GUILLERMO HUDSON
I
PEREGRINACIONES
POR LA TROYA
MODERNA
Tres capítulos en la historia de mi vida, tres períodos distintos y bien
definidos, pero consecutivos, empezando cuando aun no cumplía veinticinco años y
terminando antes de los treinta, resultarán, probablemente, los más notables de
todos ellos. Son los años que hasta el fin de mis días me volverán con más
frecuencia a la memoria, destacándose de todos los demás, los primeros
veinticuatro ya vividos y los cuarenta o cuarenta y cinco —espero que sean
cincuenta o aun sesenta— que todavía me quedan por vivir. Pues, ¿qué alma en
este variado y maravilloso mundo querría abandonarlo antes de los noventa? Las
tinieblas así como la luz, su amargura y su dulzor me hacen amarlo.
Del primer periodo sólo necesito decir dos palabras. Fue aquel en que estuve de
novio y me casé; y aunque la experiencia me pareció en aquel entonces la más
extraña del mundo, debió asemejarse, sin embargo, a la de otros hombres, puesto
que todos los hombres se casan. Y el último período, el más largo de los tres
—tres años cabales—, no podría describirse. Fue todo un negro desastre; tres
años de una separación forzosa y del más agudo sufrimiento que la ley del país
le permitiera a un enfurecido padre de familia infligirle a su hija y al hombre
que, a despecho de él, había osado casarse con ella. Aun los más cuerdos pueden
volverse locos al ser tiranizados, y yo nunca fui de los muy cuerdos, sino que
vivía en medio de las pasiones, ilusiones y la desmesurada confianza de la
juventud y era guiado por ellas, ¿qué efecto no me haría cuando fuimos forzosa y
cruelmente separados y yo arrojado a la cárcel, donde pasé largos meses en la
compañía de criminales, pensando siempre en ella que también sufría y partíasele
el corazón de pena? Pero ya han pasado la aborrecible sujeción, la perpetua
zozobra y el cavilar en mil y un planes posibles e imposibles de venganza. Si
fuera algún consuelo saber que al quebrarle el corazón a su hija, quebróse el
propio, y que pronto la siguió a la silenciosa tumba, aquel consuelo sería mío.
¡Ay, no! eso no me consuela, puesto que no puedo menos de pensar que antes que
me hubiese arruinado la vida, yo ya le había arruinado la suya, arrebatándole su
hija idolatrada. Estamos, pues, en paz, y aun puedo decir:
"¡Paz a sus cenizas!"; pero en ese tiempo, enloquecido por mi pena y
sufrimientos, no pude hacerlo, y mucho menos en aquel país fatal donde había
vivido desde mi niñez, al que había llegado a amar como al mío y que jamás
pensaba tener que abandonar. Pero ahora me era aborrecible, y, huyendo de él, me
hallaba otra vez en aquella Tierra Purpúrea donde, en pasados tiempos, nos
habíamos refugiado juntos ella y yo, y que ahora, trastornado por mi pena, me
parecía un lugar de agradables y apacibles recuerdos.
Durante los meses de sosiego que sucedieron a la tormenta, los que pasé,
principalmente, haciendo caminatas solitarias a lo largo de la playa, estos
recuerdos me acompañaron más y más. A veces, sentado en la cima de aquel gran
cerro que da su nombre a la ciudad, solía contemplar el dilatado panorama hacia
el interior horas enteras, como sí pudiera ver, y nunca cansarme, todo lo que se
extendía en lontananza —llanos, arroyos, montes, y cerros, y ranchos cuyos
techos me habían cobijado y, también más de una amorosa cara—. Aun las caras de
los que me hablan tratado mal, o que me habían tenido inquina, parecían ahora
tener una expresión amistosa. Sobre todo, pensaba en aquel amado río, el
inolvidable Vi; en la sombreada casa blanca de los confines del pueblecito y
¡ay!, en la triste y hermosa imagen de la que yo había hecho tan desdichada.
Era tanto lo que me preocuparon estos recuerdos hacia el fin de aquel tiempo de
ocio, que me acuerdo que antes de abandonar aquellas playas, me había venido la
idea, que durante algún tranquilo intervalo de mi vida, lo repasaría todo otra
vez en la memoria y escribirla una relación de mis correrías para que más tarde
otros la leyeran. Pero no lo intenté entonces ni hasta muchos años después,
porque no bien hube empezado a abrigar esta idea, cuando sucedió algo que me
sacó de aquella condición en que me hallaba, durante la cual había estado como
una persona que ha sobrevivido a sus actividades, y que ya no es capaz de sentir
una nueva emoción, sino que se sustenta enteramente de lo pasado. Y ese algo,
que me afectó de tal modo que, de pronto, volví en mi otra vez, deseoso de obrar
y moverme, no fue sino una palabra que oí casualmente de lejos —el grito de un
alma desolada que llegó por fortuna a mis oídos—; y al oírla, me sentí como uno
que habiendo sido sorprendido por la noche y abriendo los ojos después de un
intranquilo sueño, ve inesperadamente sobre la negra y vasta planicie, el lucero
de la mañana en todo su sobrenatural esplendor —la estrella del alba y de
esperanza eterna, de pasiones y luchas, de labor, felicidad y reposo—.
No necesito detenerme en relatar los sucesos que nos llevaron a la Banda,
nuestra fuga nocturna de la casa de campo de Paquita en la pampa; cómo estuvimos
escondidos en la capital, nuestro matrimonio secreto, y después, nuestra fuga
hacia el norte, a la provincia de Santa Fe; los siete u ocho meses de una más o
menos intranquila felicidad, y, por último, la vuelta clandestina a Buenos Aires
en busca de algún buque que nos llevara fuera del país. ¿Intranquila felicidad?
¡Ay, sí! y lo que más me inquietaba cuando observaba a la compañera de mi vida,
tan hermosa, tan fina, tan exquisita, con sus ojos azul obscuro ‘que parecían
violetas, su negra y sedosa cabellera, y su suave cutis de color de rosa y
aceituna, era que se veía tan delicada. Y yo la había robado.. . la había
arrebatado de sus protectores naturales, del hogar donde la habían idolatrado,
yo, un extranjero, profesando otra religión y sin medios; y que, por el hecho de
haberla robado, era un malhechor. Pero, ¡basta! Comienzo, pues, mi itinerario en
el punto en que, seguros en nuestro pequeño barco y con las torres de Buenos
Aires alejándose rápidamente al oeste, empezamos a sentirnos sin cuidado y a
reflexionar en nuestra felicidad venidera. Luego, el viento y las olas
interrumpieron nuestro embeleso, siendo Paquita muy mala navegante, así que
durante algunas horas pasamos muy mal rato. Al día siguiente, se levantó un
favorable viento del noroeste que nos llevó volando, como un ave sobre aquellas
feas y rojizas olas, y esa misma noche desembarcamos en Montevideo, la ciudad de
nuestro refugio. Nos dirigimos a un hotel donde pasamos varios días muy felices,
encantado uno de otro; y cuando nos paseábamos a lo largo de la playa, para ver
el sol poniente, que con su fuego místico iluminaba el cielo, el agua y aquel
gran monte solitario, y recordábamos que estaban casi al frente las playas de
Buenos Aires, era grato pensar que el río más ancho del mundo entero corría
entre nosotros y los que probablemente se sentían ofendidos por lo que habíamos
hecho.
Por último, concluyó esta deliciosa situación de un modo algo curioso. Una
noche, no habiendo aún estado un mes en el hotel, estaba yo acostado en la cama
enteramente desvelado. Era tarde; ya había oído al sereno, bajo mi ventana,
cantar pausadamente con voz melancólica: "la una y media y nublado".
Cuenta Gil Blas en su biografía que una noche en que estaba desvelado, empezó a
examinar su conciencia —algo muy ajeno a él— y concluyó que no era un joven muy
bueno. Yo pasaba aquella noche por una experiencia algo parecida, cuando en
medio de mis pensamientos, poco halagüeños para mí, un profundo suspiro de
Paquita me previno de que ella también estaba despierta y que, probablemente,
también reflexionaba. Cuando le pregunté qué significaba ese suspiro, trató
inútilmente de ocultarme la razón. . ¡que empezaba a sentir pena! ¡Qué rudo
golpe fué para mi aquel descubrimiento! y eso, ¡recién casados! Sin embargo, la
verdad es que si yo no me hubiese casado con ella, habría sido aún más
desdichada. Pero mi pobre mujercita no podía menos de pensar en sus padres;
anhelaba ardientemente reconciliarse con ellos, y su actual pena estaba
inspirada en la convicción de que nunca jamás la perdonarían. Yo traté con toda
la elocuencia de que era capaz, de disipar estas tristes ideas, pero ella estaba
firmemente convencida de que por lo mismo que tanto la habían amado, nunca le
perdonarían esta primera gran ofensa. Bien pudiera mi linda, pensé yo, haber
estado leyendo "Cristabel", donde ella dice que es precisamente hacia
aquellos que han sido más intensamente amados contra los cuales el corazón
herido guarda el mayor rencor. Entonces, para darme un ejemplo, me contó una
pelea que había tenido su madre con una hermana, que hasta aquella fecha había
sido muy querida. Eso había sucedido hacía muchos años, cuando Paquita era niña;
no obstante, las hermanas jamás se habían reconciliado.
—¿Y dónde, mi hijita linda —le pregunté—, se encuentra esta tía suya a quien
nunca le he oído nombrar hasta este momento?
—¡Oh! —contestó Paquita, con la mayor sencillez imaginable— ella se fué de aquí
hace muchísimos años y tú nunca la oíste nombrar porque en casa no nos era
permitido ni aun pronunciar su nombre. Se fue a vivir a Montevideo, y creo que
allá debe de estar todavía, pues hace algunos años le oí decir a alguien que se
había comprado una casa en esa ciudad.
—¡Linda de mi alma! —exclamé—. ¡Por lo visto se te ha quedado el corazón atrás
en Buenos Aires y no se ha apartado de allá ni aun para acompañar a tu pobre
marido! Y sin embargo, Paquita, sé que en persona tú estás en este momento aquí
en Montevideo a mi lado, y conversando conmigo.
—¡Cierto! —replicó Paquita—. Habla olvidado por completo que estábamos en
Montevideo. .., estaba distraída. . . quizás sea el sueño.
—Te juro, Paquita mía, que mañana mismo, antes de ponerse el sol, verás a esta
tía tuya, y estoy seguro, mi linda, que va a quedar encantada con la visita de
una parienta tan cercana y bonita como tú. ¡Qué gusto le va dar tener la
oportunidad otra vez de hablar de aquella antigua querella con su hermana, y de
ventilar sus añejos agravios! ‘Bien conozco a estas señoras ancianas, ¡son todas
iguales!
Al principio no le agradó la idea a Paquita, pero cuando le dije que estábamos
llegando al fin de nuestros recursos, y que tal vez su tía podría influir en que
yo consiguiese algún empleo, consintió como buena mujercita que era.
Al día siguiente, encontré a su parienta sin mucha dificultad, no siendo
Montevideo una ciudad muy grande. Hallamos a Doña Isidora —que así se llamaba la
tía— en una casa de mezquino aspecto en el extremo oriente de la ciudad, lo más
apartado del agua. El lugar tenía un aire de pobreza, pues la buena señora,
aunque con dinero suficiente para vivir con holgura, era muy apegada a su oro.
No obstante, nos recibió muy cariñosamente cuando nos presentamos y le contamos
nuestra triste y romántica historia; al momento nos hizo preparar una pieza, y
aun me hizo algunas vagas promesas de ayudarme. Cuando vinimos a conocer más
íntimamente a la señora, encontramos que no anduve equivocado al pronosticar su
carácter. Durante varios días no pudo hablar de otra cosa sino de su inmemorial
pelea con su hermana y su cuñado, y nosotros estuvimos obligados a escucharla
con debida atención y a simpatizar con ella, pues era el único modo de
corresponder a su ¡hospitalidad. A Paquita le tocó más de su parte de estas
pláticas, pero aun así, no pudo ponerse al tanto de cómo habla empezado aquella
antigua disensión; pues, aunque Doña Isidora había guardado su rencor todos
estos años, no pudo por mucho que se esforzó, recordar su origen.
¡ Todas las mañanas, después del almuerzo, me despedía ¡ con un beso de Paquita
y la dejaba al cuidado de su tía Isidora, saliendo yo, en seguida, a hacer una
de mis infructuosas peregrinaciones por la ciudad. Al principio, sólo hice el
papel de un extranjero ilustrado que observa con interés los edificios públicos
y colecciona objetos raros —piedrecitas curiosamente marcadas y algunos botones
milita-res de bronce, que en su tiempo, sin duda, debieron haber prestado lustre
a algún uniforme—; balas mohosas y achatadas recuerdos de aquel sitio de nueve
años, que le había granjeado a Montevideo el triste apodo de la Troya Moderna.
Una vez que hube examinado detenidamente por fuera la escena de mis futuros
triunfos —pues estaba resuelto a quedarme y hacer mi fortuna en Montevideo—
empecé seriamente a buscar trabajo. Visité, por turno, cada casa de comercio en
la ciudad y, en verdad, todo establecimiento donde creía que hubiese alguna
posibilidad de encontrar ocupación. Era preciso empezar, y no hubiera desdeñado
trabajo alguno por insignificante que fuese, tanto era lo que me repugnaba
hallarme pobre, ocioso y dependiendo de otros. Pero no encontré nada, En una
casa me dijeron que la ciudad no se había repuesto todavía de los efectos de la
última revolución, y que, por lo tanto, los negocios estaban completamente
paralizados; en otra, que la ciudad estaba en vísperas de una revolución, y que
por consiguiente, estaban muy paralizados los negocios, Y en todas partes fué la
misma historia . . . la situación política del país impedía que yo pudiese
ganarme un centavo honradamente.
Sintiéndome muy desalentado, y con la suela de los zapatos casi gastada, me
senté en un banco a la orilla del mar, o río, pues hay algunos que lo llaman una
cosa y otros otra, y el color barroso y la dulzura de sus aguas, por un lado, y
las palabras no muy claras de los geógrafos por el otro, lo dejan a uno en la
duda de si Montevideo está, en efecto, situado en las costas del Atlántico, o
sólo contiguo, y en las riberas de un río cuya desembocadura tiene unas
cincuenta leguas de ancho. Por cierto, no me devané los sesos pensando en ello;
había otras cosas en que pensar que me atañían mucho más de cerca. Tenía una
pendencia con esta nación oriental, que me importaba mucho más que el color o
sabor de las aguas del gran estuario que lava los mugrientos pies de su reina;
pues esta Troya Moderna, esta ciudad de luchas, asesinatos y muertes repentinas,
también se llama la Reina del Plata. Que mi pendencia fuese muy justa no cabía
la menor duda. Pues bien, siempre ha sido mi norma pagar a todo individuo que me
ofenda en su misma moneda. Ni se diga que éste es un principio anticristiano;
pues, cuando me han pegado en la mejilla derecha, o izquierda —en ambos casos el
dolor es el mismo—, por lo común pasa tanto tiempo antes de que esté pronto para
devolver el golpe, que todo sentimiento de enojo o de venganza se desvanece.
Pego, en tal caso, más bien en pro del bien público que para mi propia
satisfacción, y por lo tanto, tengo perfecto derecho de llamar mi motivo un
principio y no un impulso. Es, además, un principio muy valioso, e infinitamente
más efectivo que el fantástico código del duelista, el cual favorece a la
persona que inflige la injuria, dándole la oportunidad de matar o mutilar a la
persona ofendida. El puño es un arma que nos inventó la naturaleza mucho antes
de que viviera el Coronel Colt, y tiene, además, esta ventaja: que es licito
emplearla tanto en los centros más cultos y civilizados como entre mineros y
gañanes. Si alguna vez la gente inofensiva dejara de usarla, entonces los
criminales podrían hacer lo que se les antojara, y harían la vida intolerable
para todos los demás. Por suerte, los criminales siempre tienen presente el
temor a esta arma intangible, sentimiento muy saludable que los sujeta más que
la razón o los tribunales de justicia, a lo cual se debe que se permita a los
mansos heredar la tierra. Pero esta pendencia mía era con todo un pueblo, por
cierto no muy grande, puesto que el número de habitantes de la Banda Oriental
sólo asciende a un cuarto de millón. Y, sin embargo, no había al parecer, en
todo este país tan escasamente poblado, con su fertilísimo suelo y benigno
clima, lugar para mí, un joven robusto y medianamente inteligente que sólo pedía
que se le permitiese trabajar para ganarse la vida. Pero ¿cómo podía yo hacerlos
sufrir por esta injusticia? No podía tomar el alacrán que me daban cuando les
pedía un huevo y hacerlo que picase a cada individuo que formaba parte de la
nación. En verdad, me encontraba en imposibilidad de castigarlos, y, por
consiguiente, lo único que podía hacer, era hartarlos de maldiciones.
Girando alrededor, posé la mirada sobre el famoso cerro, al otro lado de la
bahía, y, de pronto, resolví subir a su cima y desde allí, mirando hacia abajo a
la Banda Oriental, la maldeciría del modo más solemne e impresionante.
La. expedición al cerro resultó bastante agradable. A pesar del excesivo calor
que hacia por aquel tiempo, florecían muchas flores silvestres en sus laderas,
transformándolo en un perfecto jardín. Cuando llegué a las ruinas de la antigua
fortaleza que corona su cima, trepé sobre una muralla y descansé una media hora
oreado por una fresca brisa que soplaba en dirección del río, gozando
extremadamente del panorama que se desplegaba ante mis ojos. No obstante, no
había perdido de vista el grave objeto de mi visita a aquel sitio dominante, y
sólo hubiera deseado que la maldición, que estaba por pronunciar, pudiese haber
sido arrojada hacia abajo en forma de alguna roca gigantesca que desprendida de
la tierra, rodara botando cuesta abajo, y, saltando por encima de la bahía,
estallase contra aquella malvada ciudad del otro lado, dejándola estupefacta y
arruinada.
—En cualquiera dirección que vuelva la vista —dijese extiende ante mis ojos una
de las más hermosas moradas que Dios haya preparado para los hombres; sonríen
vastas llanuras en una eterna primavera; antiguos montes, hermosos y rápidos
ríos, y sierras de azulinos tintes despliéganse hasta perderse de vista en el
nebuloso horizonte. Y más allá de aquellas hermosas mesetas, ¿cuántas leguas de
amena y selvosa soledad no duermen bajo la luz del sol, donde las flores jamás
han lucido su belleza ni se ha vuelto el fructífero suelo, y donde el avestruz y
el venado vagan por doquiera sin temer al cazador, mientras que sobre todo ello
se expande un azulado cielo cuya exquisita hermosura no empaña ni la más tenue
nubecilla? Y los moradores de aquel pueblo —la clave de un continente— lo poseen
todo. A ellos pertenece, puesto que el mundo, cuyo antiguo espíritu va
rápidamente decayendo, les ha permitido guardarlo. ¿Qué han hecho con esta su
herencia? ¿Qué hacen aun hoy día con ella? Están sentados, cabizbajos en sus
casas, o de pie con los brazos cruzados en el umbral de la puerta, y con
expresión en el rostro de expectativa e inquietud. Pues viene un cambio; están
en vísperas de una tormenta. No será un cambio atmosférico; ningún simún
arrasará sus campos, ni erupción volcánica obscurecerá su cristalino cielo.
Jamás han conocido, ni conocerán, los terremotos que han sacudido hasta sus
cimientos las poblaciones andinas. El cambio y la tormenta que se esperan son
políticos. El complot está maduro, los puñales aguzados y alquilado el
continente de asesinos; el trono de cráneos humanos, que irónicamente llaman la
silla presidencial, está por ser asaltado. Hace tiempo, quizás semanas o aun
meses, que rompió la última ola crestada de sangrienta espuma arrasando y
desolando al país; es ahora, por lo tanto, de que todos los hombres se preparen
para el golpe de la ola sucesiva. Consideramos muy justo desarraigar espinos y
cardos, desaguar pantanos infestados de malaria, extirpar por completo los
ratones y las víboras; pero supongo que se consideraría inmoral aniquilar a esta
gente por estar sus viciosas naturalezas disfrazadas en forma humana; a este
pueblo, que respecto a crímenes ha descollado sobre todos los demás, tanto
antiguos cuanto modernos, hasta que debido a él, ha llegado el nombre de todo un
continente a ser objeto de censura y de desprecio en el mundo entero, y a causar
hastío a la humanidad!
Juro yo mismo volverme conspirador si me quedo mucho tiempo en esta tierra.
¡Quién tuviera aquí un millar de mocetones de Devon y de Somerset, inspirados
cada uno por sentimientos como los míos! ¡Qué hazaña tan gloriosa no se haría en
pro de la humanidad! ¡Qué estrepitosos vivas no lanzaríamos al aire por la
gloria de la antigua Inglaterra que va rápidamente desapareciendo! Correrían
chorros de sangre por aquellas calles como jamás han corrido, o por mejor decir,
salvo una sola vez, y eso fué cuando fueron barridas por bayonetas británicas. Y
debido a aquel riego de sangre, habría tranquilidad, y la hierba sería más verde
y las flores de más vivos colores.
¿No es, pues, amargo como el ajenjo y la hiel pensar que sobre aquellas torres
flameó, hace apenas medio siglo, la santa cruz de San Jorge? ¡Porque jamás se ha
emprendido una cruzada más santa, ni un plan de conquista más noble que el que
tenía por objeto el arrancar esta tierra de manos indignas y hacerla para
siempre parte del poderoso Reino Británico! ¿Qué no habría sido hoy día esta
tierra asoleada y sin invierno, y esta ciudad que domina la entrada al más
grandioso río del mundo? ¡Y pensar que fue conquistada para Inglaterra, no a
traición, o comprada con oro, sino al antiguo modo sajón, con rudos golpes y
pasando por sobre los montones de sus muertos defensores!; y después de haber
sido así ganada, pensar que fue perdida ¿se creerá?— no peleando, ¡sino
abandonándola sin dar un solo golpe en su defensa por miserables cobardes,
indignos de llevar el nombre de británicos! Aquí, sentado en este cerro, sola mi
alma, me arde como fuego la cara cuando pienso en aquella oportunidad para
siempre perdida. "Les ofrecemos sus leyes, su religión y la propiedad bajo la
protección del gobierno británico", proclamaron altivamente los invasores —los
generales Beresford, Achmutty, Whitelocke y sus compañeros—; y luego, después de
sufrir un solo revés, ellos (o uno de ellos) se desanimaron y canjearon el país
al que habían empapado en sangre y conquistado, por dos mil soldados británicos,
prisioneros en Buenos Aires; entonces, embarcándose otra vez, se hicieron a la
vela y ¡se alejaron del Plata para siempre! Esta operación que debió hacer
castañetear de indignación las osamentas, en sus sepulturas, de nuestros
antepasados —los antiguos piratas escandinavos—, fue olvidada más tarde cuando
tomamos las ricas islas Malvinas. ¡Qué conquista tan espléndida y qué gloriosa
compensación por nuestra pérdida! Cuando aquella ciudad reina estaba en nuestras
manos, como también la regeneración y, posiblemente, la posesión permanente de
este verde mundo, nos falló el corazón y el premio cayó de nuestras temblorosas
manos. Dejamos al asoleado continente para capturar la solitaria guarida de
focas y pingüinos; y ahora, que todos los que en esta parte del mundo aspiren a
vivir bajo la "protección británica", de la cual Achmutty, a las puertas de
aquella ciudad, hizo tanto alarde, se transporten a aquellas solitarias islas
antárticas, a escuchar el trueno de las olas que rompen sobre sus grisáceas
playas, y a tiritar de frío al viento que sopla del helado antártico.
Después de pronunciar este conminatorio discurso, me sentí aliviado y volví de
buen humor a la casa, a una cena que consistía aquella noche en cogote de
carnero con zapallo, batatas y choclo tierno, manjar nada despreciable para un
hombre con hambre.
II
Pasaron varios días, y mi segundo par de zapatos había sido ya dos veces
remendado antes de que empezaran a tomar forma los proyectos de Doña Isidora
para mejorar mi situación. Comenzaba a encontrarnos, tal vez, un pesado gravamen
sobre su mezquino establecimiento; en todo caso, oyéndome decir que yo
preferiría la vida de campo a la de ciudad, me dio una carta con unas cuatro
líneas de recomendación para el mayordomo de una lejana estancia, diciéndole
que le haría un gran servicio si pudiese darle a su sobrino —pues así me
llamaba— algún trabajo. Probablemente la señora sabía perfectamente que esta
carta no tendría resultado alguno, y sólo lo hizo con el objeto de alejarme al
interior del país, para así tener, durante un cierto tiempo, a Paquita sola con
ella, pues le había tomado un gran cariño a su hermosa sobrina. La dicha
estancia se hallaba en los confines del departamento de Paysandú, y a no menos
de unas setenta leguas del camino de Montevideo. El viaje era largo y me
aconsejaron que no lo emprendiera sin una tropilla; pero cuando un gaucho dice
que no se puede hacer un viaje de setenta leguas sin una tropilla, sólo quiere
decir que no puede hacerse en dos días, pues le cuesta creer que pueda uno
contentarse con andar menos de unas treinta leguas diarias. Yo hice el viaje en
un solo caballo, así que tardé varios días. Antes de llegar al lugar de mi
destinación, que se llamaba la estancia de la Virgen de los Desamparados, tuve
algunas aventuras que bien merecen la pena relatarse, y empecé a sentirme tan en
casa con los orientales, como hacia ya mucho tiempo me sentía con los
argentinos.
Por fortuna, después que dejé la ciudad, continuó soplando todo el día un viento
del Oeste acompañado de muchas tenues nubecillas que moderaron la fuerza del
sol, así que pude recorrer un buen número de leguas antes de que me alcanzara la
noche. Tomé el camino que parte al norte por el departamento de Canelones, y
estaba ya bien internado en el departamento de Florida, cuando llegué al
solitario rancho de adobe de un viejo pastor que vivía muy rústicamente con su
mujer y sus niños; y allí pasé la noche. Al aproximarme al rancho, salieron a
atacarme algunos enormes perros: uno se asió de la cola de mi caballo, tirando
al pobre mancarrón para un lado y otro, y haciéndolo bambolear tanto que apenas
pudo mantenerse de pie; otro se agarró de las riendas, y aun otro, clavó sus
colmillos en el talón de una de mis botas. Después de observarme unos cuantos
segundos, el pastor, a cuyo cinto colgaba un enorme facón de una vara de largo,
se adelantó para salvarme. Les gritó a los perros y hallando que no le
obedecían, se arrojó sobre ellos, y con algunos buenos golpes bien dados con el
pesado cabo de su rebenque, los ahuyentó aullando de rabia y dolor. Me recibió
con gran cortesía, y luego que hube desensillado y soltado a pacer mi caballo,
nos sentamos juntos, y gozamos de la brisa de la tarde y sorbimos el refrescante
cimarrón que su mujer nos había cebado. Mientras conversábamos, noté
innumerables linternas que revoloteaban a nuestro alrededor. Nunca había visto
tantas a la vez, y presentaban un hermosísimo espectáculo. Luego, uno de los
niños, un chiquillo de unos siete u ocho años, y muy habilidoso, vino corriendo
hacia nosotros con uno de los lucientes insectos en la mano, y dijo:—¡Mire,
tatita! ¡He piyao una linterna! ¡Vea cómo brilla!
—¡Que los santos te perdonen, niño! —dijo el padre—. Andá hijito y güelve a
ponerla en el pastito, que si la lastimás, las ánimas se enojarían contigo, pues
les tienen un gran cariño a las linternas que siempre las acompañan cuando salen
de noche.
"Qué superstición tan bonita —pensé—, y qué corazón compasivo y bondadoso debe
de ser el de este viejo pastor oriental, cuando muestra tanta ternura para con
una de las pequeñas criaturas de Dios." Me felicité por mi buena fortuna de
haber caído en manos de una persona como ésta en un lugar tan solitario.
Los perros, después de haberme tratado tan descortésmente y del fuerte castigo
que en consecuencia recibieron, habían vuelto, y estaban, ahora, todos echados
en el suelo a nuestro rededor. Aquí observé, no por vez primera, que los perros
que viven en estos lugares apartados, no son ni con mucho tan aficionados a que
les hagan cariño y atenciones como los de los distritos más poblados y
civilizados. Al tratar de acariciar a uno de estos ariscos brutos en la cabeza,
gruñó salvajemente y enseñó los dientes. Sin embargo, este animal, aunque de
genio tan feroz y que no exige cariño de su dueño, es exactamente tan fiel al
hombre como su primo hermano de mejores modales que vive en sitios poblados. Le
hablé sobre este punto a mi apacible pastor.
—Es la pura verdá lo que usté dice —replicó—. Ricuerdo una vez, durante el sitio
de Montevideo, cuando yo estaba con un pelotón de milicos que habían mandao pa
oservar los movimientos del general Rivera, que alcanzamos un día a un hombre
montao en un caballo muy cansao. Nuestro oficial, sospechando que juese espía,
ordinó que lo matáramos, y después de degollarlo, dejamos el cuerpo en el suelo
a unas tres cuadras de un pequeño arroyo. Tenía un perro ,y cuando nos juimos,
lo llamamos pa que nos siguiera, pero no quiso ni moverse del lao de su dueño. A
los tres días volvimos al mesmo lugar y encontramos el cuerpo ande mismo lo
habíamos dejao. Ni los zorros ni las aves lo habían tocao porque tuavía estaba
ay el perro pa defenderlo. Había muchos caranchos cerca aguardando una
oportunidá pa comenzar su comilona. Nos apiamos al lao del arroyo pa descansar,
y nos quedamos una media hora oservando al perro. Parecía estar medio muerto de
sé, y vino en dirección del arroyo pa beber; pero antes que hubiese yegao a la
mitá del camino, los caranchos de a dos y tres comenzaron a avanzar, cuando
patrás voló el perro ladrando y los espantó. Después de descansar al lao del
dijunto un rato, vino por segunda vez en dirección al arroyo, hasta que viendo
avanzar los hambrientos güitres otra vez, volvió tras ellos, ladrando
juriosamente y echando espuma por la boca. Esto lo vimos varias veces, y, por
último, cuando nos juimos de ay, tratamos de nuevo hacer que el perro nos
siguiese, pero jué al ñudo. Dos días después tuvimos otra vez la ocasión de
pasar por el mesmo lugar, y ay vimos al perro muerto al lao del cuerpo de su
patrón.
—¡Por Dios! —exclamé—, qué horribles debieron de haber sido sus sufrimientos y
los de sus compañeros al ver eso!
—¡Qué ocurrencia la suya, señor! —contestó el viejo—. Vaya, señor, juí yo mesmo
el que le enterré el facón en el garguero. Pues, si uno no se acostumbra a
derramar sangre en este mundo, la vida sería un suplicio.
"Qué viejo asesino más desalmado", pensé. Entonces le pregunté si alguna vez en
su vida no había sentido remordimiento de haber derramado sangre.
—¡Sí! —contestó—, cuando muy joven y no había tuavía untao mi facóñ en sangre
humana; eso jué cuando comenzó el sitio. Me mandaron con unos seis soldados en
busca de un espía muy habilidoso que había pasao nuestras Líneas con cartas de
los sitiaos. Llegamos a una casa, ande, según le habían avisao a nuestro
oficial, el hombre había estao escondido. El dueño de la casa era un joven de
unos veintidós años, Por nada quiso confesar. Hallándolo tan porfíao, le dió
rabia a nuestro oficial, y le dijo que saliera para juera; entonces nos ordinó
que lo lanciáramos. Nos alejamos una media cuadra al galope, dimos güelta y
volvimos. Él se quedó ay sin decir una palabra, con los brazos cruzaos sobre el
pecho y con una sonrisa en la boca. Sin una grito, sin siquiera chistar y
siempre con aquella mesma sonrisa, cayó traspasao por nuestras lanzas. Durante
varios dias su cara no se apartó de mí. No podía ni comer... la comida me
atoraba. Cuando levantamos un jarro de agua a la boca pa beber, podí ver
claramente, señor, sus ojos que me oservaban dende el agua. Cuando me acostaba a
dormir ay estaba su cara otra vez, siempre con aquella sonrisa en los labios
como burlándose de mí. Yo no podía entenderlo. Me dijeron que era el
rimordimiento y que luego me dejaría, pues que no había mal que el tiempo no
curara Y ansi no más jué, pues, señor, y cuando me dejó aquel rimordimiento pude
hacer cualquier cosa.
Fue tanto el asco que me dio el cuento del viejo, que apenas tuve gana de cenar,
y pasé muy mala noche, pensando, despierto o durmiendo, en aquel joven en este
último rincón del mundo, que cruzó los brazos y sonrió a sus asesinos mientras
le asesinaban. Al día siguiente, muy de mañana, me despedí del viejo,
agradeciéndole su hospitalidad y esperando con toda mi alma que nunca jamás
volvería a ver su detestable cara otra vez.
Adelanté poco ese día, pues hacía mucho calor y mi pobre mancarrón estaba más
flojo que nunca. Después de caminar unas cinco leguas, descansé un par de horas
y, en seguida, continué mi camino al trotecito hasta eso de 14 mitad de la
tarde, cuando me apeé en una pulpería del camino donde encontré a varios gauchos
bebiendo caña y con versando. De pie, delante de ellos, hallábase un viejo muy
vivaracho —digo viejo, porque tenía el cutis seco y muy obscuro, aunque el pelo
y los bigotes eran de negro azabache—, que se detuvo en medio de una plática que
al parecer pronunciaba, para saludarme; entonces, después de lanzarme una
penetrante mirada con sus ojos de lince, continuó lo que estaba diciendo.
Pidiendo un ron con agua, conforme a la costumbre del país, me senté en un
banco, y, encendiendo un cigarrillo, me puse a escuchar. El viejo vestía a la
gaucha; llevaba un traje bastante usado, camisa de algodón, chaqueta corta,
calzoncillos y chiripá. Un pañuelo de algodón atado descuidadamente alrededor de
la cabeza hacia las veces de sombrero; el pie izquierdo estaba desnudo y el
derecho forrado en una bota de potro, y ajustada a ella, llevaba una enorme
espuela de fierro, las puntas de cuya rodaja medirían no menos de unos cinco
centímetros de diámetro. Una espuela de esas bastaría, pensé, para sacarle a un
caballo toda la carrera de que fuera capaz. Al entrar en la pulpería, el viejo
se dilataba sobre el muy trillado tema de la fatalidad en contraposición al
libre albedrío; pero sus argumentos no eran aquellos argumentos áridos y
filosóficos de costumbre, sino que tomaban la forma, principalmente, de
recuerdos personales, y singulares episodios en la vida de la gente que él había
conocido; y tan a lo vivo y circunstanciadas eran sus descripciones
—centelleando de pasión, sátira, humor y ternura—, y tan dramática su acción
mientras se seguía un cuento tras otro, que yo quedé realmente - asombrado, y
juzgué a este orador de pulpería un verdadero genio.
Terminado su argumento, fijó en mí su escudriñadora mirada y dijo:
—Veo, amigo, que usté viene de Montevideo; ¿podría preguntarle qué noticias nos
trae de por allá?
—¿Qué noticias quiere que le traiga? —repliqué; entonces, ocurriéndoseme que no
venia al caso limitarme a las frases de costumbre al contestar a este curioso
pajarraco oriental de desarrapado plumaje cuyas notas selváticas tenían tanta
gracia, proseguí—. ¡Es la misma historia de siempre! Dicen que uno de estos días
tendremos una revolución.
Alguna gente ya se ha retirado a sus casas, después de haber escrito con tiza en
grandes letras sobre la puerta de la calle:
"Sírvase entrar en esta casa y degúelle al dueño para que descanse en paz y no
tema lo que pueda suceder después". Otros se han encaramado al techo de sus
casas, y se ocupan en observar la luna con anteojos de larga vista, creyendo que
los conspiradores han de estar escondidos en ese astro -y que sólo esperan que
pase alguna nube que lo obscurezca, para bajar a la ciudad sin que nadie los
vea.
—¡Oiganle! —gritó entusiasmadísimo el viejo, golpeando su aplauso con su vaso
vacío sobre el mostrador.
—¿Qué toma usted, amigo? —le pregunté, considerando que su viva apreciación de
mi estrambótico discurso merecía un trago, y deseando sondearle un poco más.
—¡Caña, aparcero, muchas gracias! Dicen que un trago de caña abriga en invierno
y refresca en verano, ¿qué más se quiere?
—Dígame —le dije, cuando el pulpero le había llenado de nuevo la copa—, ¿qué
debo decirles cuando vuelva a Montevideo y me pregunten qué noticias traigo del
interior?
Centellearon los ojos del viejo, mientras que los otros hombres dejaron de
hablar, mirándome como si anticipasen una buena respuesta a mi pregunta.
—Dígales —contestó— que encontró a un viejo —un domador de caballos, que se
llamaba Lucero— y que este viejo le contó este cuento a usté pa que se los
repitiese a ellos: Éste era un árbol muy grande que se llamaba Montevideo, y en
sus ranías vivía una colonia de monos. Un güen día, bajó del árbol uno de los
monos, y corrió muy alborotao a través de la pampa, ya gateando como un hombre
en cuatro patas, ya andando en dos como un perro, mientras que la cola, sin
tener de ande agarrarse, se retorcía como una culebra cuando uno le pone el pie
en la cabeza. Por último, llegó a un lugar ande pasteaban unos cuantos güeyes,
caballos, avestruces, venaos, cabros y chanchos. "Amigos,—dijo el mono, haciendo
gestos y mostrando los dientes como una calavera y con los ojos muy abiertos y
redondos como patacones—, les traigo una gran noticia. Vengo a avísarles que muy
pronto vamos a tener una revolución." "¿Ande?", preguntó un güey. "En el árbol,
por de contao, ¿en qué otra parte había de ser?", contestó el mono. "Eso no nos
importa a nosotros", dijo el güey. "¡Cómo no les ha de importar —gritó el mono—
cuando muy pronto cundirá la revolución y los degollarán a tuitos ustedes!"
Entonces retrucó el güey: "¡Mírá mono!: volvete a tu casa y no nos molestés más
con tus noticias; no vaya a ser que nos enojemos y te sitiemos en tu árbol como
lo hemos tenido que hacer tantas veces dende la creación del mundo; y entonces,
si vos y los otros monos bajan del árbol, los lanzaremos al aire con nuestras
aspas .
Sonó muy bien esta fábula; tan admirable era el modo en que aquel viejo
representaba, con voz y ademanes, el alboroto y la garrulidad del mono y la
gravedad y el aplomo del buey.
—¡Señor! —continuó el viejo, cuando acabaron de reírse—, no quiero que ninguno
de mis amigos o vecinos aquí presentes vaya a creer que yo he dicho algo
ofensivo. Si yo hubiese visto que usté era montevideano, no habría dicho ni una
palabra de monos. Pero, señor, aunque usté habla como nosotros, hay, sin
embargo, en la sal y pimienta de su plática, un cierto sabor extranjero.
—Tiene razón —dije—, soy extranjero.
—Extranjero será en algunas cosas, amigo, pues usté debió haber nacido, sin
duda, bajo otro cielo; pero en aquella cualidá tan importante, que nosotros los
orientales creemos que Dios nos ha dao sólo a nosotros, y no a la gente de otras
tierras, o sea, el poder congeniar con aquellos con que uno se incuentra,
vistanse de seda o con pellones, en eso usté es como nosotros, un puro oriental.
No pudo menos de hacerme sonreír la agudeza de su halago; posiblemente fué sólo
para pagarme la caña con la cual le había convidado, pero no por eso dejó de
agradarme, y, a sus otras dotes mentales, estaba ahora inclinado a atribuirle
una perspicacia maravillosa en leer el carácter.
Después de un rato me convidó a que pasara la noche bajo su techo. —Su caballo
—dijo con mucha razon— está demasiao gordo y flojo, y a memos que usté esté
emparentao con la familia de las lechuzas, no podrá seguir mucho más adelante
esta noche. Mi rancho es muy pobre, pero la carne de carnero será jugosa, el
juego calentará, y el agua que tenemos es tan fresca como en cualquier otra
parte.
Acepté de muy buena gama su invitación, deseando ver cuanto me fuera posible de
este tipo tan original, y antes de irnos compré una botella de caña, lo que hizo
lucir sus ojos de tal modo que consideré que el nombre de Lucero le cuadraba
admirablemente. Su rancho estaba a poco más de media legua de distancia de la
pulpería y muestro galope hacia allá fue tal vez el más curioso que jamás he
tenido. Lucero era domador de caballos y montaba un bagual sumamente chúcaro.
Durante todo el camino se entabló una reñida lucha entre el jinete y el animal,
tratando cada cual de vencer al otro; el bagual se empinaba, corcoveaba, se
encabritaba y empleaba toda maña imaginable para desprenderse del peso que
llevaba encima; mientras que Lucero le rebenqueaba y espoleaba con extremada
energía, y prorrumpía en torrentes de singulares interjecciones. Ora el bagual
se estrellaba violentamente contra mi viejo y sobrio mancarrón, ora estábamos a
cincuenta metros uno de otro; pero no por eso dejó Lucero de hablar por un solo
momento, pues al salir de la pulpería había comenzado a contarme un cuento muy
interesante, cuya narración no interrumpió a pesar de todo, recogiendo, después
de cada sarta de maldiciones que le echaba al bagual, el hilo de ella, y
levantando la voz hasta casi gritar cuando quedábamos muy separados. El aguante
del viejo era verdaderamente maravilloso, y en llegando al rancho, saltó
ligeramente al suelo y pareció tan fresco y tan sereno como si tal cosa.
En la cocina estaban reunidas varias personas tomando mate: los hijos y nietos
de Lucero, y su mujer, una anciana de canosa cabellera ‘y ojos turbios. Lucero
también tenía muchos años, pero, como Ulises, poseía todavía, en su alma, el
fuego inextinguible y la energía de la juventud, mientras que los años habían
cargado de dolencias, como así de arrugas y camas, a su compañera.
Me presentó a su mujer de un modo que me hizo sonrojar. Colocándose delante de
ella, le dijo que me había encontrado en la pulpería y me había hecho la
pregunta que un viejo y simple campesino siempre debe hacer a todo viajero que
venga de Montevideo . . . ¿Qué noticias traía? Entonces, en un tono seco y
satírico, que por muchos años que practicara jamás podría imitar, empezó a
repetir mi fantástica respuesta, aliñándola, a su modo, con mucho de original.
-¡Señora! —dije, cuando él hubo concluido de hablar—, no crea por un momento
todo lo que le ha dicho su marido de mi. Yo sólo le di la lana cruda, y con
ella, él ha elaborado una linda tela para su deleite.
—¿Oís? ¿Qué te dije, Juana, de lo que te esperaba? -exclamó el viejo, haciéndome
sonrojar más todavía.
Nos sentamos a tomar mate y a charlar tranquilamente. Sentado sobre la armazón
de una cabeza de caballo —trasto muy común en todo rancho oriental— estaba un
muchacho de unos doce años, uno de los nietos de Lucero, de cara muy hermosa.
Temía los pies desnudos y estaba muy pobremente vestido, pero sus suaves ojos
obscuros y su rostro aceitunado temían aquella expresión dulce y medio triste
que con frecuencia se ve en los niños de origen español y que siempre tiene un
encanto singular.
—¿Ande está tu vigüela, Cipriano? —le preguntó su abuelo, dirigiéndose a él, y
en oyendo lo cual, se levantó el muchacho y trajo la guitarra que, cortésmente,
primero me ofreció a mí.
No aceptándola, se sentó Cipriano otra vez sobre su cabeza de caballo y empezó a
tocar y a cantar. Tenía una voz melodiosa de muchacho y una de sus tonadas me
gustó tanto que le hice repetir la letra mientras la anotaba en mi libro de
apuntes, lo que agradó mucho a Lucero, que parecía estar muy orgulloso de la
gracia del muchacho.
Aquí están las palabras traducidas literalmente y, por consiguiente, sin
rima; siento no poder darles a mis lectores músicos el triste y bonito aire con
que se cantaba:
Quiero irme donde alto entre los cerros,
Brotan los arroyos que alegran todo el sur.
Corren al grande y verde océano,
Por el herboso y vasto llano,
Donde su sed apaga el gamo.
En sus riscos cubiertos de azulinas flores del aire,
Vaga sin dueño el ganado cimarrón.
El señor de la vacada que rumbea
Por esa alta y escarpada cima
No parece más grande que mi mano.
Conozco mucho a aquellos cerros de Dios
y ellos también me conocen a mí.
Cuando allá voy están siempre serenos,
Pero al ir un extraño, las negras nubes
Rodean su cima y comienza la tempestad.
No me digan que es triste vivir solo:
Mi corazón encerrado aquí en el pueblo
Desea ante todo la libertad de la pampa.
Aquí las calles corren sangre, y el temor
Empalidece los tristes rostros de las mujeres.
¡Oh, fiel pingo mío!, ¡llévenme tus cascos,
Rápidos y firmes, lejos de aquí!
No me gusta el camposanto; dormiré sobre la pampa,
Ondeando a mi redor el alto y verde pasto,
Y sobre mis cenizas pasteará el ganado cimarrón.
III
Dejando muy temprano, a la mañana siguiente, el rancho del elocuente domador de
caballos, continué mi jornada, y caminando al trotecito todo el día y dejando
atrás el departamento de Florida, me interné, en el de Durazno. Aquí interrumpí
el viaje en una estancia donde tuve una espléndida oportunidad de estudiar los
modales y las costumbres caseras de los orientales, y donde también tuve algunas
variadas experiencias que extendieron en sumo grado mis conocimientos de la
insectología. Esta casa, a la que llegué una hora antes de ponerse el sol, y
donde pedí permiso para desensillar, era un edificio largo Y bajo, con techo de
totora, cuyas bajas murallas, extremadamente gruesas, estaban construidas de
piedras de diversas formas y tamaños, traídas de las sierras circunvecinas;
presentaban, exteriormente, el áspero aspecto de una pirca. ¡Cómo era que no se
hubiesen derrumbado, amontonadas allí, sin orden ni argamasa que las uniera, era
un misterio para mí; y era aún más difícil imaginar por qué no se había estucado
su tosco interior, con sus innumerables grietas y esquinas llenas de polvo.
Fui recibido amablemente por una numerosísima familia, compuesta del dueño de
casa, su suegra —una andana de blancas canas—, su mujer, tres hijos y cinco
hijas, todos crecidos. Había, también, varios chiquillos que pertenecían, creo,
a las hijas, bien que eran todas solteras. Me asombró sobremanera oir el nombre
de una de las niñitas Nombres como Trinidad, Corazón de Jesús, Natividad, Juan
de Dios, Concepción, Ascensión y Encarnación son bastante comunes; pero apenas
me habían preparado para encontrarme con una prójima con el nombre de... pues
vaya... ¡Circunscisión! Además de la familia, había perros, gatos, pavos, patos,
gansos e innumerables aves. No contentos con todos estos animales, tenían
también una chillona y antipática cotorra a la que la vieja siempre hablaba,
explicándoles continuamente a los demás, en pequeños apartes, lo que decía el
loro o quería decir, o tal vez lo que ella se imaginaba que quería decir.
También había varios charabones domésticos, que siempre rondaban por la gran
cocina —pieza donde se reunía la familia— a la mira de algún dedal, una cuchara
u otro pequeño bocado metálico que pudiesen engullir sin ser observados. Una
mulita mansa pasó la noche entera entrando y saliendo de la habitación, y posada
en el umbral de la puerta, estorbando el paso a todo el mundo, había una gaviota
renga que chillaba constantemente para que le diesen algo de comer —la mendiga
más pedigueña que jamás he visto en mi vida.
La familia era muy jovial y bastante industriosa para ser de un país tan
indolente como la Banda Oriental. La tierra era de ellos; los hombres cuidaban
del ganado del cual parecían tener un número considerable, mientras que las
mujeres, levantándose antes del amanecer, ordeñaban las vacas y hacían quesos.
Durante la noche llegaron de visita dos o tres muchachones —vecinos, me imagino,
que le hacían la corte a las niñas de la casa—, y después de una abundante cena,
tuvimos canto y baile al son de la guitarra, que cada uno de la familia, excepto
los nenes, tocaba un poquito.
Como a las once me fuí a acostar, y tendiéndome en el suelo, sobre mi tosco
lecho de ponchos en una pieza contigua a la cocina, bendije a esa llana y
hospitalaria gente.
- ¡Caramba! —pensé— ¡qué campo tan glorioso le espera aquí á algún nuevo
Toócrito! ¡Qué indeciblemente trillada y artificial parece toda la poesía
idílica a la fecha escrita, cuando uno se sienta a cenar y toma parte en el
airoso cielo o pericón en una de estas lejanas estancias medio incultas
sudamericanas! Juro yo mismo volverme poeta y regresaré algún día a la hastiada
Europa y la sorprenderé con algo tan.., tan... ¿qué diablo fue eso?" Mi
soliloquio a medio dormir terminó de improviso y de un modo poco concluyente,
pues había un sonido aterrador, ¡el inequívoco zumbido de un insecto! ¡Era la
detestable vinchuca! He ahí un enemigo contra el cual el valor británico y los
revólveres no sirven de nada, y en cuya presencia se empieza a tener sensaciones
que no es de suponer encuentren asilo en el corazón de un hombre valiente. Los
naturalistas nos dicen que es el connorhinus infestants; pero como ese informe
deja algo que desear, describiré el bicho brevemente. Es indígena de Chile, la
Argentina y los países orientales, y es conocido entre los habitantes de ese
vasto territorio por el nombre de vinchuca; pues, como a ciertos volcanes,
mortíferas víboras, cataratas y otros sublimes objetos naturales, se le ha
permitido conservar el antiguo nombre que le dieron los primitivos moradores. Es
de color tostado oscuro, del ancho de la uña del pulgar de un hombre, y plano
como la hoja de un cuchillo ¡cuando está en ayunas! Se esconde de día, como las
chinches, en las rendijas y grietas de las paredes; pero apenas se apagan las
velas, sale en busca de alguien a quien pueda devorar; pues,, como la
pestilencia, anda en la oscuridad". Puede volar, y en una pieza oscura sabe
dónde uno está y también sabe encontrarle. Después de escoger una tierna y
sabrosa parte del cuerpo, penetra el cutis con su pico y chupa vigorosamente
durante dos o tres minutos, y por raro que parezca, no se siente la operación
aun estando uno enteramente despierto. Al terminar, es tanta la sangre que ha
chupado, que el bicho, antes tan enjuto, llega a adquirir la forma, el tamaño y
aspecto general de una grosella madura. Apenas se va, empieza la parte picada a
hincharse y a arder como cuando a uno le pican las ortigas. Que la comezón venga
después y no durante la picadura, es algo muy ventajoso para la vinchuca, y dudo
mucho que en este aspecto haya otro parásito chupador tan favorecido por la
naturaleza.
¡Imagínese, pues, el lector mis sensaciones, cuando oí el zumbido no de un par,
sino de dos o tres pares de alas! Traté de olvidar el sonido y de quedarme
dormido. Traté de olvidar esas toscas paredes llenas de rendijas —tenían, cien
años, según me había contado el dueño de casa—. "¡Qué vieja casa tan
interesante!", pensé; y entonces muy repentinamente una ardorosa comezón en el
dedo gordo de un pie. "¡Eso lo que pasa! —dije para mí—, con cenas a medianoche,
el pericón, la sangre acalorada y todo lo de-más. Casi puedo imaginarme que, en
efecto, algo me ha picado, cuando claro que no ha pasado tal cosa". Entonces,
mientras frotaba y rascaba furiosamente el dedo, sintiendo una propensión de
mapache a roerlo, mi brazo izquierdo fue atravesado por agujas candentes.
Inmediatamente dirigí mis atenciones a aquella parte del cuerpo; pero luego mis
atareadas manos fueron llamadas a otro punto, como un par de doctores que,
agobiados de tanto trabajo, atienden a los enfermos en algún pueblo atacado por
una epidemia; y así pasé toda la noche, sólo quedándome dormido a ratos, y eso,
a duras penas, mientras seguía la lucha.
Me levanté temprano, y dirigiéndome a un ancho arroyo, como a cinco cuadras de
la casa, me zambullí en el agua, lo que me refrescó grandemente y me dió fuerzas
para ir a buscar mi caballo. ¡Pobre mancarrón! Había tenido el propósito de
darle un buen día de descanso, tan cariñosa y hospitalaria había sido esta buena
gente conmigo; pero ahora, temblaba con sólo pensar en pasar otra noche en aquel
purgatorio. Encontré a mi caballo tan cojo que apenas podía caminar, así que me
volví a la casa a pie, muy desalentado. El estanciero me consoló asegurándome
que dormiría la siesta tanto mejor por haber sido molestado por aquellas
"cositas que andan por ay", pues en tal templado lenguaje describía mi martirio.
Después del almuerzo, seguí su consejo; arreglé un poncho a la sombra de un
árbol, y tendiéndome sobre él luego, me quedé profundamente dormido, y no
desperté hasta la caída de la tarde.
Esa noche hubo de nuevo visitas, y se repitieron el canto, el baile y los otros
entretenimientos pastoriles, hasta casi medianoche; entonces, pensando burlar a
mis compañeros de cama de la noche anterior, hice mi sencilla cama en la cocina.
Pero ahí también me hallaron las asquerosas vinchucas, y hubo, además,
montoneras de pulgas que guerrearon toda la santa noche, agotando así mis
fuerzas y distrayendo mi atención, mientras el más formidable adversario se
formaba en línea. Tan grandes fueron mis padecimientos, que antes que apuntara
el día recogí mi poncho y me fui lejos de la casa para tenderme a cielo raso en
el campo; pero tenía el cuerpo tan dolorido, que no fue mucho lo que descansé.
Cuando amaneció, hallé que mi caballo no se había repuesto todavía de su cojera.
—No tenga tanto apuro por irse —dijo el dueño de casa cuando le hablé de mi
caballo—; veo que aquellos animalitos han estao peleando con usté otra vez y que
lo han vencido. No les haga ningún caso; con el tiempo se acostumbrará.
Cómo era que ellos pudiesen soportarlos, o aún vivir, era un misterio, para mi;
pero quizás las vinchucas respetaban a los orientales y sólo se banqueteaban
cuando —como el gigante en aquel cuento de niños— olían "la sangre de un
inglés".
Aquella tarde volví a gozar de una larga siesta, y cuando anocheció resolví
ponerme fuera del alcance de las vinchucas, así que después de la cena me fui a
dormir al raso en el campo. Pero como a eso de medianoche se levantó una ráfaga
de viento y lluvia que me obligó a buscar el abrigo de la casa, y a la mañana
siguiente me levanté en una condición tan deplorable, que deliberadamente enlacé
y ensillé mi caballo, aunque el pobre mancarrón apenas podía poner un pie en
tierra. Mis amigos se rieron alegremente cuando me vieron tan resuelto en estos
preparativos de viaje. Después de tomar un mate cimarrón y de agradecerles su
hospitalidad, me levanté para despedirme.
—¡Pero, amigo, no es posible que usté tenga la intención de irse en ese animal
—dijo el estanciero—. No es capaz de llevarlo.
—No tengo otro —repuse—, y estoy muy deseoso de llegar al fin de mi viaje.
—Si yo hubiese sabido eso antes, ya le habría ofrecido otro caballo —dijo, y
entonces le pidió a uno de sus hijos que arreara los caballos de la estancia al
corral.
Escogiendo de la tropilla uno de buena estampa, me lo presentó, y como no
tuviera el dinero suficiente para comprar un nuevo caballo cada vez que lo
necesitase, acepté muy gustosamente su regalo. Luego mudé la silla a mi nueva
adquisición, y agradeciendo una vez más a aquella buena gente, y diciéndole
"adiós", continué mi camino.
Al darle la mano a la menor de las niñas, y, a mi juicio, también la más bonita
de las cinco hijas de la casa, en vez de sonreirme amablemente y desearme un
buen viaje como lo habían hecho las demás, se quedó callada y me lanzó una
mirada como quien dijera: "Váyase, señor; usted me ha tratado mal y me insulta
al ofrecerme la mano; si la tomo, sólo lo hago por salvar las apariencias y no
porque esté dispuesta a perdonarlo".
Al mismo tiempo de dirigirme aquella tan significativa mirada, una expresión de
entendimiento se dibujó en los rostros de la demás gente que había en la
habitación. Todo esto me reveló que había perdido la oportunidad de gozar de un
encantador e idílico amorío en circunstancias novelescas. El amor brota como las
flores, y es natural que cuando se reúnen hombres y seductoras mujeres, surja el
amor; pero era difícil concebir cómo podría haber empezado un amorío siguiéndolo
hasta su punto culminante, en un lugar tan público como la cocina y con tantos
ojos encima; perros, nenitos, y gatos que se atropellaban a mis pies;
avestruces, que observaban ávidamente con tamaños ojos mis botones; y esa
insoportable cotorra que gritaba a cada rato saca la patita, lorita" en su
estridente algarabía de loro. Miradas amorosas, palabras dulces susurradas al
oído, roces de manos y otras mil pequeñas amabilidades que dan a conocer las
inclinaciones del corazón apenas habrían sido factibles en un lugar como ese y
en semejantes condiciones, y habría sido indispensable nuevos símbolos y señales
para expresar tales sentimientos. Y sin duda que estos orientales, viviendo
todos en una gran pieza con sus niños y animales domésticos al modo de nuestros
más remotos antepasados los pastores arios—, poseerían algún lenguaje de esa
naturaleza, Y este hermoso lenguaje habría aprendido de la más complaciente
maestra, si aquellas venenosas vinchucas, con sus persecuciones, no hubiesen
entorpecido mi inteligencia, impidiéndome ver algo que no había escapado a la
observación de aquellos a quienes no concernía. Al apartarme de la estancia, el
sentimiento de haber escapado por fin de aquellos detestables "animalitos que
andan por ay’ no fue de entera satisfacción.
IV
LA ESTANCIA DE LA
VIRGEN DE
LOS DESAMPARADOS
Continuando mi jornada por el distrito de Durazno vadié el hermoso río Yi y
penetré en el departamento de Tacuarembó, departamento extremadamente largo, que
se extiende hasta la frontera brasileña. Atravesé su parte más angosta donde
sólo mide unas ocho leguas; después de vadear el Salsipuedes Chico y el
Salsipuedes Grande, llegué, por último al fin de mi viaje al departamento de
Paysandú. La estancia de la Virgen de los Desamparados era un cuadrado edificio
de ladrillo de regular tamaño, plantado sobre una altísima eminencia que
dominaba un inmenso trecho de terreno ondulante cubierto de hierba. No había
ninguna arboleda cerca de la casa, ni siquiera un solo árbol de sombra o planta
cultivada; había, en cambio, algunos grandes corrales para el ganado, del cual
tenían seis o siete mil cabezas. La falta de sombra y verdura daba al lugar un
aspecto melancólico y desapacible, pero si yo alguna vez llegara a tener
autoridad allí, todo eso cambiaría. El mayordomo, don Policarpo Santierra de
Peñalosa, probó ser una persona muy afable y complaciente. Me recibió con
aquella sencilla cortesía oriental, que sin ser fría, tampoco es expansiva, y en
seguida leyó la carta de Doña Isidora. Por último, me dijo: —Tendré el mayor
gusto, amigo, de proporcionarle todas las comodidades asequibles en esta altura;
y en cuanto a lo demás, ¿qué quiere que le diga? ¡al buen entendedor pocas
palabras! En todo caso aquí no falta buena carne, y en breve me hará usté un
gran favor de considerar esta casa con todo lo que contenga, la suya, mientras
nos honre con su presencia.
Después de expresar estos amables sentimientos que me dejaron en el aire acerca
de mis esperanzas, montó su caballo y se fue al galope, probablemente a atender
algún asunto de mucha importancia, pues no volví a verle durante varios días.
Empecé inmediatamente a establecerme en la cocina. No parecía que nadie en la
casa entrase jamás ni aun por casualidad en las otras piezas. La cocina era
enorme; parecía un granero, y era de no menos de trece a catorce metros de largo
y de proporcionada anchura; el techo era de totora, y el fogón, situado en el
centro de la pieza, consistía en una plataforma de argamasa cercada por cañas de
buey medio enterradas verticalmente en el suelo. Desparramadas, aquí y allí,
había algunas trébedes y teteras de fierro, y desde la cumbrera que soportaba el
techo colgaba una cadena con un gancho, del que pendía una enorme olla de
fierro; un asador de unos dos metros de largo completaba la lista de los
utensilios de cocina. No había ni sillas, ni mesas, ni cuchillos, ni tenedores;
cada cual llevaba su propio cuchillo; a la hora de comer se echaba el puchero en
una gran fuente de lata, mientras que del asado cada uno se servía del asador
mismo, tomando- la carne con los dedos y cortándose su tajada. Algunos troncos
de árbol y cabezas de caballo servían de asientos. Tenían habitación en la casa
una mujer —una vieja negra y canosa, horriblemente fea, de unos setenta años de
edad— y unos dieciocho o veinte individuos de diversas edades y tamaños, y de
todos los matices de cutis imaginables, desde el color blanco de pergamino hasta
el de vieja madera de encina. Había un capataz y siete u ocho peones, siendo los
demás todos agregados, o hablando claro, un tropel de vagabundos que se apegan a
esta clase de establecimientos como perros errantes atraídos por la abundante
carne, y que, de tarde en tarde, ayudan a los peones en sus tareas; también
juegan un tanto por dinero y a veces roban para costear sus menudos gastos. Al
apuntar el día, cada uno se hallaba en pie y sentado al lado del fogón sorbiendo
un cimarrón y fumando su cigarrillo; antes de salir el sol, todos estaban ya
montados a caballo repuntando el ganado en el campo circunvecino; volvían a
mediodía a almorzar. La carne consumida y la que se desperdiciaba era algo
atroz. Después del almuerzo se tiraban con frecuencia hasta diez o quince
kilogramos de carne cocida y asada en una carretilla, llevándose en seguida al
basurero, donde servía para sustentar a veintenas de halcones, gaviotas y
caranchos, además de los perros.
Por supuesto que yo sólo era un simple agregado, sin tener todavía ni sueldo ni
ocupación fija. Creyendo, sin embargo, que esto sólo seria por poco tiempo,
estaba bien dispuesto a ponerle buena cara al asunto, y luego me hice muy amigo
de mis coagregados, tomando parte gustosamente en todos sus pasatiempos y tareas
voluntarias.
Pasados varios días, empezó a cansarme la comida exclusivamente de carne, pues
ni una galleta era "asequible en esta altura"; y en cuanto a papas, lo mismo
habría sido pedir un plum-pudding. Por último, se me ocurrió que con tantas
vacas se podría conseguir leche e introducir un poco de variedad en nuestra
comida. Esa misma noche sondée el asunto y propuse que al día siguiente
enlazáramos una vaca y la amansáramos. Algunos de los hombres aprobaron la idea,
añadiendo que jamás se les había ocurrido hacerlo; pero la negra, a quien, por
ser la única representante del bello sexo, siempre se la escuchaba con todo el
respeto que su posición exigía, se afilió apasionadamente al partido de la
oposición. Declaró que desde la visita del dueño y su joven esposa a la estancia
hacia doce años, nunca jamás se había ordeñado en ella una sola vaca. En ese
tiempo tenían una vaca lechera, y de haber bebido mucha leche la señora, antes
de desayunarse, tuvo un empacho tal que hubo que darle polvos de estómago de
avestruz, y, por último, llevarla con gran dificultad en una carreta de bueyes a
Paysandú, y de allí, por el río, a Montevideo. El dueño ordenó que soltaran al
animal, y nunca, a su saber, desde aquella fecha, se había ordeñado una vaca en
la Virgen de los Desamparados.
Estos presagiosos gruñidos no me produjeron ningún efecto, y al siguiente día
volví de nuevo al asunto. Yo no tenía lazo, de modo que no podía, sin ayuda,
encargarme de enlazar una vaca medio brava. Por último, uno de mis coagregados
ofreció ayudarme, diciendo que hacía años que no probaba una gota de leche, y
que estaba inclinado a catar otra vez aquella singular bebida. Este nuevo aliado
merece ser presentado formalmente al lector. Se llamaba Epifanio Claro. Era
alto, delgado y lampiño, y su cara larga y macilenta tenía una expresión
singularmente torpe. Su negro y lacio cabello, partido al medio, colgábale hasta
los hombros, medio cercando su enjuto rostro, como un par de alas de iribú.
Tenía ojos muy grandes, claros y de expresión ovejuna; las cejas encorvadas
hacia arriba como un par de arcos góticos, sólo dejaban sobre ellas un
angostísimo espacio que servía de frente. Debido a esta peculiaridad, le
apodaban Cejas, por cuyo nombre era conocido de sus amigos. Pasaba la mayor
parte del tiempo rasgueando una vieja, rajada y desafinada guitarra, y cantando
tonadas amorosas en una voz de falsete, triste y chillona, que me hacía
recordar, no poco, la hambrienta y pedigüeña gaviota en aquella estancia del
departamento de Durazno. Pues, aunque el pobre Epifanio tenía una afición loca
por la música, la naturaleza le había negado cruelmente el don de expresarla de
un modo agradable a sus semejantes. Sin embargo, es justo admitir que prefería
las baladas o composiciones de un carácter filosófico, por no decir metafísico.
Me tomé el trabajó de traducir literalmente la letra de una de ellas, que dice
así:
Ayer se abrió mi sentido,
Al golpear de la razón,
Inspirando en mí una intención
Que jamás había tenido.
En vista que todos mis días,
Mi vida ha sido lo que es,
Al levantarme, pues, me dije:
Hoy día ha de ser como ayer.
Puesto que la razón me avisa,
Que nunca he sido otro ser.
Es difícil juzgar por estas pocas líneas, formando ellas sólo una cuarta parte
de la canción, pero es un buen ejemplo, y el resto no era más inteligible.
Naturalmente, no es de suponer que Epifanio Claro, un hombre ignorante, se
penetrase de toda la filosofía de estas líneas; no obstante, es probable que
alguna ligera emanación de su profundo significado haya tocado su magín,
haciéndolo, al mismo tiempo, más cuerdo.
Acompañado por este singular individuo y con el permiso del capataz, quien en
palabras de muchas sílabas rehusó tomar responsabilidad alguna en el asunto,
salimos al potrero en busca de una vaca. Luego encontramos una que parecía venir
de molde para nuestro objeto, cuya distendida ubre prometía leche en abundancia;
la seguía un ternerito de no más de una semana; desgraciadamente la vaca era
brava y tenía astas puntiagudas como agujas.
Luego se las cortaremos -me gritó Cejas.
Entonces enlazó la vaca y yo agarré al ternerito, y levantándolo y colocándolo
por delante del recado, me puse en marcha hacia la casa. La vaca me persiguió
furiosamente, y detrás venía Claro a todo galope. Tal vez estuvo. demasiado
confiado y permitió descuidadamente que la vaca tirara el lazo que la sujetaba;
el hecho es que, de repente, volvió atrás y le arremetió con furia
extraordinaria, hundiendo uno de sus formidables cuernos profundamente en la
barriga de su caballo. Pero Cejas supo arrostrar la situación, y dándole a la
vaca un fuerte golpe en la testera que la hizo recular momentáneamente, cortó el
lazo con su cuchillo, y gritándome al mismo tiempo que soltara al ternero, se
escapó. En cuanto llegamos a una prudente distancia, detuvimos nuestros
caballos, diciendo Claro, secamente, que el lazo era prestado y que el caballo
era de la estancia, de modo que nada habíamos perdido. Se apeó y le dió algunas
puntadas a la enorme herida que la pobre bestia tenía en la barriga, usando como
cuerda algunos pelos que le arrancó de la cola. Era una tarea difícil, o por lo
menos lo hubiera sido para mí, pues tuvo que abrir algunos agujeros en los
labios de la herida con la punta de su facón; pero parecía serle muy fácil.
Usando lo que quedaba del lazo, pialó al caballo de una pata trasera y otra
delantera, y con un diestro empujón, lo tumbó al suelo; entonces, amarrándolo
bien, hizo la operación de coser la herida en un par de minutos.
—¿Vivirá? —le pregunté.
—¡Qué sé yo! —replicó, indiferentemente—. Sólo sé que aura podrá llevarme a la
casa; si se muere después, ¿qué importa?
Entonces, montando otra vez a caballo, nos fuimos al trotecito a la estancia.
Por supuesto que se mofaban despiadadamente de nosotros, sobre todo la vieja
negra que había previsto, según nos dijo, lo que iba a suceder. Uno se habría
imaginado, al oírla hablar, que consideraba el tomar leche una de las más graves
ofensas contra la moral de la cual un hombre pudiese ser culpable, y que en este
caso la misma Providencia había intervenido milagrosamente para impedir que
satisficiésemos nuestros depravados apetitos.
Cejas tomó el asunto con mucha frescura.
—No les haga ningún caso —dijo—; ni el lazo ni el caballo eran nuestros, ansi
que ¿qué importa lo que digan?
El dueño del lazo, que de muy buena voluntad nos lo había prestado, alzó la
cabeza al oír esto. Era un hombre extremadamente grande, de tosco aspecto y con
el rostro poblado de una enorme y erizada barba negra. Yo lo había creído, hasta
ese momento, uno de aquellos tipos de gigante bien humorado, pero ahora que
empezó a enfurecerse, cambié de opinión. Blas, o Barbudo, como llamábamos al
gigante, estaba sentado en un tronco de árbol tomando mate.
—Tal vez ustedes me toman por una oveja, porque me ven engüelto en estos cueros
—observó—; pero permítanme alvertirles que tendrán que devolverme el lazo que
les presté.
—Esas palabras no son pa nosotros —dijo Cejas, dirigiéndose a mí—, sino pa la
vaca que se llevó el lazo en los cachos; ¡pucha que eran afilaos!
—¡No, señor! —respondió Barbudo—, no se engañe; no son pa la vaca, sino pal
tonto que la lazó. Y te alvierto Epifanio, que si no me lo devolvés, este techo
que nos cubre no bastará pa cubijarnos a los dos.
—Me alegro oírte decir eso, Barbudo —dijo el otro—, pues nos hacen falta
asientos; y cuando te vayás vos, el que casi aplastás con ese corpazo tuyo,
estará ocupao por alguien que mejor lo merezca.
—Podés decir lo que querás, pues naides hasta aura jamás te ha puesto un candao
en la boca —dijo Barbudo, alzando la voz a un grito—; pero no habés de robarme
vos, y si no me devolvés el lazo, juro hacerme uno nuevo de cuero humano.
—Entonces —dijo Cejas—, mientras más pronto te pro-bés con un cuero a propósito,
mejor para vos, porque lo que es yo, nunca te devolveré el lazo; pues, ¿quién
soy yo pa luchar contra la Providencia que me lo quitó de has manos?
A esto replicó Barbudo, furiosamente:
—Entonces cueriaré a este gringo miserable muerto de hambre que viene aquí a
aprender a comer carne y a ponerse a la altura de los hombres. Por lo visto lo
destetaron demasiado joven, pero, si el hambriento sinvergüenza quiere
alimentarse como los nenes, que en adelante ordeñe a las gatas que se calientan
al lao del juego, y que hasta un francés puede agarrar sin ninguna necesidá de
lazo.
No pude tolerar los insultos del bruto y salté de mi asiento. Tenía por
casualidad un cuchillo en la mano, pues nos preparábamos para atacar un
matambre, y mi primer impulso fue soltarlo y darle un buen puñetazo. Si tal
hubiera hecho, es probable que habría pagado muy cara mí temeridad. Al momento
de pararme se me vino encima Barbudo con cuchillo en mano. Me largó un feroz
golpe que por fortuna me pasó a un lado, mientras que yo al mismo tiempo le di
una puñalada; se bamboleó hacia atrás con un horrible tajo en la cara. Fue todo
cuestión de segundos y antes de que los otros pudiesen intervenir: al instante
nos desarmaron y empezaron a bañarle la herida a Barbudo. Durante esta
operación, que debió ser muy dolorosa, pues la vieja negra había insistido en
que se bañara la herida con ron en vez de con agua, el bruto blasfemaba
atrozmente, jurando que me cortaría y sacaría el corazón y que se lo comería
estofado en cebollas y aliñado con cominos y otros varios condimentos.
Muchas veces, desde aquellos días, he pensado en el sublime concepto culinario
de Blas el bárbaro. Debió de haber habido una chispa de agreste genio oriental
en su bovino cerebro.
Cuando el debilitamiento causado por la furia; el dolor y la pérdida de sangre
por fin lo hicieron callar, la vieja negra se volvió contra él, gritándole que
bien merecía haber sido castigado, pues, ¿no fue él quien, a pesar de sus
oportunas advertencias, les había prestado el lazo a aquel par de herejes —que
así nos llamaba— para lazar una vaca? Pues bien, había perdido su lazo; entonces
sus amigos, con la gratitud que sólo puede esperarse de los que beben leche, se
habían vuelto contra él y por poco no lo matan.
Después de la cena, el capataz me llevó aparte y de un modo exclusivamente
amistoso y con muchos rodeos, me aconsejó que me fuera de la estancia, pues no
estaba seguro quedándome. Le contesté que la culpa no era mía, habiendo pegado
sólo en defensa propia; además, que habla sido enviado a la estancia por una
persona amiga del mayordomo, y que estaba resuelto a verle y darle mi versión de
lo sucedido.
El capataz se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.
Por último, volvió don Policarpo, y cuando le conté la historia, se rió un poco,
pero no dijo nada. Por la noche le hice recordar la carta que le había traído de
Montevideo, preguntándole, al mismo tiempo, si era su intención darme algún
trabajo en la estancia.
—Vea, amigo —replicó—, emplearlo a usté ahora sería inútil,, por muy valiosos
que fueran sus servicios, pues la autoridad ya debe haber tenido noticias de su
pelea con Blas. Puede contar con que en unos pocos días vendrán aquí a indagar
el asunto, y es probable que los lleven a los dos, a usté y a Blas, y los pongan
en la cárcel.
—¿Qué aconseja usted entonces que yo haga?
Me contestó que cuando le preguntó el avestruz al venado qué le aconsejaba que
hiciera cuando se aparecieran los cazadores, el venado había respondido:
"¡Arranque!"
Reí de su bonito apólogo y le dije que no creía que las autoridades se
preocupasen de mí, y además, que yo no era aficionado a arrancar.
Cejas, que hasta aquí había estado inclinado a apoyarme y a tomarme bajo su
protección, se puso ahora muy caluroso en su trato; éste era acompañado de
cierta deferencia cuando estábamos solos, pero al haber otros presentes, le
gustaba hacer gala de su intimidad conmigo. Al principio, no comprendí lo que
pudiera significar este cambio en su modo de tratarme, pero luego me llevó
misteriosamente a un lado y mostrándose muy confidente, dijo:
—No se preocupe más de Barbudo. Nunca jamás se atreverá a levantarle la mano a
usté otra vez; y si usté condesciende en hablarle amablemente, será su más
humilde esclavo y se considerará muy honrao si usté se limpia sus dedos
mugrientos en su barba. No le haga caso a lo que le diga el mayordomo; él
también le tiene miedo. Si la autoridad se lo llevan, será sólo pa ver cuánto
les va a dar; no lo detendrán mucho tiempo, porque usté es estranjero, y no
pueden hacerlo servir en el ejército. Pero cuando lo pongan en libertá es
preciso que usté mate a alguien.
Asombrado sobremanera, le pregunté por qué.
—Vea —me dijo—, su reputación de valiente está ya establecida en este
departamento, y no hay cosa que los hombres envidien más. Es lo mesmo que en
nuestro juego de pato, en que tuitos persiguen al hombre que se lleva el pato y
no dejan de perseguirlo hasta que ha probao que puede guardarlo. Hay varios
valientes a quienes usté no conoce, que están risueltos a buscarle camorra pa
probar su valentía. En la próxima pelea que tenga, no debe sólo herir, sino
matar, o no lo. dejarán tranquilo.
Me inquietó en extremo este resultado de mi afortunada victoria sobre Blas el
Barbudo, y no podía apreciar la haya de grandeza que mi solícito amigo Claro
parecía estar tan empeñado en que yo aceptara. Era, por cierto, halagador oír
decir que yo había establecido mi reputación de valiente en un departamento tan
belicoso como Paysandú, pero al mismo tiempo las consecuencias a que daba lugar,
eran, por así decir, harto desagradables; de modo que agradeciéndole a Cejas su
amistosa indirecta, resolví dejar la estancia inmediatamente. No huiría de las
autoridades, puesto que yo no era ningún malhechor, pero sí me alejaría de la
necesidad de matar gente, siendo amante de la paz y del sosiego. Y temprano, a
la mañana siguiente, con gran desplacer de mi amigo Cejas y sin contarle mis
planes a nadie, monté mi caballo y dejé el Asilo de los Desamparados para seguir
mis aventuras en otra parte.
UNA COLONIA DE
CABALLEROS INGLESES
Desde el principio no había tenido mucha fe en la estancia como campo para mis
actividades; las palabras pronunciadas por el mayordomo a su vuelta, la hablan
ahuyentado por completo, y después de oír aquella fábula del avestruz, sólo me
había quedado por amor propio. Resolví volver a Montevideo, no por el camino por
el cual habla venido, sino haciendo un gran rodeo en el interior del país, donde
exploraría una nueva región y donde podría, quizá, encontrar trabajo en alguna
de las estancias del trayecto. Cabalgando hacia el sudoeste en dirección del río
Malo, en el departamento de Tacuarembó luego, dejé atrás los llanos de Paysandú,
y deseoso de alejarme lo más posible de una vecindad donde esperaban que matase
a un prójimo, no descansé hasta que hube recorrido unas ocho o nueve leguas. A
mediodía me detuve en una pequeña pulpería para tomar algún refresco. Era un
edificio de pobre aspecto, y detrás de la reja de hierro que protegía el
interior, la que le daba la apariencia de una jaula de fieras, holgazaneaba el
pulpero fumando un cigarro. Al lado del mostrador hallábanse dos individuos de
tipo inglés. Uno era joven y buen mozo, en cuya cara bronceada reparábase la
expresión de un hombre vicioso y gastado; estaba arrimado al mostrador, fumando
un cigarro, y parecía un poco ebrio; llevaba un gran revólver colgando
ostentosamente al cinto. Su compañero, un hombre grande y grueso, de enormes
patillas grises, estaba evidentemente muy borracho, pues dormía tendido en un
banco, la cara abultada y amoratada roncando fuertemente. Pedí pan, sardinas y
una botella de vino, y solícito por observar la costumbre del país en que me
hallaba, convidé al joven achispado a que me acompañara a comer algo. La omisión
de esta cortesía entre los orgullosos orientales, bien podría envolverme en una
riña sangrienta, y de riñas estaba harto.
Rehusó el convite, dándome las gracias, y pronto entablamos conversación; el
descubrimiento, luego hecho, de que éramos compatriotas, nos dió a ambos mucho
placer. Inmediatamente me ofreció llevarme a su casa e hizo una descripción muy
entusiasta de la vida independiente y feliz que hacía en compañía de otros
cuantos ingleses —todos, me aseguró, hijos de familias distinguidas— que habían
comprado un pedazo de terreno y se habían dedicado a la ganadería en esta
solitaria región. Acepté gustoso su convite y cuando hubimos acabado nuestras
copas trató de despertar al dormido.
—¡Hola, viejo, despierta! —gritó mi nuevo amigo—. Ya es tiempo de ir caminando.
¡Eso es! ¡Arriba! Quiero presentarte al señor Lamb. Estoy seguro que va a ser
una adquisición. ¡Cómo! ¿Es posible que te hayas quedado dormido otra vez?
¡Caramba, Cloud! ¡Eso si que es el colmo, pues hombre!
-Por último, después de mucho gritar y de remecerlo, consiguió el joven
despertar a su compañero borracho, quien se levantó tambaleando y mirándome con
una cara de imbécil.
—¡Ahora, déjame presentarte al señor Lamb! Mi amigo, el capitán Cloudesley
Wriothesley. ¡Bravo! ¡Estate firme, viejo! ¡firme! ¡eso es! ¡ahora, dale la
mano!
El capitán no dijo una palabra, pero me dió la mano y bamboleándose hacia mí,
por poco no me dió un abrazo. Entonces, después de mucho trabajo, lo montamos a
caballo, y colocándolo entre nosotros dos para impedir que se cayese, nos
pusimos en marcha. Media hora de camino nos trajo a la casa de mi convidante,
don Vicente Winchcombe. Yo me había figurado una monada de casita, escondida
entre verde y frondoso follaje y rodeada de flores, que inspiraría gratos
recuerdos de mi querida Inglaterra; fué grande el chasco que me llevé, al hallar
que su "home" era un rancho de miserable aspecto, en medio de un terreno arado,
con un zanjón alrededor, donde no parecía crecer ninguna verdura. El señor
Winchcombe, sin embargo, me explicó que no había tenido tiempo de hacer muchos
cultivos. —-Sólo legumbres y cosas parecidas —-me dijo.
—No las veo —-repuse.
—¡Pues tal vez que no!; tuvimos una porción de orugas, carralejas y otros
bichos, que me comieron todo lo que había.
La pieza a la que me condujo mi nuevo amigo no contenía otro mueble más que una
gran mesa de madera de pino y algunas sillas; también había un aparador, un
largo tablero y algunos estantes arrimados a la pared. Todo lugar disponible
estaba cubierto de pipas, tabaqueras, revólveres, cartucheras y botellas vacías,
Sobre la mesa había algunas copas, una azucarera, una enorme tetera de metal y
una damajuana, que luego descubrí estaba medio llena de caña Había cinco hombres
sentados en torno de la mesa fumando, bebiendo té con caña y hablando
animadamente, todos más o menos ebrios. Me hicieron una entusiasmadísima
acogida, obligándome a que me sentara con ellos a la mesa, sirviéndome té con
caña y empujando hacia mí las pipas y tabaqueras.
—Ve usted aquí —dijo el señor Winchcombe, explicándome esta festiva escena— a
diez individuos que se dedican a la ganadería y cosas por el estilo. Cuatro de
nosotros ya hemos edificado casas y comprado ovejas y caballos. Los otros seis,
usted comprende, viven con nosotros de casa en casa. Pues hemos hecho un arreglo
muy satisfactorio... fue el viejo Cloud —el capitán Cloudesley Wriothesley—
quien sugirió la idea..., y esto es que cada día uno de los cuatro —los
"ilustres cuatro" nos llaman— tenga mesa franca; y es de rigor que los otros
nueve le visiten durante el día para animarle un poco. Pues bien, hicimos el
descubrimiento —creo que también fue el viejo Cloud quien lo hizo— que para
estas ocasiones no había nada mejor que té con caña. Hoy me ha tocado a mí y
mañana le tocará a otro, y así por turno. . ., ¿comprende? Pero, ¡caramba! ¡Qué
suerte la mía haberle encontrado a usted en la pulpería! ¡Ahora va a ser
muchísimo más animada la cosa!
Por cierto no era un pequeño paraíso inglés con el que había tropezado en esta
soledad oriental, y como siempre me disgusta ver a jóvenes entregarse a la
bebida y portarse como asnos, no me entusiasmó mucho el sistema del "viejo
Cloud". No obstante, era agradable encontrarme con ingleses en esta lejana
tierra, y por último, logró hacerme medianamente feliz. El descubrimiento de que
yo cantaba les agradó mucho, y cuando, un tanto alborozado por los efectos del
fuerte tabaco cavendish y el té con caña, prorrumpí a toda voz en:
Y que el alma en el cielo esté
Del que inventó la caña con té,
todos se pusieron de pie y bebieron a mi salud en grandes vasos, declarando que
jamás me permitirían abandonar la colonia.
Todos los invitados se fueron antes de anochecer, excepto el capitán. Se había
sentado con nosotros a la mesa, pero estaba demasiado ebrio para tomar parte en
la conversación y chacota. A cada rato rogaba a alguien que le diera lumbre para
encender su pipa, y entonces después de aspirar sin resultado dos o tres veces,
la dejaba apagarse. También había tratado una que otra vez de repetir el
estribillo de alguna canción, pero luego volvía de nuevo a su condición de
idiota insensibilidad.
No obstante, al día siguiente, en el desayuno, refrescado por una noche bien
dormida, le encontré un sujeto bastante agradable. Me dijo, en confianza, que
todavía no tenía casa propia, no habiendo recibido su dinero de Inglaterra, así
que vivía almorzando en una casa, comiendo en otra y durmiendo en una tercera.
—¡No importa! —me dijo—, luego será mi turno y entonces los recibiré a todos
durante unas seis semanas y así quedará ajustada la cuenta.
Ninguno de los colonos trabajaba, sino que pasaban su tiempo holgazaneando y
visitándose unos a otros y tratando de hacer soportable su monótona existencia,
fumando y bebiendo té con caña continuamente. Habían probado a bolear
avestruces, visitar a sus vecinos orientales, cazar tinamúes y correr carreras
de caballos, etc., pero los tinamúes eran demasiado mansos, nunca lograban cazar
un avestruz, y los orientales no les entendían jota, así que por último habían
renunciado a todos estos entretenimientos. En cada establecimiento se empleaba
un peón para cuidar de las ovejas y atender la cocina, y como las ovejas
parecían cuidarse a sí mismas y la cocina se reducía a asar un trozo de carne en
el asador, los peones no tenían gran cosa que hacer.
—¿Por qué no hacen ustedes mismos todo eso? —pregunté, inocentemente.
—No creo que sería exactamente propio de nosotros, ¿no es así? —dijo el señor
Winchcombe.
—¡Nol —añadió, gravemente, el capitán—, hasta ese extremo no hemos llegado
todavía.
Me llamó mucho la atención oírlos hablar de esa manera. Yo había visto a
ingleses en otras partes viviendo rudamente sin quejarse, pero la soberbia de
estos diez gentlemen, bebedores de caña, era para mí una experiencia enteramente
nueva.
Habiendo pasado una mañana algo apática, me convidaron que los acompañara a la
casa del señor Bingley, uno de los "ilustres cuatro". El señor Bingley era
realmente un joven sumamente agradable, que habitaba una casa mucho más
merecedora de ser así llamada que el desaliñado rancho en que vivía su vecino,
el señor Wínchcombe. Era el favorito de la colonia; poseía más fortuna y tenía
dos peones. En sus días de recepción siempre les ofrecía a sus convidados pan
caliente con mantequilla fresca, además de la indispensable botella de caña y
una tetera con té. Por eso era que cuando le tocaba a él recibir, nunca faltaba
a su mesa ninguno de los nueve.
Después de nuestra llegada empezaron a aparecer los otros convidados, cada uno,
al entrar, tomando asiento a la hospitalaria mesa y agregando otra bocanada de
humo a la nube que obscurecía el ambiente. Hubo mucha bulliciosa conversación;
se cantó y se consumieron enormes cantidades de té, caña, pan y mantequilla y
tabaco; pero fué una reunión muy cargante, y una vez concluida, yo estaba harto
de esa clase de vida.
Antes de separarnos, y después que se hubo cantado " ‘John Peel" con gran
entusiasmo, alguien propuso que organizáramos un "fox hunt" al verdadero estilo
inglés. Todos convinieron, felices, supongo, de encontrar algo que hacer, con
que matar el tiempo e interrumpir la monotonía de semejante existencia; así es
que al siguiente día salimos a caballo seguidos por unos veinte perros de todos
tamaños y razas que se habían recogido de las diferentes casas. Por último,
después de buscar algún tiempo en los lugares más probables, levantamos un zorro
en un macizo de miomío El zorro atravesó un hermoso y parejo llano y corrió en
derechura a una cuchilla como a una legua de distancia, de modo que había toda
probabilidad de alcanzarlo. Dos de los cazadores se habían provisto de bocinas
que tocaban continuamente, mientras que los otros gritaban a toda voz, así que
la caza fue muy bulliciosa. El zorro parecía darse cuenta del peligro que
corría, y saber que su única esperanza de salvación consistía en conservar sus
fuerzas hasta llegar al abrigo de las cuchillas. Sin embargo, de repente cambió
de rumbo, dándonos así una gran ventaja, porque cortando nosotros al través
luego, estábamos todos persiguiéndolo estrechamente con sólo la vasta llanura
entre él y nosotros. Pero maese zorro tenía sus buenas razones para hacer lo que
había hecho; había divisado un grupo de vacas, y en muy pocos segundos las
alcanzó y se mezcló con ellas. Las vacas, aterrorizadas por nuestros gritos y
trompetazos, se desparramaron inmediatamente y arrancaron en todas direcciones,
así que pudimos seguir siempre al zorro con la vista. Muy al frente de nosotros,
el pánico que se había producido en el ganado cundía, de grupo en grupo, con la
rapidez de la luz, y podíamos ver a las vacas a cuadras de distancia huyendo
despavoridas de nosotros, mientras que el viento traía débilmente a nuestros
oídos sus roncos mugidos y el ruido de sus atronadoras pisadas. Los perros,
gordos y perezosos, no pudieron ganar la delantera a nuestros caballos; no
obstante, siguieron trabajosamente, animados por nuestros repetidos gritos y,
por fin, dieron con el primer zorro que jamás se hubiese cazado debidamente en
la Banda Oriental.
La caza, que nos había llevado muy lejos de nuestra habitación, terminó cerca de
la casa de una gran estancia, y mientras observábamos a los perros que
desgarraban su víctima, el capataz de la estancia, seguido por tres peones,
todos a caballo, vino hacia nosotros para preguntarnos quiénes éramos y qué
estábamos haciendo. Era un hombre moreno y de baja estatura, vistiendo un
pintoresco traje, y nos dirigió la palabra con la mayor urbanidad.
—¿Podrían ustedes decirme, señores, qué curioso animal es ese que han cazao?
—¡Un zorro! —gritó el señor Bingley, agitando triunfalmente en el aire la cola
que acababa de cortar—. En nuestro país, en Inglaterra, cazamos zorros con
perros, y hemos estado cazando este zorro al estilo de nuestro país.
El capataz sonrió y nos dijo que si estábamos dipuestos a acompañarle, tendría
mucho gusto en mostrarnos una caza a usanza de la Banda Oriental.
Aceptamos gustosos su convite, y montando nuestros caballos, partimos al galope
en pos del capataz y sus peones. Luego alcanzamos un pequeño grupo de hacienda
vacuna; el capataz se lanzó tras él, y preparando primero su lazo, lo arrojó
diestramente sobre los cuernos de una vaquillona gorda que había escogido,
lanzándose en seguida a correr como una flecha hacia la casa. La vaquillona,
acosada por los peones que la seguían muy de cerca, echó a correr,
precipitadamente, bramando de rabia y dolor, y esforzándose por alcanzar al
capataz que se mantenía justamente fuera del alcance de sus astas, y así, muy
pronto, llegamos a la casa. Luego, uno de los peones arrojó el lazo y le enlazó
una de las patas traseras; tirada de acá y allá, la sujetaron luego; apeándose
ahora los otros peones, primero la desjarretaron y después le hundieron un largo
cuchillo en la garganta. Sin cuerearla, descuartizaron la res inmediatamente y
echaron las mejores presas dentro de un gran fuego que uno de los peones había
preparado. Una hora después, todos nos sentamos a un banquete de carne con
cuero, tierna y de exquisito sabor. Debo advertir al lector inglés acostumbrado
a comer carne y caza que se ha colgado hasta ponerse tierna, que antes de llegar
a ese estado, se ha endurecido primero. Toda carne, incluso la caza, nunca es
tan tierna ni de tan buen sabor como cuando se cocina y se come luego de matarse
el animal o ave. Comparándola con la carne en cualquier estado subsiguiente, es
como comparar un huevo recién puesto o un salmón recién sacado del agua, con un
huevo o salmón que se ha guardado una semana.
Gozamos enormemente de nuestra comilona, aunque el capitán Cloud se lamentaba
con amargura de que no tuviésemos ni caña ni té con que bajarla. Cuando le dimos
las gracias a nuestro convidante, y estábamos por volvernos a casa, el amable
capataz se adelantó otra vez y nos dirigió la palabra:
—¡Señores —dijo—, cuando ustedes quieran cazar zorros otra vez, vengan pa acá y
en cambio lazaremos una vaquillona y la asaremos sobré el mesmo cuero. Es el
mejor plato que puede la república ofrecerle a los estranjeros y me dará mucho
gusto festejarlos; pero les ruego, señores, que no cacen más zorros en el
terreno que pertenece a esta estancia, porque han alborotado al ganao qué tengo
a mi cargo, de tal manera, que mis piones necesitarán dos o tres días pa
repuntarlo y traerlo todo de güelta otra vez.
Dimos la deseada promesa, viendo claramente que la caza de zorros a la inglesa
no era un sport que pudiera adaptarse en la Banda Oriental. Entonces volvimos a
la "colonia" y pasamos el resto del día en casa del señor Girling, uno de los
"ilustres cuatro", bebiendo caña con té, fumando innumerables pipas de cavendish
y discurriendo sobré la caza de zorro que habíamos tenido.
VI
Pasé varios días en la "colonia", y supongo que la vida que llevaba tuvo un
efecto desmoralizador, pues, por desagradable que fuese, cada día me sentía
menos y menos inclinado a abandonarla, y, a veces, aun pensaba establecerme ahí
yo mismo. No obstante, esta estrambótica idea me venía por lo general al
anochecer, después de haberme permitido beber demasiada caña con té, combinación
que muy pronto volvería loco a cualquiera.
Una tarde, en una de nuestras festivas reuniones, se decidió hacer una excursión
al pueblecito de Tolosa, como a unas seis leguas al este de la "colonia". Al día
siguiente, nos pusimos en marcha, cada uno con su revólver al cinto y provisto
de un grueso poncho con que abrigarse, pues era costumbre de los "colonos",
cuando iban a Tolosa, pasar la noche allí. Nos alojamos en una espaciosa posada
en el centro del miserable pueblucho, donde se daba alojamiento tanto al hombre
como también a las bestias, con la diferencia de que estas últimas eran siempre
mejor servidas. Muy luego descubrí que el principal objeto de nuestra visita era
el de variar el entretenimiento de beber caña y fumar en la "colonia",
haciéndolo, en cambio, en Tolosa. La borrachera siguió su curso hasta la hora de
acostarse, cuando el único sobrio de nuestra comitiva era yo, pues había pasado
la mayor parte de la tarde andando por la población y hablando con sus
moradores, en la esperanza de oír algo que pudiera serme útil en mi busca de
alguna ocupación. Pero las mujeres y los viejos que encontré me dieron muy pocas
esperanzas. Parecía ser un conjunto de gente muy omisa el de Tolosa, y cuando
les pregunté qué hacían para ganarse la vida, respondieron que estaban
esperando. Su tema principal de conversación era la visita, a su pueblo, de mis
compatriotas. Ellos consideraban a estos comarcanos ingleses como seres extraños
y peligrosos que no tomaban ningún alimento sólido, sino que se sustentaban de
una mezcla de caña con pólvora (que era la verdad) y que iban armados con
unas máquinas mortíferas que llamaban revólveres, inventadas para ellos por su
padre el demonio. Las experiencias del día me convencieron de que la colonia
inglesa tenía su razón de ser, puesto que sus periódicas visitas proporcionaban
a la buena gente de Tolosa un poco de saludable animación en los tristes
intervalos de una revolución a otra.
Por la noche, nos reunimos en una espaciosa pieza con suelo apisonado, en la
cual no había ni un solo mueble. Nuestras monturas, pellones, cojinillos y
ponchos estaban todos apilados en un rincón, y el que quisiese acostarse a
dormir debía él mismo prepararse su cama con su propio recado y poncho. Para mí,
esta experiencia no ofrecía ninguna novedad, de modo que luego me arreglé un
confortable nido en el suelo y sacándome las botas, me arrollé como un mataco
que jamás ha conocido nada mejor y que tiene, además, estrecha amistad con las
pulgas. Pero mis compañeros, habiéndose provisto de tres o cuatro botellas de
caña, parecían estar dispuestos a pasar toda la noche bebiendo. Después de
alguna conversación y uno que otro canto, un señor Chillingworth se puso de pie
y pidió la palabra:
—¡Señores! —dijo, adelantándose al Centro de la pieza, donde, a fuerza de mover
los brazos de vez en cuando, para balancearse, consiguió mantenerse, más o
menos, en una posición erguida—, voy a hacer un... un..., ¿cómo se llama?
Este anuncio fué recibido con grandes aplausos y vivas, mientras que uno de los
oyentes, arrebatado de entusiasmo con la expectativa de oír las elocuentes
palabras de su amigo, disparó su revólver al techo, armando una confusión de mil
demonios entre una legión de arañas de patas largas que ocupaban las
polvorientas telas sobre nuestras cabezas.
Yo temía que esta jarana alborotara a todo el pueblo de Tolosa, pero me
aseguraron que siempre disparaban sus revólveres en esa pieza y que nadie les
molestaba, siendo ya tan conocidos.
—¡Señores! —continuó el señor Chillingworth, cuando, por último, húbose
restablecido el orden—, he estado cavilando, es eso lo que he estado haciendo.
Pues bien, revisemos la situación. Aquí formamos nosotros, señores, una colonia
de caballeros ingleses; estamos, ¿no es verdad?, lejos de nuestros hogares y
nuestra patria y todo lo demás. ¿Cómo es que dice el poeta? Probablemente alguno
de ustedes recordará el pasaje. ¡Pero, señores!, ¿con qué objeto estamos aquí?
Es eso lo que les voy a explicar. Pues, señores, estamos aquí para infundir un
poco de nuestra energía anglosajona y todo eso en este viejo tarro de lata de
país.
Aquí el orador fue animado por salvas de estrepitosos aplausos.
—Ahora, señores, ¿no encuentran ustedes que es muy duro..., excesivamente duro,
que hagan tan poco caso de nosotros? Yo lo siento, señores, lo... siento
profundamente; nuestras vidas aquí... están perdiéndose. No sé si ustedes se dan
cuenta de ello o no. Como ustedes saben muy bien, nosotros no somos de los que
andan con la cara larga. Formamos una fuerte combinación contra el esplín, ¿no
es así? Pues, a veces, señores, yo siento, por decirlo así, que toda la caña del
pueblucho de Tolosa... no es suficiente para ahuyentarlo completamente. No
puedo menos de pensar en aquellos días felices al otro lado del agua. ¡N. . . no
me miren ustedes como si creyesen que. . . fuera a soltar el llanto! ¡N... nada
de eso! ¡no crean por un momento que vaya a ponerme en ridículo! Pero lo que
quiero que ustedes me digan es esto: ¿Vamos a seguir cm... emborrachándonos
bestialmente con caña durante el resto de nuestras vidas? ¡pe. . . perdón,
señores!, no era eso realmente lo que quería decir. La caña es casi la única
cosa decente que se encuentra en este lugar. . . y ella es la que nos mantiene
vivos. ¡Que nadie se atreva a decir una sola palabra en contra de la caña, o le
llamaré grandísimo tonto de remate! Yo me refería, señores, más bien al país, a
este m... maldito país. ¡No hay cricket ni sociedad, ni cerveza Bass ni nada.
¡Imagínense, señores, lo que habría pasado si nos hubiésemos ido con . . .
nuestro capital y nuestra energía al Canadá! ¡Cómo nos habrían recibido con los
brazos abiertos! Y aquí, ¿qué laya de recibimiento nos han hecho? Pues, señores,
lo que propongo hacer es protestar. . . formalmente. Elevaremos una . . . una .
. ., ¿cómo se llama?... a lo que llaman su gobierno. Daremos a conocer nuestro
caso a esa cosa, señores, e insistiremos y nos pondremos firmes; eso es lo que
vamos a hacer, ¿no es así? ¿Cómo es posible, señores, que vayamos a vivir entre
estos miserables macacos y darles las ventajas de nuestros . . . sí, señores, de
nuestro capital y energía, sin sacar algún provecho? No, señores, ¡eso sí que
no! Debemos hacerles comprender que no. . . no estamos para eso y que nos
enojaremos de veras. Creo, señores, que esto es t . . . todo lo que les tengo
que decir. . .
Hubo ruidosos aplausos durante los cuales el orador se sentó de improviso en el
suelo. Entonces todos entonaron "Rule Britannia", cantando que se mataban y
haciendo una bulla de mil demonios.
Cuando terminó la canción, se oyó el fuerte ronquido del capitán Wriothesley.
Había comenzado a arreglar algunos ponchos en donde echarse, pero enredándose
irremediablemente en la sobrecincha, las riendas y jergones, se había quedado
dormido con los pies en el recado y la cabeza en el suelo.
—¡Hola! ¡esto sí que no puede tolerarse! —gritó uno del grupo—. Despertemos al
viejo Cloud, disparando nuestros revólveres a la pared sobre su cabeza y
haciendo descascararse el estuco para que le caiga en la cara. ¡Será cosa de
morirse de risa!
Todos quedaron entusiasmadísimos con la idea excepto el pobre Chillingworth,
quien, después de pronunciar su discurso, se había ido gateando a un rincón
donde estaba solo, viéndose muy pálido y abatido.
Luego empezó el tiroteo, dando la mayor parte de las balas en la pared a unos
pocos centímetros sobre la cabeza del recostado capitán, y desparramando tierra
y pedazos de estuco sobre su rostro amoratado. De un salto me puse de pie y me
precipité a ellos, diciéndoles, sin reflexionar, que estaban demasiado ebrios
para poder hacer buena puntería, y que matarían a su amigo. Mi intervención dió
lugar a una bulliciosa y acalorada protesta, en medio de la cual, el capitán,
que estaba tendido en el suelo en una posición sumamente incómoda, despertó, y
sentándose con gran dificultad, nos miró vagamente con las riendas y las cinchas
enredadas como serpientes alrededor del pescuezo y los brazos.
—¿Qué pasa? ¿Po. . . por qué ta. . . nta bulla? —preguntó roncamente—. ¿Qué?
¿Están haciendo una re . - . re . . . volución...? ¡Mu. . . muy bien!; es lo ú.
. . único que se pué hacé en este paí. . . pero no me . . . me . . . pidan que
se . . . sea presidente . . . Eso sí que no. No va . . . vale la pen . . . pena.
¡Buenas noches mu . . . muchachos! No me corten el pescuezo por equi . . . vo .
. . vo . . . cación. Dió lo . . . guarde. . . a. . . toos. . .
—¡No te vayas a quedar dormido otra vez, Cloud!
—gritaron todos—. Lamb tiene la culpa de todo esto. Nos ha dicho que estamos
borrachos; ese es el modo como nos recompensa nuestra hospitalidad. Estábamos
disparando nuestros revólveres para despertarte, viejo, para que nos acompañaras
con un trago . . .
—¿U... un trago? ¡ya.. . ya lo creo! —dijo Cloud, con voz ronca.
—Y este Lamb temía que te fuésemos a matar o he-rir . ¡Dile, viejo! ¡Si les
tienes miedo a tus amigos! ¡Dile a Lamb lo que te parece a ti su conducta!
—¡Déjenme, no más! —repuso el capitán, carraspeando—. Yo. . . yo se lo diré. No
tiene p. . . pa qué meterse Lamb, caballeros. Pe . . . ro fueron ustedes los que
tu . . . tuvieron la culpa recibiéndolo. ¿No. . . no les dije yo? Es de ustedes
la culpa, po. . . porque no. . . no era posible que él se juntase con nosotros.
Ustedes dirán, ¿di. . . dije o no dije . que era un entremetido? ¿Por qué di. .
. diablo, entonces, no me deja en paz? ¡Van a ver ahora lo que voy a hacer con
Lamb! ¡Le voy a dar un buen puñetazo en la nariz!
Y aquí aquel valeroso caballero trató de levantarse del suelo, pero las piernas
no le ayudaron y cayendo de espaldas y dando con la cabeza en la pared, sólo
pudo mirarme furiosamente con sus llorosos ojos.
Me dirigí hacia él, con la intención, supongo, de darle a él un puñetazo en la
nariz, pero cambiando súbitamente de intento, tomé mi recado y otras pilchas y
salí de la pieza maldiciendo de todo corazón al capitán Cloudesley Wriothesley,
el cabecilla sobrio o borracho, de la colonia de caballeros ingleses. Apenas
hube salido afuera, expresaron su placer al verse libres de mí, prorrumpiendo en
fuertes vivas, dando palmadas y disparando sus revólveres al techo.
Tendí mi poncho en el suelo a todo raso y me quedé dormido mientras
soliloquiaba: "Y así -termina —dije, contemplando con soñolientos ojos la
constelación de Orión— la segunda o vigésima segunda aventura, poco importa el
número exacto, puesto que todas acaban en humo —humo de revólver— o puñaladas y
el sacudir el polvo de mis pies. Y quizá en este mismo momento, Paquita,
despertada de ligero sueño por el cadencioso canto del sereno bajo su ventana,
extiende sus brazos para tocarme y suspira al encontrar mi lugar siempre vacío.
¿Qué deberé hacerle? Que es preciso cambiar mi nombre y llamarme Hernández o
Fernández, Blas o Chas, o Sandariaga, Gorostiaga, Madariaga o algún otro aga y
aun conspirar para echar abajo la disposición actual de las cosas. No me queda
otro recurso, puesto que este mundo oriental es como una ostra que sólo se
logrará abrir con un sable. En cuanto a pertrechos de guerra, ejército e
instrucción militar, todo eso es innecesario. Basta con reunir a unos cuantos
hombres descontentos y harapientos, montándolos a todos a caballo, cargar a
trochemoche el viejo tarro de lata del pobre señor Chillingworth. Poco me falta
esta noche para estar como aquel caballero, ¡pronto a llorar! No obstante, mi
situación no es tan desesperada como la de él; yo no tengo a ningún británico
embrutecido, de nariz amoratada, sentado como una pesadilla sobre mi pecho,
estrujándome la vida.
Los gritos y cantos de los demoledores fueron poco a poco poniéndose más y más
indistintos, y casi habían cesado cuando me quedé dormido, arrullado por una voz
de borracho que gangueaba lúgubre y desafinadamente:
We won’t go
. . . gome till morring.
VII
Temprano, a la mañana siguiente, dejé a Tolosa y caminé todo el día hacia el
sudoeste. No me apresuré, mas me detuve con frecuencia para darle un sorbo de
agua cristalina o un manojo de pasto a mi caballo. También visité durante la
jornada tres o cuatro estancias, pero no oí nada que pudiera serme útil. Así
recorrí unas doce leguas, caminando siempre hacia la parte oriental del distrito
de Florida, en el corazón del país. Como a la hora antes de ponerse el sol,
resolví no avanzar más ese día, y no pude haber escogido un sitio más apacible
donde pasar la noche que el que ahora se presentaba a la vista..., un aseado
rancho con un espacioso corredor situado en medio de un grupo de hermosos viejos
sauces llorones. Era una tarde tranquila y resplandeciente, y un sosiego y paz
inefables reinaban sobre toda la naturaleza, aun sobre los insectos y las aves,
pues ellos también estaban quedos o sólo emitían sonidos bajos y gratos al oído;
y aquella modesta vivienda, con sus ásperas murallas de piedra y techo de
totora, parecía armonizar con todo aquello. Según las apariencias, era el hogar
de gente sencilla y pastoral, cuyo único mundo sería el herboso despoblado
regado por abundantes arroyuelos cristalinos, y ceñido eternamente por aquel
lejano e intacto círculo del horizonte, sobre el cual descansaba la etérea
bóveda del cielo, estrellada de noche, y de día, llena de la dulce luz del sol.
Al aproximarse a la casa, fue una agradable sorpresa que ninguna jauría de
bulliciosos perros bravos se abalanzara sobre el temerario forastero para
hacerlo añicos..., cosa que uno siempre espera. Las únicas señas de vida que se
observaban, era un viejo de blancas canas que fumaba sentado en el corredor, y a
pocos pasos de él, de pie, debajo de un sauce, una muchacha. La muchacha hacía
uno de aquellos cuadros que se contemplan con deleite y se conservan eternamente
en la memoria. Nunca había visto nada más lindo ni más exquisito. No era aquella
hermosura tan común en estos países, que como un pampero nos toma desprevenidos,
por poco quitándonos el resuello, y que, pasando con igual rapidez, nos deja con
el cabello descompuesto y la boca llena de polvo. Su efecto fue más bien como el
del hálito de la primavera que sopla suavemente, apenas aventando nuestro
rostro, pero que infunde en todo nuestro ser una deliciosa y encantadora
sensación, como nada parecido ni en la tierra ni en el cielo. La muchacha
contaría a la sazón catorce años; de esbelto y garboso cuerpo, la tez de una
maravillosa blancura y transparencia en la que aquel brillante sol oriental no
había esbozado ni una sola peca. Sus facciones eran, me parece, las más
perfectas que jamás he visto en ser humano, y su áurea cabellera colgábale sobre
las espaldas en dos gruesas trenzas que le llegaban casi hasta las rodillas. Al
acercarme al rancho, alzó a los míos sus lindos ojos azules, una pudorosa
sonrisa asomó a sus labios, pero no se movió, ni habló. Sobre su cabeza, en la
rama del sauce, estaba posado un par de pichones; eran regalones suyos e
incapaces todavía de volar. Los polluelos se habían encaramado un poco más allá
de su alcance, y trataba de agarrarlos, tirando la rama hacia ella.
Dejando a mi caballo, me aproximé a su lado y le dije:
-—Yo soy alto, señorita, y tal vez pueda alcanzarlos. Me observó con ansioso
interés mientras tomé los pichones suavemente de la rama y los puse en sus
manos. Los besó, llena de contento, y con cierta dulce vacilación, me convidó a
que entrara.
Bajo el corredor conocí a su abuelo, el anciano de blancas canas, y le encontré
muy complaciente, pues convenía en todo lo que yo decía. En efecto, aun antes
que yo acabara una frase, empezaba a asentir a ella ávidamente. Allí también
conocí a la madre de la muchacha, que en nada se parecía a su bella hija, pues
tenía el pelo y los ojos negros y la tez morena como la mayor parte de las
mujeres sudamericanas. "Claro que es el padre el rubio y de cutis blanco", pensé
yo. Cuando más tarde llegó el hermano de la muchacha, desensilló mi caballo y lo
soltó al potrero; este muchacho también era moreno, aún más moreno que su madre.
El afecto sencillo y espontáneo con que me trató aquella buena gente tenía
cierto sabor que raramente he experimentado en otra parte del mundo. No era la
hospitalidad que se le ofrece de ordinario al forastero, sino un afecto
desprendido y natural, como el que podría haberse esperado que mostrasen a un
hermano querido o hijo que hubiese salido de su casa esa misma mañana y ahora
volviera.
Luego entró el padre de la muchacha, y me sorprendió extremadamente encontrar
que era de baja estatura, de cara arrugada y trigueña, con ojos como abalorios
de negro azabache y de nariz respingada, mostrando a las claras que más de una
gota de sangre charrúa corría por sus venas. Esto contrarió mi teoría respecto
del cutis blanco y los ojos azules de la muchacha; el hombrezuelo era, sin
embargo, exactamente tan afable como los demás de la casa, pues entró, se sentó
y tomó parte en la conversación como si yo hubiese sido algún miembro de la
familia a quien esperaba encontrar ahí. Mientras conversaba con esta buena gente
sobre asuntos del campo, toda la iniquidad de los orientales —la lucha
degolladora entre Blancos y Colorados y las execrables crueldades del sitio de
nueve años fue completamente olvidada; bien quisiera haber nacido entre ellos y
ser uno de ellos, y no un inglés cansado y vagabundo, sobrecargado con las armas
y la armadura de la civilización, tambaleando, como Atlas, con el peso sobre sus
hombros de un reino en que jamás se pone el sol.
Al cabo de un rato, este buen hombre, cuyo verdadero nombre nunca supe, pues su
mujer le llamaba simplemente Batata, díjole a su bonita hija, observándola con
atención: —¿Por qué te habés empilchao de esa manera, hija? ¿Es que hoy es el
día de algún santo?
"¡Qué ocurrencia llamarla hija! —exclamé mentalmente—. ¡Parece más bien ser la
hija de la estrella vespertina que hija suya!" Pero sus palabras eran poco
razonables,
porque la encantadora muchacha, que se llamaba Margarita, aunque llevaba
zapatos, no tenía medias, mientras que su vestido —por cierto muy limpio— era de
un percal tan desteñido que apenas se distinguía el dibujo. Lo único que pudiera
haberse llamado compostura era una angosta cintita azul que enlazaba su cuello,
blanco como el campo de la nieve. Mas, aunque hubiese vestido las sedas más
riquísimas y las joyas más resplandecientes, no se habría sonrojado ni sonreído
con mayor encantadora confusión.
—¡Esperamos al tío Anselmo esta noche, papito! —repuso ella.
—¡Deja a la niña, Batata! —dijo la madre—. Vos sabés lo loca que está por
Anselmo; cuando él viene, siempre se prepara pa recibirlo como una reina.
¡Esto fue casi superior a mi resistencia, y fui incitado poderosísimamente a
ponerme de pie y abrazar allí mismo a toda la familia! ¡Qué encantadora era esta
prístina sencillez!
Este era, sin duda, el único lugar en el mundo entero donde reinaba todavía la
edad de oro, apareciendo como los últimos rayos del sol poniente que bañan con
su luz algún
pico descollante, mientras que en otras partes todo permanece en las densísimas
tinieblas. ¡Ay! ¿Por qué me habría traído el destino a esta dulce Arcadia,
puesto que pronto habría que abandonarla otra vez para volver al empalagoso
mundo de trabajo y de luchas,
Aquella lucha inútil y despreciable
Que enloquece a los hombres, la lucha por riquezas y el poder,
Las pasiones y zozobras que marchitan nuestra vida
y malgastan la corta hora que hemos de permanecer?
Si no hubiese sido por Paquita, que me esperaba allá en Montevideo, podría haber
dicho: ";Oh, buen amigo Batata, y todos ustedes, amigos míos!, permítanme
cobijarme para siempre bajo este techo, compartiendo con ustedes sus sencillos
placeres sin desear nada mejor; quisiera olvidar aquel gran mundo atestado de
gente donde todos los hombres se matan por conquistar la naturaleza y adquirir
fortuna, hasta que habiendo desperdiciado sus míseras existencias en tales
inútiles esfuerzos, caen, y se echa tierra sobre sus sepulturas".
Al poco rato después de ponerse el sol, llegó el esperado Anselmo a pasar la
noche con sus parientes, y no bien se hubo apeado del caballo, ya estaba
Margarita a su lado para pedirle su bendición, a la vez que con sus delicados
labios besábale la mano. Anselmo le dio su bendición, y acarició su áurea
cabellera; entonces levantó ella el rostro, resplandeciente de una nueva
felicidad.
Anselmo era un magnífico tipo de gaucho oriental; moreno, de buenas facciones y
de cabello y bigotes negros como la noche. Vestía lujosamente; el cabo de su
rebenque, la vaina de su largo facón y otras pilchas sobre su persona, eran
todas de plata maciza. También eran de plata sus grandes espuelas, la perilla de
su recado, los estribos y la cabezada del freno. Era un gran parlanchín; jamás,
en todo el curso de mi variada vida, he encontrado a nadie que tuviese su
facilidad para arrojar de continuo tal torbellino de palabras acerca de
menudencias. Nos sentamos todos juntos en la cómoda cocina, sorbiendo mate; yo
tomé poca parte en la conversación, que trataba enteramente de caballos, y
apenas escuchaba lo que decían los demás. Estaba arrimado a la pared,
agradablemente ocupado observando la linda cara de Margarita, la cual,
respondiendo a la alegría que la agitaba, habíase tornado en un delicado color
de rosa. Siempre he tenido una gran pasión por todo lo bello; el sol poniente,
las flores silvestres, especialmente la verbena que en este país llaman
bonitamente margarita; y sobre todo, el arco iris cuando se extiende con su
hermoso color verde y violado a través del vasto y encapotado cielo, mientras el
nubarrón pasa sobre la tierra, húmeda y bañada por el sol, hacia el oriente.
Todas estas cosas me fascinan de un modo singularísimo. Pero cuando la belleza
se manifiesta en el cuerpo humano, supera a todas éstas. Hay en ella un poder
magnético que atrae mi corazón; un algo que no es amor, pues, ¿cómo podría un
hombre casado tener semejante sentimiento hacia cualquiera que no fuese su
mujer? No; no es amor, sino una etérea y sagrada especie de afecto que sólo se
parece al amor como la fragancia de las violetas se parece al sabor de la miel y
a la que destila del panal.
Por último, al rato después de la cena, Margarita, muy a pesar mío, se levantó
para irse a acostar, pero no sin primero pedirle la bendición a su tío. Después
que se hubo ido, viendo que aquella incansable máquina parlera de Anselmo
todavía seguía hablando, fresco como siempre, encendí un cigarro y me preparé a
escuchar.
VIII
CUANDO empecé a escuchar, me extrañó que ya el tema no fuera aquel tan favorito
de caballos que había absorbido la atención durante la noche. El tío Anselmo se
dilataba ahora en un elogio de los méritos de la ginebra, licor al que profesaba
una afición muy particular.
-—La giñebra es, sin duda —dijo—, la flor de tuitos los licores. Siempre he
sostenido que no hay nada que se compare con ella, y es por eso que acostumbro
tener un poco en casa en un porrón; pues, una vez que he tomao mí cimarrón por
la mañana y, en seguida, echao uno, dos, tres o cuatro tacos de giñebra, ensillo
mi pingo y salgo con el estómago reposao, el corazón contento y en paz con tuito
el mundo.
"Pues, siñores, me fijé aquella mañana que quedaba muy poca giñebra en el
porrón, porque aunque no podía ver cuánta había, siendo de barro y no de vidrio,
lo malicié por el modo en que tuve que empinarlo. Hice un ñudo en el pañuelo pa
ricordarme que tenía que tráir más ese mesmo día, y montando en mi caballo,
enderecé al galope pal lao en que se dentra el sol, sin pensar por un momento
que algo muy estraordinario había de pasarme ese mesmo día. Pero ansina sucede
con fricuencia, pues naides, por muy letrao que sea y capaz de ler el almanaque,
puede saber lo que va a pasar durante el día.
Anselmo estaba tan atrozmente prosaico, que estuve por irme a la cama a soñar
con la hermosa Margarita; pero la buena crianza no lo permitía, y además, tenía
curiosidad de saber qué cosa tan extraordinaria le habría sucedido en ese día
tan portentoso.
"—Por suerte — prosiguió Anselmo, había ensiyao ese día al mejor de mis
malacaras, pues puedo decir sin temor a que naides me retruque, que en aquel
pingo estoy montao y no a pie. Lo llamaba el Chingolo, nombre que Manuel, a
quien también llaman el Zorro, le había puesto, porque era un pingo que prometía
mucho y capaz de volar con su jinete, Manuel tenía nueve redomones, todos
malacaras, y voy a contarles cómo jué que habiendo pertenecido primero a Manuel,
pasaron a ser míos. El pobre diablo acababa de perder tuito cuanto tenía al
naipe; tal vez no sería gran cosa la plata que perdió, pero cómo jué que tenía
alguna, era un misterio pa todo el mundo. Pa mí, sin embargo, no lo era, pues
cuando me mataban mis animales y los cueriaban durante la noche, tal vez podría
haber ido ande la Justicia, que anda a tientas como un ciego en busca de algo
ande no está, y haberla endilgao en direción del rancho del culpable; pero
cuando no puede hablar y sabe al mesmo tiempo que sus palabras cairán como un
rejucilo de un cielo despejao sobre el rancho de un vecino, riduciéndolo a
cenizas y matando a tuitos dentro, ¡vaya, pues, siñores, en tal caso, el guen
cristiano prefiere quedarse cayao! Pues, ¿por qué ha de valer más un hombre que
otro pa que se arrogue el lugar de la Providencia? Tuitos somos carne, es verdá
que algunos somos sólo carne de perro y guena pa nada, pero a tuitos nos duele
el golpe del rebenque, y ande cai, ay brota la sangre. Eso lo digo, siñores,
pero acuerdensén que yo no he dicho que el Zorro me haiga robao, pues por nada
empañaría yo la reputación de naides, ni la de un ladrón, ni tampoco quisiera
que naides sufriera por causa mía.
"Pues, siñores, volviendo a lo que iba diciendo, Manuel perdió tuito; entonces
le dió la fiebre a su mujer y ¿qué podía hacer el pobre sino vender sus
malacaras?, ansi jué que yo mesmo se los compré, pagándole cincuenta pesos por
ellos. Es cierto que eran tuitos redomones y que estaban sanos, pero era un
precio alto, y no los pagué sin haber pensao bien la cosa antes, porque en
negocios de esta laya, si uno no saca cuentas de anticipao, ¿ande, siñores,
iríamos a parar a fin de año? Se lo llevaría a uno el mesmo diablo con tuita la
hacienda que heredó de sus padres, o que hubiese podido juntar a juerza de su
propia inteligencia y trabajo.
"Pues ansina es la cosa, siñores. Yo tengo malasa cabeza pa lo que son cuentas;
tuito lo demás no me cuesta nada aprender, pero cómo sumar cuando estoy apurao,
es algo que hasta aura no me ha dentrado en la mollera. Pero cuando yo encuentro
que no puedo sacar mis cuentas, ni sé lo que debo hacer, basta que consulte el
asunto con la almuá y me quede dispierto pensándolo. Pues, cuando hago eso, me
levanto tempranito a la mañana siguiente, sintiéndome tan despejao y fresco como
uno que acaba de comerse una sandía; y veo tan claro lo que debo hacer, y cómo
hacerlo, como si juera este mate que tengo aquí en la mano.
"En este trance resolví llevar el asunto de los malacaras conmigo a la cama y
decirle: "Aquí te tengo y no te me vas a escapar", pero como a la hora de cenar
dentró Manuel a fregar la pava, y se sentó junto al jogón con la cara larga como
un condenao a muerte.
"—Si la Providencia está enojá con tuita la humanidá
—dijo Manuel—, y quere hacer una vítima, no veo por qué ha elegido una persona
tan inofensiva y insinificante como yo.
"—¿Qué querés, pues, Manuel —retruqué yo—. Asigún nos dicen los letraos, la
Providencia nos manda alversidades pa nuestro bien.
"—Estoy conforme —dijo él—; no seré yo el que lo ponga en duda, pues, ¿qué se
diría de un soldao que criticase las medidas que tomara su comendante? Pero vos
sabés, Anselmo, la laya de hombre que soy yo, y es amargo que estas alversidades
le caigan encima a uno que jamás le ha hecho mal a naides, sino en ser pobre.
"—El carancho —dije yo— siempre hace presa a los enfermos y enclenques.
"—Primero, pierdo tuito lo que tengo —continuó él—; en seguida ha de darle la
fiebre a esa mujer, y aura debo creer que ni hasta crédito tengo, ya que no
puedo conseguir emprestao la plata que necesito. Los que mejor me conocían han
cambiao de repente, y aura me tratan como si juera un estraño.
"—Cuando lo ven a uno en la mala —dije yo—, hasta los cuzcos escarban la tierra
pa echársela encima.
"—Ansi no más es —retrucó Manuel—, y dende que me han pasao estas desgracias,
¿qué se han hecho la pila de amigos que yo tenía? Porque nada jede pior que la
pobreza, asi es que tuitos los hombres cuando la ven, se tapan las narices o
juyen como si juese la peste.
"—Es la pura verdá, Manuel, lo que vos decís —retruqué yo—, pero no digás tuitos
los hombres, porque, ¿cómo sabes vos —ya que hay tantas almas en el mundo— que
no le estas haciendo una injusticia a alguien?
"—De vos yo no digo nada —contestó él—; al contrario, si alguien se ha
compadecido de mí, has sido vos, y esto no sólo lo digo en tu presencia, sino
delante tuito el mundo.
"Estas eran sólo palabras. "Y aura —continuó Manuel— la mala suerte me obliga a
deshacerme por dinero de mis malacaras; y por eso he venido esta noche pa saber
tu decisión".
"—Manuel —dije yo—, soy un hombre de pocas palabras y honrao, como vos lo sabés,
y por consiguiente no había necesidá de andar con tantas güeltas conmigo, ni que
vos me echaras primero tantos rodeos; pues ansina no me tratás como amigo.
"—Tenés razón —dijo él—, pero no me gusta apiarme antes de parar el caballo y
sacar los pieses de los estribos.
"—Eso es como debe ser —retruqué yo—; pero vos sabés que cuando se llega al
rancho de un amigo, no hay necesidá de apiarse tan lejos de la tranquera.
"—Te agradezco lo que vos decís —dijo Manuel—, ya sé que tengo más defeutos que
manchas tiene un gato pajero, pero el andar apurao no es uno de ellos.
"—Eso es lo que me gusta —dije yo—, porque no soy aficionao a rumbiar por ay
como un borracho abrazando a estraños. Pero nuestra amistá no es de ayer, pues
nos hemos conocido y mirao hasta las tripas y el caracú, ¿por qué, entonces,
hemos de tratarnos como estraños, puesto que jamás hemos tenido disputas ni
motivos pa hablar mal uno de otro?
"—¿Y por qué —dijo Manuel— habíamos de hablar mal, puesto que nunca ni en sueños
se nos ha ocurrido insultarnos uno al otro? ¡Hay algunos que malqueriéndome, te
llenarían la cabeza como un buche de mentiras si pudieran, haciéndome no sé qué
cargos, cuando sabe Dios si no serán ellos mesmos los autores de lo que me
acusan, puesto que están tan pronto pa echármelo encimal
"—Si vos te referís a la hacienda que he perdido —dije yo—, no te incomodés por
tan poca cosa; porque si los que hablan mal de vos por ser ellos mesmos malos,
estuviesen escuchando, podrían decir: Este hombre empieza a sacarse el lazo
cuando naides ha pensao en acusarlo.
"—Tenés razón —dijo ‘Manuel—, pues no hay nada, por malo que sea, que no digan
de mi, y por consiguiente me quedo mudo, porque nada se gana con hablar. Ya me
han bautisao de antemano, y a ningún hombre le gusta que lo tomen por embustero.
"—En cuanto a mí —dije yo—, nunca te he sospechao, sabiendo que sos un hombre
honrao, güeno y trabajador. Si me hubieses ofendido en algo ya te lo habría
dicho, pues ansina soy yo de franco con todo bicho.
—"Creo de fijo en lo que vos decís —dijo él—, porque sé que vos no sos de
aquellos que se escuenden bajo la carona como hay muchos. Por eso, confiando en
tu franqueza en todo, he venido a verte respeuto a mis fletes, porque no me
gusta tratar con aquellos que con cada grano de maíz le echan una fanega de
maslos.
"—Pero, Manuel —retruqué yo—, vos sabés que yo no. soy hecho de oro, ni que me
han dejao por herencia las minas del Perú. Vos pedís demasiao caro por tus
redomones.
"—No seré yo el que lo niegue —dijo Manuel—, pero vos no sos de los que se tapan
las orejas cuando habla la razón y la pobreza. Mis redomonos son mi única
riqueza y felicidá, y sólo de ellos me vanaglorio.
"—Entonces —dije yo—, te digo francamente que mañana te daré la contestación de
sí o de no.
"—Como querás; pero mire, amigo, si arreglamos el negocio esta noche, bajaré el
precio.
"—Si querés rebajar algo —dije yo—, que sea mañana, pues tengo algunas cuentas
que arreglar esta noche, y de yapa, tengo que pensar en mil cosas.
"Después de eso, Manuel montó en su caballo y se jué. La noche estaba escura y
llovía, pero él nunca había necesitao ni farol ni de la luz de la luna pa
encontrar lo que buscaba de noche, bien juese su propio rancho o alguna
vaquillona gorda... ¡quién sabe si suya!
"Entonces me juí a la cama. Lo primerito que me pregunté, una vez apagada la
vela, jué: "¿Tendré bastantes capones gordos en mi majada pa pagar los
malacaras?" Entonces pensé: "¿Cuántos capones necesitaré al precio que me ofrece
ño Sebastián —un maldito tramposo, dicho sea de paso—, pa completar la suma que
necesito?"
"Esa era la cuestión; pero, amigos, yo no podía calcularlo. Por último, como a
eso de medianoche resolví encender la vela, tomar una espiga de maíz y
desgranaría; entonces, arreglando los granos en montoncitos, cada montón del
valor de un capón y contándolos después tuitos juntos, podría sacar la cuenta.
"Jué güena la idea. Estaba tanteando con la mano debajo de la almuá ande tenía
los mistos pa encender la vela, cuando me acordé de repente que se había dao
todo el maíz a las gallinas. "No importa —dije yo pa mis adentros—, he evitao
levantarme al ñudo de la cama. Pues jué sólo ayer —dije yo, siempre pensando en
el maíz— que cuando me servia la comida ña Pascuala, la cocinera, me dijo:
"Patrón, ¿cuándo va a comprar maíz pa la gallinas? ¿Cómo quere que esté güena y
sabrosa la sopa cuando no hay ni un güevo pa echarle adentro? Y ay está ese
gallo negro, el del dedo chueco, ¿sabe? el de la segunda cría que empolló la
gallina bataraza el año pasado, a pesar de que los zorros se llevaron a lo menos
tres gallinas de los mesmos matorrales ande estaban empollando... Pues, ha
estado rumbiando por ay tuito el dia con las alas muy cáidas como si juera a
tener el moquillo. y si hay una epidemia entre las gallinas como hubo el año
antepasao entre las de la vecina Gumersinda, puede estar siguro que será debido
a la falta de maíz. Y lo más curioso del caso, y es la purita verdá, aunque usté
no lo crea, pues la vecina Gumersinda me lo contó ayer cuando vino a pedirme un
poco de perejil, porque como usté muy bien sabe, el suyo lo arrancaron los
chanchos cuando dentraron en la quinta en otubre pasao; pues, siñor, ella dice
que la epidemia que le mató veinte y siete gallinas de las mejores en una
semana, comenzó por un gallo negro que tenía un dedo roto y que empezó como el
nuestro a dejar cáir las alas como si tuviera el moquillo."
"—-¡Que todos los diablos se lleven a esta maldita mujer —grité, botando al
suelo la cuchara que había estado usando— con su moquillo, la vecina Gumersinda
y qué sé yo qué más! ¡Pucha! ¿Creerás vos, mujer, que no tengo otra cosa que
hacer que andar galopiando por todas partes buscando maíz, sobre todo aura que
no se puede conseguir ni a peso de oro, y tuito por una gallina bataraza que
está enferma y pueda tener el moquillo?
—"Yo no he dicho tal cosa —contestó Pascuala, levantando la voz, como hacen las
mujeres—. O usté no ha parao la oreja a lo que estoy diciendo, o se hace el que
no compriende. Nunca en mi vida he dicho que la gallina bataraza juera a tener
el moquillo; y si es la gallina más gorda de la vecindá, debe agradecérmelo a
mí, después de a la Virgen santísima, como tantas veces me lo ha dicho la vecina
Gumersinda, porque nunca dejo de darle carne picada tres veces al día, y por eso
es que nunca sale de la cocina, ansina es que hasta los gatos tienen miedo de
dentrar a la casa, porque se les va encima como una juria. Pero usté siempre
toma lo que le digo por las patas; y si dije algo de moquillo, no jué la gallina
bataraza sino el gallo negro con el dedo chueco el que dije que podía tenerlo.
"—-¡Andá al mesmo diablo con tu galIo y tu maldita gallina bataraza! —grité yo,
levantándome de repente del banco, pues había perdido la paciencia y la mujer me
estaba ya volviendo loco con su cuento del gallo con el dedo chueco y de lo que
decía ña Gumersinda—. ¡Y que tuitas las maldiciones caigan sobre esa bruja que
está siempre llena como un diario de las cosas de sus vecinos! ¡Ya sé la laya de
perejil que viene a buscar ña Gumersinda en mi quinta! ¿No basta que vaya por
tuitas partes dándole importancia a los versos que le canté a la hija de
Montenegro cuando bailé con ella en lo del primo Teodoro después de la yerra,
cuando bien sabe Dios que nunca me ha ímportao un pito la muchacha? ¡Pero
habráse visto nomás ánde han venido a parar las cosas, cuando ni un gallo que
tiene el dedo roto puede enfermarse sin que meta su pata en ello la vecina
Gumersinda!
"Jué tanto lo enojao que estaba con ña Pascuala cuando ricordaba estas y otras
muchas cosas, que de güenas ganas le hubiera tirao la juente con la carne asada
a la cabeza.
"Justamente en ese momento, mientras pensaba en estas cosas, me quedé dormido. A
la mañana siguiente me levanté y sin calentarme más la cabeza, compré los
malacaras y le pagué a Manuel lo que pedía. Porque tengo esta güena cualidá, que
cuando tengo alguna duda sobre una cosa, la noche lo aclara todo, y a la mañana
siguiente me levanto reposao y con mi resolución tomada."
Aquí terminó el cuento de Anselmo sin que hubiese pronunciado ni una sola,
sílaba de aquellos asuntos maravillosos que empezó a contar, y temiendo que
fuera a lanzarse a un nuevo tema, le dije pronto "buenas noches" y me fui a la
cama.
IX
EL BOTÁNICO Y EL
INGENUO
Al día siguiente, muy de mañana, partió Anselmo, pero yo ya me había levantado y
estaba en pie para decirle adiós al benemérito narrador de interminables cuentos
sin ton ni son. En efecto, estaba ocupado en mis abluciones matutinas en un gran
balde de madera debajo de los sauces, cuando él montó su caballo, entonces,
después de arreglar cuidadosamente los pliegues de su pintoresco poncho, se fue
al trotecito, el prototipo de un hombre con el estómago reposado, el corazón
contento y en paz con todo el mundo, incluso la vecina ña Gumersinda.
Yo había pasado la noche en desvelo, por raro que parezca, pues la hospitalaria
mujer de Batata me había provisto de una deliciosa y blanda cama, un lujo casi
inaudito en la Banda Oriental, y cuando me metí en ella, no había entre sus
misteriosos pliegues hambrientos compañeros de cama que aguardaban mi llegada.
Pensé en la prístina sencillez de las vidas y del carácter de esta buena gente
que dormía cerca de mí; y aquel disparatadísimo cuento que había contado
Anselmo, de Manuel y ña Pascuala, me hizo reír varias veces. Por último mis
pensamientos, que, como las cornejas "sopladas aquí y allá en un borrascoso
cielo, habían vagado indecisa y desatinadamente concentraron en aquella hermosa
e intrigante anomalía, aquel misterio de misterios, en la rubia Margarita. ¿Cómo
pudo ella por la ley de herencia haber llegado allí? ¿De dónde había sacado
aquel garboso talle, aquella tez perlina, la orgullosa y dulce boca, la nariz
que bien pudiera haber servido al mismo Fidias de modelo; aquellos ojos
límpidos, puros, de color de zafiro y aquella áurea cabellera que suelta la
hubiese cubierto cual esplendorosa prenda de vestir? Devanándome los sesos con
tales problemas ¿qué sueño podía esperar?
Cuando me vio el bueno de Batata haciendo preparativos de viaje, insistió
amablemente en que me quedara a almorzar. Acepté su convite, porque después de
todo, mientras más deliberadamente se hace una cosa, más pronto se cumple...
sobre todo en la Banda Oriental. Almorzaban a mediodía, así que había sobrado
tiempo para deleitar la vista una vez más contemplando a la hermosa Margarita.
Durante la mañana tuvimos una visita; un viajero que llegó en un caballo muy
cansado; era conocido de Batata, habiendo visitado el rancho, según me dijeron
en otras ocasiones. Se llamaba Marcos Marcó. Era un individuo alto, de unos
cincuenta años de edad, de rostro descolorido, de pelo entrecano y harto
mugriento; vestía a la gaucha y su traje estaba muy usado. Caminaba inclinado
hacia adelante y sus maneras eran lerdas; tenía una mirada expectante y de
sufrimiento como la de un animal con hambre. Sus ojos eran sumamente penetrantes
y varias veces le sorprendí observándome con curiosidad.
Dejando a este andrajo haragán conversando con Batata, quien con mal empleada
bondad habíale ofrecido un nuevo caballo, salí a dar una vuelta antes del
almuerzo. Durante mi caminata a lo largo de un pequeño arroyo, que corría a los
pies del cerro, sobre el cual estaba situado el rancho, encontré una hermosísima
flor acampanada de un suave color rosado. La tomé con cuidado y la llevé conmigo
pensando que probablemente podría dársela a Margarita si la encontrase a solas.
Cuando volví a la casa, hallé al viajero sentado debajo del corredor, remendando
parte de su viejo recado, y tomé asiento para charlar un rato con él. Una
habilidosa abeja podrá extraer siempre de cualquier flor la miel suficiente para
premiar su trabajo, así que no vacilé en abordar a este individuo cuyo exterior
me era tan poco simpático.
-Así que usté es inglés —observó, después que hubimos estado conversando algún
rato; yo, por supuesto, respondí afirmativamente.
-¡Qué cosa tan rara! Y a usté le gustan las flores bonitas ¿no es así?
—prosiguió, dirigiendo la vista a la hermosa flor que tenía en la mano.
-Todas las flores son bonitas —repuse.
-—Pero seguramente, señor, habrá algunas más bonitas que otras. Tal vez usté
habrá oservao una muy bonita que crece por estas tierras. . . la margarita
blanca. . . ¿eh?
Margarita es el nombre que le dan a la verbena en la Banda Oriental; la olorosa
variedad blanca es muy común, así que habla sobrada razón para que me hiciese el
desentendido respecto del significado que con cierta frescura intentaba que yo
dedujera. Con la expresión más indiferente posible, repuse: —Si, he observado
muchas veces la flor a que usted se refiere; es muy olorosa, y, a mi juicio,
infinitamente más hermosa que las variedades rojas y moradas. Pero usted ha de
saber, amigo, que soy botánico, o sea uno que se dedica a estudiar las plantas,
y por lo tanto, me intereso igualmente por todas ellas.
Esto le sorprendió; y viendo con agrado el interés que parecía mostrar en el
asunto, le expliqué en sencillo lenguaje la base en que se funda la
clasificación de las plantas, contándole de aquella lingua franca por cuyo
.medio podían entenderse, respecto a plantas, todos los botánicos del mundo.
Dejando a un lado este tema algo seco, me dirigí a ese otro, tanto más
fascinador, el de la fisiología de las plantas. —Ahora, ¡mire esto! —continué, y
con cortaplumas disequé con cuidado la flor que tenía en la mano, pues, desde
luego, ya no era posible regalársela a Margarita sin exponerme a sus
comentarios. Entonces le expliqué la hermosa y complicada estructura por medio
de la cual esta campánula se fertiliza.
Me escuchó admirado, agotando por completo expresiones tales como: ¡Qué Cristo!
¡Qué maravilla! ¡Por Dios! y ¡No me diga! Terminé mi plática persuadido de que
mi superior inteligencia había desconcertado por completo a este ignorante
oriental; y tirando a un lado lo que quedaba de la flor, me eché el cortaplumas
al bolsillo.
—Estas son cosas, señor, que muy rara vez oímos nombrar en esta Banda Oriental,
pero los ingleses lo saben tuito... aun los secretos de una flor. Son poquísimas
las cosas que no son capaces de hacer. Mire, señor botánico, dígame: ¿ha tomado
parte usté alguna vez en representar una comedia?
—¡Caramba! ¡Después de todo, había perdido la flor y lucido mis conocimientos
científicos inútilmente! —¡Por supuesto! —repuse, y acordándome del consejo que
me había dado Cejas, añadí—: y en tragedias también.
—¿De veras? —exclamó—. ¡Qué entretenidos estarían los que asistieron! Pero luego
podremos hartarnos peleando, pues veo a la Margarita blanca que viene en esta
dirección pa decirnos que está pronto el almuerzo. La carne asada de Batata dará
que hacer a nuestros facones; ¡ojalá tuviésemos también una de sus harinosas
tocayas pa comer con ella!
Tragué mi resentimiento lo mejor que pude y cuando se acercó Margarita a
nosotros, miré sonriendo su incomparable cara; y, levantándome, la seguí a la
cocina.
X
LA REPÚBLICA
Después del almuerzo dije adiós de muy mala gana a la cariñosa pareja en cuyo
rancho me había cobijado y con una última, larga y codiciosa mirada a la hermosa
Margarita, monté mi caballo. No bien me hube sentado en la silla, Marcos Marcó,
que también estaba de viaje en el nuevo caballo que le hablan prestado, dijo:
—¡Usté va a Montevideo, amigo!; yo también voy en esa dirección y lo llevaré por
el camino más corto.
—El mismo camino me servirá de guía —dije secamente.
—El camino es como un pleito; muchos rodeos, trampas y muy largo. Sólo sirve pa
los viejos que apenas ven y pa los carreteros con sus carretas.
Vacilé entre si aceptar o no, como guía, a este extraño individuo que mostraba
tanta agudeza bajo su lerdo y rústico exterior. La combinación de humildad y
desprecio en su lenguaje, cada vez que me dirigía la palabra, me tenía receloso;
además, su aspecto de indigencia y sus furtivas miradas también eran muy
sospechosas. Miré a Batata, que estaba parado a un lado, pensando que me dejaría
guiar por la expresión de su semblante; pero tenía aquella inexpresiva cara
oriental que jamás revela nada. Una antigua regla del whist consiste en jugar
triunfo cuando se está en duda y cuando tengo que escoger entre uno de dos
rumbos y estoy indeciso, mi norma es tomar el más aventurado. Obrando con
arreglo a este principio, resolví ir con Marcos, y, de consiguiente, juntos nos
pusimos en marcha.
Luego, mi guía empezó a travesar el campo, alejándose más y más de la carretera
y llevándome por sitios tan solitarios, que por último comencé a sospechar que
debía tener algún propósito malintencionado contra mi persona, puesto que no
llevaba nada de valor que mereciese robarse. Después me sorprendió, diciéndome:
—;Tuvo mucha razón, mi joven amigo, de desechar aquellos vanos temores y aceptar
mi compañía! ¿Por qué permite usté que aura güelvan turbarlo? Los hombres de su
país jamás me han hecho ningún daño que yo tenga que vengar. ¿Podría yo hacerme
joven derramando su sangre o Sacaría algún provecho cambiando estos trapos que
llevo puestos por su ropa que también está vieja y gastada? ¡No, no, señor
inglés! Esta ropa que visto con pacencia en mis sufrimientos y destierro, que me
cubre de día y en la cama de noche, luego será trocada por un traje más vistoso
que el que usté lleva puesto.
Sus palabras me aliviaron bastante, y me hizo sonreír el ambicioso sueño del
pobre diablo de vestir la mugrienta casaca colorada del soldado, pues suponía
que fuera a eso a lo que se refería. No obstante, seguía intrigándome
considerablemente su camino más corto a Montevideo. Durante dos o tres horas
habíamos estado caminando casi paralelamente a una cuchilla que se extendía a
mano izquierda hacia el sudeste; pero, poco a poco, nos íbamos acercando a ella
y desviándonos adrede de nuestro camino, con el solo intento, al parecer, de
atravesar un campo sumamente difícil y solitario. A nuestra derecha, muy en
lontananza, veíanse empingorotadas sobre los más altos sitios de aquella vasta
soledad, las casas de las pocas estancias que pasábamos. Por donde íbamos no
habla viviendas de ninguna especie, ni aun siquiera el puesto de un pastor; el
terreno seco y pedregoso estaba cubierto de un ralo algarrobal y pasto quemado
por los calores del verano; y en medio de esta árida región, descollaban las
cuchillas, viéndose sus desnudas laderas de color de café, singularmente
agrestes y solitarias bajo el sol abrasador del mediodía.
Apuntando al campo raso a nuestra derecha, donde divisaba el azulino reflejo del
agua de algún río, dije:
—-Amigo, puedo asegurarle que no lo digo por miedo, pero no puedo comprender por
qué sigue caminando atracado a estas cuchillas, cuando aquella cañada de allá
habría sido tanto más agradable para nosotros y, al mismo tiempo, más fácil para
nuestros caballos.
—-No hago nada sin tener una razón, dijo Marcos, con una curiosa sonrisa—; el
agua que usté ve allá es el río de las Canas , y los que bajan a sus cañadas
envejecen antes de tiempo.
Conversando de rato en rato, pero las más de las veces en silencio, caminamos al
trotecito hasta eso de las tres de la tarde, cuando de repente, al orillar un
áspero monte, salió de él una cuadrilla de seis hombres armados, y torciendo,
vinieron directamente hacia nosotros. Una mirada bastó para imponemos que eran
soldados o policía montada, que recorrían el campo buscando reclutas, o, por
mejor decir, desertores, criminales y vagabundos de toda especie. Yo no tenía
nada que temer, pero una exclamación de furia escapó de los labios de mi
compañero, y, volviéndome a él, noté la palidez cenicienta de su semblante. Me
reí, porque la venganza es dulce, y todavía me picaba la manera desdeñosa con
que me había tratado un poco antes, aquella misma mañana.
—-¿Es tanto el miedo que les tiene?
—-¡No sabe lo que usté dice, niño! —repuso ferozmente-. ¡Cuando haigás pasao por
el infierno que he pasao, y dormido tan tranquilamente como yo, con un cadáver
de almohada, aprenderás a sujetar tu impertinente lengua cuando le hablás a un
hombre!
Una mordaz respuesta estuvo a punto de salir de mis labios, pero al fijarme en
el rostro de Marcos, me quedé callado... tenía la expresión de algún animal
salvaje acosado por los perros.
Al momento llegaron los hombres a medio galope, y uno de ellos, el jefe,
dirigiéndome la palabra, me pidió mi pasaporte.
—-No traigo pasaporte —repuse—. Mi nacionalidad es protección suficiente; pues,
como usted ve, soy inglés.
—-En cuanto a eso, amigo, sólo tenemos su palabra —dijo el hombre—. Hay un
cónsul inglés en la capital que provee a todos los súbditos ingleses de
pasaportes para su protección. Si usté no tiene uno, tendrá que sufrir las
consecuencias y nadie tendrá la culpa sino usté mismo. Lo único que yo veo es a
un joven, con todos sus miembros intactos, y de tales ha menester la república.
Además, usté habla como uno que ha nacido bajo este cielo. Tiene que venir con
nosotros.
—-No pienso ir con ustedes.
—-No diga eso, patroncito —dijo Marcos, sorprendiéndome sobremanera el cambio de
tono y conducta que ahora mostraba para conmigo—; ricuérdese que le dije, hace
un mes, que era muy imprudente salir de Montevideo sin nuestros pasaportes. Este
oficial está cumpliendo las órdenes que ha recibido, pero podría ver que somos
lo que decimos.
—-¡Vaya! —exclamó el oficial, volviéndose a Marcos—. Conque vos sos, supongo,
también un inglés sin pasaporte, ¿eh? Por lo menos, podrías haberte provisto de
un par de ojos azules de porcelana y una barba rubia para disfrazarte un poco
mejor.
—-Yo soy un pobre hijo del país, nomás —dijo Marcos humildemente—. Este joven
inglés anda buscando una estancia que quere comprar, y yo vine con él de la
capital en calidá de pión. Jué un descuido muy grande de nuestra parte no haber
otenido nuestros pasaportes antes de venir.
-—Entonces, por supuesto, este joven ha de tener bastante dinero en los
bolsillos —dijo el oficial.
No me hacían maldita gracia las mentiras que se había permitido decir Marcos
respecto de mi, pero, al mismo tiempo, no sabía cuál pudiera ser el resultado si
las desmintiera. Por lo tanto, dije que no era tan leso para viajar por un país
como la Banda Oriental, con plata en los bolsillos, añadiendo: —Tengo más o
menos lo suficiente para comprar el pan con queso que necesite hasta llegar al
fin de mi viaje.
—El Gobierno de este país es muy generoso —dijo el oficial sarcásticamente—
pagará todo el pan con queso que usted necesite. También le dará carne. Ahora es
preciso que ustedes dos vengan conmigo al juzgado de Las Cuevas.
Viendo que no había remedio, acompañamos a nuestros aprehensores al galope por
el áspero y ondulante campo, un pueblucho sucio y miserable, que consistía en
unos cuantos ranchos alrededor de una gran plaza poblada de maleza. A un lado de
la plaza se hallaba la iglesia, y al otro, un cuadrado edificio de piedra con un
asta de bandera sobre la puerta de calle. Este era el juzgado; sus puertas
estaban cerradas y no había otra seña de vida más que un viejo que no parecía
tener dónde caerse muerto, arrimado a una de las puertas, con sus piernas
desnudas color de caoba estiradas al sol abrasador.
—-¡Esto sí que está bueno! —exclamó el oficial, echando maldiciones—. Estoy por
soltar a los presos.
—-¡Nada perderá haciéndolo, a menos que sea una jaqueca! —dijo Marcos.
-—Cállate! ¡Qué te mete a vos a dar tu opinión! —dijo el oficial, reventando de
rabia.
—-Enciérrelos en el calabozo, teniente, hasta que venga el juez mañana —sugirió
el viejo arrimado a la puerta, Saliendo su voz de entre una matosa barba y una
nube de humo de su cigarrillo.
—-¿Qué no sabés vos, viejo tonto, que la puerta está rota? —dijo el oficial—.
¡De mucho nos serviría encerrarlos! Aquí estoy yo descuidando mis propios
intereses para servir al país, y así es como me tratan. No hay más remedio que
llevarlos a la casa del juez y que él los atienda. ¡Adelante, muchachos!
Nos llevaron, entonces, a una media legua de Las Cuevas, donde vivía el juez con
su familia. Su residencia era una casa de estancia, sucia y muy descuidada, con
numerosos perros, gallinas y chiquillos en rededor. Nos desmontamos y se nos
condujo inmediatamente a una gran sala en la que encontramos al magistrado
sentado a una mesa cubierta de papeles. Dios sabrá de qué trataban! El juez era
un hombrecillo de escasa talla, de enjutas facciones, bigotes y barbas
encanecidos, tiesos como cerdas y erizados como los mostachos de un gato; y sus
ojos, o, por mejor decir, uno de ellos —pues sobre el otro llevaba atado un
pañuelo de algodón— chispeaba de rabia. No bien hubimos entrado, se abalanzó a
la pieza en pos de nosotros una gallina seguida por su cría de una docena de
pollitos; éstos se distribuyeron inmediatamente por el suelo en busca de migas,
mientras que la madre, más ambiciosa, voló sobre la mesa, desparramando los
papeles a derecha y a izquierda con el viento que produjo.
—-¡Que mil demonios se lleven a estas malditas aves! gritó el juez, levantándose
enfurecido—. ¡Mirá, hombre! ¡Andá a buscar a tu patrona y traéla pacá en el
acto! ¡Decile que yo mando que venga!
Esta orden fue cumplida por la persona que nos había anunciado, un tipo
mugriento, de cara atezada, vestido con un andrajoso uniforme de soldado; y en
dos o tres minutos volvió seguido por una mujer gordinflona muy desaliñada,
apareciendo, sin embargo, de muy buen humor, y que en llegando, se dejó caer
enteramente rendida en una silla.
-¿Qué pasa, Femando? —preguntó, respirando con dificultad.
-¿Qué pasa? ¿Cómo podés tener la desfachatez, Toribia, de hacerme esa pregunta?
¡Mirá nomás el revoltijo que han hecho tus malditas gallinas con mis papeles!...
¡Papeles que atañen a la seguridad de la República! ¿Qué medidas vas a tomar,
¡mujer!, para que esto no se vuelva a repetir antes que yo haga matar a todas
tus gallinas?
-¡Pero, Fernando! ¿Qué querés vos que yo haga, hijo? ¡Tendrán hambre, supongo!
Yo que creía que me habrías hecho llamar para pedirme mi opinión respecto a
estos prisioneros. ... ¡Pobres infelices! ¡Y aquí me traés vos con tus gallinas!
La apacibilidad de Doña Toribia obró como aceite sobre las llamas del furor de
su marido. Éste se abalanzó por la sala aquí y allá, volteando las sillas a
patadas, y lanzándoles a los pollos reglas y pisapapeles, con intento, al
parecer, de matarlos, pero con pésima puntería, gritando, alzándole la mano a su
mujer, y cuando ella se reía, amenazándola con meterla en el cepo por
contumacia. Por último, después de grandes dificultades, se consiguió hacer
salir a todos los pollitos, y se puso al sirviente que guardara la puerta, con
órdenes terminantes de degollar al primero que procurase entrar mientras se
tomaban las medidas del caso.
Habiéndose restablecido el orden, el juez encendió un cigarrillo y empezó a
serenarse. —-¡Proceda!-dijo al oficial desde su silla al lado de la mesa.
—-¡Señor juez! —dijo el oficial—. Cumpliendo con mi deber, he prendido a estos
dos forasteros que andan sin pasaporte u otro documento cualquiera que compruebe
lo que dicen. Según lo que cuentan, el joven este es un millonario inglés que
anda por el país comprando estancias, y el otro, su pión. Hay veinticinco
razones para no creerles jota de lo que dicen; pero no tengo el tiempo ahora
para dárselas a conocer. Habiendo encontrado cerradas las puertas del juzgado,
los he traído para acá a costa de grandes inconvenientes; y ahora sólo estoy
esperando que usté despache este asunto, sin más demora, para tener un poco de
tiempo y atender a mis propios asuntos.
—-¡No me trate usté tan perentoriamente, señor oficial! ¿Qué se figura usté que
yo no tengo también asuntos particulares que atender, o que el Gobierno les da
de comer y viste a mi mujer y a mis hijos? ¡No, señor! ¡Seré el sirviente de la
república, pero no el esclavo!; y permítame hacerle presente, señor oficial, que
los asuntos oficiales deben despacharse durante las horas de oficina y en su
propio lugar.
—-¡Señor juez! —dijo el oficial—. Soy de opinión que un magistrado civil nunca
debiera meterse en asuntos que incumben más propiamente a las autoridades
militares; pero ya que estos asuntos se arreglan de otro modo, y que tengo la
obligación de venir, en primer lugar, con mis informes a uste, estoy aquí sólo
para saber —sin meterme en ninguna discusión acerca del puesto que ocupe usté en
la república— ¿qué es lo que debe hacerse con estos dos hombres que le he
traído?
—-¿Qué debe hacerse con ellos? ¡Mándelos al mismo diablo si quiere!
¡Degüellelos, suéltelos, haga lo que le dé la gana, puesto que usté es el
responsable de ellos y no yo! Y tenga la más completa seguridad, señor oficial,
que no dejaré de pasar un informe respecto al lenguaje insubordinado que usté se
ha permitido usar con sus superiores.
—-¡No me asustan de ningún modo sus amenazas, señor Juez! -respondió el
oficial-; porque no es posible ser culpable de insubordinación contra una
persona a quien no se le tiene la menor obligación de obedecer. Y ahora, señores
-añadió el oficial-dirigiéndose a nosotros—, me han aconsejado que los ponga en
libertad; ¡pueden seguir viaje!
Marcos se puso apresuradamente de pie.
—-¡Sentate, hombre —gritó el enfurecido magistrado, y el pobre Marcos, muy
cabizbajo, volvió a sentarse—. Señor teniente -continuó el iracundo viejo—:
puede usté retirarse. La república que usté pretende servir, estaría, quizás,
igualmente bien servida sin su valiosa cooperación. ¡Váyase, señor, a atender
sus asuntos particulares y deje aquí a sus hombres para que cumplan mis órdenes!
Se levantó él oficial, y después de hacer una profunda e irónica reverencia,
giró sobre los talones y salió de la pieza.
—-Lleven a estos dos hombres y métanlos en el cepo-prosiguió el pequeño
déspota-, pues los interrogaré mañana.
Dos de los soldados llevaron a Marcos para afuera, pues había en un galpón cerca
de la casa uno de aquellos aparatos de madera en el que encepaban a los presos
durante la noche. Pero cuando los otros me agarraron los brazos, me repuse del
asombro que me había producido la orden del juez, y los empujé bruscamente a un
lado.
¡Señor juez —dije, dirigiéndome a él—, permítame aconsejarle que piense muy bien
lo que está haciendo. Mi acento debiera convencer seguramente a cualquier ser
razonable de que no soy natural de este país. No tengo el menor inconveniente en
quedar bajo su custodia, o en ir adonde quiera mandarme; pero será preciso que
sus hombres me hagan añicos antes que me obliguen a pasar por la humillación de
meterme en el cepo. Si usted me maltrata de cualquier modo, le advierto que el
Gobierno que usted sirve, sólo le reprenderá, y quizá le arruine por su
imprudente celo.
Antes que pudiese contestar, su rolliza esposa, a quien, al parecer, yo había
caído muy en gracia, intervino, y persuadió al pequeño salvaje de su marido que
no me encepara.
—-¡Muy bien! -dijo—; por ahora puede considerarse mi huésped; si usté me ha
dicho la verdad respecto a quién es, un día de detención no puede hacerle ningún
daño.
Mi amable intercesora, entonces, me condujo a la cocina, donde todos nos
sentamos a tomar mate y a conversar hasta ponernos de buen humor.
Empecé a compadecerme del pobre Marcos, pues hasta un inútil vagabundo, según lo
parecía ser, se hace objeto de compasión una vez que le sobreviene alguna
desgracia, y, por lo tanto, pedí permiso para ir a verle. Éste me fue concedido
muy voluntariamente. Le encontré encerrado en un gran galpón desocupado cerca de
la casa; estaba provisto de un mate y una pava con agua caliente, y chupaba su
cimarrón con aire de estoica impasibilidad. Las piernas, metidas en el cepo, las
tenía estiradas por delante; pero supongo que estaría acostumbrado a posturas
incómodas, porque no parecía importarle gran cosa. Después de expresarle mi
simpatía de un modo general, le pregunté si realmente podría dormir en esa
posición.
—-¡No! —repuso indiferentemente—, pero ha de saber, niño, que no me importa que
me haigan tomao preso. Supongo que me mandarán a la comendancia y después de
unos cuantos días me pondrán en libertá. Soy güeno pa trabajar a caballo, y no
ha de faltar algún estanciero que necesite un pión, que me saque. ¿Quiere
hacerme un pequeño servicio, amigo, antes dirse a acostar?
—-Cómo no -repuse—, si es que puedo.
Medio se rió y me miró con. una curiosa y penetrante mirada y tomándome la mano
le dio un fuerte apretón.
—-¡No, no mi amigo! No voy a incomodarlo pidiéndole que haga algo por mí —dijo—.
Tengo un genio del demonio, y hoy día, en un momento de rabia, lo insulté a
usté. Por consiguiente, me sorprendió cuando lo vi dentrar aquí y hablarme tan
amablemente. Le hice esa pregunta sólo porque quería saber si la simpatía que me
ha mostrao era sólo por encima; porque los hombres con que uno se encuentra son
generalmente como el ganao vacuno. Cuando cai uno de ellos, sus compañeros del
potrero sólo se acuerdan de sus ofensas pasadas y corren a aporrearlo.
Me sorprendió su manera; no parecía ahora el mismo .Marcos con el que había
viajado aquel día. Impresionado por sus palabras, me senté en el cepo frente a
él y le pedí que me dijera en qué podía servirle.
—-¡Pues amigo repuso—, usté ve que el cepo está asegurao con un candao. Si usté
consiguiese la llave y me sacara de aquí, podría dormir muy bien; entonces,
tempranito por la mañana, antes que se levante aquel viejo loco, tuerto de un
ojo, usté podría venir y echarle llave al cepo otra vez. Naides lo sabría.
—-¿Y usted no procurará escaparse?
—-¿Escaparme yo? No tengo e! menor deseo de escaparme. . .—Y en todo caso,
aunque quisiera, no podría hacerlo, porque naturalmente la pieza quedará con
llave. Pero aunque yo estuviera dispuesto a hacer lo que usted me pide, ¿cómo
podría conseguir la llave?
—-Eso es un asunto muy fácil: pídasela nomás a la señora que se la dé. ¿Cree
usté que no vi con qué ojos se lo comía? Sin duda la haría recordar a algún
pariente ausente, tal vez a algún sobrino favorito. Estoy seguro que no le
negará nada que sea razonable; y una buena acción. amigo, aunque sea al hombre
más pobre, jamás se pierde.
-—Lo pensaré —dije, y luego le dejé.
Era una noche sofocante de calor, y haciéndose inaguantable la atmósfera pesada
y llena de humo de la cocina, salí afuera y me senté sobre un tronco de árbol.
Aquí pronto me siguió el viejo juez en su carácter de amable dueño de casa, y
platicó durante una media hora sobre encumbrados asuntos de la república.
Después salió su mujer, v diciéndole a su marido que el aire de la noche podría
hacerle daño al ojo irritado, lo persuadió a que entrase. Entonces ella se sentó
a mi lado, y empezó a hablarme del genio tan endemoniado de Fernando y de las
muchas penas que tenía que pasar.
—-¡Pero qué joven tan serio es usté! —dijo, cambiando súbitamente de tono—.
¿Reserva usté todos sus requiebros y chistes sólo para las señoritas jóvenes y
bonitas?
—-¡Ay, señora! —repuse—; usted misma es joven y bonita a mis ojos; pero no tengo
el ánimo de estar alegre cuando mi pobre compañero de viaje está metido allá en
el cepo, donde su despiadado marido me habría puesto, a no ser por su muy
oportuna intervención. Usted que tiene tan buen corazón, señora, ¿no podría
conseguir que le saquen a Marcos sus adoloridas piernas del cepo, para que así
pase una buena noche?
—-¡Ay, amiguito de mi alma! —respondió—, eso sí que no me atrevo a hacer.
Fernando es un monstruo de crueldad y me arrancaría los ojos de la cara sin el
menor remordimiento. ¡Ay, pobre de mi! ¡Lo que tengo que sufrir! —y aquí puso su
rolliza mano en la mía.
Retiré la mano con cierta tiesura; un diplomático hecho y derecho no podría
haber manejado la cosa con más tino.
—-Señora -agregué—, usted se burla de mi. Después de haberme hecho aquel
señalado servicio, ¿es posible que me vaya a negar esta pequeñez que le pido
ahora? Si su marido es el tirano tan terrible que me dice que es, seguramente
podría hacer esto sin contárselo a él. Permítame sacar a mi pobre Marcos del
cepo, y le doy mi palabra de honor que el juez jamás lo sabrá; porque me
levantaré mañana de madrugada y yo mismo le echaré llave al candado antes que su
marido se haya levantado de la cama.
—-¿Y cuál va a ser la recompensa? —preguntó, colocando otra vez su mano en la
mía.
—-La profunda gratitud y devoción eterna de este corazón, señora —repuse, sin
retirar esta vez, la mano.
—-¿Cómo podría negarle lo que quiera a mi niño lindo? —murmuró--. Después de la
cena le pasaré la llave a escondidas; iré ahora mismo a buscarla a su pieza.
Antes que se acueste Fernando, pídale permiso para ver a su Marcos, y dígale que
quiere llevarle un poncho con que abrigarse, o tabaco, o cualquier cosa; y no
deje que el sirviente vea lo que está haciendo, porque él estará esperando a la
puerta para echarle llave al galpón cuando usté salga.
Después de cenar, me pasó disimuladamente la llave, y no tuve la menor
dificultad en librar a mi infortunado amigo. Por Suerte, el sujeto que me
condujo donde Marcos, nos dejó solos un buen rato y tuve tiempo de referirle mi
conversación con la mujer gorda.
Se puso de pie, y, tomándome la mano, me dio un fuerte apretón que casi me hizo gritar de dolor.
¡ Mi buen amigo! Usté tiene un alma noble y generosa, y me ha hecho el servicio más grande que un hombre podría hacerle a otro. En realidad, usté me...me ha puesto aura en condición de...de gozar del reposo de esta noche. Muy güenas noches y que los ángeles del cielo me permitan algún día pagarle su güena ación.
Me pareció que el sujeto exageraba un poco; cuando ví que estaba encerrado seguramente bajo llave, volví a la cocina caminando muy depacio y pensativo.
Volví pensativo, porque después de haberle hecho ese insignificante servicio a
Marcos, empecé a sentir cierto remordimiento, y también dudas, respecto de la
estricta moralidad de todo el asunto. Admitiendo que al sacarle sus
desventurados pies del cepo había hecho una buena acción enteramente digna de
elogio, ¿podía eso justificar la adulación que había empleado para ganar mi
objeto? O, expresándolo brevemente en las palabras de tan conocido adagio:
¿puede el fin justificar los medios que se emplean? Por supuesto que sí, y en
casos muy fáciles de imaginar. Supongamos, por ejemplo, que tuviese un amigo muy
querido, enfermo, nervioso y de delicada salud a quien se le hubiese metido en
la cabeza que había de morir en cierta noche cuando. el reloj estuviera dando
las doce. Yo, en tal caso, sin consultar a ningún perito en materia de ética, me
pasearía rápidamente por la pieza de mi amigo, manipulando con disimulo sus
relojes, hasta que los hubiese adelantado todos una hora, y en el momento
preciso en que fueran a dar las doce de la noche, le mostraría triunfalmente mi
reloj, informándole, al mismo tiempo, que la muerte había faltado a la cita. Un
engaño de esta naturaleza no se le haría cargo de conciencia a ningún hombre. El
hecho es que las circunstancias deben siempre tomarse en cuenta, y que cada caso
debe ser juzgado según sus propios méritos. Pues bien, el asunto de la llave y
el cómo la obtuve no era uno que yo pudiese juzgar, por haber yo mismo hecho el
papel principal; le tocaba más bien a un sutil erudito casuista. Por
consiguiente, tomé nota, con la intención de plantearle el caso imparcialmente a
la primera persona así dotada que encontrase. Habiendo dispuesto de este modo,
de un asunto fastidioso, sentí un gran alivio, y volví otra vez a la cocina.
Pero no bien me hube sentado, cuando descubrí que quedaba todavía por arrostrar
una de las desagradables consecuencias de mi acción, o sea el título de la obesa
dama a mi imperecedera devoción y gratitud. Me recibió con los labios que se
deshacían en sonrisas; y las más dulces sonrisas de algunas gentes con que uno
se encuentra, son menos soportables que sus más torvas miradas. Para defenderme,
me hice el que no podía más de sueño, y puse la expresión más estúpida que pude
darle a mi fisonomía, que es tal vez de por sí demasiado franca. Fingí no oír, o
entender mal todo lo que me decían; por último, era tanto el sueño que parecía
tener, que más de una vez estuve a punto de caerme de la silla, y después de
cada exagerado cabeceo, levantaba a cabeza precipitadamente y miraba con vagos
ojos a mi rededor. Mi pequeño iracundo dueño de casa apenas podía disimular una
plácida sonrisa, pues jamás en su vida habría visto a nadie con un sueño tan
atroz. Por último, reparó, misericordiosamente, que yo parecía estar cansado; y
me aconsejó que me fuera a la cama. De muy buena gana me retiré, siguiéndome con
su mirada un par de ojos tristes y reprensores.
Dormí profundamente en la cómoda cama de la que me había provisto mi rolliza
Gulnare, hasta poco después de rayar el día, cuando me despertaron con su canto
los numerosos gallos de la estancia. Recordando que debía encepar a Marcos antes
de que se presentara en escena el iracundo don Fernando, me levanté y vestí a
toda prisa. Encontré al mugriento soldadote de los botones dorados ya en la
cocina tomando su matutino mate amargo, y le pedí que me prestara la llave del
cuarto del prisionero, pues así me había dicho que hiciera la señora. Se levantó
y él mismo fue conmigo a abrir la puerta, no queriendo, sin duda, confiarme la
llave. Cuando abrió la puerta, nos quedamos algún tiempo en silencio... ¡la
pieza vacía! El prisionero había desaparecido y una gran abertura en el techo de
totora mostraba cómo y por dónde se había escapado. Mucho me irritó la que nos
había jugado el tipo, y sobre todo a mí, porque hasta cierto punto era yo el
responsable. Por fortuna, el soldadote que abrió la puerta no pensó por un
momento que yo pudiese haber sido su cómplice; observó, sencillamente, que por
lo visto, los soldados, la noche antes, debieron de haber dejado el cepo sin
echarle llaves, de modo que no era de extrañar que el prisionero se hubiese
escapado. Cuando se levantaron los demás, se habló del asunto con muy poca
excitación o interés, de lo que deduje que el secreto de la fuga quedaría entre
la dueña de casa y yo. Ésta buscó la oportunidad de hablarme a solas, y meneando
su rollizo dedo índice en señal de fingido enojo, me susurró:
-¡Ah, joven engañador! ¡Usté lo arregló todo con él anoche y yo sólo he servido
de instrumento!
-—¡Señora! —protesté con dignidad—, le aseguro, palabra de inglés, que jamás
tuve la menor sospecha de que ese hombre tuviera la intención de escaparse.
Estoy sumamente fastidiado con lo que ha sucedido. —
-¿Qué cree usté que me importa un bledo que se haya escapado? —respondió—. ¡Ay,
amiguito lindo!, si lo tuviera en mi poder, con qué gusto abriría por usté las
puertas de todos los presidios de la Banda Oriental!
-—¡Por Dios, señora, que usted es zalamera! Pero debo ir ahora donde su marido
para preguntarle qué piensa hacer con el prisionero que no ha intentado fugarse
—y con esa excusa me escapé.
Cuando hablé con el miserable juececillo. no se comprometió a nada, sino que
discurrió vagamente y sin sentido sobre la responsabilidad de su puesto, del
carácter peculiar de sus funciones y de la inestable situación de la república,
como si aquella situación jamás hubiese sido otra o pudiese esperarse que lo
fuera. Montó a caballo y partió al galope a Las Cuevas, dejándome solo con
aquella terrible mujer; y en verdad creso que al hacerlo sólo cumplía las
instrucciones que ella misma le habría dado de antemano. El único consuelo fue
la promesa que me hizo antes de irse, de que durante el día se despacharía al
comandante del distrito un informe respecto a mi caso, y probablemente, como
consecuencia, pasaría a depender de aquel funcionario. Mes pidió que mientras
tanto, usara su casa y cuanto en ella había, con entera libertad. Claro que el
bendito juez no tenía ninguna intención de echar en mis brazos a la gordinflona
de su mujer, pero no me cabía la menor duda que era ella quien había inspirado
aquellos cumplimientos, diciéndole probablemente a su marido que nada perdería
tratando cortésmente al "millonario inglés".
Cuando se fue el juez, me dejó sentado en la tranquera, sintiéndome muy
fastidiado y casi deseando que, como Marcos, también me hubiese fugado durante
la noche. Jamás le había tomado un odio tan repentino y violento a cosa alguna
como en aquel momento a esa estancia, donde era un huésped considerado pero
involuntario. El sol de la mañana, brillante y abrasador, bañaba con sus rayos
el descolorido techo de totora y estucadas murallas del sórdido edificio,
mientras que por doquiera que descansara la vista veíanse sitios poblados de
maleza, huesos blanqueándose al sol, pedazos de botellas y otras inmundicias,
testigos elocuentes del carácter dejado, sucio y despreciable de sus moradores.
¡Mientras mi mujercita, tan linda y angelical, con sus ojos de color de violeta,
arrasados en lágrimas, me esperaba allá en Montevideo, extrañando mi larga
ausencia; aun, tal vez, en eses preciso momento sombreándose los ojos con su
blanca mano de jazmín y mirando el polvoriento camino, aguardando mi regreso;
aquí estaba yo, obligado a sentarme en la tranquera, meneando ociosamente las
piernas, todo por aquella detestable jamona a quien se le había antojado tenerme
cerca! Reventando de rabia, salté de repente al suelo, soltando, al mismo
tiempo, una palabrota, no para oídos muy pulcros, y haciendo saltar y gritar a
mi dueña de casa, quien, ¡malhaya la mujer!, se hallaba allí justamente, detrás
de mí.
—-¡Por Dios santo! —exclamó recobrándose y riendo—, qué susto tan grande me ha
hecho usté pasar!
Pedí excusas por la ofensiva palabrota que había soltado, y añadí—: -Señora, soy
un joven muy enérgico y ya no puedo de impaciencia, asoleándome aquí como una
tortuga en un banco de arena.
—Entonces, ¿por qué no va usté a dar un paseíto? —dijo con amable interés.
Contesté que lo haría de muy buena gana y le agradecí el permiso; en el acto me
ofreció acompañarme. Protesté muy descortésmente de que siempre andaba muy
ligero, que quemaba mucho el sol, y también me habría gustado añadir que era
demasiado gorda. Repuso que no importaba, puesto que un joven tan cumplido como
lo era yo sabría acomodar su paso al de su compañera. No pudiendo desprenderme
de ella, empecé la caminata de muy mal humor, con aquella giganta a mi lado,
tranqueando resueltamente y sudando el quilo. Nuestro camino nos condujo hacia
una pequeña cañada donde el terreno estaba húmedo y cubierto de muchas flores
bonitas y plumosos pastos, muy agradables a la vista, después de dejar el
terreno seco y amarillento alrededor de la casa de la estancia.
—-Parece gustarle mucho las flores! —dijo mi compañera—. Permítame ayudarle a
recogerlas. ¿A quién le va a dar ese ramito cuando esté hecho?
-—Señora -repliqué exasperado por su frívola charla—, se lo voy a dar al... —por
poco no dije diablo, cuando un agudo grito que lanzó de repente detuvo en mis
labios la grosería que estaba por pronunciar.
Se había asustado de una linda culebrita de medio metro de largo que había visto
escabullirse de entre sus pies. Y no era de extrañar que la culebrita huyera a
toda prisa, pues qué monstruo tan gigantesco y deforme debió parecerle aquella
gordinflona! El pánico que se apoderó de la pobre criatura moteada, cuando
aquella tamaña mujer tranqueó sobre ella, sólo sería comparable al susto
aterrador que infundiría en un niñito tímido el ver a un hipopótamo vestido de
ondeantes cortinas andando en sus patas traseras!
Primero solté la risa, y entonces, viendo que misia Toribia estaba por echarse
sobre mí, como una montaña de carne, para que la protegiera, volviéndome, corrí
tras la culebra, pues había reparado que pertenecía a una variedad innocua de
los coronelinos, y estaba muy deseoso de fastidiar a aquella mujer. En el acto
la prendí; entonces, con la pobre aterrorizada criatura esforzándose por
escaparse de mi mano y enroscándose a mi brazo, volví donde la señora.
—-¡Señora, ¿ha visto usted en su vida colores más hermosos? —exclamé—. Mire el
amarillo verdoso tan suave del cuello y como se va oscureciendo hasta tener un
brillante carmesí en el vientre. ¡No me diga nada de flores ni de mariposas!
¡Vea lo brillante que son sus ojitos, señora. ... como dos pequeños diamantes...
mírelos de cerca, que bien merecen su admiración!
Pero ella, al ver que me acercaba, dio vuelta y huyó gritando, y por último,
como no la obedeciera y soltara el terrible reptil, me dejó furiosa de rabia y
se fue sola a la casa.
Después de eso continué mi paseo con sosiego entre las flores; pero mi pequeña
cautiva moteada me había servido tan bien, que no la solté. Se me ocurrió que si
la conservaba, podría servirme de algo así como un talismán y protegerme de las
desagradables atenciones de la señora. Siendo que era una culebrita muy
traviesa, y, como Marcos Marcó cuando estaba encepado, llena de malicia, la puse
en el sombrero y me lo encasqueté, no dejando ningún agujeruelo por donde
pudiese penetrar su pequeña y lanceolada cabecita. Después de pasar dos o tres
horas herborizando en la cañada, volví a la casa. Estaba en la cocina tomando un
cimarrón, cuando entró misia Toribia, deshaciéndose en sonrisas, pues, según
parecía, ya me había perdonado. Me levanté cortésmente y me quité el sombrero.
Por desgracia había olvidado la culebra, y al descubrirme, cayó al suelo; hubo
un gran alboroto y gritos, y luego salieron en tropel de la cocina, la señora,
los niños y las mucamas. A continuación, me vi obligado a sacar la culebra para
afuera y darle libertad, que sin duda le fue muy dulce después de haber estado
tan encerrada. Al volver a la casa, una de las mucamas me dijo que la señora
estaba demasiado ofendida para sentarse conmigo en la misma pieza otra vez, de
modo que tuve que almorzar solo; y durante el resto del tiempo que permanecí
preso, se mostraron esquivos conmigo (excepto el de los botones dorados, que
parecía indiferente a cuanto le rodeaba) como si hubiese sido un leproso o un
loco de remate. Pensaban, quizás, que todavía pudiera tener otras culebras
escondidas.
Es claro que uno siempre espera encontrar un odio cruel y desrazonable a las
culebras entre la gente ignorante, pero nunca había sabido hasta qué ridículo
extremo pudiese llevarles.
Por la noche volvió el juez y luego oí un furioso altercado entre él y su mujer.
Puede que ésta deseara que me hiciese cortar la cabeza. Cómo terminó la disputa
no podría decirlo; pero al encontrarlo a él, después, se mostró frío, y se
retiró a su pieza sin haberme dado la oportunidad de hablarle.
A la mañana siguiente, me levanté resuelto a no permitir que nada impidiese mi
partida. Tendrían que hacer algo o vérselas conmigo. Al salir para afuera, cuál
seria mí sorpresa al ver mi caballo ensillado junto a la tranquera.
Entré en la cocina y le pregunté al de los botones dorados-el único en pie—-qué
significaba eso.
—-¡Quién sabe! —respondió, cebándome un mate—. Tal vez sea que el juez quere que
usté se vaya ante que él se levante.
—-¿Qué te dijo él? —pregunté.
—-¿Qué me dijo? ¡Nada me dijo! ¿Qué habría de decirme?
—-¿Pero supongo que serías tú el que ensillaste mi caballo?
—-¡Por de contao! ¿Quién otro lo haría?
—-¿Fue el juez que te dijo que lo hicieras?
—-¿Dijo? Pues, ¿por qué habría de decírmelo?
—-¿Cómo puedo saber, pues, si él quiere que me vaya de su linda casa —le
pregunté, empezando a enojarme.
—-¿Qué pregunta? —respondió, encogiéndose de hombros—. ¿Cómo sabe usté cuándo va a llover?
Viendo que era enteramente inútil tratar de sonsacarle algo a este individuo,
acabé mi mate, encendí un cigarrillo y abandoné la casa. Era una hermosísima
mañana, sin una nube, y el pesado rocío sobre la hierba brillaba como gotas de
lluvia. ¡Qué cosa tan deliciosa era poder lanzarse al galope otra vez, libre
para ir adonde uno quisiera!
Y así termina mí relato de una culebra, que quizá no sea muy interesante; pero
es auténtico, y por ese motivo tiene una ventaja sobre todos los otros cuentos
de culebras que relatan los viajeros.
XII
LOS MUCHACHOS EN EL MONTE
Antes de abandonar la estancia del magistrado, había resuelto volver a
Montevideo por el camino más corto y lo más pronto posible; y montado en un
caballo bien descansado, recorrí buen trecho aquella mañana. A mediodía, cuando
me apeé en una pulpería para dejar descansar mi caballo y tomar algún refresco,
había caminado alrededor de unas ocho leguas. La rapidez de esta marcha era, por
supuesto, imprudente. pero es tan fácil obtener un nuevo caballo en la Banda
Oriental, que uno puede ir descuidado. Mi camino, aquella mañana, me condujo por
la parte oriental del distrito de Durazno, y quedé encantado de la hermosura del
campo, aunque el terreno estaba muy seco, y, en las partes altas, el pasto
quemado por el sol había tomado varios matices de café y amarillo. Ahora, sin
embargo, habían pasado los calores del verano, pues estábamos a fines de
febrero; la temperatura, sin ser sofocante, estaba agradablemente templada, así
que el viajar a caballo era una delicia. Podría llenar páginas enteras con
descripciones de algunos de los hermosos paisajes por los cuales atravesé aquel
día, pero confieso tener una aversión invencible a esa clase de composición.
Después de expresarme tan francamente, espero que el lector no peleará conmigo
por esta omisión; por otra parte, el que guste de estas cosas y sepa cuán
borrables son las impresiones que deja una descripción verbal en la memoria,
puede, si así lo desea, navegar los mares y galopar alrededor del mundo y verlas
con sus propios ojos. Sin embargo, no todo viajero de Inglaterra —me sonrojo al
decirlo— puede familiarizarse con las costumbres caseras y el modo de pensar y
hablar de un lejano pueblo. Pídaseme discurrir de hondas cañadas, grandes
alturas, lugares baldíos, frondosos bosques o plácido arroyuelo donde he bebido
y he sido refrescado; pero todos estos lugares, lóbregos o agradables, deben
estar en el reino llamado el corazón.
Después de obtener algunos informes del pulpero acerca del país por el que debía
atravesar, el cual me dijo que probablemente llegaría hasta el río Yi antes de
anochecer, continué mi camino. Como a las cuatro de la. tarde llegué a un
extenso algarrobal del que ya me había advertido el pulpero, y siguiendo su
consejo, orillé su lado oriental. Los árboles no eran grandes, pero el monte
tenía cierto rústico atractivo lleno de melodiosa algarabía de las aves, que me
incitó a apearme y a descansar una hora bajo su amena sombra. Quitándole el
freno a mi caballo, para permitirle pacer, me tendí sobre el pasto seco, bajo un
grupo de umbrosos algarrobos, y durante media hora contemplé la brillante luz
del sol que atravesaba por entre el follaje sobre mi cabeza, y escuché el
ruidoso chirrido de los pájaros que me rodeaban, curiosos, sin duda, por saber
el objeto que me había traído a su querencia. Entonces me puse a pensar en toda
aquella gente con la cual me había mezclado últimamente; las figuras del
iracundo magistrado y su rolliza esposa —¡qué plomo de mujer!— y de aquel pícaro
de siete suelas, Marcos Marcó, cruzaron por mi mente para pronto desvanecerse,
dejándome de nuevo cara a cara con aquel hermoso misterio... ¡Margarita! En la
imaginación estreché las manos para tomar las suyas, y la atraje hacia mí para
mirar más de cerca en sus ojos, interrogándoles vanamente respecto a su puro
color zafirino.
Entonces me pasó por el magín, o soñé, que con dedos temblorosos de emoción
habla destrenzado su hermosa cabellera, dejándola caer cual riquísima capa
dorada sobre su pobre vestido, y le pregunté cómo había logrado obtener tan
resplandeciente prenda de vestir. Una sonrisa retozó en los serios y dulces
labios de la muchacha... pero no respondieron. En seguida, pareció destacarse
vagamente en la verde cortina del follaje un nebuloso semblante que, por encima
del hombro de la hermosa Margarita, fijaba sus ojos tristemente en los míos.
¡Era la cara de Paquita! ¡Oh, mujercita linda, no permitas jamás que los celos
turben la serenidad de tu ánimo! Has de saber que la práctica mente sajona de tu
marido sólo está cavilando en un problema puramente científico; que esta
muchacha en extremo rubia tan sólo me interesa porque la blancura de su tez
parece trastornar todas las leyes fisiológicas. Estaba en ese momento a punto de
quedarme dormido, cuando resonó a corta distancia la estridente nota de una
trompeta, seguida por fuertes gritos de diversas voces, que me hizo al instante
ponerme de pie. Un estrepitoso griterío respondió de otra parte del monte,
seguido por el más profundo silencio. Luego, volvió a resonar la trompeta,
alarmándome sobremanera. Mi primer impulso fue montar a caballo y escaparme;
pero, recapacitando, concluí que estaría más seguro quedándome escondido entre
los árboles, puesto que al apartarme de ellos me verían los rebeldes, ladrones o
lo que fueran. Poniéndole el freno a mi caballo para estar pronto a escaparme,
le conduje dentro de un tupido matorral y allí le até. Continuó el silencio que
había caído sobre el monte, y por último, no pudiendo soportar más tiempo la
incertidumbre, empecé a caminar cautamente, revólver en mano, en la dirección de
donde habían venido las voces. Deslizándome silenciosamente por entre los
arbustos y árboles donde más tupidos crecían, llegué, por último, a la vista de
un claro de unos dos o trescientos metros de extensión cubierto de pasto. ¡Cuál
sería mi asombro al ver cerca de uno de sus bordes a un grupo de muchachos entre
diez y quince años de edad, de píe y enteramente inmóviles! Uno de ellos
empuñaba una trompeta, y todos llevaban un pañuelo o pedazo de trapo colorado
atado a la cabeza. De repente, mientras les aguaitaba, acurrucado entre el
follaje, resonó estruendosamente una trompeta del lado opuesto del claro, y otro
grupo de muchachos, llevando pañuelos blancos en la cabeza, se precipitaron por
entre los árboles y avanzaron, dando estruendosos vivas y mueras, hacia el medio
del terreno. De nuevo tocaron su trompeta los cabezas coloradas y salieron
osadamente al encuentro de los recién llegados. Mientras las dos bandas se iban
acercando una a otra, cada una encabezada por un muchachón que de rato en rato
dirigíase a su séquito y con violento ademán les arengaba como para animarles,
me asombró ver que, de repente, todos desenvainaron grandes facones como los que
usan los gauchos y se arremetieron con extremada furia. Al momento se formó una
confusa masa que luchaba desesperadamente y lanzaba los más horripilantes
gritos, brillando sus largos facones mientras los blandían a la luz del sol. Se
atacaron con tal furia, que al poco rato todos los combatientes estaban tendidos
en el suelo, salvo tres muchachos con distintivos colorados. Entonces, uno de
esos pícaros sedientos de sangre tomó la trompeta y sonó un trompetazo en señal
de victoria, acompañado de los vivas y mueras de los otros dos. Mientras en esto
se ocupaban, uno de los muchachos de pañuelo blanco se puso trabajosamente de
pie, y empuñando un facón, acometió a los tres colorados con temeraria valentía.
Si no hubiese quedado pasmado de asombro con lo que había presenciado, habría
corrido en el acto a socorrer al muchacho en su desesperada empresa; pero en un
instante sus tres adversarios se le fueron encima y le derribaron al suelo.
Entonces, dos de ellos le sujetaron por los pies y los brazos, mientras que el
tercero alzó su facón y estaba a punto de hundirlo en el pecho del prisionero
que se esforzaba desesperadamente por escaparse, cuando dando un gritazo, me
puse de pie y me precipité a ellos.
Inmediatamente se levantaron y huyeron, aterrorizados y gritando, hacia los
árboles; entonces —¡más maravilloso todavía!— los muchachos muertos...
resucitaron, y levantándose, huyeron de mi, corriendo en pos de los demás. Esto
me hizo detenerme, pero viendo que uno de ellos cojeaba penosamente tras sus
compañeros, eché a correr de repente y lo alcancé antes de que llegase al abrigo
de árboles.
—-¡Ah, señor, por Dios, no me mate! -me suplicó prorrumpiendo en lágrimas.
—-¡No tengo ningún deseo de matarte, grandísimo pillo, pero mereces una buena
tunda! —repliqué, pues, aunque muy aliviado por el giro que habían tomado las
cosas, estaba sumamente fastidiado de haber pasado por todas esas terroríficas
sensaciones sin haber para qué.
—-¡Sólo estábamos jugando a los Blancos y Colorados!-imploró.
Entonces hice que se sentara y me contase de este juego tan extraordinario. Me
dijo que ninguno de los muchachos vivía cerca; algunos venían desde algunas
leguas a la redonda y habían escogido este sitio para sus juegos por su soledad,
pues no querían ser descubiertos. El juego era un simulacro de combate entre
Blancos y Colorados, con sus maniobras, sorpresas, escaramuzas y todo lo demás.
Por último, me compadecí del joven patriota, pues se había torcido un pie y
apenas podía caminar, así que le sostuve del brazo hasta que llegamos al lugar
donde estaba escondido su caballo; entonces, habiéndole ayudado a montar y
dádole un cigarrillo que tuvo la desfachatez de pedirme, le dije alegremente
"adiós". Volví atrás a buscar m caballo, empezando a hacerme mucha gracia todo
el asunto, pero... ¡el caballo había desaparecido! Aquellos pícaros de muchachos
me lo habían robado para vengarse, supongo, por haberles interrumpido su juego;
y para que no cupiese la menor duda al respecto, habían dejado dos pedacitos de
trapo, uno blanco y otro colorado, prendidos de la rama donde había atado las
riendas de mi caballo. Rondé algún tiempo por el monte, y aun grité a toda voz,
esperando inútilmente que aquellos malvados muchachos no fuesen a llevar las
cosas hasta el extremo de dejarme sin caballo en e se paraje solitario. Pero no
se veían ni oían en ninguna parte, y como hiciérase tarde y tuviera un hambre y
sed atroces, por último resolví ir en busca de alguna habitación.
Al salir del monte encontré el contiguo llano cubierto de ganado que pacía
tranquilamente. De haber procurado pasar por entre ellos, habría sido una muerte
segura, pues este ganado medio cimarrón siempre se venga en su señor, el hombre,
cuando le encuentra a pie al raso. Mientras venían de la dirección del río,
paciendo lentamente y orilIando el monte, resolví esperar que lo dejaran atrás
antes de abandonar mi escondite. Me, senté y traté de armarme de paciencia, pues
las bestias no se apresuraban y continuaron pasando al lado del algarrobal a
paso de tortuga. Eran como las seis de la tarde antes de que hubieran
desaparecido los más rezagados, y entonces me aventuré a salir de entre los
árboles, hambriento como un lobo y temiendo ser alcanzado por la noche antes de
encontrar alguna habitación. Me habría alejado unas diez cuadras del monte, y
caminaba apresuradamente en dirección del Yi, cuando, al pasar por encima de una
loma, me encontré de repente cara a cara con un toro que estaba tendido en el
pasto, rumiando tranquilamente. Por desgracia, el bruto me vió al mismo tiempo y
se levantó en el acto. Tendría, creo, unos tres o cuatro años, y un toro de esa
edad es aún más peligroso que uno mayor, siendo igualmente feroz y mucho más
ágil. No había refugio de ninguna clase cerca, y sabía muy bien que el tratar de
escapar corriendo sólo aumentaría el peligro; así que después de observarle
durante un momento, me hice el indiferente y seguí caminando; pero el toro no
iba a dejarse engañar de esa manera y empezó a seguirme. Entonces, por la
primera, y —¡Dios quiera!— la última vez en mi vida, me vi obligado a recurrir
al sistema gaucho, y echándome en el suelo boca abajo, me quedé ahí haciéndome
el muerto. Es un expediente detestable y peligroso, pero en las circunstancias
era el único que ofrecía alguna esperanza de escapar a una muerte sumamente
horrorosa. En unos cuantos segundos oí su lerda pisada, y luego sentí que el
toro estaba olfateándome por todas partes. Después de eso, trató inútilmente de
darme vuelta, supongo que para examinarme la cara. Fue horrible soportar sus
cornadas y quedarme inmóvil, pero al cabo de un rato se sosegó un poco y se
contentó con vigilarme, olfateándome de vez en cuando la cabeza, y luego,
dándose vuelta, olfateándome los talones. Probablemente su teoría, si es que
tenía alguna, era que yo me habría desmayado de espanto al verle y que luego
volvería en mí otra vez, pero no estaba bien seguro qué parte del cuerpo daría
las primeras señas de vida. Cada cinco o seis minutos parecía impacientarse y
empezaba a patearme, lanzando broncos mugidos y salpicándome con espuma; por
último, como no mostrara la menor intención de alejarse, recurrí a una medida
sumamente temeraria, pues mi situación se iba haciendo cada momento más y más
desesperada. Esperé que el toro volviese la cabeza, entonces bajé cautelosamente
la mano hacia el revólver; pero antes de que alcanzara a retirarlo enteramente
de su estuche, notó el movimiento y giró con rapidez, pateándome al mismo tiempo
las piernas, En el momento preciso en que acercaba su cabeza a la mía, le
disparé el revólver en la cara y la repentina explosión le espantó de tal manera
que mostró los talones y arrancó sin detener una sola vez su lerdo galope hasta
que desapareció en la distancia. Fue una gloriosa victoria, y aunque al
principio apenas me mantuvieron las piernas, era tanto lo tieso y adolorido que
me sentí, que reí de contento y aun le disparé un balazo al toro mientras se
alejaba en lontananza, acompañando el disparo con un agreste y jubiloso alarido
triunfal.
Después de eso, continué mi camino sin más interrupciones, y si no hubiese sido
por el hambre tan atroz que tenía y lo adolorido que estaba donde el toro me
había pisado y corneado, la caminata habría sido sumamente agradable, pues me
iba acercando al río Yi. El suelo se había puesto húmedo y verdoso y estaba
sembrado de flores silvestres, muchas de ellas desconocidas para mi, y tan
hermosas y olorosas eran, que en mi admiración casi olvidé el dolor. Se puso el
sol sin que hubiese divisado ni un rancho siquiera. En el cielo, hacia el
poniente, resplandecían los brillantes tintes del crepúsculo; y de entre el
largo pasto llegaba el triste y monótono chirrido de algún insecto de cantar
nocturno. Pasaron volando hacia el mar, de vuelta de los parajes donde se
alimentaban, bandadas de gaviotas copetudas, dando sus broncos y prolongados
chillidos. ¡Qué afortunadas y felices se veían volviendo con sus buches llenos a
reposar en su querencia; mientras que yo, a pie y sin cenar, me arrastraba
penosamente como una gaviota aliquebrada a la que las otras han dejado atrás!
Luego apareció en el vasto firmamento hacia el poniente, brillando grande y
luminosa, la estrella vespertina, heraldo de aquella obscuridad que tan
rápidamente se acercaba; entonces yo, cansado, adolorido, hambriento,
contrariado y abatido, me senté a meditar sobre mi desesperada situación.
XIII
¡VIVA SANTA
COLOMA!
Alí me senté hasta que se puso bien oscuro, y mientras más tiempo me quedé
sentado, más y más me fui entumeciendo; sin embargo, no sentía ningún deseo de
seguir adelante. Por último, un gran lechuzón que llegó batiendo sus alas cerca
de mi cabeza, dio un prolongado siseo, seguido por un penetrante sonido de
tictac y terminando con un fuerte y repentino grito semejante a una carcajada.
La proximidad del graznido me sobrecogió, y mirando hacia arriba, vi fulgurar
momentáneamente a través de la vasta y negra llanura, un amarillo rayo de luz.
Algunas linternas revoloteaban por el pasto, pero estaba seguro que el fulgor
que acababa de ver, provenía de algún fuego, y después de tratar inútilmente de
verlo otra vez de donde estaba sentado en el suelo, me puse de pie y seguí
adelante y, fijando la vista en cierta estrella que brillaba directamente sobre
el lugar, con gran contento mío, volví a verla en el mismo sitio, y me convencí
de que era la lumbre de algún fuego que brillaba por la ventana o puerta abierta
de un rancho o una casa de estancia. Cobrando esperanza y energía, me apresuré,
aumentando el brillo de la luz a medida que avanzaba, y después de haber andado
a buen paso durante una media hora, hallé que me iba acercando a una vivienda.
Podía vislumbrar una masa oscura de árboles y arbustos, una casa larga y baja, y
más inmediato a mí, un corral de palo a pique. Sin embargo, ahora que parecía
tener tan cerca donde cobijarme, el temor a los terribles perros bravos que
tienen la mayor parte de estas estancias, me hizo vacilar. A menos que deseara
correr el peligro de ser muerto de un balazo, era preciso gritar a toda voz para
anunciar mi llegada; pero, al hacerlo, también atraería hacia mí una cuadrilla
de enormes perros enfurecidos, y era mucho menos terrible contemplar los cuernos
del toro bravo al que había encontrado aquella tarde, que los colmillos de estos
temibles y feroces animales. Me senté en el suelo para considerar bien la
situación, y luego oí el estrépito de cascos de caballos que se acercaban. Al
momento me pasaron tres hombres a caballo, pero no me vieron, estando yo en
cuclillas detrás de algunos achaparrados arbustos. Cuando se aproximaron los
hombres a la casa, los perros se precipitaron hacia ellos para acometerles, y
sus fuertes y salvajes ladridos y los agrestes gritos de alguien de la casa que
les llamaba, eran para inquietar a cualquiera persona no montada. No obstante,
ésta era mi única esperanza, así que levantándome del suelo, apresuré el paso en
dirección de donde venían las voces. Al pasar por el corral, los perros
percibieron que algún extraño se acercaba, y luego empezaron a darse cuenta de
mi. Grité desesperadamente "Ave María Purísima", y, revólver en mano, me quedé
esperando la embestida; pero cuando se aproximaron lo suficiente para permitirme
distinguir que la jauría se componía de unos ocho o diez mastines amarillos, me
flaqueó el valor y eché a correr hacia el corral, donde, con mi agilidad
superando a la de un gato pajero —tan grande era mi susto— trepé a un poste y me
puse fuera de peligro. Con los perros que ladraban furiosamente debajo de mí,
volví a gritar "Ave María Purísima", como siempre se acostumbra hacer en estas
piadosas latitudes al acercarse uno a casa extraña. Después de algún rato, se
aproximaron los hombres —cuatro de ellos— y me preguntaron quién era y qué
estaba haciendo allí. Les expliqué quién era y entonces les pregunté si correría
algún peligro bajándome del poste. El dueño de casa tomó la indirecta y ahuyentó
a sus fieles protectores, después de lo cual bajé de mi incómoda percha.
Era un gaucho alto, bien formado, pero de feroz aspecto; de ojos oscuros,
penetrante mirada y de espesa barba negra. Parecía sospecharme —cosa muy
inusitada en la casa de un paisano— y me hizo muchísimas preguntas; por último,
aunque se veía que de mala gana, me convidó a que pasara a la cocina. Ahí
encontré un gran fuego que ardía alegremente en el fogón de argamasa situado en
el centro de la espaciosa pieza; junto al fogón estaban sentadas una vieja
encanecida, otra mujer alta, trigueña y de madura edad vestida de morado —esposa
del dueño de casa—; también, una bonita y pálida muchacha de unos dieciséis años
de edad y una chiquilla. Cuando tomé asiento, el dueño de casa volvió a
interrogarme, dando como excusa que mi llegada a pie le parecía una
circunstancia sumamente extraordinaria. Les conté cómo había perdido mi caballo,
el recado y mi poncho en el monte, y entonces les referí mi aventura con el
toro. Escucharon todo con caras muy graves; pero estoy seguro que fue para ellos
tan bueno como si hubiese sido una comedia. Don Sinforiano Alday, el dueño del
lugar y mi interlocutor, me hizo quitarme la chaqueta para que le mostrara los
moretones en los hombros y brazos que me habían hecho las patadas del toro. Aún
después de eso, quiso que le diera más pormenores respecto a mí mismo; así que,
para satisfacerle, le hice una breve relación de algunas de mis aventuras en el
país hasta el momento en que fui hecho preso con Marcos Marcó; también les conté
cómo aquel habilidoso caballero se había escapado de la casa del juez. Eso les
hizo reír a todos, y los tres hombres a quienes había visto llegar y que
parecían estar allí casualmente de visita, se hicieron muy amigos míos,
pasándome con frecuencia la botella de caña de la que andaban provistos.
Después de haber sorbido mate y caña durante una media hora, nos sentamos a una
abundante cena de carne asada, puchero, carne de carnero y grandes platos de bien
sazonado caldo. Comí una cantidad extraordinaria de carne, tanta, en efecto,
como cualquier gaucho allí presente; y el comer de una sentada tanta carne como
uno de estos hombres es una hazaña de la cual bien puede preciarse un inglés.
Terminada la cena, encendí un cigarro, y arrimándome a la pared, gocé a la vez
de muchas agradables sensaciones, el calor y descanso, el hambre satisfecha y la
sutil fragancia de aquel amigo y gran consolador del hombre: el tabaco. Mientras
tanto, en el otro extremo de la pieza, el dueño de casa les hablaba en voz baja
a los hombres. Una que otra furtiva mirada en mi dirección parecía indicar que
todavía me guardaban cierto recelo, o que tenían que discutir graves asuntos no
para los oídos de un extraño.
Por último, se levantó Alday y me dirigió la palabra:
—Señor —dijo—, si usté está listo pa irse a acostar, lo llevaré a otra pieza
donde puede tener algunas mantas y ponchos con qué hacer su cama.
—Si mi presencia aquí no les estorba —repuse—, preferiría quedarme y fumar mi
cigarro al lado del fogón.
—Vea, señor —dijo—, hemos arreglao con algunos amigos y vecinos pa reunirnos
aquí con el objeto de discutir algunos asuntos importantes. Los espero a cada
momento y la presencia de un extraño no nos permitiría hablar con entera
libertá.
Me levanté —no de muy buena gana que digamos— de mi cómodo asiento al lado del
fogón, para seguirle afuera, cuando llegó a nuestros oídos el estrepitoso
galopar de caballos.
— ¡Sígame por aquí... ligerito! —exclamó Alday impacientemente; pero apenas
llegué a la puerta, se agolpó cerca de nosotros un grupo de diez o doce
individuos que llegaban a caballo y que prorrumpieron en un gran vocerío.
En el acto, todos los que estaban en la cocina se levantaron muy alborotados y
lanzaron atronadores vivas, respondiendo los de a caballo con un estruendoso
¡Viva el general Santa Coloma!
Los otros tres hombres entonces se precipitaron de la cocina, y hablando
alborotadamente, preguntaron si había algo de nuevo. Mientras tanto, yo quedé
solo en el umbral de la puerta. Las mujeres parecían estar casi tan excitadas
como los hombres, a excepción de la muchacha, quien al yerme desalojado de mi
asiento al lado del fogón, me lanzó una mirada con sus ojazos oscuros llena de
tímida compasión. Valiéndome del alboroto general ahora, devolví aquella
cariñosa mirada con otra llena de admiración. Era una muchacha tímida y
sosegada, su pálido rostro coronado por una profusión de pelo negro; y mientras
se mantuvo allí parada, al parecer indiferente al gran vocerío de fuera, se veía
extraordinariamente bonita; su sencillo vestido de percal hecho en casa, de
escaso y flexible material, se ajustaba tan estrechamente a sus muslos, que su
esbelta y graciosa figura dibujábase a la perfección. Luego, reparando que yo la
miraba, se acercó a mí, y tocándome el brazo al pasar, me susurró al oído que me
volviera a mi asiento al lado del fogón. La obedecí gustosamente, pues ahora
estaba curioso por saber el significado de aquel vocerío que había alborotado de
tal manera a estos flemáticos gauchos. Parecía más bien algún complot
revolucionario, pues jamás había oído hablar del general Santa Coloma, y me
parecía raro que un hombre tan poco conocido acaudillara un partido
revolucionario.
Al poco rato volvieron todos los hombres a la cocina. Entonces Alday, su rostro
alterado por la emoción, se arrojó en medio de la turba.
—¡Muchachos! —exclamó—, ¿se han güelto locos? ¿Que no ven que hay un extraño
aquí entre nosotros? ¿Qué significa todo este alboroto si no ha ocurrido nada de
nuevo?
Los recién llegados recibieron este arrebato con una carcajada, prorrumpiendo en
otro ¡ Viva Santa Coloma!
Alday se puso furioso: —¡Hablen, locos! —gritó—; ¡diganme, por Dios, qué es lo
que ha sucedido! . . - ¿O quieren ustedes echarlo todo a perder con su
imprudencia?
—¡Oí, Alday! —repuso uno de los hombres—, pa que sepás lo poco que hay que temer
la presencia de un estraño, Santa Coloma, la esperanza de la Banda Oriental, el
salvador de nuestro páis quien muy pronto nos librará del poder de los asesinos
y piratas Coloraos, digo: ¡Santa Colome ha llegao! ¡Está aquí en nuestro medio;
se ha apoderado del Molino del Yi y ha encabezao una revolución en contra del
infame gobierno de Montevideo! ¡Viva Santa Coloma!
Alday tiró al suelo su sombrero, y cayendo de rodillas, permaneció orando para
si algunos segundos, con las manos entrelazadas por delante. Todos los demás
también se descubrieron, y quedaron agrupados en silencio a su alrededor.
Entonces él, se puso de pie, y todos juntos prorrumpieron en un estrepitoso viva
que en poder ensordecedor descolló sobre todos los otros.
El dueño de casa parecía estar casi fuera de sí de agitación. —¡Qué! —gritó—.
¿Ha llegao mi general? ¿Queren ustedes decirme que Santa Coloma está aquí? ¡ Oh,
amigos, por fin el güen Dios se ha acordao de nuestro desdichado país! Se ha
cansado de ver las injusticias de los hombres, las persecuciones, la sangre
derramada, las crueldades que casi nos han güelto locos. ¡No puedo creer que es
verdá! Déjenme ir ande mi general, que estos ojos que han esperao tanto tiempo
su llegada, puedan verlo y se alegren. No puedo esperar ni que amanezca... esta
mesma noche iré a El Molino pa verlo y tocarlo con mis propias manos, y
asigurarme de esa manera que no es todo un sueño.
Sus palabras fueron recibidas con una salva de aplausos y los otros hombres
luego anunciaron su intención de acompañarle a El Molino, una pequeña población
a pocas leguas de distancia, en las márgenes del Yi.
Algunos de los hombres fueron ahora a buscar y enlazar nuevos caballos, mientras
que Alday se ocupaba en sacar de su escondite, en otra parte de la casa, su
acopio de sables y carabinas. Los hombres, conversando animadamente, frebagan y
afilaban las mohosas armas, mientras que las mujeres asaban más carne para los
recién llegados; y, en el entretanto, yo me quedé sentado fumando tranquilamente
al lado del fogón, sin que nadie hiciera caso de mí.
XIV
LAS MUCHACHAS DEL
YI
Mónica, la muchacha mentada, y la chiquilla llamada Anita eran, excepto yo, las
únicas personas allí presentes que no fueron arrebatadas por el entusiasmo del
momento. Mónica, el rostro pálido, silenciosa y casi apática, estaba ocupada en
cebar mate a las numerosas visitas; mientras que la chiquilla, al llegar la
animación y el griterío a su punto culminante, se asustó sobremanera y se agarró
a la mujer de Alday, estremeciéndose y llorando lastimeramente. Nadie hizo caso
de la pobrecita, y, por último, se escabulló a un rincón y se escondió detrás de
un montón de leña. Su escondite estaba cerca de mi asiento, y después de rogaría
un poco, la persuadí a que lo abandonara y se viniera adonde yo estaba. Daba
compasión la pobrecita con su carita pálida y delgada y sus tristes ojazos
oscuros. Su pobre vestidito de percal sólo la cubría hasta las rodillas, y sus
piernecitas y pies estaban desnudos. Tendría unos siete u ocho años de edad; era
huérfana, y la mujer de Alday, no teniendo hijos propios, estaba criándola, o
por mejor decir, permitiéndole cobijarse bajo su techo. La atraje hacia mí y
traté de apaciguar sus temores y hacerla hablar. Poco a poco fue tomando
confianza conmigo y empezó a contestar a mis preguntas; entonces descubrí que, a
pesar de su tierna edad, era una pastorcita, y que pasaba la mayor parte de cada
día siguiendo, en su petiso, detrás de las ovejas. Su petiso y la muchacha
Mónica, que era su parienta —prima, la chiquilla la llamaba—, eran los dos seres
a los que parecía tener el mayor cariño.
—Y cuando te resbalas del petiso, ¿cómo te subes otra vez? —le pregunté.
—El petiso es muy mansito y yo nunca me caigo. A veces me bajo y entonces me
giielvo a montar.
—¿Y qué haces todo el día..., hablas y juegas?
—Le hablo a mi muñeca; la llevo a caballo conmigo cuando salgo con las ovejas.
—¿Es muy bonita tu muñeca?
Guardó silencio.
—¿Quieres permitirme ver tu muñeca, Anita? Yo sé que tu muñeca me va a gustar,
porque tú me gustas.
Me lanzó una ansiosa mirada. Evidentemente la muñeca era para ella un ser muy
precioso y no había sido debidamente apreciada. Después de cierto desasosiego,
me dejó y salió en puntillas de la cocina; luego volvió otra vez, tratando, al
parecer, de ocultar algo del vulgo con su corta pollerita. Era su maravillosa
muñeca..., la cara compañera de sus correrías y cabalgatas. Temblando y azorada,
me permitió tomarla en las manos. Era, o por mejor decir, consistía en la pata
delantera de un carnero, cortada por la rodilla, y encima, a guisa de cabeza,
llevaba una bolita de madera forrada con un pedazo de trapo blanco; estaba
envuelta en un trozo de franela colorada que hacía de vestido; ¡un muñeco sátiro
con una pata peluda y el pie hendido! Alabé su apreciable rostro, su bonito
vestido y sus monos zapatitos; y todo esto que dije, colmó a Anita del más vivo
placer.
—¿Nunca juegas con los perros y gatos, Anita, o con los corderitos?
—Con los perros y gatos, no. Cuando veo un corderito muy chiquitito durmiendo en
el suelo, me apeo del petiso y me acerco a él muy, muy cayaíta y lo agarro. El
corderito trata de escaparse; entonces le meto el dedo en la boquita y él chupa
que chupa, y luego se arranca.
—¿Y qué es lo que más te gusta comer, Anita?
—¡Azúcar! Cuando el tío compra azúcar, mi tía me da un terroncito. Hago que la
muñeca coma un poquito; también tomo un mordisquito y se lo doy a mi petiso en
la boca.
—¿Qué cosa te gustaría más, Anita: una gran porción de terrones de azúcar, o un
lindo, collar de cuentas, o una niñita con quien jugar?
Esta pregunta excedía de la comprensión de su pequeño y atrofiado cerebro,
siempre alimentado de cosas tan sencillas; así que tuve que hacerle la pregunta
de diferentes maneras, y, por último, cuando comprendió que sólo podría escoger
una de las tres cosas, decidió a favor de una niñita con quien jugar.
Entonces le pregunté si le gustaban los cuentos; pero esto tampoco pudo
comprenderlo, y después de interrogarla un poco, descubrí que jamás en su vida
había oído un cuento, y que ni aun sabía lo que significaba.
—Escucha, Anita, y te contaré un cuento —le dije—. ¿Has visto alguna vez por la
mañana temprano. una neblina blanca sobre el río Yi..., una neblina que
desaparece cuando empieza a abrasar el sol?
Dijo que sí, que muchas veces había visto la neblina blanca por la mañana.
—Pues te contaré un cuento de la neblina blanca y de una niñita que se llamaba
Alma.
"Esta niñita, Alma, vivía muy cerca del río; pero muy, muy lejos de aquí, mucho
más allá de los árboles y de las azulinas cuchillas; pues has de saber, Anita,
que el Yi es un río muy largo. Vivía con su abuelita y sus seis tíos, todos
hombres altos, muy grandes y de largas barbas; y siempre hablaban de la guerra,
del ganado, de carreras de caballos y de muchas otras cosas de importancia que
Alma no podía comprender. No había nadie que conversara con Alma, ni con quien
ella pudiese jugar o hablar. Y cuando ella salía de la cocina donde toda la
gente grande estaba conversando, oía cantar los gallos, ladrar los perros,
gorjear las aves, balar las ovejas, y también oía el murmullo de las hojas de
los árboles sobre su cabeza; pero no podía entender ni una sola palabra de todo
lo que decían. Por último, no teniendo a nadie con quien jugar o conversar, se
sentó en el suelo y se puso a llorar. Quiso la casualidad que cerca de donde
estaba sentada, hubiese una vieja negra, arrebozada en un pañuelo colorado,
recogiendo leña para el fuego, y le preguntó a Alma por qué estaba llorando.
"—Cómo no he de llorar —repuso Alma— cuando no tengo a nadie con quien jugar o
conversar? —Entonces la vieja negra sacó un largo alfiler de bronce de su
pañuelo de rebozo, y diciéndole que sacara y sujetara afuera la lengua, se la
pinchó con el alfiler.
"—Ahora —dijo la vieja— puedes ir a jugar y conversar con los perros, gatos,
pájaros y árboles, pues entenderás todo lo que ellos digan y ellos también te
entenderán a ti.
"Esto llenó a Alma de contento y corrió a su casa lo más ligero que pudo a
conversar con el gato.
"—¡Ven acá, gato! ¿Quieres que conversemos y juguemos juntos?
"—¡Oh, no! —dijo el gato—. Yo estoy demasiado ocupado aguaitando un pajarito,
así que ándate al río y juega con Nieblita, y la dejó, escabulléndose en seguida
por entre la maleza. Cuando les preguntó a los perros, tampoco pudieron jugar
con ella porque "tenían que cuidar de la casa y ladrarle a la gente extraña".
Ellos también le dijeron que fuera a jugar con Nieblita al lado del río. Por
último, Alma salió y agarró un patito, una cosita suave y redonda como una bola
de algodón amarillo, y le dijo:
"—¡Mirá, patito, vamos a jugar y a conversar juntos!
"Pero el patito no quiso y trató de escaparse, gritando al mismo tiempo:
"¡Mamíta! ¡Ay, mamita! Ven a soltarme que esta Alma me tiene agarrado".
"Entonces llegó la pata nadando a toda prisa, y dijo:
"—¡Suelta inmediatamente a mi chiquillo y si quieres jugar, anda a jugar con
Nieblita allá en el río! ¿Qué te has figurado tú, que te atreves a agarrar a mi
patito lindo en tus manos? ¿Qué irás a hacer en seguida?, me pregunto yo.
"Así que Alma soltó el patito, y, por último, dijo: "Pues bien, me iré al río y
jugaré con Nieblita".
"Esperó hasta que divisó la neblina blanca, y entonces se fue corriendo hasta
que llegó al Yi, y se detuvo sobre la verde margen del río, envuelta en la
blanca neblina. Al poco rato, vio aparecer a una niñita muy linda que venía
volando por entre la neblina. Llegó la niñita, se paró sobre la banda del río y
miró a Alma. Era muy, muy linda; llevaba puesto un vestido blanco, más blanco
que la leche, más blanco que la espuma, todo bordado con flores moradas; también
tenía blancas medias de seda y zapatitos colorados, relucientes como las
margaritas coloradas. Su larga y ondeada cabellera relumbraba como oro y llevaba
al cuello un collar de grandes cuentas de oro. Entonces dijo Alma: "¡Oh, niñita
linda!, ¿cómo se llama usted?", a lo que respondió la niñita:
"—¡Nieblita!
"—¿Quiere que conversemos y juguemos juntas?
"—¡Oh, no! ¿Cómo podría jugar yo con una niñita vestida como tú y con los pies
desnudos?
"Pues has de saber que la pobre Alma sólo tenía un vestidito viejo que le
llegaba hasta las rodillas y no tenía ni medias ni zapatos. Entonces Nieblita se
elevó en el aire, se alejó de la margen y se fue flotando río abajo; y, por fin,
cuando hubo desaparecido completamente en la neblina, Alma se puso a llorar.
Luego, empezando a hacer mucho calor, se fue, siempre llorando, a sentarse bajo
los árboles; había dos enormes sauces que crecían en la margen del río. Entonces
los árboles, sus hojas azotadas por el viento, empezaron a susurrar y a
conversar juntos, y Alma pudo comprender todo cuanto decían.
"—¿Te parece que va a llover?
"—Sí, creo que sí..., uno de estos días. —¡Pero no hay nubes!
"—¡No, no hay nubes hoy, pero las hubo anteayer!
"—¿Tienes nidos en tus ramas?
"—¡Sí, tengo uno! Lo hizo un pajarito amarillo y hay cinco huevitos moteados
dentro.
"—¡Mira dónde está sentada Alma a nuestra sombra! ¿Sabes tú por qué está
llorando?
"—Sí; es porque no tiene a nadie con quien jugar. Nieblita, quien vive al lado
del río, no ha querido jugar con ella, porque Alma no tiene un vestido bonito
que ponerse.
"—Entonces debiera ir a pedirle a la zorra que le dé uno. La zorra siempre tiene
muchas cosas muy bonitas en su cueva.
"Alma había escuchado cada palabra de la conversación. Entonces se acordó que
había una zorra que vivía no muy lejos, en la falda del cerro, pues la había
visto muchas veces tomando el sol con todos sus chicuelos mientras éstos jugaban
a su rededor, y se entretenían tirándole la cola. Así que se levantó Alma y se
fue corriendo hasta que encontró la cueva, y asomando la cabeza, gritó:
"¡Zorra!, ¡zorra!"; pero la zorra parecía estar de mal humor, y sin salir para
afuera, contestó. "Vete, Alma, a conversar con Nieblita, que yo estoy muy
ocupada preparándoles la comida a mis hijos y no tengo tiempo ahora para hablar
contigo.
"Entonces Alma exclamó: "—Ay, zorra, Nieblita no quiere jugar conmigo porque no
tengo cosas bonitas que ponerme. ¿No podría usted darme un bonito vestido, un
par de zapatos, medias y también un collar de cuentas?"
"Al poco rato salió la zorra de su cueva trayendo un gran bulto envuelto en un
pañuelo colorado, y le dijo a Alma: "—Aquí están las cosas, Alma, y espero que
te queden bien. Pero has de saber, hija, que no debías venir a esta hora del
día, porque estoy sumamente ocupada preparando la comida —un peludo asado, un
par de tinamués estofados con arroz, y una tortillita de huevos de pava...
quiero decir huevos de chorlo, pues nunca pruebo los huevos de pava".
"Alma le pidió que la excusara por toda la molestia que le había dado.
"—¡Oh, no importa, hija! Y, ¿cómo está tu abuelita? "—Muy bien, gracias —dijo
Alma—, pero tiene una fuerte jaqueca.
"—¡Vaya! —dijo la zorra—. ¡Cuánto lo siento! Dile que se pegue dos hojas de
lampazo, recién cortadas, una en cada sien, y que también beba una infusión de
centinodia —no muy fuerte—, y que por nada salga al sol. Me gustaría mucho ir a
verla; pero tú sabes, niña, que no me gustan todos esos perros que andan siempre
rondando por la casa. Y ahora, Alma, vete a tu casa y pruébate la ropa, y cuando
pases por aquí otra vez, puedes devolverme el pañuelo, por que siempre lo uso
para vendarme la cabeza cuando tengo dolor de muelas.
"Alma agradeció mucho a la zorra y corrió a su casa lo más de prisa que pudo, y
cuando abrió el atado, encontró un lindísimo vestido blanco bordado con flores
moradas, un par de zapatos colorados, medias de seda y también un collar de
grandes cuentas de oro. Todo le sentó a la perfección, y al día siguiente,
cuando se extendía la neblina sobre el Yi, se puso su lindo vestido nuevo y se
fue al río. Luego llegó Nieblita volando, y cuando vio a Alma, fue donde ella,
la besó y la tomó de la mano. Jugaron y conversaron juntas toda la mañana,
recogiendo flores y corriendo carrera sobre la orilla del río; por último,
Nieblita le dijo "adiós" y voló, pues toda la neblina estaba flotando río abajo.
Pero desde entonces en adelante Alma encontró a su amiguita todos los días al
borde del Yi, y era muy feliz, porque ahora tenía a alguien con quien jugar y
hablar".
Después de acabar el cuento, Anita se quedó mirándome con una expresión de
embeleso en sus grandes ojos tristes. Parecía como asustada y al mismo tiempo
encantada con lo que había oído; pero luego, antes de que la chicuela hubiese
dicho una sola palabra, vino Mónica, quien hacía tiempo dirigía tímidas y
curiosas miradas en nuestra dirección, y tomándola de la mano, se la llevó a la
cama.
Estaba ya dándome sueño, y como el vocerío y las preparaciones marciales no
dieran señas de estar llegando a su término, me alegré cuando me condujeron a
otra pieza, donde me proporcionaron algunos pellones, mantas y un par de ponchos
con que arreglarme una cama.
Durante la noche se fueron todos los hombres, pues a la mañana siguiente, cuando
fui a la cocina, sólo encontré a la vieja y a la mujer de Alday, ambas tomando
mate amargo. Me dijeron que hacía una hora que Anita había desaparecido de la
casa, y que Mónica había salido a buscarla. La mujer de Alday estaba sumamente
fastidiada con la escapada de Anita, pues ya había pasado el tiempo en que debía
salir con las ovejas. Después de tomar mi mate, salí y miré hacia el río, que
estaba velado por una plateada neblina, y divisando a Mónica que traía a Anita
de la mano, las fui a encontrar. La pobre Anita, con su carita surcada de
lágrimas, sus piernecitas y pies cubiertos de barro y rasguñados en cincuenta
puntos distintos por las cortantes espadañas, y el vestido empapado en la espesa
neblina de la mañana, hacía un cuadro sumamente conmovedor.
—¿Dónde la encontró? —le pregunté a Mónica, temiendo que yo fuera la causa
indirecta de las desgracias de la pobrecita.
—¡A la orilla del río buscando a Nieblita! Yo sabía que ay la encontraría cuando
la eché de menos esta mañana.
— ¿Cómo sabía usted eso? —le pregunté—. Usted no oyó el cuento que le conté
anoche.
—La hice repetírmelo todo —dijo Mónica.
Después de eso, retaron, remecieron, lavaron y secaron a la pobre Anita; en
seguida le dieron su desayuno, y por último la montaron en su petiso y la
mandaron a cuidar de las ovejas. Mientras esto pasaba, Anita guardó el más
profundo silencio, aunque su carita hacía unos pucheros que presagiaban
lágrimas. Sin embargo, no eran para el vulgo, y sólo fué después de estar
montada en su petiso con las riendas en sus manecitas, cuando se abandonó a su
dolor y desengaño por no haber encontrado a la hermosa niñita de la neblina.
Me asombró descubrir que Anita hubiese tomado tan a o serio el fantástico cuento
que yo había inventado para entretenerla; pero la pobrecita jamás había leído
libros u oído cuentos, y el de hadas que le contara, había sido demasiado para
su pobre y atrofiada imaginación. Recuerdo que una vez, en otra ocasión, le
conté un cuento lastimero de una niñita perdida en un desierto a una amiguita
mía de más o menos la edad de Anita, igualmente desacostumbrada a esta clase de
alimento mental. A la mañana siguiente, me contó su madre que mi pequeña
amiguita había pasado media noche llorando, pidiéndole que le permitiera ir a
buscar a esa niñita perdida, de la cual yo le había contado.
Oyendo decir que Alday no estaría de vuelta hasta la noche, o la mañana
siguiente, le pedí a su mujer que me prestara o me diera un caballo para seguir
mi viaje. Sin embargo, esto no pudo hacerlo; entonces añadió, muy afablemente,
que mientras estuvieran los hombres ausentes, mi presencia en la casa le sería
un consuelo, porque un hombre era siempre una gran protección. El arreglo no me
pareció muy ventajoso para mí, pero como no fuera posible irme a pie a
Montevideo, me vi obligado a quedarme tranquilo y esperar la vuelta de Alday.
Fué molesto tener que hablarles a esas dos mujeres en la cocina. Ambas eran
grandes parlanchinas, y evidentemente habían llegado a un acuerdo de compartirme
entre ellas como oyente, pues, primero una y en seguida la otra, hablaban con
una monotonía capaz de volverle a uno loco. La mujer de Alday tenía seis
palabras favoritas de retumbante sonido: elementos, superior, división,
prolongación, justificación y desproporción. De alguna manera u otra conseguía
encajar una de estas palabras en cada frase, y, a veces, lograba encajar hasta
dos. Siempre que esto sucedía, la hazaña la enorgullecía de tal manera, que
deliberadamente y con toda sangre fría repetía la frase entera, palabra por
palabra. La especialidad de la vieja eran las fechas. No había suceso que
mencionase, ya fuese algún gran acontecimiento público, ya algún trivial
incidente casero, que no diese, al mismo tiempo, el año, el mes y hasta el día.
El dúo entre estos dos malditos organillos, primero la una con su retórica y en
seguida la otra con sus fechas, continuó toda la mañana, y con frecuencia me
volví a Mónica sentada a su costura, esperando oír otra canción de su más
melodioso instrumento; pero en vano, pues ni una sola sílaba pronunciaron sus
silenciosos labios. De vez en cuando levantaba sus brillantes ojos oscuros un
instante, para bajarlos otra vez, confusos, al encontrar los míos.
Después del almuerzo, hice una caminata a lo largo del río Yi, donde pasé varias
horas buscando flores y fósiles, y entreteniéndome lo mejor que pude. Había
miríadas de patos, gallaretas, espátulas y cisnes de cuello negro recreándose en
el agua, y mucho me alegré no tener escopeta, pues así no tuve la tentación de
espantarles con rudos sonidos y hacer que se alejaran lastimados a expirar
paulatinamente entre los espadañales. Por último, después de un buen nado, me
encaminé hacia la estancia.
Mientras caminaba en dirección de la casa, y como a unas veinte cuadras de
ellas, blandiendo mi bastón y cantando a toda voz de puro alborozo, pasé un
grupo de sauces, y al levantar la vista, vi debajo de ellos a Mónica
observándome mientras me aproximaba. Estaba de pie, absolutamente inmóvil, y
cuando la divisé, bajó modestamente la mirada para contemplar, al parecer, sus
pies desnudos que se destacaban muy blancos en el espeso y verde césped. En una
mano empuñaba un ramo de las grandes azucenas coloradas de Otoño que empezaban a
florecer justamente en ese tiempo. Cesó de pronto mi canto y me quedé algunos
momentos contemplando, lleno de admiración, a la tímida y rústica beldad.
—¡Qué lejos has venido a buscar azucenas, Mónica!-le dije, aproximándome a
ella—. ¿Quieres darme uno de tus tallos?
—Las recogí pa la Virgen, ansí que no puedo darle de éstos, pero si me espera
aquí un ratito bajo los árboles, iré a buscarle uno.
Respondí que la esperaría; entonces, colocando el ramo que había recogido, sobre
el césped, se alejó. Volvió al poco rato con un redondo pulido tallo, delgado
como el tubo de una pipa, y coronado con su bohordo de tres hermosas flores
encarnadas.
Después de admirarlo y agradecerla suficientemente, le dije: —¿Qué favor le vas
a pedir a la Virgen, Mónica, cuando le hagas esta ofrenda? ¿Que te cuide a tu
novio en la guerra?
—¡No, señor! No tengo ninguna ofrenda que hacer ni favor que pedir. Son pa mi
tía; le ofrecí traerle algunas porque... yo quería encontrarlo a usté aquí.
—¿Encontrarme a mí, Mónica..., para qué?
—Pa pedirle que me contara un cuento, señor —dijo ruborizándose y mirándome
tímidamente la cara.
—¡Ay, Mónica, me parece que ya hemos tenido bastantes cuentos! Acuérdate cómo la
pobre Anita esta mañana se arrancó de la casa para ir a buscar a una compañera
en la neblina.
—Ella es una chiquilla; yo soy una mujer.
—Pero, Mónica, seguramente has de tener algún novio que estaría celoso si
llegase a saber que habías venido a este lugar solitario para oír cuentos de los
labios de un extraño.
—Naides jamás sabrá que yo lo he encontrao a usté aquí —repuso muy turbada, pero
al mismo tiempo con insistencia.
—He olvidado todos mis cuentos, Mónica...
Entonces, señor, iré a buscarle otro ramo de azucenas mientras usté piensa en
uno pa contarme...
—¡No, Mónica, no! No debes buscarme más ramos de azucenas. Mira, te devolveré
éstas que me diste...; —y en diciendo esto, las arreglé en su cabello, donde
haciendo contraste con su negro pelo, se veían hermosísimas y le daban un nuevo
encanto a la muchacha—. ¡Ay, Mónica, te ponen demasiado linda!... Déjame
quitártelas otra vez...
Pero por nada quiso permitir que se las sacara.
—Aura lo dejo pa que piense en algún cuento que contarme... —dijo, poniéndose
como una grana y volviéndose para irse.
Entonces le tomé las manos e hice que me volviera la cara. —¡Escucha, Mónica!
¿Sabes que estas azucenas están llenas de algún misterioso encanto? ¡Mira lo
rojas que están!; es el color de la pasión, porque han estado empapadas de ella,
y me han vuelto fuego el corazón!... ¡Mónica te prevengo que si me traes más
flores, te contaré un cuento que te hará estremecer de susto..., estremecer
corno las hojas de este sauce, y ponerte tan pálida como las neblinas del Yi...
Sonrió a mis palabras; su sonrisa fué como un rayo de sol que atravesando el
follaje bañara su rostro. Entonces, con una voz que era casi un susurro,
preguntó: —¿De qué será el cuento, señor? ¡Dígame!, así sabré si traerle
azucenas o no...
—El cuento, Mónica, será de un joven extraño que se encuentra con una hermosa y
pálida muchacha bajo unos sauces; sus ojos oscuros clavados en el suelo y con un
ramo de azucenas coloradas en la mano; y como esta muchacha le pidió al joven
que le contase un cuento, y él no pudo hablarle sino de amor.., amor.., amor...
Cuando acabé de hablar, retiró sus manos suavemente de las mías y se alejó,
desapareciendo entre los árboles, sin duda para escaparse de mí, temblando de
susto a mis palabras, cual una gamita espantada del cazador.
Así lo creí por el momento. Pero no!; allí a mis pies estaban las azucenas que
había recogido para la Virgen, y, además, cuando dirigió por un instante sus
tímidos ojos oscuros a los míos, no era reprensora su mirada; por el contrario,
a pesar de precavería, había ido a buscar más de aquellas peligrosas flores
coloradas para dármelas a mí. . .
No fue entonces, mientras la esperaba con el corazón palpitante, sino después,
en momentos de más calma, siendo ya Mónica sólo un bonito cuadro en la memoria,
cuando compuse las siguientes líneas. No soy tan vanidoso para creer que posean
algún mérito literario, y has introduzco aquí principalmente para dar a conocer
al lector el modo que se pronuncia el bonito nombre de aquel arroyo oriental,
que hasta hoy lo conserva en recuerdo de una raza extinguida.
Pálido el rostro y silenciosa
Viéndose tan hermosa
Bajo los sauces me esperaba.
Sonriente, trémula y ruborosa,
Cual los sauces de graciosa.
Me esperaba la muchacha del Yi.
Como el sauce estremecíase,
Mas no huyó de mí. Sus ojos de paloma
A sus blancos pies miraban
Que por la hierba se asomaban.
Blancos eran tus pies,
¡Oh muchacha del Yi!
En sus manos un ramo llevaba
De encarnadas azucenas; con tres de ellas
Sus negras trenzas adorné.
¡Qué brillantes se veían!
Alza a los míos tus ojos oscuros
¡Porque te quiero! ¡Oh muchacha del Yi!
XV
"CUANDO SUENA
LA TROMPA GUERRERA"
Por la noche volvió Alday con dos de sus compañeros, y tan pronto como se
presentó la oportunidad, le llamé aparte y le pedí que me facilitara un caballo
para seguir mi viaje a Montevideo. Respondió evasivamente que en dos o tres días
se encontrarla el que yo había perdido. Le dije que si me daba uno, él podría
reclamar el mío tan luego apareciera, junto con el recado, poncho y demás
pilchas. Repuso que no podía darme un caballo y "además el recado y las
riendas". Parecía querer guardarme en su casa para algún propósito suyo, y esto
me determinó a abandonar la estancia a todo trance inmediatamente, a pesar de
las tiernas y sentidas miradas que, bajo sus largas y rizadas pestañas,
fulguraban los ojos de Mónica. Por último, le dije que si no me proporcionaba un
caballo, me irla de su estancia a pie. Esto le alteró en cierto grado; porque en
este país, donde el robar caballos y trampear en el juego se reputan pecados
venales, se considera muy deshonroso el que un estanciero permita que un huésped
suyo abandone su estancia a pie. Reflexionó algunos minutos sobre mis palabras,
y después de consultar con sus amigos, prometió proveerme, al día siguiente, de
todo cuanto necesitase. No había oído nada más de la revolución; pero después de
cenar, Alday se puso de repente muy confidencial y me dijo que dentro de pocos
días todo el país estaría en armas, y que seria sumamente peligroso emprender un
viaje solo a la capital. Se explayó sobre el enorme prestigio del general Santa
Coloma, quien acababa de tomar las armas en contra de los Colorados —el partido
entonces en el poder— y terminó diciendo que mi plan más seguro sería afiliarme
a los revolucionarios y acompañarles en su marcha a Montevideo, la que se
emprendería de un momento a otro. Repuse que no tenía ningún interés en las
disensiones de la Banda Oriental y que no quería comprometerme formando parte de
ninguna expedición militar. Se encogió de hombros, y volviendo a prometerme un
caballo para el próximo día, se fu a acostar.
Al levantarme a la mañana siguiente, encontré que toda la demás gente hallábase
ya en pie. Los caballos estaban ensillados y parados al lado de la tranquera, y
Alday, señalándome un caballo de regular estampa, me informó que lo habían
ensillado para mí, añadiendo que él y sus amigos me acompañarían una o dos
leguas para enseñarme el camino a Montevideo. Se había puesto, de pronto,
demasiado amable, pero creí, ingenuamente, que sólo estaba dándome cumplida
satisfacción por la falta de hospitalidad del día anterior.
Después de tomar algunos mates amargos, le di las gracias a la dueña de casa,
miré por última vez en los tristes ojos negros de Mónica, levantados un instante
a los míos, y besé la cara conmovedora de Anita, sorprendiéndola sobremanera y
divirtiendo considerablemente a los otros miembros de la familia. Después de
haber caminado poco más de una legua, manteniéndonos casi paralelamente al río,
se me ocurrió que no íbamos en la debida dirección, por lo menos, para mí. Por
consiguiente, detuve mi caballo y les dije a mis compañeros que ya no había
motivo para que se molestasen acompañándome más lejos.
—¡Amigo! —dijo Alday, acercándose—, si nos deja aura, cairá con siguridá en
manos de alguna partida, que al encontrarlo a usté sin pasaporte, se lo llevará
a El Molino o algún otro centro. Y aunque tuviera pasaporte, de nada le
serviría, pues lo harían pedazos y de todos modos se lo llevarían. En estas
circunstancias, su plan más seguro es acompañarnos a El Molino, ande está el
general Santa Coloma reuniendo sus tropas, y entonces usté podrá explicarle a él
su situación.
—Yo no voy con ustedes a El Molino —dije airadamente, exasperándome su falsedad.
—Entonces nos obligará a llevarlo por la juerza —repuso.
No tenía pizca de gana de que me prendieran tan luego otra vez, y viendo que era
preciso dar algún golpe atrevido para mantener mi libertad, refrené de repente
mi caballo y saqué mi revólver: —¡Amigos!, su camino está en esa dirección; el
mío en ésta. ¡Adiós, señores!
No bien hube terminado de decir esto, cuando recibí un feroz rebencazo, casi
quebrándome el brazo y derribándome del caballo, mientras que mi revólver fué a
rodar a unos doce metros más allá. El golpe lo había dado uno de los
acompañantes de Alday, quien había permanecido un poco rezagado; el bribón dio
prueba de una rapidez y destreza asombrosas en ponerme fuera de combate.
Furioso de rabia y dolor, me levanté del suelo, y desenvainando mi facón,
amenacé dar de puñaladas al primero que se me acercase; entonces, sin medir
palabras, denosté a Alday echándole en cara su cobardía y brutalidad. Sonrió
solamente y dijo que tomaba en cuenta mi juventud y que, por consiguiente, no se
resentía por las injurias que le había proferido.
— Y aura, amigo —continuó, después de recoger mi revólver y montar otra vez a
caballo—, no perdamos más tiempo, sino que apresurémonos pa llegar a El Molino,
donde usté podrá contarle su cuento al general.
Como yo no estuviera dispuesto a que me amarrasen al caballo y me llevaran de
esa manera desagradable e ignominiosa, tuve que obedecer. Subiéndome a la silla
con alguna dificultad, nos encaminamos a buen galope en dirección de El Molino.
El movimiento áspero del caballo que montaba, aumentó el dolor en el brazo hasta
que se hizo insoportable; entonces, uno de los hombres compadeciéndose, me
arregló el brazo en un cabestrillo, después de lo cual pude seguir más
cómodamente, aunque siempre con mucho dolor.
El día era excesivamente caluroso y no llegamos al lugar de nuestro destino
hasta eso de las tres de la tarde. Justamente antes de entrar en la población
pasamos por entre un pequeño ejército de gauchos acampados en el llano
colindante. Algunos estaban ocupados en asar carne, otros ensillaban caballos,
mientras que otros, en destacamentos de veinte o treinta hombres, estaban
ejecutando maniobras a caballo. El conjunto hacía un cuadro de maravillosa
animación; casi todos los hombres estaban vestidos a la gaucha, pero aquellos
que maniobraban llevaban lanzas con banderolas blancas que tremolaban al viento.
Pasando por en medio del campamento, entramos en la población; se componía ésta
de unas sesenta u ochenta casas de piedra o adobe, algunas con techo de totora y
otras tejadas, cada una ostentando su gran jardín, En el edificio público;
frente a la plaza, estaba apostada una guardia de diez hombres con carabinas.
Nos apeamos y entramos en el edificio, y se nos informó que el general acababa
de salir de la población y que no se le esperaba hasta el día siguiente.
Alday habló con un oficial sentado a una mesa en la sala a la cual nos habían
conducido, tratándolo de comandante. Era enjuto de cuerpo, de edad madura, de
serenos ojos garzos, de tez descolorida y tenía facha de ser caballero. Después
de oírle algunas palabras a Alday, se volvió a mí cortésmente y me dijo que
sentía informarme que me tendría que quedar en El Molino hasta que hubiese
vuelto el general, y yo pudiese referirle mi caso personalmente.
—No deseamos —dijo, en conclusión— obligar a ningún extranjero, ni siquiera a un
oriental, a incorporarse a nuestras filas; pero naturalmente desconfiamos de
toda persona extraña, habiendo ya prendido a dos o tres espías en la vecindad.
Desgraciadamente, usted no está provisto de pasaporte y es mejor que le vea el
general.
—¡Señor oficial! —repuse—. Usted no le hace ningún bien a su causa maltratando y
deteniendo a un inglés.
Contestó que lamentaba que su gente hubiese considerado necesario tratarme
rudamente, pues en tales moderados términos fue como describió mi tratamiento.
Excepto ponerme en libertad, se haría todo cuanto fuese posible por hacer mi
estancia en El Molino, agradable.
—Si es necesario que el general mismo me vea antes de que se me pueda dar
libertad, le ruego ordene a estos hombres que me lleven inmediatamente donde él
— dije yo.
—El general no se ha ido todavía de El Molino —dijo un ordenanza que se hallaba
allí presente—. Está en la Casa Blanca al otro extremo del pueblo, y no se va
hasta las tres y media.
—Es casi eso ya —dijo el oficial, mirando su reloj—. Vea, teniente Alday: lleve
a este joven inmediatamente adonde el general.
Agradecí al comandante, cuyo aspecto y lenguaje eran ajenos de un bandido
revolucionario, y tan pronto como pude montar a caballo, nos lanzamos a todo
galope por la calle principal. Nos detuvimos enfrente a una vieja casa grande de
piedras, en los confines de la población, situada a cierta distancia detrás del
camino y escondida por una alta alameda. La pared trasera daba al camino, y
después de atar nuestros caballos a la tranquera, pasamos por el costado de la
casa hacia su parte anterior y entramos en un espacioso patio. Un ancho corredor
con pilastras de madera pintadas de blanco se extendían a lo largo de la
fachada, y todo el patio estaba sombreado por un enorme parral. Era
evidentemente una de las mejores casas del lugar, y viniendo directamente del
sol deslumbrante y del blanco y polvoriento camino; el patio con su frondoso
parral y el umbroso corredor, se veían deliciosamente frescos y atractivos. Un
alegre grupo de unas doce o quince personas estaban reunidas bajo el corredor,
algunas sorbiendo mate, otras chupando el jugo de uvas; y cuando llegamos
nosotros, una señorita terminaba de cantar una canción al compás de la guitarra.
Inmediatamente distinguí al general Santa Coloma, sentado al lado de la joven
con la guitarra; era alto, de imponente presencia, de rasgos algo irregulares y
con el rostro bronceado y curtido por la intemperie. Calzaba botas y espuelas, y
sobre su uniforme llevaba puesto un ponchillo blanco de seda con franja morada.
Juzgué, por su semblante, que no era feroz o cruel, según uno concibe a un
caudillo revolucionario de la Banda Oriental; y acordándome que dentro de pocos
minutos se marcharía, deseaba acercarme y contarle mi caso. Los otros, sin
embargo, me lo impidieron, porque quiso la casualidad que precisamente en ese
momento el general estuviera entretenido en una animada conversación con la
joven. Tan pronto como la observé con atención, no tuve ojos para ninguna otra
cara allí presente. El tipo era español y jamás he visto de su clase, una cara
más perfecta; una profusión de pelo negro con reflejos azules sombreaba la baja
espaciosa frente, la nariz perfilada, los brillantes ojos negros y sus purpúreos
y entreabiertos labios en flor. Era alta, y la perfección de su figura corría
pareja con la belleza de su rostro; llevaba puesto un blanco vestido, y como
único adorno, una rosa granate oscuro prendida al pecho. Parado a]li,
inadvertido al extremo del corredor, la contemplé con una especie de embeleso,
escuchando su alegre y cadenciosa risa y animada conversación y observando la
ligereza y el brío de su cuerpo, sus chispeantes ojos y sus mejillas sonrosadas
de animación. "Esa sí que es una mujer —pensé, exhalando un desleal suspiro, y
sintiendo un cierto remordimiento al lanzarlo— que yo pudiera haber idolatrado."
En ese momento ella le pasaba la guitarra al general.
—¡Usted nos ha prometido cantar una canción antes de irse y no acepto ninguna
excusa!— dijo ella.
Por último, Santa Coloma tomó el instrumento, protestando que tenía una pésima
voz; y luego, rasgueando las cuerdas, empezó a cantar aquella espléndida canción
española de amor y de guerra:
"Cuando suena la trompa guerrera."
Era una voz un tanto áspera y sin cultura, pero cantó con mucho fuego y
expresión y fue calurosamente aplaudido.
Apenas concluyó de cantar, le devolvió la guitarra a la joven, y poniéndose
precipitadamente de pie y despidiéndose de todos, se volvió para irse.
Pasando delante, me puse enfrente de él y empecé a hablar:
—Tengo mucha prisa y no puedo escucharle ahora —dijo rápidamente, apenas
mirándome—. Usted es prisionero..., herido, veo; pues, cuando vuelva... —De
repente se detuvo, y tomándome del brazo herido, dijo—: ¿Cómo fue usted
lastimado? ¡Dígame pronto!
Su manera áspera e impaciente, además de la presencia de veinte personas
alrededor, todas observándome, me turbaron y sólo pude balbucir algunas pocas e
incoherentes palabras, sintiendo que me estaba poniendo color de grana hasta las
raíces del cabello.
—Permítame contarle, mi general —dijo Alday, adelantándose.
—¡No, no! —repuso el general—, él mismo me lo contará.
Al ver a Alday tan empeñado en dar, antes que yo, su versión del asunto, me
volvió el enojo y, al mismo tiempo, el habla y las otras facultades que
momentáneamente me habían abandonado.
—Señor general: todo lo que quiero decirle es esto: llegué, un extraño, a la
casa de este individuo de noche y a pie, porque me habían robado el caballo. Le
pedí alojamiento creyendo que por lo menos todavía sobrevivía en este país el
sentimiento de la hospitalidad. Él y estos dos hombres me hirieron a traición,
dándome un golpe en el brazo, y me han traído aquí prisionero...
—Mi buen amigo, siento en el alma que debido al exceso de celo de parte de mi
gente, haya sido usted lastimado. Pero apenas puedo lamentar este suceso, por
doloroso que a usted le parezca, puesto que me permite asegurarle que además de
la hospitalidad, sobrevive en la Banda Oriental todavía otro sentimiento, y ese
es... la gratitud.
—¡No comprendo!
—Hace muy poco tiempo, amigo, que ambos nos encontramos en un mismo apuro. ¿Es
posible que usted se haya olvidado del servicio que me prestó?
Le miré atentamente, asombrado de sus palabras; y mientras le examinaba el
rostro, me acudió como un rayo a la memoria aquella escena en la estancia del
magistrado, cuando fui con la llave a sacar a mi compañero del cepo, y cuando se
paró tan precipitadamente y me tomó la mano. Sin embargo, no estaba bien seguro,
y murmuré interrogativamente—: ¡Qué!... ¿Es usted Marcos Marcó?
—El mismo —repuso el general, sonriendo—, ése era mi nombre en aquella ocasión.
¡Amigos! —continuó, apoyando una mano en mi hombro y dirigiéndoles la palabra a
los que nos rodeaban—. Me he encontrado ya antes con este joven inglés. Hace
pocos días, cuando venía para acá, fui hecho preso al mismo tiempo que él en Las
Cuevas, y gracias a su ayuda logré escaparme. Hizo esta buena acción creyendo
que estaba ayudando a un pobre paisano cualquiera, y sin esperar ninguna
recompensa.
Podría haberle recordado que sólo consentí en sacarle las piernas del cepo,
después que me hubo asegurado solemnemente que no tenía la intención de
escaparse. No obstante, como él creyera del caso olvidar aquella parte de]
asunto, no iba a traérsela a la memoria.
Hubo muchas exclamaciones de sorpresa de parte de los circunstantes, y mirando a
la hermosa joven, que estaba parada allí cerca, con los demás, encontré que sus
ojos negros estaban atentamente posados sobre mi, con una expresión tan de
simpatía y ternura, que en el acto se me agolpó toda la sangre al corazón.
—Temo que le hayan lastimado gravemente —dijo el general, dirigiéndome la
palabra otra vez—. Seria una imprudencia muy grande seguir su camino ahora.
Permítame rogarle que se quede en esta casa, hasta que se mejore del brazo.
—Entonces, volviéndose a la joven, le dijo—: ¡Dolores! ¿Quieren ustedes, tú y tu
madre, hacerse cargo de mi joven amigo hasta mi vuelta, y ver que se atienda a
su brazo herido?
—Mi general —repuso, con una brillante sonrisa—, usted nos complacerá mucho
dejándolo en nuestras manos.
Entonces, no sabiendo mi apellido, el general me presentó a la hermosa señorita
Dolores Zelaya —que así se llamaba— sencillamente como Don Ricardo; después de
esto el general nos dijo otra vez "adiós" y se fue a toda prisa.
Cuando hubo partido, se adelantó Alday con el sombrero en la mano y me devolvió
el revólver, del que yo me había olvidado completamente. Lo tomé con la mano
izquierda y lo metí en el bolsillo. Me pidió excusas por haberme tratado tan
rudamente —el comandante le había enseñado la palabra—, pero sin el menor viso
de servilismo en su manera o modo de expresarse; en seguida me ofreció la mano.
—¿Cuál quiere —le pregunté—, la mano que usted me ha lastimado o la izquierda?
En el acto dejó caer al lado la suya, y entonces, saludando, dijo que esperaría
que yo hubiese recobrado el uso de mi mano derecha. Volviéndose para irse,
añadió, sonriendo, que esperaba que el daño pronto sanaría de modo que pudiese
empuñar una espada por la causa de mi amigo Santa Coloma.
Su manera me pareció algo independiente.
-Sírvase ahora llevarse su caballo -le dije-, pues no lo necesito más, y acepte
mis agradecimientos por haberme conducido hasta aquí en mi camino.
-No hay de qué -repuso con un cortés ademán de la mano-; me alegro haber podido
prestarle este pequeño servicio.
XVI
LA ROMÁNTICA
HISTORIA DE
MARGARITA
Cuando nos hubo dejado Alday, la simpática joven en cuyas manos me complacía
hallarme, me condujo a una fresca y espaciosa sala de templada luz, escasamente
amueblada y con piso de baldosas coloradas. Fue un gran alivio dejarme caer en
el sofá, pues estaba cansado y me dolía mucho el brazo. En un momento me
rodearon la joven, su madre —doña Mercedes— y una vieja mucama. Quitándome muy
suavemente la chaqueta, me examinaron cuidadosamente el brazo herido; el tacto
de sus dedos compasivos —sobre todo los de la hermosa Dolores— produjeron en la
parte inflamada y amoratada una sensación como la de una suave y refrescante
lluvia.
—¡Ay, qué barbaridad haberlo lastimado a usted de esta manera! ¡Y eso que usted
es amigo de nuestro general! —exclamó mi hermosa enfermera, lo que me hizo
pensar que, sin quererlo, me había asociado precisamente al debido partido
político de la Banda.
Me frotaron el brazo con aceite de comer; mientras que la vieja mucama trajo
algunas ramitas de ruda del jardín, que al ser machacadas en un almirez,
llenaron la estancia de un fresco olor aromático, y con esta olorosa hierba me
hizo una calmante cataplasma. Habiéndome curado el brazo, lo pusieron en un
cabestrillo, y en seguida me trajeron un liviano poncho indio para ponerme en
vez de mi chaqueta.
—Me parece que usted está un poco afiebrado —dijo doña Mercedes, tomándome el
pulso—. Debemos mandar a buscar el médico... tenemos un médico muy entendido en
nuestro pueblecito.
—Tengo muy poca fe en los médicos, señora —le dije—, pero sí una gran fe en las
mujeres y las uvas. Si usted me diera un racimo de uvas de su parral para
refrescarme la sangre, le prometo mejorar muy luego.
Dolores se rió alegremente y salió de la sala, volviendo en unos cuantos minutos
con un plato lleno de maduros purpúreos racimos. Las uvas eran deliciosas, y
parecían, en realidad, calmar la fiebre que sentía, la cual habría sido
ocasionada tanto, quizás, por enconadas pasiones cuanto por el golpe recibido.
Mientras me reclinaba regaladamente sobre el sofá comiendo uvas, la madre y la
hija se sentaron una a cada lado mío, abanicándose ostensiblemente, pero creo
que sólo fue para refrescarme el ambiente. Por cierto que muy fresco y agradable
lo hicieron, pero las amables atenciones de Dolores eran, al mismo tiempo,
tales, que bien pudieran infundir en mis venas una clase de fiebre más insidiosa
de la que tenía.., un mal que ni la fruta ni los abanicos ni la flebotomía
podrían curar.
—¿Quién no soportaría golpes con placer por una recompensa como ésta, señorita?
—dije.
—¡No diga eso! —exclamó la joven con singular animación—. ¿No le ha hecho usted
un gran servicio a nuestro general.., a nuestra querida patria? ¡Si lo
tuviésemos en nuestro poder darle todo cuanto su corazón desease, no sería
nada... pero nada! Quedaremos para siempre sus deudores.
Sonreí a sus exageradas palabras, mas no por eso dejaron de serme menos dulces.
—El ardiente amor que usted le profesa a su patria, señorita, es un hermoso
sentimiento —dije, algo indiscretamente—, pero, ¿cree usted que el general Santa
Coloma sea tan indispensable para su bienestar?
Se mostró ofendida y no respondió.
—Usted es un extraño en nuestro país, señor, y no entiende bien estas cosas
—dijo la madre con dulzura—. Dolores no debe olvidar eso. Usted no sabe nada de
las crueles guerras que hemos visto, y cómo nuestros enemigos han sido
victoriosos gracias únicamente a la ayuda de extranjeros. ¡Ay, señor, la sangre
derramada, los destierros y las infamias que ellos han traído sobre esta pobre
tierra! Pero hay un hombre al cual jamás han conseguido amilanar; siempre, desde
muchacho, ha sido el primero en el campo de batalla, desafiando balas; el oro
brasileño jamás ha conseguido corromperlo. ¿Le parece cura usted, pues, señor,
que él represente tanto para nosotras que hemos perdido a todos nuestros
parientes y sufrido tantas persecusiones, y que hemos sido privadas casi de con
qué comer para que se enriquezcan mercenarios y traidores? El representa aún más
para nosotras en esta casa que para los demás, habiendo sido amigo de mi marido
y su compañero de armas. Nos ha hecho mil favores, y si alguna vez consiguiese
echar abajo a este gobierno infame, nos devolvería toda la propiedad que hemos
perdido. Pero, ¡ay de mí!, todavía no veo salvación...
—¡Mamita, no digas eso! —exclamó la hija—. ¿Empiezas tú a perder las esperanzas
cabalmente ahora cuando hay la mayor razón para tenerlas?
—¡Niña! ¿Qué puede hacer con un puñado de hombres mal equipados? —replicó la
madre, tristemente—. Valerosamente ha levantado el estandarte, pero la gente no
acude a él. ¡Ay!, cuando se sofoque esta revolución como lo han sido tantas
otras, nosotras pobrecitas las mujeres sólo tendremos que lamentar la pérdida de
amigos muertos y sufrir nuevas persecuciones... y— aquí se cubrió los ojos con el pañuelo.
Dolores echó atrás la cabeza, haciendo al mismo tiempo un repentino ademán de
impaciencia.
—¿Entonces, mamita, esperas ver que se forme un gran ejército antes de que se
seque la tinta en la proclamación del general? ¡Cuando Santa Coloma estaba
desterrado, sin partidarios, tú tenias tantas esperanzas; y ahora que está con
nosotras y preparándose para marchar sobre Montevideo, empiezas a
descorazonarte... en verdad, no te entiendo!
Doña Mercedes se levantó sin contestar una palabra y salió de la pieza. La
hermosa entusiasta dejó caer la cabeza en la mano y guardó silencio, no haciendo
caso de mi, mientras que una nube de tristeza velaba su rostro.
—Señorita —dije—, no hay necesidad que usted se quede más tiempo aquí conmigo.
Dígame solamente, antes de irse, que me perdona, pues me da mucha pena pensar
que la haya ofendido.
Se volvió hacia mí con una brillantísima sonrisa y me dio la mano.
—¡Ah!, es usted el que debe perdonarme a mí por haberme ofendido tan
apresuradamente de una insignificante palabra —dijo—. No debo permitir que nada
de lo que usted diga en lo futuro eche a perder mi gratitud. ¿Sabe que yo creo
que usted es de aquellos a quienes les gusta reírse de las más de las cosas,
señor?. . . ¡No! ¡Permítame llamarlo Ricardo y usted me llamará Dolores, pues
hemos de quedar siempre buenos amigos, ¿no es así? Hagamos un pacto y así será
imposible pelear. Usted tendrá entera libertad de dudar, desconfiar y reírse de
todo, menos de una cosa.. de mi fe en el general Santa Coloma.
—Con muchísimo gusto acepto ese pacto, Dolores —repliqué—. Será una nueva clase
de paraíso, aunque del fruto de todo árbol podré comer menos de ése.
Rió alegremente.
—Ahora lo voy a dejar. Usted está adolorido y muy cansado. Quizás pueda dormir.
—Mientras hablaba trajo otra almohada y la colocó debajo de mi cabeza; entonces
me dejó, y antes de mucho me quedé dormido.
Pasé tres días de forzosa inactividad en la Casa Blanca antes de que llegara
Santa Coloma, y después de las penas por las que había pasado, durante las
cuales me había sustentado invariablemente de carne, sin siquiera un pedazo de
pan o legumbres, fueron, en realidad, como días pasados en un paraíso. Entonces
volvió el general. Estaba yo solo, sentado en el jardín, cuando llegó, y
acercándose a mí, me saludó muy calurosamente.
—Mucho temía, mi joven amigo, por la experiencia que he tenido de su impaciencia
bajo freno, que pudiera habernos abandonado —dijo amablemente.
—No podría muy bien hacer eso todavía, a menos que tuviera un caballo en que
montar —repuse.
—Pues he venido a decirle que deseaba ofrecerle un caballo de regalo. Creo que
debe estar atado en este momento a la tranquera; pero si usted sólo está
esperando el momento de tener un caballo para dejarnos, tendré que lamentar el
habérselo regalado. ¡No tenga tanta prisa! Usted tiene todavía muchos años de
vida en los que podrá realizar todo lo que quiera; por lo tanto, permítanos
tener el placer de su compañía algunos días más. Doña Mercedes y su hija no
piden nada mejor que tenerlo allí con ellas.
Le prometí no huir inmediatamente, promesa que no me fué difícil hacer; entonces
fuimos a ver mi caballo, que resultó ser un hermoso castaño, enjaezado con un
lujoso recado a la gaucha.
—Venga conmigo y ensáyelo —dijo—. Tengo que ir a Cerro Solo.
La cabalgata resultó sumamente agradable, pues hacía algunos días que no montaba
a caballo y había estado muy deseoso de sazonar mis horas de ocio con un poco de
estimulante movimiento. Atravesamos la verde llanura a un buen galope,
conversando el general muy francamente, todo el tiempo, sobre sus planes y del
brillante porvenir que le esperaba a todo individuo, de antemano avisado, que en
este temprano período de la campaña eligiera unir su suerte a la suya.
El Cerro, cura tres leguas de El Molino, era un alto monte solitario de forma
cónica que dominaba la campiña a mucha distancia a la redonda. Había de guardia
algunos hombres bien armados apostados en su cima, y después de hablar un rato
con ellos, el general me condujo a un punto como a unos cien metros de allí,
donde había un gran terraplén de piedra y arena, por el cual, cura duras penas,
hicimos subir nuestros caballos. Mientras estuvimos allí, me señaló los objetos
más notables que se destacaban sobre la superficie del terreno circunvecino,
indicándome los nombres de las estancias, ríos, lejanas cuchillas y otros
objetos. Toda la campiña a la redonda parecía serle muy conocida. Por último,
dejó de hablar, pero siguió contemplando el vasto y asoleado panorama con una
curiosa expresión ensimismada. Soltando repentinamente las riendas sobre el
cuello de su caballo, estiró los brazos hacia el sur y empezó a murmurar
palabras que yo no alcanzaba cura oír, mientras que la rabia y la exaltación
alteraban su rostro. Casi al momento desaparecieron. Entonces se bajó del
caballo y agachándose hasta tocar el suelo con la rodilla, besó la roca delante
de él, después de lo cual se sentó, convidándome al mismo tiempo a que hiciera
lo mismo. Volviendo al asunto del cual había tratado durante nuestra cabalgata,
empezó a instarme, sin rodeos, a que lo acompañara en su marcha a Montevideo, la
que comenzaría, ‘dijo, casi inmediatamente, y resultaría infaliblemente en una
victoria, después de la cual me premiaría por el incalculable servicio que le
había hecho en ayudarle a escaparse del juez de Las Cuevas. Estas halagadoras
ofertas que en otras circunstancias me hubieran colmado de entusiasmo —es decir,
si hubiese sido soltero— me vi precisado a rechazarlas, aunque no le dí mis
verdaderas razones, por qué lo hacía. Se encogió de hombros al modo tan
elocuente de los orientales, añadiendo que no le sorprendería si en algunos días
más yo cambiaba de opinión.
"¡ Nunca! " exclamé mentalmente.
Luego, recordó otra vez nuestro primer encuentro, habló de Margarita, aquella
muchacha tan extraordinariamente hermosa, preguntándome si no me había parecido
extraño que una flor tan blanca pudiese haber brotado del rústico tallo de una
batata. Le dije que en efecto me había sorprendido al principio, pero que ya no
crea que fuese hija de Batata, ni de ningún pariente suyo. Entonces ofreció
contarme la historia de Margarita, y no me sorprendió saber que la conociera.
—Le debo esto —dijo— como reparación de las palabras un tanto ofensivas que le
proferí a usted aquel día, al referirme a la muchacha. Pero usted debe tener
presente, amigo, que yo era entonces simplemente Marcos Marcó, un paisano; y
como tuviera algunas nociones de hacer el papel de gaucho, era natural que mis
palabras fueran algo secas e irónicas como sucede a menudo con nuestros
campesinos.
"Hace muchos años vivía en este país un tal Basilio de la Barca, un hombre de
semblante y figura tan nobles que para todos los que le vieron llegó cura ser el
prototipo perfecto de la belleza viril; tanto es así que un Basilio de la Barca
llegó a ser un dicho en la sociedad montevideana cuando se hablaba de algún
hombre de sobresaliente hermosura. Aunque era de alegre genio y le agradaban los
placeres de la sociedad, la admiración que su hermosura inspiraba no le había
echado a perder. Siempre fue sencillo y modesto; tal vez fuese incapaz de sentir
una pasión, pues aunque conquistó los corazones de muchas mujeres hermosas, no
se había casado. Si lo hubiese deseado, Basilio podría haberse casado con una
mujer rica, y haber mejorado de esa manera, su situación; pero en esto, como en
toda otra cosa de su vida no parecía capaz de hacer nada en su propio provecho.
"En otro tiempo, los de la Barca habían sido sumamente ricos, poseyendo muchas
tierras en el país, y he oído decir que descendían de una antigua y noble
familia española. Durante las largas y desastrosas guerras que ha sostenido este
país, cuando fué conquistado sucesivamente por Inglaterra, Portugal, España, el
Brasil y los argentinos, la familia empobreció, y por fin pareció estar
extinguiéndose. El último de los de la Barca fue Basilio, y el negro destino que
había perseguido durante tantas generaciones a todos los que llevaban su nombre,
fué suyo también. Su vida entera fue una serie de desastres. Cuando joven, se
incorporó al ejército, pero recibiendo una feroz herida en su primera acción,
fué inutilizado para el resto de su vida, y obligado a abandonar la carrera
militar. Después de eso, embarcó toda su pequeña fortuna en el comercio y un
socio nada probo le arruinó. Por último, cuando había sido reducido a la miseria
—frisaba entonces los cuarenta— se casó con una señora ya entrada en años, en
gratitud por el cariño que ella le había manifestado; y se fueron a vivir a la
costa, a varias leguas al este del cabo de Santa María. Allí, en un pequeño
rancho, en lugar desierto llamado la Barranca del Peregrino, con sólo unas
cuantas ovejas y vacas de qué sustentarse, pasó el resto de su vida. Su mujer, a
pesar de su edad, dio a luz una niñita a quien llamaron Tránsito. No le dieron
instrucción alguna, pues vivían en todos respectos como campesinos, y habían
olvidado el uso de los libros. Además, la región era agreste y despoblada, y
raras veces veían la cara de un forastero. Tránsito pasó su infancia correteando
por las dunas de aquella solitaria playa, sirviéndole de únicos compañeros de
juego las flores silvestres, las aves y las olas del océano. Un día —contaba a
la sazón once años— estaba ella entreteniéndose con sus juegos de costumbre, la
cabellera dorada ondeando al viento, su corto vestido y piernas desnudas mojadas
por la espuma del mar, persiguiendo a las olas cuando se retiraban o huyendo de
ellas con alegres gritos mientras se deslizaban otra vez apresuradamente hacia
la playa, cuando un joven, un muchacho de unos quince años, llegó a caballo y la
vio. Estaba él cazando avestruces, cuando perdiendo de vista a sus compañeros, y
encontrándose cerca del océano, cabalgó a la playa a observar la entrante marea:
"—¡Sí, Ricardo, fui yo aquel muchacho! Usted saca sus deducciones con mucha
rapidez. (Esto lo dijo, no en contestación a alguna palabra mía, sino a mis
pensamientos, que con frecuencia adivinaba con extraordinaria perspicacia).
"Sería imposible expresar en términos suficientemente adecuados la impresión que
me hizo aquella encantadora muchacha. Yo había vivido mucho tiempo en la
capital, me habla educado en nuestra mejor universidad y estaba avezado al trato
de mujeres hermosas. También había visto al otro lado del Plata lo más digno de
admiración en las ciudades argentinas. Y acuérdese, amigo, que con nosotros un
muchacho de quince años ya conoce algo del mundo. Aquella muchacha retozando con
las olas, no era como nada que jamás hubiese visto. No la miraba como a un mero
ser humano. Parecía más bien algún ente de lejana y desconocida región
celestial, descarriado hacia nuestra tierra, como, a veces, traída por el viento
de lontana isla tropical, suele aparecerse algún ave de níveo y azulino plumaje,
deleitando a cuantos la ven. Imagínese, Ricardo, si puede, a Margarita con su
lustrosa cabellera suelta al viento, sus movimientos ligeros y graciosos cual
los de las olas con que está retozando, sus ojos de zafiro chispeando como la
luz del sol reflejada sobre las aguas, los suaves tintes de la madreperla en su
fisonomía siempre cambiante, y con una risa que hacía recordar la silvestre
melodía del canto del batitú. Margarita ha heredado la figura de Tránsito cuando
niña, mas no su índole. Es una exquisita estatua dotada de vida. Tránsito, de
contornos igualmente esbeltos y de colores perfectos, habían encarnado el
espíritu del viento y del sol, y era toda agilidad, gracia, fuego... un ser
mitad humano, mitad seráfico. Verla fue amarla; y no fue una pasión común la que
me inspiró. La adoraba y ansiaba hacerla mía; pero me abstuve entonces, y
durante largo tiempo después, de exhalar los ardientes suspiros del amor sobre
una flor tan dulce y celestial. Fui cura sus padres y me abrí a ellos. Siendo mi
familia bien conocida de Don Basilio, obtuve su permiso para visitar su
solitario rancho siempre que pudiese; y yo, por mi parte, le prometí no hablarle
de amor cura Tránsito mientras ella no cumpliese dieciséis años. Tres años
después de haber hallado a Tránsito, me enviaron a una lejana región del país
—estaba yo ya en el ejército—, y temiendo que me fuese imposible visitarlos otra
vez por mucho tiempo, persuadí a Basilio que me permitiera hablarle a su hija,
quien había ya cumplido catorce años. Para ese tiempo, ya me cobraba un gran
cariño, y siempre aguardaba mis visitas llena de contento, las cuales paseábamos
andando por la playa, o sentados sobre alguna alta barranca dominando el mar,
hablando de cosas fáciles que ella comprendía y de aquella lejana y maravillosa
vida de la ciudad de la cual jamás se cansaba de oír contar. Cuando le abrí mi
corazón cura Tránsito, al principio le asustaron estas nuevas y singulares
emociones de las que le hablaba. No obstante, luego tuve la felicidad de ver que
iba disminuyendo su temor. En un solo día, dejó de ser niña; la rica sangre tiñó
de carmín sus mejillas, para dejarla, en seguida, pálida y temblando de emoción;
sus tiernos labios retozaban con el borde de la taza almibarada. Antes de
apartarme de ella, me había prometido su mano, y al despedirnos, aun se abrazó
de mí, sus hermosos ojos arrasados en lágrimas.
"Pasaron tres años antes de que volviese a buscarla. Durante todo aquel tiempo
le mandé veintenas de cartas a Basilio, sin recibir ninguna respuesta. Dos veces
fui herido en acciones, una de ellas muy gravemente. También estuve prisionero
varios meses. Por último, me escapé, y volviendo a Montevideo, obtuve licencia
por unos cuantos días. Entonces, el corazón lleno de dulces esperanzas, busqué
otra vez más aquella solitaria playa, y encontré que el lugar donde se había
hallado el rancho de Basilio, estaba cubierto de maleza, En la vecindad me
dijeron que hacía dos años que Basilio había muerto, y que después de su muerte
la viuda había vuelto con Tránsito cura Montevideo. Después de largas
indagaciones en aquella ciudad, descubrí que ella no alcanzó a sobrevivir largo
tiempo a su marido, y que una señora extranjera se habla llevado a Tránsito sin
que nadie supiese adónde. Su pérdida obscureció mi vida para siempre. Una pena
aguda no puede durar eternamente, ni por muy largo tiempo; es sólo el recuerdo
que dura. Es debido, tal vez, a este recuerdo, para siempre imborrable, que en
un respecto, por lo menos, no soy como otros hombres. Me siento incapaz de
enamorarme de ninguna mujer.
-¡No!; ni aunque encontrase a una nueva Lucrecia Borgia, desparramando semillas
de adoración sobre los hombres, podrían ellas brotar en este árido corazón.
Desde que perdí a Tránsito, no he tenido sino un pensamiento, un amor, una
religión y todo se expresa en dos palabras... ¡la Patria!
"Pasaron años. Era capitán y militaba bajo las órdenes del general Oribe en el
sitio de mi ciudad natal. Un día, capturaron dentro de nuestras líneas a un
muchacho a quien casi fusilaron por sospecharse que fuese espía; había salido de
Montevideo y me andaba buscando. Me dijo que Tránsito de la Barca, quien le
había mandado, yacía enferma en la ciudad y deseaba mucho hablar conmigo antes
de morir. Pedí y obtuve permiso de nuestro general —quien me tenía un gran
afecto personal— para penetrar en la ciudad. Esto era, por supuesto, peligroso,
y tal vez más todavía para mí de lo que lo hubiera sido para muchos de mis
compañeros, siendo yo muy conocido por los sitiados. No obstante, logré mi
deseo, persuadiendo a los oficiales de un buque de guerra francés surto en la
bahía, que me ayudasen. En ese tiempo los franceses mantenían relaciones
amistosas con los oficiales de ambos ejércitos, y en una ocasión, tres de ellos
visitaron a nuestro general para pedirle permiso de cazar avestruces en el
interior. El me los entregó a mí, y llevándolos a mi estancia, les festejé y
cacé con ellos durante varios días. Se habían mostrado sumamente agradecidos por
esta hospitalidad, invitándome repetidas veces a que les visitase a bordo, y
diciéndome que tendrían el mayor gusto en hacerme cualquier diligencia personal
en la ciudad que yo desease, la cual ellos visitaban con frecuencia. No me
gustan los franceses, pues los considero los más egoístas y presumidos, y, por
consiguiente, los menos caballerosos de los hombres; pero estos oficiales me
tenían empeñado su agradecimiento y resolví pedirles su ayuda. Fui a bordo del
buque de guerra francés al abrigo de la noche; les hablé de mi trance y les pedí
que me permitiesen acompañarles a tierra disfrazado como uno de ellos. Después
de vencer cierta oposición, consintieron, y así pude, al siguiente día, entrar
en Montevideo y hallarme una vez más con mi Tránsito, por tanto tiempo perdida.
La encontré tendida en una cama, extenuada y pálida como’ la muerte, en el
último período de una fatal enfermedad pulmonar. En la cama, a su lado hallábase
una niñita de dos a tres años de edad, hermosísima como su madre, pues una
mirada me bastó para cerciorarme de que era hijita de Tránsito.
"Agobiado de pena al encontrarla en esa triste condición, me arrodillé a su lado
y derramé las últimas lágrimas que han caído de estos ojos. Nosotros, los
orientales, no somos hombres sin lágrimas, y por cierto que he llorado desde
aquella fecha, pero sólo ha sido de rabia y aborrecimiento. Mis últimas lágrimas
de amor las vertí sobre mi desdichada Tránsito, moribunda ante mis ojos.
"Brevemente me contó su historia. Ninguna de mis cartas jamás había llegado a
manos de Basilio; se supuso que yo habría muerto en alguna batalla o que mi amor
se hubiese enfriado. Parece que cuando estaba para morir su madre en Montevideo,
la fue a ver una rica señora argentina —una tal señora Romero— que había oído
hablar de la singular hermosura de Tránsito y deseaba verla por mera curiosidad.
Quedó tan encantada con la niña que ofreció tomaría y criaría como’ si fuese su
propia hija. A esto, la madre, quien estaba en la miseria y muriéndose,
consintió gustosa. Así que Tránsito fue llevada a Buenos Aires, donde tuvo
maestros que la instruyeron y vivió con gran lujo. La novedad de aquella vida la
embelesó durante cierto tiempo; los placeres de una gran ciudad y la admiración
general que inspiraba la ocuparon y la hicieron feliz. A los diecisiete años, la
señora dio la mano de Tránsito a un rico joven de Buenos Aires, llamado Andrade.
Era hombre de mundo, jugador y sibarita, y habiéndose apasionado de la muchacha,
logró ganarse a la señora, quien apoyó su cortejo. Antes de casarse con él,
Tránsito le dijo francamente que jamás podría tenerle un gran cariño; a él eso
no le importaba, pues, sólo deseaba, como animal que era, poseerla por su
belleza. Al poco tiempo después de casarse, la llevó a Europa, sabiendo muy bien
que un hombre con la cartera repleta y cuyo ser es una mezcla de puerco y cabro,
encuentra la vida en París más agradable que en el Plata. En París, Tránsito
llevó una vida animada pero muy triste. La pasión que su marido le tenía luego
se apagó, sucediéndole la frialdad y los insultos. Después de tres años de
desdicha, Andrade la abandonó enteramente para vivir con otra mujer; entonces,
con la salud quebrantada, ella volvió con su hijita a la patria. A los pocos
meses después de llegar a Montevideo, oyó casualmente que yo estaba todavía vivo
y con el ejército sitiador, y deseosa de comunicarle a un amigo sus últimos
deseos, me había mandado llamar.
"¿Podría usted, amigo, podría cualquiera adivinar lo que quería pedirme Tránsito
antes de morir?
"Señalándome a su hijita, dijo: "¿No ves que Margarita hereda aquella funesta
hermosura que me granjeó una vida de esplendor, amargura de corazón y una
temprana muerte? Luego, quizás, antes de que yo muera, no faltará alguna señora
Romero que se haga cargo de ella, y que al fin la venderá a algún hombre rico y
cruel como lo fui yo; pues, ¿cómo es posible ocultar su belleza por largo
tiempo? Fue con miras muy distintas para ella que abandoné París a escondidas y
volví acá. Durante todos aquellos infelices años que allá pasé, pensé más y más
en mi infancia en aquella solitaria playa, hasta que cuando caí enferma, resolví
volver a ella y pasar mis últimos años donde había sido tan feliz. Era mi
intención buscar alguna familia campesina que se hiciera cargo de Margarita y la
criara como suya, sin que ella jamás supiese la posición de su padre, ni la vida
que llevan los hombres en las ciudades. El sitio y mi salud quebrantada han
hecho imposible que pueda llevar a cabo mi proyecto. Aquí debo morir, mi querido
amigo, y nunca jamás veré otra vez aquella solitaria playa donde tantas veces
nos hemos sentado juntos contemplando las olas. Pero sólo pienso ahora en mi
pobre Margarita, que luego quedará sin madre: ¿no quieres tú ayudarme a
salvarla? Prométeme llevarla cura algún lugar apartado donde sea criada como la
hija de un campesino, y donde su padre nunca pueda hallarla. Si me prometes
esto, te la entregaré ahora mismo, y arrostraré la muerte aun sin el triste
consuelo de verla hasta el fin, a mi lado."
"Le prometí cumplir todos sus deseos, y también de ver a la niñita tan seguido
como las circunstancias lo permitieran; también de encontrarle un buen marido,
cuando fuera grande. Pero no quise entonces privarla de la niñita. Le dije que
en caso que muriese, Margarita sería conducida a bordo del buque de guerra
francés surto en la bahía, y, en seguida, adonde yo estaba, y que sabía dónde
colocarla con campesinos llanos y de buen corazón, quienes me querían y
obedecerían todos mis deseos.
"Quedó tranquilizada, y, dejándola, fui a hacer los arreglos necesarios para
llevar a cabo mis planes. A las pocas semanas, muri6 Tránsito, y me trajeron a
la niñita. Entonces la mandé al rancho de Batata, donde, ignorando el secreto de
su cuna, ha sido criada como lo quiso su madre. ¡Dios quiera que jamás caiga,
como la desdichada Tránsito, en las garras de una bestia rapaz en forma humana!"
—¡Amén! —exclamé—. Pero, seguramente, si esta muchacha tiene el derecho de
heredar algún día una fortuna, es muy justo que la reciba.
—En este país, amigo, no adoramos el oro —contestó—. Con nosotros, los pobres
son tan felices como los ricos, sus necesidades son pocas y fácilmente
satisfechas. Sería demasiado decir que quiero a la muchacha más que cualquiera
otra persona; sólo pienso en los deseos de Tránsito; esto es para mí lo único
que importa en el asunto. Si no los hubiese cumplido al pie de la letra, mi
remordimiento habría sido muy grande. Puede ser que algún día me encuentre con
Andrade, y que le traspase el cuerpo con mi espada; no me causaría el menor
remordimiento.
Después de algunos momentos de silencio alzó la vista y dijo: —Ricardo, usted
admiró y quiso a aquella hermosa muchacha cuando la vio por primera vez. ¡Oiga!
Si usted quiere, puede tenerla por esposa. Es sencilla, ignorante del mundo,
amorosa, y donde se le dice que ame, amará. Batata y su familia obedecerán en
todo mis deseos.
Meneé la cabeza, sonriendo con cierta tristeza, cuando pensé que los
acontecimientos de los últimos dos o tres días me habían ya borrado de la mente
la hermosa imagen de Margarita. Además, esta inesperada propuesta me había
compelido, de repente, a palpar el hecho de que, una vez concertado el
matrimonio, un hombre ha perdido el privilegio más glorioso de su sexo; por
sentado que me refiero a los países donde sólo le es permitido al hombre una
esposa. Ya no estaba en mi poder decirle a una mujer, por encantadora que fuera:
"Sé mi esposa". Pero no le expliqué todo esto al general.
—¡Ah! Usted está pensando en condiciones —dijo-. No habrá ninguna.
—¡No! —repuse—. Esta vez está usted equivocado. La muchacha es todo lo que usted
dice; jamás he visto un ser más hermoso y nunca he oído un cuento más romántico
que el que usted acaba de contarme de su cuna. Sólo puedo decir amén a su
plegaria para que Margarita jamás sufra como sufrió su madre. No lleva el nombre
de la Barca, y puede ser que por ese motivo el destino le haga la gracia.
Me lanzó una escrutadora mirada y sonrió.
—Quién sabe si ahora usted está pensando más en Dolores que en Margarita. Mi
joven amigo, permítame prevenirle que ahí corre peligro. Ya está prometida a
otro.
Por ridículo y absurdo que parezca, sentí una punzada de celos al oír esto;
pero, al fin y al cabo, digan cuanto digan los filósofos, no somos razonables.
Me reí, no muy alegremente debo confesar, y le dije que no había necesidad de
precaverse, puesto que Dolores nunca seria otra cosa para mí que una muy querida
amiga.
Aun entonces no le dije que era hombre casado, pues muchas veces en la Banda
Oriental no parecía saber exactamente cómo mezclar la verdad con mis mentiras,
así que preferí quedarme callado. En este caso, como lo probaron más tarde los
acontecimientos, al guardar silencio no estuve muy acertado. Sucede con
frecuencia que el hombre abierto, que no tiene secretos del mundo, escapa a los
desastres que alcanzan a la persona demasiado discreta que obra sobre el antiguo
adagio, de que el habla nos ha sido dada para ocultar nuestros pensamientos.
XVII
DOLORES
Con caballo en que montar y el brazo mucho mejor, como que el cabestrillo que lo
sostenía era más bien un adorno que otra cosa, no había ninguna razón, salvo la
promesa de no huir inmediatamente, para quedarme más tiempo en el agradable
retiro de la Casa Blanca; esto es, si hubiese sido un hombre de gutapercha o de
hierro fundido; siendo hecho, en cambio, de una arcilla muy impresionable, no
podía persuadirme de que todavía estuviere lo suficientemente sano para
emprender aquel largo viaje por un país tan en desorden. Además, mí ausencia de
Montevideo ya había durado tanto tiempo, que unos pocos días más o menos no
podían tener gran importancia; así que fu quedándome y gozando de la sociedad
de mis nuevos amigos, mientras que cada día, cada hora, me sentía menos y menos
capaz de soportar la idea de desprenderme de Dolores.
Pasaba una gran parte del tiempo en la amena huerta anexa a la casa. Allí,
creciendo en pintoresca irregularidad, erguíanse unos cincuenta o sesenta añosos
duraznos pérsicos, albaricoqueros, ciruelos y cerezos, cuyos troncos eran doble
del grueso del muslo de un hombre; jamás habían sido desfigurados por la
podadera o el serrucho, y su enorme tamaño y tosca corteza cubierta de grisáceo
liquen les daban un antiquísimo aspecto. En todas partes del huerto, mezcladas
en bonita confusión, florecían muchas de las flores del Viejo Mundo, que nacen
en derredor del hogar del hombre civilizado en todas las regiones templadas de
la tierra. Allí florecían los inmemoriales alelíes dobles, brillantes botones de
oro, las maravillas, la alta malva rosa y las alegres amapolas; también, medio
escondidos entre la hierba, asomaban nomeolvides y pensamientos. Espuelas de
caballero, rojas, blancas y azules, se ostentaban por doquiera que uno paseara
la vista; y allí hallábase, también, el inolvidable clavel, viéndose como
antaño, brillante y aterciopelado; pero a pesar de su brillantez y tieso cuello
verde, siempre con aquella modesta expresión como si estuviera medio avergonzado
de llevar tan bonita nombre. Estas flores no eran cultivadas, sino que
crecían espontáneamente de la semilla que esparcían todos los años; el jardinero
no hacía más que desherbar el terreno y regaría un poco cuando hacía mucho
calor. Habiendo pasado los calores del solsticio, las flores, que durante ese
período dejan de florecer en Europa, estaban ataviadas otra vez en su más
gallarda librea, para acoger a la segunda y prolongada primavera del otoño, que
dura desde febrero hasta mayo. Al otro extremo de esta rústica frondosidad de
flores y árboles frutales, había una cerca de áloes, que, con sus enormes y
desordenadas hojas en forma de duelas, cubría una extensión de veinte a treinta
metros de anchura. La cerca era como una tira de salvaje naturaleza colocada al
lado de una porción de ésta, perfeccionada por el hombre; y allí, como culebras
ahuyentadas del campo raso, se habían refugiado la maleza y otras plantas
silvestres a las que no les era permitido mezclarse con las flores. Protegido
por aquel tosco bastión de espigones, la cicuta extendía plumosas ramitas de
obscuras hojas y blanquizcas umbelas, por doquiera que pudiesen alcanzar a la
luz del sol. Allí también crecían la dulcamara y otras hierbas solanáceas con
sus pequeños ramilletes de bayas verdes y moradas; la balluca, carricera y
ortiga. La cerca les daba abrigo, pero ninguna humedad, de modo que estas
hierbas y malezas, cuyos vástagos se erguían largos y leñosos, aparecían mustias
y sin vida entre los vigorosos áloes. La cerca también daba albergue a una gran
variedad de seres del reino animal. Cobijábanse en ella, lauchas, cabiayes y las
huidizas y pequeñas lagartijas; bajo su sombra las chicharras cantaban
alegremente todo el día, mientras que en cada claro las verdes epeiras extendían
sus geométricas telas. Por abundar las arañas, era el cazadero favorito de
aquellos bandidos de insectos, las ayispas, que revoloteaban zumbando en sus
espléndidos uniformes de oro y grana. También se hallaban allí muchas tímidas
avecillas, siendo mi predilecta el reyezuelo, porque su aspecto, sus acciones,
bruscos movimientos y modo de refunfuñar son exactamente iguales a los del
nuestro, aunque su canto es más fuerte y melodioso.
Al otro lado de la cerca había un potrero donde tenían dos o tres caballos y una
vaca. El mozo, que se llamaba Nepomuceno, presidía en la huerta, el potrero y,
hasta cierto punto, en todo el establecimiento. Nepomuceno era un negro de pura
raza, un viejecito de poco más o menos un metro sesenta de altura, de cabeza
redonda y ojos leñosos; las pasas que le cubrían la cabeza eran muy blancas; era
tardo en el hablar y también en sus movimientos; sus viejos dedos achocolatados,
todos chuecos y tiesos, apuntaban espontáneamente en diversas direcciones. Jamás
he visto nada en ser humano que iguale la dignidad de Nepomuceno; la profunda
gravedad de su talante y expresión hacía recordar mucho a una lechuza. Al
parecer, había llegado a considerarse a si mismo como el único jefe y señor del
establecimiento, y el sentido de su responsabilidad había equilibrado su
espíritu. Por supuesto que no era de esperar en una persona tan grave encontrar
aquella propensión de los negros, de prorrumpir en frecuentes explosiones de
inmotivada risa; pero era, me parece, demasiado seria para un negro, pues,
aunque su rostro reluciera en días de calor como bruñido ébano, nunca sonreía.
Todos los de la casa confabulábanse en mantener la ficción de la importancia de
Nepomuceno; en efecto, tan bien la habían mantenido, y durante tan largo tiempo,
que casi había dejado de ser una ficción. Todos le trataban respetuosamente y
con gravedad. Jamás se omitía una sílaba de su largo nombre; no sabría decir
cuáles habrían sido las consecuencias si le hubiese llamado por el diminutivo
Nepo, o Ceno, o Cenito, pues nunca me atrevía a hacer la prueba. Siempre me
entretenía cuando oía a doña Mercedes llamándolo desde la casa, y poniendo todo
el énfasis sobre la última sílaba en un prolongado y estridente crescendo Ne -
po - mu - ce - no - o. A veces, cuando estaba sentado en la huerta, venía él, y
plantándose delante de mí, discurría gravemente sobre las cosas en general,
cortando sus palabras y convirtiendo la l en r, como acostumbran los negros, de
modo que yo apenas podía contener una sonrisa. Después de terminar su coloquio
con algunas oportunas reflexiones morales, añadía: "Pues, aunque soy negro por
fuera, señor, mi corazón es branco"; entonces apoyaba uno de sus viejos dedos
chuecos solemnemente en la parte donde se suponía que estuviese aquella
curiosidad fisiológica.
No le gustaba que se le ordenara hacer ningún trabajo doméstico, y trataba de
prevenirlo, haciendo de antemano y a hurtadillas todo pedido de esa naturaleza
que se pudiese ofrecer. A veces olvidaba esta peculiaridad del viejo, y le pedía
que me lustrase las botas. No hacía el menor caso de mi súplica y seguía
hablando algún tiempo sobre asuntos políticos o sobre la incertidumbre de todas
las cosas mundanas; al cabo de un rato, mirando mis botas, decía como por
incidencia que no estaban lustradas, ofreciendo pomposamente, al mismo tiempo,
mandarlo hacer. Por nada habría admitido que era él quien hacía estas cosas. Una
vez traté de entretener a Dolores remedándole el habla, pero muy pronto me hizo
callar, diciéndome que quería demasiado a Nepomuceno para permitir que aun su
mejor amigo se burlase de él. Había nacido cuando su familia tenía negros
esclavos, la había llevado en brazos cuando niñita y había visto a todos los
varones de la familia Zelaya arrebatados uno tras otro por las guerras entre
Blancos y Colorados; pero en los días de sus infortunios, su afecto, fiel como
el de un perro, jamás les había fallado. Daba, gusto ver el modo como le
trataba. Cuando quería alguna rosa para su tocado o vestido, no la cortaba ella,
ni aun permitía que yo lo hiciera, sino que había de ser Nepomuceno. Todos los
días iba a sentarse al lado del viejo en el jardín para contarle las noticias
del pueblo y del país, y pedirle su consejo en todo lo concerniente a la casa.
Dentro o fuera de ella, yo tenía generalmente a Dolores de compañera, y por
cierto no pudiera haber tenido más encantadora compañía; La revolución —aunque
el pequeño amago en el Yi apenas merecía todavía ser así llamado— era su
constante tema de conversación. Nunca se cansaba de ensalzar a su héroe, el
general Santa Coloma; su intrépida resolución y paciencia en la derrota; sus
singulares y románticas aventuras; los innumerables disfraces y estratagemas de
que se había valido mientras andaba rondando por su país, donde se había puesto
a precio su cabeza; siempre esforzándose por infundir nuevo ánimo en el pecho de
sus batidos y descorazonados partidarios. Ni por un momento admitía Dolores que
el partido que gobernaba tuviese el menor derecho de estar en el poder o
poseyera virtud alguna; o que, en efecto, fuera otra cosa que una funesta
calamidad y carga para la Banda Oriental. Se figuraba a su país como Andrómeda
atada a la roca, sola, anegada en lágrimas y abandonada a los furores del
aborrecido monstruo Colorado; mientras que con la rapidez de los vientos
celestiales, nunca dejaba de llegar al socorro de tan hermoso ser, su glorioso
Perseo, los ojos centelleando terribles venganzas y con el poder de los dioses
inmortales en su fuerte brazo derecho. Muchas veces procuró persuadirme a que
uniera mi suerte a la de este romántico cabecilla, y era difícil, harto difícil,
resistir sus elocuentes palabras, y tal vez fuera cada día más y más difícil, a
medida que el encanto de su atrayente hermosura se iba prendiendo de mi corazón.
Yo siempre recurría al argumento de que era- extranjero, que amaba a mi patria
con ardor igual al que ella le brindaba a la suya, y que al tomar armas en la
Banda Oriental me despojaría en el acto de los derechos y privilegios de mi
ciudadanía inglesa. Apenas tenía paciencia para escuchar este argumento,
pareciéndole muy trivial, y cuando me pedía otras y mejores razones, no tenía
ninguna que ofrecerla. No me atrevía a citarle las palabras del huraño Aquiles:
"Los troyanos tan lejanos jamás me han injuriado".
pues ese argumento le hubiera parecido aún más flaco que el anterior. Por
supuesto que jamás había leído la Ilíada en ningún idioma, pero luego me hubiera
inducido a hablarle de Aquiles, y cuando hubiese terminado el cuento, con el
miserable Héctor arrastrado tres veces alrededor de los muros de Troya —sabía
que llamaban a Montevideo la Troya Moderna—, entonces habría vuelto el argumento
contra mi y me habría pedido que procediera con el Presidente del Uruguay como
lo había hecho Aquiles con Héctor. Viendo que me quedaba callado, volvía el
rostro indignada; sin embargo, sólo era por un momento; luego aparecía la
brillante sonrisa otra vez, y exclamaba: —¡No, no, Ricardo, no olvidaré mi
promesa, aunque a veces pienso que usted trata de’ hacérmela olvidar.
Era mediodía; reinaba en la casa el más profundo silencio, pues doña Mercedes se
había ido, después del almuerzo, a dormir su indefectible siesta, dejándonos de
charla. Yo estaba recostado sobre el sofá, fumando un cigarrillo, en la
espaciosa y fresca sala donde por primera vez había reposado en aquella casa.
Sentándose Dolores a mi lado con la guitarra, dijo: —Déjeme tocarle y cantarle
algo muy suavecito para que se quede dormido—. Pero mientras más tocaba y
cantaba, menos ganas tenía de dormir.
—¡Qué es esto! ¿Todavía no se ha quedado dormido, Ricardo? —decía con una risita
picaresca después de cada estrofa.
—Todavía no, Dolores —respondí, haciendo como si me fuera viniendo el sueño—;
pero ya los párpados se me están poniendo pesados. Un cantito más y estaré
soñando. A ver, cánteme aquella tonada que tanto me gusta:
Desde aquel doloroso momento.
Por último, viendo que mi somnolencia era toda fingida, rehusó cantar más, y
luego nos encontramos hablando otra vez del mismo tema de siempre.
—¡Ah, sí! —contestó a aquel argumento de mi nacionalidad, que era mi única
defensa—, siempre me han dicho que los extranjeros son prácticos, fríos e
interesados . . ., tan distintos de nosotros. Nunca me ha parecido usted
extranjero; ¡ay, Ricardo!, ¿por qué me hace recordar que no es uno de nosotros?
Dígame, querido amigo, si alguna hermosa mujer le pidiera a usted que la librara
de una gran desdicha o de algún peligro, ¿se detendría usted a preguntar primero
cuál era su nacionalidad antes de ir en su ayuda?
—¡No, Dolores! Usted sabe perfectamente bien que si usted, por ejemplo,
estuviese en peligro o afligida, volaría a su lado y arriesgaría mi vida por
salvarla.
—Le creo, Ricardo. Pero dígame: ¿es menos noble ayudar a un pueblo necesitado y
cruelmente oprimido por hombres malos, que a fuerza de sus crímenes, su traición
y la ayuda extranjera, han logrado llegar al poder?
¿Quiere usted decirme que ningún inglés ha desenvainado su espada en una causa
semejante? ¿No es mi patria más bella y digna de ser ayudada que cualquiera
mujer? ¿No le ha dado Dios ojos espirituales que derraman lágrimas y buscan
consuelo? ¿Y labios más dulces que los de cualquiera mujer, clamando diariamente
que la liberten? ¿Puede usted contemplar ese cielo azulado allá en lo alto, y
pisar sobre el verde césped donde le sonríen flores blancas y purpúreas, y
quedar ciego ante su belleza e insensible a su gran necesidad? ¡Oh, no, Ricardo!
¡Eso es imposible!
—¡Ah, si usted fuera hombre, Dolores, qué llama encendería en los corazones de
sus compatriotas!
—¡Oh, si yo fuese hombre —exclamó, levantándose precipitadamente—, no sólo
serviría a mi patria con palabras, sino que también daría golpes y derramaría mi
sangre por ella!; ¡y con qué gusto! Pero siendo solamente una frágil mujer,
daría toda la sangre de mi corazón por ganar un solo brazo que ayudase a esta
santa causa.
Se puso delante de mí, con sus ojos brillantes y el rostro resplandeciente de
entusiasmo; levantándome, tomé entre las mías sus manos, pues estaba embriagado
por su hermosura y casi a punto de arrojar al viento todo freno.
—¡Dolores! —exclamé—. ¿acaso no son exageradas sus palabras? ¿Quiere que pruebe
su sinceridad? Dígame: ¿daría usted un solo beso de sus encantadores labios por
ganar un brazo fuerte para su patria?
El color de la púrpura subió a su rostro y bajó los ojos; recobrándose en
seguida, contestó:
—¿Qué significan sus palabras? ¡Hable claro, Ricardo!
—No puedo hablar más claro, Dolores. Perdóneme si la he vuelto a ofender. Su
hermosura, su gracia y su elocuencia me han arrebatado el sentido . . .
Sus manos humedecidas temblaban en las mías, mas no las retiró. —No, no estoy
ofendida... —murmuró con voz singularmente apagada—. Haga la prueba si quiere,
Ricardo. . . ¿Debo entender que por semejante favor se afiliaría usted a nuestra
causa?
—No puedo decirlo . . . —repuse, tratando siempre de ser prudente, aunque mi
corazón ardía como fuego y mis palabras, al hablar, parecían sofocarme—. Pero,
Dolores, si usted derramaría su sangre por ganar un fuerte brazo, ¿le parecería
demasiado conceder ese favor en la esperanza de ganarlo?
Guardó silencio. Acercándola hacia mí, rocé sus labios con los míos. Pero, ¿qué
hombre jamás se ha contentado con sólo el roce de los labios que su corazón ha
ansiado con tanto frenesí? Fue como el contacto de algún fuego celestial
avivando al instante mi amor y tornándolo en locura. La besé y volví a besarla;
oprimí sus labios hasta que estuvieron secos; ardían y quemaban como fuego; besé
sus mejillas, su frente y su hermosa cabellera, y por último, atrayéndola hacia
mí, la estreché en un largo y apasionado abrazo hasta que pasó la impetuosidad
de mi arrebato, y lleno de angustia la solté. Dolores se estremeció; estaba más
pálida que el blanco alabastro, y cubriéndose el rostro con las manos se dejó
caer en el sofá. Me senté a su lado; recliné su cabeza sobre mi pecho;
permanecimos en silencio; sólo se oía el violento latido de nuestros corazones.
Luego, se desprendió de mis brazos, y sin dirigirme una mirada, se puso de pie y
salió de la pieza.
No tardé mucho en reprocharme amargamente este imprudente arrebato. No osaba
esperar que nuestras relaciones pudiesen mantenerse en el mismo pie de antes.
Una mujer tan sensible, y de alma tan extremadamente noble como Dolores, no
podría olvidar ni perdonar mi conducta. Cierto que no había resistido; había
consentido, tácitamente, en aquel primer beso, y por lo tanto, era en parte
culpable; pero su extremada palidez, su silencio y frialdad probaban a las
claras que la había ofendido. ‘Me había vencido mi pasión y sentí que mi honra
estaba comprometida. Por aquel primer beso había poco menos que dado mi palabra
de cumplir cierta cosa, y de no cumplirla ahora, por mucho que me contrariara
afiliarme a los revolucionarios, hubiera sido en extremo deshonroso. Yo mismo
había propuesto la cosa y ella, con su silencio, habla consentido; me había
permitido, no sólo uno, sino muchos besos, y habiendo ahora gozado de aquel
frenético y efímero placer, no podía soportar la idea de marcharme
miserablemente sin pagar el precio.
Salí afuera muy afligido, y me paseé en el huerto de un extremo al otro durante
dos o tres horas, en la esperanza de que viniera Dolores; pero no volví a verla
ese día. A la hora de la comida, doña Mercedes estuvo sumamente cariñosa,
mostrando a las claras que no estaba al tanto de los asuntos privados de su
hija. Me dijo ¡alma bendita! que Dolores tenía un fuerte dolor de cabeza por
haber tomado una copa de vino a la hora del almuerzo, después de comer una
tajada de sandía, imprudencia contra la cual no dejó de precaverme.
Pasando la noche en desvelo —pues la idea de haber herido y ofendido a Dolores
no me permitía dormir—, resolví unirme inmediatamente a Santa Coloma. Aquel
hecho de por si apaciguaría mi conciencia, y sólo esperaba que sirviera para
captarme de nuevo la amistad y estimación de la mujer a quien había llegado a
amar tan desatinadamente. No bien me hube resuelto a tomar esta medida,, cuando
empecé a descubrirle tantas ventajas que me extrañó no lo hubiese hecho antes;
pero perdemos en esta vida la mitad de nuestras oportunidades por estar
demasiado precavidos. Unos cuantos días más de aventuras —mayormente agradables
por ser sazonados con cierto peligro— y me hallaría de nuevo en Montevideo, con
una hueste de agradecidos y poderosos amigos que me buscarían una buena
colocación en el país. "Sí —pensaba para mí, entusiasmándome más y más—, una vez
que este vergonzoso, embrutecido y tiránico partido Colorado sea barrido fuera
del país
—como por supuesto lo será— iré donde Santa Coloma a devolverle mi espada,
renunciando por ese hecho, a mi nacionalidad, y le pediré, como única recompensa
de mí caballeresca conducta, su empeño en conseguirme una colocación como
administrador, digamos, de alguna gran estancia en el interior. Allí, quizá en
uno de sus propios establecimientos, seré feliz y estaré en mi elemento, cazando
avestruces, comiendo carne con cuero, y con una tropilla de unos veinte caballos
bayos para mi uso particular, y acumularé, al mismo tiempo una modesta fortuna
vendiendo cueros, astas, sebo y otros productos del país". Al apuntar el día me
levanté y ensillé mi caballo; entonces, hallando en pie al grave Nepomuceno —el
ave (iribú) madrugadora del establecimiento—, le dije que avisara a su patrona
que yo iba a pasar el día con el general Santa Coloma. Después de tomar un mate
que el viejo me cebó, pedí mi caballo y partí del pueblo al galope.
Al llegar al campamento, que había sido retirado a suma legua o legua y media de
El Molino, encontré a Santa Coloma a punto de montar a caballo para hacer una
expedición a una pequeña población a unas ocho o nueve leguas de allí, En el
acto me pidió que le acompañara, añadiendo que estaba muy complacido, aunque de
ningún modo extrañado, de que hubiese cambiado de resolución y me hubiera
decidido a unirme a él. No volvimos hasta tarde en la noche, y todo el siguiente
día se pasó en hacer monótonas evoluciones de caballería, En la tarde fuí a ver
al general y le pedí permiso para ir a la Casa Blanca a despedirme de mis
amigas. Me dijo que él también pensaba ir a El Molino a la mañana siguiente y
que iríamos juntos. Lo primero que hizo cuando llegamos al pueblo fué mandarme
al tendero principal del lugar, individuo que tenía completa confianza en el
cabecilla Blanco y que estaba vendiendo rápidamente, con pingües utilidades, un
gran surtido de mercaderías, y recibiendo en pago pedacitos de papel firmados
por Santa Coloma. Este buen hombre, que mezclaba la política con sus negocios,
me surtió de un equipo completo —del que estaba muy necesitado— compuesto de un
termo, un chambergo de color de café, un par de botas granaderas y un poncho.
Volviendo al cuartel general en la plaza, recibí mi espada, que no cuadraba muy
bien con el traje de paisano que llevaba puesto; pero en este respecto no era
menos feliz que el noventa y ocho por ciento de los demás hombres en nuestro
pequeño ejército.
Por la tarde fuimos, Santa Coloma y yo, a ver a doña Mercedes y a su hija. El
general fue acogido muy calurosamente por entrambas, como yo también por doña
Mercedes, pero Dolores me recibió con la más completa indiferencia. No expresó
ni placer ni sorpresa cuando mes vio con la espada al cinto, por la causa a la
que ella había profesado tanto ardor, lo que fue para mí un cruel desengaño;
además, me hirió su modo de tratarme. Después de la comida, durante la cual
conversamos largamente, se despidió el general, pidiéndome, antes de irse, que
me juntase con él en la plaza a la mañana siguiente a las cinco. Después que se
fué, traté de hallar una oportunidad de hablar a solas con Dolores, pero se
evadió deliberadamente. Por la noche hubo varias visitas —algunas señoras
vecinas y tres o cuatro oficiales del campamento—; se bailó y cantó hasta eso de
las doce. Viendo que no se podía hablar con Dolores y preocupado con mi cita
para las cinco de la mañana siguiente, me fui, por último, triste y
desconcertado, a mi pieza. Me eché sobre la cama sin desvestirme, y estando
sumamente cansado de tanto andar a caballo, luego me quedé dormido. Cuando
desperté, la clara luz de la luna entrando por la puerta y ventana abiertas me
hizo creer que estaba amaneciendo, y en el acto me levanté. No podía averiguar
la hora sin ir a la gran sala donde estaba un antiguo reloj de péndola. Fui, y
me asombró sobremanera, al entrar en la pieza, encontrar a Dolores con su
vestido blanco, sentada al lado de la ventana abierta, en una actitud del más
profundo abatimiento. Se sobrecogió cuando entré, y se levantó precipitadamente
su larga cabellera, negra como el iribú, que colgaba suelta sobre los hombros,
haciendo resaltar la extremada palidez de su semblante.
—¡Dolores! —exclamé—. ¿Usted aquí a estas horas?
—¡Sí! —repuso fríamente, sentándose otra vez—. ¿Le parece muy extraño, Ricardo?
—¡Perdóneme que la haya estorbado! Vine a ver el reloj para averiguar la hora.
—Son las dos; ¿es eso lo único por lo que ha venido? ¿Se imaginaba usted que me
acostaría a dormir sin saber primero cuál fuese el motivo de su venida a esta
casa? ¿Que se ha olvidado usted de todo?
Me aproximé a ella y me senté al lado de la ventana antes de hablar. —¡No,
Dolores! Si me hubiese olvidado, no me tendría aquí unido a una causa que miraba
puramente como la suya.
—¡Ah!, ya entiendo; usted ha honrado a la Casa Blanca con su presencia, no para
hablarme a mí, ¡ah, no!, a eso no le daba ninguna importancia; era sólo para
lucir su espada.
Me punzó profundamente la extremada amargura en su acento. —Usted me hace una
injusticia —dije—. Desde aquel momento fatal en que fuí arrebatado por mi
pasión, no he dejado de pensar un solo instante en usted, angustiado por haberla
ofendido. No, no vine a lucir mi espada, que no uso como adorno; sólo vine a
hablarle a usted, Dolores, y usted se esquivó deliberadamente.
—¡No sin razón! —repuso al momento—. ¿No me quedé tranquila a su lado después
del modo que se portó con-migo, esperando que hablara . . ., que se explicara, y
usted se quedó callado? Pues bien, señor, aquí me tiene otra vez esperando.
—Es esto lo que tengo que decirle —repuse—. Después de lo que pasó entre
nosotros, me sentí moralmente obligado a unirme a su causa, Dolores. ¿Qué más
puedo hacer sino implorarle que me perdone? Créame, querida amiga, en ese
momento de pasión me olvidé de todo..., olvidé que yo ., olvidé que su mano
estaba ya prometida a otro. . .
—¿Prometida a otro...? ¿Qué quiere decir con eso, Ricardo? . . . ¿Quién le ha
dicho eso?
—El general Santa Coloma . . .
—¿El general? ¿Qué derecho tiene el general de ocuparse en mis asuntos? Esto es
algo que sólo me concierne a mí y es una gran impertinencia de su parte
entrometerse en ello.
—¿Cómo puede hablar así de su héroe, Dolores? Acuérdese que él sólo me previno
del peligro que corría, por pura amistad y nada más. Pero, desgraciadamente, su
advertencia, en todo caso, fue en balde; mi desdichada pasión, la vista de su
hermosura, sus incautas palabras . . .
Dejó caer el rostro sobre entrambas manos y se quedó callada.
—Harto he sufrido por mi culpa y aún he de sufrir más. ¿No quiere decirme que me
perdona, Dolores? —dije, ofreciéndole la mano.
La tomó, pero guardó silencio.
—Dígame que me perdona, queridísima amiga, y que al separarnos, partimos amigos.
— ¡ Oh, Ricardo! ¿Y es preciso que nos separemos? —balbuceó.
—Si, Dolores, ahora mismo, pues antes de que usted se levante ya estaré a
caballo y en camino para juntarme con la tropa. La marcha a Montevideo
comenzará, probablemente, muy pronto.
—¡Ay, no puedo soportarlo! —exclamó súbitamente, tomándome la mano entrambas
suyas—. Ahora, permítame abrirle mi corazón, Ricardo. Perdóneme por haber estado
tan enojada con usted, pero no sabía que el general había dicho eso. Créame, él
se imagina mucho más de lo que sabe. Cuando usted me tomó en sus brazos y me
estrechó contra su pecho . . . fue una revelación para mí...; no puedo amar ni
dar mi mano a ningún otro. Usted, Ricardo, es ahora todo lo que tengo en el
mundo; ¿cómo puede usted dejarme para mezclarse en esta cruel lucha civil, en la
que han perdido todos mis más queridos amigos y parientes?
Había tenido su revelación; ahora tuve yo la mía y fué extremadamente amarga.
Temblaba con sólo pensar en confesarle mi secreto, ahora que había correspondido
de un modo tan inequívoco a la pasión que en mi insensatez le mostrara.
De repente, alzó sus brillantes ojos oscuros a los míos, trasluciéndose a la vez
en su pálido rostro la lucha que se trababa entre la indignación y la vergüenza.
—¡Hable, Ricardo! —exclamó—. ¡Su silencio, después de lo que he dicho, es un
insulto!
—¡Por Dios, Dolores, compadécete de mi! —balbucí—. No soy libre . . ., estoy
casado . . .
Se quedó mirándome fijamente un momento, y en seguida, soltando mi mano
bruscamente, se cubrió el rostro. Luego lo descubrió otra vez, pues la vergüenza
había sido vencida y ahuyentada por su cólera. Se levantó y se volvió hacia a mí
con el rostro extremadamente pálido.
¿Usted casado. . . y tiene una mujer de la que jamás me ha dicho una palabra
hasta este momento, y se atreve a pedirme que me compadezca de usted después que
su secreto le ha sido arrancado por la fuerza? ¡Casado! ¡Y ha tenido la
temeridad de tomarme en sus brazos, y se excusa ahora alegando su pasión!
¡Pasión¡ ¿Conoce usted, caballero —¿ lo que es pasión? ¡Ay, no! ¡Un pecho como
el suyo no es capaz de tener un sentimiento tan grande y tan noble! Si usted
hubiese sentido vergüenza siquiera, no se habría atrevido a asomar su cara aquí
otra vez. ¿Y usted juzgó mí corazón tan liviano como el suyo, y después de
tratarme de esa manera infame, creyó obtener mi perdón y captarse mi admiración
paseándose delante de mí luciendo su espada? ¡Váyase! No puedo sentir sino el
mayor desprecio por usted. ¡Déjeme! ¡Usted deshonra la causa!
Quedé completamente anodado y humillado, no atreviéndome siquiera a levantar la
vista, porque sentía que sólo mi indecible debilidad e insensatez habla desatado
aquella ráfaga. Pero la paciencia tiene sus limites, aun estando uno de humor
sumiso, y cuando aquéllos fueron sobrepasados, entonces estalló mi saña con
tanta mayor furia cuanto que durante toda aquella entrevista había mantenido una
humildad de penitente. Sus palabras, desde el principio, me habían herido como
latigazos, haciéndome retorcer de dolor; pero la última injuria me dolió más de
lo que pude soportar. ¡A mí, un inglés, decírseme que yo deshonraba al partido
de los Blancos, a los cuales me había unido contra mi mejor sentir, puramente
por mi romántica devoción a ella! Yo ahora también estaba de pie y permanecimos
durante algunos momentos temblando y silenciosos. Por último pude hablar.
—¡Y esto —exclamé—, de la mujer que sólo ayer estaba pronta a derramar toda la
sangre de su corazón por ganar un fuerte brazo para su país! He renunciado a
todo, me he asociado con detestables bandidos y ladrones, para llegar a conocer,
por fin, que su deseo personal es todo para ella, su hermoso y divino país. . .
¡nada! ¡Ojalá hubiese sido un hombre el que me dirigiera aquellas palabras,
Dolores, para haber podido emplear provechosamente esta espada que usted ha
mencionado, por lo menos una vez antes de romperla en dos y arrojarla lejos de
mí como cosa vil! Ojalá se abriera la tierra y se tragara a este país para
siempre, aunque me hundiera con él y fuera a parar al mismo infierno, por el
detestable crimen de tomar parte en sus piráticas revoluciones.
Se quedó inmóvil, contemplándome con tamaños ojos y dibujándose en su rostro una
nueva expresión; entonces, mientras guardé silencio para que hablara, esperando
sólo un nuevo torbellino de desprecio y amargura, una extraña y triste sonrisa
asomó a sus labios por un instante, y acercándose a mi, colocó su mano en mi
hombro.
—¡Oh, de qué fuerte pasión es usted capaz! ¡Perdóneme, Ricardo, pues yo también
le he perdonado! ¡Ay!, habíamos nacido el uno para el otro, y sin embargo, nunca
jamás podrá ser. . .
Dejó caer, abatida, la cabeza sobre mi hombro. Al oír aquellas tristes palabras,
toda mi saña se desvaneció; sólo quedaba el amor. . ., el amor unido a la más
profunda compasión y el mayor remordimiento por el dolor que le había causado.
Sosteniéndola con mi brazo, acaricié tiernamente su hermoso pelo negro, e
inclinándome, lo oprimí con mis labios. . .
—¿Es tanto lo que me quieres. Dolores? ¿Hasta perdonar las crueles y amargas
palabras que acabo de decir? ¡Ay!, fue locura la mía decirte todo eso. Me
arrepentiré toda la vida. ¡Qué cruelmente te han herido mi amor y mi saña! Dime,
queridísima Dolores, ¿puedes perdonarme?
—¡Si, Ricardo, todo! ¿Habrá palabra que tú puedas decir o cosa que puedas hacer,
que no te perdone? ¿Te quiere así tu mujer? ¿Puedes quererla como me quieres a
mí? ¡Qué cruel ha sido el destino con nosotros, Ricardo! ¡Ay, mi querida patria,
estaba pronta a derramar mi sangre por ti . . . con tal de ganarte un fuerte
brazo que por ti se batiera, pero ni en sueños pensaba que éste sería el
sacrificio que se me exigiera! Mira, ya luego será tiempo que te vayas . . ., ya
no hay tiempo de dormir, Ricardo, Siéntate aquí, a mi lado, y pasemos esta
última hora juntos, tú y yo.... con nuestras manos unidas . . ., porque nunca .
. . nunca más nos volveremos a ver. . .
Y así sentados, nuestras manos entrelazadas, esperamos que apuntara el día,
diciéndonos mil tristes y dulces palabras; y por último, cuando nos separamos,
la estreché una vez más contra mi pecho sin que ella se resistiera, persuadido,
como ella, de que nuestra separación sería eterna . . .
XVIII
"¡DESCANSA EN
TU ROCA, ANDRÓMEDA!"
Tengo poco que contar de los turbulentos sucesos de los siguientes días, y
ningún lector que haya estado enfermo de amor en su forma más aguda se admirará
de ello. Durante aquellos días me junté con una turba de aventureros,
expatriados vueltos a su tierra, malhechores y revoltosos, cada uno digno de
estudio; pasábamos todos los días haciendo ejercicio de caballería o en largas
expediciones por el país circunvecino, mientras que por la noche, al lado de la
fogata del campamento, oí contar bastantes cuentos románticos para haber llenado
todo un libro, Pero la imagen de Dolores no se apartaba un solo instante de mí,
de modo que todo aquel atareado periodo, que duraría unos nueve o diez días,
pasó ante mis ojos como una fantasmagoría o un intranquilo sueño, dejando en la
memoria una impresión muy confusa. No sólo me pesaba profundamente la gran pena
que le había causado a Dolores, sino que también lamentaba que mi propio corazón
me hubiese traicionado de tal manera que durante aquel tiempo la hermosa
muchacha a quien había persuadido a abandonar a sus padres, prometiéndole un
eterno amor, no fuera sino un vago recuerdo; tan grande era esta nueva e
insensata pasión.
El general Santa Coloma me había ofrecido un nombramiento en su desarrapado
ejército, pero como no tuviera conocimientos de asuntos militares, prudentemente
lo había rehusado, pidiéndole, en cambio, como favor especial, que se me ocupara
en las expediciones que se hacían por los campos circunvecinos en busca de
reclutas, para apropiarse de armas, ganado y caballos, y para destituir a las
menores autoridades locales en las poblaciones, reemplazándolas por personas de
su propio partido. Me concedió este favor, de modo que desde por la mañana
temprano hasta tarde en la noche estaba generalmente a caballo.
Una noche, en el campamento, me hallaba sentado al lado de la fogata, mirando
fija y tristemente las llamas; de pronto, los otros hombres que estaban ocupados
jugando a los naipes, o tomando mate, se pusieron precipitadamente de pie,
cuadrándose al mismo tiempo. Entonces vi al general parado cerca de mí,
contemplándome atentamente. Haciéndoles una seña a los hombres con la mano para
que continuasen su juego, se sentó a mi lado.
—¿Qué le pasa, amigo? —me preguntó—. He observado que usted parece otra persona
desde que se afilió a nosotros. ¿Es que se arrepiente de haberlo hecho?
—¡No! —repuse, y no sabiendo qué más decir, guardé silencio.
Me observó con penetrante mirada. Sin duda debió de tener alguna sospecha de la
verdad, pues había ido conmigo a la Casa Blanca esa última vez, y no era muy
probable que sus ojos de lince no hubiesen notado la frialdad con la que me
había recibido Dolores en esa ocasión. Sin embargo, no tocó el punto.
—Dígame, amigo —continuó—, ¿en qué puedo servirle?
Me reí.
—¿Qué puede hacer usted, a no ser que me lleve a Montevideo?
—¿Por qué dice usted eso? —repuso, animadamente.
—Porque ahora no somos meramente amigos, como antes de haberme afiliado a su
partido; usted es ahora mi general; yo soy simplemente uno de sus soldados.
—La amistad es siempre la misma, Ricardo. Ya que usted mismo ha cambiado de
repente el giro de la conversación, dígame francamente: ¿qué le parece a usted
esta campaña?
Había un cierto retintín en sus palabras, pero quizá era merecido. —Ya que usted
me lo pregunta, le diré que personalmente he tenido un gran desengaño al ver el
poco progreso que estamos haciendo. A mí me parece que antes de que usted esté
en situación de dar un golpe, el entusiasmo y el valor de su gente se habrán
desvanecido. Es imposible que pueda reunir un ejército medianamente eficaz, y
los pocos hombres de que usted dispone están mal equipados y les falta
disciplina. ¿No ve que una marcha sobre Montevideo, en estas circunstancias, es
imposible, y que se verá obligado a retirarse a sitios difíciles y apartados y a
batirse dispersando sus fuerzas en montoneras?
—;No! —repuso—, no habrá montoneras. Los Colorados disgustaron con ellas al país
cuando aquel arquetipo de tiranos y jefe de degolladores, el general Rivera,
desoló la Banda durante diez años. Es indispensable que marchemos pronto sobre
Montevideo. En cuanto al carácter de mis fuerzas, amigo mío, ese es un asunto
que tal vez sería inútil discutir. Si yo pudiese importar desde Europa un
ejército bien equipado y disciplinado que peleara mis batallas, seguramente lo
haría. No pudiendo el estanciero oriental encargar a Inglaterra una máquina
segadora, tiene que ir a la pampa a buscar sus yeguas bagualas para que le
trillen su mies, y de igual modo, no teniendo yo sino unos cuantos ranchos
desparramados de donde sacar mis soldados, debo contentarme haciendo lo que
puedo con ellos. Y ahora, dígame, amigo: ¿desea usted ver que se haga algo
inmediatamente..., por ejemplo, que se libre un combate en el que probablemente
pudiésemos salir derrotados?
—¡Sí!, eso sería mucho mejor que la inmovilidad. Si usted tiene la fuerza, lo
que debe hacer es mostrarla.
Se rió.
¡Ricardo! —dijo—, usted nació para ser oriental, pero al nacer, la naturaleza lo
depositó erradamente en un país que no era el suyo. Usted es valiente hasta la
temeridad, aborrece todo freno, ama a las mujeres hermosas y tiene el ánimo
ligero; la gravedad castellana con la que se ha revestido últimamente, es, me
parece, sólo un capricho pasajero.
—Sus palabras son altamente lisonjeras y me llenan de orgullo, pero no veo muy
bien su relación con el asunto del que tratamos.
—Y sin embargo, Ricardo, hay relación —replicó amablemente—. Aunque usted se
niega a aceptarme un nombramiento, estoy convencido de que en el fondo es uno de
los nuestros; le diré algo, en secreto, que sólo lo saben unos seis individuos
aquí, en los que tengo, por supuesto, entera confianza. Tiene mucha razón en
decir que si tenemos la fuerza, debemos mostrársela al país. Eso es cabalmente
lo que estamos ahora a punto de hacer. Se ha enviado contra nosotros un cuerpo
de caballería, y nos batiremos de aquí a dos días. Según mis informes, nuestras
fuerzas están más o menos equilibradas, aunque nuestros enemigos estarán, por
supuesto, mejor equipados. Nosotros escogeremos el terreno; y si nos atacan
mientras estén cansados, después de una larga marcha, o si hubiera algún
desafecto entre ellos, la victoria será nuestra, y después de eso, cada espada
de los Blancos en la Banda será desenvainada por nuestra causa. No necesito
repetirle, Ricardo, que en la hora de mi triunfo —si es que lo llego a alcanzar—
no olvidaré mi obligación para con usted; mi deseo es ligarle de alma y cuerpo a
este país oriental. Sin embargo, es posible que yo sea derrotado, y si en dos
días más estuviésemos esparcidos a los cuatro vientos, permítame aconsejarle lo
que debe hacer. No trate de volver directamente a Montevideo, pues eso podría
ser peligroso Váyase a la costa del sur, pasando por Minas, y cuando llegue al
departamento de Rocha, pregunte por el pueblecito Lomas de Rocha, a unas tres
leguas al oeste del lago. Allí encontrará a un tendero, a un tal Florentino
Blanco —también es un Blanco en el fondo—. Dígale que lo he mandado yo, y pídale
que le consiga un pasaporte inglés en la capital; después de eso, no habrá
ningún peligro en seguir su viaje a Montevideo. Si alguna vez lo identificaran
como partidario mío, puede inventar cualquier historia para explicar su
presencia en mis fuerzas. Cuando recuerdo aquella conferencia sobre botánica que
usted pronunció la vez pasada, además de otras cosas, estoy convencido de que no
le falta imaginación.
Después de darme otros buenos consejos me dijo "buenas noches", dejándome con la
convicción, singularmente desagradable, de que habíamos cambiado papeles, y que
yo había andado tan poco hábil en el nuevo papel como en el anterior. Él se
había mostrado la franqueza personificada, mientras que yo, recogiendo la
máscara que él tirara, me la había puesto, quizás, al revés, pues me sentía
sumamente incómodo con ella durante nuestra entrevista. Peor todavía, también
estaba seguro de que la máscara no había logrado ocultar mi fisonomía, y que él
conocía tan bien como yo la verdadera causa del cambio que había reparado en mí.
Estas importunas reflexiones, sin embargo, no me incomodaron mucho tiempo, y
empecé a sentirme fuertemente excitado con la perspectiva de tener una refriega
con las tropas del gobierno. Mis pensamientos me tuvieron desvelado la mayor
parte de la noche; no obstante, a la mañana siguiente, cuando al rayar el día un
clarín tocó cerca de mí la estridente diana, me levanté de prisa y de mucho
mejor humor del que había estado últimamente. Sentí que empezaba a dominar
aquella loca pasión por Dolores, que tanto nos había hecho sufrir, y una vez que
estuvimos de nuevo a caballo, la "gravedad castellana" a la que había aludido
satíricamente el general, casi había desaparecido por completo.
No se hizo ninguna expedición aquel día. Luego que hubímos caminado unas cuatro
leguas al este, acercándonos al mismo tiempo a aquella enorme cadena de la
cuchilla Grande, acampamos, y después del almuerzo pasamos la tarde haciendo
evoluciones de caballería.
Al siguiente día tuvo lugar el gran acontecimiento para el cual nos habíamos
preparado, y estoy convencido de que con el pobre material a su disposición,
ningún hombre pudo haber hecho más de lo que hizo Santa Coloma, aunque, sensible
es decirlo, todos sus esfuerzos fracasaron. Sensible, digo, no porque tomara
algún serio interés en la política de la Banda, sino porque habría sido muy
ventajoso para mí si las cosas hubieran tomado otro rumbo. Además, muchísimos
pobres diablos, desterrados por un tiempo interminable, habrían subido al poder,
y aquellos bribones de Colorados habrían sido, a su vez, compelidos a mendigar
el amargo pan del expatriado. Es posible que al llegar aquí se le ocurra al
lector la fábula del zorro con las uvas; yo preferí, sin embargo, recordar la
fábula que contó Lucero, del Árbol que se llamaba Montevideo, con la gárrula
colonia de monos entre sus ramas, y de considerarme como formando parte del
majestuoso ejército bovino que estaba a punto de sitiar a los monos y
castigarlos por su picardía.
A la mañana siguiente nos desayunamos muy de madrugada, y en seguida se dio la
orden a cada uno que ensillase su mejor caballo, pues todos teníamos tres o
cuatro. Yo, por supuesto, ensillé el que me había regalado el general, y que
había reservado para ocasiones especiales. Montamos nuestros caballos y
avanzamos al trotecito por un áspero y agreste campo, siempre en dirección a la
cuchilla Grande. Como a mediodía llegaron a caballo algunos exploradores y nos
avisaron que el enemigo estaba muy cerca de nosotros. Después de detenernos una
media hora, proseguimos nuestro camino al mismo trotecito hasta eso de las dos
de la tarde, cuando atravesarnos la honda cañada de San Pablo, al otro lado de
la cual se eleva la llanura a una altura de unos cincuenta metros. Nos detuvimos
en la cañada para dar de beber a nuestros caballos, y allí supimos que el
enemigo avanzaba por ella rápidamente, con el propósito, al parecer, de cortar
nuestra retirada hacia la cuchilla. Cruzando el arroyo de San Pablo, emprendimos
lentamente el ascenso a la loma hasta que llegamos a su punto culminante;
entonces, torciendo nuestros caballos y mirando hacia atrás, divisamos a
nuestros pies al enemigo, unos setecientos hombres que desfilaban en una línea
extremadamente larga. De la cañada avanzaron hacia nosotros a un buen trote. Nos
formamos rápidamente en tres columnas, en la del centro con unos doscientos
cincuenta hombres, y las otras dos, con doscientos hombres cada una. Yo estaba
en una de las columnas exteriores, como a cuatro filas del frente. Mis
compañeros, que hasta ese momento habían estado muy alegres y conversadores, se
habían puesto, de repente, serios y taciturnos, y algunos hasta pálidos y
temerosos. Había a mi lado un pícaro muchacho de unos dieciocho años de edad, de
baja estatura, moreno, con cara de mono y débil voz de falsete que semejaba la
de una vieja mujer. Le vi sacar un pequeño cuchillo afilado, y sin mirar para
abajo, pasarlo por la encimera tres o cuatro veces; pero esto lo hizo
evidentemente sólo como ensayo, pues no cortó el cuero. Viendo que le observaba,
sonrió burlona y misteriosamente y echó la cabeza y los hombros hacia adelante,
como para imitar a una persona que va huyendo a escape, después de lo cual
volvió a envainar el cuchillo.
—¿Es que tienes la intención de cortar la encimera y escaparte, cobarde? —le
pregunté.
—¿Y qué es lo que va a hacer usté?
—Pelear, por supuesto.
—Es la mejor cosa que usté puede hacer, señor francés —dijo, haciendo una mueca.
—¡Oye! Después del combate te voy a buscar y te daré una buena zumba por tu
impertinencia en llamarme francés.
—¡Después del combate! —exclamó, con un curioso gesto—. ¿Querrá usté decir pa
este otro año? -Antes que llegue aquel tiempo tan lejano, algún Colorao se habrá
enamorao de usté, y... y...
Aquí se explicó sin palabras, pasando primero el filo de la mano rápidamente a
través de la garganta, cerrando entonces los ojos y haciendo un ruido de
borboteo como el que haría una persona mientras fuera degollada.
Nuestro coloquio se había hecho en voz baja, pero su pantomima atrajo a nosotros
la atención de nuestros vecinos, y ahora se volvió hacia ellos, haciendo un
gesto y un movimiento de la cabeza, como para informarles que su astucia
oriental estaba consiguiendo la victoria. Yo estaba resuelto, sin embargo, a no
ser deprimido por él y golpeé mi revólver ligeramente con la mano para llamarle
la atención.
-¡Mira esto, bribón! ¿No sabes que yo y muchos otros en esta columna hemos
recibido órdenes del general de fusilar al primero que trata de escaparse?
Estas palabras le hicieron callar. Se puso tan pálido como lo permitiera su tez
morena, mirando, a la vez, alrededor, como un animal acosado que busca un hoyo
en donde esconderse.
A mi otro lado, un viejo gaucho barbicano, de traje algo andrajoso, encendió su
cigarrillo y, olvidando todo excepto la estimulante fragancia del más fuerte
tabaco negro, dilataba sus pulmones con largas aspiraciones, arrojando en
seguida nubes de humo azulado en la cara de sus vecinos y desparramando un
perfume calmante sobre una tercera parte del ejército.
Santa Coloma supo hacer frente a la situación; galopando rápidamente de columna
en columna, arengaba por turno a cada una de ellas, empleando la pintoresca y
expresiva fraseología gauchesca que tan bien conocía; lanzó sus denuestos contra
los Colorados con una furia y elocuencia tal, que la sangre se agolpó a las
pálidas mejillas de su tropa. "Son unos traidores, ladrones, y salteadores
—gritó—; han cometido un millón de crímenes, pero todos juntos no son nada
comparados con aquel negro crimen del que ningún otro partido político ha sido,
hasta ahora, culpable. Con la ayuda de oro y bayonetas brasileños, se han
levantado al poder; son los infames pensionados del imperio de esclavos". Los
comparó a un hombre que se casa con una hermosa mujer, y la vende a alguna
persona rica, para poder vivir con todo lujo y disfrutar de las ganancias de su
deshonra. La mancha inmunda con la que habían empañado el honor de la Banda
Oriental sólo podría limpiarse con su sangre. Apuntando a las tropas enemigas
que avanzaban, dijo que cuando aquellos miserables mercenarios fueran
desparramados como la alcachofa por el viento, todo el país estaría con él, y la
Banda Oriental después de medio siglo de envilecimiento, se vería por fin y para
siempre libre de la dominación brasileña.
Blandiendo su espada, volvió galopando a la cabeza de su columna, donde fue
recibido con atronadores vivas.
Entonces, durante algún tiempo reinó en nuestras filas un gran silencio;
mientras que el enemigo, tocando sus clarines alegremente, trotó cuesta arriba
hasta que había atravesado unos trescientos metros de declive y amenazaba
rodearnos en un inmenso círculo; y con Santa Coloma a la cabeza, nos
precipitamos cuesta abajo sobre los Colorados.
Los militares que leyeren esta sencilla relación, sin adornos, de un combate
oriental, pudieran estar dispuestos a criticar la táctica de Santa Coloma; pero
es preciso recordar que sus hombres eran, como los árabes, jinetes solamente o
poco más; por otra parte, estaban armados con sable y lanza, armas que necesitan
mucho espacio para usarlas con eficacia. Sin embargo, examinando todas las
circunstancias, hizo, en mi opinión, justamente lo que debía. Sabía que sus
fuerzas eran demasiado débiles para hacer frente como de ordinario al enemigo, y
que si no peleaba ahora, su prestigio momentáneo se disiparía como el humo y que
el levantamiento fracasaría. Habiendo decidido arriesgarlo todo, y sabiendo que
en una batalla cuerpo a cuerpo sería infaliblemente derrotado, su único plan era
mostrarse atrevido, formar a su gente en columnas macizas y arrojarlas contra el
enemigo, esperando, de esta suerte, producir un pánico entre sus adversarios, y
así arrebatar una victoria.
La descarga de carabinas con la que nos recibieron no nos causó ninguna baja.
Yo, por lo menos, no vi a ningún caballo cerca de mí perder a su jinete, y en
pocos momentos estábamos precipitándonos por entre las filas del enemigo que
avanzaba. Un grito de triunfo prorrumpió de los pechos de nuestros hombres al
ver que nuestros cobardes adversarios huían de nosotros en todas direcciones.
Galopamos victoriosamente adelante hasta alcanzar el pie de la loma, donde
hicimos alto, pues teníamos enfrente al riachuelo de San Pablo, y no valía la
pena seguir a los pocos hombres esparcidos que lo habían cruzado y huían
precipitadamente como avestruces acosados. De repente, con un estruendoso
alarido, un crecido número de Colorados se abalanzó estrepitosamente cuesta
abajo a nuestra espalda y flanco, y un terror pánico se apoderó de nuestras
filas. Los débiles esfuerzos que hicieron algunos de nuestros oficiales para que
volviéramos y le hiciéramos frente al enemigo, fueron inútiles. No me es posible
hacer una clara relación de lo que sucedió después de eso, porque durante
algunos minutos, todos, amigos y enemigos, estuvimos mezclados en la más
desordenada confusión; y cómo me libré sin haber recibido ni un rasguño, es un
misterio para mí. Más de una vez tuve violentos encuentros con Colorados, cuyos
uniformes les distinguían de nuestros hombres, y me dirigieron varios feroces
sablazos y lanzadas, pero de una u otra manera escapé a todos. Descargué los
seis tiros de mi revólver Colt, pero no sabría decir si las balas dieron en el
blanco. Por último, me hallé rodeado de cuatro de nuestros hombres que
espoleaban furiosamente sus caballos para salir de la pelea.
—¡Déle guasca, mi capitán, venga con nosotros por aquí! —me gritó uno de ellos
que siempre insistía en darme un título al que no tenía derecho.
Mientras nos alejábamos, orillando la cuchilla en dirección al sur, me aseguró
que todo estaba perdido, y en prueba de ello, señaló a los esparcidos grupos de
nuestros hombres que huían del campo de batalla en todas direcciones. Si;
estábamos derrotados; eso era muy evidente, y no necesité hacerme rogar por mis
compañeros fugitivos para espolear mi caballo a toda su carrera. Si la mirada de
lince de Santa Coloma pudiese haberme visto en aquel momento, habría añadido a
la lista de los rasgos característicos orientales con los que me había
revestido, la facultad, no inglesa, de saber cuándo estaba vencido. Creo que yo
deseaba salvar el pellejo —el garguero decimos en la Banda Oriental— tanto como
cualquier otro jinete allí presente, sin exceptuar al muchacho de cara de mono y
voz chillona.
Si el curioso lector, sediento de más detalles, consultase las historias del
Uruguay, encontrará, probablemente, una descripción más técnica de la batalla de
San Pablo de la que he podido dar. Sírvame de disculpa que fué la única batalla
—campal u otra— en la que he tomado parte, y también que mi grado en las fuerzas
de los Blancos era uno muy inferior. En suma, no estoy excesivamente orgulloso
de mis hazañas militares; no obstante, como no obré peor que Federico el Grande
de Prusia, quien huyó de su primera batalla, considero que no necesito
sonrojarme con exceso. Mis compañeros aceptaron la derrota con su acostumbrada
resignación oriental. —Vea usté —dijo uno de ellos, elucidando su actitud
mental—, siempre, en todo combate, ha de haber un lao que sale derrotao; pues,
si nosotros hubiéramos ganao, entonces los Coloraos habrían perdido. —Había una
sana y práctica filosofía en este dictamen; era imposible refutarlo; no nos
cargaba la mente con nada de nuevo y en cambio nos alegraba a todos. A mí no me
importaba gran cosa, pero no podía menos de pensar mucho en Dolores, cuya pena
sería agravada por este nuevo golpe.
Galopamos rápidamente como una legua o un poco más, hasta que nos detuvimos en
la falda de la Cuchilla para dar aliento a nuestros caballos, y, apeándonos, nos
quedamos algún tiempo contemplando hacia atrás el vasto panorama que se
desplegaba ante nuestra vista. A nuestras espaldas se elevaban las gigantescas
laderas verdes y morenas de la sierra, las cuales se extendían a ambos lados en
masas violáceas y de color azul oscuro. A nuestros pies se dilataba la ondulante
llanura verde y dorada, vasta como el océano, y surcada por innumerables
arroyuelos; mientras que allá, en lontananza, una mancha negra sobre una cuesta
nos anunciaba que nuestro enemigo estaba acampado en el mismo sitio donde nos
había vencido. Ni una nube oscurecía el brillante y perenne azul del cielo,
aunque al oeste, cerca del horizonte, algunos vapores purpúreos y de color rosa
empezaban a formarse, matizando con sus tintes el límpido cielo azulado en torno
del sol poniente. Sobre toda la naturaleza reinaba el más profundo silencio; de
repente, una bandada de oropéndolas de color de fuego y de naranja, con alas
negras, descendió con rápido vuelo y vino a posarse sobre algunos arbustos cerca
de nosotros, prorrumpiendo en seguida en un torrente de alegre y silvestre
melodía. ¡Qué extraño concierto!; notas estridentes que parecían como un himno
de triunfo y regocijo al cielo, y notas broncas y de rondón, se mezclaban con
otras más claras y penetrantes, como jamás produjeran labios sobre instrumento
de cobre o tubo de madera. Duró poco; la bandada de cantores se elevó cual una
llama de fuego y se remontó allá lejos a su querencia entre los cerros; de nuevo
reinó el silencio. ¡Qué matices más brillantes! ¡Qué música más alegre y
fantástica! ¿Serían realmente pájaros, o serían, más bien, los afortunados
plúmeos habitantes de alguna región mística sobre cuyo umbral había yo pisado
por casualidad, semejante a la tierra, pero más dulce que ella y jamás visitada
por la muerte? Entonces, mientras aquella eterna urna roja que descansaba sobre
el horizonte lanzaba sus últimos rayos sobre la tierra, de encontrarme solo,
habríame arrojado al suelo de rodillas, para adorar al gran Dios de la
Naturaleza que me había concedido aquel precioso momento de vida. Pues allí la
región que languidece en ciudades repletas de gente, o que se esquiva
tímidamente para ocultarse en sombrías iglesias, florece abundantemente,
colmando el alma con un solemne júbilo. A la caída de la tarde, sobre dilatados
cerros, en presencia de la Naturaleza, ¿quién no se siente cerca del poder
invisible?
De su corazón Dios no se apartará,
Su imagen en cada hierba grabada está.
Mis compañeros, deseosos de atravesar la cuchilla, estaban ya a caballo y
gritándome que montara. Dirigí una última y persistente mirada sobre aquella
vasta extensión —vasta, y sin embargo qué pequeña parte de los ciento ochenta
mil kilómetros cuadrados y pico de verdura siempre viva, regados por
innumerables y hermosos arroyos—. De nuevo, el recuerdo de Dolores rozó mi alma
como una plañidera brisa. ¡Por este rico premio, y su hermoso país, cuán
pusilánimemente y con qué febles brazos habíamos luchado! ¿Dónde se hallaba en
aquel momento su héroe, el glorioso Perseo? Estirado, quizás, y bañado en sangre
sobre aquel campo que se iba sombreando rápidamente. Todavía no estaba vencido
el horrible monstruo Colorado. "¡Descansa en tu roca, Andrómeda!", murmuré
tristemente. Y, poniéndome de un salto a caballo, galopé tras mis compañeros que
se iban alejando y que estaban ya a unas diez cuadras de distancia en el
tenebroso paso de la montaña.
XIX
CUENTOS DE LA
TIERRA PURPÚREA
Entrada ya la noche, habíamos atravesado la cuchilla Grande y penetrado en el
departamento de Minas. Nada ocurrió hasta eso de medianoche, cuando nuestros
caballos empezaron a sufrir extremadamente de cansancio. Mis compañeros
esperaban llegar, antes del amanecer, a una estancia, muy lejos aún, donde eran
conocidos y se les permitiría esconderse algunos días hasta que hubiese pasado
la tormenta; pues, generalmente, al poco tiempo de sofocarse un motín
revolucionario, se proclama un indulto, después del cual todos los que han
tomado las armas contra el gobierno constitucional pueden volver tranquilamente
a sus casas. Mientras tanto, éramos revoltosos y estábamos expuestos a ser
degollados en cualquier momento. Por último, nuestras pobres bestias no podían
siquiera trotar, y apeándonos, seguimos nuestro camino conduciéndolas de las
riendas.
Como a medianoche nos aproximamos a un arroyo, la parte superior del río Barriga
Negra, y al acercarnos nos llamó la atención el retintín de una campanilla. Es
costumbre en la Banda Oriental que todo gaucho tenga en su tropilla una yegua
que llaman la madrina; ésta siempre lleva un cencerro atado al cuello, y en la
noche, por regla general, se manea de las patas delanteras, para evitar que se
aleje demasiado de la casa, pues la tropilla siempre se apega sobremanera a la
yegua y jamás se aparta de ella.
Después de escuchar un par de segundos, concluimos que el sonido, en efecto,
procedía del cencerro de una madrina y que estaba maneada, pues el cencerro era
entrecortado como el que haría un animal moviéndose penosamente a brincos. Yendo
al lugar de donde venia el sonido, encontramos una tropilla compuesta de unos
diez o doce caballos de color zaino oscuro que pacían cerca del río. Arreándolos
poco a poco hacia la margen donde había un recodo, los arrinconamos y nos
pusimos a agarrarlos. Por fortuna, no eran ariscos, y después que hubimos
prendido a la madrina, todos se agruparon relinchando en torno de ella, y no
tardamos mucho en escoger los cinco mejores de la tropilla.
—¡Amigos! —dije, mientras mudaba mi recado apresuradamente al caballo que había
escogido, a esto le llamo robar.
—¡Qué noticia tan interesante! —repuso uno de mis compañeros.
—¡Un flete robao siempre lo lleva bien a uno! —dijo otro.
—Si uno no puede robar un flete sin que le pique la conciencia, no ha sido bien
criao —dijo un tercero.
—En la Banda Oriental —añadió un cuarto—, uno no es considerao hombre honrao a
menos que robe.
Atravesamos el río y nos fuimos a un rápido galope que mantuvimos hasta la
mañana, llegando a nuestra meta un poco antes de salir el sol. Había una
espléndida arboleda no lejos de la casa, rodeada de un hondo zanjón y un cerco
de tuna; y después de tomar algunos cimarrones y desayunarnos en la casa, donde
nos recibieron con mucha amabilidad, empezamos a ocultarnos con nuestros
caballos en la arboleda. Encontramos un cómodo y verdoso huequecito, sombreado,
en parte, por los árboles que había alrededor; tendimos nuestros ponchos, y,
cansados por tantos esfuerzos, luego nos sumimos en un profundo sueño, durmiendo
más o menos todo el día. Para mí, fue un día agradable, porque tuve algunos
intervalos de estar despierto, durante los cuales experimenté aquella sensación
de absoluta tranquilidad de ánimo y de cuerpo que es tan agradable después de un
largo período de trabajo. Durante los intervalos en que estuve despierto, fumé
cigarrillos y escuché los quejosos píos de una bandada de polluelos de
cabe-citas negras que volaban de árbol en árbol tras sus padres, pidiendo de
comer.
De vez en cuando resonaba por entre el follaje el claro y estridente grito del
bienteveo, ave de color limonado, de cabeza negra y de pico largo como el de un
martín pescador; o quizás una bandada de pechos amarillos, aves de color olivino
castaño con chalecos de brillante color pajizo, visitaban los árboles y
prorrumpían en su confuso coro de alegres notas.
No pensé mucho en Santa Coloma. Probablemente habría escapado y andaría otra vez
fugitivo disfrazado de humilde paisano; pero aquello no le sería una nueva
experiencia. El amargo pan del expatriado había sido aparentemente su alimento
de costumbre, y sus periódicas correrías en el país siempre habían terminado,
hasta ahora, desastrosamente; todavía tenía una finalidad para qué vivir. Pero
cuando recordé a Dolores, lamentando su causa perdida y con el espíritu
quebrantado, entonces, a pesar del brillante sol que por el follaje moteaba la
hierba, la suave y tibia brisa que abanicaba mi rostro, los susurros de las
hojas sobre mi cabeza y las avecillas de alegre canto que me visitaban, se me
oprimió el corazón y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Al anochecer nos hallábamos todos muy despiertos y nos sentamos hasta muy tarde
en la noche alrededor del fuego que habíamos hecho en el hueco, tomando mate y
conversando. Estábamos todos muy habladores, y luego que hubimos agotado los
temas corrientes de conversación en la Banda Oriental, nos pusimos a conversar
de asuntos extraordinarios, de animales raros, fantasmas y otras maravillosas
aventuras.
—El modo como la lampalagua caza a su presa es muy curioso —dijo uno de los
circunstantes, llamado Rivarola; era un hombre grueso, de enorme barba y bigotes
negros, de feroz aspecto, pero de suave mirada y voz arrulladora.
Todos habíamos oído hablar de la lampalagua, especie de boa que se encuentra en
estos países; es de cuerpo muy grueso y de movimientos extremadamente tardos. Se
alimenta de los roedores mayores y los caza, creo, siguiéndolos adentro de sus
madrigueras, donde no pueden correr ni escapar a sus mandíbulas.
—Les contaré lo que vide una vez, pues nunca jamás he visto cosa más rara
—continuó Rivarola—. Pasando un día a caballo por un monte, divisé a alguna
distancia delante de mí a un zorro sentao en el pasto oservándome mientras me
acercaba. De repente, lo vide dar un brinco en el aire y dió un gritazo de
susto; entonces cayó al suelo, ande quedó aullando y mordiendo, como si
estuviera luchando por su vida con algún alversario invisible. Luego empezó a
alejarse por el monte, pero muy despacito, y siem pre luchando desesperao.
Parecía estar que ya no podía más de cansao; arrastraba la cola, echaba espuma
por el hocico y le colgaba la lengua ajuera, mientras que siempre se movía como
si juera arrastrao por alguna soga invisible. Lo seguí de cerquita, pero no me
hizo ningún caso. A veces, enterraba las uñas en la tierra, o agarraba algún
tallo o rama con los dientes y se quedaba descansando algunos momentos, hasta
que por fin el tallo o la rama aflojaba; entonces empezaba a revolcarse en el
suelo dando juertes aullidos, pero siempre arrastrao hacia adelante. Luego vide
en la dirección en que íbamos caminando, una enorme serpiente del grueso del
muslo de un hombre, con la cabeza levantada alta sobre el pasto y sin moverse,
tal como si juera de piedra. Su boca, como una cueva de color de sangre, la
tenía de par en par abierta y la vista fija en el zorro. Lo que llegó a unos
veinte pasos de la serpiente, el zorro empezó a moverse a toda priesa por el
suelo, sus esfuerzos pa librarse iban haciéndose más y más débiles cada momento,
hasta que parecía estar volando por el aire y lueguito llegó a la boca de la
serpiente. Entonces la culebra agachó la cabeza y empezó a tragarse a su presa
tranquilamente.
—¿Y quiere decirnos, amigo, que usted mismo vió eso? le pregunté.
—Con estos mesmísimos ojos —repuso, señalándolos con la bombilla del mate que
tenía en la mano—. Esa jué la única vez que he visto a la lampalagua cazar a su
presa, pero todo bicho ha oído hablar del modo que lo hace. Ha de saber, señor,
que la lampalagua arrastra a un animal hacia él, gracias al poder que tiene de
chupar el aire. A veces, lo que el animal al que quiere hacer presa es muy
juerte o está lejaso, digamos a una media legua, se enyena tanto de aire la
lampalagua, mientras está arrastrando a su vítima, que... que...
—¡Qué revienta! —le sugerí.
—Que tiene que dejar de arrastrarla pa soltar el resuello. Lo que esto sucede,
el animal, viéndose libre de aquella juerza que lo arrastra, aprieta a correr a
tuito escape. ¡Pero es al ñudo!, pues apenas echa ajuera la serpiente tuito
aquel viento acumulao, con un estallido como el estallido de un cañón...
—¡No! ¡No! ¡Cómo un fusil! Yo mesmo lo he oído interrumpió Blas Arias, uno de
los oyentes.
—Como un fusil —continuó Rivarola—, cuando güel-ve otra vez a chupar el aire; y
ansina sigue la lucha hasta que por último la vítima es arrastrada dentro del
garguero del monstruo. Es bien sabido que la lampalagua es la más juerte de
tuitas las criaturas que Dios ha criao, y que si un hombre en pelota pelea con
una y la gana por la pura juerza, el poder de la serpiente le dentra a él ansina
que naides se la gana.
Me reí de esta fábula y mi falta de seriedad fué severamente reprendida.
—Les contaré la cosa más curiosa que jamás me ha pasao a mí —dijo Blas Arias—.
Estaba yo viajando sólo
—por asuntos míos— en la frontera del norte. Atravesé el río Yaguarón, dentré en
el territorio brasileño y anduve un día entero por un gran llano pantanoso,
donde los juncos estaban secos y muertos, y no había más agua que algunos
charcos barrosos. Era un lugar de quitarle a uno tuito el gusto por la vida. Lo
que se estaba poniendo el sol y ya había perdido tuita esperanza de llegar al
fin de aquel desierto, descubrí una tapera. Era de unos quince pasos de largo,
con sólo una puertecita y no parecía estar habitá, pues naides me contestó a
pesar de dar giieltas la tapera gritando a tuita voz gruñidos y chillidos
que venían de dentro, y luego salió una chancha seguida por su cría; me miró y
volvió a dentrarse. Habría seguido caminando adelante, pero estaban muy cansados
mis fletes; además, parecía que juéramos a tener una tempestá de truenos y
rejucilos, y no se vía ningún otro rancho ande pasar la noche. Ansina que
desensillé mi caballo, solté la tropilla y llevé mi recao y otras pilchas pa
dentro. La pieza era tan chica que la chancha con su cría la ocupaba tuita;
había, sin embargo, otra pieza, y al abrir la puerta, que estaba cerrada, dentré
y hallé que era mucho más grande que la primera; también vide en un rincón una
cama muy sucia hecha de cueros, y en el suelo, un montón de cenizas y una olla
negra. No se veía otra cosa sino giiesos viejos, pedazos de palo y otra basura
desparramá por tuitas partes. Temiendo que el dueño de esa cueva inmunda juese a
hallarme desprevenido, y no encontrando en ella nada que comer, volví a la
primera pieza; eché ajuera a los chanchos y me senté en mi recao a esperar.
Empezaba ya a escurecer cuando de repente se apareció a la puerta una mujer con
un atao de leña. En mi perra vida, señores, he visto nada más asqueroso ni más
horrible, Su cara era dura, muy negra y áspera como la corteza del ñandubay,
mientras que en la cabeza tenía una porra que le llegaba hasta los hombros, seca
y de un color a tierra. Tenía el cuerpo largo y grueso y las rodillas y los pies
enormes, pero parecía pimea porque apenas tenía piernas; estaba vestida con unas
mantas de caballo, viejas y rotosas, atadas al cuerpo con una lonja. Me miró con
unos ojitos de ratón; entonces, poniendo su atao en el suelo, me preguntó qué
era lo que quería. Le dije que era un viajero muy cansao y que quería algo que
comer y donde alojarme. "Alojamiento puede tener dijo ella—, comida no hay, Y
con eso, tomando su atao, se jué a la otra pieza, cerró la puerta y le echó el
cerrojo por el lao de adentro. La mujer no era pa enamorar y no había el menor
peligro que yo juera a intentar de dentrar a su pieza. Era una noche negra y
tempestuosa y luego empezó a llover a cántaros. Varias veces la chancha con sus
crías dentraron gruñendo pa buscar abrigo, y tuve que levantarme y echarlos a
rebencazos pa juera. Por último, oi por el tabique que separaba las dos piezas,
un ruido como si aquella asquerosa mujer estuviese haciendo juego, y luego
dentró por las hendijas el olorcito a carne asada. Eso me llamó la atención
porque yo había buscado por tuita la pieza y no había encontrao nada de comer.
Colegí que ella la habría traído debajo de las mantas, pero ánde. la había
conseguido era un misterio. Por último, empecé a quedarme dormido, llegaron a
mis oídos ruidos de truenos y del viento, de los chanchos gruñendo a la puerta y
el sonido del juego que venía de la pieza de la bruja. Pero luego parecieron
mezclarse otros ruidos, se oiban las voces de personas que hablaban, tamién
risas y canto. Entonces desperté bien, y encontré que las voces venían de lotra
pieza. Alguien estaba tocando la vigiiela y cantando, otros hablaban, en voz
alta y réiban. Traté de mirar por las hendijas de la puerta y la paré, pero jué
al ñudo. ‘Muy arriba, en el medio del tabique, había una hendija grande por la
que pareció que se podría ver el interior, juzgando por la luz del juego que por
ay pasaba. Arrimé mi recao a la paré, doblé mis ponchos y pellones dos o tres
veces, y los puse uno encima del otro hasta que los había amontonao del alto de
la rodilla. Subiéndome sobre el recao y agarrándome del tabique con las uñas,
conseguí asomarme por la hendija. La pieza estaba muy iluminá por un gran juego"
de leña que ardía en un rincón, mientras que tendida en el suelo había una gran
manta colorada y sentada en ella estaba la gente a la que había oído, con fruta
y botellas de vino por delante. Ay estaba la asquerosa vieja bruja viéndose casi
tan alta sentá como pará; estaba tocando la viguela y cantando una toná
portuguesa. En la manta a sus pies estaba recostada una negra alta bien hecha;
estaba casi desnuda; sólo llevaba puesta una faja angosta de género blanco
alrededor de la cintura y unos anchos brazaletes de plata en sus gordos brazos
negros. Estaba comiendo una banana, y apoyada en sus rodillas, que tenía
encogidas, estaba una bonita chiquilla de unos quince años de edá, pálida y
morena. Estaba vestida de blanco, tenía los brazos desnudos y una banda de oro
le sujetaba el pelo que le caiba suelto sobre la espalda. Delante de ella, de
rodillas en la manta, había un viejo mulato, la cara arrugada como una nuez y
con una barba blanca como la alcachofa. Con una mano sosteniba el brazo de la
chiquilla y con la otra le ofrecía una copa de vino. Esto lo vide de una sola
mirada, y entonces tuitos miraron pa arriba a la hendija como si supieran que
alguien los estaba aguaitando. Me eché atrás asustao y cal al suelo ¡pataplum!
Entonces oí que se reiban, pero no me atreví a mirarlos otra vez. Llevé mi recao
al otro lao de la pieza y me senté a esperar la mañana. La plática y las risas
duraron unas dos horas más; entonces poco a poco dejaron de oirse; la luz
desapareció de las hendijas y todo quedó a escuras y en silencio. Naides salió,’
y por último, vencido por el sueño, me quedé dormido. Era de día cuando
desperté. Me levanté y di una güelta a la tapera y encontrando una rajadura en
el adobe, me asomé pa dentro de la pieza de la bruja. Se vía lo mesmito que la
noche antes; ay estaba la olla y el montón de cenizas, y en el rincón estaba
echada la bruta de mujer engüelta en sus cueros. Después de eso monté mi caballo
y me juí. ¡Quiera Dios que nunca jamás tenga otra vez una esperencia como la de
aquella noche!
Entonces los otros hombres dijeron algo de brujería, todos con las caras muy
graves.
—¡Usted tendría tal vez mucha hambre y estaría muy cansado aquella noche —me
aventuré a decir—, y probablemente que después que aquella mujer cerró su
puerta, usted se quedaría dormido, y soñó todo eso de la gente comiendo fruta y
tocando la guitarra!
—Ayer estaban cansaos nuestros fletes y estábamos escapando pa salvar el
guarguero —repuso Blas, desdeñosamente—. Tal vez jué eso lo que nos haría soñar
que agarramos los cinco zainos negros que nos trujeron aquí. . -
—Cuando una persona no cree, es al ñudo disputar con ella —dijo Mariano, un
hombrezuelo moreno de pelo canoso—. Aura les contaré una curiosa aventura que me
pasó a mí cuando joven; pero ricuerden que yo a naides le pongo un trabuco al
pecho pa obligarlo a que me crea. Porque lo que es, es; y que el que no crea
menee la cabeza hasta que se le despegue y caiga al suelo como un coco de un
árbol...
"Después que me casé, vendí mis fletes, y tomando tuito el dinero, compré dos
carretas de güeyes con el propósito de ganarme la vida acarreando carga. Una
carreta conduje yo y pal’otrá conchavé a un muchacho al que llamaba Muía. Aunque
ese no era el verdadero nombre que le habían puesto sus padrinos, así lo llamaba
yo por ser tan requeteporfiao y calmoso como una muía. Su madre era una pobre
viuda vecina mía, y cuando supo de las carretas, vino a mí y me dijo: ""Vecino
Mariano, por tu madre tomá a mi hijo y enseñale a ganarse su pan, porque es un
muchacho que no le gusta hacer nada". Ansina que tomé a Mula, pagándole a la
viuda por sus servicios después de cada viaje que hacía. Cuando no encontrábamos
carga, solíamos ir a las lagunas a cortar totoras, y cargando con ellas las
carretas andábamos por el país y las vendíamos a los que necesitaban totoras pa
techar sus ranchos. A Mula no le gustaba su trabajo. Muchas veces cuando
dentrábamos hasta la cintura en el agua, pasando tuito el día cortando totoras y
llevándolas al hombro en grandos ataos a la orilla de la laguna, lloraba y se
quejaba amargamente de su dura suerte. A veces yo le daba una güena felpa de
palos porque me fastidiaba ver a un muchacho tan delicao; entonces me echaba
maldiciones y me decía que algún día se vengaría. ""Cuando yo esté muerto —me
decía— vendré a penar y a asustarlo a usté por tuitas las felpas que me ha dao".
Eso siempre me daba mucha risa.
"Por último, un día, mientras atravesábamos un arroyo muy hondo, crecido por la
lluvia, mi pobre Mula se cayó de ande estaba sentao en la lanza, al agua, y se
lo llevó la corriente ande el río estaba hondo, y ay se ahugó. Pues, siñores,
como al año después, había salido yo a buscar una yunta de güeyes que se había
estraviao, cuando me alcanzó la noche muy lejos de casa. Entre mí y la casa
había una cuchilla que acababa en un río hondo, y tan cerca llegaba, que sólo
había un angosto camino por ande pasar, no habiendo por mucha distancia otro
paso. Lo que llegué al paso, me metí por el angosto camino con arbustos y
árboles a cada lao; de repente, salió de entre los árboles la figura de un
muchacho grande que se paró delante de mí. Estaba tuito de blanco, el poncho, el
chiripá, los calzoncillos y aun las botas, y llevaba puesto un sombrero de paja
aludo. Mi caballo se paró y se quedó temblando; ni yo estaba menos asustao, pues
se me levantaron los pelos de la cabeza como la cerda en el lomo de un chancho;
y me salió el sudor de la cara como gotas de rocío; ay se quedó parao sin
moverse, con los brazos sobre el pecho, no dejándome pasar. Entonces le grité:
"¡En el nombre de Dios!, ¿quién sos vos, y qué es lo que deseás de Mariano
Montes de Oca, que le atajás el paso?" Al decir yo esto se rió, y dijo: "¿Qué ya
no me conoce mi viejo patrón? Soy Muía; ¿cuántas veces no le dije que algún día
volvería a pagarle por tuitas las felpas que me dió? ¡Ah, ño Mariano, ya ve usté
que he cumplido mi palabra!" Entonces empezó a rairse otra vez. "¡Maldito seas!
¡Andá que te lleve el diablo! —grité yo—. Si vos deseás mi vida, Mula, tomala y
seas pa siempre condenao; ¡dejame pasar y volvete a tu amo el diablo y decile de
mi parte que te vigile mejor!, pues, ¿por qué ha de llegar a mis narices el
jedor del purgatorio antes de tiempo? Y aura, ánima maldita, ¿qué más tenés que
decirme?" Al pronunciar yo estas palabras, el ánima casi reventó de risa,
palmoteándose las piernas y doblándose casi en dos de tanto rairse. Por último,
apenas pudo hablar, dijo: "¡Basta de estas tonterías, ño Mariano! No era mi
intención asustarlo tanto, y no importa gran cosa que yo me haiga raido aura un
poco de usté, pues bastantes veces me ha hecho usté llorar. Lo paré porque tenía
algo importante que decirle. Vaya ande mi mamita y dígale que me ha ‘visto y
hablao; dígale que pague otra misa por el descanso de mi alma, porque después de
eso saldré del purgatorio. Y si no tiene plata, préstele algunos riales pa la
misa, que yo se lo pagaré, viejo, en el otro mundo".
"Al decir esto, Mula desapareció. Alcé el talero pa pegarle a mi flete, pero no
hubo necesidá, pues ni un pájaro con alas podría haber volado más ligero de lo
que voló él aura conmigo. No vía ningún camino delante de mi, no sabía yo pa
ánde íbamos. Pasamos por pajonales, matorrales, cuevas de animales salvajes,
piedras, arroyos, lagunas, pantanos y campos baldidos como si tuitos los diablos
de la tierra y bajo de ella estuvieran a nuestros talones; y cuando paré mi
flete, jué a la puerta de mi casa. No esperé pa desensillarlo, sino cortándole
la encimera con mi cuchillo, lo dejé que él mesmo se sacudiera el recao;
entonces con el freno golpié a la puerta, gritándole a mi mujer que abriera. La
oí buscando a tientas el pedernal "‘¡Por el amor de Dios, mujer, no saqués
juego!", grité yo. ""¡Santa Bárbara bendita!, ¿qué has visto alguna ánima,
Mariano?", preguntó ella, abriendo la puerta. ""¡Sí! —retruqué yo, lanzándome pa
dentro y echándole el cerrojo a la puerta—, y si hubieses vos sacado juego,
mujer, ya habrías sido viuda".
"Porque pasa, siñores, que el hombre al que le ponen una luz por delante después
de haber visto un ánima en pena, caí muerto ay mesmo".
No expresé mi incredulidad, ni aun meneé la cabeza. Los detalles del encuentro
fueron descriptos por Mariano tan a lo vivo y circunstanciadamente, que era casi
imposible no creer su cuento. No obstante, algunos incidentes me parecieron
después algo absurdos; por ejemplo, aquel sombrero de paja; también parecía
extraño que el genio de una persona de la disposición de Mula hubiese mejorado
tanto con su estancia en un lugar tan cálido.
—Hablando de ánimas... —dijo Laralde, el otro gaucho; pero no prosiguió porque
al momento le interrumpí. Laralde era un hombre de baja estatura, ancho de
pecho, perniabierto y de barba canosa, tupida y desplegada; sus amigos le
llamaban Lechuza con motivo de sus enormes ojos redondos de color leonado y su
fija mirada.
Me pareció que ya habíamos tenido bastante de lo sobrenatural.
—Amigo —dije—, díscúlpeme que le interrumpa; pero no tendremos tiempo para
dormir esta noche si vamos a tener más cuentos de ánimas.
—Hablando de ánimas... —volvió a decir Lechuza, sin hacer caso de mis palabras,
y eso me picó, así que volví a interrumpirle.
—Protesto que ya hemos tenido bastantes ánimas esta noche. Esta conversación iba
a ser solamente de cosas raras y curiosas. Pero las visitas del otro mundo son
muy comunes. ¿No es cierto, amigos, que todos ustedes han visto más ánimas que
lampalaguas arrastrando zorros con el resuello?
—Yo he visto la lampalagua, como dije, una vez no más —dijo Rivarola,
gravemente—; claro que ánimas he visto la mar de veces.
Todos los demás admitieron haber visto más de una ánima en pena cada uno.
Lechuza se quedó sentado sin hacer ningún caso, fumando su cigarrillo, y cuando
todos hubimos dejado de hablar, empezó otra vez.
—Hablando de ánimas...
Nadie le interrumpió esta vez, aunque él parecía esperarlo, porque
deliberadamente hizo una larga pausa.
—Hablando de ánimas... —repitió, mirando en. su rededor triunfalmente— una vez
tuve un encuentro con un ser extraño que no era ánima. Yo era joven entonces y
lleno de juego, juerza y del coraje de la juventú, pues lo que le voy a contar
pasó hace más de veinte años. Había estado jugando al naipe en casa de un amigo,
y salí a medianoche pa dirme a casa de mi padre, a unas cinco leguas de
distancia. Había tenido palabras aquella noche y me juí habiendo perdido plata,
y reventaba de rabia contra el hombre que me había robao e insultao, y con quien
no me dejaron pelear. Jurando vengarme, me jul en mi caballo a rajacincha;
estaba clara la noche, casi como de día, pues había luna llena. De repente vide
parao en el camino delante de mí a un hombre macizo, montao en un caballo
blanco, sin moverse. Seguí adelante hasta ‘que llegué bien cerquita, y entonces
le grité a toda voz: "Hágase a un lao, amigo, o me lo voy a llevar por delante",
pues tuavía ardía de rabia.
"Viendo que no me hacía ningún caso, le jugué las lloronas a mi pingo y me le
juí encima; y entonces en el momento preciso en que mi pingo se estrelló a tuita
juerza contra el suyo, le di en la cabeza con toda mi juerza con el cabo de
fierro de mi talero. Resonó el golpe como si le bubiese pegao a un yunque,
mientras que al mesmo tiempo, él, sin siquiera ladearse, se aferró de mi poncho
con las dos manos. Podía sentir que tenía las manos huesudas y con uñas largas y
encorvadas como las garras de un halcón; ¡pucha que eran afiladas!, pues me
atravesaron e. poncho y se hundieron en mi carne. Soltando el talero, lo agarré
de la garganta, que se sentía dura y escamosa, y abrazaos en una lucha mortal,
nos cimbramos de lao a lao, cada uno tratando de voltear al otro de su flete,
hasta que por último los dos rodamos por tierra. Sobre el auto nos
desenganchamos y nos paramos otra vez. Como un rejucilo peló el otro su facón, y
viendo yo que no tenía tiempo pa sacar el mío, me lancé sobre él y le agarré la
mano en que empuñaba el cuchillo antes de que él pudiera largarme una puñalada.
Se quedó por un momento sin moverse, mírándome juriosamente con un par de ojos
que chispeaban como carbón vivo; entonces, lleno de juria, me levantó del suelo,
y volteándome como quien voltea una boleadora me arrojó a unas cien varas, tan
grande era la juerza que tenía... Caí en medio de unos retamos, pero apenas me
repuse del porrazo y la sorpresa, cuando con un grito de rabia me levanté, volví
y me le juí encima otra vez. Pues, siñores, aunque ustedes apenas lo crerán, por
alguna curiosa casualidá me había llevado su arma y la tenía agarrada en mis
manos. Era un puñal muy pesao, de doble filo, como aguja de afilao, y mientras
lo empuñaba, sentí en mí las juerzas de mil hombres peleadores. Mientras yo
avanzaba él reculaba, hasta que agarrando un retamo grande por las ramas, ladeó
el cuerpo y lo arrancó del suelo raíz y todo. Revoleándolo alrededor de la
cabeza con tuita su juerza como un remolino de viento, se me atracó y me tiró un
golpe feroz que si me da, me habría aplastao; pero jué a dar demasiado lejos,
pues yo lo había cuerpeao; me le juí al humo con tal juerza, que le encajé el
puñal en el pecho hasta la ese. Pegó un gritazo ensordecedor y al mesmo tiempo arrojó juera un torrente de sangré, quemándome la cara como si hubiese sido agua hirviendo y empapándome la ropa hasta el cuero. Durante un momento quedé como ciego; pero cuando me sequé la sangre de los ojos y miré alrededor, había desaparecido flete y todo.
Entonces montando mi pingo, me juí a casa y les conté a todos lo que había pasao, mostrándoles el puñal que tuavía traiba en la mano. Al día siguiente tuitos los vecinos se juntaron en mi casa, y montaos a caballos nos juimos juntos ande había tenido lugar la pelea. Ay encontramos el retamo arrancao de las raíces, y la tierra alrededor tuita pisoteada ante habíamos peleao. La tierra taimen estaba machada con sangre a varias varas alrededor, y el pasto, ande había caído, se había secao como si hubiera sido quemao con juego. Taimen recojimos un puñao de pelo, largo, duro y encorvao con las puntas como anzuelos; taimen tres o cuatro escamascomo de pescao, pero más asperas y del tamaño de un patacón. El lugar ande tuvo lugar la pelea se llama hoy día La Cañada del Diablo, y he oído decir que dende aquel día el diablo nunca jamás se ha aparecido en la Banda Oriental a pelear con ningún hombre.
El cuento de Lechuza dio gran satisfacción. Yo no dije nada, quedando medio atontado de asombro, porque era evidente que el hombre lo había contado enteramente convencido de que era verdad, mientras que los otros parecían aceptar cada palabra con la más implícita fe. Empecé a sentirme muy desanimado, pues era evidente que ellos esperaban ahora algo de mí, y qué cosa contarles, no sabía. Me repugnaba ser el único embustero entre estos extremadamente veraces orientales, así que ni por pienso podría haber inventado algo.
-Amigos – empecé, por último- soy solamente un joven; además vengo de un país donde no suceden con frecuencia cosas maravillosas, de modo que no puedo contarles nada comparable en interés a los cuentos que he oído contar aquí esta noche. Solo puedo relatarles un pequeño incidente que me pasó en mi país, poco antes de venirme. Es, tal vez, trivial, pero servirá para contarles algo de Londres, aquella gran ciudad de la cual habrán oído hablar, seguramente.
-¡Sí! Hemos oído de Londres; está en Inglaterra, creo. Pues bien, cuéntenos su cue de Londres,- dijo Blas animándome.
-Yo era muy joven; tenía solo catorce años,- continué lisonjeándome de que mi modesta introducción no había dejado de producir su efecto,- cuando una noche fui de mi casa a Londres. Era en el mes de enero, en pleno invierno, y todo el país estaba cubierto de nieve.
-Perdone, mi capitán,- dijo Blas,-pero usté ha tomao el pepino por el revés. Nosotros aquí en la Banda Oriental, decimos que Enero está en el verano.
-En mi país no es así, donde las estaciones son todo lo contrario de aquí. Cuando me levanté a la mañana siguiente, todo estaba oscuro ocmo la noche, pues había caído una neblina negra sobre la ciudad.
-¡Una neblina negra!-Exclamó Lechuza.
-¡Sí! Una neblina negra que duraría todo el día y lo haría más negro que la noche; pues, aunque estaban alumbrados los faroles en las calles, no daban luz.-
-¡Ay juna!- exclamó Rivarola;- no hay agua en el balde. Tengo que ir al pozo a buscar un poco de agua, o no tendremos una gota que beber en tuyita la noche.
-Me parece que por lo menos podría esperar hasta que acabe mi cuento.
-¡No,no, mi capitán!- repuso él.- Siga con su cuento nomás; no podemos estar sin agua.- Y tomando el balde, se marchó.
-Viendo que iba a estar obscuro todo el día,- continué- resolví irme a corta distancia, no enteramente fuera de Londres, ¿entiende? Sino a unas tres leguas de mi hotel, a un gran cerro donde pensé que la neblina no estaría tan espesa y donde hay un palacio de cristal...
-¡Un palacio de cristal! Repitió Lechuza, fijando severamente en mí sus enormes ojos redondos.
-¡Sí, un palacio de cristal! ¿qué, tiene algo muy maravilloso eso?
-¡Mirá Mariano! ¿ vos tenés tabaco en tu chuspa?- preguntó Blas- Disculpe que lo interrumpa, mi capitán, pero las cossa que usté nos está contando piden un cigarrillo y mi chuspa está vacida.
-¡Muy bien señores! Tal vez que ahora me permitan proceder,- dije, empezando a fastidiarme un poc estas continuas interrupciones. – Un palacio de cristal suficientemente grande para contener toda la gente de este país...
-¡Por Dios santo! ¡ mirá, Mariano! Tu tabaco está como yesca de seco, - exclamó Blas.
- Eso no tiene nada dew raro.- dijo el otro,- porque lo he tenido en el bolsillo hace tres días.¡ Siga nomás con su cuento, mi capitán! Usté iba diciendo algo de un palacio de cristal en que cabía tuita la gente del mundo entero. ¿ Y qué pasó entonces?
-¡No! No seguiré con mi cuento.- contesté, enojándome ahora.- Es muy evidente que ustedes no quieren oirlo. Sin embargo, señores, por mera cortesía, podrían ustedes haber disimulado un poco su falta de interés en lo que estaba por contarles , pues he oído decir que los orientales son una gente muy cortés.
- Eso es demasiado decir, amigo, - interrumpió Lechuza.- Acuérdese que estábamos hablando de cosas de veras, y no inventando cuentos de neblinas negras, palacios de cristal y de hombres que andan patas pa arriba y qué sé yo que otras maravillas.
-¿ Creen ustedes, entonces, que no es cierto lo que les estoy contando?- pregunté, indignado.
-¡ Pero amigo! ¿ usté seguramente no nos cree tan simples en la Banda Oriental pa no poder distinguir entre un cuento y la verdá?
¡ Y esto, del individuo que acababa de contarnos de su trágico encuentro con Apolonio, un cuento tan increíble que hasta la relación de Bunyan mismo quedaba en la sombra!
Era inútil hablar; mi irritación se transformó en una viva hilaridad, y tendiéndome en el pasto, me desternillé de la risa. Mientras más pensaba en la severa reprimenda de Lechuza, más fuerte me reía, palmoteándome las piernas y doblándome en dos, como lo había hecho el festivo visitante del purgatorio que se le había aparecido a Mariano. Mis compañeros ni siquiera sonrieron. Rivarola volvió con el balde de agua y después de mirarme algún tiempo fijamente, dijo:
- Si las lágrimas, que según cuentan, siempre siguen a la risa, caen en la mesma proporción, tendremos que dormir en el suelo mojao esta noche.
Esto aumentó mi risa todavía más.
-Si tuito el país ha de ser alvertido de nuestro escondite,- dijo Blas el tímido,- jué trabajo perdido habernos escapao de San Pablo.
Esta amonestación la recibí con nuevas risotadas.
-Conocí a un hombre una vez,- dijo Mariano, - que tenía una risa muy extraordinaria; se le oiba a la legua de lo juerte que era. Se llamaba Aniceto, pero lo llamábamos Burro. Pues, siñores, un buen día empezó a rairse como el Capitán aquí, sin motivo ninguno, y se cayó muerto ay mesmo. El pobre hombre tenía una uresma.
En esto yo ya no me reía sino gritaba; entonces, sintiéndome completamente rendido de cansancio. Miré aprensivamente a Lechuza, pues este importante miembro del cuarteto todavía no había dicho una palabra.
Con sus enormes ojos, indeciblemente serios, clavados en mí, dijo sosegadamente.- Y éste, amigo, ¡ es el hombre que dice que es pecao robar un flete!
¡Pero ya ni gritar podía! Este rico ejemplo de la trastornada moralidad de la Banda Oriental solo excitó en mí, un débil gorgoteo, mientras me revolvía en el pasto, con los costados adoloridos como si hubiera recibido una buena paliza.
XX
Acababa de romper el día, y viendo a Mariano al lado del fuego que ya había
hecho para hervir el agua de su matutino cimarrón, me levanté y fui a
acompañarle. No me gustaba la idea de permanecer oculto ahí entre los árboles
indefinidamente como un animal acosado; además, Santa Coloma me había aconsejado
que en caso de derrota me dirigiera directamente a Lomas de Rocha en la costa
del sur, y esto me pareció ahora lo mejor que podía hacer. Había sido muy
agradable estar tendido allí a la sombra entre los árboles, y aquellos cuentos
verídicos de brujas, lampalaguas y fantasmas fueron sumamente entretenidos; pero
una tanda, quizás un mes entero de esa laya de vida, sería insoportable; y si no
llegaba ahora a Rocha, antes de que la policía rural recibiese órdenes de
prender a los revoltosos fugitivos, bien pudiera ser imposible hacerlo más
tarde. Por lo tanto, resolví seguir solo mi camino, y después de tomar algunos
amargos, agarré y ensillé mi caballo zaino. En realidad, no había merecido de
Lechuza, la noche antes, aquella severa reprimenda referente al robo de
caballos, pues había tomado el zaino con muy poco más de vacilación de la que se
siente en Inglaterra "al pedir prestado" un paraguas en día de lluvia. A toda la
gente, en todas partes del mundo, les llega el tiempo en que el apropiarse de
los bienes de sus vecinos no sólo se justifica sino se considera hasta
meritorio; a los israelitas en Egipto, a los ingleses estigmatizados en su
propia húmeda isla, y a los orientales huyendo después de una batalla. Habiendo
ya poseído al zaino más de treinta horas, aquello por sí solo constituía una
prescripción, y ahora le consideraba como mío; pruebas subsiguientes de su
aguante y otras buenas prendas me permiten atestiguar la verdad de un dicho
oriental, de que "un flete robao siempre lo lleva bien a uno".
Despidiéndome de mis compañeros en la derrota, cuya fértil imaginación, por
cierto, no había sido menoscabada por el susto, partí a caballo precisamente
cuando empezaba a aclarar. Evité religiosamente los caminos y las casas,
viajando a un suave galope —unas tres leguas por hora— hasta mediodía; entonces
descansé en un pequeño rancho, donde le di de comer y beber a mi caballo, y me
fortifiqué con algunas tajadas de carne asada y un mate amargo. Seguí caminando
hasta que oscureció; para ese tiempo ya había recorrido unas trece leguas y pico
de camino, y empecé a sentirme con hambre y cansado. Había pasado por varios
ranchos y estancias, pero temí pedir alojamiento en ellos, así que seguí
caminando más lejos, sólo para encontrar, por remate, peor suerte. Cuando el
corto crepúsculo tornábase en noche, di con una ancha carretera que supuse
conduciría de la parte este del país a Montevideo, y viendo cerca de ella un
largo y bajo rancho cuya asta de bandera, plantada en el frente, indicaba una
pulpería, resolví tomar algún refresco entonces, seguir adelante una media legua
y pasar la noche al raso bajo las estrellas —un techo seguro, aunque algo
aéreo—. Atando mi caballo al palenque, entré en el zaguán al lado extremo del
rancho; el zaguán estaba separado del interior por el mostrador con una reja de
hierro. Apenas entré, me arrepentí de haberme apeado en ese lugar, pues ahí,
delante del mostrador, fumando y bebiendo, hallábase un grupo de hombres de mala
traza. Desgraciadamente para mi, habían atado sus caballos a cierta distancia
del palenque, bajo la sombra de algunos árboles, de modo que no les vi a mi
llegada. Una vez entre ellos, sin embargo, no había más remedio que disimular mi
inquietud, ser muy urbano, tomar mi refresco y, en seguida, marcharme lo más
pronto posible. Me miraron de hito en hito, pero me devolvieron el saludo
cortésmente; entonces, dirigiéndome a una esquina del mostrador que estaba
desocupada, me afirmé en el codo izquierdo, pedí pan, una lata de sardinas y una
botella de vino.
—Si me acompañan, señores, ahí está la mesa puesta dije; pero, dándome las
gracias, rehusaron el convite, y yo empecé a comer a solas mi pan y sardinas.
Parecían ser personas de la vecindad, pues se trataban con mucha confianza y
conversaban de asuntos amorosos. Luego, sin embargo, uno de los hombres dejó de
tomar parte en la conversación, y apartándose de los demás a unos cuantos pasos,
se quedó apoyado en la pared al lado del zaguán más apartado de mí. Empecé a
observarle muy particularmente, porque era claro que yo le había estimulado
extraordinariamente la curiosidad, y no me gustaba la manera en que me estaba
mirando. Era, sin excepción, el bandido más cara de asesino que en mi vida tuve
la mala suerte de encontrar; ese fue el juicio que me formé antes de conocerle
más de cerca. Era ancho de pecho, formidable de aspecto y de mediana estatura;
las manos las mantenía ocultas debajo del poncho; llevaba puesto un chambergo,
bajo cuya ancha ala apenas se le veían los ojos. Estos eran feroces, de color
amarillento verdoso, y parecían chispear y apagarse por turno, y jamás, ni por
un solo instante, se despegaron de los míos. Su pelo negro le caía hasta los
hombros; tenía un cerdoso bigote que no ocultaba la brutalidad de su boca; no
llevaba barba alguna que cubriese sus anchos carrillos de color de café.
Mientras se mantuvo ahí de pie, observándome, inmóvil como una estatua de
bronce, la única parte de él que se movía era su quijada. A veces se molía los
dientes, y en seguida abría y cerraba los labios dos o tres veces, mientras que
un viscoso espumarajo, que daba asco ver, se le acumulaba en las esquinas de la
boca.
—¡Gándara, vos no estás bebiendo! —le dijo uno de los gauchos volviéndose a él.
Movió lentamente la cabeza, sin responder ni quitarme la vista; entonces, el
hombre que le había dirigido la palabra, sonrió y siguió conversando con los
otros.
La prolongada, intensa y aterradora mirada a la que me había sometido este
bruto, terminó muy súbitamente. Con la rapidez de un relámpago, sacó de su
escondite, debajo del poncho, un largo y ancho facón, y brincando con la
agilidad de un gato, se plantó delante de mí, la punta de su horrible cuchillo
rozándome el poncho justamente sobre la boca del estómago.
—No te movás, revoltoso —dijo con voz ronca—. Si te movés el ancho de un pelo,
te mato.
Los otros hombres habían dejado de hablar y miraban con cierta curiosidad, pero
no ofrecieron intervenir ni dijeron nada.
Durante un momento me sentí como si me hubiese atravesado por el cuerpo una
corriente eléctrica, y entonces, instantáneamente, me calmé; nunca, en verdad,
me be sentido más sereno y con más sangre fría que en aquel terrible momento. Es
un bendito instinto de la propia conservación con el que nos ha dotado la
naturaleza; lo poseen en común hombres tímidos y enclenques, y los fuertes y
valientes, y tanto los salvajes animales débiles, cuando son acosados, como los
sanguinarios y feroces. Es la serenidad que viene sin llamado, cuando se
presenta la muerte por delante, repentina e inesperadamente; nos dice que hay
una mínima probabilidad de escaparnos, que un intento prematuro, aun la más
pequeña agitación, puede destruir.
—No tengo ningún deseo de moverme, amigo, pero estoy curioso de saber por qué
usted me ataca.
—Porque vos sos un revoltoso. Te he visto antes; sos uno de los oficiales de
Santa Coloma. Aquí has de quedarte con este facón tocándote la panza hasta que
te tomen preso, o si no, con este cuchillo ay enterrao morirás.
—¡Usted se ha equivocado!
—Compañeros —dijo, dirigiéndose a los demás, pero sin quitarme por un solo
instante la vista de la cara—, ¿queren ustedes atarle los pies y las manos a
este hombre, mientras yo me quedo aquí parado delante de él, pa no permitir que
saque alguna arma que pueda tener ay bajo su poncho?
—Nosotros no hemos venido aquí pa tomar presos a forasteros —dijo uno de los
hombres—. Si es un revoltoso, ese no es asunto nuestro. Tal vez te haigás
equivocao, Gándara.
—¡No! ¡No! ¡No me he equivocao! —contestó—. ¡No se me ha de escapar! Lo vide en
San Pablo con estos mesmos ojos. ¿Cuándo jamás me han engañao? Si no queren
ayudarme, vaya uno de ustedes a la casa del alcalde pa decirle que venga en el
auto mientras yo lo vigilo.
Después de una corta discusión, uno de los hombres ofreció ir a avisarle al
alcalde. Cuando se hubo ido, dije:
—Mire, amigo: ¿me permite usted continuar mi cena? Tengo mucha hambre, y sólo
comenzaba a cenar cuando usted me amenazó con su facón.
—Comé si querés, pero tené las manos bien arriba pa que yo las pueda ver. Tal
vez vos tengás una arma a la cintura.
—No tengo ninguna, pues soy una persona inofensiva y no necesito armas.
—La lengua jué hecha pa mentir —contestó él, con bastante razón—. Si te veo
llevar las manos más abajo del mostrador, te destripo. Podremos ver entonces si
digerís bien la comida o no.
Empecé a comer, y a tomar vino, siempre con aquellos sanguinarios ojos fijos en
los míos y con la aguzada punta de su facón rozándome el poncho. Una espantosa
expresión de horrible agitación alteraba ahora la fisonomía del bandido,
mientras que la moledura de dientes era más frecuente, y aquel viscoso
espumarajo le caía continuamente de las esquinas de la boca sobre el pecho. No
me atrevía ni a mirar el facón, porque a cada instante me venia un terrible
impulso de arrancárselo de la mano. Era tan intenso este deseo, que apenas pude
resistirlo; pero bien sabía que la menor intentona de escaparme sería fatal,
porque el bandido estaba evidentemente sediento de mi sangre, y sólo buscaba un
pretexto para apuñalarme. "Pero —pensé—, ¿y si acaso se cansara de esperar, y
arrastrado por sus instintos criminales, me enterrara el facón? En tal caso,
moriría como un perro, sin haberme valido de mi única esperanza de salvarme, por
haber sido demasiado precavido. Estos pensamientos eran para volver loco a
cualquier hombre; pero, a pesar de ellos, me esforcé por mantener exteriormente
una frente serena.
Terminé mi cena. Empecé a sentirme extrañamente débil y nervioso. Mis labios
estaban secos; me moría de sed y ansiaba mucho tomar más vino, pero no me
atrevía temiendo que, en mi estado de agitación, hasta una gota de alcohol
pudiera alterarme.
—¿Cuánto tiempo demorará su amigo antes de que vuelva con el alcalde? —le
pregunté por último.
Gándara no contestó. —Mucho tiempo —dijo uno de los hombres—. Lo que es yo, no
puedo esperarlo —y diciendo esto se fué. Uno por uno empezaron los hombres a
marcharse hasta que por último sólo quedaban dos de ellos, además de Gándara, en
el zaguán. Este sanguinario salvaje se quedó plantado ahí delante de mí como un
tigre que observa su presa, o por mejor decir, como un jabalí, crujiendo los
dientes y espumajeando de ira, pronto a destripar a su adversario con su
espantoso colmillo.
Por fin, empezando a perder la esperanza de que viniese el alcalde a librarme,
le dije: —¡Amigo! Si usted me permite hablar, puedo convencerle de su error. Yo
soy un extranjero y no sé nada del tal Santa Coloma.
—¡No! ¡No! —interrumpió, oprimiéndome el estómago con la punta del facón y
entonces retirándolo otra vez repentinamente como si me lo fuera a enterrar—. Yo
sé que vos sos un revoltoso. Si creyera que el alcalde no iba a venir, te
traspasaría en el auto con este facón, y en seguida te degollaría. Es una virtú
degollar a un rebelde Blanco, y si no salís de aquí amarrao de las manos y los
pies, entonces aquí has de morir. ¡Cómo! ¡Te atrevés e decirme vos que no te
vide en San Pablo? ¿Qué vos no sos un oficial de Santa Coloma? ¡Mirá, rebelde!
Juro por esta cruz que te vide.
En diciendo esto, levantó la guarnición del arma a sus labios para besar la
guarda que con la empuñadura hace forma de cruz. Aquella piadosa acción fue el
primer desliz que había cometido, y me dio mi primera oportunidad durante aquel
terrible encuentro. Antes de que hubiese concluido de hablar, me cruzó como un
relámpago por la mente la convicción de que éste era el momento oportuno. Al
tiempo que sus viscosos labios besaban la guarnición, dejé caer la mano derecha
y agarré mi revólver debajo del poncho. Vio el movimiento y muy rápidamente
empuñó otra vez su facón. En otro segundo me lo habría enterrado, pero aquel
segundo fue todo lo que yo necesitaba. Le disparé mi revólver desde la cintura,
debajo del poncho. El facón cayó sonando en el suelo; se ladeó, se fue de
espaldas y pronto rodó por tierra con sordo ruido. Mientras caía, salté sobre su
cuerpo, y casi antes de que hubiese tocado el suelo, me hallaba a varios metros
de distancia; al darme vuelta, vi que los otros dos gauchos me venían
persiguiendo.
—¡Alto! —grité, apuntando mi revólver al que venía adelante.
En el acto se detuvieron.
—Nosotros no lo estamos persiguiendo a usté, amigo dijo uno de ellos—; sólo
queremos escaparnos de aquí.
—¡Atrás, o les hago fuego! —repetí y entonces retrocedieron hacia el zaguán.
Como ellos permanecieran indiferentes mientras su compañero degollador, Gándara,
estaba amenazándome de muerte, era sólo natural que estuviese furioso con ellos.
De un salto me puse a caballo, pero en vez de marcharme inmediatamente, me quedé
algunos minutos al lado del palenque, observando a los dos hombres. Estaban de
rodillas al lado de Gándara; uno de ellos le abría la ropa para buscar la
herida; el otro tenía en la mano una vela encendida sobre su rostro cadavérico.
—¿Está muerto? —pregunté.
Uno de los hombres levantó la cabeza y repuso:
—Parece que sí.
Entonces, les hago el regalo de su cadáver.
En seguida, cerrando las espuelas a mi caballo, me fui al galope.
Después de lo dicho, algunos de mis lectores pudieran creer que mi estancia en
la Tierra Purpúrea me había embrutecido enteramente, pero me es grato
informarles que no fue así. Sea cual fuese el carácter individual de un hombre,
está siempre fuertemente inclinado a responder a un ataque en el mismo espíritu
en que se le hace. No llama sepulcro blanqueado o pillo miserable a la persona
que, por travesura, ridiculiza sus flaquezas; y el mismo principio tiene cabida
cuando se trata de una verdadera lucha cuerpo a cuerpo. Si un francés, alguna
vez, me desafiara, no dudo que yo iría al encuentro retorciéndome los bigotes,
saludando hasta el suelo, todo sonrisas y cumplimientos; y que escogería mi
espada con una agradable especie de sensación semejante a la que ha de tener el
escritor satírico por escribir algún mordaz y brillante artículo, mientras
escoge una pluma con adecuada punta. De otra manera, si un brutal asesino de
truculenta mirada y rechinantes dientes trata de destriparrne con una cuchilla
de carnicero, el instinto de la propia conservación surge en mí en toda su
prístina ferocidad, infundiéndome en el corazón tan implacable furia que después
de derramar su sangre podría dar de puntapiés a su asqueroso cadáver. No me
admiro de mí mismo al expresarme en tan salvajes términos. Que hubiese fallecido
parecía seguro, y sin embargo, no sentía ni sombra de remordimientos por su
muerte. Al lanzarme al galope en la oscuridad de la noche, la única emoción que
sentí, fue un gran regocijo por la terrible pena que le había impuesto al
miserable forajido; tanto fue así, que podría haber cantado y gritado de
alegría, si no hubiera sido una temeridad dar libre curso a tales sentimientos.
XXI
Dormí aquella noche bajo el vasto cielo sembrado de innumerables estrellas; no
obstante mi terrible aventura, no descansé mal, y cuando al siguiente día
proseguí mi viaje, la luz de Dios —como los piadosos orientales llaman a los
primeros resplandores con que el sol naciente baña al universo— jamás me había
parecido más agradable, ni había visto la tierra más fresca o más hermosa; por
todas partes la hierba v los arbustos festoneados de estrellado encaje, tejido
por las epeiras durante la noche, chispeaban como miríadas de gotas de rocío, La
vida aquella mañana me pareció muy dulce, enterneciéndome de tal manera, que
cuando recordé al miserable asesino que la había amenaza do, por poco sentí pena
al pensar que ya estaría ciego y sordo a todas las dulces manifestaciones de la
naturaleza.
Antes de mediodía llegué a una casa techada de totora, con grupos de frondosos
árboles en su vecindad y rodeada de cercas vivas y corrales para el ganado.
El humo azulino que se elevaba en espiral desde la chimenea y el blanco
resplandor de las murallas asomando por entre los árboles —pues este rancho
ostentaba una chimenea y murallas blanqueadas— resultaban extremadamente
atractivos a mi fatigada vista. "¡Qué agradable —pensé— sería un almuerzo y, en
seguida, una larga siesta bajo la sombra de aquellos árboles!"; pero, ¡ay!,
¿acaso no era perseguido por los terribles fantasmas de una venganza política?
Mientras estaba vacilando entre si llamar o no, mi caballo siguió en derechura a
la casa, pues un caballo siempre sabe cuándo su amo está en la duda, y en tales
ocasiones jamás deja de ofrecerle su consejo. Fui afortunado esta vez, pues tuve
a bien seguirlo. "En todo caso —dije para mí—, pediré un trago de agua y veré
que laya de gente vive aquí", y en pocos minutos me hallaba al lado de la
tranquera, cautivando grandemente, al parecer, la atención de una media docena
de chiquillos cuyas edades variaban entre dos y trece años, todos con sus ojos,
de par en par abiertos, fijos en mí. Tenían caras mugrientas; el menor también
tenía sus piernecitas sucias, pues él o ella no llevaba puesto sino una corta
camisita. El que le seguía en tamaño vestía una camisa y, de añadidura, un par
de pantalones que le alcanzaban a las rodillas; y así progresivamente hasta
llegar al muchacho mayor, que usaba la ropa desecha por el padre, de modo que
él, en vez de llevar poco puesto, estaba, en cierto modo, sobradamente vestido.
Le pedí a éste que me diera un vaso de agua para apagar la sed y un tizón con
que encender un cigarrillo. Se fue corriendo a la cocina y luego salió otra vez
sin traerme ni agua ni fuego.
—Mi tatita quiere que usté dentre a tomar mate —dijo.
Entonces me apeé del caballo, y con el aire indiferente de una persona sin
tacha, y apartada de la política, entré en la espaciosa cocina, donde hervía,
sobre un gran fuego en el fogón, una enorme paila de grasa; parada al lado, con
un cucharón en la mano, estaba una mujer grasienta y traspirando, de unos
treinta años de edad. Se ocupaba en espumar la grasa y echaba las impurezas al
fuego, las que lo hacían arder y crepitar alegremente; y de pies a cabeza estaba
toda bañada en grasa; era, sin duda, la persona más grasienta que jamás había
visto en mi vida. No era fácil, en tales circunstancias, decir cuál fuera el
color de su cutis, pero tenía unos ojazos hermosos como los de Juno, y una boca
que al devolverme sonriente mi saludo, indicaba claramente su buen humor. Su
marido estaba sentado en el suelo, apoyado en la pared, sus pies desnudos
estirados por delante; tenía en la falda una enorme encimera, por lo menos de
medio metro de ancho, de un cuero blanco sin curtir; y en ésta estaba bordando
muy prolijamente, con hebras de cuero negro, una caza de avestruces. Era de
corta estatura, ancho de espalda, de pelo canoso rojizo, barba y bigote cerdoso
del mismo color, penetrantes ojos azules y nariz respingada.
Llevaba puesto un pañuelo de algodón colorado atado a la cabeza y una camisa a
cuadritos azules, y en vez de chiripá, que generalmente usan los campesinos,
tenía el cuerpo envuelto en un chal. Me dijo "buenos días", pronunciando sus
palabras seca y rápidamente, y convidándome, en seguida, a que tomara asiento.
—El agua fría es muy mala para la salud a esta hora dijo—. Tomaremos un
cimarrón.
Había un sonido tan áspero en su habla que pronto colegí que sería extranjero, o
por lo menos que vendría de alguna región oriental análoga a nuestros condados
de Durham o Northumberland.
—Gracias; un mate es siempre muy aceptable. En ese respecto, si no en otros, yo
soy un puro oriental —dije, pues deseaba que todos con los que me encontrara por
el camino supiesen que yo no era paisano.
—¡Tiene razón, amigo! —exclamó—. El mate es lo mejor que tiene que ofrecer este
país. En cuanto a la gente, no vale un comino.
—¿Cómo puede usted decir semejante cosa? —repliqué—. Usted tal vez sea
extranjero, pero su mujer, seguramente, es oriental.
La Juno de la paila de grasa sonrió y arrojó un cucharón lleno de grasa en el
fuego como para hacerlo crepitar; posiblemente lo hiciera a modo de aplauso.
El hizo un movimiento despreciativo con la mano en la que tenía el punzón que
usaba para su trabajo.
—Tiene razón, amigo, ella es oriental —contestó—. Las mujeres —como el ganado
vacuno— son más o menos lo mismo en todas partes del mundo. Tienen su valor
dondequiera que se encuentren, sea en América, Europa o en Asia. Eso ya lo
sabíamos. Yo hablaba de los hombres.
—No encuentro que usted les haga entera justicia a las mujeres;
"La mujer es un ángel del cielo"
—dije, repitiendo aquella antigua canción española. Soltó una corta carcajada.
—Eso está muy bien para cantarlo con la vihuela.
—Hablando de vihuelas —dijo la mujer, dirigiéndose a mí por primera vez—,
mientras estamos esperando que hierva el agua para el mate, ¿por qué no nos
canta una cosita? Ahí está la vihuela detrasito de usté.
—Señora —repuse—, yo no la toco. Un inglés sale al mundo sin el deseo común a la
gente de otras nacionalidades, de hacerse afable a los que encuentra por su
camino; es por eso que no aprende a tocar instrumentos de música.
El hombrezuelo me miró fijamente; entonces, desembarazándose deliberadamente de
la cincha, las hebras y los otros implementos, se levantó, se adelantó hacia mí
y me ofreció la mano.
Su gravedad por poco me hizo reír. Tomándole la mano, dije:
—¿Qué quiere usted que yo haga con esto, amigo
—Déle un buen apretón. Somos compatriotas.
Entonces nos dimos un fuerte y largo apretón de manos en silencio; su mujer nos
miró sonriente mientras revolvía la grasa.
—¡Mujer! —dijo, volviéndose a ella—. Deja esa grasa hasta mañana. Hay que pensar
en el almuerzo. ¿Tenemos carne en la casa?
—Medio carnero.., solamente.
—Eso bastará para una comida. ¡Mira, Teófilo! corre y dile a Anselmo que agarre
dos pollos... que sean gordos ¿eh? Que los desplume en el acto. Tú puedes ir a
buscar una media docena de huevos para que tu madre los ponga en el guiso. Y
oye, Felipe, anda tú a buscar a Cosme y dije que ensille al rosillo y que vaya
inmediatamente a la pulpería. ¡Bueno, mujer! ¿Qué es lo que necesitamos? ¡Arroz,
azúcar, vinagre, aceite, pasas, pimienta, azafrán, sal, clavos de olor, cominos,
vino, coñac.. ..! -
—¡Un momento! —grité—. ¡Si a ustedes les parece necesario mandar comprar
provisiones para un ejército para darme que almorzar, debo decirles que en
cuanto a coñac, ¡eso sí que no! Nunca lo toco.., en este país.
Me dio otro apretón de manos.
—Tiene mucha razón —dijo—. Uno siempre debe beber lo que beben los habitantes
del país en que uno se encuentra, aunque sea una poción desagradable. Whiskey en
Escocia, en la Banda Oriental caña.. . Esa es mi regla.
Todo el lugar estaba ahora en un gran alboroto; los muchachos ‘ensillando
caballos, corriendo y gritando tras las gallinas, y el enérgico dueño de casa
dándole órdenes a su mujer.
Después que se hubo despachado al muchacho a la pulpería y atendido a mi
caballo, nos sentamos una media hora en la cocina, tomando mate y charlando muy
agradablemente. Entonces él me llevó a su jardín detrás de la casa, para no
estorbar a su mujer en la cocina mientras ella preparaba el almuerzo, y ahí
empezó a hablar en inglés.
—Hace veinticinco años que estoy en este continente dijo, contándome su
historia—; dieciocho de ellos los he pasado aquí en la Banda Oriental.
—En todo caso, usted no ha olvidado su idioma. ¡Leerá, supongo!
—¡Qué! ¿Leer yo? ¡Puf! Lo mismo pensaría usar pantalones. ¡No, no, mi amigo,
nunca lea! No se meta en política. Cuando la gente le moleste, mátela, . . ésa
es mi regla. Nací en Edimburgo; tuve bastantes lecturas de muchacho; oí
bastantes himnos y vi bastantes pulimientos y limpiamientos para durarme para
toda la vida. Mi padre tenía una librería en la High Street, cerca de Cowgate.
Mi madre era muy religiosa.., todos en casa eran religiosos. Un tío que era
clérigo vivía con nosotros. Para mí todo eso fue peor que el purgatorio. Fui
educado en el High School y mi familia tenía la intención de que yo también
fuese clérigo, ¡ja! ¡ja! Mi único placer era conseguir libros de viaje que
tratasen de algún país de salvajes, encerrarme en mi pieza, donde nadie podía
estorbarme; quitarme los zapatos, encender una pipa y echarme en el suelo. Los
domingos hacía lo mismo. Me llamaban un gran pecador; dijeron que me estaba
yendo directa y muy rápidamente al diablo. Era mi índole. Ellos no me entendían.
Siempre limpiando y puliendo... Usted podría haber comido en el suelo; siempre
cantando himnos.., rezando.., raspando. No pude soportarlo: me fui de casa a los
quince años y jamás he vuelto a oír una sola palabra de mi familia desde
entonces. ¿Qué pasó? Me vine acá, trabajé, ahorré, compré terreno y ganado; me
casé, viví como me daba la gana vivir. . . y soy feliz. Ah tiene usted a mi
mujer, la madre de mis seis chicos.., ya la ha visto usted... una mujer para
llenar de orgullo a cualquier hombre, Y nada de raspas, miradas tristes y
limpiando y barriendo todo el santo día desde el lunes hasta el domingo... Usted
no podría almorzar. sobre el suelo de mi cocina. Ahí tiene a mis chicos, seis
(le ellos, varones y mujeres.. . sanos, mugrientos hasta más no poder y felices
desde el amanecer hasta la noche; y aquí me tiene a mí, John Carrickfergus —don
Juan me llaman en todo el país a la redonda, no pudiendo ningún gaucho
pronunciar mi nombre—, respetado, temido, amado; un hombre con el cual sus
vecinos pueden contar para hacerles cualquier servicio cuando se ofrezca; uno
que jamás vacila en meterle un bala a cualquier buitre, gato pampeano o bandido
que atraviese su camino. Ahora sabe usted todo.
Es un cuento muy extraordinario, ¿pero supongo que les enseña algo a los niños?
—No les enseño nada —contestó él muy enfáticamente—. Todo en lo que pensamos en
nuestro país son los libros, la limpieza de la ropa; todo lo que sea bueno para
el alma, el cerebro, el estómago . . . y hacemos a los chicos desdichados.
Libertad para todos es mi regla. Los chiquillos mugrientos son chiquillos sanos
y felices. Si una abeja lo pica a uno en Inglaterra, se le pone tierra fresca a
la picadura para quitar el dolor. Aquí curamos toda clase de dolores con tierra.
Si se enferma uno de mis chicos, tomo una palada de tierra vegetal fresca y le
doy una fricción con ella. . . es el mejor remedio. Yo no soy religioso, pero me
acuerdo de aquel milagro cuando el Salvador escupió en el suelo e hizo un poco
de lodo con la saliva para untarle los ojos al ciego. En el acto pudo ver. ¿Qué
quiere decir eso? Simplemente que ese era el remedio casero. Él no necesitaba el
lodo, pero siguió la costumbre del país, como lo hizo también en los otros
milagros. En Escocia todo lo que es tierra es pecado. ¿Cómo puede reconciliarse
eso con la Sagrada Escritura? Fíjese que yo no digo con la naturaleza, sino con
la Sagrada Escritura, porque por ella juran todos ellos, aunque no la
escribieron.
—Pensaré en lo que usted me ha dicho. En cuanto a los niños y el mejor modo de
criarlos —dije— no necesito decidir todavía, porque no los tengo.
Soltó su corta risa y me condujo de vuelta a la casa, donde todos los arreglos
estaban ya hechos. Los niños almorzaron en la cocina; nosotros en una pieza
contigua, grande y fresca. Había puesta una pequeña mesa con inmaculado mantel y
platos de verdadera loza y verdaderos cuchillos y tenedores. También había copas
de puro cristal, botellas de vino de España y el níveo pan criollo. Era evidente
que la dueña de casa había aprovechado bien su tiempo. Entró inmediatamente
después que nos hubimos sentado, y apenas pude conocerla, pues ahora no sólo
estaba limpia, sino también muy buena moza, con un rico color aceitunado en su
cara ovalada, el pelo negro bien peinado y sus ojazos oscuros llenos de una
tierna y dulce luz. Llevaba un vestido blanco de tela de merino con un curioso
dibujo castaño, y al cuello, un pañuelo de seda asegurado con un prendedor de
oro. Era un placer mirarla, y reparando en mis miradas llenas de admiración, se
sonrió al tomar asiento; luego rió. El almuerzo fue delicioso. Empezamos con
cordero asado, al que siguió un guiso de pollo con arroz, primorosamente
sazonado y coloreado con pimentón. El pollo asado o cocido como lo comen en
Inglaterra no puede comparase con este exquisito guiso de pollo que se encuentra
en cualquier rancho de la Banda Oriental. Después del almuerzo, nos quedamos una
hora de sobremesa, partiendo nueces, bebiendo vino, fumando cigarrillos y
contando cuentos divertidos; y dudo que hubiera aquella mañana, en todo el
Uruguay, tres personas más felices que el escocés desescocesado, John
Carrickfergus; su mujer oriental que no regañaba, y el huésped que sólo la noche
anterior había muerto a un prójimo.
Entonces tendí mi poncho sobre la hierba seca, bajo un árbol, y me dispuse a
dormir la siesta. Dormí un largo tiempo, y al despertar me sorprendió encontrar
a los dueños de casa sentados en el suelo cerca de mí, él adornando su cincha y
ella con un mate en la mano; a un lado había una pava de agua hirviendo. Me
pareció que ella estaba enjugándose los ojos cuando yo abrí los míos.
— Por fin ha despertado! —dijo Don Juan, afablemente—. ¿Quiere tomar un mate? Mi
mujer, como usted ve, acaba de estar llorando.
Ella le hizo una señal como para que callase.
—¿Pero por qué no he de hablar de ello, Candelaria? ¿Qué mal puede hacer? ¡Vea
usted!, mi mujer cree que usted ha estado en la guerra . . . que es un
partidario de Santa Coloma y que está huyendo para salvar la garganta.
—¿De dónde saca ella eso? —pregunté, confuso y muy sorprendido .
—¿Cómo? ¿Que no conoce usted a las mujeres? ¡Vea! ¡Usted no nos ha dicho dónde
ha estado. . . prudencia! ¡Esa fue una! También se alteró cuando hablamos de la
revolución . . . ni una sola palabra ha dicho al respecto. ¡Más prueba todavía!
Su poncho, tendido ahí en el suelo, tiene dos grandes tajos. "Rasgado por
espinas", dije yo; "Cortes de sable", dijo mi mujer. Estábamos discutiendo sobre
ello cuando usted despertó.
—Ella ha adivinado exactamente, y tengo vergüenza de no habérselo dicho yo mismo
antes. ¿Pero por qué lloraba su mujer?
—Es que así son todas las mujeres. . . son todas iguales repuso, accionando con
la mano—. Están prontas siempre a llorar por el vencido. . . es la única
política que entienden.
—¿No dije yo que la mujer era un ángel del cielo? añadí: entonces, tomando la
mano de ella, la besé—. Esta es la primera vez en mi vida que beso la mano de
una mujer casada, pero el marido de tal mujer es demasiado inteligente para
estar celoso.
—¡Qué! ¿Celoso yo? ¡ja, ja, ja! ¡Más orgulloso me habría puesto si la hubiera
besado en las mejillas!
—¡Juan! ¡Bonita cosa estás diciendo! —exclamó su mujer, dándole una afectuosa
palmadita en la mano.
Entonces, mientras tomábamos nuestro mate, les conté la historia de mi campaña,
hallando necesario, sin embargo, al explicar mis motivos por haberme afiliado a
los Blancos, desviarme un tanto de la rigurosa verdad. Él convino en que el
mejor plan seria ir a Rocha y esperar allá hasta que hubiese obtenido un
pasaporte, antes de seguir viaje a Montevideo. Pero no me permitieron que me
fuera ese día; y mientras charlábamos y tomábamos mate, Candelaria remendó, con
mucho esmero, los tajos de mi poncho, que me vendían a cada paso.
Pasé la tarde haciéndome amigo de los niños, los cuales probaron ser chicos muy
inteligentes y entretenidos; les conté algunos disparatados cuentos que inventé,
y escuché sus experiencias de buscar huevos de aves silvestres, de acosar
mulitas y una porción de otras aventuras. Luego llegó la hora de la comida,
después de lo cual los niños rezaron sus oraciones y se fueron a acostar;
nosotros fumamos y cantamos algunas canciones a secas, y yo terminé un día muy
feliz, quedándome dormido entre las sábanas de una limpia y blanda cama.
Había anunciado mi intención de seguir viaje muy de madrugada al día siguiente;
y cuando desperté, encontrándolo ya claro, me vestí de prisa, y, saliendo
afuera, hallé mi caballo ya ensillado al lado de la tranquera junto con otros
tres. En la cocina encontré a don Juan, su mujer y a los dos niños mayores
desayunándose con mate. Don Juan me dijo que hacía una hora que estaba en pie, y
que sólo había esperado para desearme un muy feliz viaje, antes de salir a
repuntar el ganado. Se despidió en seguida y se fue con sus dos hijos, dejándome
a mi ante unos huevos pasados por agua y una taza de café —desayuno bastante
inglés—.
Una vez terminado el desayuno, me levanté de la mesa y le di las gracias a la
buena señora por su hospitalidad.
— Espérese un momentito —dijo, cuando iba a darle la mano, y sacando una bolsita
de seda de entre los pliegues de su blusa, me la ofreció—. Mi marido me ha dado
permiso para que le haga este regalito de despedida. Es una nada, pero mientras
esté en peligro y lejos de sus amigos, tal vez pudiera serle útil.
No quise aceptar dinero de ella después de todo el cariño que me habían
prodigado, así que me quedé con el portamonedas en la mano abierta, donde ella
lo había puesto.
—¿Y si no pudiese aceptar...? empecé.
—Entonces usté me heriría profundamente —replicó—. ¿Podría usté hacer eso
después de sus amables palabras de ayer?
No pude resistir, pero después de guardar el portamonedas, tomé y besé su mano.
—¡Adiós, Candelaria! Usted ha hecho que yo ame a su país, y que me arrepienta de
cada palabra dura que jamás he dicho en su contra.
Su mano permaneció en la mía; me miró sonriente, como si todavía no me hubiese
dicho la última palabra. Entonces, viéndola tan bonita y amorosa, y recordando
las palabras de su marido el día anterior, me incliné y besé sus mejillas y sus
labios.
—¡Adiós, amigo, y que Dios lo guarde! —murmuró.
Creo que asomaban lágrimas a sus ojos cuando la dejé, pero no pude ver muy
claramente, pues los míos también se habían empañado.
¡Y sólo el día anterior me había divertido ver a esta mujer atendiendo a sus
quehaceres, toda grasienta y acalorada, y la había apodado la Juno de la paila
de grasa! Ahora, después de haberla conocido unas dieciocho horas, acababa de
besarla; había besado a una mujer casada, madre de seis hijos, diciéndole
"adiós" con voz temblorosa y los ojos húmedos. Jamás olvidaré aquellos cjos,
llenos de dulce y puro afecto y tierna simpatía, fijos en los míos; pensaré en
Candelaria mientras viva, amándola como a una hermana. ¿Podría cualquier mujer
en mi país ultracivilizado y excesivamente correcto inspirar en mí semejante
sentimiento en tan corto tiempo? Creo que no. ¡Oh!, civilización, con tus
millares de reglas convencionales, tu gazmoñería que corroe alma y cuerpo, tu
inútil educación de la infancia, tu asistencia a la iglesia en ropa dominguera,
tu ansia antinatural por la limpieza y afiebradas luchas por comodidades que no
traen consuelo al corazón, ¿acaso no eres todo un error? Candelaria y aquel
genial Juan Carrickfergus que huyó lejos de ti, me impelen a creerlo. ¡Ah, sí!
Todos buscamos erradamente la felicidad. La tuvimos en un tiempo y fué nuestra,
pero la despreciamos, pues sólo era la antigua y común felicidad que la
Naturaleza brinda a todos sus hijos, y nos alejamos de ella y nos fuimos en
busca de una felicidad más grandiosa que algún soñador Bacon u otro— nos aseguró
que hallaríamos. Era sólo necesario conquistar la Naturaleza, descubrir sus
secretos, hacerla nuestra sumisa esclava, y entonces la tierra sería todo un
Edén, cada hombre un Adán y cada mujer una Eva. Continuamos marchando adelante
valerosamente conquistando la Naturaleza; pero, ¡ay!, ¡qué tristes y cansados
nos estamos poniendo! El antiguo gusto por la vida y la tranquilidad de ánimo
han desaparecido, aun cuando, a veces, nos detenemos un momento en nuestra larga
y penosa marcha para observar el afán con que algún artesano de rostro macilento
busca el movimiento perpetuo, y soltamos, a costa suya, una seca e irónica
carcajada.
XXII
Después de abandonar el libre y amoroso hogar de Juan y Candelaria, no sucedió
nada que merezca la pena relatarse hasta poco antes de llegar al deseado asilo,
Lomas de Rocha, lugar que, después de todo, nunca fue mi deseo no ver sino a una
gran distancia. Tocaba a su fin un día excepcionalmente brillante aun para este
brillante clima, faltando poco menos de dos horas para el ocaso del sol, cuando
torcí mi camino para escalar un cerro con una larguísima y escarpada cima, uno
de cuyos extremos terminaba en pendiente y asemejábase a la última sierra de una
cuchilla, en el punto donde empieza a confundirse con el llano circunvecino;
sólo que en este caso no había tal cuchilla. El solitario cerro estaba poblado
de cortos penachos y tieso y amarillento pasto y de uno que otro arbusto, y
sobre la superficie del terreno, cerca de su cima asomaban grandes planchas de
tierra arenisca, viéndose cual lápidas sepulcrales en el cementerio de algún
antiguo pueblo, con todas sus inscripciones borradas por el tiempo y la
intemperie. Deseaba examinar desde esta eminencia de unos treinta y cinco metros
sobre el nivel de la llanura, el campo a la redonda, pues estábamos cansados y
con hambre, mi caballo y yo, y quería encontrar un lugar donde albergarnos antes
de que nos alcanzara la noche. El terreno delante de mí se extendía en enormes
ondulaciones hacia el océano, que sin embargo no estaba a la vista. No se veía
la más tenue nubecilla en la inmensa y cristalina bóveda del cielo, y ha calma y
transparencia de la atmósfera parecían casi preternatural. Un azulino centelleo
de agua al sudeste, a muchas leguas de distancia, me pareció ser el lago de
Rocha; sobre el horizonte, al oeste, veíanse ligeras y nebulosas masas de color
azul celeste con cumbres perlinas; pero no eran nubes: era la Cuchilla de las
Ánimas. Por último, como una persona que se echa los gemelos al bolsillo y
empieza a mirar a su rededor, retiré la vista de sus peregrinaciones por el
infinito espacio para examinar los objetos a la mano, En la cuesta del cerro, a
unos sesenta metros de donde yo estaba, crecían algunos arbustos enanos de color
verde oscuro, viéndose cada uno, en aquella tranquila y brillante luz del sol,
como si hubiese sido cortado de un trozo de malaquita; y sobre sus flores
solanáceas de color lila, se alimentaban algunos abejones. Fue el susurro de
éstos, llegando claramente a mis oídos, lo que primero atrajo mi atención a los
arbustos, pues tan tranquila estaba la atmósfera que dos personas a aquella
distancia —sesenta metros una de otra— podrían haber conversado fácilmente sin
levantar la voz. Mucho más abajo, a unos doscientos metros al otro lado de los
arbustos, había un halcón en el suelo despedazando alguna presa y picoteándola
de ese modo salvaje y receloso, con largas pausas entre cada picotón, tan
característico de los halcones. Cerníase sobre él un chimango, y envidioso de la
buena fortuna del otro, o temiendo, quizás que no quedarán ni siquiera las
plumas del banquete, estaba arremetiéndole a cada rato, con furiosos graznidos,
y dándole de aletazos. El halcón agachaba invariablemente la cabeza cada vez que
su atormentador se abalanzaba a él, después de lo cual seguía desmañadamente
desgarrando su presa. Más lejos, en la depresión que corría a los pies del
cerro, serpenteaba un pequeño arroyuelo, tan cubierto de hierbas y otras plantas
acuáticas, que el agua estaba enteramente oculta, pareciendo su curso una
culebra de color verde, de algunas leguas de largo, tendida allí tomando el sol.
En la parte del arroyo más cerca de mí. habla un viejo sentado en el suelo
aparentemente lavándose, pues estaba inclinado sobre un pequeño charco de agua,
mientras que detrás de él, su caballo, con aire resignado y la cabeza caída;
ahuyentaba, de vez en cuando, las moscas con la cola. A unas quince cuadras más
allá, alcanzaba a verse una vivienda que me pareció fuera una vieja casa de
estancia, rodeada de grandes árboles de sombra, aislados unos y otros en grupos
irregulares. Era la única casa en la vecindad, pero después de observarla algún
tiempo concluí que estaba deshabitada, pues aun a esa distancia observábase
claramente que no había ni un alma moviéndose cerca de ella; ni siquiera un
caballo u otro animal; tampoco había cercos de ninguna especie.
Bajé lentamente del cerro y me dirigí adonde estaba sentado el viejo al lado del
arroyo. Lo encontré muy ocupado desenredando una porción de larguísimo pelo que
de un modo u otro —quizás a raíz de un largo descuido— se había enmarañado
desmesuradamente. Había sumido la cabeza en el agua y con un viejo peine, que
ostentaba unos siete u ocho dientes, desenredaba con dificultad e infinita
paciencia unos pocos largos pelos a la vez. Después de saludarle, encendí un
cigarrillo, y apoyándome sobre el cuello de mi caballo, observé sus esfuerzos
algún tiempo con profundo interés. Siguió perseverantemente su tarea en silencio
durante cinco o seis minutos, metió otra vez la cabeza en el agua, y mientras se
estrujaba el pelo con mucho cuidado, me dijo que mi caballo parecía muy cansado.
—Sí —dije—, y lo mismo está el jinete. ¿Podría usted decirme quién vive en esta
estancia?
—Mi patrón —contestó lacónicamente.
—¿Es su patrón un hombre amable.., uno que le daría alojamiento a un forastero?
Demoró un larguísimo rato antes de contestarme; entonces dijo:
—Él no tiene nada que ver con eso.
—¿Enfermo? le pregunté.
Otra larga pausa; por fin meneó la cabeza y se tocó la frente
significativamente; después de lo cual volvió a su ocupación de sirena.
—¿Loco?
Elevó una ceja y se encogió de hombros, pero no dijo nada.
Después de un largo silencio, pues no quería irritarle haciéndole demasiadas
preguntas, me aventuré a decir:
—En todo caso, supongo que no me echarán los perros, ¿eh? —
Sonrió con aire burlón y dijo que era una estancia donde no había perros.
Le pagué sus informes con un cigarrillo que aceptó de muy buena gana, y parecía
considerar el fumar un agradable alivio después de sus fatigas de desenredarse
el cabello.
—Una estancia sin perros, y donde el patrón no tiene nada que decir.., eso me
parece raro —dije, tanteándolo, pero él siguió chupando su cigarrillo en
silencio.
¿Cómo se llama la estancia? —le pregunté, montando a caballo.
—Es una estancia sin nombre —contestó; y después de esta entrevista tan poco
satisfactoria, le dejé y caminé lentamente en dirección a la estancia.
Al aproximarme a la casa vi que había habido detrás de ella, en otro tiempo, una
gran arboleda, de la cual sólo quedaban ahora unos cuantos troncos muertos,
estando los zanjones que la habían rodeado casi enteramente arrasados. El lugar
estaba ruinoso y cubierto de maleza. Apeándome, conduje mi caballo por un
angosto sendero entre una profusión de tornasoles silvestres, marrubio, amapolas
y estramonio, a unos álamos donde en tiempos pasados habla habido una tranquera,
de la que sólo quedaban en pie dos o tres postes rotos, De la vieja tranquera,
el camino conducía, siempre por entre la maleza, a la puerta de la casa; ésta
era de piedra y ladrillo, con un empinadísimo techo de tejas. Al lado de la
desmantelada tranquera, apoyada en un poste, su cabeza descubierta y bañada por
el sol abrasador de la tarde, se hallaba de pie una mujer, vestida pobremente de
negro. Tendría unos veintiséis o veintisiete años de edad, y en su cara
descolorida como el mármol, salvo las manchas moradas bajo sus grandes ojos
oscuros, había una expresión de indecible abatimiento y cansancio. No se movió
cuando me acerqué a ella, pero alzó sus tristes ojos a los míos, sin sentir,
aparentemente, mucho interés en mi llegada.
La saludé quitándome el sombrero, y dije:
—Señora, mi caballo está rendido, y busco un lugar donde pueda descansar;
¿podría cobijarme bajo su techo?
—Sí, señor, ¿por qué no? —contestó con una voz aun más indicativa de tristeza
que su rostro.
Le agradecí y esperé que me mostrara el camino; pero continuó quedándose de pie
delante de mí, la vista clavada en el suelo y con una expresión indecisa e
intranquila.
—Señora —empecé—, si la presencia de un extraño en su casa estorba...
—¡No, no, señor! ¡No es eso! —interrumpió vivamente. Entonces, bajando la voz
casi a un susurro, dijo: —¡Cuénteme, señor-¿Ha venido usté del departamento de
Florida? ¿Ha estado usté... ha estado usté... en San Pablo?
Vacilé un momento; entonces repuse que sí.
—¿De qué bando? —preguntó ávidamente al instante.
—¡Ay, señorá! ¿Por qué me hace usted esa pregunta, a mí, un pobre viajero que
llega a pedirle alojamiento por una noche?
—¿Por qué? Tal vez sea para su bien, señor. Acuérdese que las mujeres no son,
como los hombres... implacables. Por supuesto que tendrá alojamiento; pero es
mejor que yo lo sepa.
—Tiene razón, disculpe que no le haya contestado inmediatamente. He estado con
Santa Coloma... el revoltoso...
Me tendió la mano, pero antes de que pudiese tomarla, la retiró y, cubriéndose y
volviéndose hacia la casa, me pidió que la siguiera.
Su ademán y sus lágrimas me habían anunciado a las claras que ella también
pertenecía al desdichado partido Blanco.
—¿Es que ha perdido usted algún pariente en este combate, señora? —le pregunté.
—No, señor, pero si nuestro partido hubiese triunfado, tal vez me habría librado
a mí. ¡Ay, no! Yo perdí a todos mis parientes, hace mucho tiempo... a todos,
excepto a mi padre. Luego sabrá usted, cuando lo vea, por qué es que nuestros
crueles enemigos han desistido de derramar su sangre.
Para entonces habíamos llegado a la casa. Ésta había tenido en otro tiempo un
corredor, pero habiendo desaparecido mucho antes, las murallas, puertas y
ventanas estaban expuestas al sol y a la intemperie. Las paredes estaban
cubiertas de liquen, y en sus rendijas y sobre el tejado habían crecido
lozanamente el pasto y la maleza; pero esta vegetación había muerto con los
calores del estío y ahora estaba seca y amarilla. Me condujo a una espaciosa
pieza apenas alumbrada por la baja puerta y una pequeña ventanilla, y viniendo
de la brillante luz del sol, me pareció por demás oscura. Me quedé parado
algunos momentos tratando de acostumbrar la vista a la oscuridad, mientras que
ella, avanzando al medio de la pieza, se inclinó y habló con un anciano sentado
en una poltrona tapizada de cuero.
-¡Papá! —dijo—, le he traído a un joven.., a un forastero que pide alojamiento.
Salúdelo, papá.
Entonces se enderezó, y pasando detrás de la silla del anciano, se apoyó en
ella, mirándome a mí.
—Le deseo muy buenos días, señor —dije, avanzando con cierta vacilación.
Delante de mí se hallaba sentado un anciano, alto y encorvado, hecho un puro
esqueleto, la cara pálida y desolada, el cabello y la barba de extremado largor
y plateada blancura. Estaba arrebozado en su poncho de color claro, llevando en
la cabeza un casquete negro. Cuando comencé a hablar, él, retrepándose en la
silla, se puso a escudriñarme la cara con ojos ávidos y extrañamente feroces,
entrelazando de continuo, agitada y nerviosamente, sus largos dedos flacos.
-¡Vaya Calixto!- exclamó, ñpor último,- ¿ es éste el modo que te presentas delante de mí? ¡Ha! ¿ pensaste tú que no te iba a reconocer? ¡Abajo, muchacho! ¡ arrodíllate!
Miré a su hija que estaba de pie detrás de él; me estaba observando ansiosamente, y me hizo una pequeña señal con la cabeza.
Suponiendo que fuera para intimarme que obedeciera al anciano, me puse de rodillas y toqué con los labios la mano que me extendía.
¡Qué Dios te conceda su divina gracia, hijo mío!- dijo con voz trémula. Entonces continuó: - ¿ Qué pensabas encontrar ciego a tu viejo padre? Te conocería Calixto, entre mil.¡Ay! ¡hijo mío!¡ hijo mío! ¿por qué has estado tanto tiempo ausente? ¡Párate, hijo, y déjame abrazarte!
Se levantó bamboleando de la silla y me abrazó; entonces, después de contemplarme la cara durante algunos momentos, me besó deliberadamente ambas mejillas.
- ¡Ha, Calixto! – continuó, poniendo sus temblorosas manos sobre mis hombros, y examinándome el rostro con sus ojos hundidos y feroces, - ¡ no necesito preguntarte, hijo, donde has estado! ¿ Dónde había de estar un Peralta sino en el humo de la batalla, en medio de la matanza, batallando por la Banda Oriental? No me quejé de tu ausencia, Calixto... Demetria te dirá que yo he sido muy paciente durante todos estos años, pues sabía muy bien, que por último, volverías coronado de laureles, símbolo de la victoria. ¡ Y yo, Calixto! ¿ que habré llevado puesto aquí? ¡ Una corona de ortigas! ¡ Sí! Durante cien años la he llevado puesta...tu, Demetria, hija mía, podrás atestiguar q ue he llevado esta corona de ortigas durante cien años!
Se retrepó en la silla, al parecer rendido, y lancé un suspiro de alivio, creyendo que huibiera terminado. Pero me equivoqué. Su hija me colocó una silla a su lado.- Siéntese aquí, señor, y háblele a mi padre mientras yo voy a ver que le den de comer a su caballo.,- me susurró al oído, y entonces se escabulló rápidamente de la pieza. Esto me pareció algo duro; pero al cuchichearme aquellas pocas palabras, me toco ligeramente la mano, y volvió sus tristes ojos a los míos con una mirada llena de gratitud, y me alegré por ella que no hubiese errado.
Luego, el anciano se animó otra vez y empezó a hablar ávidamente, haciéndome mil desatinadas preguntas, a las cuales tuve que contestar, siempre tratando de mantener el papel de su hijo, por tanto tiempo perdido, que acababa de llegar, laureado, de la guerra.
-¡ Díme hijo! ¿ dónde fué que venciste y derrotaste al enemigo? – exclamó, alzando la voz casi a un grito.- ¿ Dónde fué que huyo de ti como el marlo soplado por el viento? ¿ dónde lo pisoteaste con los cascos de tu caballo? ¡nómbrame...nómbrame los lugares y las batallas, Calixto!
Me sentí muy inclinado ne ese momento a levantarme y escapar de la pieza, de tal manera me estaba afectando los nervios aquella conversación; pero pensé en el rostro pálido y afligido de su hija, Demetria, y me dominé. Entonces, de puro desesperado, empecé yo mismo a hablar tan disparatadamente como él. Pensé poder hastiarlo de asuntos belicosos.- Por todas partes,- grité,- hemos derrotado, matado y desparramado a los infames Colorados a los cuatro vientos del cielo. Desde la costa hasta la frontera brasileña hemos sido victoriosos. Hemos asaltado con sable, lanza y bayoneta y tomado cada pueblo desde Tacuarembó hasta Montevideo. Todos los ríos y arroyos desde el Yaguarón hasta el Uruguay, han corridos purpúreos con la sangre de los Colorados.
Los hemos acosados en los montes y en las sierras; han huído de nosotros como animales salvajes; los hemos hecho prisioneros a millares para luego degollarlos, crucificarlos, dispararlos de los cañones y hacerlos descuartizar por baguales.
Sólo estaba vertiendo aceite sobre las llamas de su locura.
-¡Ajá!- gritó, sus ojos lanzando chispas mientras que sus manos flacuchentas como garras, se aferraban ferozmente a mi brazo- ¿ no lo sabía yo?¿ no lo he dicho? ¿ No me batí durante cien años, vadeando en sangre todos los días y por último, mandándote a ti, para que terminaras la batalla? Y todos los días venían nuestros enemigos y me gritaban en los oídos “ Victoria...victoria” Me dijeron, Calixto, que estabas muerto...que sus armas te habían traspasado, que habían arrojado tu cuerpo a los perros cimarrones para que lo devoraran. Y yo grité de risa al oirlos. Me reí en sus barbas y les grité.”¡ Preparen la garganta para la espada, traidores, asesinos y esclavos, porque un Peralta, el mismo Calixto, el comido por los perros cimarrones, viene a vengarse de ustedes! ¿ Cómo? ¿ no dejará Dios un fuerte brazo que hunda el cuchillo en el pecho del tirano? ¡Arranquen, bribones! ¡Mueran, miserables! ¡Calixto se ha levantado del sepulcro...ha vuelto del infierno, armado con fuego infernal para quemarles sus pueblos y dejarlos en cenizas...para extirparlosde la faz de la tierra!
Al llegar al fin de este discurso, su voz, delgada y temblorosa, se había elevado a un agudo grito, resonando por la tranquila casa, que ya empezaba a obscurecerse, como el chillido estridente y prolongado de alguna ave acuática que se oye de noche en las solitarias lagunas.
Entonces me soltó el brazo y cayó gimiendo y estremeciéndose en la silla. Se cerraron sus ojos; toda su figura temblaba, como cuando sale una persona de un ataque de epilepsia; luego pareció quedarse dormido. Ya estaba poniéndose bien obscuro, pues el sol se había entrado hacía un tiempo, y fue un grandísimo alivio ver, de repente, aparecerse silenciosamente en la pieza, como ánima en pena, a Doña demetria. Me tocó el brazo y murmuró,- Venga, señor, mi papá se ha quedado dormido.
La seguí al aire libre, que jamás me había parecido más fresco; entonces, volviéndose a mí, me dijo al oído,- Acuérdese, señor, que lo que usted me ha dicho, queda un secreto entre nosotros. No le diga una palabra a nadie aquí en la casa.
XXIII
LA BANDERA
COLORADA DE LA VICTORIA
En seguida, doña Demetria me condujo a la cocina en el fondo de la casa. Era una
de aquellas antiguas y espaciosas cocinas que todavía se hallaban en algunas
casas de estancia construidas en el tiempo colonial, en que el fogón, elevado
como a un medio metro sobre el nivel del suelo, se extendía a todo lo ancho de
la pieza. Era grande y escasamente alumbrada, con las paredes y vigas
ennegrecidas por el humo de un siglo, y muy festoneada con hollinientas telas de
araña; un gran fuego ardía alegremente en el fogón, y delante de él, de pie,
estaba una mujer alta ocupada en aderezar la cena y cebando mate. Ésta era la
Ramona, una antigua mucama de la estancia, Allí también estaba sentado mi amigo
de los enmarañados cabellos, los que, al parecer, había logrado desenredar, pues
ahora colgaban sobre sus hombros bien lisos y largos como los de una mujer.
Había, además, otra persona sentada al lado del fogón, cuya edad pudiera haber
sido cualquiera entre los veinticinco y cuarenta y cinco años, pues había, me
parece, mezcla de sangre charrúa en sus venas; era una de esas caras lisas,
secas y morenas que varían poco con el tiempo. Era de estatura menos de regular,
enjuta de cuerpo, con bigotes de negro azabache y sin patilla. Parecía ser una
persona de cierta importancia en la casa, y cuando mi ductriz me la presentó
como don Hilario, se puso de pie y me recibió con un profundo saludo. A pesar de
su excesiva cortesía, le tuve recelo desde el momento en que le vi; y esto fue
porque sus pequeños y alertos ojos me lanzaban, de continuo, furtivas miradas
que desviaba precipitadamente, en seguida que yo le miraba, pues parecía
enteramente incapaz de resistir la mirada de otro. Tomamos mate y conversamos un
poco, pero no hicimos un grupo muy animado. Doña Demetria, aunque se sentó con
nosotros, apenas contribuyó con una palabra a la conversación; mientras el
melenudo, que se llamaba Santos, y el único peón de la estancia, fumaba un
cigarrillo y tomaba mate en profundo silencio.
Por último, la vieja Ramona puso la cena en las fuentes y salió con ella de la
cocina; la seguimos al comedor, y nos sentamos a una pequeña mesa, pues esta
gente, aunque, al parecer, en la miseria, en sus comidas respetaban el decoro de
su abolengo. A la cabecera, estaba sentado el feroz anciano de blancas canas,
observándonos fijamente con sus ojos hundidos, mientras entrábamos en el
comedor. Medio levantándose, me señaló que tomara asiento a su lado; entonces,
dirigiéndose a don Hilario, sentado enfrente de él, le dijo: —Éste es mi hijo
Calixto, que acaba de llegar de la guerra, en la que, como usted sabe, se ha
distinguido señaladamente.
Don Hilario se levantó y me saludó con gravedad. Demetria tomó el otro extremo
de la mesa, mientras que Santos y Ramona ocuparon los otros dos asientos.
Fué un gran alivio hallar que había cambiado la disposición del anciano; no tuvo
más arrebatos de locura como el que había presenciado aquella tarde; pero a
veces fijaba en mí su singular y abrasadora mirada, de un modo que me ponía
excesivamente intranquilo. Empezamos con la sopa, que todos tomamos en silencio;
y mientras comíamos, las rápidas miradas de don Hilario se dirigían sin cesar de
una cara a otra. Demetria, pálida y evidentemente muy inquieta, mantuvo la vista
clavada en su plato todo el tiempo.
—¿Qué no hay vino esta noche, Ramona? —preguntó el anciano quejosamente cuando
la vieja se levantó para llevarse los platos soperos.
—El patrón no me ha dado órdenes que ponga vino en la mesa —repuso ella
ásperamente, recalcando la detestable palabra.
—¿Cómo es esto, don Hilario? —preguntó el anciano, volviéndose a su vecino—. Mi
hijo acaba de llegar después de una larga ausencia, ¿es posible que no vayamos a
tener vino en una ocasión como ésta? -
Don Hilario sacó una llave del bolsillo, con una leve sonrisa en los labios, y
se la entregó en silencio a Ramona. Ésta se levantó de la mesa rezongando, y
yendo al aparador y abriéndolo, sacó una botella de vino. Entonces, pasando
alrededor de la mesa, nos escanció media copa de vino a cada uno, menos a sí
misma y a Santos, que a juzgar por su impasible fisonomía, no lo esperaba.
—¡No! ¡no! —dijo el viejo Peralta—, dale vino a Santos, y tú, Ramona, sírvete
también una copa. Ustedes dos me han sido buenos y fieles amigos y también
cuidaron a Calixto cuando era chico. Es justo que ustedes beban a su salud y
celebren con nosotros su llegada.
La Ramona obedeció de buena gana, y la cara torpe del viejo Santos casi se
deshizo en una sonrisa cuando recibió una porción del purpúreo fluido que alegra
el corazón del hombre.
Luego, el viejo Peralta alzó su copa, y fijando sus feroces y dementes ojos en
los míos, dijo: ¡Calixto, beberemos a tu salud, hijo!, ¡y que el Todopoderoso
maldiga a nuestros enemigos; que sus cuerpos queden donde caigan, hasta que los
caranchos se hayan hartado comiendo su carne y sus osamentas hayan sido
pisoteadas por el ganado y hechas polvo; y que sus almas sean atormentadas en el
fuego eterno del infierno!
Todos levantamos nuestras copas en silencio; pero cuando se volvieron a colocar
sobre la mesa, las puntas de los bigotes de don Hilario apuntaban para arriba,
como por una sonrisa, mientras que Santos se chupaba los labios para mostrar su
placer.
Después de este lúgubre brindis, nadie en la mesa dijo otra palabra. Comimos la
carne asada y el puchero que se nos había servido en medio del más opresivo
silencio; pues no me atrevía a hacer ni la más simple observación, por temor de
suscitar en mi volcánico hospedador otro arrebato de locura. Cuando acabamos de
comer, Demetria se levantó de la mesa y le pasó un cigarrillo a su padre. Ésta
era la señal de que había terminado la cena; inmediatamente después, salió ella
de la pieza seguida por los dos sirvientes. Don Hilario, muy cortésmente, me
ofreció un cigarrillo, encendiendo él otro. Fumamos en silencio durante algunos
minutos, hasta que, poco a poco, el anciano fue quedándose dormido en su silla,
después de lo cual nos levantamos de la mesa y volvimos a la cocina. Aún aquel
sombrío recinto parecía ahora alegre, después del silencio y la lobreguez del
comedor. Luego, don Hilario se puso de pie, y, pidiendo mil excusas por tener
que irse —habiendo sido invitado, según me explicó, a un baile en una estancia
vecina—, se marchó. Al poco rato, aunque sólo eran las nueve, me condujeron a
una pieza donde se me había preparado una cama. Era un cuarto grande, oliendo a
rancio y casi vacío; ostentaba como único moblaje una cama y unas pocas sillas
de alto espaldar, forradas en cuero y negras de viejas. Tenía un piso
enladrillado, y el techo estaba cubierto con un polvoriento dosel de telaraña,
sobre el cual medraba una colonia de arañas de patas largas. Yo no estaba con
ganas de dormir a esa temprana hora, y aun envidiaba a don Hilario divirtiéndose
allá con las beldades de Rocha. Mi puerta, que miraba al frente, estaba de par
en par abierta; la luna llena acababa de salir, difundiendo en la oscuridad de
la noche su místico esplendor. Apagando la vela, pues la casa estaba ya toda a
oscuras y en silencio, salí de puntillas a dar una vuelta. Encontré, no muy
lejos, bajo un grupo de árboles, un viejo y rústico banco, y allí me senté, pues
el lugar estaba tan poblado de maleza y sus ramas enredadas unas con otras, que
el andar era sumamente desagradable y casi imposible.
La vieja y desmantelada casa de estancia, en medio de aquella lóbrega soledad,
empezó a tomar, a la luz de la luna, un aspecto singularmente fantástico y
sobrenatural. A un lado, cerca de mí, había una hilera irregular de álamos, y
las largas y oscuras siluetas que éstos proyectaban, caían sobre un extenso
campo raso poblado del feraz estramonio. En los espacios entre las anchas fajas
producidas por las sombras de los álamos, el follaje parecía de un tinte azul
blanquecino, estrellado por las blancas flores de esa planta de floración
nocturna. Sobre ellas se cernían varias grandes polillas grises, que salían
repentinamente de entre las negras sombras, y luego desaparecían otra vez de un
modo misterioso, silenciosas como espectros. Ni el más leve ruido Interrumpía
aquel silencio salvo el melancólico y feble chirrido de un pequeño grillo de
cantar nocturno, que por allí cerca se cobijaba —una voz débil y etérea que
parecía vagar perdida en el infinito espacio, elevándose y cerniéndose en su
soledad, mientras que la tierra escuchaba, sumida en un silencio preternatural.
De pronto, un gran lechuzón llegó volando silenciosamente, y posándose en las
más altas ramas de un árbol vecino, prorrumpió en una serie de monótonos gritos
que semejaban el ladrar de un sabueso a gran distancia. Al poco rato reclamó
otro lechuzón, a lo lejos, y durante una media hora se mantuvo el melancólico
dúo. Cada vez que uno de ellos suspendía su solemne bu-bu-bu-bu-bu, me hallaba
conteniendo el aliento y forzando el oído para coger las notas de respuesta, sin
siquiera atreverme a mover por temor de perderlas. Un fosforescente resplandor
pasó cerca de mí, casi rozándome la cara; fue tan repentina su aparición que me
sobrecogí sobremanera; entonces se alejó, arrastrando sobre la fosca maleza una
empañada raya de luz. El tuco sirvió para recordarme que no estaba fumando, y se
me ocurrió que tal vez un cigarro podría ahuyentar la extraña y vaga depresión
que se había apoderado de mí. Metí la mano en el bolsillo, saqué un cigarro y
mordí la punta; pero en el momento preciso en que iba ‘a encender un mixto sobre
la fosforera, me estremecí y dejé caer la mano.
La sola idea de raspar un mixto y del estallido resultante me era insoportable;
era tal el curioso estado de nervios en que me hallaba. O probablemente era un
humor supersticioso en el que había caído. Me pareció en ese momento como si de
alguna manera hubiese penetrado en una región misteriosa, poblada sólo de seres
fantásticos y de ultratumba. Aún las personas con las que había cenado no me
parecían ser criaturas de carne y hueso. El pequeño rostro moreno de don
Hilario, con sus miradas de soslayo y sonrisa mefistofélica; la cara de Demetria
pálida y triste, y los ojos hundidos y dementes de su viejo padre, todos
parecían rodearme en la luz de la luna y entre la enmarañada verdura. No me
atrevía a moverme; apenas respiraba; la maleza misma, con sus hojas pálidas y
obscuras, parecía tener una vida animística. Y mientras me hallaba en este
mórbido estado de ánimo, con aquel pavor irracional que iba aumentando de
momento en momento, vi, a unos treinta pasos, un objeto obscuro, que parecía
moverse, tambaleando en mi dirección. Lo miré atentamente, pero ya no se movía y
semejaba un nebuloso bulto negro en la sombra de los árboles. De pronto, se
adelantó otra vez hacia mí, y saliendo a la luz de la luna, apareció una figura.
Atravesó rápidamente el claro iluminado y se perdió de vista en la sombra de
otros árboles; mas la figura, cimbrándose y con movimientos ondulatorios, ora
avanzando, ora retrocediendo, siempre se iba acercando más y más. Se me heló la
sangre en las venas; sentí erizárseme el cabello, hasta que por fin, no pudiendo
soportar más la terrible incertidumbre, de un salto me puse de pie. La figura
dio un grito de espanto, y entonces vi que era Demetria. Balbucí mis excusas por
haberla asustado saltando de esa manera, y viendo ella que la había reconocido,
se aproximó.
—¡Ah, usté no está dormido, señor! —dijo sosegadamente—. Lo vi de mi ventana
salir de su pieza y venir para acá hace más de una hora. Hallando que no volvía,
empecé a estar con cuidado, y pensé que cansado de su viaje, pudiera haberse
quedado dormido; vine a despertarlo, para decirle que es sumamente peligroso
dormir con la luz de la luna en la cara.
Le expliqué que había estado muy intranquilo y sin ganas de dormir; que sentía
en el alma haberle causado alguna ansiedad, y le agradecí su muy cariñosa
atención.
Entonces, en vez de volverse a la casa, se sentó en el banco, a mi lado.
—Señor —dijo—, si tiene la intención de seguir viaje mañana, permítame
aconsejarle que no lo haga. Usté puede quedarse aquí sin cuidado durante varios
días; nunca tenemos visitas en esta casa.
Le dije que obrando en conformidad con lo que me había aconsejado Santa Coloma antes de la batalla, pensaba seguir viaje a Lomas de Rocha a ver a un tal Florentino Blanco, vecino de ese lugar, quien probablemente podría obtenerme un pasaporte en Montevideo.
-¡ Pero que suerte que me haya dicho esto! – repuso- Lew diré que ahora examinan muy estrictamente a todo forastero que entra a Lomas, y sería imposible librarse de ser hecho preso si fuese allá. Quédese aquí con nosotros, señor; es una pobre casa, pero todos le deseamos bien. Mañana irá Santos con una carta suya para Don Florentino, que está siempre pronto a servirnos, y él hará lo que usté quiera sin necesidad que lo vea en persona.
-Le agradecí calurosamente y acepté la oferta de un asilo en su casa. Me llamó la atención que continuase quedándose sentada en el banco. Luego dijo:
- Es muy natural, señor, que no sea de su agrado quedarse en una casa tan triste como ésta. Pero no se repetirá el rato desagradable que pasó esta mañana. Siempre que mi padre ve a un joven por primera vez, lo recibe como lo recibió a usté hoy día, creyéndolo su hijo. No obstante, después del primer día, pierde todo interés en la nueva cara, se pone indiferente y se olvida todo lo que ha dicho o imaginado.
Esta noticia me alivió, y le dije que suponía que fuera la pérdida de su hijo lo que había causado su locura.
-Tiene razón, señor; permítame contarle como sucedió. Pues, debe encontrar esta estancia muy distinta a cualquier otra que haya visto en la Banda, y es solo natural que un extraño, desee saber por qué es que se encuentra en una condición tan ruinosa. Sé que puedo hablar con entera confianza de estas cosas a uno que es amigo de Santa Coloma.
- Y espero que suyo también, señorita- dije.
Gracias, señor. Toda mi vida la he pasado aquí. Cuando era niña, mi hermano se incorporó en el ejército, entonces murió mi madre y me dejaron aquí sola, porque había comenzado el sitio de Montevideo y yo no podía ir allá. Por último mi padre fue gravemente herido en una acción y lo trajeron, para acá, creyéndose que moriría. Estuvo muchos meses en cama, su vida pendiendo de un hilo. Por fin, triunfaron nuestros enemigos; terminó el sitio y los caudillos Blancos estaban todos muertos o desterrados. Mi padre había sido uno de los oficiales más valientes en las fuerzas de los Blancos, y no podía esperar escapar a la persecución general. Solo esperaron que sanara para hacerlo preso y llevarlo a la capital, donde, sin duda, lo habrían fusilado. Mientras estaba en ese delicadísimo estado de salud, nos colmaron de toda laya de indignidades y agravios. El comandante de este Departamento se apoderó de nuestros caballos, mataron nuestro ganado o se lo llevaron y vendieron, registraron nuestra casa en busca de armas, mientras que cada semana venía un oficial a ver a mi padre para informar a las autoridades respecto de su salud. Un motivo de este odio, era que Calixto, mi hermano, se había escapado y seguía guerrilleando contra el gobierno en la frontera brasilera. Por fin, mi padre mejoró lo suficiente para poder arrastrar un pie tras otro, y todos los días daba una vuelta durante una hora, apoyado en alguien; entonces mandaron a dos hombres armados para que vigilaran la casa e impidieran que mi padre escapase. Así estábamos viviendo en un terror continuo, cuando un día llegó un oficial y me mostró una orden escrita por el comandante. No me la leyó, pero dijo que decretaba que toda persona en el Departamento de Rocha, desplegase una bandera colorada en su casa para celebrar una victoria que habían obtenido las tropas del gobierno. Le dije que no queríamos desobedecer las órdenes del comandante, pero que no teníamos ninguna bandera colorada. Repuso que había traído una para ese objeto. La desdobló y la fijó a un palo, y entonces, trepando al tejado, la plantó allí. No contento con estos insultos, me ordenó que despertara a mi padre que estaba durmiendo, para que él también pudiese ver la bandera enarbolada sobre su casa. Mi padre salió apoyado en mi hombro, y cuando levantó la vista y vió la bandera colorada, se volvió al oficial y lo hartó de maldiciones.” Vuélvete-gritó- al perro de tu patrón, y dile que el Coronel Peralta es siempre un Blanco, a pesar de su infame bandera. Dile a ese insolente esclavo del Brasil
Que cuando yo quedé inhabilitado, entregué mis espada a mi hijo Calixto, quien sabe usarla, y se bate por la independencia de su patria.” El oficial que ya había montado su caballo, se rió, y tirando a nuestros pies la orden de la comandancia, saludó irrisoriamente y se fue al galope. Mi padre recogió el papel y leyó estas palabras: “ Decrétase que se despliegue en toda casa de este Departamento una bandera colorada, en señal de regocijo por las buenas noticias recibidas de una victoria obtenida por las tropas del gobierno, en la que aquel desleal hijo de la República, el famoso asesino y traidor, Calixto Peralta, fue muerto”.
- Ay, señor! amando a su hijo sobre todas las cosas de la vida, esperando tanto de él y con su salud quebrantada por tantos años de largos de sufrimientos, mi pobre padre no pudo soportar este último golpe. Desde aquel cruel momento perdió por completo la razón; debemos a esa calamidad que no le hayan fusilado y que nuestros enemigos dejaran de molestarnos.
Demetria derramó alguna lágrimas mientras me contaba esta trágica historia.¡Pobre mujer! de ella misma apenas había dicho una palabra, y sin embargo, ¡cuán grande y duradero no había sido su sufrimiento! ¡ Fuí profundamente conmovido y tomándole la mano, le expresé cuanto me había apenado oir su aflictiva historia. Entonces se levantó y me dijo “ buenas noches” con una triste sonrisa – triste, pero era la primera sonrisa que había animado su rostro desde que la había visto. Bien podía imaginarme que hasta la simpatía de un extraño debía parecerle dulce en aquella desolación.
Después que se fué, encendí un cigarro. La noche había perdido su carácter misterioso, y mis fantásticas supersticiones se habían desvanecido. Me hallaba otra vez en el mundo de hombres y mujeres; y sólo podía pensar en la inhumanidad de los hombres para con sus semejantes y del infinito dolor que tantos corazones soportaban en silencio en aquella Tierra Purpúrea. El único misterio que todavía quedaba por aclarar en esa ruinosa estancia, era el tal don Hilario que le echaba llave al vino y a quien la Ramona, con amarga ironía, llamaba patrón, y que lo había creído necesario excusarse, aquella noche, al privarme de su preciosa compañía.
XXIV
EL MISTERIO DE LA
MARIPOSA VERDE
Pasé varios días con los Peralta en su desmantelada estancia, conocida en el
país circunvecino simplemente por el nombre de la Estancia o Campos de Peralta.
Resultaron tan aburridos aquellos días, y estaba con tanto cuidado respecto a
Paquita allá en Montevideo, que estuve, más de una vez, a punto de no esperar el
pasaporte que don Florencio había prometido conseguirme, y de aventurarme a
hacer el viaje aun sin aquella hoja de higuera. No obstante, prevalecieron los
prudentes consejos de Demetria; así que mi partida fue postergándose de día en
día. El único placer que experimente nació de la creencia de que mi visita había
interrumpido agradablemente la triste y monótona existencia de mi afable dueña
de casa. Su trágica historia me había conmovido profundamente, y a medida que
fui conociéndola cada día mejor, empecé a apreciarla y a estimarla por su
carácter puro, suave y abnegado. A pesar de la triste soledad en la que había
vivido, sin sociedad y sólo en compañía de aquellos viejos y rústicos sirvientes
de toscos modales, no mostraba el menor indicio de rusticidad en su trato. Esto,
sin embargo, no sería mucho decir respecto a Demetria, pues la generalidad de
las damas, tal vez podría decirse la mayoría de las mujeres de origen español,
poseen una gracia y dignidad que uno sólo espera encontrar entre las mujeres de
la buena sociedad en nuestro país. Cuando nos reuníamos en la sala a la hora de
comer o en la cocina para tomar mate, Demetria se mantenía invariablemente
callada, siempre con aquella sombra de algún afán oculto que nublaba su rostro;
pero cuando estaba sola ella conmigo, o se hallaban presentes sólo el viejo
Santos y la Ramona, aquella nube desaparecía, sus ojos brillaban y la rara
sonrisa volvía con más frecuencia a sus labios. Y, a veces, cuando estaba
conversando, casi se entusiasmaba, escuchando con vivo interés todo lo que le
contaba del gran mundo del cual ella apenas sabía, y riéndose, al mismo tiempo,
de su propia ignorancia de las cosas sabidas por cualquier niño criado en la
ciudad. Cuando tenían lugar estas agradables conversaciones en la cocina, los
dos viejos sirvientes se quedaban sentados, contemplando el rostro de su
patrona, llenos de admiración. La consideraban, según parecía, como el ser más
perfecto jamás criado; y aunque su ingenua adoración tuviera, quizás, su lado
cómico, dejó de admirarme luego que vine a conocer mejor a Demetria. Me hacían
la impresión de dos fidelísimos perros, que siempre miran atentamente a la cara
de un adorado maestro, y manifiestan en sus ojos, alegres o tristes, cuánto
simpatizan con todos sus humores. En cuanto al viejo coronel Peralta, no hizo
nada que me inquietara; después de aquel primer día, no volvió a hablarme, y
apenas se fijaba en mí, salvo para saludarme muy ceremoniosamente cuando nos
encontrábamos a la hora de comer. Pasaba el día sentado en su poltrona dentro de
la casa, o en el rústico banco bajo los árboles, donde permanecía, sin moverse,
horas enteras, apoyado en su bastón, sus ojos preternaturalmente brillantes
observando todo, al parecer, con inteligente interés. Pero no hablaba. Esperaba
a su hijo, rumiando a solas sus feroces pensamientos. Cual un ave empujada por
el viento mar afuera, vagando perdida sobre agitadas olas, su espíritu recorría
aquel pasado agreste e intranquilo, aquel medio siglo de feroces pasiones y
sangrienta lucha en la que él había desempeñado un ilustre papel. Y, quizás, a
veces, su espíritu recorriera más bien lo futuro que lo pasado, aquel glorioso
porvenir cuando Calixto —yacente allá lejos en el paso de alguna cuchilla, o en
algún pantanoso llano con enredaderas cubriendo su osamenta—volviera victorioso
de la guerra.
Mis conversaciones con Demetria no eran frecuentes, y antes de mucho cesaron por
completo; porque don Hilario, quien no armonizaba con nosotros, se hallaba
siempre presente, cortés, sumiso, alerta, pero no era un hombre con quien podía
uno intimar. Mientras más le veía menos me gustaba; y aunque no le tengo ningún
odio a las culebras
—como ya lo sabe el lector—, estando convencido de que una antigua tradición nos
ha hecho tratar con injusticia a estos interesantes hijos de nuestra madre
universal, no puedo pensar en ningún otro epíteto salvo el de culebroso para
describir a ese hombre. En cualquiera parte de la estancia que me hallara, tenía
esa manera de sorprenderme, arrastrándose silenciosamente por entre la maleza,
por decirlo así; y de repente apareciéndose; además, había algo en su índole que
daba la impresión de una naturaleza fría, sutil y venenosa. Las fugaces miradas
que continuamente lanzaba con asombrosa rapidez, me hacían recordar, no el mirar
apático e insensible de los ojos. sin párpados de la serpiente, sino su pequeña,
oscilante y bifurcada lengua, que oscila, desaparece y oscila otra vez, y jamás
descansa ni un solo momento. ¿Quién era este hombre y qué hacía allí? ¿Por qué,
a pesar de no ser querido de nadie, era él el patrón absoluto de la estancia?
Nunca me hizo ninguna pregunta acerca de mí mismo, porque no era su índole hacer
preguntas; pero evidentemente tenía algunas desagradables sospechas respecto a
mí, que le hacían mirarme como a un posible enemigo. A los pocos días después de
mi llegada a la estancia, dejó de salir, y adondequiera que yo fuese, estaba
siempre pronto para acompañarme, o cuando me encontraba con Demetria y empezaba
a conversar con ella, también estaba allí para tomar parte en nuestra
conversación.
Por último, llegó de Lomas de Rocha el pedazo de papel tanto tiempo esperado, y
con aquel bendito documento testificando que yo era súbdito de Su Majestad
Británica, la Reina Victoria, deseché todo temor y me preparé resueltamente para
seguir viaje a Montevideo.
Tan luego como supo don Hilario que yo estaba por abandonar la estancia, cambió
su manera para conmigo; al momento se puso sumamente afable, instándome a que
prolongase mi visita; también a que le aceptase un caballo de regalo, y
diciendo, además, muchas cosas lisonjeras de los ratos agradables que había
pasado en mi compañía. Trastrocó por completo el antiguo dicho de dar la
bienvenida al huésped que llega, y apresurar la partida del que se va; pero yo
sabía muy bien lo deseoso que estaba de nunca volver a yerme otra vez.
Después de la cena, en vísperas de mi partida, ensilló su caballo y se fué a un
baile o tertulia en una estancia vecina, pues ahora, que ya no sospechaba de mí,
quería volver a disfrutar de los placeres sociales que mi presencia había
interrumpido.
Salí a fumar un cigarro entre los árboles; era una hermosísima noche de otoño
con la luz de una clara luna templando la oscuridad. Mientras me paseaba de un
extremo al otro de un angosto camino por entre la maleza, pensando en mi próxima
reunión con Paquita, el viejo Santos salió afuera y me dijo misteriosamente que
doña Demetria quería hablar conmigo. Me condujo por la gran sala donde siempre
comíamos, y luego por un angosto y oscuro pasadizo, hasta que llegamos a una
pieza en la que jamás había entrado. Aunque el resto de la casa estaba en las
tinieblas, habiéndose ya ido a acostar el viejo coronel, en cambio, aquí, todo
estaba muy alumbrado por una media docena de velas dispuestas alrededor de la
pieza. En el centro de ella, con su vieja cara radiante de embelesada
admiración, estaba de pie la Ramona, mirando a otra persona sentada en el sofá.
Yo también miré, en silencio, a esta persona algún tiempo; pues, aunque reconocí
a Demetria, estaba tan transformada que no pude hablar de sorpresa. La casta
oruga se había metamorfoseado en una resplandeciente mariposa verde con reflejos
dorados. Llevaba un vestido verde claro de un estilo que jamás había visto; pero
sumamente alto de talle, abombado en los hombros y con enormes mangas
acampanadas que llegaban hasta el codo; todo iba profusamente adornado de
finísimos encajes de color crema. Su larga y tupida cabellera, que hasta
entonces la había llevado siempre en dos gruesas trenzas, estaba ahora dispuesta
en grandes rodetes, y éstos coronados por una peineta de carey de unas doce
pulgadas de alto por unas quince de ancho en su parte superior, viéndose como un
gran copete sobre la cabeza. Llevaba en las orejas un par de curiosos aros de
filigrana de oro, que pendían hasta sus desnudos hombros; un collar de medios
doblones en forma de cadena, ceñía su cuello, y en sus brazos llevaba pesados
brazales de oro. Hacia un efecto sumamente original. Probablemente estos adornos
habrían pertenecido a su abuela, unos cien años antes; y aunque el verde claro
no fuera precisamente el color que mejor sentara al pálido rostro de Demetria,
debo confesar, por más que se me considere barbárico en materia de gusto, que al
verla, me sobrecogí de admiración. Vió que yo estaba muy sorprendido y cubrióse
el rostro de rubor; entonces, volviendo otra vez a su habitual serenidad y
sosiego, me invitó a que me sentara a su lado en el sofá. Le tomé la mano y la
felicité por lo buena moza que estaba. Se rió suave y tímidamente, y dijo que,
ya que la iba a dejar al día siguiente, no quería que la recordase sólo como una
mujer vestida siempre de negro. Respondí que siempre la recordaría, no por el
color o estilo de sus vestidos, sino por sus grandes infortunios,
por su virtuoso corazón y por toda la amabilidad que me había mostrado.
Evidentemente, le agradaron mis palabras, y mientras permanecimos sentados,
conversando juntos afablemente, delante de nosotros estaban Santos y la Ramona,
uno de pie y la otra sentada en el suelo, ambos deleitando la vista con la
deslumbradora compostura de su patrona. El embeleso de estos dos era franco e
infantil, y dio un especial sabor al placer que sentía. Parecía agradarle a
Demetria pensar que era buena moza, y se mostró más animada de lo que la había
visto hasta entonces. Aquella antigua compostura, que habría sido motivo de risa
en cualquiera otra mujer, por alguna razón u otra, parecía sentarle a ella muy
bien; quizás fuera debido a que la singular sencillez e ignorancia de las cosas
del mundo que se traslucía en su conversación, y aquella su delicada finura,
habrían impedido que me resultara ridícula, como quiera que vistiese.
Por último, después que hubimos tomado el mate que nos cebó la Ramona, se
retiraron los dos viejos sirvientes, no sin dirigirle muchas prolongadas y
adoradoras miradas a su metamorfoseada patrona. Entonces, sin saber por qué,
nuestra conversación empezó a flaquear, mostrando Demetria cierto encogimiento
mientras que aquella nube de inquietud, que había llegado a conocer tan bien,
cubrió su rostro. Pensando que ya sería tiempo de marcharme, me levanté, y
agradeciéndole el agradable rato que había disfrutado en su compañía, le expresé
el vivo deseo de que su porvenir fuera mas brillante de lo que había sido su
pasado.
—¡Gracias, Ricardo! —repuso, mirando hacia abajo, y dejando su mano permanecer
en la mía—. ¿Pero es necesario que usté se vaya tan pronto?... Hay tanto que
quiero decirle. . .
—Me quedaré con mucho gusto para oír lo que tenga que decirme —dije, sentándome
otra vez a su lado.
—Como listé dice, Ricardo, mi vida ha sido sumamente triste, pero no lo sabe
todo —y aquí llevó el pañuelo a sus ojos Observé que varias hermosas sortijas
adornaban sus dedos y que el pañuelito bordado con que se cubría el rostro era
una verdadera monada con un borde de encaje, pues todo su atavío estaba completo
y en armonía aquella noche. Aun sus curiosos zapatitos estaban bordados con
hebras de plata e iban adornados de grandes rosetas. Después de descubrirse la
cara otra vez, se quedó callada, mirando al suelo y tornándose cada vez más
pálida y afligida.
Dígame, Demetria, ¿en qué puedo servirla? No me imagino qué es lo que la aflige,
pero si es algo en lo que puedo ayudarla, ya sabe que puede hablarme con toda
franqueza.
Es posible que pueda ayudarme, Ricardo. Era de eso que quería hablarle esta
noche. Pero ahora..., ¿cómo es posible hablar?
¡Pero, Demetria! ¿Ni a uno que es su amigo? Ojalá hiciera de cuenta que el
espíritu de su hermano, Calixto, está en mí; pues estoy tan pronto como lo
habría estado él, para servirla; y sé cuanto él la amaba.
Se sonrojó, y por un instante sus ojos encontraron los míos; entonces,
bajándolos otra vez, contestó tristemente:
—¡Es imposible! No puedo decirle más ahora. Se me oprime el corazón de tal
manera, que mis labios se niegan a hablar. ¡Tal vez mañana!
Pero, Demetria, mañana yo me voy y no tendremos oportunidad de hablar. Don
Hilario estará aquí vigilándola, y aunque él está tanto en la casa, no puedo
creer que usted se fíe de él.
Se sobrecogió al oír el nombre de don Hilario y lloró un poco en silencio;
entonces, levantándose repentinamente, me dio la mano y me dijo "buenas noches".
—Todo lo sabrá mañana, Ricardo; sabrá lo mucho que confío en usté y lo poco que
me fío de él. Yo misma no puedo hablar, pero puedo fiarme de Santos, que lo sabe
todo, y él se lo dirá por mí.
Tenía una expresión triste y pensativa en los ojos cuando nos separamos que me
persiguió durante horas. Entrando en la cocina, interrumpí a la Ramona y a
Santos en una consulta secreta. Ambos se sobrecogieron, viéndose sorprendidos;
entonces, después de encender un cigarro y cuando me disponía a salir, se
levantaron y volvieron juntos a su patrona.
Mientras fumaba el cigarro, me puse a reflexionar sobre la noche tan curiosa que
había pasado, preguntándome, muy intrigado, cuál podría ser la secreta aflicción
de Demetria. Yo la llamaba "El misterio de la mariposa verde"; pero era, en
realidad, todo demasiado triste, aun para bromear mentalmente, aunque un poco de
risa, en razón, suele ser la mejor arma con que arrostrar las aflicciones,
teniendo a veces un efecto como el abrir repentinamente un vistoso parasol en la
cara de un toro enfurecido. No pudiendo resolver el problema, me fui a mi pieza,
a dormir por última vez bajo el triste techo de los Peralta.
XXV
¡LIBRAME DE MI
ENEMIGO!
A la mañana siguiente, como a las ocho, me despedí de los Peralta y continué mi
muy retardado viaje, siempre montado en ese pingo adquirido deshonradamente, que
tan bien me había servido, pues había rehusado el caballo que me ofreciera el
buen Hilario. Aunque todos mis afanes, correrías y muchos servicios a la causa
de la independencia (o por lo que sea que luchen en la Banda) no me habían
ganado un solo centésimo, era algún consuelo pensar que la inolvidable
generosidad de Candelaria me había librado de estar sin dinero; volvía a Paquita
bien vestido, en un espléndido caballo y con suficientes pesos en los bolsillos
para abandonar el país con toda comodidad. Santos me acompaño ostensiblemente
con el objeto de encaminarme en dirección a Montevideo; pero yo sabía, por
supuesto, que era el portador de un importante recado de Demetria. Habiendo
caminado como una media legua sin que él, por su parte, aludiera al asunto, a
pesar de las indirectas que le echara, le pregunté, sin más rodeos, si no tenía
un recado para mi.
Después de reflexionar sobre la cuestión el tiempo suficiente para haber
resuelto un difícil problema matemático, contestó que sí.
—Pues, oigámoslo.
Sonrió burlonamente. —¿Cree usté que este es un asunto del que se puede tratar
en dos palabras? Yo no he venido tuito este camino sólo pa decirle que se ha
dentrao de seca la luna, o que ayer, por ser viernes, ña Demetria no comió
carne. Es un cuento largo, señor.
—¿Cuántas leguas de largo? ¿Qué tienes la intención de que dure todo el camino
hasta Montevideo? Mientras más largo es el cuento, más pronto debieras
empezarlo.
—Hay cosas, señor, que son fáciles de contar y otras que no son tan fáciles
—contestó Santos—. ¡Pero contar algo a caballo! ¿Quién hay que pueda hacer eso?
—¿Y por qué no?
—¡Qué pregunta! ¿No ha oservao usté cuando se saca licor de un barril —sea vino
o jugo agrio de naranja pa hacer naranjá, o aun la caña que es blanca y clara—
que sale tuito turbio cuando se remece el barril? Es lo mesmo con nosotros,
señor; nuestro entendimiento es el barril del que sacamos tuito cuanto decimos.
—Y el espiche...
—Por de contao —interrumpió, complacido de mi pronta penetración—; la boca es el
espiche.
—Yo diría más bien que es la nariz la que se parece al espiche.
—No —repuso gravemente—. Usté puede meter mucho ruido con la nariz cuando ronca
o se suena con un pañuelo; pero ésa no tiene puerta de comunicación con el
entendimiento. Las cosas que están en el entendimiento salen por la boca.
—Muy bien —dije, impacientándome—, llama a la boca espiche, agujero o lo que
quieras, y a la nariz sólo un adorno. La cuestión es ésta: doña Demetria te ha
confiado un licor para que me lo entregues a mí; pues, entrégamelo, claro o
turbio, esté como esté.
—Turbio sí que no —repuso testarudamente.
—Pues bien; dámelo claro, entonces —grité.
—Pa dárselo claro es preciso que se lo dé a pie y no a caballo; sentao
tranquilamente y no moviéndome.
Deseando terminar cuanto antes el asunto, refrené mi caballo, me apeé de un
salto y me senté en el pasto sin decir otra palabra. El hizo lo mismo, y después
de arreglarse cómodamente, sacó su tabaquera y empezó a liar un cigarrillo. No
podía enojarme con él por esta nueva demora, pues un oriental hallaría difícil
concentrar sus pensamientos sin el consolador y estimulante cigarrillo.
Dejándole que cumpliese sus instrucciones a su propio y afanoso modo, desfogué
mi irritación en el pasto, arrancándolo a puñados.
—¿Por qué hace usté eso? —preguntó, sonriendo burlonamente.
—¿Qué? ¿Arrancar el pasto? ¡La pregunta tuya! Cuando uno se sienta en el pasto,
¿qué es lo primero que hace?
—Armar un cigarrillo —repuso.
—En mi país uno comienza a arrancar el pasto.
—En la Banda Oriental dejamos el pasto pa que se lo coman las bestias.
Desistí inmediatamente de arrancar más pasto, porque era evidente que le
distraía, y encendiendo un cigarrillo, me puse a fumar tan apaciblemente como
fuera posible.
Por fin, empezó: —No hay en tuita la Banda Oriental un individuo pior que yo pa
espresarse.
—Está diciendo la pura verdad, amigo.
—¿Pero qué hemos de hacerle, señor? —continuó, con la mirada en el espacio y
haciendo tanto caso de mi interrupción como hiciera un hunter que va a saltar
una alta valía, al oír comentar el tiempo—. Cuando uno no puede conseguir un
facón, toma unas tijeras viejas de esquilar, las parte en dos, y con una de las
hojas se hace un estrumento que tiene que servirle de facón. Lo mesmito pasa con
ña Demetria; no tiene a naides más que a su pobre Santos que platique por ella.
Si me hubiese pedido que espusiera mi vida en su servicio, lo podría haber hecho
fácilmente; pero hablar en su nombre a uno que puede leer el almanaque, y conoce
los nombres de tuitas las estrellas en el cielo, ¡vaya, señor!, eso sí que me
mata. ¿Y quién mejor que mi patrona ha de saber eso, ya que me ha tratao
íntimamente dende que era una niñita, y que tantas veces he llevao en brazos?
Sólo puedo decirle esto, señor: cuando yo hablo, ricuérdese que soy pobre, y que
ña Demetria no tiene otro estrumento sino mi pobre lengua, pa decirle, lo que
ella quiere. ¡Qué palabras no me ha dicho que le diga! Pero mi memoria del
diablo las ha olvidao tuitas. ¿Qué puedo hacer en este trance, pues, señor? Si
yo quisiera comprarle su flete a mi vecino, y juese ande él y le dijera:
"Véndame su pingo, vecino, porque me he enamorao de él y mi corazón está enfermo
de ganas de tenerlo, ansina que se lo compro cueste lo que cueste", ¿no sería
eso una locura, señor? Pues yo tengo que hacer el mesmo papel de ese loco. He
venido con usté pa algo, y tuitos los términos de ña Demetria, que eran como
flores raras cortadas en un jardín, los he perdido por el camino. Ansina que
sólo puedo decirle esto que mi patrona quiere, poniéndolo en mis palabras tan
brutas, que son como las flores silvestres que yo mesmo he agarrao tantas veces
en el llano, y que no tienen ni olor ni lindura que las recomiende.
Este curioso preámbulo no avanzó mucho la cosa, pero tuvo el efecto de estimular
mi curiosidad, y convencerme de que el mensaje que Demetria había encomendado a
Santos era de muy grave importancia. Este había fumado su primer cigarrillo y
ahora empezó lentamente a liarse otro, pero esperé pacientemente que hablara,
habiendo desaparecido mi irritación, pues no carecían de cierta hermosura
aquellas "flores silvestres", y su amor y fidelidad a su infortunada patrona las
hacían muy olorosas.
Luego continuó: —Señor, usté le ha dicho a mi patrona que es un hombre pobre;
que esta vida de campo le parece a usté muy feliz e independiente: que no hay
cosa que le gustaría más que tener una estancia ande pudiera criar animales y
caballos de carrera y bolear avestruces. Pues, señor, ella ha dao güelta tuito
esto en su cabeza, y como ella puede ofrecerle a usté estas cosas que usté
quere, le pide aura que la ayude en sus alversidades. Y aura, señor, déjeme
decirle esto. La propiedá de los Peralta. se estiende hasta el lago de Rocha;
cinco leguas de terreno, y no hay nada mejor en tuito este departamento. Antes
tenía mucha hacienda. Teníamos millares de cabezas de ganao y yeguas; pues en
ese tiempo gobernaba al país el partido de mi patrón; los Coloraos estaban
encerraos en Montevideo, y aquel gran asesino degollador, Frutos Rivera, nunca
se aparecía por estos laos. Del ganao sólo queda una punta, pero el terreno es
una fortuna pa cualquier hombre, y cuando muera mi patrón, ña Demetria lo hereda
tuito. Hasta aura mesmo es de ella, dende que su padre ha perdido el mate como
usté ha visto. Aura, déjeme contarle lo que pasó hace años. Don Hilario jué
primero un pión..., un muchacho pobre a quen el patrón favoreció. Cuando creció,
lo hizo capataz y después, mayordomo. Mataron a don Calísto y el coronel se
volvió loco y entonces don Hilario se hizo juerte, haciendo lo que quería con su
patrón y no haciendo caso de la autoridá de ña Demetria. ¿Cree usté que cuidó
los intereses de la estancia? Al contrario, señor, estaba de parte de nuestros
enemigos y cuando vinieron como perros pa agarrarse nuestra hacienda, él estaba
con ellos. Esto lo hizo pa hacerse amigo del partido en el poder, cuando los
Blancos habían perdido. Aura, él ouere casarse con ña Demetria, pa hacerse dueño
de la estancia. Don Calisto está muerto y, ¿quién hay que le ponga cencerro al
gato? Aura mesmo, hace como si juera el verdadero dueño y patrón, compra y vende
y la plata es suya. A mi patrona apenas le da pa comprarse un vestido; ella no
tiene ni flete en que montar y está como presa en su propia casa. La aguaita
como un gato a un pajarito encerrao en un cuarto; si sospechara que ella tenía
la intención de arrancarse, la mataba. Le ha jurao que a menos que se case con
él, la mata. ¿No es terrible esto? ¡Pues, señor, ella le pide a usté que la
libre de este hombre! He olvidao sus palabras, pero afigúrese que la ve hincada
de rodillas delante de usté, y que usté sabe lo que está haciendo, y ve moverse
sus labios, aunque no oiga sus palabras.
-¡Dime cómo puedo salvarla, Santos! —pregunté, habiéndome conmovido
profundamente lo que había oído.
—¿Cómo? Llevándosela por la juerza, pues, señor; ¿compriende? ¿No podría usté
volver en unos cuantos días con dos o tres amigos que lo ayudaran? Claro que
usté deberá venir disfrazao y armao. Si me incuentro por ay cerca, haré lo que
puedo pa proteger a ña Demetria, pero usté podrá voltearme fácilmente y
aturdirme..., ¿compriende? Don Hilario no debe saber que estamos metidos
nosotros. No hay pa qué tenerle miedo, pues aunque es bastante valiente pa
amenazar a una mujer, cuando ve hombres armaos, es como un perro cuando oye
tronar. Entonces usté puede llevársela a Montevideo y la escuende allá. Lo demás
será muy fácil. Don Hilario no podrá hallarla; la Ramona y yo cuidaremos al
coronel y cuando él no vea a su hija, tal vez la olvide. Entonces, señor, no
habrá ninguna dificultá en cuanto a la propiedá, ¿pues quén puede ir en contra
la ley?
—¡No te entiendo, Santos! Si doña Demetria quiere que yo haga lo que tú dices, y
no hay otro medio de librarla de las persecuciones de don Hilario, lo haré. Haré
cualquier cosa por servirla y no temo a ese canalla de Hilario. Pero cuando la
haya escondido, ¿quién hay en Montevideo, donde no tiene amigos, que vele por
sus intereses y vea que no le quiten su hacienda? Yo la puedo librar, pero eso
es todo.
—Pero, señor, si es que la propiedá será lo mesmo que suya cuando se case con
ella.
¡Ni en sueños podría haberme imaginado con lo que salió Santos, y me sorprendió
sobremanera!
—¿Quieres decirme, Santos, que doña Demetria te ha mandado para decirme esto?
¿Cree que sólo casándome con ella puedo yo librarla de ese ladrón y salvar su
propiedad?
—Pero si no hay otro modo, pues, señor. Si se pudiera hacer de otra laya, ¿cree
usté que no le habría hablao ella mesma y esplicao tuito anoche? Piense, no más,
señor, que tuita esta gran propiedá será suya. Si no le gusta este departamento,
entonces, por usté ella vendería todo, pa comprarle una estancia en cualquier
otra parte, o pa hacer lo que le dé gusto y gana. Y yo le pregunto esto a usté,
señor: ¿podría un hombre casarse con una mujer más güena?
—¡No!; pero, Santos, no puedo casarme con tu patrona. Entonces recordé, con
bastante pena, que no le había dicho a Demetria casi nada de mí mismo. Viéndome
tan joven, vagando por el país, sin casa ni hogar, me había tomado,
naturalmente, por soltero; y pensando, quizás, que me cayera en gracia, había
sido impelida, en su desesperada situación, a hacerme esta propuesta. ¡Pobre
Demetria! ¿Sería posible que no hubiese salvación para ella?
—¡Amigo! —dijo Santos, olvidando el ceremonioso señor, en su solicitud por
servir a su patrona—, no hable nunca sin pensar bien primero en tuitas las
cosas. No hay mujer como ella. Si usté no la quere aura, la querrá cuando la
conozca mejor; ningún hombre güeno podría dejar de quererla. Usté la vió anoche
en ese vestido de seda verde, con esa gran peineta de carey y aquellos aros de
oro.. ., ¿no le pareció que se vía elegante, señor, y muy dina de ser su mujer?
Usté ha estao en tuitas partes y habrá visto a una porción de mujeres, y tal vez
en algún país lejano habrá visto una más bonita que mi patrona. ¡Pero, señor,
piense no más en un momento en la haya de vida que ha llevao! Los sufrimientos
la han puesto pálida, flaca y ojerosa. Pero, ¿podrán salir, me pregunto yo, la
risa y la alegría de un corazón afligido? Otra vida cambiaría todo eso; sería
una flor entre tuitas las mujeres.
El pobre viejo y simplote de Santos se había menospreciado en exceso; el amor a
su patrona había inspirado en él una elocuencia que me había llegado hasta el
fondo del alma. ¡Y la pobre Demetria, impulsada por su triste y difícil
situación y atormentadores recelos, se había visto precisada a hacer vanamente a
un extraño esta propuesta tan ajena de una mujer. Pero, después de todo, no era,
que digamos, tan ajena; porque en todo país donde la mujer no es una abyecta
esclava, se le permite, en ciertas ocasiones, ofrecer su mano a un hombre. Es
así aún en Inglaterra, donde la sociedad es como un enorme Clapham Junction, con
seres humanos que se mueven siempre como carros y vagones sobre los rieles
inmutables impuestos por las conveniencias sociales, y que sólo pueden abandonar
exponiéndose a una horrible colisión, Y jamás fue tal declaración más
justificable que en este caso de Demetria. Alejada, en su triste páramo, del
trato de los hombres, perseguida por vagos temores, ofrecía dar su mano, junto
con una gran fortuna, a un aventurero sin un centavo. Ni tampoco habla hecho
esto antes de haber llegado a amarme, y de creer, tal vez, que el sentimiento
fuera correspondido. También había esperado hasta el último momento, sólo
declarándose cuando ya había perdido toda esperanza de que la declaración
viniese de mi parte. Esto explicaba la recepción de la noche anterior; el lujoso
traje de otros tiempos que había vestido par ganar favor a mis ojos; la
expresión tímida y pensativa de su mirada, la hesitación que no podía vencer.
Cuando me hube repuesto del primer sobresalto, sólo podía sentir el mayor
respeto y compasión por Demetria, deplorando amargamente que no le hubiese
contado toda mi pasada historia, de modo que se hubiera evitado la vergüenza y
la pena que ahora tendría que pasar. Estos tristes pensamientos cruzaron por mi
magín mientras Santos se dilataba en las ventajas que me aportaría tal alianza
hasta que le interrumpí.
—No diga más, amigo, pues le juro, Santos, que si por mí fuera, tomaría a
Demetria con placer por esposa, siendo tanto lo que la admiro y aprecio; pero
estoy casado. ¡Mira esto! Es el retrato de mi mujer —y sacando del pecho una
miniatura que siempre llevaba colgada al cuello, se la pase.
Me miró fijamente durante un rato, sorprendido y en silencio, y tomó el
medallón; mientras lo contemplaba embelesado, reflexioné sobre lo que había
oído. No podía pensar por un momento en abandonar a esta pobre mujer que se me
había ofrecido con toda su fortuna, sin hacer algún esfuerzo por librarla de su
triste situación. Me había cobijado bajo su techo, cuando yo estaba necesitado y
en peligro, y el ofrecimiento que acababa de hacerme, acompañado de una prueba
tan convincente de su confianza y cariño, habría tocado el corazón del hombre
más empedernido sobre la tierra, y le habría hecho, a pesar de su índole, su
ferviente paladín.
Por último, Santos me devolvió la miniatura, con un suspiro.
—En mi vida han visto estos ojos una cara como esa. ¡No hay más que decir,
señor!
—Queda mucho que decir, Santos —repuse—. He pensado en un plan muy fácil para
ayudar a tu patrona. Cuando le des cuenta de nuestra conversación, dile que se
acuerde de la oferta que le hice anoche de ayudarla. Le dije que sería su
hermano, y cumpliré mi promesa. Ustedes tres no han podido pensar en un mejor
plan para librar a doña Demetria que este que me acabas de decir; pero, después
de todo, es un plan muy malo y lleno de dificultades y peligros para ella. Mi
plan es mucho más sencillo, y también más seguro. Dile que salga esta noche a
las doce, después que se haya entrado la luna, y que me encuentre debajo de los
árboles detrás de la casa. Yo estaré allí, esperándola con un caballo para ella,
y me la llevaré a un lugar seguro donde pueda esconderse y donde don Hilario
jamás la podrá encontrar. Una vez fuera de su poder, habrá tiempo de sobra para
pensar en algún medio que le obligue a salir de la estancia y para poner todo en
orden. ¡Vete, Santos!, y que no vaya a faltar doña Demetria a la cita; dile que
lleve alguna ropa y un poco de dinero si lo tiene; también que no olvide sus
alhajas, porque no sería seguro dejarlas, con don Hilario en la casa.
Santos quedó entusiasmadísimo con mi plan, que era tanto más práctico, aunque
menos romántico, que el que habían fraguado aquellos tres ingenuos
conspiradores. Estaba por dejarme, el corazón lleno de esperanzas, cuando
exclamó de repente:
—Pero, ¡por Cristo, señor! ¿De ande va a sacar usté una silla de mujer pa ña
Demetria?
—Déjame todo eso a mí, Santos. —Entonces nos separamos, él para volver junto a
su patrona, quien sin duda lo esperaba ansiosa por saber el resultado de nuestra
conversación, y yo para pasar lo mejor posible las próximas quince horas.
XXVI
C L E T A
Después de separarme de Santos, caminé hasta que llegué a un monte como a veinte
cuadras al este de la carretera, y atravesándolo examiné el paisaje al otro
lado. La única habitación en la vecindad era el solitario rancho de un pastor,
situado en un llano abierto y poblado de amarillentos pastos, en el que pacía
una majada de ovejas, esparcidas aquí y allá, y algunos caballos. Resolví
quedarme en el monte hasta mediodía, en seguida ir al rancho a almorzar, y
ponerme a buscar, en las cercanías, un caballo y una silla de mujer. Después de
desensillar mi caballo y de atarle a un árbol en cuyo rededor crecía algún pasto
y otras hierbas, encendí un cigarro y me tendí cómodamente a la sombra sobre mi
poncho. Luego llegó de visita una bandada de urracas, ave graciosa y locuaz,
semejante a la urraca europea, pero de cola más larga y pico rojo abultado.
Estas aves mal criadas se ocultaron entre las ramas sobre mi cabeza todo el
tiempo que permanecí en el monte. Me riñeron tan incesantemente con sus agudas
notas ensordecedoras, que se alternaban con estridentes pifias y quejidos que
apenas pude oírme ni aun pensar Luego, lograron atraer al lugar a todas las
otras aves al alcance del oído para que tomasen parte en la demostración. Esto
era, por poco decir, sumamente desrazonable de parte de ellas, pues era ya bien
pasada la época en que se crían, de modo que no podía alegarse, en defensa de su
gros era conducta, la solicitud maternal. Los otros pájaros -tángaras, mixtos y
tiranos rojos, blancos, azules, grises, amarillos y de mezclados colores- eran,
debe confesarse, menos fastidiosos, por que después de dar algunos saltitos,
gritos, chirridos y gorjeos, ellos muy atinadamente se alejaron, pensando, sin
duda, que sus amigas las urracas estaban metiendo demasiada bulla sin haber para
qué. Mi única visita mamífera fué un mataco que vino caminando muy de prisa en
mi dirección; semejaba singularmente a un caballerito anciano, cargado de
espaldas, en una vieja leva, trotando activamente, aquí y allí afanado en algún
negocio muy importante. Avanzó hasta unos tres metros de mis pies; entonces, se
detuvo, y pareció estar asombrado sobremanera de mi presencia; me examinó,
pestañeando con sus ojuelos legañosos y semejando, aún más que antes, un
caballero anciano y andrajoso. En seguida se fué al trote por entre los árboles
para luego volver otra vez y hacer una segunda inspección; después de eso estuvo
yendo y viniendo hasta que, inadvertidamente prorrumpí en una fuerte carcajada;
así que sucedió esto, se escabulló alarmadísimo y no volvió más Sentí haber
asustado a este tipo, tan divertido y original, pero me hallaba en ese estado de
ánimo excesivamente jovial en que uno revienta de risa a la menor provocación.
¡Y sin embargo, aquella misma mañana, la súplica de la pobre Demetria me había
conmovido hasta el fondo el alma, y en ese preciso momento estaba embarcado en
una aventura sumamente quijotesca y, quizás, aún hasta peligrosa! ¡Acaso el
hecho mismo de tener por delante aquella aventura me habría producido en la
mente un efecto estimulador, e impedía que estuviese triste o que aun me portara
con circunspecta seriedad!
Después de pasar un par de horas a la amena sombra, el humo azulino que ascendía
desde el rancho me anunció que se aproximaba la hora del almuerzo. Ensillé mi
caballo y fui a hacer mi visita de mañana, aclamando las urracas mi partida con
estrepitosas y burlonas pifias y silbidos, como para avisarles a sus otros
amigos emplumados que, por último habían logrado hacerme insoportable su
querencia.
En el rancho me recibió un mocetón de aspecto un tanto arisco, de pelo largo y
bigotes negros, con un pañuelo morado de cotón cañido en la frente, en vez de
sombrero. No parecía estar muy contento con mi visita, y me convidó a que me
apeara con cierta aspereza. Le seguí a la cocina, donde su morena mujercita
estaba preparando el almuerzo, y luego que la vi, colegí que fuera su hermosura
la que motivaba su manera inhospitalaria para, con un extraño Era
extraordinariamente bonita, con una piel morena suave y seductora, y unos labios
de botón de rosa entreabiertos, de un rico color purpúreo y cuando reía que era
a menudo, sus dientes relucían come perlas. Su pelo crespo de negro azabache
colgaba suelto y en desorden, pues parecía una lindura muy descuidada; pero
cuando me vio entrar en la pieza se sonrojó sacudió su abundante cabellera y en
seguida, se tocó cuidadosamente los aros que pendían de sus orejas, como para
cerciorarse de que se hallaban bien seguros, y quizás fuera para atraer mi
atención hacia ellos. Las miradas frecuentes que me lanzaban sus rientes ojos
oscuros luego me convencieron, de que era una de aquellas encantadoras
mujercitas -encantadoras, eso es, cuando son la esposa de otro- que jamás están
conformes con sólo la admiración del marido.
Había acertado muy bien la hora de mi llegada, pues el cordero asado sobre las
brasas comenzaba a adquirir un color dorado oscuro, y estaba despidiendo una
deliciosísima fragancia. Durante el almuerzo, que. se sirvi6 en seguida,
entretuve a mis oyentes, como así a mi mismo, contándoles algunas inocentes
mentiras, y comencé por decirles que venía de vuelta de Montevideo a Rocha.
El pastor me advirtió sospechosamente, que no me hallaba en el camino a Rocha.
Repuse que lo sabía y les expliqué que había tenido un percance la noche
anterior, trayendo como resultado el que me extraviara del camino. Hacía muy
pocos días proseguí, que me había casado; al decir yo esto el pastor se mostró
muy aliviado mientras que la picaruela de su mujercita, parecía perder, de
repente todo su interés en mí.
-Como mi mujer es sumamente aficionada a andar a. caballo -continué-, ha estado
muy empeñada en que le compre una silla de montar; así que teniendo que ir a la
ciudad por negocios, le compré una. Ayer por la noche volvía con la silla puesta
sobre un caballo de tiro que conducía -el de mi mujer, desgraciadamente-, cuando
me detuve a comer algo en una pulpería por el camino. Mientras comía un pedazo
de pan con salchichón, un borracho que allí se hallaba, empezó muy
imprudentemente a prenderles fuego a unos cohetes, así que algunos de los
caballos atados al palenque se espantaron, rompieron las riendas y escaparon.
Con ellos, escapó, también con la silla puesta, el de mi mujer, así que montando
en el acto mi caballo, salí tras é1 a escape, pero no logré alcanzarlo. Por
último se juntó con una caballada y espantándose ésta huyó con ellos; le seguí
algunas leguas, hasta que le perdí de vista en la oscuridad.
-Si su mujer, amigo, tiene la mesma disposición que la mía -dijo, con una
tristona sonrisa-, usté habría seguido a ese caballo con la montura de mujer,
hasta el mesmo infierno.
-Lo que sí puedo decir -repuse, gravemente-, es esto: que sin silla de mujer,
buena o mala, no me presentaré delante de ella. Pienso preguntar en cada casa
por el camino de aquí a Lomas de Rocha, hasta que encuentre una que esté en
venta.
-Y cuánto daría usté? -presentó el. pastor, empezando a interesarse.
-Eso depende del estado en que se encuentre. Si está como nueva, daría lo que
costó y otros dos pesos encima.
-Yo sé de un recao de mujer que Costó diez pesos hace un año y que jamás ha
sido, usao. Pertenece a una vecina nuestra que vive como a tres leguas de aquí.
y me parece que lo vendería.
-Dígame dónde setá la casa e iré directamente y le ofreceré doce pesos por é1.
-¿Hablás vos del recao de ña Petrona, Antonio? -le presentó su mujercita-. Ella
lo vendería por lo que pagó..., tal vez hasta por ocho pesos. ;Ay, cabecita de
chorlo! ¿Por qué no pensaste vos en ganarte tuita. esa comisión? Entonces,
podría haberme comprao yo un par de zapatillas y mil otras cosas!
-!Vos nunca estás Contenta, Cleta! -repuso su marido-. ¿No tenés puestas las
zapatillas?
Levantó y mostró un bonito pie encerrado en una zapatillita un tanto estropeada.
Entonces, sonriendo, la lanzó con un movimiento de pie en su dirección.
-¡Tomá! -dijo-, colgátela del pescuezo y guardala...
¡tiene tanto valor!... ... Y cuando vayás otra vez a Montevideo, y querás
lucirte ante todo el mundo, ponétela en el dedo gordo del pie.
-¿Quién espera oír razón de una mujer? -dijo Antonio encogiéndose de hombros.
-!Razónl Vos no tenés más sesos que un pato, Antonio! Podrías haberte ganao esa
plata, pero vos nunca podrás ganar plata como otros hombres, y por eso te
hallarás siempre pobre como ]as arañas. Yo ya he dicho esto muchas veces y sólo
espero que no lo olvidés, porque en adelante pienso hablar de otras cosas.
-¿De ánde podría haber sacao yo los diez patacones y pagarle el recao a ña
Petrona? -repuso su marido, enojándose.
-Amigo -dije-, si usted me puede conseguir la silla, es justo que usted gane
algo. Aquí tiene los diez pesos, y si me ]a compra, le daré dos pesos más para
usted.
Quedó felicísimo con esa oferta, y Cleta, la Volátil dió palmadas de regocijo.
Mientras Antonio se preparaba para ir donde su vecina en busca de la montura,
Salí en dirección de un solitario algarrobo como a unos cincuenta pasos del
rancho y tendiendo mi poncbo en el suelo a ]a sombra, me acosté a dormir la
siesta.
No bien se hubo alejado el pastor, cuando sení un gran ruido que venía de la
casa, como si estuvieran dando golpes a una puerta y a pailas de cobre, pero no
hice caso, suponiendo que fuese Cleta, ocupada en algún quehacer doméstico
excepcionalmente ruidoso. Por último oí una voz que me llamaba: !Señor! !Señor!
Me levanté y me dirigí a la cocina, pero no había nadie De súbito, alguien
golpeó fuertemente a la puerta de comunicación que daba a ]a pieza contigua.
-Ay, amiguito mío! -exclamó la voz de Cleta, detrás de la puerta-, mi bribón de
marido me ha encerrado aquí... ?cree usté que podría sacarme?
-¿Y por qué te ha encerrado? -le pregunté.
-¡Qué pregunta! ¿Por qué ha de ser sino de lo puro bruto que es? Siempre que
sale lo, hace ... ?no le parece a usté una barbaridad?
-Sólo prueba lo mucho que te quiere -repuse.
-¿Es tan cruel usté que vaya a defenderlo? Y yo que creíba que usté tenía guen
corazón... !y tan guen mozo también! Apenas lo vide, dije yo pa mis adentros:
!Ay! !Si mi hubiese casao con ese hombre qué feliz habría sido mi vida!
-Te doy las gracias por tu buena opinión, Cleta. Siento en el alma que estés
encerrada allá adentro, porque me impide ver tu bonita cara.
-¡Ah! ?Usté la encuentra bonita? Entonces, tiene que sacarme de aquí dentro.
Aura me he hecho un moño y me veo más bonita que cuando usté me vió.
-¡No, no! Te veo más bonita con el pelo suelto!
-¡Pues, me lo soltaré otra vez! -exclamó- !Sí! !Tiene usté razón, ansí se ve
mejor! Es lo mesmo que seda, no?
¡Lo dejaré que lo toque pa. que vea, cuando me saque de aquí!
-Pero eso no puedo hacerlo, Cletita mía. Tu Antonio se ha Ilevao la llave.
-!Oh, qué hombre tan brutol No me ha dejao ni una sola gota de agua aquí dentro
y me estoy muriendo de sé. ?Qué hago? iMire! Le pasaré la mano por aquí debajito
de la puerta pa que usté sienta. lo caliente que está; estoy que me quemo viva
en este horno del calor y la sé que tengo.
Luego apareció a mis pies su manita morena, habiendo entre el piso y la puerta
suficiente espacio por donde pasarla. Me incliné y la tomé en la mía,
encontrándola húmeda y caliente, con el pulso latiendo con suma rapidez.
-¡Pobrecita! -dije-, echaré un poco de agua en un plato y te lo pasaré por debajo
de la puerta.
-!Qué malo es usté pa insultarme de esa manera! -exclamó-. ¿Es que me toma usté
por un gato? Estoy que me ahogo... no puedo respirar. ¡Podría llorar a mares!-;
aquí se oyeron algunos sollozos-. Además -continuó, de súbito- es aire fresco lo
que me hace falta y no agua. Estoy sofocándome... no puedo respirar. ¡Ay,
amiguito lindo de mi alma, sáqueme de aquí antes de que me desmaye! ;Rempuje la
puerta hasta que salte la chapa!
-¡No, no, Cleta! No es posible hacerlo!
-¿Qué? ¿Con su juerza? Hasta yo mesma casi podría hacerlo con mis pobres
manitas. jAy, abra! iAbra! Abra! Antes de que me desmaye!
Después de esta súplica, pareció haberse dejado caer al suelo y sollozaba;
mirando alrededor en busca de algún utensilio del que me pudiera servir,
encontré el asador y un trozo de madera dura en forma de cuña Introduje éstos
por arriba y debajo del cerrojo, y forzando la puerta para adentro luego, tuve
la satisfacción de ver saltar la chapa.
-Cleta se precipitó fuera con sus mejillas vivamente encendidas, sus ojos
anegados en lágrimas y los cabellos todos revueltos, pero riéndose alegremente
al haber recobrado su libertad.
-¡Oh, amiguito, lindo, yo creiba que usté me iba a dojar encerrá! -exclamó-.
jAy, qué agitada estoy... póngame la mano aquí no más y sienta cómo me palpita
el corazón! iNo importa, aura me la va a pagar ese miserable! ?No le parece a
usté que será dulce vengarse?
-Bueno, pues, Cleta -dije-, toma ahora tres buenos resuellos de aire fresco y un
trago do agua, y en seguida déjame encerrarte otra vez.
Se rió burlonamente y sacudió su cabellera, como un bagual sacude sus crines.
-iAh!, usté está diciendo eso por broma... ¿Cree usté quo yo no sé? -exclamó-.
Sus ojos me lo dicen tuito. Y, además, aunque quisiera hacerlo, no podrá
encerrarme otra vez-. Aquí se lanzó de repente hacia la puerta, pero la agarré y
sujeté estrechamente.
_iSuélteme, monstruo! No! No! No! Usté no es un monstruo, sino mi amiguito lindo
como... lindo como la... luna, el sol y las estrellas! Ah, que me muero por un
poco, de aire? Tendré que meterme otra vez en el horno antes de que llegue de
guelta mi marido. ¡Si me pillara. aquí ajuera, guena la soba que me daría!
¡Venga!, vamos, a sentarnos juntitos debajo del árbol.
-Eso sería desobedecer a tu marido -dije, tratando de poner una cara severa.
_iQué importa se lo confesaré tuito al padre confesor algún dia, y entonces será
como si no hubiese sucedido. ¡Puf qué marido! Si usté no juese hombre casao...
¿De verita que es casao usté? ¡Qué lástima! ¡Mire, dígame otra vez! ¿De veras que
me encuentra. bonita?
-Mira, Cleta, dime primero: ¿tienes tú un caballo que lo pueda montar una mujer?
Y si lo tienes, ?quieres vendérmelo?
-¡Vaya si tengo uno! Y es el mejor flete do tuita la Banda Oriental. Dicen que
vale seis pesos... ¿Me pagaría usted seis pesos por él? ¡No! No quiero venderlo!
... Ni tampoco le diré si tengo caballo mientras usté no me conteste. Dígame,
señor, soy bonita yo?
-Dime primero del caballo, y luego podrás preguntarme lo que quieras.
-No le digo nada más tampoco, ni una palabra. ¡Vaya, le diré tuito! ¡Oiga!
Cuando guelva Antonio, pídale que le venda un caballo que pueda montar su mujer.
Con siguridá que él tratará de venderle uno propio, un demonio tan lleno de
mañas como su mesmo patrón; manco en el encuentro, viejo como el viento sur y
tropezón. ¡Ricuerde que ese es un overo negro! Pídale que le venda el malacara.
Ese es mi flete. Ofrézcale seis pesos. Aura, dígame, soy bonita?
-Eres lindísima, Cleta; tus ojos parecen estrellas, y tu boca es un botón de
rosa mil veces más dulce que la miel.
-Aura si que está hablando como un hombre inteligente -dijo riendo, y tomándome
de la mano, me condujo al árbol y se sentó sobre el poncho, a mi lado.
-Qué edad tienes, niña? -le pregunté.
-Catorce ... ¿es eso muy vieja? jAy, qué tonta yo pa decirle mi edá! Una mujer
nunca. debe hacer eso ¿Por qué no le diría trece? Hace seis meses que estoy
casada. ¡Qué tiempo tan largo, por Dios! Estoy sigura que ya me han de estar
saliendo pelos verdes, azules, amarillos y blancos por tuita la cabeza. Y mi
pelo, señor; entoavia no me ha dicho qué le parece, y -eso que me lo bajé
especialmente pa usté! ?No lo encuentra muy lindo y muy suave?
-De veras, Cleta, que es muy lindo y suave, y te cubre como un nubarrón.
¿No es cierto? ¡Mire! Me taparé la cara con él. Aura estoy escondida como cuando
está la luna detrás de una nube, y aura, ¡mire sale la luna otra vez! Me gusta
mucho la luna. Dígame, santo padre, me parezco a la luna?
-Dime, labios de almíbar, por qué me llamas santo padre?
-Dígame primero, santo padre, soy yo como la luna?
-No, Cleta, no eres como, la luna, aunque ambas son mujeres casadas; tú con
Antonio.
-¡Pobrecita de mí!
-Y la luna con el sol.
-¡Dichosa la luna que está tan lejos de él!
-La luna es una mujer sosegada, pero tú disparatas como una cotorra.
-Mire, me quedaré tan sosegaíta como la luna -ni una palabra, ni un resuello-.
Entonces se tendió sobre el poncho; luego se hizo la dormida, con los brazos
extendidos sobre la cabeza y el pelo suelto alrededor; uno que otro rizo
sombreaba su encendido rostro y el redondo y palpitante pecho que se negaba a
sosegarse. Asomaba a sus labios la sospecha de una burlona sonrisa, y chispeaba
un relumbre de los ojos por debajo de ]as pestañas medio cerradas, pues no podía
dejar de observarme la cara para ver si la estaba admirando. En tal postura. la
tentadora y pícara hechicera bien podría haber hecho hervir la tibia sangre de
un ascético.
Así pasaron volando dos o tres horas mientras escuchaba su animada plática, que,
como el canto de la alondra apenas tenía una pausa; su esfuerzo por estarse
tranquila como la luna había fracasado desastrosamente. Por último, haciendo
pucheritos con sus lindos labios y quejándose de su triste destino, dijo que era
tiempo que volviera a su prisión; pero todo el tiempo que estuve tratando de
volver a meter el pestillo en su lugar, no dejó por un solo momento de
chacharear.
¡Adiós, sol, marido de la luna! ¡Adiós, amiguito lindo, comprador de monturas de
mujer! -¡Fueron tuitas mentiras esas! ... ¡A mí naides me engaña! Usté quere un
caballo y una montura de mujer pa arrancarse con alguna niña esta noche ¡Dichosa
ella! Aura tengo que quedarme en la escuridá, solita mi alma, hasta que ese
burro de Antonio venga a sacarme con su vieja llave de fierro. . . ¡Ay, tonta de
mí!
Antes de que hubiese esperado mucho tiempo bajo el árbol, se apareció Antonio a
caballo trayendo triunfalmente por delante, la silla. Después de entrar en el
rancho para soltar a su mujer, vino adonde yo estaba y me convidó a tomar un
cimarrón. Entonces le dije que me gustaría comprar un buen caballo: claro que
estaba muy deseoso de venderme uno, y a los pocos minutos arreó sus caballos
donde yo estaba, para que escogiera. Primero me ofreció el overo negro, animal
muy hermoso, sosegado y, al parecer enteramente sano. Reparé que el malacara era
huesudo, de lomo largo, Ojos medio dormidos y el cuello como el de un carnero.
¿Sería posible que aquella hechicera de Cleta estuviese engañándome ? Pero en el
acto rechacé tal sospecha con el desdén que merecía. Por muy falsa que sea una
mujer y aunque pueda engañar a su marido a su gusto, siempre será, en
comparación con el hombre que quiera vender un caballo, la franqueza y la verdad
personificada. Examiné críticamente al overo, haciéndole caminar y trotar; le
miré ]a dentadura, luego los cascos y las articulaciones entre la rodilla y la
cuartilla, tan propensas a las aventaduras; le observé atentamente los ojos, y
le dí, de repente, un rebencazo en el lomo.
-No le encontrará ningún defecto, señor -dijo el embustero de Antonio, quien
era, con seguridad, el mayor pecador de los tres de nosotros allí presentes-. Es
el mejor flete que tengo, tiene sólo cuatro años es manso como un cordero y
enteramente sano. Nunca tropieza, señor, y tiene un paso tan suavecito que lo
puede galopiar llevando un vaso de agua en la mano sin desparramar una sola
gota. ¡Vaya! Se lo doy regalao por diez pesos, porque usté ha sido tan generoso
en eso del recao y quero mucho servirlo bien.
-Muchas gracias, amigo -le dije-. Su overo tiene quince años, está manco del
encuentro, es corto de resuello y tiene más mañas que cualesquiera otros fletes
en toda la Banda Oriental. Por nada permitiría que mi mujer montase en un bruto
tan peligroso como éste, pues, como le he dicho, no hace mucho que estoy casado.
Antonio fingió una expresión de sorpresa como quien ha recibido una injuria;
entonces, con la punta de su facón, rasguñó una cruz en la tierra; estaba a
punto de jurar solemnemente sobre ella que yo estaba enteramente equivocado y
que su mancarrón era una especie de ángel equino, o por lo menos un Pegaso,
cuando le interrumpí:
-Dígame todas las mentiras que usted quiera, amigo, y le escucharé con el mayor
interés; pero no jure sobre la cruz aquello que es falso, pues entonces los
cinco o seis pesos que se ha ganado con la silla apenas bastarán para comprar su
absolución de un pecado tan grande.
Se encogió de hombros y envainó otra vez el sacrílego facón.
-Ay están mis caballos -dijo Antonio, con tono ofendido-. Son animales a los que
usté parece estar muy avezao; escoja uno y engáñese si quere. Yo sólo he tratao
de servirlo; pero hay alguna gente que no conoce a un amigo cuando lo ve.
Entonces examiné minuciosamente los otros caballos, y por último terminé la
farsa escogiendo el malacara, y me complació reparar la expresión contrariada
que anubló el rostro de mi buen pastor.
-Sus caballos no me convienen -dije-, de modo que no puedo comprar uno a mi
gusto; sin embargo, le compra- esta vaca vieja; porque es el único animal en el
cual confiaría a mi mujer. Le doy siete pesos por él, ni un centésimo más, pues
como el emperador de la China, sólo hablo una vez.
Se quitó el pañuelo morado y se rascó la cabeza, y en seguida me condujo a la
cocina para consultar con su mujer. -Pues, señor -dijo-, por alguna curiosa
fatalidá usté ha escogido el flete de mi mujer-. Cuando oyó Cleta que yo habla
ofrecido siete pesos por su caballo, se rió alegremente.
-¡Mirá, Antonio, vos sabés que sólo vale seis pesos! Si, señor, será suyo y
puede pagarme a mí los siete pesos, no a mi marido. Que se atreva alguien aura a
decir que no puedo ganar plata. Y aura, Antonio, no tengo flete, ansina que
podés darme el bayo con ]as patas blancas.
-¿Qué te has imaginao vos?- exclamó su marido.
Después de tomar un mate, les dejé que arreglaran sus asuntos ellos mismos, no
dudando por un momento cuál de los dos saldría ganando en una prueba de
inteligencia. Cuando llegué a la vista de los árboles de la estancia de Peralta,
desensillé y até los caballos a un arbusto y en seguida me tendí sobre mi poncho
y recado. Después de las zozobras y los placeres de aquel día que me habían
privado de dormir la siesta, me quedé muy profundamente dormido.
XXVII
LA FUGA DE NOCHE
CUANDO desperté, no me di cuenta durante algunos momentos dónde me hallaba.
Tanteando alrededor, mi mano tropezó con el pasto empapado de rocío. Estaba muy
obscuro; pero cerca del horizonte una pálida vislumbre anunciaba, según me
imaginé, un nuevo día. De repente, me volvió a la memoria, y, alarmado, me puse
de pie, descubriendo con indecible alivio que la luz que había visto estaba al
oeste, no al este, y que dimanaba de una luna nueva que precisamente en ese
instante se ocultaba detrás del horizonte. Ensillando a toda prisa los dos
caballos, me dirigí a la estancia de Peralta, y en llegando, los conduje
cautelosamente bajo la sombra. de un grupo de árboles que se erguía en la margen
del antiguo y casi arrasado zanjón.
Tendiéndome en el suelo para oír mejor cualesquiera pasos que se aproximaran, me
puse a esperar a Demetria. Era pasada medianoche; reinaba el más profundo
silencio, salvo de rato en rato, el triste y lejano chirrido de un grillo, que
siempre parecía hallarse allí, como lamentando las perdidas fortunas del solar
de los Peralta. Durante más de media hora me quedé tendido en el suelo,
poniéndome por momentos, más y más inquieto y temiendo que Demetria fuera a
faltar a la cita, cuando por fin sentí algo como un susurro. Escuchando con
atención oí pronunciar mi nombre, y percibí que el ruido procedía de unas altas
matas de Lamonio a unos pocos pasos de distancia.
-¿Quién habla? -pregunté.
La alta y flaca figura de Ramona se irguió de entre la maleza y se aproximó
recelosamente. Estaba temblando de nerviosa agitación y no se había atrevido a
aproximarse sin primero hablar, teniendo ser tornada por un enemigo y que se
disparase contra ella.
-¡Madre de Dios! -exclamó, lo mejor que le permitiera hablar el castañeteo de
sus dientes-. ¡He estao tan agitada tuita la noche! ... ;Ay, señor! ?Qué vamos
hacer aura? ¡Lo que usté había arreglao estaba tan bien! ... Apenas lo oí, supe
que algún Angel del cielo había bajao pa decírselo al oído. ¡Y aura se le ha
metido en la cabeza a mi patrona, de no moverse de aquí! Tuitas sus cosas están
listas ... ropa, plata, alhajas; y hace ya una hora que le estamos suplicando
que salga, pero es al ñudo. No quere verlo, señor
-¿Está don Hilario en la casa?
-No, señor... Ha salido. No podríamos haber tenido una mejor ocasión. Pero es al
ñudo, se ha desanimao y no quiere venir. Ay está sentada llorando en su cuarto,
diciendo que no le puede mirar a la cara a usté otra vez.
-Anda y dile a tu patrona que estoy aquí esperándola con los caballos.
-Pero, señor, si ella ya sabe que usté ha llegao. Santos estuvo aquí ajuerita
aguaitando, y apenas llegó usté se jué a tuita carrera pa avisárselo Aura sólo
me ha mandao pa que le diga que no puede verlo y que está muy agradecida por
tuito lo que usté ha hecho por ella y que le ruega que se vaya y la deje.
No me extrañó mucho que Demetria, a último momento, no hubiese deseado verme,
pero estaba resuelto a no irme mientras no la viera y tratara de hacerla cambiar
de idea. Así que atando los caballos a un árbol, fui con la Ramona a la casa.
Entrando en puntillas, encontramos a Demetria tendida en el sofá, en la misma
pieza donde me había recibido tan singularmente ataviada la noche anterior; a su
lado estaba Santos, la aflicción en persona. En cuanto me vio entrar, se cubrió
el rostro, con las manos y volvi6 la espalda. Sin embargo, bastó una mirada para
demostrar que, con o sin su consentimiento, todo estaba pronto para la fuga. En
una silla cerca de ella había un par de alforjas en las que se habían metido las
pocas cosas que le pertenecían; una mantilla medio le cubría la cabeza, y a su
lado había una gran manta de viaje, destinada, evidentemente, a protegerla del
frío de la noche.
-¡Mira, Santos! Anda a esperarnos allá debajo de los árboles, donde están los
caballos; y tú, Ramona, dile adiós a tu patrona y déjanos solos, porque luego
recobrará su valor y se vendrá conmigo.
Santos, viéndose sumamente aliviado y agradecido, aunque un poco sorprendido del
tono de confianza con que yo hablaba, estaba saliendo precipitadamente de la
pieza cuando le señalé las alforjas. Se inclinó, sonrió burlonamente y
recogiéndolas, se retiró. La pobre vieja de Ramona se echó de rodillas,
sollozando, y clamando, al cielo que bendijera a su patrona, besándole el pelo y
las manos con triste devoción.
Cuando Salió, me senté al lado, de Demetria, pero no quiso quitarse las manos de
la cara o hablarme, y sólo prorrumpía en sollozos cuando le dirigía la palabra.
Por fin logré apoderarme de su mano, y luego, acercándola suavementc hacia mí,
apoyé su cabeza sobre mi hombro. Cuando empezaron a calmarse sus sollozos, dije:
-Dígame, querida Demetria, ¿ha perdido usted su confianza en mí, que ahora teme
venirse conmigo?
-¡No, no, Ricardo- balbuceó-, no es eso! Pero nunca jamás podré mirarlo a la
cara otra vez. ¡Si me tiene alguna compasión, le ruego, por Dios, que se vaya!
-¿Cómo? Dejarla a usted, Demetria, mi hermana, aquí con ese hombre? Cómo puede
imaginarse tal cosa?. Dígame! Dónde está don Hilario? Volverá esta noche?
-Yo no sé nada. Puede volver de un momento a otro. !Por Dios, Ricardo, déjeme!
Cada momento que usted se queda, aumenta su peligro -y diciendo esto trató de
desprenderse de mí, pero no la solté.
-Si usted teme la vuelta de don Hilario, es tiempo de que vayamos caminando
-repuse.
_¡No! ¡No! ¡No! ¡No! es posible! Todo ha cambiado ahora! Me moriría de verguenza
mirarlo a usted a la cara otra vez!
-No sólo me mirará otra vez, Demetria, sino que muchas otras veces. ?Cree por un
momento que después de venir a salvarla de las mandíbulas de aquel culebrón,
vaya ahora a dejarla aquí, sólo porque está un poco tímida? jEscuche, Demetria!
Voy a librarla esta noche de ese demonio, aunque tenga que sacarla en brazos
para afuera por la fuerza. Después podremos pensar en lo que debe hacerse
respecto a su padre y a su propiedad. Tal vez cuando salga el coronel de esta
triste atmósfera se restablezca su salud aun, quizás, su razón.
-¡Oh, Ricardo! ¿No me está usted engañando? -exclamó- bajando las manos y
mirándome de frente.
-No, no la estoy engañando. Y ahora, Demetria, va a perder todo temor, pues me
acaba de mirar y ya ve que no se ha vuelto piedra.
-AI momento se puso colorada; pero no se empeñó más en cubrirse el rostro,
porque en ese momento se oyó el estrépito de los cascos de un caballo que se
aproximaba a la casa.
-¡Madre de Dios! ¡Socórrenos! -exclamó Demetria,
aterrorizada-. ¡Es don Hilario!
En el acto apagué la única vela que ardía débilmente en la pieza.
-No tenga miedo. Cuando esté todo tranquilo, después que haya entrado don
Hilario, en su pieza, emprenderemos la huída.
Demetria estaba temblando de susto y se arrimó a mí; mientras escuchábamos
atentamente, oímos a don Hilario desensillar su caballo, y en seguida dirigirse
muy quedo, y silbando por lo bajo, a su pieza.
-Ya ha cerrado la puerta, y en unos pocos minutos más estará durmiendo. Cuando
piensa en ese hombre que le ha hecho la vida un suplicio ~no se alegra que haya
venido a llevármela?
-Me iría de todo corazón con usté esta noche, Ricardo, si no fuera por una cosa.
?Cree después de lo que ha pasado que jamás podría mirar a su mujer en la cara?
-Pero ella no sabrá nada de lo que ha pasado, Demetria. Sería deshonroso de mi
parte y una cruel injusticia a usted hablarle a ella de eso. La recibirá a usted
como a una querida hermana y la amará tanto, como yo. Todas estas dudas y
temores que la inquietan no tienen razón de ser, y pueden ser soplados como, el
vilano del cardo por el viento. Y ahora que me ha confesado tanto, Demetria, yo
también quiero confesarle la única cosa que me tiene intranquilo.
-Dígame qué es, Ricardo -murmuró muy suavemente.
Créame Demetria, que nunca he tenido la menor sospecha de que usted me amara. Su
manera no lo ha mostrado; de otro modo yo le habría contado, mi pasado, mucho
ha. Sólo sabía que me consideraba como a un amigo y uno en quien podia confiar.
Si he estado, equivocado todo este tiempo, Demetria, y si usted ha sentido
verdadero amor por mi, tendré que lamentar amargamente que le haya causado esta
pena. ?No quiere hablarme con entera confianza y decirme con franqueza lo que
siente?
Me acarició la mano un momento en silencio, y entonces contestó:
-Creo que ha tenido razón, Ricardo. Tal vez no sea capaz yo de una pasión como
algunas mujeres. Sentia...sabía que usté era mi amigo. Estar cerca de usté era
como estar a la sombra de un árbol frondoso en algún lugar cálido y solitario.
Pensé que sería agradable estar sentada alli para siempre y olvidar los amargos
años. Pero, Ricardo, si usté va a ser siempre mi amigo... mi hermano, estaré más
contenta, y mi vida me parecerá otra.
-Qué feliz me has hecho Demetria! Vamos! El culebrón está durmiendo,
escabullémosnos y dejémoslo entregado a sus malos sueños. jDios quiera que algún
día pueda volver a aplastarle la cabeza bajo el pie!
Entonces, arrebozándola en la manta de viaje y pisando suavemente, la conduje
afuera, y en unos pocos minutos llegamos junto a Santos, que estaba vigilando al
lado de los caballos.
De muy buena gana le dejé que ayudara a Demetria a montar a caballo, pues aquel
seria probablemente, el último servicio que é1 pudiera prestarle... Creo que el
pobre viejo estaba llorando, tan ronca se sentía su voz. Antes de irnos, le
anoté sobre un pedazo de papel mi dirección en Montevideo, y le pedí que la
llevara a don Florentino Blanco, encargándole en mi nombre que me escribiera en
dos o tres días más, para informarme de los movimientos de don Hilario. Luego
nos fuimos silenciosamente al trotecito sobre el pasto, y en una media hora
dimos con el camino que va de Rocha a Montevideo. Lo seguimos hasta el amanecer,
apenas deteniéndonos una vez en nuestra veloz carrera, y cien veces durante
aquella oscura travesía por un país que me era enteramente desconocido, bendije
a aquella hechicera de Cleta, pues nunca hubo caballo más seguro y firme que el
feo malacara que Ilevaba a mi compañera, y cuando refrenamos nuestros caballos a
la pálida luz de la mañana se veía tan fresco coco cuando salimos. Entonces
dejamos la carretera y anduvimos unas tres leguas en dirección al nordeste, pues
deseaba alejarme de los caminos públicos y de la gente entrometida y chismosa
que los frecuenta. Como a eso de las once llegamos a un rancho, donde
almorzamos; después seguimos caminando hasta llegar a un monte de esparcidos
algarrobos que crecían en la cuesta de una cuchilla. Era un lugar agreste y
solitario, con agua y buen pasto para los caballos y una amena sombra para
nosotros; así que después de desensillar y soltar nuestros caballos a pacer, nos
sentamos a descansar debajo de un árbol grande, arrimándonos a su grueso tronco.
Desde nuestro umbroso retiro, dominábamos una espléndida vista del pals por
donde habíamos atravesado toda aquella mañana y que se extendía a muchas leguas
de distancia; mientras fumaba un cigarro, conversé con mi compañera, llamándole
la atención sobre la hermosura de aquel vasto y asoleado paisaje.
-;Mira, Demetria! Cuando lleguen las largas noches de invierno y tenga bastante
tiempo desocupado, pienso escribir una narración de mis aventuras en la Banda
Oriental, y titularé mi libro La Tierra Purpúrea; pues, qué nombre más a
propósito podría hallarse para un país tan manchado en la sangre de sus hijos?
Claro que nunca lo leerás, porque lo escribiré en inglés y sólo por el placer
que les dará a mis hijos -si es que los tengo- en algún tiempo muy lejano cuando
sus pequeños estómagos morales e intelectuales estén preparados para digerir
otro alimento que la leche. Pero tú ocuparás un lugar muy importante en mi
narración Demetria, porque en estos últimos días nos hemos apegado mucho el uno
al otro. Y tal vez el último capítulo describirá nuestra precipitada carrera
juntos, huyendo de aquel espíritu maligno, Hilario, a algún bendito y lejano
refugio más allá de los cerros, de los montes y de la azulina línea del
horizonte. Porque cuando lleguemos a la. capital, yo creo que... me parece ...
sé, en efecto, que ...
Vacilé entre si decirle o no que probablemente sería necesario que yo abandonase
el país cuanto antes, pero como no me pidiera que prosiguiese, mirando a un
lado, descubri que mi compañera se había quedado profundamente dormida.
!Pobre Demetrial Había estado muy nerviosa toda la noche y apenas quiso
detenerse a descansar en ninguna parte, tan grande era el susto que tenía, pero
por fin su cansancio le había vencido por completo. Su postura arrimada al árbol
era sumamente incómoda e insegura, así que aproximando su cabeza muy suavemente
hasta que descansó sobre mi hombro, y sombreándole los ojos con su mantilla, la
dejé que siguiera. durmiendo- Su cara se veía singularmente cansada y pálida, en
aquella brillante luz del medio día, y contemplándola durmiendo y recordando
todos aquellos lóbregos años de sufrimientos y zozobra que había soportado, sin
olvidar este úlltimo dolor del que yo había sido la inocente causa, se me
empañaron los ojos de lágrimas.
Después de dormir un par de horas, despertó, de repente, asustada, y la afligió
mucho saber que la había sostenido todo ese tiempo. Pero después de aquel sueño
recuperador, pareció efectuarse un cambio en ella. No sólo había desaparecido su
gran cansancio, sino también el temor que la perseguía. De la ortiga el Peligro,
había arrancado la flor Seguridad, y ahora podía gozar de ella y estaba llena de
nueva vida y animación. La inusitada libertad v el ejercicio, junto con el
variante paisaje, también tuvieron un efecto estimulador sobre su cuerpo y ánimo
Un nuevo color se esparció por sus pálidas mejillas; ]as manchas violáceas
debajo de los ojos, que anunciaban días intranquilos y noches en desvelo, luego
desaparecieron; sonrió brillantemente y estaba muy animada, de modo que durante
aquel largo trayecto, ya descansando a la sombra. a mediodía, y galopando a
escape sobre el verde césped, no podría haber tenido una compañera más agradable
que Demetria. Esta transformación me trajo con frecuencia a la memoria aquellas
conmovedoras palabras de Santos, en que describía la mano asoladora de los
sufrimientos, y cómo con otra laya de vida su patrona sería "una flor entre
mujeres". Era un consuelo que su afecto para conmigo hubiera sido sólo cariño,
eso y nada más. Pero ?qué iba a ser con ella cuando llegásemos a Montevideo,
sabiendo, como sabía, que mi mujer estaba muy deseosa de volver sin más demora a
su pals, y resultándome, al mismo tiempo, muy cruel abandonar a la pobre
Demetria entre extraños?
Encontrando su ánimo tan mejorado, me aventuré a hablarle al respecto, primero
se entristeció; pero luego, recobrando valor, me rogó que le permitiésemos
acompañarnos a Buenos Aires. La perspectiva de quedarse sola le era intolerable,
pues no tenía motivos en Montevideo, y los amigos políticos de su familia
estaban todos desterrados o llevando vidas muy retiradas. Al otro lado del Plata
estaría con amigos, y a salvo, durante cierto tiempo de su verdugo. Esta
proposición me pareció muy cuerda y me alivió considerablemente, aunque, por
cierto, sólo servía para allanar la dificultad durante un corto tiempo
solamente.
Como a seis leguas de Montevideo, en el departamento de Canelones, encontré la
casa de un compatriota llamado Baker, quien habia vivido muchos años en el país;
era casado y con familia. Llegamos a su estancia en la tarde, y viendo que
Demetria estaba sumamente rendida con nuestro largo viaje, le pedí al señor
Baker que nos alojara esa noche. Este caballero se portó muy amablemente con
nosotros, no haciendo ninguna pregunta indiscreta, y después de conocernos sólo
unas pocas horas, en las que nos hicimos amigos, le llevé aparte y le referí la
historia de Demetria. Entonces, como hombre de buen corazón, ofreció en el acto
alojarla en su propia casa hasta que pudiesen arreglarse sus asuntos en
Montevideo, oferta que fué muy gustosamente aceptada.
XXVIII
Después de eso, me encontré otra vez de vuelta en Montevideo. Cuando le dije
adiós a Demetria, no parecía querer permitirme ir, guardando mi mano en la suya
un rato inusitadamente largo. Era, tal vez, la primera vez en su vida que fuera
a quedar sola entre gente enteramente extraña, y habiendo nosotros intimado
tanto durante los últimos años, era sólo natural que se arrimara un poco a mi,
al separarnos. Le di otra vez un apretón de manos, exhortándola a que tuviese
valor y alentándola con la esperanza de que en pocos dias más habría pasado todo
el peligro y las dificultades; no obstante, continuó reteniendo mi mano en la
suya. Esta tierna desgana a que la dejara fué conmovedora además de halagüeña,
pero un poco inoportuna, pues estaba deseoso de estar a caballo y en camino.
Luego, mirando la ropa algo usada que Ilevaba puesta, dijo:
-Ricardo, si voy a quedar escondida aqui hasta que me una a ustedes a bordo,
entonces tendré que conocer a tu mujer con este vestido viejo.
-¡Ho! ¿Es eso entonces, Demetria, en lo que estás pensando? -dije.
Inmediatamente hablé con nuestra amable dueña de casa, y cuando le expliqué este
serio asunto, ofreció ir ella misma en seguida a Montevideo a buscar las prendas
necesarias, algo en que yo no habia pensado, pero que evidentemente habia tenido
a Demetria muy preocupada.
Cuando, por último, llegué al pequeño retiro suburbano donde habitaba mi tia
política, Paquita y yo nos portamos, durante cierto tiempo, como un par de
locos, tan grande era nuestra felicidad al hallarnos juntos otra vez, después de
tan larga separación. Durante ese período no había recibido ninguna carta de
ella, y de la veintena que yo escribiera, sólo habían llegado a sus manos dos o
tres, asi que tuvimos mil preguntas que hacer y contestar. No se cansaba de
mirarme, ni de maravillarse de mi color tostado y los bigotes y la barba que
ahora llevaba; mientras que ella -¡mi pobre linda mujercita!- estaba
inusitadamente pálida; pero, a pesar de eso, tan hermosa, que me admiraba cómo,
poseyéndola, pudiera haber encontrado a cualquier otra mujer siquiera
medianamente buena moza. Le hice un relato circunstanciado de mis aventuras,
omitiendo solamente algunos pocos asuntos que mi honor no me permitía divulgar.
Por ejemplo, cuando le conté de mi estada en la estancia de los Peralta, no dije
nada que traicionara la confianza depositada en mi por Demetria, ni tampoco me
pareció necesario mencionar la aventura con aquella picaruela hechicera de
Cleta, con el resultado de que Paquita quedó muv complacida de la caballerosa
conducta que había mostrado en todo el asunto, y estaba muy predispuesta a darle
a Demetria un lugar en su corazón.
No haría veinticuatro horas que estaba de vuelta en Montevideo cuando recibí una
carta de don Florentino Blanco, probando que la precaución que tomara al dejar a
Demetria a cierta distancia de la ciudad no había sido en vano. La carta me
informaba que don Hilario luego cayó en la cuenta de que me había fugado con la
hija de su infortunado patrón, y que no le cupo duda al respecto cuando
descubrió que el mismo dia que me despedí, una persona cuya descripción
correspondía en todo particular a la mía, había comprado un caballo y una silla
de mujer y había ido en direcci6n a la estancia por la noche.
Mi corresponsal me previno que don Hilario Ilegaría a Montevideo antes de su
carta; también, que el había descubierto algo respecto a la parte que yo tomara
en la última insurrección, y que con seguridad pondría el asunto en manos del
Gobierno a fin de que me detuvieran, después de lo cual tendria poca dificultad
en obligar a Demetria a volverse con é1.
Por un momento me consternó esta noticia. Afortunadamente, Paquita no estaba en
casa cuando la recibí, y temiendo que pudiese volver y tomarme desprevenido, en
ese estado de desaliento, me apresuré a salir; entonces, a través de calles
diagonales y angostas callejuelas, y mirando furtivamente en rededor por temor
de encontrarme con la policía, me escapé de la ciudad. Lo único que deseaba en
este momento era encontrar un sitio seguro donde poder reflexionar sobre la
situación sosegadamente, y concertar, si fuera posible, algún plan para burlar a
don Hilario, quien había andado demasiado listo para mí. Por último, de los
muchos planes que cruzaron mi mente mientras estaba sentado a la sombra de una
cerca de cactos como a veinte cuadras de la población, resolví, de acuerdo con
mi vieja y bien probada regla adoptar el más temerario, cual era el de entrar
inmediatamente en la población y pedir la protección de mi pais. El único
inconveniente que presentaba este plan era que, al volver, pudiese ser prendido
en el camino, lo que afligiria extremadamente a Paquita y con lo que, tal vez,
la fuga de Demetria se vería frustrada. Mientras me ocupaban estos pensamientos,
vi pasar en dirección a la ciudad un coche cerrado, cuyo cochero estaba un tanto
borracho. Saliendo de mi escondite, logré hacer que se parase y le ofrecí dos
pesos para que me llevara al Consulado Británico. Era coche particular, pero los
dos pesos tentaron al hombre, asi que después de recibir el dinero
anticipadamente, me permitió subir; luego, cerrando las ventanillas y
arrellanándome en los cojines, fuí transportado rápida y cómodamente a la casa
de refugio. Me presenté al cónsul y le conté una discreta mezcla de verdad y
mentiras, diciéndole que había sido prendido forzosamente y obligado a servir en
las filas de los Blancos, y que al escaparme de los rebeldes y Ilegar a
Montevideo, me habia causado gran asombro econtrarme con la noticia de que el
Gobierno tuviera la intención de meterme preso. El cónsul me hizo unas cuantas
preguntas y examinó el pasaporte que el mismo me había remitido hacía pocos
dias; y luego, riendo alegremente, se puso el sombrero y me invitó a que lo
acompañara al Ministerio de Guerra. El subsecretario, el coronel Arocena, era,
me dijo, un amigo personal suyo, y si lo podíamos ver, todo se arreglaría.
Andando a su lado, me sentí bien seguro y valiente otra vez, pues en cierto
sentido estaba caminando con la mano apoyada en la soberbia melena del león
británico, cuyo rugido no se provocaba impunemente. En llegando al Ministerio,
el cónsul me presentó a su amigo, el coronel Arocena, un afable caballero de
edad, calvo y con un cigarrillo entre los labios. Escuchó con interés y -me
pareció- que con una sonrisa medio incrédula, el cuento desgarrador de la
crueldad con que me habían tratado aquellos malditos rebeldes de Santa Coloma.
Cuando terminé mi relación, me pasó una hoja de papel en que habia garabateado
unas cuatro lineas, añadiendo, al mismo tiempo: -¡Vaya, mi joven amigo! Tome
este papel y nadie lo molestará aquí en Montevideo. Ya hemos tenido noticias de
sus hazañas en el departamento de Florida y también en el de Rocha, pero, no nos
proponemos declararle la guerra a Inglaterra por usted.
Todos nos reímos de este discurso; en seguida, cuando hube guardado en el
bolsillo el documento en cuyo margen se ostentaba el sacrosanto sello del
Ministerio de Guerra, pidiendo a cuantos lo leyeren que no molestasen al
portador en sus legítimas idas y venidas, agradecimos al amable coronel y nos
despedimos. Pasé una media hora paseando con el cónsul; luego nos separamos.
Mientras estuvimos juntos, habia reparado en dos hombres de uniforme a cierta
distancia de nosotros, y ahora, volviendo a casa, observé que me venían
siguiendo. Al poco rato me alcanzaron y me intimaron cortésmente su intención de
llevarme preso. Sonreí, y sacando del bolsillo el precioso documento del
Ministerio de Guerra, se lo presenté. Se mostraron sorprendidos y me lo
devolvieron, excusándose, al mismo tiempo, por haberme molestado; luego se
fueron, y continué tranquilamente mi camino.
Claro está que había andado sumamente afortunado en toda esta aventura; no
obstante, no estaba dispuesto a atribuir mi fácil escapada enteramente a la
suerte, porque yo había contribuido, me pareció, en gran parte, con mi prontitud
en el obrar, y en fraguar, así de sopetón, un plausible cuento.
Sintiéndome muy feliz, caminaba por las asoleadas calles de la ciudad,
blandiendo alegremente mi bastón, cuando de repente. al torcer una esquina,
cerca de la casa de doña Isidora, me encontré cara a cara con don Hilario.
Este inesperado encuentro nos tomó a ambos desprevenidos; él retrocedió dos o
tres pasos, poniéndose tan pálido como lo permitiera su tez morena. Yo fuí el
primero que volvió en si. Hasta entonces habia logrado frustrarlo, y estaba al
corriente, además, de muchas cosas que él ignoraba enteramente; sin embargo,
allí estaba don Hilario, en la misma ciudad conmigo, y había que habérselas con
él. Acto continuo, resolví tratarlo como a un amigo, fingiendo una completa
ignorancia respecto al motivo que pudiese haberlo traído a Montevideo.
-¡Hola, don Hilario! ¿Cómo es esto? ¿Usted por acá? ¡Dichosos los ojos que lo
ven -exclamé, dándole un buen apretón de manos y pretendiendo estar fuera de mí,
del gusto de verle.
Al instante recobró su serenidad de costumbre, y cuando le pregunté por doña
Demetria, respondió, después de vacilar un momento, que estaba en muy buena
salud.
-Venga, don Hilario, estamos a dos pasos de la casa de mi tia Isidora, donde
estoy alojado, y me dará un gran placer presentarle a mi señora, quien se
alegrará de poder agradecerle a usted, personalmente, su amabilidad para conmigo
en la estancia.
-¡Su señora, don Ricardo! ¿Quiere usté decirme, entonces, que está casado?
exclamó, sorprendido, pensando, probablemente, que ya era el marido de Demetria.
-¡Cómo! Que no le había contado? ¡Ah! Ahora que me acuerdo, fué a doña Demetria.
a quien le conté. ¡Qué raro que ella no se lo hubiese dicho! Si, me casé antes
de venir a este país.... mi mujer es argentina. Venga usted conmigo y verá a una
linda mujer, si eso es un aliciente.
Don Hilario estaba claramente muy asombrado, pero se había puesto su máscara
otra vez, y ahora. se mostró cortés, sereno y receloso.
Cuando entramos en la casa, le presenté a doña Isidora, quien se hallaba en la
sala, y lo dejé conversando con ella. Me complació hacer esto, sabiendo que
aprovecharía la oportunidad para tratar de sonsacarle algo a la locuaz anciana,
y que no averiguaría nada, no estando ella al tanto de nuestros secretos.
Encontré a Paquita. en su pieza durmiendo la siesta; y mientras se vestía, a
pedido mío, con su traje más elegante -un vestido de terciopelo negro que hacia
resaltar su sin par belleza, mejor que otro- le expliqué cómo deseaba que
tratase a don Hilario. Ella, por supuesto, lo conocía por lo que yo le había
dicho, y lo aborrecía de todo corazón, considerándolo una especie de espíritu
maligno de cuyo castillo encantado yo había librado a la desdichada Demetria;
pero le hice comprender que nuestro plan más prudente sería el de tratarlo
cortesmente. Consintió de muy buena gana, porque las mujeres argentinas pueden
ser más encantadoras y agradables que cualquiera otra mujer del mundo entero, y
lo que la gente sabe hacer bien, le gusta que se le pida que haga.
La sutil cautela de nuestra culebrosa visita no logró ocultar de mi observación
que había quedado extremadamente sorprendido cuando vió a Paquita. Ella se
colocó cerca de él y le hablé del modo más dulce y natural, de su placer en
tenerme de vuelta otra vez y de lo muy agradecida que le estaba a él y a todos
los de la estancia de Peralta por su hospitalidad para conmigo. Como ya lo había
previsto, don Hilario fué completamente arrebatado por la primorosa hermosura de
Paquita y el encanto de su trato para con él. Se sintió halagado y se esforzó
por hacerse agradable, pero al mismo tiempo no sabía que pensar. Mientras
lanzaba intranquilas miradas aquí y allá alrededor de la pieza, las cuales, como
la mariposilla predestinada a la llama de la vela, siempre volvían otra vez a
aquellos brillantes ojos de violeta que rebosaban disimulada bondad, la
expresión desconcertada de su rostro, se fué haciendo más y más evidente. Quedé
encantado con la representación de Paquita, y sólo esperaba que don Hilario
padeciera largo tiempo los efectos del sutil veneno que ella había infundido en
sus venas. Cuando se levantó para irse, yo estaba seguro de que la desaparición
de Demetria era para él un misterio mayor que nunca; y como tiro de gracia, lo
invité calurosamente a que viniera seguido a vernos, mientras é1 permaneciera en
la capital, y hasta le ofrecí una cama en la casa; mientras que Paquita, para no
ser menos, pues había entrado de lleno en la broma, envió por él un muy
afectuoso recado a Demetria, a quien ya amaba y, esperaba conocer algún dia.
Dos dias después de esta aventura, supe que don Hilario se había marchado de
Montevideo. Estaba convencido de que no había descubierto nada; era posible, sin
embargo, que hubiese dejado a alguna persona para vigilar la casa, y como
Paquita estuviera ahora muy deseosa de volver cuanto antes a su país, resolví no
retrasar más nuestra partida.
Bajando al puerto, encontré al. capitán de una pequeña goleta que traficaba
entre Montevideo, y Buenos Aires, y enterado de que pensaba partir para este
último puerto en tres dias mds, arreglé con é1 para que nos llevara; también
consintió en recibir a Demetria inmediatamente. En seguida, le mandé un recado
al señor Baker, rogándole que trajera a Demetria a Montevideo y la llevara a
bordo de la goleta, sin pasar por la casa. Dos días después, por la mañana me
avisaron que estaba a bordo; y habiendo así burlado al bribón de Hilario, cuyo
cráneo ofídeo mucho me habría gustado aplastar con el pie, y teniendo todavía un
día desocupado, fuí una vez más a visitar el cerro, para. dar desde su cima un
último vistazo a aquella Tierra Purpúrea donde había pasado tantos memorables
días.
Cuando me acerqué a la cima del gran cerro solitario, no contemplé extasiado el
soberbio panorama que se desplegaba ante mis ojos, ni pareció alborozarme el
viento, que soplaba. fresco del amado Atlántico. Miraba al suelo y arrastraba
los pies como una persona cansada. Sin embargo, no estaba. cansado, pero ahora
empecé a acordarme que en otra ocasión había dicho, en este mismo cerro, muchas
torpezas y cosas vanas de un pueblo cuyo carácter e historia entonces ignoraba.
Recorde, igualmente, con extremada amargura, que mi visita a este país había
traído un gran sufrimiento, quizás duradero, a un noble corazón.
-Cuántas veces me he arrepentido -dije para mí- de las crueles y desdeñosas
palabras que dirigí a Dolores aqueIla última vez que nos vimos, y ahora, una vez
más, "vengo a coger las toscas y ásperas bayas" del arrepentimiento y de la
expiación, a humillar mi orgullo insular y a retractarme de todas las
injusticias en que incurrí la vez pasada, precipitadamente y sin pensar.
-No es una peculiaridad. exclusivamente británica el considerar a la gente de
otras nacionalidades con cierto desdén, pero tal vez entre nosotros el
sentimiento sea más fuerte, o se exprese con menos reserva. Permítaseme ahora,
por fin, reivindicarme de esta falta, que es inofensiva y quizás hasta
recomendable en los que se quedan en sus casas, además de ser muy natural,
puesto que el desconfiar y no gustar de las cosas lejanas y desconocidas forma
parte de nuestra irracional naturaleza. Permítaseme, por último despojarme de
estos anticuados anteojos ingleses, con guarnición de madera y lentes de cuerno,
para enterrarlos para siempre en este cerro, que durante medio siglo y más ha
contemplado un pueblo joven y febril, luchando contra agresiones extranjeras, y
también contra el enemigo de su propia casa, y donde, hace pocos meses, ensalcé
la civilización británica, lamentando que hubiese sido aquí plantada y regada
copiosamente con sangre, para ser desarraigada otra vez y arrojada al mar.
Después de mis correrias por el interior, donde llevaba conmigo sólo una pizca
menguante de aquel sentimiento, para impedir que existiera la más perfecta
armonia entre yo y los paisanos con los cuales rne asociaba, confieso no ser
ahora de la misma opinión No puedo creer que mi trato con la gente habría tenido
aquel delicioso y agreste sabor que he hallado si la Banda Oriental hubiese sido
conquistada. y colonizada por Inglaterra, y todo, lo avieso en ella, enderezado
según nuestras ideas. Y si aquel sabor característico no puede coexistir con la
prosperidad material que produce la energía anglosajona, deseo fervientemente
que este país jamás conozca dicha prosperidad. No tengo pizca de ganas de ser
asesinado; no hay hombre que la tenga; pero, antes de ver al avestruz y al
venado ahuyentados más allá del horizonte, al flamenco y al cisne de cuello
negro muertos sobre las azulinas lagunas, y al pastor enviado a puntear su
romántica guitarra en los infiernos, como paso imprescindible para la seguridad
de mi persona, prefiero mil veces andar preparado para defender mi vida en
cualquier momento contra el repentino ataque de un asesino.
No sólo de pan vive el hombre, y la ocupación británica de un país no brinda
cuanto el corazón anhela. Las mercedes pueden volverse hasta calamidades cuando
el poder que las concede, ahuyenta de nosotros el tímido espíritu de la Belleza
y la Poesía. Ni es sólo porque inspira en nosotros sentimentos románticos, que
este país ha prendado mi corazón. Es la perfecta república la libertad que en
ella siente el viajero del Viejo Mundo es indeciblemente dulce y original. Aun
en Inglaterra, en nuestra condición en exceso civilizada, tornamos
periódicamente en busca de la Naturaleza,- y respirando el aire puro, de la
montaña y paseando la vista sobre grandes trechos de mar y tierra, hallamos que
siempre nos atrae poderosamente. Es algo más allá de estas sensaciones,
puramente materiales, lo que se experimenta cuando nos asociamos, por primera
vez, con nuestros semejantes en un lugar como este, donde todos los hombres son
enteramente libres e iguales. Ya me parece oír a algún sapientísimo señor
protestar enérgicamente y exclamar: "¡No! ¡no! ¡no!, la Tierra Purpúrea de la
que usted hace tanto alarde es sólo nominalmente una república: su Constitución
es un pedazo de papel garabateado y sin valor alguno; su gobierno es una
oligarquía templada por asesinatos y revoluciones". Es verdad; pero el grupo de
ambiciosos gobernantes, cada uno esforzándose por derribar a su adversario por
tierra, no tiene el poder de hacer sentir al pueblo. La constitución
tradicional, más poderosa que la escrita en letras de molde, hállase grabada en
el corazón de todo hombre y lo mantiene siempre un republicano libre, con una
libertad que sería dificil igualar en cualquiera otra parte del mundo. Ni el
beduino mismo es tan libre, puesto que él rinde una reverencia casi
supersticiosa y obedece de modo implícito a su jeque. En cambio, aquí, el señor
de muchas tierras e innumerables majadas se sienta a platicar con el asalariado
pastor, pobre y descalzo, en su rancho lleno de humo, sin que los separe ningún
sentimiento de casta, y sin que el sentido de sus pasiones, tan distanciadas una
de otra, enfríe la viva corriente de simpatía que une a dos corazones humanos.
Qué alentador es hallarse con esta perfecta libertad de trato, templada
sólamente por aquella cortesía innata y gracia propias de los hispanoamericanos.
Qué cambio para la persona que llega de países donde hay clases altas y bajas,
cada cual con sus innumerables y detestables subdivisiones; para el que no
aspira a asociarse con la clase superior a la suya, y que se estremece de
aversión ante el servilismo y la humildad de la clase inferior a la suya. Aunque
esta absoluta igualdad sea incompatible con un perfecto orden politico, yo, al
menos, sentiría ver tal orden establecido. Además, no es cierto que las
comunidades que con más frecuencia nos horrorizan con crímenes violentos sean
moralmente peor que otras. Una comunidad en la que no hay muchos crímenes no
puede ser moralmente sana. En el Perú, bajo la dinastía de los Incas, no había,
en realidad, crímenes; era algo muy fuera de lo común que alguien cometiera un
crímen en aquel imperio.
Y la razón por la cual existía ese estado de cosas, tan contrario a la
naturaleza, es la siguiente: la base del sistema del gobierno incaico estaba
fundada en aquella doctrina tan inicua y funesta de que el individuo guarda la
misma relación hacia el gobierno, que un niño para con sus padres; que su vida
desde la cuna hasta la tumba debe serle ordenada por un poder al que aprende a
considerar como omnisapiente; un poder, en realidad, omnipresente y todo
poderoso. En tal pueblo no podría existir la voluntad individual o un saludable
y libre movimiento de las pasiones, y, por consiguiente, tampoco ningún crímen
¿No es de admirar que un sistema tan indeciblemente repugnante a todo individuo
que siente que su voluntad es una divinidad obrando en él, se derrumbase al
primer roce de la invasión extranjera y que no dejara ni rastros de su
perniciosa existencia en el continente en el que había gobernado?
Pues todo el imperio se hallaba, por decirlo así, podrido aún antes de su
disolución, y cuando cayó, se mezcló con el polvo y quedó enterrado en el
olvido. La Polonia, un país mal gobernado y sin más organización que la Banda
Oriental, antes de que fuera gobernado por la Rusia, no se mezcló asi con el
polvo, cuando cayó; el despotismo, implacable del emperador de Rusia no pudo
aniquilar su espíritu; su Voluntad siempre sobrevivió para endulzar la tétrica
opresión con venerados sueños y para hacer que empuñara con éxtasis feroz, el
puñal oculto en su pecho. Pero no había necesidad de alejarme de este Verde
Continente para probar la verdad de lo dicho. La gente que habla y escribe de
las desorganizadas repúblicas sudamericanas, es muy aficionada a señalar al
Brasil, aquel gran imperio, apacible y progresista, como un ejemplo digno de
seguirse. ¡Un país ordenado, si, pero su gente embebida en todo vicio
abominable! En comparación con estos emasculados hijos del ecuador, los
orientales son los hidalgos de la naturaleza.
Bien puedo imaginar a un beato exclamar: "¡Ay, pobre iluso!, ¡Cuán poca
importancia podemos atribuir a vuestra plausible defensa en pro del desorden en
la administración de un pueblo, cuando vuestra propia narración manifiesta
claramente que la atmósfera moral que habéis respirado os ha corrompido! Repasad
vuestro propio relato y encontraréis que habéis según nuestros conceptos,
ofendido de varios modos y en diversas ocasiones, y que ni aun tenéis la gracia
de arrepentiros de todas las maldades que habéis pensado, dicho y cometido".
No he leído libros sobre filosofía, porque cuando he tratado de ser filosófico,
"la felicidad -como ha dicho alguien- siempre ha entrado de por medio"; también,
porque he preferido más bien estudiar los hombres que los libros; pero en lo
poco que he leído hay un pasaje que recuerdo muy bien, y lo citaré como
respuesta a cualquiera que me llame una persona inmoral por no haber siempre
permanecido mis pasiones en un estado de reposo, como galgos -según el símil
empleado por un poeta sudamericano durmiendo a los pies del cazador, mientras
descansa cerca de una roca a mediodía: "Debiéramos considerar las perturbaciones
del espíritu -dice Spinoza-, no como vicios de la naturaleza humana, sino como
propiedades tan de ella, como lo son al carácter de la atmósfera el calor, las
tempestades, los truenos y otras manifestaciones semejantes, los cuales
fenómenos aunque inconvenientes, son: sin embargo, necesarios, y tienen causas
fijas por medio de las cuales tratamos de comprender su naturaleza, y el magín
tiene tanto placer en verlas claramente, como en saber las cosas que halagan los
sentidos". Permítaseme experimentar los fenómenos que son inconvenientes como
así los que halagan los sentidos, y es probable que mi vida sea más sana y más
feliz que la de la persona que pasa su tiempo encima de una nube, ruborizándose
por las iniquidades de la naturaleza.
Se ha dicho muchas veces que un estado ideal -una Utopía donde no existe ni la
insensatez, ni el crímen ni el sufrimiento infunde en el ánimo una singular
fascinación. Pues yo, cuando encuentro una cosa falsa., me es indiferente
quiénes sean las notabilidades que la afirmen. No trato de hacer que me agrade,
ni creerla, ni remedar lo que chacharea acerca de ella el mundo elegante.
Detesto todo ilusorio sueño de una paz perpetua, toda maravillosa ciudad del sol
donde la gente pasa su monótona y desabrida existencia en contemplaciones
místicas o encuentra su deleite, como monjes budistas, en contemplar las cenizas
de generaciones muertas de devotos. El estado es contrario a lo natural, e
indeciblemente repugnante; el reposo sin sueños del sepulcro es mis tolerable a
la mente sana y activa que una existencia semejante. Si el Signor Gaudentio di
Lucca se mantuviera. todavía vivo por medio de sus maravillosos conocimientos de
los secretos de la naturaleza, y se me apareciera aquí, en el presente momento,
para decirme que la santa comunidad con la que vivió en el Africa Central no era
un mero sueño y ofreciera conducirme a ella, no aceptaría. Preferiría quedarme
en la Banda Oriental, aun cuando haciéndolo llegara, por último a ser tan
perfecto como el peor bandido en ella, y dispuesto a vadear hasta las rodillas
en sangre a la Silla Presidencial. Porque aunque en mi propio país, Inglaterra,
el cual no es tan perfecto como el antiguo Perú o en el país del Pofar en el
Africa Central, he sido separado de la naturaleza largo tiempo, y ahora, en este
país Oriental, cuyos delitos políticos son un escándalo, tanto a la pura
Inglaterra cuanto al impuro Brasil, he sido de nuevo reunido a ella. Por esta
razón la amo, con todas sus faltas. Aquí, como Santa Coloma, me arrodillaré en
el suelo y besaré esta roca como un niño podría besar el pecho que le da de
mamar; aquí, sin aversión al polvo, como Juan Carrickfergus, meteré las manos
dentro de la tierra suelta y morena y le daré un buen apretón de manos, por
decirlo así, a nuestra querida madre, la Naturaleza, después de nuestra larga
separación.
¡Adiós! hermoso país de sol y de tormentas, de virtudes y de crímenes; que los
invasores que pudieren en lo futuro pisar tu suelo, tengan la misma suerte de
aquellos del pasado, y te dejen librado, por último, a tus propios recursos; que
el caballeresco instinto de Santa Coloma, la pasión de Dolores, el cariño
desinteresado de Candelaria siempre vivan en tus hijos para alegrar sus vidas
con romance y beIleza; que el tizón de nuestra superior civilización jamás toque
tus flores silvestres, ni caiga el yugo de nuestro progreso sobre tus pastores
-atolondrados, airosos y amantes de la música como los pájaros transformándolos
en el abyecto campesino del Viejo Mundo.
XXIX
AL siguiente día mis compañeros de viaje se encontraron a bordo, siendo nosotros
tres los únicos pasajeros de primera. Cuando bajamos al saloncito, encontré a
Demetria esperándonos, considerablemente hermoseada por el nuevo vestido, pero
muy pálida e inquieta; hallaba, probablemente, muy difícil esta primera
entrevista. Las dos mujeres se miraron una a otra seriamente, pero el semblante
de Demetria -supongo, que lo haría para disimular su nerviosidad- había, tomado
aquella expresión impasible, casi fria, que observaba cuando, recién la conocí.
Esto le chocó a Paquita, de manera que después de un saludo algo seco, se
sentaron y hablaron sólo de trivialidades. Habría sido difícil encontrar a dos
mujeres más desemejantes de figura, carácter y educación; no obstante la
esperanza que abrigara, de que se hiciesen amigas, el resultado de este su
primer encuentro había sido un amargo desengaño Después de un rato desagradable,
todos nos pusimos de pie. Estaba a punto de subir sobre cubierta, y ellas de
entrar en sus respectivos camarotes, cuando Paquita, sin prevención alguna,
prorrumpió de repente en lágrimas y estrechó a Demetria entre sus brazos.
-¡Oh, querida. Demetria, qué vida tan triste la suya! -exclamó.
¡Eso fué muy de ella, tan impulsiva y con un instinto tan certero que siempre la
llevaba a hacer precisamente lo que era debido! La otra respondió gustosa a su
abrazo; me retiré apresuradamente y las dejé besándose y mezcIando sus lágrimas.
Cuando pisé sobre cubierta, encontré que ya nos habíamos hecho a la vela y que
un viento fresco nos estaba impeliendo rápidamente sobre las olas. Había cinco
pasajeros de proa, tipos despreciables, de poncho y sombrero guarapón,
haraganeando sobre cubierta y fumando cigarriIlos; pero cuando salimos de la
bahía y el buque empezó a menearse un poco luego, tiraron sus cigarrillos,
escupieron ignominiosamente y desaparecieron seguidos por las risas burlonas de
los marinos. Quedó sólo un pasajero, quien se mantuvo firme en su asiento a
popa, como si estuviese resuelto a ver hasta el último "The Mount", como los
ingleses en esta parte del mundo apodan a la hermosa ciudad que descansa a los
pies del cerro de Magallanes.
Para asegurarme de que ninguno de estos individuos venía persiguiendo a
Demetria, le pregunté a nuestro capitán, un italiano, quiénes eran y cuánto
tiempo habían estado a bordo, y me alivió mucho saber que eran prófugos
-probablemente rebeldes- y que todos ellos habían estado escondidos en el buque
durante los tres o cuatro días, esperando salir de Montevideo.
Al caer la tarde el mar se puso bravísimo, virando el viento en dirección al sur
y soplando muy fuerte; esto favoreció nuestra travesía del feo "Mar del Plata",
pues así insisten en llamarlo los poetas del Plata, a pesar de sus malvadas y
agitadas olas de color de ladrillo, tan aborrecidas de los malos navegantes.
Paquita, y Demetria sufrieron horriblemente, tanto, que tuve que quedarme con
ellas la mayor parte del tiempo. Les dije, con suma imprudencia, que no se
alarmasen, que no era nada -sólo mareo-, y creo, en verdad, que, en
consecuencia, me aborrecieron durante un rato de todo corazón. Por fortuna,
había previsto estas escenas desgarradoras, y me había provisto, para el caso de
una botella de champaña; y después que me bebí dos a tres copas para animarlas,
mostrándoles lo fácil que era tomar esta medicina, conseguí que se bebieran el
resto. Por fin, como a eso de las diez de la noche, comenzaron a persuadirse de
que la enfermedad no tendría fatales resultados, y viéndolas tan aliviadas, subí
sobre cubierta, a tomar un poco de aire. Todavía estaba el viejo y estoico
gaucho sentado en la popa, por lo visto muy infeliz.
-¡Buenas noches, compañero! -dije-. ¿Puedo ofrecerle un cigarro?
-Patroncito, usté parece tener güen corazón. -repuso, rechazando el cigarro con
un movimiento de cabeza-. Por el amor de Dios, consígame un poquito de caña. Me
muero por falta de algo que me caliente por dentro y que me pare la cabeza de
darse güelta como un trompo; no he podido conseguir nada de estos bachichas
brutos a bordo, con su jerga que naides les compriende.
¡Cómo no, amigo! ¿Por qué no? -repuse, y dirigiéndome al Capitán, conseguí que
me diera un medio litro.
El viejo agarró la botella con ávido placer y tomó un buen trago. -¡Ah... -dijo,
acariciando primero la botella. y después el estómago-, esto sí que le pone
nueva vida a un hombre! ¿Qué no irá a acabar nunca esta travesía, patroncito?
Cuando estoy montao en mi flete, puedo olvidarme que soy un viejo, pero estas
malditas olas me hacen recordar que he vivido muchos años.
Encendí un cigarro y me senté a conversar con él.
-¡Ah, pa ustedes los extranjeros es tuito lo mesmo ... el mar o la tierra !
-continuó-. Hasta fumar pueden ... ¡Qué cabeza más tranquila y estómago más
reposao no han de tener! Pero lo que más me tiene intrigao es esto, señor ¿Cómo
pasa que usté que es extranjero, está viajando con esas dos señoras orientales?,
me pregunto yo. Ay tiene a esa lindura de señorita de ojos de violeta..., ¿Quién
podrá ser?
-¡Esa es mi mujer, viejo! -repuse, riendo y entreteniéndome su curiosidad.
-¡Ah! ¿Es usté casao, entonces? ¡Y tan joven! Su mujer es linda, graciosa, bien
educada; se ve que es hija de padres ricos, pero es delicada. señor, muy
delicada; y algún día no muy lejano... Pero, ¿por qué de predecir cosas tristes
a un corazón lleno de alegría como el suyo? Pero la cara, señor me es
desconocida; no me ricuerda las faciones de ninguna familia oriental que yo
conozca.
-Eso se explica muy fácilmente -dije, sorprendiéndome su astucia-, ella no es
oriental, sino argentina.
-¡Ah, por eso! -repuso, empinando, otra vez la botella y tomando un largo trago-
En cuanto a la otra señora que va con ustedes, ¿pa qué preguntarle quén es ella?
-¿Por qué dice usted eso? ¿Quién es ella?
-¡Vaya! Una Peralta, naturalmente -repuso-, si es que ha habido una!
No dejó de inquietarme su respuesta, pues a pesar de todas mis precauciones, tal
vez este viejo habría sido mandado para seguir a Demetria.
-¡Si! -continuó como preciándose de su conocimiento de las familias orientales y
sus diferentes tipos, y que sirvió al mismo tiempo, para apaciguar mis
sospechas-; una Peralta y no una Madariaga, ni tampoco es una Sánchez, ni
Zelaya, ni Ibarra. ¿Cómo no he de conocer una Peralta cuando la veo? -y al decir
esto se rió desdeñosamente de lo absurdo de tal ocurrencia.
-Cuénteme -dije-, ¿cómo sabe usted que es una Peralta?
-¡La pregunta suya! -exclamó-. Usté es un francés o alemán del otro lado del mar
y no entiende de estas cosas.
¿Habré cargao armas en el servicio de mi país cuarenta años pa no conocer a un
Peralta? Aquí en este mundo están conmigo; si me voy al otro, ay también los
encontraré y si no, los veré en el infierno; ¿pues cuándo en mi perra vida he
cargao yo al enemigo ande la lucha estaba más reñida, sin encontrar ay a un
Peralta antes de mi? Pero señor, yo hablo del pasao; pues aura yo también soy
como esos a quienes han dejao olvidao en el campo de batalla... pa que se lo
coman los zorros y caranchos. Ya no los encontrará andando en el mundo; sólo
ande se han apiñao los hombres con sable en mano, hallará usté sus güesos. ¡Ay,
amigo! -y aquí, abrumado por sus tristes recuerdos, el viejo guerrero empinó
otra vez la botella.
-Pero no es posible que estén todos muertos -dije-, si como usted se ha
imaginado, esa señorita que viaja con nosotros es una Peralta.
-¿Cómo yo me he imaginao? -repitió desdeñosamente. - ¿No sabré yo, patroncito,
lo que estoy diciendo? Están tuitos muertos, le digo. muertos como el pasao,
muertos como la independcncia y el honor oriental. ¿No tomaría yo parte en la
batalla de Gil de los Médanos con el último Peralta, como el mesmo Calisto,
cuando recibió su bautismo de sangre? iDe quince años señor! Ese muchacho sólo
tenía quince años cuando galopió su pingo en medio de la pelea! Pues, señor,
Calisto tenía el corazón liviano, y el arrojó y la mano rápida de un Peralta pa
dar sablazos. Y después de la pelea, nuestro coronel Santa Coloma, a quen
mataron el otro día en San Pablo, abrazó al muchacho delante tuita la tropa.
Está muerto, señor, y con Calisto se acabó la familia Peralta.
-¿Entonces usted conoció a Santa Coloma? -pregunté-. Pero usted está equivocado,
amigo, pues no lo mataron en San Pablo: ¡se escapó!
-Así dicen los... inorantes -repuso-, pero yo le digo que está muerto, porque
amaba a su país, y tuitos los que amaban a su país están muertos. ¿Cómo podría
haberse escapado él?
-Pues yo le aseguro que no está muerto -repetí fastidiado con su porfía-. Yo
también lo conocí, viejo, y estuve con él en San Pablo.
Me miró un buen rato y entonces empinó otra vez la botella.
-¡Señor! -dijo-, no me gusta hacer bromas de estas cosas. Mejor será que
hablemos de otro asunto. Lo que yo me pregunto es: ¿qué estará haciendo aquí a
bordo la hermana de Calisto? ¿Por qué ha dejao ella a su país?
No recibiendo respuesta a su pregunta, prosiguió:
-¿No tiene ella hacienda? ¡Cómo no! Tiene una gran estancia, arruinada si usté
quiere, pero de todos modos tiene mucha estensión. Cuando el enemigo ya no nos
teme, entonces deja de perseguirnos. ¡A un pobre viejo loco. . . con siguridá
que no lo estorbarán ¡No! Debe de estar dejando el país por otros motivos. ¡Ha
de haber alguna conspiración contra ella; tal vez algún intento de arrancarse
con ella, o aun de matarla y agarrarle su propiedá. Claro que en tal caso ella
se iría a Buenos Aires pa que la protegieran, donde vive un caballero, -pariente
suyo, que puede protegerla a ella y su hacienda.
Me sorprendió mucho oírle hablar de esa manera, y me intrigaron sus últimas
palabras.
-No hay nadie en Buenos Aires que la proteja -dije-; sólo estaré yo para
protegerla, y si como usted cree, tiene algún enemigo, tendrá que habérselas
conmigo..., con uno que, como aquel Calixto de quien habló usted, también tiene
una mano rápida para pegar.
-¡Ay habló el corazón de un Blanco! -dijo, agarrándome el brazo al estremecerse
el buque en ese momento, y casi arrastrándome al suelo en sus esfuerzos por
mantener el equilibrio. Después de tomar otro trago de caña, continuó: -Pero,
¿quere decirme quién es usté, señor, si no es una indiscreción? ¿Es usté rico,
tiene influencia o amigos poderosos pa que pueda hacerse cargo de esta señorita?
¿Tiene usté la juerza suficiente pa poder frustar y aplastar a su enemigo o
enemigos, pa proteger no s6lo su persona, sino también su hacienda, que estando
ella ausente, le robarán?
-¿Y quién es usted, viejo? -le pregunté, no pudiendo contestar
satisfactoriamente ninguna de sus preguntas-. ¿Y por qué me hace usted estas
preguntas? ¿Y quién es esta persona influyente en Buenos Aires, pariente suyo, a
quien ella no parece conocer?
Meneó la cabeza en silencio y luego sacó deliberadamente un cigarrillo del
bolsillo y lo encendió. Fumó con un apacible solaz que me hizo pensar que el
haber rehusado mi cigarro y el quejarse tan amargamente de los malos efectos que
le producía el movimiento del buque sólo había sido un pretexto para sacarme la
botella de caña y nada más. Evidentemente, era veterano en más de un sentido, y
hallando ahora que no iba a decirle más secretos, se negó a contestar mis
preguntas. Pensando que ya había sido demasiado indiscreto al contarle todo eso,
por último lo dejé y me fuí a mi camarote.
A la mañana siguiente llegamos; a Buenos Aires y anclamos como a unas veinte
cuadras de la costa, no pudiendo el buque acercarse más a tierra. Luego, llegó a
bordo un empleado de la Aduana, y durante un rato estuve ocupado en sacar
nuestro equipaje y tratando con el capitán para que nos llevase a tierra. Una
vez hecho esto, me sorprendió mucho ver al astuto veterano, con quien había
estado conversando la noche antes, sentado tranquilamente en el bote de la
Aduana, que precisamente en ese momento se alejaba del buque. Cuando el viejo
desembarcó, estaba Demetria sobre cubierta, y ahora vino ella hacia mí,
mostrándose muy excitada.
-¡Ricardo! -dijo-, ¿te fijaste en ese pasajero que acaba de irse en el bote de
la Aduana? ¡Es Santa.Coloma!
-iQué cosa más ridícula! -exclamé-. Pues estuve conversando con ese viejo,
anoche, más de una hora; ese es un gaucho de barba canosa y no se parece más a
Santa Coloma que aquel marinero que está parado ahí.
-Pero yo sé que es él. El general ha visitado a mi padre en la estancia muchas
veces y lo conozco muy bien. Claro que está disfrazado de gaucho, pero cuando
bajaba la escala me miró de frente; lo conocí en el acto y me sobrecogí, y él se
sonrió, porque vió que lo había reconocido.
El hecho mismo de que este viejo pobre hubiese ido a tierra en el bote de ]a
Aduana probaba que era alguna persona de importancia, disfrazada, y no pude
dudar que Demetria había tenido razón. Me sentí humillado por no haberlo
reconocido bajo su disfraz; porque algo en su modo de hablar, que hacía recordar
a Marcos Marcó, debió habérmelo avisado, si yo hubiese sido más listo. También
estaba muy preocupado con motivo de Demetria misma, pues parecía que había
perdido la oportunidad de averiguar algo muy ventajoso para ella. No me atreví,
de pura vergüenza, ,a contarle de aquella conversación tocante a un pariente
suyo en Buenos Aires, pero resorví tratar de encontrar a Santa Coloma y hacer
que me contara todo lo que sabía.
Después de desembarcar, metimos nuestro poco equipaje en un coche y nos
dirigimos a un hotel que pertenecía a un alemán en una calle algo apartada, la
calle de Lima; sabía que la casa era tranquila, muy respetable y que sus precios
eran módicos.
Como a las cinco de la tarde, estando nosotros tres asomados. a la ventana del
saloncito del primer piso del hotel, mirando a la calle, se paró frente a la
puerta un elegante coche particular con un caballero y dos señoritas
¡Oh, Ricardo! -exclamó Paquita, muy excitada-, es don Pantaleón Villaverde con
sus hijas y están bajando del coche.
-¿Quién es el señor Villaverde? -Pregunté.
-¡Cómo! ¿No sabes? Es el juez de primera instancia, y sus hijas son mis mis
íntimas amigas. ¿No te parece muy raro encontrarlas aquí de este modo? ¡Oh,
tengo que hablarles y preguntarles por mi papá y mamá -y aquí prorrumpió en
lágrimas.
Subió el mozo con una tarjeta del señor Villaverde pidiendo una entrevista con
la señorita Peralta.
Demetria, que había tratado de calmar la intensa emoción de Paquita de
infundirle un poco de valor, quedó demasiado asombrada para hablar aún; y en
otro momento las visitas habían entrado en el salón. Paquita se puso de pie, los
ojos llenos de lágrimas y temblando; entonces sus dos jóvenes amigas, después de
mirarla fijamente un par de segundos, dieron un grito de sorpresa y se
precipitaron en sus brazos, quedando las tres entrelazadas durante algún tiempo
en un apretado abrazo triangular.
Cuando el alborozo de este imprevisto encuentro se hubo un tanto disipado, el
señor Villaverde, quien permaneció de pie, mirando con cara grave e impasible,
le habIó a Demetria, diciéndole que su viejo amigo el general Santa Coloma
acababa de avisarle su llegada a Buenos Aires, y le había dado el nombre del
hotel en que estaba alojado. Probablemente que ella ni sabría quién era él; era
su pariente; su madre de él era una Peralta, prima de su malogrado padre, el
coronel Peralta. Había venido con sus hijas para invitarla a que hiciera suya su
casa, mientras se quedara en Buenos Aires. También deseaba ayudarle en sus
asuntos, los que, según le había dicho, su amigo el general, estaban algo
embarullados. Tenía, continuó, muchos amigos influyentes en Ia ciudad hermana,
quienes estarían prontos a ayudarle a ponerlos en orden.
Demetria, reponiéndose de la nerviosidad que sintió al descubrir que las amigas
íntimas de Paquita eran parientas suyas, agradeció calurosamente al señor
Villaverde y aceptó la oferta de su casa y ayuda; entonces, con una dignidad y
cortesanía que apenas se hubiera esperado de una joven que se encontraba por
primera vez entre personas de alta sociedad, saludó a sus nuevas primas y les
agradeció su visita.
Como insistieran en llevarse inmediatamente a Demetria, salió ella de la pieza
para hacer sus preparativos, mientras que Paquita se quedó conversando con sus
amigas, teniendo muchas preguntas que hacerles. Estaba consumida de ansiedad por
saber cómo su familia, y sobre todo su padre, cuyo dictamen era ley en su casa,
miraban ahora,después de tantos meses, su fuga y matrimonio conmigo. Sus amigas,
sin embargo, no sabían nada, o no quisieron decir lo que sabían.
¡Pobre Demetria! Sin dársele tiempo para reflexionar, había decidido, con mucho
tino, aceptar al instante la oferta de su influyente y circunspecto pariente;
pero le costó separarse de sus amigos de un modo tan desprevenido, y cuando
volvió, pronta para irse, la separación la afligió mucho. Con los ojos arrasados
en lágrimas, le dijo adiós a Paquita, pero cuando me tomó la mano, sus
temblorosos labios guardaron silencio. Por último dirigiéndose a las visitas y
venciendo con un gran esfuerzo su emoción, balbuceó: -Le debo a este joven
amigo, quien ha sido como un hermano conmigo, el haberme escapado de una triste
y dificilísima situación y el estar aquí entre parientes.
El señor Villaverde escuchó e inclinó la cabeza en mi dirección, pero sin que su
severa y plácida cara tomara una expresión más suave, mientras que sus fríos
ojos grises parecían atraversarme y estar mirando a algo detrás de mi.
Su comportamiento para conmigo me desesperaba, ¡pues qué grande debía de ser su
desaprobación de mi conducta,al fugarme con la hija de su amigo, cuando no le
permitía sonreírme ni dirigirme una cariñosa palabra para agradecerme todo lo
que había hecho por su parienta! iY esto era sólo un reflejo de la indignación
de mi suegro!
Fuimos hasta el coche para despedirlos, y entonces, en contrándome por un
momento al lado de una de las jóvenes traté de obtener algunas noticias.
-Hágame el favor, señorita -dije-, de decirme qué es lo que usted sabe respecto
a mi suegro. Si es algo muy grave, le prometo no decirle una palabra de ello a
Paquita; pero sería mejor que yo supiese Ia verdad antes de enfrentarme con él.
Un sombra turbó su brillante y expresiva cara mientras miraba ansiosamente a
Paquita; entonces, inclinándose hacia mi, me susurró:
-¡Ay, amigo mío es implacable! Lo siento en el alma por Paquita. -Luego añadió,
con una sonrisa de incorregible coquetería:- Y también por usted.
Se alejó el carruaje y los ojos de Demetria, al mirar en mi dirección, estaban
anegados en lágrimas, mientras en los ojos del señor Villaverde, que también
miraba para atrás, había una expresión que no me auguraba nada bueno. Tal vez su
sentimiento fuese natural, por ser el padre de dos hijas muy lindas.
¡Implacable! ¡Y ahora no había un mar ni de color de Plata ni de color de
ladrillo que nos separara! Al volver a la Argentina, tendría que someterme a sus
leyes que había quebrantado, al casarme con una joven menor de edad sin el
consentimiento de su padre. La persona que en Inglaterra se fuga con una menor
bajo tutela no es más delincuente de lo que lo era yo. Mi suegro me tenía ahora
a su arbitrio: haría que se me castigara, encarcelándome por un tiempo
indefinido, y si no pudiese amilanarme, podría por lo menos partirle el corazón
a su desdichada hija. Aquellos agrestes y turbulentos días en la Tierra Purpúrea
se me presentaban ahora como días muy felices y apacibles, y los amargos días
sin ningún placer, estaban sólo por empezar. ¡Implacable!
Levantando de repente la vista, encontré los ojos violetas de Paquita mirándome
triste e interrogativarnente.
-Dime la verdad, Ricardo, ¿qué has oído?
Fingí una sonrisa, y tomándole la. mano, le aseguré que no habia oído nada que
pudiese inquietarla.
-Ven -dije-, entremos y preparémonos para irnos de aquí mañana mismo Volveremos
a la estancia de tu padre, porque cuanto más pronto se realice la entrevista que
tú anhelas, tanto mejor será para todos.