GUILLERMO HUDSON

 

 

DÍAS DE OCIO EN LA PATAGONIA

 

 

I

AL FIN LA PATAGONIA

 

 

 

Un ventarrón había soplado durante toda la noche, azotando al tambaleante vapor

que me conducía a Río Negro. Yo esperaba por momentos que el viejo barco,

hostigado por tantas tormentas, se diera vuelta de una vez por todas para

sepultarme bajo ese tremendo tumulto de agua. Por los gemidos de su castigado

maderamen y la máquina palpitante como un corazón cansado, la embarcación se me

antojaba un ser viviente que, agotado por el esfuerzo de la lucha, encontraría

la paz en las profundidades del mar.

Pero alrededor de las tres de la mañana el viento empezó a amainar, así que,

quitándome el saco y los botines, me eché sobre la litera para dormir un rato.

Debo decir que el nuestro era un barco singular, viejo y bastante desvencijado;

largo y angosto como un navío vikingo. Los camarotes de los pasajeros se

alineaban sobre cubierta formando filas de pequeñas casitas de madera; su

fealdad era solo comparable a la inseguridad de viajar en él. Para colmo de

males, el capitán, un hombre de más de ochenta años, yacía en su camarote

gravemente enfermo y de hecho murió poco después de ese accidentado viaje. El

único piloto de a bordo dormía, habiendo confiado a los marineros la delicada

tarea de dirigir el vapor en esa peligrosa costa y a la hora más oscura de una

noche tempestuosa.

Estaba a punto de caer en un sopor cuando una serie de golpes, extraños ruidos,

chirridos y sacudidas bruscas de la embarcación me hicieron saltar de la cama y

correr hacia la puerta del camarote. Aun era noche oscura y sin estrellas, con

viento y lluvia, pero el mar a muchos metros en derredor se veía más blanco que

la leche. Me detuve de pronto, pues muy cerca, a medio camino entre mi puerta y

la baranda a la que estaba amarrado el único bote, conversaban en voz baja tres

marineros. "Estamos perdidos", decía uno. "¡Perdidos para siempre!", respondía

otro. En ese momento el piloto se levantó de su lecho y corrió hacia ellos.

"¡Dios mío! ¡Qué han hecho con el barco!", exclamó con dureza. Y luego, bajando

la voz, añadió: "¡Bajen el bote enseguida!"

Yo me deslicé sigilosamente y me detuve a menos de dos metros de distancia del

grupo, que a causa de la oscuridad no había notado mi presencia. Ni la más leve

idea del cobarde acto que estaban a punto de realizar pasó por mi mente -pues su

intención era escaparse, dejándonos abandonados a nuestra suerte-. Solo pensaba

en salvarme -saltando al bote a ultimo momento, cuando únicamente pudieran

evitarlo golpeándome y dejándome sin sentido- o perecer con ellos en esa

horrible superficie blanca. Pero otra persona más experimentada que yo -y cuya

valentía tomó una forma diferente- escuchaba también. Era el primer ingeniero,

un joven inglés de Newcastle-on-Tyne. Viendo que los hombres se dirigían al

bote, salió del cuarto de máquinas con un revólver en la mano, siguiéndolos sin

que lo vieran y, cuando el piloto dio la orden, se adelantó y dijo con voz

tranquila pero firme que haría fuego contra el primero que se aventurara a

obedecerlo. Los hombres retrocedieron inmediatamente, desapareciendo en las

tinieblas.

Unos momentos después los pasajeros empezaron a afluir a la cubierta, en medio

de gran alarma. Detrás de todos, pálido y con los ojos hundidos, apareció como

un fantasma el viejo capitán, que venía de su lecho de muerte. Se quedó de pie,

con los brazos cruzados sobre el pecho, sin dar ninguna Orden y sin prestar

atención a las preguntas agitadas que le dirigían los pasajeros, cuando por una

feliz casualidad el vapor se zafó de las rocas, sumergiéndose por un momento en

la hirviente y lechosa superficie; luego, de manera repentina penetramos en

aguas oscuras, ya en relativa calma.

Durante diez o doce minutos navegamos rápida y suavemente. Entonces se corrió la

voz de que el barco había dejado de moverse y que estábamos clavados en la arena

de la costa, aunque nada veíamos por la intensa oscuridad y yo tenía la

impresión de que seguíamos avanzando rápidamente. El viento había dejado de

soplar, y a través de las nubes que delante de nosotros se entreabrían con

celeridad apareció para nuestro alborozo el primer resplandor del alba.

Gradualmente la oscuridad se volvía menos intensa, solo frente a nosotros

quedaba una playa inmutable y negra, como una porción de las tinieblas que pocos

minutos antes nos habían hecho confundir el cielo con el mar. Pero, al aumentar

la luz, comprobamos que se trataba de una hilera de montículos o médanos de

arena situados a muy pequeña distancia de la embarcación.

Realmente, habíamos varado; y aunque aquí el barco estaba más seguro que entre

las puntiagudas rocas, la posición no dejaba de ser peligrosa, de modo que

inmediatamente resolví desembarcar. Otros tres pasajeros decidieron hacerme

compañía, y como la marea estaba baja, calculando que el agua nos llegaría a la

cintura, descendimos hasta el mar por medio de cuerdas, dirigiéndonos hacia la

costa, a la que pronto llegamos.

No tardamos en subir a los médanos para observar el panorama que ellos

escondían. ¡La Patagonia estaba allí, por fin! ¡Cuán a menudo la habla visto en

mi imaginación! ¡Cuántas veces había deseado ardientemente visitar ese desierto

solitario, no hollado por el hombre, para descansar en la lejanía de su paz

primitiva y desolada, apartado de la civilización! ¡Allí estaba, completamente

abierto ante mis ojos, el desierto intacto que despierta tan extraños

sentimientos en nosotros; la antigua morada de los gigantes, cuyas pisadas

impresas en la playa asombraron a Magallanes y a su gente, y le valieron el

nombre de Patagonia!

Allí también, mucho más lejos de la costa, se encontraba un lugar llamado

Trapalanda y el lago custodiado por un espíritu en cuyas márgenes se levantaron

los cimientos de la misteriosa ciudad que muchos buscaron pero ninguno encontró.

No fue, sin embargo, la fascinación de las viejas leyendas ni el deseo del

desierto lo que me atrajo. Hasta que no gusté su sabor, en esa y otras ocasiones

posteriores no supe lo que significaba para mi su tranquilidad y su soledad, ni

imaginé las cosas extrañas que me enseñaría y con qué fuerza habría de quedar su

recuerdo grabado en mi espíritu. Nada de eso me llevó allí, sino la pasión por

la ornitología. Muchas aves errantes familiares para mí desde mi niñez en La

Plata eran visitantes ocasionales o regulares que provenían de ese desierto de

espinos. Algunas aves no estaban más que de paso y solo era posible verlas

cuando se detenían para dar descanso a sus alas u oírlas desde lejos

lamentándose en su camino de nube a nube, impelidas por esa incomprensible y

misteriosa facultad tan diferente de cualquier otro fenómeno, en sus

manifestaciones, como para otorgarle algo de lo sobrenatural entre las cosas

naturales.

Esperaba encontrar otra vez a estos pájaros errabundos en la Patagonia

especialmente los que solo migran en forma parcial o limitada, oír sus cantos

estivales, y ver sus polluelos en los nidos de verano; tenía la esperanza

también de descubrir nuevas especies, pájaros tan hermosos como el torcecuello

europeo o el triguero, y tan antiguos como ellos sobre la tierra, pero nunca

vistos por ningún ser humano ni clasificados con nombre alguno. No sé qué

experimentan los otros ornitólogos en sus momentos de máximo entusiasmo; de mí

puedo decir que a menudo soñaba con un pájaro nuevo, al que veía vívidamente.

Aunque casi siempre el ave aparecía con una modesta coloración grisácea, parda o

algún Otro t4nte sobrio, esos sueños me parecían hermosos y lamentaba

despertarme.

Desde la cima de la arenosa loma, vimos una llanura ondulante, limitada tan solo

por el horizonte, completamente cubierta por hierba corta, agostada por los

soles del verano y manchada de vez en cuando por la sombra de los tristes

arbustos. Era un desierto que había sido siempre un desierto y por tal razón la

más dulce de las escenas, su antigua quietud interrumpida solamente por el

reclamo de algún ave o los gorjeos de pájaros pequeños. Mientras tanto el aire

de la mañana que aspiraba tornábase delicioso, y sentía que me llegaba como un

débil perfume familiar.

Bajando la mirada percibí que a mis pies crecía en la arena una planta de

buenasnoches con no menos de veinte capullos abiertos en sus ramas bajas,

ampliamente extendidas, y era ésta, mi flor favorita, tanto en los jardines como

en los desiertos incultos, la que exhalaba su perfume en esa soledad. Su

fragancia sutil, antes y ahora, ha representado mucho para mí; me ha seguido del

Nuevo al Viejo Mundo, sirviéndome a veces como una especie de segunda memoria

más fiel y planteando a mi espíritu un bello problema, al que dedicaré un

capítulo al final de este libro.

Terminada nuestra inspección, iniciamos la marcha hacia Río Negro. Antes de

abandonar el barco habíamos conversado unos minutos con el capitán, quien,

mirándonos como si no nos viera, dijo que la nave había varado algo al norte de

esa población, más o menos a cincuenta kilómetros, según sus cálculos, y que,

indudablemente, encontraríamos chozas de pastores en nuestro camino. No

necesitábamos, pues, cargar alimentos y agua. Al principio nos mantuvimos muy

cerca de los médanos que bordeaban la playa, abriéndonos paso entre una

abundante vegetación de regaliz silvestre, una hermosa planta de cuarenta y

cinco centímetros, de follaje verde oscuro, coronada por espigas de flores azul

pálido. Algunas de las raíces que arrancamos del blando suelo arenoso eran

extraordinariamente largas, llegando a veces a más de dos metros y medio. Con

las drogas extraídas de las plantas que vimos esa mañana, los boticarios de todo

el mundo podrían haberse aprovisionado para varios años.

Para mí no hay nada tan delicioso como ese sentimiento de alivio, de desahogo y

libertad absoluta que se experimenta en una vasta soledad donde el hombre tal

vez nunca ha vivido, o por lo menos no ha dejado rastros de su existencia.

Aquella mañana esa sensación me dominaba, produciéndome un regocijo

inexplicable, por lo que no experimenté ninguna alegría al descubrir, un poco

más adelante, las bajas paredes de media docena de chozas de barro. Mis

compañeros de viaje se sentían, sin embargo, encantados con el hallazgo, y

creyendo estar ya cerca de la población que imaginábamos allí, nos apresurarnos,

pero las chozas se hallaban deshabitadas, con las puertas rotas y los pozos

tapados e invadidos por las plantas de regaliz silvestre.

Supimos luego que algunos hombres aventureros hablan venido con sus familias

para constituir su hogar en ese sitio remoto, pero los Indios los atacaron

aproximadamente un año antes de nuestra visita, destruyendo la incipiente

colonia.

Apenas nos alejamos de las ruinosas cabañas, mis compañeros expresaron su

desencanto; yo, en cambio, me sentía secretamente feliz al poder gozar un poco

más de la naturaleza salvaje.

Después de recorrer alguna distancia, encontramos un angosto camino que desde la

aldea en ruinas se dirigía hacia el sur, y creyendo que llevaba directamente a

El Carmen, la vieja población a orillas del río que está a unos tres kilómetros

del mar, resolvimos seguirlo, aunque luego nos dimos cuenta de que tal camino

nos alejaba del océano. Antes del mediodía perdimos de vista los bajos montes de

arena, y a medida que penetrábamos en el interior eran cada vez más abundantes

los arbustos. El follaje tupido, rígido y de coloración oscura confería a estos

árboles una apariencia extraña sobre la pálida llanura reseca por el sol;

semejaban peñascos de tan innumerables como fantásticas formas, esparcidos sobre

el suelo gris amarillento. No se velan aves grandes, pero abundaban los pájaros

pequeños que alegraban el desierto con su música y sus coros. Los más notables

entre los verdaderos cantores eran las calandrias patagónicas y cuatro o cinco

pinzones, dos de ellos nuevos para mí. Allí vi por primera vez un pájaro

singular y hermoso: el chingolo grande, de pecho colorado; un pinzón también,

aunque solo en apariencia. Es un pájaro sedentario que, al posarse

majestuosamente sobre la rama más alta, muestra su rojo plumaje inferior. Emite,

a veces, a manera de canto, notas que se asemejan al suave balido del cabrito, y

cuando es perturbado salta de un arbusto al otro, produciendo con sus alas una

especie de zumbido. Más numerosos e interesantes eran los siempre presentes

dendrocoláptidos llamados por lo común trepadores, pues su vuelo es muy corto,

el plumaje tiene un color marrón uniforme y sobrio, son rutinarios en sus

costumbres y no cesan de parlotear con voces ya agudas y penetrantes, ya

resonantes y claras. Ejemplares de una especie terrestre, de plumas de color

marrón-arena, la Upurcerthia dumetoria, corrían por el campo delante de

nosotros, semejantes a gruesos ibis en miniatura, con patas muy cortas y pico

exageradamente grande.

Cada arbusto tenía su reducida colonia de pequeños pájaros del género

Synallaxis, que se alimentan de granos, moviéndose constantemente entre las

hojas y suspendiéndose a veces de las ramas cabeza abajo, a imitación de los

paros. Un pájaro mucho más grande, el cachalote (Homorus gutturalis), dejaba oír

a intervalos regulares gritos estridentes que parecían carcajadas histéricas.

Todos estos dendrocoláptidos ofrecen una característica particular: tienen un

gran amor por la construcción, y sus nidos son mucho más grandes de los que, por

lo general, hacen las aves de ese tamaño. Donde ellos abundan, los árboles y

arbustos están cargados a veces con sus desproporcionadas construcciones. Hay

que pensar que estos activos y pequeños arquitectos pierden el tiempo en una

vana e infructuosa labor; no solamente porque construyen su nido tan grande como

el del gavilán para albergar apenas media docena de huevos del tamaño de un

guisante, que podrían ser cómodamente incubados en una caja de píldoras, sino

porque frecuentemente, cuando el nido está terminado, el constructor empieza a

demoler su obra con el fin de obtener material para un segundo nido.

Una especie muy común, Anubius acuaticaudatus, denominada en idioma vernáculo de

diversas formas, espinero, leñatero o tiru-ri-ru, hace a veces tres nidos en el

curso del año, utilizando una cantidad enorme de ramitas. El nido del leñatero

es, sin embargo, de una estructura insignificante comparada con el del

estrepitoso cachalote que mencioné hace un momento Este pájaro, que es casi tan

grande como el mirlo del muérdago, escoge un arbusto bajo y espinoso, con ramas

abiertas y gruesas, y en el centro de la planta construye su vivienda,

perfectamente esférica, de un metro y medio de profundidad. La entrada está a un

lado y más bien alta, y cerca de ella hay una angosta galería abovedada que

descansa sobre una rama horizontal. Ese enorme nido es de una consistencia tal

que me fue difícil romperlo; aun parándome sobre él y golpeándolo con mi bota no

pude hacerle el menor daño. Durante mi estada en la Patagonia encontré alrededor

de una docena de esos magníficos nidos, y creo que, como nuestras propias casas,

o más bien nuestros edificios públicos, algunos hormigueros y las cuevas de las

vizcachas y los castores, están hechos de manera de perdurar para siempre.

El único mamífero que vimos fue un pequeño armadillo, Dosypus minutus. Era muy

común, y por la mañana temprano, cuando todavía estábamos llenos de energía, nos

entretuvimos persiguiéndolos. Capturamos varios, y uno de mis compañeros, un

italiano, maté a dos que colgó de su hombro, con la idea de que podríamos

asarlos y comerlos si el apetito nos sorprendía antes de llegar a destino. No

nos molestó mucho el hambre, pero cerca del mediodía la sed comenzó a hacernos

sufrir.

Poco después vimos una llanura baja, cubierta de pastos largos y toscos, de

mon6tona coloración verde amarillenta. Esperábamos encontrar agua allí, y no

tardamos en descubrir el brillo de una laguna; pero, al acercarnos, advertimos

que la blancura o apariencia de agua no era más que la eflorescencia de la sal

en un punto estéril del terreno. En esta baja planicie el calor se tornaba

sofocante; no había árbol alguno que nos protegiera del sol; todo era un

monótono desierto de pasto seco del que se levantaban, a medida que avanzábamos,

multitud de mosquitos que nos recibían con un coro de zumbidos. La hermosura de

la mañana, que tanto nos encantara al principio, se habla esfumado y nos

resultaba casi odioso mirar ese paraje. Estábamos bastante fatigados, pero el

calor, la sed y sobre todo el zumbido de los voraces mosquitos no nos permitían

detenernos para descansar.

En medio de tanta desolación descubrí algo de interés: un singular pajarito de

finas formas y suave color pardo amarillento. Posado en un tallo, emitía a

intervalos regulares un silbido claro, prolongado y lastimero, que podía oírse

desde medio kilómetro; esa nota no modulada era su único canto. Cuando

intentábamos acercarnos, descendía, ocultándose en el pasto con una timidez poco

común en el desierto, donde los pájaros no han sido nunca perseguidos por el

hombre. Pudo muy bien ser una ratona, un trepador, un coliagudo o tal vez una

cachirla; no podría decirlo, tan celosamente me escondía sus hermosos secretos.

La vista de un grupo de médanos a cuatro o cinco kilómetros a nuestra derecha

nos indujo a desviarnos del estrecho sendero que seguíamos hacia más de seis

horas; desde su cima esperábamos descubrir la meta de nuestro viaje. Al

acercarnos, percibimos que formaban parte de una larguísima cadena de médanos

que se extendía al norte y al sur, hasta donde alcanzaba la vista. Creyendo

encontrarnos nuevamente cerca del mar, convinimos en que el m~ jor plan seria,

después de tomar un baño, para refrescarnos, seguir la costa hasta la

desembocadura del río Negro, donde, según sabíamos, estaba la casa del práctico.

Una hora de caminata nos llevó hasta los médanos. Trepamos a la cúspide, y ¡cuál

no seria nuestro pavor al contemplar, no el inmenso Atlántico azul que tan

confiadamente esperábamos ver, sino un océano de estériles montículos de arena

extendiéndose ante nosotros hasta donde la tierra y el cielo se confundían en

una bruma azul! Yo, sin embargo, no tenía derecho a quejarme ahora, ya que había

salido esa mañana con el único deseo de beber en la salvaje copa que es dulce y

amarga a la vez. Pero fui yo, ciertamente, quien más sufrió ese día, pues habla

insistido en llevar mi enorme poncho, que me resultaba una gran carga. Además,

mis pies estaban tan hinchados y doloridos a causa de las pesadas botas de

montar que calzaba, que tuve que quitármelas, viéndome obligado a caminar

descalzo sobre las piedras y la arena caliente.

Alejándonos de allí, empezamos, cansadísimos, a buscar el camino anterior,

dirigiendo nuestro rumbo de manera de encontrarlo seis o siete kilómetros más

adelante de donde lo habíamos dejado. Huyendo del largo pasto, hallamos de nuevo

llanuras ondulantes y arenosas con arbustos de hojas oscuras y por doquier

bandadas de pájaros que cantaban y gorjeaban. Se veían también armadillos, que

corrían por nuestro sendero ya sin peligro, pues no pensábamos en perseguirlos.

Al atardecer encontramos de nuevo el camino, y, a pesar de que habíamos andado

doce horas con aquel calor, sin comer ni beber, continuamos la marcha. Solamente

cuando oscureció resolvimos detenernos, pues empezó a soplar un repentino viento

frío del lado del mar que nos hizo sentir ateridos y doloridos. Como la leña

abundaba, hicimos un gran fuego, y el italiano asó los dos armadillos que

pacientemente habla llevado consigo todo el día. Era delicioso el olor que

despedían; pero, como supuse que la carne gorda y apetitosa aumentaría mi

torturante sed, mientras los demás comían con fruición, yo me solacé con la

pipa, sentado en pensativo silencio junto a la pequeña fogata. Terminada la

comida, nos acostamos en el suelo, cerca del fuego, sin otro abrigo que mi

poncho, y a despecho de lo dura que era la cama y del viento frío logramos

sumirnos en un sueño reparador.

A las tres de la mañana estábamos nuevamente levantados y en camino, soñolientos

y con los pies doloridos, pero sintiendo por fortuna, menos sed que el día

anterior. A la media hora de marcha advertimos con alegría que se acercaba el

amanecer, no por el cielo, en el que centelleaban todavía las estrellas, sino

por el canto maravillosamente dulce y claro de un pájaro pequeño que se

encontraba a corta distancia de nosotros. El canto se repetía a cortos

intervalos; luego fue seguido de otras voces, y pronto salieron de cada arbusto

tan suaves y deliciosos acordes que me alegré de todo lo soportado en mi

caminata, puesto que ahora podía oír esa exquisita melodía del desierto. Este

cantor del alba es un hermoso pinzón gris y blanco, el Diuca minor, muy común en

la Patagonia y que posee la más hermosa voz de todos los fringílidos que allí se

encuentran. Los diucas eran profetas seguros; al poco tiempo los primeros rayos

de luz aparecieron en el este, pero cuando la claridad aumentó buscamos en vano

el ansiado río. El sol se elevó sobre la misma gran planicie ondulante con sus

arbustos oscuros desparramados y su alfombra de hierbas marchitas, esa

harapienta alfombra debajo de la cual aparecía el estéril suelo de arena y

guijarros del cual saca su escasísimo sustento.

Durante más de seis horas continuamos tenazmente nuestra marcha por la llanura

desierta, sufriendo intensamente a causa de la fatiga y la sed, pero sin

atrevernos a descansar. Por fin, el paisaje comenzó a modificarse: nos

aproximábamos a la población ribereña. El pasto se volvió cada vez más escaso y

era evidente que los miserables arbustos habían sido ramoneados; nuestro

estrecho sendero estaba también cruzado en todas direcciones por huellas de

animales de modo que se hacía más tenue a medida que avanzábamos, hasta que

desapareció del todo. Vimos luego una tropa de ganado que en largas filas

caminaba lentamente en dirección al campo abierto. Un hermoso arbolito llamado

chañar (Gurliaca decorticans), que crece solo o en pequeños grupos, empezó a

aparecer con frecuencia. Su altura es de cuatro metros aproximadamente, es muy

gracioso, con el tronco verde, suave y pulido y de follaje gris verdoso. El

fruto es dorado, del tamaño de la cereza y de un sabor peculiar y agradable,

aunque no siendo aún la estación en que maduraba, sus ramas no soportaban sino

la carga de los grandes nidos de los industriosos leñateros.

Pese a que corría entonces el mes de diciembre y había pasado ya la época de la

puesta, yo, en mi ardiente deseo de una gota de algo húmedo, empecé a tirar y

destrozar nidos, tarea por cierto nada fácil, a causa de su tamaño y

consistencia. Al fin me vi recompensado por tres huevitos blancos y, complacido

por la pequeña merced, los rompí rápidamente sobre mi lengua reseca.

Media hora más tarde, alrededor de las once, caminábamos lentamente cuando

apareció un hombre a caballo que conducía una tropilla de animales. Respondiendo

a nuestro llamado se acercó, y por él supimos que nos encontrábamos como a un

kilómetro y medio del río. Informado de nuestras desventuras, apartó cuatro

caballos para nosotros. Montamos en pelo y lo seguimos al galope largo a través

de la última y feliz etapa de nuestro prolongado viaje.

Bruscamente llegamos al fin, pues al salir de la espesura de los espinos enanos,

por donde habíamos avanzado en fila, se presentó de repente ante nuestros ojos

el magnífico río Negro. Ninguno nos pareció nunca tan hermoso; más ancho que el

Támesis en Westminster, se perdía a lo lejos en el horizonte, con sus bajas

riberas engalanadas por la hermosura de las arboledas, de los frutales, viñedos

y maizales en plena maduración. A lo lejos, en medio de la corriente azul, se

deslizaban grupos de cisnes de cuello negro, cuyo plumaje brillaba como espuma

bajo el sol. Abajo y a muy poca distancia de nosotros estaba el rancho de

nuestro guía: el humo salía mansamente de la chimenea de su cocina, formando

espirales. La casa se levantaba en medio de un bosquecillo de viejos cerezos

frondosos que aumentaban el encanto del paisaje, y al acercarnos a la tranquera

pudimos ver las cerezas, ya bien maduras, que relucían como carbones encendidos

entre el verde intenso de las hojas.

 

 

 

 

II

COMO ME CONVERTI EN UN OCIOSO

 

Si las cosas me hubieran salido bien, si hubiera dedicado doce meses en Río

Negro, según era mi intención, a observar pájaros y escuchar sus cantos

melodiosos, nunca habría escrito estos capítulos, que podrían considerarse como

el relato de lo que no llegué a realizar. Porque en ese caso habría dedicado

todo el tiempo a mi tarea y no me hubiera resignado a abandonar sus encantos, ni

aun para gozar un momento de libertad, ya que sucede a menudo que si nos

ocupamos demasiado de un solo asunto todos los demás parecen lejanos, oscuros y

poco interesantes. Pero mis planes no se cumplieron. Un accidente que describiré

más tarde me incapacitó por algún tiempo y no pude estudiar a los pequeños seres

alados, ni seguirlos sigilosamente hasta sus escondites, o contemplarlos a

través del frondoso enrejado de las hojas. Yacía impotente en el lecho, pasando

así esos bochornosos días de la mitad del verano entre cuatro paredes blancas

que eran todo mi paisaje, todo mi horizonte, y con la única compañía de una

veintena de moscas zumbonas constantemente ocupadas en su intrincada danza.

Me vi obligado, pues, a pensar en una gran variedad de temas y ocupar mi mente

con problemas que nada tenían que ver con la migración de las aves. Estos

problemas, además, se parecían mucho a las moscas que, aunque compartían mi

habitación, resultaban extrañas para mí como yo para ellas, puesto que habla un

abismo entre sus mentes y la mía. Pequeños enigmas del universo, con su

revoloteo de silfos iniciaron la vida como cosas abstractas, y desarrolladas

luego como imago de la cresa, se convirtieron en seres vivientes. Yo las

observaba siempre, mientras ejecutaban su danza confusa, ya girando en circulo,

cayendo y elevándose, o posándose inmóviles, para luego, súbitamente, dirigirse

hacia mí, burlándose de mi incapacidad para atraparlas, y lanzarse de nuevo al

espacio, como flechas.

Contrariado, abandonaba el juego, como un pájaro cansado que torna a su percha;

pero yo también como el impaciente pájaro pronto volvería a ellas, quizá solo

para verlas girar más velozmente aún, describiendo figuras nuevas y fantásticas,

con movimientos más rápidos; sus siluetas eran semejantes a finas líneas negras

que iban y venían en todas direcciones, como si se hubieran puesto de acuerdo

para escribir una serie de originales caracteres en el aire, formando una

extraña frase, ¡el secreto de los secretos! Afortunadamente para el progreso de

la ciencia, solo unos pocos de esos insectos, que tanto fascinan y mortifican el

cerebro, pueden aparecer al mismo tiempo a nuestra vista: por lo general, nos

fijamos en un único espécimen, como lo hace el halcón ante una bandada de

palomas o un numeroso ejército de pequeños mistos, o la libélula en medio de una

espesa nube de mosquitos o moscas de los arenales. Tanto el halcón como la

libélula morirían de hambre si pretendieran capturar, o simplemente mirar, a más

de uno a la vez.

No capturé nada ni descubrí cosa alguna; y, sin embargo, aquellos días de

forzosa ociosidad no dejaron de ser felices. Después de abandonar mi cuarto,

rengueando y ayudado por un grueso bastón, visitaba las casas vecinas, en las

que departía con hombres y mujeres, oyendo día a día el relato de sus triviales

asuntos, que nada tenían que ver con las aves, hasta que empezaron a

interesarme, aunque no demasiado. Siempre me alejaba de ellos sin pesadumbre,

para tenderme sobre el verde césped y fijar la mirada en los árboles o el cielo

azul, pensando en todas las cosas imaginables.

El resultado fue que aun cuando no tenía ya excusas para la nación, se había

creado un hábito en mí, el de la indolencia, tan común entre la gente de la

Patagonia, y aparentemente el resultado del clima; costumbre y especial estado

de ánimo de los que reaccioné, durante mi estada allí, solo en momentos

excepcionales.

La vigilia es a veces como un sueño que se desarrolla en forma lógica hasta que

el estímulo de una nueva sensación, objetiva o subjetiva, lo confunde

temporariamente, o lo interrumpe; pero luego continúa, con nuevas

características, pasiones y motivos y un argumento distinto.

Después de deleitarnos con las cerezas y descansar en la estancia, desde donde

por primera. vez pudimos ver la costa, nos dirigimos hacia la pequeña ciudad de

El Carmen, población fundada un siglo atrás y edificada al lado de una colina o

farallón frente al río. En la costa opuesta, donde no hay rocas ni barrancas, y

el valle verde, bajo y nivelado se extiende unos ocho kilómetros hacia las

grises y áridas mesetas, está situado otro pequeño pueblo, llamado La Merced. En

estos dos lugares pasé alrededor de quince días, y luego, con un joven inglés

que había estado uno o dos años en la colonia, organizamos una cabalgata y

recorrimos unos ciento cincuenta kilómetros río. arriba. Hacia la mitad del

camino nos detuvimos en una pequeña cabaña de troncos rústicos, que mi compañero

había construido . el año anterior, abandonándola más tarde, al percibir que la

tierra de aquel paraje no era apta para el cultivo; allí había dejado,

encerrados bajo llave, sus útiles de trabajo y otros enseres.

Esa tosca cabaña servía a la vez de vivienda y depósito. El interior era solo lo

suficientemente espacioso como para permitir a un hombre de mi altura (un metro

y ochenta centímetros), parado en el centro de la cabaña, girar revoleando un

gato sin destrozarle los sesos contra los ásperos troncos de sauce de las

paredes. Y, sin embargo, en este reducido sitio vi una colección tal de armas,

enseres y herramientas que hubieran resultado suficientes como para que una

pequeña colonia de hombres luchara eficazmente contra el inculto desierto y

fundara una ciudad para los hombres del futuro.

Mi amigo tenía ingenio y conocía infinidad de oficios. Se consideraba feliz

cuando alguien le llevaba un arma de fuego, un reloj o alguna complicada pieza

de hierro o bronce rota o descompuesta; entonces brillábanle los ojos, se

restregaba las manos y solo ansiaba dedicarse cuanto antes a su nuevo trabajo,

en el que ponía a prueba su habilidad. Pasó dos o tres días entre sus maderas y

metales, asentando los filos de los cinceles, afilando los dientes de los

serruchos, aceitando y puliendo las armas, cambiándolas de lugar, contándolas y

repasándolas amorosamente como un animal que acaricia sus cachorros,.. todo ello

antes de empaquetarlos para el transporte, tarea que también era muy lenta.

Mientras mi amigo se entregaba al deleite de esos menesteres, yo caminaba sin

rumbo por las cercanías, observando los pájaros que vivían en aquel lugar triste

y solitario, donde solo se veían algunos raquíticos sauces colorados. Las canas

y los juncos que se alzaban sobre los negros charcos de aguas estancadas estaban

amarillos y secos, y seco también el pasto, color estopa y agostado sobre el

suelo, de una blancura cenicienta, agrietado por el sol ardiente y las largas

sequías.Únicamente el río cercano corría siempre fresco, verde y hermoso.

Finalmente, un caluroso atardecer sentados sobre nuestras mantas en el piso de

tierra de la cabaña, comentábamos la jornada del día siguiente, los encantos que

encontraríamos, al final del día, en la casa de un colono inglés que pensábamos

visitar. Mientras charlábamos tomé su revólver, para examinarlo; empezó mi amigo

a decirme que esta arma tenía características peculiares y la particularidad de

que era tan celosa que al más leve contacto, y aun a la más pequeña vibración

del aire, caía el gatillo. Aun no había terminado de explicármelo, cuando sonó

un estampido ensordecedor y un proyectil de forma cónica se incrustó en mi

rodilla izquierda. No fue un dolor muy intenso -mas bien experimenté la

sensación de un golpe fuerte, pero al intentar ponerme en pie caí de espaldas.

No podía mantenerme parado. Un chorro fino y continuo de sangre comenzó a brotar

del orificio redondo y simétrico que parecía llegar hasta el fondo de la

articulación, y nada de lo que hicimos pudo detenerla. ¡Hermosa situación la

nuestra! A sesenta kilómetros del pueblo y sin ningún vehículo; recordábamos

solamente haber visto una carreta en una casa a varios kilómetros río arriba,

pero en la margen opuesta. Sin embargo, mi amigo, en su desesperación por

auxiliarme, concibió la esperanza de cruzar la carreta al otro lado del río, y

así fue cómo, después de colocar previsoramente un recipiente de agua a mi lado,

me tendió sobre un mandil, y asegurando la puerta del lado de afuera para evitar

la intrusión de vagabundos indeseables montó a caballo y se alejó al galope.

Había prometido volver poco después del anochecer, ya fuera solo o con algo que

sirviera para transportarme, pero en vano lo esperé toda la noche. Encontró un

bote y un hombre que lo llevó hasta la otra orilla, donde comprobó que el plan

era impracticable. Entonces decidió regresar con las malas noticias; pero, como

el bote había desaparecido, se vio obligado a atar su caballo a un arbusto y

tenderse en el suelo, en espera de la mañana.

Para mí la noche llegó demasiado pronto. Cerrada como estaba la cabaña y sin

ventanas, no teniendo con qué alumbrar, me hallé en la más completa oscuridad.

La pierna herida se había inflamado y me dolía intensamente; la hemorragia

continuaba al extremo de que estaban empapados los pañuelos con que la habíamos

vendado. La noche se puso fría y, a pesar de estar completamente vestido, tuve

que echarme encima mi grueso poncho para entrar en calor. Bien pronto renuncié a

esperar a mi amigo, calculando que no habría nada que hacer hasta la mañana, mas

no podía dormitar ni pensar: solo escuchaba. A raíz de lo que experimenté

durante esas negras horas de ansiedad puedo imaginar lo que representa el

sentido del oído para los ciegos, así como para los animales que viven en cuevas

oscuras.

Cerca de medianoche un ruido leve y extraño, que sonó a mi lado dentro de la

cabaña, interrumpió el silencio. Me pareció como el resbalar de una soga que

caía suavemente sobre el piso de tierra, pero cuando encendí un fósforo el rumor

habla cesado y no vi nada. Después de un corto intervalo, lo oí una vez más,

pareciéndome entonces que venía de afuera, de los alrededores de la choza, por

lo que le presté poca atención. Pronto volvió a cesar, y no lo oí más. Tan

oscuro y silencioso quedó todo que la cabaña parecía un vasto ataúd dentro del

cual yaciera mi cuerpo, a tres metros bajo tierra. Sin embargo, no estaba solo:

tenía un compañero de hecho que se había introducido sigilosamente para

compartir el calor de mi manta y mi cuerpo. Un ser de cabeza ancha en forma de

flecha, redondos ojos sin párpados, relucientes como gemas amarillas; un cuerpo

sin miembros, largo y liso, extrañamente segmentado y cubierto por una vaga

escritura de místicos caracteres oscuros sobre un fondo grisáceo.

Por fin, más o menos entre las tres y media y las cuatro de la mañana, oí algo

que me llenó de alegría: el gorjeo familiar de un par de tijeretas posadas en un

sauce vecino, y más tarde, el armonioso y suave canto de la golondrina, cuyas

notas se elevaban y descendían suavemente. Es éste un hermoso pájaro, de cola

blanca, que ensayando en círculos su vuelo, inicia el canto cuando las estrellas

comienzan a palidecer; esa melodía es quizá más dulce que todas las demás porque

la oímos al alba, cuando se eleva la temperatura del cuerpo y fluye con más

fuerza nuestra sangre poco antes de despertar cada mañana. Luego hicieron oír

los verdones una rara e impetuosa ejecución que más se asemejaba a un grito que

a un canto; estos hermosos pájaros son de color verde oliva, con el pecho ante;

tienen vistosas y largas colas y el pico colorado. Entre los intervalos de esas

espasmódicas explosiones de sonidos, se oyó la delicada y suave melodía del

gorrión de cresta gris. El último de todos fue el grito prolongado de un

chimango que pasaba por las proximidades, y supe que hacia el este la mañana era

espléndida.

Poco a poco la luz empezó a colarse entre las grietas, débil al principio,

reflejada en tenues rayos sobre el suelo negro; luego más viva, hasta que la

cabaña se inundó de una relativa claridad.

Mi amigo no regresó hasta una hora después de la salida del sol, y me encontró

todavía esperanzado y en pleno goce de mis facultades, pero incapaz de moverme

sin ayuda. Tomándome en sus brazos, me levantó, y cuando acababa de incorporarme

sobre la pierna sana, apoyado pesadamente en él, vimos deslizarse del poncho

caído a mis pies una enorme serpiente venenosa, la Craspedocephalus alternatus,

llamada por lo común "víbora de la cruz". Si mi compañero no hubiera tenido que

sostenerme, la habría atacado con la primera arma que encontrara a mano, dándole

muerte sin duda, con lo cual yo habría experimentado un eterno remordimiento.

Por fortuna, desapareció con rapidez por un agujero de la pared, yéndose con

ella el peligro. Mi hospitalidad había sido inconsciente, pues hasta ese momento

ignoraba tal compañía, pero me regocijé al pensar que ese terrible reptil volvía

ileso a su cueva, después de descansar toda la noche a mi lado, calentando su

sangre fría contra mi cuerpo.

 A propósito de esa serpiente de nombre extraño, recordé que Darwin la conoció

durante sus excursiones patagónicas, más o menos sesenta años antes, y al

describir su aspecto fiero y horrible, dice: "No creo haber visto nada más feo,

exceptuando tal vez algunos murciélagos vampiros". Señala, asimismo, la gran

amplitud de la base de las mandíbulas, la boca triangular, la pupila lineal en

medio del iris moteado y cobrizo, y sostiene que ese aspecto repugnante y

desagradable se debe a la semejanza que tiene su cara con el rostro humano. La

idea de repulsión y desagrado ante un animal inferior semejante al hombre es,

según creo, bastante común, porque un animal de esa clase nos parece una copia

vil de nosotros mismos, o una maliciosa caricatura realizada para burlarnos.

Quizá sea una idea errónea o una verdad a medias, pues observamos que algunos

animales parecidos a la raza humana no nos causan tanta repulsión; por ejemplo

las focas, las sirenas y los tritones de los antiguos marinos. Lo mismo ocurre

con el perezoso, de cara simple y redonda, cuya mirada nos resulta en cierto

modo cómica y patética. Muchos monos nos parecen feos, pero consideramos

hermosos los lemúridos y admiramos a los titís, esos muñecos peludos con vivos

ojos de pájaro. Sin embargo, es cierto que hay algo humano en el rostro de

muchas serpientes y de algunos vampiros, como dice Darwin, y que a eso se debe

el horror que despiertan en nosotros. Pero el famoso naturalista no percibió que

es la expresión y no la forma lo que desagrada, pues esos seres fingen gestos

tan extraños que despiertan en nuestra propia especie temor, aversión y hasta

una piedad intensa y dolorosa; denotan a menudo ferocidad, cautela, malignidad;

a veces nos arrojan miradas de angustia o desesperación, así como también asumen

expresiones de demencia.

Se ha dicho acertadamente que no hay en nosotros fealdad, excepto cuando ésta es

la expresión de malos pensamientos y bajas pasiones, los que se imprimen en

forma indeleble en nuestra fisonomía. Al mirar una serpiente como mi compañera

de esa noche

-y he observado muchas- surge en mí la fantasía de encontrarme ante un

congénere, tal vez un infeliz marginado de la civilización, que, a causa de sus

horribles crímenes, fue tornado en sierpe y condenado a la inmortalidad.

Por regla general, nos complace descubrir parecidos ilusorios y plagios que la

naturaleza hace de sí misma, cuando por casualidad los encontramos, y el placer

es aumentado por el asombro o el sentido del misterio. Pero el caso de esta

serpiente constituye una excepción, y, a pesar de la simpatía que siento hacia

los ofidios, no me resulta agradable.

Volviendo a la narración: mi amigo hizo fuego para hervir el agua, y después de

tomar el desayuno galopó nuevamente, aunque en otra dirección; acababa de

recordar que de este lado del río vivía un colono que tenía una carreta, y hacia

allí se encaminó. Alrededor de las diez de la mañana estaba de regreso, seguido

poco después por el hombre con una carreta que tiraba una yunta de bueyes. En

este vehículo fuimos al pueblo, teniendo que soportar, además del calor y el

polvo, los barquinazos producidos por el camino desparejo, todo lo cual me hizo

sufrir mucho. Como los bueyes avanzaban lentamente, nuestro viaje duró todo el

día y la noche siguiente, y llegamos a destino cuando empezaba a clarear en el

horizonte, y las golondrinas se elevaban en amplios círculos por el aire,

haciéndolo vibrar melodiosamente con sus gorjeos.

Mi penosa travesía terminó en una casa de la Sociedad Misionera Sudamericana,

situada en la villa que mira hacia la vieja ciudad, sobre la costa del río.

Cuando abandoné la carreta tambaleante y me eché en una confortable cama,

experimenté un alivio tan inmenso que pronto me quedé plácidamente dormido. Al

despertar algo más tarde, me encontré en manos de un caballero que era tan hábil

cirujano como buen sacerdote, y que había extraído más proyectiles y compuesto

más huesos rotos que muchos doctores que no han tenido ocasión de practicar en

los campos de batalla. Sin embargo, mi bala se resistía a salir y ni siquiera

era posible hallar su escondite, de modo que durante quince días, todas las

mañanas, me hacían pasar un terrible cuarto de hora. El médico se presentaba en

mi habitación con una tranquila sonrisa y un gran paquete de sondas -¡aquellas

sondas!- de todas formas, tamaños y materiales: madera, marfil, acero, goma.

Pasados los momentos de dolor, con el único resultado de que recrudecía mi

sufrimiento al reabrirse la herida, que tendía a curarse, no me quedaba más

remedio como ya dije que quedarme inmóvil, observando las moscas y a veces

soñando.

 Para concluir este capítulo, de tan diferentes matices, debo re calcar que

algunos de los momentos más felices de mi vida se debieron a las mismas

circunstancias que podrían haberme hecho más desgraciado: graves accidentes y

enfermedades que me incapacitaron, convirtiéndome en una carga para los

extraños; y la adversidad, que aunque

Como un sapo negro y venenoso, empero  lleva una piedra preciosa en la cabeza

Palabras familiares, pero aquí nuevamente interpretadas, porque esa joya que

encontré -el amor del hombre por el hombre y la ley de servicial bondad escrita

en un corazón- es digna de ser apreciada sobre todos nuestros bienes, pues es el

más excelso, ya que eclipsa a las alhajas y las piedras preciosas, y su virtud

es tan soberana que el cinismo enmudece y se avergüenza ante su luz.

 

 

 

 

III

EL VALLE DEL RIO NEGRO

 

 

 

Cuando -en los primeros días de febrero- la hospitalaria casa de la misión

todavía me albergaba, mi mayor placer consistía en observar las golondrinas

purpúreas -Progne furcata-, especie que abunda en esa zona y anida en ~s rocas

sobresalientes de la costa. Como tantas otras golondrinas de regiones

diferentes, éstas viven también bajo los aleros de las casas. Es un pájaro

grande y hermoso, cuyo plumaje brillante ostenta en la parte superior un

bellísimo color púrpura, en tanto es negro por debajo. Golondrinas tan grandes

como aquéllas, así como otros ejemplares de su género, no se conocen en el Viejo

Mundo, y si un visitante europeo viera por primera vez una de esas aves la

confundiría con un vencejo. No obstante, los vencejos tienen las alas en forma

de guadaña y avanzan por el aire con rapidez alocada. Por el contrario, el vuelo

de las golondrinas es mucho más lento y no dan tantas vueltas rápidas como otros

tipos de esa especie. También difieren de la mayoría de los miembros de su

familia en su canto afinado, que consta de varias notas bien moduladas, emitidas

de un modo indolente y siempre en el momento en que se remontan por los aires.

Como melodistas, merecen un lugar de preferencia entre los hirundínidos.

Los árboles de la misión atraían mucho a estos pájaros; y los altos álamos de

Lombardía eran sus favoritos, lo cual resulta extraño, porque con el fuerte

viento (que en ese entonces soplaba con frecuencia) esos árboles de tronco

delgado y cimbreante constituían un albergue poco apropiado. Sin embargo, las

golondrinas acudían a los álamos cuando el viento era más violento; empezaban

por revolotear y girar a su alrededor formando una inmensa bandada, y cuando se

presentaba la ocasión descendían poco a poco, para posarse sobre las ramas finas

y verticales, a semejanza de las langostas, amontonándose como ellas hasta que

los árboles se ennegrecían con sus cuerpos. De repente, una ráfaga demasiado

fuerte azotaba y balanceaba las altas copas, y las golondrinas, despedidas de su

inseguro refugio, se elevaban en una nube purpúrea, sembrando de chirridos el

borrascoso cielo, mas, en seguida volvían a reunirse, revoloteando y posándose

de nuevo.

Echado sobre el pasto, junto a la orilla del río, yo las contemplaba durante

horas, observando su inquietud e indecisión, y pensando en el extraño y salvaje

espíritu que las hacia simpatizar con el viento y los irritados álamos, porque

algo nuevo e insólito había venido a perturbarías: el suave aliento que con poderoso lenguaje sentido, pero no oído, rige a las aves, del cielo.

Pero respecto del carácter de este aliento pregunté en vano a la naturaleza,

pues ella es la única mujer capaz de guardar un secreto, basta de amante.

La lluvia llegó por fin, cayendo en forma continua durante toda una noche. A la

mañana siguiente (14 de febrero), cuando salí y miré el cielo cubierto por

veloces nubes grises, vi una bandada compuesta por cuarenta o cincuenta

golondrinas grandes que volaban hacia el norte, y después no vi más. Esa primera

mañana húmeda, antes de que me levantara, la nube purpúrea había abandonado el

valle.

Las extrañé mucho y deseaba que hubiesen demorado su partida, puesto que era más

fácil y prometedor examinar su misterioso instinto teniéndolas cerca. Me

interrogaba sobre esa interrupción en el curso de sus vidas, el cambio forzoso

de hábitos, el conflicto entre dos emociones opuestas: los lazos del lugar, que

las retenían, vistos y adivinados en sus actos, y la voz que las llamaba desde

lejos en forma cada vez más imperativa, y que influía de tal modo en ellas que

por momentos las hacia parecer fuera de si. Observando todo esto, oyéndolas y

mirándolas durante todo el día, me parecía estar más próximo a descubrir alguna

verdad oculta que cuando se alejaban de mi. Ahora se habían ido, y con su

partida desaparecía mi último pretexto para permanecer más tiempo inactivo en

ese lugar.

Comencé de nuevo mi viaje río arriba, e hice una larga visita a los dueños de

una estancia inglesa situada más o menos a cien kilómetros de la ciudad. Dediqué

gran parte del tiempo que allí permanecí a solitarias excursiones, que me

permitían paladear una vez más "la dulce y amarga copa de la naturaleza

salvaje". A medida que avanzaba el invierno, la naturaleza se volvía gris y

melancólica, y nada había que inflamara la imaginación, pero mis paseos

resultaron tonificantes.

A menudo iba a caballo hasta las lomas, tierras altas que tomaban la forma de

terrazas y estaban lejos del valle, mas la descripción de estas soledades y de

los efectos que causaban en mí los reservo para otro capitulo, cuando haya

terminado de narrar los hechos que ahora me ocupan. En el presente y en el que

sigue describiré la naturaleza del valle.

No permanecí largo tiempo en ningún lugar fijo, pero durante los meses de otoño,

invierno y primavera estuve en diversos puntos, visité la desembocadura del río

y las planicies adyacentes, y luego reanudé mi viaje río arriba, avanzando esta

vez cerca de ciento ochenta kilómetros. En todo el camino la apariencia del

valle no varía mucho, y éste podría ser descripto como el lecho aplanado de un

viejo río, de doscientos a trescientos metros de ancho, cortado en la meseta por

el río actual, que corre rápido y profundo, serpenteando por su mismo centro; es

decir, no siempre se mantiene en él, pues en sus zigzags se dirige hacia el

norte o hacia el sur, y en algunos puntos toca los límites del valle, cortando a

veces el borde de la barranca, la que forma una escarpada orilla que llega en

ciertos lugares a treinta metros de altura.

Este río fue llamado por los aborígenes Cusar-leofú o río Negro, nombre por

cierto impropio a menos que se refiera solo a su rapidez y peligrosidad, pues no

es negro como su tocayo amazónico. El agua que brota de los Andes, a través de

una mole de piedra y grava, es maravillosamente pura y de un claro tono verde

mar. Tan verde parece bajo ciertas luces, que cuando sacamos un poco en un vaso

nos asombra el cambio, no siendo ya más del color de la esmeralda, sino

cristalina como el rocío o el agua de lluvia. Es indudable que el hombre es

científico por naturaleza y descubre que las cosas no son lo que parecen,

llegando hasta el fondo de todo misterio; pero su otro yo, más viejo, más

profundo, más primitivo y que aún persiste, no es científico sino mítico, y a

pesar de la razón se sorprende del cambio; ve en él un milagro, una

manifestación del poder y de la inteligencia que existe en todas las cosas.

El río tiene también sus días turbios, aunque escasos y distanciados. Una mañana

me extrañó ver que el agua no tenía el color hermoso de la tarde anterior; su

tono era rojo, un rojo sombrío, a causa de la tierra colorada que algún afluente

crecido había arrojado en su corriente, a miles de kilómetros hacia el oeste.

Este cambio duró solo uno o dos días, después de lo cual el río corrió

nuevamente verde y puro.

El valle, al final de un verano largo, caliente y ventoso, tenía un aspecto

excesivamente seco y estéril. Según me dijeron, el campo había recibido escasas

lluvias durante tres arios, tanto que en algunos puntos hasta las raíces del

pasto reseco estaban arrancadas, y cuando el viento era fuerte una nube de polvo

amarillo caía durante todo el día. En esos lugares, las ovejas se morían de

hambre, y si las vacas y los caballos sobrevivían era porque podían llegar hasta

las mesetas donde ramoneaban los arbustos. El suelo del valle tiene poco

espesor; está constituido principalmente por arena y grava, mezcladas con

pequeña cantidad de tierra vegetal, y su primitiva vegetación estaba compuesta

por toscos pastos permanentes, arbustos y juncos; pero el ganado introducido por

los colonos blancos destruyó las plantas y los pastos de lento crecimiento. No

sucedió allí lo que en la mayoría de las regiones templadas del globo

colonizadas por los europeos, en las que el pasto fragante y rápido en crecer,

así como los tréboles del Viejo Mundo, se extendieron por todo el suelo; porque

estas tierras, en virtud de su pobreza, la sequedad del clima y la violencia de

los vientos estivales, no eran adecuadas para la vegetación importada, que

resultó un triste sustituto de la propia. Aquélla no crece lo bastante como para

retener la poca humedad existente, es de muy efímera vida y las frágiles

raicillas no se agarran al suelo como las de los antiguos pastos, que formaban

un sólido manto fibroso. El calor la quema hasta reducirla a cenizas y el viento

arrastra hojas y raíces, junto con la superficie de la tierra, dejando al

descubierto en muchas partes la arena amarilla de capa inferior y todo lo que

está enterrado en ella desde antiguo. Así se descubrieron los sitios en que

estaban asentados innumerables pueblos pertenecientes a los anteriores

habitantes del valle. Tan numerosos eran esos lugares que en el transcurso de

una hora pude visitar hasta una docena. Donde había existido una villa populosa,

o habitada durante largo tiempo, el terreno era un verdadero lecho de piedras

labradas, entre las que fueron encontradas puntas de flecha, cuchillos de

piedra, raspadores, morteros y sus mangos, grandes piedras redondas, con un

orificio en el medio; otros pedazos rudamente pulidos, usados como yunque;

conchas perforadas, fragmentos de alfarería y huesos de animales.

El amigo que me hospedaba me dijo que ese año el valle no había producido otra

cosa que una abundante cosecha de puntas de flecha. Los antropólogos no podían

haber deseado un año más favorable ni una mejor cosecha. Yo recogí un gran

número de estos objetos; y unas trescientas o cuatrocientas puntas de flecha que

encontré entonces están ahora, según creo, en la famosa colección Pitt-Rivers.

Pero, como era en extremo cuidadoso, lo mejor de mis tesoros, las cosas más

hermosas y raras que pude juntar, las empaqueté aparte, para mayor seguridad;

pese a lo cual, desgraciadamente, se perdieron en el camino. Fue para ml. un

rudo golpe, mucho más doloroso que la herida que recibí en la rodilla.

En algunos de los pueblos que exploré, y dentro de un radio de pocos metros

respecto del lugar donde se asentaban las chozas, encontré depósitos de huesos

de animales que habían sido utilizados como alimento. Eran huesos de ñandú,

guanaco, venado, pecarí, dolichotis o liebre patagónica, armadillo, coypú,

vizcacha, así como también los había de mamíferos más pequeños y de pájaros. Los

más numerosos eran los huesos de la pequeña cavia (Cavia australis), una especie

de conejillo de Indias, y los del tucutuco (Ctenomys magellanica), pequeño

roedor cuyas costumbres se asemejan a las del topo.

 Mencionaré ahora un hecho interesante. Las puntas de flecha que recogí en los

distintos lugares eran de dos clases muy diferentes: las grandes, de fabricación

tosca, parecidas a las paleolíticas europeas, y las de prolija terminación o

neolíticas, de varias formas y tamaños, aunque la mayor parte medía de tres a

cinco centímetros de largo. Estos eran los restos de los dos grandes períodos de

la Edad de Piedra, el ultimo de los cuales se prolongó hasta el descubrimiento y

colonización del país por los europeos. Las armas y objetos del último período

eran las que más abundaban y fueron encontradas sobre todo en el valle, mientras

las armas más antiguas y toscas se hallaron en las barrancas, donde el río se

interna en la meseta. El lugar del que extraje gran numero de ellas había

quedado sepultado a una profundidad de dos metros y medio; solamente cuando el

agua de una lluvia copiosa llevaba grandes cantidades de arena y grava, las

puntas de flecha y otras armas y utensilios quedaban a la vista. Estas

aldehuelas, profundamente enterradas, eran sin duda muy antiguas.

Con respecto a los objetos más modernos, constituía para mí un verdadero placer

encontrar rastros de algo así como la división del trabajo en las distintas

poblaciones, la individualidad del trabajador y un claro gusto artístico o

estético, y llegué a esta conclusión al descubrir una pequeña aldea donde no

había grandes piedras redondas, ni cuchillos, ni raspadores, ni puntas de flecha

de gran tamaño y del tipo común; de estas últimas las únicas que existían en tal

paraje eran más o menos de un centímetro de largo y probablemente se usaban para

matar pequeños pájaros y mamíferos. No sólo eran pequeñas, sino que además

estaban exquisitamente terminadas y poseían un fino recorte, aparte de que, sin

excepción, el material empleado en todas ellas comprendía los tipos más hermosos

de piedra: cristal, ágata y sílice de color verde, amarillo y marfil. Cuando se

tenía a mano media docena de estas joyas de fina tonalidad y delicada factura se

pensaba que tanto la belleza como la utilidad habían constituido los puntos de

mira del artesano. Fuera de estos objetos, no encontré nada más que una daga

pequeña; era de piedra roja, de punta bien afilada y mango en forma de cruz, de

alrededor de diez centímetros de largo, y tan delgada y perfectamente redondeada

como un lápiz.

 Durante esta investigación traté algunas veces de imaginarme cómo sería la vida

espiritual y material de esos habitantes desaparecidos. Los pieles rojas de hoy

pueden pertenecer a la misma raza y tener la misma sangre; en una palabra:

pueden ser los descendientes directos de los que trabajaban la piedra en la

Patagonia; pero, sin duda, están tan cambiados y han perdido a tal extremo sus

características que sus progenitores no los reconocerían ni los aceptarían como

parientes. Allí, como en la América del Norte, el contacto con una raza superior

los ha rebajado, concluyendo por reducirlos a la mínima expresión. Algo de su

sangre salvaje continuará corriendo por las venas de los que han tomado su

lugar; pero como raza tendrán que desaparecer de la tierra, tal cual se han

extinguido completamente en unas pocas décadas los constructores de túmulos del

valle del Misisipí y las razas que levantaron las ciudades de Yucatán y América

Central, hoy invadidas por la selva.

Los hombres que en el pasado habitaron el valle patagónico estaban solos con la

naturaleza, construían sus propias armas y se mantenían con recursos propios; no

los alcanzaba ninguna influencia exterior y no conocían otro mundo más allá del

valle y las adyacentes mesetas inhabitadas. Y aun juzgando por esa confusa e

incompleta visión que me forjé de su desvanecida existencia, a través de las

armas y fragmentos hallados, parecía evidente que la inteligencia no estaba del

todo dormida en ellos y que progresaban paulatinamente hacia un estado superior.

No pude avanzar mucho en este terreno; cuantos esfuerzos hice para saber o

imaginar algo más fracasaron, como ocurre siempre en circunstancias parecidas.

En otra oportunidad a la que me referiré en un capitulo posterior, la deseada

visión del pasado se me ofreció inesperadamente, sin buscarla, permitiéndome ver

por un momento la naturaleza tal como la ve el salvaje y como la vio en la Edad

de Piedra, aunque sin esa idea de lo sobrenatural que tanta preponderancia tuvo

en su mente. Meditando sobre tales temas llegué a la conclusión de que es

imposible indagar, porque voluntariamente no podemos eludir nuestra

personalidad, nuestro ambiente, y nuestra concepción de la naturaleza.

No solo fueron inútiles mis esfuerzos, sino que el solo hecho de pensar en el

asunto algunas veces ensombrecía mi mente con una cierta melancolía fatal para

la investigación, pues "todas las cosas decaen y languidecen". En tal estado de

ánimo solía encaminarme a uno de los seis cementerios ubicados en los

alrededores de la casa en que me hospedaba. Prefería -en general- el más grande

y populoso, donde medio acre de tierra hallábase sembrado con esqueletos

destrozados. Buscando con prolijidad, se encontraban allí algunos adornos y

puntas de flecha que habían sido enterrados con los muertos. Yo me sentaba o

caminaba sobre la arena caliente y amarilla, sobre esa pérfida arena a la cual

se había confiado en vano, hacia tantos años,. el amargo secreto, y pisaba

cuidadosamente para no hollar las calaveras que tenía a la vista, aunque el

próximo animal salvaje que pasara las destrozaría con sus cascos como si fueran

frágiles vasos de vidrio. La superficie pulida e intensamente blanca de esos

cráneos reflejaba la luz del día con tanta fuerza, por haber estado largo tiempo

expuesta al sol, que casi dañaba los ojos. Solía detenerme en los lugares en que

había muchas juntas, para levantarlas y examinarlas una por una, pero luego las

volvía a colocar cuidadosamente en el suelo. Y algunas veces, sosteniéndolas en

mis manos, dejaba escurrir la arena de las cavidades, y contemplando el

brillante chorro, mientras caía, me asaltaban los más inútiles pensamientos y

conjeturas.

 

 

 

 

IV

ASPECTOS DEL VALLE

 

 

 

Para retornar brevemente a esos calvarios que visité con frecuencia en el valle,

no como coleccionista ni arqueólogo, ni siquiera guiado por un espíritu

científico, sino solo en apariencia para entregarme a mis lúgubres pensamientos:

¿Qué habría visto en la cavidad vacía de esos Insepultos cráneos rotos si

hubiera podido contemplar allí, como reflejada en una mágica bola de cristal, la

imagen del mundo que tenían esos hombres?

Tal pregunta no podría ni debiera ser formulada a la vista de un cráneo humano

en cualquier otra región, pero en la Patagonia ello no parece grotesco ni

siquiera inútil o fantástico, como la idea que tenía Buffon de una figura

geométrica impresa en las circunvoluciones del cerebro. Por el contrario, hasta

parece natural, y la respuesta es fácil, y solo puede ser la siguiente:

En la cavidad, extendiéndose de un lado a otro, habría aparecido una banda de

color, con bordes grises, que iría disminuyendo su tono, más azules hacia el

exterior, para palidecer del todo finalmente; entre los bordes grises, la banda

sería verde, y a lo largo de esta banda mediana, no siempre en el centro,

aparecería una línea sinuosa y brillante, semejando una serpiente de pellejo

reluciente que descansa sobre el pasto. Porque el río tiene que haber sido, para

los aborígenes del valle, el eje principal de la naturaleza y de la vida del

hombre. Si algunos nómades o colonizadores de pueblos cisandinos o transandinos

llevaron allí sus tradiciones u otros sistemas sobrenaturales, resultado de una

naturaleza diferente, ellos habían sido modificados, si no completamente,

disueltos y arrastrados por esa rápida y eterna Corriente verde, a cuyo lado

continuaban viviendo, de generación en generación, olvidando todas las cosas

antiguas. El agua brillante estaba siempre a la vista, y al salir del valle solo

encontraban un desierto gris -soledad donde la vida del hombre era imposible-

tan extenso que se perdía en la bruma azul del horizonte. Más allá no había

nada.

En esa banda gris, en los límites de lo desconocido, buscaban tortugas, cazaban

unos pocos animales salvajes, recogían frutos silvestres, huesos y maderas duras

para hacer armas; y luego retornaban al río, como niños que regresan junto a su

madre. Todas las cosas se reflejaban en sus aguas: el cielo azul, las nubes y

los astros, los árboles y las altas hierbas de sus márgenes y sus propios

rostros oscuros, y así como ellos se reflejaban en el río, también la corriente

se reflejaba en sus cerebros. Por eso, el anciano que quedaba ciego podía seguir

viviendo feliz, olvidado de su desgracia, ya que siempre llevaba en la mente la

imagen luminosa y persistente del río. Para él éste era. más sagrado que todos

los otros objetos y fuerzas de la naturaleza; los Incas adoraban al Sol, los

relámpagos y el arco iris, para los habitantes del valle, el río era más que

éstos: era lo más poderoso que existía en la naturaleza, lo más benéfico y su

dios más excelso.

Si los primeros pobladores de. esta tierra dejaron descendencia, si quedaron

sobrevivientes de aquella época que dejó rastros de un talento creciente en sus

trabajos de piedra, es algo que ignoro, y que quizá nadie sepa. Probablemente no

sea así; los pocos indios que ahora moran en el valle son -al parecer- colonos

modernos procedentes de otras familias y naciones; sin embargo, no me sorprendió

saber que, no mucho antes de mi visita, algunos de esos salvajes semicivilizados

y semicristianos habían sacrificado un toro blanco en holocausto del río,

arrojando a las aguas su cuerpo aun caliente y sangrante. Los mismos colonos

europeos han sido influidos por las peculiares condiciones de vida y el

fanatismo que los ata al río, del que dependían. Al principio yo mismo parecía

dispuesto a reírme del lugar que el no ocupaba en la mente de todos los hombres,

pero después de vivir unos meses en sus márgenes me avergoncé al recordar mi

irreverencia, como si hubiera cometido un sacrilegio. Aun hoy me es imposible

recordar al río patagónico como uno de los tantos que he conocido. Comparados

con él, los demás parecen vulgares y sin otro fin que el de proporcionar agua a

los hombres y a las bestias, y servir como canales para el transporte.

Un día, una mujer nacida en el lugar, acompañada por seis niños de brillantes

ojos azules, llegó de visita a la casa en que me hospedaba. Mientras los mayores

conversábamos y tomábamos mate en la sala, uno de los pequeños, de nueve años

aproximadamente, abandonó sus juegos y se llegó hasta nosotros. Yo lo llamé a mi

lado entreteniéndolo un rato con cuentos y hablándole de pájaros y otros

animales. El niño me preguntó dónde vivía.

-Mi hogar -le dije- está en las pampas de Buenos Aires, mucho más al norte de la

Patagonia.

-¿Es cerca del río? -interrogó-. ¿Está en la misma orilla, como esta casa?

Le expliqué que quedaba en una gran llanura cubierta de pasto, que allí no había

río y que cuando montaba a caballo no tenía que subir ni bajar a los valles,

sino galopar rectamente en cualquier dirección, norte, sur, este u oeste. Me

escuchó parpadeando de asombro y, luego, salió con una risa alegre a reunirse

con los otros niños, que estaban jugando. Fue como si le hubiera dicho que yo

vivía sobre un árbol que crecía hasta las nubes, o debajo del mar, o cualquier

otra cosa inverosímil; para él aquello era nada más una broma. Su madre, sentada

cerca de nosotros, nos había estado escuchando y, cuando el niño se alejó

riendo, traté de explicarle que para un chico nacido y criado en ese valle,

encerrado entre las espinosas y áridas mesetas, resulta inconcebible que en

otros lugares la gente pueda vivir fuera de un valle y lejos de un río. Ella me

miró con expresión de sorpresa, como tratando de ver mentalmente lo que sus ojos

no habían visto nunca, como queriendo imaginar algo de la nada. Asintió con

palabras vacilantes, y me di cuenta de que había cometido una indiscreción, pues

en ese momento recordé que también la madre había nacido en el valle -era la

bisnieta de uno de los fundadores de la colonia- y que quizá fuera tan incapaz

como el niño de sospechar una situación distinta a la que siempre había estado

acostumbrada.

 Me pareció que allí los niños llevarían una vida sana y feliz, especialmente los

que tenían su hogar en la parte angosta del valle, pues podían recorrer todos

los días las mesetas llenas de espinos, en busca de huevos de pájaros, o

intentar esas pequeñas aventuras, emocionantes y sabrosas, que tanto significan

en la vida infantil. En ese lugar, los más preciados huevos son los del tinamu o

martineta copetona (Colodroma elegans), que pone cerca de una docena tan grandes

como los de la gallina y con una cáscara pulida de color verde oscuro, así como

también los de la más pequeña Nothura daidarwini, cuyo tinte varía entre el

borra de vino y el rojizo. En verano y otoño los frutos y gomas dulces son

abundantes. Existe un arbusto de hojas grises muy buscado por su savia, la que

fluye del tronco y se solidifica en pequeños grumos que tienen el aspecto y el

gusto del azúcar blanco. También crece un pequeño cactus en forma de disco con

afiladas espinas que lo defienden, el que da un fruto amarillo rosado de sabor

muy agradable, y otro gran cactus que mide más de un metro de alto, de un verde

tan oscuro que parece negro, comparado con los arbustos de color gris pálido;

llama la atención su espléndida flor carmesí, pero su fruto, del mismo tono, es

tan insípido que nadie lo come. Pese a ello, como su color es tan hermoso, el

solo verlo proporciona suficiente placer. La planta no es muy común, y aun

andando todo el día no es fácil encontrar muchas de esas frutas: Como las

piedras preciosas, existen en pequeñas cantidades.

El fruto del chañar es del tamaño de una cereza, con un carozo en el centro; la

pulpa es blanca y la piel dorada; el sabor es peculiar y delicioso y al parecer

gusta mucho a los pájaros, de modo que los niños raramente lo disfrutan.

Otro fruto silvestre ofrece el piquillín (Condalia spínosa), arbusto de hojas

oscuras que mencioné en el primer capitulo. Sus bayas pequeñas, de forma oval,

nacen en tal profusión que durante el otoño convierten sus copas en compactas

masas oscuras. Hay dos variedades: punzó y púrpura casi negro, como las endrinas

y las zarzamoras. Su sabor es fuerte y agradable, siendo apreciado muy

especialmente por los niños, quienes a menudo presentan los labios manchados de

rojo por su delicioso jugo.

 Volviendo al tema del río, su magnetismo es probablemente intensificado por los

monótonos tintes gris, verde y marrón de sus orillas. El brillo de las aguas,

con su poderoso efecto, nos fascina, y la vista se posa en ellas como en un

camino de plata reluciente; es decir, de plata en ciertas condiciones de la

atmósfera, y de pulido acero, en otras.

En general, no existe allí ninguna otra cosa brillante en la naturaleza que

llame la atención y desvíe nuestra vista. Solo dos veces al año, en primavera y

otoño, se ven algo así como esplendentes masas de vegetación. La más común de

las plantas de follaje gris que crecen en las tierras altas que bordean el valle

es el chañar (Gurliaca decorticans); un árbol por la forma, pero poco más que un

arbusto por su tamaño. Hacia fines de octubre se cubre entera-mente de racimos

de flores que, por su apariencia, tamaño y sobre todo brillante color amarillo,

se asemejan a las de la retama. En esa época las tierras altas, a todo lo largo

del valle, ofrecen un aspecto singularmente alegre, y de nuevo en el otoño se

tornan amarillas -el profundo amarillo de la xantofila-, cuando las hojas de los

sauces colorados que crecen en las márgenes del río cambian de color, antes de

caer.

Este tipo de sauce (Salix humboldtiana) es el único árbol silvestre de gran

tamaño que se encuentra en la región; no sé si exista en la Patagonia antes de

la llegada de los españoles. Ese árbol, que majestuosamente crece desde hace un

siglo, está predestinado a ser cómoda percha y mirador de las águilas grises que

abundan en el valle y de los todavía más comunes buitres y caranchos, así como

también alta morada de la noble bandurria. Sirve, asimismo, de hogar y vivienda

al ñacurutú (lechuzón magallánico) y al gato montés "Felis geoffroyi". Por

último, hasta al puma le es dable descansar a gusto en las ramas horizontales,

que se elevan a diez o doce metros sobre el suelo. Como su madera es blanda,

puede cortarse fácilmente, y al caer al río forma una especie de balsa que la

corriente arrastra aguas abajo y que luego usan los habitantes como combustible

barato, para edificar chozas o con otros fines.

En el punto más alto a que llegué durante mis excursiones a lo largo del valle,

a unos ciento noventa kilómetros de la costa, encontré un extenso monte de estos

sauces, muchos de gran tamaño, y otros secos de tan viejos. Visité el lugar con

un amigo inglés que vivía unos treinta kilómetros más abajo, y pasamos un día y

medio abriéndonos paso por entre los altos pastos y los arbustos, bajo los

árboles delgados que, por ser pleno invierno, estaban despojados de hojas. El

tiempo era el peor que yo había soportado en el lugar. un frío penetrante,

vientos huracanados y frecuentes tormentas de lluvia y granizo. Los ásperos y

húmedos troncos de los árboles se elevaban altos y rectos como negros pilares,

emergiendo del exuberante pastizal, y en las ramas más altas se posaba una

innumerable cantidad de cuervos (Cathartes atratus), que permanecían

monótonamente en ellas todo el día, a la espera del buen tiempo, con el que

habían de salir en busca de alimento. En el suelo este cuervo parece

insignificante, especialmente cuando se menea y salta ejecutando el "balanceo

del gavilán", al disputar a sus compañeros un animal muerto; pero si se lo ve

bien posado en una rama alta, con su pequeña cabeza rugosa y pelada, el cuello y

el pico corvo resaltan sobre la negra superficie de sus alas plegadas y adquiere

cierta prestancia. Como no me interesaba matar cuervos, y eran ellos las únicas

presas posibles, renuncié a la caza.

Poco después de las doce del segundo día, ensillamos nuestros caballos y

emprendimos el regreso a casa. Pese a que el viento soplaba con más fuerza que

de costumbre, azotando el agua del río, que se festoneaba de abundante espuma en

la orilla opuesta, y caía a menudo lluvia y granizo, ese viaje de retorno me

resultó magnífico y no lo olvidaré mientras viva.

Nunca me pareció la Patagonia tan sobria ni tan tristemente gris como esa tarde

en la que galopamos rápidamente a lo largo de la costa norte. El suelo,

exceptuando los lugares tapizados por el pasto de invierno, había adquirido un

color marrón, acentuado por efecto de la lluvia infiltrada; en las boscosas

tierras altas, el gris era profundo, mientras el cielo se ponía tormentoso y

oscuro. Pero luego comenzó a brillar el sol por el oeste, asomándose justamente

detrás de nosotros por entre 'los claros que le dejaban las nubes; al mismo

tiempo apareció ante nuestros ojos un espléndido arco iris de colores tan vivos

que prorrumpimos en exclamaciones de júbilo. Cabalgamos cerca de una hora

admirando esta visión de gloria; a la derecha habla bosques y más bosques de

sauces deshojados, que mostraban sus oscuras cortezas; a la izquierda, loma tras

loma de grises espinos. Grandes bandadas de avutardas se elevaban continuamente

delante de nosotros, emitiendo penetrantes silbidos y profundos y solemnes

graznidos. El arco de fuego y agua seguía allí, palideciendo a ratos hasta casi

desaparecer, para brillar luego con mayor intensidad y esplendor, pues adquiría

más Claridad a medida que el sol se hundía en el horizonte.

Quizá los colores no fueran más fuertes que los de muchos otros arcos iris que

antes había visto; pero el contraste con el gris universal de la tierra y el

cielo, en aquel invierno gris y en esa región donde el panorama es tan pobre en

matices, hacía resaltar poderosamente su hermosura, de manera que el espectáculo

nos embriagaba como el vino. Dice Bacon que agrada más a los ojos un bordado

brillante sobre un fondo oscuro. En efecto, lo comprobamos observando el

magnifico arco verde y violeta sobre el inmenso telón gris pizarra. Porque la

naturaleza es demasiado sabia como "para segar el éxtasis de un placer poco

frecuente".

Un día de gloria y esplendor sobrenatural aparece solamente después de muchos

otros monótonos y sombríos. Se lo espera y desea, y su llegada es recibida con

fiestas y regocijos; así el día en que se hizo la paz, en que retornó nuestro

amor o cuando nos llegó un hijo. Tales visiones son como ciertos sonidos, que no

sólo nos deleitan con su pureza y calidad, sino que despiertan en nosotros

sentimientos imposibles de escudriñar y analizar; resultan familiares y, sin

embargo, extraños, con una belleza que no pertenece a la tierra; como si un

amigo muy querido, muerto hace tiempo, transfigurado, inesperadamente nos mirara

desde el cielo. Curiosamente, por lo que hasta el momento se sabe, han sido los

Incas los únicos adoradores del arco iris.

Una tarde de otoño presencié, cerca del pueblo, una extraordinaria y magnífica

puesta de sol. En el cielo, casi totalmente despejado, se destacaban algunas

nubes hacia el oeste, que se pintaron con colores vivos y brillantes después que

el sol desapareció, y el horizonte, antes pálido, empezó a iluminarse con un haz

de rayos rojos, como si fuera un enorme abanico de fuego. Estaba yo de pie cerca

de la costa, mirando hacia occidente por sobre el río, y observé que de pronto

el agua cambiaba su tono verde por un rojo intenso, que se extendía a ambos

lados hasta donde abarcaba mi vista. El agua corría, y en el centro, la

superficie encrespada formaba olas que temblaban y centelleaban como una llama;

en la orilla opuesta, donde las filas de altos álamos de Lombardía se reflejaban

en el agua, el río tomaba un delicado matiz violeta. Tal espectáculo duró cinco

o seis minutos, pues Juego los colores fueron oscureciéndose gradualmente, hasta

desaparecer.

Había leído y oído hablar con frecuencia de este fenómeno y muchas personas me

habían asegurado haberlo visto "con sus propios ojos". Pero uno no sabe qué es

lo que los otros han observado. Contemplé a menudo, en la superficie del océano,

de un lago o de un río, la tonalidad rosada del crepúsculo; pero fue rara suerte

para mí ver en ese momento el agua convertirse en sangre y fuego, después de la

puesta del sol, y prolongarse esta visión maravillosa hasta el anochecer,

haciendo que la tierra y los árboles, por contraste, parecieran negros. No he

tenido ocasión de observarlo nuevamente desde aquel día, y creo que si en el

globo terrestre existiera algún río que adquiriese semejante aspecto con

frecuencia, sería ya famoso y atraería continuamente turistas de tierras

lejanas, como sucede con el Chimborazo y las cataratas del Niágara.

Entre el pueblo y el mar, como por unos treinta kilómetros, el valle está en su

mayor parte sobre el lado sur del río; en la orilla norte, la corriente de agua

se acerca mucho y en algunos lugares lame la barranca. Recorrí su curso por

ambas márgenes, cabalgando por la costa. La orilla norte era arenosa, estando

respaldada por bajas dunas que se extendían a lo lejos hasta perderse en el

infinito; pero por la margen sur, más allá del valle, un inmenso y escarpado

precipicio miraba hacia el océano. Una corta aventura con un cóndor, el único

que encontré en la Patagonia, puede dar una idea de la altura de esta pared

rocosa. Ibamos a caballo con un amigo, a lo largo del acantilado, cuando

apareció el majestuoso pájaro, que descolgándose del cenit llegó a revolotear a

unos quince metros sobre nuestras cabezas. Mi compañero levantó su escopeta e

hizo fuego, y oímos resonar el tiro en las plumas duras de las amplias alas

inmóviles. No cabía duda de que alguna de las municiones habla penetrado en su

carne, pues cayó rápidamente hasta la orilla del precipicio, desapareciendo de

nuestra vista. Desmontamos y nos acercamos con cautela al borde del terrible

murallón, pero aunque miramos detenidamente hacia abajo no descubrimos nada. De

nuevo a caballo, avanzamos poco más de mil metros, para llegar adonde terminaba

la roca escarpada, y galopar luego en sentido contrario al pie del acantilado,

sobre una estrecha franja de playa que dejaba en seco la marea baja. Cuando

arribamos al lugar buscado, en el cual suponíamos hallar al cóndor muerto, lo

vimos de nuevo, posado en la boca de una pequeña cavidad abierta entre la

piedra, cerca de la cúspide, y su tamaño parecía a esa distancia no mayor que el

de un buaro. Estaba a salvo, fuera del alcance de nuestras armas, y si la herida

no era mortal podría volar sobre esa costa desolada para pelear, por medio siglo

aún, con los cuervos y las águilas, disputándose los restos de focas y pescados.

Cerca de la desembocadura del río existe una isla baja y chata de unos

ochocientos metros de largo, cubierta en su mayor parte por gruesos pastos y

espadañas; sus únicos habitantes son unos cuantos cerdos, cuyo número se

mantiene constante a pesar de las crecidas que cubren a veces la isla entera y a

pesar también de los hambrientos caranchos y águilas que acechan de continuo el

paso de algún lechón descarriado. Hace muchos años, mientras algunos gauchos

arreaban una tropa de vacas cerca de la costa, cayó una ternera al agua, y

aunque pudo nadar hasta la isla, su dueño la consideró perdida. Más o menos un

año después, un hombre fue a la isla en busca de juncos para un tejado, y

presenció un curioso cuadro: la vaca dormía, echada a lo largo, en una hondonada

pequeña y cubierta de hierba, y unos veinticinco cerdos dormían también,

amontonados a su alrededor. Aparentemente, todos querían tenerla por almohada, y

la vaca quedaba casi escondida debajo de ellos. De pronto, uno de los animales

advirtió la presencia del extraño y dio la voz de alarma; todos se levantaron

rápidamente y desaparecieron detrás de un macizo de juncos. La vaca, condenada a

vivir "sola, aunque no solitaria", fue vista más tarde, en varias oportunidades,

seguida siempre por sus feroces compañeros, que la escoltaban como si trataran

de protegerla. Durante algunos años la fama de la vaca convertida en jefa y

soberana de los cerdos salvajes de la isla se extendió por todo el valle, hasta

que un hombre, por cierto nada "sentimental", llego un día al pequeño reinado

con un rifle, disparó sobre ella y la mató.

Esto me hace pensar que, pese a lo que nos han enseñado, muchas veces el hombre

es algo inferior a los animales.

Después de oír tal incidente es imposible sentirse con buen apetito ante un

plato de carne de cerdo o un asado de vaca.

 

 

 

 

V

UN PERRO EN EL EXILIO

 

 

 

Río arriba, en la estancia inglesa, donde permanecí un largo período, había

varios perros, algunos del tipo que es común en la Argentina: un animal de pelo

suave, cuyo color varía, pero más a menudo es rojizo o negro, y cuyo tamaño

también difiere, siendo en general tan grande como un collie escocés. Había

asimismo algunos de raza, los que me interesaron particularmente porque no

habían sido amaestrados ni encaminados en ningún sentido, con el fin de sacar

algún provecho de sus buenas cualidades. Era curioso observar como, librados a

sus propios recursos, pasaban penurias al par de sus congéneres. De todos ellos,

el único capaz de adaptarse a las nuevas circunstancias era un collie escocés,

un hermoso animal de pura sangre.

El perro común del campo colabora en muchas tareas: gran amante de la caza,

aunque mal cazador; excelente buscavida, buen guardián y destructor de animales

dañinos, y muy indiferente como ovejero, pero irremplazable para juntar y arrear ganado. Fuera de estas cosas, que aprende solo, no se le puede enseñar nada más, y con gran trabajo se consigue que adquiera algunas habilidades ornamentales como la de dar la mano o vigilar un sobretodo o el bastón dejados a su cuidado. Es un animal muy común, nieto del chacal y primo hermano del perro de mala ralea de Europa y del paria de oriente.

Entre los canes de raza fina, el collie es el que más se aproxima a este tipo primitivo levemente  perfeccionado, y cuando retorna a la naturaleza se siente a sus anchas, y no inhibido como el “ pointer” y otros perros de raza por instintos más profundamente arraigados.

De cualquier modo, este ejemplar aceptó mansamente la vida ruda y los trabajos de sus nuevos compañeros, convirtiéndose, por su valor y energía inagotable, en jefe y superior, especialmente en la caza. De todas la presas, prefería lo zorros; cuando veía alguno en sus correrías por el valle, invariablemente se adelantaba a los perros nativos, para alcanzarlo y darle muerte él solo. Si todos estos canes hubieran adoptado juntamente la vida salvaje, no creo que el collie se encontrara en desventaja respecto de los otros.

No sucedía lo mismo con los cuatro galgos de pura raza que vivían allí; nunca los sacaban a cazar y no podían participar, como el collie, en las tareas ordinarias del establecimiento; eran, por lo tanto, completamente inútiles y, por cierto, tampoco deleitaban la vista. Cuando los vi por primera vez me inspiraron lástima, pues se hallaban esqueléticos y tan rengos que apenas podían caminar, aparte de estar llenos de heridas y rasguños causados por las espinas. Me dijeron que esa era la consecuencia de haberse escapado a cazar por los montes de espinos, cosa que habían hecho por propia iniciativa. Durante tres o cuatro días permanecieron inactivos, despertándose únicamente para cojear hasta la cocina, en busca de comida. Poco a poco fueron mejorando: las lastimaduras cicatrizaban, sus costillares se ponían suaves y lisos, se restablecían de  su renguera; pero apenas su salud se lo permitió, desaparecieron durante la noche, yéndose a cazar de nuevo. Estuvieron ausentes dos noches y un día, y regresaron más desmejorados que antes a buscar reposo para sus fatigas y alivio para sus heridas. Una vez bien, se fueron nuevamente, y así continuaron durante todo el tiempo de mi estada. Si se los hubiera abandonado a sus propios recursos, estos perros pronto habrían perecido.

Otro miembro de esa heterogenia comunidad canina era un perdiguero, uno de los más hermosos que haya visto, más bien pequeño y con una cabeza perfecta. Con el pelo rizado, a cierta distancia daba la impresión de ser un perro tallado en ébano, con sus múltiples pequeñas ondas casi simétricas. Mayor –ese era su nombre- hubiera constituido un excelente modelo para una escultura. Era viejo pero activo, y no muy gordo; a veces acompañaba a los otros perros, aunque en apariencia no podía marchar al mismo paso que ellos, por lo que volvía después de unas h oras, siempre solo, con aire algo desconsolado.

Siempre tuve preferencia por este tipo de perro, no por la ayuda que me hayan prestado, sino porque me resultaron más apropiados que las otras razas cada vez que necesité acompañarme de un perro. No son tontos ni inquietos; se comportan tranquilamente y no irritan nunca con perpetuas e impacientes exigencias con el fin de que se les haga caso. No me agradan los perros movedizos, efusivos, que nunca se pueden dominar, pues nos incitan a atenderlos y nos ponen en un plano subordinado, siendo uno su asistente en vez de serlo ellos.

El aspecto de Mayor me atrajo desde el principio, y él, por su parte, respondió con entusiasmo a mi simpatía siguiéndome a todas partes como si temiera perderme de vista un minuto. El dueño de la estancia me advirtió que no lo llevara conmigo cuando saliera de caza, pues era viejo, estaba casi ciego, y solía tener extraños caprichos, lo que lo hacía poco menos que inútil. Había sido un excelente perdiguero, pero aún en sus mejores épocas no se había podido confiar en él. Ahora resultaba bastante malo.

Yo me resistía a creer en su ceguera, que no se adivinaba en sus ojos castaños inteligentes, pensativos, llenos de vida, interesados en todo lo que se movía a su alrededor; pero observándolo comprendí que su visión se limitaba a veinte centímetros más allá de la nariz; sin embargo su excelente oído y olfato lo guiaban tan bien que nadie, conociéndolo poco, hubiera advertido el defecto de su vista.

Naturalmente, después de esto, no me quedaba más que acariciarle la cabeza y dirigirle palabras amables en cualquier lugar que lo encontrara; pero eso no bastaba para el viejo Mayor. Era un perro enérgico y fuerte, con una fe absoluta en su capacidad como perdiguero, a pesar de sus años, y cuando alguien llegaba a la casa y lo llamaba deliberadamente para hacerle alguna manifestación afectuosa, no creía ni por un momento que sus deberes hacia el recién llegado terminaran allí.

Día tras día se aferraba a la idea de que iba a acompañarme en las pequeñas excursiones de caza que yo realizaba por los alrededores, y cada vez que yo tomaba una escopeta abandonaba su lugar, junto a la puerta, y empezaba a correr con tales demostraciones de alegría y gestos implorantes que me resultaba difícil reprenderlo. Causaba tristeza verlo parado allí, levantando primero una oreja, después la otra, esforzándose por penetrar en la oscura niebla que separaba sus pobres ojos miopes de mi cara y advertir algún gesto de asentimiento.

Evidentemente el viejo Mayor no era feliz, a pesar de lo mucho que tenía; estaba fuerte y bien alimentado, tratábaselo con bondad y los otros perros lo miraban con ese respeto instintivo que siempre inspira el más viejo, el más fuerte o el más dominador; pero su corazón estaba intranquilo y descontento. No podía soportar una vida inactiva. De una sola manera gastaba su exceso de energía; cuando, por la tarde, bajábamos al río a bañarnos y nos divertíamos arrojando enormes troncos y ramas secas a la rápida corriente. Mayor exponía entonces su vida, para evitar que alguno de aquellos inútiles troncos se perdiera; pero así desperdiciaba energías, y Mayor lo sabía muy bien, tanto que esos momentos en el río no lo hacían nada feliz. Su desgracia empezó a entristecerme, y cada vez que me alejaba de la casa, su expresión muda e implorante me perseguía, hasta que llegó un momento en que no pude verlo sufrir más. Mayor venció, y su alegría y gratitud fueron tan grandes cuando lo llamé, después de terciarme la escopeta, que sentí más placer que luego de muchas cacerías.

Nada importante sucedió durante nuestras primeras excursiones. Mayor se mostró demasiado impetuoso, aunque obediente y ansioso de agradarme. Pensé que su excesiva impetuosidad se debía a que había estado largo tiempo sin hacer nada, pero que pronto entraría de lleno a trabajar seria y mesuradamente.

Por fin llegó el gran día para Mayor. Una mañana vi una pequeña bandada de flamencos que dormitaban plácidamente en una laguna, a cierta distancia de la orilla. Como la laguna estaba bordeada por una densa pared de altos juncos, me fue posible aproximarme sin ser visto. Me arrastré por entre las plantas con febril y expectante alegría, no porque los flamencos fueran escasos en ese paraje, sin porque delante de mi se encontraba el más grande y hermoso que hubiera visto en mi vida. Era, pues, la oportunidad de conseguir un ejemplar perfecto, cosa que ansiaba desde hacía mucho tiempo. Creo que mi mano temblaba mucho; sin embargo el ave cayó, cuando hice fuego. Sentí una gran alegría, pero rápidamente se tornó en desesperación cuando observé que un trecho de tierra pantanoso y lleno de juncos me separaba del codiciado ejemplar. ¿ Cómo alcanzarlo? Era demasiado aventurado internarse en esas grandes lagunas que existen en el valle, pues debajo de las aguas quietas aguarda un lecho de fango blando, lo suficientemente profundo para servir de tumba a un gigante. Recordé a Mayor, pero en ningún momento se me ocurrió que el pobre perro fuera el más indicado para esa tarea. Cuando oyó la detonación, corrió rápidamente hacia delante, hasta la pared de apretados juncos; pero, después de luchar en vano tratando de abrirse paso, volvió agitado  hacia mí. Ya no había nada que hacer. “ Mayor, ven acá”, le grité, y agarrando un cascote lo arrojé tan lejos como me fuera posible en dirección al flamenco muerto. Paró el perro las orejas y escuchó para darse cuenta del trayecto seguido por el proyectil, y cuando el ruido que hizo la piedra al chocar contra el agua llegó hasta nosotros, se lanzó nuevamente contra los juncos. Después de una lucha violenta logró atravesarlos y comenzó a avanzar en las aguas profundas, nadando en todas direcciones, hasta que pudo colocarse en la dirección del viento y buscar al ave mediante el olfato. Esta fue la parte más fácil de trabajo, pues cuando Mayor volvió al juncal con el pájaro entre los dientes, lo oí chapotear, resoplando y tosiendo medio ahogado; pensé que la presa estaría terriblemente dañada. Al fin apareció, más tan exhausto por el esfuerzo que apenas podía tenerse en pie, y depositó la presa  a mis plantas. ¡ Qué espléndido animal! Era un macho viejo, excesivamente gordo ( pesaba cerca de siete kilos) y, sin embargo, Mayor lo había traído a través de ese cenegal, sin lesionarlo ni manchar su maravilloso plumaje, rosa y blanco. De no hallarse el perdiguero tan sucio de barro, le habría demostrado mi agradecimiento levantándolo en brazos, aunque se sintió muy contento con las palabras de aprobación que le dirigí. Regresamos a casa de excelente humor, sintiéndonos satisfechos el uno del otro y con nosotros mismos.

Esa noche, después de comer, sentado junto al fuego, mientras saboreaba con placer mi café y mi pipa del más fuerte “cavendish”, relaté las aventuras del día, y entonces por primera vez me contaron la extraordinaria historia de Mayor.

Por su nacimiento era escocés y había pertenecido al conde de Zetland. A causa de su hermosura y gran inteligencia, lo tenían al principio en mucha estima, pero una gota de sangre negra en sus venas lo llevo por mal camino por lo que fue condenado, finalmente, a una muerte ignominiosa; escapó de ella para convertirse en un pionero de la civilización en el desierto, demostrando aún en su vejez, y cuando ya la vista le había fallado, la nobleza de su estirpe.

Matar ovejas fue su crimen. Habiendo perseguido a las rápidas cheviots y caras negras en los montes y páramos, probó su sangre y, encontrándola dulce, el viejo instinto del perro salvaje se avivó en sus entrañas. El nuevo placer lo obsesionó al extremo de olvidar todas las restricciones. La vida salvaje era, después de todo, la verdadera. ¿ Qué le importaban a Mayor el bienestar de las mayorías y las modernas teorías sobre la división del trabajo, en la cual la parte más insignificante se le había asignado a él? ¿ Podía seguir esa existencia miserable, recogiendo los pájaros primeramente descubiertos por un setter o un pointer  luego muertos por el rifle de un hombre? Después de todo al pájaro no lo comía ninguno de ellos, aunque como premio le daban buenas  raciones de bizcochos y carne de alguna vaca carneada lejos de su vista por el carnicero. No se resignaba a someterse a un sistema tan artificial; él mismo mataría sus corderos en los páramos y se comería la carne cruda y tibia todavía, a la buena usanza antigua, para gozar de la vida como lo habría hecho, indudablemente, todo perro que se preciara hacía mil años.

Naturalmente, estas cosas no podían permitirse en una propiedad bien administrada, y como supusieran que un perro del espíritu de Mayor preferiría la muerte a la esclavitud de las cadenas, se lo condenó a morir. Pero antes de cumplirse la terrible sentencia, el guardabosque del conde contó este incidente a un caballero, y éste se lo pidió al dueño para regalárselo a un amigo que se disponía a establecerse en la Patagonia, adonde deseaba llevar algunos buenos perros. Fue así como Mayor se libró de la pena de muerte y después de ver y, probablemente, de reflexionar mucho, llegó a su destino. Y digo que sin duda reflexionó mucho porque, en su nuevo hogar, nunca trató de saciar su criminal apetito con la sangre de las ovejas, y si llegaba a encontrar una majada en su camino, lo que sucedía a menudo, la evitaba resueltamente, alejándose lo más ligero que podía, para no oír sus balidos.

Todo lo que me dijeron contribuyó a mejorar mi opinión acerca de Mayor, y recordando lo que había hecho por la tarde, pensé que el período más glorioso de su vida comenzaba y que ahora iniciaría la serie de proezas que habrían de eclipsar por completo los más grandes hechos de todos los perdigueros del mundo.

Relataré ahora la segunda hazaña de Mayor. Como las avutardas eran muy sabrosas, nos habíamos acostumbrado a comerlas frías en el desayuno, con café, a veces sin pan,  Nunca olvidaré, aunque parezca raro, esos deliciosos desayunos patagónicos.

Si bien era cierto que las avutardas abundaban, mostrábanse muy prudentes, lo que dificultaba su caza. Pero como nadie se molestaba en conseguirlas, aunque todos protestaban enérgicamente cuando no se las servían por la mañana, yo solía dispararles algunos cartuchos.

Un día vi una gran bandada de estas aves que se había posado en la orilla pantanosa de una laguna. Me acerqué sigilosamente para no espantarlas. Por fortuna estaban muy excitadas, fuerte y continuamente,  como si discutieran algo importante, y en esa agitación general mi presencia pasó inadvertida. Mientras, de distintas direcciones, llegaban más avutardas en pequeños grupos, que aumentaban el bullicio, yo avancé gateando sobre el terreno áspero y, al llegar a una distancia de sesenta metros, hice fuego en medio del grupo. Las aves se elevaron de pronto con grandes choques de alas y gritos agudos , pero cinco quedaron agitándose sobre el agua. Mayor se dirigió enseguida hacia ellas, aunque dos que quizás no estaban malheridas se alejaron nadando antes de que pudiera alcanzarlas. Guiado hacia las tres restantes por el estruendose aleteo de su lucha con la muerte, trasladó una por una, no a su dueño que esperaba anhelante, sino a una pequeña isla situada a unos cien metros de la orilla.

Cuando las tuvo juntas, observé con indescriptible asombro y congoja como las mordía, gruñendo con una divertida afectación de cólera, y como les arrancaba montones de plumas, que se esparcían en nubes sobre su cabeza. A mis gritos respondía con movimientos de la cola y con cortos y alegres ladridos, para volver enseguida a las aves muertas. Parecía decirme con toda claridad que me oía perfectamente, pero que no estaba dispuesto a obedecerme y que le resultaba muy divertido jugar con las avutardas, lo que seguiría haciendo hasta que se cansara.

-¡Mayor, Mayor – gritaba yo -, eres un perro vil y desagradecido! ¿ Así me pagas mis bondades y la ayuda que te presté cuando los demás hablaban mal de ti y te obligaban a quedarte en casa, tratándote con desdeñosa indiferencia? ¡Oh, bestia despreciable, de cuantos desayunos nos están privando tus villanos dientes!

En vano me encolericé y lo amenacé, diciéndole que nunca más volvería a hablarle, que lo castigaría y que había visto matar perros por cosas más leves. Lo llamé hasta quedar ronco, pero todo fue inútil. Mayor, haciendo oído sordo a mis recriminaciones, continuó mordiendo y desplumando a las avutardas. Al fin, cansado de su juego, saltó tranquilamente al agua  y nadó hacia mí, dejando las aves en la isla. Yo lo esperé con un garrote, para vengarme; pensaba agarrarlo y pegarle no bien estuviera a mi lado. Afortunadamente para él, tenía que nadar un gran trecho antes de llegar a tierra, lo cual me permitió pensar que si lo recibía de esa forma nunca conseguiría las avutardas , esas tres magníficas piezas de color blanco y marrón que tanto me había costado cazar. Sí, sería mejor disimular, ser diplomático y recibirlo amablemente, tratando de convencerlo de que volviera a la isla en busca de los animales. Mientras así pensaba llegó Mayor y se sentó frente a mí sin sacudirse, demostrando que empezaba a sentir cierto remordimiento.

Acariciándole la cabeza mojada y con voz dulce, le dije:

Mayor, me has tratado muy mal; pero no voy a castigarte, y te daré ahora otra oportunidad. Tú, que eres un perro bueno y obediente, ve y tráeme las avutardas. Y con esto lo empujé suavemente hacia el agua. Mayor me entendió y se dejó llevar – aunque de mala gana – nadando de nuevo hacia la isla. Al llegar a ella se acercó a los pájaros, los examinó con el olfato y se sentó a pensar. Lo llamé, pero no me hizo caso. ¡ Con qué ansiedad esperé su decisión!

Al fin pareció decidirse; levantóse sacudiéndose vigorosamente y –resulta increíble- empezó a morder nuevamente a las aves. Pero ahoya ya no jugaba con ellas, ni ladraba, ni esparcía las plumas por todos lados, sino que les desgarraba la carne de una manera salvaje. Cuando las hubo destrozado completamente, reduciéndolas a pedazos, se lanzó otra vez al agua, pero nadó en dirección distinta y alcanzó la orilla en un sitio apartado, lejos de mí, y sospechando que ya no lo perdonaría, se arrastró por entre los juncos yéndose solo a la casa. Cuando regresé a la estancia me evitó cuidadosamente.

Yo creo que cuando Mayor volvió al lado de las aves tenía la intención de traérmelas; pero al encontrarlas tan mutiladas pensó que ya me había ofendido irremisiblemente, por lo que decidió evitarse el trabajo de transportarlas. El pobre no se dio cuenta de que trayéndomelas habría demostrado su arrepentimiento, ganando así mi perdón; mas ya no lo merecía. Toda su lealtad lo había abandonado, esta vez para siempre, y desde entonces lo consideré un pobre degenerado. Si volví a acariciar su siempre erguida testa, lo hice con el espíritu de quien arroja una moneda a un mendigo, satisfaciéndome observar que Mayor adivinaba mi pensamiento.

Pero todo esto pasó hace muchos años, y ahora no puedo menos que recordar con cariño al viejo perdiguero ciego que tan mal se portó con mis avutardas. Puedo hasta reírme de mí mismo por haber permitido que un inextirpable antropomorfismo me llevara tan lejos, recordando y describiendo estas aventuras. Pero la falta es disculpable en este caso, pues Mayor se distinguía entre los otros perros, así como descuella un hombre de talento entre sus semejantes. Dudo que otro, colocado en las mismas circunstancias e impedido por su enfermedad, hubiera cobrado aquel espléndido flamenco; pero, al mismo tiempo que esta buena cualidad, poseía una innata proclividad al mal, una súbita reversión hacia el irresponsable perro salvaje, un espíritu infernal-hablando en términos humanos-que lo condenó al destierro y lo convirtió al fin en una figura tan interesante como patética.

 

 

 

 

 

 

VI

LA GUERRA CON LA NATURALEZA

 

 

 

 

 

 Mientras permanecí en Río Negro, las cartas y periódicos me llegaban muy de vez

en cuando. En una ocasión pasé cerca de dos meses sin recibirlos, y cuando por

fin tuve un diario ante mis ojos lo tomé ávidamente y recorrí con rapidez las

columnas, o mejor dicho los títulos, en busca de noticias importantes del

extranjero; pero después de un momento lo dejé para escuchar a alguien que

hablaba en la misma habitación, y al fin me fuí de allí sin haberlo leído.

Supongo que al principio lo tomé maquinalmente, con el mismo instinto con que el

gato se abalanza sobre el ratón aunque no tenga hambre. Era tan solo la

manifestación de un viejo hábito, una treta del inconsciente, que nos

explicaríamos observando a una persona cuya vida ha transcurrido siempre en una

choza, en el preciso instante de cruzar la puerta de una catedral o al pasar

bajo una alta arcada: lógicamente se inclinaría, sin darse cuenta, para no

golpear su frente contra un dintel imaginario.

Pensé al abandonar la habitación en que había dejado el periódico sin leerlo,

que mí constante preocupación por los asuntos del mundo habla desaparecido en

gran parte; sin embargo, esta idea no me chocó ni me asombró descubrir semejante

indiferencia, aunque hasta entonces siempre me interesaran profundamente los

acontecimientos que se desarrollaban sobre el gran tablero político mundial.

¿Qué había sucedido en esos dos meses -me preguntaba- o de qué copa encantada

habría bebido para sufrir tal transformación?

Había bebido de la copa de la naturaleza, y mis días habían transcurrido en paz.

Pensé entonces que la pasión por la política, la perpetua exigencia de

novedades, es solo un afiebrado sentimiento artificial, un elemento necesario en

ciertas condiciones de nuestra vida, del cual nos separamos cuando nos damos

cuenta de que no nos es indispensable. Igual le sucede al alcohólico cuando se

aparta de la tentación: recupera su salud y descubre con sorpresa que puede

vivir sin la ayuda de estimulantes. Es muy fácil renegar de esta situación libre

y agradable; en el último caso, el hombre liberado vuelve a la bebida, y en el

anterior, a la lectura de los editoriales y a las fogosas expresiones de

aquellos que hacen de la política su profesión. No puedo jactarme de no haber

sido culpable de apostasía; sin embargo, la lección que me dio la naturaleza en

aquel apartado lugar no fue desperdiciada, y mientras duró mi estado de ánimo la

encontré muy de mi gusto. Comprobaba con placer que mi mente no necesitaba el

estímulo de muchos telegramas diarios o de la discusión de probabilidades

remotas para salir de su letargo. Las cosas que antes no me atraían, ocupaban

ahora mi pensamiento, llenándome de gratas emociones. ¡Qué sanamente humano me

parecía encontrar interés en los recuerdos del pueblo, la vida doméstica, los

placeres sencillos, las inquietudes y luchas de la gente con quien vivía! Este

sentimiento solo lo habrá experimentado en alto grado aquel que haya dejado de

preocuparse por los ambiciosos proyectos de Rusia, la situación de la Sublime

Puerta o la reunión o disolución de los parlamentos. Cuando los problemas del

Oriente perdieron para mí su anterior fascinación, encontré un mundo lo

suficientemente amplio como para depositar mi simpatía en la pequeña comunidad

de hombres y mujeres de Río Negro.

Durante más de un siglo ha existido la colonia, a pesar de que cientos de leguas

de tierras desoladas le impiden toda comunicación con otras poblaciones

cristianas y de que la rodee un gran desierto árido y cubierto de espinos, tan

solo poblado por pumas, avestruces y tribus nómades de salvajes. En esta

romántica soledad, los colonos pasan toda su vida vagando en su niñez por las

boscosas mesetas; más tarde, al llegar a la edad adulta, una nube oscurece su

horizonte lleno de sol -el miedo al indio-, y viven siempre listos para montar a

caballo y empuñar las armas cuando los estampidos del cañón anuncian

estruendosamente la alarma desde el fuerte.

Necesariamente la guerra entre blancos e indios debía ser a muerte, ya que la

lucha no solo se entabló contra las tribus salvajes que defendían su feudo de

los que le robaron su herencia, sino contra la naturaleza, pues desde el momento

en que el hombre empieza a cultivar la tierra, a introducir el ganado y a matar

más animales salvajes de los que necesita para alimentarse -y el hombre

civilizado debe hacer todo esto, con el fin de crear las condiciones que imagina

necesarias para su subsistencia- está en antagonismo con la naturaleza, y debe

padecer infinitas persecusiones por parte de ella. Después de un siglo de

permanencia en e! valle, el colono se ha arraigado tanto que nadie lograría

sacarlo de allí. Hace veinticinco años, un gran cacique aún podía llegar al

pueblo montado en su caballo, haciendo resonar la plata de su apero y agitando

la lanza, para exigir, por medio de amenazas, se le pagase el tributo anual de

ganado, hojas de cuchillo, añil y cochinilla. Pero ahora el espíritu del indio

ha sido doblegado, pues su raza ha decaído tanto en número como en coraje.

Durante la última década su sangre regó abundantemente muchos lugares del

desierto; sin embargo, dentro de algún tiempo se dejará de pensar en la

vendetta, porque el indio ya no existirá más.

En cambio, la naturaleza -ahora sin su aliado indígena- mantiene todavía el

conflicto, y alista los elementos, los pájaros, las bestias y los insectos para

luchar contra el odiado perturbador blanco, cuyo modo de vida no concuerda con

el suyo. En primer término figuran las fieras. Los pumas infestan el lugar;

estos astutos y audaces ladrones frecuentan la ribera durante todo el año, pero

en invierno las temibles bestias descienden en gran número de las mesetas para

dar muerte a ovejas y caballos, siendo sumamente difícil seguirles el rastro

hasta sus madrigueras, en la espesura de los bosques de espinos. Me dijeron que

los pastores y cuidadores de ganado mataban más de cien pumas por año.

Los estragos que causa la langosta son aún mayores. En verano, yo recorría con

frecuencia leguas enteras que estaban completamente cubiertas de estos insectos

dañinos, los que se elevaban en nubes delante de mí, produciendo con sus alas un

ruido semejante al de un viento fuerte. Me dijeron que todos los años sucedía lo

mismo: aparecían en algún lugar del valle y destruían las cosechas y los pastos.

Había también allí un número incalculable de pájaros de variadas especies. Este

sitio era un paraíso para el turista ocioso y sin arraigo. Un día vi un trigal

destruido, y advertí que los tallos estaban rotos y pelados de manera bastante

curiosa. Me sorprendí cuando el dueño del campo me dijo que tal destrozo era

obra de las gallaretas. Miles de esas aves subían desde el río todas las noches

y, a pesar de lo mucho que se hacía para asustarías y espantarlas, habían

concluido por arruinar la cosecha.

A ambos lados de la solitaria colonia se extiende el desierto inhabitado;

inhabitable, en realidad, por su carencia de agua y su suelo arenoso y árido

donde solo crecen espinos enanos. Ese lugar es, sin embargo, un inmenso criadero

de aves, y nunca finaliza una estación sin que lleguen al valle legiones

hambrientas de diferentes clases. Durante mi estada observé que las palomas, los

patos y los gansos eran los mayores enemigos del agricultor. Cuando empezó la

siembra, las palomas (Columba maculosa) llegaron también por millares a comer

los granos, que en esa región se siembran a voleo. En muchas granjas 'las matan

con rifle o las envenenan; en otras, los perros aprenden a perseguirlas, aunque,

pese a todas estas medidas, se devoran la mitad de las semillas depositadas en

los surcos. Igual sucede con el maíz, pues cuando está completamente maduro y

listo para ser cosechado aparecen grandes bandadas de patos barcinos, también

llamados patos maiceros (Dafíla spínacauda), que se lo devoran.

Apenas empieza el invierno es temible la llegada de las avutardas (Cloephaga

magellaníca) emigrantes. Resulta muy difícil ahuyentarías, especialmente cuando

el trigo es nuevo o cuando empieza a germinar. He visto con frecuencia bandadas

de estas aves comiendo tranquilamente a la sombra de los espantapájaros

colocados allí para asustarías. Hacen mas daño aún en los terrenos de pastoreo,

donde acuden en número tan elevado que no dejan una hoja de trébol, con lo que

privan a las ovejas de su único alimento. En algunas haciendas, peones jóvenes

recorren a caballo los sembrados dando fuertes gritos que espantan a los dañinos

animales; pero su labor es infructuosa, porque nuevos ejércitos de avutardas en

su viaje hacia el norte se detienen allí, convirtiendo al valle en un vasto

campamento, y no dejan siquiera una brizna de hierba para el hambriento ganado.

Vista a la distancia, desde cómodas casas, esta lucha del hombre contra las

innumerables fuerzas destructoras de la naturaleza parece ser el mayor desastre

en la vida del colono, algo así como una gota amarga que, vertida en la copa,

torna desagradable su sabor. Es una idea errónea, aunque la mayoría de los que

actualmente luchan no lo admitiría. Ello es extraño, pero no inexplicable.

Nuestros sentimientos con respecto a muchas cosas se modifican a medida que

progresamos en la vida y ampliamos nuestra experiencia, aunque en la generalidad

de los casos seguimos usando las mismas expresiones que hemos aprendido en la

niñez. Continuamos llamando negro al negro porque así nos lo enseñaron, pese a

que en la actualidad pueda parecernos púrpura, azul o de otro color. Aprendemos

una especie de lenguaje afeminado en el hogar, nos lo enseñan los maestros y los

libros escritos bajo techo, y tiene que servimos. Es falso, pero su falsedad tal

vez nunca se reconozca claramente. La naturaleza nos emancipa y el sentimiento

cambia, mas no se ha pensado en profundidad sobre el asunto y la idea es vaga.

Oímos a ciertas personas relatar las luchas y tormentos de su juventud o de su

vida pasada, recibiendo sin inmutarse palabras de simpatía o de piedad de los

que las escuchan, y, aunque en su cerebro no haya una luz muy clara, sienten en

su corazón que estas cosas constituyeron su verdadera dicha y que, si no

hubieran existido, la vida para ellas habría sido mucho menos sabrosa. Para el

hombre sano o para aquel cuyos instintos viriles no se han atrofiado por la vida

artificial que hacemos, la lucha -si no física, por lo menos mental- es

indispensable para la felicidad. Un principio de la naturaleza es que solo puede

mantenerse la fuerza por medio de la lucha. Cuando alguna especie no hace uso de

ella o no la necesita, se degenera. Pero la situación de los animales inferiores

con respecto a la dureza o al esplendor de sus vidas no nos incumbe. Nos gusta

creer que todos en algún sentido son felices, aunque es difícil suponer que lo

son en el mismo grado. Podemos captar la diferencia que existe entre el

perezoso, ese mamífero tan protegido, que se duerme rápidamente en cuanto abraza

su rama, y el gato montés, que ante la necesidad de salvarse, mantiene todas sus

facultades despiertas y aguzadas.

En lo que se refiere al hombre, que tiene la facultad de analizarse a sí mismo y

de ver en las otras mentes a través de la propia, el caso es muy distinto y

merece estudiarse. Sobre este tema pueden escribirse páginas, capítulos y aun

libros, pero no es necesario, ya que cada uno encuentra fácilmente la verdad en

su propia experiencia. Esta le dirá si le produjeron más satisfacción los días

duros o los fáciles de su vida, y si valoró más los triunfos conseguidos en la

lucha que los no buscados. Aun en la niñez, presumiendo que sus primeros años

pasaron en condiciones bastante naturales, esos golpes y moretones, rasguños y

aguijonazos de abejas furiosas sirvieron tan solo para despertar un espíritu que

tenía en sí algo de poder consciente y alegría, y en esto el niño fue el padre

del hombre.

Mas el asunto que especialmente me interesa ahora es la vida del colono en una

región nueva e inculta, y corno allí experimenta los mayores, los más reales y

en muchos casos los únicos placeres de su existencia y ellos son habitualmente

denominados sufrimientos, se me debe perdonar que me detenga en el terna.

Dice Mill que nuestra felicidad es siempre ilusoria, pues si fuéramos capaces de

ver las cosas como son, la vida resultaría una carga inaguantable. De ser

verídica esta doctrina, consideraríamos un cruel favor advertir al emigrante:

"No encontrarás aquello que sales a buscar".

Esto no quiere decir que no hallará la felicidad, la que, como la lluvia y la

luz del sol, llega igualmente a todos los hombres, aunque en una medida más

moderada. Solo significa que la forma particular de felicidad que anhela nunca

será suya. Pero no temamos hacer esta advertencia, ni aun gritaría públicamente,

porque él no le daría crédito ni la escucharía. Su pensamiento está fijo en los

tres premios gloriosos que lo empujan: aventura, fama y oro. Estas magníficas

manzanas son, tal vez, tan accesibles y fáciles de obtener en el hogar como

lejos de él; pero el joven entusiasta, mirándolas a través de su imaginario

telescopio, cree que allende el océano cuelgan de ramas más bajas, y supone que

solo es necesario atravesarlo para agarrarlas. Dejando de lado esta metáfora, la

aventura en ese lugar distante le parecerá tan común como el aire que respira,

proporcionándole durante el camino un placer vigorizador al avanzar hacia la

posesión de cosas tan placenteras. Con el cerebro ágil, el espíritu intrépido y

las manos dispuestas, que son característicos de los habitantes de las Islas

Británicas, será capaz, seguramente, de adquirir fama, ese lindo pedacito de

cinta que tantos hombres gustan lucir.

Sin embargo, es el oro la mira principal de su viaje. Sabiendo cuánto puede

hacerse con él en su país, donde se lo estima tanto, tratará de proveerse de

buena cantidad para su regreso. El método preciso para adquirirlo no le preocupa

basta que llega a destino; tal vez será el resultado de su trabajo, pero en la

mayor parte de los casos considerará más agradable conseguirlo en su estado

primitivo, durante sus excursiones por los bosques. Los sencillos aborígenes,

siempre dispuestos a satisfacer un gusto excéntrico, lo ayudarán a recolectarlo,

y con una pequeña remuneración, compuesta por cuentas de colores y espejos de

bolsillo, lo transportarán en grandes sacos hasta el puerto de embarque. No

quiere decir esto que el inmigrante tenga siempre ilusiones tan halagüeñas;

dejémoslo sombrear su cuadro hasta que el tono corresponda a su creación

individual; seguirán siendo un sueño y una ilusión, a pesar de todo. No

encontrará su placer en estas cosas que nunca serán suyas, ni acariciando sus

sueños, sino en algo muy diferente.

No me refiero a ese gran porcentaje de inmigrantes que no encontrarán ni

placeres ni cosas buenas. Para el joven de temperamento ardiente y generoso que

llega a alguna ciudad distante, donde todos los hombres son libres e iguales y

donde los rígidos convencionalismos del Viejo Mundo son desconocidos, resulta

muy duro de creer, quizá, que cuando él caiga ninguna mano lo ayudará a

levantarse; que cuando diga estas simples palabras: He agotado todos mis

recursos, las sonrientes caras que lo rodeaban desaparecerán como por encanto;

que el poco dinero que le quede en el bolsillo será como una cadena que pierde

un eslabón cada día, evitándole un terrible destino. Pero no divaguemos más

sobre esa miseria moral; sigamos a ese juicioso e intrépido muchacho que,

echándose la capa a la cara, pasa indemne a través de la atmósfera envenenada

del desembarcadero y corre miles de kilómetros mientras siempre delante de él,

como una sangrienta bandera roja, se agita y brilla el sueño que lo incita a

avanzar. Y ahora, al final de su viaje, la realidad pone sobre él sus manos

rudas, sacudiéndolo brutalmente; y, antes de que se haya repuesto del golpe, esa

bandera roja en la cual han estado fijos sus ojos durante tanto tiempo se irá

desvaneciendo poco a poco, hasta desaparecer, al cabo, como una nube en el

lejano horizonte. Pero no la extraña, pues lo concreto ocupa ahora todo su

pensamiento. Cuando un hombre está luchando contra las olas no se pone a

examinar con curiosidad el paisaje, ni se queja de que los árboles no tengan

hermosas flores. La nueva aventura ocupa el sitio de los sueños desvanecidos,

los que, como los nenúfares, crecen solo en aguas estancadas. No hay en ese

lugar ninguna de las comodidades de que ha gozado desde la infancia,

considerándolas casi como un fruto espontáneo de la tierra; no hay persona

alguna para realizar los oficios necesarios, por lo que este delicado caballero

se ve obligado a lustrarse los zapatos, a amansar y atar al arado los bueyes y

caballos, matar los corderos y asarlos él mismo. Nada hay allí, en verdad, sino

la ruda naturaleza que se resiste a ser sometida, y el emigrante solo cuenta

para dominarla, con sus manos débiles y suaves.

¡Qué dura parece -a quien está habituado a las comodidades de la civilización y

no familiarizado con las labores manuales- la suerte del colono que ha dejado

detrás de sí una existencia fácil y hermosos sueños y tiene por delante

únicamente la perspectiva de largos años de trabajos ininterrumpidos, pensando

que cada día será menos capaz de volver a la dulce vida del pasado! Mientras

tanto, y como único premio, solo tendrá el suficiente alimento para satisfacer

su apetito y una rústica vivienda para defenderse del calor o del frío, de las

torrenciales lluvias del invierno y de las enceguecedoras nubes de polvo del

verano. Sin embargo, es feliz, porque para compensar las comodidades

desaparecidas y los vanos esplendores hay en su dura existencia algo más noble

que la esperanza de lograr una prosperidad futura.

Desde el instante en que se interna en el desierto el colono experimenta la

sensación de que tendrá que sostener una lucha continua, no habiendo sentimiento

comparable a éste para templarlo e inspirarlo con un sano y constante interés

por la vida. A ello se agrega el encanto de la novedad que causa esa

interminable sucesión de sorpresas que la naturaleza prepara al poblador, algo

desconocido en la vida rural de las regiones sometidas durante mucho tiempo a

cultivos. Los más grandes desastres y dificultades tienen la virtud de acentuar

este encanto, y de ahí que disminuya su poder para abatir el espíritu humano.

El joven entusiasta que recorre Londres despidiéndose de sus amigos y ultimando

los preparativos de su viaje tal vez sonría ante estas líneas, porque todavía

alimenta su ilusión. Mas no trato de descorazonarlo; por el contrario, le hablo

de una límpida corriente de agua que allá en el lugar a donde se dirige le

permitirá durante muchos años refrescarse diariamente y de la que sentirá

(aunque no lo piense ni lo diga) que es la más encantadora que existe sobre la

tierra.

Es duro vivir en el seno de una naturaleza indomada o sometida a medias, pero

hay en ello una maravillosa fascinación. Desde nuestro confortable hogar en

Inglaterra la naturaleza nos parece una paciente trabajadora, que obedece

siempre sin quejarse, sin rebelarse nunca y sin murmurar contra el hombre que le

impone sus tareas; así puede cumplir la labor asignada, aunque algunas veces las

fuerzas le fallen. ¡Qué extraño resulta ver a esta naturaleza, insensible e

inmutable, transformada más allá de los mares en un ser inconstante y

caprichoso, difícil de gobernar; una hermosa y cruel ondina que maravilla por su

originalidad y que parece más amable cuanto más nos atormenta! Alguien que tan

pronto ríe como llora, tirana y esclava alternativamente, desbaratando hoy el

trabajo de ayer o realizando mañana, contenta, más de lo que se espera de ella,

y que de repente, frenética, hunde sus dientes malignos en la mano del que la

golpea o la acaricia... Todos estos cambios rápidos e incomprensibles, aunque

dañan y destruyen nuestros planes, repercuten en la mente, sacudiendo energías

latentes cuyo des. cubrimiento nos llena de satisfacción. Pero aún no hemos

sondeado todas sus profundidades, ni nos imaginamos, al ver sus frecuentes

sonrisas placenteras, hasta dónde puede llevarla su fiero enojo. A veces es

presa del furor que le causan las indignidades a que la sujeta el hombre podando

sus plantas, levantando su suelo blando, pisoteando sus flores y sus hierbas.

Entonces adopta su más negro y terrible aspecto, y como una mujer hermosa que en

su furia olvida su delicadeza, arranca de raíz los más nobles árboles y levanta

la tierra esparciéndola por las alturas y dándole al cielo un tinte aun más

sombrío. Y como si la oscuridad no fuera suficiente para aterrorizarnos, inflama

el poderoso caos que ha creado cruzándolo con latigazos de fuego, mientras el

suelo es sacudido con sus coléricos truenos. Cuando se cree que la maldición ha

caído sobre el hombre y toda su obra, cuando se han agotado las energías para

proseguir la lucha, su genio cambia, se calman los arrebatos y parece no quedar

rastro de ellos cuando miramos hacía arriba y nos reconforta su pacífica

sonrisa. Estas iras sublimes son, no obstante, poco frecuentes y se olvidan con

rapidez. El hombre aprende a despreciar las amenazas de un cataclismo que nunca

llega y sigue enderezando viejos árboles, cultivando el suelo y alimentando las

manadas con su pasto y sus flores. El dominará los ímpetus salvajes algún día,

pero el momento no ha llegado aún, pues la naturaleza luchará por mantener su

antigua supremacía. Y el hombre no puede alterar inmediatamente el inveterado

orden, al cual se aferra tenazmente, como el indio a su vida salvaje. La

naturaleza ha fracasado en su intento de ahuyentar al hombre. El se ríe de su

máscara terrorífica porque sabe que ésta la sofoca y que, por lo tanto, no podrá

soportarla mucho tiempo. Acabará por desecharla y hará la guerra al hombre de

otra manera. Se someterá a su yugo y será dócil, para poder traicionarlo y

vencerlo al fin; inventará mil sorpresas y tretas extrañas, para molestarlo en

cien formas; zumbará en sus oídos y clavará aguijones en su carne; lo enfermará

con el perfume de las flores y lo envenenará con la dulce miel, y cuando repose,

a la hora del descanso, lo aterrorizará con una súbita aparición de un par de

ojos sin párpados y una temblorosa lengua en forma de horquilla.

El hombre esparce las semillas, y mientras espera que germinen y brote la verde

espiga, la tierra se abre, dando paso a un ejército de langostas amarillas que

las devoran. Ella también, caminando invisible a su lado, arroja sus milagrosas

semillas junto a las suyas. Pero él no se deja vencer, porque destruirá a esos

listados y moteados seres, secará los pantanos, incendiará los bosques y

praderas, y matará a sus salvajes animalillos por millares, para cubrir las

llanuras de ganado, ondulantes plantas de trigo y montes frutales. Y ella,

escondiendo la cólera que hierve en su corazón, sale un día al amanecer,

secretamente, y sopla sus trompetas sobre las montañas, llamando en su auxilio a

sus innumerables hijos. Se halla en apuros y grita para que los hijos que la

aman vengan a ayudarla y defenderla, y muy pronto, del norte y del sur, del este

y del oeste, llegan por millares seres que se arrastran por el suelo y avanzan

por el aire nubes que oscurecen el cielo. Ratones y grillos pululan en los

sembrados; mil pájaros audaces reducen a piltrafas los espantapájaros, con el

fin de proveerse de la paja necesaria para construir sus nidos; son devorados

los verdes pastos y los árboles, ahora descortezados, parecen enormes esqueletos

blancos sobre los campos desnudos y solitarios; agrietados y resecos por el

fuerte sol. Cuando el hombre llega al colmo de la desesperación, cesa por fin el

ataque y el hambre diezma las huestes de sus enemigos, que se devoran los unos a

los otros y perecen en su totalidad. Todavía vive él para lamentar su pérdida,

luchando aún, invencible y resuelto. Ella también llora la destrucción de sus

hijos, que ahora, muertos, solo sirven para fertilizar el suelo y dar nueva

fuerza a su implacable enemigo. Pero tampoco se rinde; seca sus lágrimas y ríe

otra vez, pues ha encontrado un arma nueva que usará para atormentarlo durante

mucho tiempo. Diseminará por la tierra infinidad de plantas nocivas que surgirán

por doquiera, invadiendo los campos como parásitos, absorbiendo toda su humedad,

tornando a las tierras estériles. Por todas partes, como por milagro, se

extiende el manto verde de las hojas dañinas que abrigan las mieses y únicamente

producen simientes amargas y frutos venenosos. El las cortará por la mañana,

pero por la noche crecerán de nuevo; con sus queridas hierbas ella agotará su

espíritu destrozándole el corazón, y reirá, mientras él se canse cada vez más de

la infructuosa lucha, hasta que al fin, cuando ya esté a punto de perecer,

subirá de nuevo a las montañas, y haciendo sonar sus trompetas llamará otra vez

a sus súbditos para que acudan y lo destruyan definitivamente.

Y no es esto pura imaginación: he pintado a la naturaleza con colores muy

reales. Tal es la contienda en que se embarca el colono, llena de grandes e

inesperadas vicisitudes, y que requiere la mayor vigilancia y la más sutil

estrategia de su parte. Si sus sueños no se realizaron nunca, su situación no es

la peor, comparada con la de los demás. Para el que nació y se crió en la

llanura, las montañas distantes son siempre una región encantada, mas cuando

llega allí arriba se esfuma la gloria, pues han desaparecido los matices

opalinos, las sombras azuladas de la tarde y los tonos violetas del crepúsculo.

No encuentra sino una confusión de rocas amontonadas y, aunque no era esto lo

que esperaba, concluye por preferir la rudeza de la montaña a la monotonía de la

planicie.

El hombre cuya carrera termina a causa de una caída del caballo o que es

arrastrado por la corriente y se ahoga al cruzar un arroyo desbordado, ha

tenido, en la mayoría de los casos, una vida más feliz que el que muere de

apoplejía en una elegante oficina o en su lujoso comedor, o aquel a quien la

muerte sorprende leyendo -fin que parecía tan infinitamente bello a Leigh Hunt y

que a mí me resulta por demás odioso, y deja caer la cabeza sobre un libro

abierto. Es indudable que el colono no se hastió del mundo y que nunca se quejó

ni lamentó de la vanidad de todas las cosas.

 

 

 

 

VII

LA VIDA EN LA PATAGONIA

 

 

 

 

Dejemos ahora la lucha de desgaste que libró el colonizador contra la

naturaleza, en la que nubes de seres alados fueron su principal enemigo, para

considerar un conflicto más grave, la guerra que sostuvo contra los nativos

hostiles. En ella se vieron envueltas las pequeñas poblaciones aisladas muy a

menudo durante su siglo de existencia. Quiero relatar un episodio de su

memorable historia, porque en este caso los habitantes de la Patagonia, por

única vez, tuvieron que oponer sus fuerzas a un enemigo civilizado y extranjero.

El relato resulta tan extraño, aun en los románticos anales sudamericanos, que

hasta parece increíble. Sin embargo, los principales hechos pueden comprobarse

en documentos históricos y los detalles que mencionaré me fueron suministrados

por personas que vivían en el lugar y estaban familiarizadas con ellos desde la

niñez.

En los comienzos de este siglo, los brasileños se persuadieron de que en la

nación Argentina tenían un decidido adversario de su política agresiva y de

pillaje; por muchos años se mantuvieron en guerra con Buenos Aires, desplegando

todas sus débiles energías en ataques por tierra y por mar para destruir a su

molesto rival, hasta que en 1928, finalmente, abandonaron la contienda. Durante

esta guerra los imperialistas concibieron la idea de capturar la colonia

patagónica de El Carmen que, según sabían, carecía de toda protección. Se

enviaron para efectuar esta insignificante conquista tres barcos de guerra con

gran número de soldados, los que llegaron a la desembocadura del río Negro sin

mayores inconvenientes, pero al atravesar la barra, naufragó uno de los barcos.

Los otros dos lograron penetrar sin novedad en el río. La tropa, que constaba de

quinientos hombres, desembarcó, siendo enviada a capturar la ciudad, situada a

treinta kilómetros de la costa. Los barcos avanzaron al mismo tiempo por el río,

aunque se pensó que esta cooperación sería casi innecesaria para apoderarse de

un lugar tan débil como El Carmen. Afortunadamente para los colonos, la armada

imperial encontró nuevas dificultades en su navegación, ya que una de las naves

encalló en un banco de arena, a mitad de camino; la otra siguió sola, pero llegó

a El Carmen cuando ya habían sido derrotadas las fuerzas de tierra. Estas, ante

la imposibilidad de continuar su marcha por la costa, a causa de que las altas

barrancas eran interceptadas por valles y hondonadas y estaban cubiertas por una

densa vegetación de espinos, se vieron en el trance de hacer un rodeo que las

alejó varios kilómetros del río. La noticia de que se aproximaba un ejército

brasileño llegó pronto a El Carmen, donde todos los hombres capacitados se

presentaron inmediatamente al fuerte. Eran solo setenta, pero decididos a

defenderse. Encerraron a las mujeres y los niños, cargaron los cañones y los

pusieron en posición de tiro. El comandante tuvo la buena ocurrencia de

disfrazar de hombres a las mujeres mas robustas, haciéndoles ocupar un sitio

sobre los muros. Dispusiéronse también soldados improvisados con pedazos de

madera, cojines y otros materiales, de modo que, al llegar, los brasileños

quedaron grandemente sorprendidos a la vista de un ejército como de

cuatrocientos o quinientos hombres abroquelados en los parapetos que tenían al

frente. Desde la parte alta detrás de la ciudad, donde se detuvieron, podían

dominar el río, más los barcos que tan ansiosamente esperaban, no aparecían. El

día había sido caluroso y pesado, sin una nube, y esa marcha de cerca de treinta

kilómetros a través del desierto sin agua los había dejado exhaustos.

Probablemente, muchos se habían mareado durante la travesía y en ese momento se

hallaban muertos de sed, cansados y en un estado muy poco propicio para atacar

una posición al parecer tan bien defendida. Por lo tanto, resolvieron retirarse

y esperar un día o dos más para caer sobre el lugar al mismo tiempo que los

barcos. Gran regocijo y sorpresa produjo en los hombres y mujeres que estaban en

el fuerte el hecho de que el formidable enemigo se alejara sin haber disparado

un solo tiro. Cuando los brasileños desaparecieron detrás de la loma, el

comandante ordenó que sus setenta hombres arrearan todos los caballos que

pastoreaban en el valle.

Después de tres o cuatro horas de desalentadora marcha de regreso, los invasores

oyeron a sus espaldas el estruendoso galopar de innumerables cabalgaduras y, al

volver la cabeza, su terror les hizo ver un gran ejército que se les venía

encima. Eran los setenta patagones que, formando un enorme semicírculo, arreaban

más de mil caballos en una carrera desenfrenada. Los brasileños recibieron a los

equinos con una descarga de mosquetería, y aunque muchos animales fueron muertos

o heridos, los restantes, azuzados por los gritos de los hombres que venían

detrás y cegados por el pánico, cayeron rápidamente sobre los invasores.

Entretanto, los pobladores habían hecho fuego sobre el confuso montón de hombres

y caballos, y por una singular casualidad -fue considerado como un milagro- el

oficial que comandaba las tropas imperiales cayó muerto por una bala perdida.

Los brasileños arrojaron sus armas al suelo y se rindieron a discreción.

Quinientos soldados disciplinados del Imperio claudicaban ante setenta pobres

patagones, en su mayoría granjeros, comerciantes y artesanos. El honor del

Imperio significaba muy poco para esos seres desgraciados que clamaban -no

clemencia- sino agua para sus resecas gargantas. Dejaron las armas esparcidas

por el llano y descendieron hacia el río, que estaba a unos seis kilómetros,

conducidos por sus vencedores. Llegaron a él justamente en el punto donde la

costa tiene un declive entre la Barranca de los Loros, de un lado, y la casa

donde yo me hospedaba, del otro. Como una tropa de ganado enloquecida por la

sed, entraron en el agua empujándose unos a otros, aplastando a algunos en su

prisa, y muchos, arrastrados demasiado lejos por la masa que venía detrás,

perdieron pie y fueron llevados por la corriente. Los sobrevivientes, después

que bebieron hasta hartarse, fueron arreados como ganado a El Carmen y

encerrados en el fuerte. Por la tarde llegó el barco frente a la ciudad, y al

acercarse excesivamente a la costa opuesta, quedó encallado. La tripulación se

enteró pronto del desastre sufrido por las fuerzas de tierra. Por su parte,

algunos pobladores resueltos, que se ocultaban entre los árboles de la ribera,

les hacían fuego. Los brasileños, atemorizados, se tiraron al agua y nadaron

basta la orilla; y cuando cayó la noche, los colonos coronaron las valientes

hazañas de la jornada con la captura del barco de guerra imperial "Itaparica",

que no tardó en ser reducido a pedazos, pues en Río Negro escaseaban los

materiales de construcción. Los restos del buque náufrago yacen aún en el fondo

del río, y a menudo, cuando baja la marea, las viejas vigas oscuras salen a la

superficie, y recuerdan las descarnadas costillas de un gigantesco monstruo

plioceno; varias veces bajé de mi bote y subí sobre ellas, experimentando un

gran placer. De esta manera, la pequeña colonia, con valor, astucia y decisión

para atacar en el momento preciso, se salvó de la desgracia de ser conquistada

por el infame Imperio de los trópicos.

Durante mi permanencia en la casa, situada en la Barranca de los Loros, uno de

nuestros vecinos me interesó particularmente. Sosa -así se llamaba- era famoso

por una casi sobrenatural agudeza visual; tenía un gran conocimiento de la ruda

vida de la frontera, en la que siempre se lo utilizó como explorador, en tiempos

de lucha contra los indios. Era también famoso como ladrón de caballos. Su

propensión a robar estos animales era marcadísima, aunque disculpábasele esa

maña en virtud de los servicios que prestaba. Era, en realidad, un zorro a quien

pagaban para que fuese el perro guardián de la colonia en los momentos de

peligro, y si bien las víctimas de sus innumerables robos deseaban ansiosamente

vengarse de él, su sagacidad ladina siempre le permitió escabullirse. Lo que

despertó mi curiosidad por él fue que su padre figurara en la historia

argentina. Había sido éste un gaucho ignorante que, poseyendo facultades

auditivas y una visión excepcionales y un sentido extraordinario de la

Orientación en las monótonas pampas, aparecía ante las personas vulgares como un

ser casi milagroso. Como, además, tenía otras cualidades adecuadas para un

caudillo en una región semisalvaje, obtuvo en ese tiempo que se le confiara el

mando de la frontera sudoeste, donde sus numerosas victorias sobre los indios le

dieron un prestigio tan grande como para despertar los celos del dictador Rosas

(el Nerón sudamericano, como lo llamaban sus enemigos), y a su instigación se lo

eliminó haciéndole beber veneno. El hijo, aunque respecto de todo lo demás era

un degenerado, heredó los sentidos extraordinarios de su padre. Me relataron un

caso que me impresionó vivamente. En 1861 Sosa consideró prudente desaparecer a

lo largo del río Colorado. El 12 de marzo los cazadores acamparon al lado de un

monte de sauces, en el valle, y alrededor de las nueve de la noche, mientras

estaban sentados junto al fuego asando un ñandú, Sosa se puso de pie de un salto

elevando el brazo con la mano abierta por encima de su cabeza.

-¡No sopla ni una ráfaga de viento -exclamó- y sin embargo tiemblan las hojas de

los árboles! ¿Qué puede presagiar esto?

Los otros miraron fijamente las ramas; pero, como no percibieran ningún

movimiento, empezaron a reírse, mofándose de él. Inmediatamente volvió a

sentarse, manifestó que el temblor había cesado y se quedó, al parecer, muy

preocupado durante el resto de la noche. Repetidas veces hizo notar que nunca le

había sucedido una cosa semejante, porque, afirmaba, él podía sentir hasta la

más leve brisa antes de que las hojas la percibieran, y no había soplado viento.

Temía que eso pudiera ser el anuncio de alguna desgracia para ellos, pero no fue

precisamente sobre ellos sobre quien cayó la desgracia. Esa misma noche, cuando

Sosa se levantó aterrorizado y señaló las hojas que a los otros parecieron

inmóviles, se produjo un terremoto que destruyó la distante ciudad de Mendoza, a

raíz del cual murieron mil doscientas personas bajo los escombros. Se supo

después que la ola subterránea se había extendido al este hasta el Plata y al

sur hasta la Patagonia; en las ciudades de Rosario y Buenos Aires se detuvieron

los relojes y se sintió una pequeña sacudida en El Carmen, Río Negro.

Mi huésped, cuyo nombre de pila era Ventura, había nacido en la Patagonia y no

hacia mucho que habla superado los cincuenta años. Yo suponía que habría visto

muchas cosas interesantes, de modo que lo importunaba frecuentemente para que me

narrara algunas de sus primeras aventuras en la colonia. Pero, de cualquier

manera que empezara sus cuentos, invariablemente caía en asuntos de juego y

amores. Algunas veces me gustaban, aunque no eran esos con exactitud los

recuerdos que yo quería escuchar. El imperio de sus afectos se repartía entre

Cupido y el naipe, así que había olvidado todo lo que viera o experimentara en

cincuenta años de acontecimientos, si ello no tenía alguna relación con aquellas

dos divinidades.

Una vez, sin embargo, pudo recordar una aventura de la infancia que resultó

realmente interesante. Había pasado el día en El Carmen, y de vuelta, por la

noche, mientras comíamos, me contó lo siguiente:

-Cuando tenía cerca de dieciséis años, un día me confiaron un arreo con otros

cuatro camaradas, tres muchachos como yo y un hombre maduro que nos cuidaba, que

se llamaba Marcos. Había que llevar una tropilla para el ejército a un lugar

situado a veinticinco leguas río arriba, porque 'en esa época toda la gente

debía estar a la disposición del comandante de la colonia. A mitad del camino

había un corral que estaba situado a unos doscientos metros del río, pero a

muchos kilómetros de lugar habitado. Llevamos los animales y los encerramos en

el corral; desensillamos y soltamos los caballos que habíamos montado, y

estábamos a punto de ensillar otros cuando vimos un grupo de indios que se

aproximaba para atacarnos. "Síganme, muchachos", gritó Marcos, pues no había

tiempo que perder, y corrimos hacia el río sacándonos la ropa durante la fuga.

En pocos momentos estuvimos en el agua y nadamos para salvar el pellejo mientras

resonaba en nuestros oídos la gritería de los salvajes. El río en este punto

tiene como trescientos metros de ancho y su corriente es impetuosa; dos de los

muchachos no se aventuraron a cruzarlo, mas escaparon sumergiéndose y nadando a

lo largo de la costa, bajo la sombra protectora de los árboles de la orilla,

como lo hubiera hecho un par de ratas de agua o de patos heridos, hasta que por

fin lograron refugiarse entre los juncos.

Nosotros, conducidos por Marcos, nos dirigimos osadamente hacia la margen

Opuesta -casi todos los patagones somos buenos nadadores-, pero cuando ya cerca

de ella empezábamos a felicitarnos de haber escapado, nos encontramos

repentinamente frente a otro grupo de indios a caballo, parados a pocos metros

de la costa, que esperaban en silencio nuestra llegada. Al verlos, dimos media

vuelta y nadamos otra vez hacia el centro de la corriente, cuando uno de los

muchachos, llamado Damián, empezó a gritar que estaba cansado y que si Marcos no

lo salvaba se ahogaría. Marcos le contestó que se salvara él si podía, y Damián,

reprochándole amargamente su proceder, declaró que volvería a la costa para

entregarse a los indios. Naturalmente, nadie hizo objeción alguna, ya que

estábamos incapacitados para ayudarlo, y Damián se alejó. Cuando los indios lo

vieron aproximarse, avanzaron hacia él con sus lanzas en la mano. Por supuesto,

Damián sabía perfectamente que los salvajes rara vez cargaban con un "cautivo

hombre" cuando no estaban en guerra; pero como era un muchacho inteligente, y

aunque la muerte que quizá lo esperaba resultase más penosa que la asfixia por

inmersión, entrevió una leve posibilidad de que los indios se compadecieran de

él. Así que apelando a su piedad, gritaba desde el agua, al abandonarnos:

"¡Indios! ¡Amigos! ¡Hermanos! No me maten; no soy cristiano y les aseguro que me

siento tan indio como ustedes. Aunque mi piel sea blanca, odio a mi raza y he

deseado siempre huir de ella. Me gustaría vivir con los indios, en el desierto;

es lo único que ansío. Perdónenme, hermanos, y si me llevan los serviré toda mi

vida; cazaré y pelearé con ustedes, especialmente contra los odiados

cristianos."

En el medio del río, Marcos levantó la cabeza y rió roncamente al oír tan

elocuente discurso. Aunque creíamos que pocos instantes después el pobre Damián

seria atravesado por las lanzas, nos fue imposible contener la risa. Vimos cómo

llegaba a la orilla, implorando a gritos por su vida, y nos asombramos al

comprobar sus facultades oratorias, pues nunca hasta entonces había demostrado

talento en ese sentido. Los indios tomándolo de la mano lo sacaron del agua y,

rodeándolo, se encaminaron hacia el corral. Así desapareció del valle la figura

de Damián, pues aunque más tarde se organizó una búsqueda exhaustiva, no se

encontraron ni siquiera los huesos que hubieran podido dejar los buitres y los

zorros. Después de presenciar el triste fin de nuestro compañero, Marcos y yo,

manteniéndonos a flote con el mínimo de esfuerzo posible, nos dejamos llevar por

la rápida corriente hasta alcanzar una pequeña isla en el medio del río. Con las

maderas que el agua arrastraba, construimos una balsa atando los palos con

hierbas largas y juncos, y en ella nos dirigimos a la zona poblada del valle,

donde finalmente nos pusimos a salvo.

El motivo por el cual mi huésped me contó esta historia, en vez de una de las

usuales aventuras amorosas o de juego, fue que ese mismo día había vuelto a ver

a Damián, que había regresado a la colonia, donde ya hacía mucho tiempo todos lo

habían olvidado. Treinta años expuesto al sol y a los vientos del desierto lo

habían tostado; sus palabras y modales eran tan idénticos a los de un indio, que

al principio le fue muy difícil establecer su identidad. Sus parientes, que eran

pobres, habían muerto hacía años, sin dejarle ninguna herencia, por lo que no

cabía dudar de esa extraña historia. Al parecer, cuando los indios lo ayudaron a

salir del agua y lo llevaron al corral, no estaban todos de acuerdo en lo que

debía hacerse con él. Por suerte, uno de ellos comprendía el español y tradujo

sucintamente a los Otros las palabras de Damián. Interrogaron al cautivo, y éste

inventó nuevas e ingeniosas mentiras, diciendo que era un pobre huérfano y que

el trato cruel que le daba su amo lo había decidido a escapar en busca de los

indios. El único sentimiento que tenía hacia su propia raza, les aseguraba, era

de una imperecedera animosidad, y estaba dispuesto a jurar que si le permitían

unirse a su tribu estaría siempre listo para atacar a la colonia cristiana. Dijo

que su anhelo era ver a toda la raza blanca barrida por el fuego y muerta por

sus lanzas. Los salvajes corazones de los indios se conmovieron con la triste

narración de sus sufrimientos, creyeron que sus deseos de venganza eran

verdaderos y lo llevaron a su propio hogar, donde se le permitió tomar parte en

los sencillos placeres aborígenes. Pertenecían a una tribu muy poderosa en aquel

tiempo, que habitaba un distrito llamado "Las Manzanas", situado en las fuentes

del río Negro, junto a la Cordillera de los Andes.

Según la tradición, iniciada la conquista de América del Sur, un grupo de

valientes jesuitas atravesó desde Chile la Cordillera de los Andes para predicar

el cristianismo entre las tribus de] lugar. Llevaron con ellos instrumentos de

labranza, granos y semillas de frutos europeos. Los misioneros hallaron pronto

la muerte, y no quedó de su labor sino unos pocos manzanos que hablan plantado.

Estos árboles encontraron un suelo y un clima tan favorables que se propagaron

espontáneamente hasta alcanzar un crecido número. Y todavía, después de dos o

tres siglos de estar abandonados por el hombre, los manzanos silvestres dan

excelentes frutos que los indios ingieren y, además, utilizan para hacer un

licor fermentado que llaman chicha.

A esta lejana y fértil región fue llevado Damián, para que hiciera la vida que

deseaba según sus propias manifestaciones. Había allí lomas, bosques y ríos

claros, grandes planicies ondulantes, apacibles campos de pastoreo para los

caballos salvajes, ñandúes y guanacos, y más allá del valle, la estupenda cadena

de montañas de la cordillera, un reino de encantamiento y belleza siempre

cambiante. Muy pronto, sin embargo, cuando pasó la novedad de la nueva vida y la

alegría experimentada al librarse de una muerte horrible, su corazón empezó a

sufrir un secreto dolor, porque deseaba con vehemencia estar cerca de los suyos.

Huir era imposible, y revelar sus verdaderos sentimientos equivalía a una muerte

inmediata y cruel. Le quedaba una única alternativa: aceptar complacido esa

existencia, al menos exteriormente.

Con semblante alegre emprendía largas expediciones de caza en lo más frío del

invierno, expuesto a las furiosas tormentas de viento y lluvia, e insultado y

golpeado en castigo de su torpeza, por los compañeros; por la noche, estiraba

sus piernas doloridas -sobre el húmedo suelo pedregoso y se cubría con la manta

que le permitían usar como único abrigo. Cuando los cazadores volvían

defraudados, era costumbre degollar un caballo para comer. El desdichado animal

era colgado de las patas traseras, a las ramas de un árbol grande, de modo que

toda la sangre pudiera ser recogida, pues ella es la más exquisita golosina del

salvaje patagónico. Se le abría una arteria del cuello y la sangre era recibida

en grandes vasijas de barro, debiendo el pobre Damián, cuando los salvajes se

agrupaban para deleitar su paladar, beber con ellos su parte de liquido caliente

extraído del bruto todavía vivo. En otoño, las manzanas se ponían a fermentar en

fosos cavados en la tierra, los que se cubrían con cueros de caballo, para

evitar que el jugo se derramara, y él tenía que participar, como correspondía a

un verdadero salvaje, en las grandes orgías anuales. Primero las mujeres

recogían cuidadosamente todos los cuchillos, lanzas, boleadoras y otras armas

peligrosas en manos de hombres ebrios, llevándoselos lejos, al interior del

bosque, donde se ocultaban también ellas con sus hijos. Durante días, los

guerreros se entregaban al placer de la embriaguez, y en esas oportunidades

Damián quedaba en ridículo, recibiendo golpes y maldiciones, porque los indios,

al sentir esa alegría feroz que les proporcionaba la bebida, gustaban sobre todo

tener un koko-huinche o "tonto blanco" como centro de sus burlas. Más tarde, al

llegar a la edad adulta, ya dominaba su lengua y exteriormente era un perfecto

salvaje. Se le concedió una esposa, y ésta le dio varios hijos.

Los indios adultos que había conocido cuando llegó a la tribu, así como también

los viejos, fueron desapareciendo gradualmente. Los que entonces eran niños se

habían hecho ya hombres y olvidaron el Origen cristiano y la condición de

cautivo de Damián. Pero él, junto a su compañera, que le tejía mantas y

vestidos, haciéndole todos los gustos (porque la esposa india es siempre

trabajadora, paciente y afectuosa esclava de su señor), en tanto sus pequeños

descendientes retozaban en los pastos, solía sentarse, al caer la tarde, frente

a su choza, oprimido por la pena y rumiando en la mente los tan viejos como

pertinaces sueños. Hasta que al fin, cuando su mujer empezó a arrugarse y su

piel se volvió oscura como invariablemente les sucede a las madres indias de

mediana edad-, y cuando sus hijos se fueron convirtiendo en hombres, la honda

tristeza lo resolvió a abandonar la tribu y esa vida que secretamente odiaba.

Confundido con un grupo de indios que se dirigía a la costa del Atlántico a

cazar, luego de algunos días de marcha le llegó el ansiado momento, y sin que lo

advirtieran sus compañeros, se separó de ellos, dirigiéndose solo hacia El

Carmen.

-Y allí está -concluyó Ventura cuando hubo contado la historia de Damián, con un

desprecio no disimulado en su tono-. ¡Un indio y nada más! ¡Y él cree que puede

volver a ser como uno de nosotros! ¡Si Marcos viviera, cómo se reiría al verlo

sentado en el suelo con las piernas cruzadas, solemne como un cacique,

oscurecido como cuero viejo y diciendo que es un hombre blanco! Sin embargo,

afirma que permanecerá aquí, y que aquí entre los cristianos morirá. ¡Tonto!

¿Por qué no se fugó hace veinte años, o ya que estuvo tanto tiempo en el

desierto, por qué ha vuelto ahora que no lo necesitan?

Ventura no simpatizaba con él y parecía no tener una opinión favorable de su

antiguo compañero de armas, pero a mi me emocionó el relato. Había algo patético

en la vida de ese hombre vuelto a su pueblo, extraño para sus propios

coterráneos, sin un hogar entre los plácidos viñedos, bosques de álamos y viejas

casas de piedra donde había visto por primera vez la luz. Oiría las campanas de

la torre de la capilla, como lo había hecho durante su infancia, y quizá por

primera vez se daría cuenta, con profunda tristeza, de que no podría rehacer el

pasado, ya muerto. Probablemente, también, el recuerdo de su esposa India, que

lo amara durante tantos anos, agregaría amargura a su extraña vida solitaria.

Pues muy lejos, en su hogar, todavía lo aguardaba temerosa, con los ojos velados

por la pena y fatigados de tanto mirar a la distancia, la mujer fiel que no

había de verlo regresar jamás de la misteriosa niebla del desierto.

¡Pobre Damián y pobre esposa!

 

 

 

 

VIII

LA NIEVE Y EL COLOR BLANCO

 

 

Aunque para los poetas argentinos, agosto es como abril para los europeos, el

tiempo fue en ese mes intensamente frío, produciéndose después una magnífica

nevada. Bendigo al cielo por ello, pues quizá nunca mas vea la tierra

transfigurada por el soplo del invierno antártico. Pasé la noche en el pueblo, y

al levantarme a la mañana siguiente se ofreció a mis Ojos un raro y hermosísimo

espectáculo: los caminos, los techos de las casas, los árboles y las lomas

adyacentes estaban completamente blancos. La mañana era apacible y el cielo

oscuro y plomizo, y de repente, mientras aún me encontraba en la calle, la nieve

empezó a caer una vez más y continuó así por espacio de una hora. Todo ese

tiempo estuve de pie, inmóvil, mirando los innumerables copos que descendían con

lentitud. Solo aquellos de mis lectores ingleses que, como Kingsley, hayan

anhelado ver una escena de vegetación tropical y logrado al fin satisfacer su

deseo, pueden apreciar la emoción que experimenté al ver la nieve por primera

vez.

Mi visita a la Patagonia fue rica en experiencias. Una de las primeras que se me

ofrecieron, justamente antes de llegar a sus costas, fue la blancura de un

tumultuoso mar de leche, y después de varios meses, esa nevada, de un blanco mas

intenso y más sorprendente. Sentí un gran placer al contemplar lo que tanto

había deseado; lo esperaba hacía varios meses; pero, ya en las postrimerías del

invierno, tenía pocas esperanzas de alcanzarlo. Este placer era puramente

intelectual, y cuando me pregunto si había en él algo más, un sentimiento

profundo, indefinido, solo puedo contestar que no. De mi primer contacto con la

nieve deduje que no hay en nosotros un sentimiento instintivo que se relacione

con ella, y que la emoción experimentada por muchas personas, tal vez la

mayoría, ante el blanco sudario que cubre la tierra debe de tener otro

significado.

En la novela de Herman Melville,  Moby Dick, o la ballena blanca, hay una larga

disertación, quizá la parte más hermosa del libro, acerca del blanco en la

naturaleza y sus efectos sobre la inteligencia humana. Es un tema interesante,

aunque un tanto oscuro, y como el aludido es el único escritor que lo ha

tratado, insisto sobre él, pues queda aún algo que decir. Melville señala que la

blancura aumenta la belleza de innumerables cosas naturales (mármoles, camelias

japonesas, perlas), como si ella les comunicara una virtud especial que le es

propia; que el blanco es el emblema de todo lo que consideramos más grande y

digno, y que produce en nosotros infinidad de asociaciones placenteras. "Sin

embargo continúa diciendo, a pesar de todas las asociaciones con cuanto resulta

agradable, honroso, sublime, ese color oculta en su intimidad algo ilusorio, que

produce más terror al espíritu que el rojo de la sangre."

Este autor tiene razón, sin duda, al decir que la idea de la blancura tiene algo

ilusorio y misterioso que nos fascina, pero es hasta tal punto un producto de la

imaginación, y en la mayoría de los casos tan efímero en sus efectos, que no

podemos buscarlo y reconocer su existencia en nosotros sino después que nos han

hablado de ello. Y esto solo con respecto a ciertas cosas, diferencia que no

alcanzó a ver Melville y que constituye el primer error en su tentativa "de

resolver el encantamiento de la blancura". Su segundo error, que es aún mayor,

es suponer que el color blanco, aparte del objeto con que está asociado, tiene

algo de extraño y sobrenatural para la mente. No hay "nada sobrenatural en el

color" ni "nada espectral para la fantasía" si pensamos en la blancura de las

nubes, en los blancos caballos marinos, en las aves acuáticas de color blanco,

tales como los cisnes, cigüeñas, garzas, ibis y muchas otras; ni tampoco en los

animales blancos, domésticos o salvajes; ni en las flores de ese color. Estas

pueden multiplicarse en tal profusión que esmalten de blanco campos enteros,

como lo hace la nieve, y su tonalidad no dice más a la fantasía que el amarillo,

púrpura o rojo de otras clases. Del mismo modo, la blancura de las enormes masas

de nubes no nos parece más sobrenatural que el azul del cielo o el verde de la

vegetación. En días calurosos se ve a menudo en las pampas que la superficie de

la tierra brilla con el blanco plateado del espejismo, y eso es también una

visión común y natural para la mente, como la blancura de las nubes de verano,

de las flores o de la espuma del mar.

Frente a los ejemplos mencionados, a los que pueden agregarse muchos otros,

parece evidente que ese "algo ilusorio" que encontró Melville en lo recóndito

del color blanco, ese elemento que produce más terror al espíritu que el rojo de

la sangre, no reside en la cualidad de la blancura. Después de incurrir en este

error inicial, cita muchas cosas naturales que, siendo blancas, producen en

nosotros las variadas sensaciones misteriosas y fantasmagóricas que menciona y

las que, en diversos modos, son desagradables y dolorosas. ¿Qué es -pregunta- lo

que en el albino repugna tan particularmente y choca tanto a la vista, que a

veces lo torna repelente aun para sus propios parientes y amigos? Tiene mucho

que decir sobre el oso polar y el tiburón blanco de los mares tropicales, y

llega a la conclusión de que es su blancura lo que los hace parecer más

terribles que otros animales feroces que entrañan mayor peligro para el hombre.

Habla del sordo rodar de un mar lechoso, del crujido del hielo que festonea las

montañas y de los cambios de la nieve en las praderas. Finalmente, pregunta: ¿De

dónde viene ese gigantesco fantasma que sobrecoge el alma, a la sola mención de

un mar blanco, de una tormenta blanca, de montañas blancas, etc.? Melville da

por sentado que el motivo de tal sensación, a pesar de que puede diferir según

la naturaleza y magnitud del objeto de que se trate, es uno y el mismo en todos

los casos: es la blancura y no el objeto con el cual está asociada su cualidad.

No necesitamos detenemos demasiado en el caso del albino, y aquí las

experiencias marinas de Melville podrían haberle sugerido una explicación mejor.

Los marinos (me ha convencido de esto la observación) son muy primitivos en sus

impulsos y detestan al compañero que, por no tener fuerzas o adolecer de un

defecto físico, no puede realizar la parte que le corresponde en el trabajo;

todos se unen a menudo para perseguirlo. Los salvajes y semibárbaros sienten

gran animosidad contra un miembro inepto de la comunidad, sea enfermo, achacoso

o paralítico, y el albinismo está asociado con la debilidad de la vista, y otros

defectos que pueden ser también suficiente causa de aversión. Aun entre los

seres más civilizados la presencia de una enfermedad resulta hasta cierto punto

repulsiva y desagradable, ¡especialmente en los casos en que la piel pierde su

color natural, tales como la anemia, tuberculosis, clorosis e ictericia. Ese

desagrado natural y universal que produce el albino sería aumentado entre los

salvajes por creer éstos que la inusitada palidez del individuo es algo

sobrenatural y que esa falta de color significa ausencia de alma.

En cuanto al tiburón blanco de los trópicos, explicaría fácilmente el mayor

terror que inspira porque, siendo blanco -y por lo tanto más llamativo que otros

animales peligrosos, resultaría más atrayente para nuestra vista y su imagen se

fijaría en nuestra mente, pareciéndonos mayor y más formidable. Se lo imaginará

siempre con aprensión, por lo que se llegará a mirarlo con un temor que excede

al inspirado por otros animales igualmente peligrosos o aun más para la vida

humana, pero que, al no ostentar colores llamativos, no se destacan ni crean una

imagen mental tan marcada y persistente.

Si un guerrero con vestiduras blancas como la nieve, rutilante oro o escarlata

vivo apareciera entre una hueste de hombres que pelean con espadas, lanzas y

hachas, como en la antigüedad, todos con vestidos y armaduras de colores

lúgubres y sombríos, ¿qué efecto produciría? Dondequiera que se encontrara,

todas las miradas se dirigirían a él, todos seguirían sus movimientos y gestos

con intenso interés, y sus rivales con el mayor cuidado, pues cada vez que

evitara un golpe parecería invulnerable, y cuando un enemigo cayera ante él se

creería que una fuerza sobrenatural dirige su brazo y los dioses combaten a su

lado. ¡Tan grande es el efecto de la simple apariencia! Cualquier bestia salvaje

caracterizada por su blancura y, por lo tanto, su mayor visibilidad, parecería

más temible que otra; así un toro Chillingham inspira, sin duda, a una persona

en peligro de ser atacada, más temor que uno colorado o negro. Por otro lado,

miramos a las ovejas y corderos, aunque sus vellones sean más blancos que la

nieve, con tanta indiferencia como a los conejos y cervatos, sin que el color

signifique nada para nosotros.

Queda todavía algo más que decir sobre la blancura de los animales, pero esto

vendrá más tarde. Sería más apropiado hablar primero de la blancura de la nieve

y de la del océano en efervescencia.

Todos somos capaces de experimentar en algún modo esa emoción tan poderosamente

descripta por Melville ante la vista de las olas en un mar lechoso o de montañas

blancas, aunque en muchos, sin duda tal sentimiento será poco intenso. Hay un

"algo ilusorio' en nosotros cuando contemplamos la tierra repentinamente

cubierta de nieve, pero la emoción es efímera y se la olvida con rapidez, se la

desdeña y considera como mera consecuencia de la novedad.

En Melville esa emoción era muy fuerte, lo conmovió profundamente y lo hizo

meditar mucho respecto a su significado, llegando a la conclusión de que es

instintiva en nosotros, como la que siente un caballo al olfatear a algún animal

capaz de agitarlo violentamente. El la llama sensación heredada. "Y en algunas

cosas -dice- la común experiencia hereditaria de todo el género humano no falla

al atestiguar ese algo sobrenatural que tiene este color." Finalmente, el

sentimiento descripto hace revivir en nuestra alma cosas aterradoras de un

pasado remoto, desolaciones no imaginables y calamidades estupendas que

oprimieron a la raza humana.

Es una concepción sublime, adecuadamente expresada, y mientras leemos, la

imaginación nos pinta la terrible lucha de nuestros intrépidos y bárbaros

progenitores contra el mortal frío del último período glacial; pero la pintura

es vaga: aparecen esforzadas figuras humanas en un panorama medio borrado por la

nieve que el viento barre. Fue una lucha que duró largos siglos, hasta que el

gigantesco fantasma blanco -del cual los hombres de todas partes pensaron

liberarse- se convirtió en fantasma del espíritu, un espectro de la fantasía y

un horror instintivo que los sobrevivientes transmitieron por herencia hasta

nuestros días, tan distantes de aquellos.

Es muy probable que el frío haya sido uno de los más antiguos e implacables

enemigos de nuestra especie; no obstante, rechazo la explicación de Melville, en

favor de otra que me parece más sencilla y satisfactoria: ese algo misterioso

que nos emociona ante la vista de la nieve deriva del animismo que existe en

nosotros y de una forma animista de considerar todos los fenómenos

excepcionales. Los sentimientos misteriosos que provoca la tierra nevada no

resultan tan extraordinarios, sino que tienen características semejantes a los

causados por muchos otros fenómenos, y éstos pueden experimentarse, aunque de

una manera muy sutil, casi cualquier día de nuestra vida, si vivimos en contacto

con la naturaleza.

No utilizo aquí animismo en el sentido que le da Tylor en su Primitive Culture;

en esa obra expresa una teoría de la vida, una filosofía del hombre primitivo,

que el hombre civilizado suplantó por una filosofía más avanzada. En este

contexto animismo no significa una doctrina de almas que sobreviven a los

cuerpos u objetos que habitaron, sino que es la proyección de nuestro espíritu

en la naturaleza, la atribución de la propia vida. consciente y la inteligencia

a todas las cosas, esa facultad primitiva y universal en la que se funda la..

filosofía animista de. los salvajes. Cuando nuestros filósofos dicen que tal

facultad es.. imperfecta en nosotros y suficientemente rebatida por el

razonamiento. o. que solo sobrevive durante un período de nuestra niñez, creo

que están equivocados, y pueden descubrir su error por sí mismos si, abandonando

sus libros y teorías, realizan un paseo solitario en una noche de luna por el

Bosque de Westeflnain o cualquier otro, ya que todos están encantados.

Nuestros poetas, que no se expresan científicamente, sino en el lenguaje de la

pasión, aseguran que el sol se regocija en el cielo y se ríe de la tormenta, que

la tierra se alegra con las flores en primavera y que. los campos son felices

,en; otoño, que. las nubes se enojan y lloran, y el viento suspira. "y. se queja

al pasar". Cuando así se expresan, no lo hacen "metafóricamente", como nos

enseriaron, sino en momentos de emoción; cuando volvemos a las. condiciones

primitivas de la mente, la tierra y toda la naturaleza, están vivas, son

inteligentes y sienten como nosotros-. Cuando, después de varios días nublados y

tristes, el sol aparece inesperadamente tibio y brillante, ¿quién no. ha pensado

en ese primer momento que la naturaleza toda participa. de su alegría

consciente.? O, en las primeras horas de una gran congoja, ¿quién no ha.

experimentado un sentimiento de asombro y aun de resentimiento ante la vista de

un claro cielo azul y una tierra bañada por el sol?

"No importa cuán poco acostumbrados estemos a dar Cuenta de nuestros actos y

condiciones -dice Vignoli-, todos nos hemos encontrado en circunstancias en que

se produjo la personificación momentánea de objetos naturales. La vista de algún

fenómeno extraordinario nos produce la vaga sensación de que alguien está

actuando con un propósito definido." Ciertamente no "alguien" que está fuera y

por encima del fenómeno natural, sino dentro de él y formando un todo, así como

el acto de un hombre procede de él y es el hombre mismo.

Por cierto, ese grado de animismo sólo se alcanza en muy raros momentos y

excepcionales circunstancias, cuando la naturaleza adquiere un aspecto muy

particular. Entre esos fenómenos extraordinarios, la nieve resulta, tal vez, el

más impresionante. Aparte de ser uno de los más ampliamente conocidos sobre la

tierra, está muy asociado en la mente con la suspensión anual de la actividad

benéfica de la naturaleza y, por lo tanto, con todo lo que ello significa para

la familia humana: la escasez de alimentos y las penurias y los peligros que

ofrece el frío intenso. Este conocimiento tradicional de un período inclemente

sirve solo para intensificar el animismo, que encuentra un propósito definido en

todos los fenómenos naturales y ve en la blancura de la tierra el signo de un

gran cambio, no muy bien acogido. Cambio, no muerte, puesto que la vida de la

naturaleza es eterna; pero su cordial colorido y su dulzura desaparecen. No

existe ninguna relación ni vinculo, y si cayéramos o pereciéramos a la. orilla

del camino, la naturaleza no saldría en nuestra ayuda; ahora se halla fría,

indiferente, con su respiración contenida, en un trance de pena o de pasión, y

aunque nos ve se comporta como si no nos viera, lo mismo que nosotros ante los

guijarros y hojas marchitas esparcidos por el suelo, cuando alguna gran tristeza

nos ofusca o solo hay en nuestro corazón algún propósito funesto.

Con respecto a la nieve, el sentimiento animista es más poderoso en quienes

habitan regiones donde el invierno es crudo y ven año tras año este cambio de la

naturaleza; así como las "olas de un mar lechoso" producen más inquietud en el

alma de un marino que en la del hombre de tierra firme. Melville relata una

anécdota de un viejo marino que desfallecía de miedo ante la vista de un océano

de blanca espuma entre cuyas olas se movía el barco. Declara más adelante que no

era la idea del peligro lo que lo atemorizaba, pues hallábase acostumbrado a él,

sino el color de las aguas. Y para este espíritu animista el blanco no

representaba otra cosa que la cólera del mar, y le espantaba la visión de su

tremenda ira y designios maléficos.

No hay duda de que las condiciones de vida del marino ponen en evidencia y

fortalecen el animismo latente que existe en todos nosotros; el mismo barco en

que navega es para él algo viviente y dotado de inteligencia, y cuanto más el

océano, que aun a los hombres de tierra que vuelven a navegar después de un

intervalo les parece no solo una simple extensión de agua, sino una cosa

consciente y con vida. No fue sino mi desconocimiento del mar lo que impidió que

la vista de su blancura me afectara profundamente: el animismo en mí es más

fuerte con respecto a los fenómenos terrestres, con los cuales estoy más

familiarizado.

Volvamos, antes de terminar este capítulo, al tema de los animales blancos. Y

primero, unas palabras sobre el oso polar: el terror que inspira este animal,

terror que, según dicen las personas que se han encontrado frente a él, excede

al que se experimenta ante otras bestias salvajes, ¿acaso no se debe a que se lo

asocia a la blancura terrible y desoladora del polo?

Con respecto a la existencia de una blancura anormal en animales que nos son

familiares, su vista nos afecta siempre de una manera extraña, aun en seres tan

insignificantes e inocentes como un estornino, un mirlo o un tero. Esa clara

rareza y el color poco común no llegan a justificar la intensidad del interés

despertado. Entre los salvajes, el color blanco se considera a veces

sobrenatural, y este hecho me inclina a creer que, así como un fenómeno

extraordinario produce una vaga idea de que alguien actúa con un propósito

definido, en el caso del animal blanco su color no es producto de un accidente o

la casualidad, sino que es el resultado de la voluntad de ese ser y el signo

exterior de alguna cualidad de su alma inteligente que lo distingue de los

demás. En la Patagonia oí un caso que ilustra el tema.

En la llanura, a unos cincuenta kilómetros al este de Salinas Grandes, entre una

pequeña bandada de ñandúes, apareció uno completamente blanco. Un grupo de

indios que habían salido de caza intentaron capturarlo, pero pronto dejaron de

perseguirlo. Más tarde lo llamaron dios de los ñandúes, y se decía que una gran

desgracia, tal vez la muerte, le ocurriría a la persona que se aventurara a

hacerle daño.

 

 

 

 

IX

DIAS OCIOSOS

 

 

 

La nieve que dio motivo a tan larga digresión- no había dejado de caer, cuando

el cielo azul aclaró nuevamente y emprendí el regreso por un fangoso camino. El

sol brillante hizo aparecer muy pronto gruesas grietas y líneas negras en el

inmenso manto blanco, y al poco tiempo la tierra recobró su aspecto

acostumbrado:

el alegre verde con tonos azulgrisáceos, que es la vestidura de la naturaleza en

cualquier estación, en esta parte de la Patagonia. En los arbustos de espinos,

las aves reanudaron sus cantos.

Si los pájaros de esta región no superan a los de otros lugares en dulzura,

ritmo y variedad (y no estoy seguro de que no lo logren) es indudable que se

llevan la palma por la constancia con que cantan. En primavera y a principios

del verano no cesan de oírse sus notas, y el coro es dirigido por ese

incomparable melodista que es la calandria trescolas o calandria blanca, un

visitante veraniego. Aun en los meses más fríos del invierno, junio y julio, se

oye, cuando hace buen tiempo, el ronco canturreo de la columba moteada (paloma

de monte), parecido al de la paloma torcaz de Europa, y en la orilla, desde los

deshojados sauces llegan los lamentos más suaves, como suspiros, plenos de

sentimiento salvaje, de la torcaza (Zenaida maculata).

Mientras tanto, en las mesetas boscosas se oyen los cantos de muchos paserinos,

y siempre se destaca entre ellos, con rápidas y vibrantes notas, el cabecita

negra. El pecho colorado canta en los días más fríos y cuando el tiempo es más

tempestuoso; ni el cielo más lluvioso les quita a los pinzones grises

(Diucamínor) el placer de entonar sus himnos matutinos y vespertinos, que cantan

todos juntos, formando un alegre concierto. La calandria común es todavía más

infatigable y, resguardándose del viento frío, continúa gorjeando los cantos de

su interminable repertorio hasta después de entrada la noche; su propia música

parece serle tan indispensable para la existencia como el alimento y el aire.

Días hermosos y tibios sucedieron a la nevada. Al levantarme cada mañana

exclamaba reverentemente, como el vate:

¡Oh, regalo de Dios! Día perfecto

En el que nadie debiera trabajar, sino jugar.

Días sin viento y serenos hasta el último instante, brillaba el cielo sin una

nube, y la luz del sol era suave y agradable; sonreían las grises soledades como

si fueran conscientes de la celeste influencia En este lugar es muy común el

dicho "una vez cada cien años muere un hombre en la Patagonia". Dudo que en otra

región del globo se pueda decir algo semejante, aunque se ha sugerido, con

cierta mala intención, que el proverbio se origina en el hecho de que -en esa.

región- la mayoría de la gente termina sus días de una manera violenta. No creo

que haya en el mundo un clima comparable al que puede gozarse durante el

invierno en la costa este de la Patagonia, y aunque el ya no pueda parecer

desagradable a algunas personas, a causa de los fuertes vientos que entonces

soplan, el aire es en todo tiempo tan seco y puro que allí se desconocen las

enfermedades pulmonares. Un rico comerciante de la ciudad me contó que desde

muchacho había sufrido de debilidad pulmonar y asma; en busca de salud, abandonó

su país, España, y se estableció en Buenos Aires, donde hizo muchos amigos y se

dedicó a los negocios. Pero allí también su antiguo enemigo siguió

persiguiéndolo; el asma empeoraba día a día, hasta que, por indicación de un

médico, hizo una visita a la Patagonia, donde en poco tiempo se puso

completamente bien, gozando de un bienestar que no había sentido nunca. Volvió

muy contento a Buenos Aires, pero nuevamente enfermó, y llegó a sentirse tan mal

que ya la vida le resultaba una carga. Finalmente, desesperado, vendió su

negocio y regresó al único lugar donde la existencia le era posible. Cuando lo

conocí llevaba unos catorce anos de residencia en el lugar, durante los cuales

su estado físico había sido perfecto. Pero no era feliz. Me confesó que había

comprado la salud a un precio muy alto, puesto que nunca le fue posible

adaptarse a una vida tan ruda; que él era, en esencia, un hijo de la

civilización, un hombre de ciudad, que no encuentra placer sino alternando en

sociedad, leyendo periódicos, entreteniéndose en el juego o en el café, donde se

reúne con amigos y puede hacer con ellos una agradable partida de dominó. Como

estas cosas, que él valoraba tanto, nada significaban para mí, no compartí su

descontento ni consideré que importara mucho la porción del globo que había

elegido para vivir. Pero el caso me interesó, y si alguno de mis lectores

abrigara otros ideales, si hubiera sentido el misterio y el deleite de la vida

que subyuga su alma, colmándola de entusiasmo y de deseo, y si su cuerpo sufre

los estragos de la tuberculosis que amenaza llevarlo de. este mundo demasiado

prematuramente, a esa. persona yo le diría: "Pruebe la Patagonia. Queda lejos y

encontrará aspereza en vez de la dulzura de la isla de Madera; pero, ¡cuán lejos

van los hombres y a qué lugares tan ingratos son capaces de llegar en busca de

rubíes y barras de oro! Y la vida vale algo más que eso."

Durante este hermoso tiempo, el solo hecho de existir me parecía un placer

suficiente. A veces remaba en el río, cuya anchura alcanzaba en esa zona a

trescientos metros; subía hasta la ciudad con la marea y volvía con la

corriente, pues necesitaba únicamente un pequeño esfuerzo para mantener el bote,

que deslizábase con rapidez sobre la pura agua verde. Otras veces me entretenía

buscando la goma resinosa conocida en el lugar por su nombre indio:

muken. El arbusto, de ramas muy extendidas, una especie de enebro, me hizo pagar

con creces en rasguños y desgarrones- el robo de sus lágrimas de ámbar. La goma

forma pequeños abultamientos en la cara inferior de las ramas bajas, siendo,

cuando está fresca, semitransparente y pegajosa como el almuérdago. Para poder

usarla los nativos la reducen a bolitas manteniéndolas en la punta de una vara

sobre un recipiente de agua fría. Al acercarle un carbón encendido, el calor

derrite la goma, la que cae en gotas dentro del recipiente. Las gotas

solidificadas por este procedimiento son amasadas entonces con los dedos,

agregándose agua fría de vez en cuando, basta que queda compacta y opaca como

masilla. Para masticarla se necesita realmente mucha práctica; mas cuando se ha

adquirido este arte indígena, es posible mantener en la boca una de estas

pequeñas bolitas durante dos o tres horas diarias, y tal es su consistencia que

se usan hasta una semana o más, sin que pierdan su agradable sabor resinoso o

disminuyan de tamaño. El masticador de maken se saca la bolita de la boca, la

lava y la guarda para volver a usarla más tarde, exactamente lo que hacemos

nosotros con el cepillo de dientes. Masticar goma no es puramente un acto

ocioso, y lo menos que puede decirse en su favor es que impide el abuso del

tabaco, una ventaja nada despreciable para los desocupados habitantes indios o

blancos de esta tierra desierta. Preserva también los dientes, manteniéndolos

libres de cuerpos extraños y dándoles un lustre perlino que no he visto nunca

fuera de esa región.

Mis tentativas para mascar maken fracasaban siempre, pues la goma se extendía

invariablemente formando una fina lámina dentro de mi boca, la que cubría el

paladar y forraba los dientes como con una envoltura de caucho. Cuando se

introduce entre la dentadura, es necesario masticar vigorosamente sebo crudo

durante media hora y sorber de vez -en cuando agua fría para endurecer 'la

deliciosa mezcla. Pero a veces la goma se desparrama sobre los labios y se

enreda en el bigote o la barba, la boca cerrada debe abrirse con los dedos,

cuidadosamente, porque ellos también se pegan y quedan unidos por una membrana.

Todo esto sucede por no tener una sencilla precaución, lo que nunca le ocurre al

masticador habilidoso. Cuando la goma está todavía fresca, en ocasiones puede

perder la dureza producida artificialmente, y de pronto, sin ninguna razón,

vuelve al estado primitivo en que fue sacada del árbol. El avezado, que conoce

por ciertos indicios el instante en que esto va a producirse, se llena la boca

con agua fría en el momento crítico, y así evita un percance tan desastroso para

el novicio. Masticar molien es una costumbre muy común en todo el territorio de

la Patagonia, y por esta razón he descripto esa entretenida práctica.

Una vez curado de mi inclinación a masticar goma, erraba durante horas enteras

entre los arbustos para oír a los pájaros, familiarizarme con sus costumbres y

aprender su lenguaje. ¡Qué esquivas son ciertas especies cuyos instintos las

impulsan a esconderse! ¡Qué vigilancia tan astuta y nunca descuidada la suya!

Resulta difícil obtener siquiera una visión momentánea de estas aves, pues están

siempre prevenidas, y más difícil aún observarlas cuando se recrean sin miedo ni

restricciones, inconscientes de la curiosidad de que son objeto. Sin embargo,

tal observación solo satisface al naturalista, y cuando se logra, compensa

ampliamente el silencio, la atención y la espera necesarios para estudiarlas. En

algunos casos las oportunidades son tan raras que, mientras se buscan en vano,

el observador se va familiarizando día a día con el modo de ser de esos

animalitos huraños que todavía siguen ocultándose a su vista.

El gallito (Rhinocrypta lanceolata) es un gracioso pájaro que vive en el suelo,

lleva la cola erguida y se parece de una manera asombrosa a un pequeño gallo de

Java; uno de estos animalitos me espió en cierta oportunidad y, alarmado, empezó

a gritar desde una rama cercana. Me dirigí cautelosamente hacia él, pisando con

cuidado sobre la arena, y luego con precaución escudriñé entre el follaje.

Durante un rato estuvo increpándome con tono alto y enfático; luego calló.

Suponiendo que aún estaba en el mismo lugar, rodeé el arbusto varias veces,

tratando de verlo. De pronto reanudó su gorjeo en otra planta, algo más allá,

hasta que, cansado de jugar a las escondidas, y que al pájaro le tocara la

diversión y a mí la búsqueda, lo abandoné y seguí mi camino.

De pronto resonaron a unos diez metros de mis pies los tonos mesurados,

profundos, percutivos del Ctenomys subterráneo, bien llamado allí oculto. Se

oyeron tan fuertes y cercanos que llegué a pensar que el tímido y pequeño roedor

se había aventurado, por un momento, a ver la luz del sol. Concebí la esperanza

de contemplarlo sentado, aunque fuera un instante, temblando al menor ruido,

haciendo girar en todas direcciones sus brillantes ojos negros para asegurarse

de que ningún enemigo lo acechaba. Mientras los ojos del topo han disminuido

hasta reducirse a manchas, la oscura vida subterránea, produjo el efecto

contrario en las órbitas del oculto, pues las agrandó, aunque no tanto como las

de algunos roedores que viven en cuevas. En puntillas, respirando apenas, me

acerqué al arbusto y miré a su alrededor, pero el animalejo ya había

desaparecido. Un pequeño montículo de arena húmeda y recién movida, donde había

quedado, la impresión de una cola y un par de patitas, me demostró que había

estado allí solo un momento antes hinchando la sedosa piel del pecho con los

profundos y misteriosos sonidos que escuché. Me había aproximado con cautela y

en silencio, más el astuto zorro y el gato de patas suaves como el terciopelo

podrían haberse arrastrado ahí cerca, con mayor silencio y cautela, y también a

ellos se les habría escapado. Es el más tímido de todos los mamíferos, tanto que

en él la curiosidad nunca vence al temor. Y días, aun semanas, pasaron sin que

me fuera posible ver de nuevo tan cerca al Ctenomys magellanica.

Es la hora del crepúsculo y camino sin rumbo, de pronto oigo cantar cerca de mí

a una martineta copetona (Colodromus elegans), el ave silvestre de esta región,

aproximadamente del tamaño del faisán inglés, la que empieza en este momento su

reclamo nocturno. El canto consiste en una nota larga y aflautada, con

modulaciones suaves, que se escucha clara y potente en el aire quieto de la

noche. Supongo que la bandada es numerosa, pues muchas voces se unían a la suya.

Marco el punto y avanzo; pero al acercarme, aunque me mantengo quieto y oculto

entre los arbustos, uno por uno los tímidos cantores suspenden sus llamadas. El

último en guardar silencio repite su nota media docena de veces, hasta que,

imitando a los demás, cesa también de cantar. Yo silbo y él me contesta; nuestro

dúo sigue durante unos minutos hasta que, dándose cuenta del engaño, se calla

definitivamente.

Empiezo a caminar de nuevo y paso y vuelvo a pasar cincuenta veces por entre los

desparramados arbustos; sé que estoy caminando entre los pájaros y que ellos a

su vez espían mis movimientos con ojos furtivos; sin embargo, no los veo,

ocultos como quedan por su maravilloso parecido con el pasto seco y el follaje

que los rodea, y gracias a su instinto, que los hace quedarse quietos en un

mismo sitio. Encuentro muchas pruebas de su presencia: plumas bellamente

moteadas, caídas de las ala mientras se esponjaban; unos cuantos huecos hechos

en la arena, perfectamente circulares, en los cuales se han estado revolcando

recientemente, y varias sucesiones de pisadas que van de un hoyo a los otros.

Estos hoyos que hacen para espulgarse son utilizados por las mismas aves todos

los días, pero a veces hay más pájaros que hoyos, por lo cual el que no se lo

asegura con rapidez debe ir de hueco en hueco hasta encontrar uno desocupado.

Por supuesto, se producen muchas disputas, y el ejemplar más viejo y fuerte,

para cumplir con esta lujuriosa e higiénica costumbre, debe, de cualquier modo,

encontrar el sitio necesario.

Abandono el paraje, mas en cuanto me alejo algo menos de cien metros, los

pájaros reanudan su llamada en el mismo sitio en que yo estuve; se oye uno,

luego dos, hasta que el coro aumenta a veinte veces. El miedo, emoción fuerte

aunque transitoria en todos los seres salvajes, los había dominado, pero ya se

sienten libres y felices, como si mi sombra errante nunca hubiera pasado por

allí.

Llega el anochecer, que pone fin a mi inútil investigación, y digo inútil con

verdadero placer, porque si hay algo que nos sentimos inclinados a detestar en

esta plácida tierra es la doctrina de que todas las investigaciones que se

lleven a cabo en el reino de la naturaleza deben reportar algún provecho,

presente o futuro, para la raza humana.

Con la noche llega también la cena bienvenida para el hambriento y la hora de

calentarnos ante la llama cordial de un fuego de leños, yo de un lado y mi

huésped que es soltero del otro. El humo se eleva de nuestros labios

silenciosos, mientras vanos sueños se apoderan de nuestra mente, digno final de

un día perfecto. Mi compañero es también un ocioso, mucho más de lo que yo

pudiera llegar a serlo.

Leemos poco; mi amigo nunca recibe cartas. Sólo pude encontrar un libro en la

casa, un misal español bellamente impreso en letras rojas y negras, y

encuadernado en marroquí rojo. Lo tomo y leo en voz alta hasta que mi oyente,

cansado de las oraciones, no obstante ser hermosas, me invita a una partida de

naipes. Por algún tiempo no sabemos qué pago imponer al perdedor, pues los

cigarrillos son de propiedad común. Al final pensamos en los cuentos; el que más

partidos pierde durante la noche debe contar un cuento, a manera de amable

soporífero, para retirarnos luego a dormir. Mi contrincante gana

invariablemente, lo que no me sorprende, pues ha sido un jugador profesional la

mayor parte de su vida y puede repartirse las mejores cartas cuando baraja. Más

de una vez lo sorprendí en el momento crítico, porque subestimaba a su contrario

y no se cuidaba mayormente. Solía predicarle sobre la inmoralidad de las trampas

en el juego, aun cuando nos dedicáramos a él solo por placer o por algo muy

parecido. Mis críticas no encontraron eco en su mente patagónica, pues riéndose

me explicaba que lo que para mí era hacer trampas significaba para él una

habilidad superior adquirida después de mucho estudio y práctica. Y así sucedió

que cada noche me veía obligado a recordar o inventar historias para pagar mis

deudas.

El invierno se siente en esas regiones únicamente por la noche, pero en

setiembre ha concluido, aunque los pájaros del verano no hayan vuelto todavía ni

los bosques de espinillos enanos se hayan engalanado con el amarillo brillante

de sus flores. En todas las estaciones el aspecto general de la naturaleza es

siempre el mismo, debido al permanente follaje gris de los árboles y a la

vegetación de los arbustos que cubren el campo.

A medida que la primavera avanza, cada día es más esplendoroso que el anterior;

después del desayuno vago por el campo, libre de la carga de mi escopeta, sin

otro propósito que el de recrear la vista. Cerca de mi casa hay una elevación

llamada Barranca de los Loros, donde la rápida corriente del río, alterando su

curso, ha socavado la costa hasta formar un escarpado y pulido acantilado de más

de treinta metros de alto. En tiempos remotos había tal vez en la cumbre una

población de indios, pues encontré allí frecuentemente puntas de flecha; ahora

el frente del barranco está habitado por una gran cantidad de ruidosos loros

patagónicos, que tienen sus nidos ancestrales en la roca. También tiene allí

albergue una bandada de palomas que se han hecho salvajes, un par de pequen os

halcones (Falco sparverius) y una colonia de golondrinas purpúreas. Solamente

estas últimas no han vuelto aún de sus excursiones al Ecuador.

Cuando llego al precipicio todo está silencioso, pues los parleros loros han

salido en busca de alimentos. Me echo al suelo boca abajo y miro por encima del

borde; lejos, muy lejos de mí, una gran cantidad de gallaretas se solazan

plácidamente en el agua. Agarro una piedra del tamaño del puño y, asomándome

sobre el peligroso borde, la arrojo al río, cae en medio de la bandada,

levantando una columna de agua de tres metros de altura. ¡Qué pánico se apodera

de los pájaros! Empiezan a huir precipitadamente, cayéndose a cada paso como si

estuvieran heridos, sumergiéndose a ratos en el agua, apareciendo luego sin

detenerse a mirar a su alrededor. Saltan y agitan sus alas con ese alboroto y

barullo de que sólo las gallaretas son capaces; con las patas extendidas hacia

atrás, rozando apenas la superficie o dando vueltas sobre el agua, empiezan a

volar sembrando una alarma innecesaria entre las bandadas de patos gargantilla,

de chillones picazos y magníficos cisnes de cuello negro, hasta que al fin

logran alcanzar la orilla opuesta.

Satisfecho por el éxito de mi experimento, abandono el precipicio con gran

alivio de las azules palomas y de los pequeños halcones; estos últimos me habían

visto actuar con cierto recelo, pues ya se hallaban en posesión de un agujero

sobre la roca para hacer allí su nido.

Siguiendo mi caminata descubro un hormiguero de grandes hormigas negras o

Ecodoma que existen en todo el continente sudamericano, y son los más

importantes miembros de esa tribu social de insectos de la cual se ha dicho que

su inteligencia está inmediatamente después de la nuestra. Por cierto, esta

hormiga en sus actividades tiene mucho de la inteligencia del hombre y carece de

los desagradables hábitos de otras especies, con castas guerreras y esclavos. La

que me ocupa es de hábitos exclusivamente agrícolas y construye galerías

subterráneas en las que almacena hojas frescas en cantidad sorprendente. No come

las hojas, las corta en pequeños trozos y las arregla en montones que se cubren

rápidamente de una vegetación de hongos pequeños, los que recoge la industriosa

hormiga y guarda para su uso. Cuando las hojas se secan, las saca afuera para

reemplazarlas por una nueva remesa de hojas frescas. Así, la Ecodoma fabrica

literalmente su propio alimento, y a este respecto parece haber alcanzado el

mayor grado de perfección entre sus congéneres.

Otro hecho interesante: esta especie es muy pacífica y no muestra enojo, excepto

cuando se la molesta gratuitamente; pero es tan valerosa como cualquier especie

voraz, aunque su cólera e inclinaciones guerreras parecen estar siempre

dominadas por la razón y el sentido del bien común. De vez en cuando una

comunidad de hormigas cortadoras de hojas declara la guerra a alguna colonia

vecina de otra especie, y en esto, como en todo lo demás, parecen actuar con un

propósito bien definido y gran premeditación. Las guerras no son frecuentes,

pero en todas las que he presenciado -y conocí esta especie desde niño el

destino de los combatientes se decide en una gran batalla campal. Eligen un

espacio de terreno desocupado, donde se encuentran los ejércitos enemigos y

sostienen una lucha violenta de algunas horas, renovándose la pelea durante

varios días consecutivos. Los combatientes, igualmente diseminados sobre un

campo amplio, suelen trabarse en combates individuales o entre pequeños grupos;

los que no pelean se mueven rápidamente de un lugar a otro, retirando del campo

de batalla a los guerreros muertos o inutilizados.

Tal vez algún lector cuyos conocimientos de la naturaleza hayan sido adquiridos

en una plaza de Londres sonría ante este relato extraordinario. Yo he sonreído

también y me he apenado un poco, quizás, al observar una de estas "batallas

decisivas", pensando que la estable civilización de las Ecodoma continuará

floreciendo sobre la tierra, aun cuando haya dejado de molestarías nuestro

afiebrado deseo de progreso. ¿Parece esto demasiado fantástico? ¿No habrá

cruzado el mismo pensamiento por la mente de un sacerdote peruano, mientras

contemplaba ociosamente la labor de una colonia de esas hormigas, hace mil años,

cuando la corrupción no había minado aún el Imperio, preparándolo para la

muerte, mucho antes de que vinieran los españoles?

La historia conserva un breve fragmento en el que se demuestra que los Incas no

estaban completamente esclavizados por las tradiciones sublimes que enseñaban al

vulgo; poseían también, como los filósofos modernos, un concepto de ese

implacable poder de la naturaleza que ordena las cosas y que está por encima de

Viracocha y Pachacamac, y de los majestuosos dioses que gobiernan los

torbellinos y tempestades, los que tienen sus tronos en los picos eternos de los

Andes. Cinco o seis siglos han producido, probablemente, pocos cambios en la

vida de la Ecodoma y, sin embargo, la espléndida civilización de los hijos del

Sol, que parecía destinada a perdurar, ha desaparecido por completo de la

tierra.

Pero volvamos a nuestro tema. El hormiguero que descubrí era más populoso que

Londres, y de él partían varios caminos, cada uno de los cuales era de diez a

doce centímetros de ancho y se extendía serpenteando cientos de metros por entre

los arbustos. Ninguna calle de las grandes ciudades podía estar más llena de

gente presurosa y ocupada que uno de esos caminos. Me senté a la vera de uno de

ellos, en el justo lugar donde se abría en la arena amarilla, y me cansé de

mirar la interminable procesión de pequeñas trabajadoras. Cada una llevaba una

hoja en la boca, y de pronto oí un susurro que me llegaba de alguna parte:

Siempre el diablo encuentra algún daño

que encomienda a las manos ociosas.

Por lo común, nos resulta cómodo tener, aunque sea hipotéticamente, alguien a

quien cargar la responsabilidad de nuestros malos actos. Previniendo a mi

conciencia que solo trataba de hacer un experimento científico, no tan cruel

como los que proporcionaban tanta alegría al piadoso Spallanzani, cavé un

profundo hoyo en la arena; las hormigas continuaban su camino con su sagacidad

ciega y tonta, y caían confundidas en el interior una tras otra. Llegaban

cientos y cientos, y parecían una interminable majada de ovejas saltando al pozo

al que las habla guiado el carnero. Luego los cientos se convirtieron en miles,

y el hueco abierto en el suelo empezó a llenarse de una masa negra de agitados y

afiebrados insectos. Cada hormiga que caía llevaba consigo algunos granos de

traicionera arena, lo que hacía más fácil el descenso, de modo que el hoyo no

tardó en estar lleno hasta desbordar. Cinco minutos más tarde todas ellas

estaban nuevamente entregadas a su acostumbrada labor, tal vez algo doloridas de

golpearse unas contra otras, pero no en peor situación por su caída, y de la

terrible caverna solo quedaría una pequeña depresión.

Satisfecho con el resultado obtenido, reanudo mi solitario paseo y llego hasta

un bello arbusto llamado la escandalosa, ante el cual resuelvo agregar otra

fechoría a mi lista de delitos. Puede parecer extraño que así se llame un

arbusto, pero es éste uno de esos curiosos nombres con que los paisanos

argentinos han bautizado algunas de sus plantas raras: amor seco, tabaquera del

diablo, hierba vergonzosa y otras por el estilo. La escandalosa es un arbusto de

uno o dos metros de alto, espesamente revestido con una gran cantidad de hojas

punzantes y cubierto durante todo el.. año de flores grandes y perpetuas, de

color amarillo pálido. Una curiosa característica de esta planta es que cuando

el fuego la toca arde como un montón de virutas, produciendo extraños silbidos;

luego se consume rápidamente, quedando. reducida a cenizas. Así, el arbusto que

había encontrado ardió en su ley al arrimarle un fósforo a las ramas.

 Disfruto enormemente de la escena viendo las brillantes lenguas de fuego

estirarse y encogerse entre el oscuro follaje, lo cual constituye un espectáculo

magnífico; pero de pronto, al contemplar a mis pies el montón de cenizas blancas

donde un momento antes se alzaba esa verde maravilla, cubierta con sus flores

eternas, empiezo a sentirme sinceramente avergonzado. Porque, ¿cómo he ocupado

el día? Recuerdo con remordimiento la broma que hice a las inocentes gallaretas,

así como también el grave trastorno causado a toda una colonia de industriosas

hormigas, porque el ocioso mira impacientemente las ocupaciones de los demás y

siempre aprovecha con alegría la oportunidad de mostrarles la futilidad de su

labor.

¿Pero qué motivo tenía yo para quemar esa planta floreciente, que no trabajaba,

tan lenta en su crecimiento, tan inútil entre las plantas como yo entre los

hombres? ¿Acaso sobrevive todavía en nosotros algo del espíritu de nuestros

antepasados, los monos? ¿Quien que haya visto simios en el cautiverio, con su

profunda e inconsecuente gravedad y ese insensato deleite en su propia

irracionalidad, no les ha envidiado el ser inmunes a las críticas? Ese alivio

intenso que experimentan todos los hombres, graves o alegres, al verse libres de

convencionalismos para entregarse a la soledad, ¿qué es, después de todo, sino

el placer de volver a la naturaleza, de ser durante algún tiempo como los

animales salvajes, como los monos en medio de la selva, sin que nadie limite

nuestras alegrías ni diversiones, y con solo un más puro sentido del ridículo

para distinguimos de los otros seres? ¿Qué opinión se habría formado de mi

-se me ocurrió pensar de repente una persona que estuviera buscando yuyos o

resma, o simplemente un curioso que deseara saber cómo pasa su día un

naturalista de campo que no usa escopeta, y le hubiera dado por seguir

secretamente mis pasos y espiar cuanto hacía?

Salto alarmado y miro a mi alrededor. ¡Santo cielo! ¿Qué es lo que veo a unos

sesenta metros entre los arbustos, ese ser con aspecto humano? ¡Ah, qué alivio!

Solo se trata de una liebre patagónica (Dolichotis patagonica) que, sentada

sobre su ancas, me mira con un manso asombro dibujado en sus grandes ojos

tímidos.

Los pajaritos se vuelven más audaces y llegan en multitudes, escudriñan

curiosamente desde cada rama, gorjean y cantan, con explosiones de risas agudas

y burlonas. Me siento enrojecer, sus mofas se me hacen intolerables y, como el

buho, huyo de su persecución para esconderme en la espesura de la maleza. Allí,

cubierto y oculto por una cortina gris verdosa, me echo sobre el mullido suelo

de arena y permanezco silencioso e inmóvil como mi vecina -una pequeña araña

posada en su tela geométrica- hasta que la luz que mengua y la flauta de la

martineta me urgen a regresar, pues la cena está pronta.

 

 

X

LA MUSICA DE LOS PAJAROS DE AMERICA DEL SUR

 

 

Fuera verano, otoño, invierno o primavera, era siempre un placer oír el canto de

los pájaros en la Patagonia. Abundaban especialmente en el sitio en que el valle

cultivado con montes y huertas era más estrecho y donde la espinosa vegetación

de las tierras altas se acercaba más a sus bordes; como en Inglaterra, los

pájaros pequeños se encuentran en mayor cantidad donde los montes de frutales se

hallan próximos a extensos bosques y praderas. Como en los primeros hay un

constante abastecimiento de insectos y los segundos les proporcionan el amparo

salvaje que ellos prefieren, pasan continuamente de los unos a los otros. A

cierta distancia del río no se veían tantos pájaros, y en la parte más alta de

las lomas, a unos ciento sesenta kilómetros de la costa las aves eran muy

escasas.

Cuando estaba de humor ocioso, acostumbraba vagar entre los arbustos, lejos del

río, especialmente durante los días calurosos de la primavera para oír las voces

de aves nómadas recién llegadas de los trópicos, y los cantos vigorosos y bellos

de las especies que allí residen todo el año. Era un placer para mí caminar

simplemente durante horas, moviéndome con cuidado entre las plantas,

deteniéndome a ratos para oír una nota nueva o permanecer inmóvil sentado o

acostado y escondido entre la maleza, hasta que los pájaros se olvidaban de mí o

yo dejaba de preocuparles. Las calandrias estaban siempre presentes; cada una de

ellas se posaba en la ramita más alta de su espino favorito, emitía a intervalos

unas cuantas notas, algunas frases y luego escuchaba a las demás.

Algo, sin embargo, enturbiaba un poco mi felicidad, y era pensar que los

viajeros y naturalistas europeos, cuyos trabajos conocía, no decían nada o

hablaban muy poco -y eso de manera despectiva- acerca de la música de estos

pájaros, que tanto me encantaban a mí. Recordaba muy especialmente, con cierta

indignación, las pocas palabras de Darwin, el más famoso de todos y el que

prestó mayor atención a la vida de los pájaros de la región meridional de

América del Sur. El mejor elogio que hizo de un cantor patagónico fue

adjudicarle "dos o tres notas agradables", y de la calandria, uno de los mejores

melodistas del Plata, dijo que era casi el único pájaro de la zona que

verdaderamente cantaba con decisión, y agregó que su canto era superior al de

cualquier otra clase y ¡parecido al de la curruca de los juncos!

Hablando de especies británicas, no me parece acertado decir que el canto de la

curruca se parece al del zorzal. Creo, si, que el canto del zorzal y el de la

calandria se asemejan, y no estimaría muy exagerado afirmar que toda la música

que emite el zorzal puede extraerse de las ejecuciones de la calandria.

Sentía entonces un poderoso deseo de decir algo sobre ese asunto, porque,

dejando de lado la cuestión de la música de los pájaros en América del Sur, no

pensaba que los exploradores mencionados habían pasado por alto lo mejor de las

aves cantoras que conocí. Pero carecía de títulos para hablar; no había oído al

ruiseñor, al zorzal, al tordo, la alondra y demás miembros de ese famoso coro

cuya melodía ha sido, por tantos siglos, un deleite para nuestra raza. Por lo

tanto, no podía estar absolutamente seguro de que en realidad fueran los otros

los equivocados ni tampoco de la exactitud de mi alta opinión acerca de los

melodistas de mi propio país. Ahora que me he familiarizado con la música de los

pájaros canoros de Inglaterra, el caso es diferente ya que puedo referirme al

tema sin temores ni dudas. Pero no voy a hacer un parangón entre los cantos de

los pájaros sudamericanos y los de las aves inglesas. Y esto por dos razones:

porque ya he escrito sobre ello en “ Argentine Ornitology y The Naturalist in La

Plata “ y porque la música de los pájaros y, en general, todas sus notas son muy

difíciles de describir. No tenemos símbolos para representar tales sonidos en el

papel y, por ende, nos sentimos tan impotentes para explicar a otros la

impresión que nos producen como para describir el aroma de las flores. Nos

cuesta convencernos, naturalmente, de esta incapacidad. En mi caso, la triste

conclusión se me impuso de tal manera que me fue imposible eludirla. Nadie fuera

de Inglaterra pudo haberse preocupado tanto -mediante preguntas o leyendo

trabajos ornitológicos- por lograr una idea exacta sobre los cantos de los

pájaros ingleses. Sin embargo, más tarde, al oírlos, me cercioré de que todos

mis esfuerzos habían sido vanos, pues cada una de sus notas resultaba una

sorpresa para mí. No podía haber sido de otro modo. Imaginemos la melodía

brillante del petirrojo; las modulaciones sostenidas y líricas del reyezuelo,

agudas y sin embargo delicadas; el descuidado canto-recitado de la curruca

común; los breves trozos de música soñadora y etérea del reyezuelo de los

bosques, que brotan del alto follaje translúcido; la mezcla apresurada y

fantástica de sonidos dulces y ásperos de la silvia de los juncos; el canto, que

alguien 'llamó gorjeo, de la golondrina, en el cual las notas ágiles y elevadas

parecen danzar en el aire, de manera que se percibe más de una por vez, como si

cantaran varios pájaros, un canto espontáneo y alegre, como la risa de un duende

imposible de imaginar.

¡Quién puede dar una idea de semejantes sonidos con símbolos tales como las

palabras! Es fácil decir que un canto es corto, prolongado, variado o monótono;

que una nota es dulce, clara, vigorosa, débil, alta, penetrante, aguda, etc.,

pero todo esto no nos muestra el carácter distintivo del sonido; estos vocablos

solo descubren las cualidades genéricas, no las específicas e individuales. Nos

ayudan a veces a describir una canción, denominándola alegre, feliz,

quejumbrosa, tierna, etc., pero se trata de un medio grosero que engaña a

menudo. Así, en el caso del ruiseñor esperaba oír, por lo que había leído, un

canto semejante a un lamento. Lo hallé en cambio tan distinto que, inclinándome

hacia el extremo opuesto, lo califiqué, como Coleridge, de alegre. Mas poco a

poco deseché esta idea, como igualmente falsa; cuanto más escuchaba más me

admiraba de la pureza del sonido en algunas notas, la frase exquisita, los

hermosos contrastes. El arte era perfecto, pero no había ninguna pasión, ningún

sentimiento humano; en realidad, no es triste ni hay nada doloroso en él, aunque

le falta esa alegría que percibimos en los arpegios de la alondra. Cuando oímos

un canto que todos denominan "tierno", reconocemos quizás alguna cualidad que se

asemeja levemente a la ternura del lenguaje o canto humanos, o nos afecta como

ella; pero si pensamos un momento percibimos que no es ternura, que no hay

emoción humana, que el efecto no es nunca el mismo. Lo hemos descripto así

porque carecemos de vocablos más adecuados para expresar fielmente tales

sentimientos.

Ciertos naturalistas ilusos aprueban el antiguo método de deletrear los sonidos

y notas de los pájaros. Es muy probable que quienes lo usan crean realmente que

la palabra impresa traduce al lector determinados sonidos y que los vocablos

pueden dar una idea del canto de los pájaros a las personas que no los han oído

nunca, así corno ciertos signos arbitrarios escritos sobre un pentagrama

representan voces humanas. Es una fantasía y un error. No hemos inventado

todavía ningún sistema de caracteres que simbolicen los cantos de los pájaros,

ni hay posibilidad de que lo hagamos. En primer término, porque no conocemos más

que algunos de esos sonidos, dado su número y variedad y, en segundo lugar,

porque son diferentes en cada especie y así como nuestra anotación humana

representa solamente nuestros sonidos específicos humanos, así también la

anotación del lenguaje de un pájaro, el de la alondra digamos, no puede

aplicarse al de otras especies -al ruiseñor, por ejemplo-, a causa de la

diferencia de calidad y timbre de ambos.

Una de las causas de la extrema dificultad para describir las voces de los

pájaros es que casi todas ellas -desde el resonante grito que se puede oír a

cuatro o cinco kilómetros de distancia hasta la débil nota que emite un ser no

mayor que una mosca- tienen cierta cualidad aérea que las diferencia de los

otros sonidos. Indudablemente, varios factores contribuyen a darles este

carácter: el gran desarrollo del órgano vocal hace que su voz -aparte de ser más

hermosa- tenga más largo alcance que la de otros animales de igual tamaño. El

cuerpo de los pájaros es menos sólido, sus huesos y plumas están llenos de aire

y hacen las veces de una caja de resonancia. Además, el esófago, sumamente

extensible, aunque no tiene conexión con la tráquea, es empujado hacia fuera

cuando el pájaro emite sus notas, por el aire inspirado; y ese aire, tanto

cuando es retenido como cuando es expulsado, altera de algún modo la voz.

Por otra parte, generalmente, el pájaro canta desde una altura más o menos

elevada y no se posa en su rama como un sapo acurrucado, sino que se yergue

sobre sus finas patas, de manera que los sonidos adquieren una resonancia mayor.

Hay voces de pájaros que pueden ser -y a menudo son- semejantes a otros sonidos:

a las campanas, al resonar del martillo sobre el yunque y a varios otros ruidos

metálicos, así como el que se produce al pulsar cuerdas metálicas estiradas.

También a los sonidos más o menos musicales que podemos arrancar de las maderas

y huesos y de los vasos de vidrio, golpeándolos y pasando por los bordes las

yemas de los dedos humedecidos. Hay voces que se asemejan también a las emitidas

por algunos mamíferos, como por ejemplo los mugidos, bramidos, relinchos,

ladridos y aullidos. Otros imitan los sonidos de diversos instrumentos musicales

y vocales, pareciéndose a la conversación, a susurros de un ser humano, a

silbidos, toses, risas, gemidos y estornudos. Pero en todos ellos, o por lo

menos en una gran mayoría, hay cierta resonancia aérea, que nos indica, aun

encontrándonos en el corazón de un bosque espeso, en medio de una fauna

desconocida, que ese sonido que nos llama la atención es emitido por un pájaro.

El yunque resonante se encuentra entre las nubes; la sonora campana se halla en

alguna parte, suspendida en el aire; los invisibles seres humanos que silban y

susurran quedamente, o que aplauden y ríen, no están ligados como nosotros a la

tierra, sino que flotan aquí y allá, según su deseo.

Hay sonidos, aun los más terrestres, que adquieren esa característica aérea,

sobre todo cuando se oyen a cierta distancia, en una atmósfera tranquila.

Algunos de nuestros más bellos instrumentos, tal como la flauta, la corneta, el

caramillo y otros, al oírse débilmente en un espacio abierto, tiene ese carácter

aéreo de las voces de los pájaros, con la diferencia de que se oyen algo oscuros

y confusos, mientras que las notas que emiten las aves -aunque aéreas- son

límpidas como ninguna otra.

John Burroughs, en sus excelentes  “ Inpressions of Sorne British Song Birds “ dice

que muchos cantores de América son tímidas aves de los bosques, raras veces

vistas u oídas cerca de viviendas humanas, mientras que casi todos los pájaros

ingleses están semidomesticados y cantan en jardines y huertos. Es por esto, y a

causa de sus voces más suaves y lastimeras, que parecen al viajero europeo

inferiores a las de su país. Esta afirmación podría aceptarse si en vez de

América del Norte consideráramos a la parte más cálida y mayor de América del

Sur, o de la región neotropical, que comprende todo el continente americano al

sur del istmo de Tehuantepec. En las regiones tropicales y subtropicales de la

zona, que es mucho más rica en especies que la mitad norte del continente, los

cantores no se agrupan, por cierto, a la manera de los pájaros europeos, cerca

del hombre, como si estuvieran dotados de sus voces melodiosas solo para deleite

de los oídos humanos; son principalmente aves de las selvas, de los bañados y de

las praderas. Si uno de sus mayores méritos pasó inadvertido es porque los

coleccionistas y naturalistas europeos, cuyo objeto ha sido obtener muchos

ejemplares y algunas variedades nuevas, no tuvieron oportunidad de

interiorizarse de las costumbres y facultades de las especies encontradas. En

ciertos lugares de los trópicos, los pájaros son muy escasos y a menudo no

existen en los bosques tupidos. De la Guayana Británica, dice Thurn:

"La ausencia casi completa de notas dulces en los pájaros llama inmediatamente

la atención del viajero que viene de países templados, habitados por zorzales y

currucas", y Bates afirma, hablando de las selvas amazónicas: "Las pocas voces

de pájaros son de ese carácter triste y misterioso que intensifica la sensación

de soledad en vez de sugerir vida y alegría".

No es solo la escasez de pájaros en grandes extensiones de terreno lo que hace

que los trópicos parezcan a la imaginación europea una región "donde las aves se

olvidan de cantar"; ni tampoco es esto lo que inspiró una opinión tan pobre

acerca del canto de los pájaros de América del Sur, a muchos viajeros y

naturalistas.

La antigua idea según la cual las aves de brillante plumaje emiten únicamente

sonidos duros y desagradables, como por ejemplo el guacamayo y el pavo real,

mientras que los pájaros de coloridos sobrios de las regiones templadas,

especialmente de Europa, son melodiosos y delicados aún persiste en muchas

personas. Esas notas armónicas se oyen en Inglaterra, y en los trópicos, los

gritos agudos, ásperos y chillones. De hecho, las especies de plumaje sombrío

aventajan grandemente en número a las de colorido alegre en las regiones de

clima cálido. Mencionaré solo dos familias de paserinos sudamencanos, los

leñateros y los formicáridos, que suman juntas cerca de quinientas especies,

tantas como todas las familias de pájaros europeos, y que son casi sin excepción

de colores sobrios. El melodioso jilguero, el verderón amarillo, el pardillo, el

herrerillo azul, el pinzón y la motacila amarilla parecerían muy alegres y

llamativos entre ellos. Sin embargo, estos pájaros tropicales de colorido sobrio

que he mencionado no son cantores.

Debo recordar también que América del Sur abarca una gran variedad de climas;

que toda la vasta extensión que comprende Chile, la mitad sur de la Argentina y

la Patagonia corresponden a la zona templada. También, en gran proporción, los

cantores sudamericanos pertenecen a familias que son universales, en las que

están incluidas las más hermosas voces de Europa: las de los zorzales, currucas,

ratonas, alondras, pinzones, etcétera.

Los verdaderos zorzales están bien representados y algunos difieren apenas muy

levemente de los tipos europeos; el silbido del mirlo argentino es confundido a

veces por los británicos con el del ejemplar más pequeño de su tierra. Las

calandrias constituyen un grupo de la misma familia (Turdidae), pero con

cualidades vocales más altamente desarrolladas. Es cierto que las tanagras, que

suman cerca de cuatrocientas especies, forman una familia exclusivamente

neotropical; en su mayoría son de colores brillantes y algunas rivalizan con los

picaflores por sus tonos vivos y el lustre metálico de su plumaje, pero se

relacionan en forma directa con los pinzones, y en el género en que estos

grandes grupos se tocan y se mezclan es imposible decir de muchas especies

cuáles son pinzones y cuáles tanagras. Otra familia puramente americana, con

ciento treinta especies conocidas, en su gran mayoría ataviadas con colores

brillantes, alegres y de vivos contrastes, son los troupiales-Icteridae que

están íntimamente relacionados con los estorninos del Viejo Mundo.

Puede agregarse, finalmente, que los verdaderos melodistas de la región

neotropical, los paserinos del suborden de los oscinos, que tienen el órgano

vocal muy desarrollado, suman cerca de mil doscientas especies, lo que resulta

realmente notable si recordamos que, de las quinientas existentes en Europa,

solo doscientas cinco, cuando mucho, se clasifican como canoras, incluyendo los

papamoscas, los pájaros corvinos y muchos otros cuyas voces carecen de

cualidades melódicas.

Es evidente, pues, a partir de los datos y hechos mencionados, que los cantores

no escasean en América y que, por el contrario, sobrepasan en cuanto al número

de especies a todas las otras partes del globo de igual extensión.

Solo resta decir algo sobre el valor y el carácter de la música. Y aquí pensará

el lector que me he metido en un aprieto, puesto que empecé quejándome de la

poco valiosa opinión emitida por los escritores europeos acerca de los

melodistas de mi país y, al mismo tiempo, renunciaba a la idea de describir yo

mismo sus cantos, comparándolos con los de Inglaterra. Afortunadamente para mis

propósitos, no todos los conspicuos viajeros que han visitado América del Sur y

cuyas palabras tienen algún valor han dejado de oír o de apreciar la música de

los pájaros del gran continente: hay excepciones notables. Citaré unos pocos

párrafos con los que podré defender mis argumentos, empezando por Félix de

Azara, contemporáneo de Buffon, para terminar con los viajeros más ilustres de

nuestra época: Wallace y Bates.

De Darwin solo podemos decir que son tan pocas y de tan escaso valor sus

palabras sobre los cantos de los pájaros que probablemente estas melodías

naturales ~ hayan proporcionado muy poco placer, o tal vez ninguno. No es raro

encontrar personas absolutamente indiferentes a las voces de las aves así como

existen otras a quienes la música humana, vocal o instrumental, no les produce

ninguna emoción.

En España, Azara se familiarizó desde su niñez con los cantores de Europa, y en

el Paraguay y el Plata prestó gran atención al lenguaje de las especies que

describe. En sus siempre nuevos Apuntamíentos dice: "Están equivocados quienes

creen que no hay aquí tantos y tan buenos cantores como en Europa"; y en la

introducción al mismo trabajo, al referirse a la opinión de Buffon sobre la

inferioridad de los melodistas americanos, escribe: "Pero si en el Viejo Mundo

se eligiera un coro de pájaros Cantores y se comparara con uno de igual número

del Paraguay, no estoy seguro a cuál correspondería la victoria". Del canto de

la ratona del Plata (Troglodytes furvus), este autor afirma que "en estilo es

comparable al ruiseñor, y aunque sus frases no son tan delicadas y expresivas,

sin embargo lo contaría entre los primeros". Esta opinión, con el engañoso

catálogo de Daines Barrington, me hizo dudar interiormente de la exactitud de

tal juicio, ya que la ratona en cuestión es un cantor muy alegre; pero cuando oí

el ruiseñor, acerca de cuyo canto me había formado una idea tan falsa, me

pareció que Azara no estaba muy equivocado Nada me sorprendió más aquí que el

canto del reyezuelo británico; es una sucesión de notas claras y agudas,

completamente distintas a las modulaciones alegres y variadas de su pariente

cercano, que habita esa tierra distante.

La melodiosa familia de los reyezuelos cuenta con muchos géneros ricos en

especies en la región neotropical, y así como en ese continente los zorzales han

desarrollado una música más hermosa y variada en las calandrias, ha sucedido lo

mismo en esta familia con los géneros Thyothorus y Cyphorhínus, que incluyen a

los célebres pájaros flauta y pájaros órgano de la parte tropical de América del

Sur. D'Orbigny, en el “ Voyage dans l'Améríque Mendionale “, describe con entusiasmo

a uno de estos reyezuelos, posado en una rama que colgaba sobre un torrente,

donde su rica y bien modulada voz contrastaba en forma extraña con el

melancólico aspecto de los alrededores. Dice que su cantar no puede compararse

con ninguno de los que oímos en Europa, y excede en volumen y expresión al

ruiseñor. Frecuentemente suena como una melodía producida por una flauta, tocada

a gran distancia; otras veces, sus cadencias variadas y armoniosas se mezclan

con notas claras, penetrantes y profundas. En realidad -concluye-, no tenemos

palabras adecuadas para expresar los efectos de este canto que suena en medio de

una naturaleza exuberante o de una escena montañosa, inculta y salvaje.

Simson, en Traveis in the Wílds of Ecuador, se refiere con el mismo entusiasmo a

las especies de Cyphorhínus, comunes en ese país. Era el canto más hermoso y

tierno que había oído en su vida; la melodía no era igual en todos los

ejemplares; su tono se asemejaba al suave sonido de la flauta, y la corrección

musical de sus notas era tan sorprendente, que parecían emitidas por una

garganta humana.

Es aun más valioso el testimonio de Bates, uno de los sabios menos

impresionables que han residido en la zona del continente tropical. Sin embargo,

su relato acerca de los pájaros no es menos fascinador que el de D'Orbigny: "En

los alrededores de estas chozas escuché con frecuencia al realejo o pájaro

órgano (Cyphorhinus cantans), el cantor más notable de la selva amazónica.

Cuando se oyen por primera vez sus modulaciones singulares es difícil

convencerse de que no son producidas por una voz humana. Imaginamos a un

muchacho, juntando frutos en la espesura y entonando una canción para animarse.

Ahora, los tonos se hacen más aflautados y tristes, pareciéndose a los de un

caramillo, y no obstante la absoluta imposibilidad de ello, por un momento se

cree que alguien toca ese instrumento... Es la única ave canora que produce

alguna impresión a los nativos, quienes a veces abandonan los remos cuando

viajan en sus pequeñas canoas, como heridos por el misterioso canto." Realmente,

debe de haber sido maravilloso para causar tal efecto.

Para terminar con las citas, estas sensatas reflexiones de Amaron and Rio Negro,

de Wallace, nos permitirá librarnos de un viejo error: "Creemos necesario

modificar la opinión general de que los pájaros de los trópicos adolecen en sus

cantos de una deficiencia proporcional al brillo de su plumaje. Muchos pájaros

refulgentes de los trópicos pertenecen a familias y grupos que no cantan; pero

nuestros pájaros más brillantemente coloreados, como el jilguero y el canario,

no son menos musicales, igual que otros muchos pequeños y bellos ejemplares de

estos parajes. Hemos oído notas parecidas a las del mirlo y petirrojo, y un

pájaro emitió tres o cuatro notas muy dulces y lastimeras que atrajeron

particularmente nuestra atención; muchos tienen gritos peculiares, en los cuales

las personas imaginativas podrían descubrir palabras, y que en la calma del

bosque producen un efecto muy agradable".

Volvamos, antes de finalizar este capitulo, a la observación de Azara, acerca de

un selecto coro de pájaros paraguayos. Me parece que cuando los mejores cantores

de las dos partes hayan sido comparados y se llegue a un veredicto, habrá que

agregar algo. Los cantos dulces y hermosos de los melodistas más estimados

constituyen solo una parte -pero de ninguna manera la más importante- del placer

que experimentamos al oír cantar a los pájaros de cualquier lugar. Todos los

sonidos naturales producen sensaciones agradables en las personas sensibles: el

golpeteo de la lluvia sobre las hojas, en el bosque, el murmullo del viento, el

mugido de las vacas, el choque de las olas contra la costa, y volviendo a los

pájaros, los agudos tonos del chorlo, el lamento del chorlito, los gritos de las

aves emigratorias, el graznido de las cornejas en los olmos, el ulular de las

lechuzas y el asombroso aullido del grajo en el bosque nos proporcionan deleite

apenas menor que el producido por los cantos ajustados de cualquier melodista.

Hay un encanto en la infinita variedad de voces de los pájaros oídos en los

bosques y bañados de la parte sur del continente americano, donde las aves son

tal vez más abundantes, y la belleza de sus trinos excede a la de los muchos

cantos de voces monótonamente melodiosas. El que escucha, no desearía perder

ninguno de los indescriptibles sonidos emitidos por las especies más pequeñas,

ni los gritos ni llamadas que imitan la voz humana, o los solemnes y profundos

alaridos de las clases más grandes, que pueden oírse desde varios kilómetros de

distancia. Esas terribles voces, que nunca rompen la quietud y el silencio de

los bosques ingleses, nos afectan como la vista de las montañas y torrentes o el

ruido de los truenos o de las olas que chocan contra la playa, sorprendiéndonos

la energía ilimitada y la alegría siempre constante de los pájaros salvajes. El

lenguaje de los pájaros que cantan en un bosque de Inglaterra puede ser

comparado a una banda compuesta enteramente por pequeños instrumentos de viento,

con un limitado número de sonidos que no producen ruidos disonantes ni

contrastes violentos, ni nada que desagrade al que escucha, sino una ejecución

dulce pero algo insípida. Los sonidos que escuchamos en los bosques

sudamericanos tienen más el carácter de una orquesta en la cual toma parte un

enorme número de variados instrumentos, con muchas discordancias ruidosas,

mientras que los delicados tonos, que suenan a intervalos, parecen, por

contraste, infinitamente dulces y bellos.

 

 

 

 

XI

LA VISTA EN LOS SALVAJES

 

 

 

 

Desde muy niño sentí cierto interés por los hechos relacionados con el aspecto,

color, expresión y agudeza de los ojos; y en la Patagonia pude agregar nuevos

elementos a los que hasta entonces habla acumulado. Siendo muchacho, me mezclaba

con los gauchos de las pampas; había entre ellos uno que me infundía miedo por

su aspecto y carácter. Distinguíase entre los demás por su estatura, por el

espesor de las cejas, la larga y poblada barba negra, la forma y tamaño de su

facón, que era en realidad una espada usada como cuchillo, y sus payadas, en las

que, con voz desafinada y ronca y al compás de la guitarra, contaba los muchos

duelos que había sostenido con otros tipos de su calaña (compadres y bandidos) y

en los que siempre resultó vencedor, ya que no dejó vivo a ningún adversario.

Pero lo que me impresionaba más en él eran los ojos, lo más extraordinario de su

rostro, pues uno era negro y el otro de un azul oscuro. Yo había visto de cerca

muchas cosas extrañas y sobrenaturales: los hongos que crecen en forma de

anillos, la sensitiva que se encoge cuando se la toca, los fuegos fatuos, las

gallinas que cantan como un gallo, y el mortal ataque que pájaros y bestias de

hábitos sociales llevan a cabo contra uno de sus congéneres. Nada de esto me

pareció tan raro y sorprendente como los ojos de ese hombre, que no

correspondían el uno con el otro; como si pertenecieran a dos seres distintos y

en un solo cuerpo hubiera dos espíritus y dos personalidades. Tal vez mi

sorpresa fuera explicable, pues los ojos son para nosotros el reflejo del alma,

la que se expresa en la mirada y parece materializarse en su expresión.

Alguien publicó más tarde, en Inglaterra, un libro titulado Sou-Shapes, que

trata no solo de la forma de las almas, sino también de su color. Los grabados

que ilustraban el libro me interesaron más que su contenido. Pasando por alto

las almas confusas y de colores diversos que se asemejan en las ilustraciones a

los mapas coloreados de un atlas, llegamos al alma azul, a la que el autor

dedica una especial consideración. Su color azul es como el del tipo más común

de ojos azules. Esta curiosa fantasía de un alma azul fue originada,

probablemente, por la asociación que se hace en la mente, de los ojos y el alma.

Vale la pena hacer notar que mientras las otras almas de matices varios parecen

deformadas como viejos sombreros de fieltro o como un agua viva sobre la arena,

el alma coloreada por un azul puro es redonda, como un iris, y solo le falta la

pupila para tener el aspecto de un ojo.

Pero reservo el tema de la expresión y color de los ojos en el hombre y en los

animales para el próximo capitulo; en el presente me limitaré a hablar del

sentido de la vista en los salvajes y semibárbaros, por comparación con el

nuestro.

Y aquí recuerdo de nuevo un incidente de mi juventud, que creo fue lo que me

interesó por primera vez en el asunto.

Un día de verano, en mi casa, escuchaba yo atentamente una conversación que

tenía lugar afuera entre dos hombres, ambos de edad madura. Uno era un inglés

culto, de anteojos; el otro, un criollo muy expresivo, que hablaba sobre

diversos temas con voz fuerte y autoritaria. De pronto fijó la vista en los

anteojos que usaba su interlocutor, y riendo exclamó "¿Por qué usa usted siempre

esos vidrios que ocultan sus ojos? ¿Acaso hacen a un hombre más elegante o más

inteligente que los demás? ¿O está usted convencido de que una persona sensata

puede ver con ellos mejor que otra? Todo eso es una fábula, un error, y nadie

puede creer en semejante cosa".

El criollo expresaba así el sentir de la gente de su condición, acostumbrada a

la vida primitiva de los gauchos de las pampas, ante una ayuda tan artificial

para la vista como los anteojos. Cuando esa gente mira a través de un pedazo de

vidrio común, la visión no se aclara, sino que, por el contrario, más bien se

enturbia. ¿Cómo pueden, entonces, producir otro efecto esos dos pequeños redondo

les colocados ante los ojos? Por otra parte, la vista de estos hombres es en

general buena cuando son jóvenes, y a medida que avanzan en la vida no se dan

cuenta de su decadencia; imaginan que desde la infancia hasta la edad madura el

mundo es igual: el pasto tan verde, el cielo tan azul como siempre y las

verbenas del mismo color escarlata. La vida del hombre está en su vista;

perderla es una calamidad tan grande como ser privado de la razón. Ese objeto,

los anteojos, le divierte e irrita al mismo tiempo. Como el mono, se siente

impulsado a arrebatar esa cosa inútil de la nariz de su semejante, pues, además

de ser una superchería y no servir al que lo usa, molesta a los demás, ya que

resulta desagradable mirar a un hombre sin poder ver con claridad sus ojos y el

pensamiento que ellos reflejan.

A las palabras burlonas que el nativo le había dirigido, contestó el otro, de

muy buen humor, que usaba esos cristales desde hacía veinte años y que no solo

le ayudaban a ver mucho mejor, sino que habían preservado su vista de una mayor

decadencia; y no satisfecho con defenderse del cargo de ser una persona

fantástica por usar anteojos, él, a su turno, atacó al otro hombre:

-¿Cómo sabe usted -le dije- que su vista no ha degenerado con los años? Usted

puede verificarlo con solo probar cierto número de vidrios, que servirían para

varias personas, todas con algún defecto visual más o menos acentuado. Entre

veinte con la vista defectuosa, no se encuentran dos con las mismas anomalías.

Usted debe probar anteojos, como se prueban botas, hasta que encuentre un par

que le convenga. Pruébese los míos si quiere; tenemos la misma edad y es muy

probable que nuestros ojos estén en las mismas condiciones.

El gaucho dejó oír una fuerte y burlona carcajada, manifestando que la idea era

ridícula.

-¡Ver mejor con esto! -y los tomó cautelosamente, levantándolos para

examinarlos, y luego los colocó sobre su nariz, así como una persona toma un

diario enrollado a la manera de un cucurucho y se lo coloca en la cabeza. Miró

al otro, después a mí y luego todo lo que le rodeaba, con expresión de

incredulidad, prorrumpiendo al fin en grandes exclamaciones de alegría. Pues,

aunque parezca raro, los vidrios convenían exactamente a su visión, la que, sin

él saberlo, había ido disminuyendo, probablemente desde hacía años.

-¡Angeles del cielo! ¿Qué es esto que veo? -gritó-. ¿Por qué veo los árboles tan

verdes? ¡Nunca fueron así antes, y los veo tan nítidos que puedo contar sus

hojas! Y ese carro... ¿Por qué es rojo como la sangre?

Y para asegurarse de que no estaba recién pintado, corrió hasta él y colocó una

mano sobre la madera. No podía convencerse de que los objetos se vieran tan

distintamente, las hojas tan verdes, el cielo tan azul, la pintura tan roja,

como los observaba ahora a través de esos cristales mágicos. La claridad y el

brillo parecían artificiales; mas se había convencido de que no era así. Quiso

quedarse con los anteojos y sacó dinero para pagarlos, sintiéndose desconcertado

cuando su dueño insistió en que se los devolviera. Sin embargo, poco tiempo

después obtuvo un par, y con ellos sobre la nariz galopaba por los campos

exhibiéndolos a todos los vecinos y jactándose del poder maravilloso que daban a

sus ojos, al permitirle ver el mundo como ningún otro podía verlo.

Mi huésped y amigo patagón, cuyo profundo conocimiento de los naipes mencioné en

un capítulo anterior, me confesó una vez que después de las primeras jugadas

podía reconocer algunas cartas, al ser dadas, por ciertas diferencias leves en

la coloración de sus dorsos. Desde muy joven había empezado a hacer trampas en

el juego, y como tenía cerca de cincuenta años cuando me dio esta interesante

información y había vivido siempre cómodamente con sus ganancias, no vi motivos

para dudar de lo que me había dicho. La vista de este hombre era suficientemente

aguda como para descubrir en las cartas diferencias tan sutiles que nadie podía

distinguir, aun señalándoselas; y sin embargo, este individuo, con una visión

casi sobrenatural, se sorprendió grandemente cuando le expliqué que media docena

de pájaros del género de los gorriones, que se alimentaban en sus patios y

cantaban y construían sus nidos en el jardín, pertenecían a seis especies

distintas. Nunca había apreciado ninguna diferencia entre ellos; todos tenían

para él idénticas costumbres y movimientos, eran iguales en cuanto al tamaño,

color y forma y, para su oído, todos gorjeaban de manera semejante y tenían el

mismo canto.

Lo que le sucedía a este hombre nos sucede hasta cierto punto a todos nosotros.

Vemos con claridad lo que nos interesa y proporciona placer o provecho, y

conservamos tenazmente su imagen en nuestra mente, mientras que otras cosas, en

las que encontramos solo un interés general, o que nada significan para

nosotros, las observamos con menor atención y olvidamos con facilidad. Si

hubiera una gran semejanza entre ellas, como en el caso de los seis gorriones de

mi amigo el jugador, que, como los copos de nieve, "eran vistos antes que

distinguidos", esta confusión de sus imágenes en el ojo y la mente las haría

parecer iguales. Es como si tuviéramos dos clases distintas de visión: una, por

medio de la cual vemos todos los objetos nítidamente y cercanos a nosotros,

quedando grabados en nuestra mente siempre; la otra ve las cosas a lo lejos y

con esa oscuridad de contornos y uniformidad de color que da la distancia.

Me había propuesto aquí recurrir a mi libreta de notas del Plata donde consigné

ciertas ilustraciones divertidas sobre este hecho de la doble visión; pero no es

necesario alejarnos tanto para encontrar esos ejemplos, ni insistir en algo tan

conocido. "El pastor conoce sus ovejas" es un dicho tan verdadero y acertado en

Escocia como en el Lejano Oriente. Los detectives y también los militares que se

interesan en su profesión ven las caras, por ejemplo, con una agudeza mayor que

la generalidad de la gente y recuerdan sus rasgos con la misma claridad con que

otros recuerdan los de un número limitado de personas, de aquellas que quieren,

que temen o con quienes están en contacto continuo. Los marinos ven cambios

atmosféricos de los que otros no se dan cuenta, y el médico descubre los

síntomas de la enfermedad en el rostro de las personas que para los ojos no

acostumbrados parecen muy saludables. Y así sucede con toda clase de profesiones

y actividades humanas; cada individuo habita un pequeño mundo propio y lo que

para los demás es únicamente una parte de la oscuridad que ensombrece las cosas,

él lo ve con una nitidez sorprendente que le ayuda a conocer sus misterios.

Todo esto puede parecer muy gastado, muy trivial y un asunto muy común -al

alcance de cualquier escolar y también de los niños que aún no van a la

escuela-; sin embargo, es por haber ignorado este simple hecho, o porque no fue

nunca imaginado por nuestros maestros, que se ha caído en el error de creer que

el poder visual de los salvajes es superior al del hombre civilizado y que la

diferencia es tan grande que el nuestro es un sentido desfigurado comparado con

su brillante facultad, pues solo cuando miramos con poderosos gemelos podemos

igualarlos y ver el mundo como ellos lo ven. La verdad es que la Vista de los

salvajes no es mejor que la nuestra, aunque parece lógico pensar lo contrario, a

causa de su simple vida natural en el desierto que es siempre verde y, por lo

tanto, proporciona descanso a los ojos; además, no usan gas, ni siquiera la luz

de las velas que irriten su nervio visual, ni dañan su vista estudiando

despreciables libros.

Probablemente, pues, el error se origina en esa idea preconcebida de que el

verde y la ausencia de luz artificial, junto con otras condiciones de vida

primitiva, impiden el deterioro de la vista.

La teoría de la adaptación del ojo no es suficiente para aceptar esto. Sabemos

cómo pueden desarrollarse los músculos por medio del ejercicio, que el herrero y

el boxeador tienen brazos más poderosos que los demás, pero quizá se da por

sentado que la estructura compleja y la extrema delicadeza del ojo lo harían

menos adaptable que otros órganos más fuertes. Cualquiera que sea el Origen del

error, la verdad es que incurren también en él los hombres de ciencia, quienes

nunca hablan del tema si no es para confirmar lo que ya se ha dicho. Sus

investigaciones han sacado a relucir una gran variedad de desórdenes visuales,

que en muchos casos no molestan hasta que se los descubre y, llamándoselos con

nombre espeluznante, se los describe en términos que llegan a alarmar a las

personas impresionables. Frecuentemente no son enfermedades, sino defectos

heredados, como las piernas torcidas, los dientes prominentes, los dedos

aplastados, la piel excesivamente delicada y otras malformaciones. No digo que

los defectos de la vista sean tan comunes entre los salvajes como entre

nosotros; volveré sobre este tema más adelante. Pero hasta que los ojos de los

salvajes no sean científicamente examinados, parece muy audaz asegurar que la

causa de anormalidades en la percepción del color sean las condiciones

perjudiciales de nuestra civilización, porque sabemos tan poco acerca de ese

sentido en los salvajes como sobre los defectos visuales de los antiguos

griegos. Tal vez no haya sido tan aventurado decir que la vista del hombre

salvaje es enormemente más poderosa si tenemos presente que los cuentos de los

viajeros y tal vez otras consideraciones sobre el particular, como, por ejemplo

la ausencia, entre los hijos de la naturaleza, de ayudas artificiales para su

visión, condujeron a error a nuestros maestros. Podrá ser muy viejo el piel

roja, pero cuando se sienta a tomar sol delante de su choza, por la mañana

temprano, nunca se lo ve hacer un cartucho con su diario para usarlo como

catalejo.

El lector puede muy bien ahorrarse la sonrisa, porque no se trata de una mera

suposición; en este caso la observación vino primero y la reflexión después.

Conozco por experiencia algo de los salvajes, y cuando ellos hacían uso de sus

ojos a su manera y para sus fines, yo usaba los míos para mis propósitos, que

eran muy diferentes. Es cierto que los pieles rojas distinguen perfectamente a

una gran distancia un objeto que a nuestra vista aparece como algo borroso, de

manera que lo mismo puede ser un arbusto, una piedra, un animal o una casa. El

secreto de la diferencia reside en que sus ojos están entrenados y acostumbrados

a ver ciertas cosas que buscan y esperan encontrar. Coloquémoslos en medio de

circunstancias nuevas para ellos y fracasarán, o aun dentro del desierto en que

viven, o frente a un objeto extraño o inesperado, y no mostrarán su superioridad

sobre su hermano civilizado. Yo fui testigo de un caso en el cual no una, sino

cinco personas se equivocaron; el único del grupo que acertó, o quizá que vio

mejor fue un hombre civilizado, ilustrado y, lo que es más aún, descendiente de

una larga línea de hombres estudiosos. Esto me sorprendió en aquel momento, pues

hasta entonces mi fe infantil en la creencia de Humboldt al respecto y del mundo

en general nunca había sido cuestionada. He aquí cómo ocurrió este hecho

extraordinario. El objeto estaba a tal distancia que para ninguno de nosotros

presentaba una forma definida, sino que era simplemente una cosa oscura, situada

contra el fondo blanquecino del cortaderal. Nuestros guías, fijándose solamente

en el tamaño, dijeron sin vacilaciones que se trataba de un animal, quizás un

caballo cimarrón, cosa que sin duda esperaban encontrar en aquel sitio.

El otro, cuyos ojos no estaban habituados a ver objetos distantes en el

desierto, lo que llega a ser un instinto y como tal es susceptible de errores,

estudió prolijamente su aspecto, diciendo al fin que se trataba de un arbusto de

color oscuro. Cuando nos acercamos, resulté ser un alto juncal que crecía en un

lugar donde no suele hacerlo y que, quemado por las heladas y la falta de agua,

se había oscurecido de tal modo que a cierta distancia parecía negro.

En el caso siguiente acertó el salvaje. Yo señalé un objeto oscuro, muy lejano,

tan bajo que apenas podía verse sobre la alta hierba, y que avanzaba con

movimientos ascendentes y descendentes, como los de un jinete que marcha al

galope. "Ahí va un hombre a caballo", observé. "No, es un trarú", rectificó mi

compañero después de dirigir una rápida mirada.

El trarú es un pájaro de las llanuras, grande, pero, parecido al águila,

denominado carancho -Polyborus tharus- por los blancos. Pero el objeto no era

más claro para él que para mí; el nativo no podía ver las alas ni el pico a esa

distancia, pero el trarú era un animal conocido, al que estaba acostumbrado a

ver aunque estuviera muy lejos, siendo una figura que siempre buscaba y esperaba

encontrar dentro del paisaje. Era solo una mancha negra en el horizonte; pero mi

acompañante conocía el aspecto y los hábitos del pájaro y sabía que cuando se lo

distingue en la lejanía, con su vuelo ondulante, parece un jinete a todo galope.

Era su oficio saber esta y otras pocas cosas más. Si alguien le hubiera hecho

buscar una pequeña "5" inclinada en el medio de una página impresa con

caracteres muy juntos, las lágrimas habrían corrido por sus mejillas bronceadas

y habría abandonado la infructuosa búsqueda con los ojos doloridos. Sin embargo,

el corrector de pruebas de imprenta puede encontrarla en pocos minutos sin

forzar su vista. Pero es infinitamente más importante para los salvajes de las

llanuras que para nosotros ver y reconocer con rapidez los objetos distantes.

Depende de ello su alimento diario, el hallazgo de animales perdidos y aun su

propia seguridad. No es raro, por consiguiente, que cada mancha oscura, cada

objeto móvil o fijo en el horizonte, les diga mucho más a ellos que al

forastero, especialmente si consideramos cuán pequeña es la variedad de cosas

que se pueden ver y juzgar en la monótona llanura que habitan.

Esta apreciación rápida de los objetos a la distancia, la conjunción del ojo y

de la inteligencia del bárbaro de las planicies, no es tan admirable como la de

su hermano el salvaje de las regiones subtropicales, que se hallan cubiertas por

una densa vegetación, y poseen una fauna abundante y variada, y donde la mitad

de la atención debe fijarse en las especies peligrosas, las que a menudo son de

tamaño muy pequeño. En algunos sitios boscosos, calientes y húmedos, si un

europeo intentara cazar o explorar descalzo, se pincharía y lastimaría los pies

a cada paso, y muy probablemente alguna víbora le habría picado antes de

finalizar la jornada. Sin embargo, el indio pasa allí su vida, y desnudo o

semidesnudo explora el desconocido desierto de espinos, contando solo con sus

f]echas para proveer de alimento a su mujer y a sus hijos. No se hiere con las

espinas, ni es mordido por las víboras, porque sus ojos están acostumbrados a

descubrirlas, siempre a tiempo para salvarse. Camina con rapidez, pero conoce

cada sombra y cada hoja en esa densa confusión de plantas, llena de trampas y

engaños, en medio de la cual está obligado a avanzar; y por mucho que una hoja

se parezca a otra, pone su pie donde no existe el peligro; o eligiendo

rápidamente entre dos males, lo coloca donde las espinas son más suaves o donde

hieren menos, por alguna razón que únicamente él conoce. De idéntica manera ve a

una serpiente venenosa, que yace inmóvil y enrollada, como muerta, costumbre

ésta muy común entre las especies más mortíferas, y cuyo colorido oscuro y

engañoso la vuelve casi imperceptible sobre la tierra marrón, así como entre los

tallos grises y secos y las hojas diversamente coloreadas.

Fontana, un amigo que reside en Buenos Aires y que durante su vida llegó a

conocer bien a los indios argentinos, dice que los salvajes de las pampas

terminan su educación a los doce años, quedando desde ese momento capacitados

para cuidarse a si mismos; pero los salvajes del Chaco -el territorio

subtropical de la Argentina que limita con el Paraguay y Bolivia- si fueran

abandonados a si mismos perecerían rápidamente, puesto que se encuentran a esa

edad solos en la mitad de su aprendizaje largo, dificultoso y lleno de penurias.

Era curioso y daba lástima al mismo tiempo, dice, ver a los pequeños indiecitos

del Chaco separados de las madres cuando su piel era todavía tierna, tratando de

seguir a los mayores que jugaban a cierta distancia. Caían a cada paso, se

lastimaban con las espinas o se cortaban con las hojas afiladas de los arbustos,

perdiéndose en la espesura, para seguir luchando heridos y llorosos; de esta

manera aprendían al fin dónde debían poner sus pies.

La serpiente que se enrosca sobre un suelo de su mismo color, e imita los tallos

secos y retorcidos o las enredaderas diseminadas por todas partes, inmóvil como

ellos, no se asemeja tanto a lo que la rodea como ciertos pájaros que se posan

en las ramas de los árboles, pájaros que el indio debe ver también. Un forastero

en estas regiones, hasta el naturalista más entusiasta, encuentra difícil

distinguir un loro parado en un árbol alto, aun sabiendo que los hay allí,

porque su color verde entre un follaje del mismo color y la costumbre de

permanecer silenciosos e inmóviles ante la presencia de un intruso los hace

invisibles a su vista, y el hombre blanco se asombra de que el indio pueda

verlo. Es que éste sabe cómo buscarlo; es su oficio, que no resulta fácil de

adquirir; pero está obligado a aprenderlo porque su éxito en la vida, y aun su

propia existencia, dependen de ello puesto que en el mundo salvaje la naturaleza

elimina a quienes fracasan en las pruebas de competencia a que ella los somete.

El lector habrá visto a menudo, sin duda, esos pequeños rompecabezas

diversamente titulados "¿Dónde está el gato?", "El toro furioso", "El ladrón",

"El vigilante" o "La serpiente entre el pasto", etc., en los cuales el objeto

nombrado, que debe ser descubierto, está formado por ramas y hojas, por agua que

corre, por géneros, y por partes claras y sombreadas del dibujo. Al principio

resulta extremadamente difícil descubrir la figura en el cuadro, basta que al

fin, con la rapidez con que se descubre la serpiente oscura, vista antes pero no

distinguida, aparece el objeto, y es luego tan claro, que mirando el dibujo, aun

a cierta distancia, se ve el gato, el vigilante o lo que sea. Después de

estudiar pacientemente algunos cientos de estos rompecabezas se aprende a buscar

el objeto oculto, encontrándolo fácilmente, casi de una ojeada, cuando se tiene

práctica. La persona ingeniosa que inventó este bonito juego, no pensó,

probablemente, en la naturaleza con sus curiosos parecidos, que imitan y

protegen; sin embargo, pudo muy bien tomarlos de ella, pues eso es justamente lo

que ella hace. Tanto el animal que debe ser visto para poder evitarlo, como el

que debe verse para obtener alimento, están en su dibujo diseñados con tan

astuto arte, que para los ojos no habituados solo parecen ramas y hojas,

confundiéndose arriba con la sombra y la luz, y abajo con la tierra, las piedras

y las hierbas secas del suelo.

Es probable que existan leves diferencias en el poder visual de distintas

nacionalidades, por efecto de las condiciones físicas; así, los habitantes de

las regiones montañosas o de lugares secos y altos pueden tener mejor vista que

quienes viven en parajes bajos y húmedos, aunque podría suceder también todo lo

contrario. Entre las naciones europeas se supone que los alemanes tienen la

vista débil, lo que, según creen algunos, es ocasionado por el exceso de tabaco;

otros lo atribuyen al tipo de letra de sus libros, que requiere un mayor

esfuerzo visual. Es poco probable que su defecto llegue a acentuarse más con el

tiempo y que de un pueblo con anteojos se conviertan en un pueblo ciego, para

alegría de sus enemigos. Los animales que viven en la oscuridad se vuelven

miopes, y luego más miopes todavía, y así en forma progresiva hasta perder

totalmente el sentido de la vista. En una nación o comunidad, esta declinación

visual podría empezar por la lectura abundante de libros alemanes, o por fumar

habitualmente opio o por alguna otra causa desconocida; pero el decaimiento no

puede progresar, porque no hay nada en el hombre que sustituya a la vista, como

sucede en las ratas de las cuevas, peces o insectos. Si pudiéramos examinar a

toda la humanidad desde la China al Perú, aplicando los conocimientos

científicos que se utilizan para revisar a los escolares ingleses, las

diferencias en el poder visual de las distintas razas, naciones y tribus serían

probablemente muy insignificantes. El error que cometen los especialistas y los

que escriben acerca de los ojos es que piensan demasiado en el problema. Cuando

afirman que nuestra civilización daña enormemente la vista, ¿se refieren al

infinito número de condiciones o conjunto de ellas, abarcadas por nuestro

sistema, con la enorme variedad de ocupaciones y modos de vida de los hombres,

desde el cuidador del faro hasta el trabajador de las minas, cuyo único sol es

la incierta llama de su lámpara? "Un órgano que se ejercite más de lo habitual

crecerá, satisfaciendo así un aumento de la demanda mediante un mayor

abastecimiento", dice Herbert Spencer, pero agrega que se llega pronto a un

límite, más allá de cual es imposible avanzar. Este aumento de la demanda la

encontramos ya en un órgano, ya en otro, de acuerdo con nuestro trabajo y

sistema de vida, y lo mismo sucede con los ojos. Hay entre nosotros muchos casos

de enfermedades del corazón; en tales circunstancias la civilización ha

provocado la extrema tensión de este órgano y ha llegado a un punto más allá del

cual no puede seguir. Y lo mismo sucede con la vista.

El número total de defectuosos, entre los hombres, es sin duda muy grande, pues

sabemos que nuestra clase de vida retarda -aunque no puede evitarla eficazmente-

la acción saludable de la selección natural. La naturaleza nos lleva hacia un

lado y nosotros tomamos hacia otro, tratando compasivamente de salvar al inepto

de las consecuencias de su incapacidad. El instinto humano nos empuja, pero es

menos doloroso contemplar el cruel instinto del salvaje que ver esa compasión

equivocada o pervertida que trata de perpetuar la ineptitud, y para favorecer a

individuos que sufren infligen un mal perdurable a la raza.

Socorrer al ciego es una misión hermosa y sagrada, pero es horrible instarlo a

que contraiga matrimonio para transmitir su triste defecto a sus descendientes.

Sin embargo, es un hecho común y no hace mucho tiempo el autor de un artículo de

fondo, en uno de los principales diarios de Londres, se refirió al mismo tema

con calurosa aprobación. Tenía esperanzas en la constitución de una raza de

hombres totalmente ciegos, como si fuera ello algo de que pudiéramos

enorgullecemos, ¡un triunfo de nuestra civilización.

Pelleschi, en su admirable libro sobre los indios del Chaco, dice que nunca se

ven malformaciones en ellos y que físicamente son todos hombres perfectos; hace

notar que en su dura lucha por Ja existencia, en medio de un desierto de

espinas, rodeados de peligros, cualquier enfermedad o defecto físico sería

fatal. Y como los ojos son para ellos el órgano más importante, deben tenerlos

en perfectas condiciones. Solo en este aspecto difieren los salvajes de

nosotros, es decir, en la ausencia o escasez de defectos visuales, y los que,

como el doctor Brudenell Carter, creen en la decadencia de la vista en el hombre

civilizado y repiten las palabras de Humboldt acerca de la visión maravillosa de

los salvajes sudamericanos, están completamente equivocados. No es raro que

Humboldt haya caído en este error, porque, después de todo, contaba únicamente

con los medios que tenemos todos para descubrir las cosas: una vista limitada y

una mente falible. Como el salvaje, adiestró sus facultades para observar y

deducir, y sus deducciones, al igual que las de los salvajes, resultaron algunas

veces erróneas.

La vista del salvaje no es mejor que la nuestra por el simple motivo de que no

requiere una mayor perfección. La naturaleza le dio, como a todas sus criaturas,

solo lo que necesitaba, sin regalarle nada para hacer ostentación. De pie sobre

el llano, su horizonte es limitado, y los animales que caza, si a menudo son más

astutos y rápidos que él, carecen, en cambio, de inteligencia, por lo que quedan

en igualdad de condiciones. El indio puede ver un ñandú a la misma distancia

desde la que el animal lo ve a él, y si poseyera la capacidad de ver a gran

distancia -como el águila- de nada le serviría. El águila que se remonta a las

alturas necesita ver desde muy lejos, pero el búho, cuyo vuelo es más bien bajo,

es corto de vista. Y así sucede en todo el mundo animal: cada especie tiene nada

más que la vista suficiente para conseguirse su alimento y escapar de sus

enemigos. Los animales que viven cerca de la superficie de la tierra tienen una

visión muy limitada. Además, otras facultades pueden usurpar el lugar de los

ojos o perfeccionarse tanto que coloquen a la visión en un plano secundario como

órgano de la inteligencia. La serpiente constituye un caso curioso: ningún otro

sentido parece haberse desarrollado en ella; sin embargo, creí que la serpiente

era uno de los seres de vista más escasa. Después de haberlas observado durante

largo tiempo, estoy convencido de que las pequeñas víboras de costumbres

indolentes no ven con claridad más allá de dos metros. Pero la perezosa

serpiente es, en el mundo animal, el campeón de los ayunadores, y puede reposar,

inmóvil, hasta que la suerte ponga cerca de ella algo comestible; por lo tanto,

no necesita ver un objeto con nitidez, sino a una distancia muy limitada. Otro

caso notable es el del armadillo. De dos especies puedo decir confiadamente que,

si no son ciegas, están muy próximas a serlo; a pesar de ello, son animales

diurnos que salen a proveerse de comida con la plena luz del mediodía. Su

sentido del olfato, en cambio, es de una agudeza maravillosa, y, como en el caso

del topo, la vista les resulta superflua.

Volviendo al hombre: si en el estado de la naturaleza es capaz de distinguir

casi siempre el carácter de los objetos, nueve veces sobre diez, vistos a la

distancia que él necesita para captar con sus ojos alguna cosa, sus facultades

intelectuales hacen innecesaria una vista mejor. Si el olfato del armadillo no

fuera tan fino y si el hombre no hubiera sido dotado de 'un cerebro ágil, la

vista, en ambos casos, habría sido enormemente más poderosa; pero el desarrollo

de su sentido del olfato ha apagado los ojos del armadillo, haciéndolo más ciego

que una serpiente, mientras que el hombre (aunque no se lo haya propuesto) es

incapaz de ver más lejos que el lobo, que el avestruz y que el burro salvaje.

 

 

 

 

XII

REFLEXIONES SOBRE LOS OJOS

 

 

 

 

Entre los colores que podemos ver en los ojos de los pájaros están el blanco, el

rojo, el verde esmeralda y el amarillo oro brillante. En el búho, garza,

corvejón y muchas otras familias, el tinte de ese órgano constituye,

incomparablemente, el rasgo más hermoso y su mayor belleza. De inmediato llaman

la atención; parecen espléndidas gemas, para las cuales el ligero cuerpecito del

pajarito, con sus graciosas curvas y delicados colores, resulta un engarce

apropiado. Cuando el pájaro deja de existir y sus ojos se cierran, queda

convertido, excepto para el naturalista, en un conjunto de plumas muertas;

alguien colocará globos de cristal en sus órbitas vacías y tratará audazmente de

dar un aspecto de vida al espécimen embalsamado. Pero los ojos vidriosos no

arrojarán llamas vivientes, la "pasión y el fuego cuyas fuentes están dentro" se

habrán desvanecido, y el mejor trabajo del disecador, que dio una vida a su arte

bastardo, solo producirá en la mente indignación y fastidio. En los museos,

donde el espacio limitado impide cualquier intento de reproducir con fidelidad a

la naturaleza, el trabajo de embalsamador es tolerable, porque es útil; pero en

una sala, por ejemplo, ¿quién no cerrará los ojos y volverá instintivamente la

cabeza para no ver pájaros embalsamados, desagradables recuerdos de muerte,

dentro de su alegre plumaje? ¿Quién no se estremece, aunque no precisamente de

terror, al ver un gato montés relleno de paja, con las fauces horriblemente

abiertas, tratando de atemorizar con sus ojos de vidrio al que lo mira?

Nunca olvidaré la primera vez que vi la colección de picaflores (actualmente en

el Museo Nacional) perteneciente al señor Gould, y que el mismo naturalista me

mostró, sintiéndose evidentemente orgulloso de su trabajo. Yo acababa de dejar

del otro lado del Atlántico una naturaleza tropical y ardiente; encontrarme de

manera inesperada frente a una reproducción de ella, en un polvoriento cuarto de

Beadford Square, me causó una impresión violenta. ¡Qué melancolía inmensa

experimenté ante el espectáculo de esas plumas que hacía tanto tiempo habían

dejado de brillar y resplandecer, ahora cosidas con alambres y descansando sobre

telas floreadas y arbustos artificiales!

Considerando el esplendor y el colorido brillante de algunos ojos,

particularmente en los pájaros, parece probable que en estos casos el órgano

tenga una doble función: la primera y más importante, ver; la segunda, intimar

al adversario con esos espejos luminosos en los cuales se refleja toda su furia

peligrosa. En la naturaleza predominan los ojos oscuros y ciertamente, hay gran

ferocidad en los ojos negros de un ave de rapiña, pero producen menos impresión

que los de colores vivos, inclusive que los ojos blancos de alguna especie de

rapaces, como, por ejemplo, el halcón sudamericano común, Asturina pucherani.

Ciertos colores despiertan emociones violentas en nuestra mente y también,

quizás, en la de otras especies. El rojo vivo parece el color característico de

la ira; el poeta Herbert considera a la rosa como "colérica y desafiante". Los

carmines o anaranjados expresan el resentimiento mejor que los ojos oscuros.

Solo una leve variación en el color del iris puede constituir una ventaja para

un individuo en lo que se refiere a la selección natural, pues las criaturas

vivientes salvaguardan su vida mediante una perpetua lucha metafórica por la

existencia; pero cuando fracasan las similitudes protectoras, el vuelo o el

instinto que los lleva a ocultarse, y se ven obligadas a entablar la lucha con

un adversario vivo, cuentan, en tales casos, con un conjunto de recursos

defensivos diferentes. Entran en juego, entonces, el lenguaje y las actitudes de

desafío: pelos y plumas que se erizan, picos que golpean y chasquean, dientes

que rechinan, bocas que escupen o arrojan espuma, cuerpos que se hinchan, alas

que se agitan o pies que se hin can en el suelo, e infinidad de gestos

amenazantes. Es difícil creer que el color de los globos oculares, hacia los

cuales dirige primero la vista el enemigo y que con mayor claridad reflejan la

furia del animal, haya sido olvidado como medio de defensa por el principio de

selección natural. Por todas estas razones, creo que los ojos de colores vivos

significan un progreso respecto de los oscuros.

El hombre no ha progresado mucho en este sentido; los ojos oscuros han sido

hasta hace muy poco tiempo, excepto en el norte de Europa, casi o completamente

universales. En estado natural, los ojos azules no ofrecen ventaja alguna al

hombre, en ciertos momentos, pues resultan apacibles cuando es necesario

expresar ferocidad. Son casi desconocidos entre las criaturas inferiores, solo

suponiendo que el aspecto de los ojos importa menos para el bienestar del hombre

que en el caso de otras especies, podríamos explicar su supervivencia en una

rama de la raza humana.

Ojos cerúleos, bucles solo comparables en color a los "cabellos rubios que

flotan sobre las nubes del oriente" y un cuerpo blanco como la nieve,

ligeramente sonrojado... ¿Con qué pudo haber estado soñando la naturaleza cuando

otorgó tales características a los seres humanos más rudos y salvajes? Que ellos

hubieran vencido a razas de ojos oscuros y las hubieran pisoteado y arruinado

sus obras nos parece tan poco lógico como una fábula.

Sin embargo, por leve que haya sido el cambio en los ojos humanos, dando por

sentado que originariamente fueron oscuros, hay una gran cantidad de

modificaciones espontáneas en los individuos, siendo en apariencia los castaño

claro y azul grisáceo los más variables. Yo he encontrado ojos con marcas y

manchas, los que no son del todo raros; en algunos casos las manchas eran tan

negras, redondas y grandes que los ojos parecían tener un gran número de

pupilas. Conocí a una persona que tenía enormes manchas marrones en sus ojos

azul grisáceos y cuyos hijos hablan heredado tal peculiaridad; también a otra

con el iris de un color avellana rojizo, dibujado compactamente, con caracteres

finos, semejantes a letras griegas. Este individuo era un argentino de sangre

española, y sus conocidos le llamaban ojos escritos. Me sorprendió mucho una

curiosa circunstancia: estos ojos, tanto por su color como por la forma y

disposición de los trazos dibujados en ellos, eran iguales a los de una especie

de macás común en La Plata. Tal vez Browning haya observado ojos de esta clase

en alguna persona que encontró en su vida, pues hace que su mago diga a Pietro

de Abano estas palabras mágicas:

"Observa en mis ojos el iris de místicas letras;

ése es mi nombre".

Pero en vano buscamos en los hombres el espléndido carmesí, el amarillo

llamativo, los globos blancos que habrían convertido en un ser terrible al

guerrero de piel oscura, sacudido por emociones violentas. La naturaleza ha

descuidado al hombre en este sentido, y él, para remediar la omisión, adorna su

rostro con pinturas brillantes y corona su cabeza con duras plumas de águila.

Yo creo que la capacidad de brillar en la oscuridad, observada en los ojos de

muchas especies nocturnas y seminocturnas, tiene siempre una intención hostil.

Cuando se encuentra en animales inofensivos, como por ejemplo en los lemúridos,

solo puede atribuirse al mimetismo; sería un caso semejante al de las mariposas,

que imitan los colores de otros insectos que los pájaros no persiguen. Los más

favorecidos, entre los mamíferos, son los gatos; y los búhos, entre las aves;

pero estos últimos tienen aún mayor ventaja. Nos admiramos al contemplar los

ojos felinos del puma o del gato montés, cuando resplandecen de ira; á veces su

vista nos produce la misma sensación de una corriente eléctrica. Pero los ojos

amarillos del búho son incomparables por su brilló intenso y rápidos cambios; se

inflaman con la asombrosa rapidez de una nube iluminada por la luz de los

relámpagos. Algunos lectores pensarán que exagero. Sin duda, parecerán

extravagantes las descripciones de hermosas puestas de sol y tormentas con

truenos y relámpagos a los que no han presenciado nunca este fenómeno. Solamente

quienes han pasado años "conversando con animales salvajes en lugares

desiertos", para citar las palabras de Azara, saben que tanto para la atmósfera

como para la vida animal existen momentos especiales, y que ese pobre ser de

lastimero aspecto, disecado en un museo, así corno el 'que vive en cautividad

pueden, colocados en su propio medio y obligados a luchar por su vida,

convertirse -gracias a su furia- en sujetos terribles y extraños.

La naturaleza reserva muchas sorpresas a los que crecen en ella. Una de las

mayores con que me favoreció a mi fue la de permitirme observar un lechuzón

magallánico, también llamado ñacurutú, que herí en la Patagonia. La guarida de

este animal estaba en una isla cubierta por pastos gigantescos y altos sauces

sin hojas, pues era pleno invierno. Después de buscarlo durante algún tiempo, lo

encontré posado sobre una rama, esperando, al parecer, la hora del crepúsculo.

Me miró con tal suavidad que al apuntar la escopeta hacia él apenas me alcanzó

el valor para hacer fuego. ¡Reinaba allí desde hacía tantos años, que era el

tirano feudal de ese lejano desierto! Había dado muerte a muchas ratas de agua,

que, como sombras, se deslizaban a lo largo de las costas, entre la corriente

profunda y los juncos gigantes; había perseguido a muchas palomas salvajes que,

acomodadas en sus ramas, despertaron al sentir en su carne las crueles garras

que las atravesaban. Y más allá del valle, en las lomas cubiertas de hierba,

había arrebatado de sus nidos a las martinetas copetonas que empollaban sus

huevos de lustroso color verde oscuro, los que se empalidecerían por la acción

del viento y el sol, extinguiéndose las pequeñas vidas que se agitaban dentro al

faltarles el calor materno. Pero yo no quería a ese pájaro, y endurecí mi

corazón. No se oiría más "la risa demoníaca" con que a menudo respondía al rumor

de Ja corriente del río, rápida y negra. Hice fuego, osciló en su rama,

permaneciendo suspendido durante unos minutos, y Juego aleteó hasta el suelo con

lentitud. Detrás del lugar donde cayó, crecía una masa casi compacta de hierba

oscura, más allá de la cual se elevaban los troncos altos y delgados de los

árboles, y por sobre ese enredo de ramas desnudas se veía el cielo con leves

pinceladas de color rosa, ya que el sol se había puesto en el horizonte,

quedando en sombras la superficie de la tierra. Allí, en ese escenario, y en

medio de la quietud invernal del desierto que todo lo invadía, encontré a mi

víctima, enfurecida por sus heridas, preparada para realizar el esfuerzo

supremo. Aun en reposo es un pájaro grande y parecido al águila, pero ya estaba

completamente alterado, y a la luz incierta aparentaba un tamaño mayor, 'el de

un monstruo de forma extraña y aspecto terrible. Tenía todas las plumas

erizadas, la cola tiesa y dura, abierta como un abanico; las alas inmensas de

color atigrado extendidas y rígidas. El pájaro, que había caído al suelo sobre

sus patas, balanceó lentamente el cuerpo de un lado al otro, así como una

serpiente mueve la cabeza antes de atacar, o menea su cola un gato enojado, y

tocó la tierra, primero con un ala, para dejar caer luego las dos. Los cuernos

negros estaban tensos, y en el centro de la cabeza, en forma de aro, el pico se

abría y cerraba sin cesar, produciendo un ruido semejante al de una máquina de

coser. Esto resultaba un marco apropiado para el par de magníficos ojos furiosos

que yo miraba con una especie de fascinación no exenta de temor, cuando

recordaba los dolores agudos que me provocaron en ocasiones anteriores las

garras afiladas de otros ejemplares al penetrar en mi carne hasta los huesos. El

iris era de color anaranjado, pero cada vez que trataba de aproximarme, sus ojos

se convertían en grandes globos de trémulas llamas amarillas; las pupilas negras

estaban rodeadas por una luz roja centellante, que arrojaba pequeñas chispas al

aire. Cuando me alejaba, su aspecto fiero y preternatural se desvanecía

instantáneamente.

Los ojos de dragón de la lechuza magallánica todavía me persiguen, y cuando los

recuerdo, pesa aún en mi conciencia la muerte del pájaro, aunque matándolo le

otorgué la polvorienta inmortalidad de que gozan los ejemplares embalsamados en

un museo.

Es difícil explicar la causa de ese aspecto feroz. Sabemos que la fuente de la

luminosidad en los ojos de los búhos y de los gatos es el tapetum lucidum, una

membrana que refleja la luz, situada entre la retina y la esclerótica que cubre

el globo del ojo; pero el misterio continúa sin aclararse. Cuando me hallaba

frente al animal', noté que cada vez que me retiraba, la membrana nictitante

cubría de inmediato los ojos, oscureciéndolos por algún tiempo, como les suele

ocurrir a los ojos de las lechuzas siempre que se colocan ante una luz fuerte, y

esto me dio la impresión de que esa fiera apariencia centellante era acompañada

seguida- por una sensación dolorosa. Citaré aquí un pasaje muy sugestivo de una

carta que al respecto me escribió un hombre de ciencia: "Ciertamente, algunos

ojos brillan en la oscuridad; los de los gatos y búhos, por ejemplo, y el

centelleo de que usted habla es, quizás, otra forma del fenómeno. Probablemente

depende de una sensibilidad extraordinaria de la retina, análoga a la que existe

en la constitución molecular del sulfuro de calcio y otras sustancias

fosforescentes. La dificultad está en el centelleo. Sabemos que esa clase de luz

es producida por las vibraciones térmicas de las moléculas a la temperatura de

incandescencia, sin que la luz eléctrica sea una excepción a la regla. Una

explicación aceptable sería que la retina supersensible se torna fosforescente

en los momentos de excitación, causando esa misma excitación un cambio en la

curvatura del lente, por lo que la luz es concentrada y, por lo tanto, brilla en

forma de chispa. Poco sabemos acerca de las fuerzas naturales; por esto, puede

ser que lo que en tales casos llamamos luz no sea más que la comunicación de un

ojo con otro, o la emanación que parte de la ventana de un cerebro y penetra en

la de otro".

Es probable que todo lo que leemos en los relatos -algunos históricos- y oímos

hablar acerca de ojos humanos que echan fuego y centellean de ira, sean solo

exageraciones poéticas. No encontraríamos esos ojos fieros entre los pacíficos

hijos de la civilización, quienes hasta cuando guerrean lo hacen sin cólera y

matan a sus enemigos con armas, sin verlos siquiera; pero, en cambio, se hallan

entre los hombres salvajes o semisalvajes, carnívoros en su alimentación, de

temperamento feroz y sumamente violentos en sus pasiones. Ocurre que entre esta

clase de seres he vivido largo tiempo. Los he visto a menudo frenéticos, con sus

rostros blancos como la ceniza, con los pelos de punta y derramando grandes

lágrimas de rabia, mas nunca he descubierto en ellos nada que se aproxime a ese

aspecto terrible que observé en el lechuzón.

Comparativamente, la naturaleza ha hecho poco para favorecer al ojo humano, no

solo al negarle el esplendor terrorífico que encontramos en algunas especies,

sino también en lo que se refiere a su belleza. Cuando se viaja alrededor del

mundo no se puede dejar de pensar que las distintas tribus y razas de hombres,

que varían tanto en lo que respecta al color de su piel y al clima y condiciones

en que viven, debieran tener ojos de tonalidades diferentes. En el Brasil me

maravilló 'el aspecto magnifico de muchas mujeres negras que allí había; eran

bien formadas, altas, majestuosas, a menudo elegantemente vestidas con túnicas y

tocados blancos; además, usaban pulseras de plata en sus brazos redondos y

lustrosos. Me pareció que un iris de oro pálido hubiera aumentado la gloria de

estas bellezas de ébano (como en el pájaro tirano -Lichenops perspicillata-, que

es intensamente negro), completando su encanto único y extraño.

Al exquisito tipo de belleza femenina que vemos en la muchacha blanca con una

leve mezcla de sangre negra, con el gracioso rizado del cabello, el púrpura rojo

de los labios y el delicado tinte terracota de la piel, le hubiera convenido, en

vez dcl color pardo oscuro de sus ojos, un intenso marrón anaranjado, como el

que se ve en algunos lemúridos. No podría imaginarse nada más bello que el iris

rojo rubí para muchas tribus de piel muy oscura, mientras que los ojos verde mar

convendrían a los polinesios y a las tribus lánguidas y pacíficas, como la

descripta en el poema de Tennyson:

"Y rodearon la quilla, con caras pálidas,

Oscuras caras pálidas contra esa llama rosa,

Los melanc6licos comedores de lotos,

[de suave mirar".

Puesto que no podemos tener los ojos que hubiéramos deseado para nosotros,

consideremos los que nos ha dado la naturaleza. La incomparable hermosura de los

"ojos color esmeralda" ha sido muy alabada por los poetas, particularmente por

los españoles, y si es que existen, serían por cierto muy bellos, en especial si

tuvieran como marco cabellos oscuros o negros y fueran acompañados por esa

melancólica palidez observada con frecuencia en los climas cálidos, mucho más

atrayente que la piel rosada de los habitantes de las regiones nórdicas, aunque

no tan duradera. Pero, o no existen o he tenido muy poca suerte, puesto que

después de una larga búsqueda me veo obligado a confesar que nunca he tenido

oportunidad de verlos. He visto ojos llamados verdes, esto es, de un tono

verdoso, pero no eran los que yo buscaba. Se puede perdonar a los poetas sus

descripciones equivocadas; muy a menudo -como Humpty Dumpty en Alicia en el país

del espejo- dan significados propios a las palabras. Para obtener datos

fidedignos solemos dirigirnos a los hombres de ciencia; sin embargo, y aunque

parezca raro, mientras éstos se quejan de que nosotros -los profanos- carecemos

de ideas exactas y establecidas acerca del color de nuestros propios ojos, ellos

han apoyado la fábula del poeta, tomándose un trabajo considerable para

convencer al mundo de su verdad. El doctor Paul Broca es la figura mas

prominente en este sentido. En su Manual for Anthropologists, divide los ojos

humanos en cuatro tipos distintos: anaranjado, verde, azul y gris, y subdivide

esos cuatro en cinco variedades cada una. La simetría de tal clasificación

sugiere de inmediato que se trata de algo arbitrario. ¿Por qué anaranjado, por

ejemplo? El avellana claro, el color arcilla, el rojo, el castaño oscuro, no

pueden llamarse anaranjados con propiedad; pero la división requiere que las

cinco variedades de ojos con pigmentos oscuros sean agrupadas bajo un mismo

nombre, y porque hay pigmento amarillo en algunos ojos oscuros, se los denomina

a todos anaranjados. Para formar las cinco variedades grises, el gris más leve

es tan pálido que su verdadero color se nota solo al colocarlo al lado de una

hoja de papel blanco; pero la piel humana tiene siempre algún matiz; por lo

tanto, los ojos de Broca aparecerán, por contraste, absolutamente blancos. Algo

desconocido en la naturaleza. Luego tenemos el verde, empezando por el más claro

y elevándonos, a través del verde del pasto y el verde esmeralda, hasta el más

profundo verde mar y el verde de la hoja de acebo. ¿Existen tales ojos en la

naturaleza? En teoría, sí. Los ojos azules son azules, y los grises, grises; no

tienen pigmentos amarillos o marrones en la superficie externa del iris, para

impedir que el pigmento púrpura oscuro de la capa interna -la úvea- se vea a

través de la membrana; ésta tiene diferentes grados de opacidad, haciendo

aparecer al ojo gris, azul claro u oscuro, o purpúreo, según el caso. Cuando el

pigmento amarillo se deposita en pequeñas cantidades en la membrana externa, se

mezclaría, de acuerdo con la teoría, con el azul de la parte interna, dando como

resultado el verde. Por desgracia para los antropólogos, no sucede así. En

algunos casos, solo da el variable tono verdoso que he mencionado, pero nada que

se aproxime a los verdes propuestos por Broca en su tabla. Si un ojo posee el

grado suficiente de transparencia en la membrana y un leve depósito de pigmento

amarillo, extendido igualmente sobre la superficie, se tendría como resultado un

iris perfectamente verde. La naturaleza, sin embargo, no procede de esa manera.

Los pigmentos amarillos varían mucho en cuanto a matices; hay amarillo barroso,

marrón o color tierra, y nunca se extienden con uniformidad, sino que aparecen

en manchas que se agrupan alrededor de la pupila, formando rayos oscuros, líneas

y puntos; y así, cuando la ciencia dice que tales ojos "deben llamarse verdes",

ellos son, por lo general, de un opaco azul grisáceo, castaño azulado o color

arcilla, mostrando, en algunos casos raros, un variado tono verdoso.

En las notas que acompañan al Informe del Comité Antropométrico de la Asociación

Británica de los años 1881 y 1883 se dice que los ojos verdes son más comunes de

lo que indican las estadísticas, y que los ojos que propiamente podrían llamarse

verdes, a causa de un prejuicio popular contra ese término, han sido registrados

como grises o algún otro color.

¿Existe tal prejuicio? ¿O es necesario recurrir siempre a un manual para saber

si son verdes los ojos que encontramos? Indudablemente, el "prejuicio popular"

se origina -según se supone- en Shakespeare, quien describe los celos como un

monstruo de ojos verdes; pero si este autor pesa tanto en el espíritu del

pueblo, el prejuicio debería tomar otro rumbo, puesto que él es lino de los que

cantan la esplendidez de ese color. Dice en Romeo y Julieta:

El águila, señora, no tiene ojos tan verdes,

Ni tan vivos y hermosos como los de París.

Estas líneas contienen, sin embargo, un absurdo, puesto que no existen las

águilas de ojos verdes, y tal vez no valga la pena hablar más respecto a ese

prejuicio.

Durante largos años busqué afanosamente los ojos verdes, caminé a veces muchas

cuadras por calles llenas de gente, observando los de cada persona que pasaba a

mi lado; y solo una vez creí haber obtenido mi recompensa. Al subir en cierta

ocasión a un vehículo público, percibí la presencia de una dama sentada en un

sitio frente a mí -aunque quedaba más elevada-, elegantemente vestida y de un

aspecto en extremo atrayente. Su piel era algo pálida, el cabello oscuro y sus

ojos... ¡verdes! "¡Al fin!", me dije mentalmente, contento como si hubiera

encontrado una piedra de valor incalculable. Era terrible para mí tener que

mirarla en forma furtiva, y pensar que muy pronto la perdería de vista. Pasaron

algunos minutos, durante los cuales ella no movió la cabeza. Los ojos seguían

siendo verdes, pero no del tono oscuro y sombrío que imaginé y pintó Broca, sino

de un verde mar claro y exquisitamente bello, semejante al aspecto que presenta

el agua del océano atravesada por un sol fuerte, en sitio donde es profunda y

pura, en la bahía de alguna isla rocosa, bajo los trópicos. Al fin, no

convencido todavía, me elevé un poco en mi asiento, de manera que cuando me

diera vuelta para verla de nuevo, sus ojos se encontrasen en línea recta con los

míos. Llegó por último el momento deseado y temido; pero, ¡ay!, ya los ojos no

eran verdes, sino grises y de un tono no muy puro. Habiendo parecido verdes

cuando los miraba de modo oblicuo, no podían ser de un gris muy límpido. Eran

simplemente grises, con un pigmento tan delgado que no parecía extendido con

uniformidad por toda la superficie del iris. Esto hacía que parecieran verdes

bajo ciertas luces, como sucede con los ojos del perro, que cuando se sienta a

la sombra, al mirar hacia arriba, reciben toda la luz, tiñéndose a veces de un

verde puro. Conozco un perro cuyos ojos se veían siempre de ese color en tales

circunstancias. Generalmente, sin embargo, los ojos de los perros toman un color

azul hialino.

Si pudiéramos dejar a un lado esos ojos indefinidos y confusos que están en un

estado de transición -ojos azules con algún pigmento que los oscurece y los hace

incalificables, puesto que no se encuentran dos pares iguales-, entonces todos

deberían estar comprendidos en dos grandes órdenes naturales: los que tienen y

los que carecen de pigmento en la superficie externa de la membrana. No pueden

llamarse con propiedad ojos claros y oscuros, puesto que muchos castaños son en

realidad más claros que los purpúreos y los grises oscuros. Deberían denominarse

simplemente pardos y azules, porque en todos los que tienen pigmento exterior

hay algo de extraño o un tono apenas diferenciable de ese color, y todos los

ojos sin pigmento, aun los del gris más puro, tienen algo de azul.

Los ojos castaños expresan pasiones animales, antes que inteligencia y

sentimientos morales elevados. Frecuentemente son igualados en su elocuencia

peculiar por los ojos pardos u oscuros del perro doméstico. A menudo hay en los

animales una exagerada elocuencia en la expresión; a juzgar por sus ojos, los

gatos y las águilas enjaulados de los jardines zoológicos son todos

Bonnivards, peludos y emplumados.

Aun entre los intelectuales, los ojos castaños denotan más corazón que cabeza.

En los seres inferiores, los ojos negros son siempre penetrantes y astutos, o

también suaves y dulces, como en los cervatos, palomas, pájaros acuáticos, etc.,

y es notable que en el hombre los ojos negros -iris castaño oscuro con pupila

grande tengan en general alguna de estas expresiones predominantes.

Naturalmente, las excepciones individuales son numerosas en las comunidades muy

civilizadas. Las mujeres españolas y las negras tienen ojos hermosos y

maravillosamente suaves, mientras que los sagaces ojos de comadreja son comunes

en todas partes, especialmente entre los asiáticos. En las castas superiores de

Oriente la mirada penetrante y astuta st ha refinado, transformándose hasta

adquirir un aspecto de sorprendente sutileza, la más bella expresión de que son

capaces los ojos negros.

Los ojos azules -incluímos aquí azules y grises son por excelencia los del

hombre intelectual: ese pigmento externo de colorido vivo suspendido a la manera

de una nube, como si estuviera sobre el cerebro, absorbe sus emanaciones más

espirituales, de modo que solo cuando desaparece completamente es posible mirar

dentro del alma, olvidando el parentesco del hombre con los brutos. Cuando no se

está acostumbrado a él por haber vivido siempre entre gente de ojos oscuros, los

ojos azules parecen una anomalía de la naturaleza; cuando no, una equivocación

positiva; porque su poder para expresar los instintos más comunes y bajos de

nuestra raza es comparativamente limitado, y cuando no están desarrolladas las

facultades superiores nos parecen vacuos e insignificantes. Además, el etéreo

color azul se asocia en la mente con los fenómenos atmosféricos antes que con la

materia sólida, inorgánica o animal. Es el color del vacío, del cielo

inexpresivo, de las nubes y sombras de las montañas lejanas, del agua bajo

ciertas condiciones atmosféricas y de la bruma insustancial del verano.

Cuyas márgenes se borran

Por siempre y para siempre cuando me alejo.

Dentro de la naturaleza orgánica encontramos que este tono se ve apenas en las

flores de vida efímera y en algunas plantas frágiles; las alas de ciertos

pájaros y mariposas han sido tocadas con celeste para que su apariencia resulte

más etérea. Solamente en el hombre, sacado del grueso materialismo de la

naturaleza y en quien están desarrolladas las facultades superiores de la mente,

vemos toda la belleza y significado de los ojos azules; o sea, los ojos libres

de la nube intermedia de pigmentos oscuros. En la biografía de Nathaniel

Hawthorne, el autor dice que: "Sus ojos eran grandes, de un azul oscuro,

brillantes y llenos de variadas expresiones." Bayard Taylor solía afirmar "que

eran los únicos ojos que había visto despedir fuego..." Cuando iba todavía al

colegio, una vieja gitana que lo encontró en un camino del bosque,

contemplándolo le preguntó: "¿Es usted un hombre o un ángel?"

Los gitanos están tan habituados a fijarse en los ojos de la gente, que tienen

una sorprendente facilidad para descubrir su expresión; los estudian con un fin

determinado, como mi amigo el jugador estudiaba las cartas con que jugaba; si no

vieran los ojos de sus confiados clientes, no sabrían qué decir.

Volviendo a Hawthorne, su esposa expresa en una carta transcripta en el libro

que mencionamos: "El fulgor de sus ojos hacía desvanecer la hipocresía, la

simulación y la falsedad; los más grandes pecadores, muchos de los cuales venían

a confesarse con él, encontraban en su mirada tal piedad y simpatía que dejaban

de temer a Dios, y poco a poco volvían a Él... Yo misma nunca me atreví a

sostener su mirada, y únicamente fijaba mis ojos en los suyos cuando sus

párpados estaban bajos".

Creo que casi todos hemos visto ojos como ésos, ojos que uno trata más bien de

evitar, porque cuando se produce el encuentro nos atemorizamos al ver tan cerca

un alma humana en toda su desnudez. Conocí -por lo menos- una persona a quien

podría aplicarse en todos los detalles la descripción anterior; un hombre cuya

naturaleza moral e intelectual eran de primer orden y que murió a los treinta

años, mártir de la causa de la humanidad.

¡Qué extraño, entonces, que el hombre primitivo hubiera sido dotado de estos

ojos incapaces de expresar los instintos y pasiones de los salvajes, pero con

poder suficiente para reflejar la inteligencia, los sentimientos morales

elevados y la espiritualidad que muchos siglos después la civilización

desarrollaría en su cerebro torpe! Un hecho como éste parece adaptarse a aquella

fascinadora e ingeniosa hipótesis de Wallace para explicar hechos que, de

acuerdo con la teoría de la selección natural, no debieran existir.

Una pregunta que se formula con frecuencia, pero que todavía no tiene respuesta

definitiva -¿cuál es el color de los ojos de los ingleses?- dio lugar a que yo

realizara algunas observaciones. Comprobé una diferencia grande y sorprendente

en los ojos de las dos clases en que prácticamente puede dividirse la población:

la clase acomodada y la clase pobre. Empecé estos estudios en Londres. Mi plan

era simple: consistía en caminar a lo largo de las calles y avenidas más

concurridas, observando los ojos de todas las personas que pasaban a mi lado.

Como mi vista era buena, una rápida mirada, que era todo lo que podía hacer en

la mayoría de los casos, bastaba para mis fines; de esta manera podía ver en un

día cientos de pares de ojos. En Cheapside, la población estaba demasiado

mezclada; pero en Picadilly, Bond Street y en Rotten Row, durante la temporada,

predominaba la clase próspera. Hay otras calles y pasajes de Londres en los que

casi toda la gente que se ve en ellos en cualquier momento pertenece a la clase

trabajadora. Paseaba con frecuencia por los lugares en que los pobres hacían sus

compras los sábados por la tarde, y allí, gracias a la lentitud con que se

avanzaba, podía estudiar sus rostros con facilidad.

Consideremos primero a la clase superior. Si en una tarde de primavera alguien

camina por Picadilly o por Row, le costará mucho decir cuál es el color de ojos

que predomina, tal es su variedad. Se ven todos los tonos de gris y azul, desde

el cerúleo de un cielo pálido hasta el ultramarino, llamado púrpura y violeta, y

que parece negro; se ven todos los tipos y tonalidades de ojos oscuros, desde el

castaño más claro y los de tinte amarillento, parecido al del iris de las

ovejas, hasta el marrón más fuerte, y el iris de azabache con reflejos rojizos y

anaranjados: el ojo de color carey, orgullo de la mujer negra. Otro hecho

sorprendente fue la gran cantidad de ojos hermosos. Podrían darse varias

explicaciones acerca de esta variedad y excelencia; pero, como ninguna parecería

satisfactoria, considero más oportuno que el lector elabore su propia teoría al

respecto.

En la clase inferior no existía tal dificultad. En la mayoría de los casos, más

o menos el ochenta por ciento, los ojos eran grises y azul grisáceo, pero raras

veces puros. La impureza era causada por una pequeña cantidad de pigmento, como

pude ver muchas veces observando el iris de cerca: un tinte amarillento, visible

alrededor de la pupila. Llegué a la conclusión de que estos ojos grises son

típicos de los británicos en la época presente; se están pigmentando poco a

poco, y si la raza perdura lo suficiente, llegarán sin duda a ser oscuros.

 

 

 

 

XIII

LAS LLANURAS DE LA PATAGONIA

 

 

 

 

 Hacia el final de la famosa narración de Darwin sobre el viaje del Beagle, hay

un pasaje que para mí tiene un interés y significado especiales. Es el siguiente

-las bastardillas son mías-: "Evocando imágenes del pasado, veo que las llanuras

de la Patagonia pasan frecuentemente ante mis ojos; sin embargo, todos dicen que

son las más pobres e inútiles. Se caracterizan solo por sus rasgos negativos,

carecen de viviendas, agua, árboles y montañas; no tienen más que algunas

plantas enanas. ¿Por qué entonces -y esto no me ha sucedido a mí únicamente-

esos áridos desiertos se han posesionado de tal modo de mi mente? ¿Por qué no

producen igual impresión las pampas, que son más fértiles, más verdes y más

útiles al hombre? Apenas puedo analizar tales sentimientos, pero ello tal vez se

origine en parte en la libertad que otorgan a la imaginación. Las llanuras de la

Patagonia son ilimitadas, apenas accesibles y, por lo tanto, desconocidas; dan

la sensación de haber sido así por muchos siglos y no se vislumbra un limite a

su duración en el futuro. Si, como suponían los antiguos, la tierra chata estaba

rodeada por una extensión de agua infranqueable, o por desiertos calientes hasta

lo intolerable, ¿quién no miraría con emoción profunda, aunque indefinida, hacia

estos confines del saber humano?"

 Estoy completamente convencido de que en ese pasaje Darwin no encontró la

explicación exacta para las sensaciones que experimentó en la Patagonia y la

impresión que ella causó en su mente, porque la cosa es tan real ahora como en

1836, cuando dijo que aquello no le ocurría a él exclusivamente. Sin embargo,

desde esa época, que gracias a Darwin parece ahora tan remota al naturalista,

esas desoladas regiones han dejado de ser inaccesibles y, aunque todavía

resultan inhabitables, excepto para algunos nómades, por lo menos ya no son

desconocidas. Durante los últimos veinte anos el país ha sido cruzado en varias

direcciones, desde el Atlántico hasta los Andes, y desde el río Negro hasta el

estrecho de Magallanes; se comprobó que toda la extensión es estéril. La

misteriosa ciudad poblada por habitantes blancos que durante mucho tiempo se

creyó existía en el interior desconocido, en un valle llamado Trapalanda, es un

mito para los modernos, un espejismo de la mente, como la esplendorosa capital

de Manoa, que no pudieron descubrir Alonso Pizarro y su falso amigo Orellana. El

turista de hoy espera ver apenas un guanaco solitario vigilando en lo alto de

una loma, algunos ñandúes de plumas grises, y probablemente, también, un grupo

de indios errantes de largos cabellos con sus rostros pintados de rojo y negro.

Pero, aunque sobre eso, el viejo encanto persiste todavía con toda su frescura,

y después de las incomodidades y sufrimientos que se soportan en un desierto

condenado a eterna esterilidad, el viajero descubre que a través de los anos lo

recuerda con intensidad, que brilla con más luz en su memoria, siendo más

agradable para él ese recuerdo que el de cualquier otra región que pudiera haber

conocido.

Sabemos que cuanto más nos impresiona una escena con más nitidez y persistencia

se graba su recuerdo en la memoria; esto explica el carácter relativamente

imborrable de las impresiones que datan de nuestra niñez, época en que somos más

emotivos. Juzgando por mi propio caso, creo que aquí reside el secreto de la

persistencia de las imágenes de la Patagonia y su aparición frecuente en el

espíritu de los muchos que han visitado esa región gris, monótona y, en cierto

sentido, carente de interés. No es él efecto de lo desconocido, no es tampoco

imaginación; es que la naturaleza, en esos parajes desolados, por una razón que

luego se verá nos emociona más profundamente que en otros. Al describir sus

excursiones por uno de los más tristes lugares de la Patagonia, Darwin dice:

"Sin embargo, en medio de estas soledades, sin que exista cerca ningún objeto

atrayente, se experimenta una indefinida pero poderosa sensación de placer."

Cuando recuerdo alguna escena de la Patagonia se me presenta tan completa, en

toda su vasta extensión y con todos sus detalles tan nítidamente delineados, que

si la estuviera contemplando realmente no la vería con más claridad; mientras

que otras, aun las que juzgué hermosas y hasta sublimes, con bosques, océano o

montañas, y sobre todo el cielo azul profundo y el crepúsculo brillante de los

trópicos, no aparecen ya tan precisas en la memoria, haciéndose más brumosas

cada vez que intento mirarlas con mayor atención. Aquí y allá veo una montaña

cubierta de árboles, un bosque de palmeras, un árbol florido, verdes olas que

rompen sobre una costa rocosa, nada más que manchas aisladas de bello color,

como si fueran partes de un cuadro que no se han borrado, como el resto, ya

despintado. Estas imágenes corresponden a escenas que una vez fueron

contempladas con asombro y admiración -sentimientos que no puede inspirar el

desierto de la Patagonia-, pero la soledad gris y monótona despierta otros más

profundos, y en ese estado de ánimo la escena se imprime en la mente con

caracteres indelebles.

Pasé la mayor parte del invierno en cierto lugar de Río Negro, ubicado a cien o

ciento treinta kilómetros del mar, donde el valle tiene más de nueve mil metros

de ancho. Solo el valle era habitable, pues allí existía agua para el hombre y

los animales, y la tierra producía pastos y granos. Era perfectamente nivelado y

terminaba abruptamente al pie del barranco en forma de terraza de la meseta. Yo

acostumbraba salir todas las mañanas a caballo, llevando la escopeta y seguido

de un perro, y me alejaba al galope del valle; tan pronto como llegaba a lo alto

me internaba en la espesura gris, y allí me sentía tan solo y alejado de toda

mirada humana que parecíame estar a mil kilómetros, en vez de solo diez, del río

y el verde valle escondido. Ese desierto salvaje, solitario y remoto se extendía

hasta el infinito, nunca hollado por el hombre; los animales salvajes eran tan

escasos que ni siquiera habían dejado un sendero visible. Si allí hubiera caído

y muerto, los pájaros habrían devorado mi cuerpo, y mis huesos se habrían

blanqueado por acción del sol y el aire, de modo que nadie habría hallado mis

restos, olvidando todos que alguien salió a caballo una mañana y nunca regresó.

De haberme sido posible vivir sin agua, como los pocos animales que allí había:

pumas, guanacos, liebres patagónicas, ñandúes y -entre los pájaros- la martineta

copetona me hubiera convertido en un ermitaño, viviendo entre los matorrales, o

en alguna cueva abierta en la roca, llegando algún día yo también a ser gris

como las piedras y los árboles que me rodeaban, bien seguro por cierto de que

ningún pie humano llegaría hasta mi escondite.

Volví allí, no una, ni dos, ni tres veces, sino día tras día. Visitaba ese lugar

como si asistiera a una fiesta y solo lo abandonaba cuando el hambre, la sed y

el sol me obligaban a ello. En realidad, no tenía ningún motivo para ir, ninguna

razón explicable; llevaba mi escopeta pero no había allí nada que cazar, pues

esto no podía hacerse sino en el valle. A veces, un Dolichotis, sobresaltado por

mis pasos, cruzaba ante mis ojos, para desaparecer de inmediato en la espesura;

o una bandada de martinetas se esparcía por el aire, dejando oír sus notas

lastimeras y produciendo fuertes ruidos con sus alas; de pronto veía un venado

que me observaba inmóvil durante dos o tres minutos, desde una loma lejana. Pero

los animales eran pocos y a veces transcurría un día entero sin que avistara un

mamífero o una docena

escasa de pájaros. En ese entonces el tiempo era más bien triste, con nubes

grises en el cielo y vientos tan fríos que a veces se me helaba completamente la

mano con que sostenía la rienda. Además, resultaba imposible andar al galope;

los arbustos estaban tan juntos que era difícil pasar entre ellos sin

rasguñarse. Marchaba, pues, al paso -y eso en otras circunstancias me habría

resultado intolerable, recorría durante horas aquella extensión. Allí no había

nada que alegrara la vista. Una cantidad inmensa de guijarros pulidos de color

rojo, gris, verde o amarillo aparecían sobre la arena, bajo la fina capa de

tierra gris (formada por la ceniza de millares de generaciones de árboles

muertos), donde el viento había removido el suelo o la lluvia había barrido la

superficie. Al llegar a una loma cabalgaba lentamente hasta la cima, y allí

permanecía observando la perspectiva. A cada lado, el terreno se extiende en

grandes ondulaciones, pero éstas eran irregulares; se veían las lomas, ya

redondas, ya cónicas, solas o en grupos, formando hileras; algunas descendían

suavemente y otras como arrecifes, se prolongaban a lo lejos en amplias

terrazas. Y todas igualmente revestidas por esa eterna vegetación de espinos.

¡Qué gris era todo aquello!

A veces divisaba, a la distancia, un gavilán de gran tamaño (Buteo

erythronotus), de pecho. blanco y semejante al águila, posado en lo más alto de

un arbusto; y durante todo el tiempo en que permanecía estacionado delante de

mí, mis ojos se fijaban involuntariamente en él, como cuando mantenemos la vista

sobre una línea brillante en medio de la oscuridad, porque la blancura del

pájaro, parecía ejercer un poder fascinador sobre la vista, ya que resaltaba

intensamente, por contraste, en esa universal monotonía gris. Abandonando mi

punto de observación, reanudaba el paseo y subía a otras elevaciones, para

contemplar el mismo panorama desde un punto distinto. Y así continuaba por horas

enteras, desmontando al mediodía para sentarme sobre mi poncho doblado. En estas

excursiones descubrí un día un montecito compuesto por veinte o treinta árboles

de tres metros de alto aproximadamente, o sea, los de mayor tamaño en esa zona.

Crecían convenientemente apartados entre sí y era evidente que el lugar había

sido frecuentado durante largo tiempo por los venados u otros animales salvajes,

porque los troncos estaban suaves y pulidos a causa del roce continuo; el

terreno había sido pisado hasta quedar convertido en un suelo limpio de arena.

fina. y amarilla. Esta arboleda se hallaba en una loma cuya forma era distinta

de las demás, por lo que me resultaba fácil encontrarla en cualquier momento;

después de un tiempo la convertí en un sitio de descanso, al que iba siempre al

mediodía. No me preguntaba por qué había ¡elegido aquel lugar, alejándome a

veces muchas leguas de mi camino para ir a sentarme allí, en vez de hacerlo baj9

cualquiera de los millones de árboles y arbustos que cubren el campo inmenso, o

en alguna otra lomada. No pensaba en ello, sino que actuaba inconscientemente;

solo más tarde, cavilando sobre esto, me pareció que después de haber descansado

allí, cada vez que quería hacerlo de nuevo, el deseo llegaba asociado con la

imagen de ese grupo de árb6les de troncos lisos, sobre el blanco lecho de arena,

y en poco tiempo adquirí el hábito de retornar a ese mismo punto, como ocurre

con los animales, en busca de descanso.

Tal vez sea erróneo decir qué me sentaba a reposar, puesto que nunca me sentía

cansado; y, sin embargo, sin experimentar fatiga alguna, esa pausa de la tarde,

durante la cual permanecía inmóvil y como olvidado del mundo, me resultaba en

extremo grata. El silencio, tan profundo, tan perfecto, era siempre muy

agradable. Allí no había insectos; el único ruido era un débil gorjeo de alarma

emitido por un pajarillo de una especie semejante a la ratona, el que se oía muy

de vez en cuando. Y mientras cabalgaba, solo el golpe sordo de los cascos del

caballo, el choque de alguna rama contra mis botas y el jadeo del perro,

interrumpían la tranquilidad. Cuando por fin llegaba y me sentaba, sentía cierto

alivio al librarme también de esos ruidos, pues a los pocos minutos el perro

colocaba la cabeza entre sus patas delanteras y se quedaba dormido; entonces ya

no se oía nada, ni una hoja que se moviera. Porque, a menos que el viento sople

fuerte, las pequeñas y efímeras hojas rígidas no se agitan ni susurran y los

arbustos permanecen inmóviles y como esculpidos en piedra. Un día, mientras

escuchaba el silencio, se me ocurrió preguntarme qué efecto produciría un grito

fuerte. Lo juzgué en ese momento una ridícula sugerencia de la fantasía, "un

pensamiento desordenado" que casi me hizo estremecer, y traté de desecharlo en

seguida de mi mente. Pero durante esas jornadas solitarias eran muy raras las

ideas que cruzaban por mi espíritu; cada vez veía menos animales y eran más

escasos los cantos de los pájaros que llegaban a mi oído. En ese nuevo estado de

ánimo era imposible pensar. Además, siempre lo había hecho más libremente sobre

el caballo; en las pampas, aun en los lugares más solitarios, mi mente se

activaba mucho más cuando avanzaba al galope. Es indudable que esto llegó a

convertirse en una costumbre; pero ahora, montado en un caballo, me sentía

incapaz de reflexionar: mi mente, que era antes una máquina de pensar, se había

transformado repentinamente en una máquina con finalidades desconocidas. Para

pensar, me parecía que necesitaba poner en movimiento todo un ruidoso engranaje

en mi cerebro, y había algo allí que me ordenaba no hacerlo, por lo que me veía

obligado a permanecer inactivo. Solo estaba en suspenso y atendía; sin embargo,

no esperaba encontrar ninguna aventura y me sentía tan libre de temores como me

siento ahora, en una habitación de Londres. El cambio que en mí se había

producido era tan grande y maravilloso que me parecía haber adquirido la

identidad de otro hombre o animal; pero en aquel]os momentos no me hallaba

capacitado para meditar sobre él. Ese estado no me resultaba extraño, sino más

bien familiar, y aunque iba acompañado por un poderoso sentimiento de júbilo, no

lo advertí; no me di cuenta de que algo se había interpuesto entre mi persona y

mi inteligencia, hasta que lo perdí, volviendo a m¡ primitivo ya pensante y a la

antigua e insípida existencia.

Tales cambios, aunque sean de breve duración, en la mayoría de los casos

afectan, mientras duran, hasta las raíces de nuestro ser y se nos presentan como

una gran sorpresa, como la revelación de una naturaleza desconocida e

insospechada, oculta bajo nuestra naturaleza consciente. Solo pueden atribuirse

tales modificaciones a una reversión instantánea al estado primitivo y

completamente salvaje de nuestra mente. Es probable que muchos hombres recuerden

casos similares experimentados en su vida, pero sucede a menudo que el instinto

revivido es de un carácter tan animal y repugnante a nuestros sentimientos

refinados y humanitarios que se oculta cuidadosamente y se refrena su impulso.

En la carrera militar y en la marina, así como en la vida de viajes y aventuras,

se experimentan con más frecuencia esas regresiones repentinas y sorprendentes.

Un ejemplo común es la excitación que afecta a los hombres cuando van a la

guerra; alcanza aun a los tímidos, a quienes hace demostrar una audacia y un

desprecio por el peligro que llegan a asombrarlos a ellos mismos. Este valor

instintivo ha sido comparado con la embriaguez, pero no oscurece, como el

alcohol, las facultades del hombre. Por el contrario, el que lo experimenta se

sentirá más activo y tendrá más interés por cuanto lo rodea que la persona que

se mantiene perfectamente tranquila. El hombre que es valiente y sereno tiene

sus facultades en condiciones ordinarias, pero las de quien va a pelear

inflamado por emociones instintivas de regocijo, se agudizan, llegando a

convertirse en un ansia exagerada.

Cuando un hombre de temperamento tímido ha tenido una sensación de esta clase,

considera el día en que sucedió tal cosa como el más feliz de su vida, el que se

distinguirá de los demás y brillará para siempre con fulgor de gloria.

Cuando repentinamente enfrentamos un gran peligro, es asimismo grande el cambio

que se opera en nosotros. En algunos casos el terror nos paraliza, y, como los

animales, permanecemos inmóviles, incapaces de dar un paso o levantar una mano

para defender nuestra vida; en otras ocasiones somos presa del pánico, y también

actuamos como animales inferiores y no como seres racionales. Con mucha

frecuencia, por otra parte, en situaciones de peligro extremo, cuando éste no

puede evitarse con la huida, sino que debe ser enfrentado sin vacilar, aun los

hombres más tímidos adquieren instantáneamente y como por milagro el valor

necesario, disciernen con rapidez y actúan con decisión y eficacia. Este es un

hecho muy común en la naturaleza: tanto el hombre como los seres inferiores,

cuando están frente a una muerte segura, "sacan valor de su desesperación".

Solemos hablar del "coraje del desesperado"; no puede existir realmente

debilidad en una persona que se bate o se prepara para pelear por su vida. En

tales momentos, la mente se aclara como nunca; los nervios se tornan de acero y

se siente una fuerza sorprendente y una audacia sin límites. Cuando recuerdo

ciertos instantes de peligro de mi vida, lo hago con una especie de alegría, no

porque en ese entonces me hubieran producido emociones gratas, sino porque en

tales instantes pude experimentar nuevas sensaciones, una nueva naturaleza, por

así decirlo, que me elevaba sobre mi propio ser. Sin embargo, comparándome con

otros hombres, encuentro que, en circunstancias ordinarias, mi valor está más

bien por debajo del de la generalidad de las personas. Este coraje instintivo,

que a veces se manifiesta con tanta fuerza, es probablemente heredado por una

gran mayoría de los hombres que vienen al mundo; solo que, en la vida

civilizada, la conjunción de circunstancias necesarias para ponerlo en actividad

se produce muy pocas veces.

En la caza se revelan a menudo los impulsos instintivos. Leech caricaturiza la

ignorancia gala para cazar zorros en Inglaterra, al hacer que sus caballeros

franceses se adelantaran a los galgos, precipitándose él solo a capturar el

zorro; pero esto puede tomarse también como una ilustración cómica de un

sentimiento que existe en cada uno de nosotros. Habrá entre mis lectores algún

deportista que se haya visto frente a frente con un animal salvaje -por ejemplo,

un perro, cerdo, o gato montés-, sin ninguna arma de fuego para matarlo a la

usual manera civilizada; sin embargo, lo habrá atacado, llevado por un impulso

repentino e incontrolable, con un cuchillo de caza o algún otro objeto, logrando

darle muerte. Yo le preguntaría a esa persona si tal victoria no le dio mayor

satisfacción que todos los triunfos que pudo haber obtenido en el campo del

deporte. Después de esa aventura, todos los deportes reglamentados le parecerán

insípidos y todas las liebres, faisanes y aun animales de mayor tamaño que pueda

herir con su escopeta le harán sentirse disgustado y despreciable. Probablemente

no comentará este combate tan brutal; pero, en cambio, recordará con placer de

qué manera extraña e incomprensible se sintió repentinamente poseído de la

audacia y rapidez necesarias para rechazar el ataque de su enemigo desesperado,

para escapar de sus dientes y, por último, para vencerlo. Recordará -en

especial- la alegría salvaje que experimentó en la lucha. Esto le hará perder

interés por todos los deportes. Matar una rata con algún método natural le

parecerá mejor que matar elefantes científicamente, desde una distancia

prudente. En The Story of My Heart se vislumbra en ocasiones este sentimiento:

"Matar con escopeta no significa nada..... Dénme una maza de hierro para

aplastar y destruir a la bestia salvaje, una lanza para atravesarla, y así ver

cómo penetra en la carne la larga hoja y sentir el golpe del mango contra el

cuerpo". Esto chocará a algunos, tal vez, pero demuestra que el tranquilo

Richard Jefferies tenía en su interior algunos elemento de bárbaro puro.

Pero los instintos se revelan más fácilmente durante la infancia y la niñez, y

están listos para ponerse en actividad cuando se presenta la ocasión. La segunda

naturaleza heredada es, entonces, más débil; y el hábito aún no ha tejido la

espesa red con que reprime nuestra naturaleza primitiva. Esa red se refuerza

continuamente a medida que transcurre la vida del individuo, y, al fin, éste es

encerrado como una oruga en un capullo impenetrable, solo que, según vimos

existen momentos milagrosos en que el capullo se rompe de pronto o se vuelve

transparente, pudiendo esa persona contemplarse a sí misma en su desnudez

original.

Es muy grande el placer que experimentan los niños al entrar en los bosques y

otros lugares incultos, y este sentimiento, aunque disminuye a medida que

crecen, perdura hasta el fin. Igualmente grande es su regocijo al encontrar

frutas silvestres, miel y otros alimentos naturales; y aun sin apetito, los

devoran con avidez. Comen con gran gusto frutos ácidos y agrios, los que en la

mesa o recogidos en el jardín solo les producirían disgusto. Esta búsqueda

instintiva de alimentos y el placer experimentado al encontrarlos se presentan a

veces de manera sorprendente e inesperada "Mientras atravesaba el bosque -dice

Thoreau- ví una marmota cruzar mi camino, sentí un estremecimiento de placer

salvaje y al mismo tiempo la invencible tentación de darle caza y comerla cruda,

no porque tuviera hambre entonces, sino por el salvajismo que el bicho

representaba."

En casi todos los casos, exceptuando aquellos en que se ha enfrentado un peligro

o se ha sentido una gran ira, el retorno de la mente al estado instintivo o

primitivo ve acompañado por un sentimiento de júbilo, que en los muy jóvenes se

traduce en un regocijo intenso, haciéndolos enloquecer de alegría, como animales

recién escapados del cautiverio. Y por una razón similar, la vida civilizada nos

reprime en forma continua, aunque pueda no parecer así hasta que, al entrever el

salvajismo de la naturaleza o al tomarle el gusto a la aventura, un incidente

cualquiera nos hace sentir bruscamente su insipidez. Y en ese estado de ánimo

juzgamos que, al separarnos de la naturaleza, es más interesante lo que perdemos

que las ventajas de que gozamos.

Era un júbilo de ese tipo el que yo experimentaba en el desierto patagónico: el

sentimiento de volver a un estado mental que hemos sobrepasado; porque,

indudablemente, yo había retrocedido. Y ese estado de vigilancia, de alerta en

el que se suspenden las más altas facultades intelectuales, representaba la

condición mental del verdadero salvaje. Este piensa poco, razona escasamente,

siendo su instinto un guía seguro; está en armonía perfecta con la naturaleza e

intelectualmente al mismo nivel que las bestias que caza, y las que, a su turno,

lo hacen a él objeto de su persecución. Si las llanuras de la Patagonia afectan

a una persona de esta manera o aún mucho menos que a mí, no es raro que se

graben en la mente con tal nitidez y que permanezcan frescas en la memoria,

volviendo a ella con frecuencia, mientras otras escenas, sin embargo, tal vez

tan hermosas, se van borrando gradualmente hasta que se olvidan. Hasta cierto

punto, todos los sonidos y paisajes naturales nos afectan de la misma manera;

pero el efecto es a menudo transitorio y desaparece con el primer placer,

siguiéndole en algunos casos una melancolía profunda y misteriosa. El verdor de

la tierra, los bosques, ríos y montañas; la bruma azul y el horizonte distante;

las sombras de las nubes sobre el panorama lleno de sol... ver todo esto es como

retornar a un hogar, que es en realidad más hogar para nosotros que cualquier

vivienda. El grito de los pájaros silvestres nos llega hasta el corazón; no lo

hemos oído nunca antes y sin embargo nos resulta más familiar que la voz de

nuestra madre. "Yo oí -dice Thoreau- un petirrojo a lo lejos y me parecía el

primero que había oído desde hacía muchos miles de años, la misma canción dulce

y poderosa de antaño; no olvidaré sus notas por muchos miles de años más. ¡oh

petirrojo del atardecer!" Y Hafiz canta:

¡oh, brisa de la manana, tráeme un recuerdo de los viejos

[tiempos!

Si después de mil años tu perfume flota sobre mis cenizas,

Mis huesos se levantarán regocijados y danzarán en el sepulcro.

 

Y nosotros mismos somos los sepulcros vivientes de un pasado muerto, el pasado

que fue nuestro durante tantos miles de años, antes de que empezara la vida del

presente; sus viejos huesos están adormecidos en nosotros, muertos, aunque no

muertos ni sordos para las voces de la naturaleza; el chisporroteo de las

llamas, el rugir de la catarata, el estruendo de las olas al romper sobre la

costa, el ruido de la lluvia y el murmullo del viento entre las hojas traen el

recuerdo de los viejos tiempos; y entonces los huesos se regocijan y danzan en

su sepulcro.

El profesor W. K. Parker, en su obra “ On Mammalian Descent “, hablando de la capa

de pelos casi universal en los mamíferos, dice:

"Esta ha llegado a ser, como todo el mundo lo sabe, una costumbre entre la raza

humana y no hay Signos al presente de que vaya a volverse obsoleta. Además, esa

primera correlación, principalmente entre las glándulas mamarias y su cubierta

de pelos, parece haber penetrado en el alma misma de estos seres, habiéndose

hecho tanto psíquica como física, puesto que en ese tipo, que es solo inferior a

los ángeles, la inclinación a tener esta cubierta exterior constituye casi una

pasión, poderosa e inextirpable." No estoy muy seguro de que la observación

anterior esté de acuerdo con algunos hechos de nuestra experiencia y con ciertos

sentimientos instintivos que todos tenemos. Como Waterton, he descubierto que

los pies aceptan con agrado el contacto con la tierra, esté caliente, fría o

áspera, y que los zapatos, cuando se los ha dejado de usar por algún tiempo,

resultan tan incómodos como una máscara. Si el rostro está siempre al

descubierto, ¿por qué no aplicar la supuesta correlación a esa parte del cuerpo?

La cara se siente agradablemente caliente (mientras el cuerpo, demasiado

delicado, tiembla de frío bajo sus vestiduras), y deliciosamente fresca cuando

el sol fuerte nos produce calor. Al realizar un ejercicio violento, o cuando

sopla el viento en un día caluroso, la sensación que experimenta nuestra cara es

en extremo agradable, pero no ocurre lo mismo con el cuerpo, al que la ropa

impide la evaporación rápida de la transpiración. El paraguas no nos ha

penetrado todavía hasta el alma, y aunque es horrible mojarse bajo la lluvia,

sin embargo es magnífico sentir el agua castigándonos la cara. "Soy todo cara",

decía el desnudo salvaje americano para explicar por qué no le molestaba el

viento frío que hacía temblar bajo sus pieles y abrigos a sus semejantes

civilizados. ¡Qué alivio, qué placer arrojar las ropas cuando la ocasión lo

permite! Legh Hunt escribió un gracioso artículo acerca de los placeres que se

experimentan en el momento de acostarse, cuando las piernas, separadas durante

tantas horas por vestiduras artificiales, se rozan entre sí con alegría,

reanudando su interrumpida relación. Todo el mundo conoce esta sensación. Si la

costumbre no nos tiranizara hasta tal punto, muchos de nosotros seguiríamos el

ejemplo de Benjamín Franklin, poniéndonos a trabajar cómodamente por la mañana

sin nada encima. Cuando vemos por primera vez hombres y mujeres desnudos, en

alguna región donde solo una hoja de higuera "ha penetrado en el alma", yendo de

acá para allá, sin ninguna vergüenza, experimentamos un leve sacudimiento; pero

éste es más de agrado que de disgusto aunque nos oponemos a aceptarlo;

probablemente porque equivocamos la naturaleza del sentimiento. Si, después de

verlos en su simplicidad nativa durante algunos días, aparecieran de pronto

vestidos, experimentaríamos de nuevo una fuerte impresión, pero esta vez

desagradable; es como ver a quienes ayer estaban sonrientes y libres, ahora

engrillados, con caras hoscas y abatidos.

Para pasar a otro tema, lo que verdaderamente ha entrado en nuestra alma,

haciéndose psíquico, es nuestro ambiente, esa naturaleza salvaje en la cual y

para la cual nacimos en un período inconcebiblemente remoto, y la que nos hizo

lo que somos. Es cierto que hemos sabido adaptarnos; hemos creado y vivimos en

una especie de armonía con las nuevas circunstancias, diferentes en extremo de

aquellas para las cuales vinimos al mundo originariamente; pero la antigua

armonía era mucho más perfecta que la actual, y, de haber en nosotros una

memoria histórica, no sería raro que los momentos más dulces de nuestra

existencia, sea feliz o desgraciada, fueran aquellos en que la naturaleza nos

atrae hacia ella, y tomando su olvidado instrumento toca una vieja melodía que

hace muchos siglos no se escuchaba en la tierra.

Si la naturaleza produce a veces este efecto peculiar sobre nosotros,

restaurando instantáneamente la antigua armonía desaparecida entre el organismo

y el medio, uno podría preguntarse: ¿por qué se siente con mayor intensidad en

el desierto de la Patagonia que en otros lugares solitarios, en ese desierto

seco donde existen tan pocos animales y en el que la vegetación es siempre gris

en vez de verde? En lo que respecta a mi propio caso, yo podría explicar de una

sola manera ~a experiencia peculiar. En los bosques subtropicales y en las

selvas de las regiones templadas, el alegre verdor, los colores brillantes de

las flores e insectos, y las melodías y cantos de los pájaros, cautivan los

sentidos; hay movimientos y esplendor, formas llamativas, animales y vegetales

aparecen continuamente, se despiertan la curiosidad y la expectativa, y la mente

está tan ocupada en cosas nuevas que no puede sentirse el efecto de la

naturaleza visible en su totalidad. En la Patagonia, la monotonía de las

llanuras, el color gris de todas las cosas y la ausencia de animales y objetos

que atraigan los ojos dejan la mente libre y abierta para recibir una impresión

de conjunto de la naturaleza. Contemplamos el panorama como contemplaríamos el

mar, pues, como éste, el desierto se extiende inmutable hasta el infinito,

aunque sin el resplandor del agua, sin los cambios de tonalidades que producen

la sombra de las nubes y la luz del sol, el movimiento de las olas y la espuma

blanca. Tiene un aspecto de antigüedad, de desolación, de paz eterna, de un

desierto que ha sido un desierto desde los tiempos más remotos, y que continuará

siéndolo siempre. Y sabemos que sus únicos habitantes son un pequeño número de

salvajes nómades, que viven de la caza como lo han hecho sus progenitores

durante miles de años. En las fértiles sabanas y pampas, puede no haber signos

de ocupación humana, pero el viajero que las atraviesa sabe que algún día la

marea humana que avanza llegará con sus majadas y manadas, y el antiguo silencio

y la desolación habrán desaparecido. Y este pensamiento es ya como una presencia

humana, y mitiga el efecto de la naturaleza salvaje.

En la Patagonia no asalta la mente ningún pensamiento o sueño acerca de la

posibilidad de que el hombre modifique el paisaje en una fecha cercana. No hay

agua allí, el suelo árido está constituido por arena y piedras, piedras

redondeadas por la acción de los antiguos mares, antes de que existiera Europa;

nada crece, excepto las cosas estériles que ama la naturaleza: espinos, algunas

hierbas leñosas y penachos de pastos amargos que se ven diseminados por el

terreno.

Es indudable que, en la soledad, la naturaleza salvaje no nos afecta a todos en

el mismo grado, y aun puede ser que muchos no experimenten en los desiertos de

la Patagonia las emociones que he descripto. Otros tienen sus instintos más a

flor de piel, y la naturaleza los conmueve profundamente en los lugares

solitarios; creo que Thoreau era uno de ellos. De todos modos, aunque carecía de

las luces que a nosotros nos ha dado Darwin, y estos sentimientos eran para él

siempre extraños, misteriosos e inconcebibles, "no los ocultaba". Allí reside el

atractivo de Thoreau, eso que parece inexplicable y sorprendente a quienes nunca

han sentido la naturaleza, ni los ha impresionado de manera profunda; pero que

para otros confiere un sabor peculiar a sus obras. Y no es más que su deseo de

un modo más primitivo de vida, su raro abandono cuando recorre los bosques como

un sabueso medio hambriento, sin que ningún bocado le parezca demasiado salvaje;

el anhelo de llevar una existencia más estable y vivir más que los animales; la

simpatía tan grande por la naturaleza, que a menudo lo deja en suspenso; la

sensación de que todos los elementos congenian con él, de manera era que las

escenas de las selvas, le resultan familiares, y se mueve en medio de ellas con

la misma facilidad con que lo hace en su propia casa.

Solo una vez tuvo dudas, y pensó que la compañía humana era indispensable para

la felicidad, pero al mismo tiempo tomó conciencia de su error; pronto fue

sensible de nuevo a la sociedad benéfica de la naturaleza y sintió una amistad

infinita por todo lo que lo rodeaba.

Dentro de los límites de un capítulo no es posible tratar sino superficialmente

un tema tan extenso como el de los instintos y resabios de instintos que hay en

nosotros. El doctor Wallace duda que existan, aun en el verdadero salvaje, lo

que parece extraño en un observador tan perspicaz y que tanto ha vivido en

contacto con la naturaleza y los seres no civilizados, pero es de suponer que

sus teorías peculiares referentes al origen del hombre -adquisición de grandes

cerebros, cuerpos desnudos y las formas verticales, no a través, sino a pesar de

la selección natural- lo inclinaban hacia ese punto de vista. Mis propias

experiencias y observaciones me han llevado a una conclusión contraria, y creo

que podríamos aprender mirando más allá de las costumbres arraigadas para ir a

lo más profundo del ser; y así, por ejemplo, el nuevo estado de ánimo que

experimenté en la Patagonia que acabo de describir- permite responder a una

pregunta que se hace a menudo respecto de los hombres que viven en estado

natural. Cuando consideramos que nuestra inteligencia, al contrario de la de los

animales inferiores, aumenta progresivamente, nos parece sorprendente que

existan tribus y comunidades de hombres "que se contentan con vivir" en un

estado de barbarie durante siglos y aun miles de años, sustentándose de lo que

consiguen cada día, expuestos a excesos de temperaturas y sufriendo hambre con

frecuencia, aun en medio de la mayor fertilidad, cuando un poco de previsión

-"la más pequeña porción de inteligencia que posee el ser más bajo del género

humano"- hubiera bastado para mejorar enormemente su destino. Si en su vida

natural y salvaje, su estado normal fuera igual al que yo sentí temporariamente,

ya no me parecería raro que no se preocuparan del mañana, que se quedaran

estacionados y se diferenciaran apenas de otros mamíferos, siendo su

superioridad a este respecto solo suficiente para compensar sus desventajas

físicas.

Ese estado instintivo de la mente humana, en el que parecen no existir las

facultades superiores, ese estado de intensa vigilancia que obliga al hombre a

estar alerta, a escuchar y andar silencioso y furtivamente, debe de ser como el

de los animales inferiores: el cerebro funciona como un espejo en el que se

refleja toda la naturaleza visible cada montaña, árbol, hoja- con maravillosa

nitidez. Podemos aun suponer que si al animal le fuera posible razonar, el

pensamiento le resultaría un obstáculo que oscurecería esa percepción clara de

la que depende su seguridad. Esta es una parte de la lección que aprendí en la

soledad patagónica. La segunda, más amplia, deberá ser muy abreviada, pues puede

conducirnos a otros puntos, algunos de los cuales serían considerados "más

curiosos que edificantes". Ese fondo oculto y ardiente está más cerca de

nosotros de lo que creemos comúnmente, y hasta nos comunica cierto calor. Esto

es, sin duda, motivo de disgusto y basta de pena para quienes se impacientan por

la lentitud inconsciente de la naturaleza y quieren independizarse totalmente de

esa energía para vivir sobre una corteza fresca y convertirse con rapidez en

ángeles. Pero las cosas son como son, y tal vez lo mejor sea quedarse tranquilo

por un tiempo, un poco por debajo de los ángeles: no estamos en posición de

desechar nuestras cualidades no angelicales, aun en esta compleja civilización

que aparenta colocarnos tan eficazmente "a salvo del peligro".

Recuerdo aquí un incidente presenciado por un amigo mío. El y otros compañeros

perseguían a un indio que con facilidad pudo haber escapado ileso, pero cuando

su único acompañante fue derribado del caballo, se volvió deliberadamente, saltó

a tierra y, quedándose inmóvil junto al muerto, recibió en el pecho todas las

balas de los blancos. No lo hizo por amor -sería absurdo suponer tal cosa-, sino

inspirado por ese espíritu de desafío, fiero é instintivo, que en algunos casos

hace que los hombres se desvíen de su camino para buscar la muerte. ¿Por que

nosotros, hijos de la luz -la luz que nos hace tímidos- nos conmovemos por un

hecho como éste, tan inútil como irracional, y sentimos una admiración tan

grande que, comparada con él, todo lo que es puesto en juego por la virtud más

noble o por la obra más alta del intelecto parece débil y confuso? Porque en lo

más recóndito de nuestro ser, en nuestros más profundos sentimientos, no somos

sino salvajes. No admiramos tanto a Gordon por su espiritualidad, por la pureza

de su corazón y por la justicia y amor a sus semejantes, como por esa nobleza

más antigua, cualidades que tenía en común con el hombre salvaje de intelecto

infantil, un viejo vikingo, un osado coronel Burnaby, un capitán Webb que expone

locamente su vida, un vulgar luchador galés que entra en una caverna llena de

rugientes leones y los maneja como corderos asustados. Es a causa de ese

espíritu instintivo y salvaje que hay en nosotros que existe a pesar de nuestra

vida artificial y de todo 1o que hemos hecho para librarnos de esa herencia- que

somos capaces de realizar los actos llamados heroicos; por ello nos exponemos

alegremente a las mayores privaciones y penalidades, las sufrimos con estoicismo

y enfrentamos la muerte sin parpadear, sacrificando nuestras vidas por la causa

de la humanidad, de la geografía o de cualquier otra rama de la ciencia.

Se cuenta que, en una recepción, un anciano primer ministro de Inglaterra

permaneció parado durante varias horas junto a su soberano, en una atmósfera

pesada, sufriendo torturantes dolores en un pie, pues padecía de gota; sin

embargo, no hizo ningún gesto y disimuló sus angustias bajo un semblante

sonriente. Se ha dicho que así demostró su sangre azul y que, como descendía de

ilustre estirpe y tenía la educación y los sentimientos tradicionales de un

caballero, era capaz de sufrir con esa tranquilidad. Este error pronto se aclara

en un hospital de cirugía o en un campo de batalla cubierto de heridos. Porque

el salvaje siempre soporta el dolor más estoicamente que el hombre civilizado.

Mantiene el equilibrio frente a las contingencias,

como ocurre con los árboles y los animales.

 

Por grandes que hayan sido los sufrimientos de aquel magistrado, fueron menores

que los que soporta voluntariamente un indio joven en Venezuela y la Guayana,

antes de considerarse un hombre o pretender una esposa. No los soporta sonriente

por el orgullo tradicional del hombre de mundo, sino por ese orgullo más noble y

más antiguo, el instinto del sufrimiento del salvaje, que acude en su ayuda y lo

sostiene. Estas cosas no nos sorprenden, o en todo caso no deberían

sorprendernos. Pueden llamar la atención solo a quienes carecen de instinto

viril o a quienes nunca han tenido conciencia de él, a causa de su tipo de vida.

Lo único extraño es que el espíritu indómito y severo que hay en nostros no

responde al hombre en todas las circunstancias; muchas veces, estando en el

cadalso o teniendo el mundo contra él, es vencido por la desesperación y

prorrumpe en lágrimas y lamentaciones, o se desmaya en presencia de sus

compañeros. En uno de los pasajes más elocuentes de su mejor obra, Herman

Melville describe de la siguiente manera ese espíritu viril o instinto que hay

en nosotros y el efecto que nos produce cuando nos falla. "Los hombres pueden

parecer detestables como las sociedades anónimas y las naciones; pueden ser

pillos, tontos y asesinos, tener caras miserables y vulgares; pero el hombre,

idealmente, es tan noble y magnifico, es una criatura tan grande, que ante una

ignominia sus semejantes deberían correr y arrojarte costosos vestidos. Esa

inmaculada hombría que sentimos tan adentro, que queda intacta aunque parezca

haber desaparecido nuestra personalidad- experimenta un dolor enorme frente al

espectáculo de un hombre que ha perdido el valor. Ni la piedad misma puede

sofocar completamente sus reproches contra el destino. Pero esa augusta dignidad

de que trato, no es la dignidad de los reyes y de las vestiduras. La verás

brillando en el brazo del que maneja el martillo o clava una estaca; esa

dignidad democrática que el mismo Dios envía siempre a todos los seres".

Hay, pues, algo que decir a favor de esta índole primitiva y animal que existe

en nosotros. Thoreau, aunque tan espiritual, "reverenciaba" esa naturaleza más

baja que había en él, que lo hermanaba con los brutos. Experimentó y apreció

plenamente su efecto tónico. Y hasta que no tengamos una civilización mejor, más

llevadera y más igualitaria para todas las clases, si es que debe haber clases,

es tal vez una suerte que hayamos fracasado tanto en el intento de eliminar al

"salvaje" que hay en nosotros, al "hombre primitivo", como algunos prefieren

llamarlo. No un hombre primitivo respetable, pero sí bastante útil en ciertas

ocasiones, pues acude en nuestra ayuda cuando necesitamos sus servicios por

alguna circunstancia dolorosa.

 

 

 

 

XIV

EL PERFUME DE LAS BUENASNOCHES

 

 

 

 

Camino a veces por un gran jardín donde se permite crecer a las buenasnoches,

pero solo en el fondo del terreno, como si hubieran sido arrojadas contra el

cerco, en hermosa confusión con espinos, zarzas y enredaderas silvestres; hacen

compañía a unas cuantas amapolas aisladas, malvas, dedaleras blancas y rojas, y

otras plantas ordinarias. Todas forman una especie de horizonte, un fondo

adecuado para esas flores delicadas y valiosas. Presentan éstas un aspecto

descuidado; sus tallos altos, insuficientemente vestidos de hojas, se alejan del

contacto con el zarzo y tienen un algo de melancólico que sugiere a la

imaginación la idea de una muchacha que, habiendo sido creada originariamente

por la naturaleza para ser su más perfecto tipo de gracia y etérea hermosura, se

ha desarrollado en exceso, perdiendo la fuerza y la belleza de sus formas, y que

ahora vaga indiferente con un vestido descolorido y ajado, el pelo rubio

desgreñado y sus lúgubres ojos fijos en la tierra con la cual pronto habrá de

juntarse.

Nunca paso por ese lugar lleno de maleza y de pálidas flores sin encorvarme para

introducir la nariz en uno de sus capullos, luego en otro y otro, hasta que ese

órgano, como una abeja industriosa, se cubre densamente de polvo dorado. Si

después de un tiempo vuelvo a encontrarme en ese sitio, repito la operación con

tanto cuidado como si se tratara de un rito religioso, y cada vez que ando por

allí no puedo dejar de aproximarme para aspirar el perfume. Algo semejante le

sucedía al gran doctor Johnson: le era imposible pasar cerca de un poste

callejero sin tocarlo. Mi motivo, sin embargo, no es supersticioso ni uno de

esos hábitos carentes de significado que contraen los hombres y de los cuales

apenas tienen conciencia. Cuando vi por primera vez la buenasnoches donde ella

es flor silvestre, flor de jardín y muy común, no la olía de cerca, pues solo me

satisfacía aspirar su fragancia sutil diseminada por el aire. Y esto me recuerda

que en Inglaterra no perfuma tanto como en las pampas de La Plata, especialmente

al amanecer; aquí su fragancia, aunque en esencia es la misma, o se ha hecho

menos volátil o ha disminuido mucho, puesto que uno no se da cuenta de que la

flor posee un perfume hasta que lo aspira de cerca.

El único motivo por el que huelo esta flor es por el placer que me proporciona.

Tal placer es infinitamente mayor que el que me dan otras flores mucho más

famosas por su fragancia, porque es en gran parte mental y se origina en una

asociación. ¿Por qué es este placer tan vivo y tanto mayor que el placer mental

despertado ante la vista de la flor? Los libros nos dicen que la vista es el más

importante de los sentidos- es el más intelectual, mientras que el olfato -el de

menor importancia- es en el hombre el más emotivo. A grandes rasgos, eso es lo

que ocurre. Lo explicaré de otra manera.

Sostengo en mis manos una flor de buenasnoches. En realidad, en este momento no

tengo más que la pluma con que escribo estas líneas, pero me imagino de nuevo en

el jardín y apretando la flor que me sugirió este pensamiento. La vuelvo hacia

un lado u otro, y aunque me agrada, no me deleita, no me emociona; ciertamente,

no la considero muy bella, ya que puesta a la par de la rosa, fucsia, azalea o

lirio, no atrae en absoluto la vista. En cambio, es como un eslabón que me liga

a tiempos idos y trae a mi mente pasajes olvidados.

Reconozco que la planta de donde la arranqué tiene un gran poder de adaptación,

cualidad difícil de sospechar en ella si solo se la ha visto en un jardín de

Inglaterra. Así recuerdo que, cuando por primera vez la conocí, era una flor de

jardín que crecía ampliamente sobre una planta de gran tamaño, como aquí; en las

noches de verano contemplaba sus capullos abiertos, amarillos y delicados,

llamándola, cuando hablaba en castellano, por su curioso nombre nativo: dondiego

de noche, y en inglés prímula, simplemente. Recuerdo con una sonrisa el efecto

que produjo en mi mente infantil descubrir que nuestra prímula no era la

prímula. Luego, cuando tuve edad suficiente para salir a caballo por las

llanuras, me sorprendí al saber que esa prímula, diferenciándose de la dama de

noche, campanillas y otras flores de la tarde de nuestro jardín, era también una

flor silvestre. La reconocí por su perfume inconfundible; pero en esa planicie,

donde el pasto era corto, la planta se veía pequeña, alcanzando a medir solo

algunos centímetros; sus flores no eran más grandes que los "botones de oro".

La encontré de nuevo en los montes pantanosos y en los bañados cercanos al río

de la Plata; y allí se desarrollaba vigorosa, llegando en algunos casos a casi

dos metros de alto, con grandes flores, pero de escaso perfume. Y también más

tarde, en expediciones de mayor duración, a veces arreando ganado, la vi en

abundancia extraordinaria, diseminada por la planicie, al sur del río Salado; en

ese lugar era alta y fina, asemejándose a los pastos entre los cuales crecía,

con flores bien abiertas de casi dos centímetros de diámetro, aunque no había

más de dos o tres en cada planta. Finalmente recuerdo que, al tocar tierra

patagónica por primera vez, en un sitio desierto de la costa, poco después del

amanecer, percibí el conocido perfume flotando en el aire, y mirando a mi

alrededor descubrí que crecía sobre la arena estéril, a algunos metros del mar;

era baja y tenía el aspecto de un arbusto, con tallos rígidos, horizontales y

una profusión de pequeñas flores simétricas.

La flor que tengo en la mano me sugiere todo esto, y además muchos hechos y

momentos del pasado; pero mientras los recuerdo con alegría, experimento

únicamente un placer mental, el que con frecuencia nos invade y es más bien

leve. En cambio, cuando acerco la flor a la nariz y aspiro su perfume, siento un

deleite infinito, un placer mucho más intenso. Por un lapso tan corto, que si

fuera dable medirlo no ocuparía más que una fracción de segundo, ya no estoy en

un jardín inglés, añorando el pasado, sino que me encuentro de nuevo en las

hermosas pampas, durmiendo profundamente bajo las estrellas. (¡Querría dormir

ahora tan profundamente bajo un techo!) Es el momento del despertar; abro los

ojos y miro el puro arco del cielo sonrosado con los tenues colores del

amanecer, y en el instante en que la naturaleza se muestra ante mi vista en su

exquisita frescura y belleza matutina, siento en el aire el perfume sutil de la

prímula. Sus flores me rodean y se ven en esa enorme extensión por leguas y

leguas, como si el viento de la mañana las hubiera arrojado del cielo,

diseminando por millones sus pálidas estrellas amarillas 8obre la superficie del

pasto largo y seco.

No quiero decir con esto que cada vez que aspiro el perfume de la flor

experimente ese fuerte placer que he descripto, ni reproduzca con nitidez

escenas del pasado; solo me sucede con tal intensidad después de largos

intervalos, después de semanas y meses, cuando la fragancia es, por así decirlo,

nueva para mí y luego en menor grado en cada repetición, hasta que la sensación

acaba por desaparecer. Si continúo aspirando el perfume de la flor una y otra

vez, lo hago únicamente para acicatear el recuerdo o a la manera de un acto

mecánico, como una persona que, habiendo perdido un objeto de valor en cierto

lugar, pasa por él diariamente y, aunque sabe que no lo hallará nunca, mira

siempre hacia el suelo con la esperanza de encontrarlo.

Otros olores repercuten en mí de un modo semejante, aunque en menor grado, con

excepción de uno o dos casos. Así, el álamo de Lombardía fue uno de los árboles

que primero aprendí a conocer en mi niñez, y desde entonces experimento una gran

satisfacción cada vez que lo veo. Pero en primavera, cuando sus hojas recién

abiertas exhalan un aroma peculiar, me siento en realidad niño otra vez; me veo

entre miles de hojas de álamos que susurran quedamente al impulso del viento

cálido de noviembre y resplandecen como plata bajo la luz del sol. Más aún: me

veo trepando con agilidad por las delgadas ramas verticales, elevándome a una

altura considerable para encontrar en el ángulo propicio, contra la blanca

corteza del tronco, el niño pequeño y gracioso que buscaba, y alrededor de mi

cabeza, mientras admiro los huevecitos que parecen perlas, revolotean los

cabecitas negras, con sus alas doradas, articulando largas notas de inquietud.

Todo esto viene y se va como la luz de un relámpago; pero la escena, con los

sentimientos que la acompañan, la reproducción de una sensación perdida, es

maravillosamente real. Nada de lo que vemos u oímos puede evocar de este modo el

pasado. La vista del álamo, el susurro del viento en el follaje, el canto de los

cabecitas negras de alas doradas, cuando los veo en cautividad, traen a mi mente

el recuerdo de muchas cosas pasadas, y entre ellas, el cuadro que he descripto;

mas es solo un cuadro hasta que la fragancia del álamo no llega al nervio

olfativo, y entonces se convierte en algo más.

No dudo que mi experiencia sea similar a la de muchos otros, especialmente a la

de quienes han hecho una vida rural y han ejercitado sus sentidos desde temprano

para atender al mundo que los rodea. Cuando leemos de Cuvier (y el mismo hecho

ha sido consignado respecto de otras personas) que el perfume de ciertas hierbas

y flores humildes, que le fueron familiares en su niñez, lo afectaba siempre

hasta las lágrimas, presumo que el punzante sentimiento de tristeza -tristeza

por la pérdida de una felicidad pretérita- sucede a alguna representación tan

vívida del pasado como la que acabo de relatar y a la pura y deliciosa

reproducción de una sensación desvanecida. No solo el aroma y el perfume de las

flores puede producir este poderoso efecto. El es causado por cualquier olor -no

forzosamente desagradable que se asocie en cierto modo con algún período feliz

de nuestra vida pasada: por ejemplo, el del humo de la turba, el de una

cervecería o de una curtiduría, del ganado y las ovejas, del corral, del pasto,

zarzas y carbón quemados; el olor húmedo de los pantanos y el olor "viejo y como

de pescado" que hay en muchos pueblos y ciudades situadas a orillas del mar.

También el olor del mar y de las plantas acuáticas, y el olor a tierra mojada

durante las lluvias de verano, el del heno recién segado, el de los establos, el

de la tierra que se acaba de arar y tantos otros que el lector puede agregar a

la lista, según su propia experiencia. Siendo esto algo tan común, puede

pensarse que me he detenido demasiado en ello. Mi excusa es que algunas cosas

son comunes sin ser familiares; y también, que ciertas cosas comunes no se han

explicado aún.

Según Locke, a menos que refresquemos nuestras imágenes mentales mirando otra

vez el original, ellas desaparecen y al fin se pierden. Bain parece tener la

misma opinión, pues expresa: "La más sencilla impresión de gusto, olfato, tacto,

oído y vista necesita repetición para perdurar". Cuando después de un largo

intervalo vemos algo que no hemos olvidado, una casa por ejemplo, es probable

que la imagen no sea distinta a la antigua y ya debilitada -a menos que se

encuentre ahora en un marco diferente, sino que cubra la imagen anterior, por

así decirlo, quedando de este modo más fresco el cuadro en la memoria. En su

mayor parte, las impresiones que recibimos son, sin duda, muy transitorias; pero

es un error, ciertamente, creer que todos los recuerdos visuales no renovados de

ese modo se debilitan y desaparecen, puesto que cada uno de nosotros sabe por

experiencia que muchas imágenes mentales de escenas que hemos contemplado solo

una vez, y en algunos casos unos momentos, permanecen con persistencia en la

mente. Pero en muy raras ocasiones vemos con el ojo mental, perfectas y con

colores vívidos, las escenas recordadas; se asemejan a ciertas pinturas viejas,

que siempre parecen opacas y oscuras hasta que, al pasarles una esponja húmeda,

recobran el brillo perdido y la nitidez de sus contornos. Volviendo al pasado,

la emoción desempeña el papel de la esponja húmeda y es mucho más poderosa en

nosotros cuando después de largo tiempo sentimos cierto olor que nos ha sido

familiar, asociado en algún modo con la imagen recordada. Pero, ¿por qué? No

encontrando respuesta en los libros, me veo obligado a buscar una, verdadera o

falsa, en la confusión de mi propia mente.

Considero que los olores -aunque importantes para nosotros- no pueden ser

reproducidos en la mente como las cosas vistas y oídas, sino que, por el

contrario, son olvidados de inmediato. Es verdad que en los libros el olfato

está clasificado a la par del gusto y se lo considera muy inferior a la vista y

al oído, por la razón (apenas valedera) de que debe haber un contacto efectivo

entre el órgano olfatorio y el objeto que se huele, o una emanación material o

parcial de tal objeto, aunque este mismo objeto esté a mucha distancia de la

vista y hasta más allá del horizonte. La naturaleza nos muestra bien cuán falso

es colocar el olfato y el gusto en la misma línea, y clasificarlos como

inferiores y apartados de la vista y el oído. Antes bien, la extrema delicadeza

del nervio olfativo eleva al olfato a la categoría de un sentido intelectual,

colocándolo casi en el mismo plano de los dos superiores. Pero mientras los

sonidos y las cosas vistas se retienen y pueden reproducirse a voluntad

(pareciéndose sus recuerdos a la realidad), de un perfume no queda imagen alguna

en el cerebro. Para ser más preciso, la representación de un olor o su

presentimiento desaparece con tal rapidez cuando se hace cualquier esfuerzo por

recobrarla, que no significa nada comparada con la presencia constante de

figuras y sonidos. Imaginemos, por ejemplo, que hemos visto a menudo el castillo

de Windsor; conocemos su noble aspecto, su historia y muchos otros detalles;

cuando lo vemos de nuevo, nos parece familiar y nos causa la misma impresión

agradable que en el pasado. Sin embargo, si después de una reciente visita

tratamos de reproducirlo mentalmente, aparece como un montón informe, confuso,

blanquecino, que se borra inmediatamente para no volver jamás. Este caso

representaría nuestra situación con respecto a los olores, aun los más fuertes y

más conocidos. A pesar de nuestra incapacidad para recordarlos, nos esforzamos

en hacerlo, y en el caso de algún perfume fuerte que hayamos aspirado en fecha

reciente, la mente nos engaña, ofreciéndonos la débil sombra de un fantasma.

Este esfuerzo vano o casi vano de la mente parece demostrar que en alguna época

pasada de nuestra historia los olores significaron más que ahora para el hombre;

que ellos podían entonces ser vívidamente reproducidos y que tal poder se ha

perdido o por lo menos es ahora tan débil que resulta inútil.

Bain, que en su obra The Senses and the Intellect, formula declaraciones

diferentes y contradictorias sobre ese asunto, expresa una opinión con la cual

coincido: "Haciendo un gran esfuerzo mental, acaso podemos llegar a recobrar un

olor que hemos conocido mucho, como el aroma del café, por ejemplo, y si

dependiéramos más de las ideas del olfato, podríamos conseguirlo mejor aún".

Digamos, de paso, que la condición no es nada trivial; pero probablemente

algunos salvajes y unas pocas personas civilizadas con un sentido del olfato muy

desarrollado tengan más éxito. Como este sentido está más desarrollado en los

perros que en los hombres, no es raro que esos animales retengan los olores con

más facilidad que las imágenes y que puedan reproducir la sensación, como

parecen demostrarlo sus contorsiones y olfateos cuando están soñando.

Esta posibilidad de recobrar un olor fuerte o familiar, este confuso parche

blanco, o, hablando metafóricamente, el fantasma de un olor, parece haber

sugerido a los filósofos la idea de que es posible reproducirlos mentalmente.

Bain, como ya lo advertí, se contradice a sí mismo, y, por lo tanto, exceptuando

la frase que he transcripto, debe ser colocado entre los autores cuya opinión

difiere de la mía, y con él McCosh, Bastian, Luys, Ferrier y otros que escriben

sobre el cerebro y la mente. ¿Se copian unos de otros? Es muy raro que todos nos

digan que sabemos muy poco acerca del sentido del olfato y lo prueben, afirmando

que podemos recordar las sensaciones producidas por los olores, en algunos casos

citando al poeta:

El perfume, cuando se marchitan las dulces violetas,

Perdura en el sentido que él vivifica.

Al comenzar mis investigaciones sobre este tema, me alarmó seriamente leer las

siguientes palabras de McCosh: "Cuando los órganos del gusto y del olfato, que,

según Ferrier, ocupan la parte posterior de la cabeza, están enfermos o

inutilizados, la reproducción de las sensaciones correspondientes puede ser

confusa." Tan confusa era la reproducción en mi propio caso, aun la del aroma

del café, que después de leer este pasaje empecé a temer que mi cerebro me

hubiese engañado; por lo cual, para desvanecer mis dudas, consulté con amigos y

relaciones. Todos trataban de recordar las sensaciones experimentadas por los

perfumes que les eran más conocidos. El resultado de sus experimentos me

devolvió la tranquilidad.

Exceptuando dos o tres mujeres, que declaraban no estar seguras todavía, los

demás reconocieron con tristeza que eran menos capaces de lo que suponían;

empezaron por tratar de recordar algunos perfumes, creyendo contar con la

aptitud necesaria para ello. Les parecía que casi podrían hacerlo, pero luego

vinieron las dudas, hasta que, por fin, sintiéndose impotentes y frustrados, se

dieron por vencidos.

Un simple experimento mental puede servir para convencer a cualquier persona de

que las sensaciones olorosas no se reproducen en la mente. Pensamos en una rosa,

en un lirio o en una violeta, y cierto deleite acompaña el recuerdo; pero que

este sentimiento es causado solamente por la imagen de algo bello a la vista

resulta evidente al pensar en un perfume artificial o algún extracto o esencia

de una flor. Sabemos que el extracto nos proporciona mucho más placer que el

leve perfume de la rosa, pero no hay sentimiento de placer al evocarlo, no es

más que una idea en la mente. Por otra parte, cuando recordamos un suceso en

extremo doloroso del que hemos sido testigos, o un grito de pena o angustia que

hemos oído, algo del sufrimiento experimentado en aquel momento se reproduce en

nosotros, y es común oír decir a la gente:

"eso me pone triste", o "me hace desmayar", o "se me hiela la sangre cuando lo

pienso". Lo que es realmente verídico, porque al pensar en la escena vivida

vuelven, en cierto modo, a verla y oírla. En cambio, si recordamos olores

desagradables no nos sentimos afectados en absoluto. Podemos, con la

imaginación, destapar latas de petróleo y saturar nuestros pañuelos con

asafétida y ácido fénico, caminar detrás de un carro de estiércol o atravesar

leguas de barro fétido en algún pantano tropical, alzar un animal pestilente

como el zorrino y acariciarlo como si fuera un gatito, sin experimentar ningún

sentimiento ni sensación de náusea. Podemos, si así lo deseamos, evocar todos

los perfumes agradables y desagradables de la naturaleza, como Owen Glendower

evocaba a los espíritus de la inmensa profundidad; pero, como éstos, aquéllos se

rehusarán a venir, o vendrán, pero no como olores, sino como ideas, por lo que

el hidrógeno fosforado no causará desagrado, ni placer la franchipana. Solo

sabemos que los olores existen; que los hemos clasificado como fragantes,

aromáticos, frescos, etéreos, estimulantes, ácidos y nauseabundos, y que cada

uno de esos nombres genéricos comprende un gran número de olores diferentes. Los

conocemos a todos ellos porque la mente ha aprendido a distinguir el carácter

diferente de cada uno y conoce los efectos que producen en nosotros, y no porque

en nuestro cerebro se haya registrado una sensación que puede reproducirse a

voluntad, como en el caso de algo que hemos visto u oído.

Es cierto que somos igualmente incapaces de reproducir los gustos. Bain admite

que "estas sensaciones son deficientes con respecto al poder de ser recordadas";

aunque no descubrió el hecho por sí mismo, ni lo comprueba por su propia

experiencia, diciéndonos simplemente que "Longet observa". Pero el gusto no es

un sentido emotivo. Yo sé que si tuviera que ingerir algún plato que antes me

era familiar y que me gustara desde largo tiempo, aderezado, por ejemplo, con un

condimento repugnante (para el paladar inglés), como granos de comino o ajo,

alguna legumbre o fruta, silvestre o cultivada, que no haya visto nunca en

Inglaterra, no me conmovería como me sucede con un perfume, y me produciría tal

vez menos placer que un plato de frutillas con crema. Porque en el sabor hay un

contacto obvio con el órgano del gusto; la finalidad de lo que se come es

satisfacer una necesidad corporal, dando al mismo tiempo un deleite momentáneo y

puramente animal. Por lo tanto, para la mente, no está en la misma categoría,

sino mucho más abajo que ese algo invisible e inmaterial que vuela hacia

nosotros, no para dar solo un placer a los sentidos, sino también para conducir,

prevenir, instruir y traer a la mente hermosas imágenes de cosas desconocidas.

En consecuencia, nuestra ineptitud para recordar sabores que hemos gustado antes

no ha sido considerada como una pérdida y no se ha hecho ningún esfuerzo para

recobrarla; esos sabores se perdieron y no valía la pena guardarlos.

Esta es para mí, pues, la razón por la cual el olfato es un sentido emocional en

tan alto grado, comparado con los otros; porque es intelectual, como la vista y

el oído, y porque, a diferencia de éstos, sus sensaciones se borran. Cuando

después de largo tiempo se percibe un olor olvidado, antes familiar y ahora

estrechamente unido al pasado, la recuperación repentina e inesperada de la

sensación perdida nos impresiona tanto como el descubrimiento accidental de un

montón de oro escondido por nosotros en otra época de la vida y olvidado luego;

o dei mismo modo que nos emocionaría encontrarnos frente a un amigo querido, a

quien no veíamos desde hacía mucho tiempo y que suponíamos muerto. La sensación

recobrada sorpresivamente es, para nosotros y por un momento, más que una simple

sensación: es como rescatar algo del pasado irreparable. No nos emocionamos de

este modo, o por lo menos en el mismo grado, viendo objetos y oyendo sonidos

asociados con escenas pasadas, simplemente porque no hemos olvidado nunca las

viejas imágenes y voces familiares, ya que son como fantasmas que han existido

siempre en nuestro cerebro. Si, por ejemplo, oigo el canto de un pájaro que no

he escuchado en los últimos veinte años, no me parece que en ese lapso no lo

haya oído realmente, puesto que lo recuperé en la mente miles de veces; por eso

no me sorprende o me llega como algo que, habiéndose perdido, se ha recobrado

ahora y, por lo tanto, no me conmueve. Y así también ocurre con las sensaciones

de la vista: no puedo pensar en una flor fragante que creció en mi hogar lejano,

sin verla, y de tal manera puedo gozar siempre de su belleza, más -por desdicha-

su fragancia se ha desvanecido y no vuelve...

 

 

 

FIN