JOSE ENRIQUE RODO
ARIEL
I
Aquella
tarde, el viejo y venerado maestro, a quien solían llamar Próspero, por alusión
al sabio mago de La Tempestad shakespeariana, se despedía de sus jóvenes
discípulos, pasado un año de tareas, congregándolos una vez más a su alrededor.
Ya habían
llegado a la amplia sala de estudio, en la que un gusto delicado y severo
esmerábase por todas partes en honrar la noble presencia de los libros, fieles
compañeros de Próspero. Dominaba en la sala -como numen de su ambiente sereno-
un bronce primoroso, que figuraba al ARIEL de La Tempestad. Junto a este
bronce, se sentaba habitualmente el maestro, y por ello le llamaban con el
nombre del mago a quien sirve y favorece en el drama el fantástico personaje
que había interpretado el escultor. Quizá en su enseñanza y su carácter había,
para el nombre, una razón y un sentido más profundos.
Ariel, genio
del aire, representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte
noble y alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento
sobre los bajos estímulos de la irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el
móvil alto y desinteresado en la acción, la espiritualidad de la cultura, la
vivacidad y la gracia de la inteligencia, -el término ideal a que asciende la
selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de
Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la
vida.
La estatua,
de real arte, reproducía al genio aéreo en el instante en que, libertado por la
magia de Próspero, va a lanzarse a los aires para desvanecerse en un lampo.
Desplegadas las alas; suelta y flotante la leve vestidura, que la caricia de la
luz en el bronce damasquinaba de oro; erguida la amplia frente; entreabiertos
los labios por serena sonrisa, todo en la actitud de Ariel acusaba
admirablemente el gracioso arranque del vuelo; y con inspiración dichosa, el
arte que había dado firmeza escultural a su imagen había acertado a conservar
en ella, al mismo tiempo, la apariencia seráfica y la levedad ideal.
Próspero
acarició, meditando, la frente de la estatua; dispuso luego al grupo juvenil en
torno suyo; y con su firme voz -voz magistral, que tenía para fijar la idea e
insinuarse en las profundidades del espíritu, bien la esclarecedora penetración
del rayo de luz, bien el golpe incisivo del cincel en el mármol, bien el toque
impregnante del pincel en el lienzo o de la onda en la arena,-comenzó a decir,
frente a una atención afectuosa:
II
Junto a la
estatua que habéis visto presidir, cada tarde, nuestros coloquios de amigos, en
los que he procurado despojar a la enseñanza de toda ingrata austeridad, voy a
hablaros de nuevo, para que sea nuestra despedida como el sello estampado en un
convenio de sentimientos y de ideas.
Invoco a
ARIEL como mi numen. Quisiera para mi palabra la más suave y persuasiva unción
que ella haya tenido jamás. Pienso que hablar a la juventud sobre nobles y
elevados motivos, cualesquiera que sean, es un género de oratoria sagrada.
Pienso también que el espíritu de la juventud es un terreno generoso donde la
simiente de una palabra oportuna suele rendir, en corto tiempo, los frutos de
una inmortal vegetación.
Anhelo
colaborar en una página del programa que, al prepararos a respirar el aire
libre de la acción, formularéis, sin duda, en la intimidad de vuestro espíritu,
para ceñir a él vuestra personalidad moral y vuestro esfuerzo. Este programa
propio, -que algunas veces se formula y escribe; que se reserva otras para ser
revelado en el mismo transcurso de la acción, - no falta nunca en el espíritu
de las agrupaciones y los pueblos que son algo más que muchedumbres. Si con
relación a la escuela de la voluntad individual, pudo Goethe decir
profundamente que sólo es digno de la libertad y la vida quien es capaz de
conquistarlas día a día para sí, con tanta más razón podría decirse que el
honor de cada generación humana exige que ella se conquiste, por la
perseverante actividad de su pensamiento, por el esfuerzo propio, su fe en
determinada manifestación del ideal y su puesto en la evolución de las ideas.
Al
conquistar los vuestros, debéis empezar por reconocer un primer objeto de fe en
vosotros mismos. La juventud que vivís es una fuerza de cuya aplicación sois
los obreros y un tesoro de cuya inversión sois responsables. Amad ese tesoro y
esa fuerza; haced que el altivo sentimiento de su posesión permanezca ardiente
y eficaz en vosotros. Yo os digo con Renan: "La juventud es el
descubrimiento de un horizonte inmenso, que es la Vida". El descubrimiento
que revela las tierras ignoradas necesita completarse con el esfuerzo viril que
las sojuzga. Y ningún otro espectáculo puede imaginarse más propio para
cautivar a un tiempo el interés del pensador y el entusiasmo del artista, que
el que presenta una generación humana que marcha al encuentro del futuro,
vibrante con la impaciencia de la acción, alta la frente, en la sonrisa un
altanero desdén del desengaño, colmada el alma por dulces y remotos mirajes que
derraman en ella misteriosos estímulos, como las visiones de Cipango y El
Dorado en las crónicas heroicas de los conquistadores.
Del renacer
de las esperanzas humanas; de las promesas que fían eternamente al porvenir la
realidad de lo mejor, adquiere su belleza el alma que se entreabre al soplo de
la vida; dulce e inefable belleza, compuesta, como lo estaba la del amanecer
para el poeta de Las Contemplaciones, de un "vestigio de sueño y un
principio de pensamiento".
La
humanidad, renovando de generación en generación su activa esperanza y su
ansiosa fe en un ideal al través de la dura experiencia de los siglos, hacia
pensar a Guyau en la obsesión de aquella pobre enajenada cuya extraña y
conmovedora locura consistía en creer llegado, constantemente, el día de sus
bodas. Juguete de su ensueño, ella ceñía cada mañana a su frente pálida corona
de desposada y suspendía de su cabeza el velo nupcial. Con una dulce sonrisa,
disponíase luego a recibir al prometido ilusorio, hasta que las sombras de la
tarde, tras el vano esperar, traían la decepción a su alma. Entonces, tomaba un
melancólico tinte su locura. Pero su ingenua confianza reaparecía con la aurora
siguiente; y ya sin el recuerdo del desencanto pasado, murmurando: Es hoy
cuando vendrá, volvía a ceñirse la corona y el velo y a sonreír en espera del
prometido.
Es así como,
no bien la eficacia de un ideal ha muerto, la humanidad viste otra vez sus
galas nupciales para esperar la realidad del ideal soñado con nueva fe, con
tenaz y conmovedora locura. Provocar esa renovación, inalterable como un ritmo
de la Naturaleza, es en todos los tiempos la función y la obra de la juventud.
De las almas de cada primavera humana está tejido aquel tocado de novia. Cuando
se trata de sofocar esta sublime terquedad de la esperanza, que brota alada del
seno de la decepción, todos los pesimismos son vanos. Lo mismo los que se
fundan en la razón que los que parten de la experiencia, han de reconocerse
inútiles para contrastar el altanero no importa que surge del fondo de la Vida.
Hay veces en que, por una aparente alteración del ritmo triunfal, cruzan la
historia humana generaciones destinadas a personificar, desde la cuna, la
vacilación y el desaliento. Pero ellas pasan,-no sin haber tenido quizá su
ideal como las otras, en forma negativa y con amor inconsciente; - y de nuevo
se ilumina en el espíritu de la humanidad la esperanza en el Esposo anhelado,
cuya imagen dulce y radiosa como en los versos de marfil de los místicos, basta
para mantener la asimilación y el contento de la vida, aun cuando nunca haya de
encarnarse en la realidad.
La juventud,
que así significa en el alma de los individuos y de las generaciones, luz,
amor, energía, existe y lo significa también en el proceso evolutivo de las
sociedades. De los pueblos que sienten y consideran la vida como vosotros,
serán siempre la fecundidad, la fuerza, el dominio del porvenir. - Hubo una vez
en que los atributos de la juventud humana se hicieron, más que en ninguna
otra, los atributos de un pueblo, los caracteres de una civilización, y en que
un soplo de adolescencia encantadora pasó rozando la frente serena de una raza.
Cuando Grecia nació, los dioses le regalaron el secreto de su juventud
inextinguible. Grecia es el alma joven. "Aquel que en Delfos contemplaba
la apiñada muchedumbre de los jonios -dice uno de los himnos homéricos- se
imagina que ellos no han de envejecer jamás". Grecia hizo grandes cosas
porque tuvo, de la juventud, la alegría, que es el ambiente de la acción, y el
entusiasmo, que es la palanca omnipotente. El sacerdote egipcio con quien Solón
habló en el templo de Sais, decía al legislador ateniense, compadeciendo a los
griegos por su volubilidad bulliciosa: ¡No sois sino unos niños! Y Michelet ha
comparado la actividad del alma helena con un festivo juego a cuyo alrededor se
agrupan y sonríen todas las naciones del mundo. Pero de aquel divino juego de niños
sobre las playas del Archipiélago y a la sombra de los olivos de Jonia,
nacieron el arte, la filosofía, el pensamiento libre, la curiosidad de la
investigación, la conciencia de la dignidad humana, todos esos estímulos de
Dios que son aún nuestra inspiración y nuestro orgullo. Absorto en su
austeridad hierática, el país del sacerdote representaba, en tanto, la
senectud, que se concentra para ensayar el reposo de la eternidad y aleja, con
desdeñosa mano, todo frívolo sueño. La gracia, la inquietud, están proscriptas
de las actitudes de su alma, como del gesto de sus imágenes la vida. Y cuando
la posteridad vuelve las miradas a él, sólo encuentra una estéril noción del
orden presidiendo al desenvolvimiento de una civilización que vivió para
tejerse un sudario y para edificar sus sepulcros; la sombra de un compás
tendiéndose sobre la esterilidad de la arena.
Las prendas
del espíritu joven -el entusiasmo y la esperanza- corresponden en las armonías
de la historia y la naturaleza, al movimiento y a la luz. -Adondequiera que
volváis los ojos, las encontraréis como el ambiente natural de todas las cosas
fuertes y hermosas. Levantadlos al ejemplo más alto:- La idea cristiana, sobre
la que aún se hace pesar la acusación de haber entristecido la tierra
proscribiendo la alegría del paganismo, es una inspiración esencialmente
juvenil mientras no se aleja de su cuna. El cristianismo naciente es, en la
interpretación -que yo creo tanto más verdadera cuanto más poética- de Renan,
un cuadro de juventud inmarcesible. De juventud del alma o, lo que es lo mismo,
de un vivo sueño, de gracia, de candor, se compone el aroma divino que flota
sobre las lentas jornadas del Maestro al través de los campos de Galilea; sobre
sus prédicas, que se desenvuelven ajenas a toda penitente gravedad; junto a un
logo celeste; en los valles abrumados de frutos; escuchadas por "las aves
del cielo" y "los lirios de los campos", con que se adornan las
parábolas; propagando la alegría del "reino de Dios" sobre una dulce sonrisa
de la Naturaleza. - De este cuadro dichoso, están ausentes las sectas que
acompañaban en la soledad las penitencias del Bautista. Cuando Jesús habla de
los que a él le siguen, los compara a los paraninfos de un cortejo de bodas. -
Y es la impresión de aquel divino la que incorporándose a la esencia de la
nueva fe, se siente persistir al través de la odisea de los evangelistas; la
que derrama en el espíritu de las primeras comunidades cristianas su felicidad
candorosa, su ingenua alegría de vivir; y la que, al llegar a Roma con los
ignorados cristianos del Transtevere, les abre fácil paso en los corazones;
porque ellos triunfaron oponiendo el encanto de su juventud interior - la de su
alma embalsamada por la libación del vino nuevo- a la severidad de los estoicos
y a la decrepitud de los mundanos.
Sed, pues,
conscientes poseedores de la fuerza bendita que lleváis dentro de vosotros
mismos. No creáis, sin embargo, que ella esté exenta de malograrse y
desvanecerse, como un impulso sin objeto, en la realidad. De la Naturaleza es
la dádiva del precioso tesoro; pero es de las ideas, que él sea fecundo, o se
prodigue vanamente, o fraccionado y disperso en las conciencias personales, no
se manifieste en la vida de las sociedades humanas como una fuerza
bienhechora-Un escritor sagaz rastreaba, ha poco, en las páginas de la novela
de nuestro siglo,-esa inmensa superficie especular donde se refleja toda entera
la imagen de la vida en los últimos vertiginosos cien años-la psicología, los
estados de alma de la juventud, tales como ellos han sido en las generaciones
que van desde los días de René hasta los que han visto pasar a Des Esseintes.-
Su análisis comprobaba una progresiva disminución de juventud interior y de
energía en la serie de personajes representativos que se inicia con los héroes,
enfermos, pero a menudo viriles y siempre intensos de pasión, de los
románticos, y termina con los enervados de voluntad y corazón en quienes se
reflejan tan desconsoladoras manifestaciones del espíritu de nuestro tiempo
como la del protagonista de A rebours o la del Robert Gresleu de Le Disciple. -
Pero comprobaba el análisis también, un lisonjero renacimiento de animación y
de esperanza en la psicología de la juventud de que suele hablarnos una
literatura que es quizá nuncio de transformaciones más hondas; renacimiento que
personifican los héroes nuevos de Lemaître, de Wyzewa, de Rod, y cuya más
cumplida representación lo sería tal vez el David Grieve con que cierta
novelista inglesa contemporánea ha resumido en un solo carácter todas las penas
y todas las inquietudes ideales de varias generaciones, para solucionarlas en
un supremo desenlace de serenidad y de amor.
¿Madurará en
la realidad esa esperanza? -Vosotros, los que vais a pasar, como el obrero en
marcha a los talleres que le esperan, bajo el pórtico del nuevo siglo,
¿reflejaréis quizá sobre el arte que os estudie, imágenes más luminosas y
triunfales que las que han quedado de nosotros? Si los tiempos divinos en que
las almas jóvenes daban modelos para los dialoguistas radiantes de Platón sólo
fueron posibles en una breve primavera del mundo; si es fuerza "no pensar
en los dioses", como aconseja la Forquias del segundo Fausto al coro de
cautivas; ¿no nos será lícito, a lo menos, soñar con la aparición de
generaciones humanas que devuelvan a la vida un sentimiento ideal, un grande
entusiasmo; en las que sea un poder el sentimiento; en las que una vigorosa
resurrección de las energías de la voluntad ahuyente, con heroico clamor, del
fondo de las almas, todas las cobardías morales que se nutren a los pechos de
la decepción y de la duda? ¿Será de nuevo la juventud una realidad de la vida
colectiva, como lo es de la vida individual?
Tal es la
pregunta que me inquieta mirándoos. - Vuestras primeras páginas, las
confesiones que nos habéis hecho hasta ahora de vuestro mundo íntimo, hablan de
indecisión y de estupor a menudo; nunca de enervación, ni de un definitivo
quebranto de la voluntad. Yo sé bien que el entusiasmo es una surgente viva en
vosotros. Yo sé bien que las notas de desaliento y de dolor que la absoluta
sinceridad del pensamiento - virtud todavía más grande que la esperanza - ha
podido hacer brotar de las torturas de vuestra meditación, en las tristes e
inevitables citas de la Duda, no eran indicio de un estado de alma permanente
ni significaron en ningún caso vuestra desconfianza respecto de la eterna
virtualidad de la Vida. Cuando un grito de angustia ha ascendido del fondo de
vuestro corazón, no lo habéis sofocado antes de pasar por vuestros labios, con
la austera y muda altivez del estoico en el suplicio, pero lo habéis terminado
con una invocación al ideal que vendrá, con una nota de esperanza mesiánica.
Por lo
demás, al hablaros del entusiasmo y la esperanza, como de altas fecundas
virtudes, no es mi propósito enseñaros a trazar la línea infranqueable que
separe el escepticismo de la fe, la decepción de la alegría. Nada más lejos de
mi ánimo que la idea de confundir con los atributos naturales de la juventud,
con la graciosa espontaneidad de su alma, esa indolente frivolidad del
pensamiento, que, incapaz de ver más que el motivo de un juego en la actividad,
compra el amor y el contento de la vida al precio de su incomunicación con todo
lo que pueda hacer detener el paso ante la faz misteriosa y grave de las cosas.
- No es ése el noble significado de la juventud individual, ni ése tampoco el
de la juventud de los pueblos. - Yo he conceptuado siempre vano el propósito de
los que constituyéndose en avizores vigías del destino de América, en custodios
de su tranquilidad, quisieran sofocar, con temeroso recelo, antes de que
llegase a nosotros, cualquiera resonancia del humano dolor, cualquier eco
venido de literaturas extrañas, que, por triste o insano, ponga en peligro la
fragilidad de su optimismo. - Ninguna firme educación de la inteligencia puede
fundarse en el aislamiento candoroso o en la ignorancia voluntaria. Todo
problema propuesto al pensamiento humano por la Duda; toda sincera reconvención
que sobre Dios o la Naturaleza se fulmine, del seno del desaliento y el dolor,
tienen derecho a que les dejemos llegar a nuestra conciencia y a que los
afrontemos. Nuestra fuerza de corazón ha de probarse aceptando el reto de la
Esfinge, y no esquivando su interrogación formidable. - No olvidéis, además,
que en ciertas amarguras del pensamiento hay, como en sus alegrías, la
posibilidad de encontrar un punto de partida para la acción, hay a menudo
sugestiones fecundas. Cuando el dolor enerva; cuando el dolor es la
irresistible pendiente que conduce al marasmo o el consejero pérfido que mueve
a la abdicación de la voluntad, la filosofía que le lleva en sus entrañas es
cosa indigna de almas jóvenes. Puede entonces el poeta calificarle de
"indolente soldado que milita bajo las banderas de la muerte". Pero
cuando lo que nace del seno del dolor es el anhelo varonil de la lucha para
conquistar o recobrar el bien que él nos niega, entonces es un acerado acicate
de la evolución, es el más poderoso impulso de la vida; no de otro modo que
como el hastío, para Helvecio, llega a ser la mayor y más preciosa de todas las
prerrogativas humanas desde el momento en que, impidiendo enervarse nuestra
sensibilidad en los adormecimientos del ocio, se convierte en el vigilante
estímulo de la acción.
En tal
sentido, se ha dicho bien que hay pesimismos que tienen la significación de un
optimismo paradójico. Muy lejos de suponer la renuncia y la condenación de la
existencia, ellos propagan, con su descontento de lo actual, la necesidad de
renovarla. Lo que a la humanidad importa salvar contra toda negación pesimista,
es, no tanto la idea de la relativa bondad de lo presente, sino la de la
posibilidad de llegar a un término mejor por el desenvolvimiento de la vida,
apresurado y orientado mediante el esfuerzo de los hombres. La fe en el
porvenir, la confianza en la eficacia del esfuerzo humano, son el antecedente
necesario de toda acción enérgica y de todo propósito fecundo. Tal es la razón
por la que he querido comenzar encareciéndoos la inmortal excelencia de esa fe
que, siendo en la juventud un instinto no debe necesitar seros impuesta por ninguna
enseñanza, puesto que la encontraréis indefectiblemente dejando actuar en el
fondo de vuestro ser la sugestión divina de la Naturaleza.
Animados por
ese sentimiento, entrad, pues, a la vida, que os abre sus hondos horizontes,
con la noble ambición de hacer sentir vuestra presencia en ella desde el
momento en que la afrontéis con la altiva mirada del conquistador. - Toca al
espíritu juvenil la iniciativa audaz, la genialidad innovadora. - Quizá
universalmente, hoy, la acción y la influencia de la juventud son en la marcha
de las sociedades humanas menos efectivas e intensas que debieran ser. Gaston
Deschamps lo hacía notar en Francia hace poco, comentando la iniciación tardía
de las jóvenes generaciones, en la vida pública y la cultura de aquel pueblo, y
la escasa originalidad con que ellas contribuyen al trazado de las ideas
dominantes. Mis impresiones del presente de América, en cuanto ellas pueden
tener un carácter general a pesar del doloroso aislamiento en que viven los
pueblos que la componen, justificarían acaso una observación parecida. - Y sin
embargo, yo creo ver expresada en todas partes la necesidad de una activa
revelación de fuerzas nuevas; yo creo que América necesita grandemente de su
juventud. - He ahí por qué os hablo. He ahí por qué me interesa
extraordinariamente la orientación moral de vuestro espíritu. La energía de
vuestra palabra y vuestro ejemplo puede llegar hasta incorporar las fuerzas
vivas del pasado a la obra del futuro. Pienso con Michelet que el verdadero
concepto de la educación no abarca sólo la cultura del espíritu de los hijos
por la experiencia de los padres, sino también, y con frecuencia mucho más, la
del espíritu de los padres por la inspiración innovadora de los hijos.
Hablemos,
pues, de cómo consideraréis la vida que os espera.
III
La
divergencia de las vocaciones personales imprimirá diversos sentidos a vuestra
actividad, y hará predominar una disposición, una aptitud determinada, en el
espíritu de cada uno de vosotros. - Los unos seréis hombres de ciencia; los otros
seréis hombres de arte; los otros seréis hombres de acción. - Pero por encima
de los afectos que hayan de vincularos individualmente a distintas aplicaciones
y distintos modos de la vida, debe velar, en lo íntimo de vuestra alma, la
conciencia de la unidad fundamental de nuestra naturaleza, que exige que cada
individuo humano sea, ante todo y sobre toda otra cosa, un ejemplar no mutilado
de la humanidad, en el que ninguna noble facultad del espíritu quede obliterada
y ningún alto interés de todos pierda su virtud comunicativa. Antes que las
modificaciones de profesión y de cultura está el cumplimiento del destino común
de los seres racionales. "Hay una profesión universal, que es la de
hombre", ha dicho admirablemente Guyau. Y Renan, recordando, a propósito
de las civilizaciones desequilibradas y parciales, que el fin de la criatura
humana no puede ser exclusivamente saber, ni sentir, ni imaginar, sino ser real
y enteramente humana, define el ideal de perfección a que ella debe encaminar
sus energías como la posibilidad de ofrecer en un tipo individual un cuadro
abreviado de la especie.
Aspirad,
pues, a desarrollar, en lo posible, no un solo aspecto sino la plenitud de
vuestro ser. No os encojáis de hombros delante de ninguna noble y fecunda
manifestación de la naturaleza humana, a pretexto de que vuestra organización
individual os liga con preferencia a manifestaciones diferentes. Sed
espectadores atenciosos allí donde no podáis ser actores. - Cuando cierto
falsísimo y vulgarizado concepto de la educación, que la imagina subordinada
exclusivamente al fin utilitario, se empeña en mutilar, por medio de ese
utilitarismo y de una especialización prematura, la integridad natural de los
espíritus, y anhela proscribir de la enseñanza todo elemento desinteresado e ideal,
no repara suficientemente en el peligro de preparar para el porvenir espíritus
estrechos que, incapaces de considerar más que el único de la realidad con que
estén inmediatamente en contacto, vivirán separados por helados desiertos de
los espíritus que, dentro de la misma sociedad, se hayan adherido a otras
manifestaciones de la vida.
Lo necesario
de la consagración particular de cada uno de nosotros a una actividad
determinada, a un solo modo de cultura, no excluye, ciertamente, la tendencia a
realizar, por la íntima armonía del espíritu, el destino común de los seres
racionales. Esa actividad, esa cultura, serán sólo la nota fundamental de la
armonía. - El verso célebre en que el esclavo de la escena antigua afirmó que,
pues era hombre, no le era ajeno nada de lo humano, forma parte de los gritos
de la solidaridad. Augusto Comte ha señalado bien este peligro de las
civilizaciones avanzadas. Un alto estado de perfeccionamiento social tiene para
él un grave inconveniente en la facilidad con que suscita la aparición de
espíritus deformados y estrechos; de espíritus "muy capaces bajo un único
y monstruosamente ineptos bajo todos los otros". El empequeñecimiento de
un cerebro humano por el comercio continuo de un solo género de ideas, por el
ejercicio indefinido de un solo modo de actividad, es para Comte un resultado
comparable a la mísera suerte del obrero a quien la división del trabajo de
taller obliga a consumir en la invariable operación de un detalle mecánico
todas las energías de su vida. En uno y otro caso, el efecto moral es inspirar
una desastrosa indiferencia por el general de los intereses de la humanidad. Y
aunque esta especie de automatismo humano - agrega el pensador positivista - no
constituye felizmente sino la extrema influencia dispersiva del principio de
especialización, su realidad, ya muy frecuente, exige que se atribuya a su
apreciación una verdadera importancia.
No menos que
a la solidez, daña esa influencia dispersiva a la estética de la estructura
social. - La belleza incomparable de Atenas, lo imperecedero del modelo legado
por sus manos de diosa a la admiración y el encanto de la humanidad, nacen de
que aquella ciudad de prodigios fundó su concepción de la vida en el concierto
de todas las facultades humanas, en la libre y acordada expansión de todas las
energías capaces de contribuir a la gloria y al poder de los hombres. Atenas
supo engrandecer a la vez el sentido de lo ideal y el de lo real, la razón y el
instinto, las fuerzas del espíritu v las del cuerpo. Cinceló las cuatro faces
del alma. Cada ateniense libre describe en derredor de sí, para contener su
acción, un círculo perfecto, en el que ningún desordenado impulso quebrantará
la graciosa proporción de la línea. Es atleta y escultura viviente en el
gimnasio, ciudadano en el Pnix, polemista y pensador en los pórticos. Ejercita
su voluntad en toda suerte de acción viril y su pensamiento en toda
preocupación fecunda. Por eso afirma Macaulay que un día de la vida pública del
Atica es más brillante programa de enseñanza que los que hoy calculamos para
nuestros modernos centros de instrucción. - Y de aquel libre y único
florecimiento de la plenitud de nuestra naturaleza, surgió el milagro griego, -
una inimitable y encantadora mezcla de animación y de serenidad, una primavera
del espíritu humano, una sonrisa de la historia.
En nuestros
tiempos, la creciente complejidad de nuestra civilización privaría de toda
seriedad al pensamiento de restaurar esa armonía, sólo posible entre los
elementos de una graciosa sencillez. Pero dentro de la misma complejidad de
nuestra cultura; dentro de la diferenciación progresiva de caracteres, de
aptitudes, de méritos, que es la ineludible consecuencia del progreso en el
desenvolvimiento social, cabe salvar una razonable participación de todos en
ciertas ideas y sentimientos fundamentales que mantengan la unidad y el
concierto de la vida, - en ciertos intereses del alma, ante los cuales la
dignidad del ser racional no consiente la indiferencia de ninguno de nosotros.
Cuando el
sentido de la utilidad material y el bienestar domina en el carácter de las
sociedades humanas con la energía que tiene en lo presente, los resultados del
espíritu estrecho y la cultura unilateral son particularmente funestos a la
difusión de aquellas preocupaciones puramente ideales que, siendo objeto de
amor para quienes les consagran las energías más nobles y perseverantes de su
vida, se convierten en una remota y quizá no sospechada región, para una
inmensa parte de los otros. - Todo género de meditación desinteresada, de contemplación
ideal, de tregua íntima, en la que los diarios afanes por la utilidad cedan
transitoriamente su imperio a una mirada noble y serena tendida de lo alto de
la razón sobre las cosas, permanece ignorado, en el estado actual de las
sociedades humanas, para millones de almas civilizadas y cultas, a quienes la
influencia de la educación o la costumbre reduce al automatismo de una
actividad, en definitiva, material. - Y bien: este género de servidumbre debe
considerarse la más triste y oprobiosa de todas las condenaciones morales. Yo
os ruego que os defendáis, en la milicia de la vida, contra la mutilación de
vuestro espíritu por la tiranía de un objetivo único e interesado. No
entreguéis nunca a la utilidad o a la pasión sino una parte de vosotros. Aun
dentro de la esclavitud material hay la posibilidad de salvar la libertad
interior: la de la razón y el sentimiento. No tratéis, pues, de justificar, por
la absorción del trabajo o el combate, la esclavitud de vuestro espíritu.
Encuentro el
símbolo de lo que debe ser nuestra alma en un cuento que evoco de un empolvado
rincón de mi memoria. - Era un rey patriarcal, en el Oriente indeterminado e
ingenuo donde gusta hacer nido la alegre bandada de los cuentos. Vivía su reino
la candorosa infancia de las tiendas de Ismael y los palacios de Pilos. La
tradición le llamó después, en la memoria de los hombres, el rey hospitalario.
Inmensa era la piedad del rey. A desvanecerse en ella tendía, como por su
propio peso, toda desventura. A su hospitalidad acudían lo mismo por blanco pan
el miserable que el alma desolada por el bálsamo de la palabra que acaricia. Su
corazón reflejaba, como sensible placa sonora, el ritmo de los otros. Su
palacio era la casa del pueblo. - Todo era libertad y animación dentro de este
augusto recinto, cuya entrada nunca hubo guardas que vedasen. En los abiertos
pórticos, formaban corros los pastores cuando consagraban a rústicos conciertos
sus ocios; platicaban al caer la tarde los ancianos; y frescos grupos de
mujeres disponían, sobre trenzados juncos, las flores y los racimos de que se
componía únicamente el diezmo real. Mercaderes de Ofir, buhoneros de Damasco,
cruzaban a toda hora las puertas anchurosas y ostentaban en competencia, ante
las miradas del rey, las telas, las joyas, los perfumes. Junto a su trono
reposaban los abrumados peregrinos. Los pájaros se citaban al mediodía para
recoger las migajas de su mesa; y con el alba, los niños llegaban en bandas
bulliciosas al pie del lecho en que dormía el rey de barba de plata y le
anunciaban la presencia del sol. - Lo mismo a los seres sin ventura que a las
cosas sin alma alcanzaba su liberalidad infinita. La Naturaleza sentía también
la atracción de su llamado generoso; vientos y aves y plantas parecían buscar,
- como en el mito de Orfeo y en la leyenda de San Francisco de Asís, - la
amistad humana en aquel oasis de hospitalidad. Del germen caído al acaso,
brotaban y florecían, en las junturas de los pavimentos y los muros, los
alhelíes de las ruinas, sin que una mano cruel los arrancase ni los hollara un
pie maligno. Por las francas ventanas se tendían al interior de las cámaras del
rey las enredaderas osadas y curiosas. Los fatigados vientos abandonaban
largamente sobre el alcázar real su carga de aromas y armonías. Empinándose
desde el vecino mar, como si quisieran ceñirse en un abrazo, le salpicaban las
olas con su espuma. Y una libertad paradisial, una inmensa reciprocidad de
confianza, mantenían por dondequiera la animación de una fiesta
inextinguible...
Pero dentro,
muy dentro; aislada del alcázar ruidoso por cubiertos canales; oculta a la
mirada vulgar - como la "perdida iglesia" de Uhland en lo esquivo del
bosque - al cabo de ignorados senderos, una misteriosa sala se extendía, en la
que a nadie era lícito poner la planta sino al mismo rey, cuya hospitalidad se
trocaba en sus umbrales en la apariencia de ascético egoísmo. Espesos muros la
rodeaban. Ni un eco del bullicio exterior; ni una nota escapada al concierto de
la Naturaleza, ni una palabra desprendida de labios de los hombres, lograban traspasar
el espesor de los sillares de pórfido y conmover una onda del aire en la
prohibida estancia. Religioso silencio velaba en ella la castidad del aire
dormido. La luz, que tamizaban esmaltadas vidrieras, llegaba lánguida, medido
el paso por una inalterable igualdad, y se diluía, como copo de nieve que
invade un nido tibia, en la calma de un ambiente celeste. - Nunca reinó tan
honda paz: ni en oceánica gruta, ni en soledad nemorosa. - Alguna vez, - cuando
la noche era diáfana y tranquila, - abriéndose a modo de dos valvas de nácar la
artesonada techumbre, dejaba cernerse en su lugar la magnificencia de las
sombras serenas. En el ambiente flotaba como una onda indisipable la casta
esencia del nenúfar, el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la
contemplación del propio ser. Graves cariátides custodiaban las puertas de
marfil en la actitud del silenciario. En los testeros, esculpidas imágenes
hablaban de idealidad, de ensimismamiento, de reposo... - Y el viejo rey
aseguraba que, aun cuando a nadie fuera dado acompañarle hasta allí, su
hospitalidad seguía siendo en el misterioso seguro tan generosa y grande como
siempre, sólo que los que él congregaba dentro de sus muros discretos eran
convidados impalpables y huéspedes sutiles. En él soñaba, en él se libertaba de
la realidad, el rey legendario; en él sus miradas se volvían a lo interior y se
bruñían en la meditación sus pensamientos como las guijas lavadas por la
espuma; en él se desplegaban sobre su noble frente las blancas alas de Psiquis...
Y luego, cuando la muerte vino a recordarle que él no había sido sino un
huésped más en su palacio, la impenetrable estancia quedó clausurada y muda
para siempre; para siempre abismada en su reposo infinito; nadie la profanó
jamás, porque nadie hubiera osado poner la planta irreverente allí donde el
viejo rey quiso estar solo con sus sueños y aislado en la última Tule de su
alma.
Yo doy al
cuento el escenario de vuestro reino interior. Abierto con una saludable
liberalidad, como la casa del monarca confiado, a todas las corrientes del
mundo, exista en él, al mismo tiempo, la celda escondida y misteriosa que
desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena
pertenezca. Sólo cuando penetréis dentro del inviolable seguro podréis llamaros,
en realidad, hombres libres. No lo son quienes, enajenando insensatamente el
dominio de sí a favor de la desordenada pasión o el interés utilitario, olvidan
que, según el sabio precepto de Montaigne, nuestro espíritu puede ser objeto de
préstamo, pero no de cesión. - Pensar, soñar, admirar: he ahí los nombres de
los sutiles visitantes de mi celda. Los antiguos los clasificaban dentro de su
noble inteligencia del ocio, que ellos tenían por el más elevado empleo de una
existencia verdaderamente racional, identificándolo con la libertad del
pensamiento emancipado de todo innoble yugo. El ocio noble era la inversión del
tiempo que oponían, como expresión de la vida superior, a la actividad
económica. Vinculando exclusivamente a esa alta y aristocrática idea del reposo
su concepción de la dignidad de la ida, el espíritu clásico encuentra su
corrección y su complemento en nuestra moderna creencia en la dignidad del
trabajo útil; y entrambas atenciones del alma pueden componer, en la existencia
individual, un ritmo, sobre cuyo mantenimiento necesario nunca será inoportuno
insistir. - La escuela estoica, que iluminó el ocaso de la antigüedad como por
un anticipado resplandor del cristianismo, nos ha legado una sencilla y
conmovedora imagen de la salvación de la libertad interior, aun en medio a los
rigores de la servidumbre, en la hermosa figura de Cleanto; de aquel Cleanto
que, obligado a emplear la fuerza de sus brazos de atleta en sumergir el cubo
de una fuente y mover la piedra de un molino, concedía a la meditación las
treguas del quehacer miserable y trazaba, con encallecida mano, sobre las
piedras del camino, las máximas oídas de labios de Zenón. Toda educación
racional, todo perfecto cultivo de nuestra naturaleza tomarán por punto de
partida la posibilidad de estimular, en cada uno de nosotros, la doble
actividad que simboliza Cleanto.
Una vez más:
el principio fundamental de vuestro desenvolvimiento, vuestro lema en la vida,
deben ser mantener la integridad de vuestra condición humana. Ninguna función
particular debe prevalecer jamás sobre esa finalidad suprema. Ninguna fuerza
aislada puede satisfacer los fines racionales de la existencia individual, como
no puede producir el ordenado concierto de la existencia colectiva. Así como la
deformidad y el empequeñecimiento son, en el alma de los individuos, el
resultado de un exclusivo objeto impuesto a la acción y un solo modo de
cultura, la falsedad de lo artificial vuelve efímera la gloria de las
sociedades que han sacrificado el libre desarrollo de su sensibilidad y su
pensamiento, ya a la actividad mercantil, como en Fenicia; ya a la guerra, como
en Esparta; ya al misticismo, como en el terror del milenario; ya a la vida de
sociedad y de salón, como en la Francia del siglo XVIII. - Y preservándoos
contra toda mutilación de vuestra naturaleza moral; aspirando a la armoniosa
expansión de vuestro ser en todo noble sentido; pensad al mismo tiempo en que
la más fácil y frecuente de las mutilaciones es, en el carácter actual de las
sociedades humanas, la que obliga al alma a privarse de ese género de vida
interior, donde tienen su ambiente propio todas las cosas delicadas y nobles
que, a la intemperie de la realidad, quema el aliento de la pasión impura y el
interés utilitario proscribe: ¡la vida de que son parte la meditación
desinteresada, la contemplación ideal, el ocio antiguo, la impenetrable
estancia de mi cuento!
IV
Así como el
primer impulso de la profanación será dirigirse a lo más sagrado del santuario,
la regresión vulgarizadora contra la que os prevengo comenzará por sacrificar
lo más delicado del espíritu. - De todos los elementos superiores de la
existencia racional, es el sentimiento de lo bello, la visión clara de la
hermosura de las cosas, el que más fácilmente marchita la aridez de la vida
limitada a la invariable descripción del círculo vulgar, convirtiéndole en el
atributo de una minoría que lo custodia, dentro de cada sociedad humana, como
el depósito de un precioso abandono. La emoción de belleza es al sentimiento de
las idealidades como el esmalte del anillo. El efecto del contacto brutal por
ella empieza fatalmente, y es sobre ella como obra de modo más seguro. Una
absoluta indiferencia llega a ser, así, el carácter normal, con relación a lo
que debiera ser universal amor de las almas. No es más intensa la estupefacción
del hombre salvaje en presencia de los instrumentos y las formas materiales de
la civilización, que la que experimenta un número relativamente grande de
hombres cultos frente a los actos en que se revele el propósito y el hábito de
conceder una seria realidad a la relación hermosa de la vida.
El argumento
del apóstol traidor ante el vaso de nardo derramado inútilmente sobre la cabeza
del Maestro, es, todavía, una de las fórmulas del sentido común. La
superfluidad del arte no vale para la masa anónima los trescientos denarios. Si
acaso la respeta, es como a un culto esotérico. Y sin embargo, entre todos los
elementos de educación humana que pueden contribuir a formar un amplio y noble
concepto de la vida, ninguno justificaría más que el arte un interés universal,
porque ninguno encierra, - según la tesis desenvuelta en elocuentes páginas de
Schiller, - la virtualidad de una cultura más extensa y completa, en el sentido
de prestarse a un acordado estímulo de todas las facultades del alma.
Aunque el
amor y la admiración de la belleza no respondiesen a una noble espontaneidad
del ser racional y no tuvieran, con ello, suficiente valor para ser cultivados
por sí mismos, sería un motivo superior de moralidad el que autorizaría a
proponer la cultura de los sentimientos estéticos como un alto interés de
todos. - Si a nadie es dado renunciar a la educación del sentimiento moral,
este deber trae implícito el de disponer el alma para clara visión de la
belleza. Considerad al educado sentido de lo bello el colaborador más eficaz en
la formación de un delicado instinto de justicia. La dignificación, el
ennoblecimiento interior, no tendrán nunca artífice más adecuado. Nunca la
criatura humana se adherirá de más segura manera al cumplimiento del deber que
cuando, además de sentirle como una imposición, le sienta estéticamente como
una armonía. Nunca ella será más plenamente buena que cuando sepa, en las
formas con que se manifieste activamente su virtud, respetar en los demás el
sentimiento de lo hermoso.
Cierto es
que la santidad del bien purifica y ensalza todas las groseras apariencias.
Puede él indudablemente realizar su obra sin darle el prestigio exterior de la
hermosura. Puede el amor caritativo llegar a la sublimidad con medios toscos,
desapacibles y vulgares. Pero no es sólo más hermosa, sino mayor, la caridad
que anhela transmitirse en las formas de lo delicado y lo selecto; porque ella
añade a sus dones un beneficio más, una dulce e inefable caricia que no se
sustituye con nada y que realza el bien que se concede, como un toque de luz.
Dar a sentir
lo hermoso es obra de misericordia. Aquellos que exigirían que el bien y la
verdad se manifestasen invariablemente en formas adustas y severas me han
parecido siempre amigos traidores del bien y la verdad. La virtud es también un
género de arte, un arte divino; ella sonríe maternalmente a las Gracias. - La
enseñanza que se proponga fijar en los espíritus la idea del deber, como la de
la más seria realidad, debe tender a hacerla concebir al mismo tiempo como la
más alta poesía. - Guyau, que es rey en las comparaciones hermosas, se vale de
una insustituible para expresar este doble objeto de la cultura moral. Recuerda
el pensador los esculpidos respaldos del coro de una gótica iglesia, en los que
la madera labrada bajo la inspiración de la fe representa, en una faz, escenas
de una vida de santo, en la otra faz, ornamentales círculos de flores. Por tal
manera, a cada gesto del santo, significativo de su piedad o su martirio; a
cada rasgo de su fisonomía o su actitud, corresponde, del opuesto lado, una
corola o un pétalo. Para acompañar la representación simbólica del bien,
brotan, ya un lirio, ya una rosa. Piensa Guyau que no de otro modo debe estar
esculpida nuestra alma; y él mismo, el dulce maestro, ¿no es, por la evangélica
hermosura de su genio de apóstol, un ejemplo de esa viva armonía?
Yo creo
indudable que el que ha aprendido a distinguir de lo delicado lo vulgar, lo feo
de lo hermoso, lleva hecha media jornada para distinguir lo malo de lo bueno.
No es, por cierto, el buen gusto, como querría cierto liviano dilettantismo
moral, el único criterio para apreciar la legitimidad de las acciones humanas;
pero menos debe considerársele, con el criterio de un estrecho ascetismo, una
tentación del error y una sirte engañosa. No le señalaremos nosotros como la
senda misma del bien; sí como un camino paralelo y cercano que mantiene muy
aproximados a ella el paso y la mirada del viajero. A medida que la humanidad
avance, se concebirá más claramente la ley moral como una estética de la
conducta. Se huirá del mal y del error como de una disonancia; se buscará lo
bueno como el placer de una armonía. Cuando la severidad estoica de Kant
inspira, simbolizando el espíritu de ética, las austeras palabras:
"Dormía, y soñé que la vida era belleza; desperté y advertí que ella es
deber", desconoce que, si el deber es la realidad suprema, en ella puede
hallar realidad el objeto de su sueño, porque la conciencia deber le dará, con
la visión clara de lo bueno, la complacencia de lo hermoso.
En el alma
del redentor, del misionero, del filántropo, debe exigirse también
entendimiento de hermosura, hay necesidad de que colaboren ciertos elementos
del genio del artista. Es inmensa la parte que corresponde al don de descubrir
y revelar la íntima belleza de las ideas, en la eficacia de grandes
revoluciones morales. Hablando de la más alta de todas, ha podido decir Renan
profundamente que "la poesía del precepto, que le hace amar, significa más
que el precepto mismo, tomado como verdad abstracta". La originalidad de
la obra de Jesús no está, efectivamente, en la acepción literal de su doctrina,
- puesto que ella puede reconstituirse toda entera sin salirse de la moral de
la Sinagoga, buscándola desde el Deuteronomio hasta el Talmud,- sino en haber
hecho sensible, con su prédica, la poesía del precepto, es decir, su belleza
íntima.
Pálida
gloria será la de las épocas y las comuniones que menosprecien esa relación
estética de su vida o de su propaganda. El ascetismo cristiano, que no supo
encarar más que una sola faz del ideal, excluyó de su concepto de la perfección
todo lo que hace a la vida amable, delicada y hermosa; y su espíritu estrecho
sirvió para que el instinto indomable de la libertad, volviendo en una de esas
arrebatadas reacciones del espíritu humano, engendrase, en la Italia del
Renacimiento, un tipo de civilización que consideró vanidad el bien moral y
sólo creyó en la virtud de la apariencia fuerte y graciosa. El puritanismo, que
persiguió toda belleza y toda selección intelectual; que veló indignado la
casta desnudez de las estatuas; que profesó la afectación de la fealdad, en las
maneras, en el traje, en los discursos; la secta triste que, imponiendo su
espíritu desde el Parlamento inglés, mandó extinguir las fiestas que manifestasen
alegría y segar los árboles que diesen flores, -tendió junto a la virtud, al
divorciarla del sentimiento de lo bello, una sombra de muerte que aún no ha
conjurado enteramente Inglaterra, y que dura en las menos amables
manifestaciones de su religiosidad y sus costumbres. - Macaulay declara
preferir la grosera "caja de plomo" en que los puritanos guardaron el
tesoro de la libertad, al primoroso cofre esculpido en que la corta de Carlos
II hizo acopio de sus refinamientos. Pero como ni la libertad ni la virtud
necesitan guardarse en caja de plomo, mucho más que todas las severidades de
ascetas y de puritanos, valdrán siempre, para la educación de la humanidad, la
gracia del ideal antiguo, la moral armoniosa de Platón, el movimiento pulcro y
elegante con que la mano de Arenas tomó, para llevarla a los labios, la copa de
la vida.
La
perfección de la moralidad humana consistiría en infiltrar el espíritu de la
caridad en los moldes de la elegancia griega. Y esta suave armonía ha tenido en
el mundo una pasajera realización. Cuando la palabra del cristianismo naciente
llegaba con San Pablo al seno de las colonias griegas de Macedonia, a
Tesalónica y Filipos, y el Evangelio, aún puro, se difundía en el alma de
aquellas sociedades finas y espirituales en las que el sello de la cultura
helénica mantenía una encantadora espontaneidad de distinción, pudo creerse que
los dos ideales más altos de la historia iban a enlazarse para siempre. En el
estilo epistolar de San Pablo queda la huella de aquel momento en que la caridad
se heleniza. Este dulce consorcio duró poco. La armonía y la serenidad de la
concepción pagana de la vida se apartaron cada vez más de la idea nueva que
marchaba entonces a la conquista del mundo. Pero para concebir la manera como
podría señalarse al perfeccionamiento moral de la humanidad un paso adelante,
sería necesario soñar que el ideal cristiano se reconcilia de nuevo con la
serena y luminosa alegría de la antigüedad; imaginarse que el Evangelio se
propaga otra vez en Tesalónica y Filipos.
Cultivar el
buen gusto no significa sólo perfeccionar una forma exterior de la cultura,
desenvolver una aptitud artística, cuidar, con exquisitez superflua, una
elegancia de la civilización. El buen gusto es "una rienda firme del
criterio". Martha ha podido atribuirle exactamente la significación de una
segunda conciencia que nos orienta y nos devuelve a la luz cuando la primera se
oscurece y vacila. El sentido delicado de la belleza es, para Bagehot, un
aliado del tacto seguro de la vida y de la dignidad de las costumbres. "La
educación del buen gusto - agrega el sabio pensador - se dirige a favorecer el
ejercicio del buen sentido, que es nuestro principal punto de apoyo en la
complejidad de la vida civilizada". Si algunas veces veis unida esa
educación, en el espíritu de los individuos y las sociedades, al extravío del
sentimiento o la moralidad, es porque en tales casos ha sido cultiva como
fuerza aislada y exclusiva, imposibilitándose de ese modo el efecto de
perfeccionamiento moral que ella puede ejercer dentro de un orden de cultura en
el que ninguna facultad del espíritu sea desenvuelta prescindiendo de su
relación con las otras. - En el alma que haya sido objeto de una estimulación
armónica y perfecta, la gracia íntima y la delicadeza del sentimiento de lo bello
serán una misma cosa con la fuerza y la rectitud de la razón. No de otra manera
observa Taine que, en las grandes obras de la arquitectura antigua, la belleza
es una manifestación sensible de la solidez, la elegancia se identifica con la
apariencia de la fuerza: "las mismas líneas del Panteón que halagan a la
mirada con proporciones armoniosas, contentan a la inteligencia con promesas de
eternidad".
Hay una
relación orgánica, una natural y estrecha simpatía, que vincula a las
subversiones del sentimiento y de la voluntad con las falsedades y las
violencias del mal gusto. Si nos fuera dado penetrar en el misterioso
laboratorio de las almas y se construyera la historia íntima de las del pasado
para encontrar la fórmula de sus definitivos caracteres morales, sería un
interesante objeto de estudio determinar la parte que corresponde, entre los
factores de la refinada perversidad de Nerón, al germen de histrionismo
monstruoso depositado en el alma de aquel cómico sangriento por la retórica
afectada de Séneca. Cuando se evoca la oratoria de la Convención y el hábito de
una abominable perversión retórica se ve aparecer por todas partes, como la
piel felina del jacobinismo, es imposible dejar de relacionar, como los radios
que parten de un mismo centro, como los accidentes de una misma insania, el
extravío del gusto, el vértigo del sentido moral y la limitación fanática de la
razón.
Indudablemente,
ninguno más seguro entre los resultados de la estética que el que nos enseña a
distinguir en la esfera de lo relativo, lo bueno y lo verdadero, de lo hermoso,
y a aceptar la posibilidad de una belleza del mal y del error. Pero no se
necesita desconocer esta verdad, definitivamente verdadera, para creer en el
encadenamiento simpático de todos aquellos altos fines del alma, y considerar a
cada uno de ellos como el punto de partida, no único, pero sí más seguro, de
donde sea posible dirigirse al encuentro de los otros.
La idea de
un superior acuerdo entre el buen gusto y el sentimiento oral es, pues, exacta,
lo mismo en el espíritu de los individuos que en el espíritu de las sociedades.
Por lo que respecta a estas últimas, esa relación podría tener su símbolo en la
que Rosenkranz afirmaba existir entre la libertad y el orden moral, por una
parte, y por la otra la belleza de las formas humanas como un resultado del
desarrollo de las razas en el tiempo. Esa belleza típica refleja, para el
pensamiento hegeliano, el efecto ennoblecedor de la libertad; la esclavitud
afea al mismo tiempo que envilece; la conciencia de su armonioso desenvolvimiento
imprime a las razas libres el sello exterior de la hermosura.
En el
carácter de los pueblos, los dones derivados de un gusto fino, el dominio de
las formas graciosas, la delicada aptitud de interesar, la virtud de hacer
amables las ideas, se identifican, además, con el "genio de la
propaganda", - es decir: con el don poderoso de la universalidad. Bien
sabido es que, en mucha parte, a la posesión de aquellos atributos escogidos,
debe referirse la significación humana que el espíritu francés acierta a
comunicar cuanto elige y consagra. - Las ideas adquieren alas potentes y
veloces, no en el helado seno de la abstracción, sino en el luminoso y cálido
ambiente de la forma. Su superioridad de difusión, su prevalencia a veces,
dependen de que las Gracias las hayan bañado con su luz. Tal así, en las
evoluciones de la vida, esas encantadoras exterioridades de la naturaleza, que
parecen representar, exclusivamente, la dádiva de una caprichosa superfluidad,
- la música, el pintado plumaje, de las aves: y, como reclamo para el insecto
propagador del polen fecundo, el matiz de las flores, su perfume, - han
desempeñado, entre los elementos de la concurrencia vital, una función
realísima; puesto que significando una superioridad de motivos, una razón de
preferencia para las atracciones del amor, han hecho prevalecer, dentro de cada
especie, a los seres mejor dotados de hermosura sobre los menos ventajosamente
dotados.
Para un
espíritu en que exista el amor instintivo de lo bello, hay, sin duda, cierto
género de mortificación, en resignarse a defenderle por medio de una serie de
argumentos que se funden en otra razón, en otro principio, el mismo
irresponsable y desinteresado amor de la belleza, en la que halla satisfacción
uno de los impulsos fundamentales de la existencia racional. Infortunadamente,
este motivo superior pierde su imperio sobre un inmenso número de hombres, a
quienes es necesario enseñar el respeto debido a ese amor del cual no
participan, revelándoles cuáles son las relaciones que lo vinculan a otros
géneros de intereses humanos. - Para ello, deberá lucharse muy a menudo con el
concepto vulgar de estas relaciones. En efecto: todo lo que tienda a suavizar
los contornos del carácter social y las costumbres; a aguzar el sentido de la
belleza; a hacer del gusto una delicada impresionabilidad del espíritu y de la
gracia una forma universal de la actividad, equivale, para el criterio de
muchos devotos de lo severo o de lo útil, a menoscabar el temple varonil y
heroico de las sociedades, por una parte, su capacidad utilitaria y positiva,
por la otra. -He leído en Los trabajadores del mar que, cuando un buque de
vapor surcó por primera vez las ondas del canal de la Mancha, los campesinos de
Jersey lo anatematizaban en nombre de una tradición popular que consideraba
elementos irreconciliables y destinados fatídicamente a la discordia, el agua y
el fuego. - El criterio común abunda en la creencia de enemistades parecidas. -
Si os proponéis vulgarizar el respeto por lo hermoso, empezad por hacer
comprender la posibilidad de un armónico concierto de todas las legítimas
actividades humanas, y ésa será más fácil tarea que la de convertir
directamente el amor de la hermosura, por ella misma, en atributo de la
multitud. Para que la mayoría de los hombres no se sientan inclinados a
expulsar a las golondrinas de la casa, siguiendo el consejo de Pitágoras, es
necesario argumentarles, no con la gracia monástica del ave ni su leyenda de
virtud, ¡sino con que la permanencia de sus nidos no es en manera alguna
inconciliable con la seguridad de los tejados!
V
A la
concepción de la vida racional que se funda en el libre y armonioso
desenvolvimiento de nuestra naturaleza e incluye, por lo tanto, entre sus fines
esenciales, el que se satisface con la contemplación sentida de lo hermoso, se
opone - como norma de conducta humana - la concepción utilitaria, por lo cual
nuestra actividad, toda entera, se orienta en relación a la inmediata finalidad
del interés.
La
inculpación de utilitarismo estrecho que suele dirigirse al espíritu de nuestro
siglo, en nombre del ideal, y con rigores de anatema, se funda, en parte, sobre
el desconocimiento de que sus titánicos esfuerzos por la subordinación de las
fuerzas de la naturaleza a la voluntad humana y por la extensión del bienestar
material, son un trabajo necesario que preparará, como el laborioso
enriquecimiento de una tierra agotada, la florescencia de idealismos futuros.
La transitoria predominancia de esa función de utilidad que ha absorbido a la
vida agitada y febril de estos cien años sus más potentes energías, explica,
sin embargo, - ya que no las justifique, - muchas nostalgias dolorosas, muchos
descontentos y agravios de la inteligencia, que se traducen, bien por una
melancólica y exaltada idealización de lo pasado, bien por una desesperanza
cruel del porvenir. Hay, por ello, un fecundísimo, un bienaventurado
pensamiento, en el propósito de cierto grupo de pensadores de las últimas
generaciones, - entre los cuales sólo quiero citar una vez más la noble figura
de Guyau, - que han intentado sellar la reconciliación definitiva de las
conquistas del siglo con la renovación de muchas viejas devociones humanas, y
que han invertido en esa obra bendita tantos tesoros de amor como de genio.
Con
frecuencia habréis oído atribuir a dos causas fundamentales el desborde del
espíritu de utilidad que da su nota a la fisonomía moral del siglo presente,
con menoscabo de la consideración estética y desinteresada de la vida. Las
revelaciones de la ciencia de la naturaleza - que, según intérpretes, ya adversos,
ya favorables a ellas, convergen a destruir toda idealidad por su base, - son
la una, la universal difusión y el triunfo de las ideas democráticas, la otra.
Yo me propongo hablaros exclusivamente de esta última causa; porque confío en
que vuestra primera iniciación en las revelaciones de la ciencia ha sido
dirigida como para preservaros del peligro de una interpretación vulgar. -
Sobre la democracia pesa la acusación de guiar a la humanidad, mediocrizándola,
a un Sacro Imperio del utilitarismo. La acusación se refleja con vibrante
intensidad en las páginas - para mí siempre llenas de un sugestivo encanto -
del más amable entre los maestros del espíritu moderno: en las seductoras
páginas de Renan, a cuya autoridad ya me habéis oído varias veces referirme y
de quien pienso volver a hablaros a menudo. - Leed a Renan, aquellos de
vosotros que lo ignoréis todavía, y habréis de amarle como yo. - Nadie como él
me parece, entre los modernos, dueño de ese arte de "enseñar con
gracia", que Anatole France considera divino. Nadie ha acertado como él a
hermanar, con la ironía, la piedad. Aun en el rigor del análisis, sabe poner la
unción del sacerdote. Aun cuando enseña a dudar, su suavidad exquisita tiende
una onda balsámica sobre la duda. Sus pensamientos suelen dilatarse, dentro de
nuestra alma, con ecos tan inefables y tan vagos, que hacen pensar en una
religiosa música de ideas. Por su infinita comprensibilidad ideal, acostumbran
las clasificaciones de la crítica personificar en él el alegre escepticismo de
los dilettanti que convierten en traje de máscara la capa del filósofo; pero si
alguna vez intimáis dentro de su espíritu, veréis que la tolerancia vulgar de
los escépticos se distingue de su tolerancia como la hospitalidad galante de un
salón, del verdadero sentimiento de la caridad.
Piensa,
pues, el maestro, que una alta preocupación por los intereses ideales de la
especie es opuesta del todo al espíritu de la democracia. Piensa que la
concepción de la vida, en una sociedad donde ese espíritu domine, se ajustará
progresivamente a la exclusiva persecución del bienestar material como
beneficio propagable al mayor número de personas. Según él, siendo la
democracia la entronización de Calibán, Ariel no puede menos que ser el vencido
de ese triunfo. - Abundan afirmaciones semejantes a éstas de Renan en la
palabra de muchos de los más caracterizados representantes que los intereses de
la cultura estética y la selección del espíritu tienen en el pensamiento
contemporáneo. Así, Bourget se inclina a creer que el triunfo universal de las
instituciones democráticas hará perder a la civilización en profundidad lo que
la hace ganar en extensión. Ve su forzoso término en el imperio de un
individualismo mediocre. "Quien dice democracia - agrega el sagaz autor de
André Cornelis - dice desenvolvimiento progresivo de las tendencias
individuales y disminución de la cultura". - Hay en la cuestión que
plantean estos juicios severos, un interés vivísimo, para los que amamos - al
mismo tiempo - por convencimiento, la obra de la Revolución, que en nuestra
América se enlaza además con las glorias de su Génesis; y por instinto, la
posibilidad de una noble y selecta vida espiritual que en ningún caso haya de
ver sacrificada su serenidad augusta a los caprichos de la multitud. - Para
afrontar el problema, es necesario empezar por reconocer que cuando la
democracia no enaltece su espíritu por la influencia de una fuerte preocupación
ideal que comparta su imperio con la preocupación de los intereses materiales,
ella conduce fatalmente a la privanza de la mediocridad, y carece, más que
ningún otro régimen, de eficaces barrera con las cuales asegurar dentro de un
ambiente adecuado la inviolabilidad de la alta cultura. Abandonada a sí misma,
- sin la constante rectificación de una activa autoridad moral que la depure y
encauce sus tendencias en el sentido de la dignificación de la vida, - la
democracia extinguirá gradualmente toda idea de superioridad que no se traduzca
en una mayor y más osada aptitud para las luchas del interés, que son entonces
la forma más innoble de las brutalidades de la fuerza. - La selección
espiritual, el enaltecimiento de la vida por la presencia de estímulos
desinteresados, el gusto, el arte, la suavidad de las costumbres, el
sentimiento de admiración por todo perseverante propósito ideal y de
acatamiento a toda noble supremacía, serán como debilidades indefensas allí
donde la igualdad social que ha destruido las jerarquías imperativas e
infundadas, no las sustituya con otras, que tengan en la influencia moral su
único modo de dominio y su principio en una clasificación racional.
Toda
igualdad de condiciones es en el orden de las sociedades, como toda
homogeneidad en el de la Naturaleza, un equilibrio inestable. Desde el momento
en que haya realizado la democracia su obra de negación con allanamiento de las
superioridades injustas, la igualdad conquistada no puede significar para ella
sino un punto de partida. Resta la afirmación. Y lo afirmativo de la democracia
y su gloria consistirán en suscitar, por eficaces estímulos, en su seno, la
revelación y el dominio de las verdaderas superioridades humanas.
Con relación
a las condiciones de la vida de América, adquiere esta necesidad de precisar el
verdadero concepto de nuestro régimen social, un doble imperio. El presuroso
crecimiento de nuestras democracias por la incesante agregación de una enorme
multitud cosmopolita; por la afluencia inmigratoria, que se incorpora a un
núcleo aún débil para verificar un activo trabajo de asimilación y encauzar el
torrente humano con los medios que ofrecen la solidez secular de la estructura
social, el orden político seguro y los elementos de una cultura que haya
arraigado íntimamente, - nos expone en el porvenir a los peligros de la
degeneración democrática, que ahoga bajo la fuerza ciega del número toda noción
de calidad; que desvanece en la conciencia de las sociedades todo justo
sentimiento del orden; y que, librando u ordenación jerárquica a la torpeza del
acaso, conduce forzosamente a hacer triunfar las más injustificadas e innobles
de las supremacías.
Es indudable
que nuestro interés egoísta debería llevarnos, - a falta de virtud, - a ser
hospitalarios. Ha tiempo que la suprema necesidad de colmar el vacío moral del
desierto, hizo decir a un publicista ilustre que, en América, gobernar es poblar.
- Pero esa fórmula famosa encierra una verdad contra cuya estrecha
interpretación es necesario prevenirse, porque conduciría a atribuir una
incondicional eficacia civilizadora al valor cuantitativo de la muchedumbre. -
Gobernar es poblar, asimilando, en primer término; educando y seleccionando,
después. - Si la aparición y el florecimiento, en la sociedad, de las más
elevadas actividades humanas, de las que determinan la alta cultura, requieren
como condición indispensable la existencia de una población cuantiosa y densa,
es precisamente porque esa importancia cuantitativa de la población, dando
lugar a la más compleja división del trabajo, posibilita la formación de
fuertes elementos dirigentes que hagan efectivo el dominio de la calidad sobre
el número. - La multitud, la masa anónima, no es nada por sí misma. La multitud
será un instrumento de barbarie o de civilización, según carezca o no del
coeficiente de una alta dirección moral. Hay una verdad profunda en el fondo de
la paradoja de Emerson que exige que cada país del globo sea juzgado según la
minoría y no según la mayoría de los habitantes. La civilización de un pueblo
adquiere su carácter, no de las manifestaciones de su prosperidad o de su
grandeza material, sino de las superiores maneras de pensar y de sentir que
dentro de ella son posibles; y ya observaba Comte, para mostrar cómo en
cuestiones de intelectualidad, de moralidad, de sentimiento, sería insensato
pretender que la calidad pueda ser sustituida en ningún caso por el número, que
ni de la acumulación de muchos espíritus vulgares se obtendrá jamás el
equivalente cerebral de genio, ni de la acumulación de muchas virtudes
mediocres, el equivalente de un rasgo de abnegación o de heroísmo. - Al
instituir nuestra democracia la universalidad y la igualdad de derechos,
sancionaría, pues, el predominio innoble del número, si no cuidase de mantener
muy en alto la noción de las legitimas superioridades humanas, y de hacer, de
la autoridad vinculada al voto popular, no la expresión del sofisma de la igualdad
absoluta, sino, según las palabras que recuerdo de un joven publicista francés,
"la consagración de la jerarquía, emanando de la libertad".
La oposición
entre el régimen de la democracia y la alta vida del espíritu es una realidad
fatal cuando aquel régimen significa el desconocimiento de las desigualdades
legítimas y la sustitución de la fe en el heroísmo - en el sentido de Carlyle -
por una concepción mecánica de gobierno. Todo lo que en la civilización es algo
más que un elemento de superioridad material y de prosperidad económica,
constituye un relieve que no tarda en ser allanado cuando la autoridad moral
pertenece al espíritu de la medianía. - En ausencia de la barbarie irruptora
que desata sus hordas sobre los faros luminosos de la civilización, con
heroica, y a veces generadora grandeza, la alta cultura de las sociedades debe
precaverse contra la obra mansa y disolvente de esas otras hordas pacíficas,
acaso acicaladas, las hordas inevitables de la vulgaridad, - cuyo Atila podría
personificarse en Mr. Homais; cuyo heroísmo es la astucia puesta al servicio de
una repugnancia instintiva hacia lo grande; cuyo atributo es el rasero
nivelador. - Siendo la indiferencia inconmovible y la superioridad
cuantitativa, las manifestaciones normales de su fuerza no son por eso
incapaces de llegar a la ira épica y de ceder a los impulsos de la
acometividad. Charles Morice las llama entonces "falanges de Prudhommes
feroces que tienen por lema la palabra Mediocridad y marchan animadas por el
odio de lo extraordinario".
Encumbrados,
esos Prudhommes harán de su voluntad triunfante una partida de caza organizada
contra todo lo que manifieste la aptitud y el atrevimiento del vuelo. Su
fórmula social será una democracia que conduzca a la consagración del pontífice
"Cualquiera", a la coronación del monarca "Uno de tantos".
Odiarán en el mérito una rebeldía. En sus dominios toda noble superioridad se
hallará en las condiciones de la estatua de mármol colocada a la orilla de un
camino fangoso, desde el cual le envía un latigazo de cieno el carro que pasa.
Ellos llamarán al dogmatismo del sentido vulgar, sabiduría; gravedad a la
mezquina aridez de corazón; criterio sano, a la adaptación perfecta a lo
mediocre; y despreocupación viril, al mal gusto. - Su concepción de la justicia
lo llevaría a sustituir, en la historia, la inmortalidad del grande hombre,
bien con la identidad de todos en el olvido común, bien con la memoria
igualitaria de Mitrídates, de quien se cuenta que conservaba en el recuerdo los
nombres de todos sus soldados. Su manera de republicanismo se satisfaría dando
autoridad decisiva al procedimiento probatorio de Fox, que acostumbraba
experimentar sus proyectos en el criterio del diputado que le parecía más
perfecta personificación del country-gentleman, por la limitación de sus
facultades y la rudeza de sus gustos. Con ellos se estará en las fronteras de
la zoocracia de que habló una vez Baudelaire. La Titania de Shakespeare,
poniendo un beso en la cabeza asinina, podría ser el emblema de la Libertad que
otorga su amor a los mediocres. ¡Jamás, por medio de una conquista más fecunda,
podrá llegarse a un resultado más fatal!
Embriagad al
repetidor de las irreverencias de la medianía, que veis pasar por vuestro lado:
tentadle a hacer de héroe; convertid su apacibilidad burocrática en vocación de
redentor, - y tendréis entonces la hostilidad rencorosa e implacable contra
todo lo hermoso, contra todo lo digno, contra todo lo delicado, del espíritu
humano, que repugna, todavía más que el bárbaro derramamiento de la sangre, en
la tiranía jacobina; que, ante su tribunal, convierte en culpas la sabiduría de
Lavoisier, el genio de Chenier, la dignidad de Malesherbes; que, entre los
gritos habituales en la Convención, hace oír las palabras: - ¡Desconfiad de ese
hombre, que ha hecho un libro!; y que refiriendo el ideal de la sencillez
democrática al primitivo estado de naturaleza de Rousseau, podría elegir el
símbolo de la discordia que establece entre la democracia y la cultura, en la
viñeta con que aquel sofista genial hizo acompañar la primera edición de su
famosa diatriba contra las artes y las ciencias en nombre de la moralidad de
las costumbres: ¡un sátiro imprudente que pretendiendo abrazar, ávido de luz,
la antorcha que lleva en su mano Prometeo, oye al titán-filántropo que su fuego
es mortal a quien lo toca!
La ferocidad
igualitaria no ha manifestado sus violencias en el desenvolvimiento democrático
de nuestro siglo, ni se ha opuesto en formas brutales a la serenidad y la
independencia de la cultura intelectual. Pero, a la manera de una bestia feroz
en cuya posteridad domesticada hubiérase cambiado la acometividad en
mansedumbre artera e innoble, el igualitarismo, en la forma mansa de la
tendencia a lo utilitario y lo vulgar, puede ser un objeto real de acusación
contra la democracia del siglo xix. No se ha detenido ante ella ningún espíritu
delicado y sagaz a quien no hayan hecho pensar angustiosamente algunos de sus
resultados, en el aspecto social y en el político. Expulsando con indignada
energía, del espíritu humano, aquella falsa concepción de la igualdad que
sugirió los delirios de la Revolución, el alto pensamiento contemporáneo ha
mantenido, al mismo tiempo, sobre la realidad y sobre la teoría de la
democracia, una inspección severa, que os permite a vosotros, los que
colaboraréis en la obra del futuro, fijar vuestro punto de partida, no
ciertamente para destruir, sino para educar, el espíritu del régimen que
encontráis en pie.
Desde que
nuestro siglo asumió personalidad e independencia en la evolución de las ideas,
mientras el idealismo alemán rectificaba la utopía igualitaria de la filosofía
del siglo xviii y sublimaba, si bien con viciosa tendencia cesarista, el papel
reservado en la historia a la superioridad individual, el positivismo de Comte,
desconociendo a la igualdad democrática otro carácter que el de "un
disolvente transitorio de las desigualdades antiguas" y negando con igual
convicción la eficacia definitiva de la soberanía popular, buscaba en los
principios de las clasificaciones naturales el fundamento de la clasificación
social que habría de sustituir a las jerarquías recientemente destruidas. - La
crítica de la realidad democrática toma formas severas en la generación de
Taine y de Renan. Sabéis que a este delicado y bondadoso ateniense sólo complacía
la igualdad de aquel régimen social siendo, como en Atenas, "una igualdad
de semidioses". En cuanto a Taine, es quien ha escrito los Orígenes de la
Francia contemporánea; y si, por una parte, su concepción de la sociedad como
un organismo, le conduce lógicamente a rechazar toda idea de uniformidad que se
oponga al principio de las dependencias y las subordinaciones orgánicas, por
otra parte su finísimo instinto de selección intelectual le lleva a abominar de
la invasión de las cumbres por la multitud. La gran voz de Carlyle había
predicado ya contra toda niveladora irreverencia, la veneración del heroísmo,
entendiendo por tal el culto de cualquier noble superioridad. Emerson refleja
esa voz en el seno de la más positivista de las democracias. La ciencia nueva
habla de selección como de una necesidad de todo progreso. Dentro del arte, que
es donde el sentido de lo selecto tiene su más natural adaptación, vibran con
honda resonancia las notas que acusan el sentimiento, que podríamos llamar de
extrañeza, del espíritu, en medio de las modernas condiciones de la vida. Para
escucharlas, no es necesario aproximarse al parnasianismo de estirpe delicada y
enferma, a quien un aristocrático desdén de lo presente llevó a la reclusión en
lo pasado. Entre las inspiraciones constantes de Flaubert - de quien se
acostumbra a derivar directamente la más democratizada de las escuelas
literarias, - ninguna más intensa que el odio de la mediocridad envalentonada
por la nivelación y de la tiranía irresponsable del número. - Dentro de esa
contemporánea literatura del norte, en la cual la preocupación por las altas
cuestiones sociales es tan viva, surge a menudo la expresión de la misma idea,
del mismo sentimiento; Ibsen desarrolla la altiva arenga de su Stockmann
alrededor de la afirmación de que "las mayorías compactas son el enemigo
más peligroso de la libertad y la verdad"; y el formidable Nietzsche opone
al ideal de una humanidad mediatizada la apoteosis de las almas que se yerguen
sobre el nivel de la humanidad como una viva marea. - El anhelo vivísimo por
una rectificación del espíritu social que asegure a la vida de la heroicidad y
el pensamiento un ambiente más puro de dignidad y de justicia, vibra hoy por
todas partes, y se diría que constituye uno de los fundamentales acordes que
este ocaso de siglo propone para las armonías que ha de componer el siglo
venidero.
Y sin
embargo, el espíritu de la democracia es, esencialmente, para nuestra
civilización un principio de vida contra el cual sería inútil rebelarse. Los
descontentos sugeridos por las imperfecciones de su forma histórica actual, han
llevado a menudo a la injusticia con lo que aquel régimen tiene de definitivo y
de fecundo. Así, el aristocratismo sabio de Renan formulaba la más explícita
condenación del principio fundamental de la democracia: la igualdad de
derechos; cree a este principio irremisiblemente divorciado de todo posible
dominio de la superioridad intelectual; y llega hasta señalar en él, con una
enérgica imagen, "las antípodas de las vías de Dios,-puesto que Dios no ha
querido que todos viviesen en el mismo grado la vida del espíritu". -Estas
paradojas injustas del maestro, complementadas por su famoso ideal de una
oligarquía omnipotente de hombres sabios, son comparables a la reproducción
exagerada y deformada, en el sueño, de un pensamiento ideal y fecundo ?que nos
ha preocupado en la vigilia. - Desconocer la
obra de la
democracia, en lo esencial, porque aún no terminada, no ha llegado a conciliar
definitivamente su empresa de igualdad con una fuerte garantía social de
selección, equivale a desconocer la obra, paralela y concorde, de la ciencia,
porque interpretada con el criterio estrecho de una escuela, ha podido dañar
alguna vez al espíritu de religiosidad o al espíritu de poesía. - La democracia
y la ciencia son, en efecto, los dos insustituibles soportes sobre los que
nuestra civilización descansa; o, expresándolo con una frase de Bourget, las
dos "obreras" de nuestros de nuestros destinos futuros. "En
ellas somos, vivimos, nos movemos". Siendo, pues, insensato pensar, como
Renan, en obtener una consagración más positiva de todas las superioridades
morales, la realidad de una razonada jerarquía, el dominio eficiente de las
altas dotes de la inteligencia y de la voluntad, por la destrucción de la
igualdad democrática, sólo cabe pensar en la educación de la democracia y su
reforma. Cabe pensar en que progresivamente se encarnen, en los sentimientos
del pueblo y sus costumbres, la idea de las subordinaciones necesarias, la
noción de las superioridades verdaderas, el culto consciente y espontáneo de
todo lo que multiplica a los ojos de la razón, la cifra del valor humano.
La educación
popular adquiere, considerada en relación a tal obra, como siempre que se la
mira con el pensamiento del porvenir, un interés supremo. Es en la escuela, por
cuyas manos procuramos que pase la dura arcilla de las muchedumbres, donde está
la primera y más generosa manifestación de la equidad social, que consagra para
todos la accesibilidad del saber y de los medios más eficaces de superioridad.
Ella debe complementar tan noble cometido, haciendo objetos de una educación
preferente y cuidadosa el sentido del orden, la idea y la voluntad de la
justicia, el sentimiento de las legítimas autoridades morales.
Ninguna
distinción más fácil de confundirse y anularse en el espíritu del pueblo que la
que enseña que la igualdad democrática puede significar una igual posibilidad,
pero nunca una igual realidad, de influencia y de prestigio, entre los miembros
de una sociedad organizada. En todos ellos hay un derecho idéntico para aspirar
a las superioridades morales que deben dar razón y fundamento a las
superioridades efectivas; pero sólo a los que han alcanzado realmente la
posesión de las primeras, debe ser concedido el premio de las últimas. El verdadero,
el digno concepto de la igualdad reposa sobre el pensamiento de que todos los
seres racionales están dotados por naturaleza de facultades capaces de un
desenvolvimiento noble. El deber del Estado consiste en colocar a todos los
miembros de la sociedad en indistintas condiciones de tender a su
perfeccionamiento. El deber del Estado consiste en predisponer los medios
propios para provocar, uniformemente, la revelación de las superioridades
humanas, dondequiera que existan. De tal manera, más allá de esta igualdad
inicial, toda desigualdad estará justificada, porque será la sanción de las
misteriosas elecciones de la Naturaleza o del esfuerzo meritorio de la
voluntad. - Cuando se la concibe de este modo, la igualdad democrática, lejos
de oponerse a la selección de las costumbres y de las ideas, es el más eficaz
instrumento de selección espiritual, es el ambiente providencial de la cultura.
La favorecerá todo lo que favorezca al predominio de la energía inteligente. No
en distinto sentido pudo afirmar Tocqueville que la poesía, la elocuencia, las
gracias del espíritu, los fulgores de la imaginación, la profundidad del
pensamiento, "todos esos dones del alma, repartidos por el cielo al
acaso", fueron colaboradores en la obra de la democracia, y la sirvieron,
aun cuando se encontraron de parte de sus adversarios, porque convergieron
todos a poner de relieve la natural, la no heredada grandeza de que nuestro
espíritu es capaz. - La emulación, que es el más poderoso estímulo de cuantos
pueden sobreexcitar, lo mismo la vivacidad del pensamiento que la de las demás
actividades humanas, necesita, a la vez, de la igualdad en el punto de partida,
para producirse, y de la desigualdad que aventajará a los más aptos y mejores,
como objeto final. Sólo un régimen democrático puede conciliar en su seno esas
dos condiciones de la emulación, cuando no degenera en nivelador igualitarismo
y se limita a considerar como un hermoso ideal de perfectibilidad una futura
equivalencia de los hombres por su ascensión al mismo grado de cultura.
Racionalmente
concebida, la democracia admite siempre un imprescriptible elemento
aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores,
asegurándola sobre el consentimiento libre de los asociados. Ella consagra,
como las aristocracias, la distinción de calidad; pero la resuelve a favor de
las calidades realmente superiores, - las de la virtud, el carácter, el
espíritu, - y sin pretender inmovilizarlas en clases constituidas aparte de las
otras, que mantengan a su favor el privilegio execrable de la casta, renueva
sin cesar su aristocracia dirigente en las fuentes vivas del pueblo y la hace
aceptar por la justicia y el amor. Reconociendo, de tal manera, en la selección
y la predominancia de los mejor dotados una necesidad de todo progreso, excluye
de esa ley universal de la vida, al sancionarla en el orden de la sociedad, el
efecto de humillación y de dolor que es, en las concurrencias de la naturaleza
y en las de las otras organizaciones sociales, el duro lote del vencido. "La
gran ley de la selección natural", ha dicho luminosamente Fouillée,
"continuará realizándose en el seno de las sociedades humanas, sólo que
ella se realizará de más en más por vía de libertad". - El carácter odioso
de las aristocracias tradicionales se originaba de que ellas eran injustas, por
su fundamento, y opresoras, por cuanto su autoridad era una imposición. Hoy
sabemos que no existe otro límite legítimo para la igualdad humana que el que
consiste en el dominio de la inteligencia y la virtud, consentido por la
libertad de todos. Pero sabemos también que es necesario que este límite exista
en realidad. - Por otra parte, nuestra concepción cristiana de la vida nos
enseña que las superioridades morales, que son un motivo de derechos, son
principalmente un motivo de deberes, y que todo espíritu superior se debe a los
demás en igual proporción que los excede en capacidad de realizar el bien. El
anti-igualitarismo de Nietzsche, - que tan profundo surco señala en la que
podríamos llamar nuestra moderna literatura de ideas, - ha llevado a su
poderosa reivindicación de los derechos que él considera implícitos en las
superioridades humanas, un abominable, un reaccionario espíritu; puesto que,
negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del superhombre a quien
endiosa, un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles; legitima
en los privilegios de la voluntad y de la fuerza el ministerio del verdugo; y
con lógica resolución llega, en último término, a afirmar que "la sociedad
no existe para sí sino para sus elegidos". - No es, ciertamente, esta
concepción monstruosa la que puede oponerse, como lábaro, al falso
igualitarismo que aspira a la nivelación de todos por la común vulgaridad. ¡Por
fortuna, mientras exista en el mundo la posibilidad de disponer dos trozos de
madera en forma de cruz, - es decir: siempre, - la humanidad seguirá creyendo
que es el amor el fundamento de todo orden estable y que la superioridad
jerárquica en el orden no debe ser sino una superior capacidad de amar!
Fuente de inagotables
aspiraciones morales, la ciencia nueva nos sugiere, al esclarecer las leyes de
la vida, cómo el principio democrático puede conciliarse, en la organización de
las colectividades humanas, con una aristarquia de la moralidad y la cultura. -
Por otra parte, - como lo ha hecho notar, una vez más, en un simpático libro,
Henri Bérenger, - las afirmaciones de la ciencia contribuyen a sancionar y
fortalecer en la sociedad el espíritu de la democracia, revelando cuánto es el
valor natural del esfuerzo colectivo; cuál la grandeza de la obra de los
pequeños; cuán inmensa la parte de acción reservada al colaborador anónimo y
oscuro en cualquiera manifestación del desenvolvimiento universal. Realza, no
menos que la revelación cristiana, la dignidad de los humildes, esta nueva
revelación, que atribuye, en la naturaleza, a la obra de los infinitamente
pequeños, a la labor del nummulite y el briozoo en el fondo oscuro del abismo,
la construcción de los cimientos geológicos; que hace surgir de la vibración de
la célula informe y primitiva, todo el impulso ascendente de las formas
orgánicas; que manifiesta el poderoso papel que en nuestra vida psíquica es
necesario atribuir a los fenómenos más inaparentes y más vagos, aun a las
fugaces percepciones de que no tenemos conciencia; y que, llegando a la
sociología y a la historia, restituye al heroísmo, a menudo abnegado, de las
muchedumbres, la parte que le negaba el silencio en la gloria del héroe
individual, y hace patente la lenta acumulación de las investigaciones que, al
través de los siglos, en la sombra, en el taller o el laboratorio de obreros
olvidados, preparan los hallazgos del genio.
Pero a la
vez que manifiesta así la inmortal eficacia del esfuerzo colectivo, y dignifica
la participación de los colaboradores ignorados en la obra universal, la
ciencia muestra cómo en la inmensa sociedad de las cosas y los seres, es una
necesaria condición de todo progreso el orden jerárquico; son un principio de
la vida las relaciones de dependencia y de subordinación entre los componentes
individuales de aquella sociedad y entre los elementos de la organización del
individuo; y es, por último, una necesidad inherente a la ley universal de
imitación, si se la relaciona con el perfeccionamiento de las sociedades
humanas, la presencia, en ellas, de modelos vivos e influentes que las realcen
por la progresiva generalización de su superioridad.
Para mostrar
ahora cómo ambas enseñanzas universales de la ciencia pueden traducirse en
hechos, conciliándose, en la organización y en el espíritu de la sociedad,
basta insistir en la concepción de una democracia noble, justa; de una
democracia dirigida por la noción y el sentimiento de las verdaderas
superioridades humanas; de una democracia en la cual la supremacía de la
inteligencia y la virtud, - únicos límites para la equivalencia meritoria de
los hombres, - reciba su autoridad y su prestigio de la libertad y descienda
sobre las multitudes en la efusión bienhechora del amor.
Al mismo
tiempo que conciliará aquellos dos grandes resultados de la observación del
orden natural, se realizará, dentro de una sociedad semejante - según la
observa, en el mismo libro de que os hablaba, Bérenger, - la armonía de los dos
impulsos históricos que han comunicado a nuestra civilización sus caracteres
esenciales, los principios reguladores de su vida. - Del espíritu del
cristianismo nace, efectivamente, el sentimiento de igualdad, viciado por
cierto ascético menosprecio de la selección espiritual y la cultura. De la
herencia de las civilizaciones clásicas, nacen el sentido del orden, de la
jerarquía y el respeto religioso del genio, viciados por cierto aristocrático
desdén de los humildes y los débiles. El porvenir sintetizará ambas sugestiones
del pasado, en una fórmula inmortal. La democracia, entonces, habrá triunfado
definitivamente. ¡Y ella, que, cuando amenaza con lo innoble del rasero
nivelador, justifica las protestas airadas y las amargas melancolías de los que
creyeron sacrificados por su triunfo toda distinción intelectual todo ensueño
de arte, toda delicadeza de la vida, tendrá, aun más que las viejas
aristocracias, inviolables seguros para el cultivo de las flores del alma que
se marchitan y perecen en el ambiente de la vulgaridad y entre las impiedades
del tumulto!
VI
La
concepción utilitaria, como idea del destino humano, y la igualdad en lo
mediocre, como norma de la proporción social, componen, íntimamente
relacionadas, la fórmula de lo que ha solido llamarse, en Europa, el espíritu
de americanismo .- Es imposible meditar sobre ambas inspiraciones de la
conducta y la sociabilidad, y compararlas con las que le son opuestas sin que
la asociación traiga, con insistencia, a la mente, la imagen de esa democracia
formidable y fecunda, que, allá en el norte, ostenta las manifestaciones de su
prosperidad y su poder como una deslumbradora prueba que abona en favor de la
eficacia de sus instituciones y de la dirección de sus ideas. - Si ha podido
decirse del utilitarismo que es el verbo del espíritu inglés, los Estados
Unidos pueden ser considerados la encarnación del verbo utilitario. Y el
Evangelio de este verbo se difunde por todas partes a favor de los milagros
materiales del triunfo. Hispano-América ya no es enteramente calificable, con
relación a él, de tierra de gentiles. La poderosa federación va realizando
entre nosotros una suerte de conquista moral. La admiración por su grandeza y
por su fuerza es un sentimiento que avanza a grandes pasos en el espíritu de
nuestros hombres dirigentes y, aún más quizá en el de las muchedumbres,
fascinables por la impresión de la victoria. - Y, de admirarla, se pasa, por
una transición facilísima, a imitarla. La admiración y la creencia son ya modos
pasivos de imitación para el psicólogo. La tendencia imitativa de nuestra
naturaleza moral - decía Bagehot - tiene su asiento en aquella parte del alma
en que reside la credibilidad". - El sentido y la experiencia vulgares
serían suficientes para establecer por sí solos esa sencilla relación. Se imita
a aquel en cuya superioridad o cuyo prestigio se cree. - Es así como la visión
de una América deslatinizada por propia voluntad, sin la extorsión de la
conquista, y regenerada luego a imagen y semejanza del arquetipo del Norte,
flota ya sobre los sueños de muchos sinceros interesados por nuestro porvenir,
inspire la fruición con que ellos formulan a cada paso los más sugestivos
paralelos, y se manifiesta por constantes propósitos de innovación y de
reforma. Tenemos nuestra nordomanía. Es necesario oponerle los límites que la
razón y el sentimiento señalan de consuno.
No doy yo a
tales límites el sentido de una absoluta negación. - Comprendo bien que se
adquieran inspiraciones, luces, enseñanzas, en el ejemplo de los fuertes; y no
desconozco que una inteligente atención fijada en lo exterior para reflejar de
todas partes la imagen de lo beneficioso y de lo útil es singularmente fecunda
cuando se trata de pueblos que aún forman y modelan su entidad nacional. -
Comprendo bien que se aspire a rectificar, por la educación perseverante,
aquellos trazos del carácter de una sociedad humana que necesiten concordar con
nuevas exigencias de la civilización y nuevas oportunidades de la vida,
equilibrando así, por medio de una influencia innovadora, las fuerzas de la
herencia y la costumbre. - Pero no veo la gloria, ni en el propósito de desnaturalizar
el carácter de los pueblos, - su genio personal, - para imponerles la
identificación con un modelo extraño al que ellos sacrifiquen la originalidad
irreemplazable de su espíritu; ni en la creencia ingenua de que eso pueda
obtenerse alguna vez por procedimientos artificiales e improvisados de
imitación. - Ese irreflexivo traslado de lo que es natural y espontáneo en una
sociedad al seno de otra, donde no tenga raíces ni en la naturaleza ni en la
historia, equivalía para Michelet a la tentativa de incorporar, por simple
agregación, una cosa muerta a un organismo vivo. En sociabilidad, como en
literatura, como en arte, la imitación inconsulta no hará nunca sino deformar
las líneas del modelo. El engaño de los que piensan haber reproducido en lo
esencial el carácter de una colectividad humana, las fuerzas vivas de su
espíritu, y, con ellos, el secreto de sus triunfos y su prosperidad,
reproduciendo exactamente el mecanismo de sus instituciones y las formas
exteriores de sus costumbres, hace pensar en la ilusión de los principiantes
candorosos que se imaginan haberse apoderado del genio del maestro cuando han
copiado las formas de su estilo o sus procedimientos de composición.
En ese
esfuerzo vano hay, además, no sé qué cosa de innoble. Género snobismo político
podría llamarse al famoso remedo de cuanto hacen los preponderantes y los
fuertes, los vencedores y los afortunados; género de abdicación servil, como en
la que en algunos de los snobs encadenados para siempre a la tortura de la
sátira por el libro de Thackeray, hace consumirse tristemente las energías de
los ánimos no ayudados por la naturaleza o la fortuna, en la imitación
impotente de los caprichos y las volubilidades de los encumbrados de la
sociedad. - El cuidado de la independencia interior - la de la personalidad, la
del criterio - es una principalísima forma del respeto propio. Suele, en los
tratados de ética, comentarse un precepto moral de Cicerón, según el cual forma
parte de los deberes humanos el que cada uno de nosotros cuide y mantenga celosamente
la originalidad de su carácter personal, lo que haya en él que lo diferencie y
determine, respetando, en todo cuanto no sea inadecuado para el bien, el
impulso primario de la Naturaleza, que ha fundado en la varia distribución de
sus dones el orden y el concierto del mundo. - Y aun me parecería mayor el
imperio del precepto si se le aplicase, colectivamente, al carácter de las
sociedades humanas. - Acaso oiréis decir que no hay un sello propio y definido,
por cuya permanencia, por cuya integridad deba pugnarse, en la organización
actual de nuestros pueblos. Falta tal vez, en nuestro carácter colectivo, el
contorno seguro de la "personalidad". Pero en ausencia de esa índole
perfectamente diferenciada y autonómica, tenemos - los americanos latinos - una
herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado
que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a nuestro honor su
continuación en lo futuro. El cosmopolitismo, que hemos de acatar como una
irresistible necesidad de nuestra formación, no excluye, ni ese sentimiento de
fidelidad a lo pasado, ni la fuerza directriz y plasmante con que debe el genio
de la raza imponerse en la refundición de los elementos que constituirán al
americano definitivo del futuro.
Se ha observado
más de una vez que las grandes evoluciones de la historia, las grandes épocas,
los períodos más luminosos y fecundos en el desenvolvimiento de la humanidad,
son casi siempre la resultante de dos fuerzas distintas y co-actuales, que
mantienen, por los concertados impulsos de su oposición, el interés y el
estímulo de la vida, los cuales desaparecerían, agotados, en la quietud de una
unidad absoluta. - Así, sobre los dos polos de Atenas y Lacedemonia se apoya el
eje alrededor del cual gira el carácter de la más genial y civilizadora de las
razas. -América necesita mantener en el presente la dualidad original de su
constitución, que convierte en realidad de su historia el mito clásico de las
dos águilas soltadas simultáneamente de uno y otro polo del mundo, para que
llegasen a un tiempo al límite de sus dominios. Esta diferencia genial y
emuladora no excluye, sino que tolera y aun favorece en muchísimos aspectos, la
concordia de la solidaridad. Y si una concordia superior pudiera vislumbrarse
desde nuestros días, como la fórmula de un porvenir lejano, ella no sería
debida a la imitación unilateral - que diría Tarde - de una raza por otra, sino
a la reciprocidad de sus influencias y al atinado concierto de los atributos en
que se funda la gloria de las dos.
Por otra
parte, en el estudio desapasionado de esa civilización que algunos nos ofrecen
como único y absoluto modelo, hay razones no menos poderosas que las que se
fundan en la indignidad y la inconveniencia de una renuncia a todo propósito de
originalidad, para templar los entusiasmos de los que nos exigen su
consagración idolátrica. - Y llego, ahora, a la relación que directamente
tiene, con el sentido general de esta plática mía, el comentario de semejante
espíritu de imitación.
Todo juicio
severo que se formule de los americanos del norte debe empezar por rendirles,
como se haría con altos adversarios, la formalidad caballeresca de un saludo. -
Siento fácil mi espíritu para cumplirla. - Desconocer sus defectos no me
parecería tan insensato como negar sus cualidades. Nacidos - para emplear la
paradoja osada por Baudelaire a otro respecto - con la experiencia innata de la
libertad, ellos se han mantenido fieles a la ley de su origen, y han
desenvuelto, con la precisión y la seguridad de una progresión matemática, los
principios fundamentales de su organización debido a su historia una
consecuente unidad que, si bien ha excluido las adquisiciones de aptitudes y
méritos distintos, tiene la belleza intelectual de la lógica. - La huella de
sus pasos no se borrará jamás en los anales del derecho humano; porque ellos
han sido los primeros en hacer surgir nuestro moderno concepto de la libertad,
de las inseguridades del ensayo y de las imaginaciones de la utopía, para
convertirla en bronce imperecedero y realidad viviente; porque han demostrado
con su ejemplo la posibilidad de extender a un inmenso organismo nacional la
inconmovible autoridad de una república; porque, con su organización
federativa, han revelado - según la feliz expresión de Tocqueville - la manera
como se pueden conciliar con el brillo y el poder de los estados grandes la
felicidad y la paz de los pequeños. - Suyos son algunos de los rasgos más
audaces con que ha de destacarse en la perspectiva del tiempo la obra de este
siglo. Suya es la gloria de haber revelado plenamente - acentuando la más firme
nota de belleza moral de nuestra civilización - la grandeza y el poder del
trabajo; esa fuerza bendita que la antigüedad abandonada a la abyección de la
esclavitud, y que hoy identificamos con la más alta expresión de la dignidad
humana, fundada en la conciencia y la actividad del propio mérito. Fuertes,
tenaces, teniendo la inacción por oprobio, ellos han puesto en manos del
mechanic de sus talleres y el farmer de sus campos, la clava hercúlea del mito,
y han dado al genio humano una nueva e inesperada belleza ciñéndole el mandil
de cuero del forjador. Cada uno de ellos avanza a conquistar la vida como el
desierto los primitivos puritanos. Perseverantes devotos de ese culto de la
energía individual que hace de cada hombre el artífice de su destino, ellos han
modelado su sociabilidad en un conjunto imaginario de ejemplares de Robinson,
que después de haber fortificado rudamente su personalidad en la práctica de la
ayuda propia, entraran a componer los filamentos de una urdimbre firmísima. -
Sin sacrificarle esa soberana concepción del individuo, han sabido hacer al
mismo tiempo, del espíritu de asociación, el más admirable instrumento de su
grandeza y de su imperio; y han obtenido de la suma de las fuerzas humanas,
subordinada a los propósitos de la investigación, de la filantropía, de la
industria, resultados tanto más maravillosos, por lo mismo que se consiguen con
la más absoluta integridad de la autonomía personal. - Hay en ellos un instinto
de curiosidad despierta e insaciable, una impaciente avidez de toda luz; y
profesando el amor por la instrucción del pueblo con la obsesión de una
monomanía gloriosa y fecunda, han hecho de la escuela el quicio más seguro de
su prosperidad y del alma del niño la más cuidada entre las cosas leves y
preciosas. - Su cultura, que está lejos de ser refinada ni espiritual, tiene
una eficacia admirable siempre que se dirige prácticamente a realizar una
finalidad inmediata. No han incorporado a las adquisiciones de la ciencia una
sola ley general, un solo principio; pero la han hecho maga por las maravillas
de sus aplicaciones, la han agitado en los dominios de la utilidad, y han dado
al mundo, en la caldera de vapor y en el dínamo eléctrico, billones de esclavos
invisibles que centuplican, para servir al Aladino humano, el poder de la
lámpara maravillosa. - El crecimiento de su grandeza y de su fuerza será objeto
de perdurables asombros para el porvenir. Han inventado, con su prodigiosa
aptitud de improvisación, un acicate para el tiempo; y al conjuro de su
voluntad poderosa, surge en un día, del seno de la absoluta soledad, la suma de
cultura acumulable por la obra de los siglos. - La libertad puritana, que les
envía su luz desde el pasado, unió a esta luz el calor de una piedad que aún
dura. Junto a la fábrica y la escuela, sus fuertes manos han alzado también los
templos donde evaporan sus plegarias muchos millones de conciencias libres.
Ellos han sabido salvar, en el naufragio de todas las idealidades, la idealidad
más alta, guardando viva la tradición de un sentimiento religioso que, si no
levanta su vuelo en alas de un espiritualismo delicado y profundo, sostiene, en
parte, entre las asperezas del tumulto utilitario, la rienda firme del sentido
moral. - Han sabido, también, guardar, en medio a los refinamientos de la vida
civilizada, el sello de cierta primitividad robusta. Tienen el culto pagano de
la salud, de la destreza, de la fuerza; templan y afinan en el músculo el
instrumento precioso de la voluntad; y, obligados por su aspiración insaciable
de dominio a cultivar la energía de todas las actividades humanas, modelan el
torso del atleta para el corazón del hombre libre. - Y del concierto de su
civilización, del acordado movimiento de su cultura, surge una dominante nota de
optimismo, de confianza, de fe, que dilata los corazones impulsándolos al
porvenir bajo la sugestión de una esperanza terca y arrogante; la nota del
Excelsior y el Salmo de la vida con que sus poetas han señalado el infalible
bálsamo contra toda amargura en la filosofía del esfuerzo y de la acción.
Su grandeza
titánica se impone así, aun a los más prevenidos por las enormes
desproporciones de su carácter o por las violencias recientes de su historia. Y
por mi parte, ya veis que, aunque no les amo, les admiro. Les admiro, en primer
término, por su formidable capacidad de querer, y me inclino ante la
"escuela de voluntad y de trabajo" que - como de sus progenitores
nacionales dijo Philarète-Chasles - ellos han instituido.
En el
principio la acción era. Con estas célebres palabras del Fausto podría empezar
un futuro historiador de la poderosa república, el Génesis, aún no concluido,
de su existencia nacional. Su genio podría definirse, como el universo de los
dinamistas, la fuerza en movimiento. Tiene, ante todo y sobre todo, la
capacidad, el entusiasmo, la vocación dichosa de la acción. La voluntad es el
cincel que ha esculpido a ese pueblo en dura piedra. Sus relieves
característicos son dos manifestaciones del poder de la voluntad: la
originalidad y la audacia. Su historia es, toda ella, el arrebato de una
actividad viril. Su personaje representativo se llama Yo quiero, como el
"superhombre" de Nietzsche. - Si algo le salva colectivamente de la
vulgaridad, es ese extraordinario alarde de energía que lleva a todas partes y
con el que imprime cierto carácter de épica grandeza aun a las luchas del
interés y de la vida material. Así de los especuladores de Chicago y de
Minneapolis, ha dicho Paul Bourget que son a la manera de combatientes heroicos
en los cuales la aptitud para el ataque y la defensa es comparable a la de un
grognard del gran Emperador. Y esta energía suprema con la que el genio
norteamericano parece obtener - hipnotizador audaz - el adormecimiento y la
sugestión de los hados, suele encontrarse aun en las particularidades que se
nos presentan como excepcionales y divergentes, de aquella civilización. Nadie
negará que Edgar Poe es una individualidad anómala y rebelde dentro de su
pueblo. Su alma escogida representa una partícula inasimilable del alma nacional,
que no en vano se agitó entre las otras con la sensación de una soledad
infinita. Y sin embargo, la nota fundamental - que Baudelaire ha señalado
profundamente - en el carácter de los héroes de Poe, es, todavía, el temple
sobrehumano, la indómita resistencia de la voluntad. Cuando ideó a Ligeia, la
más misteriosa y adorable de sus criaturas, Poe simbolizó en la luz
inextinguible de sus ojos, el himno de triunfo de la Voluntad sobre la Muerte.
Adquirido,
con el sincero reconocimiento de cuanto hay de luminoso y grande en el genio de
la poderosa nación, el derecho de completar respecto a él la fórmula de la
justicia, una cuestión llena de interés pide expresarse. - ¿Realiza aquella
sociedad, o tiende a realizar, por lo menos, la idea de la conducta racional
que cumple a las legítimas exigencias del espíritu, a la dignidad intelectual y
moral de nuestra civilización? - ¿Es en ella donde hemos de señalar la más
aproximada imagen de nuestra "ciudad perfecta"? - Esa febricitante
inquietud que parece centuplicar en su seno el movimiento y la intensidad de la
vida, ¿tiene un objeto capaz de merecerla y un estímulo bastante para
justificarla?
Herbert
Spencer, formulando con noble sinceridad su saludo a la democracia de América
en un banquete de Nueva York, señalaba el rasgo fundamental de la vida de los
norteamericanos, en esa misma desbordada inquietud que se manifiesta por la
pasión infinita del trabajo y la porfía de la expansión material en todas sus
formas. Y observaba después que, en tan exclusivo predominio de la actividad
subordinada a los propósitos inmediatos de la utilidad, se revelaba una
concepción de la existencia, tolerable sin duda como carácter provisional de
una civilización, como tarea preliminar de una cultura, pero que urgía ya
rectificar, puesto que tendía a convertir el trabajo utilitario en fin y objeto
supremo de la vida, cuando él en ningún caso puede significar racionalmente
sino la acumulación de los elementos propios para hacer posible el total y
armonioso desenvolvimiento de nuestro ser. - Spencer agregaba que era necesario
predicar a los norteamericanos el Evangelio del descanso o el recreo; e
identificando nosotros la más noble significación de estas palabras con la del
ocio tal cual lo dignificaban los antiguos moralistas, clasificaremos dentro
del Evangelio en que debe iniciarse a aquellos trabajadores sin reposo, toda
preocupación ideal, todo desinteresado empleo de las horas, todo objeto de
meditación levantado sobre la finalidad inmediata de la utilidad.
La vida
norteamericana describe efectivamente ese círculo vicioso que Pascal señalaba
en la anhelante persecución del bienestar, cuando él no tiene su fin fuera de
sí mismo. Su prosperidad es tan grande como su imposibilidad de satisfacer a
una mediana concepción del destino humano. Obra titánica, por la enorme tensión
de voluntad que representa y por sus triunfos inauditos en todas las esferas
del engrandecimiento material, es indudable que aquella civilización produce en
su conjunto una singular impresión de insuficiencia y de vacío. Y es que si,
con el derecho que da la historia de treinta siglos de evolución presididos por
la dignidad del espíritu clásico y del espíritu cristiano, se pregunta cuál es
en ella el principio dirigente, cuál su substratum ideal, cuál el propósito ulterior
a la inmediata preocupación de los intereses positivos que estremecen aquella
masa formidable, sólo se encontrará, como fórmula del ideal definitivo, la
misma absoluta preocupación del triunfo material. - Huérfano de tradiciones muy
hondas que le orienten, ese pueblo no ha sabido sustituir la idealidad
inspiradora del pasado con una alta y desinteresada concepción del porvenir.
Vive para la realidad inmediata, del presente, y por ello subordina toda su
actividad al egoísmo del bienestar personal y colectivo. - De la suma de los
elementos de su riqueza y su poder, podría decirse lo que el autor de Mensonges
de la inteligencia del marqués de Norbert que figura en uno de sus libros: es
un monte de leña al cual no se ha hallado modo de dar fuego. Falta la chispa
eficaz que haga levantarse la llama de un ideal vivificante e inquieto sobre el
copioso combustible. - Ni siquiera el egoísmo nacional, a falta de más altos
impulsos; ni siquiera el exclusivismo y el orgullo de raza, que son los que
transfiguran y engrandecen, en la antigüedad, la prosaica dureza de la vida de
Roma, pueden tener vislumbres de idealidad y de hermosura en un pueblo donde la
confusión cosmopolita y el atomismo de una mal entendida democracia impiden la
formación de una verdadera conciencia nacional.
Diríase que
el positivismo genial de la Metrópoli ha sufrido, al trasmitirse a sus
emancipados hijos de América, una destilación que le priva de todos los
elementos de idealidad que le templaban, reduciéndole, en realidad, a la
crudeza que, en las exageraciones de la pasión o de la sátira, ha podido
atribuirse al positivismo de Inglaterra. - El espíritu inglés, bajo la áspera
corteza de utilitarismo, bajo la indiferencia mercantil, bajo la severidad
puritana, esconde, a no dudarlo, una virtualidad poética escogida, y un
profundo venero de sensibilidad, el cual revela, en sentir de Taine, que el
fondo primitivo, el fondo germánico de aquella raza, modificada luego por la
presión de la conquista y por el hábito de la actividad comercial, fue una extraordinaria
exaltación del sentimiento. El espíritu americano no ha recibido en herencia
ese instinto poético ancestral, que brota, como surgente límpida, del seno de
la roca británica, cuando es el Moisés de un arte delicado quien la toca. El
pueblo inglés tiene, en la institución de su aristocracia, - por anacrónica e
injusta que ella sea bajo el aspecto del derecho político,-un alto e
inexpugnable baluarte que oponer al mercantilismo ambiente y a la prosa
invasora; tan alto e inexpugnable baluarte que es el mismo Taine quien asegura
que desde los tiempos de las ciudades griegas, no presentaba la historia
ejemplo de una condición de vida más propia para formar y enaltecer el
sentimiento de la nobleza humana. En el ambiente de la democracia de América, el
espíritu de vulgaridad no halla ante si relieves inaccesibles para su fuerza de
ascensión, y se extiende y propaga como sobre la llaneza de una pampa infinita.
Sensibilidad,
inteligencia, costumbres, - todo está caracterizado, en el enorme pueblo, por
una radical ineptitud de selección, que mantiene, junto al orden mecánico de su
actividad material y de su vida política, un profundo desorden en todo lo que
pertenece al dominio de las facultades ideales. Fáciles son de seguir las
manifestaciones de esa ineptitud, partiendo de las más exteriores y aparentes,
para llegar después a otras más esenciales y más íntimas. - Pródigo de sus
riquezas - porque en su codicia no entra, según acertadamente se ha dicho,
ninguna parte de Harpagon, - el norteamericano ha logrado adquirir con ellas,
plenamente, la satisfacción y la vanidad de la magnificencia suntuaria; pero no
ha logrado adquirir la nota escogida del buen gusto. El arte verdadero sólo ha
podido existir, en tal ambiente, a título de rebelión individual. Emerson, Poe,
son allí como los ejemplares de una fauna expulsada de su verdadero medio por
el rigor de una catástrofe geológica. Habla Bourget, en Outre-Mer, del acento
concentrado y solemne con que la palabra arte vibra en los labios de los
norteamericanos que ha halagado el favor de la fortuna; de esos recios y
acrisolados héroes del self-help que aspiran a coronar, con la asimilación de
todos los refinamientos humanos, la obra de su encumbramiento reñido. Pero
nunca les ha sido dada concebir esa divina actividad que nombran con énfasis,
sino como un nuevo motivo de satisfacerse su inquietud invasora y como un
trofeo de su vanidad. La ignoran, en lo que ella tiene de desinteresado y de
escogido; la ignoran, a despecho de la munificencia con que la fortuna individual
suele emplearse en estimular la formación de un delicado sentido de belleza; a
despecho de la esplendidez de los museos y las exposiciones con que se ufanan
sus ciudades; a despecho de las montañas de mármol y de bronce que han
esculpido para las estatuas de sus plazas públicas. Y si con su nombre hubiera
de caracterizarse alguna vez un gusto de arte, él no podía ser otro que el que
envuelve la negación del arte mismo: la brutalidad del efecto rebuscado, el
desconocimiento de todo tono suave y de toda manera exquisita, el culto de una
falsa grandeza, el sensacionismo que excluye la noble serenidad inconciliable
con el apresuramiento de una vida febril.
La idealidad
de lo hermoso no apasiona al descendiente de los austeros puritanos. Tampoco le
apasiona la idealidad de lo verdadero. Menosprecia todo ejercicio del
pensamiento que prescinda de una inmediata finalidad, por vano e infecundo. No
le lleva a la ciencia un desinteresado anhelo de verdad, ni se ha manifestado
ningún caso capaz de amarla por sí misma. La investigación no es para él sino
el antecedente de la aplicación utilitaria. - Sus gloriosos empeños por
difundir los beneficios de la educación popular, están inspirados por el noble
propósito de comunicar los elementos fundamentales del saber al mayor número;
pero no nos revelan que, al mismo tiempo que de ese acrecentamiento extensiva
de la educación, se preocupe de seleccionarla y elevarla, para auxiliar el
esfuerzo de las superioridades que ambicionen erguirse sobre la general
mediocridad. Así, el resultado de su porfiada guerra a la ignorancia ha sido la
semi-cultura universal y una profunda languidez de la alta cultura. - En igual
proporción que la ignorancia radical, disminuyen en el ambiente de esa
gigantesca democracia, la superior sabiduría y el genio. He ahí por qué la
historia de su actividad pensadora es una progresión decreciente de brillo y de
originalidad. Mientras en el período de la independencia y organización surgen
para representar, lo mismo el pensamiento que la voluntad de aquel pueblo,
muchos hombres ilustres, medio siglo más tarde Tocqueville puede observar,
respecto a ellos, que los dioses se van. Cuando escribió Tocqueville su obra
maestra, aún irradiaba, sin embargo, desde Boston, la ciudadela puritana, la
ciudad de las doctas tradiciones, una gloriosa pléyade que tiene en la historia
intelectual de este siglo la magnitud de la universalidad. - ¿Quiénes han
recogido después la herencia de Channing, de Emerson, de Poe? - La nivelación
mesocrática, apresurando su obra desoladora, tiende a desvanecer el poco
carácter que quedaba a aquella precaria intelectualidad. Las alas de sus libros
ha tiempo que no llegan a la altura en que sería universalmente posible
divisarlos. Y hoy, la más genuina representación del gusto norteamericano, en
punto a letras, está en los lienzos grises de un diarismo que no hace pensar en
el que un día suministró los materiales de El Federalista!
Con relación
a los sentimientos morales, el impulso mecánico del utilitarismo ha encontrado
el resorte moderador de una fuerte tradición religiosa. Pero no por eso debe
creerse que ha cedido la dirección de la conducta a un verdadero principio de
desinterés. - La religiosidad de los americanos, como derivación extremada de
la inglesa, no es más que una fuerza auxiliatoria de la legislación penal, que
evacuaría su puesto el día que fuera posible dar a la moral utilitaria la
autoridad religiosa que ambicionaba darle Stuart Mill. - La más elevada cúspide
de su moral es la moral de Franklin: - Una filosofía de la conducta, que halla
su término en lo mediocre de la honestidad, en la utilidad de la prudencia; de
cuyo seno no surgirán jamás ni la santidad, ni el heroísmo; y que, sólo apta
para prestar a la conciencia, en los caminos normales de la vida, el apoyo del
bastón de manzano con que marchaba habitualmente su propagador, no es más que
un leño frágil cuando se trata de subir las alturas pendientes. - Tal es la
suprema cumbre; pero es en los valles donde hay que buscar la realidad. Aun
cuando el criterio moral no hubiera de descender más abajo del utilitarismo
probo y mesurado de Franklin, el término forzoso - que ya señaló la sagaz
observación de Tocqueville - de una sociedad educada en semejante limitación
del deber, sería, no por cierto una de esas decadencias soberbias y magnificas
que dan la medida de la satánica hermosura del mal en la disolución de los
imperios; pero sí una suerte de materialismo pálido y mediocre y, en último
resultado, el sueño de una enervación sin brillo, por la silenciosa
descomposición de todos los resortes de la vida moral. - Allí donde el precepto
tiende a poner las altas manifestaciones de la abnegación y la virtud fuera del
dominio de lo obligatorio, la realidad hará retroceder indefinidamente el
límite de la obligación. - Pero la escuela de la prosperidad material, que será
siempre ruda prueba para la austeridad de las repúblicas, ha llevado más lejos
la llaneza de la concepción de la conducta racional que hoy gana los espíritus.
Al código de Franklin han sucedido otros de más francas tendencias como
expresión de la sabiduría nacional. Y no hace aún cinco años el voto público
consagraba en todas las ciudades norteamericanas, con las más inequívocas
manifestaciones de la popularidad y de la crítica, la nueva ley moral en que,
desde la puritana Boston, anunciaba solemnemente el autor de cierto docto libro
que se intitulaba Pushing to the fronts que el éxito debía ser considerado la
finalidad suprema de la vida. La revelación tuvo eco aun en el seno de las
comuniones cristianas, y se citó una vez, a propósito del libro afortunado, ¡la
Imitación de Kempis, como término de comparación!
La vida
pública no se sustrae, por cierto, a las consecuencias del crecimiento del
mismo germen de desorganización que lleva aquella sociedad en sus entrañas.
Cualquier mediano observador de sus costumbres políticas os hablará de cómo la
obsesión del interés utilitario tiende progresivamente a enervar y empequeñecer
en los corazones el sentimiento del derecho. El valor cívico, la virtud vieja
de los Hamilton, es una hoja de acero que se oxida, cada día más, olvidada,
entre las telarañas de las tradiciones. La venalidad, que empieza desde el voto
público, se propaga a todos los resortes institucionales. El gobierno de la
mediocridad vuelve vana la emulación que realza los caracteres y las
inteligencias y que los entona con la perspectiva de la efectividad de su
dominio. La democracia, a la que no han sabido dar el regulador de una alta y
educadora noción de las superioridades humanas, tendió siempre entre ellos a
esa brutalidad abominable del número que menoscaba los mejores beneficios
morales de la libertad y anula en la opinión el respeto de la dignidad ajena.
Hoy, además, una formidable fuerza se levanta a contrastar de la peor manera
posible el absolutismo del número. La influencia política de una plutocracia
representada por los todopoderosos aliados de los trusts,monopolizadores de la
producción y dueños de la vida económica, es, sin duda, uno de los rasgos más
merecedores de interés en la actual fisonomía del gran pueblo. La formación de
esta plutocracia ha hecho que se recuerde, con muy probable oportunidad, el
advenimiento de la clase enriquecida y soberbia que, en los últimos tiempos de
la república romana, es uno de los antecedentes visibles de la ruina de la libertad
y de la tiranía de los Césares. Y el exclusivo cuidado del engrandecimiento
material - numen de aquella civilización - impone así la lógica de sus
resultados en la vida política, como en todos los órdenes de la actividad,
dando el rango primero al struggle-for-lifer osado y astuto, convertido en la
brutal eficacia de su esfuerzo en la suprema personificación de la energía
nacional, - en el postulante a su representación emersoniana, - en el personaje
reinante de Taine!
Al impulso
que precipita aceleradamente la vida del espíritu en el sentido de la
desorientación ideal y el egoísmo utilitario, corresponde, físicamente, ese
otro impulso, que en la expansión del asombroso crecimiento de aquel pueblo,
lleva sus similitudes y sus iniciativas en dirección a la inmensa zona
occidental que, en tiempos de la independencia, era el misterio, velado por las
selvas del Mississippi. En efecto: es en ese improvisado oeste, que crece
formidable frente a los viejos estados del Atlántico, y reclama para un cercano
porvenir la hegemonía, donde está la más fiel representación de la vida
norteamericana en el actual instante de su evolución. Es allí donde los
definitivos resultados, los lógicos y naturales frutos, del espíritu que ha
guiado a la poderosa democracia desde sus orígenes, se muestran de relieve a la
mirada del observador y le proporcionan un punto de partida para imaginarse la
faz del inmediato futuro del gran pueblo. Al virginiano y al yankee ha
sucedido, como tipo representativo, ese dominador de las ayer desiertas
Praderas, refiriéndose al cual decía Michel Chevalier, hace medio siglo, que
"los últimos serían un día los primeros". El utilitarismo, vacío de
todo contenido ideal, la vaguedad cosmopolita y la nivelación de la democracia
bastarda alcanzarán, con él, su último triunfo. Todo elemento noble de aquella
civilización, todo lo que la vincula a generosos recuerdos y fundamenta su
dignidad histórica, - el legado de los tripulantes del Flor de Mayo, la memoria
de los patricios de Virginia y de los caballeros de la Nueva Inglaterra, el
espíritu de los ciudadanos y los legisladores de la emancipación, - quedarán
dentro de los viejos Estados donde Boston y Filadelfia mantienen aún, según
expresivamente se ha dicho, "el palladium de la tradición washingtoniana".
Chicago se alza a reinar. Y su confianza en la superioridad que lleva sobre el
litoral iniciador del Atlántico, se funda en que le considera demasiado
reaccionario, demasiado europeo, demasiado tradicionalista. La historia no da
títulos cuando el procedimiento de elección es la subasta de la púrpura.
A medida que
el utilitarismo genial de aquella civilización asume así caracteres más
definidos, más francos, más estrechos, aumentan, con la embriaguez de la
prosperidad material, las impaciencias de sus hijos por propagarla y atribuirle
la predestinación de un magisterio romano. -Hoy, ellos aspiran manifiestamente
al primado de la cultura universal, a la dirección de las ideas, y se
consideran a sí mismos los forjadores de un tipo de civilización que prevalecerá.
Aquel discurso semi-irónico que Laboulaye pone en boca de un escolar de su
París americanizado para significar la preponderancia que concedieron siempre
en el propósito educativo a cuanto favorezca el orgullo del sentimiento
nacional, tendría toda la seriedad de la creencia más sincera en labios de
cualquier americano viril de nuestros días. En el fondo de su declarado
espíritu de rivalidad hacia Europa, hay un menosprecio que es ingenuo, y hay la
profunda convicción de que ellos están destinados a oscurecer, en breve plazo,
su superioridad espiritual y su gloria, cumpliéndose, una vez más, en las
evoluciones de la civilización humana, la dura ley de los misterios antiguos en
que el iniciado daba muerte al iniciador. Inútil sería tender a convencerles de
que, aunque la contribución que han llevado a los progresos de la libertad y de
la utilidad haya sido, indudablemente, cuantiosa, y aunque debiera atribuírsele
en justicia la significación de una obra universal, de una obra humana, ella es
insuficiente para hacer transmudarse, en dirección al nuevo Capitolio, el eje
del mundo. Inútil sería tender a convencerles de que la obra realizada por la
perseverante genialidad del ario europeo, desde que, hace tres mil años, las
orillas del Mediterráneo, civilizador y glorioso, se ciñeron jubilosamente la
guirnalda de las ciudades helénicas; la obra que aún continúa realizándose y de
cuyas tradiciones y enseñanzas vivimos, es una suma con la cual no puede formar
ecuación la fórmula Washington más Edison. ¡Ellos aspirarían a revisar el
Génesis para ocupar esa primera página! - Pero además de la relativa
insuficiencia de la parte que les es dado reivindicar en la educación de la
humanidad, su carácter mismo les niega la posibilidad de la hegemonía. -
Naturaleza no les ha concedido el genio de la propaganda ni la vocación
apostólica. Carecen de ese don superior de amabilidad - en alto sentido, - de
ese extraordinario poder de simpatía, con que las razas que han sido dotadas de
un cometido providencial de educación, saben hacer de su cultura algo parecido
a la belleza de la Helena clásica, en la que todos creían reconocer un rasgo
propio. - Aquella civilización puede abundar, o abunda indudablemente, en
sugestiones y en ejemplos fecundos; ella puede inspirar admiración, asombro,
respeto; pero es difícil que cuando el extranjero divisa de alta mar su
gigantesco símbolo: la Libertad de Bartholdi, que yergue triunfalmente su
antorcha sobre el puerto de Nueva York se despierte en su ánimo la emoción
profunda y religiosa con que el viajero antiguo debía ver surgir, en las noches
diáfanas del Atica, el toque luminoso que la lanza de oro de la Atenea del
Acrópolis dejaba notar a la distancia en la pureza del ambiente sereno.
Y advertid
que cuando, en nombre de los derechos del espíritu, niego al utilitarismo
norteamericano ese carácter típico con que quiere imponérsenos como suma y
modelo de civilización, no es mi propósito afirmar que la obra realizada por él
haya de ser enteramente perdida con relación a los que podríamos llamar los
intereses del alma.- Sin el brazo que nivela y construye, no tendría paz el que
sirve de apoyo a la noble frente que piensa. Sin la conquista de cierto
bienestar material, es imposible en las sociedades humanas el reino del
espíritu. Así lo reconoce el mismo aristocrático idealismo de Renan, cuando
realza, del punto de vista de los intereses morales de la especie y de su
selección espiritual en lo futuro, la significación de la obra utilitaria de
este siglo. "Elevarse sobre la necesidad - agrega el maestro - es
redimirse". - En lo remoto del pasado, los efectos de la prosaica e
interesada actividad del mercader que por primera vez pone en relación a un
pueblo con otros, tienen un incalculable alcance idealizador; puesto que
contribuyen eficazmente a multiplicar los instrumentos de la inteligencia, a
pulir y suavizar las costumbres, y a hacer posibles, quizá, los preceptos de
una moral más avanzada. - La misma fuerza positiva aparece propiciando las
mayores idealidades de la civilización. El oro acumulado por el mercantilismo
de las repúblicas italianas "pagó - según Saint-Victor - los gastos del
Renacimiento". Las naves que volvían de los países de las mil y una
noches, colmadas de especias y marfil, hicieron posible que Lorenzo de Médicis
renovara, en las lonjas de los mercaderes florentinos, los convites platónicos.
La historia muestra en definitiva una inducción recíproca entre los progresos
de la actividad utilitaria y la ideal. Y así como la utilidad suele convertirse
en fuerte escudo para las idealidades, ellas provocan con frecuencia (a
condición de uno proponérselo directamente) los resultados de lo útil. Observa
Bagehot, por ejemplo, cómo los inmensos beneficios positivos de la navegación
no existirían acaso para la humanidad, si en las edades primitivas no hubiera
habido soñadores y ociosos - ¡seguramente, mal comprendidos de sus
contemporáneos! - a quienes interesase la contemplación de lo que pasaba en las
esferas del cielo. - Esta ley de armonía nos enseña a respetar el brazo que
labra el duro terruño de la prosa. La obra del positivismo norteamericano
servirá a la causa de Ariel, en último término. Lo que aquel pueblo de cíclopes
ha conquistado directamente para el bienestar material, con su sentido de lo
útil y su admirable aptitud de la invención mecánica, lo convertirán otros
pueblos, o él mismo en lo futuro, en eficaces elementos de selección. Así, la
más preciosa y fundamental de las adquisiciones del espíritu, - el alfabeto,
que da alas de inmortalidad a la palabra, - nace en el seno de las factorías
cananeas y es el hallazgo de una civilización mercantil, que, al utilizarlo con
fines exclusivamente mercenarios, ignoraba que el genio de razas superiores lo
transfiguraría convirtiéndole en el medio de propagar su más pura y luminosa
esencia. La relación entre los bienes positivos y los bienes intelectuales y
morales es, pues, según la adecuada comparación de Fouillée, un nuevo aspecto
de la cuestión de la equivalencia de las fuerzas que, así como permite
transformar el movimiento en calórico, permite también obtener, de las ventajas
materiales, elementos de superioridad espiritual.
Pero la vida
norteamericana no nos ofrece aún un nuevo ejemplo de esa relación indudable, ni
nos lo anuncia como gloria de una posteridad que se vislumbre. - Nuestra confianza
y nuestros votos deben inclinarse a que, ?en un porvenir más inaccesible a la
inferencia, esté reservado a aquella civilización un destino superior. Por más
que, bajo el acicate de su actividad vivísima, el breve tiempo que la separa de
su aurora haya sido bastante para satisfacer el gusto de vida requerido por una
evolución inmensa, su pasado y su actualidad no pueden ser sino un introito con
relación a lo futuro. - Todo demuestra que ella está aún muy lejana de su
fórmula definitiva. La energía asimiladora que le ha permitido conservar cierta
uniformidad y cierto temple genial, a despecho de las enormes invasiones de
elementos étnicos opuestos a los que hasta hoy han dado el tono a su carácter,
tendrá que reñir batallas cada día más difíciles y, en el utilitarismo
proscriptor de toda idealidad, no encontrará una inspiración suficientemente
poderosa para mantener la atracción del sentimiento solidario. Un pensador
ilustre, que comparaba al esclavo de las sociedades antiguas con una partícula
no digerida por el organismo social, podría quizá tener una comparación
semejante para caracterizar la situación de ese fuerte colono de procedencia
germánica que, establecido en los Estados del centro y del Far-West, conserva
intacta, en su naturaleza, en su sociabilidad, en sus costumbres, la impresión
del genio alemán, que, en muchas de sus condiciones características más
profundas y enérgicas, debe ser considerado una verdadera antítesis del genio
?americano. - Por otra parte, una civilización que esté destinada a vivir y a
dilatarse en el mundo; una civilización que no haya perdido, momificándose, a
la manera de los imperios asiáticos, la aptitud de la variabilidad, no puede
prolongar indefinidamente la dirección de sus energías y de sus ideas en un
único y exclusivo sentido. Esperemos que el espíritu de aquel titánico
organismo social, que ha sido hasta hoy voluntad y utilidad solamente, sea
también algún día inteligencia, sentimiento, idealidad. Esperemos que, de la
enorme fragua, surgirá, en último resultado, el ejemplar humano, armónico,
selecto que Spencer, en un ya citado discurso, creía poder augurar ?como
término del costoso proceso de refundición. Pero no le busquemos ni en la
realidad presente de aquel pueblo, ni en la perspectiva de sus evoluciones inmediatas;
y renunciemos a ver el tipo de civilización ejemplar ?donde sólo existe un
boceto tosco y enorme, que aún pasará necesariamente por muchas rectificaciones
sucesivas, antes de adquirir la serena y firme actitud con que los pueblos que
han alcanzado un perfecto desenvolvimiento de su genio, presiden al glorioso
coronamiento de su obra, como en El sueño del cóndor que Leconte de Lisle ha
descrito con su soberbia majestad, terminando, en olímpico sosiego, la
ascensión poderosa, más arriba de las cumbres de la Cordillera!
VII
Ante la
posteridad, ante la historia, todo gran pueblo debe aparecer como una
vegetación cuyo desenvolvimiento ha tendido armoniosamente a producir un fruto
en el que su savia acrisolada ofrece al porvenir la idealidad de su fragancia y
la fecundidad de su simiente. - Sin este resultado duradero, humano, levantado
sobre la finalidad transitoria de lo útil, el poder y la grandeza de los
imperios no son más que una noche de sueño en la existencia de la humanidad;
porque, como las visiones personales del sueño, no merecen contarse en el
encadenamiento de los hechos que forman la trama activa de la vida.
Gran
civilización, gran pueblo, - en la acepción que tiene valor para la historia, -
son aquellos que, al desaparecer materialmente en el tiempo, dejan vibrante
para siempre la melodía surgida de su espíritu y hacen persistir en la
posteridad su legado imperecedero - según dijo Carlyle del alma de sus
"héroes": - como una nueva y divina porción de la suma de las cosas.
Tal, en el poema de Goethe, cuando la Elena evocada del reino de la noche
vuelve a descender al Orco sombrío, deja a Fausto su túnica y su velo. Estas
vestiduras no son la misma deidad; pero participan, habiéndolas llevado
consigo, de su alteza divina, y tienen la virtud de elevar a quien las posee,
por encima de las cosas vulgares.
Una sociedad
definitivamente organizada que limite su idea de la civilización a acumular
abundantes elementos de prosperidad y su idea de la justicia a distribuirlos
equitativamente entre los asociados, no hará de las ciudades donde habite nada
que sea distinto, por esencia, del hormiguero o la colmena. No son bastantes,
ciudades populosas, opulentas, magníficas, ?para probar la constancia y la
intensidad de una civilización. La gran ciudad es, sin duda, un organismo
necesario de la alta cultura. Es el ambiente natural de las más altas
manifestaciones del espíritu. No sin razón ha dicho Quinet que "el alma
que acude a beber fuerzas y energías en la íntima comunicación con el linaje
humano, esa alma que constituye al grande hombre, no puede formarse y dilatarse
en medio de los pequeños partidos de una ciudad pequeña". - Pero así la
grandeza cuantitativa de la población como la grandeza material de sus
instrumentos, de sus armas, de sus habitaciones, son sólo medios del genio
civilizador y en ningún caso resultados en los que él pueda detenerse. - De las
piedras que compusieron a Cartago, no dura una partícula transfigurada en
espíritu y en luz. La inmensidad de Babilonia y de Nínive no representa en la
memoria de la humanidad el hueco de una mano, si se la compara con el espacio
que va desde la Acrópolis al Pireo. - Hay una perspectiva ideal en la que la
ciudad no aparece grande sólo porque prometa ocupar el área inmensa que había
edificada en torno a la torre de Nemrod; ni aparece fuerte sólo porque sea
capaz de levantar de nuevo ante sí los muros babilónicos sobre los que era
posible hacer pasar seis carros de frente; ni aparece hermosa sólo porque, como
Babilonia, luzca en los paramentos de sus palacios losas de alabastro y se
enguirnalde con los jardines de Semíramis.
Grande es en
esa perspectiva la ciudad, cuando los arrabales de su espíritu alcanzan más
allá de las cumbres y los mares, y cuando, pronunciando su nombre, ha de
iluminarse para la posteridad toda una jornada de la historia humana, todo un
horizonte del tiempo. La ciudad es fuerte y hermosa cuando sus días son algo
más que la invariable repetición de un mismo eco, reflejándose indefinidamente
de uno en otro círculo de una eterna espiral; cuando hay algo en ella que flota
por encima de la muchedumbre; cuando entre las luces que se encienden durante
sus noches está la lámpara que acompaña la soledad de la vigilia inquietada por
el pensamiento y en la que se incuba la idea que ha de surgir al sol del otro
día convertida en el grito que congrega y la fuerza que conduce las almas.
Entonces
sólo, la extensión y la grandeza material de la ciudad pueden dar la medida
para calcular la intensidad de su civilización. - Ciudades regias, soberbias
aglomeraciones de casas, son para el pensamiento un cauce más inadecuado que la
absoluta soledad del desierto, cuando el pensamiento no es el señor que las
domina. - Leyendo el Maud de Tennyson, hallé una página que podría ser el
símbolo de este tormento del espíritu allí donde la sociedad humana es para él
un género de soledad. - Presa de angustioso delirio, el héroe del poema se
sueña muerto y sepultado, a pocos pies dentro de tierra, bajo el pavimento de
una calle de Londres. A pesar de la muerte, su conciencia permanece adherida a
los fríos despojos de su cuerpo. El clamor confuso de la calle, propagándose en
sorda vibración hasta la estrecha cavidad de la tumba, impide en ella todo
sueño de paz. El peso de la multitud indiferente gravita a toda hora sobre la
triste prisión de aquel espíritu y los cascos de los caballos que pasan,
parecen empeñarse en estampar sobre él un sello de oprobio. Los días se suceden
con lentitud inexorable. La aspiración de Maud consistiría en hundirse más
dentro, mucho más dentro, de la tierra. El ruido ininteligente del tumulto sólo
sirve para mantener en su conciencia desvelada el pensamiento de su cautividad.
Existen ya,
en nuestra América latina, ciudades cuya grandeza material y cuya suma de
civilización aparente, las acercan con acelerado paso a participar del primer
rango en el mundo. Es necesario temer que el pensamiento sereno que se aproxime
a golpear sobre las exterioridades fastuosas, como sobre un cerrado vaso de
bronce, sienta el ruido desconsolador del vacío. Necesario es temer, por
ejemplo, que ciudades cuyo nombre fue un glorioso símbolo en América; que
tuvieron a Moreno, a Rivadavia, a Sarmiento; que llevaron la iniciativa de una
inmortal Revolución; ciudades que hicieron dilatarse por toda la extensión de
un continente, como en el armonioso desenvolvimiento de las ondas concéntricas
que levanta el golpe de la piedra sobre el agua dormida, la gloria de sus
héroes y la palabra de sus tribunos, - puedan terminar en Sidón, en Tiro, en
Cartago.
A vuestra
generación toca impedirlo; a la juventud que se levanta, sangre y músculo y
nervio del porvenir. Quiero considerarla personificada en vosotros. Os hablo
ahora figurándome que sois destinados a guiar a los demás en los combates por
la causa del espíritu. La perseverancia de vuestro esfuerzo debe identificarse
en vuestra intimidad con la certeza del triunfo. No desmayéis en predicar el
Evangelio de la delicadeza a los escitas, el Evangelio de la inteligencia a los
beocios, el Evangelio del desinterés a los fenicios.
Basta que el
pensamiento insista en ser, - en demostrar que existe, con la demostración que
daba Diógenes del movimiento, - para que su dilatación sea ineluctable y para
que su triunfo sea seguro.
El
pensamiento se conquistará, palmo a palmo, por su propia espontaneidad, todo el
espacio de que necesite para afirmar y consolidar su reino, entre las demás
manifestaciones de la vida. -El, en la organización individual, levanta y
engrandece, con su actividad continuada, la bóveda del cráneo que le contiene.
Las razas pensadoras revelan, en la capacidad creciente de sus cráneos, ese
empuje del obrero interior. El, en la organización social, sabrá también
engrandecer la capacidad de su escenario, sin necesidad de que para ello
intervenga ninguna fuerza ajena a él mismo. - Pero tal persuasión que debe
defenderos de un desaliento cuya única utilidad consistiría en eliminar a los
mediocres y los pequeños, de la lucha, debe preservaros también de las
impaciencias que exigen vanamente del tiempo la alteración de su ritmo imperioso.
Todo el que
se consagre a propagar y defender, en la América contemporánea, un ideal
desinteresado del espíritu, - arte, ciencia, moral, sinceridad religiosa,
política de ideas, - debe educar su voluntad en el culto perseverante del
porvenir. El pasado perteneció todo entero al brazo que combate, el presente
pertenece, casi por completo también, al tosco brazo que nivela y construye; el
porvenir - un porvenir tanto más cercano cuanto más enérgicos sean la voluntad
y el pensamiento de los que ansían - ofrecerá, para el desenvolvimiento de
superiores facultades del alma, la estabilidad, el escenario y el ambiente.
¿No la
veréis vosotros, la América que nosotros soñamos; hospitalaria para las cosas
del espíritu, y no tan sólo para las muchedumbres que se amparen a ella;
pensadora, sin menoscabo de su aptitud para la acción; serena y firme a pesar
de sus entusiasmos generosos; resplandeciente con el encanto de una seriedad
temprana y suave, como la que realza la expresión de un rostro infantil cuando
en él se revela, al través de la gracia intacta que fulgura, el pensamiento
inquieto que despierta?... - Pensad en ella a lo menos; el honor de vuestra
historia futura depende de que tengáis constantemente ante los ojos del alma la
visión de esa América regenerada, cerniéndose de lo alto sobre las realidades
del presente, como en la nave gótica el vasto rosetón que arde en la luz sobre
lo austero de los muros sombríos. - No seréis sus fundadores, quizá; seréis los
precursores que inmediatamente la precedan. En las sanciones glorificadoras del
futuro, hay también palmas para el recuerdo de los precursores. Edgar Quinet,
que tan profundamente ha penetrado en las armonías de la historia y la
naturaleza, observa que para preparar el advenimiento de un nuevo tipo humano,
de una nueva unidad social, de una personificación nueva de la civilización,
suele precederles de lejos un grupo disperso y prematuro, cuyo papel es análogo
en la vida de las sociedades al de las especies proféticas de que a propósito
de la evolución biológica habla Héer. El tipo nuevo empieza por significar,
apenas, diferencias individuales y aisladas; los individualismos se organizan
más tarde en "variedad"; y por último, la variedad encuentra para
propagarse un medio que la favorece, y entonces ella asciende quizá al rango
específico: entonces - digámoslo con las palabras de Quinet - el grupo se hace
muchedumbre, y reina.
He ahí por
qué vuestra filosofía moral en el trabajo y el combate debe ser el reverso del
carpe diem horaciano; una filosofía que no se adhiera a lo presente sino como
al peldaño donde afirmar el pie o como a la brecha por donde entrar en muros
enemigos. No aspiréis, en lo inmediato, a la consagración de la victoria
definitiva, sino a procuraros mejores condiciones de lucha. Vuestra energía
viril tendrá con ello un estímulo más poderoso; puesto que hay la virtualidad
de un interés dramático mayor en el desempeño de ese papel, activo
esencialmente, de renovación y de conquista, propio para acrisolar las fuerzas
de una generación heroicamente dotada, que en la serene y olímpica actitud que
suelen las edades de oro del espíritu imponer a los oficiantes solemnes de su
gloria. - "No es la posesión de los bienes, - ha dicho profundamente
Taine, hablando de las alegrías del Renacimiento; - "no es la posesión de
bienes, sino su adquisición, lo que da a los hombres el placer y el sentimiento
de su fuerza".
Acaso sea
atrevida y candorosa esperanza creer en un aceleramiento tan continuo y dichoso
de la evolución, en una eficacia tal de vuestro esfuerzo, que baste el tiempo
concedido a la duración de una generación humana para llevar en América las
condiciones de la vida intelectual, desde la incipiencia en que las tenemos
ahora, a la categoría de un verdadero interés social y a una cumbre que de veras
domine. - Pero, donde no cabe la transformación total, cabe el progreso; y aun
cuando supiérais que las primicias del suelo penosamente trabajado, no habrían
de servirse en vuestra mesa jamás, ello sería, si sois generosos, si sois
fuertes, un nuevo estímulo en la intimidad de vuestra conciencia. La obra mejor
es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato; y el más
glorioso esfuerzo es el que pone la esperanza más allá del horizonte visible; y
la abnegación más pura es la que se niega en lo presente no ya la compensación
del lauro y el honor ruidoso, sino aun la voluptuosidad moral que se solaza en
la contemplación de la obra consumada y el término seguro.
Hubo en la
antigüedad altares para los "dioses ignorados". Consagrad una parte
de vuestra alma al porvenir desconocido. A medida que las sociedades avanzan,
el pensamiento del porvenir entra por mayor parte como uno de los factores de
su evolución y una de las inspiraciones de sus obras. Desde la imprevisión
oscura del salvaje, que sólo divisa del futuro lo que falta para terminar de
cada período de sol y no concibe cómo los días que vendrán pueden ser
gobernados en parte desde el presente, hasta nuestra preocupación solícita y
previsora de la posteridad, media un espacio inmenso, que acaso parezca breve y
miserable algún día. Sólo somos capaces de progreso en cuanto lo somos de
adaptar nuestros actos a condiciones cada vez más distantes de nosotros, en el
espacio y en el tiempo. La seguridad de nuestra intervención en una obra que
haya de sobrevivirnos, fructificando en los beneficios del futuro, realza
nuestra dignidad humana, haciéndonos triunfar de las limitaciones de nuestra
naturaleza. Si, por desdicha, la humanidad hubiera de desesperar
definitivamente de la inmortalidad de la conciencia individual, el sentimiento
más religioso con que podría sustituirla sería el que nace de pensar que, aun
después de disuelta nuestra alma en el seno de las cosas, persistiría en la
herencia que se transmiten las generaciones humanas lo mejor de lo que ella ha
sentido y ha soñado, su esencia más íntima y más pura, al modo como el rayo
lumínico de la estrella extinguida persiste en lo infinito y desciende a
acariciarnos con su melancólica luz.
El porvenir
es en la vida de las sociedades humanas el pensamiento idealizador por
excelencia. De la veneración piadosa del pasado, del culto de la tradición, por
una parte, y por la otra del atrevido impulso hacia lo venidero, se compone la
noble fuerza que levantando el espíritu colectivo sobre las limitaciones del presente
comunica a las agitaciones y los sentimientos sociales un sentido ideal. Los
hombres y los pueblos trabajan, en sentir de Fouillée, bajo la inspiración de
las ideas, como los irracionales bajo la inspiración de los instintos; y la
sociedad que lucha y se esfuerza, a veces sin saberlo, por imponer una idea a
la realidad, imita, según el mismo pensador, la obra instintiva del pájaro que,
al construir el nido bajo el imperio de una imagen interna que le obsede,
obedece a la vez a un recuerdo inconsciente del pasado y a un presentimiento
misterioso del porvenir.
Eliminando
la sugestión del interés egoísta, de las almas, el pensamiento inspirado en la
preocupación por destinos ulteriores a nuestra vida, todo lo purifica y serena,
todo lo ennoblece; y es un alto honor de nuestro siglo el que la fuerza
obligatoria de esa preocupación por lo futuro, el sentimiento de esa elevada
imposición de la dignidad del ser racional, se hayan manifestado tan claramente
en él, que aun en el seno del más absoluto pesimismo, aun en el seno de la
amarga filosofía que ha traído a la civilización occidental, dentro del loto de
Oriente, el amor de la disolución y la nada, la voz de Hartmann ha predicado,
con la apariencia de la lógica, el austero deber de continuar la obra del perfeccionamiento,
de trabajar en beneficio del porvenir, para que, acelerada la evolución por el
esfuerzo de los hombres, llegue ella con más rápido impulso a su término final,
que será el término de todo dolor y toda vida.
Pero no,
como Hartmann, en nombre de la muerte, sino en el de la vida misma y la
esperanza, yo os pido una parte de vuestra alma para la obra del futuro. - Para
pedíroslo, he querido inspirarme en la imagen dulce y serena de mi Ariel. - El
bondadoso genio en quien Shakespeare acertó a infundir, quizá con la divina
inconsciencia frecuente en las adivinaciones geniales, tan alto simbolismo,
manifiesta claramente en la estatua su significación ideal, admirablemente
traducida por el arte en líneas y contornos. Ariel es la razón y el sentimiento
superior. Ariel es este sublime instinto de perfectibilidad, por cuya virtud se
magnifica y convierte en centro de las cosas, la arcilla humana a la que vive
vinculada su luz, - la miserable arcilla de que los genios de Arimanes hablan a
Manfredo. Ariel es, para la Naturaleza, el excelso coronamiento de su obra, que
hace terminarse el proceso de ascensión de las formas organizadas, con la
llamarada del espíritu. Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la
vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en
arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres. - El es el héroe
epónimo en la epopeya de la especie; él es el inmortal protagonista; desde que
con su presencia inspiró los débiles esfuerzos de racionalidad del hombre
prehistórico, cuando por primera vez dobló la frente oscura para labrar el
pedernal o dibujar una grosera imagen en los huesos de reno; desde que con sus
alas avivó la hoguera sagrada que el ario primitivo, progenitor de los pueblos
civilizadores, amigo de la luz, encendía en el misterio de las selvas del
Ganges, para forjar con su fuego divino el centro de la majestad humana, -
hasta que, dentro ya de las razas superiores, se cierne deslumbrante sobre las
almas que han extralimitado las cimas naturales de la humanidad; lo mismo sobre
los héroes del pensamiento y el ensueño que sobre los de la acción y el
sacrificio; lo mismo sobre Platón en el promontorio de Súnium que sobre San
Francisco de Asís en la soledad de Monte Albernia. - Su fuerza incontrastable
tiene por impulso todo el movimiento ascendente de la vida. Vencido una y mil
veces por la indomable rebelión de Calibán, proscripto por la barbarie
vencedora, asfixiado en el humo de las batallas, manchadas las alas
transparentes al rozar el "eterno estercolero de Job", Ariel resurge
inmortalmente. Ariel recobra su juventud y su hermosura, y acude ágil, como al
mandato de Próspero, al llamado de cuantos le aman e invocan en la realidad. Su
benéfico imperio alcanza a veces, aun a los que le niegan y le desconocen. El
dirige a menudo las fuerzas ciegas del mal y la barbarie para que concurran,
como las otras, a la obra del bien. El cruzará la historia humana, entonando,
como en el drama de Shakespeare, su canción melodiosa, para animar a los que trabajan
y a los que luchan, hasta que el cumplimiento del plan ignorado a que obedece
le permita - cual se liberta, en el drama, del servicio de Próspero, - romper
su lazos materiales y volver para siempre al centro de su lumbre divina.
Aún más que
para mi palabra, yo exijo de vosotros un dulce e indeleble recuerdo para mi
estatua de Ariel. Yo quiero que la imagen leve y graciosa de este bronce se
imprima desde ahora en la más segura intimidad de vuestro espíritu. - Recuerdo
que una vez que observaba el monetario de un museo, provocó mi atención en la
leyenda de una vieja moneda la palabra Esperanza, medio borrada sobre la
palidez decrépita del oro. Considerando la apagada inscripción, yo meditaba en
la posible realidad de su influencia. ¿Quién sabe qué activa y noble parte
sería justo atribuir, en la formulación del carácter y en la vida de algunas
generaciones humanas, a ese lema sencillo actuando sobre los ánimos como una
insistente sugestión? ¿Quién sabe cuántas vacilantes alegrías persistieron,
cuántas generosas empresas maduraron, cuántos fatales propósitos se
desvanecieron, al chocar las miradas con la palabra alentadora, impresa, como
un gráfico grito, sobre el disco metálico que circuló de mano en mano?... Pueda
la imagen de este bronce - troquelados vuestros corazones con ella - desempeñar
en vuestra vida el mismo inaparente pero decisivo papel. Pueda ella, en las
horas sin luz del desaliento, reanimar en vuestra conciencia el entusiasmo por
el ideal vacilante, devolver a vuestro corazón el calor de la esperanza
perdida. Afirmado primero en el baluarte de vuestra vida interior, Ariel se
lanzará desde allí a la conquista de las almas. Yo le veo, en el porvenir,
sonriéndoos con gratitud, desde lo alto, al sumergirse en la sombra vuestro
espíritu. Yo creo en vuestra voluntad, en vuestro esfuerzo; y más aún, en los
de aquellos a quienes daréis la vida y transmitiréis vuestra obra. Yo suelo
embriagarme con el sueño del día en que las cosas reales harán pensar que ¡la
Cordillera que se yergue sobre el suelo de América ha sido tallada para ser el
pedestal definitivo de esta estatua, para ser el ara inmutable de su
veneración!
VIII
Así habló
Próspero. - Los jóvenes discípulos se separaron del maestro después de haber
estrechado su mano con afecto filial. De su suave palabra, iba con ellos la
persistente vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido, en un
ambiente sereno. Era la última hora de la tarde. Un rayo del moribundo sol
atravesaba la estancia, en medio de discreta penumbra, y, tocando la frente de
bronce de la estatua, parecía animar en los altivos ojos de Ariel la chispa
inquieta de la vida. Prolongándose luego, el rayo hacía pensar en una larga
mirada que el genio, prisionero en el bronce, enviase sobre el grupo juvenil
que se alejaba. - Por mucho espacio marchó el grupo en silencio. Al amparo de
un recogimiento unánime, se verificaba en el espíritu de todos ese fino
destilar de la meditación, absorta en cosas graves, que un alma santa ha
comparado exquisitamente a la caída lenta y tranquila del rocío sobre el vellón
de un cordero. - Cuando el áspero contacto de la muchedumbre les devolvió a la
realidad que les rodeaba, era la noche ya. Una cálida y serena noche de estío.
La gracia y la quietud que ella derramaba de su urna de ébano sobre la tierra,
triunfaban de la prosa flotante sobre las cosas dispuestas por manos de los
hombres. Sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud. Un soplo
tibio hacia estremecerse el ambiente con lánguido y delicioso abandono, como la
copa trémula en la mano de una bacante. Las sombras, sin ennegrecer el cielo
purísimo, se limitaban a dar a su azul el tono oscuro en que parece expresarse
una serenidad pensadora. Esmaltándolas, los grandes astros centelleaban en
medio de un cortejo infinito; Aldebarán, que ciñe una púrpura de luz; Sirio,
como la cavidad de un nielado cáliz de plata volcado sobre el mundo; el
Crucero, cuyos brazos abiertos se tienden sobre el suelo de América como para
defender una última esperanza...
Y fue
entonces, tras el prolongado silencio, cuando el más joven del grupo, a quien
llamaban "Enjolrás" por su ensimismamiento reflexivo, dijo señalando
sucesivamente la perezosa ondulación del rebaño humano y la radiante hermosura
de la noche:
-Mientras la
muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la
mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende
de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos
de sembrador.