GUILLERMO HUDSON
DÍAS DE OCIO EN LA PATAGONIA
Un
ventarrón había soplado durante toda la noche, azotando al tambaleante vapor
que
me conducía a Río Negro. Yo esperaba por momentos que el viejo barco,
hostigado
por tantas tormentas, se diera vuelta de una vez por todas para
sepultarme
bajo ese tremendo tumulto de agua. Por los gemidos de su castigado
maderamen
y la máquina palpitante como un corazón cansado, la embarcación se me
antojaba
un ser viviente que, agotado por el esfuerzo de la lucha, encontraría
la
paz en las profundidades del mar.
Pero
alrededor de las tres de la mañana el viento empezó a amainar, así que,
quitándome
el saco y los botines, me eché sobre la litera para dormir un rato.
Debo
decir que el nuestro era un barco singular, viejo y bastante desvencijado;
largo
y angosto como un navío vikingo. Los camarotes de los pasajeros se
alineaban
sobre cubierta formando filas de pequeñas casitas de madera; su
fealdad
era solo comparable a la inseguridad de viajar en él. Para colmo de
males,
el capitán, un hombre de más de ochenta años, yacía en su camarote
gravemente
enfermo y de hecho murió poco después de ese accidentado viaje. El
único
piloto de a bordo dormía, habiendo confiado a los marineros la delicada
tarea
de dirigir el vapor en esa peligrosa costa y a la hora más oscura de una
noche
tempestuosa.
Estaba
a punto de caer en un sopor cuando una serie de golpes, extraños ruidos,
chirridos
y sacudidas bruscas de la embarcación me hicieron saltar de la cama y
correr
hacia la puerta del camarote. Aun era noche oscura y sin estrellas, con
viento
y lluvia, pero el mar a muchos metros en derredor se veía más blanco que
la
leche. Me detuve de pronto, pues muy cerca, a medio camino entre mi puerta y
la
baranda a la que estaba amarrado el único bote, conversaban en voz baja tres
marineros.
"Estamos perdidos", decía uno. "¡Perdidos para siempre!",
respondía
otro.
En ese momento el piloto se levantó de su lecho y corrió hacia ellos.
"¡Dios
mío! ¡Qué han hecho con el barco!", exclamó con dureza. Y luego, bajando
la
voz, añadió: "¡Bajen el bote enseguida!"
Yo
me deslicé sigilosamente y me detuve a menos de dos metros de distancia del
grupo,
que a causa de la oscuridad no había notado mi presencia. Ni la más leve
idea
del cobarde acto que estaban a punto de realizar pasó por mi mente -pues su
intención
era escaparse, dejándonos abandonados a nuestra suerte-. Solo pensaba
en
salvarme -saltando al bote a ultimo momento, cuando únicamente pudieran
evitarlo
golpeándome y dejándome sin sentido- o perecer con ellos en esa
horrible
superficie blanca. Pero otra persona más experimentada que yo -y cuya
valentía
tomó una forma diferente- escuchaba también. Era el primer ingeniero,
un joven inglés de Newcastle-on-Tyne. Viendo que los hombres se
dirigían al
bote,
salió del cuarto de máquinas con un revólver en la mano, siguiéndolos sin
que
lo vieran y, cuando el piloto dio la orden, se adelantó y dijo con voz
tranquila
pero firme que haría fuego contra el primero que se aventurara a
obedecerlo.
Los hombres retrocedieron inmediatamente, desapareciendo en las
tinieblas.
Unos
momentos después los pasajeros empezaron a afluir a la cubierta, en medio
de
gran alarma. Detrás de todos, pálido y con los ojos hundidos, apareció como
un
fantasma el viejo capitán, que venía de su lecho de muerte. Se quedó de pie,
con
los brazos cruzados sobre el pecho, sin dar ninguna Orden y sin prestar
atención
a las preguntas agitadas que le dirigían los pasajeros, cuando por una
feliz
casualidad el vapor se zafó de las rocas, sumergiéndose por un momento en
la
hirviente y lechosa superficie; luego, de manera repentina penetramos en
aguas
oscuras, ya en relativa calma.
Durante
diez o doce minutos navegamos rápida y suavemente. Entonces se corrió la
voz
de que el barco había dejado de moverse y que estábamos clavados en la arena
de
la costa, aunque nada veíamos por la intensa oscuridad y yo tenía la
impresión
de que seguíamos avanzando rápidamente. El viento había dejado de
soplar,
y a través de las nubes que delante de nosotros se entreabrían con
celeridad
apareció para nuestro alborozo el primer resplandor del alba.
Gradualmente
la oscuridad se volvía menos intensa, solo frente a nosotros
quedaba
una playa inmutable y negra, como una porción de las tinieblas que pocos
minutos
antes nos habían hecho confundir el cielo con el mar. Pero, al aumentar
la
luz, comprobamos que se trataba de una hilera de montículos o médanos de
arena
situados a muy pequeña distancia de la embarcación.
Realmente,
habíamos varado; y aunque aquí el barco estaba más seguro que entre
las
puntiagudas rocas, la posición no dejaba de ser peligrosa, de modo que
inmediatamente
resolví desembarcar. Otros tres pasajeros decidieron hacerme
compañía,
y como la marea estaba baja, calculando que el agua nos llegaría a la
cintura,
descendimos hasta el mar por medio de cuerdas, dirigiéndonos hacia la
costa,
a la que pronto llegamos.
No
tardamos en subir a los médanos para observar el panorama que ellos
escondían.
¡La Patagonia estaba allí, por fin! ¡Cuán a menudo la habla visto en
mi
imaginación! ¡Cuántas veces había deseado ardientemente visitar ese desierto
solitario,
no hollado por el hombre, para descansar en la lejanía de su paz
primitiva
y desolada, apartado de la civilización! ¡Allí estaba, completamente
abierto
ante mis ojos, el desierto intacto que despierta tan extraños
sentimientos
en nosotros; la antigua morada de los gigantes, cuyas pisadas
impresas
en la playa asombraron a Magallanes y a su gente, y le valieron el
nombre
de Patagonia!
Allí
también, mucho más lejos de la costa, se encontraba un lugar llamado
Trapalanda
y el lago custodiado por un espíritu en cuyas márgenes se levantaron
los
cimientos de la misteriosa ciudad que muchos buscaron pero ninguno encontró.
No
fue, sin embargo, la fascinación de las viejas leyendas ni el deseo del
desierto
lo que me atrajo. Hasta que no gusté su sabor, en esa y otras ocasiones
posteriores
no supe lo que significaba para mi su tranquilidad y su soledad, ni
imaginé
las cosas extrañas que me enseñaría y con qué fuerza habría de quedar su
recuerdo
grabado en mi espíritu. Nada de eso me llevó allí, sino la pasión por
la
ornitología. Muchas aves errantes familiares para mí desde mi niñez en La
Plata
eran visitantes ocasionales o regulares que provenían de ese desierto de
espinos.
Algunas aves no estaban más que de paso y solo era posible verlas
cuando
se detenían para dar descanso a sus alas u oírlas desde lejos
lamentándose
en su camino de nube a nube, impelidas por esa incomprensible y
misteriosa
facultad tan diferente de cualquier otro fenómeno, en sus
manifestaciones,
como para otorgarle algo de lo sobrenatural entre las cosas
naturales.
Esperaba
encontrar otra vez a estos pájaros errabundos en la Patagonia
especialmente
los que solo migran en forma parcial o limitada, oír sus cantos
estivales,
y ver sus polluelos en los nidos de verano; tenía la esperanza
también
de descubrir nuevas especies, pájaros tan hermosos como el torcecuello
europeo
o el triguero, y tan antiguos como ellos sobre la tierra, pero nunca
vistos
por ningún ser humano ni clasificados con nombre alguno. No sé qué
experimentan
los otros ornitólogos en sus momentos de máximo entusiasmo; de mí
puedo
decir que a menudo soñaba con un pájaro nuevo, al que veía vívidamente.
Aunque
casi siempre el ave aparecía con una modesta coloración grisácea, parda o
algún
Otro t4nte sobrio, esos sueños me parecían hermosos y lamentaba
despertarme.
Desde
la cima de la arenosa loma, vimos una llanura ondulante, limitada tan solo
por
el horizonte, completamente cubierta por hierba corta, agostada por los
soles
del verano y manchada de vez en cuando por la sombra de los tristes
arbustos.
Era un desierto que había sido siempre un desierto y por tal razón la
más
dulce de las escenas, su antigua quietud interrumpida solamente por el
reclamo
de algún ave o los gorjeos de pájaros pequeños. Mientras tanto el aire
de
la mañana que aspiraba tornábase delicioso, y sentía que me llegaba como un
débil
perfume familiar.
Bajando
la mirada percibí que a mis pies crecía en la arena una planta de
buenasnoches
con no menos de veinte capullos abiertos en sus ramas bajas,
ampliamente
extendidas, y era ésta, mi flor favorita, tanto en los jardines como
en
los desiertos incultos, la que exhalaba su perfume en esa soledad. Su
fragancia
sutil, antes y ahora, ha representado mucho para mí; me ha seguido del
Nuevo
al Viejo Mundo, sirviéndome a veces como una especie de segunda memoria
más
fiel y planteando a mi espíritu un bello problema, al que dedicaré un
capítulo
al final de este libro.
Terminada
nuestra inspección, iniciamos la marcha hacia Río Negro. Antes de
abandonar
el barco habíamos conversado unos minutos con el capitán, quien,
mirándonos
como si no nos viera, dijo que la nave había varado algo al norte de
esa
población, más o menos a cincuenta kilómetros, según sus cálculos, y que,
indudablemente,
encontraríamos chozas de pastores en nuestro camino. No
necesitábamos,
pues, cargar alimentos y agua. Al principio nos mantuvimos muy
cerca
de los médanos que bordeaban la playa, abriéndonos paso entre una
abundante
vegetación de regaliz silvestre, una hermosa planta de cuarenta y
cinco
centímetros, de follaje verde oscuro, coronada por espigas de flores azul
pálido.
Algunas de las raíces que arrancamos del blando suelo arenoso eran
extraordinariamente
largas, llegando a veces a más de dos metros y medio. Con
las
drogas extraídas de las plantas que vimos esa mañana, los boticarios de todo
el
mundo podrían haberse aprovisionado para varios años.
Para
mí no hay nada tan delicioso como ese sentimiento de alivio, de desahogo y
libertad
absoluta que se experimenta en una vasta soledad donde el hombre tal
vez
nunca ha vivido, o por lo menos no ha dejado rastros de su existencia.
Aquella
mañana esa sensación me dominaba, produciéndome un regocijo
inexplicable,
por lo que no experimenté ninguna alegría al descubrir, un poco
más
adelante, las bajas paredes de media docena de chozas de barro. Mis
compañeros
de viaje se sentían, sin embargo, encantados con el hallazgo, y
creyendo
estar ya cerca de la población que imaginábamos allí, nos apresurarnos,
pero
las chozas se hallaban deshabitadas, con las puertas rotas y los pozos
tapados
e invadidos por las plantas de regaliz silvestre.
Supimos
luego que algunos hombres aventureros hablan venido con sus familias
para
constituir su hogar en ese sitio remoto, pero los Indios los atacaron
aproximadamente
un año antes de nuestra visita, destruyendo la incipiente
colonia.
Apenas
nos alejamos de las ruinosas cabañas, mis compañeros expresaron su
desencanto;
yo, en cambio, me sentía secretamente feliz al poder gozar un poco
más
de la naturaleza salvaje.
Después
de recorrer alguna distancia, encontramos un angosto camino que desde la
aldea
en ruinas se dirigía hacia el sur, y creyendo que llevaba directamente a
El
Carmen, la vieja población a orillas del río que está a unos tres kilómetros
del
mar, resolvimos seguirlo, aunque luego nos dimos cuenta de que tal camino
nos
alejaba del océano. Antes del mediodía perdimos de vista los bajos montes de
arena,
y a medida que penetrábamos en el interior eran cada vez más abundantes
los
arbustos. El follaje tupido, rígido y de coloración oscura confería a estos
árboles
una apariencia extraña sobre la pálida llanura reseca por el sol;
semejaban
peñascos de tan innumerables como fantásticas formas, esparcidos sobre
el
suelo gris amarillento. No se velan aves grandes, pero abundaban los pájaros
pequeños
que alegraban el desierto con su música y sus coros. Los más notables
entre
los verdaderos cantores eran las calandrias patagónicas y cuatro o cinco
pinzones,
dos de ellos nuevos para mí. Allí vi por primera vez un pájaro
singular
y hermoso: el chingolo grande, de pecho colorado; un pinzón también,
aunque
solo en apariencia. Es un pájaro sedentario que, al posarse
majestuosamente
sobre la rama más alta, muestra su rojo plumaje inferior. Emite,
a
veces, a manera de canto, notas que se asemejan al suave balido del cabrito, y
cuando
es perturbado salta de un arbusto al otro, produciendo con sus alas una
especie
de zumbido. Más numerosos e interesantes eran los siempre presentes
dendrocoláptidos
llamados por lo común trepadores, pues su vuelo es muy corto,
el
plumaje tiene un color marrón uniforme y sobrio, son rutinarios en sus
costumbres
y no cesan de parlotear con voces ya agudas y penetrantes, ya
resonantes
y claras. Ejemplares de una especie terrestre, de plumas de color
marrón-arena,
la Upurcerthia dumetoria, corrían por el campo delante de
nosotros,
semejantes a gruesos ibis en miniatura, con patas muy cortas y pico
exageradamente
grande.
Cada
arbusto tenía su reducida colonia de pequeños pájaros del género
Synallaxis,
que se alimentan de granos, moviéndose constantemente entre las
hojas
y suspendiéndose a veces de las ramas cabeza abajo, a imitación de los
paros.
Un pájaro mucho más grande, el cachalote (Homorus gutturalis), dejaba oír
a
intervalos regulares gritos estridentes que parecían carcajadas histéricas.
Todos
estos dendrocoláptidos ofrecen una característica particular: tienen un
gran
amor por la construcción, y sus nidos son mucho más grandes de los que, por
lo
general, hacen las aves de ese tamaño. Donde ellos abundan, los árboles y
arbustos
están cargados a veces con sus desproporcionadas construcciones. Hay
que
pensar que estos activos y pequeños arquitectos pierden el tiempo en una
vana
e infructuosa labor; no solamente porque construyen su nido tan grande como
el
del gavilán para albergar apenas media docena de huevos del tamaño de un
guisante,
que podrían ser cómodamente incubados en una caja de píldoras, sino
porque
frecuentemente, cuando el nido está terminado, el constructor empieza a
demoler
su obra con el fin de obtener material para un segundo nido.
Una
especie muy común, Anubius acuaticaudatus, denominada en idioma vernáculo de
diversas
formas, espinero, leñatero o tiru-ri-ru, hace a veces tres nidos en el
curso
del año, utilizando una cantidad enorme de ramitas. El nido del leñatero
es,
sin embargo, de una estructura insignificante comparada con el del
estrepitoso
cachalote que mencioné hace un momento Este pájaro, que es casi tan
grande
como el mirlo del muérdago, escoge un arbusto bajo y espinoso, con ramas
abiertas
y gruesas, y en el centro de la planta construye su vivienda,
perfectamente
esférica, de un metro y medio de profundidad. La entrada está a un
lado
y más bien alta, y cerca de ella hay una angosta galería abovedada que
descansa
sobre una rama horizontal. Ese enorme nido es de una consistencia tal
que
me fue difícil romperlo; aun parándome sobre él y golpeándolo con mi bota no
pude
hacerle el menor daño. Durante mi estada en la Patagonia encontré alrededor
de
una docena de esos magníficos nidos, y creo que, como nuestras propias casas,
o
más bien nuestros edificios públicos, algunos hormigueros y las cuevas de las
vizcachas
y los castores, están hechos de manera de perdurar para siempre.
El
único mamífero que vimos fue un pequeño armadillo, Dosypus minutus. Era muy
común,
y por la mañana temprano, cuando todavía estábamos llenos de energía, nos
entretuvimos
persiguiéndolos. Capturamos varios, y uno de mis compañeros, un
italiano,
maté a dos que colgó de su hombro, con la idea de que podríamos
asarlos
y comerlos si el apetito nos sorprendía antes de llegar a destino. No
nos
molestó mucho el hambre, pero cerca del mediodía la sed comenzó a hacernos
sufrir.
Poco
después vimos una llanura baja, cubierta de pastos largos y toscos, de
mon6tona
coloración verde amarillenta. Esperábamos encontrar agua allí, y no
tardamos
en descubrir el brillo de una laguna; pero, al acercarnos, advertimos
que
la blancura o apariencia de agua no era más que la eflorescencia de la sal
en
un punto estéril del terreno. En esta baja planicie el calor se tornaba
sofocante;
no había árbol alguno que nos protegiera del sol; todo era un
monótono
desierto de pasto seco del que se levantaban, a medida que avanzábamos,
multitud
de mosquitos que nos recibían con un coro de zumbidos. La hermosura de
la
mañana, que tanto nos encantara al principio, se habla esfumado y nos
resultaba
casi odioso mirar ese paraje. Estábamos bastante fatigados, pero el
calor,
la sed y sobre todo el zumbido de los voraces mosquitos no nos permitían
detenernos
para descansar.
En
medio de tanta desolación descubrí algo de interés: un singular pajarito de
finas
formas y suave color pardo amarillento. Posado en un tallo, emitía a
intervalos
regulares un silbido claro, prolongado y lastimero, que podía oírse
desde
medio kilómetro; esa nota no modulada era su único canto. Cuando
intentábamos
acercarnos, descendía, ocultándose en el pasto con una timidez poco
común
en el desierto, donde los pájaros no han sido nunca perseguidos por el
hombre.
Pudo muy bien ser una ratona, un trepador, un coliagudo o tal vez una
cachirla;
no podría decirlo, tan celosamente me escondía sus hermosos secretos.
La
vista de un grupo de médanos a cuatro o cinco kilómetros a nuestra derecha
nos
indujo a desviarnos del estrecho sendero que seguíamos hacia más de seis
horas;
desde su cima esperábamos descubrir la meta de nuestro viaje. Al
acercarnos,
percibimos que formaban parte de una larguísima cadena de médanos
que
se extendía al norte y al sur, hasta donde alcanzaba la vista. Creyendo
encontrarnos
nuevamente cerca del mar, convinimos en que el m~ jor plan seria,
después
de tomar un baño, para refrescarnos, seguir la costa hasta la
desembocadura
del río Negro, donde, según sabíamos, estaba la casa del práctico.
Una
hora de caminata nos llevó hasta los médanos. Trepamos a la cúspide, y ¡cuál
no
seria nuestro pavor al contemplar, no el inmenso Atlántico azul que tan
confiadamente
esperábamos ver, sino un océano de estériles montículos de arena
extendiéndose
ante nosotros hasta donde la tierra y el cielo se confundían en
una
bruma azul! Yo, sin embargo, no tenía derecho a quejarme ahora, ya que había
salido
esa mañana con el único deseo de beber en la salvaje copa que es dulce y
amarga
a la vez. Pero fui yo, ciertamente, quien más sufrió ese día, pues habla
insistido
en llevar mi enorme poncho, que me resultaba una gran carga. Además,
mis
pies estaban tan hinchados y doloridos a causa de las pesadas botas de
montar
que calzaba, que tuve que quitármelas, viéndome obligado a caminar
descalzo
sobre las piedras y la arena caliente.
Alejándonos
de allí, empezamos, cansadísimos, a buscar el camino anterior,
dirigiendo
nuestro rumbo de manera de encontrarlo seis o siete kilómetros más
adelante
de donde lo habíamos dejado. Huyendo del largo pasto, hallamos de nuevo
llanuras
ondulantes y arenosas con arbustos de hojas oscuras y por doquier
bandadas
de pájaros que cantaban y gorjeaban. Se veían también armadillos, que
corrían
por nuestro sendero ya sin peligro, pues no pensábamos en perseguirlos.
Al
atardecer encontramos de nuevo el camino, y, a pesar de que habíamos andado
doce
horas con aquel calor, sin comer ni beber, continuamos la marcha. Solamente
cuando
oscureció resolvimos detenernos, pues empezó a soplar un repentino viento
frío
del lado del mar que nos hizo sentir ateridos y doloridos. Como la leña
abundaba,
hicimos un gran fuego, y el italiano asó los dos armadillos que
pacientemente
habla llevado consigo todo el día. Era delicioso el olor que
despedían;
pero, como supuse que la carne gorda y apetitosa aumentaría mi
torturante
sed, mientras los demás comían con fruición, yo me solacé con la
pipa,
sentado en pensativo silencio junto a la pequeña fogata. Terminada la
comida,
nos acostamos en el suelo, cerca del fuego, sin otro abrigo que mi
poncho,
y a despecho de lo dura que era la cama y del viento frío logramos
sumirnos
en un sueño reparador.
A
las tres de la mañana estábamos nuevamente levantados y en camino, soñolientos
y
con los pies doloridos, pero sintiendo por fortuna, menos sed que el día
anterior.
A la media hora de marcha advertimos con alegría que se acercaba el
amanecer,
no por el cielo, en el que centelleaban todavía las estrellas, sino
por
el canto maravillosamente dulce y claro de un pájaro pequeño que se
encontraba
a corta distancia de nosotros. El canto se repetía a cortos
intervalos;
luego fue seguido de otras voces, y pronto salieron de cada arbusto
tan
suaves y deliciosos acordes que me alegré de todo lo soportado en mi
caminata,
puesto que ahora podía oír esa exquisita melodía del desierto. Este
cantor
del alba es un hermoso pinzón gris y blanco, el Diuca minor, muy común en
la
Patagonia y que posee la más hermosa voz de todos los fringílidos que allí se
encuentran.
Los diucas eran profetas seguros; al poco tiempo los primeros rayos
de
luz aparecieron en el este, pero cuando la claridad aumentó buscamos en vano
el
ansiado río. El sol se elevó sobre la misma gran planicie ondulante con sus
arbustos
oscuros desparramados y su alfombra de hierbas marchitas, esa
harapienta
alfombra debajo de la cual aparecía el estéril suelo de arena y
guijarros
del cual saca su escasísimo sustento.
Durante
más de seis horas continuamos tenazmente nuestra marcha por la llanura
desierta,
sufriendo intensamente a causa de la fatiga y la sed, pero sin
atrevernos
a descansar. Por fin, el paisaje comenzó a modificarse: nos
aproximábamos
a la población ribereña. El pasto se volvió cada vez más escaso y
era
evidente que los miserables arbustos habían sido ramoneados; nuestro
estrecho
sendero estaba también cruzado en todas direcciones por huellas de
animales
de modo que se hacía más tenue a medida que avanzábamos, hasta que
desapareció
del todo. Vimos luego una tropa de ganado que en largas filas
caminaba
lentamente en dirección al campo abierto. Un hermoso arbolito llamado
chañar
(Gurliaca decorticans), que crece solo o en pequeños grupos, empezó a
aparecer
con frecuencia. Su altura es de cuatro metros aproximadamente, es muy
gracioso,
con el tronco verde, suave y pulido y de follaje gris verdoso. El
fruto
es dorado, del tamaño de la cereza y de un sabor peculiar y agradable,
aunque
no siendo aún la estación en que maduraba, sus ramas no soportaban sino
la
carga de los grandes nidos de los industriosos leñateros.
Pese
a que corría entonces el mes de diciembre y había pasado ya la época de la
puesta,
yo, en mi ardiente deseo de una gota de algo húmedo, empecé a tirar y
destrozar
nidos, tarea por cierto nada fácil, a causa de su tamaño y
consistencia.
Al fin me vi recompensado por tres huevitos blancos y, complacido
por
la pequeña merced, los rompí rápidamente sobre mi lengua reseca.
Media
hora más tarde, alrededor de las once, caminábamos lentamente cuando
apareció
un hombre a caballo que conducía una tropilla de animales. Respondiendo
a
nuestro llamado se acercó, y por él supimos que nos encontrábamos como a un
kilómetro
y medio del río. Informado de nuestras desventuras, apartó cuatro
caballos
para nosotros. Montamos en pelo y lo seguimos al galope largo a través
de
la última y feliz etapa de nuestro prolongado viaje.
Bruscamente
llegamos al fin, pues al salir de la espesura de los espinos enanos,
por
donde habíamos avanzado en fila, se presentó de repente ante nuestros ojos
el
magnífico río Negro. Ninguno nos pareció nunca tan hermoso; más ancho que el
Támesis
en Westminster, se perdía a lo lejos en el horizonte, con sus bajas
riberas
engalanadas por la hermosura de las arboledas, de los frutales, viñedos
y
maizales en plena maduración. A lo lejos, en medio de la corriente azul, se
deslizaban
grupos de cisnes de cuello negro, cuyo plumaje brillaba como espuma
bajo
el sol. Abajo y a muy poca distancia de nosotros estaba el rancho de
nuestro
guía: el humo salía mansamente de la chimenea de su cocina, formando
espirales.
La casa se levantaba en medio de un bosquecillo de viejos cerezos
frondosos
que aumentaban el encanto del paisaje, y al acercarnos a la tranquera
pudimos
ver las cerezas, ya bien maduras, que relucían como carbones encendidos
entre
el verde intenso de las hojas.
COMO ME CONVERTI EN UN
OCIOSO
Si las cosas me hubieran
salido bien, si hubiera dedicado doce meses en Río
Negro,
según era mi intención, a observar pájaros y escuchar sus cantos
melodiosos,
nunca habría escrito estos capítulos, que podrían considerarse como
el
relato de lo que no llegué a realizar. Porque en ese caso habría dedicado
todo
el tiempo a mi tarea y no me hubiera resignado a abandonar sus encantos, ni
aun
para gozar un momento de libertad, ya que sucede a menudo que si nos
ocupamos
demasiado de un solo asunto todos los demás parecen lejanos, oscuros y
poco
interesantes. Pero mis planes no se cumplieron. Un accidente que describiré
más
tarde me incapacitó por algún tiempo y no pude estudiar a los pequeños seres
alados,
ni seguirlos sigilosamente hasta sus escondites, o contemplarlos a
través
del frondoso enrejado de las hojas. Yacía impotente en el lecho, pasando
así
esos bochornosos días de la mitad del verano entre cuatro paredes blancas
que
eran todo mi paisaje, todo mi horizonte, y con la única compañía de una
veintena
de moscas zumbonas constantemente ocupadas en su intrincada danza.
Me
vi obligado, pues, a pensar en una gran variedad de temas y ocupar mi mente
con
problemas que nada tenían que ver con la migración de las aves. Estos
problemas,
además, se parecían mucho a las moscas que, aunque compartían mi
habitación,
resultaban extrañas para mí como yo para ellas, puesto que habla un
abismo
entre sus mentes y la mía. Pequeños enigmas del universo, con su
revoloteo
de silfos iniciaron la vida como cosas abstractas, y desarrolladas
luego
como imago de la cresa, se convirtieron en seres vivientes. Yo las
observaba
siempre, mientras ejecutaban su danza confusa, ya girando en circulo,
cayendo
y elevándose, o posándose inmóviles, para luego, súbitamente, dirigirse
hacia
mí, burlándose de mi incapacidad para atraparlas, y lanzarse de nuevo al
espacio,
como flechas.
Contrariado,
abandonaba el juego, como un pájaro cansado que torna a su percha;
pero
yo también como el impaciente pájaro pronto volvería a ellas, quizá solo
para
verlas girar más velozmente aún, describiendo figuras nuevas y fantásticas,
con
movimientos más rápidos; sus siluetas eran semejantes a finas líneas negras
que
iban y venían en todas direcciones, como si se hubieran puesto de acuerdo
para
escribir una serie de originales caracteres en el aire, formando una
extraña
frase, ¡el secreto de los secretos! Afortunadamente para el progreso de
la
ciencia, solo unos pocos de esos insectos, que tanto fascinan y mortifican el
cerebro,
pueden aparecer al mismo tiempo a nuestra vista: por lo general, nos
fijamos
en un único espécimen, como lo hace el halcón ante una bandada de
palomas
o un numeroso ejército de pequeños mistos, o la libélula en medio de una
espesa
nube de mosquitos o moscas de los arenales. Tanto el halcón como la
libélula
morirían de hambre si pretendieran capturar, o simplemente mirar, a más
de
uno a la vez.
No
capturé nada ni descubrí cosa alguna; y, sin embargo, aquellos días de
forzosa
ociosidad no dejaron de ser felices. Después de abandonar mi cuarto,
rengueando
y ayudado por un grueso bastón, visitaba las casas vecinas, en las
que
departía con hombres y mujeres, oyendo día a día el relato de sus triviales
asuntos,
que nada tenían que ver con las aves, hasta que empezaron a
interesarme,
aunque no demasiado. Siempre me alejaba de ellos sin pesadumbre,
para
tenderme sobre el verde césped y fijar la mirada en los árboles o el cielo
azul,
pensando en todas las cosas imaginables.
El
resultado fue que aun cuando no tenía ya excusas para la nación, se había
creado
un hábito en mí, el de la indolencia, tan común entre la gente de la
Patagonia,
y aparentemente el resultado del clima; costumbre y especial estado
de
ánimo de los que reaccioné, durante mi estada allí, solo en momentos
excepcionales.
La
vigilia es a veces como un sueño que se desarrolla en forma lógica hasta que
el
estímulo de una nueva sensación, objetiva o subjetiva, lo confunde
temporariamente,
o lo interrumpe; pero luego continúa, con nuevas
características,
pasiones y motivos y un argumento distinto.
Después
de deleitarnos con las cerezas y descansar en la estancia, desde donde
por
primera. vez pudimos ver la costa, nos dirigimos hacia la pequeña ciudad de
El
Carmen, población fundada un siglo atrás y edificada al lado de una colina o
farallón
frente al río. En la costa opuesta, donde no hay rocas ni barrancas, y
el
valle verde, bajo y nivelado se extiende unos ocho kilómetros hacia las
grises
y áridas mesetas, está situado otro pequeño pueblo, llamado La Merced. En
estos
dos lugares pasé alrededor de quince días, y luego, con un joven inglés
que
había estado uno o dos años en la colonia, organizamos una cabalgata y
recorrimos
unos ciento cincuenta kilómetros río. arriba. Hacia la mitad del
camino
nos detuvimos en una pequeña cabaña de troncos rústicos, que mi compañero
había
construido . el año anterior, abandonándola más tarde, al percibir que la
tierra
de aquel paraje no era apta para el cultivo; allí había dejado,
encerrados
bajo llave, sus útiles de trabajo y otros enseres.
Esa
tosca cabaña servía a la vez de vivienda y depósito. El interior era solo lo
suficientemente
espacioso como para permitir a un hombre de mi altura (un metro
y
ochenta centímetros), parado en el centro de la cabaña, girar revoleando un
gato
sin destrozarle los sesos contra los ásperos troncos de sauce de las
paredes.
Y, sin embargo, en este reducido sitio vi una colección tal de armas,
enseres
y herramientas que hubieran resultado suficientes como para que una
pequeña
colonia de hombres luchara eficazmente contra el inculto desierto y
fundara
una ciudad para los hombres del futuro.
Mi
amigo tenía ingenio y conocía infinidad de oficios. Se consideraba feliz
cuando
alguien le llevaba un arma de fuego, un reloj o alguna complicada pieza
de
hierro o bronce rota o descompuesta; entonces brillábanle los ojos, se
restregaba
las manos y solo ansiaba dedicarse cuanto antes a su nuevo trabajo,
en
el que ponía a prueba su habilidad. Pasó dos o tres días entre sus maderas y
metales,
asentando los filos de los cinceles, afilando los dientes de los
serruchos,
aceitando y puliendo las armas, cambiándolas de lugar, contándolas y
repasándolas
amorosamente como un animal que acaricia sus cachorros,.. todo ello
antes
de empaquetarlos para el transporte, tarea que también era muy lenta.
Mientras
mi amigo se entregaba al deleite de esos menesteres, yo caminaba sin
rumbo
por las cercanías, observando los pájaros que vivían en aquel lugar triste
y
solitario, donde solo se veían algunos raquíticos sauces colorados. Las canas
y
los juncos que se alzaban sobre los negros charcos de aguas estancadas estaban
amarillos
y secos, y seco también el pasto, color estopa y agostado sobre el
suelo,
de una blancura cenicienta, agrietado por el sol ardiente y las largas
sequías.Únicamente
el río cercano corría siempre fresco, verde y hermoso.
Finalmente,
un caluroso atardecer sentados sobre nuestras mantas en el piso de
tierra
de la cabaña, comentábamos la jornada del día siguiente, los encantos que
encontraríamos,
al final del día, en la casa de un colono inglés que pensábamos
visitar.
Mientras charlábamos tomé su revólver, para examinarlo; empezó mi amigo
a
decirme que esta arma tenía características peculiares y la particularidad de
que
era tan celosa que al más leve contacto, y aun a la más pequeña vibración
del
aire, caía el gatillo. Aun no había terminado de explicármelo, cuando sonó
un
estampido ensordecedor y un proyectil de forma cónica se incrustó en mi
rodilla
izquierda. No fue un dolor muy intenso -mas bien experimenté la
sensación
de un golpe fuerte, pero al intentar ponerme en pie caí de espaldas.
No
podía mantenerme parado. Un chorro fino y continuo de sangre comenzó a brotar
del
orificio redondo y simétrico que parecía llegar hasta el fondo de la
articulación,
y nada de lo que hicimos pudo detenerla. ¡Hermosa situación la
nuestra!
A sesenta kilómetros del pueblo y sin ningún vehículo; recordábamos
solamente
haber visto una carreta en una casa a varios kilómetros río arriba,
pero
en la margen opuesta. Sin embargo, mi amigo, en su desesperación por
auxiliarme,
concibió la esperanza de cruzar la carreta al otro lado del río, y
así
fue cómo, después de colocar previsoramente un recipiente de agua a mi lado,
me
tendió sobre un mandil, y asegurando la puerta del lado de afuera para evitar
la
intrusión de vagabundos indeseables montó a caballo y se alejó al galope.
Había
prometido volver poco después del anochecer, ya fuera solo o con algo que
sirviera
para transportarme, pero en vano lo esperé toda la noche. Encontró un
bote
y un hombre que lo llevó hasta la otra orilla, donde comprobó que el plan
era
impracticable. Entonces decidió regresar con las malas noticias; pero, como
el
bote había desaparecido, se vio obligado a atar su caballo a un arbusto y
tenderse
en el suelo, en espera de la mañana.
Para
mí la noche llegó demasiado pronto. Cerrada como estaba la cabaña y sin
ventanas,
no teniendo con qué alumbrar, me hallé en la más completa oscuridad.
La
pierna herida se había inflamado y me dolía intensamente; la hemorragia
continuaba
al extremo de que estaban empapados los pañuelos con que la habíamos
vendado.
La noche se puso fría y, a pesar de estar completamente vestido, tuve
que
echarme encima mi grueso poncho para entrar en calor. Bien pronto renuncié a
esperar
a mi amigo, calculando que no habría nada que hacer hasta la mañana, mas
no
podía dormitar ni pensar: solo escuchaba. A raíz de lo que experimenté
durante
esas negras horas de ansiedad puedo imaginar lo que representa el
sentido
del oído para los ciegos, así como para los animales que viven en cuevas
oscuras.
Cerca
de medianoche un ruido leve y extraño, que sonó a mi lado dentro de la
cabaña,
interrumpió el silencio. Me pareció como el resbalar de una soga que
caía
suavemente sobre el piso de tierra, pero cuando encendí un fósforo el rumor
habla
cesado y no vi nada. Después de un corto intervalo, lo oí una vez más,
pareciéndome
entonces que venía de afuera, de los alrededores de la choza, por
lo
que le presté poca atención. Pronto volvió a cesar, y no lo oí más. Tan
oscuro
y silencioso quedó todo que la cabaña parecía un vasto ataúd dentro del
cual
yaciera mi cuerpo, a tres metros bajo tierra. Sin embargo, no estaba solo:
tenía
un compañero de hecho que se había introducido sigilosamente para
compartir
el calor de mi manta y mi cuerpo. Un ser de cabeza ancha en forma de
flecha,
redondos ojos sin párpados, relucientes como gemas amarillas; un cuerpo
sin
miembros, largo y liso, extrañamente segmentado y cubierto por una vaga
escritura
de místicos caracteres oscuros sobre un fondo grisáceo.
Por
fin, más o menos entre las tres y media y las cuatro de la mañana, oí algo
que
me llenó de alegría: el gorjeo familiar de un par de tijeretas posadas en un
sauce
vecino, y más tarde, el armonioso y suave canto de la golondrina, cuyas
notas
se elevaban y descendían suavemente. Es éste un hermoso pájaro, de cola
blanca,
que ensayando en círculos su vuelo, inicia el canto cuando las estrellas
comienzan
a palidecer; esa melodía es quizá más dulce que todas las demás porque
la
oímos al alba, cuando se eleva la temperatura del cuerpo y fluye con más
fuerza
nuestra sangre poco antes de despertar cada mañana. Luego hicieron oír
los
verdones una rara e impetuosa ejecución que más se asemejaba a un grito que
a
un canto; estos hermosos pájaros son de color verde oliva, con el pecho ante;
tienen
vistosas y largas colas y el pico colorado. Entre los intervalos de esas
espasmódicas
explosiones de sonidos, se oyó la delicada y suave melodía del
gorrión
de cresta gris. El último de todos fue el grito prolongado de un
chimango
que pasaba por las proximidades, y supe que hacia el este la mañana era
espléndida.
Poco
a poco la luz empezó a colarse entre las grietas, débil al principio,
reflejada
en tenues rayos sobre el suelo negro; luego más viva, hasta que la
cabaña
se inundó de una relativa claridad.
Mi
amigo no regresó hasta una hora después de la salida del sol, y me encontró
todavía
esperanzado y en pleno goce de mis facultades, pero incapaz de moverme
sin
ayuda. Tomándome en sus brazos, me levantó, y cuando acababa de incorporarme
sobre
la pierna sana, apoyado pesadamente en él, vimos deslizarse del poncho
caído
a mis pies una enorme serpiente venenosa, la Craspedocephalus alternatus,
llamada
por lo común "víbora de la cruz". Si mi compañero no hubiera tenido
que
sostenerme,
la habría atacado con la primera arma que encontrara a mano, dándole
muerte
sin duda, con lo cual yo habría experimentado un eterno remordimiento.
Por
fortuna, desapareció con rapidez por un agujero de la pared, yéndose con
ella
el peligro. Mi hospitalidad había sido inconsciente, pues hasta ese momento
ignoraba
tal compañía, pero me regocijé al pensar que ese terrible reptil volvía
ileso
a su cueva, después de descansar toda la noche a mi lado, calentando su
sangre
fría contra mi cuerpo.
A propósito de esa serpiente de nombre extraño,
recordé que Darwin la conoció
durante
sus excursiones patagónicas, más o menos sesenta años antes, y al
describir
su aspecto fiero y horrible, dice: "No creo haber visto nada más feo,
exceptuando
tal vez algunos murciélagos vampiros". Señala, asimismo, la gran
amplitud
de la base de las mandíbulas, la boca triangular, la pupila lineal en
medio
del iris moteado y cobrizo, y sostiene que ese aspecto repugnante y
desagradable
se debe a la semejanza que tiene su cara con el rostro humano. La
idea
de repulsión y desagrado ante un animal inferior semejante al hombre es,
según
creo, bastante común, porque un animal de esa clase nos parece una copia
vil
de nosotros mismos, o una maliciosa caricatura realizada para burlarnos.
Quizá
sea una idea errónea o una verdad a medias, pues observamos que algunos
animales
parecidos a la raza humana no nos causan tanta repulsión; por ejemplo
las
focas, las sirenas y los tritones de los antiguos marinos. Lo mismo ocurre
con
el perezoso, de cara simple y redonda, cuya mirada nos resulta en cierto
modo
cómica y patética. Muchos monos nos parecen feos, pero consideramos
hermosos
los lemúridos y admiramos a los titís, esos muñecos peludos con vivos
ojos
de pájaro. Sin embargo, es cierto que hay algo humano en el rostro de
muchas
serpientes y de algunos vampiros, como dice Darwin, y que a eso se debe
el
horror que despiertan en nosotros. Pero el famoso naturalista no percibió que
es
la expresión y no la forma lo que desagrada, pues esos seres fingen gestos
tan
extraños que despiertan en nuestra propia especie temor, aversión y hasta
una
piedad intensa y dolorosa; denotan a menudo ferocidad, cautela, malignidad;
a
veces nos arrojan miradas de angustia o desesperación, así como también asumen
expresiones
de demencia.
Se
ha dicho acertadamente que no hay en nosotros fealdad, excepto cuando ésta es
la
expresión de malos pensamientos y bajas pasiones, los que se imprimen en
forma
indeleble en nuestra fisonomía. Al mirar una serpiente como mi compañera
de
esa noche
-y
he observado muchas- surge en mí la fantasía de encontrarme ante un
congénere,
tal vez un infeliz marginado de la civilización, que, a causa de sus
horribles
crímenes, fue tornado en sierpe y condenado a la inmortalidad.
Por
regla general, nos complace descubrir parecidos ilusorios y plagios que la
naturaleza
hace de sí misma, cuando por casualidad los encontramos, y el placer
es
aumentado por el asombro o el sentido del misterio. Pero el caso de esta
serpiente
constituye una excepción, y, a pesar de la simpatía que siento hacia
los
ofidios, no me resulta agradable.
Volviendo
a la narración: mi amigo hizo fuego para hervir el agua, y después de
tomar
el desayuno galopó nuevamente, aunque en otra dirección; acababa de
recordar
que de este lado del río vivía un colono que tenía una carreta, y hacia
allí
se encaminó. Alrededor de las diez de la mañana estaba de regreso, seguido
poco
después por el hombre con una carreta que tiraba una yunta de bueyes. En
este
vehículo fuimos al pueblo, teniendo que soportar, además del calor y el
polvo,
los barquinazos producidos por el camino desparejo, todo lo cual me hizo
sufrir
mucho. Como los bueyes avanzaban lentamente, nuestro viaje duró todo el
día
y la noche siguiente, y llegamos a destino cuando empezaba a clarear en el
horizonte,
y las golondrinas se elevaban en amplios círculos por el aire,
haciéndolo
vibrar melodiosamente con sus gorjeos.
Mi
penosa travesía terminó en una casa de la Sociedad Misionera Sudamericana,
situada
en la villa que mira hacia la vieja ciudad, sobre la costa del río.
Cuando
abandoné la carreta tambaleante y me eché en una confortable cama,
experimenté
un alivio tan inmenso que pronto me quedé plácidamente dormido. Al
despertar
algo más tarde, me encontré en manos de un caballero que era tan hábil
cirujano
como buen sacerdote, y que había extraído más proyectiles y compuesto
más
huesos rotos que muchos doctores que no han tenido ocasión de practicar en
los
campos de batalla. Sin embargo, mi bala se resistía a salir y ni siquiera
era
posible hallar su escondite, de modo que durante quince días, todas las
mañanas,
me hacían pasar un terrible cuarto de hora. El médico se presentaba en
mi
habitación con una tranquila sonrisa y un gran paquete de sondas -¡aquellas
sondas!-
de todas formas, tamaños y materiales: madera, marfil, acero, goma.
Pasados
los momentos de dolor, con el único resultado de que recrudecía mi
sufrimiento
al reabrirse la herida, que tendía a curarse, no me quedaba más
remedio
como ya dije que quedarme inmóvil, observando las moscas y a veces
soñando.
Para concluir este capítulo, de tan
diferentes matices, debo re calcar que
algunos
de los momentos más felices de mi vida se debieron a las mismas
circunstancias
que podrían haberme hecho más desgraciado: graves accidentes y
enfermedades
que me incapacitaron, convirtiéndome en una carga para los
extraños;
y la adversidad, que aunque
Como
un sapo negro y venenoso, empero lleva
una piedra preciosa en la cabeza
Palabras
familiares, pero aquí nuevamente interpretadas, porque esa joya que
encontré
-el amor del hombre por el hombre y la ley de servicial bondad escrita
en
un corazón- es digna de ser apreciada sobre todos nuestros bienes, pues es el
más
excelso, ya que eclipsa a las alhajas y las piedras preciosas, y su virtud
es
tan soberana que el cinismo enmudece y se avergüenza ante su luz.
EL VALLE DEL RIO NEGRO
Cuando
-en los primeros días de febrero- la hospitalaria casa de la misión
todavía
me albergaba, mi mayor placer consistía en observar las golondrinas
purpúreas
-Progne furcata-, especie que abunda en esa zona y anida en ~s rocas
sobresalientes
de la costa. Como tantas otras golondrinas de regiones
diferentes,
éstas viven también bajo los aleros de las casas. Es un pájaro
grande
y hermoso, cuyo plumaje brillante ostenta en la parte superior un
bellísimo
color púrpura, en tanto es negro por debajo. Golondrinas tan grandes
como
aquéllas, así como otros ejemplares de su género, no se conocen en el Viejo
Mundo,
y si un visitante europeo viera por primera vez una de esas aves la
confundiría
con un vencejo. No obstante, los vencejos tienen las alas en forma
de
guadaña y avanzan por el aire con rapidez alocada. Por el contrario, el vuelo
de
las golondrinas es mucho más lento y no dan tantas vueltas rápidas como otros
tipos
de esa especie. También difieren de la mayoría de los miembros de su
familia
en su canto afinado, que consta de varias notas bien moduladas, emitidas
de
un modo indolente y siempre en el momento en que se remontan por los aires.
Como
melodistas, merecen un lugar de preferencia entre los hirundínidos.
Los
árboles de la misión atraían mucho a estos pájaros; y los altos álamos de
Lombardía
eran sus favoritos, lo cual resulta extraño, porque con el fuerte
viento
(que en ese entonces soplaba con frecuencia) esos árboles de tronco
delgado
y cimbreante constituían un albergue poco apropiado. Sin embargo, las
golondrinas
acudían a los álamos cuando el viento era más violento; empezaban
por
revolotear y girar a su alrededor formando una inmensa bandada, y cuando se
presentaba
la ocasión descendían poco a poco, para posarse sobre las ramas finas
y
verticales, a semejanza de las langostas, amontonándose como ellas hasta que
los
árboles se ennegrecían con sus cuerpos. De repente, una ráfaga demasiado
fuerte
azotaba y balanceaba las altas copas, y las golondrinas, despedidas de su
inseguro
refugio, se elevaban en una nube purpúrea, sembrando de chirridos el
borrascoso
cielo, mas, en seguida volvían a reunirse, revoloteando y posándose
de
nuevo.
Echado
sobre el pasto, junto a la orilla del río, yo las contemplaba durante
horas,
observando su inquietud e indecisión, y pensando en el extraño y salvaje
espíritu
que las hacia simpatizar con el viento y los irritados álamos, porque
algo
nuevo e insólito había venido a perturbarías: el suave aliento que con poderoso
lenguaje sentido, pero no oído, rige a las aves, del cielo.
Pero
respecto del carácter de este aliento pregunté en vano a la naturaleza,
pues
ella es la única mujer capaz de guardar un secreto, basta de amante.
La
lluvia llegó por fin, cayendo en forma continua durante toda una noche. A la
mañana
siguiente (14 de febrero), cuando salí y miré el cielo cubierto por
veloces
nubes grises, vi una bandada compuesta por cuarenta o cincuenta
golondrinas
grandes que volaban hacia el norte, y después no vi más. Esa primera
mañana
húmeda, antes de que me levantara, la nube purpúrea había abandonado el
valle.
Las
extrañé mucho y deseaba que hubiesen demorado su partida, puesto que era más
fácil
y prometedor examinar su misterioso instinto teniéndolas cerca. Me
interrogaba
sobre esa interrupción en el curso de sus vidas, el cambio forzoso
de
hábitos, el conflicto entre dos emociones opuestas: los lazos del lugar, que
las
retenían, vistos y adivinados en sus actos, y la voz que las llamaba desde
lejos
en forma cada vez más imperativa, y que influía de tal modo en ellas que
por
momentos las hacia parecer fuera de si. Observando todo esto, oyéndolas y
mirándolas
durante todo el día, me parecía estar más próximo a descubrir alguna
verdad
oculta que cuando se alejaban de mi. Ahora se habían ido, y con su
partida
desaparecía mi último pretexto para permanecer más tiempo inactivo en
ese
lugar.
Comencé
de nuevo mi viaje río arriba, e hice una larga visita a los dueños de
una
estancia inglesa situada más o menos a cien kilómetros de la ciudad. Dediqué
gran
parte del tiempo que allí permanecí a solitarias excursiones, que me
permitían
paladear una vez más "la dulce y amarga copa de la naturaleza
salvaje".
A medida que avanzaba el invierno, la naturaleza se volvía gris y
melancólica,
y nada había que inflamara la imaginación, pero mis paseos
resultaron
tonificantes.
A
menudo iba a caballo hasta las lomas, tierras altas que tomaban la forma de
terrazas
y estaban lejos del valle, mas la descripción de estas soledades y de
los
efectos que causaban en mí los reservo para otro capitulo, cuando haya
terminado
de narrar los hechos que ahora me ocupan. En el presente y en el que
sigue
describiré la naturaleza del valle.
No
permanecí largo tiempo en ningún lugar fijo, pero durante los meses de otoño,
invierno
y primavera estuve en diversos puntos, visité la desembocadura del río
y
las planicies adyacentes, y luego reanudé mi viaje río arriba, avanzando esta
vez
cerca de ciento ochenta kilómetros. En todo el camino la apariencia del
valle
no varía mucho, y éste podría ser descripto como el lecho aplanado de un
viejo
río, de doscientos a trescientos metros de ancho, cortado en la meseta por
el
río actual, que corre rápido y profundo, serpenteando por su mismo centro; es
decir,
no siempre se mantiene en él, pues en sus zigzags se dirige hacia el
norte
o hacia el sur, y en algunos puntos toca los límites del valle, cortando a
veces
el borde de la barranca, la que forma una escarpada orilla que llega en
ciertos
lugares a treinta metros de altura.
Este
río fue llamado por los aborígenes Cusar-leofú o río Negro, nombre por
cierto
impropio a menos que se refiera solo a su rapidez y peligrosidad, pues no
es
negro como su tocayo amazónico. El agua que brota de los Andes, a través de
una
mole de piedra y grava, es maravillosamente pura y de un claro tono verde
mar.
Tan verde parece bajo ciertas luces, que cuando sacamos un poco en un vaso
nos
asombra el cambio, no siendo ya más del color de la esmeralda, sino
cristalina
como el rocío o el agua de lluvia. Es indudable que el hombre es
científico
por naturaleza y descubre que las cosas no son lo que parecen,
llegando
hasta el fondo de todo misterio; pero su otro yo, más viejo, más
profundo,
más primitivo y que aún persiste, no es científico sino mítico, y a
pesar
de la razón se sorprende del cambio; ve en él un milagro, una
manifestación
del poder y de la inteligencia que existe en todas las cosas.
El
río tiene también sus días turbios, aunque escasos y distanciados. Una mañana
me
extrañó ver que el agua no tenía el color hermoso de la tarde anterior; su
tono
era rojo, un rojo sombrío, a causa de la tierra colorada que algún afluente
crecido
había arrojado en su corriente, a miles de kilómetros hacia el oeste.
Este
cambio duró solo uno o dos días, después de lo cual el río corrió
nuevamente
verde y puro.
El
valle, al final de un verano largo, caliente y ventoso, tenía un aspecto
excesivamente
seco y estéril. Según me dijeron, el campo había recibido escasas
lluvias
durante tres arios, tanto que en algunos puntos hasta las raíces del
pasto
reseco estaban arrancadas, y cuando el viento era fuerte una nube de polvo
amarillo
caía durante todo el día. En esos lugares, las ovejas se morían de
hambre,
y si las vacas y los caballos sobrevivían era porque podían llegar hasta
las
mesetas donde ramoneaban los arbustos. El suelo del valle tiene poco
espesor;
está constituido principalmente por arena y grava, mezcladas con
pequeña
cantidad de tierra vegetal, y su primitiva vegetación estaba compuesta
por
toscos pastos permanentes, arbustos y juncos; pero el ganado introducido por
los
colonos blancos destruyó las plantas y los pastos de lento crecimiento. No
sucedió
allí lo que en la mayoría de las regiones templadas del globo
colonizadas
por los europeos, en las que el pasto fragante y rápido en crecer,
así
como los tréboles del Viejo Mundo, se extendieron por todo el suelo; porque
estas
tierras, en virtud de su pobreza, la sequedad del clima y la violencia de
los
vientos estivales, no eran adecuadas para la vegetación importada, que
resultó
un triste sustituto de la propia. Aquélla no crece lo bastante como para
retener
la poca humedad existente, es de muy efímera vida y las frágiles
raicillas
no se agarran al suelo como las de los antiguos pastos, que formaban
un
sólido manto fibroso. El calor la quema hasta reducirla a cenizas y el viento
arrastra
hojas y raíces, junto con la superficie de la tierra, dejando al
descubierto
en muchas partes la arena amarilla de capa inferior y todo lo que
está
enterrado en ella desde antiguo. Así se descubrieron los sitios en que
estaban
asentados innumerables pueblos pertenecientes a los anteriores
habitantes
del valle. Tan numerosos eran esos lugares que en el transcurso de
una
hora pude visitar hasta una docena. Donde había existido una villa populosa,
o
habitada durante largo tiempo, el terreno era un verdadero lecho de piedras
labradas,
entre las que fueron encontradas puntas de flecha, cuchillos de
piedra,
raspadores, morteros y sus mangos, grandes piedras redondas, con un
orificio
en el medio; otros pedazos rudamente pulidos, usados como yunque;
conchas
perforadas, fragmentos de alfarería y huesos de animales.
El
amigo que me hospedaba me dijo que ese año el valle no había producido otra
cosa
que una abundante cosecha de puntas de flecha. Los antropólogos no podían
haber
deseado un año más favorable ni una mejor cosecha. Yo recogí un gran
número
de estos objetos; y unas trescientas o cuatrocientas puntas de flecha que
encontré
entonces están ahora, según creo, en la famosa colección Pitt-Rivers.
Pero,
como era en extremo cuidadoso, lo mejor de mis tesoros, las cosas más
hermosas
y raras que pude juntar, las empaqueté aparte, para mayor seguridad;
pese
a lo cual, desgraciadamente, se perdieron en el camino. Fue para ml. un
rudo
golpe, mucho más doloroso que la herida que recibí en la rodilla.
En
algunos de los pueblos que exploré, y dentro de un radio de pocos metros
respecto
del lugar donde se asentaban las chozas, encontré depósitos de huesos
de
animales que habían sido utilizados como alimento. Eran huesos de ñandú,
guanaco,
venado, pecarí, dolichotis o liebre patagónica, armadillo, coypú,
vizcacha,
así como también los había de mamíferos más pequeños y de pájaros. Los
más
numerosos eran los huesos de la pequeña cavia (Cavia australis), una especie
de
conejillo de Indias, y los del tucutuco (Ctenomys magellanica), pequeño
roedor
cuyas costumbres se asemejan a las del topo.
Mencionaré ahora un hecho interesante. Las
puntas de flecha que recogí en los
distintos
lugares eran de dos clases muy diferentes: las grandes, de fabricación
tosca,
parecidas a las paleolíticas europeas, y las de prolija terminación o
neolíticas,
de varias formas y tamaños, aunque la mayor parte medía de tres a
cinco
centímetros de largo. Estos eran los restos de los dos grandes períodos de
la
Edad de Piedra, el ultimo de los cuales se prolongó hasta el descubrimiento y
colonización
del país por los europeos. Las armas y objetos del último período
eran
las que más abundaban y fueron encontradas sobre todo en el valle, mientras
las
armas más antiguas y toscas se hallaron en las barrancas, donde el río se
interna
en la meseta. El lugar del que extraje gran numero de ellas había
quedado
sepultado a una profundidad de dos metros y medio; solamente cuando el
agua
de una lluvia copiosa llevaba grandes cantidades de arena y grava, las
puntas
de flecha y otras armas y utensilios quedaban a la vista. Estas
aldehuelas,
profundamente enterradas, eran sin duda muy antiguas.
Con
respecto a los objetos más modernos, constituía para mí un verdadero placer
encontrar
rastros de algo así como la división del trabajo en las distintas
poblaciones,
la individualidad del trabajador y un claro gusto artístico o
estético,
y llegué a esta conclusión al descubrir una pequeña aldea donde no
había
grandes piedras redondas, ni cuchillos, ni raspadores, ni puntas de flecha
de
gran tamaño y del tipo común; de estas últimas las únicas que existían en tal
paraje
eran más o menos de un centímetro de largo y probablemente se usaban para
matar
pequeños pájaros y mamíferos. No sólo eran pequeñas, sino que además
estaban
exquisitamente terminadas y poseían un fino recorte, aparte de que, sin
excepción,
el material empleado en todas ellas comprendía los tipos más hermosos
de
piedra: cristal, ágata y sílice de color verde, amarillo y marfil. Cuando se
tenía
a mano media docena de estas joyas de fina tonalidad y delicada factura se
pensaba
que tanto la belleza como la utilidad habían constituido los puntos de
mira
del artesano. Fuera de estos objetos, no encontré nada más que una daga
pequeña;
era de piedra roja, de punta bien afilada y mango en forma de cruz, de
alrededor
de diez centímetros de largo, y tan delgada y perfectamente redondeada
como
un lápiz.
Durante esta investigación traté algunas
veces de imaginarme cómo sería la vida
espiritual
y material de esos habitantes desaparecidos. Los pieles rojas de hoy
pueden
pertenecer a la misma raza y tener la misma sangre; en una palabra:
pueden
ser los descendientes directos de los que trabajaban la piedra en la
Patagonia;
pero, sin duda, están tan cambiados y han perdido a tal extremo sus
características
que sus progenitores no los reconocerían ni los aceptarían como
parientes.
Allí, como en la América del Norte, el contacto con una raza superior
los
ha rebajado, concluyendo por reducirlos a la mínima expresión. Algo de su
sangre
salvaje continuará corriendo por las venas de los que han tomado su
lugar;
pero como raza tendrán que desaparecer de la tierra, tal cual se han
extinguido
completamente en unas pocas décadas los constructores de túmulos del
valle
del Misisipí y las razas que levantaron las ciudades de Yucatán y América
Central,
hoy invadidas por la selva.
Los
hombres que en el pasado habitaron el valle patagónico estaban solos con la
naturaleza,
construían sus propias armas y se mantenían con recursos propios; no
los
alcanzaba ninguna influencia exterior y no conocían otro mundo más allá del
valle
y las adyacentes mesetas inhabitadas. Y aun juzgando por esa confusa e
incompleta
visión que me forjé de su desvanecida existencia, a través de las
armas
y fragmentos hallados, parecía evidente que la inteligencia no estaba del
todo
dormida en ellos y que progresaban paulatinamente hacia un estado superior.
No
pude avanzar mucho en este terreno; cuantos esfuerzos hice para saber o
imaginar
algo más fracasaron, como ocurre siempre en circunstancias parecidas.
En
otra oportunidad a la que me referiré en un capitulo posterior, la deseada
visión
del pasado se me ofreció inesperadamente, sin buscarla, permitiéndome ver
por
un momento la naturaleza tal como la ve el salvaje y como la vio en la Edad
de
Piedra, aunque sin esa idea de lo sobrenatural que tanta preponderancia tuvo
en
su mente. Meditando sobre tales temas llegué a la conclusión de que es
imposible
indagar, porque voluntariamente no podemos eludir nuestra
personalidad,
nuestro ambiente, y nuestra concepción de la naturaleza.
No
solo fueron inútiles mis esfuerzos, sino que el solo hecho de pensar en el
asunto
algunas veces ensombrecía mi mente con una cierta melancolía fatal para
la
investigación, pues "todas las cosas decaen y languidecen". En tal
estado de
ánimo
solía encaminarme a uno de los seis cementerios ubicados en los
alrededores
de la casa en que me hospedaba. Prefería -en general- el más grande
y
populoso, donde medio acre de tierra hallábase sembrado con esqueletos
destrozados.
Buscando con prolijidad, se encontraban allí algunos adornos y
puntas
de flecha que habían sido enterrados con los muertos. Yo me sentaba o
caminaba
sobre la arena caliente y amarilla, sobre esa pérfida arena a la cual
se
había confiado en vano, hacia tantos años,. el amargo secreto, y pisaba
cuidadosamente
para no hollar las calaveras que tenía a la vista, aunque el
próximo
animal salvaje que pasara las destrozaría con sus cascos como si fueran
frágiles
vasos de vidrio. La superficie pulida e intensamente blanca de esos
cráneos
reflejaba la luz del día con tanta fuerza, por haber estado largo tiempo
expuesta
al sol, que casi dañaba los ojos. Solía detenerme en los lugares en que
había
muchas juntas, para levantarlas y examinarlas una por una, pero luego las
volvía
a colocar cuidadosamente en el suelo. Y algunas veces, sosteniéndolas en
mis
manos, dejaba escurrir la arena de las cavidades, y contemplando el
brillante
chorro, mientras caía, me asaltaban los más inútiles pensamientos y
conjeturas.
IV
Para
retornar brevemente a esos calvarios que visité con frecuencia en el valle,
no
como coleccionista ni arqueólogo, ni siquiera guiado por un espíritu
científico,
sino solo en apariencia para entregarme a mis lúgubres pensamientos:
¿Qué
habría visto en la cavidad vacía de esos Insepultos cráneos rotos si
hubiera
podido contemplar allí, como reflejada en una mágica bola de cristal, la
imagen
del mundo que tenían esos hombres?
Tal
pregunta no podría ni debiera ser formulada a la vista de un cráneo humano
en
cualquier otra región, pero en la Patagonia ello no parece grotesco ni
siquiera
inútil o fantástico, como la idea que tenía Buffon de una figura
geométrica
impresa en las circunvoluciones del cerebro. Por el contrario, hasta
parece
natural, y la respuesta es fácil, y solo puede ser la siguiente:
En
la cavidad, extendiéndose de un lado a otro, habría aparecido una banda de
color,
con bordes grises, que iría disminuyendo su tono, más azules hacia el
exterior,
para palidecer del todo finalmente; entre los bordes grises, la banda
sería
verde, y a lo largo de esta banda mediana, no siempre en el centro,
aparecería
una línea sinuosa y brillante, semejando una serpiente de pellejo
reluciente
que descansa sobre el pasto. Porque el río tiene que haber sido, para
los
aborígenes del valle, el eje principal de la naturaleza y de la vida del
hombre.
Si algunos nómades o colonizadores de pueblos cisandinos o transandinos
llevaron
allí sus tradiciones u otros sistemas sobrenaturales, resultado de una
naturaleza
diferente, ellos habían sido modificados, si no completamente,
disueltos
y arrastrados por esa rápida y eterna Corriente verde, a cuyo lado
continuaban
viviendo, de generación en generación, olvidando todas las cosas
antiguas.
El agua brillante estaba siempre a la vista, y al salir del valle solo
encontraban
un desierto gris -soledad donde la vida del hombre era imposible-
tan
extenso que se perdía en la bruma azul del horizonte. Más allá no había
nada.
En
esa banda gris, en los límites de lo desconocido, buscaban tortugas, cazaban
unos
pocos animales salvajes, recogían frutos silvestres, huesos y maderas duras
para
hacer armas; y luego retornaban al río, como niños que regresan junto a su
madre.
Todas las cosas se reflejaban en sus aguas: el cielo azul, las nubes y
los
astros, los árboles y las altas hierbas de sus márgenes y sus propios
rostros
oscuros, y así como ellos se reflejaban en el río, también la corriente
se
reflejaba en sus cerebros. Por eso, el anciano que quedaba ciego podía seguir
viviendo
feliz, olvidado de su desgracia, ya que siempre llevaba en la mente la
imagen
luminosa y persistente del río. Para él éste era. más sagrado que todos
los
otros objetos y fuerzas de la naturaleza; los Incas adoraban al Sol, los
relámpagos
y el arco iris, para los habitantes del valle, el río era más que
éstos:
era lo más poderoso que existía en la naturaleza, lo más benéfico y su
dios
más excelso.
Si
los primeros pobladores de. esta tierra dejaron descendencia, si quedaron
sobrevivientes
de aquella época que dejó rastros de un talento creciente en sus
trabajos
de piedra, es algo que ignoro, y que quizá nadie sepa. Probablemente no
sea
así; los pocos indios que ahora moran en el valle son -al parecer- colonos
modernos
procedentes de otras familias y naciones; sin embargo, no me sorprendió
saber
que, no mucho antes de mi visita, algunos de esos salvajes semicivilizados
y
semicristianos habían sacrificado un toro blanco en holocausto del río,
arrojando
a las aguas su cuerpo aun caliente y sangrante. Los mismos colonos
europeos
han sido influidos por las peculiares condiciones de vida y el
fanatismo
que los ata al río, del que dependían. Al principio yo mismo parecía
dispuesto
a reírme del lugar que el no ocupaba en la mente de todos los hombres,
pero
después de vivir unos meses en sus márgenes me avergoncé al recordar mi
irreverencia,
como si hubiera cometido un sacrilegio. Aun hoy me es imposible
recordar
al río patagónico como uno de los tantos que he conocido. Comparados
con
él, los demás parecen vulgares y sin otro fin que el de proporcionar agua a
los
hombres y a las bestias, y servir como canales para el transporte.
Un
día, una mujer nacida en el lugar, acompañada por seis niños de brillantes
ojos
azules, llegó de visita a la casa en que me hospedaba. Mientras los mayores
conversábamos
y tomábamos mate en la sala, uno de los pequeños, de nueve años
aproximadamente,
abandonó sus juegos y se llegó hasta nosotros. Yo lo llamé a mi
lado
entreteniéndolo un rato con cuentos y hablándole de pájaros y otros
animales.
El niño me preguntó dónde vivía.
-Mi
hogar -le dije- está en las pampas de Buenos Aires, mucho más al norte de la
Patagonia.
-¿Es
cerca del río? -interrogó-. ¿Está en la misma orilla, como esta casa?
Le
expliqué que quedaba en una gran llanura cubierta de pasto, que allí no había
río
y que cuando montaba a caballo no tenía que subir ni bajar a los valles,
sino
galopar rectamente en cualquier dirección, norte, sur, este u oeste. Me
escuchó
parpadeando de asombro y, luego, salió con una risa alegre a reunirse
con
los otros niños, que estaban jugando. Fue como si le hubiera dicho que yo
vivía
sobre un árbol que crecía hasta las nubes, o debajo del mar, o cualquier
otra
cosa inverosímil; para él aquello era nada más una broma. Su madre, sentada
cerca
de nosotros, nos había estado escuchando y, cuando el niño se alejó
riendo,
traté de explicarle que para un chico nacido y criado en ese valle,
encerrado
entre las espinosas y áridas mesetas, resulta inconcebible que en
otros
lugares la gente pueda vivir fuera de un valle y lejos de un río. Ella me
miró
con expresión de sorpresa, como tratando de ver mentalmente lo que sus ojos
no
habían visto nunca, como queriendo imaginar algo de la nada. Asintió con
palabras
vacilantes, y me di cuenta de que había cometido una indiscreción, pues
en
ese momento recordé que también la madre había nacido en el valle -era la
bisnieta
de uno de los fundadores de la colonia- y que quizá fuera tan incapaz
como
el niño de sospechar una situación distinta a la que siempre había estado
acostumbrada.
Me pareció que allí los niños llevarían una
vida sana y feliz, especialmente los
que
tenían su hogar en la parte angosta del valle, pues podían recorrer todos
los
días las mesetas llenas de espinos, en busca de huevos de pájaros, o
intentar
esas pequeñas aventuras, emocionantes y sabrosas, que tanto significan
en
la vida infantil. En ese lugar, los más preciados huevos son los del tinamu o
martineta
copetona (Colodroma elegans), que pone cerca de una docena tan grandes
como
los de la gallina y con una cáscara pulida de color verde oscuro, así como
también
los de la más pequeña Nothura daidarwini, cuyo tinte varía entre el
borra
de vino y el rojizo. En verano y otoño los frutos y gomas dulces son
abundantes.
Existe un arbusto de hojas grises muy buscado por su savia, la que
fluye
del tronco y se solidifica en pequeños grumos que tienen el aspecto y el
gusto
del azúcar blanco. También crece un pequeño cactus en forma de disco con
afiladas
espinas que lo defienden, el que da un fruto amarillo rosado de sabor
muy
agradable, y otro gran cactus que mide más de un metro de alto, de un verde
tan
oscuro que parece negro, comparado con los arbustos de color gris pálido;
llama
la atención su espléndida flor carmesí, pero su fruto, del mismo tono, es
tan
insípido que nadie lo come. Pese a ello, como su color es tan hermoso, el
solo
verlo proporciona suficiente placer. La planta no es muy común, y aun
andando
todo el día no es fácil encontrar muchas de esas frutas: Como las
piedras
preciosas, existen en pequeñas cantidades.
El
fruto del chañar es del tamaño de una cereza, con un carozo en el centro; la
pulpa
es blanca y la piel dorada; el sabor es peculiar y delicioso y al parecer
gusta
mucho a los pájaros, de modo que los niños raramente lo disfrutan.
Otro
fruto silvestre ofrece el piquillín (Condalia spínosa), arbusto de hojas
oscuras
que mencioné en el primer capitulo. Sus bayas pequeñas, de forma oval,
nacen
en tal profusión que durante el otoño convierten sus copas en compactas
masas
oscuras. Hay dos variedades: punzó y púrpura casi negro, como las endrinas
y
las zarzamoras. Su sabor es fuerte y agradable, siendo apreciado muy
especialmente
por los niños, quienes a menudo presentan los labios manchados de
rojo
por su delicioso jugo.
Volviendo al tema del río, su magnetismo es
probablemente intensificado por los
monótonos
tintes gris, verde y marrón de sus orillas. El brillo de las aguas,
con
su poderoso efecto, nos fascina, y la vista se posa en ellas como en un
camino
de plata reluciente; es decir, de plata en ciertas condiciones de la
atmósfera,
y de pulido acero, en otras.
En
general, no existe allí ninguna otra cosa brillante en la naturaleza que
llame
la atención y desvíe nuestra vista. Solo dos veces al año, en primavera y
otoño,
se ven algo así como esplendentes masas de vegetación. La más común de
las
plantas de follaje gris que crecen en las tierras altas que bordean el valle
es
el chañar (Gurliaca decorticans); un árbol por la forma, pero poco más que un
arbusto
por su tamaño. Hacia fines de octubre se cubre entera-mente de racimos
de
flores que, por su apariencia, tamaño y sobre todo brillante color amarillo,
se
asemejan a las de la retama. En esa época las tierras altas, a todo lo largo
del
valle, ofrecen un aspecto singularmente alegre, y de nuevo en el otoño se
tornan
amarillas -el profundo amarillo de la xantofila-, cuando las hojas de los
sauces
colorados que crecen en las márgenes del río cambian de color, antes de
caer.
Este
tipo de sauce (Salix humboldtiana) es el único árbol silvestre de gran
tamaño
que se encuentra en la región; no sé si exista en la Patagonia antes de
la
llegada de los españoles. Ese árbol, que majestuosamente crece desde hace un
siglo,
está predestinado a ser cómoda percha y mirador de las águilas grises que
abundan
en el valle y de los todavía más comunes buitres y caranchos, así como
también
alta morada de la noble bandurria. Sirve, asimismo, de hogar y vivienda
al
ñacurutú (lechuzón magallánico) y al gato montés "Felis geoffroyi".
Por
último,
hasta al puma le es dable descansar a gusto en las ramas horizontales,
que
se elevan a diez o doce metros sobre el suelo. Como su madera es blanda,
puede
cortarse fácilmente, y al caer al río forma una especie de balsa que la
corriente
arrastra aguas abajo y que luego usan los habitantes como combustible
barato,
para edificar chozas o con otros fines.
En
el punto más alto a que llegué durante mis excursiones a lo largo del valle,
a
unos ciento noventa kilómetros de la costa, encontré un extenso monte de estos
sauces,
muchos de gran tamaño, y otros secos de tan viejos. Visité el lugar con
un amigo
inglés que vivía unos treinta kilómetros más abajo, y pasamos un día y
medio
abriéndonos paso por entre los altos pastos y los arbustos, bajo los
árboles
delgados que, por ser pleno invierno, estaban despojados de hojas. El
tiempo
era el peor que yo había soportado en el lugar. un frío penetrante,
vientos
huracanados y frecuentes tormentas de lluvia y granizo. Los ásperos y
húmedos
troncos de los árboles se elevaban altos y rectos como negros pilares,
emergiendo
del exuberante pastizal, y en las ramas más altas se posaba una
innumerable
cantidad de cuervos (Cathartes atratus), que permanecían
monótonamente
en ellas todo el día, a la espera del buen tiempo, con el que
habían
de salir en busca de alimento. En el suelo este cuervo parece
insignificante,
especialmente cuando se menea y salta ejecutando el "balanceo
del
gavilán", al disputar a sus compañeros un animal muerto; pero si se lo ve
bien
posado en una rama alta, con su pequeña cabeza rugosa y pelada, el cuello y
el
pico corvo resaltan sobre la negra superficie de sus alas plegadas y adquiere
cierta
prestancia. Como no me interesaba matar cuervos, y eran ellos las únicas
presas
posibles, renuncié a la caza.
Poco
después de las doce del segundo día, ensillamos nuestros caballos y
emprendimos
el regreso a casa. Pese a que el viento soplaba con más fuerza que
de
costumbre, azotando el agua del río, que se festoneaba de abundante espuma en
la
orilla opuesta, y caía a menudo lluvia y granizo, ese viaje de retorno me
resultó
magnífico y no lo olvidaré mientras viva.
Nunca
me pareció la Patagonia tan sobria ni tan tristemente gris como esa tarde
en
la que galopamos rápidamente a lo largo de la costa norte. El suelo,
exceptuando
los lugares tapizados por el pasto de invierno, había adquirido un
color
marrón, acentuado por efecto de la lluvia infiltrada; en las boscosas
tierras
altas, el gris era profundo, mientras el cielo se ponía tormentoso y
oscuro.
Pero luego comenzó a brillar el sol por el oeste, asomándose justamente
detrás
de nosotros por entre 'los claros que le dejaban las nubes; al mismo
tiempo
apareció ante nuestros ojos un espléndido arco iris de colores tan vivos
que
prorrumpimos en exclamaciones de júbilo. Cabalgamos cerca de una hora
admirando
esta visión de gloria; a la derecha habla bosques y más bosques de
sauces
deshojados, que mostraban sus oscuras cortezas; a la izquierda, loma tras
loma
de grises espinos. Grandes bandadas de avutardas se elevaban continuamente
delante
de nosotros, emitiendo penetrantes silbidos y profundos y solemnes
graznidos.
El arco de fuego y agua seguía allí, palideciendo a ratos hasta casi
desaparecer,
para brillar luego con mayor intensidad y esplendor, pues adquiría
más
Claridad a medida que el sol se hundía en el horizonte.
Quizá
los colores no fueran más fuertes que los de muchos otros arcos iris que
antes
había visto; pero el contraste con el gris universal de la tierra y el
cielo,
en aquel invierno gris y en esa región donde el panorama es tan pobre en
matices,
hacía resaltar poderosamente su hermosura, de manera que el espectáculo
nos
embriagaba como el vino. Dice Bacon que agrada más a los ojos un bordado
brillante
sobre un fondo oscuro. En efecto, lo comprobamos observando el
magnifico
arco verde y violeta sobre el inmenso telón gris pizarra. Porque la
naturaleza
es demasiado sabia como "para segar el éxtasis de un placer poco
frecuente".
Un
día de gloria y esplendor sobrenatural aparece solamente después de muchos
otros
monótonos y sombríos. Se lo espera y desea, y su llegada es recibida con
fiestas
y regocijos; así el día en que se hizo la paz, en que retornó nuestro
amor
o cuando nos llegó un hijo. Tales visiones son como ciertos sonidos, que no
sólo
nos deleitan con su pureza y calidad, sino que despiertan en nosotros
sentimientos
imposibles de escudriñar y analizar; resultan familiares y, sin
embargo,
extraños, con una belleza que no pertenece a la tierra; como si un
amigo
muy querido, muerto hace tiempo, transfigurado, inesperadamente nos mirara
desde
el cielo. Curiosamente, por lo que hasta el momento se sabe, han sido los
Incas
los únicos adoradores del arco iris.
Una
tarde de otoño presencié, cerca del pueblo, una extraordinaria y magnífica
puesta
de sol. En el cielo, casi totalmente despejado, se destacaban algunas
nubes
hacia el oeste, que se pintaron con colores vivos y brillantes después que
el
sol desapareció, y el horizonte, antes pálido, empezó a iluminarse con un haz
de
rayos rojos, como si fuera un enorme abanico de fuego. Estaba yo de pie cerca
de
la costa, mirando hacia occidente por sobre el río, y observé que de pronto
el
agua cambiaba su tono verde por un rojo intenso, que se extendía a ambos
lados
hasta donde abarcaba mi vista. El agua corría, y en el centro, la
superficie
encrespada formaba olas que temblaban y centelleaban como una llama;
en
la orilla opuesta, donde las filas de altos álamos de Lombardía se reflejaban
en
el agua, el río tomaba un delicado matiz violeta. Tal espectáculo duró cinco
o
seis minutos, pues Juego los colores fueron oscureciéndose gradualmente, hasta
desaparecer.
Había
leído y oído hablar con frecuencia de este fenómeno y muchas personas me
habían
asegurado haberlo visto "con sus propios ojos". Pero uno no sabe qué
es
lo
que los otros han observado. Contemplé a menudo, en la superficie del océano,
de
un lago o de un río, la tonalidad rosada del crepúsculo; pero fue rara suerte
para
mí ver en ese momento el agua convertirse en sangre y fuego, después de la
puesta
del sol, y prolongarse esta visión maravillosa hasta el anochecer,
haciendo
que la tierra y los árboles, por contraste, parecieran negros. No he
tenido
ocasión de observarlo nuevamente desde aquel día, y creo que si en el
globo
terrestre existiera algún río que adquiriese semejante aspecto con
frecuencia,
sería ya famoso y atraería continuamente turistas de tierras
lejanas,
como sucede con el Chimborazo y las cataratas del Niágara.
Entre
el pueblo y el mar, como por unos treinta kilómetros, el valle está en su
mayor
parte sobre el lado sur del río; en la orilla norte, la corriente de agua
se
acerca mucho y en algunos lugares lame la barranca. Recorrí su curso por
ambas
márgenes, cabalgando por la costa. La orilla norte era arenosa, estando
respaldada
por bajas dunas que se extendían a lo lejos hasta perderse en el
infinito;
pero por la margen sur, más allá del valle, un inmenso y escarpado
precipicio
miraba hacia el océano. Una corta aventura con un cóndor, el único
que
encontré en la Patagonia, puede dar una idea de la altura de esta pared
rocosa.
Ibamos a caballo con un amigo, a lo largo del acantilado, cuando
apareció
el majestuoso pájaro, que descolgándose del cenit llegó a revolotear a
unos
quince metros sobre nuestras cabezas. Mi compañero levantó su escopeta e
hizo
fuego, y oímos resonar el tiro en las plumas duras de las amplias alas
inmóviles.
No cabía duda de que alguna de las municiones habla penetrado en su
carne,
pues cayó rápidamente hasta la orilla del precipicio, desapareciendo de
nuestra
vista. Desmontamos y nos acercamos con cautela al borde del terrible
murallón,
pero aunque miramos detenidamente hacia abajo no descubrimos nada. De
nuevo
a caballo, avanzamos poco más de mil metros, para llegar adonde terminaba
la
roca escarpada, y galopar luego en sentido contrario al pie del acantilado,
sobre
una estrecha franja de playa que dejaba en seco la marea baja. Cuando
arribamos
al lugar buscado, en el cual suponíamos hallar al cóndor muerto, lo
vimos
de nuevo, posado en la boca de una pequeña cavidad abierta entre la
piedra,
cerca de la cúspide, y su tamaño parecía a esa distancia no mayor que el
de
un buaro. Estaba a salvo, fuera del alcance de nuestras armas, y si la herida
no
era mortal podría volar sobre esa costa desolada para pelear, por medio siglo
aún,
con los cuervos y las águilas, disputándose los restos de focas y pescados.
Cerca
de la desembocadura del río existe una isla baja y chata de unos
ochocientos
metros de largo, cubierta en su mayor parte por gruesos pastos y
espadañas;
sus únicos habitantes son unos cuantos cerdos, cuyo número se
mantiene
constante a pesar de las crecidas que cubren a veces la isla entera y a
pesar
también de los hambrientos caranchos y águilas que acechan de continuo el
paso
de algún lechón descarriado. Hace muchos años, mientras algunos gauchos
arreaban
una tropa de vacas cerca de la costa, cayó una ternera al agua, y
aunque
pudo nadar hasta la isla, su dueño la consideró perdida. Más o menos un
año
después, un hombre fue a la isla en busca de juncos para un tejado, y
presenció
un curioso cuadro: la vaca dormía, echada a lo largo, en una hondonada
pequeña
y cubierta de hierba, y unos veinticinco cerdos dormían también,
amontonados
a su alrededor. Aparentemente, todos querían tenerla por almohada, y
la
vaca quedaba casi escondida debajo de ellos. De pronto, uno de los animales
advirtió
la presencia del extraño y dio la voz de alarma; todos se levantaron
rápidamente
y desaparecieron detrás de un macizo de juncos. La vaca, condenada a
vivir
"sola, aunque no solitaria", fue vista más tarde, en varias
oportunidades,
seguida
siempre por sus feroces compañeros, que la escoltaban como si trataran
de
protegerla. Durante algunos años la fama de la vaca convertida en jefa y
soberana
de los cerdos salvajes de la isla se extendió por todo el valle, hasta
que
un hombre, por cierto nada "sentimental", llego un día al pequeño
reinado
con
un rifle, disparó sobre ella y la mató.
Esto
me hace pensar que, pese a lo que nos han enseñado, muchas veces el hombre
es
algo inferior a los animales.
Después
de oír tal incidente es imposible sentirse con buen apetito ante un
plato
de carne de cerdo o un asado de vaca.
Río
arriba, en la estancia inglesa, donde permanecí un largo período, había
varios
perros, algunos del tipo que es común en la Argentina: un animal de pelo
suave,
cuyo color varía, pero más a menudo es rojizo o negro, y cuyo tamaño
también
difiere, siendo en general tan grande como un collie escocés. Había
asimismo
algunos de raza, los que me interesaron particularmente porque no
habían
sido amaestrados ni encaminados en ningún sentido, con el fin de sacar
algún
provecho de sus buenas cualidades. Era curioso observar como, librados a
sus
propios recursos, pasaban penurias al par de sus congéneres. De todos ellos,
el
único capaz de adaptarse a las nuevas circunstancias era un collie escocés,
un
hermoso animal de pura sangre.
El
perro común del campo colabora en muchas tareas: gran amante de la caza,
aunque
mal cazador; excelente buscavida, buen guardián y destructor de animales
dañinos,
y muy indiferente como ovejero, pero irremplazable para juntar y arrear ganado.
Fuera de estas cosas, que aprende solo, no se le puede enseñar nada más, y con
gran trabajo se consigue que adquiera algunas habilidades ornamentales como la
de dar la mano o vigilar un sobretodo o el bastón dejados a su cuidado. Es un
animal muy común, nieto del chacal y primo hermano del perro de mala ralea de
Europa y del paria de oriente.
Entre
los canes de raza fina, el collie es el que más se aproxima a este tipo
primitivo levemente perfeccionado, y
cuando retorna a la naturaleza se siente a sus anchas, y no inhibido como el “
pointer” y otros perros de raza por instintos más profundamente arraigados.
De
cualquier modo, este ejemplar aceptó mansamente la vida ruda y los trabajos de
sus nuevos compañeros, convirtiéndose, por su valor y energía inagotable, en
jefe y superior, especialmente en la caza. De todas la presas, prefería lo
zorros; cuando veía alguno en sus correrías por el valle, invariablemente se
adelantaba a los perros nativos, para alcanzarlo y darle muerte él solo. Si
todos estos canes hubieran adoptado juntamente la vida salvaje, no creo que el
collie se encontrara en desventaja respecto de los otros.
No
sucedía lo mismo con los cuatro galgos de pura raza que vivían allí; nunca los
sacaban a cazar y no podían participar, como el collie, en las tareas
ordinarias del establecimiento; eran, por lo tanto, completamente inútiles y,
por cierto, tampoco deleitaban la vista. Cuando los vi por primera vez me
inspiraron lástima, pues se hallaban esqueléticos y tan rengos que apenas
podían caminar, aparte de estar llenos de heridas y rasguños causados por las
espinas. Me dijeron que esa era la consecuencia de haberse escapado a cazar por
los montes de espinos, cosa que habían hecho por propia iniciativa. Durante
tres o cuatro días permanecieron inactivos, despertándose únicamente para
cojear hasta la cocina, en busca de comida. Poco a poco fueron mejorando: las
lastimaduras cicatrizaban, sus costillares se ponían suaves y lisos, se
restablecían de su renguera; pero
apenas su salud se lo permitió, desaparecieron durante la noche, yéndose a
cazar de nuevo. Estuvieron ausentes dos noches y un día, y regresaron más
desmejorados que antes a buscar reposo para sus fatigas y alivio para sus
heridas. Una vez bien, se fueron nuevamente, y así continuaron durante todo el
tiempo de mi estada. Si se los hubiera abandonado a sus propios recursos, estos
perros pronto habrían perecido.
Otro
miembro de esa heterogenia comunidad canina era un perdiguero, uno de los más
hermosos que haya visto, más bien pequeño y con una cabeza perfecta. Con el
pelo rizado, a cierta distancia daba la impresión de ser un perro tallado en
ébano, con sus múltiples pequeñas ondas casi simétricas. Mayor –ese era su
nombre- hubiera constituido un excelente modelo para una escultura. Era viejo
pero activo, y no muy gordo; a veces acompañaba a los otros perros, aunque en
apariencia no podía marchar al mismo paso que ellos, por lo que volvía después
de unas h oras, siempre solo, con aire algo desconsolado.
Siempre
tuve preferencia por este tipo de perro, no por la ayuda que me hayan prestado,
sino porque me resultaron más apropiados que las otras razas cada vez que
necesité acompañarme de un perro. No son tontos ni inquietos; se comportan
tranquilamente y no irritan nunca con perpetuas e impacientes exigencias con el
fin de que se les haga caso. No me agradan los perros movedizos, efusivos, que
nunca se pueden dominar, pues nos incitan a atenderlos y nos ponen en un plano
subordinado, siendo uno su asistente en vez de serlo ellos.
El
aspecto de Mayor me atrajo desde el principio, y él, por su parte, respondió
con entusiasmo a mi simpatía siguiéndome a todas partes como si temiera
perderme de vista un minuto. El dueño de la estancia me advirtió que no lo
llevara conmigo cuando saliera de caza, pues era viejo, estaba casi ciego, y
solía tener extraños caprichos, lo que lo hacía poco menos que inútil. Había
sido un excelente perdiguero, pero aún en sus mejores épocas no se había podido
confiar en él. Ahora resultaba bastante malo.
Yo
me resistía a creer en su ceguera, que no se adivinaba en sus ojos castaños
inteligentes, pensativos, llenos de vida, interesados en todo lo que se movía a
su alrededor; pero observándolo comprendí que su visión se limitaba a veinte
centímetros más allá de la nariz; sin embargo su excelente oído y olfato lo
guiaban tan bien que nadie, conociéndolo poco, hubiera advertido el defecto de
su vista.
Naturalmente,
después de esto, no me quedaba más que acariciarle la cabeza y dirigirle
palabras amables en cualquier lugar que lo encontrara; pero eso no bastaba para
el viejo Mayor. Era un perro enérgico y fuerte, con una fe absoluta en su
capacidad como perdiguero, a pesar de sus años, y cuando alguien llegaba a la
casa y lo llamaba deliberadamente para hacerle alguna manifestación afectuosa,
no creía ni por un momento que sus deberes hacia el recién llegado terminaran
allí.
Día
tras día se aferraba a la idea de que iba a acompañarme en las pequeñas
excursiones de caza que yo realizaba por los alrededores, y cada vez que yo
tomaba una escopeta abandonaba su lugar, junto a la puerta, y empezaba a correr
con tales demostraciones de alegría y gestos implorantes que me resultaba
difícil reprenderlo. Causaba tristeza verlo parado allí, levantando primero una
oreja, después la otra, esforzándose por penetrar en la oscura niebla que
separaba sus pobres ojos miopes de mi cara y advertir algún gesto de
asentimiento.
Evidentemente
el viejo Mayor no era feliz, a pesar de lo mucho que tenía; estaba fuerte y
bien alimentado, tratábaselo con bondad y los otros perros lo miraban con ese
respeto instintivo que siempre inspira el más viejo, el más fuerte o el más
dominador; pero su corazón estaba intranquilo y descontento. No podía soportar
una vida inactiva. De una sola manera gastaba su exceso de energía; cuando, por
la tarde, bajábamos al río a bañarnos y nos divertíamos arrojando enormes
troncos y ramas secas a la rápida corriente. Mayor exponía entonces su vida,
para evitar que alguno de aquellos inútiles troncos se perdiera; pero así
desperdiciaba energías, y Mayor lo sabía muy bien, tanto que esos momentos en
el río no lo hacían nada feliz. Su desgracia empezó a entristecerme, y cada vez
que me alejaba de la casa, su expresión muda e implorante me perseguía, hasta
que llegó un momento en que no pude verlo sufrir más. Mayor venció, y su
alegría y gratitud fueron tan grandes cuando lo llamé, después de terciarme la
escopeta, que sentí más placer que luego de muchas cacerías.
Nada
importante sucedió durante nuestras primeras excursiones. Mayor se mostró
demasiado impetuoso, aunque obediente y ansioso de agradarme. Pensé que su
excesiva impetuosidad se debía a que había estado largo tiempo sin hacer nada,
pero que pronto entraría de lleno a trabajar seria y mesuradamente.
Por
fin llegó el gran día para Mayor. Una mañana vi una pequeña bandada de
flamencos que dormitaban plácidamente en una laguna, a cierta distancia de la
orilla. Como la laguna estaba bordeada por una densa pared de altos juncos, me
fue posible aproximarme sin ser visto. Me arrastré por entre las plantas con
febril y expectante alegría, no porque los flamencos fueran escasos en ese
paraje, sin porque delante de mi se encontraba el más grande y hermoso que
hubiera visto en mi vida. Era, pues, la oportunidad de conseguir un ejemplar
perfecto, cosa que ansiaba desde hacía mucho tiempo. Creo que mi mano temblaba
mucho; sin embargo el ave cayó, cuando hice fuego. Sentí una gran alegría, pero
rápidamente se tornó en desesperación cuando observé que un trecho de tierra
pantanoso y lleno de juncos me separaba del codiciado ejemplar. ¿ Cómo
alcanzarlo? Era demasiado aventurado internarse en esas grandes lagunas que
existen en el valle, pues debajo de las aguas quietas aguarda un lecho de fango
blando, lo suficientemente profundo para servir de tumba a un gigante. Recordé
a Mayor, pero en ningún momento se me ocurrió que el pobre perro fuera el más
indicado para esa tarea. Cuando oyó la detonación, corrió rápidamente hacia
delante, hasta la pared de apretados juncos; pero, después de luchar en vano
tratando de abrirse paso, volvió agitado
hacia mí. Ya no había nada que hacer. “ Mayor, ven acá”, le grité, y
agarrando un cascote lo arrojé tan lejos como me fuera posible en dirección al
flamenco muerto. Paró el perro las orejas y escuchó para darse cuenta del
trayecto seguido por el proyectil, y cuando el ruido que hizo la piedra al
chocar contra el agua llegó hasta nosotros, se lanzó nuevamente contra los
juncos. Después de una lucha violenta logró atravesarlos y comenzó a avanzar en
las aguas profundas, nadando en todas direcciones, hasta que pudo colocarse en
la dirección del viento y buscar al ave mediante el olfato. Esta fue la parte
más fácil de trabajo, pues cuando Mayor volvió al juncal con el pájaro entre
los dientes, lo oí chapotear, resoplando y tosiendo medio ahogado; pensé que la
presa estaría terriblemente dañada. Al fin apareció, más tan exhausto por el
esfuerzo que apenas podía tenerse en pie, y depositó la presa a mis plantas. ¡ Qué espléndido animal! Era
un macho viejo, excesivamente gordo ( pesaba cerca de siete kilos) y, sin
embargo, Mayor lo había traído a través de ese cenegal, sin lesionarlo ni
manchar su maravilloso plumaje, rosa y blanco. De no hallarse el perdiguero tan
sucio de barro, le habría demostrado mi agradecimiento levantándolo en brazos,
aunque se sintió muy contento con las palabras de aprobación que le dirigí.
Regresamos a casa de excelente humor, sintiéndonos satisfechos el uno del otro
y con nosotros mismos.
Esa
noche, después de comer, sentado junto al fuego, mientras saboreaba con placer
mi café y mi pipa del más fuerte “cavendish”, relaté las aventuras del día, y
entonces por primera vez me contaron la extraordinaria historia de Mayor.
Por
su nacimiento era escocés y había pertenecido al conde de Zetland. A causa de
su hermosura y gran inteligencia, lo tenían al principio en mucha estima, pero
una gota de sangre negra en sus venas lo llevo por mal camino por lo que fue
condenado, finalmente, a una muerte ignominiosa; escapó de ella para
convertirse en un pionero de la civilización en el desierto, demostrando aún en
su vejez, y cuando ya la vista le había fallado, la nobleza de su estirpe.
Matar
ovejas fue su crimen. Habiendo perseguido a las rápidas cheviots y caras negras
en los montes y páramos, probó su sangre y, encontrándola dulce, el viejo
instinto del perro salvaje se avivó en sus entrañas. El nuevo placer lo
obsesionó al extremo de olvidar todas las restricciones. La vida salvaje era,
después de todo, la verdadera. ¿ Qué le importaban a Mayor el bienestar de las
mayorías y las modernas teorías sobre la división del trabajo, en la cual la
parte más insignificante se le había asignado a él? ¿ Podía seguir esa
existencia miserable, recogiendo los pájaros primeramente descubiertos por un
setter o un pointer luego muertos por
el rifle de un hombre? Después de todo al pájaro no lo comía ninguno de ellos,
aunque como premio le daban buenas
raciones de bizcochos y carne de alguna vaca carneada lejos de su vista
por el carnicero. No se resignaba a someterse a un sistema tan artificial; él
mismo mataría sus corderos en los páramos y se comería la carne cruda y tibia
todavía, a la buena usanza antigua, para gozar de la vida como lo habría hecho,
indudablemente, todo perro que se preciara hacía mil años.
Naturalmente,
estas cosas no podían permitirse en una propiedad bien administrada, y como
supusieran que un perro del espíritu de Mayor preferiría la muerte a la
esclavitud de las cadenas, se lo condenó a morir. Pero antes de cumplirse la
terrible sentencia, el guardabosque del conde contó este incidente a un
caballero, y éste se lo pidió al dueño para regalárselo a un amigo que se
disponía a establecerse en la Patagonia, adonde deseaba llevar algunos buenos
perros. Fue así como Mayor se libró de la pena de muerte y después de ver y,
probablemente, de reflexionar mucho, llegó a su destino. Y digo que sin duda
reflexionó mucho porque, en su nuevo hogar, nunca trató de saciar su criminal
apetito con la sangre de las ovejas, y si llegaba a encontrar una majada en su
camino, lo que sucedía a menudo, la evitaba resueltamente, alejándose lo más
ligero que podía, para no oír sus balidos.
Todo
lo que me dijeron contribuyó a mejorar mi opinión acerca de Mayor, y recordando
lo que había hecho por la tarde, pensé que el período más glorioso de su vida
comenzaba y que ahora iniciaría la serie de proezas que habrían de eclipsar por
completo los más grandes hechos de todos los perdigueros del mundo.
Relataré
ahora la segunda hazaña de Mayor. Como las avutardas eran muy sabrosas, nos
habíamos acostumbrado a comerlas frías en el desayuno, con café, a veces sin
pan, Nunca olvidaré, aunque parezca
raro, esos deliciosos desayunos patagónicos.
Si
bien era cierto que las avutardas abundaban, mostrábanse muy prudentes, lo que
dificultaba su caza. Pero como nadie se molestaba en conseguirlas, aunque todos
protestaban enérgicamente cuando no se las servían por la mañana, yo solía dispararles
algunos cartuchos.
Un
día vi una gran bandada de estas aves que se había posado en la orilla
pantanosa de una laguna. Me acerqué sigilosamente para no espantarlas. Por
fortuna estaban muy excitadas, fuerte y continuamente, como si discutieran algo importante, y en
esa agitación general mi presencia pasó inadvertida. Mientras, de distintas
direcciones, llegaban más avutardas en pequeños grupos, que aumentaban el
bullicio, yo avancé gateando sobre el terreno áspero y, al llegar a una
distancia de sesenta metros, hice fuego en medio del grupo. Las aves se
elevaron de pronto con grandes choques de alas y gritos agudos , pero cinco
quedaron agitándose sobre el agua. Mayor se dirigió enseguida hacia ellas,
aunque dos que quizás no estaban malheridas se alejaron nadando antes de que
pudiera alcanzarlas. Guiado hacia las tres restantes por el estruendose aleteo
de su lucha con la muerte, trasladó una por una, no a su dueño que esperaba
anhelante, sino a una pequeña isla situada a unos cien metros de la orilla.
Cuando
las tuvo juntas, observé con indescriptible asombro y congoja como las mordía,
gruñendo con una divertida afectación de cólera, y como les arrancaba montones
de plumas, que se esparcían en nubes sobre su cabeza. A mis gritos respondía
con movimientos de la cola y con cortos y alegres ladridos, para volver
enseguida a las aves muertas. Parecía decirme con toda claridad que me oía
perfectamente, pero que no estaba dispuesto a obedecerme y que le resultaba muy
divertido jugar con las avutardas, lo que seguiría haciendo hasta que se
cansara.
-¡Mayor,
Mayor – gritaba yo -, eres un perro vil y desagradecido! ¿ Así me pagas mis
bondades y la ayuda que te presté cuando los demás hablaban mal de ti y te
obligaban a quedarte en casa, tratándote con desdeñosa indiferencia? ¡Oh,
bestia despreciable, de cuantos desayunos nos están privando tus villanos
dientes!
En
vano me encolericé y lo amenacé, diciéndole que nunca más volvería a hablarle,
que lo castigaría y que había visto matar perros por cosas más leves. Lo llamé
hasta quedar ronco, pero todo fue inútil. Mayor, haciendo oído sordo a mis
recriminaciones, continuó mordiendo y desplumando a las avutardas. Al fin,
cansado de su juego, saltó tranquilamente al agua y nadó hacia mí, dejando las aves en la isla. Yo lo esperé con un
garrote, para vengarme; pensaba agarrarlo y pegarle no bien estuviera a mi
lado. Afortunadamente para él, tenía que nadar un gran trecho antes de llegar a
tierra, lo cual me permitió pensar que si lo recibía de esa forma nunca conseguiría
las avutardas , esas tres magníficas piezas de color blanco y marrón que tanto
me había costado cazar. Sí, sería mejor disimular, ser diplomático y recibirlo
amablemente, tratando de convencerlo de que volviera a la isla en busca de los
animales. Mientras así pensaba llegó Mayor y se sentó frente a mí sin
sacudirse, demostrando que empezaba a sentir cierto remordimiento.
Acariciándole
la cabeza mojada y con voz dulce, le dije:
Mayor,
me has tratado muy mal; pero no voy a castigarte, y te daré ahora otra
oportunidad. Tú, que eres un perro bueno y obediente, ve y tráeme las
avutardas. Y con esto lo empujé suavemente hacia el agua. Mayor me entendió y
se dejó llevar – aunque de mala gana – nadando de nuevo hacia la isla. Al
llegar a ella se acercó a los pájaros, los examinó con el olfato y se sentó a
pensar. Lo llamé, pero no me hizo caso. ¡ Con qué ansiedad esperé su decisión!
Al
fin pareció decidirse; levantóse sacudiéndose vigorosamente y –resulta
increíble- empezó a morder nuevamente a las aves. Pero ahoya ya no jugaba con
ellas, ni ladraba, ni esparcía las plumas por todos lados, sino que les
desgarraba la carne de una manera salvaje. Cuando las hubo destrozado
completamente, reduciéndolas a pedazos, se lanzó otra vez al agua, pero nadó en
dirección distinta y alcanzó la orilla en un sitio apartado, lejos de mí, y
sospechando que ya no lo perdonaría, se arrastró por entre los juncos yéndose
solo a la casa. Cuando regresé a la estancia me evitó cuidadosamente.
Yo
creo que cuando Mayor volvió al lado de las aves tenía la intención de
traérmelas; pero al encontrarlas tan mutiladas pensó que ya me había ofendido
irremisiblemente, por lo que decidió evitarse el trabajo de transportarlas. El
pobre no se dio cuenta de que trayéndomelas habría demostrado su arrepentimiento,
ganando así mi perdón; mas ya no lo merecía. Toda su lealtad lo había
abandonado, esta vez para siempre, y desde entonces lo consideré un pobre
degenerado. Si volví a acariciar su siempre erguida testa, lo hice con el
espíritu de quien arroja una moneda a un mendigo, satisfaciéndome observar que
Mayor adivinaba mi pensamiento.
Pero
todo esto pasó hace muchos años, y ahora no puedo menos que recordar con cariño
al viejo perdiguero ciego que tan mal se portó con mis avutardas. Puedo hasta
reírme de mí mismo por haber permitido que un inextirpable antropomorfismo me
llevara tan lejos, recordando y describiendo estas aventuras. Pero la falta es
disculpable en este caso, pues Mayor se distinguía entre los otros perros, así
como descuella un hombre de talento entre sus semejantes. Dudo que otro,
colocado en las mismas circunstancias e impedido por su enfermedad, hubiera
cobrado aquel espléndido flamenco; pero, al mismo tiempo que esta buena
cualidad, poseía una innata proclividad al mal, una súbita reversión hacia el
irresponsable perro salvaje, un espíritu infernal-hablando en términos
humanos-que lo condenó al destierro y lo convirtió al fin en una figura tan
interesante como patética.
VI
Mientras permanecí en Río Negro, las cartas y
periódicos me llegaban muy de vez
en
cuando. En una ocasión pasé cerca de dos meses sin recibirlos, y cuando por
fin
tuve un diario ante mis ojos lo tomé ávidamente y recorrí con rapidez las
columnas,
o mejor dicho los títulos, en busca de noticias importantes del
extranjero;
pero después de un momento lo dejé para escuchar a alguien que
hablaba
en la misma habitación, y al fin me fuí de allí sin haberlo leído.
Supongo
que al principio lo tomé maquinalmente, con el mismo instinto con que el
gato
se abalanza sobre el ratón aunque no tenga hambre. Era tan solo la
manifestación
de un viejo hábito, una treta del inconsciente, que nos
explicaríamos
observando a una persona cuya vida ha transcurrido siempre en una
choza,
en el preciso instante de cruzar la puerta de una catedral o al pasar
bajo
una alta arcada: lógicamente se inclinaría, sin darse cuenta, para no
golpear
su frente contra un dintel imaginario.
Pensé
al abandonar la habitación en que había dejado el periódico sin leerlo,
que
mí constante preocupación por los asuntos del mundo habla desaparecido en
gran
parte; sin embargo, esta idea no me chocó ni me asombró descubrir semejante
indiferencia,
aunque hasta entonces siempre me interesaran profundamente los
acontecimientos
que se desarrollaban sobre el gran tablero político mundial.
¿Qué
había sucedido en esos dos meses -me preguntaba- o de qué copa encantada
habría
bebido para sufrir tal transformación?
Había
bebido de la copa de la naturaleza, y mis días habían transcurrido en paz.
Pensé
entonces que la pasión por la política, la perpetua exigencia de
novedades,
es solo un afiebrado sentimiento artificial, un elemento necesario en
ciertas
condiciones de nuestra vida, del cual nos separamos cuando nos damos
cuenta
de que no nos es indispensable. Igual le sucede al alcohólico cuando se
aparta
de la tentación: recupera su salud y descubre con sorpresa que puede
vivir
sin la ayuda de estimulantes. Es muy fácil renegar de esta situación libre
y
agradable; en el último caso, el hombre liberado vuelve a la bebida, y en el
anterior,
a la lectura de los editoriales y a las fogosas expresiones de
aquellos
que hacen de la política su profesión. No puedo jactarme de no haber
sido
culpable de apostasía; sin embargo, la lección que me dio la naturaleza en
aquel
apartado lugar no fue desperdiciada, y mientras duró mi estado de ánimo la
encontré
muy de mi gusto. Comprobaba con placer que mi mente no necesitaba el
estímulo
de muchos telegramas diarios o de la discusión de probabilidades
remotas
para salir de su letargo. Las cosas que antes no me atraían, ocupaban
ahora
mi pensamiento, llenándome de gratas emociones. ¡Qué sanamente humano me
parecía
encontrar interés en los recuerdos del pueblo, la vida doméstica, los
placeres
sencillos, las inquietudes y luchas de la gente con quien vivía! Este
sentimiento
solo lo habrá experimentado en alto grado aquel que haya dejado de
preocuparse
por los ambiciosos proyectos de Rusia, la situación de la Sublime
Puerta
o la reunión o disolución de los parlamentos. Cuando los problemas del
Oriente
perdieron para mí su anterior fascinación, encontré un mundo lo
suficientemente
amplio como para depositar mi simpatía en la pequeña comunidad
de
hombres y mujeres de Río Negro.
Durante
más de un siglo ha existido la colonia, a pesar de que cientos de leguas
de
tierras desoladas le impiden toda comunicación con otras poblaciones
cristianas
y de que la rodee un gran desierto árido y cubierto de espinos, tan
solo
poblado por pumas, avestruces y tribus nómades de salvajes. En esta
romántica
soledad, los colonos pasan toda su vida vagando en su niñez por las
boscosas
mesetas; más tarde, al llegar a la edad adulta, una nube oscurece su
horizonte
lleno de sol -el miedo al indio-, y viven siempre listos para montar a
caballo
y empuñar las armas cuando los estampidos del cañón anuncian
estruendosamente
la alarma desde el fuerte.
Necesariamente
la guerra entre blancos e indios debía ser a muerte, ya que la
lucha
no solo se entabló contra las tribus salvajes que defendían su feudo de
los
que le robaron su herencia, sino contra la naturaleza, pues desde el momento
en
que el hombre empieza a cultivar la tierra, a introducir el ganado y a matar
más
animales salvajes de los que necesita para alimentarse -y el hombre
civilizado
debe hacer todo esto, con el fin de crear las condiciones que imagina
necesarias
para su subsistencia- está en antagonismo con la naturaleza, y debe
padecer
infinitas persecusiones por parte de ella. Después de un siglo de
permanencia
en e! valle, el colono se ha arraigado tanto que nadie lograría
sacarlo
de allí. Hace veinticinco años, un gran cacique aún podía llegar al
pueblo
montado en su caballo, haciendo resonar la plata de su apero y agitando
la
lanza, para exigir, por medio de amenazas, se le pagase el tributo anual de
ganado,
hojas de cuchillo, añil y cochinilla. Pero ahora el espíritu del indio
ha
sido doblegado, pues su raza ha decaído tanto en número como en coraje.
Durante
la última década su sangre regó abundantemente muchos lugares del
desierto;
sin embargo, dentro de algún tiempo se dejará de pensar en la
vendetta,
porque el indio ya no existirá más.
En
cambio, la naturaleza -ahora sin su aliado indígena- mantiene todavía el
conflicto,
y alista los elementos, los pájaros, las bestias y los insectos para
luchar
contra el odiado perturbador blanco, cuyo modo de vida no concuerda con
el
suyo. En primer término figuran las fieras. Los pumas infestan el lugar;
estos
astutos y audaces ladrones frecuentan la ribera durante todo el año, pero
en
invierno las temibles bestias descienden en gran número de las mesetas para
dar
muerte a ovejas y caballos, siendo sumamente difícil seguirles el rastro
hasta
sus madrigueras, en la espesura de los bosques de espinos. Me dijeron que
los
pastores y cuidadores de ganado mataban más de cien pumas por año.
Los
estragos que causa la langosta son aún mayores. En verano, yo recorría con
frecuencia
leguas enteras que estaban completamente cubiertas de estos insectos
dañinos,
los que se elevaban en nubes delante de mí, produciendo con sus alas un
ruido
semejante al de un viento fuerte. Me dijeron que todos los años sucedía lo
mismo:
aparecían en algún lugar del valle y destruían las cosechas y los pastos.
Había
también allí un número incalculable de pájaros de variadas especies. Este
sitio
era un paraíso para el turista ocioso y sin arraigo. Un día vi un trigal
destruido,
y advertí que los tallos estaban rotos y pelados de manera bastante
curiosa.
Me sorprendí cuando el dueño del campo me dijo que tal destrozo era
obra
de las gallaretas. Miles de esas aves subían desde el río todas las noches
y,
a pesar de lo mucho que se hacía para asustarías y espantarlas, habían
concluido
por arruinar la cosecha.
A
ambos lados de la solitaria colonia se extiende el desierto inhabitado;
inhabitable,
en realidad, por su carencia de agua y su suelo arenoso y árido
donde
solo crecen espinos enanos. Ese lugar es, sin embargo, un inmenso criadero
de
aves, y nunca finaliza una estación sin que lleguen al valle legiones
hambrientas
de diferentes clases. Durante mi estada observé que las palomas, los
patos
y los gansos eran los mayores enemigos del agricultor. Cuando empezó la
siembra,
las palomas (Columba maculosa) llegaron también por millares a comer
los
granos, que en esa región se siembran a voleo. En muchas granjas 'las matan
con
rifle o las envenenan; en otras, los perros aprenden a perseguirlas, aunque,
pese
a todas estas medidas, se devoran la mitad de las semillas depositadas en
los
surcos. Igual sucede con el maíz, pues cuando está completamente maduro y
listo
para ser cosechado aparecen grandes bandadas de patos barcinos, también
llamados
patos maiceros (Dafíla spínacauda), que se lo devoran.
Apenas
empieza el invierno es temible la llegada de las avutardas (Cloephaga
magellaníca)
emigrantes. Resulta muy difícil ahuyentarías, especialmente cuando
el
trigo es nuevo o cuando empieza a germinar. He visto con frecuencia bandadas
de
estas aves comiendo tranquilamente a la sombra de los espantapájaros
colocados
allí para asustarías. Hacen mas daño aún en los terrenos de pastoreo,
donde
acuden en número tan elevado que no dejan una hoja de trébol, con lo que
privan
a las ovejas de su único alimento. En algunas haciendas, peones jóvenes
recorren
a caballo los sembrados dando fuertes gritos que espantan a los dañinos
animales;
pero su labor es infructuosa, porque nuevos ejércitos de avutardas en
su
viaje hacia el norte se detienen allí, convirtiendo al valle en un vasto
campamento,
y no dejan siquiera una brizna de hierba para el hambriento ganado.
Vista
a la distancia, desde cómodas casas, esta lucha del hombre contra las
innumerables
fuerzas destructoras de la naturaleza parece ser el mayor desastre
en
la vida del colono, algo así como una gota amarga que, vertida en la copa,
torna
desagradable su sabor. Es una idea errónea, aunque la mayoría de los que
actualmente
luchan no lo admitiría. Ello es extraño, pero no inexplicable.
Nuestros
sentimientos con respecto a muchas cosas se modifican a medida que
progresamos
en la vida y ampliamos nuestra experiencia, aunque en la generalidad
de
los casos seguimos usando las mismas expresiones que hemos aprendido en la
niñez.
Continuamos llamando negro al negro porque así nos lo enseñaron, pese a
que
en la actualidad pueda parecernos púrpura, azul o de otro color. Aprendemos
una
especie de lenguaje afeminado en el hogar, nos lo enseñan los maestros y los
libros
escritos bajo techo, y tiene que servimos. Es falso, pero su falsedad tal
vez
nunca se reconozca claramente. La naturaleza nos emancipa y el sentimiento
cambia,
mas no se ha pensado en profundidad sobre el asunto y la idea es vaga.
Oímos
a ciertas personas relatar las luchas y tormentos de su juventud o de su
vida
pasada, recibiendo sin inmutarse palabras de simpatía o de piedad de los
que
las escuchan, y, aunque en su cerebro no haya una luz muy clara, sienten en
su
corazón que estas cosas constituyeron su verdadera dicha y que, si no
hubieran
existido, la vida para ellas habría sido mucho menos sabrosa. Para el
hombre
sano o para aquel cuyos instintos viriles no se han atrofiado por la vida
artificial
que hacemos, la lucha -si no física, por lo menos mental- es
indispensable
para la felicidad. Un principio de la naturaleza es que solo puede
mantenerse
la fuerza por medio de la lucha. Cuando alguna especie no hace uso de
ella
o no la necesita, se degenera. Pero la situación de los animales inferiores
con
respecto a la dureza o al esplendor de sus vidas no nos incumbe. Nos gusta
creer
que todos en algún sentido son felices, aunque es difícil suponer que lo
son
en el mismo grado. Podemos captar la diferencia que existe entre el
perezoso,
ese mamífero tan protegido, que se duerme rápidamente en cuanto abraza
su
rama, y el gato montés, que ante la necesidad de salvarse, mantiene todas sus
facultades
despiertas y aguzadas.
En
lo que se refiere al hombre, que tiene la facultad de analizarse a sí mismo y
de
ver en las otras mentes a través de la propia, el caso es muy distinto y
merece
estudiarse. Sobre este tema pueden escribirse páginas, capítulos y aun
libros,
pero no es necesario, ya que cada uno encuentra fácilmente la verdad en
su
propia experiencia. Esta le dirá si le produjeron más satisfacción los días
duros
o los fáciles de su vida, y si valoró más los triunfos conseguidos en la
lucha
que los no buscados. Aun en la niñez, presumiendo que sus primeros años
pasaron
en condiciones bastante naturales, esos golpes y moretones, rasguños y
aguijonazos
de abejas furiosas sirvieron tan solo para despertar un espíritu que
tenía
en sí algo de poder consciente y alegría, y en esto el niño fue el padre
del
hombre.
Mas
el asunto que especialmente me interesa ahora es la vida del colono en una
región
nueva e inculta, y corno allí experimenta los mayores, los más reales y
en
muchos casos los únicos placeres de su existencia y ellos son habitualmente
denominados
sufrimientos, se me debe perdonar que me detenga en el terna.
Dice
Mill que nuestra felicidad es siempre ilusoria, pues si fuéramos capaces de
ver
las cosas como son, la vida resultaría una carga inaguantable. De ser
verídica
esta doctrina, consideraríamos un cruel favor advertir al emigrante:
"No
encontrarás aquello que sales a buscar".
Esto
no quiere decir que no hallará la felicidad, la que, como la lluvia y la
luz
del sol, llega igualmente a todos los hombres, aunque en una medida más
moderada.
Solo significa que la forma particular de felicidad que anhela nunca
será
suya. Pero no temamos hacer esta advertencia, ni aun gritaría públicamente,
porque
él no le daría crédito ni la escucharía. Su pensamiento está fijo en los
tres
premios gloriosos que lo empujan: aventura, fama y oro. Estas magníficas
manzanas
son, tal vez, tan accesibles y fáciles de obtener en el hogar como
lejos
de él; pero el joven entusiasta, mirándolas a través de su imaginario
telescopio,
cree que allende el océano cuelgan de ramas más bajas, y supone que
solo
es necesario atravesarlo para agarrarlas. Dejando de lado esta metáfora, la
aventura
en ese lugar distante le parecerá tan común como el aire que respira,
proporcionándole
durante el camino un placer vigorizador al avanzar hacia la
posesión
de cosas tan placenteras. Con el cerebro ágil, el espíritu intrépido y
las
manos dispuestas, que son característicos de los habitantes de las Islas
Británicas,
será capaz, seguramente, de adquirir fama, ese lindo pedacito de
cinta
que tantos hombres gustan lucir.
Sin
embargo, es el oro la mira principal de su viaje. Sabiendo cuánto puede
hacerse
con él en su país, donde se lo estima tanto, tratará de proveerse de
buena
cantidad para su regreso. El método preciso para adquirirlo no le preocupa
basta
que llega a destino; tal vez será el resultado de su trabajo, pero en la
mayor
parte de los casos considerará más agradable conseguirlo en su estado
primitivo,
durante sus excursiones por los bosques. Los sencillos aborígenes,
siempre
dispuestos a satisfacer un gusto excéntrico, lo ayudarán a recolectarlo,
y
con una pequeña remuneración, compuesta por cuentas de colores y espejos de
bolsillo,
lo transportarán en grandes sacos hasta el puerto de embarque. No
quiere
decir esto que el inmigrante tenga siempre ilusiones tan halagüeñas;
dejémoslo
sombrear su cuadro hasta que el tono corresponda a su creación
individual;
seguirán siendo un sueño y una ilusión, a pesar de todo. No
encontrará
su placer en estas cosas que nunca serán suyas, ni acariciando sus
sueños,
sino en algo muy diferente.
No
me refiero a ese gran porcentaje de inmigrantes que no encontrarán ni
placeres
ni cosas buenas. Para el joven de temperamento ardiente y generoso que
llega
a alguna ciudad distante, donde todos los hombres son libres e iguales y
donde
los rígidos convencionalismos del Viejo Mundo son desconocidos, resulta
muy
duro de creer, quizá, que cuando él caiga ninguna mano lo ayudará a
levantarse;
que cuando diga estas simples palabras: He agotado todos mis
recursos,
las sonrientes caras que lo rodeaban desaparecerán como por encanto;
que
el poco dinero que le quede en el bolsillo será como una cadena que pierde
un
eslabón cada día, evitándole un terrible destino. Pero no divaguemos más
sobre
esa miseria moral; sigamos a ese juicioso e intrépido muchacho que,
echándose
la capa a la cara, pasa indemne a través de la atmósfera envenenada
del
desembarcadero y corre miles de kilómetros mientras siempre delante de él,
como
una sangrienta bandera roja, se agita y brilla el sueño que lo incita a
avanzar.
Y ahora, al final de su viaje, la realidad pone sobre él sus manos
rudas,
sacudiéndolo brutalmente; y, antes de que se haya repuesto del golpe, esa
bandera
roja en la cual han estado fijos sus ojos durante tanto tiempo se irá
desvaneciendo
poco a poco, hasta desaparecer, al cabo, como una nube en el
lejano
horizonte. Pero no la extraña, pues lo concreto ocupa ahora todo su
pensamiento.
Cuando un hombre está luchando contra las olas no se pone a
examinar
con curiosidad el paisaje, ni se queja de que los árboles no tengan
hermosas
flores. La nueva aventura ocupa el sitio de los sueños desvanecidos,
los
que, como los nenúfares, crecen solo en aguas estancadas. No hay en ese
lugar
ninguna de las comodidades de que ha gozado desde la infancia,
considerándolas
casi como un fruto espontáneo de la tierra; no hay persona
alguna
para realizar los oficios necesarios, por lo que este delicado caballero
se
ve obligado a lustrarse los zapatos, a amansar y atar al arado los bueyes y
caballos,
matar los corderos y asarlos él mismo. Nada hay allí, en verdad, sino
la
ruda naturaleza que se resiste a ser sometida, y el emigrante solo cuenta
para
dominarla, con sus manos débiles y suaves.
¡Qué
dura parece -a quien está habituado a las comodidades de la civilización y
no
familiarizado con las labores manuales- la suerte del colono que ha dejado
detrás
de sí una existencia fácil y hermosos sueños y tiene por delante
únicamente
la perspectiva de largos años de trabajos ininterrumpidos, pensando
que
cada día será menos capaz de volver a la dulce vida del pasado! Mientras
tanto,
y como único premio, solo tendrá el suficiente alimento para satisfacer
su
apetito y una rústica vivienda para defenderse del calor o del frío, de las
torrenciales
lluvias del invierno y de las enceguecedoras nubes de polvo del
verano.
Sin embargo, es feliz, porque para compensar las comodidades
desaparecidas
y los vanos esplendores hay en su dura existencia algo más noble
que
la esperanza de lograr una prosperidad futura.
Desde
el instante en que se interna en el desierto el colono experimenta la
sensación
de que tendrá que sostener una lucha continua, no habiendo sentimiento
comparable
a éste para templarlo e inspirarlo con un sano y constante interés
por
la vida. A ello se agrega el encanto de la novedad que causa esa
interminable
sucesión de sorpresas que la naturaleza prepara al poblador, algo
desconocido
en la vida rural de las regiones sometidas durante mucho tiempo a
cultivos.
Los más grandes desastres y dificultades tienen la virtud de acentuar
este
encanto, y de ahí que disminuya su poder para abatir el espíritu humano.
El
joven entusiasta que recorre Londres despidiéndose de sus amigos y ultimando
los
preparativos de su viaje tal vez sonría ante estas líneas, porque todavía
alimenta
su ilusión. Mas no trato de descorazonarlo; por el contrario, le hablo
de
una límpida corriente de agua que allá en el lugar a donde se dirige le
permitirá
durante muchos años refrescarse diariamente y de la que sentirá
(aunque
no lo piense ni lo diga) que es la más encantadora que existe sobre la
tierra.
Es
duro vivir en el seno de una naturaleza indomada o sometida a medias, pero
hay
en ello una maravillosa fascinación. Desde nuestro confortable hogar en
Inglaterra
la naturaleza nos parece una paciente trabajadora, que obedece
siempre
sin quejarse, sin rebelarse nunca y sin murmurar contra el hombre que le
impone
sus tareas; así puede cumplir la labor asignada, aunque algunas veces las
fuerzas
le fallen. ¡Qué extraño resulta ver a esta naturaleza, insensible e
inmutable,
transformada más allá de los mares en un ser inconstante y
caprichoso,
difícil de gobernar; una hermosa y cruel ondina que maravilla por su
originalidad
y que parece más amable cuanto más nos atormenta! Alguien que tan
pronto
ríe como llora, tirana y esclava alternativamente, desbaratando hoy el
trabajo
de ayer o realizando mañana, contenta, más de lo que se espera de ella,
y
que de repente, frenética, hunde sus dientes malignos en la mano del que la
golpea
o la acaricia... Todos estos cambios rápidos e incomprensibles, aunque
dañan
y destruyen nuestros planes, repercuten en la mente, sacudiendo energías
latentes
cuyo des. cubrimiento nos llena de satisfacción. Pero aún no hemos
sondeado
todas sus profundidades, ni nos imaginamos, al ver sus frecuentes
sonrisas
placenteras, hasta dónde puede llevarla su fiero enojo. A veces es
presa
del furor que le causan las indignidades a que la sujeta el hombre podando
sus
plantas, levantando su suelo blando, pisoteando sus flores y sus hierbas.
Entonces
adopta su más negro y terrible aspecto, y como una mujer hermosa que en
su
furia olvida su delicadeza, arranca de raíz los más nobles árboles y levanta
la
tierra esparciéndola por las alturas y dándole al cielo un tinte aun más
sombrío.
Y como si la oscuridad no fuera suficiente para aterrorizarnos, inflama
el
poderoso caos que ha creado cruzándolo con latigazos de fuego, mientras el
suelo
es sacudido con sus coléricos truenos. Cuando se cree que la maldición ha
caído
sobre el hombre y toda su obra, cuando se han agotado las energías para
proseguir
la lucha, su genio cambia, se calman los arrebatos y parece no quedar
rastro
de ellos cuando miramos hacía arriba y nos reconforta su pacífica
sonrisa.
Estas iras sublimes son, no obstante, poco frecuentes y se olvidan con
rapidez.
El hombre aprende a despreciar las amenazas de un cataclismo que nunca
llega
y sigue enderezando viejos árboles, cultivando el suelo y alimentando las
manadas
con su pasto y sus flores. El dominará los ímpetus salvajes algún día,
pero
el momento no ha llegado aún, pues la naturaleza luchará por mantener su
antigua
supremacía. Y el hombre no puede alterar inmediatamente el inveterado
orden,
al cual se aferra tenazmente, como el indio a su vida salvaje. La
naturaleza
ha fracasado en su intento de ahuyentar al hombre. El se ríe de su
máscara
terrorífica porque sabe que ésta la sofoca y que, por lo tanto, no podrá
soportarla
mucho tiempo. Acabará por desecharla y hará la guerra al hombre de
otra
manera. Se someterá a su yugo y será dócil, para poder traicionarlo y
vencerlo
al fin; inventará mil sorpresas y tretas extrañas, para molestarlo en
cien
formas; zumbará en sus oídos y clavará aguijones en su carne; lo enfermará
con
el perfume de las flores y lo envenenará con la dulce miel, y cuando repose,
a
la hora del descanso, lo aterrorizará con una súbita aparición de un par de
ojos
sin párpados y una temblorosa lengua en forma de horquilla.
El
hombre esparce las semillas, y mientras espera que germinen y brote la verde
espiga,
la tierra se abre, dando paso a un ejército de langostas amarillas que
las
devoran. Ella también, caminando invisible a su lado, arroja sus milagrosas
semillas
junto a las suyas. Pero él no se deja vencer, porque destruirá a esos
listados
y moteados seres, secará los pantanos, incendiará los bosques y
praderas,
y matará a sus salvajes animalillos por millares, para cubrir las
llanuras
de ganado, ondulantes plantas de trigo y montes frutales. Y ella,
escondiendo
la cólera que hierve en su corazón, sale un día al amanecer,
secretamente,
y sopla sus trompetas sobre las montañas, llamando en su auxilio a
sus
innumerables hijos. Se halla en apuros y grita para que los hijos que la
aman
vengan a ayudarla y defenderla, y muy pronto, del norte y del sur, del este
y
del oeste, llegan por millares seres que se arrastran por el suelo y avanzan
por
el aire nubes que oscurecen el cielo. Ratones y grillos pululan en los
sembrados;
mil pájaros audaces reducen a piltrafas los espantapájaros, con el
fin
de proveerse de la paja necesaria para construir sus nidos; son devorados
los
verdes pastos y los árboles, ahora descortezados, parecen enormes esqueletos
blancos
sobre los campos desnudos y solitarios; agrietados y resecos por el
fuerte
sol. Cuando el hombre llega al colmo de la desesperación, cesa por fin el
ataque
y el hambre diezma las huestes de sus enemigos, que se devoran los unos a
los
otros y perecen en su totalidad. Todavía vive él para lamentar su pérdida,
luchando
aún, invencible y resuelto. Ella también llora la destrucción de sus
hijos,
que ahora, muertos, solo sirven para fertilizar el suelo y dar nueva
fuerza
a su implacable enemigo. Pero tampoco se rinde; seca sus lágrimas y ríe
otra
vez, pues ha encontrado un arma nueva que usará para atormentarlo durante
mucho
tiempo. Diseminará por la tierra infinidad de plantas nocivas que surgirán
por
doquiera, invadiendo los campos como parásitos, absorbiendo toda su humedad,
tornando
a las tierras estériles. Por todas partes, como por milagro, se
extiende
el manto verde de las hojas dañinas que abrigan las mieses y únicamente
producen
simientes amargas y frutos venenosos. El las cortará por la mañana,
pero
por la noche crecerán de nuevo; con sus queridas hierbas ella agotará su
espíritu
destrozándole el corazón, y reirá, mientras él se canse cada vez más de
la
infructuosa lucha, hasta que al fin, cuando ya esté a punto de perecer,
subirá
de nuevo a las montañas, y haciendo sonar sus trompetas llamará otra vez
a
sus súbditos para que acudan y lo destruyan definitivamente.
Y
no es esto pura imaginación: he pintado a la naturaleza con colores muy
reales.
Tal es la contienda en que se embarca el colono, llena de grandes e
inesperadas
vicisitudes, y que requiere la mayor vigilancia y la más sutil
estrategia
de su parte. Si sus sueños no se realizaron nunca, su situación no es
la
peor, comparada con la de los demás. Para el que nació y se crió en la
llanura,
las montañas distantes son siempre una región encantada, mas cuando
llega
allí arriba se esfuma la gloria, pues han desaparecido los matices
opalinos,
las sombras azuladas de la tarde y los tonos violetas del crepúsculo.
No
encuentra sino una confusión de rocas amontonadas y, aunque no era esto lo
que
esperaba, concluye por preferir la rudeza de la montaña a la monotonía de la
planicie.
El
hombre cuya carrera termina a causa de una caída del caballo o que es
arrastrado
por la corriente y se ahoga al cruzar un arroyo desbordado, ha
tenido,
en la mayoría de los casos, una vida más feliz que el que muere de
apoplejía
en una elegante oficina o en su lujoso comedor, o aquel a quien la
muerte
sorprende leyendo -fin que parecía tan infinitamente bello a Leigh Hunt y
que
a mí me resulta por demás odioso, y deja caer la cabeza sobre un libro
abierto.
Es indudable que el colono no se hastió del mundo y que nunca se quejó
ni
lamentó de la vanidad de todas las cosas.
LA VIDA EN LA PATAGONIA
Dejemos
ahora la lucha de desgaste que libró el colonizador contra la
naturaleza,
en la que nubes de seres alados fueron su principal enemigo, para
considerar
un conflicto más grave, la guerra que sostuvo contra los nativos
hostiles.
En ella se vieron envueltas las pequeñas poblaciones aisladas muy a
menudo
durante su siglo de existencia. Quiero relatar un episodio de su
memorable
historia, porque en este caso los habitantes de la Patagonia, por
única
vez, tuvieron que oponer sus fuerzas a un enemigo civilizado y extranjero.
El
relato resulta tan extraño, aun en los románticos anales sudamericanos, que
hasta
parece increíble. Sin embargo, los principales hechos pueden comprobarse
en
documentos históricos y los detalles que mencionaré me fueron suministrados
por
personas que vivían en el lugar y estaban familiarizadas con ellos desde la
niñez.
En
los comienzos de este siglo, los brasileños se persuadieron de que en la
nación
Argentina tenían un decidido adversario de su política agresiva y de
pillaje;
por muchos años se mantuvieron en guerra con Buenos Aires, desplegando
todas
sus débiles energías en ataques por tierra y por mar para destruir a su
molesto
rival, hasta que en 1928, finalmente, abandonaron la contienda. Durante
esta
guerra los imperialistas concibieron la idea de capturar la colonia
patagónica
de El Carmen que, según sabían, carecía de toda protección. Se
enviaron
para efectuar esta insignificante conquista tres barcos de guerra con
gran
número de soldados, los que llegaron a la desembocadura del río Negro sin
mayores
inconvenientes, pero al atravesar la barra, naufragó uno de los barcos.
Los
otros dos lograron penetrar sin novedad en el río. La tropa, que constaba de
quinientos
hombres, desembarcó, siendo enviada a capturar la ciudad, situada a
treinta
kilómetros de la costa. Los barcos avanzaron al mismo tiempo por el río,
aunque
se pensó que esta cooperación sería casi innecesaria para apoderarse de
un
lugar tan débil como El Carmen. Afortunadamente para los colonos, la armada
imperial
encontró nuevas dificultades en su navegación, ya que una de las naves
encalló
en un banco de arena, a mitad de camino; la otra siguió sola, pero llegó
a
El Carmen cuando ya habían sido derrotadas las fuerzas de tierra. Estas, ante
la
imposibilidad de continuar su marcha por la costa, a causa de que las altas
barrancas
eran interceptadas por valles y hondonadas y estaban cubiertas por una
densa
vegetación de espinos, se vieron en el trance de hacer un rodeo que las
alejó
varios kilómetros del río. La noticia de que se aproximaba un ejército
brasileño
llegó pronto a El Carmen, donde todos los hombres capacitados se
presentaron
inmediatamente al fuerte. Eran solo setenta, pero decididos a
defenderse.
Encerraron a las mujeres y los niños, cargaron los cañones y los
pusieron
en posición de tiro. El comandante tuvo la buena ocurrencia de
disfrazar
de hombres a las mujeres mas robustas, haciéndoles ocupar un sitio
sobre
los muros. Dispusiéronse también soldados improvisados con pedazos de
madera,
cojines y otros materiales, de modo que, al llegar, los brasileños
quedaron
grandemente sorprendidos a la vista de un ejército como de
cuatrocientos
o quinientos hombres abroquelados en los parapetos que tenían al
frente.
Desde la parte alta detrás de la ciudad, donde se detuvieron, podían
dominar
el río, más los barcos que tan ansiosamente esperaban, no aparecían. El
día
había sido caluroso y pesado, sin una nube, y esa marcha de cerca de treinta
kilómetros
a través del desierto sin agua los había dejado exhaustos.
Probablemente,
muchos se habían mareado durante la travesía y en ese momento se
hallaban
muertos de sed, cansados y en un estado muy poco propicio para atacar
una
posición al parecer tan bien defendida. Por lo tanto, resolvieron retirarse
y
esperar un día o dos más para caer sobre el lugar al mismo tiempo que los
barcos.
Gran regocijo y sorpresa produjo en los hombres y mujeres que estaban en
el
fuerte el hecho de que el formidable enemigo se alejara sin haber disparado
un
solo tiro. Cuando los brasileños desaparecieron detrás de la loma, el
comandante
ordenó que sus setenta hombres arrearan todos los caballos que
pastoreaban
en el valle.
Después
de tres o cuatro horas de desalentadora marcha de regreso, los invasores
oyeron
a sus espaldas el estruendoso galopar de innumerables cabalgaduras y, al
volver
la cabeza, su terror les hizo ver un gran ejército que se les venía
encima.
Eran los setenta patagones que, formando un enorme semicírculo, arreaban
más
de mil caballos en una carrera desenfrenada. Los brasileños recibieron a los
equinos
con una descarga de mosquetería, y aunque muchos animales fueron muertos
o
heridos, los restantes, azuzados por los gritos de los hombres que venían
detrás
y cegados por el pánico, cayeron rápidamente sobre los invasores.
Entretanto,
los pobladores habían hecho fuego sobre el confuso montón de hombres
y
caballos, y por una singular casualidad -fue considerado como un milagro- el
oficial
que comandaba las tropas imperiales cayó muerto por una bala perdida.
Los
brasileños arrojaron sus armas al suelo y se rindieron a discreción.
Quinientos
soldados disciplinados del Imperio claudicaban ante setenta pobres
patagones,
en su mayoría granjeros, comerciantes y artesanos. El honor del
Imperio
significaba muy poco para esos seres desgraciados que clamaban -no
clemencia-
sino agua para sus resecas gargantas. Dejaron las armas esparcidas
por
el llano y descendieron hacia el río, que estaba a unos seis kilómetros,
conducidos
por sus vencedores. Llegaron a él justamente en el punto donde la
costa
tiene un declive entre la Barranca de los Loros, de un lado, y la casa
donde
yo me hospedaba, del otro. Como una tropa de ganado enloquecida por la
sed,
entraron en el agua empujándose unos a otros, aplastando a algunos en su
prisa,
y muchos, arrastrados demasiado lejos por la masa que venía detrás,
perdieron
pie y fueron llevados por la corriente. Los sobrevivientes, después
que
bebieron hasta hartarse, fueron arreados como ganado a El Carmen y
encerrados
en el fuerte. Por la tarde llegó el barco frente a la ciudad, y al
acercarse
excesivamente a la costa opuesta, quedó encallado. La tripulación se
enteró
pronto del desastre sufrido por las fuerzas de tierra. Por su parte,
algunos
pobladores resueltos, que se ocultaban entre los árboles de la ribera,
les
hacían fuego. Los brasileños, atemorizados, se tiraron al agua y nadaron
basta
la orilla; y cuando cayó la noche, los colonos coronaron las valientes
hazañas
de la jornada con la captura del barco de guerra imperial
"Itaparica",
que
no tardó en ser reducido a pedazos, pues en Río Negro escaseaban los
materiales
de construcción. Los restos del buque náufrago yacen aún en el fondo
del
río, y a menudo, cuando baja la marea, las viejas vigas oscuras salen a la
superficie,
y recuerdan las descarnadas costillas de un gigantesco monstruo
plioceno;
varias veces bajé de mi bote y subí sobre ellas, experimentando un
gran
placer. De esta manera, la pequeña colonia, con valor, astucia y decisión
para
atacar en el momento preciso, se salvó de la desgracia de ser conquistada
por
el infame Imperio de los trópicos.
Durante
mi permanencia en la casa, situada en la Barranca de los Loros, uno de
nuestros
vecinos me interesó particularmente. Sosa -así se llamaba- era famoso
por
una casi sobrenatural agudeza visual; tenía un gran conocimiento de la ruda
vida
de la frontera, en la que siempre se lo utilizó como explorador, en tiempos
de
lucha contra los indios. Era también famoso como ladrón de caballos. Su
propensión
a robar estos animales era marcadísima, aunque disculpábasele esa
maña
en virtud de los servicios que prestaba. Era, en realidad, un zorro a quien
pagaban
para que fuese el perro guardián de la colonia en los momentos de
peligro,
y si bien las víctimas de sus innumerables robos deseaban ansiosamente
vengarse
de él, su sagacidad ladina siempre le permitió escabullirse. Lo que
despertó
mi curiosidad por él fue que su padre figurara en la historia
argentina.
Había sido éste un gaucho ignorante que, poseyendo facultades
auditivas
y una visión excepcionales y un sentido extraordinario de la
Orientación
en las monótonas pampas, aparecía ante las personas vulgares como un
ser
casi milagroso. Como, además, tenía otras cualidades adecuadas para un
caudillo
en una región semisalvaje, obtuvo en ese tiempo que se le confiara el
mando
de la frontera sudoeste, donde sus numerosas victorias sobre los indios le
dieron
un prestigio tan grande como para despertar los celos del dictador Rosas
(el
Nerón sudamericano, como lo llamaban sus enemigos), y a su instigación se lo
eliminó
haciéndole beber veneno. El hijo, aunque respecto de todo lo demás era
un
degenerado, heredó los sentidos extraordinarios de su padre. Me relataron un
caso
que me impresionó vivamente. En 1861 Sosa consideró prudente desaparecer a
lo
largo del río Colorado. El 12 de marzo los cazadores acamparon al lado de un
monte
de sauces, en el valle, y alrededor de las nueve de la noche, mientras
estaban
sentados junto al fuego asando un ñandú, Sosa se puso de pie de un salto
elevando
el brazo con la mano abierta por encima de su cabeza.
-¡No
sopla ni una ráfaga de viento -exclamó- y sin embargo tiemblan las hojas de
los
árboles! ¿Qué puede presagiar esto?
Los
otros miraron fijamente las ramas; pero, como no percibieran ningún
movimiento,
empezaron a reírse, mofándose de él. Inmediatamente volvió a
sentarse,
manifestó que el temblor había cesado y se quedó, al parecer, muy
preocupado
durante el resto de la noche. Repetidas veces hizo notar que nunca le
había
sucedido una cosa semejante, porque, afirmaba, él podía sentir hasta la
más
leve brisa antes de que las hojas la percibieran, y no había soplado viento.
Temía
que eso pudiera ser el anuncio de alguna desgracia para ellos, pero no fue
precisamente
sobre ellos sobre quien cayó la desgracia. Esa misma noche, cuando
Sosa
se levantó aterrorizado y señaló las hojas que a los otros parecieron
inmóviles,
se produjo un terremoto que destruyó la distante ciudad de Mendoza, a
raíz
del cual murieron mil doscientas personas bajo los escombros. Se supo
después
que la ola subterránea se había extendido al este hasta el Plata y al
sur
hasta la Patagonia; en las ciudades de Rosario y Buenos Aires se detuvieron
los
relojes y se sintió una pequeña sacudida en El Carmen, Río Negro.
Mi
huésped, cuyo nombre de pila era Ventura, había nacido en la Patagonia y no
hacia
mucho que habla superado los cincuenta años. Yo suponía que habría visto
muchas
cosas interesantes, de modo que lo importunaba frecuentemente para que me
narrara
algunas de sus primeras aventuras en la colonia. Pero, de cualquier
manera
que empezara sus cuentos, invariablemente caía en asuntos de juego y
amores.
Algunas veces me gustaban, aunque no eran esos con exactitud los
recuerdos
que yo quería escuchar. El imperio de sus afectos se repartía entre
Cupido
y el naipe, así que había olvidado todo lo que viera o experimentara en
cincuenta
años de acontecimientos, si ello no tenía alguna relación con aquellas
dos
divinidades.
Una
vez, sin embargo, pudo recordar una aventura de la infancia que resultó
realmente
interesante. Había pasado el día en El Carmen, y de vuelta, por la
noche,
mientras comíamos, me contó lo siguiente:
-Cuando
tenía cerca de dieciséis años, un día me confiaron un arreo con otros
cuatro
camaradas, tres muchachos como yo y un hombre maduro que nos cuidaba, que
se
llamaba Marcos. Había que llevar una tropilla para el ejército a un lugar
situado
a veinticinco leguas río arriba, porque 'en esa época toda la gente
debía
estar a la disposición del comandante de la colonia. A mitad del camino
había
un corral que estaba situado a unos doscientos metros del río, pero a
muchos
kilómetros de lugar habitado. Llevamos los animales y los encerramos en
el
corral; desensillamos y soltamos los caballos que habíamos montado, y
estábamos
a punto de ensillar otros cuando vimos un grupo de indios que se
aproximaba
para atacarnos. "Síganme, muchachos", gritó Marcos, pues no había
tiempo
que perder, y corrimos hacia el río sacándonos la ropa durante la fuga.
En
pocos momentos estuvimos en el agua y nadamos para salvar el pellejo mientras
resonaba
en nuestros oídos la gritería de los salvajes. El río en este punto
tiene
como trescientos metros de ancho y su corriente es impetuosa; dos de los
muchachos
no se aventuraron a cruzarlo, mas escaparon sumergiéndose y nadando a
lo
largo de la costa, bajo la sombra protectora de los árboles de la orilla,
como
lo hubiera hecho un par de ratas de agua o de patos heridos, hasta que por
fin
lograron refugiarse entre los juncos.
Nosotros,
conducidos por Marcos, nos dirigimos osadamente hacia la margen
Opuesta
-casi todos los patagones somos buenos nadadores-, pero cuando ya cerca
de
ella empezábamos a felicitarnos de haber escapado, nos encontramos
repentinamente
frente a otro grupo de indios a caballo, parados a pocos metros
de
la costa, que esperaban en silencio nuestra llegada. Al verlos, dimos media
vuelta
y nadamos otra vez hacia el centro de la corriente, cuando uno de los
muchachos,
llamado Damián, empezó a gritar que estaba cansado y que si Marcos no
lo
salvaba se ahogaría. Marcos le contestó que se salvara él si podía, y Damián,
reprochándole
amargamente su proceder, declaró que volvería a la costa para
entregarse
a los indios. Naturalmente, nadie hizo objeción alguna, ya que
estábamos
incapacitados para ayudarlo, y Damián se alejó. Cuando los indios lo
vieron
aproximarse, avanzaron hacia él con sus lanzas en la mano. Por supuesto,
Damián
sabía perfectamente que los salvajes rara vez cargaban con un "cautivo
hombre"
cuando no estaban en guerra; pero como era un muchacho inteligente, y
aunque
la muerte que quizá lo esperaba resultase más penosa que la asfixia por
inmersión,
entrevió una leve posibilidad de que los indios se compadecieran de
él.
Así que apelando a su piedad, gritaba desde el agua, al abandonarnos:
"¡Indios!
¡Amigos! ¡Hermanos! No me maten; no soy cristiano y les aseguro que me
siento
tan indio como ustedes. Aunque mi piel sea blanca, odio a mi raza y he
deseado
siempre huir de ella. Me gustaría vivir con los indios, en el desierto;
es
lo único que ansío. Perdónenme, hermanos, y si me llevan los serviré toda mi
vida;
cazaré y pelearé con ustedes, especialmente contra los odiados
cristianos."
En
el medio del río, Marcos levantó la cabeza y rió roncamente al oír tan
elocuente
discurso. Aunque creíamos que pocos instantes después el pobre Damián
seria
atravesado por las lanzas, nos fue imposible contener la risa. Vimos cómo
llegaba
a la orilla, implorando a gritos por su vida, y nos asombramos al
comprobar
sus facultades oratorias, pues nunca hasta entonces había demostrado
talento
en ese sentido. Los indios tomándolo de la mano lo sacaron del agua y,
rodeándolo,
se encaminaron hacia el corral. Así desapareció del valle la figura
de
Damián, pues aunque más tarde se organizó una búsqueda exhaustiva, no se
encontraron
ni siquiera los huesos que hubieran podido dejar los buitres y los
zorros.
Después de presenciar el triste fin de nuestro compañero, Marcos y yo,
manteniéndonos
a flote con el mínimo de esfuerzo posible, nos dejamos llevar por
la
rápida corriente hasta alcanzar una pequeña isla en el medio del río. Con las
maderas
que el agua arrastraba, construimos una balsa atando los palos con
hierbas
largas y juncos, y en ella nos dirigimos a la zona poblada del valle,
donde
finalmente nos pusimos a salvo.
El
motivo por el cual mi huésped me contó esta historia, en vez de una de las
usuales
aventuras amorosas o de juego, fue que ese mismo día había vuelto a ver
a
Damián, que había regresado a la colonia, donde ya hacía mucho tiempo todos lo
habían
olvidado. Treinta años expuesto al sol y a los vientos del desierto lo
habían
tostado; sus palabras y modales eran tan idénticos a los de un indio, que
al
principio le fue muy difícil establecer su identidad. Sus parientes, que eran
pobres,
habían muerto hacía años, sin dejarle ninguna herencia, por lo que no
cabía
dudar de esa extraña historia. Al parecer, cuando los indios lo ayudaron a
salir
del agua y lo llevaron al corral, no estaban todos de acuerdo en lo que
debía
hacerse con él. Por suerte, uno de ellos comprendía el español y tradujo
sucintamente
a los Otros las palabras de Damián. Interrogaron al cautivo, y éste
inventó
nuevas e ingeniosas mentiras, diciendo que era un pobre huérfano y que
el
trato cruel que le daba su amo lo había decidido a escapar en busca de los
indios.
El único sentimiento que tenía hacia su propia raza, les aseguraba, era
de
una imperecedera animosidad, y estaba dispuesto a jurar que si le permitían
unirse
a su tribu estaría siempre listo para atacar a la colonia cristiana. Dijo
que
su anhelo era ver a toda la raza blanca barrida por el fuego y muerta por
sus
lanzas. Los salvajes corazones de los indios se conmovieron con la triste
narración
de sus sufrimientos, creyeron que sus deseos de venganza eran
verdaderos
y lo llevaron a su propio hogar, donde se le permitió tomar parte en
los
sencillos placeres aborígenes. Pertenecían a una tribu muy poderosa en aquel
tiempo,
que habitaba un distrito llamado "Las Manzanas", situado en las fuentes
del
río Negro, junto a la Cordillera de los Andes.
Según
la tradición, iniciada la conquista de América del Sur, un grupo de
valientes
jesuitas atravesó desde Chile la Cordillera de los Andes para predicar
el
cristianismo entre las tribus de] lugar. Llevaron con ellos instrumentos de
labranza,
granos y semillas de frutos europeos. Los misioneros hallaron pronto
la
muerte, y no quedó de su labor sino unos pocos manzanos que hablan plantado.
Estos
árboles encontraron un suelo y un clima tan favorables que se propagaron
espontáneamente
hasta alcanzar un crecido número. Y todavía, después de dos o
tres
siglos de estar abandonados por el hombre, los manzanos silvestres dan
excelentes
frutos que los indios ingieren y, además, utilizan para hacer un
licor
fermentado que llaman chicha.
A
esta lejana y fértil región fue llevado Damián, para que hiciera la vida que
deseaba
según sus propias manifestaciones. Había allí lomas, bosques y ríos
claros,
grandes planicies ondulantes, apacibles campos de pastoreo para los
caballos
salvajes, ñandúes y guanacos, y más allá del valle, la estupenda cadena
de
montañas de la cordillera, un reino de encantamiento y belleza siempre
cambiante.
Muy pronto, sin embargo, cuando pasó la novedad de la nueva vida y la
alegría
experimentada al librarse de una muerte horrible, su corazón empezó a
sufrir
un secreto dolor, porque deseaba con vehemencia estar cerca de los suyos.
Huir
era imposible, y revelar sus verdaderos sentimientos equivalía a una muerte
inmediata
y cruel. Le quedaba una única alternativa: aceptar complacido esa
existencia,
al menos exteriormente.
Con
semblante alegre emprendía largas expediciones de caza en lo más frío del
invierno,
expuesto a las furiosas tormentas de viento y lluvia, e insultado y
golpeado
en castigo de su torpeza, por los compañeros; por la noche, estiraba
sus
piernas doloridas -sobre el húmedo suelo pedregoso y se cubría con la manta
que
le permitían usar como único abrigo. Cuando los cazadores volvían
defraudados,
era costumbre degollar un caballo para comer. El desdichado animal
era
colgado de las patas traseras, a las ramas de un árbol grande, de modo que
toda
la sangre pudiera ser recogida, pues ella es la más exquisita golosina del
salvaje
patagónico. Se le abría una arteria del cuello y la sangre era recibida
en
grandes vasijas de barro, debiendo el pobre Damián, cuando los salvajes se
agrupaban
para deleitar su paladar, beber con ellos su parte de liquido caliente
extraído
del bruto todavía vivo. En otoño, las manzanas se ponían a fermentar en
fosos
cavados en la tierra, los que se cubrían con cueros de caballo, para
evitar
que el jugo se derramara, y él tenía que participar, como correspondía a
un
verdadero salvaje, en las grandes orgías anuales. Primero las mujeres
recogían
cuidadosamente todos los cuchillos, lanzas, boleadoras y otras armas
peligrosas
en manos de hombres ebrios, llevándoselos lejos, al interior del
bosque,
donde se ocultaban también ellas con sus hijos. Durante días, los
guerreros
se entregaban al placer de la embriaguez, y en esas oportunidades
Damián
quedaba en ridículo, recibiendo golpes y maldiciones, porque los indios,
al
sentir esa alegría feroz que les proporcionaba la bebida, gustaban sobre todo
tener
un koko-huinche o "tonto blanco" como centro de sus burlas. Más
tarde, al
llegar
a la edad adulta, ya dominaba su lengua y exteriormente era un perfecto
salvaje.
Se le concedió una esposa, y ésta le dio varios hijos.
Los
indios adultos que había conocido cuando llegó a la tribu, así como también
los
viejos, fueron desapareciendo gradualmente. Los que entonces eran niños se
habían
hecho ya hombres y olvidaron el Origen cristiano y la condición de
cautivo
de Damián. Pero él, junto a su compañera, que le tejía mantas y
vestidos,
haciéndole todos los gustos (porque la esposa india es siempre
trabajadora,
paciente y afectuosa esclava de su señor), en tanto sus pequeños
descendientes
retozaban en los pastos, solía sentarse, al caer la tarde, frente
a
su choza, oprimido por la pena y rumiando en la mente los tan viejos como
pertinaces
sueños. Hasta que al fin, cuando su mujer empezó a arrugarse y su
piel
se volvió oscura como invariablemente les sucede a las madres indias de
mediana
edad-, y cuando sus hijos se fueron convirtiendo en hombres, la honda
tristeza
lo resolvió a abandonar la tribu y esa vida que secretamente odiaba.
Confundido
con un grupo de indios que se dirigía a la costa del Atlántico a
cazar,
luego de algunos días de marcha le llegó el ansiado momento, y sin que lo
advirtieran
sus compañeros, se separó de ellos, dirigiéndose solo hacia El
Carmen.
-Y
allí está -concluyó Ventura cuando hubo contado la historia de Damián, con un
desprecio
no disimulado en su tono-. ¡Un indio y nada más! ¡Y él cree que puede
volver
a ser como uno de nosotros! ¡Si Marcos viviera, cómo se reiría al verlo
sentado
en el suelo con las piernas cruzadas, solemne como un cacique,
oscurecido
como cuero viejo y diciendo que es un hombre blanco! Sin embargo,
afirma
que permanecerá aquí, y que aquí entre los cristianos morirá. ¡Tonto!
¿Por
qué no se fugó hace veinte años, o ya que estuvo tanto tiempo en el
desierto,
por qué ha vuelto ahora que no lo necesitan?
Ventura
no simpatizaba con él y parecía no tener una opinión favorable de su
antiguo
compañero de armas, pero a mi me emocionó el relato. Había algo patético
en
la vida de ese hombre vuelto a su pueblo, extraño para sus propios
coterráneos,
sin un hogar entre los plácidos viñedos, bosques de álamos y viejas
casas
de piedra donde había visto por primera vez la luz. Oiría las campanas de
la
torre de la capilla, como lo había hecho durante su infancia, y quizá por
primera
vez se daría cuenta, con profunda tristeza, de que no podría rehacer el
pasado,
ya muerto. Probablemente, también, el recuerdo de su esposa India, que
lo
amara durante tantos anos, agregaría amargura a su extraña vida solitaria.
Pues
muy lejos, en su hogar, todavía lo aguardaba temerosa, con los ojos velados
por
la pena y fatigados de tanto mirar a la distancia, la mujer fiel que no
había
de verlo regresar jamás de la misteriosa niebla del desierto.
¡Pobre
Damián y pobre esposa!
VIII
Aunque
para los poetas argentinos, agosto es como abril para los europeos, el
tiempo
fue en ese mes intensamente frío, produciéndose después una magnífica
nevada.
Bendigo al cielo por ello, pues quizá nunca mas vea la tierra
transfigurada
por el soplo del invierno antártico. Pasé la noche en el pueblo, y
al
levantarme a la mañana siguiente se ofreció a mis Ojos un raro y hermosísimo
espectáculo:
los caminos, los techos de las casas, los árboles y las lomas
adyacentes
estaban completamente blancos. La mañana era apacible y el cielo
oscuro
y plomizo, y de repente, mientras aún me encontraba en la calle, la nieve
empezó
a caer una vez más y continuó así por espacio de una hora. Todo ese
tiempo
estuve de pie, inmóvil, mirando los innumerables copos que descendían con
lentitud.
Solo aquellos de mis lectores ingleses que, como Kingsley, hayan
anhelado
ver una escena de vegetación tropical y logrado al fin satisfacer su
deseo,
pueden apreciar la emoción que experimenté al ver la nieve por primera
vez.
Mi
visita a la Patagonia fue rica en experiencias. Una de las primeras que se me
ofrecieron,
justamente antes de llegar a sus costas, fue la blancura de un
tumultuoso
mar de leche, y después de varios meses, esa nevada, de un blanco mas
intenso
y más sorprendente. Sentí un gran placer al contemplar lo que tanto
había
deseado; lo esperaba hacía varios meses; pero, ya en las postrimerías del
invierno,
tenía pocas esperanzas de alcanzarlo. Este placer era puramente
intelectual,
y cuando me pregunto si había en él algo más, un sentimiento
profundo,
indefinido, solo puedo contestar que no. De mi primer contacto con la
nieve
deduje que no hay en nosotros un sentimiento instintivo que se relacione
con
ella, y que la emoción experimentada por muchas personas, tal vez la
mayoría,
ante el blanco sudario que cubre la tierra debe de tener otro
significado.
En
la novela de Herman Melville, Moby
Dick, o la ballena blanca, hay una larga
disertación,
quizá la parte más hermosa del libro, acerca del blanco en la
naturaleza
y sus efectos sobre la inteligencia humana. Es un tema interesante,
aunque
un tanto oscuro, y como el aludido es el único escritor que lo ha
tratado,
insisto sobre él, pues queda aún algo que decir. Melville señala que la
blancura
aumenta la belleza de innumerables cosas naturales (mármoles, camelias
japonesas,
perlas), como si ella les comunicara una virtud especial que le es
propia;
que el blanco es el emblema de todo lo que consideramos más grande y
digno,
y que produce en nosotros infinidad de asociaciones placenteras. "Sin
embargo
continúa diciendo, a pesar de todas las asociaciones con cuanto resulta
agradable,
honroso, sublime, ese color oculta en su intimidad algo ilusorio, que
produce
más terror al espíritu que el rojo de la sangre."
Este
autor tiene razón, sin duda, al decir que la idea de la blancura tiene algo
ilusorio
y misterioso que nos fascina, pero es hasta tal punto un producto de la
imaginación,
y en la mayoría de los casos tan efímero en sus efectos, que no
podemos
buscarlo y reconocer su existencia en nosotros sino después que nos han
hablado
de ello. Y esto solo con respecto a ciertas cosas, diferencia que no
alcanzó
a ver Melville y que constituye el primer error en su tentativa "de
resolver
el encantamiento de la blancura". Su segundo error, que es aún mayor,
es
suponer que el color blanco, aparte del objeto con que está asociado, tiene
algo
de extraño y sobrenatural para la mente. No hay "nada sobrenatural en el
color"
ni "nada espectral para la fantasía" si pensamos en la blancura de
las
nubes,
en los blancos caballos marinos, en las aves acuáticas de color blanco,
tales
como los cisnes, cigüeñas, garzas, ibis y muchas otras; ni tampoco en los
animales
blancos, domésticos o salvajes; ni en las flores de ese color. Estas
pueden
multiplicarse en tal profusión que esmalten de blanco campos enteros,
como
lo hace la nieve, y su tonalidad no dice más a la fantasía que el amarillo,
púrpura
o rojo de otras clases. Del mismo modo, la blancura de las enormes masas
de
nubes no nos parece más sobrenatural que el azul del cielo o el verde de la
vegetación.
En días calurosos se ve a menudo en las pampas que la superficie de
la
tierra brilla con el blanco plateado del espejismo, y eso es también una
visión
común y natural para la mente, como la blancura de las nubes de verano,
de
las flores o de la espuma del mar.
Frente
a los ejemplos mencionados, a los que pueden agregarse muchos otros,
parece
evidente que ese "algo ilusorio" que encontró Melville en lo
recóndito
del
color blanco, ese elemento que produce más terror al espíritu que el rojo de
la
sangre, no reside en la cualidad de la blancura. Después de incurrir en este
error
inicial, cita muchas cosas naturales que, siendo blancas, producen en
nosotros
las variadas sensaciones misteriosas y fantasmagóricas que menciona y
las
que, en diversos modos, son desagradables y dolorosas. ¿Qué es -pregunta- lo
que
en el albino repugna tan particularmente y choca tanto a la vista, que a
veces
lo torna repelente aun para sus propios parientes y amigos? Tiene mucho
que
decir sobre el oso polar y el tiburón blanco de los mares tropicales, y
llega
a la conclusión de que es su blancura lo que los hace parecer más
terribles
que otros animales feroces que entrañan mayor peligro para el hombre.
Habla
del sordo rodar de un mar lechoso, del crujido del hielo que festonea las
montañas
y de los cambios de la nieve en las praderas. Finalmente, pregunta: ¿De
dónde
viene ese gigantesco fantasma que sobrecoge el alma, a la sola mención de
un
mar blanco, de una tormenta blanca, de montañas blancas, etc.? Melville da
por
sentado que el motivo de tal sensación, a pesar de que puede diferir según
la
naturaleza y magnitud del objeto de que se trate, es uno y el mismo en todos
los
casos: es la blancura y no el objeto con el cual está asociada su cualidad.
No
necesitamos detenemos demasiado en el caso del albino, y aquí las
experiencias
marinas de Melville podrían haberle sugerido una explicación mejor.
Los
marinos (me ha convencido de esto la observación) son muy primitivos en sus
impulsos
y detestan al compañero que, por no tener fuerzas o adolecer de un
defecto
físico, no puede realizar la parte que le corresponde en el trabajo;
todos
se unen a menudo para perseguirlo. Los salvajes y semibárbaros sienten
gran
animosidad contra un miembro inepto de la comunidad, sea enfermo, achacoso
o
paralítico, y el albinismo está asociado con la debilidad de la vista, y otros
defectos
que pueden ser también suficiente causa de aversión. Aun entre los
seres
más civilizados la presencia de una enfermedad resulta hasta cierto punto
repulsiva
y desagradable, ¡especialmente en los casos en que la piel pierde su
color
natural, tales como la anemia, tuberculosis, clorosis e ictericia. Ese
desagrado
natural y universal que produce el albino sería aumentado entre los
salvajes
por creer éstos que la inusitada palidez del individuo es algo
sobrenatural
y que esa falta de color significa ausencia de alma.
En
cuanto al tiburón blanco de los trópicos, explicaría fácilmente el mayor
terror
que inspira porque, siendo blanco -y por lo tanto más llamativo que otros
animales
peligrosos, resultaría más atrayente para nuestra vista y su imagen se
fijaría
en nuestra mente, pareciéndonos mayor y más formidable. Se lo imaginará
siempre
con aprensión, por lo que se llegará a mirarlo con un temor que excede
al
inspirado por otros animales igualmente peligrosos o aun más para la vida
humana,
pero que, al no ostentar colores llamativos, no se destacan ni crean una
imagen
mental tan marcada y persistente.
Si
un guerrero con vestiduras blancas como la nieve, rutilante oro o escarlata
vivo
apareciera entre una hueste de hombres que pelean con espadas, lanzas y
hachas,
como en la antigüedad, todos con vestidos y armaduras de colores
lúgubres
y sombríos, ¿qué efecto produciría? Dondequiera que se encontrara,
todas
las miradas se dirigirían a él, todos seguirían sus movimientos y gestos
con
intenso interés, y sus rivales con el mayor cuidado, pues cada vez que
evitara
un golpe parecería invulnerable, y cuando un enemigo cayera ante él se
creería
que una fuerza sobrenatural dirige su brazo y los dioses combaten a su
lado.
¡Tan grande es el efecto de la simple apariencia! Cualquier bestia salvaje
caracterizada
por su blancura y, por lo tanto, su mayor visibilidad, parecería
más
temible que otra; así un toro Chillingham inspira, sin duda, a una persona
en
peligro de ser atacada, más temor que uno colorado o negro. Por otro lado,
miramos
a las ovejas y corderos, aunque sus vellones sean más blancos que la
nieve,
con tanta indiferencia como a los conejos y cervatos, sin que el color
signifique
nada para nosotros.
Queda
todavía algo más que decir sobre la blancura de los animales, pero esto
vendrá
más tarde. Sería más apropiado hablar primero de la blancura de la nieve
y
de la del océano en efervescencia.
Todos
somos capaces de experimentar en algún modo esa emoción tan poderosamente
descripta
por Melville ante la vista de las olas en un mar lechoso o de montañas
blancas,
aunque en muchos, sin duda tal sentimiento será poco intenso. Hay un
"algo
ilusorio' en nosotros cuando contemplamos la tierra repentinamente
cubierta
de nieve, pero la emoción es efímera y se la olvida con rapidez, se la
desdeña
y considera como mera consecuencia de la novedad.
En
Melville esa emoción era muy fuerte, lo conmovió profundamente y lo hizo
meditar
mucho respecto a su significado, llegando a la conclusión de que es
instintiva
en nosotros, como la que siente un caballo al olfatear a algún animal
capaz
de agitarlo violentamente. El la llama sensación heredada. "Y en algunas
cosas
-dice- la común experiencia hereditaria de todo el género humano no falla
al
atestiguar ese algo sobrenatural que tiene este color." Finalmente, el
sentimiento
descripto hace revivir en nuestra alma cosas aterradoras de un
pasado
remoto, desolaciones no imaginables y calamidades estupendas que
oprimieron
a la raza humana.
Es
una concepción sublime, adecuadamente expresada, y mientras leemos, la
imaginación
nos pinta la terrible lucha de nuestros intrépidos y bárbaros
progenitores
contra el mortal frío del último período glacial; pero la pintura
es
vaga: aparecen esforzadas figuras humanas en un panorama medio borrado por la
nieve
que el viento barre. Fue una lucha que duró largos siglos, hasta que el
gigantesco
fantasma blanco -del cual los hombres de todas partes pensaron
liberarse-
se convirtió en fantasma del espíritu, un espectro de la fantasía y
un
horror instintivo que los sobrevivientes transmitieron por herencia hasta
nuestros
días, tan distantes de aquellos.
Es
muy probable que el frío haya sido uno de los más antiguos e implacables
enemigos
de nuestra especie; no obstante, rechazo la explicación de Melville, en
favor
de otra que me parece más sencilla y satisfactoria: ese algo misterioso
que
nos emociona ante la vista de la nieve deriva del animismo que existe en
nosotros
y de una forma animista de considerar todos los fenómenos
excepcionales.
Los sentimientos misteriosos que provoca la tierra nevada no
resultan
tan extraordinarios, sino que tienen características semejantes a los
causados
por muchos otros fenómenos, y éstos pueden experimentarse, aunque de
una
manera muy sutil, casi cualquier día de nuestra vida, si vivimos en contacto
con
la naturaleza.
No
utilizo aquí animismo en el sentido que le da Tylor en su Primitive Culture;
en
esa obra expresa una teoría de la vida, una filosofía del hombre primitivo,
que
el hombre civilizado suplantó por una filosofía más avanzada. En este
contexto
animismo no significa una doctrina de almas que sobreviven a los
cuerpos
u objetos que habitaron, sino que es la proyección de nuestro espíritu
en
la naturaleza, la atribución de la propia vida. consciente y la inteligencia
a
todas las cosas, esa facultad primitiva y universal en la que se funda la..
filosofía
animista de. los salvajes. Cuando nuestros filósofos dicen que tal
facultad
es.. imperfecta en nosotros y suficientemente rebatida por el
razonamiento.
o. que solo sobrevive durante un período de nuestra niñez, creo
que
están equivocados, y pueden descubrir su error por sí mismos si, abandonando
sus
libros y teorías, realizan un paseo solitario en una noche de luna por el
Bosque
de Westeflnain o cualquier otro, ya que todos están encantados.
Nuestros
poetas, que no se expresan científicamente, sino en el lenguaje de la
pasión,
aseguran que el sol se regocija en el cielo y se ríe de la tormenta, que
la
tierra se alegra con las flores en primavera y que. los campos son felices
,en;
otoño, que. las nubes se enojan y lloran, y el viento suspira. "y. se
queja
al
pasar". Cuando así se expresan, no lo hacen "metafóricamente",
como nos
enseriaron,
sino en momentos de emoción; cuando volvemos a las. condiciones
primitivas
de la mente, la tierra y toda la naturaleza, están vivas, son
inteligentes
y sienten como nosotros-. Cuando, después de varios días nublados y
tristes,
el sol aparece inesperadamente tibio y brillante, ¿quién no. ha pensado
en
ese primer momento que la naturaleza toda participa. de su alegría
consciente.?
O, en las primeras horas de una gran congoja, ¿quién no ha.
experimentado
un sentimiento de asombro y aun de resentimiento ante la vista de
un
claro cielo azul y una tierra bañada por el sol?
"No
importa cuán poco acostumbrados estemos a dar Cuenta de nuestros actos y
condiciones
-dice Vignoli-, todos nos hemos encontrado en circunstancias en que
se
produjo la personificación momentánea de objetos naturales. La vista de algún
fenómeno
extraordinario nos produce la vaga sensación de que alguien está
actuando
con un propósito definido." Ciertamente no "alguien" que está
fuera y
por
encima del fenómeno natural, sino dentro de él y formando un todo, así como
el
acto de un hombre procede de él y es el hombre mismo.
Por
cierto, ese grado de animismo sólo se alcanza en muy raros momentos y
excepcionales
circunstancias, cuando la naturaleza adquiere un aspecto muy
particular.
Entre esos fenómenos extraordinarios, la nieve resulta, tal vez, el
más
impresionante. Aparte de ser uno de los más ampliamente conocidos sobre la
tierra,
está muy asociado en la mente con la suspensión anual de la actividad
benéfica
de la naturaleza y, por lo tanto, con todo lo que ello significa para
la
familia humana: la escasez de alimentos y las penurias y los peligros que
ofrece
el frío intenso. Este conocimiento tradicional de un período inclemente
sirve
solo para intensificar el animismo, que encuentra un propósito definido en
todos
los fenómenos naturales y ve en la blancura de la tierra el signo de un
gran
cambio, no muy bien acogido. Cambio, no muerte, puesto que la vida de la
naturaleza
es eterna; pero su cordial colorido y su dulzura desaparecen. No
existe
ninguna relación ni vinculo, y si cayéramos o pereciéramos a la. orilla
del
camino, la naturaleza no saldría en nuestra ayuda; ahora se halla fría,
indiferente,
con su respiración contenida, en un trance de pena o de pasión, y
aunque
nos ve se comporta como si no nos viera, lo mismo que nosotros ante los
guijarros
y hojas marchitas esparcidos por el suelo, cuando alguna gran tristeza
nos
ofusca o solo hay en nuestro corazón algún propósito funesto.
Con
respecto a la nieve, el sentimiento animista es más poderoso en quienes
habitan
regiones donde el invierno es crudo y ven año tras año este cambio de la
naturaleza;
así como las "olas de un mar lechoso" producen más inquietud en el
alma
de un marino que en la del hombre de tierra firme. Melville relata una
anécdota
de un viejo marino que desfallecía de miedo ante la vista de un océano
de
blanca espuma entre cuyas olas se movía el barco. Declara más adelante que no
era
la idea del peligro lo que lo atemorizaba, pues hallábase acostumbrado a él,
sino
el color de las aguas. Y para este espíritu animista el blanco no
representaba
otra cosa que la cólera del mar, y le espantaba la visión de su
tremenda
ira y designios maléficos.
No
hay duda de que las condiciones de vida del marino ponen en evidencia y
fortalecen
el animismo latente que existe en todos nosotros; el mismo barco en
que
navega es para él algo viviente y dotado de inteligencia, y cuanto más el
océano,
que aun a los hombres de tierra que vuelven a navegar después de un
intervalo
les parece no solo una simple extensión de agua, sino una cosa
consciente
y con vida. No fue sino mi desconocimiento del mar lo que impidió que
la
vista de su blancura me afectara profundamente: el animismo en mí es más
fuerte
con respecto a los fenómenos terrestres, con los cuales estoy más
familiarizado.
Volvamos,
antes de terminar este capítulo, al tema de los animales blancos. Y
primero,
unas palabras sobre el oso polar: el terror que inspira este animal,
terror
que, según dicen las personas que se han encontrado frente a él, excede
al
que se experimenta ante otras bestias salvajes, ¿acaso no se debe a que se lo
asocia
a la blancura terrible y desoladora del polo?
Con
respecto a la existencia de una blancura anormal en animales que nos son
familiares,
su vista nos afecta siempre de una manera extraña, aun en seres tan
insignificantes
e inocentes como un estornino, un mirlo o un tero. Esa clara
rareza
y el color poco común no llegan a justificar la intensidad del interés
despertado.
Entre los salvajes, el color blanco se considera a veces
sobrenatural,
y este hecho me inclina a creer que, así como un fenómeno
extraordinario
produce una vaga idea de que alguien actúa con un propósito
definido,
en el caso del animal blanco su color no es producto de un accidente o
la
casualidad, sino que es el resultado de la voluntad de ese ser y el signo
exterior
de alguna cualidad de su alma inteligente que lo distingue de los
demás.
En la Patagonia oí un caso que ilustra el tema.
En
la llanura, a unos cincuenta kilómetros al este de Salinas Grandes, entre una
pequeña
bandada de ñandúes, apareció uno completamente blanco. Un grupo de
indios
que habían salido de caza intentaron capturarlo, pero pronto dejaron de
perseguirlo.
Más tarde lo llamaron dios de los ñandúes, y se decía que una gran
desgracia,
tal vez la muerte, le ocurriría a la persona que se aventurara a
hacerle
daño.
IX
La
nieve que dio motivo a tan larga digresión- no había dejado de caer, cuando
el
cielo azul aclaró nuevamente y emprendí el regreso por un fangoso camino. El
sol
brillante hizo aparecer muy pronto gruesas grietas y líneas negras en el
inmenso
manto blanco, y al poco tiempo la tierra recobró su aspecto
acostumbrado:
el
alegre verde con tonos azulgrisáceos, que es la vestidura de la naturaleza en
cualquier
estación, en esta parte de la Patagonia. En los arbustos de espinos,
las
aves reanudaron sus cantos.
Si
los pájaros de esta región no superan a los de otros lugares en dulzura,
ritmo
y variedad (y no estoy seguro de que no lo logren) es indudable que se
llevan
la palma por la constancia con que cantan. En primavera y a principios
del
verano no cesan de oírse sus notas, y el coro es dirigido por ese
incomparable
melodista que es la calandria trescolas o calandria blanca, un
visitante
veraniego. Aun en los meses más fríos del invierno, junio y julio, se
oye,
cuando hace buen tiempo, el ronco canturreo de la columba moteada (paloma
de
monte), parecido al de la paloma torcaz de Europa, y en la orilla, desde los
deshojados
sauces llegan los lamentos más suaves, como suspiros, plenos de
sentimiento
salvaje, de la torcaza (Zenaida maculata).
Mientras
tanto, en las mesetas boscosas se oyen los cantos de muchos paserinos,
y
siempre se destaca entre ellos, con rápidas y vibrantes notas, el cabecita
negra.
El pecho colorado canta en los días más fríos y cuando el tiempo es más
tempestuoso;
ni el cielo más lluvioso les quita a los pinzones grises
(Diucamínor)
el placer de entonar sus himnos matutinos y vespertinos, que cantan
todos
juntos, formando un alegre concierto. La calandria común es todavía más
infatigable
y, resguardándose del viento frío, continúa gorjeando los cantos de
su
interminable repertorio hasta después de entrada la noche; su propia música
parece
serle tan indispensable para la existencia como el alimento y el aire.
Días
hermosos y tibios sucedieron a la nevada. Al levantarme cada mañana
exclamaba
reverentemente, como el vate:
¡Oh,
regalo de Dios! Día perfecto
En
el que nadie debiera trabajar, sino jugar.
Días
sin viento y serenos hasta el último instante, brillaba el cielo sin una
nube,
y la luz del sol era suave y agradable; sonreían las grises soledades como
si
fueran conscientes de la celeste influencia En este lugar es muy común el
dicho
"una vez cada cien años muere un hombre en la Patagonia". Dudo que en
otra
región
del globo se pueda decir algo semejante, aunque se ha sugerido, con
cierta
mala intención, que el proverbio se origina en el hecho de que -en esa.
región-
la mayoría de la gente termina sus días de una manera violenta. No creo
que
haya en el mundo un clima comparable al que puede gozarse durante el
invierno
en la costa este de la Patagonia, y aunque el ya no pueda parecer
desagradable
a algunas personas, a causa de los fuertes vientos que entonces
soplan,
el aire es en todo tiempo tan seco y puro que allí se desconocen las
enfermedades
pulmonares. Un rico comerciante de la ciudad me contó que desde
muchacho
había sufrido de debilidad pulmonar y asma; en busca de salud, abandonó
su
país, España, y se estableció en Buenos Aires, donde hizo muchos amigos y se
dedicó
a los negocios. Pero allí también su antiguo enemigo siguió
persiguiéndolo;
el asma empeoraba día a día, hasta que, por indicación de un
médico,
hizo una visita a la Patagonia, donde en poco tiempo se puso
completamente
bien, gozando de un bienestar que no había sentido nunca. Volvió
muy
contento a Buenos Aires, pero nuevamente enfermó, y llegó a sentirse tan mal
que
ya la vida le resultaba una carga. Finalmente, desesperado, vendió su
negocio
y regresó al único lugar donde la existencia le era posible. Cuando lo
conocí
llevaba unos catorce anos de residencia en el lugar, durante los cuales
su
estado físico había sido perfecto. Pero no era feliz. Me confesó que había
comprado
la salud a un precio muy alto, puesto que nunca le fue posible
adaptarse
a una vida tan ruda; que él era, en esencia, un hijo de la
civilización,
un hombre de ciudad, que no encuentra placer sino alternando en
sociedad,
leyendo periódicos, entreteniéndose en el juego o en el café, donde se
reúne
con amigos y puede hacer con ellos una agradable partida de dominó. Como
estas
cosas, que él valoraba tanto, nada significaban para mí, no compartí su
descontento
ni consideré que importara mucho la porción del globo que había
elegido
para vivir. Pero el caso me interesó, y si alguno de mis lectores
abrigara
otros ideales, si hubiera sentido el misterio y el deleite de la vida
que
subyuga su alma, colmándola de entusiasmo y de deseo, y si su cuerpo sufre
los
estragos de la tuberculosis que amenaza llevarlo de. este mundo demasiado
prematuramente,
a esa. persona yo le diría: "Pruebe la Patagonia. Queda lejos y
encontrará
aspereza en vez de la dulzura de la isla de Madera; pero, ¡cuán lejos
van
los hombres y a qué lugares tan ingratos son capaces de llegar en busca de
rubíes
y barras de oro! Y la vida vale algo más que eso."
Durante
este hermoso tiempo, el solo hecho de existir me parecía un placer
suficiente.
A veces remaba en el río, cuya anchura alcanzaba en esa zona a
trescientos
metros; subía hasta la ciudad con la marea y volvía con la
corriente,
pues necesitaba únicamente un pequeño esfuerzo para mantener el bote,
que
deslizábase con rapidez sobre la pura agua verde. Otras veces me entretenía
buscando
la goma resinosa conocida en el lugar por su nombre indio:
muken.
El arbusto, de ramas muy extendidas, una especie de enebro, me hizo pagar
con
creces en rasguños y desgarrones- el robo de sus lágrimas de ámbar. La goma
forma
pequeños abultamientos en la cara inferior de las ramas bajas, siendo,
cuando
está fresca, semitransparente y pegajosa como el almuérdago. Para poder
usarla
los nativos la reducen a bolitas manteniéndolas en la punta de una vara
sobre
un recipiente de agua fría. Al acercarle un carbón encendido, el calor
derrite
la goma, la que cae en gotas dentro del recipiente. Las gotas
solidificadas
por este procedimiento son amasadas entonces con los dedos,
agregándose
agua fría de vez en cuando, basta que queda compacta y opaca como
masilla.
Para masticarla se necesita realmente mucha práctica; mas cuando se ha
adquirido
este arte indígena, es posible mantener en la boca una de estas
pequeñas
bolitas durante dos o tres horas diarias, y tal es su consistencia que
se
usan hasta una semana o más, sin que pierdan su agradable sabor resinoso o
disminuyan
de tamaño. El masticador de maken se saca la bolita de la boca, la
lava
y la guarda para volver a usarla más tarde, exactamente lo que hacemos
nosotros
con el cepillo de dientes. Masticar goma no es puramente un acto
ocioso,
y lo menos que puede decirse en su favor es que impide el abuso del
tabaco,
una ventaja nada despreciable para los desocupados habitantes indios o
blancos
de esta tierra desierta. Preserva también los dientes, manteniéndolos
libres
de cuerpos extraños y dándoles un lustre perlino que no he visto nunca
fuera
de esa región.
Mis
tentativas para mascar maken fracasaban siempre, pues la goma se extendía
invariablemente
formando una fina lámina dentro de mi boca, la que cubría el
paladar
y forraba los dientes como con una envoltura de caucho. Cuando se
introduce
entre la dentadura, es necesario masticar vigorosamente sebo crudo
durante
media hora y sorber de vez -en cuando agua fría para endurecer 'la
deliciosa
mezcla. Pero a veces la goma se desparrama sobre los labios y se
enreda
en el bigote o la barba, la boca cerrada debe abrirse con los dedos,
cuidadosamente,
porque ellos también se pegan y quedan unidos por una membrana.
Todo
esto sucede por no tener una sencilla precaución, lo que nunca le ocurre al
masticador
habilidoso. Cuando la goma está todavía fresca, en ocasiones puede
perder
la dureza producida artificialmente, y de pronto, sin ninguna razón,
vuelve
al estado primitivo en que fue sacada del árbol. El avezado, que conoce
por
ciertos indicios el instante en que esto va a producirse, se llena la boca
con
agua fría en el momento crítico, y así evita un percance tan desastroso para
el
novicio. Masticar molien es una costumbre muy común en todo el territorio de
la
Patagonia, y por esta razón he descripto esa entretenida práctica.
Una
vez curado de mi inclinación a masticar goma, erraba durante horas enteras
entre
los arbustos para oír a los pájaros, familiarizarme con sus costumbres y
aprender
su lenguaje. ¡Qué esquivas son ciertas especies cuyos instintos las
impulsan
a esconderse! ¡Qué vigilancia tan astuta y nunca descuidada la suya!
Resulta
difícil obtener siquiera una visión momentánea de estas aves, pues están
siempre
prevenidas, y más difícil aún observarlas cuando se recrean sin miedo ni
restricciones,
inconscientes de la curiosidad de que son objeto. Sin embargo,
tal
observación solo satisface al naturalista, y cuando se logra, compensa
ampliamente
el silencio, la atención y la espera necesarios para estudiarlas. En
algunos
casos las oportunidades son tan raras que, mientras se buscan en vano,
el
observador se va familiarizando día a día con el modo de ser de esos
animalitos
huraños que todavía siguen ocultándose a su vista.
El
gallito (Rhinocrypta lanceolata) es un gracioso pájaro que vive en el suelo,
lleva
la cola erguida y se parece de una manera asombrosa a un pequeño gallo de
Java;
uno de estos animalitos me espió en cierta oportunidad y, alarmado, empezó
a
gritar desde una rama cercana. Me dirigí cautelosamente hacia él, pisando con
cuidado
sobre la arena, y luego con precaución escudriñé entre el follaje.
Durante
un rato estuvo increpándome con tono alto y enfático; luego calló.
Suponiendo
que aún estaba en el mismo lugar, rodeé el arbusto varias veces,
tratando
de verlo. De pronto reanudó su gorjeo en otra planta, algo más allá,
hasta
que, cansado de jugar a las escondidas, y que al pájaro le tocara la
diversión
y a mí la búsqueda, lo abandoné y seguí mi camino.
De
pronto resonaron a unos diez metros de mis pies los tonos mesurados,
profundos,
percutivos del Ctenomys subterráneo, bien llamado allí oculto. Se
oyeron
tan fuertes y cercanos que llegué a pensar que el tímido y pequeño roedor
se
había aventurado, por un momento, a ver la luz del sol. Concebí la esperanza
de
contemplarlo sentado, aunque fuera un instante, temblando al menor ruido,
haciendo
girar en todas direcciones sus brillantes ojos negros para asegurarse
de
que ningún enemigo lo acechaba. Mientras los ojos del topo han disminuido
hasta
reducirse a manchas, la oscura vida subterránea, produjo el efecto
contrario
en las órbitas del oculto, pues las agrandó, aunque no tanto como las
de
algunos roedores que viven en cuevas. En puntillas, respirando apenas, me
acerqué
al arbusto y miré a su alrededor, pero el animalejo ya había
desaparecido.
Un pequeño montículo de arena húmeda y recién movida, donde había
quedado,
la impresión de una cola y un par de patitas, me demostró que había
estado
allí solo un momento antes hinchando la sedosa piel del pecho con los
profundos
y misteriosos sonidos que escuché. Me había aproximado con cautela y
en
silencio, más el astuto zorro y el gato de patas suaves como el terciopelo
podrían
haberse arrastrado ahí cerca, con mayor silencio y cautela, y también a
ellos
se les habría escapado. Es el más tímido de todos los mamíferos, tanto que
en él
la curiosidad nunca vence al temor. Y días, aun semanas, pasaron sin que
me
fuera posible ver de nuevo tan cerca al Ctenomys magellanica.
Es
la hora del crepúsculo y camino sin rumbo, de pronto oigo cantar cerca de mí
a
una martineta copetona (Colodromus elegans), el ave silvestre de esta región,
aproximadamente
del tamaño del faisán inglés, la que empieza en este momento su
reclamo
nocturno. El canto consiste en una nota larga y aflautada, con
modulaciones
suaves, que se escucha clara y potente en el aire quieto de la
noche.
Supongo que la bandada es numerosa, pues muchas voces se unían a la suya.
Marco
el punto y avanzo; pero al acercarme, aunque me mantengo quieto y oculto
entre
los arbustos, uno por uno los tímidos cantores suspenden sus llamadas. El
último
en guardar silencio repite su nota media docena de veces, hasta que,
imitando
a los demás, cesa también de cantar. Yo silbo y él me contesta; nuestro
dúo
sigue durante unos minutos hasta que, dándose cuenta del engaño, se calla
definitivamente.
Empiezo
a caminar de nuevo y paso y vuelvo a pasar cincuenta veces por entre los
desparramados
arbustos; sé que estoy caminando entre los pájaros y que ellos a
su
vez espían mis movimientos con ojos furtivos; sin embargo, no los veo,
ocultos
como quedan por su maravilloso parecido con el pasto seco y el follaje
que
los rodea, y gracias a su instinto, que los hace quedarse quietos en un
mismo
sitio. Encuentro muchas pruebas de su presencia: plumas bellamente
moteadas,
caídas de las ala mientras se esponjaban; unos cuantos huecos hechos
en
la arena, perfectamente circulares, en los cuales se han estado revolcando
recientemente,
y varias sucesiones de pisadas que van de un hoyo a los otros.
Estos
hoyos que hacen para espulgarse son utilizados por las mismas aves todos
los
días, pero a veces hay más pájaros que hoyos, por lo cual el que no se lo
asegura
con rapidez debe ir de hueco en hueco hasta encontrar uno desocupado.
Por
supuesto, se producen muchas disputas, y el ejemplar más viejo y fuerte,
para
cumplir con esta lujuriosa e higiénica costumbre, debe, de cualquier modo,
encontrar
el sitio necesario.
Abandono
el paraje, mas en cuanto me alejo algo menos de cien metros, los
pájaros
reanudan su llamada en el mismo sitio en que yo estuve; se oye uno,
luego
dos, hasta que el coro aumenta a veinte veces. El miedo, emoción fuerte
aunque
transitoria en todos los seres salvajes, los había dominado, pero ya se
sienten
libres y felices, como si mi sombra errante nunca hubiera pasado por
allí.
Llega
el anochecer, que pone fin a mi inútil investigación, y digo inútil con
verdadero
placer, porque si hay algo que nos sentimos inclinados a detestar en
esta
plácida tierra es la doctrina de que todas las investigaciones que se
lleven
a cabo en el reino de la naturaleza deben reportar algún provecho,
presente
o futuro, para la raza humana.
Con
la noche llega también la cena bienvenida para el hambriento y la hora de
calentarnos
ante la llama cordial de un fuego de leños, yo de un lado y mi
huésped
que es soltero del otro. El humo se eleva de nuestros labios
silenciosos,
mientras vanos sueños se apoderan de nuestra mente, digno final de
un
día perfecto. Mi compañero es también un ocioso, mucho más de lo que yo
pudiera
llegar a serlo.
Leemos
poco; mi amigo nunca recibe cartas. Sólo pude encontrar un libro en la
casa,
un misal español bellamente impreso en letras rojas y negras, y
encuadernado
en marroquí rojo. Lo tomo y leo en voz alta hasta que mi oyente,
cansado
de las oraciones, no obstante ser hermosas, me invita a una partida de
naipes.
Por algún tiempo no sabemos qué pago imponer al perdedor, pues los
cigarrillos
son de propiedad común. Al final pensamos en los cuentos; el que más
partidos
pierde durante la noche debe contar un cuento, a manera de amable
soporífero,
para retirarnos luego a dormir. Mi contrincante gana
invariablemente,
lo que no me sorprende, pues ha sido un jugador profesional la
mayor
parte de su vida y puede repartirse las mejores cartas cuando baraja. Más
de
una vez lo sorprendí en el momento crítico, porque subestimaba a su contrario
y
no se cuidaba mayormente. Solía predicarle sobre la inmoralidad de las trampas
en
el juego, aun cuando nos dedicáramos a él solo por placer o por algo muy
parecido.
Mis críticas no encontraron eco en su mente patagónica, pues riéndose
me
explicaba que lo que para mí era hacer trampas significaba para él una
habilidad
superior adquirida después de mucho estudio y práctica. Y así sucedió
que
cada noche me veía obligado a recordar o inventar historias para pagar mis
deudas.
El
invierno se siente en esas regiones únicamente por la noche, pero en
setiembre
ha concluido, aunque los pájaros del verano no hayan vuelto todavía ni
los
bosques de espinillos enanos se hayan engalanado con el amarillo brillante
de
sus flores. En todas las estaciones el aspecto general de la naturaleza es
siempre
el mismo, debido al permanente follaje gris de los árboles y a la
vegetación
de los arbustos que cubren el campo.
A
medida que la primavera avanza, cada día es más esplendoroso que el anterior;
después
del desayuno vago por el campo, libre de la carga de mi escopeta, sin
otro
propósito que el de recrear la vista. Cerca de mi casa hay una elevación
llamada
Barranca de los Loros, donde la rápida corriente del río, alterando su
curso,
ha socavado la costa hasta formar un escarpado y pulido acantilado de más
de
treinta metros de alto. En tiempos remotos había tal vez en la cumbre una
población
de indios, pues encontré allí frecuentemente puntas de flecha; ahora
el
frente del barranco está habitado por una gran cantidad de ruidosos loros
patagónicos,
que tienen sus nidos ancestrales en la roca. También tiene allí
albergue
una bandada de palomas que se han hecho salvajes, un par de pequen os
halcones
(Falco sparverius) y una colonia de golondrinas purpúreas. Solamente
estas
últimas no han vuelto aún de sus excursiones al Ecuador.
Cuando
llego al precipicio todo está silencioso, pues los parleros loros han
salido
en busca de alimentos. Me echo al suelo boca abajo y miro por encima del
borde;
lejos, muy lejos de mí, una gran cantidad de gallaretas se solazan
plácidamente
en el agua. Agarro una piedra del tamaño del puño y, asomándome
sobre
el peligroso borde, la arrojo al río, cae en medio de la bandada,
levantando
una columna de agua de tres metros de altura. ¡Qué pánico se apodera
de
los pájaros! Empiezan a huir precipitadamente, cayéndose a cada paso como si
estuvieran
heridos, sumergiéndose a ratos en el agua, apareciendo luego sin
detenerse
a mirar a su alrededor. Saltan y agitan sus alas con ese alboroto y
barullo
de que sólo las gallaretas son capaces; con las patas extendidas hacia
atrás,
rozando apenas la superficie o dando vueltas sobre el agua, empiezan a
volar
sembrando una alarma innecesaria entre las bandadas de patos gargantilla,
de
chillones picazos y magníficos cisnes de cuello negro, hasta que al fin
logran
alcanzar la orilla opuesta.
Satisfecho
por el éxito de mi experimento, abandono el precipicio con gran
alivio
de las azules palomas y de los pequeños halcones; estos últimos me habían
visto
actuar con cierto recelo, pues ya se hallaban en posesión de un agujero
sobre
la roca para hacer allí su nido.
Siguiendo
mi caminata descubro un hormiguero de grandes hormigas negras o
Ecodoma
que existen en todo el continente sudamericano, y son los más
importantes
miembros de esa tribu social de insectos de la cual se ha dicho que
su
inteligencia está inmediatamente después de la nuestra. Por cierto, esta
hormiga
en sus actividades tiene mucho de la inteligencia del hombre y carece de
los
desagradables hábitos de otras especies, con castas guerreras y esclavos. La
que
me ocupa es de hábitos exclusivamente agrícolas y construye galerías
subterráneas
en las que almacena hojas frescas en cantidad sorprendente. No come
las
hojas, las corta en pequeños trozos y las arregla en montones que se cubren
rápidamente
de una vegetación de hongos pequeños, los que recoge la industriosa
hormiga
y guarda para su uso. Cuando las hojas se secan, las saca afuera para
reemplazarlas
por una nueva remesa de hojas frescas. Así, la Ecodoma fabrica
literalmente
su propio alimento, y a este respecto parece haber alcanzado el
mayor
grado de perfección entre sus congéneres.
Otro
hecho interesante: esta especie es muy pacífica y no muestra enojo, excepto
cuando
se la molesta gratuitamente; pero es tan valerosa como cualquier especie
voraz,
aunque su cólera e inclinaciones guerreras parecen estar siempre
dominadas
por la razón y el sentido del bien común. De vez en cuando una
comunidad
de hormigas cortadoras de hojas declara la guerra a alguna colonia
vecina
de otra especie, y en esto, como en todo lo demás, parecen actuar con un
propósito
bien definido y gran premeditación. Las guerras no son frecuentes,
pero
en todas las que he presenciado -y conocí esta especie desde niño el
destino
de los combatientes se decide en una gran batalla campal. Eligen un
espacio
de terreno desocupado, donde se encuentran los ejércitos enemigos y
sostienen
una lucha violenta de algunas horas, renovándose la pelea durante
varios
días consecutivos. Los combatientes, igualmente diseminados sobre un
campo
amplio, suelen trabarse en combates individuales o entre pequeños grupos;
los
que no pelean se mueven rápidamente de un lugar a otro, retirando del campo
de
batalla a los guerreros muertos o inutilizados.
Tal
vez algún lector cuyos conocimientos de la naturaleza hayan sido adquiridos
en
una plaza de Londres sonría ante este relato extraordinario. Yo he sonreído
también
y me he apenado un poco, quizás, al observar una de estas "batallas
decisivas",
pensando que la estable civilización de las Ecodoma continuará
floreciendo
sobre la tierra, aun cuando haya dejado de molestarías nuestro
afiebrado
deseo de progreso. ¿Parece esto demasiado fantástico? ¿No habrá
cruzado
el mismo pensamiento por la mente de un sacerdote peruano, mientras
contemplaba
ociosamente la labor de una colonia de esas hormigas, hace mil años,
cuando
la corrupción no había minado aún el Imperio, preparándolo para la
muerte,
mucho antes de que vinieran los españoles?
La
historia conserva un breve fragmento en el que se demuestra que los Incas no
estaban
completamente esclavizados por las tradiciones sublimes que enseñaban al
vulgo;
poseían también, como los filósofos modernos, un concepto de ese
implacable
poder de la naturaleza que ordena las cosas y que está por encima de
Viracocha
y Pachacamac, y de los majestuosos dioses que gobiernan los
torbellinos
y tempestades, los que tienen sus tronos en los picos eternos de los
Andes.
Cinco o seis siglos han producido, probablemente, pocos cambios en la
vida
de la Ecodoma y, sin embargo, la espléndida civilización de los hijos del
Sol,
que parecía destinada a perdurar, ha desaparecido por completo de la
tierra.
Pero
volvamos a nuestro tema. El hormiguero que descubrí era más populoso que
Londres,
y de él partían varios caminos, cada uno de los cuales era de diez a
doce
centímetros de ancho y se extendía serpenteando cientos de metros por entre
los
arbustos. Ninguna calle de las grandes ciudades podía estar más llena de
gente
presurosa y ocupada que uno de esos caminos. Me senté a la vera de uno de
ellos,
en el justo lugar donde se abría en la arena amarilla, y me cansé de
mirar
la interminable procesión de pequeñas trabajadoras. Cada una llevaba una
hoja
en la boca, y de pronto oí un susurro que me llegaba de alguna parte:
Siempre
el diablo encuentra algún daño
que
encomienda a las manos ociosas.
Por
lo común, nos resulta cómodo tener, aunque sea hipotéticamente, alguien a
quien
cargar la responsabilidad de nuestros malos actos. Previniendo a mi
conciencia
que solo trataba de hacer un experimento científico, no tan cruel
como
los que proporcionaban tanta alegría al piadoso Spallanzani, cavé un
profundo
hoyo en la arena; las hormigas continuaban su camino con su sagacidad
ciega
y tonta, y caían confundidas en el interior una tras otra. Llegaban
cientos
y cientos, y parecían una interminable majada de ovejas saltando al pozo
al
que las habla guiado el carnero. Luego los cientos se convirtieron en miles,
y
el hueco abierto en el suelo empezó a llenarse de una masa negra de agitados y
afiebrados
insectos. Cada hormiga que caía llevaba consigo algunos granos de
traicionera
arena, lo que hacía más fácil el descenso, de modo que el hoyo no
tardó
en estar lleno hasta desbordar. Cinco minutos más tarde todas ellas
estaban
nuevamente entregadas a su acostumbrada labor, tal vez algo doloridas de
golpearse
unas contra otras, pero no en peor situación por su caída, y de la
terrible
caverna solo quedaría una pequeña depresión.
Satisfecho
con el resultado obtenido, reanudo mi solitario paseo y llego hasta
un
bello arbusto llamado la escandalosa, ante el cual resuelvo agregar otra
fechoría
a mi lista de delitos. Puede parecer extraño que así se llame un
arbusto,
pero es éste uno de esos curiosos nombres con que los paisanos
argentinos
han bautizado algunas de sus plantas raras: amor seco, tabaquera del
diablo,
hierba vergonzosa y otras por el estilo. La escandalosa es un arbusto de
uno
o dos metros de alto, espesamente revestido con una gran cantidad de hojas
punzantes
y cubierto durante todo el.. año de flores grandes y perpetuas, de
color
amarillo pálido. Una curiosa característica de esta planta es que cuando
el
fuego la toca arde como un montón de virutas, produciendo extraños silbidos;
luego
se consume rápidamente, quedando. reducida a cenizas. Así, el arbusto que
había
encontrado ardió en su ley al arrimarle un fósforo a las ramas.
Disfruto enormemente de la escena viendo las
brillantes lenguas de fuego
estirarse
y encogerse entre el oscuro follaje, lo cual constituye un espectáculo
magnífico;
pero de pronto, al contemplar a mis pies el montón de cenizas blancas
donde
un momento antes se alzaba esa verde maravilla, cubierta con sus flores
eternas,
empiezo a sentirme sinceramente avergonzado. Porque, ¿cómo he ocupado
el
día? Recuerdo con remordimiento la broma que hice a las inocentes gallaretas,
así
como también el grave trastorno causado a toda una colonia de industriosas
hormigas,
porque el ocioso mira impacientemente las ocupaciones de los demás y
siempre
aprovecha con alegría la oportunidad de mostrarles la futilidad de su
labor.
¿Pero
qué motivo tenía yo para quemar esa planta floreciente, que no trabajaba,
tan
lenta en su crecimiento, tan inútil entre las plantas como yo entre los
hombres?
¿Acaso sobrevive todavía en nosotros algo del espíritu de nuestros
antepasados,
los monos? ¿Quien que haya visto simios en el cautiverio, con su
profunda
e inconsecuente gravedad y ese insensato deleite en su propia
irracionalidad,
no les ha envidiado el ser inmunes a las críticas? Ese alivio
intenso
que experimentan todos los hombres, graves o alegres, al verse libres de
convencionalismos
para entregarse a la soledad, ¿qué es, después de todo, sino
el
placer de volver a la naturaleza, de ser durante algún tiempo como los
animales
salvajes, como los monos en medio de la selva, sin que nadie limite
nuestras
alegrías ni diversiones, y con solo un más puro sentido del ridículo
para
distinguimos de los otros seres? ¿Qué opinión se habría formado de mi
-se
me ocurrió pensar de repente una persona que estuviera buscando yuyos o
resma,
o simplemente un curioso que deseara saber cómo pasa su día un
naturalista
de campo que no usa escopeta, y le hubiera dado por seguir
secretamente
mis pasos y espiar cuanto hacía?
Salto
alarmado y miro a mi alrededor. ¡Santo cielo! ¿Qué es lo que veo a unos
sesenta
metros entre los arbustos, ese ser con aspecto humano? ¡Ah, qué alivio!
Solo
se trata de una liebre patagónica (Dolichotis patagonica) que, sentada
sobre
su ancas, me mira con un manso asombro dibujado en sus grandes ojos
tímidos.
Los
pajaritos se vuelven más audaces y llegan en multitudes, escudriñan
curiosamente
desde cada rama, gorjean y cantan, con explosiones de risas agudas
y
burlonas. Me siento enrojecer, sus mofas se me hacen intolerables y, como el
buho,
huyo de su persecución para esconderme en la espesura de la maleza. Allí,
cubierto
y oculto por una cortina gris verdosa, me echo sobre el mullido suelo
de
arena y permanezco silencioso e inmóvil como mi vecina -una pequeña araña
posada
en su tela geométrica- hasta que la luz que mengua y la flauta de la
martineta
me urgen a regresar, pues la cena está pronta.
X
Fuera
verano, otoño, invierno o primavera, era siempre un placer oír el canto de
los
pájaros en la Patagonia. Abundaban especialmente en el sitio en que el valle
cultivado
con montes y huertas era más estrecho y donde la espinosa vegetación
de
las tierras altas se acercaba más a sus bordes; como en Inglaterra, los
pájaros
pequeños se encuentran en mayor cantidad donde los montes de frutales se
hallan
próximos a extensos bosques y praderas. Como en los primeros hay un
constante
abastecimiento de insectos y los segundos les proporcionan el amparo
salvaje
que ellos prefieren, pasan continuamente de los unos a los otros. A
cierta
distancia del río no se veían tantos pájaros, y en la parte más alta de
las
lomas, a unos ciento sesenta kilómetros de la costa las aves eran muy
escasas.
Cuando
estaba de humor ocioso, acostumbraba vagar entre los arbustos, lejos del
río,
especialmente durante los días calurosos de la primavera para oír las voces
de
aves nómadas recién llegadas de los trópicos, y los cantos vigorosos y bellos
de
las especies que allí residen todo el año. Era un placer para mí caminar
simplemente
durante horas, moviéndome con cuidado entre las plantas,
deteniéndome
a ratos para oír una nota nueva o permanecer inmóvil sentado o
acostado
y escondido entre la maleza, hasta que los pájaros se olvidaban de mí o
yo
dejaba de preocuparles. Las calandrias estaban siempre presentes; cada una de
ellas
se posaba en la ramita más alta de su espino favorito, emitía a intervalos
unas
cuantas notas, algunas frases y luego escuchaba a las demás.
Algo,
sin embargo, enturbiaba un poco mi felicidad, y era pensar que los
viajeros
y naturalistas europeos, cuyos trabajos conocía, no decían nada o
hablaban
muy poco -y eso de manera despectiva- acerca de la música de estos
pájaros,
que tanto me encantaban a mí. Recordaba muy especialmente, con cierta
indignación,
las pocas palabras de Darwin, el más famoso de todos y el que
prestó
mayor atención a la vida de los pájaros de la región meridional de
América
del Sur. El mejor elogio que hizo de un cantor patagónico fue
adjudicarle
"dos o tres notas agradables", y de la calandria, uno de los mejores
melodistas
del Plata, dijo que era casi el único pájaro de la zona que
verdaderamente
cantaba con decisión, y agregó que su canto era superior al de
cualquier
otra clase y ¡parecido al de la curruca de los juncos!
Hablando
de especies británicas, no me parece acertado decir que el canto de la
curruca
se parece al del zorzal. Creo, si, que el canto del zorzal y el de la
calandria
se asemejan, y no estimaría muy exagerado afirmar que toda la música
que
emite el zorzal puede extraerse de las ejecuciones de la calandria.
Sentía
entonces un poderoso deseo de decir algo sobre ese asunto, porque,
dejando
de lado la cuestión de la música de los pájaros en América del Sur, no
pensaba
que los exploradores mencionados habían pasado por alto lo mejor de las
aves
cantoras que conocí. Pero carecía de títulos para hablar; no había oído al
ruiseñor,
al zorzal, al tordo, la alondra y demás miembros de ese famoso coro
cuya
melodía ha sido, por tantos siglos, un deleite para nuestra raza. Por lo
tanto,
no podía estar absolutamente seguro de que en realidad fueran los otros
los
equivocados ni tampoco de la exactitud de mi alta opinión acerca de los
melodistas
de mi propio país. Ahora que me he familiarizado con la música de los
pájaros
canoros de Inglaterra, el caso es diferente ya que puedo referirme al
tema
sin temores ni dudas. Pero no voy a hacer un parangón entre los cantos de
los
pájaros sudamericanos y los de las aves inglesas. Y esto por dos razones:
porque
ya he escrito sobre ello en “ Argentine Ornitology y The Naturalist in La
Plata
“ y porque la música de los pájaros y, en general, todas sus notas son muy
difíciles
de describir. No tenemos símbolos para representar tales sonidos en el
papel
y, por ende, nos sentimos tan impotentes para explicar a otros la
impresión
que nos producen como para describir el aroma de las flores. Nos
cuesta
convencernos, naturalmente, de esta incapacidad. En mi caso, la triste
conclusión
se me impuso de tal manera que me fue imposible eludirla. Nadie fuera
de
Inglaterra pudo haberse preocupado tanto -mediante preguntas o leyendo
trabajos
ornitológicos- por lograr una idea exacta sobre los cantos de los
pájaros
ingleses. Sin embargo, más tarde, al oírlos, me cercioré de que todos
mis
esfuerzos habían sido vanos, pues cada una de sus notas resultaba una
sorpresa
para mí. No podía haber sido de otro modo. Imaginemos la melodía
brillante
del petirrojo; las modulaciones sostenidas y líricas del reyezuelo,
agudas
y sin embargo delicadas; el descuidado canto-recitado de la curruca
común;
los breves trozos de música soñadora y etérea del reyezuelo de los
bosques,
que brotan del alto follaje translúcido; la mezcla apresurada y
fantástica
de sonidos dulces y ásperos de la silvia de los juncos; el canto, que
alguien
'llamó gorjeo, de la golondrina, en el cual las notas ágiles y elevadas
parecen
danzar en el aire, de manera que se percibe más de una por vez, como si
cantaran
varios pájaros, un canto espontáneo y alegre, como la risa de un duende
imposible
de imaginar.
¡Quién
puede dar una idea de semejantes sonidos con símbolos tales como las
palabras!
Es fácil decir que un canto es corto, prolongado, variado o monótono;
que
una nota es dulce, clara, vigorosa, débil, alta, penetrante, aguda, etc.,
pero
todo esto no nos muestra el carácter distintivo del sonido; estos vocablos
solo
descubren las cualidades genéricas, no las específicas e individuales. Nos
ayudan
a veces a describir una canción, denominándola alegre, feliz,
quejumbrosa,
tierna, etc., pero se trata de un medio grosero que engaña a
menudo.
Así, en el caso del ruiseñor esperaba oír, por lo que había leído, un
canto
semejante a un lamento. Lo hallé en cambio tan distinto que, inclinándome
hacia
el extremo opuesto, lo califiqué, como Coleridge, de alegre. Mas poco a
poco
deseché esta idea, como igualmente falsa; cuanto más escuchaba más me
admiraba
de la pureza del sonido en algunas notas, la frase exquisita, los
hermosos
contrastes. El arte era perfecto, pero no había ninguna pasión, ningún
sentimiento
humano; en realidad, no es triste ni hay nada doloroso en él, aunque
le
falta esa alegría que percibimos en los arpegios de la alondra. Cuando oímos
un
canto que todos denominan "tierno", reconocemos quizás alguna
cualidad que se
asemeja
levemente a la ternura del lenguaje o canto humanos, o nos afecta como
ella;
pero si pensamos un momento percibimos que no es ternura, que no hay
emoción
humana, que el efecto no es nunca el mismo. Lo hemos descripto así
porque
carecemos de vocablos más adecuados para expresar fielmente tales
sentimientos.
Ciertos
naturalistas ilusos aprueban el antiguo método de deletrear los sonidos
y
notas de los pájaros. Es muy probable que quienes lo usan crean realmente que
la
palabra impresa traduce al lector determinados sonidos y que los vocablos
pueden
dar una idea del canto de los pájaros a las personas que no los han oído
nunca,
así corno ciertos signos arbitrarios escritos sobre un pentagrama
representan
voces humanas. Es una fantasía y un error. No hemos inventado
todavía
ningún sistema de caracteres que simbolicen los cantos de los pájaros,
ni
hay posibilidad de que lo hagamos. En primer término, porque no conocemos más
que
algunos de esos sonidos, dado su número y variedad y, en segundo lugar,
porque
son diferentes en cada especie y así como nuestra anotación humana
representa
solamente nuestros sonidos específicos humanos, así también la
anotación
del lenguaje de un pájaro, el de la alondra digamos, no puede
aplicarse
al de otras especies -al ruiseñor, por ejemplo-, a causa de la
diferencia
de calidad y timbre de ambos.
Una
de las causas de la extrema dificultad para describir las voces de los
pájaros
es que casi todas ellas -desde el resonante grito que se puede oír a
cuatro
o cinco kilómetros de distancia hasta la débil nota que emite un ser no
mayor
que una mosca- tienen cierta cualidad aérea que las diferencia de los
otros
sonidos. Indudablemente, varios factores contribuyen a darles este
carácter:
el gran desarrollo del órgano vocal hace que su voz -aparte de ser más
hermosa-
tenga más largo alcance que la de otros animales de igual tamaño. El
cuerpo
de los pájaros es menos sólido, sus huesos y plumas están llenos de aire
y
hacen las veces de una caja de resonancia. Además, el esófago, sumamente
extensible,
aunque no tiene conexión con la tráquea, es empujado hacia fuera
cuando
el pájaro emite sus notas, por el aire inspirado; y ese aire, tanto
cuando
es retenido como cuando es expulsado, altera de algún modo la voz.
Por
otra parte, generalmente, el pájaro canta desde una altura más o menos
elevada
y no se posa en su rama como un sapo acurrucado, sino que se yergue
sobre
sus finas patas, de manera que los sonidos adquieren una resonancia mayor.
Hay
voces de pájaros que pueden ser -y a menudo son- semejantes a otros sonidos:
a
las campanas, al resonar del martillo sobre el yunque y a varios otros ruidos
metálicos,
así como el que se produce al pulsar cuerdas metálicas estiradas.
También
a los sonidos más o menos musicales que podemos arrancar de las maderas
y
huesos y de los vasos de vidrio, golpeándolos y pasando por los bordes las
yemas
de los dedos humedecidos. Hay voces que se asemejan también a las emitidas
por
algunos mamíferos, como por ejemplo los mugidos, bramidos, relinchos,
ladridos
y aullidos. Otros imitan los sonidos de diversos instrumentos musicales
y
vocales, pareciéndose a la conversación, a susurros de un ser humano, a
silbidos,
toses, risas, gemidos y estornudos. Pero en todos ellos, o por lo
menos
en una gran mayoría, hay cierta resonancia aérea, que nos indica, aun
encontrándonos
en el corazón de un bosque espeso, en medio de una fauna
desconocida,
que ese sonido que nos llama la atención es emitido por un pájaro.
El
yunque resonante se encuentra entre las nubes; la sonora campana se halla en
alguna
parte, suspendida en el aire; los invisibles seres humanos que silban y
susurran
quedamente, o que aplauden y ríen, no están ligados como nosotros a la
tierra,
sino que flotan aquí y allá, según su deseo.
Hay
sonidos, aun los más terrestres, que adquieren esa característica aérea,
sobre
todo cuando se oyen a cierta distancia, en una atmósfera tranquila.
Algunos
de nuestros más bellos instrumentos, tal como la flauta, la corneta, el
caramillo
y otros, al oírse débilmente en un espacio abierto, tiene ese carácter
aéreo
de las voces de los pájaros, con la diferencia de que se oyen algo oscuros
y
confusos, mientras que las notas que emiten las aves -aunque aéreas- son
límpidas
como ninguna otra.
John Burroughs, en sus excelentes “ Inpressions of Sorne British Song Birds “
dice
que
muchos cantores de América son tímidas aves de los bosques, raras veces
vistas
u oídas cerca de viviendas humanas, mientras que casi todos los pájaros
ingleses
están semidomesticados y cantan en jardines y huertos. Es por esto, y a
causa
de sus voces más suaves y lastimeras, que parecen al viajero europeo
inferiores
a las de su país. Esta afirmación podría aceptarse si en vez de
América
del Norte consideráramos a la parte más cálida y mayor de América del
Sur,
o de la región neotropical, que comprende todo el continente americano al
sur
del istmo de Tehuantepec. En las regiones tropicales y subtropicales de la
zona,
que es mucho más rica en especies que la mitad norte del continente, los
cantores
no se agrupan, por cierto, a la manera de los pájaros europeos, cerca
del
hombre, como si estuvieran dotados de sus voces melodiosas solo para deleite
de
los oídos humanos; son principalmente aves de las selvas, de los bañados y de
las
praderas. Si uno de sus mayores méritos pasó inadvertido es porque los
coleccionistas
y naturalistas europeos, cuyo objeto ha sido obtener muchos
ejemplares
y algunas variedades nuevas, no tuvieron oportunidad de
interiorizarse
de las costumbres y facultades de las especies encontradas. En
ciertos
lugares de los trópicos, los pájaros son muy escasos y a menudo no
existen
en los bosques tupidos. De la Guayana Británica, dice Thurn:
"La
ausencia casi completa de notas dulces en los pájaros llama inmediatamente
la
atención del viajero que viene de países templados, habitados por zorzales y
currucas",
y Bates afirma, hablando de las selvas amazónicas: "Las pocas voces
de
pájaros son de ese carácter triste y misterioso que intensifica la sensación
de
soledad en vez de sugerir vida y alegría".
No
es solo la escasez de pájaros en grandes extensiones de terreno lo que hace
que
los trópicos parezcan a la imaginación europea una región "donde las aves
se
olvidan
de cantar"; ni tampoco es esto lo que inspiró una opinión tan pobre
acerca
del canto de los pájaros de América del Sur, a muchos viajeros y
naturalistas.
La
antigua idea según la cual las aves de brillante plumaje emiten únicamente
sonidos
duros y desagradables, como por ejemplo el guacamayo y el pavo real,
mientras
que los pájaros de coloridos sobrios de las regiones templadas,
especialmente
de Europa, son melodiosos y delicados aún persiste en muchas
personas.
Esas notas armónicas se oyen en Inglaterra, y en los trópicos, los
gritos
agudos, ásperos y chillones. De hecho, las especies de plumaje sombrío
aventajan
grandemente en número a las de colorido alegre en las regiones de
clima
cálido. Mencionaré solo dos familias de paserinos sudamencanos, los
leñateros
y los formicáridos, que suman juntas cerca de quinientas especies,
tantas
como todas las familias de pájaros europeos, y que son casi sin excepción
de
colores sobrios. El melodioso jilguero, el verderón amarillo, el pardillo, el
herrerillo
azul, el pinzón y la motacila amarilla parecerían muy alegres y
llamativos
entre ellos. Sin embargo, estos pájaros tropicales de colorido sobrio
que
he mencionado no son cantores.
Debo
recordar también que América del Sur abarca una gran variedad de climas;
que
toda la vasta extensión que comprende Chile, la mitad sur de la Argentina y
la
Patagonia corresponden a la zona templada. También, en gran proporción, los
cantores
sudamericanos pertenecen a familias que son universales, en las que
están
incluidas las más hermosas voces de Europa: las de los zorzales, currucas,
ratonas,
alondras, pinzones, etcétera.
Los
verdaderos zorzales están bien representados y algunos difieren apenas muy
levemente
de los tipos europeos; el silbido del mirlo argentino es confundido a
veces
por los británicos con el del ejemplar más pequeño de su tierra. Las
calandrias
constituyen un grupo de la misma familia (Turdidae), pero con
cualidades
vocales más altamente desarrolladas. Es cierto que las tanagras, que
suman
cerca de cuatrocientas especies, forman una familia exclusivamente
neotropical;
en su mayoría son de colores brillantes y algunas rivalizan con los
picaflores
por sus tonos vivos y el lustre metálico de su plumaje, pero se
relacionan
en forma directa con los pinzones, y en el género en que estos
grandes
grupos se tocan y se mezclan es imposible decir de muchas especies
cuáles
son pinzones y cuáles tanagras. Otra familia puramente americana, con
ciento
treinta especies conocidas, en su gran mayoría ataviadas con colores
brillantes,
alegres y de vivos contrastes, son los troupiales-Icteridae que
están
íntimamente relacionados con los estorninos del Viejo Mundo.
Puede
agregarse, finalmente, que los verdaderos melodistas de la región
neotropical,
los paserinos del suborden de los oscinos, que tienen el órgano
vocal
muy desarrollado, suman cerca de mil doscientas especies, lo que resulta
realmente
notable si recordamos que, de las quinientas existentes en Europa,
solo
doscientas cinco, cuando mucho, se clasifican como canoras, incluyendo los
papamoscas,
los pájaros corvinos y muchos otros cuyas voces carecen de
cualidades
melódicas.
Es
evidente, pues, a partir de los datos y hechos mencionados, que los cantores
no
escasean en América y que, por el contrario, sobrepasan en cuanto al número
de
especies a todas las otras partes del globo de igual extensión.
Solo
resta decir algo sobre el valor y el carácter de la música. Y aquí pensará
el
lector que me he metido en un aprieto, puesto que empecé quejándome de la
poco
valiosa opinión emitida por los escritores europeos acerca de los
melodistas
de mi país y, al mismo tiempo, renunciaba a la idea de describir yo
mismo
sus cantos, comparándolos con los de Inglaterra. Afortunadamente para mis
propósitos,
no todos los conspicuos viajeros que han visitado América del Sur y
cuyas
palabras tienen algún valor han dejado de oír o de apreciar la música de
los
pájaros del gran continente: hay excepciones notables. Citaré unos pocos
párrafos
con los que podré defender mis argumentos, empezando por Félix de
Azara,
contemporáneo de Buffon, para terminar con los viajeros más ilustres de
nuestra
época: Wallace y Bates.
De
Darwin solo podemos decir que son tan pocas y de tan escaso valor sus
palabras
sobre los cantos de los pájaros que probablemente estas melodías
naturales
~ hayan proporcionado muy poco placer, o tal vez ninguno. No es raro
encontrar
personas absolutamente indiferentes a las voces de las aves así como
existen
otras a quienes la música humana, vocal o instrumental, no les produce
ninguna
emoción.
En
España, Azara se familiarizó desde su niñez con los cantores de Europa, y en
el
Paraguay y el Plata prestó gran atención al lenguaje de las especies que
describe.
En sus siempre nuevos Apuntamíentos dice: "Están equivocados quienes
creen
que no hay aquí tantos y tan buenos cantores como en Europa"; y en la
introducción
al mismo trabajo, al referirse a la opinión de Buffon sobre la
inferioridad
de los melodistas americanos, escribe: "Pero si en el Viejo Mundo
se
eligiera un coro de pájaros Cantores y se comparara con uno de igual número
del
Paraguay, no estoy seguro a cuál correspondería la victoria". Del canto de
la
ratona del Plata (Troglodytes furvus), este autor afirma que "en estilo es
comparable
al ruiseñor, y aunque sus frases no son tan delicadas y expresivas,
sin
embargo lo contaría entre los primeros". Esta opinión, con el engañoso
catálogo
de Daines Barrington, me hizo dudar interiormente de la exactitud de
tal
juicio, ya que la ratona en cuestión es un cantor muy alegre; pero cuando oí
el
ruiseñor, acerca de cuyo canto me había formado una idea tan falsa, me
pareció
que Azara no estaba muy equivocado Nada me sorprendió más aquí que el
canto
del reyezuelo británico; es una sucesión de notas claras y agudas,
completamente
distintas a las modulaciones alegres y variadas de su pariente
cercano,
que habita esa tierra distante.
La
melodiosa familia de los reyezuelos cuenta con muchos géneros ricos en
especies
en la región neotropical, y así como en ese continente los zorzales han
desarrollado
una música más hermosa y variada en las calandrias, ha sucedido lo
mismo
en esta familia con los géneros Thyothorus y Cyphorhínus, que incluyen a
los
célebres pájaros flauta y pájaros órgano de la parte tropical de América del
Sur.
D'Orbigny, en el “ Voyage dans l'Améríque Mendionale “, describe con entusiasmo
a
uno de estos reyezuelos, posado en una rama que colgaba sobre un torrente,
donde
su rica y bien modulada voz contrastaba en forma extraña con el
melancólico
aspecto de los alrededores. Dice que su cantar no puede compararse
con
ninguno de los que oímos en Europa, y excede en volumen y expresión al
ruiseñor.
Frecuentemente suena como una melodía producida por una flauta, tocada
a
gran distancia; otras veces, sus cadencias variadas y armoniosas se mezclan
con
notas claras, penetrantes y profundas. En realidad -concluye-, no tenemos
palabras
adecuadas para expresar los efectos de este canto que suena en medio de
una
naturaleza exuberante o de una escena montañosa, inculta y salvaje.
Simson,
en Traveis in the Wílds of Ecuador, se refiere con el mismo entusiasmo a
las
especies de Cyphorhínus, comunes en ese país. Era el canto más hermoso y
tierno
que había oído en su vida; la melodía no era igual en todos los
ejemplares;
su tono se asemejaba al suave sonido de la flauta, y la corrección
musical
de sus notas era tan sorprendente, que parecían emitidas por una
garganta
humana.
Es
aun más valioso el testimonio de Bates, uno de los sabios menos
impresionables
que han residido en la zona del continente tropical. Sin embargo,
su
relato acerca de los pájaros no es menos fascinador que el de D'Orbigny:
"En
los
alrededores de estas chozas escuché con frecuencia al realejo o pájaro
órgano
(Cyphorhinus cantans), el cantor más notable de la selva amazónica.
Cuando
se oyen por primera vez sus modulaciones singulares es difícil
convencerse
de que no son producidas por una voz humana. Imaginamos a un
muchacho,
juntando frutos en la espesura y entonando una canción para animarse.
Ahora,
los tonos se hacen más aflautados y tristes, pareciéndose a los de un
caramillo,
y no obstante la absoluta imposibilidad de ello, por un momento se
cree
que alguien toca ese instrumento... Es la única ave canora que produce
alguna
impresión a los nativos, quienes a veces abandonan los remos cuando
viajan
en sus pequeñas canoas, como heridos por el misterioso canto." Realmente,
debe
de haber sido maravilloso para causar tal efecto.
Para
terminar con las citas, estas sensatas reflexiones de Amaron and Rio Negro,
de
Wallace, nos permitirá librarnos de un viejo error: "Creemos necesario
modificar
la opinión general de que los pájaros de los trópicos adolecen en sus
cantos
de una deficiencia proporcional al brillo de su plumaje. Muchos pájaros
refulgentes
de los trópicos pertenecen a familias y grupos que no cantan; pero
nuestros
pájaros más brillantemente coloreados, como el jilguero y el canario,
no
son menos musicales, igual que otros muchos pequeños y bellos ejemplares de
estos
parajes. Hemos oído notas parecidas a las del mirlo y petirrojo, y un
pájaro
emitió tres o cuatro notas muy dulces y lastimeras que atrajeron
particularmente
nuestra atención; muchos tienen gritos peculiares, en los cuales
las
personas imaginativas podrían descubrir palabras, y que en la calma del
bosque
producen un efecto muy agradable".
Volvamos,
antes de finalizar este capitulo, a la observación de Azara, acerca de
un
selecto coro de pájaros paraguayos. Me parece que cuando los mejores cantores
de
las dos partes hayan sido comparados y se llegue a un veredicto, habrá que
agregar
algo. Los cantos dulces y hermosos de los melodistas más estimados
constituyen
solo una parte -pero de ninguna manera la más importante- del placer
que
experimentamos al oír cantar a los pájaros de cualquier lugar. Todos los
sonidos
naturales producen sensaciones agradables en las personas sensibles: el
golpeteo
de la lluvia sobre las hojas, en el bosque, el murmullo del viento, el
mugido
de las vacas, el choque de las olas contra la costa, y volviendo a los
pájaros,
los agudos tonos del chorlo, el lamento del chorlito, los gritos de las
aves
emigratorias, el graznido de las cornejas en los olmos, el ulular de las
lechuzas
y el asombroso aullido del grajo en el bosque nos proporcionan deleite
apenas
menor que el producido por los cantos ajustados de cualquier melodista.
Hay
un encanto en la infinita variedad de voces de los pájaros oídos en los
bosques
y bañados de la parte sur del continente americano, donde las aves son
tal
vez más abundantes, y la belleza de sus trinos excede a la de los muchos
cantos
de voces monótonamente melodiosas. El que escucha, no desearía perder
ninguno
de los indescriptibles sonidos emitidos por las especies más pequeñas,
ni
los gritos ni llamadas que imitan la voz humana, o los solemnes y profundos
alaridos
de las clases más grandes, que pueden oírse desde varios kilómetros de
distancia.
Esas terribles voces, que nunca rompen la quietud y el silencio de
los
bosques ingleses, nos afectan como la vista de las montañas y torrentes o el
ruido
de los truenos o de las olas que chocan contra la playa, sorprendiéndonos
la
energía ilimitada y la alegría siempre constante de los pájaros salvajes. El
lenguaje
de los pájaros que cantan en un bosque de Inglaterra puede ser
comparado
a una banda compuesta enteramente por pequeños instrumentos de viento,
con
un limitado número de sonidos que no producen ruidos disonantes ni
contrastes
violentos, ni nada que desagrade al que escucha, sino una ejecución
dulce
pero algo insípida. Los sonidos que escuchamos en los bosques
sudamericanos
tienen más el carácter de una orquesta en la cual toma parte un
enorme
número de variados instrumentos, con muchas discordancias ruidosas,
mientras
que los delicados tonos, que suenan a intervalos, parecen, por
contraste,
infinitamente dulces y bellos.
XI
Desde
muy niño sentí cierto interés por los hechos relacionados con el aspecto,
color,
expresión y agudeza de los ojos; y en la Patagonia pude agregar nuevos
elementos
a los que hasta entonces habla acumulado. Siendo muchacho, me mezclaba
con
los gauchos de las pampas; había entre ellos uno que me infundía miedo por
su
aspecto y carácter. Distinguíase entre los demás por su estatura, por el
espesor
de las cejas, la larga y poblada barba negra, la forma y tamaño de su
facón,
que era en realidad una espada usada como cuchillo, y sus payadas, en las
que,
con voz desafinada y ronca y al compás de la guitarra, contaba los muchos
duelos
que había sostenido con otros tipos de su calaña (compadres y bandidos) y
en
los que siempre resultó vencedor, ya que no dejó vivo a ningún adversario.
Pero
lo que me impresionaba más en él eran los ojos, lo más extraordinario de su
rostro,
pues uno era negro y el otro de un azul oscuro. Yo había visto de cerca
muchas
cosas extrañas y sobrenaturales: los hongos que crecen en forma de
anillos,
la sensitiva que se encoge cuando se la toca, los fuegos fatuos, las
gallinas
que cantan como un gallo, y el mortal ataque que pájaros y bestias de
hábitos
sociales llevan a cabo contra uno de sus congéneres. Nada de esto me
pareció
tan raro y sorprendente como los ojos de ese hombre, que no
correspondían
el uno con el otro; como si pertenecieran a dos seres distintos y
en
un solo cuerpo hubiera dos espíritus y dos personalidades. Tal vez mi
sorpresa
fuera explicable, pues los ojos son para nosotros el reflejo del alma,
la
que se expresa en la mirada y parece materializarse en su expresión.
Alguien
publicó más tarde, en Inglaterra, un libro titulado Sou-Shapes, que
trata
no solo de la forma de las almas, sino también de su color. Los grabados
que
ilustraban el libro me interesaron más que su contenido. Pasando por alto
las
almas confusas y de colores diversos que se asemejan en las ilustraciones a
los
mapas coloreados de un atlas, llegamos al alma azul, a la que el autor
dedica
una especial consideración. Su color azul es como el del tipo más común
de
ojos azules. Esta curiosa fantasía de un alma azul fue originada,
probablemente,
por la asociación que se hace en la mente, de los ojos y el alma.
Vale
la pena hacer notar que mientras las otras almas de matices varios parecen
deformadas
como viejos sombreros de fieltro o como un agua viva sobre la arena,
el
alma coloreada por un azul puro es redonda, como un iris, y solo le falta la
pupila
para tener el aspecto de un ojo.
Pero
reservo el tema de la expresión y color de los ojos en el hombre y en los
animales
para el próximo capitulo; en el presente me limitaré a hablar del
sentido
de la vista en los salvajes y semibárbaros, por comparación con el
nuestro.
Y
aquí recuerdo de nuevo un incidente de mi juventud, que creo fue lo que me
interesó
por primera vez en el asunto.
Un
día de verano, en mi casa, escuchaba yo atentamente una conversación que
tenía
lugar afuera entre dos hombres, ambos de edad madura. Uno era un inglés
culto,
de anteojos; el otro, un criollo muy expresivo, que hablaba sobre
diversos
temas con voz fuerte y autoritaria. De pronto fijó la vista en los
anteojos
que usaba su interlocutor, y riendo exclamó "¿Por qué usa usted siempre
esos
vidrios que ocultan sus ojos? ¿Acaso hacen a un hombre más elegante o más
inteligente
que los demás? ¿O está usted convencido de que una persona sensata
puede
ver con ellos mejor que otra? Todo eso es una fábula, un error, y nadie
puede
creer en semejante cosa".
El
criollo expresaba así el sentir de la gente de su condición, acostumbrada a
la
vida primitiva de los gauchos de las pampas, ante una ayuda tan artificial
para
la vista como los anteojos. Cuando esa gente mira a través de un pedazo de
vidrio
común, la visión no se aclara, sino que, por el contrario, más bien se
enturbia.
¿Cómo pueden, entonces, producir otro efecto esos dos pequeños redondo
les
colocados ante los ojos? Por otra parte, la vista de estos hombres es en
general
buena cuando son jóvenes, y a medida que avanzan en la vida no se dan
cuenta
de su decadencia; imaginan que desde la infancia hasta la edad madura el
mundo
es igual: el pasto tan verde, el cielo tan azul como siempre y las
verbenas
del mismo color escarlata. La vida del hombre está en su vista;
perderla
es una calamidad tan grande como ser privado de la razón. Ese objeto,
los
anteojos, le divierte e irrita al mismo tiempo. Como el mono, se siente
impulsado
a arrebatar esa cosa inútil de la nariz de su semejante, pues, además
de
ser una superchería y no servir al que lo usa, molesta a los demás, ya que
resulta
desagradable mirar a un hombre sin poder ver con claridad sus ojos y el
pensamiento
que ellos reflejan.
A
las palabras burlonas que el nativo le había dirigido, contestó el otro, de
muy
buen humor, que usaba esos cristales desde hacía veinte años y que no solo
le
ayudaban a ver mucho mejor, sino que habían preservado su vista de una mayor
decadencia;
y no satisfecho con defenderse del cargo de ser una persona
fantástica
por usar anteojos, él, a su turno, atacó al otro hombre:
-¿Cómo
sabe usted -le dije- que su vista no ha degenerado con los años? Usted
puede
verificarlo con solo probar cierto número de vidrios, que servirían para
varias
personas, todas con algún defecto visual más o menos acentuado. Entre
veinte
con la vista defectuosa, no se encuentran dos con las mismas anomalías.
Usted
debe probar anteojos, como se prueban botas, hasta que encuentre un par
que
le convenga. Pruébese los míos si quiere; tenemos la misma edad y es muy
probable
que nuestros ojos estén en las mismas condiciones.
El
gaucho dejó oír una fuerte y burlona carcajada, manifestando que la idea era
ridícula.
-¡Ver
mejor con esto! -y los tomó cautelosamente, levantándolos para
examinarlos,
y luego los colocó sobre su nariz, así como una persona toma un
diario
enrollado a la manera de un cucurucho y se lo coloca en la cabeza. Miró
al
otro, después a mí y luego todo lo que le rodeaba, con expresión de
incredulidad,
prorrumpiendo al fin en grandes exclamaciones de alegría. Pues,
aunque
parezca raro, los vidrios convenían exactamente a su visión, la que, sin
él
saberlo, había ido disminuyendo, probablemente desde hacía años.
-¡Angeles
del cielo! ¿Qué es esto que veo? -gritó-. ¿Por qué veo los árboles tan
verdes?
¡Nunca fueron así antes, y los veo tan nítidos que puedo contar sus
hojas!
Y ese carro... ¿Por qué es rojo como la sangre?
Y
para asegurarse de que no estaba recién pintado, corrió hasta él y colocó una
mano
sobre la madera. No podía convencerse de que los objetos se vieran tan
distintamente,
las hojas tan verdes, el cielo tan azul, la pintura tan roja,
como
los observaba ahora a través de esos cristales mágicos. La claridad y el
brillo
parecían artificiales; mas se había convencido de que no era así. Quiso
quedarse
con los anteojos y sacó dinero para pagarlos, sintiéndose desconcertado
cuando
su dueño insistió en que se los devolviera. Sin embargo, poco tiempo
después
obtuvo un par, y con ellos sobre la nariz galopaba por los campos
exhibiéndolos
a todos los vecinos y jactándose del poder maravilloso que daban a
sus
ojos, al permitirle ver el mundo como ningún otro podía verlo.
Mi
huésped y amigo patagón, cuyo profundo conocimiento de los naipes mencioné en
un
capítulo anterior, me confesó una vez que después de las primeras jugadas
podía
reconocer algunas cartas, al ser dadas, por ciertas diferencias leves en
la
coloración de sus dorsos. Desde muy joven había empezado a hacer trampas en
el
juego, y como tenía cerca de cincuenta años cuando me dio esta interesante
información
y había vivido siempre cómodamente con sus ganancias, no vi motivos
para
dudar de lo que me había dicho. La vista de este hombre era suficientemente
aguda
como para descubrir en las cartas diferencias tan sutiles que nadie podía
distinguir,
aun señalándoselas; y sin embargo, este individuo, con una visión
casi
sobrenatural, se sorprendió grandemente cuando le expliqué que media docena
de
pájaros del género de los gorriones, que se alimentaban en sus patios y
cantaban
y construían sus nidos en el jardín, pertenecían a seis especies
distintas.
Nunca había apreciado ninguna diferencia entre ellos; todos tenían
para
él idénticas costumbres y movimientos, eran iguales en cuanto al tamaño,
color
y forma y, para su oído, todos gorjeaban de manera semejante y tenían el
mismo
canto.
Lo
que le sucedía a este hombre nos sucede hasta cierto punto a todos nosotros.
Vemos
con claridad lo que nos interesa y proporciona placer o provecho, y
conservamos
tenazmente su imagen en nuestra mente, mientras que otras cosas, en
las
que encontramos solo un interés general, o que nada significan para
nosotros,
las observamos con menor atención y olvidamos con facilidad. Si
hubiera
una gran semejanza entre ellas, como en el caso de los seis gorriones de
mi
amigo el jugador, que, como los copos de nieve, "eran vistos antes que
distinguidos",
esta confusión de sus imágenes en el ojo y la mente las haría
parecer
iguales. Es como si tuviéramos dos clases distintas de visión: una, por
medio
de la cual vemos todos los objetos nítidamente y cercanos a nosotros,
quedando
grabados en nuestra mente siempre; la otra ve las cosas a lo lejos y
con
esa oscuridad de contornos y uniformidad de color que da la distancia.
Me
había propuesto aquí recurrir a mi libreta de notas del Plata donde consigné
ciertas
ilustraciones divertidas sobre este hecho de la doble visión; pero no es
necesario
alejarnos tanto para encontrar esos ejemplos, ni insistir en algo tan
conocido.
"El pastor conoce sus ovejas" es un dicho tan verdadero y acertado en
Escocia
como en el Lejano Oriente. Los detectives y también los militares que se
interesan
en su profesión ven las caras, por ejemplo, con una agudeza mayor que
la
generalidad de la gente y recuerdan sus rasgos con la misma claridad con que
otros
recuerdan los de un número limitado de personas, de aquellas que quieren,
que
temen o con quienes están en contacto continuo. Los marinos ven cambios
atmosféricos
de los que otros no se dan cuenta, y el médico descubre los
síntomas
de la enfermedad en el rostro de las personas que para los ojos no
acostumbrados
parecen muy saludables. Y así sucede con toda clase de profesiones
y
actividades humanas; cada individuo habita un pequeño mundo propio y lo que
para
los demás es únicamente una parte de la oscuridad que ensombrece las cosas,
él
lo ve con una nitidez sorprendente que le ayuda a conocer sus misterios.
Todo
esto puede parecer muy gastado, muy trivial y un asunto muy común -al
alcance
de cualquier escolar y también de los niños que aún no van a la
escuela-;
sin embargo, es por haber ignorado este simple hecho, o porque no fue
nunca
imaginado por nuestros maestros, que se ha caído en el error de creer que
el
poder visual de los salvajes es superior al del hombre civilizado y que la
diferencia
es tan grande que el nuestro es un sentido desfigurado comparado con
su
brillante facultad, pues solo cuando miramos con poderosos gemelos podemos
igualarlos
y ver el mundo como ellos lo ven. La verdad es que la Vista de los
salvajes
no es mejor que la nuestra, aunque parece lógico pensar lo contrario, a
causa
de su simple vida natural en el desierto que es siempre verde y, por lo
tanto,
proporciona descanso a los ojos; además, no usan gas, ni siquiera la luz
de
las velas que irriten su nervio visual, ni dañan su vista estudiando
despreciables
libros.
Probablemente,
pues, el error se origina en esa idea preconcebida de que el
verde
y la ausencia de luz artificial, junto con otras condiciones de vida
primitiva,
impiden el deterioro de la vista.
La
teoría de la adaptación del ojo no es suficiente para aceptar esto. Sabemos
cómo
pueden desarrollarse los músculos por medio del ejercicio, que el herrero y
el
boxeador tienen brazos más poderosos que los demás, pero quizá se da por
sentado
que la estructura compleja y la extrema delicadeza del ojo lo harían
menos
adaptable que otros órganos más fuertes. Cualquiera que sea el Origen del
error,
la verdad es que incurren también en él los hombres de ciencia, quienes
nunca
hablan del tema si no es para confirmar lo que ya se ha dicho. Sus
investigaciones
han sacado a relucir una gran variedad de desórdenes visuales,
que
en muchos casos no molestan hasta que se los descubre y, llamándoselos con
nombre
espeluznante, se los describe en términos que llegan a alarmar a las
personas
impresionables. Frecuentemente no son enfermedades, sino defectos
heredados,
como las piernas torcidas, los dientes prominentes, los dedos
aplastados,
la piel excesivamente delicada y otras malformaciones. No digo que
los
defectos de la vista sean tan comunes entre los salvajes como entre
nosotros;
volveré sobre este tema más adelante. Pero hasta que los ojos de los
salvajes
no sean científicamente examinados, parece muy audaz asegurar que la
causa
de anormalidades en la percepción del color sean las condiciones
perjudiciales
de nuestra civilización, porque sabemos tan poco acerca de ese
sentido
en los salvajes como sobre los defectos visuales de los antiguos
griegos.
Tal vez no haya sido tan aventurado decir que la vista del hombre
salvaje
es enormemente más poderosa si tenemos presente que los cuentos de los
viajeros
y tal vez otras consideraciones sobre el particular, como, por ejemplo
la
ausencia, entre los hijos de la naturaleza, de ayudas artificiales para su
visión,
condujeron a error a nuestros maestros. Podrá ser muy viejo el piel
roja,
pero cuando se sienta a tomar sol delante de su choza, por la mañana
temprano,
nunca se lo ve hacer un cartucho con su diario para usarlo como
catalejo.
El
lector puede muy bien ahorrarse la sonrisa, porque no se trata de una mera
suposición;
en este caso la observación vino primero y la reflexión después.
Conozco
por experiencia algo de los salvajes, y cuando ellos hacían uso de sus
ojos
a su manera y para sus fines, yo usaba los míos para mis propósitos, que
eran
muy diferentes. Es cierto que los pieles rojas distinguen perfectamente a
una
gran distancia un objeto que a nuestra vista aparece como algo borroso, de
manera
que lo mismo puede ser un arbusto, una piedra, un animal o una casa. El
secreto
de la diferencia reside en que sus ojos están entrenados y acostumbrados
a
ver ciertas cosas que buscan y esperan encontrar. Coloquémoslos en medio de
circunstancias
nuevas para ellos y fracasarán, o aun dentro del desierto en que
viven,
o frente a un objeto extraño o inesperado, y no mostrarán su superioridad
sobre
su hermano civilizado. Yo fui testigo de un caso en el cual no una, sino
cinco
personas se equivocaron; el único del grupo que acertó, o quizá que vio
mejor
fue un hombre civilizado, ilustrado y, lo que es más aún, descendiente de
una
larga línea de hombres estudiosos. Esto me sorprendió en aquel momento, pues
hasta
entonces mi fe infantil en la creencia de Humboldt al respecto y del mundo
en
general nunca había sido cuestionada. He aquí cómo ocurrió este hecho
extraordinario.
El objeto estaba a tal distancia que para ninguno de nosotros
presentaba
una forma definida, sino que era simplemente una cosa oscura, situada
contra
el fondo blanquecino del cortaderal. Nuestros guías, fijándose solamente
en
el tamaño, dijeron sin vacilaciones que se trataba de un animal, quizás un
caballo
cimarrón, cosa que sin duda esperaban encontrar en aquel sitio.
El
otro, cuyos ojos no estaban habituados a ver objetos distantes en el
desierto,
lo que llega a ser un instinto y como tal es susceptible de errores,
estudió
prolijamente su aspecto, diciendo al fin que se trataba de un arbusto de
color
oscuro. Cuando nos acercamos, resulté ser un alto juncal que crecía en un
lugar
donde no suele hacerlo y que, quemado por las heladas y la falta de agua,
se
había oscurecido de tal modo que a cierta distancia parecía negro.
En
el caso siguiente acertó el salvaje. Yo señalé un objeto oscuro, muy lejano,
tan
bajo que apenas podía verse sobre la alta hierba, y que avanzaba con
movimientos
ascendentes y descendentes, como los de un jinete que marcha al
galope.
"Ahí va un hombre a caballo", observé. "No, es un trarú",
rectificó mi
compañero
después de dirigir una rápida mirada.
El
trarú es un pájaro de las llanuras, grande, pero, parecido al águila,
denominado
carancho -Polyborus tharus- por los blancos. Pero el objeto no era
más
claro para él que para mí; el nativo no podía ver las alas ni el pico a esa
distancia,
pero el trarú era un animal conocido, al que estaba acostumbrado a
ver
aunque estuviera muy lejos, siendo una figura que siempre buscaba y esperaba
encontrar
dentro del paisaje. Era solo una mancha negra en el horizonte; pero mi
acompañante
conocía el aspecto y los hábitos del pájaro y sabía que cuando se lo
distingue
en la lejanía, con su vuelo ondulante, parece un jinete a todo galope.
Era
su oficio saber esta y otras pocas cosas más. Si alguien le hubiera hecho
buscar
una pequeña "5" inclinada en el medio de una página impresa con
caracteres
muy juntos, las lágrimas habrían corrido por sus mejillas bronceadas
y
habría abandonado la infructuosa búsqueda con los ojos doloridos. Sin embargo,
el
corrector de pruebas de imprenta puede encontrarla en pocos minutos sin
forzar
su vista. Pero es infinitamente más importante para los salvajes de las
llanuras
que para nosotros ver y reconocer con rapidez los objetos distantes.
Depende
de ello su alimento diario, el hallazgo de animales perdidos y aun su
propia
seguridad. No es raro, por consiguiente, que cada mancha oscura, cada
objeto
móvil o fijo en el horizonte, les diga mucho más a ellos que al
forastero,
especialmente si consideramos cuán pequeña es la variedad de cosas
que
se pueden ver y juzgar en la monótona llanura que habitan.
Esta
apreciación rápida de los objetos a la distancia, la conjunción del ojo y
de
la inteligencia del bárbaro de las planicies, no es tan admirable como la de
su
hermano el salvaje de las regiones subtropicales, que se hallan cubiertas por
una
densa vegetación, y poseen una fauna abundante y variada, y donde la mitad
de
la atención debe fijarse en las especies peligrosas, las que a menudo son de
tamaño
muy pequeño. En algunos sitios boscosos, calientes y húmedos, si un
europeo
intentara cazar o explorar descalzo, se pincharía y lastimaría los pies
a
cada paso, y muy probablemente alguna víbora le habría picado antes de
finalizar
la jornada. Sin embargo, el indio pasa allí su vida, y desnudo o
semidesnudo
explora el desconocido desierto de espinos, contando solo con sus
f]echas
para proveer de alimento a su mujer y a sus hijos. No se hiere con las
espinas,
ni es mordido por las víboras, porque sus ojos están acostumbrados a
descubrirlas,
siempre a tiempo para salvarse. Camina con rapidez, pero conoce
cada
sombra y cada hoja en esa densa confusión de plantas, llena de trampas y
engaños,
en medio de la cual está obligado a avanzar; y por mucho que una hoja
se
parezca a otra, pone su pie donde no existe el peligro; o eligiendo
rápidamente
entre dos males, lo coloca donde las espinas son más suaves o donde
hieren
menos, por alguna razón que únicamente él conoce. De idéntica manera ve a
una
serpiente venenosa, que yace inmóvil y enrollada, como muerta, costumbre
ésta
muy común entre las especies más mortíferas, y cuyo colorido oscuro y
engañoso
la vuelve casi imperceptible sobre la tierra marrón, así como entre los
tallos
grises y secos y las hojas diversamente coloreadas.
Fontana,
un amigo que reside en Buenos Aires y que durante su vida llegó a
conocer
bien a los indios argentinos, dice que los salvajes de las pampas
terminan
su educación a los doce años, quedando desde ese momento capacitados
para
cuidarse a si mismos; pero los salvajes del Chaco -el territorio
subtropical
de la Argentina que limita con el Paraguay y Bolivia- si fueran
abandonados
a si mismos perecerían rápidamente, puesto que se encuentran a esa
edad
solos en la mitad de su aprendizaje largo, dificultoso y lleno de penurias.
Era
curioso y daba lástima al mismo tiempo, dice, ver a los pequeños indiecitos
del
Chaco separados de las madres cuando su piel era todavía tierna, tratando de
seguir
a los mayores que jugaban a cierta distancia. Caían a cada paso, se
lastimaban
con las espinas o se cortaban con las hojas afiladas de los arbustos,
perdiéndose
en la espesura, para seguir luchando heridos y llorosos; de esta
manera
aprendían al fin dónde debían poner sus pies.
La
serpiente que se enrosca sobre un suelo de su mismo color, e imita los tallos
secos
y retorcidos o las enredaderas diseminadas por todas partes, inmóvil como
ellos,
no se asemeja tanto a lo que la rodea como ciertos pájaros que se posan
en
las ramas de los árboles, pájaros que el indio debe ver también. Un forastero
en
estas regiones, hasta el naturalista más entusiasta, encuentra difícil
distinguir
un loro parado en un árbol alto, aun sabiendo que los hay allí,
porque
su color verde entre un follaje del mismo color y la costumbre de
permanecer
silenciosos e inmóviles ante la presencia de un intruso los hace
invisibles
a su vista, y el hombre blanco se asombra de que el indio pueda
verlo.
Es que éste sabe cómo buscarlo; es su oficio, que no resulta fácil de
adquirir;
pero está obligado a aprenderlo porque su éxito en la vida, y aun su
propia
existencia, dependen de ello puesto que en el mundo salvaje la naturaleza
elimina
a quienes fracasan en las pruebas de competencia a que ella los somete.
El
lector habrá visto a menudo, sin duda, esos pequeños rompecabezas
diversamente
titulados "¿Dónde está el gato?", "El toro furioso",
"El ladrón",
"El
vigilante" o "La serpiente entre el pasto", etc., en los cuales
el objeto
nombrado,
que debe ser descubierto, está formado por ramas y hojas, por agua que
corre,
por géneros, y por partes claras y sombreadas del dibujo. Al principio
resulta
extremadamente difícil descubrir la figura en el cuadro, basta que al
fin,
con la rapidez con que se descubre la serpiente oscura, vista antes pero no
distinguida,
aparece el objeto, y es luego tan claro, que mirando el dibujo, aun
a
cierta distancia, se ve el gato, el vigilante o lo que sea. Después de
estudiar
pacientemente algunos cientos de estos rompecabezas se aprende a buscar
el
objeto oculto, encontrándolo fácilmente, casi de una ojeada, cuando se tiene
práctica.
La persona ingeniosa que inventó este bonito juego, no pensó,
probablemente,
en la naturaleza con sus curiosos parecidos, que imitan y
protegen;
sin embargo, pudo muy bien tomarlos de ella, pues eso es justamente lo
que
ella hace. Tanto el animal que debe ser visto para poder evitarlo, como el
que
debe verse para obtener alimento, están en su dibujo diseñados con tan
astuto
arte, que para los ojos no habituados solo parecen ramas y hojas,
confundiéndose
arriba con la sombra y la luz, y abajo con la tierra, las piedras
y
las hierbas secas del suelo.
Es
probable que existan leves diferencias en el poder visual de distintas
nacionalidades,
por efecto de las condiciones físicas; así, los habitantes de
las
regiones montañosas o de lugares secos y altos pueden tener mejor vista que
quienes
viven en parajes bajos y húmedos, aunque podría suceder también todo lo
contrario.
Entre las naciones europeas se supone que los alemanes tienen la
vista
débil, lo que, según creen algunos, es ocasionado por el exceso de tabaco;
otros
lo atribuyen al tipo de letra de sus libros, que requiere un mayor
esfuerzo
visual. Es poco probable que su defecto llegue a acentuarse más con el
tiempo
y que de un pueblo con anteojos se conviertan en un pueblo ciego, para
alegría
de sus enemigos. Los animales que viven en la oscuridad se vuelven
miopes,
y luego más miopes todavía, y así en forma progresiva hasta perder
totalmente
el sentido de la vista. En una nación o comunidad, esta declinación
visual
podría empezar por la lectura abundante de libros alemanes, o por fumar
habitualmente
opio o por alguna otra causa desconocida; pero el decaimiento no
puede
progresar, porque no hay nada en el hombre que sustituya a la vista, como
sucede
en las ratas de las cuevas, peces o insectos. Si pudiéramos examinar a
toda
la humanidad desde la China al Perú, aplicando los conocimientos
científicos
que se utilizan para revisar a los escolares ingleses, las
diferencias
en el poder visual de las distintas razas, naciones y tribus serían
probablemente
muy insignificantes. El error que cometen los especialistas y los
que
escriben acerca de los ojos es que piensan demasiado en el problema. Cuando
afirman
que nuestra civilización daña enormemente la vista, ¿se refieren al
infinito
número de condiciones o conjunto de ellas, abarcadas por nuestro
sistema,
con la enorme variedad de ocupaciones y modos de vida de los hombres,
desde
el cuidador del faro hasta el trabajador de las minas, cuyo único sol es
la
incierta llama de su lámpara? "Un órgano que se ejercite más de lo
habitual
crecerá,
satisfaciendo así un aumento de la demanda mediante un mayor
abastecimiento",
dice Herbert Spencer, pero agrega que se llega pronto a un
límite,
más allá de cual es imposible avanzar. Este aumento de la demanda la
encontramos
ya en un órgano, ya en otro, de acuerdo con nuestro trabajo y
sistema
de vida, y lo mismo sucede con los ojos. Hay entre nosotros muchos casos
de
enfermedades del corazón; en tales circunstancias la civilización ha
provocado
la extrema tensión de este órgano y ha llegado a un punto más allá del
cual
no puede seguir. Y lo mismo sucede con la vista.
El
número total de defectuosos, entre los hombres, es sin duda muy grande, pues
sabemos
que nuestra clase de vida retarda -aunque no puede evitarla eficazmente-
la
acción saludable de la selección natural. La naturaleza nos lleva hacia un
lado
y nosotros tomamos hacia otro, tratando compasivamente de salvar al inepto
de
las consecuencias de su incapacidad. El instinto humano nos empuja, pero es
menos
doloroso contemplar el cruel instinto del salvaje que ver esa compasión
equivocada
o pervertida que trata de perpetuar la ineptitud, y para favorecer a
individuos
que sufren infligen un mal perdurable a la raza.
Socorrer
al ciego es una misión hermosa y sagrada, pero es horrible instarlo a
que
contraiga matrimonio para transmitir su triste defecto a sus descendientes.
Sin
embargo, es un hecho común y no hace mucho tiempo el autor de un artículo de
fondo,
en uno de los principales diarios de Londres, se refirió al mismo tema
con
calurosa aprobación. Tenía esperanzas en la constitución de una raza de
hombres
totalmente ciegos, como si fuera ello algo de que pudiéramos
enorgullecemos,
¡un triunfo de nuestra civilización.
Pelleschi,
en su admirable libro sobre los indios del Chaco, dice que nunca se
ven
malformaciones en ellos y que físicamente son todos hombres perfectos; hace
notar
que en su dura lucha por Ja existencia, en medio de un desierto de
espinas,
rodeados de peligros, cualquier enfermedad o defecto físico sería
fatal.
Y como los ojos son para ellos el órgano más importante, deben tenerlos
en
perfectas condiciones. Solo en este aspecto difieren los salvajes de
nosotros,
es decir, en la ausencia o escasez de defectos visuales, y los que,
como
el doctor Brudenell Carter, creen en la decadencia de la vista en el hombre
civilizado
y repiten las palabras de Humboldt acerca de la visión maravillosa de
los
salvajes sudamericanos, están completamente equivocados. No es raro que
Humboldt
haya caído en este error, porque, después de todo, contaba únicamente
con
los medios que tenemos todos para descubrir las cosas: una vista limitada y
una
mente falible. Como el salvaje, adiestró sus facultades para observar y
deducir,
y sus deducciones, al igual que las de los salvajes, resultaron algunas
veces
erróneas.
La
vista del salvaje no es mejor que la nuestra por el simple motivo de que no
requiere
una mayor perfección. La naturaleza le dio, como a todas sus criaturas,
solo
lo que necesitaba, sin regalarle nada para hacer ostentación. De pie sobre
el
llano, su horizonte es limitado, y los animales que caza, si a menudo son más
astutos
y rápidos que él, carecen, en cambio, de inteligencia, por lo que quedan
en
igualdad de condiciones. El indio puede ver un ñandú a la misma distancia
desde
la que el animal lo ve a él, y si poseyera la capacidad de ver a gran
distancia
-como el águila- de nada le serviría. El águila que se remonta a las
alturas
necesita ver desde muy lejos, pero el búho, cuyo vuelo es más bien bajo,
es
corto de vista. Y así sucede en todo el mundo animal: cada especie tiene nada
más
que la vista suficiente para conseguirse su alimento y escapar de sus
enemigos.
Los animales que viven cerca de la superficie de la tierra tienen una
visión
muy limitada. Además, otras facultades pueden usurpar el lugar de los
ojos
o perfeccionarse tanto que coloquen a la visión en un plano secundario como
órgano
de la inteligencia. La serpiente constituye un caso curioso: ningún otro
sentido
parece haberse desarrollado en ella; sin embargo, creí que la serpiente
era
uno de los seres de vista más escasa. Después de haberlas observado durante
largo
tiempo, estoy convencido de que las pequeñas víboras de costumbres
indolentes
no ven con claridad más allá de dos metros. Pero la perezosa
serpiente
es, en el mundo animal, el campeón de los ayunadores, y puede reposar,
inmóvil,
hasta que la suerte ponga cerca de ella algo comestible; por lo tanto,
no
necesita ver un objeto con nitidez, sino a una distancia muy limitada. Otro
caso
notable es el del armadillo. De dos especies puedo decir confiadamente que,
si
no son ciegas, están muy próximas a serlo; a pesar de ello, son animales
diurnos
que salen a proveerse de comida con la plena luz del mediodía. Su
sentido
del olfato, en cambio, es de una agudeza maravillosa, y, como en el caso
del
topo, la vista les resulta superflua.
Volviendo
al hombre: si en el estado de la naturaleza es capaz de distinguir
casi
siempre el carácter de los objetos, nueve veces sobre diez, vistos a la
distancia
que él necesita para captar con sus ojos alguna cosa, sus facultades
intelectuales
hacen innecesaria una vista mejor. Si el olfato del armadillo no
fuera
tan fino y si el hombre no hubiera sido dotado de 'un cerebro ágil, la
vista,
en ambos casos, habría sido enormemente más poderosa; pero el desarrollo
de
su sentido del olfato ha apagado los ojos del armadillo, haciéndolo más ciego
que
una serpiente, mientras que el hombre (aunque no se lo haya propuesto) es
incapaz
de ver más lejos que el lobo, que el avestruz y que el burro salvaje.
Entre
los colores que podemos ver en los ojos de los pájaros están el blanco, el
rojo,
el verde esmeralda y el amarillo oro brillante. En el búho, garza,
corvejón
y muchas otras familias, el tinte de ese órgano constituye,
incomparablemente,
el rasgo más hermoso y su mayor belleza. De inmediato llaman
la
atención; parecen espléndidas gemas, para las cuales el ligero cuerpecito del
pajarito,
con sus graciosas curvas y delicados colores, resulta un engarce
apropiado.
Cuando el pájaro deja de existir y sus ojos se cierran, queda
convertido,
excepto para el naturalista, en un conjunto de plumas muertas;
alguien
colocará globos de cristal en sus órbitas vacías y tratará audazmente de
dar
un aspecto de vida al espécimen embalsamado. Pero los ojos vidriosos no
arrojarán
llamas vivientes, la "pasión y el fuego cuyas fuentes están dentro"
se
habrán
desvanecido, y el mejor trabajo del disecador, que dio una vida a su arte
bastardo,
solo producirá en la mente indignación y fastidio. En los museos,
donde
el espacio limitado impide cualquier intento de reproducir con fidelidad a
la
naturaleza, el trabajo de embalsamador es tolerable, porque es útil; pero en
una
sala, por ejemplo, ¿quién no cerrará los ojos y volverá instintivamente la
cabeza
para no ver pájaros embalsamados, desagradables recuerdos de muerte,
dentro
de su alegre plumaje? ¿Quién no se estremece, aunque no precisamente de
terror,
al ver un gato montés relleno de paja, con las fauces horriblemente
abiertas,
tratando de atemorizar con sus ojos de vidrio al que lo mira?
Nunca
olvidaré la primera vez que vi la colección de picaflores (actualmente en
el
Museo Nacional) perteneciente al señor Gould, y que el mismo naturalista me
mostró,
sintiéndose evidentemente orgulloso de su trabajo. Yo acababa de dejar
del
otro lado del Atlántico una naturaleza tropical y ardiente; encontrarme de
manera
inesperada frente a una reproducción de ella, en un polvoriento cuarto de
Beadford
Square, me causó una impresión violenta. ¡Qué melancolía inmensa
experimenté
ante el espectáculo de esas plumas que hacía tanto tiempo habían
dejado
de brillar y resplandecer, ahora cosidas con alambres y descansando sobre
telas
floreadas y arbustos artificiales!
Considerando
el esplendor y el colorido brillante de algunos ojos,
particularmente
en los pájaros, parece probable que en estos casos el órgano
tenga
una doble función: la primera y más importante, ver; la segunda, intimar
al
adversario con esos espejos luminosos en los cuales se refleja toda su furia
peligrosa.
En la naturaleza predominan los ojos oscuros y ciertamente, hay gran
ferocidad
en los ojos negros de un ave de rapiña, pero producen menos impresión
que
los de colores vivos, inclusive que los ojos blancos de alguna especie de
rapaces,
como, por ejemplo, el halcón sudamericano común, Asturina pucherani.
Ciertos
colores despiertan emociones violentas en nuestra mente y también,
quizás,
en la de otras especies. El rojo vivo parece el color característico de
la
ira; el poeta Herbert considera a la rosa como "colérica y
desafiante". Los
carmines
o anaranjados expresan el resentimiento mejor que los ojos oscuros.
Solo
una leve variación en el color del iris puede constituir una ventaja para
un
individuo en lo que se refiere a la selección natural, pues las criaturas
vivientes
salvaguardan su vida mediante una perpetua lucha metafórica por la
existencia;
pero cuando fracasan las similitudes protectoras, el vuelo o el
instinto
que los lleva a ocultarse, y se ven obligadas a entablar la lucha con
un
adversario vivo, cuentan, en tales casos, con un conjunto de recursos
defensivos
diferentes. Entran en juego, entonces, el lenguaje y las actitudes de
desafío:
pelos y plumas que se erizan, picos que golpean y chasquean, dientes
que
rechinan, bocas que escupen o arrojan espuma, cuerpos que se hinchan, alas
que
se agitan o pies que se hin can en el suelo, e infinidad de gestos
amenazantes.
Es difícil creer que el color de los globos oculares, hacia los
cuales
dirige primero la vista el enemigo y que con mayor claridad reflejan la
furia
del animal, haya sido olvidado como medio de defensa por el principio de
selección
natural. Por todas estas razones, creo que los ojos de colores vivos
significan
un progreso respecto de los oscuros.
El
hombre no ha progresado mucho en este sentido; los ojos oscuros han sido
hasta
hace muy poco tiempo, excepto en el norte de Europa, casi o completamente
universales.
En estado natural, los ojos azules no ofrecen ventaja alguna al
hombre,
en ciertos momentos, pues resultan apacibles cuando es necesario
expresar
ferocidad. Son casi desconocidos entre las criaturas inferiores, solo
suponiendo
que el aspecto de los ojos importa menos para el bienestar del hombre
que
en el caso de otras especies, podríamos explicar su supervivencia en una
rama
de la raza humana.
Ojos
cerúleos, bucles solo comparables en color a los "cabellos rubios que
flotan
sobre las nubes del oriente" y un cuerpo blanco como la nieve,
ligeramente
sonrojado... ¿Con qué pudo haber estado soñando la naturaleza cuando
otorgó
tales características a los seres humanos más rudos y salvajes? Que ellos
hubieran
vencido a razas de ojos oscuros y las hubieran pisoteado y arruinado
sus
obras nos parece tan poco lógico como una fábula.
Sin
embargo, por leve que haya sido el cambio en los ojos humanos, dando por
sentado
que originariamente fueron oscuros, hay una gran cantidad de
modificaciones
espontáneas en los individuos, siendo en apariencia los castaño
claro
y azul grisáceo los más variables. Yo he encontrado ojos con marcas y
manchas,
los que no son del todo raros; en algunos casos las manchas eran tan
negras,
redondas y grandes que los ojos parecían tener un gran número de
pupilas.
Conocí a una persona que tenía enormes manchas marrones en sus ojos
azul
grisáceos y cuyos hijos hablan heredado tal peculiaridad; también a otra
con
el iris de un color avellana rojizo, dibujado compactamente, con caracteres
finos,
semejantes a letras griegas. Este individuo era un argentino de sangre
española,
y sus conocidos le llamaban ojos escritos. Me sorprendió mucho una
curiosa
circunstancia: estos ojos, tanto por su color como por la forma y
disposición
de los trazos dibujados en ellos, eran iguales a los de una especie
de
macás común en La Plata. Tal vez Browning haya observado ojos de esta clase
en
alguna persona que encontró en su vida, pues hace que su mago diga a Pietro
de
Abano estas palabras mágicas:
"Observa
en mis ojos el iris de místicas letras;
ése
es mi nombre".
Pero
en vano buscamos en los hombres el espléndido carmesí, el amarillo
llamativo,
los globos blancos que habrían convertido en un ser terrible al
guerrero
de piel oscura, sacudido por emociones violentas. La naturaleza ha
descuidado
al hombre en este sentido, y él, para remediar la omisión, adorna su
rostro
con pinturas brillantes y corona su cabeza con duras plumas de águila.
Yo
creo que la capacidad de brillar en la oscuridad, observada en los ojos de
muchas
especies nocturnas y seminocturnas, tiene siempre una intención hostil.
Cuando
se encuentra en animales inofensivos, como por ejemplo en los lemúridos,
solo
puede atribuirse al mimetismo; sería un caso semejante al de las mariposas,
que
imitan los colores de otros insectos que los pájaros no persiguen. Los más
favorecidos,
entre los mamíferos, son los gatos; y los búhos, entre las aves;
pero
estos últimos tienen aún mayor ventaja. Nos admiramos al contemplar los
ojos
felinos del puma o del gato montés, cuando resplandecen de ira; á veces su
vista
nos produce la misma sensación de una corriente eléctrica. Pero los ojos
amarillos
del búho son incomparables por su brilló intenso y rápidos cambios; se
inflaman
con la asombrosa rapidez de una nube iluminada por la luz de los
relámpagos.
Algunos lectores pensarán que exagero. Sin duda, parecerán
extravagantes
las descripciones de hermosas puestas de sol y tormentas con
truenos
y relámpagos a los que no han presenciado nunca este fenómeno. Solamente
quienes
han pasado años "conversando con animales salvajes en lugares
desiertos",
para citar las palabras de Azara, saben que tanto para la atmósfera
como
para la vida animal existen momentos especiales, y que ese pobre ser de
lastimero
aspecto, disecado en un museo, así corno el 'que vive en cautividad
pueden,
colocados en su propio medio y obligados a luchar por su vida,
convertirse
-gracias a su furia- en sujetos terribles y extraños.
La
naturaleza reserva muchas sorpresas a los que crecen en ella. Una de las
mayores
con que me favoreció a mi fue la de permitirme observar un lechuzón
magallánico,
también llamado ñacurutú, que herí en la Patagonia. La guarida de
este
animal estaba en una isla cubierta por pastos gigantescos y altos sauces
sin
hojas, pues era pleno invierno. Después de buscarlo durante algún tiempo, lo
encontré
posado sobre una rama, esperando, al parecer, la hora del crepúsculo.
Me
miró con tal suavidad que al apuntar la escopeta hacia él apenas me alcanzó
el
valor para hacer fuego. ¡Reinaba allí desde hacía tantos años, que era el
tirano
feudal de ese lejano desierto! Había dado muerte a muchas ratas de agua,
que,
como sombras, se deslizaban a lo largo de las costas, entre la corriente
profunda
y los juncos gigantes; había perseguido a muchas palomas salvajes que,
acomodadas
en sus ramas, despertaron al sentir en su carne las crueles garras
que
las atravesaban. Y más allá del valle, en las lomas cubiertas de hierba,
había
arrebatado de sus nidos a las martinetas copetonas que empollaban sus
huevos
de lustroso color verde oscuro, los que se empalidecerían por la acción
del
viento y el sol, extinguiéndose las pequeñas vidas que se agitaban dentro al
faltarles
el calor materno. Pero yo no quería a ese pájaro, y endurecí mi
corazón.
No se oiría más "la risa demoníaca" con que a menudo respondía al
rumor
de
Ja corriente del río, rápida y negra. Hice fuego, osciló en su rama,
permaneciendo
suspendido durante unos minutos, y Juego aleteó hasta el suelo con
lentitud.
Detrás del lugar donde cayó, crecía una masa casi compacta de hierba
oscura,
más allá de la cual se elevaban los troncos altos y delgados de los
árboles,
y por sobre ese enredo de ramas desnudas se veía el cielo con leves
pinceladas
de color rosa, ya que el sol se había puesto en el horizonte,
quedando
en sombras la superficie de la tierra. Allí, en ese escenario, y en
medio
de la quietud invernal del desierto que todo lo invadía, encontré a mi
víctima,
enfurecida por sus heridas, preparada para realizar el esfuerzo
supremo.
Aun en reposo es un pájaro grande y parecido al águila, pero ya estaba
completamente
alterado, y a la luz incierta aparentaba un tamaño mayor, 'el de
un
monstruo de forma extraña y aspecto terrible. Tenía todas las plumas
erizadas,
la cola tiesa y dura, abierta como un abanico; las alas inmensas de
color
atigrado extendidas y rígidas. El pájaro, que había caído al suelo sobre
sus
patas, balanceó lentamente el cuerpo de un lado al otro, así como una
serpiente
mueve la cabeza antes de atacar, o menea su cola un gato enojado, y
tocó
la tierra, primero con un ala, para dejar caer luego las dos. Los cuernos
negros
estaban tensos, y en el centro de la cabeza, en forma de aro, el pico se
abría
y cerraba sin cesar, produciendo un ruido semejante al de una máquina de
coser.
Esto resultaba un marco apropiado para el par de magníficos ojos furiosos
que
yo miraba con una especie de fascinación no exenta de temor, cuando
recordaba
los dolores agudos que me provocaron en ocasiones anteriores las
garras
afiladas de otros ejemplares al penetrar en mi carne hasta los huesos. El
iris
era de color anaranjado, pero cada vez que trataba de aproximarme, sus ojos
se
convertían en grandes globos de trémulas llamas amarillas; las pupilas negras
estaban
rodeadas por una luz roja centellante, que arrojaba pequeñas chispas al
aire.
Cuando me alejaba, su aspecto fiero y preternatural se desvanecía
instantáneamente.
Los
ojos de dragón de la lechuza magallánica todavía me persiguen, y cuando los
recuerdo,
pesa aún en mi conciencia la muerte del pájaro, aunque matándolo le
otorgué
la polvorienta inmortalidad de que gozan los ejemplares embalsamados en
un
museo.
Es
difícil explicar la causa de ese aspecto feroz. Sabemos que la fuente de la
luminosidad
en los ojos de los búhos y de los gatos es el tapetum lucidum, una
membrana
que refleja la luz, situada entre la retina y la esclerótica que cubre
el
globo del ojo; pero el misterio continúa sin aclararse. Cuando me hallaba
frente
al animal', noté que cada vez que me retiraba, la membrana nictitante
cubría
de inmediato los ojos, oscureciéndolos por algún tiempo, como les suele
ocurrir
a los ojos de las lechuzas siempre que se colocan ante una luz fuerte, y
esto
me dio la impresión de que esa fiera apariencia centellante era acompañada
seguida-
por una sensación dolorosa. Citaré aquí un pasaje muy sugestivo de una
carta
que al respecto me escribió un hombre de ciencia: "Ciertamente, algunos
ojos
brillan en la oscuridad; los de los gatos y búhos, por ejemplo, y el
centelleo
de que usted habla es, quizás, otra forma del fenómeno. Probablemente
depende
de una sensibilidad extraordinaria de la retina, análoga a la que existe
en
la constitución molecular del sulfuro de calcio y otras sustancias
fosforescentes.
La dificultad está en el centelleo. Sabemos que esa clase de luz
es
producida por las vibraciones térmicas de las moléculas a la temperatura de
incandescencia,
sin que la luz eléctrica sea una excepción a la regla. Una
explicación
aceptable sería que la retina supersensible se torna fosforescente
en
los momentos de excitación, causando esa misma excitación un cambio en la
curvatura
del lente, por lo que la luz es concentrada y, por lo tanto, brilla en
forma
de chispa. Poco sabemos acerca de las fuerzas naturales; por esto, puede
ser
que lo que en tales casos llamamos luz no sea más que la comunicación de un
ojo
con otro, o la emanación que parte de la ventana de un cerebro y penetra en
la
de otro".
Es
probable que todo lo que leemos en los relatos -algunos históricos- y oímos
hablar
acerca de ojos humanos que echan fuego y centellean de ira, sean solo
exageraciones
poéticas. No encontraríamos esos ojos fieros entre los pacíficos
hijos
de la civilización, quienes hasta cuando guerrean lo hacen sin cólera y
matan
a sus enemigos con armas, sin verlos siquiera; pero, en cambio, se hallan
entre
los hombres salvajes o semisalvajes, carnívoros en su alimentación, de
temperamento
feroz y sumamente violentos en sus pasiones. Ocurre que entre esta
clase
de seres he vivido largo tiempo. Los he visto a menudo frenéticos, con sus
rostros
blancos como la ceniza, con los pelos de punta y derramando grandes
lágrimas
de rabia, mas nunca he descubierto en ellos nada que se aproxime a ese
aspecto
terrible que observé en el lechuzón.
Comparativamente,
la naturaleza ha hecho poco para favorecer al ojo humano, no
solo
al negarle el esplendor terrorífico que encontramos en algunas especies,
sino
también en lo que se refiere a su belleza. Cuando se viaja alrededor del
mundo
no se puede dejar de pensar que las distintas tribus y razas de hombres,
que
varían tanto en lo que respecta al color de su piel y al clima y condiciones
en
que viven, debieran tener ojos de tonalidades diferentes. En el Brasil me
maravilló
'el aspecto magnifico de muchas mujeres negras que allí había; eran
bien
formadas, altas, majestuosas, a menudo elegantemente vestidas con túnicas y
tocados
blancos; además, usaban pulseras de plata en sus brazos redondos y
lustrosos.
Me pareció que un iris de oro pálido hubiera aumentado la gloria de
estas
bellezas de ébano (como en el pájaro tirano -Lichenops perspicillata-, que
es
intensamente negro), completando su encanto único y extraño.
Al
exquisito tipo de belleza femenina que vemos en la muchacha blanca con una
leve
mezcla de sangre negra, con el gracioso rizado del cabello, el púrpura rojo
de
los labios y el delicado tinte terracota de la piel, le hubiera convenido, en
vez
dcl color pardo oscuro de sus ojos, un intenso marrón anaranjado, como el
que
se ve en algunos lemúridos. No podría imaginarse nada más bello que el iris
rojo
rubí para muchas tribus de piel muy oscura, mientras que los ojos verde mar
convendrían
a los polinesios y a las tribus lánguidas y pacíficas, como la
descripta
en el poema de Tennyson:
"Y
rodearon la quilla, con caras pálidas,
Oscuras
caras pálidas contra esa llama rosa,
Los
melanc6licos comedores de lotos,
[de
suave mirar".
Puesto
que no podemos tener los ojos que hubiéramos deseado para nosotros,
consideremos
los que nos ha dado la naturaleza. La incomparable hermosura de los
"ojos
color esmeralda" ha sido muy alabada por los poetas, particularmente por
los
españoles, y si es que existen, serían por cierto muy bellos, en especial si
tuvieran
como marco cabellos oscuros o negros y fueran acompañados por esa
melancólica
palidez observada con frecuencia en los climas cálidos, mucho más
atrayente
que la piel rosada de los habitantes de las regiones nórdicas, aunque
no
tan duradera. Pero, o no existen o he tenido muy poca suerte, puesto que
después
de una larga búsqueda me veo obligado a confesar que nunca he tenido
oportunidad
de verlos. He visto ojos llamados verdes, esto es, de un tono
verdoso,
pero no eran los que yo buscaba. Se puede perdonar a los poetas sus
descripciones
equivocadas; muy a menudo -como Humpty Dumpty en Alicia en el país
del
espejo- dan significados propios a las palabras. Para obtener datos
fidedignos
solemos dirigirnos a los hombres de ciencia; sin embargo, y aunque
parezca
raro, mientras éstos se quejan de que nosotros -los profanos- carecemos
de
ideas exactas y establecidas acerca del color de nuestros propios ojos, ellos
han
apoyado la fábula del poeta, tomándose un trabajo considerable para
convencer
al mundo de su verdad. El doctor Paul Broca es la figura mas
prominente
en este sentido. En su Manual for Anthropologists, divide los ojos
humanos
en cuatro tipos distintos: anaranjado, verde, azul y gris, y subdivide
esos
cuatro en cinco variedades cada una. La simetría de tal clasificación
sugiere
de inmediato que se trata de algo arbitrario. ¿Por qué anaranjado, por
ejemplo?
El avellana claro, el color arcilla, el rojo, el castaño oscuro, no
pueden
llamarse anaranjados con propiedad; pero la división requiere que las
cinco
variedades de ojos con pigmentos oscuros sean agrupadas bajo un mismo
nombre,
y porque hay pigmento amarillo en algunos ojos oscuros, se los denomina
a
todos anaranjados. Para formar las cinco variedades grises, el gris más leve
es
tan pálido que su verdadero color se nota solo al colocarlo al lado de una
hoja
de papel blanco; pero la piel humana tiene siempre algún matiz; por lo
tanto,
los ojos de Broca aparecerán, por contraste, absolutamente blancos. Algo
desconocido
en la naturaleza. Luego tenemos el verde, empezando por el más claro
y elevándonos,
a través del verde del pasto y el verde esmeralda, hasta el más
profundo
verde mar y el verde de la hoja de acebo. ¿Existen tales ojos en la
naturaleza?
En teoría, sí. Los ojos azules son azules, y los grises, grises; no
tienen
pigmentos amarillos o marrones en la superficie externa del iris, para
impedir
que el pigmento púrpura oscuro de la capa interna -la úvea- se vea a
través
de la membrana; ésta tiene diferentes grados de opacidad, haciendo
aparecer
al ojo gris, azul claro u oscuro, o purpúreo, según el caso. Cuando el
pigmento
amarillo se deposita en pequeñas cantidades en la membrana externa, se
mezclaría,
de acuerdo con la teoría, con el azul de la parte interna, dando como
resultado
el verde. Por desgracia para los antropólogos, no sucede así. En
algunos
casos, solo da el variable tono verdoso que he mencionado, pero nada que
se
aproxime a los verdes propuestos por Broca en su tabla. Si un ojo posee el
grado
suficiente de transparencia en la membrana y un leve depósito de pigmento
amarillo,
extendido igualmente sobre la superficie, se tendría como resultado un
iris
perfectamente verde. La naturaleza, sin embargo, no procede de esa manera.
Los
pigmentos amarillos varían mucho en cuanto a matices; hay amarillo barroso,
marrón
o color tierra, y nunca se extienden con uniformidad, sino que aparecen
en
manchas que se agrupan alrededor de la pupila, formando rayos oscuros, líneas
y
puntos; y así, cuando la ciencia dice que tales ojos "deben llamarse
verdes",
ellos
son, por lo general, de un opaco azul grisáceo, castaño azulado o color
arcilla,
mostrando, en algunos casos raros, un variado tono verdoso.
En
las notas que acompañan al Informe del Comité Antropométrico de la Asociación
Británica
de los años 1881 y 1883 se dice que los ojos verdes son más comunes de
lo
que indican las estadísticas, y que los ojos que propiamente podrían llamarse
verdes,
a causa de un prejuicio popular contra ese término, han sido registrados
como
grises o algún otro color.
¿Existe
tal prejuicio? ¿O es necesario recurrir siempre a un manual para saber
si
son verdes los ojos que encontramos? Indudablemente, el "prejuicio
popular"
se
origina -según se supone- en Shakespeare, quien describe los celos como un
monstruo
de ojos verdes; pero si este autor pesa tanto en el espíritu del
pueblo,
el prejuicio debería tomar otro rumbo, puesto que él es lino de los que
cantan
la esplendidez de ese color. Dice en Romeo y Julieta:
El
águila, señora, no tiene ojos tan verdes,
Ni
tan vivos y hermosos como los de París.
Estas
líneas contienen, sin embargo, un absurdo, puesto que no existen las
águilas
de ojos verdes, y tal vez no valga la pena hablar más respecto a ese
prejuicio.
Durante
largos años busqué afanosamente los ojos verdes, caminé a veces muchas
cuadras
por calles llenas de gente, observando los de cada persona que pasaba a
mi
lado; y solo una vez creí haber obtenido mi recompensa. Al subir en cierta
ocasión
a un vehículo público, percibí la presencia de una dama sentada en un
sitio
frente a mí -aunque quedaba más elevada-, elegantemente vestida y de un
aspecto
en extremo atrayente. Su piel era algo pálida, el cabello oscuro y sus
ojos...
¡verdes! "¡Al fin!", me dije mentalmente, contento como si hubiera
encontrado
una piedra de valor incalculable. Era terrible para mí tener que
mirarla
en forma furtiva, y pensar que muy pronto la perdería de vista. Pasaron
algunos
minutos, durante los cuales ella no movió la cabeza. Los ojos seguían
siendo
verdes, pero no del tono oscuro y sombrío que imaginé y pintó Broca, sino
de
un verde mar claro y exquisitamente bello, semejante al aspecto que presenta
el
agua del océano atravesada por un sol fuerte, en sitio donde es profunda y
pura,
en la bahía de alguna isla rocosa, bajo los trópicos. Al fin, no
convencido
todavía, me elevé un poco en mi asiento, de manera que cuando me
diera
vuelta para verla de nuevo, sus ojos se encontrasen en línea recta con los
míos.
Llegó por último el momento deseado y temido; pero, ¡ay!, ya los ojos no
eran
verdes, sino grises y de un tono no muy puro. Habiendo parecido verdes
cuando
los miraba de modo oblicuo, no podían ser de un gris muy límpido. Eran
simplemente
grises, con un pigmento tan delgado que no parecía extendido con
uniformidad
por toda la superficie del iris. Esto hacía que parecieran verdes
bajo
ciertas luces, como sucede con los ojos del perro, que cuando se sienta a
la
sombra, al mirar hacia arriba, reciben toda la luz, tiñéndose a veces de un
verde
puro. Conozco un perro cuyos ojos se veían siempre de ese color en tales
circunstancias.
Generalmente, sin embargo, los ojos de los perros toman un color
azul
hialino.
Si
pudiéramos dejar a un lado esos ojos indefinidos y confusos que están en un
estado
de transición -ojos azules con algún pigmento que los oscurece y los hace
incalificables,
puesto que no se encuentran dos pares iguales-, entonces todos
deberían
estar comprendidos en dos grandes órdenes naturales: los que tienen y
los
que carecen de pigmento en la superficie externa de la membrana. No pueden
llamarse
con propiedad ojos claros y oscuros, puesto que muchos castaños son en
realidad
más claros que los purpúreos y los grises oscuros. Deberían denominarse
simplemente
pardos y azules, porque en todos los que tienen pigmento exterior
hay
algo de extraño o un tono apenas diferenciable de ese color, y todos los
ojos
sin pigmento, aun los del gris más puro, tienen algo de azul.
Los
ojos castaños expresan pasiones animales, antes que inteligencia y
sentimientos
morales elevados. Frecuentemente son igualados en su elocuencia
peculiar
por los ojos pardos u oscuros del perro doméstico. A menudo hay en los
animales
una exagerada elocuencia en la expresión; a juzgar por sus ojos, los
gatos
y las águilas enjaulados de los jardines zoológicos son todos
Bonnivards,
peludos y emplumados.
Aun
entre los intelectuales, los ojos castaños denotan más corazón que cabeza.
En
los seres inferiores, los ojos negros son siempre penetrantes y astutos, o
también
suaves y dulces, como en los cervatos, palomas, pájaros acuáticos, etc.,
y
es notable que en el hombre los ojos negros -iris castaño oscuro con pupila
grande
tengan en general alguna de estas expresiones predominantes.
Naturalmente,
las excepciones individuales son numerosas en las comunidades muy
civilizadas.
Las mujeres españolas y las negras tienen ojos hermosos y
maravillosamente
suaves, mientras que los sagaces ojos de comadreja son comunes
en
todas partes, especialmente entre los asiáticos. En las castas superiores de
Oriente
la mirada penetrante y astuta st ha refinado, transformándose hasta
adquirir
un aspecto de sorprendente sutileza, la más bella expresión de que son
capaces
los ojos negros.
Los
ojos azules -incluímos aquí azules y grises son por excelencia los del
hombre
intelectual: ese pigmento externo de colorido vivo suspendido a la manera
de
una nube, como si estuviera sobre el cerebro, absorbe sus emanaciones más
espirituales,
de modo que solo cuando desaparece completamente es posible mirar
dentro
del alma, olvidando el parentesco del hombre con los brutos. Cuando no se
está
acostumbrado a él por haber vivido siempre entre gente de ojos oscuros, los
ojos
azules parecen una anomalía de la naturaleza; cuando no, una equivocación
positiva;
porque su poder para expresar los instintos más comunes y bajos de
nuestra
raza es comparativamente limitado, y cuando no están desarrolladas las
facultades
superiores nos parecen vacuos e insignificantes. Además, el etéreo
color
azul se asocia en la mente con los fenómenos atmosféricos antes que con la
materia
sólida, inorgánica o animal. Es el color del vacío, del cielo
inexpresivo,
de las nubes y sombras de las montañas lejanas, del agua bajo
ciertas
condiciones atmosféricas y de la bruma insustancial del verano.
Cuyas
márgenes se borran
Por
siempre y para siempre cuando me alejo.
Dentro
de la naturaleza orgánica encontramos que este tono se ve apenas en las
flores
de vida efímera y en algunas plantas frágiles; las alas de ciertos
pájaros
y mariposas han sido tocadas con celeste para que su apariencia resulte
más
etérea. Solamente en el hombre, sacado del grueso materialismo de la
naturaleza
y en quien están desarrolladas las facultades superiores de la mente,
vemos
toda la belleza y significado de los ojos azules; o sea, los ojos libres
de
la nube intermedia de pigmentos oscuros. En la biografía de Nathaniel
Hawthorne,
el autor dice que: "Sus ojos eran grandes, de un azul oscuro,
brillantes
y llenos de variadas expresiones." Bayard Taylor solía afirmar "que
eran
los únicos ojos que había visto despedir fuego..." Cuando iba todavía al
colegio,
una vieja gitana que lo encontró en un camino del bosque,
contemplándolo
le preguntó: "¿Es usted un hombre o un ángel?"
Los
gitanos están tan habituados a fijarse en los ojos de la gente, que tienen
una
sorprendente facilidad para descubrir su expresión; los estudian con un fin
determinado,
como mi amigo el jugador estudiaba las cartas con que jugaba; si no
vieran
los ojos de sus confiados clientes, no sabrían qué decir.
Volviendo
a Hawthorne, su esposa expresa en una carta transcripta en el libro
que
mencionamos: "El fulgor de sus ojos hacía desvanecer la hipocresía, la
simulación
y la falsedad; los más grandes pecadores, muchos de los cuales venían
a
confesarse con él, encontraban en su mirada tal piedad y simpatía que dejaban
de
temer a Dios, y poco a poco volvían a Él... Yo misma nunca me atreví a
sostener
su mirada, y únicamente fijaba mis ojos en los suyos cuando sus
párpados
estaban bajos".
Creo
que casi todos hemos visto ojos como ésos, ojos que uno trata más bien de
evitar,
porque cuando se produce el encuentro nos atemorizamos al ver tan cerca
un
alma humana en toda su desnudez. Conocí -por lo menos- una persona a quien
podría
aplicarse en todos los detalles la descripción anterior; un hombre cuya
naturaleza
moral e intelectual eran de primer orden y que murió a los treinta
años,
mártir de la causa de la humanidad.
¡Qué
extraño, entonces, que el hombre primitivo hubiera sido dotado de estos
ojos
incapaces de expresar los instintos y pasiones de los salvajes, pero con
poder
suficiente para reflejar la inteligencia, los sentimientos morales
elevados
y la espiritualidad que muchos siglos después la civilización
desarrollaría
en su cerebro torpe! Un hecho como éste parece adaptarse a aquella
fascinadora
e ingeniosa hipótesis de Wallace para explicar hechos que, de
acuerdo
con la teoría de la selección natural, no debieran existir.
Una
pregunta que se formula con frecuencia, pero que todavía no tiene respuesta
definitiva
-¿cuál es el color de los ojos de los ingleses?- dio lugar a que yo
realizara
algunas observaciones. Comprobé una diferencia grande y sorprendente
en
los ojos de las dos clases en que prácticamente puede dividirse la población:
la
clase acomodada y la clase pobre. Empecé estos estudios en Londres. Mi plan
era
simple: consistía en caminar a lo largo de las calles y avenidas más
concurridas,
observando los ojos de todas las personas que pasaban a mi lado.
Como
mi vista era buena, una rápida mirada, que era todo lo que podía hacer en
la
mayoría de los casos, bastaba para mis fines; de esta manera podía ver en un
día
cientos de pares de ojos. En Cheapside, la población estaba demasiado
mezclada;
pero en Picadilly, Bond Street y en Rotten Row, durante la temporada,
predominaba
la clase próspera. Hay otras calles y pasajes de Londres en los que
casi
toda la gente que se ve en ellos en cualquier momento pertenece a la clase
trabajadora.
Paseaba con frecuencia por los lugares en que los pobres hacían sus
compras
los sábados por la tarde, y allí, gracias a la lentitud con que se
avanzaba,
podía estudiar sus rostros con facilidad.
Consideremos
primero a la clase superior. Si en una tarde de primavera alguien
camina
por Picadilly o por Row, le costará mucho decir cuál es el color de ojos
que
predomina, tal es su variedad. Se ven todos los tonos de gris y azul, desde
el
cerúleo de un cielo pálido hasta el ultramarino, llamado púrpura y violeta, y
que
parece negro; se ven todos los tipos y tonalidades de ojos oscuros, desde el
castaño
más claro y los de tinte amarillento, parecido al del iris de las
ovejas,
hasta el marrón más fuerte, y el iris de azabache con reflejos rojizos y
anaranjados:
el ojo de color carey, orgullo de la mujer negra. Otro hecho
sorprendente
fue la gran cantidad de ojos hermosos. Podrían darse varias
explicaciones
acerca de esta variedad y excelencia; pero, como ninguna parecería
satisfactoria,
considero más oportuno que el lector elabore su propia teoría al
respecto.
En
la clase inferior no existía tal dificultad. En la mayoría de los casos, más
o
menos el ochenta por ciento, los ojos eran grises y azul grisáceo, pero raras
veces
puros. La impureza era causada por una pequeña cantidad de pigmento, como
pude
ver muchas veces observando el iris de cerca: un tinte amarillento, visible
alrededor
de la pupila. Llegué a la conclusión de que estos ojos grises son
típicos
de los británicos en la época presente; se están pigmentando poco a
poco,
y si la raza perdura lo suficiente, llegarán sin duda a ser oscuros.
XIII
Hacia el final de la famosa narración de
Darwin sobre el viaje del Beagle, hay
un
pasaje que para mí tiene un interés y significado especiales. Es el siguiente
-las
bastardillas son mías-: "Evocando imágenes del pasado, veo que las
llanuras
de
la Patagonia pasan frecuentemente ante mis ojos; sin embargo, todos dicen que
son
las más pobres e inútiles. Se caracterizan solo por sus rasgos negativos,
carecen
de viviendas, agua, árboles y montañas; no tienen más que algunas
plantas
enanas. ¿Por qué entonces -y esto no me ha sucedido a mí únicamente-
esos
áridos desiertos se han posesionado de tal modo de mi mente? ¿Por qué no
producen
igual impresión las pampas, que son más fértiles, más verdes y más
útiles
al hombre? Apenas puedo analizar tales sentimientos, pero ello tal vez se
origine
en parte en la libertad que otorgan a la imaginación. Las llanuras de la
Patagonia
son ilimitadas, apenas accesibles y, por lo tanto, desconocidas; dan
la
sensación de haber sido así por muchos siglos y no se vislumbra un limite a
su
duración en el futuro. Si, como suponían los antiguos, la tierra chata estaba
rodeada
por una extensión de agua infranqueable, o por desiertos calientes hasta
lo
intolerable, ¿quién no miraría con emoción profunda, aunque indefinida, hacia
estos
confines del saber humano?"
Estoy completamente convencido de que en ese
pasaje Darwin no encontró la
explicación
exacta para las sensaciones que experimentó en la Patagonia y la
impresión
que ella causó en su mente, porque la cosa es tan real ahora como en
1836,
cuando dijo que aquello no le ocurría a él exclusivamente. Sin embargo,
desde
esa época, que gracias a Darwin parece ahora tan remota al naturalista,
esas
desoladas regiones han dejado de ser inaccesibles y, aunque todavía
resultan
inhabitables, excepto para algunos nómades, por lo menos ya no son
desconocidas.
Durante los últimos veinte anos el país ha sido cruzado en varias
direcciones,
desde el Atlántico hasta los Andes, y desde el río Negro hasta el
estrecho
de Magallanes; se comprobó que toda la extensión es estéril. La
misteriosa
ciudad poblada por habitantes blancos que durante mucho tiempo se
creyó
existía en el interior desconocido, en un valle llamado Trapalanda, es un
mito
para los modernos, un espejismo de la mente, como la esplendorosa capital
de
Manoa, que no pudieron descubrir Alonso Pizarro y su falso amigo Orellana. El
turista
de hoy espera ver apenas un guanaco solitario vigilando en lo alto de
una
loma, algunos ñandúes de plumas grises, y probablemente, también, un grupo
de
indios errantes de largos cabellos con sus rostros pintados de rojo y negro.
Pero,
aunque sobre eso, el viejo encanto persiste todavía con toda su frescura,
y
después de las incomodidades y sufrimientos que se soportan en un desierto
condenado
a eterna esterilidad, el viajero descubre que a través de los anos lo
recuerda
con intensidad, que brilla con más luz en su memoria, siendo más
agradable
para él ese recuerdo que el de cualquier otra región que pudiera haber
conocido.
Sabemos
que cuanto más nos impresiona una escena con más nitidez y persistencia
se
graba su recuerdo en la memoria; esto explica el carácter relativamente
imborrable
de las impresiones que datan de nuestra niñez, época en que somos más
emotivos.
Juzgando por mi propio caso, creo que aquí reside el secreto de la
persistencia
de las imágenes de la Patagonia y su aparición frecuente en el
espíritu
de los muchos que han visitado esa región gris, monótona y, en cierto
sentido,
carente de interés. No es él efecto de lo desconocido, no es tampoco
imaginación;
es que la naturaleza, en esos parajes desolados, por una razón que
luego
se verá nos emociona más profundamente que en otros. Al describir sus
excursiones
por uno de los más tristes lugares de la Patagonia, Darwin dice:
"Sin
embargo, en medio de estas soledades, sin que exista cerca ningún objeto
atrayente,
se experimenta una indefinida pero poderosa sensación de placer."
Cuando
recuerdo alguna escena de la Patagonia se me presenta tan completa, en
toda
su vasta extensión y con todos sus detalles tan nítidamente delineados, que
si
la estuviera contemplando realmente no la vería con más claridad; mientras
que
otras, aun las que juzgué hermosas y hasta sublimes, con bosques, océano o
montañas,
y sobre todo el cielo azul profundo y el crepúsculo brillante de los
trópicos,
no aparecen ya tan precisas en la memoria, haciéndose más brumosas
cada
vez que intento mirarlas con mayor atención. Aquí y allá veo una montaña
cubierta
de árboles, un bosque de palmeras, un árbol florido, verdes olas que
rompen
sobre una costa rocosa, nada más que manchas aisladas de bello color,
como
si fueran partes de un cuadro que no se han borrado, como el resto, ya
despintado.
Estas imágenes corresponden a escenas que una vez fueron
contempladas
con asombro y admiración -sentimientos que no puede inspirar el
desierto
de la Patagonia-, pero la soledad gris y monótona despierta otros más
profundos,
y en ese estado de ánimo la escena se imprime en la mente con
caracteres
indelebles.
Pasé
la mayor parte del invierno en cierto lugar de Río Negro, ubicado a cien o
ciento
treinta kilómetros del mar, donde el valle tiene más de nueve mil metros
de
ancho. Solo el valle era habitable, pues allí existía agua para el hombre y
los
animales, y la tierra producía pastos y granos. Era perfectamente nivelado y
terminaba
abruptamente al pie del barranco en forma de terraza de la meseta. Yo
acostumbraba
salir todas las mañanas a caballo, llevando la escopeta y seguido
de
un perro, y me alejaba al galope del valle; tan pronto como llegaba a lo alto
me
internaba en la espesura gris, y allí me sentía tan solo y alejado de toda
mirada
humana que parecíame estar a mil kilómetros, en vez de solo diez, del río
y
el verde valle escondido. Ese desierto salvaje, solitario y remoto se extendía
hasta
el infinito, nunca hollado por el hombre; los animales salvajes eran tan
escasos
que ni siquiera habían dejado un sendero visible. Si allí hubiera caído
y
muerto, los pájaros habrían devorado mi cuerpo, y mis huesos se habrían
blanqueado
por acción del sol y el aire, de modo que nadie habría hallado mis
restos,
olvidando todos que alguien salió a caballo una mañana y nunca regresó.
De
haberme sido posible vivir sin agua, como los pocos animales que allí había:
pumas,
guanacos, liebres patagónicas, ñandúes y -entre los pájaros- la martineta
copetona
me hubiera convertido en un ermitaño, viviendo entre los matorrales, o
en alguna
cueva abierta en la roca, llegando algún día yo también a ser gris
como
las piedras y los árboles que me rodeaban, bien seguro por cierto de que
ningún
pie humano llegaría hasta mi escondite.
Volví
allí, no una, ni dos, ni tres veces, sino día tras día. Visitaba ese lugar
como
si asistiera a una fiesta y solo lo abandonaba cuando el hambre, la sed y
el
sol me obligaban a ello. En realidad, no tenía ningún motivo para ir, ninguna
razón
explicable; llevaba mi escopeta pero no había allí nada que cazar, pues
esto
no podía hacerse sino en el valle. A veces, un Dolichotis, sobresaltado por
mis
pasos, cruzaba ante mis ojos, para desaparecer de inmediato en la espesura;
o
una bandada de martinetas se esparcía por el aire, dejando oír sus notas
lastimeras
y produciendo fuertes ruidos con sus alas; de pronto veía un venado
que
me observaba inmóvil durante dos o tres minutos, desde una loma lejana. Pero
los
animales eran pocos y a veces transcurría un día entero sin que avistara un
mamífero
o una docena
escasa
de pájaros. En ese entonces el tiempo era más bien triste, con nubes
grises
en el cielo y vientos tan fríos que a veces se me helaba completamente la
mano
con que sostenía la rienda. Además, resultaba imposible andar al galope;
los
arbustos estaban tan juntos que era difícil pasar entre ellos sin
rasguñarse.
Marchaba, pues, al paso -y eso en otras circunstancias me habría
resultado
intolerable, recorría durante horas aquella extensión. Allí no había
nada
que alegrara la vista. Una cantidad inmensa de guijarros pulidos de color
rojo,
gris, verde o amarillo aparecían sobre la arena, bajo la fina capa de
tierra
gris (formada por la ceniza de millares de generaciones de árboles
muertos),
donde el viento había removido el suelo o la lluvia había barrido la
superficie.
Al llegar a una loma cabalgaba lentamente hasta la cima, y allí
permanecía
observando la perspectiva. A cada lado, el terreno se extiende en
grandes
ondulaciones, pero éstas eran irregulares; se veían las lomas, ya
redondas,
ya cónicas, solas o en grupos, formando hileras; algunas descendían
suavemente
y otras como arrecifes, se prolongaban a lo lejos en amplias
terrazas.
Y todas igualmente revestidas por esa eterna vegetación de espinos.
¡Qué
gris era todo aquello!
A
veces divisaba, a la distancia, un gavilán de gran tamaño (Buteo
erythronotus),
de pecho. blanco y semejante al águila, posado en lo más alto de
un
arbusto; y durante todo el tiempo en que permanecía estacionado delante de
mí,
mis ojos se fijaban involuntariamente en él, como cuando mantenemos la vista
sobre
una línea brillante en medio de la oscuridad, porque la blancura del
pájaro,
parecía ejercer un poder fascinador sobre la vista, ya que resaltaba
intensamente,
por contraste, en esa universal monotonía gris. Abandonando mi
punto
de observación, reanudaba el paseo y subía a otras elevaciones, para
contemplar
el mismo panorama desde un punto distinto. Y así continuaba por horas
enteras,
desmontando al mediodía para sentarme sobre mi poncho doblado. En estas
excursiones
descubrí un día un montecito compuesto por veinte o treinta árboles
de
tres metros de alto aproximadamente, o sea, los de mayor tamaño en esa zona.
Crecían
convenientemente apartados entre sí y era evidente que el lugar había
sido
frecuentado durante largo tiempo por los venados u otros animales salvajes,
porque
los troncos estaban suaves y pulidos a causa del roce continuo; el
terreno
había sido pisado hasta quedar convertido en un suelo limpio de arena.
fina.
y amarilla. Esta arboleda se hallaba en una loma cuya forma era distinta
de
las demás, por lo que me resultaba fácil encontrarla en cualquier momento;
después
de un tiempo la convertí en un sitio de descanso, al que iba siempre al
mediodía.
No me preguntaba por qué había ¡elegido aquel lugar, alejándome a
veces
muchas leguas de mi camino para ir a sentarme allí, en vez de hacerlo baj9
cualquiera
de los millones de árboles y arbustos que cubren el campo inmenso, o
en
alguna otra lomada. No pensaba en ello, sino que actuaba inconscientemente;
solo
más tarde, cavilando sobre esto, me pareció que después de haber descansado
allí,
cada vez que quería hacerlo de nuevo, el deseo llegaba asociado con la
imagen
de ese grupo de árb6les de troncos lisos, sobre el blanco lecho de arena,
y
en poco tiempo adquirí el hábito de retornar a ese mismo punto, como ocurre
con
los animales, en busca de descanso.
Tal
vez sea erróneo decir qué me sentaba a reposar, puesto que nunca me sentía
cansado;
y, sin embargo, sin experimentar fatiga alguna, esa pausa de la tarde,
durante
la cual permanecía inmóvil y como olvidado del mundo, me resultaba en
extremo
grata. El silencio, tan profundo, tan perfecto, era siempre muy
agradable.
Allí no había insectos; el único ruido era un débil gorjeo de alarma
emitido
por un pajarillo de una especie semejante a la ratona, el que se oía muy
de
vez en cuando. Y mientras cabalgaba, solo el golpe sordo de los cascos del
caballo,
el choque de alguna rama contra mis botas y el jadeo del perro,
interrumpían
la tranquilidad. Cuando por fin llegaba y me sentaba, sentía cierto
alivio
al librarme también de esos ruidos, pues a los pocos minutos el perro
colocaba
la cabeza entre sus patas delanteras y se quedaba dormido; entonces ya
no
se oía nada, ni una hoja que se moviera. Porque, a menos que el viento sople
fuerte,
las pequeñas y efímeras hojas rígidas no se agitan ni susurran y los
arbustos
permanecen inmóviles y como esculpidos en piedra. Un día, mientras
escuchaba
el silencio, se me ocurrió preguntarme qué efecto produciría un grito
fuerte.
Lo juzgué en ese momento una ridícula sugerencia de la fantasía, "un
pensamiento
desordenado" que casi me hizo estremecer, y traté de desecharlo en
seguida
de mi mente. Pero durante esas jornadas solitarias eran muy raras las
ideas
que cruzaban por mi espíritu; cada vez veía menos animales y eran más
escasos
los cantos de los pájaros que llegaban a mi oído. En ese nuevo estado de
ánimo
era imposible pensar. Además, siempre lo había hecho más libremente sobre
el caballo;
en las pampas, aun en los lugares más solitarios, mi mente se
activaba
mucho más cuando avanzaba al galope. Es indudable que esto llegó a
convertirse
en una costumbre; pero ahora, montado en un caballo, me sentía
incapaz
de reflexionar: mi mente, que era antes una máquina de pensar, se había
transformado
repentinamente en una máquina con finalidades desconocidas. Para
pensar,
me parecía que necesitaba poner en movimiento todo un ruidoso engranaje
en
mi cerebro, y había algo allí que me ordenaba no hacerlo, por lo que me veía
obligado
a permanecer inactivo. Solo estaba en suspenso y atendía; sin embargo,
no
esperaba encontrar ninguna aventura y me sentía tan libre de temores como me
siento
ahora, en una habitación de Londres. El cambio que en mí se había
producido
era tan grande y maravilloso que me parecía haber adquirido la
identidad
de otro hombre o animal; pero en aquel]os momentos no me hallaba
capacitado
para meditar sobre él. Ese estado no me resultaba extraño, sino más
bien
familiar, y aunque iba acompañado por un poderoso sentimiento de júbilo, no
lo
advertí; no me di cuenta de que algo se había interpuesto entre mi persona y
mi
inteligencia, hasta que lo perdí, volviendo a m¡ primitivo ya pensante y a la
antigua
e insípida existencia.
Tales
cambios, aunque sean de breve duración, en la mayoría de los casos
afectan,
mientras duran, hasta las raíces de nuestro ser y se nos presentan como
una
gran sorpresa, como la revelación de una naturaleza desconocida e
insospechada,
oculta bajo nuestra naturaleza consciente. Solo pueden atribuirse
tales
modificaciones a una reversión instantánea al estado primitivo y
completamente
salvaje de nuestra mente. Es probable que muchos hombres recuerden
casos
similares experimentados en su vida, pero sucede a menudo que el instinto
revivido
es de un carácter tan animal y repugnante a nuestros sentimientos
refinados
y humanitarios que se oculta cuidadosamente y se refrena su impulso.
En
la carrera militar y en la marina, así como en la vida de viajes y aventuras,
se
experimentan con más frecuencia esas regresiones repentinas y sorprendentes.
Un
ejemplo común es la excitación que afecta a los hombres cuando van a la
guerra;
alcanza aun a los tímidos, a quienes hace demostrar una audacia y un
desprecio
por el peligro que llegan a asombrarlos a ellos mismos. Este valor
instintivo
ha sido comparado con la embriaguez, pero no oscurece, como el
alcohol,
las facultades del hombre. Por el contrario, el que lo experimenta se
sentirá
más activo y tendrá más interés por cuanto lo rodea que la persona que
se
mantiene perfectamente tranquila. El hombre que es valiente y sereno tiene
sus
facultades en condiciones ordinarias, pero las de quien va a pelear
inflamado
por emociones instintivas de regocijo, se agudizan, llegando a
convertirse
en un ansia exagerada.
Cuando
un hombre de temperamento tímido ha tenido una sensación de esta clase,
considera
el día en que sucedió tal cosa como el más feliz de su vida, el que se
distinguirá
de los demás y brillará para siempre con fulgor de gloria.
Cuando
repentinamente enfrentamos un gran peligro, es asimismo grande el cambio
que
se opera en nosotros. En algunos casos el terror nos paraliza, y, como los
animales,
permanecemos inmóviles, incapaces de dar un paso o levantar una mano
para
defender nuestra vida; en otras ocasiones somos presa del pánico, y también
actuamos
como animales inferiores y no como seres racionales. Con mucha
frecuencia,
por otra parte, en situaciones de peligro extremo, cuando éste no
puede
evitarse con la huida, sino que debe ser enfrentado sin vacilar, aun los
hombres
más tímidos adquieren instantáneamente y como por milagro el valor
necesario,
disciernen con rapidez y actúan con decisión y eficacia. Este es un
hecho
muy común en la naturaleza: tanto el hombre como los seres inferiores,
cuando
están frente a una muerte segura, "sacan valor de su desesperación".
Solemos
hablar del "coraje del desesperado"; no puede existir realmente
debilidad
en una persona que se bate o se prepara para pelear por su vida. En
tales
momentos, la mente se aclara como nunca; los nervios se tornan de acero y
se
siente una fuerza sorprendente y una audacia sin límites. Cuando recuerdo
ciertos
instantes de peligro de mi vida, lo hago con una especie de alegría, no
porque
en ese entonces me hubieran producido emociones gratas, sino porque en
tales
instantes pude experimentar nuevas sensaciones, una nueva naturaleza, por
así
decirlo, que me elevaba sobre mi propio ser. Sin embargo, comparándome con
otros
hombres, encuentro que, en circunstancias ordinarias, mi valor está más
bien
por debajo del de la generalidad de las personas. Este coraje instintivo,
que
a veces se manifiesta con tanta fuerza, es probablemente heredado por una
gran
mayoría de los hombres que vienen al mundo; solo que, en la vida
civilizada,
la conjunción de circunstancias necesarias para ponerlo en actividad
se
produce muy pocas veces.
En
la caza se revelan a menudo los impulsos instintivos. Leech caricaturiza la
ignorancia
gala para cazar zorros en Inglaterra, al hacer que sus caballeros
franceses
se adelantaran a los galgos, precipitándose él solo a capturar el
zorro;
pero esto puede tomarse también como una ilustración cómica de un
sentimiento
que existe en cada uno de nosotros. Habrá entre mis lectores algún
deportista
que se haya visto frente a frente con un animal salvaje -por ejemplo,
un
perro, cerdo, o gato montés-, sin ninguna arma de fuego para matarlo a la
usual
manera civilizada; sin embargo, lo habrá atacado, llevado por un impulso
repentino
e incontrolable, con un cuchillo de caza o algún otro objeto, logrando
darle
muerte. Yo le preguntaría a esa persona si tal victoria no le dio mayor
satisfacción
que todos los triunfos que pudo haber obtenido en el campo del
deporte.
Después de esa aventura, todos los deportes reglamentados le parecerán
insípidos
y todas las liebres, faisanes y aun animales de mayor tamaño que pueda
herir
con su escopeta le harán sentirse disgustado y despreciable. Probablemente
no comentará
este combate tan brutal; pero, en cambio, recordará con placer de
qué
manera extraña e incomprensible se sintió repentinamente poseído de la
audacia
y rapidez necesarias para rechazar el ataque de su enemigo desesperado,
para
escapar de sus dientes y, por último, para vencerlo. Recordará -en
especial-
la alegría salvaje que experimentó en la lucha. Esto le hará perder
interés
por todos los deportes. Matar una rata con algún método natural le
parecerá
mejor que matar elefantes científicamente, desde una distancia
prudente.
En The Story of My Heart se vislumbra en ocasiones este sentimiento:
"Matar
con escopeta no significa nada..... Dénme una maza de hierro para
aplastar
y destruir a la bestia salvaje, una lanza para atravesarla, y así ver
cómo
penetra en la carne la larga hoja y sentir el golpe del mango contra el
cuerpo".
Esto chocará a algunos, tal vez, pero demuestra que el tranquilo
Richard
Jefferies tenía en su interior algunos elemento de bárbaro puro.
Pero
los instintos se revelan más fácilmente durante la infancia y la niñez, y
están
listos para ponerse en actividad cuando se presenta la ocasión. La segunda
naturaleza
heredada es, entonces, más débil; y el hábito aún no ha tejido la
espesa
red con que reprime nuestra naturaleza primitiva. Esa red se refuerza
continuamente
a medida que transcurre la vida del individuo, y, al fin, éste es
encerrado
como una oruga en un capullo impenetrable, solo que, según vimos
existen
momentos milagrosos en que el capullo se rompe de pronto o se vuelve
transparente,
pudiendo esa persona contemplarse a sí misma en su desnudez
original.
Es
muy grande el placer que experimentan los niños al entrar en los bosques y
otros
lugares incultos, y este sentimiento, aunque disminuye a medida que
crecen,
perdura hasta el fin. Igualmente grande es su regocijo al encontrar
frutas
silvestres, miel y otros alimentos naturales; y aun sin apetito, los
devoran
con avidez. Comen con gran gusto frutos ácidos y agrios, los que en la
mesa
o recogidos en el jardín solo les producirían disgusto. Esta búsqueda
instintiva
de alimentos y el placer experimentado al encontrarlos se presentan a
veces
de manera sorprendente e inesperada "Mientras atravesaba el bosque -dice
Thoreau-
ví una marmota cruzar mi camino, sentí un estremecimiento de placer
salvaje
y al mismo tiempo la invencible tentación de darle caza y comerla cruda,
no
porque tuviera hambre entonces, sino por el salvajismo que el bicho
representaba."
En
casi todos los casos, exceptuando aquellos en que se ha enfrentado un peligro
o
se ha sentido una gran ira, el retorno de la mente al estado instintivo o
primitivo
ve acompañado por un sentimiento de júbilo, que en los muy jóvenes se
traduce
en un regocijo intenso, haciéndolos enloquecer de alegría, como animales
recién
escapados del cautiverio. Y por una razón similar, la vida civilizada nos
reprime
en forma continua, aunque pueda no parecer así hasta que, al entrever el
salvajismo
de la naturaleza o al tomarle el gusto a la aventura, un incidente
cualquiera
nos hace sentir bruscamente su insipidez. Y en ese estado de ánimo
juzgamos
que, al separarnos de la naturaleza, es más interesante lo que perdemos
que
las ventajas de que gozamos.
Era
un júbilo de ese tipo el que yo experimentaba en el desierto patagónico: el
sentimiento
de volver a un estado mental que hemos sobrepasado; porque,
indudablemente,
yo había retrocedido. Y ese estado de vigilancia, de alerta en
el
que se suspenden las más altas facultades intelectuales, representaba la
condición
mental del verdadero salvaje. Este piensa poco, razona escasamente,
siendo
su instinto un guía seguro; está en armonía perfecta con la naturaleza e
intelectualmente
al mismo nivel que las bestias que caza, y las que, a su turno,
lo
hacen a él objeto de su persecución. Si las llanuras de la Patagonia afectan
a
una persona de esta manera o aún mucho menos que a mí, no es raro que se
graben
en la mente con tal nitidez y que permanezcan frescas en la memoria,
volviendo
a ella con frecuencia, mientras otras escenas, sin embargo, tal vez
tan
hermosas, se van borrando gradualmente hasta que se olvidan. Hasta cierto
punto,
todos los sonidos y paisajes naturales nos afectan de la misma manera;
pero
el efecto es a menudo transitorio y desaparece con el primer placer,
siguiéndole
en algunos casos una melancolía profunda y misteriosa. El verdor de
la
tierra, los bosques, ríos y montañas; la bruma azul y el horizonte distante;
las
sombras de las nubes sobre el panorama lleno de sol... ver todo esto es como
retornar
a un hogar, que es en realidad más hogar para nosotros que cualquier
vivienda.
El grito de los pájaros silvestres nos llega hasta el corazón; no lo
hemos
oído nunca antes y sin embargo nos resulta más familiar que la voz de
nuestra
madre. "Yo oí -dice Thoreau- un petirrojo a lo lejos y me parecía el
primero
que había oído desde hacía muchos miles de años, la misma canción dulce
y
poderosa de antaño; no olvidaré sus notas por muchos miles de años más. ¡oh
petirrojo
del atardecer!" Y Hafiz canta:
¡oh,
brisa de la manana, tráeme un recuerdo de los viejos
[tiempos!
Si
después de mil años tu perfume flota sobre mis cenizas,
Mis
huesos se levantarán regocijados y danzarán en el sepulcro.
Y
nosotros mismos somos los sepulcros vivientes de un pasado muerto, el pasado
que
fue nuestro durante tantos miles de años, antes de que empezara la vida del
presente;
sus viejos huesos están adormecidos en nosotros, muertos, aunque no
muertos
ni sordos para las voces de la naturaleza; el chisporroteo de las
llamas,
el rugir de la catarata, el estruendo de las olas al romper sobre la
costa,
el ruido de la lluvia y el murmullo del viento entre las hojas traen el
recuerdo
de los viejos tiempos; y entonces los huesos se regocijan y danzan en
su
sepulcro.
El
profesor W. K. Parker, en su obra “ On Mammalian Descent “, hablando de la capa
de
pelos casi universal en los mamíferos, dice:
"Esta
ha llegado a ser, como todo el mundo lo sabe, una costumbre entre la raza
humana
y no hay Signos al presente de que vaya a volverse obsoleta. Además, esa
primera
correlación, principalmente entre las glándulas mamarias y su cubierta
de
pelos, parece haber penetrado en el alma misma de estos seres, habiéndose
hecho
tanto psíquica como física, puesto que en ese tipo, que es solo inferior a
los
ángeles, la inclinación a tener esta cubierta exterior constituye casi una
pasión,
poderosa e inextirpable." No estoy muy seguro de que la observación
anterior
esté de acuerdo con algunos hechos de nuestra experiencia y con ciertos
sentimientos
instintivos que todos tenemos. Como Waterton, he descubierto que
los
pies aceptan con agrado el contacto con la tierra, esté caliente, fría o
áspera,
y que los zapatos, cuando se los ha dejado de usar por algún tiempo,
resultan
tan incómodos como una máscara. Si el rostro está siempre al
descubierto,
¿por qué no aplicar la supuesta correlación a esa parte del cuerpo?
La
cara se siente agradablemente caliente (mientras el cuerpo, demasiado
delicado,
tiembla de frío bajo sus vestiduras), y deliciosamente fresca cuando
el
sol fuerte nos produce calor. Al realizar un ejercicio violento, o cuando
sopla
el viento en un día caluroso, la sensación que experimenta nuestra cara es
en
extremo agradable, pero no ocurre lo mismo con el cuerpo, al que la ropa
impide
la evaporación rápida de la transpiración. El paraguas no nos ha
penetrado
todavía hasta el alma, y aunque es horrible mojarse bajo la lluvia,
sin
embargo es magnífico sentir el agua castigándonos la cara. "Soy todo
cara",
decía
el desnudo salvaje americano para explicar por qué no le molestaba el
viento
frío que hacía temblar bajo sus pieles y abrigos a sus semejantes
civilizados.
¡Qué alivio, qué placer arrojar las ropas cuando la ocasión lo
permite!
Legh Hunt escribió un gracioso artículo acerca de los placeres que se
experimentan
en el momento de acostarse, cuando las piernas, separadas durante
tantas
horas por vestiduras artificiales, se rozan entre sí con alegría,
reanudando
su interrumpida relación. Todo el mundo conoce esta sensación. Si la
costumbre
no nos tiranizara hasta tal punto, muchos de nosotros seguiríamos el
ejemplo
de Benjamín Franklin, poniéndonos a trabajar cómodamente por la mañana
sin
nada encima. Cuando vemos por primera vez hombres y mujeres desnudos, en
alguna
región donde solo una hoja de higuera "ha penetrado en el alma",
yendo de
acá
para allá, sin ninguna vergüenza, experimentamos un leve sacudimiento; pero
éste
es más de agrado que de disgusto aunque nos oponemos a aceptarlo;
probablemente
porque equivocamos la naturaleza del sentimiento. Si, después de
verlos
en su simplicidad nativa durante algunos días, aparecieran de pronto
vestidos,
experimentaríamos de nuevo una fuerte impresión, pero esta vez
desagradable;
es como ver a quienes ayer estaban sonrientes y libres, ahora
engrillados,
con caras hoscas y abatidos.
Para
pasar a otro tema, lo que verdaderamente ha entrado en nuestra alma,
haciéndose
psíquico, es nuestro ambiente, esa naturaleza salvaje en la cual y
para
la cual nacimos en un período inconcebiblemente remoto, y la que nos hizo
lo
que somos. Es cierto que hemos sabido adaptarnos; hemos creado y vivimos en
una
especie de armonía con las nuevas circunstancias, diferentes en extremo de
aquellas
para las cuales vinimos al mundo originariamente; pero la antigua
armonía
era mucho más perfecta que la actual, y, de haber en nosotros una
memoria
histórica, no sería raro que los momentos más dulces de nuestra
existencia,
sea feliz o desgraciada, fueran aquellos en que la naturaleza nos
atrae
hacia ella, y tomando su olvidado instrumento toca una vieja melodía que
hace
muchos siglos no se escuchaba en la tierra.
Si
la naturaleza produce a veces este efecto peculiar sobre nosotros,
restaurando
instantáneamente la antigua armonía desaparecida entre el organismo
y
el medio, uno podría preguntarse: ¿por qué se siente con mayor intensidad en
el
desierto de la Patagonia que en otros lugares solitarios, en ese desierto
seco
donde existen tan pocos animales y en el que la vegetación es siempre gris
en
vez de verde? En lo que respecta a mi propio caso, yo podría explicar de una
sola
manera ~a experiencia peculiar. En los bosques subtropicales y en las
selvas
de las regiones templadas, el alegre verdor, los colores brillantes de
las
flores e insectos, y las melodías y cantos de los pájaros, cautivan los
sentidos;
hay movimientos y esplendor, formas llamativas, animales y vegetales
aparecen
continuamente, se despiertan la curiosidad y la expectativa, y la mente
está
tan ocupada en cosas nuevas que no puede sentirse el efecto de la
naturaleza
visible en su totalidad. En la Patagonia, la monotonía de las
llanuras,
el color gris de todas las cosas y la ausencia de animales y objetos
que
atraigan los ojos dejan la mente libre y abierta para recibir una impresión
de
conjunto de la naturaleza. Contemplamos el panorama como contemplaríamos el
mar,
pues, como éste, el desierto se extiende inmutable hasta el infinito,
aunque
sin el resplandor del agua, sin los cambios de tonalidades que producen
la
sombra de las nubes y la luz del sol, el movimiento de las olas y la espuma
blanca.
Tiene un aspecto de antigüedad, de desolación, de paz eterna, de un
desierto
que ha sido un desierto desde los tiempos más remotos, y que continuará
siéndolo
siempre. Y sabemos que sus únicos habitantes son un pequeño número de
salvajes
nómades, que viven de la caza como lo han hecho sus progenitores
durante
miles de años. En las fértiles sabanas y pampas, puede no haber signos
de
ocupación humana, pero el viajero que las atraviesa sabe que algún día la
marea
humana que avanza llegará con sus majadas y manadas, y el antiguo silencio
y
la desolación habrán desaparecido. Y este pensamiento es ya como una presencia
humana,
y mitiga el efecto de la naturaleza salvaje.
En
la Patagonia no asalta la mente ningún pensamiento o sueño acerca de la
posibilidad
de que el hombre modifique el paisaje en una fecha cercana. No hay
agua
allí, el suelo árido está constituido por arena y piedras, piedras
redondeadas
por la acción de los antiguos mares, antes de que existiera Europa;
nada
crece, excepto las cosas estériles que ama la naturaleza: espinos, algunas
hierbas
leñosas y penachos de pastos amargos que se ven diseminados por el
terreno.
Es
indudable que, en la soledad, la naturaleza salvaje no nos afecta a todos en
el
mismo grado, y aun puede ser que muchos no experimenten en los desiertos de
la
Patagonia las emociones que he descripto. Otros tienen sus instintos más a
flor
de piel, y la naturaleza los conmueve profundamente en los lugares
solitarios;
creo que Thoreau era uno de ellos. De todos modos, aunque carecía de
las
luces que a nosotros nos ha dado Darwin, y estos sentimientos eran para él
siempre
extraños, misteriosos e inconcebibles, "no los ocultaba". Allí reside
el
atractivo
de Thoreau, eso que parece inexplicable y sorprendente a quienes nunca
han
sentido la naturaleza, ni los ha impresionado de manera profunda; pero que
para
otros confiere un sabor peculiar a sus obras. Y no es más que su deseo de
un
modo más primitivo de vida, su raro abandono cuando recorre los bosques como
un
sabueso medio hambriento, sin que ningún bocado le parezca demasiado salvaje;
el
anhelo de llevar una existencia más estable y vivir más que los animales; la
simpatía
tan grande por la naturaleza, que a menudo lo deja en suspenso; la
sensación
de que todos los elementos congenian con él, de manera era que las
escenas
de las selvas, le resultan familiares, y se mueve en medio de ellas con
la
misma facilidad con que lo hace en su propia casa.
Solo
una vez tuvo dudas, y pensó que la compañía humana era indispensable para
la
felicidad, pero al mismo tiempo tomó conciencia de su error; pronto fue
sensible
de nuevo a la sociedad benéfica de la naturaleza y sintió una amistad
infinita
por todo lo que lo rodeaba.
Dentro
de los límites de un capítulo no es posible tratar sino superficialmente
un
tema tan extenso como el de los instintos y resabios de instintos que hay en
nosotros.
El doctor Wallace duda que existan, aun en el verdadero salvaje, lo
que
parece extraño en un observador tan perspicaz y que tanto ha vivido en
contacto
con la naturaleza y los seres no civilizados, pero es de suponer que
sus
teorías peculiares referentes al origen del hombre -adquisición de grandes
cerebros,
cuerpos desnudos y las formas verticales, no a través, sino a pesar de
la
selección natural- lo inclinaban hacia ese punto de vista. Mis propias
experiencias
y observaciones me han llevado a una conclusión contraria, y creo
que
podríamos aprender mirando más allá de las costumbres arraigadas para ir a
lo
más profundo del ser; y así, por ejemplo, el nuevo estado de ánimo que
experimenté
en la Patagonia que acabo de describir- permite responder a una
pregunta
que se hace a menudo respecto de los hombres que viven en estado
natural.
Cuando consideramos que nuestra inteligencia, al contrario de la de los
animales
inferiores, aumenta progresivamente, nos parece sorprendente que
existan
tribus y comunidades de hombres "que se contentan con vivir" en un
estado
de barbarie durante siglos y aun miles de años, sustentándose de lo que
consiguen
cada día, expuestos a excesos de temperaturas y sufriendo hambre con
frecuencia,
aun en medio de la mayor fertilidad, cuando un poco de previsión
-"la
más pequeña porción de inteligencia que posee el ser más bajo del género
humano"-
hubiera bastado para mejorar enormemente su destino. Si en su vida
natural
y salvaje, su estado normal fuera igual al que yo sentí temporariamente,
ya
no me parecería raro que no se preocuparan del mañana, que se quedaran
estacionados
y se diferenciaran apenas de otros mamíferos, siendo su
superioridad
a este respecto solo suficiente para compensar sus desventajas
físicas.
Ese
estado instintivo de la mente humana, en el que parecen no existir las
facultades
superiores, ese estado de intensa vigilancia que obliga al hombre a
estar
alerta, a escuchar y andar silencioso y furtivamente, debe de ser como el
de
los animales inferiores: el cerebro funciona como un espejo en el que se
refleja
toda la naturaleza visible cada montaña, árbol, hoja- con maravillosa
nitidez.
Podemos aun suponer que si al animal le fuera posible razonar, el
pensamiento
le resultaría un obstáculo que oscurecería esa percepción clara de
la
que depende su seguridad. Esta es una parte de la lección que aprendí en la
soledad
patagónica. La segunda, más amplia, deberá ser muy abreviada, pues puede
conducirnos
a otros puntos, algunos de los cuales serían considerados "más
curiosos
que edificantes". Ese fondo oculto y ardiente está más cerca de
nosotros
de lo que creemos comúnmente, y hasta nos comunica cierto calor. Esto
es,
sin duda, motivo de disgusto y basta de pena para quienes se impacientan por
la
lentitud inconsciente de la naturaleza y quieren independizarse totalmente de
esa
energía para vivir sobre una corteza fresca y convertirse con rapidez en
ángeles.
Pero las cosas son como son, y tal vez lo mejor sea quedarse tranquilo
por
un tiempo, un poco por debajo de los ángeles: no estamos en posición de
desechar
nuestras cualidades no angelicales, aun en esta compleja civilización
que
aparenta colocarnos tan eficazmente "a salvo del peligro".
Recuerdo
aquí un incidente presenciado por un amigo mío. El y otros compañeros
perseguían
a un indio que con facilidad pudo haber escapado ileso, pero cuando
su
único acompañante fue derribado del caballo, se volvió deliberadamente, saltó
a
tierra y, quedándose inmóvil junto al muerto, recibió en el pecho todas las
balas
de los blancos. No lo hizo por amor -sería absurdo suponer tal cosa-, sino
inspirado
por ese espíritu de desafío, fiero é instintivo, que en algunos casos
hace
que los hombres se desvíen de su camino para buscar la muerte. ¿Por que
nosotros,
hijos de la luz -la luz que nos hace tímidos- nos conmovemos por un
hecho
como éste, tan inútil como irracional, y sentimos una admiración tan
grande
que, comparada con él, todo lo que es puesto en juego por la virtud más
noble
o por la obra más alta del intelecto parece débil y confuso? Porque en lo
más
recóndito de nuestro ser, en nuestros más profundos sentimientos, no somos
sino
salvajes. No admiramos tanto a Gordon por su espiritualidad, por la pureza
de
su corazón y por la justicia y amor a sus semejantes, como por esa nobleza
más
antigua, cualidades que tenía en común con el hombre salvaje de intelecto
infantil,
un viejo vikingo, un osado coronel Burnaby, un capitán Webb que expone
locamente
su vida, un vulgar luchador galés que entra en una caverna llena de
rugientes
leones y los maneja como corderos asustados. Es a causa de ese
espíritu
instintivo y salvaje que hay en nosotros que existe a pesar de nuestra
vida
artificial y de todo 1o que hemos hecho para librarnos de esa herencia- que
somos
capaces de realizar los actos llamados heroicos; por ello nos exponemos
alegremente
a las mayores privaciones y penalidades, las sufrimos con estoicismo
y
enfrentamos la muerte sin parpadear, sacrificando nuestras vidas por la causa
de
la humanidad, de la geografía o de cualquier otra rama de la ciencia.
Se
cuenta que, en una recepción, un anciano primer ministro de Inglaterra
permaneció
parado durante varias horas junto a su soberano, en una atmósfera
pesada,
sufriendo torturantes dolores en un pie, pues padecía de gota; sin
embargo,
no hizo ningún gesto y disimuló sus angustias bajo un semblante
sonriente.
Se ha dicho que así demostró su sangre azul y que, como descendía de
ilustre
estirpe y tenía la educación y los sentimientos tradicionales de un
caballero,
era capaz de sufrir con esa tranquilidad. Este error pronto se aclara
en
un hospital de cirugía o en un campo de batalla cubierto de heridos. Porque
el
salvaje siempre soporta el dolor más estoicamente que el hombre civilizado.
Mantiene
el equilibrio frente a las contingencias,
como
ocurre con los árboles y los animales.
Por
grandes que hayan sido los sufrimientos de aquel magistrado, fueron menores
que
los que soporta voluntariamente un indio joven en Venezuela y la Guayana,
antes
de considerarse un hombre o pretender una esposa. No los soporta sonriente
por
el orgullo tradicional del hombre de mundo, sino por ese orgullo más noble y
más
antiguo, el instinto del sufrimiento del salvaje, que acude en su ayuda y lo
sostiene.
Estas cosas no nos sorprenden, o en todo caso no deberían
sorprendernos.
Pueden llamar la atención solo a quienes carecen de instinto
viril
o a quienes nunca han tenido conciencia de él, a causa de su tipo de vida.
Lo
único extraño es que el espíritu indómito y severo que hay en nostros no
responde
al hombre en todas las circunstancias; muchas veces, estando en el
cadalso
o teniendo el mundo contra él, es vencido por la desesperación y
prorrumpe
en lágrimas y lamentaciones, o se desmaya en presencia de sus
compañeros.
En uno de los pasajes más elocuentes de su mejor obra, Herman
Melville
describe de la siguiente manera ese espíritu viril o instinto que hay
en
nosotros y el efecto que nos produce cuando nos falla. "Los hombres pueden
parecer
detestables como las sociedades anónimas y las naciones; pueden ser
pillos,
tontos y asesinos, tener caras miserables y vulgares; pero el hombre,
idealmente,
es tan noble y magnifico, es una criatura tan grande, que ante una
ignominia
sus semejantes deberían correr y arrojarte costosos vestidos. Esa
inmaculada
hombría que sentimos tan adentro, que queda intacta aunque parezca
haber
desaparecido nuestra personalidad- experimenta un dolor enorme frente al
espectáculo
de un hombre que ha perdido el valor. Ni la piedad misma puede
sofocar
completamente sus reproches contra el destino. Pero esa augusta dignidad
de
que trato, no es la dignidad de los reyes y de las vestiduras. La verás
brillando
en el brazo del que maneja el martillo o clava una estaca; esa
dignidad
democrática que el mismo Dios envía siempre a todos los seres".
Hay,
pues, algo que decir a favor de esta índole primitiva y animal que existe
en
nosotros. Thoreau, aunque tan espiritual, "reverenciaba" esa
naturaleza más
baja
que había en él, que lo hermanaba con los brutos. Experimentó y apreció
plenamente
su efecto tónico. Y hasta que no tengamos una civilización mejor, más
llevadera
y más igualitaria para todas las clases, si es que debe haber clases,
es
tal vez una suerte que hayamos fracasado tanto en el intento de eliminar al
"salvaje"
que hay en nosotros, al "hombre primitivo", como algunos prefieren
llamarlo.
No un hombre primitivo respetable, pero sí bastante útil en ciertas
ocasiones,
pues acude en nuestra ayuda cuando necesitamos sus servicios por
alguna
circunstancia dolorosa.
XIV
Camino
a veces por un gran jardín donde se permite crecer a las buenasnoches,
pero
solo en el fondo del terreno, como si hubieran sido arrojadas contra el
cerco,
en hermosa confusión con espinos, zarzas y enredaderas silvestres; hacen
compañía
a unas cuantas amapolas aisladas, malvas, dedaleras blancas y rojas, y
otras
plantas ordinarias. Todas forman una especie de horizonte, un fondo
adecuado
para esas flores delicadas y valiosas. Presentan éstas un aspecto
descuidado;
sus tallos altos, insuficientemente vestidos de hojas, se alejan del
contacto
con el zarzo y tienen un algo de melancólico que sugiere a la
imaginación
la idea de una muchacha que, habiendo sido creada originariamente
por
la naturaleza para ser su más perfecto tipo de gracia y etérea hermosura, se
ha
desarrollado en exceso, perdiendo la fuerza y la belleza de sus formas, y que
ahora
vaga indiferente con un vestido descolorido y ajado, el pelo rubio
desgreñado
y sus lúgubres ojos fijos en la tierra con la cual pronto habrá de
juntarse.
Nunca
paso por ese lugar lleno de maleza y de pálidas flores sin encorvarme para
introducir
la nariz en uno de sus capullos, luego en otro y otro, hasta que ese
órgano,
como una abeja industriosa, se cubre densamente de polvo dorado. Si
después
de un tiempo vuelvo a encontrarme en ese sitio, repito la operación con
tanto
cuidado como si se tratara de un rito religioso, y cada vez que ando por
allí
no puedo dejar de aproximarme para aspirar el perfume. Algo semejante le
sucedía
al gran doctor Johnson: le era imposible pasar cerca de un poste
callejero
sin tocarlo. Mi motivo, sin embargo, no es supersticioso ni uno de
esos
hábitos carentes de significado que contraen los hombres y de los cuales
apenas
tienen conciencia. Cuando vi por primera vez la buenasnoches donde ella
es
flor silvestre, flor de jardín y muy común, no la olía de cerca, pues solo me
satisfacía
aspirar su fragancia sutil diseminada por el aire. Y esto me recuerda
que
en Inglaterra no perfuma tanto como en las pampas de La Plata, especialmente
al
amanecer; aquí su fragancia, aunque en esencia es la misma, o se ha hecho
menos
volátil o ha disminuido mucho, puesto que uno no se da cuenta de que la
flor
posee un perfume hasta que lo aspira de cerca.
El
único motivo por el que huelo esta flor es por el placer que me proporciona.
Tal
placer es infinitamente mayor que el que me dan otras flores mucho más
famosas
por su fragancia, porque es en gran parte mental y se origina en una
asociación.
¿Por qué es este placer tan vivo y tanto mayor que el placer mental
despertado
ante la vista de la flor? Los libros nos dicen que la vista es el más
importante
de los sentidos- es el más intelectual, mientras que el olfato -el de
menor
importancia- es en el hombre el más emotivo. A grandes rasgos, eso es lo
que
ocurre. Lo explicaré de otra manera.
Sostengo
en mis manos una flor de buenasnoches. En realidad, en este momento no
tengo
más que la pluma con que escribo estas líneas, pero me imagino de nuevo en
el
jardín y apretando la flor que me sugirió este pensamiento. La vuelvo hacia
un
lado u otro, y aunque me agrada, no me deleita, no me emociona; ciertamente,
no
la considero muy bella, ya que puesta a la par de la rosa, fucsia, azalea o
lirio,
no atrae en absoluto la vista. En cambio, es como un eslabón que me liga
a
tiempos idos y trae a mi mente pasajes olvidados.
Reconozco
que la planta de donde la arranqué tiene un gran poder de adaptación,
cualidad
difícil de sospechar en ella si solo se la ha visto en un jardín de
Inglaterra.
Así recuerdo que, cuando por primera vez la conocí, era una flor de
jardín
que crecía ampliamente sobre una planta de gran tamaño, como aquí; en las
noches
de verano contemplaba sus capullos abiertos, amarillos y delicados,
llamándola,
cuando hablaba en castellano, por su curioso nombre nativo: dondiego
de
noche, y en inglés prímula, simplemente. Recuerdo con una sonrisa el efecto
que
produjo en mi mente infantil descubrir que nuestra prímula no era la
prímula.
Luego, cuando tuve edad suficiente para salir a caballo por las
llanuras,
me sorprendí al saber que esa prímula, diferenciándose de la dama de
noche,
campanillas y otras flores de la tarde de nuestro jardín, era también una
flor
silvestre. La reconocí por su perfume inconfundible; pero en esa planicie,
donde
el pasto era corto, la planta se veía pequeña, alcanzando a medir solo
algunos
centímetros; sus flores no eran más grandes que los "botones de oro".
La
encontré de nuevo en los montes pantanosos y en los bañados cercanos al río
de
la Plata; y allí se desarrollaba vigorosa, llegando en algunos casos a casi
dos
metros de alto, con grandes flores, pero de escaso perfume. Y también más
tarde,
en expediciones de mayor duración, a veces arreando ganado, la vi en
abundancia
extraordinaria, diseminada por la planicie, al sur del río Salado; en
ese
lugar era alta y fina, asemejándose a los pastos entre los cuales crecía,
con
flores bien abiertas de casi dos centímetros de diámetro, aunque no había
más
de dos o tres en cada planta. Finalmente recuerdo que, al tocar tierra
patagónica
por primera vez, en un sitio desierto de la costa, poco después del
amanecer,
percibí el conocido perfume flotando en el aire, y mirando a mi
alrededor
descubrí que crecía sobre la arena estéril, a algunos metros del mar;
era
baja y tenía el aspecto de un arbusto, con tallos rígidos, horizontales y
una
profusión de pequeñas flores simétricas.
La
flor que tengo en la mano me sugiere todo esto, y además muchos hechos y
momentos
del pasado; pero mientras los recuerdo con alegría, experimento
únicamente
un placer mental, el que con frecuencia nos invade y es más bien
leve.
En cambio, cuando acerco la flor a la nariz y aspiro su perfume, siento un
deleite
infinito, un placer mucho más intenso. Por un lapso tan corto, que si
fuera
dable medirlo no ocuparía más que una fracción de segundo, ya no estoy en
un
jardín inglés, añorando el pasado, sino que me encuentro de nuevo en las
hermosas
pampas, durmiendo profundamente bajo las estrellas. (¡Querría dormir
ahora
tan profundamente bajo un techo!) Es el momento del despertar; abro los
ojos
y miro el puro arco del cielo sonrosado con los tenues colores del
amanecer,
y en el instante en que la naturaleza se muestra ante mi vista en su
exquisita
frescura y belleza matutina, siento en el aire el perfume sutil de la
prímula.
Sus flores me rodean y se ven en esa enorme extensión por leguas y
leguas,
como si el viento de la mañana las hubiera arrojado del cielo,
diseminando
por millones sus pálidas estrellas amarillas 8obre la superficie del
pasto
largo y seco.
No
quiero decir con esto que cada vez que aspiro el perfume de la flor
experimente
ese fuerte placer que he descripto, ni reproduzca con nitidez
escenas
del pasado; solo me sucede con tal intensidad después de largos
intervalos,
después de semanas y meses, cuando la fragancia es, por así decirlo,
nueva
para mí y luego en menor grado en cada repetición, hasta que la sensación
acaba
por desaparecer. Si continúo aspirando el perfume de la flor una y otra
vez,
lo hago únicamente para acicatear el recuerdo o a la manera de un acto
mecánico,
como una persona que, habiendo perdido un objeto de valor en cierto
lugar,
pasa por él diariamente y, aunque sabe que no lo hallará nunca, mira
siempre
hacia el suelo con la esperanza de encontrarlo.
Otros
olores repercuten en mí de un modo semejante, aunque en menor grado, con
excepción
de uno o dos casos. Así, el álamo de Lombardía fue uno de los árboles
que
primero aprendí a conocer en mi niñez, y desde entonces experimento una gran
satisfacción
cada vez que lo veo. Pero en primavera, cuando sus hojas recién
abiertas
exhalan un aroma peculiar, me siento en realidad niño otra vez; me veo
entre
miles de hojas de álamos que susurran quedamente al impulso del viento
cálido
de noviembre y resplandecen como plata bajo la luz del sol. Más aún: me
veo
trepando con agilidad por las delgadas ramas verticales, elevándome a una
altura
considerable para encontrar en el ángulo propicio, contra la blanca
corteza
del tronco, el niño pequeño y gracioso que buscaba, y alrededor de mi
cabeza,
mientras admiro los huevecitos que parecen perlas, revolotean los
cabecitas
negras, con sus alas doradas, articulando largas notas de inquietud.
Todo
esto viene y se va como la luz de un relámpago; pero la escena, con los
sentimientos
que la acompañan, la reproducción de una sensación perdida, es
maravillosamente
real. Nada de lo que vemos u oímos puede evocar de este modo el
pasado.
La vista del álamo, el susurro del viento en el follaje, el canto de los
cabecitas
negras de alas doradas, cuando los veo en cautividad, traen a mi mente
el
recuerdo de muchas cosas pasadas, y entre ellas, el cuadro que he descripto;
mas
es solo un cuadro hasta que la fragancia del álamo no llega al nervio
olfativo,
y entonces se convierte en algo más.
No
dudo que mi experiencia sea similar a la de muchos otros, especialmente a la
de
quienes han hecho una vida rural y han ejercitado sus sentidos desde temprano
para
atender al mundo que los rodea. Cuando leemos de Cuvier (y el mismo hecho
ha
sido consignado respecto de otras personas) que el perfume de ciertas hierbas
y
flores humildes, que le fueron familiares en su niñez, lo afectaba siempre
hasta
las lágrimas, presumo que el punzante sentimiento de tristeza -tristeza
por
la pérdida de una felicidad pretérita- sucede a alguna representación tan
vívida
del pasado como la que acabo de relatar y a la pura y deliciosa
reproducción
de una sensación desvanecida. No solo el aroma y el perfume de las
flores
puede producir este poderoso efecto. El es causado por cualquier olor -no
forzosamente
desagradable que se asocie en cierto modo con algún período feliz
de
nuestra vida pasada: por ejemplo, el del humo de la turba, el de una
cervecería
o de una curtiduría, del ganado y las ovejas, del corral, del pasto,
zarzas
y carbón quemados; el olor húmedo de los pantanos y el olor "viejo y como
de
pescado" que hay en muchos pueblos y ciudades situadas a orillas del mar.
También
el olor del mar y de las plantas acuáticas, y el olor a tierra mojada
durante
las lluvias de verano, el del heno recién segado, el de los establos, el
de
la tierra que se acaba de arar y tantos otros que el lector puede agregar a
la
lista, según su propia experiencia. Siendo esto algo tan común, puede
pensarse
que me he detenido demasiado en ello. Mi excusa es que algunas cosas
son
comunes sin ser familiares; y también, que ciertas cosas comunes no se han
explicado
aún.
Según
Locke, a menos que refresquemos nuestras imágenes mentales mirando otra
vez
el original, ellas desaparecen y al fin se pierden. Bain parece tener la
misma
opinión, pues expresa: "La más sencilla impresión de gusto, olfato, tacto,
oído
y vista necesita repetición para perdurar". Cuando después de un largo
intervalo
vemos algo que no hemos olvidado, una casa por ejemplo, es probable
que
la imagen no sea distinta a la antigua y ya debilitada -a menos que se
encuentre
ahora en un marco diferente, sino que cubra la imagen anterior, por
así
decirlo, quedando de este modo más fresco el cuadro en la memoria. En su
mayor
parte, las impresiones que recibimos son, sin duda, muy transitorias; pero
es
un error, ciertamente, creer que todos los recuerdos visuales no renovados de
ese
modo se debilitan y desaparecen, puesto que cada uno de nosotros sabe por
experiencia
que muchas imágenes mentales de escenas que hemos contemplado solo
una
vez, y en algunos casos unos momentos, permanecen con persistencia en la
mente.
Pero en muy raras ocasiones vemos con el ojo mental, perfectas y con
colores
vívidos, las escenas recordadas; se asemejan a ciertas pinturas viejas,
que
siempre parecen opacas y oscuras hasta que, al pasarles una esponja húmeda,
recobran
el brillo perdido y la nitidez de sus contornos. Volviendo al pasado,
la
emoción desempeña el papel de la esponja húmeda y es mucho más poderosa en
nosotros
cuando después de largo tiempo sentimos cierto olor que nos ha sido
familiar,
asociado en algún modo con la imagen recordada. Pero, ¿por qué? No
encontrando
respuesta en los libros, me veo obligado a buscar una, verdadera o
falsa,
en la confusión de mi propia mente.
Considero
que los olores -aunque importantes para nosotros- no pueden ser
reproducidos
en la mente como las cosas vistas y oídas, sino que, por el
contrario,
son olvidados de inmediato. Es verdad que en los libros el olfato
está
clasificado a la par del gusto y se lo considera muy inferior a la vista y
al
oído, por la razón (apenas valedera) de que debe haber un contacto efectivo
entre
el órgano olfatorio y el objeto que se huele, o una emanación material o
parcial
de tal objeto, aunque este mismo objeto esté a mucha distancia de la
vista
y hasta más allá del horizonte. La naturaleza nos muestra bien cuán falso
es
colocar el olfato y el gusto en la misma línea, y clasificarlos como
inferiores
y apartados de la vista y el oído. Antes bien, la extrema delicadeza
del
nervio olfativo eleva al olfato a la categoría de un sentido intelectual,
colocándolo
casi en el mismo plano de los dos superiores. Pero mientras los
sonidos
y las cosas vistas se retienen y pueden reproducirse a voluntad
(pareciéndose
sus recuerdos a la realidad), de un perfume no queda imagen alguna
en
el cerebro. Para ser más preciso, la representación de un olor o su
presentimiento
desaparece con tal rapidez cuando se hace cualquier esfuerzo por
recobrarla,
que no significa nada comparada con la presencia constante de
figuras
y sonidos. Imaginemos, por ejemplo, que hemos visto a menudo el castillo
de
Windsor; conocemos su noble aspecto, su historia y muchos otros detalles;
cuando
lo vemos de nuevo, nos parece familiar y nos causa la misma impresión
agradable
que en el pasado. Sin embargo, si después de una reciente visita
tratamos
de reproducirlo mentalmente, aparece como un montón informe, confuso,
blanquecino,
que se borra inmediatamente para no volver jamás. Este caso
representaría
nuestra situación con respecto a los olores, aun los más fuertes y
más
conocidos. A pesar de nuestra incapacidad para recordarlos, nos esforzamos
en
hacerlo, y en el caso de algún perfume fuerte que hayamos aspirado en fecha
reciente,
la mente nos engaña, ofreciéndonos la débil sombra de un fantasma.
Este
esfuerzo vano o casi vano de la mente parece demostrar que en alguna época
pasada
de nuestra historia los olores significaron más que ahora para el hombre;
que
ellos podían entonces ser vívidamente reproducidos y que tal poder se ha
perdido
o por lo menos es ahora tan débil que resulta inútil.
Bain,
que en su obra The Senses and the Intellect, formula declaraciones
diferentes
y contradictorias sobre ese asunto, expresa una opinión con la cual
coincido:
"Haciendo un gran esfuerzo mental, acaso podemos llegar a recobrar un
olor
que hemos conocido mucho, como el aroma del café, por ejemplo, y si
dependiéramos
más de las ideas del olfato, podríamos conseguirlo mejor aún".
Digamos,
de paso, que la condición no es nada trivial; pero probablemente
algunos
salvajes y unas pocas personas civilizadas con un sentido del olfato muy
desarrollado
tengan más éxito. Como este sentido está más desarrollado en los
perros
que en los hombres, no es raro que esos animales retengan los olores con
más
facilidad que las imágenes y que puedan reproducir la sensación, como
parecen
demostrarlo sus contorsiones y olfateos cuando están soñando.
Esta
posibilidad de recobrar un olor fuerte o familiar, este confuso parche
blanco,
o, hablando metafóricamente, el fantasma de un olor, parece haber
sugerido
a los filósofos la idea de que es posible reproducirlos mentalmente.
Bain,
como ya lo advertí, se contradice a sí mismo, y, por lo tanto, exceptuando
la
frase que he transcripto, debe ser colocado entre los autores cuya opinión
difiere
de la mía, y con él McCosh, Bastian, Luys, Ferrier y otros que escriben
sobre
el cerebro y la mente. ¿Se copian unos de otros? Es muy raro que todos nos
digan
que sabemos muy poco acerca del sentido del olfato y lo prueben, afirmando
que
podemos recordar las sensaciones producidas por los olores, en algunos casos
citando
al poeta:
El
perfume, cuando se marchitan las dulces violetas,
Perdura
en el sentido que él vivifica.
Al
comenzar mis investigaciones sobre este tema, me alarmó seriamente leer las
siguientes
palabras de McCosh: "Cuando los órganos del gusto y del olfato, que,
según
Ferrier, ocupan la parte posterior de la cabeza, están enfermos o
inutilizados,
la reproducción de las sensaciones correspondientes puede ser
confusa."
Tan confusa era la reproducción en mi propio caso, aun la del aroma
del
café, que después de leer este pasaje empecé a temer que mi cerebro me
hubiese
engañado; por lo cual, para desvanecer mis dudas, consulté con amigos y
relaciones.
Todos trataban de recordar las sensaciones experimentadas por los
perfumes
que les eran más conocidos. El resultado de sus experimentos me
devolvió
la tranquilidad.
Exceptuando
dos o tres mujeres, que declaraban no estar seguras todavía, los
demás
reconocieron con tristeza que eran menos capaces de lo que suponían;
empezaron
por tratar de recordar algunos perfumes, creyendo contar con la
aptitud
necesaria para ello. Les parecía que casi podrían hacerlo, pero luego
vinieron
las dudas, hasta que, por fin, sintiéndose impotentes y frustrados, se
dieron
por vencidos.
Un
simple experimento mental puede servir para convencer a cualquier persona de
que
las sensaciones olorosas no se reproducen en la mente. Pensamos en una rosa,
en
un lirio o en una violeta, y cierto deleite acompaña el recuerdo; pero que
este
sentimiento es causado solamente por la imagen de algo bello a la vista
resulta
evidente al pensar en un perfume artificial o algún extracto o esencia
de
una flor. Sabemos que el extracto nos proporciona mucho más placer que el
leve
perfume de la rosa, pero no hay sentimiento de placer al evocarlo, no es
más
que una idea en la mente. Por otra parte, cuando recordamos un suceso en
extremo
doloroso del que hemos sido testigos, o un grito de pena o angustia que
hemos
oído, algo del sufrimiento experimentado en aquel momento se reproduce en
nosotros,
y es común oír decir a la gente:
"eso
me pone triste", o "me hace desmayar", o "se me hiela la
sangre cuando lo
pienso".
Lo que es realmente verídico, porque al pensar en la escena vivida
vuelven,
en cierto modo, a verla y oírla. En cambio, si recordamos olores
desagradables
no nos sentimos afectados en absoluto. Podemos, con la
imaginación,
destapar latas de petróleo y saturar nuestros pañuelos con
asafétida
y ácido fénico, caminar detrás de un carro de estiércol o atravesar
leguas
de barro fétido en algún pantano tropical, alzar un animal pestilente
como
el zorrino y acariciarlo como si fuera un gatito, sin experimentar ningún
sentimiento
ni sensación de náusea. Podemos, si así lo deseamos, evocar todos
los
perfumes agradables y desagradables de la naturaleza, como Owen Glendower
evocaba
a los espíritus de la inmensa profundidad; pero, como éstos, aquéllos se
rehusarán
a venir, o vendrán, pero no como olores, sino como ideas, por lo que
el
hidrógeno fosforado no causará desagrado, ni placer la franchipana. Solo
sabemos
que los olores existen; que los hemos clasificado como fragantes,
aromáticos,
frescos, etéreos, estimulantes, ácidos y nauseabundos, y que cada
uno
de esos nombres genéricos comprende un gran número de olores diferentes. Los
conocemos
a todos ellos porque la mente ha aprendido a distinguir el carácter
diferente
de cada uno y conoce los efectos que producen en nosotros, y no porque
en
nuestro cerebro se haya registrado una sensación que puede reproducirse a
voluntad,
como en el caso de algo que hemos visto u oído.
Es
cierto que somos igualmente incapaces de reproducir los gustos. Bain admite
que
"estas sensaciones son deficientes con respecto al poder de ser
recordadas";
aunque
no descubrió el hecho por sí mismo, ni lo comprueba por su propia
experiencia,
diciéndonos simplemente que "Longet observa". Pero el gusto no es
un
sentido emotivo. Yo sé que si tuviera que ingerir algún plato que antes me
era
familiar y que me gustara desde largo tiempo, aderezado, por ejemplo, con un
condimento
repugnante (para el paladar inglés), como granos de comino o ajo,
alguna
legumbre o fruta, silvestre o cultivada, que no haya visto nunca en
Inglaterra,
no me conmovería como me sucede con un perfume, y me produciría tal
vez
menos placer que un plato de frutillas con crema. Porque en el sabor hay un
contacto
obvio con el órgano del gusto; la finalidad de lo que se come es
satisfacer
una necesidad corporal, dando al mismo tiempo un deleite momentáneo y
puramente
animal. Por lo tanto, para la mente, no está en la misma categoría,
sino
mucho más abajo que ese algo invisible e inmaterial que vuela hacia
nosotros,
no para dar solo un placer a los sentidos, sino también para conducir,
prevenir,
instruir y traer a la mente hermosas imágenes de cosas desconocidas.
En
consecuencia, nuestra ineptitud para recordar sabores que hemos gustado antes
no
ha sido considerada como una pérdida y no se ha hecho ningún esfuerzo para
recobrarla;
esos sabores se perdieron y no valía la pena guardarlos.
Esta
es para mí, pues, la razón por la cual el olfato es un sentido emocional en
tan
alto grado, comparado con los otros; porque es intelectual, como la vista y
el
oído, y porque, a diferencia de éstos, sus sensaciones se borran. Cuando
después
de largo tiempo se percibe un olor olvidado, antes familiar y ahora
estrechamente
unido al pasado, la recuperación repentina e inesperada de la
sensación
perdida nos impresiona tanto como el descubrimiento accidental de un
montón
de oro escondido por nosotros en otra época de la vida y olvidado luego;
o
dei mismo modo que nos emocionaría encontrarnos frente a un amigo querido, a
quien
no veíamos desde hacía mucho tiempo y que suponíamos muerto. La sensación
recobrada
sorpresivamente es, para nosotros y por un momento, más que una simple
sensación:
es como rescatar algo del pasado irreparable. No nos emocionamos de
este
modo, o por lo menos en el mismo grado, viendo objetos y oyendo sonidos
asociados
con escenas pasadas, simplemente porque no hemos olvidado nunca las
viejas
imágenes y voces familiares, ya que son como fantasmas que han existido
siempre
en nuestro cerebro. Si, por ejemplo, oigo el canto de un pájaro que no
he
escuchado en los últimos veinte años, no me parece que en ese lapso no lo
haya
oído realmente, puesto que lo recuperé en la mente miles de veces; por eso
no
me sorprende o me llega como algo que, habiéndose perdido, se ha recobrado
ahora
y, por lo tanto, no me conmueve. Y así también ocurre con las sensaciones
de
la vista: no puedo pensar en una flor fragante que creció en mi hogar lejano,
sin
verla, y de tal manera puedo gozar siempre de su belleza, más -por desdicha-
su
fragancia se ha desvanecido y no vuelve...