista en mí, cosa bastante descon­certante.

El anciano, parado en medio de la gente, me dirigió una larga mirada escudriñadora; parecía estar esperando que yo hablase y al ver que permanecía en silencio, finalmente se dirigió a mí con solemnidad:

-Smith, me dijo y el trato me agradó, el encuentro de hoy ha sido para mí y para todos una muy rara experiencia. Lo que casi nunca pensé fue que un extran­jero me aguardara y que antes que comparta nuestro pan en esta casa donde ha hallado albergue tuviese que anunciarle que ahora está en La Casa.

-Sí, sé que lo estoy, dije, y agregué: -Estoy seguro de ello, señor, y le agradezco su bondad al haberme traído aquí.

El había esperado, quizá, que dijese algo más, o algo totalmente distinto, mientras continuaba inmóvil con sus ojos clavados en mí. Luego, con un suspiro y mirando a su alrededor dijo con tono de desaprobación:

- Mis hijos, comencemos y por ahora dejemos de lado este asunto que nos ha trastornado.

Me condujo basta un asiento a su mesa; ahí me sentí contento, pues se encontraba también la bella Yoleta.

No soy nada escrupuloso en cuanto a comida se refie­re, me acompañan tanto el buen apetito como la buena digestión de manera que puedo engullir (para usar una vieja palabra inglesa) hasta estar satisfecho. En este caso especial, con o sin una belleza compartiendo la mesa, yo habría podido comer entrañas, la cosa más abomina­ble inventada por salvajes antropófagos, pues estaba de­sesperado de hambre. Fue para mí un profundo desen­canto cuando sólo se me sirvió algo tan poco sustancioso como un plato de un menjurje de apariencia crujiente de un color blanco-verdoso parecido a la escarola, y me fuera ofrecido por unas llamativas muchachas.

Estaba frío y tenía un sabor amargo, pese a ello mi hambre me obligó a comer hasta la última hoja verde; fue entonces cuando comencé a dudar si sería correcto pedir más; para gran alivio mío se sucedieron otras fuen­tes más suculentas con diversos vegetales. También gusta­mos unas bebidas agradables, realizadas, supongo, con jugo de frutas, pero el delicioso estímulo alcohólico esta­ba ausente. También sirvieron frutas de desconocido sabor y un preparado de nueces machacadas con miel.

Permanecidos sentados a la mesa (a las mesas) du­rante largo tiempo y la comida se matizó con la conver­sación; ahora todo parecía tener un marco más alegre en nada de acuerdo con el melancólico motivo que les había ocupado todo el día. Era, en realidad, una especie de cena y la única gran comida del día; las otras comidas consistían en un desayuno y al mediodía pan negro, un puñado de frutas secas y unos sorbos de leche.

Al terminar el refrigerio en cuyo transcurso había es­tado tan ocupado en prestar atención a todo cuanto acontecía, observé que una cantidad de pajaritos había entrado y estaban saltando ágilmente sobre el piso y las mesas y aun posándose sin temor sobre las cabezas y los hombros de todos y eran alimentados con migajas. Me parecieron gorriones o algo parecido pero ninguno fue amistoso conmigo. Uno de esos pequeño seres, más vivaz en sus movimientos, era enormemente parecido a mi viejo amigo el petirrojo, sólo que su pecho tenía un color más vívido, casi anaranjado y sus alas y cola esta­ban teñidos del mismo tono, lo que le daba una aparien­cia distinguida. Otro pajarillo verde oliva, que yo pri­mero confundí con un pardillo verde, era aun más bonito; su garganta y pecho de un color más delicado que el del anterior, cruzados por una raya negra aterciope­lada; el pájaro que más se parecía a un gorrión común era castaño con la garganta, alas y cola parduzcos. Estos pensionistas, pequeños y lindos, evitaban sistemáticamen­te mi vecindad aun cuando los tentase con migas y frutas; sólo uno voló hasta mi mesa, pero tan pronto como hubiese llegado se alejó y salió del lugar como si hubiese estado profundamente alarmado. En ese mo­mento, mi mirada se cruzó con la de la bella joven y al haber concluido de comer y estar ansioso por unirme a la conversación, pues detesto estar sentado silencioso cuando otros conversan, señalé que era extraño que el pajarillo me evitara tan persistentemente.

-¡Oh no, no es en absoluto extraño, dijo la joven, sonrojándose, con lo que me demostró que ella también lo había estado observando. - Ellos, continuó, están asus­tados por su apariencia.

     - Realmente les debo parecer muy extraño. Y pro­seguí con mayor amargura al recordar lo acontecido por la mañana. Es para mí una nueva y muy dolorosa ex­periencia desplazarme de un lado a otro, asustando a hombres, hacienda y pájaros; sin embargo, creo que es enteramente debido a las ropas que uso y a las botas. Quisiera que alguien fuese tan amable que me sugiriese un remedio para este estado de cosas, pues al momento, mi único anhelo es estar vestido de acuerdo a la moda.

- Permítame interrumpirle por un momento, dijo el anciano caballero, quien había estado escuchando aten­tamente mis palabras. - Creíamos que estaba expresán­dose tan bien que es penoso que de pronto se torne otra vez ininteligible.  ¿Puede aclarar que quiso significar cuando dijo “vestido de acuerdo a la moda?"

- Lo que quiero decir, es sencillamente que deseo vestir como ustedes y verme libre de estas ropas grotes­cas. (Y confieso que puse cierto énfasis en esa odiosa palabra).

El inclinó su cabeza.

Yo comencé a tomar coraje y entré audazmente en tema, pues ahora que había cenado, aun cuando sin vino, me sentía invadido de un gran anhelo por verme arropa­do con sus ricas y misteriosas ropas.

- Siendo así puedo preguntarle si depende de su poder el proveerme de la vestimenta necesaria a fin de dejar de ser causa de aversión y ofensa para todo ser o cosa, incluyéndome a mí mismo.

Se hizo un silencio largo y pesado, que quizá no fuese inusitado si se ha de tener en cuenta la naturaleza del pedido, o que me hubiese vuelto a equivocar, según parecía advertirse a las claras, en el suspenso general y la expresión un tanto alarmada en el semblante del an­ciano.

Pese a ello mis razones eran buenas; había expresado mi deseo en el sentido de lograr paz y tranquilidad, temiendo sí, que si hubiese solicitado que se me indicase la tienda más próxima les hubiese sobrevenido otro ataque de asombro.

Como el silencio se me hiciese insoportable, al final me animé a agregar que temía no me hubiese captado bien.

- Quizá no, dijo, o más bien permítame decirle que deseo no haberle comprendido. Y eso lo agregó con gran dignidad.

-¿Puedo explicar qué quiero significar? En mi voz había gran desasosiego.

- Por supuesto que puede, - replicó con dignidad; sólo que antes permítame formularle esta pregunta: ¿Nos pide que lo proveamos de la vestimenta, es decir que se la demos como un obsequio?

-¡De ninguna manera! Al responder enrojecí de ver­güenza pensando que todos me tomaran por un pordiose­ro. Mi deseo es obtenerlas de algún modo, de alguien, puesto que no me los puedo hacer por mí mismo, pero también quiero dar, en retribución, su total valor.

No bien hube acabado cuando comencé a pensar que había empeorado las cosas, pues aquí estaba yo, un invitado en la casa, ofreciéndome a adquirir ropas de confección o a la medida, a mi anfitrión, quien, por lo que podía juzgar, debía ser o pertenecer a la aristo­cracia de la comarca. Mis temores, sin embargo, resul­taron infundados.

- Me alegro escuchar su explicación, pues ha borrado completamente la mala impresión causada por sus pa­labras anteriores. ¿Qué puede hacer en retribución por las ropas que está tan ansioso de poseer? Y, además, déjeme decirle que apruebo muchísimo su deseo de escapar sin demora de su presente envoltura. ¿Desea confinarse hasta la terminación de alguna tarea en al­guna rama especial: esculpir madera o piedra, o trabajar metal, arcilla o cristal, o bien hacer o mezclar colores? ¿O es que tiene sólo conocimientos generales acerca de varias artes lo que lo habilitaría para ayudar a los más capaces en la preparación de los materiales?

- No, yo no soy un artista, repliqué, sorprendido ante la pregunta; todo lo que puedo hacer es comprar las ropas y pagarlas con dinero.

-¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué es el dinero?

- Seguramente... Por suerte me callé a tiempo, pues había estado por sugerirle que se estaba burlando de mí. Era difícil creer que un hombre de sus años no supiese qué cosa era el dinero. Además, no podía responderle desde que siempre había aborrecido los estudios de eco­nomía política, que es donde se explica todo eso. Es así como nunca había aprendido a definir qué era el dinero; sólo sabía cómo se gastaba. Pensé que la mejor manera de salir del enredo sería mostrándoselo y al momento saqué mi monedero grande de cuero del bol­sillo interior; olía a viejo y mohoso como todo lo que yo lucía, pero me pareció bastante pesado y lleno; pro­cedí a volcar su contenido sobre la mesa: once libras, tres medias coronas o florines; ya no recuerdo cuáles fue­ron las que salieron rodando y además descubrí tres bi­lletes de cinco libras cada uno del Banco de Inglaterra.

- Seguramente, esto es muy poco para tener conmigo (mientras esto decía me sentía profundamente decepcio­nado). Calculo que he estado gastando a tontas y locas antes de... antes..., bueno, antes de que fuese no sé qué, ni dónde, ni cuándo...

Se prestó muy poca atención a lo que acababa de decir en ese mi incoherente parlamento, pues todos se agrupa­ban alrededor de la mesa examinando el oro y los bille­tes con acuciante curiosidad. Después de un momento, inquirió señalando las piezas de oro:

-¿Qué es esto?

- Libras esterlinas, respondí, no poco divertido. ¿Nun­ca ha visto otras antes?

-¡Jamás! Permítame revisarlas nuevamente. Sí, estas once son de oro. Todas tienen marcas similares de un lado, con una poco cuidada ejecución de la figura de la cabeza de una mujer con el cabello recogido en lo alto, como una pelota. Tiene además otras cosas en ella que no entiendo.

-¿No puede leer las letras? pregunté.

- Si esas marcas son letras son incomprensibles para mí. Pero ¿qué tienen que ver estos pequeños objetos con el problema de sus ropas? Usted me confunde.

-Todo lo tienen que ver. Los objetos de metal, como usted los llama, son dinero y representan, por supuesto, igual poder de adquisición. Yo aún no sé cuál es vuestra moneda y si tienen la rupia o el dólar (aquí hice una pausa, pues advertí que no me seguía; entonces resumí de modo más simple). Mi propósito es éste, yo puedo entregarle un billete de éstos de cinco libras o su equi­valente en oro, si así lo prefieren; quiero decir, cinco de estas monedas por un juego de ropas como las de ustedes.

Era tanta mi ansiedad por poseerlas que estuve por doblar la oferta que se me antojó baja y decirles que les daría diez esterlinas; pero no bien había terminado de hablar, él dejó caer la moneda que tenía en su mano sobre la mesa y me miró fijamente igual que todos los demás. De inmediato, desde el fondo del silencio que nos rodeaba, se tornó audible una suave risa apagada, como el gorgoteo de un alegre manantial en la montaña, un dulce susurro que fue aumentando su volumen y ter­minó en una sonora carcajada.

Venía de la muchacha llamada Yoleta. La miré fija­mente, sorprendido por su irracional liviandad, pero lo único que logré con mi conducta fue la explosión colec­tiva de hombres y mujeres sumándose en esa manifes­tación de alegría que hacía imaginar que acababan de escuchar el chiste más gracioso que jamás se hubiese inventado desde los tiempos en que los hombres hubie­sen tenido el sentido de lo jocoso.

El anciano fue el primero en recobrar una decente gravedad, aun cuando era fácil notar que a ratos lu­chaba duramente para evitar la risa. Dijo: -Smith: de todas las extraordinarias alucinaciones que aparenta estar sufriendo, ésta de que pueda adquirir las ropas que quiere usar a trueque de un pequeño pe­dazo de papel o por unos pedazos de este metal, es lo más asombroso. No puede cambiar esas bagatelas por ropa, porque las ropas son el fruto de mucho trabajo de nuestras manos.

- Sin embargo, usted dijo que me entendía cuando le propuse pagar por las cosas que necesitaba, dije en tono agraviado y basta pareció aprobar mi oferta. ¿Có­mo habré de hacer entonces para pagarlas, si todo lo que poseo no es considerado de valor?

-¿Todo lo que posee? respondió. Seguramente no dije eso. Lo cierto es que usted posee la fuerza y capacidad común a todos los hombres y puede adquirir cuanto quie­ra con el trabajo de sus manos.

De nuevo volví a pensar que atisbaba una luz, aun cuando mi capacidad, lo sabía, no habría de ayudarme mucho.

-¡Ah, sí!, respondí volviendo al tema, yo ignoro todo acerca de esculpir maderas o combinar los colores, pero podría hacer algo más sencillo.

- Hay árboles que talar, tierra que debe ser arada y otras muchas cosas por hacerse. Si hiciere esas cosas, alguno sería reemplazado y podría realizar tareas de habilidad, y como esas son las que más le agradan al trabajador nos agradaría más que usted trabajase en el campo que en el taller.

- Soy fuerte, fue mi respuesta, y gustoso me haré cargo de esa tarea de la cual me habla. Mas, hay aún un problema. Mi deseo es cambiar ya esta ropa por otra que resulte más grata de ser vista, pero el trabajo que debo de realizar no estará terminado en un día, quizá tampoco en... bueno... en varios días.

- No, por supuesto que no. Será necesario un año de trabajo para pagar el ropaje que necesita, fue la rápida respuesta.

      Esto me hizo vacilar, pues si me entregaban ya las ropas, antes de finalizar el año estarían hechas jirones y yo me habría convertido en un esclavo para el resto de mi vida. Mentalmente estaba perplejo y mis ideas fluctuaban entre el debe y el haber ante el temor de contraer una deuda y el ansia de verme (y de ser visto por Yoleta) con aquellos ropajes extrañamente fascinan­tes. Estaba bastante seguro de tener una figura aceptable y no mal físico; y el deseo de poder producir una impre­sión (quiero decir favorable) en el ánimo de esa niña de suprema belleza, era en mí muy fuerte... De cual­quier modo, al haber llegado a ese acuerdo, habría de brindarme un año de dicha en su compañía y un año de trabajo sano en el campo no podría dañarme ni interfe­rir mucho con mis proyectos. Por mi parte, no estaba muy seguro si esos proyectos míos valían la pena de ser considerados al presente. Ciertamente, yo había vivido cómodamente gastando dinero, comiendo y bebiendo de lo mejor y vistiendo bien, esto es, de acuerdo al mo­delo de Londres. Ahí estaba mi querido solterón, el tío Jack -Jack Smith- miembro del Parlamento por Worm­wood Scrubbs, es decir, ex miembro, pues al ser un li­beral, cuando sobrevino, tras las últimas elecciones el gran cambio, fue ignominiosamente sacado de su banca brindándole, los de Scrubbs, un amargo final. Fue aleja­do en más de un sentido y él trataba de conformarse di­ciendo que pronto habría nuevos alejamientos, pensan­do en lo que a él habría de ocurrirle posiblemente por ser ya un anciano. Recuerdo que yo más bien había preferido mirar hacia el futuro ante tal contingencia, suponiendo lo grato que sería tener todo ese dinero y viajar por el mundo en mi propio yate, disfrutando, yo sabía cómo; y realmente tenía, por lo tanto, algún motivo para esperar. Recuerdo que él solía ordenar su charla de la noche, cuando durante la cena (en que me daba mi cheque), diciéndome: - Muchacho, tú tienes talento ¡si sólo lo utilizaras! ¿Dónde estaba ese talento ahora?

Lo cierto que no me había permitido ser muy brillante durante las últimas horas.

Ahora, todo eso parecía irreal y recordaba esas cosas desdibujadamente como un sueño o un cuento que me hubiese sido contado en la niñez. Parecía estar pensando en la historia antigua -Sesostris y los Babilonios y Asi­rios- y otras cosas por el estilo. Además, debería ser muy difícil regresar desde un sitio donde hasta el nom­bre de Londres era desconocido. Por otra parte, si alguna vez tuviese éxito y pudiese volver, sólo sería para salir al encuentro de un segundo caso de Roger Tichborne o ser enfrentado con el estatuto de las limitaciones. De cualquier manera, no podría introducir grandes diferen­cias y además guardaría mi dinero y ello me parecía - aunque no fuese mucho- una ventaja. Los observé y estaban otra vez todos estudiando las monedas y los bi­lletes e intercambiándose ideas.

- Si yo me comprometo a trabajar por un año - dije, ¿deberé aguardar hasta su término para conseguir esas ropas? (Calculé que la respuesta a esa pregunta habría de dilucidar de un modo u otro el asunto).

- No, fue su respuesta; es su deseo y también el nuestro que pueda estar vestido distinto y que sus ropas sean confeccionadas con prontitud.

- Entonces, dije, tomando una decisión desesperada, me gustaría tenerla lo más pronto posible y estoy listo para comenzar mi trabajo al momento.

- Comenzará mañana por la mañana, respondió son­riendo ante mi impetuosidad. - Las hijas de La Casa cuya obligación es confeccionar esas cosas, suspenderán otras tareas hasta acabar lo suyo, y ahora hijo mío, desde esta noche, usted es uno de La Casa, y las cosas nuestras también las posee en común con nosotros.

Me levanté y le agradecí. El también se levantó y tras dirigirme una sonrisa paternal, se alejó hacia el in­terior.

 

 

 

 

CAPITULO V

 

 

 

Cuando se hubo ido y Yoleta lo siguiera, dejando a algunos otros aún estudiando esas desgraciadas esterli­nas, me senté apoyando mi mentón sobre la mano, pen­sando seriamente en los términos del acuerdo. ”Me ani­mo a decir que he tenido éxito en hacerme pasar por un perfecto tonto", tal fue mi propia reflexión, que ya me había hecho varias veces en pasadas ocasiones, y lo que es más había resultado bien justificado. Luego al recor­dar que había llegado a cenar con un extraordinario ape­tito se me ocurrió que mi anfitrión, un tranquilo obser­vador, habría, al proponer los términos, tenido en cuenta la cantidad de alimentos necesarios para mi sustento. Lamenté tardíamente no haber sido más sobrio, pero el hombre hambriento no considera, ni puede hacerlo, las ulte­riores consecuencias, sino un cierto hirsuto caballero que aparece en la historia antigua que nunca se había entregado a ese nefasto acuerdo dando una gran ventaja a un más joven pero zalamero y bien nutrido hermano. Pese, a todo esto, sentía una íntima satisfacción al pensar en las ropas y era también bueno saber que la naturaleza de las tareas que había elegido no rebajaría mi nivel en La Casa.

Enfrascado en estas reflexiones, no había advertido que las gentes se habían ido retirando gradualmente has­ta que sólo una persona había quedado conmigo, el joven que antes me había hablado. A su invitación, me puse de pie, guardé mi dinero y lo seguí. Volviendo por el salón, nos internamos por un pasaje y entramos a una habita­ción muy grande, la cual, por su forma, largo y alto techo y arcadas, semejaba la nave de una catedral. Sin embargo, qué disímil en ese su aspecto un tanto etéreo, como el de una nave de una catedral en las nubes, con sus prolongados y brillantes pisos, paredes y columnas de un blanco puro y un gris perlado suave­mente tinto con colores de exquisita delicadeza. Y enci­ma de todo un techo de cristal blanco o gris pálido con tintes   dorado-rojizos; el techo que yo había visto desde afuera y que parecía como una nube posada sobre la rocosa cima de la sierra.

Tuve, al acceder, la impresión de ingresar a un recinto silencioso y vacío; sin embargo, los habitantes de la casa estaban todos ahí; unos sentados o recostados en bajos divanes, otros acostados a su antojo sobre esteras de paja en el suelo; unos leían, otros estaban ocupados con labores manuales y algunos conversaban y sus voces me llegaban como un débil murmullo desde la distancia.

En uno de los lados, a la altura del centro de la habitación, había una amplia plataforma o tarima, con un diván sobre el cual estaba libremente reclinado el padre. Junto al diván, había un atril sosteniendo un vo­lumen de gran tamaño; frente a él había un cofre o caja de bronce; y detrás del diván, siete lustrados globos de bronce, suspendidos sobre ejes, descansaban en mar­cos de bronce. Estos globos eran de distinto tamaño siendo el mayor de no menos de tres metros y medio de circunferencia.

Noté que cerca de mí, en un estantería baja, había libros. Eran todos folios muy parecidos entre sí por su forma y espesor; y al advertir que cada uno hacía lo que más le gustaba y al entender que había quedado en libertad yo también y que es sabio el consejo del dicho: “Cuando estés en Roma, haz lo que hacen los romanos" a poco me atreví a tomar uno de los volúmenes que llevé hasta uno de los soportes para lectura. Los libros son muy útiles, a veces pensé, listo para seguir el consejo recibido y averiguar, por medio de la lectura, todo acerca de las costumbres de estas gentes, especialmente sus ideas con respecto a La Casa que resultaba ser objeto de veneración religiosa para ellos. Esto me daría cierta independencia y me enseñaría có­mo evitar equivocarme en el futuro, o dar pábulo a más extraordínarios errores . Al abrir el volumen me hallé muy sorprendido al observar que estaba, cada hoja, profusamente ilustrada y que únicamente el centro de la página estaba ocupada por una angosta franja de es­critura, pero las pequeñas letras semejaban caracteres hebreos y resultaban incomprensibles para mí. Soporté la desilusión bastante alegremente, pues, debo decirlo, no soy muy afecto al estudio y, además, no hubiese podido prestarle mucha atención al texto circundado con tanta gracia y belleza de diseños y coloridos.

Después de un rato, Yoleta avanzó lentamente cru­zando la habitación, - sus dedos ocupados en algún trabajo con lana, mientras caminaba, y mi corazón aumentó sus latidos cuando se detuvo junto a mi.

Usted no está leyendo, y mientras me miraba con curiosidad prosiguió: - Le he estado observando por un rato.

-¿Realmente me ha observado?, dije, y no sabiendo si debía o no sentirme halagado, continué: - Desdichadamente no, no he estado leyendo, no puedo leer este libro, no entiendo sus caracteres. ¡Pero qué hermoso libro es! Estaba pensando cuánto estarían tentados por pagar al­guno de los grandes libreros de Londres, Quaritch por ejemplo, ¡pero! me olvidaba que jamás habrá oído ese nombre; pero... pero ¡qué hermoso libro es!

Ella nada me respondió, sólo parecía un poco sor­prendida, temo que disgustada, ante mi ignorancia, y se alejó. Yo había alentado la esperanza de que iba a con­versar conmigo y con gran contrariedad se alejaba. To­da la gloria parecía haberse disipado de las hojas del libro que yo seguía volviendo con indiferencia, contemplando a intervalos a la hermosa muchacha que era, tal como una de las páginas que tenía delante, hermosa para admirar y difícil para entender. En un sitio aparta­do, la vi colocar unos almohadones y acomodarse para realizar su tarea.

A todo esto, el sol ya se había ocultado y paulatina­mente el interior se iba oscureciendo; esa luz mortecina parecía no producir ninguna diferencia para quienes leían o trabajaban. Aparecían como dotados con una visión como las lechuzas, que son capaces de ver casi sin luz. Sólo el padre no hacía nada, pero aún descan­saba ea el diván, quizá sumergido en la característica somnolencia tras la comida. Tras un rato, se levantó y miró en derredor.

-¿No hay ninguna melodía en nuestros corazones esta noche, criaturas? dijo. Cuando otro día haya pasado para nosotros, quizá sea distinto. Esta noche, esa voz tan recientemente apagada para siempre por la muerte ha­bría de ser demasiado penosamente extrañada por nos­otros.

Entonces, uno se levantó y le aproximó un alto cirio de cera y lo colocó cerca de él. La llama arrojó un pe­queño haz luminoso sobre el volumen que él procedió a abrir; y aquí y allá y acullá brillaba y titilaba en puntos como rayos del arco iris sobre la alta columna aun cuan­do la mayor parte del recinto quedaba en la opaca luz del ocaso.

Comenzó a leer en voz alta y aunque no parecía alzar mucho su voz  sobre el tono habitual, las palabras que pronunciaba llegaban a mis oídos con una claridad y pureza que las hacía aparecer como una “melodía en­tonada y ejecutada dulcemente". Las palabras que leía se referían a la vida y la muerte y a otros temas solemnes, pero para mi mente, su teología se me antojaba algo fantástico, aun cuando debo confesar que no soy buen juez en esos temas. Hubo también bastante acerca de La Casa, sin ilustrarme mucho, pues era más bien rap­sódico y cuando se refirió a nuestra conducta y objetivos en la vida y otras cosas por el estilo no pude entenderle mucho más. Este es parte de su discurso:

“ Es natural que nos lamentemos por aquellos que pe­recen, pues la luz, los conocimientos, el amor y la alegría ya no les pertenecen; ellos ya no sufren, están dormidos en el seno de la Madre Universal, la esposa del Padre, quien está con nosotros y comparte nuestra pena, que fue primero suya, pero no ensombrece su gloria sempi­terna, y su deseo y nuestra gloria reside en nuestra ca­pacidad de poder siempre y en todo parecernos a él.

“ El fin de cada día es la oscuridad, pero el Padre de la Vida, a través de nuestra razón, nos ha enseñado a mitigar la excesiva amargura de nuestro fin; de otro mo­do, nosotros, que estamos por sobre todas las criaturas de la tierra seríamos al fin más miserables que ellos. En el mundo irracional, entre las distintas especies, rei­na una lucha perpetua y cruenta, el fuerte devorando al débil y al incapaz, y cuando la vida se desvanece y apaga la luz de ese espíritu inferior, cual es el de ellos, el fin no se demora. Así la vida que se prolongó muchos días desaparece con un breve colapso y al des­aparecer da nuevo vigor al más fuerte que tiene aún muchos días de vida. Así, también, la sempiterna tierra desde el polvo de las desaparecidas generaciones de ho­jas, rehace el fresco follaje y obtiene para sí una nueva vestidura.

“ Sólo nosotros, por encima de todos los seres vivientes, siendo como el Padre, no matamos ni somos asesinados y no tenemos enemigos en la tierra; ya que aun las espe­cies inferiores que carecen de razonamiento saben, sin El, que somos lo superior sobre la tierra y ven en nos­otros, alejados de todos sus tareas, la majestad del Padre perdiendo toda su furia ante nuestra presencia. Por lo tanto, cuando la noche se acerca, cuando la vida es una carga y recordamos nuestra mortalidad, apuramos el fin para que aquellos a quienes amamos dejen de penar ante el espectáculo de nuestra decadencia y sabemos que ésta es la voluntad de quien nos dio el ser y nos brindó vida y dicha sobre la tierra, pero no eterna.

“ Es amargo desechar la vida que es nuestra, dejar todas las cosas, el amor de nuestros hermanos, la belleza del mundo y La Casa; el trabajo, que nos brinda placer y seguir hacia adelante, para no ser ya más nada: pero la amargura no perdura y apenas se regusta cuando en nuestros últimos momentos recordamos que nuestra labor ha dado sus frutos; que lo que hemos escrito, no se des­vanece con nosotros, sino que perdura como testimonio y goce para las futuras generaciones y que morará por siempre en La Casa.

“ La Casa es la imagen del mundo y nosotros que vivi­mos y trabajamos en ella somos la imagen de nuestro Padre, quien creó el mundo y como El nos afanamos para construirnos una habitación digna que no pueda avergonzar a nuestro maestro. Este es su deseo ya que ea toda su labor y su sabiduría que es como el agua pu­ra para el sediento, que satisface sin dejar sabor amar­go, nosotros aprendamos cuál es su voluntad, la de aquél que nos dio la vida. Todos los conocimientos que busca­mos, el poder de invención y la habilidad que poseemos y el trabajo de nuestras manos tiene este único propósito, puesto que todo conocimiento o invención que tuviesen otra finalidad cualesquiera sería vacuo y vano, sin el valor de aquellos realizados a imagen del Padre de la vida. Así como nuestras sensaciones humanas pueden per­vertirse y el paladar perder su discriminación al pun­to que el hambriento devore las frutas ácidas y las hier­bas venenosas para alimentarse, también la mente puede buscar otros senderos y un conocimiento que sólo lo conduzca a la miseria y la destrucción.

“ Así sabemos que en el pasado los hombres buscaban conocimientos diversos sin detenerse a saber si eran para el bien o el mal; mas, cada ofensa de la mente o el cuer­po tiene su respuesta apropiada y mientras su mente se tornaba opaca, el buen y correcto conocer y discriminar que el Padre da a cada ser viviente, ya sea un hombre o una bestia, les fue negado. De ese modo, por incre­mentar su riqueza, fueron empobrecidos y tal como quien olvidando cuál debe ser el límite de sus facultades se que­da por largo tiempo mirando el sol fijamente queda cie­go por el abuso. Pero, no entendían la causa de su po­breza o su ceguera y se sentían desdichados y eran tan sólo como náufragos en una pelada y solitaria roca en medio del océano y se encontraban consumidos por la sed y no la podían saciar en una vertiente de agua dul­ce, sino en el agua áspera de la ola y volver a tener sed y beber de nuevo hasta que la locura se apoderase de sus mentes y la muerte los liberase de sus miserias. Así sufrían sed y bebían nuevamente y estaban enloquecidos e inflamados por el deseo de aprender los secretos de la naturaleza, vacilando en no lavar sus manos en san­gre, buscando en el tejido vivo de los animales las es­condidas fuentes de la vida. Es que, en su locura, ellos anhelaban ganar por medio del conocimiento el dominio absoluto sobre la naturaleza, logrando así arrebatar al Padre del mundo su prerrogativa.

“ Pero su vana ambición no duró y al final fue la muer­te. La locura de sus mentes se apoderó de sus cuerpos y los gusanos se multiplicaron en su carne corrupta y es­tos, tras alimentarse en sus tejidos, cambiaron de forma y tornándose alados, se alejaban por el aire como nubes de hormigas aladas que surgen en primavera, desde su lugar de nacimiento y volando de cuerpo en cuerpo, lle­naron la raza humana, por doquier, de corrupción y de­cadencia; y la Madre de los hombres fue así vengada de sus hijos por su orgullo y locura pereciendo misera­blemente devorados por los gusanos.

“ De la raza humana, sólo sobrevivió un pequeño rema­nente y estos eran hombres de mente humilde quienes habían vivido separados y desconocidos por sus congéne­res: fue tras largas centurias que se adelantaron hacia la tie­rra soledosa y la repoblaron pero no hallaron en ninguna parte ni rastros de aquellos que se habían extinguido. Es que la tierra había cubierto todas las ruinas de sus obras con su negro humus y sus verdes bosques, tal como el hom­bre oculta sus escaras no visibles tras su ropaje nuevo y bello. Tampoco se sabe cuándo esta destrucción cayó so­bre la raza humana; sólo sabemos que esa historia fue grabada hace cientos de años en pilares de granito de la Casa de Evor en las llanuras entre el mar y los ne­vados picachos de las montañas de Elf. Con ese fin, en pasadas centurias, algunos de nuestros peregrinos via­jaron y han traído los documentos de estas cosas, ellas no son sólo conocidas en nuestra Casa, sino que lo son también en muchas casas alrededor del mundo; han sido escritas para instruir a los hombres y prevenirlos para todos los tiempos.

"Pero para la raza humana no habrá un segundo error que conduzca a la oscuridad, ni existirá la búsqueda de conocimientos vanos y en la Casa del Padre no habrá una segunda desolación y los sones alegres y melódicos que estuvieron silenciosos serán oídos por siempre; desde que ya habíamos seguido esta misma ruta buscando sólo informarnos de su voluntad hasta que como en un claro cristal, sin defectos, con luces de colores o como el espejo de un lago que refleje en sí los cielos y cada nu­be y estrella, así está El reflejado en nuestras mentes y en La Casa nosotros somos sus subregentes y en el mundo sus co-obreros y por la gloria que El logra con su trabajo te­nemos una gloria similar para nosotros.

"El es nuestro maestro. Mañana y noche a lo largo del mundo, en la procesión de las estaciones, en el cielo azul, tachonado de estrellas, en la montaña, y el llano en los diversos bosques, en las rumorosas paredes del océano y los mares rugientes por los cuales pasamos con peligro de un lado al otro, leemos su pensamiento y escuchamos su voz. Es aquí donde aprendemos con qué inteligente visión ha colocado los basamentos para su mansión in­mortal; con cuánto ingenio ha construido sus paredes y con qué prodigalidad de riqueza ha decorado sus obras todas la que la luz del sol y de la luna y el azul del cielo son suyos; el mar y sus mareas; la oscuridad y el rayo de las tempestades y la nieve y los vientos cambiantes y la hoja verde y la dorada; suyos son también la lluvia pla­teada y el arco iris, las sombras y las tenues nieblas que él arroja como un manto sobre el mundo. Así aprendemos que ama el edificio estable y que su basamento y sus pa­redes puedan perdurar; sin embargo, aprendemos que no ama la igualdad y así día tras día y una estación tras otra, hace que las cosas sean cambiantes en su aspecto y entonces las paredes, el piso o el techo de su casa se cu­bren de nueva gloria. Mas, no nos está dado a nosotros el lograr esa suprema majestad de la obra; por lo tanto procuramos como El - aun imposibilitados de alcanzar tan grande altura- sin sacar a nadie lo prometido, apren­der, en cada Casa, individualmente, sólo de El, quien tiene infinitas riquezas; de modo que cada lugar que se habita, cambiante y eterno en sí mismo, empero, diferir de todas las otras teniendo su propio esplendor y belleza; pues nosotros habitamos una sola casa pero el Padre de los hombres las habita todas.

"Estas cosas están escritas para recreo y deleite de aquellos que ya no viajarán a tierras lejanas y están en la biblioteca de La Casa en los siete mil volúmenes de Las Casas del Mundo que nuestros peregrinos visitaron en épocas pasadas. Pues una vez en la vida se ordena que un hombre deba dejar su propio lugar y viajar por espacio de diez años, visitando las casas más famosas de cada comarca a la cual llegue y además ha de procurar hallar a aquellas de las que no se han tenido referencias.

"Cuando llega el momento para esa aventura capital y salimos por un largo período, hay una compensación para cada quebrantamiento y por la ausencia de consan­guíneos y del dulce resguardo de nuestra propia Casa; es entonces cuando aprendemos y valoramos las infinitas ri­quezas del Padre, puesto que así como el día cambia du­rante cada hora que pasa, desde la mañana hasta el ocaso, talmente se altera el aspecto del mundo con nues­tro diario progreso; y en todas partes nuestros iguales, aprendiendo, al igual que nosotros, sólo de sus enseñan­zas, advierten que quien está más cerca le da un cierto color de la naturaleza a sus vidas y sus casas y cada casa con la familia que la habita, con sus pláticas y las artes en las cuales se destacan, es como un lago circular ro­deado por sierras dentro del cual puede ser apreciado ese mundo visible. En toda la tierra no hay lugar sin habitan­tes ya sea en los amplios continentes o en las islas que pueblan los mares, y en todo lo que natura brinda no hay grandiosidad o belleza o gracia que no haya sido copiada por el hombre sabiendo que ello es grato al Padre; pues nosotros, hechos a su semejanza, no nos es grato trabajar sin testigos y nosotros a nuestra vez so­mos sus testigos en la tierra gozando de sus obras así como El lo hace con las nuestras.

"De tal modo, al comienzo de nuestro gran viaje al lejano sur, donde veremos, esas tierras alegres que tie­nen soles más calientes y mayores variedades que noso­tros, llegamos primero, al páramo de Coradine el que pa­rece inhóspito y desolado a nuestra vista acostumbrada al verde intenso de nuestros montes y valles y a las nie­blas azules de una abundante humedad. Allí un terreno pedregoso sólo brinda espinos y cardos secos y manojos de pasto, y vientos desagradables azotan los lugares sin resguardo, en donde las cabras de ralas lanas se arra­ciman para darse calor; allí no hay más melodías que la de los diversos tonos del viento y el grito del chorlo sal­vaje; allí, viven las criaturas de Coradine en el límite de las furias del viento y la soledad, donde las estupendas columnas de cristal verde sostienen el techo de la Casa de Coradine. La voz del océano está en sus aposentos y los vientos de la tierra le traen la sal de la espuma del mar y las arenas amarillas barridas durante la bajante desde las desoladas profundidades del mar y los pájaros de blancas alas que llegan escapando de la negra tempes­tad, graznan fuerte entre sus sombríos muros. Allí, desde las altas terrazas cuando hay plenilunio, vemos a las cria­turas de Coradine, ornadas como ningunas otras, con bri­llantes ropajes de hilos sutiles cuando como los leves panaderos empujados por el viento, ya revoloteando co­mo en una nube, ya disgregándose por anchos lugares, ellas bailan su danza de plenilunio sobre el ancho piso de alabastro, y yendo y viniendo pasan y se alejan co­mo disolviéndose en los rayos lunares para retornar con otra melodía y nuevo ritmo. Al contemplar esto todas aquellas cosas en las cuales nosotros sobresalimos pare­cen pobres en comparación y se tornan pálidas en nuestra memoria. Pues los vientos y las olas y la blancura y la gracia han estado siempre con ellas y la alada semilla del cardo y el vuelo de la gaviota y el mar enfurecido cubierto de espuma y la luz de la luna rielando sobre el mar y   la tierra yerma les han enseñado ese arte y la liviandad y gracia que ellas solo poseen.

“Sin embargo, esta danza de la luna, que es la mayor gloria de la Casa de Coradine palidece en nuestra men­te y es rápidamente olvidada cuando otra es vista y siguiendo nuestra ruta de casa en casa aprendemos que, por doquier, las diversas riquezas del mundo han sido aprehendidas por el alma del hombre y se han hecho parte de su vida. Ni somos inferiores a los otros al tener también un arte y una especial calidad que es sólo nues­tra y cuya fama se ha expandido hace mucho por el mun­do, de modo que, desde cualquier sitio lejano, peregri­nos llegan a reunirse anualmente a nuestros campos para escuchar las melodías de la cosecha, cuando los frutos madurados por el sol han sido bien acopiados y nuestros labios y nuestras manos brindan música inmortal para alegrar por siempre los corazones de quienes la escuchan. Entonces nos regocijamos más que nadie, elevándonos como brillantes y alados insectos desde nuestra inferior condición hacia una vida gloriosa y feliz que es nuestra por tres largos días. Luego la augusta Madre en su ca­rroza de bronce es llevada de campo en campo por toros blanquísimos con cuernos de oro. Después sus criaturas son reunidas a su alrededor con brillantes ropajes amarillos, con pulseras de oro en sus brazos y con instrumentos desconocidos para el extranjero y voces nuevas alegran el campo con su melodía a la gran cosecha.

"En épocas pretéritas las criaturas de nuestra Casa las concebían en sus corazones, habiéndolas escuchado an­tes en las voces de la naturaleza y estaban en ellos día y noche y se la murmuraban de uno a otro cuando no te­nían más fuerza que el rumor del viento entre las hojas del monte, y así como el Constructor del mundo trae de cien lugares distantes la niebla, el rocío y el rayo del sol y la suave brisa del oeste para, brindarle al amanecer su gloria y su frescura, así nosotros, sus humildes segui­dores, buscamos lejos, en las grutas de las sierras y en las oscuras cavidades de la tierra los minerales y tinturas que sobrepasen el color de las flores y el sol para embellecer los muros de nuestra Casa, así cada noche y día por lar­gas centurias escuchamos todos los sonidos e hicimos nuestro su misterio y su melodía hasta perfeccionar ese gran canto en nuestros corazones, y su fama por todas las tierras ha hecho que nuestra Casa sea llamada La Casa de la Melodía de la Cosecha, y cuando las peregrinacio­nes anuales tienen lugar participan de nuestra procesión por los campos y escuchan nuestro canto, entonces, toda la gloria del mundo parece desfilar ante ellos invadiendo sus corazones hasta que estallando en lágrimas y fuertes gritos se arrojan al suelo y adoran al Padre del mundo todo.

"Esta ha de ser por siempre la principal gloria de nuestra Casa. Cuando haya transcurrido un milenio y nosotros que hoy estamos viviendo, tal como aquellos que ya pasaron, estemos confundidos con la naturaleza de la cual venimos y que hablemos con nuestras criaturas sólo con la voz del viento, el grito del pájaro que pasa, los peregrinos aún vendrán a contemplar los campos plenos de sol, a regocijarse y adorar al Padre del mundo y ben­decir la augusta Madre de la Casa, cuyo vientre sagrado siempre engendra vida, amor, alegría, y la melodía de la cosecha sobrevivirá".

 

 

 

CAPITULO VI

 

 

 

La lectura continuó, por cierto que no “para siempre" como la melodía de la cosecha de la cual él habló, pero si por un tiempo considerable. Las palabras - según de­duje- eran para los iniciados y no para mí y tras un rato, rehusé el procurar entender de qué se trataba. Las últimas expresiones a las que había prestado atención, acerca de la “Augusta Madre de la Casa", fueron inteli­gibles para mí y se me aparecían como sin sentido. Ha­bía llegado a la conclusión de que al menos muchas de las señoras del establecimiento podrían haber experimentado los placeres y dolores de la maternidad, no habría real­mente ninguna madre de La Casa en el sentido de que había un padre; es decir una poseyendo autoridad sobre las demás y que llamara indiscriminadamente, a todas, sus criaturas. Aun así esta inexistente y misteriosa ma­dre de La Casa era continuamente mentada, así lo des­cubrí ahora y lo certificaría cuando escuchara lo que se hablaba en derredor. Después de analizar el asunto, lle­gué a la conclusión de que la Madre de La Gasa era una mera ficción y que tan solo se referiría a las mujeres en general, o algo así. Fue quizá una tontería de mi parte, pero la historia de Mistrelde, quien murió joven dejan­do sólo ocho hijos, la había tomado como una mera le­yenda o fábula de la antigüedad.

Volviendo a la lectura. Así como antes había estado absorto con ese hermoso libro sin haber podido leerlo, ahora escuchaba la melodiosa y majestuosa voz, experi­mentando un placer singular aun cuando no entendiese cabalmente el significado de lo leído. Además recordaba con una penosa sensación de inferioridad que se había ca­lificado mi arenga de “pesada”, unas horas antes, ahora no podía dejar de pensar que comparado con el expre­sarse de esa gente, era pesado. Por su extraña belleza fí­sica, el color de sus ojos y cabellos y sus fascinantes ro­pas, me habían impresionado como seres totalmente dis­tintos a cualquier persona que jamás hubiese visto. Pe­ro, era, quizá, por sus voces claras, dulces y penetran­tes, lo que me hacía pensar en los instrumentos de vien­to de suave tonalidad, en lo que más se diferenciaban de otros.

La lectura, he dicho, me había impresionado casi como de naturaleza de servicio religioso; empero, todo seguía como antes –lectura, labores y conversación ocasional - esa conversación y movimiento no interfería el placer de escuchar la musical disertación del anciano más que el suave vuelo y murmullo de las abejas pudiese interferir el escuchar el canto dulce de la alondra. Animado por cuanto veía hacer a los demás dejé mi asiento y me dirigí hacia donde estaba Yoleta, desplazándome por la sombra con gran precaución para evitar que mis abomi­nables botas hiciesen ruido.

-¿Puedo sentarme cerca suyo? - dije con alguna hesi­tación; ella me animó con una sonrisa y colocó un almo­hadón para mí.

Me acomodé en la postura más elegante que pude, lo que no quiere decir que lo fuese, flexionando mis pier­nas, para situarme frente a ella y comenzaron mis dudas, perplejo sobre qué poder decirle. Pensé en el “lawn te­nnis", en arquería, en la actuación de Ellen Terry, en la Exposición de la Real Academia, teatro de aficionados y veinte cosas más; todos me parecieron temas inapropia­dos para comenzar una conversación en este caso. No ha­bía, comencé a temer, un tema en común que nos pudie­se unir y nos permitiese cambiar ideas o al menos pala­bras. Fue entonces que encontré ese argumento lo sufi­cientemente común y amplio de nuestros sentimientos, es­pecialmente el dulce e importante del amor. ¿Pero, cómo llegar a él? El trabajo en el cual estaba entretenida al menos permitía una entrada y la oportunidad de decir algo grato.

- Su vista debe ser tan buena corno bellos son sus ojos, dije, para permitirle trabajar con tan poca luz.

- Oh, la luz es suficientemente buena, respondió sin hacer caso de mi halago; además es esta una tarea tan sencilla que podría realizarla en la oscuridad.

- Es un trabajo muy bonito, ¿puedo verlo?

Ella me acercó el material, pero en vez de tomarlo co­mo debía, coloqué mi mano debajo de la suya, toman­do mano y tela y me propuse darme tiempo para obser­var con detenimiento la labor.

-¿Sabe que estoy disfrutando de dos placeres en un mismo tiempo? Uno es admirar su trabajo y el otro re­tener su mano; y pienso que éste es mayor que el otro. Como no obtuviese respuesta agregué algo dificultosa­mente: ¿Puedo... continuar reteniéndola?

- Eso no me permitiría trabajar, me respondió con suma gravedad, pero puede retenerla un momentito.

- Oh, muchas gracias - exclamé deleitado por el pri­vilegio y entonces para lograr lo más del precioso “mo­mentito" se la presioné con calor y al instante ella gritó en voz alta:

-¡Oh Smith, Usted me la está apretando demasiado fuerte; me lastima!

La solté de inmediato en la mayor confusión.

- Oh, por el amor de Dios –tartamudeé-, por favor no haga tanta alharaca!

Afortunadamente no hicieron caso de su exclamación, aunque era difícil creer que sus palabras no hubiesen sido escuchadas, y de inmediato, recobrándome del sus­to, me disculpé por haberla lastimado y deseé me per­donase. - Nada tengo que perdonar. No me apretó realmente fuerte, sólo que la mano me duele porque hoy, cuando me arrojé sobre la tierra, se me introdujo una espina, y el recuerdo de la sepultura cubrió de lágrimas sus be­llos ojos.

- Lamento tanto haberla lastimado, Yoleta, ¿puedo lla­marla Yoleta? dije recordando que ella me decía Smith, sin el acostumbrado prefijo.

- Ese es mi nombre, ¿cómo si no podría llamarme? Y la rápida respuesta encerraba extrañeza.

- Es un bello nombre y tan dulce al decirlo que qui­siera estar repitiéndolo continuamente. Pero es justo que tenga un bello nombre por que... bueno, porque es us­ted muy bella.

- Si, ¿pero es ello extraño? ¿No es bella toda la gente? Yo recordé a ciertos tipos londinenses, especialmente entre los criminales y las ancianas de caras arrugadas y de simios envolviéndose entre pañoletas deslizándose a o desde las casas públicas a las esquinas; también pensé en otras gentes de mejor clase social a quienes había co­nocido personalmente, algunos aún en la Cámara de los Comunes y sentí que, por mucho que lo quisiese, no po­dría estar de acuerdo con ella, sin forzar mi propia conciencia, y aludiendo a su pregunta continué:

- En todo caso admitirá que hay grados de belleza, así como hay grados de luz. Usted puede ser capaz de ver y trabajar con ésta de ahora, pero es muy débil comparada con la del medio día cuando el sol brilla.

- Oh, pero entre las personas no hay tanta diferencia como ésa, replicó con aire filosófico. Admito que hay distintas formas de belleza y algunas personas nos pa­recen más hermosas que otras, pero es sólo porque noso­tros las amamos más. Los más amados siempre son los más hermosos.

Esto parecía revertir la idea común de que cuanto más bella es una persona más logra ser amada. Sin embargo, decidí no disentir más con ella y sólo agregué: -¡Qué dulcemente habla, Yoleta, es usted tan sabia como hermosa! No desearía placer mayor que estar aquí y continuar escuchándola toda la velada,

-¡Ay!, entonces lo siento, debo dejarlo ya, respondió con una pícara sonrisa que me hizo pensar que lo dicho por mí le había agradado.

-¿Imagina por qué sonrío?, agregó como si hubiese podido leer mis pensamientos. Es que a menudo he oído palabras como la suya de quien ahora me está aguar­dando.

Este parlamento me causó un tormento de celos. Pero, por unos momentos más, después de haber hablado con­tinuó mirándome con esa su sonrisa bella y espiritual jugando entre sus labios. Luego se desvaneció y su rostro se ensombreció, desapareciendo su brillo. Ni le pedí que me explicara la causa del cambio ni me interrogué a mí mismo cual podría ser su razón; más adelante, con fre­cuencia noté en ella y en otros también ese repentino si­lencio, ese ensombrecerse del rostro, tal como se aprecia en un ser que se expresase libremente con alguien que no debe escucharlo y luego repentinamente, pero demasiado tarde, recuerda su infidencia.

-¿Debe irse?, y agregué: ¿qué haré solo?

- Oh, no estará solo, dijo y alejándose regresó al ins­tante con otra dama:

- Esta es Edra, dijo simplemente, ella ocupará mi lu­gar a su lado y conversará con usted.

No podía decirle que había interpretado mis palabras sólo literalmente, que estar solo significaba estar alejado de ella, pero ya no tenía remedio y alguien, ¡ay! alguien a quien detestaba profundamente la estaba aguardando. Sólo me quedaba agradecerle a ella y a su amiga por sus buenas intenciones. Pero ¿cuál podría ser ¡en nom­bre del cielo! el tema que pudiese mantener con la bel­dad sentada a mi lado? Era ciertamente muy bella, de una belleza más madura y quizá más noble que la de Yoleta, su edad oscilando entre los veintisiete o veintiocho años, pero el divino encanto del rostro de la jovencita no po­día, para mi, existir en ninguna otra.

Al momento inició la conversación inquiriendo si me disgustaba estar solo.

- Bueno, no, quizá no sea exactamente eso, dije; pero creo que es más alegre, quiero decir más placentero, el tener una persona agradable con quien conversar.

Ella asintió y gratificado por su rápida inteligencia agregue:

- Y es particularmente grato cuando uno es interpre­tado. No tengo el menor temor de que al menos no vaya a entender lo que diga.

- Usted ha tenido algunas dificultades hoy, respondió con una encantadora sonrisa. Yo a veces creo que las mujeres podemos comprender aún más rápidamente que los hombres.

-¡No hay ninguna duda de ello!, - fue mi rápida res­puesta, feliz al encontrar que con Edra todo se encarri­laba bien. Debe estar claro para todos que las mujeres son más rápidas y sagaces para comprender que los hom­bres, aún cuando sus cerebros son más pequeños; pero ahí está cómo la cualidad es más importante que la can­tidad, y continué:

- Algunos sostienen que las mujeres no debieran ob­tener el sufragio o los derechos políticos o lo que fuese. No es que el hecho me interese un comino, sólo deseo que no lo obtengan nunca, pero de inmediato pienso que eso es ilógico, ¿no lo cree Ud.?

- Temo no entenderlo, Smith, fue su respuesta, mien­tras parecía consternada.

- Supongo que lo dicho por mí no tiene ninguna im­portancia, fue mi réplica y deseando recomenzar de nuevo mejor agregué:

- Estoy muy contento de oírla llamarme Smith. Lo hace todo más placentero y familiar el ser tratado sin formalidad. Es muy gentil de su parte, estoy seguro.

-¿Pero, realmente, su nombre es Smith?, dijo con un gesto de gran sorpresa-¡Oh sí, mi nombre es Smith; ¿cómo debo llamarla a usted?

- Mi nombre es Edra, replicó apareciendo más confun­dida que antes y desde ese momento la conversación que había comenzado tan favorablemente no fue más que una serie de malos entendidos de los cuales sólo pude es­capar quebrando en cada caso los hilos de los temas en discusión y saltar a otro.

 

 

 

CAPITULO VII

 

 

 

El momento de descanso que yo estaba deseando con marcado interés, ya que habría de traerme renovadas sor­presas, llegó por fin, y sólo trajo extremas incomodidades. Fui conducido (sin una simple vela) a lo largo de un os­curo pasadizo; luego, en un ángulo recto con el primero, otro, más ancho, menos oscuro donde había un gran nú­mero de puertas una muy cerca de la otra. Estos, compro­bé más tarde, eran los dormitorios o celdas de dormir y estaban a ambos lados en fila, abriendo a una terraza hacia el contrafrente de la casa. Tras haber alcanzado la puerta de mi “box", mi conductor corrió el panel desli­zante y cuando hube tanteado mi camino hacia el oscuro interior la cerró tras de mí. No había más luz que la de las estrellas, ya que, opuesta a la entrada, había otra aber­tura hacia la noche, la que aparentemente no había de clausurarse nunca. El paisaje era el que ya había visto, el páramo en barranca hacia el río y la ancha superficie del espejo de agua, reflejando las estrellas y los negros macizos de grandes árboles. No se escuchaba ningún sonido salvo los gritos de una lechuza a la distancia y la nota lúgubre de alguna ave acuática. El aire de la no­che penetraba frío y húmedo y hacía doler mis huesos aún cuando no estuviesen fracturados, y sintiéndome muy soñoliento y desgraciado anduve hasta que tuve la recom­pensa de descubrir una cama angosta o un catre o una cama de enrejado sobre el cual había una cobija de paja y una pequeña almohada también de paja, y, muy dobla­do una especie de traje de dormir de lana. Demasiado cansado para no ocupar tan poco tentadora cama me sa­qué mi ropa, y solamente con mi mohoso tweed por toda cobertura me acosté, pero no para dormir. ¡Miserable de mí! aún cuando mi cuerpo estaba abrigado, demasiado abrigado, el viento me azotaba la cara y mis pies y mis piernas desnudas, y ello hacíame imposible conciliar el sueño.

Cerca de medianoche, estaba por quedarme semidormi­do cuando el ruido como de una persona entrando a sal­tos en mi habitación me incomodó y sobresaltado, observé con horror, sentada sobre el piso, una bestia demasiado grande para ser un perro, con enormes orejas erectas. Es­taba intencionalmente observándome con sus ojos redondos y brillantes como un par de verdes globos fosforescentes. Al no tener un arma, estaba indefenso, a merced del bru­to y estuve por proferir un fuerte grito para pedir ayuda, pero como permanecía sentado tan quieto, me refrené y comencé a desear que se fuera silenciosamente. Luego se levantó, fue a la puerta, la olió ruidosamente y creyendo que iba a librarme de su indeseada presencia, dejé caer mi cabeza en la almohada y permanecí inmóvil. Entonces volvió a observarme y al fin avanzando deliberadamente hasta mi lado me olió la cara. Pensé que mi fin había lle­gado y cerrando los ojos y sintiendo cómo se humedecía mi frente, pese al frío, musité una plegaria. Cuando volví a mirar, la bestia se había esfumado ante mi inenarrable alivio.

Parecía altamente sorprendente que un animal como un lobo entrase en la casa; mas, de inmediato recordé que no había visto perros en las cercanías de modo que cual­quier clase de bestia salvaje o de caza podía entrar im­punemente. Esto iba más allá de un chiste; de pronto to­do esto me pareció un fin razonable para el absurdo pac­to que se me había inducido a aceptar. ¡Bendito Dios!, exclamé sentándome muy derecho en mi camastro de pa­ja, ¿soy un ser racional, o un burro embriagado o qué, para haber aceptado semejante propuesta? Está claro que no estaba totalmente en mis cabales cuando hice ese acuerdo y por lo tanto no estoy moralmente obligado a cumplirlo. ¿Qué? ¡ Ser un labriego, un talador de leños, un recolector de agua y dormir sobre un miserable jer­gón de paja en un vestíbulo abierto con lobos por visitan­tes nocturnos y todo por unos pocos trapos salvajes! Yo sé poco de arar y todas esas cosas, pero calculo que cual­quier ser normal puede ganar una libra por semana y eso sería cincuenta y dos libras por un traje. ¿Quién ha oído jamás semejante cosa? Lobos y todo por nada. Me atrevo a pensar que en cualquier momento llegará un tigre sólo para echar una ojeada. No, no, mi venerable amigo, ese fue un excelente desempeño alrededor de mi extraordina­rio error y todo lo demás, no se me llevará tan lejos co­mo para obligarme a tan desventajoso pacto de una sola parte.

De inmediato recordé dos cosas: la primera, la divina Yoleta, la segunda, la sensación de raro placer que sería trajearme en esos mismos "trapos salvajes" como acababa de llamarlos en forma blasfema. Estas cosas habían pene­trado en mi alma y habían formado parte de mí mismo especialmente... bueno, ambas. Esas extrañas ropas me ha­bían parecido refrescantemente pintorescas y había sentido un ansia profunda de vestirlas. ¿Era esa una muy desde­ñable ambición de mi parte? ¿Es un pecado desear cual­quier otro adorno que no sean el sentido común, la so­briedad, la humildad y el buen espíritu, las buenas obras y otras cosas similares? Así llegaron a mi mente como un rayo las palabras que había - hacía poco- es decir, justo antes de mi accidente, leído en un trabajo de biolo­gía y me confortaron tanto como si un ángel con cara lu­minosa y alas con los colores del arco iris me hubiesen visitado en mi inhóspita celda: También a Adán y a su esposa, hizo el Señor Dios sacos de cuero y los cubrió". Transformado, como todos sabemos, en una costumbre en­tre la raza humana y no muestra al presente ninguna señal de tornarse obsoleta. Es más: la primera correlación llama­das glándulas mamarias y las zonas pilosas aparecen como apoderándose del verdadero espíritu de las criaturas de esta clase y por haberse tornado psíquicas tanto como fí­sicas, pues, en ese tipo que es sólo un poco inferior al de los ángeles, el placer por esta cobertura exterior es una pasión fuerte e indestructible. ¡Palabras nobles y veraces, oh biologista del alma encendida! Fue un deleite recordarlas. Una "fuerte e indestructible pasión", no solamente para cubrir el cuerpo, sino para cubrirlo apropiadamente, es de­cir, bellamente, y de ese modo agradar al Señor y a noso­tros. Si esto es así deberemos continuar para siempre ra­surando nuestros rostros con una hoja afilada hasta que estén azulados y manchados por tanto rasparlos, y cortan­do nuestros cabellos para adquirir una semejanza artificial de perros viejos o monos - criaturas de escalas inferiores a nosotros -, y ataviar nuestros cuerpos como hieráticos en un funeral, de repulsivo negro, nosotros "Euteria de la Euteria, lo noble de lo noble". ¿Y todo para qué, si no le place ni al cielo ni está de acuerdo con nuestros deseos? Quizá en acuerdo con la consideración o respetabilidad o cualquier cosa que pueda significar. Oh, entonces, un millón de maldiciones lo acepten, respetabilidad, quiero decir pueda hundirse en el fondo del foso y el humo de su tormenta ascender por siempre jamás! Y habiendo, por ese pensamiento llegado con mi mente a este punto, otra vez me propuse obtener las ropas y religiosamente cumplir el pacto.

Me quedé casi contento tras haber llegado a esa con­clusión. La cama dura, el viento frío de la noche que me azotaba, mi lobuno visitante, todo fue olvidado. Nueva­mente dejé vagar mi fantasía y me vi trajeado y con mi mejor humor, sentado a los pies de Yoleta, aprendiendo de sus preciosos labios el misterio de esa vida dulce y apacible. Un año entero era mío para amarla y tratar de ganar su gentil corazón. Pero su mano, bueno, ese era otro asunto. ¿Qué tenía yo para ofrecer en retribución de tal privilegio? Sólo esa fuerza a la cual mi anfitrión se ha­bía referido en cierto modo estimulantemente. Además había sido tan amable como para mencionar mi ingenio, pe­ro yo podía malamente explotar eso. Y si un año entero de trabajo era sólo suficiente para pagar unas ropas, ¿cuán­tos años de trabajo serían requeridos para ganar la mano de Yoleta?

Naturalmente, ante esta oportunidad, comencé a trazar un paralelo entre mi caso y el de un antiguo personaje histórico cuyo nombre es familiar a muchos. La historia se repite con variaciones. Jacobo, llamémosle Smith, lle­gó al pozo de Haran. Allí conoció a Raquel, aquí llama­da Yoleta, y Jacobo besó a Raquel y alzó su voz y lloró. Aquel es un toque de la naturaleza que yo puedo apreciar totalmente: el besarse quiero decir, pero por qué lloró, a no ser que fuese porque no era inglés. Jacobo le dijo a Raquel que él era el hermano de su padre. Me siento fe­liz al no tener que darle tan alarmante noticia al objeto de mis afectos. No somos ni parientes lejanos y su edad ha­brá de ser quince años y la mía de veintiuno, de modo que nuestras edades están de acuerdo, hasta donde llegan mis conocimientos. Smith ama a Yoleta y dijo: "Yo os serviré siete años por Yoleta, vuestra hija menor"; y el anciano caballero respondió: "Quedaos conmigo, pues de­seo mucho más seas vos y no otro quien la tenga". Ahora pienso que si el asunto se complicara con Lea, es decir Edra, Lea era mucho mayor que Raquel y como ella de ojos tiernos. Yo no aspiro ni deseo desposar a ambas, es­pecialmente si debiese, como Jacobo, comenzar por la que no corresponde aun cuando tuviese ojos dulces. Pero pa­ra la divina Yoleta, yo podría servir siete años, es más, catorce, si fuese necesario.

Así me entretuve y me preguntaba, revolviéndome en mi inhospitalaria cama dura hasta que un sueño misericor­dioso pasó sus manos tranquilizadoras sobre las cuerdas de mi cerebro y silenciaron sus penosas cavilaciones.

 

 

CAPITULO VIII

 

 

 

 

Afortunadamente me desperté temprano a la siguiente mañana, pues ya era miembro de una familia madrugadora y ansioso por cumplir sus reglamentos. Al llegar a la puer­ta advertí, para mi inexpresable disgusto que la habría podido cerrar fácilmente con sólo haber hecho correr el panel movible. Había suficiente ventilación sin mantener abierto el lugar a bestias de presa. También descubrí que si hubiese dado vuelta a la pequeña cama de paja habría tenido abrigadas mantas de lana para dormir.

Resolví no decir nada acerca de mi visitante nocturno, no deseaba comenzar la jornada con nuevas instancias de lo que podría ser considerado crasa estupidez de mi par­te. Mientras estaba ensimismado en estos asuntos comen­cé a escuchar el movimiento y las voces de la gente en la terraza; al espiar me enfrenté con un espectáculo cu­rioso e interesante. Por las anchas escalinatas que condu­cían al agua, la gente de La Casa se apresuraba y se arro­jaban, como ágiles sapos espantados y asustados, a la co­rriente de agua. Allí, en medio de la familia, mi vene­rable anfitrión ya estaba luciéndose; su larga platinada barba y cabellera flotando como una espuma sobre las olas de su propia creación; y, ahora, los otros dormito­rios de la línea del mío iban arrojando nuevas formas ca­da una ligeramente envuelta en una suelta vestimenta que no ocultaba ninguna bella curva debajo, y corriendo ligeramente y brincando por la barranca prestamente se unieron con los bañistas masculinos.

Mirando a mi alrededor pronto encontré una bonita cosa con la cual arroparme y rápidamente me fui tras los otros arriesgando el desnucarme en mi deseo de imi­tar el nuevo modo de locomoción que acaba de apre­ciar. El agua estaba deliciosamente fresca y refrescante y con una muy agradable compañía de damas y caballeros, todos nadando y buceando juntos en libertad sin conven­cionalismos y con la gracia de una compañía de somor­gujos.

Tras vestirnos, nos reunimos en el salón de comer o pórtico en donde habíamos cenado, justo cuando el rojo disco del sol comenzó a mostrarse sobre el horizonte ti­ñendo las nubes con las llamas amarillas y llenando el mundo verde con una nueva luz. Me sentí feliz y fuerte esa mañana, muy capaz y deseoso de trabajar en los cam­pos y más que nada esperanzado acerca de ese asunto del corazón. La felicidad, empero, es raras veces perfecta, y en esa mañana clara de luz tenue no podía menos que apreciar el contraste de mis propias feas y repulsivas ro­pas con los bellos ropajes usados por los otros, que pare­cían armonizar tan bien con su fresco y alegre humor matinal. También eché de menos la fragante taza de café, la crocante lonja de panceta querida y familiar y tras el desayuno el bien gustoso cigarro, pero estas pequeñas desventajas pronto fueron olvidadas.

Después del desayuno se me entregó un pequeño cesto cerrado y uno de los hombres jóvenes me condujo a esca­sa distancia de La Casa; señalándome un cinturón de montes a más o menos un kilómetro y medio, me dijo que caminara hasta llegar a un campo arado en la barranca del valle, en donde podría arar un poco. Antes de dejar­me, se despojó de un pito para perros sujeto a una cuerda y me la colgó al cuello, sin explicarme su uso.

Con la canasta en la mano me alejé sobre el pasto hú­medo de rocío y tras media hora de andar encontré el lugar indicado donde aproximadamente menos de una hectárea de tierra había sido recientemente removida; también recostado en el surco encontré el arado, un ins­trumento del cual sabía muy poco. Este arado parecía ser muy simple, una cosa primitiva que consistía en un largo eje de madera con un palo hacia arriba para guiar­lo, una reja de metal en el centro que se dirigía hacia un costado se equilibraba en el otro por un par de pe­queñas ruedas; había además unas largas sogas sujetas a un palo en cruz al final de la palanca. No habiendo ca­ballos o bueyes para realizar la tarea, y no pudiendo arras­trar el arado y guiarlo al mismo tiempo, me senté calmo­samente para examinar el contenido del cesto y hallé que contenía pan negro, fruta seca y un botellón de barro con leche. Entonces no sabiendo qué hacer, para entretenerme comencé a soplar el pito y emití el más agudo y fiero son, el cual con celeridad produjo un efecto inesperado. Dos nobles caballos, semejantes a los que había visto el día anterior, vinieron galopando hacia mí como respon­diendo a mi pitada. Aproximándose velozmente hasta unos cincuenta metros, permanecieron quietos mirando y relinchando, como si estuviesen alarmados y sorprendidos, después de lo cual, dieron vueltas a mi alrededor tres o cuatro veces, relinchando de una manera aguda y conti­nua, y, finalmente, habiendo gastado su superflua ener­gía se dirigieron al arado y se colocaron deliberadamen­te frente a él. Parecía como si los animo es hubieran con­currido a mi llamado para realizar el trabajo, por lo tanto me aproximé a ellos con cautela, utilizando sonidos y pa­labras conciliadoras durante un rato y tras un pequeño es­tudio posterior descubrí cómo se colocaban las sogas. No había anteojeras ni riendas, ni parecían pensar estos so­berbios animales que ellas hacían falta; luego que hube tomado las sogas en mis manos y exclamado –“¡Arre vamos Dobby!" en un tono de mandato, seguidos por algunos chasquidos y sonidos inarticulados con la lengua, me re­compensaron con una mirada desconcertada y comenzaron a arrastrar el arado. Mientras yo mantenía la vara dere­cha la reja iba abriendo el surco en forma irregular a tra­vés del suelo; de vez en cuando y debido a mi poca prác­tica se desviaba el surco en una tangente bastante fuera de la tierra y cada vez que esto ocurría los caballos se dete­nían, me miraban, luego se volvían y tocándose sus fau­ces parecían cambiar ideas al respecto. Cuando el primer surco había sido hecho, ellos no doblaron como yo espe­raba, pero fueron rectamente hasta unos veinticinco o treinta metros de distancia y luego doblaron y al regresar abrieron otro surco fresco, paralelo al anterior. Luego re­gresaron al punto de partida original y abrieron otro y así progresivamente. Todo esto me parecía maravilloso, dándome la impresión de que yo hubiese sido toda la vida un arador avezado, sin saberlo. Era una tarea inte­resante y además estaba entretenido al mirar a los peque­ños pajaritos que llegaban en bandadas desde el monte para devorar las lombrices que había en la tierra fresca recién removida, pues entre el temor que les producía y las frescas lombrices que había en la tierra se hallaban perplejos y generalmente dirigían sus operaciones al ex­tremo del surco opuesto al que yo estaba. El espacio que los caballos se habían marcado estaba arado a su debido tiempo; cuando se marcharon hicieron como antes un nue­vo surco ahí donde nada había que los guiase; así conti­nuó el trabajo alegremente por algunas horas hasta que comencé a sentirme desesperadamente hambriento y sen­tándome en el eje del arado abrí mi cesto y probé la ho­gareña dieta con mucho apetito.

Terminada mi comida, retorné al trabajo, pero no tan alegre como al principio: comenzaba a sentirme un poco entumecido y cansado y la gran cantidad de barro que se adhería a mis botas me hacía dificultoso el andar; además ya se me había pasado la novelería. Los caballos tampoco trabajaban con la suavidad del principio; pare­cían tener algo en sus mentes, pues al final de cada surco se volvían a mirarme del modo más exasperante.

-¡Puf!, exclamé mientras me secaba el noble sudor de la frente, con el pañuelo extremadamente mohoso, viejo y sucio. Trescientos sesenta y cuatro días de esta suerte decosas es un precio harto alto de pagar por un juego de ropas.

Mientras estaba parado ahí, vi que un animal desde el bosque se dirigía directamente hacia mí, deslizándose so­bre el suelo con la velocidad del galgo, un fiero y enorme bruto; mas cuando estuvo cerca me convencí que era un animal de la misma clase del que había visto durante la noche. Antes de poder pensar qué hacer, estaba sólo a unos metros de distancia, y, frenándose de golpe, se sentó sobre sus patas traseras y gravemente me miró. Lla­mando a mi memoria algunas cosas que había oído acerca del efecto terrorizante de la mirada humana sobre tigres reales y otras bestias salvajes, lo miré fijamente y luego casi perdí mi temor al admirar su belleza. Era de figura grácil, con pronunciadas características del zorro y orejas grandes y erectas, su pelambre era gris plateada y larga, tenia dos puntos negros sobre los ojos, y sus patas, morro, puntas de las orejas y cola eran también negro brilloso. Después de observarme tranquilamente por dos o tres mi­nutos se levantó y para mi sosiego se alejó al trotecito hacia el monte; tras haber andado unos cincuenta metros, miró hacia atrás, y al ver que seguía observándolo giró en redondo, se lanzó en mi dirección y cuando estuvo bastante cerca emitió un gemido de tono metálico, des­pués de ello otra vez se alejó y desapareció de mi vista.

Ahora los caballos se volvieron deliberadamente hacia mí; se detuvieron pese a todos los esfuerzos que intenta­se hacer para lograr que continuasen su tarea. Después de esperar un rato, procedieron a retorcerse hasta liberarse de las sogas y se alejaron al galope, relinchando fuertemente y levantando sus patas como para cubrirme de tierra. De ese modo poco ceremonioso quedé solo y al instante co­mencé a pensar que ellos conocían el trabajo mejor que yo, y que al hallarme poco dispuesto a liberarlos en el momento debido habían tomado el asunto en sus manos, o más bien en sus patas. Tras un poco más de cavilación llegué también a la conclusión de que el singular animal que semejaba a un lobo era tan sólo un perro casero; que era el que me había visitado la noche anterior para hacerme saber que estaba durmiendo con la puerta abier­ta y que ahora había venido para insistir acerca de la sus­pensión de las tareas.

Contento en haber descubierto todas esas cosas, sin ha­ber lucido mi ignorancia al hacer preguntas tomé mis cosas y me encaminé hacia La Casa.

 

 

CAPITULO IX

 

 

 

 

 

Cuando llegué a La Casa me esperaba el joven que me había conducido por la mañana a mis tareas, pero estaba taciturno ahora con un aspecto de frialdad y una mirada de extrañeza que me parecía que auguraba dificultades. De inmediato me llevó a una parte de La Casa distante del “hall" y me introdujo en un apartamento que veía por primera vez. Pocos momentos después, el dueño de La Casa, seguido por varios integrantes de la comunidad, entró y en todos los rostros advertí la misma mirada fría y ofendida.

-¡Los demonios se llevaron mi suerte!, me dije para mí, comenzando a sentirme extremadamente incómodo. Calculo que he transgredido las leyes al sobrecargar el trabajo de los caballos...

-Smith, dijo el anciano avanzando hacia una mesa y depositando sobre ella un grueso volumen que había traí­do consigo; acérquese y lea para mí este libro.

Al acercarme a la mesa, vi que estaba escrito en la misma forma, en caracteres hebreos como el folio que había examinado la noche pasada.

- No puedo leerlo, yo no entiendo las letras, dije, sin­tiéndome avergonzado por tener que confesar públicamen­te mi ignorancia.

     Entonces, dijo lanzándome una mirada de suma seve­ridad, hay un poco más

                   que decir. Sin embargo tomamos en cuenta su estado de confusión mental de ayer y lo juzgamos con lenidad anhelando que los tormentos de su in­tranquila conciencia le resulten más dolorosos que la pe­na que le imponemos por tan detestable crimen.

Llegué a la conclusión de que los había ofendido al presionar la mano de Yoleta y se me había dicho que le­yese el libro para que me enterase acerca de las penas y penalidades que me correspondían por tal indiscreción, aun cuando el llamarlo "detestable crimen" me parecía un real abuso del lenguaje.

-Si los he ofendido, fue mi respuesta, dicha con humil­dad, sólo puedo apelar a mi ignorancia de las costumbres de La Casa.

-Ningún hombre, fue su respuesta, con creciente seve­ridad, es tan ignorante como para no saber distinguir el bien del mal. Si el asunto hubiese llegado antes a mi co­nocimiento, le habría dicho: Aléjese de nosotros, pues su continuada presencia nos ofende; pero hemos hecho un pacto y hasta que el año expire deberemos aguantarlo. Por el espacio de sesenta días usted vivirá aislado, no dejará su habitación en la cual cada día se le asignará una tarea y subsistirá a pan y agua. Séanos permitido pensar que durante ese periodo de soledad y silencio se arrepentirá suficientemente de su crimen y se nos unirá luego con un ánimo distinto, pues cualquier ofensa puede perdonársele a un hombre, pero lo que es imposible es perdonarle una mentira.

-¡Una mentira!, exclamé azorado. ¡ No he dicho menti­ra alguna!

- Esto, dijo en un acceso de ira, es un agravante de su anterior ofensa. Es aún peor que la primera y debemos tratarla por separado cuando hayan pasado los sesenta días.

-¿Va a condenarme sin permitirme hablar, sin escu­charme o aclararme algo? ¿Qué mentira he proferido?

Tras una pausa, durante la cual estudiaba mi rostro, dijo, señalando la página abierta frente a él: Ayer, en respuesta a mi pregunta, me respondió que sabía leer; anoche le dijo a Yoleta lo contrario; ahora, aquí está el libro y confiesa que no puede leerlo.

-Pero eso se explica fácilmente, dije, inmensamente aliviado pues realmente me había sentido algo culpable de tomar y presionar esa mano, aun cuando no fuera un asunto muy grave. Yo puedo leer los libros de mi propio país y por supuesto creí que sus libros estarían escritos en iguales caracteres, pero la noche pasada descubrí que no era así. Ustedes han visto los signos de mi país sobre las monedas que les mostré.

En ese momento, de nuevo, saqué de mi bolsillo el monedero y volqué el contenido sobre la mesa.

Comenzó a observar las libras una por una para exami­narlas. Mientras, encontré mi hermosa estilográfica dentro de mi libreta, y pensé que lo mejor seria demostrarle cómo escribía. Afortunadamente la tinta no se había evaporado. Arranqué una hoja en blanco y rápidamente escribí unas pocas líneas y le alcancé el papel diciéndole:

- Así escribo yo.

Procedió a estudiar el papel pero sus ojos, advertí, se dirigían frecuentemente hacia la estilográfica que tenía en mis manos.

Al tiempo señaló:

- Esta escritura o estas marcas que ha hecho sobre el papel no son como las que están sobre el oro.

Tomé el papel y procedí a copiar la oración que había escrito en letras de imprenta, luego se lo devolví.

Lo examinó de nuevo y tras comparar mis letras con las de la moneda dijo:

- Le ruego me diga ahora qué ha escrito aquí y me ex­plique por qué escribe de dos maneras distintas.

Le expliqué lo mejor que pude por qué unas letras se usaban para estampar sobre oro y otros elementos y otras para escribir. Con un sonrojo de modestia, leí las palabras de la oración: "En las distintas partes del mundo los hom­bres tienen costumbres distintas y escriben de diferentemanera, pero del mismo modo, a todos los hombres, en todas partes del mundo, la mentira les es detestable".

-Smith, -dijo, dirigiéndose a mí de una manera im­presionante, pero felizmente no para acusarme de una tercera mentira-; yo he vivido mucho en el mundo y los conocimientos que otros poseen de él son también los míos. Es un conocimiento de todos que en regiones más cálidas o frías los hombres están obligados a vivir de manera distinta; mas, sabemos que en todas partes tienen dentro de sus almas la misma ley del bien y el mal, y, como usted ha dicho, detestan la mentira; tam­bién sé que hablan la misma lengua y hasta este instante creía que escribían con los mismos caracteres. Como quiera que sea ha logrado convencerme que no es así; que en algún oscuro valle, aislado por montañas inacce­sibles o en alguna pequeña isla desconocida, un pueblo pueda existir. ¡Ah!, ¿no me dijo que venía de una isla?

- Sí, respondí, mi país es una isla.

- Eso imaginé, una isla de la cual ninguna noticia nos ha llegado, en donde las gentes, separadas de sus seme­jantes, en el curso de muchas centurias han cambiado sus costumbres y aun su manera de escribir. A pesar de haber visto estas piezas no comprendí o no reflexioné que tal familia humana existía. Ahora estoy persuadido de ello y como yo sólo tengo la culpa del cargo que le hice debo pedirle perdón. Nos regocijamos por su inocencia y deseamos con creciente amor pagar nuestra injusticia.

Concluyó colocando su mano sobre mi hombro:

- Hijo mío, soy ahora su deudor.

- Me alegro que todo haya finalizado felizmente, res­pondí, pensando si el estar en deuda conmigo aumen­taría o no mis posibilidades con Yoleta.

Al advertir que dirigía miradas de curiosidad a mi es­tilográfica, que yo seguía jugando entre mis dedos, se la ofrecí.

La examinó con interés . Estaba realmente esperando una oportunidad, dijo, para admirar de cerca este maravilloso invento, pues me había dado cuenta que su escritura no estaba realizada con un lápiz sino con un fluido. Es de un tinte negro lustroso, hermosamente diseñado y con aros de oro y contiene el líquido. Esto me sorprende tanto como cual­quier otra cosa que me haya dicho.

- Permítame que se lo obsequie, le dije al verlo tan atraído por el objeto.

- No, de ningún modo, respondió; me agradaría mu­cho poseerlo y lo guardaría si puedo otorgarle en retri­bución algo que desee.

La única cosa en la vida que deseaba era la mano de Yoleta, pero era demasiado pronto para hablar de ello, dado que aún no sabía nada de sus costumbres matrimoniales, ni siquiera si para ello se necesitaba o no el consentimiento de la dama antes de hacer tal pedido. Por lo tanto, mi requerimiento fue más modesto:

- Hay algo que profundamente deseo, dije. Estoy an­sioso por poder leer en vuestros libros y me consideraría más que compensado si permitiese que Yoleta me en­señase.

- Ella le enseñará de cualquier modo, hijo, respondió; eso y mucho más se le debe a usted.

- Nada hay que desee más, dije, y le ruego que tenga la lapicera ya que ello me hará feliz.

Así terminó ese desagradable asunto.

Al haberse disipado la nube, todos nos dirigimos al comedor donde nos restablecimos y nada podía exceder nuestra alegría cuando nos sentamos para alimentarnos con carne y verduras. Al no sentirme tan hambriento como la víspera y además al ver a todos con tan buen humor no vacilé en unirme a su conversación y no me fue tan mal si se tiene en cuenta lo inusitado de todo; pues como la abeja que se ha visto demorada en su trabajo entre las flores por la construcción geométrica, yo comencé a adquirir algo de ingenio para desplazarmelibremente por entre los intrincados pensamientos y fra­ses que eran nuevos para mí.

Las experiencias de esa tarde habían sido realmente destacables: una rara mezcla de pesar y placer sin llegar a un gris homogéneo, pero pareciéndose a un brillante bordado realizado sobre un fondo oscuro, sombrío, y de estos sorprendentes contrastes yo estaba signado para sufrir más en esa misma velada.

Estábamos otra vez reunidos en el gran salón, el ve­nerable padre reclinado a su voluntad en su diván-trono cerca de las esferas de bronce, mientras los demás pro­seguían sus ocupaciones tal como en la noche anterior. No pudiendo aproximarme a Yoleta y no teniendo nada que hacer me senté cómodamente en uno de los asien­tos amplios y me dejé estar, soñando. Al rato, ante mi sorpresa, el padre, quien me había estado observando durante un rato, dijo:

-¿Quiere conducir, hijo mío?

Me sobresalté y me sonrojé, pues no deseaba molestar­lo con preguntas, pero, estaba desorientado, no com­prendía qué era lo que significaba conducir. Pensé va­rias cosas, ya las oraciones de la noche, danzas, etc.; mas, estando en duda me sentí obligado a pedirle una aclaración.

-¿Querría conducir el canto?, respondió un tanto sor­prendido.

- Oh sí, con placer, respondí.

Al no haber ninguna música, ningún piano, natural­mente pensé que mis amigos se entretenían por las no­ches con solos de canto sin acompañamiento y como tenía buena voz de tenor no me desagradaba comenzar con una canción. Me aclaré la garganta con un grr-jrr­jeem que sobresaltó a todos y me lancé con El Vicario de Bray, una vieja y querida canción, que era mi favorita. Todos se alteraron cuando comencé, intercambiándose miradas de asombro, pero estaba oscureciendo tanto den­tro del recinto que no me permitía estar seguro si mis ojos me engañaban. Quienes estaban cerca de mí co­menzaron a

a alejarse y me afligió tanto que enronquecí y mi canto se tomó realmente malo; mas, aun así, pensé que era mejor valientemente llegar al final. De pronto el anciano, que me había estado mirando furiosamente por un tiempo, envolvió su rostro y su cabeza con su larga túnica amarilla. Me fijé en Yoleta, sentada a la distancia, y vi que se apretaba los oídos con ambas manos.

Pensé que había llegado el momento de callar y abrup­tamente paré en medio de la cuarta “stanza", me senté extremadamente avergonzado e incómodo. Estaba casi ahogado e incapaz de decir una palabra. Pero no había palabra que encontrase, pues eran ellos, por supuesto, quienes debían agradecerme por haber cantado, o de­cirme algo; pero no se oyó ni una sola palabra. Yoleta dejó caer sus manos y continuó su labor mientras el an­ciano lentamente y con mirada temerosa salía de entre sus envolturas y entonces el largo y mortal silencio se tomó insoportable y manifesté que temía que mi canto no fuera de su gusto. No hubo respuesta; sólo que el padre extendiendo una de sus manos tocó una manija o una llave cerca de él y una de las esferas de bronce comenzó a girar. Un suave murmullo de voces se elevó y parecía pasar como una ola a través del recinto, per­diéndose a la distancia y seguida por otra y otra cada una señalada por un aumento de fuerza, y con frecuencia cuando estos sones solemnes se extinguían se escuchaban aproximarse tenues notas como de flautas. Los misterio­sos sonidos se aproximaban y continuaban, para volverse a intervalos más fuertes y claros unidos a otros tonos, mientras crecían todos juntos, estallando ahora en un coro de alegría, luego una nota clara, líquidamente pura, como la de un ave, que se remontase sola; mas, si provenía de voces o de instrumentos musicales a viento era imposible determinarlo. Ya todo el ambiente que me rodeaba estaba pleno y palpitante con la extraña y ex­quisita armonía que se iba perdiendo y cuyas notas de­crecían y se apagaban gradualmente hasta extinguirse para el oído en­

la dirección opuesta. Que ahora todos participaban de la función era evidente para mí al ob­servarlos separadamente; algunos tenían en sus manos pequeños y raros instrumentos, pero había una combina­ción de voces y algo como ventrilocuismo de los sonidos que hacía imposible distinguir los de una persona en particular. Sonidos más graves y sonoros ahora emitidos desde los globos sonoros, algunas veces semejando el carácter de la “vox humana" de un órgano y cada vez que se elevaban hasta un cierto punto había sonidos de respuesta, los cuales no provenían de los ejecutantes, suaves, trémulos, de carácter eólico que se expandían por todo el recinto tal como si las paredes y los cielorra­sos estuviesen recubiertos de celdillas musicales sensibles a las mayores vibraciones. Estos sonidos flotantes y aéreos sólo respondían a las voces femeninas, altas, que seme­jaban a las de las sopranos enriquecidas y espiritualiza­das en un grado sorprendente. Entonces el amplio recin­to parecía estar invadido por una niebla tal como lo estaba por esa informe melodía que semejaba provenir de arpistas invisibles, ocultos en lo alto, entre las sombras.

Recostado en mi diván, escuchaba con ojos entrece­rrados este misterioso conmovedor concierto, me emocio­né hasta las lágrimas y hasta temí haber sido transporta­do hacia alguna región supra-mundana habitada por se­res semi-angelicales; temí, digo, pues con este nuevo amor en mi alma no había elísea morada celeste que pudiese compararse con estas tierras verdes para sitio habitable. Pero cuando recordé mi actuación tan burda, mi rostro, ahí al oscuro, estaba encendido de vergüenza y maldije mi ignorante y presuntuosa alegría de la que me sentía culpable al haber gritado la abominable balada del Vi­cario de Bray que ahora se me había vuelto tan odiosa como mis botas y pantalones. El compositor de esa can­ción, el autor de esa letra y su tema, el hipócrita Vicario, se presentaban a mi mente como los tres seres más ende­moniados que hubiesen existido.Que el diablo se lleve mi suerte!, exclamé haciendo rechinar mis dientes con enojo de impotencia, pues me parecía demasiado duro revés, justo cuando había logrado gozar del favor, haberlo arruinado de modo tan poco fe­liz. Ahora que me había puesto en contacto con su forma de cantar, la supuesta mentira acerca de la que ellos habían hecho tanto alboroto, me pareció una muy leve ofensa comparada con mi intento de conducir el canto. Sin embargo, cuando el concierto hubo concluido, nadie dijo una sola palabra acerca del asunto, aunque había es­perado ser llevado de inmediato a la sala de los juicios para escuchar que se me impondría una terrible senten­cia; y cuando antes de retirarme, ansioso por conciliarme con mi anfitrión, comencé a expresarle mi pesar por ha­berles infligido un dolor al intentar cantar, el venerable señor alzó sus manos con gesto implorante y me rogó no dijese nada de eso, pues las situaciones penosas era me­jor olvidarlas:

- No hay duda, agregó gentilmente; cuando usted per­maneció tanto tiempo enterrado en las sierras, ha tragado gran cantidad de tierra y arenilla en sus esfuerzos por respirar y sus pulmones aún no se han liberado de ello.

Este fue el más piadoso punto de vista con que él pudo tomar el asunto y yo estaba agradecido porque no hubiese tenido peores consecuencias.

 

 

 

CAPITULO X

 

 

 

 

Por fin había llegado el día feliz en que habría de de­jar, al menos en cuanto a mi apariencia exterior, de pa­recer un alienado; al regresar del campo al mediodía y penetrar en mi celda hallé mi hermoso vestuario: dos tra­jes completos además de la ropa interior; uno, el de color más sobrio, dispuesto sólo para las horas de tareas; el segundo, que era para vestir en La Casa, llamó mi aten­ción. Temblando de ansiedad, me arranqué mis viejos “tweeds” y las botas averiadas y otros vestigios de una civilización a la cual quizá ellos hubiesen sobrevivido y pronto advertí que había sido medido con exacta precisión, ya que todo, hasta los zapatos, se me adaptaban a la per­fección. Era verde el fondo y el color predominante un verde húmedo, el estampado muy bello, de un rojo os­curo tirando al púrpura. Mi deleite culminó cuando me cal­cé las medias que tenían, como las que usaban los de­más, un extraño diseño, evidentemente sugerido por la piel de alguna dase de víbora. Su fondo era verde pálido, casi amarillo cítrico y el diseño de un brillante marrón rojizo, con reflejos bronceados.

No bien me hube arreglado y con el rostro arrebola­do y el corazón palpitante, me adelanté a exhibirme an­te mis amigos, los hallé en asamblea y aguardando ver y admirar el resultado de sus trabajos. El placer que vi reflejado en sus caras transparentes, aumentó cien veces mi contento y casi los sorprendí con mi torrente de elo­cuencia para expresarles mi gratitud.- Ahora, revélenme un secreto, exclamé cuando la ex­citación pareció irse apagando un poco; ¿por qué es el verde el color predominante en mis ropas, cuando en las de todas las personas su uso es muy limitado?

No bien había terminado de hablar cuando ya deseaba desde el fondo del alma haber callado; pues de repente se me ocurrió que el verde pudiese ser el color para un alie­nado o un asalariado, en cuyo lugar quizá me colocaran.

-Oh, Smith, ¿no puede usted adivinar algo tan sim­ple?, dijo Edra colocando sus blancas manos sobre mis hombros y sonriéndome directamente a la cara.

¡Qué hermosa parecía, parada ahí, con sus ojos tan cerca de los míos!

- Dígame por qué, Edra, dije aún con una ligera apren­sión.

- Pues observe el color de mis ojos y piel, ¿podría ese tinte de verde ser el adecuado para que yo lo use?

-¡Oh, es esa la razón!, exclamé inmensamente aliviado. Pienso, Edra, que usted estaría hermosa con cualquier co­lor que hubiera sobre la tierra o en el arco iris del firma­mento. Pero, ¿soy tan distinto a todos ustedes?

- Oh sí, bastante distinto, ¿no se ha mirado nunca? Su piel es más blanca y enrojecida y su cabello tiene un color muy distinto. Estará mejor cuando crezca más, creo. Y sus ojos, ¿sabe que nunca cambian? Cuando lo observa­mos detenidamente, son siempre gris-azulados, nunca ver­des.

- No; yo desearía que lo fuesen, dije. Ahora he de va­lorar cien veces más mi ropa dado que se han preocupado por tantos detalles para que... bueno, cómo diré, para que armonizasen, supongo, con el color peculiar de mi ca­ra... Me estoy confundiendo de nuevo...

Edra rió y lo dio por terminado. Entonces todos reímos; evidentemente mis equivocaciones no importaban tanto después de haberme cambiado el tegumento exterior y presentado como una víbora, con la cola partida y una nueva marca de piel.En ese momento extrañé la presencia de Yoleta en la habitación; por sobre todo deseaba obtener una palabra de congratulación de sus labios; me fui en su busca. Esta­ba de pie bajo el pórtico, aguardándome.

- Venga, dijo y procedió a conducirme al salón de mú­sica donde se sentó sobre uno de los almohadones cerca de la tarima. Ahí tomó una tablilla y lápices de tiza o lápices de carbón.

- Ahora, Smith, voy a comenzar a enseñarle, dijo con aire grave de joven maestra, y todas las tardes cuando haya terminado su tarea, debe buscarme aquí.

- Yo deseo ser muy tonto y que el aprender me lleve mucho tiempo, respondí.

- Oh, rió ella; ¿cree que será tan agradable sentarse aquí a mi lado? Si me prefiere como maestra deberá procurar no ser tonto, pues si hace eso, pediré a alguien para que me reemplace.

-¿Realmente haría eso, Yoleta?

- Sí, ¿quiere que le diga por. qué? Porque mi carácter es impaciente y rápido. Todo lo malo que yo he hecho al­guna vez y por lo cual he sido castigada, ha sido por mi temperamento sin control.

-Y ha soportado, Yoleta, ese triste castigo de estar encerrada, sola, por muchos días?

Sí, con frecuencia, pues ¿qué otro castigo hay? Pero deseo que no ocurra nunca más, pues pienso... sé que sufro más de lo que nadie puede imaginar. El andar sobre el césped y sentir el sol y el viento sobre mi cara, ver la tierra, el cielo y los animales, eso es como la vida para mí; y cuando estoy encerrada, sola, cada día me parece al menos un año.

Ella ignoraba cuánto más querida la hacía esa confe­sión de una pequeña debilidad humana.

- Venga, comencemos, dijo, aguardaba a que sus ro­pas nuevas estuviesen terminadas y ahora debemos re­cuperar el tiempo perdido.

-¿Sabe, Yoleta, que nada me ha dicho de ellas? ¿Le agradaré algo más ahora?- Sí, está mucho mejor. Usted era una pobre oruga antes; me agradaba un poco, pues sabía qué hermosa mariposa seria a su tiempo. Yo colaboré para confec­cionar sus alas. Ahora escuche.

Por dos horas me enseñó, haciendo sus letras o mar­cas rojas, las cuales yo copiaba en mi tablilla y luego me las explicaba. Al final de la lección tenía una idea general de que la escritura era, principalmente, fono­gráfica y que estaba ante una tarea bastante difícil.

-¿Cree que podrá enseñarme a cantar? le pregunté cuando hubo dejado sus tablillas a un lado.

El recuerdo del desgraciado fracaso cuando hube de "conducir el canto" era una abierta herida en mi inte­rior. Había comenzado a pensar que no me había justi­ficado ante mí mismo en esa ocasión memorable y el deseo de hacer otro intento, bajo circunstancias más propicias, se robustecía en mi.

Ella se sobresaltó un tanto ante mi requerimiento, pero nada dijo.

- Yo ahora sé, continué con tono de ruego, que us­tedes cantan suavemente. Si sólo consintiese en probar­me una vez le prometo pegarme como engrudo de za­patero, le pido me perdone, quise decir, me esforzaré por no apartarme del estilo de morendo y perdendosi ¿com­prende qué estoy diciendo? Yoleta, le prometo no asus­tarla si solamente me deja probar y cantar, para usted una vez.

Se volvió, como con una nube cubriéndole la expresión del rostro, se encaminó lentamente hacia la tarima, y colocando sus manos sobre las llaves hizo que dos de los pequeños globos girasen emitiendo suaves ondas de sonidos a través de la habitación.

Me adelanté hacia ella, pero aprensivamente levantó la mano:

- No, no, no; quédese ahí, dijo, y cante suavemente. Era difícil contemplar su cara afligida y obedecer; pero no le iba a mugir como un toro, había empeñado mi ser en esta prueba. Durante los últimos tres días,

                                                                        mientras trabajaba en el campo practicando incesante­mente la exquisita melodía de mi querido maestro Cam­pana M'appar sulla tomba, casualmente la única melodía por mí conocida que tenía algún parecido con esa su divina música. Ante mi sorpresa, ella parecía hacer con la música el acompañamiento adecuado con las esferas, lo cual me apoyaba e infundía coraje, y aun cuando can­tando en voz baja sentía que jamás lo había hecho tan bien antes. Cuando hube finalizado casi esperé alguna palabra de elogio o que se me preguntase por qué no había cantado esa melodía en aquella desgraciada vela­da en que se me pidió que condujese; no dijo ni una palabra.

-¿Cantará usted algo ahora?, dije.

- Ahora, no; esta noche, fue su respuesta, mientras lentamente atravesó la sala con los ojos bajos.

-¿En qué está pensando, Yoleta, que está tan seria? pregunté.

- En nada, me respondió con impaciencia.

- Entonces, por nada tiene un gesto muy solemne. Nada me ha dicho de mi canto. ¿No le agradó?

-¿Su canto? ¡Oh, no!, fue como una pepita sabrosa dentro de una rústica cascarilla. Me gustaría la una sin la otra.

- Usted habla con enigmas, Yoleta; temo que su res­puesta no sería grata a mis oídos. Pero si quisiese cono­cer el canto, yo sería feliz en enseñárselo. Su letra está en italiano, pero yo puedo traducírsela.

-¿La letra?, dijo ausente.

- La letra del canto, repliqué.

- Yo no comprendo qué quiere decir acerca de la letra del canto. No me hable ahora, Smith.

- Oh, está bien, contesté pensando que todo era muy extraño y tomando asiento dividí mi atención entre mi bella calza y Yoleta aún desplazándose por el lugar con expresión ausente.

Al rato, su extraño modo se disipó pero no me animé a volver a hablar de música, y a poco nos encaminamos

hacia el comedor, en donde por las siguientes dos o tres horas nos ocupamos gratamente de ese proceso que algunos nuevos teorizadores nos informan constituye el máximo placer de la vida.

Esa noche escuché casualmente un breve y curioso dialogo. El padre de La Casa, tal como yo me había acostumbrado a llamar a nuestro jefe, tras levantarse de su asiento se detuvo unos minutos para conversar, cerca de mí, mientras Yoleta, con su mano sobre su brazo, aguardaba que terminase. Cuando hubo concluido, se volvió hacia ella. Ella en voz muy baja, dijo:

- Padre, yo conduciré esta noche.

El le colocó su mano sobre la cabeza y bajando su mirada estudió esa cara hacia él levantada:

- Ay, hija mía, dijo con una sonrisa. ¿Debo adivinar qué te ha inspirado hoy? Has estado escuchando el paso de los pájaros, yo también los escuché esta mañana cuando pasaban en bandadas y tú los has estado siguien­do con el pensamiento allá lejos hasta aquellas tierras de sol radiante a donde nunca llega el invierno.

- No padre, replicó, sólo he estado a poca distancia de La Casa con el pensamiento, sólo en ese lugar donde aún no ha crecido la hierba para ocultar las cenizas y humus sueltos.

Se inclinó y besó su frente, luego se alejó y ella, sin reparar en mi ávida mirada, también se fue.

Se suponía que alguien debía conducir el canto cada noche, pero siempre me resultaba imposible descubrir quién guiaba; sin embargo, ahora, tras haber sorpren­dido esa conversación, supe que justamente esa noche sería Yoleta y a pesar de la muy pobre opinión expre­sada por ella referente a mi habilidad musical, estaba preparado para admirar la ejecución más que nunca.

Comenzó del mismo modo misterioso e indefinible; al rato, cuando empezó a tomar forma de melodía, se apoderó de mi la idea de que estaba escuchando un fraseo que me fuera familiar. A la larga descubrí que era la música de Campana, pero cantada de un modo

 

 

 

como jamás lo había escuchado. Es que la melodía M'appar sulla tomba había sido tan transformada y es­piritualizada que su propio autor habría escuchado en éxtasis esos acentos dolorosos que habían pasado por el alambique de mentes más delicadamente organizadas. Es­cuchando recordé con profundo pesar que el pobre Cam­pana había fallecido hacía poco en Londres; casi al mismo tiempo volvió a mí el recuerdo de mi querida madre cuya muerte temprana fue el primer pesar de mi adolescencia. Todos los cantos que yo le había oído entonar volvieron a mi sonando en mi mente con inusi­tada alegría, pero siempre apagándose con fúnebre y extraña tristeza. Y no solamente mi madre, sino otros mu­chos seres queridos regresaron “embellecidos desde el polvo" hasta mí (ancianos de blanca cabellera quienes en mi pasado me habían dado espléndidos consejos; con­discípulos, amigos de la niñez y hombres también en el comienzo de su vida, de cuya prematura muerte había oído de vez en vez en ésta o aquélla lejana zona del Imperio Británico). Volvieron a mí a tal punto que todo el salón parecía invadido por una pálida procesión de sombras que pasaban frente a mí al son de la misteriosa melodía. A lo largo de toda la velada volvían en cien inquietantes disfraces, produciéndome una melancolía in­finitamente preciosa, que era más de lo que mi corazón podía tolerar. Una y otra vez el desesperado ¡Ay-i-me! desgranábase como un prolongado sollozo desde las es­feras giradoras, y voces lejanas y cercanas eran recogi­das y transportadas aún más lejos por sones distantes que se extinguían, pero eran nuevamente respondidas por otras más cercanas y más claras en tonalidades que pa­recían arrancadas “de las profundidades de una deses­peranza divina" para perderse, no totalmente, pues todas las celdas ocultas se conmovían, y el aire, cual misterio­sas manos invisibles, tañía las cuerdas suspendidas hasta que su exquisito hechizo y tristeza me hicieron temblar y verter lágrimas, mientras permanecía sentado en la penumbra, sorprendiéndome como pueden los hombres

 

 

sorprenderse, en estos momentos, al advertir la tempes­tad que provoca en el alma tal música y que acaso signifique meramente el madurar de nuestra naturaleza terrena o algo que se le suma: un anhelo divino del alma que integraría nuestra inmortalidad.

 

 

 

CAPITULO XI

 

 

 

Me parecía que hasta ahora, realmente, nunca había vivido, tan placentera era esta vida nueva - tan sana y libre de ansiedades y lamentaciones -. La antigua vida que yo había vivido en las ciudades se alejaba de mi mente más cada día; ahora, se me presentaba como el recuerdo de un sueño repulsivo, y mi mayor alegría era poder olvidarlo. Cómo había podido hallar soportable aquella negligente, inútil, lujuriosa y vacía existencia me parecía, cada  mañana, más misterioso, cuando me en­caminaba hacia la tarea asignada en el campo o el taller, tan natural y placentero me parecía el trabajo manual, y el comer el pan ganado con el sudor de mi frente. Si hubiera algún trabajo que prefiriese sobre los otros era el de cortar leña; en esta época se necesitaba mucha madera y se me permitía seguir mi inclinación. En el bosque, a un par de kilómetros de la casa, varios sufridos viejos gigantes, principalmente robles, castaños, olmos y hayas habían sido señalados para ser talados: en algunos casos habían sido chamuscados y rajados por el rayo y ofendían a la vista y en otros el tiempo los había deteriorado y ya no lucían su esplendor con sus largos brazos marchitos y desolados, lo que confería a sus copas un follaje ralo y poco lucido; eso tiene o da un sentido funesto, como los escasos y blancos cabellos en las testas vencidas de los viejos. A esta distancia de la casa yo podía, libremente satisfacer mi propensión de

 

 

cantar en ese tono más alto que no había gustado a mis nuevos amigos. Entre los enormes árboles, lejos de sus oídos, yo podía elevar la voz a mi gusto, solazándome con mis bulliciosas viejas baladas inglesas que como el grito de caza de John Feel:

 

Pudiese levantar a los muertos

o   en la mañana al zorro de su cubil.

 

Mientras tanto, con la frenética energía de un Glads­tone fuera de su despacho, manejaba mi hacha y el eco de sus golpes rítmicos era un adecuado acompañamien­to a mis esfuerzos hasta que por varios metros a mi alrededor el suelo estuviese cubierto de astillas blan­cas y amarillas; entonces, exhausto debido al esfuerzo, me sentaba a descansar, a comer mi sencilla vianda del medio día, a admirarme en mi ropa de trabajo de un color verde oscuro y chocolate y por sobre todo a pen­sar y soñar con Yoleta.

Durante mis caminatas hacia y desde el bosque lan­zaba muchas miradas a la solitaria y lisa cima de una sierra, casi montaña por su altura, que se elevaba a cuatro o cinco kilómetros de La Casa hacia el norte, so­bre la otra ribera del río. Desde su cima, estaba seguro, se tendría una amplia vista del campo circundante y con frecuencia deseaba llegar hasta allí. Una tarde, mientras se desarrollaba mi lección de lectura, le comenté a Yoleta mi deseo.

- Venga, vayamos allá ahora, dijo dejando de lado las tablillas.

Acepté alegremente, nunca había caminado solo con ella y de hecho no me había acompañado con ella desde ese primer día cuando colocó su mano en la mía, pero, ahora estábamos íntimamente más cerca el uno del otro.

Me condujo a un lugar a menos de un kilómetro de La Casa; ahí el agua corría ruidosamente sobre un le­cho pedregoso y formaba numerosas corrientes profun­das entre las rocas por donde uno podía cruzar saltándolas.

 

 

 

    Yoleta iba señalando el camino brincando airosamente de piedra en piedra, mientras yo, ansioso por escapar de una mojadura, la seguía con cautela; mas, cuando hube llegado felizmente y creía que nuestro grato andar esta­ba por iniciarse, ella imprevistamente partió hacia la sie­rra con paso tan rápido que muy pronto me dejó atrás. Al advertir que no podía alcanzarla le grité para que me aguardase, se detuvo y quedó quieta hasta que es­tuviese a tres o cuatro metros de distancia, y entonces escapó otra vez rauda como el viento. Por fin llegó al pie de la sierra y se sentó hasta que me reuniese con ella.

- Por el amor de Dios, Yoleta, comportémonos como seres racionales y caminemos tranquilamente. Eso co­menzaba a decir cuando se alejó de nuevo y bailoteando ascendía con energía inagotable que me asombraba tanto como me exasperaba.

- Espéreme sólo una vez más, exclamé.

Entonces en la mitad del ascenso se detuvo a sentarse sobre una piedra.

Es mi oportunidad, pensé listo a resarcir mi insuficien­te rapidez y a obrar con mayor astucia, lo que nos igua­laría. Llegaré sigilosamente y la sorprenderé dormitan­do y la tomaré fuertemente del brazo hasta que la ca­minata haya terminado, pues hasta aquí sólo había sido una loca cacería.

Avanzaba lenta y dificultosamente y cuando me acer­caba para llevar a cabo mi plan se alejó ligera, con una risa alegre, y no se detuvo más hasta la cima. Totalmente fatigado y vencido me senté para descansar; al alzar la vista la vi en lo alto, parada inmóvil sobre una piedra semejando una estatua que se perfilase contra el azul del cielo. De nuevo me levanté y esforcé hasta alcan­zarla y ahí me desplomé sobre el pasto, vencido por la fatiga.

- Otra vez que me invite a caminar, Yoleta – jadeé - no me moveré a menos que tenga yo una soga colocada alrededor de su cintura para detenerla cuando preten­da

 

 

 

da escapar en esa loca carrera. Me ha dejado sin alien­to y eso que estaba en bastante buen estilo.

Ella rió, de un salto estuvo en el suelo y se sentó a mi lado, tomé su mano y la retuve fuerte.

- Ahora no se escapará y saldrá corriendo, dije.

- Puede tenerme la mano, contestó, no tiene nada que hacer aquí arriba.

-¿Puedo destinarla a algo útil? ¿puedo hacer lo que quiera con ella?

- Sí puede, agregó con una sonrisa, ahora no tiene es­pina alguna.

Se la besé repetidas veces, en el frente, en la palma, la muñeca, luego le dediqué una caricia separada a las yemas de cada dedo.

-¿Por qué me besa la mano?, inquirió.

-¿No lo sabe? ¿No lo adivina? Porque es la cosa más dulce que puedo besar, excepto una otra cosa, ¿pue­do decírsela?

-¿Mi cara? ¿Por qué no me la besa?

-¡Oh!, ¿puedo?, y atrayéndola besé su suave meji­lla. ¿Puedo besar la otra?, pregunté y ella me la ofreció, Cuando se la hube besado, como en éxtasis, la miré, hun­dí mi mirada en sus ojos que parecían negro brillante y descarados. - Yo creo... que he cometido un leve error, dije, lo que yo quería decir es si me permitirá besarla donde quiera, en la barbilla, por ejemplo, o allí donde quiera.

- Sí, pero me está demorando demasiado tiempo, bé­seme tantas veces como quiera y después admiremos el paisaje.

- La acerqué más y le besé la boca no una ni dos veces, sino adhiriéndome a ella con el ardor de la pasión, tal como si mis labios se hubiesen fundido en los suyos.

De repente se desembarazó de mí.

-¿Por qué me besa la boca tan violentamente?, dijo, y sus ojos refulgían y sus mejillas se arrebolaban. Pare­ce un animal que me quisiese devorar.

Obviamente así era como me sentía.

 

 

 

-¿No sabe, queridísima, por qué la beso así? Porque la amo.

- Lo sé Smith, puedo entender y apreciar su amor sin que me lastime los labios.

-Y ¿me ama usted, Yoleta?

- Sí, ciertamente. ¿No lo sabía usted?

-¿Y no es dulce besarse cuando uno se ama? ¿Sabe, carísima, qué es el amor? ¿Me ama mil veces más que a cualquier otro en el mundo?

- ¡ Qué extravagantemente habla, replicó, qué cosas extrañas dice!

- Sí querida, porque el amor es extraño, la cosa más extraña, más dulce en la vida. Llega una sola vez al co­razón y ese ser amado lo es infinitamente más que otros. ¿No comprende ésto?

-¡Oh no! ¿Qué quiere decir, Smith?

-¿Hay alguien más querido por Usted que yo?

- Yo amo a todos los de La Casa; a unos más que a otros. A aquellos que están más estrechamente vincula­dos conmigo los amo más.

- Por favor ¡no diga más nada! Usted ama a su gente de un modo y a mí de otro. ¿Es así?

- Hay sólo una clase de amor, dijo ella.

-1Ay! dice eso por que es una criatura aún y no sabe. Debe ser aún más joven de lo que creía. ¿Qué edad tiene?

- Treinta y un años, respondió con suma seriedad.

-¡Oh Yoleta, qué tremendo embuste! Perdón por ha­ber sido tan brusco. Pero no cree que puede reducir esa cifra. Treinta y un años ¡qué jocoso! Pues yo soy un viejo comparado con usted y no tengo aún veintidós. Le ruego, dígame, Yoleta ¿qué quiere significar esto?

Me di cuenta que no me escuchaba y vi que se había levantado del pasto y vuelto a sentar sobre la piedra. Por toda respuesta a mi pregunta señaló con su mano hacia el occidente diciendo:

- Mire allá, Smith.

 

 

Me paré y miré. El sol ya estaba próximo al horizonte y parcialmente oculto por las nubes bajas que comen­zaban a tornarse grises orladas con púrpura y rojo; sus desflecados bordes parecían incendiados por intensas lla­maradas amarillas. En lo alto, el cielo tenía la claridad de un cristal azul con listones de rayos amarillo pálido arrojados por la luz del sol poniente que semejaban los rayos de una inmensa rueda celestial que llegaban hasta el cenit. La tierra ondulada con sus montes verde oscu­ro; el follaje otoñal de diversos tonos se estiraba a lo le­jos frente a nosotros, ya en sombras, ya iluminada por los áureos reflejos, mientras que la cadena de monta­ñas que aparecía cerca y estupenda ante nuestra vista habíase tornado de azul oscura en violácea.

Las dudas y temores que agitaban mi corazón me de­jaban indiferente ante la extremada belleza del paisaje. Me volví impacientemente para contemplar de nuevo su grácil figura, aun de incipiente adolescencia, por lo rí­gido de sus formas; mas, su rostro, arrebolado por la luz solar, coronado por su oscura y brillante cabellera, me la hacía aparecer como el rostro de una de las in­mortales. La expresión de total devoción que reflejaba me obligó al silencio, me pareció que había sido tocada por la magia de natura, como la tierra y el cielo, y que estaba transfigurada; a la espera de que el trance pasase permanecí de pie a su lado, descansando mi mano sobre su rodilla. Poco después bajó hacia mí su mirada y son­rió; entonces, volví al tema de la edad.

- Seguramente Yoleta, dije, estaba sólo jugando con­migo, quiero decir, divirtiéndose conmigo; realmente no puede tener más que entre los quince o dieciséis años cuando mas.

Ella de nuevo sonrió y movió la cabeza.

- Oh, ahora entiendo, ya puedo resolver la adivinanza. Su tiempo es diferente, claro, como todo lo demás en esta latitud. Un mes ha de llamarse un año para ustedes y eso la haría tener ... déjeme pensar ¿cuánto es doce por treinta y uno? ¡Que me cuelguen! Casi quinientos

 

 

creo, es que soy tan nulo en cálculos mentales!, es justa­mente lo contrario, ¿cuántas veces doce en treinta y uno?, bueno, en números redondos, dos veces y media. Eso sería absurdo. Usted no es un bebé. ¡Ah, ya lo ten­go!, las estaciones se llamarán años, claro, como no lo pensé antes... tampoco, así tendría siete años y medio. Ahora sí lo veo claro, un año, significan dos de sus años, invierno y verano, son uno; eso haría que tuviese dieci­séis años exactamente lo que había imaginado. ¿Es así, Yoleta?

- Yo no sé de que habla, Smith, no lo estoy escuchando.

- Bien, escuche por un momento y dígame ¿cuál es la duración de un año?

- Dura desde que las hojas caen en otoño hasta que vuelven a caer en el próximo, y dura desde que las go­londrinas llegan en primavera hasta que regresan nueva­mente.

- Y seria y honestamente, ¿tiene treinta y un años de edad?

-¿No se lo dije? Sí, tengo treinta y un anos.

- Bien, jamás escuché nada igual por los Santos del Cielo! yo sé que es muy poco cortés preguntar la edad a una dama, pero ¿Sería tan amable de decirme la edad de Edra?

-¿Edra? tiene sesenta y tres.

¡Sesenta y tres, que me maten si tiene un día más de veintiocho! ¡Qué tonto soy, cómo no puedo mantener la calma! Pero, Yoleta, cómo me angustia. Casi no me ani­mo a hacerle otra pregunta, pero dígame la edad de su padre.

- El tiene casi doscientos años, ciento noventa y ocho, creo.

-¡Dioses del Cielo! Me he de volver rematadamente loco. No pude decir más nada, me alejé y me senté en una piedra baja a cierta distancia con una sensación de aturdimiento mental y algo como desesperanza en el co­razón. Que ella me había dicho la verdad, ya no podía dudarlo ni por un segundo; era imposible dada su naturaleza­

 

 

 

cristalina el no ser veraz. Sus años no me im­portaban, la virginal dulzura de la adolescencia estaba en sus labios y la gloria y frescura de la juventud en su frente; lo patético era que hubiese vivido treinta y un años en el mundo y que no comprendiese las palabras que le había dicho; que no supiese qué eran el amor y la pasión! ¿Sería siempre así? ¿Habría de consumirse hasta las cenizas mi corazón sin encender un fuego en el suyo?

Entonces, mientras permanecía allí sentado, colmado de esos pensamientos desdichados, bajó de su sitial y cayendo de rodillas frente a mí rodeó con sus brazos mi cuello y me miró fijamente.

-¿Por qué está apenado Smith?, ¿He dicho algo que lo hiera? dijo. ¿Y sabe qué me ha ofendido?

- Si lo he hecho, dígame cómo, queridísima Yoleta.

- Por haber estado haciéndome preguntas y diciendo cosas totalmente sin sentido mientras estaba ahí, embele­sada con la puesta del sol. Me molestó y disipó mi placer; lo perdonaré, Smith, porque lo quiero. ¿No cree que lo amo suficiente? Me es muy querido, más querido cada día, y atrayendo mi cara me besó en los labios.

- Querida, me hace feliz de nuevo, fue mi respuesta, pues si su amor aumenta cada día quizá llegue el momento en que me comprenda y que sea para mí todo lo que yo anhelo.

-¿Qué es lo que anhela? preguntó.

- Que sea mía, solamente mía, totalmente mía y que se me entregue en cuerpo y alma.

Ella continuó mirándome a los ojos.

En cierta forma nos damos, creo, en cuerpo y alma a aquellos a quienes amamos, dijo, y si aún no está satisfecho de que me haya entregado así de ese modo debe esperar, pacientemente, sin hacer ni decir nada que voluntariamente enajene mi corazón hasta que llegue la hora en que mi amor sea igual a su deseo. Vamos, agregó y levantándose, me tomó de la mano y me hizo levantar.

 

 

Silenciosos y pensativos, iniciamos de la mano el descen­so. De repente se arrodilló y entreabriendo los pastos con las manos halló un pequeño y grácil capullo emer­giendo de la tierra, sin hojas, desde un tallo redondo y suave.

-¿Ve?, dijo y alzó sonriente, su mirada.

- Si, querida, veo un capullo, pero no sé nada más que eso.

- Oh, Smith, ¿no sabe que es un lirio arco-iris?, y le­vantándose se tomó de mi mano y seguimos andando.

-¿Qué es un lirio arco-iris?

- Dentro de poco, en unos días, estará totalmente flo­recido y la tierra se cubrirá con su gloria.

- Está ya avanzada la estación, Yoleta. Primavera es la época en que los campos se cubren con la gloria de las flores.

- Nada hay que iguale al lirio arco-iris que llega cuando casi todas las flores han muerto o han perdido sus colores. ¿Ha vivido en la luna, Smith, para que yo tenga que contarle estas cosas?

- No, querida, pero he vivido en aquella isla donde todas las cosas, incluyendo las flores, eran distintas.

- Ah, sí, cuénteme acerca de esa isla.

Bien, “aquella isla" era un tema desafortunado y yo no estaba resuelto a quebrar la resolución que había tomado de guardarme prudentemente de hablar de sus institu­ciones peculiares.

-¿Cómo podría contarle, cómo podría imaginarlo si le contase?, dije, evadiendo la pregunta. - Ha visto los cielos ennegrecidos por las tormentas, se ha sentido en­ceguecida por los rayos y ha escuchado el rugir del true­no. ¿Podría imaginárselo si jamás hubiese sido testigo de ello y yo se lo describiese?

- No.

- Pues sería, entonces, inútil contarle. Dígame más de los lirios arco-iris, pues soy un gran amante de las flores.

-¿Lo es? ¿Es raro que tuviese un gusto común a to­dos los seres humanos? respondió con una bonita sonrisa.

 

 

Pero es más fácil hacer preguntas que responderlas. Si usted nunca hubiese visto al sol ocultarse gloriosamente, o al cielo de medianoche refulgir con miles de estrellas, ¿podría imaginárselas si yo se las describiese?

- No.

- Debe esperar que surjan de la tierra los lirios arco-iris y del corazón el amor.

- Con o sin flores el mundo para mí es un paraíso si usted, Yoleta, está a mi lado. ¡Ah, si fuese mi Eva! Qué dulce es caminar de su mano al anochecer; pero no era tan grato cuando echaba a correr alejándose de mí como un conejo salvaje. Me alegro de descubrir que a veces camina.

- Sí, a veces, en ocasiones solemnes.

- Cuénteme acerca de esas solemnes ocasiones.

- Esta no es una de ellas, replicó, retirando su mano de la mía, súbitamente; luego con una risa argentina huyó de mí lanzándose a la carrera hacia abajo con la veloci­dad y la gracia de una gacela.

Instantáneamente la perseguí, pero fue en vano aun cuando empeñé todas mis fuerzas. Ocasionalmente, caía de rodillas para admirar alguna flor silvestre o buscar un capullo de lirio; cada vez que llegaba hasta una piedra grande, saltaba sobre ella y permanecía parada inmóvil contemplando los ricos matices del festín de co­lores; mas siempre que me iba aproximando se arrojaba ligera y se alejaba de mí como un pájaro salvaje. Can­sado de correr abandoné mi cacería, cuerdamente cami­né solo hacia La Casa pensando si esa conversación en lo alto de la sierra, y toda la curiosa información que por ella había reunido habría de convertirme en el más des­dichado o el más feliz de los seres sobre la tierra.

 

 

 

CAPITULO XII

 

 

 

 

      El asunto acerca de si tenía motivos para sentirme feliz o desdichado aún me preocupaba cuando me acos­té y me mantuvo despierto hasta altas horas de la no­che. Lo juzgué a mi manera desde distintos ángulos con­centrándome profundamente y el resultado era siempre incierto. Como hombre me hallaba en una extraña situación, pues aquí estaba yo muy enamorado de Yoleta, quien decía tener treinta y un años y sólo conocía una forma de amor, el fraternal afecto que me prodigaba sin retaceos. Es verdad que estaba rodeado por misterios, viviendo en La Casa sin pertenecer a ella, no habiendo nacido en ella; había, además, llegado a la conclusión de que estos misterios sólo me serían develados por la lec­tura cuando mis conocimientos lo admitiesen. Es que parecía bastante riesgoso hacer preguntas, dado que el interrogatorio más inocente podría ser tomado por una ofensa que únicamente podía expiarse mediante el soli­tario confinamiento y una dieta a pan y agua; o si no era castigado así probablemente lo sería por apreciar que era el resultado del golpe que recibiera mi cabeza con­tra las piedras. Ser reticente, observador y estudioso, era el plan más efectivo; esto había servido para tornar­me diligente y atento durante mis clases, de ese modo mi gentil maestra estaba muy agradada con mis progre­sos en pocos días. Sus palabras en la sierra me habían, sin embargo, llenado de ansiedad y quería profundizar este raro sistema de vida ¿Por qué estaba esta numerosa fami­lia

 

 

 

- veintidós miembros presentes, además de algunos peregrinos (así los llamaban) ausentes-, compuesta sólo de adultos? Además, y más extraño aún, ¿por qué lucía el padre esa majestuosa barba, mientras los otros hombres, de distintas edades, eran lampiños o a lo sumo tenían sólo una leve sombra sobre. sus labios superiores y me­jillas? Estaba a la vista que no se afeitaban. ¿Serían, realmente, todos hermanos y hermanas? Hasta el momento había sido incapaz, aun con la más celosa observación, de detectar algo que se pareciese al amor o al leve flir­teo; todos se trataban, tal como Yoleta lo hacía conmigo, con ternura y afecto y nada más. Y si el Jefe de La Casa era realmente el padre de todos ellos, ya que en dos cen­turias un hombre podía haber tenido un número indefi­nido de hijos, ¿quién era la madre o madres? Yo nunca he sido bueno para las adivinanzas, pero el resultado de mis reflexiones fue una idea feliz: preguntar a Yoleta si su madre vivía o no. Ella era mi maestra, mi amiga y guar­diana en La Casa, y si resultase que la pregunta fuese otra vez desafortunada u ofensiva ella sería más proclive que ningún otro a perdonarme.

          Al día siguiente, tan pronto como nos hubimos reunido solos formulé no sin un nervioso escrúpulo la pregunta.

Ella me miró muy sorprendida.

-¿Quiere decir, respondió, que no sabe que tengo una madre; que hay una madre de La Casa?

-¿Cómo podría saberlo, Yoleta? respondí. No la he oído llamar a nadie “Madre":

además, cómo puede uno saber algo en un lugar extraño si no es informado.

-¡Qué extraño, entonces, que nunca lo preguntase hasta ahora! Hay una madre, la madre de todos, suya desde que ya es uno de nosotros; y ocurre también de que soy su hija, su única hija. Usted no la ha visto por que nunca ha pedido ser llevado a su presencia; y ella no está entre nosotros a causa de su enfermedad. Desde hace mucho, ella está atacada de un mal del cual no pue­de recobrarse y por un largo año no ha podido dejar el Aposento de la Madre.

 Habló con los ojos bajos, con voz queda y apenada. Ahora estaba claro que en mi ignorancia había incurrido en una grave falta de etiqueta hacia las leyes de La Ca­sa, y ansioso por reparar mi falta, y, además, por saber más acerca de la única mujer que en esta misteriosa co­munidad había amado, o al menos había conocido el ma­trimonio, pregunté si podría verla.

- Sí, respondió tras alguna hesitación aun de pie y con la mirada baja. Luego repentinamente estallando en llanto exclamó:

-¡Oh, Smith, cómo pudo estar en el mundo y no sa­ber que hay una madre en cada Casa! ¿Cómo pudo via­jar y no saber que cuando entra en una Casa, tras salu­dar al padre, lo primero que debe de hacer es solicitar ser llevado a la presencia de la madre para adorarla y sentir su mano sobre la cabeza? ¿No advirtió nuestro asombro y agravio ante su silencio cuando entró y cómo esperamos en vano que hablase?

Estaba mudo de vergüenza ante sus palabras. Muy bien recordaba la primera noche en la Casa cuando no podía sino ver que algo se esperaba de mí, pero nunca me aventuré a preguntar que se me aclarase qué era.

Luego, recobrándose de sus lágrimas, se alejó de la habitación y al quedar solo me invadió una profunda sor­presa por la revelación. No había imaginado que pudie­se llegar al mundo sin una madre; empero, el hecho de que esta criatura desapasionada, quien me había mani­festado que había una sola forma de amor, fuese la hija de alguien que actualmente viviese en La Casa y de cuya existencia jamás había oído, excepto en una forma tan indirecta que no acerté a comprender, me parecía un sueño. Ahora, estaba por ver a esta mujer oculta y la entrevista habría de revelarme algo, pues habría de des­cubrir en su rostro y conversación si tenía la misma mís­tica forma de pensar de los otros, que los hacía aparecer como habitantes de algún lugar mejor que este pecami­noso, pobre y triste mundo. Mis deseos sin embargo, no se vieron cumplidos, pues pronto regresó Yoleta y dijo

 

 

que su madre no deseaba verme en ese momento. Parecía tan apenada cuando me lo dijo que poniendo sus blan­cos brazos alrededor de mi cuello, como para consolar mi desilusión, hube de refrenar mi deseo de presionarla con preguntas y durante varios días el tema no se tocó en ab­soluto entre nosotros.

    Al tiempo, un día, cuando la lección hubo terminado, con una expresión en su rostro que mezclaba el placer y la ansiedad, se levantó y tomándome de la mano dijo:

   - Venga.

   Sabía que iba a llevarme a presencia de su madre y gozoso me levanté para obedecerla, pues tras la conver­sación que habíamos mantenido no tenía paz en mi deseo de conocer a la dama de La Casa.

   Dejando la sala de música, entramos a otro apartamento con la misma forma de nave, pero más vasta o al menos considerablemente más larga. Ahí me sobresalté y me de­tuve sorprendido por la escena que tenía ante mí. La luz que penetraba por las altas y angostas ventanas era te­nue, suficiente para ver el recinto y todo lo que había en él. Acababa en el extremo más apartado en un tramo de escalones anchos de piedra. La parte central del piso a todo el largo sería aproximadamente de seis metros de ancho; de cada lado de este pasaje, que estaba cu­bierto de mosaico, el piso estaba elevado y sobre ese ma­yor nivel vi, como me había imaginado, un gran conjun­to de hombres y mujeres solos o en grupos, de pie o sen­tados en grandes sillas de piedra, en posturas y actitu­des varias. Al instante advertí que no se trataba de seres vivos, sino de sus efigies en piedra; la vestimenta que lu­cían representaba el ropaje ornado por piedras de diferen­tes y ricos colores, lo que le daba la apariencia de ropas reales. Tan naturales eran las cabelleras que recién cuan­do subí y toqué la cabeza de una de ellas, recién enton­ces me convencí que era de piedra. Aún más maravillosa, en su apariencia de vida, eran sus ojos que parecían de­volver mis medio temerosas miradas con otra escrutadora, calma e interrogante que me era difícil enfrentar. Seguí tras mi guía con paso rápido, sin hablar; cuando llegué al centro del salón me detuve otra vez, involuntariamen­te. Me había impresionado profundamente una de las estatuas. Era la de una mujer de majestuoso porte, un ros­tro bello y orgulloso y una abundante cabellera platea­da. Ella estaba sentada, inclinada hacia adelante con sus ojos fijos en los míos a medida que avanzaba, una mano apretada contra su pecho, con la otra parecía llevarse ha­cia atrás los blancos y sueltos rizos de su frente. Tenía, creí, una expresión de calma y orgullo inflexible en su rostro, pero al acercarme

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más esa expresión desapareció, dando lugar a una tan ansiosa, anhelante y suplicante, tan cargada de aguda pena que permanecí contemplán­dola como quien está fascinado hasta que Yoleta tomó mi mano suavemente y me alejó. Aún y pese a la natu­raleza absorbente del asunto al cual estaba sujeto, ese extraño rostro parecía hechizarme y mirando a través de ese largo desfile de mujeres hermosas de calmo entrecejo, no hallaba otra parecida.

    Cuando llegamos al fin de la galería, ascendimos la escalinata de amplios escalones y llegamos a un lugar entre cuatro y seis metros sobre el nivel del piso que ha­bíamos atravesado. Aquí, Yoleta descorrió una puerta de vidrio y me introdujo a otro apartamento. Era el Apo­sento de la Madre. Era espacioso y a diferencia de la galería, bien iluminado, el aire tibio y fragante parecía cargado de un aroma sutil. Pero ahora mi atención se concentraba en un grupo de personas delante de mí y sobre todo en la figura central: la mujer que tanto había deseado ver. Estaba sentada, recostada hacia atrás, en una como displicente actitud, en una especie de diván amplio y bajo, cubierto por una tela suave de color vio­leta. El primer vistazo a su cara me reveló que difería en apariencia y expresión de sus otros semejantes de La Casa: una de las razones era su extremada palidez, te­nía en su rostro las huellas que deja un sufrimiento largo y continuado, pero eso no era todo. Su cabello, que caía suelto sobre sus hombros, era más largo que el de las

 

 

otras y sus ojos eran más grandes y de un verde más in­tenso. Había algo sorprendentemente fascinante para mí en ese rostro pálido y sufriente, pues, pese al sufrimien­to, era bello y amoroso; lo que me era más querido que todas esas cosas eran las señas de pasión que exhibía, la boca petulante y burlona y la expresión entre anhe­lante y desolada de sus ojos que parecían pertenecer más a ese mundo imperfecto del cual yo había sido separado y el cual aún era querido por mi no regenerado corazón. En otros aspectos también se diferenciaba de las otras mujeres, siendo su vestido una túnica larga de color azul pálido con bordados de flores azafranadas y hojas en el centro, sobre el cuello y las anchas mangas. En el diván junto al suyo estaba sentado el padre, teniéndola de la mano y hablándole en voz baja; dos de los hombres jóvenes estaban sentados a sus pies sobre almohadones, ocupados en bordar; otro permanecía de pie tras de ella; otro le mostraba un diseño y aparentemente le explicaba algo.

   Había creído hallar una mujer endeble y enferma en una alcoba levemente iluminada con quizá una auxiliar a su lado; ahora enfrentando tan inesperadamente a esta mujer hermosa de arrogante mirada rodeada por otros, me supe confundido y al sentirme demasiado inhibido para decir algo permanecí silencioso e incómodo.

   - Este es nuestro extraño, Chastel dijo el anciano y al mismo tiempo me lanzaba una mirada para infundir­me coraje.

    Se volvió del diseño que había estado examinando y enderezándose levemente de su posición semirrecostada fijó en mí sus ojos oscuros con cierto interés.

-Yo no veo por qué estaban tan impresionados, sub­rayó después de un rato. Nada hay muy raro en él.

Sentí que mi cara enrojecía de vergüenza y enojo, pues ella parecía mirarme y hablar de mí tal como yo hubiese sido una criatura extraña y semihumana descubierta en los montes y traída como una curiosidad.

 

 

   - No, no fue su figura, fue sólo su curioso ropaje y sus palabras las que nos asombraron, dijo el padre como res­puesta.

    Ella no le contestó nada, pero al momento, dirigién­dose directamente a mí dijo:

-Usted ha estado mucho tiempo en La Casa antes de expresar su deseo de verme.

Encontré mi lenguaje de palabra hesitante y po­bre, por lo cual me detesté a mi mismo, y respondí que había solicitado poder verla tan pronto como me infor­mé de su existencia.

Se volvió al padre con miradas sorprendidas e interro­gante.

- Debe recordar, Chastel, respondió él, que nos ha llegado de una extraña y distante isla con costumbres distintas a las nuestras, algo que nunca había escuchado antes. No puedo darle otras explicaciones.

     Sus labios se curvaron y volviéndose a mi continuó:

-                 Si hay Casas en su isla, sin madres en ellas, no ocu­rre así en otras partes. El que haya decidido viajar provisto de tan pobres conocimientos es un milagro para nosotros, y así como me ha dolido decirle esto debo lamentar que haya dejado su propio hogar.

    Nada pude responder a esas palabras que cayeron so­bre mí como latigazos y al observar los otros rostros no advertí ninguna simpatía hacia mí. La miraban a ella, “su madre", y escuchaban sus palabras, y sus expresiones eran sólo de amor y devoción hacia ella, lo que me ha­cía recordar un poco la cara de los ángeles de las telas de Guido en la Coronación de la Virgen.

   -Retírese ya, agregó en tono petulante, estoy can­sada y deseo descansar.

   Yoleta, quien había permanecido silenciosa a mi lado, tomó mi mano y me condujo fuera del aposento.

   Con la mirada baja atravesé la galería sin prestar aten­ción a sus extraños pétreos ocupantes, y dejando a mi gentil conductora sin una palabra, desde la puerta del salón de música apuré mis pasos alejándome de La Casa.

 

 

   Podía advertir amor y compasión en el roce de la ma­no de la querida muchacha y me parecía que si hubiese hablado ella una sola palabra, mi alma, sobrecargada, habría estallado en llanto. Deseaba estar solo para ru­miar en secreto la pena y amargura de mi derrota; pues estaba claro que la mujer a quien tanto deseé ver y des­de que la vi tanto anhelé me permitiese amarla sentía hacia mi sólo desdén y aversión, y sin falta alguna de mi parte, ella, cuya amistad más necesitaba, se había vuelto mi enemiga en La Casa.

   Mis pasos me condujeron al río; seguí su costa por casi un kilómetro y medio y llegué por fin a un bosqueci­llo de soberbios árboles viejos y ahí, me senté sobre una vieja y retorcida raíz junto a las aguas. Había llegado a ese rincón oculto para dar paso a mi resentimiento, pues aquí podría gritar mi amargura si de eso tenía ganas ya que no había testigos que me escuchasen. Había conte­nido mis poco varoniles lágrimas, casi vertidas en pre­sencia de Yoleta y confundidas con oscuros pensamien­tos, durante mi andar; ahora, estaba sentado, tranquilo y a solas conmigo, lejos de poder ser observado y lejos de esa simpatía que mi lacerado espíritu no podía tolerar.

   No bien me hube sentado, un animal marrón, grande, con ojos negros redondos y feroces subió delante de mí a la superficie del agua a unos cinco metros de mis pies, y al verme se sumergió ruidosamente, bajo el agua, que­brando la clara imagen reflejada con cien ondas. Aguar­dé hasta que la última ondita se hubiese disipado, mas cuando las superficie estuvo otra vez quieta y lisa como un oscuro cristal, comenzó a afectarme el profundo si­lencio, la melancolía de la naturaleza y por un algo que llegaba desde natura - fantasma, emanación, esencia - yo no sé qué. Mi alma, no mis sentidos, lo percibían, de pie, el dedo sobre los labios, inmóvil sobre el agua que no reflejaba su imagen, el claro ámbar de los rayos so­lares pasaban sin apagarse a través de su substancia. A mi alma el “¡Calla!" era audible y otra y otra vez "¡Ca­lla!"... hasta que el tumulto que en mí había se aquietó

 

­

y no podía pensar mis propios pensamientos. Podía tan solo escuchar, reteniendo el aliento, aguzando mis sentidos para captar algún sonido natural por leve que fuese. Allá a lo lejos, a la distancia sombría, en algún pastizal azul, una vaca mugía y el sonido recurrente pa­saba como el zumbido del vuelo de los insectos y se ha­ría más débil aún como un sonido imaginario hasta cesar. Una hoja seca cayó de lo alto del árbol, escuché mientras revoloteaba tocando otras hojas en su caída y hasta que la hierba silenciosa la recibió. Luego, mientras esperaba otra hoja, de repente, sobre mi cabeza, llegó la breve, delirante melodía de algún cantor rezagado, el canto como de un petirrojo escuchándose clara y reconocible como el son del clarinete: brillante, alegre, inesperado, encerrando esa tranquila melancolía que llega a la men­te como una lluvia de rojo y oro bordado sobre un fon­do pálido y neutro.

  El sol se ocultaba y al bajar iluminaba las copas de los viejos árboles aquí y allá, transformándolos en pila­res de rojas lenguas de fuego mientras otros, entre som­bras más oscuras, parecían como contraste pilares de ébano y dondequiera que el follaje fuese menos espeso los rectos rayos se filtraban dándoles a las hojas secas una transparencia y esplendor que era semejante a un cristal teñido en los ventanales de alguna catedral al oscurecer. A lo largo todo del río se comenzó a levantar una blanca niebla, sopló un leve viento y el vaho fue arrastrado, inundando los juncos y arbustos, ciñendo con sus brazos fantasmales los viejos árboles, Contemplando la niebla y escuchando “las sinfonías y murmullos del aire”  susurradas por la suave brisa, sentía que ya no había más enojo en mi alma. La naturaleza y algo den­tro de ella y algo más que ella habían donado su "suave influencia", curado a su criatura "vagabunda y malhu­morada" a fin de que no pudiese más ser "una cosa cho­cante y discordante" ante su sagrada y dulce presencia.

   Cuando levanté la vista, un cambio se había produ­cido en el paisaje: la luna llena había salido, plateando la niebla y llenando la ancha y oscura tierra con una gloria nueva y misteriosa. Me levanté y regresé a la casa con el nuevo panorama y comprensión que me ha­bía invadido. Ese mensaje -y como tal no podría olvi­darlo -, hacía que no sintiese nada más que amor y sim­patía hacia esa mujer sufriente quien me había herido con su inmerecido desagrado y mi único deseo era demostrarle mi devoción.

 

 

 

CAPITULO XIII

 

 

 

Al acercarme a La Casa se hicieron audibles suaves sones flotando en el aire nocturno y sabía que el dulce espíritu de la música, al cual eran todos tan devotos, estaba entre ellos. Tras escuchar un rato a la sombra del pórtico entré y deseando no interrumpir a los can­tantes me deslicé hacia un rincón oscuro y me senté. Empero, Yoleta me había visto entrar y presta vino hacia mí.

-¿Por qué no vino a cenar, Smith?, preguntó, ¿por qué se le ve tan triste?

-¿Necesita preguntarlo, Yoleta? ¡Oh, me habría he­cho tan feliz haber podido ganar el afecto de su madre! ¡Si ella sólo supiese cuánto lo deseo y cuánto simpatizo con ella! Pero jamás le agradaré y cuánto hubiese que­rido decirle deberá quedar sin pronunciar.

- No, no es así, dijo, venga conmigo ahora a verla, si usted se siente así, ella le será amable. ¿Cómo podría ser de otro modo?

Yo mucho me temía que me aconsejara una impruden­cia; mas, ella era mi guía, mi amiga y maestra en La Casa y me resolví a acceder a su deseo. No había lu­ces en la larga galería cuando volvimos a entrar; sólo los blancos rayos lunares que atravesaban las altas ven­tanas iluminaban una columna o un grupo de estatuas que arrojaban negras sombras sobre el piso y la pared dando al sitio una apariencia sobrenatural. Una vez más,

 

 

 

al llegar al centro de la sala, me detuve, pues, ahí, de­lante de mí, siempre inclinada hacia adelante, estaba sen­tada la maravillosa mujer de piedra, bañada totalmente su cara pálida y ansiosa y su cabellera de plata.

- Cuénteme, Yoleta, ¿quién es? susurré ¿Es la estatua de alguien que vivió en esta casa?

- Sí, puede enterarse de ello en la historia de La Casa y en esta inscripción sobre la piedra. Ella fue una madre y su nombre era Isarte.

- Pero, ¿por qué tiene ella esa expresión extraña y afligida en su rostro? ¿fue ella desdichada?

-¡Oh, no puede advertir su desdicha! Ella soportó muchas penas y la calamidad que las coronó fue la pér­dida de siete hijos bien amados. Se habían ido juntos a la montaña y no regresaron cuando se los esperaba; por largos años aguardó sus noticias. Se conjetura que una enorme roca se habría desprendido y que en su caída los aplastó y arrastró. La pena por los hijos desaparecidos emblanqueció sus cabellos y dio a su rostro esa expre­sión.

-¿Cuándo ocurrió eso?

- Hace más de dos mil años.

-¡Oh, entonces es una tradición familiar muy vieja! Pero, la estatua, ¿cuándo fue hecha y colocada aquí.

- Ella la hizo colocar aquí. Fue su deseo que la pena que soportaba se recordase en La Casa en todos los tiem­pos, pues nadie había sufrido como ella. La inscripción que hizo grabar en la piedra dice que si alguna vez una madre tuviese una pena mayor, la estatua debía ser sa­cada de su lugar y destruida y sus fragmentos enterrados junto con todas las cosas olvidadas y el nombre de Isar­te borrado de La Casa.

Me oprimía el pensar que por un tan prolongado tiem­po ese rostro de pesar indecible hubiese contemplado a tantas generaciones que se sucedieron.

- Es extraño, murmuré, pero cree, Yoleta, que el pe­sar de una persona puede perpetuarse así en la casa, pues, ¿quién puede admirar ese rostro sin pena aun cuando

 

 

     recuerde que ese dolor que expresa terminó hace centurias?

- Pero ella era una madre, Smith, ¿no lo entiende? No estaría bien que nosotros quisiésemos que nuestros pesares se recordasen por siempre causando una pena a quienes nos suceden; pero en una madre es distinto: sus deseos son sagrados y su voluntad es justa.

Sus palabras me sorprendieron mucho porque yo ha­bía oído de hombres infalibles, pero nunca de mujeres; es más, la mujer a quien iba a ver ahora era también una "madre de La Casa", una sucesora de esta real Isarte... Temiendo haber encarado un tema espinoso, no dije más nada y siguiendo nuestro camino pronto llegamos al Aposento de la Madre y la gran puerta de vidrio estaba totalmente abierta. A la pálida luz de la luna, hallamos a Chastel sobre el diván en donde la había visto antes, pero estaba totalmente acostada a lo largo y tenía sólo una asistente con ella.

Yoleta se acercó y agachándose tocó con sus labios el pálido e inmóvil rostro.

- Madre, dijo, he traído a Smith de nuevo; está an­sioso por decirle algo si lo quiere escuchar.

- Sí, lo escucharé, respondió, permítele sentarse cerca de mi y ahora vuélvete, pues tu voz será necesaria. Y usted puede ya dejarme, agregó, dirigiéndose a la otra dama.

Las dos partieron juntas y yo procedí a sentarme en un almohadón junto al diván.

-¿Qué es lo que desea decirme?, inquirió. Sus pala­bras no eran muy acogedoras, mas su voz sonó algo más grata ahora y yo de inmediato comencé

- Calle, dijo antes que hubiese pronunciado dos pala­bras. Espere hasta que esto termine, estoy escuchando la voz de Yoleta.

A través de la larga y penumbrosa galería y la puerta abierta, suaves sones musicales llegaban flotando hasta nosotros y se oyó mezclándose con otras, una voz más clara, más cristalina; crecía hasta alcanzar mayor fuerza, pero

 

 

 

pronto dejó de ser identificable; entonces suspiró y se dirigió nuevamente a mí.

-¿Dónde ha estado toda la noche, pues no estuvo en la cena?

-¿Sabía eso? pregunté con sorpresa.

- Sí, sé todo cuanto ocurre en La Casa. La lectura y el trabajo de cualquier naturaleza son un dolor y fatiga. Lo único que me queda es enterarme de lo que otros hacen o dicen y conocer su ir y venir. Mi vida es ahora sólo una sombra de la vida de los otros.

- Entonces, dije, debo decirle cómo pasé el tiempo tras verla hoy, pues estaba solo y nadie puede decirle qué hice. Me alejé por la ribera del río hasta llegar al bosquecillo de grandes árboles junto a la orilla y allí permanecí sentado hasta que salió la luna, con mi cora­zón rebosando de pena y amargura inenarrables.

-¿Qué le causó tales sentimientos?

- Cuando supe de usted y la vi, mi corazón se dirigió hacia usted y anhelé por sobre todas las cosas del mun­do que se me permitiese amarla, servirla y ganar un lugar en su afecto, pero su mirada y sus palabras sólo expresaron desprecio y desagrado hacia mí. ¿No habría sido raro que yo no me sintiese desgraciado?

-¡Oh!, respondió. Ahora puedo comprender la causa de la sorpresa que sus palabras han causado en La Casa. Sus mismos sentimientos parecen distintos a los nuestros. Ninguna otra persona habría experimentado los senti­mientos de que habla por esa causa. Es justo arrepen­tirse de sus faltas y soportar su carga mansamente, pero es signo de un espíritu indisciplinado el sentir amargura y el desear arrojar la culpa de sus sufrimientos sobre otros. Olvida que yo tenía un motivo para estar profun­damente ofendida con usted y además también olvida mis continuos sufrimientos que a veces me hacen apa­recer brusca y poco amable contra mi voluntad.

Sus palabras sólo me parecen ahora dulces y gracio­sas, argumenté; y le han sacado un peso a mi corazón y sólo

 

 

 

 

 

 

                        

anhelo poder agradecérselas, tomando una parte de sus sufrimientos, compartiéndolos.

- Es bueno que pueda tener esos sentimientos, pero es inútil expresarlos, dijo gravemente; si tales deseos pu­diesen cumplirse, mis sufrimientos habrían cesado hace mucho ya que cualquiera de mis criaturas habría alegre­mente dado su vida para procurar mi alivio.

Ante este parlamento que sonaba como otro reproche, no respondí.

-¡Oh, esta es amargura, real amargura, una que usted no puede conocer, dijo después de un rato. Para usted y para otros siempre está el refugio de la muerte tras el sufrimiento prolongado: la breve congoja de la descom­posición, enfrentada valientemente, no es nada compara­do con esta lenta agonía como la mía, con sus largos días y sus noches interminables, prolongándose por años y la enorme negrura del final siempre en la mente. Esto sólo una madre lo puede saber desde el horror de total oscuridad y el vano aferrarse a la vida aun cuando haya dejado de tener esperanza alguna o placer en ella; es la cuota que debe pagar por su alto rango.

Yo no podía comprender el alcance de sus palabras y sólo musité como respuesta:

- Usted es joven para hablar de la muerte.

- Sí, joven; por eso es tan amargo el pensarlo. En la vejez los sentimientos no son tan vehementes.

Fue entonces que de repente extendió sus manos hacia mí y cuando le ofrecí las mías tomó mis dedos apre­sándolos nerviosamente y levantándose tomó la misma posición de la tarde.

-¡Ay, por qué debo yo estar agobiada con miserias que otros no han conocido, exclamó excitada; ¡Haber sido colocada sobre otros, tan joven; tener sólo una única criatura; luego, tras tan breve periodo de dicha, estar castigada con la esterilidad y este lento mal siempre carcomiendo como una úlcera maligna las raíces de la vida! ¿Quién ha sufrido como yo en La Casa? Sólo tú Isarte, entre los muertos, yo iré hacia ti, pues mi pena

               

es mayor de lo que pueda soportar y pueda ser que halle consuelo aún en hablar a los muertos y a la piedra. ¿Puede tomarme en sus brazos?, dijo, abrazándose a mi cuello. Levánteme en sus brazos y lléveme junto a Isarte.

Sabía lo que ella quería al haber escuchado tan re­cientemente su historia y obedeciendo su mandato la levanté del diván. Era alta, más pesada de lo que hacía suponer su delgadez, pero al pensar que era la madre de Yoleta y la madre de La Casa dio fuerzas a mi tarea y con movimientos cautelosos, paso a paso entre la penumbra, la conduje junto a la canosa figura de piedra bañada por la luna en la larga galería. Cuando hube subido los escalones y la había acercado lo sufi­ciente se abrazó a la estatua y apretó sus labios contra los de la piedra.

-¡Isarte, Isarte, qué yertos están tus labios!, mur­muró con voz queda y desesperada. Ahora que miro dentro de estos ojos, que son los tuyos y sin embargo no tuyos y beso estos labios pétreos ¡qué penosamente me empuja hacia el pecado la sed de mi corazón! Pero el sufrimiento no ha turbado mi razón. Sé que es una ofensa pedirle algo a El que nos da la vida, todo lo bueno libre­mente y no siente placer al vernos miserables. Este pen­samiento me frena; de lo contrario yo le imploraría que tornase esta piedra en carne y por una breve hora tra­jese de regreso al ido espíritu de Isarte, pues no hay ser viviente que pueda comprender mi pesar; mas, tú sí lo comprenderías y colocarías mi fatigada cabeza sobre tu pecho y me cubrirías con tu cabellera encanecida por la pena como con un manto. Pues tu pena fue como la mía y excedió a la mía y alma alguna podría medirla; por lo tanto, en la sed de tu corazón, miraste hacia el lejano futuro donde alguien, quizá, tendría una pena así y sufriría sin esperanza, como tú sufriste y mediría tu pena y veneraría tu memoria y se sentiría unida a ti a través del espacio de largas centurias. Tú me hablarías de todo y me dirías que la mayor pena está en irse hacia la oscuridad, sin dejar uno de tu sangre y tu espíritu

 

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para heredar La Casa. Esta es también mi pena, Isarte, pues yo soy estéril y estoy carcomida por la muerte y pronto partiré para estar donde tú estás. Cuando me haya ido, el padre de La Casa no acogerá a otra en su seno, pues es anciano, su vida ya está casi cumplida y a poco me seguirá, pero sin la pena y la angustia mías que nublen su espíritu sereno. ¿Y quién entonces here­dará nuestro lugar? ¡Ay, hermana mía! ¡Qué duro es pensar en esto! Pues entonces una extraña será la madre de La Casa, y mi única hija se sentará a sus pies y la llamará madre, sirviéndola con sus manos, adorándola con su corazón!

La excitación se había apagado, dejando caer desma­yadamente su cabeza sobre mi hombro y me rogó la lle­vase de vuelta. Cuando la hube depositado felizmente en su diván permaneció por algunos minutos con la cara tapada, sollozando silenciosamente.

La escena de la galería me había conmovido profunda­mente y mientras estaba sentado a su lado, cavilando, mi mente volvió a ese mundo desvanecido de penas y dis­tingos sociales en el cual yo había vivido y donde la can­tidad de seres sufrientes me parecía mucho más desola­dor que el de esta dama infeliz para quien tenía, ima­ginaba, yo mucho con qué consolarse. Hasta me parecía que el dolor que yo había presenciado era un tanto mór­bido y excesivo, y pensando que quizá la distraería de tanto cavilar sus propias preocupaciones osé, cuando se hubo calmado, contarle alguno de mis recuerdos. Le pedí que imaginara un estado del mundo y la familia humana en el cual todas las mujeres eran en cierta forma iguales; todas poseyendo la misma capacidad de sufri­miento y donde todas eran o serían esposas y madres y sin ningún remedio misterioso contra el lento penar del que ella había hablado. Pero yo no había ido más allá con mi descripción cuando ella me interrumpió.

- No diga nada más, dijo con acento de desagrado, esto supongo es otra de esas grotescas fantasías que a veces ha contado, recién llegado acerca de las cuales he

 

 

oído ya bastante. Que toda la gente debiera ser igual y todas las mujeres esposas y madres me parece a mí un tremendo desorden y una idea repulsiva. El único consuelo en mi dolor, la única gloria de mi vida es que no podría existir en un estado como ese y mi condición sería realmente lamentable. Todos los demás serían igual­mente miserables. La raza humana se multiplicaría hasta que los frutos de la tierra fuesen insuficientes para ali­mentarlos y la tierra se colmaría con seres degenerados, muertos de hambre y con la mente envilecida, todos pen­dientes de una existencia sin alegría. La vida es dura para mí, pero no para otros; estos son asuntos que no le atañen y es presuntuoso que uno de su condición el intentar consolarme con ociosas fantasías.

Tras unos instantes de silencio ella resumió:

- El padre ha dicho hoy que usted ha llegado aquí desde una isla donde las costumbres de la gente son distintas a las nuestras y quizá uno de sus no felices métodos sea el de buscar curar una real miseria, ima­ginando otro imposible e inmensurablemente mayor. De ninguna otra manera puedo yo justificar las extrañas palabras que me ha dicho, pues no puedo creer que raza alguna pueda existir para practicar hoy en día las cosas que usted dice. Recuerde que no interrogo ni deseo ser informada. Tenemos maneras distintas; pues aun cuando pueda concebirse que las miserias del presente pudiesen ser mitigadas y olvidadas por un tiempo, entregando el alma a las ilusiones, aun convocando ante la mente imá­genes repulsivas y terribles, eso sería utilizar desleal­mente y pervertir las brillantes facultades que nuestro padre nos ha dado. Por lo tanto no buscamos otro sostén durante todos nuestros sufrimientos y calamidades que la única de la razón. Si desea mi afecto no volverá a hablar de esas cosas otra vez, pero habrá de procurar purificarse de su vicio mental, el cual podrá a veces, en períodos de sufrimiento, otorgarle un falso consuelo por un corto tiempo sólo para degradarlo y hundirlo luego en una mayor miseria. Ahora debe dejarme.

 

 

Esta aguda censura no me enojó, pero me puso muy triste, pues ahora percibía con suma claridad que a través de mi acercamiento a Chastel no habría de obtener nin­guna ventaja, dado que era necesario ser tan circuns­pecto con ella. Muy preocupado y en un cierto estado de confusión mental me levanté para salir. Entonces, colocó su delgada y febril mano sobre la mía.

- No es necesario que vuelva a irse, dijo, para sumer­girse en sentimientos amargos por lo que le he dicho. Puede venir con los otros a verme siempre que yo pueda sentarme aquí y tolerarlo. No recordaré su ofensa y seré feliz al saber que hay otra alma en La Casa para amarme y honrarme.

Con tal consuelo otorgado en esas palabras dispen­sadas, regresé al salón de música y al hallarlo vacío salí a la terraza en donde estaban los otros, unos pa­seando en grupos o parejas, conversando y gozando esa noche de plenilunio. Alejándome un poco me senté en un banco bajo un árbol; muy pronto Yoleta se acercó y escudriñando de cerca mi cara dijo:

-¿No tiene nada que decirme; está más contento?

- Sí, queridísima, pues se me ha hablado muy ama­blemente y debería haber estado más contento si sólo... Pero me callé a tiempo y no dije más acerca de la con­versación con su madre. Para mí, me dije. "¡Oh esa isla, esa isla! ¿Por qué no puedo olvidar sus miserables cos­tumbres o en todo caso ser fiel a mi propia resolución de callarme la boca?

 

 

CAPITULO XIV

 

 

 

 

Desde ese día se me admitió acceder, con frecuen­cia, al Aposento de la Madre, pero, tal como lo había temido, estas visitas estuvieron lejos de colocarme en una situación de relación más próxima con la dama de La Casa. Ella  sin duda- había olvidado mis ofensas. Era una de sus criaturas, compartiendo en forma pareja con los otros su imparcial afecto y el privilegio de sentarme a sus pies para informarla acerca de los incidentes del día, o describir cuanto había visto o, algunas veces, ro­zar su mano blanca y delgada con mis labios. Mas la distancia que nos separaba no se olvidaba. Durante las dos primeras entrevistas me había enseñado, una vez y para siempre, que mi rol era amar, honrar y servirla y que cualquier otro intento por ganar su confianza o penetrar en sus pensamientos para hacerle entender mis sentimientos y aspiraciones eran consideradas puras pre­sunciones de mi parte. El resultado fue que yo estaba mucho menos feliz de lo que había sido antes de cono­cerla: mi carácter de por sí franco, veraz y optimista se tiñó de melancolía y el exquisito deleite por el futuro que había bailoteado ante mí tentándome hacia adelante, comenzaba ahora a palidecer y se me aparecía más y más distante.

Después de mi paseo con Yoleta - si así puede lla­mársele- comencé a aguardar que floreciesen los lirios arco iris y pronto descubrí que por doquier bajo los pas­tos

 

 

 comenzaban a brotar de la tierra. Primero los hallé en el húmedo valle del río; mas, poco después, advertí que abundaban por igual en las tierras altas y aun en sitios áridos y pedregosos, donde se demoraron más. Sentí gran curiosidad por estas flores a las cuales Yoleta se había referido con tanto entusiasmo, y controlaba el lento crecimiento de sus largos y delgados capullos, día tras día, con considerable impaciencia. Por fin, en una húmeda hondonada del monte, me deleité al hallar un capullo en flor. Por su forma se parecía a un tulipán, más abierto y su color era del más vívido amarillo ana­ranjado; tenía un delicado perfume, era muy bello con un particular brillo de cera sobre sus gruesos pétalos; empero estaba algo decepcionado, puesto que su nombre - lirio arco iris- y las palabras de Yoleta me habían echo aguardar una flor multicoloreada de sorprendente belleza.

Corté con sumo cuidado el lirio y lo llevaba al hogar para ofrecérselo cuando recordé que sólo en una ocasión le había visto flores entre sus manos o en manos de los otros; fue al enterrar a uno de sus muertos. Jamás usaban una flor, tampoco había visto alguna en La Casa ni en la habitación donde Chastel estaba retenida pri­sionera de su mal y donde su mayor deleite era percibir la naturaleza en toda su beldad y fragancia a través de las conversaciones con sus criaturas. Las únicas flores de La Casa se encontraban en sus vitrales o estaban trabajadas en el metal o talladas en madera, o eran inmortales flores de piedras de variadas tonalidades bri­llantes en mosaicos. Comencé a temer que hubiese al­guna superstición que pudiese hacerles parecer mal el cortar flores excepto para ceremonias funerarias, y teme­roso de ofenderlos por falta de conocimientos dejé caer el lirio y nada dije acerca de él a nadie.

Antes que se hallasen más lirios abiertos una pena inesperada me invadió. Una tarde, tras haberme cam­biado al regreso del campo, fui llevado a la sala de los juicios y de inmediato llegué a la conclusión de que,ignorándolo, había caído en desgracia; mas, al llegar al no confortable aposento percibí que ese no era el caso. Mirando en derredor a la asamblea convocada, noté la ausencia de Yoleta y mi corazón se acongojó y hasta deseé que mi primera impresión hubiese sido la correcta. Sobre la gran mesa de piedra, delante de la cual el padre estaba sentado, había un folio abierto, la hoja desplegada estaba sólo iluminada en sus partes superior y margen interior; noté que la parte coloreada superior, la cual estaba rasgada y desgarrada, se extendía hasta casi la mitad de la página.

Al instante la querida joven apareció con ojos llorosos y el rostro ruborizado; avanzando presurosa hacia el padre, se detuvo frente a él con la mirada baja.

- Hija mía, dime ahora cómo y por qué hiciste esto, tal su demanda, señalando el volumen abierto.

- Oh, padre, vea esto - respondió entre sollozos y tocando la parte inferior del margen coloreado, con sus dedos; ¿Advierte usted qué mal coloreado está?, yo había estado tres días alterando y retocándolo y aún no me agradaba. Entonces, con súbita ira, alejé el libro y viendo que se resbalaba del atril, sujeté la hoja para prevenir su caída, pero fue rota por el peso del libro. ¡Oh, padre querido! ¿Me perdonará?

-¿Perdonarte, hija? ¿Ignoras cuánto me acongoja cas­tigarte, pero cómo puede ser perdonada esta ofensa a La Casa que permanecerá como una evidencia en contra nuestra de generación en generación? Puesto que nosotros pasamos, pero La Casa permanece por siempre y los escritos que dejamos sobre ella, ya sean buenos o malos también quedan para siempre. Una palabra áspe­ra es algo dañoso, pero un hecho perjudicial es peor. El daño causado a La Casa no puede ser olvidado, pues la mácula en la piedra se mantiene en su lugar; y el crudo color, sin armonía, no puede lavarse con agua. Considera, hija mía, la larga vida de La Casa. ¡Cuántos hombres por nacer volverán las hojas de este libro y al llegar a esta hoja se sentirán ofendidos ante tan agraviantedesfiguración! Si nosotros, los de esta generación es­tuviésemos destinados a vivir por siempre, esto podría inscribirse en esa hoja como castigo y advertencia: Yo­leta lo rompió en su ira . Pero nosotros pasaremos y no seremos nada para las generaciones siguientes y no estaría bien que el nombre de Yoleta fuese recordado por el daño causado a La Casa y cayese en el olvido lo hecho a su favor.

Un penoso silencio sucedió a esto; entonces, levantan­do su cara bañada en lágrimas, dijo:

-¡Oh, padre! ¿Cuál debe ser el castigo?

- Querida criatura, será leve, pues tenemos en cuenta tu juventud y tu natural impulsivo, y además que en parte el daño causado fue consecuencia de un accidente. Por treinta días deberás vivir apartada de nosotros y subsistirás a pan y agua; alternarás con solo una persona de La Casa, quien te asistirá en tus tareas y te proveerá de todas las cosas necesarias.

Esto me pareció un castigo muy severo y casi cruel por una tan trivial ofensa o casi accidente; empero, quizá, ella no pensara igual, ya que besó su mano como con gratitud por la lenidad del castigo.

- Dime, hija, dijo colocándole su mano sobre la ca­beza y observándola con ojos empañados, ¿quién te aten­derá en tu reclusión?

Ella murmuro:

 Edra.

Edra se adelantó, la tomó de la mano y la sacó del lugar.

La contemplé ávidamente mientras se retiraba anhe­lando una mirada de sus queridos ojos antes de tan larga separación; estaban llenos de lágrimas y vueltos hacia abajo; al momento estaba fuera de nuestra vista.

Los días que se sucedieron fueron para mí tristes más allá de lo que pudiese ser descrito. Por primera vez tuve cabal conciencia de la fuerza de mi pasión que se había transformado en un fuego que se consumía en mi pecho y sólo podía terminar en profundo infortunio,quizá en la destrucción, o bien en la pérdida de felicidad como ningún mortal hubiese sentido antes. Deambulaba silenciosamente como un ser a quien le hubiese sobreve­nido una tremenda calamidad; había perdido todo inte­rés en mi trabajo; los alimentos me parecían insípidos; el estudio y la conversación se habían tornado fatigantes; aun aquellos divinos conciertos que prácticamente seña­laban la finalización de cada jornada tranquila ya no tenían su encanto desde que la voz de Yoleta, que el amor había hecho que mi torpe oído supiese distinguir, ya no participaba en él. No me estaba permitido ir al Aposento de la Madre desde ese atardecer y la prohibi­ción se extendía también a los demás, con excepción de Edra; pues a esa hora, cuando la costumbre señalaba que la familia se reunía en el salón de música, Yoleta era llevada desde su encierro para que permaneciese con su madre. Esto se me dijo y yo también deduje por medio de preguntas hechas con circunloquios: que siem­pre la madre tenía el poder de hacer llegar hasta ella a la persona bajo castigo, estando, como estaba ella  por encima de la ley; podía hasta perdonar a un delincuente y liberarlo si tenía voluntad de hacerlo; mas, en este caso no había querido usar su prerrogativa, probablemente porque sus sufrimientos no habían nublado su entendi­miento. Ellos - pensaba con amargura- la estaban tra­tando con extrema dureza. Ambos, el padre y la madre.

El gradual florecer de los lirios arco-iris sólo servía para recordarme cada hora y cada minuto el espíritu jo­ven y vivaz tan duramente privado del placer que había pregustado con anticipación. Ella, más que ninguno, se regocijaba con la belleza de este mundo visible contem­plando la naturaleza en algunas de sus formas y modali­dades, sintiéndose casi al borde de la adoración; pero ¡Ay! sólo a ella se le privaba de esta gloria que Dios había diseminado sobre la tierra para deleite de sus criaturas.

Ya sabía por qué a estas flores autumnales se les lla­maba arco-iris y recordaba cómo Yoleta me había contadoque le brindaban a la tierra una belleza que no podía ser descrita. ni imaginada. Las flores eran induda­blemente de una sola especie, tenían la misma forma y perfume aunque variaba mucho su tamaño según la naturaleza del terreno en el cual florecían. Pero, ade­más, en distintos lugares y situaciones variaba su color que al crecer iba pasando por distintos tonos y también se alteraba si el terreno era distinto. A lo largo de los valles donde primero comenzaban a florecer y en todos los lugares húmedos el tono era amarillo, variando de acuerdo con el grado de humedad en los distintos lu­gares del rosa pálido al anaranjado fuerte y éste pasando al rojo escarlata y a rojos de diversos matices. Sobre las llanuras abundaban los rojos que se tornaban púr­puras en las laderas y montañas; en las cimas el color era azulado y éste mismo tenía sus matices del más profundo azul de las flores del aciano hasta el delicado celeste en las crestas de los no me olvides y jacintos.

El tiempo era singularmente favorable para aquellos que pasaban su tiempo admirando los lirios y tal pare­cía ser la principal ocupación de los cofrades excep­tuando, por cierto, a la enferma Chastel, a la encarce­lada Yoleta y a mí; estaba yo demasiado deprimido para admirar algo. Se sucedían los días luminosos y calmos sin una sola nube como si los elementos se sujetaran para no arrojar ni una sombra sobre los sagrados y ven­turosos lirios en su místico esplendor. Cada mañana uno de los hombres se alejaba de La Casa y hacía sonar el cuerno que se escuchaba claramente a más de dos kiló­metros y de inmediato la caballada en parejas y tropillas se llegaba al galope y permanecía toda la mañana reto­zando y pastando cerca de La Casa. Estos caballos eran ahora requeridos constantemente; todos los miem­bros de la familia - hombres y mujeres- pasaban varias horas diarias cabalgando por los campos circundantes, al parecer sin un fin determinado. No me contagié, pues aun cuando yo había sido un audaz jinete (en mi propio país) y además excesivamente amante de cabalgar, sumodo de hacerlo sin freno y utilizando diminutos estribos de paja me parecía poco seguro y cómodo.

Una mañana, después de desayunar, tomé mi hacha y me dirigía lentamente, inmerso en mis pensamientos, hacia el bosque cuando escuché un leve pisotear de cas­cos sobre el pasto, me volví y vi al venerable padre en su corcel apurándose hacia las sierras a una velocidad poco prudente y capaz de desnucar al jinete. Su larga ropa estaba envuelta alrededor de su magra figura, sus pies recogidos y su cabeza muy estirada hacia adelante, mientras que, debido a la velocidad, el viento separaba su barba que se replegaba como en dos corrientes. De repente, me vio y tocando el pescuezo del animal co­menzó airosamente a trazar círculos cada vez menores para acercarse a mí hasta que se detuvo a mi lado; en­tonces su caballo comenzó a refregar su nariz contra mi mano, y yo sentía su respiración como fuego sobre mi piel.

-Smith - me dijo con una sonrisa grave- si usted no puede sentirse feliz sino cuando trabaja en el bosque con su hacha, debe seguir con su tarea de cortar leña, pero debo confesar que me sorprende tanto verlo enca­minarse, en un día como hoy, a su trabajo como si lo viese caminando en postura invertida, de cabeza y bam­boleando sus pies en el aire.

-¿Por qué? - inquirí sorprendido ante su discurso.

- Si usted no lo sabe, debo decírselo. De noche dor­mimos, por la mañana nos bañamos; comemos cuando tenemos apetito; conversamos cuando tenemos voluntad y la mayoría de los días trabajamos cierto número de horas. Pero además de estas cosas que encierran en sí un cierto grado de placer, están los preciosos momentos durante los cuales la naturaleza se nos revela en toda su belleza. Nos damos entonces a ella totalmente y ella nos refresca; su esplendor declina, pero la riqueza que nos deja en el alma permanece, alegrándonos. Debe ser el suyo un espíritu muy torpe para no poder suspender su tarea cuando hay un crepúsculo glorioso o un arcoiris violáceo aparece en el cielo. Cada día tiene su mo­mento especial para alegrarnos, tal como en La Casa te­nemos cada día un tiempo de melodía y recreación. Pero esta suprema y más sostenedora gloria de la na­turaleza llega una sola vez al año y mientras dure, todo trabajo, salvo el urgente y necesario, es indecoroso y una ofensa para el Padre del universo.

El hizo una pausa, mas yo no supe que decirle en respuesta y al momento él resumió;

- Hijo mío, hay caballos aguardándolo y al menos que usted sea mentalmente distinto a nosotros más allá de lo que jamás haya podido imaginar, usted ahora tomará uno de ellos y cabalgará hasta las sierras, donde debido a la ausencia de bosques la tierra puede ser mejor admirada.

Estuve por agradecerle y volverme, pero el pensa­miento de Yoleta, para quien cada pesado día parecería un año, oprimió mi corazón y continué de pie inmóvil, con la mirada baja, deseando, pero temiendo hablar.

-¿Por qué está preocupado, hijo mío?, dijo gentil­mente.

- Padre, respondí con esa palabra que por vez pri­mera osaba proferir con labios temblorosos; la belleza terrenal es mucho para mí, pero no puedo dejar de re­cordar que para Yoleta es aún mucho más y ese pensa­miento me quita todo el placer. Las flores marchitarán y ella no las verá.

- Hijo mío, me alegra oir esas palabras, - dijo un tanto para mi sorpresa, pues mucho temía haber sido de­masiado audaz. - Ahora veo, continuó, que este parecer indiferente que me causaba cierta pena no proviene de su incapacidad para sentir, como nosotros, sino por un tierno y compasivo amor, la más preciosa de todas nues­tras emociones que habrá de servir para acercarlo más a nosotros. Mucho he pensado en Yoleta a lo largo de estos hermosos días, sufriendo por ella y esta mañana la he permitido ir a las sierras a fin de que durante este día, al menos, pueda compartir nuestro placer.Casi sin esperar que otra palabra fuese dicha regresé presto a La Casa, muy ansioso por cabalgar. La pequeña montura de paja me pareció tan confortable como un di­ván, no eché de menos la brida, pues acuciado por el intenso deseo de encontrar y hablar a mi amor habría podido cabalgar con destreza sobre el lomo resbaladizo de una jirafa lanzada sobre un suelo desparejo y per­seguido por una jauría de leones. Allá me fui a una velocidad quizá nunca lograda por el ganador de un Derby; hacía silbar al viento las relucientes crines de mi caballo, valle abajo, cuesta arriba, volando como un pájaro sobre rugientes cascadas, rocas y arbustos espi­nosos, sin detenerme hasta que estuve muy lejos entre esas sierras donde aquel extraño accidente me había ocurrido y del cual me había recobrado para hallar la tierra tan cambiada. Ascendí luego la alta sierra verde cuya cima debía haber estado sobre los trescientos me­tros de los campos circundantes. Cuando hube al fin alcanzado esa elevación, cosa que logré caminando y tre­pando, siguiéndome dócilmente mi caballo, la riqueza y novedad de la escena no imaginable e indescriptible que se ofrecía me afectó de manera extraña, golpeando mi corazón y sintiendo un dolor intenso y no acostumbrado. Por primera vez experimenté el poder milagroso que posee la mente de reproducir instantáneamente y sin perspectiva las circunstancias, sentires y pesares de lar­gos años; una experiencia que le llega a un ser repenti­namente enfrentándose con la muerte o en momentos de suprema agitación. Miles de recuerdos y pensamientos revivieron en mí: estaba ahora consciente como no lo había estado antes del pasado y el presente, y ambos existían en mi mente; sin embargo, separados por un enorme abismo de tiempo blanco y desconocido que aún me oprimía en su horrible vastedad. ¡Qué sin objeto y solitario, qué horrible parecía mi situación! Era como quien sintiese que bajo sus pies el mundo de pronto se hacía trizas entre cenizas, y polvo que se dispersaban en el vacío sin límites, mientras se sobrevive, arrastradohacia algún oscuro planeta cuyo extraño aspecto, aun cuando bello, lo llena de un terror indefinible. Yo sabía, y el saberlo sólo intensificaba mi pena, que mi agitación, la lucha de mi espíritu por recobrar esa vida perdida eran como los vanos aletazos de algún pájaro del monte llevado a miles de kilómetros sobre el mar, en el cual, finalmente, habrá de caer y perecer.

Tal estado mental no puede perdurar por más de unos pocos momentos y al esfumarse, quedé nostálgico y des­animado.

Con la mirada apagada, sin alegría en los ojos, seguí mirando por más de una hora la perspectiva del bajo; ya di por perdida toda esperanza de ver a Yoleta, al no haber, hasta ese momento, hallado una sola persona des­de que comencé a andar. A mi alrededor la cima estaba salpicada de pequeños lirios de un delicado color azul y los picachos vecinos aparecían todos de un tono ce­rúleo. Más abajo, esto se transformaba en la púrpura de las laderas y el rojo de los llanos, mientras que los valles orlados de rojo eran como ríos de fuego amarillo rojizo. A la distancia la niebla autumnal ofrecía un efec­to subyugante y armonioso sobre ese mar de brillante color y más lejos, sobre el inmenso horizonte, todo se diluía en un suave azul universal. Sobre este florido pa­raíso mis ojos vagaban inquietos, pues tenía impaciencia en el corazón y había perdido el poder de gozar. Con una leve amargura recordé alguna de las palabras que el padre me había dicho esa mañana. Todo estaba muy bien, pensé, para este venerable de blancas barbas que habló de refrescar el alma con la contemplación de tanta belleza; pero él parecía perder de vista el impor­tante hecho de que había una considerable diferencia entre nuestras respectivas edades; que la violenta sed del corazón, que él dudosamente hubiese experimentado una vez en su vida, como hambre física, no pueden apa­garse con espléndidos crepúsculos, arco-iris o lirios arco-­iris, no importa cuán bellas apareciesen ante los ojos.De pronto, en un segundo picacho más bajo de la larga montaña a la cual había ascendido, divisé una persona a caballo, detenida, inmóvil como una figura de piedra. A la distancia el caballo no parecía más grande que un galgo. Era tan maravillosamente transparente el aire de la montaña que con claridad reconocí a Yoleta como la jinete y salté sobre mi cabalgadura mientras agitaba mi mano para atraer su atención, al tiempo que galopaba temerariamente cuesta abajo, mas, cuando alcancé el pi­cacho opuesto ya no estaba ahí, ni en ninguna parte: era como si la tierra se hubiese abierto y la hubiese devorado.

 

 

 

CAPITULO XV

 

 

 

    No se permitió. mientras duró la reclusión de Yoleta, que mi educación se resintiese; su lugar como instruc­tora había sido ocupado por Edra. Me sentí contento con el arreglo, creyendo lograr de ello algún beneficio más allá de lo que pudiese enseñarme, pero muy pronto fui forzado a abandonar toda esperanza de comunica­ción con la muchacha prisionera por intermedio de su amiga y carcelera. Edra se sintió perturbada cuando yo osé sugerírselo, aun cuando de un modo muy velado- por no sentirme en terreno seguro -, pues otros erro­res ya me habían tornado muy cauteloso. Su conducta fue altamente alertadora; no volví sobre el asunto una se­gunda vez. Sin embargo, una tarde me hallé con un gran e inesperado consuelo, aun cuando se entremezclase con algunos puntos que causaban perplejidad.

Cierto día, mi gentil maestra, tras fijar con honestidad y franqueza una larga mirada directamente a mi rostro, me dijo:

-¿Sabe que está cambiado? Toda su alegría lo ha abandonado y está pálido, flaco, triste... ¿por qué ocu­rre esto?

Mi rostro enrojeció ante esa pregunta tan directa, pues yo tenía conciencia de ese cambio y deambulaba continuamente, temeroso de que otros pudiesen adver­tirlo y sacar sus propias conclusiones. Ella seguía obser­vándome, hasta que por real vergüenza volví el rostro;pues si yo hubiese confesado que la separación de Yo­leta la había causado, ella sabría cuál era mi sentir y temía que cualquier declaración prematura pudiese sig­nificar la destrucción de mis proyectos.

- Yo sé la causa, continuó, colocándome su mano so­bre el hombro.

- Está apenado por Yoleta. Lo advertí desde el pri­mer momento. Le he de decir cuán pálido y triste se ha vuelto, tan distinto de lo que era. Pero ¿por qué vuelve el rostro?

Yo estaba perplejo, mas su simpatía me infundió co­raje y me decidió a hacerle mi confidencia.

- Si sabe, dije, que estoy apenado por Yoleta, ¿no puede imaginar por qué vuelvo mi cara y dudo?

- No ¿por qué? usted me quiere a mi también aunque no con tan grande amor, pero nosotros nos amamos, Smith, y puede confiar en mi.

La miré fijamente a la cara, realmente al fondo de sus ojos transparentes era fácil comprender que ella no ha­bía intuido lo que yo había dicho.

- Queridísima Edra, dije tomándole la mano, la quie­ro como si fuésemos hijos de una misma madre. Pero amo a Yoleta con un amor distinto, no como se ama a una hermana. Ella es para mí más que nadie en el mun­do, tanto significa para mí que sin ella la vida sería un calvario. ¿No sabe qué significa eso? Recordando las palabras de Yoleta en las sierras, agregue:

¿No conoce usted sino una forma de amor?

- No, respondió mirándome inquisitivamente a la cara, pero sé que su amor hacia ella tanto excede a todo lo otro que es como un sentir distinto. Yo he de contárselo, ya que es dulce ser amado y a ella le encantará saberlo.

- Y después que se lo haya dicho, Edra, ¿me hará conocer su respuesta?

- No, Smith, es una ofensa sugerir o aun pensar tal cosa por mucho que pueda amarla, pues a ella no le está permitido conversar directamente ni a través mío con nadie. Me contó que lo vio en las sierras procurandodarle alcance y eso la apenó mucho. Mas, ella le per­donará cuando le haya dicho cuán profundo es su amor y que su deseo de verle la cara le hizo olvidar lo daño­so que era aproximársele.

¡Qué extraño e incomprensible me parecía que Edra no pudiese entender mis sentimientos! También me pa­recía que todos ellos, desde el padre de La Casa hacia abajo, eran ciegos al reducir una tan grande afección a un mero afecto fraternal. Había deseado, aunque con temor, el alterar esas escalas de valores ante sus miradas, y en un momento, en que había bajado mi guardia, lo había intentado y mi gentil confesora no me había com­prendido. Saqué, empero, algún consuelo de esa conver­sación, pues Yoleta sabría cuánto sobrepasaba mi amor al de sus semejantes; así esperaba contra la esperanza de que despertaría en su pecho una respuesta emocional.

Cuando el último de esos interminables treinta días llegó, el día que, de acuerdo con mi computación, Yole­ta recobraría su libertad antes de la puesta del sol, me levanté temprano de mi camastro de paja, en el cual me había revuelto insomne toda la noche, imposibilita­do de dormir ante la perspectiva de la reunión y la fie­bre de impaciencia que me dominaba. Las aguas frescas del río me reanimaron y cuando estuvimos reunidos en el salón del desayuno noté que Edra me observaba con una sonrisa interrogadora jugando entre sus labios. Le pregunté la causa.

- Está usted como un ser que se ha recobrado repen­tinamente de una enfermedad, respondió; sus ojos brillan como el sol sobre el agua y sus mejillas ayer tan mustias están más rojas que una hoja de otoño. Luego sonrien­do, agregó estas queridas palabras: Yoleta estará feliz de volver a nosotros, más por usted que por ella.

Después que nos hubiésemos dispersado, resolví ir al monte y pasar el día ahí. Hacía varios que había evita­do cortar leña, pero, ahora, me parecía imposible dedi­carme a tarea alguna que fuese tranquila, sedentaria, dado la impaciencia que me consumía y la tremenda ener­gíaque bullía. Ambas hacían que necesitase una tarea violenta que extenuase mi físico y le diese, quizá, un descanso a mi mente.

Tomando mi hacha y el acostumbrado cestillo de pro­visiones para el medio día, me alejé de la casa; en esa mañana no caminé, corrí como si hubiese hecho una apuesta, dando largos pasos y altos saltos, como volan­do sobre los arbustos y arroyuelos de un modo jamás ejecutado. Llegado al lugar de la acción elegí un árbol enorme que había sido señalado para ser talado y por horas lo haché con una energía sobrehumana; por fin, cuando aún no había sentido la necesidad de descansar, la vieja y gigantesca torre doblegó su cabeza y rodando entre el follaje y en señal de despedida a los cielos se desplomó a tierra con un tremendo estallido. No bien hubo caído, sentí que había trabajado violentamente por demasiado tiempo; la brisa fresca y seca hirió mis mejillas como agujas de hielo, mis rodillas temblaron y todo giró en torno mío; tirándome sobre el lecho de asti­llas y hojas secas, permanecí luchando por respirar, pero con la suficiente consciencia como para pensar si me había desmayado o no. Recuperado finalmente de ese estado de extenuación, me senté y me alegré al advertir que la mitad del día, de ese miserable último día, había pasado. Al pensar en el atardecer que se aproximaba y toda la felicidad que traería, sentí nueva fuerza y celo y poniéndome de pie, sin pensar en mi alimento, recogí el hacha e hice un corte despiadado sobre el caído árbol. Había realizado el trabajo de más de un día y la fiebre que hervía en mis venas y mi mente me empujaban para continuar tan dura tarea como es la de desbrozar las enormes ramas, y mi tarea continuó hasta que otra vez todo giró en torno mío como una calesa, obligándome a desistir y hacer un alto más prolongado. Sentado allí sólo pensé en Yoleta. ¿Cómo aparecería tras tan largo encierro? Pálida, quizá también triste y en sus dulces y conmovedores ojos, acaso, advertiría esa luz nueva que tanto había anhelado y esperado.Entretanto, mientras eso meditaba, escuché no lejos un leve ruido, como de una liebre asustada por mi pre­sencia, huyendo entre las hojas secas, y levantando la mirada vi a Yoleta en persona, apresurándose por lle­gar, su rostro encendido por la alegría. Me adelanté pre­suroso para recibirla y al momento estuvo aprisionada entre mis brazos. Ese solo momento de dicha inenarrable pareció extinguir un ciento de veces todo lo miserable que me había sentido:

- Oh, mi dulce amada, por fin, por fin mi pena ha lle­gado a su término, murmuraba, mientras la estrechaba más y más junto a mi corazón, y besando su rostro que­rido que aparecía tanto más delgado que cuando la vie­se la última vez. Ella echó hacia atrás su cabeza, como Genoveva en la balada, para mirarme a la cara, sus ojos con lágrimas cristalinas y alegres que no apagaban su brillo. Pero su rostro estaba pálido con una palidez me­lancólica, tal como el de la rosa de la Glorie de Dijon. Sólo ahora la excitación había arrebolado sus mejillas con los colores de aquella rosa; ese rosado tan distinto a la lozanía de otros rostros de épocas pretéritas, más tier­no, delicado y precioso que todos los tintes de la natura­leza.

- Yo sé, dijo, cuánto te has apenado por mí, que es­tabas pálido y demacrado. Oh, qué extraño que me amases tanto!

-¿Extraño, querida; otra vez esa palabra? Es la úni­ca dulzura y alegría en la vida. ¡Y no te alegra el ser así amada?

- Oh, no puedo expresar cuánto me alegra pero, ¿no estoy aquí entre tus brazos para demostrártelo? Cuando supe que te habías dirigido al monte no aguardé y corrí hacia aquí lo más rápido que pude. ¿Recuerdas aquella noche en la sierra cuando me disgusté por tus preguntas y que no podía comprender tus palabras? Ahora, que te quiero tanto, puedo comprenderlas mejor: Dime, ¿No he hecho como me pedías y me he entregado en cuerpoy alma? ¡Cómo te han cambiado treinta días! ¿Oh, Smith, me amas tanto?

- Te amo tanto, mi bien, que si hubieses de morir no habría en la vida ya más placer para mí y preferiría des­cansar bajo tierra en tu proximidad. Todo el día pienso en ti y cuando duermo estás en mis sueños.

Ella seguía observándome fijamente, sus lágrimas de alegría aún brillaban en sus ojos, pero sobre ese dulce y hermoso rostro, tan lleno de cambiantes expresiones, para mi desesperanza, no hallé la que yo buscaba, nin­gún signo de ese rubor femenino que encendió a Geno­veva en la balada, brindando su exquisita gracia a los ojos de su amante.

- Yo también soñé contigo; fue después que Edra me contase lo pálido y triste que estabas.

- Cuéntame uno de tus sueños, querida.

- Soñé que estaba en mi lecho, acostada, despierta, en­vuelta por los rayos lunares; tenía frío y lloraba amarga­mente por haber sido dejada sola por tanto tiempo. De pronto, te vi parado a mi lado, a la luz de la luna “¡Pobre Yoleta!, dijiste, tus lágrimas te han enfriado como una lluvia invernal". Luego, me las enjugaste a besos y cuan­do me tuviste entre tus brazos apoyé mi rostro contra tu pecho y descansé feliz, arropada por tu amor.

¡Cuánto me enloquecieron sus deliciosas palabras! Has­ta mi lengua y mis labios parecieron secarse como ceni­za por la fiebre que me poseía y sólo podía susurrar ron­camente cuando atiné una respuesta. La liberé de mis brazos y me senté sobre el árbol caído, todos mis ardo­rosos raptos transformados en una gran decepción. ¿Ha­bría de ser siempre así, seguiría ella abrazándome y ha­blándome con palabras de simulada pasión sin que los sentimientos afectaran su corazón? No podía seguir so­portando tal estado de cosas y mi pasión burlada y de­fraudada, una y otra vez, terminaría por destruirme, pues muchos hombres habían sido conducidos por el amor hasta tal fin y las mujeres por las cuales murieron com­paradas con Yoleta resultaban como seres de yeso comparadas

con una de las inmortales. Traté de recordarlos, pero mi mente se confundía cada vez más. ¿No era ella un ser de un orden superior al mío? Era una tontería pensar de otra manera; mas, ¿cómo se habían compor­tado siempre los mortales cuando quisieron desposar a seres celestiales? Entorné los ojos para pensar y al vol­ver a abrirlos vi a Yoleta arrodillada frente a mí, obser­vándome detenidamente con expresión de alarma.

-¿Qué te ocurre, Smith? ¡Pareces enfermo!, dijo ella y de inmediato posando su mano fresca sobre mi frente, pro­siguió: arde como fuego.

- No es de extrañar, dije, estoy exprimiendo mis sesos para procurar recordar acerca de aquellos que habrían muerto por amor. ¿Cuáles fueron sus nombres y qué había ocurrido con los que amaron? ¿Puedes tú decírmelo?

- Estás enfermo, tienes fiebre y puedes morir, exclamó enlazando mi cuello con sus brazos y presionando su meji­lla con la mía.

Sentí una sensación de rara imbecilidad mental; me en­fadaba que me dijese que estaba enfermo.

- No estoy enfermo, protesté débilmente; nunca me he sentido mejor en mi vida, pero no puedes responderme quiénes eran aquellos a los que quiero recordar. Respón­deme o enloqueceré.

Se puso de pie y tomando el pequeño silbato de metal que colgaba de su lado, emitió una nota aguda que pa­reció horadar mi cabeza con una lanza de acero. Traté de levantarme de mi asiento y me deslicé al suelo mientras una oscura niebla parecía envolver toda la luz del día y con ella la esperanza estaba sumiendo al mundo. Pero algo se nos acercaba saliendo entre esa niebla y oscuri­dad universales que nos cercaba; se acercaba raudo, a través del monte, un enorme lobo gris. No, no era un lobo; eso no habría sido nada ante esto: ¡un enorme ru­giente león irrumpiendo a través del bosque, un mons­truo que crecía de tamaño, de aspecto enorme y horri­ble, sobrepasando todos los monstruos imaginables, a cuantas bestias gigantescas y deformadas que hubiesenexistido en las pasadas eras geológicas; un león con dien­tes como colmillos de elefantes, su cabeza envuelta en una negra nube de tormenta por donde emergían sus ojos brillando cual soles rojos como la sangre! Yoleta, mi amor, con un grito en sus labios, se adelantaba hacia él, perdida, perdida para siempre.

Me debatí locamente para levantarme y correr en su auxilio, y tras grandes esfuerzos logré ponerme de rodi­llas para caer de nuevo inconsciente.

 

 

 

CAPITULO XVI

 

 

 

La alta fiebre que me había atacado no cedió hasta el tercer día, en que caí en un sueño profundo del cual desperté aliviado y con el peligro superado. No me hallé al despertar en mi celda familiar, sino en un espacioso apartamento, nuevo para mí, acostado en una cama con­fortable; sentada junto a mi, Edra. Diré que mi primer sentimiento fue de decepción al no ver a Yoleta y al instante comencé a temer que en el desvarío de mi delirio hubiese dicho cosas que arrancaran las vendas de los ojos de mis amables amigos de un modo muy rudo y que quizá el ser que más amaba hubiese sido retirado de mi presencia. Fue una bendición cuando Edra, en respuesta a mis preguntas, hechas con corazón tembloroso, me in­formó que había hablado muchísimo en mi delirio, de manera incongruente, haciendo continuas preguntas sobre Venus, Diana, Juno y muchos otros nombres que, en La Casa, jamás habían escuchado. ¡Afortunadamente, mi mente loca había continuado preocupándose por ese problema inútil! También me contó que Yoleta me ha­bía velado día y noche sin alejarse de mi lado. Como al fin, la fiebre había cedido y yo había caído en un sueño reparador, ella también, su mano en la mía, había dejado caer su cabeza sobre la almohada y se había dormido. Entonces, sin despertarla, la habían llevado a su habita­ción y Edra la había reemplazado.

-¿No tiene nada más que preguntar?, me dijo luego con un tono de sorpresa en la voz.

 

 

 

- No, nada más. Cuanto me ha contado me ha hecho muy feliz ¿qué otra cosa podía desear saber?

- Pero hay más para decirle, Smith. Nosotros ahora sabemos que su mal es el resultado de su propia impru­dencia; y tan pronto como esté lo suficientemente bien para dejar su habitación y soportarlo deberá purgar el castigo.

-¡Qué!, ¡castigo por haber estado enfermo!, exclamé, sentándome en la cama, ¿qué quiere decirme Edra? ¡no escuché tal disparate en mi vida!

Ella estaba molesta ante este exabrupto mío; mas tran­quila y gravemente, repitió que debía ser castigado por mi enfermedad.

Al recordar cómo eran los castigos tenía frente a mí la perspectiva de una segunda larga separación de Yoleta y el pensamiento de tan excesiva severidad o mejor dicho, de tan cruel injusticia me enfureció.

-¡Por el Cielo!, no me someteré a ello, exclamé ¡Castigado por estar enfermo, quien, jamás ha oído algo se­mejante! Calculo que después descubrirán que el puen­te de mi nariz no es suficientemente recto o que no pue­do ver qué ocurre a la vuelta de una esquina y eso tam­bién será juzgado como un crimen que ha de ser expiado en confinamiento a pan y a agua! ¡No, ustedes no me castigarán; antes de someterme a tal tiranía me marcharé y dejaré La Casa para siempre!

Ella me observó con una expresión que llegaba al ho­rror, reflejada en su suave rostro y por unos instantes no replicó. Entonces pensé que si continuaba en esa tesitura de mi loca amenaza, realmente perdería a Yoleta y el solo pensar en ello era más de lo que pudiese soportar. Por un momento casi odié al amor que me tornaba tan sin fuerza para oponerme a prácticas estúpidas y bár­baras. Habría sido grato, entonces, haberme sentido li­bre para lanzarles una maldición e irme, sacudiendo has­ta el polvo de La Casa que hubiese quedado adherido a mis zapatos, suponiendo que algún polvo se hubiese adherido a ellos. Edra comenzó a hablar de nuevo, gravey tristemente, pero sin un atisbo de austeridad ni en su tono ni en su modo de censurarme por el uso irracional de mi lenguaje y por haber permitido que sentimientos de amargura y resentimiento se alojasen en mi corazón. Pero el descorazonamiento y furia que se había adueña­do de mí me hicieron reaccionar en contra del remedio de una reconvención impartida tan gentilmente y vol­viendo la cara con obstinación me negué a responder. Es­tuvo un rato silenciosa, pero la juzgué mal cuando ima­giné que ofendida me dejaría abandonado a mis propias reflexiones.

-¿No sabe cuánto me apena?, dijo finalmente, acer­cándose algo a mí; hace un rato dijo que me quería; ¿es que halla placer en atormentar a quienes quiere?

Sus palabras, y más que sus palabras su ternura, el to­no doloroso, me urgieron a sentirme compungido y no lo pude resistir.

-Edra, mi dulce hermana, no imagine tal cosa, dije. Preferiría soportar mi castigo antes de causarle una pena. Mi cariño hacia usted no podría borrarse mientras yo tenga vida y entendimiento. Está en mí como el verde en la hoja que sólo se cambia por severa decadencia.

Ella sonrió perdonando y con los ojos húmedos, que en cierto modo me hizo recordar la alegría de los ángeles ante el pecador arrepentido, se agachó y rozó sus labios con los míos.

-¿Cómo puede amar a alguien más que así, Smith?, dijo, sin embargo dice que su amor por Yoleta excede a todos.

- Si, querida, excede a todos los otros, tal como la luz del sol excede a la de la luna y las estrellas. ¡No puede entenderlo! ¿no la ha amado así algún hombre, hermana mía?

Ella movió la cabeza y suspiró. ¡Es que ahora tampoco me entendía; ¿no habrían mis palabras traído a su me­moria algún dulce o triste recuerdo?

Con las manos cruzadas sobre la falda y su cara medio vuelta, permaneció sin fijar la mirada en nada. Parecíaimposible que esa mujer tan tierna y hermosa no hu­biese jamás experimentado los sentimientos acerca de los cuales le inquiría o que los hubiese apreciado en otros. Pero nada me respondió, y mientras permanecía acos­tado observándola mi estado febril me sumió otra vez en el sueño.

Por varios días, durante los cuales recuperaba muy lentamente mis fuerzas, no se me permitía dejar la en­fermería. Nada oí acerca de lo que habría de ser mi cas­tigo, pues, de intento, me abstuve de preguntar y nadie parecía dispuesto a adelantarme un asunto tan desagra­dable. Al tiempo se me permitió circular por La Casa y, cuando aún muy débil, fui conducido, no a la Sala de Juicios, donde había esperado ser llevado, sino al Apo­sento de la Madre: ahí estaba el padre de La Casa sen­tado con Chastel y junto a ellos siete u ocho de los otros. Todos me dieron la bienvenida y parecían contentos de verme de nuevo bien; no podía dejar de notar cierto aire solemne que parecía decirme que era visto como un ofen­sor ya hallado culpable y que estaba ahí para ser juz­gado.

- Hijo mío, dijo el padre dirigiéndose a mí en un to­no tranquilo, pero magistral que no me dejaba la más mínima esperanza de eludir el asunto. Es un consuelo saber que su ofensa es de tal naturaleza que no puede disminuir nuestra estima hacia usted, ni aflojar los la­zos de afecto que lo unen a nosotros. Aún está débil y quizá con la mente algo confundida por las circunstan­cias de los últimos días. Por lo tanto no le exijo que me dé los detalles, pero sí he de detallar su ofensa y si me equivoco en algún concepto me corregirá: El gran amor que siente por Yoleta, continuó, (y aquí me sobresalté y enrojecí dolorosamente, pero las palabras que siguieron me señalaron que tenía poca razón para alarmarme) el gran amor que siente por Yoleta le causó en esos treinta días de su reclusión profundo sufrimiento, tanto que per­dió la alegría de vivir, se alimentaba poco y afectados por continua depresión sus fuerzas se vieron muy disminuídas.­

 

 

El último día estaba tan excitado ante la pers­pectiva de su próxima reunión con ella que se dirigió a su tarea casi en ayunas y probablemente tras una noche de desvelo. ¿Dígame si ello no es así?

- Yo no dormí esa noche, respondí algo amoscado.

- Sin el descanso del sueño y con las fuerzas disminui­das, prosiguió, se fue a los montes y para aquietar su ex­citación trabajó con tal energía que al medio día había cumplido con una tarea, la cual, en otro estado mental y físico, más calmo, le habría ocupado más de un día. Usted es culpable por la seria ofensa de haber actuado en contra suya. Pero, aún así, pudo haber escapado  a las consecuencias si, tras acabar su trabajo, hubiese descan­sado, alimentado y bebido para reparar sus fuerzas. Esto, sin embargo, lo dejó de lado, pues cuando cayó a tierra sin sentido y Yoleta llamó al perro y lo mandó a La Casa en busca de auxilio se encontró su alimento sin probar en el cesto. Su vida estaba, pues, en gran peligro y si bien es bueno dejar ir a la vida cuando se ha tornado en una carga para nosotros y los demás, oscurecida por la falta de fuerzas y sin posibilidad de restablecimiento, hacerla peligrar desaprensiva y descuidadamente en la flor de las fuerzas y la belleza es una locura y ofensa. Piense ¡ qué profunda habría sido nuestra pena, especialmente la pena de Yoleta, si este culpable descuido suyo por su propia seguridad y bienestar hubiese tenido el fin fa­tal del que estuvo tan cerca! ¿Es por lo tanto justo y co­rrecto que una ofensa de tal naturaleza sea recompensada? Pero es una ofensa leve, no cometida contra La Casa, ni aún contra otra persona; también tenemos presente la causa, que es valedera, pero un excesivo amor nubló su entendimiento. Al tener todo esto en cuenta era mi in­tención recluirlo por trece días.

Aquí hizo una pausa, como a la espera de una réplica. Me había reconvenido con tanta gentileza y aprobado incluso mi emoción, a oscuras de lo que ella significaba y de la causa de mi enfermedad que me obligó a sentirme muy sumiso y casi agradecido.

 

 

 

- Es justo, repliqué, que yo deba purgar mi falta y usted ha atemperado el juicio con más misericordia de la que merezco.

- Habla con la sabiduría de un alma purificada, dijo, y levantándose, colocó su mano sobre mi cabeza; sus pa­labras me alegran más que nada sabiendo que estaba col­mado de sorpresa y resentimiento cuando se dijo que su ofensa merecía castigo. Ahora, hijo mío, debo decirle que no estará separado de nosotros. La Madre de La Casa ha querido que su ofensa sea perdonada.

Miré sorprendido a Chastel, pues esto era lo inespe­rado: me miraba fijamente, con un reflejo de extraña ter­nura nunca visto en sus ojos. Extendió su mano; arrodi­llado frente a ella la tomé entre las mías y procuré, con poco éxito, hablar para agradecerle este inusitado acto de bondad y de misericordia. Los otros me rodearon para expresarme sus congratulaciones, los hombres con apre­tones de manos, no así las mujeres, quienes libremente me besaron, pero cuando se acercó Yoleta, la última, pu­so sus blancos brazos, alrededor de mi cuello y apretó sus labios contra los míos. El éxtasis fue turbado por lo doloroso de mi situación: era impotente para hacerle en­tender la naturaleza de mi pasión. Casi me desplomé ante el dulce abrazo.

 

 

CAPITULO XVII

 

 

 

Mi enfermedad, aun cuando aguda, había pasado tan rápidamente que confiaba en un completo y rápido res­tablecimiento para saberme en mi natural estado de vi­gor y salud. Pese a ello, muchos días pasaron y fracasaba en recobrar mis fuerzas y tenía la sensación de quien ha podido dejar su lecho de enfermo. Esto al principio me sorprendió y disgustó, al poco tiempo comencé a recon­ciliarme con tal estado y aun a descubrir que tenía cier­tas ventajas, la principal fue que el tumulto de ideas en mi mente se había disipado por una temporada y me ha­llaba ansiosamente requerido por nada.

Mis amigos me aconsejaban que no trabajase; mas, no deseando comer el pan de la ociosidad aunque la ración fuese poca por mi falta de apetito, me

obligué a ir todas las mañanas al taller y ocuparme por dos o tres horas de alguna tarea mecánica liviana, que no exigiese esfuerzo físico ni mental. Aun este jugar a trabajar me fatigaba. Entonces, tras cambiar mi ropa, me iba a descansar a la sala de música para continuar mi búsqueda tras el es­condido conocimiento en cuanto libro hallase ahí; pues, ya podía leer; resultado que mi dulce mentora había sido la primera en advertir y de inmediato había abandonado las lecciones que tanto había amado, permitiéndome an­dar, a voluntad, sin guía, en ese páramo de extraña li­teratura. Yo nunca había estado en la biblioteca, ni sabía en qué parte de La Casa estaba colocada. Tampocohabía expresado el deseo de verla. Ello por dos razones: una, por haber resuelto a medias - mis resoluciones eran generalmente de este tenor- no aparecer con el deseo de saber demasiado; la otra, la de mayor peso, era la de que nunca había sido afecto a las bibliotecas. Me oprime penosamente mi inferioridad mental; todas esas decenas de miles de volúmenes, conteniendo temas tan importan­tes e inapreciables, parecen tener una suerte de existen­cia colectiva y mirarme desde sus alturas como a un hom­bre con grandes ojos de búho; como a un intruso en terreno sagrado - un bárbaro -, cuyo real lugar es el monte. Es una mera fantasía, lo sé, pero me inhibe y pre­fiero no colocarme en tal situación. Cierta vez, en un libro encontré un pasaje bochornoso acerca de gente “con constitución corpórea caballar y mentes estrechas", lo que me hizo sonrojar dolorosamente; mas, justamente, en la página siguiente, el escritor hace enmiendas dicien­do que uno debiera sentirse conforme si en la lotería de la vida tiene el premio de un buen estómago sin inte­lecto ya que ello es mejor que un fino intelecto con un estómago loco. Me había tocado un buen estómago e hí­gado, pulmones y corazón que se le apareaban y nunca me había sentido en desacuerdo con mi premio. Ahora, de cualquier manera, parecía propio que yo debiese brindar unas horas cada día a la lectura ya que, hasta donde mi conversación y estrecha intimidad con la gen­te de la casa había llegado, no me había permitido disipar la nube de misterio que escondían sus costumbres; y por costumbres aquí me refiero al tratamiento amoroso y el matrimonio, pues eso era para mí lo principal. Los libros que leí o en los que me sumergí eran de alto interés, es­pecialmente los raros que revisé pertenecientes a la larga serie de Las Casas del Mundo, abundantes en temas ma­ravillosos y entretenidos. Había además historia de La Casa y trabajos sobre arte, agricultura y otros temas va­rios que no eran lo que yo quería.

Después de tres o cuatro horas pasadas en esa in­fructuosa búsqueda, me dirigía al Aposento de la Madre,lugar al que tenía libre acceso todas las tardes; una vez allí, podía permanecer cuanto quisiese. Era tan grato que pronto adquirí el hábito de permanecer hasta que la hora de cenar me exigía dejar el lugar. Chastel, inva­riablemente, me trataba ahora con una ternura que me parecía extraña recordando la impresión en extremo des­favorable que le había merecido cuando concurriese a la primera entrevista.

No era propio de mí la indolencia ó el amar una existen­cia tranquila y soñadora; por lo contrario es por lo que siempre había pecado ya que me habían sido tan nece­sarios, como el aire fresco y la buena comida, el ejer­cicio muscular irrestricto y cuanto más violento fuese más me agradaba. Hoy en día, en este nuevo estado de languidez, experimentaba una increíble sensación de tran­quilidad mental y física y en el Aposento de la Madre descansaba como si esa lasitud a causa del trabajo aún estuviese en mí. Respirando e inmerso en esa atmósfera estival y fragante, dejaba transcurrir largos intervalos en perfecta inactividad y silencio, dejándome estar sentado o reclinado, sin pensar, pero en un ensueño, mientras mu­chos sueños de placeres por venir desfilaban como oleadas vaporosas por mi mente. El carácter tan especial de la habitación, su delicada riqueza, la exquisitamente armó­nica distribución de colores y objetos y la ilusión de lo natural que producían a la mente, parecía prestarse para conjurar este especial sentir y afirmarse en él.

La primera impresión que producía al acceder a ella, desde la larga galería de las esculturas por la que se de­bía de atravesar era de luminosidad; era como llegar al aire libre y este efecto en parte se debía a las superficies blancas y cristalinas y al brillo de los colores. Era có­moda, espaciosa y la parte central con arcada o techo en forma de cúpula de un suave color turquesa, sosteni­do por gráciles columnas de cristal pulido. Las puertas eran de vidrio color ámbar con marcos de ágata; pero las ventanas, ocho era su número, presentaban la mayor atracción. Sobre el cristal, la sierra y la montaña, estabanrepresentadas y emergían más allá de las anchas plani­cies áridas, blanqueadas por el calor y el esplendor del medio día estival, sin una nube, los picos luciendo su lustre perlado que parecía transportarlos a una distancia infinita. Admiraba cómo lucían, desde la imitada som­bra de tal glorieta o pabellón, esas lejanas extensiones iluminadas por el sol, donde la luz danzando y temblando era una nunca desmentida delicia. Tal su efecto sobre mí, sumado a esa nueva gracia, de la ternura, resultante, no sabía, si de compasión o afecto, pero yo habría podi­do desear permanecer como inválido permanente en su habitación.

Otra causa de la tranquila felicidad que experimentaba era la conciencia de un cambio en mi propia disposi­ción mental, que me hacía ajeno a La Casa ya que ahora era capaz, imaginaba, de apreciar el buen carácter de mis amigos, su cristalina pureza de alma y la religión que profesaban. Hacía mucho, en días ya idos, había escuchado mucho y muy nutrido acerca de la dulzura, la luz y los filisteos, casi ignorando a qué se refería este gran problema, y al oír de algunos de mis amigos que yo carecía de las cualidades que ellos más valoraban me proclamé un filisteo y me sentía feliz al haber concluido la controversia de tal modo en tanto y cuanto a mí me concernía. Ahora era como un ser a quien algo impor­tante se le dijo, lo cual, apenas escuchado e inmediata­mente olvidado sólo se sumerge en sus asuntos, pero que, acostado de noche en el silencio de su cuarto, recuerda las palabras desoídas y percibe su profundo significado. Mi estancia entre esta gente, mujeres angelicales y hom­bres de carácter afable, de suave mirada y en los labios un tenue vello sin rasurar, pero, en sus artes, “sentando bases sólidas para la eternidad", y sobre todo, esas ho­ras vacías, pasadas en el Aposento de la Madre, me habían enseñado qué criatura desamorada había sido. Imposible que, en tal atmósfera, no hubiera absorbido un poco de esa suavidad y esa luz.

 

 

En este dulce refugio, este dormido valle al cual había sido arrojado por esa negra corriente que me había lle­vado a una inconmensurable distancia en su seno y con tales cambios que iban produciéndose en mí, creía por momentos que con poco más alcanzaría ese sostenido embeleso que parecía ser la condición normal de mis compañeros. Mi pasión por Yoleta ardía ahora con una llama más suave, ya no me consumía, sino que me im­ponía una agradable tibieza interior. Cuando ella esta­ba ahí, sentada junto a mí a los pies de la Madre, a veces tan próxima que sus negros y brillantes cabellos acari­ciaban mis mejillas y su fragante aliento me llegaba a la cara y acariciaba mi mano y me miraba fijamente con esos ojos queridos que no tenían ni una sombra de resen­timiento o ansiedad, sino tan sólo un amor insondable, entonces, imaginaba que nuestra unión era completa y que ella era ya total y eternamente mía.

Sabía que eso no podría continuar y, a veces, no podía impedir que mis pensamientos se alejasen del presente e imprevistamente la naturaleza de mis sueños se alte­raba, oscureciéndose, tal como un bello paisaje se ocul­ta a causa de una nube frente al sol. Se adormecería por siempre el demonio de la pasión dentro de mí y soñaría; con renovada fuerza despertaría siempre con mayor po­der y siempre impedido en su deseo, y ello levantaba en mí nuevamente, la negra tempestad del pasado para abatirme. Le seguían otras oscuras apariciones: Me veía dentro de un vaso mágico, acostado, vuelta la cara mori­bunda, con mucha gente a mi alrededor, apurándose de un lado al otro, retorciéndose las manos y expresando en alto su pena; estremeciéndose ante la vista aberran­te sobre sus pisos sagrados y relucientes; o peor que eso, me veía entre harapos, temblando, escuálido por larga hambruna, un fugitivo en alguna zona invernal y deso­lada, lejos de cualquier contacto humano abrasado en mi locura a cenizas sin forma en la mente, y por todas las sensaciones, recuerdos, pensamientos, no me quedaba del mundo visible nada más que un distorsionado gusto yuna tremenda intranquilidad que me urgía, como fla­gelado por escorpiones, hacia adelante, para vadear aún otros negros y helados torrentes y destrozarme sangran­te entre matorrales espinosos y trepar por las alturas de otras sierras yermas y gigantes.

Sin embargo, estos momentos de terrible depresión, nuevos para mí, no eran frecuentes y pocas veces duraban mucho. Chastel era mi ángel tutelar; una palabra, un leve contacto de su mano y los malos espíritus se desva­necían. Ella parecía poseer una misteriosa facultad - qui­zá sólo la sagacidad y simpatía de su espíritu, de natura­leza hiper-sensibilizada - que le permitía saber acerca de mucho de lo que ocurría en mi corazón: si me ensom­brecía cuando ella no tenía voluntad o fuerzas para con­versar, me hacía acercar a su sitial y poner mi mano sobre la suya y la sombra se desvanecía.

No podía dejar de meditar frecuentemente con asom­bro sobre esta gran transformación en su modo de ser conmigo. Sus ojos se posaban cariñosamente sobre mí, y sus agudos sufrimientos, y las desafortunadas expresiones burdas que, con asiduidad, se me escapaban parecían in­capaces de provocarle una palabra fuerte o de impacien­cia. Ya no era tan sólo uno más entre sus criaturas, con el privilegio de llegar y sentarme a sus pies y compar­tir con ellos un poco de su imparcial afecto; recordando que era un extraño en La Casa; y la no disimulada pre­ferencia que demostraba por mí y su deseo de que estu­viese constantemente con ella, parecían un profundo mis­terio.

Una tarde, estaba sentado solo con ella y observó que mis lecciones habían terminado.

- Oh sí, ahora puedo leer perfectamente, respondí. ¿Puedo leerle de este libro? Esto diciendo puse mi mano sobre un volumen que estaba sobre su diván; difería de otros que yo había visto por ser más pequeño y tener encuadernación azul.

 

 

   - No, no en este libro, dijo con un dejo de fastidio en su voz y extendiendo la mano para prevenirme de que lo tomara.

-¿He cometido otro error? pregunté al retirar la ma­no. Soy muy ignorante.

- Sí, pobre muchacho, eres muy ignorante, repitió, colocando su mano en mi frente. Tú debes saber que éste es el libro de la madre y que sólo ella puede leerlo.

- Temo, dije con un suspiro, que pasará mucho tiem­po sin que pueda dejar de ofenderla con mis errores.

- No hay razón para que digas eso, pues no me has ofendido, me has tan sólo apenado. Cada día cuando es­tás conmigo procuro enseñarte algo para facilitarte el camino, pero debes de tener presente, hijo mío, que otros no pueden tener hacia ti igual sentimiento que yo puesto que su amor es menor al mío.

- Pero, ¿por qué se preocupa tanto por mí? le pregun­té alentado por sus palabras. Una vez pensé que únicamente sería usted en toda La Casa quien jamás me ama­ra; ¿qué fue lo que cambió sus sentimientos hacia mí, pues sé que ellos han cambiado? Me miró sonriendo tristemente, pero no respondió. Pienso que sería feliz sa­biéndolo, repetí, acariciando su mano. ¿No me lo dirá?

Había una rara preocupación en su rostro en sus ojos mirando a lo lejos y volviendo a mí nuevamente, mien­tras sus labios se movieron musitando palabras inaudi­bles. A continuación me respondió:

No, no te lo puedo decir. Quizá te hiciese feliz, pero el momento apropiado aún no ha llegado. Debes ser paciente, tienes mucho que aprender. Es mi deseo que aprendas todas las cosas concernientes a la familia que aún ignoras, y cuando digo todas quiero significar no sólo las referentes a tu condición actual de un hijo de La Casa, sino las referentes a aquellos asuntos mayores que pertenecen a los jefes de la misma: al Padre y la Madre.

Entonces, deponiendo toda precaución respondí:

 

 

- Es precisamente un conocimiento de aquellos asun­tos mayores relativos a la familia lo que me ha tenido más ansioso por conocer desde que llegué a La Casa.

- Lo sé, respondió; esa sed de la cual hablas fue en parte la razón de tu fiebre y lo que te mantiene aún dé­bil y febril; pero, por ello, en vez de ser aquí un prisio­nero, estarías lejos, sintiendo el sol y el viento en tu ros­tro.

- Y si sabe eso, ¿por qué no me imparte, rogué, ahora el conocimiento que me integre? Pues seguramente to­dos esos asuntos menores, aquellos apropiados para que alguien de mi condición conozca, podrán ser aprendidos después, a su debido tiempo, por no ser de capital im­portancia, pero lo otro, si sólo usted lo entendiese es para mi asunto de vida o muerte.

- Yo sé todo, replicó rápidamente. Una sombra había velado su rostro ante mis terminantes palabras y tenían sus ojos una mirada preocupada.

-¡Vida o muerte! ¿Sabes lo que estás diciendo? Ex­clamó clavándome su mirada con extrema lealtad, ha­ciendo que la mía se abatiese ante la suya. Luego, tras una pausa, atrajo mi cabeza contra sus rodillas y habló con increíble ternura.

-¿Es que encuentras tan difícil poner en práctica un poco de paciencia, hijo mío, que no prestas aquiescencia a lo que te digo, temes dejar tu futuro en mis manos? Es corto el tiempo para todo lo que tengo que hacer; sin embargo, debo ser paciente y esperar aun cuando para mi es más difícil. Pues tu llegada, a la que no presté atención al principio por ver en ti sólo un peregrino como otro, uno que tras accidentes en su viajar había naufragado y sin hogar en el mundo, lo hallamos y dimos albergue ahora, ha traído algo nuevo a mi vida, y si esta fresca esperanza, que es sólo una vieja espe­ranza renacida, alguna vez halla su realización entonces la muerte perderá mucha de su amargura. Mas, hay en el camino dificultades que sólo el tiempo y la energía de un alma que reúne sus facultades en un solo anhelo,una sola realización, puede vencer. Y la dificultad ca­pital la encuentro en ti en esa extraña disposición anta­gónica que tan frecuentemente revelas en tu conversa­ción; la acabas de demostrar ahora, pues el ser así inte­rrogada y presionada y el haberse dudado de mis juicios, en otro me habría ofendido profundamente. Recuerda esto y no abuses del privilegio del cual gozas: recuerda que debes cambiar profundamente antes de que yo pue­da compartir contigo los secretos de mi corazón. Y ten presente, hijo mío, que no estoy reconviniéndote por tu deseo de conocer; sé que no eres culpable de muchas de tus deficiencias. Sé, por ejemplo, que natura te ha ne­gado esa voz flexible y melodiosa con la cual es nuestra costumbre rendir, cada día, homenaje al Padre para ex­presarle todos los sentimientos sagrados de nuestros co­razones, todo nuestro amor por el prójimo, la gloria de vivir y aun nuestros pesares y penas. El pesar es como una nube oscura y opresora hasta que por el labio y la mano rompe en la lluvia de melodías y nos alumbra de tal manera que aun las cosas dolorosas dan a la vida nuevas y purificadas glorias. Y tal como en la música, en todas las artes hay un doble placer en contemplar las obras de nuestro Padre: en la primera e inferior tú lo compartes con nosotros; pero, la segunda y más noble, que surge de la primera, es nuestra a través de esa facultad por medio de la cual la belleza y la armonía se sienten trasmutadas a nuestro espíritu que es como un lápiz de cristal que recibe los blancos rayos del sol dentro de sí, transformándolo en luces rojas, verdes, violetas; de ese modo la naturaleza se transforma en nuestras mentes y se expresa en el arte. Mas, en ti, esa segunda facultad es deficiente, de lo contrario no te privarías de tan gran placer como su ejercicio depara y amarías la naturaleza tal como se ama a un igual, pero no tiene palabras para expresar tan dulce sentimiento. Pues la alegría del amor, con simpatía, cuando se hace conocer y es retribuido, se aumenta un céntuplo; y en toda obra artística, no comulgamos con una naturaleza

 

 

ciega e irracional, sino con su oculto espíritu, inspirando nuestros corazones, retribuyendo amor, con amor y re­compensando nuestra labor con constante embeleso. Por lo tanto es tu desventura, no tu falta, que estés privado de ese supremo solaz y alegría.

A este parlamento que me causó un efecto depresivo respondí tristemente:

- Cada día siento con mayor agudeza mis deficiencias y deseo más ardientemente acortar la gran distancia que hay entre nosotros; pero ahora ¡Dulce madre! perdóne­me por así decirlo. Sus palabras me hacen desesperar.

- Sin embargo, hijo mío, sólo he hablado para darte coraje. Conozco tus limitaciones y no espero nada supe­rior a tus fuerzas, ni me preocupan seriamente tus erro­res ,creyendo como creo que con el tiempo podrás bo­rrarlas de tu mente. Debes cambiar tu irascible carácter para ser merecedor de la felicidad que he determinado para ti. La paciencia debe corregir ese tu espíritu ato­londrado; a la diligencia febril, alternada con la indife­rencia o el desaliento, debe oponerse un incondicional esfuerzo; y por esa vacilante llama de esperanza que arde con brillo por la mañana y que al atardecer tanto se apaga, debe haber una valiente, racional e irreductible esperanza. Sería realmente extraño si después de esto te abatieses y menos que olvidases algo; te diré de nuevo que sólo por otorgarte una felicidad durable y el anhelo de tu corazón, mi única esperanza puede con­sagrarse. Considera cuanto te digo en estas palabras. Y no pienses mal de mí, pues, dentro de muy poco, tu debilidad pasará como una nube mañanera. Mas, para mi no habrá cambio alguno dado que debo permanecer aquí día y noche con la sombra de la muerte. Cuando me haya ido y el sol caiga de nuevo sobre mi rostro, ya no lo sentiré ni lo veré y yaceré olvidada cuando tú estés en medio de tus años más felices.

Sus palabras golpearon mi corazón con dolor agudo y compasivo.

 

 

-¡No diga que será olvidada!, exclamé con pasión; pues si hubiese de partir yo aún amaré y adoraré su memoria, tal como lo hago ahora que está viva.

Acarició mi mano y no habló; cuando la observé su rostro macilento había caído sobre la almohada y sus ojos estaban cerrados.

- Estoy fatigada, fatigada, murmuró; permanece con­migo un poco más, pero déjame si me duermo.

Al poco rato dormía, la luz que caía sobre su rostro que descansaba sobre una almohada púrpura y con sus conmovedores ojos cerrados e inmóviles, era como una cara esculpida en marfil de alguien que hubiese sufrido como Isarte en La Casa y que hubiese perecido en pasadas generaciones. La abundante cabellera oscura que la enmarcaba parecía también muerta y del color del hierro enmohecido.

 

 

CAPITULO XVIII

 

 

Las palabras de Chastel penetraron hondo en mi cora­zón, más hondo que cualquier palabra jamás me hubiera llegado en esa especie de suelo infecundo; y aun cuando de intento me había dejado en la oscuridad en cuanto a muchos asuntos importantes, yo había resuelto mere­cer su estima y atraerla aún más cerca de mí, corrigiendo aquellas faltas de mi carácter que me había señalado con tanta ternura.

¡Cielos! el próximo día estaría señalado para provocar­me un serio disgusto. Al ingresar al salón para desayunar me enteré que una sombra había caído sobre La Casa. Entre toda esa gente silenciosa y el padre sentado, con su rostro grisáceo y sus ojos afligidos, entró Yoleta. Su dulce rostro más pálido que ]a primera vez que la viera tras su largo encierro, mientras bajo sus párpados pesa­dos, sus ojeras lucían casi moradas, lo que decía de una larga vigilia con el corazón oprimido por la ansiedad. Escuché con profundo sentimiento que el mal de Chastel se había súbitamente agravado; que había pasado la noche en medio de grandes sufrimientos. ¿Qué sería de mí y todos mis felices sueños si ella llegase a morir?, fue mi primera idea. Pero, al mismo tiempo, tuve la gracia de sentirme avergonzado por un pensamiento tan egoísta. Empero no podía sacudir la pesadumbre que me había producido y, demasiado afligido para trabajar o leer, me acerqué al Aposento de la Madre para estarlo más cerca posible de la sufriente, de cuya recupera­ción tanto dependía. ¡Qué solitario y desolado parecía ahora que estaba ella ausente! Estos radiantes paisajes montañeses en su mímico blanco de reflejo solar aún perpetuaban el verano; sin embargo, parecía haber un hálito invernal, semejante a una atmósfera mortal que golpeaba mi corazón y me hacia tiritar de frío. El día se arrastró penosamente hasta su fin sin una sola señal de mejoría que aflojara nuestra ansiedad. Hasta pasada la media noche yo permanecí en mi puesto, luego me retiré por tres o cuatro horas miserables de ansiedad, sólo para retornar en cuanto hubo una escasa luz. El estado de Chastel era el mismo o si había habido cambio era para peor, pues no había dormido. Nuevamente per­manecí ahí todo el día preso de pensamientos desalen­tadores; al anochecer llegó Yoleta para llevarme hasta su madre. El requerimiento me aterrorizó tanto que por unos momentos permanecí sentado, tembloroso, incapaz de articular palabra; ya que sólo podía pensar que el fin de Chastel se aproximaba, Yoleta, adivinando la causa de mi agitación, me aclaró que su madre no podía dormir a causa de fuertes dolores de cabeza y deseaba que yo le colocase mi mano sobre su frente para probar si ello le podría causar alivio. Esto me pareció un no muy promisor remedio, pero me dijo que en una oportunidad habían tenido éxito al colocar una mano sobre su frente y que habiendo fracasado ahora, Chastel había deseado me llevasen hacia ella para intentarlo con mi mano. Me levanté y por primera vez penetré en la sagrada al­coba donde Chastel yacía en una cama baja, colocada sobre una plataforma que se elevaba muy poco del suelo en el centro de la habitación. En la penumbra, su rostro aparecía tan blanco como la almohada sobre la cual des­casaba; su frente contraída por los agudos dolores, apa­gados quejidos escapaban de sus labios crispados, pero sus ojos muy abiertos estaban fijos en mi rostro cuando ingresé a la habitación y parecían expresar más angustia mental que sufrimiento físico. A la cabecera del lecho etaba el padre teniendo su mano en la suya; cuando entré se levantó y me hizo lugar yéndose hacia los pies, donde dos mujeres estaban sentadas. Me arrodillé junto al lecho de Chastel y Yoleta se levantó y tiernamente colocó mi mano derecha sobre la frente de su madre, diciéndome en secreto que la dejase descansar allí muy suavemente. También ella se alejó unos pasos.

Chastel no habló, por unos minutos continuaron sus bajos y dolorosos quejidos; sólo sus ojos permanecían fi­jos en mi cara y por fin, sintiéndome incómodo por la fijeza con que me escudriñara, le dije en un murmullo:

- Queridísima madre, ¿quiere decirme algo?

- Sí, acérquese más, respondió, y cuando hube acer­cado mi mejilla a su cara, prosiguió: - No tema, hijo mío, no moriré, no puedo morir hasta que aquello de lo cual le hablé se cumpla.

Me regocijé ante sus palabras y al mismo tiempo me apenaron; parecía que ella hubiera intuido cuánto se había desasosegado mi corazón por ese innoble temor.

- Querida madre, ¿puedo decirle algo? inquirí, anhe­lando decirle de mi resolución.

- Ahora no, sea paciente y tenga siempre esperanza, y no tema a nada aun cuando estemos por largo tiempo separados; pasarán muchos días antes que pueda dejar esta alcoba y conversar con usted otra vez.

Tan levemente había susurrado lo dicho que quienes estaban más cerca no advirtieron en absoluto que había hablado.

Tras el breve coloquio cerró los ojos; aun por un rato sus quejas continuaron. Gradualmente se fueron apa­gando y fueron menos y menos frecuentes y las huellas de dolor se fueron borrando de su rostro casi de muerta. Al fin, Yoleta, acercándose quedamente a mi lado su­surro:

- Está durmiendo, y retirando mi mano me alejó.

Cuando estuvimos otra vez en el Aposento de la Madre me abrazó y soltó un llanto incontenible.

 

 

-Queridísima Yoleta, consuélese, dije estrechándola contra mi pecho, ella no morirá.

-¡oh, Smith!, ¿cómo lo sabe?, respondió pronta al­zando hacia mí su rostro empapado en llanto.

De cuanto Chastel me había dicho en secreto sólo repetí esas palabras: “Yo no moriré", pero nada más; fueron a pesar de todo de gran alivio para ella y su dulce y apenada cara lució como una flor marchita tras la lluvia.

- Ah, entonces ella sabía que el roce de su mano la haría dormir y que el sueño la salvaría, me dijo son­riendo.

- Y tú, mi amada, ¿cuánto hace que esos dulces pár­pados tan irritados no se cierran?

- No desde que dormí hace tres noches.

-¿Te sentarías ahora, aquí, junto a mí, descansando en mí tu cabeza y dormirías un poco?

-¡Ahí no! - exclamó apurada -. No en el diván de la madre. Pero si te sientas aquí sería agradable dormir un ratito recostada contra ti.

Me coloqué en el asiento bajo el cual me condujo y cuando se arrebujó en los almohadones con sus brazos rodeando mi cuello y su cabeza recostada sobre mi pe­cho, exhaló un suspiro largo y feliz y se quedó dormida.

Qué perfecta habría sido mi felicidad en ese momento con Yoleta entre mis brazos, estrechando sus tristes ma­nos diligentes y besando con ternura sus oscuros y bri­llosos cabellos, si no hubiese sido por el temor de que alguien pudiese venir para verme y molestarme. Muy pronto me sobresalté al ver al padre, quien venía de la alcoba de Chastel. Al vernos, se detuvo sonriendo; luego avanzó y deliberadamente se sentó a mi lado.

- Esta también se ha dormido, dijo alegremente, to­cándole el cabello con la mano; pero no debe de temer, Smith, yo creo que hemos de poder conversar perfecta­mente sin despertarla.

Yo había temido otra cosa muy distinta, y me sentí considerablemente tranquilizado tras sus palabras, perono estaba tan feliz ante la perspectiva de una conversa­ción en ese momento y habría preferido quedar a solas con mi adorable carga.

- Hijo mío, dijo colocando una mano sobre mi hom­bro, a veces recuerdo no sin una sonrisa, el efecto que su primera aparición causó entre nosotros y nos sobre­saltaron sus extrañas ropas de peregrino. Su intento de cantar y su total ignorancia del arte en general también me impresionaron desfavorablemente y me preocupé al pensar en el futuro, es decir, en su futuro, pues me parecía que tenía una base endeble sobre la cual cons­truir una vida feliz. Estas dudas ya no me perturban, pues en varias ocasiones nos ha demostrado que posee una profunda capacidad de afecto que es el más rico don y la más segura guía hacia la felicidad. A este hálito de amor que posee, esta tibieza del corazón que causa el florecer de hermosos hechos y pensamientos, es a lo que atribuyo su éxito reciente cuando el contacto de su mano produjo el largamente deseado sueño repa­rador, tan necesario en esta etapa de su mal. Yo sé que esto es algo misterioso y se dice comúnmente que, en tales casos, la mejoría es causada por las emanaciones cerebrales a través de los dedos. Es dudoso que sea así; y yo prefiero creer que sólo un poderoso sentimiento de amor que brota del corazón puede realmente dirigir esa sutil energía y que donde eso no existe el efecto no se puede producir.

- Yo lo ignoro, repliqué; tan profunda como es mi devoción y amor no puedo suponer que iguale y menos sobrepase al de aquellos que no lograron en esta oca­sión brindarle alivio.

- Sí, sí, eso es sólo juzgar superficialmente el asunto y dejando de lado los misterios imponderables del ser compuesto de carne y espíritu. Hay entre los mejores instrumentos peculiares usados en nuestra música para la cosecha, algunos de material tan finamente templado y de construcción tan delicada que la persona que desea ejecutar en ellos debe estar no sólo inspirada con pasiónmelodiosa, sino que todo su ser - cuerpo y alma- deben estar en un trance especial, su carne elevada a la ar­monía junto al espíritu exaltado, de lo contrario fraca­sará al atraer los sones o lograr la expresión deseada. Este es un símil basto y pobre si consideramos cuán ma­ravilloso instrumento es el ser humano con un cuerpo que se quema con sus pensamientos y un espíritu que tiembla y llora con pena, y cuando reflexionamos cómo sus múltiples y complejas cuerdas pueden ser dañadas y desafinadas por el sufrimiento. La voluntad puede ser nuestra, pero algo que no sabemos qué es se interpone para vencer nuestros mejores esfuerzos. Que haya tenido éxito en producir tan bendito resultado tras nuestros fra­casos ha servido para profundizar y aumentar el amor que ya le sentíamos, pues cuanto más preciosa es esta melodía de reposo, este dulce intervalo de alivio al cruel dolor que madre ahora experimenta que muchas melo­días de claras voces y manos hábiles.

En lo más secreto de mi corazón pensaba que él daba demasiada importancia al asunto, pero no tenía ningún deseo de argumentar contra tan favorable ilusión, y si lo fuese sólo deseaba poder compartirlo con él.

- Ella aún sigue durmiendo, dijo a continuación, qui­zá sin dolores, y como el de Yoleta, y su sueño proba­blemente dure unas horas.

-Ruego al cielo que ella pueda despertarse calmada y sin dolores, remarqué.

El pareció sorprendido ante mis palabras y me obser­vó detenidamente.

- Hijo mío, dijo, me apena que en un momento como éste tenga que señalarle un error, pero es un error que hiere su persona y doloroso para quienes lo ven, y si hu­biese de pasarlo por alto en silencio, o lo dejase para otra oportunidad no cumpliría mi misión de padre amo­roso.

Sorprendido por su discurso, le rogué me indicase qué había dicho de malo.

 

 

-¿No sabe, entonces, que es injusto alimentar un pen­samiento como el que ha expresado? En momentos de suprema pena o amargura o peligro, a veces hasta nos olvidamos y rogamos al cielo que nos salve o nos alivie, pero el hacer tal pedido cuando estamos en pleno uso de nuestras facultades no es valedero para un ser racional e implica una ofensa al Padre, pues rezamos mutuamente por nosotros y nos mueven tales plegarias al recordar que somos falibles y con frecuencia erramos por prisa, olvido o conocimientos imperfectos. Pero El, quien libre­mente nos dio la vida, razonamiento y todos los dones buenos, no necesita que nosotros le recordemos nada, puesto que pedirle que nos otorgue lo que deseamos es creerlo como nosotros y cobrarle una sobrecarga, o, lo que es peor aún, sería atribuirle debilidad e irresolución, dado que el peticionante cree inoportunamente inclinar la balanza a su favor.

Ya estaba por responderle que siempre había conside­rado la oración como una parte esencial de la religión, y no sólo de una forma de ella, sino la de todas las re­ligiones del mundo. Felizmente recordé que probable­mente él conociese más que yo del asunto en "todo el mundo" y me callé.

-¿Tiene dudas acerca del asunto? preguntó tras una pausa.

- Debo confesar que aún tengo algunas dudas, repli­qué. Creo que nuestro Creador y Padre desea la feli­cidad de todas sus criaturas y que no siente placer en verlas desdichadas, pues sería imposible no creerlo viendo cuánto más predomina la dicha sobre la desdicha en el mundo. Mas, El no llega a nosotros de manera visible para decirnos con voz audible que el invocarlo a gritos sea nuestra desgracia o nuestros dolores es injusto. ¿Cómo entonces sabemos eso? Ya que un niño le llora a su ma­dre y un pichón en el nido a sus pájaros progenitores y El es infinitamente más para nosotros que un padre para su hijo, infinitamente más fuerte para auxiliarlo y conoce nuestros pesares como ningún mortal podría conocerlos­

 

 

 

¿No es posible, entonces, creer sin dañar nues­tras almas que el llanto de una criatura afligida puede por El ser escuchada; que en su compasión y por medio de su poder soberano y sobrenatural El puede dar con­suelo al cuerpo dolorido y paz y alegría a una mente de­solada?

Usted me pregunta ¿cómo, entonces, sabemos esto? Y usted mismo se responde aun cuando fracasa al no percibir que se contesta cuando dice que aunque El no llega de una manera visible para enseñarnos esto o aquello, sabemos que desea nuestra felicidad; y a esto podría haberle agregado miles o decenas de miles de cosas que conocemos. Si la razón que nos dio desde el comienzo hace innecesario que venga a decirnos con voz audible que desea nuestra felicidad, debe de ser también, segu­ramente, lo suficiente para decirnos cuáles de todos los pensamientos que continuamente nacen en nosotros son justos o injustos. El que alguno de nosotros debiese cues­tionar una verdad tan evidente y universalmente acep­tada, base de toda religión, me parece a mí sorprendente. Si su plan hubiese consistido en hacer estos delicados cuerpos mortales captadores de todas las sensaciones gra­tas en su más alto grado, sin el peligro de un accidente, ni sujeto a pena o desdicha, El seguramente lo habría realizado así para todos. Pero la razón y la naturaleza nos demuestran que esa no fue la finalidad de su plan; por lo tanto pedirle que suspenda el curso de la naturale­za en beneficio de un sufriente individualizado por muy agudos e inmerecidos que fuesen sus sufrimientos, es cerrar los ojos a la única luz que El nos ha dado. Nues­tros sentimientos más elevados y dulces se unen a la razón para decirnos con su única voz que El nos ama, y nuestro conocimiento de la naturaleza nos muestra con la suficiente sencillez que El también ama a los seres inferiores al hombre. A nosotros nos ha dado la razón como guía y protección y a las especies inferiores les ha dado el instinto; y nos haría dudar de su amor imparcial por todas sus criaturas, si al hacer uso denuestra razón, conocimientos y palabra articulada fué­semos capaces de encauzar los beneficios hacia nosotros y desviar la pena y el desastre, mientras que los mudos e irracionales brutos sufriesen en silencio el languide­ciente ciervo que deja su manada con una ponzoñosa espina en su pezuña; el pájaro que en vuelo es derribado y perece en el mar.

Sus conclusiones eran, quizá, más lógicas que las mías; empero, aun cuando no podía discutir más el argumento con él, no estaba preparado como para abandonar estos restos de viejas creencias, no alimentados por su valor intrínseco, sino más bien porque me había sido enseñado por una dulce mujer cuya memoria era sagrada a mi alma, mi madre antes que Chastel.

Afortunadamente, no fue necesario continuar la dis­cusión por más tiempo; en ese momento, uno de los centinelas llegó desde la alcoba de la enferma para informar que aún dormía tranquilamente; al escucharlo, el padre se levantó en busca de algún descanso en la pieza contigua. Antes de irse, me propuso con engañosa gentileza liberarme de mi carga y colocar a la niña, sin despertarla, en un diván. Pero yo no consentiría en mo­lestarla y para mi deleite la dejó entre mis brazos, estre­chando cálidamente mi mano y aconsejándome que re­flexionase acerca de sus palabras.

Estaba ya oscureciendo y cuán bienvenida era esa penumbra, pues sin que nadie me viese u oyese besé cientos de veces sus suaves cabellos y murmuré cien palabras cariñosas en sus oídos dormidos.

Su despertar me sobresaltó, pero me proporcionó alegría.

-¡Oh, qué oscuro está! ¿Dónde estoy? exclamó agi­tada abandonando súbitamente su reposo.

- Conmigo, amadísima, ¿no recuerdas cómo te dormis­te sobre mi pecho?

- Sí, pero... oh, ¿cómo no me despertaste antes...? Mi madre..., mi madre...

 

 

- Ella está durmiendo tranquila, queridísima. ¡Ay, y sólo hubiese deseado que hubieses seguido durmiendo!

-¡Mi amor!, dijo apoyando su mejilla contra la mía, ¡Qué dulce fue dormirme en tus brazos! Cuando llegamos aquí casi no podía decir palabra, pues mi corazón estaba rebosante; y ahora que tengo cien cosas que decir, te besaré y me eximiré de tanto hablar.

- Di unas de las cien cosas, Yoleta.

-¡Oh, Smith, antes de esta tarde yo no pensé que pudiese amarte más; y a veces cuando recordaba lo que una vez te dije en la sierra, ¿recuerdas?, me parecía que ya te amaba un poquito por demás. Ahora estoy conven­cida que estaba equivocada, pues mil ofensas no podrían enajenar mi corazón que es tuyo para siempre.

-¿Mío para siempre, sin duda, querida?, murmuré, apretándola contra mi pecho, y en ese rapto, casi olvi­dando que ese afecto angelical que me deparaba no sa­tisfaría por mucho mi corazón.

- Sí, para siempre; tú nunca, nunca dejarás La Casa. Tu peregrinaje, del cual sacaste tan poco provecho, ha concluido. Y si alguna vez intentas irte de nuevo, bus­cando otras maravillas por el mundo, te retendré con mis brazos como lo hago ahora y te tendré prisionero contra tu voluntad; y si me dijeses "adiós" cien veces, borraré esa triste palabra con mis labios y pondré en su lugar otra mejor, hasta que mi palabra te conquiste.

 

 

 

CAPITULO XIX

 

 

 

Aun cuando privado, al presente, de toda comunica­ción con Chastel y Yoleta, permanentemente atendiendo a su madre, debiera de haberme sabido feliz, pues todo parecía conjurarse para que la vida fuese preciosa para mí. Pero estaba lejos de sentirme así y al haber escucha­do decir tanto acerca de la razón durante mis últimas conversaciones con el padre y la madre de La Casa, comencé a prestar una desacostumbrada atención a esa facultad en mi, con el objeto de descubrir con su auxilio el secreto de esa tristeza que de continuo, a toda ho­ra, a todo momento, me oprimía el corazón. Sólo des­cubrí lo que otros habían descubierto antes: que la prác­tica de la introspección ejerce sobre la mente un efec­to corrosivo que sólo sirve para agravar el mal que se intenta curar. Durante esos días de reposo en el Apo­sento de la Madre, sentado junto a Chastel, este ánimo melancólico me había acompañado; pero la venerable presencia de la madre, le había brindado algo como un sentido divino, mis pasiones se habían adormecido y salvo en raros intervalos había pensado en el pesar como algo inconmesurablemente alejado de mí. Entonces a mi es­píritu

 

 

El rolar de la ola

Lejanísimo, parecía lamentar y dolerse

En remotas playas;

 

 

y tan dulce había parecido la pausa que había anhelado y rogado que se prolongase. No bien me alejaba de ella, ese encantamiento se disipaba y todos mis pensamientos, como los celajes del ocaso que aparecen luminosos y de rico colorido hasta que el sol se esconde y comenzaban a ser oscurecidos por una bruma misteriosa. Esforzándo­me cuanto pudiese, era incapaz de acomodar mi mente a ese humor sereno y confiado que ella había deseado hallar en mí y sin el cual no podría vislumbrar un fu­turo de bienaventuranza. Tras todas las amonestaciones y los consuelos que había recibido, y, a pesar de la razón y todo cuanto ella pudiese decirme, cada noche llegaba a mi lecho, con un corazón acongojado y cada mañana al despertar estaba aguardándome el fantasma de la tristeza para ir tras de mí hacia donde me encami­nase, para recordarme en cada pausa del implacable sino que sostenía mi destino entre sus dedos, el que era más poderoso que Chastel, y que habría de desbaratar todos sus propósitos para mi felicidad, como a barcos de frágil cristal.

Varios días, quizá quince, pues no los había contado, transcurrieron desde aquel en que fui admitido en la alcoba de la madre, cuando amaneció un día excepcional­mente hermoso que pareció brindarme como un hálito la sensación placentera del retorno de la salud y me hizo desear huir de sueños mórbidos y vanas lucubra­ciones. ¿Por qué debía permanecer sentado en la casa y como un desecho? Pensé que era mejor estar activo, y que el sol y el viento están llenos de cuanto cura. Tal día, era, en efecto, una de esas joyas capitales, que rara vez “se engarzan" entre los días ingratos de ese otoño con el invierno ya presente para apurar su partida. Durante largo tiempo, el cielo había estado cubierto por una interminable procesión de nubes que se arrastra­ban presurosas, con torvo aspecto, quebradas, fugitivas del viento y de cualquier sombra apagada de color, des­de el más pálido gris, al gris pizarra; las tormentas de lluvia habían sido frecuentes, impetuosas y súbitamenteinterrumpidas o corriéndose fantasmalmente hacia las brumosas sierras para perderse allí, entre otros fantasmas, siempre vagando tristemente por ese vasto horizonte en el que la tierra y el cielo se confundían; y ráfagas de viento que, al rugir sobre miles de árboles inclinándose y pasar con lóbregos y roncos sonidos, parecía imitar el eco del trueno. Y las hojas, los millones y minadas de marchitas hojas caídas, amontonándose hasta llegar a nuestros tobillos, bajo los desolados gigantes del monte y por doquier, yacían en las hondonadas de la tierra, silentes e inmóviles al haber muerto, como cosas caídas que de pronto adquirían una fantástica mueca de vida a causa del viento, ya que todas se remontaban y revol­vían con zumbidos como de avispa, a las carreras, de a miles por vez, sobre los espacios estériles, todas apresu­radas, comunicándose su lenguaje de hojas muertas has­ta que empujadas por una ráfaga más fuerte se elevaban de vuelo en vuelo, sumando columnas que se erigían hacia las nubes para caer como lluvia nuevamente so­bre la tierra y salpicar el pasto. Luego, por un mo­mento, a lo lejos en el cielo había un despejarse, un hacerse más traslúcidas las nubes, y los rayos del sol, como relámpagos que iluminasen la pálida niebla celeste, la lluvia sesgada, los troncos negros y frágiles ramas, bri­llando húmedos, arrojaban una gloria efímera sobre ese oceánico tumulto de la naturaleza.

En el estado en que yo me encontraba, con el cuerpo relajado y la mente abatida, esta temporada tempestuosa, que únicamente hubiese ofrecido deleite a una persona con buena salud, no le brindaba solaz a mi espíritu, sino, por el contrario, sólo servía para acrecentar mi melanco­lía. Sin embargo, día tras día, me impulsaba hacia ade­lante, y, aún débil, tiritaba entre las fuertes ráfagas y me encogía ante el contacto con las frías gotas que las nubes arrojaban sobre mí. Me fascinaban como ejércitos contendiendo en la batalla, o como alguna acción trágica de la cual el espectador no puede apartar su mirada. Me había vuelto invadido por extrañas fantasías tan persis­tentesy sombrías como supersticiones. Se me antojaba que no era yo, sino la naturaleza quien había cambiado, que la luz familiar se había disipado de su continente como una expresión amable y estaba cargado con una bruma tremenda y amenazante que causaba pavor a mi espíritu. A veces, cuando deambulaba solo, como un alma en pena, entre los árboles desnudos y una sombra más oscura se proyectaba sobre la tierra, me detenía, pálido por la aprensión, escuchando los innumerables y ex­traños sonidos del bosque, siempre vaticinando el mal, hasta que, en mi inquietud, comenzaba a temblar y so­bresaltado oteaba a un lado y otro, como estudiando por dónde huir de la calamidad que inesperada se acer­caba, desde no podía determinar dónde, para quebrar mi vida para siempre.

El día luminoso se avenía mejor con mi mal. El sol brillaba como en primavera, ni una mancha aparecía en el cristal abovedado del firmamento, por todas partes la hierba ofrecía, puntual, un descanso a la vista con su eterno verde y una fresca brisa soplaba acariciando mi cara y apurando los latidos de mi corazón aún débil. Recordando los días felices de leñador, anteriores a mi enfermedad, tomé mi hacha y me encaminé hacia el monte; al ver que Yoleta observaba mi partida desde la terraza, agité mi mano. Antes de haberme alejado mu­cho, ella llegó corriendo llena de ansiedad, previnién­dome que aún no estaba lo suficientemente fuerte para esa tarea. Le aseguré que no tenía intención de trabajar intensamente, ni de cansarme, y proseguí mi camino mientras ella regresaba junto a su madre.

El día era tan luminoso y asoleado que me infundió una suerte de pasajera alegría y comencé a canturrear trozos de viejas y apenas recordadas melodías. Eran cantos al verano que se aleja, teñidos de melancolía y me sugerían otros versos escritos no para ser cantados, que comencé a repetir.

 

 

 

 

Bellas flores perecieron en la tierra callada

Capullos de valles y montes que dieron

Fragancia a los vientos.

 

Y luego:

 

Los pájaros gozosos, buscaron más tibia playa

Demorándose hasta que llegaran los gélidos vientos

Que marchitan sus hogares.

 

Y estos también eran fragmentos que sólo exhalaban tristeza, ello hizo que desechara de mi mente a la poesía y no pensara en nada. Procuré interesarme en el vuelo de esos rapaces semejantes a halcones, abriéndose en gran­des círculos sobre mí a gran altura. Al contemplar esa lejana bóveda azul bajo la cual se deslizaban tan serena­mente y que parecía tan infinita, evoqué los días pasa­dos en que, al contemplar el firmamento, había elevado una oración al Espíritu Invisible, pero ahora recordaba las palabras que el padre de La Gasa me había dicho y la oración se desdibujó en mi corazón sin ser formula­da y una rara sensación de orfandad me apenó, obligán­dome a poner nuevamente los pies sobre la tierra.

A mitad del camino hacia el monte, en un abra, en la cual no había ni árboles ni arbustos, me encontré con una bandada de cigiieñas, por lo menos medio millar, aparentemente descansando en su travesía, pues todas permanecían inmóviles con sus cogotes encogidos, como dormitando. Eran aves muy majestuosas y elegantes de un color gris puro con un collar negro en el cuello y patas y picos rojos. El acercarme no las molestó hasta que estuve a unos dieciocho metros de la más cercana, pues estaban dispersas en casi media hectárea del terre­no; entonces se alzaron con un breve batir de alas, tan sólo para situarse a una corta distancia.

Un increíble número de aves, sobre todo acuáticas, habían aparecido en la vecindad desde el comienzo de este tiempo lluvioso y borrascoso. El río también estabapoblado con estos nuevos visitantes y se me había dicho que la mayoría eran migratorios, llegados de lejanas re­giones nórdicas, donde habían hecho sus hogares de estío y que ahora se dirigían al sur en busca de climas más benignos.

Toda esta agitación de los seres emplumados me había traído, en mi período de perturbaciones, tan poco placer como los otros cambios habidos a mi alrededor: esos ejér­citos alados en su paso apresurado en quebrados contin­gentes, gritando y agitando sus alas día y noche entre las nubes blancas, como su propio terror o con negro plumaje, como mensajeros del mal sólo agregaban a mi fantasía depresiva un nuevo elemento de temor a ese natural mío distorsionado por los fracasos y lleno de tre­mendas premoniciones y presagios.

El interés que en mí despertaron estas peregrinas ci­güeñas me pareció un síntoma feliz de retorno a un estado de ánimo más normal, y antes de proseguir mi marcha deseé que Yoleta hubiese estado ahí para verlos y contarme su historia, pues ella se interesaba en esos asuntos y sentía una maravillosa predilección por toda la raza plumífera. Tenía sus favoritos entre las aves, según la estación, y la clase que más estimaba habían llegado desde hacía más de un mes y su número aumentaba dia­riamente hasta que los montes y los campos estuviesen poblados con sus bandadas.

A esta especie la llamaban pájaro-nube, debido a su hábito semejante al del estornino de rodar alrededor de las tierras en las cuales se alimentarían. Luego se preci­pitaban en masa, se dispersaban y volvían a reunirse repetidas veces, de modo que, avistada desde la distancia, una bandada numerosa tenía el aspecto de una nube que alternativamente crecía o se tornaba delgada cambiando de continuo su forma. Era un tanto más grande que el estornino con un vuelo más libre y más rico plumaje de un azul profundo y lustroso o un azul casi negro y su pecho era de un brillante color castaño. Cuando estaban a mano, y bajo el sol brillante, era bellísimo apreciar losjuegos aéreos de la bandada, mientras giraban en re­dondo o se desplegaban como movidos por un solo im­pulso, luciendo primero ese llamativo azul, luego las relucientes superficies de sus pechos castaños que el ojo podía advertir. Ese efecto embriagador se aumentaba con su canto de notas como campanas que proferían todas al unísono, y mientras pasaban, giraban o se volvían en el aire, llegaban a intervalos, esas oleadas de sonidos me­lodiosos como la más perfecta expresión del júbilo salva­je de la vida de los pájaros. Yoleta, refiriéndose del modo más delicioso acerca de sus amados pájaros-nube, me había dicho que pasaban el verano en los grandes este­ros solitarios, construyendo en los juncales sus nidos, pe­ro con el tiempo frío se iban lejos y en esas circunstancias parecían siempre preferir la vecindad del hombre, per­maneciendo, en grandes bandadas, cerca de La Casa hasta la próxima primavera. En esta luminosa y asoleada mañana, estaba asombrado por las multitudes que había visto durante mi caminata: sin embargo, no era extraño que abundasen tanto los pájaros si se tenía en cuenta que ya no había salvajes sobre la tierra, que entretu­vieran sus mentes huecas matando esos seres alados con arcos y flechas, ni la Compañía de Indias, ni mujeres in­fieles, clamando por trofeos y adornando sus cabezas con pieles y plumas arrancadas a los pájaros muertos.

Cuando finalmente llegué al monte, fui hacia el sitio en el cual había derribado al enorme árbol en mi última y desastrosa estancia, lugar donde Yoleta, ya liberada de su confinamiento, me había hallado. Ahí yacía el rústico tronco gigante como lo había dejado y una vez más co­mencé a golpear las ramas más grandes, pero mis golpes de hacha parecían no causar ningún efecto y al fatigarme muy pronto llegué a la conclusión de que aún no estaba en condiciones para esa tarea y me senté a des­cansar. Rememoré cómo, cuando sentado en ese mismo lugar, había escuchado un suave rumor entre las hojas marchitas y alzando los ojos había visto a Yoleta viniendo­rauda hacia mí, con los brazos extendidos y su cara ra­diante de alegría. Acaso volviese hoy a mí; si, era seguro que vendría, pues lo deseaba tan intensamente y ella esta­ría con ansiosa preocupación pensando en mí y acaso pu­diera faltar una hora de la alcoba de la enferma. Los árboles y arbustos me impedirían verla llegar, pero la habría de escuchar tal como la otra vez. Permanecí in­móvil, reteniendo el aliento, agudizando mis sentidos pa­ra captar el primer leve rumor de su ligero paso y, cada vez que oía un pajarillo saltando sobre el suelo, quebrando una hoja caída, me levantaba para darle la bienvenida y abrazarla. Pero ella no llegó y con mi esperanza y el corazón defraudados, me tapé la cara con las manos, y débil y miserable lloré como una criatura decepcionada.

Al momento algo me tocó y al retirar las manos de mi rostro, vi el enorme perro plateado que había acu­dido al llamado de Yoleta cuando me había desmayado; estaba sentado frente a mí con su hocico apoyado en mis rodillas. Sin duda, recordaba la última vez que había talado un árbol y ahora llegaba a cuidarme.

-¡Bienvenido viejo amigo!, dije, y buscando alguna suerte de simpatía puse mis brazos sobre él y apoyé mi cara contra la suya. Me enderecé y en un par de ojos pardos y claros que me miraban tan fijamente clavé los míos.

- Mira viejo, dije, conversándole en alta voz, ante la necesidad de dirigirme a algo con forma humana, tú no me lamiste la cara cuando pudiste hacerlo con total impunidad, y cuando te hablo no agitas esa hermosa y fuerte cola que te sirve de adorno. Esto me recuerda que no eres como otros perros que solía co­nocer; los perros que hablaban con su cola, acariciaban con la lengua y nunca eran demasiado limpios ni bien educados. Donde estarán ahora ellos... perros de los pastores, foxterrier ratoneros, galgos, perros de agua, pe­rros de caza, perros perdigueros, perros rústicos o suaves, los San Bernardo, los brutos grandes que enfrentan a los jabalíes, mastines casi tan grandes como tú, pero nodelgados, con pelambre sedosa y nariz aguda, sin esa refinada expresión de agudeza sin astucia. Y tras estos canes nobles del viejo régime, ¿dónde se ha desvaneci­do la chusma innumerable de perros mestizos, pequeños y ladradores y parias; y por último, los más degenerados, los corpulentos, jadeantes de ojos osunos, perros domés­ticos de cien razas? Ellos están sin duda todos muertos: habrán estado muertos desde hace tanto tiempo que me atrevo a decir que la naturaleza ha de haberles extraído todas las sales valiosas que su carne y sus huesos conte­nían hace miles de años y las habrá utilizado para algo mejor: gotas de lluvia, la espuma del mar, flores, fru­tas y hojas de la hierba. Empero, ¡no había una bestia en toda esa prole, de la cual sus amos no pudiesen afir­mar que podía hacer todo menos hablar! Nadie dice eso de ti, mi gentil guardián, pues el culto a los perros, con otra decena de miles de cultos que surgieron y florecie­ron con exceso entre el fango de la mente del hombre, se ha marchitado sin dejar semilla alguna Sin embargo, en cuanto a inteligencia, - quiero imaginarte algo más avan­zado que tus lejanos progenitores: el largo hacer te ha dado algo tal como la consciencia. Eres una bestia buena, sensible y eso es todo. Tú amas y sirves a tu amo de acuer­do a tus luces; de noche y de día tú con tus congéneres cuidas sus rebaños y sus manadas, su casa y sus campos. A su sagrada Casa. Empero, no te atreves, ya que tu dis­puesto talante te hace conocer tu lugar.

¿Qué es lo que ha ocurrido entonces sobre la tierra y cuánto duró ese dormir sin sueños del cual desperté para hallar las cosas tan cambiadas? No lo sé. ni im­porta mucho: sólo sé que ha habido una suerte de pode­roso fuego de artificio a lo Savoranola, durante el cual casi todo lo que valía ha sido reducido a cenizas: siste­mas políticos, religiosos y filosóficos, los “ismos" y "lo­gias" de todas clases, escuelas, iglesias, prisiones, asilos; los estimulantes y el tabaco; reyes y parlamentos; cañones con su hostil rugir; los pianos que se escuchaban en paz: la historia, la prensa, el vicio, la economía política, eldinero y millones de cosas más, todo consumido como pasto y rastrojo sin valor. Siendo esto así, ¿cómo no estoy yo sobrecogido ante tal pensamiento? En esa edad fe­bril, plena, tan plena y empero, ¡Dios mío!, qué hueca. ¿En la soledad de cada alma humana, no se escuchaba ni una voz haciendo conocer la profecía del final? Sé que tal pensamiento llegaba a veces hasta mí y atrave­saba mi mente como un relámpago a través del follaje de un árbol y en el fugaz y quemante rayo de ese pen­samiento intolerable, todas las esperanzas, creencias, sue­ños, esquemas, parecían desvanecerse y convertirse en cenizas y se me desprendían dejándome desnudo y de­solado. A veces me ocurría cuando leía un libro de filo­sofía o escuchaba un tranquilo y caluroso domingo, a algún oscuro predicador (eran en su mayoría oscuros) discurriendo ante su feligresía elegante y adormilada, acerca de Daniel en la guarida de los leones u otro te­ma igualmente remoto; cuando andaba entre ferias abiga­rradas o cuando escuchaba a algún gran político, fuera de su despacho, expuesto al frío, como cualquier obrero pobre sin trabajo, lanzando anatemas al gobierno injusto y a veces, también, cuando permanecía insomne en las silen­ciosas vigilias nocturnas. Un ratito más, me decía el pensa­miento, y todo ha de terminar; pues no hemos hallado nosotros el secreto de la felicidad y todo nuestro empeño y esfuerzo está mal encaminado; y aquellos quienes bus­can un equivalente mecánico a la conciencia y aquellos que deambulan haciendo el bien. todos están, también, quemando sus vidas y sobre todo nuestras esperanzas, creencias, sueños, teorías y entusiasmos; ello "ha de aca­bar" está claramente escrito tal como el Mene, mene, te­kel, upharsin de Baltasar sobre el muro de un palacio de Babilonia.

Esa idea deprimente de "ha de acabar", no se me cruza, ahora nunca; ella no existe en la tierra que es aún el verde pedestal de Dios, el pasto no era más verde, ni las flores más dulces cuando el primer hombre hecho de la arcilla y el soplo de la vida llegó a sus fosas nasales.

 

 

La familia humana surgió de todo ese pasado muerto y no imaginable, y esto que parece tener el sello de lo eterno y su poderío, tranquilo y majestuoso semeja al­guna enorme montaña que yergue su cabeza entre las nubes y tiene sus graníticas raíces profundas en el cen­tro de la tierra. Un sentimiento de pavor se adueña de mí cuando lo contemplo; pero es inútil el preguntarme si el evanescente pasado con su tumulto de preocupa­ciones y sus placeres pasajeros era preferible a esta inal­terable paz actual. Nada excepto Yoleta me interesa, y si el viejo mundo fue reducido a cenizas para que ella pudiese ser creada, me alegra tal destrucción; pues más noble que todas las ambiciones y esperanzas perdidas es la esperanza de poder lucir un día esa flor radiante y perfecta flor en mi pecho.

Tengo sólo una preocupación al presente, un lobo que me sigue por doquier, siempre amenazando destruirme con sus negras mandíbulas. No tú, viejo amigo, sino un grande y flaco lobo metafórico, mucho más terrible que la bestia de la antigüedad que llegaba hasta la puerta del pobre. En la oscuridad, sus ojos fulgurantes como car­bones encendidos me están acechando siempre y aun a plena luz del día su sombreada silueta está siempre jun­to a mí, deslizándose de un arbusto a otro, o de habita­ción en habitación, siempre pisando mis talones. ¿Ha­brá de desvanecerse como un mero fantasma - un lobo de mi mente -, o se aproximará más y más hasta arrojarse sobre mí y al fin aniquilarme? ¡Si sólo pudiesen arropar mi mente como lo han hecho con mi cuerpo y pudiesen hacerme a su semejanza sin ningún cáncer en el alma, ya por siempre contento y felizmente calmado! Pero nada llega por sólo pensarlo. Estoy mentalmente enfer­mo... ¡lo odio! ¡Allá él! Adiós viejo amigo, tú has sido muy bien educado y has escuchado mi discurso con considerable paciencia. Te habrá de beneficiar tanto co­no me beneficiara a mí más de una conferencia o ser­món que estuve obligado a escuchar en días idos.

 

 

Haciéndole otra caricia me levanté y regresé a La Casa, pensando tristemente al encaminarme hacia ella que el día luminoso no había influido mucho sobre mi es­píritu.

 

 

 

CAPITULO XX

 

 

     Al llegar a La Casa me sentí desanimado por no en­contrar a Yoleta, pero ello no era razonable, pues era escasamente pasado el medio día y ella se retiraba de atender a su madre sólo tras largos intervalos - por la mañana y nuevamente justo antes del anochecer- para gustar la frescura de la naturaleza por unos pocos minutos.

La sala de música estaba desierta cuando yo entré, pero tibia y grata ya que el sol penetraba brillando a través de las puertas que se abrían hacia el sur. Me dirigí hacia el extremo final de la sala recordando haber visto unos volúmenes cuando no tenía tiempo ni deseos de mirarlos; pero, ahora, aunque hallara la lectura muy te­diosa no había, realmente, otras cosas que pudiese ha­cer. Hallé los libros, tres volúmenes en la parte inferior de una bovedilla de la pared; en una de ellas dentro de un nicho de la misma bóveda, a la altura de mi cara, yo de pie, observé un frasco de la forma de un bulbo, con un cuello fino y largo, hermosamente coloreado. Lo había visto anteriormente sin prestarle una particular atención ya que en la casa había un sinnúmero de teso­ros análogos; ahora, al admirarlo tan de cerca, no podía dejar de llamar mi atención su exquisita belleza y tam­poco de sentirme confundido por la escena que en ella se apreciaba. En su parte más ancha estaba circundado por una banda y sobre ella aparecían sutiles doncellas con delicadas túnicas rosadas y alas de mariposas en sus hombros, corriendo o correteando, tocando instrumentos­de variadas formas, sus rostros relucientes de placer, sus rubias cabelleras levantadas por el viento; una go­zosa procesión sin principio ni fin. Tras estos seres ale­gres, en gris pálido y semi oscurecido por la niebla que formaba el fondo de la escena, aparecía una segunda procesión, apurándose en dirección contraria - hombres y mujeres de todas las edades -, pero principalmente ancianos con caras demacradas y desgastadas, algunos vencidos, doblados, con los ojos fijos en el suelo; otros retorciéndose las manos o golpeándose el pecho, apa­rentemente sufriendo por profundas aflicciones mentales.

Sobre el frasco había una profunda celda circular en la bóveda, de unos treinta y siete centímetros de diá­metro, encajado ahí había un aro de metal al que estaban sujetos hilos de oro fino como telas de araña; tras el pri­mer aro había un segundo y más adentro otro más, to­dos encordados como el primero, de modo que al mirar a la celda por dentro parecía llena de una maraña dorada de tela de arañas.

Arrastrando un almohadón a ese recluido rincón, don­de nadie que pasase casualmente por la sala podría verme, y sintiéndome demasiado indolente como para bus­carme un atril, coloqué sobre mis rodillas el volumen que había sacado para leer. Se titulaba Conducta y Ce­remonial y el contenido estaba dividido en partes bre­ves, cada una con su encabezamiento apropiado. Dando vuelta las hojas y leyendo una oración aquí y allá en dis­tintas secciones, se me ocurrió que quizá fuese la obra más apropiada para que estudiase cuando pudiese ade­cuar mi mente dentro del marco propicio para tal tarea; pues contenía minuciosas instrucciones sobre todos los puntos relativos a la conducta individual en La Casa tales como el entrenamiento de los peregrinos, el traje que debía de usarse y la conducta a observarse durante los diversos festivales anuales junto con otros temas si­milares. Con rápidos vistazos, pronto acabé el primer volumen y pasé al segundo en menos tiempo, pues mu­chas de las secciones finales se referían a asuntos lúgu­bresen los cuales no deseaba detenerme; los títulos, por sí solos eran suficiente para afligirme: Decadencia a tra­vés de la Edad; Elementos de la Mente y el Cuerpo; lue­go Muerte, y finalmente Disposiciones para la Muerte.

Tras esto, recogí el tercer volumen, el último de la serie. La primera parte estaba encabezada Renovación de la Familia. A esta parte la empecé a examinar con cierta atención y muy pronto descubrí que había trope­zado con una verdadera mina de información, de índole que, precisamente, por tanto tiempo había buscado va­namente. Luchando por vencer mi agitación, seguí leyendo  apurando una página tras otra con la mayor ra­pidez, pues algunas de las cosas no despertaban mi in­terés, pero incidentalmente los asuntos que más me con­cernían y deseaba conocer eran ya apenas nombrados o tratados minuciosamente. Así fue que esa nostalgia profética que me había oprimido todo el día y desde mu­chos días atrás me sumió en la más negra desesperación, y, de repente, levantando los brazos, el libro resbaló de mis rodillas y con estrépito cayó al suelo. Ahí, con las hojas hacia abajo dobladas y rotas bajo su peso, perma­necía a mis pies sin que les prestase atención. Ahora, el anhelado conocimiento era mío y el sueño de felicidad que había iluminado mi vida se había extinguido. Ahora poseía el secreto de la no pasión, de la sempiterna cal­ma de seres que habían sobrevivido y dejado inmensu­rablemente atrás como instintos del lobo y el mono, la mayor emoción de la que fuese capaz mi corazón. Para los hijos de La Casa no podía haber unión por matrimo­nio; en cuerpo y alma diferían de mí, no tenían un nom­bre para ese sentimiento al cual yo tan frecuente como vanamente me había referido; por eso, me repitieron una y otra vez que sólo había un modo de amar, es que ellos ¡Dios! sólo podían experimentarlo así. Yo por el momen­to no busqué más en el libro, ni hice pausa alguna para reflexionar sobre el misterio inexplicable que era el real centro y meollo del todo, por cuya unión la familia se renueva y quienes, fértiles ellos mismos, eran los padresde esa raza estéril. Tampoco inquirí quiénes serían sus sucesores, pues no obstante su larga vida eran mortales como sus criaturas desapasionadas y particularmente en esta Casa, sus vidas parecían estar llegando a su fin. Estos eran interrogantes que ya no me interesaban. Era dolo­roso saber que Yoleta nunca podría amarme como yo la amara - que nunca podría ser mía en cuerpo y alma -a mi modo, no al suyo. Con inenarrable amargura recor­dé mi conversación con Chastel. Todas sus manifestacio­nes de afecto y buena voluntad, todos sus planes para suavizar mi camino y asegurarme la felicidad, me pare­cieron reales burlas, dado que ella no había leído en mi alma mejor que los demás, y que esa fría felicidad lunar tras la cual sus criaturas eran incapaces de imaginar nada, carecían de encanto para mi corazón apasionado y des­trozado.

Cuando comencé a recobrarme de mi estupefacción y recapacitar acerca de la magnitud de la pérdida, el in­fortunio que me produjo casi me enloqueció. Deseé no ha­ber hecho jamás ese fatal descubrimiento y haber podido continuar esperando, soñando y agotando mi corazón en ese rastrear lo imposible dado que cualquier destino hu­biese sido preferible a esta total desolación con la cual me enfrentaba. Hasta deseé el poder de algún dios o de­monio implacable para que yo pudiese aniquilar La Casa sagrada de esta última raza y destruirla para siempre y repoblar el pacífico mundo con millones de seres luchan­do y muriendo de hambre como en el pasado, para que la bella flor de amor, que se marchitara en el corazón de los hombres, pudiese de nuevo florecer.

Mientras tales insanos pensamientos pasaban por mi mente me había levantado de mi asiento y permanecía recostado contra el borde de la bovedilla con el extraña­mente coloreado frasco cerca de mi vista. Tenía letras que advertí por primera vez - diminutas líneas como cabellos bajo esos extraños y contrastantes  procesionis­tas que estaban representados en la banda- y aun en mi estado de excitación me sentí algo impactado por

  esasalabras que eran e1 fin de una oración, diciendo:

y para la vieja vida, habrá una vida nueva.

Haciendo girar el frasco leí la oración completa: Cuan­do el tiempo y la enfermedad oprimen y el sol enfría en el cielo, y ya no hay ninguna alegría terrena y el fuego del amor se apaga en el corazón, bébeme, pues tras la vieja vida habrá una nueva vida. Otro secreto importan­te, pensé; este día ha sido realmente rico en descubri­mientos. Una panacea para todas las enfermedades, in­cluso para el mal de la vejez, así un hombre puede vi­vir doscientos años y aún hallar algún placer en la exis­tencia. Pero para mí la vida ha perdido su sabor y no tengo el menor deseo de vivir mucho. Aquí hay más es­crituras - quizá otro secreto -, pero dudo mucho que me dé algún consuelo: Cuando tu alma esté en la pe­numbra tanto que te sea difícil diferenciar el bien del mal y los pensamientos que te dominen conduzcan a la locura, bébeme y curarás.

¡No, no beberé y estaré curado! Mil veces mejor son los pensamientos que conducen a la locura que esta exis­tencia incolora y sin amor. Yo no deseo mejorar de tan dulce mal.

Tomé la botella en mi mano y la destapé. El tapón formaba una extraña taza, alrededor de su borde estaba escrito, Bébeme. Yo vertí algo del líquido en la taza; era de un pálido color amarillo y tenía un olor ligeramente pesado a madreselvas. Lo volqué nuevamente dentro del frasco y lo coloqué en su nicho.

Bebe y curarás. No, aún no. Quizá algún día mis preo­cupaciones aumentasen al punto de tornarse insufribles y me conducirían a buscar tan triste consuelo en ese fras­co conteniendo el cúralo-todo. Amar sin esperanza era bastante triste, pero estar sin amor era aun más triste.

Ahora me había calmado: el saber que tenía en mi poder, el escapar de una vez para siempre de ese furioso deseo había servido para volver más sobrios mis pensa­mientos y comencé a razonar acerca del asunto. La na­turaleza de mis pensamientos más secretos nunca podrían ser sospechados, y en el reino insubstancial de la imaginación todavía estaría en mí el esconder mi amor y gozar todo su supremo deleite. ¡No sería eso mejor que esta cura, esa calmosa alegría que se me entregaba! Y con el tiempo mis sentimientos también perderían su intensidad actual, la que a menudo se transformaba en agonía, y llegaría a perdurar como un leve rapto del corazón cuando la apoyara contra mi pecho y presionara sus dulces labios con los míos. ¡Ah no!, ese era un sueño vano, yo no podría dejarme engañar por él; ¿pues quién puede decirle al demonio de la pasión que lo domina "Hasta aquí has de llegar y no más lejos"?

Con la mente confundida e incapaz de decidir qué era lo mejor, mis preocupaciones me transportaron a ese lejano pasado, cuando la pasión amorosa era tanto en la vida del hombre. Era mucho, pero en aquel mundo sobrepoblado dividía el imperio de su espíritu con un enor­me y creciente miseria, la miseria de los hambrientos cuyas mentes estaban oscurecidas tras largos años de decadencia con una sorda ira contra Dios y el hombre y la miseria de aquellos que no necesitando nada aún temían que el fin de todas las cosas se les aproximara.

Por el espacio de media hora examiné estas cosas; me dije: "Si yo hubiese de contarle la centésima parte de esta negra retrospección a Yoleta, ¿no me pediría que bebiese y olvidase y no vertería ella misma el líquido divino y lo alzaría hasta mis labios?

Nuevamente tomé el frasco con mano temblorosa y llené la pequeña taza hasta el borde; dije:

- Por ti, Yoleta, permíteme beber y curarme; pues esto es lo que tú desearías y tú eres para mí más que la vida o la pasión o la felicidad. Pero cuando este fuego que me consume se haya extinguido y este sentimiento que hasta aquí bulle y palpita en cada gota de mi san­gre me haya abandonado, sé que aún has de ser para mí, dulce hermana y novia inmaculada, adorada por mi al­ma más que cualquier madre de La Casa, y amarte y ser amado por ti será la gran dicha por el resto de mi vida.

 

 

Yo dejé vaciar deliberadamente la taza, tapé el frasco y lo puse en su sitio. El licor era insípido, pero más frío que el hielo; me hizo tiritar cuando lo tragué. Comencé a pensar si sería consciente del cambio que debía de operar en mi, o no, y un tanto arrepentido ante lo que había hecho deseé que Yoleta llegase hasta mí una vez más para, con el antiguo fervor, poder estrecharla entre mis brazos, antes que el helado licor hubiese realizado su trabajo. Finalmente, con cuidado levanté el libro caído y alisé sus hojas dobladas, lamentando haberlas ajado y sentándome nuevamente mantuve el volumen abierto sobre mis rodillas. Advertí que se había abierto unas ho­jas más adelante del pasaje que me había excitado; mas, sin voluntad de retroceder para resumir lo que ya había leído, mis ojos mecánicamente se dirigieron al encabeza­miento de la página frente a mí y esto es lo que leí:

... elija a una de las hijas de La Casa, es normal que ella se regocije con esa más relevante dignidad que hizo que ella fuese elevada a tan alto estado, y para tener autoridad sobre todos los otros, dado que en ella, con el padre, está centrada toda la majestad y la gloria de La Casa, aunque con una alegría solemne y purificada, como aquel peregrino, que viajando hacia alguna dis­tante región tropical de la tierra y viendo borrarse las costas de su tierra natal, piensa, en un mismo instante, en las inimaginables bellezas de naturaleza y arte que encien­den su mente y lo llaman desde lejos y en la gran distan­cia que lo mantendrá alejado de toda escena familiar y de los seres que más ama y en las tormentas y peligros del piélago al cual tantos se han lanzado y no regresa­ron. Pues ahora, un cuerpo y alma distintos han de se­pararla para siempre de aquellos que eran uno en la es­pecie con ella y con esa felicidad superior, señalada para ella, vendrán los dolores y peligros del parto, con nue­vas penas y cuidados desconocidos a los otros de más humilde condición. Pero en esa mínima alegría obtenida por las criaturas de La Casa en su exaltación y porque habrá una nueva madre en la casa, - una elegida entre

ellos - no habrá ni nube ni sombra; y tomándola de la mano y besando su rostro en señal de alegría y con ese nuevo amor filial y de obediencia que les será propio, la conducirán al Aposento de la Madre que luego ella ha­bitará mientras dure su vida. Y ella ya no deberá servir más en La Casa ni sufrirá reprimendas, sino que todos la servirán con amor y reverenciarán a quien será su madre predestinada. Por el espacio de un año, ella no tendrá autoridad en La Casa, siendo una aparte, instru­yéndose en los textos secretos a los cuales los otros no tienen derecho de acceder y cumpliendo día tras día las indicaciones ahí expresadas hasta que esos nuevos co­nocimientos y prácticas la maduren para el estado que ha sido elegida.

Este pasaje fue una sorprendente revelación para mí. Nuevamente recordé las palabras de Chastel, sus repeti­das afirmaciones de que ella sabía lo que yo sentía, que sus ojos veían las cosas más claramente de lo que los otros pudiesen verlas, que sólo con cumplir con el deseo de mi corazón podría verse colmada la única esperanza de su vida. Ahora me parecía posible comprender sus oscuras palabras, y una nueva excitación, plena de ale­gría y esperanza, creció en mí haciendo que olvidase to­das las miserias que acababa de experimentar y hasta esa creciente sensación de frío causada por el contenido del líquido del misterioso frasco.

Continué leyendo, pero el pasaje anterior era seguido por minuciosas instrucciones que se extendían por varias páginas, relativas al vestido tanto para las ocasiones co­munes y las extraordinarias que debía ser usado por la hija elegida durante ese año de preparación; la conducta que debía ella observar hacia los otros miembros de la familia y además hacia los peregrinos que visitasen la casa en ese intervalo, con otros asuntos de importancia secundaria. Impaciente por llegar al final intenté volver las hojas rápidamente, pero sentí que mi brazo se ponía extraordinariamente tieso y frío; cuando lo levanté pare­cía un brazo de hierro, de modo que volver cada hojaera un trabajo ímprobo. Sin embargo, aún leí otra hoja pero con la mayor dificultad, pues mis ojos, no siguiendo la ansiedad de mi mente, comenzaron a estar más y más rígidos, fijos sobre el centro de la hoja, de modo que es­casamente los podía forzar a seguir los renglones. Aquí leí que la novia elegida, al haber transcurrido su año de preparación, se levantaba antes del alba y se dirigía a un sitio indicado, a gran distancia de La Casa, para pa­sar allí varias horas de meditación en soledad y silencio, comulgando con su corazón. Mientras tanto en La Casa todos los otros se engalanaban con túnicas púrpuras y a la salida del sol iban a cantar y cortar flores para ador­nar sus cabezas; luego irían hacia el lugar señalado, bus­caban a su nueva madre y la conducían a La Casa entre música y regocijo.

Mientras leía de esta manera penosa y desgraciada ha­bía llegado al pie de la página e intenté volverla y des­cubrí que ya no lo podía, siendo mis brazos como piezas de hierro totalmente carentes de sensibilidad, mientras que mis manos, rígidamente prendidas al libro, como las manos de un cadáver helado, lo mantenían recto y rígido frente a mí. Intenté levantarme para sacudirme esa extraña sensación de muerte del cuerpo, pero estaba imposibilitado para mover un solo músculo. ¿Cuál era la causa de hallarme en esta condición?, pues no tenía absolutamente ningún dolor ni incomodidad ya que la sensación de intenso frío casi había cesado y mi mente estaba clara y activa y podía oír y ver, pero tan impoten­te como si hubiese estado enterrado en un sarcófago de mármol a mil brazas bajo tierra.

Repentinamente recordé la inscripción del frasco, y una terrible duda atravesó mi alma. ¡Dios!, ¿habría yo equivocado el significado de las extrañas palabras que había leído? ¿Sería la muerte la cura que ese misterioso frasco prometía a aquellos quienes bebiesen su contenido? “Cuando la vida se torna una carga, es bueno dejarla yacer" Aunque demasiado tarde las palabras con que el padre me reconvenía después de mi fiebre volvían a mi mente con todo su tremendo significado.

Al mismo tiempo escuché una voz pronunciando mi nombre y en ese momento mi tempestad interna se aca­lló. Si, era la voz de mi amada -ella venía hacia mí -, me salvaría en este horrendo momento. Una y otra vez llamó, pero se la escuchaba más y más lejana; y con an­gustia inenarrable recordé que no podría verme en don­de estaba sentado y traté de gritar:

-¡Ven pronto, Yoleta, y sálvame de la muerte!, pero aun cuando mentalmente repetía las palabras una vez y otra en una extrema agonía de terror, mi lengua, conge­lada, se negaba a emitir un sonido; de inmediato escuché un leve paso sobre el piso y la clara voz de Yoleta.

-¡Oh, al fin, te he encontrado, exclamó, te he estado buscando por toda La Casa. Tengo algo alegre para con­tarte algo para alegrarte más que aquel día en el que, ¿recuerdas?, me viste acercarme a ti en el monte. La madre por fin ha dejado su alcoba y te aguarda impa­ciente en el Aposento ¡Ven, ven!

Sus palabras sonaban nítidamente en mis oídos y aun­que no podía elevar mis rígidos ojos para verla, aun así, me parecía verla mejor que nunca en una gloriosa fres­cura, con una nueva inusitada alegría o excitación que realzaba su no alcanzada hermosura, ¡ con tanta claridad brillaba su imagen en mi alma! Y no sólo la de ella, al momento como un milagro de la mente toda la familia se me apareció: Chastel, mi dulce madre sufriente, como en ese día después de mi enfermedad, cuando ella me había perdonado y me había extendido su mano para que se la besase. Como en esa oportunidad, ahora, me es­taba mirando con fijeza, con tal amor y compasión di­vinos en sus ojos, sus labios entreabiertos y un leve rubor tiñendo su pálido rostro, haciendo renacer todo el en­canto y lo radiante que la cruel enfermedad le había robado. ¡Y en mi alma, también, en ese instante supremo, como una escena entrevista a la luz de un relámpago que rasga la negra oscuridad, se iluminó La Casa con todas

sus salas amplias y tranquilas, ricas en arte y antiguos recuerdos, cada una de sus piedras, reluciendo con sem­piterna belleza; una Casa perdurando como las verdes llanuras, los ríos tumultuosos, los montes solemnes y las sierras viejas como el mundo, entre las cuales estaba en­clavada como una gema sagrada! ¡Oh, dulce morada de amor, de paz y pureza del corazón! ¡Oh, arrobamiento superior al de los ángeles! ¡Sálvame la vida, Yoleta, mi novia, sálvame, sálvame... sálvame!

Entonces algo tocó o cayó sobre mi cuello y en ese momento una sombra más densa pasó sobre la página frente a mí con todos sus ricos colores, flotando sin for­ma, como vapores uniéndose o separándose o bailando frente a mi vista como alados y brillantes insectos revo­loteando a la luz del sol; y ya sabía que ella se inclinaba sobre mí, su mano en mi nuca, sus sueltos cabellos ca­yendo sobre mi frente.

En esa forzada quietud y silencio aguardé, expectante, por unos momentos.

Luego un grito, como el de quien de pronto ve un ne­gro fantasma rasgó toda la sala, repercutiendo dentro de mi cabeza con la locura de su terror; cien manos apasio­nadas golpeaban sobre las arpas escondidas en los mu­ros y el techo; inquietos sonidos llegaban hasta mí, ya fuertes, ya leves, cargados con una infinita angustia y desesperación, como si de las voces de innumerables multi­tudes errantes en sombríos espacios desolados, cada voz resonara con angustia y soledad y las sucesivas repercu­siones me levantaban como olas y me dejaban caer, y las olas se empequeñecían y los sonidos desfallecían más débiles, luego más débiles aún y se perdieron en el eterno silencio.