GUILLERMO HUDSONGUILLERMO HUDSON
EL LIBRO DE UN NATURALISTA
INDICE
Prefacio
La vida en un pinar. La gente, los pájaros, las hormigas
Sugestiones para los buscadores de serpientes
Murciélagos
La belleza del zorro
Un sentimental respecto a los zorros
La ardilla descontenta
Las historias de pájaros de mi vecino
El sapo como viajero
La garza: un plumífero notable
La garza como ave comestible
El problema del topo
Un caballo llamado Cristiano
El corderito de María
La lengua de la serpiente
Lo extraordinario de la serpiente
La serpiente magullada
La serpiente en la literatura. Preámbulo
Avispas
Las hermosas mariposas esfinge
El topo esforzado
Una rata amiga
El perrito colorado
Los perros de Londres
La gran superstición del perro
Mi amigo el cerdo
La papa en casa y en Inglaterra
Juan se acuesta a mediodía
El narciso a cuadros y la gloria de las flores silvestres
Los prados: observaciones incidentales acerca de los gusanos.
.
PREFACIO
Es necesario que un libro tenga título, e importante que éste
exprese a la obra.
Por lo tanto me sentí contento cuando hallé uno que era interesante y poseía esa
cualidad.
Proyecté el libro hace tiempo, cuando estos estudios, ensayos y bosquejos
de la
vida animal empezaron a acumularse en mis manos. Desgraciadamente, mucho antes
de que el trabajo estuviera listo, mi hermoso título se le ocurrió
a otro: fue
dado por Sir E. Ray Lankester a sus Diversiones de un naturalista, colección
de
artículos de amplia variedad de temas, publicados periódicamente
con otra
denominación.
Me sentía muy decepcionado, no sólo porque él es un personaje
y yo apenas un
hombre común, siendo por consiguiente mayor mi necesidad, sino porque
el título
me parecía más adecuado a mi libro que al suyo.
La obra de Lankester trata de profundos problemas de biología y él
no es
exactamente un naturalista en el antiguo y original sentido de la palabra: el
que se dedica principalmente a la "vida y conversación de los animales"
y cuyo
trabajo es en consecuencia más entretenido que el suyo, aun cuando sea
ciencia
desde un sillón.
Entonces, ¿qué podía hacer viendo que ya se habían
empleado todas las variedades
posibles en los títulos generales de Periódicos, Cartas, Notas, Búsquedas, etc.,
de un Naturalista?
Dado que mi amigo 1. E. Harting había utilizado para su libro la palabra
Recreaciones, no me quedaba otra alternativa. Con profunda desesperación
me
decidí por éste, que hubiera convenido a cualquier obra sobre
historia natural.
Habría sido mejor indudablemente haber puesto la palabra Rural, después
de
Naturalista, para mostrar que no era una compilación, pero el título
no podía
ser alargado ni con una palabra mas.
De los capítulos que forman este volumen, unos se publican por primera
vez;
muchos de ellos, sin embargo, están tomados o basados en artículos
aparecidos en
varios periódicos; en Fortnightly Review, National Review, Country Life, Nation,
The New Statesinan y otros. Agradezco a los editores del Times y Ghamber's
Journai por la autorización para utilizar dos cortos artículos,
sobre la rata y
la ardilla, que fueron publicados en dichos diarios.
I
LA VIDA EN UN PINAR
La gente, los pájaros, las hormigas
Un caballero inteligente, indudablemente un terrateniente que poseía
plantaciones de pinos en su propiedad, hizo años atrás el interesante
descubrimiento de que un pinar era el sitio ideal para vivir, debido a las
cualidades antisépticas y medicinales de las emanaciones de los árboles.
Uno las
olía y empezaba a sentirse mejor desde el momento en que penetraba en el bosque,
Entonces se produjo naturalmente una corrida hacia los pinos, así como realizóse
otra en dirección a las cumbres de las colinas, en respuesta al flamear
de
banderas y gritos exaltados de Tyndall desde Hindhead y, de la misma manera,
un
siglo antes más o menos, una avalancha en dirección a la orilla
del mar, en
respuesta al llamado del doctor Russell.
En cuanto a mí, no deseo habitar entre pinos porque no puedo soportar
que se
interrumpa mi contemplación de esta tierra verde con sus rebaños
y majadas. A
veces es bueno vivir en los bosques; he pasado muchos meses felices en la cabaña
de un leñador. Casi todos los árboles eran robles y hayas. Abundaban
allí la
vegetación y la vida silvestre.
Los coniferales, especialmente las plantaciones, son monótonos porque
los
árboles se asemejan unos a otros; los troncos altos y desnudos lo rodean
a uno y
el follaje oscuro y tupido forma un techado. A mi también me gustaría permanecer
en un pinar, en Ia orilla del mar, durante pocas horas o un día, aunque
para
vivir preferiría un páramo, un pantano, una salina o cualquier
otro lugar
desierto y desolado, con amplia perspectiva.
Pese a mis preferencias, pasé casi todo el último verano en aquel
lugar. Al
principio, cuando comenzó la excitación y la corrida en busca
de los pinos
medicinales, los constructores adquirieron una extensa zona cerca de Londres,
en
una vecindad muy aristocrática.
Como por arte de magia, al igual que hongos, aparecieron de inmediato en los
bosques otoñales grandes casas adecuadas para ser habitadas por personas
importantes. EI bosque quedó intacto; las casas se hallaban más
o menos a un
cuarto de milla de é1; los jardines y prados parecían oasis verdes
y
florecientes, esparcidos en un sombrío desierto. Tanto unos como otros
ocasionan
gran gasto, puesto que siendo el suelo de seca arena requiere mucho riego y
abono, las flores tienen un aspecto triste y mustio y los prados están
formados
por un césped pobre, mitad pasto y mitad musgo.
Siendo naturalista, sentí curiosidad en observar el efecto de la vida
en un
pinar sobre sus habitantes. Me llamó la atención que no mejoraran
de salud y que
sufrieran mucho en verano, especialmente en los días calurosos, sin
viento. No
frecuentan los bosques; se apresuran en dirección a la puerta que conduce
al
camino y se dirigen a la aldea o hacia algún punto desde el que puedan
contemplar la tierra, fuera de los pinos. Prefieren alejarse de aquellos parajes
y nunca se sienten tan felices como al realizar una larga visita a los amigos
que habitan en el país o en el exterior, en cualquier parte con tal que
no sea
en un pinar.
Creo que aun Mariana, suponiendo que sobreviviera hasta ahora, y fuera
persuadida de dirigirse al sur para probar la vida en un pinar, pronto desearía
regresar a su granja en la llanura de Lincolnshire, en medio del polvo y Ia
pobreza, sin un ruido que interrumpa el silencio del bochornoso mediodía
cuando
sólo se oye el zumbido de la mosca azul que aletea contra los vidrios
y el
penetrante chillido del ratón detrás del deteriorado zócalo.
Naturalmente, me refiero a los seres humanos que residen entre los "pinos
crepusculares". Es esta una expresión del extinto Henry James que
la empleaba no
al referirse a los bosques de pinos en general, sino a aquel que le era bien
conocido y donde residía cuando fue huésped suyo. Pero a é1
no le atraía, porque
de lo contrario lo visitarla con más frecuencia. En realidad prefería
ver a sus
queridos amigos -todos lo eran- cuando se hallaban lejos del abrigo crepuscular
de los árboles en el Londres siempre brillante y hermoso.
A mi tal vez me interesaban más los habitantes no humanos del bosque.
Paseaba en
la parte que pertenecía a la casa que en realidad sólo yo visitaba
y que cubría
un área de unos sesenta acres dentro de aquél, separado del resto
por
empalizadas de roble. Pasar de los jardines y prados al bosque, era lo mismo
que
entrar desde el aire libre y asoleado a la atmósfera tranquila y sombría
del
interior de una catedral. Aquél era pues un lugar extraordinariamente
silencioso; cuando cantaba un tordo o un pinzón se le oía desde
el jardín que
acababa de abandonar o del lugar más alejado del bosque.
En aquellos pinares, los únicos pájaros pequeños eran los
que realizaban una
breve visita y los grupos de patos que lo cruzaban, Sin embargo, donde yo tenía
el privilegio de pasear, el bosque poseía su fauna propia: ardillas,
palomas del
bosque, una familia de gayos, otra de urracas, un par de herrerillos y otros
gavilanes. La caza no se protegía en aquellos bosques, divididos en zonas
de
doce a cincuenta acres o más; por tal motivo podían existir varias
especies
incluídas en la lista negra del guardián.
De los pájaros nombrados, muchos, procrean en el verano -los halcones
y
herrerillos, una docena o más de casales de palomas del bosque, de urracas
y
gayos-. Los demás miembros de las familias de las dos últimas
especies habrían
sido inducidos, mediante argumentos convincentes, de afilado pico, a huir en
busca de otros sitios donde hacer nido.
No encontré ni un pájaro pequeño que anidara en el bosque;
esto me hizo pensar
en un problema que durante años ha torturado mi mente. ¿Cómo
pueden esos pájaros
proteger de las hormigas a sus tiernos e indefensos pichones? EI bosque está
lleno de hormigueros; los había en todas partes, semiescondidos entre
los
helechos. Los viejos montículos de tierra eran de gran tamaño,
medían de doce a
catorce pies de circunferencia y algunos tenían más de cuatro
pies de a altura.
Como nadie buscaba los huevos, las hormigas nunca eran molestadas y llama la
atención pensar cómo podían subsistir en un pinar desnudo,
que de todos los
bosques es el más pobre en insectos.
Me he dicho muchas veces que los pájaros, especialmente las especies
de pequeñas
forestas, que anidan en el suelo y muy cerca de é1, como el ruiseñor,
el
petirrojo, los reyezuelos del bosque y del sauce o gorjeador, el chiffchaff
y
los paros o herrerillos que anidan bajo y en troncos viejos, habrían
podido
sufrir Ia destrucción de sus nidos por las hormigas; sin embargo, nunca
he
encontrado uno que mostrara rastros de tal accidente, ni lo he leído
en los
libros sobre pájaros, de los cuales conozco centenares.
Preocupábame el asunto cuando, inesperadamente, tuve la evidencia de
que a veces
los tiernos pichones son devorados por las hormigas. La descubrí en
un relato
sobre el reyezuelo, escrito por un jovencito y que hallé en una pila
de ensayos
sobre pájaros y árboles, realizados en las escuelas de las aldeas
de Lancashire,
que me fueron enviados por la, Sociedad Real para la Protección de los
Pájaros,
para que los leyera y juzgara.
En su ensayo, el niño afirma que habiendo elegido como tema el reyezuelo,
vigiló
a uno hasta ubicar su nido. Había allí cinco huevos y de ellos
nacieron cuatro
pichones, devorados por las hormigas el mismo día del nacimiento. Escribí
al
maestro de escuela de Newburgh, cerca de Wigan, y a Harry Southworth, el alumno,
solicitándoles detalles Completos.
La respuesta del maestro fue satisfactoria; señalaba a Harry como hábil
y atento
observador. EI alumno contestó que el nido estaba construído
en un banco, al
costado de un arroyo; é1 había observado al pajarito durante todo
el tiempo en
que empolló los cinco huevos. En la última visita encontró
al padre
aterrorizado, fuera del nido. Al revisarlo, observó que habían
nacido cuatro
pichones y que estaban muertos, todavía calientes y cubiertos de pequeñas
hormigas pardorojizas que se alimentaban de ellos.
Esto demuestra que no s6lo las hormigas atacan a veces a los pichones en al
nido, sino también que en tales casos los padres son impotentes para
defenderlos. Mi conclusión fue que los pájaros pequeños,
que anidan en el suelo,
sienten un instintivo temor por las hormigas y evitan hacer sus nidos en sitios
infestados por ellas.
Sin embargo, me pregunté, ¿cómo escapan al peligro los
p6jaros más grandes, que
anidan en la parte más alta de los pinos? Las hormigas suben a la parte
superior
de aquéllos, por los lisos troncos, con la misma facilidad y velocidad
con que
se deslizan en las superficies horizontales. Se las ve ascender y descender
en
infinita cantidad durante todo el día; de manera que en la copa del árbol
ha de
haber enjambres, que recorren cada ramita y cada aguja, dispuestas a utilizar
sus mandíbulas en cualquier alimento, sin consideración al tamaño
del objeto;
los pichones recién nacidos de palomas del bosque o urracas, no han de
estar más
seguros en sus elevados nidos que los del petirrojo o reyezuelo del sauce,
que
anidan cerca del suelo.
Cuando llegué a esta conclusión la estación estaba desgraciadamente
avanzada
para proseguir la investiqación, pues muchos pájaros habían
terminado la
crianza. No pude descubrir si tuvieron éxito todos o la mayoría
de ellos. Sin
embargo, los pichones aun estaban en el nido que más me interesaba. Este
pertenecía a un gavilán y estaba en las ramas más bajas
de un delgado pino, de
unos 14 metros de altura. El nido era excepcionalmente grande v yo sabía
que en
los tres años anteriores los pájaros habían criado con
éxito sus pichones, en
este bosque, llegando a la conclusión de que en todas las oportunidades
usaban
el mismo nido y que su tamaño actual se debía al agregado de nuevo
material en
cada estación.
Yo permanecía de pie en un elevado montículo de tierra, a una
distancia de
cincuenta metros del árbol en cuestión, y por medio de mi binóculo
lograba una
vista perfecta de los cuatro pequeños gavilanes en su plataforma; parecían
búhos
con sus grandes cabezas redondas bajo las cuales veíase el blanco plumón.
A medida que sus plumas crecían aumentaba su actividad y se mostraban
cada vez
menos inclinados a permanecer sentados en grupo; desde tan alta percha,
separados todo lo que permitía el borde del nido, me miraban curiosamente
cuando
yo los contemplaba. Los hábitos de los padres no eran semejantes a los
de otros
gavilanes que se criaban en los bosques o parajes silvestres donde raramente
se
ve gente. En vez de mostrar intensa ansiedad y gritar al ver a un hombre,
haciendo que los pichones cayeran en el nido, aquéllos se escabullían
silenciosamente, desapareciendo de Ia vista. En estas circunstancias, le
tendencia a esconderse era su política más segura, por decirlo
así, pero tenían
una desventaja: dejar a los pichones sin instrucción acerca del peligro
del
hombre. La lección llegaría más tarde, cuando estuvieran
fuera del nido.
Paulatinamente, mientras crecieron los gavilanes, aumentó la producción
de
alimento, que se componía de pájaros tan cuidadosamente desplumados
que no les
quedaba ni siquiera una pluma y como la cabeza también había sido
eliminada, era
muy difícil identificar las especies; me parece, sin embargo, que la
mayoría de
ellos eran estorninos. Los pequeños gavilanes tenían que alimentarse
entonces
con lo que había para todos; cuando uno de ellos era picoteado, tomaba
un pájaro
y lo llevaba al borde del nido para estar fuera del alcance de los demás; luego,
poniéndole una pata encima, empezaba a despedazarlo. Mas algunas veces
fracasaba, pues al transferido del pico a las garras, se le caía desde
el borde,
perdiéndolo. Las hormigas rápidamente encontraban y atacaban
al pájaro caído y
pocas horas despu6s dejaban su esqueleto bien raído
Sin embargo, las hormigas nunca ascendían a ese árbol. Entonces
se me ocurrió
que s6lo suben a algunos de ellos, siempre los mismos, y que una vasta. mayoría
no es invadida por aquéllas. Comencé a rondar y visitar los árboles
en que había
visto subir hormigas y en todos ellos encontré que ascendían
en inmensas
cantidades, como si fueran a un lugar que contuviera una inagotable provisión
de
alimento. Pero la estación ya estaba demasiado avanzada como para poder
asegurarme de que de vez en cuando no invadían nuevos árboles,
Parece
sorprendente que cada día, durante semanas y quizá durante toda
la estación,
fueran ascendiendo a los mismos troncos; no obstante, tal hecho estaría,
de
acuerdo con lo que sabemos de tan enigmáticos insectos casi increíble
sabiduría
en sus complejas acciones y sistema de vida, unida a una casi inconcebible
estupidez-. ¿Saben las hormigas por qué suben a un árbol
determinado y no a
cualquiera de los demás ¿No será que en ese árbol
particular ellas tienen sus
rebaños y manadas cuidadosamente organizados, que las proveen de rocío,
leche,
manteca y queso? Según descubrí en la foresta de Harewood, estos
rebaños y
manadas se mantienen y alimentan en robles, y desearía que los lectores
de este
capítulo que vivan en un pinar o en sus inmediaciones y sean felices
poseedores
de una escalera, de doce o quince metros de alto, realicen más investigaciones
con referencia a este asunto.
Hasta ahora, mi conclusión es que las palomas del bosque y otros pájaros
que
anidan en los pinos, no utilizan árboles frecuentados por hormigas.
Sigamos ahora a los jóvenes gavilanes criados en un bosque habitado por
el
hombre.
Los vigilé diariamente. A medida que los plumones fueran siendo reemplazados
por
plumas y la informe apariencia transformóse en la definida figura del
gavilán,
se aventuraron más, subiendo a una rama accesible desde el nido; primero
el más
grande, al que siguieron los otros, uno a uno. Finalmente, los cuatro halláronse
en la rama, guardando entre ellos distancia de seis a diez pulgadas, quedando
más próximo al nido el menos desarrollado, de apariencia más
delicada, e informe
que los demás
Una mañana, en el mes de setiembre, encontré el nido vacío;
los pichones habían
sido persuadidos para que lo dejaran temprano ese día. Lamenté
mucho no haber
visto cómo fue aquello, quizá con argumentos contundentes, a picotazos,
pero
nunca había pensado en eso teniendo en cuenta el extraordinario secreto
mantenido por los padres, que no lanzaron un, grito, ni permitieron que se les
viera. Ya que sus crías estaban fuera del nido y podían volar,
no consideraron
necesario permanecer invisibles ante la aparición del hombre en el bosque.
Después de mantener ocultos a los hijos durante tres o cuatro, días,
comenzaron
a dejarse ver, perseguidos por aquéllos, que expresaban su hambre mediante
lamentos y gritos de queja que se oían durante todo el día siendo
evidente que
entonces habían adoptado un nuevo sistema; es decir, el de mantener cierta
restricción en cuanto a la alimentación, en lugar de ofrecerles
Provisiones en
mayor cantidad de aquella que Pudieran consumir. En consecuencia, los jóvenes
en
lugar de permanecer sentados inactivos, a la espera de la llegada de pequeños
pájaros cuidadosamente desplumados, se: vieron obligados por el hambre
a volar
en pos de sus padres, que los dirigían en una caza interminable dentro,
fuera y
sobre los árboles Esto parecía significar un gran derroche de
energía, pero era
importante enseñar a los jóvenes a volar y desarrollar los músculos
de las alas
mediante los incesantes ejercicios. Así continuaron por cinco o seis
días en el
bosque y después se inició un nuevo movimiento.
Toda la familia salía del bosque por la mañana temprano, dirigiéndose
a un
matorral en otro grupo de árboles, donde los jóvenes aprenderían
nuevas
lecciones. Ellos debían realizar solos el desplume de la caza, so pena,
en caso:
contrario, de tener que tragar las plumas con la carne; la próxima etapa
consistiría en que la víctima les seria entregada con vida y parcialmente
herida
y tendrían que matarla; finalmente, se verían obligados a capturar
su propia
presa, la última lección y la más difícil de todas.
Los continuos gritos: de hambre que proferían al regresar cada tarde
a su
refugio, en el bosque, evidenciaban que los jóvenes eran mantenidos con
menos
alimentación que la necesaria. Desde el momento de su llegada, una hora
antes de
la puesta del sol, hasta que oscurecía, continuaba el clamor y los pájaros
seguían a sus padres durante todo el tiempo. Aquello se repitió
por un par de
semanas y en las últimas tardes los padres introdujeron una nueva lección
en su
sistema educacional. Elevándose entre los árboles pero manteniéndose
separados,
tanto el macho como la hembra eran seguidos por los hijos, Volando y planeando
en círculo con movimientos fáciles como los del milano, subían
hasta una altura
de doscientas o trescientas yardas sobre las copas de los árboles y luego,
dejándose caer repentinamente como piedras, desaparecían entre
el follaje,
seguidos a larga distancia por los jóvenes Debajo de la copa de los árboles,
maravillaba verlos volar a su máxima velocidad, entre los altos y desnudos
troncos, con muchos virajes repentinos que aparentemente apenas les permitían
evitar aplastarse mortalmente contra un tronco o una rama. Yo me asombraba cada
vez que presenciaba esta violenta acción, en apariencia demente pero
cumplida,
sin embargo, con gran facilidad, seguridad y gracia.
Debía ser ese el último acto del programa del día porque
inmediatamente después
dirigíanse a su sitio de descanso y los hambrientos jóvenes acallaban
sus
gritos.
Toda la familia desapareció al finalizar la tercera semana de setiembre.
Los
jóvenes aprendieron que no podían permanecer siempre en el único
lugar que
conocían y que pronto comenzaría la última y más
cruda lección de todas: ganarse
el propio sustento o morirse de hambre.
Nota. Desde que se publicó este relato en Ia National Review, mi idea
acerca de
la destrucción de pichones por las hormigas recibió nuevas confirmaciones
desde
fuentes ampliamente distantes. Una de ellas, bastante rara, está incluída
en al
ensayo de un escolar de otra región, con motivo de un concurso an al
Día del
pájaro y al árbol en este caso en una aldea de Hampshire. Una
alondra era al
pájaro estudiado. En una de las visitas que al pequeño observador
efectuó al
nido cuando los pichones sólo tenían pocos días, los encontró
fuera de allí,
cubiertos con pequeñas hormigas rojas y moribundos.
EI segundo caso hállase descrito en una carta de uno de mis corresponsales
en
Australia, al señor Carlos Barrett, bien conocido en la colonia y en
este país
como estudioso de la avifauna nativa. Había, encontrado un resumen de
mi relato
acerca de "La vida en un pinar" y escribió: "Creo que
en Australia, en las
regiones secas, donde se encuentran en grandes cantidades hormigas de muchas
especies, gran gomero de pichones de pájaros caen víctimas de
estos insectos.
Desde luego, los pájaros que anidan en el suelo son los que más
sufren, pero hay
hormigas que ascienden a los árboles y atacan a los pichones en las
ramas más
altas de éstos... Observé en noviembre una corriente de grandes
hormigas rojas
que subían por un vástago de un gomero y encontré que penetraban
en un nido de
golondrinas del bosque, Artamus Sarolida, que contenía tres pichones
de una
semana, los cuales iban a ser devorados vivos por las hormigas . . . Los libré
de su desgracia, pero me entristecí durante el resto de la tarde al pensar
en
cuántas tragedias similares estarían produciéndose en el
bosque. No consiguieron
reanimarme el olor ni Ia fragancia de Ia flor de zarza que crecía a
lo largo de
la ensenada, ni los alegres cantos de los pájaros".
Barrett también describe el hallazgo del nido de un tordo (nuestro pájaro
inglés) con los pichones en condiciones semejantes.
II
SUGESTIONES PARA LOS BUSCADORES
DE SERPIENTES
He pensado que unas pocas sugestiones o insinuaciones acerca del tema de la
búsqueda de serpientes podrían ser de utilidad a los lectores
de este libro,
puesto que hay muchas personas deseosas de ampliar sus conocimientos; de este
raro y huidizo reptil. Deseaban conocerlo -a prudente distancia- en plena
naturaleza, en su propia morada y lo buscaron pero no lo hallaron. Con mucha
frecuencia, una o dos veces semanales -en verano- alguien me solicita
instrucciones con referencia al asunto.
Uno de mis amigos, muy benévolo, de carácter apacible, que cree
arnar tanto a
los seres grandes como a los pequeños, paga seis peniques por cada serpiente
o
culebra muerta que le lleven los muchachos de su aldea. No hace diferencia entre
los dos ofidios. Es de esperar que semejante amante de los animalitos de Dios,
incluso sus "gusanos salvajes de los bosques", no aproveche estas
sugestiones.
Dejemos que encuentre una serpiente, Ia trate convenientemente, no sin respeto,
y su hallazgo contribuirá al conocimiento de esa especie tan rara y
característica, ciencia que no puede escribirse ni impartirse en ninguna
forma.
No buscamos Ia víbora, el tema de la monumental obra de Fontana, la pequeña
cuerda de arcilla o carne inerte que se encuentra en el Museo Británico,
arrollada dentro de un frasco con alcohol, rotulado "Vipera berus, Linn".
Lo que nosotros buscamos es la culebra o serpiente, el ser venerado en la
antigüedad, el generador de la sagrada piedra de la serpiente de los druidas,
que no yace en un frasco con alcohol en la tranquila sombra y a la temperatura
constante de, un museo, Le agrada el sol y habrá que buscarla, después
de su
letargo invernal, en lugares secos, incultos, especialmente en forestas
abiertas, en las laderas pedregosas de las colinas y en los espinosos
matorrales. Después de un poco de entrenamiento, el buscador de serpientes
conoce una región "viperina" por su aspecto. Sin embargo, no
es necesario salir
al azar en busca de terreno de caza adecuado porque las zonas que frecuentan
las
serpientes son conocidas por los que viven en los alrededores, que siempre están
dispuestos a proporcionar la información requerida. Según mis
conocimientos no
existen en el país protectores de serpientes y sólo sé
que hubo una persona en
Inglaterra que protegía a tan hermoso e inocuo ser, la serpiente anillada.
¿Comprende alguien semejante afición o hobby ? Seguramente no
Ia comprenderá
quien paga seis peniques por una culebra muerta. EI salvador de serpientes,
nuestro pequeño desconocido Melampus, pagaba a los niños de la
aldea seis
peniques por cada una que le traían viva y sana y para inspirarles confianza
en
los ofidios se presentaba en la escuela de la aldea con media docena de grandes
culebras en los bolsillos del saco y, sacando a sus favoritas, jugaba con ellas,
insistiendo en que los niños las agarrasen y reparasen en su hermosa
forma y
movimientos.
Este apasionado por las culebras poseía en Aldermaston uno de los más
vastos
parques del sur de Inglaterra donde abundan robles tan antiguos, de un
desarrollo tan exuberante, que Constituyen una maravilla para quienes los ven.
Este vasto parque era su vivero para culebras y en los parajes de vegetación
húmeda, junto a los cursos de agua, plantó bosquecillos para que
se refugiasen
en ellos. Pero cuando falleció su hijo pensó que seria más
glorioso y deportivo
criar faisanes y por eso encargó a un pequeño ejército
de hombres y muchachos
que eliminasen los reptiles. Ya no existe nada que recuerde el fantástico
hobby
sino un vitral -que podría haber sido pintado por un artista más
hábil colocado
por la piadosa viuda en la hermosa iglesia parroquial, donde se le ve entre
siluetas de ángeles rodeado de un conjunto de pájaros, animales
y reptiles de
muchas formas y colores; en sus bordes se leen las conocidas inscripciones:
Ruega mejor quien mejor ama, etcétera.
Retornemos a nuestra búsqueda. Cuando llegamos al refugio de las culebras
se nos
presentan las dificultades para poder encontrarlas. Puede uno pasar años y hasta
toda la vida sin tener oportunidad de ver ninguna. Hace un tiempo conversé
con
un anciano pastor cuya majada pastaba en un vasto paraje espinoso en los South
Downs, donde no eran raras las culebras. Me dijo que hacia cuarenta años
era
pastor en esa región ¡y en tan largo lapso sólo había
hallado :tres culebras! De
haberme dicho trescientas, no me habría sorprendido. EI lugareño
con frecuencia
no ve las culebras, en primer lugar porque no las busca y además por
las pesadas
botas que lleva, con las que aplasta la tierra como un caballo de tiro con
sus
pesadas herraduras de hierro. Aún los que caminan ágilmente y
usan calzado
liviano producen generalmente un ruido sorprendente al pisar los brezales secos
donde el suelo está cubierto de ramitas quebradizas y vegetación
seca. Tuve
oportunidad de ser acompañado por algunas personas con quienes realicé
caminatas
en zonas donde abundaban las culebras y de inmediato me di cuenta, por su manera
de caminar en un paraje desacostumbrado para ellas, que nuestra búsqueda
no
daría resultado. Su andar más suave y receloso alarmaba y prevenía
a las
culebras que se escondían hasta doce o veinte yardas delante de nosotros.
Las culebras se hallan más alerta v demuestran mayor timidez en primavera.
Avanzada la estación, algunas, generalmente las hembras, se tornan, perezosas
y
no se alejan rápidamente cuando uno se aproxima a ellas; más en
estío la
vegetación forma un refugio adecuado y permanecen más tiempo en
la sombra que en
marzo, abril y principios de mayo. En primavera uno puede caminar solo y
suavemente pero no debe temer silbar, cantar y hasta gritar, porque la culebra
ha ensordecido y no oye, además su cuerpo está sensibilizado extraordinariamente
a las vibraciones terrestres y el paso aún de un hombre de poco peso
la
molestará a una distancia de quince o veinte yardas. Esa agudización
sensorial
de la culebra, que no posee un órgano especial que le sirva mejor que
la vista,
el oído y el olfato y el tacto juntos, es de vital importancia para ella,
puesto
que para un ser que vive en el suelo y posee un espinazo largo y quebradizo,
el
pie del pesado mamífero constituye uno de los mayores peligros de su
vida.
Quien las busca no sólo debe caminar suavemente sino poseer una vista
rápida,
avizora, y la atención concentrada en el objetivo. De nada sirve una
vista aguda
si piensa en algo más, porque es imposible hallarse en dos partes a
la vez. Es
conveniente tener la mente libre como cuando se mira una bola de cristal, pero
si no se logra despejarla, si el pensamiento permanece inquieto, hay que
concentrarlo solamente en las culebras. Es interesante ejercitarse y
disciplinarse en ello aún cuando no encontremos culebras; en rápidas
y
vacilantes miradas se revela una experiencia desvanecida o el estado de una
mente primitiva -la mente que, a semejanza de la de los animales inferiores,
es
un espejo pulido que no ha empañado la especulación y en el cual
se refleja
vivamente el mundo externo-. Si la búsqueda de culebras dura varios días,
es
mejor aun conservar el hábito pensar en ellas durante el día y
soñar con ellas
cuando uno duerme. He observado que los sueños son de dos clases: agradables
y
desagradables. En los primeros somos los felices descubridores de las serpientes
más encantadoras y originales que jamás se hayan visto; en los
segundos, sin
saberlo, penetramos descalzos en una vasta llanura que se extiende hacia el
horizonte, cubierta de culebras y de donde no podemos escapar. Levantamos un
pie
y no sabemos dónde posarlo porque no encontramos ni un solo espacio
del terreno
que ya no esté ocupado por una culebra enroscada y lista para atacar
Al buscar culebras, lo principal es encontrarlas sin molestarlas, para poder
acercarse y observarlas yaciendo tranquilamente al sol. Lo mejor es detener
el
paso al verlas y avanzar luego tan lenta y furtivamente como si uno estuviera
inmóvil, porque creo que la culebra, aunque no esté alarmada,
se halla siempre
consciente de nuestra presencia. Así puede uno acercarse hasta una distancia
de
dos o tres yardas o más cerca aún y permanecer largo rato contemplándola.
Mas, ¿qué deberá hacer el investigador si después
de una prolongada búsqueda
encuentra a su culebra en retirada y sabe que a los dos o tres segundos
desaparecerá de su vista? Por lo general, el que ve una culebra que se
aleja
trata de golpearía con el bastón para no perderla. Ahora bien,
matar Ia culebra
es perderla. En realidad, no tendrá algo para mostrar y si lo desea,
podrá
colocarla en un frasco de vidrio con el rótulo Vipera berus. Pero entonces
no
tendremos una culebra. ¿No debemos matarla? Es esta una pregunta que
no intento
responder, pero les diré que si vamos en pos del conocimiento o de lo
que
denominamos así porque el vocablo es conveniente y puede abarcar muchas
cosas
que resultaría dificil nombrar, en ese caso matar no reporta ningún
beneficio
sino que por el contrario significa una verdadera pérdida. Cuarenta mil
culebras
disecó Fontana en una labor continua y fatigosa, pero si necesitamos
saber algo
más de la culebra aparte de la cantidad de escamas de su tegumento y
del número,
forma y tamaño de los huesos del ofidio muerto y enroscado, no podemos
averiguarlo de él y los innumerables ofiólogos y herpetólogos
posteriores a
Fontana. Podemos leer en mil volúmenes datos acerca de las escamas y
los huesos.
Sentimos la necesidad de ampliar nuestros conocimientos de la culebra viva
y de
sus hábitos comunes. No se ha comprobado aún si es verdad que
la culebra hembra
devora a sus hijos -no como para digerirlos en el estómago, sino
para salvar sus vidas amenazadas-. Aunque es cierto que muchas personas durante
el último medio siglo lo han observado describiéndolo en The Zoologist,
Land and
Water, Field y en otros periódicos, no obstante, quienes han compilado
nuestras
historias naturales consideran que ello todavía no ha sido demostrado
de una
manera concluyente.
Se nos presentan pues ciertos problemas que sólo pueden ser resueltos
por
naturalistas rurales que se abstienen de matar. Empero, podríamos ofrecer
un
motivo más aceptable para no hacerlo que el deseo de descubrir algo nuevo
-la
mera satisfacción de la curiosidad mental-. Conozco naturalistas que
llegaron a
detestar la vista de una escopeta, por el solo hecho de que tan útil
instrumento
se asociaba al pensamiento y recuerdo del efecto mental degradante y perturbador
de matar a los seres que amamos y cuyos secretos deseamos conocer.
Desgraciadamente necesité mucho tiempo para descubrir la ventaja de no
matar. EI
relato que hago a continuación referente a la muerte de una culebra,
la última
vez que maté uno de esos ofidios, podría ser de utilidad para
aclarar un poco el
asunto. Me encontraba en un paraje donde abundaban las culebras, una granja
en
New Forest, pero no había visto ninguna cerca de la casa hasta que en,
una
calurosa tarde de julio, al llegar desde el patio de la granja a un sendero
que
conducía a un monte de avellanos y lo cruzaba, encontré una que
yacía en medio
del camino. Era una culebra de gran tamaño y tan tímida que no
trató de escapar
sino que se dirigió hacia mi cuando me acerqué. Se me ocurrió
que si la dejaba
allí podría constituír un peligro para los niños
que iban a jugar y a buscar
huevos de gallina todas las tardes; en consecuencia era necesario matarla o
alejarla. Pensé que sería inútil hacerlo puesto que si
esa era su morada
regresaría desde cualquier distancia. EI instinto hogareño está
muy arraigado en
las culebras y muchas serpientes. Entonces para resolver el asunto, la maté,
la
enterré junto al sendero y proseguí mi marcha. EI camino continuaba
cruzando el
monte, una Valla y un foso. Al llegar allí vi una culebra más
grande que la otra
y tan tímida como aquélla. Ello no era extraño pues en
julio con frecuencia la
hembra observa esa conducta especialmente cuando el tiempo es caluroso y amenaza
tormenta. La azucé para alejarla, la levanté para examinarla
y después la dejé
en libertad mirando cómo se deslizaba lentamente hacia el sombrío
matorral.
Entonces me di cuenta de que eran seres vivientes que significaban tanto para
mi, siendo siempre mi mayor felicidad la observación de sus costumbres.
Aunque
no era menor mi curiosidad, el sentimiento que la acompañaba en casi
todo el
tiempo pasado volvió a ser nuevamente el mismo que cuando yo era un deportista
y
coleccionista que siempre mataba algo. Se alejaba de mí una serpiente que no era
sino un gusano con colmillos venenosos en su cabeza y la peligrosa costumbre
de
atacar las piernas -un ser que debía ser aplastado con el taco y en el
cual no
había que pensar más-. Considerando que estamos en un mundo donde
debemos matar
para vivir, en mi caso de naturalista había perdido hoy algo muy valioso
desde
el punto de vista ético. Absteniéndome de matar llegué
a ser un mejor observador
y un ser más feliz a causa del nuevo y diferente sentimiento que ello
engendrara. ¿Cuál era aquel nuevo sentimiento, en qué difería
de mi antigua
época de cazador y coleccionista, puesto que desde la niñez siempre
había
sentido el mismo profundo interés en toda vida salvaje? EI poder, la
belleza y
la gracia del animal silvestre, su perfecta armonía con la naturaleza,
la
exquisita correspondencia entre el organismo, la forma, las facultades y el
ambiente con la plasticidad e inteligencia para el reajuste de la maquinaria
vital, diaria, horaria y momentáneamente para satisfacer los cambios
en las
condiciones, todas las contingencias: y de esa manera, en medio de perpetuas
mutaciones y conflicto con las fuerzas hostiles y destructivas, mantener una
forma, un tipo, una especie, durante miles y millones de años, todo esto
estaba
presente en mi mente; no obstante, esto sólo era un mínimo elemento
en el
sentimiento completo. La maravillosa naturaleza y el eterno misterio de la vida
eran lo principal; la energía generadora y animadora. la llama que arde,
y
brilla a través del suceso y del hábito, que muere al encender
otra y que. no
obstante, muriendo persevera aun para siempre, y también el concepto
de que esta
llama de vida era una y a Ia vez de mi vínculo con ella en todas las
apariencias, en todas las formas orgánicas tan diferentes de lo humano.
Sin
embargo, el solo hecho de que las formas no fueran humanas aumentaba el interés:
el corzo, el leopardo y el caballo salvaje; la golondrina que hendía el aire, la
mariposa que revoloteaba en torno a una flor, la libélula que soñaba
en el río;
la monstruosa ballena, el pez volador plateado y el nautilus con velas teñidas
de rosa púrpura desplegadas al viento.
Felizmente, sólo resultó temporaria la pérdida de este
sentido y del sentimiento
que recobré en los dos días siguientes que estuve en el bosque
y en el matorral
cenagoso contiguo; encontré muchas culebras y lagartos también
pájaros pichones
y otros seres con quienes me entretuve y puedo burlarme de aquellos que se reían
de mí o se incomodaban a causa de mis grandes conocimientos de los animales.
Un
año después se produjo mi gran aventura con una culebra y me reí
tanto en ella
que cedo a Ia tentación de continuar la digresión, relatándola.
La aventura se produjo a raíz del hallazgo de la más grande culebra
que jamás
ví. La encontré en un sendero, en un terreno donde abundaban los
arbustos
espinosos, no muy distante del camino real que conduce de Salisbury a Blandford.
Cuando noté que ese paraje, que abarcaba una superficie de varios centenares
de
acres, rebosaba de intensa vida silvestre, lo frecuenté durante varias
semanas.
Poco después me enteré de que era un valioso terreno de caza y
que el cuidador
había recibido severas ordenes del arrendatario para no permitir Ia entrada
a
nadie. No obstante, me puse en contacto con él y me autorizó a
gozar del
espectáculo a mi gusto.
Nunca vi tantas culebras como en ese lugar. Sin embargo, el cuidador me aseguró
que hacia años que trataba de eliminarlas y que con frecuencia mataba
hasta
media docena diariamente.
Cierta mañana, a fines de junio, encontré una gran culebra y levantándola
la
sostuve del extremo de la cola casi durante media hora hasta que, agotada por
retorcerse en vano, quedose estirada y quieta. Emprendí, provisto de
mi cinta de
medir, la ardua tarea de estimar su exacta dimensión; pero la culebra
no me lo
permitía porque invariablemente cuando la cinta llegaba a su costado,
formaba
una serie de curvas impidiendo que lograra mi propósito. cansado de tan
larga
tarea la dejé en el suelo y la aturdí con un bastonazo en la cabeza;
después con
el pulgar apoyé en ella el extremo de la cinta y le enderecé
el cuerpo y pude
medirla. Tenía veintiocho pulgadas de largo. La más larga que
había encontrado
hasta entonces media veinticinco pulgadas y media. Esto sucedió en New
Forest,
en la parte más salvaje y menos habitada por la gente, donde abundan
las
culebras. Hasta entonces las más grandes que encontrara no habían
pasado de
veinticuatro pulgadas.
Vemos entonces, al medir la culebra, que no es una serpiente grande; parece
más
grande de lo que es a causa de su extraña y conspicua coloración,
de la forma en
zigzag de la banda y de su reputación de serpiente peligrosa; por eso la culebra
de dos pies de largo parece mayor que la serpiente de césped de tres
pies,
tamaño común de este ofidio.
Pasados uno o dos minutos, la culebra se recobró del golpe recibido en
la cabeza
y la dejé deslizarse en dirección al espinoso matorral. Continué
mi marcha
alejándome de allí, pero a las cuarenta yardas vi otra culebra
enroscada. Me
detuve a contemplarla, avancé después lentamente hasta quedar
a cinco pies de
ella y permanecí tranquilo para observar si mi presencia tan cercana
la afectaba
en alguna forma. En ese momento oí un grito y al levantar la cabeza
ví que se
acercaban dos jinetes. Ellos detuvieron sus cabalgaduras y se quedaron
mirándome; eran un hombre de gran talla que montaba un animal grande
y otro
personaje de físico menos desarrollado que cabalgaba en un caballo de
menor
alzada. EI primero era el arrendatario y seguramente el grito era una
advertencia para mi, pero no lo tomé en cuenta. Mantuve la vista en la
culebra y
ambos jinetes se acercaron al galope. Antes de que llegasen a cincuenta yardas
de distancia, el ruido de las herraduras alejó a la culebra que se dirigió
a su
escondite. Los recién llegados me contemplaron desde lo alto de sus cabalgaduras
con un silencio cargado de enojo y al notar que debía dirigirles primero
la
palabra, me disculpé por hallarme en terreno vedado, agregando que el
cuidador,
enterado de que yo era un inofensivo naturalista, me había autorizado
a llegar
hasta allí en busca de una flor que me interesaba -y también de
una culebra-.
"¿Qué desea usted con las culebras?", me preguntó
uno de ellos.
Le respondí que sólo quería verlas; que había hallado
una y la observaba cuando
la llegada de ellos la hizo huir. Agregué que las culebras abundaban
en exceso
en sus posesiones y que yo había encontrado y medido una que tenía
veintiocho
pulgadas de largo, la más larga que hubiera hallado jamás.
"¿Dónde está? ¡Muéstrenosla!" exclamaron
los dos y les expliqué que la había
soltado y que se hallaba en el matorral, a unas cuarenta yardas de donde
estábamos.
Me contemplaron, y después de mirarse, el arrendatario me preguntó
si era verdad
lo que le dije: si realmente había cazado una culebra sólo para
dejarla en
libertad sin dañarla.
"Eso", dije, "es lo que hice''.
"Entonces procedió usted mal", casi gritó su acompañante.
"Considero un crimen
cazar y soltar una culebra que podría morder y matar a alguien en cualquier
momento."
Reí y les respondí que no me importaba ser criminal de esa forma
y que
consideraba que la gente exagera mucho el peligro de las mordeduras de culebras.
"¡Otra vez está usted equivocado!", gritó exasperado.
"Debiera saberlo mejor, ya
que es naturalista. En el verano pasado casi perdí a mi hijito por una mordedura
de culebra. Estaba en la isla de Wright., con su niñera y pisó
una culebra que
lo mordió en una pierna. Durante todo el día peligró su
vida ¡y usted se atreve
a decir que las culebras no son peligrosas!"
Me disculpé por mi proceder. El estaba en lo cierto y yo en cambio era
el
equivocado. Mas no podía explicarle por qué no podría matar
culebras o cualquier
otro ser.
Retornemos ahora al buscador de culebras que sin darse cuenta, molestó
a la que
halló y que la ve cuando está por desaparecer entre la maleza.
Estaba esperando
hasta ahora para saber qué hacer en ese caso. Tendrá que dejar
que se vaya,
conformarse con el pensamiento de que ha descubierto su guarida y que la volverá
a encontrar otro día, especialmente si cuando la atemorizó estaba
en su lecho
favorito, donde acostumbra yacer asoleándose en ciertas horas del día
hasta que
el adelanto de la estación lo tome demasiado cálido o inadecuado
por cualquier
otro motivo y cambie su solario por otro. Mas si no le agrada perder de vista
la
culebra después de encontrarla, deberá recurrir a una sencilla
treta para
cazarla.
Mi plan, que no puede recomendarse a personas tímidas que en momentos
de
excitación pueden aturdirse o confundirse, consiste en asir rápidamente
por la
cola a la culebra que se aleja, método completamente seguro si se procede
con
serenidad, puesto que el ofidio, al alejarse, no se halla en posición
de atacar.
Confieso que me resulta un tanto repugnante conducirme tan indignamente con
una
culebra, tomándola de la cola y levantándola furiosa e impotente,
aunque al
final ese tratamiento puede ser ventajoso para ella. En Inglaterra hay un
naturalista que caza todas las culebras que encuentra y les pellizca la cola
antes de soltarlas, para enseñarles a tener cuidado. EI pobre reptil,
con su
banda en zig-zag en el lomo para advertir su peligrosidad, es, de todos los
seres, el que tiene menos amigos entre los hombres. Al levantar la culebra por
la cola, mi único objeto es poder observar su cara ventral que con frecuencia
es
la parte más hermosa del ofidio. Generalmente es de un color azul oscuro,
pero
varia; los ejemplares, más oscuros son de color azul negro o negro, en
tanto que
el rarísimo color celeste es demasiado bello para describirlo con palabras.
A
veces se encuentran culebras cuyas placas del estómago son del mismo
color del
suelo, amarillo pajizo oscuro o claro como la parte superior del cuerpo y el
color azul en manchas irregulares, puntos y líneas. En ciertos casos
estas
marcas se asemejan a caracteres de escritura y antiguamente se decía
que
formaban las palabras:
Si yo pudiera ver como oigo
Ningún hombre viviente me dominaría.
Es probable que esas marcas semejantes a letras que se notan en el vientre del
animalito, igual que las diminutas líneas negras con aspecto de escritura,
sobre
la pálida corteza de un árbol sagrado, sugirieran algo más
importante a los
sacerdotes de un culto antiguo y dieran a la culebra un carácter esencialmente
sacro.
Finalmente, relataré cómo me felicité una vez al cazar
rápidamente una culebra
cuando la vi e intentó escapar. Paseaba yo tranquilamente, con la esperanza
de
ver algo bueno, en un bosquecillo de una posesión privada de New Forest,
paraje
abundante en culebras y otros animalitos interesantes. Allí había
muchas
chotacabras, una voló casi a mis pies sobre las raíces de un roble
y mirando el
lugar de donde habla salido vi una gran culebra que, alarmada por mis pasos
o
por el repentino vuelo del pájaro, deslizábase velozmente en un
lecho de hojas
secas en dirección a su refugio que se hallaba en las raíces del
árbol Aunque se
trataba de algo raro, no era la primera vez que encontraba una chotacabras y una
culebra que dormitaban una junto a la otra. Era una hermosa culebra de color
pardo amarillento con una ancha faja en zig-zag de un negro intenso; como no
podía perder el tiempo, me apresuré a cazarla. Al sostenerla de
la cola sentí
gran sorpresa y alegría cuando noté que su cara ventral era de
un color o
"matiz" que nunca había visto hasta entonces -el hermoso azul
que ya cité-. No
existía solución de continuidad en el color; cada placa ventral,
desde el cuello
hasta la cola, era de un color azul turquesa exquisito y uniforme o,
considerando que los azules turquesa varían en intensidad y pureza, seria
más
exacto describir el color como semejante al del "no me olvides", pero
como era
esmaltado me recordaba el exquisito azul que se ve en algunas piezas
inapreciables de la vieja alfarería china. Me parece que si algún
famoso
anciano artista del gran período, uno de esos adoradores del color que
emplearon
la vida en el intento de captar y tornar permanentes los exquisitos tintes
pasajeros de la Naturaleza, hubiese visto el azul de esa culebra, lo habrían
dominado simultáneamente el arrobamiento y la desesperación. También
considero
que si la Naturaleza, que ha enturbiado todo al dar vida a ese ofidio, hubiese
invertido la posición de los colores colocando el pardo amarillento y
la faja
negra en zig-zag en el vientre, y; el azul en la cara dorsal, la visión
de este
animalito habría originado un mito en New Forest.
Por doquier se difundiría la nueva de que habla aparecido en ese lugar
un ser
angelical en forma de serpiente pero con su color celestial natural.
Después de tenerla en las manos durante largo rato la solté de
mala gana y vi
que se alejaba penetrando en la cavidad existente en las raíces del roble.
Allí
estaba su morada y ansiosamente. Creí verla muchas veces más.
Pero nunca lo
logré a pesar de frecuentar el lugar en los días siguientes, no
volví a ver la
culebra ni la chotacabras; no obstante, recuerdo el hallazgo de esta culebra
como una de las más agradables experiencias que tuve durante los años
que pasé
entre los animales silvestres.
III
MURCIELAGOS
El murciélago se consideraba antiguamente como un pájaro misterioso
y así se lo
describe en las antiguas historias naturales. Eran tan deliciosas aquellas
viejas historias naturales, y el sabio naturalista que examinaba un ejemplar
recién obtenido, a través de sus anteojos con armazón de
carey, anotando con
gravedad que aquél era el único pájaro revestido de piel
en vez de plumas! Como
dice Plinio, el murciélago es la única ave que da de mamar a sus
hijos, de la
misma manera que sostenemos que el ornitorrinco australiano es el único
mamífero
que pone huevos. El moderno ornitólogo no se ocupará de esta
especie de animal
que después de su expulsión de los dominios de los seres alados
tuvo la suerte
de no descender en la escala sino que ascendió hasta los mamíferos
y
cuadrúpedos, según los denominaban nuestros padres; al descubrirse
que estaba
anatómicamente relacionado con los lemúridos, se le ubicó
en nuestro sistema a
continuación de los monos con cara de zorro. Por eso se ha dado el caso
de que
cuando alguien escribe un libro sobre los mamíferos de esta isla donde
no
existen monos ni lemúridos -el hombre no puede incluirse en estas obras
a causa
de antiguos prejuicios- se ve obligado a asignar el primer lugar a un pariente
tan humilde.
Eso es realmente una desgracia porque resultaría más agradable
al lector común
comenzar con cualquier animal imponente como por ejemplo el lobo extinguido,
el
jabalí salvaje o mejor aun el toro blanco de Chillingham o el bramante
ciervo
con sus grandes astas. Este último es indudablemente un sobreviviente,
que al
encontrarlo en un paraje agreste donde se halla en libertad nos produce una
rara
alegría -un recuerdo heredado y la visión de una tierra prehistórica
y salvaje
en la cual somos más nativos que en esta Inglaterra tan artificial-.
La zoología
no lo interpretaría de esta manera puesto que no quiere ni puede considerar
al
hombre y su actitud mental hacia otras formas de vida no tiene en cuenta que
él
mismo es un animal de presa de varios pies de alto con ojos grandes aptos para
mirar grandes objetos y que mide y clasifica a todos los seres mediante una
regla y patrón instintivo, oponiendo mentalmente su potencia y ferocidad
contra
las de los demás-. Existe entonces una gran discrepancia entre las cosas
vistas
por el hombre natural y la manera como aparecen en nuestros sistemas
científicos, que colocan al pequeño y despreciable murciélago
como líder de la
serie de animales británicos -hasta al repulsivo murciélago de
raro tamaño que
surge de su nauseabunda guarida para continuar su tortuoso vuelo en la oscuridad
de la noche-. ¡Imaginad el efecto de la moderna redistribución
de los mamíferos
si ellos la supieran!. El toro blanco de Chillingham sacudiría la ceñuda
frente
y el ciervo agitaría despectivamente las astas frondosas; el lobo a pesar
de
hallarse extinguido, aullaría; la foca británica ladraría,
gruñiría el gato
montés y el tejón recurriría a sus más rotundas
expresiones de ira ante tal
insulto; el conejo y la liebre cambiarían miradas de asombro y aprensión;
el
erizo, disgustado, formaría una bola; el topo retrocedería en
su carrera, el
zorro sonreiría sardónicamente y todos, volviéndose de
espaldas al despreciable
líder, marcharían en dirección opuesta.
Pues bien, el caso imaginario de estos animales ofendidos en su dignidad
representa el de la humanidad irritada ante el intolerable insulto incluido
en
la teoría de Darwin. Pero hemos permitido desarrollar tanto ese sentimiento
que
ya no implica una ofensa para el zoólogo decir nos que no sólo
tenemos
parentesco con el lémur de ojos opalescentes o de color topacio, que
son como
los ojos de los ángeles y poseen una misteriosa inteligencia cuando nos
miran
con rara simpatía, corno si supieran que después de miles de años
de meditación
hemos averiguado no sólo que este animal es pariente nuestro sino que
también lo
es el murciélago.
¡Contemplad este cuadro y este otro! Por ejemplo, en los ojos de estos
dos
animales observamos de inmediato que el murciélago es un espécimen
de extrema
degeneración; también que en el mundo animal es el ejemplo más
sorprendente de
degeneración en el cual al fin se ha detenido el proceso regresivo adquiriendo,
en lugar de su extinción, una nueva vida probablemente mucho más
larga.
Nos recuerda a la pulga, la lejana descendiente, según creemos, de una
mosca
dorada que alguna vez fue libre y gozó en la misma mesa con flores, iluminada
por el sol, que las mariposas de alas de brillantes colores, que las nobles
avispas y abejas.
Hay quienes dudan del árbol genealógico del murciélago
y suponen que es un
insectívoro emparentado con los topos, musarañas ~ otros animales
de especies
inferiores, pero las pruebas demuestran lo contrario. Podemos suponer que el
murciélago -el nuestro, puesto que no nos ocupamos de los frugívoros
de los
trópicos, un tanto diferentes- es el remoto descendiente del pequeño
degenerado
lémur, qué habitó en las ramas superiores de tos altos
árboles en la floresta
africana: que se tomó exclusivamente insectívoro y desarrolló
gran actividad al
capturar su alada presa, que en realidad era semejante al pequeño lémur,
el
golago, que al perseguir los insectos "parece volar en el aire", como
ha dicho
Sir H. Johnston. Se produjo finalmente un desarrollo ulterior, la metamorfosis
ovidiana, cuando las flojas membranas de las manos, brazos y costados se
transformaron en alas.
A pesar de ser semejante a un pájaro en su facultad de volar, el murciélago
continuó siendo un mamífero y se parecía más bien
a un avión mal construido; en
el mejor de los casos era un progreso en el paracaídas. Tratábase
entonces de un
arriesgado experimento de la naturaleza, puesto que lanzar un mamífero
al aire
es hacerlo competir con los pájaros y arrojarlo en el camino de sus rapaces
enemigos nativos de ese elemento e infinitamente superiores a él en su
capacidad
de volar. Observemos que la naturaleza acepta ligeramente riesgos de esta clase;
su afanoso cerebro produce miles, millones de invenciones y si de cada mil
le
fracasan novecientas noventa y nueve las hace a un lado y continúa animosamente
en su eterna tarea. ¡Qué entretenida es la naturaleza! Podemos
imaginarnos una
inteligencia principal o elevada, digamos un visitante de Aldebarán,
que al
observar todo esto dijera:
"¡Querida, qué tonta eres en desperdiciar tanta energía
tratando de realizar lo
imposible!"
Herida en su aire de superioridad la aguda respuesta sería:
"Ahora que decís eso recuerdo a un visitante de... no sé
exactamente de dónde-
de alguna parte de la Vía Láctea-, justamente cuando experimentaba
mi idea
acerca de la serpiente. Crear un vertebrado sin órganos de propulsión,
pero
capaz de moverse libremente... ¡ja, ja, ja, qué divertido! Me hubiera
gustado
que volviese para mostrarle una serpiente de árbol con un cuerpo cilíndrico
de
dos yardas de largo y de un diámetro no mayor que el dedo medio de la
mano del
hombre, verde como una hoja y lisa como el marfil, que se movía en un
árbol tan
ágilmente como un gato o un mono. También mi serpiente marina
azul que se
deslizaba en el agua como un pez; y mis serpientes terrestres de infinidad de
tipos reptando rápidamente en la tierra con una gracia superior a la
de los
animales dotados de órganos de propulsión".
Mas no dijo una palabra del pez volador que no tuvo gran éxito. El visitante
repuso:
"Bien, yo aconsejarla al visitante que vino de la Vía Láctea
que se mantuviera
fuera de vuestro camino. Indudablemente habéis actuado sagazmente pero
en
realidad el problema de la serpiente no era muy difícil. Pensasteis en
la
costilla y en la escama y eso fue todo".
La naturaleza respondióle:
"Sí, fue muy simple, cuando quise hacer que los reptiles volaran
pensé en esto,
en aquello y lo de más allá y eso fue todo".
Él dijo:
"Sí, sí, estimada señora, eso fue muy ingenioso, no
hay duda; sólo que vuestro
lagarto volador no se hallaba preparado para continuar así eternamente
-por lo
menos, como un lagarto-, y desearía que me explicaseis: cuando vuestro
animalito
esté en el aire, ¿cómo haréis para que permanezca
allí?"
Su rápida respuesta fue:
"Meditando", porque estaba disgustada ante la actitud altanera del
natural de
Aldebarán. Estimulada por esto, sólo con profundo pesar pudo lograr
su objetivo
-podríamos decir por medio de un engaño sutil-. El problema del
pájaro era muy
diferente, sus experimentos con los lagartos voladores se lo habían sugerido
y
podía convertir ese nuevo ser en un habitante del espacio, dándole
su forma
aguda peculiar, cubriéndolo de plumas para volar -duras como el acero,
livianas
como telas de araña, sin sangre y sin nervios-. Simultáneamente
con la forma, el
vuelo y la vida en el aire, un desarrollo tal de la potencia visual que
comparado con el de los mamíferos y reptiles es una facultad sobrenatural.
Su sutileza en el caso del murciélago consistió en invertir el
método seguido al
formar el pájaro; suspenderlo cabeza abajo en vez de hacerlo de los dedos de las
patas y de estar posado con la cabeza hacia arriba para mantenerla fría; asignar
poca o ninguna importancia a la visión y en lugar de alas emplumadas,
livianas,
duras y sin nervios, hacer que el aparato volador fuese lo más sensible
que
existe con excepción de las antenas de los insectos; un lecho y un campo
de
nervios colocados con la suficiente proximidad como para dar a la membrana el
aspecto de suave y fina seda. Lo que podríamos llamar su cerebro en realidad
se
halla esparcido en las alas, que poseen una sensibilidad tan exquisitamente
delicada que comparadas con ellas las yemas de nuestros dedos no tienen más
sensibilidad que la de la gruesa y recia piel de un pesado paquidermo.
Capturé cientos de murciélagos en mis tiempos y nunca tuve uno
en la mano sin
que me hayan sorprendido sus estremecimientos y los temblores que los recorrían
en oleadas; me parecía que el suave contacto de la yema del dedo con
su ala era
para el murciélago como sería para el cuerpo desnudo de un hombre
el golpe dado
con un rallador de pan o de queso.
Ahora bien, cualquiera, aun el inteligente forastero de Aldebarán, pensaría
que
un ser así creado no podría conservar su existencia en el tosco
mundo; una
súbita tormenta de lluvia o un granizo lo hubieran destruido en el aire
y su
persecución de los insectos entre el follaje lo expondría a cada
minuto a graves
accidentes. Pero no sucedió eso. Esa exquisita supersensibilidad, el
sentido o
sentidos extra, puesto que ignoramos cuántos son, no sólo lo mantienen
en el
aire capacitado para continuar a lucha por la vida en la floresta, el distrito,
la región o continente donde nació sino que lo llevaron a distancias
mayores,
como invasor y colonizador a otras tierras, otros continentes del globo, incluso
las distantes islas solitarias sin comunicación con el resto de la tierra
antes
de que se desarrollara la vida mamífera, y no había vida más
elevada que la de
los pájaros hasta que el murciélago llegó volando con sus
alas sobre el infinito
océano para ser seguido por su noble pariente en una canoa, un millón
de años
después.
De esta manera vemos que el murciélago es un ser verdaderamente maravilloso,
uno
de los triunfos y obras maestras de la naturaleza y por eso ha recibido gran
atención de los zoólogos. No obstante, después de revisar
una gran cantidad de
literatura acerca del tema, persiste la antigua idea de que sabemos muy poco
acerca del murciélago, es decir, poco en comparación con todo
lo que habría que
saber. Estas escasas observaciones mostrarán cuán poco pueden
agregar mis
propias investigaciones a la historia de su vida.
Cierta tarde, paseando a orillas del Test, cerca de Longparish, ví una
cantidad
de nóctulos, nuestros grandes murciélagos, reunidos en un paraje
donde en el
borde de una húmeda pradera crecían altos árboles, oímos
y hayas. Los
murciélagos revoloteaban frente a los árboles haciendo un festín
con las
mariposas nocturnas y otros insectos que abundaban allí. Me asombró
que estos
grandes murciélagos se alimentasen solos, sabiendo que el murciélago
pequeño es
la especie que más abunda en esa localidad. Después que permanecí
unos minutos
en observación, apareció un murciélago común y de
inmediato comenzó a volar de
un lado a otro, entre los grandes; muy pronto fue notado y atacado por uno
grande, empezando entonces la cacería más violenta; el pequeño
huía
desesperadamente, subía, bajaba hasta la hierba y se perdía entre
los árboles
para reaparecer en seguida con su enconado perseguidor tan a su zaga que a veces
parecían uno solo. Por último se alejaron, perdiéndose
de vista a lo lejos.
Seguí mirando en esa dirección y observé que el grande
regresaba siete u ocho
minutos después para continuar su revoloteo como los demás. Si
hubiese podido
seguirlos y no perderlos de vista habría presenciado probablemente una
pequeña
tragedia; sugería ese final el terror de uno y la furia del otro. Con
los agudos
dientes clavados en el cuello de su víctima, el nóctulo hubiera
acompañado su
cena de mariposas nocturnas y escarabajos con un trago de sangre caliente,
dejando después que el cuerpo muerto cayera a tierra antes de regresar
junto a
sus compañeros. Esto es una suposición, porque sabemos que los
murciélagos
tienen tendencias carnívoras y que en algunas especies los grandes matan
a los
pequeños y hasta a sus hijos. Probablemente tienen algo de vampiros.
La hembra
es una madre muy cariñosa que dirige a sus hijos cuando vuelan, los envuelve
en
sus sedosas alas como en un chal cuando reposan, dándoles de mamar como
lo
harían los mamíferos superiores. No nos sorprendería saber
que el peor enemigo
de los pequeños, el que más teme ella, es su consorte.
Se ha discutido durante mucho tiempo si los murciélagos emigran o no
y Millais,
nuestra máxima autoridad y una de las mejores, respondió afirmativamente.
Pero
la migración que describe no es sino un traslado de localidad, un retiro
de sus
guaridas de verano a un lugar adecuado para invernar a pocas millas de
distancia. Otros animales que invernan, como las serpientes por ejemplo, tienen
el mismo hábito y aunque se ven obligadas a trasladarse sobre el vientre,
año
tras año vuelven a sus habituales parajes de reposo. El traslado periódico
de
los murciélagos, semejante a la migración de los pájaros,
fue un problema que
ocupó anteriormente mi mente juvenil en un país donde no había
murciélagos. Era
en las vastas llanuras pampeanas, cubiertas de pasto, prácticamente sin
árboles,
donde no existían troncos huecos, cuevas ni agujeros en los que pudieran
guarecerse los murciélagos ni tampoco ruinas o edificios de ladrillo
y piedras
que constituyesen las cavernas naturales. Las viviendas eran en su mayoría
de
adobe y paja, y los únicos árboles eran los plantados por el hombre,
que no
alcanzaban gran desarrollo ni perduraban mucho. Violentas ráfagas de
viento
azotaban aquella tierra que carecía de protección como el mar.
No obstante, los
murciélagos aparecían puntualmente en primavera junto con los
pájaros que
migraban tardíamente y se los veía hasta abril, cuando desaparecían,
después
durante seis meses no se veía ni uno. Era evidente pues que migraban
y, como los
pájaros, podían viajar cientos de millas para dispersarse en
una vasta
superficie. En realidad eran emigrantes e invernadores puesto que no podemos
menos que suponer que abandonaban las pampas sólo para hallar parajes
distantes
donde pasaban con seguridad el período de inactividad.
A unas doscientas millas al sur de la ciudad de Buenos Aires, la llanura
pampeana está interrumpida por una cadena de colinas pedregosas o sierras,
que
se erigen sobre la planicie como escarpadas barrancas que enfrentan el mar.
Cuando visité por primera vez ese lugar, viajé acompañado
de ocho o nueve
gauchos y cierta tarde, al aproximarnos a nuestro destino, acampamos más
o menos
a una legua del pie de las colinas y encendimos una gran hoguera. Cuando el
fuego adquirió grandes proporciones, un estentóreo grito de "murciélagos"
proferido por uno de los hombres nos impulsó a mirar hacia lo alto y
vimos una
multitud de seres alados que atraídos por el resplandor volaban aturdidamente
como una nube de vencejos dementes. Poco después desaparecieron y no
los vimos
más. Noté que abundaban mucho en aquellos parajes y que probablemente
allí no
eran migratorios.
Lo más interesante de los murciélagos son sus órganos sensoriales,
en los que no
sólo se diferencian de los demás mamíferos sino también
de todos los
vertebrados, y si en alguno se asemejan a otros seres vivientes, es a los
insectos. En lo que se refiere a los sentidos de los insectos, desconocemos
bastante el tema. Podrían tener siete o diecisiete sentidos, puesto que
los
insectos parecen ser afectados por vibraciones que no percibimos. Se ha dicho
que vivimos en el seno de un cúmulo de vibraciones, igual que todos los
seres
vivientes; pero en nuestro caso son pocas las partes que las perciben; lo mismo
sucede con los demás vertebrados, con la única excepción
del murciélago, que
continúa siendo un misterio desconcertante. Por ejemplo, ¿cuáles
son las
funciones de las bandas transversales en las alas formadas por diminutas
glándulas; del enorme tamaño de las orejas en cierta especie de
murciélagos; del
conducto auditivo y del curioso desarrollo del tragus; de la rara forma de
hoja
de la nariz del murciélago de herradura? Creemos que son órganos
sensoriales,
pero lo que sabemos por completo o a medias es historia antigua; data del siglo
dieciocho, cuando Spallanzani, observando que los murciélagos actuaban
con
independencia de la vista cuando eran enceguecidos y continuaban volando en
túneles en espiral y otros recintos cerrados, suponía que estaban
dotados de un
sexto sentido. Cuvier sostenía, con respecto a estos experimentos, que
la
proximidad de los sólidos se percibe por la manera en que el aire, influido
por
las pulsaciones, reacciona en la superficie de las alas. El sexto sentido sería
un refinamiento o ampliación del sentido del tacto -una excesiva sensibilidad
de
la membrana-. Nos consta que los ciegos poseen a veces una supersensibilidad
semejante en el cutis. Conocí a un ciego que estaba acostumbrado a pasar
varias
horas diarias recorriendo el parque de Kensington, dando pequeños paseos
entre
los árboles, en cualquier dirección y sin tropezar con ellos;
al verlo moverse
con tanta soltura, nadie imaginaría que se trataba de un no vidente.
Las experiencias que realicé con murciélagos en Sudamérica
no fueron
concluyentes. Acostumbraba reunir doce o veinte cada vez; los hallaba durmiendo
de día en los árboles, en parajes sombríos, y después
de cubrirles los ojos con
cinta adhesiva los soltaba en una gran habitación donde había
cuerdas y objetos
de diversos tamaños suspendidos de las vigas. Los murciélagos
volaban sin tocar
las paredes, eludiendo hábilmente los numerosos obstáculos; pronto
noté que al
volar recurrían al garfio que poseen en las alas para eliminar la cinta
y abrir
los párpados; cuando alguno de ellos tropezaba con un obstáculo,
observé que
tenía los párpados cerrados.
Se nota de inmediato que este experimento es inútil. La irritación
producida por
la cinta y los esfuerzos realizados por el animal para eliminarla mientras vuela
entorpecen los sentidos extra, que pierden así su eficiencia.
En una callejuela inglesa descubrí por casualidad, una tarde de verano,
lo que
puede hacer el murciélago. Estaba en una de esas profundas sendas de
Hampshire
que se hallan entre Selborne y Prior's Dean, por donde caminaba antes de la
puesta del sol, cuando aparecieron dos murciélagos que recorrían
volando el
sendero en busca de moscas. Cada vez que se acercaban a mí, volaban en
círculo,
efectuando un movimiento amenazante como si pensasen atacarme. Mis gorras y
sombreros a rayas pardas y grises o de colores abigarrados, con frecuencia me
causaron inconvenientes con los pájaros, como lo referí en un
capítulo de Los
pájaros y el hombre, y probablemente en esta oportunidad era el color
de mi
gorra lo que provocaba la animosidad de aquellos murciélagos. Varias
veces
blandí el bastón sobre la cabeza al ver que se acercaban, pero
sin
atemorizarlos, porque los animales se precipitaban y pasaban rozando mi gorra
con la misma audacia que antes. Mi bastón era endeble y plegadizo, no
lo
utilizaba para apoyarme sino meramente para llevar algo en la mano; era una
delgada caña como la que llevan los soldados cuando están de licencia.
Sosteniéndolo en alto lo hice girar tan rápidamente que ya no
parecía un bastón
sino una columna de humo en forma de huso que se desplazaba conmigo mientras
caminaba.
"iAhora verás, bribonzuelo!, dije, riéndome interiormente
cuando se acercó uno
de los murciélagos. Haciendo el habitual círculo, precipitóse
junto al
obstáculo, realizó su demostración sobre mi gorra y se
retiró por el otro lado.
Apenas pude creer en lo que vi y pensé que el animalito había
escapado al golpe
por casualidad y que de repetir la tentativa moriría con toda seguridad.
No
quería matarlo, pero aquello era demasiado interesante para quedar con
la duda y
por eso proseguí remolineando el bastón en alto. Instantes después
llegó el
segundo murciélago que, a semejanza del primero, se arrojó sobre
mí gorra sin
tocar el bastón, entrando y saliendo del remolino con gran habilidad
y
seguridad. Repitieron varias veces su hazaña sin ser rozados por el bastón
y
después de observarlos unas quince veces, todavía casi no pude
creer que no
escapasen por obra exclusiva de la casualidad.
Recordé aquí Ya más maravillosa demostración de
vuelo que tuve oportunidad de
presenciar en los pájaros, y que no es rara en ellos. Yo permanecía
inmóvil con
frecuencia entre los árboles de una plantación o de un bosque
donde abundaban
colibríes. En cierta oportunidad un colibrí se arrojó hacia
mí, invisible por la
gran velocidad de su vuelo, para tornarse visible -materializarse, podríamos
decir- sólo cuando se detuvo súbitamente a pocas pulgadas de mi
rostro quedando
inmóvil, suspendido como una mosca revoloteadora con alas brumosas que
produjeran un intenso zumbido; permaneciendo suspendido en el aire, volvió
el
cuerpo a la derecha y luego a la izquierda, y por último giró
completamente para
exhibir su belleza -sus brillantes plumas en forma de escamas que mostraban
una
coloración tornasolada-. Pocos segundos después, ya satisfecha
su curiosidad, se
alejó divisándose como una línea oscura apenas visible
y desapareció entre las
intrincadas ramas de un árbol, tal vez de una acacia negra erizada de
espinas
agudas como agujas.
El colibrí puede realizar esa hazaña cien veces por día
impunemente recurriendo
a agudeza visual y a la exquisita perfección de su ingenioso cerebro.
Pero creo
que si hubiera tratado de imitar al murciélago habría perdido
la vida.
En la vida silvestre es una norma no intentar aquello que no sea seguro; lo
que
los animales hacen lo es, aunque a nosotros pueda parecernos peligroso o
imposible. De todos modos diré que esos murciélagos de Selborne
me enseñaron más
que los libros, haciéndome ver y comprender la perfección del
sentido extra.
Acerca de este mismo sentido escribieron Spallanzani y Cuvier y no podemos menos
que pensar que el murciélago tiene algo más que eso. La disposición
especial de
las glándulas y nervios en las alas, el enorme tamaño de las orejas
en el
murciélago orejudo, la oreja en forma de hoja, la nariz en la misma forma
y
otras excrecencias en la cara que proporcionan a algunas especies una figura
más
grotesca que las 'imaginadas por cualquier escultor medieval, son indudablemente
órganos sensoriales y el problema consiste en saber si todos éstos son apéndices
del sentido que conocemos -una ampliación y refinamiento del tacto-. Yo creo que
son más que eso y algunos detalles nos inducen a creer que el murciélago
recibe
sus conocimientos por varios conductos cl conocimiento de las cosas lejanas
y de
las próximas-. Una observación de Millais conduce a esta deducción. Él contempló
una bandada de murciélagos nóctulos que se refugiaban de día
en un árbol hueco;
al salir por la tarde volaban en la misma dirección, pero la línea
de vuelo no
era siempre la misma sino que variaba diariamente; siguiéndolos hasta
donde se
alimentaban, descubrió que los insectos abundaban más en aquel
paraje esa tarde.
Dedujo entonces que al salir del árbol hueco cada murciélago,
volando en línea
recta, sabía adónde dirigirse: al sur, al este, al oeste o al
norte, a cierto
paraje a una o dos millas de distancia. Así pues, el murciélago,
a semejanza del
cuervo, "se muestra astuto con respecto a su presa que está a lo lejos" pero aún
no pudimos descubrir cuál es el elemento de que lo ha dotado la naturaleza
en
lugar de sus ojos pequeños y poco potentes para proporcionarle tal astucia.
IV
LA BELLEZA DEL ZORRO
Solamente por una afortunada casualidad, mediante un raro conjunto de
circunstancias, podemos ver en su mejor aspecto a cualquier animal salvaje.
Por
animal entendemos aquí al vertebrado cubierto de pelos que amamanta su
cría y
anda en cuatro patas.
Sería difícil hallar en cualquier grupo de hombres conocedores
de nuestra fauna,
dos personas que concordasen respecto a cuál es el más hermoso
o más bello de
nuestros mamíferos nativos.
Indudablemente el ciervo, diría uno; otro se aventuraría a nombrar
la rata de
campo, el lirón, o la rata de agua, el pequeño castor en miniatura
que con su
pelaje color de foca permanece erecto a orillas del arroyuelo, atareado en roer
el pálido tallo pulido de un junco que ha cortado de raíz y que
mantiene
apretado contra el pecho con sus pequeñas manos. Quien lo haya visto
de esa
manera en la parda orilla iluminada por el sol con un fondo de follaje y flores,
reflejado en el agua clara, podría ser perdonado por elogiar su belleza
y
concederle la palma. Otro seria campeón de la ardilla, el hermoso y apasionado
animalito, el más semejante a un pájaro entre los mamíferos;
algún veterano
deportista de cabello blanco tal vez se referirla encomiablemente al gato montés
cuando está enfurecido. También habría quien hablase en
favor de la nutria, de
la comadreja, dé la liebre, del ratón silvestre, del toro blanco
de Chillingham
y de la cabra salvaje de las montañas galesas. Estos últimos serían
descalificados sin duda después de cierta discusión, colocándose
en su lugar el
corzo y la corza; pero nadie votaría por el lobo y el jabalí salvaje,
este
último muerto por un cazador real hace más o menos unos quinientos
años. Nadie
nombraría a la marta sin saber si, como el lobo y el jabalí, "forman
parte del
terrible pasado". Alguien, sin embargo, abogaría por el tejón
-el que tuviese
una vista más aguda o fuera más paciente que los demás,
o tal vez más
afortunado-, y todos se divertirían al oírlo.
El tosco tejón pardo, nuestro pequeño oso británico, tal
vez seria mejor
descrito como un animal temible o sublime que como una hermosa bestia. De todas
maneras, hace poco tuve un ejemplo singular del efecto aterrador producido por
el tejón, que me relató un vigilante rural de West Cornwall, un
gigante de seis
pies y seis pulgadas de alto, poderoso luchador, sobrio y religioso. que era
el
terror de todos los malhechores de la región. Su jurisdicción
llegaba por una
parte hasta el límite de un vasto páramo llano. Una noche muy
oscura del
invierno pasado se hallaba en ese paraje tan desolado cuando escuchó
el distante
qalope de un caballo. Las intensas lluvias hablan anegado el terreno v ovó
chapotear los cascos en el agua a medida que se acercaba el animal. "¿Quién
andará a caballo en esta oscura noche invernal?", preguntóse.
Siguió escuchando
v esperando mientras el ruido se intensificaba para ver la silueta de un jinete
que emergiese de la bruma, pero fue en vano. De pronto se le ocurrió
que no se
trataba de un jinete sino de un espíritu habituado a cabalgar a aquellas
horas
en ese paraje. El cabello se le erizó como los pelos en el lomo de un
cerdo.
"Casi se me levantó el sombrero", confesó y hubiera
huido si no fuera porque sus
piernas temblorosas se negaron a moverse. Cuando estaba a punto de caer
desmayado de terror divisó la causa del ruido: era un viejo tejón
que trotaba en
el páramo inundado chapoteando vigorosamente y produciendo un ruido
tan intenso
como el resonar de los cascos de un caballo. El tejón estaba a siete
u ocho
yardas de distancia cuando el hombre lo vio, el animal contempló a un
ser
temible que permanecía inmóvil ante él; se miraron mutuamente
durante unos
instantes y después el tejón se volvió y desapareció
en la oscuridad.
Volviendo al tema, fue la vista de un zorro la que me hizo especular sobre el
asunto. He visto una gran cantidad de zorros, pero ninguno como el que es motivo
de este relato. No obstante, era un ejemplar común, no diferente de
cualquier
otro zorro grande, con su fino pelaje y una gruesa cola. Lo vi en Savernake
Forest. Yo salía de un bosque de hayas cuando vi a unas setenta u ochenta
yardas
de distancia un grupo de conejos sentados junto a la entrada de su madriguera,
mirando alarmados en cierta dirección, no hacia mí sino a una
mancha de helechos
rojos secos, algunas de cuyas ramas aún estaban erguidas aunque nos hallábamos a
fines de marzo. A ratos algunos conejos apoyaban en el suelo las patas
delanteras y comenzaban a roer la hierba, pero luego se paraban y miraban de
nuevo en la misma dirección. Lentamente me acerqué al lugar y
entonces vi un
zorro grande que se levantaba, alejándose de mala gana. El helecho rojo
en el
cual estaba echado lo había hecho invisible para mí hasta ese
momento, pero los
conejos no lo perdían de vista. Se fue trotando tranquilamente hasta
unas
cuarenta yardas de distancia, entonces se detuvo y dándose vuelta me
miró
durante unos instantes. Parado sobre la alfombra de verde hierba primaveral,
iluminado de lleno por los rayos matinales del sol, el color rojo de su pelaje
adquiría una intensidad y brillantez que nunca habla visto. Las líneas
de su
cuerpo no eran menos destacadas que su color. La cara aguda y sutil, las largas
orejas puntiagudas en forma de hoja, negras por fuera y blancas por dentro,
la
graciosa y poblada cola, le daban el aspecto de un perro idealizado y
hermoseado; y comparado con el perro pardo o rojo, era lo que el más
refinado
tipo humano -un modelo de Fidias o de Praxiteles- es en relación a un
campesino
de Connemara o a un esquimal.
V
UN SENTIMENTAL RESPECTO A LOS ZORROS
En estos tiempos era inevitable que entre las muchas voces que sugerían
diversas medidas drásticas para nuestra salvación predominaran
las del señor
Brown y las de Smith, ambos avicultores, que reclamaban la extinción
de los
zorros, medida que afirmaban produciría un considerable aumento del
abastecimiento de alimentos del país en forma de huevos y pollos. Los
fruticultores también nos recuerdan de la misma manera, en cada primavera,
que
sería de gran utilidad para el país que se concediera asueto uno
o dos días por
semana a los niños de la aldea, en marzo y abril, enviándolos
a cazar y destruir
avispas reinas por las que se pagaría un bollito a expensas públicas
Pero
ignoran que la avispa que se alimenta de fruta madura es también, seis
meses por
año, una voraz destructora de orugas y moscas dañinas para la
vida de las
plantas. También el zorro es útil para el granjero, puesto que
se alimenta
especialmente de ratones, ratas y ratones campestres, pero también presta
una
utilidad mayor y más noble, porque es el único animal cuadrúpedo
que nos queda
para cazar en estas islas y sin tan glorioso deporte necesitaríamos caballos
para nuestra caballería y hombres adecuados que hiciesen de jinetes para
enfrentar a los hunos que quisieran destruirnos.
Dejando de lado todas estas consideraciones que provocarían la risa de
los
humanitarios, el zorro es un ser que no podemos dejar de estimar. Como el
perro, el servidor y amigo del hombre, muy inteligente, y con respecto al
honesto perro es como el gitano pintoresco y rapaz comparado con el miembro
respetable de la comunidad. Es un pícaro, si se quiere, pero es un hermoso
bribón pelirrojo con una cara aguda y astuta y una gruesa cola, con quien
resulta agradable encontrarse en cualquier paraje cubierto por la vegetación.
Este sentimiento de admiración y amistad hacia el zorro es a veces un
cargo de
conciencia aun para el cazador más endurecido. "¡Por Dios,
merecería escapar" es
una exclamación no poco común en el campo, o "preferiría haberla dejado libre!",
o "¡Verdaderamente era poco decente matarlo!"
Relataré aquí la vieja y olvidada historia de un zorro, un incidente
de caza de
hace ochenta años y cómo se narró por primera vez. Cuando
J. Britton, hijo de un
labrador de una pequeña aldea agrícola de Wiltshire y que más tarde fue autor de
voluminosas obras acerca de las bellezas de Inglaterra y Gales llegó
a Londres
para ganarse precariamente la vida como lavacopas, cadete de una oficina
periodística y en varias otras ocupaciones, desde el principio tuvo la
ambición
de leer su nombre en letras de molde y eventualmente, dada su insistencia, un
amable jefe de redacción le permitió escribir un suelto relatando
algún pequeño
incidente de su infancia. Escribió entonces la historia del zorro, un
incidente
de caza en la aldea que habla afectado profundamente su mente infantil. El
zorro, perseguido tenazmente, huyendo para conservar la vida, penetró
en la
aldea refugiándose en casa del labrador. Entrando por la puerta de la
cocina,
pasó a una habitación interior y saltando a la cuna donde dormía
un niño,
ocultóse bajo la colcha. La madre del pequeño habla salido momentáneamente;
al
ver la conmoción en la calle llena de perros y de jinetes, regresó
apresuradamente y corriendo hacia la cuna levantó la manta, viendo entonces
que
el zorro estaba cómodamente enroscado al lado del niño, simulando
estar
profundamente dormido como éste. Ella levantó a la criatura y
comenzó a gritar y
golpear al animal hasta que el zorro saltó de la cuna y huyó
de allí para
encontrarse con la multitud en el umbral; donde rápidamente lo acosaron
dándole
muerte.
El jefe de redacción quedó tan satisfecho de la anécdota
que no sólo la publicó
sino que animó al campesino a que escribiese otros artículos y
así él inició su
carrera de escritor.
Aun como sentimental, yo no diría que el zorro se refugió en la
cuna junto al
niño dormido, simulando dormir él también para afectar
los sentimientos
maternales de la dueña de casa salvando su vida de esa manera, pero puedo
asegurar que ninguno de los cazadores, ni aun los aldeanos, pensaron que la
matanza de ese zorro era correcta ni decente.
Este episodio me recuerda otro ocurrido en Sudamérica, que me refirió
un amigo
angloargentino una tarde en que conversábamos en Buenos Aires, comparando
apuntes acerca de la vida de los pájaros y de otros animales. El zorro
de ese
país no es pelirrojo como su primo inglés. Su abundante pelaje
es blanco
plateado y negro, en partes casi iguales, de lo que resulta un color gris
acerado con matices leonados en la cara, patas y partes inferiores. Aunque no
es
tan hermoso como nuestro zorro colorado, es un animal de bella presencia, con la
nariz tan aguda y la cola tan poblada como la de aquél y que no se diferencia de
él mentalmente. En ese país no se lo protege ni se lo caza, pero
como es muy
dañino para las aves, es muy perseguido.
Mi amigo criaba ovejas en la frontera occidental; cierta noche de invierno,
estando solo en su rancho, sentado junto al fuego, pasaba las largas horas antes
de acostarse tocando la flauta. Dos o tres veces le pareció oír
que alguien se
apoyaba pesadamente contra la puerta desde afuera, pero estando muy entretenido
con la música, no prestó mayor atención. Poco más
tarde oyó claramente crujir la
madera; se levantó, dejó la flauta y tomó la escopeta;
dirigiéndose a la puerta
asió la manija y la abrió; de repente cayó a sus píes
un gran zorro que estaba
escuchando la música, apoyado en las patas traseras, con las: manos en
la puerta
y la oreja junto al ojo de la cerradura. Asustado y aturdido por la luz, el
zorro alejóse precipitadamente, pero antes de recorrer veinte yardas
se detuvo y
miró hacia atrás en el mismo momento en que mi amigo, sin reflexionar,
le
apuntaba con el arma y momentos después maese zorro o Roberto, como lo
llamamos
a veces, yacía en tierra desangrándose.
No me agradó el final del relato y por su mirada me pareció que
él estaba
disgustado por haber matado el animal y lamentaba habérmelo contado.
Referiré otro caso de un zorro, esta vez en Inglaterra, que encontrándose
en
dificultades y en peligro, fue salvado dos veces porque hubo tiempo suficiente
para reflexionar. Me lo relató en Sidmouth un viejo pescador conocido
de los
pobladores del lugar como "Tío Sam", un sentimental como yo,
para quien los
pájaros y los animales vallan tanto como los seres humanos. En 1887 estaba
ocupado reuniendo materiales para una gran hoguera que se encendería
en la cima
de la colina Barrow, situada en la costa oeste de la ciudad, en conmemoración
del primer jubileo de la reina Victoria y cierto día, al volver del trabajo,
encontró un grupo de muchachos nerviosos, armados de largos palos que
acababan
de cortar en el bosque vecino.
El Tío Sam los detuvo y les dijo que sabia detrás de qué
andaban; llevaban las
ramas para batir los matorrales en busca de pájaros, pero él estaba
decidido a
impedir que lo hicieran. Ellos negaron que aquéllas fueran sus intenciones,
diciéndole que habían encontrado un zorro atrapado en una trampa
de acero, que
tenía una de las patas delanteras desgarrada y que como probablemente
pasaría
mucho tiempo hasta que el cuidador lo viese, lo matarían a palos para
que dejara
de sufrir. El Tío Sam les respondió que sería mejor salvarle
la vida,
pidiéndoles que lo guiaran al lugar donde se hallaba el animal. Así
lo hicieron
y encontraron allí un zorro grande y hermoso sujeto por una pata quebrada
arriba
de la rodilla. Estaba furioso, tenía las orejas echadas hacia atrás
y mostraba
los dientes, pareciendo dispuesto a defender su vida contra la turba. El Tío
Sam
dispuso que los muchachos se colocasen ante el animal torturado y que con las
ramas amenazasen golpearle la cabeza. Entre tanto logró introducir en
extremo de
un palo en el eje de la trampa y haciendo presión hacia abajo consiguió
que los
dientes soltaran su presa; un momento después el animal estaba libre
y huyó,
desapareciendo en el bosque.
Más o menos un año más tarde el Tío Sam oyó
hablar de aquel zorro; era un animal
de tres patas, la otra parecía haber sido amputada. Fue visto cerca
del lugar
donde estaba la trampa. Esto era en la vecindad de la parte más alta
del
acantilado y el animal se refugiaba entre las rocas, a unos cuarenta pies abajo
de la cima. Los que alguna vez paseaban por la arena debajo del acantilado
vieron el rastro de las pisadas de un zorro de tres patas. Sin duda había
cambiado de hábitos y se alimentaba en parte de pequeños cangrejos
y de
cualquier comestible que el mar arrojaba a la playa, también de ratas
de agua y
cervatillos que pasaban cerca del barranco. De todos modos, nunca lo encontraron
lejos del mar y no estaba en peligro de ser cazado por hallarse siempre cerca de
su guarida y en el escarpado acantilado.
Cierto día, un granjero que moraba en ese paraje había salido
llevando la
escopeta y al marchar rápidamente por el estrecho sendero en el bosque
de
alerces al lado del barranco, en busca de conejos, se encontró frente
al zorro
de tres patas. Detúvose al mismo tiempo que el animal, se llevó
la escopeta al
hombro y colocó el dedo en el gatillo, porque los zorros son muertos
en
Inglaterra por los granjeros cuando abundan demasiado y en nuestro caso se
trataba de un animal inútil para cazar, puesto que sólo tenía
tres patas. Pero
antes de oprimir el gatillo con el dedo, el hombre pensó que el zorro
no le
había causado ningún daño y se dijo: "¿Por
qué voy a matarlo? Lo dejaré vivir".
De esa manera volvió a escapar el zorro.
Se oyó hablar del animal de tres patas, de vez en cuando, hasta hace
unos cuatro
años. Si suponemos que el zorro tenía dos o tres años
cuando fue apresado en la
trampa y que vivió hasta hace unos cuatro o cinco años, debe haber
llegado a los
veintiséis. Su vida habría durado pues mucho más que la
de un perro doméstico y
según lo que sabemos podría continuar aún con vida o de
haber muerto sería por
accidente.
VI
LA ARDILLA DESCONTENTA
El otro día, caminando apresuradamente por la calle, pensando en negocios,
me
detuve de pronto al ver un cúmulo de libros viejos con las tapas rotas
en la
puerta de un local donde se vendías muebles usados. Yo no necesitaba
libros ni
disponía de tiempo; mi gesto fue completamente instintivo, como el del
viejo
caballo montado o manejado por un viajero que se reconforta con frecuencia
deteniéndose súbitamente al llegar a un despacho de bebidas a
la vera de camino.
Sobre el montón de libros se veía un pequeño librito o folleto con tapas azules,
titulado La ardilla descontenta, que atrajo mi atención. Lo tomé y al abrirlo vi
en la primera página un tosco grabado en madera que representaba una
ardilla
comiendo una nuez.
El cuadro me parecía conocido pero no supe qué hacer hasta que
leí las primeras
líneas impresas; de inmediato solté el folleto y seguí
apresuradamente mi camino
para recobrar el tiempo perdido.
¡Claro, se trataba de La ardilla descontenta, el simpático animalito!
Recordé de
pronto todo el cuento infantil, porque lo había leído y releído
cuando tenía
siete años, aunque desde entonces no lo había vuelto a encontrar
en los
centenares de cajones de libros viejos que revisé ni en las colecciones
de
libros infantiles de principios del siglo diecinueve. En cierta oportunidad
reuní una pequeña colección de esa literatura, como lo
han hecho y aún lo hacen
otros. A veces me llama la atención que algún editor emprendedor
no inicie una
Biblioteca Infantil sacando del olvido la mayoría de esas interesantes
pequeñas
publicaciones. Sin duda notaría que el mejor período es el de
1800 a 1840.
Érase cierta vez -así decía el relato según mis
recuerdos, lo repetí mientras
continuaba caminando- una ardilla rolliza y juguetona, como uno la imagina,
que
vivía en un bosque. Su árbol favorito era un gigantesco roble
viejo donde tenía
su hogar; cuando el estío tocaba a su fin comenzaba a entretenerse preparando
un
nido abrigado en una cavidad entre las raíces; recogía también
una cantidad de
castañas que abundaban entonces en el bosque. No lo hacía por
alguna razón
especial ni porque pensase utilizarlas, sino porque se trataba de una costumbre
tradicional de las ardillas.
Estando ocupada en estos menesteres, de pronto se apercibió de cierta
inquietud
y nerviosidad de los pájaros y al preguntar a sus alados vecinos cuál
era la
causa de aquélla, se sorprendieron de su ingenuidad respondiéndole
que se
trataba de la migración. ¿Qué era la migración?
¡Qué pregunta ridícula para
hacérsela a un pájaro! Sin embargo, accedieron a explicar a la
ignorante
preguntona que aquello significaba alejarse de la región para huir del
invierno.
Ya llegaba la triste estación de los árboles sin hojas y de los
días cortos y
oscuros; de la humedad, el viento y el intenso frío; cuando se hielan
los lagos
y arroyuelos quedando la tierra cubierta de una blanca y horrible capa de nieve.
¿Cómo escapaban de tan terribles cambios?
Emigraban a una tierra donde no había invierno, donde los árboles
permanecían
verdes durante todo el año, las flores siempre estaban abiertas y las
frutas y
las nueces maduraban constantemente.
"¡Qué hermosa tierra! ¡Qué pájaros tan
felices!", pensó la ardilla. "¿Y dónde es
ese maravilloso país?", preguntó.
"En esa dirección, respondieron los pájaros, señalando
hacia el sur, como si
fuese un lugar cercano. "Más allá de las colinas azules que
se ven en el
horizonte."
Aquellas noticias provocaron una gran excitación en la ardilla que pasó
el
tiempo persiguiendo a los pájaros amigos e interrogándolos.
"¿Cuándo comienza la migración?", preguntó.
Ellos rieron, contestándole que ya había empezado y que continuaba
en ese
momento. Ya hacía mucho que se habían marchado los vencejos lo
mismo que las
chotacabras y el cuclillo; los demás ya los imitaban.
¡El cuclillo, su vecino y gran amigo! ¡Por eso no lo veía
desde hacía varios
días!. Inicióse entonces una época desdichada para la ardilla;
día tras día, a
cada hora que pasaba aumentaba su descontento. Las hojas se tornaban amarillas,
las tardes más frías y las noches más largas la llenaron
de aprensión por la
transformación que se producía y por fin decidió que no
podía soportar aquello.
¿Por qué permanecería en aquella región de donde
todos sus vecinos y amigos
plumíferos se apresuraban a partir en busca de climas mejores?
Decidida a emigrar, partió al alba, viajando muchas millas en dirección
a las
colinas azules del sur que resultaron hallarse mucho más lejos de ¡0
que
pensara. Recién al finalizar la tarde llegó al pie de los cerros,
sintiéndose
más fatigada y con el más grande dolor de patas que experimentara
en su vida. No
obstante, estaba resuelta a no ceder y cruzar las colinas antes de oscurecer; de
esa manera tal vez divisaría desde la cumbre la hermosa tierra hacia
la cual se
dirigía. Siguió la ascensión, que le resultó más
penosa cada vez, hasta que
comenzó a desesperar de llegar a la cima. No lo logró; la altura
era excesiva y
se sentía agotada de hambre y debilidad después de una jornada
tan fatigosa.
Además, la ladera de la colina era cada vez más árida y
desolada, hasta que
llegó a un lugar pedregoso, sin árboles ni matorrales y desprovistos
de hierba;
allí no había alimento ni abrigo contra el frío y el intenso
viento.
No podía avanzar y la cima se hallaba todavía muy lejos. Encorvándose
en el
suelo de piedra, con la nariz entre las patas y la cola extendida sobre el lomo,
se dedicó a reflexionar en su situación;
¿Cómo no había reparado que no podía viajar como
un pájaro cuyas alas lo
transportaban por el aire, sobre colinas, ríos y grandes extensiones
de tierras
áridas? Cuando habla preguntado a los pájaros cuánto tiempo
emplearían para
llegar a la tierra donde brillaba constantemente el sol, más allá
de las colinas
azules, le contestaron descuidadamente como si no les preocupara: "No mucho, dos
o tres semanas, según las fuerzas de cada uno". ¡jamás
se le ocurrió que un
pájaro puede volar en media hora más de lo que puede viajar una
ardilla en todo
un día! Ahora, cuando ya era tarde, no podía avanzar y se había
alejado
demasiado de su hogar, recién recordaba y meditaba en todo eso. ¡pobre
ardillal
¡Qué desdichado fin de sus ensueños!
Mientras permanecía sentada, encorvada, estremeciéndose de frío
y pensando
amargamente, un milano que la espiaba descendió y sujetándola
entre sus garras
se la llevó. La debilidad le impedía hablar y las agudas garras
aumentaron la
presión; aunque hubiese podido liberarse habría caído en
el vacío desde una gran
altura, aplastándose contra la tierra.
Súbitamente el milano apresuró el vuelo tomando altura porque
aparecía otro que
quería darle caza para apoderarse de su presa.
El primero, cargado con su botín, no pudo escapar de su perseguidor y
pronto se
hallaron uno cerca del otro. El atacante comenzó a acometer furiosamente
Intentando clavarle las garras en el lomo, lanzando salvajes graznidos y
mofándose.
"¡ja, ja! No te salvarás por más que te apresures y
des vueltas. Suelta esa
ardilla si no quieres que te deslome. ¿Te acuerdas, bribón, que
una vez me
encontraste cuando llevaba a casa un patito que cacé en una granja y
me
obligaste a soltarlo? Recuerdas que entonces dijiste que yo llevaba una carga
y
que tú estabas libre, de manera que me aventajabas y que me arrancarías
tiras
del lomo si no dejaba caer mi presa ? ¡Bien, ladrón, pirata! ¿Quién
es el más
fuerte ahora?"
La lucha en el aire era terrible; los golpes, los gritos, las horribles
imprecaciones que se dirigían; al fin el milano se vio obligado a soltar
la
ardilla para defenderse con las garras y el pobre animalito cayó a tierra
como
una piedra.
Se hubiera aplastado, pero felizmente dio contra un montón de ramas y
follaje,
en la copa de un gran árbol. Esta circunstancia aminoró la violencia
de la caída
y se deslizó suavemente hacia las ramas inferiores, hasta que pudo asirse de una
y detenerse. Estaba golpeada, ensangrentada y medio muerta de miedo, pero logró
reponerse, notando con gran alivio y alegría que estaba en su hogar -¡había
caído en su árbol favorito, en el viejo roble!-. Cuando recuperó
un poco de
vitalidad descendió por el tronco y después de satisfacer el hambre
con dos o
tres castañas de su despensa, entró en su nido aún no terminado
donde se enroscó
y echándose la manta hasta las orejas murmuró somnolienta acerca de la increíble
locura de haber abandonado un refugio tan cómodo. En cuanto a la migración, "¡No
volveré a intentarla", musitó, quedándose dormida.
Me gustó mucho el relato cuando lo recordé, después de
haberlo olvidado durante
tantos años porque me di cuenta de que era una fábula muy interesante;
en
realidad se trataba de una verdadera historia, es decir, adecuada para los
niños. Las fábulas de animales que razonan y hablan no siempre
siguen esta
norma, que es el secreto del éxito de las de Esopo. Lo supiera o no el
autor, la
verdad es que la ardilla sufre a veces accesos de descontento con lo que la
rodea, que la obligan a buscar un lugar mejor donde vivir; y en tales
oportunidades viaja o trata de hacerlo en vastas zonas de tierras áridas
y poco
acogedoras. Por eso, cuando se plantan árboles en un paraje donde no
existen,
aparecen las ardillas en los alrededores, aun cuando sus guaridas
más cercanas se hallen a muchas millas de distancia. No se trata de una
manifestación ocasional de la tendencia errante del animalito, puesto
que
también siente impulsos migratorios en la misma época que los
pájaros. En
algunos países gran cantidad de ardillas sienten esa necesidad y emigran,
pereciendo muchas al tratar de cruzar ríos demasiado anchos o rápidos.
Aquella fábula me recordó la aventura de una ardilla que me había
referido poco
antes un viejo pescador de Wells-next-the-sea, en Norfolk. Wells está
situado en
las orillas de un pantano, a una milla y cuarto de distancia del mar, y posee
una bahía, y un río o estuario que en la pleamar es bastante profundo
para
permitir la llegada de buques pequeños a la ciudad. En las inmediaciones
de la
desembocadura del río hay una fila de altos postes que demarcan el canal.
Una
tarde, el pescador vio una ardilla acurrucada en la parte superior del poste
más
externo, a unos treinta pies sobre el agua. Seguramente había llegado
por el
pinar a los médanos de Holkham, en la parte norte del río; y deseosa
de
continuar su viaje hacia el sur o a No largo de la costa y por las vastas
salinas hacia Blakeney, habíase arrojado al río estando la marea
baja, y al ver
que la corriente era muy fuerte, evitó ser arrastrada hacia el mar encaramándose
en el último poste. La corriente iba ahora en sentido contrario, las
aguas
habían crecido de una a otra orilla; el pobre animalito acurrucado en
su
improvisado refugio se hallaba en medio de la remolineante corriente y no se
decidía a arriesgarse nuevamente para avanzar o regresar al bosque.
El pescador se dirigió a su casa para tomar el té. Al regresar
dos horas más
tarde, al ponerse el sol, vio que la ardilla permanecía en el mismo lugar.
En
ese momento llegaba un bote pesquero en el que venía solo un joven. El
viejo
pescador lo llamó y le señaló el animalito que estaba en
el poste.
"Está bien, ya lo veo", exclamó el joven. "Trataré
de sacarla."
Cuando la corriente acercó el bote a unas tres yardas del poste, el joven
se
inclinó hacia adelante y sacando un remo tocó el poste con la
pala; apenas lo
hizo, la ardilla bajó como una exhalación, saltó al remo,
de allí al bote, y
subió rápidamente hasta el tope del mástil.
El animalito no había interpretado las intenciones del joven, y su movimiento
rápido como un relámpago no parecía Impulsado por la razón
o el instinto sino
por la intuición, en la que uno cree a medias y que hace que un animal
súbitamente amenazado tome de pronto el camino que conduce a su salvación.
La embarcación fue rápidamente arrastrada por la marea hasta que
atracó al
muelle de Wells y apenas la quilla tocó el desembarcadero, la ardilla
descendió
rápidamente del mástil y corriendo hacia proa dio un gran salto,
dirigiéndose a
la ciudad. Unos niños que jugaban en el muelle gritaron al verla: "¡Una
ardilla!
¡Una ardilla!", corriéndola. Felizmente no había perros
en las inmediaciones y
como el animalito era más rápido que los niños conservó
la distancia
escabulléndose entre los carros de carbón, los caballos y los
hombres atareados
en la descarga; cruzando el camino de la costa entró en una de las callejuelas
que conducen a la parte alta del pueblo. El grupo de perseguidores aumentó
con
otros que también gritaban y la gente salió a ver qué ocurría.
La callejuela terminaba en la calle más alta, interrumpida por un largo
muro de
ladrillos de diez pies de altura y allí subió la ardilla velozmente,
como si
corriese en la tierra, desapareciendo en el huerto del otro lado de la pared.
Los jóvenes perseguidores detuviéronse ante el muro, que era como
un acantilado
frente al mar.
Después de aquella atrevida proeza la ardilla podía permanecer
a salvo en ese
refugio entre los árboles frutales y de sombra, puesto que el propietario,
que
llevaba una vida de ermitaño, se mostraba benévolo con los animales
y no
permitía que los perros, gatos, ni demonios en forma de niños
incursionasen en
su sagrada propiedad.
Mas eso no convenía a la ardilla; los ruidos y luces del pueblo, los
agudos
gritos de los niños que jugaban a la tarde, la banda de pífanos
y tambores de
los boy scouts le hubieran provocado una constante aprensión. Las ardillas
son
animalitos nerviosos. No hay duda de que aquella noche, mientras la población
permanecía dormida y en silencio, ésta escaló la tapia
y cruzando otros huertos
y jardines llegó al viejo cerco descuidado, siguiendo hasta el parque
de
Holkham, una vasta extensión verde con muchos viejos árboles,
donde
probablemente había nacido.
Una vez allí, nuevamente en su hogar, tal vez decidió como la
ardilla
descontenta de la fábula no volver a intentar emigrar en busca de tierras
mejores.
VII
LAS HISTORIAS DE PAJAROS DE MI VECINO
A veces cometemos errores y es evidente que me equivoqué respecto a mi
vecino,
el señor Redburn, cuando deduje que le era indiferente. Por aquel entonces
yo
estudiaba lo referente a los pájaros en una aldea de la costa oriental
y estando
ocupado en ello buscaba, en beneficio del tema que me preocupaba, la erudición
en aquellos con quienes conversaba al respecto. Si lo ignoraban, consideraba
que
podía prescindir de esas personas y el señor Redburn, gerente de banco jubilado,
viudo, que vivía solo frente a la casa donde yo residía, se hallaba naturalmente
dentro de esa categoría. Era un hombre amable, cordial con los forasteros,
con
quien resultaba agradable conversar, pero que desgraciadamente no sabía
nada de
pájaros.
Cierto día nos encontramos a una milla de la aldea; él venía
de pasear y yo
regresaba de una excursión; como pareció dispuesto a conversar,
nos sentamos en
el césped, a la vera del camino, y sacamos las pipas.
- "Usted siempre anda detrás de los pájaros", me dijo.
"¡Y yo sé tan poco de ellos!..."
Para demostrarme lo poco que sabia de sus hábitos y necesidades me refirió
la
historia de un tordo que tuvo en un tiempo enjaulado en la parte posterior de
su
casa, donde él se entretenía cultivando flores y verduras en
el huerto. El
pájaro había sido sacado del nido y criado en la jaula; por eso
no cantaba como
un tordo sino que creó un canto compuesto de imitaciones: cacareo de
gallinas,
silbidos de niños y otros ruidos de la aldea, incluso los de la herrería.
El cartero, que habitaba en las cercanías, utilizaba un silbato de doble
sonido
agudo que tocaba siempre cuando se aproximaba a su casa para que su esposa
saliese a la puerta. Aquel sonido era imitado a la perfección por el
tordo y la
pobre mujer se acercaba a menudo a la puerta, pero inútilmente y tuvo
que rogar
a su marido que buscase otro sonido para anunciar su llegada.
Observando que el pájaro siempre se mostraba contento y bullicioso, el
señor
Redburn se sentía intrigado. Se le proporcionaba diariamente agua limpia
y buena
alimentación: pan, leche y semilla de nabo triturada; pero parecía
no gustarle
el alimento y su plumaje tenía un aspecto seco, desaliñado y opaco.
Era el
perfecto contraste con el tordo silvestre que acostumbraba visitar el jardín.
Un día, más de un año después que el pájaro
estaba en su poder, hallándose el
dueño de casa sentado en el jardín, fumando observó la
llegada del tordo
silvestre que empezó a correr sobre el césped en busca de algo
para comer. Por
casualidad notó que el tordo enjaulado vigilaba a su congénere
en libertad éste
espiaba a una lombriz que incautamente sacaba la cabeza fuera del agujero;
corriendo, la apresó, comenzando a tirar hasta que la sacó, después
la mató y la
devoró con apetito. El tordo enjaulado lo contemplaba con creciente
excitación
que culminó cuando el gusano fue muerto y devorado.
"Me pregunto si él también necesita una lombriz", díjose
el señor Redburn y
levantándose, tomó una pala, sacando dos grandes lombrices que
colocó en la
jaula para realizar el experimento; el tordo entonces se abalanzó sobre
ellas,
las mató y devoró como si estuviese loco de hambre. Diariamente
buscaba
lombrices para su tordo y éste, al verlo empuñar la pala, saltaba
de contento
dentro de la jaula.
Este agregado a la dieta hizo que el plumaje del tordo se tornase brillante.
El señor Redburn se felicitaba de haber hecho un feliz descubrimiento
por lo
menos para el tordo. Después de un año no había descubierto
lo que me pareció
muy sencillo: que la única manera de hacer feliz al pájaro cautivo
sería abrir
la jaula y dejarlo volar en busca de lombrices y de una compañera para
construir
con su ayuda un profundo nido en un matorral de acebos y empollar cinco hermosos
huevos azules con pintas negras.
También habla tenido una corneja, pájaro encantador, lleno de
gracia, con las
alas sin cortar, de modo que estaba en libertad de ir y venir a voluntad; porque
era un pájaro muy casero que gustaba de la picardía y nunca era
más feliz que
cuando su bondadoso dueño le permitía posarse en su cabeza como
en una percha.
Cierto día, mientras Redburn estaba atareado en su estudio, se le acercó
llorando su hijita de siete años para quejarse de que Jack la molestaba
mucho.
Quería arrancarle los botones de los zapatos, y como ella no lo dejaba
le
picoteaba los tobillos, haciéndola llorar de dolor. Él le dio
el bastón y le
dijo riendo, que le diese a Jack un golpe en la cabeza y que así lo obligaría
a
portarse bien. No se le ocurrió que un pájaro astuto y rápido
como Jack se
dejarla golpear por la niña con el largo bastón; no obstante,
sucedió lo
increíble; el bastón golpeó la cabeza del pájaro,
la niña gritó y su padre
corrió hacia ella y la encontró llorando y a Jack aparentemente
muerto en el
piso. Lo alzó suavemente, lo examinó. dijo que estaba muerto y
volvió a dejarlo
con tristeza. De pronto, para su sorpresa y alegría, el pájaro
abrió sus
maliciosos ojillos grises y miró a sus amigos que estaban delante de
él. Se
paró, comenzó a menear la cabeza, después sacudió
las plumas dos o tres veces y
trató de rascarse la cabeza sin conseguirlo. Se sentía raro, sin
darse cuenta de
qué le había pasado. Pronto se recobró, mostrándose
tan cariñoso como antes con
su compañera aunque nunca más intentó arrancarle los botones
o picotearle los
tobillos.
Tiempo después, Jack desapareció de la casa durante uno o dos
días y fue
devuelto por un muchacho de la aldea, a quien agradecieron cordialmente
recompensándolo con unos peniques. Desde entonces, cualquier niño
que encontraba
a Jack fuera de la casa y podía agarrarlo, esperaba que lo gratificasen
al
devolverlo; como todos los niños eran muy pobres y ansiaban caramelos,
siempre
lo vigilaban y llevaban algo en los raídos bolsillos para hacer que Jack
entrase
en sus casas. El pájaro se perdía todos los días y volvía
a ser encontrado,
hasta que el dueño de casa, que no era rico, se dio cuenta de que no
podía
afrontar esos gastos y Jack fue obsequiado a un caballero que tenía otro
pájaro
de la misma especie y necesitaba un compañero. En la nueva casa había
mucho
terreno, con grandes árboles, de modo que Jack fue muy feliz con su compañero
hasta que repentinamente le llegó el fin. Los dos estaban posados en
un árbol
alto cerca de la casa, y una noche de verano el árbol fue abatido por
un rayo; a
la mañana siguiente los dos pájaros fueron encontrados muertos
junto a las
raíces.
Mi vecino me refirió otro cuento de pájaros, el mejor de todos,
referente a las
cornejas, los únicos pájaros silvestres que había observado
para averiguar algo
de sus costumbres. Había un pequeño cornejal en unos olmos que
crecían en el
fondo de la casa donde él residía en aquel tiempo y la manera
en que se
conducían los pájaros duran te a construcción de los nidos
lo atrajo en tal
forma que un domingo por la mañana resolvió dedicar todo el día
a una cuidadosa
investigación de las actividades domésticas de las cornejas. Pensó
que
indudablemente estaban sujetas a una ley o hábito que las habilita para
vivir en
comunidad criando a sus pichones en nidos muy cercanos unos de otros. No
obstante, era notorio que no se trataba de una sociedad ideal y que el ruido
no
se debía sólo al espíritu animal como en el caso de un
grupo de nidos fuera de
la escuela. Abundaban las discusiones y riñas y periódicamente
producían una
gran baraúnda, como si toda la comunidad fuese presa súbitamente
de una furiosa
excitación. ¿Cuál era la causa de aquellos estallidos?
Esto era precisamente lo
que trataría de averiguar y por ello se ubicó ese domingo por
la mañana, desde
muy temprano, en una silla cerca de los árboles. El árbol más
próximo sólo tenía
un nido nuevo aún no terminado y él pensó que seria mejor
concentrar allí su
atención, vigilando los movimientos del único casal. Poco después
se dio cuenta
de que aquella guardia de los movimientos de los pájaros y los nidos
sólo le
producía molestias y confusiones. La pareja que observaba iba y venía,
a veces
juntos y otras uno primero y el otro después; en otras oportunidades
uno de
ellos permanecía en el nido durante la ausencia de su compañero.
Durante unas
tres horas continuó esto sin que sucediese nada especial en el nido;
en otros
sitios del cornejal se producían pequeñas tormentas de ruidos
y riñas, pero él
estaba resuelto a no desviar la atención de esos dos pájaros.
Por fin observó
que uno de ellos volaba hacia un nido no vigilado situado en un árbol
vecino, a
unas treinta yardas de distancia e intencionalmente sacaba un palito que llevó
a
su nido, adaptándolo allí. Los pájaros robados regresaban
juntos y en seguida
notaron que algo sucedía en el nido. Parados ambos, unieron las cabezas,
agitaron las alas y graznaron nerviosamente; poco después se les unieron
otros,
hasta que toda la colonia se congregó en el árbol haciendo gran
alboroto. Dos o
tres minutos después comenzaron a reñir entre ellos, abundaron
los furiosos
picotazos y aletazos, luego se apaciguó el tumulto, desintegrándose
la reunión,
y cada cual volvió a su nido. La paz y tranquilidad reinaron por un rato,
pero
el señor Redburn se dio cuenta de que siempre permanecía un pájaro
de guardia en
el nido robado. Los dos pájaros que vigilaba continuaron yendo y viniendo y unas
dos horas después volaron juntos hacia el campo. Apenas se retiraron,
el pájaro
robado, que montaba guardia en su árbol, voló directamente al
nido abandonado y
después de lo que pareció un cuidadoso examen tomó un palito
y tiró fuertemente
hasta que logró sacarlo. Llevándolo en el pico, regresó
a su nido y lo colocó
nuevamente en su lugar.
"¿Qué ocurrirá entonces", preguntóse Redburn,
"cuando regrese el casal de
ladrones y descubra que le quitaron el botín?" Con gran interés
esperó su
retorno, notando con sorpresa que nada ocurría. Se instalaron en su nido,
lo
miraron para ver si todo estaba en orden y aunque sin duda se dieron cuenta
de
la falta del palito, no alborotaron.
Lo más notable para el observador fue que los pájaros robados
sabían quién era
el ladrón y dónde podían encontrar el palito.
Me resultó grato que mi vecino "que nada sabia de pájaros"
hubiese logrado
observar en un día algo que explica las normas del cornejal mejor que
la
ornitología.
Según lo refería, en este caso los pájaros robados sabían
quién era el culpable
entre sus vecinos. ¿Por qué entonces no fueron atacados los ladrones
y además,
ya que esperaron el momento oportuno para recobrar tranquilamente lo suyo, para
qué el alboroto preliminar? Sabemos que a veces todo el cornejal se enfurece
contra determinado casal; que en esos casos caen sobre ellos, les destruyen
el
nido y expulsan del cornejal a los ofensores. Estoy seguro de que esos ataques
se realizan sólo contra los incorregibles, aquellos que obtienen todo
lo
necesario robándolo y convirtiéndose en una molestia para la comunidad.
Es
probable que en este caso la colonia, aunque excitada por la noticia del robo
y
el clamor de las víctimas, resolviera no intervenir en forma efectiva
y después
de discutir y reñir permitiera a la furiosa pareja que arreglara sus
asuntos.
También podríamos pensar que en la mayoría de los casos
se perdona entre los
pájaros la ofensa ocasional entre los que tienen una ley social pero
que no la
observan muy estrictamente. De esa manera, la corneja roba los palitos cuando
se
le presenta la ocasión y festeja a la hembra de su vecino cuando éste
está
ausente. Un código muy severo no daría gran resultado; en realidad
trastornaría
a la comunidad y las cornejas tendrían que vivir como los cuervos de
carroña:
cada pareja para sí. De cualquier manera, vemos en este caso que sólo
después
del furioso clamor de las víctimas, que no logró producir un ataque,
esperaron
tranquilamente la oportunidad de recobrar lo robado. De esta manera, la calma
con la cual los ladrones aceptaron la situación parece demostrar que
ellos
también comprendieron lo que sucedía. Se hallaban en una posición
peligrosa y
estaban dispuestos a perder lo que habían tomado y a no recordar más
el asunto.
VIII
EL SAPO COMO VIAJERO
Hallábame sentado cierto día en la baranda de un pequeño
puente de madera para
peatones, que parecía muy viejo; tenía un color gris pálido,
con líquenes
verdes, grises y amarillos y estaba crujiente por el peso de los años,
pero la
baranda era aún lo suficientemente fuerte para soportar mi peso. El puente
estaba al lado del cerco y el curso de agua que pasaba por debajo surgía
de un
espeso bosque situado sobre el camino y penetraba en un prado pantanoso cubierto
de pasto duro. Era un descanso permanecer en ese lugar abierto y asoleado
teniendo ante la vista el agua, el pasto verde y el cielo azul, después
de haber
recorrido el bosque durante horas, -un remanente de la antigua floresta de
Suchester-, molesto por las moscas en la densa maleza. Estas moscas y algunos
gayos gritones eran los únicos seres salvajes que había visto,
y quizá viera
algo mejor en ese paraje.
Todo permanecía en silencio y no vi nada durante largo rato hasta que
mi mirada
errante tropezó con un sapo que se dirigía al agua. Estaba en
el centro del
camino, lugar muy peligroso para él y muy difícil de recorrer,
puesto que la
superficie era muy irregular, llena de piedras sueltas y polvorientas. Avanzaba
lentamente; no saltaba sino que se arrastraba unas cinco pulgadas, después
descansaba cuatro o cinco minutos, volvía a arrastrarse y a descansar
otra vez.
Estaba a unas cuarenta yardas del agua cuando lo vi y observándolo a
través de
mis binóculos vela los latidos de su garganta cuando se sentaba a descansar
como
si jadeara de fatiga, y sus ojos amarillos, en la parte superior de la cabeza,
contemplaban la deliciosa frescura donde deseaba estar. Si los sapos pueden
ver
a cuarenta yardas, aquél ya veía el agua en la parte del camino
que hacía una
pendiente hacia ella.
"Felizmente para ti, viejo sapo", pensé, "hoy no es día
de mercado en
Basingstoke o en cualquier otra parte con granjeros y buhoneros que recorren
la
región en sus carricoches, de lo contrario serías aplastado por
una herradura o
una rueda antes de terminar tu peregrinación"
Poco después ví otro animalito que me hizo olvidar el sapo. Una
pequeña rata de
agua nadaba vigorosamente aguas arriba desde la cenagosa pradera del otro lado
del camino. Cuando se acercó, golpeé la madera con el bastón
para que se
volviera, mas sólo conseguí que nadase más velozmente hacia
mí; decidido a hacer
mi voluntad, salté y traté de detenerla con el bastón,
pero se zambulló hasta
pasar por debajo alejándose hacia su destino en el bosque y yo volví
a sentarme.
Volviendo a prestar atención al sapo, miré donde lo vi por última
vez y estaba a
cuatro o cinco pulgadas de ese lugar. En ese momento una tórtola voló
en
descenso posándose a una yarda del agua; después de mirarme con
desconfianza, se
acercó, sorbió un largo trago de agua y se alejó volando.
Minutos después oí un
débil lamento junto al cerco, a mi izquierda, y mirando en esa dirección
vi la
cabeza y el cuello de un armiño que me espiaba desde el bosque; quería
cruzar el
camino y vacilaba al verme sentado. No obstante, como había llegado
hasta allí
no quería regresar, y poco después se deslizó como una
serpiente, saliendo de la
hierba que lo ocultaba. Intentaba cruzar corriendo el camino, pero como golpeé
fuertemente la madera con mi bastón, retrocedió a su refugio.
Apareció de nuevo
a los pocos segundos y repetí la broma con el mismo resultado; lo hice
cuatro
veces y entonces reunió suficiente valor para cruzar corriendo y rápidamente
desapareció en el grueso pasto de la otra orilla.
Luego sucedió algo curioso: flop, flop, pasaron las ratas una tras otra
escapando de sus guaridas a lo largo de la orilla, nadando hacia el otro lado
de
la corriente para salvar la vida. Su mortal enemigo no las siguió y
unos
instantes después todo estaba nuevamente en paz.
Miré una vez más el camino y todavía vi allí el
sapo que viajaba arrastrándose
penosamente unas pulgadas, sentándose y mirando con sus ojos amarillos
las
cuarenta yardas de vía dolorosa que debía recorrer antes de poder
bañarse y
rejuvenecerse en el río de la vida. De pronto sucedió lo que era
de temer. En un
recodo del camino apareció el carricoche de un granjero, tirado por
un ligero
caballo trotón y se acercó bajando rápidamente la pendiente;
cuando pasaron por
allí, pensé: "ha llegado tu fin, viejo sapo". Después
que hubieron cruzado el
vado y desaparecieron de la vista en el próximo recodo, volví
la mirada hacia
atrás y con gran sorpresa vi el sapo sentado, con el latido en la garganta
y
mirando hacia adelante. Las cuatro temibles herraduras y las relucientes ruedas
no le habían causado daño; me compadecí de él, y
aunque incómodo por tener que
actuar como providencia para un sapo, me levanté de la baranda y acercándome,
lo
levanté, notando que se enojaba. Mas cuando lo dejé en el agua
se distendió y
flotó unos instantes con las patas extendidas; después su cuerpo
se hundió
lentamente y desapareció, sumergiéndose en las frescas profundidades.
Llama la atención que aunque el agua parece significar tanto para estos
anfibios
nacidos en ella, la buscan sólo por breve lapso pasando el resto del
tiempo
prácticamente fuera de ella. En la estación del amor es cuando
el sapo llega al
agua y entonces sorprende ver la cantidad de anfibios reunidos en un charco
solitario donde quizás anteriormente no había ni uno, aunque en
varias millas a
la redonda no existiese más agua. La verdad es que el charco solitario
atrae a
todos los batracios de los alrededores hasta una superficie de varias millas
cuadradas. En esa zona cada sapo posee su hogar o vivienda y allí pasa
la mayor
parte de la estación de verano prácticamente sin agua, excepto
cuando hay
humedad, ocultándose de día en los lugares húmedos y sombríos
y saliendo al
atardecer. También inverna allí. Al volver la primavera emprende
su
peregrinación anual de una o dos millas o una distancia mayor, viajando
lentamente como ya describimos, arrastrándose hasta llegar a su charco
sagrado
-su Tipperary-. Llegan solos y forman centenares, reuniéndose los ermitaños
de
parajes desiertos, ebrios de excitación y llenando el lugar de ruidos
y
conmoción. Cuando periódicamente el líder, chantre o maestro
de banda, sopla
como en un instrumento de viento -un verdadero bajo, podríamos decir-
se oye un
sonido extraño al que se unen otros cien y lo que los libros científicos
denominan "croar" se difunde ampliamente a lo lejos produciendo un
misterioso y
bello efecto en la noche tranquila, cuando el último obrero se dirige
a su hogar
a beber el té, dejando el mundo para la oscuridad y para mí.
En Inglaterra abundan tanto los sapos como las serpientes, puesto que hay dos
especies, el sapo común, distribuido en todo el universo, y el sapo culebra,
que
es más raro y abunda sólo en el sur de Surrey. Los hábitos
de reproducción son
los mismos en las dos especies, incluso el concierto de canto, pero existe
cierta diferencia en el timbre de sus voces, el sonido producido por el sapo.
o
culebra es para muchos más resonante y musical que el del sapo común;
Después de la música y el regocijo los sapos desaparecen tomando
cada uno su
camino, largo y difícil de recorrer, hasta su solitario refugio. Como
en muchos
peces y ciertas serpientes que invernan juntas, como en los pájaros emigrantes,
el instinto hogareño de los sapos es realmente infalible. No se extravían
y los
animales más rapaces y hambrientos, los zorros, los armiños y
los gatos
monteses, no los matan ni los devoran para no envenenarse.
A fines de primavera o a comienzos de verano se halla ocasionalmente uno de
estos viajeros que regresa a su refugio. Encontré uno más o menos
a una milla
del valle del Wylie, a mitad dé la ladera de una colina, con la cara
hacia la
cima de la llanura de Salisbury. Lo vi a orillas de un estrecho sendero, posado
en el césped verde aterciopelado, adornado con las florecillas de las
colinas
cretáceas: eufrasias, margaritas, polígalas blancas y azules.
Generalmente el sapo llama la atención por su fealdad, pero el que estaba
sentado en el césped rodeado por doquier por hermosas flores multicolores
parecía casi hermoso. Era de un color muy oscuro, casi negro y con sus
relucientes ojos amarillos. Me senté junto a él y lo levanté;
pareció considerar
aquello como una imperdonable libertad de mi parte; cero cuando lo posé sobre mi
rodilla y comencé a frotarle, el negruzco y arrugado lomo con la punta
de los
dedos desapareció su enojo; casi parecía que sus ojos dorados
y su boca grande
sin labios sonreían de satisfacción.
Una gran cantidad de moscas volaban por allí -una de ellas era un poco
más
grande que la mosca común, de un color azul brillante, con la cabeza
y los
grandes ojos de un rojo vivo-. Se posaban en mi mano que fui moviendo con
cautela hasta que una de ellas quedó al alcance de la roja lengua del
sapo, que
apareció como un relámpago devorando el insecto. Esta operación
fue repetida
varias veces hasta que el anfibio hizo desaparecer media docena de moscas todas
de la misma manera y con tanta rapidez que la vista no podía seguir el
movimiento. Un instante después, una mosca azul de cabeza roja se posó
en mi
mano sorbiendo la humedad de la piel y de pronto desapareció mientras
el sapo
permanecía inmóvil en mi rodilla como si estuviera esculpido en
piedra negra y
tuviese por ojos dos gemas amarillas.
Después de facilitarle el alimento lo saqué de mi rodilla con
cierta dificultad,
pues se afirmaba deseando quedarse donde estaba, y lo volví a colocar
entre las
flores para que siguiera cazando moscas él mismo, si podía, prosiguiendo
mi
camino.
Resulta fácil entablar relaciones amistosas con estos seres inferiores,
anfibios
y reptiles, recurriendo a unos suaves golpecitos en el lomo dados con las puntas
de los dedos. Poco después de mi aventura con este sapo visité
a un amigo
naturalista que me refirió lo que sucedió con una serpiente. Estaba
paseando con
su mujer en las cercanías de su casa, en los Mendips, cuando vieron
una
serpiente que se asoleaba en el césped, y en el instante en que el reptil
se
apercibió de su presencia comenzó a deslizarse silenciosamente,
alejándose;
lograron alcanzarla y apresarla; aunque se trataba de una culebra grande que
luchaba violentamente para escapar pronto la calmaron golpeándole el
lomo con
los dedos. Se entretuvieron media hora con el reptil y después la dejaron
en
libertad; la culebra se alejó lentamente como disgustada de dejarlos.
Esto no es nada raro; he amansado muchas culebras de pasto de esa manera y la
única culebra lisa que cacé en Inglaterra la domestiqué
en unos diez minutos
teniéndola sobre mis rodillas y palmeándola. En el episodio relatado
por mi
amigo, parecería que la domesticidad no siempre desaparece apenas el
animalito
queda libre. Unos tres días más tarde, mi amigo hallábase
paseando otra vez con
su mujer y volvieron a encontrar a la culebra en el mismo lugar; ansioso por
cazarla nuevamente, se apresuró, pero en esta oportunidad el reptil no
intentó
escapar y cuando lo levantó, no se opuso. Lo tuvieron un rato acariciándolo
con
los dedos y luego lo soltaron. Volvieron a ver la culebra en varias
oportunidades y siempre se conducía de la misma manera, dejándose
alzar y
permaneciendo tranquila mientras la tenían, y luego, cuando la dejaban
libre, se
alejaba lentamente.
La primera experiencia de recibir golpecitos dados en el lomo con la punta de
los dedos, la había tornado mansa.
IX
LA GARZA:UN PLUMÍFERO NOTABLE
La vida del ornitólogo está constituida por una infinita serie
de sorpresas.
Casi diariamente tiene oportunidad de observar un hábito, una acción
de las que
nunca oyó hablar y que tal vez jamás volverá a ver. ¿Quién
sino Waterton
contempló a las garzas aleteando en el agua como gaviotas, atraídas
por el pez
que se deslizaba cerca de la superficie? ¿Y quién excepto yo vio
a las garzas
bañarse y revolcarse igual que otros animales? De cualquier manera no
recuerdo
haber leído nada acerca de ese hábito de la garza, a pesar de
que leí mucho.
Cierto mediodía muy caluroso de estío me dirigí al estanque
de Sowley en la
costa de Hampshire, donde habla en las cercanías un criadero de garzas;
mirando
entre los árboles de la orilla vi a cinco garzas que a unas veinte yardas
de la
costa se bañaban de manera rara entre el pasto flotante donde el agua
tenía unos
dos pies de profundidad. Estaban en diferentes posturas en el agua; una se
hallaba arrodillada, con la cabeza, el cuello y la parte superior del lomo fuera
de aquélla; otra yacía de costado con un ala medio abierta sobre
la superficie;
una tercera sólo tenía fuera la cabeza y el cuello, el resto del
cuerpo estaba
sumergido y me llamó la atención cómo podía permanecer
así a menos que se
hubiera aferrado de las raíces del pasto con sus garras. A veces una
de las
bañistas cambiaba de posición levantándose o sumergiéndose,
dándose vuelta, pero
no demostraba agitación o excitación como la de los pájaros.
Se quedaban largo
rato en la misma posición moviéndose de una manera deliberada,
descansando y
deleitándose con la tibieza del agua como si fueran cerdos, búfalos,
hipopótamos
u otro mamífero aficionado al agua. Las contemplé durante una
hora y cuando me
fuí aún permanecían en el agua dos de ellas. Las otras
tres, después de bañarse,
estaban paradas secando el plumaje a los ardientes rayos del sol.
No era esa la primera sorpresa que me proporcionaba la garza, porque ya había
tenido oportunidad de observarla lejos de este país, en mis comienzos
de cazador
y coleccionista, aunque la especie objeto de mi curiosidad no era nuestra
conocida ave histórica, la Ardea cinerea, de Gran Bretaña y Europa,
comúnmente,
y de Asia y Africa, sino una especie más grande, la Ardea cocoi, de Sudamérica,
ave de alas más grandes pero de tal semejanza en el color y la acción
que
cualquier inglés, al verla por primera vez, la hubiera confundido con
un
ejemplar grande de la garza común.
Yo estaba haciendo una colección de las aves de mi región del
país y necesitaba
un ejemplar de nuestra garza común. Varias de ellas 'moraban en el río
cerca de
'mi casa y un día que había salido llevando la escopeta vi una
que pescaba en el
río. El agua era profunda allí, la garza estaba junto a la orilla,
sumergida
hasta el muslo. Retrocediendo me coloqué a distancia de tiro notando
que el ave
miraba atentamente el agua con la cabeza echada hacia atrás y dispuesta
en
apariencia al ataque. En el preciso momento en que apreté el gatillo
ella dio el
golpe. Estando herida, se elevó unos treinta pies cayendo junto a la
orilla y
comenzando a batir las alas. Cuando me acerqué ya agonizaba y me sorprendí
al
encontrar un gran pescado ensartado en el pico: era un ejemplar no comestible,
de una familia sudamericana, que tenía la parte superior cubierta de
placas
óseas; era feo y presentaba un aspecto curioso; los nativos lo llamaban
vieja.
Se trataba de un pez común en nuestras aguas que no convenía pescar
pues
invariablemente se tragaba el anzuelo hasta el estómago. Con frecuencia
había
encontrado viejas muertas en la orilla, con un agujero en el huesudo lomo que
me
llamaba la atención.
Pensaba que algunos chiquillos vecinos se dedicaban a lancear peces y que
dejaban los que no eran comestibles. Pero entonces me di cuenta de que los
pescaban las garzas, haciendo uso de su potente pico, lo que era un grave error
del ave pero inevitable dadas las circunstancias, puesto que hasta los
relucientes ojos inquisitivos de una garza sólo podrían percibí
la presencia de
un pez a pocas pulgadas bajo la superficie, en las fangosas aguas de las pampas.
Sería imposible reconocer la especie
En este caso, el pico férreo y en forma de daga habla atravesado el pescado
desde la placa ósea del lomo hasta la parte ventral, sobresaliendo una
pulgada y
media. El golpe fue tan potente que debí realizar un gran esfuerzo para
poder
arrancar el pescado. Tengo la seguridad de que el ave no hubiera podido hacerlo
por sus propios medios y que al matarla la salvé de la tortura de una
muerte
lenta por inanición. Lo raro era que los dos encontrasen la muerte
simultáneamente; dudaba que aquello hubiera ocurrido antes o que volviese
a
suceder. Desde aquella oportunidad presté gran atención a las
viejas que hallaba
muertas en la orilla del río, con el lomo agujereado, y nunca encontré
tina
atravesada de parte a parte por el pico. Siempre la perforación era de
la mitad
del grosor del pescado, lo suficiente para que la garza volase hasta la orilla
con su molesta presa, soltándola allí.
La muerte accidental se repite con frecuencia en la vida silvestre y muchas
de
ellas se deben a un error tan pequeño que no parece tal. Un ejemplo de
ello lo
ofrece el caso de una golondrina de caza que podría apresar una avispa
u otro
insecto peligroso sin haberlo aplastado o muerto, y al hacerlo recibiría
una
picadura mortal en la garganta. Esas golondrinas y los vencejos vuelan tan
velozmente que apenas disponen de tiempo para reconocer el insecto que
encuentran y que una demora de un instante podría hacerles perder. Esto
se
observa con frecuencia en las golondrinas y vencejos enganchados por los que
pescan moscas secas. A veces también las aves de rapiña hallan
la muerte de esa
manera cuando un milano, un halcón, un buharro o un águila, caza
un armiño o una
comadreja y el animalito logra volverse y clavar los dientes en el ave. Si
caen
desde gran altura, mueren los dos. A veces los pájaros pierden la vida
al
intentar tragar bocados demasiado grandes y me parece que esto es lo que sucede
con más frecuencia en las aves que tienen el pico débil y son
rapaces. Recuerdo
haber visto un cuclillo (Guira) con la cabeza pendiente y las alas caídas,
tratando en vano de tragar una rata con la que se había atorado y cuya
cola le
colgaba fuera del pico. El pájaro perdió la vida, sin duda, porque
no logré
atraparlo y salvarlo sacándole la presa. El pájaro tirano, común
en Sudamérica,
el pitangus, caza ratones, pequeñas serpientes, lagartos, ranas y también
insectos grandes, pero siempre golpea su presa contra una rama hasta reducirla
a
pulpa. Tratará de esa manera a un ratón hasta que le desgarre
la piel en forma
tal que pueda abrirla con su pico largo y débil, pero no pensará
en tragarlo
entero como el cuclillo.
Estando sentado un día a orillas del río Beaulieu, en Hampshire,
vi un cormorán
que se acercaba con una anguila grande que había capturado; la sostenía
cerca de
la cabeza, pero el cuerpo de ésta estaba enroscado como una serpiente
alrededor
del largo cuello del ave que luchaba furiosamente para librarse de ella. Como
no
lo lograba, se zambullía pensando tener mejor suerte debajo del agua,
pero
cuando reaparecía, la anguila parecía haber aumentado la presión
y el cormorán
luchaba más débilmente. Volvió a zambullirse tres o cuatro
veces, sujeto aún por
la anguila, pero su resistencia disminuía. Por fin apareció sin
la anguila,
salvándose, porque de haber mantenido la presión un rato más
lo hubiera ahogado.
En mi libro Land's End relaté un duelo entre una foca y una enorme anguila
congrio que aquélla sujetaba por la mitad del cuerpo; la anguila le clavaba
los
dientes en la cabeza.
Una curiosa manera en que a veces se matan los pájaros es cuando se les
enreda
una pata en una larga cerda o hilo que utilizaron en el nido. He visto gorriones
y vencejos muertos suspendidos del nido por una cerda.
Al matar a la garza evitándole probablemente la muerte lenta por inanición,
me
asombró la rara casualidad de encontrarme cerca del lugar donde unas
semanas
antes había salvado a un ave de correr igual suerte -pero no matándola-.
Se
trataba de una perdiz pintada, Rynchaea semicollaris, una especie de hermosos
colores con el pico verde y encorvado que encontré en la baja margen
cubierta de
pasto del arroyuelo, sujeta por la punta del dedo medio de una pata en una
de
las trampas de la naturaleza -la valva serrada de un molusco de agua dulce-.
Allí las aguas estaban cubiertas casi por completo con densos juncales
y los
moluscos abundaban tanto que el lecho del arroyuelo estaba tapizado de ellos.
La
perdiz, al vadear la corriente a un pie de distancia de la orilla, había
posado
el dedo medio de la pata dentro de una valva semiabierta que se cerró
Instantáneamente apresándolo. Sólo hubiera podido liberarse
cortando la punta,
pero su débil pico no le servía para eso. Logró sacar el
molusco del agua y
cuando me acerqué trató de esconderse entre el pasto esforzándose
por alejarse.
Cuando la levanté era sólo un montón de plumas y probablemente
habla permanecido
así durante tres o cuatro días, en constante peligro de que la
viera un halcón
de carroña que la matase y la devorase. Cuando le liberé la patita,
voló
alejándose unas treinta o cuarenta yardas antes de descender entre las
hierbas
acuáticas y los juncos, en una isleta pantanosa.
Para el naturalista un criadero de garzas es uno de los espectáculos
más
fascinantes de la vida de las aves silvestres de este país. Debemos agradecer
al
cielo que nuestros terratenientes no sean como los de Devon del Sur, deseosos de
extinguir las garzas de esa región en beneficio de los pescadores. Por
eso uno
detesta como filisteos a toda la fraternidad de pescadores con moscas. Hace
unos
anos hicieron gran alboroto a causa de las golondrinas -sus peores enemigos, que
engullían todas las moscas de mayo, de manera que las golondrinas y
vencejos
cada verano regresan en menor número a Inglaterra y deben agradecer a
nuestros
vecinos allende el Canal que exterminan a esos pájaros nocivos durante
la
emigración.
He visto y conozco muchos criaderos de garzas en toda Inglaterra y el que más
me
gustaba visitar estaba en un pequeño bosque, en una verde pradera de
la región
de Norfolk Broads. Era muy grande, tenía unos setenta nidos desocupados,
muchos
de ellos enormes y muy próximos uno a otro, de modo que parecía
un cornejal
construido por gigantescas cornejas. Su historia era azarosa, como la de una
antigua ciudad de Norfolk en el pasado lejano, cuando los sajones y los daneses
combatían constantemente. El criadero había sido establecido a
lo largo de un
viejo y poblado cornejal; las cornejas detestaban a las garzas, les demolían
los
nidos y las perseguían continuamente. Las garzas se negaban a irse y
entonces
las cornejas, que no podían permanecer junto a ellas, trasladaron sus
nidos a
cierta distancia haciendo una especie de incómodo armisticio entre las
grandes
aves negras hostiles y sus grises vecinas fantasmagóricas con picos muy
largos y
afilados.
La última vez que lo visité, el criadero estaba muy interesante,
con los
pichones ya crecidos parados en sus grandes nidos o en las ramas superiores
de
los árboles, esperando que los alimentasen. En algunos parajes del bosque
donde
los árboles estaban más separados vi hasta cuarenta o cincuenta
aves, en
familias de dos, tres o cuatro. Ofrecían un hermoso espectáculo
y era agradable
oír el ruido que hacían a intervalos. La garza tiene una voz potente.
Cuando
construyen su nido y hasta que han puesto la mayoría de los huevos, las
garzas
son aves ruidosas y emiten sonidos muy raros -su sonoro grito se parece a la
fuerte alarma del pavo real pero es más ronco, mientras que otros gritos
metálicos nos recuerdan el de los cuervos de carroña-. Otros de
sus fuertes
gritos son corno los de los mamíferos; hay uno que parece de perro, mitad
ladrido y mitad aullido, como el gruñido de los cerdos, y otros que se
asemejan
a los peculiares y desdichados gritos de los grandes felinos, especialmente
del
puma. No es necesario suponer que esos raros ruidos vocales sean solamente
llamados de amor. Podrían ser también expresiones de ira, puesto
que es difícil
creer que los miembros de esas comunidades inferiores respeten invariablemente
los derechos de los demás. Vemos lo que sucede con la corneja, que tiene
un
instinto de sociedad más desarrollado que el de la solitaria garza silvestre.
En el criadero de garzas reina la tranquilidad durante la incubación,
cuando
nacen los pichones, especialmente cuando se desarrollan bien y tienen un hambre
voraz todo el día; en el bosque se oye nuevamente el alboroto y es difícil
hallar un criadero de garzas más ruidoso que el que describo. Se hallaba
situado
en el borde del bosque, mirando hacia la gran pradera que se extiende hasta
Breydon Water, donde los pájaros padres hacen casi toda su pesca, de
modo que
las aves volvían desde las copas de los árboles a gran distancia,
volando
lentamente con el gaznate cargado de anguilas, ranas y pescados, y las amplias
alas azules oscuras se desplegaban destacándose contra el brillante azul
del
cielo. Los pichones, erguidos en toda su altura, esperaban el regreso y cada
uno
de ellos aguardaba a los que volvían como a su propio padre ausente
por
demasiado tiempo y con alimentos para apaciguar su furioso apetito. Mientras
planeaban sobre la colonia se oía una gran gritería de expectativa
-gruñidos,
ladridos, alaridos, gemidos y gritos parecidos a los de gatos y perros-; esto
duraba hasta que el recién llegado bajaba a su árbol, llegando
al nido y
alimentaba a sus hijos; entonces decrecía lentamente la tempestad, para
renovarse al aparecer otro gran pájaro azul que se acercaba al bosque.
La garza remontadora ofrece uno de los más deliciosos y regocijantes
espectáculos de la vida de las aves silvestres. El gran ave azul, con
alas
redondas tan mesuradas en su batir, flota sin embargo de tal manera en el vasto
vacío! Indudablemente es algo que admira a todos en los países
que habita el
gran ave y recuerdo uno de los más hermosos pasajes de la antigua poesía
española que describe a la garza disfrutando en su plácido vuelo.
"¿La habéis
visto hermosa en el cielo?", exclama el poeta en versos intraducibles,
en los
cuales las armoniosas palabras delicado y sonoro y el ritmo especial imitan
el
lento batir de las grandes alas. ¿Quién no lo ha visto y experimentado
un poco
el sentimiento que conmovió al autor hace siglos?:
¿Has visto, hermosa en el cielo
La garza sonreírse con plácido vuelo?
¿Has visto, torciendo de la mano,
Sacra que la derribe por el suelo?
Es este el ejemplo más perfecto que conozco en la literatura en el cual
el
sonido es un eco del sentido. ¡Cuán artificial y miserable parece
a menudo este
ornamento en nuestros poetas, aun en los pasajes muy admirados como en las
paredes blanqueadas, el piso bien enarenado y detrás de la puerta el
reloj
barnizado, de Goldsmith! La belleza del pasaje citado, el sublime vuelo de la
garza hacia el cielo y la furiosa persecución del halcón que la
alcanzará y la
hará descender, reside en su perfecta naturalidad, en su espontaneidad,
como si
alguien deleitado ante el espectáculo hubiera lanzado esas exclamaciones.
Este aspecto de la vida de las aves me hace envidiar a los deportistas de otros
tiempos que se dedicaban a la cetrería, arrojando los halcones no contra
las
urracas que se ocultaban, como sucede con nuestro club de cetrería, sino
hacia
una noble garza. Vieron el gran pájaro en su magnificencia cuando se
elevaba con
potente aleteo, majestuosa y casi verticalmente hasta una gran altura. La garza,
en estos momentos en que los halcones han sido exterminados por nuestros
filisteos criadores de faisanes, dueños del país, no tiene necesidad
de ejercer
ese instinto o facultad.
A veces me he preguntado cuál es la causa de que la garza observada en
vuelo nos
parezca tan bella y cuando camina tiene un aspecto raro, anticuado o realmente
feo; su aspecto de fantasma produce en algunos de nosotros un sentimiento
semejante a la melancolía; frecuenta las aguas solitarias a la hora del
crepúsculo, misteriosa en sus idas y venidas. También lo es espiritualmente
en
otro sentido. Notamos entonces que el sentimiento de melancolía se debe
a la
asociación, al hecho de que la garza es un ave histórica, que
participa del
pasado del país, cuando representaba más para el caballero rural
que el faisán
semidoméstico, la perdiz en tierra arable, el gallo y la gallina silvestre
en
los pantanos, reunidos, para el hombre de hoy. El recuerdo de ese tiempo pasado,
el pensamiento en la ruda vida anterior cuando los hombres vivían más
cerca de
la naturaleza, tiene un sabor agradable y se halla acompañado de la nostalgia.
Es verdad que lamentamos algo que no hemos conocido, solamente leímos
y oímos
algo acerca de ellos y se mezcla en nuestra mente con nuestro pasado ya
experimentado -nuestros "días que no volverán"-. Cuando
recordamos que en días
tan lejanos la garza era un ave de mesa, creemos que los hombres eran más
sanos
y tenían mejor apetito que ahora, que eran siempre jóvenes.
X
LA GARZA: COMO AVE COMESTIBLE
Leyendo los Ensayos infantiles de Hampshire, de 1916, acerca de los pájaros
y
los árboles, encontré uno escrito por un niñito, que finalizaba
así: "Uno de
nuestros condiscípulos tenía una garza que le habían regalado,
su madre la
cocinó y resultó dura y de un SABOR DESAGRADABLE".
Las mayúsculas son obra mía, pero las palabras finales parecían
clamar por
ellas; también me recordaron un relato referente a la garza como comestible
que
me refirió la única persona que encontré poseedora de conocimientos
originales
sobre la garza como ave de mesa. Trátase de una historia más bien
larga, tal vez
penosa para los que tienen un estómago delicado, pero como es historia
natural
pura, me permitiré relataría.
Estando en Bath y deseando hacer copiar un trabajo, salí con el nombre
y
dirección de una dactilógrafa que me proporcionó un librero
de la ciudad, a
visitarla en Camden Road. El camino resultó largo. Como la serpiente
herida de
Pope, arrastraba su longitud hasta el distante horizonte y más allá.
Me
recordaba también a la calle Upper Wiqmore, como le pareció al
pobre agonizante
Sydney Smith, excepto que este camino de Camden era unas mil veces más
largo. Al
fin, una milla antes de llegar al extremo opuesto encontré el número que buscaba
en la puerta de una linda casita de estilo antiguo, cubierta de vid y separada
del camino, rodeada de flores y árboles. Allí encontré
a la dactilógrafa y su
hermana, dos enjutas señoritas de cierta edad que con sus maneras gentiles,
sus
voces suaves y sus apacibles movimientos parecían armonizar con la vieja
casita
en que vivían. Supongo que se sorprendieron ante la aparición
de un hombre tan
grande en el reducido cuarto; mi cabeza llegaba a una o dos pulgadas del bajo
techo; ellas parecían confusas y ansiosas cuando les di mis garabatos
para
descifrarlos y copiarlos.
Cuando sentí la necesidad de caminar mucho, las visité por segunda
vez,
encontrándolas menos tímidas y reservadas que antes; después
volví en varias
oportunidades hasta que nos hicimos muy amigos y ellas saciaron mi curiosidad,
semejante a la de De Quincey, de saber todo lo referente a la vida de cada
persona que conocía, a partir de su nacimiento.
Habían quedado solas, con pocos medios de vida y una de ellas era inválida,
no
obstante tenían que trabajar; la escritura a máquina en su casa
era lo único que
les permitía permanecer juntas y de aquella manera la inválida
estaba siempre
con su hermana. Hasta entonces copiaban circulares comerciales y también
algunos
trabajos para dos clérigos y un abogado de la ciudad. Mi trabajo les
resultaba
un alivio. Lo primero que les entregué fue un articulo sobre el ánade.
¡Qué tema
tan original! Apenas pudieron creer en lo que veían, al leerlo. El ánade! El ave
del que tenían tantos recuerdos, agradables unos y otros no. Les parecía
algo
maravilloso.
Antes de llegar a Bath vivían con un hermano soltero que poseía
un pequeña
granja heredada de un pariente lejano, en la costa galesa Como era la única
propiedad que, tenía fue a radicarse allí y a trabajar en la granja.
Llev6
consigo a sus hermanas para cuidar la casa y realizar las tareas domésticas.
La
granja estaba situada en un paraje solitario, junto al mar, y abundaban allí
pájaros de muchas variedades -de mar, de costa y de tierra, que no habían
visto
hasta entonces-. A pesar de la tosquedad del lugar, les agradaba por el mar,
el
bosque, las colinas y los pájaros y sólo deseaban verlos y admirarlos.
El
hermano, que era un gran deportista, tenía ideas muy extrañas.
Pensaba que los
pájaros eran buenos para comer y siempre cazaba algún ave rara
y la traía para
que la preparasen cocinándola para la cena. Con frecuencia cazaba ánades.
Decía
que era una especie de pato, que resultaba tan sabroso para comer como el
lavanco, la mareca o la cerceta y que sólo un tonto prejuicio impedía
que la
gente los comiera. A pesar de que nunca comieron uno que no fuese de carne dura
y seca, con sabor a pescado, él continuaba trayéndolos y afirmando
que eran
sabrosos.
"Nos gustaba", decían, "ver volar a los ánades
en la costa, pero nos disgustaba
que los trajera para comerlos! Mas nuestro hermano era muy dominador y no nos
atrevíamos a no satisfacer sus deseos".
Cuando cierto día trajo una garza, ellas se asombraron al ver el ave
tan grande,
gris, con inmensas patas y un pico terrible. Al decirles que la comerían,
creyeron que bromeaba, aunque él no acostumbraba decir nada en broma,
era una
persona muy seria. Por último se atrevieron a preguntarle si en realidad
pensaba
que comerían esa ave. Muy indignado, él respondió que
para eso la había traído.
¿Acaso pensaban que él mataba las aves por el placer de hacerlo?
Agregó que
sería un acontecimiento sentarse a la mesa frente a una garza. Les preguntó
si
no 'sabían que se trataba de una de las aves más famosas de la
antigüedad que se
consideraba a la garza como un ave noble y real, que era un gran plato en los
festines en los palacios señoriales-; continuó dando explicaciones
hasta que se
sintieron avergonzadas de su ignorancia de la historia y humildemente le
prometieron cocinaría. El hermano les anunció que la colgaría
en el gran cuarto
vacío contiguo a la lechería y allí la dejaría hasta
que estuviese en
condiciones de ser cocinada. Cuanto más tiempo permaneciera colgada,
más tierna
se volvería.
En la viga central del cuarto a que se refería había un 'gancho
de hierro y de
él la suspendió por las patas; el largo pico casi tocaba el piso
de baldosas y
como el recinto estaba vacío, la garza parecía aun más
grande. Les molestaba
pasar por allí varias veces en el día, pero de noche resultaba
mucho peor.
Especialmente en las noches de luna estaban habituadas a pasar para ir a la
lechería, sin llevar una vela, y como a veces se olvidaban del ave, se
asustaban
al verla con su plumaje gris, pareciéndoles que era un fantasma. Tenía
aspecto
impresionante, con las alas semiextendidas corno grandes brazos, como si
quisiera asustarías.
Transcurrieron días y luego semanas, y la garza continuaba colgada en
el cuarto
vacío, amargándoles la vida en la granja, cuando cierta mañana,
después del
desayuno, su hermano les comunicó que el ave se hallaba en perfectas
condiciones
para ser cocinada y que ese día la comerían en la cena, especificando
que no la
deseaba para el almuerzo porque no habría tiempo para prepararla y no
sería
propio comerla a mediodía. Debían servir una cena formal para
las ocho, haciendo
honor a la garza.
Cuando se alejó, ellas se miraron los pálidos rostros. No obstante,
debían
cumplir la penosa tarea y se dedicaron a ella. Al abrirla ¡para limpiarla,
hallaron en su gaznate una trucha de casi un pie de largo en estado de
putrefacción. Después de reanimarse con amoníaco y permanecer
media hora en el
jardín, finalizaron la odiosa tarea chamuscándola y echándole
muchos galones de
agua; por la tarde la colocaron en el horno para asarla. El olor era tan
insoportable que casi no se podía estar en la cocina y se difundió
en la casa,
haciendo que sintieran cada vez más aprensión por la cena. Estando
aún decididas
a hacer todo lo posible para complacer a su hermano, colocaron el mejor mantel
que tenían, la platería, flores, vino y copas de color; él
les sonrió
aprobadoramente al sentarse a la mesa. En una gran fuente le trajeron la garza
y
el dueño de casa se levantó para trincharla, sirviéndoles
generosas tajadas de
carne flaca y negra; él se sirvió aun más. Ellas debían
comenzar a comer pero no
podían tragar ni un pequeño trozo de aquella carne y simularon hacerlo, mas sólo
ingerían las verduras que tenían en el plato. Su hermano, no
tan delicado, se
llevó a la boca una gran porción, haciendo honor a la garza. Ellas
cambiaron
miradas temerosas y lo contemplaron de reojo, asombrándose de su valor
y
preguntándose si podría comer aquel terrible alimento. De pronto,
él hizo un
gesto, palideció, cesó de mascar y con la boca llena se levantó
de repente de la
mesa y huyó del comedor. ¡Así terminó la espléndida
cena! Seguras de que no les
pediría los restos fríos de la comida para el día siguiente,
los sacaron,
enterrándolos en el jardín, después abrieron las puertas
y ventanas para que
desapareciese el olor. A altas horas de la noche volvieron a ver a su hermano
que estaba pálido, como convaleciente de una grave enfermedad; él
simuló
completa inocencia y como por casualidad les anunció que había
salido a pasear
un poco y no se había dado cuenta de que era tan tarde. No dijo una palabra
de
la garza que comió, ni se refirió nunca más al asunto.
XI
EL PROBLEMA DEL TOPO
El granjero aún no ha resuelto si el topo es un animal dañino
o no. Los clubes
pro extinción de los topos aumentan en todo el país, lo que puede
considerarse
como prueba de que el animalito es dañino. ¿Pero es así?
Muchos granjeros se
asocian al club de topos local y periódicamente eliminan al roedor. No
obstante,
dicen ignorar si ello redunda en su beneficio y algunos tienden a pensar que tal
vez sería mejor no molestarlos. Siguen inscribiéndose en los
clubes de igual
manera que muchos de nosotros donamos coronas o medias guineas anualmente para
fines que no nos preocupan y que no sabemos si son buenos o malos. Como todos
los granjeros de la región habían contribuido con su suscripción,
Jones los
imitó para no ser conceptuado como mezquino y porque le resultaría
desagradable
discutir el asunto. Probablemente los demás también se asociaron
por la misma
razón.
De vez en cuando encontramos un granjero decidido por una u otra opinión;
conoce
el tema y está disgustado con sus vecinos porque matan o no a los topos. Siempre
existen extremistas. Todos oyeron hablar de Joseph Nunn, quien afirma que el
gorrión es el mejor amigo alado del granjero y el apasionamiento lo impulsa
a
decir que todos los que matan gorriones debieran ser fusilados. Me dijeron que
hay un granjero que compra topos a los cazadores para soltarlos en su tierra;
tiene la convicción de que estos animalitos son beneficiosos y que cuando
los
que habitan posesiones vecinas fueron eliminados, los suyos se fueron a esas
tierras para aprovechar la abundancia de alimentos, y para compensar este daño
causado por la ignorancia de sus vecinos al adoptar esa actitud.
Hace poco conversé con una persona que adopta el punto de vista opuesto,
que
proyecta planes para la extinción del topo. Este enemigo de tales animalitos
posee tres o cuatro terrenos bajos inundados donde abundan extraordinariamente
los topos. Como para su subsistencia depende en parte de unas pocas vacas, es
muy importante para él el estado del terreno y se ha convencido de que
pierde
una gran parte (calcula que es la cuarta parte) de su cosecha de pasto por la
desigualdad de nivel producida por los topos. En realidad podría nivelar
el
terreno para que estuviese en condiciones al segarlo en la próxima cosecha,
pero
en la siguiente estación volvería a tener los montículos
característicos y le
resultaría bastante gravoso recurrir nuevamente a la aplanadora. Piensa
que si
esta pérdida que sufre en los pequeños prados donde se emplea
la guadaña es de
una importancia tal como para afectarlo seriamente, es indudable que sería
mayor
en las grandes granjas donde se utiliza la máquina de cortar pasto y
en las
cuales el terreno debe ser nivelado a un costo elevado.
Al reflexionar en esto y perseguir a los topos, que no satisfechos de formar
una
especie de mapa geográfico físico en relieve en sus pequeños
pastizales invaden
su jardín para estropearlo, ha llegado a considerar que este problema
tiene
enorme importancia Está convencido de que quien invente el método
de extinguir
el topo será un gran benefactor del país y por eso se dedica a
hallar el
procedimiento, teniendo grandes esperanzas de éxito. Entre tanto dice
que
combatimos a los topos por medio de trampas que cazan uno por vez y que lo más
que podernos conseguir es disminuir su número a costa de grandes molestias
y
gastos considerables porque se reproducen rápidamente y apenas aminoramos
nuestros esfuerzos vuelven a aparecer en grandes cantidades. Nos es
imprescindible una trampa que no cace un topo por vez, sino todos los que pasen
por el sendero en que se hallan colocadas. Está seguro de que los topo
acostumbran recorrer el mismo camino por el cual emigran de un terreno de caza
a
otro. Un granjero caz6 treinta y dos de ellos, de a uno, en una trampa simple en
el transcurso de pocos días; todos en el mismo sitio -esto demuestra
que todos
los topos de la región que recorren cierta distancia diariamente lo hacen
en
caminos que utiliza toda la colonia-. Por lo tanto, encontrando uno de esos
caminos, generalmente paralelos a un cercado, y colocando una trampa de gran
capacidad se habrá resuelto el problema.
Con el objeto de demostrar a mi amigo rural que él no era el primero
que hacía
grandes proyectos respecto al problema de los topos, le relaté la historia
del
famoso Henri le Court presentado por Bell en su obra Cuadrúpedos británicos
como
una persona que habiendo gozado de una posición privilegiada en la corte
en la
época de la Revolución Francesa, se alejó de los horrores
de ese terrible
momento dirigiéndose al interior del país, donde dedicó
el resto de su vida al
estudio de las costumbres del topo y de los métodos más eficaces
para
extinguirlo.
Asombróse al enterarse de que las personas inteligentes ya se habían
ocupado del
asunto en el siglo dieciocho; mas la idea de que en tanto tiempo no hablan
logrado nada importante con aquellos esfuerzos no lo desanimó: inteligente
o no,
tuvo la suerte de hallar el único medio eficaz para eliminar los topos, tarea en
la cual habían fracasado los demás; se trataba de su trampa.
Tan terrible máquina de destrucción no ha sido perfeccionada aún
y tal vez los
topos no deben apresurarse a decir sus últimas oraciones. En el ínterin,
mientras los granjeros esperan librarse de su enemigo subterráneo, no
puedo
menos que pensar que el hecho de que hasta ahora no se haya hallado una manera
práctica de averiguar si el topo es un animal dañino o no o, en
otras palabras,
si la pérdida que causa mediante la formación de montículos
en los prados y
pastizales es mayor que el beneficio resultante de su acción de drenar
y
ventilar la tierra eliminando las larvas, no habla mucho en favor de la ciencia
y de la Sociedad Agrícola Real.
No nos hemos ocupado de los prados y jardines; los topos causan molestias cuando
se acercan demasiado; sería muy conveniente que alguien ideara un método
para
matar repentinamente a los intrusos subterráneos en esos lugares. Podrían
realizarse experimentos económicos en pequeña escala. Por ejemplo,
en un prado
semejante a aquellos que pertenecen a mi amigo, donde abundan los topos, podría
dividírselo en dos partes iguales; dejar una para los topos y cercar
la otra
cuidadosamente con alambre tejido colocado a profundidad adecuada en la tierra.
Se dejaría crecer el pasto y se compararía en un lapso de cuatro
o cinco años el
peso y calidad de las dos cosechas. Este experimento realizado por muchos
granjeros en diferentes regiones a la vez, resolvería probablemente este
viejo
problema.
CAPITULO XII
UN CABALLO LLAMADO CRISTIANO
Cuando yo vivía en las pampas, siendo muy joven, un gaucho amigo mío
tenía un
caballo de silla que era su favorito y al que llamaba Cristiano. Para el gaucho,
el vocablo "cristiano" sólo significaba otro hombre blanco;
dio ese nombre al
animal porque tenía un ojo color celeste grisáceo, tonalidad que
a veces se veía
en los ojos de un blanco, pero jamás en los de un indio. El otro ojo era normal,
aunque de un color castaño más claro que el común. No
obstante, Cristiano veía
bien con ambos ojos y el color celeste no tenía relación con una
sordera, como
sucede en el gato blanco. Su oído era muy aguzado. Tenía el pelaje
del color de
un cervatillo oscuro, con la crin y la cola negras; era un animal hermoso y
manso, fuerte y sano; su dueño lo estimaba tanto que pocas veces montaba
otro
caballo y lo ensillaba todos los días.
Si sólo fuera por su ojo celeste, probablemente habría olvidado
a Cristiano,
porque no tomé apuntes acerca de él, pero lo recuerdo nítidamente
hasta hoy por
algo notable en su psicología; era un ejemplo del ambiente en que fuera
criado y
de la persistencia de las costumbres adquiridas, poco después que dejaron
de
tener importancia en la vida del animal. Siempre que estaba con mi amigo gaucho,
cuando Cristiano, junto con otros caballos ensillados, permanecía parado al lado
del palenque, o línea de postes clavados delante de la puerta del rancho
para
que los visitantes sujetasen allí sus cabalgaduras, me llamó la
atención su rara
conducta. Su dueño siempre lo ataba al palenque con un largo cabestro
o reata
para que tuviese espacio suficiente para mover la cabeza y el cuerpo con
completa libertad. Eso era lo que él hacía siempre. Nunca vi un
caballo más
inquieto. Levantaba la cabeza todo lo que podía -como un avestruz, dirían
los
gauchos-; tenía la mirada fija con excitación en un objeto distante;
se volvía
luego para mirar en otra dirección, sus orejas se inclinaban hacia adelante
para
escuchar mejor algún sonido débil y lejano que alcanzaba a percibir.
Lo que más
lo excitaba generalmente eran los gritos de alarma de los frailecitos, y los
objetos que miraba fijamente, con grandes muestras de aprensión, eran
casi
siempre jinetes que aparecían en el horizonte; pero esos sonidos y objetos
nos
resultaban inaudibles e invisibles durante cierto tiempo, a causa de la
distancia. A veces, cuando se oían mejor los gritos de alarma del pájaro
y se
veía que se acercaba el lejano jinete, su nerviosidad aumentaba hasta
desahogarse en un sonoro resoplido, la alarma o aviso del caballo indómito.
Un día le dije a mi amigo gaucho que su Cristiano de ojo celeste me entretenía
más que cualquier otro caballo. Era como un niño y cuando se aburría
de la
monotonía de permanecer junto al palenque comenzaba a hacer de centinela.
Seguramente hacía de cuenta que estábamos en guerra, que se esperaba
un malón de
los indios, cada grito de un frailecito o de cualquier pájaro inquieto
o la
visión de un jinete a la distancia lo hacían bufar como avisando
el peligro. Los
demás caballos no participaban en el juego; lo dejaban montar la guardia
y
volverse de un lado a otro como espiando o simulando hacerlo, o tocando la
sonora trompeta, sin hacerle caso. Se limitaban a dormitar con la cabeza baja,
espantando de vez en cuando las moscas con la cola o pateando para hacerlas
volar de sus patas; también tascaban el freno produciendo un sonido rechinante
con las pequeñas roldanas de hierro.
El se rió respondiéndome que yo estaba equivocado, que Cristiano
no se
entretenía con un juego imaginario. Era indómito y provenía
de una región a no
muchas leguas de distancia donde habla una vasta superficie pantanosa en la
que
no se podía cazar a caballo. Una manada de potros, remanente de una inmensa
tropa que existiera antes en ese paraje, había podido conservar su libertad
hasta unos años atrás. Como frecuentemente los buscaban en la
estación seca,
cuando la región era más transitable, habíanse tornado
muy vigilantes y astutos
y al ver a los jinetes huían velozmente hacia la parte más inaccesible
de los
pantanos, donde resultaba imposible seguirlos. Con el transcurso del tiempo
se
hicieron planes y la tropilla fue obligada a salir de su fortaleza hacia el
campo abierto, donde la tierra era firme, y se logró atrapar a la mayoría.
Uno de ellos era Cristiano, potro de unos cuatro o cinco meses, que se llevó
mi
amigo, atraído por el ojo celeste y el color de su pelaje. En poco tiempo
lo
amansó, resultando ser un caballo de silla excepcionalmente bueno. Aunque
era un
potrillo cuando lo capturaron, siempre conservo el hábito de la vigilancia.
No
podía permanecer tranquilo:
cuando pastaba con los demás caballos o estaba atado al palenque se hallaba
en
una guardia perpetua y el grito del frailecito, el resonar de los cascos al
galope o la visión de un jinete lo alarmaban, haciéndole expresar
su espanto.
Me parece muy curioso que a pesar de la evidente nerviosidad de Cristiano ante
algunos sonidos y espectáculos, nunca llegó a asumir las proporciones
del
pánico; jamás trató de liberarse y huir. Se conducía
como si el grito del
frailecito, el resonar de los cascos o la vista de los jinetes le produjeran
la
ilusión de que era otra vez un potro al que perseguían, pero nunca
lo consideró
como una ilusión. Aparentemente se trataba sólo de un recuerdo
y una costumbre.
XIII
EL CORDERITO DE MARIA
Relataré la historia de un corderito que poseía una mentalidad
diferente de las
de los demás que conocí. No buscamos algo semejante a una individualidad
notable
en este animal; sin embargo, a veces las ovejas la muestran, aunque no en el
mismo grado que los gatos y los perros. Las cabras tienen más individualidad
que
las ovejas, probablemente porque no están obligadas a vivir en rebaños.
Cuando
consideramos cómo se mantiene a nuestra pobre oveja domesticada, vemos
que tiene
pocas probabilidades de desarrollar una mente individual. La oveja no puede
seguir su impulso, por así decirlo, sin infringir las leyes que establecimos
para su clase. En este caso se hallan en una condición semejante a la
de los
hombres que tienen un sistema de gobierno netamente socialista, como el de los
antiguos incas. En aquel Estado cada hombre hacía lo que le ordenaban:
trabajaba
y descansaba, se levantaba y se sentaba, comía, bebía, se casaba,
envejecía y
moría de la manera prescrita. Me atrevo a afirmar que el que trataba
de ser
original o de hacer algo fuera de lo común recibía un buen golpe
en la cabeza.
Esto mismo sucede con las ovejas. El pastor, con la colaboración de su
perro, le
planea toda la vida desde el nacimiento a la muerte sin que el animal pueda
desviarse del camino trazado. Mas si se saca un cordero de la majada y se lo
cría en una granja dándole la misma libertad que a los perros
y gatos y a muchas
cabras, casi siempre desarrollará su individualidad.
Recuerdo una oveja mansa que teníamos en las pampas que aventajaba a
muchos
perros en el arte de robar, sin excepción del pachón, que es el
ladrón más
perfecto de la especie canina. El tabaco y los libros eran lo que este animal
buscaba siempre cuando lograba entrar en la casa. Le resultaba difícil
encontrar
el tabaco aunque dispusiera de bastante tiempo para buscarlo antes de que
llegara alguien que la echase a golpes o a puntapiés. Pero los libros
con
frecuencia estaban en las mesas o en las sillas y le era fácil apoderarse
de
ellos. El animal sabía que se conducía mal y que si lo descubrían
tendría que
sufrir las consecuencias, pero era muy astuto y contemplaba la casa desde una
apreciable distancia; al ver o adivinar que no había nadie en la sala,
en el
comedor o en cualquier otra habitación que tuviera la puerta abierta,
entraba
silenciosamente y cuando hallaba un libro lo tomaba apresuradamente y huía.
Llevándolo a los plantíos, lo dejaba en el suelo, le ponía
una pata encima y
comenzaba a arrancarle las hojas, devorándolas lo más rápidamente
que podía
Cuando se apoderaba de un libro no lo dejaba; ni los gritos ni la persecución
lo
hacían soltarlo. Corría hasta conseguir una ventaja de cincuenta
yardas de
distancia de sus perseguidores; entonces se detenía, lo dejaba caer y
empezaba
apresuradamente a arrancar las hojas; cuando uno se acercaba gritando, volvía
a
agarrarlo y huía mientras las hojas del libro le azotaban la cabeza;
en seguida
se alejaba. Cuando ya no pudimos tolerar sus incursiones, la enviaron de nuevo
a
la majada.
Un colono inglés de la Patagonia, en cuya casa me alojé cuando
visité esa
región, tenía en su estancia un guanaco domesticado que mostraba
una costumbre
similar a la de nuestra oveja ladrona de libros. Lo habían cazado cuando
pequeño
y mi amigo lo crió como mascota. Cuando creció andaba con las
ovejas y otros
animales domésticos y era amigo de los perros, pasando la mayor parte
del tiempo
vagando en las llanuras. También recorría la casa, pero debieron sacarlo de allí
a causa de su pasión por devorar cuanta tela blanca de hilo o de algodón
hallaba. Sin embargo, el guanaco era astuto como nuestra oveja y acercándose
a
la casa por la parte de atrás entraba en un dormitorio, huyendo con una
toalla,
un camisón, un pañuelo o cualquier prenda que encontraba, de hilo
o de algodón,
siempre que fuese blanca.
Cierto día mi anfitrión regresó para prepararse para una
reunión y cena en una
estancia vecina, y después de colocar la ropa en la cama pasó
al cuarto contiguo
a tomar un baño caliente. Al volver al dormitorio vio que en ese mismo
instante
el guanaco se apoderaba de su impecable camisa blanca y que huía por
la puerta
abierta. Lanzó un grito estentóreo que no produjo efecto, pero
él estaba
resuelto a no perder su camisa porque en ese momento recordó que era
la única
limpia que tenía. Salió corriendo cubierto sólo por la
toalla y saltando sobre
el caballo que permanecía ensillado junto a la puerta, inició
la persecución. Se
alejó, llamando a los perros para que lo ayudasen a recobrar su camisa.
Sus
gritos hicieron acudir a todos los que estaban por allí y ellos también
montaron
en sus caballos rápidamente y lo siguieron. Delante de todos y conservando
la
distancia corría el guanaco a una velocidad que los caballos no podían
alcanzar,
llevando la camisa sujeta entre los dientes y ondeando al viento como una
bandera blanca. A cada rato se detenía y dejándola caer se apresuraba
a
arrancarle una parte, luego la levantaba y seguía huyendo. Los perros
lo
alcanzaron y brincaron en torno suyo, ladrando alegremente y animándolo
a que
siguiera su carrera y continuara la broma. Era su amigo y compañero de
juegos y
para ellos aquello una alegre cacería simulada por su amo, que era un
deportista, para su diversión. Así llegaron al valle del río,
una vasta llanura,
y continuaron recorriendo cuatro o cinco millas; la camisa ya estaba reducida
a
la pechera almidonada que el guanaco no pudo masticar y tragar. Por fin, la
caza
fue abandonada y mi pobre amigo, sin camisa y llevando sólo la toalla
regresó
triste en medio de sus risueños acompañantes y de muchos perros
que tenían la
lengua afuera y se sentían felices de haber intervenido en una carrera
tan
entretenida.
Volveré ahora al tema que les anuncié: es decir, el corderito
de María. El
animalito, que desgraciadamente había perdido a su madre, era muy pequeño
cuando
mi hermanita, que en aquel entonces contaba pocos años y se dedicaba
a proteger
a los animales abandonados, regresó un día con él del rancho
del pastor. En
estos tiempos de Doris y Doreen raras veces se oye el nombre de Mary, que era
el
de mi hermanita, pero en aquel distante período eran muy comunes los
de Mary,
Jane y Elizabeth. El corderito huérfano se convirtió en su mascota;
sus vellones
de lana eran blancos como la nieve, pero no era extraño, porque todos
los días
lo bañaban con jabón perfumado, le ornaban con cintas el gracioso
pescuezo y con
frecuencia lo adornaban con guirnaldas de verbenas escarlata que brillaban sobre
sus nevados vellones. Era un hermoso animal, manso y suave, que nunca demostró
malas inclinaciones como la oveja ladrona de tabaco y de libros. Mi hermanita
y
el corderito eran muy amigos y como en la vieja canción familiar, el
corderito
la seguía adonde iba. Pero había una grieta en el laúd,
que después se
agrandaría hasta hacer cesar la música. El cordero era muy juguetón
y alegre;
pero su dueña debía también atender a las lecciones y los
deberes y esto no lo
quería comprender el animalito, que con frecuencia retozaba a su alrededor
para
desafiarla en vano a correr; entonces se alejaba para correr o jugar con el
más
pequeño de los cachorros de perros. Ellos le respondían y se divertían
juntos.
Teníamos ocho perros en ese entonces; dos eran pachones y los demás
eran los
perros comunes del país, animales de pelo corto y de la talla de los
ovejeros.
Como todos los canes a los que se permitía vivir su vida, formaban una
jauría
cuyo jefe era el más fuerte. Pasaban casi todo el día tendidos
al sol, en algún
lugar abierto cerca de la casa, profundamente dormidos. Tenían poco que
hacer a
excepción de ladrar cuando se acercaban extraños o ahuyentar el
ganado que
intentaba forzar las cercas para entrar en los plantíos. También
emprendían
cacerías por su cuenta. Eran extraños compañeros de juegos
y amigos de Libby,
como se llamaba el cordero mascota de nevados vellones. Congenió tanto
con los
perros que poco a poco comenzó a pasar el tiempo con ellos, día
y noche. Cuando
se acercaban a la puerta para ladrar, gemir y menear la cola, para llamar la
atención acerca de sus necesidades o para que los viesen, el cordero
estaba
junto a ellos, pero no cruzaba el umbral porque no se permitía a los
perros que
entraran en las habitaciones. Tampoco se aproximaba a su dueña cuando
lo llamaba
y al descubrir que la hierba era su alimento no deseó nada de lo que
pudiera
darle un ser humano. No aceptaba ni un terrón de azúcar! Ya no
era un cordero
mascota, sino otro perro. Por su parte los perros, aunque muy aficionados a
reñir entre ellos, nunca gruñían ni mordían a Libby;
el cordero no trataba de
quitarles un hueso y les servía de mullida almohada cuando dormían
o dormitaban
durante largas horas. Libby, para permanecer con ellos e imitarlos, también
dormía. Es decir, tendido en el suelo simulaba dormir mientras la cabeza
de uno
de los perros se posaba en su cuello que le servía de almohada. Dos,
tres o
cuatro perros que no habían logrado la almohada yacían en torno
suyo, rozando
los vellones con la cabeza. Formaban un grupo muy gracioso. Si se oía
entonces
una aguda pitada o el grito "Arriba y a ellos" el cordero se levantaba
como una
exhalación, abandonando al perro somnoliento, y salía corriendo
de la plantación
para ver qué sucedía. Entonces los perros, despertándose,
echaban a correr y lo
dejaban a unas doscientas yardas atrás.
El cordero se conducía más cómicamente cuando los perros
sufrían sus periódicos
ataques de caza y desaparecían durante medio día para atrapar
vizcachas en la
llanura, como los pachones y otros perros en los cuales persiste el instinto
de
la caza y se alejan de la aldea para cazar o sacar los conejos de sus cuevas.
La vizcacha es un gran roedor que vive en comunidades, en vizcacheras o donde
hay grandes madrigueras, y a los perros del lugar les agrada asaltar esas
fortalezas pero raras veces logran la presa. Un perro no más grande que
un
fox-terrier puede entrar en la cueva hasta encontrar la vizcacha y generalmente
recibe un buen castigo por su temeridad. Nuestros perros se dedican a agrandar
las madrigueras arañando y escarbando la tierra, ladrando furiosamente
al animal
refugiado, que les contesta con extraños sonidos que los perros consideran
como
un insulto, redoblando por eso sus esfuerzos.
En varias oportunidades, cabalgando por la llanura a una o dos millas de casa,
encontré a nuestros perros -toda la jauría acompañada por
el cordero- dedicados
al sitio y asalto de una vizcachera. ¡Qué espectáculo tan
gracioso! Los canes
saltaban, ladraban y meneaban la cola como diciendo: "Estamos en pleno
combate y
no tenemos tiempo para perder en conversaciones amistosas"; y regresaban
apresuradamente a las madrigueras. El cordero también retozaba dándome
la
bienvenida y luego volvía a dedicarse a sus obligaciones. Se dirigía
alegremente
de una a otra madriguera, saltaba sobre los agujeros en forma de pozo y meta
la
cabeza para ver cómo marchaban las cosas, mientras el perro escarbaba
la tierra
tratando de entrar en la madriguera y mantenía el diálogo de amenazas
e insultos
con el animal sitiado.
Aunque para nosotros era una constante diversión la vida canina de Libby,
consideramos que era mejor para el cordero poner fin a aquellas actividades,
porque se mantenía en muy buen estado y cualquier gaucho pobre que se
aproximase
a él y lo viese cazando con los perros a cierta distancia de la casa,
pensaría:
"He aquí un cordero gordo, sin marcar y por lo tanto sin dueño;
aunque esté
acompañado de los perros de Fulano, no es suyo ya que no lleva la marca;
como lo
encontré, es mío. Estoy seguro de que su carne asada será
tierna y sabrosa".
Por eso alejamos a Libby de sus amigos y lo pusimos en la majada, donde
aprendería que una oveja no es un perro.
Creo que hay pocos viejos deportistas, naturalistas y observadores de la vida
animal en general, que no hayan encontrado casos de animales completamente
diferentes, en algunas circunstancias hasta enemigos naturales, que viven y
actúan en completa armonía Esto se observa principalmente en los
animales
salvajes domesticados y amansados. Mientras visitaba a un amigo en la Patagonia,
tuve una gran sorpresa, un día cuando salía de caza con la escopeta, seguido por
los perros, al encontrar junto a ellos un gato negro y ver que al primer disparo
corrió delante para atrapar el pájaro.
Una vieja amiga mía, amante de los animales, recordaba divertida un gato
y un
conejo mascota que había criado juntos desde pequeños y que se
alimentaban con
leche en el mismo recipiente; cuando crecieron compartían el mismo plato.
Era
frecuente verlos cambiar los alimentos:
mientras el gato luchaba con un repollo, el conejo roía un hueso.
Mi amigo, el señor Tregarthen, autor de Wild Life at the Land's End,
me ha
contado amablemente dos o tres casos notables de animales de caza y cazados
que
vivían juntos en feliz armonía. Uno se refería a un zorro
domesticado cazado
cuando pequeño y criado en las perreras junto con los perros zorreros.
Una vez
crecido, su gran diversión, cuando sacaban los perros para hacer ejercicios,
consistía en escapar y dejar que lo cazaran. Cuando lo alcanzaban, se
echaba
sobre el lomo permitiendo que jugasen con él. Nunca lo lastimaron.
También hay dos casos de nutrias criadas desde muy pequeñas con
perros cazadores
de nutrias. En uno de los casos la nutria salía de caza con ellos; en el otro no
los acompañaba o no le permitían hacerlo, pero los perros, aunque
atrapaban su
presa con el celo y la furia natural en ellos, se negaban a mordería
o
lastimarla de ninguna manera. Su camaradería con una nutria causaba un
efecto
psicológico sobre su instinto de cazadores.
XIV
LA LENGUA DE LA SERPIENTE
"Ahora bien", dice Ruskin, "lo primero que debemos preguntar,
a mi juicio, a los
hombres de ciencia, es para qué usa la lengua la serpiente puesto que
no la
utiliza para conversar, para saborear, ni para silbar, según mis conocimientos,
ni para lamer o picar..., no obstante, para quien no la conoce, el pequeño
dardo
vibratorio bifurcado que sale y entra veloz como el rayo es la parte más
asombrosa del reptil; pero ¿de qué le sirve? Casi todos los animales
a excepción
de la serpiente pueden causar daño con la lengua. La mujer veja con
ella, el
camaleón la usa para cazar moscas, el gato roba leche, el 'pholas' perfora
la
roca con ella y el mosquito la emplea para picarnos; pero la pobre serpiente
no
puede causar daño con la lengua y ¿para qué la tiene bífida?"
En este párrafo el estilo del autor y lo inesperado de la burlona respuesta
que
aparece al final, sugiere que en el hombre hay dos clases de lenguas bífidas
y
que una de ellas no sirve para causar daño. En realidad pocos de estos
"dardos
vibratorios bifurcados" aparecieron más inesperadamente en la literatura
como
rayos bífidos y más adecuados para ese fin, que el de Ruskin.
El pasaje es
admirable en su forma y esencia; resplandeciente aun en la brillante conferencia
sobre Olas vivientes de donde se ha tomado y en la cual hay muchas partes
hermosas, otras indiferentes y algunas malas. Pero hay un defecto; después
de
formular la pregunta "a los hombres de ciencia" supone que no hay
contestación
posible; que como se han descartado las teorías de la picadura, del silbido
y de
la lamedura, la lengua de la serpiente no causa daño y es completamente
inútil.
Es esta una deducción muy improbable puesto que es evidente que la serpiente
utiliza su lengua; por ejemplo, la saca y la hace vibrar rápidamente,
pero
ignoramos el motivo. Es verdad que en la larga vida de una especie, un órgano
a
veces pierde su función sin atrofiarse, sino que persiste como un simple
apéndice ocioso; no obstante, es muy improbable que haya sucedido eso
en el caso
de la lengua de la serpiente. La sensibilidad y la extrema actividad de ese
órgano en ciertas oportunidades más bien nos hacen pensar que
sólo ha cambiado
su función original por otra, como ocurrió en el caso de algunos
de los seres
mencionados en el pasaje que citamos.
"Un camaleón", dice Ruskin, "caza moscas con la lengua",
infiriendo que la
serpiente no lo hace. A menudo se ha afirmado lo contrario. El uso principal
de
la lengua bífida, dice Lacepede en su Historia natural de las serpientes
"es
atrapar insectos con ella". Este concepto de la función de la lengua
bífida es
muy común entre los viejos ofiólogos, unido a la creencia de que
la serpiente
devora principalmente insectos.
Aquí no puedo resistir la tentación de citar unas palabras más
referentes a este
tema y que están en la obra de Lacepede -perfecto ejemplo del espíritu
teleológico que floreció hace un siglo en la ciencia y facilitó
las cosas para
el naturalista-. "No debemos asombrarnos", dice, "ante la enorme
cantidad de
serpientes, tanto especies como individuos, que habitan los países
intertropicales. En ellos encuentran la temperatura conveniente para su
naturaleza y las especies más pequeñas hallan abundancia de insectos
que les
sirven de alimento. En esas regiones tórridas, donde la naturaleza ha
producido
una infinita multitud de insectos y gusanos, ha hecho lo mismo con gran cantidad
de serpientes para destruir los insectos y gusanos que de lo contrario se
reproducirían de tal manera que destruirían la producción
de verduras,
convirtiendo las regiones más fértiles de la tierra en áridos
desiertos
inaccesibles al hombre y a los animales; y además, estos insectos nocivos
y
molestos se verían obligados a destruirse entre ellos, quedando sólo
sus
miembros mutilados".
El naturalista francés se detiene aquí horrorizado ante el terrible
cuadro de
desolación que él mismo ha creado.
Al detallar los usos para los cuales la serpiente no emplea la lengua, Ruskin
debiera haber expresado que no se la utiliza como órgano táctil.
Esta es una
teoría muy moderna, una pequeña hipótesis acerca de un
pequeño asunto cuya
historia es rara y divertida. Se presentó al principio como una conjetura,
pero
apenas emitida la aceptaron como un hecho indiscutible algunas de nuestras más
grandes autoridades. Así, el doctor Günther, en su artículo
acerca de las
serpientes en la Enciclopedia Británica, novena edición, dice:
"La lengua es
proyectada hacia afuera para palpar algo y a veces bajo la influencia del enojo
o del temor".
No hay duda de que los que inventaron este uso del órgano fueron inducidos
a
error por la observación de serpientes cautivas, en las cajas de vidrio
o jaulas
que generalmente se utilizan para conservarlas. Al observarlas en esas
condiciones era fácil incurrir en el error, puesto que la serpiente cuando
se
mueve con frecuencia lanza la lengua contra el vidrio. Habría que recordar
que
el vidrio es vidrio, una sustancia que no existe en la naturaleza; que se
necesita una experiencia larga y a veces dolorosa antes que los animales
inferiores más inteligentes comprendan de qué se trata; y que
la lengua sencilla
y delicada tropieza con él por la misma razón que la mosca zumba y que el pájaro
silvestre enjaulado se arroja contra las paredes de la jaula en sus esfuerzos
por escapar. Cuando un animal grande o su presa se acercan a la semiente, en
la
naturaleza, aparece la lengua; cuando el reptil avanza cautelosamente entre
el
pasto, aun sin sentirse alarmado saca la lengua a intervalos frecuentes; pero
puedo afirmar, después de una larga experiencia con serpientes que el
órgano
proyectado nunca toca la tierra, la roca, las hojas o cualquier otra cosa y
que
en consecuencia no se trata de un órgano táctil.
Otra teoría, menos improbable que la que acabamos de citar, es que la
lengua,
sin tocar nada, podría, de alguna manera que ignoramos, servir como órgano
de
inteligencia.
Puesto que los sentidos de la serpiente son defectuosos, cuando en presencia
de
un objeto o animal extraño el reptil proyecta su lengua larga y delgada
no para
palparlo como se ha dicho, ¿no lo hace para probar el aire, para captar
una
emanación del objeto que en alguna forma desconocida pudiera transmitir
al
cerebro su carácter, animado o inanimado, de sangre fría o caliente,
pájaro,
cuadrúpedo o reptil, su talla, etc.? La estructura del órgano
no apoya esta
teoría; no podría percibir una emanación sin órganos
semejantes a los que se
encuentran en las antenas maravillosamente formadas de los insectos y el reptil
carece de ellos.
La lengua de la serpiente podría servir como órgano de Inteligencia
sól6
poseyend9 una sensibilidad a las ondas etéreas y vibraciones de otros
cuerpos
vivientes próximos infinitamente más delicada que la del ala del
murciélago, el
denominado sexto sentido. Repetimos que la estructura de la lengua del reptil
está contra esa hipótesis y si la estructura fuera diferente,
diríamos que
realiza muy mal su función.
Nos queda por considerar otra explicación presentada por dos conocidos
autores
de obras sobre la vida de la serpiente, el doctor Stradling y la señorita
Hopley. Los dos llegaron por separado a la conclusión de que la serpiente
utiliza su lengua como señuelo para atraer su presa.
Uno de ellos tomó la idea de un incidente ocurrido en nuestro Jardín
Zoológico.
Colocaron una gallina en la jaula de la boa para que la comiese y el ave en
seguida comenzó a buscar alimento en el piso de la jaula; la semiente,
aparentemente considerada como un objeto inerte, sacó la lengua y la
gallina se
arrojó sobre ella picoteándola al confundirla con un gusano. Esto
no sucedería
en la naturaleza. La lengua puede parecerse a un gusano ondulante o, cuando
vibra muy rápidamente, a una mariposa que revolotea; pero no podemos
suponer que
la serpiente, por inmóvil que permanezca, aunque en su forma y color se confunda
con el medio ambiente, no sea reconocida como un ente viviente determinado,
por
un pájaro o cualquier otro animal silvestre.
Todo esto nos demuestra que lejos de permanecer en silencio respecto a este
tema, como supuso Ruskin, "los hombres de ciencia encontraron o inventaron
gran
variedad de usos para la lengua de la serpiente. Se la ha considerado
sucesivamente como órgano para cazar insectos, como señuelo, como
órgano táctil
y de alguna manera misteriosa como un órgano de inteligencia En realidad
no es
ninguna de esas cosas y queda libre el camino a nuevas especulaciones.
En innumerables oportunidades observé a la víbora de hoyo común
de la parte
meridional de Sudamérica, que tiene tendencia a la pereza, tendida al
sol en un
lecho de arena o pasto seco, enroscada o extendida en toda su longitud. Al
acercarme a uno de estos reptiles siempre noté que sacaba la lengua;
ese órgano
brillante y ágil era por un rato el primero y único signo de vida
o de
vigilancia del inmóvil reptil. Si yo me quedaba quieto a unas yardas
de
distancia, para observarla, proyectaba la lengua a intervalos; si me aproximaba,
si levantaba los brazos o hacía un movimiento, los intervalos se acortaban y las
vibraciones eran más rápidas, pero la víbora no se movía.
Hasta que no me
acercaba mucho no aparecían otros signos de excitación. En esas
oportunidades la
lengua apenas me pareció ser "el mudo relámpago bífido",
como la denomina
Ruskin; era más bien una lengua que decía algo que aunque no se
ola se
comprendía bien y era fácil de traducir en palabras. Lo que decía
o parecía
decir era: "No estoy muerta ni duermo, no deseo que me molesten y menos
que me
pisoteen; no se acerque, para bien de los dos". En otras palabras, sacaba
la
lengua y la hacia vibrar como una prevención.
Es indudable que toda serpiente venenosa y perezosa tiene más de un método
de
hacerse conspicua y prevenir a cualquier animal pesado que puede dañarlo
al
pasar y pisarla; y me parece que en tales ofidios la lengua se ha convertido
incidentalmente en un órgano de prevención. Por pequeña
que sea, la proyección
de la lengua es el primero de una serie de movimientos de prevención
que pueden
considerarse ventajosos para el animal y a pesar de su pequeñez creo
que en
muchos casos cumple su propósito sin ayuda de esos movimientos más
amplios y
violentos a los que se recurre cuando el peligro apremia.
Los grandes animales, incluso el hombre, al caminar en un espacio abierto ven
el
terreno que hay delante de ellos y todos los objetos, aunque tengan la cabeza
erguida y dirijan la atención a algo distante.
Los movimientos de las piernas, la medida exacta de todo pequeño obstáculo
y
objeto que haya en el camino, lomas, depresiones del suelo, piedras, guijarros,
palos, etc., son casi automáticos; el puma podría no tener en
la mente sino la
presa que divisa a lo lejos, el filósofo pensar solamente en el movimiento
de
las estrellas y estar los dos inconscientes de lo que hacen sus pies, pero lo
mismo deberán ver el terreno pues de lo contrario no podrían andar
tan
suavemente aun sobre una superficie relativamente lisa.
Cuando el hombre u otro animal que avanza de esta manera habitual se acerca
a
una serpiente, que con color y aspecto protectores se halla inmóvil en
el
camino, la ve, pero sin distinguirla como serpiente. La superficie policroma
en
la cual yace y con la que armoniza está inmóvil, en consecuencia
sin vida animal
y ofrece seguridad para pisarla, en un suelo tosco, cubierto de moho, guijarros
y arena, hierbas secas y verdes hojas descoloridas, retorcidas enredaderas y
ramas alabeadas por el sol, de color pardo, gris y moteado. Si en esa superficie
silenciosa se desplaza algo muy pequeño, si se mueve una hoja o vuela
y
revolotea un diminuto insecto, la visión es inmediatamente atraída
a ese lugar y
concentrada en una pequeña área; como a la luz de un relámpago
se ve claramente
todo objeto que esté cerca y se lo reconoce. Los que están acostumbrados
a
caminar mucho en parajes secos y abiertos, en las regiones donde abundan las
culebras, se asombran con frecuencia de Ja manera instantánea en que
algo que
previamente se ha visto como una simple faja o mancha de color oscuro en la
tierra abigarrada, como parte de su forma indeterminada, se ha convertido en
una
serpiente. Una vez que se la ha distinguido como tal, uno la ve tan nítidamente,
haciendo un contraste tan agudo con lo que la rodea, que parece ser
inconfundible. Se preguntan atónitos por qué en esos casos no
la reconocieron
antes. Creo que es la lengua súbitamente, proyectada hacia afuera, reluciente
y
vibrante, la que primero atrae la vista hacia el lugar peligroso, revelando
la
presencia de la serpiente.
Creo que esta prevención es, como ya insinuamos, una utilización
incidental de
la lengua, probablemente reducida y más ventajosa para las víboras
y otras
serpientes venenosas de hábitos letárgicos. En el caso de la culebra
no venenosa
y muy activa, que se aleja para ocultarse a la menor alarma, la lengua sería
de
poca o ninguna utilidad como órgano preventivo. Entre una de estas culebras
y la
amodorrada víbora de pozo existe una gran diferencia de hábitos.
Pero en el
fondo todas las culebras terrestres tienen una disposición semejante,
todas
detestan que las incomoden y sólo se mueven impulsadas por la necesidad;
podemos
imaginar que cuando han adquirido la tremenda arma de un diente letal, cuando la
experiencia comenzó a enseñar a los grandes mamíferos a mirar con desconfianza y
evitar la serpiente, el uso de la lengua como órgano de alarma reaccionaría
sobre la serpiente haciendo cada vez más letárgicos sus hábitos,
tornándola en
realidad tan inactiva como quisiera ser todo reptil.
Supongo que la lengua tiene otro uso más importante, más antiguo
que el de
órgano de alarma, aunque podría datar del período Mioceno,
cuando existía la
forma viperina-este uso de la lengua es común a todos los ofidios que
tienen el
hábito de proyectar y hacer vibrar la lengua cuando están excitados-.
El tema es
un poco complejo, porque tenemos que considerar no sólo la lengua sino
todo el
animal del cual ella es una parte tan pequeña; su originalidad y posición
anómala en la naturaleza y las diversas maneras en que son afectados
por su
presencia los animales que atrapa. Además he pensado en otras dos funciones;
la
primera de ellas a veces, tal vez con frecuencia, forma parte de la otra y se
unifica con ella.
Cuando la serpiente común o anillada persigue a una rana, en la mayoría
de los
casos la caza no tiene éxito sino por la fatal debilidad del batracio
que de
pronto reduce a nada su actividad superior. No hay necesidad de que denote la
presencia de la serpiente para producir el efecto, puesto que cualquiera puede
demostrarlo empujando el bastón en el pasto, a la manera del reptil y
haciendo
que siga los movimientos de la rana, con lo cual, después de vanos esfuerzos
para escapar, el batracio sufre un colapso, extiende las patas anteriores como
si fueran brazos, para implorar piedad, y emite una serie de gemidos lastimeros.
De manera que lo único que se necesita para lograr este resultado es que la rana
note que algo, no importa de qué se trate, la persigue entre el pasto.
Existe
pues aquí, aparte del problema de psicología animal, un pequeño
misterio. Porque
¿cómo es posible que en el curso de incontables generaciones
durante las cuales
la serpiente se ha apoderado de la rana, esta debilidad especial no haya sido
eliminada por medio de la continua destrucción de los individuos más
sujetos a
ella y por otra parte la conservación de los que la poseen en menor grado
o no
la poseen? Al buen darwiniano le resulta difícil creer que la rana es
exclusivamente prolífica en provecho de la culebra más que en
el suyo.
No es necesario sin embargo que nos detengamos en este detalle; hay puntos
vulnerables y débiles en la coraza de todos los animales. Deseo llamar
la
atención al hecho de que, hablando metafóricamente, de todos los
animales que
obtienen su alimento matando a otros, la serpiente es la menos deportiva, que
ha
encontrado y aprovechado sutilmente la ventaja de las más secretas e
insospechadas debilidades de los animales que caza.
Ya nos referimos a cómo la culebra común atrapa la rana, pero
éstas sólo se
hallan en los parajes húmedos y las serpientes abundan en todas partes;
la
sedentaria de las mesetas secas debe alimentarse del pequeño roedor,
del pájaro
y del escurridizo lagarto. ¿Cómo hace para cazarlos? Si consideramos
cuán
vigilantes y rápidos de vista son ellos, creo que la serpiente no puede,
salvo
en algunos casos, acercarse sin ser vista, y tomarlos desprevenidos. Me parece
que en muchos casos lo consigue acercándose a la víctima mientras
parece no
moverse. Esta estrategia no se limita a los ofidios; se halla en gran variedad
de animales en formas diferentes. Tal vez el ejemplo más conocido sea
el de la
araña. La táctica que sigue la araña, en una superficie
lisa donde no puede
ocultarse, consiste en avanzar audazmente hacia su presa y cuando la mosca que
la vigila, desconfiando de su acercamiento, está por volar, ella se queda
inmóvil como antes. Así acorta la distancia poco a poco y la mosca,
volviéndose
a ratos para observar el objeto sospechoso, no huye porque no sabe que se redujo
la distancia. Como siempre ve a la araña inmóvil, sufre la ilusión
de que no se
movió; midió una vez la distancia y no necesita volver a hacerlo;
la mosca,
conociendo su rapidez y potencia de vuelo, se siente completamente segura; así
continúa hasta que por casualidad nota el movimiento de la araña
y emprende el
vuelo instantáneamente, o no la ve y es atrapada. Los gatos con frecuencia
consiguen cazar los pájaros recurriendo a una estratagema semejante.
A diferencia de la araña y el gato, la serpiente no puede dar el salto
final
sino que debe deslizarse hasta estar a distancia prudente; puede hacerlo por
la
facultad de avanzar lentamente y parecer casi inmóvil; la lengua que
saca y
vibra rápidamente cuando se acerca a su víctima, la ayuda a engañar.
Una larga observación me ha convencido de que una serpiente moviéndose
o inmóvil
no es una visión que excita violentamente a los pájaros como
la de un zorro, un
gato, una comadreja, un halcón o cualquier otro animal cuya enemistad
conocen.
Con frecuencia ví pajaritos que se alimentaban a poca distancia de una
serpiente
que veían claramente; además, en tales oportunidades me convencí
de que los
pájaros sabían que la serpiente estaba allí y observé
que levantaban la cabeza a
Intervalos, contemplaban atentamente el reptil y proseguían la búsqueda
de
alimento. Esto demuestra que los pájaros a veces se acercan a la serpiente
y la
miran con poco o nin9ún temor, probablemente con una ligera sospecha
y mucha
curiosidad por su rara apariencia, su semejanza con los vegetales mayor que
con
los animales y por su extraña manera de avanzar. El pájaro, lagarto
o pequeño
mamífero que por casualidad está cerca de una serpiente hambrienta
y vigilante,
cuando la comienza a mirar curiosamente está en inminente peligro de
destrucción
de una de las dos maneras o por una combinación de ellas; en el primer
caso,
puede engañarse con la distancia del objeto sospechoso y ser atrapado
como lo
hace la araña Salticus con la mosca antes de que pueda escapar; en el
segundo,
podría, mientras mira a su enemigo, ser hipnotizado o sufrir un ataque
convulsivo y quedar incapacitado para escapar o ser inducido a arrojarse en
las
abiertas fauces de la serpiente. En los dos casos la lengua de la serpiente
desempeñaría un papel importante. En el primero, el ofidio se
acercaría a su
presunta víctima lenta y constantemente, como si no se moviera; en muchas
oportunidades el movimiento sólo sería delatado por la lengua
que atrae la vista
por sus raros movimientos, sus súbitas apariciones y desapariciones; observando,
no se miraría el largo y sinuoso cuerpo que se desliza lentamente en
el espacio
que los separa; sólo serían visibles la cabeza y el cuello erguido
como los de
una estatua y que parecerían inmóviles. La conducta del reptil
se asemejaría al
truco del fotógrafo para que el niño caprichoso permanezca quieto
mientras le
toma la pose, llamándole la atención hacia un objeto raro o agitando
un pañuelo
sobre la cámara.
Se ha observado que las serpientes avanzan en dirección a sus víctimas
de esa
manera tranquila y sutil. La víctima, pájaro o lagarto, permanece
inmóvil en
actitud alerta, como dispuesto a huir, aunque mirando fijamente la cabeza y
la
lengua vibrátil que se acercan poco a poco. Luego, mediante un rápido
movimiento
del ofidio, éste lo atrapa. Se atribuyen generalmente a "fascinación"
estos
casos y creo que eso es un error.
"Fascinación" es un hermoso vocablo antiguo que prestó
buenos servicios, que
tuvo larga vida y sobrevivió a su mala reputación; pero tuvo sus
defectos en el
mejor momento, al principio expresaba nada más que cosas humanas, por
eso no era
adecuado para lo que se refiriese a las Serpientes y resultaba en cierto modo
equívoco. No podemos adivinar cuál será el futuro uso en
la ciencia. En Francia
se utilizó para describir una forma suave de hipnotismo inducida por
la
contemplación de un plinto brillante y sin duda sería propio aplicar
esta
denominación al efecto calmante v somnífero producido en el hombre
por el espejo
giratorio inventado por el doctor Luys. Mas no es ésta la forma que
nos
interesa. La fascinación de la serpiente es algo muy diferente; no podemos
utilizar ese vocablo dado el actual estado de los conocimientos del tema.
Conocemos una gran cantidad de casos confirmados de fascinación, en los
cuales
las víctimas actúan de muchas maneras, demostrando siempre cierta
inquietud. El
animal hechizado parece tener conciencia de su pérdida de voluntad, como
sucede
con la rana perseguida por la serpiente anillada. Sufre violentas convulsiones,
tiembla, grita o lucha para huir y a veces escapa aterrorizada para volver y
arrojarse tal vez en las fauces del reptil.
Un hermano mío vio una vez un pajarito parecido a una alondra que aleteaba
en
torno de una serpiente enroscada, piando y gritando; el ofidio hacía
vibrar la
lengua y volvía la cabeza, siguiendo los movimientos del pájaro.
Esta es una
forma común, el deseo y vano esfuerzo por escapar. Cuando un animal permanece
inmóvil, sin mostrar signos de inquietud o temor, mirando con atención
a la
serpiente que se acerca poco a poco, no puede achacarse eso a la fascinación
ni
a nada fuera de lo común, sino a curiosidad y, como en el caso de la
mosca
volátil y vivaz y de la araña terrestre, a la ilusión producida
en la mente de
la víctima de que el objeto sospechoso está inmóvil.
Con referencia a la participación de la lengua en la fascinación
sugerida aquí,
apenas puedo esperar que aquellos que han adquirido sus conocimientos en los
libros, en los ejemplares de museo y en la observación del animal vivo
enjaulado, lo consideren como algo más que una suposición improbable.
no basada
en los hechos. Pero me atrevo a afirmar que no les parecerá improbable
a quienes
observaron atentamente el reptil en la naturaleza y se sintieron atraídos
y
asombrados por su raro aspecto. Para pesar, contar, medir y disecar con fines
de
identificación, de clasificación y buscar en los huesos y tejidos las afinidades
ocultas, es necesario observar muy de cerca, pero esto podría ser un
obstáculo
para otros detalles de la investigación. Para conocer a un animal que
goza de
vida y libertad, hay que estudiarlo en medio de la naturaleza en la cual vive
armoniosamente y la imagen que captan la retina y la mente del observador deberá
ser idéntica a la de otros animales silvestres que viven también
en la tierra.
No pretendemos que la lengua sea todo ni el agente principal de fascinación,
sino que es una parte necesaria del reptil y de su extravagancia, que produce
un
efecto tan grande y maravilloso cuerpo alargado, desprovisto de miembros,
flexible, que se desliza tan misteriosamente en la tierra; las relucientes
escamas y el raro moteado brillante u opaco; la cabeza estatuaria, en forma
de
flecha, afilada e inmóvil; los redondos ojos sin párpados, fijos
y brillantes;
la lengua larga y bífida de un negro o carmesí intensos, con su
fantástico
oscilar delante de la boca sin labios; esa es una serpiente y probablemente
no
podríamos omitir ningún detalle del aspecto del funesto reptil
sin alterar el
efecto de su presencia en los otros animales.
Hace unos años, cuando terminé de escribir este articulo que después
fue
publicado en Fortnightly Review, agregué unas notas en mi diario, que
reproduzco
aquí para demostrar que no sobreestimó mi teoría.
Este artículo no era demasiado extenso, pero estoy contento de haberlo
terminado. No porque el asunto no me interesara -por el contrarío, me
atraía
mucho- sino porque al escribirlo eliminaba una dificultad, aliviaba un dolor
y
satisfacía una necesidad. La verdad es que imaginé la utilidad
de la lengua de
la serpiente y que tal vez no sea el verdadero uso, si es que tiene alguno;
pero
cuando se necesita edificar y existen viento o nubes en los cuales construir, lo
mejor es emprender animosamente la construcción. ¿Qué
importa que se derrumbe?
La mere edificación es un placer y la terminación de la estructura
es una
satisfacción en la que se pone algo donde antes no había nada.
El alma
especulativa del hombre aborrece el desierto, los grandes espacios, las aguas
e
islas de la nada. De manera que para ilustrar una cosa tan pequeña mediante
otra
grande -la pequeña lengua oscilante de la serpiente por algo tan grande
que
llena todo el universo la existencia de un medio etéreo es sólo
una ficción de
la mente, una invención para sacarnos de la dificultad o una "teoría
completamente hipotética" como se atrevió a decir uno de
nuestros más grandes
físicos. De cualquier manera, es una mujer pálida y esbelta que
acudió a nuestro
llamado, temblorosa y cubierta con un diáfano velo con seguridad la
mas tenue y
sombría de todas las hijas de la vieja Especulación-. Pero habiéndola
abrazado,
por delgada y pálida que fuese, la imaginamos bella, la amamos profundamente
y
nos sentimos satisfechos con su consuelo, aunque éste tenga la consistencia
del
vello del cardo.
15
LO EXTRAORDINARIO DE LA SERPIENTE
Los pasajes siguientes de la Reina del aire, que se refieren al mito de la
serpiente, al extraño aspecto del ofidio y a su manera de propulsión,
además de
su gran belleza tienen una relación especial con el tema de este capitulo.
Al
glosarlos, sigo el método de Ruskin cuando en sus conferencias de historia
natural en Oxford consideraba en cada caso, primero "los hermosos pensamientos
emitidos con referencia al animal" de que se tratase. Creo que sería
difícil
encontrar un pasaje más hermoso que el de Ruskin acerca del tema, a menos
que
fuese el famoso fragmento relativo a la naturaleza divina de la serpiente y
de
su familia, de Sanchoniathon el fenicio, que floreció hace treinta siglos.
Es
verdad que algunos sabios afirman que nunca floreció y que ni siquiera
existió;
pero los doctos discrepan en este punto; aunque, de todos modos, el fragmento
existe y lo más probable es que fuera escrito por alguien.
Escribe Ruskin:
Prosiguiendo, en la serpiente nos acercamos a la fuente de un conjunto de mitos
de difusión mundial basados en grandes instintos humanos comunes... Existen
esos
mitos naturales.. . las oscuras frases de los hombres pueden ser difíciles
de
leer y no siempre vale la pena leerlas; pero las oscuras expresiones de la
naturaleza probablemente se aclararán para ser estudiadas y ciertamente
valdrá
la pena leerlas. Sin duda, toda guía hacia el sentido correcto de los
mitos
humanos y variables dependerá probablemente de nuestro acercamiento al
sentido
de los naturales e invariables.
¿No existe realmente lengua, sino el mudo relámpago ahorquillado
de sus labios
en ese arroyo de horror que se desliza sobre la tierra? ¿Por qué
ese horror?
Todos lo sentimos, y sin embargo, ¡cuán imaginario es, cuán
desproporcionado a
la verdadera fuerza del ofidio!... Pero ese horror proviene del mito, no de
la
serpiente... ; es la fuerza del elemento básico la que es tan terrible
en el
reptil; es la omnipotencia de la tierra... Es un divino símbolo del poder
demoníaco de la tierra, de la naturaleza terrestre.
Refiriéndose al cuerpo del animal, dice:
Ese arroyuelo de plata pulida, ¿cómo pensáis que fluye?
Rema literalmente en la
tierra y cada escama es un remo; muerde el polvo con las arrugas del cuerpo.
Observadla moverse lentamente; es una ola, pero sin viento; una corriente sin
cataratas, todo el cuerpo se mueve en el mismo instante, una pata a un lado
y
otra a otro, un poco hacia adelante y el resto de la espiral hacia atrás;
todo
con la misma calma y de la misma manera; sin contracción ni extensión;
una
marcha silenciosa de anillos consecutivos, una procesión espectral de
polvo
moteado, con la muerte en los colmillos y el disloque en los pliegues.
Asustadla: la ondulante corriente se convertirá en una flecha enroscada;
la ola
de vida envenenada azotará el pasto como una lanza arrojada.
Agrega: No puedo comprender este movimiento de avance de la serpiente",
lo que
no es raro viendo que Salomón, el sabio, encontró "en forma
de una serpiente
sobre una roca" una de las tres maravillas que engañaron su intelecto.
Y antes
de Salomón, el viejo fenicio escribió que Taautus consideraba
a la serpiente
como el más inspirado de los reptiles, de ardiente naturaleza porque
demuestra
una 'increíble celeridad moviéndose sin manos ni pies. Gracias
a los modernos
anatomistas, esto ya no es un enigma para nosotros; pero aquí no nos
interesa el
aspecto mecánico sino solamente la sensación de extrañeza
y misterio producida
en la mente por la marcha aparentemente automática de los anillos del
ofidio.
Pasemos desde Coniston, en Inglaterra, donde las serpientes son pocas y
diminutas, al pinar del Nuevo Mundo, donde habita la famosa Pituophis
melanoleucus, la serpiente de los pinos. Este es el ofidio más grande,
activo y
hermoso de Norteamérica, que llega a tener diez o doce pies de largo,
con una
brillante piel de color crema suave en la cual se ven, muy a la moda de Dolly
Varden, manchas o pintas que al comenzar en el cuello son de un color pardo
oscuro intenso o chocolate, pero hacia la cola se aclaran hasta el castaño
claro. Un Ruskin local, el reverendo Samuel Lockwood, enamorado de las
serpientes, tenía algunos de estos reptiles en su casa y refiriéndose
a sus
maravillosas hazañas musculares, escribe lo siguiente:
Debido a este dominio de sus músculos la serpiente de los pinos puede
realizar
algunas evoluciones que no sólo son hermosas sino tan complicadas y delicadas
como para hacerlas parecer imbuidas de la naturaleza que denominamos espiritual.
Con frecuencia he visto a la Pittiophis tendida en flojas espirales, con la
cabeza en la central, despertarse después de un prolongado reposo y comenzar
a
mover sus curvas empeñando el cuerpo en confusos movimientos, sin salir
ni
desviarse de la complicada figura marcada en el piso. Observando esta intrincada
armonía de movimiento, pensé en la visión de ruedas místicas
del profeta.
Aquellas espirales giratorias, "su aspecto y su movimiento eran como si
estuviera una rueda dentro de otra"... Los movimientos de una serpiente
nunca se
inician en un extremo como en una cuerda, transmitiéndose luego al otro;
ni es
el movimiento semejante a las ondas de energía transmitidas a través
de una
cinta que vibra en el aire. El movimiento consiste en innumerables unidades
de
actividad intelectual, reguladas y controladas todas por una voluntad individual
que se percibe en cada curva y cada línea. Existe alguna semejanza con
las mil
actividades personales de un regimiento, vistas en sus evoluciones. Toda esta
perfección de control de tantas actividades complicadas, es verdadera,
ya sea
que la serpiente, como un ogro, triture los huesos de su víctima o que
efectúe
sus inimitables evoluciones como un animal desprovisto de miembros. A nuestro
criterio la serpiente aparece como una paradoja entre los animales. Hay en ella
mucho que aparece contradictorio. Una vez sujeta a su presa como con fajas de
hierro; otra, asume la postura de una estatua; después efectúa
movimientos tan
intrincados y delicados que el flexible reptil parece un hilo encarnado. En
este
ofidio toda la armonía parece haber sido hecha a un lado. ¡Tanta debilidad y tal
fuerza; tanta suavidad y tal espíritu de venganza; tanta belleza y sin
embargo
tan repulsiva, causante de fascinación y terror; no hay que sorprenderse
de que
ya sea serpiente o pitón, figure en los mitos de todas las edades y en
la
literatura mundial! ¡Sí, en los mejores y peores pensamientos del
hombre!
En la literatura de todo el mundo, es verdad; pero no permitamos que nadie se
aleje con la idea de que se pueden hallar en cualquier parte joyas de esta clase
y vaya a buscarlas, puesto que por cada una que las iguale en esplendor, se
cargará con muchos quintales de guijarros.
Lockwood recordó las místicas ruedas de las espléndidas
imágenes de Ezequiel
"porque el espíritu del ser viviente estaba en las ruedas".
Su delgado y hermoso
cautivo podría también asemejarse a la serpiente del sueño
de Shelley, en la
Bruja de Atlas.
En la llama
de sus propios volúmenes envuelta.
Tenía abundantes razones para admirar los intrincados y delicados movimientos
del ofidio cuando apareció como "un tenue hilo encarnado",
después de haber
observado sus diferentes movimientos y su terrible poder. La había visto
extendida, aparentemente dormida en el piso de su jaula, cuando una rata
colocada allí corrió sobre ella, pero no con la rapidez suficiente,
porque con
la celeridad del rayo ella se enroscó alrededor de la rata, en vueltas
cerradas
como una mano que aprieta la otra al exprimir un limón, hasta que los
huesos del
roedor crujieron. Entonces lo soltó en el piso, muerto, aplastado y
flojo, y
habiéndose vengado de aquella afrenta, la serpiente continuó su
interrumpido
reposo. Con la electrizante celeridad mortal y las confusas evoluciones también
contrastaba otras veces su inmovilidad estatuaria, cuando, con la cabeza erguida
y proyectada hacia adelante, permanecía durante horas con los brillantes
ojos
fijos en algún objeto que alarmaba o excitaba su curiosidad.
Este poder de continuar inmóvil, con la cabeza levantada y proyectada
hacia
adelante por tiempo indefinido es una de las proezas musculares más maravillosas
de la serpiente y de gran importancia para el animal cuando fascina a sus
víctimas, y cuando imita un objeto inanimado, como por ejemplo el tallo
y
pimpollo de una planta acuática; nos referimos aquí solamente
al efecto que
produce en la mente humana, acentuando la rareza del reptil. En esta actitud,
con los ojos redondos sin párpados fijos en el rostro del espectador,
el efecto
podría ser curioso y peligroso.
Ernesto Glanville, escritor sudafricano, describe su experiencia. Cuando joven
frecuentaba el matorral en busca de caza y en una de esas solitarias excursiones
sentóse a descansar a la sombra de un sauce, a orillas de un arroyuelo
poco
profundo, sentado allí, apoyando la cara en la mano, se sumió
en un ensueño
juvenil. Momentos después percibió vagamente que en el blanco
lecho arenoso se
hallaba una larga línea negra que no estaba allí antes. Continuó
mirándola un
rato sin darse cuenta de qué era; pero de pronto, con un estremecimiento,
apercibióse de que estaba mirando una gran serpiente.
Inmediatamente, sin movimiento aparente -actuó con tal silencio y suavidad-
el
reptil sacó la cabeza fuera de la superficie del agua y permaneció
allí erecta y
silenciosa, con sus ojos relampagueantes fijos en mí, preguntándose
quién era
yo. Se me ocurrió que aquélla seria una buena oportunidad para
probar el poder
de la vista humana sobre una serpiente y me dediqué a mirarla. Fue un
esfuerzo
ridículo. La broncínea cabeza y el musculoso cuello en cuyo derredor
el agua
fluía sin formar ondas parecían esculpidas en piedra, y los crueles
ojos sin
párpados, con una luz. que aparecía y desaparecía, parecían
más brillantes
cuanto más los miraba. Gradualmente me dominó una sensación
de temor enfermizo,
de haber cedido a la cual habría quedado impotente para moverme; pero,
gritando,
di un salto y asiendo una rama caída de un sauce, ataqué al reptil,
poseído de
una especie de furia ... Probable- mente la idea del Icanti se originó
en una
experiencia semejante de un nativo.
El Icanti, debemos explicarlo, es un ser poderoso y maligno que toma la forma
de
una gran serpiente y permanece de noche en un estanque oscuro y profundo; si
un
hombre se acerca a él incautamente y mira el agua, permanecerá
retenido allí por
el poder de los grandes ojos relucientes y será luego arrastrado contra
su
voluntad, impotente y. mundo, para desaparecer al fin en las negras
profundidades.
No menos extraño que la inmovilidad estatuaria de la serpiente, cuyo
efecto es
acrecentado y se torna más misterioso por la lengua trémula y
ondulante que
aparece de súbito a intervalos, como el relámpago en el borde
de una nube
inmóvil, es esa especie de movimiento progresivo tan constante y lento
que
resulta apenas perceptible. Mas ya me he referido en el capítulo anterior
a éste
y otros puntos relativos a las rarezas de la serpiente. Aun en nuestras
condiciones de autoabsorción y alejamiento del hábito mental de
considerar a la
naturaleza como algo exterior a nosotros y que interesa sólo a los hombres
de
mentalidad inquisitiva- esta cualidad del ofidio puede afectarnos poderosamente.
En el pasado, la antropología nos explicó cuán grande
fue su efecto sobre las
razas primitivas y qué grandes cosas resultaron de ello cuando los diseminados
hilos flotantes de todas las sensaciones y experiencias raras, todas las cosas
inexplicables, fueron reunidos formando la policroma trama, primorosamente
entretejida, de la religión.
En la historia de la paleontología hemos visto que cuando se descubrieron
los
restos fósiles de un animal extinguido desde hacía mucho tiempo,
en una región
tal vez aún habitada por uno o más representantes de especies
primitivas, los
naturalistas llegaron a la conclusión de que ese tipo era propio de la
región;
pero después se descubrieron nuevos restos en otros parajes muy distantes,
y
otros más, hasta que se estableció que el tipo que se creyó
local en cierta
época, se distribuía en una amplia zona del mundo habitable. Algo
semejante
sucedió respecto a la extensión de la superficie en la cual aparecieron
evidencias de la adoración de la serpiente, mediante las investigaciones
realizadas en la primitiva historia de la humanidad. Este culto existió
en
Fenicia, India y Babilonia, y en forma más moderada en Grecia e Italia,
en
Europa; se extendió a Persia y, poco a poco, a Cachemira, Camboya, el
Tibet,
China, Ceylán y los calmucos; en Lituania era universal; fue observado
en
Madagascar y Abisinia; el área donde floreció y aún se
practica, en África,
crece cada vez más, prometiendo abarcar todo el continente; a través
de
Atlántico se extendió en gran parte de América del Norte,
Central y del Sur,
existiendo todavía entre algunas tribus, como en Egipto, India y China.
Mientras
tanto, la superficie sobre la cual se esparció en Europa también
se amplió;
entre los que alguna vez consideraron a la serpiente como un animal sagrado,
se
incluyen los godos, celtas británicos, escandinavos, estonianos y finlandeses.
No seria aventurado afirmar que en cada parte de la tierra habitada por la
serpiente, este reptil fue, en otra época, reverenciado por el hombre.
No deseo profundizar más de lo que me obliga el tema en el asunto de
la
adoración de la serpiente, sobre el cual se han escrito muchos libros
y
centenares de trabajos. Mi tema principal es la serpiente y el efecto que
producen en la inteligencia humana su aspecto y facultades únicas. Al
mismo
tiempo, los dos asuntos están tan estrechamente relacionados que no podemos
tratar uno sin tocar el otro. Se observa que las opiniones de las autoridades
se
hallan divididas en cuanto al origen de esta clase de adoración; algunos
sostienen que surgió en un centro -Fergusson llega a indicar el lugar
preciso-
desde donde se ha extendido a otras regiones y eventualmente a toda la tierra;
otros, por el contrario, creen que se inició espontáneamente en
muchos lugares y
en diferentes períodos.
Creo que la solución de este problema se encontrará en nosotros,
en el efecto
que nos produce la serpiente. Mucho se obtendrá con la experiencia y
la
observación personal y con Ja estrecha atención a nuestras sensaciones.
Así como
el individuo que ha pasado la edad media o llegó a la vejez ha sobrevivido
a
muchas condiciones mentales y físicas que cuando las recuerda parecen
representar identidades separadas, y sin embargo ha conservado dentro de él
algo
de ellas -de la adolescencia, la niñez, y hasta de la infancia un algo
inextirpable que corresponde a la imagen brillante o confusa que existe en su
memoria, así heredamos y retenemos algo de nuestros olvidados progenitores,
las
viejas emociones y formas antiguas del pensamiento de razas que nos han
precedido por siglos y miles de años.
En el capítulo siguiente, que trata de la irracional enemistad del hombre
hacia
la serpiente, diremos más sobre este tema; sin embargo, con riesgo de
superponer
algo, me referiré aquí un poco a mis anteriores experiencias
que sirven para
ilustrar la conocida doctrina biológica de que los antiguos caracteres
del
organismo tienden a reaparecer durante un tiempo en los hijos. En el cachorro
humano, las fajas mentales son muy perceptibles. Desde el punto de vista
estético, es decir, de nuestra estética, no hay mucho para elegir
entre un niño
inglés, sea de ascendencia aristocrática o plebeya, y uno maorí,
patagónico,
japonés o groenlandés. Tal vez este último sea el más
pesado, lo ignoro. Después
de los cambios de los rasgos y la expresión, cuando han pasado la infancia
y la
tierna niñez, todavía poseen una mentalidad similar. La semejanza
de todos los
niños del mundo nos choca profundamente a veces. Cierto día observé
un grupo de
una docena de niños que jugaban en un pequeño parque de Londres;
la vista del
cielo y del césped los hizo enloquecer súbitamente de alegría.
Al contemplarlos,
no pude evitar reírme al recordar de pronto que una vez había
visto un grupo de
niños más o menos de la misma edad que éstos, en una región
distante, jugando
con la misma rudeza y de la misma manera, con agudos gritos de excitación;
¡y se
trataba de hijos de salvajes, los nómadas tehuelches de la Patagonia!
En algunas tribus salvajes, los adultos tienen un carácter invariablemente
sombrío y taciturno -"el niño fluctuante que sobrevive en
el hombre" sería para
ellos un fenómeno tan asombroso como una criatura con la melodiosa garganta
de
un Rubini o con un par de alas purpúreas en los hombros-. Los niños
de este
pueblo permanecen silenciosos y sin sonreír entre tos mayores, en la
casa, como
si hubiesen heredado la carga de una eterna preocupación desde su nacimiento;
pero diariamente los graves chiquillos encuentran una oportunidad de escapar
y
cuando hallan un espacio oculto en el bosque, fuera del alcance del oído
de los
que permanecen en la aldea, se produce una súbita transformación;
están fuera de
la escuela y son tan alegres y chillones en sus juegos y batallas simuladas como
cualquier grupo de niños traviesos liberados de sus lecciones en nuestra
tierra.
Podríamos llenar muchas páginas' con casos similares. Cuando consideramos
qué es
la ley y que el período durante el cual existió la especie humana
en cualquier
clase de civilización, cumpliendo sus condiciones, es muy breve comparado
con su
larga vida de simple barbarie, seria raro que no encontrásemos en el
niño
civilizado el representante psicológico del hombre primitivo. No buscamos
las
emociones y hábitos heredados o tradicionales propios del adulto. Están
latentes
en él las facultades mentales superiores desarrolladas en un estado
social
avanzado. Por el contrario, sus sentidos y facultades mentales inferiores están
en optimas condiciones; en la agudeza de los sentidos, en la viveza y
durabilidad de las impresiones producidas en él por los estímulos
externos; en
su proximidad o unidad con la naturaleza, que resulta de su facultad mítica
y en
la rápida respuesta del organismo a los cambios exteriores, es como
los
animales. Su mundo es pequeño, pero el brillante espejo de su mente lo
ha
reflejado tan claramente con todo lo que contiene, desde el sol, las estrellas
y
las nubes que flotan en lo alto a las partículas suspendidas en el rayo de luz y
las hojillas de hierba y los finos granos de arena amarilla que pisa, que lo
conoce tan íntimamente como si hubiera existido en él durante
mil años.
Cualquier cosa que sea rara y extraña o fuera del acostumbrado orden
natural y
opuesta a su experiencia, lo afecta poderosamente, excitando la sensación
del
misterio que después queda ligada al objeto. Recuerdo que siendo niño,
un
muchachito, experimenté esa sensación al ver crecer setas en una
cadena de
enormes eslab9nes, en un prado; también cuando vi encogerse y palidecer
una
sensitiva al contacto de mis dedos. Otras plantas y flores me dieron una
sensación de misterio del mismo modo, y en todo el mundo, en las razas
inferiores o salvajes, las plantas de formas raras son contempladas a menudo
con
supersticioso temor o veneración. Algo de esto -la facultad del hombre primitivo
y del niño queda en nosotros, aun en el intelectual. Se refiere la historia
de
un ateo que al regresar de una exposición de orquídeas dijo que
se había
convertido y creía en la existencia del diablo. La causa de ese chiste
era un
sentimiento que él quizá conocía poco.
Pasemos de las plantas a los animales. Cuando niño me sentí profundamente
conmovido al encontrar por primera vez un gran búho. Exploraba yo una
parte poco
alumbrada de un granero cuando al curiosear dentro de un casco vacío
encontré
sus ojos fijos en mí -era un raro y monstruoso pájaro, con el
plumaje leonado
moteado de negro, con una cara circular y pálida y un par de grandes
ojos
amarillos luminosos-. Mis nervios se estremecieron y se me erizó el cabello
como
si hubiese sufrido una descarga eléctrica. Recordando esta experiencia,
la
nitidez de la imagen grabada en mi mente y la sensación de misterio durante
tanto tiempo después asociada a este pájaro, no parece extraño
que entre todas
las razas de todas partes del globo se lo considerase como algo más que
un ave,
un ser sabio, algo maligno y espectral, un mensajero de la tierra de los
espíritus, un profeta de muerte y desastre; una hermanita o algún
otro pariente
del diablo; el mismo diablo; también, como en Samoa, un dios encarnado.
Tanto su
grito como su extraña apariencia tienen sin duda gran relación con la reputación
sobrenatural del búho. Es el primero de una legión de demonios
alados,
fantasmas, brujas y otros seres etéreos, generalmente pájaros
nocturnos con
gritos y notas que se parecen a la voz humana al expresar la agonía física,
el
pesar incurable, la desesperación y el frenesí, siempre con algo
de etéreo y
ventriloquial que acentúa su carácter misterioso y terrible; y
los pájaros que
emiten esos sonidos son de muchas familias: chotacabras, garzas, ralís,
tordos,
colimbos, somorgujos y otros.
Pero por grande que sea el búho entre los pájaros que han sido
considerados como
sobrenaturales o ligados con los poderes invisibles, nunca llegó a la
altura de
la serpiente a ese respecto; sólo posee su curioso aspecto, el vuelo
silencioso
y la voz sobrenatural; la serpiente posee muchas cualidades y más
impresionantes. La primera y principal es la fuerza y persistencia de la
impresión que produce su rareza, y sus movimientos hermosos, infinitamente
variados y automáticos para la mente no científica; su silencio
espectral y su
sutileza; su infinita paciencia y vigilancia y el poder de continuar con la
cabeza erguida y el cuello rígido, como si estuviese petrificada, durante
largo
rato; su maravillosa quietud cuando yace días enteros al sol o a la sombra,
en
el mismo sitio, como si estuviese sumida en un profundo sueño perpetuo-
pero
eternamente despierta, sin embargo, con los brillantes ojos abiertos fijos en
quien la mira. Una sensación de misterio se asocia a su apariencia, y
cuando se
la contempla habitualmente con esa aprensión, parecen armonizar con su
rareza y
hallarse fuera de lo común otras facultades y cualidades que posee: su
periódico
rejuvenecimiento; el poder de existir sin alimentos y sin sensible disminución
de las fuerzas por tiempo indefinido; la facultad de fascinación, un
poder
milagroso sobre los animales inferiores comunes; el poder mortífero de
su veneno
y la fulminante rapidez de su ataque que nunca dirige contra el hombre, excepto
en venganza por un insulto o daño. A esta inofensividad de la serpiente
letal,
unida a su hábito de penetrar en las habitaciones humanas, en las que
se desliza
como un fantasma, puede achacarse la noción de amistad y tutela y su
poder y
sabiduría sobrenaturales; la creencia de que era una reencarnación
del alma de
un difunto, un mensajero de los dioses y, finalmente, el Agathodaemon de tantas
tierras y tantas razas humanas.
La extrañeza de la serpiente y su adoración se presentan así
como causa y
efecto. Ahora bien, existe otro efecto, tan ligado al que estuvimos considerando
que este trabajo podría resultar incompleto si no lo citamos -me refiero
a la
creencia ampliamente difundida de la existencia de serpientes de gran tamaño
y
poder sobrenatural; en muchos casos los demonios o espíritus guardianes
de ríos,
lagos y montañas. Dada la profunda veneración por la serpiente
natural y el
estado mental en que la facultad mítica es muy fuerte, los hombres imaginan
tales monstruos en ciertos aspectos de la naturaleza coincidentes con
determinados estados de ánimo; y los demás creen en lo que una
persona vio y
relató, como si se refiriese a un árbol, roca o nube singulares
que hubiese
visto; y al creerlo también esperarán verlo, y excitados por ¡a
expectativa
probablemente lo verán al presentarse tal estado de ánimo.
Hasta para nuestra visión depurada y purificada, la naturaleza está
plena de
sugestiones de la serpiente -es decir aquellos que están familiarizados
con la
forma de la serpiente se hallan profundamente impresionados por su rareza-.
Ruskin calificó a la serpiente de "ola viviente" y compara
su movimiento a "una
ola sin viento". En muchos aspectos el mar se asemeja al ofidio, especialmente
cuando sube la marea en un día sereno, cuando las olas se suceden elevándose
serpenteantes, deslizándose hacia la costa en silencio y misteriosamente,
para
romperse espumosas en la baja playa, retirándose con un prolongado silbido
hacia
la profundidad. Repetimos, comparó a la serpiente en movimiento con
una
"corriente sin catarata". Antes de haber leído a Ruskin o de
conocer su nombre,
la rápida corriente de un arroyuelo poco profundo me recordaba en innumerables
oportunidades a una serpiente que se moviera rápidamente. Cuando se aleja
velozmente el reptil, al mirarlo desde arriba su apariencia varia desde un
cuerpo angosto que avanza en una línea sinuosa hasta una ancha faja recta
en la
que las curvas internas y externas aparecen como líneas curvadas en la
superficie y las manchas y pintas coloreadas parecen líneas cortas. La
corriente
poco profunda que cubren los guijarros muestra un aspecto semejante en su
superficie que se desplaza rápidamente, las ondas se presentan como líneas
oblicuas claras y oscuras que se cortan, se cruzan y se mezclan unas con otras.
Observados desde una elevación, todos los ríos ondulan entre las
tierras bajas,
resplandeciendo entre los verdores, los grises y pardos de la tierra, se
asemejan a la forma de la serpiente y aparecen como infinitos reptiles que yacen
cruzando el orbe. Probablemente esta configuración y brillo de los ríos,
así
como el movimiento parejo y silencioso del agua corriente, han dado origen entre
las muchas tribus salvajes a la creencia en enormes serpientes acuáticas,
como
la de la estupenda Madre de las Aguas, que se supone yace extendida en el fondo
del Amazonas, Orinoco y otros grandes ríos de América del Sur
tropical. La boa
de río de estas regiones es probablemente la serpiente más grande
del mundo,
pero es un pequeño reptil comparada con el fabuloso monstruo que yace
bajo las
aguas; comparativamente tan pequeña que podría considerársela
como uno de los
invisibles monstruos recién nacidos.
También en el efecto hipnótico producido por el agua límpida
y profunda cuando
se la mira fijamente y durante largo rato, hay algo que podría haber
dado origen
a la superstición africana del Icanti, que ya hemos citado. Entre algunas tribus
norteamericanas existió también la creencia en una serpiente
de enorme tamaño
que reposaba en el fondo de un río o lago y subía una vez por
año a la
superficie, mostrando una espléndida piedra brillante en la cabeza.
Las montañas también tienen sus guardianes en forma de serpientes;
así, las
tribus de las cercanías creían que una enorme camoodi o boa posaba
sus espirales
de leguas de largo en la meseta de la montaña de Roraima, en Venezuela.
Se
trataba sin duda de una serpiente de nubes y bruma; del blanco vapor que
formándose en la cima descendía en largas espirales o se deslizaba
hacia la
tierra a lo largo de las profundas grietas que abundan en las pendientes.
Podríamos exponer otras creencias similares y esbozar otras semejanzas
de la
naturaleza con la forma y movimiento de la serpiente, pero ya hemos dicho
bastante de este punto. Si se debe a estas semejanzas que el salvaje esté
dispuesto a ver que la vida y el espíritu inteligente que atribuye a
la
naturaleza y a los objetos naturales, asumen la forma de serpientes, ¿no
podríamos creer que los mitos de la serpiente de las antiguas razas civilizadas
tuvieron el mismo origen? Sin duda en muchos casos, con el desarrollo de los
poderes de razonamiento y la decadencia de la facultad mítica, la leyenda
cambiarla un poco de forma y se embellecería y tal vez llegó a
ser considerada
como meramente simbólica. Pero el simbolismo no existe entre los bárbaros
y los
salvajes; sólo llega cuando el intelecto ha progresado lo suficiente
para
enamorarse de las sutilezas. Cuando los salvajes shawness oyeron en el trueno
el
silbido de una gran serpiente y vieron en el relámpago un ígneo
reptil que
descendía hacia la tierra, lo que vieron y oyeron era real -tan real
como la
serpiente de cascabel-. Lo mismo podría decirse de la monstruosa serpiente
de
los iroqueses y algonquinos, que tenía en la cabeza una piedra preciosa
por
corona y la poderosa Onnient de los hurones, que lleva en la cabeza un cuerno
con el que puede perforar las rocas y colinas.
Más grandes que éstas (como los dioses son más grandes
que los héroes>, eran a
su vez algunas serpientes de la antigüedad, y también ellas tuvieron
una
influencia mucho mayor en el destino humano; pero sus orígenes fueron
probablemente los mismos, solamente las raras creaciones del mito y de la
imaginación de la mente primitiva: la Cihua Cohuati, "la mujer serpiente"
y
madre de la raza humana; la serpiente de Edda, que rodeaba el mundo; la persa
Ahriman, "la vieja serpiente con dos pies" que sedujo a Mechia y Mechiana,
el
primer hombre y la primera mujer; y, la más horrible de todas, Aphophis,
"la
destructora, la enemiga de los dioses y devoradora del alma de los hombres;
que
habitaba en el misterioso océano en el cual el Boris, o bote del sol,
era
tripulado por los dioses durante las horas del día y de la noche, en
la bóveda
celeste".
XVI
LA SERPIENTE MAGULLADA
Algunos afirman que nuestro aborrecimiento hacia la especie de las serpientes,
el sentimiento no discriminado que abarca tanto la inocua como la dañina,
es
instintivo en el hombre. En nosotros sobreviven muchos impulsos primitivos y
animales, de los cuales éste podría ser uno, arguyen ellos. Se
sabe que la vista
de una serpiente afecta a muchas personas, especialmente a los europeos, de
manera violenta y repentina, con un estremecimiento de los nervios como si un
millón de mensajes de gran importancia fuesen transmitidos desde el centro
de la
inteligencia a todas las partes externas del reino corporal; en la mayoría
de
los casos estas sensaciones de alarma, horror y disgusto, se hallan acompañadas
o son seguidas Instantáneamente por un acceso de furia, un poderoso impulso
de
aplastar el ofensivo reptil hasta matarlo. Lo común de este sentimiento
y su
violencia tan desproporcionada al peligro de ser atacado, le dan el aspecto
de
un verdadero impulso instintivo; no obstante, esto podría resultar engañoso.
El
temor es la menos racional de todas las emociones, cualquiera que sea su causa;
y las acciones de una persona muy excitada por él se parecerán
mucho a las de
los animales inferiores.
Darwin, basándose en pequeñísimas evidencias, afirma que
los monos demuestran un
temor instintivo o heredado hacia las serpientes. Muchos calificarían
de
superflua una investigación ulterior en el asunto; porque, arguyen, si
los monos
temen tanto a las serpientes, nosotros, como monos evolucionados, debemos
contemplarlas con una sensación de idéntico carácter y
origen. Poder rozar así
con la gracia y celeridad de la golondrina estos problemas oscuros y quizás
insondables es un hecho aparentemente muy popular. Lo que se hace con facilidad
siempre se realizará con placer ¿y qué puede ser más
fácil o agradable que
discurrir de esta manera: "El temor a las serpientes es meramente otro
ejemplo
de recordación histórica, que rememora una época en que
el hombre, como sus
primitivos antepasados, los monos antropoides, era selvático y solitario;
un
potente trepador de árboles cuyos dedos eran mordidos con frecuencia
por las
culebras que moraban en los nidos de los pájaros, y que a veces era tragado
entero por colosales serpientes que habitaban entre los árboles"?
El temor instintivo a los enemigos, aunque bien definido en los insectos hacia
otros animales inferiores de la escala orgánica, es excesivamente raro
entre los
vertebrados superiores; tan raro como para inclinar a dudar de su existencia,
a
cualquiera que haya hecho un verdadero estudio de sus actos. Los autores de
zoología tienen la costumbre de confundir el temor instintivo o heredado
con el
tradicional, siendo este último el temor hacia un enemigo que los jóvenes
aprenden de sus padres o de otros adultos con quienes viven. El temor es
contagioso; la alarma de los adultos se comunica a los jóvenes, resultando
de
ello que el objeto que la produjo persiste como motivo de terror. No sólo
en
este tema de las serpientes y monos sino también respecto a otros seres,
Darwin
afirma que en los vertebrados superiores el hábito de temer a un enemigo
particular se hace rápidamente instintivo y Herbert Spencer aceptó
sin reparos
esta falsa inferencia, porque estando obligado a estudiar las costumbres de
los
animales en los libros, se hallaba en cierto modo a merced de aquellos que los
escribieron.
A menudo se estableció en narraciones de viajes por las zonas menos pobladas
de
Norteamérica que todos los animales domésticos con excepción
del cerdo sienten
un temor instintivo por la serpiente de cascabel; que conocen su zumbido y
también pueden olfatearía a cierta distancia, deteniéndose
instantáneamente
temblando de agitación. El temor es verdadero; pero, ¿por qué
instintivo? Hace
un tiempo, mientras volvía a leer un libro de viajes muy interesante,
llegué a
un pasaje descriptivo del agudo olfato y sagacidad del caballo nativo; el autor,
como un ejemplo de ello, refería que frecuentemente mientras cabalgaba
rápidamente cruzando la región en
una noche oscura, en un paraje peligro so por las numerosas desigualdades del
terreno, el animal había saltado repentinamente de costado como si hubiera
pisado una serpiente. Su sentido del olfato lo había prevenido a tiempo
de la
existencia de alguna guarida cubierta por el pasto en el camino. Pero esa imagen
de la serpiente, que el autor expresaba para dar una idea más clara de la acción
del animal al apartarse a un costado, era falsa; y a causa de esta falsedad y de
la falta de observación que revelaba, disminuía sensiblemente
el encanto del
pasaje. Porque no una o dos veces, sino muchas me ocurrió en ese país
tan
gráficamente descrito en el libro, galopando en pleno día, que
mi caballo pisara
una serpiente y no se apartara ni pareciera consciente de haber aplastado un ser
viviente con sus cascos sin herrar. Después de pasar, yo dirigía
una mirada
hacia atrás para ver que mi víctima se retorcía en el suelo
y esperaba que sólo
estuviera magullada, no partida o gravemente herida como la serpiente del símil
del poeta romano sobre la cual había pasado la rueda de bronce de su
carruaje.
Si el jinete la Vio, quiero decir antes del accidente aunque demasiado tarde
para evitarlo, el caballo debió haberla visto. Pero no se desvió
porque esos
reptiles abundan mucho en aquel país en la proporción de unos
treinta inocuos
por uno venenoso; por consiguiente es raro que un caballo sea mordido; el ofidio
le es familiar y no lo atemoriza. Vio el reptil en su camino, inmóvil
a la luz
del sol, "resplandeciente de colorido como una roca con flores", y
eso no lo
emocionó; para él no era más que las flores amarillas y
rojas que pisoteaba a
cada yarda.
No sucede lo mismo en las praderas occidentales de Norteamérica. Allí
las
serpientes venenosas son relativamente más abundantes y crecen más,
su mordedura
es más peligrosa. El caballo aprende a temerías, especialmente
al crótalo, a
causa de su potencia, de su pereza y facultad de observación. El sonido
del
cascabel le recuerda la imagen del ofidio y cuando no lo oye a menudo el olfato
lo previene; esto no es extraño si consideramos que aun el hombre con
su débil
olfato puede descubrir a veces la presencia de una serpiente de cascabel a una
cierta distancia, por el potente efluvio almizclado. Los salvajes de Oceanía,
comedores de serpientes, rastrean la caza por el olor suave que deja en el
terreno al pasar y que es completamente imperceptible para los europeos. De
la
misma manera se dice que el caballo olfatea los lobos y demuestra un terror
instintivo cuando ellos están a la distancia y son Invisibles aun. El
terror no
es instintivo. En algunas regiones fronterizas, los caballos de los colonos
blancos, expuestos a los frecuentes ataques de los salvajes, huelen al enemigo
que se aproxima y huyen aterrados antes de que aparezca; sin embargo, cuando
los
blancos toman los caballos de los salvajes y los utilizan, éstos también después
de un tiempo aprenden a mostrar terror al olfatear a sus antiguos dueños.
El
terror lo han derivado de los caballos de los blancos. El cazador Selous, como
resultado de diez años de observación mientras se dedicaba a perseguir
la caza
mayor en el corazón de África, afirma que el caballo no siente
temor instintivo
por el león; si nunca lo han atacado ni permaneció con otro caballo
que ha
aprendido a temerlos por experiencia o por tradición, no demuestra más
temor por
los leones que por las cebras y jirafas. La verdad es que el caballo teme en
diferentes regiones al león, el lobo, el puma, el piel roja y la serpiente
de
cascabel, así como el niño escaldado teme al fuego.
Los sostenedores de la teoría de Darwin dicen que hay un episodio que
demuestra
que el temor a ciertos animales es instintivo en el caballo. Cierto cazador
de
fieras llevó a su casa la piel de un león, la arrolló antes
de que estuviera
bien seca y la envolvió en un lienzo. La desenvolvió en el establo,
donde había
varios caballos, que apenas deshizo el envoltorio y extendió la piel,
se
aterrorizaron. La explicación real es que los caballos se horrorizan
al percibir
cualquier olor a animal raro y el penetrante olor de la piel de un animal
desconocido tendría el mismo efecto para ellos. Ese temor al olor de
un animal
desconocido probablemente es un instinto, pero podría no serlo. En el
estado
natural, el caballo aprende por experiencia que ciertos olores indican peligro
y
en la Patagonia y en la pampa, cuando huye aterrorizado del olor de un puma
que
es imperceptible para el hombre, no presta la menor atención a los dos
mamíferos
más hediondos del mundo -la mofeta y el ciervo macho de la pampa, Cervus
campestris-. La experiencia le enseñó -o sabe por tradición-
que estos olores
más penetrantes emanan de animales que no pueden hacerle daño.
Ya hemos tratado bastante este punto de vista. Por otra parte, nuestra enemistad
hacia la serpiente que con frecuencia coexiste con una creencia mística
y
antropomórfica en la enemistad de la serpiente hacia nosotros, podría
considerarse como puramente tradicional, teniendo su origen en la narración
de
las Escrituras acerca de la desobediencia del hombre y de su expulsión
del
Paraíso. Ya sea que creamos con los teólogos que nuestro gran
enemigo espiritual
fue el verdadero tentador, que usó meramente la forma de la serpiente
como un
disfraz conveniente para acercarse a la mujer, o que aceptemos sin glosa la
sencilla historia tal como se encuentra en el Génesis, que sólo
dice que la
serpiente era la más sutil de las cosas existentes y la única
causa de nuestra
ruina, para el reptil el resultado es igualmente desastroso. Se le puso una
marca: "Porque has hecho esto eres maldita entre todos los animales y bestias
del campo; andarás sobre el vientre y comerás el polvo todos los
días de tu
vida; y suscitarás ¡la enemistad entre tus descendientes y los
suyos; ellos te
magullarán la cabeza y tú les lastimarás el talón".
Esa profecía ha sido
cumplida al pie de la letra en lo que respecta al castigo del reptil.
La teoría satánica de las serpientes -esa "ilusión
destructiva" que hace notar
ingeniosamente sir Thomas Browne que "ha ampliado mucho la opinión
de su daño"-
hace necesario que el teólogo crea no sólo que la serpiente del
Paraíso antes de
su degradación caminaba erguida en dos patas, como enseñaron los Padres -algunos
llegan hasta a asignarle una hermosa cabeza y una lengua activa-, sino que
también después el diablo había hecho a un lado su arrollamiento
temporario,
algo de su espíritu demoníaco, para ser transmitido por herencia
como una
variación de la estructura o un nuevo instinto, a sus más remotos
descendientes.
Hay otra objeción, aunque no tan importante; que sería injusto hacer cargar a la
serpiente con un crimen del cual sólo habría sido el agente involuntario.
Quienes creen en la existencia de un instinto en el hombre de enemistad hacia
el
reptil insistirían en que la maldición de las Escrituras demuestra
que la
serpiente ya era aborrecida generalmente que, en realidad, ese sentimiento
sugirió la leyenda-. Es probable que la fábula haya tenido algo
de ese origen,
pero nos hallamos tan lejos como siempre de la existencia de un instinto. El
sentimiento general de la humanidad o por lo menos el de los dirigentes, durante
los primeros períodos civilizados de los que tenemos conocimiento, fue
de
veneración y hasta de amor hacia la serpiente. Sólo los judíos,
por su doctrina
monoteísta, se hallaban en directo antagonismo a toda adoración
e idolatría de
la naturaleza. En sus líderes -profetas y sacerdotes- el odio al paganismo
y al
pensamiento pagano era constantemente avivado en una intensa llama por la
tendencia dominante en el pueblo a trastrocar las formas más antiguas
e
inferiores de religión que estaban más en armonía con su
condición mental. El
orgulloso alarde de sus intelectos superiores fue que ellos jamás se
habían
inclinado para reverenciar o besar la mano de nadie. En tales circunstancias
era
inevitable que el objeto específico -roca, árbol o animal- escogido
para la
adoración, o para la supersticiosa veneración, fuese incluido
hasta cierto punto
en el sentimiento excitado al principio contra el adorador. Si los judíos
odiaban con odio especialmente profundo a la serpiente, esto se debía
sin duda a
que los demás la consideraban como un animal sagrado, como una encarnación de la
deidad. El pueblo elegido también la había adorado anteriormente, como lo revela
la Biblia, y aunque la odiaban, conservaban la antigua creencia, íntimamente
relacionada con la adoración de la serpiente, en la sutileza y sabiduría
del
reptil. Los sacerdotes de otras naciones orientales la introdujeron en sus ritos
y misterios sagrados; los sacerdotes judíos la presentaron históricamente
en el
jardín del Edén para relatar la transgresión y la caída
del hombre. "Sé sabio
como las serpientes" era una sentencia de profundo significado. En Europa,
los
druidas enseñaron antiguamente a los hombres a venerar la serpiente;
los judíos
-o los libros judíos- les enseñaron a aborrecería. Según
mi manera de pensar, ni
la bendición ni la expulsión llegaron por el instinto.
El culto de la serpiente aún persiste en una gran parte del mundo, como
en el
Indostán y otras partes de Asia. Está arraigado en Madagascar
y florece más o
menos en África. Aparece en Norteamérica y es muy practicado en
algunas partes
donde las serpientes, usadas en las danzas religiosas, a diferencia de las de
Madagascar, son venenosas y aún no ha desaparecido del todo en Europa.
Los
finlandeses tienen gran respeto por la culebra.
Podríamos agregar que hay muchos casos comprobados de niños que
se aficionan a
las serpientes y las tienen como mascotas. La solución de este problema
se halla
a veces en la mentalidad del niño. Mi experiencia es que cuando los pequeños ven
el reptil, su extraño aspecto y su manera de arrastrarse tan desiguales a las de
los demás animales que conocen, experimentan sorpresa y una sensación
de
misterio, y lo temen como a cualquier otra cosa desconocida. Los monos
experimentan sensaciones muy parecidas, aunque en la naturaleza, habitando en
forestas donde abundan las más grandes boas y las venenosas serpientes
de los
árboles, es muy probable que también posean un temor tradicional
a las
serpientes. Seria extraño que no lo tuvieran. El experimento de obsequiar
a un
mono enjaulado una serpiente cuidadosamente envuelta en papel y observar su
conducta cuando abre gravemente el paquete, esperando encontrar algo tan
maravilloso como el conocido bizcocho o la banana, bien, ese experimento ha
sido
citado en cincuenta libros científicos importantes, y por respeto a los maestros
uno debiera tratar de no sonreír al leerlo. Podría adoptarse
un tercer punto de
vista referente a nuestro sentimiento hacia la serpiente, sin instinto ni
tradición. El gran temor hacia los ofidios puede resultar simplemente
del vago
conocimiento de que algunas especies son venenosas, que en ciertos casos raros
la muerte sigue rápidamente a la mordedura y que, no siendo suficientemente
inteligentes para distinguir las nocivas de las inocuas -de todas maneras uno
está dominado por una repentina emoción violenta- las destruimos
a todas,
adoptando de esta manera el método tosco y expeditivo de Herodes de librar
a la
ciudad de un niño inconveniente mediante una matanza general de inocentes.
Podría objetarse que en Europa, donde es mayor la animosidad hacia la
serpiente,
apenas se teme la muerte por su mordedura; que los seis mil experimentos de
Fontana con la víbora, que demuestran la pequeña cantidad de veneno
que
contienen estas especies y cuán raramente tienen el poder de destruir
la vida
humana, han permanecido durante un siglo en conocimiento del mundo. Aunque debe
admitirse que la obra de Fontana no es accesible a cualquier campesino, queda
el
hecho de que la muerte por mordedura de serpiente es rara en Europa, siendo
probable que no pierda la vida por esta causa más de una persona por
cada
doscientas cincuenta que mueren de hidrofobia, que es la más terrible
de todas
las formas de muerte. Además, en tanto la vista de una serpiente provoca
en la
mayoría de las personas 1as emociones más violentas, los perros
son los
favoritos y siempre los tenemos a nuestro lado, convirtiéndolos en mascota
a
pesar de saber que en cualquier momento pueden volverse rabiosos y producirnos
indecibles y terribles sufrimientos y la muerte. Esto nos lleva a la siguiente
pregunta: ¿no es probable por lo menos que nuestro excesivo temor de
la
serpiente, tan indigno de nosotros como seres racionales y la causa de tanta
innecesaria crueldad sea, de todas maneras, en parte resultado de nuestro
supersticioso temor de la muerte repentina? Porque existe, bien lo sabemos,
la
ilusión muy difundida de que la mordedura de una serpiente venenosa debe
matar
rápidamente. Comparada con monarcas ofidios como la del matorral, la
fer de
lance, la dríada y la ticpolonga, la víbora de Europa -la pobre
víbora de muchos
experimentos y mucha literatura no muy aconsejable- puede considerarse como casi
inocua, de cualquier manera no mucho más dañina que el avispón.
No obstante, en
este frío país septentrional como en otros mundos donde la naturaleza
elabora
una savia más potente, predomina la ilusión y podríamos
tenerla en cuenta aquí,
aunque su origen no puede discutirse ahora.
Se nos ha enseñado a rogar desde la infancia contra la muerte repentina,
y
aquellos que creen que sus probabilidades de una feliz inmortalidad aumentan
enormemente cuando la muerte se acerca lentamente a ellos, podríamos
decir dé
una manera visible, de modo que el alma dispone de amplio tiempo para ponerse
en
paz con la incensada deidad, no tienen que buscar demasiado lejos la causa
de
ese sentimiento. Es verdad que la muerte por hidrofobia es muy horrible y que
ocurre frecuentemente, pero no encuentra a su víctima sin preparación.
Después
de ser mordido, uno tiene tiempo para reflexionar en las consecuencias posibles
y hasta probables y hacer los preparativos necesarios para el fin; y aunque
torturado hasta el frenesí a intervalos por raras e inhumanas agonías,
por
velado que pueda hallarse su intelecto por la aprensión, no está
del todo
oscurecido ni inconsciente del fin que se aproxime. Sabemos que en otros tiempos
los hombres no sintieron tal temor de la muerte repentina, que entre los más
avanzados de los antiguos algunos hasta consideraban a la muerte causada por
el
rayo como una señal del favor del cielo. Nosotros, por el contrario,
tememos
mucho al rayo aunque sean raras las veces en que cae; y la serpiente y el rayo
son objeto de terror para nosotros casi en el mismo grado y tal vez por la misma
razón.
De esta manera, cualquier opinión que podamos tener de este sentimiento
irracional ampliamente difundido, se encuentra complicada en seguida con otros
sentimientos y asuntos que nos afectan y no parece posible hallar una solución
convincente. Quizá podría considerarse como un compuesto de varios
elementos; el
sentimiento tradicional que tienen su origen en el relato hebreo de la caída del
hombre de la inocencia y de la felicidad; nuestra ignorancia acerca de la
serpiente y de la cuantía del daño que puede ocasionarnos y finalmente
nuestro
temor supersticioso de la muerte rápida e inesperada. Los partidarios
de la
simple -y para mí errónea- teoría de que detrás
de todo esto existe un instinto
primitivo, podrían deducir algo de ese elemento si lo quisieran: un pequeño
residuo que existe de razas que en una época relativamente reciente emergieron
de la barbarie, pero que han sido eliminadas de un pueblo de antigua
civilización como los hindúes.
Por mi parte, me inclino a creer que contemplamos a la serpiente con un odio
destructor pura y simplemente porque así nos lo enseñan desde
la niñez. Una
tradición puede transmitirse sin ser escrita ni comunicada de viva voz.
Nosotros
mismos aún no hemos cesado de ser "animales inferiores". Mostrad
a un niño
mediante gestos y acciones que teméis algo y él también
lo temerá, que lo odiáis
y él captará ese odio. Hasta donde recuerdo, encuentro a la serpiente
siempre
asociada con fuertes exclamaciones de sorpresa y de rabia, con la apresurada
búsqueda de las armas primitivas que siempre están al alcance
de la mano; los
palos y las piedras, luego el ataque y el triunfal aplastamiento de la vértebra
maravillosamente formada con su manto escamoso y policromo, que se enrosca y
se
contorsiona por momentos bajo la cruel lluvia de golpes, pidiendo merced a quien
no la tiene no con la voz sino con movimientos agonizantes y graciosos; y
finalmente el canto de victoria de quien la mató, que levanta el rostro
brillante de ira, un pequeño San Jorge en su opinión; pues ¿no
ha librado a la
tierra de otro monstruo, uno de la diabólica casta maldecida antiguamente
y sin
ser dañado en su sagrado talón?
XVII
LA SERPIENTE EN LA LITERATURA
Preámbulo
Entre los mil y un proyectos que concebí hallábase el de un trabajo
acerca de la
serpiente con el ambicioso título de El libro de la serpiente. No seria
la obra
de quien debe escribir un libro acerca de algún tema, sino un trabajo
referente
a un asunto que desde hacía mucho tiempo tenía una particular
atracción para el
autor, que era necesario escribir desde hacia años y que tenía
que publicarse.
Como se trataba de un trabajo que requería muchas investigaciones, necesitaría
mucho tiempo para escribirlo, largos años en realidad, puesto que debería
hacerlo a ratos perdidos, cuando pudiera robar algunas horas de la ardua tarea
de escribir libros comunes. Reunir el material sería un proceso lento
que
comprendiese la revisación o consulta de mil volúmenes y probablemente
diez mil
periódicos, anales, actas y diarios de muchas sociedades de historia
natural
grandes y pequeñas de diferentes países. Toda esta investigación,
con la
clasificación e índice de notas, se vería aumentada con
la tarea de seleccionar
y resumir, puesto que El libro de la serpiente sería un volumen y no
media
docena. Después de la selección o, digamos así, deglución,
seguiría el largo
proceso de digestión y asimilación. De ser convenientemente asimiladas,
las
impresiones personales de un centenar de observadores independientes,
naturalistas y viajeros y de otros cien estudiantes independientes de ofiología
serian fundidas, podríamos decir, y se unificarían con las observaciones
personales del autor y sus deducciones.
Ahora bien, aunque pudiera hacerse todo esto hallando la mejor forma y
escribiendo con elocuencia la obra, aun estaría lejos del ideal Libro
de la
serpiente a causa del insuficiente conocimiento de una especie particular -no
me
refiero a la anatomía-. Y si yo fuese una persona de medios, antes de empezar mi
trabajo -palideciendo en la revisación de pobres libros- habría
partido en un
viaje de cinco o diez años para investigar acerca de la serpiente y conseguir
esa clase especial de conocimiento, tratando personalmente con los más
distinguidos ofiólogos del globo. La primera vista de una cosa, la emoción,
la
imagen nítida e imborrable registrada en el cerebro, vale más
que todo el
conocimiento adquirido mediante la lectura, y esto se aplica a la serpiente
más
que a los demás animales. Sin duda existe poca diferencia entre el reptil
muerto
y el enjaulado. La serpiente en movimiento sobre la roca fue el asombro y el
misterio para el hombre más sabio. En un libro que yo tenía, escrito
por un
naturalista francés en las Indias Occidentales, el autor se refiere a
una fer de
lance que tenía enjaulada para estudiar sus hábitos. La observaba hora tras hora
diariamente, mientras yacía en el piso de la jaula como si estuviera
dormida o
atontada, hasta que se fastidió y cansóse de verla en ese estado
de indolencia
entre vida y muerte; disgustado, abrió la puerta de la jaula, dejándola
en
libertad. Ella lo vigiló. Lentamente, volviendo la cabeza, comenzó
a deslizarse
hacia la puerta abierta y salió arrastrándose en e suelo hacia
los matorrales y
los árboles que estaban más allá. Pero una vez al aire
libre, sus movimientos y
su aspecto comenzaron a cambiar. El largo cuerpo extendido de color oscuro,
reptante, se transformó repentinamente adquiriendo nueva vida y tomando
una
forma sinuosa; su lento movimiento se aceleró y en vez de arrastrarse,
el reptil
comenzó a deslizarse; la peligrosa cabeza con la trémula lengua
en alto, los
pétreos ojos brillantes y el cuerpo cubierto de escamas que titilaban
como el
agua agitada por el viento a la luz del sol; al observarla, se emocionó
y se
sorprendió de tan maravilloso cambio de aspecto.
De esa manera es como yo también hubiera deseado ver a la fer de lance
en su
terrible belleza y poder; así como al cribo, que la ataca, la vence y
la devora
a pesar de sus colmillos venenosos; y a sus nobles parientes, los crótalos
y
víboras de pozo, dirigidos por la surucurú, la serpiente monarca
del Oeste; y
las anacondas constrictoras, con la más grande de todas ellas, la gigantesca
Camudi, "la Madre de las Aguas"; también la serpiente toro,
la negra y el
brillante y mortífero arlequín, la serpiente de coral. Todas éstas
habitan en el
Nuevo Mundo y tendríamos que volver al Viejo Mundo en busca de las serpientes de
mar azules, de las maravillosas serpientes verdosas de los árboles y
muchas
otras históricas: la ticpolonga, las cobras con caperuza, y la reina
y asesina:
la terrible ninfa.
Esto es un hermoso sueño como el del pobre y pálido escribiente
que hallándose
en su escritorio sumando columnas de números, comienza a pensar cómo
sería su
vida con diez mil libras anuales. El desierto espinoso, pedregoso y arenoso,
los
oscuros bosques del Amazonas y del Arawhimi, los grandes ríos en los que hay que
remontar tres mil millas desde el mar hasta sus fuentes, las grandes cadenas
de
montañas, los Alpes y los Andes, los Himalaya y las Montañas de
la Luna,
explorar todo el bosque en busca de serpientes, desde las ardientes junglas
tropicales y los pantanos palúdicos hasta la desolada cima del mundo,
todo eso
debe buscarse en el Museo Británico y en una o dos bibliotecas atestadas
y mal
ventiladas, donde un hombre se sienta en una silla todo el día, durante
el
transcurso del año, con una pila de libros por delante.
En tales condiciones, sin el necesario conocimiento personal tan deseado, nunca
se hubiera escrito El libro de la serpiente Eso me dije repetidas veces; no
obstante, continué con el trabajo preliminar y después de dos
o tres años, al
darme cuenta de que ya había reunido más material del que podía
utilizar, pensé
hacer una tentativa escribiendo unos pocos capítulos que tratasen cada
uno de un
aspecto especial relativo a la serpiente, y escribí casi una docena
pero los
dejé sin pulir, inconclusos, como si tuviera que llevarlos una vez más
al
crisol. Después los tomé y concluí tres o cuatro de estos
capítulos en borrador,
para ver que parecían impresos; éstos fueron publicados en tres
o cuatro
revistas mensuales y son cuanto ha quedado de mi ambicioso libro.
No podía hacerlo porque, como traté de convencerme, era una tarea
demasiado
larga para quien debía ganarse la vida escribiendo, pero una vocecita
me dijo
que me estaba engañando, que si hubiese avanzado lenta, muy lentamente
como la
fer de lance puesta en libertad, hasta salir al aire libre y a la luz del sol,
hasta tener la mente colmada y un completo dominio del tema, yo también
habría
llegado al éxito. No, no era porque la tarea fuese demasiado larga; la
razón
real y secreta era un desaliento que no necesito expresar aquí, puesto
que se
detalla en el trabajo siguiente. No me queda más por decir, excepto que
ahora
obsequio el titulo de El libro de la serpiente a quien desee utilizarlo y sólo
le pido que no lo emplee en un manual de la serpiente i;, en una monografía
-¡Dios me libre! como dijo Huxley-. O, si no utilizó esa exclamación,
protestó
contra la multiplicación de tales obras y hasta pensó que todos
seríamos
enterrados vivos bajo ellos ((los pesados tomos que nadie lee, cuerpos
elefantinos sin alma; o diríamos, esqueletos vestidos y cubiertos con
fundas de
lienzo, ubicados en estantes en el frío depósito de las bibliotecas
zoológicas).
En cuanto al artículo que sigue, nunca pensé utilizarlo en su
forma original. No
es sino un pequeño ejercicio y apenas roza el borde del tema para un
gran libro
-no una antología (¡el cielo nos salve!) sino una historia y revista
de la
literatura acerca de la serpiente, volviendo desde Ruskin hasta Sanchoniathon-,
y lo entrego generosamente con este título de "La serpiente en la
literatura"
Cuando los ofiólogos del Museo Británico o de cualquier otro laboratorio
biológico terminaron con la serpiente, la sacaron del tarro y la volvieron
a
guardar satisfechos, la pesaron, la midieron, le contaron los anillos y las
escamas, identificaron su especie, su subespecie y variedad; anotaron todo
cuidadosamente en un libro, prepararon un nuevo rótulo, tal vez escribieron
una
memoria; después que todo eso está terminado, queda todavía
algo por decir; algo
acerca de la serpiente, el ser que no era una espiral rígida, cilíndrica,
de
caucho de color arcilla, incapaz de provocar extrañas emociones en nosotros,
la
deformada espiral de un espíritu que era ardiente y frío. ¿Dónde
podrá hallarse
eso? No en el artículo que ha escrito el ofiólogo, ni en las monografías
e
historias naturales; ¿dónde entonces? puesto que podría
resultar interesante
leerlo en ausencia del misterioso reptil.
Es verdad que a pesar de haber sido magullada por las pisadas de los cristianos,
la serpiente aún subsiste en nuestro país aunque difícilmente
puede decirse que
florezca. A veces, caminando a la vera de un cerco, un ligero susurro y el
movimiento del césped traicionan la presencia de la culebra común
o anillada;
entonces, si la suerte nos favorece y la vista es aguda, alcanzamos a echar
un
vistazo al tímido reptil que se desliza con veloces movimientos sinuosos
alejándose del peligro, o en el pasto seco uno puede ver de pronto una
banda de
color rojo cobrizo o castaño oscuro, con una marca negra -¡es una
culebra
cómodamente tendida al calor del sol!-. No duerme, sino que está
despierta; un
poco sorprendida al oír el sordo ruido de pisadas que se acercan aplastando
las
hojas secas y las ramitas, como si se tratase de una conflagración, tal
vez la
aparición de una forma enorme y confusa en su oscurecido campo de visión
restringido, pero al mismo tiempo letárgica, poco inclinada a moverse,
pesada
por una comida que nunca digerirá o gruesa con hijos que enclaustrados
dentro de
la madre sienten una vaga sensación de peligro en la viviente prisión
de la que
jamás saldrán.
O podrá verse algo extraño, un grupo de culebras que invernan,
desenterradas en
el invierno por los obreros que se dedican a labrar piedras o a limpiar la
tierra de viejos troncos. Más maravilloso aún es ver un nudo o
masa de culebras
-no semienterradas, semiadormecidas y con la temperatura del frío suelo,
sino
con la sangre caliente al sol ardiente, activas silbando y moviendo la cola-.
En
un remoto rincón de esta isla existe un extenso y pantanoso brezal donde todavía
abundan las culebras, creciendo negras como los charcos de agua estancada, donde
hay juncos, la ciénaga bajo el césped que invita a pisarla con
su apariencia
aterciopelada, pero que es peligrosa. En esta tierra de brezales, de serpientes,
en la estación calurosa, cuando el frenesí las domina, se encuentran
a veces
enroscadas juntas, veinte, treinta o más culebras; quizá son descubiertas
por un
solitario paseante que busca el camino con la escopeta en la mano, la vista
lo
sorprende y recibe una descarga eléctrica en la columna vertebral. De
pronto
recuerda su arma y la descarga en medio de la masa viviente, para jactarse
después hasta el fin de su vida de haber matado un montón de culebras
de un
tiro.
Para presenciar este espectáculo tan raro y experimentar esa sensación
particular, es necesario ir lejos y emplear mucho tiempo en buscar. esperar
y
observar. Una brillante mañana de primavera en Inglaterra ya no requiere
"una
cautelosa marcha" como en la época de Isabel. La serpiente apenas
existe
prácticamente para nosotros, tan poco la vemos, tanto ha salido de nuestra
conciencia. Pero si hemos conocido el reptil en nuestro país o en el
extranjero
y por medio de la lectura deseamos recobrarnos de la dulce naturaleza estival
que nos invita a la caricia siempre con una sutil semiente oculta entre los
pliegues de sus vestidos, debemos dirigirnos a la literatura más bien
que a la
ciencia. El poeta posee el secreto, no el naturalista. Un libro o un artículo
referente a la serpiente no nos conmueve -por lo menos no en la manera que lo
desearíamos- porque en primer lugar hay en él demasiado acerca
de la serpiente.
La naturaleza no da a luz serpientes; además, no estamos acostumbrados
a estos
ofidios y no los manejamos ni examinamos como un mercader de animales cazados
lo
hace con los conejos muertos. Siendo un ser raro y solitario, el agudo efecto
que produce en la mente está en proporción con su rareza, con
su inesperada
aparición, con la sorpresa y brevedad del tiempo durante el cual se la
ve. No se
observa claramente como en un museo o laboratorio, muerta sobre una mesa, sino
en una atmósfera y ambiente que quitan y agregan algo; al principio se
la ve en
el suelo como una disposición casual de hojas secas, ramas o guijarros
-un
montón de los heterogéneos desperdicios de la naturaleza arrojados
juntos como
para constituir una forma particular-; pero de pronto, como un relámpago,
se
nota que no son hojas secas, ramas o pasto, sino algo viviente, activo, una
serpiente que levanta su chata cabeza asaeteada en la que vibra la lengua
bífida y reluciente, que suba con
peligrosa furia; un momento después ha desaparecido en la espesura y
no queda
más que un recuerdo, un hilo de vivo color tejido en el siempre policromo
bordado del manto de la naturaleza, visto nítidamente por un instante
y que
después se torna gris oscuro y desaparece de la vista.
Esto se debe a que el poeta no observa su tema separado del ambiente, privado
de
su atmósfera -apenas un fragmento de miserable materia-, no lo ve muy
bien. con
todos los detalles que sólo se pueden apreciar después de un minuto
con el
examen frío. sino como parte del paisaje, una luz que oscila y pasa rápidamente,
que nosotros también vemos a través de él experimentando
las antiguas
sensaciones misteriosas restauradas por su mágico contacto. Porque el
poeta es
emotivo y en pocos versos, o en uno, en un epíteto bien escogido. puede
recordar
vivamente un cuadro olvidado y restablecer una emoción perdida.
Probablemente Matthew Arnold sabía muy poco de la serpiente desde el
punto de
vista científico: pero en sus solitarios paseos y comuniones con la naturaleza,
es indudable que se relacionó con nuestros dos ofidios comunes y se familiarizó
con la culebra brillante y reluciente con su renovada piel. tendida
tranquilamente al sol primaveral; al verla así lo conmovieron el extraño
alejamiento y la quietud de su silenciosa vida, penetrando profundamente en
su
mente. Éste no es el primer sentimiento ni el más común
del observador de
serpientes, el sentimiento que Matthew Arnold describe en un dístico:
¿Tienes tú un veneno tan raro? Permíteme ser
Más astuto para matarte antes que me envenenes
Cuando se teme una contingencia tan improbable como la de que la gotita de
veneno desconocido en el colmillo del ofidio pueda inyectarse en las venas del
espectador para quitarle la vida, si el peligro es pequeño y momentáneo
y da
lugar a otras sensaciones al pasar, se siente impresionado por su maravillosa
quietud y no carece momentáneamente de la antigua creencia en su carácter
eterno
y sobrenatural; y si la curiosidad es demasiado grande, si los pasos que
aplastan las hojas y hacen crujir la grava se acercan demasiado, obligándola
a
refugiarse en su escondite, uno se sente un poco compungido, como si se hubiera
cometido una indignidad.
¡oh!, insensato ¿por qué
Violé así tu somnolienta soledad?
Los que experimentaron tal sentimiento al ver una serpiente recuerdan mejor
la
muy bella "Cadmus y Armonía":
Dos brillantes y ancianas serpientes,
Que una vez fueron Cadmus y Armonía,
Se asolean en el valle y en la cálida costa del mar;
En completa quietud después de todos sus pesares;
Tampoco ven su país, ni el lugar
Donde vivió la Esfinne entre las escabrosas colinas,
Ni el desgraciado palacio de su raza,
Ni Tebas, ni el Ismenus, nunca más.
Allí moran estos dos, ¡lejos en los zarzales Ilirios!
Han permanecido bastante para ver
En Tebas las olas de la calamidad
Desencadenadas sobre sus hijos queridos,
Maldición tras maldición, una angustia tras otra,
Durante años permanecieron en su hogar,
una pareja de ancianos grises.
Por lo tanto no terminaron sus días
A la vista de la sangre; sino que fueron llevadas muy lejos
Donde sopla el viento del Oeste,
Y llegan murmullos del Adriático
A los prados montañeses no hollados; y allí
Puestos a salvo y transformados, la pareis
Olvida por completo su primera triste vida, y su hogar,
Y todo eso dolor tebano, y erran
Eternamente en el valle, plácidos y mudos.
¡Cómo da nueva vida a la fábula inmemorial! -la vana y borrosa
fantasía de miles
de años atrás- el genio del poeta, agitando el corazón
como un drama actual!
Pero aquí nos interesa más la naturaleza de la serpiente que la
tragedia humana
y para aquellos familiarizados con el ofidio y que han sido profundamente
impresionados por ella, existe una rara belleza y verdad en ese cuadro de su
quietud sin aliento, de su interminable existencia plácida y muda en
medio de la
maleza.
La primera cualidad y la principal de la serpiente -la sensación que
nos
produce- es su serpentismo, que es la mejor palabra con que podemos calificar
un
sentimiento compuesto de muchos elementos que no se pueden analizar, y que posee
algo del temor y del sentido del misterio. Dudo que exista en nuestra
literatura, en poesía o en prosa, algo que reavive tan intensamente este
sentimiento como la balada de la muerte del encantador de serpientes, del doctor
Gordon Kake. "El encantador de serpientes es un mal naturalista" dice Sir Joseph
Fayrer, que es el príncipe de los ofiólogos; podría ser así y tal vez él encanta
mejor por eso, y ello no es lamentable por cierto, puesto que no desmerece
el
mérito del poema el hecho de que el doctor Hake es un mal naturalista
como lo
fueron Shakespeare, Browning y Tennyson y arrastra de mala manera su serpiente,
con su lengua venenosa y los ojos llameantes que fascinan a una distancia muy
grande. No obstante las fábulas, en un momento de rara inspiración
él captó, con
la visión interior del poeta, el muy ilusorio espíritu de la naturaleza para que
invadiese y glorificase su cuadro. El día declinante, asoleado y brillante,
la
alegre melodía silvestre de los pájaros, el viento que susurra,
el fresco verdor
de la tierra donde
El charco brilla con tintes relucientes
Y exhala burbujas decadentes
y, por doquier, ocultas en la hierba y en la maleza, libres por fin del encanto
que las tomó impotentes, cada vez más próximas y pareciendo
no acercarse, las
sutiles, silenciosas y vigilantes serpientes. Extrañamente real y vívido
es el
cuadro descrito; la vida eterna y la alegría superficial, el misterio
y la
melancolía subyacentes: el decreciente poder del anciano y los encantos
que
desaparecen: la gran retribución de la naturaleza, sus mensajeros de
venganza
que se deslizan imperceptiblemente acercándose.
Sin embargo, donde está su alma, él debería ir aunque sólo
para que se burlen de
él en el escenario de sus antiguos y queridos
triunfos:
Porque todos los que viven entre la maleza y las ramas
Saben que lleva la marca en la frente.
Aun muriendo no puede permanecer alejado; la atracción de su perdido
poder es
demasiado fuerte en él; aun muriendo se levanta y avanza, trepando de
un árbol a
otro, hacia el familiar sitio vegetal y asoleado, donde
Aturdido en el charco en que yace
Y ve como por los ojos de una serpiente;
su morena mano temblorosa pulsando aún, los débiles labios todavía
trémulos,
sobre la inútil flauta, no puede extraer de ella la antigua y potente
música:
El aire embrujado
Que domó a la serpiente, atrajo al pájaro
Molestó a la loba en su guarida.
Es todo fantasía, la mera disposición engañosa de un hecho
realizada por un
cerebro alterado y una antigua ficción; su esencia no existe en la naturaleza
ni
en el alma para un buen naturalista que habita una casa de cristal plena de
intensa luz sin sombra; pero los naturalistas no son muchos y para los demás
el
efecto es igual al que la naturaleza produce en nuestro intelecto crepuscular.
Es muy característico de 'la serpiente; al leerlo estamos realmente en
la
brillante y sonriente luz del sol; el nuestro es el espíritu decadente
del
gastado anciano que trata de ahogar el sibilante sonido de la muerte en nuestros
oídos, como el de una serpiente que silba. Pero la virtud perdida no
puede
recobrarse; nuestros ojos también
Nadan en una niebla
Que cubre la tierra como el aliento de una serpiente;
y las sombras de las ramas ondulantes en el césped parecen como huecas
espirales
que giran al viento; ojos fijos, sin párpados, nos observan desde la maleza; por
todas partes, las serpientes yacen pegadas al suelo.
Si estos ofidios no fuesen tan raros, tan pequeños, tan falaces, en nuestras
malezas, sin duda tendríamos otros poemas tan buenos como éste
referente a ellos
y a los extraños sentimientos que provocan. El poeta, aunque posee el secreto de
ver correctamente en la mayoría de los casos, está obligado a
escribir (o
cantar) algo que no conoce personalmente. No puede ir a los desiertos de la
Guayana en busca de la serpiente de los matorrales ni al Lejano Oriente en busca
de la ninfa. Hasta la pobre y pequeña culebra nativa logra escapar generalmente
a su observación. Deberá recurrir a los libros en busca de su
serpiente o de lo
contrario obtenerla de su conocimiento interno. Depende de los historiadores
naturales, desde Plinio, o del autor de cuentos de hadas, una condesa d'Aulnoy,
por ejemplo, o Meredith en The Shavinq of Shagpat, o Keats, con su Lamia, un
ser
sorprendente, brillante y cirquecouchant, moteada de bermellón, amarillo,
verde
y azul; rayada como una cebra. con ojos de pavo real. con franjas carmesí
y
llena de lunas de plata. Lamia podrá ser hermosa y recrear la fantasía
con sus
brillantes colores, con sus lunas y hasta podrá conmovernos con una sensación
de
lo sobrenatural pero no con la misma clase de sentimientos que experimentamos
cuando vemos una serpiente. Esto se debe a la facultad mística que tenemos
y el
poeta que la reprodujera debiera acercarse a la semiente así como los
druidas lo
hicieron con su sagrada piedra de la culebra.
La mejor presentación de la vida de la serpiente de las que conozco en
la
literatura en prosa es la de Oliver Wendell Holmes y puesto que es la mejor,
aunque se trate de una ficción, siento la tentaci6n de referirme a ella
con
cierta amplitud.
Pues bien. es muy curioso, como lo hemos visto, que el bosquejo incorrecto no
quita nada del encanto y en cierto modo, de la veracidad del cuadro del doctor
Hake. Apenas nos volvemos a Elsie Venner nos encontramos dirigiéndonos
al
concepto del buen naturalista, disculpándonos por haberlo insultado,
para
pedirle en préstamo su potente luz -para esta oportunidad solamente-.
Comúnmente, al considerar una novela excelente descuidamos las pequeñas
inexactitudes respecto a las realidades que puedan presentarse en ella; porque
el escritor que puede producir una obra de arte no debe ni puede ser un
especialista ni un microscopista, sino la persona que observa la naturaleza
como
el hombre común, a la distancia y como un todo, con la visión
de todos los
hombres, agregando la visión interior del artista. La obra del doctor
Holmes es
una excepción, puesto que se trata de una obra de arte de cierta calidad;
no
obstante, no puede leerse con este espíritu tolerante; nos negamos a
pasar por
alto sus deformaciones de la realidad y las falsas inferencias en el campo de
la
zoología; el autor sólo puede culparse él mismo de este
incómodo ánimo en su
lector.
La historia de la niña serpiente de Nueva Inglaterra es en esencia una
novela;
el autor pensó que era conveniente darle la forma de una novela real
y convertir
al relator en un observador crítico, de clara inteligencia, calmo, de
edad
madura, una de las más elevadas adquisiciones en biología, que
no es sino
filosofía.
Resulta extraño que un personaje como él eligiese y exagerase
tanto a objetos de
la narración; uno de los estúpidos prejuicios y supersticiones
del vulgo que
suponemos él debiera despreciar! Igual que el vulgo ignorante odia a
la
serpiente que es para él, como para el más torpe campesino, el
tipo del espíritu
del mal, una cosa maldita. Esta predisposición antifilosófica
(la creencia
supersticiosa en la enemistad de la serpiente hacia el hombre), con un amor
tal
vez demasiado grande por lo pintoresco, inspiró algunos de' los pasajes
del
libro que hacen sonreír al conocedor. Citaré uno en el cual se
describe el
encuentro del héroe con un enorme crótalo en una cueva de la montaña.
Su mirada se encontró con el brillo de dos ojos como diamantes, pequeños,
agudos, fríos, que resplandecían en la oscuridad, deslizándose
con un movimiento
suave y continuo hacia la luz v hacia él. Permaneció enmudecido,
mirándoles con
las pupilas dilatadas y con un entorpecimiento de temor que le impedía
moverse
como en un sueño aterrorizante. Las dos chispas de fuego avanzaron hasta
convertirse en círculos llameantes y de pronto los levantó con
airada sorpresa.
Entonces, por primera vez los oídos del señor Barnard escucharon
el temible
sonido que ningún.,ser viviente, hombre o animal, puede oír sin
conmoverse: el
fuerte y penetrante zumbido a medida que el enorme y pesado reptil sacudió
el
cascabel multiarticulado y se dispuso a dar el golpe mortal. Los oídos
le
zumbaron como al comienzo del desvanecimiento producido por el cloroformo.
Así continúa la historia, hasta que Elsie aparece en escena y
rescata al maestro
tan fácilmente fascinado.
La obra es hermosa, pero para admirarla uno debe ignorar su exageración;
o, en
otras palabras, no saber cómo es la serpiente en la naturaleza. Peor
aún que las
exageraciones son las invectivas semipoéticas y semicientíficas
contra la
fealdad y malignidad del ofidio.
Seguramente fue una de las raras travesuras del destino obsequiar con tal tema
al "Autócrata de la mesa del desayuno" y, podría agregarse,
obligarlo a tratarlo
desde el punto de vista científico. No puedo menos que desear que esta
concepción fuera la de Hawthorne; porque aunque él no escribió
versos, poseyó
mucho del espíritu poético al cual el tema llama más profundamente.
Posiblemente
le habría inspirado algo más allá de su más grande
obra. Ni en l-a letra
escarlata, La casa de los siete tejados, ni en ninguno de sus numerosos cuentos
cortos trató un tema tan admirablemente adecuado a su sombrío
y hermoso genio
como la tragedia de Elsie Venner. Además, las exageraciones e Inexactitudes
que
son imperdonables en Holmes no aparecerían como tachas en Hawthorne,
porque él
hubiera visto el mundo animal y las circunstancias del caso -la naturaleza
humana y de serpiente de la heroína- desde el punto de vista del hombre
común
que no es ofiólogo; lo verdadero y lo falso acerca de la serpiente se
mezclarían
en su cuento como ya lo estarán en Ja imaginación popular; la
ilusión hubiera
sido más perfecta y el efecto mayor.
El biógrafo de Elsie parece haber encontrado que los materiales que sirven
a su
objeto principal son demasiado sutiles para ello y para llenar su obra se ve
obligado a ser muy deductivo. Entre tanto, el interés del lector en el
personaje
principal es tan pequeño que al seguirlo, la mejor charla de sobremesa
resulta
una impertinencia. No hay otro interés; entre los demás personajes
de la
historia Elsie se presenta semejante a un ser viviente palpitante entre las
sombras. Resulta difícil recordar los nombres del padre estudioso en
su
biblioteca; el héroe y su amada; la pálida maestra y el melodramático
villano en
su caballo negro, sin nombrar a los vulgares villanos y el granjero; a algunos
de ellos se los supone cómicos. Si exceptuamos a la serpiente de cascabel
y la
vieja ama con su afecto y fidelidad de animal, desaparece la atmósfera
o en caso
de existir es equivocada y produce una sensación de incongruencia. Un
artista
mejor -Hawthorne, por ejemplo- hubiera utilizado el doloroso misterio de la
vida
de Elsie y la vaga sensación de un horror latente e innominado, no solamente
para agregar aquí y allá manchas sombrías en un asoleado
paisaje, sino para dar
tono al conjunto, y el efecto sería más armonioso. Esta falta
de habilidad del
autor para mezclar y sombrear los colores se revela en los pasajes descriptivos
de Elsie; él insiste demasiado en sus caracteres de ofidio o crótalo
-su calma,
el silencio y los movimientos sinuosos; su extraño gusto por los vestidos
a
rayas, su modorra cuando hacia frío; la vida intensa y activa durante
los
calores del solsticio, hasta su peligroso impulso de morder cuando se enojaba-.
Es necesario referirse muy superficialmente a esos rasgos; porque como lo hace
él, la profunda piedad y el amor, con una mezcla de horror que era el
efecto
buscado, se acercan demasiado a la repulsión. Estando aquí, diré
que el autor se
refiere con frecuencia al ligero tono sibilante de la voz de Elsie -extraño
desatino para atrapar al hombre de ciencia, puesto que no asemeja a Elsie a
una
serpiente, ni a las serpientes en general, sino solamente al Crotalus durissus,
serpiente de cascabel de Nueva Inglaterra que no suba como otras serpientes
venenosas que no poseen un instrumento de sonido en la cola.
Después de haberlo dicho todo, el concepto de Elsie Venner es tan único
y
maravilloso, provoca tanto nuestra admiración y piedad con su rara belleza,
su
inarticulada pasión, su destino indeciblemente triste, que a pesar de
sus muchas
y graves faltas el libro permanecerá siempre como clásico en nuestra literatura,
una joya inigualable entre las novelas de interés perenne como la naturaleza
y
la serpiente.
¡Si lo hubiesen dejado inconcluso o terminase de otra manera! Porque para
el que
lo admira es imposible perdonar el lastimoso lugar común y el desenlace
irreal.
Como jamás leí una crítica de la obra ignoro qué
dirían el crítico profesional o
el novelista respecto a ella; podría decir que la historia no puede
terminar de
otra manera; que, desde el punto de vista artístico era necesario que
la mujer
dominase la maligna influencia que heredara tan extrañamente; que esto
se
lograba correctamente haciéndola enamorar del bueno y hermoso maestro
de
escuela, siendo tan grande el efecto del amor o "sordo dolor de pasión"
como
para librarla y matarla simultáneamente.
De haber residido el interés de la narración en los torpes y piadosos
aldeanos,
sus amores, matrimonios y asuntos triviales, habría parecido correcto
que Elsie,
que los había incomodado a todos, fuese desalojada de la aldea, que no era sitio
para ella, para enviarla al cielo por la ruta más corta y conveniente. Muy débil
es la escena de la muerte con su hermoso patetismo convencional; el final
siguiendo la moda impuesta por Fouqué, que tantos imitaron desde su época,
la
infantil escena de la transformación -"Ahora tengo un alma"-,
con la cual el
mismo Fouqué estropeó una de las más hermosas cosas que
jamás se hayan escrito.
El fin no armoniza con la concepción de Elsie, de un ser en el que se
hallaban
indisolublemente ligadas la naturaleza humana y de serpiente; y ningún
accidente, ni con seguridad "el sordo dolor de la pasión",
podrían matar una sin
hacer lo mismo con la otra.
El autor tenía conciencia de lo inadecuado de la razón que daba
para el cambio y
liberación. Sin duda formulóse la siguiente pregunta: "¿Creerá
el lector que un
acceso de sorda pasión, por intensa que fuese, sería suficiente
para que el
espléndido físico y vitalidad de Elsie decayesen, marchitándose
en la tumba como
el de cualquier débil y tísica colegiala que ama y no es correspondida?"
El lo
reconoce y se disculpa por su debilidad; y finalmente, insatisfecho aún,
adelanta una teoría alternativa sutil y fisiológica -un mendrugo
arrojado a
aquellos de sus lectores que a diferencia del proverbial asno empeñado
en
masticar heno, meditan en lo que absorben-. La teoría alternativa consiste
en
que la vida de un animal es de corta duración comparada con la del hombre;
que
en Elsie, habiendo llegado la serpiente al fin de su vida natural, murió
en la
vida humana con la que se hallaba ligada, dejándola en la flor de la
juventud y
completamente humana; pero esta decadencia y muerte la afectaron tanto que murió
en seguida de su liberación.
Si la primera explicación fue débil, la segunda no soportará
ni la observación.
Algunos animales tienen una vida relativamente corta, como, por ejemplo, el
gusano terrestre, el canario, el perro, el ratón, etc.; pero la serpiente
no se
halla entre ellos; por el contrario, los datos no demasiado numerosos que
poseemos y que se refieren a la comparativa longevidad de los animales apoyan
la
creencia universal de que los reptiles, la tortuga, el lagarto y la serpiente,
son muy longevos.
Ahora bien, esto -es decir, que la ciencia y la creencia popular están
unificadas en la materia- podría haber sugerido al autor un final más
conveniente del que escogió para la historia de Elsie. Sería tan
osado como
decir cuál sería el fin. Imaginemos a la joven capaz de amar,
aun con "sordo
dolor de pasión", condenada por su naturaleza de serpiente, que
sólo podría ser
física, a una prolongada existencia, con evolución como la de
la serpiente,
creciendo y decreciendo, tomándose imperceptiblemente oscura, como envejecida
en
la estación invernal, para recuperar su antigua belleza brillante y
recibir un
refuerzo en cada primavera. Imaginemos que la fama de alguien tan raro en la
vida y en la historia, y de apariencia tan excelente, se divulgase tan
ampliamente que muchos hombres que buscaron su aldea sólo para satisfacer
una
ociosa curiosidad, se enamoraron de ella y quedaron para cortejarla, pero luego
la abandonaron temerosos, con el corazón herido. Supongamos por último
que como
sus parientes y amigos, y todos los que la conocían íntimamente,
afectados por
los años y los pesares, desaparecieron uno tras otro en la tumba, ella
quedó más
solitaria y separada de sus semejantes, menos humana en su vida y en sus hechos;
la alegría y la pena y todos los defectos humanos la afectaban sólo
débilmente,
como los recuerdos de la niñez, de sus parientes perdidos y de su pasión.
Después de largos años, durante los cuales ella fue una maravilla
y un misterio
para los aldeanos, en una de sus solitarias excursiones por la montaña,
ocurre
la catástrofe que el autor describió: la caída de un enorme
trozo de roca bajo
el cual se refugiaba la progenie de la serpiente, sepultándola para siempre
con
sus parientes ofidios y finalizando así la extraña historia de
"la infeliz Elsie
Venner".
XVIII
AVISPAS
Un desapacible día de principios de otoño interrumpí mi
paseo en un huerto de
Surrey para observar una curiosa escena de la vida de los insectos; la hubiera
calificado de "una pequeña y linda comedia" si no me hiciese
recordar otros
tiempos, cuando mi mente se hallaba velada por la duda y las costumbres de
ciertos insectos, especialmente de las avispas, llenaban mi pensamiento.
Sufrimos en la vida muchas tempestades que nos conmueven y luego las olvidamos;
pero más tarde algo muy pequeño, el perfume de una flor, el grito
de un ave
silvestre, hasta la vista de un insecto, puede traerlas nuevamente con nitidez
a
nuestra memoria y hacer renacer un sentimiento que parecía muerto y
desaparecido.
En el huerto se veía un viejo peral que producía peras tardías,
muy grandes.
Entre los frutos que el viento de setiembre había hecho caer esa mañana
estaba
una pera muy grande, demasiado madura, en la cual las avispas habían
comido una
parte, ahuecando una cavidad en forma de copa. Dentro de ella seis o siete
avispas absorbían el dulce jugo, permaneciendo juntas e inmóviles.
Treinta o
cuarenta moscas azul botella habíanse reunido sobre la pera, hambrientas
de
jugo, aunque parecían temerosas de alimentarse con él; formaban
un grupo
compacto, las de atrás presionaban y se amontonaban sobre las otras,
pero a
pesar de esa presión la fila delantera se negaba a avanzar más
allá del borde de
la parte comida. De cuando en cuando, una más arriesgada sacaba la.
trompetilla
y comenzaba a absorber jugo en el borde. Esa ligera tentativa era percibida
inmediatamente por una avispa que, volviéndose, enfrentaba a la presuntuosa
mosca y levantaba las alas en actitud amenazante, obligándola a quitar
la trompa
del reborde de la cavidad. Algunas veces el hambre dominaba el temor y se
producía un movimiento general de moscas, empezando varias de ellas a
chupar al
mismo tiempo; entonces la avispa pensaba que en ese caso se necesitaba algo
más
que un gesto o una mirada amenazadora iniciaba un furioso zumbido y todas las
moscas volaban en círculo, formando una nubecilla azulada y dejando oír
un
potente y excitado zumbido; luego se posaban nuevamente sobre la gran pera
amarilla, reuniéndose en torno a la cavidad, como antes.
Mientras permanecí observándola. la avispa no descuidó
su vigilancia. Cuando
bajaba la cabeza para chupar como las demás, sus ojos parecían
capaces de
reflejar cada movimiento del enjambre de moscas en su pequeño y rencoroso
cerebro. Las moscas podían acercarse cada vez más al borde, pero
si empezaban a
chupar, en seguida la avispa estaba dispuesta al ataque.
Me pregunté entonces hasta dónde este comportamiento podría
atribuirse al
instinto o a la inteligencia y humor del insecto. En realidad la avispa tiene
un
carácter irascible, se resiente rápidamente y es muy rencorosa
y tiránica con
los insectos inofensivos. Los mata y los devora, además de alimentarse
con
néctar o jugos dulces, pero cuando la avispa solitaria mata o paraliza
a las
arañas, orugas y diversos insectos, almacenándolos en celdas para
proporcionar
un horrible alimento a las larvas que nacerán de los huevos aún
no depositados,
actúa automáticamente, o por instinto, como impulsada por una
fuerza extraña. En
casos como el del comportamiento de la avispa en la pera y en muchos otros
que
uno lee u observa, parece existir una gran parte de inteligencia de la avispa.
Indudablemente ésta existe en todos los insectos, pero en diferente grado,
y
algunos órdenes parecen más inteligentes que otros. Cualquier
persona
acostumbrada a la observación directa de los insectos y a reparar en
sus
pequeños actos diría probablemente que los escarabajos son menos
inteligentes y
los himenópteros más que los otros insectos y que entre ellos
el orden de las
avispas es el mejor dotado.
La escena presenciada en el huerto me recordó también una multitud
de avispas
que observé en mi niñez y juventud, en una región lejana,
y que variaban mucho
en tamaño, color y costumbres, aunque poseían un carácter
tiránico muy
semejante. Por su rara y brillante coloración y su gran carácter
me atrajeron
tal vez más que cualquier otra clase de insectos. Eran hermosas pero
dañinas; me
causaron primero un dolor físico cuando me entremetí en sus asuntos
o las traté
sin cuidado, pero eso pasó pronto y más tarde me afectaron con
un problema
mental que fue más persistente.
Para los jóvenes, la cualidad más atrayente de la naturaleza es
el color, y
estos insectos poseían un colorido que los hacía rivalizar con
las mariposas y
los escarabajos de brillo metálico. Había avispas con anillos
negros y
amarillos, otras de color negro y escarlata; unas eran de un pardo dorado
uniforme y otras, como nuestra libélula, parecían salir de un
baño de espléndido
azul metálico; también las habla con el cuerpo azul acerado y
las alas de un
rojo brillante; negras y doradas, con la cabeza y las patas de color rosado,
y
así en cientos de especies, "como la naturaleza se complace en ornar
a sus
pequeños", maravillando la gran variedad de tan bellos y singulares
contrastes
producida por media docena de vivos colores.
Mi placer se mezcló con dolor cuando comencé a conocer los hábitos
de las
avispas con respecto a otros insectos con los cuales alimentaban a sus crías.
Porque a diferencia de las arañas, las hormigas, las libélulas,
los escarabajos,
las cicindelas y otras clases rapaces, no matan inmediatamente a sus presas,
sino que las paralizan pinchándoles los centros nerviosos para impedirles
la
resistencia y las acumulan en una celda cerrada, de manera que las larvas que
nacerán más tarde tendrán carne fresca para alimentarse,
no recién muerta, sino
carne viva.
Aquí se me presenta el antiguo y enojoso problema:
¿Cómo reconciliar estos hechos con la idea de un Ser benéfico
que lo dispuso
todo? -y no pensé en él por la lectura o los maestros, puesto
que no tuve
ninguno, sino que me fue planteado por la misma naturaleza-. Sin embargo, a
pesar de habérseme presentado agudamente, como muchos otros problemas,
pude
alejarlo y conservar mis creencias. Apenas llegaba hasta mi el fragor de la
batalla de la evolución, que duró muchos años; era un murmullo
que oía
débilmente, como de tormentas inmensamente lejanas "en costas extranjeras".
Pero
esto no podía continuar.
Cierto día mi hermano mayor, al regreso de un viaje por tierras distantes,
me
obsequió con un ejemplar del famoso El origen de las especies, aconsejándome
que
lo leyera. Después de hacerlo, me preguntó mi opinión
de la obra. "¡Es una
teoría falsa!" exclamé encolerizado y él echóse
a reír ignorando la importancia
que tenía aquello para mí. No le agradecí por el obsequio,
pero leí nuevamente
el libro y reflexioné bastante acerca de su contenido, logrando no obstante
resistir a sus enseñanzas durante varios años, porque no podía
apartarme de mi
filosofía de la vida, si debo calificarla así, puesto que si Darwin
estaba en lo
cierto, la vida no valía la pena de vivirse. Eso es lo que pensé
entonces; y no
es una ilusión común de la mente humana, porque notamos que lo
bueno, que tanto
significa para nosotros, se separa forzosamente y que pasando sobre nuestra
pérdida seguimos como antes.
Es curioso observar que el mismo Darwin proporcionó el primer alivio
a aquellos
que, convencidos contra su voluntad, ansiaban descubrir una vía de escape
que no
implicara el total abandono de sus queridas creencias. Él sugirió
la idea, que
las mentes religiosas aceptaron rápidamente, de que la nueva explicación
del
origen de las innumerables formas vivientes que pueblan la tierra a partir de
uno o pocos organismos primitivos, ofrecía una concepción más
noble de la mente
creadora que la tradicional. Esto no soporta el examen; probablemente se originó
más en los sentimientos amables y compasivos del autor que en sus facultades
de
razonamiento, pero proporcionó un alivio temporario y sirvió a
sus fines. Para
algunos, y tal vez para muchos, es todavía un refugio, el pobre cobertizo
de
paja hecho apresuradamente, por donde pasan el viento y la lluvia, pero que
parece mejor que ninguno.
De los pasajes consoladores de la obra, me impresionó más el que
se refiere a
los instintos y adaptación como los de la avispa, que los autores de
historia
natural describen como diabólica. Por ejemplo, el del pichón de
cuclillo que
arroja del nido a sus hermanos; el de las hormigas que tienen esclavos, el de
las larvas de Ichneumonide que se alimentan de los tejidos vivientes de los
gusanos en cuyo cuerpo nacieron. Dice que quizá no sea una deducción
lógica,
pero que le parecía más satisfactorio considerar eso "no
como instintos
especialmente creados o dotados, sino como pequeñas consecuencias de
una ley
general": la ley de la evolución y de la supervivencia del más
apto.
XIX
LAS HERMOSAS MARIPOSAS ESFINGE
El verano pasado paseé con frecuencia por lugares floridos, a la tarde
o a una
hora avanzada, a la luz de la luna, con la esperanza de ver la errante viajera
nocturna: la mariposa cabeza-de-muerto; pero aquella esperanza es ahora tan
vieja, tan gastada y confusa, que apenas es más que un recuerdo ¿Por
qué, me
pregunté infinidad de veces, soy tan infeliz en la búsqueda de
un insecto que no
sólo es muy atractivo para la vista sino que su voz o sonido llaman
la atención
del que los busca? Al consultar a otras personas, unos eran lepidopterólogos
y
otros, diligentes coleccionistas, me aseguraron que nunca alcanzaron a ver la
viviente y libre Acherontia atropos en sus excursiones por parajes floridos.
Hace unos años, mientras recorría un condado del sur, o hablar
de un residente
de la vecindad aficionado a las culebras y mariposas cabeza-de-muerto, que
acostumbraba coleccionarlas y conservarlas en gran número en su casa.
Mi
preferencia por las culebras me indujo a hacerle una visita; nos referimos
anécdotas y entablamos una agradable conversación acerca de estos
reptiles
tímidos, hermosos e inofensivos (para nosotros). Todavía no me
había enterado de
su predilección por ¡a mariposa nocturna; cuando se refirió
a ella, le rogué me
mostrara uno o dos ejemplares. Dirigióse a su mujer, que estaba presente
y
compartía las aficiones de su marido, quien regresó con una gran
caja de cartón,
como las de las modistas y sastres; quitó la tapa, levantó la
caja en alto y
vació sobre mí el contenido: una lluvia de mariposas cabeza-de-muerto
vivas,
temblorosas, agitadas, que crujían. En un instante me cubrieron desde
la cabeza
hasta los pies sin tratar de volar, se estremecían y movían las
alas, de manera
que quedé como bañado en ellas en un verdadero festín de
aquella especie que
tanto buscara.
En ese momento no me importaba ser allí un extraño en la biblioteca
o estudio de
una residencia rural, mientras mis anfitriones miraban y se reían de
mi
perplejidad. Pero lo que más vale son nuestras sensaciones. Podría
permanecer en
un desierto jamás hollado por pies humanos deseando solamente atraer
hacia mí a
esos seres de las tinieblas, atrayéndolas como con fragancia de flores,
desde
sus secretos escondrijos en un sombrío mundo de hojas, para que se reuniesen
sobre mí y me cubriesen con sus suaves y trémulas alas moteadas
de gris, con
hermosos anillos amarillos aterciopelados.
Ni siquiera esta fascinadora experiencia me satisfizo completamente; dije que
nada me agradaría tanto como ver a la mariposa silvestre viviendo al
aíre libre.
El dueño de casa sonrió y meneó la cabeza. ¡Sería
inútil pretenderlo! Sin saber
por qué, él nunca lo había visto ni creía que yo
pudiese verlo. Conseguía sus
mariposas pagando seis peniques por cada crisálida a quienes trabajaban
en los
sembrados de papas y las criaba él mismo; así conseguía
cuantas quería, de
sesenta a ochenta por año.
Sólo puedo esperar que el tiempo le demostrará su error; yo continúo
visitando
como antes los parajes donde abundan las flores, en las horas del crepúsculo
vespertino y a la luz de la luna.
Otra mariposa de gran belleza y que dicen que es tan raro verla como la
Acherontia es la que tiene la cara inferior de las alas de color carmesí.
Sólo
pude observarla una vez volando y ¡eso sucedió en una habitación!
Estaba con
unos amigos en la posada Anglers, en Bransbury, a orillas del Test, cuando una
tarde, después de encender las luces, apareció la mariposa en
la sala,
permaneciendo allí dos días con sus noches a pesar de nuestras
suaves
persecuciones y de los planes arteros que pusimos en ejecución para expulsaría.
Nos hallábamos a principios de setiembre, los días eran asoleadeados
y tibios,
las noches húmedas y brumosas; al anochecer, cuando el cuarto estaba
caldeado,
abríamos puertas y ventanas pensando que para la prisionera sería
un gran alivio
salir de la atmósfera viciada; de la penosa brillantez, y dirigirse
a su mundo
vasto y húmedo, a la oscuridad, el silencio, la fragancia, a una señal
misteriosa que le haría desde una nube de hojas susurrantes alguien que
la
esperaría. Tratamos de hacerla salir recurriendo a abanicos, sombreros
y diarios
doblados, pero sólo conseguíamos excitaría y (como un
pardillo recién cazado en
una jaula) se lanzaba de uno a otro extremo del cuarto, por entre nosotros o
sobre nuestras cabezas, negándose a salir. Como no necesitábamos
que se fuese,
después de hacer lo posible nos complació que se quedara. Intentamos
hacerla
feliz ofreciéndole miel y jarabe áureo y colocando flores por
doquier, pero la
mariposa no aceptó nada de nosotros.
Al posarse en una pared o en una cortina, parecía una mancha gris triangular,
ornada -si se la contemplaba de cerca- con pintas oscuras; pero al levantar
las
alas delanteras exhibía el hermoso color escarlata de la cara inferior
de las
alas. Ninguna flor carmesí, ni una concha marina, ninguna nube al ponerse
el
sol, puede mostrar un color comparable en belleza a éste. Al encender
la lámpara
se nos reveló otra belleza oculta cuando comenzó a volar de arriba
hacia abajo,
permaneciendo cerca del techo bajo. En ese momento adquiría una apariencia
de
pájaro, la parte inferior de su cuerpo se asemejaba mucho a un ave, era
de un
color blanco suave, como un martín en miniatura, con la parte inferior
de :1as
alas de color escarlata. No nos atrevíamos a tocar a "nuestro querido
duende" ni
con la punta de los dedos, para no dañarla, dado que era tan delicada.
A menudo
vi colibríes que entraban en la habitación donde estaba yo, revoloteando
para
buscar la salida, pero nunca estos pájaros, a pesar del brillo de sus
plumas
semejantes a escamas, me parecieron tan hermosos como aquella mariposa.
En la tercera noche, a pesar nuestro, logramos que saliera de la habitación.
Entonces nos preguntamos qué más podrían decirnos los autores
de libros
referentes a las mariposas, acerca de este "querido duende". Saqué
mi libro de
Mariposas diurnas y nocturnas -recientemente publicado-; describía el
insecto,
su color y medidas; allí, bajo el título de "observaciones
generales" se leía:
"Es4a mariposa nocturna no se puede hallar, pero con un adecuado azucaramiento
pueden obtenerse media docena de ejemplares en una sola noche". ¡Nada
más que
eso! Era :una sorpresa para nosotros y nos preguntamos si alguno de nuestros
naturalistas había intentado el método del "adecuado azucaramiento"
para
conseguir unos ejemplares de esa rara y falaz mariposa, nuestro duende, antes
de
su completa extinción en Gran Bretaña.
recuerdo de esas dos noches pasadas con la mariposa cuyas alas tenían
un color
escarlata en la cara inferior me trae a la memoria otra noche encantadora que
pasé en el valle de Wiltshire Avon. Era en junio, antes de la siega del
heno y
durante largo rato, hasta la desaparición de las últimas luces
y salida de las
estrellas, permanecí inmóvil; los pastos plumosos me llegaban
a las rodillas;
desde allí observé las mariposas duendes como nunca las habla
visto antes en
veintenas y por centenares, vagamente visibles en su blancura sobre la oscura
pradera, empeñadas en su suave, rítmica y hermosa danza de amor.
En aquella
oportunidad, la blancura y los extraños movimientos de las mariposas
en la
oscuridad les daban el encanto de la noche inmensa y silenciosa. Vistas de día
o
a la luz de la lámpara son las "mariposas búho blancas con
alias harinosas", de
Lord de Tabley, y nada más.
Las mariposas nocturnas frecuentan principalmente la penumbra y la oscuridad,
pero una de las especies más grandes y distinguidas, la mariposa esfinge
colibrí, vuela al aire libre de día, hasta durante la estación
más calurosa, y
visita nuestros jardines en plena luz del mediodía. No posee el colorido
de la
de alas escarlata, de la cabeza-de-muerto, ni de la blanca fantasma; no
obstante, sobrepasa a las demás en belleza y en la sensación de
maravilla y
deleite que produce al aparecer. Reproduciré parte de una carta que me
dirigió
hace unos años una señora que deseaba saber si podía identificarle
un insecto en
el que tenía un interés particular, por su descripción.
Lo había visto cuando
niña, en el jardín del hogar de sus padres, en Wiltshire, y no
volvió a verlo
más ni descubrió qué era.
Cuando niña (dice la carta) sentía gran entusiasmo por un insecto
raro y
fascinante, que los niños de mi tiempo llamaban merrylee-dance-apele.
Este
radiante ser sólo deleitaba nuestra vista en los días más
largos y calurosos del
verano. Era un gran honor y distinción para el afortunado espectador el hecho de
haberlo visto. Lo mirábamos con una mezcla de asombro y alegría,
siguiendo
extáticos su vuelo errático y rápido. Era suave, pardo.
también plumoso y
dorado; creaba en nuestras mentes infantiles una indescriptible impresión
de
gloria y brillantez, y era muy huidizo lo creíamos un ser de otro mundo
y
durante cada una de sus frecuentes y súbitas desapariciones entre los
floridos
matorrales reteníamos el aliento temiendo que no volviese más,
pero ya volaba
atravesando la cortina florida y regresaba al sol y las estrellas. Era para
mí
una aparición inexpresablemente deliciosa y yo suspiraba por convertirme
en una
merrylee-dance-a-pole y volar hacia hermosas regiones floridas, de las que nunca
había oído, y en las que jamás pensara ni soñara.
Se trataba pues de una descripción hecha por una persona que no era literata.
por un estudiante de expresión que buscaba ansiosamente la palabra explicativa
y
era sin embargo una manera de expresarse tan rara y hermosa como el objeto de la
descripción, que se lee con el pulso acelerado. ¿Quién
soñaría hallar algo
parecido en los miles de libros escritos sobre las mariposas nocturnas y diurnas
de Gran Bretaña, que nuestros lepidopteróloqos excesivamente
industriosos
produjeron durante las últimas seis o siete décadas? Sin embargo,
esos volúmenes
fueron escritos menos para el estudiante científico de entomología
que para el
lector en general o para cualquiera que al ver un almirante blanco o una
mariposa de ligustro desea saber cómo es y recurre a los libros para
empaparse
del asunto. Todos estos escritores fracasan en lo que imaginamos es lo más
importante en las obras dedicadas a ese objeto: el poder de llevar a la mente
del lector una imagen vívida de lo que describen. Me agradaría
saber qué dirían
el entomólogo profesional o el autor de libros referentes a mariposas
del pasaje
citado de la carta en la que se solicita información de un insecto.
Probablemente afirmarían que la señora escribió más
con el corazón que con la
cabeza, que procediendo así ella es sentimental e inexacta, como era
de esperar,
aunque se puede identificar a su merrylee-dande-a-pole como la Macroglossa
stellatarum.
Esto sería verdad; ella es inexacta y no obstante logra obtener el efecto
que
pretende, mientras que los escritores exactos fracasan en la empresa. Tiene
éxito porque observó el insecto cuando niña, con emoción,
y después de treinta
años aún podía recordar el sentimiento experimentado entonces,
transmitiendo a
otra persona la imagen que llevaba en la mente. Diríamos que las impresiones
son
vívidas y así se mantienen en la mente, aun hasta finalizar la
vida, solamente
en aquellos en los que algo de la niñez persiste cuando llegan a adultos:
el
infinito deleite en este mundo visible, experimentado diariamente por millones
de niños nacidos felizmente fuera de la ciudad y tan curiosamente expresado
en
la literatura como lo hizo Traherne; y con él la sensación de
maravilla en toda
vida, ligada a la facultad mítica (si no está unificada con ella),
que si se
experimenta intensamente es una sensación de lo sobrenatural en todas
las cosas
naturales.
Podríamos decir, en realidad, que a menos que el alma se dirija al encuentro
de
cuanto vemos, no lo vemos; no vemos nada, ni un escarabajo, ni una hojilla de
pasto.
XX
EL TOPO ESFORZADO
En los libros se lee acerca de la sorprendente fuerza y energía de este
animalito que "nada en tierra", según se dice, como el pingüino,
el alce o la
uria en el agua. En comparación con lo que hace subterráneamente
el topo, la
energía de la ardilla que sube a un árbol muy alto, se desliza
por una rama
horizontal muy larga y desde el extremo de ésta se lanza a la de otro
árbol, a
cien pies de altura, antes que uno pueda pronunciar una frase de veinte
palabras, no es nada. Pero hallándose fuera de la vista, el topo permanece
también fuera de la mente, por eso no se aprecian como es debido sus
notables
cualidades. Dado que se trata de un pequeño animalito -no mayor que la
mano
enguantada de una señora- su fuerza, como la del escarabajo, no nos interesa.
Nos importaría si los topos crecieran hasta adquirir el tamaño
de una vaca o un
toro. Excavarían entonces debajo de Londres incontables túneles
que podrían
utilizarse como sendas subterráneas para los peatones y para los ferrocarriles
subterráneos. Eso sería ventajoso, pero al formar colinas los
animales causarían
grandes daños. Un topo de ese tamaño derribaría fácilmente
el edificio de la
Bolsa Real y hasta el Palacio de Westminster sería destruído enterrando
en las
ruinas a nuestros legisladores.
La vida del topo es muy esforzada; su apetito es mayor que el de cualquier otro
animal
Marino o terrestre y "come hasta reventar", porque su digestión
es de acción tan
poderosa y rápida como sus músculos para cavar. Devora como Gargantúa
y después
de cavar y comer, sigue hasta encontrar una fuente y refrescarse con abundantes
tragos de agua fría.
El labrador del este que bebe dos o tres galones de sidra de una vez es un pobre
bebedor en comparación con este animalito. Después de cavar,
comer y beber, se
duerme tan profundamente que no se lo despertaría con redoble de tambores
ni
disparando armas de fuego sobre su cabeza. Como un gigante descansado, despierta
repentinamente y continúa con furia su excavación.
Si por casualidad se agarra con la mano un topo que se encuentra en el suelo,
se
nota que es difícil retenerlo. El erizo cubierto de púas, la escurridiza culebra
o la anguila son más fáciles de manipular. Resulta asombroso no poder mantenerlo
asido y si uno es un novato el animalito probablemente se encogerá dentro
de la
piel hasta que la cabeza esté en nuestra mano y entonces media docena
de dientes
agudos como agujas se clavarán profundamente en la mano y estaremos contentos de
soltarlo.
No se somete cuando uno lo atrapa, ni tampoco demuestra amistad o sociabilidad;
en la época del celo los machos libran las batallas más feroces;
los pisos y
paredes de los túneles quedan teñidos de sangre y el vencido es
condenado a
muerte y devorado por el vencedor.
Se ve pocas veces el topo fuera de casa, por decir así, paseando en el
exterior.
Cuando corre en la superficie, cuando persigue ardientemente los gusanos,
levanta pequeños montículos a cortos intervalos y se lo puede
ver al salir a la
superficie, donde muestra el lomo por unos instantes; después de empujar
el
suelo flojo se hunde otra vez. Ahora bien, en cierta oportunidad un topo, al
mostrar e! lomo, me enseñó algo que no sabía ni había
leído en los libros. En
una magnífica mañana de mayo estaba sentado en un tronco, cerca
de la aldea de
Ockley, en Surrey. A mi alrededor el suelo se hallaba cubierto con una espesa
alfombra de hojas secas de color oro, rojo y bermejo, a la luz del sol, cuando
atrajo mi vista un rumor entre las hojas que eran movidas por algo quo estaba
debajo de ellas. No era el animalito que escuchaba y observaba en ese momento
-la musaraña que sale al sol- sino un topo que levantaba allí
un montículo a una
yarda de mis pies. La piel aterciopelada del lomo se dejó ver, formando
un
hermoso cuadro con las hojas de color rojo y amarillo. Desapareció en
seguida y
regresó rápidamente a la superficie, con más tierra, pero
se notaba que las
hojas le molestaban y para librarse de ellas comenzó a agitarse en forma
sorprendente; mientras duró su movimiento parecía una bola negra
que giraba tan
velozmente como para adquirir la brumosa apariencia de una rueda en movimiento
o
las alas de una mariposa esfinge revoloteando. Aquel torbellino hacia volar
las
hojas, y el topo, el polvo y las hojas formaban un pequeño remolino o
maelstrorn. Después de terminar con las hojas, el roedor penetró
nuevamente en
el pozo y repitió dos veces el procedimiento. Cuando el animalito estaba
casi
sobre el suelo, puse la mano encima suyo para atraparlo, pero antes de atinar
a
hacerlo el topo huyó.
El movimiento en huso o giratorio era una alucinación visual producida
por los
movimientos muy rápidos de la piel mientras el animal permanecía
inmóvil y el
efecto ilusorio era realizado por medio de lo que los anatomistas llaman el
"músculo contráctil" que poseen en cierto grado la mayoría,
sino todos los
mamíferos. Lo notamos diariamente en los animales domésticos,
especialmente en
el perro cuando se sacude después del baño; si tiene el pelo rizado
y lleno de
agua, se sacude tan violentamente que llena el aire con denso rocío hasta
varios
pies alrededor. No podría hacerlo sacudiendo o moviendo el cuerpo de
un lado a
otro; lo hace, pero al mismo tiempo su piel vibra y descarga la humedad. De
la
misma manera procede el caballo para quitarse la humedad o el polvo después
de
revolcarse.
Mas en el caballo, el poder contráctil no se extiende en toda la superficie,
o
no es uniforme; es más débil en los cuartos traseros; podemos
suponer que en el
caballo y en otros grandes mamíferos el empleo principal del movimiento
de
contracción es sacudirse el polvo, las moscas y otros insectos molestos,
y que
el crecimiento de la cola del caballo, que utiliza para espantar los insectos,
ha hecho menos útil el poder contráctil en esa parte del cuerpo.
Es decir que
cuando la cola, muy especializada, ha llenado esta función, causó
la decadencia
del músculo contráctil por desuso en esa parte del cuerpo.
El músculo es más potente en la zona que se halla fuera del alcance
de la cola y
que también es más difícil de alcanzar con la boca: el
lomo, en la parte de los
hombros. El jinete que cabalga "en pelo" lo siente bien cuando el
animal se
sacude. "Es como montar un terremoto" oí decir una vez a un
hombre; como yo no
había sentido ningún terremoto, la sensación era para mí
igual a la de una
descarga eléctrica.
Es de imaginar que la pérdida de este poder de contracción en
el hombre obedece
a una doble causa; la primera es que las manos, como el pico de los pájaros,
pueden llegar a casi todas partes del cuerpo, y la segunda es la costumbre de
usar ropas, que al proteger la piel hacen innecesaria la contracción.
Esa fuerza contráctil persiste únicamente en el rostro y queda
casi limitada a
la frente; pero allí mismo, con el lento movimiento de arriba abajo,
es una
facultad muy pobre en comparación con la rápida sacudida o estremecimiento
que
efectúan otros mamíferos y que pueden reducir al sitio exacto
donde se ha posado
el insecto. En pocas personas esta facultad se extiende al cuero cabelludo;
he
oído hablar de un hombre que hacía caer el sombrero por la acción
de los
músculos de la frente y la cabeza, no sacudiendo la cabeza. De la misma
manera
diríamos que esta facultad es más débil en el hombre, que
está en un polo y el
topo en el otro. El topo se cubre con el polvo que produce cavando y lo elimina
cien veces por día mediante su músculo contráctil.
Dudo que tan maravilloso músculo pueda hacer algo más por su felicidad
y lo
afirmo porque en los escritos sagrados de Oriente se sostiene que Buda se
transformó en liebre y se arrojó al fuego para asarse y proporcionar
alimento a
un hambriento, pero antes de esto sacudióse tres veces para que ninguno
de los
insectos que había en la piel pereciese con él.
¡Yo no lo creo! Mi topo de Ockley me demostró que no se puede echar
de esa
manera a los insectos parásitos y el músculo contráctil
de la liebre no es más
potente que el de los demás animales. La he visto eliminar el agua como
una
bruma desde su piel, pero el perro hace lo mismo. En el topo, el movimiento
es
más continuo y creo que más rápido. No obstante, las pulgas
pueden mantenerse
asidas, porque encontramos los topos infestados de tales insectos.
XXI
UNA RATA AMIGA
La mayoría de nuestros animales y muchos de los trepadores, como los
"gusanos
silvestres de los bosques", los sapos comunes, las lagartijas y lagartos
y, más
raro aun, muchos insectos, pueden domesticarse y conservarse como mascotas.
Los tejones, nutrias, zorros, liebres y ratones campestres son fáciles
de
tratar; pero resulta curioso que alguien desee mimar un erizo, un mamífero
diabólico como la pequeña comadreja de cabeza achatada, sedienta
de sangre. Las
arañas son mascotas muy poco cómodas; no se las puede acariciar
como a un lirón;
lo más que es factible es darles una botella de vidrio claro para que
vivan en
ella y enseñarles que deben salir respondiendo a un sonido musical emitido
por
un banjo o violín, para tomar una mosca que se les alcanza y regresar
luego a la
botella.
Un conocido del autor prefiere las culebras como mascotas, manejándolas
tan
libremente como lo hace el escolar con la inofensiva culebra anillada. El señor
Benjamín Kidd nos refirió una vez que sus abejas silvestres favoritas
volaban
dentro de su cuarto acudiendo al llamado para alimentarse, que demostraban un
profundo interés por los botones de su saco, observándolos siempre
como si
ansiasen averiguar su significado. Mi vieja amiga, la señorita Hopley,
autora de
libros referentes a reptiles, que falleció recientemente a los noventa
y nueve
años, domesticaba lagartijas, pero su mascota era una cecilia, serpiente
pequeña. Nunca se cansaba de ensalzar sus cualidades. Las ardillas favoritas
del
vizconde Grey son muy interesantes, porque son ardillas salvajes que moran en un
bosque de Northumberland, que se enteran rápidamente cuando él
está en casa y
llegan escalando las paredes e invadiendo la biblioteca; saltando sobre el
escritorio son premiadas con nueces que toman con la mano. Otro amigo suyo tiene
un cormorán que es tan voraz domesticado como en estado salvaje. Después
de
atrapar peces toda la mañana en un río cercano vuela hacia su
casa a las horas
de las comidas, gritando para que le den de comer y dispuesto a devorar cuanta
carne y budín pueda conseguir.
Puede ampliarse indefinidamente la lista de diferentes animales mascotas, pero,
¿oísteis hablar de una rata domesticada favorita? No es de la
variedad blanca,
pequeña, de ojos rosados, criada artificialmente, que se puede adquirir
en el
comercio, sino de la rata común de color moreno, Mus decamanus, uno de
los
animales comunes en Inglaterra y con seguridad el más despreciado. Sin
embargo,
esta maravilla ocurrió recientemente en una aldea de Lelant, en Cornwall
occidental. La curiosa historia es a la vez un tanto triste y algo cómica.
Aquí no se trata de "una naturaleza salvaje conquistada por la amabilidad";
la
rata confió y concedió su amistad a la dueña de casa; como
ella no tenía hijos y
se sentía muy' sola en la cocina y en el living room, no le desagradaron
las
visitas del roedor, por el contrario, lo alimentó; correspondiéndole,
la rata
mostróse cada vez más amiga y familiar y a medida que crecía
este afecto la
mujer se aficionó a la rata. Ella tenía también un gato,
un felino hermoso y
gentil que no estaba con frecuencia en casa, pero era terrible pensar en lo
que
podría suceder en cualquier momento si el gato llegaba cuando la rata
estuviera
con la mujer. Cierto día apareció el felino con la cola erecta,
ronroneando y
demostrando que su estado de ánimo era manso como de costumbre. Al ver
el roedor
pareció intuir que estaba allí como huésped privilegiado,
en tanto que la rata
se daba cuenta, también por intuición, de que no debía
temerle. Los dos animales
se hicieron amigos rápidamente y era evidente que les agradaba permanecer
juntos, pues pasaban casi todo el día en el cuarto, bebían la
leche en la misma
escudilla y dormían juntos; ya eran muy amigos.
Después, la rata comenzó a preparar un nido en un rincón
de la cocina, debajo
del aparador, siendo evidente que pronto aumentaría la población
ratonil. Pasaba
el tiempo corriendo, buscando pajuelas, plumas, hilos y todo lo que podía
recoger, robando o pidiendo trozos de algodón, lana o hilo, del cesto
de
costura. Su amigo era uno de esos gatos con grandes patillas suaves a ambos
lados de la cara; tenía un ligero parecido con un caballero de la época
victoriana que tuviese un par de magníficas y sedosas patillas que le
cubriesen
las mejillas y cayesen hacia abajo como una doble barba. El roedor se dio cuenta
de pronto de que necesitaba ese pelo para tapizar su nido blando como un cojín,
para que las ratitas naciesen en la mayor suavidad posible. Comenzó a
tirarle de
los pelos y el gato, considerando esto un nuevo juego, aunque un poco rudo
para
su gusto, trató de mantener la cabeza apartada para que la rata se alejara.
Pero
ésta no se daba por enterada y como insistió en acercarse y saltarle
a la cara
para arrancarle los pelos, el felino perdió la paciencia y la golpeó
con la
pata, mas sin sacar las uñas.
La rata huyó a su refugio para lamerse las heridas, muy sorprendida sin
duda por
el súbito cambio de ánimo de su amigo, revelado ante el nuevo
juego del roedor.
Después de lamerse las magulladuras prosiguió su tarea de reunir
materiales
blandos, dejando solo al gato. Dejaron de ser amigos y se ignoraban uno a otro.
Las ratitas eran una docena y al ver la luz, el marido de la dueña de
casa las
hizo desaparecer rápidamente, porque él no se oponía a
que su mujer mantuviese
una rata, pero no permitió que fuesen más.
El roedor se recobró poco después de aquella pérdida y
siguió siendo tan amigo
de su ama como antes; prodújose después otra maravilla: el felino
y el roedor
reanudaron su amistad una vez más. Pocas semanas duró tan feliz
situación. Como
sabemos que la rata estaba casada, aunque nunca apareció su dueño
y señor, muy
pronto se notó que llegarían más ratitas. Siendo la rata
un animal muy
prolífico, puede dar un mes de ventaja al conejo y ganarle por cuarenta
puntos.
Comenzó la construcción del nido en el mismo rincón que
antes y llegaron Píos
últimos días; la rata continuaba atareada en buscar materiales
blandos para
forrar el nido, descubriendo otra vez que los hermosos pelos de las patillas
de
su amigo eran los que necesitaba y se dedicó nuevamente a arrancarlos.
Como
antes, el felino trató de mantenerla a distancia, golpeándola
a diestra y
siniestra con las afelpadas patas y bufando para demostrar su desagrado. Pero
la
rata parecía decidida a conseguir los pelos, y cuanto más la
echaban más
insistía, hasta que llegó el momento culminante, y el felino,
con súbita furia,
le tiró un zarpazo tras otro con las uñas a la ofensiva. Gritando
de dolor y
terror, el roedor huyó de la cocina y no fue visto más, con gran
pesar de su
dueña. Pero su recuerdo perdurará mucho tiempo, como una fragancia,
en la
casita, tal vez el único hogar de la comarca donde se fomenta la amistad
hacia
la rata.
XXII
EL PERRITO COLORADO
Errando a lo largo de un camino que apenas era un sendero entre Charterhouse
Hinton y Woolverton, en la región del oeste, vi un perrito colorado que
trotaba
detrás de mí, a cierta distancia. Estaba en medio de la senda,
pero a notar que
lo miraba corrió al otro lado y al llegar a la par mía se detuvo,
olfateó el
aire, corrió después de continuar veinte o treinta yardas velozmente,
siguió
trotando y desapareció en el primer recodo del camino.
Aunque iba solo me reí, porque el can era un viejo conocido mío.
El no me
conoció y naturalmente me miró domo a un extraño, asociando
mi presencia a una
piedra o un trozo de ladrillo dirigidos con puntería y que indudablemente
dejaron una impresión en su pequeño cerebro. Yo lo conocía
porque era un tipo de
perro común, distribuido en todo el mundo; dudo que existan muchos países
donde
no abunde; es una variedad enana o degenerada del perro atorrante, más
pequeño,
de nariz achatada que lo asemejaba a un armiño o a un reptil. Su color
es del
matiz más común del perro vulgar dondequiera que se lo halle.
Raras veces es un
rojo intenso como el del perro de caza irlandés o algún tono agradable
de rojo
corno en el "dingo", el zorro o el lobo sudamericano; la coloración
es oscura,
con frecuencia se inclina al amarillo, a veces mezclado con gris como en el
chacal o con un matiz de jengibre. En el perro paria predomina el colorado
amarillento poco agradable. Esta es la impresión obtenida de algunos
viajeros
que recorren el este y accedieron a decirnos algo acerca de un animal tan
inferior.
Donde abunda el perro vulgar existe la seguridad de encontrar el perrito
colorado que tal vez asombre por su habilidad para mantenerse. En realidad está
en gran desventaja. Cuando encuentra o roba un hueso, el primer perro grande
que
lo vea, le dirá "¡Déjalo!" y deberá soltarlo
en seguida porque sabrá que si se
niega a hacerlo se lo quitará y es posible que sus pequeños huesos
sean
triturados en el lance. Pero me parece que en compensación este perrito
posee
una inteligencia más rápida y más sutil astucia. Su cerebro
pesa mucho menos que
el del bulldog o del perro común grande, pero, como el cerebro de la
mujer en
comparación con el del hombre, es más refinado.
Al encontrarlo en el tranquilo camino de Somerset, reí al verlo y pensé:
"Ahí va
el perrito colorado, desconfiado y escurridizo como siempre, muy activo y
ocupado, aunque puede tener mi edad". Recordando el pasado, la vista de
este
pequeño can me trajo a la memoria uno de los primeros perritos colorados
que
conocí. En aquel entonces yo era un muchacho aún y mi hogar estaba
en las pampas
de Buenos Aires. Tenía una hermana menor, criatura vivaz y brilllante:
recuerdo
que una pobre mujer nativa, que habitaba en una 'humeante cabaña a pocas
millas
de distancia y que la apreciaba mucho, llegó cierto día con un
obsequio para mi
hermanita; traía en un chal un cachorrito colorado, dado a luz por su
querida
perra. La niña aceptó el presente con alegría, porque aunque
teníamos en ese
momento catorce o quince perros, pertenecían a la casa y eran de todos
y de
nadie en especial, y a ella le encantaba poseer uno de su exclusiva propiedad.
E1 cachorro creció y resultó un perro colorado común, con
mejor aspecto que la
mayoría de los de esa clase, con una cola más poblada, el pelo
más largo y
reluciente y con rasgos semejantes a los del zorro. Pese a todas esas
cualidades, nosotros nos reíamos de su pequeño "Reddie",
como lo llamábamos; su
profunda devoción hacia su dueña y la fe en su poder para protegerlo
lo hacían
más cómico aun. Mientras caminábamos en la pradera, mi
hermano y yo
considerábamos divertido separar a "Reddie" de su ama, corriendo
repentinamente
y persiguiéndolo entre el pasto. El perro huía describiendo un
gran círculo y
después retrocedía en dirección a su dueña, corriendo
en busca de protección.
Ella se detenía, tendía los brazos y esperaba su llegada; el can
daba un gran
salto y caía entre sus brazos casi derribándola con la fuerza
del impacto y
desde allí nos contemplaba con aire de reproche.
Más tarde, cuando conocí al pequeño perro colorado en las
calles de Buenos
Aires, supe de su astucia. Un día, mientras paseaba a orillas del río,
noté que
uno de estos animalitos me seguía y apenas vio que lo miraba acercóse
retozando,
contorsionándose, mostrando los dientes, demostrando su alegría
con todo el
cuerpo; pensando que no tenía hogar ni amigos conmovido por su súplica,
lo dejé
seguirme por las calles hasta la casa de los parientes donde me alojaba. Les
dije que intentaba tener el can hasta resolver qué haría con él.
Ellos no lo
aceptaron muy cordialmente y se refirieron con desprecio a los perros colorados
en general, pero le sirvieron su comida -un plato repleto de carne-, que devoró
vorazmente y después, tomando confianza, acostóse en el felpudo
ante el hogar y
se durmió profundamente. Una hora más tarde se despertó,
levantóse, corrió en
dirección al vestíbulo y al encontrar cerrada la puerta de calle
comenzó a
ladrar y arañaría. Me apresuré a abrir la puerta y huyó
sin agradecerme
siquiera. Habiendo encontrado un tonto, logró sacarle algo y ya habla
concluido
su relación conmigo. Dirigióse sin titubear a su casa, conociendo
bien el
camino.
Años después me sorprendí al observar que el pequeño
perro colorado habitaba en
Londres. En el año setenta no era obligatorio poner bozal a los perros
y era muy
común verlos vagando por las calles, buscando restos de alimentos. Compartían el
pan duro con los gorriones, revolvían los montones de basura que dejaban
los
barrenderos, olfateaban por doquier' en busca de bodegas abiertas y rondaban
continuamente cerca de las carnicerías, donde se los vigilaba celosamente.
Era
evidente que esos perros tenían dueños que habían pagado
el impuesto anual, pero
en muchos casos luchaban por la subsistencia. Probablemente la vida aventurera
de las calles, donde no abundaban los alimentos, aguzaba su ingenio. Aquí
fui
testigo de una acción de un pequeño perro rojo que me sorprendió;
el abuso de
confianza de que me hiciera víctima el perrito argentino era insignificante
en
comparación con esta demostración de astucia.
Una hermosa mañana de invierno, en la calle Regent, vi un perro hambriento,
echado en el suelo junto a la pared, royendo un gran hueso que había
robado o
sacado de un depósito de desperdicios cercano. Era un animal de aspecto
miserable, una especie de perro de caza, de color rojo sucio, cuyas costillas
se
marcaban como las barras de una parrilla en su sarnoso flanco. Aun en esa época
anterior al uso del bozal, resultaba extraño verlo royendo el hueso en
ese
lugar; en las cercanías de Peter Robinson donde la ancha calle está
llena de
señoras que se dedican a las compras. Me quedé observándolo.
En ese instante
apareció un pequeño perro colorado, como viniendo del Circus,
y al ver al perro
sarnoso con el hueso se detuvo de pronto como para abalanzarse sobre él,
continuó mirándolo unos instantes con la cola erguida y el pelo
erizado y cuando
me parecía inevitable la lucha, emprendió velozmente el regreso
al Circus,
ladrando nerviosamente. El llamado fue irresistible. El perro de caza lo siguió
ladrando también furiosamente y llegó hasta el centro del Circus
para ver qué
sucedía, dejando atrás en su carrera al perrito colorado. Sin
duda debía ser
algo' muy importante para los perros. Mas el mentiroso perro colorado, apenas
lo
pasó el otro se detuvo, echó a correr hacia atrás, levantó
el hueso y se alejó
en dirección opuesta. Muy pronto retornó el perro de caza, pareciendo
sorprendido e intrigado por la desaparición del hueso. Allí quedó
buscándolo y
olfateando en las puertas abiertas de los negocios; quizá pensaba en
su
simplicidad que alguna señora amable lo' había recogido entregándolo
a uno de
los empleados para que lo tuviera hasta que lo reclamase su dueño.
Yo había oído hablar de acciones semejantes de los perros, pero
siempre me
sonreía, porque se sabe que quienes relatan esas historias -los adoradores
de
perros o canófilos, como se les llama a veces- son personas de débil
intelecto y
generalmente poco veraces, aunque tal vez no tengan conciencia de ello. Pero
esta vez he presenciado personalmente este episodio, que al ser leído
hará
sonreír a otros.
Pero ¿qué podemos decir de semejante proceder? Precisamente ahora
todos
nosotros, incluso los filósofos, nos hallamos en la confusión
respecto al asunto
de la mente y el intelecto de los animales inferiores, y a cuánto de
cada
elemento entra en cada acción; mas es probable que muchos digan en seguida
que
la actuación del pequeño perro colorado en la calle Regent fue
netamente
inteligente. No estoy seguro de ello. La rapidez, la suavidad y seguridad con
que se efectuó todo le dio una apariencia de movimientos automáticos
más bien
que de algo razonado que no había sido ensayado previamente.
Hace poco, en mis excursiones campestres, estuve buscando perros colorados y
encontré algunos ejemplares interesantes en los condados del sur. En
Hampshire,
uno de ellos me hizo reír como aquel can de Charterhouse Hínton.
Estaba en Say, aldea de las cercanías de Lymington. Un muchacho montado
en una
vieja bicicleta crujiente llevaba a pastar unas vacas y tenía gran dificultad
para mantener el equilibrio mientras seguía a los perezosos rumiantes
en el
tosco sendero entre. los espinosos matorrales. Tras él, a unas diez yardas
de
distancia, trotaba el pequeño perro colorado, con la lengua afuera, pareciendo
muy feliz y orgulloso. Cuando pasé a su lado me miró como para
estar seguro de
que lo había visto y observado que formaba parte de tan importante procesión.
Otro día, cuando fui a la aldea, oí la historia del can; todos
lo ponderaban por
su carácter afectuoso y su valor como guardián nocturno; me dijeron
que su
madre, que ya había muerto, era la perra colorada más pequeña
que jamás hubieran
visto en Hampshire.
Algún día uno de los miles de escritores que se ocupan del "amigo
del hombre"
concebirá la idea de dedicar uno o dos capítulos al perro el perro
común
universal- y entonces tal vez le sea necesario salir al exterior para estudiar
esta definida variedad enana que ha tenido mala suerte con nosotros. Es
indudable que la ordenanza del bozal afectó profundamente el carácter
de nuestra
población perruna, puesto que llegó lejos en la destrucción
del perro ordinario
y del mestizo -razas que ya estaban en peligro por el gran predominio del
fox-terrier-. La diferencia era muy visible en la metrópoli y después
de la
campaña del señor Long llegué a la conclusión de
que allí había sido eliminado
el pequeño perro colorado. Este, con otras variedades del perro común,
era el
perro del pobre y cuando el bozal lo privó del poder de defenderse, convirtióse
en una carga para su dueño. Pero yo estaba equivocado; todavía
está con nosotros
en Londres, aunque ahora sea muy raro encontrarlo.
XXIII
LOS PERROS EN LONDRES
El tema de este capítulo, para el que no puedo hallar un título
descriptivo
apropiado, será los diversos cambios observados durante los últimos
años en los
perros de la metrópoli y en menor grado los del país en general.
Se produjo a la
vez una mejora en el carácter de la población perruna, debida especialmente a la
eliminación de los ejemplares más inferiores. Pero nos apartamos
del tema; aquí
nos referiremos al temperamento y los hábitos del animal. Todo esto fue
consecuencia de la famosa "llegó a calificársela de infame"
ordenanza referente
al uso del bozal, de 1897, que restringió en todo el país, por
el período de dos
años y medio, la antigua costumbre de los perros de pelear y morderse
entre
ellos Novecientos días o algo más no parece ser un lapso demasiado
largo para
una restricción en el caso de un ser cuya vida natural llega a los setenta
años,
pero para la breve existencia de un pobre Tatter o Towzer, que viven doce años,
ello equivale a más de veinte años de la vida del ser humano.
Como naturalista me interesaba la ordenanza del uso del bozal y después
de
observar sus efectos, mi interés en el asunto ha continuado desde entonces.
También sería interesante y de importancia, según creo
para todos los que
guardan una consideración especial hacia el perro, los que son "devotos
de los
perros", que lo consideran como "amigo del hombre", aun sosteniendo
con los
canófilos del período de Youatt del siglo pasado que el perro
había sido
especialmente creado para ser el servidor y compañero del hombre.
Resulta curioso, pero todavía no encontré ningún amante
de los perros que haya
notado un cambio del temperamento y hábitos de los canes durante los
últimos
catorce o quince anos, o que tuvieran conocimiento de ello. Sólo podemos
suponer
-y esto se aplica no solamente a los que tienen un afecto particular por el
perro, sino igualmente a la gran cantidad de naturalistas londinenses- que el
cambio no era muy visible a causa del largo lapso en que estuvo en vigor la
ordenanza; cuando llegó la liberación ya no se recordaba claramente
el estado
anterior de las cosas en el mundo animal. Sin duda se creía que una vez
quitado
el bozal todo era como antes; si algunos recordaban la situación anterior
y
notaron la diferencia, omitieron anotaría y no he visto nada publicado
respecto
a eso. Las circunstancias no permitieron que dejase de observar la consecuencia
inmediata de la ordenanza ni olvidar al término de ésta cómo
eran las cosas
antes de su imposición.
Probablemente estuve más confinado en Londres durante los años
1897-99 que
muchas personas que están muy interesadas en la vida animal, y así
me veía
obligado a satisfacer mi afición o pasión prestando gran atención
a los únicos
animales que se pueden observar en nuestras calles, siendo el perro el más
importante de ellos. Tomé notas de mis observaciones -mi método
de recordación
de lo que no debía olvidar-; y refrescando la memoria al releer las notas,
puedo
evocar un cuadro distinto de la situación en la época anterior al uso del bozal.
Era muy diferente de la actual. En aquellos tiempos era una sorpresa para mí
la
gran cantidad de perros, en su mayoría mestizos y comunes, que vagaban
sin dueño
por las calles. Los clasifiqué como parias, aunque indudablemente todos
ellos
tenían sus hogares en las calles y patios apartados, de la misma manera
que los
perros sin dueño de las ciudades del este tienen morada -el patio, pavimento
o
terreno inculto donde viven y dormitan al sol cuando no vagan buscando alimento
y aventuras-. La mayoría de estos parias londinenses ofrecían
una apariencia
lastimosa, llenos de úlceras y viejas cicatrices; unos parecían
esqueletos y
otros habían perdido la mitad del pelo por la sarna y otras enfermedades
cutáneas. Se los veía en todo Londres siempre en busca de alimentos,
recorriendo
vastas zonas, como los compradores de huesos y botellas, en procura de un tacho
de basura abierto donde pudieran hallar algo para reconfortar el estómago.
También espiaban las carnicerías, donde el carnicero los vigilaba
atentamente
alejándolos a puntapiés y echándoles maldiciones, cuando
se les presentaba la
oportunidad. La mayoría, si no todos estos pobres perros, tenían
dueños que les
daban alojamiento pero no comida, o muy poca, y que en muchos casos eludían
el
cumplimiento de la licencia.
Es indudable que en el pasado la población canina de Londres estaba compuesta
en
su mayor parte por animales de esta clase "de razas Inferiores" y
por una gran
variedad de mestizos que vivían en su mayoría de su ingenio. Una
información
referente a los perros de Londres de hace dos, tres o cuatro siglos sería
ahora
de un interés extraordinario para nosotros, pero desgraciadamente nadie
se tomó
el trabajo de escribirla. Caius, nuestro más antiguo autor sobre los
perros,
dice que "de los perros ordinarios, mestizos o atorrantes" -los animales
de los
que deseamos informarnos-, "de esos perros que no conservan su clase, de
los que
están mezclados de diferentes razas que no muestran los caracteres de
una
especie definida porque no tienen un aspecto destacado ni ejercitan una cualidad
digna de la clase verdadera, perfecta y gentil, no es necesario que yo escriba,
sino que los deseché como elementos no aprovechables, dejándolos
fuera de los
límites de mi libro". Es lamentable que los desechara ya que parece
que ha sld6
observador por cuenta propia. Si nos hubiera dejado unas páginas acerca
de la
vida y costumbres de los perros vagabundos, en su Libro de los perros ingleses,
que después de tantos siglos se reimprime periódicamente, ellas
habrían sido tan
valiosas para nosotros como el libro de Turner, de Pájaros británicos
(1544) y
el de Willoughby, escrito medio siglo después sobre el mismo tema, como
el
brillante ensayo de Gould referente a las costumbres de las hormigas británicas,
que dicho sea de paso nunca fueron reeditados, y como el clásico de
Gilbert
White que apareció más tarde, en el siglo dieciocho.
En 1897, cuando se dictó la ordenanza de los bozales, se notó
claramente que era
exclusivamente débil el vinculo que unía al hombre y al perro en todos los casos
en que el pobre animal se veía obligado a defenderse solo en las inhóspitas
calles de Londres. Se encontraron vagando en las calles una cantidad enorme
de
perros aparentemente sin dueño y sin collar, y cada semana se llevaban
muchos de
ellos a la cámara letal. En treinta meses la población canina
había disminuido
en unos cien mil animales. Los mestizos y atorrantes desaparecieron en gran
parte y se produjo así una mejora en el carácter de la población
perruna. Pero
al mismo tiempo se produjo una transformación mucho más importante
-el cambio en
el temperamento de nuestros perros-, y haremos notar que esto no se debe al
proceso de selección que mencioné. Los animales de las razas superiores
no son
más amigables que los de razas inferiores. El hombre que tenga un perro
ordinario amigo suyo os dirá que ese can es muy afectuoso, fiel e inteligente
como los de la mejor raza, los de "hermosa apariencia".
Retornando a la época del bozal de 1897-99, reproduciré el resumen
de mis notas
de aquel entonces. Entre las referentes a muchos temas interesantes para mi
como
naturalista, a causa de los comentarios que realicé entonces, me atreví
a hacer
una predicción que no se cumplió. Me sentí sorprendido
y encantado al ver que
(en esta única oportunidad) resulté ser un falso profeta.
"El problema del bozal en los perros (escribía) no me interesa personalmente
puesto que no tengo perros ni me agrada ver degradado un animal tan inteligente
y servicial a la posición de una mera mascota -juguete-, un ser que ha
sido
robado de su verdadero hogar. Observando el asunto desde un punto de vista
externo, como un simple estudioso de las costumbres de los animales, me
sorprende el alboroto producido por la ordenanza del señor Long, especialmente
en Londres donde existe tal cantidad de animales completamente inútiles
No hay
duda de que una gran cantidad de los perros de esta metrópoli son animales
domésticos, que viven dentro de las casas en las mismas habitaciones
que sus
dueños, a pesar de sus instintos inconvenientes; ya expresé mi
opinión sobre
esto en un artículo referente a La gran superstición del perro',
por el cual fui
muy criticado; actualmente el único instinto del perro que me interesa
es el de
su belicosidad. Ésta y su afición a ciertos olores es lo que nos
disgusta de
manera que si un perro es perfectamente gentil, sin el temperamento que lo hace
ladrar y morder, ello deberá considerarse como un signo de su decadencia
-no del
individuo, sino de la raza, progenie o variedad-. Sea que este hecho es conocido
o vagamente supuesto por los aficionados a los perros, más especialmente,
por
los que imponen la moda en perros, observemos que en los últimos años
se produjo
una reacción marcada contra las clases más degeneradas , aquellos
en cuya
naturaleza se han borrado del todo o en parte el chacal y el perro salvaje:
los
numerosos terriers retozones, el galgo italiano tembloroso como hoja de álamo,
el faldero de salón la más fea de las invenciones del hombre (su
creador), el
patético Blenheim, el perro de aguas King Charles, el maltés,
el pomerania y los
demás que, por decirlo así, han degenerado hasta tener el hígado
blanco para
complacer la fantasía de sus dueños. Ahora está de moda
un animalito más
vigoroso, y uno de los más populares es sin duda el fox-terrier. Con
seguridad
es éste el perro más tenaz que poseemos, el más agresivo,
nacido para alborotar.
Desde mi punto de vista sólo debieran tener más libertad para
salir diariamente
a la calle los fox-terriers y los buenos combatientes en busca de pendencia
para
molestarse entre ellos y darse así el placer de volver después
a casa hediendo
horriblemente a carroña y carnicería y esconderse bajo el sofá
de su dueño u
otro lugar oscuro donde pasar el tiempo lamiéndose las heridas hasta
reponerse
para salir nuevamente en busca de aventura. Porque Dios los creó así.
Desde que se tomaron estas notas, hace catorce años, hubo una recrudescencia
del perro mascota en la mujer de salón; el desdichado grifón que
parece una
imitación ordinaria del pequeño Yorkshire -uno de los pocos animales
mascota más
pequeños que no perdió del todo su alma- parece haber desaparecido. Pero el país
ha sido inundado ahora con el pekinés y uno se aburre de verlo siempre
en los
salones, coches de ferrocarril, automóviles v ómnibus, entre los
brazos de las
mujeres.
Mas no es ésta la opinión de las damas gentiles y de los dueños
de carácter
amable ni, me atrevo a decirlo, de cualquier canófilo que posea o no
perros.
Desean que sus amigos caninos gocen de la misma libertad que ellos para recorrer
las calles y parques sin riesgo de ser dañados o insultados; que tengan libertad
de notar o no los saludos y avances de otros de su clase; de aceptar
graciosamente o rechazar despectivamente, con la nariz al aire, de acuerdo a
su
estado de ánimo o al estado de sus órganos digestivos, una invitación
a retozar.
Gozan ahora sin duda de esta libertad y seguridad gracias a la muy criticada
ordenanza del bozal.
Es cierto que para la mentalidad canina ésta podría no ser la
libertad ideal:
'Porque contra un caballero que no tiene osadía ni valor otro que tiene
más
fuerza no probaría razonablemente su bizarría; porque muchas veces
oí decir que
uno es mejor que otro'. Estas palabras pronunciadas por el Mejor Caballero del
mundo, se adaptan exactamente al caso del fox-terrier o de cualquier otra
variedad vigorosa cuyo único deseo cuando sale es demostrar su bizarría.
Se
trata de un antiguo y noble principio de acción, ventajoso en ciertas
circunstancias; pero en las condiciones en que nos hallamos los seres humanos
no
es tolerado, y el valor y bizarría de nuestros Percivales pueden no
brillar más
en las sombrías florestas de este mundo moderno.
¿Es entonces algo tan monstruoso, tan tiránico, que la misma restricción
impuesta por tan largo tiempo a lo mejor y más destacado de nuestra clase
fuera
impuesta ahora a nuestros compañeros y servidores cuadrúpedos?
En realidad
pensamos sólo en nosotros al imponer la restricción, pero incidentalmente
(y
completamente aparte del problema de la rabia) damos a la vez la mayor
protección a los perros. Además -llegamos aquí a lo que
particularmente nos
concierne- podemos observar ahora como esencialmente benéfico el efecto
reflejo
del bozal en los perros. Refiriéndonos a Londres, el cambio de carácter
de los
animales o, en otras palabras, su conducta, es notable. Me recuerda el cambio
de
estado de ánimo que observé en una comunidad semibárbara
cuando alguien
investido de autoridad ordenó que en todas las fiestas y reuniones públicas
los
hombres entregasen sus armas -cuchillos, pistolas, látigos con cabo de
hierro,
etc.- al encargado de recibirlas, so pena de serle negada la entrada. El
resultado del desarme general fue una mejora de la conducta, la tendencia de
la
gente a mezclarse libremente en vez de separarse en grupos definidos bajo las
órdenes de un famoso combatiente que llevase un cuchillo de las dimensiones
de
una espada; y de esta manera, en lugar de palabras ofensivas, de levantamiento
de polvo y efusión de sangre, hubo moderación en el lenguaje,
buen humor y
equidad.
De la misma manera podemos notar que nuestros perros son cada vez menos
agresivos, como si tuvieran más conciencia de su impotencia para causar
daño.
Aumentan la confianza y la mutua amistad, el más voluntarioso cesa de
provocar,
el tímido domina su timidez y con nuevo valor atrévese a desafiar
al más
belicoso a una carrera circular o a revolcarse en el pasto.
Todo esto debiera ser considerado como un beneficio desde el punto de vista
de
los que tratan como juguetes a seres sensibles e inteligentes. Además,
esta
mejora no se habría conseguido si el bozal fuese el instrumento doloroso
que
algunos dueños de perros creen o afirman que es. Creo que quienes alborotan
contra la tortura de los canes, como la califican, no aman sabiamente a sus
mascotas y son malos observadores. Es indudable que toda restricción
es
desagradable hasta cierto punto; pero sólo cuando se priva a un animal
del poder
de ejercer sus facultades primarias y obedecer a sus impulsos más inoportunos,
puede considerarse como dolorosa la restricción. Si tomamos el caso de
un perro
encadenado, este animal es desdichado, como es fácil observar ya que
existen
muchos canes en tal situación, porque tiene constante conciencia de la
restricción; y el perpetuo deseo de libertad, como el del hombre enérgico
encerrado en una celda mientras goza de plena salud, se convierte en una
verdadera tortura. Sabemos también que el olfato es el sentido más
importante
del perro, que constituye para él lo que la vista para el pájaro;
en
consecuencia, el privarlo del uso de este sentido vital, digamos, tapándole
las
fosas nasales o destruyéndole el nervio olfatorio, mediante un diabólico
procedimiento conocido por los vivisectores, lo haría completamente desdichado,
como sucedería en el caso de la destrucción de la vista de un
pájaro.
Comparándolos, la restricción del bozal es muy ligera, no están
afectados el
olfato, el oído y la visión y no existe interferencia con la libre
locomoción;
tan ligera es la restricción que después de cierto tiempo el animal
permanece
casi inconsciente de ella, excepto cuando se excita el impulso de morder o de
devorar un trozo de carroña.
Con frecuencia vemos u oímos hablar de perros que corren alegremente
en busca de
sus bozales cuando se les llama a pasear o aun antes si ven los preparativos
para el paseo; nadie pretenderá que son desdichados por el bozal o que
deliberadamente consideran los dos males y escogen el menor. Lo más que
podría
decirse es que los buscadores de bozal son excepciones, aunque existan en gran
cantidad. De lo contrario, ¿cómo se explica que algunos perros
dispuestos y
ansiosos por salir a pasear, cuando ven el bozal se vuelven con la cola entre
las piernas con el gesto del que recibió un puntapié o fue retado
injustamente?
Mi experiencia es que esta actitud canina hacia el bozal, muy común cuando
comenzó a usarse, es rara ahora y está desapareciendo. Creo que
la explicación
consiste en que como al principio se considera al bozal agudamente como una
restricción impuesta por una causa que el perro no puede apreciar, lo
toma como
un castigo y no como un golpe inmerecido o una palabra de enojo. Quien observe
a
los canes estará familiarizado con el hecho de que con frecuencia experimentan
el sentimiento del insulto o resentimiento hacia sus dueños y compañeros
humanos. Por regla general, tal sentimiento desaparece con la causa que lo
provoca; desgraciadamente, la vista del bozal se asocia al sentimiento y éste
tarda en eliminarse.
No obstante, si existen aún en esta ciudad perros que revelen signos
de ese
sentimiento cuando se les muestra un bozal, notamos que aun en los animales
hipersensibles desaparece esa sensación cuando están fuera de
casa. Además, si
se hace que una persona observe los centenares de perros que juegan en nuestros
parques en un día hermoso, pronto se convencerá de que ¡OS
canes no sólo son
felices sino que lo son mucho más que en compañía de perros
sin bozal, con los
que se encuentran casualmente. Lo son mucho más, en sumo grado porque
saben
-este sentimiento se les ha infiltrado en el alma- que están seguros
reuniéndose
con sus semejantes, que son bienvenidos por todos los perros del lugar, desde el
más pequeño y trémulo faldero hasta el más corpulento
e imponente bulldog, los
gigantescos San Bernardo o daneses. Para nosotros es una felicidad ver su
confianza, sus travesuras, la manera como se persiguen y caen sobre otros
simulando estar furiosos o librar un gran combate.
No afirmo que se haya producido un cambio radical o permanente en la conducta
del perro. El can, como otros animales, no progresa moral y mentalmente. Aquello
que los canófilos no informados consideran como progreso sólo
es decadencia. Si
se les quita el bozal, en corto tiempo desaparece la costumbre que se les impuso
y se renovarán las peleas, los alborotos y derramamientos de sangre.
Además,
algunos perros no permiten que su belicosidad desaparezca a pesar del bozal.
Hace poco presencié en Hyde Park un interesante combate entre un danés
y un
bulldog. Ninguno de los dos dejó de tener en cuenta que el bozal le impedía
'lavarse los dientes con la sangre del adversario'. Pero se acometían
uno a
otro, retrocedían y repetían la embestida, y sin duda hubieran
logrado
lastimarse si sus dueños, ayudados por varios espectadores, no hubiesen
conseguido separarlos.
Citaré otro caso de los muchos que observé en los últimos
años. Trátase de un
fox-terrier muy grande y vigoroso que cuando sale a pasear mantiene gran
vigilancia sobre los otros perros y apenas ve a uno que no sea más grande
que él
lo embiste furiosamente derribándolo y, dejándolo tendido, se
lanza en busca de
otra víctima.
Sin embargo hay excepciones, pues pocos canes tienen la inteligencia suficiente
para encontrar una nueva manera de causar daño. Como regla general, el
perro de
carácter agresivo irreductible mira a sus semejantes como diciendo:
'¡Si no tuviera puesto este maldito bozal durante cinco minutos...!',
y los
otros, al ver su temible aspecto, se sienten contentos de que use el bozal que
para ellos es algo bendito; y si supieran lo que los amigos de los perros
escriben en los diarios y pudieran expresar sus opiniones al respecto, muchos
pensarían: '¡Sálvanos de nuestros amigos...!
La ordenanza del bozal me parece una especie de Edad de Oro de los perros -y
también de los gatos, porque éstos fueron afectados, incidentalmente,
y
cambiaron de hábitos-." Debo decir aquí que cuanto escribí
en mi cuaderno de
apuntes acerca de los perros durante y después del período del
bozal fue
resumido en el menor espacio posible y lo referente a los gatos (afectados
indirectamente por la ordenanza) fue dejado a un lado para tratar todo el tema
en un solo capítulo.
Cuando los que tenían perros se sintieron complacidos al enterarse de
que el
Ministerio de Agricultura llegaba a la conclusión de que la hidrofobia
había
desaparecido por completo y esperaron con impaciencia el día en que pudiesen
quitar el odioso bozal de sus mascotas, la perspectiva no nos pareció
muy
agradable a mí y a muchos otros que no poseían canes. Me preparé
para volver a
contemplar el viejo espectáculo no olvidado de una pelea callejera de
perros,
que producía alegre agitación en la turba que aparecía
rápidamente, como
surgiendo del pavimento -formada por deportistas puros-; tal espectáculo
podía
presenciarse diariamente en Londres, dando un paseo antes de la época
del bozal.
Estas escenas se repetirían otra vez; en un día el sueño
de los perros y los
gatos, de perpetua paz, habría terminado y los canes de espíritu
agresivo se
destacarían; como el buen caballero del tiempo del rey Arturo y el guerrero
zulú, lavaban sus armas en la sangre de un adversario. Pero yo me había
equivocado. En los dos años y medio de restricción los perros
tomaron una
costumbre que no se desvaneció de golpe; el corazón del perro
aún retenía la
nueva cualidad adquirida en ese lapso. Mas esto no podría perdurar mucho.
Pasó el tiempo y nada sucedió; la Edad de Oro continuaba. Paseé
por las calles
observando y esperando; entonces, una semana después, presencié
una riña del
antiguo estilo, en la que intervinieron dos perros que se mordieron y se
arrancaron la carne a dentelladas con furia increíble, con los gruñidos
y ruidos
bélicos apropiados a la ocasión. Los vecinos acudieron de todas
partes para
mirar el espectáculo como en la época anterior al bendito año
1897.
"¡Lo que pensaba!", exclamé, deseando de todo corazón
que el presidente de la
Comisión de Agricultura hubiese dado carácter perpetuo a la ordenanza
del bozal.
En los días y semanas siguientes no vi ninguna pelea seria; más
tarde era tan
raro presenciar una riña canina en las calles y parques como las que
estábamos
acostumbrados a ver cada día, que comencé a pensar que el nuevo
pacifismo
dominaba más a los perros de lo que había creído. Tal vez
necesitarían dos o
tres meses para vencerlo y volver a las andadas.
Me equivoqué otra vez, no han pasado meses, sino años -catorce
o quince- y la
benéfica transformación producida en los treinta meses de restricción
acerca de
los cuales los dueños de perros hicieron tanto alboroto, persiste hasta
ahora.
Podemos afirmar que en más de un sentido los perros "Y los gatos"
del Londres
actual ya no son los mismos que conocíamos en los días anteriores
al bozal. Así
pues, hemos visto que se obtuvo el resultado de la ordenanza en el breve período
de treinta meses. La hidrofobia cesó de existir por primera vez en los anales de
Inglaterra y mientras se cumpla fielmente la ley de cuarentena, tal vez no
reaparezca. En 1917 estalló de nuevo en este país, siendo ésta
su primera
aparición desde 1897. debiéndose a que alguien logró eludir
la cuarentena
llevando un perro infectado a Plymouth. Desde allí se difundió
a otras regiones
de Devon y Cornwall y pese a la rápida determinación de las autoridades
al
imponer una nueva ordenanza del bozal. en esos dos condados, la infección
llegó
a otras partes del país y actualmente -abril de 1919- se puso en vigor
una nueva
ordenanza del bozal. Hasta 1897 el promedio de personas que fallecían anualmente
por mordeduras de perros era de veintinueve. "Bien, dicen los canófilos,
no es
mucho para una población de cuarenta millones"; pero para veintinueve
que
murieron de hidrofobia -la forma de muerte más horrible que puede sufrir
un ser
humano- habla cientos y tal vez miles que vivían durante semanas y meses
en
constante aprensión de que resultasen afectados por la terrible enfermedad,
a
causa de una ligera mordedura o rasguño producido por los dientes de
un perro
furioso.
Indudablemente era éste un gran beneficio, muy grande; pero el señor
Long había
obtenido mejores resultados que los que pensaba y no estoy seguro de que este
resultado accidental, el cambio en los hábitos del perro, no sea considerado
como la mejora más importante desde el punto de vista de aquellos que
son amigos
de los perros y por cuantos reconocen que, a pesar de ciertos instintos
desagradables que no pueden ser cambiados, el perro es, y probablemente será
siempre, nuestro único camarada de cuatro patas.
XXIV
LA GRAN SUPERSTICIÓN DEL PERRO
Nadie puede estudiar cuidadosamente y con cariño la vida animal durante
un
largo período sin encontrar especies que demuestran aptitudes de las
que una
gran cantidad puede hallarse en el estado doméstico y que junto con su
belleza y
hábito de limpieza las habilitan especialmente para permanecer en compañía
del
hombre en mayor grado que las que ahora poseemos. Es indudable que ciertos
animales son más inteligentes que otros, notándose a este respecto
pequeñas
diferencias aun entre las especies de un simple grupo o género. Medimos
la mente
animal por la nuestra y mirando hacia abajo desde lo alto de nuestra montaña, al
principio la tierra que está allá abajo nos parece de un nivel uniforme, pero no
es así, como veremos si la observamos atentamente. Son aun más
importantes las
diferencias de temperamento que van desde el moroso y truculento al calmo y
dulce; porque en comparación con esta diversidad de conductas, no es
grande la
que se halla en la inteligencia. También existen animales solitarios
por
naturaleza y casi completamente incapaces de afecto, excepto el de los sexos;
mientras que otros son gregarios o sociales y establecen afectos no sólo
entre
ellos sino también con los de otras especies y, al ser domesticados,
con el
hombre. Hay un tercer problema que sin duda es el más importante de todos,
y que
debe considerarse al comparar las ventajas de diferentes clases, es decir los
hábitos o instintos que cambian tan lentamente que resultan prácticamente
inmutables aun en condiciones alteradas y que en el animal domesticado, de
acuerdo con el carácter, podrían resultar una fuente de placer
y provecho para
el hombre o, por el contrarío, una perpetua molestia o perturbación.
Hace mucho,
cuando nuestros antepasados amansaron a los animales que ahora poseemos, no
podía suponerse que pensaran mucho en consideraciones como éstas;
probablemente
a casualidad lo determinó todo y ellos tomaron y amansaron a los primeros
animales que tuvieron a mano, o a los que prometían resultar más
útiles, ya como
alimento o para ayudarlos a procurarlo. Si fueron bárbaros, poco habrán
pensado
en la belleza, en las pequeñas diferencias de inteligencia y en las mucho
mayores del carácter, y, naturalmente, nada respecto a ciertos instintos
de
algunos animales que repugnarían cada vez más al hombre civilizado.
Constantemente tenemos al perro junto a nosotros; es tan evidente el gran
resultado de centurias de selección artificial y ejercitación
que hemos llegado
a considerar a este animal como superior a los demás por su mentalidad
natural,
su conducta y su adaptabilidad general. No obstante, las cualidades que ahora
tornan valioso al perro para nosotros no se hallaban en su carácter original;
el
can es principalmente valioso por sus diversos instintos que son un desarrollo
ulterior y resultado de evoluciones individuales espontáneas y de la
selección
realizada inconscientemente por el hombre. El afecto del perro hacia su dueño
-la ansiedad de estar siempre con él, de que no se olvide su presencia
y el
deseo de ser acariciado, la impaciencia que demuestra en ausencia de su amo,
el
pesar por su pérdida y el valor para defenderlo a él, a su casa
y sus bienes
contra extraños-, este afecto que nos acostumbra a estimarlo tanto,
considerándolo como algo único en la naturaleza, es muy pequeño
y muy inferior;
al decir inferior significamos que es común en el mundo animal, porque
existe en
muchos y probablemente en la mayoría de los cerebros de mamíferos
en cada orden
y familia. Y tampoco se limita a los mamíferos. El pato no ocupa una
posición
destacada en la escala animal, y no obstante el pato lisiado que se aficionó
al
señor Caxton y que lo seguía afectuosamente en su paseo podría
ser un ave de
cualidades excepcionales para aquellos que conocen poco de la vida animal. Desde
luego, suponemos que Bulwer no inventó el pato lisiado; un pavo real
o un ave
del paraíso con sus órganos completos habría convenido
mejor a su fantasía.
Probablemente la anécdota -tales incidentes son muy comunes- le fue referida
como cierta y pensando en darle un toque de realidad y de ternura a la
descripción del carácter amable y cariñoso del señor
Caxton la incluyó en su
novela. Un amigo del autor poseía un pato más digno de admiración
que el ave
inmortal de Bólwer. No se trataba de un pato doméstico, sino de
una cerceta que
abatiera con su escopeta, ligeramente herida en un ala; sintiendo de pronto
una
rara compasión por ella, la vendó con un pañuelo llevándola
a su casa en los
suburbios de la gran ciudad. La cautiva permaneció en el patio donde
atendieron
a sus necesidades; en poco tiempo se acostumbró a esta nueva existencia
vinculándose con todos los miembros de la familia, buscándolos
en las
habitaciones cuando se sentía sola y mostrando Inquietud y fastidio en
presencia
de extraños. Cuando se acariciaba en su presencia a un perro o a un
gato se
apresuraba a golpear al animal con su blando pico, solicitando una caricia para
ella. Lo más curioso de esta historia es que tomó un afecto especial
a su
captor, haciéndolo motivo de sus mejores atenciones. Cuando él
salía a la mañana
en dirección a su negocio, la cerceta lo acompañaba hasta la
puerta de calle
para verlo salir después regresaba al patio contenta; por la tarde volvía
nuevamente a la puerta que permanecía siempre abierta y allí se
quedaba en el
centro del escalón, esperando al dueño de casa, teniendo en cuenta
para ello la
hora. Si entraba un extraño mientras ella estaba allí vigilando
la calle, abría
el pico, silbaba y le atacaba las piernas, mostrando tanta desconfianza y
"sentido de propiedad" como un perro que gruñe y ladra a un
visitante. La
llegada del dueño era saludada con demostraciones de afecto y alegría;
lo seguía
dentro de la casa pasando una o dos horas muy felices si ~ permitía
sentarse
sobre sus pies o echarse cerca de él en el felpudo del hogar.
Podría parecer maravilloso el comportamiento de esta pobre cerceta, pero
en
realidad es muy poca cosa: la memoria que poseen los animales y quizás
un
pequeño juicio -la "pequeña dosis de razón" que
Huber halló que hasta los
insectos poseían- y afecto hacia los seres que estaba acostumbrada a
ver, que
vivían con ella, atendían a todas sus necesidades y la acariciaban
cariñosamente. En lo referente al afecto, no aventaja ni al afamado caracol
de
Darwin. Sin duda el caracol que se sacrificó resultó ser demasiado
para el
argumento de Darwin, como lo hizo notar el profesor Mivart; felizmente el caso
de la cerceta no es una prueba demasiado concluyente para el argumento de este
artículo. La sorpresa ante el despliegue de tales facultades y afecto
en un ave
que ocupa un lugar tan inferior en la escala, revelará ignorancia de
la
naturaleza. No hay duda de que muchos hombres la ignoran, tanto que si la
cerceta ocupara en nuestra vida el lugar perteneciente al perro, que fue para
nosotros durante siglos un compañero y mascota en nuestros hogares, excluyendo
a
las demás clases animales, creeríamos que ella aventaja a los
otros animales en
sentimientos semejantes a los humanos; en nuestros periódicos abundarían
las
anécdotas referentes a su maravillosa inteligencia, se escribirían
infinidad de
libros sobre el tema y los biólogos y psicólogos la colocarían
cerca del hombre
en sus clasificaciones, a un paso por debajo en el trono de la vida, y en lo
alto, alejada del rebaño general de los animales.
Es un hecho evidente que podría hacer vacilar la creencia en la inteligencia
superior del perro, que mamíferos tan inferiores como las ratas y los
ratones,
al ser tratados y ejercitados convenientemente, son afectuosos e inteligentes;
que una laucha, un gorrión, una serpiente O un animal tan pequeño
e inferior
como la pulga pueden ser enseñados, sin gran dificultad, a efectuar estratagemas
que de ser realizadas por un perro serían consideradas muy hábiles.
Muchos de
los que presencian hermosas representaciones de pequeños mamíferos,
aves e
insectos -que generalmente están más arriba del nivel de lo que
hacen los perros
que se ven en los escenarios- piensan probablemente, si es que realmente piensan
en el asunto, que el exhibidor en esos casos posee un talento misterioso
mediante el cual puede hacer que estos pequeños seres salgan por breves
instantes de la línea instintiva en que se mueven para realizar lo que
él desea,
así como los pequeños patos de juguete y los cisnes que son huecos,
construidos
para nadar en torno a un recipiente de agua detrás de un imán;
pero en el caso
del exhibidor, el imán queda oculto para los espectadores.
La superchería o el talento misterioso consisten en el conocimiento de
que el
animal que desea amaestrar no es el patito hueco o autómata, sino que
tiene
facultades que corresponden a las psíquicas más bajas del hombre
y que mediante
una paciencia considerable cuando se aplica el estímulo pueden hacerse
repetir
unas pocas acciones en el mismo orden. Lo que nos interesa saber es si tiene
dosis de razón o posee las facultades psíquicas inferiores muy
desarrolladas en
el perro durante su prolongada permanencia junto al hombre, como para elevarlo
en gran parte cerca de su nivel produciendo un gran abismo entre su mente y
la
del cerdo o el cuervo. Sólo en nuestra imaginación existe el abismo
v el
desarrollo es un cuento de hadas del que no fue autor original la ciencia, sino
que ella consideró conveniente incluirlo un poco ampliado y con nuevas
ilustraciones en las recientes ediciones de sus obras completas. Tomado
directamente de la vida salvaje, el perro será amansado desde joven y
comprenderá y obedecerá a su dueño -existen numerosos casos
comprobados- y si se
lo educa con paciencia realizará pruebas tan maravillosas como las que
relató a
un sorprendido público- en la última reunión de la Sociedad
Británica, un autor
afamado, autoridad en zoología. Entre los mamíferos hay cientos
de especies,
unas superiores y otras inferiores al perro, a las que se puede enseñar
las
mismas cosas u otras igualmente maravillosas. Estas hazañas del perro,
tan
comentadas, sólo demuestran que su mente es y será siempre lo
que era cuando
hace miles de años alguna mujer compasiva tomó el cachorro que
el dueño arrojó
en sus brazos y lo crió dándole de mamar quizá de su propio
pecho; y cuando
después siguió a los talones de su amo primitivo, lo sorprendió
ayudándolo a
capturar su presa.
Entonces, la inteligencia del perro no es mayor que la de muchas otras especies
y no progresó a pesar de todo lo que lo hace valioso para nosotros. Tampoco
tiene ventaja sobre otras especies en las cualidades de fidelidad, afecto y
buen
carácter, de las cuales oímos comentar tanto, porque todo esto
es inferior a la
razón y existen en todo el mundo, en los animales superiores e inferiores,
pequeños o grandes, desde la rata de cosecha hasta el hipopótamo.
El perro nos
resulta más valioso que cualquier otra especie porque lo tenemos, lo
heredamos y
con ello lo salvamos de gran cantidad de molestias. Es un animal manso y los
demás son salvajes. Si bien su intelecto es pequeño y estacionario,
su
estructura es variable, y más importantes son sus instintos; tal vez
fuera más
correcto decir que las nuevas tendencias que a menudo resultan hereditarias
y
que pueden fijarse y reforzarse mediante la selección y el ejercicio,
hasta
hacerlas parecer instintos, se hallan con frecuencia en el perro. Las tendencias
más o menos establecidas en nuestros animales domésticos y originadas
en este
estado son indudablemente instintos, puesto que tienen la naturaleza y comienzos
de ellos; pero la diferencia entre ellas v el instinto natural que tuvo tanto
tiempo para materializarse es mayor de lo que se puede expresar. Este es eterno
como la roca, aquéllas son copos de nieve formados en un momento, que
caen
blancos y antes de que se deje de mirarlos se derriten y desaparecen. La misma
variabilidad se toma en alguna forma como prueba de versatilidad; ésa
es una
razón de la noción popular de que el perro es tan superior a otros
cuadrúpedos.
Si puede enseñarse a un perro a girar un asador, a encontrar trufas,
a salvar a
un hombre de ahogarse o de perecer en una avalancha de nieve, a señalar
una
perdiz, hallar un pato herido, matar veinte ratas en pocos segundos, cuidar
una
majada de ovejas, sería entonces un animal maravilloso. Éstos
son instintos
especiales o incipientes, pero otorgar al perro epítetos como "generoso"
y
"noble" por sacar del agua a un hombre que se ahoga o buscarlo y sacarlo
de
entre la nieve es tan irracional como llamar a la golondrina y al cuclillo
"intrépidos exploradores del Continente Negro" y alabar a las
abejas obreras por
su castidad, su lealtad, patriotismo y profundo conocimiento de la química
y de
las matemáticas superiores, como lo muestran en sus obras. Crúcense
los perros y
estas diversas tendencias que son útiles al hombre y no a los animales,
que se
conservan artificialmente, se borran y desaparecen, y moviéndose separadamente
en veinte canales vuelven al primero donde fueron encontrados por el hombre.
Todo esto podría decirse en favor del perro, porque es plástico.
La plasticidad
probablemente se debe a la domesticación, a la variedad de condiciones
a que
está sujeto como compañero del hombre en todas las regiones del
universo, a la
selección que separa y conserva las nuevas variedades a medida que aparecen
y al
cruzamiento de razas muy alejadas. Ésa deberá ser nuestra excusa para decidirnos
a hacer cuanto podamos por él con completa exclusión de las demás
especies que
podrían resultar o no plásticas en el mismo grado. La gallina
y la paloma son
plásticas, en tanto que el ganso, la gallina de Guinea, el faisán
y el pavo real
varían poco o nada. La naturaleza tendría seres mejores que el
perro, pero no
podemos adivinar sus secretos, y encontrarlos por experimentación requeriría
mucho tiempo. Un pájaro en la mano, cualquiera que sea, hasta un gorrión,
es
mejor que todas las aves del paraíso en el bosque. Los demás animales
nos
servirán para deporte mientras duren; cuando desaparezcan también
nosotros lo
haremos y seremos sordos a cualquier crítica desagradable de nuestra
posteridad.
El perro está con nosotros, lo estimamos más que a los otros
animales, es
nuestro favorito y no le daremos motivo para celos.
En caso de no tenerlo, si nunca lo tuviéramos u olvidásemos su
memoria,
elegiríamos un amigo y compañero entre los animales del campo,
y no dedicaríamos
ni un pensamiento al perro salvaje. Éste no tiene nada que atraiga sino que, por
el contrario, repele. Es un animal de costumbres desagradables y tiene una
afición de cuervo por la carne muerta y putrefacta. Es cobarde y sin
embargo
cuando se le hace frente muestra una sed de sangre casi sin paralelo entre los
animales rapaces. Tampoco posee belleza ni sagacidad compensadora y comparado
con muchos carnívoros no tiene vista aguda ni corre velozmente. Un hábil
genealogista podría preguntar qué perro salvaje es el que citamos.
Siguiendo su
fantasía elegiría su perro salvaje: el chacal, dhole, baunsuah,
o lobo; y hasta
incluiría el coyote como lo hizo Darwin. No es una teoría improbable
el origen
múltiple del perro doméstico y es muy posible que el chacal tenga
la mayor parte
en su parentesco. También hay razones para creer que muchos de los perros
salvajes, inclusive el "dingo", se han originado en clases domesticadas;
en
realidad los perros salvajes que más conoce el autor son descendientes
de
animales domésticos que huyeron de sus dueños adoptando la vida
salvaje.
De tan hosco material, el hombre, imitando inconscientemente a la naturaleza,
formó su favorito, o más bien, su gran grupo de favoritos de variadas
formas y
tendencias. Sólo ahora, algunos miles de años tarde, nota su error
de haber
descendido tanto al principio, de haber tomado contento un metal bajo, siendo
torpe como era, cuando podía haber tomado oro. Porque la bajeza del metal
aparece a pesar de pulirlo mucho para hacerlo brillar. Tenemos polvos pulidores,
pero no los de proyección, y el perro, con sus nuevas tendencias, conserva
la
mentalidad de un chacal superior a algunos mamíferos e inferior a otros.
Tampoco
que de sobreponerse a antiguos instintos obscenos que son crecientemente
ofensivos a medida que la civilización eleva y refina a su dueño,
el hombre.
¿Cómo existe nuestra creencia en la superioridad mental de este
animal? Es
indudable que surgió a través de nuestra intimidad con el perro
en los campos
donde nos ayudó, y en nuestros hogares donde lo convertimos en mascota,
junto
con i~ ignorancia respecto al verdadero carácter de otros animales. Para
nosotros éstos eran simplemente "animales que perecen" y "bestias
creadas para
tomarlas y matarlas" sin facultades semejantes a las nuestras; cuando se
descubrió que el perro nos hacia comprender cosas y poseía algunos
sentimientos
parecidos a los nuestros, y que era capaz de gran afecto, que algunas veces
lloraba la pérdida de su dueño y otras hasta moría de pesar;
que en todo esto
estaba, o así lo parecía, alejado de otros animales domésticos,
se desarrolló la
noción de que era completamente diferente, un animal aparte, para beneficio
del
hombre y que había sido creado especialmente con ese objeto. Por eso,
Youatt
dice: "El perro, próximo al ser humano, posee una inteligencia superior
y
evidentemente estaba destinado a ser compañero y amigo del hombre";
y agrega que
es muy probable que no descienda de animales tan inferiores como el chacal
o el
lobo, sino que fue creado originalmente tal como lo encontramos ahora, compañero
y amigo del hombre.
Esto no era muy difícil de creer en los días predarwinianos, puesto
que se sabia
que existían hace tres o cuatro mil años los perros domésticos
y aun algunas de
las razas que ahora poseemos, cuando se suponía que el mundo sólo
existía desde
unos seis mil años atrás. Es probable que esta curiosa superstición
de la
creación especial del perro se haya desarrollado gradualmente y sólo
se hizo
popular hace poco tiempo. La recibieron con agrado los poetas que hicieron con
ella tanto como anteriormente con la melodía de la muerte del cisne;
y los
artistas no fueron lerdos en seguir su ejemplo. Un perro podría atorarse
con
budín, pero la mente humana devoró todo el empalagoso sentimiento
hacia el perro
que cualquier persona ingeniosa quiso crear.
Antes de continuar con la historia de nuestra superstición del perro
citaré una
observación concerniente a la obtenida en la otra mitad, o más
de la mitad, del
mundo -el Oriente-. "El pueblo de Oriente", dice Youatt, "tiene
una extraña
superstición con respecto al perro". Extraña por cierto,
¡casi increíble para
nuestras mentes occidentales convenientemente iluminadas! A nosotros, que
despreciamos en cierta manera a ese 'pueblo oriental", objetando muchos
de sus
hábitos de limpieza personal, y otros, ¡se nos dice que nuestro
amigo y
compañero, el perro, nuestro favorito que comparte con nosotros las salas
y
dormitorios y que recibe la caricia de nuestras manos y labios es un animal
sucio, inadecuado para ser tocado por el hombre! Volvemos a encontrar así
que
Oriente es Oriente y Occidente es Occidente con respecto a esto como para tantas
otras cosas, y que existen dos grandes supersticiones del perro. Continuamos
ahora con la historia de nuestro caso.
A su debido tiempo llegaron los evolucionistas, que enseñaron que la
tierra es
vieja, que todos los seres vivientes que la habitan descienden de una o pocas
formas primitivas y como consecuencia de esa enseñanza ya no se podía
sostener
la creación especial del perro. ¿Cómo fue entonces que
la superstición del perro
-la creencia en su superioridad- sobrevivió a tan rudo choque? Porque
los
evolucionistas decían que todos los animales poseen potencialmente y
en germen
las facultades encontradas en el hombre y parece inevitable la conclusión
de que
debe existir una correspondencia en el desarrollo físico y psíquico, que la raíz
de los poderes mentales y morales más elevados debe estar en los animales
superiores; que los mamíferos deben ser más racionales que las
aves, éstas más
que los reptiles; y ellos a su vez más que los peces; y que la hiena,
el gato de
algalia y la mangosta están más cerca de nosotros que el perro,
los gatos más
que la mangosta y el mono más aun. ¿Por qué, entonces,
el perro no era relegado
a un puesto más bajo? El doctor Lauder Lindsay ha dado la razón:
"La escala
mental -del desarrollo intelectual y moral- no es completamente sinónima
de la
escala zoológica. Los animales con mayor desarrollo intelectual y moral
no son
necesariamente los que están más cerca del hombre en la clasificación
comúnmente
adoptada por los zoólogos". Además se ha supuesto que el
contacto con el hombre
tuvo el efecto de ampliar la mente del perro, haciéndolo más desarrollado
desde
el punto de vista intelectual, moral y religioso que los demás animales.
Para quienes se dedican a las mascotas caninas y para los canófílos
en general
sería una gran satisfacción saber que los filósofos concuerdan
con ellos. Para
otros, agregaría un nuevo terror a la existencia el hecho de que los
estudiosos
de la psicología del perro en general se sintieran tentados de imitar
un ¡lustre
ejemplo reciente y realizasen giras por el país dando conferencias sobre
el
desarrollo maravilloso de la mente de sus favoritos. Leibniz se refirió
una vez
a un perro que hablaba; y muy recientemente, en un diario de Londres, un
escritor relata que en un paraje abrigado entre las rocas de un solitario páramo
escocés encontró un viejo pastor que jugaba al whist con su perro
ovejero. En
los discursos estudiados no puede buscarse nada semejante a estos casos en
interés dramático. El animal a describir será generalmente
del carácter
tranquilo y pensativo propio del perro de un filósofo, no amigo de desplegar
o
dar mucho vuelo a la imaginación. Sólo demostrará poseer
tal facultad cuando,
dormido, ladra persiguiendo en sueños a una liebre. Demostrará
un profundo
afecto por su dueño como el de la cerceta a que nos hemos referido; también
un
arraigado sentido de propiedad como el de ésta y, al igual que la serpiente
domesticada descrita por White de Selborne, un intelecto que simula curiosamente
un instinto común a todos los seres. También revelará
una inteligente
curiosidad, examinando las cosas para ver qué son y mostrando ser un
compañero
tan agradable como la abeja favorita del señor Benjamín Kidd.
Además, será
bastante educado para sentarse y pedir, recoger un bastón, cerrar una
puerta,
etcétera. También deberá realizar otras hazañas,
como levantar tarjetas con
letras o números, rojas, azules o amarillas, según lo indique
su dueño;
habilidades que podría tener un cerdo no enseñado, no un "Porson"
de su clase,
sino el que sólo posea las habilidades porcinas comunes. En conclusión,
el
conferenciante presentará no al salvaje como es, sino al desarrollado
a través
de su conciencia interior y comparará su comprensión con la del
perro o la de su
perro, y el pobre salvaje saldrá perdiendo.
Terminamos con la mente del perro y llegamos al otro problema a que hemos hecho
referencia. El can tiene un cuerpo, así como un alma, sentidos, apetitos
e
instintos, y debemos inquirir si el contacto con el hombre tuvo el mismo efecto
mejorador sobre sus facultades psíquicas. En otras palabras, si ha cesado
de ser
un chacal. Porque si la respuesta es negativa, se deduce que aunque bueno para
ser servidor, e perro apenas lo es como compañero y amigo del hombre,
porque la
amistad significa similitud en los hábitos, aunque más no sea,
y el hombre no es
por naturaleza un animal sucio.
El doctor Romanes, en su obra Evolución mental en los animales, se refiere
a lo
que llama "desagradables supervivencias" en el perro, como enterrar
el alimento
hasta que se descomponga antes de comerlo; dar vueltas en torno al felpudo del
hogar antes de echarse, revolcarse en los desperdicios, etc., y dice que ellas
no han sido afectadas por el contacto con el hombre, porque como estos instintos
no son útiles ni dañinos, no fueron reprimidos ni cultivados.
Podría inferirse
de ello que, en su opinión, estos hábitos desagradables tal vez
desaparecieran
con el tiempo. Entonces, ¿por qué les llama supervivencias? Si
la costumbre
observada con mucha frecuencia en el perro de dar varias vueltas antes de
acostarse se adscribe correctamente al antiguo hábito del animal salvaje
de
pisar el pasto para preparar su lecho, está bien calificarla de supervivencia,
siendo un hábito que no es útil ni dañino en el estado
de domesticidad, que
nunca fue cultivado ni reprimido y que desaparecerá con el tiempo. Hasta
aquí
resulta fácil estar de acuerdo con el doctor Romanes. Los instintos del
perro de
enterrar la carne para que se pudra, revolcarse en la basura, etc., son
manifestaciones diferentes, no una supervivencia en la acepción que le
dan los
zoólogos, lo mismo que lo son el deseo del gato bien alimentado, del
canario; y
el de los patitos empollados por una gallina, del estanque. Éstos son
instintos
importantes que nunca dejaron de existir. El perro es carnívoro, especialmente
comedor de carroña; sus sentidos de! gusto y del olfato están
relacionados y la
carroña lo atrae de la misma manera que la fruta atrae al murciélago
frugívoro.
El olfato del hombre y el del perro no se corresponden; están inve4idos,
y lo
que es delicioso para uno resulta desagradable para el otro. "La cola de
un
perro ordinario puede ser calentada, apretada y atada con ligaduras y después
de
doce años de trabajos realizados en ella, mantendrá su forma
Original" dice un
proverbio oriental. De la misma manera, podrá encerrarse un perro en
una
atmósfera de opopónaco y frangipani durante mil doscientos años
y aún seguirá
apreciando el olor de la carroña. El perro, cuando corre, juega y expresa
satisfacción ladrando; y la expresa más al rodar en el pasto,
emitiendo un
continuo gruñido. El descubrimiento del olor a carroña en e! pasto
induce
siempre al perro a comportarse así. Es algo que aún necesita en
la vida de
alejamiento forzoso de los olores que son deliciosos para él; y al descubrir
inesperadamente algo de esta clase, su alegría es incontrolable. Su olfato
es
mucho más agudo que el nuestro; tal vez sea más para él
que la vista para
nosotros; los olores que le agradan le producen el placer más grande
que puede
sentir. Es posible hacer mucho con un perro, pero hay un límite; no se
puede
alterar el carácter de su olfato más de lo que podría alterarse
el color de su
sangre.
"El perro es un adorador del hombre", dice el doctor Lauder Lindsay,
"y es o
podría ser hecho a imagen del ser que adora". Esto se refiere solamente
a la
moralidad e intelecto del animal; es decir, es la modalidad invertida o
"antropomorfismo biológico" del día, del cual probablemente
más tarde todos nos
sentiremos profundamente avergonzados, ahora que estamos ocupados con un
problema más importante: la nariz del perro. Las características
caninas podrán
observarse aun en las razas más artificiales, es decir, en aquellas que
divergen
más de las anteriores y dependen completamente de nosotros, tales como
los
falderos de nariz roma y los terriers retozones. El faldero mimado, en medio
de
sus satisfacciones tiene un gran pesar, sufre una perpetua desdicha; me refiero
a los perfumes que agradan a su dueña. Él también es algo
veneciano a su manera,
que no es la de ella. La cómoda de madera de alcanfor que hay en su
cuarto es
una ofensa para él, como la caja de frascos con tapa de vidrio que contienen
esencias es una abominación. Todas las flores fragantes parecen asafétidas
para
su olfato y aparta la cara, con disgusto no disimulado, de la caja o abanico
de
madera de sándalo. Se siente mullido y tibio en su falda, pero sufre
al hallarse
cerca de su pañuelo empapado en horrible rosa blanca o lavanda. Si ella
quiere
usar esencia de flores, él preferirá esencia de la primorosa Raflesia
arnoldi de
las florestas de Borneo o aun de la humilde flor de carroña que hay
cerca de la
casa. Se deduce de todo esto que mientras el perro se ha tornado demasiado útil
para pensar en separarnos de él -útil de mil modos y capaz de
utilizarse en mil
más, a medida que aparecen huevas castas con formas modificadas y con
tendencias
no imaginadas- sería una bendición tanto para el hombre como
para el perro
trazar una línea con los animales para ponerlos y conservarlos en su
lugar, que
no es la casa, y apreciarlos en su propio valor, como lo hacemos con nuestros
caballos, cerdos, vacas, cabras, ovejas y conejos.
Pero en el corazón humano, especialmente en el femenino, quedaría
un lugar vacío
sin un animal para amar y acariciar; el deseo de tener como amigo un animal
con
pelaje -no un ser emplumado, aunque los favoritos de esta clase son bastante
comunes, porque, debido a la organización alada, su manejo es con frecuencia
doloroso y dañoso para ellos y en todo caso les desarregla las plumas-
queda
insatisfecho y se siente defraudado a menos que pueda expresarse a la manera
de
los mamíferos, teniendo contacto con su objeto, tocándolo con
los dedos o
acariciándolo. Felizmente ese sentimiento o instinto puede satisfacerse
ampliamente sin el perro; existen centenares de especies que son superiores
a
este animal, con cualidades estimables y que pueden ser tocados con las manos
y
los labios, sin contaminarse. Sólo unos pocos necesitan ser mencionados
aquí.
Uno de los primeros animales que merecen tan alta distinción es el marmoset,
un
lindo monito pequeño y de extrema belleza, de pelaje largo y suave, reluciente
como la seda; de modales pícaros pero voluble y muy caprichoso, como
sus
parientes mayores irresponsables, lo que es una ventaja. Ningún visitante
del
Brasil dejará de estar encantado con. estos animalitos que frecuentemente
las
damas tienen como favoritos y que no son sobrepasados por ninguno en cariño
hacia su dueña.
Un animal más noble capaz de hacerse querer por el hombre y la mujer,
es el
lémur, del cual existen varias especies muy hermosas. Es un animal fuerte,
ágil,
rápido y de movimientos graciosos c6mo el mono con el cual está
emparentado,
pero de carácter plácido; se asemeja al mono en la forma, pero
carece de las
angulosidades y de la apariencia de escualidez que recuerda al hindú
desnudo y
semihambriento. Su figura está bien proporcionada y la oscura piel lanuda
le
proporciona una agradable redondez de formas. Además, no muestra la expresión
patética del mono, parecida a la de un viejo abatido, sino una cara algo
zorruna, negra como el ébano y ojos luminosos de color amarillo brillante,
del
tono del oro, del topacio y del ojo de gato. Los naturales lo llaman "fantasma
nocturno del bosque" por el brillo de sus ojos y por sus movimientos rápidos
y
silenciosos en los árboles, como el vuelo de un búho. Es de antigua
estirpe, uno
de los aristócratas de la naturaleza; un hijo de la floresta salvaje,
como se
puede ver en los hostiles círculos llameantes y en la facilidad y poder
de sus
movimientos, además de su temperamento dulce y apacible.
Buscaríamos en vano una mascota entre los roedores de cerebro pequeño,
y las
ardillas, que habitan en todos los climas, quizás estén más
adelantadas en
atractivos. De espíritu alegre como los pájaros y con el carácter
de las aves,
de hábitos casi aéreos y, en algunas formas tropicales, de vivos
colores
semejantes a los cuclillos y a otras graciosas aves de cola larga, cuando corren
saltando de rama en rama entre los árboles, ¡qué animación y maravillosa rapidez
despliegan, qué infinita variedad de actitudes y gestos fantásticos!
"Todos los
movimientos de una ardilla tienen tantos espectadores como los de una
bailarina", dice Thoreau. Se las domestica fácilmente, acuden al
llamado para
alimentarse de la mano; ¡que curioso parece que no sean domésticas,
y se las
encuentra en las casas y en la ciudad donde hay árboles! Su inagotable
espíritu
y sus fantásticas hazañas tendrían un efecto consolador
sobre nuestras mentes
demasiado sombrías y en ciudades como Londres nos harían pensar
en el eterno
contento de la naturaleza.
Hay otros para los que prefieren un roedor más terrestre, más
delicadamente
modelado que el tosco conejo y el cobayo. Entre los animales grandes está
el
dolichotis patagónico, diferente de los demás mamíferos,
de doble tamaño que la
liebre y dócil cuando es domesticado; entre los animales pequeños
está el
encantador lagidlum o vizcacha de los Andes, con orejas similares a las del
conejo, larga cola arqueada como la de la ardilla, la piel azul grisácea
en la
parte superior y amarillo oro en la inferior. Y la chinchilla de color blanco
y
gris pálido con orejas redondas y dulces ojos de paloma -un animalito
raro y
delicado-. En este pequeño troglodita de la montaña hay algo de
poético, de
tierno como una flor -un edelweiss mamífero- ¡Pobre chinchilla
perseguida!, ¿te
amaron más los antiguos incas que nosotros, que sólo te amamos
muerta? Tú
también estabas en las majestuosas montañas donde Viracocha tenía
su trono de
nieve y el dios sol que llegaba tocaba primero tus habitaciones de piedra con
llamas de ámbar y rosa; quizá te consideraban un animal sagrado
para los
Inmortales. Si así fuera, has perdido tus amigos, porque nosotros no
tenemos
tales fantasías.
En más de un sentido es grande el descenso. a la marmota de la pradera
-de la
montaña a la llanura y de lo bello a lo grotesco-; sin embargo, este
habitante
de las praderas, grande y de color pardo, es una gran fuente de placer. Provoca
la risa. Sus ojos fijos, sus gestos espasmódicos, sus gritos que parecen
ladridos, son casi dolorosos y sin embargo son genuinos; debemos parecerle
monstruos irreales. Es un gnomo que ha caldo fuera de su vivienda subterránea,
como el topo de la fábula de Lessing, y lo agobia la sorpresa de cuanto
ve en
este mundo. También tenemos el agutí, de cabeza puntiaguda, de
lomo hermosamente
arqueado y patas delgadas, proporcionadas como las de la gacela; se ha notado su
parecido con el pequeño ciervo almizclero-roedor modelado de la manera más feliz
por la naturaleza-. El color de su piel, sólo diferenciado en las rosadas Orejas
y en una brillante faja negra sobre el lomo, es rojo dorado veneciano, el color
que los viejos maestros italianos dieron a las trenzas de sus celestiales
mujeres. Es un animal manso que puede ser capturado en sus bosques nativos y
domesticado en poco tiempo. También podrían mencionarse otros
pequeños roedores,
como el "jarboa", parecido a un ave y los moteados bucheres, siguiendo así hasta
la pequeña laucha de cosecha. Hay formas y tamaños para todos los gustos, porque
¿cómo podemos hacer que todos sean semejantes? Que continúe
la moda de los
favoritos caninos...
Si retrocedemos al otro extremo, de abajo hacia arriba, tenemos los gatos
monteses que habitan los parajes desiertos.
Tigres y leopardos de color pardo dorado, dorado rojizo o gris con rayas negras,
en franjas como la cebra, moteados o con raros colores en una hermosa armonía.
Como los lemures, tienen ojos luminosos y brillantes y gran fortaleza. Pero
no
son animales pacíficos; sus movimientos silenciosos como los de la serpiente,
la
amenazante serenidad de su flexible cuerpo, las pupilas redondas y vigilantes
que parecen dos ígneas gemas colocadas en una figura esculpida en hermosa
piedra
revelan su propósito mortal. Sin embargo. pueden conquistarse con afecto
sus
corazones. El gato doméstico es una prueba de ello; se lo encuentra en
muchas
casas; aunque se haga de él una mascota, la prolongada familiaridad le
ha dado
un lugar en nuestro afecto. Mas al visitar regiones de vida más animada
que la
nuestra, nos sorprende y ofende encontrarnos con el mismo gato, porque parece
como si en medio de tanta variedad. el hombre no hubiera logrado hallar algo
mejor o semejante. La naturaleza aborrece la monotonía; ¿por qué
se la damos con
desventaja para nosotros mismos?
Tenemos aquí algunos mamíferos reunidos al azar entre diversas
familias muy
separadas, como si fuera cada una el esfuerzo final y más elevado de
la
naturaleza en una dirección determinada: "la brillante flor completa"
en un
grupo', pareciendo los demás miembros de éste toscos e inconclusos.
en
comparación. Nos jactamos de ser amantes de lo bello que aquí
está en su
expresión más elevada. Podría decirse que la belleza de
los pájaros es superior.
pero es diferente. v además son seres alados que están lejos
de nosotros.
Pertenecen al aire, su conformación es aérea y su naturaleza no
está en contacto
con nosotros. Pero los mamíferos, nosotros también lo somos,
están ligados a la
tierra y su belleza y simpatía tienen para nosotros un encanto más
duradero. Si
están fuera de nuestra vista, lejos y apartándose más cada
año, sólo nuestra es
la culpa. Porque ¡cuán ricas son las montañas, los bosques
y desiertos de la
tierra donde a veces vamos a matar a los bellos hijos de la naturaleza no
domesticados, ayudados en nuestra tarea por el servidor y camarada que es tan
digno de nosotros! Por otra parte, ¡cuán pobres son nuestras casas,
aldeas y
ciudades! Allí está el perro, heredado de bárbaros antepasados
que lo
domesticaron, no para convertirlo en amigo o mascota sino para que los ayudara
a
buscar carne y para otros fines: para ser comedor de carroña o, como
entre los
antiguos hircanios para devorar los cuerpos de sus muertos. El perro está
aquí,
pero su título es malo. ¿Por qué hemos de soportarlo? Lo
lavaremos diariamente
con mucha agua, pero la mancha del chacal persiste. Lo que la naturaleza ha
creado sucio hay que dejarlo, porque nosotros no lo podemos cambiar. Su agua
lustral que purifica para siempre continua siendo un secreto para nuestra
química. O si no lo es del todo, si, como creen algunos, pueden adivinarse
confusamente los ingredientes, ellos son demasiado lentos para nosotros, en
su
obra. La edad del hombre es limitada y sus propósitos cambian. La naturaleza
dispone de mucho tiempo para sus procesos; "los eternos años de
Dios son suyos".
Además, no existe nada que podamos desear y que no hallemos en su jardín
provisto de infinita variedad. ¿Por qué hemos de acariciar una
flor de carroña y
llevarla en el pecho mientras pisoteamos sin cuidado tantas flores bellas y
brillantes? Es una lástima hacerlo, puesto que la consecuencia de hábito
tan
destructor es que sean más raras; y la rareza , como ha dicho uno de
nuestros
grandes naturalistas, "es precursora de la extinción". Tal
vez después,
reprochándonos por el pasado, las buscaremos diligentemente en todas
partes,
ansiosos de encontrarlas y llevarlas a nuestros hogares donde después
de
prolongada compañía con el perro, endulzarán nuestra imaginación
y serán una
eterna alegría.
Nota. He calificado el antiguo artículo periodístico que antecede
como
"inutilizable", en parte por su estilo, su cautela, y también
porque era un
tanto polémico y tocaba temas que no son netamente de historia natural
Pero
ahora, a ultimo momento, resolví incluirlo, como diversión.
Hace tiempo fue publicado anónimamente en Macmillan's Magazine, dirigido
entonces por Mowbray Morris, quien me escribió que el articulo le haba
causado
una penosa impresión, que lastimaría y disgustaría a muchos
lectores de la
revista, y que todo lo que yo y otros pudiéramos decir en desmedro del
perro no
causaría efecto en los que amaban y estimaban en su debido valor al amigo
del
hombre.
"Muy bien", le respondí, "devuélvame mi manuscrito
Por supuesto, no puede
permitir que aparezca en su revista algo que hiera los sentimientos de los
estimados lectores".
"No", contestó. "No lo haré." Él había
aceptado el artículo y lo publicaría. Así
sucedió oportunamente.
Por aquel entonces, la señorita Frances Power Cobbe, a quien yo apreciaba
y
admiraba por su valor en combatir una de las más terribles crueldades
practicadas en los animales, tenia en prensa un libro titulado E¡ amiga
del
hombre y sus amigos, los poetas. Al leer mi artículo no firmado tomó
la pluma,
dominada por noble indignación y agregó unas palabras a su Introducción,
donde
me calificó con frases de Schopenhauer, al decir que el hombre era un
ser muy
despreciable en comparación con el perro y también que el autor
del artículo era
"peor que un viviseccionista".
Aquello me afectó, pareciéndome un tanto fuerte, porque los viviseccionistas
habían sido siempre para ella los seres más condenables del universo.
Uno o dos
amigos que sabían que yo era el autor le reprocharon haber empleado tales
expresiones para quien, aunque carente de tacto y algo brutal, también
era un
enamorado de los animales y no le agradaba tal exaltación del perro a
expensas
de los demás animales. como consecuencia de ello, la señorita
cobbe suavizó su
pluma y envió disculpas, prometiendo eliminar el párrafo ofensivo
en el prefacio
de la próxima edición.
Por supuesto, me importa un comino si lo hizo o no; falta aún la mejor
parte del
asunto, la parte cómica y la palabra autorizada que, aunque en broma, aún podría
ser beneficiosa.
Entretanto, el libro de la señorita Cobbe habla llegado por casualidad
a manos
de Andrew Lang, y como aquello era precisamente lo que lo deleitaba, lo tomó
como tema de uno de sus más interesantes y humorísticos artículos,
publicados en
el Daily News de esa época. Después de los habituales elogios
al libro y su
autor, trata el tema del perro y los sentimientos del hombre hacia él
en los
tiempos antiguos y modernos y del gran auge que adquirieron recientemente,
terminando con un pasaje que citará completo porque no creo que el artículo
haya
reaparecido entre sus "Líderes perdidos" y merece conservarse
por su estilo
propio y su moral. Después de citar algunas de las más notables
sentencias en
alabanza del perro, dice:
"Quizás exista un leve peligro de reacción contra todo esto,
y la autora parece
haberlo anticipado en un agudo ataque contra un escritor hostil con los perros.
Este, como si se anticipara a su vez a la futura adoración del perro,
se expresó
enérgicamente contra 'la gran superstición del perro' y llegó hasta calificar el
afecto, la devoción y el valor del can en la defensa de su amo como
'algo muy
pequeño y muy bajo'. Es fácil imaginar cómo trata la señorita
Cobbe a este
escritor, Prevenidos por este ejemplo, nos cuidaremos de decir que actualmente
el perro abunda demasiado en la literatura. Podría pensarse -no decimos
que sea
nuestra opinión- que el peor peligro para el perro está en el
momento en que es
más afortunado, cuando se ha convertido en la mascota y protegido de
las
mujeres. Ellas podrían echarlo a perder -si puede esperarse que un cínico
diga
algo poco amable del asunto- así como lo hacen con todos sus favoritos.
Bajo su
enervante patrocinio tal vez pierda poco a poco algunas de sus más apreciadas
cualidades, hasta que se lamente con el poeta: '¿Qué hay en este
mundo nuestro
que hace que sea fatal amarlo?' Porque sería fatal que el perro se transformase
gradualmente en un pedigüeño de azúcar a la hora del té,
un petulante asaltante
de quien nunca tuvo idea de robar, o un sordo al grito de 'ratas', pero muy
activo al perseguir un ovillo de lana, un petimetre vestido con una fina capa
con las iniciales bordadas en el lomo. Su afecto, su fidelidad y su razonamiento
son grandes cualidades, pero no es una bendición para el can que todo
ello se
abra camino en la literatura, porque en ella nunca se pueden expresar las cosas
en su valor exacto. Al perro sencillo le molestará la obligación
creciente de
vivir de las anécdotas publicadas en los periódicos filosóficos.
Estas.
anécdotas no se refieren para su bien, sino para salvar el respeto de
la. gente
que necesita un dolo y que lo deforma para que aparezca como una figura
convencional en sus altares domésticos. Se espera que distinga los parientes
de
los amigos de la casa, que menee la cola al oír el 'God Save The Queen';
que
cuente hasta cinco las astillas de leña y hasta siete los huesos de cordero;
que
aúlle por todos los muertos do la familia, hasta los primos segundos;
que eche
las cartas en el buzón y se niegue a hacerlo cuando el estampillado sea
insuficiente; y por último, lo más intolerable, que demuestre
tierna solicitud
cuando su dueña esté malhumorada. Hará todo esto cuando
se lo pidan, porque es
el ser más amable y accesible del mundo, pero no deberá olvidar
que le d~
sagrada hacerlo y que lo que le interesa es su comida diaria, sus correrlas,
las
ratas y las caricias ocasionales. No le preocupa absolutamente la amistad de los
poetas y su tentativa de aparecer interesados en él, que tiene por objeto
destruir su sinceridad y hacerlo neurótico como el innecesario gato.
Sus
antiguas dificultades con los egipcios son una advertencia que debiera servir
siempre. Si él comía a Apis, no lo hacía sino como un medio
seguro y tosco de
invitar a los adoradores de Apis a que lo dejaran solo".
XXV
MI AMIGO EL CERDO
¿Hay alguien entre nosotros que al revisar una lista de sus amigos sea
incapaz
de decir que entre ellos existe uno que es un perfecto cerdo? Creo que no, y
si
algún lector afirma que no lo tiene por la sencilla razón de que
no desearía ni
podría ser amigo de un cerdo, sostendré que está equivocado
y que si relee la
lista con más atención hallará en ella no sólo un
cerdo, sino una oveja, una
vaca, un zorro, un gato, un armiño y aun un perfecto sapo.
Pero no debemos insistir en este asunto, puesto que el cerdo al que me refiero
es real, un animal de cuatro patas con las pezuñas hendidas. Considero
amablemente a los cerdos en general, opinando que son los animales más
inteligentes, sin exceptuar el elefante y el mono antropoide -no mencionaré
el
perro en este sentido-. Me agrada su actitud hacia los demás seres,
especialmente el hombre. No es desconfiado ni sumiso a pesar suyo, como los
caballos, el ganado vacuno y las ovejas. Ni audaz como la cabra, ni hostil como
el ganso, ni condescendiente como el gato, ni un parásito adulón
como el perro.
Nos trata desde un punto de vista totalmente diferente, es una especie de
demócrata, nos considera hermanos y supone que entendemos su lenguaje
mostrándonos, sin servilismo ni insolencia, un aire natural, agradable,
de
camaradería o de amistosa bienvenida.
Algunos de mis lectores se sorprenderían si yo agregara que también
me agrada en
lonjas en la comida; y lo digo intencionalmente teniendo en cuenta la charla
inocua e insustancial que se oye acerca de ello, aun de los más queridos
amigos
el falso horror expresado y la denuncia de la repugnante costumbre de comer
a
nuestros semejantes-. Hace poco una señora de mi relación me dijo
que fue a
visitar a una familia que vivía lejos de su casa, viéndose obligada
a quedarse a
almorzar. La comida consistía principalmente en cerdo asado, y como
si no fuese
bastante, el dueño de casa, al servirle, preguntóle si le agradaban
los
horribles chicharrones.
Esta es una pose común y algo más, puesto que la encontramos en
personas que
frecuentemente tienen mala salud, hallándose restringidas a una dieta
pobre y en
tales épocas son vegeterianas. Cuando mejoran, piensan menos en ello. Hallan que
un caldo de pollo es reconfortante; después, el inevitable lenguado,
los sesos
de ternera, las mollejas, una perdiz, y así hasta que nuevamente están
en
condiciones de saborear el salmón o rodaballo, costillas de ternera y
de
cordero, capones gordos, pavos y gansos, lonjas de carne y finalmente cerdo
asado. Éste es el límite; habiendo superado el canibalismo no
estamos muy
ansiosos por el picadillo, aunque lo comen todavía las tribus salvajes
que
habitan el norte de nuestra isla. Esto enseñará a los vegetarianos
que no deben
apresurarse. El "puñado de arroz" de Thoreau no nos basta,
ni es bueno para
nosotros. Pasarán años y siglos antes que el lobo con las férreas
mandíbulas
ensangrentadas se transforme en el blanco cordero inocente que se alimenta de
hierbas.
Retornemos a mi amigo el cerdo. Éste habitaba un chiquero en el extremo
del
huerto de atrás de la cabaña o casita donde me alojaba en una
pequeña y
solitaria aldea de Wiltshire. Cerca de la pocilga había una puerta que
daba a un
prado limitado por altos cercos donde pastaban dos o tres caballos y cuatro
o
cinco vacas. Estos animales, ignorando mis sentimientos, me miraron de soslayo
alejándose las primeras veces que los visité, pero cuando descubrieron
que
llevaba manzanas y terrones de azúcar en los bolsillos del saco demostraron
su
amistad siguiéndome a todas partes y ofreciéndome la cabeza para
que se la
rascara, lamiéndome las manos con sus rugosas lenguas para demostrarme
su
simpatía. Cada vez que visitaba a los caballos y las vacas, me detenía
junto al
chiquero para abrir la puerta que daba al prado. El cerdo se levantaba siempre,
dirigiéndose a mí para saludarme con un gruñido amistoso.
Yo simulaba no verlo
ni oírlo, porque me repugnaba mirar su pocilga donde estaba sumergido
hasta la
barriga en el fétido lodo, avergonzándome pensar que un animal
tan inteligente,
de buen carácter y provechoso para el hombre, viviera en tan detestables
condiciones. ¡Pobre animal, perdóname pero estoy apurado y no tengo
tiempo para
retribuir tu saludo ni para mirarte!
En esta aldea, como en todas las del condado agrícola y pastoril de Wiltshire,
hay un club de cerdos y muchos aldeanos crían uno; piensan y hablan mucho
de sus
marranos festejando el día del cerdo en que se reúnen, comen,
cantan y bailan.
No es raro que esto suceda considerando lo que obtienen del marrano. Sin
embargo, en todas las aldeas se mantiene al cerdo en la misma deleznable
condición. No se debe a indolencia ni a que sientan placer en ver desdichado
al
marrano antes de matarlo o enviarlo a matar, sino porque creen que cuanto más
inmundo sea el estado en que mantienen al animal, tanto mejor será el
tocino.
Conocí granjeros muy ricos que en su mayoría conservan esta idea.
Es de imaginar
una conversación entre uno de estos criadores de cerdos de Wiltshire
y un
granjero danés. "Sí" diría el visitante, "también
nosotros creíamos lo mismo en
otro tiempo, pensando que era bueno criar los cerdos de esta manera; pero eso
sucedió hace mucho tiempo, cuando los ingleses y daneses eran prácticamente
un
solo pueblo, puesto que Canuto era rey de ambos países. Desde entonces
adoptamos
otro sistema; ahora creemos -los resultados demuestran que no estamos errados-
que es mejor estudiar la naturaleza, los hábitos y las necesidades del
animal,
haciendo que las condiciones que le imponemos sean lo menos opresivas posible.
Es verdad que en la naturaleza el cerdo prefiere dirigirse a los charcos,
revolcándose en el lodo lo mismo que los ciervos, los búfalos
y otros animales,
especialmente en los días cálidos, cuando las moscas son muy molestas.
Pero el
cerdo es un animal del bosque, como el ciervo, y no prefiere la suciedad por
su
gusto ni tampoco que lo dejen en una pocilga enlodada y aunque no es remilgado
como un gato, es tan limpio como cualquier otro animal silvestre".
Podría agregar aquí que cada vez que pregunté a un aldeano
por qué no criaba un
cerdo, me respondió que lo haría con gusto pero que los inspectores
de sanidad
pronto le ordenarían que lo matase o lo alejase por su olor ofensivo.
Probablemente, si se pudiera quitar de la mente del aldeano la idea de que no
debería existir ese olor ofensivo, se triplicaría el número
de cerdos engordados
en las aldeas.
Después de estas digresiones. continuaré con la historia de mi
amigo el cerdo.
Una mañana, al pasar cerca del chiquero, gruñó -me habló,
diría- tan
amistosamente que me detuve a responder a su saludo; luego, sacando una manzana
del bolsillo, la coloqué en su artesa. El marrano se volvió. levantó
el hocico y
dijo algo así como "¡gracias!" con una serie de gentiles
gruñidos. Después
mordió un trozo de manzana y lo tragó, hizo lo mismo con otro
más y, mordiendo
el resto, terminó de comerla. Desde entonces siempre esperaba que me
detuviera
un instante v le hablara cuando salía al campo. Lo conocía por
su saludo y le
daba una manzana. Nunca la comía apurado, prefería hablar a comer,
hasta que
poco a poco llegué a entenderlo. Decía que apreciaba mi atención
al obsequiarlo
con manzanas. Pero, continuaba, no era ésa la fruta que le gustaba más.
Conocía
las manzanas, pues los dueños le daban generalmente las pequeñas
y verdes que
caían del árbol. Sin embargo, no le disgustaban. Bebía
leche descremada que
también le agradaba, alimentándose con un balde de malta que le
quitaba el
hambre, ero lo que más le gustaba era el repollo, que no le daban con
mucha
frecuencia. Pensaba a veces que si lo dejaran salir de la pocilga llena de barro
y vagar como las ovejas y otros animales en el campo, podría tomar cierto bocado
que le sentaría mejor que el alimento que le daban. Además de
lo referente a la
alimentación, esperaba que no me desagradase su advertencia de que le
gustaba
que le rascasen el lomo.
Se lo rasqué vigorosamente con mi bastón, se estremeció,
guiñó y sonrió
encantado. Me pregunté entonces: "¿qué jugo puedo
prepararle que le agrade?"
Porque aunque sentenciado a muerte, no era malo, era un mortal honesto y me
sentí obligado a hacer que el enlodado resto de su existencia fuese un
poco
menos desdichado.
La palabra jugo porque así la pronuncié para que fuese menos semejante
a un
juramento, me inspiró. En el jardín, a pocas yardas detrás
de la pocilga, había
un grupo de viejos sauces cargados de fruta madura -los racimos más grandes
que
había visto-. Me acerqué a los árboles y corté un
racimo tan grande como mi
gorra, que pesaba más de una libra. Se lo coloqué en la artesa,
invitándolo a
probarlo. Olisqueó con cierta duda, me miró haciendo una o dos
observaciones;
después mordió el borde del racimo tomando algunas bayas y pasó
un rato antes de
que las masticase. Por fin se atrevió a hacerlo, volvió a mirarme haciendo otras
observaciones. "¡Qué fruta tan rara! Nunca probé nada
parecido, no sé si me
gusta o no."
Siguió comiéndolas, contemplándome y murmurando algo, hasta
consumir todo el
racimo; después se volvió dingiéndose a su lecho, gruñendo
quedamente, como
dejándome en libertad de acercarme a las vacas y caballos.
A la mañana siguiente demostró haber reparado en mi presencia
tan vivamente, con
un dejo de expectativa, que deduje que estuvo pensando mucho en las bayas de
saúco y que ansiaba comerlas otra vez. Corté otro racimo que devoró
rápidamente
mientras comentaba: "¡Gracias, gracias, son muy buenas... muy buenas!"
Era para
él una sensación nueva que lo hizo muy feliz: casi tan dichoso
como si gozara de
un día de libertad en los campos y praderas.
Desde entonces le di dos o tres veces por día grandes racimos de bayas
de saúco.
Había bastantes hasta para los estorninos; los racimos de esos árboles
hubieran
llenado un carro.
Una mañana oí un grito indignado proveniente del jardín
y vi a mi amigo, atado
de pies y manos, llevado por un comprador a su carro.
"¡Adiós, viejo!", le dije cuando se alejó el carro,
pensando que uno o dos meses
después, si varias personas descubrían un gusto agradable y peculiar en la lonja
de jamón que comieran a la mañana se deberla a las bayas que
yo había dado al
cerdo y que lo reconfortaron durante una o dos semanas antes de su muerte.
XXVI
LA PAPA EN CASA Y EN INGLATERRA
Cuando yo era un niño que recorría las pampas, interesándome
en todo y haciendo
cada día maravillosos descubrimientos me atrajo la atención una
pequeña flor que
vIentre el pasto, pálida y de apariencia modesta, con el centro amarillo,
los
pétalos de un púrpura suave y agradable aroma. Me encantaron su
belleza y su
fragancia, sorprendiéndome su parecido, tanto el de la flor como el de
la hoja,
con la planta de papas. Al mostrarle una ramita a mis padres, me dijeron que
era
una flor de papa. Aquello me pareció increíble, puesto que la de la papa era una
planta grande, con grandes racimos de flores purpúreas, casi sin olor,
y además
se trataba de una planta cultivada. Ellos me explicaron que todas las plantas
cultivadas eran originariamente silvestres; que el prolongado cultivo cambiaba
su apariencia haciéndolas más grandes y que así habíamos
conseguido nuestro
trigo originado en una pequeña hierba con una semilla de tamaño
no mayor que la
cabeza de un alfiler. Hasta los botánicos se veían en dificultades
para
identificarla como la planta de trigo original. Lo mismo había sucedido
con el
maíz, las grandes calabazas, las sandias y todas nuestras verduras y
frutas.
Tomando un cuchillo de mesa, busqué la planta y al encontrarla cavé
hasta unas
seis pulgadas de profundidad y allí estaba el tubérculo unido
a la raíz, pero
muy pequeño -no más grande que una avellana-, redondo, con cáscara
granulada y
de color claro, perlado. Era un pequeño objeto para mi colección,
pero se
trataba de una papa.
Desde entonces comencé a interesarme más en este tubérculo,
escuchando
atentamente cada vez que se conversaba del tema en la mesa. Cuando se recogían
las papas a principios de diciembre (la segunda cosecha era en otoño,
abril o
mayo) mi padre ordenaba al quintero que recogiese unas cuantas de las más
grandes para él, y éstas, lavadas y pesadas, se colocaban como
adorno, formando
una fila de media docena en la repisa del comedor. No eran muy hermosas, pero
sí
enormemente grandes cuando yo colocaba mi diminuta papa silvestre junto a ellas.
Cuando nos visitaba algún vecino inglés que vivía a diez
o veinte millas y que
se quedaba a almorzar, mi padre tomaba las papas una por una y se las entregaba
preguntando: "¿Qué le parece? ¿Y esta otra?".
Después agregaba: "¿Y ésta?". La
última era la más grande. Preguntaba a continuación:
"¿Cuánto pesa su papa más grande?". Y cuando
el otro le contestaba "Diez onzas"
o tal vez "doce", él a su vez observaba riendo: "Esta
pesa catorce onzas y
media; la otra, quince y tres cuartos; aquélla dieciséis y la
de más allá
diecisiete. ¿Qué dice usted a esto?". El visitante respondía
que no lo hubiera
creído de no haberlo visto y pesado él mismo la papa; mi padre
se sentía feliz y
triunfante.
Las papas de esa tierra no sólo eran tan grandes como cualquiera, sino
que
probablemente eran las mejores para comer. Eran blancas y harinosas, con el
cristalino crujido de la papa hervida, que tan raramente se ve en este país.
Nuestros vecinos españoles, aunque tenían huerto no las sembraban
ni las comían;
esto quedaba reducido a los colonos ingleses y a unos pocos extranjeros de otras
nacionalidades.
Referiré aquí un incidente que, aunque trivial, demuestra lo poco
que conocían
la papa nuestros vecinos nativos, el tubérculo que era tan importante
para
nosotros, y a la vez ilustrará un rasgo común del nativo de esa
tierra: la
facultad de no turbarse.
Una niña de unos doce años, hija de pobres que vivían en
un pequeño rancho a un
par de millas de nosotros, fue invitada por mi hermanita a pasar un día
con
ella, mirar las muñecas y otros tesoros, comer duraznos y divertirse.
Eramos una
familia numerosa, pero Juanita, la huésped de mi hermana, ocupó
su lugar en la
mesa. Colocaron delante de ella un plato con una costilla de cordero y una gran
papa; también una taza de té, porque en aquel entonces se bebía
esta infusión en
todas las comidas. Después de mirar en derredor para ver cómo
debía comer en
estas condiciones, empezó con la costilla, y mi hermanita, ansiosa de
guiarla le
llamó la atención sobre la papa intacta. Ella vaciló un
momento y después,
tomándola con los dedos, la echó en la taza de té. La pobre
criatura nunca había
visto una papa ni una taza de té y hacía esto suponiendo que
era lo que se
esperaba de ella. Los muchachos prorrumpimos en carcajadas y nuestros padres
sonrieron, pero la niña mantuvo su serenidad; no enrojeció ni
hizo ningún gesto.
"¡No hay que hacer eso!", dijo mi hermana. "Debes comer
la papa con la costilla,
echándole sal."
Juanita, volviéndose a ella, replicó con tono firme y tranquilo:
"Prefiero comerla así".
Aplastando la papa y revolviéndola en el té, preparó una
especie de caldo "no
muy espeso ni demasiado líquido" y lo comió con la cuchara.
Esta singular presencia de ánimo y la facultad de conservar la dignidad
en las
dificultades, supongo que es un instinto de todo pueblo no civilizado y está
relacionada con el instinto de defensa, como cuando uno se halla frente a un
gran peligro, manteniéndose sereno mientras se esperaría verlo
en un estado de
pánico y confusión.
Otros recuerdos relacionados con la papa vienen a mi memoria. Yo tenía
un
hermano menor y cierta vez discutíamos un tema muy importante para niños,
las
cosas que más nos gustaba comer, cuando pensamos que era raro que ciertos
alimentos sólo se comieran combinados con otras cosas; unos con sal y
otros con
azúcar, etc., y nos pusimos de acuerdo para probar y descubrir un nuevo
método
mejor de combinar diferentes sabores. Empezamos con los huevos cocidos,
comiéndolos con azúcar o miel de caña y canela, no los
hallamos
de nuestro gusto. Después probamos los duraznos con crema y azúcar,
notando que
era una combinación deliciosa. Más tarde partimos los carozos,
apisonamos las
semillas en un mortero y las comimos con crema y azúcar, logrando también
éxito
con esta mezcla. Luego, cuando nuestros padres nos dijeron que el sabor especial
de la semilla del carozo que nos había deleitado con crema y azúcar
se debía al
ácido prúsico y que si continuábamos comiendo ese plato
nos mataría en corto
tiempo, nos asustamos e iniciamos las experiencias con la inocente papa. Con
ella conseguimos nuestro mayor éxito; tomen nota todos los gourmets.
Elíjase una
papa de buen tamaño en forma de huevo, cocida al horno, colóquese
en una copa
pequeña y trátese como si fuese un huevo, cortándose ¡a
parte superior. Con una
cuchara hágase un hueco en su interior, échese aceite y vinagre
y agréguese sal
y pimienta Es una deliciosa combinación!. Reemplazando el aceite por
crema o
manteca, tratamos de mejorarla, pero la combinación del sabor del aceite
de
oliva y del vinagre era lo que hacía exquisita la papa.
Otros experimentadores habrán descubierto esta manera de condimentar
la papa,
pero lo único parecido lo encontré leyendo: está en una
anécdota de Byron,
cuando él era el héroe de la sociedad londinense. Comía
con un amigo que había
reunido varios ardientes admiradores del poeta. Este estaba malhumorado y
rechazó la sopa, el pescado y toda clase de carne. "¿Qué
comerá entonces?",
preguntóle:. su anfitrión impacientándose. "Una papa",
dijo Byron, y cuando le
sirvieron, le echó vinagre y la comió; ésta fue su comida.
Luego se retiró con
gran desaliento de cuantos fueron a mirar, a escucharlo y adorarlo.
"¿Cuánto tiempo", dijo uno de ellos al dueño
de casa "podrá Su Señoría mantener
esta dieta?".
"¿Cuánto tiempo, cuánto tiempo?", repitió
éste. "Mientras la gente piense que
vale la pena fijarse en lo que él come."
El episodio continúa y dice que al salir de la casa de su amigo, el poeta
se
dirigió a su club en Piccadilly pidiendo al mozo que le sirviera un bife
jugoso.
Tal vez había descubierto que la papa con vinagre era un buen aperitivo,
pero
posiblemente no sabía lo sabrosa que habría resultado agregándole
aceite.
El otro recuerdo de la papa se refiere a su enemigo principal, un insecto
llamado "bicho moro" en el idioma vernáculo -un escarabajo
vejigatorio o
cantárida, cuyo nombre científico es Epicauta adspersa-. Esta
plaga aparece en
gran cantidad, no anual sino periódicamente, cuando la planta de papa
empieza a
florecer. En un día cálido, sereno y radiante, cuando el sol empieza
a caldear
el ambiente, de pronto el aire se llena con miríadas de estos pequeños
escarabajos grises, dos veces más grandes que la mosca casera, oyéndose
el
zumbido de sus innumerables alas y percibiéndose el olor que emiten.
Se parece
al de la luciérnaga cuando llega en enjambres, que es mohoso y fosfórico.
El
escarabajo vejigatorio tiene un olor mohoso, pero no fosfórico. En cambio
posee
un elemento indescriptible y desagradable que quizá se origine en un
principio
ácido o venenoso que se encuentra en su sangre. Aunque lo detestábamos
profundamente., el insecto poseía tina modesta belleza; su cuerpo oblongo
era de
agradable color gris esfumado y las alas estriadas con rayitas negras.
El escarabajo se alimenta con las hojas de las plantas solanáceas, prefiriendo
las de la papa de manera que cuando llega un enjambre que vuela lentamente sobre
el sembrado. se ven los escarabajos que caen a millares como una lluvia o ris
y
antes que se haya puesto el sol son devoradas todas las hojas, dejando los
tallos para el da siguiente, en que terminan con ellos hasta el suelo, antes
de
pasar a los tomates. A veces se realizaron tentativas de encender hogueras de
yuyos secos alrededor de la plantación, pero no se consiguió salvar
las plantas.
Siendo niño, -yo era naturalmente incapaz de participar en los amargos
sentimientos de nuestros padres con respecto al escarabajo vejigatorio. Su
aparición me excitaba, produciendo el efecto regocijante de todo despliegue
de
vida en gran escala. Lo odiaba a la vez, no porque devorara las plantas de papa,
sino por haber comprobado personalmente su poder de producir ampollas. Yo
recorría el campo de un lado para otro, el aire estaba lleno de escarabajos
que
caían continuamente sobre mí y que alejaba de mi sombrero de paja,
de mi
chaqueta, pantalones y botines: pero a cada rato uno de ellos se metía
en el
calzado, deslizábase por el cuello o subía por la manga, siendo
aplastado contra
la piel, luego notaba un dolor en ese sitio y sacándome la ropa veía
una gran
ampolla, de color ámbar pálido y de apariencia de jales. Era ornamental,
pero
dolorosa, y se formaba una llaga que persistía un día.
Siendo naturalista, traté de descubrir el secreto de sus hábitos
de reproducción
y sus transformaciones, pero no lo logré. No obstante, son conocidos y similares
a nuestro escarabajo inglés, que impresiona a quien contempla el raro caso de un
escarabajo cuyos huevos producen ácaros, meros puntos animados, dotados
de
extraordinaria actividad, de una diabólica sutileza y de astucia para
vivir de
otros. Sin embargo, en esta investigación descubrí algo singular.
Hay una
familia de grandes moscas rapaces comunes en todo el mundo, la Asilidae y en
la
pampa tenemos varias especies algunas con los colores y estrías de las
abejas y
avispas. Una es negra con alas de color rolo intenso, en vez de ser
transparentes imitando a nuestra avispa común y a las rojas. Esta mosca
atrapaba
el escarabajo y me sorprendió observar que casi cada una había
apresado con sus
patas un escarabajo y le chupaba el jugo mediante su larga trompetilla. Sin
embargo, aquel jugo contenía un veneno tan potente que unas pocas gotas
sobre la
piel humana producían una gran ampolla.
Aunque la papa significó mucho para mí en aquellos tiempos todos
mis
sentimientos referentes a ella se habían originado en el casual descubrimiento
de la pequeña flor suavemente perfumada que encontré entre el
pasto; y
aumentaron al escuchar la historia del cultivo de la papa y de cómo fue
utilizada como alimento por los aboríqenes de Norte y Sudamérica
durante muchos
siglos antes del descubrimiento del gran continente y cómo la Deméter
de cabello
rubio, la madre del Ceresí v su amada hija, Perséfona, la virgen
del Cereal
fueron adoradas en la antigua Grecia: cómo se adora en Oriente, en muchas
tierras e islas, a la Madre del Arroz; cómo se venera en toda América
la Madre y
el Dios del Maíz. en las naciones salvajes y civilizadas; así
lo hicieron los
peruanos que construyeron templos de oro a su dios principal, el Sol, y a los
hijos de éste, el rayo y el arco iris, que adoraron a la Madre Papa y
le rogaron
que considerara con afecto sus sembrados cuando se entregaba al suelo la semilla
y que les concediera una buena cosecha.
Por último, conocí la historia de la llegada de la papa a estas
islas, debida a
Sir Walter Raleigh. Este hecho lo hizo aparecer como el más grande de
todos los
isabelinos: más grande en cuanto pensó, en todo lo que dijo e
hizo; bueno o
malo; como cortesano, poeta, explorador, bucanero y buscador de una ciudad
dorada en el salvaje desierto; como prisionero en la Torre y autor de la más
elocuente Historia del mundo; y en el cadalso junto al verdugo portador de la
reluciente hacha, cuando, como un rey lo hizo después, nada dijo en la
memorable
escena que pudiera arrojar una sombra sobre su prestigio ni hacer que cualquier
amante de entonces o de las edades futuras pudiese encontrar una debilidad,
aunque fuese momentánea, de su parte.
Todo esto hizo que la papa fuera tan importante para mí cuando permanecía
parado
entre las plantas más altas que mis rodillas, con sus lozanas hojas
verdes en
relieve, con flores purpúreas y una nube de mariposas rojas y negras,
amarillas,
anaranjadas y blancas, que volaban sobre ellas; me parecía que América
daba al
mundo las dos más grandes plantas alimenticias: el maíz y la papa.
No podría
decir cuál era la mayor, aunque la gran planta de maíz era la
más bella,
cubierta de verde con trenzas del color de la miel que el ardiente sol pronto
tornaría en dorado y luego en un rojo veneciano, de un tinte que pocas
veces en
la vida se ve en el cabello de una mujer de belleza casi sobrenatural.
En aquel tiempo, como ya lo dije, la papa significaba mucho para mí.
Era
natural, pues, que al llegar a Inglaterra me impresionara el primer plato de
papas que vi en la mesa.
"¿De esta manera cocinan las papas aquí?", pregunté
sorprendido
"Si, ¿por qué? ¿De qué otra manera se pueden
preparar?", fui interrogado. Se
asombraron cuando respondí que la vista de esa masa de almidón
y agua insípida
me enfermaba, que parecía los restos de un bebé hervido en el
plato hasta que
sólo quedasen hilachas. Porque hasta ese momento yo había visto
las papas
hervidas en su cáscara, peladas y colocadas en una fuente con un poco
de
manteca. Así presentaban el aspecto de una fruta de color crema, tenían
un olor
agradable y rico sabor.
Pero esto era algo completamente diferente, la "papa hogareña"
del periodista
británico; claro que era hogareña, despojada de su romance, estropeada
al
cocinaría y de fea apariencia. Y sin embargo, así se come en todas
las casas de
Inglaterra. En Irlanda y en Escocia la cocinaban correctamente los campesinos.
¿Y qué dicen los médicos que dedican su vida al estudio
de nuestras digestiones,
acerca de este uso equivocado de la papa? No lo sé. Lo único
que dicen de la
papa es que si la digestión es mala, no hay que comerla. ¿Qué
dirían entonces al
enterarse de que mi digestión es débil y que cuando me siento
mal me curo
comiendo solamente papas durante uno o dos días? Cocinadas en su cáscara
y
adicionadas de pimienta, sal y manteca. No me alimento con sopa, pescado, carnes
ni dulces, sino sólo con papas y me siento bien otra vez. Tal vez opinen
que no
soy una persona normal. Pero no debemos molestarnos con los médicos.
Mientras
escribía este capítulo le pregunté a la hija de la dueña
de la pensión donde me
alojo, en una aldea de Cornwall, si había probado alguna vez una papa
hervida en
su cáscara. Me dijo que sí, pero una sola vez, y no le gustó
porque tenía un
sabor desagradable.
Este sabor tan diferente al del tubérculo hervido y casi hecho papilla
en la
forma hogareña inglesa, es precisamente el que la hace tan agradable
para comer
y valiosa como alimento; y si pudiera deslizarse en la patología personal
una
anormalidad idiosincrática, es una perfecta cura para la indigestión.
En
realidad, el gusto lo proporcionan las sales que están en su mayoría
debajo de
la cáscara y que por consiguiente son arrojadas con ella cuando se la
pela antes
de herviría. No se puede evitar el desperdicio ni raspándola,
puesto que se
elimina la parte impermeable de la piel y el agua en ebullición arrastra
las
sales.
En estos días en que, como dicen algunos periódicos, tratamos
de economizar en
alimentación, y cuando empezamos a hablar de las papas, éste es
un asunto serio.
Creo que unos treinta o cuarenta millones de habitantes consumen media libra
de
papas por día y no sólo se trata de que diariamente se arrojan
cientos de
toneladas de excelente alimento, pelando las papas, sino que se desperdician
sus
elementos más valiosos. Tal vez la guerra nos enseñe a valorar
la papa como
según creo ha sucedido en muchos países.
XXVII
JUAN SE ACUESTA A MEDIODIA
Éste es un nombre un poco largo para una flor -uno de sus tres nombres-;
después
de todo no es mucho decir, hay otra más conocida que posee por lo menos
seis y
uno de ellos no se compone de seis palabras, sino de diez.
En primavera paseo por lugares abrigados, en el bosque o junto a los cercos,
para buscar y dar la bienvenida a las recién llegadas. Las primeras flores,
tan
contentas de vivir una vez más al sol y al viento, con su primera inefable
frescura de primavera, traen recuerdos de nuestra niñez, esos años
ya pasados,
recobrados ahora con las flores y dotados una vez más de la inmortalidad
de la
primavera.
¿No experimentamos un sentimiento similar en un paseo a principios de
primavera?
Hasta el corredor de bolsa o el agiotista conoce una prímula al verla
y para él
es una prímula amarilla, y algo más. Algo que lo emociona. Es
como si encontrase
en el paseo una niña parecida a un hada, que echase atrás sus brillantes trenzas
al aproximarse para mirarlo fijamente con ojos risueños.
Para mi todas son así. ¡Mirad esta celidonia, cómo brilla
de alegría y se yergue
para encontraros a mitad de camino abriendo los brazos para recibir la esperada
caricia! Aquí también está mi querida y pequeña
amiga blanca, el ajo silvestre,
que abunda mucho junto al cerco de piedra; feliz encuentro y amable saludo.
Me
detendré para acariciarla y aspirar su cálido aroma. Es verdad
que hay algunos a
quienes no les agrada y vuelven sus hermosas narices cuando la flor quisiera
besarías. Pero cuando una flor no posee fragancia, como el jacinto y
la
pajarilla azul o la valeriana roja -la linda Betsy, que se ruboriza cubriéndose
de un color rosa intenso-, parece que no les entusiasma tanto como las flores
aromáticas: la dulce violeta, el galo, la escila y la prímula
y tantas más,
hasta la hierbabuena del arroyo y mi querida amiguita que está en el
cerco de
piedra.
Al irse las primeras flores tempranas, con marzo, abril y mayo, cuando estamos
en pleno junio, penetro en la lozana pradera donde aún no ha llegado
el
granjero, para saludar y hablar con las más altas, para decirles también
adiós
viendo que la guadaña no tardará en convertirlas a todas en heno.
Una de las más
viejas amigas que busco con más cuidado en esta estación es Juan
o Juancito, la
más alta de todas su talla es igual a la de la ostentosa margarita ojo
de buey.
No es una flor especialmente atractiva. Nunca la consideré hermosa, sino
como
una de las flores amarillas en forma de diente de león que abundan entre
nosotros. Verdaderamente tiene el aspecto de un diente de león, aunque
más
pequeña:, la planta es delgada y las flores son media docena en cada
~
sostenidas por tallos largos finos. Lo que me interesaba más era su raro
comportamiento, tan impropio de una flor, y que describe su nombre; además
de su
otro nombre raro y el significado de éste. No me refiero al de "barba
de cabra"
sino al tercer nombre inglés que ahora. como muchos otros, se ha tornado
ofensivo a oídos delicados v hace mucho que desapareció de nuestros
libros y diccionarios de botánica. Es necesario recurrir a los antiguos
autores
para encontrarlo en letras de molde: aunque no debemos llegar hasta Chaucer,
que
es demasiado desagradable en todo, sino a los tiempos de Isabel y Carolina.
Sin
embargo, en los distritos rurales se usa ese nombre desechado.
Lo que escribí hasta aquí es cuanto habría podido decir
acerca de esta flor
amarilla hasta el verano pasado, y si alguien me hubiera dicho que llegaría
un
día en que Juancito me parecería una maravilla y una delicia,
me habría reído.
No obstante, esto sucedió en junio.
En una aldea de Cornwall, cerca de la cabaña en que me alojaba, había
un campo
donde el dueño permitió pastar a media docena de vacas durante
los meses de
invierno. Las retiró en abril y un mes después, al pasar por allí,
me pareció
que daría una buena cosecha de pasto. Una mañana de junio, al
mirar hacia el
campo desde cierta distancia, me sorprendí al ver que el heno no era
muy bueno,
puesto que toda la superficie presentaba un brillante color amarillo y había
una
flor alta que parecía como hierba de Santiago, entre el pasto.
"¿Qué sucedió en su campo? ¿Qué es esa
flor amarilla?", le pregunté al dueño.
"Es sólo...", y se detuvo pensando que yo sería uno
de aquellos oídos
susceptibles. "Es una flor amarilla", concluyó.
"Sí, ya lo veo", dije. "Después de almorzar le
echaré un vistazo."
Pero el almuerzo, especialmente las maravillosas tortillas que sirvió
la dueña
de casa, me hicieron olvidar aquello.
Más o menos a las tres de la tarde paseaba a media milla de la casa cuando
miré
desde las altas tierras de la aldea hacia el campo que me había asombrado
esa
mañana.
"¿Qué pasa ahora?", me dije tratando de recordar, y
entonces noté que a mediodía
estaba cubierto de una sábana de color amarillo en tanto que ahora el
color era
verde intenso, más bien oscuro. Aquello era muy raro pero no pude investigar
hasta la mañana siguiente, cuando al visitar el campo a las diez vi resplandecer
millares de flores amarillo anaranjadas de diente de león, el color más radiante
de la naturaleza; de no ser por el viento que agitaba las plantas como una
plantación de trigo mezclando el tinte de la flor con el verde que estaba
debajo, el color sería deslumbrante a la brillante luz del sol. Pero
los rayos
solares y el movimiento causado por el viento lo hacían maravilloso.
Los botones
de oro en un campo lleno de dientes de león no producen ese efecto por
la falta
de movimiento. Cuanto más rígida es la flor en el tallo menos
vivaz es su
apariencia; en su vida efímera goza menos del aire que respira. Aquellas
flores
de largos tallos flexibles danzaban al viento con mayor alegría que la
de los
narcisos de Wordsworth. Recién después de la primera impresión
de deleite,
mirando de cerca a una de las flores, noté que se trataba de la "barba
de
cabra", de la hogareña "Juan se acuesta a mediodía"
y el apenas respetable... no
me atrevo a decirlo!
Visitando el campo tres o cuatro veces por día observé que la
flor comienza a
abrirse después de la salida del sol y alrededor de las diez se muestra
en todo
su esplendor; a mediodía empieza a cerrarse y durante una o dos horas
el cambio
es imperceptible, pero luego se nota que la vegetación pierde el brillo,
tomándose gradualmente sombría, hasta que a las tres de la tarde
todo ha
reverdecido. Juan está en cama, bien arropado y sumido en un profundo
sueño que
dura diecisiete horas; no se despierta de súbito sino muy lentamente,
bostezando, frotándose los ojos amarillos y tardando casi dos horas en
abandonar
el lecho.
Ignoro lo que han dicho las autoridades en fisiología de las plantas
respecto de
este hábito de la flor, pero resulta algo anormal o no natural al observador
común. Todos conocemos muchas flores (una de ellas es la margarita) que
se
cierran por la tarde, envolviéndose y cubriéndose el centro con
los pétalos como
un niño que esconde la cara entre los dedos, y esto parece correcto,
natural y
de acuerdo al plan de la naturaleza. Aún no conocemos los secretos de
una flor,
pero por lo menos sabemos que su vida y su crecimiento dependen del sol, y
suponemos que cuando desaparecen la luz y el calor se suspende la elaboración
que ellos impulsan, la flor está dormida y descansa hasta que vuelve
la
influencia vitalizante. ¿Por qué entonces tan extraordinario desgaste
de esta
única flor cuando las demás requieren toda la luz y calor que
pueden conseguir?
¿Encontró la "inteligencia inconsciente" de Juancito
una manera más fácil, un
método de trabajo mediante el cual puede cumplir en su día de
tres horas tanto
como las demás en una jornada de doce a dieciséis horas? En tal
caso, Juancito
sería la flor que los socialistas debieran ostentar en su día,
que tendría que
ser en junio.
Pregunté al granjero cómo permitía que su campo llegara
a tal estado, puesto que
los tallos duros como alambres de la "barba de cabra" no serían
muy adecuados
para alimento de invierno de sus vacas, y sólo me respondió que
habían aparecido
solas; que en los dos años anteriores se presentaron en pequeña
cantidad las
flores amarillas (no se atrevía a nombrarlas). Pero ahora era fácil
notar cómo
habían llegado, porque antes de empezar la siega se velan volando en
todo el
campo miles de semillas que en el verano siguiente producirían una hermosa
aunque indeseable cosecha. La perezosa "barba de cabra", que se queda
en cama
durante diecisiete horas, se adelanta a las demás flores para madurar
su
semilla.
El brillante campo amarillo que perdura en mi memoria me recuerda otras plantas
y flores que vistas comúnmente no presentan atracción especial,
pero que llegan
alguna vez a la completa perfección y el triunfo en un terreno abandonado
y de
desperdicios que fue cultivado quizás hace muchos años.
En mi libro La naturaleza en las tierras bajas he descrito algunos casos en
que
el césped quedó arruinado por el arado en la parte alta de los
South Downs hace
un siglo, dejando a la naturaleza que hiciera su voluntad en el desolado paraje.
Estamos más familiarizados con el desenvolvimiento de las ruinas de
edificios
medievales diseminados en todas partes, los viejos castillos, las abadías
y las
torres cubiertas de hiedra, las paredes de piedra tosca cubiertas del verde
grisáceo y amarillo de los musgos, líquenes y algas de color del
arco iris,
también decoradas con flores amarillas de plantas trepadoras, la linaria
de
hojas de hiedra y la valeriana roja. De esta manera glorifica la naturaleza
a
nuestros "constructores de ruinas".
Volviendo a remotas edades, en mis excursiones he visto dos maravillosos efectos
de flores, uno en un camino posiblemente no utilizado desde la época
de los
romanos, y el otro más antiguo aun, en una fortificación británica.
El primero
lo observé en un día de primavera, viajando en bicicleta por el
accidentado
camino cerca de Dorchester. Divisé lo que me pareció una ancha
franja nevada que
cruzaba las verdes colinas. Al llegar allí encontré el antiguo
camino romano,
que es muy visible, con un césped más tupido y de un verde más
brillante que las
colinas en las cuales se halla, cubierto con margaritas tan abundantes que
impiden la vista del verde que está debajo de ellas. Era un espectáculo
maravilloso porque los millones de florecillas ocupaban solamente el camino
y no
se veía ni una fuera de él; era una belleza tan rara, tan gloriosa
y delicada,
de una hermosura casi sobrenatural, que no pude andar por el camino. Parecía
un
sendero que llevase a un lugar más allá de la tierra, un paraíso
de flores.
En el segundo caso, se trataba de una fortificación en Wiltshire, probablemente
construida miles de años atrás, y la flor que la decoraba era
el trébol amarillo
pata de pájaro.
En esta zona de Wiltshire abundan esas ruinas, diques deformes con o sin paredes
a los costados, paredes con un foso a un lado, y en otros casos, en ambos.
La
que observé era una zanja muy profunda junto a una pared de unos quince
pies de
altura, con una parte plana en lo alto de ocho a diez pies de ancho. Estaba
en
una larga colina, bajando después a un ancho valle, y elevándose
en la colina
opuesta desaparecía en la tierra arable de ese lado. Mirándola
desde lo alto,
presentaba la apariencia de una vasta serpiente verde con sus espirales de
millas de largo formando una serie de curvas en la tierra. Como en el viejo
camino romano, el césped de la fortificación era de un matiz diferente
y más
brillante que el del valle.
Allí me encontré cierta vez y tuve una larga conversación
acerca del lejano
pasado con un hombre de mente muy vivaz para un campesino de Wiltshire. Me dijo
que muchas veces había contemplado maravillado esa gran fortificación,
preguntándose quién la había hecho. "Con frecuencia
se me ocurrió", dijo, "que
debieron estar locos; porque suponiendo que la pared y el foso tuvieran alguna
utilidad, ¿para qué la construyeron ondulando por el camino en
vez de hacerla en
línea recta, con lo que habrían economizado la mitad del trabajo
y el costo?"
Sólo pude responderle que databa de la época en que las herramientas
de metal
eran desconocidas en Inglaterra y que debían cavar con herramientas de
pedernal
afiladas; cuando llegaban a una parte muy dura tenían que describir una
curva
alrededor de ella.
Le aseguré que no podían ser locos, porque tal enfermedad no era
conocida por la
gente de aquellos tiempos.
En primavera, la parte plana de la fortificación, en todo el espacio
que cruza
el valle, está cubierta con el trébol pata de pájaro y
las flores amarillas tan
unidas como las margaritas del antiguo camino romano, sin que una sola flor
creciera en los verdes costados. Conservaba la apariencia de una gran serpiente
verde con el lomo de color amarillo intenso.
Cada vez que sueño con el Wiltshire meridional en verano, cuando se abren
las
flores silvestres, se me aparece la imagen de la maravillosa serpiente verde
y
amarilla.
XXVIII
EL NARCISO A CUADROY LA GLORIA
DE LAS FLORES SILVESTRES
Cuando erro en busca de algo que atraiga la vista y el oído del naturalista
rural, no pasa una estación, un mes, una semana, ni un día sin
que encuentre
algo notable que no he contemplado anteriormente, por lo menos en el mismo
aspecto encantador. Y el tropezar con ello cuando no lo buscaba, produce una
sorpresa completa y aumenta mucho el encanto. Podría tratarse de un pájaro,
de
un mamífero o de un insecto raro y brillante, pero los felices descubrimientos
son más frecuentes en la vida vegetal, aun para el que no es "un
laborioso e
industrioso buscador de plantas" y conoce poco de botánica. Las
especies
botánicas noolamente son tan numerosas como para ser prácticamente
infinitas
para quien desea ver personalmente las cosas, sino que muchas de las más
atrayentes son raras o de distribución excesivamente local. Citaré
unos pocos
casos.
¡Qué deliciosa experiencia tuve en un frío y asoleado día
de abril al buscar
refugio del intenso viento en una gran roca, en Zennor, en la costa de Cornwall
y encontrar el césped al pie de la roca, adornado con las primeras escilas
de
primavera! ¡Oué estremecimiento de alegría sentí
en Escocia, en junio, cuando al
llegar a un estrecho valle entre altas rocas y bosques contemplé por primera vez
el exquisito pasto del Parnaso que florecía profusamente!
Cierto día, viajando en bicicleta desde 8alisbury a Wínterbourne
Gunner, hallé
una hermosa flor roja desconocida para mí, que crecía abundantemente
a la vera
del camino; hasta tres o cuatrocientas yardas el cerco lateral estaba
completamente cubierto con estas pequeñas estrellas. Se trataba de un
geranio
más bello que cualquier otro geranio rojo de los que conocía,
pareciéndose su
suave colorido al del rojizo castaño de la India. Era el Geranium pyrenaicum~
nativo de Europa central y oriental, y que algunos botánicos suponían
indígena
en este país. Probablemente varía el color porque algunos de los
libros lo
describen como púrpura o púrpura pálido.
Mi deleite fue mayor al ver por primera vez un gran geranio azul que crecía
en
las dunas del Wiltshire meridional. La gran planta con flores grandes y hojas
lobuladas me recordaba a la malva de hojas con color de geranio, una de mis
preferidas, y las dos plantas se asociaron en mi mente; 'pero la malva es rosada
y el geranio tiene un color azul divino (o humano).
Considero al bálsamo bastardo una de las flores más raras y más
bellas de
Inglaterra; sólo lo encontré una vez v la manera en que se me
presentó hizo que
me impresionara tanto. Viajaba con unos amigos desde Land's End a Londres y
al
pasar por una región de colinas cerca de Tavistock, divisé una
flor desconocida
en un alto tallo, entre la espesa hierba al costado del camino; ordené
al chofer
que se detuviera. Lo hizo después de unas cien yardas, pero protestando,
puesto
que le fastidiaban las colinas y se sentía ansioso de llegar a Exeter.
Descendí
y recogí la extraña y hermosa flor que durante todo el día
fue nuestro deleite y
estoy seguro de que su imagen perdura en la memoria de los que me acompañaban
(excepto el chofer).
Considerando que sólo mencioné una flor en el título de
este capitulo, ya estoy
citando demasiadas: pero cuando comienzo a pensar en ellas me dominan y un
ensueño de hermosas flores significa tanto para mí como el sueño
de bellas
mujeres para los Tennyson o Swinburne que escriben poesías. Tal vez las
flores
se parecen más a lindas niñas que' a mujeres mayores, las hermosas
pequeñas que
amé y recuerdo -Alicia, Doris, la melancólica Mónica, la
risueña Allegra y
Edith, la del cabello rubio y muchas más-. Pero deberé separarme
de todas para
concentrarme en mi narciso a cuadros, aunque primero mencionaré una vez
más a la
colombina azul, la flor silvestre siempre azul y que se supone indígena;
por
diversas razones imagino que es un remanente del jardín de la época
de la
dominación romana, lo que le da una antigüedad de dieciocho siglos
para ser
descrita como más 'británica' que muchas de nuestras flores silvestres.
El
encantador pipirigallo tan común como la rosa silvestre en nuestros campos,
el
musgo silvestre que florece en mi' regiones desde Land's End hasta las islas
orientales, el heliotropo de invierno que cubre con su verde manto una parte'
tan vasta de Inglaterra, en comparación son extranjeros que llegaron
sólo ayer a
nuestras costas.
En Wiltshire hallé nuevamente mis primeras colombinas en una gran espesura
de
hiniesta espinosa, maya y endrino que cubría unos veinte acres de terreno.
Las
plantas eran altas y los delgados tallos tiesos de dos a tres pies de largo,
con
pocas hojas, pero sus flores eran tan grandes corno las de la planta cultivada.
Un viejo cuidador que tenía a su cargo la tierra me dijo que conocía
la flor
desde su niñez y que en otro tiempo hubiera podido llenar en un día
una carreta
con esos "collares", como las llamaba. Era raro placer ver las colombinas
en su
ambiente, la grande y delicada flor azul que se hallaba en el abrigo de hiniesta
y maleza espinosa y que admiré por primera vez, puesto que en 'el jardín
donde
su belleza particular está ensombrecida por otras flores, se 'halla en
un medio
inarmónico. Respecto al color, debo decir que aunque se trata del azul
de una
flor es él de la tierra, del mundo material que habitamos, no el azul
divino (o
humano) del geranio azul, ni el etéreo azul de la escila de primavera
de los
acantilados y del jacinto silvestre, que se ve en láminas coloreadas
bajo los
árboles de las tierras" de Escocia. Éstos son los azules
florales que acercan el
cielo a nosotros.
Tal vez no sea raro que esta flor se conozca con nombres de pájaros pero
si que
éstos sean de las águilas y palomas, tan alejadas de nuestros
pensamientos.
Aquilegia, porque los tubos invertidos de la base de la flor se asemejan a las
curvadas garras del águila, y colombina por su apariencia parecida a
la de la
paloma; cada flor forma un racimo de finas colas en abanico de color azul
oscuro, con picos que se unen al talio, las alas abiertas y las colas
desplegadas.
Este hallazgo me indujo a creer que estaba en una región de colombinas
y me
dediqué a buscarlas, pero no logré encontrarlas y ni siquiera
oí hablar allí de
ellas, excepto en un paraje en el límite entre Wilt y Dorset. Era una
aldea
rústica, perdida entre las altas cuestas, una de las más pequeñas,
atrayentes y
"alejadas del camino" de Inglaterra. En la antigua iglesia encontré
un cuadro
mural dedicado a la memoria del abuelo del poeta Browning, que había
pasado su
humilde vida en la vecindad. Era tan raro que apareciera un forastero en esa
aldea perdida, que la mitad de sus habitantes, incluso los cuarenta escolares,
se sintieron ansiosos de hablar conmigo mientras permanecí allí
y todos sabían
algo de la colombina. Había abundado tanto a media milla de la aldea,
en los
setos y matorrales espinosos, que cada verano los niños salían
a recoger flores
y se las veía en todas las cabañas; las flores se extinguieron
debido a ese
abuso.
¡Ellos deseaban que reapareciera la flor!
Si relativamente son pocas las personas que vieron la colombina azul, también
es
reducido el número de las que contemplaron la flor silvestre y encantadora,
la
cabeza de serpiente o fritilaria. Flor de Guinea y narciso bastardo son algunos
de sus antiguos nombres ingleses, usándose todavía el último,
pero la
denominación con que la designan las personas instruidas es también
muy vieja.
Hace dos siglos y medio un botánico se refirió a ella como "cierta
flor rara que
algunos llaman fritílaria". Otro nombre muy raro, que me agrada
más, es el de
"narciso a cuadros". Se conoce como flor cultivada y también
como flor silvestre
que se compra en las florerías o se envía como obsequio a los
amigos. En fa
mayoría de las casas en que las vi eran de las praderas de Christchurch,
en
Oxford.
Yo sé que las blancas, las purpúreas fritilarias,
La herbácea cosecha ribereña,
Se encuentran desde Ensham hasta Sandford
dice Matthew Arnold en su bella monodia; es raro que produzca tantas flores.
Pero lo principal es ver la flor en sus tierras ribereñas nativas; en
un jarrón
colocado sobre una mesa, en un cuarto semioscuro, no es más hermosa que
un
rojizo escaramujo o cualquier flor silvestre extraída de su ambiente.
Apenas un año antes de ver por primera vez una colombina, tuve el placer
de
contemplar la flor en su verde hogar, el paraje donde tal vez abunda más
que en
cualquier otra parte de Inglaterra; pero no nombraré el lugar ni el condado;
esa
localidad no figura en los libros que consulté y sin embargo, desgraciadamente,
es demasiado conocida para aquellos cuyo único deleite de las flores
silvestres
es reunirlas ansiosamente para verlas marchitar dentro de su casa. Porque
nosotros vivimos adentro, poco nos importa que la naturaleza sea privada de
sus
flores y volvemos con 'los brazos llenos de las más hermosas para realzar
la
decoración de nuestros hogares.
Un día de mayo, al llegar a una aldea rústica, pasé frente
a la escuela en el
preciso momento en que se retiraban los alumnos, a la tarde. Muchos de ellos
llevaban ramos de fritilarias. Me dijeron que las habían recogido en
una pradera
cercana al río; una niñita avanzó y me pidió muy
amablemente que aceptara su
ramo; así lo hice, dándole dos o tres peniques. Los demás
niños, sin obedecer
los imperiosos llamados de la maestra que estaba parada fuera de la escuela,
reuniéronse en torno mío rogándome que me llevase también
las flores de ellos.
Yo tenía ya cuantas deseaba y como mi deseo era ver la flor en la planta,
proseguí mi camino, volviendo otro día para ver el sitio favorecido.
Estaba a
una milla de la aldea, en un lugar donde el pequeño río se divide
en tres o
cuatro brazos; largas fajas de prados de un color verde purísimo separaban
las
corrientes y en las orillas se veían viejos sauces poblados. Eran las
podaduras
más grandes que jamás vi, como toscos pilares cubiertos de zarzales
y hiedra,
unos erectos aún y otros inclinados sobre el agua; muchos estaban completamente
huecos y mostraban grandes boquetes en los sitios donde habla desaparecido la
corteza. Aunque no vi narcisos a cuadros, la escena era atractiva, un. terreno
verde y apacible con una sola mancha de color pardo en la parte recién
arada, en
medio del prado más grande y hermoso. Una repentina lluvia me obligó
a
refugiarme en uno de los sauces podados, donde evité mojarme introduciéndome
en
uno de los huecos. Media hora más tarde había pasado la tormenta,
el cielo
estaba nuevamente azul y al salir de mi refugio noté que a la distancia
la
franja de terreno arada parecía, más oscura que antes entre el
color verde
húmedo iluminado por el sol; me asombré de la locura de arar un
prado verde en
verano, porque ¿qué cosecha sería mejor que la del pasto
que creciese allí?
Me encaminé de inmediato en dirección a la mancha parda. que al
acercarme se
convirtió en púrpura oscuro; entonces me di cuenta de que no tenla
ante mí un
terreno arado sino una vasta extensión con flores de fritilarlas, que
al crecer
unas muy cerca de otras oscurecían la tierra en unos tres acres de extensión.
Era un paisaje maravilloso y se sentía un gran placer al caminar entre
ellas;
estar en ese jardín florido, tupido como las espigas en un trigal mientras
las
flores llegaban al nivel de mis rodillas; verlas allí, bajo el amplio
cielo, con
la atmósfera transparente después de la lluvia y las copas oscilantes
destellando por la humedad y moviéndose con el suave viento. Hubiera
experimentado gran alegría al encontrar una sola flor y allí,
con gran sorpresa
mía, las había por millares, en decenas y centenas de miles, formando
una isla
purpúrea sobre la verde tierra, es decir púrpura' manchada de
blanco,. porque de
cada cien flores a cuadros oscuros, se veía una blanca como el ámbar
e
inmaculada.
Sin embargo, no es esa .profusión de flores -que podría ser rara-
sino la flor
individual la que ejerce tal atracción. Ya dije que es una flor más
bella que la
colombina azul; en cierta manera este tulipán es mejor que cualquier
flor
británica. Carece de la dureza y apariencia de solidez que hace que los
jardines
semejen estar tallados en madera y pintados, es oscilante, como la campanilla,
con un vástago alto y delgado entre los altos pastos de hojas finas y
se mueve
como ellos al impulso del viento. No se parece en el color a otro tulipán
ni a
cualquier otra flor; es de un color rosado con un tinte de carne, minuciosamente
taraceado con púrpura castaño oscuro.
Nuestros antiguos botánicos demostraban gran entusiasmo al describir
la
fritilaria o "flor de Ginny" y hasta el más inexpresivo de
los autores modernos
escribe que esta flor no se olvida una vez vista. Ello se debe a la pequeñez
del
taraceado, puesto que a una distancia de pocos pies el color castaño
violeta
oscuro mata o absorbe el brillante y delicado color rosa, haciendo que toda
la
flor quede uniformemente oscura.
El beleño es la flor que reuniendo la extravagancia con la belleza se
acerca más
al narciso a cuadros; posee una parte central de un color púrpura y
pétalos
amarillos sombreados de ámbar y delicadamente estriados con castaño
púrpura. En
esta flor los matices pálidos y oscuros se observan en contraste. En
flores como
éstas, especialmente en el narciso a cuadros, notamos que su extravagancia no es
un elemento de belleza, aunque tiene el efecto de intensificarla. Si
consideramos otras especies: el escaramujo o rosal silvestre, la jalapa, la
estepa, la amapola de mar, la rosa de las rocas, la bandera amarilla, la lengua
de buey, el geranio azul, el nomeolvides acuático, el amaranto y la hierba
del
Parnaso, por ejemplo -podrían nombrarse muchas más- vemos que
igualan o exceden
en belleza a la fritilaria, pero ésta impresiona más y nos hace
pensar que la
creemos más bella porque nos afecta más agudamente. No basta con
decir que esa
impresión más aguda se debe sólo a su aspecto raro. Creo
más bien que la fuente
del interés que suscita es la facultad mental que se supone anticuada
pero que
aún persiste débilmente en nosotros, aunque estemos inconscientes
de ella: la
facultad que ve un significado oculto en todo lo que resulta extraño
en el mundo
natural. Es el "sentido del misterio" que se nos revela al contemplar
una
magnífica puesta de sol y hasta los objetos más pequeños
que atraen nuestra
atención: un insecto, una flor, o aun nuestro narciso a cuadros de los
campos
ribereños.
XXIX
LOS PRADOS: OBSERVACIONES INCIDENTALES
ACERCA DE LOS GUSANOS
No me apasionan los prados; al contrario, así como los jardines, los
considero
los agregados menos interesantes de la casa de campo. El pasto, aunque sea el
común, es una de las bellezas de la naturaleza cuando se le permite crecer
y no
se lo corta y rastrilla cuidadosamente. Preferiría ver miles de margaritas,
hiedra rastrera, hierba de gavilán y hasta el detestado llantén
de altos tallos
y los dientes de león con espléndidas flores, antes que los cuidados
prados de
césped. Podría considerarse esto como digno de la mentalidad del
hombre salvaje
que vivía en los bosques, pero debemos aclararlo. Sir Walter Raleigh
explicaba
hace siglos el motivo de nuestro deseo y placer en arreglar los jardines, los
prados, los parques y recortar delicadamente los setos de boj, ligustro y acebo;
estos cercos se idearon como refugios contra el desierto de zarzas y espinas que
arañaban, de piedras agudas que lastimaban y de pozos ocultos, contra
la
tosquedad y el horrible aspecto de la naturaleza inculta.
Podría responderse que ese era un sentimiento de otros tiempos, que ya
desapareció y ahora volvimos a la naturaleza, la vieja madre querida
y bella.
¿Lo hemos hecho? Los prados permanecen, y me parece que se manifiestan
más -como
los vestidos- en nuestro ambiente, nuestras moradas, nuestras personas y
nuestros hábitos. Sir Almroth Wright protestaba hace poco contra nuestra
costumbre de frotarnos el cuerpo cada día secándonos con toallas
ásperas para
pulirnos y brillar como la cristalería, la porcelana y la platería
de mesa.
Cuando Nathaniel Hawthorne regresó al hogar desde los lejanos Estados
Unidos de
Norteamérica donde aún no era tan arraigada esta idea de los prados,
pasó un
tiempo en una gran residencia rural donde recorrió los prados y parques
en busca
de una ortiga, una hierba mala, o una manzana silvestre en las cuales descansar
la vista. Si Sir Walter Raleigh debiera volver a nosotros con toda su gloria
y
esplendor y si alguien tomase la Historia del mundo y le leyese el pasaje
referente a los prados, me parece que exclamaría: "Ustedes han llegado
demasiado
lejos. Sus habitaciones, sus mesas, los mil detalles de su propia apariencia, la
piel rapada, sus observaciones, me sofocan. ¡Déjeme salir! ¡Volveré
al lugar de
donde vine!"
Podríamos preguntarnos entonces ¿qué hay de las hermosas
frases que decimos de
la naturaleza? Son tantas como las que emitimos con referencia a cuadros de
pintores, joyas, tapicerías, muebles Chippendale y tantas otras cosas.
Nosotros no estamos en la naturaleza sino fuera de ella, y hemos creado nuestro
ambiente que ha reaccionado haciendo de nosotros lo que somos: seres
artificiales. La naturaleza es hermosa para contemplarla de vez en cuando, pero
no con demasiada frecuencia ni durante largo tiempo.
Esto se refiere a la defensa de mi actitud hacia los prados. Es indudable que
a
la distancia, una casa de campó o mansión, aislada de otros edificios,
de
árboles y jardines, se presenta mejor sobre un terreno cubierto de vegetación.
Recuerdo Shaw House, Avington House y dos o tres más, pero el lector
que conozca
'Inglaterra tendrá en la mente la imagen de varios de esos edificios.
Me parece que sería más eficaz dejar el pasto en su estado natural.
Visto de
cerca, el césped liso cansa la vista como todas las superficies monótonas;
como
el mar liso, aceitoso, sin ondas, que la vista se niega a observar o como el
cielo azul sin una nube ni un pájaro. Es conveniente permanecer debajo
de ese
cielo, pero cansa la vista a los tres segundos. Si se lo mira durante un minuto
o una hora sin cansarse, es porque se piensa en algo, se está ocupado
con
imágenes mentales y no visuales. Un acre de linoleum o paño de
lana verde
colocado liso sobre el terreno que: circunda una casa, probablemente produciría
un efecto como el de un prado cubierto de césped completamente liso.
Pero no
continuaré tratando el tema. Me referí a los prados porque existen,
tengo que
verlos y a veces vivo cerca de uno de ellos. Mientras me alojaba en casa de
un
amigo en el campo, tuve ante la vista un prado durante varias horas. Hace una
semana fui a Londres durante dos días y al regresar mi anfitrión
me informó que
apenas me había ido el jardinero le preguntó si ahora que no estaba
por un par
de días le permitirían rastrillar el prado dejándolo en
orden.
Se trataba de un extenso prado que tenía un grupo de abedules en el lado
oeste,
y un día, a principios de noviembre, el viento del sudoeste sopló
dispersando en
el prado miles de hojitas cordiformes amarillas presentando un hermoso aspecto.
El jardinero, con su detestable escoba de zarzas barrió aquella capa
de hojas
con gran disgusto mío. Volvió a soplar el bendito viento rezongando
toda la
noche, sacudiendo los árboles y arrojando nubes y nubes de brillantes
hojitas
sobre la monótona sábana verde; todo se veía hermoso por
la mañana. Permanecí
admirando el espectáculo; parecía que uno caminase sobre una alfombra
de
terciopelo verde bordada con hojas cordiformes doradas. Al ver que venía
el
jardinero con su escoba llamé a la dueña de casa y ella le ordenó
que se
retirase. Sólo le permitieron satisfacer su voluntad cuando regresé
a la ciudad.
Referirá la historia de otro prado que supervisé durante dos o
tres meses:
estaba en una casita rodeada por campos verdes. que me prestó un amigo
al
finalizar el verano. El césped era segado y cuidado por un hombre que
venía una
vez por semana desde la aldea vecina, debiendo cuidar el jardín. En julio
y
agosto, cuando el sol estaba tan bajo como para poder sentarse afuera, leía
y
tomaba el té a la sombra de los árboles v noté que en el
prado abundaba el
llantén. Esa planta no me interesa que esté en un prado porque
va insinué que
éstos no significan nada para mí a menos que se permita crecer
las flores y
dejar las hojas coloreadas que llegan volando desde el bosque; pero recordé
a
mis amigos, que me prestaran su paradisíaco retiro con el verde prado
donde
descansaba en una silla de lona mirando un valle verde y una rápida corriente
calcárea con los ánades y cercetas que jugueteaban allí
y con un fondo de
hermosos bosques. Los recordé y deseando hacer algo para expresar mi
gratitud,
me prometí limpiar el prado de llantén.
En la cabaña de las herramientas encontré una cuchara larga y
angosta, de punta
aguda, que era lo que necesitaba, y también vi un instrumento matayuyos
y un
tarro de veneno que en realidad no me hacía falta. Comencé a sacar
los llantenes
clavando la cuchara hasta el extremo de la raíz, para no dejar nada
de la tenaz
plantita. Llegó el aldeano, viendo el comienzo de mi trabajo, la pequeña
cosecha
amontonada en cuatro o cinco yardas cuadradas del prado. Sonrió y al preguntarle
por qué lo hacía me respondió que durante los últimos
diez años el prado estaba
en las mismas condiciones y no se podía hacer nada para librarlo del
llantén. No
sabía cuánto veneno se había echado en las raíces,
pero éstas no se secaban. En
su próxima visita halló muchas plantas desarraigadas en medio
del prado dejadas
allí para su beneficio, y de las que no quedó ninguna con vida.
"Ah, sí", eso era lo que esperaba que dijera él, "pero
nunca tuve tiempo para
hacerlo correctamente. Siempre estaba demasiado ocupado con el rosal, y los
llantenes necesitan mucho tiempo. Hacíamos cuanto podíamos con
el matayuyos,
pero parece que no llegábamos a mucho".
Lo único que se conseguía era que en varios lugares del prado
se veían manchas
redondas de color pardo, del tamaño de una corona o mayores, donde el
pasto se
negaba a crecer nuevamente. Estas manchas indicaban los lugares donde 'se habían
destruido los llantenes con el matayuyos, cuya "punta de metal" se introducía en
el centro de la planta y el veneno se echaba allí. El veneno no sólo
mata la
planta sino también las raíces del pasto, por eso se observaban
esos parajes
pardos sin pasto. ¿Durante cuánto tiempo conserva el veneno su
poder en la
tierra húmeda? Me parece que durante largo lapso, notando que esos espacios
desnudos tenían ya algunos meses. También necesitaba saber si
el veneno era
mortal para otras clases de vida, especialmente para los gusanos. Para
comprobarlo tomé tierra de uno de los sitios áridos, la suficiente
para llenar
una maceta y en otra coloqué tierra que no pertenecía al prado;
después me
dirigí al rosal en busca de gusanos y eligiendo dos de ellos completamente
desarrollados, puse uno en cada maceta. Al día siguiente los saqué
y vi que el
primero había perdido su fuerza y no sólo sus movimientos eran
lánguidos, sino
que el color se había tornado rosado oscuro, perdiendo el brillo de arco
iris
del gusano sano. En el otro gusano no se veía ningún cambio de
color ni de
actividad. Los volví a colocar en sus macetas observándolos otra
vez al día
siguiente; el primero estaba muerto y su cuerpo mostraba un color rojo oscuro.
El otro era tan fuerte, activo y saludable como cuando lo saqué de la
tierra.
Me sentí satisfecho al comprobar que los venenos mata-raices eran más
poderosos
de lo que me parecía. Siendo aficionado a los pájaros, siempre
odiaba esos
venenos por su efecto en los pequeños pájaros caseros, el mirlo,
el tordo, el
pinzón, el petirrojo y otros que buscan restos de comida en los caminos
con
grava donde los jardineros usan el veneno para eliminar las pequeñas
hierbas
malas que permanecen allí.
No continué con la investigación durante dos o tres semanas, pero
a fines de
agosto sucedió algo que reavivó mi interés en los gusanos.
Presentóse un día
húmedo, seguido de un temporal de viento que duró parte de la
noche; a la mañana
siguiente observé que la violencia del viento había arrancado
casi todas las
hojas verdes de una hilera de falsas acacias que crecían en la parte
sur del
prado, esparciéndolas en aquél. A la tarde no me agradó
el aspecto desordenado
de aquel follaje y se me ocurrió barrer las hojas, pero al disponerme
a hacerlo
con la escoba de zarzas, no logré mover ni una hoja. Sorprendido, descubrí
que
estaban fijas al suelo; cada una había sido arrastrada a su agujero por
un
gusano; el folíolo terminal estaba arrollado y metido en el agujero,
pero no
entraba más porque las hojitas opuestas que lo seguían formaban
una barra
transversal que impedía ,el avance. En todas estaba enterrada la hojita
terminal
y lo demás se veía afuera, sobre el pasto.
Los gusanos viven en la tierra vegetal en que se mueven y se alimentan haciendo
pasar a través de sus cuerpos la tierra que sacan al excavar sus túneles.
Los
naturalistas suponen que ellos extraen algunas sales de la tierra que tragan,
y
que viven de ellas. Como el gusano no es un vegetal, prefiero suponer que en
la
tierra existen organismos microscópicos. De cualquier modo, el gusano
no vive
sólo de la tierra; también se alimenta de vegetales, de hojas
de árboles que
caen en su camino, arrastrándolas de noche a su agujero. Pero prefiere
las hojas
secas y me asombró que estos gusanos del prado estuvieran tan hambrientos
como
para arrastrar las hojas verdes apenas el viento las arrancó del árbol.
Deduje que el gusano del prado padece de hambre y comencé a observarlos
y
compararlos con los que vivían fuera del prado. Noté que al cavar
para buscarlos
en la tierra húmeda lejos del prado, al Introducir la pala u horquilla
los
gusanos salían a la superficie, a veces tan rápidamente que cuando
empujaba la
pala con el pie aparecía un gusano vigoroso que sacaba fuera la mitad
del cuerpo
asemejándose al tallo redondo y pulido de algunas especies de lirio
que salen
milagrosamente de la tierra. Observé que los gusanos son muy sensibles
a la
vibración terrestre y que cuando se camina o se golpea el suelo con un
bastón,
van más abajo; pero si las vibraciones se originan profundamente o en
la tierra
que los rodea, huyen a la superficie escapando del enemigo subterráneo
que los
persigue en su elemento. Nunca conseguí que salieran a la superficie
en el prado
introduciendo la pala u horquilla en el suelo; al sacarlos de allí y compararlos
con los otros, encontré una gran diferencia. Los del prado eran mucho
más
pequeños y sus movimientos no tan vigorosos como los otros. Era extraordinario
que viviesen en número tan grande en aquel suelo, en condiciones adversas,
cuando más allá había abundancia de hojas secas y el suelo
era más fácil de
penetrar.
Estas observaciones accidentales de los gusanos en relación con el prado
me
hicieron lamentar no haber utilizado mejor la oportunidad de estudiar estos
seres en otras ocasiones, puesto que me parece que falta mucho por descubrir
respecto de sus hábitos y del efecto que producen en el suelo y la vegetación.
Mi conocimiento de ello era poco mayor que el de una persona común y
el
siguiente incidente nos demostrará cuáles son los conocimientos
que éstas tienen
del asunto.
Estando una tarde con el señor Frank E. Beddard, en su club, aprovechando
la
oportunidad, le pregunté algunos detalles acerca de los gusanos, pues
él era la
mayor autoridad del mundo en tal tema. Otro amigo suyo, un famoso pescador con
caña, que estaba cerca de nosotros, oyó la conversación.
"Ah, sí, gusanos", dijo.
"Antes de olvidarlo, tengo que preguntarle si el gusano que extraemos de
la
arena para cebo, es el común."
"No", fue la respuesta.
"Bueno, pero ambos son gusanos, ¿no?"
"Sí."
"Si los dos son gusanos, ¿cuál es la diferencia?"
"Ambos son gusanos y se diferencian tanto como un gato de una ardilla,
que son
mamíferos." Esto fue cuanto pudo decir; no podía discutir
en esa oportunidad el
tema de sus diferencias con quienes conocían tan poco acerca del asunto.
He leído la clásica teoría de Darwin, como todos, pero
lo que se lee no ilustra
mucho la mente, a menos que se observe y se medite a la vez. Conocí la
maravillosa historia de la acción de los gusanos de la superficie de
la tierra,
durante las excavaciones de Silchester, cuando se descubrieron año tras
año los
pavimentos, los pisos, los cimientos de casas, templos y baños públicos
y
privados, hasta que aparecieron los doscientos acres dentro de las murallas.
No
es necesario describir, puesto que lo ha hecho Darwin, cómo los gusanos
consiguieron enterrar en uno o dos siglos cuanto quedaba de la arruinada
Sllchester, con excepción de la muralla exterior, hasta una profundidad
de tres
a cuatro pies debajo de la superficie. Sabemos que el suelo que cubría
la ciudad
sepultada había sido cultivado durante los últimos ochocientos
años. Vigilando
esas excavaciones, descubrí algo que Darwin omitió referente a
los gusanos.
Entre los mejores hallazgos estaban los grandes pisos de mosaico de muchas casas
importantes, completamente enteros, algunos de los cuales fueron trasladados
intactos al museo de Reading, donde se los puede ver.
Uno de estos grandes y hermosos pisos quedó allí hasta el otoño
pasado, cuando
lo sacaron y trasladaron. Observando los pisos después de haber sido
lavados y
cepillados prolijamente, me sorprendió que abundasen los gusanos debajo
de
ellos; llegaban a la superficie a través de pequeños agujeros
que no se veían si
no se los miraba muy de cerca; aparecían de noche y por la mañana
había que
barrer los residuos para que quedaran limpios los pisos. La pregunta inevitable
era: ¿por qué continuaban penetrando los gusanos debajo del piso
de cemento y
piedra después de haber sido enterrado tan profundamente en el suelo
y de haber
gozado durante más de mil años de un suelo formado de tierra vegetal
de la
profundidad requerida por ellos? Según Darwin sólo necesitan una
profundidad de
tres a cuatro pies y a veces llegan hasta cinco o seis pies, habiéndoselos
hallado hasta una profundidad de nueve pies. Pero en Silchester he visto algunos
encontrados a veinticinco pies, cuando fueron limpiados los antiguos pozos
romanos.
Me llamó la atención que estas observaciones realizadas en Silchester
representaran una valiosa contribución a la historia de los hábitos
de la vida
de los gusanos. Hay que tener en cuenta que la ciudad sepultada está
cubierta
por una tierra cultivada durante los últimos nueve o diez siglos, 'Fa
clase de
suelo donde el gusano se halla en mejores condiciones, alcanzando su mayor
tamaño y vigor. Consideremos también que en los pozos profundos
y debajo de los
pavimentos romanos, el suelo es pesado, de tierra muy comprimida, no removida
durante siglos ni atravesada por raíces de plantas o rayos de sol y que
probablemente en una gran extensión está desprovista de la vida
microbiana que
vitaliza el suelo superior. Cuando se extrae en la pala este suelo sepultado
durante tanto tiempo, tiene un fuerte olor a humedad, pero no el olor a tierra
del Cladothrix ododfem. No obstante los gusanos insisten en descender en este
oscuro suelo muerto, aunque pueden hacerlo solamente a través de los
pequeños
agujeros cilíndricos que consiguieron perforar en el cemento parcialmente
descompuesto que une las baldosas, o donde se ha desplazado una pequeña
piedra
en el pavimento de mosaico. El descenso hasta sitio tan difícil siguiendo
a los
pozos significa un doble viaje diario cuando deben depositar los desperdicios
en
la superficie.
¿Cuál es, pues, la fuerza que los impele? ¿Por qué
abandonan un suelo rico en
alimentos por otro pobre? Considero esto en relación con otros' hechos
bien
conocidos, como la diferencia extraordinaria en tamaño, vigor y coloración
de
los gusanos que habitan suelos diferentes y que parecería que fueran
de especies
distintas. Tomando el caso del gusano de Londres que se encuentra en cada yarda
'cuadrada de terreno baldío, aun en el verdadero corazón de la
ciudad, y
considerando los ejemplares que examiné, llegan a la mitad del tamaño
normal,
siendo relativamente lánguidos en sus movimientos y exhibiendo raras
veces los
colores del gusano de campo, más grande, de suelo más rico y color
que es el
signo de intensidad de vida. Sin duda fue alguna vez un gusano grande y
vigoroso, pero hace mucho, en el antiguo Londres o Londinlum, y tuvo suficiente
tiempo para degenerar. Así vive ahora bajo nuestros pies y le llegará
su época
cuando 'nuestros siete millones de habitantes hayan sido arrastrados a otra
parte; entonces recobrará su poder y lentamente, con paciencia, sin apresurarse
y sin descanso, da y noche, año tras año y siglo tras siglo, trabajará
hundiendo
ladrillos y piedras debajo de la superficie y cubriéndolo todo con una
capa de
tierra y un manto de vegetación eterna.
También existen gusanos que habitan los páramos y suelos arenosos
de la tierra
No son mejores que los gusanos de Londres. Un día, en el otoño
pasado, encontré
al jardinero de la casa donde me alojo en Ascot, extrayendo papas. Tomando una
pala me dirigí a donde estaba él, para buscar gusanos. Ese otoño
de 1918 la
cosecha de papas era magnífica, como lo había sido en todas partes,
pero los
gusanos que encontré eran pocos y ejemplares muy pobres. "Es inútil
buscar aquí
gusanos; nunca he visto uno. La arena los mata de hambre."
Esta explicación no es suficiente; uno pensaría que en los suelos
ricos en estos
jardines altamente cultivados, en esta región de páramos y pinos,
donde vive la
gente pudiente, los gusanos deben encontrar alimentación suficiente.
Es más
probable que su estado se deba a algo enemigo de los gusanos que se encuentra
en
la arena. En la región calcárea, donde el suelo es delgado, como en los senderos
de ovejas, los gusanos son de tamaño relativamente pequeño, pero
vigorosos y de
movimientos rápidos entre las entrelazadas raíces del compacto
césped. En las
partes huecas entre las colinas, donde el suelo tiene mayor espesor, los gusanos
se desarrollan al máximo -lo cual demuestra que la cal no es enemiga
de ellos-.
En las arcillas pesadas el aspecto de los gusanos revela que las condiciones
no
les son favorables.
Vemos así que los gusanos invaden perpetuamente y pueblan todos los suelos,
los
buenos y los malos; que en una parcela de tierra árida y desprovista
de
alimentos para gusanos, libre de ellos, donde no existieron durante largos años,
afluirán hacia allí desde los suelos ricos de los alrededores,
donde abundan.
Supongo que lá causa es que el gusano aborrece el suelo frecuentado por
otro de
ellos, que se halla impregnado del ácido que segregan allí. Ese
ácido lo altera
y prefiere migrar a lugares más áridos e inconvenientes, que permanecer
allí. El
perpetuo deseo de ir en busca de nuevos pastos es la razón de la distribución
amplia del gusano, de su universalidad, de modo que no hay un trozo de tierra
que no tenga un gusano.
Tres o cuatro días después de presenciar el fenómeno que
describí unas páginas
antes -la avalancha de gusanos hambrientos en busca de las hojas derribadas
por
el viento e inaptas para su alimentación- visité una casa de campo
a unas millas
de distancia, encontrando uno de los prados más hermosos que había
visto. La
casa de estilo georgiano estaba construida en una elevación que miraba
el valle,
se hallaba en el centro de un terreno horizontal -todo prado-; después,
el
terreno bajaba' a una terraza que también estaba constituida por un prado.
La
gran extensión y maravillosa llaneza del prado me admiraron viéndolo
a la
distancia, pero apenas lo pisé cambié de opinión. En primer
lugar, el suelo era
duro; no era elástico ni verdadero césped, parecía que
uno pisaba sobre
baldosas. Crecía nada más que el pasto, no como césped
suave, sino que cada
planta estaba separada, de manera que al mirar, velase el suelo duro entre las
hojas y raíces. En todo el terreno no se divisaba ni una margarita, ni
tampoco
las pequeñas plantas trepadoras y tréboles que se hallan generalmente
en los
prados.
Antes de terminar mi visita, me encontré con el jardinero y le pregunté
cómo se
arreglaba para mantener tan liso y limpio el prado. Le pareció que alababa
su
obra y comenzó a decirme la tremenda tarea que significaba para él
mantenerlo en
aquellas condiciones.
"Creo", le dije, "que si usted permitiese que lo ayudaran los
gusanos e hiciera
menos, tendría un prado mejor".
Al principio le pareció que yo bromeaba y se mostraba muy divertido.
Aseguróme
que los gusanos eran los peores enemigos de los prados, que causaban mucho daño
y su mayor trabajo era alejarlos. Echaba siempre salmuera en el borde de los
agujeros. Según él, era éste el mejor matagusanos que conocía
y el resultado de
su cuidado era que no se hallaba un gusano en todo su inmenso prado.
Le pregunté si no comprendía que no era ningún placer caminar,
sentarse o
acostarse en un prado donde el terreno estaba siempre seco y duro a pesar del
riego. Me cansaba y deprimía andar en ese prado, mientras que al hacerlo
en la
colina cretácea que estaba detrás de la casa podía caminar
millas en el compacto
césped.
Me levantaba cuando caminaba sobre ella, y era mejor que una cama para
acostarse, sin contar con el placer que producía la vista de las pequeñas
flores
como gemas y su aromático perfume. En cuanto a los desperdicios, eran
desagradables sólo cuando el prado estaba húmedo por la mañana
y únicamente
cuando el pasto era demasiado ralo. Los desperdicios no se ven en el espeso
césped de las llanuras, aunque si se levanta un trozo de césped,
se encuentran
gusanos en las raíces, en abundancia.
"Bueno", respondió, "un prado no puede tener césped
como una colina cretácea
alimentada por las ovejas, porque no es el que le corresponde tener." Como
este
argumento le pareció demasiado pobre, repentinamente agregó: "¿Y
qué hay de los
topos? Usted sabe que con un gran prado como éste, con campo de pasto
a su
alrededor, siempre se está en peligro de que se presente un topo esdecir
si
hay gusanos que lo atraigan-. Y un topo puede desfigurar un prado lo mismo que
si le hubiera hecho una zanja con un arado a través de él".
Sin duda tenía razón en eso, pero cuando le dije que los topos
se podían
mantener alejados colocando una red para conejos a una profundidad de dos o
tres
pies debajo de la superficie, y ello le economizaría una cantidad de
trabajo y
gastos, sólo sonrió y movió la cabeza.
El jardinero, como el guardabosque, nunca es una persona que permita que se
le
enseñe algo, pero después de nuestra conversación yo estaba
más convencido que
nunca de que sería mejor para el prado si en vez de matar y hacer morir
de
hambre a los gusanos, se les permitiera alimentarse y que hicieran y mantuvieran
un césped.
Así pues, señalé una faja del prado de unos diez pies de
ancho y coloqué una
soga a cada lado para diferenciarla del resto del prado; sobre la faja, eché
abundantemente hojas de acacia y de otros árboles. Al día siguiente
examiné el
terreno sin notar cambio alguno. Las hojas permanecían en el terreno
y era
imposible decir si alguna había sido retirada o no. Al día siguiente
ocurrió lo
mismo. En la mañana del tercer día había algo nuevo que
notar; parecía como si
los gusanos que habitaban el trozo de terreno señalado hubieran desarrollado
repentinamente un vigor y 'actividad maravillosos y se produjo una carrera de
gusanos desde todas las partes del prado hacia el sitio favorecido. El terreno
estaba salpicado abundantemente con desperdicios; muchos debajo de la hierba,
aunque después de una cuidadosa búsqueda no pude encontrar ni
uno solo de
aquéllos en cualquier otra parte del prado Era evidente que tos gusanos
habían
estado llevando las hojas a sus agujeros y alimentándose vorazmente con
ellas y
esperé con confianza que el resultado seria que dentro de poco el césped
del
terreno marcado sería más tupido, más verde y más
elástico al paso.
Desgraciadamente me vi obligado a abandonar el lugar cuando había empezado
el
experimento, de modo que no se demostró nada. Y espero que cualquier
otro lector
que posea un prado o esté por formar uno, llevará el asunto adelante
y tratará
de descubrir si se puede o no obtener mejor resultado animando a los gusanos
a
trabajar con y para nosotros, en vez de considerarlos como enemigos y tratar
de
suprimirlos.