JUAN CRUZ VARELA

 

 

DIDO

 

 

 

DEDICATORIA 

 

Al Sr. D. Bernardino Rivadavia 

Ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores 

Señor: 

 

En una época en que todo marcha en nuestro país rápidamente

hacia la perfección, cada individuo particular se siente arrebatado

del movimiento común, y sus ideas insensiblemente se elevan. Mi

pobre musa también ha sido envuelta en esta revolución general; y

olvidándose que, cuando más, sólo puede serle permitido el tocar la

lira, ha tenido la audacia de aspirar a mayor sublimidad, y se

atreve a ofrecer a V.S. su primer ensayo en la tragedia. He

meditado tanto sobre este género de composiciones, y estoy tan

penetrado de las dificultades que ellas presentan aun a los mejores

poetas, que conozco que hay algo de temeridad en haber

emprendido esta obra; pero dedicándola a V.S.

"¿QUID TENTASSE NOCEBIT?"

La indulgencia con que V.S. ha mirado siempre mis composiciones

en otro género, me ha inspirado esta confianza. Mi DIDO será feliz

si, en alguno de los ratos que dejen a V.S. libres sus vastas

atenciones, consigue excitarle ese dulce placer que nace de saber

sentir. Por lo demás, yo quisiera que mi temeridad sirviera de

estímulo a algunos de nuestros jóvenes privilegiados por la

naturaleza; que ejercitarán sus talentos en el drama; y que algún

día una musa argentina llegue a merecer que se diga de ella:

"SOLA SOPHOCLEO TUA CARMINA DIGNA COTHURNO"

Tengo el honor de ser, con el más profundo respeto, Señor, atento

servidor,

Juan Cruz Varela

 

 

 

 

ACTORES

 

DIDO, viuda de Siqueo, y reina de Cartago. 

ANA, hermana de Dido. 

ENEAS, rey elegido por los troyanos que escaparon del incendio de su patria. 

NESTEO, jefe troyano. 

SERGESTO, jefe troyano. 

BARCENIA, dama del palacio de Dido. 

 

La escena es en Cartago, en un salón del palacio de la reina.

 

 

Acto primero

 

 

Escena I: Sergesto, Nesteo

SERGESTO 

Fuera mengua, en verdad, si hubiera Eneas 

formado tal designio: mas, Nesteo, 

¿no miras tus sospechas disiparse 

bien como el humo se disipa al viento? 

El amor a la gloria y a la fama 

es superior a todo; y los inciensos 

que los héroes ofrecen, nunca suben 

en honor de otro Dios, ni en otro templo. 

Dido es hermosa, es reina; nuestras naves 

en paz amiga recibió en sus puertos; 

y desde aquella noche en que, pendiente 

de los labios de Eneas, el suceso 

oyó de Troya, y nuestros crudos males, 

la flecha del amor hirió su pecho 

Todo es verdad; pero jamás podría 

nuestro rey humillarse hasta el extremo 

de olvidarse de sí mismo, porque Dido 

no se acuerda de sí. Nunca, Nesteo, 

me quise persuadir que el mismo Eneas 

manchase así la historia de sus hechos. 

En fin, ya tú lo ves: nuestros bajeles 

las velas hoy ofrecerán al viento; 

y mañana la aurora, al levantarse, 

nos verá en alta mar, lejos de un puerto 

do se respira un aire ponzoñoso 

destructor de la gloria, y en que el tiempo 

en ocio muelle y femenil halago 

se pierde sin honor y sin provecho. 

Eneas, juntamente con nosotros, 

se lanzará a la mar; él el primero 

en paz serena afrontará el peligro, 

y a insultar a la muerte aprenderemos.

NESTEO 

Mi sospecha, Sergesto, si crecía, 

era porque crecía mi deseo 

de abandonar cuanto antes unas playas 

que a los troyanos ha negado el cielo. 

Los restos de Ilión son destinados 

para dar nueva forma al universo, 

y hacer que las edades venideras 

repitan con asombro nuestros hechos. 

¿Qué debía yo creer, cuando miraba 

pasarse tantos soles, y con ellos 

Eneas entregarse a los placeres 

que, de la reina en el delirio ciego, 

le ofrece este palacio? Es necesario 

de bronce duro amurallarse el pecho 

contra el halago de mujer que adora, 

contra la astucia del amor artero. 

Eneas lo hizo ya: cuando la noche 

cielos y tierra con oscuro velo 

cubra, y entregue los mortales todos  

al letargo pacífico del sueño, 

entonces nuestras naves silenciosas 

al mar se confiarán; tal es al menos 

la orden que Eneas a Cloanto diera 

cuando a su estancia lo llamó en secreto 

al rayar este día, en que la gloria 

a mostrársenos vuelve. Yo, Sergesto, 

reviví con la nueva; y de mi engaño 

yo sólo sé con qué placer he vuelto. 

Otra vez en Eneas hallo al héroe 

que, de mi patria en el fatal incendio, 

me enseñó en una noche solamente 

cómo puede un mortal hacerse eterno.

SERGESTO 

Siempre debiste hacer esa justicia 

al mérito de Eneas. Tantos hechos, 

tantas proezas, y un renombre claro 

no se mancillan pronto, y mucho menos 

por el débil amor, cuyos placeres 

tan sólo afectan mujeriles pechos.

NESTEO 

Cuando inundaron los troyanos campos 

las falanges inmensas de los griegos, 

tres lustros no contabas, y de entonces 

sonó en tu oído de la guerra el eco. 

Diez años de un combate continuado 

a la ruina de Troya precedieron, 

y, en tan largo período, el pecho tuyo 

sólo en justa venganza estuvo hirviendo. 

Gritos feroces, moribundos ayes, 

ríos de sangre, asolación y muertos, 

tal era el cuadro de la patria nuestra 

en tantos días de furor inmenso; 

y tal escuela a conocer no enseña 

el corazón del hombre. Yo, Sergesto, 

con pocos años más de los que cuentas, 

sé cuánto puede amor. Cuando los griegos 

vinieron sobre Troya, las troyanas 

solamente bastaran a vencerlos, 

si los griegos tuvieran corazones 

que no fueran de tigres o de acero. 

Cuando yo a Aquiles conocí, y a Ulises, 

y a los dos hijos del soberbio Atreo, 

ya había conocido la violencia 

con que arde a veces del amor el fuego. 

Y cuán difícil es ahogar su llama 

a quien se goza con su mismo incendio. 

Por esto, amigo, cuando ya seis lunas 

ha que pisamos de Cartago el suelo, 

sin que hasta hoy Eneas se acordase 

de su honor y de Italia, en el silencio 

mi sospecha oculté: pero he temido 

que en el altar de amor quemara incienso, 

y que la gratitud de ser amado 

amante lo tornara, posponiendo 

su antigua gloria, y la mayor que resta 

con llenar del destino los decretos.

SERGESTO 

Pues de otro modo ha sido. El sol brilla 

[Dice esto como en actitud de mirar afuera por alguna ventana del salón] 

sobre la cima de los altos cerros 

que a Cartago dominan: el instante 

es ya llegado en que cumplir debemos 

la orden que, por medio de Cloanto, 

Eneas nos ha dado. Con secreto 

de nuestra pronta fuga, y de la hora 

en que es preciso concurrir al puerto, 

avisemos a todo los troyanos: 

y do el honor nos llama, allá volemos, 

y nunca Eneas sienta haber nombrado 

por uno de sus jefes a Sergesto.

NESTEO 

Vamos, amigo. ¡Malhadada reina! 

[Aparte.] 

¡Cuánto tu suerte y tu dolor lamento!

[Se van los dos]

Escena II: Dido y Ana

DIDO 

¡Ay, Ana! Tú lo sabes: la primera 

te abrí mi corazón; y mi secreto, 

hasta que el fondo te mostré del alma, 

tus ojos penetrantes no leyeron. 

Mi ardor no es obra tuya: yo no imputo 

ni imputaré jamás a tus consejos 

el repentino estrago de esta llama 

que ya en pavesas convirtió mi pecho, 

Frenética era ya, cuando tu lengua 

aún no aprobara mi furor inmenso, 

ni tu cariño a la infelice Dido 

te hiciera tolerables sus excesos. 

Esta insana pasión me llena toda, 

y todo abrasa cuanto en torno veo. 

¿Será que tal volcán, Ana querida, 

en mi daño los Dioses encendieron? 

perdona mi dolor: deja que llore, 

y derrame mis ansias en tu seno... 

Yo no sé, yo no sé qué abismos hondos 

cavarse bajo de mi planta siento.

[Se inclina unos instantes en el seno de su hermana]

ANA 

¿De cuándo acá, mi Dido, ese lenguaje 

de desesperación? ¿esos afectos 

de una inquietud ansiosa y afligente, 

contrarios hoy a los de ayer serenos? 

Troya y Eneas en igual renombre 

sonaban en Cartago, y el incendio 

de la ciudad más populosa de Asia 

ya llenaba de asombro el universo. 

Tú admirabas al héroe que, entre llamas, 

penates, padre, esposa, el hijo a un tiempo 

supo salvar con valerosa mano; 

sin que Atridas los soldados fieros, 

ni los horrores de la noche infanda 

pudieran contrastar su noble esfuerzo. 

Tú lo admirabas; y en las nuevas salas 

sirven de adorno a tu palacio regio 

los animados lienzos, do trazaron 

tantas hazañas los pinceles diestros. 

En ellos ¡cuántas veces hemos visto 

entre escombros y ruina, humo y fuego, 

vibrar de Eneas la tremenda espada, 

y circundar mil muertes a los griegos! 

Allí se mira entre falange espesa 

las puntas despreciar de cien aceros, 

solo animar desperanzada hueste, 

solo triunfar del bárbaro Androgeo 

y vengar solo los airados manes 

de los fuertes de Ilión, que perecieron 

en el largo período de diez años 

contra toda la Grecia combatiendo. 

¡Dido!, tú lo mirabas; y el destino 

todavía ocultaba entre sus velos 

del grande Eneas la futura suerte, 

y tu suerte también: ni al pensamiento 

pudo venir jamás que nuestras playas 

vieran de Troya los preciosos restos. 

Ellos se fiaron a merced del ponto; 

y al ponto amotinaron tantos vientos 

cuantos de Juno a la inmortal venganza 

y al eterno rencor obedecieron. 

Otro Dios los salvó: las rotas naves 

arribaron por fin a nuestros puertos, 

y Eneas a tus ojos se presenta 

muy mayor que su fama. Cuando el cielo 

se ocupa de un mortal, y lo reserva 

para obrar sus prodigios, ¿qué recelo 

puede inspirarte la pasión más digna 

que abrigara jamás humano pecho? 

¿Temes amar lo que los Dioses aman? 

¿O son que Dido las deidades menos?

DIDO 

¡Ay, hermana! perdona... no es mi llama, 

es mi destino cruel al que yo temo. 

Yo le vi, tú le viste; y era Eneas, 

más que un mortal, un Dios; hijo de Venus, 

amable, tierno, cual su tierna madre, 

grande su nombre como el universo, 

me miró, me incendió; y el labio suyo, 

trémulo hablando del infausto fuego 

que devoró su patria, más volcanes 

prendió con sus palabras aquí dentro, 

que en el silencio de traidora noche 

allá en su Troya los rencores griegos. 

Amor y elevación eran sus ojos, 

elevación y amor era su acento; 

y, al mirar, y al hablarme, yo bebía, 

sedienta de agradarle, este veneno 

en que ya está mi sangre convertida 

y hará mi gloria o mi infortunio eternos. 

Al principio dudé si el pecho mío 

sería digno de su heroico pecho. 

No he fijado, aunque reina, las miradas 

de los moderadores de los cielos; 

no soy más que mortal; y yo creía 

ver brillar en Eneas un reflejo 

de aquella lumbre celestial, que pasa 

del rostro de los Dioses al de aquellos 

que su amor soberano arrebataron, 

o de tan alto origen descendieron. 

Mi temor era justo; pero pronto 

no pudo más el alma obedecerlo, 

y cedió a su pasión: los ojos míos 

declararon por fin al extranjero 

el ardor que en mis venas discurría, 

penetrando sutil hasta los huesos. 

Su corazón, hermana, sólo es duro 

enfrente de la muerte, cuando, lleno 

de coraje sañudo en los combates, 

la venganza y furor hinchan su pecho: 

pero, al lado de Dido, si es que pudo 

resistir al amor, no quiso al menos 

negar el paso a los ardores míos, 

y los dejó llegar hasta su seno. 

Mil de veces pedile en ruego blando 

que me quisiera referir de nuevo 

los hados de su patria, y mil de veces 

los escuché con redoblado anhelo. 

¡Astucias de mi amor! Mientras su labio 

pendiente me tenía, yo en los besos 

me gozaba de Ascanio, y en el hijo 

encontraba a su padre mi deseo. 

Todo fue Eneas para mí de entonces; 

Eneas eran mis dichosos sueños, 

Eneas era mi vigilia ansiosa, 

y mi palacio, de su nombre lleno, 

y Cartago también, de mis furores 

testigos todos con asombro fueron. 

Esta ciudad reciente, cuyos muros 

emprendí con afán, de su cimiento 

no los ve ya subir; los torreones 

que elevar a las nubes se debieron 

para defensa de Cartago un día, 

apenas se alzan del nivel del suelo; 

e, interrumpidas ya las obras todas 

mi sola ocupación es mi amor ciego. 

Pero ayer... ¡ay, hermana!... los destinos, 

los destinos de Dido la perdieron. 

No nací para tanto... ¡Nunca, nunca, 

llegaron sus bajeles a mis puertos! 

¡Y nunca, nunca tu infeliz hermana 

sufriera tan atroz remordimiento! 

¡Ay, Ana! ¿Ya lo sabes? ¿Qué querías 

de una flaca mujer, contra el incendio 

que, entre, la sombra de callada selva, 

la abrasaba en presencia de su objeto? 

¡Día de perdición, ayer luciste! 

¡Silencio de los bosques! ¡Oh silencio 

peligroso al pudor! Deja que oculte 

mi verguenza, Ana mía, y mi secreto.

[En ademán de irse]

ANA 

[Deteniéndola] 

¿Y así rehúsas nuevamente abrirte 

a la que sola te dará consuelos? 

Ignoro tu pesar: pero ¿en qué parte 

vas a encontrar alivio a tu tormento, 

si en mi seno amoroso y compasivo 

no quieres descargar su enorme peso? 

Cuanto más delicada, es más expuesta 

una intensa pasión a contratiempos, 

y cuanto más incendio, más temores 

tal vez circundan los amantes pechos. 

Háblame, Dido; que quizá tu llanto 

discurre en vano por tu rostro bello; 

y quizá en vano se atormenta un alma 

que debiera nadar entre contentos. 

Las veces de razón, querida hermana, 

la amistad hace en los amantes ciegos, 

y la mía merece lo que anhela, 

porque no anhela más que tu sosiego.

DIDO 

Ver no quiero, Ana mía, convertidos 

tu amistad y cariño en menosprecio. 

Si desato mi lengua, y en su claro 

te pongo el corazón, todo tu afecto 

se cambia en odio a la infelice Dido, 

y todo, todo, hasta mi hermana pierdo. 

Ya se vengaron los airados Dioses, 

y ya el castigo de mi culpa siento: 

no aumentes mi dolor con la verguenza 

de confesar yo misma mis excesos. 

No me creí culpable; pero anoche 

crimen y pena me ha mostrado un sueño, 

y estoy abandonada a la venganza, 

a la justa venganza de los cielos. 

No me aborrezcas, Ana, en mi desdicha 

que bastante yo misma me aborrezco.

ANA 

¡Ingrata! ¡Ingrata! ¿Alguna vez por suerte 

te faltó mi amistad? ¿o en largo tiempo 

el dolor te amargó, sin que mi mano 

derramara dulzuras en tu seno? 

¡Aborrecerte yo! ¿Pudiste, Dido, 

así ofenderme, cuando no te ofendo? 

¿Este retorno a las finezas mías 

debiste prepararme,o yo temerlo? 

Si Eneas y su amor te ocupan toda, 

y si él solo te basta, por lo menos, 

la amistad de tu hermana merecía 

un galardón mejor que tu desprecio.

DIDO 

No insultes mi dolor, ni más agravies 

un tierno corazón, en que reservo 

la sola parte que mi hermana toca 

sin entregarla al que prendió este fuego.

ANA 

¿Y en qué te obstinas, o por qué no admites 

la sola mano que te da el remedio?

DIDO 

No hay remedio, querida; si mi labio 

el misterio revela, no por eso 

esperes aliviar las ansias mías.

ANA 

Te ayudaré a sentir, si más no puedo, 

y ¡qué dulce es llorar, cuando se mezclan 

lágrimas de amistad al llanto nuestro!

DIDO 

¿Lo quieres? Está bien. ¡Así quisiera 

mis ansiedades aquietar el cielo! 

Oye la causa de mi mal, y mira 

si te sabré querer, cuando me atrevo 

a descubrirte la vergüenza mía. 

¡Oh!, ¡si como es oculta al universo, 

así lo fuese a las deidades todas 

cuya venganza desde anoche temo. 

y que en sueño espantoso me mostraron 

que fui culpable, sin pensar en serlo! 

Sal; ve si alguno el importuno paso 

hacia esta estancia mueve, y al momento 

hazlo retroceder, no siendo Eneas. 

El solo escuchar puede los tormentos 

que desde anoche el corazón desgarran; 

él solo puede, pues por él padezco.

[ANA se va]

Escena III: Dido

DIDO 

¿Qué la voy a decir? Por do mi lengua 

primero empezará? Si no refiero 

el crimen que me abruma, ni la causa 

de mis terrores referirla puedo... 

¡Crimen! Eneas es esposo mío: 

si decirlo a la faz del orbe entero 

de mi estrella el rigor no me permite, 

testigo ha sido de mi unción el cielo. 

En el fuego del rayo que cruzaba 

prendió su antorcha el plácido himeneo, 

fue nuestro altar un álamo del bosque, 

y la selva frondosa nuestro templo. 

¡Crimen! Mi corazón exento y libre 

quedó desde la muerte de Siqueo; 

y si no quise darlo al duro Yarbas, 

al blando Eneas entregarlo puedo... 

Mas, Dido, tú deliras... Te fascinan 

tu pasión miserable y tu deseo. 

Si la culpa no es tuya, ¿cómo anoche 

¡criminal!, ¡criminal! , te, dijo el cielo? 

¿Y cómo tu razón, cuando volviste 

del horrífico espanto de aquel sueño, 

te empezó a condenar y te condena 

siempre que a la razón das un momento? 

¡Dioses que el fondo de mi pecho visteis, 

y las ansias miráis en que peleo! 

¿sois Dioses sin piedad?... ¿Y abandonada 

podré verme de Eneas?... ¿Será cierto, 

lo que entre sombras vi? Vuelve, querida; 

¡ay, Ana!, vuelve, y me darás consuelo.

[Dice esto como llamando a su hermana; y, en acabando de hablar, quedará la

escena en silencio por un breve rato, pasado el cual ANA se presentará en ella.]

Escena IV: Dido y Ana

ANA 

Nadie se acerca, hermana: del palacio 

dicen que Eneas se ausentó, al momento 

que el primer rayo, precursor del día, 

con oro el horizonte fue vistiendo. 

Cloanto iba con él, y a poco rato 

Nesteo, añaden que salió, y Sergesto 

[Mientras ANA está refiriendo esto, DIDO muestra su sorpresa e inquietud.] 

Es rara esta conducta; yo a Barcenia 

encargué que indagara con secreto 

el motivo que pueda ocasionarla, 

y que a informarnos regresara luego, 

Mas no vendrá tan pronto que no puedas... 

Pero, Dido, ¡qué extraño abatimiento! 

Heme a tu lado nuevamente, amiga; 

deposita tus penas en mi pecho; 

que, si acaso aliviarte no me es dado, 

sabré contigo perecer al menos.

DIDO 

¡Cruel! ¡cruel! ¿Qué nueva me has traído? 

¡Qué puñal, sin saberlo, hasta mi seno...! 

¿Lo ves? ¿lo ves?... ya se cumplió... No había 

la luz del sol esclarecido el cielo, 

cuando Eneas... ¡oh, Dios! ¿Y dónde ha ido? 

¿A qué fin a la aurora, y en silencio, 

del palacio salir? ¡Qué nuevos pasos! 

¡Qué no debo temer de este misterio! 

¿Ves cómo era verdad; verdad terrible, 

la que anunciaba mi horroroso sueño?

ANA 

Depón, querida, turbación tan grande, 

¿Qué sueño es ése, que a tan duro extremo 

de dolor se arrebata? Ya no es justo 

atormentarme más con tu silencio.

DIDO 

Pues oye, y tiembla, como yo he temblado, 

y ve si encuentras a mi mal remedio. 

Desde que Eneas arribó a mis playas 

no tuve más afán que complacerlo, 

estudiar sus miradas, sus acciones, 

anticiparme a todos sus deseos, 

idolatrarlo, en fin. Diestro en la flecha, 

era la caza su mayor recreo; 

y tú me has visto las mañanas todas 

acompañarle por el bosque espeso, 

por la llanura de los verdes valles, 

y por la cumbre de los altos cerros. 

Ayer sereno, como nunca, el día 

en oriente lució: los compañeros 

de Eneas, los magnates de mi corte, 

y Ascanio mismo, con nosotros fueron. 

Mas, no bien se esparciera por los campos 

el venatorio bando, cuando el trueno 

empezó a retumbar y en negra nube 

cubrirse el sol, y encapotarse el cielo. 

Ardiendo el rayo sin cesar cruzaba, 

y el aire todo convertido en fuego, 

el miedo santo a las eternas causas, 

el pavor inspiraba, y el respeto. 

Toda la comitiva disipóse; 

y en las cabañas, o en los hondos senos 

de las cavernas do las fieras moran 

buscaron un asilo los dispersos. 

A Eneas y a tu hermana un bosque amigo 

amparo les prestó, y en su silencio 

sólo la voz de amor fue triunfadora, 

y empezó a resonar dentro del pecho. 

Ana, si Dido fue culpable, ha sido 

cómplice de su culpa el mismo cielo. 

El suspendió sus rayos y sus iras 

en el momento que en el bosque espeso 

penetró nuestra planta; cual si fuera 

la tormenta terrible, de himeneo 

la precursora pompa. Aquel instante 

estalló el volcán y... ¿qué te puedo 

decir yo con mi voz, que no te diga 

mejor que con mi voz, con mi silencio? 

[Cubriéndose el rostro, como avergonzada]

ANA 

Prosigue, Dido: de tu blanda hermana 

no esperes otra cosa que consuelos.

DIDO 

Tal es mi culpa, si llamarse culpa 

puede el amor, y la pasión que debo 

a un héroe que ya miro como esposo, 

y que sin duda lo es... pero yo tiemblo 

al recordar la noche que ha seguido 

a un día que empezó tan placentero. 

Llegó la hora en que recibe a todos 

en paz amiga el regalado sueño, 

y en que los miembros fatigosos hallan 

el plácido descanso en blando lecho. 

No bien entré en el mío, y mis sentidos 

ocupaba el sopor, cuando del templo 

donde reposan en la yerta tumba 

las frígidas cenizas de Siqueo, 

de repente las bóvedas temblaron; 

y, arrojando con furia el pavimento 

las losas sepulcrales, fue mi esposo 

entre los descarnados esqueletos 

el que primero conmoverse miro, 

y acercarse hacia mí con paso lento. 

Su mirar era horrible, y en mi oído, 

sonó ronca su voz, cual suena el trueno 

cuando, de monte en monte retumbando, 

lejos se escucha resonar el eco. 

"¡Perjura!" , dijo, y al decirlo airado, 

me arrancó con violencia de mi lecho, 

y, llevándome al borde de su tumba, 

"éste es", añade, "tu debido premio. 

Has roto el juramento sacrosanto 

que pronunciaste al expirar Siqueo, 

y que oyeron los Dioses infernales, 

que presiden la muerte y el silencio: 

ven a sufrir tormentos espantosos 

en la mansión callada de los muertos." 

Sus palabras horrísonas entonces 

los cadáveres todos repitieron, 

y ya lanzaban en la horrenda huesa 

a tu hermana infeliz, cuando su acento 

"¡Eneas!", exclamó; "ven al librarme 

de los horrores que por ti padezco." 

A mi voz los espectros, silenciosos, 

el mar se señalaron, y cubierto 

de bajeles el mar, el mismo Eneas 

iba huyendo de Dido en uno de ellos. 

Entonces desperté, y, abandonada 

al furor de las sombras, aquel sueño 

hubiera puesto término a mi vida, 

si en fuerza del pavor no me despierto. 

Un sudor frío, anunciador de muerte, 

bañaba todos mis cansados miembros, 

y la imaginación me presentaba 

en cada nuevo instante horrores nuevos. 

Al fin brilló la luz, que nunca, nunca 

ha tardado hoy a mi deseo. 

Ana, ya tú lo viste: el alba apenas 

apagaba su lumbre a los luceros, 

cuando volé a tu estancia, de la mía, 

y de mi lecho, y de mí misma huyendo. 

Ya sabes mi delito y mis temores: 

si el primero no es tal, ¡pluguiera al cielo 

que éstos no fuesen más que sombra vana, 

y que volasen cual voló mi sueño!

ANA 

¿Y así, Dido, te entregas al prestigio 

de una ilusión soñada? ¡Qué!, ¿los celos 

es tan fuerte pasión que sus furores 

lleve hasta las mansiones de los muertos? 

A los que yacen en la tumba ¿piensas 

que ni tú ni tu amor...?

DIDO 

                                             Sí, ya lo veo: 

mas, si nada hay de común entre el que goza 

la luz del día, y el que fue, a lo menos 

es muy posible que un amante ingrato 

a quien vive por él deje muriendo.

ANA 

Mas ¿qué razón a tus temores hallas? 

¿Qué mudanza ves tú que yo no veo?

DIDO 

Esta es la hora, y éste mismo el sitio 

a que todos los días el primero 

concurre Eneas, y de aquí a la caza 

conmigo sale. ¿Dónde está? Yo temo 

que la primera vez que falta Eneas 

no sé qué me prepara de funesto.

ANA 

Tal vez no tardará: pero siquiera, 

en tanto que el motivo no sabemos, 

no anticipes tu mal. ¿A quién, hermana, 

para ser infeliz le falta tiempo? 

Tú verás cómo Eneas... mas Barcenia 

hacia aquí viene ya: todo el misterio 

de su labio sabrás; verá cuál vuelves 

a tu tranquilidad y a tu sosiego.

Escena V: Dido, Ana y Barcenia

[Sale BARCENIA]

DIDO 

¿Qué me dices, Barcenia? ¿Son fundados, 

o no debo dar crédito a mis sueños?

BARCENIA 

No os comprendo, señora; ni tampoco 

de comprender acabo lo que vengo 

de escuchar y de ver: de nuestras playas 

hoy los troyanos se despiden creo. 

Unos a otros en secreto se hablan, 

en confuso tropel bajan al puerto, 

y Eneas, y Cloanto, y otros jefes, 

parecen ordenar un movimiento 

que debe hacer la armada. En tal conducta 

hay algo ciertamente de misterio: 

los tirios y troyanos ya no forman 

como hasta el día de hoy, un solo pueblo; 

desconfían, se evitan, y parecen 

mostrarse mutuamente algún recelo. 

Se habla de un modo vario de la causa 

que ha producido tan extraño efecto: 

todos se encuentran, se preguntan todos, 

y nadie sabe responder lo cierto; 

pero yo temo que tal vez mañana...

DIDO 

[Prorrompe con ímpetu y su agitación irá creciendo por grados hasta finalizar

el acto] Basta, Barcenia. ¿Y es posible, cielos, 

que así se burle, sin hallar castigo 

de una reina infeliz un extranjero? 

¿Qué más he de saber? ¡Hermana! ¡amiga! 

Ve, di a ese monstruo que deseo verlo, 

verlo la última vez. Tú sola puedes 

librarme en tantas ansias: el perverso 

a ti sola se abría, y te confiaba 

su doble corazón y sus secretos 

Ana, él te amaba, y a tu hermana triste 

mostraba sólo su mentido fuego.

ANA 

No más insultes mi amistad, querida; 

que ya bastante en tu dolor padezco. 

Buscaré a tu enemigo; mal he dicho: 

no lo será tal vez... En fin, yo vuelo 

a encontrarme con él. Es imposible 

que quepa tal perfidia en tales pechos.

DIDO 

Ve, vuela, llama al cruel: dile que Dido 

arde más en su amor cada momento; 

dile que se consumen mis entrañas  

en destructor inapagable incendio, 

y que todo mi ser... no digas nada... 

deja que me abandone. Yo ¿qué pierdo 

si he perdido mi paz, mi dulce calma, 

y quizá mi virtud, por un perverso? 

La muerte nada más... tal vez la hora 

es ésta ya en que, tranquilo y quieto, 

se lanzará a la mar, y de mi pena 

se burlará con otros, convirtiendo 

hacia Cartago la insultante vista 

y gozando en mi mal... ¿Ves cómo el tiempo, 

Ana mía, se va? Vuela, querida, 

pide, ruega, importuna. Yo no creo 

que tanto mienta el exterior de un hombre... 

¡Tórnelo yo a mirar, y parta luego! 

Pero no huya de mí sin que mi lengua 

"¡ingrato!,¡ingrato!", le repita al menos.

 

Fin del acto primero

 

 

 

Acto segundo

 

 

Escena I: Eneas y Nesteo

ENEAS 

Era mejor que el corazón, amigo, 

hecho de bronce o de diamante fuera, 

y que nunca, jamás, en él tuviesen 

algún poder las impresiones tiernas. 

Mi trabajada vida ningún paso 

me ofreció tan difícil; y más cuesta 

en la lucha de afectos encontrados 

hacer que al corazón la gloria venza, 

que insultar los peligros y la muerte 

en el ardor feroz de la pelea, 

y arrollar con denuedo imperturbable 

en negra noche las falanges griegas 

¿Quién creería que un pecho acostumbrado 

a los horrores de la cruda guerra, 

fuese pecho amador, blando, sensible, 

que a los encantos del amor cediera? 

Ello es así. De mi valor, Nesteo, 

el esfuerzo mayor es esta ausencia. 

Dido se quejará de su destino, 

pero nunca de mí. Por dondequiera 

lléveme el hado; mas la imagen suya 

estará siempre en mi memoria impresa; 

que el amor no degrada, y nunca puede 

ser generoso quien ingrato sea.

NESTEO 

La pasión de la reina es acreedora 

a una pasión igual, y si no fueran 

las órdenes del cielo...

ENEAS 

                                             No, Nesteo; 

es grande mi pasión, mas no me ciega; 

y yo estoy bien seguro de mi triunfo, 

pues mi primer deber lucha con ella. 

La victoria es costosa, pero al cabo 

siempre fue necesaria; estas riberas 

no son las que un día los troyanos 

hallar su patria y su fortuna esperan. 

Las reliquias de Troya, reservadas 

para formar una nación soberbia, 

deben sólo fijarse en las regiones 

do el Tíber corre, y el latino reina. 

El oráculo santo lo ha ordenado; 

y a nosotros, amigo, sólo resta 

obedecer al cielo, y engreírnos 

de ser los instrumentos que quisieran 

los Dioses elegir, para que un día 

su voluntad suprema se cumpliera. 

Mas, aunque las deidades sus designios 

hubieran ocultado, nunca Eneas 

pudiera permitir que tantos héroes 

como han sobrevivido a la funesta 

destrucción de su patria, peregrinos 

en la extensión de la anchurosa tierra, 

mendigasen asilos extranjeros, 

y esclavos fuesen de una ley ajena. 

Atravesando mares, e insultando 

la muerte, la desgracia, y la miseria, 

debiéramos buscar de cualquier modo 

entre nuevos peligros, glorias nuevas. 

La historia de los héroes pocos días 

debe marcar oscuros, y la nuestra 

ha de servir de ejemplo a las edades, 

por más que cueste al corazón violencia.

NESTEO 

Tal es mi parecer; y el labio mío 

jamás desmiente mi interior. Quisiera 

que, mudos los oráculos, dejaran 

a nuestra sola decisión la empresa 

de conquistar la fama; y que la gloria 

de un inmortal renombre la debieran 

a sí mismos, no al cielo, los troyanos. 

Mas, por mucho que el alma se posea 

de esta noble ambición, no puedo menos 

que lamentar la suerte de una reina...

ENEAS 

Es justo, amigo: como tú lamento 

su desventura yo: ¿ni quién pudiera 

con más razón dolerse de sus males, 

que el mismo que los causa? La demencia 

de la pasión de Dido, sus tranportes, 

el fuego abrasador en que se incendia, 

estériles no han sido, y a mi pecho 

harto cuesta el sentirlos. Era fuerza 

esperar en Cartago a que volviese 

la estación mansa de la primavera, 

para lanzar a un mar desconocido 

nuestras pequeñas naves; y la reina 

en todo este período ha fomentado 

la infundada esperanza de que Eneas, 

prestándose por fin a un himeneo, 

no saldría ya más de estas riberas. 

Su amor pasó a mi pecho, pero nunca 

su ceguedad pasó; ni de mi lengua 

el dictado de esposa escuchar pudo, 

por más que quiso que su esposo fuera. 

Si yo no me debiese a los destinos, 

sólo Dido, Nesteo, me debiera; 

porque al cabo la amé, ni vendrá día 

en que de haberla amado me arrepienta.

NESTEO 

¡Difícil posición! Y ¡cómo a veces 

los cuidados que el cielo nos dispensa, 

y el interés que en nuestra dicha toma, 

suspiros mil al corazón le cuestan! 

Mas por esto, señor, mejor sería, 

pues no hay otro remedio, que la ausencia 

fuese como la fuga, sin mostraros 

otra vez a la vista de la reina. 

¿A qué fin exponeros a reproches 

que ciertamente la razón condena, 

pero que el corazón, por más que luche, 

encuentra justos, y en silencio aprueba? 

Bien veis que a Dido ni el amor de gloria 

ni el destino arrebata: amante y ciega, 

ni escucha más razón que su cariño, 

ni siente más que su pasión intensa. 

¿O queréis que, abatida, desolada, 

desesperada después, vuestra presencia 

encone más la herida de su pecho, 

y se deje llevar...? ¡Señor! es fuerza 

que huyamos de una vez; en su delirio 

una mujer amante todo atenta, 

y quién sabe si Dido... Mas, vos mismo, 

al rayar este día, con la idea 

estabais de partir sin ser notado. 

¿Qué causa puede haber que así convierta...?

ENEAS 

Es verdad, lo pensé; mas yo creía 

ocultar nuestra fuga de la reina, 

y que su desengaño le viniese 

cuando, lejos del puerto nuestras velas, 

ni yo viera su llanto, ni ella misma 

que yo insultaba su dolor creyera. 

Se frustró mi designio, el movimiento 

en que están los troyanos, la presteza 

con que acuden al puerto, mi salida 

temprano del palacio, y la sorpresa 

que ha causado a la reina el que este día 

faltase yo del sitio en que me espera 

para ir a la caza, han excitado 

su amarga duda, y su cruel sospecha. 

Yo lo temí cuando en la playa misma 

en medio del concurso vi a Barcenia, 

y la curiosidad que la agitaba; 

y, sin embargo, resistí esta prueba. 

Mas la hermana de Dido de repente 

ansiosa entre el tumulto se me acerca, 

me aparta de Cloanto, de su hermana 

me pinta la aflicción, llora, me ruega, 

y yo entonces prometo... ¿Quién resiste 

consolar a su amante, cuando ella 

no exige más consuelos que la vista 

del causador de sus amargas penas? 

Le prometí volver; he vuelto, amigo, 

y ¡ojalá que mi pecho no sintiera 

lo terrible del lance! Mas, al menos 

yo puedo resistir...

NESTEO 

                                   Podéis; pero ella 

ni sabrá, ni podrá: no son consuelos,  

son causas de furor las que la reina 

en su delirio busca; la esperanza 

aún quizá la promete... ¿Quién consuela 

a una mujer frenética? Es preciso 

que vuestra pronta fuga la convenza 

que ya no hay esperar: entonces puede 

que, por creeros ingrato...

ENEAS 

                                             ¿Y yo debiera 

darla motivo para que algún día 

me impute con razón nota tan fea, 

y recuerde mi nombre como el nombre 

de un insensible, que el dolor desprecia? 

No, Nesteo; he de verla: estoy seguro 

de no olvidarme de quien soy: la reina 

sabrá que, si la dejo, en ningún tiempo 

la dejaría, si no fuese Eneas. 

Pronto debe venir hasta este sitio: 

retírate, Nesteo. En la ribera 

que todo se prepare, y vuelve al punto 

en que deba mi nave dar la vela.

[Se va NESTEO]

Escena II: Dido y Eneas

[Al empezar esta escena habrá algunos momentos de silencio, en los que DIDO

mirará a ENEAS con cierto aire de indignación; y éste manifestará lo indeciso y

difícil de su posición actual. Al cabo DIDO prorrumpirá exaltada; y en toda la

escena ambos actores variarán de voz, de expresión y de afecto, según lo que

expresen los versos.]

DIDO 

¿Pudiste, pérfido, esperar; creíste 

que el disimulo tu maldad cubriera? 

¿Y así, callado, entre ignominia y llanto 

dejarme abandonada? ¿Menosprecias 

el hospedaje que te di oficiosa, 

y que pude no darte? ¿la obsecuencia, 

la amistad de los tirios? más que todo, 

¿la pasión impetuosa de una reina? 

¡Perjuro! ¿Sabes lo que a mí me debes? 

¿O el burlarte en mi mal crees que a tu nombre 

puede añadir honor? ¡Qué es esto, Eneas! 

Mi amor, la mano que te di de esposa, 

este fuego voraz, que por mis venas 

circula, y cunda, y me consume toda, 

sin dejarme sentir más existencia 

que la que siento para amarte, ¿nada, 

nada es bastante para hacer que vuelvas 

a contemplar a Dido, y los horrores 

en que la dejas para siempre envuelta? 

Bien lo predijo mi espantoso sueño... 

La tumba, nada más, la tumba yerta, 

la venganza terrible de los manes, 

ése es el premio que mi amor espera. 

Anoche yo te vi, te vi, perjuro, 

abandonar a Dido; y Dido, en presa 

a los espectros; y a la horrenda muerte, 

conoció tarde lo que amarte cuesta. 

Yo te llamaba, y te llamaba en vano; 

heme ya junto a ti: puedes siquiera 

librarme de ti mismo, de los males 

que, aun en idea, sin piedad me aterran 

¡Ingrato! ¡ingrato! tan siquiera aguarda 

a que, más decidida, te prometa 

un viaje fácil la estación propicia. 

Un día, nada más, un día espera. 

Yo no pretendo que en Cartago siempre 

vivas, y reines, y a mi lado mueras. 

¡Oh!, ¡si pudiera ser! Pero te ruego 

que un breve espacio, una pequeña tregua 

prestes a mi dolor, mientras mi pecho 

a vivir muertes en la horrible ausencia 

se puede preparar; mientras la suerte 

a saber ser tan infeliz me enseña. 

¿Me lo podrás negar? ¿Tendrás acaso 

de bronce el corazón? Parta mi Eneas, 

parta a Italia, y en remotos climas 

un bello reino y una amante bella 

busque es buenhora; pero deme al menos 

derramar mi dolor en su presencia; 

y este inmensa pasión siquiera logre 

que quien la vio nacer, un día vea 

hasta dónde llegó... ¡Mísera Dido! 

¡Oh, Dioses! ¡Que furor!... Y si tuvieras 

pecho de bronce y corazón de roca, 

¿qué más harías con tu amante? ¿Cierras 

el labio mentidor? ¿Nada respondes? 

¿Llegar pudiste hasta esperar mi afrenta 

para entonces, malvado, y sólo entonces, 

abandonarme así? ¡Oh, luz funesta 

la que ayer me alumbró! ¿Por qué no vino 

una fiera del bosque?... ¡Oh, Dios! ¿Tu lengua 

hora calla, traidor? Mejor callara 

cuando a tu amante en su delirio oyeras. 

¡Cruel! ¿Y no se asoma por tus ojos 

ni mentida, una lágrima siquiera?

ENEAS 

¡Dido! ¡Mísera reina! Yo conozco 

la razón de tu amor: jamás Eneas 

se olvidará de lo que a Dido debe, 

y de los males que por él la cercan. 

Si yo solo de mí y de mis acciones, 

como tú de las tuyas, dispusiera, 

nunca tendrías que llamarme ingrato, 

por más que fuese tu pasión violenta. 

No es para mí la vida que los cielos 

con afán cuidadoso me dispensan: 

me debo a sus designios; y el Olimpo, 

cuando escoge a un mortal, marca la senda 

por do debe marchar, ni le permite 

un solo paso separarse de ella. 

No es una sombra vana, no es un sueño 

al que obedezco yo, ¿ni quién pudiera 

así curarse de ilusiones tales? 

Un Dios es, Dido, quien a mí me ordena 

buscar entre peligros y borrascas 

más allá de los mares otra tierra. 

Un Dios es, Dido, quien mis pasos mueve: 

a la deidad, no a mí...

DIDO 

                                   ¡Malvado! ¿Piensas 

que también no hay un Dios que a Dido cuida, 

y del perjurio y la traición la venga?

ENEAS 

No soy perjuro ni traidor, querida: 

si así te llama y te llamó mi lengua, 

nunca, jamás, la desmintió mi pecho, 

donde tu imagen y tu amor se encierran. 

Bastantes días ya, bastantes días 

me reclama la gloria, que debieran 

solamente en buscarla haberse empleado, 

si nunca ardido en tu querer hubiera. 

Mis compañeros de infortunio, aquellos 

que quisieron ponerme a su cabeza, 

y llamarme su rey, desde el momento 

en que, entre el fuego y la matanza griega, 

los libré del incendio de su patria, 

después que el cielo decretó perderla; 

ésos han acusado con justicia 

mi estación en Cartago: ellos esperan, 

confiados en la fe de los oráculos, 

que Italia admire de la Troya nueva 

el naciente esplendor: yo mismo, Dido, 

a acusarme llegué; ni pudo Eneas 

esperar a que un Dios lo concitara 

si no te hubiera amado con vehemencia.

DIDO 

No insultes más en mi presencia al cielo. 

¿De cuándo acá los Dioses aconsejan 

el perjurio, el engaño; y autorizan 

a que un mortal sacrílego se atreva 

a cubrir con su nombre sacrosanto 

las abominaciones que detestan?

ENEAS 

Siempre el perjurio y la traición me imputas, 

cuando mis sentimientos no se mezclan 

con crímenes tan feos, ¿En qué tiempo 

su juramento ha quebrantado Eneas? 

Te juré que te amaba; y te amo, Dido, 

y te amaré, mientras la lumbre vea 

del sol vivificante, y esta vida 

me dispense el destino que me fuerza. 

Yo debí obedecerle, y fue eso 

que consentir no quise en que encendiera 

Himeneo su antorcha, y nuestras almas 

por siempre uniese en ligadura eterna. 

Nunca mi esposa te llamé, ni nunca 

se escapó de mis labios una prenda 

de tamaño valor: te alucinaste 

y a los delirios de tu pasión ciega 

diste una realidad que...

DIDO 

                                             Tú, tú mismo 

me hiciste concebir tan lisonjeras, 

tan dulces esperanzas. ¿Con qué objeto 

fomentabas mi llama, y en mis venas 

el veneno fatal a cada instante 

vertían tus palabras halagüeñas? 

Pero yo ¿dónde voy? ¿Cómo pretendo 

con llanto débil ablandar la peña 

de que es formado el corazón de un monstruo? 

Mis lágrimas ¿qué valen?... Nada... Aumentan 

el triunfo del malvado, y, engreído, 

contempla mi dolor y lo desprecia. 

¿Se le oye algún suspiro? ¿Algún sollozo 

interrumpe su hablar? Quiere que crea 

que lo violenta un Dios; como si fuesen 

los Dioses como Dido, que no piensa 

en nada más que en él; como si un hombre, 

un hombre solo interesar pudiera 

a los que en lo alto de su gloria miran 

como nada los cielos y la tierra. 

¡Un Dios! ¡Blasfemo! Parte; parte, inicuo; 

la ambición es tu dios: te llama; vuela 

donde ella te arrebata, mientras Dido 

morirá de dolor: sí. Pero tiembla, 

tiembla cuando, en el mar, el rayo, el viento, 

y los escollos que mi costa cercan, 

y amotinadas las bramantes olas, 

en venganza de Dido se conmuevan. 

Me llamarás entonces, pero entonces 

morirás desoído. Cuando muera 

tu amante, desolada, entre los brazos 

de tierna hermana expirará siquiera. 

Y sus reliquias posarán tranquilas, 

y bañadas de llanto en tumba regia: 

pero tú morirás, y tu cadáver, 

al volver de las ondas, será presa 

de los marinos monstruos; e, insepulto, 

ni en las mansiones de la muerte horrenda 

descansarán tus manes. Parte, ingrato, 

no esperes en Italia recompensas 

hallar de tu traición: parte; que Dido 

entonces al menos estará contenta 

cuando allá a las regiones de las almas 

de tu espantable fin llegue la nueva.

[Se va con precipitación]

ESCENA III: Eneas

ENEAS 

¡Dido! ¡Dido infeliz! Ya no me escucha, 

La triste se abandona a la violencia 

de su pasión fatal; y yo, que la amo, 

¿qué puedo hacer por mitigar su pena? 

Nada me es dado; nada: yo conmigo 

me llevo su dolor; pero esta ausencia 

se juzga ingratitud; y mi memoria, 

manchada de una nota que detesta 

mi corazón sincero, será odiada 

de la mujer que adoro. Más valiera, 

sí, más valiera que la suerte oscura 

me hubiese confundido entre la inmensa 

muchedumbre vulgar: mi nombre entonces 

cuando muriere yo, también muriera, 

sin emplearse la fama en transmitirlo 

de una edad a otra edad; empero, exenta, 

mi vida fuera mía, y mi cariño 

no costara a mi amante lo que cueste. 

¿Oh, cielos! El tormento que yo sufro 

no debería ser la recompensa 

del sacrificio doloroso y grande 

que a vuestra voluntad consagra Eneas. 

Perdonadme, deidades inmortales: 

pero, ya que me disteis resistencia 

para acallar los gritos de mi pecho, 

y no escuchar más voces que las vuestras, 

mirad a Dido con piedad un día; 

y llegue a persuadirse que su amante 

hasta un extremo tal supo quererla, 

que a una pasión tan dulce, nada, nada, 

que no fueran los Dioses prefiriera. 

Pero, Eneas, ¡qué es esto! ¿Tu cariño 

puede cegarte ya? Sigue la senda 

que la gloria te marca: los troyanos 

te eligieron tu rey; toda la tierra 

está pendiente de un destino nuevo: 

las esperanzas de los tuyos llena, 

cual debieras hacerlo, aunque el Olimpo 

no se dignara dirigir la empresa. 

Mucho tarda nesteo; nuestras naves 

pudieran ya partir; nada interesa 

el esperar la noche, porque Dido 

ya penetró el misterio. ¡Qué violentas 

son ya las horas que en Cartago pasan! 

Mas ¿qué será? La hermana de la reina 

hacia esta estancia se dirige. ¡A mi alma 

nuevos combates por mi mal esperan!

Escena IV: Ana y Eneas

[Sale ANA]

ANA 

En nueva vez os busco, para daros 

por mi infeliz hermana nuevas quejas. 

¿Era posible que en el pecho vuestro 

se anidara, señor, una dureza 

que el exterior desmiente, y que parece 

no poderse hermanar con vuestras prendas? 

En mí no veréis llanto; y esto mismo 

me cierra la esperanza. Al que no muevan 

las lágrimas preciosas de su amante, 

¿qué podrá ya mover? Pero, ¿no piensa 

el héroe de Ilión en la desgracia 

de Cartago, los tirios, y la reina? 

Cuando arribasteis vos a nuestros puertos 

en hora fortundada, estas riberas 

recién dejaba el implacable Yarbas. 

Bien lo sabéis, señor; en la demencia 

de su pasión feroz, pidió de Dido 

el tálamo partir, y que la diestra 

le entregara mi hermana, consintiendo 

en un enlace que el amor detesta. 

Dido se denegó, y el mismo entonces 

se presentó en Cartago. La fiereza 

de un carácter atroz, unida al fuego 

de un amor tan furioso como aquélla 

se dejó ver en Yarbas: Dido opuso 

más tenaz y más justa resistencia 

al temerario empeño; y, desperado 

el amante feroz se ausenta de ella. 

pero, al partir, "Yo volveré", le dijo, 

"no ya como a rogarte; ni la tea 

que mi mano traerá podrá apagarse 

sin que en cenizas a Cartago vuelva. 

Tú sola escaparás de tal incendio; 

pero no más que para ser la presa 

en que se cebe mi rencor. Armada 

a toda la Getulia en mi defensa 

pronto verás venir; y arrebatada 

de en medio de los tuyos, en mis tierras 

serás esclava, pagarás bien caro 

tu orgullo, tus insultos, y mi afrenta; 

y, si aquí a Yarbas conociste amante, 

allá conocerás cómo se venga", 

dijo, y partió; y en los confines nuestros 

ya bramaban las furias de la guerra, 

cuando entraron, preñadas de troyanos, 

a este puerto, señor, las naves vuestras. 

Dido las recibió; y al ver un héroe 

de cuyo nombre sus comarcas llenas 

estaban de antemano, y los soldados 

que pelearon diez años contra Grecia, 

ni ya temió de Yarbas los insultos, 

ni pensó en levantar las fortalezas 

que en el cimiento veis, y en que debían 

ampararse los tirios en la guerra. 

La Fama al punto discurrió, y de Yarbas 

llevó al oído la funesta nueva 

de tan próspero arribo, y los amores 

que en el pecho encendisteis de la reina. 

Lo supo; y si, temiendo a los troyanos, 

contuvo sus furores la impotencia, 

la sed de su venganza más se enciende: 

¿y cuál será su efecto cuando vea 

que, abandonada la infelice Dido 

del brazo que se alzaba en su defensa, 

en presa queda a los rencores suyos? 

¿Cómo será su rabia, cuando aumentan 

los celos su furor? ¡Señor!, al menos 

esperad unos meses, mientras puedan 

levantarse los muros de Cartago, 

ya que nos falta quien su vez hiciera. 

Esperad unos meses: el delirio 

calmará de la reina, y ya dispuesta 

a miraros partir, no hará en su pecho 

el estrago que temo vuestra ausencia. 

¡Eneas! ¿No escucháis? Si en su infortunio 

a mi hermana mirarais, no cupiera 

más resistencia en vos: yo la he dejado 

en poder de sus tristes compañeras 

abandonada a su dolor terrible, 

a un dolor que la mata: ni su lengua 

pronuncia ya más voz que la de muerte , 

ni ya mi esfuerzo a consolarla llega.

ENEAS 

Señora, vuestra hermana es la que causa 

que el favor que los cielos me dispensan 

tenga por infortunio; y que la gloria 

me parezca enfadosa, cuando vuelan 

todos mis compañeros en su busca, 

y ellos me llaman cual me llama aquélla. 

¿Y qué queréis de mí? Yo adoro a Dido; 

empero más adoro la suprema 

voluntad de los Dioses: ellos mismos 

abatirse se dignan hasta Eneas, 

lo futuro me enseñan, y me mandan 

que parta al punto de esta dulce tierra. 

Y yo, ¿qué puedo hacer? Mi amante mismo, 

la misma Dido, ¿en mi lugar qué hiciera? 

¿Teme de Yarbas el rencor innoble? 

Y antes que yo viniese, ¿cuál defensa, 

que no fueran los tirios, a la rabia 

del tirano vecino se opusiera? 

Los tirios bastarán; estas murallas 

tienen tiempo de alzarse, antes que pueda 

el duro Yarbas concitar su pueblo, 

reunirlo, armarlo, y emprender la guerra, 

Además, el amor no dura mucho 

en su pecho feroz; la llama tierna 

es extranjera en él, arde de paso, 

y luego lo abandona a su rudeza. 

Así de Yarbas la pasión insana 

tal vez no existe ya, ni...

ANA 

                                             Si existiera 

en vuestro pecho la que en otros días 

a mi hermana jurasteis, no pudiera 

la ingratitud dictaros los efugios 

que vuestro mismo corazón condena.

ENEAS 

Ni yo ni nadie condenarme puede. 

Entre las esperanzas lisonjeras 

de que una nueva Troya allá en Italia 

emule de la antigua la grandeza, 

y de ver a los míos presidiendo 

los grandes cambios que la tierra espera, 

sólo Dido me aflige, sólo Dido 

al hondo pecho los tormentos lleva 

que amargan mi ventura, y que me impiden 

ser feliz de una vez. Jamás ausencia 

fue más justa en amante que la mía: 

jamás hubo ninguno que cediera 

a una necesidad más imperiosa 

que la que a mí me arrastra. Si la reina 

piensa que sólo en su ulcerado pecho 

la hiel amarga del dolor se ceba, 

es porque todavía no ha acabado 

de conocer el corazón de Eneas. 

Pero Nesteo viene.

ANA 

                                   ¡Oh, Dios!

ENEAS 

                                             ¡Señora! 

Quizá el momento de partir se acerca: 

volad a vuestra hermana, consoladla; 

si a mí me fuera dado, yo lo hiciera. 

Vuélvanla la razón vuestros consejos, 

mas no la aconsejéis que me aborrezca.

Escena V: Ana, Eneas y Nesteo

ENEAS 

¡Cuál tardaste, Nesteo! ¡No tardaras 

si lo que siento yo también sintieras!

NESTEO 

No de otro modo pudo ser: las naves 

estaban prontas ya, y sólo a Eneas 

esperaba el navío de Cloanto, 

para tender al viento nuestras velas. 

Yo volaba a llamaros, cuando siento 

el náutico clamor desde la tierra, 

y observo a los pilotos prepararse, 

cual para resistir fiera tormenta. 

El lejano horizonte iba cubriendo 

caliginosa nube, y densa niebla 

nos ocultaba el mar, mientras brillaba 

en el seno del cielo, más serena, 

del almo sol la esplendorosa lumbre...

ANA 

¿No veis, no veis, señor, lo que os espera 

si a la merced del pérfido elemento 

exponéis otra vez vuestra existencia?

NESTEO 

No, señora; los cielos han hablado 

más que nunca esta vez. En la ribera 

conmigo estaba el sacerdote santo; 

y, humillando su faz hasta la tierra, 

invocó en alta voz a las deidades 

que al troyano protegen, y su lengua 

enmudeció después; sus actitudes, 

su mirar, sus acciones, todo muestra 

que lo agitaba un Dios, y que a su vista 

los celestes arcanos se presentan. 

Al cabo prorrumpió. "No pienses", dijo, 

"troyana gente, que segura senda 

nos abrirá la mar, mientras tiña 

la sangre de las víctimas la arena, 

y no presencie Eneas y sus jefes  

el sacrificio que Neptuno ordena. 

La conquista de Troya costó al griego 

sacrificar en Aulida a Ifigenia, 

y el mismo día se inmoló en las aras 

del Dios del mar una hecatombe entera. 

Sin sangre de una virgen al troyano 

el ponto se abre cuando a Italia vuela; 

que, inmolados tres toros a Neptuno, 

el mar y el viento su favor nos prestan." 

Dijo, y al punto el horizonte limpio 

quedó de nubes y de obscura niebla. 

Yo dispuse al momento que Cloanto, 

Sergesto, y los demás, que a la cabeza 

están de nuestra gente, se impusiesen 

del celestial portento; y, con presteza, 

las naves por un rato abandonando, 

saltasen nuevamente a la ribera. 

Os aguardan, señor, y el sacerdote, 

para empezar el sacrificio, espera 

que concurráis también: cuando termine, 

el bélico clarín hará la seña 

del reembarco de todos.

ENEAS 

                                             ¡Ana! Ahora, 

decid, ¿nos habla el cielo? ¿Puede Eneas 

ser acusado con razón de ingrato? 

Vamos, Nesteo.

ANA 

                                   Sí; la triste reina 

también es una víctima inocente 

que sacrifica Eneas. Ifigenia, 

al puerto de Calcas inmolada, 

en Aulida expiró. Su misma tierra 

verá morir a Dido, porque quiso 

un bárbaro troyano que muriera.

ENEAS 

No más, señora, atormentéis mi pecho; 

si vuestro labio sin razón se niega 

a consolar a Dido, y al contrario 

su desesperación tal vez aumenta, 

Eneas hará más; vendrá de nuevo 

a ver si alcanza mitigar la fuerza 

del dolor de su amante. Los momentos 

que, en concluyendo el sacrificio, pueda 

permanecer aquí, serán de Dido; 

y cuando los clarines den la seña 

del instante postrero, de su lado 

recién me apartaré; que la terneza 

del que llamasteis bárbaro se extiende 

a más de lo que creéis. ¡Pueda mi lengua 

persuadir a mi amante, y las deidades 

apartar de sus ojos esa venda 

que no la deja ver, y que su hermana 

se empeña en no rasgar, como debiera!

 

Fin del acto segundo

 

 

 

Acto tercero

 

 

Escena I: Dido y Ana

DIDO 

¿Aún dura el sacrificio? ¿Y el malvado 

el castigo no teme de su audacia? 

Implora a las deidades que le ayuden 

a faltar a su fe. ¿Cuál arrogancia 

es igual a la suya? ¿Piensa acaso 

que un sacrificio en las mentidas aras 

comprometa a los Dioses, como a Dido 

comprometer pudieran sus palabras? 

Pero ¡hermana! ¿se va?, ¿se va, querida? 

¿Nada dice de mí? ¿Y abandonada 

así me deja a los furores míos, 

así me deja a la pasión de Yarbas, 

y a los horrores que en idea veo, 

y a la muerte infeliz que me amenaza? 

¡Ana! ¿No volverá? Quizá mi llanto 

penetrará una vez en sus entrañas, 

y un pecho ablandará que no es de bronce; 

que al menos no lo fue. Dime, ¿lloraba 

cuando tú le pintaste mis dolores? 

¿Dio un suspiro a tus quejas, ya que nada 

a mis lágrimas dio? ¿Nada te dijo? 

¿Ni siquiera te dijo que me amaba?

ANA 

Lo repitió, querida; pero el duro 

miente como mintió; ni hay esperanza 

de vencerle jamás. Deja que vuele 

a hallar la muerte en su anhelada Italia. 

Tú, ya piensa en ti misma; y este llanto  

que sea el postrer llanto que derrama 

por un infame tu dolor terrible. 

Llora, mas con tus lágrimas apaga 

hasta el último resto del incendio 

que furioso en tu pecho se cebaba. 

Llorar más de una vez por un ingrato 

es un delirio que quizá...

DIDO 

                                             Ya basta; 

Basta, traidora, de rasgar mi pecho. 

Cuando Dido indecisa batallaba 

entre la fe a Siqueo, y este fuego 

en que de pronto ardió, ¿no fue mi hermana, 

no fueron sus consejos lisonjeros 

los que, adulando mi funesta llama, 

hicieron que, cediendo a su violencia, 

mi fe y mis juramentos olvidara? 

Tuya es la culpa, tuya: ¿y cómo ahora 

pretendes que desame? ¿Piensas, falsa, 

que hay poder en los cielos ni en la tierra 

capaz de hacer que de mi pecho salga 

la imagen del perjuro que idolatro, 

y que en medio del alma está enaclavada? 

Sábelo si lo ignoras: este incendio 

que reduce a pavesas mis entrañas, 

y en vez de sangre por mis venas corre, 

no es amor, no es pasión; es la venganza 

de algún ser superior, es el enojo 

de todas las deidades, conjuradas 

en contra de esta triste; así llegaron, 

ya llegaron al colmo mis desgracias, 

y mi sufrir excede la medida 

que a un mortal la natura le señala. 

¿Lo sabes? -oye más-. Sí: tú, tú misma, 

en mis males horrendos empeñada, 

quieres abandonarme. ¿A qué, perjura, 

a qué me aconsejaste que le amara, 

si era de haber un día en que tu labio 

así se desmintiera, en que tu hermana, 

lejos de hallar consuelo en tu cariño, 

viera en ti a su enemiga? ¡Oh, Dios! ¡Ingrata! 

¿Quieres que deje que de mí se aparte? 

¿Quieres que deje que se ausente a Italia, 

y otra mujer feliz, y otros amores, 

y mi abandono... ? ¡Cielo! ¡Qué! ¿Pensabas 

que hay vida para mí sin que conmigo 

viva el amante que idolatra el alma? 

¿Qué puede hacerme dulce la existencia? 

ni tu amor, ni tu fe. -¡Qué fe!- Ya falta 

de tu pecho también: ya te pusiste 

del bando del malvado, y...

ANA 

                                             ¡Dido! ¡Amada!, 

Amada de mi vida, ¿qué furores, 

qué poder invencible te arrebata, 

y de tal modo trastornarte puede, 

que aún contra mí tu corazón se alarma? 

¡Cielos! ¡yo tu enemiga! ¿yo ponerme 

del bando del perverso? Me faltaba 

este género nuevo de tormento 

sobre el dolor que tu dolor me causa. 

¡Yo engañarte, querida!, ¡yo, que vivo 

para que vivas tú!

DIDO 

                                   Perdona, hermana; 

perdóname otra vez. ¿De mí qué esperas? 

Mi pecho sabe amarte como me amas, 

pero yo estoy en presa a mis furores, 

y esta pasión... ¡oh, Dios! Mi furia insana 

¿tal vez pudo ofenderte? Dulce amiga, 

¿me querrás perdonar?

ANA 

                                             Vuelva la calma, 

vuelva, mi Dido, a tu angustiado pecho. 

¿No soy tu hermana yo? ¿no tienes tantas 

pruebas de mi amistad? El labio mío, 

si alguna vez te dijo que le amaras, 

fue porque nunca sospeché que Eneas...

DIDO 

No me le nombres más; deja que parta 

do le llame el destino. ¿Será cierto 

que le llama tal vez? ¡Siquiera, gratas 

las deidades que implora, fácil senda 

por entre el mar y los escollos le abran! 

y, ¡ojalá que no en vano se derrame 

la sangre de la víctima en las aras, 

y los fervientes votos que alza al cielo 

no los disipe el viento en nuestras playas! 

Yo curaré mi mal: también a Dido 

la escuchará algún Dios. ¿No miras, Ana, 

cuál la tranquilidad vuelve a mi pecho, 

y la razón, triunfando de mi llama, 

ni grita en vano, ni el furor impide 

que la obedezca ya?

ANA 

                                   ¡Ah! No burladas 

mis esperanzas queden. ¡Qué dichosas 

fuéramos ambas, si el amor dejara 

su sitio a mi amistad! ¡Cómo mi mano 

derramaría bálsamo en tus llagas! 

Házmelo consentir.

DIDO 

                                   Ana; yo nunca 

mis sentimientos te oculté: las ansias 

te revelé de mi pasión furiosa. 

¿Y podré reservarte la mudanza 

que han obrado los cielos en mi pecho, 

cuando menos mi pecho lo esperaba?

ANA 

¡Ay, Dido! ¿Será cierto? ¡Oh, Dios! ¡Qué nueva 

tan lisonjera y dulce para mi alma! 

Bien: no lo veas más. Llama a Barcenia, 

llámala de una vez: de aquí que vaya 

hasta el lugar del sacrificio, y diga 

a tu enemigo que al momento parta; 

que no le quieres ver; que...

DIDO 

                                             No es posible. 

¡Que no le quiero ver! Ana, te engañas, 

y me engaño yo misma... No, no creas 

que le amo ya; mas antes de que salga 

para siempre de aquí... ¡Dios!, ¡para siempre! 

¡Qué idea tan atroz! ¡Cómo desgarra 

de nuevo el corazón!

ANA 

                                   ¡Ah, Dido! ¡Dido! 

¡Cómo te burlas de tu triste hermana! 

Modera tus transportes, y refrena 

esa pasión frenética...

DIDO 

                                             ¡Inhumanas, 

más que inhumanas las deidades todas 

que el mortal reverencia! Dido: basta, 

basta ya de sufrir; venga la muerte, 

y ahogue de una vez en mis entrañas 

este mal insanable, este veneno 

que me emponzoña toda. ¿Piensas, Ana, 

que hay vida para Dido, si se lleva 

Eneas mi vivir? Pero ¿qué aguarda 

mi furor que no tienta los socorros 

que pueden valer? Sí: que a las armas 

vuelen mis tirios, y con los troyanos 

en la defensa de mi amor combatan; 

incendien sus bajeles y destruyan 

de la agua en las orillas esas aras 

que alzó la iniquidad, y en las que ahora 

el incienso en mi daño se levanta. 

Venguen los tirios a su reina, y luego...

ANA 

¿Qué dices, Dido? ¿Bastarán las armas 

de un puñado de hombres, que contigo 

de la Fenicia huyeron, contra tantas 

legiones que obedecen al inicuo, 

y que arden todas por marchar a Italia? 

Pon un freno, querida, a tus transportes, 

y deja que la mar vengue mañana 

sobre tu misma costa...

DIDO 

                                             No lo creas: 

Eneas partirá, que nada basta 

a poder detenerlo. Y a Cartago 

verá venir al indomable Yarbas; 

verás destruir desde el cimiento mismo 

mi naciente ciudad; oirás la llama 

más que en Troya estallar; y yo, cautiva, 

después que de los míos la matanza 

y el exterminio vea, a los rencores 

seré de un rey feroz abandonada. 

Eneas entretanto...

ANA 

                                   ¿Y desde ahora 

por qué no prevenimos las desgracias 

que acabas de pintar? ¿Por qué tus tirios 

no seguirán alzando estas murallas, 

como antes que vinieran los troyanos 

a sembrar el horror en tus comarcas?

DIDO 

Déjame ya. Barcenia en los altares 

no sé qué puede hacer que tanto tarda. 

Yo también a los Dioses en mi templo 

quise rogar por mí: también prepara 

ya la sacerdotisa el sacrificio 

que aplaque a Venus, y en la tumba helada 

la sombra aplaque del esposo mío. 

¡Ultimo efugio que me resta, hermana! 

Si éste me falta, ¿encontraré por suerte 

el que de tu amistad mi pecho aguarda?

ANA 

¿Y lo podrás dudar?

DIDO 

                                   Di: ¿me prometes 

servirme de una vez? y de las ansias 

que mi pecho devoran ¿serán dado 

que por la ayuda de una mano cara 

libre me pueda ver?

ANA 

                                   Háblame, Dido; 

háblame por piedad. ¿Qué quieres que haga 

para verte tranquila? Yo, ¿qué cosa 

te podré denegar?

DIDO 

                                   ¡Querida! Nada.

ANA 

Nada, querida; nada: si mi muerte 

puede librar tu vida...

DIDO 

                                             Bien; pues arma, 

arma tu mano de un puñal, y luego 

aquí, donde está el fuego, aquí, mi amada, 

húndelo todo...

Ana 

                                   ¡Oh, Dios! ¡Qué horror! ¿Y Dido 

tal se atreve a esperar? ¡Ingrata! ¡ingrata! 

¿Este es el premio de cariño tanto? 

¿Así, cual nunca, mi amistad agravias? 

¿No te estremeces, Dido?

DIDO 

                                             No: la muerte 

por una mano tan querida dada, 

¡qué dulce me sería! ¿Lo rehúsas? 

Puede ser que lo sientas.

ANA 

                                   ¡Cielo! ¡Hermana! 

Ten piedad de ti misma. ¡Oh, Dios! Barcenia 

[Aparte] se acerca; del horror viene agitada; 

y su rostro... ¿Será, será que a tantos 

otro motivo de furor se añada?

Escena II: Dido, Ana y Barcenia

[Se presenta BARCENIA como horrorizada, y hasta en su modo de hablar

indicará el espanto. DIDO se poseerá cada vez más de los mismos sentimientos.]

DIDO 

¿Qué te agita, Barcenia? ¿Qué terrores 

aumentas a los míos? habla; acaba 

de matarme tal vez ¿Pudiera el cielo...?

BARCENIA 

Señora; el cielo sin piedad aparta 

su bondad de nosotros. ¡Ah! Yo tiemblo 

de repetir, señora, lo que pasa 

en el templo. ¡Qué horror!

DIDO 

[Con una inquietud animosa y afligente.] 

                                   Prosigue.

ANA 

[con interés] 

                                             Nada; 

nada será, querida: el miedo turba 

muy fácilmente las vulgares almas.

BARCENIA 

No enojéis más al cielo, y a los Dioses 

que presiden la muerte. Yo la causa 

de tal portento ignoro, pero nunca 

la deidad al mortal mostró tan clara 

su venganza terrible. De la reina 

obedecí el mandato, y a las aras 

con la sacerdotisa me conduje. 

Recién las libaciones preparaba 

y los santos licores, que debían  

verterse por sus manos en la llama, 

cuando el incienso ardió; y obscuro, y denso, 

el humo, lejos de subir, se abaja, 

por insvisible mano rechazado 

del aire y los altares. Azorada 

la intérprete del cielo, los licores 

iba en el fuego a echar; pero apagada 

la lumbre estaba ya, y el vino todo 

en negra sangre convertido...

DIDO 

[Temblando.] 

                                             ¡Hermana!

ANA 

[Con una emoción que procurará dominar al momento.] 

¡Dido! ¡qué horror!

BARCENIA 

                                   La tumba de Siqueo 

tres veces se abre entonces, y otras tantas 

cerrada con estrépido horroroso, 

sus hondas cavidades retumbaban. 

El espanto, señora, me ha apartado 

del ominoso templo, y, encargada 

por la sacerdotisa de que os llame, 

pude apenas llegar hasta esta estancia. 

Solo os espera; porque sola, dice, 

que con la reina las deidades hablan.

ANA 

No vayas, Dido, no: deja que aplaque 

Semira a la deidad, si está irritada.

BARCENIA 

No, señora; volad: Semira inmóvil 

en la puerta del templo...

DIDO 

                                             Sí: mi planta 

apenas muevo ya; mas voy: los Dioses 

a la muerte, no al templo, a Dido llaman. 

Ninguna de las dos mis pasos siga, 

ninguna de las dos. Semira, aguarda.

[Dirá estos últimos dos versos con imperio, y con una serenidad como la de la

desesperación. Se va.]

ESCENA III: Ana y Barcenia

ANA 

¡Qué has hecho, incauta! ¿No pudiste acaso 

moderar tu pavor? Mira: mi hermana 

ya sabes que ama a Eneas; mas no sabes 

cuántos horrores desde anoche a su alma 

un sueño trajo, en que Siqueo mismo 

en vengadora voz la amenazaba; 

no sabes la partida del troyano 

el atentado que tal vez prepara: 

nada sabes, en fin; pero yo temo 

lo que debes temer: vuela, insensata; 

no abandones a Dido ni un momento; 

no la abandones a su furia insana. 

Yo tardo unos instantes porque espero 

al que sus penas horrorosas causa, 

y conviene que le hable, antes que Dido 

pueda volver aquí: ¡Parte!, ¡qué tardas! 

Un momento que pase es una furia 

que entra de nuevo a devorarla...

BARCENIA 

                                             ¿Y Ana, 

y Dido misma a la infeliz Barcenia 

no quisieron hacer una confianza, 

que era justa quizá, que cuando menos?...

ANA 

No era preciso, amiga: yo bastaba, 

o creía bastar. Pero ha llegado 

el instante en que tú... ¡Querida! ¿Aguardas 

a que otra vez mi lengua te repita 

que Dido está en peligro?

BARCENIA 

                                             ¡Oh, Dios! ¡Y tanta 

amistad que mi pecho le profesa! 

Voy, señora; ya voy donde me llama 

más que todo, el cariño.

ANA 

                                             Sí, mi amiga; 

obsérvala de cerca, y desalada 

vuela hacia mí en el punto en que... 

[Suena un clarín como a lo lejos. Se supone ser en la ribera]

                                             ¡Dios santo! 

¿Oyes la seña? Esa es. ¿Oyes? Mi hermana 

la escuchará también: ya parte Eneas: 

fue mentida su vuelta. Vamos, nada 

no puede detener: vamos a Dido; 

volemos, dulde amiga, a consolarla; 

que este instante decide para siempre 

de su suerte, Barcenia, y ya se pasa 

[Se van con precipitación.]

Escena IV: Eneas, Nesteo

[La escena estará un breve rato en una soledad y en un silencio profundo;

pasado éste, se presentarán los dos actores.]

NESTEO 

¡Qué insólito silencio! Este palacio 

que siempre resonó...

ENEAS 

                                   Nesteo, calla. 

Vengo a cumplir los últimos deberes 

que me impone el amor, y apenas basta 

a resistir mi corazón. Amigo; 

te lo debo decir, si así te llama 

mi pecho con verdad: voy a ausentarme 

para siempre de Dido; y estas playas 

en jamás volverán a ver a Eneas, 

ni Eneas a su amante desolada. 

Así lo quiere el cielo: mas mi vista 

de mirarla, Nesteo, no se sacia: 

el instante final es el más fuerte 

de todos los instantes: nunca estalla 

con más furia el amor, que en el momento 

en que es preciso abandonar su amada. 

No me increpes, amigo: todo está hecho 

para la gloria ya; permite que haga 

algo por mis amores, y mi pecho 

que tanto ha suspirado en esta estancia, 

suspire en ella por la vez postrera, 

y oiga mi Dido mis postreras ansias. 

Ya la seña se dio; nuestras legiones 

embarcándose están. Mientras que tarda 

la última seña, que a partir nos fuerza, 

y no permite espera, es justo salga 

amor y nada más del pecho mío, 

amor y nada más. ¡A bien que faltan 

muy menguados instantes! Pero Dido, 

¿dónde se ocultará? ¿No habrá su hermana 

llegado a persuadirla que su amante 

la adora más que nunca la adoraba? 

Nesteo, ¿dónde está? ¿Será que crea, 

que todavía crea que es ingrata 

un alma en que ella vive, y fuera suya, 

si fuese mía, como son las almas 

de todos los felices?

NESTEO 

                                   Es muy justo, 

es muy justo, señor, que se deshaga 

un rato el corazón entre suspiros 

que una noble pasión del pecho arranca. 

Os dignasteis llamarme vuestro amigo; 

lo soy, señor, lo soy: vuestra confianza 

probadme en esta vez: no se repriman 

vuestros sollozos más; nunca degrada 

el quere con nobleza: un pecho grande 

sensible debe ser.

ENEAS 

                                   Nesteo, basta. 

Si el débil llanto de los ojos míos 

brotar pudiera alguna vez, brotara 

sólo en esta ocación. En ella al menos 

lo arrancaría la más digna causa, 

y el secreto dichoso de tal llanto 

en pecho como el tuyo se encerrara. 

Mas el silencio del palacio crece, 

ni hay quien se acerque a estos lugares...

NESTEO 

                                             Ana 

parece dirigirse hacia este sitio. 

¿No es ella? ¿No la veis?

ENEAS 

                                   Sí, amigo. ¡Cuántas 

tristes ideas con su vista llenan 

de sinsabor y de inquietud el alma!

Escena V: Ana, Eneas y Nesteo

[Sale ANA sin reparar en ENEAS al principio]

ANA 

Tal vez no hay remedio. -¡Oh, Dios!- ¡Qué veo! 

¿Qué hacéis aquí, señor?

ENEAS 

                                             ¿Y vuestra hermana?

ANA 

[Con cierto aire de ironía.] 

Mi hermana sufre más de lo que Eneas 

es capaz de gozar, cuando le llaman 

cielos y gloria a un tiempo, y cuando llegan 

las horas de partir. ¡Señor!, el alma 

de los grandes campeones no se vence 

con amor ni con llanto. ¡Qué pensara 

de un héroe el universo, si pudiera  

ceder el héroe a las pasiones blandas! 

En buen hora partid: lo que ya importa 

es que Dido no tenga la desgracia 

de volveros a ver; la herida suya 

está sangrando sin cesar, y es rara 

especie de crueldad venir vos mismo 

otra vez, y otra vez a desgarrarla.

ENEAS 

¿Hasta cuándo, señora, mis dolores 

han de ser descreídos? Esta llama 

que mentida pensáis, y que en mi pecho 

encendió la pasión de vuestra hermana, 

es una llama noble, duradera, 

que de un soplo improviso no se apaga, 

ni se complace en insultar los males 

del objeto adorado que la causa.

ANA 

Que sea cual decís: nada interesa 

a Dido ser querida o engañada 

de vos en adelante. Mas, si es cierto 

que os llega a lastimar su suerte infausta, 

partid en el momento; mis esfuerzos 

bastarán, si es posible, a consolarla; 

y si no, lloraré, como ya lloro, 

los males que su amante la prepara.

ENEAS 

A prepararla vengo, y a pedirla 

de nuevo que me crea. Mis palabras 

la podrán persuadir de mis amores, 

y de la obligación que me arrebata 

tan lejos de su lado. Nunca Dido 

llegue a juzgarme ingrato: entonces, Ana, 

me ausentaré forzado, pero al menos 

me ausentaré sin que padezca el alma 

con la idea feroz de que mi amante 

juzga mentida mi pasión tirana.

ANA 

Del corazón en el primer desorden 

¿cómo os podrá escuchar? Vuestras miradas, 

vuestras voces, señor, serán puñales 

que en su pecho entrarán. Cuando la calma 

la restituya su razón, entonces 

yo os prometo... lo haré... me obligo a hablarla. 

Y a decirle tal vez cuanto vos mismo 

le pudierais decir. Ahora, parta, 

parta cuanto antes vuestra nave. Dido 

no tardará en volver hasta esta estancia; 

sola en su templo con Semira queda; 

Barcenia está esperándola que salga 

para no abandonarla un solo instante 

a sus terrores y a su furia.

NESTEO 

                                             De Ana 

el consejo seguid: vuestra presencia 

funesta puede ser; y quien pensaba 

darla consuelos en su mal, acaso 

torne incurable la profunda llaga.

ANA 

Sí, sed piadoso en esta vez siquiera: 

si amáis a Dido, por piedad dejadla, 

ya que no puede siempre a vuestro lado...

ENEAS 

A pesar de la fuerte repugnancia 

que siente el corazón, estoy resuelto. 

Adiós, señora, adiós. ¡Puedan mis ansias 

ser creídas de Dido, y mi memoria 

no ser jamás aborrecida! parta, 

parta sin verla yo: decís que, si amo, 

lo debo hacer...

ANA 

[Viendo a DIDO, y saliéndole al encuentro.] 

                                   ¡Oh, Dios!

Escena VI: Dido, Ana, Eneas, Nesteo y Barcenia

[DIDO saldrá con toda precipitación, como horrorizada. Al encontrarse con su

hermana sin reparar en nadie, hará las exclamaciones con que empieza esta

escena y permanecerá como en un delirio en los brazos de ANA, hasta que

vuelva a hablar BARCENIA, que la venía siguiendo.]

DIDO 

                                             ¡Piedad! ¡Hermana!

ANA 

¿Qué es esto, cielo santo? ¡Qué terrores! 

Barcenia, tú la sigues. ¿De qué causa 

arranca este furor?

BARCENIA 

                                   Señora, tiemblo 

de mirar a la reina. Cuanto pasa 

me amedrenta y me aterra. Un atentado 

revuelve allá en su mente, y nada alcanza 

a poder refrenarla. En los umbrales 

del templo me dejasteis: azorada 

de repente la reina sale, y entra 

furiosa en su aposento. Mis pisadas 

de cerca la seguían; y observando 

que la observaba yo, vi que llevaba 

la mano hacia su seno: y sin hablarme, 

salió otra vez despavorida...

DIDO 

                                             Nada, 

nada es, amiga. ¡Cielos! ¿Todavía 

¡bárbaro! todavía no se sacia, 

tu impiedad de afligirme? ¿Qué haces? ¿Vienes 

a mirar ya completa y consumada 

tu obra de iniquidad? ¡Malvado! ¿Esperas...?

ENEAS 

Espero, Dido, consolarte.

DIDO 

                                             ¡Cuánta, 

cuánta crueldad en ese pecho anidas! 

¡Hijo de Venus tú! la tigre hircana, 

cuya leche ferina fue, en naciendo, 

tu sustento primero, tus entrañas 

a ser feroces enseñó. ¿Pensaste 

que Dido acaso tu favor aguarda? 

¿A qué vienes aquí? Parte, perverso. 

A mí, ¿lo ves?, la tumba helada 

se me abre a cada paso... Allí Siqueo 

me espera. Sí, ¿no ves cómo me llama 

a jurarme de nuevo entre las sombras 

un amor eternal? ¡Cenizas caras 

de mi primer objeto confundidas 

con las mías seréis! ¿No miras, Ana, 

no miras en contorno los sepulcros, 

y los espectros, y la muerte?...

ANA 

                                   ¡Hermana! 

¡Dido de mi alma! Por piedad te ruego...

DIDO 

No hay piedad para mí: si la encontrara 

maldijera el hallarla. Ni en los cielos 

la quiero ya esperar. -Parte a tu Italia. 

¿Qué aguardas ya? lo ruego, te lo mando: 

ésa es, Eneas, tu dichosa patria, 

y no aquel suelo engendrador de sierpes, 

que sostuvo de Troya las murallas, 

y que algún día la justicia griega 

estéril hizo en vengadora llama. 

¡Vuela, vuela de mí! Mis mismos Dioses 

impiadosos me arrojan de sus aras. 

Y cuanto toco se convierte en sangre, 

y cuanto miro en derredor me espanta, 

y las serpientes de las Furias moran 

[Oprimiéndose con la mano el corazón] 

aquí, aquí, ¿Las ves cómo desgarran 

el corazón sangriento, y envenenan 

hasta el aliento que mi labio exhala? 

¿Qué haces aquí, malvado? ¿Ni a la tumba 

quieres que baje con placer?

ENEAS 

                                             ¡Amada! 

¡Amada más que nunca! No tu pecho 

así abandones al furor...

[Suena como en la ribera la última seña del clarín.]

DIDO 

                                   ¿Te llaman, 

te llaman, Dido, las terribles voces 

que en los sepulcros retumbando vagan? 

Ana, ¿no las escuchas?

ANA 

                                             ¡Dios! ¡Eneas! 

¡No pudierais partir sin que sonara 

otra vez un clarín que anuncia muerte? 

¿Esto hace, Eneas, quien a Dido amaba?

ENEAS 

Parte, Nesteo; que Cloanto espere 

un momento no más...

NESTEO 

[Como increpándole su debilidad.] 

                                   ¡Señor!

DIDO 

                                             No partas; 

deja que muera la infelice Dido. 

A los que vuelan a buscar a Italia 

gloria y renombre, ¿interesar pudiera 

una flaca mujer, la débil llama 

de un corazón indigno de los héroes? 

No, Nesteo... ¡Ah! Yo tiemblo... Puedes, Ana, 

rogar al cielo... pero, ¡qué!... Semira 

a mi lado en el templo le rogaba, 

y el templo todo repitió mil voces 

de muerte , y nada más... muerte , sonaban 

las espaciosas bóvedas, y muerte 

las tumbas respondían.

ANA 

                                   Basta, basta; 

vuelve en tu acuerdo; te lo ruego, Dido: 

yo soy quien te lo ruego.

DIDO 

                                             Sí, mi hermana: 

tranquila estoy, tranquila; también puedes 

tranquilizarte tú. Dido lo manda.

Escena VII: Dido, Ana, Eneas, Nesteo, Sergesto, Barcenia

SERGESTO 

Ya se ha dado, señor, la última seña: 

ya se empieza a mover toda la armada; 

sólo a vos y Nesteo en la ribera 

un corto resto de mi tropa aguarda. 

El viento es favorable: apenas riza 

la suma superficie de las aguas; 

y el sacerdote dice que los Dioses 

ya os acusan, señor.

ENEAS 

                                   Nesteo, ¿falta 

aún algo que añadir a mis dolores? 

¿Por qué no me ausenté sin que llegara 

a este sitio la reina? ¿Cómo puedo 

en medio del furor abandonarla?

DIDO 

Nada temas, Eneas... parte... -¿Dido?...  

ya voy, ya voy, Siqueo... ¡Sombra airada, 

no me persigas más!... ¡Qué sudor frío 

discurre por mis miembros! ¡Dios! Helada 

una mitad de mí ya no la siento. 

¡Ana! ¡Barcenia! Pero, ¡qué! ¿No basta 

mi mano a libertarme de mí misma? ¡Mira, traidor, y aprende!

[Saca precipitadamente un puñal que habrá traído oculto, y se hiere.]

ENEAS 

                                   ¡Dido!

ANA 

                                             ¡Hermana!

NESTEO 

¡Qué horror!

SERGESTO 

¡Señor! ¿Qué hacéis?, ¿qué hacéis? Huyamos 

de este sitio espantoso.

DIDO 

[Moribunda.] 

                                   ¡Sombra amada!... 

Perdóname... te sigo... ¡Hermana!... ¡Eneas! 

yo te amaba... ¡cruel!... y tú me matas. [Muere]

ENEAS 

Nesteo, ¿qué hago yo?

NESTEO 

                                   Partir al punto.

ENEAS 

¡Qué funesto presagio llevo a Italia!

 

 

 

 

 

                                                                     FIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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