JOSÉ MARTÍ
A LA RAÍZ
Los pueblos,
como los hombres, no se curan del mal que les roe el hueso con menjurjes de
última hora, ni con parches que les muden el color de la piel. A la sangre hay
que ir, para que se cure la llaga. No hay que estar al remedio de un instante,
que pasa con él, y deja viva y más sedienta la enfermedad. O se mete la mano en
lo verdadero, y se le quema al hueso el mal, o es la cura impotente, que apenas
remienda el dolor de un día, y luego deja suelta la desesperación. No ha de irse
mirando como vengan a las consecuencias del problema, y fiar la vida, como un
eunuco, al vaivén del azar: hombre es el que le sale al frente al problema, y
no deja que otros le ganen el suelo en que ha de vivir y la libertad de que ha
de aprovechar. Hombre es quien estudia las raíces de las cosas. Lo otro es
rebaño, que se pasa la vida pastando ricamente y balándoles a las novias, y a
la hora del viento sale perdido por la polvareda, con el sombrero de alas
pulidas al cogote y los puños galanes a los tobillos, y mueren revueltos en la
tempestad. Lo otro es como el hospicio de la vida, que van perennemente por el
mundo con chichonera y andadores. Se busca el origen del mal: y se va derecho a
él, con la fuerza del hombre capaz de morir por el hombre. Los egoístas no
saben de esa luz, ni reconocen en los demás el fuego que falta en ellos, ni en
la virtud ajena sienten más que ira, porque descubre su timidez y avergüenza su
comodidad. Los egoístas, frente a su vaso de vino y panal, se burlan, como de
gente loca o de poco más o menos, como de atrevidos que les vienen a revolver
el vaso, de los que, en aquel instante tal vez, se juran a la redención de su
alma ruin, al pie de un héroe que muere, a pocos pasos del panal y el vino, de
las heridas que recibió por defender la patria. Esto es así: unos mueren,
mueren en suprema agonía, por dar vergüenza al olvidadizo y casa propia a esos
mendigos más o menos dorados, y otros, mirándose el oro, se ríen de los que
mueren por ellos. ¡Es cosa, si no fuera por la piedad, de ensartarlos en un
asador, y llevarlos, abanicándose el rostro indiferente, a ver morir, de
rodillas, al héroe de oro puro e imperecedero, que expira, resplandeciente de
honra, por dar casa segura y mejilla limpia a los que se mofan de él, a los que
compadrean y parten el licor y la mesa, con sus matadores, a los que se
esconden la mano en el bolsillo, cuando pasa el hambre de su patria, y riegan
de ella, entre zetas y jotas, el oro del placer! Hay que ir adelante, para bien
de los egoístas, a la luz del muerto. Hay que conquistar suelo propio y seguro.
De nuestras
esperanzas, de nuestros métodos, de nuestros compromisos, de nuestros
propósitos, de eso, como del plan de las batallas, se habla después de haberlas
dado. De la penuria de las casas, del trastorno en que pone a mucho hogar
nuestro la crisis del Norte, de eso se habla, en decoro fraternal, de mano a
mano. De lo que ha de hablarse es de la necesidad de reemplazar con la vida
propia en la patria libre esta existencia que dentro y fuera de Cuba llevamos
los cubanos, y que, afuera a lo menos, sólo a pujo de virtud extrema y poco
fácil puede irse salvando de la dureza y avaricia que de una generación a otra,
en la soledad del país extraño, mudan un pueblo de mártires sublimes en una
perdigonada de ganapanes indiferentes. De lo que se ha de hablar es de la
ineficacia e inestabilidad del esfuerzo por la vida en la tierra extranjera, y
de la urgencia de tener país nuestro antes de que el hábito de la existencia
meramente material en pueblos ajenos, prive al carácter criollo de las dotes de
desinterés y hermandad con el hombre que hacen firme y amable la vida.
Si a la isla
se mira, el dejarla ir, bajo el gobierno que la acaba, entre quiebras y
suicidios, entre robos y cohechos, entre gabelas y solicitudes, entre saludos y
temblores, podrá parecer empleo propio de la vida, y cómodo espectáculo, a
quien no sienta afligido su corazón por cuanto afee o envilezca a los que
nacieron en el suelo donde abrió los ojos a los deberes y luz de la humanidad.
Cuanto reduce al hombre, reduce a quien sea hombre. Y llega a los calcañales la
amargura, y es náusea el universo, cuando vemos podrido en vida a un
compatriota nuestro, cuando vemos, hombre por hombre, en peligro de podredumbre
a nuestra patria. ¡Aunque no ha de haber temor, que las entrañas de nuestra
tierra saben de esto más de lo que se puede decir, y no es privilegio de los
cubanos expatriados, sino poder de los cubanos todos, e ímpetu más vehemente
que el de sus enemigos, este rubor de la sangre sana del país por todos los que
en él se olvidan y se humillan! Es la tierra en quiebra la que se levanta; la
tierra en que las ciudades se van cayendo una tras otra, como las hileras de
barajas. Es la ofensa reprimida, y el bochorno ambiente, de que ya la tierra se
ahoga. Faltaba el cauce al decoro impaciente del país; faltaba el empuje;
faltaba la bandera; faltaba la fe necesaria en la previsión y fin conocido de
la revolución: eso faltaba, y nosotros lo dimos. Ahora, vamos a paso de gloria
a la república. ¡Y a lo que estorbe, se le ase del cuello, como a un gato
culpable, y se le pone a un lado!
Y si vemos
afuera, y en lo de afuera a este Norte a donde por fantasmagoría e imprudencia
vinimos a vivir, y por el engaño de tomar a los pueblos por sus palabras, y a
las realidades de una nación por lo que cuentan de ella sus sermones de domingo
y sus libros de lectura; si vemos nuestra vida en este país erizado y ansioso,
que al choque primero de sus intereses, como que no tiene más liga que ellos,
enseña sin vergüenza sus grietas profundas, -triste país donde no se calman u
olvidan, en el tesoro de los dolores comunes y en el abrazo de las largas
raíces, las luchas descarnadas de los apetitos satisfechos con los que se
quieren satisfacer, o de los intereses que ponen el privilegio de su localidad
por sobre el equilibrio de la nación a cuya sombra nacieron, y el bien de una
suma mayor de hombres; si nos vemos, después de un cuarto de siglo de fatiga,
estéril o inadecuada al fruto escaso de ella, no veremos de una parte más que
los hogares donde la virtud doméstica lucha penosa, entre los hijos sin patria,
contra la sordidez y animalidad ambientes, contra el mayor de todos los
peligros para el hombre, que es el empleo total de la vida en el culto ciego y
exclusivo de sí mismo; y de otra parte se ve cuán insegura, como nación fundada
sobre lo que el humano tiene de más débil, es la tierra, para los miopes sólo
deslumbrante, donde tras de tres siglos de democracia se puede, de un vaivén de
la ley, caer en pedir que el gobierno tome ya a hombros la vida de las
muchedumbres pobres; donde la suma de egoísmos alocados por el gozo del triunfo
o el pavor de la miseria, crea, en vez de pueblo de trenza firme, un amasijo de
entes sin sostén, que dividen, y huyen, en cuanto no los aprieta la comunidad
del beneficio; donde se han trasladado, sin la entrañable comunión del suelo
que los suaviza, todos los problemas de odio del viejo continente humano. ¿Y a
esta agitada jauría, de ricos contra pobres, de cristianos contra judíos, de
blancos contra negros, de campesinos contra comerciantes, de occidentales y
sudistas contra los del Este, de hombres voraces y destituidos contra todo lo
que se niegue a su hambre, y a su sed, a este horno de iras, a estas fauces
afiladas, a este cráter que ya humea, vendremos ya a traer, virgen y llena de
frutos, la tierra de nuestro corazón? Ni nuestro carácter ni nuestra vida están
seguros en la tierra extranjera. El hogar se afea o deshace: y la tierra debajo
de los pies se vuelve fuego, o humo. ¡Allá, en el bullicio y tropiezos del
acomodo, nacerá por un fin un pueblo de mucha tierra nueva, donde la cultura
previa y vigilante no permita el imperio de la injusticia; donde el clima amigo
tiene deleite y remedio para el hombre, siempre allí generoso, en los instantes
mismos en que más padece de la ambición y plétora de la ciudad; donde nos
aguarda, en vez de la tibieza que afuera nos paralice y desfigure, la santa
ansiedad y útil empleo del hombre interesado en el bien humano!
Cada cubano
que cae, cae sobre nuestro corazón. La tierra propia es lo que nos hace falta.
Con ella ¿qué hambre y qué sed? Con el gusto de hacerla buena y mejor, ¿qué
pena que no se atenúe y cure? Porque no la tenemos, padecemos. Lo que nos
espanta es que no la tenemos. Si la tuviésemos, ¿nos espantaríamos así? ¿Quién,
en la tierra propia, despertará con esta tristeza, con este miedo, con la
zozobra de limosnero con que despertamos aquí? A la raíz va el hombre
verdadero. Radical no es más que eso: el que va a las raíces. No se llame
radical quien no vea las cosas en su fondo. Ni hombre, quien no ayude a la
seguridad y dicha de los demás hombres.