GUILLERMO HUDSON

 

 

LA TIERRA PURPÚREA

 

 

 

I

PEREGRINACIONES POR LA TROYA

MODERNA

 

Tres capítulos en la historia de mi vida, tres períodos distintos y bien

definidos, pero consecutivos, empezando cuando aun no cumplía veinticinco años y

terminando antes de los treinta, resultarán, probablemente, los más notables de

todos ellos. Son los años que hasta el fin de mis días me volverán con más

frecuencia a la memoria, destacándose de todos los demás, los primeros

veinticuatro ya vividos y los cuarenta o cuarenta y cinco —espero que sean

cincuenta o aun sesenta— que todavía me quedan por vivir. Pues, ¿qué alma en

este variado y maravilloso mundo querría abandonarlo antes de los noventa? Las

tinieblas así como la luz, su amargura y su dulzor me hacen amarlo.

Del primer periodo sólo necesito decir dos palabras. Fue aquel en que estuve de

novio y me casé; y aunque la experiencia me pareció en aquel entonces la más

extraña del mundo, debió asemejarse, sin embargo, a la de otros hombres, puesto

que todos los hombres se casan. Y el último período, el más largo de los tres

—tres años cabales—, no podría describirse. Fue todo un negro desastre; tres

años de una separación forzosa y del más agudo sufrimiento que la ley del país

le permitiera a un enfurecido padre de familia infligirle a su hija y al hombre

que, a despecho de él, había osado casarse con ella. Aun los más cuerdos pueden

volverse locos al ser tiranizados, y yo nunca fui de los muy cuerdos, sino que

vivía en medio de las pasiones, ilusiones y la desmesurada confianza de la

juventud y era guiado por ellas, ¿qué efecto no me haría cuando fuimos forzosa y

cruelmente separados y yo arrojado a la cárcel, donde pasé largos meses en la

compañía de criminales, pensando siempre en ella que también sufría y partíasele

el corazón de pena? Pero ya han pasado la aborrecible sujeción, la perpetua

zozobra y el cavilar en mil y un planes posibles e imposibles de venganza. Si

fuera algún consuelo saber que al quebrarle el corazón a su hija, quebróse el

propio, y que pronto la siguió a la silenciosa tumba, aquel consuelo sería mío.

¡Ay, no! eso no me consuela, puesto que no puedo menos de pensar que antes que

me hubiese arruinado la vida, yo ya le había arruinado la suya, arrebatándole su

hija idolatrada. Estamos, pues, en paz, y aun puedo decir:

"¡Paz a sus cenizas!"; pero en ese tiempo, enloquecido por mi pena y

sufrimientos, no pude hacerlo, y mucho menos en aquel país fatal donde había

vivido desde mi niñez, al que había llegado a amar como al mío y que jamás

pensaba tener que abandonar. Pero ahora me era aborrecible, y, huyendo de él, me

hallaba otra vez en aquella Tierra Purpúrea donde, en pasados tiempos, nos

habíamos refugiado juntos ella y yo, y que ahora, trastornado por mi pena, me

parecía un lugar de agradables y apacibles recuerdos.

Durante los meses de sosiego que sucedieron a la tormenta, los que pasé,

principalmente, haciendo caminatas solitarias a lo largo de la playa, estos

recuerdos me acompañaron más y más. A veces, sentado en la cima de aquel gran

cerro que da su nombre a la ciudad, solía contemplar el dilatado panorama hacia

el interior horas enteras, como sí pudiera ver, y nunca cansarme, todo lo que se

extendía en lontananza —llanos, arroyos, montes, y cerros, y ranchos cuyos

techos me habían cobijado y, también más de una amorosa cara—. Aun las caras de

los que me hablan tratado mal, o que me habían tenido inquina, parecían ahora

tener una expresión amistosa. Sobre todo, pensaba en aquel amado río, el

inolvidable Vi; en la sombreada casa blanca de los confines del pueblecito y

¡ay!, en la triste y hermosa imagen de la que yo había hecho tan desdichada.

Era tanto lo que me preocuparon estos recuerdos hacia el fin de aquel tiempo de

ocio, que me acuerdo que antes de abandonar aquellas playas, me había venido la

idea, que durante algún tranquilo intervalo de mi vida, lo repasaría todo otra

vez en la memoria y escribirla una relación de mis correrías para que más tarde

otros la leyeran. Pero no lo intenté entonces ni hasta muchos años después,

porque no bien hube empezado a abrigar esta idea, cuando sucedió algo que me

sacó de aquella condición en que me hallaba, durante la cual había estado como

una persona que ha sobrevivido a sus actividades, y que ya no es capaz de sentir

una nueva emoción, sino que se sustenta enteramente de lo pasado. Y ese algo,

que me afectó de tal modo que, de pronto, volví en mi otra vez, deseoso de obrar

y moverme, no fue sino una palabra que oí casualmente de lejos —el grito de un

alma desolada que llegó por fortuna a mis oídos—; y al oírla, me sentí como uno

que habiendo sido sorprendido por la noche y abriendo los ojos después de un

intranquilo sueño, ve inesperadamente sobre la negra y vasta planicie, el lucero

de la mañana en todo su sobrenatural esplendor —la estrella del alba y de

esperanza eterna, de pasiones y luchas, de labor, felicidad y reposo—.

No necesito detenerme en relatar los sucesos que nos llevaron a la Banda,

nuestra fuga nocturna de la casa de campo de Paquita en la pampa; cómo estuvimos

escondidos en la capital, nuestro matrimonio secreto, y después, nuestra fuga

hacia el norte, a la provincia de Santa Fe; los siete u ocho meses de una más o

menos intranquila felicidad, y, por último, la vuelta clandestina a Buenos Aires

en busca de algún buque que nos llevara fuera del país. ¿Intranquila felicidad?

¡Ay, sí! y lo que más me inquietaba cuando observaba a la compañera de mi vida,

tan hermosa, tan fina, tan exquisita, con sus ojos azul obscuro ‘que parecían

violetas, su negra y sedosa cabellera, y su suave cutis de color de rosa y

aceituna, era que se veía tan delicada. Y yo la había robado.. . la había

arrebatado de sus protectores naturales, del hogar donde la habían idolatrado,

yo, un extranjero, profesando otra religión y sin medios; y que, por el hecho de

haberla robado, era un malhechor. Pero, ¡basta! Comienzo, pues, mi itinerario en

el punto en que, seguros en nuestro pequeño barco y con las torres de Buenos

Aires alejándose rápidamente al oeste, empezamos a sentirnos sin cuidado y a

reflexionar en nuestra felicidad venidera. Luego, el viento y las olas

interrumpieron nuestro embeleso, siendo Paquita muy mala navegante, así que

durante algunas horas pasamos muy mal rato. Al día siguiente, se levantó un

favorable viento del noroeste que nos llevó volando, como un ave sobre aquellas

feas y rojizas olas, y esa misma noche desembarcamos en Montevideo, la ciudad de

nuestro refugio. Nos dirigimos a un hotel donde pasamos varios días muy felices,

encantado uno de otro; y cuando nos paseábamos a lo largo de la playa, para ver

el sol poniente, que con su fuego místico iluminaba el cielo, el agua y aquel

gran monte solitario, y recordábamos que estaban casi al frente las playas de

Buenos Aires, era grato pensar que el río más ancho del mundo entero corría

entre nosotros y los que probablemente se sentían ofendidos por lo que habíamos

hecho.

Por último, concluyó esta deliciosa situación de un modo algo curioso. Una

noche, no habiendo aún estado un mes en el hotel, estaba yo acostado en la cama

enteramente desvelado. Era tarde; ya había oído al sereno, bajo mi ventana,

cantar pausadamente con voz melancólica: "la una y media y nublado".

Cuenta Gil Blas en su biografía que una noche en que estaba desvelado, empezó a

examinar su conciencia —algo muy ajeno a él— y concluyó que no era un joven muy

bueno. Yo pasaba aquella noche por una experiencia algo parecida, cuando en

medio de mis pensamientos, poco halagüeños para mí, un profundo suspiro de

Paquita me previno de que ella también estaba despierta y que, probablemente,

también reflexionaba. Cuando le pregunté qué significaba ese suspiro, trató

inútilmente de ocultarme la razón. . ¡que empezaba a sentir pena! ¡Qué rudo

golpe fué para mi aquel descubrimiento! y eso, ¡recién casados! Sin embargo, la

verdad es que si yo no me hubiese casado con ella, habría sido aún más

desdichada. Pero mi pobre mujercita no podía menos de pensar en sus padres;

anhelaba ardientemente reconciliarse con ellos, y su actual pena estaba

inspirada en la convicción de que nunca jamás la perdonarían. Yo traté con toda

la elocuencia de que era capaz, de disipar estas tristes ideas, pero ella estaba

firmemente convencida de que por lo mismo que tanto la habían amado, nunca le

perdonarían esta primera gran ofensa. Bien pudiera mi linda, pensé yo, haber

estado leyendo "Cristabel", donde ella dice que es precisamente hacia

aquellos que han sido más intensamente amados contra los cuales el corazón

herido guarda el mayor rencor. Entonces, para darme un ejemplo, me contó una

pelea que había tenido su madre con una hermana, que hasta aquella fecha había

sido muy querida. Eso había sucedido hacía muchos años, cuando Paquita era niña;

no obstante, las hermanas jamás se habían reconciliado.

—¿Y dónde, mi hijita linda —le pregunté—, se encuentra esta tía suya a quien

nunca le he oído nombrar hasta este momento?

—¡Oh! —contestó Paquita, con la mayor sencillez imaginable— ella se fué de aquí

hace muchísimos años y tú nunca la oíste nombrar porque en casa no nos era

permitido ni aun pronunciar su nombre. Se fue a vivir a Montevideo, y creo que

allá debe de estar todavía, pues hace algunos años le oí decir a alguien que se

había comprado una casa en esa ciudad.

—¡Linda de mi alma! —exclamé—. ¡Por lo visto se te ha quedado el corazón atrás

en Buenos Aires y no se ha apartado de allá ni aun para acompañar a tu pobre

marido! Y sin embargo, Paquita, sé que en persona tú estás en este momento aquí

en Montevideo a mi lado, y conversando conmigo.

—¡Cierto! —replicó Paquita—. Habla olvidado por completo que estábamos en

Montevideo. .., estaba distraída. . . quizás sea el sueño.

—Te juro, Paquita mía, que mañana mismo, antes de ponerse el sol, verás a esta

tía tuya, y estoy seguro, mi linda, que va a quedar encantada con la visita de

una parienta tan cercana y bonita como tú. ¡Qué gusto le va dar tener la

oportunidad otra vez de hablar de aquella antigua querella con su hermana, y de

ventilar sus añejos agravios! ‘Bien conozco a estas señoras ancianas, ¡son todas

iguales!

Al principio no le agradó la idea a Paquita, pero cuando le dije que estábamos

llegando al fin de nuestros recursos, y que tal vez su tía podría influir en que

yo consiguiese algún empleo, consintió como buena mujercita que era.

Al día siguiente, encontré a su parienta sin mucha dificultad, no siendo

Montevideo una ciudad muy grande. Hallamos a Doña Isidora —que así se llamaba la

tía— en una casa de mezquino aspecto en el extremo oriente de la ciudad, lo más

apartado del agua. El lugar tenía un aire de pobreza, pues la buena señora,

aunque con dinero suficiente para vivir con holgura, era muy apegada a su oro.

No obstante, nos recibió muy cariñosamente cuando nos presentamos y le contamos

nuestra triste y romántica historia; al momento nos hizo preparar una pieza, y

aun me hizo algunas vagas promesas de ayudarme. Cuando vinimos a conocer más

íntimamente a la señora, encontramos que no anduve equivocado al pronosticar su

carácter. Durante varios días no pudo hablar de otra cosa sino de su inmemorial

pelea con su hermana y su cuñado, y nosotros estuvimos obligados a escucharla

con debida atención y a simpatizar con ella, pues era el único modo de

corresponder a su ¡hospitalidad. A Paquita le tocó más de su parte de estas

pláticas, pero aun así, no pudo ponerse al tanto de cómo habla empezado aquella

antigua disensión; pues, aunque Doña Isidora había guardado su rencor todos

estos años, no pudo por mucho que se esforzó, recordar su origen.

¡ Todas las mañanas, después del almuerzo, me despedía ¡ con un beso de Paquita

y la dejaba al cuidado de su tía Isidora, saliendo yo, en seguida, a hacer una

de mis infructuosas peregrinaciones por la ciudad. Al principio, sólo hice el

papel de un extranjero ilustrado que observa con interés los edificios públicos

y colecciona objetos raros —piedrecitas curiosamente marcadas y algunos botones

milita-res de bronce, que en su tiempo, sin duda, debieron haber prestado lustre

a algún uniforme—; balas mohosas y achatadas recuerdos de aquel sitio de nueve

años, que le había granjeado a Montevideo el triste apodo de la Troya Moderna.

Una vez que hube examinado detenidamente por fuera la escena de mis futuros

triunfos —pues estaba resuelto a quedarme y hacer mi fortuna en Montevideo—

empecé seriamente a buscar trabajo. Visité, por turno, cada casa de comercio en

la ciudad y, en verdad, todo establecimiento donde creía que hubiese alguna

posibilidad de encontrar ocupación. Era preciso empezar, y no hubiera desdeñado

trabajo alguno por insignificante que fuese, tanto era lo que me repugnaba

hallarme pobre, ocioso y dependiendo de otros. Pero no encontré nada, En una

casa me dijeron que la ciudad no se había repuesto todavía de los efectos de la

última revolución, y que, por lo tanto, los negocios estaban completamente

paralizados; en otra, que la ciudad estaba en vísperas de una revolución, y que

por consiguiente, estaban muy paralizados los negocios, Y en todas partes fué la

misma historia . . . la situación política del país impedía que yo pudiese

ganarme un centavo honradamente.

Sintiéndome muy desalentado, y con la suela de los zapatos casi gastada, me

senté en un banco a la orilla del mar, o río, pues hay algunos que lo llaman una

cosa y otros otra, y el color barroso y la dulzura de sus aguas, por un lado, y

las palabras no muy claras de los geógrafos por el otro, lo dejan a uno en la

duda de si Montevideo está, en efecto, situado en las costas del Atlántico, o

sólo contiguo, y en las riberas de un río cuya desembocadura tiene unas

cincuenta leguas de ancho. Por cierto, no me devané los sesos pensando en ello;

había otras cosas en que pensar que me atañían mucho más de cerca. Tenía una

pendencia con esta nación oriental, que me importaba mucho más que el color o

sabor de las aguas del gran estuario que lava los mugrientos pies de su reina;

pues esta Troya Moderna, esta ciudad de luchas, asesinatos y muertes repentinas,

también se llama la Reina del Plata. Que mi pendencia fuese muy justa no cabía

la menor duda. Pues bien, siempre ha sido mi norma pagar a todo individuo que me

ofenda en su misma moneda. Ni se diga que éste es un principio anticristiano;

pues, cuando me han pegado en la mejilla derecha, o izquierda —en ambos casos el

dolor es el mismo—, por lo común pasa tanto tiempo antes de que esté pronto para

devolver el golpe, que todo sentimiento de enojo o de venganza se desvanece.

Pego, en tal caso, más bien en pro del bien público que para mi propia

satisfacción, y por lo tanto, tengo perfecto derecho de llamar mi motivo un

principio y no un impulso. Es, además, un principio muy valioso, e infinitamente

más efectivo que el fantástico código del duelista, el cual favorece a la

persona que inflige la injuria, dándole la oportunidad de matar o mutilar a la

persona ofendida. El puño es un arma que nos inventó la naturaleza mucho antes

de que viviera el Coronel Colt, y tiene, además, esta ventaja: que es licito

emplearla tanto en los centros más cultos y civilizados como entre mineros y

gañanes. Si alguna vez la gente inofensiva dejara de usarla, entonces los

criminales podrían hacer lo que se les antojara, y harían la vida intolerable

para todos los demás. Por suerte, los criminales siempre tienen presente el

temor a esta arma intangible, sentimiento muy saludable que los sujeta más que

la razón o los tribunales de justicia, a lo cual se debe que se permita a los

mansos heredar la tierra. Pero esta pendencia mía era con todo un pueblo, por

cierto no muy grande, puesto que el número de habitantes de la Banda Oriental

sólo asciende a un cuarto de millón. Y, sin embargo, no había al parecer, en

todo este país tan escasamente poblado, con su fertilísimo suelo y benigno

clima, lugar para mí, un joven robusto y medianamente inteligente que sólo pedía

que se le permitiese trabajar para ganarse la vida. Pero ¿cómo podía yo hacerlos

sufrir por esta injusticia? No podía tomar el alacrán que me daban cuando les

pedía un huevo y hacerlo que picase a cada individuo que formaba parte de la

nación. En verdad, me encontraba en imposibilidad de castigarlos, y, por

consiguiente, lo único que podía hacer, era hartarlos de maldiciones.

Girando alrededor, posé la mirada sobre el famoso cerro, al otro lado de la

bahía, y, de pronto, resolví subir a su cima y desde allí, mirando hacia abajo a

la Banda Oriental, la maldeciría del modo más solemne e impresionante.

La. expedición al cerro resultó bastante agradable. A pesar del excesivo calor

que hacia por aquel tiempo, florecían muchas flores silvestres en sus laderas,

transformándolo en un perfecto jardín. Cuando llegué a las ruinas de la antigua

fortaleza que corona su cima, trepé sobre una muralla y descansé una media hora

oreado por una fresca brisa que soplaba en dirección del río, gozando

extremadamente del panorama que se desplegaba ante mis ojos. No obstante, no

había perdido de vista el grave objeto de mi visita a aquel sitio dominante, y

sólo hubiera deseado que la maldición, que estaba por pronunciar, pudiese haber

sido arrojada hacia abajo en forma de alguna roca gigantesca que desprendida de

la tierra, rodara botando cuesta abajo, y, saltando por encima de la bahía,

estallase contra aquella malvada ciudad del otro lado, dejándola estupefacta y

arruinada.

—En cualquiera dirección que vuelva la vista —dijese extiende ante mis ojos una

de las más hermosas moradas que Dios haya preparado para los hombres; sonríen

vastas llanuras en una eterna primavera; antiguos montes, hermosos y rápidos

ríos, y sierras de azulinos tintes despliéganse hasta perderse de vista en el

nebuloso horizonte. Y más allá de aquellas hermosas mesetas, ¿cuántas leguas de

amena y selvosa soledad no duermen bajo la luz del sol, donde las flores jamás

han lucido su belleza ni se ha vuelto el fructífero suelo, y donde el avestruz y

el venado vagan por doquiera sin temer al cazador, mientras que sobre todo ello

se expande un azulado cielo cuya exquisita hermosura no empaña ni la más tenue

nubecilla? Y los moradores de aquel pueblo —la clave de un continente— lo poseen

todo. A ellos pertenece, puesto que el mundo, cuyo antiguo espíritu va

rápidamente decayendo, les ha permitido guardarlo. ¿Qué han hecho con esta su

herencia? ¿Qué hacen aun hoy día con ella? Están sentados, cabizbajos en sus

casas, o de pie con los brazos cruzados en el umbral de la puerta, y con

expresión en el rostro de expectativa e inquietud. Pues viene un cambio; están

en vísperas de una tormenta. No será un cambio atmosférico; ningún simún

arrasará sus campos, ni erupción volcánica obscurecerá su cristalino cielo.

Jamás han conocido, ni conocerán, los terremotos que han sacudido hasta sus

cimientos las poblaciones andinas. El cambio y la tormenta que se esperan son

políticos. El complot está maduro, los puñales aguzados y alquilado el

continente de asesinos; el trono de cráneos humanos, que irónicamente llaman la

silla presidencial, está por ser asaltado. Hace tiempo, quizás semanas o aun

meses, que rompió la última ola crestada de sangrienta espuma arrasando y

desolando al país; es ahora, por lo tanto, de que todos los hombres se preparen

para el golpe de la ola sucesiva. Consideramos muy justo desarraigar espinos y

cardos, desaguar pantanos infestados de malaria, extirpar por completo los

ratones y las víboras; pero supongo que se consideraría inmoral aniquilar a esta

gente por estar sus viciosas naturalezas disfrazadas en forma humana; a este

pueblo, que respecto a crímenes ha descollado sobre todos los demás, tanto

antiguos cuanto modernos, hasta que debido a él, ha llegado el nombre de todo un

continente a ser objeto de censura y de desprecio en el mundo entero, y a causar

hastío a la humanidad!

Juro yo mismo volverme conspirador si me quedo mucho tiempo en esta tierra.

¡Quién tuviera aquí un millar de mocetones de Devon y de Somerset, inspirados

cada uno por sentimientos como los míos! ¡Qué hazaña tan gloriosa no se haría en

pro de la humanidad! ¡Qué estrepitosos vivas no lanzaríamos al aire por la

gloria de la antigua Inglaterra que va rápidamente desapareciendo! Correrían

chorros de sangre por aquellas calles como jamás han corrido, o por mejor decir,

salvo una sola vez, y eso fué cuando fueron barridas por bayonetas británicas. Y

debido a aquel riego de sangre, habría tranquilidad, y la hierba sería más verde

y las flores de más vivos colores.

¿No es, pues, amargo como el ajenjo y la hiel pensar que sobre aquellas torres

flameó, hace apenas medio siglo, la santa cruz de San Jorge? ¡Porque jamás se ha

emprendido una cruzada más santa, ni un plan de conquista más noble que el que

tenía por objeto el arrancar esta tierra de manos indignas y hacerla para

siempre parte del poderoso Reino Británico! ¿Qué no habría sido hoy día esta

tierra asoleada y sin invierno, y esta ciudad que domina la entrada al más

grandioso río del mundo? ¡Y pensar que fue conquistada para Inglaterra, no a

traición, o comprada con oro, sino al antiguo modo sajón, con rudos golpes y

pasando por sobre los montones de sus muertos defensores!; y después de haber

sido así ganada, pensar que fue perdida ¿se creerá?— no peleando, ¡sino

abandonándola sin dar un solo golpe en su defensa por miserables cobardes,

indignos de llevar el nombre de británicos! Aquí, sentado en este cerro, sola mi

alma, me arde como fuego la cara cuando pienso en aquella oportunidad para

siempre perdida. "Les ofrecemos sus leyes, su religión y la propiedad bajo la

protección del gobierno británico", proclamaron altivamente los invasores —los

generales Beresford, Achmutty, Whitelocke y sus compañeros—; y luego, después de

sufrir un solo revés, ellos (o uno de ellos) se desanimaron y canjearon el país

al que habían empapado en sangre y conquistado, por dos mil soldados británicos,

prisioneros en Buenos Aires; entonces, embarcándose otra vez, se hicieron a la

vela y ¡se alejaron del Plata para siempre! Esta operación que debió hacer

castañetear de indignación las osamentas, en sus sepulturas, de nuestros

antepasados —los antiguos piratas escandinavos—, fue olvidada más tarde cuando

tomamos las ricas islas Malvinas. ¡Qué conquista tan espléndida y qué gloriosa

compensación por nuestra pérdida! Cuando aquella ciudad reina estaba en nuestras

manos, como también la regeneración y, posiblemente, la posesión permanente de

este verde mundo, nos falló el corazón y el premio cayó de nuestras temblorosas

manos. Dejamos al asoleado continente para capturar la solitaria guarida de

focas y pingüinos; y ahora, que todos los que en esta parte del mundo aspiren a

vivir bajo la "protección británica", de la cual Achmutty, a las puertas de

aquella ciudad, hizo tanto alarde, se transporten a aquellas solitarias islas

antárticas, a escuchar el trueno de las olas que rompen sobre sus grisáceas

playas, y a tiritar de frío al viento que sopla del helado antártico.

Después de pronunciar este conminatorio discurso, me sentí aliviado y volví de

buen humor a la casa, a una cena que consistía aquella noche en cogote de

carnero con zapallo, batatas y choclo tierno, manjar nada despreciable para un

hombre con hambre.

 

 

II

RANCHOS Y CORAZONES GAUCHOS

 

 

Pasaron varios días, y mi segundo par de zapatos había sido ya dos veces

remendado antes de que empezaran a tomar forma los proyectos de Doña Isidora

para mejorar mi situación. Comenzaba a encontrarnos, tal vez, un pesado gravamen

sobre su mezquino establecimiento; en todo caso, oyéndome decir que yo

preferiría la vida de campo a la de ciudad, me dio una carta con unas cuatro

líneas de recomendación para el mayordomo de una lejana estancia, diciéndole

que le haría un gran servicio si pudiese darle a su sobrino —pues así me

llamaba— algún trabajo. Probablemente la señora sabía perfectamente que esta

carta no tendría resultado alguno, y sólo lo hizo con el objeto de alejarme al

interior del país, para así tener, durante un cierto tiempo, a Paquita sola con

ella, pues le había tomado un gran cariño a su hermosa sobrina. La dicha

estancia se hallaba en los confines del departamento de Paysandú, y a no menos

de unas setenta leguas del camino de Montevideo. El viaje era largo y me

aconsejaron que no lo emprendiera sin una tropilla; pero cuando un gaucho dice

que no se puede hacer un viaje de setenta leguas sin una tropilla, sólo quiere

decir que no puede hacerse en dos días, pues le cuesta creer que pueda uno

contentarse con andar menos de unas treinta leguas diarias. Yo hice el viaje en

un solo caballo, así que tardé varios días. Antes de llegar al lugar de mi

destinación, que se llamaba la estancia de la Virgen de los Desamparados, tuve

algunas aventuras que bien merecen la pena relatarse, y empecé a sentirme tan en

casa con los orientales, como hacia ya mucho tiempo me sentía con los

argentinos.

Por fortuna, después que dejé la ciudad, continuó soplando todo el día un viento

del Oeste acompañado de muchas tenues nubecillas que moderaron la fuerza del

sol, así que pude recorrer un buen número de leguas antes de que me alcanzara la

noche. Tomé el camino que parte al norte por el departamento de Canelones, y

estaba ya bien internado en el departamento de Florida, cuando llegué al

solitario rancho de adobe de un viejo pastor que vivía muy rústicamente con su

mujer y sus niños; y allí pasé la noche. Al aproximarme al rancho, salieron a

atacarme algunos enormes perros: uno se asió de la cola de mi caballo, tirando

al pobre mancarrón para un lado y otro, y haciéndolo bambolear tanto que apenas

pudo mantenerse de pie; otro se agarró de las riendas, y aun otro, clavó sus

colmillos en el talón de una de mis botas. Después de observarme unos cuantos

segundos, el pastor, a cuyo cinto colgaba un enorme facón de una vara de largo,

se adelantó para salvarme. Les gritó a los perros y hallando que no le

obedecían, se arrojó sobre ellos, y con algunos buenos golpes bien dados con el

pesado cabo de su rebenque, los ahuyentó aullando de rabia y dolor. Me recibió

con gran cortesía, y luego que hube desensillado y soltado a pacer mi caballo,

nos sentamos juntos, y gozamos de la brisa de la tarde y sorbimos el refrescante

cimarrón que su mujer nos había cebado. Mientras conversábamos, noté

innumerables linternas que revoloteaban a nuestro alrededor. Nunca había visto

tantas a la vez, y presentaban un hermosísimo espectáculo. Luego, uno de los

niños, un chiquillo de unos siete u ocho años, y muy habilidoso, vino corriendo

hacia nosotros con uno de los lucientes insectos en la mano, y dijo:—¡Mire,

tatita! ¡He piyao una linterna! ¡Vea cómo brilla!

—¡Que los santos te perdonen, niño! —dijo el padre—. Andá hijito y güelve a

ponerla en el pastito, que si la lastimás, las ánimas se enojarían contigo, pues

les tienen un gran cariño a las linternas que siempre las acompañan cuando salen

de noche.

"Qué superstición tan bonita —pensé—, y qué corazón compasivo y bondadoso debe

de ser el de este viejo pastor oriental, cuando muestra tanta ternura para con

una de las pequeñas criaturas de Dios." Me felicité por mi buena fortuna de

haber caído en manos de una persona como ésta en un lugar tan solitario.

Los perros, después de haberme tratado tan descortésmente y del fuerte castigo

que en consecuencia recibieron, habían vuelto, y estaban, ahora, todos echados

en el suelo a nuestro rededor. Aquí observé, no por vez primera, que los perros

que viven en estos lugares apartados, no son ni con mucho tan aficionados a que

les hagan cariño y atenciones como los de los distritos más poblados y

civilizados. Al tratar de acariciar a uno de estos ariscos brutos en la cabeza,

gruñó salvajemente y enseñó los dientes. Sin embargo, este animal, aunque de

genio tan feroz y que no exige cariño de su dueño, es exactamente tan fiel al

hombre como su primo hermano de mejores modales que vive en sitios poblados. Le

hablé sobre este punto a mi apacible pastor.

—Es la pura verdá lo que usté dice —replicó—. Ricuerdo una vez, durante el sitio

de Montevideo, cuando yo estaba con un pelotón de milicos que habían mandao pa

oservar los movimientos del general Rivera, que alcanzamos un día a un hombre

montao en un caballo muy cansao. Nuestro oficial, sospechando que juese espía,

ordinó que lo matáramos, y después de degollarlo, dejamos el cuerpo en el suelo

a unas tres cuadras de un pequeño arroyo. Tenía un perro ,y cuando nos juimos,

lo llamamos pa que nos siguiera, pero no quiso ni moverse del lao de su dueño. A

los tres días volvimos al mesmo lugar y encontramos el cuerpo ande mismo lo

habíamos dejao. Ni los zorros ni las aves lo habían tocao porque tuavía estaba

ay el perro pa defenderlo. Había muchos caranchos cerca aguardando una

oportunidá pa comenzar su comilona. Nos apiamos al lao del arroyo pa descansar,

y nos quedamos una media hora oservando al perro. Parecía estar medio muerto de

sé, y vino en dirección del arroyo pa beber; pero antes que hubiese yegao a la

mitá del camino, los caranchos de a dos y tres comenzaron a avanzar, cuando

patrás voló el perro ladrando y los espantó. Después de descansar al lao del

dijunto un rato, vino por segunda vez en dirección al arroyo, hasta que viendo

avanzar los hambrientos güitres otra vez, volvió tras ellos, ladrando

juriosamente y echando espuma por la boca. Esto lo vimos varias veces, y, por

último, cuando nos juimos de ay, tratamos de nuevo hacer que el perro nos

siguiese, pero jué al ñudo. Dos días después tuvimos otra vez la ocasión de

pasar por el mesmo lugar, y ay vimos al perro muerto al lao del cuerpo de su

patrón.

—¡Por Dios! —exclamé—, qué horribles debieron de haber sido sus sufrimientos y

los de sus compañeros al ver eso!

—¡Qué ocurrencia la suya, señor! —contestó el viejo—. Vaya, señor, juí yo mesmo

el que le enterré el facón en el garguero. Pues, si uno no se acostumbra a

derramar sangre en este mundo, la vida sería un suplicio.

"Qué viejo asesino más desalmado", pensé. Entonces le pregunté si alguna vez en

su vida no había sentido remordimiento de haber derramado sangre.

—¡Sí! —contestó—, cuando muy joven y no había tuavía untao mi facóñ en sangre

humana; eso jué cuando comenzó el sitio. Me mandaron con unos seis soldados en

busca de un espía muy habilidoso que había pasao nuestras Líneas con cartas de

los sitiaos. Llegamos a una casa, ande, según le habían avisao a nuestro

oficial, el hombre había estao escondido. El dueño de la casa era un joven de

unos veintidós años, Por nada quiso confesar. Hallándolo tan porfíao, le dió

rabia a nuestro oficial, y le dijo que saliera para juera; entonces nos ordinó

que lo lanciáramos. Nos alejamos una media cuadra al galope, dimos güelta y

volvimos.  Él se quedó ay sin decir una palabra, con los brazos cruzaos sobre el

pecho y con una sonrisa en la boca. Sin una grito, sin siquiera chistar y

siempre con aquella mesma sonrisa, cayó traspasao por nuestras lanzas. Durante

varios dias su cara no se apartó de mí. No podía ni comer... la comida me

atoraba. Cuando levantamos un jarro de agua a la boca pa beber, podí ver

claramente, señor, sus ojos que me oservaban dende el agua. Cuando me acostaba a

dormir ay estaba su cara otra vez, siempre con aquella sonrisa en los labios

como burlándose de mí. Yo no podía entenderlo. Me dijeron que era el

rimordimiento y que luego me dejaría, pues que no había mal que el tiempo no

curara Y ansi no más jué, pues, señor, y cuando me dejó aquel rimordimiento pude

hacer cualquier cosa.

Fue tanto el asco que me dio el cuento del viejo, que apenas tuve gana de cenar,

y pasé muy mala noche, pensando, despierto o durmiendo, en aquel joven en este

último rincón del mundo, que cruzó los brazos y sonrió a sus asesinos mientras

le asesinaban. Al día siguiente, muy de mañana, me despedí del viejo,

agradeciéndole su hospitalidad y esperando con toda mi alma que nunca jamás

volvería a ver su detestable cara otra vez.

Adelanté poco ese día, pues hacía mucho calor y mi pobre mancarrón estaba más

flojo que nunca. Después de caminar unas cinco leguas, descansé un par de horas

y, en seguida, continué mi camino al trotecito hasta eso de 14 mitad de la

tarde, cuando me apeé en una pulpería del camino donde encontré a varios gauchos

bebiendo caña y con versando. De pie, delante de ellos, hallábase un viejo muy

vivaracho —digo viejo, porque tenía el cutis seco y muy obscuro, aunque el pelo

y los bigotes eran de negro azabache—, que se detuvo en medio de una plática que

al parecer pronunciaba, para saludarme; entonces, después de lanzarme una

penetrante mirada con sus ojos de lince, continuó lo que estaba diciendo.

Pidiendo un ron con agua, conforme a la costumbre del país, me senté en un

banco, y, encendiendo un cigarrillo, me puse a escuchar. El viejo vestía a la

gaucha; llevaba un traje bastante usado, camisa de algodón, chaqueta corta,

calzoncillos y chiripá. Un pañuelo de algodón atado descuidadamente alrededor de

la cabeza hacia las veces de sombrero; el pie izquierdo estaba desnudo y el

derecho forrado en una bota de potro, y ajustada a ella, llevaba una enorme

espuela de fierro, las puntas de cuya rodaja medirían no menos de unos cinco

centímetros de diámetro. Una espuela de esas bastaría, pensé, para sacarle a un

caballo toda la carrera de que fuera capaz. Al entrar en la pulpería, el viejo

se dilataba sobre el muy trillado tema de la fatalidad en contraposición al

libre albedrío; pero sus argumentos no eran aquellos argumentos áridos y

filosóficos de costumbre, sino que tomaban la forma, principalmente, de

recuerdos personales, y singulares episodios en la vida de la gente que él había

conocido; y tan a lo vivo y circunstanciadas eran sus descripciones

—centelleando de pasión, sátira, humor y ternura—, y tan dramática su acción

mientras se seguía un cuento tras otro, que yo quedé realmente - asombrado, y

juzgué a este orador de pulpería un verdadero genio.

Terminado su argumento, fijó en mí su escudriñadora mirada y dijo:

—Veo, amigo, que usté viene de Montevideo; ¿podría preguntarle qué noticias nos

trae de por allá?

—¿Qué noticias quiere que le traiga? —repliqué; entonces, ocurriéndoseme que no

venia al caso limitarme a las frases de costumbre al contestar a este curioso

pajarraco oriental de desarrapado plumaje cuyas notas selváticas tenían tanta

gracia, proseguí—. ¡Es la misma historia de siempre! Dicen que uno de estos días

tendremos una revolución.

Alguna gente ya se ha retirado a sus casas, después de haber escrito con tiza en

grandes letras sobre la puerta de la calle:

"Sírvase entrar en esta casa y degúelle al dueño para que descanse en paz y no

tema lo que pueda suceder después". Otros se han encaramado al techo de sus

casas, y se ocupan en observar la luna con anteojos de larga vista, creyendo que

los conspiradores han de estar escondidos en ese astro -y que sólo esperan que

pase alguna nube que lo obscurezca, para bajar a la ciudad sin que nadie los

vea.

—¡Oiganle! —gritó entusiasmadísimo el viejo, golpeando su aplauso con su vaso

vacío sobre el mostrador.

—¿Qué toma usted, amigo? —le pregunté, considerando que su viva apreciación de

mi estrambótico discurso merecía un trago, y deseando sondearle un poco más.

—¡Caña, aparcero, muchas gracias! Dicen que un trago de caña abriga en invierno

y refresca en verano, ¿qué más se quiere?

—Dígame —le dije, cuando el pulpero le había llenado de nuevo la copa—, ¿qué

debo decirles cuando vuelva a Montevideo y me pregunten qué noticias traigo del

interior?

Centellearon los ojos del viejo, mientras que los otros hombres dejaron de

hablar, mirándome como si anticipasen una buena respuesta a mi pregunta.

—Dígales —contestó— que encontró a un viejo —un domador de caballos, que se

llamaba Lucero— y que este viejo le contó este cuento a usté pa que se los

repitiese a ellos: Éste era un árbol muy grande que se llamaba Montevideo, y en

sus ranías vivía una colonia de monos. Un güen día, bajó del árbol uno de los

monos, y corrió muy alborotao a través de la pampa, ya gateando como un hombre

en cuatro patas, ya andando en dos como un perro, mientras que la cola, sin

tener de ande agarrarse, se retorcía como una culebra cuando uno le pone el pie

en la cabeza. Por último, llegó a un lugar ande pasteaban unos cuantos güeyes,

caballos, avestruces, venaos, cabros y chanchos. "Amigos,—dijo el mono, haciendo

gestos y mostrando los dientes como una calavera y con los ojos muy abiertos y

redondos como patacones—, les traigo una gran noticia. Vengo a avísarles que muy

pronto vamos a tener una revolución." "¿Ande?", preguntó un güey. "En el árbol,

por de contao, ¿en qué otra parte había de ser?", contestó el mono. "Eso no nos

importa a nosotros", dijo el güey. "¡Cómo no les ha de importar —gritó el mono—

cuando muy pronto cundirá la revolución y los degollarán a tuitos ustedes!"

Entonces retrucó el güey: "¡Mírá mono!: volvete a tu casa y no nos molestés más

con tus noticias; no vaya a ser que nos enojemos y te sitiemos en tu árbol como

lo hemos tenido que hacer tantas veces dende la creación del mundo; y entonces,

si vos y los otros monos bajan del árbol, los lanzaremos al aire con nuestras

aspas .

Sonó muy bien esta fábula; tan admirable era el modo en que aquel viejo

representaba, con voz y ademanes, el alboroto y la garrulidad del mono y la

gravedad y el aplomo del buey.

—¡Señor! —continuó el viejo, cuando acabaron de reírse—, no quiero que ninguno

de mis amigos o vecinos aquí presentes vaya a creer que yo he dicho algo

ofensivo. Si yo hubiese visto que usté era montevideano, no habría dicho ni una

palabra de monos. Pero, señor, aunque usté habla como nosotros, hay, sin

embargo, en la sal y pimienta de su plática, un cierto sabor extranjero.

—Tiene razón —dije—, soy extranjero.

—Extranjero será en algunas cosas, amigo, pues usté debió haber nacido, sin

duda, bajo otro cielo; pero en aquella cualidá tan importante, que nosotros los

orientales creemos que Dios nos ha dao sólo a nosotros, y no a la gente de otras

tierras, o sea, el poder congeniar con aquellos con que uno se incuentra,

vistanse de seda o con pellones, en eso usté es como nosotros, un puro oriental.

No pudo menos de hacerme sonreír la agudeza de su halago; posiblemente fué sólo

para pagarme la caña con la cual le había convidado, pero no por eso dejó de

agradarme, y, a sus otras dotes mentales, estaba ahora inclinado a atribuirle

una perspicacia maravillosa en leer el carácter.

Después de un rato me convidó a que pasara la noche bajo su techo. —Su caballo

—dijo con mucha razon— está demasiao gordo y flojo, y a memos que usté esté

emparentao con la familia de las lechuzas, no podrá seguir mucho más adelante

esta noche. Mi rancho es muy pobre, pero la carne de carnero será jugosa, el

juego calentará, y el agua que tenemos es tan fresca como en cualquier otra

parte.

Acepté de muy buena gama su invitación, deseando ver cuanto me fuera posible de

este tipo tan original, y antes de irnos compré una botella de caña, lo que hizo

lucir sus ojos de tal modo que consideré que el nombre de Lucero le cuadraba

admirablemente. Su rancho estaba a poco más de media legua de distancia de la

pulpería y muestro galope hacia allá fue tal vez el más curioso que jamás he

tenido. Lucero era domador de caballos y montaba un bagual sumamente chúcaro.

Durante todo el camino se entabló una reñida lucha entre el jinete y el animal,

tratando cada cual de vencer al otro; el bagual se empinaba, corcoveaba, se

encabritaba y empleaba toda maña imaginable para desprenderse del peso que

llevaba encima; mientras que Lucero le rebenqueaba y espoleaba con extremada

energía, y prorrumpía en torrentes de singulares interjecciones. Ora el bagual

se estrellaba violentamente contra mi viejo y sobrio mancarrón, ora estábamos a

cincuenta metros uno de otro; pero no por eso dejó Lucero de hablar por un solo

momento, pues al salir de la pulpería había comenzado a contarme un cuento muy

interesante, cuya narración no interrumpió a pesar de todo, recogiendo, después

de cada sarta de maldiciones que le echaba al bagual, el hilo de ella, y

levantando la voz hasta casi gritar cuando quedábamos muy separados. El aguante

del viejo era verdaderamente maravilloso, y en llegando al rancho, saltó

ligeramente al suelo y pareció tan fresco y tan sereno como si tal cosa.

En la cocina estaban reunidas varias personas tomando mate: los hijos y nietos

de Lucero, y su mujer, una anciana de canosa cabellera ‘y ojos turbios. Lucero

también tenía muchos años, pero, como Ulises, poseía todavía, en su alma, el

fuego inextinguible y la energía de la juventud, mientras que los años habían

cargado de dolencias, como así de arrugas y camas, a su compañera.

Me presentó a su mujer de un modo que me hizo sonrojar. Colocándose delante de

ella, le dijo que me había encontrado en la pulpería y me había hecho la

pregunta que un viejo y simple campesino siempre debe hacer a todo viajero que

venga de Montevideo . . . ¿Qué noticias traía? Entonces, en un tono seco y

satírico, que por muchos años que practicara jamás podría imitar, empezó a

repetir mi fantástica respuesta, aliñándola, a su modo, con mucho de original.

-¡Señora! —dije, cuando él hubo concluido de hablar—, no crea por un momento

todo lo que le ha dicho su marido de mi. Yo sólo le di la lana cruda, y con

ella, él ha elaborado una linda tela para su deleite.

—¿Oís? ¿Qué te dije, Juana, de lo que te esperaba? -exclamó el viejo, haciéndome

sonrojar más todavía.

Nos sentamos a tomar mate y a charlar tranquilamente. Sentado sobre la armazón

de una cabeza de caballo —trasto muy común en todo rancho oriental— estaba un

muchacho de unos doce años, uno de los nietos de Lucero, de cara muy hermosa.

Temía los pies desnudos y estaba muy pobremente vestido, pero sus suaves ojos

obscuros y su rostro aceitunado temían aquella expresión dulce y medio triste

que con frecuencia se ve en los niños de origen español y que siempre tiene un

encanto singular.

—¿Ande está tu vigüela, Cipriano? —le preguntó su abuelo, dirigiéndose a él, y

en oyendo lo cual, se levantó el muchacho y trajo la guitarra que, cortésmente,

primero me ofreció a mí.

No aceptándola, se sentó Cipriano otra vez sobre su cabeza de caballo y empezó a

tocar y a cantar. Tenía una voz melodiosa de muchacho y una de sus tonadas me

gustó tanto que le hice repetir la letra mientras la anotaba en mi libro de

apuntes, lo que agradó mucho a Lucero, que parecía estar muy orgulloso de la

gracia del muchacho.

Aquí están las palabras traducidas literalmente  y, por consiguiente, sin

rima; siento no poder darles a mis lectores músicos el triste y bonito aire con

que se cantaba:

Quiero irme donde alto entre los cerros,

Brotan los arroyos que alegran todo el sur.

Corren al grande y verde océano,

Por el herboso y vasto llano,

Donde su sed apaga el gamo.

 

En sus riscos cubiertos de azulinas flores del aire,

Vaga sin dueño el ganado cimarrón.

El señor de la vacada que rumbea

 Por esa alta y escarpada cima

No parece más grande que mi mano.

 

Conozco mucho a aquellos cerros de Dios

y ellos también me conocen a mí.

Cuando allá voy están siempre serenos,

Pero al ir un extraño, las negras nubes

Rodean su cima y comienza la tempestad.

 

No me digan que es triste vivir solo:

Mi corazón encerrado aquí en el pueblo

Desea ante todo la libertad de la pampa.

Aquí las calles corren sangre, y el temor

Empalidece los tristes rostros de las mujeres.

 

¡Oh, fiel pingo mío!, ¡llévenme tus cascos,

Rápidos y firmes, lejos de aquí!

No me gusta el camposanto; dormiré sobre la pampa,

Ondeando a mi redor el alto y verde pasto,

Y sobre mis cenizas pasteará el ganado cimarrón.

 

 

III

MATERIA PARA UN IDILIO

 

 

Dejando muy temprano, a la mañana siguiente, el rancho del elocuente domador de

caballos, continué mi jornada, y caminando al trotecito todo el día y dejando

atrás el departamento de Florida, me interné, en el de Durazno. Aquí interrumpí

el viaje en una estancia donde tuve una espléndida oportunidad de estudiar los

modales y las costumbres caseras de los orientales, y donde también tuve algunas

variadas experiencias que extendieron en sumo grado mis conocimientos de la

insectología. Esta casa, a la que llegué una hora antes de ponerse el sol, y

donde pedí permiso para desensillar, era un edificio largo Y bajo, con techo de

totora, cuyas bajas murallas, extremadamente gruesas, estaban construidas de

piedras de diversas formas y tamaños, traídas de las sierras circunvecinas;

presentaban, exteriormente, el áspero aspecto de una pirca. ¡Cómo era que no se

hubiesen derrumbado, amontonadas allí, sin orden ni argamasa que las uniera, era

un misterio para mí; y era aún más difícil imaginar por qué no se había estucado

su tosco interior, con sus innumerables grietas y esquinas llenas de polvo.

Fui recibido amablemente por una numerosísima familia, compuesta del dueño de

casa, su suegra —una andana de blancas canas—, su mujer, tres hijos y cinco

hijas, todos crecidos. Había, también, varios chiquillos que pertenecían, creo,

a las hijas, bien que eran todas solteras. Me asombró sobremanera oir el nombre

de una de las niñitas Nombres como Trinidad, Corazón de Jesús, Natividad, Juan

de Dios, Concepción, Ascensión y Encarnación son bastante comunes; pero apenas

me habían preparado para encontrarme con una prójima con el nombre de... pues

vaya... ¡Circunscisión! Además de la familia, había perros, gatos, pavos, patos,

gansos e innumerables aves. No contentos con todos estos animales, tenían

también una chillona y antipática cotorra a la que la vieja siempre hablaba,

explicándoles continuamente a los demás, en pequeños apartes, lo que decía el

loro o quería decir, o tal vez lo que ella se imaginaba que quería decir.

También había varios charabones domésticos, que siempre rondaban por la gran

cocina —pieza donde se reunía la familia— a la mira de algún dedal, una cuchara

u otro pequeño bocado metálico que pudiesen engullir sin ser observados. Una

mulita mansa pasó la noche entera entrando y saliendo de la habitación, y posada

en el umbral de la puerta, estorbando el paso a todo el mundo, había una gaviota

renga que chillaba constantemente para que le diesen algo de comer —la mendiga

más pedigueña que jamás he visto en mi vida.

La familia era muy jovial y bastante industriosa para ser de un país tan

indolente como la Banda Oriental. La tierra era de ellos; los hombres cuidaban

del ganado del cual parecían tener un número considerable, mientras que las

mujeres, levantándose antes del amanecer, ordeñaban las vacas y hacían quesos.

Durante la noche llegaron de visita dos o tres muchachones —vecinos, me imagino,

que le hacían la corte a las niñas de la casa—, y después de una abundante cena,

tuvimos canto y baile al son de la guitarra, que cada uno de la familia, excepto

los nenes, tocaba un poquito.

Como a las once me fuí a acostar, y tendiéndome en el suelo, sobre mi tosco

lecho de ponchos en una pieza contigua a la cocina, bendije a esa llana y

hospitalaria gente.

- ¡Caramba! —pensé— ¡qué campo tan glorioso le espera aquí á algún nuevo

Toócrito! ¡Qué indeciblemente trillada y artificial parece toda la poesía

idílica a la fecha escrita, cuando uno se sienta a cenar y toma parte en el

airoso cielo o pericón en una de estas lejanas estancias medio incultas

sudamericanas! Juro yo mismo volverme poeta y regresaré algún día a la hastiada

Europa y la sorprenderé con algo tan.., tan... ¿qué diablo fue eso?" Mi

soliloquio a medio dormir terminó de improviso y de un modo poco concluyente,

pues había un sonido aterrador, ¡el inequívoco zumbido de un insecto! ¡Era la

detestable vinchuca! He ahí un enemigo contra el cual el valor británico y los

revólveres no sirven de nada, y en cuya presencia se empieza a tener sensaciones

que no es de suponer encuentren asilo en el corazón de un hombre valiente. Los

naturalistas nos dicen que es el connorhinus infestants; pero como ese informe

deja algo que desear, describiré el bicho brevemente. Es indígena de Chile, la

Argentina y los países orientales, y es conocido entre los habitantes de ese

vasto territorio por el nombre de vinchuca; pues, como a ciertos volcanes,

mortíferas víboras, cataratas y otros sublimes objetos naturales, se le ha

permitido conservar el antiguo nombre que le dieron los primitivos moradores. Es

de color tostado oscuro, del ancho de la uña del pulgar de un hombre, y plano

como la hoja de un cuchillo ¡cuando está en ayunas! Se esconde de día, como las

chinches, en las rendijas y grietas de las paredes; pero apenas se apagan las

velas, sale en busca de alguien a quien pueda devorar; pues,, como la

pestilencia, anda en la oscuridad". Puede volar, y en una pieza oscura sabe

dónde uno está y también sabe encontrarle. Después de escoger una tierna y

sabrosa parte del cuerpo, penetra el cutis con su pico y chupa vigorosamente

durante dos o tres minutos, y por raro que parezca, no se siente la operación

aun estando uno enteramente despierto. Al terminar, es tanta la sangre que ha

chupado, que el bicho, antes tan enjuto, llega a adquirir la forma, el tamaño y

aspecto general de una grosella madura. Apenas se va, empieza la parte picada a

hincharse y a arder como cuando a uno le pican las ortigas. Que la comezón venga

después y no durante la picadura, es algo muy ventajoso para la vinchuca, y dudo

mucho que en este aspecto haya otro parásito chupador tan favorecido por la

naturaleza.

¡Imagínese, pues, el lector mis sensaciones, cuando oí el zumbido no de un par,

sino de dos o tres pares de alas! Traté de olvidar el sonido y de quedarme

dormido. Traté de olvidar esas toscas paredes llenas de rendijas —tenían, cien

años, según me había contado el dueño de casa—. "¡Qué vieja casa tan

interesante!", pensé; y entonces muy repentinamente una ardorosa comezón en el

dedo gordo de un pie. "¡Eso lo que pasa! —dije para mí—, con cenas a medianoche,

el pericón, la sangre acalorada y todo lo de-más. Casi puedo imaginarme que, en

efecto, algo me ha picado, cuando claro que no ha pasado tal cosa". Entonces,

mientras frotaba y rascaba furiosamente el dedo, sintiendo una propensión de

mapache a roerlo, mi brazo izquierdo fue atravesado por agujas candentes.

Inmediatamente dirigí mis atenciones a aquella parte del cuerpo; pero luego mis

atareadas manos fueron llamadas a otro punto, como un par de doctores que,

agobiados de tanto trabajo, atienden a los enfermos en algún pueblo atacado por

una epidemia; y así pasé toda la noche, sólo quedándome dormido a ratos, y eso,

a duras penas, mientras seguía la lucha.

Me levanté temprano, y dirigiéndome a un ancho arroyo, como a cinco cuadras de

la casa, me zambullí en el agua, lo que me refrescó grandemente y me dió fuerzas

para ir a buscar mi caballo. ¡Pobre mancarrón! Había tenido el propósito de

darle un buen día de descanso, tan cariñosa y hospitalaria había sido esta buena

gente conmigo; pero ahora, temblaba con sólo pensar en pasar otra noche en aquel

purgatorio. Encontré a mi caballo tan cojo que apenas podía caminar, así que me

volví a la casa a pie, muy desalentado. El estanciero me consoló asegurándome

que dormiría la siesta tanto mejor por haber sido molestado por aquellas

"cositas que andan por ay", pues en tal templado lenguaje describía mi martirio.

Después del almuerzo, seguí su consejo; arreglé un poncho a la sombra de un

árbol, y tendiéndome sobre él luego, me quedé profundamente dormido, y no

desperté hasta la caída de la tarde.

Esa noche hubo de nuevo visitas, y se repitieron el canto, el baile y los otros

entretenimientos pastoriles, hasta casi medianoche; entonces, pensando burlar a

mis compañeros de cama de la noche anterior, hice mi sencilla cama en la cocina.

Pero ahí también me hallaron las asquerosas vinchucas, y hubo, además,

montoneras de pulgas que guerrearon toda la santa noche, agotando así mis

fuerzas y distrayendo mi atención, mientras el más formidable adversario se

formaba en línea. Tan grandes fueron mis padecimientos, que antes que apuntara

el día recogí mi poncho y me fui lejos de la casa para tenderme a cielo raso en

el campo; pero tenía el cuerpo tan dolorido, que no fue mucho lo que descansé.

Cuando amaneció, hallé que mi caballo no se había repuesto todavía de su cojera.

—No tenga tanto apuro por irse —dijo el dueño de casa cuando le hablé de mi

caballo—; veo que aquellos animalitos han estao peleando con usté otra vez y que

lo han vencido. No les haga ningún caso; con el tiempo se acostumbrará.

Cómo era que ellos pudiesen soportarlos, o aún vivir, era un misterio, para mi;

pero quizás las vinchucas respetaban a los orientales y sólo se banqueteaban

cuando —como el gigante en aquel cuento de niños— olían "la sangre de un

inglés".

Aquella tarde volví a gozar de una larga siesta, y cuando anocheció resolví

ponerme fuera del alcance de las vinchucas, así que después de la cena me fui a

dormir al raso en el campo. Pero como a eso de medianoche se levantó una ráfaga

de viento y lluvia que me obligó a buscar el abrigo de la casa, y a la mañana

siguiente me levanté en una condición tan deplorable, que deliberadamente enlacé

y ensillé mi caballo, aunque el pobre mancarrón apenas podía poner un pie en

tierra. Mis amigos se rieron alegremente cuando me vieron tan resuelto en estos

preparativos de viaje. Después de tomar un mate cimarrón y de agradecerles su

hospitalidad, me levanté para despedirme.

—¡Pero, amigo, no es posible que usté tenga la intención de irse en ese animal

—dijo el estanciero—. No es capaz de llevarlo.

—No tengo otro —repuse—, y estoy muy deseoso de llegar al fin de mi viaje.

—Si yo hubiese sabido eso antes, ya le habría ofrecido otro caballo —dijo, y

entonces le pidió a uno de sus hijos que arreara los caballos de la estancia al

corral.

Escogiendo de la tropilla uno de buena estampa, me lo presentó, y como no

tuviera el dinero suficiente para comprar un nuevo caballo cada vez que lo

necesitase, acepté muy gustosamente su regalo. Luego mudé la silla a mi nueva

adquisición, y agradeciendo una vez más a aquella buena gente, y diciéndole

"adiós", continué mi camino.

Al darle la mano a la menor de las niñas, y, a mi juicio, también la más bonita

de las cinco hijas de la casa, en vez de sonreirme amablemente y desearme un

buen viaje como lo habían hecho las demás, se quedó callada y me lanzó una

mirada como quien dijera: "Váyase, señor; usted me ha tratado mal y me insulta

al ofrecerme la mano; si la tomo, sólo lo hago por salvar las apariencias y no

porque esté dispuesta a perdonarlo".

Al mismo tiempo de dirigirme aquella tan significativa mirada, una expresión de

entendimiento se dibujó en los rostros de la demás gente que había en la

habitación. Todo esto me reveló que había perdido la oportunidad de gozar de un

encantador e idílico amorío en circunstancias novelescas. El amor brota como las

flores, y es natural que cuando se reúnen hombres y seductoras mujeres, surja el

amor; pero era difícil concebir cómo podría haber empezado un amorío siguiéndolo

hasta su punto culminante, en un lugar tan público como la cocina y con tantos

ojos encima; perros, nenitos, y gatos que se atropellaban a mis pies;

avestruces, que observaban ávidamente con tamaños ojos mis botones; y esa

insoportable cotorra que gritaba a cada rato saca la patita, lorita" en su

estridente algarabía de loro. Miradas amorosas, palabras dulces susurradas al

oído, roces de manos y otras mil pequeñas amabilidades que dan a conocer las

inclinaciones del corazón apenas habrían sido factibles en un lugar como ese y

en semejantes condiciones, y habría sido indispensable nuevos símbolos y señales

para expresar tales sentimientos. Y sin duda que estos orientales, viviendo

todos en una gran pieza con sus niños y animales domésticos al modo de nuestros

más remotos antepasados los pastores arios—, poseerían algún lenguaje de esa

naturaleza, Y este hermoso lenguaje habría aprendido de la más complaciente

maestra, si aquellas venenosas vinchucas, con sus persecuciones, no hubiesen

entorpecido mi inteligencia, impidiéndome ver algo que no había escapado a la

observación de aquellos a quienes no concernía. Al apartarme de la estancia, el

sentimiento de haber escapado por fin de aquellos detestables "animalitos que

andan por ay’ no fue de entera satisfacción.

 

IV

LA ESTANCIA DE LA VIRGEN DE

LOS DESAMPARADOS

 

 

Continuando mi jornada por el distrito de Durazno vadié el hermoso río Yi y

penetré en el departamento de Tacuarembó, departamento extremadamente largo, que

se extiende hasta la frontera brasileña. Atravesé su parte más angosta donde

sólo mide unas ocho leguas; después de vadear el Salsipuedes Chico y el

Salsipuedes Grande, llegué, por último al fin de mi viaje al departamento de

Paysandú. La estancia de la Virgen de los Desamparados era un cuadrado edificio

de ladrillo de regular tamaño, plantado sobre una altísima eminencia que

dominaba un inmenso trecho de terreno ondulante cubierto de hierba. No había

ninguna arboleda cerca de la casa, ni siquiera un solo árbol de sombra o planta

cultivada; había, en cambio, algunos grandes corrales para el ganado, del cual

tenían seis o siete mil cabezas. La falta de sombra y verdura daba al lugar un

aspecto melancólico y desapacible, pero si yo alguna vez llegara a tener

autoridad allí, todo eso cambiaría. El mayordomo, don Policarpo Santierra de

Peñalosa, probó ser una persona muy afable y complaciente. Me recibió con

aquella sencilla cortesía oriental, que sin ser fría, tampoco es expansiva, y en

seguida leyó la carta de Doña Isidora. Por último, me dijo: —Tendré el mayor

gusto, amigo, de proporcionarle todas las comodidades asequibles en esta altura;

y en cuanto a lo demás, ¿qué quiere que le diga? ¡al buen entendedor pocas

palabras! En todo caso aquí no falta buena carne, y en breve me hará usté un

gran favor de considerar esta casa con todo lo que contenga, la suya, mientras

nos honre con su presencia.

Después de expresar estos amables sentimientos que me dejaron en el aire acerca

de mis esperanzas, montó su caballo y se fue al galope, probablemente a atender

algún asunto de mucha importancia, pues no volví a verle durante varios días.

Empecé inmediatamente a establecerme en la cocina. No parecía que nadie en la

casa entrase jamás ni aun por casualidad en las otras piezas. La cocina era

enorme; parecía un granero, y era de no menos de trece a catorce metros de largo

y de proporcionada anchura; el techo era de totora, y el fogón, situado en el

centro de la pieza, consistía en una plataforma de argamasa cercada por cañas de

buey medio enterradas verticalmente en el suelo. Desparramadas, aquí y allí,

había algunas trébedes y teteras de fierro, y desde la cumbrera que soportaba el

techo colgaba una cadena con un gancho, del que pendía una enorme olla de

fierro; un asador de unos dos metros de largo completaba la lista de los

utensilios de cocina. No había ni sillas, ni mesas, ni cuchillos, ni tenedores;

cada cual llevaba su propio cuchillo; a la hora de comer se echaba el puchero en

una gran fuente de lata, mientras que del asado cada uno se servía del asador

mismo, tomando- la carne con los dedos y cortándose su tajada. Algunos troncos

de árbol y cabezas de caballo servían de asientos. Tenían habitación en la casa

una mujer —una vieja negra y canosa, horriblemente fea, de unos setenta años de

edad— y unos dieciocho o veinte individuos de diversas edades y tamaños, y de

todos los matices de cutis imaginables, desde el color blanco de pergamino hasta

el de vieja madera de encina. Había un capataz y siete u ocho peones, siendo los

demás todos agregados, o hablando claro, un tropel de vagabundos que se apegan a

esta clase de establecimientos como perros errantes atraídos por la abundante

carne, y que, de tarde en tarde, ayudan a los peones en sus tareas; también

juegan un tanto por dinero y a veces roban para costear sus menudos gastos. Al

apuntar el día, cada uno se hallaba en pie y sentado al lado del fogón sorbiendo

un cimarrón y fumando su cigarrillo; antes de salir el sol, todos estaban ya

montados a caballo repuntando el ganado en el campo circunvecino; volvían a

mediodía a almorzar. La carne consumida y la que se desperdiciaba era algo

atroz. Después del almuerzo se tiraban con frecuencia hasta diez o quince

kilogramos de carne cocida y asada en una carretilla, llevándose en seguida al

basurero, donde servía para sustentar a veintenas de halcones, gaviotas y

caranchos, además de los perros.

Por supuesto que yo sólo era un simple agregado, sin tener todavía ni sueldo ni

ocupación fija. Creyendo, sin embargo, que esto sólo seria por poco tiempo,

estaba bien dispuesto a ponerle buena cara al asunto, y luego me hice muy amigo

de mis coagregados, tomando parte gustosamente en todos sus pasatiempos y tareas

voluntarias.

Pasados varios días, empezó a cansarme la comida exclusivamente de carne, pues

ni una galleta era "asequible en esta altura"; y en cuanto a papas, lo mismo

habría sido pedir un plum-pudding. Por último, se me ocurrió que con tantas

vacas se podría conseguir leche e introducir un poco de variedad en nuestra

comida. Esa misma noche sondée el asunto y propuse que al día siguiente

enlazáramos una vaca y la amansáramos. Algunos de los hombres aprobaron la idea,

añadiendo que jamás se les había ocurrido hacerlo; pero la negra, a quien, por

ser la única representante del bello sexo, siempre se la escuchaba con todo el

respeto que su posición exigía, se afilió apasionadamente al partido de la

oposición. Declaró que desde la visita del dueño y su joven esposa a la estancia

hacia doce años, nunca jamás se había ordeñado en ella una sola vaca. En ese

tiempo tenían una vaca lechera, y de haber bebido mucha leche la señora, antes

de desayunarse, tuvo un empacho tal que hubo que darle polvos de estómago de

avestruz, y, por último, llevarla con gran dificultad en una carreta de bueyes a

Paysandú, y de allí, por el río, a Montevideo. El dueño ordenó que soltaran al

animal, y nunca, a su saber, desde aquella fecha, se había ordeñado una vaca en

la Virgen de los Desamparados.

Estos presagiosos gruñidos no me produjeron ningún efecto, y al siguiente día

volví de nuevo al asunto. Yo no tenía lazo, de modo que no podía, sin ayuda,

encargarme de enlazar una vaca medio brava. Por último, uno de mis coagregados

ofreció ayudarme, diciendo que hacía años que no probaba una gota de leche, y

que estaba inclinado a catar otra vez aquella singular bebida. Este nuevo aliado

merece ser presentado formalmente al lector. Se llamaba Epifanio Claro. Era

alto, delgado y lampiño, y su cara larga y macilenta tenía una expresión

singularmente torpe. Su negro y lacio cabello, partido al medio, colgábale hasta

los hombros, medio cercando su enjuto rostro, como un par de alas de iribú.

Tenía ojos muy grandes, claros y de expresión ovejuna; las cejas encorvadas

hacia arriba como un par de arcos góticos, sólo dejaban sobre ellas un

angostísimo espacio que servía de frente. Debido a esta peculiaridad, le

apodaban Cejas, por cuyo nombre era conocido de sus amigos. Pasaba la mayor

parte del tiempo rasgueando una vieja, rajada y desafinada guitarra, y cantando

tonadas amorosas en una voz de falsete, triste y chillona, que me hacía

recordar, no poco, la hambrienta y pedigüeña gaviota en aquella estancia del

departamento de Durazno. Pues, aunque el pobre Epifanio tenía una afición loca

por la música, la naturaleza le había negado cruelmente el don de expresarla de

un modo agradable a sus semejantes. Sin embargo, es justo admitir que prefería

las baladas o composiciones de un carácter filosófico, por no decir metafísico.

Me tomé el trabajó de traducir literalmente la letra de una de ellas, que dice

así:

Ayer se abrió mi sentido,

Al golpear de la razón,

Inspirando en mí una intención

Que jamás había tenido.

En vista que todos mis días,

Mi vida ha sido lo que es,

Al levantarme, pues, me dije:

Hoy día ha de ser como ayer.

Puesto que la razón me avisa,

Que nunca he sido otro ser.

Es difícil juzgar por estas pocas líneas, formando ellas sólo una cuarta parte

de la canción, pero es un buen ejemplo, y el resto no era más inteligible.

Naturalmente, no es de suponer que Epifanio Claro, un hombre ignorante, se

penetrase de toda la filosofía de estas líneas; no obstante, es probable que

alguna ligera emanación de su profundo significado haya tocado su magín,

haciéndolo, al mismo tiempo, más cuerdo.

Acompañado por este singular individuo y con el permiso del capataz, quien en

palabras de muchas sílabas rehusó tomar responsabilidad alguna en el asunto,

salimos al potrero en busca de una vaca. Luego encontramos una que parecía venir

de molde para nuestro objeto, cuya distendida ubre prometía leche en abundancia;

la seguía un ternerito de no más de una semana; desgraciadamente la vaca era

brava y tenía astas puntiagudas como agujas.

Luego se las cortaremos -me gritó Cejas.

Entonces enlazó la vaca y yo agarré al ternerito, y levantándolo y colocándolo

por delante del recado, me puse en marcha hacia la casa. La vaca me persiguió

furiosamente, y detrás venía Claro a todo galope. Tal vez estuvo. demasiado

confiado y permitió descuidadamente que la vaca tirara el lazo que la sujetaba;

el hecho es que, de repente, volvió atrás y le arremetió con furia

extraordinaria, hundiendo uno de sus formidables cuernos profundamente en la

barriga de su caballo. Pero Cejas supo arrostrar la situación, y dándole a la

vaca un fuerte golpe en la testera que la hizo recular momentáneamente, cortó el

lazo con su cuchillo, y gritándome al mismo tiempo que soltara al ternero, se

escapó. En cuanto llegamos a una prudente distancia, detuvimos nuestros

caballos, diciendo Claro, secamente, que el lazo era prestado y que el caballo

era de la estancia, de modo que nada habíamos perdido. Se apeó y le dió algunas

puntadas a la enorme herida que la pobre bestia tenía en la barriga, usando como

cuerda algunos pelos que le arrancó de la cola. Era una tarea difícil, o por lo

menos lo hubiera sido para mí, pues tuvo que abrir algunos agujeros en los

labios de la herida con la punta de su facón; pero parecía serle muy fácil.

Usando lo que quedaba del lazo, pialó al caballo de una pata trasera y otra

delantera, y con un diestro empujón, lo tumbó al suelo; entonces, amarrándolo

bien, hizo la operación de coser la herida en un par de minutos.

—¿Vivirá? —le pregunté.

—¡Qué sé yo! —replicó, indiferentemente—. Sólo sé que aura podrá llevarme a la

casa; si se muere después, ¿qué importa?

Entonces, montando otra vez a caballo, nos fuimos al trotecito a la estancia.

Por supuesto que se mofaban despiadadamente de nosotros, sobre todo la vieja

negra que había previsto, según nos dijo, lo que iba a suceder. Uno se habría

imaginado, al oírla hablar, que consideraba el tomar leche una de las más graves

ofensas contra la moral de la cual un hombre pudiese ser culpable, y que en este

caso la misma Providencia había intervenido milagrosamente para impedir que

satisficiésemos nuestros depravados apetitos.

Cejas tomó el asunto con mucha frescura.

—No les haga ningún caso —dijo—; ni el lazo ni el caballo eran nuestros, ansi

que ¿qué importa lo que digan?

El dueño del lazo, que de muy buena voluntad nos lo había prestado, alzó la

cabeza al oír esto. Era un hombre extremadamente grande, de tosco aspecto y con

el rostro poblado de una enorme y erizada barba negra. Yo lo había creído, hasta

ese momento, uno de aquellos tipos de gigante bien humorado, pero ahora que

empezó a enfurecerse, cambié de opinión. Blas, o Barbudo, como llamábamos al

gigante, estaba sentado en un tronco de árbol tomando mate.

—Tal vez ustedes me toman por una oveja, porque me ven engüelto en estos cueros

—observó—; pero permítanme alvertirles que tendrán que devolverme el lazo que

les presté.

—Esas palabras no son pa nosotros —dijo Cejas, dirigiéndose a mí—, sino pa la

vaca que se llevó el lazo en los cachos; ¡pucha que eran afilaos!

—¡No, señor! —respondió Barbudo—, no se engañe; no son pa la vaca, sino pal

tonto que la lazó. Y te alvierto Epifanio, que si no me lo devolvés, este techo

que nos cubre no bastará pa cubijarnos a los dos.

—Me alegro oírte decir eso, Barbudo —dijo el otro—, pues nos hacen falta

asientos; y cuando te vayás vos, el que casi aplastás con ese corpazo tuyo,

estará ocupao por alguien que mejor lo merezca.

—Podés decir lo que querás, pues naides hasta aura jamás te ha puesto un candao

en la boca —dijo Barbudo, alzando la voz a un grito—; pero no habés de robarme

vos, y si no me devolvés el lazo, juro hacerme uno nuevo de cuero humano.

—Entonces —dijo Cejas—, mientras más pronto te pro-bés con un cuero a propósito,

mejor para vos, porque lo que es yo, nunca te devolveré el lazo; pues, ¿quién

soy yo pa luchar contra la Providencia que me lo quitó de has manos?

A esto replicó Barbudo, furiosamente:

—Entonces cueriaré a este gringo miserable muerto de hambre que viene aquí a

aprender a comer carne y a ponerse a la altura de los hombres. Por lo visto lo

destetaron demasiado joven, pero, si el hambriento sinvergüenza quiere

alimentarse como los nenes, que en adelante ordeñe a las gatas que se calientan

al lao del juego, y que hasta un francés puede agarrar sin ninguna necesidá de

lazo.

No pude tolerar los insultos del bruto y salté de mi asiento. Tenía por

casualidad un cuchillo en la mano, pues nos preparábamos para atacar un

matambre, y mi primer impulso fue soltarlo y darle un buen puñetazo. Si tal

hubiera hecho, es probable que habría pagado muy cara mí temeridad. Al momento

de pararme se me vino encima Barbudo con cuchillo en mano. Me largó un feroz

golpe que por fortuna me pasó a un lado, mientras que yo al mismo tiempo le di

una puñalada; se bamboleó hacia atrás con un horrible tajo en la cara. Fue todo

cuestión de segundos y antes de que los otros pudiesen intervenir: al instante

nos desarmaron y empezaron a bañarle la herida a Barbudo. Durante esta

operación, que debió ser muy dolorosa, pues la vieja negra había insistido en

que se bañara la herida con ron en vez de con agua, el bruto blasfemaba

atrozmente, jurando que me cortaría y sacaría el corazón y que se lo comería

estofado en cebollas y aliñado con cominos y otros varios condimentos.

Muchas veces, desde aquellos días, he pensado en el sublime concepto culinario

de Blas el bárbaro. Debió de haber habido una chispa de agreste genio oriental

en su bovino cerebro.

Cuando el debilitamiento causado por la furia; el dolor y la pérdida de sangre

por fin lo hicieron callar, la vieja negra se volvió contra él, gritándole que

bien merecía haber sido castigado, pues, ¿no fue él quien, a pesar de sus

oportunas advertencias, les había prestado el lazo a aquel par de herejes —que

así nos llamaba— para lazar una vaca? Pues bien, había perdido su lazo; entonces

sus amigos, con la gratitud que sólo puede esperarse de los que beben leche, se

habían vuelto contra él y por poco no lo matan.

Después de la cena, el capataz me llevó aparte y de un modo exclusivamente

amistoso y con muchos rodeos, me aconsejó que me fuera de la estancia, pues no

estaba seguro quedándome. Le contesté que la culpa no era mía, habiendo pegado

sólo en defensa propia; además, que habla sido enviado a la estancia por una

persona amiga del mayordomo, y que estaba resuelto a verle y darle mi versión de

lo sucedido.

El capataz se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.

Por último, volvió don Policarpo, y cuando le conté la historia, se rió un poco,

pero no dijo nada. Por la noche le hice recordar la carta que le había traído de

Montevideo, preguntándole, al mismo tiempo, si era su intención darme algún

trabajo en la estancia.

—Vea, amigo —replicó—, emplearlo a usté ahora sería inútil,, por muy valiosos

que fueran sus servicios, pues la autoridad ya debe haber tenido noticias de su

pelea con Blas. Puede contar con que en unos pocos días vendrán aquí a indagar

el asunto, y es probable que los lleven a los dos, a usté y a Blas, y los pongan

en la cárcel.

—¿Qué aconseja usted entonces que yo haga?

Me contestó que cuando le preguntó el avestruz al venado qué le aconsejaba que

hiciera cuando se aparecieran los cazadores, el venado había respondido:

"¡Arranque!"

Reí de su bonito apólogo y le dije que no creía que las autoridades se

preocupasen de mí, y además, que yo no era aficionado a arrancar.

Cejas, que hasta aquí había estado inclinado a apoyarme y a tomarme bajo su

protección, se puso ahora muy caluroso en su trato; éste era acompañado de

cierta deferencia cuando estábamos solos, pero al haber otros presentes, le

gustaba hacer gala de su intimidad conmigo. Al principio, no comprendí lo que

pudiera significar este cambio en su modo de tratarme, pero luego me llevó

misteriosamente a un lado y mostrándose muy confidente, dijo:

—No se preocupe más de Barbudo. Nunca jamás se atreverá a levantarle la mano a

usté otra vez; y si usté condesciende en hablarle amablemente, será su más

humilde esclavo y se considerará muy honrao si usté se limpia sus dedos

mugrientos en su barba. No le haga caso a lo que le diga el mayordomo; él

también le tiene miedo. Si la autoridad se lo llevan, será sólo pa ver cuánto

les va a dar; no lo detendrán mucho tiempo, porque usté es estranjero, y no

pueden hacerlo servir en el ejército. Pero cuando lo pongan en libertá es

preciso que usté mate a alguien.

Asombrado sobremanera, le pregunté por qué.

—Vea —me dijo—, su reputación de valiente está ya establecida en este

departamento, y no hay cosa que los hombres envidien más. Es lo mesmo que en

nuestro juego de pato, en que tuitos persiguen al hombre que se lleva el pato y

no dejan de perseguirlo hasta que ha probao que puede guardarlo. Hay varios

valientes a quienes usté no conoce, que están risueltos a buscarle camorra pa

probar su valentía. En la próxima pelea que tenga, no debe sólo herir, sino

matar, o no lo. dejarán tranquilo.

Me inquietó en extremo este resultado de mi afortunada victoria sobre Blas el

Barbudo, y no podía apreciar la haya de grandeza que mi solícito amigo Claro

parecía estar tan empeñado en que yo aceptara. Era, por cierto, halagador oír

decir que yo había establecido mi reputación de valiente en un departamento tan

belicoso como Paysandú, pero al mismo tiempo las consecuencias a que daba lugar,

eran, por así decir, harto desagradables; de modo que agradeciéndole a Cejas su

amistosa indirecta, resolví dejar la estancia inmediatamente. No huiría de las

autoridades, puesto que yo no era ningún malhechor, pero sí me alejaría de la

necesidad de matar gente, siendo amante de la paz y del sosiego. Y temprano, a

la mañana siguiente, con gran desplacer de mi amigo Cejas y sin contarle mis

planes a nadie, monté mi caballo y dejé el Asilo de los Desamparados para seguir

mis aventuras en otra parte.

 

V

UNA COLONIA DE CABALLEROS INGLESES

 

 

Desde el principio no había tenido mucha fe en la estancia como campo para mis

actividades; las palabras pronunciadas por el mayordomo a su vuelta, la hablan

ahuyentado por completo, y después de oír aquella fábula del avestruz, sólo me

había quedado por amor propio. Resolví volver a Montevideo, no por el camino por

el cual habla venido, sino haciendo un gran rodeo en el interior del país, donde

exploraría una nueva región y donde podría, quizá, encontrar trabajo en alguna

de las estancias del trayecto. Cabalgando hacia el sudoeste en dirección del río

Malo, en el departamento de Tacuarembó luego, dejé atrás los llanos de Paysandú,

y deseoso de alejarme lo más posible de una vecindad donde esperaban que matase

a un prójimo, no descansé hasta que hube recorrido unas ocho o nueve leguas. A

mediodía me detuve en una pequeña pulpería para tomar algún refresco. Era un

edificio de pobre aspecto, y detrás de la reja de hierro que protegía el

interior, la que le daba la apariencia de una jaula de fieras, holgazaneaba el

pulpero fumando un cigarro. Al lado del mostrador hallábanse dos individuos de

tipo inglés. Uno era joven y buen mozo, en cuya cara bronceada reparábase la

expresión de un hombre vicioso y gastado; estaba arrimado al mostrador, fumando

un cigarro, y parecía un poco ebrio; llevaba un gran revólver colgando

ostentosamente al cinto. Su compañero, un hombre grande y grueso, de enormes

patillas grises, estaba evidentemente muy borracho, pues dormía tendido en un

banco, la cara abultada y amoratada roncando fuertemente. Pedí pan, sardinas y

una botella de vino, y solícito por observar la costumbre del país en que me

hallaba, convidé al joven achispado a que me acompañara a comer algo. La omisión

de esta cortesía entre los orgullosos orientales, bien podría envolverme en una

riña sangrienta, y de riñas estaba harto.

Rehusó el convite, dándome las gracias, y pronto entablamos conversación; el

descubrimiento, luego hecho, de que éramos compatriotas, nos dió a ambos mucho

placer. Inmediatamente me ofreció llevarme a su casa e hizo una descripción muy

entusiasta de la vida independiente y feliz que hacía en compañía de otros

cuantos ingleses —todos, me aseguró, hijos de familias distinguidas— que habían

comprado un pedazo de terreno y se habían dedicado a la ganadería en esta

solitaria región. Acepté gustoso su convite y cuando hubimos acabado nuestras

copas trató de despertar al dormido.

—¡Hola, viejo, despierta! —gritó mi nuevo amigo—. Ya es tiempo de ir caminando.

¡Eso es! ¡Arriba! Quiero presentarte al señor Lamb. Estoy seguro que va a ser

una adquisición. ¡Cómo! ¿Es posible que te hayas quedado dormido otra vez?

¡Caramba, Cloud! ¡Eso si que es el colmo, pues hombre!

-Por último, después de mucho gritar y de remecerlo, consiguió el joven

despertar a su compañero borracho, quien se levantó tambaleando y mirándome con

una cara de imbécil.

—¡Ahora, déjame presentarte al señor Lamb! Mi amigo, el capitán Cloudesley

Wriothesley. ¡Bravo! ¡Estate firme, viejo! ¡firme! ¡eso es! ¡ahora, dale la

mano!

El capitán no dijo una palabra, pero me dió la mano y bamboleándose hacia mí,

por poco no me dió un abrazo. Entonces, después de mucho trabajo, lo montamos a

caballo, y colocándolo entre nosotros dos para impedir que se cayese, nos

pusimos en marcha. Media hora de camino nos trajo a la casa de mi convidante,

don Vicente Winchcombe. Yo me había figurado una monada de casita, escondida

entre verde y frondoso follaje y rodeada de flores, que inspiraría gratos

recuerdos de mi querida Inglaterra; fué grande el chasco que me llevé, al hallar

que su "home" era un rancho de miserable aspecto, en medio de un terreno arado,

con un zanjón alrededor, donde no parecía crecer ninguna verdura. El señor

Winchcombe, sin embargo, me explicó que no había tenido tiempo de hacer muchos

cultivos. —-Sólo legumbres y cosas parecidas —-me dijo.

—No las veo —-repuse.

—¡Pues tal vez que no!; tuvimos una porción de orugas, carralejas y otros

bichos, que me comieron todo lo que había.

La pieza a la que me condujo mi nuevo amigo no contenía otro mueble más que una

gran mesa de madera de pino y algunas sillas; también había un aparador, un

largo tablero y algunos estantes arrimados a la pared. Todo lugar disponible

estaba cubierto de pipas, tabaqueras, revólveres, cartucheras y botellas vacías,

Sobre la mesa había algunas copas, una azucarera, una enorme tetera de metal y

una damajuana, que luego descubrí estaba medio llena de caña Había cinco hombres

sentados en torno de la mesa fumando, bebiendo té con caña y hablando

animadamente, todos más o menos ebrios. Me hicieron una entusiasmadísima

acogida, obligándome a que me sentara con ellos a la mesa, sirviéndome té con

caña y empujando hacia mí las pipas y tabaqueras.

—Ve usted aquí —dijo el señor Winchcombe, explicándome esta festiva escena— a

diez individuos que se dedican a la ganadería y cosas por el estilo. Cuatro de

nosotros ya hemos edificado casas y comprado ovejas y caballos. Los otros seis,

usted comprende, viven con nosotros de casa en casa. Pues hemos hecho un arreglo

muy satisfactorio... fue el viejo Cloud —el capitán Cloudesley Wriothesley—

quien sugirió la idea..., y esto es que cada día uno de los cuatro —los

"ilustres cuatro" nos llaman— tenga mesa franca; y es de rigor que los otros

nueve le visiten durante el día para animarle un poco. Pues bien, hicimos el

descubrimiento —creo que también fue el viejo Cloud quien lo hizo— que para

estas ocasiones no había nada mejor que té con caña. Hoy me ha tocado a mí y

mañana le tocará a otro, y así por turno. . ., ¿comprende? Pero, ¡caramba! ¡Qué

suerte la mía haberle encontrado a usted en la pulpería! ¡Ahora va a ser

muchísimo más animada la cosa!

Por cierto no era un pequeño paraíso inglés con el que había tropezado en esta

soledad oriental, y como siempre me disgusta ver a jóvenes entregarse a la

bebida y portarse como asnos, no me entusiasmó mucho el sistema del "viejo

Cloud". No obstante, era agradable encontrarme con ingleses en esta lejana

tierra, y por último, logró hacerme medianamente feliz. El descubrimiento de que

yo cantaba les agradó mucho, y cuando, un tanto alborozado por los efectos del

fuerte tabaco cavendish y el té con caña, prorrumpí a toda voz en:

Y que el alma en el cielo esté

Del que inventó la caña con té,

todos se pusieron de pie y bebieron a mi salud en grandes vasos, declarando que

jamás me permitirían abandonar la colonia.

Todos los invitados se fueron antes de anochecer, excepto el capitán. Se había

sentado con nosotros a la mesa, pero estaba demasiado ebrio para tomar parte en

la conversación y chacota. A cada rato rogaba a alguien que le diera lumbre para

encender su pipa, y entonces después de aspirar sin resultado dos o tres veces,

la dejaba apagarse. También había tratado una que otra vez de repetir el

estribillo de alguna canción, pero luego volvía de nuevo a su condición de

idiota insensibilidad.

No obstante, al día siguiente, en el desayuno, refrescado por una noche bien

dormida, le encontré un sujeto bastante agradable. Me dijo, en confianza, que

todavía no tenía casa propia, no habiendo recibido su dinero de Inglaterra, así

que vivía almorzando en una casa, comiendo en otra y durmiendo en una tercera.

—¡No importa! —me dijo—, luego será mi turno y entonces los recibiré a todos

durante unas seis semanas y así quedará ajustada la cuenta.

Ninguno de los colonos trabajaba, sino que pasaban su tiempo holgazaneando y

visitándose unos a otros y tratando de hacer soportable su monótona existencia,

fumando y bebiendo té con caña continuamente. Habían probado a bolear

avestruces, visitar a sus vecinos orientales, cazar tinamúes y correr carreras

de caballos, etc., pero los tinamúes eran demasiado mansos, nunca lograban cazar

un avestruz, y los orientales no les entendían jota, así que por último habían

renunciado a todos estos entretenimientos. En cada establecimiento se empleaba

un peón para cuidar de las ovejas y atender la cocina, y como las ovejas

parecían cuidarse a sí mismas y la cocina se reducía a asar un trozo de carne en

el asador, los peones no tenían gran cosa que hacer.

—¿Por qué no hacen ustedes mismos todo eso? —pregunté, inocentemente.

—No creo que sería exactamente propio de nosotros, ¿no es así? —dijo el señor

Winchcombe.

—¡Nol —añadió, gravemente, el capitán—, hasta ese extremo no hemos llegado

todavía.

Me llamó mucho la atención oírlos hablar de esa manera. Yo había visto a

ingleses en otras partes viviendo rudamente sin quejarse, pero la soberbia de

estos diez gentlemen, bebedores de caña, era para mí una experiencia enteramente

nueva.

Habiendo pasado una mañana algo apática, me convidaron que los acompañara a la

casa del señor Bingley, uno de los "ilustres cuatro". El señor Bingley era

realmente un joven sumamente agradable, que habitaba una casa mucho más

merecedora de ser así llamada que el desaliñado rancho en que vivía su vecino,

el señor Wínchcombe. Era el favorito de la colonia; poseía más fortuna y tenía

dos peones. En sus días de recepción siempre les ofrecía a sus convidados pan

caliente con mantequilla fresca, además de la indispensable botella de caña y

una tetera con té. Por eso era que cuando le tocaba a él recibir, nunca faltaba

a su mesa ninguno de los nueve.

Después de nuestra llegada empezaron a aparecer los otros convidados, cada uno,

al entrar, tomando asiento a la hospitalaria mesa y agregando otra bocanada de

humo a la nube que obscurecía el ambiente. Hubo mucha bulliciosa conversación;

se cantó y se consumieron enormes cantidades de té, caña, pan y mantequilla y

tabaco; pero fué una reunión muy cargante, y una vez concluida, yo estaba harto

de esa clase de vida.

Antes de separarnos, y después que se hubo cantado " ‘John Peel" con gran

entusiasmo, alguien propuso que organizáramos un "fox hunt" al verdadero estilo

inglés. Todos convinieron, felices, supongo, de encontrar algo que hacer, con

que matar el tiempo e interrumpir la monotonía de semejante existencia; así es

que al siguiente día salimos a caballo seguidos por unos veinte perros de todos

tamaños y razas que se habían recogido de las diferentes casas. Por último,

después de buscar algún tiempo en los lugares más probables, levantamos un zorro

en un macizo de miomío El zorro atravesó un hermoso y parejo llano y corrió en

derechura a una cuchilla como a una legua de distancia, de modo que había toda

probabilidad de alcanzarlo. Dos de los cazadores se habían provisto de bocinas

que tocaban continuamente, mientras que los otros gritaban a toda voz, así que

la caza fue muy bulliciosa. El zorro parecía darse cuenta del peligro que

corría, y saber que su única esperanza de salvación consistía en conservar sus

fuerzas hasta llegar al abrigo de las cuchillas. Sin embargo, de repente cambió

de rumbo, dándonos así una gran ventaja, porque cortando nosotros al través

luego, estábamos todos persiguiéndolo estrechamente con sólo la vasta llanura

entre él y nosotros. Pero maese zorro tenía sus buenas razones para hacer lo que

había hecho; había divisado un grupo de vacas, y en muy pocos segundos las

alcanzó y se mezcló con ellas. Las vacas, aterrorizadas por nuestros gritos y

trompetazos, se desparramaron inmediatamente y arrancaron en todas direcciones,

así que pudimos seguir siempre al zorro con la vista. Muy al frente de nosotros,

el pánico que se había producido en el ganado cundía, de grupo en grupo, con la

rapidez de la luz, y podíamos ver a las vacas a cuadras de distancia huyendo

despavoridas de nosotros, mientras que el viento traía débilmente a nuestros

oídos sus roncos mugidos y el ruido de sus atronadoras pisadas. Los perros,

gordos y perezosos, no pudieron ganar la delantera a nuestros caballos; no

obstante, siguieron trabajosamente, animados por nuestros repetidos gritos y,

por fin, dieron con el primer zorro que jamás se hubiese cazado debidamente en

la Banda Oriental.

La caza, que nos había llevado muy lejos de nuestra habitación, terminó cerca de

la casa de una gran estancia, y mientras observábamos a los perros que

desgarraban su víctima, el capataz de la estancia, seguido por tres peones,

todos a caballo, vino hacia nosotros para preguntarnos quiénes éramos y qué

estábamos haciendo. Era un hombre moreno y de baja estatura, vistiendo un

pintoresco traje, y nos dirigió la palabra con la mayor urbanidad.

—¿Podrían ustedes decirme, señores, qué curioso animal es ese que han cazao?

—¡Un zorro! —gritó el señor Bingley, agitando triunfalmente en el aire la cola

que acababa de cortar—. En nuestro país, en Inglaterra, cazamos zorros con

perros, y hemos estado cazando este zorro al estilo de nuestro país.

El capataz sonrió y nos dijo que si estábamos dipuestos a acompañarle, tendría

mucho gusto en mostrarnos una caza a usanza de la Banda Oriental.

Aceptamos gustosos su convite, y montando nuestros caballos, partimos al galope

en pos del capataz y sus peones. Luego alcanzamos un pequeño grupo de hacienda

vacuna; el capataz se lanzó tras él, y preparando primero su lazo, lo arrojó

diestramente sobre los cuernos de una vaquillona gorda que había escogido,

lanzándose en seguida a correr como una flecha hacia la casa. La vaquillona,

acosada por los peones que la seguían muy de cerca, echó a correr,

precipitadamente, bramando de rabia y dolor, y esforzándose por alcanzar al

capataz que se mantenía justamente fuera del alcance de sus astas, y así, muy

pronto, llegamos a la casa. Luego, uno de los peones arrojó el lazo y le enlazó

una de las patas traseras; tirada de acá y allá, la sujetaron luego; apeándose

ahora los otros peones, primero la desjarretaron y después le hundieron un largo

cuchillo en la garganta. Sin cuerearla, descuartizaron la res inmediatamente y

echaron las mejores presas dentro de un gran fuego que uno de los peones había

preparado. Una hora después, todos nos sentamos a un banquete de carne con

cuero, tierna y de exquisito sabor. Debo advertir al lector inglés acostumbrado

a comer carne y caza que se ha colgado hasta ponerse tierna, que antes de llegar

a ese estado, se ha endurecido primero. Toda carne, incluso la caza, nunca es

tan tierna ni de tan buen sabor como cuando se cocina y se come luego de matarse

el animal o ave. Comparándola con la carne en cualquier estado subsiguiente, es

como comparar un huevo recién puesto o un salmón recién sacado del agua, con un

huevo o salmón que se ha guardado una semana.

Gozamos enormemente de nuestra comilona, aunque el capitán Cloud se lamentaba

con amargura de que no tuviésemos ni caña ni té con que bajarla. Cuando le dimos

las gracias a nuestro convidante, y estábamos por volvernos a casa, el amable

capataz se adelantó otra vez y nos dirigió la palabra:

—¡Señores —dijo—, cuando ustedes quieran cazar zorros otra vez, vengan pa acá y

en cambio lazaremos una vaquillona y la asaremos sobré el mesmo cuero. Es el

mejor plato que puede la república ofrecerle a los estranjeros y me dará mucho

gusto festejarlos; pero les ruego, señores, que no cacen más zorros en el

terreno que pertenece a esta estancia, porque han alborotado al ganao qué tengo

a mi cargo, de tal manera, que mis piones necesitarán dos o tres días pa

repuntarlo y traerlo todo de güelta otra vez.

Dimos la deseada promesa, viendo claramente que la caza de zorros a la inglesa

no era un sport que pudiera adaptarse en la Banda Oriental. Entonces volvimos a

la "colonia" y pasamos el resto del día en casa del señor Girling, uno de los

"ilustres cuatro", bebiendo caña con té, fumando innumerables pipas de cavendish

y discurriendo sobré la caza de zorro que habíamos tenido.

 

VI

TOLOSA

 

Pasé varios días en la "colonia", y supongo que la vida que llevaba tuvo un

efecto desmoralizador, pues, por desagradable que fuese, cada día me sentía

menos y menos inclinado a abandonarla, y, a veces, aun pensaba establecerme ahí

yo mismo. No obstante, esta estrambótica idea me venía por lo general al

anochecer, después de haberme permitido beber demasiada caña con té, combinación

que muy pronto volvería loco a cualquiera.

Una tarde, en una de nuestras festivas reuniones, se decidió hacer una excursión

al pueblecito de Tolosa, como a unas seis leguas al este de la "colonia". Al día

siguiente, nos pusimos en marcha, cada uno con su revólver al cinto y provisto

de un grueso poncho con que abrigarse, pues era costumbre de los "colonos",

cuando iban a Tolosa, pasar la noche allí. Nos alojamos en una espaciosa posada

en el centro del miserable pueblucho, donde se daba alojamiento tanto al hombre

como también a las bestias, con la diferencia de que estas últimas eran siempre

mejor servidas. Muy luego descubrí que el principal objeto de nuestra visita era

el de variar el entretenimiento de beber caña y fumar en la "colonia",

haciéndolo, en cambio, en Tolosa. La borrachera siguió su curso hasta la hora de

acostarse, cuando el único sobrio de nuestra comitiva era yo, pues había pasado

la mayor parte de la tarde andando por la población y hablando con sus

moradores, en la esperanza de oír algo que pudiera serme útil en mi busca de

alguna ocupación. Pero las mujeres y los viejos que encontré me dieron muy pocas

esperanzas. Parecía ser un conjunto de gente muy omisa el de Tolosa, y cuando

les pregunté qué hacían para ganarse la vida, respondieron que estaban

esperando. Su tema principal de conversación era la visita, a su pueblo, de mis

compatriotas. Ellos consideraban a estos comarcanos ingleses como seres extraños

y peligrosos que no tomaban ningún alimento sólido, sino que se sustentaban de

una mezcla de caña con pólvora (que era la verdad)  y que iban armados con

unas máquinas mortíferas que llamaban revólveres, inventadas para ellos por su

padre el demonio. Las experiencias del día me convencieron de que la colonia

inglesa tenía su razón de ser, puesto que sus periódicas visitas proporcionaban

a la buena gente de Tolosa un poco de saludable animación en los tristes

intervalos de una revolución a otra.

Por la noche, nos reunimos en una espaciosa pieza con suelo apisonado, en la

cual no había ni un solo mueble. Nuestras monturas, pellones, cojinillos y

ponchos estaban todos apilados en un rincón, y el que quisiese acostarse a

dormir debía él mismo prepararse su cama con su propio recado y poncho. Para mí,

esta experiencia no ofrecía ninguna novedad, de modo que luego me arreglé un

confortable nido en el suelo y sacándome las botas, me arrollé como un mataco

que jamás ha conocido nada mejor y que tiene, además, estrecha amistad con las

pulgas. Pero mis compañeros, habiéndose provisto de tres o cuatro botellas de

caña, parecían estar dispuestos a pasar toda la noche bebiendo. Después de

alguna conversación y uno que otro canto, un señor Chillingworth se puso de pie

y pidió la palabra:

—¡Señores! —dijo, adelantándose al Centro de la pieza, donde, a fuerza de mover

los brazos de vez en cuando, para balancearse, consiguió mantenerse, más o

menos, en una posición erguida—, voy a hacer un... un..., ¿cómo se llama?

Este anuncio fué recibido con grandes aplausos y vivas, mientras que uno de los

oyentes, arrebatado de entusiasmo con la expectativa de oír las elocuentes

palabras de su amigo, disparó su revólver al techo, armando una confusión de mil

demonios entre una legión de arañas de patas largas que ocupaban las

polvorientas telas sobre nuestras cabezas.

Yo temía que esta jarana alborotara a todo el pueblo de Tolosa, pero me

aseguraron que siempre disparaban sus revólveres en esa pieza y que nadie les

molestaba, siendo ya tan conocidos.

—¡Señores! —continuó el señor Chillingworth, cuando, por último, húbose

restablecido el orden—, he estado cavilando, es eso lo que he estado haciendo.

Pues bien, revisemos la situación. Aquí formamos nosotros, señores, una colonia

de caballeros ingleses; estamos, ¿no es verdad?, lejos de nuestros hogares y

nuestra patria y todo lo demás. ¿Cómo es que dice el poeta? Probablemente alguno

de ustedes recordará el pasaje. ¡Pero, señores!, ¿con qué objeto estamos aquí?

Es eso lo que les voy a explicar. Pues, señores, estamos aquí para infundir un

poco de nuestra energía anglosajona y todo eso en este viejo tarro de lata de

país.

Aquí el orador fue animado por salvas de estrepitosos aplausos.

—Ahora, señores, ¿no encuentran ustedes que es muy duro..., excesivamente duro,

que hagan tan poco caso de nosotros? Yo lo siento, señores, lo... siento

profundamente; nuestras vidas aquí... están perdiéndose. No sé si ustedes se dan

cuenta de ello o no. Como ustedes saben muy bien, nosotros no somos de los que

andan con la cara larga. Formamos una fuerte combinación contra el esplín, ¿no

es así? Pues, a veces, señores, yo siento, por decirlo así, que toda la caña del

pueblucho de Tolosa... no es suficiente para ahuyentarlo completamente. No 

puedo menos de pensar en aquellos días felices al otro lado del agua. ¡N. . . no

me miren ustedes como si creyesen que. . . fuera a soltar el llanto! ¡N... nada

de eso! ¡no crean por un momento que vaya a ponerme en ridículo! Pero lo que

quiero que ustedes me digan es esto: ¿Vamos a seguir cm... emborrachándonos

bestialmente con caña durante el resto de nuestras vidas? ¡pe. . . perdón,

señores!, no era eso realmente lo que quería decir. La caña es casi la única

cosa decente que se encuentra en este lugar. . . y ella es la que nos mantiene

vivos. ¡Que nadie se atreva a decir una sola palabra en contra de la caña, o le

llamaré grandísimo tonto de remate! Yo me refería, señores, más bien al país, a

este m... maldito país. ¡No hay cricket ni sociedad, ni cerveza Bass ni nada.

¡Imagínense, señores, lo que habría pasado si nos hubiésemos ido con . . .

nuestro capital y nuestra energía al Canadá! ¡Cómo nos habrían recibido con los

brazos abiertos! Y aquí, ¿qué laya de recibimiento nos han hecho? Pues, señores,

lo que propongo hacer es protestar. . . formalmente. Elevaremos una . . . una .

. ., ¿cómo se llama?... a lo que llaman su gobierno. Daremos a conocer nuestro

caso a esa cosa, señores, e insistiremos y nos pondremos firmes; eso es lo que

vamos a hacer, ¿no es así? ¿Cómo es posible, señores, que vayamos a vivir entre

estos miserables macacos y darles las ventajas de nuestros . . . sí, señores, de

nuestro capital y energía, sin sacar algún provecho? No, señores, ¡eso sí que

no! Debemos hacerles comprender que no. . . no estamos para eso y que nos

enojaremos de veras. Creo, señores, que esto es t . . . todo lo que les tengo

que decir. . .

Hubo ruidosos aplausos durante los cuales el orador se sentó de improviso en el

suelo. Entonces todos entonaron "Rule Britannia", cantando que se mataban y

haciendo una bulla de mil demonios.

Cuando terminó la canción, se oyó el fuerte ronquido del capitán Wriothesley.

Había comenzado a arreglar algunos ponchos en donde echarse, pero enredándose

irremediablemente en la sobrecincha, las riendas y jergones, se había quedado

dormido con los pies en el recado y la cabeza en el suelo.

—¡Hola! ¡esto sí que no puede tolerarse! —gritó uno del grupo—. Despertemos al

viejo Cloud, disparando nuestros revólveres a la pared sobre su cabeza y

haciendo descascararse el estuco para que le caiga en la cara. ¡Será cosa de

morirse de risa!

Todos quedaron entusiasmadísimos con la idea excepto el pobre Chillingworth,

quien, después de pronunciar su discurso, se había ido gateando a un rincón

donde estaba solo, viéndose muy pálido y abatido.

Luego empezó el tiroteo, dando la mayor parte de las balas en la pared a unos

pocos centímetros sobre la cabeza del recostado capitán, y desparramando tierra

y pedazos de estuco sobre su rostro amoratado. De un salto me puse de pie y me

precipité a ellos, diciéndoles, sin reflexionar, que estaban demasiado ebrios

para poder hacer buena puntería, y que matarían a su amigo. Mi intervención dió

lugar a una bulliciosa y acalorada protesta, en medio de la cual, el capitán,

que estaba tendido en el suelo en una posición sumamente incómoda, despertó, y

sentándose con gran dificultad, nos miró vagamente con las riendas y las cinchas

enredadas como serpientes alrededor del pescuezo y los brazos.

—¿Qué pasa? ¿Po. . . por qué ta. . . nta bulla? —preguntó roncamente—. ¿Qué?

¿Están haciendo una re . - . re . . . volución...? ¡Mu. . . muy bien!; es lo ú.

. . único que se pué hacé en este paí. . . pero no me . . . me . . . pidan que

se . . . sea presidente . . . Eso sí que no. No va . . . vale la pen . . . pena.

¡Buenas noches mu . . . muchachos! No me corten el pescuezo por equi . . . vo .

. . vo . . . cación. Dió lo . . . guarde. . . a. . . toos. . .

—¡No te vayas a quedar dormido otra vez, Cloud!

—gritaron todos—. Lamb tiene la culpa de todo esto. Nos ha dicho que estamos

borrachos; ese es el modo como nos recompensa nuestra hospitalidad. Estábamos

disparando nuestros revólveres para despertarte, viejo, para que nos acompañaras

con un trago . . .

—¿U... un trago? ¡ya.. . ya lo creo! —dijo Cloud, con voz ronca.

—Y este Lamb temía que te fuésemos a matar o he-rir . ¡Dile, viejo! ¡Si les

tienes miedo a tus amigos! ¡Dile a Lamb lo que te parece a ti su conducta!

—¡Déjenme, no más! —repuso el capitán, carraspeando—. Yo. . . yo se lo diré. No

tiene p. . . pa qué meterse Lamb, caballeros. Pe . . . ro fueron ustedes los que

tu . . . tuvieron la culpa recibiéndolo. ¿No. . . no les dije yo? Es de ustedes

la culpa, po. . . porque no. . . no era posible que él se juntase con nosotros.

Ustedes dirán, ¿di. . . dije o no dije . que era un entremetido? ¿Por qué di. .

. diablo, entonces, no me deja en paz? ¡Van a ver ahora lo que voy a hacer con

Lamb! ¡Le voy a dar un buen puñetazo en la nariz!

Y aquí aquel valeroso caballero trató de levantarse del suelo, pero las piernas

no le ayudaron y cayendo de espaldas y dando con la cabeza en la pared, sólo

pudo mirarme furiosamente con sus llorosos ojos.

Me dirigí hacia él, con la intención, supongo, de darle a él un puñetazo en la

nariz, pero cambiando súbitamente de intento, tomé mi recado y otras pilchas y

salí de la pieza maldiciendo de todo corazón al capitán Cloudesley Wriothesley,

el cabecilla sobrio o borracho, de la colonia de caballeros ingleses. Apenas

hube salido afuera, expresaron su placer al verse libres de mí, prorrumpiendo en

fuertes vivas, dando palmadas y disparando sus revólveres al techo.

Tendí mi poncho en el suelo a todo raso y me quedé dormido mientras

soliloquiaba: "Y así -termina —dije, contemplando con soñolientos ojos la

constelación de Orión— la segunda o vigésima segunda aventura, poco importa el

número exacto, puesto que todas acaban en humo —humo de revólver— o puñaladas y

el sacudir el polvo de mis pies. Y quizá en este mismo momento, Paquita,

despertada de ligero sueño por el cadencioso canto del sereno bajo su ventana,

extiende sus brazos para tocarme y suspira al encontrar mi lugar siempre vacío.

¿Qué deberé hacerle? Que es preciso cambiar mi nombre y llamarme Hernández o

Fernández, Blas o Chas, o Sandariaga, Gorostiaga, Madariaga o algún otro aga y

aun conspirar para echar abajo la disposición actual de las cosas. No me queda

otro recurso, puesto que este mundo oriental es como una ostra que sólo se

logrará abrir con un sable. En cuanto a pertrechos de guerra, ejército e

instrucción militar, todo eso es innecesario. Basta con reunir a unos cuantos

hombres descontentos y harapientos, montándolos a todos a caballo, cargar a

trochemoche el viejo tarro de lata del pobre señor Chillingworth. Poco me falta

esta noche para estar como aquel caballero, ¡pronto a llorar! No obstante, mi

situación no es tan desesperada como la de él; yo no tengo a ningún británico

embrutecido, de nariz amoratada, sentado como una pesadilla sobre mi pecho,

estrujándome la vida.

Los gritos y cantos de los demoledores fueron poco a poco poniéndose más y más

indistintos, y casi habían cesado cuando me quedé dormido, arrullado por una voz

de borracho que gangueaba lúgubre y desafinadamente:

We won’t go . . . gome till morring.

 

VII

EL AMOR POR LO BELLO

 

 

Temprano, a la mañana siguiente, dejé a Tolosa y caminé todo el día hacia el

sudoeste. No me apresuré, mas me detuve con frecuencia para darle un sorbo de

agua cristalina o un manojo de pasto a mi caballo. También visité durante la

jornada tres o cuatro estancias, pero no oí nada que pudiera serme útil. Así

recorrí unas doce leguas, caminando siempre hacia la parte oriental del distrito

de Florida, en el corazón del país. Como a la hora antes de ponerse el sol,

resolví no avanzar más ese día, y no pude haber escogido un sitio más apacible

donde pasar la noche que el que ahora se presentaba a la vista..., un aseado

rancho con un espacioso corredor situado en medio de un grupo de hermosos viejos

sauces llorones. Era una tarde tranquila y resplandeciente, y un sosiego y paz

inefables reinaban sobre toda la naturaleza, aun sobre los insectos y las aves,

pues ellos también estaban quedos o sólo emitían sonidos bajos y gratos al oído;

y aquella modesta vivienda, con sus ásperas murallas de piedra y techo de

totora, parecía armonizar con todo aquello. Según las apariencias, era el hogar

de gente sencilla y pastoral, cuyo único mundo sería el herboso despoblado

regado por abundantes arroyuelos cristalinos, y ceñido eternamente por aquel

lejano e intacto círculo del horizonte, sobre el cual descansaba la etérea

bóveda del cielo, estrellada de noche, y de día, llena de la dulce luz del sol.

Al aproximarse a la casa, fue una agradable sorpresa que ninguna jauría de

bulliciosos perros bravos se abalanzara sobre el temerario forastero para

hacerlo añicos..., cosa que uno siempre espera. Las únicas señas de vida que se

observaban, era un viejo de blancas canas que fumaba sentado en el corredor, y a

pocos pasos de él, de pie, debajo de un sauce, una muchacha. La muchacha hacía

uno de aquellos cuadros que se contemplan con deleite y se conservan eternamente

en la memoria. Nunca había visto nada más lindo ni más exquisito. No era aquella

hermosura tan común en estos países, que como un pampero nos toma desprevenidos,

por poco quitándonos el resuello, y que, pasando con igual rapidez, nos deja con

el cabello descompuesto y la boca llena de polvo. Su efecto fue más bien como el

del hálito de la primavera que sopla suavemente, apenas aventando nuestro

rostro, pero que infunde en todo nuestro ser una deliciosa y encantadora

sensación, como nada parecido ni en la tierra ni en el cielo. La muchacha

contaría a la sazón catorce años; de esbelto y garboso cuerpo, la tez de una

maravillosa blancura y transparencia en la que aquel brillante sol oriental no

había esbozado ni una sola peca. Sus facciones eran, me parece, las más

perfectas que jamás he visto en ser humano, y su áurea cabellera colgábale sobre

las espaldas en dos gruesas trenzas que le llegaban casi hasta las rodillas. Al

acercarme al rancho, alzó a los míos sus lindos ojos azules, una pudorosa

sonrisa asomó a sus labios, pero no se movió, ni habló. Sobre su cabeza, en la

rama del sauce, estaba posado un par de pichones; eran regalones suyos e

incapaces todavía de volar. Los polluelos se habían encaramado un poco más allá

de su alcance, y trataba de agarrarlos, tirando la rama hacia ella.

Dejando a mi caballo, me aproximé a su lado y le dije:

-—Yo soy alto, señorita, y tal vez pueda alcanzarlos. Me observó con ansioso

interés mientras tomé los pichones suavemente de la rama y los puse en sus

manos. Los besó, llena de contento, y con cierta dulce vacilación, me convidó a

que entrara.

Bajo el corredor conocí a su abuelo, el anciano de blancas canas, y le encontré

muy complaciente, pues convenía en todo lo que yo decía. En efecto, aun antes

que yo acabara una frase, empezaba a asentir a ella ávidamente. Allí también

conocí a la madre de la muchacha, que en nada se parecía a su bella hija, pues

tenía el pelo y los ojos negros y la tez morena como la mayor parte de las

mujeres sudamericanas. "Claro que es el padre el rubio y de cutis blanco", pensé

yo. Cuando más tarde llegó el hermano de la muchacha, desensilló mi caballo y lo

soltó al potrero; este muchacho también era moreno, aún más moreno que su madre.

El afecto sencillo y espontáneo con que me trató aquella buena gente tenía

cierto sabor que raramente he experimentado en otra parte del mundo. No era la

hospitalidad que se le ofrece de ordinario al forastero, sino un afecto

desprendido y natural, como el que podría haberse esperado que mostrasen a un

hermano querido o hijo que hubiese salido de su casa esa misma mañana y ahora

volviera.

Luego entró el padre de la muchacha, y me sorprendió extremadamente encontrar

que era de baja estatura, de cara arrugada y trigueña, con ojos como abalorios

de negro azabache y de nariz respingada, mostrando a las claras que más de una

gota de sangre charrúa corría por sus venas. Esto contrarió mi teoría respecto

del cutis blanco y los ojos azules de la muchacha; el hombrezuelo era, sin

embargo, exactamente tan afable como los demás de la casa, pues entró, se sentó

y tomó parte en la conversación como si yo hubiese sido algún miembro de la

familia a quien esperaba encontrar ahí. Mientras conversaba con esta buena gente

sobre asuntos del campo, toda la iniquidad de los orientales —la lucha

degolladora entre Blancos y Colorados y las execrables crueldades del sitio de

nueve años fue completamente olvidada; bien quisiera haber nacido entre ellos y

ser uno de ellos, y no un inglés cansado y vagabundo, sobrecargado con las armas

y la armadura de la civilización, tambaleando, como Atlas, con el peso sobre sus

hombros de un reino en que jamás se pone el sol.

Al cabo de un rato, este buen hombre, cuyo verdadero nombre nunca supe, pues su

mujer le llamaba simplemente Batata, díjole a su bonita hija, observándola con

atención: —¿Por qué te habés empilchao de esa manera, hija? ¿Es que hoy es el

día de algún santo?

 

"¡Qué ocurrencia llamarla hija! —exclamé mentalmente—. ¡Parece más bien ser la

hija de la estrella vespertina que hija suya!" Pero sus palabras eran poco

razonables,

porque la encantadora muchacha, que se llamaba Margarita, aunque llevaba

zapatos, no tenía medias, mientras que su vestido —por cierto muy limpio— era de

un percal tan desteñido que apenas se distinguía el dibujo. Lo único que pudiera

haberse llamado compostura era una angosta cintita azul que enlazaba su cuello,

blanco como el campo de la nieve. Mas, aunque hubiese vestido las sedas más

riquísimas y las joyas más resplandecientes, no se habría sonrojado ni sonreído

con mayor encantadora confusión.

—¡Esperamos al tío Anselmo esta noche, papito! —repuso ella.

—¡Deja a la niña, Batata! —dijo la madre—. Vos sabés lo loca que está por

Anselmo; cuando él viene, siempre se prepara pa recibirlo como una reina.

¡Esto fue casi superior a mi resistencia, y fui incitado poderosísimamente a

ponerme de pie y abrazar allí mismo a toda la familia! ¡Qué encantadora era esta

prístina sencillez!

Este era, sin duda, el único lugar en el mundo entero donde reinaba todavía la

edad de oro, apareciendo como los últimos rayos del sol poniente que bañan con

su luz algún

pico descollante, mientras que en otras partes todo permanece en las densísimas

tinieblas. ¡Ay! ¿Por qué me habría traído el destino a esta dulce Arcadia,

puesto que pronto habría que abandonarla otra vez para volver al empalagoso

mundo de trabajo y de luchas,

Aquella lucha inútil y despreciable

Que enloquece a los hombres, la lucha por riquezas y el poder,

Las pasiones y zozobras que marchitan nuestra vida

y malgastan la corta hora que hemos de permanecer?

Si no hubiese sido por Paquita, que me esperaba allá en Montevideo, podría haber

dicho: ";Oh, buen amigo Batata, y todos ustedes, amigos míos!, permítanme

cobijarme para siempre bajo este techo, compartiendo con ustedes sus sencillos

placeres sin desear nada mejor; quisiera olvidar aquel gran mundo atestado de

gente donde todos los hombres se matan por conquistar la naturaleza y adquirir

fortuna, hasta que habiendo desperdiciado sus míseras existencias en tales

inútiles esfuerzos, caen, y se echa tierra sobre sus sepulturas".

Al poco rato después de ponerse el sol, llegó el esperado Anselmo a pasar la

noche con sus parientes, y no bien se hubo apeado del caballo, ya estaba

Margarita a su lado para pedirle su bendición, a la vez que con sus delicados

labios besábale la mano. Anselmo le dio su bendición, y acarició su áurea

cabellera; entonces levantó ella el rostro, resplandeciente de una nueva

felicidad.

Anselmo era un magnífico tipo de gaucho oriental; moreno, de buenas facciones y

de cabello y bigotes negros como la noche. Vestía lujosamente; el cabo de su

rebenque, la vaina de su largo facón y otras pilchas sobre su persona, eran

todas de plata maciza. También eran de plata sus grandes espuelas, la perilla de

su recado, los estribos y la cabezada del freno. Era un gran parlanchín; jamás,

en todo el curso de mi variada vida, he encontrado a nadie que tuviese su

facilidad para arrojar de continuo tal torbellino de palabras acerca de

menudencias. Nos sentamos todos juntos en la cómoda cocina, sorbiendo mate; yo

tomé poca parte en la conversación, que trataba enteramente de caballos, y

apenas escuchaba lo que decían los demás. Estaba arrimado a la pared,

agradablemente ocupado observando la linda cara de Margarita, la cual,

respondiendo a la alegría que la agitaba, habíase tornado en un delicado color

de rosa. Siempre he tenido una gran pasión por todo lo bello; el sol poniente,

las flores silvestres, especialmente la verbena que en este país llaman

bonitamente margarita; y sobre todo, el arco iris cuando se extiende con su

hermoso color verde y violado a través del vasto y encapotado cielo, mientras el

nubarrón pasa sobre la tierra, húmeda y bañada por el sol, hacia el oriente.

Todas estas cosas me fascinan de un modo singularísimo. Pero cuando la belleza

se manifiesta en el cuerpo humano, supera a todas éstas. Hay en ella un poder

magnético que atrae mi corazón; un algo que no es amor, pues, ¿cómo podría un

hombre casado tener semejante sentimiento hacia cualquiera que no fuese su

mujer? No; no es amor, sino una etérea y sagrada especie de afecto que sólo se

parece al amor como la fragancia de las violetas se parece al sabor de la miel y

a la que destila del panal.

Por último, al rato después de la cena, Margarita, muy a pesar mío, se levantó

para irse a acostar, pero no sin primero pedirle la bendición a su tío. Después

que se hubo ido, viendo que aquella incansable máquina parlera de Anselmo

todavía seguía hablando, fresco como siempre, encendí un cigarro y me preparé a

escuchar.

 

VIII

MANUEL EL ZORRO

 

CUANDO empecé a escuchar, me extrañó que ya el tema no fuera aquel tan favorito

de caballos que había absorbido la atención durante la noche. El tío Anselmo se

dilataba ahora en un elogio de los méritos de la ginebra, licor al que profesaba

una afición muy particular.

-—La giñebra es, sin duda —dijo—, la flor de tuitos los licores. Siempre he

sostenido que no hay nada que se compare con ella, y es por eso que acostumbro

tener un poco en casa en un porrón; pues, una vez que he tomao mí cimarrón por

la mañana y, en seguida, echao uno, dos, tres o cuatro tacos de giñebra, ensillo

mi pingo y salgo con el estómago reposao, el corazón contento y en paz con tuito

el mundo.

"Pues, siñores, me fijé aquella mañana que quedaba muy poca giñebra en el

porrón, porque aunque no podía ver cuánta había, siendo de barro y no de vidrio,

lo malicié por el modo en que tuve que empinarlo. Hice un ñudo en el pañuelo pa

ricordarme que tenía que tráir más ese mesmo día, y montando en mi caballo,

enderecé al galope pal lao en que se dentra el sol, sin pensar por un momento

que algo muy estraordinario había de pasarme ese mesmo día. Pero ansina sucede

con fricuencia, pues naides, por muy letrao que sea y capaz de ler el almanaque,

puede saber lo que va a pasar durante el día.

Anselmo estaba tan atrozmente prosaico, que estuve por irme a la cama a soñar

con la hermosa Margarita; pero la buena crianza no lo permitía, y además, tenía

curiosidad de saber qué cosa tan extraordinaria le habría sucedido en ese día

tan portentoso.

"—Por suerte — prosiguió Anselmo, había ensiyao ese día al mejor de mis

malacaras, pues puedo decir sin temor a que naides me retruque, que en aquel

pingo estoy montao y no a pie. Lo llamaba el Chingolo, nombre que Manuel, a

quien también llaman el Zorro, le había puesto, porque era un pingo que prometía

mucho y capaz de volar con su jinete, Manuel tenía nueve redomones, todos

malacaras, y voy a contarles cómo jué que habiendo pertenecido primero a Manuel,

pasaron a ser míos. El pobre diablo acababa de perder tuito cuanto tenía al

naipe; tal vez no sería gran cosa la plata que perdió, pero cómo jué que tenía

alguna, era un misterio pa todo el mundo. Pa mí, sin embargo, no lo era, pues

cuando me mataban mis animales y los cueriaban durante la noche, tal vez podría

haber ido ande la Justicia, que anda a tientas como un ciego en busca de algo

ande no está, y haberla endilgao en direción del rancho del culpable; pero

cuando no puede hablar y sabe al mesmo tiempo que sus palabras cairán como un

rejucilo de un cielo despejao sobre el rancho de un vecino, riduciéndolo a

cenizas y matando a tuitos dentro, ¡vaya, pues, siñores, en tal caso, el guen

cristiano prefiere quedarse cayao! Pues, ¿por qué ha de valer más un hombre que

otro pa que se arrogue el lugar de la Providencia? Tuitos somos carne, es verdá

que algunos somos sólo carne de perro y guena pa nada, pero a tuitos nos duele

el golpe del rebenque, y ande cai, ay brota la sangre. Eso lo digo, siñores,

pero acuerdensén que yo no he dicho que el Zorro me haiga robao, pues por nada

empañaría yo la reputación de naides, ni la de un ladrón, ni tampoco quisiera

que naides sufriera por causa mía.

"Pues, siñores, volviendo a lo que iba diciendo, Manuel perdió tuito; entonces

le dió la fiebre a su mujer y ¿qué podía hacer el pobre sino vender sus

malacaras?, ansi jué que yo mesmo se los compré, pagándole cincuenta pesos por

ellos. Es cierto que eran tuitos redomones y que estaban sanos, pero era un

precio alto, y no los pagué sin haber pensao bien la cosa antes, porque en

negocios de esta laya, si uno no saca cuentas de anticipao, ¿ande, siñores,

iríamos a parar a fin de año? Se lo llevaría a uno el mesmo diablo con tuita la

hacienda que heredó de sus padres, o que hubiese podido juntar a juerza de su

propia inteligencia y trabajo.

"Pues ansina es la cosa, siñores. Yo tengo malasa cabeza pa lo que son cuentas;

tuito lo demás no me cuesta nada aprender, pero cómo sumar cuando estoy apurao,

es algo que hasta aura no me ha dentrado en la mollera. Pero cuando yo encuentro

que no puedo sacar mis cuentas, ni sé lo que debo hacer, basta que consulte el

asunto con la almuá y me quede dispierto pensándolo. Pues, cuando hago eso, me

levanto tempranito a la mañana siguiente, sintiéndome tan despejao y fresco como

uno que acaba de comerse una sandía; y veo tan claro lo que debo hacer, y cómo

hacerlo, como si juera este mate que tengo aquí en la mano.

"En este trance resolví llevar el asunto de los malacaras conmigo a la cama y

decirle: "Aquí te tengo y no te me vas a escapar", pero como a la hora de cenar

dentró Manuel a fregar la pava, y se sentó junto al jogón con la cara larga como

un condenao a muerte.

"—Si la Providencia está enojá con tuita la humanidá

—dijo Manuel—, y quere hacer una vítima, no veo por qué ha elegido una persona

tan inofensiva y insinificante como yo.

"—¿Qué querés, pues, Manuel —retruqué yo—. Asigún nos dicen los letraos, la

Providencia nos manda alversidades pa nuestro bien.

"—Estoy conforme —dijo él—; no seré yo el que lo ponga en duda, pues, ¿qué se

diría de un soldao que criticase las medidas que tomara su comendante? Pero vos

sabés, Anselmo, la laya de hombre que soy yo, y es amargo que estas alversidades

le caigan encima a uno que jamás le ha hecho mal a naides, sino en ser pobre.

"—El carancho —dije yo— siempre hace presa a los enfermos y enclenques.

"—Primero, pierdo tuito lo que tengo —continuó él—; en seguida ha de darle la

fiebre a esa mujer, y aura debo creer que ni hasta crédito tengo, ya que no

puedo conseguir emprestao la plata que necesito. Los que mejor me conocían han

cambiao de repente, y aura me tratan como si juera un estraño.

"—Cuando lo ven a uno en la mala —dije yo—, hasta los cuzcos escarban la tierra

pa echársela encima.

"—Ansi no más es —retrucó Manuel—, y dende que me han pasao estas desgracias,

¿qué se han hecho la pila de amigos que yo tenía? Porque nada jede pior que la

pobreza, asi es que tuitos los hombres cuando la ven, se tapan las narices o

juyen como si juese la peste.

"—Es la pura verdá, Manuel, lo que vos decís —retruqué yo—, pero no digás tuitos

los hombres, porque, ¿cómo sabes vos —ya que hay tantas almas en el mundo— que

no le estas haciendo una injusticia a alguien?

"—De vos yo no digo nada —contestó él—; al contrario, si alguien se ha

compadecido de mí, has sido vos, y esto no sólo lo digo en tu presencia, sino

delante tuito el mundo.

"Estas eran sólo palabras. "Y aura —continuó Manuel— la mala suerte me obliga a

deshacerme por dinero de mis malacaras; y por eso he venido esta noche pa saber

tu decisión".

"—Manuel —dije yo—, soy un hombre de pocas palabras y honrao, como vos lo sabés,

y por consiguiente no había necesidá de andar con tantas güeltas conmigo, ni que

vos me echaras primero tantos rodeos; pues ansina no me tratás como amigo.

"—Tenés razón —dijo él—, pero no me gusta apiarme antes de parar el caballo y

sacar los pieses de los estribos.

"—Eso es como debe ser —retruqué yo—; pero vos sabés que cuando se llega al

rancho de un amigo, no hay necesidá de apiarse tan lejos de la tranquera.

"—Te agradezco lo que vos decís —dijo Manuel—, ya sé que tengo más defeutos que

manchas tiene un gato pajero, pero el andar apurao no es uno de ellos.

"—Eso es lo que me gusta —dije yo—, porque no soy aficionao a rumbiar por ay

como un borracho abrazando a estraños. Pero nuestra amistá no es de ayer, pues

nos hemos conocido y mirao hasta las tripas y el caracú, ¿por qué, entonces,

hemos de tratarnos como estraños, puesto que jamás hemos tenido disputas ni

motivos pa hablar mal uno de otro?

"—¿Y por qué —dijo Manuel— habíamos de hablar mal, puesto que nunca ni en sueños

se nos ha ocurrido insultarnos uno al otro? ¡Hay algunos que malqueriéndome, te

llenarían la cabeza como un buche de mentiras si pudieran, haciéndome no sé qué

cargos, cuando sabe Dios si no serán ellos mesmos los autores de lo que me

acusan, puesto que están tan pronto pa echármelo encimal

"—Si vos te referís a la hacienda que he perdido —dije yo—, no te incomodés por

tan poca cosa; porque si los que hablan mal de vos por ser ellos mesmos malos,

estuviesen escuchando, podrían decir: Este hombre empieza a sacarse el lazo

cuando naides ha pensao en acusarlo.

"—Tenés razón —dijo ‘Manuel—, pues no hay nada, por malo que sea, que no digan

de mi, y por consiguiente me quedo mudo, porque nada se gana con hablar. Ya me

han bautisao de antemano, y a ningún hombre le gusta que lo tomen por embustero.

"—En cuanto a mí —dije yo—, nunca te he sospechao, sabiendo que sos un hombre

honrao, güeno y trabajador. Si me hubieses ofendido en algo ya te lo habría

dicho, pues ansina soy yo de franco con todo bicho.

—"Creo de fijo en lo que vos decís —dijo él—, porque sé que vos no sos de

aquellos que se escuenden bajo la carona como hay muchos. Por eso, confiando en

tu franqueza en todo, he venido a verte respeuto a mis fletes, porque no me

gusta tratar con aquellos que con cada grano de maíz le echan una fanega de

maslos.

"—Pero, Manuel —retruqué yo—, vos sabés que yo no. soy hecho de oro, ni que me

han dejao por herencia las minas del Perú. Vos pedís demasiao caro por tus

redomones.

"—No seré yo el que lo niegue —dijo Manuel—, pero vos no sos de los que se tapan

las orejas cuando habla la razón y la pobreza. Mis redomonos son mi única

riqueza y felicidá, y sólo de ellos me vanaglorio.

"—Entonces —dije yo—, te digo francamente que mañana te daré la contestación de

sí o de no.

"—Como querás; pero mire, amigo, si arreglamos el negocio esta noche, bajaré el

precio.

"—Si querés rebajar algo —dije yo—, que sea mañana, pues tengo algunas cuentas

que arreglar esta noche, y de yapa, tengo que pensar en mil cosas.

"Después de eso, Manuel montó en su caballo y se jué. La noche estaba escura y

llovía, pero él nunca había necesitao ni farol ni de la luz de la luna pa

encontrar lo que buscaba de noche, bien juese su propio rancho o alguna

vaquillona gorda... ¡quién sabe si suya!

"Entonces me juí a la cama. Lo primerito que me pregunté, una vez apagada la

vela, jué: "¿Tendré bastantes capones gordos en mi majada pa pagar los

malacaras?" Entonces pensé: "¿Cuántos capones necesitaré al precio que me ofrece

ño Sebastián —un maldito tramposo, dicho sea de paso—, pa completar la suma que

necesito?"

"Esa era la cuestión; pero, amigos, yo no podía calcularlo. Por último, como a

eso de medianoche resolví encender la vela, tomar una espiga de maíz y

desgranaría; entonces, arreglando los granos en montoncitos, cada montón del

valor de un capón y contándolos después tuitos juntos, podría sacar la cuenta.

"Jué güena la idea. Estaba tanteando con la mano debajo de la almuá ande tenía

los mistos pa encender la vela, cuando me acordé de repente que se había dao

todo el maíz a las gallinas. "No importa —dije yo pa mis adentros—, he evitao

levantarme al ñudo de la cama. Pues jué sólo ayer —dije yo, siempre pensando en

el maíz— que cuando me servia la comida ña Pascuala, la cocinera, me dijo:

"Patrón, ¿cuándo va a comprar maíz pa la gallinas? ¿Cómo quere que esté güena y

sabrosa la sopa cuando no hay ni un güevo pa echarle adentro? Y ay está ese

gallo negro, el del dedo chueco, ¿sabe? el de la segunda cría que empolló la

gallina bataraza el año pasado, a pesar de que los zorros se llevaron a lo menos

tres gallinas de los mesmos matorrales ande estaban empollando... Pues, ha

estado rumbiando por ay tuito el dia con las alas muy cáidas como si juera a

tener el moquillo. y si hay una epidemia entre las gallinas como hubo el año

antepasao entre las de la vecina Gumersinda, puede estar siguro que será debido

a la falta de maíz. Y lo más curioso del caso, y es la purita verdá, aunque usté

no lo crea, pues la vecina Gumersinda me lo contó ayer cuando vino a pedirme un

poco de perejil, porque como usté muy bien sabe, el suyo lo arrancaron los

chanchos cuando dentraron en la quinta en otubre pasao; pues, siñor, ella dice

que la epidemia que le mató veinte y siete gallinas de las mejores en una

semana, comenzó por un gallo negro que tenía un dedo roto y que empezó como el

nuestro a dejar cáir las alas como si tuviera el moquillo."

"—-¡Que todos los diablos se lleven a esta maldita mujer —grité, botando al

suelo la cuchara que había estado usando— con su moquillo, la vecina Gumersinda

y qué sé yo qué más! ¡Pucha! ¿Creerás vos, mujer, que no tengo otra cosa que

hacer que andar galopiando por todas partes buscando maíz, sobre todo aura que

no se puede conseguir ni a peso de oro, y tuito por una gallina bataraza que

está enferma y pueda tener el moquillo?

—"Yo no he dicho tal cosa —contestó Pascuala, levantando la voz, como hacen las

mujeres—. O usté no ha parao la oreja a lo que estoy diciendo, o se hace el que

no compriende. Nunca en mi vida he dicho que la gallina bataraza juera a tener

el moquillo; y si es la gallina más gorda de la vecindá, debe agradecérmelo a

mí, después de a la Virgen santísima, como tantas veces me lo ha dicho la vecina

Gumersinda, porque nunca dejo de darle carne picada tres veces al día, y por eso

es que nunca sale de la cocina, ansina es que hasta los gatos tienen miedo de

dentrar a la casa, porque se les va encima como una juria. Pero usté siempre

toma lo que le digo por las patas; y si dije algo de moquillo, no jué la gallina

bataraza sino el gallo negro con el dedo chueco el que dije que podía tenerlo.

"—-¡Andá al mesmo diablo con tu galIo y tu maldita gallina bataraza! —grité yo,

levantándome de repente del banco, pues había perdido la paciencia y la mujer me

estaba ya volviendo loco con su cuento del gallo con el dedo chueco y de lo que

decía ña Gumersinda—. ¡Y que tuitas las maldiciones caigan sobre esa bruja que

está siempre llena como un diario de las cosas de sus vecinos! ¡Ya sé la laya de

perejil que viene a buscar ña Gumersinda en mi quinta! ¿No basta que vaya por

tuitas partes dándole importancia a los versos que le canté a la hija de

Montenegro cuando bailé con ella en lo del primo Teodoro después de la yerra,

cuando bien sabe Dios que nunca me ha ímportao un pito la muchacha? ¡Pero

habráse visto nomás ánde han venido a parar las cosas, cuando ni un gallo que

tiene el dedo roto puede enfermarse sin que meta su pata en ello la vecina

Gumersinda!

"Jué tanto lo enojao que estaba con ña Pascuala cuando ricordaba estas y otras

muchas cosas, que de güenas ganas le hubiera tirao la juente con la carne asada

a la cabeza.

"Justamente en ese momento, mientras pensaba en estas cosas, me quedé dormido. A

la mañana siguiente me levanté y sin calentarme más la cabeza, compré los

malacaras y le pagué a Manuel lo que pedía. Porque tengo esta güena cualidá, que

cuando tengo alguna duda sobre una cosa, la noche lo aclara todo, y a la mañana

siguiente me levanto reposao y con mi resolución tomada."

Aquí terminó el cuento de Anselmo sin que hubiese pronunciado ni una sola,

sílaba de aquellos asuntos maravillosos que empezó a contar, y temiendo que

fuera a lanzarse a un nuevo tema, le dije pronto "buenas noches" y me fui a la

cama.

 

IX

EL BOTÁNICO Y EL INGENUO

PAISANO

 

 

Al día siguiente, muy de mañana, partió Anselmo, pero yo ya me había levantado y

estaba en pie para decirle adiós al benemérito narrador de interminables cuentos

sin ton ni son. En efecto, estaba ocupado en mis abluciones matutinas en un gran

balde de madera debajo de los sauces, cuando él montó su caballo, entonces,

después de arreglar cuidadosamente los pliegues de su pintoresco poncho, se fue

al trotecito, el prototipo de un hombre con el estómago reposado, el corazón

contento y en paz con todo el mundo, incluso la vecina ña Gumersinda.

Yo había pasado la noche en desvelo, por raro que parezca, pues la hospitalaria

mujer de Batata me había provisto de una deliciosa y blanda cama, un lujo casi

inaudito en la Banda Oriental, y cuando me metí en ella, no había entre sus

misteriosos pliegues hambrientos compañeros de cama que aguardaban mi llegada.

Pensé en la prístina sencillez de las vidas y del carácter de esta buena gente

que dormía cerca de mí; y aquel disparatadísimo cuento que había contado

Anselmo, de Manuel y ña Pascuala, me hizo reír varias veces. Por último mis

pensamientos, que, como las cornejas "sopladas aquí y allá en un borrascoso

cielo, habían vagado indecisa y desatinadamente concentraron en aquella hermosa

e intrigante anomalía, aquel misterio de misterios, en la rubia Margarita. ¿Cómo

pudo ella por la ley de herencia haber llegado allí? ¿De dónde había sacado

aquel garboso talle, aquella tez perlina, la orgullosa y dulce boca, la nariz

que bien pudiera haber servido al mismo Fidias de modelo; aquellos ojos

límpidos, puros, de color de zafiro y aquella áurea cabellera que suelta la

hubiese cubierto cual esplendorosa prenda de vestir? Devanándome los sesos con

tales problemas ¿qué sueño podía esperar?

Cuando me vio el bueno de Batata haciendo preparativos de viaje, insistió

amablemente en que me quedara a almorzar. Acepté su convite, porque después de

todo, mientras más deliberadamente se hace una cosa, más pronto se cumple...

sobre todo en la Banda Oriental. Almorzaban a mediodía, así que había sobrado

tiempo para deleitar la vista una vez más contemplando a la hermosa Margarita.

Durante la mañana tuvimos una visita; un viajero que llegó en un caballo muy

cansado; era conocido de Batata, habiendo visitado el rancho, según me dijeron

en otras ocasiones. Se llamaba Marcos Marcó. Era un individuo alto, de unos

cincuenta años de edad, de rostro descolorido, de pelo entrecano y harto

mugriento; vestía a la gaucha y su traje estaba muy usado. Caminaba inclinado

hacia adelante y sus maneras eran lerdas; tenía una mirada expectante y de

sufrimiento como la de un animal con hambre. Sus ojos eran sumamente penetrantes

y varias veces le sorprendí observándome con curiosidad.

Dejando a este andrajo haragán conversando con Batata, quien con mal empleada

bondad habíale ofrecido un nuevo caballo, salí a dar una vuelta antes del

almuerzo. Durante mi caminata a lo largo de un pequeño arroyo, que corría a los

pies del cerro, sobre el cual estaba situado el rancho, encontré una hermosísima

flor acampanada de un suave color rosado. La tomé con cuidado y la llevé conmigo

pensando que probablemente podría dársela a Margarita si la encontrase a solas.

Cuando volví a la casa, hallé al viajero sentado debajo del corredor, remendando

parte de su viejo recado, y tomé asiento para charlar un rato con él. Una

habilidosa abeja podrá extraer siempre de cualquier flor la miel suficiente para

premiar su trabajo, así que no vacilé en abordar a este individuo cuyo exterior

me era tan poco simpático.

-Así que usté es inglés —observó, después que hubimos estado conversando algún

rato; yo, por supuesto, respondí afirmativamente.

-¡Qué cosa tan rara! Y a usté le gustan las flores bonitas ¿no es así?

—prosiguió, dirigiendo la vista a la hermosa flor que tenía en la mano.

-Todas las flores son bonitas —repuse.

-—Pero seguramente, señor, habrá algunas más bonitas que otras. Tal vez usté

habrá oservao una muy bonita que crece por estas tierras. . . la margarita

blanca. . . ¿eh?

Margarita es el nombre que le dan a la verbena en la Banda Oriental; la olorosa

variedad blanca es muy común, así que habla sobrada razón para que me hiciese el

desentendido respecto del significado que con cierta frescura intentaba que yo

dedujera. Con la expresión más indiferente posible, repuse: —Si, he observado

muchas veces la flor a que usted se refiere; es muy olorosa, y, a mi juicio,

infinitamente más hermosa que las variedades rojas y moradas. Pero usted ha de

saber, amigo, que soy botánico, o sea uno que se dedica a estudiar las plantas,

y por lo tanto, me intereso igualmente por todas ellas.

Esto le sorprendió; y viendo con agrado el interés que parecía mostrar en el

asunto, le expliqué en sencillo lenguaje la base en que se funda la

clasificación de las plantas, contándole de aquella lingua franca por cuyo

.medio podían entenderse, respecto a plantas, todos los botánicos del mundo.

Dejando a un lado este tema algo seco, me dirigí a ese otro, tanto más

fascinador, el de la fisiología de las plantas. —Ahora, ¡mire esto! —continué, y

con cortaplumas disequé con cuidado la flor que tenía en la mano, pues, desde

luego, ya no era posible regalársela a Margarita sin exponerme a sus

comentarios. Entonces le expliqué la hermosa y complicada estructura por medio

de la cual esta campánula se fertiliza.

Me escuchó admirado, agotando por completo expresiones tales como: ¡Qué Cristo!

¡Qué maravilla! ¡Por Dios! y ¡No me diga! Terminé mi plática persuadido de que

mi superior inteligencia había desconcertado por completo a este ignorante

oriental; y tirando a un lado lo que quedaba de la flor, me eché el cortaplumas

al bolsillo.

—Estas son cosas, señor, que muy rara vez oímos nombrar en esta Banda Oriental,

pero los ingleses lo saben tuito... aun los secretos de una flor. Son poquísimas

las cosas que no son capaces de hacer. Mire, señor botánico, dígame: ¿ha tomado

parte usté alguna vez en representar una comedia?

—¡Caramba! ¡Después de todo, había perdido la flor y lucido mis conocimientos

científicos inútilmente! —¡Por supuesto! —repuse, y acordándome del consejo que

me había dado Cejas, añadí—: y en tragedias también.

—¿De veras? —exclamó—. ¡Qué entretenidos estarían los que asistieron! Pero luego

podremos hartarnos peleando, pues veo a la Margarita blanca que viene en esta

dirección pa decirnos que está pronto el almuerzo. La carne asada de Batata dará

que hacer a nuestros facones; ¡ojalá tuviésemos también una de sus harinosas

tocayas pa comer con ella!

Tragué mi resentimiento lo mejor que pude y cuando se acercó Margarita a

nosotros, miré sonriendo su incomparable cara; y, levantándome, la seguí a la

cocina.

 

 

X

ASUNTOS RELACIONADOS CON

LA REPÚBLICA

 

 

Después del almuerzo dije adiós de muy mala gana a la cariñosa pareja en cuyo

rancho me había cobijado y con una última, larga y codiciosa mirada a la hermosa

Margarita, monté mi caballo. No bien me hube sentado en la silla, Marcos Marcó,

que también estaba de viaje en el nuevo caballo que le hablan prestado, dijo:

—¡Usté va a Montevideo, amigo!; yo también voy en esa dirección y lo llevaré por

el camino más corto.

—El mismo camino me servirá de guía —dije secamente.

—El camino es como un pleito; muchos rodeos, trampas y muy largo. Sólo sirve pa

los viejos que apenas ven y pa los carreteros con sus carretas.

Vacilé entre si aceptar o no, como guía, a este extraño individuo que mostraba

tanta agudeza bajo su lerdo y rústico exterior. La combinación de humildad y

desprecio en su lenguaje, cada vez que me dirigía la palabra, me tenía receloso;

además, su aspecto de indigencia y sus furtivas miradas también eran muy

sospechosas. Miré a Batata, que estaba parado a un lado, pensando que me dejaría

guiar por la expresión de su semblante; pero tenía aquella inexpresiva cara

oriental que jamás revela nada. Una antigua regla del whist consiste en jugar

triunfo cuando se está en duda y cuando tengo que escoger entre uno de dos

rumbos y estoy indeciso, mi norma es tomar el más aventurado. Obrando con

arreglo a este principio, resolví ir con Marcos, y, de consiguiente, juntos nos

pusimos en marcha.

Luego, mi guía empezó a travesar el campo, alejándose más y más de la carretera

y llevándome por sitios tan solitarios, que por último comencé a sospechar que

debía tener algún propósito malintencionado contra mi persona, puesto que no

llevaba nada de valor que mereciese robarse. Después me sorprendió, diciéndome:

—;Tuvo mucha razón, mi joven amigo, de desechar aquellos vanos temores y aceptar

mi compañía! ¿Por qué permite usté que aura güelvan turbarlo? Los hombres de su

país jamás me han hecho ningún daño que yo tenga que vengar. ¿Podría yo hacerme

joven derramando su sangre o Sacaría algún provecho cambiando estos trapos que

llevo puestos por su ropa que también está vieja y gastada? ¡No, no, señor

inglés! Esta ropa que visto con pacencia en mis sufrimientos y destierro, que me

cubre de día y en la cama de noche, luego será trocada por un traje más vistoso

que el que usté lleva puesto.

Sus palabras me aliviaron bastante, y me hizo sonreír el ambicioso sueño del

pobre diablo de vestir la mugrienta casaca colorada del soldado, pues suponía

que fuera a eso a lo que se refería. No obstante, seguía intrigándome

considerablemente su camino más corto a Montevideo. Durante dos o tres horas

habíamos estado caminando casi paralelamente a una cuchilla que se extendía a

mano izquierda hacia el sudeste; pero, poco a poco, nos íbamos acercando a ella

y desviándonos adrede de nuestro camino, con el solo intento, al parecer, de

atravesar un campo sumamente difícil y solitario. A nuestra derecha, muy en

lontananza, veíanse empingorotadas sobre los más altos sitios de aquella vasta

soledad, las casas de las pocas estancias que pasábamos. Por donde íbamos no

habla viviendas de ninguna especie, ni aun siquiera el puesto de un pastor; el

terreno seco y pedregoso estaba cubierto de un ralo algarrobal y pasto quemado

por los calores del verano; y en medio de esta árida región, descollaban las

cuchillas, viéndose sus desnudas laderas de color de café, singularmente

agrestes y solitarias bajo el sol abrasador del mediodía.

Apuntando al campo raso a nuestra derecha, donde divisaba el azulino reflejo del

agua de algún río, dije:

—-Amigo, puedo asegurarle que no lo digo por miedo, pero no puedo comprender por

qué sigue caminando atracado a estas cuchillas, cuando aquella cañada de allá

habría sido tanto más agradable para nosotros y, al mismo tiempo, más fácil para

nuestros caballos.

—-No hago nada sin tener una razón, dijo Marcos, con una curiosa sonrisa—; el

agua que usté ve allá es el río de las Canas , y los que bajan a sus cañadas

envejecen antes de tiempo.

Conversando de rato en rato, pero las más de las veces en silencio, caminamos al

trotecito hasta eso de las tres de la tarde, cuando de repente, al orillar un

áspero monte, salió de él una cuadrilla de seis hombres armados, y torciendo,

vinieron directamente hacia nosotros. Una mirada bastó para imponemos que eran

soldados o policía montada, que recorrían el campo buscando reclutas, o, por

mejor decir, desertores, criminales y vagabundos de toda especie. Yo no tenía

nada que temer, pero una exclamación de furia escapó de los labios de mi

compañero, y, volviéndome a él, noté la palidez cenicienta de su semblante. Me

reí, porque la venganza es dulce, y todavía me picaba la manera desdeñosa con

que me había tratado un poco antes, aquella misma mañana.

—-¿Es tanto el miedo que les tiene?

—-¡No sabe lo que usté dice, niño! —repuso ferozmente-. ¡Cuando haigás pasao por

el infierno que he pasao, y dormido tan tranquilamente como yo, con un cadáver

de almohada, aprenderás a sujetar tu impertinente lengua cuando le hablás a un

hombre!

Una mordaz respuesta estuvo a punto de salir de mis labios, pero al fijarme en

el rostro de Marcos, me quedé callado... tenía la expresión de algún animal

salvaje acosado por los perros.

Al momento llegaron los hombres a medio galope, y uno de ellos, el jefe,

dirigiéndome la palabra, me pidió mi pasaporte.

—-No traigo pasaporte —repuse—. Mi nacionalidad es protección suficiente; pues,

como usted ve, soy inglés.

—-En cuanto a eso, amigo, sólo tenemos su palabra —dijo el hombre—. Hay un

cónsul inglés en la capital que provee a todos los súbditos ingleses de

pasaportes para su protección. Si usté no tiene uno, tendrá que sufrir las

consecuencias y nadie tendrá la culpa sino usté mismo. Lo único que yo veo es a

un joven, con todos sus miembros intactos, y de tales ha menester la república.

Además, usté habla como uno que ha nacido bajo este cielo. Tiene que venir con

nosotros.

—-No pienso ir con ustedes.

—-No diga eso, patroncito —dijo Marcos, sorprendiéndome sobremanera el cambio de

tono y conducta que ahora mostraba para conmigo—; ricuérdese que le dije, hace

un mes, que era muy imprudente salir de Montevideo sin nuestros pasaportes. Este

oficial está cumpliendo las órdenes que ha recibido, pero podría ver que somos

lo que decimos.

—-¡Vaya! —exclamó el oficial, volviéndose a Marcos—. Conque vos sos, supongo,

también un inglés sin pasaporte, ¿eh? Por lo menos, podrías haberte provisto de

un par de ojos azules de porcelana y una barba rubia para disfrazarte un poco

mejor.

—-Yo soy un pobre hijo del país, nomás —dijo Marcos humildemente—. Este joven

inglés anda buscando una estancia que quere comprar, y yo vine con él de la

capital en calidá de pión. Jué un descuido muy grande de nuestra parte no haber

otenido nuestros pasaportes antes de venir.

-—Entonces, por supuesto, este joven ha de tener bastante dinero en los

bolsillos —dijo el oficial.

No me hacían maldita gracia las mentiras que se había permitido decir Marcos

respecto de mi, pero, al mismo tiempo, no sabía cuál pudiera ser el resultado si

las desmintiera. Por lo tanto, dije que no era tan leso para viajar por un país

como la Banda Oriental, con plata en los bolsillos, añadiendo: —Tengo más o

menos lo suficiente para comprar el pan con queso que necesite hasta llegar al

fin de mi viaje.

—El Gobierno de este país es muy generoso —dijo el oficial sarcásticamente—

pagará todo el pan con queso que usted necesite. También le dará carne. Ahora es

preciso que ustedes dos vengan conmigo al juzgado de Las Cuevas.

Viendo que no había remedio, acompañamos a nuestros aprehensores al galope por

el áspero y ondulante campo, un pueblucho sucio y miserable, que consistía en

unos cuantos ranchos alrededor de una gran plaza poblada de maleza. A un lado de

la plaza se hallaba la iglesia, y al otro, un cuadrado edificio de piedra con un

asta de bandera sobre la puerta de calle. Este era el juzgado; sus puertas

estaban cerradas y no había otra seña de vida más que un viejo que no parecía

tener dónde caerse muerto, arrimado a una de las puertas, con sus piernas

desnudas color de caoba estiradas al sol abrasador.

—-¡Esto sí que está bueno! —exclamó el oficial, echando maldiciones—. Estoy por

soltar a los presos.

—-¡Nada perderá haciéndolo, a menos que sea una jaqueca! —dijo Marcos.

-—Cállate! ¡Qué te mete a vos a dar tu opinión! —dijo el oficial, reventando de

rabia.

—-Enciérrelos en el calabozo, teniente, hasta que venga el juez mañana —sugirió

el viejo arrimado a la puerta, Saliendo su voz de entre una matosa barba y una

nube de humo de su cigarrillo.

—-¿Qué no sabés vos, viejo tonto, que la puerta está rota? —dijo el oficial—.

¡De mucho nos serviría encerrarlos! Aquí estoy yo descuidando mis propios

intereses para servir al país, y así es como me tratan. No hay más remedio que

llevarlos a la casa del juez y que él los atienda. ¡Adelante, muchachos!

Nos llevaron, entonces, a una media legua de Las Cuevas, donde vivía el juez con

su familia. Su residencia era una casa de estancia, sucia y muy descuidada, con

numerosos perros, gallinas y chiquillos en rededor. Nos desmontamos y se nos

condujo inmediatamente a una gran sala en la que encontramos al magistrado

sentado a una mesa cubierta de papeles. Dios sabrá de qué trataban! El juez era

un hombrecillo de escasa talla, de enjutas facciones, bigotes y barbas

encanecidos, tiesos como cerdas y erizados como los mostachos de un gato; y sus

ojos, o, por mejor decir, uno de ellos —pues sobre el otro llevaba atado un

pañuelo de algodón— chispeaba de rabia. No bien hubimos entrado, se abalanzó a

la pieza en pos de nosotros una gallina seguida por su cría de una docena de

pollitos; éstos se distribuyeron inmediatamente por el suelo en busca de migas,

mientras que la madre, más ambiciosa, voló sobre la mesa, desparramando los

papeles a derecha y a izquierda con el viento que produjo.

—-¡Que mil demonios se lleven a estas malditas aves! gritó el juez, levantándose

enfurecido—. ¡Mirá, hombre! ¡Andá a buscar a tu patrona y traéla pacá en el

acto! ¡Decile que yo mando que venga!

Esta orden fue cumplida por la persona que nos había anunciado, un tipo

mugriento, de cara atezada, vestido con un andrajoso uniforme de soldado; y en

dos o tres minutos volvió seguido por una mujer gordinflona muy desaliñada,

apareciendo, sin embargo, de muy buen humor, y que en llegando, se dejó caer

enteramente rendida en una silla.

-¿Qué pasa, Femando? —preguntó, respirando con dificultad.

-¿Qué pasa? ¿Cómo podés tener la desfachatez, Toribia, de hacerme esa pregunta?

¡Mirá nomás el revoltijo que han hecho tus malditas gallinas con mis papeles!...

¡Papeles que atañen a la seguridad de la República! ¿Qué medidas vas a tomar,

¡mujer!, para que esto no se vuelva a repetir antes que yo haga matar a todas

tus gallinas?

-¡Pero, Fernando! ¿Qué querés vos que yo haga, hijo? ¡Tendrán hambre, supongo!

Yo que creía que me habrías hecho llamar para pedirme mi opinión respecto a

estos prisioneros. ... ¡Pobres infelices! ¡Y aquí me traés vos con tus gallinas!

La apacibilidad de Doña Toribia obró como aceite sobre las llamas del furor de

su marido. Éste se abalanzó por la sala aquí y allá, volteando las sillas a

patadas, y lanzándoles a los pollos reglas y pisapapeles, con intento, al

parecer, de matarlos, pero con pésima puntería, gritando, alzándole la mano a su

mujer, y cuando ella se reía, amenazándola con meterla en el cepo por

contumacia. Por último, después de grandes dificultades, se consiguió hacer

salir a todos los pollitos, y se puso al sirviente que guardara la puerta, con

órdenes terminantes de degollar al primero que procurase entrar mientras se

tomaban las medidas del caso.

Habiéndose restablecido el orden, el juez encendió un cigarrillo y empezó a

serenarse. —-¡Proceda!-dijo al oficial desde su silla al lado de la mesa.

—-¡Señor juez! —dijo el oficial—. Cumpliendo con mi deber, he prendido a estos

dos forasteros que andan sin pasaporte u otro documento cualquiera que compruebe

lo que dicen. Según lo que cuentan, el joven este es un millonario inglés que

anda por el país comprando estancias, y el otro, su pión. Hay veinticinco

razones para no creerles jota de lo que dicen; pero no tengo el tiempo ahora

para dárselas a conocer. Habiendo encontrado cerradas las puertas del juzgado,

los he traído para acá a costa de grandes inconvenientes; y ahora sólo estoy

esperando que usté despache este asunto, sin más demora, para tener un poco de

tiempo y atender a mis propios asuntos.

—-¡No me trate usté tan perentoriamente, señor oficial! ¿Qué se figura usté que

yo no tengo también asuntos particulares que atender, o que el Gobierno les da

de comer y viste a mi mujer y a mis hijos? ¡No, señor! ¡Seré el sirviente de la

república, pero no el esclavo!; y permítame hacerle presente, señor oficial, que

los asuntos oficiales deben despacharse durante las horas de oficina y en su

propio lugar.

—-¡Señor juez! —dijo el oficial—. Soy de opinión que un magistrado civil nunca

debiera meterse en asuntos que incumben más propiamente a las autoridades

militares; pero ya que estos asuntos se arreglan de otro modo, y que tengo la

obligación de venir, en primer lugar, con mis informes a uste, estoy aquí sólo

para saber —sin meterme en ninguna discusión acerca del puesto que ocupe usté en

la república— ¿qué es lo que debe hacerse con estos dos hombres que le he

traído?

—-¿Qué debe hacerse con ellos? ¡Mándelos al mismo diablo si quiere!

¡Degüellelos, suéltelos, haga lo que le dé la gana, puesto que usté es el

responsable de ellos y no yo! Y tenga la más completa seguridad, señor oficial,

que no dejaré de pasar un informe respecto al lenguaje insubordinado que usté se

ha permitido usar con sus superiores.

—-¡No me asustan de ningún modo sus amenazas, señor Juez! -respondió el

oficial-; porque no es posible ser culpable de insubordinación contra una

persona a quien no se le tiene la menor obligación de obedecer. Y ahora, señores

-añadió el oficial-dirigiéndose a nosotros—, me han aconsejado que los ponga en

libertad; ¡pueden seguir viaje!

Marcos se puso apresuradamente de pie.

—-¡Sentate, hombre —gritó el enfurecido magistrado, y el pobre Marcos, muy

cabizbajo, volvió a sentarse—. Señor teniente -continuó el iracundo viejo—:

puede usté retirarse. La república que usté pretende servir, estaría, quizás,

igualmente bien servida sin su valiosa cooperación. ¡Váyase, señor, a atender

sus asuntos particulares y deje aquí a sus hombres para que cumplan mis órdenes!

Se levantó él oficial, y después de hacer una profunda e irónica reverencia,

giró sobre los talones y salió de la pieza.

—-Lleven a estos dos hombres y métanlos en el cepo-prosiguió el pequeño

déspota-, pues los interrogaré mañana.

Dos de los soldados llevaron a Marcos para afuera, pues había en un galpón cerca

de la casa uno de aquellos aparatos de madera en el que encepaban a los presos

durante la noche. Pero cuando los otros me agarraron los brazos, me repuse del

asombro que me había producido la orden del juez, y los empujé bruscamente a un

lado.

¡Señor juez —dije, dirigiéndome a él—, permítame aconsejarle que piense muy bien

lo que está haciendo. Mi acento debiera convencer seguramente a cualquier ser

razonable de que no soy natural de este país. No tengo el menor inconveniente en

quedar bajo su custodia, o en ir adonde quiera mandarme; pero será preciso que

sus hombres me hagan añicos antes que me obliguen a pasar por la humillación de

meterme en el cepo. Si usted me maltrata de cualquier modo, le advierto que el

Gobierno que usted sirve, sólo le reprenderá, y quizá le arruine por su

imprudente celo.

Antes que pudiese contestar, su rolliza esposa, a quien, al parecer, yo había

caído muy en gracia, intervino, y persuadió al pequeño salvaje de su marido que

no me encepara.

—-¡Muy bien! -dijo—; por ahora puede considerarse mi huésped; si usté me ha

dicho la verdad respecto a quién es, un día de detención no puede hacerle ningún

daño.

Mi amable intercesora, entonces, me condujo a la cocina, donde todos nos

sentamos a tomar mate y a conversar hasta ponernos de buen humor.

Empecé a compadecerme del pobre Marcos, pues hasta un inútil vagabundo, según lo

parecía ser, se hace objeto de compasión una vez que le sobreviene alguna

desgracia, y, por lo tanto, pedí permiso para ir a verle. Éste me fue concedido

muy voluntariamente. Le encontré encerrado en un gran galpón desocupado cerca de

la casa; estaba provisto de un mate y una pava con agua caliente, y chupaba su

cimarrón con aire de estoica impasibilidad. Las piernas, metidas en el cepo, las

tenía estiradas por delante; pero supongo que estaría acostumbrado a posturas

incómodas, porque no parecía importarle gran cosa. Después de expresarle mi

simpatía de un modo general, le pregunté si realmente podría dormir en esa

posición.

—-¡No! —repuso indiferentemente—, pero ha de saber, niño, que no me importa que

me haigan tomao preso. Supongo que me mandarán a la comendancia y después de

unos cuantos días me pondrán en libertá. Soy güeno pa trabajar a caballo, y no

ha de faltar algún estanciero que necesite un pión, que me saque. ¿Quiere

hacerme un pequeño servicio, amigo, antes dirse a acostar?

—-Cómo no -repuse—, si es que puedo.

Medio se rió y me miró con. una curiosa y penetrante mirada y tomándome la mano

le dio un fuerte apretón.

—-¡No, no mi amigo! No voy a incomodarlo pidiéndole que haga algo por mí —dijo—.

Tengo un genio del demonio, y hoy día, en un momento de rabia, lo insulté a

usté. Por consiguiente, me sorprendió cuando lo vi dentrar aquí y hablarme tan

amablemente. Le hice esa pregunta sólo porque quería saber si la simpatía que me

ha mostrao era sólo por encima; porque los hombres con que uno se encuentra son

generalmente como el ganao vacuno. Cuando cai uno de ellos, sus compañeros del

potrero sólo se acuerdan de sus ofensas pasadas y corren a aporrearlo.

Me sorprendió su manera; no parecía ahora el mismo .Marcos con el que había

viajado aquel día. Impresionado por sus palabras, me senté en el cepo frente a

él y le pedí que me dijera en qué podía servirle.

—-¡Pues amigo repuso—, usté ve que el cepo está asegurao con un candao. Si usté

consiguiese la llave y me sacara de aquí, podría dormir muy bien; entonces,

tempranito por la mañana, antes que se levante aquel viejo loco, tuerto de un

ojo, usté podría venir y echarle llave al cepo otra vez. Naides lo sabría.

—-¿Y usted no procurará escaparse?

—-¿Escaparme yo? No tengo e! menor deseo de escaparme. . .—Y en todo caso,

aunque quisiera, no podría hacerlo, porque naturalmente la pieza quedará con

llave. Pero aunque yo estuviera dispuesto a hacer lo que usted me pide, ¿cómo

podría conseguir la llave?

—-Eso es un asunto muy fácil: pídasela nomás a la señora que se la dé. ¿Cree

usté que no vi con qué ojos se lo comía? Sin duda la haría recordar a algún

pariente ausente, tal vez a algún sobrino favorito. Estoy seguro que no le

negará nada que sea razonable; y una buena acción. amigo, aunque sea al hombre

más pobre, jamás se pierde.

-—Lo pensaré —dije, y luego le dejé.

Era una noche sofocante de calor, y haciéndose inaguantable la atmósfera pesada

y llena de humo de la cocina, salí afuera y me senté sobre un tronco de árbol.

Aquí pronto me siguió el viejo juez en su carácter de amable dueño de casa, y

platicó durante una media hora sobre encumbrados asuntos de la república.

Después salió su mujer, v diciéndole a su marido que el aire de la noche podría

hacerle daño al ojo irritado, lo persuadió a que entrase. Entonces ella se sentó

a mi lado, y empezó a hablarme del genio tan endemoniado de Fernando y de las

muchas penas que tenía que pasar.

—-¡Pero qué joven tan serio es usté! —dijo, cambiando súbitamente de tono—.

¿Reserva usté todos sus requiebros y chistes sólo para las señoritas jóvenes y

bonitas?

—-¡Ay, señora! —repuse—; usted misma es joven y bonita a mis ojos; pero no tengo

el ánimo de estar alegre cuando mi pobre compañero de viaje está metido allá en

el cepo, donde su despiadado marido me habría puesto, a no ser por su muy

oportuna intervención. Usted que tiene tan buen corazón, señora, ¿no podría

conseguir que le saquen a Marcos sus adoloridas piernas del cepo, para que así

pase una buena noche?

—-¡Ay, amiguito de mi alma! —respondió—, eso sí que no me atrevo a hacer.

Fernando es un monstruo de crueldad y me arrancaría los ojos de la cara sin el

menor remordimiento. ¡Ay, pobre de mi! ¡Lo que tengo que sufrir! —y aquí puso su

rolliza mano en la mía.

Retiré la mano con cierta tiesura; un diplomático hecho y derecho no podría

haber manejado la cosa con más tino.

—-Señora -agregué—, usted se burla de mi. Después de haberme hecho aquel

señalado servicio, ¿es posible que me vaya a negar esta pequeñez que le pido

ahora? Si su marido es el tirano tan terrible que me dice que es, seguramente

podría hacer esto sin contárselo a él. Permítame sacar a mi pobre Marcos del

cepo, y le doy mi palabra de honor que el juez jamás lo sabrá; porque me

levantaré mañana de madrugada y yo mismo le echaré llave al candado antes que su

marido se haya levantado de la cama.

—-¿Y cuál va a ser la recompensa? —preguntó, colocando otra vez su mano en la

mía.

—-La profunda gratitud y devoción eterna de este corazón, señora —repuse, sin

retirar esta vez, la mano.

—-¿Cómo podría negarle lo que quiera a mi niño lindo? —murmuró--. Después de la

cena le pasaré la llave a escondidas; iré ahora mismo a buscarla a su pieza.

Antes que se acueste Fernando, pídale permiso para ver a su Marcos, y dígale que

quiere llevarle un poncho con que abrigarse, o tabaco, o cualquier cosa; y no

deje que el sirviente vea lo que está haciendo, porque él estará esperando a la

puerta para echarle llave al galpón cuando usté salga.

Después de cenar, me pasó disimuladamente la llave, y no tuve la menor

dificultad en librar a mi infortunado amigo. Por Suerte, el sujeto que me

condujo donde Marcos, nos dejó solos un buen rato y tuve tiempo de referirle mi

conversación con la mujer gorda.

Se puso de pie, y, tomándome la mano, me dio un fuerte apretón que casi me hizo gritar de dolor.

¡ Mi buen amigo! Usté tiene un alma noble y generosa, y me ha hecho el servicio más grande que un hombre podría hacerle a otro. En realidad, usté me...me ha puesto aura en condición de...de gozar del reposo de esta noche. Muy güenas noches y que los ángeles del cielo me permitan algún día pagarle su güena ación.

Me pareció que el sujeto exageraba un poco; cuando ví que estaba encerrado seguramente bajo llave, volví a la cocina caminando muy depacio y pensativo.

 

 

XI

LA MUJER Y LA CULEBRA

 

 

Volví pensativo, porque después de haberle hecho ese insignificante servicio a

Marcos, empecé a sentir cierto remordimiento, y también dudas, respecto de la

estricta moralidad de todo el asunto. Admitiendo que al sacarle sus

desventurados pies del cepo había hecho una buena acción enteramente digna de

elogio, ¿podía eso justificar la adulación que había empleado para ganar mi

objeto? O, expresándolo brevemente en las palabras de tan conocido adagio:

¿puede el fin justificar los medios que se emplean? Por supuesto que sí, y en

casos muy fáciles de imaginar. Supongamos, por ejemplo, que tuviese un amigo muy

querido, enfermo, nervioso y de delicada salud a quien se le hubiese metido en

la cabeza que había de morir en cierta noche cuando. el reloj estuviera dando

las doce. Yo, en tal caso, sin consultar a ningún perito en materia de ética, me

pasearía rápidamente por la pieza de mi amigo, manipulando con disimulo sus

relojes, hasta que los hubiese adelantado todos una hora, y en el momento

preciso en que fueran a dar las doce de la noche, le mostraría triunfalmente mi

reloj, informándole, al mismo tiempo, que la muerte había faltado a la cita. Un

engaño de esta naturaleza no se le haría cargo de conciencia a ningún hombre. El

hecho es que las circunstancias deben siempre tomarse en cuenta, y que cada caso

debe ser juzgado según sus propios méritos. Pues bien, el asunto de la llave y

el cómo la obtuve no era uno que yo pudiese juzgar, por haber yo mismo hecho el

papel principal; le tocaba más bien a un sutil erudito casuista. Por

consiguiente, tomé nota, con la intención de plantearle el caso imparcialmente a

la primera persona así dotada que encontrase. Habiendo dispuesto de este modo,

de un asunto fastidioso, sentí un gran alivio, y volví otra vez a la cocina.

Pero no bien me hube sentado, cuando descubrí que quedaba todavía por arrostrar

una de las desagradables consecuencias de mi acción, o sea el título de la obesa

dama a mi imperecedera devoción y gratitud. Me recibió con los labios que se

deshacían en sonrisas; y las más dulces sonrisas de algunas gentes con que uno

se encuentra, son menos soportables que sus más torvas miradas. Para defenderme,

me hice el que no podía más de sueño, y puse la expresión más estúpida que pude

darle a mi fisonomía, que es tal vez de por sí demasiado franca. Fingí no oír, o

entender mal todo lo que me decían; por último, era tanto el sueño que parecía

tener, que más de una vez estuve a punto de caerme de la silla, y después de

cada exagerado cabeceo, levantaba a cabeza precipitadamente y miraba con vagos

ojos a mi rededor. Mi pequeño iracundo dueño de casa apenas podía disimular una

plácida sonrisa, pues jamás en su vida habría visto a nadie con un sueño tan

atroz. Por último, reparó, misericordiosamente, que yo parecía estar cansado; y

me aconsejó que me fuera a la cama. De muy buena gana me retiré, siguiéndome con

su mirada un par de ojos tristes y reprensores.

Dormí profundamente en la cómoda cama de la que me había provisto mi rolliza

Gulnare, hasta poco después de rayar el día, cuando me despertaron con su canto

los numerosos gallos de la estancia. Recordando que debía encepar a Marcos antes

de que se presentara en escena el iracundo don Fernando, me levanté y vestí a

toda prisa. Encontré al mugriento soldadote de los botones dorados ya en la

cocina tomando su matutino mate amargo, y le pedí que me prestara la llave del

cuarto del prisionero, pues así me había dicho que hiciera la señora. Se levantó

y él mismo fue conmigo a abrir la puerta, no queriendo, sin duda, confiarme la

llave. Cuando abrió la puerta, nos quedamos algún tiempo en silencio... ¡la

pieza vacía! El prisionero había desaparecido y una gran abertura en el techo de

totora mostraba cómo y por dónde se había escapado. Mucho me irritó la que nos

había jugado el tipo, y sobre todo a mí, porque hasta cierto punto era yo el

responsable. Por fortuna, el soldadote que abrió la puerta no pensó por un

momento que yo pudiese haber sido su cómplice; observó, sencillamente, que por

lo visto, los soldados, la noche antes, debieron de haber dejado el cepo sin

echarle llaves, de modo que no era de extrañar que el prisionero se hubiese

escapado. Cuando se levantaron los demás, se habló del asunto con muy poca

excitación o interés, de lo que deduje que el secreto de la fuga quedaría entre

la dueña de casa y yo. Ésta buscó la oportunidad de hablarme a solas, y meneando

su rollizo dedo índice en señal de fingido enojo, me susurró:

-¡Ah, joven engañador! ¡Usté lo arregló todo con él anoche y yo sólo he servido

de instrumento!

-—¡Señora! —protesté con dignidad—, le aseguro, palabra de inglés, que jamás

tuve la menor sospecha de que ese hombre tuviera la intención de escaparse.

Estoy sumamente fastidiado con lo que ha sucedido. —

-¿Qué cree usté que me importa un bledo que se haya escapado? —respondió—. ¡Ay,

amiguito lindo!, si lo tuviera en mi poder, con qué gusto abriría por usté las

puertas de todos los presidios de la Banda Oriental!

-—¡Por Dios, señora, que usted es zalamera! Pero debo ir ahora donde su marido

para preguntarle qué piensa hacer con el prisionero que no ha intentado fugarse

—y con esa excusa me escapé.

Cuando hablé con el miserable juececillo. no se comprometió a nada, sino que

discurrió vagamente y sin sentido sobre la responsabilidad de su puesto, del

carácter peculiar de sus funciones y de la inestable situación de la república,

como si aquella situación jamás hubiese sido otra o pudiese esperarse que lo

fuera. Montó a caballo y partió al galope a Las Cuevas, dejándome solo con

aquella terrible mujer; y en verdad creso que al hacerlo sólo cumplía las

instrucciones que ella misma le habría dado de antemano. El único consuelo fue

la promesa que me hizo antes de irse, de que durante el día se despacharía al

comandante del distrito un informe respecto a mi caso, y probablemente, como

consecuencia, pasaría a depender de aquel funcionario. Mes pidió que mientras

tanto, usara su casa y cuanto en ella había, con entera libertad. Claro que el

bendito juez no tenía ninguna intención de echar en mis brazos a la gordinflona

de su mujer, pero no me cabía la menor duda que era ella quien había inspirado

aquellos cumplimientos, diciéndole probablemente a su marido que nada perdería

tratando cortésmente al "millonario inglés".

Cuando se fue el juez, me dejó sentado en la tranquera, sintiéndome muy

fastidiado y casi deseando que, como Marcos, también me hubiese fugado durante

la noche. Jamás le había tomado un odio tan repentino y violento a cosa alguna

como en aquel momento a esa estancia, donde era un huésped considerado pero

involuntario. El sol de la mañana, brillante y abrasador, bañaba con sus rayos

el descolorido techo de totora y estucadas murallas del sórdido edificio,

mientras que por doquiera que descansara la vista veíanse sitios poblados de

maleza, huesos blanqueándose al sol, pedazos de botellas y otras inmundicias,

testigos elocuentes del carácter dejado, sucio y despreciable de sus moradores.

¡Mientras mi mujercita, tan linda y angelical, con sus ojos de color de violeta,

arrasados en lágrimas, me esperaba allá en Montevideo, extrañando mi larga

ausencia; aun, tal vez, en eses preciso momento sombreándose los ojos con su

blanca mano de jazmín y mirando el polvoriento camino, aguardando mi regreso;

aquí estaba yo, obligado a sentarme en la tranquera, meneando ociosamente las

piernas, todo por aquella detestable jamona a quien se le había antojado tenerme

cerca! Reventando de rabia, salté de repente al suelo, soltando, al mismo

tiempo, una palabrota, no para oídos muy pulcros, y haciendo saltar y gritar a

mi dueña de casa, quien, ¡malhaya la mujer!, se hallaba allí justamente, detrás

de mí.

—-¡Por Dios santo! —exclamó recobrándose y riendo—, qué susto tan grande me ha

hecho usté pasar!

Pedí excusas por la ofensiva palabrota que había soltado, y añadí—: -Señora, soy

un joven muy enérgico y ya no puedo de impaciencia, asoleándome aquí como una

tortuga en un banco de arena.

—Entonces, ¿por qué no va usté a dar un paseíto? —dijo con amable interés.

Contesté que lo haría de muy buena gana y le agradecí el permiso; en el acto me

ofreció acompañarme. Protesté muy descortésmente de que siempre andaba muy

ligero, que quemaba mucho el sol, y también me habría gustado añadir que era

demasiado gorda. Repuso que no importaba, puesto que un joven tan cumplido como

lo era yo sabría acomodar su paso al de su compañera. No pudiendo desprenderme

de ella, empecé la caminata de muy mal humor, con aquella giganta a mi lado,

tranqueando resueltamente y sudando el quilo. Nuestro camino nos condujo hacia

una pequeña cañada donde el terreno estaba húmedo y cubierto de muchas flores

bonitas y plumosos pastos, muy agradables a la vista, después de dejar el

terreno seco y amarillento alrededor de la casa de la estancia.

—-Parece gustarle mucho las flores! —dijo mi compañera—. Permítame ayudarle a

recogerlas. ¿A quién le va a dar ese ramito cuando esté hecho?

-—Señora -repliqué exasperado por su frívola charla—, se lo voy a dar al... —por

poco no dije diablo, cuando un agudo grito que lanzó de repente detuvo en mis

labios la grosería que estaba por pronunciar.

Se había asustado de una linda culebrita de medio metro de largo que había visto

escabullirse de entre sus pies. Y no era de extrañar que la culebrita huyera a

toda prisa, pues qué monstruo tan gigantesco y deforme debió parecerle aquella

gordinflona! El pánico que se apoderó de la pobre criatura moteada, cuando

aquella tamaña mujer tranqueó sobre ella, sólo sería comparable al susto

aterrador que infundiría en un niñito tímido el ver a un hipopótamo vestido de

ondeantes cortinas andando en sus patas traseras!

Primero solté la risa, y entonces, viendo que misia Toribia estaba por echarse

sobre mí, como una montaña de carne, para que la protegiera, volviéndome, corrí

tras la culebra, pues había reparado que pertenecía a una variedad innocua de

los coronelinos, y estaba muy deseoso de fastidiar a aquella mujer. En el acto

la prendí; entonces, con la pobre aterrorizada criatura esforzándose por

escaparse de mi mano y enroscándose a mi brazo, volví donde la señora.

—-¡Señora, ¿ha visto usted en su vida colores más hermosos? —exclamé—. Mire el

amarillo verdoso tan suave del cuello y como se va oscureciendo hasta tener un

brillante carmesí en el vientre. ¡No me diga nada de flores ni de mariposas!

¡Vea lo brillante que son sus ojitos, señora. ... como dos pequeños diamantes...

mírelos de cerca, que bien merecen su admiración!

Pero ella, al ver que me acercaba, dio vuelta y huyó gritando, y por último,

como no la obedeciera y soltara el terrible reptil, me dejó furiosa de rabia y

se fue sola a la casa.

Después de eso continué mi paseo con sosiego entre las flores; pero mi pequeña

cautiva moteada me había servido tan bien, que no la solté. Se me ocurrió que si

la conservaba, podría servirme de algo así como un talismán y protegerme de las

desagradables atenciones de la señora. Siendo que era una culebrita muy

traviesa, y, como Marcos Marcó cuando estaba encepado, llena de malicia, la puse

en el sombrero y me lo encasqueté, no dejando ningún agujeruelo por donde

pudiese penetrar su pequeña y lanceolada cabecita. Después de pasar dos o tres

horas herborizando en la cañada, volví a la casa. Estaba en la cocina tomando un

cimarrón, cuando entró misia Toribia, deshaciéndose en sonrisas, pues, según

parecía, ya me había perdonado. Me levanté cortésmente y me quité el sombrero.

Por desgracia había olvidado la culebra, y al descubrirme, cayó al suelo; hubo

un gran alboroto y gritos, y luego salieron en tropel de la cocina, la señora,

los niños y las mucamas. A continuación, me vi obligado a sacar la culebra para

afuera y darle libertad, que sin duda le fue muy dulce después de haber estado

tan encerrada. Al volver a la casa, una de las mucamas me dijo que la señora

estaba demasiado ofendida para sentarse conmigo en la misma pieza otra vez, de

modo que tuve que almorzar solo; y durante el resto del tiempo que permanecí

preso, se mostraron esquivos conmigo (excepto el de los botones dorados, que

parecía indiferente a cuanto le rodeaba) como si hubiese sido un leproso o un

loco de remate. Pensaban, quizás, que todavía pudiera tener otras culebras

escondidas.

Es claro que uno siempre espera encontrar un odio cruel y desrazonable a las

culebras entre la gente ignorante, pero nunca había sabido hasta qué ridículo

extremo pudiese llevarles.

Por la noche volvió el juez y luego oí un furioso altercado entre él y su mujer.

Puede que ésta deseara que me hiciese cortar la cabeza. Cómo terminó la disputa

no podría decirlo; pero al encontrarlo a él, después, se mostró frío, y se

retiró a su pieza sin haberme dado la oportunidad de hablarle.

A la mañana siguiente, me levanté resuelto a no permitir que nada impidiese mi

partida. Tendrían que hacer algo o vérselas conmigo. Al salir para afuera, cuál

seria mí sorpresa al ver mi caballo ensillado junto a la tranquera.

Entré en la cocina y le pregunté al de los botones dorados-el único en pie—-qué

significaba eso.

—-¡Quién sabe! —respondió, cebándome un mate—. Tal vez sea que el juez quere que

usté se vaya ante que él se levante.

—-¿Qué te dijo él? —pregunté.

—-¿Qué me dijo? ¡Nada me dijo! ¿Qué habría de decirme?

—-¿Pero supongo que serías tú el que ensillaste mi caballo?

—-¡Por de contao! ¿Quién otro lo haría?

—-¿Fue el juez que te dijo que lo hicieras?

—-¿Dijo? Pues, ¿por qué habría de decírmelo?

—-¿Cómo puedo saber, pues, si él quiere que me vaya de su linda casa —le

pregunté, empezando a enojarme.

—-¿Qué pregunta? —respondió, encogiéndose de hombros—. ¿Cómo sabe usté cuándo va  a llover?

Viendo que era enteramente inútil tratar de sonsacarle algo a este individuo,

acabé mi mate, encendí un cigarrillo y abandoné la casa. Era una hermosísima

mañana, sin una nube, y el pesado rocío sobre la hierba brillaba como gotas de

lluvia. ¡Qué cosa tan deliciosa era poder lanzarse al galope otra vez, libre

para ir adonde uno quisiera!

Y así termina mí relato de una culebra, que quizá no sea muy interesante; pero

es auténtico, y por ese motivo tiene una ventaja sobre todos los otros cuentos

de culebras que relatan los viajeros.

 

 

 

XII

LOS MUCHACHOS EN EL MONTE

 

 

Antes de abandonar la estancia del magistrado, había resuelto volver a

Montevideo por el camino más corto y lo más pronto posible; y montado en un

caballo bien descansado, recorrí buen trecho aquella mañana. A mediodía, cuando

me apeé en una pulpería para dejar descansar mi caballo y tomar algún refresco,

había caminado alrededor de unas ocho leguas. La rapidez de esta marcha era, por

supuesto, imprudente. pero es tan fácil obtener un nuevo caballo en la Banda

Oriental, que uno puede ir descuidado. Mi camino, aquella mañana, me condujo por

la parte oriental del distrito de Durazno, y quedé encantado de la hermosura del

campo, aunque el terreno estaba muy seco, y, en las partes altas, el pasto

quemado por el sol había tomado varios matices de café y amarillo. Ahora, sin

embargo, habían pasado los calores del verano, pues estábamos a fines de

febrero; la temperatura, sin ser sofocante, estaba agradablemente templada, así

que el viajar a caballo era una delicia. Podría llenar páginas enteras con

descripciones de algunos de los hermosos paisajes por los cuales atravesé aquel

día, pero confieso tener una aversión invencible a esa clase de composición.

Después de expresarme tan francamente, espero que el lector no peleará conmigo

por esta omisión; por otra parte, el que guste de estas cosas y sepa cuán

borrables son las impresiones que deja una descripción verbal en la memoria,

puede, si así lo desea, navegar los mares y galopar alrededor del mundo y verlas

con sus propios ojos. Sin embargo, no todo viajero de Inglaterra —me sonrojo al

decirlo— puede familiarizarse con las costumbres caseras y el modo de pensar y

hablar de un lejano pueblo. Pídaseme discurrir de hondas cañadas, grandes

alturas, lugares baldíos, frondosos bosques o plácido arroyuelo donde he bebido

y he sido refrescado; pero todos estos lugares, lóbregos o agradables, deben

estar en el reino llamado el corazón.

Después de obtener algunos informes del pulpero acerca del país por el que debía

atravesar, el cual me dijo que probablemente llegaría hasta el río Yi antes de

anochecer, continué mi camino. Como a las cuatro de la. tarde llegué a un

extenso algarrobal del que ya me había advertido el pulpero, y siguiendo su

consejo, orillé su lado oriental. Los árboles no eran grandes, pero el monte

tenía cierto rústico atractivo lleno de melodiosa algarabía de las aves, que me

incitó a apearme y a descansar una hora bajo su amena sombra. Quitándole el

freno a mi caballo, para permitirle pacer, me tendí sobre el pasto seco, bajo un

grupo de umbrosos algarrobos, y durante media hora contemplé la brillante luz

del sol que atravesaba por entre el follaje sobre mi cabeza, y escuché el

ruidoso chirrido de los pájaros que me rodeaban, curiosos, sin duda, por saber

el objeto que me había traído a su querencia. Entonces me puse a pensar en toda

aquella gente con la cual me había mezclado últimamente; las figuras del

iracundo magistrado y su rolliza esposa —¡qué plomo de mujer!— y de aquel pícaro

de siete suelas, Marcos Marcó, cruzaron por mi mente para pronto desvanecerse,

dejándome de nuevo cara a cara con aquel hermoso misterio... ¡Margarita! En la

imaginación estreché las manos para tomar las suyas, y la atraje hacia mí para

mirar más de cerca en sus ojos, interrogándoles vanamente respecto a su puro

color zafirino.

Entonces me pasó por el magín, o soñé, que con dedos temblorosos de emoción

habla destrenzado su hermosa cabellera, dejándola caer cual riquísima capa

dorada sobre su pobre vestido, y le pregunté cómo había logrado obtener tan

resplandeciente prenda de vestir. Una sonrisa retozó en los serios y dulces

labios de la muchacha... pero no respondieron. En seguida, pareció destacarse

vagamente en la verde cortina del follaje un nebuloso semblante que, por encima

del hombro de la hermosa Margarita, fijaba sus ojos tristemente en los míos.

¡Era la cara de Paquita! ¡Oh, mujercita linda, no permitas jamás que los celos

turben la serenidad de tu ánimo! Has de saber que la práctica mente sajona de tu

marido sólo está cavilando en un problema puramente científico; que esta

muchacha en extremo rubia tan sólo me interesa porque la blancura de su tez

parece trastornar todas las leyes fisiológicas. Estaba en ese momento a punto de

quedarme dormido, cuando resonó a corta distancia la estridente nota de una

trompeta, seguida por fuertes gritos de diversas voces, que me hizo al instante

ponerme de pie. Un estrepitoso griterío respondió de otra parte del monte,

seguido por el más profundo silencio. Luego, volvió a resonar la trompeta,

alarmándome sobremanera. Mi primer impulso fue montar a caballo y escaparme;

pero, recapacitando, concluí que estaría más seguro quedándome escondido entre

los árboles, puesto que al apartarme de ellos me verían los rebeldes, ladrones o

lo que fueran. Poniéndole el freno a mi caballo para estar pronto a escaparme,

le conduje dentro de un tupido matorral y allí le até. Continuó el silencio que

había caído sobre el monte, y por último, no pudiendo soportar más tiempo la

incertidumbre, empecé a caminar cautamente, revólver en mano, en la dirección de

donde habían venido las voces. Deslizándome silenciosamente por entre los

arbustos y árboles donde más tupidos crecían, llegué, por último, a la vista de

un claro de unos dos o trescientos metros de extensión cubierto de pasto. ¡Cuál

sería mi asombro al ver cerca de uno de sus bordes a un grupo de muchachos entre

diez y quince años de edad, de píe y enteramente inmóviles! Uno de ellos

empuñaba una trompeta, y todos llevaban un pañuelo o pedazo de trapo colorado

atado a la cabeza. De repente, mientras les aguaitaba, acurrucado entre el

follaje, resonó estruendosamente una trompeta del lado opuesto del claro, y otro

grupo de muchachos, llevando pañuelos blancos en la cabeza, se precipitaron por

entre los árboles y avanzaron, dando estruendosos vivas y mueras, hacia el medio

del terreno. De nuevo tocaron su trompeta los cabezas coloradas y salieron

osadamente al encuentro de los recién llegados. Mientras las dos bandas se iban

acercando una a otra, cada una encabezada por un muchachón que de rato en rato

dirigíase a su séquito y con violento ademán les arengaba como para animarles,

me asombró ver que, de repente, todos desenvainaron grandes facones como los que

usan los gauchos y se arremetieron con extremada furia. Al momento se formó una

confusa masa que luchaba desesperadamente y lanzaba los más horripilantes

gritos, brillando sus largos facones mientras los blandían a la luz del sol. Se

atacaron con tal furia, que al poco rato todos los combatientes estaban tendidos

en el suelo, salvo tres muchachos con distintivos colorados. Entonces, uno de

esos pícaros sedientos de sangre tomó la trompeta y sonó un trompetazo en señal

de victoria, acompañado de los vivas y mueras de los otros dos. Mientras en esto

se ocupaban, uno de los muchachos de pañuelo blanco se puso trabajosamente de

pie, y empuñando un facón, acometió a los tres colorados con temeraria valentía.

Si no hubiese quedado pasmado de asombro con lo que había presenciado, habría

corrido en el acto a socorrer al muchacho en su desesperada empresa; pero en un

instante sus tres adversarios se le fueron encima y le derribaron al suelo.

Entonces, dos de ellos le sujetaron por los pies y los brazos, mientras que el

tercero alzó su facón y estaba a punto de hundirlo en el pecho del prisionero

que se esforzaba desesperadamente por escaparse, cuando dando un gritazo, me

puse de pie y me precipité a ellos.

Inmediatamente se levantaron y huyeron, aterrorizados y gritando, hacia los

árboles; entonces —¡más maravilloso todavía!— los muchachos muertos...

resucitaron, y levantándose, huyeron de mi, corriendo en pos de los demás. Esto

me hizo detenerme, pero viendo que uno de ellos cojeaba penosamente tras sus

compañeros, eché a correr de repente y lo alcancé antes de que llegase al abrigo

de árboles.

—-¡Ah, señor, por Dios, no me mate! -me suplicó prorrumpiendo en lágrimas.

—-¡No tengo ningún deseo de matarte, grandísimo pillo, pero mereces una buena

tunda! —repliqué, pues, aunque muy aliviado por el giro que habían tomado las

cosas, estaba sumamente fastidiado de haber pasado por todas esas terroríficas

sensaciones sin haber para qué.

—-¡Sólo estábamos jugando a los Blancos y Colorados!-imploró.

Entonces hice que se sentara y me contase de este juego tan extraordinario. Me

dijo que ninguno de los muchachos vivía cerca; algunos venían desde algunas

leguas a la redonda y habían escogido este sitio para sus juegos por su soledad,

pues no querían ser descubiertos. El juego era un simulacro de combate entre

Blancos y Colorados, con sus maniobras, sorpresas, escaramuzas y todo lo demás.

Por último, me compadecí del joven patriota, pues se había torcido un pie y

apenas podía caminar, así que le sostuve del brazo hasta que llegamos al lugar

donde estaba escondido su caballo; entonces, habiéndole ayudado a montar y

dádole un cigarrillo que tuvo la desfachatez de pedirme, le dije alegremente

"adiós". Volví atrás a buscar m caballo, empezando a hacerme mucha gracia todo

el asunto, pero... ¡el caballo había desaparecido! Aquellos pícaros de muchachos

me lo habían robado para vengarse, supongo, por haberles interrumpido su juego;

y para que no cupiese la menor duda al respecto, habían dejado dos pedacitos de

trapo, uno blanco y otro colorado, prendidos de la rama donde había atado las

riendas de mi caballo. Rondé algún tiempo por el monte, y aun grité a toda voz,

esperando inútilmente que aquellos malvados muchachos no fuesen a llevar las

cosas hasta el extremo de dejarme sin caballo en e se paraje solitario. Pero no

se veían ni oían en ninguna parte, y como hiciérase tarde y tuviera un hambre y

sed atroces, por último resolví ir en busca de alguna habitación.

Al salir del monte encontré el contiguo llano cubierto de ganado que pacía

tranquilamente. De haber procurado pasar por entre ellos, habría sido una muerte

segura, pues este ganado medio cimarrón siempre se venga en su señor, el hombre,

cuando le encuentra a pie al raso. Mientras venían de la dirección del río,

paciendo lentamente y orilIando el monte, resolví esperar que lo dejaran atrás

antes de abandonar mi escondite. Me, senté y traté de armarme de paciencia, pues

las bestias no se apresuraban y continuaron pasando al lado del algarrobal a

paso de tortuga. Eran como las seis de la tarde antes de que hubieran

desaparecido los más rezagados, y entonces me aventuré a salir de entre los

árboles, hambriento como un lobo y temiendo ser alcanzado por la noche antes de

encontrar alguna habitación. Me habría alejado unas diez cuadras del monte, y

caminaba apresuradamente en dirección del Yi, cuando, al pasar por encima de una

loma, me encontré de repente cara a cara con un toro que estaba tendido en el

pasto, rumiando tranquilamente. Por desgracia, el bruto me vió al mismo tiempo y

se levantó en el acto. Tendría, creo, unos tres o cuatro años, y un toro de esa

edad es aún más peligroso que uno mayor, siendo igualmente feroz y mucho más

ágil. No había refugio de ninguna clase cerca, y sabía muy bien que el tratar de

escapar corriendo sólo aumentaría el peligro; así que después de observarle

durante un momento, me hice el indiferente y seguí caminando; pero el toro no

iba a dejarse engañar de esa manera y empezó a seguirme. Entonces, por la

primera, y —¡Dios quiera!— la última vez en mi vida, me vi obligado a recurrir

al sistema gaucho, y echándome en el suelo boca abajo, me quedé ahí haciéndome

el muerto. Es un expediente detestable y peligroso, pero en las circunstancias

era el único que ofrecía alguna esperanza de escapar a una muerte sumamente

horrorosa. En unos cuantos segundos oí su lerda pisada, y luego sentí que el

toro estaba olfateándome por todas partes. Después de eso, trató inútilmente de

darme vuelta, supongo que para examinarme la cara. Fue horrible soportar sus

cornadas y quedarme inmóvil, pero al cabo de un rato se sosegó un poco y se

contentó con vigilarme, olfateándome de vez en cuando la cabeza, y luego,

dándose vuelta, olfateándome los talones. Probablemente su teoría, si es que

tenía alguna, era que yo me habría desmayado de espanto al verle y que luego

volvería en mí otra vez, pero no estaba bien seguro qué parte del cuerpo daría

las primeras señas de vida. Cada cinco o seis minutos parecía impacientarse y

empezaba a patearme, lanzando broncos mugidos y salpicándome con espuma; por

último, como no mostrara la menor intención de alejarse, recurrí a una medida

sumamente temeraria, pues mi situación se iba haciendo cada momento más y más

desesperada. Esperé que el toro volviese la cabeza, entonces bajé cautelosamente

la mano hacia el revólver; pero antes de que alcanzara a retirarlo enteramente

de su estuche, notó el movimiento y giró con rapidez, pateándome al mismo tiempo

las piernas, En el momento preciso en que acercaba su cabeza a la mía, le

disparé el revólver en la cara y la repentina explosión le espantó de tal manera

que mostró los talones y arrancó sin detener una sola vez su lerdo galope hasta

que desapareció en la distancia. Fue una gloriosa victoria, y aunque al

principio apenas me mantuvieron las piernas, era tanto lo tieso y adolorido que

me sentí, que reí de contento y aun le disparé un balazo al toro mientras se

alejaba en lontananza, acompañando el disparo con un agreste y jubiloso alarido

triunfal.

Después de eso, continué mi camino sin más interrupciones, y si no hubiese sido

por el hambre tan atroz que tenía y lo adolorido que estaba donde el toro me

había pisado y corneado, la caminata habría sido sumamente agradable, pues me

iba acercando al río Yi. El suelo se había puesto húmedo y verdoso y estaba

sembrado de flores silvestres, muchas de ellas desconocidas para mi, y tan

hermosas y olorosas eran, que en mi admiración casi olvidé el dolor. Se puso el

sol sin que hubiese divisado ni un rancho siquiera. En el cielo, hacia el

poniente, resplandecían los brillantes tintes del crepúsculo; y de entre el

largo pasto llegaba el triste y monótono chirrido de algún insecto de cantar

nocturno. Pasaron volando hacia el mar, de vuelta de los parajes donde se

alimentaban, bandadas de gaviotas copetudas, dando sus broncos y prolongados

chillidos. ¡Qué afortunadas y felices se veían volviendo con sus buches llenos a

reposar en su querencia; mientras que yo, a pie y sin cenar, me arrastraba

penosamente como una gaviota aliquebrada a la que las otras han dejado atrás!

Luego apareció en el vasto firmamento hacia el poniente, brillando grande y

luminosa, la estrella vespertina, heraldo de aquella obscuridad que tan

rápidamente se acercaba; entonces yo, cansado, adolorido, hambriento,

contrariado y abatido, me senté a meditar sobre mi desesperada situación.

 

 

 

XIII

¡VIVA SANTA COLOMA!

 

 

Alí me senté hasta que se puso bien oscuro, y mientras más tiempo me quedé

sentado, más y más me fui entumeciendo; sin embargo, no sentía ningún deseo de

seguir adelante. Por último, un gran lechuzón que llegó batiendo sus alas cerca

de mi cabeza, dio un prolongado siseo, seguido por un penetrante sonido de

tictac y terminando con un fuerte y repentino grito semejante a una carcajada.

La proximidad del graznido me sobrecogió, y mirando hacia arriba, vi fulgurar

momentáneamente a través de la vasta y negra llanura, un amarillo rayo de luz.

Algunas linternas revoloteaban por el pasto, pero estaba seguro que el fulgor

que acababa de ver, provenía de algún fuego, y después de tratar inútilmente de

verlo otra vez de donde estaba sentado en el suelo, me puse de pie y seguí

adelante y, fijando la vista en cierta estrella que brillaba directamente sobre

el lugar, con gran contento mío, volví a verla en el mismo sitio, y me convencí

de que era la lumbre de algún fuego que brillaba por la ventana o puerta abierta

de un rancho o una casa de estancia. Cobrando esperanza y energía, me apresuré,

aumentando el brillo de la luz a medida que avanzaba, y después de haber andado

a buen paso durante una media hora, hallé que me iba acercando a una vivienda.

Podía vislumbrar una masa oscura de árboles y arbustos, una casa larga y baja, y

más inmediato a mí, un corral de palo a pique. Sin embargo, ahora que parecía

tener tan cerca donde cobijarme, el temor a los terribles perros bravos que

tienen la mayor parte de estas estancias, me hizo vacilar. A menos que deseara

correr el peligro de ser muerto de un balazo, era preciso gritar a toda voz para

anunciar mi llegada; pero, al hacerlo, también atraería hacia mí una cuadrilla

de enormes perros enfurecidos, y era mucho menos terrible contemplar los cuernos

del toro bravo al que había encontrado aquella tarde, que los colmillos de estos

temibles y feroces animales. Me senté en el suelo para considerar bien la

situación, y luego oí el estrépito de cascos de caballos que se acercaban. Al

momento me pasaron tres hombres a caballo, pero no me vieron, estando yo en

cuclillas detrás de algunos achaparrados arbustos. Cuando se aproximaron los

hombres a la casa, los perros se precipitaron hacia ellos para acometerles, y

sus fuertes y salvajes ladridos y los agrestes gritos de alguien de la casa que

les llamaba, eran para inquietar a cualquiera persona no montada. No obstante,

ésta era mi única esperanza, así que levantándome del suelo, apresuré el paso en

dirección de donde venían las voces. Al pasar por el corral, los perros

percibieron que algún extraño se acercaba, y luego empezaron a darse cuenta de

mi. Grité desesperadamente "Ave María Purísima", y, revólver en mano, me quedé

esperando la embestida; pero cuando se aproximaron lo suficiente para permitirme

distinguir que la jauría se componía de unos ocho o diez mastines amarillos, me

flaqueó el valor y eché a correr hacia el corral, donde, con mi agilidad

superando a la de un gato pajero —tan grande era mi susto— trepé a un poste y me

puse fuera de peligro. Con los perros que ladraban furiosamente debajo de mí,

volví a gritar "Ave María Purísima", como siempre se acostumbra hacer en estas

piadosas latitudes al acercarse uno a casa extraña. Después de algún rato, se

aproximaron los hombres —cuatro de ellos— y me preguntaron quién era y qué

estaba haciendo allí. Les expliqué quién era y entonces les pregunté si correría

algún peligro bajándome del poste. El dueño de casa tomó la indirecta y ahuyentó

a sus fieles protectores, después de lo cual bajé de mi incómoda percha.

Era un gaucho alto, bien formado, pero de feroz aspecto; de ojos oscuros,

penetrante mirada y de espesa barba negra. Parecía sospecharme —cosa muy

inusitada en la casa de un paisano— y me hizo muchísimas preguntas; por último,

aunque se veía que de mala gana, me convidó a que pasara a la cocina. Ahí

encontré un gran fuego que ardía alegremente en el fogón de argamasa situado en

el centro de la espaciosa pieza; junto al fogón estaban sentadas una vieja

encanecida, otra mujer alta, trigueña y de madura edad vestida de morado —esposa

del dueño de casa—; también, una bonita y pálida muchacha de unos dieciséis años

de edad y una chiquilla. Cuando tomé asiento, el dueño de casa volvió a

interrogarme, dando como excusa que mi llegada a pie le parecía una

circunstancia sumamente extraordinaria. Les conté cómo había perdido mi caballo,

el recado y mi poncho en el monte, y entonces les referí mi aventura con el

toro. Escucharon todo con caras muy graves; pero estoy seguro que fue para ellos

tan bueno como si hubiese sido una comedia. Don Sinforiano Alday, el dueño del

lugar y mi interlocutor, me hizo quitarme la chaqueta para que le mostrara los

moretones en los hombros y brazos que me habían hecho las patadas del toro. Aún

después de eso, quiso que le diera más pormenores respecto a mí mismo; así que,

para satisfacerle, le hice una breve relación de algunas de mis aventuras en el

país hasta el momento en que fui hecho preso con Marcos Marcó; también les conté

cómo aquel habilidoso caballero se había escapado de la casa del juez. Eso les

hizo reír a todos, y los tres hombres a quienes había visto llegar y que

parecían estar allí casualmente de visita, se hicieron muy amigos míos,

pasándome con frecuencia la botella de caña de la que andaban provistos.

Después de haber sorbido mate y caña durante una media hora, nos sentamos a una

abundante cena de carne asada, puchero, carne de carnero y grandes platos de bien

sazonado caldo. Comí una cantidad extraordinaria de carne, tanta, en efecto,

como cualquier gaucho allí presente; y el comer de una sentada tanta carne como

uno de estos hombres es una hazaña de la cual bien puede preciarse un inglés.

Terminada la cena, encendí un cigarro, y arrimándome a la pared, gocé a la vez

de muchas agradables sensaciones, el calor y descanso, el hambre satisfecha y la

sutil fragancia de aquel amigo y gran consolador del hombre: el tabaco. Mientras

tanto, en el otro extremo de la pieza, el dueño de casa les hablaba en voz baja

a los hombres. Una que otra furtiva mirada en mi dirección parecía indicar que

todavía me guardaban cierto recelo, o que tenían que discutir graves asuntos no

para los oídos de un extraño.

Por último, se levantó Alday y me dirigió la palabra:

—Señor —dijo—, si usté está listo pa irse a acostar, lo llevaré a otra pieza

donde puede tener algunas mantas y ponchos con qué hacer su cama.

—Si mi presencia aquí no les estorba —repuse—, preferiría quedarme y fumar mi

cigarro al lado del fogón.

—Vea, señor —dijo—, hemos arreglao con algunos amigos y vecinos pa reunirnos

aquí con el objeto de discutir algunos asuntos importantes. Los espero a cada

momento y la presencia de un extraño no nos permitiría hablar con entera

libertá.

Me levanté —no de muy buena gana que digamos— de mi cómodo asiento al lado del

fogón, para seguirle afuera, cuando llegó a nuestros oídos el estrepitoso

galopar de caballos.

— ¡Sígame por aquí... ligerito! —exclamó Alday impacientemente; pero apenas

llegué a la puerta, se agolpó cerca de nosotros un grupo de diez o doce

individuos que llegaban a caballo y que prorrumpieron en un gran vocerío.

En el acto, todos los que estaban en la cocina se levantaron muy alborotados y

lanzaron atronadores vivas, respondiendo los de a caballo con un estruendoso

¡Viva el general Santa Coloma!

Los otros tres hombres entonces se precipitaron de la cocina, y hablando

alborotadamente, preguntaron si había algo de nuevo. Mientras tanto, yo quedé

solo en el umbral de la puerta. Las mujeres parecían estar casi tan excitadas

como los hombres, a excepción de la muchacha, quien al yerme desalojado de mi

asiento al lado del fogón, me lanzó una mirada con sus ojazos oscuros llena de

tímida compasión. Valiéndome del alboroto general ahora, devolví aquella

cariñosa mirada con otra llena de admiración. Era una muchacha tímida y

sosegada, su pálido rostro coronado por una profusión de pelo negro; y mientras

se mantuvo allí parada, al parecer indiferente al gran vocerío de fuera, se veía

extraordinariamente bonita; su sencillo vestido de percal hecho en casa, de

escaso y flexible material, se ajustaba tan estrechamente a sus muslos, que su

esbelta y graciosa figura dibujábase a la perfección. Luego, reparando que yo la

miraba, se acercó a mí, y tocándome el brazo al pasar, me susurró al oído que me

volviera a mi asiento al lado del fogón. La obedecí gustosamente, pues ahora

estaba curioso por saber el significado de aquel vocerío que había alborotado de

tal manera a estos flemáticos gauchos. Parecía más bien algún complot

revolucionario, pues jamás había oído hablar del general Santa Coloma, y me

parecía raro que un hombre tan poco conocido acaudillara un partido

revolucionario.

Al poco rato volvieron todos los hombres a la cocina. Entonces Alday, su rostro

alterado por la emoción, se arrojó en medio de la turba.

—¡Muchachos! —exclamó—, ¿se han güelto locos? ¿Que no ven que hay un extraño

aquí entre nosotros? ¿Qué significa todo este alboroto si no ha ocurrido nada de

nuevo?

 

Los recién llegados recibieron este arrebato con una carcajada, prorrumpiendo en

otro ¡ Viva Santa Coloma!

Alday se puso furioso: —¡Hablen, locos! —gritó—; ¡diganme, por Dios, qué es lo

que ha sucedido! . . - ¿O quieren ustedes echarlo todo a perder con su

imprudencia?

—¡Oí, Alday! —repuso uno de los hombres—, pa que sepás lo poco que hay que temer

la presencia de un estraño, Santa Coloma, la esperanza de la Banda Oriental, el

salvador de nuestro páis quien muy pronto nos librará del poder de los asesinos

y piratas Coloraos, digo: ¡Santa Colome ha llegao! ¡Está aquí en nuestro medio;

se ha apoderado del Molino del Yi y ha encabezao una revolución en contra del

infame gobierno de Montevideo! ¡Viva Santa Coloma!

Alday tiró al suelo su sombrero, y cayendo de rodillas, permaneció orando para

si algunos segundos, con las manos entrelazadas por delante. Todos los demás

también se descubrieron, y quedaron agrupados en silencio a su alrededor.

Entonces él, se puso de pie, y todos juntos prorrumpieron en un estrepitoso viva

que en poder ensordecedor descolló sobre todos los otros.

El dueño de casa parecía estar casi fuera de sí de agitación. —¡Qué! —gritó—.

¿Ha llegao mi general? ¿Queren ustedes decirme que Santa Coloma está aquí? ¡ Oh,

amigos, por fin el güen Dios se ha acordao de nuestro desdichado país! Se ha

cansado de ver las injusticias de los hombres, las persecuciones, la sangre

derramada, las crueldades que casi nos han güelto locos. ¡No puedo creer que es

verdá! Déjenme ir ande mi general, que estos ojos que han esperao tanto tiempo

su llegada, puedan verlo y se alegren. No puedo esperar ni que amanezca... esta

mesma noche iré a El Molino pa verlo y tocarlo con mis propias manos, y

asigurarme de esa manera que no es todo un sueño.

Sus palabras fueron recibidas con una salva de aplausos y los otros hombres

luego anunciaron su intención de acompañarle a El Molino, una pequeña población

a pocas leguas de distancia, en las márgenes del Yi.

Algunos de los hombres fueron ahora a buscar y enlazar nuevos caballos, mientras

que Alday se ocupaba en sacar de su escondite, en otra parte de la casa, su

acopio de sables y carabinas. Los hombres, conversando animadamente, frebagan y

afilaban las mohosas armas, mientras que las mujeres asaban más carne para los

recién llegados; y, en el entretanto, yo me quedé sentado fumando tranquilamente

al lado del fogón, sin que nadie hiciera caso de mí.

 

 

XIV

LAS MUCHACHAS DEL YI

 

 

Mónica, la muchacha mentada, y la chiquilla llamada Anita eran, excepto yo, las

únicas personas allí presentes que no fueron arrebatadas por el entusiasmo del

momento. Mónica, el rostro pálido, silenciosa y casi apática, estaba ocupada en

cebar mate a las numerosas visitas; mientras que la chiquilla, al llegar la

animación y el griterío a su punto culminante, se asustó sobremanera y se agarró

a la mujer de Alday, estremeciéndose y llorando lastimeramente. Nadie hizo caso

de la pobrecita, y, por último, se escabulló a un rincón y se escondió detrás de

un montón de leña. Su escondite estaba cerca de mi asiento, y después de rogaría

un poco, la persuadí a que lo abandonara y se viniera adonde yo estaba. Daba

compasión la pobrecita con su carita pálida y delgada y sus tristes ojazos

oscuros. Su pobre vestidito de percal sólo la cubría hasta las rodillas, y sus

piernecitas y pies estaban desnudos. Tendría unos siete u ocho años de edad; era

huérfana, y la mujer de Alday, no teniendo hijos propios, estaba criándola, o

por mejor decir, permitiéndole cobijarse bajo su techo. La atraje hacia mí y

traté de apaciguar sus temores y hacerla hablar. Poco a poco fue tomando

confianza conmigo y empezó a contestar a mis preguntas; entonces descubrí que, a

pesar de su tierna edad, era una pastorcita, y que pasaba la mayor parte de cada

día siguiendo, en su petiso, detrás de las ovejas. Su petiso y la muchacha

Mónica, que era su parienta —prima, la chiquilla la llamaba—, eran los dos seres

a los que parecía tener el mayor cariño.

—Y cuando te resbalas del petiso, ¿cómo te subes otra vez? —le pregunté.

—El petiso es muy mansito y yo nunca me caigo. A veces me bajo y entonces me

giielvo a montar.

—¿Y qué haces todo el día..., hablas y juegas?

—Le hablo a mi muñeca; la llevo a caballo conmigo cuando salgo con las ovejas.

—¿Es muy bonita tu muñeca?

Guardó silencio.

—¿Quieres permitirme ver tu muñeca, Anita? Yo sé que tu muñeca me va a gustar,

porque tú me gustas.

Me lanzó una ansiosa mirada. Evidentemente la muñeca era para ella un ser muy

precioso y no había sido debidamente apreciada. Después de cierto desasosiego,

me dejó y salió en puntillas de la cocina; luego volvió otra vez, tratando, al

parecer, de ocultar algo del vulgo con su corta pollerita. Era su maravillosa

muñeca..., la cara compañera de sus correrías y cabalgatas. Temblando y azorada,

me permitió tomarla en las manos. Era, o por mejor decir, consistía en la pata

delantera de un carnero, cortada por la rodilla, y encima, a guisa de cabeza,

llevaba una bolita de madera forrada con un pedazo de trapo blanco; estaba

envuelta en un trozo de franela colorada que hacía de vestido; ¡un muñeco sátiro

con una pata peluda y el pie hendido! Alabé su apreciable rostro, su bonito

vestido y sus monos zapatitos; y todo esto que dije, colmó a Anita del más vivo

placer.

—¿Nunca juegas con los perros y gatos, Anita, o con los corderitos?

—Con los perros y gatos, no. Cuando veo un corderito muy chiquitito durmiendo en

el suelo, me apeo del petiso y me acerco a él muy, muy cayaíta y lo agarro. El

corderito trata de escaparse; entonces le meto el dedo en la boquita y él chupa

que chupa, y luego se arranca.

—¿Y qué es lo que más te gusta comer, Anita?

—¡Azúcar! Cuando el tío compra azúcar, mi tía me da un terroncito. Hago que la

muñeca coma un poquito; también tomo un mordisquito y se lo doy a mi petiso en

la boca.

—¿Qué cosa te gustaría más, Anita: una gran porción de terrones de azúcar, o un

lindo, collar de cuentas, o una niñita con quien jugar?

Esta pregunta excedía de la comprensión de su pequeño y atrofiado cerebro,

siempre alimentado de cosas tan sencillas; así que tuve que hacerle la pregunta

de diferentes maneras, y, por último, cuando comprendió que sólo podría escoger

una de las tres cosas, decidió a favor de una niñita con quien jugar.

Entonces le pregunté si le gustaban los cuentos; pero esto tampoco pudo

comprenderlo, y después de interrogarla un poco, descubrí que jamás en su vida

había oído un cuento, y que ni aun sabía lo que significaba.

—Escucha, Anita, y te contaré un cuento —le dije—. ¿Has visto alguna vez por la

mañana temprano. una neblina blanca sobre el río Yi..., una neblina que

desaparece cuando empieza a abrasar el sol?

Dijo que sí, que muchas veces había visto la neblina blanca por la mañana.

—Pues te contaré un cuento de la neblina blanca y de una niñita que se llamaba

Alma.

"Esta niñita, Alma, vivía muy cerca del río; pero muy, muy lejos de aquí, mucho

más allá de los árboles y de las azulinas cuchillas; pues has de saber, Anita,

que el Yi es un río muy largo. Vivía con su abuelita y sus seis tíos, todos

hombres altos, muy grandes y de largas barbas; y siempre hablaban de la guerra,

del ganado, de carreras de caballos y de muchas otras cosas de importancia que

Alma no podía comprender. No había nadie que conversara con Alma, ni con quien

ella pudiese jugar o hablar. Y cuando ella salía de la cocina donde toda la

gente grande estaba conversando, oía cantar los gallos, ladrar los perros,

gorjear las aves, balar las ovejas, y también oía el murmullo de las hojas de

los árboles sobre su cabeza; pero no podía entender ni una sola palabra de todo

lo que decían. Por último, no teniendo a nadie con quien jugar o conversar, se

sentó en el suelo y se puso a llorar. Quiso la casualidad que cerca de donde

estaba sentada, hubiese una vieja negra, arrebozada en un pañuelo colorado,

recogiendo leña para el fuego, y le preguntó a Alma por qué estaba llorando.

"—Cómo no he de llorar —repuso Alma— cuando no tengo a nadie con quien jugar o

conversar? —Entonces la vieja negra sacó un largo alfiler de bronce de su

pañuelo de rebozo, y diciéndole que sacara y sujetara afuera la lengua, se la

pinchó con el alfiler.

"—Ahora —dijo la vieja— puedes ir a jugar y conversar con los perros, gatos,

pájaros y árboles, pues entenderás todo lo que ellos digan y ellos también te

entenderán a ti.

"Esto llenó a Alma de contento y corrió a su casa lo más ligero que pudo a

conversar con el gato.

"—¡Ven acá, gato! ¿Quieres que conversemos y juguemos juntos?

"—¡Oh, no! —dijo el gato—. Yo estoy demasiado ocupado aguaitando un pajarito,

así que ándate al río y juega con Nieblita, y la dejó, escabulléndose en seguida

por entre la maleza. Cuando les preguntó a los perros, tampoco pudieron jugar

con ella porque "tenían que cuidar de la casa y ladrarle a la gente extraña".

Ellos también le dijeron que fuera a jugar con Nieblita al lado del río. Por

último, Alma salió y agarró un patito, una cosita suave y redonda como una bola

de algodón amarillo, y le dijo:

"—¡Mirá, patito, vamos a jugar y a conversar juntos!

"Pero el patito no quiso y trató de escaparse, gritando al mismo tiempo:

"¡Mamíta! ¡Ay, mamita! Ven a soltarme que esta Alma me tiene agarrado".

"Entonces llegó la pata nadando a toda prisa, y dijo:

"—¡Suelta inmediatamente a mi chiquillo y si quieres jugar, anda a jugar con

Nieblita allá en el río! ¿Qué te has figurado tú, que te atreves a agarrar a mi

patito lindo en tus manos? ¿Qué irás a hacer en seguida?, me pregunto yo.

"Así que Alma soltó el patito, y, por último, dijo: "Pues bien, me iré al río y

jugaré con Nieblita".

"Esperó hasta que divisó la neblina blanca, y entonces se fue corriendo hasta

que llegó al Yi, y se detuvo sobre la verde margen del río, envuelta en la

blanca neblina. Al poco rato, vio aparecer a una niñita muy linda que venía

volando por entre la neblina. Llegó la niñita, se paró sobre la banda del río y

miró a Alma. Era muy, muy linda; llevaba puesto un vestido blanco, más blanco

que la leche, más blanco que la espuma, todo bordado con flores moradas; también

tenía blancas medias de seda y zapatitos colorados, relucientes como las

margaritas coloradas. Su larga y ondeada cabellera relumbraba como oro y llevaba

al cuello un collar de grandes cuentas de oro. Entonces dijo Alma: "¡Oh, niñita

linda!, ¿cómo se llama usted?", a lo que respondió la niñita:

"—¡Nieblita!

"—¿Quiere que conversemos y juguemos juntas?

"—¡Oh, no! ¿Cómo podría jugar yo con una niñita vestida como tú y con los pies

desnudos?

"Pues has de saber que la pobre Alma sólo tenía un vestidito viejo que le

llegaba hasta las rodillas y no tenía ni medias ni zapatos. Entonces Nieblita se

elevó en el aire, se alejó de la margen y se fue flotando río abajo; y, por fin,

cuando hubo desaparecido completamente en la neblina, Alma se puso a llorar.

Luego, empezando a hacer mucho calor, se fue, siempre llorando, a sentarse bajo

los árboles; había dos enormes sauces que crecían en la margen del río. Entonces

los árboles, sus hojas azotadas por el viento, empezaron a susurrar y a

conversar juntos, y Alma pudo comprender todo cuanto decían.

"—¿Te parece que va a llover?

"—Sí, creo que sí..., uno de estos días. —¡Pero no hay nubes!

"—¡No, no hay nubes hoy, pero las hubo anteayer!

"—¿Tienes nidos en tus ramas?

"—¡Sí, tengo uno! Lo hizo un pajarito amarillo y hay cinco huevitos moteados

dentro.

"—¡Mira dónde está sentada Alma a nuestra sombra! ¿Sabes tú por qué está

llorando?

"—Sí; es porque no tiene a nadie con quien jugar. Nieblita, quien vive al lado

del río, no ha querido jugar con ella, porque Alma no tiene un vestido bonito

que ponerse.

"—Entonces debiera ir a pedirle a la zorra que le dé uno. La zorra siempre tiene

muchas cosas muy bonitas en su cueva.

"Alma había escuchado cada palabra de la conversación. Entonces se acordó que

había una zorra que vivía no muy lejos, en la falda del cerro, pues la había

visto muchas veces tomando el sol con todos sus chicuelos mientras éstos jugaban

a su rededor, y se entretenían tirándole la cola. Así que se levantó Alma y se

fue corriendo hasta que encontró la cueva, y asomando la cabeza, gritó:

"¡Zorra!, ¡zorra!"; pero la zorra parecía estar de mal humor, y sin salir para

afuera, contestó. "Vete, Alma, a conversar con Nieblita, que yo estoy muy

ocupada preparándoles la comida a mis hijos y no tengo tiempo ahora para hablar

contigo.

"Entonces Alma exclamó: "—Ay, zorra, Nieblita no quiere jugar conmigo porque no

tengo cosas bonitas que ponerme. ¿No podría usted darme un bonito vestido, un

par de zapatos, medias y también un collar de cuentas?"

"Al poco rato salió la zorra de su cueva trayendo un gran bulto envuelto en un

pañuelo colorado, y le dijo a Alma: "—Aquí están las cosas, Alma, y espero que

te queden bien. Pero has de saber, hija, que no debías venir a esta hora del

día, porque estoy sumamente ocupada preparando la comida —un peludo asado, un

par de tinamués estofados con arroz, y una tortillita de huevos de pava...

quiero decir huevos de chorlo, pues nunca pruebo los huevos de pava".

"Alma le pidió que la excusara por toda la molestia que le había dado.

"—¡Oh, no importa, hija! Y, ¿cómo está tu abuelita? "—Muy bien, gracias —dijo

Alma—, pero tiene una fuerte jaqueca.

"—¡Vaya! —dijo la zorra—. ¡Cuánto lo siento! Dile que se pegue dos hojas de

lampazo, recién cortadas, una en cada sien, y que también beba una infusión de

centinodia —no muy fuerte—, y que por nada salga al sol. Me gustaría mucho ir a

verla; pero tú sabes, niña, que no me gustan todos esos perros que andan siempre

rondando por la casa. Y ahora, Alma, vete a tu casa y pruébate la ropa, y cuando

pases por aquí otra vez, puedes devolverme el pañuelo, por que siempre lo uso

para vendarme la cabeza cuando tengo dolor de muelas.

"Alma agradeció mucho a la zorra y corrió a su casa lo más de prisa que pudo, y

cuando abrió el atado, encontró un lindísimo vestido blanco bordado con flores

moradas, un par de zapatos colorados, medias de seda y también un collar de

grandes cuentas de oro. Todo le sentó a la perfección, y al día siguiente,

cuando se extendía la neblina sobre el Yi, se puso su lindo vestido nuevo y se

fue al río. Luego llegó Nieblita volando, y cuando vio a Alma, fue donde ella,

la besó y la tomó de la mano. Jugaron y conversaron juntas toda la mañana,

recogiendo flores y corriendo carrera sobre la orilla del río; por último,

Nieblita le dijo "adiós" y voló, pues toda la neblina estaba flotando río abajo.

Pero desde entonces en adelante Alma encontró a su amiguita todos los días al

borde del Yi, y era muy feliz, porque ahora tenía a alguien con quien jugar y

hablar".

Después de acabar el cuento, Anita se quedó mirándome con una expresión de

embeleso en sus grandes ojos tristes. Parecía como asustada y al mismo tiempo

encantada con lo que había oído; pero luego, antes de que la chicuela hubiese

dicho una sola palabra, vino Mónica, quien hacía tiempo dirigía tímidas y

curiosas miradas en nuestra dirección, y tomándola de la mano, se la llevó a la

cama.

Estaba ya dándome sueño, y como el vocerío y las preparaciones marciales no

dieran señas de estar llegando a su término, me alegré cuando me condujeron a

otra pieza, donde me proporcionaron algunos pellones, mantas y un par de ponchos

con que arreglarme una cama.

Durante la noche se fueron todos los hombres, pues a la mañana siguiente, cuando

fui a la cocina, sólo encontré a la vieja y a la mujer de Alday, ambas tomando

mate amargo. Me dijeron que hacía una hora que Anita había desaparecido de la

casa, y que Mónica había salido a buscarla. La mujer de Alday estaba sumamente

fastidiada con la escapada de Anita, pues ya había pasado el tiempo en que debía

salir con las ovejas. Después de tomar mi mate, salí y miré hacia el río, que

estaba velado por una plateada neblina, y divisando a Mónica que traía a Anita

de la mano, las fui a encontrar. La pobre Anita, con su carita surcada de

lágrimas, sus piernecitas y pies cubiertos de barro y rasguñados en cincuenta

puntos distintos por las cortantes espadañas, y el vestido empapado en la espesa

neblina de la mañana, hacía un cuadro sumamente conmovedor.

—¿Dónde la encontró? —le pregunté a Mónica, temiendo que yo fuera la causa

indirecta de las desgracias de la pobrecita.

—¡A la orilla del río buscando a Nieblita! Yo sabía que ay la encontraría cuando

la eché de menos esta mañana.

— ¿Cómo sabía usted eso? —le pregunté—. Usted no oyó el cuento que le conté

anoche.

—La hice repetírmelo todo —dijo Mónica.

Después de eso, retaron, remecieron, lavaron y secaron a la pobre Anita; en

seguida le dieron su desayuno, y por último la montaron en su petiso y la

mandaron a cuidar de las ovejas. Mientras esto pasaba, Anita guardó el más

profundo silencio, aunque su carita hacía unos pucheros que presagiaban

lágrimas. Sin embargo, no eran para el vulgo, y sólo fué después de estar

montada en su petiso con las riendas en sus manecitas, cuando se abandonó a su

dolor y desengaño por no haber encontrado a la hermosa niñita de la neblina.

Me asombró descubrir que Anita hubiese tomado tan a o serio el fantástico cuento

que yo había inventado para entretenerla; pero la pobrecita jamás había leído

libros u oído cuentos, y el de hadas que le contara, había sido demasiado para

su pobre y atrofiada imaginación. Recuerdo que una vez, en otra ocasión, le

conté un cuento lastimero de una niñita perdida en un desierto a una amiguita

mía de más o menos la edad de Anita, igualmente desacostumbrada a esta clase de

alimento mental. A la mañana siguiente, me contó su madre que mi pequeña

amiguita había pasado media noche llorando, pidiéndole que le permitiera ir a

buscar a esa niñita perdida, de la cual yo le había contado.

Oyendo decir que Alday no estaría de vuelta hasta la noche, o la mañana

siguiente, le pedí a su mujer que me prestara o me diera un caballo para seguir

mi viaje. Sin embargo, esto no pudo hacerlo; entonces añadió, muy afablemente,

que mientras estuvieran los hombres ausentes, mi presencia en la casa le sería

un consuelo, porque un hombre era siempre una gran protección. El arreglo no me

pareció muy ventajoso para mí, pero como no fuera posible irme a pie a

Montevideo, me vi obligado a quedarme tranquilo y esperar la vuelta de Alday.

Fué molesto tener que hablarles a esas dos mujeres en la cocina. Ambas eran

grandes parlanchinas, y evidentemente habían llegado a un acuerdo de compartirme

entre ellas como oyente, pues, primero una y en seguida la otra, hablaban con

una monotonía capaz de volverle a uno loco. La mujer de Alday tenía seis

palabras favoritas de retumbante sonido: elementos, superior, división,

prolongación, justificación y desproporción. De alguna manera u otra conseguía

encajar una de estas palabras en cada frase, y, a veces, lograba encajar hasta

dos. Siempre que esto sucedía, la hazaña la enorgullecía de tal manera, que

deliberadamente y con toda sangre fría repetía la frase entera, palabra por

palabra. La especialidad de la vieja eran las fechas. No había suceso que

mencionase, ya fuese algún gran acontecimiento público, ya algún trivial

incidente casero, que no diese, al mismo tiempo, el año, el mes y hasta el día.

El dúo entre estos dos malditos organillos, primero la una con su retórica y en

seguida la otra con sus fechas, continuó toda la mañana, y con frecuencia me

volví a Mónica sentada a su costura, esperando oír otra canción de su más

melodioso instrumento; pero en vano, pues ni una sola sílaba pronunciaron sus

silenciosos labios. De vez en cuando levantaba sus brillantes ojos oscuros un

instante, para bajarlos otra vez, confusos, al encontrar los míos.

Después del almuerzo, hice una caminata a lo largo del río Yi, donde pasé varias

horas buscando flores y fósiles, y entreteniéndome lo mejor que pude. Había

miríadas de patos, gallaretas, espátulas y cisnes de cuello negro recreándose en

el agua, y mucho me alegré no tener escopeta, pues así no tuve la tentación de

espantarles con rudos sonidos y hacer que se alejaran lastimados a expirar

paulatinamente entre los espadañales. Por último, después de un buen nado, me

encaminé hacia la estancia.

Mientras caminaba en dirección de la casa, y como a unas veinte cuadras de

ellas, blandiendo mi bastón y cantando a toda voz de puro alborozo, pasé un

grupo de sauces, y al levantar la vista, vi debajo de ellos a Mónica

observándome mientras me aproximaba. Estaba de pie, absolutamente inmóvil, y

cuando la divisé, bajó modestamente la mirada para contemplar, al parecer, sus

pies desnudos que se destacaban muy blancos en el espeso y verde césped. En una

mano empuñaba un ramo de las grandes azucenas coloradas de Otoño que empezaban a

florecer justamente en ese tiempo. Cesó de pronto mi canto y me quedé algunos

momentos contemplando, lleno de admiración, a la tímida y rústica beldad.

—¡Qué lejos has venido a buscar azucenas, Mónica!-le dije, aproximándome a

ella—. ¿Quieres darme uno de tus tallos?

—Las recogí pa la Virgen, ansí que no puedo darle de éstos, pero si me espera

aquí un ratito bajo los árboles, iré a buscarle uno.

Respondí que la esperaría; entonces, colocando el ramo que había recogido, sobre

el césped, se alejó. Volvió al poco rato con un redondo pulido tallo, delgado

como el tubo de una pipa, y coronado con su bohordo de tres hermosas flores

encarnadas.

Después de admirarlo y agradecerla suficientemente, le dije: —¿Qué favor le vas

a pedir a la Virgen, Mónica, cuando le hagas esta ofrenda? ¿Que te cuide a tu

novio en la guerra?

—¡No, señor! No tengo ninguna ofrenda que hacer ni favor que pedir. Son pa mi

tía; le ofrecí traerle algunas porque... yo quería encontrarlo a usté aquí.

—¿Encontrarme a mí, Mónica..., para qué?

—Pa pedirle que me contara un cuento, señor —dijo ruborizándose y mirándome

tímidamente la cara.

—¡Ay, Mónica, me parece que ya hemos tenido bastantes cuentos! Acuérdate cómo la

pobre Anita esta mañana se arrancó de la casa para ir a buscar a una compañera

en la neblina.

—Ella es una chiquilla; yo soy una mujer.

—Pero, Mónica, seguramente has de tener algún novio que estaría celoso si

llegase a saber que habías venido a este lugar solitario para oír cuentos de los

labios de un extraño.

—Naides jamás sabrá que yo lo he encontrao a usté aquí —repuso muy turbada, pero

al mismo tiempo con insistencia.

—He olvidado todos mis cuentos, Mónica...

Entonces, señor, iré a buscarle otro ramo de azucenas mientras usté piensa en

uno pa contarme...

—¡No, Mónica, no! No debes buscarme más ramos de azucenas. Mira, te devolveré

éstas que me diste...; —y en diciendo esto, las arreglé en su cabello, donde

haciendo contraste con su negro pelo, se veían hermosísimas y le daban un nuevo

encanto a la muchacha—. ¡Ay, Mónica, te ponen demasiado linda!... Déjame

quitártelas otra vez...

Pero por nada quiso permitir que se las sacara.

—Aura lo dejo pa que piense en algún cuento que contarme... —dijo, poniéndose

como una grana y volviéndose para irse.

Entonces le tomé las manos e hice que me volviera la cara. —¡Escucha, Mónica!

¿Sabes que estas azucenas están llenas de algún misterioso encanto? ¡Mira lo

rojas que están!; es el color de la pasión, porque han estado empapadas de ella,

y me han vuelto fuego el corazón!... ¡Mónica te prevengo que si me traes más

flores, te contaré un cuento que te hará estremecer de susto..., estremecer

corno las hojas de este sauce, y ponerte tan pálida como las neblinas del Yi...

Sonrió a mis palabras; su sonrisa fué como un rayo de sol que atravesando el

follaje bañara su rostro. Entonces, con una voz que era casi un susurro,

preguntó: —¿De qué será el cuento, señor? ¡Dígame!, así sabré si traerle

azucenas o no...

—El cuento, Mónica, será de un joven extraño que se encuentra con una hermosa y

pálida muchacha bajo unos sauces; sus ojos oscuros clavados en el suelo y con un

ramo de azucenas coloradas en la mano; y como esta muchacha le pidió al joven

que le contase un cuento, y él no pudo hablarle sino de amor.., amor.., amor...

Cuando acabé de hablar, retiró sus manos suavemente de las mías y se alejó,

desapareciendo entre los árboles, sin duda para escaparse de mí, temblando de

susto a mis palabras, cual una gamita espantada del cazador.

Así lo creí por el momento. Pero no!; allí a mis pies estaban las azucenas que

había recogido para la Virgen, y, además, cuando dirigió por un instante sus

tímidos ojos oscuros a los míos, no era reprensora su mirada; por el contrario,

a pesar de precavería, había ido a buscar más de aquellas peligrosas flores

coloradas para dármelas a mí. . .

No fue entonces, mientras la esperaba con el corazón palpitante, sino después,

en momentos de más calma, siendo ya Mónica sólo un bonito cuadro en la memoria,

cuando compuse las siguientes líneas. No soy tan vanidoso para creer que posean

algún mérito literario, y has introduzco aquí principalmente para dar a conocer

al lector el modo que se pronuncia el bonito nombre de aquel arroyo oriental,

que hasta hoy lo conserva en recuerdo de una raza extinguida.

Pálido el rostro y silenciosa

Viéndose tan hermosa

Bajo los sauces me esperaba.

Sonriente, trémula y ruborosa,

Cual los sauces de graciosa.

Me esperaba la muchacha del Yi.

 

Como el sauce estremecíase,

Mas no huyó de mí. Sus ojos de paloma

A sus blancos pies miraban

Que por la hierba se asomaban.

Blancos eran tus pies,

¡Oh muchacha del Yi!

 

En sus manos un ramo llevaba

De encarnadas azucenas; con tres de ellas

Sus negras trenzas adorné.

¡Qué brillantes se veían!

Alza a los míos tus ojos oscuros

¡Porque te quiero! ¡Oh muchacha del Yi!

 

 

 

XV

"CUANDO SUENA LA TROMPA GUERRERA"

 

 

 

Por la noche volvió Alday con dos de sus compañeros, y tan pronto como se

presentó la oportunidad, le llamé aparte y le pedí que me facilitara un caballo

para seguir mi viaje a Montevideo. Respondió evasivamente que en dos o tres días

se encontrarla el que yo había perdido. Le dije que si me daba uno, él podría

reclamar el mío tan luego apareciera, junto con el recado, poncho y demás

pilchas. Repuso que no podía darme un caballo y "además el recado y las

riendas". Parecía querer guardarme en su casa para algún propósito suyo, y esto

me determinó a abandonar la estancia a todo trance inmediatamente, a pesar de

las tiernas y sentidas miradas que, bajo sus largas y rizadas pestañas,

fulguraban los ojos de Mónica. Por último, le dije que si no me proporcionaba un

caballo, me irla de su estancia a pie. Esto le alteró en cierto grado; porque en

este país, donde el robar caballos y trampear en el juego se reputan pecados

venales, se considera muy deshonroso el que un estanciero permita que un huésped

suyo abandone su estancia a pie. Reflexionó algunos minutos sobre mis palabras,

y después de consultar con sus amigos, prometió proveerme, al día siguiente, de

todo cuanto necesitase. No había oído nada más de la revolución; pero después de

cenar, Alday se puso de repente muy confidencial y me dijo que dentro de pocos

días todo el país estaría en armas, y que seria sumamente peligroso emprender un

viaje solo a la capital. Se explayó sobre el enorme prestigio del general Santa

Coloma, quien acababa de tomar las armas en contra de los Colorados —el partido

entonces en el poder— y terminó diciendo que mi plan más seguro sería afiliarme

a los revolucionarios y acompañarles en su marcha a Montevideo, la que se

emprendería de un momento a otro. Repuse que no tenía ningún interés en las

disensiones de la Banda Oriental y que no quería comprometerme formando parte de

ninguna expedición militar. Se encogió de hombros, y volviendo a prometerme un

caballo para el próximo día, se fu a acostar.

Al levantarme a la mañana siguiente, encontré que toda la demás gente hallábase

ya en pie. Los caballos estaban ensillados y parados al lado de la tranquera, y

Alday, señalándome un caballo de regular estampa, me informó que lo habían

ensillado para mí, añadiendo que él y sus amigos me acompañarían una o dos

leguas para enseñarme el camino a Montevideo. Se había puesto, de pronto,

demasiado amable, pero creí, ingenuamente, que sólo estaba dándome cumplida

satisfacción por la falta de hospitalidad del día anterior.

Después de tomar algunos mates amargos, le di las gracias a la dueña de casa,

miré por última vez en los tristes ojos negros de Mónica, levantados un instante

a los míos, y besé la cara conmovedora de Anita, sorprendiéndola sobremanera y

divirtiendo considerablemente a los otros miembros de la familia. Después de

haber caminado poco más de una legua, manteniéndonos casi paralelamente al río,

se me ocurrió que no íbamos en la debida dirección, por lo menos, para mí. Por

consiguiente, detuve mi caballo y les dije a mis compañeros que ya no había

motivo para que se molestasen acompañándome más lejos.

—¡Amigo! —dijo Alday, acercándose—, si nos deja aura, cairá con siguridá en

manos de alguna partida, que al encontrarlo a usté sin pasaporte, se lo llevará

a El Molino o algún otro centro. Y aunque tuviera pasaporte, de nada le

serviría, pues lo harían pedazos y de todos modos se lo llevarían. En estas

circunstancias, su plan más seguro es acompañarnos a El Molino, ande está el

general Santa Coloma reuniendo sus tropas, y entonces usté podrá explicarle a él

su situación.

—Yo no voy con ustedes a El Molino —dije airadamente, exasperándome su falsedad.

—Entonces nos obligará a llevarlo por la juerza —repuso.

No tenía pizca de gana de que me prendieran tan luego otra vez, y viendo que era

preciso dar algún golpe atrevido para mantener mi libertad, refrené de repente

mi caballo y saqué mi revólver: —¡Amigos!, su camino está en esa dirección; el

mío en ésta. ¡Adiós, señores!

No bien hube terminado de decir esto, cuando recibí un feroz rebencazo, casi

quebrándome el brazo y derribándome del caballo, mientras que mi revólver fué a

rodar a unos doce metros más allá. El golpe lo había dado uno de los

acompañantes de Alday, quien había permanecido un poco rezagado; el bribón dio

prueba de una rapidez y destreza asombrosas en ponerme fuera de combate.

Furioso de rabia y dolor, me levanté del suelo, y desenvainando mi facón,

amenacé dar de puñaladas al primero que se me acercase; entonces, sin medir

palabras, denosté a Alday echándole en cara su cobardía y brutalidad. Sonrió

solamente y dijo que tomaba en cuenta mi juventud y que, por consiguiente, no se

resentía por las injurias que le había proferido.

— Y aura, amigo —continuó, después de recoger mi revólver y montar otra vez a

caballo—, no perdamos más tiempo, sino que apresurémonos pa llegar a El Molino,

donde usté podrá contarle su cuento al general.

Como yo no estuviera dispuesto a que me amarrasen al caballo y me llevaran de

esa manera desagradable e ignominiosa, tuve que obedecer. Subiéndome a la silla

con alguna dificultad, nos encaminamos a buen galope en dirección de El Molino.

El movimiento áspero del caballo que montaba, aumentó el dolor en el brazo hasta

que se hizo insoportable; entonces, uno de los hombres compadeciéndose, me

arregló el brazo en un cabestrillo, después de lo cual pude seguir más

cómodamente, aunque siempre con mucho dolor.

El día era excesivamente caluroso y no llegamos al lugar de nuestro destino

hasta eso de las tres de la tarde. Justamente antes de entrar en la población

pasamos por entre un pequeño ejército de gauchos acampados en el llano

colindante. Algunos estaban ocupados en asar carne, otros ensillaban caballos,

mientras que otros, en destacamentos de veinte o treinta hombres, estaban

ejecutando maniobras a caballo. El conjunto hacía un cuadro de maravillosa

animación; casi todos los hombres estaban vestidos a la gaucha, pero aquellos

que maniobraban llevaban lanzas con banderolas blancas que tremolaban al viento.

Pasando por en medio del campamento, entramos en la población; se componía ésta

de unas sesenta u ochenta casas de piedra o adobe, algunas con techo de totora y

otras tejadas, cada una ostentando su gran jardín, En el edificio público;

frente a la plaza, estaba apostada una guardia de diez hombres con carabinas.

Nos apeamos y entramos en el edificio, y se nos informó que el general acababa

de salir de la población y que no se le esperaba hasta el día siguiente.

Alday habló con un oficial sentado a una mesa en la sala a la cual nos habían

conducido, tratándolo de comandante. Era enjuto de cuerpo, de edad madura, de

serenos ojos garzos, de tez descolorida y tenía facha de ser caballero. Después

de oírle algunas palabras a Alday, se volvió a mí cortésmente y me dijo que

sentía informarme que me tendría que quedar en El Molino hasta que hubiese

vuelto el general, y yo pudiese referirle mi caso personalmente.

—No deseamos —dijo, en conclusión— obligar a ningún extranjero, ni siquiera a un

oriental, a incorporarse a nuestras filas; pero naturalmente desconfiamos de

toda persona extraña, habiendo ya prendido a dos o tres espías en la vecindad.

Desgraciadamente, usted no está provisto de pasaporte y es mejor que le vea el

general.

—¡Señor oficial! —repuse—. Usted no le hace ningún bien a su causa maltratando y

deteniendo a un inglés.

Contestó que lamentaba que su gente hubiese considerado necesario tratarme

rudamente, pues en tales moderados términos fue como describió mi tratamiento.

Excepto ponerme en libertad, se haría todo cuanto fuese posible por hacer mi

estancia en El Molino, agradable.

—Si es necesario que el general mismo me vea antes de que se me pueda dar

libertad, le ruego ordene a estos hombres que me lleven inmediatamente donde él

— dije yo.

—El general no se ha ido todavía de El Molino —dijo un ordenanza que se hallaba

allí presente—. Está en la Casa Blanca al otro extremo del pueblo, y no se va

hasta las tres y media.

—Es casi eso ya —dijo el oficial, mirando su reloj—. Vea, teniente Alday: lleve

a este joven inmediatamente adonde el general.

Agradecí al comandante, cuyo aspecto y lenguaje eran ajenos de un bandido

revolucionario, y tan pronto como pude montar a caballo, nos lanzamos a todo

galope por la calle principal. Nos detuvimos enfrente a una vieja casa grande de

piedras, en los confines de la población, situada a cierta distancia detrás del

camino y escondida por una alta alameda. La pared trasera daba al camino, y

después de atar nuestros caballos a la tranquera, pasamos por el costado de la

casa hacia su parte anterior y entramos en un espacioso patio. Un ancho corredor

con pilastras de madera pintadas de blanco se extendían a lo largo de la

fachada, y todo el patio estaba sombreado por un enorme parral. Era

evidentemente una de las mejores casas del lugar, y viniendo directamente del

sol deslumbrante y del blanco y polvoriento camino; el patio con su frondoso

parral y el umbroso corredor, se veían deliciosamente frescos y atractivos. Un

alegre grupo de unas doce o quince personas estaban reunidas bajo el corredor,

algunas sorbiendo mate, otras chupando el jugo de uvas; y cuando llegamos

nosotros, una señorita terminaba de cantar una canción al compás de la guitarra.

Inmediatamente distinguí al general Santa Coloma, sentado al lado de la joven

con la guitarra; era alto, de imponente presencia, de rasgos algo irregulares y

con el rostro bronceado y curtido por la intemperie. Calzaba botas y espuelas, y

sobre su uniforme llevaba puesto un ponchillo blanco de seda con franja morada.

Juzgué, por su semblante, que no era feroz o cruel, según uno concibe a un

caudillo revolucionario de la Banda Oriental; y acordándome que dentro de pocos

minutos se marcharía, deseaba acercarme y contarle mi caso. Los otros, sin

embargo, me lo impidieron, porque quiso la casualidad que precisamente en ese

momento el general estuviera entretenido en una animada conversación con la

joven. Tan pronto como la observé con atención, no tuve ojos para ninguna otra

cara allí presente. El tipo era español y jamás he visto de su clase, una cara

más perfecta; una profusión de pelo negro con reflejos azules sombreaba la baja

espaciosa frente, la nariz perfilada, los brillantes ojos negros y sus purpúreos

y entreabiertos labios en flor. Era alta, y la perfección de su figura corría

pareja con la belleza de su rostro; llevaba puesto un blanco vestido, y como

único adorno, una rosa granate oscuro prendida al pecho. Parado a]li,

inadvertido al extremo del corredor, la contemplé con una especie de embeleso,

escuchando su alegre y cadenciosa risa y animada conversación y observando la

ligereza y el brío de su cuerpo, sus chispeantes ojos y sus mejillas sonrosadas

de animación. "Esa sí que es una mujer —pensé, exhalando un desleal suspiro, y

sintiendo un cierto remordimiento al lanzarlo— que yo pudiera haber idolatrado."

En ese momento ella le pasaba la guitarra al general.

—¡Usted nos ha prometido cantar una canción antes de irse y no acepto ninguna

excusa!— dijo ella.

Por último, Santa Coloma tomó el instrumento, protestando que tenía una pésima

voz; y luego, rasgueando las cuerdas, empezó a cantar aquella espléndida canción

española de amor y de guerra:

"Cuando suena la trompa guerrera."

Era una voz un tanto áspera y sin cultura, pero cantó con mucho fuego y

expresión y fue calurosamente aplaudido.

Apenas concluyó de cantar, le devolvió la guitarra a la joven, y poniéndose

precipitadamente de pie y despidiéndose de todos, se volvió para irse.

Pasando delante, me puse enfrente de él y empecé a hablar:

—Tengo mucha prisa y no puedo escucharle ahora —dijo rápidamente, apenas

mirándome—. Usted es prisionero..., herido, veo; pues, cuando vuelva... —De

repente se detuvo, y tomándome del brazo herido, dijo—: ¿Cómo fue usted

lastimado? ¡Dígame pronto!

Su manera áspera e impaciente, además de la presencia de veinte personas

alrededor, todas observándome, me turbaron y sólo pude balbucir algunas pocas e

incoherentes palabras, sintiendo que me estaba poniendo color de grana hasta las

raíces del cabello.

—Permítame contarle, mi general —dijo Alday, adelantándose.

—¡No, no! —repuso el general—, él mismo me lo contará.

Al ver a Alday tan empeñado en dar, antes que yo, su versión del asunto, me

volvió el enojo y, al mismo tiempo, el habla y las otras facultades que

momentáneamente me habían abandonado.

—Señor general: todo lo que quiero decirle es esto: llegué, un extraño, a la

casa de este individuo de noche y a pie, porque me habían robado el caballo. Le

pedí alojamiento creyendo que por lo menos todavía sobrevivía en este país el

sentimiento de la hospitalidad. Él y estos dos hombres me hirieron a traición,

dándome un golpe en el brazo, y me han traído aquí prisionero...

—Mi buen amigo, siento en el alma que debido al exceso de celo de parte de mi

gente, haya sido usted lastimado. Pero apenas puedo lamentar este suceso, por

doloroso que a usted le parezca, puesto que me permite asegurarle que además de

la hospitalidad, sobrevive en la Banda Oriental todavía otro sentimiento, y ese

es... la gratitud.

—¡No comprendo!

—Hace muy poco tiempo, amigo, que ambos nos encontramos en un mismo apuro. ¿Es

posible que usted se haya olvidado del servicio que me prestó?

Le miré atentamente, asombrado de sus palabras; y mientras le examinaba el

rostro, me acudió como un rayo a la memoria aquella escena en la estancia del

magistrado, cuando fui con la llave a sacar a mi compañero del cepo, y cuando se

paró tan precipitadamente y me tomó la mano. Sin embargo, no estaba bien seguro,

y murmuré interrogativamente—: ¡Qué!... ¿Es usted Marcos Marcó?

—El mismo —repuso el general, sonriendo—, ése era mi nombre en aquella ocasión.

¡Amigos! —continuó, apoyando una mano en mi hombro y dirigiéndoles la palabra a

los que nos rodeaban—. Me he encontrado ya antes con este joven inglés. Hace

pocos días, cuando venía para acá, fui hecho preso al mismo tiempo que él en Las

Cuevas, y gracias a su ayuda logré escaparme. Hizo esta buena acción creyendo

que estaba ayudando a un pobre paisano cualquiera, y sin esperar ninguna

recompensa.

Podría haberle recordado que sólo consentí en sacarle las piernas del cepo,

después que me hubo asegurado solemnemente que no tenía la intención de

escaparse. No obstante, como él creyera del caso olvidar aquella parte de]

asunto, no iba a traérsela a la memoria.

Hubo muchas exclamaciones de sorpresa de parte de los circunstantes, y mirando a

la hermosa joven, que estaba parada allí cerca, con los demás, encontré que sus

ojos negros estaban atentamente posados sobre mi, con una expresión tan de

simpatía y ternura, que en el acto se me agolpó toda la sangre al corazón.

—Temo que le hayan lastimado gravemente —dijo el general, dirigiéndome la

palabra otra vez—. Seria una imprudencia muy grande seguir su camino ahora.

Permítame rogarle que se quede en esta casa, hasta que se mejore del brazo.

—Entonces, volviéndose a la joven, le dijo—: ¡Dolores! ¿Quieren ustedes, tú y tu

madre, hacerse cargo de mi joven amigo hasta mi vuelta, y ver que se atienda a

su brazo herido?

—Mi general —repuso, con una brillante sonrisa—, usted nos complacerá mucho

dejándolo en nuestras manos.

Entonces, no sabiendo mi apellido, el general me presentó a la hermosa señorita

Dolores Zelaya —que así se llamaba— sencillamente como Don Ricardo; después de

esto el general nos dijo otra vez "adiós" y se fue a toda prisa.

Cuando hubo partido, se adelantó Alday con el sombrero en la mano y me devolvió

el revólver, del que yo me había olvidado completamente. Lo tomé con la mano

izquierda y lo metí en el bolsillo. Me pidió excusas por haberme tratado tan

rudamente —el comandante le había enseñado la palabra—, pero sin el menor viso

de servilismo en su manera o modo de expresarse; en seguida me ofreció la mano.

—¿Cuál quiere —le pregunté—, la mano que usted me ha lastimado o la izquierda?

En el acto dejó caer al lado la suya, y entonces, saludando, dijo que esperaría

que yo hubiese recobrado el uso de mi mano derecha. Volviéndose para irse,

añadió, sonriendo, que esperaba que el daño pronto sanaría de modo que pudiese

empuñar una espada por la causa de mi amigo Santa Coloma.

Su manera me pareció algo independiente.

-Sírvase ahora llevarse su caballo -le dije-, pues no lo necesito más, y acepte

mis agradecimientos por haberme conducido hasta aquí en mi camino.

-No hay de qué -repuso con un cortés ademán de la mano-; me alegro haber podido

prestarle este pequeño servicio.

 

 

XVI

LA ROMÁNTICA HISTORIA DE

MARGARITA

 

 

 

Cuando nos hubo dejado Alday, la simpática joven en cuyas manos me complacía

hallarme, me condujo a una fresca y espaciosa sala de templada luz, escasamente

amueblada y con piso de baldosas coloradas. Fue un gran alivio dejarme caer en

el sofá, pues estaba cansado y me dolía mucho el brazo. En un momento me

rodearon la joven, su madre —doña Mercedes— y una vieja mucama. Quitándome muy

suavemente la chaqueta, me examinaron cuidadosamente el brazo herido; el tacto

de sus dedos compasivos —sobre todo los de la hermosa Dolores— produjeron en la

parte inflamada y amoratada una sensación como la de una suave y refrescante

lluvia.

—¡Ay, qué barbaridad haberlo lastimado a usted de esta manera! ¡Y eso que usted

es amigo de nuestro general! —exclamó mi hermosa enfermera, lo que me hizo

pensar que, sin quererlo, me había asociado precisamente al debido partido

político de la Banda.

Me frotaron el brazo con aceite de comer; mientras que la vieja mucama trajo

algunas ramitas de ruda del jardín, que al ser machacadas en un almirez,

llenaron la estancia de un fresco olor aromático, y con esta olorosa hierba me

hizo una calmante cataplasma. Habiéndome curado el brazo, lo pusieron en un

cabestrillo, y en seguida me trajeron un liviano poncho indio para ponerme en

vez de mi chaqueta.

—Me parece que usted está un poco afiebrado —dijo doña Mercedes, tomándome el

pulso—. Debemos mandar a buscar el médico... tenemos un médico muy entendido en

nuestro pueblecito.

—Tengo muy poca fe en los médicos, señora —le dije—, pero sí una gran fe en las

mujeres y las uvas. Si usted me diera un racimo de uvas de su parral para

refrescarme la sangre, le prometo mejorar muy luego.

Dolores se rió alegremente y salió de la sala, volviendo en unos cuantos minutos

con un plato lleno de maduros purpúreos racimos. Las uvas eran deliciosas, y

parecían, en realidad, calmar la fiebre que sentía, la cual habría sido

ocasionada tanto, quizás, por enconadas pasiones cuanto por el golpe recibido.

Mientras me reclinaba regaladamente sobre el sofá comiendo uvas, la madre y la

hija se sentaron una a cada lado mío, abanicándose ostensiblemente, pero creo

que sólo fue para refrescarme el ambiente. Por cierto que muy fresco y agradable

lo hicieron, pero las amables atenciones de Dolores eran, al mismo tiempo,

tales, que bien pudieran infundir en mis venas una clase de fiebre más insidiosa

de la que tenía.., un mal que ni la fruta ni los abanicos ni la flebotomía

podrían curar.

—¿Quién no soportaría golpes con placer por una recompensa como ésta, señorita?

—dije.

—¡No diga eso! —exclamó la joven con singular animación—. ¿No le ha hecho usted

un gran servicio a nuestro general.., a nuestra querida patria? ¡Si lo

tuviésemos en nuestro poder darle todo cuanto su corazón desease, no sería

nada... pero nada! Quedaremos para siempre sus deudores.

Sonreí a sus exageradas palabras, mas no por eso dejaron de serme menos dulces.

—El ardiente amor que usted le profesa a su patria, señorita, es un hermoso

sentimiento —dije, algo indiscretamente—, pero, ¿cree usted que el general Santa

Coloma sea tan indispensable para su bienestar?

Se mostró ofendida y no respondió.

—Usted es un extraño en nuestro país, señor, y no entiende bien estas cosas

—dijo la madre con dulzura—. Dolores no debe olvidar eso. Usted no sabe nada de

las crueles guerras que hemos visto, y cómo nuestros enemigos han sido

victoriosos gracias únicamente a la ayuda de extranjeros. ¡Ay, señor, la sangre

derramada, los destierros y las infamias que ellos han traído sobre esta pobre

tierra! Pero hay un hombre al cual jamás han conseguido amilanar; siempre, desde

muchacho, ha sido el primero en el campo de batalla, desafiando balas; el oro

brasileño jamás ha conseguido corromperlo. ¿Le parece cura usted, pues, señor,

que él represente tanto para nosotras que hemos perdido a todos nuestros

parientes y sufrido tantas persecusiones, y que hemos sido privadas casi de con

qué comer para que se enriquezcan mercenarios y traidores? El representa aún más

para nosotras en esta casa que para los demás, habiendo sido amigo de mi marido

y su compañero de armas. Nos ha hecho mil favores, y si alguna vez consiguiese

echar abajo a este gobierno infame, nos devolvería toda la propiedad que hemos

perdido. Pero, ¡ay de mí!, todavía no veo salvación...

—¡Mamita, no digas eso! —exclamó la hija—. ¿Empiezas tú a perder las esperanzas

cabalmente ahora cuando hay la mayor razón para tenerlas?

—¡Niña! ¿Qué puede hacer con un puñado de hombres mal equipados? —replicó la

madre, tristemente—. Valerosamente ha levantado el estandarte, pero la gente no

acude a él. ¡Ay!, cuando se sofoque esta revolución como lo han sido tantas

otras, nosotras pobrecitas las mujeres sólo tendremos que lamentar la pérdida de

amigos muertos y sufrir nuevas persecuciones... y— aquí se cubrió los ojos con el pañuelo.

Dolores echó atrás la cabeza, haciendo al mismo tiempo un repentino ademán de

impaciencia.

—¿Entonces, mamita, esperas ver que se forme un gran ejército antes de que se

seque la tinta en la proclamación del general? ¡Cuando Santa Coloma estaba

desterrado, sin partidarios, tú tenias tantas esperanzas; y ahora que está con

nosotras y preparándose para marchar sobre Montevideo, empiezas a

descorazonarte... en verdad, no te entiendo!

Doña Mercedes se levantó sin contestar una palabra y salió de la pieza. La

hermosa entusiasta dejó caer la cabeza en la mano y guardó silencio, no haciendo

caso de mi, mientras que una nube de tristeza velaba su rostro.

—Señorita —dije—, no hay necesidad que usted se quede más tiempo aquí conmigo.

Dígame solamente, antes de irse, que me perdona, pues me da mucha pena pensar

que la haya ofendido.

Se volvió hacia mí con una brillantísima sonrisa y me dio la mano.

—¡Ah!, es usted el que debe perdonarme a mí por haberme ofendido tan

apresuradamente de una insignificante palabra —dijo—. No debo permitir que nada

de lo que usted diga en lo futuro eche a perder mi gratitud. ¿Sabe que yo creo

que usted es de aquellos a quienes les gusta reírse de las más de las cosas,

señor?. . . ¡No! ¡Permítame llamarlo Ricardo y usted me llamará Dolores, pues

hemos de quedar siempre buenos amigos, ¿no es así? Hagamos un pacto y así será

imposible pelear. Usted tendrá entera libertad de dudar, desconfiar y reírse de

todo, menos de una cosa.. de mi fe en el general Santa Coloma.

—Con muchísimo gusto acepto ese pacto, Dolores —repliqué—. Será una nueva clase

de paraíso, aunque del fruto de todo árbol podré comer menos de ése.

Rió alegremente.

—Ahora lo voy a dejar. Usted está adolorido y muy cansado. Quizás pueda dormir.

—Mientras hablaba trajo otra almohada y la colocó debajo de mi cabeza; entonces

me dejó, y antes de mucho me quedé dormido.

Pasé tres días de forzosa inactividad en la Casa Blanca antes de que llegara

Santa Coloma, y después de las penas por las que había pasado, durante las

cuales me había sustentado invariablemente de carne, sin siquiera un pedazo de

pan o legumbres, fueron, en realidad, como días pasados en un paraíso. Entonces

volvió el general. Estaba yo solo, sentado en el jardín, cuando llegó, y

acercándose a mí, me saludó muy calurosamente.

—Mucho temía, mi joven amigo, por la experiencia que he tenido de su impaciencia

bajo freno, que pudiera habernos abandonado —dijo amablemente.

—No podría muy bien hacer eso todavía, a menos que tuviera un caballo en que

montar —repuse.

—Pues he venido a decirle que deseaba ofrecerle un caballo de regalo. Creo que

debe estar atado en este momento a la tranquera; pero si usted sólo está

esperando el momento de tener un caballo para dejarnos, tendré que lamentar el

habérselo regalado. ¡No tenga tanta prisa! Usted tiene todavía muchos años de

vida en los que podrá realizar todo lo que quiera; por lo tanto, permítanos

tener el placer de su compañía algunos días más. Doña Mercedes y su hija no

piden nada mejor que tenerlo allí con ellas.

Le prometí no huir inmediatamente, promesa que no me fué difícil hacer; entonces

fuimos a ver mi caballo, que resultó ser un hermoso castaño, enjaezado con un

lujoso recado a la gaucha.

—Venga conmigo y ensáyelo —dijo—. Tengo que ir a Cerro Solo.

La cabalgata resultó sumamente agradable, pues hacía algunos días que no montaba

a caballo y había estado muy deseoso de sazonar mis horas de ocio con un poco de

estimulante movimiento. Atravesamos la verde llanura a un buen galope,

conversando el general muy francamente, todo el tiempo, sobre sus planes y del

brillante porvenir que le esperaba a todo individuo, de antemano avisado, que en

este temprano período de la campaña eligiera unir su suerte a la suya.

El Cerro, cura tres leguas de El Molino, era un alto monte solitario de forma

cónica que dominaba la campiña a mucha distancia a la redonda. Había de guardia

algunos hombres bien armados apostados en su cima, y después de hablar un rato

con ellos, el general me condujo a un punto como a unos cien metros de allí,

donde había un gran terraplén de piedra y arena, por el cual, cura duras penas,

hicimos subir nuestros caballos. Mientras estuvimos allí, me señaló los objetos

más notables que se destacaban sobre la superficie del terreno circunvecino,

indicándome los nombres de las estancias, ríos, lejanas cuchillas y otros

objetos. Toda la campiña a la redonda parecía serle muy conocida. Por último,

dejó de hablar, pero siguió contemplando el vasto y asoleado panorama con una

curiosa expresión ensimismada. Soltando repentinamente las riendas sobre el

cuello de su caballo, estiró los brazos hacia el sur y empezó a murmurar

palabras que yo no alcanzaba cura oír, mientras que la rabia y la exaltación

alteraban su rostro. Casi al momento desaparecieron. Entonces se bajó del

caballo y agachándose hasta tocar el suelo con la rodilla, besó la roca delante

de él, después de lo cual se sentó, convidándome al mismo tiempo a que hiciera

lo mismo. Volviendo al asunto del cual había tratado durante nuestra cabalgata,

empezó a instarme, sin rodeos, a que lo acompañara en su marcha a Montevideo, la

que comenzaría, ‘dijo, casi inmediatamente, y resultaría infaliblemente en una

victoria, después de la cual me premiaría por el incalculable servicio que le

había hecho en ayudarle a escaparse del juez de Las Cuevas. Estas halagadoras

ofertas que en otras circunstancias me hubieran colmado de entusiasmo —es decir,

si hubiese sido soltero— me vi precisado a rechazarlas, aunque no le dí mis

verdaderas razones, por qué lo hacía. Se encogió de hombros al modo tan

elocuente de los orientales, añadiendo que no le sorprendería si en algunos días

más yo cambiaba de opinión.

"¡ Nunca! " exclamé mentalmente.

Luego, recordó otra vez nuestro primer encuentro, habló de Margarita, aquella

muchacha tan extraordinariamente hermosa, preguntándome si no me había parecido

extraño que una flor tan blanca pudiese haber brotado del rústico tallo de una

batata. Le dije que en efecto me había sorprendido al principio, pero que ya no

crea que fuese hija de Batata, ni de ningún pariente suyo. Entonces ofreció

contarme la historia de Margarita, y no me sorprendió saber que la conociera.

—Le debo esto —dijo— como reparación de las palabras un tanto ofensivas que le

proferí a usted aquel día, al referirme a la muchacha. Pero usted debe tener

presente, amigo, que yo era entonces simplemente Marcos Marcó, un paisano; y

como tuviera algunas nociones de hacer el papel de gaucho, era natural que mis

palabras fueran algo secas e irónicas como sucede a menudo con nuestros

campesinos.

"Hace muchos años vivía en este país un tal Basilio de la Barca, un hombre de

semblante y figura tan nobles que para todos los que le vieron llegó cura ser el

prototipo perfecto de la belleza viril; tanto es así que un Basilio de la Barca

llegó a ser un dicho en la sociedad montevideana cuando se hablaba de algún

hombre de sobresaliente hermosura. Aunque era de alegre genio y le agradaban los

placeres de la sociedad, la admiración que su hermosura inspiraba no le había

echado a perder. Siempre fue sencillo y modesto; tal vez fuese incapaz de sentir

una pasión, pues aunque conquistó los corazones de muchas mujeres hermosas, no

se había casado. Si lo hubiese deseado, Basilio podría haberse casado con una

mujer rica, y haber mejorado de esa manera, su situación; pero en esto, como en

toda otra cosa de su vida no parecía capaz de hacer nada en su propio provecho.

"En otro tiempo, los de la Barca habían sido sumamente ricos, poseyendo muchas

tierras en el país, y he oído decir que descendían de una antigua y noble

familia española. Durante las largas y desastrosas guerras que ha sostenido este

país, cuando fué conquistado sucesivamente por Inglaterra, Portugal, España, el

Brasil y los argentinos, la familia empobreció, y por fin pareció estar

extinguiéndose. El último de los de la Barca fue Basilio, y el negro destino que

había perseguido durante tantas generaciones a todos los que llevaban su nombre,

fué suyo también. Su vida entera fue una serie de desastres. Cuando joven, se

incorporó al ejército, pero recibiendo una feroz herida en su primera acción,

fué inutilizado para el resto de su vida, y obligado a abandonar la carrera

militar. Después de eso, embarcó toda su pequeña fortuna en el comercio y un

socio nada probo le arruinó. Por último, cuando había sido reducido a la miseria

—frisaba entonces los cuarenta— se casó con una señora ya entrada en años, en

gratitud por el cariño que ella le había manifestado; y se fueron a vivir a la

costa, a varias leguas al este del cabo de Santa María. Allí, en un pequeño

rancho, en lugar desierto llamado la Barranca del Peregrino, con sólo unas

cuantas ovejas y vacas de qué sustentarse, pasó el resto de su vida. Su mujer, a

pesar de su edad, dio a luz una niñita a quien llamaron Tránsito. No le dieron

instrucción alguna, pues vivían en todos respectos como campesinos, y habían

olvidado el uso de los libros. Además, la región era agreste y despoblada, y

raras veces veían la cara de un forastero. Tránsito pasó su infancia correteando

por las dunas de aquella solitaria playa, sirviéndole de únicos compañeros de

juego las flores silvestres, las aves y las olas del océano. Un día —contaba a

la sazón once años— estaba ella entreteniéndose con sus juegos de costumbre, la

cabellera dorada ondeando al viento, su corto vestido y piernas desnudas mojadas

por la espuma del mar, persiguiendo a las olas cuando se retiraban o huyendo de

ellas con alegres gritos mientras se deslizaban otra vez apresuradamente hacia

la playa, cuando un joven, un muchacho de unos quince años, llegó a caballo y la

vio. Estaba él cazando avestruces, cuando perdiendo de vista a sus compañeros, y

encontrándose cerca del océano, cabalgó a la playa a observar la entrante marea:

"—¡Sí, Ricardo, fui yo aquel muchacho! Usted saca sus deducciones con mucha

rapidez. (Esto lo dijo, no en contestación a alguna palabra mía, sino a mis

pensamientos, que con frecuencia adivinaba con extraordinaria perspicacia).

"Sería imposible expresar en términos suficientemente adecuados la impresión que

me hizo aquella encantadora muchacha. Yo había vivido mucho tiempo en la

capital, me habla educado en nuestra mejor universidad y estaba avezado al trato

de mujeres hermosas. También había visto al otro lado del Plata lo más digno de

admiración en las ciudades argentinas. Y acuérdese, amigo, que con nosotros un

muchacho de quince años ya conoce algo del mundo. Aquella muchacha retozando con

las olas, no era como nada que jamás hubiese visto. No la miraba como a un mero

ser humano. Parecía más bien algún ente de lejana y desconocida región

celestial, descarriado hacia nuestra tierra, como, a veces, traída por el viento

de lontana isla tropical, suele aparecerse algún ave de níveo y azulino plumaje,

deleitando a cuantos la ven. Imagínese, Ricardo, si puede, a Margarita con su

lustrosa cabellera suelta al viento, sus movimientos ligeros y graciosos cual

los de las olas con que está retozando, sus ojos de zafiro chispeando como la

luz del sol reflejada sobre las aguas, los suaves tintes de la madreperla en su

fisonomía siempre cambiante, y con una risa que hacía recordar la silvestre

melodía del canto del batitú. Margarita ha heredado la figura de Tránsito cuando

niña, mas no su índole. Es una exquisita estatua dotada de vida. Tránsito, de

contornos igualmente esbeltos y de colores perfectos, habían encarnado el

espíritu del viento y del sol, y era toda agilidad, gracia, fuego... un ser

mitad humano, mitad seráfico. Verla fue amarla; y no fue una pasión común la que

me inspiró. La adoraba y ansiaba hacerla mía; pero me abstuve entonces, y

durante largo tiempo después, de exhalar los ardientes suspiros del amor sobre

una flor tan dulce y celestial. Fui cura sus padres y me abrí a ellos. Siendo mi

familia bien conocida de Don Basilio, obtuve su permiso para visitar su

solitario rancho siempre que pudiese; y yo, por mi parte, le prometí no hablarle

de amor cura Tránsito mientras ella no cumpliese dieciséis años. Tres años

después de haber hallado a Tránsito, me enviaron a una lejana región del país

—estaba yo ya en el ejército—, y temiendo que me fuese imposible visitarlos otra

vez por mucho tiempo, persuadí a Basilio que me permitiera hablarle a su hija,

quien había ya cumplido catorce años. Para ese tiempo, ya me cobraba un gran

cariño, y siempre aguardaba mis visitas llena de contento, las cuales paseábamos

andando por la playa, o sentados sobre alguna alta barranca dominando el mar,

hablando de cosas fáciles que ella comprendía y de aquella lejana y maravillosa

vida de la ciudad de la cual jamás se cansaba de oír contar. Cuando le abrí mi

corazón cura Tránsito, al principio le asustaron estas nuevas y singulares

emociones de las que le hablaba. No obstante, luego tuve la felicidad de ver que

iba disminuyendo su temor. En un solo día, dejó de ser niña; la rica sangre tiñó

de carmín sus mejillas, para dejarla, en seguida, pálida y temblando de emoción;

sus tiernos labios retozaban con el borde de la taza almibarada. Antes de

apartarme de ella, me había prometido su mano, y al despedirnos, aun se abrazó

de mí, sus hermosos ojos arrasados en lágrimas.

"Pasaron tres años antes de que volviese a buscarla. Durante todo aquel tiempo

le mandé veintenas de cartas a Basilio, sin recibir ninguna respuesta. Dos veces

fui herido en acciones, una de ellas muy gravemente. También estuve prisionero

varios meses. Por último, me escapé, y volviendo a Montevideo, obtuve licencia

por unos cuantos días. Entonces, el corazón lleno de dulces esperanzas, busqué

otra vez más aquella solitaria playa, y encontré que el lugar donde se había

hallado el rancho de Basilio, estaba cubierto de maleza, En la vecindad me

dijeron que hacía dos años que Basilio había muerto, y que después de su muerte

la viuda había vuelto con Tránsito cura Montevideo. Después de largas

indagaciones en aquella ciudad, descubrí que ella no alcanzó a sobrevivir largo

tiempo a su marido, y que una señora extranjera se habla llevado a Tránsito sin

que nadie supiese adónde. Su pérdida obscureció mi vida para siempre. Una pena

aguda no puede durar eternamente, ni por muy largo tiempo; es sólo el recuerdo

que dura. Es debido, tal vez, a este recuerdo, para siempre imborrable, que en

un respecto, por lo menos, no soy como otros hombres. Me siento incapaz de

enamorarme de ninguna mujer.

-¡No!; ni aunque encontrase a una nueva Lucrecia Borgia, desparramando semillas

de adoración sobre los hombres, podrían ellas brotar en este árido corazón.

Desde que perdí a Tránsito, no he tenido sino un pensamiento, un amor, una

religión y todo se expresa en dos palabras... ¡la Patria!

"Pasaron años. Era capitán y militaba bajo las órdenes del general Oribe en el

sitio de mi ciudad natal. Un día, capturaron dentro de nuestras líneas a un

muchacho a quien casi fusilaron por sospecharse que fuese espía; había salido de

Montevideo y me andaba buscando. Me dijo que Tránsito de la Barca, quien le

había mandado, yacía enferma en la ciudad y deseaba mucho hablar conmigo antes

de morir. Pedí y obtuve permiso de nuestro general —quien me tenía un gran

afecto personal— para penetrar en la ciudad. Esto era, por supuesto, peligroso,

y tal vez más todavía para mí de lo que lo hubiera sido para muchos de mis

compañeros, siendo yo muy conocido por los sitiados. No obstante, logré mi

deseo, persuadiendo a los oficiales de un buque de guerra francés surto en la

bahía, que me ayudasen. En ese tiempo los franceses mantenían relaciones

amistosas con los oficiales de ambos ejércitos, y en una ocasión, tres de ellos

visitaron a nuestro general para pedirle permiso de cazar avestruces en el

interior. El me los entregó a mí, y llevándolos a mi estancia, les festejé y

cacé con ellos durante varios días. Se habían mostrado sumamente agradecidos por

esta hospitalidad, invitándome repetidas veces a que les visitase a bordo, y

diciéndome que tendrían el mayor gusto en hacerme cualquier diligencia personal

en la ciudad que yo desease, la cual ellos visitaban con frecuencia. No me

gustan los franceses, pues los considero los más egoístas y presumidos, y, por

consiguiente, los menos caballerosos de los hombres; pero estos oficiales me

tenían empeñado su agradecimiento y resolví pedirles su ayuda. Fui a bordo del

buque de guerra francés al abrigo de la noche; les hablé de mi trance y les pedí

que me permitiesen acompañarles a tierra disfrazado como uno de ellos. Después

de vencer cierta oposición, consintieron, y así pude, al siguiente día, entrar

en Montevideo y hallarme una vez más con mi Tránsito, por tanto tiempo perdida.

La encontré tendida en una cama, extenuada y pálida como’ la muerte, en el

último período de una fatal enfermedad pulmonar. En la cama, a su lado hallábase

una niñita de dos a tres años de edad, hermosísima como su madre, pues una

mirada me bastó para cerciorarme de que era hijita de Tránsito.

"Agobiado de pena al encontrarla en esa triste condición, me arrodillé a su lado

y derramé las últimas lágrimas que han caído de estos ojos. Nosotros, los

orientales, no somos hombres sin lágrimas, y por cierto que he llorado desde

aquella fecha, pero sólo ha sido de rabia y aborrecimiento. Mis últimas lágrimas

de amor las vertí sobre mi desdichada Tránsito, moribunda ante mis ojos.

"Brevemente me contó su historia. Ninguna de mis cartas jamás había llegado a

manos de Basilio; se supuso que yo habría muerto en alguna batalla o que mi amor

se hubiese enfriado. Parece que cuando estaba para morir su madre en Montevideo,

la fue a ver una rica señora argentina —una tal señora Romero— que había oído

hablar de la singular hermosura de Tránsito y deseaba verla por mera curiosidad.

Quedó tan encantada con la niña que ofreció tomaría y criaría como’ si fuese su

propia hija. A esto, la madre, quien estaba en la miseria y muriéndose,

consintió gustosa. Así que Tránsito fue llevada a Buenos Aires, donde tuvo

maestros que la instruyeron y vivió con gran lujo. La novedad de aquella vida la

embelesó durante cierto tiempo; los placeres de una gran ciudad y la admiración

general que inspiraba la ocuparon y la hicieron feliz. A los diecisiete años, la

señora dio la mano de Tránsito a un rico joven de Buenos Aires, llamado Andrade.

Era hombre de mundo, jugador y sibarita, y habiéndose apasionado de la muchacha,

logró ganarse a la señora, quien apoyó su cortejo. Antes de casarse con él,

Tránsito le dijo francamente que jamás podría tenerle un gran cariño; a él eso

no le importaba, pues, sólo deseaba, como animal que era, poseerla por su

belleza. Al poco tiempo después de casarse, la llevó a Europa, sabiendo muy bien

que un hombre con la cartera repleta y cuyo ser es una mezcla de puerco y cabro,

encuentra la vida en París más agradable que en el Plata. En París, Tránsito

llevó una vida animada pero muy triste. La pasión que su marido le tenía luego

se apagó, sucediéndole la frialdad y los insultos. Después de tres años de

desdicha, Andrade la abandonó enteramente para vivir con otra mujer; entonces,

con la salud quebrantada, ella volvió con su hijita a la patria. A los pocos

meses después de llegar a Montevideo, oyó casualmente que yo estaba todavía vivo

y con el ejército sitiador, y deseosa de comunicarle a un amigo sus últimos

deseos, me había mandado llamar.

"¿Podría usted, amigo, podría cualquiera adivinar lo que quería pedirme Tránsito

antes de morir?

"Señalándome a su hijita, dijo: "¿No ves que Margarita hereda aquella funesta

hermosura que me granjeó una vida de esplendor, amargura de corazón y una

temprana muerte? Luego, quizás, antes de que yo muera, no faltará alguna señora

Romero que se haga cargo de ella, y que al fin la venderá a algún hombre rico y

cruel como lo fui yo; pues, ¿cómo es posible ocultar su belleza por largo

tiempo? Fue con miras muy distintas para ella que abandoné París a escondidas y

volví acá. Durante todos aquellos infelices años que allá pasé, pensé más y más

en mi infancia en aquella solitaria playa, hasta que cuando caí enferma, resolví

volver a ella y pasar mis últimos años donde había sido tan feliz. Era mi

intención buscar alguna familia campesina que se hiciera cargo de Margarita y la

criara como suya, sin que ella jamás supiese la posición de su padre, ni la vida

que llevan los hombres en las ciudades. El sitio y mi salud quebrantada han

hecho imposible que pueda llevar a cabo mi proyecto. Aquí debo morir, mi querido

amigo, y nunca jamás veré otra vez aquella solitaria playa donde tantas veces

nos hemos sentado juntos contemplando las olas. Pero sólo pienso ahora en mi

pobre Margarita, que luego quedará sin madre: ¿no quieres tú ayudarme a

salvarla? Prométeme llevarla cura algún lugar apartado donde sea criada como la

hija de un campesino, y donde su padre nunca pueda hallarla. Si me prometes

esto, te la entregaré ahora mismo, y arrostraré la muerte aun sin el triste

consuelo de verla hasta el fin, a mi lado."

"Le prometí cumplir todos sus deseos, y también de ver a la niñita tan seguido

como las circunstancias lo permitieran; también de encontrarle un buen marido,

cuando fuera grande. Pero no quise entonces privarla de la niñita. Le dije que

en caso que muriese, Margarita sería conducida a bordo del buque de guerra

francés surto en la bahía, y, en seguida, adonde yo estaba, y que sabía dónde

colocarla con campesinos llanos y de buen corazón, quienes me querían y

obedecerían todos mis deseos.

"Quedó tranquilizada, y, dejándola, fui a hacer los arreglos necesarios para

llevar a cabo mis planes. A las pocas semanas, muri6 Tránsito, y me trajeron a

la niñita. Entonces la mandé al rancho de Batata, donde, ignorando el secreto de

su cuna, ha sido criada como lo quiso su madre. ¡Dios quiera que jamás caiga,

como la desdichada Tránsito, en las garras de una bestia rapaz en forma humana!"

—¡Amén! —exclamé—. Pero, seguramente, si esta muchacha tiene el derecho de

heredar algún día una fortuna, es muy justo que la reciba.

—En este país, amigo, no adoramos el oro —contestó—. Con nosotros, los pobres

son tan felices como los ricos, sus necesidades son pocas y fácilmente

satisfechas. Sería demasiado decir que quiero a la muchacha más que cualquiera

otra persona; sólo pienso en los deseos de Tránsito; esto es para mí lo único

que importa en el asunto. Si no los hubiese cumplido al pie de la letra, mi

remordimiento habría sido muy grande. Puede ser que algún día me encuentre con

Andrade, y que le traspase el cuerpo con mi espada; no me causaría el menor

remordimiento.

Después de algunos momentos de silencio alzó la vista y dijo: —Ricardo, usted

admiró y quiso a aquella hermosa muchacha cuando la vio por primera vez. ¡Oiga!

Si usted quiere, puede tenerla por esposa. Es sencilla, ignorante del mundo,

amorosa, y donde se le dice que ame, amará. Batata y su familia obedecerán en

todo mis deseos.

Meneé la cabeza, sonriendo con cierta tristeza, cuando pensé que los

acontecimientos de los últimos dos o tres días me habían ya borrado de la mente

la hermosa imagen de Margarita. Además, esta inesperada propuesta me había

compelido, de repente, a palpar el hecho de que, una vez concertado el

matrimonio, un hombre ha perdido el privilegio más glorioso de su sexo; por

sentado que me refiero a los países donde sólo le es permitido al hombre una

esposa. Ya no estaba en mi poder decirle a una mujer, por encantadora que fuera:

"Sé mi esposa". Pero no le expliqué todo esto al general.

—¡Ah! Usted está pensando en condiciones —dijo-. No habrá ninguna.

—¡No! —repuse—. Esta vez está usted equivocado. La muchacha es todo lo que usted

dice; jamás he visto un ser más hermoso y nunca he oído un cuento más romántico

que el que usted acaba de contarme de su cuna. Sólo puedo decir amén a su

plegaria para que Margarita jamás sufra como sufrió su madre. No lleva el nombre

de la Barca, y puede ser que por ese motivo el destino le haga la gracia.

Me lanzó una escrutadora mirada y sonrió.

—Quién sabe si ahora usted está pensando más en Dolores que en Margarita. Mi

joven amigo, permítame prevenirle que ahí corre peligro. Ya está prometida a

otro.

Por ridículo y absurdo que parezca, sentí una punzada de celos al oír esto;

pero, al fin y al cabo, digan cuanto digan los filósofos, no somos razonables.

Me reí, no muy alegremente debo confesar, y le dije que no había necesidad de

precaverse, puesto que Dolores nunca seria otra cosa para mí que una muy querida

amiga.

Aun entonces no le dije que era hombre casado, pues muchas veces en la Banda

Oriental no parecía saber exactamente cómo mezclar la verdad con mis mentiras,

así que preferí quedarme callado. En este caso, como lo probaron más tarde los

acontecimientos, al guardar silencio no estuve muy acertado. Sucede con

frecuencia que el hombre abierto, que no tiene secretos del mundo, escapa a los

desastres que alcanzan a la persona demasiado discreta que obra sobre el antiguo

adagio, de que el habla nos ha sido dada para ocultar nuestros pensamientos.

 

 

XVII

DOLORES

 

 

Con caballo en que montar y el brazo mucho mejor, como que el cabestrillo que lo

sostenía era más bien un adorno que otra cosa, no había ninguna razón, salvo la

promesa de no huir inmediatamente, para quedarme más tiempo en el agradable

retiro de la Casa Blanca; esto es, si hubiese sido un hombre de gutapercha o de

hierro fundido; siendo hecho, en cambio, de una arcilla muy impresionable, no

podía persuadirme de que todavía estuviere lo suficientemente sano para

emprender aquel largo viaje por un país tan en desorden. Además, mí ausencia de

Montevideo ya había durado tanto tiempo, que unos pocos días más o menos no

podían tener gran importancia; así que fu quedándome y gozando de la sociedad

de mis nuevos amigos, mientras que cada día, cada hora, me sentía menos y menos

capaz de soportar la idea de desprenderme de Dolores.

Pasaba una gran parte del tiempo en la amena huerta anexa a la casa. Allí,

creciendo en pintoresca irregularidad, erguíanse unos cincuenta o sesenta añosos

duraznos pérsicos, albaricoqueros, ciruelos y cerezos, cuyos troncos eran doble

del grueso del muslo de un hombre; jamás habían sido desfigurados por la

podadera o el serrucho, y su enorme tamaño y tosca corteza cubierta de grisáceo

liquen les daban un antiquísimo aspecto. En todas partes del huerto, mezcladas

en bonita confusión, florecían muchas de las flores del Viejo Mundo, que nacen

en derredor del hogar del hombre civilizado en todas las regiones templadas de

la tierra. Allí florecían los inmemoriales alelíes dobles, brillantes botones de

oro, las maravillas, la alta malva rosa y las alegres amapolas; también, medio

escondidos entre la hierba, asomaban nomeolvides y pensamientos. Espuelas de

caballero, rojas, blancas y azules, se ostentaban por doquiera que uno paseara

la vista; y allí hallábase, también, el inolvidable clavel, viéndose como

antaño, brillante y aterciopelado; pero a pesar de su brillantez y tieso cuello

verde, siempre con aquella modesta expresión como si estuviera medio avergonzado

de llevar tan bonita nombre. Estas flores no eran cultivadas, sino que

crecían espontáneamente de la semilla que esparcían todos los años; el jardinero

no hacía más que desherbar el terreno y regaría un poco cuando hacía mucho

calor. Habiendo pasado los calores del solsticio, las flores, que durante ese

período dejan de florecer en Europa, estaban ataviadas otra vez en su más

gallarda librea, para acoger a la segunda y prolongada primavera del otoño, que

dura desde febrero hasta mayo. Al otro extremo de esta rústica frondosidad de

flores y árboles frutales, había una cerca de áloes, que, con sus enormes y

desordenadas hojas en forma de duelas, cubría una extensión de veinte a treinta

metros de anchura. La cerca era como una tira de salvaje naturaleza colocada al

lado de una porción de ésta, perfeccionada por el hombre; y allí, como culebras

ahuyentadas del campo raso, se habían refugiado la maleza y otras plantas

silvestres a las que no les era permitido mezclarse con las flores. Protegido

por aquel tosco bastión de espigones, la cicuta extendía plumosas ramitas de

obscuras hojas y blanquizcas umbelas, por doquiera que pudiesen alcanzar a la

luz del sol. Allí también crecían la dulcamara y otras hierbas solanáceas con

sus pequeños ramilletes de bayas verdes y moradas; la balluca, carricera y

ortiga. La cerca les daba abrigo, pero ninguna humedad, de modo que estas

hierbas y malezas, cuyos vástagos se erguían largos y leñosos, aparecían mustias

y sin vida entre los vigorosos áloes. La cerca también daba albergue a una gran

variedad de seres del reino animal. Cobijábanse en ella, lauchas, cabiayes y las

huidizas y pequeñas lagartijas; bajo su sombra las chicharras cantaban

alegremente todo el día, mientras que en cada claro las verdes epeiras extendían

sus geométricas telas. Por abundar las arañas, era el cazadero favorito de

aquellos bandidos de insectos, las ayispas, que revoloteaban zumbando en sus

espléndidos uniformes de oro y grana. También se hallaban allí muchas tímidas

avecillas, siendo mi predilecta el reyezuelo, porque su aspecto, sus acciones,

bruscos movimientos y modo de refunfuñar son exactamente iguales a los del

nuestro, aunque su canto es más fuerte y melodioso.

Al otro lado de la cerca había un potrero donde tenían dos o tres caballos y una

vaca. El mozo, que se llamaba Nepomuceno, presidía en la huerta, el potrero y,

hasta cierto punto, en todo el establecimiento. Nepomuceno era un negro de pura

raza, un viejecito de poco más o menos un metro sesenta de altura, de cabeza

redonda y ojos leñosos; las pasas que le cubrían la cabeza eran muy blancas; era

tardo en el hablar y también en sus movimientos; sus viejos dedos achocolatados,

todos chuecos y tiesos, apuntaban espontáneamente en diversas direcciones. Jamás

he visto nada en ser humano que iguale la dignidad de Nepomuceno; la profunda

gravedad de su talante y expresión hacía recordar mucho a una lechuza. Al

parecer, había llegado a considerarse a si mismo como el único jefe y señor del

establecimiento, y el sentido de su responsabilidad había equilibrado su

espíritu. Por supuesto que no era de esperar en una persona tan grave encontrar

aquella propensión de los negros, de prorrumpir en frecuentes explosiones de

inmotivada risa; pero era, me parece, demasiado seria para un negro, pues,

aunque su rostro reluciera en días de calor como bruñido ébano, nunca sonreía.

Todos los de la casa confabulábanse en mantener la ficción de la importancia de

Nepomuceno; en efecto, tan bien la habían mantenido, y durante tan largo tiempo,

que casi había dejado de ser una ficción. Todos le trataban respetuosamente y

con gravedad. Jamás se omitía una sílaba de su largo nombre; no sabría decir

cuáles habrían sido las consecuencias si le hubiese llamado por el diminutivo

Nepo, o Ceno, o Cenito, pues nunca me atrevía a hacer la prueba. Siempre me

entretenía cuando oía a doña Mercedes llamándolo desde la casa, y poniendo todo

el énfasis sobre la última sílaba en un prolongado y estridente crescendo Ne -

po - mu - ce - no - o. A veces, cuando estaba sentado en la huerta, venía él, y

plantándose delante de mí, discurría gravemente sobre las cosas en general,

cortando sus palabras y convirtiendo la l en r, como acostumbran los negros, de

modo que yo apenas podía contener una sonrisa. Después de terminar su coloquio

con algunas oportunas reflexiones morales, añadía: "Pues, aunque soy negro por

fuera, señor, mi corazón es branco"; entonces apoyaba uno de sus viejos dedos

chuecos solemnemente en la parte donde se suponía que estuviese aquella

curiosidad fisiológica.

No le gustaba que se le ordenara hacer ningún trabajo doméstico, y trataba de

prevenirlo, haciendo de antemano y a hurtadillas todo pedido de esa naturaleza

que se pudiese ofrecer. A veces olvidaba esta peculiaridad del viejo, y le pedía

que me lustrase las botas. No hacía el menor caso de mi súplica y seguía

hablando algún tiempo sobre asuntos políticos o sobre la incertidumbre de todas

las cosas mundanas; al cabo de un rato, mirando mis botas, decía como por

incidencia que no estaban lustradas, ofreciendo pomposamente, al mismo tiempo,

mandarlo hacer. Por nada habría admitido que era él quien hacía estas cosas. Una

vez traté de entretener a Dolores remedándole el habla, pero muy pronto me hizo

callar, diciéndome que quería demasiado a Nepomuceno para permitir que aun su

mejor amigo se burlase de él. Había nacido cuando su familia tenía negros

esclavos, la había llevado en brazos cuando niñita y había visto a todos los

varones de la familia Zelaya arrebatados uno tras otro por las guerras entre

Blancos y Colorados; pero en los días de sus infortunios, su afecto, fiel como

el de un perro, jamás les había fallado. Daba, gusto ver el modo como le

trataba. Cuando quería alguna rosa para su tocado o vestido, no la cortaba ella,

ni aun permitía que yo lo hiciera, sino que había de ser Nepomuceno. Todos los

días iba a sentarse al lado del viejo en el jardín para contarle las noticias

del pueblo y del país, y pedirle su consejo en todo lo concerniente a la casa.

Dentro o fuera de ella, yo tenía generalmente a Dolores de compañera, y por

cierto no pudiera haber tenido más encantadora compañía; La revolución —aunque

el pequeño amago en el Yi apenas merecía todavía ser así llamado— era su

constante tema de conversación. Nunca se cansaba de ensalzar a su héroe, el

general Santa Coloma; su intrépida resolución y paciencia en la derrota; sus

singulares y románticas aventuras; los innumerables disfraces y estratagemas de

que se había valido mientras andaba rondando por su país, donde se había puesto

a precio su cabeza; siempre esforzándose por infundir nuevo ánimo en el pecho de

sus batidos y descorazonados partidarios. Ni por un momento admitía Dolores que

el partido que gobernaba tuviese el menor derecho de estar en el poder o

poseyera virtud alguna; o que, en efecto, fuera otra cosa que una funesta

calamidad y carga para la Banda Oriental. Se figuraba a su país como Andrómeda

atada a la roca, sola, anegada en lágrimas y abandonada a los furores del

aborrecido monstruo Colorado; mientras que con la rapidez de los vientos

celestiales, nunca dejaba de llegar al socorro de tan hermoso ser, su glorioso

Perseo, los ojos centelleando terribles venganzas y con el poder de los dioses

inmortales en su fuerte brazo derecho. Muchas veces procuró persuadirme a que

uniera mi suerte a la de este romántico cabecilla, y era difícil, harto difícil,

resistir sus elocuentes palabras, y tal vez fuera cada día más y más difícil, a

medida que el encanto de su atrayente hermosura se iba prendiendo de mi corazón.

Yo siempre recurría al argumento de que era- extranjero, que amaba a mi patria

con ardor igual al que ella le brindaba a la suya, y que al tomar armas en la

Banda Oriental me despojaría en el acto de los derechos y privilegios de mi

ciudadanía inglesa. Apenas tenía paciencia para escuchar este argumento,

pareciéndole muy trivial, y cuando me pedía otras y mejores razones, no tenía

ninguna que ofrecerla. No me atrevía a citarle las palabras del huraño Aquiles:

"Los troyanos tan lejanos jamás me han injuriado".

pues ese argumento le hubiera parecido aún más flaco que el anterior. Por

supuesto que jamás había leído la Ilíada en ningún idioma, pero luego me hubiera

inducido a hablarle de Aquiles, y cuando hubiese terminado el cuento, con el

miserable Héctor arrastrado tres veces alrededor de los muros de Troya —sabía

que llamaban a Montevideo la Troya Moderna—, entonces habría vuelto el argumento

contra mi y me habría pedido que procediera con el Presidente del Uruguay como

lo había hecho Aquiles con Héctor. Viendo que me quedaba callado, volvía el

rostro indignada; sin embargo, sólo era por un momento; luego aparecía la

brillante sonrisa otra vez, y exclamaba: —¡No, no, Ricardo, no olvidaré mi

promesa, aunque a veces pienso que usted trata de’ hacérmela olvidar.

Era mediodía; reinaba en la casa el más profundo silencio, pues doña Mercedes se

había ido, después del almuerzo, a dormir su indefectible siesta, dejándonos de

charla. Yo estaba recostado sobre el sofá, fumando un cigarrillo, en la

espaciosa y fresca sala donde por primera vez había reposado en aquella casa.

Sentándose Dolores a mi lado con la guitarra, dijo: —Déjeme tocarle y cantarle

algo muy suavecito para que se quede dormido—. Pero mientras más tocaba y

cantaba, menos ganas tenía de dormir.

—¡Qué es esto! ¿Todavía no se ha quedado dormido, Ricardo? —decía con una risita

picaresca después de cada estrofa.

—Todavía no, Dolores —respondí, haciendo como si me fuera viniendo el sueño—;

pero ya los párpados se me están poniendo pesados. Un cantito más y estaré

soñando. A ver, cánteme aquella tonada que tanto me gusta:

Desde aquel doloroso momento.

Por último, viendo que mi somnolencia era toda fingida, rehusó cantar más, y

luego nos encontramos hablando otra vez del mismo tema de siempre.

—¡Ah, sí! —contestó a aquel argumento de mi nacionalidad, que era mi única

defensa—, siempre me han dicho que los extranjeros son prácticos, fríos e

interesados . . ., tan distintos de nosotros. Nunca me ha parecido usted

extranjero; ¡ay, Ricardo!, ¿por qué me hace recordar que no es uno de nosotros?

Dígame, querido amigo, si alguna hermosa mujer le pidiera a usted que la librara

de una gran desdicha o de algún peligro, ¿se detendría usted a preguntar primero

cuál era su nacionalidad antes de ir en su ayuda?

—¡No, Dolores! Usted sabe perfectamente bien que si usted, por ejemplo,

estuviese en peligro o afligida, volaría a su lado y arriesgaría mi vida por

salvarla.

—Le creo, Ricardo. Pero dígame: ¿es menos noble ayudar a un pueblo necesitado y

cruelmente oprimido por hombres malos, que a fuerza de sus crímenes, su traición

y la ayuda extranjera, han logrado llegar al poder?

¿Quiere usted decirme que ningún inglés ha desenvainado su espada en una causa

semejante? ¿No es mi patria más bella y digna de ser ayudada que cualquiera

mujer? ¿No le ha dado Dios ojos espirituales que derraman lágrimas y buscan

consuelo? ¿Y labios más dulces que los de cualquiera mujer, clamando diariamente

que la liberten? ¿Puede usted contemplar ese cielo azulado allá en lo alto, y

pisar sobre el verde césped donde le sonríen flores blancas y purpúreas, y

quedar ciego ante su belleza e insensible a su gran necesidad? ¡Oh, no, Ricardo!

¡Eso es imposible!

—¡Ah, si usted fuera hombre, Dolores, qué llama encendería en los corazones de

sus compatriotas!

—¡Oh, si yo fuese hombre —exclamó, levantándose precipitadamente—, no sólo

serviría a mi patria con palabras, sino que también daría golpes y derramaría mi

sangre por ella!; ¡y con qué gusto! Pero siendo solamente una frágil mujer,

daría toda la sangre de mi corazón por ganar un solo brazo que ayudase a esta

santa causa.

Se puso delante de mí, con sus ojos brillantes y el rostro resplandeciente de

entusiasmo; levantándome, tomé entre las mías sus manos, pues estaba embriagado

por su hermosura y casi a punto de arrojar al viento todo freno.

—¡Dolores! —exclamé—. ¿acaso no son exageradas sus palabras? ¿Quiere que pruebe

su sinceridad? Dígame: ¿daría usted un solo beso de sus encantadores labios por

ganar un brazo fuerte para su patria?

El color de la púrpura subió a su rostro y bajó los ojos; recobrándose en

seguida, contestó:

—¿Qué significan sus palabras? ¡Hable claro, Ricardo!

—No puedo hablar más claro, Dolores. Perdóneme si la he vuelto a ofender. Su

hermosura, su gracia y su elocuencia me han arrebatado el sentido . . .

Sus manos humedecidas temblaban en las mías, mas no las retiró. —No, no estoy

ofendida... —murmuró con voz singularmente apagada—. Haga la prueba si quiere,

Ricardo. . . ¿Debo entender que por semejante favor se afiliaría usted a nuestra

causa?

—No puedo decirlo . . . —repuse, tratando siempre de ser prudente, aunque mi

corazón ardía como fuego y mis palabras, al hablar, parecían sofocarme—. Pero,

Dolores, si usted derramaría su sangre por ganar un fuerte brazo, ¿le parecería

demasiado conceder ese favor en la esperanza de ganarlo?

Guardó silencio. Acercándola hacia mí, rocé sus labios con los míos. Pero, ¿qué

hombre jamás se ha contentado con sólo el roce de los labios que su corazón ha

ansiado con tanto frenesí? Fue como el contacto de algún fuego celestial

avivando al instante mi amor y tornándolo en locura. La besé y volví a besarla;

oprimí sus labios hasta que estuvieron secos; ardían y quemaban como fuego; besé

sus mejillas, su frente y su hermosa cabellera, y por último, atrayéndola hacia

mí, la estreché en un largo y apasionado abrazo hasta que pasó la impetuosidad

de mi arrebato, y lleno de angustia la solté. Dolores se estremeció; estaba más

pálida que el blanco alabastro, y cubriéndose el rostro con las manos se dejó

caer en el sofá. Me senté a su lado; recliné su cabeza sobre mi pecho;

permanecimos en silencio; sólo se oía el violento latido de nuestros corazones.

Luego, se desprendió de mis brazos, y sin dirigirme una mirada, se puso de pie y

salió de la pieza.

No tardé mucho en reprocharme amargamente este imprudente arrebato. No osaba

esperar que nuestras relaciones pudiesen mantenerse en el mismo pie de antes.

Una mujer tan sensible, y de alma tan extremadamente noble como Dolores, no

podría olvidar ni perdonar mi conducta. Cierto que no había resistido; había

consentido, tácitamente, en aquel primer beso, y por lo tanto, era en parte

culpable; pero su extremada palidez, su silencio y frialdad probaban a las

claras que la había ofendido. ‘Me había vencido mi pasión y sentí que mi honra

estaba comprometida. Por aquel primer beso había poco menos que dado mi palabra

de cumplir cierta cosa, y de no cumplirla ahora, por mucho que me contrariara

afiliarme a los revolucionarios, hubiera sido en extremo deshonroso. Yo mismo

había propuesto la cosa y ella, con su silencio, habla consentido; me había

permitido, no sólo uno, sino muchos besos, y habiendo ahora gozado de aquel

frenético y efímero placer, no podía soportar la idea de marcharme

miserablemente sin pagar el precio.

Salí afuera muy afligido, y me paseé en el huerto de un extremo al otro durante

dos o tres horas, en la esperanza de que viniera Dolores; pero no volví a verla

ese día. A la hora de la comida, doña Mercedes estuvo sumamente cariñosa,

mostrando a las claras que no estaba al tanto de los asuntos privados de su

hija. Me dijo ¡alma bendita! que Dolores tenía un fuerte dolor de cabeza por

haber tomado una copa de vino a la hora del almuerzo, después de comer una

tajada de sandía, imprudencia contra la cual no dejó de precaverme.

Pasando la noche en desvelo —pues la idea de haber herido y ofendido a Dolores

no me permitía dormir—, resolví unirme inmediatamente a Santa Coloma. Aquel

hecho de por si apaciguaría mi conciencia, y sólo esperaba que sirviera para

captarme de nuevo la amistad y estimación de la mujer a quien había llegado a

amar tan desatinadamente. No bien me hube resuelto a tomar esta medida,, cuando

empecé a descubrirle tantas ventajas que me extrañó no lo hubiese hecho antes;

pero perdemos en esta vida la mitad de nuestras oportunidades por estar

demasiado precavidos. Unos cuantos días más de aventuras —mayormente agradables

por ser sazonados con cierto peligro— y me hallaría de nuevo en Montevideo, con

una hueste de agradecidos y poderosos amigos que me buscarían una buena

colocación en el país. "Sí —pensaba para mí, entusiasmándome más y más—, una vez

que este vergonzoso, embrutecido y tiránico partido Colorado sea barrido fuera

del país

—como por supuesto lo será— iré donde Santa Coloma a devolverle mi espada,

renunciando por ese hecho, a mi nacionalidad, y le pediré, como única recompensa

de mí caballeresca conducta, su empeño en conseguirme una colocación como

administrador, digamos, de alguna gran estancia en el interior. Allí, quizá en

uno de sus propios establecimientos, seré feliz y estaré en mi elemento, cazando

avestruces, comiendo carne con cuero, y con una tropilla de unos veinte caballos

bayos para mi uso particular, y acumularé, al mismo tiempo una modesta fortuna

vendiendo cueros, astas, sebo y otros productos del país". Al apuntar el día me

levanté y ensillé mi caballo; entonces, hallando en pie al grave Nepomuceno —el

ave (iribú) madrugadora del establecimiento—, le dije que avisara a su patrona

que yo iba a pasar el día con el general Santa Coloma. Después de tomar un mate

que el viejo me cebó, pedí mi caballo y partí del pueblo al galope.

Al llegar al campamento, que había sido retirado a suma legua o legua y media de

El Molino, encontré a Santa Coloma a punto de montar a caballo para hacer una

expedición a una pequeña población a unas ocho o nueve leguas de allí, En el

acto me pidió que le acompañara, añadiendo que estaba muy complacido, aunque de

ningún modo extrañado, de que hubiese cambiado de resolución y me hubiera

decidido a unirme a él. No volvimos hasta tarde en la noche, y todo el siguiente

día se pasó en hacer monótonas evoluciones de caballería, En la tarde fuí a ver

al general y le pedí permiso para ir a la Casa Blanca a despedirme de mis

amigas. Me dijo que él también pensaba ir a El Molino a la mañana siguiente y

que iríamos juntos. Lo primero que hizo cuando llegamos al pueblo fué mandarme

al tendero principal del lugar, individuo que tenía completa confianza en el

cabecilla Blanco y que estaba vendiendo rápidamente, con pingües utilidades, un

gran surtido de mercaderías, y recibiendo en pago pedacitos de papel firmados

por Santa Coloma. Este buen hombre, que mezclaba la política con sus negocios,

me surtió de un equipo completo —del que estaba muy necesitado— compuesto de un

termo, un chambergo de color de café, un par de botas granaderas y un poncho.

Volviendo al cuartel general en la plaza, recibí mi espada, que no cuadraba muy

bien con el traje de paisano que llevaba puesto; pero en este respecto no era

menos feliz que el noventa y ocho por ciento de los demás hombres en nuestro

pequeño ejército.

Por la tarde fuimos, Santa Coloma y yo, a ver a doña Mercedes y a su hija. El

general fue acogido muy calurosamente por entrambas, como yo también por doña

Mercedes, pero Dolores me recibió con la más completa indiferencia. No expresó

ni placer ni sorpresa cuando mes vio con la espada al cinto, por la causa a la

que ella había profesado tanto ardor, lo que fue para mí un cruel desengaño;

además, me hirió su modo de tratarme. Después de la comida, durante la cual

conversamos largamente, se despidió el general, pidiéndome, antes de irse, que

me juntase con él en la plaza a la mañana siguiente a las cinco. Después que se

fué, traté de hallar una oportunidad de hablar a solas con Dolores, pero se

evadió deliberadamente. Por la noche hubo varias visitas —algunas señoras

vecinas y tres o cuatro oficiales del campamento—; se bailó y cantó hasta eso de

las doce. Viendo que no se podía hablar con Dolores y preocupado con mi cita

para las cinco de la mañana siguiente, me fui, por último, triste y

desconcertado, a mi pieza. Me eché sobre la cama sin desvestirme, y estando

sumamente cansado de tanto andar a caballo, luego me quedé dormido. Cuando

desperté, la clara luz de la luna entrando por la puerta y ventana abiertas me

hizo creer que estaba amaneciendo, y en el acto me levanté. No podía averiguar

la hora sin ir a la gran sala donde estaba un antiguo reloj de péndola. Fui, y

me asombró sobremanera, al entrar en la pieza, encontrar a Dolores con su

vestido blanco, sentada al lado de la ventana abierta, en una actitud del más

profundo abatimiento. Se sobrecogió cuando entré, y se levantó precipitadamente

su larga cabellera, negra como el iribú, que colgaba suelta sobre los hombros,

haciendo resaltar la extremada palidez de su semblante.

—¡Dolores! —exclamé—. ¿Usted aquí a estas horas?

—¡Sí! —repuso fríamente, sentándose otra vez—. ¿Le parece muy extraño, Ricardo?

—¡Perdóneme que la haya estorbado! Vine a ver el reloj para averiguar la hora.

—Son las dos; ¿es eso lo único por lo que ha venido? ¿Se imaginaba usted que me

acostaría a dormir sin saber primero cuál fuese el motivo de su venida a esta

casa? ¿Que se ha olvidado usted de todo?

Me aproximé a ella y me senté al lado de la ventana antes de hablar. —¡No,

Dolores! Si me hubiese olvidado, no me tendría aquí unido a una causa que miraba

puramente como la suya.

—¡Ah!, ya entiendo; usted ha honrado a la Casa Blanca con su presencia, no para

hablarme a mí, ¡ah, no!, a eso no le daba ninguna importancia; era sólo para

lucir su espada.

Me punzó profundamente la extremada amargura en su acento. —Usted me hace una

injusticia —dije—. Desde aquel momento fatal en que fuí arrebatado por mi

pasión, no he dejado de pensar un solo instante en usted, angustiado por haberla

ofendido. No, no vine a lucir mi espada, que no uso como adorno; sólo vine a

hablarle a usted, Dolores, y usted se esquivó deliberadamente.

—¡No sin razón! —repuso al momento—. ¿No me quedé tranquila a su lado después

del modo que se portó con-migo, esperando que hablara . . ., que se explicara, y

usted se quedó callado? Pues bien, señor, aquí me tiene otra vez esperando.

—Es esto lo que tengo que decirle —repuse—. Después de lo que pasó entre

nosotros, me sentí moralmente obligado a unirme a su causa, Dolores. ¿Qué más

puedo hacer sino implorarle que me perdone? Créame, querida amiga, en ese

momento de pasión me olvidé de todo..., olvidé que yo ., olvidé que su mano

estaba ya prometida a otro. . .

—¿Prometida a otro...? ¿Qué quiere decir con eso, Ricardo? . . . ¿Quién le ha

dicho eso?

—El general Santa Coloma . . .

—¿El general? ¿Qué derecho tiene el general de ocuparse en mis asuntos? Esto es

algo que sólo me concierne a mí y es una gran impertinencia de su parte

entrometerse en ello.

—¿Cómo puede hablar así de su héroe, Dolores? Acuérdese que él sólo me previno

del peligro que corría, por pura amistad y nada más. Pero, desgraciadamente, su

advertencia, en todo caso, fue en balde; mi desdichada pasión, la vista de su

hermosura, sus incautas palabras . . .

Dejó caer el rostro sobre entrambas manos y se quedó callada.

—Harto he sufrido por mi culpa y aún he de sufrir más. ¿No quiere decirme que me

perdona, Dolores? —dije, ofreciéndole la mano.

La tomó, pero guardó silencio.

—Dígame que me perdona, queridísima amiga, y que al separarnos, partimos amigos.

— ¡ Oh, Ricardo! ¿Y es preciso que nos separemos? —balbuceó.

—Si, Dolores, ahora mismo, pues antes de que usted se levante ya estaré a

caballo y en camino para juntarme con la tropa. La marcha a Montevideo

comenzará, probablemente, muy pronto.

—¡Ay, no puedo soportarlo! —exclamó súbitamente, tomándome la mano entrambas

suyas—. Ahora, permítame abrirle mi corazón, Ricardo. Perdóneme por haber estado

tan enojada con usted, pero no sabía que el general había dicho eso. Créame, él

se imagina mucho más de lo que sabe. Cuando usted me tomó en sus brazos y me

estrechó contra su pecho . . . fue una revelación para mí...; no puedo amar ni

dar mi mano a ningún otro. Usted, Ricardo, es ahora todo lo que tengo en el

mundo; ¿cómo puede usted dejarme para mezclarse en esta cruel lucha civil, en la

que han perdido todos mis más queridos amigos y parientes?

Había tenido su revelación; ahora tuve yo la mía y fué extremadamente amarga.

Temblaba con sólo pensar en confesarle mi secreto, ahora que había correspondido

de un modo tan inequívoco a la pasión que en mi insensatez le mostrara.

De repente, alzó sus brillantes ojos oscuros a los míos, trasluciéndose a la vez

en su pálido rostro la lucha que se trababa entre la indignación y la vergüenza.

—¡Hable, Ricardo! —exclamó—. ¡Su silencio, después de lo que he dicho, es un

insulto!

—¡Por Dios, Dolores, compadécete de mi! —balbucí—. No soy libre . . ., estoy

casado . . .

Se quedó mirándome fijamente un momento, y en seguida, soltando mi mano

bruscamente, se cubrió el rostro. Luego lo descubrió otra vez, pues la vergüenza

había sido vencida y ahuyentada por su cólera. Se levantó y se volvió hacia a mí

con el rostro extremadamente pálido.

¿Usted casado. . . y tiene una mujer de la que jamás me ha dicho una palabra

hasta este momento, y se atreve a pedirme que me compadezca de usted después que

su secreto le ha sido arrancado por la fuerza? ¡Casado! ¡Y ha tenido la

temeridad de tomarme en sus brazos, y se excusa ahora alegando su pasión!

¡Pasión¡ ¿Conoce usted, caballero —¿ lo que es pasión? ¡Ay, no! ¡Un pecho como

el suyo no es capaz de tener un sentimiento tan grande y tan noble! Si usted

hubiese sentido vergüenza siquiera, no se habría atrevido a asomar su cara aquí

otra vez. ¿Y usted juzgó mí corazón tan liviano como el suyo, y después de

tratarme de esa manera infame, creyó obtener mi perdón y captarse mi admiración

paseándose delante de mí luciendo su espada? ¡Váyase! No puedo sentir sino el

mayor desprecio por usted. ¡Déjeme! ¡Usted deshonra la causa!

Quedé completamente anodado y humillado, no atreviéndome siquiera a levantar la

vista, porque sentía que sólo mi indecible debilidad e insensatez habla desatado

aquella ráfaga. Pero la paciencia tiene sus limites, aun estando uno de humor

sumiso, y cuando aquéllos fueron sobrepasados, entonces estalló mi saña con

tanta mayor furia cuanto que durante toda aquella entrevista había mantenido una

humildad de penitente. Sus palabras, desde el principio, me habían herido como

latigazos, haciéndome retorcer de dolor; pero la última injuria me dolió más de

lo que pude soportar. ¡A mí, un inglés, decírseme que yo deshonraba al partido

de los Blancos, a los cuales me había unido contra mi mejor sentir, puramente

por mi romántica devoción a ella! Yo ahora también estaba de pie y permanecimos

durante algunos momentos temblando y silenciosos. Por último pude hablar.

—¡Y esto —exclamé—, de la mujer que sólo ayer estaba pronta a derramar toda la

sangre de su corazón por ganar un fuerte brazo para su país! He renunciado a

todo, me he asociado con detestables bandidos y ladrones, para llegar a conocer,

por fin, que su deseo personal es todo para ella, su hermoso y divino país. . .

¡nada! ¡Ojalá hubiese sido un hombre el que me dirigiera aquellas palabras,

Dolores, para haber podido emplear provechosamente esta espada que usted ha

mencionado, por lo menos una vez antes de romperla en dos y arrojarla lejos de

mí como cosa vil! Ojalá se abriera la tierra y se tragara a este país para

siempre, aunque me hundiera con él y fuera a parar al mismo infierno, por el

detestable crimen de tomar parte en sus piráticas revoluciones.

Se quedó inmóvil, contemplándome con tamaños ojos y dibujándose en su rostro una

nueva expresión; entonces, mientras guardé silencio para que hablara, esperando

sólo un nuevo torbellino de desprecio y amargura, una extraña y triste sonrisa

asomó a sus labios por un instante, y acercándose a mi, colocó su mano en mi

hombro.

—¡Oh, de qué fuerte pasión es usted capaz! ¡Perdóneme, Ricardo, pues yo también

le he perdonado! ¡Ay!, habíamos nacido el uno para el otro, y sin embargo, nunca

jamás podrá ser. . .

Dejó caer, abatida, la cabeza sobre mi hombro. Al oír aquellas tristes palabras,

toda mi saña se desvaneció; sólo quedaba el amor. . ., el amor unido a la más

profunda compasión y el mayor remordimiento por el dolor que le había causado.

Sosteniéndola con mi brazo, acaricié tiernamente su hermoso pelo negro, e

inclinándome, lo oprimí con mis labios. . .

—¿Es tanto lo que me quieres. Dolores? ¿Hasta perdonar las crueles y amargas

palabras que acabo de decir? ¡Ay!, fue locura la mía decirte todo eso. Me

arrepentiré toda la vida. ¡Qué cruelmente te han herido mi amor y mi saña! Dime,

queridísima Dolores, ¿puedes perdonarme?

—¡Si, Ricardo, todo! ¿Habrá palabra que tú puedas decir o cosa que puedas hacer,

que no te perdone? ¿Te quiere así tu mujer? ¿Puedes quererla como me quieres a

mí? ¡Qué cruel ha sido el destino con nosotros, Ricardo! ¡Ay, mi querida patria,

estaba pronta a derramar mi sangre por ti . . . con tal de ganarte un fuerte

brazo que por ti se batiera, pero ni en sueños pensaba que éste sería el

sacrificio que se me exigiera! Mira, ya luego será tiempo que te vayas . . ., ya

no hay tiempo de dormir, Ricardo, Siéntate aquí, a mi lado, y pasemos esta

última hora juntos, tú y yo.... con nuestras manos unidas . . ., porque nunca .

. . nunca más nos volveremos a ver. . .

Y así sentados, nuestras manos entrelazadas, esperamos que apuntara el día,

diciéndonos mil tristes y dulces palabras; y por último, cuando nos separamos,

la estreché una vez más contra mi pecho sin que ella se resistiera, persuadido,

como ella, de que nuestra separación sería eterna . . .

 

 

XVIII

"¡DESCANSA EN TU ROCA, ANDRÓMEDA!"

 

 

 

Tengo poco que contar de los turbulentos sucesos de los siguientes días, y

ningún lector que haya estado enfermo de amor en su forma más aguda se admirará

de ello. Durante aquellos días me junté con una turba de aventureros,

expatriados vueltos a su tierra, malhechores y revoltosos, cada uno digno de

estudio; pasábamos todos los días haciendo ejercicio de caballería o en largas

expediciones por el país circunvecino, mientras que por la noche, al lado de la

fogata del campamento, oí contar bastantes cuentos románticos para haber llenado

todo un libro, Pero la imagen de Dolores no se apartaba un solo instante de mí,

de modo que todo aquel atareado periodo, que duraría unos nueve o diez días,

pasó ante mis ojos como una fantasmagoría o un intranquilo sueño, dejando en la

memoria una impresión muy confusa. No sólo me pesaba profundamente la gran pena

que le había causado a Dolores, sino que también lamentaba que mi propio corazón

me hubiese traicionado de tal manera que durante aquel tiempo la hermosa

muchacha a quien había persuadido a abandonar a sus padres, prometiéndole un

eterno amor, no fuera sino un vago recuerdo; tan grande era esta nueva e

insensata pasión.

El general Santa Coloma me había ofrecido un nombramiento en su desarrapado

ejército, pero como no tuviera conocimientos de asuntos militares, prudentemente

lo había rehusado, pidiéndole, en cambio, como favor especial, que se me ocupara

en las expediciones que se hacían por los campos circunvecinos en busca de

reclutas, para apropiarse de armas, ganado y caballos, y para destituir a las

menores autoridades locales en las poblaciones, reemplazándolas por personas de

su propio partido. Me concedió este favor, de modo que desde por la mañana

temprano hasta tarde en la noche estaba generalmente a caballo.

Una noche, en el campamento, me hallaba sentado al lado de la fogata, mirando

fija y tristemente las llamas; de pronto, los otros hombres que estaban ocupados

jugando a los naipes, o tomando mate, se pusieron precipitadamente de pie,

cuadrándose al mismo tiempo. Entonces vi al general parado cerca de mí,

contemplándome atentamente. Haciéndoles una seña a los hombres con la mano para

que continuasen su juego, se sentó a mi lado.

—¿Qué le pasa, amigo? —me preguntó—. He observado que usted parece otra persona

desde que se afilió a nosotros. ¿Es que se arrepiente de haberlo hecho?

—¡No! —repuse, y no sabiendo qué más decir, guardé silencio.

Me observó con penetrante mirada. Sin duda debió de tener alguna sospecha de la

verdad, pues había ido conmigo a la Casa Blanca esa última vez, y no era muy

probable que sus ojos de lince no hubiesen notado la frialdad con la que me

había recibido Dolores en esa ocasión. Sin embargo, no tocó el punto.

—Dígame, amigo —continuó—, ¿en qué puedo servirle?

Me reí.

—¿Qué puede hacer usted, a no ser que me lleve a Montevideo?

—¿Por qué dice usted eso? —repuso, animadamente.

—Porque ahora no somos meramente amigos, como antes de haberme afiliado a su

partido; usted es ahora mi general; yo soy simplemente uno de sus soldados.

—La amistad es siempre la misma, Ricardo. Ya que usted mismo ha cambiado de

repente el giro de la conversación, dígame francamente: ¿qué le parece a usted

esta campaña?

Había un cierto retintín en sus palabras, pero quizá era merecido. —Ya que usted

me lo pregunta, le diré que personalmente he tenido un gran desengaño al ver el

poco progreso que estamos haciendo. A mí me parece que antes de que usted esté

en situación de dar un golpe, el entusiasmo y el valor de su gente se habrán

desvanecido. Es imposible que pueda reunir un ejército medianamente eficaz, y

los pocos hombres de que usted dispone están mal equipados y les falta

disciplina. ¿No ve que una marcha sobre Montevideo, en estas circunstancias, es

imposible, y que se verá obligado a retirarse a sitios difíciles y apartados y a

batirse dispersando sus fuerzas en montoneras?

—;No! —repuso—, no habrá montoneras. Los Colorados disgustaron con ellas al país

cuando aquel arquetipo de tiranos y jefe de degolladores, el general Rivera,

desoló la Banda durante diez años. Es indispensable que marchemos pronto sobre

Montevideo. En cuanto al carácter de mis fuerzas, amigo mío, ese es un asunto

que tal vez sería inútil discutir. Si yo pudiese importar desde Europa un

ejército bien equipado y disciplinado que peleara mis batallas, seguramente lo

haría. No pudiendo el estanciero oriental encargar a Inglaterra una máquina

segadora, tiene que ir a la pampa a buscar sus yeguas bagualas para que le

trillen su mies, y de igual modo, no teniendo yo sino unos cuantos ranchos

desparramados de donde sacar mis soldados, debo contentarme haciendo lo que

puedo con ellos. Y ahora, dígame, amigo: ¿desea usted ver que se haga algo

inmediatamente..., por ejemplo, que se libre un combate en el que probablemente

pudiésemos salir derrotados?

—¡Sí!, eso sería mucho mejor que la inmovilidad. Si usted tiene la fuerza, lo

que debe hacer es mostrarla.

Se rió.

¡Ricardo! —dijo—, usted nació para ser oriental, pero al nacer, la naturaleza lo

depositó erradamente en un país que no era el suyo. Usted es valiente hasta la

temeridad, aborrece todo freno, ama a las mujeres hermosas y tiene el ánimo

ligero; la gravedad castellana con la que se ha revestido últimamente, es, me

parece, sólo un capricho pasajero.

—Sus palabras son altamente lisonjeras y me llenan de orgullo, pero no veo muy

bien su relación con el asunto del que tratamos.

—Y sin embargo, Ricardo, hay relación —replicó amablemente—. Aunque usted se

niega a aceptarme un nombramiento, estoy convencido de que en el fondo es uno de

los nuestros; le diré algo, en secreto, que sólo lo saben unos seis individuos

aquí, en los que tengo, por supuesto, entera confianza. Tiene mucha razón en

decir que si tenemos la fuerza, debemos mostrársela al país. Eso es cabalmente

lo que estamos ahora a punto de hacer. Se ha enviado contra nosotros un cuerpo

de caballería, y nos batiremos de aquí a dos días. Según mis informes, nuestras

fuerzas están más o menos equilibradas, aunque nuestros enemigos estarán, por

supuesto, mejor equipados. Nosotros escogeremos el terreno; y si nos atacan

mientras estén cansados, después de una larga marcha, o si hubiera algún

desafecto entre ellos, la victoria será nuestra, y después de eso, cada espada

de los Blancos en la Banda será desenvainada por nuestra causa. No necesito

repetirle, Ricardo, que en la hora de mi triunfo —si es que lo llego a alcanzar—

no olvidaré mi obligación para con usted; mi deseo es ligarle de alma y cuerpo a

este país oriental. Sin embargo, es posible que yo sea derrotado, y si en dos

días más estuviésemos esparcidos a los cuatro vientos, permítame aconsejarle lo

que debe hacer. No trate de volver directamente a Montevideo, pues eso podría

ser peligroso Váyase a la costa del sur, pasando por Minas, y cuando llegue al

departamento de Rocha, pregunte por el pueblecito Lomas de Rocha, a unas tres

leguas al oeste del lago. Allí encontrará a un tendero, a un tal Florentino

Blanco —también es un Blanco en el fondo—. Dígale que lo he mandado yo, y pídale

que le consiga un pasaporte inglés en la capital; después de eso, no habrá

ningún peligro en seguir su viaje a Montevideo. Si alguna vez lo identificaran

como partidario mío, puede inventar cualquier historia para explicar su

presencia en mis fuerzas. Cuando recuerdo aquella conferencia sobre botánica que

usted pronunció la vez pasada, además de otras cosas, estoy convencido de que no

le falta imaginación.

Después de darme otros buenos consejos me dijo "buenas noches", dejándome con la

convicción, singularmente desagradable, de que habíamos cambiado papeles, y que

yo había andado tan poco hábil en el nuevo papel como en el anterior. Él se

había mostrado la franqueza personificada, mientras que yo, recogiendo la

máscara que él tirara, me la había puesto, quizás, al revés, pues me sentía

sumamente incómodo con ella durante nuestra entrevista. Peor todavía, también

estaba seguro de que la máscara no había logrado ocultar mi fisonomía, y que él

conocía tan bien como yo la verdadera causa del cambio que había reparado en mí.

Estas importunas reflexiones, sin embargo, no me incomodaron mucho tiempo, y

empecé a sentirme fuertemente excitado con la perspectiva de tener una refriega

con las tropas del gobierno. Mis pensamientos me tuvieron desvelado la mayor

parte de la noche; no obstante, a la mañana siguiente, cuando al rayar el día un

clarín tocó cerca de mí la estridente diana, me levanté de prisa y de mucho

mejor humor del que había estado últimamente. Sentí que empezaba a dominar

aquella loca pasión por Dolores, que tanto nos había hecho sufrir, y una vez que

estuvimos de nuevo a caballo, la "gravedad castellana" a la que había aludido

satíricamente el general, casi había desaparecido por completo.

No se hizo ninguna expedición aquel día. Luego que hubímos caminado unas cuatro

leguas al este, acercándonos al mismo tiempo a aquella enorme cadena de la

cuchilla Grande, acampamos, y después del almuerzo pasamos la tarde haciendo

evoluciones de caballería.

Al siguiente día tuvo lugar el gran acontecimiento para el cual nos habíamos

preparado, y estoy convencido de que con el pobre material a su disposición,

ningún hombre pudo haber hecho más de lo que hizo Santa Coloma, aunque, sensible

es decirlo, todos sus esfuerzos fracasaron. Sensible, digo, no porque tomara

algún serio interés en la política de la Banda, sino porque habría sido muy

ventajoso para mí si las cosas hubieran tomado otro rumbo. Además, muchísimos

pobres diablos, desterrados por un tiempo interminable, habrían subido al poder,

y aquellos bribones de Colorados habrían sido, a su vez, compelidos a mendigar

el amargo pan del expatriado. Es posible que al llegar aquí se le ocurra al

lector la fábula del zorro con las uvas; yo preferí, sin embargo, recordar la

fábula que contó Lucero, del Árbol que se llamaba Montevideo, con la gárrula

colonia de monos entre sus ramas, y de considerarme como formando parte del

majestuoso ejército bovino que estaba a punto de sitiar a los monos y

castigarlos por su picardía.

A la mañana siguiente nos desayunamos muy de madrugada, y en seguida se dio la

orden a cada uno que ensillase su mejor caballo, pues todos teníamos tres o

cuatro. Yo, por supuesto, ensillé el que me había regalado el general, y que

había reservado para ocasiones especiales. Montamos nuestros caballos y

avanzamos al trotecito por un áspero y agreste campo, siempre en dirección a la

cuchilla Grande. Como a mediodía llegaron a caballo algunos exploradores y nos

avisaron que el enemigo estaba muy cerca de nosotros. Después de detenernos una

media hora, proseguimos nuestro camino al mismo trotecito hasta eso de las dos

de la tarde, cuando atravesarnos la honda cañada de San Pablo, al otro lado de

la cual se eleva la llanura a una altura de unos cincuenta metros. Nos detuvimos

en la cañada para dar de beber a nuestros caballos, y allí supimos que el

enemigo avanzaba por ella rápidamente, con el propósito, al parecer, de cortar

nuestra retirada hacia la cuchilla. Cruzando el arroyo de San Pablo, emprendimos

lentamente el ascenso a la loma hasta que llegamos a su punto culminante;

entonces, torciendo nuestros caballos y mirando hacia atrás, divisamos a

nuestros pies al enemigo, unos setecientos hombres que desfilaban en una línea

extremadamente larga. De la cañada avanzaron hacia nosotros a un buen trote. Nos

formamos rápidamente en tres columnas, en la del centro con unos doscientos

cincuenta hombres, y las otras dos, con doscientos hombres cada una. Yo estaba

en una de las columnas exteriores, como a cuatro filas del frente. Mis

compañeros, que hasta ese momento habían estado muy alegres y conversadores, se

habían puesto, de repente, serios y taciturnos, y algunos hasta pálidos y

temerosos. Había a mi lado un pícaro muchacho de unos dieciocho años de edad, de

baja estatura, moreno, con cara de mono y débil voz de falsete que semejaba la

de una vieja mujer. Le vi sacar un pequeño cuchillo afilado, y sin mirar para

abajo, pasarlo por la encimera tres o cuatro veces; pero esto lo hizo

evidentemente sólo como ensayo, pues no cortó el cuero. Viendo que le observaba,

sonrió burlona y misteriosamente y echó la cabeza y los hombros hacia adelante,

como para imitar a una persona que va huyendo a escape, después de lo cual

volvió a envainar el cuchillo.

—¿Es que tienes la intención de cortar la encimera y escaparte, cobarde? —le

pregunté.

—¿Y qué es lo que va a hacer usté?

—Pelear, por supuesto.

—Es la mejor cosa que usté puede hacer, señor francés —dijo, haciendo una mueca.

—¡Oye! Después del combate te voy a buscar y te daré una buena zumba por tu

impertinencia en llamarme francés.

—¡Después del combate! —exclamó, con un curioso gesto—. ¿Querrá usté decir pa

este otro año? -Antes que llegue aquel tiempo tan lejano, algún Colorao se habrá

enamorao de usté, y... y...

Aquí se explicó sin palabras, pasando primero el filo de la mano rápidamente a

través de la garganta, cerrando entonces los ojos y haciendo un ruido de

borboteo como el que haría una persona mientras fuera degollada.

Nuestro coloquio se había hecho en voz baja, pero su pantomima atrajo a nosotros

la atención de nuestros vecinos, y ahora se volvió hacia ellos, haciendo un

gesto y un movimiento de la cabeza, como para informarles que su astucia

oriental estaba consiguiendo la victoria. Yo estaba resuelto, sin embargo, a no

ser deprimido por él y golpeé mi revólver ligeramente con la mano para llamarle

la atención.

-¡Mira esto, bribón! ¿No sabes que yo y muchos otros en esta columna hemos

recibido órdenes del general de fusilar al primero que trata de escaparse?

Estas palabras le hicieron callar. Se puso tan pálido como lo permitiera su tez

morena, mirando, a la vez, alrededor, como un animal acosado que busca un hoyo

en donde esconderse.

A mi otro lado, un viejo gaucho barbicano, de traje algo andrajoso, encendió su

cigarrillo y, olvidando todo excepto la estimulante fragancia del más fuerte

tabaco negro, dilataba sus pulmones con largas aspiraciones, arrojando en

seguida nubes de humo azulado en la cara de sus vecinos y desparramando un

perfume calmante sobre una tercera parte del ejército.

Santa Coloma supo hacer frente a la situación; galopando rápidamente de columna

en columna, arengaba por turno a cada una de ellas, empleando la pintoresca y

expresiva fraseología gauchesca que tan bien conocía; lanzó sus denuestos contra

los Colorados con una furia y elocuencia tal, que la sangre se agolpó a las

pálidas mejillas de su tropa. "Son unos traidores, ladrones, y salteadores

—gritó—; han cometido un millón de crímenes, pero todos juntos no son nada

comparados con aquel negro crimen del que ningún otro partido político ha sido,

hasta ahora, culpable. Con la ayuda de oro y bayonetas brasileños, se han

levantado al poder; son los infames pensionados del imperio de esclavos". Los

comparó a un hombre que se casa con una hermosa mujer, y la vende a alguna

persona rica, para poder vivir con todo lujo y disfrutar de las ganancias de su

deshonra. La mancha inmunda con la que habían empañado el honor de la Banda

Oriental sólo podría limpiarse con su sangre. Apuntando a las tropas enemigas

que avanzaban, dijo que cuando aquellos miserables mercenarios fueran

desparramados como la alcachofa por el viento, todo el país estaría con él, y la

Banda Oriental después de medio siglo de envilecimiento, se vería por fin y para

siempre libre de la dominación brasileña.

Blandiendo su espada, volvió galopando a la cabeza de su columna, donde fue

recibido con atronadores vivas.

Entonces, durante algún tiempo reinó en nuestras filas un gran silencio;

mientras que el enemigo, tocando sus clarines alegremente, trotó cuesta arriba

hasta que había atravesado unos trescientos metros de declive y amenazaba

rodearnos en un inmenso círculo; y con Santa Coloma a la cabeza, nos

precipitamos cuesta abajo sobre los Colorados.

Los militares que leyeren esta sencilla relación, sin adornos, de un combate

oriental, pudieran estar dispuestos a criticar la táctica de Santa Coloma; pero

es preciso recordar que sus hombres eran, como los árabes, jinetes solamente o

poco más; por otra parte, estaban armados con sable y lanza, armas que necesitan

mucho espacio para usarlas con eficacia. Sin embargo, examinando todas las

circunstancias, hizo, en mi opinión, justamente lo que debía. Sabía que sus

fuerzas eran demasiado débiles para hacer frente como de ordinario al enemigo, y

que si no peleaba ahora, su prestigio momentáneo se disiparía como el humo y que

el levantamiento fracasaría. Habiendo decidido arriesgarlo todo, y sabiendo que

en una batalla cuerpo a cuerpo sería infaliblemente derrotado, su único plan era

mostrarse atrevido, formar a su gente en columnas macizas y arrojarlas contra el

enemigo, esperando, de esta suerte, producir un pánico entre sus adversarios, y

así arrebatar una victoria.

La descarga de carabinas con la que nos recibieron no nos causó ninguna baja.

Yo, por lo menos, no vi a ningún caballo cerca de mí perder a su jinete, y en

pocos momentos estábamos precipitándonos por entre las filas del enemigo que

avanzaba. Un grito de triunfo prorrumpió de los pechos de nuestros hombres al

ver que nuestros cobardes adversarios huían de nosotros en todas direcciones.

Galopamos victoriosamente adelante hasta alcanzar el pie de la loma, donde

hicimos alto, pues teníamos enfrente al riachuelo de San Pablo, y no valía la

pena seguir a los pocos hombres esparcidos que lo habían cruzado y huían

precipitadamente como avestruces acosados. De repente, con un estruendoso

alarido, un crecido número de Colorados se abalanzó estrepitosamente cuesta

abajo a nuestra espalda y flanco, y un terror pánico se apoderó de nuestras

filas. Los débiles esfuerzos que hicieron algunos de nuestros oficiales para que

volviéramos y le hiciéramos frente al enemigo, fueron inútiles. No me es posible

hacer una clara relación de lo que sucedió después de eso, porque durante

algunos minutos, todos, amigos y enemigos, estuvimos mezclados en la más

desordenada confusión; y cómo me libré sin haber recibido ni un rasguño, es un

misterio para mí. Más de una vez tuve violentos encuentros con Colorados, cuyos

uniformes les distinguían de nuestros hombres, y me dirigieron varios feroces

sablazos y lanzadas, pero de una u otra manera escapé a todos. Descargué los

seis tiros de mi revólver Colt, pero no sabría decir si las balas dieron en el

blanco. Por último, me hallé rodeado de cuatro de nuestros hombres que

espoleaban furiosamente sus caballos para salir de la pelea.

—¡Déle guasca, mi capitán, venga con nosotros por aquí! —me gritó uno de ellos

que siempre insistía en darme un título al que no tenía derecho.

Mientras nos alejábamos, orillando la cuchilla en dirección al sur, me aseguró

que todo estaba perdido, y en prueba de ello, señaló a los esparcidos grupos de

nuestros hombres que huían del campo de batalla en todas direcciones. Si;

estábamos derrotados; eso era muy evidente, y no necesité hacerme rogar por mis

compañeros fugitivos para espolear mi caballo a toda su carrera. Si la mirada de

lince de Santa Coloma pudiese haberme visto en aquel momento, habría añadido a

la lista de los rasgos característicos orientales con los que me había

revestido, la facultad, no inglesa, de saber cuándo estaba vencido. Creo que yo

deseaba salvar el pellejo —el garguero decimos en la Banda Oriental— tanto como

cualquier otro jinete allí presente, sin exceptuar al muchacho de cara de mono y

voz chillona.

Si el curioso lector, sediento de más detalles, consultase las historias del

Uruguay, encontrará, probablemente, una descripción más técnica de la batalla de

San Pablo de la que he podido dar. Sírvame de disculpa que fué la única batalla

—campal u otra— en la que he tomado parte, y también que mi grado en las fuerzas

de los Blancos era uno muy inferior. En suma, no estoy excesivamente orgulloso

de mis hazañas militares; no obstante, como no obré peor que Federico el Grande

de Prusia, quien huyó de su primera batalla, considero que no necesito

sonrojarme con exceso. Mis compañeros aceptaron la derrota con su acostumbrada

resignación oriental. —Vea usté —dijo uno de ellos, elucidando su actitud

mental—, siempre, en todo combate, ha de haber un lao que sale derrotao; pues,

si nosotros hubiéramos ganao, entonces los Coloraos habrían perdido. —Había una

sana y práctica filosofía en este dictamen; era imposible refutarlo; no nos

cargaba la mente con nada de nuevo y en cambio nos alegraba a todos. A mí no me

importaba gran cosa, pero no podía menos de pensar mucho en Dolores, cuya pena

sería agravada por este nuevo golpe.

Galopamos rápidamente como una legua o un poco más, hasta que nos detuvimos en

la falda de la Cuchilla para dar aliento a nuestros caballos, y, apeándonos, nos

quedamos algún tiempo contemplando hacia atrás el vasto panorama que se

desplegaba ante nuestra vista. A nuestras espaldas se elevaban las gigantescas

laderas verdes y morenas de la sierra, las cuales se extendían a ambos lados en

masas violáceas y de color azul oscuro. A nuestros pies se dilataba la ondulante

llanura verde y dorada, vasta como el océano, y surcada por innumerables

arroyuelos; mientras que allá, en lontananza, una mancha negra sobre una cuesta

nos anunciaba que nuestro enemigo estaba acampado en el mismo sitio donde nos

había vencido. Ni una nube oscurecía el brillante y perenne azul del cielo,

aunque al oeste, cerca del horizonte, algunos vapores purpúreos y de color rosa

empezaban a formarse, matizando con sus tintes el límpido cielo azulado en torno

del sol poniente. Sobre toda la naturaleza reinaba el más profundo silencio; de

repente, una bandada de oropéndolas de color de fuego y de naranja, con alas

negras, descendió con rápido vuelo y vino a posarse sobre algunos arbustos cerca

de nosotros, prorrumpiendo en seguida en un torrente de alegre y silvestre

melodía. ¡Qué extraño concierto!; notas estridentes que parecían como un himno

de triunfo y regocijo al cielo, y notas broncas y de rondón, se mezclaban con

otras más claras y penetrantes, como jamás produjeran labios sobre instrumento

de cobre o tubo de madera. Duró poco; la bandada de cantores se elevó cual una

llama de fuego y se remontó allá lejos a su querencia entre los cerros; de nuevo

reinó el silencio. ¡Qué matices más brillantes! ¡Qué música más alegre y

fantástica! ¿Serían realmente pájaros, o serían, más bien, los afortunados

plúmeos habitantes de alguna región mística sobre cuyo umbral había yo pisado

por casualidad, semejante a la tierra, pero más dulce que ella y jamás visitada

por la muerte? Entonces, mientras aquella eterna urna roja que descansaba sobre

el horizonte lanzaba sus últimos rayos sobre la tierra, de encontrarme solo,

habríame arrojado al suelo de rodillas, para adorar al gran Dios de la

Naturaleza que me había concedido aquel precioso momento de vida. Pues allí la

región que languidece en ciudades repletas de gente, o que se esquiva

tímidamente para ocultarse en sombrías iglesias, florece abundantemente,

colmando el alma con un solemne júbilo. A la caída de la tarde, sobre dilatados

cerros, en presencia de la Naturaleza, ¿quién no se siente cerca del poder

invisible?

De su corazón Dios no se apartará,

Su imagen en cada hierba grabada está.

Mis compañeros, deseosos de atravesar la cuchilla, estaban ya a caballo y

gritándome que montara. Dirigí una última y persistente mirada sobre aquella

vasta extensión —vasta, y sin embargo qué pequeña parte de los ciento ochenta

mil kilómetros cuadrados y pico de verdura siempre viva, regados por

innumerables y hermosos arroyos—. De nuevo, el recuerdo de Dolores rozó mi alma

como una plañidera brisa. ¡Por este rico premio, y su hermoso país, cuán

pusilánimemente y con qué febles brazos habíamos luchado! ¿Dónde se hallaba en

aquel momento su héroe, el glorioso Perseo? Estirado, quizás, y bañado en sangre

sobre aquel campo que se iba sombreando rápidamente. Todavía no estaba vencido

el horrible monstruo Colorado. "¡Descansa en tu roca, Andrómeda!", murmuré

tristemente. Y, poniéndome de un salto a caballo, galopé tras mis compañeros que

se iban alejando y que estaban ya a unas diez cuadras de distancia en el

tenebroso paso de la montaña.

 

 

XIX

CUENTOS DE LA TIERRA PURPÚREA

 

 

 

Entrada ya la noche, habíamos atravesado la cuchilla Grande y penetrado en el

departamento de Minas. Nada ocurrió hasta eso de medianoche, cuando nuestros

caballos empezaron a sufrir extremadamente de cansancio. Mis compañeros

esperaban llegar, antes del amanecer, a una estancia, muy lejos aún, donde eran

conocidos y se les permitiría esconderse algunos días hasta que hubiese pasado

la tormenta; pues, generalmente, al poco tiempo de sofocarse un motín

revolucionario, se proclama un indulto, después del cual todos los que han

tomado las armas contra el gobierno constitucional pueden volver tranquilamente

a sus casas. Mientras tanto, éramos revoltosos y estábamos expuestos a ser

degollados en cualquier momento. Por último, nuestras pobres bestias no podían

siquiera trotar, y apeándonos, seguimos nuestro camino conduciéndolas de las

riendas.

Como a medianoche nos aproximamos a un arroyo, la parte superior del río Barriga

Negra, y al acercarnos nos llamó la atención el retintín de una campanilla. Es

costumbre en la Banda Oriental que todo gaucho tenga en su tropilla una yegua

que llaman la madrina; ésta siempre lleva un cencerro atado al cuello, y en la

noche, por regla general, se manea de las patas delanteras, para evitar que se

aleje demasiado de la casa, pues la tropilla siempre se apega sobremanera a la

yegua y jamás se aparta de ella.

Después de escuchar un par de segundos, concluimos que el sonido, en efecto,

procedía del cencerro de una madrina y que estaba maneada, pues el cencerro era

entrecortado como el que haría un animal moviéndose penosamente a brincos. Yendo

al lugar de donde venia el sonido, encontramos una tropilla compuesta de unos

diez o doce caballos de color zaino oscuro que pacían cerca del río. Arreándolos

poco a poco hacia la margen donde había un recodo, los arrinconamos y nos

pusimos a agarrarlos. Por fortuna, no eran ariscos, y después que hubimos

prendido a la madrina, todos se agruparon relinchando en torno de ella, y no

tardamos mucho en escoger los cinco mejores de la tropilla.

—¡Amigos! —dije, mientras mudaba mi recado apresuradamente al caballo que había

escogido, a esto le llamo robar.

—¡Qué noticia tan interesante! —repuso uno de mis compañeros.

—¡Un flete robao siempre lo lleva bien a uno! —dijo otro.

—Si uno no puede robar un flete sin que le pique la conciencia, no ha sido bien

criao —dijo un tercero.

—En la Banda Oriental —añadió un cuarto—, uno no es considerao hombre honrao a

menos que robe.

Atravesamos el río y nos fuimos a un rápido galope que mantuvimos hasta la

mañana, llegando a nuestra meta un poco antes de salir el sol. Había una

espléndida arboleda no lejos de la casa, rodeada de un hondo zanjón y un cerco

de tuna; y después de tomar algunos cimarrones y desayunarnos en la casa, donde

nos recibieron con mucha amabilidad, empezamos a ocultarnos con nuestros

caballos en la arboleda. Encontramos un cómodo y verdoso huequecito, sombreado,

en parte, por los árboles que había alrededor; tendimos nuestros ponchos, y,

cansados por tantos esfuerzos, luego nos sumimos en un profundo sueño, durmiendo

más o menos todo el día. Para mí, fue un día agradable, porque tuve algunos

intervalos de estar despierto, durante los cuales experimenté aquella sensación

de absoluta tranquilidad de ánimo y de cuerpo que es tan agradable después de un

largo período de trabajo. Durante los intervalos en que estuve despierto, fumé

cigarrillos y escuché los quejosos píos de una bandada de polluelos de

cabe-citas negras que volaban de árbol en árbol tras sus padres, pidiendo de

comer.

De vez en cuando resonaba por entre el follaje el claro y estridente grito del

bienteveo, ave de color limonado, de cabeza negra y de pico largo como el de un

martín pescador; o quizás una bandada de pechos amarillos, aves de color olivino

castaño con chalecos de brillante color pajizo, visitaban los árboles y

prorrumpían en su confuso coro de alegres notas.

No pensé mucho en Santa Coloma. Probablemente habría escapado y andaría otra vez

fugitivo disfrazado de humilde paisano; pero aquello no le sería una nueva

experiencia. El amargo pan del expatriado había sido aparentemente su alimento

de costumbre, y sus periódicas correrías en el país siempre habían terminado,

hasta ahora, desastrosamente; todavía tenía una finalidad para qué vivir. Pero

cuando recordé a Dolores, lamentando su causa perdida y con el espíritu

quebrantado, entonces, a pesar del brillante sol que por el follaje moteaba la

hierba, la suave y tibia brisa que abanicaba mi rostro, los susurros de las

hojas sobre mi cabeza y las avecillas de alegre canto que me visitaban, se me

oprimió el corazón y se me llenaron los ojos de lágrimas.

Al anochecer nos hallábamos todos muy despiertos y nos sentamos hasta muy tarde

en la noche alrededor del fuego que habíamos hecho en el hueco, tomando mate y

conversando. Estábamos todos muy habladores, y luego que hubimos agotado los

temas corrientes de conversación en la Banda Oriental, nos pusimos a conversar

de asuntos extraordinarios, de animales raros, fantasmas y otras maravillosas

aventuras.

—El modo como la lampalagua caza a su presa es muy curioso —dijo uno de los

circunstantes, llamado Rivarola; era un hombre grueso, de enorme barba y bigotes

negros, de feroz aspecto, pero de suave mirada y voz arrulladora.

Todos habíamos oído hablar de la lampalagua, especie de boa que se encuentra en

estos países; es de cuerpo muy grueso y de movimientos extremadamente tardos. Se

alimenta de los roedores mayores y los caza, creo, siguiéndolos adentro de sus

madrigueras, donde no pueden correr ni escapar a sus mandíbulas.

—Les contaré lo que vide una vez, pues nunca jamás he visto cosa más rara

—continuó Rivarola—. Pasando un día a caballo por un monte, divisé a alguna

distancia delante de mí a un zorro sentao en el pasto oservándome mientras me

acercaba. De repente, lo vide dar un brinco en el aire y dió un gritazo de

susto; entonces cayó al suelo, ande quedó aullando y mordiendo, como si

estuviera luchando por su vida con algún alversario invisible. Luego empezó a

alejarse por el monte, pero muy despacito, y siem pre luchando desesperao.

Parecía estar que ya no podía más de cansao; arrastraba la cola, echaba espuma

por el hocico y le colgaba la lengua ajuera, mientras que siempre se movía como

si juera arrastrao por alguna soga invisible. Lo seguí de cerquita, pero no me

hizo ningún caso. A veces, enterraba las uñas en la tierra, o agarraba algún

tallo o rama con los dientes y se quedaba descansando algunos momentos, hasta

que por fin el tallo o la rama aflojaba; entonces empezaba a revolcarse en el

suelo dando juertes aullidos, pero siempre arrastrao hacia adelante. Luego vide

en la dirección en que íbamos caminando, una enorme serpiente del grueso del

muslo de un hombre, con la cabeza levantada alta sobre el pasto y sin moverse,

tal como si juera de piedra. Su boca, como una cueva de color de sangre, la

tenía de par en par abierta y la vista fija en el zorro. Lo que llegó a unos

veinte pasos de la serpiente, el zorro empezó a moverse a toda priesa por el

suelo, sus esfuerzos pa librarse iban haciéndose más y más débiles cada momento,

hasta que parecía estar volando por el aire y lueguito llegó a la boca de la

serpiente. Entonces la culebra agachó la cabeza y empezó a tragarse a su presa

tranquilamente.

—¿Y quiere decirnos, amigo, que usted mismo vió eso? le pregunté.

—Con estos mesmísimos ojos —repuso, señalándolos con la bombilla del mate que

tenía en la mano—. Esa jué la única vez que he visto a la lampalagua cazar a su

presa, pero todo bicho ha oído hablar del modo que lo hace. Ha de saber, señor,

que la lampalagua arrastra a un animal hacia él, gracias al poder que tiene de

chupar el aire. A veces, lo que el animal al que quiere hacer presa es muy

juerte o está lejaso, digamos a una media legua, se enyena tanto de aire la

lampalagua, mientras está arrastrando a su vítima, que... que...

—¡Qué revienta! —le sugerí.

—Que tiene que dejar de arrastrarla pa soltar el resuello. Lo que esto sucede,

el animal, viéndose libre de aquella juerza que lo arrastra, aprieta a correr a

tuito escape. ¡Pero es al ñudo!, pues apenas echa ajuera la serpiente tuito

aquel viento acumulao, con un estallido como el estallido de un cañón...

—¡No! ¡No! ¡Cómo un fusil! Yo mesmo lo he oído interrumpió Blas Arias, uno de

los oyentes.

—Como un fusil —continuó Rivarola—, cuando güel-ve otra vez a chupar el aire; y

ansina sigue la lucha hasta que por último la vítima es arrastrada dentro del

garguero del monstruo. Es bien sabido que la lampalagua es la más juerte de

tuitas las criaturas que Dios ha criao, y que si un hombre en pelota pelea con

una y la gana por la pura juerza, el poder de la serpiente le dentra a él ansina

que naides se la gana.

Me reí de esta fábula y mi falta de seriedad fué severamente reprendida.

—Les contaré la cosa más curiosa que jamás me ha pasao a mí —dijo Blas Arias—.

Estaba yo viajando sólo

—por asuntos míos— en la frontera del norte. Atravesé el río Yaguarón, dentré en

el territorio brasileño y anduve un día entero por un gran llano pantanoso,

donde los juncos estaban secos y muertos, y no había más agua que algunos

charcos barrosos. Era un lugar de quitarle a uno tuito el gusto por la vida. Lo

que se estaba poniendo el sol y ya había perdido tuita esperanza de llegar al

fin de aquel desierto, descubrí una tapera. Era de unos quince pasos de largo,

con sólo una puertecita y no parecía estar habitá, pues naides me contestó a

pesar de dar giieltas la tapera gritando a tuita voz gruñidos y chillidos

que venían de dentro, y luego salió una chancha seguida por su cría; me miró y

volvió a dentrarse. Habría seguido caminando adelante, pero estaban muy cansados

mis fletes; además, parecía que juéramos a tener una tempestá de truenos y

rejucilos, y no se vía ningún otro rancho ande pasar la noche. Ansina que

desensillé mi caballo, solté la tropilla y llevé mi recao y otras pilchas pa

dentro. La pieza era tan chica que la chancha con su cría la ocupaba tuita;

había, sin embargo, otra pieza, y al abrir la puerta, que estaba cerrada, dentré

y hallé que era mucho más grande que la primera; también vide en un rincón una

cama muy sucia hecha de cueros, y en el suelo, un montón de cenizas y una olla

negra. No se veía otra cosa sino giiesos viejos, pedazos de palo y otra basura

desparramá por tuitas partes. Temiendo que el dueño de esa cueva inmunda juese a

hallarme desprevenido, y no encontrando en ella nada que comer, volví a la

primera pieza; eché ajuera a los chanchos y me senté en mi recao a esperar.

Empezaba ya a escurecer cuando de repente se apareció a la puerta una mujer con

un atao de leña. En mi perra vida, señores, he visto nada más asqueroso ni más

horrible, Su cara era dura, muy negra y áspera como la corteza del ñandubay,

mientras que en la cabeza tenía una porra que le llegaba hasta los hombros, seca

y de un color a tierra. Tenía el cuerpo largo y grueso y las rodillas y los pies

enormes, pero parecía pimea porque apenas tenía piernas; estaba vestida con unas

mantas de caballo, viejas y rotosas, atadas al cuerpo con una lonja. Me miró con

unos ojitos de ratón; entonces, poniendo su atao en el suelo, me preguntó qué

era lo que quería. Le dije que era un viajero muy cansao y que quería algo que

comer y donde alojarme. "Alojamiento puede tener dijo ella—, comida no hay, Y

con eso, tomando su atao, se jué a la otra pieza, cerró la puerta y le echó el

cerrojo por el lao de adentro. La mujer no era pa enamorar y no había el menor

peligro que yo juera a intentar de dentrar a su pieza. Era una noche negra y

tempestuosa y luego empezó a llover a cántaros. Varias veces la chancha con sus

crías dentraron gruñendo pa buscar abrigo, y tuve que levantarme y echarlos a

rebencazos pa juera. Por último, oi por el tabique que separaba las dos piezas,

un ruido como si aquella asquerosa mujer estuviese haciendo juego, y luego

dentró por las hendijas el olorcito a carne asada. Eso me llamó la atención

porque yo había buscado por tuita la pieza y no había encontrao nada de comer.

Colegí que ella la habría traído debajo de las mantas, pero ánde. la había

conseguido era un misterio. Por último, empecé a quedarme dormido, llegaron a

mis oídos ruidos de truenos y del viento, de los chanchos gruñendo a la puerta y

el sonido del juego que venía de la pieza de la bruja. Pero luego parecieron

mezclarse otros ruidos, se oiban las voces de personas que hablaban, tamién

risas y canto. Entonces desperté bien, y encontré que las voces venían de lotra

pieza. Alguien estaba tocando la vigiiela y cantando, otros hablaban, en voz

alta y réiban. Traté de mirar por las hendijas de la puerta y la paré, pero jué

al ñudo. ‘Muy arriba, en el medio del tabique, había una hendija grande por la

que pareció que se podría ver el interior, juzgando por la luz del juego que por

ay pasaba. Arrimé mi recao a la paré, doblé mis ponchos y pellones dos o tres

veces, y los puse uno encima del otro hasta que los había amontonao del alto de

la rodilla. Subiéndome sobre el recao y agarrándome del tabique con las uñas,

conseguí asomarme por la hendija. La pieza estaba muy iluminá por un gran juego"

de leña que ardía en un rincón, mientras que tendida en el suelo había una gran

manta colorada y sentada en ella estaba la gente a la que había oído, con fruta

y botellas de vino por delante. Ay estaba la asquerosa vieja bruja viéndose casi

tan alta sentá como pará; estaba tocando la viguela y cantando una toná

portuguesa. En la manta a sus pies estaba recostada una negra alta bien hecha;

estaba casi desnuda; sólo llevaba puesta una faja angosta de género blanco

alrededor de la cintura y unos anchos brazaletes de plata en sus gordos brazos

negros. Estaba comiendo una banana, y apoyada en sus rodillas, que tenía

encogidas, estaba una bonita chiquilla de unos quince años de edá, pálida y

morena. Estaba vestida de blanco, tenía los brazos desnudos y una banda de oro

le sujetaba el pelo que le caiba suelto sobre la espalda. Delante de ella, de

rodillas en la manta, había un viejo mulato, la cara arrugada como una nuez y

con una barba blanca como la alcachofa. Con una mano sosteniba el brazo de la

chiquilla y con la otra le ofrecía una copa de vino. Esto lo vide de una sola

mirada, y entonces tuitos miraron pa arriba a la hendija como si supieran que

alguien los estaba aguaitando. Me eché atrás asustao y cal al suelo ¡pataplum!

Entonces oí que se reiban, pero no me atreví a mirarlos otra vez. Llevé mi recao

al otro lao de la pieza y me senté a esperar la mañana. La plática y las risas

duraron unas dos horas más; entonces poco a poco dejaron de oirse; la luz

desapareció de las hendijas y todo quedó a escuras y en silencio. Naides salió,’

y por último, vencido por el sueño, me quedé dormido. Era de día cuando

desperté. Me levanté y di una güelta a la tapera y encontrando una rajadura en

el adobe, me asomé pa dentro de la pieza de la bruja. Se vía lo mesmito que la

noche antes; ay estaba la olla y el montón de cenizas, y en el rincón estaba

echada la bruta de mujer engüelta en sus cueros. Después de eso monté mi caballo

y me juí. ¡Quiera Dios que nunca jamás tenga otra vez una esperencia como la de

aquella noche!

Entonces los otros hombres dijeron algo de brujería, todos con las caras muy

graves.

—¡Usted tendría tal vez mucha hambre y estaría muy cansado aquella noche —me

aventuré a decir—, y probablemente que después que aquella mujer cerró su

puerta, usted se quedaría dormido, y soñó todo eso de la gente comiendo fruta y

tocando la guitarra!

—Ayer estaban cansaos nuestros fletes y estábamos escapando pa salvar el

guarguero —repuso Blas, desdeñosamente—. Tal vez jué eso lo que nos haría soñar

que agarramos los cinco zainos negros que nos trujeron aquí. . -

—Cuando una persona no cree, es al ñudo disputar con ella —dijo Mariano, un

hombrezuelo moreno de pelo canoso—. Aura les contaré una curiosa aventura que me

pasó a mí cuando joven; pero ricuerden que yo a naides le pongo un trabuco al

pecho pa obligarlo a que me crea. Porque lo que es, es; y que el que no crea

menee la cabeza hasta que se le despegue y caiga al suelo como un coco de un

árbol...

"Después que me casé, vendí mis fletes, y tomando tuito el dinero, compré dos

carretas de güeyes con el propósito de ganarme la vida acarreando carga. Una

carreta conduje yo y pal’otrá conchavé a un muchacho al que llamaba Muía. Aunque

ese no era el verdadero nombre que le habían puesto sus padrinos, así lo llamaba

yo por ser tan requeteporfiao y calmoso como una muía. Su madre era una pobre

viuda vecina mía, y cuando supo de las carretas, vino a mí y me dijo: ""Vecino

Mariano, por tu madre tomá a mi hijo y enseñale a ganarse su pan, porque es un

muchacho que no le gusta hacer nada". Ansina que tomé a Mula, pagándole a la

viuda por sus servicios después de cada viaje que hacía. Cuando no encontrábamos

carga, solíamos ir a las lagunas a cortar totoras, y cargando con ellas las

carretas andábamos por el país y las vendíamos a los que necesitaban totoras pa

techar sus ranchos. A Mula no le gustaba su trabajo. Muchas veces cuando

dentrábamos hasta la cintura en el agua, pasando tuito el día cortando totoras y

llevándolas al hombro en grandos ataos a la orilla de la laguna, lloraba y se

quejaba amargamente de su dura suerte. A veces yo le daba una güena felpa de

palos porque me fastidiaba ver a un muchacho tan delicao; entonces me echaba

maldiciones y me decía que algún día se vengaría. ""Cuando yo esté muerto —me

decía— vendré a penar y a asustarlo a usté por tuitas las felpas que me ha dao".

Eso siempre me daba mucha risa.

"Por último, un día, mientras atravesábamos un arroyo muy hondo, crecido por la

lluvia, mi pobre Mula se cayó de ande estaba sentao en la lanza, al agua, y se

lo llevó la corriente ande el río estaba hondo, y ay se ahugó. Pues, siñores,

como al año después, había salido yo a buscar una yunta de güeyes que se había

estraviao, cuando me alcanzó la noche muy lejos de casa. Entre mí y la casa

había una cuchilla que acababa en un río hondo, y tan cerca llegaba, que sólo

había un angosto camino por ande pasar, no habiendo por mucha distancia otro

paso. Lo que llegué al paso, me metí por el angosto camino con arbustos y

árboles a cada lao; de repente, salió de entre los árboles la figura de un

muchacho grande que se paró delante de mí. Estaba tuito de blanco, el poncho, el

chiripá, los calzoncillos y aun las botas, y llevaba puesto un sombrero de paja

aludo. Mi caballo se paró y se quedó temblando; ni yo estaba menos asustao, pues

se me levantaron los pelos de la cabeza como la cerda en el lomo de un chancho;

y me salió el sudor de la cara como gotas de rocío; ay se quedó parao sin

moverse, con los brazos sobre el pecho, no dejándome pasar. Entonces le grité:

"¡En el nombre de Dios!, ¿quién sos vos, y qué es lo que deseás de Mariano

Montes de Oca, que le atajás el paso?" Al decir yo esto se rió, y dijo: "¿Qué ya

no me conoce mi viejo patrón? Soy Muía; ¿cuántas veces no le dije que algún día

volvería a pagarle por tuitas las felpas que me dió? ¡Ah, ño Mariano, ya ve usté

que he cumplido mi palabra!" Entonces empezó a rairse otra vez. "¡Maldito seas!

¡Andá que te lleve el diablo! —grité yo—. Si vos deseás mi vida, Mula, tomala y

seas pa siempre condenao; ¡dejame pasar y volvete a tu amo el diablo y decile de

mi parte que te vigile mejor!, pues, ¿por qué ha de llegar a mis narices el

jedor del purgatorio antes de tiempo? Y aura, ánima maldita, ¿qué más tenés que

decirme?" Al pronunciar yo estas palabras, el ánima casi reventó de risa,

palmoteándose las piernas y doblándose casi en dos de tanto rairse. Por último,

apenas pudo hablar, dijo: "¡Basta de estas tonterías, ño Mariano! No era mi

intención asustarlo tanto, y no importa gran cosa que yo me haiga raido aura un

poco de usté, pues bastantes veces me ha hecho usté llorar. Lo paré porque tenía

algo importante que decirle. Vaya ande mi mamita y dígale que me ha ‘visto y

hablao; dígale que pague otra misa por el descanso de mi alma, porque después de

eso saldré del purgatorio. Y si no tiene plata, préstele algunos riales pa la

misa, que yo se lo pagaré, viejo, en el otro mundo".

"Al decir esto, Mula desapareció. Alcé el talero pa pegarle a mi flete, pero no

hubo necesidá, pues ni un pájaro con alas podría haber volado más ligero de lo

que voló él aura conmigo. No vía ningún camino delante de mi, no sabía yo pa

ánde íbamos. Pasamos por pajonales, matorrales, cuevas de animales salvajes,

piedras, arroyos, lagunas, pantanos y campos baldidos como si tuitos los diablos

de la tierra y bajo de ella estuvieran a nuestros talones; y cuando paré mi

flete, jué a la puerta de mi casa. No esperé pa desensillarlo, sino cortándole

la encimera con mi cuchillo, lo dejé que él mesmo se sacudiera el recao;

entonces con el freno golpié a la puerta, gritándole a mi mujer que abriera. La

oí buscando a tientas el pedernal "‘¡Por el amor de Dios, mujer, no saqués

juego!", grité yo. ""¡Santa Bárbara bendita!, ¿qué has visto alguna ánima,

Mariano?", preguntó ella, abriendo la puerta. ""¡Sí! —retruqué yo, lanzándome pa

dentro y echándole el cerrojo a la puerta—, y si hubieses vos sacado juego,

mujer, ya habrías sido viuda".

"Porque pasa, siñores, que el hombre al que le ponen una luz por delante después

de haber visto un ánima en pena, caí muerto ay mesmo".

No expresé mi incredulidad, ni aun meneé la cabeza. Los detalles del encuentro

fueron descriptos por Mariano tan a lo vivo y circunstanciadamente, que era casi

imposible no creer su cuento. No obstante, algunos incidentes me parecieron

después algo absurdos; por ejemplo, aquel sombrero de paja; también parecía

extraño que el genio de una persona de la disposición de Mula hubiese mejorado

tanto con su estancia en un lugar tan cálido.

—Hablando de ánimas... —dijo Laralde, el otro gaucho; pero no prosiguió porque

al momento le interrumpí. Laralde era un hombre de baja estatura, ancho de

pecho, perniabierto y de barba canosa, tupida y desplegada; sus amigos le

llamaban Lechuza con motivo de sus enormes ojos redondos de color leonado y su

fija mirada.

Me pareció que ya habíamos tenido bastante de lo sobrenatural.

—Amigo —dije—, díscúlpeme que le interrumpa; pero no tendremos tiempo para

dormir esta noche si vamos a tener más cuentos de ánimas.

—Hablando de ánimas... —volvió a decir Lechuza, sin hacer caso de mis palabras,

y eso me picó, así que volví a interrumpirle.

—Protesto que ya hemos tenido bastantes ánimas esta noche. Esta conversación iba

a ser solamente de cosas raras y curiosas. Pero las visitas del otro mundo son

muy comunes. ¿No es cierto, amigos, que todos ustedes han visto más ánimas que

lampalaguas arrastrando zorros con el resuello?

—Yo he visto la lampalagua, como dije, una vez no más —dijo Rivarola,

gravemente—; claro que ánimas he visto la mar de veces.

Todos los demás admitieron haber visto más de una ánima en pena cada uno.

Lechuza se quedó sentado sin hacer ningún caso, fumando su cigarrillo, y cuando

todos hubimos dejado de hablar, empezó otra vez.

—Hablando de ánimas...

Nadie le interrumpió esta vez, aunque él parecía esperarlo, porque

deliberadamente hizo una larga pausa.

—Hablando de ánimas... —repitió, mirando en. su rededor triunfalmente— una vez

tuve un encuentro con un ser extraño que no era ánima. Yo era joven entonces y

lleno de juego, juerza y del coraje de la juventú, pues lo que le voy a contar

pasó hace más de veinte años. Había estado jugando al naipe en casa de un amigo,

y salí a medianoche pa dirme a casa de mi padre, a unas cinco leguas de

distancia. Había tenido palabras aquella noche y me juí habiendo perdido plata,

y reventaba de rabia contra el hombre que me había robao e insultao, y con quien

no me dejaron pelear. Jurando vengarme, me jul en mi caballo a rajacincha;

estaba clara la noche, casi como de día, pues había luna llena. De repente vide

parao en el camino delante de mí a un hombre macizo, montao en un caballo

blanco, sin moverse. Seguí adelante hasta ‘que llegué bien cerquita, y entonces

le grité a toda voz: "Hágase a un lao, amigo, o me lo voy a llevar por delante",

pues tuavía ardía de rabia.

"Viendo que no me hacía ningún caso, le jugué las lloronas a mi pingo y me le

juí encima; y entonces en el momento preciso en que mi pingo se estrelló a tuita

juerza contra el suyo, le di en la cabeza con toda mi juerza con el cabo de

fierro de mi talero. Resonó el golpe como si le bubiese pegao a un yunque,

mientras que al mesmo tiempo, él, sin siquiera ladearse, se aferró de mi poncho

con las dos manos. Podía sentir que tenía las manos huesudas y con uñas largas y

encorvadas como las garras de un halcón; ¡pucha que eran afiladas!, pues me

atravesaron e. poncho y se hundieron en mi carne. Soltando el talero, lo agarré

de la garganta, que se sentía dura y escamosa, y abrazaos en una lucha mortal,

nos cimbramos de lao a lao, cada uno tratando de voltear al otro de su flete,

hasta que por último los dos rodamos por tierra. Sobre el auto nos

desenganchamos y nos paramos otra vez. Como un rejucilo peló el otro su facón, y

viendo yo que no tenía tiempo pa sacar el mío, me lancé sobre él y le agarré la

mano en que empuñaba el cuchillo antes de que él pudiera largarme una puñalada.

Se quedó por un momento sin moverse, mírándome juriosamente con un par de ojos

que chispeaban como carbón vivo; entonces, lleno de juria, me levantó del suelo,

y volteándome como quien voltea una boleadora me arrojó a unas cien varas, tan

grande era la juerza que tenía... Caí en medio de unos retamos, pero apenas me

repuse del porrazo y la sorpresa, cuando con un grito de rabia me levanté, volví

y me le juí encima otra vez. Pues, siñores, aunque ustedes apenas lo crerán, por

alguna curiosa casualidá me había llevado su arma y la tenía agarrada en mis

manos. Era un puñal muy pesao, de doble filo, como aguja de afilao, y mientras

lo empuñaba, sentí en mí las juerzas de mil hombres peleadores. Mientras yo

avanzaba él reculaba, hasta que agarrando un retamo grande por las ramas, ladeó

el cuerpo y lo arrancó del suelo raíz y todo. Revoleándolo alrededor de la

cabeza con tuita su juerza como un remolino de viento, se me atracó y me tiró un

golpe feroz que si me da, me habría aplastao; pero jué a dar demasiado lejos,

pues yo lo había cuerpeao; me le juí al humo con tal juerza, que le encajé el

puñal en el pecho hasta la ese. Pegó un gritazo ensordecedor y al mesmo tiempo arrojó juera un torrente de sangré, quemándome la cara como si hubiese sido agua hirviendo y empapándome la ropa hasta el cuero. Durante un momento quedé como ciego; pero cuando me sequé la sangre de los ojos y miré alrededor, había desaparecido flete y todo.

Entonces montando mi pingo, me juí a casa y les conté a todos lo que había pasao, mostrándoles el puñal que tuavía traiba en la mano. Al día siguiente tuitos los vecinos se juntaron en mi casa, y montaos a caballos nos juimos juntos ande había tenido lugar la pelea. Ay encontramos el retamo arrancao de las raíces, y la tierra alrededor tuita pisoteada ante habíamos peleao. La tierra taimen estaba machada con sangre a varias varas alrededor, y el pasto, ande había caído, se había secao como si hubiera sido quemao con juego. Taimen recojimos un puñao de pelo, largo, duro y encorvao con las puntas como anzuelos; taimen tres o cuatro escamascomo de pescao, pero más asperas y del tamaño de un patacón. El lugar ande tuvo lugar la pelea se llama hoy día La Cañada del Diablo, y he oído decir que dende aquel día el diablo nunca jamás se ha aparecido en la Banda Oriental a pelear con ningún hombre.

El cuento de Lechuza dio gran satisfacción. Yo no dije nada, quedando medio atontado de asombro, porque era evidente que el hombre lo había contado enteramente convencido de que era verdad, mientras que los otros parecían aceptar cada palabra con la más implícita fe. Empecé a sentirme muy desanimado, pues era evidente que ellos esperaban ahora algo de mí, y qué cosa contarles, no sabía. Me repugnaba ser el único embustero entre estos extremadamente veraces orientales, así que ni por pienso podría haber inventado algo.

-Amigos – empecé, por último- soy solamente un joven; además vengo de un país donde no suceden con frecuencia cosas maravillosas, de modo que no puedo contarles nada comparable en interés a los cuentos que he oído contar aquí esta noche. Solo puedo relatarles un pequeño incidente que me pasó en mi país, poco antes de venirme. Es, tal vez, trivial, pero servirá para contarles algo de Londres, aquella gran ciudad de la cual habrán oído hablar, seguramente.

-¡Sí! Hemos oído de Londres; está en Inglaterra, creo. Pues bien, cuéntenos su cue de Londres,- dijo Blas animándome.

-Yo era muy joven; tenía solo catorce años,- continué lisonjeándome de que mi modesta introducción no había dejado de producir su efecto,- cuando una noche fui de mi casa a Londres. Era en el mes de enero, en pleno invierno, y todo el país estaba cubierto de nieve.

-Perdone, mi capitán,- dijo Blas,-pero usté ha tomao el pepino por el revés. Nosotros aquí en la Banda Oriental, decimos que Enero está en el verano.

-En mi país no es así, donde las estaciones son todo lo contrario de aquí. Cuando me levanté a la mañana siguiente, todo estaba oscuro ocmo la noche, pues había caído una neblina negra sobre la ciudad.

-¡Una neblina negra!-Exclamó Lechuza.

-¡Sí! Una neblina negra que duraría todo el día y lo haría más negro que la noche; pues, aunque estaban alumbrados los faroles en las calles, no daban luz.-

-¡Ay juna!- exclamó Rivarola;- no hay agua en el balde. Tengo que ir al pozo a buscar un poco de agua, o no tendremos una gota que beber en tuyita la noche.

-Me parece que por lo menos podría esperar hasta que acabe mi cuento.

-¡No,no, mi capitán!- repuso él.- Siga con su cuento nomás; no podemos estar sin agua.- Y tomando el balde, se marchó.

-Viendo que iba a estar obscuro todo el día,- continué- resolví irme a corta distancia, no enteramente fuera de Londres, ¿entiende? Sino a unas tres leguas de mi hotel, a un gran cerro donde pensé que la neblina no estaría tan espesa y donde hay un palacio de cristal...

-¡Un palacio de cristal! Repitió Lechuza, fijando severamente en mí sus enormes ojos redondos.

-¡Sí, un palacio  de cristal! ¿qué, tiene algo muy maravilloso eso?

-¡Mirá Mariano! ¿ vos tenés tabaco en tu chuspa?- preguntó Blas- Disculpe que lo interrumpa, mi capitán, pero las cossa que usté nos está contando piden un cigarrillo y mi chuspa está vacida.

-¡Muy bien señores!  Tal vez que ahora me permitan proceder,- dije, empezando a fastidiarme un poc estas continuas interrupciones. – Un palacio de cristal suficientemente grande para contener toda la gente de este país...

-¡Por Dios santo! ¡ mirá, Mariano! Tu tabaco está como yesca de seco, - exclamó Blas.

- Eso no tiene nada dew raro.- dijo el otro,- porque lo he tenido en el bolsillo hace tres días.¡ Siga nomás con su cuento, mi capitán! Usté iba diciendo algo de un palacio de cristal en que cabía tuita la gente del mundo entero. ¿ Y qué pasó entonces?

-¡No! No seguiré con mi cuento.- contesté, enojándome ahora.- Es muy evidente que ustedes no quieren oirlo. Sin embargo, señores, por mera cortesía, podrían ustedes haber disimulado un poco su falta de interés en lo que estaba por contarles , pues he oído decir que los orientales son una gente muy cortés.

- Eso es demasiado decir, amigo, - interrumpió Lechuza.- Acuérdese que estábamos hablando de cosas de veras, y no inventando cuentos de neblinas negras, palacios de cristal y de hombres que andan patas pa arriba y qué sé yo que otras maravillas.

-¿ Creen ustedes, entonces, que no es cierto lo que les estoy contando?- pregunté, indignado.

-¡ Pero amigo! ¿ usté seguramente no nos cree tan simples en la Banda Oriental pa no poder distinguir entre un cuento y la verdá?

¡ Y esto, del individuo que acababa de contarnos de su trágico encuentro con Apolonio, un cuento tan increíble que hasta la relación de Bunyan mismo quedaba en la sombra!

Era inútil hablar; mi irritación se transformó en una viva hilaridad, y tendiéndome en el pasto, me desternillé de la risa. Mientras más pensaba en la severa reprimenda de Lechuza, más fuerte me reía, palmoteándome las piernas y doblándome en dos, como lo había hecho el festivo visitante del purgatorio que se le había aparecido a Mariano. Mis compañeros ni siquiera sonrieron. Rivarola volvió con el balde de agua y después de mirarme algún tiempo fijamente, dijo:

- Si las lágrimas, que según cuentan, siempre siguen a la risa, caen en la mesma proporción, tendremos que dormir en el suelo mojao esta noche.

Esto aumentó mi risa todavía más.

-Si tuito el país ha de ser alvertido de nuestro escondite,- dijo Blas el tímido,- jué trabajo perdido habernos escapao de San Pablo.

Esta amonestación la recibí con nuevas risotadas.

-Conocí a un hombre una vez,- dijo Mariano, - que tenía una risa muy extraordinaria; se le oiba a la legua de lo juerte que era. Se llamaba Aniceto, pero lo llamábamos  Burro. Pues, siñores, un buen día empezó a rairse como el Capitán aquí, sin motivo ninguno, y se cayó muerto ay mesmo. El pobre hombre tenía una uresma.

En esto yo ya no me reía sino gritaba; entonces, sintiéndome completamente rendido de cansancio. Miré aprensivamente a Lechuza, pues este importante miembro del cuarteto todavía no había dicho una palabra.

Con sus enormes ojos, indeciblemente serios, clavados en mí, dijo sosegadamente.- Y éste, amigo, ¡ es el hombre que dice que es pecao robar un flete!

¡Pero ya ni gritar podía! Este rico ejemplo de la trastornada moralidad de la Banda Oriental solo excitó en mí, un débil gorgoteo, mientras me revolvía en el pasto, con los costados adoloridos como si hubiera recibido una buena paliza.

 

 

 

XX

UN REGALO MACABRO

 

 

Acababa de romper el día, y viendo a Mariano al lado del fuego que ya había

hecho para hervir el agua de su matutino cimarrón, me levanté y fui a

acompañarle. No me gustaba la idea de permanecer oculto ahí entre los árboles

indefinidamente como un animal acosado; además, Santa Coloma me había aconsejado

que en caso de derrota me dirigiera directamente a Lomas de Rocha en la costa

del sur, y esto me pareció ahora lo mejor que podía hacer. Había sido muy

agradable estar tendido allí a la sombra entre los árboles, y aquellos cuentos

verídicos de brujas, lampalaguas y fantasmas fueron sumamente entretenidos; pero

una tanda, quizás un mes entero de esa laya de vida, sería insoportable; y si no

llegaba ahora a Rocha, antes de que la policía rural recibiese órdenes de

prender a los revoltosos fugitivos, bien pudiera ser imposible hacerlo más

tarde. Por lo tanto, resolví seguir solo mi camino, y después de tomar algunos

amargos, agarré y ensillé mi caballo zaino. En realidad, no había merecido de

Lechuza, la noche antes, aquella severa reprimenda referente al robo de

caballos, pues había tomado el zaino con muy poco más de vacilación de la que se

siente en Inglaterra "al pedir prestado" un paraguas en día de lluvia. A toda la

gente, en todas partes del mundo, les llega el tiempo en que el apropiarse de

los bienes de sus vecinos no sólo se justifica sino se considera hasta

meritorio; a los israelitas en Egipto, a los ingleses estigmatizados en su

propia húmeda isla, y a los orientales huyendo después de una batalla. Habiendo

ya poseído al zaino más de treinta horas, aquello por sí solo constituía una

prescripción, y ahora le consideraba como mío; pruebas subsiguientes de su

aguante y otras buenas prendas me permiten atestiguar la verdad de un dicho

oriental, de que "un flete robao siempre lo lleva bien a uno".

Despidiéndome de mis compañeros en la derrota, cuya fértil imaginación, por

cierto, no había sido menoscabada por el susto, partí a caballo precisamente

cuando empezaba a aclarar. Evité religiosamente los caminos y las casas,

viajando a un suave galope —unas tres leguas por hora— hasta mediodía; entonces

descansé en un pequeño rancho, donde le di de comer y beber a mi caballo, y me

fortifiqué con algunas tajadas de carne asada y un mate amargo. Seguí caminando

hasta que oscureció; para ese tiempo ya había recorrido unas trece leguas y pico

de camino, y empecé a sentirme con hambre y cansado. Había pasado por varios

ranchos y estancias, pero temí pedir alojamiento en ellos, así que seguí

caminando más lejos, sólo para encontrar, por remate, peor suerte. Cuando el

corto crepúsculo tornábase en noche, di con una ancha carretera que supuse

conduciría de la parte este del país a Montevideo, y viendo cerca de ella un

largo y bajo rancho cuya asta de bandera, plantada en el frente, indicaba una

pulpería, resolví tomar algún refresco entonces, seguir adelante una media legua

y pasar la noche al raso bajo las estrellas —un techo seguro, aunque algo

aéreo—. Atando mi caballo al palenque, entré en el zaguán al lado extremo del

rancho; el zaguán estaba separado del interior por el mostrador con una reja de

hierro. Apenas entré, me arrepentí de haberme apeado en ese lugar, pues ahí,

delante del mostrador, fumando y bebiendo, hallábase un grupo de hombres de mala

traza. Desgraciadamente para mi, habían atado sus caballos a cierta distancia

del palenque, bajo la sombra de algunos árboles, de modo que no les vi a mi

llegada. Una vez entre ellos, sin embargo, no había más remedio que disimular mi

inquietud, ser muy urbano, tomar mi refresco y, en seguida, marcharme lo más

pronto posible. Me miraron de hito en hito, pero me devolvieron el saludo

cortésmente; entonces, dirigiéndome a una esquina del mostrador que estaba

desocupada, me afirmé en el codo izquierdo, pedí pan, una lata de sardinas y una

botella de vino.

—Si me acompañan, señores, ahí está la mesa puesta dije; pero, dándome las

gracias, rehusaron el convite, y yo empecé a comer a solas mi pan y sardinas.

Parecían ser personas de la vecindad, pues se trataban con mucha confianza y

conversaban de asuntos amorosos. Luego, sin embargo, uno de los hombres dejó de

tomar parte en la conversación, y apartándose de los demás a unos cuantos pasos,

se quedó apoyado en la pared al lado del zaguán más apartado de mí. Empecé a

observarle muy particularmente, porque era claro que yo le había estimulado

extraordinariamente la curiosidad, y no me gustaba la manera en que me estaba

mirando. Era, sin excepción, el bandido más cara de asesino que en mi vida tuve

la mala suerte de encontrar; ese fue el juicio que me formé antes de conocerle

más de cerca. Era ancho de pecho, formidable de aspecto y de mediana estatura;

las manos las mantenía ocultas debajo del poncho; llevaba puesto un chambergo,

bajo cuya ancha ala apenas se le veían los ojos. Estos eran feroces, de color

amarillento verdoso, y parecían chispear y apagarse por turno, y jamás, ni por

un solo instante, se despegaron de los míos. Su pelo negro le caía hasta los

hombros; tenía un cerdoso bigote que no ocultaba la brutalidad de su boca; no

llevaba barba alguna que cubriese sus anchos carrillos de color de café.

Mientras se mantuvo ahí de pie, observándome, inmóvil como una estatua de

bronce, la única parte de él que se movía era su quijada. A veces se molía los

dientes, y en seguida abría y cerraba los labios dos o tres veces, mientras que

un viscoso espumarajo, que daba asco ver, se le acumulaba en las esquinas de la

boca.

—¡Gándara, vos no estás bebiendo! —le dijo uno de los gauchos volviéndose a él.

Movió lentamente la cabeza, sin responder ni quitarme la vista; entonces, el

hombre que le había dirigido la palabra, sonrió y siguió conversando con los

otros.

La prolongada, intensa y aterradora mirada a la que me había sometido este

bruto, terminó muy súbitamente. Con la rapidez de un relámpago, sacó de su

escondite, debajo del poncho, un largo y ancho facón, y brincando con la

agilidad de un gato, se plantó delante de mí, la punta de su horrible cuchillo

rozándome el poncho justamente sobre la boca del estómago.

—No te movás, revoltoso —dijo con voz ronca—. Si te movés el ancho de un pelo,

te mato.

Los otros hombres habían dejado de hablar y miraban con cierta curiosidad, pero

no ofrecieron intervenir ni dijeron nada.

Durante un momento me sentí como si me hubiese atravesado por el cuerpo una

corriente eléctrica, y entonces, instantáneamente, me calmé; nunca, en verdad,

me be sentido más sereno y con más sangre fría que en aquel terrible momento. Es

un bendito instinto de la propia conservación con el que nos ha dotado la

naturaleza; lo poseen en común hombres tímidos y enclenques, y los fuertes y

valientes, y tanto los salvajes animales débiles, cuando son acosados, como los

sanguinarios y feroces. Es la serenidad que viene sin llamado, cuando se

presenta la muerte por delante, repentina e inesperadamente; nos dice que hay

una mínima probabilidad de escaparnos, que un intento prematuro, aun la más

pequeña agitación, puede destruir.

—No tengo ningún deseo de moverme, amigo, pero estoy curioso de saber por qué

usted me ataca.

—Porque vos sos un revoltoso. Te he visto antes; sos uno de los oficiales de

Santa Coloma. Aquí has de quedarte con este facón tocándote la panza hasta que

te tomen preso, o si no, con este cuchillo ay enterrao morirás.

—¡Usted se ha equivocado!

—Compañeros —dijo, dirigiéndose a los demás, pero sin quitarme por un solo

instante la vista de la cara—, ¿queren ustedes atarle los pies y las manos a

este hombre, mientras yo me quedo aquí parado delante de él, pa no permitir que

saque alguna arma que pueda tener ay bajo su poncho?

—Nosotros no hemos venido aquí pa tomar presos a forasteros —dijo uno de los

hombres—. Si es un revoltoso, ese no es asunto nuestro. Tal vez te haigás

equivocao, Gándara.

—¡No! ¡No! ¡No me he equivocao! —contestó—. ¡No se me ha de escapar! Lo vide en

San Pablo con estos mesmos ojos. ¿Cuándo jamás me han engañao? Si no queren

ayudarme, vaya uno de ustedes a la casa del alcalde pa decirle que venga en el

auto mientras yo lo vigilo.

Después de una corta discusión, uno de los hombres ofreció ir a avisarle al

alcalde. Cuando se hubo ido, dije:

—Mire, amigo: ¿me permite usted continuar mi cena? Tengo mucha hambre, y sólo

comenzaba a cenar cuando usted me amenazó con su facón.

—Comé si querés, pero tené las manos bien arriba pa que yo las pueda ver. Tal

vez vos tengás una arma a la cintura.

—No tengo ninguna, pues soy una persona inofensiva y no necesito armas.

—La lengua jué hecha pa mentir —contestó él, con bastante razón—. Si te veo

llevar las manos más abajo del mostrador, te destripo. Podremos ver entonces si

digerís bien la comida o no.

Empecé a comer, y a tomar vino, siempre con aquellos sanguinarios ojos fijos en

los míos y con la aguzada punta de su facón rozándome el poncho. Una espantosa

expresión de horrible agitación alteraba ahora la fisonomía del bandido,

mientras que la moledura de dientes era más frecuente, y aquel viscoso

espumarajo le caía continuamente de las esquinas de la boca sobre el pecho. No

me atrevía ni a mirar el facón, porque a cada instante me venia un terrible

impulso de arrancárselo de la mano. Era tan intenso este deseo, que apenas pude

resistirlo; pero bien sabía que la menor intentona de escaparme sería fatal,

porque el bandido estaba evidentemente sediento de mi sangre, y sólo buscaba un

pretexto para apuñalarme. "Pero —pensé—, ¿y si acaso se cansara de esperar, y

arrastrado por sus instintos criminales, me enterrara el facón? En tal caso,

moriría como un perro, sin haberme valido de mi única esperanza de salvarme, por

haber sido demasiado precavido. Estos pensamientos eran para volver loco a

cualquier hombre; pero, a pesar de ellos, me esforcé por mantener exteriormente

una frente serena.

Terminé mi cena. Empecé a sentirme extrañamente débil y nervioso. Mis labios

estaban secos; me moría de sed y ansiaba mucho tomar más vino, pero no me

atrevía temiendo que, en mi estado de agitación, hasta una gota de alcohol

pudiera alterarme.

—¿Cuánto tiempo demorará su amigo antes de que vuelva con el alcalde? —le

pregunté por último.

Gándara no contestó. —Mucho tiempo —dijo uno de los hombres—. Lo que es yo, no

puedo esperarlo —y diciendo esto se fué. Uno por uno empezaron los hombres a

marcharse hasta que por último sólo quedaban dos de ellos, además de Gándara, en

el zaguán. Este sanguinario salvaje se quedó plantado ahí delante de mí como un

tigre que observa su presa, o por mejor decir, como un jabalí, crujiendo los

dientes y espumajeando de ira, pronto a destripar a su adversario con su

espantoso colmillo.

Por fin, empezando a perder la esperanza de que viniese el alcalde a librarme,

le dije: —¡Amigo! Si usted me permite hablar, puedo convencerle de su error. Yo

soy un extranjero y no sé nada del tal Santa Coloma.

—¡No! ¡No! —interrumpió, oprimiéndome el estómago con la punta del facón y

entonces retirándolo otra vez repentinamente como si me lo fuera a enterrar—. Yo

sé que vos sos un revoltoso. Si creyera que el alcalde no iba a venir, te

traspasaría en el auto con este facón, y en seguida te degollaría. Es una virtú

degollar a un rebelde Blanco, y si no salís de aquí amarrao de las manos y los

pies, entonces aquí has de morir. ¡Cómo! ¡Te atrevés e decirme vos que no te

vide en San Pablo? ¿Qué vos no sos un oficial de Santa Coloma? ¡Mirá, rebelde!

Juro por esta cruz que te vide.

En diciendo esto, levantó la guarnición del arma a sus labios para besar la

guarda que con la empuñadura hace forma de cruz. Aquella piadosa acción fue el

primer desliz que había cometido, y me dio mi primera oportunidad durante aquel

terrible encuentro. Antes de que hubiese concluido de hablar, me cruzó como un

relámpago por la mente la convicción de que éste era el momento oportuno. Al

tiempo que sus viscosos labios besaban la guarnición, dejé caer la mano derecha

y agarré mi revólver debajo del poncho. Vio el movimiento y muy rápidamente

empuñó otra vez su facón. En otro segundo me lo habría enterrado, pero aquel

segundo fue todo lo que yo necesitaba. Le disparé mi revólver desde la cintura,

debajo del poncho. El facón cayó sonando en el suelo; se ladeó, se fue de

espaldas y pronto rodó por tierra con sordo ruido. Mientras caía, salté sobre su

cuerpo, y casi antes de que hubiese tocado el suelo, me hallaba a varios metros

de distancia; al darme vuelta, vi que los otros dos gauchos me venían

persiguiendo.

—¡Alto! —grité, apuntando mi revólver al que venía adelante.

En el acto se detuvieron.

—Nosotros no lo estamos persiguiendo a usté, amigo dijo uno de ellos—; sólo

queremos escaparnos de aquí.

—¡Atrás, o les hago fuego! —repetí y entonces retrocedieron hacia el zaguán.

Como ellos permanecieran indiferentes mientras su compañero degollador, Gándara,

estaba amenazándome de muerte, era sólo natural que estuviese furioso con ellos.

De un salto me puse a caballo, pero en vez de marcharme inmediatamente, me quedé

algunos minutos al lado del palenque, observando a los dos hombres. Estaban de

rodillas al lado de Gándara; uno de ellos le abría la ropa para buscar la

herida; el otro tenía en la mano una vela encendida sobre su rostro cadavérico.

—¿Está muerto? —pregunté.

Uno de los hombres levantó la cabeza y repuso:

—Parece que sí.

Entonces, les hago el regalo de su cadáver.

En seguida, cerrando las espuelas a mi caballo, me fui al galope.

Después de lo dicho, algunos de mis lectores pudieran creer que mi estancia en

la Tierra Purpúrea me había embrutecido enteramente, pero me es grato

informarles que no fue así. Sea cual fuese el carácter individual de un hombre,

está siempre fuertemente inclinado a responder a un ataque en el mismo espíritu

en que se le hace. No llama sepulcro blanqueado o pillo miserable a la persona

que, por travesura, ridiculiza sus flaquezas; y el mismo principio tiene cabida

cuando se trata de una verdadera lucha cuerpo a cuerpo. Si un francés, alguna

vez, me desafiara, no dudo que yo iría al encuentro retorciéndome los bigotes,

saludando hasta el suelo, todo sonrisas y cumplimientos; y que escogería mi

espada con una agradable especie de sensación semejante a la que ha de tener el

escritor satírico por escribir algún mordaz y brillante artículo, mientras

escoge una pluma con adecuada punta. De otra manera, si un brutal asesino de

truculenta mirada y rechinantes dientes trata de destriparrne con una cuchilla

de carnicero, el instinto de la propia conservación surge en mí en toda su

prístina ferocidad, infundiéndome en el corazón tan implacable furia que después

de derramar su sangre podría dar de puntapiés a su asqueroso cadáver. No me

admiro de mí mismo al expresarme en tan salvajes términos. Que hubiese fallecido

parecía seguro, y sin embargo, no sentía ni sombra de remordimientos por su

muerte. Al lanzarme al galope en la oscuridad de la noche, la única emoción que

sentí, fue un gran regocijo por la terrible pena que le había impuesto al

miserable forajido; tanto fue así, que podría haber cantado y gritado de

alegría, si no hubiera sido una temeridad dar libre curso a tales sentimientos.

 

 

XXI

MUGRE Y LIBERTAD

 

 

Dormí aquella noche bajo el vasto cielo sembrado de innumerables estrellas; no

obstante mi terrible aventura, no descansé mal, y cuando al siguiente día

proseguí mi viaje, la luz de Dios —como los piadosos orientales llaman a los

primeros resplandores con que el sol naciente baña al universo— jamás me había

parecido más agradable, ni había visto la tierra más fresca o más hermosa; por

todas partes la hierba v los arbustos festoneados de estrellado encaje, tejido

por las epeiras durante la noche, chispeaban como miríadas de gotas de rocío, La

vida aquella mañana me pareció muy dulce, enterneciéndome de tal manera, que

cuando recordé al miserable asesino que la había amenaza do, por poco sentí pena

al pensar que ya estaría ciego y sordo a todas las dulces manifestaciones de la

naturaleza.

Antes de mediodía llegué a una casa techada de totora, con grupos de frondosos

árboles en su vecindad y rodeada de cercas vivas y corrales para el ganado.

El humo azulino que se elevaba en espiral desde la chimenea y el blanco

resplandor de las murallas asomando por entre los árboles —pues este rancho

ostentaba una chimenea y murallas blanqueadas— resultaban extremadamente

atractivos a mi fatigada vista. "¡Qué agradable —pensé— sería un almuerzo y, en

seguida, una larga siesta bajo la sombra de aquellos árboles!"; pero, ¡ay!,

¿acaso no era perseguido por los terribles fantasmas de una venganza política?

Mientras estaba vacilando entre si llamar o no, mi caballo siguió en derechura a

la casa, pues un caballo siempre sabe cuándo su amo está en la duda, y en tales

ocasiones jamás deja de ofrecerle su consejo. Fui afortunado esta vez, pues tuve

a bien seguirlo. "En todo caso —dije para mí—, pediré un trago de agua y veré

que laya de gente vive aquí", y en pocos minutos me hallaba al lado de la

tranquera, cautivando grandemente, al parecer, la atención de una media docena

de chiquillos cuyas edades variaban entre dos y trece años, todos con sus ojos,

de par en par abiertos, fijos en mí. Tenían caras mugrientas; el menor también

tenía sus piernecitas sucias, pues él o ella no llevaba puesto sino una corta

camisita. El que le seguía en tamaño vestía una camisa y, de añadidura, un par

de pantalones que le alcanzaban a las rodillas; y así progresivamente hasta

llegar al muchacho mayor, que usaba la ropa desecha por el padre, de modo que

él, en vez de llevar poco puesto, estaba, en cierto modo, sobradamente vestido.

Le pedí a éste que me diera un vaso de agua para apagar la sed y un tizón con

que encender un cigarrillo. Se fue corriendo a la cocina y luego salió otra vez

sin traerme ni agua ni fuego.

—Mi tatita quiere que usté dentre a tomar mate —dijo.

Entonces me apeé del caballo, y con el aire indiferente de una persona sin

tacha, y apartada de la política, entré en la espaciosa cocina, donde hervía,

sobre un gran fuego en el fogón, una enorme paila de grasa; parada al lado, con

un cucharón en la mano, estaba una mujer grasienta y traspirando, de unos

treinta años de edad. Se ocupaba en espumar la grasa y echaba las impurezas al

fuego, las que lo hacían arder y crepitar alegremente; y de pies a cabeza estaba

toda bañada en grasa; era, sin duda, la persona más grasienta que jamás había

visto en mi vida. No era fácil, en tales circunstancias, decir cuál fuera el

color de su cutis, pero tenía unos ojazos hermosos como los de Juno, y una boca

que al devolverme sonriente mi saludo, indicaba claramente su buen humor. Su

marido estaba sentado en el suelo, apoyado en la pared, sus pies desnudos

estirados por delante; tenía en la falda una enorme encimera, por lo menos de

medio metro de ancho, de un cuero blanco sin curtir; y en ésta estaba bordando

muy prolijamente, con hebras de cuero negro, una caza de avestruces. Era de

corta estatura, ancho de espalda, de pelo canoso rojizo, barba y bigote cerdoso

del mismo color, penetrantes ojos azules y nariz respingada.

Llevaba puesto un pañuelo de algodón colorado atado a la cabeza y una camisa a

cuadritos azules, y en vez de chiripá, que generalmente usan los campesinos,

tenía el cuerpo envuelto en un chal. Me dijo "buenos días", pronunciando sus

palabras seca y rápidamente, y convidándome, en seguida, a que tomara asiento.

—El agua fría es muy mala para la salud a esta hora dijo—. Tomaremos un

cimarrón.

Había un sonido tan áspero en su habla que pronto colegí que sería extranjero, o

por lo menos que vendría de alguna región oriental análoga a nuestros condados

de Durham o Northumberland.

—Gracias; un mate es siempre muy aceptable. En ese respecto, si no en otros, yo

soy un puro oriental —dije, pues deseaba que todos con los que me encontrara por

el camino supiesen que yo no era paisano.

—¡Tiene razón, amigo! —exclamó—. El mate es lo mejor que tiene que ofrecer este

país. En cuanto a la gente, no vale un comino.

—¿Cómo puede usted decir semejante cosa? —repliqué—. Usted tal vez sea

extranjero, pero su mujer, seguramente, es oriental.

La Juno de la paila de grasa sonrió y arrojó un cucharón lleno de grasa en el

fuego como para hacerlo crepitar; posiblemente lo hiciera a modo de aplauso.

El hizo un movimiento despreciativo con la mano en la que tenía el punzón que

usaba para su trabajo.

—Tiene razón, amigo, ella es oriental —contestó—. Las mujeres —como el ganado

vacuno— son más o menos lo mismo en todas partes del mundo. Tienen su valor

dondequiera que se encuentren, sea en América, Europa o en Asia. Eso ya lo

sabíamos. Yo hablaba de los hombres.

—No encuentro que usted les haga entera justicia a las mujeres;

"La mujer es un ángel del cielo"

—dije, repitiendo aquella antigua canción española. Soltó una corta carcajada.

—Eso está muy bien para cantarlo con la vihuela.

—Hablando de vihuelas —dijo la mujer, dirigiéndose a mí por primera vez—,

mientras estamos esperando que hierva el agua para el mate, ¿por qué no nos

canta una cosita? Ahí está la vihuela detrasito de usté.

—Señora —repuse—, yo no la toco. Un inglés sale al mundo sin el deseo común a la

gente de otras nacionalidades, de hacerse afable a los que encuentra por su

camino; es por eso que no aprende a tocar instrumentos de música.

El hombrezuelo me miró fijamente; entonces, desembarazándose deliberadamente de

la cincha, las hebras y los otros implementos, se levantó, se adelantó hacia mí

y me ofreció la mano.

Su gravedad por poco me hizo reír. Tomándole la mano, dije:

—¿Qué quiere usted que yo haga con esto, amigo

—Déle un buen apretón. Somos compatriotas.

Entonces nos dimos un fuerte y largo apretón de manos en silencio; su mujer nos

miró sonriente mientras revolvía la grasa.

—¡Mujer! —dijo, volviéndose a ella—. Deja esa grasa hasta mañana. Hay que pensar

en el almuerzo. ¿Tenemos carne en la casa?

—Medio carnero.., solamente.

—Eso bastará para una comida. ¡Mira, Teófilo! corre y dile a Anselmo que agarre

dos pollos... que sean gordos ¿eh? Que los desplume en el acto. Tú puedes ir a

buscar una media docena de huevos para que tu madre los ponga en el guiso. Y

oye, Felipe, anda tú a buscar a Cosme y dije que ensille al rosillo y que vaya

inmediatamente a la pulpería. ¡Bueno, mujer! ¿Qué es lo que necesitamos? ¡Arroz,

azúcar, vinagre, aceite, pasas, pimienta, azafrán, sal, clavos de olor, cominos,

vino, coñac.. ..! -

—¡Un momento! —grité—. ¡Si a ustedes les parece necesario mandar comprar

provisiones para un ejército para darme que almorzar, debo decirles que en

cuanto a coñac, ¡eso sí que no! Nunca lo toco.., en este país.

Me dio otro apretón de manos.

—Tiene mucha razón —dijo—. Uno siempre debe beber lo que beben los habitantes

del país en que uno se encuentra, aunque sea una poción desagradable. Whiskey en

Escocia, en la Banda Oriental caña.. . Esa es mi regla.

Todo el lugar estaba ahora en un gran alboroto; los muchachos ‘ensillando

caballos, corriendo y gritando tras las gallinas, y el enérgico dueño de casa

dándole órdenes a su mujer.

Después que se hubo despachado al muchacho a la pulpería y atendido a mi

caballo, nos sentamos una media hora en la cocina, tomando mate y charlando muy

agradablemente. Entonces él me llevó a su jardín detrás de la casa, para no

estorbar a su mujer en la cocina mientras ella preparaba el almuerzo, y ahí

empezó a hablar en inglés.

—Hace veinticinco años que estoy en este continente dijo, contándome su

historia—; dieciocho de ellos los he pasado aquí en la Banda Oriental.

—En todo caso, usted no ha olvidado su idioma. ¡Leerá, supongo!

—¡Qué! ¿Leer yo? ¡Puf! Lo mismo pensaría usar pantalones. ¡No, no, mi amigo,

nunca lea! No se meta en política. Cuando la gente le moleste, mátela, . . ésa

es mi regla. Nací en Edimburgo; tuve bastantes lecturas de muchacho; oí

bastantes himnos y vi bastantes pulimientos y limpiamientos para durarme para

toda la vida. Mi padre tenía una librería en la High Street, cerca de Cowgate.

Mi madre era muy religiosa.., todos en casa eran religiosos. Un tío que era

clérigo vivía con nosotros. Para mí todo eso fue peor que el purgatorio. Fui

educado en el High School y mi familia tenía la intención de que yo también

fuese clérigo, ¡ja! ¡ja! Mi único placer era conseguir libros de viaje que

tratasen de algún país de salvajes, encerrarme en mi pieza, donde nadie podía

estorbarme; quitarme los zapatos, encender una pipa y echarme en el suelo. Los

domingos hacía lo mismo. Me llamaban un gran pecador; dijeron que me estaba

yendo directa y muy rápidamente al diablo. Era mi índole. Ellos no me entendían.

Siempre limpiando y puliendo... Usted podría haber comido en el suelo; siempre

cantando himnos.., rezando.., raspando. No pude soportarlo: me fui de casa a los

quince años y jamás he vuelto a oír una sola palabra de mi familia desde

entonces. ¿Qué pasó? Me vine acá, trabajé, ahorré, compré terreno y ganado; me

casé, viví como me daba la gana vivir. . . y soy feliz. Ah tiene usted a mi

mujer, la madre de mis seis chicos.., ya la ha visto usted... una mujer para

llenar de orgullo a cualquier hombre, Y nada de raspas, miradas tristes y

limpiando y barriendo todo el santo día desde el lunes hasta el domingo... Usted

no podría almorzar. sobre el suelo de mi cocina. Ahí tiene a mis chicos, seis

(le ellos, varones y mujeres.. . sanos, mugrientos hasta más no poder y felices

desde el amanecer hasta la noche; y aquí me tiene a mí, John Carrickfergus —don

Juan me llaman en todo el país a la redonda, no pudiendo ningún gaucho

pronunciar mi nombre—, respetado, temido, amado; un hombre con el cual sus

vecinos pueden contar para hacerles cualquier servicio cuando se ofrezca; uno

que jamás vacila en meterle un bala a cualquier buitre, gato pampeano o bandido

que atraviese su camino. Ahora sabe usted todo.

Es un cuento muy extraordinario, ¿pero supongo que les enseña algo a los niños?

—No les enseño nada —contestó él muy enfáticamente—. Todo en lo que pensamos en

nuestro país son los libros, la limpieza de la ropa; todo lo que sea bueno para

el alma, el cerebro, el estómago . . . y hacemos a los chicos desdichados.

Libertad para todos es mi regla. Los chiquillos mugrientos son chiquillos sanos

y felices. Si una abeja lo pica a uno en Inglaterra, se le pone tierra fresca a

la picadura para quitar el dolor. Aquí curamos toda clase de dolores con tierra.

Si se enferma uno de mis chicos, tomo una palada de tierra vegetal fresca y le

doy una fricción con ella. . . es el mejor remedio. Yo no soy religioso, pero me

acuerdo de aquel milagro cuando el Salvador escupió en el suelo e hizo un poco

de lodo con la saliva para untarle los ojos al ciego. En el acto pudo ver. ¿Qué

quiere decir eso? Simplemente que ese era el remedio casero. Él no necesitaba el

lodo, pero siguió la costumbre del país, como lo hizo también en los otros

milagros. En Escocia todo lo que es tierra es pecado. ¿Cómo puede reconciliarse

eso con la Sagrada Escritura? Fíjese que yo no digo con la naturaleza, sino con

la Sagrada Escritura, porque por ella juran todos ellos, aunque no la

escribieron.

—Pensaré en lo que usted me ha dicho. En cuanto a los niños y el mejor modo de

criarlos —dije— no necesito decidir todavía, porque no los tengo.

Soltó su corta risa y me condujo de vuelta a la casa, donde todos los arreglos

estaban ya hechos. Los niños almorzaron en la cocina; nosotros en una pieza

contigua, grande y fresca. Había puesta una pequeña mesa con inmaculado mantel y

platos de verdadera loza y verdaderos cuchillos y tenedores. También había copas

de puro cristal, botellas de vino de España y el níveo pan criollo. Era evidente

que la dueña de casa había aprovechado bien su tiempo. Entró inmediatamente

después que nos hubimos sentado, y apenas pude conocerla, pues ahora no sólo

estaba limpia, sino también muy buena moza, con un rico color aceitunado en su

cara ovalada, el pelo negro bien peinado y sus ojazos oscuros llenos de una

tierna y dulce luz. Llevaba un vestido blanco de tela de merino con un curioso

dibujo castaño, y al cuello, un pañuelo de seda asegurado con un prendedor de

oro. Era un placer mirarla, y reparando en mis miradas llenas de admiración, se

sonrió al tomar asiento; luego rió. El almuerzo fue delicioso. Empezamos con

cordero asado, al que siguió un guiso de pollo con arroz, primorosamente

sazonado y coloreado con pimentón. El pollo asado o cocido como lo comen en

Inglaterra no puede comparase con este exquisito guiso de pollo que se encuentra

en cualquier rancho de la Banda Oriental. Después del almuerzo, nos quedamos una

hora de sobremesa, partiendo nueces, bebiendo vino, fumando cigarrillos y

contando cuentos divertidos; y dudo que hubiera aquella mañana, en todo el

Uruguay, tres personas más felices que el escocés desescocesado, John

Carrickfergus; su mujer oriental que no regañaba, y el huésped que sólo la noche

anterior había muerto a un prójimo.

Entonces tendí mi poncho sobre la hierba seca, bajo un árbol, y me dispuse a

dormir la siesta. Dormí un largo tiempo, y al despertar me sorprendió encontrar

a los dueños de casa sentados en el suelo cerca de mí, él adornando su cincha y

ella con un mate en la mano; a un lado había una pava de agua hirviendo. Me

pareció que ella estaba enjugándose los ojos cuando yo abrí los míos.

— Por fin ha despertado! —dijo Don Juan, afablemente—. ¿Quiere tomar un mate? Mi

mujer, como usted ve, acaba de estar llorando.

Ella le hizo una señal como para que callase.

—¿Pero por qué no he de hablar de ello, Candelaria? ¿Qué mal puede hacer? ¡Vea

usted!, mi mujer cree que usted ha estado en la guerra . . . que es un

partidario de Santa Coloma y que está huyendo para salvar la garganta.

—¿De dónde saca ella eso? —pregunté, confuso y muy sorprendido .

—¿Cómo? ¿Que no conoce usted a las mujeres? ¡Vea! ¡Usted no nos ha dicho dónde

ha estado. . . prudencia! ¡Esa fue una! También se alteró cuando hablamos de la

revolución . . . ni una sola palabra ha dicho al respecto. ¡Más prueba todavía!

Su poncho, tendido ahí en el suelo, tiene dos grandes tajos. "Rasgado por

espinas", dije yo; "Cortes de sable", dijo mi mujer. Estábamos discutiendo sobre

ello cuando usted despertó.

—Ella ha adivinado exactamente, y tengo vergüenza de no habérselo dicho yo mismo

antes. ¿Pero por qué lloraba su mujer?

—Es que así son todas las mujeres. . . son todas iguales repuso, accionando con

la mano—. Están prontas siempre a llorar por el vencido. . . es la única

política que entienden.

—¿No dije yo que la mujer era un ángel del cielo? añadí: entonces, tomando la

mano de ella, la besé—. Esta es la primera vez en mi vida que beso la mano de

una mujer casada, pero el marido de tal mujer es demasiado inteligente para

estar celoso.

—¡Qué! ¿Celoso yo? ¡ja, ja, ja! ¡Más orgulloso me habría puesto si la hubiera

besado en las mejillas!

—¡Juan! ¡Bonita cosa estás diciendo! —exclamó su mujer, dándole una afectuosa

palmadita en la mano.

Entonces, mientras tomábamos nuestro mate, les conté la historia de mi campaña,

hallando necesario, sin embargo, al explicar mis motivos por haberme afiliado a

los Blancos, desviarme un tanto de la rigurosa verdad. Él convino en que el

mejor plan seria ir a Rocha y esperar allá hasta que hubiese obtenido un

pasaporte, antes de seguir viaje a Montevideo. Pero no me permitieron que me

fuera ese día; y mientras charlábamos y tomábamos mate, Candelaria remendó, con

mucho esmero, los tajos de mi poncho, que me vendían a cada paso.

Pasé la tarde haciéndome amigo de los niños, los cuales probaron ser chicos muy

inteligentes y entretenidos; les conté algunos disparatados cuentos que inventé,

y escuché sus experiencias de buscar huevos de aves silvestres, de acosar

mulitas y una porción de otras aventuras. Luego llegó la hora de la comida,

después de lo cual los niños rezaron sus oraciones y se fueron a acostar;

nosotros fumamos y cantamos algunas canciones a secas, y yo terminé un día muy

feliz, quedándome dormido entre las sábanas de una limpia y blanda cama.

Había anunciado mi intención de seguir viaje muy de madrugada al día siguiente;

y cuando desperté, encontrándolo ya claro, me vestí de prisa, y, saliendo

afuera, hallé mi caballo ya ensillado al lado de la tranquera junto con otros

tres. En la cocina encontré a don Juan, su mujer y a los dos niños mayores

desayunándose con mate. Don Juan me dijo que hacía una hora que estaba en pie, y

que sólo había esperado para desearme un muy feliz viaje, antes de salir a

repuntar el ganado. Se despidió en seguida y se fue con sus dos hijos, dejándome

a mi ante unos huevos pasados por agua y una taza de café —desayuno bastante

inglés—.

Una vez terminado el desayuno, me levanté de la mesa y le di las gracias a la

buena señora por su hospitalidad.

— Espérese un momentito —dijo, cuando iba a darle la mano, y sacando una bolsita

de seda de entre los pliegues de su blusa, me la ofreció—. Mi marido me ha dado

permiso para que le haga este regalito de despedida. Es una nada, pero mientras

esté en peligro y lejos de sus amigos, tal vez pudiera serle útil.

No quise aceptar dinero de ella después de todo el cariño que me habían

prodigado, así que me quedé con el portamonedas en la mano abierta, donde ella

lo había puesto.

—¿Y si no pudiese aceptar...? empecé.

—Entonces usté me heriría profundamente —replicó—. ¿Podría usté hacer eso

después de sus amables palabras de ayer?

No pude resistir, pero después de guardar el portamonedas, tomé y besé su mano.

—¡Adiós, Candelaria! Usted ha hecho que yo ame a su país, y que me arrepienta de

cada palabra dura que jamás he dicho en su contra.

Su mano permaneció en la mía; me miró sonriente, como si todavía no me hubiese

dicho la última palabra. Entonces, viéndola tan bonita y amorosa, y recordando

las palabras de su marido el día anterior, me incliné y besé sus mejillas y sus

labios.

—¡Adiós, amigo, y que Dios lo guarde! —murmuró.

Creo que asomaban lágrimas a sus ojos cuando la dejé, pero no pude ver muy

claramente, pues los míos también se habían empañado.

¡Y sólo el día anterior me había divertido ver a esta mujer atendiendo a sus

quehaceres, toda grasienta y acalorada, y la había apodado la Juno de la paila

de grasa! Ahora, después de haberla conocido unas dieciocho horas, acababa de

besarla; había besado a una mujer casada, madre de seis hijos, diciéndole

"adiós" con voz temblorosa y los ojos húmedos. Jamás olvidaré aquellos cjos,

llenos de dulce y puro afecto y tierna simpatía, fijos en los míos; pensaré en

Candelaria mientras viva, amándola como a una hermana. ¿Podría cualquier mujer

en mi país ultracivilizado y excesivamente correcto inspirar en mí semejante

sentimiento en tan corto tiempo? Creo que no. ¡Oh!, civilización, con tus

millares de reglas convencionales, tu gazmoñería que corroe alma y cuerpo, tu

inútil educación de la infancia, tu asistencia a la iglesia en ropa dominguera,

tu ansia antinatural por la limpieza y afiebradas luchas por comodidades que no

traen consuelo al corazón, ¿acaso no eres todo un error? Candelaria y aquel

genial Juan Carrickfergus que huyó lejos de ti, me impelen a creerlo. ¡Ah, sí!

Todos buscamos erradamente la felicidad. La tuvimos en un tiempo y fué nuestra,

pero la despreciamos, pues sólo era la antigua y común felicidad que la

Naturaleza brinda a todos sus hijos, y nos alejamos de ella y nos fuimos en

busca de una felicidad más grandiosa que algún soñador Bacon u otro— nos aseguró

que hallaríamos. Era sólo necesario conquistar la Naturaleza, descubrir sus

secretos, hacerla nuestra sumisa esclava, y entonces la tierra sería todo un

Edén, cada hombre un Adán y cada mujer una Eva. Continuamos marchando adelante

valerosamente conquistando la Naturaleza; pero, ¡ay!, ¡qué tristes y cansados

nos estamos poniendo! El antiguo gusto por la vida y la tranquilidad de ánimo

han desaparecido, aun cuando, a veces, nos detenemos un momento en nuestra larga

y penosa marcha para observar el afán con que algún artesano de rostro macilento

busca el movimiento perpetuo, y soltamos, a costa suya, una seca e irónica

carcajada.

 

XXII

UNA CORONA DE ORTIGAS

 

 

Después de abandonar el libre y amoroso hogar de Juan y Candelaria, no sucedió

nada que merezca la pena relatarse hasta poco antes de llegar al deseado asilo,

Lomas de Rocha, lugar que, después de todo, nunca fue mi deseo no ver sino a una

gran distancia. Tocaba a su fin un día excepcionalmente brillante aun para este

brillante clima, faltando poco menos de dos horas para el ocaso del sol, cuando

torcí mi camino para escalar un cerro con una larguísima y escarpada cima, uno

de cuyos extremos terminaba en pendiente y asemejábase a la última sierra de una

cuchilla, en el punto donde empieza a confundirse con el llano circunvecino;

sólo que en este caso no había tal cuchilla. El solitario cerro estaba poblado

de cortos penachos y tieso y amarillento pasto y de uno que otro arbusto, y

sobre la superficie del terreno, cerca de su cima asomaban grandes planchas de

tierra arenisca, viéndose cual lápidas sepulcrales en el cementerio de algún

antiguo pueblo, con todas sus inscripciones borradas por el tiempo y la

intemperie. Deseaba examinar desde esta eminencia de unos treinta y cinco metros

sobre el nivel de la llanura, el campo a la redonda, pues estábamos cansados y

con hambre, mi caballo y yo, y quería encontrar un lugar donde albergarnos antes

de que nos alcanzara la noche. El terreno delante de mí se extendía en enormes

ondulaciones hacia el océano, que sin embargo no estaba a la vista. No se veía

la más tenue nubecilla en la inmensa y cristalina bóveda del cielo, y ha calma y

transparencia de la atmósfera parecían casi preternatural. Un azulino centelleo

de agua al sudeste, a muchas leguas de distancia, me pareció ser el lago de

Rocha; sobre el horizonte, al oeste, veíanse ligeras y nebulosas masas de color

azul celeste con cumbres perlinas; pero no eran nubes: era la Cuchilla de las

Ánimas. Por último, como una persona que se echa los gemelos al bolsillo y

empieza a mirar a su rededor, retiré la vista de sus peregrinaciones por el

infinito espacio para examinar los objetos a la mano, En la cuesta del cerro, a

unos sesenta metros de donde yo estaba, crecían algunos arbustos enanos de color

verde oscuro, viéndose cada uno, en aquella tranquila y brillante luz del sol,

como si hubiese sido cortado de un trozo de malaquita; y sobre sus flores

solanáceas de color lila, se alimentaban algunos abejones. Fue el susurro de

éstos, llegando claramente a mis oídos, lo que primero atrajo mi atención a los

arbustos, pues tan tranquila estaba la atmósfera que dos personas a aquella

distancia —sesenta metros una de otra— podrían haber conversado fácilmente sin

levantar la voz. Mucho más abajo, a unos doscientos metros al otro lado de los

arbustos, había un halcón en el suelo despedazando alguna presa y picoteándola

de ese modo salvaje y receloso, con largas pausas entre cada picotón, tan

característico de los halcones. Cerníase sobre él un chimango, y envidioso de la

buena fortuna del otro, o temiendo, quizás que no quedarán ni siquiera las

plumas del banquete, estaba arremetiéndole a cada rato, con furiosos graznidos,

y dándole de aletazos. El halcón agachaba invariablemente la cabeza cada vez que

su atormentador se abalanzaba a él, después de lo cual seguía desmañadamente

desgarrando su presa. Más lejos, en la depresión que corría a los pies del

cerro, serpenteaba un pequeño arroyuelo, tan cubierto de hierbas y otras plantas

acuáticas, que el agua estaba enteramente oculta, pareciendo su curso una

culebra de color verde, de algunas leguas de largo, tendida allí tomando el sol.

En la parte del arroyo más cerca de mí. habla un viejo sentado en el suelo

aparentemente lavándose, pues estaba inclinado sobre un pequeño charco de agua,

mientras que detrás de él, su caballo, con aire resignado y la cabeza caída;

ahuyentaba, de vez en cuando, las moscas con la cola. A unas quince cuadras más

allá, alcanzaba a verse una vivienda que me pareció fuera una vieja casa de

estancia, rodeada de grandes árboles de sombra, aislados unos y otros en grupos

irregulares. Era la única casa en la vecindad, pero después de observarla algún

tiempo concluí que estaba deshabitada, pues aun a esa distancia observábase

claramente que no había ni un alma moviéndose cerca de ella; ni siquiera un

caballo u otro animal; tampoco había cercos de ninguna especie.

Bajé lentamente del cerro y me dirigí adonde estaba sentado el viejo al lado del

arroyo. Lo encontré muy ocupado desenredando una porción de larguísimo pelo que

de un modo u otro —quizás a raíz de un largo descuido— se había enmarañado

desmesuradamente. Había sumido la cabeza en el agua y con un viejo peine, que

ostentaba unos siete u ocho dientes, desenredaba con dificultad e infinita

paciencia unos pocos largos pelos a la vez. Después de saludarle, encendí un

cigarrillo, y apoyándome sobre el cuello de mi caballo, observé sus esfuerzos

algún tiempo con profundo interés. Siguió perseverantemente su tarea en silencio

durante cinco o seis minutos, metió otra vez la cabeza en el agua, y mientras se

estrujaba el pelo con mucho cuidado, me dijo que mi caballo parecía muy cansado.

—Sí —dije—, y lo mismo está el jinete. ¿Podría usted decirme quién vive en esta

estancia?

—Mi patrón —contestó lacónicamente.

—¿Es su patrón un hombre amable.., uno que le daría alojamiento a un forastero?

Demoró un larguísimo rato antes de contestarme; entonces dijo:

—Él no tiene nada que ver con eso.

—¿Enfermo? le pregunté.

Otra larga pausa; por fin meneó la cabeza y se tocó la frente

significativamente; después de lo cual volvió a su ocupación de sirena.

—¿Loco?

Elevó una ceja y se encogió de hombros, pero no dijo nada.

Después de un largo silencio, pues no quería irritarle haciéndole demasiadas

preguntas, me aventuré a decir:

—En todo caso, supongo que no me echarán los perros, ¿eh? —

Sonrió con aire burlón y dijo que era una estancia donde no había perros.

Le pagué sus informes con un cigarrillo que aceptó de muy buena gana, y parecía

considerar el fumar un agradable alivio después de sus fatigas de desenredarse

el cabello.

—Una estancia sin perros, y donde el patrón no tiene nada que decir.., eso me

parece raro —dije, tanteándolo, pero él siguió chupando su cigarrillo en

silencio.

¿Cómo se llama la estancia? —le pregunté, montando a caballo.

—Es una estancia sin nombre —contestó; y después de esta entrevista tan poco

satisfactoria, le dejé y caminé lentamente en dirección a la estancia.

Al aproximarme a la casa vi que había habido detrás de ella, en otro tiempo, una

gran arboleda, de la cual sólo quedaban ahora unos cuantos troncos muertos,

estando los zanjones que la habían rodeado casi enteramente arrasados. El lugar

estaba ruinoso y cubierto de maleza. Apeándome, conduje mi caballo por un

angosto sendero entre una profusión de tornasoles silvestres, marrubio, amapolas

y estramonio, a unos álamos donde en tiempos pasados habla habido una tranquera,

de la que sólo quedaban en pie dos o tres postes rotos, De la vieja tranquera,

el camino conducía, siempre por entre la maleza, a la puerta de la casa; ésta

era de piedra y ladrillo, con un empinadísimo techo de tejas. Al lado de la

desmantelada tranquera, apoyada en un poste, su cabeza descubierta y bañada por

el sol abrasador de la tarde, se hallaba de pie una mujer, vestida pobremente de

negro. Tendría unos veintiséis o veintisiete años de edad, y en su cara

descolorida como el mármol, salvo las manchas moradas bajo sus grandes ojos

oscuros, había una expresión de indecible abatimiento y cansancio. No se movió

cuando me acerqué a ella, pero alzó sus tristes ojos a los míos, sin sentir,

aparentemente, mucho interés en mi llegada.

La saludé quitándome el sombrero, y dije:

—Señora, mi caballo está rendido, y busco un lugar donde pueda descansar;

¿podría cobijarme bajo su techo?

—Sí, señor, ¿por qué no? —contestó con una voz aun más indicativa de tristeza

que su rostro.

Le agradecí y esperé que me mostrara el camino; pero continuó quedándose de pie

delante de mí, la vista clavada en el suelo y con una expresión indecisa e

intranquila.

—Señora —empecé—, si la presencia de un extraño en su casa estorba...

—¡No, no, señor! ¡No es eso! —interrumpió vivamente. Entonces, bajando la voz

casi a un susurro, dijo: —¡Cuénteme, señor-¿Ha venido usté del departamento de

Florida? ¿Ha estado usté... ha estado usté... en San Pablo?

Vacilé un momento; entonces repuse que sí.

—¿De qué bando? —preguntó ávidamente al instante.

—¡Ay, señorá! ¿Por qué me hace usted esa pregunta, a mí, un pobre viajero que

llega a pedirle alojamiento por una noche?

—¿Por qué? Tal vez sea para su bien, señor. Acuérdese que las mujeres no son,

como los hombres... implacables. Por supuesto que tendrá alojamiento; pero es

mejor que yo lo sepa.

—Tiene razón, disculpe que no le haya contestado inmediatamente. He estado con

Santa Coloma... el revoltoso...

Me tendió la mano, pero antes de que pudiese tomarla, la retiró y, cubriéndose y

volviéndose hacia la casa, me pidió que la siguiera.

Su ademán y sus lágrimas me habían anunciado a las claras que ella también

pertenecía al desdichado partido Blanco.

—¿Es que ha perdido usted algún pariente en este combate, señora? —le pregunté.

—No, señor, pero si nuestro partido hubiese triunfado, tal vez me habría librado

a mí. ¡Ay, no! Yo perdí a todos mis parientes, hace mucho tiempo... a todos,

excepto a mi padre. Luego sabrá usted, cuando lo vea, por qué es que nuestros

crueles enemigos han desistido de derramar su sangre.

Para entonces habíamos llegado a la casa. Ésta había tenido en otro tiempo un

corredor, pero habiendo desaparecido mucho antes, las murallas, puertas y

ventanas estaban expuestas al sol y a la intemperie. Las paredes estaban

cubiertas de liquen, y en sus rendijas y sobre el tejado habían crecido

lozanamente el pasto y la maleza; pero esta vegetación había muerto con los

calores del estío y ahora estaba seca y amarilla. Me condujo a una espaciosa

pieza apenas alumbrada por la baja puerta y una pequeña ventanilla, y viniendo

de la brillante luz del sol, me pareció por demás oscura. Me quedé parado

algunos momentos tratando de acostumbrar la vista a la oscuridad, mientras que

ella, avanzando al medio de la pieza, se inclinó y habló con un anciano sentado

en una poltrona tapizada de cuero.

-¡Papá! —dijo—, le he traído a un joven.., a un forastero que pide alojamiento.

Salúdelo, papá.

Entonces se enderezó, y pasando detrás de la silla del anciano, se apoyó en

ella, mirándome a mí.

—Le deseo muy buenos días, señor —dije, avanzando con cierta vacilación.

Delante de mí se hallaba sentado un anciano, alto y encorvado, hecho un puro

esqueleto, la cara pálida y desolada, el cabello y la barba de extremado largor

y plateada blancura. Estaba arrebozado en su poncho de color claro, llevando en

la cabeza un casquete negro. Cuando comencé a hablar, él, retrepándose en la

silla, se puso a escudriñarme la cara con ojos ávidos y extrañamente feroces,

entrelazando de continuo, agitada y nerviosamente, sus largos dedos flacos.

-¡Vaya Calixto!- exclamó, ñpor último,- ¿ es éste el modo que te presentas delante de mí? ¡Ha! ¿ pensaste tú que no te iba a reconocer? ¡Abajo, muchacho! ¡ arrodíllate!

Miré a su hija que estaba de pie detrás de él; me estaba observando ansiosamente, y me hizo una pequeña señal con la cabeza.

Suponiendo que fuera para intimarme que obedeciera al anciano, me puse de rodillas y toqué con los labios la mano que me extendía.

¡Qué Dios te conceda su divina gracia, hijo mío!- dijo con voz trémula. Entonces continuó: - ¿ Qué pensabas encontrar ciego a tu viejo padre? Te conocería Calixto, entre mil.¡Ay! ¡hijo mío!¡ hijo mío! ¿por qué has estado tanto tiempo ausente? ¡Párate, hijo, y déjame abrazarte!

Se levantó bamboleando de la silla y me abrazó; entonces, después de contemplarme la cara durante algunos momentos, me besó deliberadamente ambas mejillas.

- ¡Ha,  Calixto! – continuó, poniendo sus temblorosas manos sobre mis hombros, y examinándome el rostro con sus ojos  hundidos y feroces, - ¡ no necesito preguntarte, hijo, donde has estado! ¿ Dónde había de estar un Peralta sino en el humo de la batalla, en medio de la matanza, batallando por la Banda Oriental? No me quejé de tu ausencia, Calixto... Demetria te dirá que yo he sido muy paciente durante todos estos años, pues sabía muy bien, que por último, volverías coronado de laureles, símbolo de la victoria. ¡ Y yo, Calixto! ¿ que habré llevado puesto aquí? ¡ Una corona de ortigas! ¡ Sí! Durante cien años la he llevado puesta...tu, Demetria, hija mía, podrás atestiguar q            ue he llevado esta corona de ortigas durante cien años!

Se retrepó en la silla, al parecer rendido, y lancé un suspiro de alivio, creyendo que huibiera terminado. Pero me equivoqué. Su hija me colocó una silla a su lado.- Siéntese aquí, señor, y háblele a  mi padre mientras yo voy a ver que le den de comer a su caballo.,- me susurró al oído, y entonces se escabulló rápidamente de la pieza. Esto me pareció algo duro; pero al cuchichearme aquellas pocas palabras, me toco ligeramente la mano, y volvió sus tristes ojos a los míos con una mirada llena de gratitud, y me alegré por ella que no hubiese errado.

Luego, el anciano se animó otra vez y empezó a hablar ávidamente, haciéndome mil desatinadas preguntas, a las cuales tuve que contestar, siempre tratando de mantener el papel de su hijo, por tanto tiempo perdido, que acababa de llegar, laureado, de la guerra.

-¡ Díme hijo! ¿ dónde fué que venciste y derrotaste al enemigo? – exclamó, alzando la voz casi a un grito.- ¿ Dónde fué que huyo de ti como el marlo soplado por el viento? ¿ dónde lo pisoteaste con los cascos de tu caballo? ¡nómbrame...nómbrame los lugares y las batallas, Calixto!

Me sentí muy inclinado ne ese momento a levantarme y escapar de la pieza, de tal manera me estaba afectando los nervios aquella conversación; pero pensé en el rostro pálido y afligido de su hija, Demetria, y me dominé. Entonces, de puro desesperado, empecé yo mismo a hablar tan disparatadamente como él. Pensé poder hastiarlo de asuntos belicosos.- Por todas partes,- grité,- hemos derrotado, matado y desparramado a los infames Colorados a los cuatro vientos del cielo. Desde la costa hasta la frontera brasileña hemos sido victoriosos. Hemos asaltado con sable, lanza y bayoneta y tomado cada pueblo desde Tacuarembó hasta Montevideo. Todos los ríos y arroyos desde el Yaguarón hasta el Uruguay, han corridos purpúreos con la sangre de los Colorados.

Los hemos acosados en los montes y en las sierras; han huído de nosotros como animales salvajes; los hemos hecho prisioneros a millares para luego degollarlos, crucificarlos, dispararlos de los cañones y hacerlos descuartizar por baguales.

Sólo estaba vertiendo aceite sobre las llamas de su locura.

-¡Ajá!- gritó, sus ojos lanzando chispas mientras que sus manos flacuchentas como garras, se aferraban ferozmente a mi brazo- ¿ no lo sabía yo?¿ no lo he dicho? ¿ No me batí durante cien años, vadeando en sangre todos los días y por último, mandándote a ti, para que terminaras la batalla? Y todos los días venían nuestros enemigos y me gritaban en los oídos “ Victoria...victoria” Me dijeron, Calixto, que estabas muerto...que sus armas te habían traspasado, que habían arrojado tu cuerpo a los perros cimarrones para que lo devoraran. Y yo grité de risa al oirlos. Me reí en sus barbas y les grité.”¡ Preparen la garganta para la espada, traidores, asesinos y esclavos, porque un Peralta, el mismo Calixto, el comido por los perros cimarrones, viene a vengarse de ustedes! ¿ Cómo? ¿ no dejará Dios un fuerte brazo que hunda el cuchillo en el pecho del tirano? ¡Arranquen, bribones! ¡Mueran, miserables! ¡Calixto se ha levantado del sepulcro...ha vuelto del infierno, armado con fuego infernal para quemarles sus pueblos y dejarlos en cenizas...para extirparlosde la faz de la tierra!

Al llegar al fin de este discurso, su voz, delgada y temblorosa, se había elevado a un agudo grito, resonando por la tranquila casa, que ya empezaba a obscurecerse, como el chillido estridente y prolongado de alguna ave acuática que se oye de noche en las solitarias lagunas.

Entonces me soltó el brazo y cayó gimiendo y estremeciéndose en la silla. Se cerraron sus ojos; toda su figura temblaba, como cuando sale una persona de un ataque de epilepsia; luego pareció quedarse dormido. Ya estaba poniéndose bien obscuro, pues el sol se había entrado hacía un tiempo, y fue un grandísimo alivio ver, de repente, aparecerse silenciosamente en la pieza, como ánima en pena, a Doña demetria. Me tocó el brazo y murmuró,- Venga, señor, mi papá se ha quedado dormido.

La seguí al aire libre, que jamás me había parecido más fresco; entonces, volviéndose a mí, me dijo al oído,- Acuérdese, señor, que lo que usted me ha dicho, queda un secreto entre nosotros. No le diga una palabra a nadie aquí en la casa.

 

 

 

XXIII

LA BANDERA COLORADA DE LA VICTORIA

 

 

 

En seguida, doña Demetria me condujo a la cocina en el fondo de la casa. Era una

de aquellas antiguas y espaciosas cocinas que todavía se hallaban en algunas

casas de estancia construidas en el tiempo colonial, en que el fogón, elevado

como a un medio metro sobre el nivel del suelo, se extendía a todo lo ancho de

la pieza. Era grande y escasamente alumbrada, con las paredes y vigas

ennegrecidas por el humo de un siglo, y muy festoneada con hollinientas telas de

araña; un gran fuego ardía alegremente en el fogón, y delante de él, de pie,

estaba una mujer alta ocupada en aderezar la cena y cebando mate. Ésta era la

Ramona, una antigua mucama de la estancia, Allí también estaba sentado mi amigo

de los enmarañados cabellos, los que, al parecer, había logrado desenredar, pues

ahora colgaban sobre sus hombros bien lisos y largos como los de una mujer.

Había, además, otra persona sentada al lado del fogón, cuya edad pudiera haber

sido cualquiera entre los veinticinco y cuarenta y cinco años, pues había, me

parece, mezcla de sangre charrúa en sus venas; era una de esas caras lisas,

secas y morenas que varían poco con el tiempo. Era de estatura menos de regular,

enjuta de cuerpo, con bigotes de negro azabache y sin patilla. Parecía ser una

persona de cierta importancia en la casa, y cuando mi ductriz me la presentó

como don Hilario, se puso de pie y me recibió con un profundo saludo. A pesar de

su excesiva cortesía, le tuve recelo desde el momento en que le vi; y esto fue

porque sus pequeños y alertos ojos me lanzaban, de continuo, furtivas miradas

que desviaba precipitadamente, en seguida que yo le miraba, pues parecía

enteramente incapaz de resistir la mirada de otro. Tomamos mate y conversamos un

poco, pero no hicimos un grupo muy animado. Doña Demetria, aunque se sentó con

nosotros, apenas contribuyó con una palabra a la conversación; mientras el

melenudo, que se llamaba Santos, y el único peón de la estancia, fumaba un

cigarrillo y tomaba mate en profundo silencio.

Por último, la vieja Ramona puso la cena en las fuentes y salió con ella de la

cocina; la seguimos al comedor, y nos sentamos a una pequeña mesa, pues esta

gente, aunque, al parecer, en la miseria, en sus comidas respetaban el decoro de

su abolengo. A la cabecera, estaba sentado el feroz anciano de blancas canas,

observándonos fijamente con sus ojos hundidos, mientras entrábamos en el

comedor. Medio levantándose, me señaló que tomara asiento a su lado; entonces,

dirigiéndose a don Hilario, sentado enfrente de él, le dijo: —Éste es mi hijo

Calixto, que acaba de llegar de la guerra, en la que, como usted sabe, se ha

distinguido señaladamente.

Don Hilario se levantó y me saludó con gravedad. Demetria tomó el otro extremo

de la mesa, mientras que Santos y Ramona ocuparon los otros dos asientos.

Fué un gran alivio hallar que había cambiado la disposición del anciano; no tuvo

más arrebatos de locura como el que había presenciado aquella tarde; pero a

veces fijaba en mí su singular y abrasadora mirada, de un modo que me ponía

excesivamente intranquilo. Empezamos con la sopa, que todos tomamos en silencio;

y mientras comíamos, las rápidas miradas de don Hilario se dirigían sin cesar de

una cara a otra. Demetria, pálida y evidentemente muy inquieta, mantuvo la vista

clavada en su plato todo el tiempo.

—¿Qué no hay vino esta noche, Ramona? —preguntó el anciano quejosamente cuando

la vieja se levantó para llevarse los platos soperos.

—El patrón no me ha dado órdenes que ponga vino en la mesa —repuso ella

ásperamente, recalcando la detestable palabra.

—¿Cómo es esto, don Hilario? —preguntó el anciano, volviéndose a su vecino—. Mi

hijo acaba de llegar después de una larga ausencia, ¿es posible que no vayamos a

tener vino en una ocasión como ésta? -

Don Hilario sacó una llave del bolsillo, con una leve sonrisa en los labios, y

se la entregó en silencio a Ramona. Ésta se levantó de la mesa rezongando, y

yendo al aparador y abriéndolo, sacó una botella de vino. Entonces, pasando

alrededor de la mesa, nos escanció media copa de vino a cada uno, menos a sí

misma y a Santos, que a juzgar por su impasible fisonomía, no lo esperaba.

—¡No! ¡no! —dijo el viejo Peralta—, dale vino a Santos, y tú, Ramona, sírvete

también una copa. Ustedes dos me han sido buenos y fieles amigos y también

cuidaron a Calixto cuando era chico. Es justo que ustedes beban a su salud y

celebren con nosotros su llegada.

La Ramona obedeció de buena gana, y la cara torpe del viejo Santos casi se

deshizo en una sonrisa cuando recibió una porción del purpúreo fluido que alegra

el corazón del hombre.

Luego, el viejo Peralta alzó su copa, y fijando sus feroces y dementes ojos en

los míos, dijo: ¡Calixto, beberemos a tu salud, hijo!, ¡y que el Todopoderoso

maldiga a nuestros enemigos; que sus cuerpos queden donde caigan, hasta que los

caranchos se hayan hartado comiendo su carne y sus osamentas hayan sido

pisoteadas por el ganado y hechas polvo; y que sus almas sean atormentadas en el

fuego eterno del infierno!

Todos levantamos nuestras copas en silencio; pero cuando se volvieron a colocar

sobre la mesa, las puntas de los bigotes de don Hilario apuntaban para arriba,

como por una sonrisa, mientras que Santos se chupaba los labios para mostrar su

placer.

Después de este lúgubre brindis, nadie en la mesa dijo otra palabra. Comimos la

carne asada y el puchero que se nos había servido en medio del más opresivo

silencio; pues no me atrevía a hacer ni la más simple observación, por temor de

suscitar en mi volcánico hospedador otro arrebato de locura. Cuando acabamos de

comer, Demetria se levantó de la mesa y le pasó un cigarrillo a su padre. Ésta

era la señal de que había terminado la cena; inmediatamente después, salió ella

de la pieza seguida por los dos sirvientes. Don Hilario, muy cortésmente, me

ofreció un cigarrillo, encendiendo él otro. Fumamos en silencio durante algunos

minutos, hasta que, poco a poco, el anciano fue quedándose dormido en su silla,

después de lo cual nos levantamos de la mesa y volvimos a la cocina. Aún aquel

sombrío recinto parecía ahora alegre, después del silencio y la lobreguez del

comedor. Luego, don Hilario se puso de pie, y, pidiendo mil excusas por tener

que irse —habiendo sido invitado, según me explicó, a un baile en una estancia

vecina—, se marchó. Al poco rato, aunque sólo eran las nueve, me condujeron a

una pieza donde se me había preparado una cama. Era un cuarto grande, oliendo a

rancio y casi vacío; ostentaba como único moblaje una cama y unas pocas sillas

de alto espaldar, forradas en cuero y negras de viejas. Tenía un piso

enladrillado, y el techo estaba cubierto con un polvoriento dosel de telaraña,

sobre el cual medraba una colonia de arañas de patas largas. Yo no estaba con

ganas de dormir a esa temprana hora, y aun envidiaba a don Hilario divirtiéndose

allá con las beldades de Rocha. Mi puerta, que miraba al frente, estaba de par

en par abierta; la luna llena acababa de salir, difundiendo en la oscuridad de

la noche su místico esplendor. Apagando la vela, pues la casa estaba ya toda a

oscuras y en silencio, salí de puntillas a dar una vuelta. Encontré, no muy

lejos, bajo un grupo de árboles, un viejo y rústico banco, y allí me senté, pues

el lugar estaba tan poblado de maleza y sus ramas enredadas unas con otras, que

el andar era sumamente desagradable y casi imposible.

La vieja y desmantelada casa de estancia, en medio de aquella lóbrega soledad,

empezó a tomar, a la luz de la luna, un aspecto singularmente fantástico y

sobrenatural. A un lado, cerca de mí, había una hilera irregular de álamos, y

las largas y oscuras siluetas que éstos proyectaban, caían sobre un extenso

campo raso poblado del feraz estramonio. En los espacios entre las anchas fajas

producidas por las sombras de los álamos, el follaje parecía de un tinte azul

blanquecino, estrellado por las blancas flores de esa planta de floración

nocturna. Sobre ellas se cernían varias grandes polillas grises, que salían

repentinamente de entre las negras sombras, y luego desaparecían otra vez de un

modo misterioso, silenciosas como espectros. Ni el más leve ruido Interrumpía

aquel silencio salvo el melancólico y feble chirrido de un pequeño grillo de

cantar nocturno, que por allí cerca se cobijaba —una voz débil y etérea que

parecía vagar perdida en el infinito espacio, elevándose y cerniéndose en su

soledad, mientras que la tierra escuchaba, sumida en un silencio preternatural.

De pronto, un gran lechuzón llegó volando silenciosamente, y posándose en las

más altas ramas de un árbol vecino, prorrumpió en una serie de monótonos gritos

que semejaban el ladrar de un sabueso a gran distancia. Al poco rato reclamó

otro lechuzón, a lo lejos, y durante una media hora se mantuvo el melancólico

dúo. Cada vez que uno de ellos suspendía su solemne bu-bu-bu-bu-bu, me hallaba

conteniendo el aliento y forzando el oído para coger las notas de respuesta, sin

siquiera atreverme a mover por temor de perderlas. Un fosforescente resplandor

pasó cerca de mí, casi rozándome la cara; fue tan repentina su aparición que me

sobrecogí sobremanera; entonces se alejó, arrastrando sobre la fosca maleza una

empañada raya de luz. El tuco sirvió para recordarme que no estaba fumando, y se

me ocurrió que tal vez un cigarro podría ahuyentar la extraña y vaga depresión

que se había apoderado de mí. Metí la mano en el bolsillo, saqué un cigarro y

mordí la punta; pero en el momento preciso en que iba ‘a encender un mixto sobre

la fosforera, me estremecí y dejé caer la mano.

La sola idea de raspar un mixto y del estallido resultante me era insoportable;

era tal el curioso estado de nervios en que me hallaba. O probablemente era un

humor supersticioso en el que había caído. Me pareció en ese momento como si de

alguna manera hubiese penetrado en una región misteriosa, poblada sólo de seres

fantásticos y de ultratumba. Aún las personas con las que había cenado no me

parecían ser criaturas de carne y hueso. El pequeño rostro moreno de don

Hilario, con sus miradas de soslayo y sonrisa mefistofélica; la cara de Demetria

pálida y triste, y los ojos hundidos y dementes de su viejo padre, todos

parecían rodearme en la luz de la luna y entre la enmarañada verdura. No me

atrevía a moverme; apenas respiraba; la maleza misma, con sus hojas pálidas y

obscuras, parecía tener una vida animística. Y mientras me hallaba en este

mórbido estado de ánimo, con aquel pavor irracional que iba aumentando de

momento en momento, vi, a unos treinta pasos, un objeto obscuro, que parecía

moverse, tambaleando en mi dirección. Lo miré atentamente, pero ya no se movía y

semejaba un nebuloso bulto negro en la sombra de los árboles. De pronto, se

adelantó otra vez hacia mí, y saliendo a la luz de la luna, apareció una figura.

Atravesó rápidamente el claro iluminado y se perdió de vista en la sombra de

otros árboles; mas la figura, cimbrándose y con movimientos ondulatorios, ora

avanzando, ora retrocediendo, siempre se iba acercando más y más. Se me heló la

sangre en las venas; sentí erizárseme el cabello, hasta que por fin, no pudiendo

soportar más la terrible incertidumbre, de un salto me puse de pie. La figura

dio un grito de espanto, y entonces vi que era Demetria. Balbucí mis excusas por

haberla asustado saltando de esa manera, y viendo ella que la había reconocido,

se aproximó.

—¡Ah, usté no está dormido, señor! —dijo sosegadamente—. Lo vi de mi ventana

salir de su pieza y venir para acá hace más de una hora. Hallando que no volvía,

empecé a estar con cuidado, y pensé que cansado de su viaje, pudiera haberse

quedado dormido; vine a despertarlo, para decirle que es sumamente peligroso

dormir con la luz de la luna en la cara.

Le expliqué que había estado muy intranquilo y sin ganas de dormir; que sentía

en el alma haberle causado alguna ansiedad, y le agradecí su muy cariñosa

atención.

Entonces, en vez de volverse a la casa, se sentó en el banco, a mi lado.

—Señor —dijo—, si tiene la intención de seguir viaje mañana, permítame

aconsejarle que no lo haga. Usté puede quedarse aquí sin cuidado durante varios

días; nunca tenemos visitas en esta casa.

Le dije que obrando en conformidad con lo que me había aconsejado Santa Coloma antes de la batalla,  pensaba seguir viaje a Lomas de Rocha a ver a un tal Florentino Blanco, vecino de ese lugar, quien probablemente podría obtenerme un pasaporte en Montevideo.

-¡ Pero que suerte que me haya dicho esto! – repuso- Lew diré que ahora examinan muy estrictamente a todo forastero que entra a Lomas, y sería imposible librarse de ser hecho preso si fuese allá. Quédese aquí con nosotros, señor; es una pobre casa, pero todos le deseamos bien. Mañana irá Santos con una carta suya para Don Florentino, que está siempre pronto a servirnos, y él hará lo que usté quiera sin necesidad que lo vea en persona.

-Le agradecí calurosamente y acepté la oferta de un asilo en su casa. Me llamó la atención que continuase quedándose sentada en el banco. Luego dijo:

- Es muy natural, señor, que no sea de su agrado quedarse en una casa tan triste como ésta. Pero no se repetirá el rato desagradable que pasó esta mañana. Siempre que mi padre ve a un joven por primera vez, lo recibe como lo recibió a usté hoy día, creyéndolo su hijo.  No obstante, después del primer día, pierde todo interés en la nueva cara, se pone indiferente y se olvida todo lo que ha dicho o imaginado.

Esta noticia me alivió, y le dije que suponía que fuera la pérdida de su hijo lo que había causado su locura.

-Tiene razón, señor; permítame contarle como sucedió. Pues, debe encontrar esta estancia muy distinta a cualquier otra que haya visto en la Banda, y es solo natural que un extraño, desee saber por qué es que se encuentra en una condición tan ruinosa. Sé que puedo hablar con entera confianza de estas cosas a uno que es amigo de Santa Coloma.

- Y espero que suyo también, señorita- dije.

Gracias, señor. Toda mi vida la he pasado aquí. Cuando era niña, mi hermano se incorporó en el ejército, entonces murió mi madre y me dejaron aquí sola, porque había comenzado el sitio de Montevideo y yo no podía ir allá. Por último mi padre fue gravemente herido en una acción y lo trajeron, para acá, creyéndose que moriría. Estuvo muchos meses en cama, su vida pendiendo de un hilo. Por fin, triunfaron nuestros enemigos; terminó el sitio y los caudillos Blancos estaban todos muertos o desterrados. Mi padre había sido uno de los oficiales más valientes en las fuerzas de los Blancos, y no podía esperar escapar a la persecución general. Solo esperaron que sanara para hacerlo preso y llevarlo a la capital, donde, sin duda, lo habrían fusilado. Mientras estaba en ese delicadísimo estado de salud, nos colmaron de toda laya de indignidades y agravios. El comandante de este Departamento se apoderó de nuestros caballos, mataron nuestro ganado o se lo llevaron y vendieron, registraron nuestra casa en busca de armas, mientras que cada semana venía un oficial a ver a mi padre para informar a las autoridades respecto de su salud. Un motivo de este odio, era que Calixto, mi hermano, se había escapado y seguía guerrilleando contra el gobierno en la frontera brasilera. Por fin, mi padre mejoró lo suficiente para poder arrastrar un pie tras otro, y todos los días daba una vuelta durante una hora, apoyado en alguien; entonces mandaron a dos hombres armados para que vigilaran la casa e impidieran que mi padre escapase. Así estábamos viviendo en un terror continuo, cuando un día llegó un oficial y me mostró una orden escrita por el comandante. No me la leyó, pero dijo que decretaba que toda persona en el Departamento de Rocha, desplegase una bandera colorada en su casa para celebrar una victoria que habían obtenido las tropas del gobierno. Le dije que no queríamos desobedecer las órdenes del comandante, pero que no teníamos ninguna bandera colorada. Repuso que había traído una para ese objeto. La desdobló y la fijó a un palo, y entonces, trepando al tejado, la plantó allí. No contento con estos insultos, me ordenó que despertara a mi padre que estaba durmiendo, para que él también pudiese ver la  bandera enarbolada sobre su casa. Mi padre salió apoyado en mi hombro, y cuando levantó la vista y vió la bandera colorada, se volvió al oficial y lo hartó de maldiciones.” Vuélvete-gritó- al perro de tu patrón, y dile que el Coronel Peralta es siempre un Blanco, a pesar de su infame bandera. Dile a ese insolente esclavo del Brasil

Que cuando yo quedé inhabilitado, entregué mis espada a mi hijo Calixto, quien sabe usarla, y se bate por la independencia de su patria.”  El oficial que ya había montado su caballo, se rió, y tirando a nuestros pies la orden de la comandancia,  saludó irrisoriamente y se fue al galope. Mi padre recogió el papel y leyó estas palabras: “ Decrétase que se despliegue en toda casa de este Departamento una bandera colorada, en señal de regocijo por las buenas noticias recibidas de una victoria obtenida por las tropas del gobierno, en la que aquel desleal hijo de la República, el famoso asesino y traidor, Calixto Peralta, fue muerto”.

- Ay, señor! amando a su hijo sobre todas las cosas de la vida, esperando tanto de él y con su salud quebrantada por tantos años de largos de sufrimientos, mi pobre padre no pudo soportar este último golpe. Desde aquel cruel momento perdió por completo la razón; debemos a esa calamidad que no le hayan fusilado y que nuestros enemigos dejaran de molestarnos.

Demetria derramó alguna lágrimas mientras me contaba esta trágica historia.¡Pobre mujer! de ella misma apenas había dicho una palabra, y sin embargo, ¡cuán grande y duradero no había sido su sufrimiento! ¡ Fuí profundamente conmovido y tomándole la mano, le expresé cuanto me había apenado oir su aflictiva historia. Entonces se levantó y me dijo “ buenas noches” con una triste sonrisa – triste, pero era la primera sonrisa que había animado su rostro desde que la había visto. Bien podía imaginarme que hasta la simpatía de un extraño debía parecerle dulce en aquella desolación.

Después que se fué, encendí un cigarro. La noche había perdido su carácter misterioso, y mis fantásticas supersticiones se habían desvanecido. Me hallaba otra vez en el mundo de hombres y mujeres; y sólo podía pensar en la inhumanidad de los hombres para con sus semejantes y del infinito dolor que tantos corazones soportaban en silencio en aquella Tierra Purpúrea. El único misterio que todavía quedaba por aclarar en esa ruinosa estancia, era el tal don Hilario que le echaba llave al vino y a quien la Ramona, con amarga ironía, llamaba patrón, y que lo había creído necesario excusarse, aquella noche, al privarme de su preciosa compañía.

    

 

 

 

XXIV

EL MISTERIO DE LA MARIPOSA VERDE

 

 

 

Pasé varios días con los Peralta en su desmantelada estancia, conocida en el

país circunvecino simplemente por el nombre de la Estancia o Campos de Peralta.

Resultaron tan aburridos aquellos días, y estaba con tanto cuidado respecto a

Paquita allá en Montevideo, que estuve, más de una vez, a punto de no esperar el

pasaporte que don Florencio había prometido conseguirme, y de aventurarme a

hacer el viaje aun sin aquella hoja de higuera. No obstante, prevalecieron los

prudentes consejos de Demetria; así que mi partida fue postergándose de día en

día. El único placer que experimente nació de la creencia de que mi visita había

interrumpido agradablemente la triste y monótona existencia de mi afable dueña

de casa. Su trágica historia me había conmovido profundamente, y a medida que

fui conociéndola cada día mejor, empecé a apreciarla y a estimarla por su

carácter puro, suave y abnegado. A pesar de la triste soledad en la que había

vivido, sin sociedad y sólo en compañía de aquellos viejos y rústicos sirvientes

de toscos modales, no mostraba el menor indicio de rusticidad en su trato. Esto,

sin embargo, no sería mucho decir respecto a Demetria, pues la generalidad de

las damas, tal vez podría decirse la mayoría de las mujeres de origen español,

poseen una gracia y dignidad que uno sólo espera encontrar entre las mujeres de

la buena sociedad en nuestro país. Cuando nos reuníamos en la sala a la hora de

comer o en la cocina para tomar mate, Demetria se mantenía invariablemente

callada, siempre con aquella sombra de algún afán oculto que nublaba su rostro;

pero cuando estaba sola ella conmigo, o se hallaban presentes sólo el viejo

Santos y la Ramona, aquella nube desaparecía, sus ojos brillaban y la rara

sonrisa volvía con más frecuencia a sus labios. Y, a veces, cuando estaba

conversando, casi se entusiasmaba, escuchando con vivo interés todo lo que le

contaba del gran mundo del cual ella apenas sabía, y riéndose, al mismo tiempo,

de su propia ignorancia de las cosas sabidas por cualquier niño criado en la

ciudad. Cuando tenían lugar estas agradables conversaciones en la cocina, los

dos viejos sirvientes se quedaban sentados, contemplando el rostro de su

patrona, llenos de admiración. La consideraban, según parecía, como el ser más

perfecto jamás criado; y aunque su ingenua adoración tuviera, quizás, su lado

cómico, dejó de admirarme luego que vine a conocer mejor a Demetria. Me hacían

la impresión de dos fidelísimos perros, que siempre miran atentamente a la cara

de un adorado maestro, y manifiestan en sus ojos, alegres o tristes, cuánto

simpatizan con todos sus humores. En cuanto al viejo coronel Peralta, no hizo

nada que me inquietara; después de aquel primer día, no volvió a hablarme, y

apenas se fijaba en mí, salvo para saludarme muy ceremoniosamente cuando nos

encontrábamos a la hora de comer. Pasaba el día sentado en su poltrona dentro de

la casa, o en el rústico banco bajo los árboles, donde permanecía, sin moverse,

horas enteras, apoyado en su bastón, sus ojos preternaturalmente brillantes

observando todo, al parecer, con inteligente interés. Pero no hablaba. Esperaba

a su hijo, rumiando a solas sus feroces pensamientos. Cual un ave empujada por

el viento mar afuera, vagando perdida sobre agitadas olas, su espíritu recorría

aquel pasado agreste e intranquilo, aquel medio siglo de feroces pasiones y

sangrienta lucha en la que él había desempeñado un ilustre papel. Y, quizás, a

veces, su espíritu recorriera más bien lo futuro que lo pasado, aquel glorioso

porvenir cuando Calixto —yacente allá lejos en el paso de alguna cuchilla, o en

algún pantanoso llano con enredaderas cubriendo su osamenta—volviera victorioso

de la guerra.

Mis conversaciones con Demetria no eran frecuentes, y antes de mucho cesaron por

completo; porque don Hilario, quien no armonizaba con nosotros, se hallaba

siempre presente, cortés, sumiso, alerta, pero no era un hombre con quien podía

uno intimar. Mientras más le veía menos me gustaba; y aunque no le tengo ningún

odio a las culebras

—como ya lo sabe el lector—, estando convencido de que una antigua tradición nos

ha hecho tratar con injusticia a estos interesantes hijos de nuestra madre

universal, no puedo pensar en ningún otro epíteto salvo el de culebroso para

describir a ese hombre. En cualquiera parte de la estancia que me hallara, tenía

esa manera de sorprenderme, arrastrándose silenciosamente por entre la maleza,

por decirlo así; y de repente apareciéndose; además, había algo en su índole que

daba la impresión de una naturaleza fría, sutil y venenosa. Las fugaces miradas

que continuamente lanzaba con asombrosa rapidez, me hacían recordar, no el mirar

apático e insensible de los ojos. sin párpados de la serpiente, sino su pequeña,

oscilante y bifurcada lengua, que oscila, desaparece y oscila otra vez, y jamás

descansa ni un solo momento. ¿Quién era este hombre y qué hacía allí? ¿Por qué,

a pesar de no ser querido de nadie, era él el patrón absoluto de la estancia?

Nunca me hizo ninguna pregunta acerca de mí mismo, porque no era su índole hacer

preguntas; pero evidentemente tenía algunas desagradables sospechas respecto a

mí, que le hacían mirarme como a un posible enemigo. A los pocos días después de

mi llegada a la estancia, dejó de salir, y adondequiera que yo fuese, estaba

siempre pronto para acompañarme, o cuando me encontraba con Demetria y empezaba

a conversar con ella, también estaba allí para tomar parte en nuestra

conversación.

Por último, llegó de Lomas de Rocha el pedazo de papel tanto tiempo esperado, y

con aquel bendito documento testificando que yo era súbdito de Su Majestad

Británica, la Reina Victoria, deseché todo temor y me preparé resueltamente para

seguir viaje a Montevideo.

Tan luego como supo don Hilario que yo estaba por abandonar la estancia, cambió

su manera para conmigo; al momento se puso sumamente afable, instándome a que

prolongase mi visita; también a que le aceptase un caballo de regalo, y

diciendo, además, muchas cosas lisonjeras de los ratos agradables que había

pasado en mi compañía. Trastrocó por completo el antiguo dicho de dar la

bienvenida al huésped que llega, y apresurar la partida del que se va; pero yo

sabía muy bien lo deseoso que estaba de nunca volver a yerme otra vez.

Después de la cena, en vísperas de mi partida, ensilló su caballo y se fué a un

baile o tertulia en una estancia vecina, pues ahora, que ya no sospechaba de mí,

quería volver a disfrutar de los placeres sociales que mi presencia había

interrumpido.

Salí a fumar un cigarro entre los árboles; era una hermosísima noche de otoño

con la luz de una clara luna templando la oscuridad. Mientras me paseaba de un

extremo al otro de un angosto camino por entre la maleza, pensando en mi próxima

reunión con Paquita, el viejo Santos salió afuera y me dijo misteriosamente que

doña Demetria quería hablar conmigo. Me condujo por la gran sala donde siempre

comíamos, y luego por un angosto y oscuro pasadizo, hasta que llegamos a una

pieza en la que jamás había entrado. Aunque el resto de la casa estaba en las

tinieblas, habiéndose ya ido a acostar el viejo coronel, en cambio, aquí, todo

estaba muy alumbrado por una media docena de velas dispuestas alrededor de la

pieza. En el centro de ella, con su vieja cara radiante de embelesada

admiración, estaba de pie la Ramona, mirando a otra persona sentada en el sofá.

Yo también miré, en silencio, a esta persona algún tiempo; pues, aunque reconocí

a Demetria, estaba tan transformada que no pude hablar de sorpresa. La casta

oruga se había metamorfoseado en una resplandeciente mariposa verde con reflejos

dorados. Llevaba un vestido verde claro de un estilo que jamás había visto; pero

sumamente alto de talle, abombado en los hombros y con enormes mangas

acampanadas que llegaban hasta el codo; todo iba profusamente adornado de

finísimos encajes de color crema. Su larga y tupida cabellera, que hasta

entonces la había llevado siempre en dos gruesas trenzas, estaba ahora dispuesta

en grandes rodetes, y éstos coronados por una peineta de carey de unas doce

pulgadas de alto por unas quince de ancho en su parte superior, viéndose como un

gran copete sobre la cabeza. Llevaba en las orejas un par de curiosos aros de

filigrana de oro, que pendían hasta sus desnudos hombros; un collar de medios

doblones en forma de cadena, ceñía su cuello, y en sus brazos llevaba pesados

brazales de oro. Hacia un efecto sumamente original. Probablemente estos adornos

habrían pertenecido a su abuela, unos cien años antes; y aunque el verde claro

no fuera precisamente el color que mejor sentara al pálido rostro de Demetria,

debo confesar, por más que se me considere barbárico en materia de gusto, que al

verla, me sobrecogí de admiración. Vió que yo estaba muy sorprendido y cubrióse

el rostro de rubor; entonces, volviendo otra vez a su habitual serenidad y

sosiego, me invitó a que me sentara a su lado en el sofá. Le tomé la mano y la

felicité por lo buena moza que estaba. Se rió suave y tímidamente, y dijo que,

ya que la iba a dejar al día siguiente, no quería que la recordase sólo como una

mujer vestida siempre de negro. Respondí que siempre la recordaría, no por el

color o estilo de sus vestidos, sino por sus grandes infortunios,

por su virtuoso corazón y por toda la amabilidad que me había mostrado.

Evidentemente, le agradaron mis palabras, y mientras permanecimos sentados,

conversando juntos afablemente, delante de nosotros estaban Santos y la Ramona,

uno de pie y la otra sentada en el suelo, ambos deleitando la vista con la

deslumbradora compostura de su patrona. El embeleso de estos dos era franco e

infantil, y dio un especial sabor al placer que sentía. Parecía agradarle a

Demetria pensar que era buena moza, y se mostró más animada de lo que la había

visto hasta entonces. Aquella antigua compostura, que habría sido motivo de risa

en cualquiera otra mujer, por alguna razón u otra, parecía sentarle a ella muy

bien; quizás fuera debido a que la singular sencillez e ignorancia de las cosas

del mundo que se traslucía en su conversación, y aquella su delicada finura,

habrían impedido que me resultara ridícula, como quiera que vistiese.

Por último, después que hubimos tomado el mate que nos cebó la Ramona, se

retiraron los dos viejos sirvientes, no sin dirigirle muchas prolongadas y

adoradoras miradas a su metamorfoseada patrona. Entonces, sin saber por qué,

nuestra conversación empezó a flaquear, mostrando Demetria cierto encogimiento

mientras que aquella nube de inquietud, que había llegado a conocer tan bien,

cubrió su rostro. Pensando que ya sería tiempo de marcharme, me levanté, y

agradeciéndole el agradable rato que había disfrutado en su compañía, le expresé

el vivo deseo de que su porvenir fuera mas brillante de lo que había sido su

pasado.

—¡Gracias, Ricardo! —repuso, mirando hacia abajo, y dejando su mano permanecer

en la mía—. ¿Pero es necesario que usté se vaya tan pronto?... Hay tanto que

quiero decirle. . .

—Me quedaré con mucho gusto para oír lo que tenga que decirme —dije, sentándome

otra vez a su lado.

—Como listé dice, Ricardo, mi vida ha sido sumamente triste, pero no lo sabe

todo —y aquí llevó el pañuelo a sus ojos Observé que varias hermosas sortijas

adornaban sus dedos y que el pañuelito bordado con que se cubría el rostro era

una verdadera monada con un borde de encaje, pues todo su atavío estaba completo

y en armonía aquella noche. Aun sus curiosos zapatitos estaban bordados con

hebras de plata e iban adornados de grandes rosetas. Después de descubrirse la

cara otra vez, se quedó callada, mirando al suelo y tornándose cada vez más

pálida y afligida.

Dígame, Demetria, ¿en qué puedo servirla? No me imagino qué es lo que la aflige,

pero si es algo en lo que puedo ayudarla, ya sabe que puede hablarme con toda

franqueza.

Es posible que pueda ayudarme, Ricardo. Era de eso que quería hablarle esta

noche. Pero ahora..., ¿cómo es posible hablar?

¡Pero, Demetria! ¿Ni a uno que es su amigo? Ojalá hiciera de cuenta que el

espíritu de su hermano, Calixto, está en mí; pues estoy tan pronto como lo

habría estado él, para servirla; y sé cuanto él la amaba.

Se sonrojó, y por un instante sus ojos encontraron los míos; entonces,

bajándolos otra vez, contestó tristemente:

—¡Es imposible! No puedo decirle más ahora. Se me oprime el corazón de tal

manera, que mis labios se niegan a hablar. ¡Tal vez mañana!

Pero, Demetria, mañana yo me voy y no tendremos oportunidad de hablar. Don

Hilario estará aquí vigilándola, y aunque él está tanto en la casa, no puedo

creer que usted se fíe de él.

Se sobrecogió al oír el nombre de don Hilario y lloró un poco en silencio;

entonces, levantándose repentinamente, me dio la mano y me dijo "buenas noches".

—Todo lo sabrá mañana, Ricardo; sabrá lo mucho que confío en usté y lo poco que

me fío de él. Yo misma no puedo hablar, pero puedo fiarme de Santos, que lo sabe

todo, y él se lo dirá por mí.

Tenía una expresión triste y pensativa en los ojos cuando nos separamos que me

persiguió durante horas. Entrando en la cocina, interrumpí a la Ramona y a

Santos en una consulta secreta. Ambos se sobrecogieron, viéndose sorprendidos;

entonces, después de encender un cigarro y cuando me disponía a salir, se

levantaron y volvieron juntos a su patrona.

Mientras fumaba el cigarro, me puse a reflexionar sobre la noche tan curiosa que

había pasado, preguntándome, muy intrigado, cuál podría ser la secreta aflicción

de Demetria. Yo la llamaba "El misterio de la mariposa verde"; pero era, en

realidad, todo demasiado triste, aun para bromear mentalmente, aunque un poco de

risa, en razón, suele ser la mejor arma con que arrostrar las aflicciones,

teniendo a veces un efecto como el abrir repentinamente un vistoso parasol en la

cara de un toro enfurecido. No pudiendo resolver el problema, me fui a mi pieza,

a dormir por última vez bajo el triste techo de los Peralta.

 

 

XXV

¡LIBRAME DE MI ENEMIGO!

 

 

A la mañana siguiente, como a las ocho, me despedí de los Peralta y continué mi

muy retardado viaje, siempre montado en ese pingo adquirido deshonradamente, que

tan bien me había servido, pues había rehusado el caballo que me ofreciera el

buen Hilario. Aunque todos mis afanes, correrías y muchos servicios a la causa

de la independencia (o por lo que sea que luchen en la Banda) no me habían

ganado un solo centésimo, era algún consuelo pensar que la inolvidable

generosidad de Candelaria me había librado de estar sin dinero; volvía a Paquita

bien vestido, en un espléndido caballo y con suficientes pesos en los bolsillos

para abandonar el país con toda comodidad. Santos me acompaño ostensiblemente

con el objeto de encaminarme en dirección a Montevideo; pero yo sabía, por

supuesto, que era el portador de un importante recado de Demetria. Habiendo

caminado como una media legua sin que él, por su parte, aludiera al asunto, a

pesar de las indirectas que le echara, le pregunté, sin más rodeos, si no tenía

un recado para mi.

Después de reflexionar sobre la cuestión el tiempo suficiente para haber

resuelto un difícil problema matemático, contestó que sí.

—Pues, oigámoslo.

Sonrió burlonamente. —¿Cree usté que este es un asunto del que se puede tratar

en dos palabras? Yo no he venido tuito este camino sólo pa decirle que se ha

dentrao de seca la luna, o que ayer, por ser viernes, ña Demetria no comió

carne. Es un cuento largo, señor.

—¿Cuántas leguas de largo? ¿Qué tienes la intención de que dure todo el camino

hasta Montevideo? Mientras más largo es el cuento, más pronto debieras

empezarlo.

—Hay cosas, señor, que son fáciles de contar y otras que no son tan fáciles

—contestó Santos—. ¡Pero contar algo a caballo! ¿Quién hay que pueda hacer eso?

—¿Y por qué no?

—¡Qué pregunta! ¿No ha oservao usté cuando se saca licor de un barril —sea vino

o jugo agrio de naranja pa hacer naranjá, o aun la caña que es blanca y clara—

que sale tuito turbio cuando se remece el barril? Es lo mesmo con nosotros,

señor; nuestro entendimiento es el barril del que sacamos tuito cuanto decimos.

—Y el espiche...

—Por de contao —interrumpió, complacido de mi pronta penetración—; la boca es el

espiche.

—Yo diría más bien que es la nariz la que se parece al espiche.

—No —repuso gravemente—. Usté puede meter mucho ruido con la nariz cuando ronca

o se suena con un pañuelo; pero ésa no tiene puerta de comunicación con el

entendimiento. Las cosas que están en el entendimiento salen por la boca.

—Muy bien —dije, impacientándome—, llama a la boca espiche, agujero o lo que

quieras, y a la nariz sólo un adorno. La cuestión es ésta: doña Demetria te ha

confiado un licor para que me lo entregues a mí; pues, entrégamelo, claro o

turbio, esté como esté.

—Turbio sí que no —repuso testarudamente.

—Pues bien; dámelo claro, entonces —grité.

—Pa dárselo claro es preciso que se lo dé a pie y no a caballo; sentao

tranquilamente y no moviéndome.

Deseando terminar cuanto antes el asunto, refrené mi caballo, me apeé de un

salto y me senté en el pasto sin decir otra palabra. El hizo lo mismo, y después

de arreglarse cómodamente, sacó su tabaquera y empezó a liar un cigarrillo. No

podía enojarme con él por esta nueva demora, pues un oriental hallaría difícil

concentrar sus pensamientos sin el consolador y estimulante cigarrillo.

Dejándole que cumpliese sus instrucciones a su propio y afanoso modo, desfogué

mi irritación en el pasto, arrancándolo a puñados.

—¿Por qué hace usté eso? —preguntó, sonriendo burlonamente.

—¿Qué? ¿Arrancar el pasto? ¡La pregunta tuya! Cuando uno se sienta en el pasto,

¿qué es lo primero que hace?

—Armar un cigarrillo —repuso.

—En mi país uno comienza a arrancar el pasto.

—En la Banda Oriental dejamos el pasto pa que se lo coman las bestias.

Desistí inmediatamente de arrancar más pasto, porque era evidente que le

distraía, y encendiendo un cigarrillo, me puse a fumar tan apaciblemente como

fuera posible.

Por fin, empezó: —No hay en tuita la Banda Oriental un individuo pior que yo pa

espresarse.

—Está diciendo la pura verdad, amigo.

—¿Pero qué hemos de hacerle, señor? —continuó, con la mirada en el espacio y

haciendo tanto caso de mi interrupción como hiciera un hunter que va a saltar

una alta valía, al oír comentar el tiempo—. Cuando uno no puede conseguir un

facón, toma unas tijeras viejas de esquilar, las parte en dos, y con una de las

hojas se hace un estrumento que tiene que servirle de facón. Lo mesmito pasa con

ña Demetria; no tiene a naides más que a su pobre Santos que platique por ella.

Si me hubiese pedido que espusiera mi vida en su servicio, lo podría haber hecho

fácilmente; pero hablar en su nombre a uno que puede leer el almanaque, y conoce

los nombres de tuitas las estrellas en el cielo, ¡vaya, señor!, eso sí que me

mata. ¿Y quién mejor que mi patrona ha de saber eso, ya que me ha tratao

íntimamente dende que era una niñita, y que tantas veces he llevao en brazos?

Sólo puedo decirle esto, señor: cuando yo hablo, ricuérdese que soy pobre, y que

ña Demetria no tiene otro estrumento sino mi pobre lengua, pa decirle, lo que

ella quiere. ¡Qué palabras no me ha dicho que le diga! Pero mi memoria del

diablo las ha olvidao tuitas. ¿Qué puedo hacer en este trance, pues, señor? Si

yo quisiera comprarle su flete a mi vecino, y juese ande él y le dijera:

"Véndame su pingo, vecino, porque me he enamorao de él y mi corazón está enfermo

de ganas de tenerlo, ansina que se lo compro cueste lo que cueste", ¿no sería

eso una locura, señor? Pues yo tengo que hacer el mesmo papel de ese loco. He

venido con usté pa algo, y tuitos los términos de ña Demetria, que eran como

flores raras cortadas en un jardín, los he perdido por el camino. Ansina que

sólo puedo decirle esto que mi patrona quiere, poniéndolo en mis palabras tan

brutas, que son como las flores silvestres que yo mesmo he agarrao tantas veces

en el llano, y que no tienen ni olor ni lindura que las recomiende.

Este curioso preámbulo no avanzó mucho la cosa, pero tuvo el efecto de estimular

mi curiosidad, y convencerme de que el mensaje que Demetria había encomendado a

Santos era de muy grave importancia. Este había fumado su primer cigarrillo y

ahora empezó lentamente a liarse otro, pero esperé pacientemente que hablara,

habiendo desaparecido mi irritación, pues no carecían de cierta hermosura

aquellas "flores silvestres", y su amor y fidelidad a su infortunada patrona las

hacían muy olorosas.

Luego continuó: —Señor, usté le ha dicho a mi patrona que es un hombre pobre;

que esta vida de campo le parece a usté muy feliz e independiente: que no hay

cosa que le gustaría más que tener una estancia ande pudiera criar animales y

caballos de carrera y bolear avestruces. Pues, señor, ella ha dao güelta tuito

esto en su cabeza, y como ella puede ofrecerle a usté estas cosas que usté

quere, le pide aura que la ayude en sus alversidades. Y aura, señor, déjeme

decirle esto. La propiedá de los Peralta. se estiende hasta el lago de Rocha;

cinco leguas de terreno, y no hay nada mejor en tuito este departamento. Antes

tenía mucha hacienda. Teníamos millares de cabezas de ganao y yeguas; pues en

ese tiempo gobernaba al país el partido de mi patrón; los Coloraos estaban

encerraos en Montevideo, y aquel gran asesino degollador, Frutos Rivera, nunca

se aparecía por estos laos. Del ganao sólo queda una punta, pero el terreno es

una fortuna pa cualquier hombre, y cuando muera mi patrón, ña Demetria lo hereda

tuito. Hasta aura mesmo es de ella, dende que su padre ha perdido el mate como

usté ha visto. Aura, déjeme contarle lo que pasó hace años. Don Hilario jué

primero un pión..., un muchacho pobre a quen el patrón favoreció. Cuando creció,

lo hizo capataz y después, mayordomo. Mataron a don Calísto y el coronel se

volvió loco y entonces don Hilario se hizo juerte, haciendo lo que quería con su

patrón y no haciendo caso de la autoridá de ña Demetria. ¿Cree usté que cuidó

los intereses de la estancia? Al contrario, señor, estaba de parte de nuestros

enemigos y cuando vinieron como perros pa agarrarse nuestra hacienda, él estaba

con ellos. Esto lo hizo pa hacerse amigo del partido en el poder, cuando los

Blancos habían perdido. Aura, él ouere casarse con ña Demetria, pa hacerse dueño

de la estancia. Don Calisto está muerto y, ¿quién hay que le ponga cencerro al

gato? Aura mesmo, hace como si juera el verdadero dueño y patrón, compra y vende

y la plata es suya. A mi patrona apenas le da pa comprarse un vestido; ella no

tiene ni flete en que montar y está como presa en su propia casa. La aguaita

como un gato a un pajarito encerrao en un cuarto; si sospechara que ella tenía

la intención de arrancarse, la mataba. Le ha jurao que a menos que se case con

él, la mata. ¿No es terrible esto? ¡Pues, señor, ella le pide a usté que la

libre de este hombre! He olvidao sus palabras, pero afigúrese que la ve hincada

de rodillas delante de usté, y que usté sabe lo que está haciendo, y ve moverse

sus labios, aunque no oiga sus palabras.

-¡Dime cómo puedo salvarla, Santos! —pregunté, habiéndome conmovido

profundamente lo que había oído.

—¿Cómo? Llevándosela por la juerza, pues, señor; ¿compriende? ¿No podría usté

volver en unos cuantos días con dos o tres amigos que lo ayudaran? Claro que

usté deberá venir disfrazao y armao. Si me incuentro por ay cerca, haré lo que

puedo pa proteger a ña Demetria, pero usté podrá voltearme fácilmente y

aturdirme..., ¿compriende? Don Hilario no debe saber que estamos metidos

nosotros. No hay pa qué tenerle miedo, pues aunque es bastante valiente pa

amenazar a una mujer, cuando ve hombres armaos, es como un perro cuando oye

tronar. Entonces usté puede llevársela a Montevideo y la escuende allá. Lo demás

será muy fácil. Don Hilario no podrá hallarla; la Ramona y yo cuidaremos al

coronel y cuando él no vea a su hija, tal vez la olvide. Entonces, señor, no

habrá ninguna dificultá en cuanto a la propiedá, ¿pues quén puede ir en contra

la ley?

—¡No te entiendo, Santos! Si doña Demetria quiere que yo haga lo que tú dices, y

no hay otro medio de librarla de las persecuciones de don Hilario, lo haré. Haré

cualquier cosa por servirla y no temo a ese canalla de Hilario. Pero cuando la

haya escondido, ¿quién hay en Montevideo, donde no tiene amigos, que vele por

sus intereses y vea que no le quiten su hacienda? Yo la puedo librar, pero eso

es todo.

—Pero, señor, si es que la propiedá será lo mesmo que suya cuando se case con

ella.

¡Ni en sueños podría haberme imaginado con lo que salió Santos, y me sorprendió

sobremanera!

—¿Quieres decirme, Santos, que doña Demetria te ha mandado para decirme esto?

¿Cree que sólo casándome con ella puedo yo librarla de ese ladrón y salvar su

propiedad?

—Pero si no hay otro modo, pues, señor. Si se pudiera hacer de otra laya, ¿cree

usté que no le habría hablao ella mesma y esplicao tuito anoche? Piense, no más,

señor, que tuita esta gran propiedá será suya. Si no le gusta este departamento,

entonces, por usté ella vendería todo, pa comprarle una estancia en cualquier

otra parte, o pa hacer lo que le dé gusto y gana. Y yo le pregunto esto a usté,

señor: ¿podría un hombre casarse con una mujer más güena?

—¡No!; pero, Santos, no puedo casarme con tu patrona. Entonces recordé, con

bastante pena, que no le había dicho a Demetria casi nada de mí mismo. Viéndome

tan joven, vagando por el país, sin casa ni hogar, me había tomado,

naturalmente, por soltero; y pensando, quizás, que me cayera en gracia, había

sido impelida, en su desesperada situación, a hacerme esta propuesta. ¡Pobre

Demetria! ¿Sería posible que no hubiese salvación para ella?

—¡Amigo! —dijo Santos, olvidando el ceremonioso señor, en su solicitud por

servir a su patrona—, no hable nunca sin pensar bien primero en tuitas las

cosas. No hay mujer como ella. Si usté no la quere aura, la querrá cuando la

conozca mejor; ningún hombre güeno podría dejar de quererla. Usté la vió anoche

en ese vestido de seda verde, con esa gran peineta de carey y aquellos aros de

oro.. ., ¿no le pareció que se vía elegante, señor, y muy dina de ser su mujer?

Usté ha estao en tuitas partes y habrá visto a una porción de mujeres, y tal vez

en algún país lejano habrá visto una más bonita que mi patrona. ¡Pero, señor,

piense no más en un momento en la haya de vida que ha llevao! Los sufrimientos

la han puesto pálida, flaca y ojerosa. Pero, ¿podrán salir, me pregunto yo, la

risa y la alegría de un corazón afligido? Otra vida cambiaría todo eso; sería

una flor entre tuitas las mujeres.

El pobre viejo y simplote de Santos se había menospreciado en exceso; el amor a

su patrona había inspirado en él una elocuencia que me había llegado hasta el

fondo del alma. ¡Y la pobre Demetria, impulsada por su triste y difícil

situación y atormentadores recelos, se había visto precisada a hacer vanamente a

un extraño esta propuesta tan ajena de una mujer. Pero, después de todo, no era,

que digamos, tan ajena; porque en todo país donde la mujer no es una abyecta

esclava, se le permite, en ciertas ocasiones, ofrecer su mano a un hombre. Es

así aún en Inglaterra, donde la sociedad es como un enorme Clapham Junction, con

seres humanos que se mueven siempre como carros y vagones sobre los rieles

inmutables impuestos por las conveniencias sociales, y que sólo pueden abandonar

exponiéndose a una horrible colisión, Y jamás fue tal declaración más

justificable que en este caso de Demetria. Alejada, en su triste páramo, del

trato de los hombres, perseguida por vagos temores, ofrecía dar su mano, junto

con una gran fortuna, a un aventurero sin un centavo. Ni tampoco habla hecho

esto antes de haber llegado a amarme, y de creer, tal vez, que el sentimiento

fuera correspondido. También había esperado hasta el último momento, sólo

declarándose cuando ya había perdido toda esperanza de que la declaración

viniese de mi parte. Esto explicaba la recepción de la noche anterior; el lujoso

traje de otros tiempos que había vestido par ganar favor a mis ojos; la

expresión tímida y pensativa de su mirada, la hesitación que no podía vencer.

Cuando me hube repuesto del primer sobresalto, sólo podía sentir el mayor

respeto y compasión por Demetria, deplorando amargamente que no le hubiese

contado toda mi pasada historia, de modo que se hubiera evitado la vergüenza y

la pena que ahora tendría que pasar. Estos tristes pensamientos cruzaron por mi

magín mientras Santos se dilataba en las ventajas que me aportaría tal alianza

hasta que le interrumpí.

—No diga más, amigo, pues le juro, Santos, que si por mí fuera, tomaría a

Demetria con placer por esposa, siendo tanto lo que la admiro y aprecio; pero

estoy casado. ¡Mira esto! Es el retrato de mi mujer —y sacando del pecho una

miniatura que siempre llevaba colgada al cuello, se la pase.

Me miró fijamente durante un rato, sorprendido y en silencio, y tomó el

medallón; mientras lo contemplaba embelesado, reflexioné sobre lo que había

oído. No podía pensar por un momento en abandonar a esta pobre mujer que se me

había ofrecido con toda su fortuna, sin hacer algún esfuerzo por librarla de su

triste situación. Me había cobijado bajo su techo, cuando yo estaba necesitado y

en peligro, y el ofrecimiento que acababa de hacerme, acompañado de una prueba

tan convincente de su confianza y cariño, habría tocado el corazón del hombre

más empedernido sobre la tierra, y le habría hecho, a pesar de su índole, su

ferviente paladín.

Por último, Santos me devolvió la miniatura, con un suspiro.

—En mi vida han visto estos ojos una cara como esa. ¡No hay más que decir,

señor!

—Queda mucho que decir, Santos —repuse—. He pensado en un plan muy fácil para

ayudar a tu patrona. Cuando le des cuenta de nuestra conversación, dile que se

acuerde de la oferta que le hice anoche de ayudarla. Le dije que sería su

hermano, y cumpliré mi promesa. Ustedes tres no han podido pensar en un mejor

plan para librar a doña Demetria que este que me acabas de decir; pero, después

de todo, es un plan muy malo y lleno de dificultades y peligros para ella. Mi

plan es mucho más sencillo, y también más seguro. Dile que salga esta noche a

las doce, después que se haya entrado la luna, y que me encuentre debajo de los

árboles detrás de la casa. Yo estaré allí, esperándola con un caballo para ella,

y me la llevaré a un lugar seguro donde pueda esconderse y donde don Hilario

jamás la podrá encontrar. Una vez fuera de su poder, habrá tiempo de sobra para

pensar en algún medio que le obligue a salir de la estancia y para poner todo en

orden. ¡Vete, Santos!, y que no vaya a faltar doña Demetria a la cita; dile que

lleve alguna ropa y un poco de dinero si lo tiene; también que no olvide sus

alhajas, porque no sería seguro dejarlas, con don Hilario en la casa.

Santos quedó entusiasmadísimo con mi plan, que era tanto más práctico, aunque

menos romántico, que el que habían fraguado aquellos tres ingenuos

conspiradores. Estaba por dejarme, el corazón lleno de esperanzas, cuando

exclamó de repente:

—Pero, ¡por Cristo, señor! ¿De ande va a sacar usté una silla de mujer pa ña

Demetria?

—Déjame todo eso a mí, Santos. —Entonces nos separamos, él para volver junto a

su patrona, quien sin duda lo esperaba ansiosa por saber el resultado de nuestra

conversación, y yo para pasar lo mejor posible las próximas quince horas.

 

 

XXVI

C L E T A

 

 

Después de separarme de Santos, caminé hasta que llegué a un monte como a veinte

cuadras al este de la carretera, y atravesándolo examiné el paisaje al otro

lado. La única habitación en la vecindad era el solitario rancho de un pastor,

situado en un llano abierto y poblado de amarillentos pastos, en el que pacía

una majada de ovejas, esparcidas aquí y allá, y algunos caballos. Resolví

quedarme en el monte hasta mediodía, en seguida ir al rancho a almorzar, y

ponerme a buscar, en las cercanías, un caballo y una silla de mujer. Después de

desensillar mi caballo y de atarle a un árbol en cuyo rededor crecía algún pasto

y otras hierbas, encendí un cigarro y me tendí cómodamente a la sombra sobre mi

poncho. Luego llegó de visita una bandada de urracas, ave graciosa y locuaz,

semejante a la urraca europea, pero de cola más larga y pico rojo abultado.

Estas aves mal criadas se ocultaron entre las ramas sobre mi cabeza todo el

tiempo que permanecí en el monte. Me riñeron tan incesantemente con sus agudas

notas ensordecedoras, que se alternaban con estridentes pifias y quejidos que

apenas pude oírme ni aun pensar Luego, lograron atraer al lugar a todas las

otras aves al alcance del oído para que tomasen parte en la demostración. Esto

era, por poco decir, sumamente desrazonable de parte de ellas, pues era ya bien

pasada la época en que se crían, de modo que no podía alegarse, en defensa de su

gros era conducta, la solicitud maternal. Los otros pájaros -tángaras, mixtos y

tiranos rojos, blancos, azules, grises, amarillos y de mezclados colores- eran,

debe confesarse, menos fastidiosos, por que después de dar algunos saltitos,

gritos, chirridos y gorjeos, ellos muy atinadamente se alejaron, pensando, sin

duda, que sus amigas las urracas estaban metiendo demasiada bulla sin haber para

qué. Mi única visita mamífera fué un mataco que vino caminando muy de prisa en

mi dirección; semejaba singularmente a un caballerito anciano, cargado de

espaldas, en una vieja leva, trotando activamente, aquí y allí afanado en algún

negocio muy importante. Avanzó hasta unos tres metros de mis pies; entonces, se

detuvo, y pareció estar asombrado sobremanera de mi presencia; me examinó,

pestañeando con sus ojuelos legañosos y semejando, aún más que antes, un

caballero anciano y andrajoso. En seguida se fué al trote por entre los árboles

para luego volver otra vez y hacer una segunda inspección; después de eso estuvo

yendo y viniendo hasta que, inadvertidamente prorrumpí en una fuerte carcajada;

así que sucedió esto, se escabulló alarmadísimo y no volvió más Sentí haber

asustado a este tipo, tan divertido y original, pero me hallaba en ese estado de

ánimo excesivamente jovial en que uno revienta de risa a la menor provocación.

¡Y sin embargo, aquella misma mañana, la súplica de la pobre Demetria me había

conmovido hasta el fondo el alma, y en ese preciso momento estaba embarcado en

una aventura sumamente quijotesca y, quizás, aún hasta peligrosa! ¡Acaso el

hecho mismo de tener por delante aquella aventura me habría producido en la

mente un efecto estimulador, e impedía que estuviese triste o que aun me portara

con circunspecta seriedad!

Después de pasar un par de horas a la amena sombra, el humo azulino que ascendía

desde el rancho me anunció que se aproximaba la hora del almuerzo. Ensillé mi

caballo y fui a hacer mi visita de mañana, aclamando las urracas mi partida con

estrepitosas y burlonas pifias y silbidos, como para avisarles a sus otros

amigos emplumados que, por último habían logrado hacerme insoportable su

querencia.

En el rancho me recibió un mocetón de aspecto un tanto arisco, de pelo largo y

bigotes negros, con un pañuelo morado de cotón cañido en la frente, en vez de

sombrero. No parecía estar muy contento con mi visita, y me convidó a que me

apeara con cierta aspereza. Le seguí a la cocina, donde su morena mujercita

estaba preparando el almuerzo, y luego que la vi, colegí que fuera su hermosura

la que motivaba su manera inhospitalaria para, con un extraño Era

extraordinariamente bonita, con una piel morena suave y seductora, y unos labios

de botón de rosa entreabiertos, de un rico color purpúreo y cuando reía que era

a menudo, sus dientes relucían come perlas. Su pelo crespo de negro azabache

colgaba suelto y en desorden, pues parecía una lindura muy descuidada; pero

cuando me vio entrar en la pieza se sonrojó sacudió su abundante cabellera y en

seguida, se tocó cuidadosamente los aros que pendían de sus orejas, como para

cerciorarse de que se hallaban bien seguros, y quizás fuera para atraer mi

atención hacia ellos. Las miradas frecuentes que me lanzaban sus rientes ojos

oscuros luego me convencieron, de que era una de aquellas encantadoras

mujercitas -encantadoras, eso es, cuando son la esposa de otro- que jamás están

conformes con sólo la admiración del marido.

Había acertado muy bien la hora de mi llegada, pues el cordero asado sobre las

brasas comenzaba a adquirir un color dorado oscuro, y estaba despidiendo una

deliciosísima fragancia. Durante el almuerzo, que. se sirvi6 en seguida,

entretuve a mis oyentes, como así a mi mismo, contándoles algunas inocentes

mentiras, y comencé por decirles que venía de vuelta de Montevideo a Rocha.

El pastor me advirtió sospechosamente, que no me hallaba en el camino a Rocha.

Repuse que lo sabía y les expliqué que había tenido un percance la noche

anterior, trayendo como resultado el que me extraviara del camino. Hacía muy

pocos días proseguí, que me había casado; al decir yo esto el pastor se mostró

muy aliviado mientras que la picaruela de su mujercita, parecía perder, de

repente todo su interés en mí.

-Como mi mujer es sumamente aficionada a andar a. caballo -continué-, ha estado

muy empeñada en que le compre una silla de montar; así que teniendo que ir a la

ciudad por negocios, le compré una. Ayer por la noche volvía con la silla puesta

sobre un caballo de tiro que conducía -el de mi mujer, desgraciadamente-, cuando

me detuve a comer algo en una pulpería por el camino. Mientras comía un pedazo

de pan con salchichón, un borracho que allí se hallaba, empezó muy

imprudentemente a prenderles fuego a unos cohetes, así que algunos de los

caballos atados al palenque se espantaron, rompieron las riendas y escaparon.

Con ellos, escapó, también con la silla puesta, el de mi mujer, así que montando

en el acto mi caballo, salí tras é1 a escape, pero no logré alcanzarlo. Por

último se juntó con una caballada y espantándose ésta huyó con ellos; le seguí

algunas leguas, hasta que le perdí de vista en la oscuridad.

-Si su mujer, amigo, tiene la mesma disposición que la mía -dijo, con una

tristona sonrisa-, usté habría seguido a ese caballo con la montura de mujer,

hasta el mesmo infierno.

-Lo que sí puedo decir -repuse, gravemente-, es esto: que sin silla de mujer,

buena o mala, no me presentaré delante de ella. Pienso preguntar en cada casa

por el camino de aquí a Lomas de Rocha, hasta que encuentre una que esté en

venta.

-Y cuánto daría usté? -presentó el. pastor, empezando a interesarse.

-Eso depende del estado en que se encuentre. Si está como nueva, daría lo que

costó y otros dos pesos encima.

-Yo sé de un recao de mujer que Costó diez pesos hace un año y que jamás ha

sido, usao. Pertenece a una vecina nuestra que vive como a tres leguas de aquí.

y me parece que lo vendería.

-Dígame dónde setá la casa e iré directamente y le ofreceré doce pesos por é1.

-¿Hablás vos del recao de ña Petrona, Antonio? -le presentó su mujercita-. Ella

lo vendería por lo que pagó..., tal vez hasta por ocho pesos. ;Ay, cabecita de

chorlo! ¿Por qué no pensaste vos en ganarte tuita. esa comisión? Entonces,

podría haberme comprao yo un par de zapatillas y mil otras cosas!

-!Vos nunca estás Contenta, Cleta! -repuso su marido-. ¿No tenés puestas las

zapatillas?

Levantó y mostró un bonito pie encerrado en una zapatillita un tanto estropeada.

Entonces, sonriendo, la lanzó con un movimiento de pie en su dirección.

-¡Tomá! -dijo-, colgátela del pescuezo y guardala...

¡tiene tanto valor!... ... Y cuando vayás otra vez a Montevideo, y querás

lucirte ante todo el mundo, ponétela en el dedo gordo del pie.

-¿Quién espera oír razón de una mujer? -dijo Antonio encogiéndose de hombros.

-!Razónl Vos no tenés más sesos que un pato, Antonio! Podrías haberte ganao esa

plata, pero vos nunca podrás ganar plata como otros hombres, y por eso te

hallarás siempre pobre como ]as arañas. Yo ya he dicho esto muchas veces y sólo

espero que no lo olvidés, porque en adelante pienso hablar de otras cosas.

-¿De ánde podría haber sacao yo los diez patacones y pagarle el recao a ña

Petrona? -repuso su marido, enojándose.

-Amigo -dije-, si usted me puede conseguir la silla, es justo que usted gane

algo. Aquí tiene los diez pesos, y si me ]a compra, le daré dos pesos más para

usted.

Quedó felicísimo con esa oferta, y Cleta, la Volátil dió palmadas de regocijo.

Mientras Antonio se preparaba para ir donde su vecina en busca de la montura,

Salí en dirección de un solitario algarrobo como a unos cincuenta pasos del

rancho y tendiendo mi poncbo en el suelo a ]a sombra, me acosté a dormir la

siesta.

No bien se hubo alejado el pastor, cuando sení un gran ruido que venía de la

casa, como si estuvieran dando golpes a una puerta y a pailas de cobre, pero no

hice caso, suponiendo que fuese Cleta, ocupada en algún quehacer doméstico

excepcionalmente ruidoso. Por último oí una voz que me llamaba: !Señor! !Señor!

Me levanté y me dirigí a la cocina, pero no había nadie De súbito, alguien

golpeó fuertemente a la puerta de comunicación que daba a ]a pieza contigua.

-Ay, amiguito mío! -exclamó la voz de Cleta, detrás de la puerta-, mi bribón de

marido me ha encerrado aquí... ?cree usté que podría sacarme?

-¿Y por qué te ha encerrado? -le pregunté.

-¡Qué pregunta! ¿Por qué ha de ser sino de lo puro bruto que es? Siempre que

sale lo, hace ... ?no le parece a usté una barbaridad?

-Sólo prueba lo mucho que te quiere -repuse.

-¿Es tan cruel usté que vaya a defenderlo? Y yo que creíba que usté tenía guen

corazón... !y tan guen mozo también! Apenas lo vide, dije yo pa mis adentros:

!Ay! !Si mi hubiese casao con ese hombre qué feliz habría sido mi vida!

-Te doy las gracias por tu buena opinión, Cleta. Siento en el alma que estés

encerrada allá adentro, porque me impide ver tu bonita cara.

-¡Ah! ?Usté la encuentra bonita? Entonces, tiene que sacarme de aquí dentro.

Aura me he hecho un moño y me veo más bonita que cuando usté me vió.

-¡No, no! Te veo más bonita con el pelo suelto!

-¡Pues, me lo soltaré otra vez! -exclamó- !Sí! !Tiene usté razón, ansí se ve

mejor! Es lo mesmo que seda, no?

¡Lo dejaré que lo toque pa. que vea, cuando me saque de aquí!

-Pero eso no puedo hacerlo, Cletita mía. Tu Antonio se ha Ilevao la llave.

-!Oh, qué hombre tan brutol No me ha dejao ni una sola gota de agua aquí dentro

y me estoy muriendo de sé. ?Qué hago? iMire! Le pasaré la mano por aquí debajito

de la puerta pa que usté sienta. lo caliente que está; estoy que me quemo viva

en este horno del calor y la sé que tengo.

Luego apareció a mis pies su manita morena, habiendo entre el piso y la puerta

suficiente espacio por donde pasarla. Me incliné y la tomé en la mía,

encontrándola húmeda y caliente, con el pulso latiendo con suma rapidez.

-¡Pobrecita! -dije-, echaré un poco de agua en un plato y te lo pasaré por debajo

de la puerta.

-!Qué malo es usté pa insultarme de esa manera! -exclamó-. ¿Es que me toma usté

por un gato? Estoy que me ahogo... no puedo respirar. ¡Podría llorar a mares!-;

aquí se oyeron algunos sollozos-. Además -continuó, de súbito- es aire fresco lo

que me hace falta y no agua. Estoy sofocándome... no puedo respirar. ¡Ay,

amiguito lindo de mi alma, sáqueme de aquí antes de que me desmaye! ;Rempuje la

puerta hasta que salte la chapa!

-¡No, no, Cleta! No es posible hacerlo!

-¿Qué? ¿Con su juerza? Hasta yo mesma casi podría hacerlo con mis pobres

manitas. jAy, abra! iAbra! Abra! Antes de que me desmaye!

Después de esta súplica, pareció haberse dejado caer al suelo y sollozaba;

mirando alrededor en busca de algún utensilio del que me pudiera servir,

encontré el asador y un trozo de madera dura en forma de cuña Introduje éstos

por arriba y debajo del cerrojo, y forzando la puerta para adentro luego, tuve

la satisfacción de ver saltar la chapa.

-Cleta se precipitó fuera con sus mejillas vivamente encendidas, sus ojos

anegados en lágrimas y los cabellos todos revueltos, pero riéndose alegremente

al haber recobrado su libertad.

-¡Oh, amiguito, lindo, yo creiba que usté me iba a dojar encerrá! -exclamó-.

jAy, qué agitada estoy... póngame la mano aquí no más y sienta cómo me palpita

el corazón! iNo importa, aura me la va a pagar ese miserable! ?No le parece a

usté que será dulce vengarse?

-Bueno, pues, Cleta -dije-, toma ahora tres buenos resuellos de aire fresco y un

trago do agua, y en seguida déjame encerrarte otra vez.

Se rió burlonamente y sacudió su cabellera, como un bagual sacude sus crines.

-iAh!, usté está diciendo eso por broma... ¿Cree usté quo yo no sé? -exclamó-.

Sus ojos me lo dicen tuito. Y, además, aunque quisiera hacerlo, no podrá

encerrarme otra vez-. Aquí se lanzó de repente hacia la puerta, pero la agarré y

sujeté estrechamente.

_iSuélteme, monstruo! No! No! No! Usté no es un monstruo, sino mi amiguito lindo

como... lindo como la... luna, el sol y las estrellas! Ah, que me muero por un

poco, de aire? Tendré que meterme otra vez en el horno antes de que llegue de

guelta mi marido. ¡Si me pillara. aquí ajuera, guena la soba que me daría!

¡Venga!, vamos, a sentarnos juntitos debajo del árbol.

-Eso sería desobedecer a tu marido -dije, tratando de poner una cara severa.

_iQué importa se lo confesaré tuito al padre confesor algún dia, y entonces será

como si no hubiese sucedido. ¡Puf qué marido! Si usté no juese hombre casao...

¿De verita que es casao usté? ¡Qué lástima! ¡Mire, dígame otra vez! ¿De veras que

me encuentra. bonita?

-Mira, Cleta, dime primero: ¿tienes tú un caballo que lo pueda montar una mujer?

Y si lo tienes, ?quieres vendérmelo?

-¡Vaya si tengo uno! Y es el mejor flete do tuita la Banda Oriental. Dicen que

vale seis pesos... ¿Me pagaría usted seis pesos por él? ¡No! No quiero venderlo!

... Ni tampoco le diré si tengo caballo mientras usté no me conteste. Dígame,

señor, soy bonita yo?

-Dime primero del caballo, y luego podrás preguntarme lo que quieras.

-No le digo nada más tampoco, ni una palabra. ¡Vaya, le diré tuito! ¡Oiga!

Cuando guelva Antonio, pídale que le venda un caballo que pueda montar su mujer.

Con siguridá que él tratará de venderle uno propio, un demonio tan lleno de

mañas como su mesmo patrón; manco en el encuentro, viejo como el viento sur y

tropezón. ¡Ricuerde que ese es un overo negro! Pídale que le venda el malacara.

Ese es mi flete. Ofrézcale seis pesos. Aura, dígame, soy bonita?

-Eres lindísima, Cleta; tus ojos parecen estrellas, y tu boca es un botón de

rosa mil veces más dulce que la miel.

-Aura si que está hablando como un hombre inteligente -dijo riendo, y tomándome

de la mano, me condujo al árbol y se sentó sobre el poncho, a mi lado.

-Qué edad tienes, niña? -le pregunté.

-Catorce ... ¿es eso muy vieja? jAy, qué tonta yo pa decirle mi edá! Una mujer

nunca. debe hacer eso ¿Por qué no le diría trece? Hace seis meses que estoy

casada. ¡Qué tiempo tan largo, por Dios! Estoy sigura que ya me han de estar

saliendo pelos verdes, azules, amarillos y blancos por tuita la cabeza. Y mi

pelo, señor; entoavia no me ha dicho qué le parece, y -eso que me lo bajé

especialmente pa usté! ?No lo encuentra muy lindo y muy suave?

-De veras, Cleta, que es muy lindo y suave, y te cubre como un nubarrón.

¿No es cierto? ¡Mire! Me taparé la cara con él. Aura estoy escondida como cuando

está la luna detrás de una nube, y aura, ¡mire sale la luna otra vez! Me gusta

mucho la luna. Dígame, santo padre, me parezco a la luna?

-Dime, labios de almíbar, por qué me llamas santo padre?

-Dígame primero, santo padre, soy yo como la luna?

-No, Cleta, no eres como, la luna, aunque ambas son mujeres casadas; tú con

Antonio.

-¡Pobrecita de mí!

-Y la luna con el sol.

-¡Dichosa la luna que está tan lejos de él!

-La luna es una mujer sosegada, pero tú disparatas como una cotorra.

-Mire, me quedaré tan sosegaíta como la luna -ni una palabra, ni un resuello-.

Entonces se tendió sobre el poncho; luego se hizo la dormida, con los brazos

extendidos sobre la cabeza y el pelo suelto alrededor; uno que otro rizo

sombreaba su encendido rostro y el redondo y palpitante pecho que se negaba a

sosegarse. Asomaba a sus labios la sospecha de una burlona sonrisa, y chispeaba

un relumbre de los ojos por debajo de ]as pestañas medio cerradas, pues no podía

dejar de observarme la cara para ver si la estaba admirando. En tal postura. la

tentadora y pícara hechicera bien podría haber hecho hervir la tibia sangre de

un ascético.

Así pasaron volando dos o tres horas mientras escuchaba su animada plática, que,

como el canto de la alondra apenas tenía una pausa; su esfuerzo por estarse

tranquila como la luna había fracasado desastrosamente. Por último, haciendo

pucheritos con sus lindos labios y quejándose de su triste destino, dijo que era

tiempo que volviera a su prisión; pero todo el tiempo que estuve tratando de

volver a meter el pestillo en su lugar, no dejó por un solo momento de

chacharear.

¡Adiós, sol, marido de la luna! ¡Adiós, amiguito lindo, comprador de monturas de

mujer! -¡Fueron tuitas mentiras esas! ... ¡A mí naides me engaña! Usté quere un

caballo y una montura de mujer pa arrancarse con alguna niña esta noche ¡Dichosa

ella! Aura tengo que quedarme en la escuridá, solita mi alma, hasta que ese

burro de Antonio venga a sacarme con su vieja llave de fierro. . . ¡Ay, tonta de

mí!

Antes de que hubiese esperado mucho tiempo bajo el árbol, se apareció Antonio a

caballo trayendo triunfalmente por delante, la silla. Después de entrar en el

rancho para soltar a su mujer, vino adonde yo estaba y me convidó a tomar un

cimarrón. Entonces le dije que me gustaría comprar un buen caballo: claro que

estaba muy deseoso de venderme uno, y a los pocos minutos arreó sus caballos

donde yo estaba, para que escogiera. Primero me ofreció el overo negro, animal

muy hermoso, sosegado y, al parecer enteramente sano. Reparé que el malacara era

huesudo, de lomo largo, Ojos medio dormidos y el cuello como el de un carnero.

¿Sería posible que aquella hechicera de Cleta estuviese engañándome ? Pero en el

acto rechacé tal sospecha con el desdén que merecía. Por muy falsa que sea una

mujer y aunque pueda engañar a su marido a su gusto, siempre será, en

comparación con el hombre que quiera vender un caballo, la franqueza y la verdad

personificada. Examiné críticamente al overo, haciéndole caminar y trotar; le

miré ]a dentadura, luego los cascos y las articulaciones entre la rodilla y la

cuartilla, tan propensas a las aventaduras; le observé atentamente los ojos, y

le dí, de repente, un rebencazo en el lomo.

-No le encontrará ningún defecto, señor -dijo el embustero de Antonio, quien

era, con seguridad, el mayor pecador de los tres de nosotros allí presentes-. Es

el mejor flete que tengo, tiene sólo cuatro años es manso como un cordero y

enteramente sano. Nunca tropieza, señor, y tiene un paso tan suavecito que lo

puede galopiar  llevando un vaso de agua en la mano sin desparramar una sola

gota. ¡Vaya! Se lo doy regalao por diez pesos, porque usté ha sido tan generoso

en eso del recao y quero mucho servirlo bien.

-Muchas gracias, amigo -le dije-. Su overo tiene quince años, está manco del

encuentro, es corto de resuello y tiene más mañas que cualesquiera otros fletes

en toda la Banda Oriental. Por nada permitiría que mi mujer montase en un bruto

tan peligroso como éste, pues, como le he dicho, no hace mucho que estoy casado.

Antonio fingió una expresión de sorpresa como quien ha recibido una injuria;

entonces, con la punta de su facón, rasguñó una cruz en la tierra; estaba a

punto de jurar solemnemente sobre ella que yo estaba enteramente equivocado y

que su mancarrón era una especie de ángel equino, o por lo menos un Pegaso,

cuando le interrumpí:

-Dígame todas las mentiras que usted quiera, amigo, y le escucharé con el mayor

interés; pero no jure sobre la cruz aquello que es falso, pues entonces los

cinco o seis pesos que se ha ganado con la silla apenas bastarán para comprar su

absolución de un pecado tan grande.

Se encogió de hombros y envainó otra vez el sacrílego facón.

-Ay están mis caballos -dijo Antonio, con tono ofendido-. Son animales a los que

usté parece estar muy avezao; escoja uno y engáñese si quere. Yo sólo he tratao

de servirlo; pero hay alguna gente que no conoce a un amigo cuando lo ve.

Entonces examiné minuciosamente los otros caballos, y por último terminé la

farsa escogiendo el malacara, y me complació reparar la expresión contrariada

que anubló el rostro de mi buen pastor.

-Sus caballos no me convienen -dije-, de modo que no puedo comprar uno a mi

gusto; sin embargo, le compra- esta vaca vieja; porque es el único animal en el

cual confiaría a mi mujer. Le doy siete pesos por él, ni un centésimo más, pues

como el emperador de la China, sólo hablo una vez.

Se quitó el pañuelo morado y se rascó la cabeza, y en seguida me condujo a la

cocina para consultar con su mujer. -Pues, señor -dijo-, por alguna curiosa

fatalidá usté ha escogido el flete de mi mujer-. Cuando oyó Cleta que yo habla

ofrecido siete pesos por su caballo, se rió alegremente.

-¡Mirá, Antonio, vos sabés que sólo vale seis pesos! Si, señor, será suyo y

puede pagarme a mí los siete pesos, no a mi marido. Que se atreva alguien aura a

decir que no puedo ganar plata. Y aura, Antonio, no tengo flete, ansina que

podés darme el bayo con ]as patas blancas.

-¿Qué te has imaginao vos?- exclamó su marido.

Después de tomar un mate, les dejé que arreglaran sus asuntos ellos mismos, no

dudando por un momento cuál de los dos saldría ganando en una prueba de

inteligencia. Cuando llegué a la vista de los árboles de la estancia de Peralta,

desensillé y até los caballos a un arbusto y en seguida me tendí sobre mi poncho

y recado. Después de las zozobras y los placeres de aquel día que me habían

privado de dormir la siesta, me quedé muy profundamente dormido.

 

 

XXVII

LA FUGA DE NOCHE

 

CUANDO desperté, no me di cuenta durante algunos momentos dónde me hallaba.

Tanteando alrededor, mi mano tropezó con el pasto empapado de rocío. Estaba muy

obscuro; pero cerca del horizonte una pálida vislumbre anunciaba, según me

imaginé, un nuevo día. De repente, me volvió a la memoria, y, alarmado, me puse

de pie, descubriendo con indecible alivio que la luz que había visto estaba al

oeste, no al este, y que dimanaba de una luna nueva que precisamente en ese

instante se ocultaba detrás del horizonte. Ensillando a toda prisa los dos

caballos, me dirigí a la estancia de Peralta, y en llegando, los conduje

cautelosamente bajo la sombra. de un grupo de árboles que se erguía en la margen

del antiguo y casi arrasado zanjón.

Tendiéndome en el suelo para oír mejor cualesquiera pasos que se aproximaran, me

puse a esperar a Demetria. Era pasada medianoche; reinaba el más profundo

silencio, salvo de rato en rato, el triste y lejano chirrido de un grillo, que

siempre parecía hallarse allí, como lamentando las perdidas fortunas del solar

de los Peralta. Durante más de media hora me quedé tendido en el suelo,

poniéndome por momentos, más y más inquieto y temiendo que Demetria fuera a

faltar a la cita, cuando por fin sentí algo como un susurro. Escuchando con

atención oí pronunciar mi nombre, y percibí que el ruido procedía de unas altas

matas de Lamonio a unos pocos pasos de distancia.

-¿Quién habla? -pregunté.

La alta y flaca figura de Ramona se irguió de entre la maleza y se aproximó

recelosamente. Estaba temblando de nerviosa agitación y no se había atrevido a

aproximarse sin primero hablar, teniendo ser tornada por un enemigo y que se

disparase contra ella.

-¡Madre de Dios! -exclamó, lo mejor que le permitiera hablar el castañeteo de

sus dientes-. ¡He estao tan agitada tuita la noche! ... ;Ay, señor! ?Qué vamos

hacer aura? ¡Lo que usté había arreglao estaba tan bien! ... Apenas lo oí, supe

que algún Angel del cielo había bajao pa decírselo al oído. ¡Y aura se le ha

metido en la cabeza a mi patrona, de no moverse de aquí! Tuitas sus cosas están

listas ... ropa, plata, alhajas; y hace ya una hora que le estamos suplicando

que salga, pero es al ñudo. No quere verlo, señor

-¿Está don Hilario en la casa?

-No, señor... Ha salido. No podríamos haber tenido una mejor ocasión. Pero es al

ñudo, se ha desanimao y no quiere venir. Ay está sentada llorando en su cuarto,

diciendo que no le puede mirar a la cara a usté otra vez.

-Anda y dile a tu patrona que estoy aquí esperándola con los caballos.

-Pero, señor, si ella ya sabe que usté ha llegao. Santos estuvo aquí ajuerita

aguaitando, y apenas llegó usté se jué a tuita carrera pa avisárselo Aura sólo

me ha mandao pa que le diga que no puede verlo y que está muy agradecida por

tuito lo que usté ha hecho por ella y que le ruega que se vaya y la deje.

No me extrañó mucho que Demetria, a último momento, no hubiese deseado verme,

pero estaba resuelto a no irme mientras no la viera y tratara de hacerla cambiar

de idea. Así que atando los caballos a un árbol, fui con la Ramona a la casa.

Entrando en puntillas, encontramos a Demetria tendida en el sofá, en la misma

pieza donde me había recibido tan singularmente ataviada la noche anterior; a su

lado estaba Santos, la aflicción en persona. En cuanto me vio entrar, se cubrió

el rostro, con las manos y volvi6 la espalda. Sin embargo, bastó una mirada para

demostrar que, con o sin su consentimiento, todo estaba pronto para la fuga. En

una silla cerca de ella había un par de alforjas en las que se habían metido las

pocas cosas que le pertenecían; una mantilla medio le cubría la cabeza, y a su

lado había una gran manta de viaje, destinada, evidentemente, a protegerla del

frío de la noche.

-¡Mira, Santos! Anda a esperarnos allá debajo de los árboles, donde están los

caballos; y tú, Ramona, dile adiós a tu patrona y déjanos solos, porque luego

recobrará su valor y se vendrá conmigo.

Santos, viéndose sumamente aliviado y agradecido, aunque un poco sorprendido del

tono de confianza con que yo hablaba, estaba saliendo precipitadamente de la

pieza cuando le señalé las alforjas. Se inclinó, sonrió burlonamente y

recogiéndolas, se retiró. La pobre vieja de Ramona se echó de rodillas,

sollozando, y clamando, al cielo que bendijera a su patrona, besándole el pelo y

las manos con triste devoción.

Cuando Salió, me senté al lado, de Demetria, pero no quiso quitarse las manos de

la cara o hablarme, y sólo prorrumpía en sollozos cuando le dirigía la palabra.

Por fin logré apoderarme de su mano, y luego, acercándola suavementc hacia mí,

apoyé su cabeza sobre mi hombro. Cuando empezaron a calmarse sus sollozos, dije:

-Dígame, querida Demetria, ¿ha perdido usted su confianza en mí, que ahora teme

venirse conmigo?

-¡No, no, Ricardo- balbuceó-, no es eso! Pero nunca jamás podré mirarlo a la

cara otra vez. ¡Si me tiene alguna compasión, le ruego, por Dios, que se vaya!

-¿Cómo? Dejarla a usted, Demetria, mi hermana, aquí con ese hombre? Cómo puede

imaginarse tal cosa?. Dígame! Dónde está don Hilario? Volverá esta noche?

-Yo no sé nada. Puede volver de un momento a otro. !Por Dios, Ricardo, déjeme!

Cada momento que usted se queda, aumenta su peligro -y diciendo esto trató de

desprenderse de mí, pero no la solté.

-Si usted teme la vuelta de don Hilario, es tiempo de que vayamos caminando

-repuse.

_¡No! ¡No! ¡No! ¡No! es posible! Todo ha cambiado ahora! Me moriría de verguenza

mirarlo a usted a la cara otra vez!

-No sólo me mirará otra vez, Demetria, sino que muchas otras veces. ?Cree por un

momento que después de venir a salvarla de las mandíbulas de aquel culebrón,

vaya ahora a dejarla aquí, sólo porque está un poco tímida? jEscuche, Demetria!

Voy a librarla esta noche de ese demonio, aunque tenga que sacarla en brazos

para afuera por la fuerza. Después podremos pensar en lo que debe hacerse

respecto a su padre y a su propiedad. Tal vez cuando salga el coronel de esta

triste atmósfera se restablezca su salud aun, quizás, su razón.

-¡Oh, Ricardo! ¿No me está usted engañando? -exclamó- bajando las manos y

mirándome de frente.

-No, no la estoy engañando. Y ahora, Demetria, va a perder todo temor, pues me

acaba de mirar y ya ve que no se ha vuelto piedra.

-AI momento se puso colorada; pero no se empeñó más en cubrirse el rostro,

porque en ese momento se oyó el estrépito de los cascos de un caballo que se

aproximaba a la casa.

-¡Madre de Dios! ¡Socórrenos! -exclamó Demetria, aterrorizada-. ¡Es don Hilario!

En el acto apagué la única vela que ardía débilmente en la pieza.

-No tenga miedo. Cuando esté todo tranquilo, después que haya entrado don

Hilario, en su pieza, emprenderemos la huída.

Demetria estaba temblando de susto y se arrimó a mí; mientras escuchábamos

atentamente, oímos a don Hilario desensillar su caballo, y en seguida dirigirse

muy quedo, y silbando por lo bajo, a su pieza.

-Ya ha cerrado la puerta, y en unos pocos minutos más estará durmiendo. Cuando

piensa en ese hombre que le ha hecho la vida un suplicio ~no se alegra que haya

venido a llevármela?

-Me iría de todo corazón con usté esta noche, Ricardo, si no fuera por una cosa.

?Cree después de lo que ha pasado que jamás podría mirar a su mujer en la cara?

-Pero ella no sabrá nada de lo que ha pasado, Demetria. Sería deshonroso de mi

parte y una cruel injusticia a usted hablarle a ella de eso. La recibirá a usted

como a una querida hermana y la amará tanto, como yo. Todas estas dudas y

temores que la inquietan no tienen razón de ser, y pueden ser soplados como, el

vilano del cardo por el viento. Y ahora que me ha confesado tanto, Demetria, yo

también quiero confesarle la única cosa que me tiene intranquilo.

-Dígame qué es, Ricardo -murmuró muy suavemente.

Créame Demetria, que nunca he tenido la menor sospecha de que usted me amara. Su

manera no lo ha mostrado; de otro modo yo le habría contado, mi pasado, mucho

ha. Sólo sabía que me consideraba como a un amigo y uno en quien podia confiar.

Si he estado, equivocado todo este tiempo, Demetria, y si usted ha sentido

verdadero amor por mi, tendré que lamentar amargamente que le haya causado esta

pena. ?No quiere hablarme con entera confianza y decirme con franqueza lo que

siente?

Me acarició la mano un momento en silencio, y entonces contestó:

-Creo que ha tenido razón, Ricardo. Tal vez no sea capaz yo de una pasión como

algunas mujeres. Sentia...sabía que usté era mi amigo. Estar cerca de usté era

como estar a la sombra de un árbol frondoso en algún lugar cálido y solitario.

Pensé que sería agradable estar sentada alli para siempre y olvidar los amargos

años. Pero, Ricardo, si usté va a ser siempre mi amigo... mi hermano, estaré más

contenta, y mi vida me parecerá otra.

-Qué feliz me has hecho Demetria! Vamos! El culebrón está durmiendo,

escabullémosnos y dejémoslo entregado a sus malos sueños. jDios quiera que algún

día pueda volver a aplastarle la cabeza bajo el pie!

Entonces, arrebozándola en la manta de viaje y pisando suavemente, la conduje

afuera, y en unos pocos minutos llegamos junto a Santos, que estaba vigilando al

lado de los caballos.

De muy buena gana le dejé que ayudara a Demetria a montar a caballo, pues aquel

seria probablemente, el último servicio que é1 pudiera prestarle... Creo que el

pobre viejo estaba llorando, tan ronca se sentía su voz. Antes de irnos, le

anoté sobre un pedazo de papel mi dirección en Montevideo, y le pedí que la

llevara a don Florentino Blanco, encargándole en mi nombre que me escribiera en

dos o tres días más, para informarme de los movimientos de don Hilario. Luego

nos fuimos silenciosamente al trotecito sobre el pasto, y en una media hora

dimos con el camino que va de Rocha a Montevideo. Lo seguimos hasta el amanecer,

apenas deteniéndonos una vez en nuestra veloz carrera, y cien veces durante

aquella oscura travesía por un país que me era enteramente desconocido, bendije

a aquella hechicera de Cleta, pues nunca hubo caballo más seguro y firme que el

feo malacara que Ilevaba a mi compañera, y cuando refrenamos nuestros caballos a

la pálida luz de la mañana se veía tan fresco coco cuando salimos. Entonces

dejamos la carretera y anduvimos unas tres leguas en dirección al nordeste, pues

deseaba alejarme de los caminos públicos y de la gente entrometida y chismosa

que los frecuenta. Como a eso de las once llegamos a un rancho, donde

almorzamos; después seguimos caminando hasta llegar a un monte de esparcidos

algarrobos que crecían en la cuesta de una cuchilla. Era un lugar agreste y

solitario, con agua y buen pasto para los caballos y una amena sombra para

nosotros; así que después de desensillar y soltar nuestros caballos a pacer, nos

sentamos a descansar debajo de un árbol grande, arrimándonos a su grueso tronco.

Desde nuestro umbroso retiro, dominábamos una espléndida vista del pals por

donde habíamos atravesado toda aquella mañana y que se extendía a muchas leguas

de distancia; mientras fumaba un cigarro, conversé con mi compañera, llamándole

la atención sobre la hermosura de aquel vasto y asoleado paisaje.

-;Mira, Demetria! Cuando lleguen las largas noches de invierno y tenga bastante

tiempo desocupado, pienso escribir una narración de mis aventuras en la Banda

Oriental, y titularé mi libro La Tierra Purpúrea; pues, qué nombre más a

propósito podría hallarse para un país tan manchado en la sangre de sus hijos?

Claro que nunca lo leerás, porque lo escribiré en inglés y sólo por el placer

que les dará a mis hijos -si es que los tengo- en algún tiempo muy lejano cuando

sus pequeños estómagos morales e intelectuales estén preparados para digerir

otro alimento que la leche. Pero tú ocuparás un lugar muy importante en mi

narración Demetria, porque en estos últimos días nos hemos apegado mucho el uno

al otro. Y tal vez el último capítulo describirá nuestra precipitada carrera

juntos, huyendo de aquel espíritu maligno, Hilario, a algún bendito y lejano

refugio más allá de los cerros, de los montes y de la azulina línea del

horizonte. Porque cuando lleguemos a la. capital, yo creo que... me parece ...

sé, en efecto, que ...

Vacilé entre si decirle o no que probablemente sería necesario que yo abandonase

el país cuanto antes, pero como no me pidiera que prosiguiese, mirando a un

lado, descubri que mi compañera se había quedado profundamente dormida.

!Pobre Demetrial Había estado muy nerviosa toda la noche y apenas quiso

detenerse a descansar en ninguna parte, tan grande era el susto que tenía, pero

por fin su cansancio le había vencido por completo. Su postura arrimada al árbol

era sumamente incómoda e insegura, así que aproximando su cabeza muy suavemente

hasta que descansó sobre mi hombro, y sombreándole los ojos con su mantilla, la

dejé que siguiera. durmiendo- Su cara se veía singularmente cansada y pálida, en

aquella brillante luz del medio día, y contemplándola durmiendo y recordando

todos aquellos lóbregos años de sufrimientos y zozobra que había soportado, sin

olvidar este úlltimo dolor del que yo había sido la inocente causa, se me

empañaron los ojos de lágrimas.

Después de dormir un par de horas, despertó, de repente, asustada, y la afligió

mucho saber que la había sostenido todo ese tiempo. Pero después de aquel sueño

recuperador, pareció efectuarse un cambio en ella. No sólo había desaparecido su

gran cansancio, sino también el temor que la perseguía. De la ortiga el Peligro,

había arrancado la flor Seguridad, y ahora podía gozar de ella y estaba llena de

nueva vida y animación. La inusitada libertad v el ejercicio, junto con el

variante paisaje, también tuvieron un efecto estimulador sobre su cuerpo y ánimo

Un nuevo color se esparció por sus pálidas mejillas; ]as manchas violáceas

debajo de los ojos, que anunciaban días intranquilos y noches en desvelo, luego

desaparecieron; sonrió brillantemente y estaba muy animada, de modo que durante

aquel largo trayecto, ya descansando a la sombra. a mediodía, y galopando a

escape sobre el verde césped, no podría haber tenido una compañera más agradable

que Demetria. Esta transformación me trajo con frecuencia a la memoria aquellas

conmovedoras palabras de Santos, en que describía la mano asoladora de los

sufrimientos, y cómo con otra laya de vida su patrona sería "una flor entre

mujeres". Era un consuelo que su afecto para conmigo hubiera sido sólo cariño,

eso y nada más. Pero ?qué iba a ser con ella cuando llegásemos a Montevideo,

sabiendo, como sabía, que mi mujer estaba muy deseosa de volver sin más demora a

su pals, y resultándome, al mismo tiempo, muy cruel abandonar a la pobre

Demetria entre extraños?

Encontrando su ánimo tan mejorado, me aventuré a hablarle al respecto, primero

se entristeció; pero luego, recobrando valor, me rogó que le permitiésemos

acompañarnos a Buenos Aires. La perspectiva de quedarse sola le era intolerable,

pues no tenía motivos en Montevideo, y los amigos políticos de su familia

estaban todos desterrados o llevando vidas muy retiradas. Al otro lado del Plata

estaría con amigos, y a salvo, durante cierto tiempo de su verdugo. Esta

proposición me pareció muy cuerda y me alivió considerablemente, aunque, por

cierto, sólo servía para allanar la dificultad durante un corto tiempo

solamente.

Como a seis leguas de Montevideo, en el departamento de Canelones, encontré la

casa de un compatriota llamado Baker, quien habia vivido muchos años en el país;

era casado y con familia. Llegamos a su estancia en la tarde, y viendo que

Demetria estaba sumamente rendida con nuestro largo viaje, le pedí al señor

Baker que nos alojara esa noche. Este caballero se portó muy amablemente con

nosotros, no haciendo ninguna pregunta indiscreta, y después de conocernos sólo

unas pocas horas, en las que nos hicimos amigos, le llevé aparte y le referí la

historia de Demetria. Entonces, como hombre de buen corazón, ofreció en el acto

alojarla en su propia casa hasta que pudiesen arreglarse sus asuntos en

Montevideo, oferta que fué muy gustosamente aceptada.

 

 

 

XXVIII

ADIOS A LA TIERRA PURPÚREA

 

 

 

Después de eso, me encontré otra vez de vuelta en Montevideo. Cuando le dije

adiós a Demetria, no parecía querer permitirme ir, guardando mi mano en la suya

un rato inusitadamente largo. Era, tal vez, la primera vez en su vida que fuera

a quedar sola entre gente enteramente extraña, y habiendo nosotros intimado

tanto durante los últimos años, era sólo natural que se arrimara un poco a mi,

al separarnos. Le di otra vez un apretón de manos, exhortándola a que tuviese

valor y alentándola con la esperanza de que en pocos dias más habría pasado todo

el peligro y las dificultades; no obstante, continuó reteniendo mi mano en la

suya. Esta tierna desgana a que la dejara fué conmovedora además de halagüeña,

pero un poco inoportuna, pues estaba deseoso de estar a caballo y en camino.

Luego, mirando la ropa algo usada que Ilevaba puesta, dijo:

-Ricardo, si voy a quedar escondida aqui hasta que me una a ustedes a bordo,

entonces tendré que conocer a tu mujer con este vestido viejo.

-¡Ho! ¿Es eso entonces, Demetria, en lo que estás pensando? -dije.

Inmediatamente hablé con nuestra amable dueña de casa, y cuando le expliqué este

serio asunto, ofreció ir ella misma en seguida a Montevideo a buscar las prendas

necesarias, algo en que yo no habia pensado, pero que evidentemente habia tenido

a Demetria muy preocupada.

Cuando, por último, llegué al pequeño retiro suburbano donde habitaba mi tia

política, Paquita y yo nos portamos, durante cierto tiempo, como un par de

locos, tan grande era nuestra felicidad al hallarnos juntos otra vez, después de

tan larga separación. Durante ese período no había recibido ninguna carta de

ella, y de la veintena que yo escribiera, sólo habían llegado a sus manos dos o

tres, asi que tuvimos mil preguntas que hacer y contestar. No se cansaba de

mirarme, ni de maravillarse de mi color tostado y los bigotes y la barba que

ahora llevaba; mientras que ella -¡mi pobre linda mujercita!- estaba

inusitadamente pálida; pero, a pesar de eso, tan hermosa, que me admiraba cómo,

poseyéndola, pudiera haber encontrado a cualquier otra mujer siquiera

medianamente buena moza. Le hice un relato circunstanciado de mis aventuras,

omitiendo solamente algunos pocos asuntos que mi honor no me permitía divulgar.

Por ejemplo, cuando le conté de mi estada en la estancia de los Peralta, no dije

nada que traicionara la confianza depositada en mi por Demetria, ni tampoco me

pareció necesario mencionar la aventura con aquella picaruela hechicera de

Cleta, con el resultado de que Paquita quedó muv complacida de la caballerosa

conducta que había mostrado en todo el asunto, y estaba muy predispuesta a darle

a Demetria un lugar en su corazón.

No haría veinticuatro horas que estaba de vuelta en Montevideo cuando recibí una

carta de don Florentino Blanco, probando que la precaución que tomara al dejar a

Demetria a cierta distancia de la ciudad no había sido en vano. La carta me

informaba que don Hilario luego cayó en la cuenta de que me había fugado con la

hija de su infortunado patrón, y que no le cupo duda al respecto cuando

descubrió que el mismo dia que me despedí, una persona cuya descripción

correspondía en todo particular a la mía, había comprado un caballo y una silla

de mujer y había ido en direcci6n a la estancia por la noche.

Mi corresponsal me previno que don Hilario Ilegaría a Montevideo antes de su

carta; también, que el había descubierto algo respecto a la parte que yo tomara

en la última insurrección, y que con seguridad pondría el asunto en manos del

Gobierno a fin de que me detuvieran, después de lo cual tendria poca dificultad

en obligar a Demetria a volverse con é1.

Por un momento me consternó esta noticia. Afortunadamente, Paquita no estaba en

casa cuando la recibí, y temiendo que pudiese volver y tomarme desprevenido, en

ese estado de desaliento, me apresuré a salir; entonces, a través de calles

diagonales y angostas callejuelas, y mirando furtivamente en rededor por temor

de encontrarme con la policía, me escapé de la ciudad. Lo único que deseaba en

este momento era encontrar un sitio seguro donde poder reflexionar sobre la

situación sosegadamente, y concertar, si fuera posible, algún plan para burlar a

don Hilario, quien había andado demasiado listo para mí. Por último, de los

muchos planes que cruzaron mi mente mientras estaba sentado a la sombra de una

cerca de cactos como a veinte cuadras de la población, resolví, de acuerdo con

mi vieja y bien probada regla adoptar el más temerario, cual era el de entrar

inmediatamente en la población y pedir la protección de mi pais. El único

inconveniente que presentaba este plan era que, al volver, pudiese ser prendido

en el camino, lo que afligiria extremadamente a Paquita y con lo que, tal vez,

la fuga de Demetria se vería frustrada. Mientras me ocupaban estos pensamientos,

vi pasar en dirección a la ciudad un coche cerrado, cuyo cochero estaba un tanto

borracho. Saliendo de mi escondite, logré hacer que se parase y le ofrecí dos

pesos para que me llevara al Consulado Británico. Era coche particular, pero los

dos pesos tentaron al hombre, asi que después de recibir el dinero

anticipadamente, me permitió subir; luego, cerrando las ventanillas y

arrellanándome en los cojines, fuí transportado rápida y cómodamente a la casa

de refugio. Me presenté al cónsul y le conté una discreta mezcla de verdad y

mentiras, diciéndole que había sido prendido forzosamente y obligado a servir en

las filas de los Blancos, y que al escaparme de los rebeldes y Ilegar a

Montevideo, me habia causado gran asombro econtrarme con la noticia de que el

Gobierno tuviera la intención de meterme preso. El cónsul me hizo unas cuantas

preguntas y examinó el pasaporte que el mismo me había remitido hacía pocos

dias; y luego, riendo alegremente, se puso el sombrero y me invitó a que lo

acompañara al Ministerio de Guerra. El subsecretario, el coronel Arocena, era,

me dijo, un amigo personal suyo, y si lo podíamos ver, todo se arreglaría.

Andando a su lado, me sentí bien seguro y valiente otra vez, pues en cierto

sentido estaba caminando con la mano apoyada en la soberbia melena del león

británico, cuyo rugido no se provocaba impunemente. En llegando al Ministerio,

el cónsul me presentó a su amigo, el coronel Arocena, un afable caballero de

edad, calvo y con un cigarrillo entre los labios. Escuchó con interés y -me

pareció- que con una sonrisa medio incrédula, el cuento desgarrador de la

crueldad con que me habían tratado aquellos malditos rebeldes de Santa Coloma.

Cuando terminé mi relación, me pasó una hoja de papel en que habia garabateado

unas cuatro lineas, añadiendo, al mismo tiempo: -¡Vaya, mi joven amigo! Tome

este papel y nadie lo molestará aquí en Montevideo. Ya hemos tenido noticias de

sus hazañas en el departamento de Florida y también en el de Rocha, pero, no nos

proponemos declararle la guerra a Inglaterra por usted.

Todos nos reímos de este discurso; en seguida, cuando hube guardado en el

bolsillo el documento en cuyo margen se ostentaba el sacrosanto sello del

Ministerio de Guerra, pidiendo a cuantos lo leyeren que no molestasen al

portador en sus legítimas idas y venidas, agradecimos al amable coronel y nos

despedimos. Pasé una media hora paseando con el cónsul; luego nos separamos.

Mientras estuvimos juntos, habia reparado en dos hombres de uniforme a cierta

distancia de nosotros, y ahora, volviendo a casa, observé que me venían

siguiendo. Al poco rato me alcanzaron y me intimaron cortésmente su intención de

llevarme preso. Sonreí, y sacando del bolsillo el precioso documento del

Ministerio de Guerra, se lo presenté. Se mostraron sorprendidos y me lo

devolvieron, excusándose, al mismo tiempo, por haberme molestado; luego se

fueron, y continué tranquilamente mi camino.

Claro está que había andado sumamente afortunado en toda esta aventura; no

obstante, no estaba dispuesto a atribuir mi fácil escapada enteramente a la

suerte, porque yo había contribuido, me pareció, en gran parte, con mi prontitud

en el obrar, y en fraguar, así de sopetón, un plausible cuento.

Sintiéndome muy feliz, caminaba por las asoleadas calles de la ciudad,

blandiendo alegremente mi bastón, cuando de repente. al torcer una esquina,

cerca de la casa de doña Isidora, me encontré cara a cara con don Hilario.

Este inesperado encuentro nos tomó a ambos desprevenidos; él retrocedió dos o

tres pasos, poniéndose tan pálido como lo permitiera su tez morena. Yo fuí el

primero que volvió en si. Hasta entonces habia logrado frustrarlo, y estaba al

corriente, además, de muchas cosas que él ignoraba enteramente; sin embargo,

allí estaba don Hilario, en la misma ciudad conmigo, y había que habérselas con

él. Acto continuo, resolví tratarlo como a un amigo, fingiendo una completa

ignorancia respecto al motivo que pudiese haberlo traído a Montevideo.

-¡Hola, don Hilario! ¿Cómo es esto? ¿Usted por acá? ¡Dichosos los ojos que lo

ven -exclamé, dándole un buen apretón de manos y pretendiendo estar fuera de mí,

del gusto de verle.

Al instante recobró su serenidad de costumbre, y cuando le pregunté por doña

Demetria, respondió, después de vacilar un momento, que estaba en muy buena

salud.

-Venga, don Hilario, estamos a dos pasos de la casa de mi tia Isidora, donde

estoy alojado, y me dará un gran placer presentarle a mi señora, quien se

alegrará de poder agradecerle a usted, personalmente, su amabilidad para conmigo

en la estancia.

-¡Su señora, don Ricardo! ¿Quiere usté decirme, entonces, que está casado?

exclamó, sorprendido, pensando, probablemente, que ya era el marido de Demetria.

-¡Cómo! Que no le había contado? ¡Ah! Ahora que me acuerdo, fué a doña Demetria.

a quien le conté. ¡Qué raro que ella no se lo hubiese dicho! Si, me casé antes

de venir a este país.... mi mujer es argentina. Venga usted conmigo y verá a una

linda mujer, si eso es un aliciente.

Don Hilario estaba claramente muy asombrado, pero se había puesto su máscara

otra vez, y ahora. se mostró cortés, sereno y receloso.

Cuando entramos en la casa, le presenté a doña Isidora, quien se hallaba en la

sala, y lo dejé conversando con ella. Me complació hacer esto, sabiendo que

aprovecharía la oportunidad para tratar de sonsacarle algo a la locuaz anciana,

y que no averiguaría nada, no estando ella al tanto de nuestros secretos.

Encontré a Paquita. en su pieza durmiendo la siesta; y mientras se vestía, a

pedido mío, con su traje más elegante -un vestido de terciopelo negro que hacia

resaltar su sin par belleza, mejor que otro- le expliqué cómo deseaba que

tratase a don Hilario. Ella, por supuesto, lo conocía por lo que yo le había

dicho, y lo aborrecía de todo corazón, considerándolo una especie de espíritu

maligno de cuyo castillo encantado yo había librado a la desdichada Demetria;

pero le hice comprender que nuestro plan más prudente sería el de tratarlo

cortesmente. Consintió de muy buena gana, porque las mujeres argentinas pueden

ser más encantadoras y agradables que cualquiera otra mujer del mundo entero, y

lo que la gente sabe hacer bien, le gusta que se le pida que haga.

La sutil cautela de nuestra culebrosa visita no logró ocultar de mi observación

que había quedado extremadamente sorprendido cuando vió a Paquita. Ella se

colocó cerca de él y le hablé del modo más dulce y natural, de su placer en

tenerme de vuelta otra vez y de lo muy agradecida que le estaba a él y a todos

los de la estancia de Peralta por su hospitalidad para conmigo. Como ya lo había

previsto, don Hilario fué completamente arrebatado por la primorosa hermosura de

Paquita y el encanto de su trato para con él. Se sintió halagado y se esforzó

por hacerse agradable, pero al mismo tiempo no sabía que pensar. Mientras

lanzaba intranquilas miradas aquí y allá alrededor de la pieza, las cuales, como

la mariposilla predestinada a la llama de la vela, siempre volvían otra vez a

aquellos brillantes ojos de violeta que rebosaban disimulada bondad, la

expresión desconcertada de su rostro, se fué haciendo más y más evidente. Quedé

encantado con la representación de Paquita, y sólo esperaba que don Hilario

padeciera largo tiempo los efectos del sutil veneno que ella había infundido en

sus venas. Cuando se levantó para irse, yo estaba seguro de que la desaparición

de Demetria era para él un misterio mayor que nunca; y como tiro de gracia, lo

invité calurosamente a que viniera seguido a vernos, mientras é1 permaneciera en

la capital, y hasta le ofrecí una cama en la casa; mientras que Paquita, para no

ser menos, pues había entrado de lleno en la broma, envió por él un muy

afectuoso recado a Demetria, a quien ya amaba y, esperaba conocer algún dia.

Dos dias después de esta aventura, supe que don Hilario se había marchado de

Montevideo. Estaba convencido de que no había descubierto nada; era posible, sin

embargo, que hubiese dejado a alguna persona para vigilar la casa, y como

Paquita estuviera ahora muy deseosa de volver cuanto antes a su país, resolví no

retrasar más nuestra partida.

Bajando al puerto, encontré al. capitán de una pequeña goleta que traficaba

entre Montevideo, y Buenos Aires, y enterado de que pensaba partir para este

último puerto en tres dias mds, arreglé con é1 para que nos llevara; también

consintió en recibir a Demetria inmediatamente. En seguida, le mandé un recado

al señor Baker, rogándole que trajera a Demetria a Montevideo y la llevara a

bordo de la goleta, sin pasar por la casa. Dos días después, por la mañana me

avisaron que estaba a bordo; y habiendo así burlado al bribón de Hilario, cuyo

cráneo ofídeo mucho me habría gustado aplastar con el pie, y teniendo todavía un

día desocupado, fuí una vez más a visitar el cerro, para. dar desde su cima un

último vistazo a aquella Tierra Purpúrea donde había pasado tantos memorables

días.

Cuando me acerqué a la cima del gran cerro solitario, no contemplé extasiado el

soberbio panorama que se desplegaba ante mis ojos, ni pareció alborozarme el

viento, que soplaba. fresco del amado Atlántico. Miraba al suelo y arrastraba

los pies como una persona cansada. Sin embargo, no estaba. cansado, pero ahora

empecé a acordarme que en otra ocasión había dicho, en este mismo cerro, muchas

torpezas y cosas vanas de un pueblo cuyo carácter e historia entonces ignoraba.

Recorde, igualmente, con extremada amargura, que mi visita a este país había

traído un gran sufrimiento, quizás duradero, a un noble corazón.

-Cuántas veces me he arrepentido -dije para mí- de las crueles y desdeñosas

palabras que dirigí a Dolores aqueIla última vez que nos vimos, y ahora, una vez

más, "vengo a coger las toscas y ásperas bayas" del arrepentimiento y de la

expiación, a humillar mi orgullo insular y a retractarme de todas las

injusticias en que incurrí la vez pasada, precipitadamente y sin pensar.

-No es una peculiaridad. exclusivamente británica el considerar a la gente de

otras nacionalidades con cierto desdén, pero tal vez entre nosotros el

sentimiento sea más fuerte, o se exprese con menos reserva. Permítaseme ahora,

por fin, reivindicarme de esta falta, que es inofensiva y quizás hasta

recomendable en los que se quedan en sus casas, además de ser muy natural,

puesto que el desconfiar y no gustar de las cosas lejanas y desconocidas forma

parte de nuestra irracional naturaleza. Permítaseme, por último despojarme de

estos anticuados anteojos ingleses, con guarnición de madera y lentes de cuerno,

para enterrarlos para siempre en este cerro, que durante medio siglo y más ha

contemplado un pueblo joven y febril, luchando contra agresiones extranjeras, y

también contra el enemigo de su propia casa, y donde, hace pocos meses, ensalcé

la civilización británica, lamentando que hubiese sido aquí plantada y regada

copiosamente con sangre, para ser desarraigada otra vez y arrojada al mar.

Después de mis correrias por el interior, donde llevaba conmigo sólo una pizca

menguante de aquel sentimiento, para impedir que existiera la más perfecta

armonia entre yo y los paisanos con los cuales rne asociaba, confieso no ser

ahora de la misma opinión No puedo creer que mi trato con la gente habría tenido

aquel delicioso y agreste sabor que he hallado si la Banda Oriental hubiese sido

conquistada. y colonizada por Inglaterra, y todo, lo avieso en ella, enderezado

según nuestras ideas. Y si aquel sabor característico no puede coexistir con la

prosperidad material que produce la energía anglosajona, deseo fervientemente

que este país jamás conozca dicha prosperidad. No tengo pizca de ganas de ser

asesinado; no hay hombre que la tenga; pero, antes de ver al avestruz y al

venado ahuyentados más allá del horizonte, al flamenco y al cisne de cuello

negro muertos sobre las azulinas lagunas, y al pastor enviado a puntear su

romántica guitarra en los infiernos, como paso imprescindible para la seguridad

de mi persona, prefiero mil veces andar preparado para defender mi vida en

cualquier momento contra el repentino ataque de un asesino.

No sólo de pan vive el hombre, y la ocupación británica de un país no brinda

cuanto el corazón anhela. Las mercedes pueden volverse hasta calamidades cuando

el poder que las concede, ahuyenta de nosotros el tímido espíritu de la Belleza

y la Poesía. Ni es sólo porque inspira en nosotros sentimentos románticos, que

este país ha prendado mi corazón. Es la perfecta república la libertad que en

ella siente el viajero del Viejo Mundo es indeciblemente dulce y original. Aun

en Inglaterra, en nuestra condición en exceso civilizada, tornamos

periódicamente en busca de la Naturaleza,- y respirando el aire puro, de la

montaña y paseando la vista sobre grandes trechos de mar y tierra, hallamos que

siempre nos atrae poderosamente. Es algo más allá de estas sensaciones,

puramente materiales, lo que se experimenta cuando nos asociamos, por primera

vez, con nuestros semejantes en un lugar como este, donde todos los hombres son

enteramente libres e iguales. Ya me parece oír a algún sapientísimo señor

protestar enérgicamente y exclamar: "¡No! ¡no! ¡no!, la Tierra Purpúrea de la

que usted hace tanto alarde es sólo nominalmente una república: su Constitución

es un pedazo de papel garabateado y sin valor alguno; su gobierno es una

oligarquía templada por asesinatos y revoluciones". Es verdad; pero el grupo de

ambiciosos gobernantes, cada uno esforzándose por derribar a su adversario por

tierra, no tiene el poder de hacer sentir al pueblo. La constitución

tradicional, más poderosa que la escrita en letras de molde, hállase grabada en

el corazón de todo hombre y lo mantiene siempre un republicano libre, con una

libertad que sería dificil igualar en cualquiera otra parte del mundo. Ni el

beduino mismo es tan libre, puesto que él rinde una reverencia casi

supersticiosa y obedece de modo implícito a su jeque. En cambio, aquí, el señor

de muchas tierras e innumerables majadas se sienta a platicar con el asalariado

pastor, pobre y descalzo, en su rancho lleno de humo, sin que los separe ningún

sentimiento de casta, y sin que el sentido de sus pasiones, tan distanciadas una

de otra, enfríe la viva corriente de simpatía que une a dos corazones humanos.

Qué alentador es hallarse con esta perfecta libertad de trato, templada

sólamente por aquella cortesía innata y gracia propias de los hispanoamericanos.

Qué cambio para la persona que llega de países donde hay clases altas y bajas,

cada cual con sus innumerables y detestables subdivisiones; para el que no

aspira a asociarse con la clase superior a la suya, y que se estremece de

aversión ante el servilismo y la humildad de la clase inferior a la suya. Aunque

esta absoluta igualdad sea incompatible con un perfecto orden politico, yo, al

menos, sentiría ver tal orden establecido. Además, no es cierto que las

comunidades que con más frecuencia nos horrorizan con crímenes violentos sean

moralmente peor que otras. Una comunidad en la que no hay muchos crímenes no

puede ser moralmente sana. En el Perú, bajo la dinastía de los Incas, no había,

en realidad, crímenes; era algo muy fuera de lo común que alguien cometiera un

crímen en aquel imperio.

Y la razón por la cual existía ese estado de cosas, tan contrario a la

naturaleza, es la siguiente: la base del sistema del gobierno incaico estaba

fundada en aquella doctrina tan inicua y funesta de que el individuo guarda la

misma relación hacia el gobierno, que un niño para con sus padres; que su vida

desde la cuna hasta la tumba debe serle ordenada por un poder al que aprende a

considerar como omnisapiente; un poder, en realidad, omnipresente y todo

poderoso. En tal pueblo no podría existir la voluntad individual o un saludable

y libre movimiento de las pasiones, y, por consiguiente, tampoco ningún crímen

¿No es de admirar que un sistema tan indeciblemente repugnante a todo individuo

que siente que su voluntad es una divinidad obrando en él, se derrumbase al

primer roce de la invasión extranjera y que no dejara ni rastros de su

perniciosa existencia en el continente en el que había gobernado?

Pues todo el imperio se hallaba, por decirlo así, podrido aún antes de su

disolución, y cuando cayó, se mezcló con el polvo y quedó enterrado en el

olvido. La Polonia, un país mal gobernado y sin más organización que la Banda

Oriental, antes de que fuera gobernado por la Rusia, no se mezcló asi con el

polvo, cuando cayó; el despotismo, implacable del emperador de Rusia no pudo

aniquilar su espíritu; su Voluntad siempre sobrevivió para endulzar la tétrica

opresión con venerados sueños y para hacer que empuñara con éxtasis feroz, el

puñal oculto en su pecho. Pero no había necesidad de alejarme de este Verde

Continente para probar la verdad de lo dicho. La gente que habla y escribe de

las desorganizadas repúblicas sudamericanas, es muy aficionada a señalar al

Brasil, aquel gran imperio, apacible y progresista, como un ejemplo digno de

seguirse. ¡Un país ordenado, si, pero su gente embebida en todo vicio

abominable! En comparación con estos emasculados hijos del ecuador, los

orientales son los hidalgos de la naturaleza.

Bien puedo imaginar a un beato exclamar: "¡Ay, pobre iluso!, ¡Cuán poca

importancia podemos atribuir a vuestra plausible defensa en pro del desorden en

la administración de un pueblo, cuando vuestra propia narración manifiesta

claramente que la atmósfera moral que habéis respirado os ha corrompido! Repasad

vuestro propio relato y encontraréis que habéis según nuestros conceptos,

ofendido de varios modos y en diversas ocasiones, y que ni aun tenéis la gracia

de arrepentiros de todas las maldades que habéis pensado, dicho y cometido".

No he leído libros sobre filosofía, porque cuando he tratado de ser filosófico,

"la felicidad -como ha dicho alguien- siempre ha entrado de por medio"; también,

porque he preferido más bien estudiar los hombres que los libros; pero en lo

poco que he leído hay un pasaje que recuerdo muy bien, y lo citaré como

respuesta a cualquiera que me llame una persona inmoral por no haber siempre

permanecido mis pasiones en un estado de reposo, como galgos -según el símil

empleado por un poeta sudamericano durmiendo a los pies del cazador, mientras

descansa cerca de una roca a mediodía: "Debiéramos considerar las perturbaciones

del espíritu -dice Spinoza-, no como vicios de la naturaleza humana, sino como

propiedades tan de ella, como lo son al carácter de la atmósfera el calor, las

tempestades, los truenos y otras manifestaciones semejantes, los cuales

fenómenos aunque inconvenientes, son: sin embargo, necesarios, y tienen causas

fijas por medio de las cuales tratamos de comprender su naturaleza, y el magín

tiene tanto placer en verlas claramente, como en saber las cosas que halagan los

sentidos". Permítaseme experimentar los fenómenos que son inconvenientes como

así los que halagan los sentidos, y es probable que mi vida sea más sana y más

feliz que la de la persona que pasa su tiempo encima de una nube, ruborizándose

por las iniquidades de la naturaleza.

Se ha dicho muchas veces que un estado ideal -una Utopía donde no existe ni la

insensatez, ni el crímen ni el sufrimiento infunde en el ánimo una singular

fascinación. Pues yo, cuando encuentro una cosa falsa., me es indiferente

quiénes sean las notabilidades que la afirmen. No trato de hacer que me agrade,

ni creerla, ni remedar lo que chacharea acerca de ella el mundo elegante.

Detesto todo ilusorio sueño de una paz perpetua, toda maravillosa ciudad del sol

donde la gente pasa su monótona y desabrida existencia en contemplaciones

místicas o encuentra su deleite, como monjes budistas, en contemplar las cenizas

de generaciones muertas de devotos. El estado es contrario a lo natural, e

indeciblemente repugnante; el reposo sin sueños del sepulcro es mis tolerable a

la mente sana y activa que una existencia semejante. Si el Signor Gaudentio di

Lucca se mantuviera. todavía vivo por medio de sus maravillosos conocimientos de

los secretos de la naturaleza, y se me apareciera aquí, en el presente momento,

para decirme que la santa comunidad con la que vivió en el Africa Central no era

un mero sueño y ofreciera conducirme a ella, no aceptaría. Preferiría quedarme

en la Banda Oriental, aun cuando haciéndolo llegara, por último a ser tan

perfecto como el peor bandido en ella, y dispuesto a vadear hasta las rodillas

en sangre a la Silla Presidencial. Porque aunque en mi propio país, Inglaterra,

el cual no es tan perfecto como el antiguo Perú o en el país del Pofar en el

Africa Central, he sido separado de la naturaleza largo tiempo, y ahora, en este

país Oriental, cuyos delitos políticos son un escándalo, tanto a la pura

Inglaterra cuanto al impuro Brasil, he sido de nuevo reunido a ella. Por esta

razón la amo, con todas sus faltas. Aquí, como Santa Coloma, me arrodillaré en

el suelo y besaré esta roca como un niño podría besar el pecho que le da de

mamar; aquí, sin aversión al polvo, como Juan Carrickfergus, meteré las manos

dentro de la tierra suelta y morena y le daré un buen apretón de manos, por

decirlo así, a nuestra querida madre, la Naturaleza, después de nuestra larga

separación.

¡Adiós! hermoso país de sol y de tormentas, de virtudes y de crímenes; que los

invasores que pudieren en lo futuro pisar tu suelo, tengan la misma suerte de

aquellos del pasado, y te dejen librado, por último, a tus propios recursos; que

el caballeresco instinto de Santa Coloma, la pasión de Dolores, el cariño

desinteresado de Candelaria siempre vivan en tus hijos para alegrar sus vidas

con romance y beIleza; que el tizón de nuestra superior civilización jamás toque

tus flores silvestres, ni caiga el yugo de nuestro progreso sobre tus pastores

-atolondrados, airosos y amantes de la música como los pájaros transformándolos

en el abyecto campesino del Viejo Mundo.

 

 

XXIX

DE VUELTA A BUENOS AIRES

 

 

 

AL siguiente día mis compañeros de viaje se encontraron a bordo, siendo nosotros

tres los únicos pasajeros de primera. Cuando bajamos al saloncito, encontré a

Demetria esperándonos, considerablemente hermoseada por el nuevo vestido, pero

muy pálida e inquieta; hallaba, probablemente, muy difícil esta primera

entrevista. Las dos mujeres se miraron una a otra seriamente, pero el semblante

de Demetria -supongo, que lo haría para disimular su nerviosidad- había, tomado

aquella expresión impasible, casi fria, que observaba cuando, recién la conocí.

Esto le chocó a Paquita, de manera que después de un saludo algo seco, se

sentaron y hablaron sólo de trivialidades. Habría sido difícil encontrar a dos

mujeres más desemejantes de figura, carácter y educación; no obstante la

esperanza que abrigara, de que se hiciesen amigas, el resultado de este su

primer encuentro había sido un amargo desengaño Después de un rato desagradable,

todos nos pusimos de pie. Estaba a punto de subir sobre cubierta, y ellas de

entrar en sus respectivos camarotes, cuando Paquita, sin prevención alguna,

prorrumpió de repente en lágrimas y estrechó a Demetria entre sus brazos.

-¡Oh, querida. Demetria, qué vida tan triste la suya! -exclamó.

¡Eso fué muy de ella, tan impulsiva y con un instinto tan certero que siempre la

llevaba a hacer precisamente lo que era debido! La otra respondió gustosa a su

abrazo; me retiré apresuradamente y las dejé besándose y mezcIando sus lágrimas.

Cuando pisé sobre cubierta, encontré que ya nos habíamos hecho a la vela y que

un viento fresco nos estaba impeliendo rápidamente sobre las olas. Había cinco

pasajeros de proa, tipos despreciables, de poncho y sombrero guarapón,

haraganeando sobre cubierta y fumando cigarriIlos; pero cuando salimos de la

bahía y el buque empezó a menearse un poco luego, tiraron sus cigarrillos,

escupieron ignominiosamente y desaparecieron seguidos por las risas burlonas de

los marinos. Quedó sólo un pasajero, quien se mantuvo firme en su asiento a

popa, como si estuviese resuelto a ver hasta el último "The Mount", como los

ingleses en esta parte del mundo apodan a la hermosa ciudad que descansa a los

pies del cerro de Magallanes.

Para asegurarme de que ninguno de estos individuos venía persiguiendo a

Demetria, le pregunté a nuestro capitán, un italiano, quiénes eran y cuánto

tiempo habían estado a bordo, y me alivió mucho saber que eran prófugos

-probablemente rebeldes- y que todos ellos habían estado escondidos en el buque

durante los tres o cuatro días, esperando salir de Montevideo.

Al caer la tarde el mar se puso bravísimo, virando el viento en dirección al sur

y soplando muy fuerte; esto favoreció nuestra travesía del feo "Mar del Plata",

pues así insisten en llamarlo los poetas del Plata, a pesar de sus malvadas y

agitadas olas de color de ladrillo, tan aborrecidas de los malos navegantes.

Paquita, y Demetria sufrieron horriblemente, tanto, que tuve que quedarme con

ellas la mayor parte del tiempo. Les dije, con suma imprudencia, que no se

alarmasen, que no era nada -sólo mareo-, y creo, en verdad, que, en

consecuencia, me aborrecieron durante un rato de todo corazón. Por fortuna,

había previsto estas escenas desgarradoras, y me había provisto, para el caso de

una botella de champaña; y después que me bebí dos a tres copas para animarlas,

mostrándoles lo fácil que era tomar esta medicina, conseguí que se bebieran el

resto. Por fin, como a eso de las diez de la noche, comenzaron a persuadirse de

que la enfermedad no tendría fatales resultados, y viéndolas tan aliviadas, subí

sobre cubierta, a tomar un poco de aire. Todavía estaba el viejo y estoico

gaucho sentado en la popa, por lo visto muy infeliz.

-¡Buenas noches, compañero! -dije-. ¿Puedo ofrecerle un cigarro?

-Patroncito, usté parece tener güen corazón. -repuso, rechazando el cigarro con

un movimiento de cabeza-. Por el amor de Dios, consígame un poquito de caña. Me

muero por falta de algo que me caliente por dentro y que me pare la cabeza de

darse güelta como un trompo; no he podido conseguir nada de estos bachichas

brutos a bordo, con su jerga que naides les compriende.

¡Cómo no, amigo! ¿Por qué no? -repuse, y dirigiéndome al Capitán, conseguí que

me diera un medio litro.

El viejo agarró la botella con ávido placer y tomó un buen trago. -¡Ah... -dijo,

acariciando primero la botella. y después el estómago-, esto sí que le pone

nueva vida a un hombre! ¿Qué no irá a acabar nunca esta travesía, patroncito?

Cuando estoy montao en mi flete, puedo olvidarme que soy un viejo, pero estas

malditas olas me hacen recordar que he vivido muchos años.

Encendí un cigarro y me senté a conversar con él.

-¡Ah, pa ustedes los extranjeros es tuito lo mesmo ... el mar o la tierra !

-continuó-. Hasta fumar pueden ... ¡Qué cabeza más tranquila y estómago más

reposao no han de tener! Pero lo que más me tiene intrigao es esto, señor ¿Cómo

pasa que usté que es extranjero, está viajando con esas dos señoras orientales?,

me pregunto yo. Ay tiene a esa lindura de señorita de ojos de violeta..., ¿Quién

podrá ser?

-¡Esa es mi mujer, viejo! -repuse, riendo y entreteniéndome su curiosidad.

-¡Ah! ¿Es usté casao, entonces? ¡Y tan joven! Su mujer es linda, graciosa, bien

educada; se ve que es hija de padres ricos, pero es delicada. señor, muy

delicada; y algún día no muy lejano... Pero, ¿por qué de predecir cosas tristes

a un corazón lleno de alegría como el suyo? Pero la cara, señor me es

desconocida; no me ricuerda las faciones de ninguna familia oriental que yo

conozca.

-Eso se explica muy fácilmente -dije, sorprendiéndome su astucia-, ella no es

oriental, sino argentina.

-¡Ah, por eso! -repuso, empinando, otra vez la botella y tomando un largo trago-

En cuanto a la otra señora que va con ustedes, ¿pa qué preguntarle quén es ella?

-¿Por qué dice usted eso? ¿Quién es ella?

-¡Vaya! Una Peralta, naturalmente -repuso-, si es que ha habido una!

No dejó de inquietarme su respuesta, pues a pesar de todas mis precauciones, tal

vez este viejo habría sido mandado para seguir a Demetria.

-¡Si! -continuó como preciándose de su conocimiento de las familias orientales y

sus diferentes tipos, y que sirvió al mismo tiempo, para apaciguar mis

sospechas-; una Peralta y no una Madariaga, ni tampoco es una Sánchez, ni

Zelaya, ni Ibarra. ¿Cómo no he de conocer una Peralta cuando la veo? -y al decir

esto se rió desdeñosamente de lo absurdo de tal ocurrencia.

-Cuénteme -dije-, ¿cómo sabe usted que es una Peralta?

-¡La pregunta suya! -exclamó-. Usté es un francés o alemán del otro lado del mar

y no entiende de estas cosas.

¿Habré cargao armas en el servicio de mi país cuarenta años pa no conocer a un

Peralta? Aquí en este mundo están conmigo; si me voy al otro, ay también los

encontraré y si no, los veré en el infierno; ¿pues cuándo en mi perra vida he

cargao yo al enemigo ande la lucha estaba más reñida, sin encontrar ay a un

Peralta antes de mi? Pero señor, yo hablo del pasao; pues aura yo también soy

como esos a quienes han dejao olvidao en el campo de batalla... pa que se lo

coman los zorros y caranchos. Ya no los encontrará andando en el mundo; sólo

ande se han apiñao los hombres con sable en mano, hallará usté sus güesos. ¡Ay,

amigo! -y aquí, abrumado por sus tristes recuerdos, el viejo guerrero empinó

otra vez la botella.

-Pero no es posible que estén todos muertos -dije-, si como usted se ha

imaginado, esa señorita que viaja con nosotros es una Peralta.

-¿Cómo yo me he imaginao? -repitió desdeñosamente. - ¿No sabré yo, patroncito,

lo que estoy diciendo? Están tuitos muertos, le digo. muertos como el pasao,

muertos como la independcncia y el honor oriental. ¿No tomaría yo parte en la

batalla de Gil de los Médanos con el último Peralta, como el mesmo Calisto,

cuando recibió su bautismo de sangre? iDe quince años señor! Ese muchacho sólo

tenía quince años cuando galopió su pingo en medio de la pelea! Pues, señor,

Calisto tenía el corazón liviano, y el arrojó y la mano rápida de un Peralta pa

dar sablazos. Y después de la pelea, nuestro coronel Santa Coloma, a quen

mataron el otro día en San Pablo, abrazó al muchacho delante tuita la tropa.

Está muerto, señor, y con Calisto se acabó la familia Peralta.

-¿Entonces usted conoció a Santa Coloma? -pregunté-. Pero usted está equivocado,

amigo, pues no lo mataron en San Pablo: ¡se escapó!

-Así dicen los... inorantes -repuso-, pero yo le digo que está muerto, porque

amaba a su país, y tuitos los que amaban a su país están muertos. ¿Cómo podría

haberse escapado él?

-Pues yo le aseguro que no está muerto -repetí fastidiado con su porfía-. Yo

también lo conocí, viejo, y estuve con él en San Pablo.

Me miró un buen rato y entonces empinó otra vez la botella.

-¡Señor! -dijo-, no me gusta hacer bromas de estas cosas. Mejor será que

hablemos de otro asunto. Lo que yo me pregunto es: ¿qué estará haciendo aquí a

bordo la hermana de Calisto? ¿Por qué ha dejao ella a su país?

No recibiendo respuesta a su pregunta, prosiguió:

-¿No tiene ella hacienda? ¡Cómo no! Tiene una gran estancia, arruinada si usté

quiere, pero de todos modos tiene mucha estensión. Cuando el enemigo ya no nos

teme, entonces deja de perseguirnos. ¡A un pobre viejo loco. . . con siguridá

que no lo estorbarán ¡No! Debe de estar dejando el país por otros motivos. ¡Ha

de haber alguna conspiración contra ella; tal vez algún intento de arrancarse

con ella, o aun de matarla y agarrarle su propiedá. Claro que en tal caso ella

se iría a Buenos Aires pa que la protegieran, donde vive un caballero, -pariente

suyo, que puede protegerla a ella y su hacienda.

Me sorprendió mucho oírle hablar de esa manera, y me intrigaron sus últimas

palabras.

-No hay nadie en Buenos Aires que la proteja -dije-; sólo estaré yo para

protegerla, y si como usted cree, tiene algún enemigo, tendrá que habérselas

conmigo..., con uno que, como aquel Calixto de quien habló usted, también tiene

una mano rápida para pegar.

-¡Ay habló el corazón de un Blanco! -dijo, agarrándome el brazo al estremecerse

el buque en ese momento, y casi arrastrándome al suelo en sus esfuerzos por

mantener el equilibrio. Después de tomar otro trago de caña, continuó: -Pero,

¿quere decirme quién es usté, señor, si no es una indiscreción? ¿Es usté rico,

tiene influencia o amigos poderosos pa que pueda hacerse cargo de esta señorita?

¿Tiene usté la juerza suficiente pa poder frustar y aplastar a su enemigo o

enemigos, pa proteger no s6lo su persona, sino también su hacienda, que estando

ella ausente, le robarán?

-¿Y quién es usted, viejo? -le pregunté, no pudiendo contestar

satisfactoriamente ninguna de sus preguntas-. ¿Y por qué me hace usted estas

preguntas? ¿Y quién es esta persona influyente en Buenos Aires, pariente suyo, a

quien ella no parece conocer?

Meneó la cabeza en silencio y luego sacó deliberadamente un cigarrillo del

bolsillo y lo encendió. Fumó con un apacible solaz que me hizo pensar que el

haber rehusado mi cigarro y el quejarse tan amargamente de los malos efectos que

le producía el movimiento del buque sólo había sido un pretexto para sacarme la

botella de caña y nada más. Evidentemente, era veterano en más de un sentido, y

hallando ahora que no iba a decirle más secretos, se negó a contestar mis

preguntas. Pensando que ya había sido demasiado indiscreto al contarle todo eso,

por último lo dejé y me fuí a mi camarote.

A la mañana siguiente llegamos; a Buenos Aires y anclamos como a unas veinte

cuadras de la costa, no pudiendo el buque acercarse más a tierra. Luego, llegó a

bordo un empleado de la Aduana, y durante un rato estuve ocupado en sacar

nuestro equipaje y tratando con el capitán para que nos llevase a tierra. Una

vez hecho esto, me sorprendió mucho ver al astuto veterano, con quien había

estado conversando la noche antes, sentado tranquilamente en el bote de la

Aduana, que precisamente en ese momento se alejaba del buque. Cuando el viejo

desembarcó, estaba Demetria sobre cubierta, y ahora vino ella hacia mí,

mostrándose muy excitada.

-¡Ricardo! -dijo-, ¿te fijaste en ese pasajero que acaba de irse en el bote de

la Aduana? ¡Es Santa.Coloma!

-iQué cosa más ridícula! -exclamé-. Pues estuve conversando con ese viejo,

anoche, más de una hora; ese es un gaucho de barba canosa y no se parece más a

Santa Coloma que aquel marinero que está parado ahí.

-Pero yo sé que es él. El general ha visitado a mi padre en la estancia muchas

veces y lo conozco muy bien. Claro que está disfrazado de gaucho, pero cuando

bajaba la escala me miró de frente; lo conocí en el acto y me sobrecogí, y él se

sonrió, porque vió que lo había reconocido.

El hecho mismo de que este viejo pobre hubiese ido a tierra en el bote de ]a

Aduana probaba que era alguna persona de importancia, disfrazada, y no pude

dudar que Demetria había tenido razón. Me sentí humillado por no haberlo

reconocido bajo su disfraz; porque algo en su modo de hablar, que hacía recordar

a Marcos Marcó, debió habérmelo avisado, si yo hubiese sido más listo. También

estaba muy preocupado con motivo de Demetria misma, pues parecía que había

perdido la oportunidad de averiguar algo muy ventajoso para ella. No me atreví,

de pura vergüenza, ,a contarle de aquella conversación tocante a un pariente

suyo en Buenos Aires, pero resorví tratar de encontrar a Santa Coloma y hacer

que me contara todo lo que sabía.

Después de desembarcar, metimos nuestro poco equipaje en un coche y nos

dirigimos a un hotel que pertenecía a un alemán en una calle algo apartada, la

calle de Lima; sabía que la casa era tranquila, muy respetable y que sus precios

eran módicos.

Como a las cinco de la tarde, estando nosotros tres asomados. a la ventana del

saloncito del primer piso del hotel, mirando a la calle, se paró frente a la

puerta un elegante coche particular con un caballero y dos señoritas

¡Oh, Ricardo! -exclamó Paquita, muy excitada-, es don Pantaleón Villaverde con

sus hijas y están bajando del coche.

-¿Quién es el señor Villaverde? -Pregunté.

-¡Cómo! ¿No sabes? Es el juez de primera instancia, y sus hijas son mis mis

íntimas amigas. ¿No te parece muy raro encontrarlas aquí de este modo? ¡Oh,

tengo que hablarles y preguntarles por mi papá y mamá -y aquí prorrumpió en

lágrimas.

Subió el mozo con una tarjeta del señor Villaverde pidiendo una entrevista con

la señorita Peralta.

Demetria, que había tratado de calmar la intensa emoción de Paquita de

infundirle un poco de valor, quedó demasiado asombrada para hablar aún; y en

otro momento las visitas habían entrado en el salón. Paquita se puso de pie, los

ojos llenos de lágrimas y temblando; entonces sus dos jóvenes amigas, después de

mirarla fijamente un par de segundos, dieron un grito de sorpresa y se

precipitaron en sus brazos, quedando las tres entrelazadas durante algún tiempo

en un apretado abrazo triangular.

Cuando el alborozo de este imprevisto encuentro se hubo un tanto disipado, el

señor Villaverde, quien permaneció de pie, mirando con cara grave e impasible,

le habIó a Demetria, diciéndole que su viejo amigo el general Santa Coloma

acababa de avisarle su llegada a Buenos Aires, y le había dado el nombre del

hotel en que estaba alojado. Probablemente que ella ni sabría quién era él; era

su pariente; su madre de él era una Peralta, prima de su malogrado padre, el

coronel Peralta. Había venido con sus hijas para invitarla a que hiciera suya su

casa, mientras se quedara en Buenos Aires. También deseaba ayudarle en sus

asuntos, los que, según le había dicho, su amigo el general, estaban algo

embarullados. Tenía, continuó, muchos amigos influyentes en Ia ciudad hermana,

quienes estarían prontos a ayudarle a ponerlos en orden.

Demetria, reponiéndose de la nerviosidad que sintió al descubrir que las amigas

íntimas de Paquita eran parientas suyas, agradeció calurosamente al señor

Villaverde y aceptó la oferta de su casa y ayuda; entonces, con una dignidad y

cortesanía que apenas se hubiera esperado de una joven que se encontraba por

primera vez entre personas de alta sociedad, saludó a sus nuevas primas y les

agradeció su visita.

Como insistieran en llevarse inmediatamente a Demetria, salió ella de la pieza

para hacer sus preparativos, mientras que Paquita se quedó conversando con sus

amigas, teniendo muchas preguntas que hacerles. Estaba consumida de ansiedad por

saber cómo su familia, y sobre todo su padre, cuyo dictamen era ley en su casa,

miraban ahora,después de tantos meses, su fuga y matrimonio conmigo. Sus amigas,

sin embargo, no sabían nada, o no quisieron decir lo que sabían.

¡Pobre Demetria! Sin dársele tiempo para reflexionar, había decidido, con mucho

tino, aceptar al instante la oferta de su influyente y circunspecto pariente;

pero le costó separarse de sus amigos de un modo tan desprevenido, y cuando

volvió, pronta para irse, la separación la afligió mucho. Con los ojos arrasados

en lágrimas, le dijo adiós a Paquita, pero cuando me tomó la mano, sus

temblorosos labios guardaron silencio. Por último dirigiéndose a las visitas y

venciendo con un gran esfuerzo su emoción, balbuceó: -Le debo a este joven

amigo, quien ha sido como un hermano conmigo, el haberme escapado de una triste

y dificilísima situación y el estar aquí entre parientes.

El señor Villaverde escuchó e inclinó la cabeza en mi dirección, pero sin que su

severa y plácida cara tomara una expresión más suave, mientras que sus fríos

ojos grises parecían atraversarme y estar mirando a algo detrás de mi.

Su comportamiento para conmigo me desesperaba, ¡pues qué grande debía de ser su

desaprobación de mi conducta,al fugarme con la hija de su amigo, cuando no le

permitía sonreírme ni dirigirme una cariñosa palabra para agradecerme todo lo

que había hecho por su parienta! iY esto era sólo un reflejo de la indignación

de mi suegro!

Fuimos hasta el coche para despedirlos, y entonces, en contrándome por un

momento al lado de una de las jóvenes traté de obtener algunas noticias.

-Hágame el favor, señorita -dije-, de decirme qué es lo que usted sabe respecto

a mi suegro. Si es algo muy grave, le prometo no decirle una palabra de ello a

Paquita; pero sería mejor que yo supiese Ia verdad antes de enfrentarme con él.

Un sombra turbó su brillante y expresiva cara mientras miraba ansiosamente a

Paquita; entonces, inclinándose hacia mi, me susurró:

-¡Ay, amigo mío es implacable! Lo siento en el alma por Paquita. -Luego añadió,

con una sonrisa de incorregible coquetería:- Y también por usted.

Se alejó el carruaje y los ojos de Demetria, al mirar en mi dirección, estaban

anegados en lágrimas, mientras en los ojos del señor Villaverde, que también

miraba para atrás, había una expresión que no me auguraba nada bueno. Tal vez su

sentimiento fuese natural, por ser el padre de dos hijas muy lindas.

¡Implacable! ¡Y ahora no había un mar ni de color de Plata ni de color de

ladrillo que nos separara! Al volver a la Argentina, tendría que someterme a sus

leyes que había quebrantado, al casarme con una joven menor de edad sin el

consentimiento de su padre. La persona que en Inglaterra se fuga con una menor

bajo tutela no es más delincuente de lo que lo era yo. Mi suegro me tenía ahora

a su arbitrio: haría que se me castigara, encarcelándome por un tiempo

indefinido, y si no pudiese amilanarme, podría por lo menos partirle el corazón

a su desdichada hija. Aquellos agrestes y turbulentos días en la Tierra Purpúrea

se me presentaban ahora como días muy felices y apacibles, y los amargos días

sin ningún placer, estaban sólo por empezar. ¡Implacable!

Levantando de repente la vista, encontré los ojos violetas de Paquita mirándome

triste e interrogativarnente.

-Dime la verdad, Ricardo, ¿qué has oído?

Fingí una sonrisa, y tomándole la. mano, le aseguré que no habia oído nada que

pudiese inquietarla.

-Ven -dije-, entremos y preparémonos para irnos de aquí mañana mismo Volveremos

a la estancia de tu padre, porque cuanto más pronto se realice la entrevista que

tú anhelas, tanto mejor será para todos.

 

 

 

F I N