EDUARDO GUTIÉRREZ

 

JUAN MOREIRA

 

 

 

 

      Indice

 

      Juan Moreira

      Los amores de Moreira

      Un castigo terrible

      El Cacique

      La pendiente del crimen

      Un gaucho flojo

      Un encuentro fatal

      El nido de desventuras

      El último asilo

      La vuelta al hogar

      La fuerza del destino

      La soberbia del valor

      El guapo Juan Blanco

      La policía en jaque

      El Cuerudo

      Jaque mate

      El epitafio de Moreira

      La daga de Moreira

      Epílogo

 

 

 

Juan Moreira

 

 

                                               Como fiera perseguida

                                               piso una senda de abrojos,

                                               sin sueño para mis ojos,

                                               ni venda para mi herida;

                                               sin descanso ni guarida,

                                               ni esperanza, ni piedad,

                                               y en fúnebre soledad

                                               a mi dolor amarrado,

                                               voy a la muerte arrastrado

                                               por mi propia tempestad.

                  R. Gutiérrez,

                  Lázaro

 

 

      Juan Moreira es uno de esos seres que pisan el teatro de la vida con el

      destino de la celebridad; es de aquellos hombres que, cualquiera que sea

      la senda social por donde el destino encamine sus pisadas, vienen a la

      vida poderosamente tallados en bronce.

      Moreira no ha sido el gaucho cobarde encenagado en el crimen, con el

      sentido moral completamente pervertido.

      No ha sido el gaucho asesino que se complace en dar una puñalada y que

      goza de una manera inmensa viendo saltar la entraña ajena desgarrada por

      el puñal.

      No; Moreira era como la generalidad de nuestros gauchos; dotado de un alma

      fuerte y un corazón generoso, pero que lanzado en las sendas nobles, por

      ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria

      patria; y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a

      sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se le

      persiguió.

      Moreira sabía que peleando defendía su vida amenazada de muerte, y peleaba

      de una manera frenética, y haciendo lujo de un valor casi sobrehumano.

      Moreira tenía los sentimientos tiernos e hidalgos que acompañan siempre al

      hombre realmente bravo.

      Educado y bien dirigido, cultivadas con esmero su propensión guerrera y su

      astucia, inherente a la mayor parte de nuestros gauchos, ya lo hemos

      dicho, hubiera hecho una figura gloriosa.

      Hasta la edad de treinta años fue un hombre trabajador y generalmente

      apreciado en el partido de Matanzas, donde habitó hasta aquella edad,

      cuidando unas ovejas y unos animales vacunos, que constituían su pequeña

      fortuna.

      Domador consumado, se ocupaba en amansar aquellos potros que, por

      indomables, llevaban a su puesto con aquel objeto.

      No concurría a las pulperías sino en los días de carreras en que iba a

      ellas montado sobre un magnífico caballo parejero, aperado con ese lujo

      del gaucho que reconcentra toda su vanidad en las prendas con que adorna

      su caballo en los días de paseo.

      Nunca se le había visto beber con exceso, ni andando en aquellas fatales

      parrandas de los gauchos donde nacen las peleas que terminan generalmente

      enterrando un cadáver más en el cementerio y proporcionando una nueva alta

      a los cuerpos de caballería que guarnecen las fronteras, cuerpos de línea

      que guardan las leyendas más tristes de pobres gauchos enviados allí con

      el pretexto de ser vagos y no tener hogar conocido.

      Pero dejemos aquellas fúnebres historias, de que algún día nos ocuparemos,

      y volvamos a Juan Moreira.

      Si alguna vez se le vio desnudar su daga y guardarla en la cintura sucia

      de sangre, era cuando mezclado a la guardia nacional salía en persecución

      de alguna invasión de indios que hubiera venido a los partidos vecinos.

      En esos días en que los buenos guardias nacionales abandonaban el lazo y

      la marca para seguir al comandante militar del partido, Moreira se

      presentaba montado en su mejor caballo, llevando de tiro a su soberbio

      parejero.

      En el combate se lucía, en la persecución siempre salía adelante en alas

      de su caballo que parecía volar, y concluido el combate y derrotada la

      indiada, regresaba a su puesto sin pedir la menor recompensa, apreciando

      lo que acababa de hacer como el cumplimiento de una obligación ineludible.

 

      En ese género de correrías se había conquistado el nombre de El Guapo ,

      con que lo distinguían aun fuera de su pago, llegando sus compañeros hasta

      no considerar eficaz una persecución a los indios si en ella no había

      tomado parte el amigo Moreira.

      Moreira vivía casado con una paisanita, hija de un honrado vecino de su

      mismo partido, y tenía de ella un hijito que constituía toda su aspiración

      y todo su haber en el mundo, fuera de su mujer, a quien quería con

      idolatría.

      Jamás se alejaba a las persecuciones de indios, sin estrechar en sus

      brazos al pequeño Juan Moreira, a quien llamaba mi crédito , y últimamente

      lo llevaba consigo a todos sus paseos, ya a las cabezadas de su lujoso

      apero, ya a su lado, gauchamente montado sobre un peticito que domara

      expresamente para él y en cuyas prendas figuraban los más bellos trenzados

      de tiento de potro que salían de sus manos primorosas para este género de

      trabajos.

      Moreira poseía una tropa de carretas, que era su capital más productivo y

      en la que traía a la estación del tren inmediata grandes acopios de frutos

      del país, que se le confiaban conociendo su honradez acrisolada.

      Allá en sus pagos y años atrás, él había sido también una especie de

      trovador romancesco.

      Dotado de una hermosa voz, solía templar su guitarra, llena de

      incrustaciones de nácar, en algún baile de amigos, y echar un par de

      tiernas y amorosas décimas, con ese sentimiento delicado de que está

      dotado nuestro gaucho payador, sentimiento que se ve rebosar en su cara

      inteligente y que da a su canto una modulación rara y quejumbrosa y que

      llega hasta el fondo del alma.

      Cuando un gaucho canta un triste parece que vertiera él todo un compendio

      de desventuras.

      Su rostro moreno se baña de una intensa palidez; su voz tiembla; brilla su

      pupila humedecida por una lágrima; los dedos con que oprime la cuerda

      sobre el diapasón parece que quisieran encarnar en ella todo lo que

      siente; la guitarra gime de un modo particular, y el que escucha se siente

      dominado por un éxtasis arrobador.

      El gaucho trovador de nuestra pampa, el verdadero trovador, el Santos

      Vega, en fin, cantando una décima amorosa, es algo sublime, algo de otro

      mundo, que arrastra en su canto, completamente dominado, a nuestro

      espíritu.

      ¡Es una gran raza la raza de nuestros gauchos!

      Todos ellos están dotados de un poderoso sentimiento artístico.

      Tocan la guitarra por intuición, sin tener la más remota idea de lo que es

      la música, y cantan con la misma ternura que improvisan sus huellas ,

      llegando, como Santos Vega, a construir esta sublimidad:

 

                                         De terciopelo negro

                                                   tengo cortinas,

                                         para enlutar mi cama

                                                   si tú me olvidas.

 

      Y el sentimiento artístico estaba poderosamente desarrollado en Moreira.

      Cuando preludiaba la guitarra, la asamblea enmudecía, y cuando de su

      poderosa garganta partía, como un quejido, una trova, las paisanas se

      sentían atraídas y los hombres se conmovían.

      Hemos hablado una sola vez con Moreira, el año 74, y el timbre de su voz

      ha quedado grabado en nuestra memoria.

      Cuando hablamos con él, entonces Moreira estaba tachado de bandido y su

      fama recorría los pueblos de nuestra campaña.

      Y había sin embargo en el conjunto de su arrogante apostura tanta nobleza,

      tal sello de simpática bravura, que uno se hacía en su pensamiento esta

      fuerte conclusión: es imposible que este hombre sea un bandido.

      No había en su semblante una sola línea innoble, su continente era marcial

      y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por

      decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima

      mirada que brotaba de su pupila de terciopelo.

      Era una cabeza estatuaria colocada en un tronco escultural.

      Entonces Moreira tenía apenas treinta y cuatro años.

      Era alto y regularmente grueso, vestía, con lujo pintoresco, el traje

      nacional, que llevaba con una desenvoltura y una arrogancia notable.

      Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos

      magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera,

      barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando

      graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada

      una sonrisa de suprema amargura.

      Sus más hermosas facciones eran los ojos y la nariz: los primeros

      iluminaban su semblante atrayente, dándole una expresión inteligente y

      altiva; la segunda, ligeramente aguileña, contribuía a aquella expresión

      de simpática bravura que dominaba en aquel semblante.

      Vestía entonces un chiripá de paño negro sujeto a la cintura por un

      tirador cubierto de monedas de plata, que le servía para oprimir su

      estómago algo saliente.

      De este tirador pendían por la parte de adelante dos brillantes trabucos

      de bronce, y sujetaba sobre el vacío, al alcance de la mano derecha, una

      daga lujosamente engastada.

      El aseo de su ropa, que se veía en su blanquísima camisa y en el prolijo

      cribo del calzoncillo, era notable.

      Su traje estaba completado por una bota militar flamante, adornada con

      espuelas de plata, un saco de paño negro, un pañuelo de seda graciosamente

      enrollado al cuello, y un sombrero de anchas alas.

      En su mano derecha, pendiente de la muñeca, se veía un látigo de plata, de

      los llamados brasileros; en el dedo meñique usaba un brillante de gran

      valor, y sobre su pecho, cayendo hasta uno de los bolsillitos del tirador,

      brillaba una gruesa cadena de oro que sujetaba un reloj remontoir.

      Este era Juan Moreira, cuyos hechos han pasado a ser el tema de las

      canciones gauchas, y cuyas acciones nobles se cantan tristemente al

      melancólico acompañamiento de la guitarra.

      ¿Qué motivo poderoso, qué fuerza fatal fue la que empujó por la pendiente

      del crimen a un hombre nacido con todas las condiciones de un bello

      espíritu, y que hasta la edad de treinta años fue un ejemplo de moral y de

      virtudes?

      Tomemos su vida diez años atrás y encontraremos la razón de la conducta

      que observó Moreira en el último tercio de su vida.

      Hemos hecho un viaje expreso a recoger datos en los partidos que este

      gaucho habitó primero y aterrorizó después, sin encontrar en su vida una

      acción cobarde que arroje una sola sombra sobre lo atrayente de la

      relación que emprendemos.

      Era una especie de judío errante que combatía eternamente, disputando a la

      justicia su cabeza, porque sabía que entregarse era morir

      irremediablemente y porque en su insolente orgullo había dicho y repetido

      que no existía una partida de policía suficientemente fuerte para

      prenderlo.

      Tomemos, pues, como punto de partida aquella época de su vida, que

      llamaremos Los amores de Moreira .

 

      La gran causa de la inmensa criminalidad en la campaña está en nuestras

      autoridades excepcionales.

      El gaucho habitante de nuestra pampa tiene dos caminos forzosos para

      elegir: uno es el camino del crimen, por las razones que expondremos; otro

      es el camino de los cuerpos de línea, que le ofrecen su puesto de carne de

      cañón.

      El gaucho, en el estado de criminal abandono en que vive, está privado de

      todos los derechos del ciudadano y del hombre; sobre su cabeza está

      eternamente levantado el sable del comandante militar y de la partida de

      plaza a quien no puede resistirse, porque entonces, para castigarlo, habrá

      siempre un cuerpo de línea.

      Ve para sí cerrados todos los caminos del honor y del trabajo, porque

      lleva sobre su frente este terrible anatema: hijo del país.

      En la estancia, como en el puesto, prefieren al suyo el trabajo del

      extranjero, porque el hacendado que tiene peones del país está expuesto a

      quedarse sin ellos cuando se moviliza la guardia nacional, o cuando son

      arriados como carneros a una campaña electoral.

      El gaucho viene a ser un paria en su propia tierra, que no sirve para otra

      cosa que para votar en las elecciones con el juez de paz o el comandante,

      o para engrosar las filas de los regimientos de línea, a que tiene horror.

 

      ¡Y que tiene razón de sentir aquel horror a los cuerpos de línea!

      El gaucho marcha a la frontera, enviado por vago (no encuentra trabajo),

      por falta de papeleta (no votó con el comandante, sino con su patrón), o

      simplemente porque su mujer es una paisanita hermosa y codiciada.

      Va a la frontera con una barra de grillos en los pies, como si fuera un

      criminal miserable; allí sufre durante dos años de desnudez, el hambre y

      los horribles tratos de un cuerpo de línea, pudiéndose dar por feliz si al

      cabo de este tiempo puede obtener su cédula de baja.

      El gaucho vuelve a su pago, creyendo olvidar sus sufrimientos en la

      tranquilidad de su rancho y al lado de su mujer y sus hijos, pero es

      precisamente allí, en su rancho, donde le espera la desventura, el dolor y

      la vergüenza.

      Sus caballos y sus animalitos se los han repartido como botín de guerra

      los que han saqueado su rancho; su mujer, sitiada por hambre, vive con el

      mismo alcalde o teniente alcalde que lo envió a la frontera, engrillado,

      con este solo objeto, y sus hijitos, sus pobres hijitos, han sido

      regalados a diferentes familias a quienes servirán de criados sabe Dios

      hasta cuándo.

      El dolor rebosa en su alma al contemplar este cuadro de desolación y dolor

      supremo, su corazón absorbe todo el veneno que tanta maldad ha derramado

      en él, y el gaucho se lanza al camino lleno de odio y ansioso de venganza.

 

      Entonces es puesto fuera de la ley que para él no existió nunca, y

      condenado a pelear en el campo para defender su cabeza que codicia la

      partida de plaza, con la que pelea hasta morir, porque sabe que una vez

      rendido será inmediatamente muerto por haberse resistido a la autoridad, o

      por cualquier otro pretexto.

      El alcalde teme que el gaucho venga una noche a cobrarle con su puñal la

      cuenta de sus desventuras, y quiere deshacerse de él a todo trance para

      librarse de aquella venganza, tardía a veces, pero segura siempre.

      Aquel hombre tiene que vivir huyendo como un bandido; tiene que robar para

      llenar las necesidades de la vida; empieza por matar defendiendo su cabeza

      y concluye por matar por costumbre y por placer, porque la vida errante le

      ha hecho contraer el vicio de la bebida y los que acompañan a este o son

      engendradas por él.

      He aquí por qué este hombre de hermosísimas prendas de carácter, dotado de

      una inteligencia natural y de un corazón de raro temple, se lanza a la

      senda del crimen, que recorre paso a paso, hasta sucumbir como Moreira,

      combatiendo contra una partida de gendarmes ayudados por la tropa, que ha

      ido directamente a matarlo, o caer entre las manos de la justicia, cuando

      el sueño y la fatiga lo han rendido, como Julián Andrade.

      ¿Tenemos nosotros derecho para condenar a este criminal con todo el peso

      de la ley?

      Y sin embargo nuestros presidios están llenos de estos tipos que habían

      nacido para todo, menos para asesinos y bandidos, a quienes se aplica la

      última pena, que sufren con una serenidad hermosa y un valor

      inquebrantable.

      He aquí la existencia de nuestro gaucho, narrada a grandes rasgos, pero

      con una exactitud innegable.

      Volvamos ahora al protagonista del drama policial que nos ocupa, tomándolo

      años antes de su primera puñalada.

 

 

 

Los amores de Moreira

 

      Moreira vivía en el partido de Matanzas, donde se había criado desde

      pequeñito, sin haber conocido a su padre, que era aquel tremendo Moreira

      que hizo fusilar Rosas, dándole una carta para Cuitiño, en cuya carta le

      daba orden de fusilarlo y que la víctima creía ser una orden para que le

      entregase un dinero que le había prometido.

      Muchos de nuestros lectores que vivieron en aquellas épocas luctuosas, tal

      vez hayan conocido al padre de nuestro héroe.

      Ya hemos dicho que Juan Moreira, como la mayoría de nuestros gauchos,

      tocaba la guitarra con ese sentimiento artístico que nace del corazón y

      que no se puede imitar, acompañándose con tiernas décimas y tristes, que

      gemían melancólicamente al poder sentido de su hermosa voz.

      En aquellas plácidas noches de luna, en que se ve el campo plateado por la

      luz suavísima del astro de la noche, Moreira ensillaba su caballo con esa

      coquetería cariñosa que tiene siempre para su pingo el gaucho de buena

      ley, y colgando la guitarra a los tientos del recado, se iba a algún

      rancho amigo, donde era siempre bien recibido, porque con él iban la

      alegría y la perspectiva de una noche de baile.

      La jarana se armaba entonces en toda regla: al rancho empezaban a caer los

      amigos de los alrededores, el cimarrón circulaba de boca en boca,

      alternando con un traguito de ginebra, y el baile seguía a la décima y al

      triste, baile alegre e inocente que duraba hasta las doce de la noche o la

      una de la madrugada.

      En estas correrías y jaranas Moreira conoció a Vicenta, joven paisanita

      cuya hermosura era proverbial en el pago, y entonces el rancho de Vicenta

      fue el preferido por Moreira para sus noches de baile y alegría.

      Generalmente querido por su extremada bondad y mansedumbre, en los bailes

      que improvisaba Moreira no había el menor disgusto, pues a la par que se

      le quería, se le respetaba, y ninguno hubiese querido granjearse su

      enemistad.

      Este género de bailes pasa siempre en el mayor orden, porque a ellos

      concurre sólo la buena gente trabajadora y alguno que otro forastero que

      es invitado a desensillar, porque la hospitalidad para el gaucho es una

      especie de religión que practica con placer.

      Los gauchos alzados y vagos no concurren nunca a este género de bailes,

      porque siempre andan huyendo de los centros de población, frecuentados por

      la autoridad.

      Su teatro es la pulpería, donde se apea de noche y de donde sale de día a

      vagar hasta la vecina, con el ojo siempre avizor y la daga al alcance de

      su mano.

      A los bailes que Moreira improvisaba en casa de Vicenta, asistían, además

      del paisanaje, el teniente alcalde del cuartel que habitaba y uno que otro

      comerciante amigo del paisano o de la familia.

      Moreira amaba a Vicenta como ama el gaucho en su inocencia primitiva, sin

      hablarle una palabra, pero revelándole el amor de su alma virgen con la

      mirada de sus magníficos ojos y el proverbial "dispense, doña Vicenta",

      con que le dedicaba sus más sentidas décimas y amorosas trovas.

      Vicenta comprendía este amor y callaba, correspondiéndolo con una mirada

      expresiva y el mate especial que le servía, ligeramente espolvoreado con

      canela.

      Moreira era un joven sumamente arrogante y de los más acreditados en el

      partido como valiente y como el mejor cantor, prendas que en la campaña,

      para la mujer, son estimadas con preferencia.

      El padre de Vicenta veía estos amores con cierta vanidad, pues a más de

      todo esto, Moreira era un hombre trabajador, honrado y dueño de una

      fortunita que, trabajada, podía ser algún día una riqueza.

      El buen paisano alentó los amores de Moreira, para provocar entre los dos

      jóvenes un honesto casamiento.

      El teniente alcalde, que frecuentaba las reuniones a que aludimos, hacía

      tiempo que andaba enamorado de la gentil Vicenta, pero con distintas

      intenciones de las de Moreira.

      Quería emprender la seducción de Vicenta, y no podía mirar con

      tranquilidad aquellos amores; primero, porque ellos desbarataban sus

      planes, y segundo, porque Moreira era un paisano sagaz, con quien no se

      podía jugar sucio.

      El teniente alcalde empezó entonces a fraguar la trama eterna que da por

      resultado la frontera y los grillos para el que se persigue con cualquier

      pretexto, aunque la trama iba esta vez a hacerse difícil, pues se

      estrellaba en un hombre intachable por su conducta.

      Moreira no malició la perfidia que le reservaba el teniente alcalde;

      tranquilo y servidor como siempre, siguió en sus bailes y en sus amores

      con Vicenta, amores ya aceptados por el padre.

      Fue en estos días que Moreira facilitó al almacenero Sardetti la suma de

      diez mil pesos que éste le pidió para hacer una compra de frutos del país,

      préstamo que fue hecho sin recibo ni documento alguno y completamente a la

      buena fe de ambos.

      Moreira se había decidido por fin a hablar y había concertado su

      casamiento para un mes después.

      Fue aquella una fiesta memorable, en la que hubo licor de rosa y tortas

      fritas, en que se bailó hasta destabarse y se tocó la guitarra hasta "sol

      alto".

      Y fue también en esa noche que tuvo lugar el primer acto de hostilidad del

      teniente alcalde, que no concurrió al baile y al otro día mandó a sacar a

      Moreira una multa de quinientos pesos por haber dado baile público "sin

      permiso de la autoridad".

      Moreira, a pesar de la opinión de su suegro, preocupado por su reciente

      felicidad, pagó la multa, diciendo que, sin duda alguna, aquélla era el

      remojo que cobraba el amigo don Francisco.

      Pero las multas empezaron a repetirse con frecuencia, lo que empezó a

      alarmar al pacífico vecindario que comprendía la injusticia de ellas.

      Un día Moreira era citado a casa del teniente alcalde, porque se había

      encontrado un animal de su propiedad haciendo daño en los sembrados y era

      preciso abonar la multa, que el paisano pagaba humildemente, aunque sin

      ninguna voluntad y protestando de la injusticia.

      Otro día era una multa por no haberse presentado a un supuesto llamado de

      la autoridad, y otro, en fin, por haber molestado al vecindario a deshora

      con su acto.

      Estas multas empezaron a agriar poco a poco a Moreira, hasta que un día se

      presentó en casa del amigo Francisco, decidido a saber el porqué de esta

      persecución.

      El amigo Francisco escuchó agriamente el justo y humilde reclamo y le

      respondió con aspereza que no tenía que darle cuenta de sus acciones y que

      si no pisaba más derecho le iba a remachar una barra de grillos.

      Ante esta amenaza Moreira palideció, pero dominándose rápidamente, le

dijo:

      -Yo no he ofendido a nadie, don Francisco: usted me persigue de puro vicio

      y esto va a acabar mal.

      -Parece que me amenazas -respondió don Francisco alzando la voz-; pues

      ahora mismo irás al cepo.

      Moreira fue puesto en el cepo, donde permaneció cuarenta y ocho horas, sin

      que se le oyera pronunciar una sola queja.

      Es preciso saber lo que es un cepo de justicia de paz, en los lejanos y

      abandonados pueblos de nuestra campaña.

      Un cepo de esta clase es siempre una gruesa viga de ñandubay u otra madera

      dura, llena de agujeros y aserrada a lo largo, tomando por centro la mitad

      de los agujeros; la parte baja de este aparato está asegurada en el suelo,

      a la vez que va adherida por medio de grandes bisagras a un extremo, la

      parte alta que se cierra al otro por un gran candado.

      Aquel aparato inquisitorial está colocado siempre a campo y bajo un árbol,

      que es la única protección que el paciente tiene contra los soles y las

      heladas y adonde es puesto del pescuezo, de las piernas o de donde se le

      ocurre al teniente alcalde que manda ejecutar el martirio.

      Allí fue puesto Moreira de las piernas y allí permaneció cuarenta y ocho

      horas sin que se le oyera la menor protesta contra aquel proceder

      arbitrario, mansedumbre que irritó al amigo Francisco, hasta el extremo de

      mandar echar de allí a Vicenta, que vino a pasar la noche al lado de su

      marido.

      Igual proceder se mandó observar con el suegro y los numerosos amigos que

      fueron a visitar al preso, única protesta muda que les era permitida de

      aquella acción cobarde.

      Cuando Moreira fue puesto en libertad, se dirigió a su rancho, donde

      ensilló su caballo, y se fue a casa de su compadre Giménez, padrino de su

      casamiento, a quien relató lo que sucedía y pidió consejo, pues no quería

      desgraciarse por aquel hombre que tan sin motivo se había puesto a

      perseguirlo.

      Giménez aconsejó a Moreira se fuese al Juzgado de Paz y contase lo que

      sucedía, pidiendo se evitase que aquel hombre siguiera cometiendo estos

      abusos.

      Pero a Moreira se había anticipado el amigo Francisco, imponiendo al juez

      de que auel diablo había empezado a echarse a perder y que había tenido

      que ponerlo en el cepo porque había llevado su insolencia hasta

amenazarlo.

      El gaucho invocó sus derechos ¿pero qué gaucho tiene derechos?. Invocó la

      justicia, palabra hueca para él, y no fue escuchado; ofreció acreditar su

      conducta con los vecinos de su cuartel, y fue expulsado del juzgado con la

      amenaza de que si no se corregía sería enviado a la frontera con el primer

      contingente.

      El gaucho salió del juzgado con la primera semilla de venganza en el

      corazón, y convencido de que para él no había más derecho que el que le

      proporcionara el filo de su puñal, ni más justicia que la que él mismo se

      hiciera.

      Regresó a su rancho, sombrío y con la frente oscurecida por la resolución

      inquebrantable que había adoptado.

      Los paisanos estaban asombrados de la mansedumbre de Moreira, llegando

      alguno de ellos a decirle que no fuera tonto, que no soportara las

      porquerías del amigo Francisco callado la boca, pues entonces aquél lo

      agarraría como hijo.

      Moreira sonrió y comunicó a los paisanos que había resuelto desde ese día

      no tolerar nada.

      Así pasaron algunos meses, sin que el gaucho fuese molestado de nuevo;

      parecía que se hubiera olvidado lo pasado, y la alegría había vuelto a

      renacer en el rancho de Moreira.

      Sin embargo, desde aquel día en que fue expulsado del Juzgado de Paz,

      Moreira cambió su cuchillo de trabajo por una lujosa daga, que sólo usaba

      en los días de combate con los indios y a la que había afilado con sumo

      esmero.

      Así pasó el tiempo; se cambió el juez de paz, que no removió a la mayor

      parte de alcaldes y teniente alcaldes, entre los que quedó el amigo

      Francisco; pero Moreira no fue molestado.

      Parece que el amigo Francisco había cambiado de táctica o había sabido lo

      que para el porvenir debía esperar de Moreira, y tuvo miedo.

 

      El gaucho tuvo un hijo, que vino a absorber su cariño y todo su tiempo; la

      lujosa daga cayó de su cintura para dejar sitio a la cuchilla de trabajo,

      y la antigua alegría volvió a sentar sus reales en el humilde rancho.

      Los bailes renacieron, la guitarra volvió a sonar y la magnífica voz del

      gaucho volvió a escucharse cantando hermosas décimas y picarescos pies de

      gato.

      El amigo Francisco no volvió a aparecer por el rancho de Moreira, pero

      mandó emisarios que dijeron a Moreira que sentía infinito lo que había

      sucedido y que quería olvidar lo pasado.

      Ya hemos dicho que Moreira tenía bellísimas prendas de carácter: su

      corazón era incapaz de guardar por tanto tiempo la idea de una venganza y

      fue él mismo a estrechar la mano del amigo Francisco y a convidarlo para

      el bautismo de Juancito, que debía celebrarse el próximo sábado.

      Ese día llegó, alegre para todo el sencillo vecindario del apreciable

      gaucho; hubo carne con cuero y baile de noche; se echó la casa por la

      ventana y la ginebra y el licor anduvieron por alto, alternados con el

      mate y las guitarras, pues cada amigo había caído con la suya, para

      amenizar el baile del amigo Moreira

      A la cara hermosa del paisano asomaba toda la felicidad que aquel hijo

      había derramado en su alma, haciéndolo renacer: cantó toda la noche, y en

      medio de los más frenéticos aplausos cepilló un malambo que daba mil

      gustos, según la expresión característica.

      Moreira se excedió en la bebida un tanto, lo que fue motivo de mayor

      alegría y algazara; pues según los que lo han tratado, cuando estaba

      divertido, era cuando se le veía más alegre y accesible a todo género de

      bromas.

      Aquel baile hizo época en el partido, porque duró dos noches y el día que

      a éstas separara.

      Fue siempre en medio de la más franca y cordial alegría, pues cuando algún

      invitado se mamaba, era conducido al pequeño bosque donde dormía a su

      gusto y de donde regresaba al baile.

      Así fue bautizado el pequeño Juan Moreira, abriendo una nueva faz al

      espíritu del padre, que se había vuelto más contraído aún en el trabajo,

      pues ya tenía un porvenir que labrar.

      Las hostilidades, suspendidas por el teniente alcalde, volvieron a hacerse

      sentir con pequeñas miserias.

      Un día fue llamado por el amigo Francisco, quien le notificó que tenía que

      pagar cuatrocientos pesos de multa, porque dos vacas de su propiedad

      habían andado haciendo daño en los sembrados de trigo.

      Moreira palideció de ira, buscó en la cintura el sitio de la daga, pero la

      silueta de su hijito cruzó por su imaginación y se contuvo.

      Pagó la multa y se alejó de aquella "casa de justicia", sintiendo en su

      corazón que la misma idea de venganza que lo hiciera latir aquel día que

      estuvo en el juzgado, volvía a renacer más poderosa.

      Volvió sombrío a su rancho y se ocupó esa noche en concluir un par de

      lujosas riendas trenzadas, verdadero primor gaucho, que hacía días

      fabricaba para su Juancito que, aunque recién caminaba, ya lo acompañaba

      en sus paseos, a las cabezadas de su recado.

      Vicenta había engrosado.

      La felicidad había corregido las suaves líneas de su cara oval y

      bondadosa, y era una hermosa paisanita, cuyo más inmenso placer consistía

      en peinar los negros rulos y la sedosa barba de Moreira.

      Por aquellos tiempos Moreira tuvo necesidad de dinero para efectuar una

      compra de haciendas baratas, y pidió al amigo Sardetti los diez mil pesos

      que le prestara hacía más de un año.

      Sardetti pidió espera porque los negocios no andaban muy católicos, y

      Moreira accedió sin vacilación, suplicando que le efectuara el pago lo más

      pronto posible, por aquello de que "la necesidad tiene cara de hereje".

      Así pasaron dos meses.

      Moreira siempre cobrando y el almacenero siempre pidiendo esperas y

      alegando que no tenía ni aun mil pesos que poderle dar a cuenta.

      Moreira fue perdiendo la paciencia poco a poco, hasta que un día hizo

      presente al deudor que si no le pagaba los diez mil pesos se iba a ver en

      la necesidad de demandarlo.

      El pago no se efectuó, y Moreira entabló su demanda ante el amigo

      Francisco, que mandó buscar a Sardetti.

      Fuera que éste se hubiera entendido con el teniente alcalde, fuera

      simplemente obra de su mala fe, Sardetti negó la deuda, asegurando que no

      debía a Moreira un solo peso.

      -¿Y a qué viene entonces tanta mentira? -preguntó hostilmente el teniente

      alcalde-. ¿Por qué vienes a cobrar un dinero que no es tuyo?

      -Cobro mi plata que he prestado -replicó Moreira trémulo de ira-, y la

      cobro porque la necesito; este hombre quiere robarme si dice que no me

      debe y yo entonces vengo a pedir justicia.

      -La justicia que te he de dar es una barra de grillos, ladrón, que vienes

      a contar bolazos.

      Al sentirse tratar así, Moreira tembló, miró a aquellos hombres de una

      manera feroz y llevó la mano a la espalda, mano que retiró vacía porque

      conociéndose se había tenido miedo a sí mismo y había dejado en su casa

      las armas.

      -¿Quieres decir que no me debes nada? -preguntó trémulo a Sardetti, que

      palideció, pero que contestó secamente:

      -¡Nada!

      -¿Y usted no quiere hacer que me pague? -preguntó, dirigiéndose al

      teniente alcalde.

      -Es claro, puesto que nada te debe, y que tú has venido a "jugar sucio".

      A la anterior alteración de Moreira se sucedió una de aquellas calmas que

      son más temibles aún que la explosión de la cólera, pues ellas son hijas

      de una resolución suprema y de un carácter poderoso.

      -Está bueno, amigo -dijo Moreira, dejando caer la mirada de sus negros

      ojos sobre Sardetti-. Usted me ha negado la deuda para cuyo pago le di

      tantas esperas, pero yo me la he de cobrar dándole una puñalada por cada

      mil pesos. Y usted, don Francisco, que me ha "echado al medio" de puro

      vicio, guárdese de mí, porque usted ha de ser mi perdición en esta vida.

      Moreira iba a retirarse, pero fue detenido por don Francisco, que,

      llamando al soldado de la partida que con él representaba allí la justicia

      (rara justicia), lo hizo meter en el cepo, esta vez de cabeza, por

      desacato a la autoridad.

      Moreira se dejó poner en el cepo sonriendo, porque sabía que pronto había

      de llegar la hora de su desquite, y sufrió las insolencias y aun los

      golpes del amigo Francisco, sin pronunciar una sola palabra.

      Al día siguiente fue puesto en libertad, y oyó de boca del amigo Francisco

      estas palabras:

      -La tercera es la vencida, y si vuelves a las andadas te remitiré a la

      frontera con una buena barra de grillos.

      Moreira escuchó estas palabras sin apagar de sus labios la sonrisa que los

      orlaba y se retiró, replicando sencillamente: "hasta la vista entonces,

      don Francisco".

      Moreira se fue a su casa, donde permaneció todo el día prodigando a su

      hijo y a su mujer un mundo de tiernas caricias; estuvo tocando en la

      guitarra una serie de tristes, hasta la hora de cenar, en que asistió a la

      mesa por pura fórmula.

      Llegada la noche, Moreira se vistió cambiándose la ropa interior, y

      poniéndose a la cintura su daga de combate, ensilló su caballo parejero

      con esa prolijidad que usa el gaucho cuando ha de hacer una larga jornada.

      Sus ojos brillaban de una manera particular y su fisonomía había tomado

      una expresión de fúnebre amenaza.

      -¿Adónde vas a estas horas? -preguntó Vicenta cuidadosa, al ver los

      preparativos que había estado haciendo.

      -Voy a lo de mi compadre Giménez -respondió este saltando sobre su

      caballo-; no tardaré en volver.

      El suegro, que estaba en el rancho acompañando a la hija y ayudándola a

      sobrellevar la pena que le causaba la prisión del marido, trató de

      averiguar a Moreira dónde iba a aquellas horas.

      -Ya vuelvo, tata viejo -contestó el paisano y, oprimiendo los ijares de su

      overo bayo, se perdió en las sombras de la noche.

      ¿A dónde iba Moreira, que así precipitaba la marcha del inteligente

      animal, que parecía comprender el apuro del jinete?

      Moreira corría como quien huye entre las sombras de la noche de un peligro

      imaginario.

      El viento agitaba su largo cabello, que iba a azotar su espalda; y su

      sedosa barba, dividida por el mismo viento, cubría sus hombros como un

      manto de crespón.

      Y animaba la marcha del caballo con la palabra, queriéndole imprimir el

      ardor que sentía por llegar al punto de su destino.

      A los veinte minutos de marcha, sujetó el caballo en una de esas

      características pulperías de campaña, echó pie a tierra, ató con un nudo

      fácil el maneador en el palenque y penetró en la pulpería, concurridísima

      a esa hora.

      Era ésta la pulpería de Sardetti, y Moreira iba allí a cobrar sus diez mil

      pesos y a tomar cuenta del proceder del pulpero.

      En la trastienda de la pulpería, sentados sobre alguna silla milagrosa y

      cajones vacíos, había una media docenas de paisanos que se ocupaban de

      comentar el proceder del teniente alcalde y la desgracia en que había

      caído Moreira.

      Cuando éste entró, los paisanos se pararon, contestando a su comedido

      saludo; unos se contentaron con decirle: "Dios lo guarde, amigo Moreira",

      mientras otros le estrechaban afectuosamente la mano.

      Sardetti había visto entrar al gaucho y había palidecido mortalmente: su

      corazón tembló anunciándole la causa de aquella visita y tendió la vista

      por la trastienda interrogando el semblante de los concurrentes.

      Moreira estaba allí, sereno, altivo, recibía de los amigos calurosas

      felicitaciones por su libertad y sonreía dejando ver por la abertura de

      sus labios la doble fila de sus blanquísimos dientes, que formaban un

      hermoso contraste con su negra barba.

      -Una copa, pulpero -dijo tranquilamente, dirigiéndose a Sardetti-: Amigos

      -dijo a los paisanos-, yo pago la vuelta.

      Sardetti se apresuró a obedecer, y llenó los vasos que los paisanos

      enjuagaron a la salud de Moreira.

      -¡Han creído que soy vaca que se ordeña sin manear -prosiguió diciendo-, y

      así va a ser la cornada! Me han agarrado por bueno y se me hace que esta

      vez no la han de sacar por tarja.

      Moreira pidió otra vuelta y con una tranquilidad aterradora siguió

      hablando así, dirigiéndose a los paisanos:

      -La paciencia se gasta, porque no es oro, y siento que la mía ha ido a

      parar a la loma del diablo; anoche me ha hecho su blanco el teniente

      alcalde y me ha tenido en el cepo, pero hoy la vaca se ha vuelto toro y no

      hay que hacerle al dolor.

      El pulpero tragaba saliva, dejando ver en su palidez el espanto que le

      dominaba: la calma de Moreira le hacía prever una desgracia, desgracia

      inevitable, pues sabía que las palabras de Moreira no eran hijas de una

      mera compadrada, sino que ellas eran dictadas por una resolución

      inquebrantable; la amenaza que le había hecho el paisano no se había

      borrado de su memoria y veía que el momento de cumplirla había llegado

      fatalmente.

      -Todos ustedes saben que yo presté a este hombre diez mil pesos -continuó,

      señalando a Sardetti con el cabo del rebenque-; he tenido que demandarlo

      porque no había podido conseguir que me pagara, ¿y saben lo que me ha

      contestado? Pues ha dicho que yo era un ladrón, y que no me debía un

medio.

      Y al decir esto, la voz del paisano se había vuelto trémula y sus ojos

      estaban empañados por las lágrimas que de ellos hacía brotar el coraje.

      -Es verdad, amigo Moreira -respondió humildemente el pulpero-, yo he

      negado la deuda porque no tenía plata y si la confesaba me iban a vender

      el negocio; pero yo sé que le debo y algún día le he de pagar.

      Moreira no hizo caso de las palabras del pulpero y siguió hablando de esta

      manera a los paisanos, que ya habían comprendido las intenciones con que

      había ido allí el gaucho, y que adivinaban la escena tremenda que iba a

      pasar.

      -Me han puesto en el cepo de cabeza, como a un ladrón, me han golpeado

      cuando me han visto indefenso -y mostraba sobre su altiva frente una

      ligera cicatriz que recibió al ser metido en el cepo-, y por último, me

      han largado con el calor de la marca, diciéndome que me habían de mandar a

      la frontera.

      Y los ojos del gaucho se dilataban de una manera feroz, dejando ver un

      brillo frío y siniestro que hacía la impresión de una puñalada.

      Uno de los paisanos que lo escuchaba, más viejo y más amigo de Moreira que

      los otros, le dijo que tenía mucha razón, pero que un perro de aquella

      especie, no merecía que un hombre de bien se perdiera haciendo una

      hombrada.

      -Tú tienes un hijo -concluyó aquel gaucho bondadoso-, y va a padecer las

      consecuencias de lo que hagas. Si no lo haces por mí, hazlo por esa prenda

      de tu cariño, y vámonos tomando la copa del estribo.

      Una inmensa agonía cruzó como un relámpago el hermoso semblante de

      Moreira, y mirando tristemente al hombre que le había recordado su hijo,

      le replicó:

      -Yo no me voy sin haber cumplido mi palabra y sin terminar lo que voy a

      hacer, y no tomo la copa del estribo, porque no quiero que mañana digan

      que lo que yo he hecho lo hice divertido, porque no tuve entrañas para

      hacerlo fresco.

      El paisano viejo trató de persuadirlo de nuevo, haciéndole oír razones

      sencillas y tocantes, pero todo fue inútil.

      Moreira estaba decidido a cumplir su palabra a pesar de todo, y no hubo

      razón que lo hiciera ceder.

      -Concluyamos que es tarde -dijo levantándose de pronto-: Amigo Sardetti,

      vengo a que me pague los diez mil pesos o a cumplir mi palabra empeñada.

      El pulpero vaciló, miró con espanto a Moreira, y dirigiendo una mirada de

      suprema súplica al paisano que había tratado de disuadir a aquel terrible

      acreedor, respondió de una manera humilde y quejumbrosa:

      -Yo no tengo plata, amigo Moreira; espérese unos días, y le juro por Dios

      que le he de pagar hasta el último peso.

      -No espero más -contestó el paisano con suprema altivez-, vengan los diez

      mil pesos o te abro diez bocas en el cuerpo, para que por ellas puedas

      contar que Juan Moreira cumple lo que promete, aunque lo lleve el diablo.

      Y con mano segura desnudó su daga que brilló con un fulgor siniestro.

      Los paisanos habían quedado helados, Sardetti estaba más muerto que vivo,

      y Moreira, arrogante y altivo, con la daga en la mano y la manta de vicuña

      volcada sobre el brazo izquierdo, estaba allí como el ángel del

exterminio.

      -O pagas sobre el acto -dijo imperiosamente Moreira-, o te abro como un

      peludo.

      -No tengo plata -balbuceó el pulpero en una especie de estertor, mientras

      el paisano que desde un principio había tratado de evitar el lance se

      cruzaba delante de la daga de Moreira, diciéndole:

      -No te pierdas, hermano, el gringo no vale la pena y vas a tener que huir

      del pago.

      Moreira apartó al paisano con un ademán vigoroso, y, saltando al otro lado

      del mostrador, se lanzó sobre Sardetti con el brazo encogido y en ademán

      de tirar una puñalada.

      Los paisanos cerraron los ojos para no ver aquello.

      Cuando los paisanos abrieron los ojos creyendo que todo había concluido,

      encontraron a Moreira todavía frente al pulpero.

      ¿Qué extraño pensamiento había detenido su daga con la fuerza de un brazo

      humano?

      ¿Qué lo había hecho hacer un paso atrás en el momento de herir?, ¿había

      tenido miedo?, ¿se había arrepentido?

      No, Moreira había cedido a un sentimiento de hidalguía; había visto al

      pulpero desarmado y no se había atrevido a herir, porque no había ido allí

      a cometer un asesinato ni a dar muerte a un hombre indefenso.

      Cuatro o cinco segundos duró apenas la vacilación de Moreira, que viendo

      inmóvil aún al pulpero, le dijo de la manera más natural del mundo:

      -¿Qué haces que no te defiendes?, ¿o quieres que te degüelle como a un

      peludo?

      -No tengo armas -respondió Sardetti-, y aunque las tuviera, esto será

      siempre un asesinato.

      Moreira arrebató a uno de los paisanos el puñal de la cintura, y

      arrojándolo a los pies del pulpero, se preparó a herir.

      Sea que la cobardía de Sardetti fuera porque no tenía armas realmente,

      fuera que comprendiese que sólo matando al gaucho podía escapar a aquel

      peligro de muerte, al verse dueño de un cuchillo sus ojos brillaron y

      desapareció por completo su aspecto de terror y de víctima resignada.

      Empuñó la daga y esperó alerta el ataque, que debía ser impestuoso.

      En la trastienda no había más gente que Moreira, los paisanos que allí se

      encontraban a su llegada, el pulpero y un dependiente de catorce a quince

      años, que estaba dominado por el espanto.

      Una sola lámpara de querosene, colgada del techo por un alambre, alumbraba

      aquella escena fuertemente dramática.

      Los paisanos, cuando vieron que se trataba de un duelo, se apartaron y

      sólo quedaron al lado del mostrador los dos combatientes, midiéndose con

      la mirada.

      Cuando Moreira vio la nueva actitud que asumía el pulpero, cuando lo vio

      apoderarse de la daga y esperar sereno el ataque, le dijo estas palabras:

      -¡Así te quería ver, maula! -y lo acometió tirándole un hachazo a la

      cabeza, que Sardetti evitó volcando el cuello, y respondió con una

      puñalada tremenda que Moreira adivinó con su vista de lince y que evitó

      fácilmente con el poncho que pendía del brazo izquierdo.

      El combate era formidable: las puñaladas se dirigían rápidas y mortales

      por una y otra parte, y aunque la lucha llevaba ya más de dos minutos,

      ninguno de ellos se había podido herir.

      Por fin Sardetti, comprendiendo que la duración del combate podía ser

      fatal para él, porque su enemigo era poderoso y firme, hizo un poderoso

      esfuerzo y se tendió a fondo en una terrible puñalada.

      Aunque Moreira metió el poncho, aunque quebró su cuerpo como una vara de

      mimbre, la punta del puñal de Sardetti, pasando a través de los pliegues

      del poncho, fue a herirlo levemente en la tetilla izquierda.

      -Ahora ya no te tengo asco -gritó Moreira al sentir sobre su pecho el frío

      de la daga, y, bajando la cabeza y subiendo hasta la altura de sus ojos el

      antebrazo izquierdo de que colgaba su poncho, entró a Sardetti por el

      costado izquierdo con tal ímpetu, que le sepultó allí la daga por

completo.

      Sardetti lanzó una especie de quejido sordo, dejó caer la daga de su mano,

      y vaciló sobre sus pies.

      Entonces, como un relámpago, como una máquina de muerte, Moreira le dio

      nueve puñaladas más: tres en el pecho, cuatro en el vientre y dos en el

      costado, arriba de la primera.

      Sardetti cayó pesadamente, sin pronunciar una palabra, sin proferir un

      acento de dolor; parecía que la primera puñalada le había dado muerte y

      que las otras las había recibido en el intervalo que tardó en caer.

      Moreira contempló un segundo el cadáver de Sardetti, miró a los paisanos

      que no habían vuelto de su estupor y salió de la pulpería diciendo:

      -Ahora, que se cumpla mi destino.

      Fue hasta el palenque, desató su caballo y se le sintió alejarse al

      trotecito, como si quisiera aclarar sus ideas antes de llegar al paraje a

      que se encaminaba.

      Así llegó a su rancho, donde era esperado con una ansiedad profunda.

      Su suegro, hombre práctico en la vida, había adivinado con esa mirada

      clara del paisano que su yerno salía para algo grave; lo comprendía por

      los sucesos anteriores y por los aprestos que hizo aquél antes de dejar su

      rancho.

      -No se hacen estas cosas con un hombre de su temple -había dicho el buen

      viejo-, tanto se baraja el naipe que al fin se gasta, y mi Juan va a hacer

      uno de estos días una hombrada que los va a dejar fritos.

      Vicenta interrogaba a su padre, llorosa y espantada, al ver el triste

      ademán con que el paisano trataba de consolarla.

      -Vaya usted a buscarlo, tata -decía agarrando las manos del paisano-, vaya

      a buscarlo, porque se me ha puesto que Juan ha ido a matar al amigo

      Francisco, que así se ha puesto a perseguirlo.

      -Lo que Juan haya ido a hacer -replicaba éste-, lo hará aunque se mezcle

      el diablo. Cuando él ha salido así, es que no ha de tardar en venir -y el

      viejo sonreía tristemente, porque estaba persuadido de que Moreira se

      había ido a matar a media justicia, empezando por don Francisco.

      -¿Y si lo matan, tata? -había preguntado Vicenta en el colmo de la

      desesperación.

      -No hay quien haga esa gauchada -contestó el paisano-; para matar a Juan

      tendrán que juntarse dos partidas.

      Y era tal la profunda seguridad que tenía el viejo en el coraje y en la

      vista de Moreira, a quien amaba con toda la sencillez del gaucho, que al

      decir aquello había infundido valor al decaído espíritu de Vicenta.

      En esta conversación estaban padre e hija, cuando relinchó el overo bayo,

      relincho que arrancó un grito de placer a Vicenta, y que despidió al buen

      viejo de la silla en que se hallaba sentado.

      Cuando se asomaron al alero del rancho, ya Moreira había atado su parejero

      al palenque, y se sentían en dirección al rancho sus conocidas pisadas,

      acompañadas del metálico ruido que produce la rodaja de la espuela.

      El paisano abrazó tiernamente a Vicenta y estrechó la mano tosca de su

      suegro, en un apretón que fue la narración de todo lo que hiciera.

      Su suegro lo comprendió así y guardó silencio; bajó la cabeza y quedó en

      actitud pensativa.

      Moreira estaba sereno, pero en su mirada hermosa se podía ver la tempestad

      que cruzaba su espíritu varonil.

      Hemos hablado con los empleados de policía que han combatido con Moreira,

      inválidos todos, y que figurarán a su tiempo en esta narración, y hemos

      conversado largamente con el capitán de las partidas de plaza de Lobos y

      Navarro, inválidos también, y todos ellos nos han relatado la honda

      impresión que producía la mirada de Moreira en el combate.

      Su pupila se dilataba poderosamente sombreada por la larga pestaña; a sus

      ojos afluía e irradiaba su espíritu varonil, dominando como la soberbia

      mirada del león.

      Pidió a su mujer un mate y cuando ésta se alejó a prepararlo, Moreira tomó

      de nuevo entre las suyas la mano de su suegro, y con una expresión de

      infinita melancolía le dijo:

      -Me he desgraciado, tata viejo, he muerto a un hombre.

      El viejo levantó la cabeza, miró a Moreira a través de un velo de lágrimas

      y le preguntó sencillamente:

      -¿En buena ley?

      El paisano guardó silencio, pero abrió su saco y mostró coagulada sobre la

      camisa la sangre de la herida recibida.

      -¿Qué piensas hacer ahora, Juan? -preguntó el paisano, envolviendo en

      mirada sagaz a su yerno.

      -Me voy del pago, tata viejo, por unos días, mientras pasa el alboroto. He

      matado sólo a Sardetti porque no encontré en su casa a don Francisco, pero

      no por mucho madrugar amanece más temprano; ya le llegará su turno.

      Y era verdad; antes de ir a su rancho, Moreira había estado en casa del

      amigo Francisco; pero éste no estaba allí, había ido al juzgado a dar

      cuenta de la cepiada, anticipándose al paisano como la vez primera.

      -Es preciso, tata viejo, que usted me cuide a Vicenta y a Juancito, que

      son prendas suyas también; sabe Dios cuándo pegaré yo la vuelta y no es

      justo que ellos pasen trabajos por mí. Yo me voy, así como a la madrugada,

      y antes de rumbiar el camino hablaré con mi compadre Giménez.

      Moreira pasó la noche en su rancho, conversando indiferente de los

      trabajos del campo y tratando siempre de ocultar a Vicenta lo sucedido,

      que ya lo adivinaba por haber visto la empuñadura de su daga con sangre y

      su poncho de vicuña desgarrado en varias partes y manchado también de

      sangre.

      Al rayar el alba, Moreira se mudó de ropa, sujetó en el tirador una

      pistola de dos cañones y revisó con una prolijidad asombrosa la montura de

      su overo bayo, a cuyos tientos ató una cantidad de "vicios", como cuando

      salía con la guardia nacional en persecución de indios.

      Volvió a las casas, besó a su mujer en la boca, estuvo mirando largo rato

      a su hijito que dormía, y oprimiendo la mano de tata viejo, saltó sobre el

      overo bayo, que se perdió un instante después por entre los alfalfares y

      alambrados.

      Moreira caminó así un cuarto de hora, con la cabeza inclinada sobre el

      pecho, el brazo derecho caído sobre las vueltas del lazo trenzado, y la

      mano izquierda con las riendas llevadas al acaso, apoyadas sobre las

      cabezas del recado.

      ¡Sabe Dios el mundo de angustias que en esos momentos cruzaba por su

      espíritu!

      La vida de martirio había empezado para él; sabía que el resultado de su

      acción era la frontera, como sabía explicárselo en su rudo pensamiento,

      que la frontera era su muerte civil, aprendizaje que había hecho con el

      ejemplo de mil gauchos desgraciados que habían hecho igual suerte.

      Y lo que Moreira había hecho aquella noche no era sino la mínima parte de

      su sangriento plan.

      La muerte de Sardetti, su cadáver, era el reto de muerte que dejaba allí a

      la justicia de paz, cuyas partidas saldrían en su persecución a disputarle

      sus pies para una barra de grillos y su cuerpo para engrosar un

      contingente.

      Este último pensamiento fue sin duda lo que iluminó entonces su soberbia

      cabeza, que irguió con una altanería imponderable; sujetó la marcha del

      magnífico animal, divisó el campo con su vista de águila y, no percibiendo

      persona alguna, hizo cambiar de frente al caballo, se empinó sobre los

      estribos y permaneció inmóvil.

      ¿Qué miraba el paisano que lo hacía palidecer tan intensamente?

      ¿Por qué en la punta de sus negras pestañas se veían relucir gotas de

      llanto, semejantes a las gotas de rocío que a esa hora se podían ver en

      cada hoja de las flores y pastos silvestres?

      El hundía su mirada en el horizonte, hasta llegar con ella a su rancho,

      que hubiera parecido un pequeño punto blanco para cualquier otra mirada

      que no fuera la mirada escudriñadora de un paisano.

      Miraba su rancho, que era todo su mundo, pensando que tal vez lo dejaba

      para siempre, sin volver a ver aquellos seres queridos de su corazón, o

      para verlos de nuevo en una situación vergonzosa.

      El gaucho cayó a plomo sobre el recado, como cediendo al peso de su

      pensamiento; dos lágrimas rodaron sobre su barba, quedando allí brillantes

      y temblorosas; arrojó con la punta de sus dedos, en dirección al rancho,

      un beso de despedida, y bajó la rienda sobre el cuero del overo bayo

      cerrando sus flancos con las espuelas.

      El animal dio un brinco poderoso que hubiera dado en tierra con cualquier

      otro jinete, y esta vez se perdió por completo, a impulsos de la carrera

      vertiginosa.

      Moreira fue a detener la marcha de su caballo en casa de su compadre

      Giménez, con quien habló sin apearse.

      -Compadre, anoche me desgracié -dijo Moreira así que se le acercó

      Giménez-; allí en mi rancho queda todo lo que tengo en el mundo, que vengo

      a ponerlo bajo su amparo, porque usted entiende esas cosas de la justicia

      y los podrá proteger contra toda desgracia que allí quiera sentar reales.

      Una desgracia nunca viene sola, y con usted he contado en la ocasión.

      Giménez preguntó a Moreira cómo había sido aquello y el paisano narró el

      drama de la pulpería, según su expresión, con todos sus pelos y señales.

      Giménez lamentó lo sucedido, mostrando los inconvenientes que tenía aquel

      proceder, pero Moreira lo interrumpió y le dijo:

      -Ya está hecho eso, compadre, y es en vano lamentarse; ahora no hay más

      que poner el hombro y hacer espalda ancha: el que hizo el perjuicio que

      sufra el daño. Y ya que tanto me han pinchado y se han cebado en mí porque

      me veían humilde, haciéndoseles bueno el partido, paciencia y barajar,

      compadre, no hay que quejarse de lo que yo haga. Ahí le dejo eso, compadre

      -prosiguió enterneciéndose por grados-, cuídemelos y cuente conmigo para

      todo en esta vida.

      Concluyó de hablar así, apretó las espuelas al caballo y tomó la dirección

      del partido del Saladillo sin volver la cara.

      Eran ya las cinco de la mañana y el sol, "el poncho de los pobres",

      empezaba a dorar la mañanita.

      Giménez, cruzado de brazos, se quedó contemplando cómo se alejaba aquel

      hombre extraordinario.

      Cuando lo hubo perdido de vista volvió a su casa, sacó las prendas de

      ensillar y, aperando lindamente un magnífico oscuro tapado que le regalara

      Moreira la noche de su casamiento, tomó el camino del cuartel que habitaba

      el fugitivo, a enterarse bien de lo que había sucedido la noche anterior y

      de las medidas que contra Moreira hubiera tomado la justicia de paz.

      Cuando Giménez llegó a las primeras casas, fue recibido con la sangrienta

      novedad.

      Todos comentaban la muerte de Sardetti, de manera más o menos favorable a

      Moreira.

      El teniente alcalde se había puesto en campaña con cuatro soldados de la

      partida y habían empezado las tropelías y desastres.

      Los paisanos que presenciaron el hecho fueron reducidos a prisión y

      puestos en cepo algunos de ellos.

      El rancho de Moreira fue invadido por completo, como malón de indios, y

      Vicenta y el suegro de Moreira fueron también conducidos a prisión.

      Era necesario vengar la muerte del pulpero, y a falta del criminal, ahí

      estaban su esposa y su hijo para satisfacer a la justicia de paz, que

      necesitaba una víctima.

      Giménez se impuso de lo que sucedía, y se trasladó al juzgado para obtener

      la libertad de Vicenta y su padre, pero su pedido fue despreciado y

      desoído.

      Su mujer, según el teniente alcalde, como su padre, debían saber dónde se

      hallaba el bandido , y era preciso que lo confesaran para que la justicia

      lo redujera a prisión.

      Con ese objeto, y para costear los gastos del proceso, se había embargado

      todo lo que a Moreira pertenecía, y ya se sabe lo que es un embargo de

      bienes de un paisano.

      Los animales se carnean por los depositarios y sus sembrados son

      destruidos enteramente por el completo abandono en que quedan.

      Moreira había caído en desgracia, y envueltos en ella habían caído también

      su hijo y su mujer.

      ¿Quién podía defender a aquellos seres de los avances de aquella justicia

      sui generis ?, ¿quién defendería aquellos intereses embargados para

      costear un sumario que aún no se había principiado?

      Sólo quedaba el puñal de Moreira, y sabe Dios dónde había sujetado éste el

      vértigo de la carrera del overo bayo.

 

      El cadáver de Sardetti fue recogido y sepultado de la mejor manera que se

      pudo, y la partida de plaza salió en demanda del gaucho, con la orden de

      reducirlo a prisión o matarlo si se resistía, última parte que se cumple

      rigurosamente, aunque el gaucho a quien se persigue sea sorprendido

      durmiendo.

      Y el gaucho que conoce esto, pelea con el ardor del que sabe que

      entregarse es morir.

      ¿Qué había sido entretanto de Moreira?

      Moreira se fue al partido del Saladillo y allí pidió hospedaje a unos

      amigos que habían sido sus compañeros en tiempos más felices.

      ¿Qué gaucho niega su hospitalidad a un paisano en desgracia?

      ¿Quién niega un amparo al que ha caído en la enemistad de la justicia?

      Ninguno, seguramente, porque la hospitalidad es una religión en el gaucho,

      religión que no han podido extirpar de su alma los castigos, las

      fronteras, y ese otro azote que el paisano llama sardónicamente la

      justicia, porque justicia es para él la privación de todo derecho, la

      altanería del alcalde, el sable de la partida de plaza, y el regimiento de

      línea, que es el último tramo de su vía crucis.

      La justicia para él es la causa de que le falte trabajo, pues el

      estanciero lo rechaza temiendo que una leva lo deje sin peones; justicia

      es la palabra que invocan para ponerle una barra de grillos porque en las

      elecciones no votó con el comandante militar; y justicia, por fin, es la

      palabra que se oye sonar siempre en pos de una aventura o de una tropelía.

      Si tiene algún pingo lindo, la autoridad se lo quiere comprar, y si no se

      lo vende se lo quita; y si reclama ya puede ganar el campo.

      Por eso es que el paisano detesta todo lo que lleva el nombre de justicia,

      y de ahí nace el amparo que presta al que viene huyendo de ella.

      Así Moreira encontró asilo seguro en casa de sus amigos, a quienes narró

      su desventura, con ese colorido lánguido y melancólico que imprime el

      paisano en desgracia a todos sus actos y palabras.

      Profunda impresión produjo en el espíritu de aquella gente sencilla la

      desgracia del amigo Moreira y la narración de la escena de la pulpería,

      que sería la causa de que a aquellas horas lo anduvieran buscando para

      prenderlo y remacharle una barra de grillos.

      -Y todavía estoy en el principio -había dicho amargamente el gaucho-,

      aquella muerte es el principio de mi obra, y don Francisco es el fin con

      que tengo que estrellarme. Ese hombre me ha humillado, sin que yo le haya

      dado motivo; él me ha hecho banco y me ha echado al medio, haciéndosele

      bueno el partido, y es la causa de que me halle como me veo. Ese hombre ha

      de morir a mis manos, aunque después tenga que ganar la pampa para huir de

      las partidas.

      -No se aflija, compañero -le replicó el amigazo que le había abierto su

      rancho y el corazón-. Sólo la muerte no tiene remedio en esta vida.

      -¿Y mi hijo? ¿Qué será de mi hijo y de Vicenta? -preguntó Moreira con una

      indefinible expresión de dolor-. Tata viejo está ya achacoso y son capaces

      de matarlo en el cepo para que confiese dónde estoy. ¡Ah, don Francisco!

      -concluyó el paisano, abatiendo su hermosa cabeza en la palma de la mano-,

      ¡no tiene suficiente vida para pagarme el mal que me ha hecho!

      Moreira guardó silencio, silencio que no se atrevieron a interrumpir ni el

      dueño de casa ni las personas que con él estaban.

      Las palabras del gaucho eran para ellos el reflejo de sus propias

      desventuras, y cada cual pensaba en las suyas, recordadas por Moreira.

      De repente, uno de los gauchos, el amigo Julián, abandonó su poyo y

      avanzando hasta Moreira, le golpeó familiarmente el hombro, obligándole a

      levantar la abatida frente.

      Era éste un paisano pobremente empilchado, pero de rostro enérgico,

      iluminado por una expresión de suma inteligencia.

      Su nariz, aguileña y afilada, indicaba la firmeza de su carácter, y a su

      pupila parda, suavemente humedecida por el enternecimiento que lo

      dominaba, asomaban los relámpagos de un espíritu fuerte y bien templado.

      Cuando Moreira sintió sobre su hombro el peso de aquella mano, levantó la

      cabeza y miró al amigo Julián con su ojo escudriñador; aquellas dos

      miradas se fundieron, por decirlo así, y ambos sonrieron: los paisanos se

      habían comprendido en la expresión de la mirada, y habían hecho un punto.

      El gaucho de corazón y de prendas de carácter no necesita hablar para ser

      comprendido por otro gaucho; dotados de una sensibilidad delicada, llegan

      al corazón con una mirada, en un lenguaje poderosamente elocuente.

      Esto había sucedido con Moreira y el amigo Julián, en cuyas miradas había

      habido una oferta y una aceptación.

      -Ahora mismo me voy a Matanzas -concluyó Julián-, y mañana a estas horas

      tendrá usted noticia de lo que por allá haya sucedido; hoy por mí y mañana

      por ti. Puede descansar a su gusto, amigo, que yendo yo es lo mismo que si

      usted fuera.

      Moreira oprimió entre las suyas las manos del paisano, y salió con los

      otros a la puerta a despedir al amigo Julián, que saltó sobre su caballo y

      se perdió entre el follaje de los árboles; ni siquiera había alzado su

      chuspa que se veía sobre un viejo baúl.

      Moreira fue obsequiado con un churrasco que ni siquiera probó: estaba

      abatido por la idea de su mujer y su hijito, a quienes se imaginaba que

      habían conducido al juzgado y maltratado para averiguar su paradero.

      Por momentos sentía deseos de montar a caballo e ir a buscarlos, pero se

      acordaba de su venganza y, al pensar que ésta pudiera desbaratarse, se

      sentía clavado en su sitio.

      El paisano tomó la guitarra y se puso a preludiar un triste, pero la

      arrojó en seguida lleno de hastío; estaba dominado por el pensamiento fijo

      en su rancho y en los seres queridos que allí había dejado.

      Los paisanos que en el rancho habían quedado respetaban su silencio,

      dejando oír sólo de cuando en cuando el ruido característico que produce

      la bombilla al absorber del mate los últimos vestigios de agua.

      Moreira salió por fin al patio, nombre que dan los paisanos al pedazo de

      suelo sin verde que está delante del rancho.

      Fue hasta el palenque y sacó el apero del caballo, colocando las piezas en

      el suelo, de manera de poder ensillar de un solo golpe; pidió un poco de

      alfa, que dio al caballo, y se tendió sobre el recado, boca abajo, con la

      barba apoyada sobre los brazos, que, doblados en sentido contrario, venían

      a proporcionarle una especie de almohada.

      Así permaneció toda la noche, inmóvil, sumido en su pensamiento y con la

      mirada hundida en el horizonte.

      Entonces se agolparon a su memoria las últimas injusticias que se habían

      cometido con él, los ultrajes del juez de paz, los golpes que le diera el

      teniente alcalde cuando estaba en el cepo de cabeza, y entonces se pintó

      en su semblante todo el odio que afluía a su corazón ardiente y que

      inconscientemente le hacía oprimir el puño de la daga.

      Pensaba en Vicenta, pensaba en su hijo, que tal vez fuesen las víctimas

      inofensivas de su acción, y de sus ojos caían silenciosas las lágrimas,

      que iban a perderse entre la seda de su barba, después de haber resbalado

      por la fiebre de sus mejillas.

      Cuando Moreira levantó la cabeza y se sentó sobre su recado, ya la primera

      luz del alba empezaba a dibujarse entre las últimas sombras de la noche.

      Los pajaritos entonaban sus cantos matutinos al abandonar sus nidos y las

      ovejitas balaban en diversos tonos, al ver abiertas las puertas del

      corral, que para ellas presentaban la perspectiva del bocado de trébol

      humedecido por el cristalino rocío de la noche.

      El que no ha visto en el campo el despertar de la naturaleza en los

      primeros minutos de la mañana, no ha visto la obra más asombrosa de la

      creación, que pinta la grandeza del Creador del Universo en la más

      miserable de sus manifestaciones: desde el leve temblor del cogollo de

      pasto que se mueve a impulsos de la mansa brisa, hasta el alegre relincho

      del caballo que saluda a su dueño al verlo aproximarse a la estaca que lo

      aprisiona durante la noche.

      Hay, en esta hora suprema de la mañana, una música inexplicable que brota

      de todas partes y que conmueve nuestra alma como una caricia maternal que

      recibiéramos al abrir los ojos.

      Luego aparece el primer rayo que irradia el sol, el poncho de los pobres,

      y que aprovecha el ave tendiendo su ala sobre la tierra como para secar el

      rocío de la noche, y la naturaleza toma un nuevo vigor en sus

      manifestaciones de la vida, como para saludar alegremente al astro divino

      de la mañana.

      Moreira oprimió entonces su cabeza y aspiró con placer aquel aire,

      recibiendo sobre su frente enardecida el primer rayo del sol naciente; se

      levantó enseguida y, acariciando el cuello de su overo bayo, lo desató y

      lo llevó al lado del pozo para darle agua.

      El animal, como agradeciendo el cuidado, paró las orejas y golpeó el

      hombro de su dueño, como haciéndole presente que estaba ya dispuesto para

      la fatiga.

      Hecha esta operación, Moreira regresó a las casas, y se encaminó al fogón,

      donde ya estaban los paisanos alrededor del fuego en que se calentaba el

      agua para empezar a cebar mate, sin cuyo mate matinal, el paisano es

      hombre muerto.

      Moreira formó parte de la rueda, se reanudó la conversación del día

      anterior y se empezaron a hacer comentarios sobre la pronta vuelta del

      amigo Julián, que había prometido regresar esa noche, trayendo las

      noticias que con tanta ansiedad esperaba Moreira y que debían marcar sus

      acciones posteriores en la senda en que lo había arrojado la fatalidad.

      Se trató de distraer al paisano, pero inútilmente: no había poder bastante

      para arrancarle su pensamiento.

      Así llegó el mediodía, hora de la siesta, y los paisanos se turnaban en

      sus tareas, de manera que uno de ellos estuviese siempre haciendo compañía

      al sombrío huésped.

      Por fin llegó la tarde, y junto con ella la esperanza de ver aparecer de

      un momento a otro al amigo Julián.

      Moreira no había pegado sus ojos a la siesta, que pasó en el mismo desvelo

      y asaltado por los mismospensamientos que a la noche.

      Esta tendió por fin sus negras alas, y la naturaleza quedó envuelta en su

      poético letargo.

      De pronto Moreira pegó un brinco y se precipitó al alero del rancho: su

      oído finísimo había percibido el galope de un caballo, y su corazón,

      latiendo precipitadamente, le había anunciado la vuelta de Julián.

      Al fin iba a saber de los suyos, iba a poder obrar con entera libertad,

      sabiéndolos en seguridad, pues se imaginaba estarían seguros en casa de su

      compadre Giménez.

      El galope del caballo fue haciéndose cada vez más perceptible, hasta que

      la silueta del amigo Julián se dibujó a través de la escasísima claridad

      de la noche.

      Moreira respiró con fuerza, como si en sus pulmones no hubiera habido una

      sola gota de aire, y un relámpago de suprema alegría cruzó iluminando por

      un segundo la tempestad de su espíritu.

      El amigo Julián había echado pie a tierra, y después de atar su caballo al

      palenque, se dirigió a la puerta del rancho.

      El aspecto del paisano era sombrío, su pisada era valiente y parecía

      querer evitar el choque de la vista de Moreira, que comprendió

      inmediatamente que las noticias que iba a recibir eran tristes y

dolorosas.

      -Coraje, amigo Moreira -fue el saludo del paisano-; no todo sale al

      paladar, y para que algunas cosas salgan bien es preciso que otras se las

      lleve el diablo; aunque de esta hecha puede que se vuelva con las maletas

      vacías.

      -Largue todo el rollo, amigo Julián -dijo Moreira con una especie de

      sollozo-; largue todo el rollo, que aquí hay suficientes entrañas para

      recibir las noticias que me traiga: no le haga asco a la relación, por

      dura que sea.

      -Vamos por partes, amigo; que quiero tomar las cosas desde su principio,

      para que mi cuento salga bien.

      Los paisanos entraron a la cocina y se sentaron alrededor del fogón, donde

      estaba la eterna pava del agua; el amigo Julián vació el mate con que fue

      obsequiado de entrada y empezó el relato de lo que había sucedido en

      Matanzas después de la partida de Moreira.

      Se hizo el silencio más absoluto y el gaucho habló así:

      -Cuando yo caí a su pago, no se hablaba de otra cosa que del hecho de

      usted, paisano, y de que la partida había salido a perseguirlo con orden

      de matarlo en donde quiera que lo encontrara, y decir que se había

      resistido.

      Al oír esto se vio temblar a Moreira y asomar una feroz expresión de

      exterminio al terciopelo de sus pupilas.

      -Esto será si pueden -contestó sencillamente-, y costándoles algo; siga

      nomás, amigo.

      -El amigo don Gregorio (suegro de Moreira) -prosiguió el paisano Julián-,

      fue preso con la Vicenta para que declararan dónde se hallaba usted; pero

      como vieron que no había cómo sacarle una palabra lo han puesto en

      libertad, sin duda, para que viniera en su busca; pues le dijeron que si

      usted no se presentaba la pagaría con su Vicenta y su hijo. El amigo don

      Gregorio ensilló y salió a campearlo; pero dicen que ha pegado una rodada

      tan fiera, que no va a contar el cuento.

      A medida que Julián narraba, Moreira iba poniéndose intensamente pálido y

      un temblor convulsivo movía todos sus músculos.

      -Su compadre Giménez ha hecho todo lo posible para sacar a Vicenta, pero

      no la han querido soltar, pues dicen que estando ella presa, usted ha de

      volver a caer, y para ese caso, el alcalde don Francisco se ha instalado

      en su rancho con dos soldados de la partida, y allí están de mate y

      coperío.

      -No me han de esperar mucho tiempo -respondió Moreira sonriendo, y se

      levantó de una manera amenazadora.

      -¿Qué va a hacer, amigo? -preguntaron al paisano, sospechando ya lo que

      por su espíritu pasaba.

      -Voy a dar el vuelto a don Francisco -repuso tranquilamente Moreira-, y ya

      que está en mi casa no quiero que espere mucho.

      El paisano salió y empezó a ensillar su parejero, con una serenidad

      pasmosa; más bien parecía que se preparaba para ir a una fiesta de

      carreras, que para salir al encuentro de la muerte.

      El amigo Julián mudaba caballo y otro de los paisanos ensillaba

      silenciosamente, para ir a acompañar a Moreira, pero éste, adivinándoles

      el pensamiento e interrumpiéndolos en la tarea, les dijo bondadosamente:

      -Gracias, amigos; yo voy solo; no quiero que digan que no me basto para

      pelear a esos maulas; pronto nos volveremos a ver la cara, pues el corazón

      me dice que aún no ha llegado mi hora.

      Los paisanos desensillaron, mientras Moreira, que ya había apretado la

      cincha, alzaba el poncho, pasaba una ligera revista a su traje y saltaba

      sobre su overo bayo, que relinchó de placer al sentir el peso de su

jinete.

      -Bueno, amigos, hasta la vuelta -gritó Moreira, y el galope de su caballo

      confundió su eco entre los murmullos de la noche.

      -Lo que es yo -dijo el amigo Julián echando de nuevo las caronas sobre su

      flete-, no lo dejo ir solo. Moreira va caliente y es capaz de hacerse

      matar. Para eso son los amigos, ¡qué canejo!, y al fin y al cabo uno no

      tiene el cuero para negocio.

      Se despidió de sus compañeros y, guiando su caballo por la rastrillada que

      dejara el overo bayo, se perdió también entre las brumas de la noche,

      después de haberse cerciorado de que su daga iba bien segura en el

      tirador.

 

 

 

Un castigo terrible

 

      Moreira marchaba conteniendo los bríos de su fogoso animal, con la

      habilidad del jinete que sabe no disponer más que de una sola cabalgadura,

      y le da resuellos largos cada dos leguas, tratando de conservarla en

      estado de poder bajarle la rienda con confianza.

      Así galopó esa noche y la mañana siguiente.

      A la hora de la siesta desmontó, aflojó la cincha al noble animal y le

      sacó el freno, que sujetó al fiador, para que el caballo pudiera almorzar

      con toda comodidad.

      En seguida tendió en el suelo su lujosa manta de vicuña y se echó sobre

      ella, de barriga, para reposar la larga jornada.

      Para hacer esta operación, había elegido una especie de cicutal, algo

      retirado del camino, donde sin ser visto, podía él observar a las personas

      que pasaban. Le faltarían unas ocho leguas para llegar a su rancho donde

      era esperado por la justicia.

      Allí se puso el paisano a reflexionar sobre el cambio radical que en tan

      poco tiempo había experimentado en su posición.

      Hacia muy pocos días que era un hombre estimado de todo el partido: vivía

      feliz con su mujer y su hijito, sin que nadie tuviese que tacharle el

      menor acto de su vida, y hoy se veía errante y perseguido por la justicia

      a quien había provocado.

      ¿Qué causa, qué razón de ser tenía este cambio que precipitaba a un hombre

      honrado por la pendiente del crimen?

      Moreira pensaba, evocaba todas sus acciones pasadas y no encontraba en

      ellas cosa alguna que pudiera haber dado margen a las persecuciones de que

      fue objeto, persecuciones que llevó el amigo Francisco hasta tratarlo como

      al último de los criminales, metiéndolo de cabeza en el cepo.

      Moreira sólo se explicaba las persecuciones del teniente alcalde sólo por

      las pretensiones que éste pudiera haber tenido sobre Vicenta.

      Y cuando el paisano pensaba en esto, la sangre se agolpaba a su corazón,

      conmoviéndolo de una manera poderosa y haciéndolo temblar de angustia, al

      sospechar que Vicenta se hallaba entonces en poder de aquel hombre que sin

      duda lo había perseguido con ese solo objeto.

      Moreira experimentó celos, se sintió impotente y echó instintivamente mano

      a su puñal, retirándola en seguida después de haber oprimido el mango.

      De pronto el pensamiento de Moreira fue interrumpido por un relincho de su

      overo bayo que, con las orejas paradas, tenía fija la vista en dirección

      al camino.

      El relincho del overo fue respondido por otro relincho más lejano que

      venía en aquella dirección.

      Moreira se puso de pie en un movimiento nervioso, y dirigiéndose a su

      caballo le apretó la cincha y le puso el freno con increíble rapidez,

      quedando a su lado en observación.

      A los pocos minutos de estar en esta actitud volvió a oírse el relincho

      más próximo; relincho que fue respondido por el overo, y sobre el camino,

      a veinte cuadras de distancia, se dibujó la silueta de un paisano.

      La vista del gaucho es una vista proverbial: él conoce el pelo de un

      caballo, a la distancia en que un ojo vulgar sólo percibe un pequeño

      bultito en el horizonte, y conoce al jinete que lo monta, como dicen, en

      su modo de sentarse.

      Gracias a esta vista imponderable, Moreira había reconocido en aquella

      silueta al amigo Julián, como éste había conocido al overo bayo.

      Julián dirigió entonces su caballo hacia el cicutal, mientras Moreira

      volvía a quitar el freno y aflojar la cincha de su parejero.

      Cuando Julián se aproximó, Moreira sonreía melancólicamente, y mientras

      aquél ponía su zaino en las cómodas condiciones del overo, sintió que

      Moreira le golpeaba la espalda diciéndole:

      -¿A qué ha venido, amigo? ¡Ya le dije que esta patriada la tengo que hacer

      solo!

      -Si los amigos no sirven en la ocasión -repuso Julián-, no sirven ni para

      tizón de fuego. Yo quería además decirle algo que no le comuniqué anoche,

      porque sólo usted lo debe oír: y había en esto una delicadeza de espíritu

      elevado.

      Julián tendió su poncho al lado de Moreira; armaron un cigarro y el

      paisano completó así su narración de la noche anterior:

      -Los hombres de su alma, amigo Moreira, no le hacen asco al dolor; es

      preciso, pues, que usted sepa una cosa amarga: ¡qué canejo!, gota más,

      gota menos, el veneno viene a ser el mismo, y el amargo no se aumenta.

      Moreira, al escuchar al amigo Julián, se iba poniendo lívido, se sentía

      sofocar ante la amenaza de una nueva desventura, que por los preámbulos

      con que el paisano la adornaba, debía ser la más dolorosa de todas.

      -Una de mis primeras diligencias fue ir a visitar a la Vicenta, con quien

      me costó mucho hablar, porque en el juzgado sabían que yo pudiera ser un

      mensajero suyo, sospecha que fui bastante ladino para disipar. Después de

      conversar un rato con ella sobre los últimos sucesos, le dije que no

      llorara; que todo se había de remediar, porque usted tenía buenos amigos;

      pero Vicenta siguió llorando y me dijo estas palabras, que sonaron en mi

      oído como una puñalada:

      "Dígale a mi Juan que no tenga cuidado por mí, y que no vaya a venir a

      casa, porque lo van a matar, como han muerto a mi padre, diciendo que

      había pegado una rodada. Que huya lejos, porque don Francisco lo persigue

      porque era mi marido y no ha de parar hasta que lo mande a la frontera;

      que esto me lo dijo anoche, que vino a ponerme por condición de que lo

      dejaría en paz si yo me iba con él a un puesto que tiene en Navarro."

      Al oír esta revelación, la voz de Moreira sonó como un trueno al

      pronunciar una imprecación horrible.

      Con una precipitación febril se dirigió a su caballo, que ensilló y

      enfrenó en un segundo de tiempo y, saltando sobre él con una agilidad

      vertiginosa, se alejó a gran galope, gritando al amigo Julián, que se

      había quedado como clavado en el suelo:

      -Ahora, ni el mismo diablo es capaz de librarlo de mi puñal.

      A eso de las ocho de la noche, Moreira detenía la marcha de su caballo a

      unas tres cuadras de su antiguo rancho.

      En su interior había cinco personas, siendo éstas el teniente alcalde, dos

      soldados de la partida y dos paisanos de la vecindad.

      En momentos en que Moreira ocultándose entre las sombras, asomaba su

      pálida cabeza por las junturas de la puerta, aquellos hombres hablaban de

      él, sentados alrededor de una mesa de pino, donde se veía un frasco de

      ginebra y dos vasitos.

      -Era un buen criollo -decía en ese momento uno de los paisanos-; lo que él

      ha hecho, lo hubiera hecho usted mismo, don Francisco, y cuando un hombre

      como él se halla en la mala, es preciso darle algún alivio, que demasiado

      tiene con andar huido del pago.

      -No -dijo el teniente alcalde-, lo he de perseguir hasta encontrarlo, y

      cuando lo encuentre lo he de matar como a un perro; pero antes de matarlo

      lo he de hacer sufrir alzándome con su mujer, que me ha robado, porque yo

      me iba a casar con ella, y ya que no ha querido ser mi mujer, será mi

      gaucha.

      El paisano que habló primero iba a responder, pero la palabra se heló en

      sus labios a impulsos del terror que dominó a aquellos hombres.

      La puerta se había abierto cediendo a un vigoroso puntapié, y en el

      umbral, altiva e insolente, había aparecido la lívida figura de Moreira.

      Sus negras pupilas lanzaban rayos, iluminados por el coraje que a ellas

      afluía del corazón; su cuello estaba erguido con una soberbia infinita;

      sobre su vigoroso brazo izquierdo se veía recogida la manta de vicuña y en

      su diestra brillaba como un fulgor siniestro su daga, su terrible daga de

      combate, que más tarde debía ser el terror de aquellas comarcas.

      Moreira dominó la escena por completo, con una actitud resuelta, y

      dirigiendo la temblorosa palabra al teniente alcalde, habló así:

      -Quien va a matar de esta hecha, y a matar como matan los hombres, soy yo,

      don Francisco, que lo vengo a pelear, para tener el gusto de levantarlo en

      la punta de mi daga, como quien mata a un perro.

      Don Francisco era bravo, conservaba su fama de tal, y acostumbrado a que

      nadie se le resistiera, desde que era justicia, se sintió templado ante

      las amenazas del gaucho, y sacando su revólver hizo un disparo sobre

      Moreira, disparo desgraciado que no logró dar en el blanco.

      -Así matan ustedes -dijo Moreira, que estaba más sereno mientras mayor era

      el peligro-, de lejos y sin riesgo -y avanzó al interior de la pieza en

      dirección al teniente alcalde, que hizo otro disparo tan inútil como el

      primero.

      Moreira siguió avanzando lentamente, protegiendo su cuerpo con los

      pliegues del poncho.

      Y era en verdad magnífica su apostura.

      Arrogante y soberbio, sonreía y miraba a don Francisco como eligiendo el

      lugar donde había de herirlo

      .Y era tal el dominio que ejercía aquel hombre, que Francisco, a pesar de

      ser hombre probado, empezaba a tener recelo.

      -¿Qué hacen ustedes que no matan a ese hombre? -preguntó el teniente

      alcalde, dirigiéndose a los dos soldados.

      Estos, que estaban estáticos, sintiendo sus simpatías inclinarse hacia el

      paisano, salieron de su aturdimiento, y sacando el sable que pendía en sus

      cinturas, cargaron a una sobre Moreira.

      Entonces sucedió una cosa horrible, una escena de sangre y muerte de que

      aún se conservan allí las mentas.

      Como una fiera acosada, ágil y avizor, Moreira levantó el brazo derecho

      presentando la daga de punta y esperó el ataque.

      Los dos soldados lo acometieron de frente y enarbolaron el sable amagando

      un hachazo a la cabeza.

      Moreira calculó el tiempo con esa habilidad especial del gaucho de avería,

      y cuando vio caer los dos hachazos, dio un poderoso salto de lado para

      evitar los golpes y cayó sobre el flanco del soldado que estaba a su

      derecha, a quien le sepultó hasta la empuñadura su daga en el vacío.

      El gendarme cayó sin lanzar la menor queja, como si hubiera sido herido

      por un rayo.

      En seguida, rápido y ejecutivo, cayó sobre el otro soldado, que había

      quedado sorprendido por la maniobra del gaucho.

      Moreira cayó sobre él, le barajó en el poncho el hachazo con que fue

      recibido y tiró una terrible puñalada.

      La filosa daga penetró entre la cuarta y quinta costilla del soldado, que

      vaciló, dio algunos traspiés y fue a caer pesadamente a los pies del amigo

      Francisco, que seguramente no se había esperado este desenlace fatal que

      tan mal colocado lo dejaba como autoridad.

      Aquellos dos hombres, víctima el uno y verdugo el otro, se encontraron

      frente a frente, midiéndose con la mirada amenazadora, sin más testigos

      que los dos paisanos que estaban allí como clavados, y los dos cadáveres

      de los soldados de la partida.

      El duelo a muerte, el verdadero duelo a muerte, sangriento, sin cuartel,

      dirigido por el odio en que rebosaban aquellos dos corazones, iba a

      empezar de una manera encarnizada.

      A la vista del peligro el teniente alcalde se rehizo por completo.

      Ya hemos dicho que era hombre bravo.

      Arrojó el revólver como arma que le inspiraba poca confianza y desnudó una

      espada corta y filosa que usaba como teniente de la partida.

      Moreira sonrió, miró fijamente a don Francisco y avanzó a su encuentro

      diciéndole:

      -Vamos a ver el color de sus entrañas, aparcero, y el manejo de su lata

      vieja.

      El choque fue espantoso, como era presumible entre combatientes de valor y

      animados de un profundo sentimiento de odio sin cuartel.

      Ambos vigorosos, ambos bravos, ambos deseosos de terminar cuanto antes, se

      acometieron frenéticos, confundiendo el ardiente relámpago de la pupila,

      con el pálido y frío relámpago del acero.

      El teniente alcalde combatía con la desesperación del que ve amenazada su

      vida por un peligro que sólo ha de evitar su valor y destreza.

      Moreira peleaba con la confianza del que se conoce superior al peligro que

      afronta, y la tranquilidad de su espíritu positivamente intrépido,

      tranquilidad que no llegaba a vencer la cólera de que estaba poseído ni el

      deseo vehemente de levantar en su puñal a aquel hombre odiado, causa de

      sus desgracias.

      Por eso se le veía sonriente ante la estocada o hachazo, que evitaba con

      su poncho hábilmente manejado, y blandía la daga como eligiendo el lugar

      donde debía sepultarla.

      Moreira llevaba sobre su contrario la enorme ventaja de la serenidad, que

      es la salvación en esta clase de luchas.

      Don Francisco había tirado sobre su adversario más de diez golpes, ya de

      hacha ya de punta, que habían sido diestramente barajados con el poncho,

      sin que Moreira hubiese tirado una puñalada; parecía que quería fatigar a

      su adversario para desarmarlo y tenerlo a su merced vencido.

      Don Francisco comprendió que prolongar la lucha era morir, y en un

      movimiento desesperado cayó sobre Moreira con un hachazo terrible.

      Moreira puso el poncho, que amortiguó el golpe, y pasando con increíble

      rapidez su daga a la mano izquierda, arrancó el sable de su enemigo.

      Este, sorprendido, retrocedió hasta la pared, pidiendo ayuda en nombre de

      la justicia a los paisanos que contemplaban la lucha.

      Los paisanos no se movieron; estaban dominados por la situación y por el

      inmenso valor que vieran desplegar a aquel hombre extraordinario.

      -No se asuste tan fiero -dijo entonces Moreira a don Francisco-, no lo he

      desarmado para matarlo, sino para decirle dos palabras que precisaba

      escuchara usted antes de morir. Usted me ha perseguido sin motivo,

      reduciéndome a la condición en que me veo; usted me ha golpeado en el

      cepo, porque no era capaz de golpearme frente a frente; y no contento con

      esto, usted ha pretendido matarme para hacer suya mi prenda, a quien usted

      no puede servir ni de taco. Yo lo voy, pues, a matar a usted, no porque le

      tenga miedo, sino por evitar en mi ausencia, a Vicenta, el asco de oírle

      una nueva proposición desvergonzada.

      Y al concluir estas palabras arrojó a la cara de don Francisco la espada

      que le quitara, añadiendo:

      -Ahora defiéndase, porque va de veras.

      Don Francisco se abalanzó sobre su espada, empuñándola con una alegría

      inmensa; parecía que la posesión de su arma le había vuelto todo su valor,

      todos sus bríos, enfriados por el último golpe de desarme.

      Fuera de sí, con los ojos dilatados de una manera feroz, con la boca

      entreabierta por la ansiedad terrible, don Francisco se lanzó sobre

      Moreira, amagando tal estocada, que los dos paisanos que presenciaban la

      lucha lanzaron un débil grito, creyendo que el sable se había sepultado en

      el pecho de Moreira.

      Este, tranquilo siempre, siempre sereno, esperó el golpe cuya llegada

      apreció matemáticamente; volcó con su poncho hacia la izquierda el sable

      del teniente alcalde, descubriéndole el pecho anhelante, donde sepultó su

      daga hasta la S.

      -¡Socorro, que me han asesinado! -gritó don Francisco cayendo de espaldas

      y dejando caer el sable de su mano.

      -¡Mientes, trompeta -dijo Moreira-, te he muerto en buena ley, y ahí

      quedan los testigos!

      Y para terminar de una vez, buscó con una mirada llena de avidez, el sitio

      donde estaba el corazón de aquel hombre, y sin el menor escrúpulo le dio

      la puñalada de gracia.

      Moreira miró a los cadáveres tendidos en el suelo, levantó la vista hacia

      los paisanos enmudecidos por el asombro, y envainó tranquilamente la daga,

      mientras tomaba la dirección de la puerta.

      Al llegar al umbral retrocedió un paso, y llevó nuevamente la mano a la

      cintura, al ver a un hombre que acababa de llegar y que estaba de pie,

      mirando aquella escena de luto y muerte.

      Pero Moreira retiró la mano de su puñal, al conocer al recién venido.

      Era el amigo Julián, que había llegado sin ser oído y que le tendía la

      mano, después de secar con ella una lágrima que había asomado a sus

      párpados.

      -Tiene usted más entrañas que un toro, amigo Moreira; es lástima que usted

      esté mal con la justicia, porque nos vamos a quedar sin partidas.

      Moreira, sin contestar una palabra a este sarcasmo dicho con una gracia de

      la tierra, apretó la mano de Julián y ambos salieron del rancho, dejando

      allí tres cadáveres y dos vivos a quienes se hubiera tomado por muertos.

      Moreira y Julián se dirigieron al sitio donde el primero había dejado su

      caballo, en cuyo apero frotaba su fatigada cabeza el pingo de Julián, que

      dejado por éste a corta distancia, había caminado hasta el caballo a quien

      conocía desde la víspera.

      Cuando estuvieron allí, Moreira se abandonó por completo a toda la

      melancolía de su espíritu; tal vez se reprochaba íntimamente lo que

      acababa de hacer.

      -Ahora -dijo a Julián-, ya se ha acabado todo para mí; las partidas

      saldrán a matarme y no tendré más camino que ganar los indios.

      -Dios le ha de ayudar, amigo -respondió sentenciosamente Julián-, porque

      la justicia está con usted, desde que a usted lo han obligado a hacer

esto.

      -Para el gaucho no hay justicia, amigo Julián, y la que no me hago yo, no

      me la ha de hacer nadie -y el paisano sonrió dejando ver sus blanquísimos

      dientes-. Ya no hay que mezquinar el cuerpo -concluyó-; ahora me va usted

      a hacer el último servicio.

      -Mande como si fuera su peón, amigo Moreira, para servirle he venido.

      -Vaya a ver si puede hablar a Vicenta -dijo el paisano-, la partida va a

      salir a la bulla de lo sucedido y no va a haber quien vigile. Cuéntele lo

      que he hecho y dígale que ya no tiene que temer nada de aquel hombre, que

      yo velaré por ella desde donde me lleve el destino, y que antes de irme,

      voy a hablar con mi compadre Giménez, para que la atienda en lo que

      precise. Mi perro, que es la única prenda que podré llevar conmigo a donde

      me empuje la suerte, debe estar con ella, porque no lo he visto en casa,

      dígale que me lo mande, que me lo quiero llevar; yo lo espero en lo de mi

      compadre.

      El paisano Julián cinchó y saltando a caballo se alejó en dirección al

      juzgado, mientras Moreira saltaba ágil sobre el overo y tomaba el camino

      de lo de su compadre, con la mayor lentitud que le fue posible.

      Moreira abatió la cabeza sobre el pecho y se abismó en su pensamiento.

      Dos lágrimas ardientes cruzaron todo el largo de su cara, y entonces con

      una desesperación creciente, al pensar en Vicenta, castigó al overo que

      partió como una exhalación.

      Había comprendido que en esa situación no debía dejarse abatir por el

      dolor, pues tal vez esa noche necesitaría la entereza de todo su espíritu.

      Cuando llegó al rancho, su compadre Giménez no había vuelto desde la

      víspera.

      Moreira echó pie a tierra y decidió esperarlo.

      Mientras él estaba allí, podía llegar la partida de plaza que tal vez

      anduviera ya buscándolo, pero se sentía con suficiente fuerza y coraje

      para combatir contra todas las partidas de la campaña sud.

      Se sentó en uno de los palos de la tranquera, con la rienda en la mano, y

      se entregó por completo a pensar en Vicenta y Juancito.

      ¿Qué sucedía entretanto, en el Juzgado de Paz, a donde se había dirigido

      Julián?

      Los paisanos que quedaron en el rancho se habían rehecho y se habían

      presentado a llevar el parte de lo sucedido.

      Inmediatamente, el juez de paz, seguido de la partida, compuesta de ocho

      soldados que quedaban y el capitán, se habían dirigido al lugar del

      suceso, creyendo inocentemente que aún podían prender al gaucho, que

      esperaría allí tal vez envalentonado con su triunfo.

      Lo que Moreira había previsto sucedió; el juzgado quedó acéfalo y Julián

      pudo conversar con Vicenta, sin pedir permiso a nadie.

      El paisano narró a Vicenta lo que había sucedido y terminó

      precipitadamente pidiendo el perro que mandaba buscar Moreira.

      Julián quería alejarse pronto, porque sabía que la partida podía volver y

      aprehenderlo como cómplice, sospecha que hizo presente a Vicenta, y además

      porque le mortificaba enormemente el amargo llanto a que la pobre paisana

      se había entregado.

      Esta dominó su dolor, entregó el perro, que era un cuzquito bayito overo,

      como el caballo, y volvió la cara, que hundió entre las ropas del niño en

      los brazos.

      Julián tomó el perro, contempló un segundo a aquella mujer tan joven y tan

      desventurada, y salió como una centella.

      Un cuarto de hora después llegaba a casa del compadre Giménez, con quien

      hablaba a la sazón Moreira; narró el desempeño de su comisión, entregó el

      perro, que veremos figurar más adelante, y se retiró en seguida

      discretamente.

      Moreira había contado todo a Giménez, que ya lo sabía, le había pedido que

      durante su ausencia cuidara a su mujer y a su hijito, impidiendo que el

      juez de paz hiciera presa de ella.

      Giménez prometió cuidar con el esmero que el paisano reclamaba a Vicenta y

      a Juancito, y Moreirá montó a caballo después de poner al Cacique (así se

      le llamaba al perro) sobre las cabezadas, y se alejó acompañado de Julián.

      -Antes de irme quiero pedirle un servicio, compadre -dijo el paisano.

      -Hable con franqueza, compadre -respondió Giménez-; ya sabe que soy su

      verdadero amigo.

      -Regáleme su par de pistolas de dos cañones, porque ya yo conozco que voy

      a vivir peleando y no tengo armas de fuego.

      Giménez entró al rancho, de donde salió en seguida con un par de hermosas

      pistolas Lefaucheux que entregó a Moreira y que éste puso adelante, entre

      su tirador, diciendo:

      -Gracias, compadre; pronto nos hemos de ver.

      Y los paisanos salieron de allí al tranquito, confundiéndose entre las

      sombras de la noche.

      El cuartel donde pasaron estos sucesos sangrientos estaba en la mayor

      confusión, la cual se había extendido hasta el pueblito.

      Se había buscado en vano a Moreira por los alrededores y, no

      encontrándolo, la partida había regresado al rancho donde tuvo lugar el

      drama.

      Se corrió a buscar al médico del pueblito, para que reconociese los

      cadáveres y prestara los auxilios de la ciencia, inútil ya, pues cada

      herida de los cadáveres era una herida forzosamente mortal.

      Esa noche fue empleada en velar aquellos muertos y hacer los sencillos

      preparativos para sepultarlos al día siguiente, preparativos que

      consistían en mandar al pueblo por tres cajones de pino y dar aviso al

      sepulturero para que cavara las tres fosas que habían de recibirlos.

      Al día siguiente, los restos de aquella partida de plaza, compuesta de los

      ocho soldados y el capitán, salieron en busca de Moreira, que no debía

      estar lejos, mientras el Juez de Paz, acompañado de los vecinos, se

      ocupaba en sepultar los cadáveres y redactar el parte que debía pasar al

      Juez del Crimen.

      Moreira y Julián habían hecho noche en una pulpería situada a dos leguas

      de distancia del pueblo en dirección al Salto.

      Allí Julián había hecho un gran gasto de elocuencia, aconsejando al

      paisano que huyera, pues la partida había de llegar de un momento a otro.

      Pero todas las reflexiones de Julián se estrellaban ante la temeraria

      resolución de Moreira que le había dicho tranquilamente:

      -Espero a la partida para pelearla; quiero que sepan de lo que soy capaz y

      se convenzan de que no hay partida que me venga bien.

      Como se ve, la temeridad de Moreira no reconocía límites.

      Sabía que un hombre guapo no sellaba sus hechos si no había peleado a la

      partida, que es la demostración más positiva de valor que puede hacer un

      gaucho, y la esperaba, para dejar antes de irse bien sentada su fama de

      guapo.

      -Es preciso que usted se vaya -dijo a Julián-; no quiero que digan que me

      hago acompañar porque tengo miedo, o porque no me considero suficiente.

      -Yo no me voy, compañero, ni me separo de usted en este trance, soy su

      amigo y lo he de acompañar hasta que lo vea irse del pago.

      -Váyase, amigo Julián; ya sé que es usted un hombre de coraje y que había

      de pelear conmigo hasta morir, pero este día quiero pelear solo a toda la

      gente que venga a prenderme. Váyase, que no hay necesidad de que por mí se

      vea usted perseguido, y tenga presente que si se queda, he de mirarlo como

      a enemigo.

      -Yo no me voy -volvió a decir el amigo Julián-, le prometo dejarlo pelear

      solo y no meterme en nada, pero yo quiero verlo pelear y acompañarlo en

      seguida hasta mi pago, donde podrá estar unos días en seguridad.

      Moreira estrechó cordialmente la mano de Julián, y no habló más del

asunto.

      Sabía que en estas situaciones el gaucho cumple siempre lo que promete y

      que es capaz de respetar la voluntad de un amigo hasta el extremo de verlo

      pelear sin prestarle ayuda a pesar de los impulsos del corazón.

      Los paisanos salieron fuera de la pulpería y se acercaron al palenque

      donde estaban atados sus caballos.

      Empezaba a amanecer y las golondrinas pasaban como flechas sobre las

      cabezas de los dos paisanos, saludando la hermosa mañana que empezaba a

      dibujarse entre las sombras de la noche.

      Moreira se acercó al overo, le puso el freno que le quitara a su llegada

      para que pudiera comer su pienso, y le apretó la cincha después de revisar

      el apero con esa minuciosidad del que conoce que en el caballo está muchas

      veces la salvación de quien va a combatir de una manera tan desigual.

      Su práctica en las persecuciones a los indios le había enseñado a revisar

      bien el caballo antes del combate, y él observaba esto cuidadosamente,

      haciéndolo extensivo hasta su daga.

      Así es que, después de concluido el arreglo del caballo, sacó sus pistolas

      y su terrible daga, que examinó haciendo jugar los muelles de las primeras

      y blandiendo la hoja de la segunda, como para asegurarse de que estaba

      firme en el cabo.

      Concluida esta operación indispensable que Julián veía practicar con una

      sonrisa de aprobación, los paisanos tendieron su manta al lado de los

      caballos y reanudaron su conversación.

      Ya empezaban a caer a la pulpería algunos paisanos de los alrededores, que

      saludaban a Moreira llenos de asombro al ver la tranquilidad del gaucho,

      cuando en su busca andaba la partida de plaza, con la orden de matarlo

      dondequiera que lo hallaran.

      -Váyase, amigo Moreira -le habían dicho con el mayor interés- váyase

      porque lo van a matar. Mire que por guapo que sea un hombre no puede

      luchar con tantos, y la partida es dura y numerosa.

      -Pues por eso mismo me quedo -constestó Moreira sonriendo-, quiero

      mostrarles cómo se corre a una partida.

      -No sea temerario, amigo -insistió el paisano-, ya sabemos que usted es

      guapo, y por lo mismo no debe exponerse a un peligro en que le llevan la

      media arroba.

      -A mí no me llevan ni esto -dijo el paisano, con una altanería suprema, e

      hizo sonar entre sus dientes la uña del dedo pulgar-. Vayan entrando,

      amigos, no quiero que vengan las justicias y se vayan de arriba, creyendo

      también que ando con partida; usted también, amigo Julián, ya sabe lo que

      me ha prometido, y en su promesa descanso.

      Los paisanos entraron en la pulpería, asombrados de tanto valor y

      convencidos de que aquella lucha iba a ser fatal para Moreira, pues todos

      sabían que el capitán de la partida era mozo empeñoso y de valor

      reconocido.

      El pulpero estaba lleno de angustia porque lo podrían creer tapador de

      Moreira, pero no se atrevió a pedir a éste que se retirara.

      -Es lástima que lo maten -dijo uno de ellos dando el caso por perdido-, es

      un mozo de prendas, y al fin y al cabo lo que él ha hecho lo hubiera hecho

      cualquiera; así nomás no se echa un hombre al medio.

      -¡Quién sabe! -respondió Julián-; el amigo Juan es un hombre de muy linda

      vista y tiene mucho coraje. Se me hace que se va a salir con la suya,

      porque es como luz para la daga y tiene dos pistolas de dos cañones que

      son armas ventajosas.

      Los paisanos se pusieron a hacer la mañana, dejando ver en su actitud

      pensativa el hondo pesar que los dominaba; no podían ver con indiferencia

      el peligro que iba a correr aquel hombre, amigo de todos.

      Cediendo a los impulsos del corazón, todos ellos lo hubieran rodeado y

      hubieran combatido con él como en las persecuciones a los indios, pero era

      preciso respetar su voluntad.

      Entretanto, Moreira estaba sentado sobre su manta de vicuña, al lado de su

      caballo, acariciando el lomo del Cacique.

      De cuando en cuando levantaba la cabeza soberbia, divisaba el campo,

      sonreía y volvía a acariciar a su perro, que dormitaba perezosamente en

      sus faldas.

      Parecía imposible que aquel hombre tan tranquilo y tan sereno estuviese

      esperando a ocho o diez, con quienes iba a librar un duelo a muerte,

      plenamente confiado en el valor de su alma y en la hoja de su puñal que,

      según su expresión genuina, "no sabía contar mentiras".

      Así transcurrió aquella mañana, hasta la hora de la siesta, sin que la

      partida de plaza se hiciera sentir.

      A la pulpería habían llegado otros paisanos, y algunos de los primeros se

      habían alejado, ya para ir a sus trabajos unos, ya para recorrer el campo

      otros, a ver si veían la partida y traer con tiempo el aviso a Moreira.

      La pulpería quedó sumida en ese tranquilo silencio que se observa en el

      campo a la hora de la siesta, en que el paisano se entrega al sueño

      perezoso de que se siente invadido.

      Sólo Moreira estaba despierto, divisando el campo, ocupación que

      abandonaba para prestar sus caricias al Cacique.

      Por fin él mismo empezó a ser dominado por ese soñoliento estado que se

      apodera a esa hora del hombre del campo, y cambió de posición para

      entregarse al sueño.

      Sacó del tirador las armas, que colocó en la parte del poncho que debía

      servirle de cabecera, y se acostó de barriga.

      Sus manos cruzadas sobre las armas fueron una especie de almohada, donde

      reposó la cabeza, a cuyo lado se echó el vigilante Cacique, y en esta

      actitud aquel hombre se entregó por completo al sueño, como si hubiera

      estado en su rancho sin que lo amenazara el menor peligro.

      Así inmóvil, sin cambiar de posición una vez sola, permaneció más de media

      hora.

      Dormía profundamente, con ese sueño pesado y tranquilo del hombre que ha

      pasado tan larga y pesada fatiga.

      Era la primera vez en tres días que Moreira se entregaba por completo al

      sueño.

      ¿Tenía seguridad de que lo despertarían si el peligro se presentaba, o

      dormía fiado en la lealtad e instinto del acique que estaba a su lado?

      De repente apareció un bulto a lo largo del camino, el perrito se levantó

      y se puso a ladrar de una manera amenazadora, con ese ladrido agudo y

      penetrante del cuzco.

      Moreira, como movido por una descarga eléctrica, se puso de pie con las

      armas en la mano.

      Sobre el camino se veía un jinete que marchaba hacia la pulpería,

      castigando el caballo como si no quisiese perder un segundo.

      El paisano llegó adonde estaba Moreira, y con la voz entrecortada por la

      fatiga de la carrera, y algo conmovida por el espanto, le dijo:

      -Sálvese, amigo, ahí viene la partida. Son ocho hombres y el capitán.

      Moreira no se inmutó; miró sonriente al espantado paisano que le traía la

      noticia, y tendió hacia el camino su mirada de águila.

      Efectivamente, a distancia de unas veinte cuadras se veía como una ligera

      nube de polvo que levantaban varios jinetes que venían a gran galope.

      -Sálvese, amigo, que tiene tiempo -volvió a decir el paisano-; la partida

      es brava y el capitán ha dicho que lo va a llevar muerto o vivo.

      -Lo siento por el capitán -dijo Moreira, sonriente siempre-, porque

      presumo que no va a volver por sus propias piernas. Agradezco el aviso,

      paisano -concluyó-, y váyase adentro a ver la función, porque el malambo

      va a ser fuerte y son muchos los que van a cepillar.

      El paisano se dirigió a la pulpería, lamentando con un ademán profundo la

      muerte de aquel hombre, que para él, era inevitable.

      Moreira echó las riendas arriba de su magnífico caballo, que colocó dando

      el lado del lazo hacia el grupo que venía, se paró del lado de montar,

      presentándose de frente, cruzó el pie izquierdo sobre el derecho con la

      punta hacia abajo, en actitud de descanso, recostó los dos brazos sobre el

      apero y quedó en actitud perezosa observando a los que venían, como si

      estuviera ajeno a lo que iba a pasar allí.

      Era hasta donde se podía llevar la ostentación del valor moral que poseía

      aquel hombre extraordinario.

      El no estaba obligado a combatir, pues podía haber huido sin dejarse

      alcanzar; el caballo que montaba era sobresaliente; pero lo detenían allí

      el amor propio comprometido, la noticia de que la partida era mandada por

      un capitán de mentas, y el odio que, desde su primer paso en la vida de

      destrucción que había emprendido, había jurado a todo aquello que emanara

      de la justicia, de esa palabra justicia, que suena como una sangrienta

      sátira en el oído del gaucho, pues ella representa para él el capricho del

      juez de paz, el sable del comandante militar y, como último trance, un

      cuerpo de caballería de línea.

      Decidido a vencer o a morir en buena ley , esperó a la partida con la

      confianza de su propio valor y la convicción de su superioridad.

      La partida llegó deteniendo la marcha de sus caballos hasta dos varas

      antes de alcanzar a Moreira, sin que éste variara su perezosa posición.

      En la cara de los soldados se notaba cierta emoción que no podían dominar,

      y al encontrar con la suya la altiva mirada del gaucho, bajaron la vista

      sobre las riendas, evitando los rayos que despedían aquellos ojos

      soberbios.

      Los paisanos se habían agolpado con el pulpero a la reja del despacho,

      desde donde contemplaban, trémulos y bañados de honda palidez, la escena

      de sangre que iba a principiar.

      En la puerta de entrada, con los brazos abiertos y como buscando con las

      manos un apoyo para no caer, estaba el amigo Julián, con la mirada húmeda

      fija en Moreira, cuya figura se destacaba poderosamente de aquel cuadro

      amenazador.

      Para todos aquellos hombres, Moreira iba a pelear bien, porque sabían que

      era un hombre de vista y de coraje; pero tenían el presentimiento de que

      aquella lucha debía ser fatal para el paisano, por la superioridad

      numérica del enemigo y por las mentas del capitán que mandaba la gente,

      hombre joven y de simpático aspecto.

      Sólo el amigo Julián tenía confianza en el éxito de la lucha; esto se veía

      a pesar de su turbación, a pesar de su mirada tristemente humedecida por

      una lágrima, y en la forzada sonrisa que contraía sus labios.

      El capitán y el sargento se adelantaron un paso sin dejar de mirar con

      cierta desconfianza a los paisanos que estaban tras de la reja, y el

      primero, dirigiéndose a Moreira, a pesar de conocerlo y como una especie

      de fórmula, le preguntó secamente:

      -¿Es usted Juan Moreira?

      -Para lo que guste mandar -respondió éste, parándose altivo, siempre

      protegido por el cuerpo del caballo, y tocando levemente el ala de su

      sombrero.

      -Dése usted preso en el acto y sin hacer resistencia -añadió el capitán,

      echando instintivamente mano a la empuñadura de la espada.

      -¿Y a quién he de entregarme preso? -interrogó el gaucho, cuya actitud se

      había vuelto amenazadora.

      -A la partida de plaza que viene en nombre del juez de paz -concluyó el

      joven, desenvainando la espada, acción que imitó el sargento.

      Moreira miró un segundo a aquel joven que se le cruzaba fatalmente en el

      camino y, con un tono frío e incisivo como la hoja de un puñal, le dijo

      sentenciosamente:

      -Vuélvase, amigo, usted es muy mozo para prenderme a mí, vaya a hacerse

      limpiar las narices y después vuelva.

      Esta chuscada sarcástica, dicha con una gracia infinita, hizo sonreír a

      algunos a pesar de lo imponente de la situación; aquello era provocar a

      aquel joven, que tal vez venía allí a su pesar.

      Las palabras de Moreira, aquella sátira despreciativa, le hicieron tener

      un movimiento de ira reconcentrada, y picando su caballo hacia Moreira,

      dijo por última vez:

      -Dése usted preso, amigo, o tendré que matarlo para cumplir la orden que

      traigo.

      -Pues a matarme -dijo el paisano, sacando del tirador el par de pistolas

      que le regalara su compadre Giménez y amartillándolas.

      El capitán y el sargento atropellaron a un tiempo con el sable enarbolado,

      tratando de ganar al paisano el lado de montar.

      Aquello fue como un relámpago, pero un relámpago de muerte.

      Moreira, ágil y sereno, se protegió contra los encuentros del caballo del

      capitán, que se había adelantado mucho sobre el anca del overo, hizo

      puntería, y antes que aquél pudiera bajar el sable, se sintió una

      detonación doble casi simultánea, y aquel joven desgraciado cayó de

      espaldas sobre el anca del caballo, que disparó dando con su cuerpo en

      tierra a pocos pasos de distancia.

      -¡A él! ¡Mátenlo, no lo dejen escapar! -gritó el sargento cargando sable

      en mano sobre Moreira, que lo esperaba sereno, apuntándole con las

      pistolas, que conservaban un cañón cargado.

      Moreira había creído detener al sargento con su actitud y tomarse el

      tiempo necesario para montar a caballo, pero se vio cargado por toda la

      partida y volvió a hacer fuego, enviando al sargento la muerte, por

      decirlo así, envuelta en el fogonazo de un disparo.

      El sargento dio un grito y soltando el sable llevó su mano al costado

      derecho, donde había recibido un proyectil.

      El resto de la partida le había ganado el lado del caballo, y lo cargaba,

      aunque débilmente, impresionada por la muerte del capitán y del sargento.

      Moreira pasó por debajo de su caballo, y volvió a quedar protegido por el

      cuerpo del animal.

      Había arrojado al suelo sus pistolas, inservibles ya, y en su diestra

      poderosa se veía relucir la daga de ancha y filosa hoja.

      Moreira se deslizó a lo largo del caballo hacia el pescuezo, y vino a

      quedar al costado derecho del soldado que marchaba el último, siguiendo la

      vuelta que ejecutaban los otros para salirle por el anca del overo.

      -Ahora te toca a ti -dijo Moreira, sepultando su daga hasta la S en el

      vientre del soldado, que fue a caer de espaldas al lado del sargento,

      dejando oír un prolongado y lastimero quejido, seguido de estas palabras:

      -¡Dios me ayude!

      La caída de este soldado concluyó de desmoralizar por completo a la

      partida.

      Los seis que quedaban revolvieron sus caballos, huyendo de la daga de

      Moreira que, siempre recostado a su caballo, los acometía poderosamente, y

      echaron a disparar a todo lo que daban los mancarrones.

      -¡Oiganle a la maula! -gritó Moreira, saltando sobre su caballo, que

      tembló al sentir el peso del jinete-. Así son todos esos puercos -añadió

      soltando una poderosa carcajada y amenazándoles con la daga que conservaba

      en la mano-: cuando uno les hace una merma, disparan como avestruces.

      El Cacique ladraba alegremente participando de la alegría de su amo.

      En seguida, y siempre sonriendo, picó los ijares del caballo con la lujosa

      espuela y se acercó a los cadáveres.

      El capitán y el soldado estaban muertos.

      El sargento respiraba con suma dificultad y oprimía nerviosamente el

      costado derecho, que vertía abundante sangre.

      Moreira echó pie a tierra, envainó la daga y, conservando en la mano la

      rienda del overo, examinó detenidamente al herido.

      -No es nada, compañero -le dijo-; de peores que ésta he visto librarse un

      hombre -,y acercándose a la reja pidió un vaso de caña, que el pulpero le

      sirvió como una máquina, pues, como los demás paisanos, aún no había

      vuelto de su asombro.

      Moreira se acercó al herido, le echó en la boca un trago de caña, le lavó

      la herida y, empapando en el resto de la caña un pañuelo que le desató del

      cuello, se lo colocó sobre la herida a manera de compresa, diciéndole:

      -Esto le dará ánimo, mientras lo llevan al pueblo y le sacan la bala; que

      no se diga que Juan Moreira es un salvaje que no tiene compasión por los

      hombres vencidos.

      Y se dirigió con el caballo de la rienda hacia la pulpería.

      Todavía estaba allí conservando la misma actitud que le vimos al principio

      de la lucha el amigo Julián, completamente dominado por la emoción.

      Moreira le tendió la mano, y Julián le dio un abrazo tan estrecho que,

      como dice Estanislao el Pollo:

 

                                         Sus dos almas en una

                                         acaso se misturaron.

 

      Julián había abrazado a Moreira con el placer inmenso que le causaba la

      resurrección del gaucho, a quien había visto muerto más de diez veces

      durante aquella lucha encarnizada; había en su abrazo toda la efusión de

      un cariño profundo y reconcentrado.

      El abrazo de Moreira había sido de íntimo agradecimiento. En la actitud

      asombrada del paisano, en su mirada ansiosa aún, Moreira comprendió que

      aquel hombre había sufrido el esfuerzo supremo que había tenido que hacer

      para no prestarle ayuda, y se sintió conmovido.

      -Gracias, amigo Julián -dijo Moreira-; ya sé que para correr a esos maulas

      basta un hombre solo; así son todos, amigo; así son todos.

      Y había en el gaucho una convicción profunda al decir aquellas palabras;

      se conocía que con la misma serenidad que había luchado con aquella

      partida desgraciada estaba dispuesto a luchar con todas las que le

      salieran al camino, en la seguridad de obtener el mismo asombroso

      resultado.

      -Dios le proteja como hasta aquí, amigo Moreira -respondió Julián-, porque

      usted es el hombre más guapo que he conocido en mi vida. Ahora lo van a

      perseguir como a cosa mala, y se van a echar detrás de usted todas las

      justicias de la campaña.

      -Y a todas las pelearé -dijo el gaucho, con una fiereza suprema-. Yo no

      tengo nada en el mundo: mi hacienda se la habrán repartido; mi mujer y mi

      hijo ya no los volveré a ver más; no tengo otro camino que pelear con las

      partidas hasta que me maten, que será para mí un día de placer, porque

      habré concluido de penar.

      Y al decir esto el paisano se había enternecido de tal modo que se vio

      obligado a secar con el poncho un par de lágrimas que rodaron por sus

      temblorosas mejillas, dando a su cara, hermosa y varonil, una expresión de

      ternura infinita.

      Aquel hombre, que acababa de combatir contra nueve sin conmovérsele un

      solo músculo, una sola fibra; aquel hombre, cuyo corazón no había temblado

      ante la muerte con que se le amenazó, se conmovía hasta las lágrimas ante

      el recuerdo de su mujer y su hijo, recuerdo que avasallaba su corazón de

      bronce.

      Es que en Moreira no había tela de un asesino, ni su conducta obedecía a

      mezquinos móviles.

      Hombre de grandes pasiones, de corazón ardiente y espíritu vigoroso, se

      había sentido empujar en aquella rápida pendiente y se había entregado por

      completo a la fatalidad que lo guiaba.

      De su corazón valiente iban desapareciendo poco a poco los nobles

      impulsos, y sólo se llenaba por completo con el odio que en él habían

      sembrado los hombres.

      Moreira sacudió la cabeza con un movimiento magnífico, echando a la

      espalda los negros rizos que cubrían sus hombros, miró a los paisanos que

      se habían ido acercando poco a poco a medida que se iban reponiendo de la

      emoción, estrechó por última vez la mano de Julián y le dijo:

      -Adiós, amigo; yo me voy ahora donde me lleve la suerte. Quién sabe cuándo

      nos volveremos a ver; pero, si algún día sucede, me comprometo a pagar la

      copa a todos los que han estado aquí en esta ocasión.

      Tomó su perrito, que colocó en las cabezadas del recado, saltó sobre el

      caballo y tomando una actitud melancólica se alejó al trotecito, diciendo

      al pasar por el lado del herido que atendió con tan buena voluntad:

      -Dios lo conserve, amigo, y alíviese, para que me estreche la mano a la

      vuelta.

      Quince o veinte cuadras había andado cuando dio vuelta de pronto, saludó

      con el poncho a los que quedaban en la pulpería y se perdió en una de las

      vueltas del camino sin cambiar el paso del caballo, que marchaba a la

      ventura, visto el completo abandono de la brida.

      ¿A dónde dirigía sus pasos aquel hombre extraordinario?

      No hemos de tardar mucho en encontrarlo, luchando con la fatalidad de su

      suerte.

 

 

 

El Cacique

 

      El Cacique era un cuzquito que aquel paisano había criado en tiempos más

      felices, sin sospecharse el servicio que le iba a prestar más tarde.

      El perro es la policía del gaucho, como es su soldado de confianza o el

      guardián de sus intereses, según la raza a que pertenece.

      El gaucho tiene un particular aprecio por el perro, que aplica a su género

      de vida semisalvaje con una astucia asombrosa.

      Se sirve del perro que llama galgo, como pastor de sus ovejas: el perro

      pastorea las majadas, las da vuelta cuando se alejan mucho y las trae a

      dormir al corral, con una prolijidad asombrosa.

      Toma tal amor a este oficio que le ha confiado su amo, que va hasta

      recoger en la boca delicadamente, al corderito tierno a quien el cansancio

      ha impedido seguir la marcha de la majada.

      La inteligencia del perro ovejero en el oficio a que lo ha destinado el

      paisano, suple con ventajas, muchas veces, los cuidados de un buen peón.

      El paisano tiene también su perro de combate, que, es en el mismo tiempo,

      se puede decir, su ayudante de campo y su compañero de trabajo.

      Esta clase de perros, que son aquellos poderosos animales de pelo corto y

      rabo enroscado que conocemos bajo el nombre de mastines están siempre en

      las casas , que son el rancho y la cocina, acometen al que llega, ayudan

      al amo a recoger la hacienda a la caída de la tarde, y contienen a una

      sola indicación a cualquier novillo bravo que pretende salirse de las

      filas, resistiéndose a la arriada .

      Este perro posee una gran bravura y un poder extraordinario; combate al

      lado de su amo y no es cosa extraña verlo bajar a un hombre del caballo, a

      quien haría pedazos inmediatamente, si no fuese contenido por la voz del

      amo.

      Suelen encontrarse en el campo tropillas de estos perros que andan

      alzados, ya por la muerte del amo u otras causas, a quienes los paisanos

      tienen que dar sendas batidas, por los destrozos que hacen en las

      haciendas cuando se sienten acosados por el hambre.

      Es cosa muy común ver tres o cuatro de estos perros carnear un novillo

      bravo y repartirse las diversas presas.

      El cuzco es la policía del gaucho.

      Este perrito de extremada sagacidad adivina los peligros y los comunica a

      su amo con su ladrido penetrante y su actitud agresiva y decidida.

      El cuzco está reputado en el campo como el más sagaz y más corsario de

      todos los perros.

      Su cariño por el amo es su calidad especial, condición que hace de aquel

      perrito inofensivo una especie de fiera en los momentos de peligro para su

      dueño.

      El gaucho conoce las magníficas condiciones del cuzco y lo ha dedicado

      para su policía, para su centinela avanzada que le avisa al momento la más

      leve novedad o el rumor menos perceptible que se siente en el campo.

      Parece que los otros perros reconocieran en el cuzco superioridad de

      olfato o de oído, pues cuando ladra el cuzco todos los otros perros se

      ponen en movimiento y se alzan decididos en la dirección que el cuzco

      señala con sus pequeños galopitos agresivos.

      Es el perro más centinela, fuera de duda, y es más leal para el hombre,

      que el hombre mismo, pues lleva su cariño hasta seguirlo a la tumba y

      echarse sobre ella a cuidar sus restos, como hemos tenido hasta hace poco

      un ejemplo en el cementerio del Norte.

      El que cruza por estas tumbas, guardadas por cuzcos, se encontrará

      provocado a la risa ante la solicitud hostil y agresiva de aquel pequeño

      animalito cuyo poder sólo alcanzaría a dañar el pantalón.

      Pero si se medita un segundo ante aquella actitud amenazadora y colérica

      del animalito que se desespera conociendo tal vez su impotencia y pensando

      que le puedan robar su tesoro, se sentirá conmovido ante aquella prueba de

      amor leal y abnegado, que levanta a aquel pequeño y gracioso animal sobre

      el nivel de muchos seres humanos.

      Moreira conocía todas estas condiciones en este animalito, y llevaba a su

      Cacique, que debía ser en adelante el guardián de su dueño y su centinela

      más celoso y activo.

      Allí iba sobre las cabezas del apero o a las ancas del caballo, siempre

      alegre, siempre vigilante y siempre dispuesto a menear la cola al menor

      movimiento de su amo, cuya mano buscaba con frecuencia su cabeza pequeña e

      inteligente para prodigarle una caricia.

      Moreira, en el transcurso de su vida errante, no dormía jamás de noche,

      conociendo que su perdición estaba en el sueño.

      Sólo dormía la siesta, en medio del campo y al rayo del sol.

      A esa hora perezosa y ardiente en que todo el mundo se entregaba al

      reposo, en que es un fenómeno hallar un hombre que se atreva a cruzar el

      campo bajo los abrasadores rayos del sol, Moreira tendía su manta de

      vicuña al lado de su caballo, sacaba sus armas del tirador, poniéndolas

      sobre el poncho, se tendía de barriga y se hacía, con los brazos cruzados,

      una almohada sobre las armas, cuyas engastaduras venían a quedar bajo sus

      manos.

      Allí, en aquella actitud, con el perro echado al lado de su cabeza y la

      rienda del parejero atada en el antebrazo, el paisano se entregaba por

      completo al reposo, confiando en la vigilancia del Cacique.

      El lejano galope de un caballo, la proximidad de un animal cualquiera, era

      suficiente para que el Cacique gruñera de una manera amenazadora y dejara

      oír su ladrido agudo y penetrante.

      Entonces Moreira se ponía de pie como movido por un resorte, con las armas

      en la mano y en actitud de combate.

      Parecía que el Cacique conocía que la vida de su amo dependía en aquellos

      momentos de su vigilancia, pues se le veía de cuando en cuando abandonar

      su sitio de reposo en la cabecera de Moreira y dar una pequeña vuelta,

      como explorando los alrededores.

      Después de la siesta, el paisano se levantaba, colocaba sus armas en la

      cintura, recogía el poncho y saltaba a caballo después de haber puesto

      sobre el apero al Cacique, prodigándole las caricias que el inteligente

      animal recibía con muestras de sumo alborozo.

      El Cacique se había asimilado de tal modo con Moreira, que en las horas de

      tristeza que solían dominarlo, haciéndole abatir la cabeza sobre el pecho

      a impulsos de un recuerdo amargo, se veía al Cacique sentado sobre sus

      patas traseras, mirando a su amo con una expresión patética y tristísima,

      sin salir de esa actitud hasta que el paisano alzaba la frente y lanzaba

      un poderoso suspiro, como si con él pretendiera arrancar de sí y disipar

      en el espacio la nube de amarga tristeza que oscureciera su espíritu.

      El Cacique, entonces, se paraba en sus cuatro patitas, trepaba con las dos

      delanteras sobre la lujosa abotonadura del tirador, y lamía solícito la

      mano que llevaba la brida, como prodigando a su amo un consuelo necesario

      para hacer cambiar el rumbo de su pensamiento.

      Moreira llegaba a las pulperías del camino, donde asaba un pedazo de carne

      que comía en cordial amistad con el Cacique, y daba a su overo bayo la

      ración de alimento necesario a conservar sus fuerzas en todo su vigor.

      Moreira no desensillaba jamás; cubría la montura con un gran poncho de

      goma, que llevaba bajo el cojinillo, cuando llovía, contentándose con

      aflojar la cincha, que no ajustaba nunca, sino en situaciones supremas.

      En las pulperías era siempre bien recibido si lo conocían, por ese

      espíritu de compañerismo de que siempre hace gasto el paisano, si era

      desconocido, porque su aspecto y varonil belleza cautivaban desde el

      primer momento.

      Hacía siempre pequeñas jornadas de diez o veinte cuadras y siempre al

      tranco para conservar su caballo, ya para un momento crítico, ya para

      correr una carrera de interés en las diversas pulperías a que llegaba,

      carreras que ganaba siempre, pues su caballo era sobresaliente.

      Aquel animal había sido regalado a Moreira por el malogrado doctor Alsina

      en una situación que conocerá más adelante el lector.

      Nunca hacía noche en las pulperías, de las que se retiraba a la hora de

      cerrar, y evitaba siempre acercarse a poblado, adonde iba sólo por una

      imperiosa necesidad.

      Entre las muchas aventuras que tuvo en esta vida de vagancia se cuenta la

      siguiente:

      Moreira había llegado a la pulpería de un tal López, en momentos que

      cuatro o cinco paisanos jugaban a la taba.

      Ató su caballo al palenque, y después de saludar a los jugadores, colocó

      al Cacique sobre la montura y se acercó a mirar la jugada.

      Algunos de los paisanos que conocían a Juan Moreira se pusieron a

      conversar con él y le obsequiaron con una sangría , sin interrumpir el

      juego, siendo un tal González protegido por la suerte.

      Pocos minutos hacía que conversaban los paisanos, cuando el Cacique dejó

      sentir un gruñido que parecía un rezongo.

      Moreira se levantó y se dirigió al caballo con presteza, indagando con su

      vista de águila la causa de aquel aviso del Cacique.

      Sobre el camino, y a larga distancia aún, se vieron varios bultos, noticia

      que sembró la alarma entre los paisanos, suponiendo que pudiera ser una

      partida.

      Los bultos fueron acercándose poco a poco hasta que se pudo distinguir que

      aquel grupo lo formaba un paisano que venía arreando unas vacas.

      Los paisanos volvieron tranquilamente a su juego, y Moreira se separó del

      caballo y, pidiendo otra sangría , se acercó de nuevo a mirar la jugada.

      Apenas habían transcurrido cinco minutos, cuando llegó a la pulpería un

      paisano, rodeó un momento los animales que traía, desmontó y se acercó al

      despacho, donde pidió un refresco de caña con limonada.

      Era este un paisano alto y delgado; su apero era muy sencillo, y

      atravesada a su espalda se veía una daga de un largo descomunal. Era un

      resero, según dijo, que se dirigía a Navarro.

      El notable largo de la daga provocó la mayor hilaridad entre los

      jugadores, inspirándoles los dichos más chuscos e incisivos.

      -¿Peleará sola? -preguntó uno guiñando el ojo; a lo que otro contestó:

      -No, es el asador que trae en traje de daga.

      El resero estaba lívido de coraje, pero no había contestado una palabra.

      Los jugadores eran muchos y la lucha muy desigual.

      Pagó su refresco, miró de una manera feroz a los paisanos, se dirigió a su

      caballo y se alejó al trotecito, en medio de las bromas que entonces se

      multiplicaron, siempre sobre el tema de la larguísima daga que tanto les

      llamara la atención.

      El paisano se detuvo a unos veinte pasos de la pulpería, sacó su daga de

      la cintura y la clavó en el suelo, gritando a los jugadores:

      -Vayan viniendo de a uno, maulas, que este día quiero carnear chanchos.

      ¿Qué hacen que no copan esta banca?

      Como los paisanos no hicieran caso de la provocación, el resero se desató

      en todo género de injurias y de amenazas.

      Entonces, el individuo González abandonó el juego y se dirigió a donde

      estaba el paisano, pretendiendo arrancar de la tierra la larga daga.

      El paisano sacó entonces del tirador un revólver y lo abocó sobre

      González, quien vio su causa perdida por la desigualdad de las armas y

      retrocedió a la pulpería cuerpeando hábilmente a los balazos que le

      disparó el paisano.

      Al ver el gaucho que González huía, se acercó a los otros jugadores, a

      quienes empezó a insultar y provocar de todas maneras.

      -¡Manga de sinvergüenzas! -les gritó, agitando el revólver-; asco me da

      bajarme y darles una vuelta de azotes.

      Los paisanos callaban, sin duda por respeto a Moreira, que miraba la

      escena pálido y apoyado sobre su caballo.

      -Supongo -preguntó tranquilamente- que eso no rezará conmigo, amigazo.

      -Con usted y hasta con su abuela -replicó el paisano-; yo no soy amigo de

      ningún maula.

      -Está bueno, amigo -replicó Moreira-, ya le ha dado usted gusto a la

      lengua. Ahora puede retirarse en paz, que usted no es justicia y ha venido

      solo.

      Esta actitud humilde hizo crecer la cólera del paisano que, viendo en las

      últimas palabras del gaucho una alusión a su daga, lo acometió revólver en

      mano, pretendiendo atropellarlo con el caballo.

      -Ya esto no se puede sufrir -dijo Moreira, sacando su daga, y teniendo la

      manta sobre el poderoso brazo, evitó con un asombroso movimiento de cuerpo

      un tiro que le disparara el resero, y lo acometió por el lado de montar.

      El paisano se sorprendió del ataque, disparó hasta la daga, que desenterró

      con presteza, y blandiéndola enérgicamente se preparó al combate.

      La acometida fue violenta; las dagas se chocaron produciendo chispas, pero

      fue un choque sin consecuencia: ninguno se había herido.

      Moreira retrocedió a tomar distancia y acometió de nuevo, más sereno y con

      más recato, comprendiendo que el enemigo era duro.

      Esta vez el choque fue desgraciado para el resero.

      Moreira le dio un hachazo en la cabeza y, envolviendo en un movimiento

      rápido y hábil la daga de su adversario con el poncho, se la arrancó de la

      mano con admirable facilidad.

      El resero quedó estático y desarmado a merced de su adversario, pero mayor

      fue su asombro al ver que Moreira guardaba en el tirador su daga, y

      ofreciéndole la suya con un ademán bondadoso le dijo:

      -Ahí la tiene, amigo; usted se empeñó, y no ha sido culpa mía. Yo no mato

      sino a las partidas.

      -¿Y quién es usted, paisano? -preguntó el gaucho en el colmo del asombro.

      -Yo soy Juan Moreira -replicó éste lleno de soberbia-, y puede usted

      mandar con confianza.

      En seguida se acercó a su overo bayo, sobre el cual montó tranquilamente,

      y sin volver la cara ni dirigir la palabra a los asombrados paisanos, se

      alejó al tranco de su caballo.

      -¡Dios le ayude, amigo! -le gritó entonces el resero-. Dios le ayude,

      porque es usted un hombre de corazón.

      Y se perdió también en las vueltas del camino, arreando sus animalitos.

 

 

 

La pendiente del crimen

 

      Moreira cayó al partido de Navarro, donde debía encontrar algún refugio,

      por los antecedentes buenos que allí había dejado en otras épocas.

      En Navarro, como en todo el resto de la provincia, se discutían las

      candidaturas de Costa y Acosta, candidatos de dos partidos poderosos para

      el gobierno de Buenos Aires.

      Moreira había estado en aquel partido, siendo juez de paz de él el

      estimable joven José Correa Morales, quien solicitó a Moreira para

      sargento de la partida.br>Juan Moreira aceptó el puesto que se le

      brindaba, porque tenía gran estimación por la familia del señor Morales,

      que lo había protegido siempre.

      Sus servicios fueron eficaces y dejaron de aquel hombre, en Navarro, un

      recuerdo gratísimo.

      Moreira salía con la partida de plaza a recorrer el pueblo y sus

      alrededores, no habiendo criminal capaz de resistirse al hermoso sargento,

      ni de dar motivo alguno para que la partida se le echase encima.

      Cuando se tenían noticias de algún bandido de esos que suelen aparecer de

      cuando en cuando, Moreira iba solo en su busca, y lo prendía ya

      convenciéndolo de que era inútil resistírsele, ya luchando con él para

      reducirlo a prisión, lo que le dio un gran prestigio entre el paisanaje y

      le captó por completo el aprecio de los habitantes del pueblo*.

      El partido de Navarro fue entonces de los más tranquilos, pues era mucho

      más respetado el sargento Moreira que toda la justicia entera.

      Cuando el caballero Morales dejó el juzgado de Navarro, el juez de paz que

      lo sustituyó hizo empeños por conservar en la partida al prestigioso

      gaucho, sin poderlo conseguir.

      -Estoy aburrido de ser justicia -respondió Moreira-; me vuelvo a mi pago a

      cuidar mi hacienda y a ver también si me caso.

      Con estos antecedentes Moreira regresó al partido de Matanzas en donde

      aquella temible justicia lo persiguió hasta precipitarlo en el camino del

      crimen.

      Cuando Moreira regresó a Navarro, se conocían allí todas las desgracias

      que hemos venido narrando, y todas ellas no fueron capaces de borrar los

      buenos antecedentes que allí había dejado.

      Moreira llegó a Navarro cuando todos los ánimos estaban excitados con

      aquellas elecciones tan reñidas, que vinieron a producir tan honda

      división en los habitantes de la campaña.

      Faltaban sólo dos meses para la elección, y los partidos trabajaban con

      incansable actividad, reclutando gente de todas partes y preparando los

      clubes electorales.

      Moreira fue ardientemente solicitado por los dos partidos políticos, que

      conocían su inmenso prestigio; pero el paisano resistió a todas las

      propuestas seductoras que se le hicieron, llegando hasta desechar con una

      soberbia imponderable la propuesta de hacer romper todas las causas que se

      le seguían en Matanzas, donde podía volver después del triunfo.

      Conociendo el ascendiente que sobre aquel hombre extraordinario tenía el

      doctor Alsina, a quien había acompañado como hombre de confianza en épocas

      de peligro, los caudillos electorales hicieron que aquél escribiera a

      Moreira pidiéndole que pusiera su valioso prestigio a favor de la buena

      causa.

      Moreira, cuando recibió la carta del doctor Alsina, no supo resistirse, y

      se afilió a uno de los bandos políticos, influyendo en su triunfo de una

      manera poderosa.

      Los paisanos que estaban en el bando contrario se incorporaron a Moreira,

      al amigo Moreira, que apreciaban unos y temían otros más que al mismo juez

      de paz, que lo era en esa época don Carlos Casanova, apreciadísimo

      caballero y persona conocida como recta y honorabilísima.

      Tal vez el señor Casanova hubiera puesto coto más tarde a los desmanes de

      Moreira, pero era tal el dominio que sobre la partida de plaza ejercía el

      paisano desde que fuera su sargento, que ésta temblaba ante la sola idea

      de tener que ir a prenderlo.

      Las elecciones se aproximaban y los partidos, armados hasta los dientes,

      se preparaban a disputarse el triunfo de todas maneras, por la razón o la

      fuerza, lema desgraciado que se ostenta aún en el escudo de una nación que

      se permite contarse entre las civilizadas.

      Había en aquella época, y afiliado al partido contrario de aquel en que

      militaba Moreira, un caudillo de prestigio y de grandes mentas por

      aquellos pagos.

      Leguizamón, que así se llamaba el caudillo, era un gaucho de avería,

      valiente hasta la exageración y que arrastraba mucha paisanada.

      Este era el elemento que iban a colocar enfrente a Moreira para disputarle

      el triunfo, a cuyo efecto habían enconado al gaucho picándole el amor

      propio con comparaciones desfavorables.

      Leguizamón, que era un paisano alto y delgado, muy nervioso y de una

      constitución poderosa, contaría entonces unos cuarenta y cinco años.

      Era un hombre de larga foja de servicios en las pulperías, donde había

      conquistado la terrible reputación que tenía.

      El choque de estos dos hombres debía ser fabuloso.

      Leguizamón estaba reputado de más hábil peleador que Moreira, pero éste

      debía compensar aquella inferioridad con la sangre fría asombrosa de que

      diera tantas pruebas.

      Moreira era ágil como un tigre y bravo como un león; la pujanza de su

      brazo era proverbial y su empuje ineludible.

      Pero Leguizamón tenía una vista de lince, su facón era un relámpago y su

      cuerpo una vara de mimbre, que quedaba a su antojo.

      Todo esto habían dicho a Moreira, pero al escucharlo el paisano había

      sonreído con suprema altanería y contestado resueltamente:

      -Allá veremos.

      A Leguizamón le habían relatado las hazañas de Moreira, y el gaucho había

      fruncido el ceño diciendo:

      -Ese maula no sirve ni para darme trabajo. En cuanto se ponga delante de

      mí, lo voy a ensartar en el alfajor como quien ensartar en el asador como

      quien ensarta en el asador un costillar de carnero flaco.

      La perspectiva de una lucha entre aquellos dos hombres había preocupado de

      tal manera a los paisanos, que se preparaban a ir a las elecciones, no por

      votar en ellas, sino por presenciar el combate entre ño Leguizamón y el

      amigo Moreira, asignando el triunfo, cada uno, del lado de sus simpatías.

      El día de las elecciones llegó por fin, y la gente se presentó en el atrio

      en un número inesperado.

      La mayoría de aquella concurrencia iba atraída por aquella lucha que había

      sido anunciada y fabulosamente comentada en todas las pulperías por los

      amigos de ambos contendientes, comentarios que habían dado ya margen a

      algunas luchas de facón entre los que asignaban el triunfo a Moreira, que

      era la generalidad, y los que suponían triunfante a Leguizamón.

      El comicio se instaló por fin con todas las formalidades del acto, estando

      presentes el juez de paz, la partida de plaza y el comandante militar.

      Moreira se colocó con su gente del lado que ocupaba el bando político a

      que él se había afiliado.

      El paisano estaba vestido con un lujo provocativo.

      En épocas electorales abunda el dinero, y Moreira había empleado el que le

      dieron en el adorno de su soberbio overo bayo.

      Su tirador estaba cubierto de monedas de oro y plata, metales que se veían

      en todo el resto de sus lujosas prendas.

      En la parte delantera se veían sujetos por el tirador dos magníficos

      trabucos de bronce, regalo electoral, y las dos pistolas de dos cañones

      que le regalara su compadre Giménez al salir de Matanzas.

      Atravesada a su espalda y sujeta al mismo tirador, se veía su daga, su

      terrible daga, bautizada ya de una manera tan sangrienta y que asomaba la

      lujosa engastadura, siempre al alcance de la fuerte diestra.

      Llevaba su manta de vicuña arrollada al brazo izquierdo, con cuya mano

      hacía pintar al pingo, que se mostraba orgulloso del jinete que lo

montaba.

      Moreira estaba completamente sereno; sonreía a los amigos, chistaba al

      caballo como para calmar su inquietud, y se daba vuelta de cuando en

      cuando para mirar al Cacique, que a las ancas del overo meneaba la cola

      alegremente, como preguntando qué significaba todo aquel aparato.

      Frente a Moreira, del otro lado de la mesa y un poco más a la izquierda,

      estaba Leguizamón, metido en las filas de los suyos. La actitud del

      paisano era sombría y amenazadora; miraba a Moreira como lanzándole un

      reto de muerte, y se acariciaba de cuando en cuando la barba, con la mano

      derecha, de cuya muñeca pendía un ancho rebenque de lonja, de cabo de

      plata.

      Moreira permanecía como ajeno a todas aquellas maniobras, evitando que su

      mirada se encontrase con la de Leguizamón, "que ya se salía de la vaina".

      Los paisanos estaban conmovidos: en sus pálidos semblantes se podía ver la

      emoción que los dominaba, emoción que se extendía hasta los mismos

      escrutadores y suplentes, que no atendían su cometido por observar las

      variantes de aquellas provocaciones mudas, que tendrían que terminar en un

      duelo a muerte, fatal para uno u otro.

      Por fin el acto electoral comenzó y los paisanos fueron acercándose uno a

      uno a la mesa del comicio, depositando cada uno su voto maquinalmente, y

      montando de nuevo a caballo para confundirse en las filas de donde habían

      salido.

      Media hora hacía apenas que la elección había comenzado, cuando

      Leguizamón, picando su caballo, se acercó a la mesa y dando en ella un

      golpe con su rebenque dijo que se estaba haciendo una trampa contra su

      partido y que él no estaba dispuesto a tolerarla.

      Y al decir estas palabras Leguizamón no miraba a los escrutadores a

      quienes iban dirigidas sino a Moreira para quien envolvían una provocación

      que éste no quiso entender, permaneciendo tranquilo.

      Las palabras de Leguizamón conmovieron los ánimos tan poderosamente, que

      ninguna de aquellas personas mandó al gaucho guardar silencio.

      -¡He dicho que se nos está haciendo trampa! -añadió, creciendo en

      insolencia-, y han traído a aquel hombre para que les ayude -y señaló a

      Moreira con el cabo del rebenque.

      Moreira siguió guardando su aparente tranquilidad, y con una infinita

      gracia replicó al gaucho:

      -No es tiempo, amigo, de lucir la mona; los peludos no tienen cartas en

      las votaciones y no hay que faltar así al respeto de las gentes.

      Tan conmovidos estaban los paisanos que ni siquiera sonrieron ante este

      epigrama, que hizo poner lívido de furor a quien fue dirigido.

      -¡Menos boca y al suelo! -gritó Leguizamón desmontando-. Usted es un maula

      que ha venido a asustar con la postura y que no ha de ser capaz de nada.

      En la cintura de Leguizamón se veía un revólver de grueso calibre y una

      daga de colosales dimensiones.

      Fue esta el arma que sacó el paisano.

      Moreira se echó al suelo como quien hace una cosa a disgusto, y sacó

      también su daga, enrollando con presteza al brazo la manta de vicuña.

      Apenas el paisano se había separado una vara del caballo, cuando

      Leguizamón estaba sobre él, enviándole una lluvia de puñaladas.

      Era aquel un espectáculo magnífico e imponente. Aquellos dos hombres se

      acometían de una manera frenética, enviándose la muerte en cada golpe de

      daga, que era parado por ambos con una destreza asombrosa.

      Los ponchos, arrollados en el brazo izquierdo, estaban completamente

      hechos jirones por los golpes parados, pero los combatientes, igualmente

      diestros, igualmente fuertes, no habían logrado hacerse la menor herida.

      La prolongación de la lucha empezaba a encolerizar a Leguizamón, que había

      cometido ya dos o tres chambonadas, y a medida que la cólera empezaba a

      enceguecerlo, Moreira se mostraba más tranquilo y más previsor en sus

      acometidas.

      Los asistentes habían hecho gran campo a los dos antagonistas, sin haber

      entre ellos uno solo que se atreviera a separarlos, pues con aquella

      acción sabían que se exponían a captarse la cólera y tal vez la agresión

      de ambos.

      Leguizamón, más viejo y menos tranquilo en el combate, empezó a fatigarse,

      mientras Moreira, más hábil, economizaba sus fuerzas, que no habían podido

      debilitar quince minutos de combate recio, que ya comenzaba a ser pesado

      para Leguizamón.

      Aquella lucha no podía durar un minuto más; era cuestión de una puñalada

      parada con descuido, de un traspié, de una casualidad cualquiera.

      Leguizamón empezó a retroceder, acometido de una manera ruda y decisiva.

      De su poncho quedaban sólo dos pequeños jirones y su chaqueta estaba

      cortada en dos partes.

      Moreira, cuyo poncho estaba completamente despedazado, paraba las

      puñaladas con su enorme sombrero de anchas alas.

      Leguizamón fue retrocediendo hasta la mesa donde se hacía el escrutinio,

      que fue abandonada por los que la rodeaban, para evitar un golpe casual.

      Allí, contra la mesa y con acción debilitada por el mueble, el gaucho

      cometió una imprudencia que fue hábilmente aprovechada por su adversario.

      Distrajo la mano izquierda pretendiendo sacar su revólver, descuidando

      toda defensa, y Moreira, rápido como un relámpago, marcó una puñalada en

      el vientre.

      Leguizamón quiso acudir a evitarla, pero Moreira dio vuelta la daga y dió

      con el puño tan violento golpe sobre la frente del gaucho, que lo hizo

      rodar por el suelo, completamente privado de sentido.

      Después de este golpe maestro, era de suponerse que el vencido fuese

      degollado, pero Moreira, limpiando con la mano el copioso sudor que pegaba

      los cabellos sobre su frente, hizo dos pasos atrás y con la voz aún

      jadeante por la fatiga dijo a los paisanos del bando enemigo, que lo

      miraban asombrados:

      -Pueden llevar a ese hombre a que duerma la mona y no venga aquí a hacer

      bochinche.

      Un inmenso aplauso saludó la hermosa acción de Moreira, que envainando la

      daga y saltando a caballo dijo a los del comicio:

      -Caballeros, que siga la elección.

      Aquel bravo entusiasta en que había estallado la multitud, era un bravo

      espontáneo arrancado por la hermosa acción de Moreira.

      Provocado, se había batido con un hombre valiente, y hábil en el manejo de

      las armas, sin mostrar cólera contra su provocador, a quien no había

      querido matar, pues aquel golpe en la frente había sido calculado con toda

      sangre fría y preferido a la tremenda puñalada que marcó en el vientre.

      Vencedor en el lance, no había hecho uso de la ventaja obtenida, pidió

      sacaran de allí a aquel hombre inerme, para que "no hiciera bochinche".

      Era indudablemente una acción hermosa que recogía su premio en el aplauso

      de los que habían presenciado aquel duelo a muerte que amenazara ser

      sangriento.

      Moreira recuperó tranquilamente su puesto y l elección siguió en el mayor

      orden.

      Su acción había pesado de tal modo en el espíritu de los gauchos del otro

      bando, que todos votaron con él, con esa inocencia peculiar en los

      paisanos, que van a las elecciones y votan por tal o cual persona,

      simplemente porque a ellos los ha invitado su patrón o porque el juez de

      paz lo ha mandado así.

      La elección fue canónica: había faltado el caudillo enemigo y sus

      partidarios se habían plegado al bando que sostenía el amigo Moreira.

      Leguizamón fue conducido, cuando cayó, a la pulpería y tienda de un tal

      Olazo, que existe aún, donde le prestaron algunos auxilios que le

      volvieron el conocimiento.

      Cuando recuperó el completo dominio de sus facultades, cuando supo lo que

      había sucedido y que Moreira había tenido asco de matarlo, Leguizamón se

      puso furioso, quiso volver a la plaza para matar al paisano, pero no lo

      dejaron salir cuatro o cinco personas que habían quedado acompañándolo.

      Como la pulpería de Olazo estaba sólo a una cuadra de la plaza, a cada

      momento caían allí paisanos dando noticias del partido que iba triunfando

      y ponderando la bella acción de Moreira, que no había querido matar a

      Leguizamón, a quien había golpeado con el cabo de la daga, tendiéndolo en

      el suelo.

      Leguizamón oía todos estos relatos y su coraje iba creciendo hasta el

      extremo de llenar de improperios a los que iban a la pulpería.

      -Yo he de matar a ese maula -gritaba en el colmo de la irritación-; lo he

      de matar como a un cordero, para probar a ustedes que sólo por una

      casualidad me ha podido aventajar, pues él me ha pegado porque me vio

      tropezar en la mesa y perder pie; de otro modo, ¡cuándo sale de allí con

      vida!

      Los paisanos, temiendo un nuevo encuentro con Moreira, habían querido

      llevar al gaucho a su casa, pero toda tentativa resultó inútil.

      Leguizamón pidió una ginebra, y declaró que iba a esperar allí a Moreira

      para matarlo y demostrar que era un maula que habían traído para asustar a

      la gente con la parada.

      La elección terminada, los paisanos empezaron a desparramarse en todas

      direcciones, cayendo la mayor parte a la pulpería de Olazo, que era la más

      acreditada.

      Todos suponían además que el lance de aquella mañana no podía quedar así,

      y que entre Leguizamón y Moreira iba a suceder algo terrible.

      Moreira estuvo conversando un momento con las personas de la mesa quienes

      le recomendaron que evitase encontrarse con Leguizamón y que, si lo

      hallaba a su paso, no atendiera a sus provocaciones, porque andaba siempre

      ebrio y no sabía lo que hablaba.

      El gaucho, sagaz, comprendió que Leguizamón conservaba aún, a pesar de lo

      sucedido, su prestigio de hombre guapo y de avería, y que se dudaba del

      éxito de un nuevo encuentro, pero sonrió maliciosamente y se alejó al

      tranco de su overo bayo, tomando la dirección de la casa de Olazo, donde

      sabía estaba Leguizamón.

      Serían sólo las cinco de la tarde cuando Moreira dio vuelta por la esquina

      de la plaza, en dirección al almacén, lleno de gente en esos momentos.

      Cuando Moreira apareció en la esquina, un movimiento de espanto pasó como

      un golpe eléctrico entre los gauchos.

      En el cuchicheo y el asombro pintado en todos los rostros, Leguizamón

      comprendió que su enemigo venía, y apurando el contenido de la copa que

      tenía en la mano, saltó al medio de la calle empuñando en su diestra la

      daga, que brilló como un relámpago de muerte.

      Moreira vio todo eso y adivinó lo que en la pulpería pasaba, pero no

      alteró la marcha de su caballo, que avanzaba al tranquito, haciendo sonar

      las copas del freno.

      Leguizamón, parado en medio de la calle, llenaba de injurias al paisano,

      que parecía no escucharlas, dada la sonrisa de su boca y la tranquilidad

      del ademán.

      Por fin Moreira estuvo a dos varas del enfurecido gaucho, y éste, que sólo

      esperaba aquel momento, lo acometió resuelto por el lado de montar,

      tomando la rienda del caballo.

      Moreira se deslizó, tranquilo siempre, pero rápido, por el lado del lazo,

      sacó de la cintura su terrible daga, y se preparó al combate.

      Las acometidas de Leguizamón eran tan violentas, sus golpes eran tan

      recios, que Moreira tenía que acudir a los recursos de la vista y a toda

      la elasticidad de sus músculos para evitar que el paisano lo atravesara en

      una de las tantas puñaladas o lo abriera con aquellos hachazos tirados con

      una fuerza de brazo imponderable.

      Durante cuatro o cinco minutos Moreira estuvo concretado exclusivamente a

      la defensa, siéndole imposible llevar el ataque.

      Con la pupila dilatada por el asombro, trémulos y silenciosos, los

      numerosos paisanos miraban las gradaciones de aquel combate sin atreverse

      a respirar siquiera.

      La partida de plaza había sido avisada de lo que sucedía, pero no se había

      resuelto a moverse de la puerta del juzgado: tenía decididamente miedo de

      provocar a Moreira.

      Leguizamón, entretanto, cansado de tanto tirar, quiso reposar un momento y

      dio un salto hacia atrás.

      Entonces Moreira tomó la ofensiva con tal brío, con tal pujanza, que eran

      pocos los dos brazos del adversario para parar aquella especie de huracán

      de puñaladas y hachazos.

      Cuando Leguizamón tenía la ofensiva, Moreira no había hecho un solo paso

      atrás, no había perdido una línea del terreno que pisaba.

      En cambio, cuando él atacó, Leguizamón empezó a retroceder, primero paso a

      paso, y después a saltos, único recurso para evitar ciertas puñaladas

      mortales.

      Así combatieron las tres cuadras que mediaban entre el almacén de Olazo y

      la plaza principal, sin haberse inferido otra herida que un ligero rasguño

      recibido por Moreira en el brazo izquierdo al parar un hachazo.

      Retrocediendo uno y avanzando el otro, los dos combatientes llegaron hasta

      la iglesia, seguidos de todos los paisanos que había en la pulpería al

      principio de la lucha, aumentados con los que fueron llegando a medida que

      iban sabiendo lo que sucedía.

      La partida de plaza estaba en la puerta del juzgado, a dos pasos de la

      iglesia, con el caballo de la rienda, pero no se atrevía a intervenir.

      Al llegar a la iglesia, Moreira acometió a Leguizamón por el costado

      izquierdo obligándole así a hacer un cuarto de conversión y buscar la

      pared del templo para hacer en ella espalda, tirando un par de puñaladas

      al vientre de Moreira para detenerlo un poco y darse un alivio.

      Pero Moreira, comprendiendo que aquella posición era violenta para su

      adversario, que había quedado contra la pared lo mismo que por la mañana

      contra la mesa, cargó de firme, decidido a terminar la lucha, cuya

      duración había empezado a irritarlo y a hacerle perder parte de aquel

      aplomo que nunca lo abandonaba.

      Moreira, pues, cargó de firme, metió el brazo izquierdo contra la daga de

      Leguizamón para evitar un golpe probable, y se tendió a fondo en una larga

      puñalada.

      Entonces se sintió un grito de muerte, vaciló Leguizamón sobre sus piernas

      y cayó pesadamente sobre el primer escalón del atrio, produciendo un golpe

      seco y lúgubre, peculiar a la caída de un cuerpo humano.

      Moreira abandonó la daga enterrada hasta la empuñadura en la herida, se

      cruzó de brazos y miró pausadamente a todos los testigos de aquel drama.

      -Caballeros -dijo soberbio y altivo-, el que crea que esta muerte está mal

      hecha, puede decirlo francamente, que aún me quedan alientos suficientes.

      Ninguno se movió, ninguno turbó con una sola palabra aquel silencio

      imponente.

      La actitud de los paisanos aprobaba el proceder del gaucho.

      Moreira miró entonces el cuerpo caído de Leguizamón, que se estremecía

      débilmente en el último estertor de la agonía; se agachó y le arrancó la

      daga del estómago.

      El cuerpo de Leguizamón se agitó entonces con un temblor convulsivo; de su

      ancha herida salió una gran cantidad de sangre, y quedó completamente

      inmóvil.

      Moreira lo contempló un segundo, como dominado por una especie de

      arrepentimiento; dejó la daga sobre el pecho del cadáver, y acercándose a

      su caballo que había sido llevado allí por uno de los paisanos, montó con

      un ademán sombrío, apartando suavemente al Cacique, que saltaba sobre el

      tirador, pretendiendo llegar a lamerle la cara, después de haberle lamido

      las manos, como felicitándolo del peligro de que acababa de escapar.

      El paisano no quiso alejarse de aquel sitio sin hacer antes alarde del

      miedo que sabía que se le tenía.

      Revolvió su caballo hasta el juzgado de paz, y dirigiéndose al sargento de

      la partida, que estaba dominado por el más franco espanto, le dijo lleno

      de altivez:

      -Haga el favor, amigo, alcánceme la daga que he dejado olvidada allí -y

      señaló el cadáver de Leguizamón, sobre cuyo pecho se veía el arma.

      El sargento dio las riendas de su caballo a uno de los soldados, se

      dirigió al sitio indicado y recogió la daga, que entregó a Moreira

      humildemente y sin permitirse la menor palabra.

      Moreira tomó su daga, que guardó en la cintura después de limpiar en la

      crin del caballo la sangre de que estaba cubierta la hoja, y picando con

      las espuelas los flancos del magnífico animal, se alejó al tranco, dejando

      absortos a los testigos de aquella sangrienta sátira.

      No hacemos novela, narramos los hechos que pueden atestiguar el señor

      Correa Morales, el señor Marañón, el señor Casanova, juez de paz entonces,

      y otras muchas ersonas que conocen todos estos hechos.

      Y hacemos esta salvedad, porque hay tales sucesos en la vida de Juan

      Moreira, que dejan atrás a cualquier novela o narración fantástica,

      escrita con el solo objeto de entretener el espíritu del lector.

      Ya hemos dicho que Moreira fue un tipo tan novelesco que, ciñiéndose

      estrictamente a la verdad de los acontecimientos, éstos dejan atrás a

      Luigi Vampa, a Gasparone y al mismo Diego Corrientes, tipos formidables

      embellecidos por la novela, pero que se han echado de barriga ante la

      primer partida de policía que se les ha puesto delante de las numerosas

      partidas que capitaneaban.

      Y Moreira era un hombre solo a quien la misma justicia había lanzado en la

      senda del crimen, y que tuvo a raya a las fuertes partidas que tantas

      veces enviaron las autoridades en su persecución, sosteniendo verdaderos

      combates con muchas partidas de plaza, diversos piquetes de la policía de

      Buenos Aires, y algunos del batallón Guardia Provincial.

      Pero volvamos a nuestro relato.

 

      Después de la muerte de Leguizamón, Moreira estuvo tranquilo mucho tiempo.

      Asistía a las reuniones en las pulperías, concurría a todos los bailes que

      daban en Navarro, sin promover jamás la menor disputa o escena

      desagradable, comunes en este género de reuniones.

      En esta clase de diversiones, Moreira había aprendido a beber todo género

      de licores, que solían írsele a la cabeza.

      Pero cuando estaba dominado por el alcohol era cuando se mostraba más

      manso y más accesible a todo género de bromas, no habiendo ninguna de

      carácter pesado.

      Generalmente cuando estaba en este estado le daba por vistear, invitaba a

      alguno de los que estaban presentes a que le hiciera unos tiritos para

      ejercitarse.

      Como es natural, ninguno de los paisanos aceptaba la proposición, temiendo

      que la visteada se convirtiera en pelea.

      Entonces Moreira buscaba dos palitos y se entretenía en hacer unos tiritos

      para ver cómo andaba la muñeca.

      De esta manera se había hecho tan consumado tirador de facón, que los

      otros paisanos aseguraban que en sus manos el cuchillo era una luz.

      Dominado por el alcohol, se despertaban también sus instintos de jinete, y

      si llegaba a ver un redomón o caballo nuevo, lo pedía para jetearlo un

      poquito, y lo jeteaba tan famosamente que lo volvía completamente

dominado.

      Por más ebrio que estuviese en estas situaciones, no hubo ejemplo de que

      caballo alguno, por bravo que fuese, lograra basuriarlo.

      Moreira se había hecho también un consumado tirador de pistola.

      Manejando aquellas dos que le regalara su compadre Giménez, y que cuidaba

      con gran esmero, él rompía cuanta botella le colocaran a cuarenta pasos de

      distancia.

      Era un adversario terrible, que tenía completamente dominados a todos los

      paisanos del pago que frecuentaba.

      Moreira solía tener sus horas de melancolía profunda.

      Pensaba en su mujer y su hijo y solía pasarse encerrado varios días en una

      pieza, donde se le sentía llorar.

      En esta situación, nadie se hubiera atrevido dirigirle la palabra,

      temiendo su enojo.

      Entregado a sus tristes meditaciones, Moreira no se mostraba hasta que su

      melancolía había pasado por completo.

      Entonces salía y prodigaba con profusión sus caricias y cuidados al

      Cacique y a su magnífico caballo, que eran toda su familia y su haber

      sobre la tierra, y que representaban sus más queridas afecciones, porque

      el Cacique fue el primer regalo que le hizo su novia, y el caballo fue el

      único regalo del doctor Alsina, hecho en la siguiente situación:

      Cuando aquella época efervescente, de crudos y cocidos, en que los

      partidos se disputaban el triunfo de todas maneras, sin evitar los

      crímenes como el vergonzoso día 22 de abril, la vida del doctor Alsina se

      creyó amenazada, como se creyó en peligro la de Mitre, la de Chassaing y

      la de tantos hombres de mérito que tomaron parte en aquella encarnizada

      lucha.

      Los amigos del doctor Alsina le mandaron entonces un hombre de toda

      confianza y de reconocido valor para que le guardase la espalda y fuese

      capaz de defenderlo de cualquier asechanza traidora que se le tendiera.

      Y aquel hombre elegido fue Juan Moreira, que era un bellísimo joven.

      Moreira cobró gran cariño al doctor Alsina, de quien fue la sombra

      inseparable durante mucho tiempo, y este hombre, que sabía valorar a los

      que le rodeaban, apreció el espíritu de aquel paisano, a quien trató no

      como a un bravo que arma su brazo según el salario que ha de recibir, sino

      como a un compañero que había venido a compartir con él la fatiga y el

      peligro.

      El doctor Alsina solía penetrar hasta el corazón del paisano, haciéndole

      responder a ciertos toques, porque le hablaba en lenguaje sencillo y

      noble, en ese único lenguaje que, dirigido al corazón del gaucho, hace de

      este hombre un niño dócil a quien se puede manejar hasta con la expresión

      de la mirada.

      No hay nada más fácil de conquistar que el cariño del gaucho, cariño que

      llega a convertirse en una especie de religión invencible.

      Para esto basta sólo comprender su corazón, lleno de nobles das, y

      hablarle el lenguaje del cariño, que sus oídos no están habituados a

      escuchar.

      El paisano, lleno de inteligencia, comprende que aquél es un hombre

      superior que desciende hasta él y se le nivela como un igual, y empieza

      por inclinarse a aquel hombre a quien llama un buen criollo y concluye por

      amarlo con toda la potencia de su espíritu tan accesible al cariño.

      Moreira llegó a asimilarse de tal modo al doctor Alsina, que se había

      convertido en la sombra de su cuerpo y en el eco de su pisada.

      De día, no lo no lo abandonaba un momento; de noche, tendía su recado en

      el patio, a la puerta del aposento del niño y dormitaba allí velándole el

      sueño.

      Cuando el peligro pasó, cuando la situación de Buenos Aires quedó en

      estado normal, ya los servicios de Moreira fueron innecesarios y el

      paisano quiso volver a su pago a atender sus intereses abandonados tanto

      tiempo y juntar sus animalitos, que andarían dispersos por los campos

      vecinos.

      El doctor Alsina hizo todo género de ofertas a Morira para que se quedara

      en el pueblo a trabajar y conservarlo así a su lado, pero todo fue inútil.

      El paisano se sofocaba en la ciudad y necesitaba volver a los trabajos de

      campo, donde lo llamaban su inclinación y sus hábitos.

      Viendo que todo esfuerzo sería inútil, el doctor Alsina le proporcionó un

      pasaje y lo despidió, dándole una suma de dinero en agradecimiento de sus

      servicios.

      A la vista del dinero Moreira palideció y una lágrima, arrancada por el

      sentimiento, fue a perderse trémula y silenciosa entre la naciente barba.

      El doctor Alsina, comprendiendo lo que pasaba por aquel espíritu noble,

      retiró con presteza el dinero, al mismo tiempo que el paisano decía con

      acento conmovido:

      -No me ofenda, patrón; si yo lo he servido ha sido porque en ello he

      tenido gusto, y no merezco esa oferta, porque me hace doler el corazón.

      El doctor Alsina, profundamente impresionado por este rasgo de nobleza,

      tendió primero su mano al paisano, y lo estrechó después entre sus brazos.

 

      El paisano se enterneció lleno de orgullo al sentir íntimamente la presión

      de aquel abrazo, levantó la hermosa cabeza iluminada por la emoción que

      saltaba a sus ojos magníficos y se separó del doctor Alsina diciéndole:

      -Si alguna vez me cree útil, si mi cuerpo puede servirle alguna vez de

      defensa, mándeme avisar nomás, patrón, que yo vendré aunque sea del fin

      del mundo; disponga de mi vida sin embozo, porque desde hoy soy cautivo de

      sus prendas.

      El paisano se alejó rápidamente y el doctor Alsina quedó meditando en la

      nobleza de esta raza desheredada de todo derecho, cuyo único porvenir es

      el puñal y los atrios electorales o los cuerpos de línea al eterno

      servicio de las fronteras.

      Fue entonces que el doctor Alsina compró el caballo más magnífico que

      halló en Buenos Aires y lo envió a Moreira con una lujosa daga.

      Era el famoso overo bayo que llegó a ser el crédito y el orgullo del

      paisano, y la daga que tan terriblemente esgrimía.

      Aquel caballo representaba para él su seguridad personal y el recuerdo de

      aquel hombre por quien se hubiera hecho matar cien veces sin escrúpulo ni

      pesar.

      Así dividía su afecto entre el caballo y el perro, sus leales amigos, que

      eran el recuerdo de lo que más había amado en el mundo, exceptuando dos

      personas a quienes tal vez no vería más.

      Por eso, cuando salía de sus tristes meditaciones, se le veía prodigar sus

      cariños a aquellos dos animales que lo conocían hasta en el ruido de la

      pisada.

      Durante un mes no se oyó hablar una palabra de Moreira, referente a

      desorden o pelea a mano armada.

      Desde la muerte de Leguizamón, su tremenda reputación de hombre guapo

      había crecido de una manera imponderable.

      No había un solo paisano que se hubiera atrevido a faltarle al respeto.

      Fue entonces que Moreira hizo la siguiente acción hermosa, que tal vez

      vino a ser su salvación, cuando una partida de la Guardia Provincial,

      mandada por el mismo coronel Garmendia, batía los campos para reducirlo a

      prisión vivo o muerto; interesante incidente que figurará en el curso de

      esta narración.

      Las elecciones habían terminado en Navarro, pero los odios de partido que

      engendra esta clase de luchas no se habían extinguido.

      El rencor de los caudillos electorales no se acallaba y los trabajos de

      venganza habían suplantado a los electorales, dando margen a injustas

      persecuciones.

      El señor Marañón, caballero de muchísima influencia, arrastraba con su

      prestigio a gran número de paisanos, contribuyendo eficazmente al triunfo

      electoral que acababa de obtener en Navarro el poderoso bando político a

      que se plegara Moreira.

      Esto puso a Marañón en el duro trance de ser asesinado varias veces,

      debiendo su salvación a una serie de casualidades.

      Según se dice, uno de los caudillos enemigos, que no nombramos por la

      posición que ocupa hoy, era el más empeñado en hacer desaparecer a

      Marañón, y con él, su poderosa influencia electoral.

      Para llevar a mejor resultado esa acción cobarde y mezquina, fueron

      reclutados, por otra persona que no nombramos, cinco asesinos conocidos

      como hombres de agallas, a quienes se dieron cuarenta mil pesos para que

      asesinaran a Marañón.

      La noche que se había fijado para llevar a cabo este crimen odioso era de

      luna clara y hermosa.

      El señor Marañón, aunque sabía que se trataba de asesinarlo, salía a la

      calle como de costumbre y asistía al club de Navarro, acompañado solamente

      por un buen revólver de seis tiros y la confianza que los hombres de

      cierta talla tienen en su corazón.

      Aquella noche Marañón había estado hasta las 11 en el club, jugando una

      tranquila partida de carambola con varias personas de su amistad.

      A esa hora se alejó del club solo, y tomó a pie el camino de su casa,

      abreviándolo, para lo cual tenía que pasar un cicutal espeso, donde se

      habían emboscado los cinco asesinos cuyo puñales debían extinguir aquella

      noble existencia.

      Marañón, completamente ajeno a lo que debía suceder, atravesó la ciudad

      con aquella despreocupación consiguiente al hombre que nada teme.

      Apenas había caminado dos o tres pasos para cruzar la calle, cuando los

      cinco asesinos le salieron al paso daga en mano.

      El joven sacó su revólver e interrogó con el ademán a aquellos hombres que

      se le presentaban de una manera tan agresiva.

      -Venimos a matarte -dijo uno de ellos avanzando un paso-, y es en vano

      toda resistencia, porque ya tu hora ha llegado.

      Marañón armó su revólver y dio vuelta rápidamente para examinar el camino

      que tenía a la espalda y asegurar su retirada, pero su valor hubo de

      decaer por completo al ver a su espalda un bulto que avanzaba con suma

      precaución, y reconociendo en aquel bulto, gracias a la claridad de la

      luna, al terrible Juan Moreira que trataba de ocultarse entre la sombra de

      las cicutas y en cuya diestra se veía brillar la daga.

      Si Marañón había tenido confianza en la lucha con los cinco asesinos, esta

      confianza se disipó por completo a la vista del enemigo que le ganaba la

      espalda, enemigo que en verdad era irresistible.

      Vacilaba aún el joven a cuál de los dos puntos debía atender primero,

      cuando Moreira saltó sobre él como una pantera, lo tomó por la cintura y

      lo derribó al suelo con una fuerza asombrosa.

      Desde allí y medio aturdido por el golpe, Marañón pudo ver cómo Moreira

      acometía a los asesinos con asombrosa rapidez, tendiendo a uno de ellos

      con el vientre completamente abierto por su daga poderosa.

      -¡Ríndanse a Juan Moreira, maulas! -gritó aquel hombre extraordinario,

      acometiendo a los cuatro que quedaban; pero éstos, al conocer el nombre

      del enemigo que tenían encima, echaron a disparar, dominados por

      invencible espanto, en distintas direcciones.

      Moreira, al ver huir a aquellos hombres con tan extraordinaria ligereza,

      prorrumpió en una ruidosa y franca carcajada, acercándose a Marañón que se

      había levantado ya y quedaba de pie embargado por el asombro.

      -¿Cómo ha venido aquí a tan buen tiempo? -preguntó Marañón tendiendo la

      mano al noble gaucho.

      -Supe que lo iban a asesinar esos maulas -respondió Moreira riendo y

      estrechando con efusión la mano que se le tendía-, y yo también me escondí

      para darle una manita y para que la cosa no fuese tan despareja.

      En seguida, y con la mayor naturalidad, se acercó al caído, se cercioró de

      que estaba muerto, y dirigiéndose a Marañón, le dijo:

      -Ahora vamos, que lo voy a acompañar hasta su casa, aunque esos maulas no

      son hombres de volver y han de andar todavía disparando, creyendo que yo

      los persigo.

      Y se dirigió a su caballo que, con el perro sobre el apero, había dejado

      emboscado a corta distancia.

      Así caminaron tranquilos y sin cambiar una palabra hasta la casa de

      Marañón, que quedaba a corta distancia.

      Marañón estaba conmovido por aquel acto de nobleza llevado a cabo por un

      hombre que no le debía el menor servicio, y a quien sólo conocía por las

      referencias que le habían hecho.

      Y el gaucho es así, toma cariño a una persona siguiendo un impulso del

      corazón, porque le ha gustado la pinta, o porque lo ha cautivado alguna

      acción.

      Cuando se entrega el cariño a una persona, lo hace con la misma vehemencia

      que ama, que odia, que juega o que bebe.

      Quiere porque sí, sin darse cuenta de su cariño, entregándose por completo

      a la persona que se lo ha inspirado, llegando por ella hasta el sacrificio

      de la vida.

      Para Marañón esto era sumamente extraño, aunque conocía profundamente el

      modo de ser de nuestro gaucho.

      El cariño de Moreira fue para él una revelación, y quiso explotar en

      beneficio del paisano aquel afecto que le daba sobre él cierto

      ascendiente.

      -¿Qué móvil le ha guiado, amigo? -preguntó una vez que estuvieron sentados

      en su casa del joven-, ¿qué idea ha tenido al proceder de esta manera

      noble?

      El paisano miró largo tiempo el sombrero que tenía dando vueltas entre las

      manos, luego alzó la vista hasta encontrar la del joven y repuso:

      -He ido allí para salvarlo de que lo asesinen, primero porque yo lo quiero

      a usted, después porque no puedo tolerar que se junten de a cinco para

      matar a uno.

      -¿Y cómo ha sabido usted que a mí me iban a asesinar?

      -Porque me lo dijo una persona a quien propusieron la cosa y que fue

      bastante hombre para echarlos al diablo por puercos y por cobardes.

      -Yo agradezco lo que usted ha hecho, amigo Moreira; y si alguna vez puedo

      serle útil en alguna cosa, acuda a mí, porque desde este momento soy su

      amigo.

      -No me agradezca nada, señor -contestó Moreira, con una expresión de

      profunda amargura-; lo que yo he hecho lo hubiera hecho cualquiera. Yo lo

      quiero a usted, porque necesito querer a alguien, y usted se me figura que

      es algo mío, que es mi hijo o que es mi hermano. Yo soy un hombre maldito

      que ha nacido para penar y para andar huyendo de los hombres, que han sido

      mi perdición; y lo he querido a usted, porque siento que al quererlo,

      puedo respirar con más franqueza, y esto es tan dulce para mí, que si

      usted me mandase entregar a la partida, ahora mismo iba y me presentaba.

      Y el paisano, en su lenguaje sencillo, explicaba la sed de cariño que

      sentía en su corazón ardiente.

      Todo lo había perdido en el mundo, menos su caballo y su perro, el fiel

      Cacique, en quienes partiera su afecto; y aquel hombre necesitaba el de un

      ser humano a quien confiar sus penas y contar sus desventuras.

      -¿Y por qué anda usted así errante, retando a la justicia con sus actos

      que son malos? ¿Por qué no trabaja usted como antes y deja esa mala vida?

      Moreira levantó los ojos preñados de lágrimas, acarició al joven con una

      mirada tranquila y tristísima, y con la voz entrecortada por la emoción le

      habló:

      -Con las penas que tengo ya en el corazón habría para llorar un año. Yo

      era feliz al lado de mi mujer y mi hijo y jamás hice a un hombre ninguna

      maldad. Pero yo habré nacido con algún signo fatal, porque la suerte se me

      dio vuelta y de repente me vi perseguido al extremo de tener que pelear

      para defender mi cabeza.

      Y Moreira narró a Marañón con sus más minuciosos detalles la historia que

      hemos diseñado a grandes rasgos.

      Marañón escuchaba enternecido el relato de tanta desventura, estaba

      agradecido a aquel hombre que le salvara la vida y tentó salvarlo

      arrancándolo del precipicio a cuyo fondo rodaba sin remedio por una

      sucesión de fatalidades inevitables para el que se coloca en esa

      pendiente.

      El joven meditó un momento, y queriendo aprovechar el enternecimiento de

      aquel hombre de tan hermosas prendas de corazón, le golpeó el hombro y le

      dijo cariñosamente:

      -¿Por qué no sale usted de Buenos Aires? Yo le proporcionaré trabajo en

      Santa Fe o en Córdoba, donde puede usted vivir tranquilo y ser feliz

      todavía. Allí tengo muchos amigos para quienes le daré cartas, y al fin de

      los años ya podrá usted volver. Se habrán olvidado de sus desgracias y

      podrá volver a ser lo que ha sido.

      -Yo no he de irme de estos pagos -replicó el paisano, creciendo en

      amargura-, porque no pienso separarme de mi mujer ni de mi hijo; porque

      faltando yo, la justicia se ha de alzar con ellos haciéndoles pagar mis

      yerros.

      -Yo les proporcionaré los medios de irse con usted, y entonces usted puede

      quedarse allí para siempre, viendo crecer a su hijo a su lado y amado por

      su mujer.

      -Conozco que usted me habla al alma y veo que he puesto bien mi cariño en

      usted, pero por más que me halaga la propuesta yo no la puedo aceptar sin

      saber antes qué ha sido de aquellas dos prendas mías y si tengo que

      vengarlas de alguien. Los pobres tienen olor a difuntos; es preciso darles

      con el pie para que no apesten, y sabe Dios lo que habrá sido de aquellos

      desgraciados, cuyo único delito en la vida ha sido ser mi mujer y ser mi

      hijo.

      -¡Quiera Dios que no les haya sucedido nada! -prosiguió, tomando un tono

      altivo y amenazador-. ¡Quiera Dios que no los hayan hecho sufrir un

      minuto! Yo no soy malo, pero conozco que si alguien les hubiera tocado el

      pelo de la ropa, sería capaz de hacer una herejía que ni los indios.

      Y al decir esto, sus ojos brillaron en un relámpago de muerte, dando a su

      actitud una expresión que hacía ver todo lo irrevocable de aquella

      determinación adoptada y jurada en el fondo de su alma.

      Marañón insistió en sus proposiciones, allanó al paisano todas las

      dificultades, pero todo fue inútil: su palabra se estrellaba contra aquel

      carácter inquebrantable.

      -Bueno, patrón -dijo el gaucho levantándose-, ya lo he molestado bastante.

      Será hasta la vista o hasta que se presente la ocasión.

      -Adiós, Moreira -dijo el joven-; piense en lo que le he dicho, y lo acepte

      o no lo acepte, ya sabe que puede contar conmigo en cualquier aprieto en

      que se vea.

      Moreira sonrió agradecido y estrechó con cierto cariñoso respeto la mano

      que se le tendía; salió al patio, de éste a la calle, y saltando sobre su

      bayo, se alejó al tranquito.

      Marañón se quedó meditando tristemente sobre el destino de los hombres

      que, nacidos para el bien y para llevar a cabo las más grandes acciones,

      son empujados por la fatalidad a una pendiente cuyo límite es la muerte

      trágica que puso fin a aquella existencia desventurada.

      Entretanto, Moreira, abismado en el recuerdo del pasado, había doblado

      sobre el pecho la cabeza, postrada por la tempestad que la cruzaba.

      Allí, mudo e inmóvil, marchaba a la voluntad del noble animal, que no

      cambiaba la marcha para no turbar el reposo de su amo, acostumbrado a

      cuando, en altas horas de la noche, el jinete renunciaba al gobierno de la

      brida, o iba dormido, o iba a la ventura.

      Moreira caminó así, entregado a sus tristes pensamientos, hasta que la luz

      del alba empezó a confundirse con la luz de la luna.

      A la presencia del día, Moreira se descubrió como para que el aire de la

      mañana refrescara su cabeza, aspiró con fuerza esa brisa fresquísima que

      viene perfumada con las aromáticas exhalaciones de las flores silvestres,

      que parece dar nuevas fuerzas al espíritu, y revolvió su caballo en

      dirección al pueblo, tomando el camino de la pulpería y posada, donde sólo

      paraba para dar de comer a sus dos amigos, el Cacique y el caballo.

      Moreira entró en la pulpería, que era la de López, en un momento fatal;

      parecía que el destino lo empujara allí donde iba a suceder una desgracia.

 

      Cuando Moreira entraba y pedía un poco de maíz para el caballo, notó que

      entre los paisanos que hacían la mañana se había promovido una discusión.

      Un tal Gondra, gaucho quiebra y de malas entrañas, había dirigido palabras

      chocantes a un paisano forastero bastante mal entrazado, que había entrado

      en la pulpería a comprar una botella de caña para el camino.

      El forastero no había respondido una sola palabra a las chocantes

      indirectas de Gondra, esperando le entregaran su caña para retirarse, lo

      que envalentonó a Gondra que lo siguió chocando con indirectas primero y

      con injurias después, cuando vio que el paisano aflojaba.

      Moreira quitó el freno al overo poniéndole un morral con maíz para que

      almorzara, y mientras le traían un pedazo de carne para el Cacique, entró

      a la trastienda con intención de calmar a Gondra en las chocarrerías que

      oyó cuando llegó a la pulpería.

 

 

 

Un gaucho flojo

 

      Cuando entró Moreira, Gondra, creyendo encontrar en el paisano un buen

      apoyo, creció en insolencias y no escuchó las juiciosas observaciones que

      le hizo aquél.

      El forastero se iba poniendo cada vez más pálido del coraje que contenía a

      duras penas, pues suponía en Moreira un aliado de aquel baratero que lo

      provocaba.

      Recibió sin embargo la botella de caña que le alcanzaba el pulpero sin

      despegar los labios, pagó y se alejó reposadamente, midiendo a Gondra de

      arriba abajo con una mirada donde estaba pintada toda la ira que sentía

      rebosar en su corazón.

      Gondra soltó una gran carcajada al ver la actitud del forastero, y

      dirigiéndose a Moreira, que seguía tranquilamente el aspecto feo que iba

      tomando la escena, le dijo:

      -Hágase a un lado aparcero, no sea que el de la caña lo trague.

      -Si sos hombre, maula, salí afuera para tener el gusto de rajarte el alma

      de una puñalada. Todos ustedes -añadió encarándose con Moreira-, han de

      ser una punta de maulas peleadores en pandilla. Puede salir el que guste o

      todos de uno a uno.

      Moreira palideció a su vez, pero no se movió.

      Se había recostado de espaldas contra el mostrador y miraba sombrío a los

      actores de aquella escena.

      Los paisanos no replicaron una palabra; estaba allí Juan Moreira y todos

      esperaban que él coparía la parada propuesta por el forastero.

      -Salí, maula -volvió a gritar el paisano, dominado ya por la ira-. Salí y

      yo te voy a enseñar a reírte de la gente.

      Gondra salió al encuentro del paisano, pero era un gaucho flojo, de los

      que llaman pura boca , y se acobardó ante la actitud del adversario.

      -¡Oiganle a la maula! Ya sabía que habían de ser pura boca. Que salga ese

      tu padrino que ha venido como a ayudarte -añadió el paisano encarándose

      con Moreira-. Salga uno siquiera, porque si no, entro y agarro a

      rebencazos a todo el mundo.

      Moreira, entonces, sin mirar al provocador del duelo, tomó a Gondra por un

      brazo y le dijo gravemente:

      -Yo no soy sacaclavos de nadie ni he nombrado a nadie para que ande

      copando por mí las bancas. Yo no puedo pelear con ese hombre, porque no es

      enemigo para mí. Ya que lo has provocado, es preciso pelear, para que no

      se diga que te han corrido con la vaina.

      Gondra miró a Moreira creyendo que se chanceaba, pero al ver el severo

      ademán del gaucho, no supo qué contestar.

      Tenía miedo a aquel hombre que lo esperaba cuchillo en mano, pero más

      miedo tenía a Moreira.

      Este comprendió toda la cobardía de Gondra, que había provocado aquel

      conflicto porque contaba con su ayuda y, desnudando su daga, le dijo de

      una manera sombría que no admitía réplica:

      -No hay más remedio que hacer la pata ancha , ya que "has comprado sin que

      nadie te venda"; o peleas con ese hombre a quien has provocado o yo te

      saco las tripas de una puñalada. Pronto y basta de bromas.

      El forastero miraba asombrado la actitud de aquel hombre a quien tanto

      miedo tenían los paisanos.

      Gondra se había colocado entre la espada y la pared.

      Tenía miedo al forastero, pero más miedo tenía a Moreira, que lo amenazaba

      de muerte.

      Forzado, pues, a optar entre un enemigo y otro, prefirió la partida con el

      forastero, a quien acometió flojamente.

      -¡Duro y parejo! ¡Duro y parejo! -gritaba a sus espaldas Moreira-, o te

      clavo como a un peludo.

      La lucha era encarnizada.

      Los paisanos se soltaban viajes formidables, y ya Gondra había recibido un

      hachazo en el brazo izquierdo y una puñalada de poca consecuencia bajo la

      tetilla derecha.

      Ya iba a separarse, completamente acobardado, cuando sintió la punta de la

      daga de Moreira que le pinchaba la espalda, mientras el gaucho le decía:

      -Coraje, maula, coraje y no le haga asco a la muerte.

      Gondra, que sintió penetrar la daga de Moreira en su espalda, acometió al

      forastero de una manera desesperada, en momento en que éste volvía la

      vista hacia Moreira, descuidando la defensa.

      La daga de Gondra penetró entre la cuarta y quinta costilla del lado

      izquierdo del desgraciado gaucho, produciéndole una muerte instantánea.

      Gondra se volvió gozoso, como para recoger de Moreira una felicitación,

      pero éste guardó fríamente la daga y, dando a Gondra un puntapié que lo

      hizo ir a azotarse contra el mostrador, se dirigió a su caballo diciendo:

      -Me voy porque no quiero vomitar de puro asco.

      Y quitando al overo el morral que ató a los tientos, le puso el freno,

      montó y se alejó al galope largo.

      Unas veinte cuadras andaría a este paso cuando puso su caballo al

      tranquito, tomando la dirección de Cañuelas, donde tenía que ir a ver a un

      amigo para obtener por su medio noticias de Vicenta y el pequeño Juan.

      Pero en Cañuelas, como en todas partes, la fatalidad esperaba a Moreira,

      que ya no iba encontrando sitio tranquilo donde reposar la planta.

      Moreira caminó todo ese día, usando todas aquellas precauciones del hombre

      que sabe que detrás de cada mata de pasto puede salirle una partida de

      plaza a disputarle la vida.

      Había marchado a pequeñas jornadas de veinte a treinta cuadras, dando

      continuo descanso al overo bayo, de cuya ligereza podía necesitar de un

      momento a otro.

      Cada dos horas el paisano echaba pie a tierra y sacaba el freno al caballo

      para que pudiese comer, mientras él tendía su manta y se recostaba al lado

      del Cacique a reflexionar sobre su situación desesperante.

      De pronto se le ocurría ir a buscar abrigo y tranquilidad entre los

      indios, pero entonces tendría que abandonar a su mujer y a su hijo, que

      quedarían desamparados y que eran los únicos lazos que lo ataban a su

      existencia desventurada, haciendo que con tanto encarnizamiento disputara

      su cabeza a la justicia de paz.

      -Yo peleo con las partidas -pensaba Moreira-, porque necesito vivir para

      mi hijo, y para que no le digan mañana que me mataron porque fui cobarde.

      El hombre que me matara me haría un verdadero servicio, porque yo no vivo

      sino sufriendo. ¿Pero qué sería de mi hijo si yo muriera? Por ahora tengo

      que vivir; después veremos.

      Y Moreira tenía razón. ¿Qué halago podía tener para él la miserable

      existencia que llevaba?

      Expuesto a ser preso cada minuto, tenía que andar vagando sin descanso,

      siempre dispuesto al combate, que cada día sería más duro, porque las

      partidas de plaza lo acometerían cada vez con más saña, y cada vez mejor

      reforzadas y armadas, para asegurar su deseado triunfo.

      Si alguna vez podía entregarse al sueño, sueño agitado, que no bastaba a

      descansar su cuerpo rendido, lo hacía gracias a la vigilancia de su leal

      Cacique, y asimismo tenía que dormir como una fiera: lejos de poblado, en

      medio del campo y a la siesta, hora en que no se ve un solo jinete, un

      solo animal que no esté entregado al reposo.

      La noche la pasaba viajando o tendido sobre su manta, esperando que su

      caballo comiese con toda tranquilidad y descansara de las fatigas de la

      jornada.

      Era, pues, una existencia miserable que el paisano llevaba con

      conformidad, por aquellos dos seres queridos que no se borraban jamás de

      su pensamiento, siempre vuelto a ellos.

      Moreira solía pensar en el doctor Alsina, que era el único hombre que

      podía arrancarlo de aquella situación tirante. ¿Pero cómo escribirle?

      ¿Cómo hacerle conocer su historia?

      El paisano había llegado a desconfiar de los hombres, sospechando que

      pudieran venderlo a la justicia, y sabía que una carta suya en el correo

      sería abierta por la primera autoridad, que la rompería para privarlo de

      todo amparo, y desechaba su idea, reservándola para ocasión más favorable.

 

      A la caída de la tarde, Moreira llegó a una pulpería muy concurrida, pues

      era domingo y los paisanos habían estado de carreras y de jugada de taba.

      Cuando Moreira llegó, reinaba en la pulpería la alegría más franca y

      cordial.

      Las copas de caña con limonada, bebida clásica del paisano, eran vaciadas

      y vueltas a llenar con una rapidez que había entusiasmado al pulpero,

      volviéndolo más amable que un peluquero francés.

      La guitarra sonaba de cuando en cuando, acompañando una voz vinosa y

      nasal, que dejaba oír algún travieso pie de gato o alguna huella zafada .

      Sabido es que cuando el gaucho está en este género de diversiones no se

      aleja de la pulpería hasta que en los bolsillos de su tirador no queda

      nada que se parezca a dinero, y muchas veces habiendo hecho desaparecer de

      él hasta las monedas de plata que lo adornan constituyendo su lujo, y que

      deja empeñadas por una bicoca.

      Moreira ató al palenque su overo bayo, con ese nudo especial que desata

      rápidamente el paisano, y entró a la pulpería seducido por aquel bullicio.

 

      -Dios guarde a la buena gente -dijo el paisano saludando a la alegre

      concurrencia, y colgando su rebenque en la empuñadura de su daga, se

      dirigió al pulpero, pidiéndole un poco de pasto seco para el caballo y un

      buen churrasco para el Cacique, que no había probado bocado en todo aquel

      día.

      Un viva descomunal y prolongado saludó la presencia del paisano,

      manifestación clara de la profunda simpatía que inspiraba en aquella

      gente, y diez o doce hombres se levantaron estirándole la mano unos y

      brindándole otros con una copa de bebida, llegando algunos de ellos, algo

      divertidos, a demostrarle su alegría con sendos puñetazos en los hombros y

      ademanes de canchada.

      Moreira agradeció íntimamente aquellas manifestaciones de cariño y

      simpatía, estrechó la mano a todos, pero rechazó las copas, diciendo

      alegremente, mientras recibía de manos del pulpero el pedido que hiciera a

      la entrada:

      -Voy primero a dar de comer a mi gente y en seguida vuelvo.

      Fue hasta el palenque, aflojó la cincha al overo y le puso en el suelo una

      brazada de pasto seco, mientras el Cacique, desde el recado, reclamaba su

      parte con alegres meneadas de cola y cariñosas ladridos.

 

 

 

Un encuentro fatal

 

      Moreira se acercó a su fiel amigo, lo bajó del caballo y lo acarició

      amorosamente sobre sus brazos; le dio en seguida un beso en el hocico y lo

      puso en el suelo al lado del caballo, donde le cortó el churrasco en

      pequeños bocados.

      En seguida se aseguró con inteligente mirada de si los animales quedaban

      cómodos, y regresó a la pulpería.

      Estaba en la reunión un paisano que permaneció sombrío en un rincón de la

      pulpería, sin tomar parte en el alborozo que causara la llegada de

Moreira.

      Este no había visto el descontento del paisano, o había aparentado no

      verlo; los demás paisanos habían procedido como si aquél no existiera, o

      fuera simplemente un forastero.

      El paisano estaba sentado sobre una pipa con los brazos cruzados y como

      absorbido completamente por un pensamiento fijo y profundo.

      Era un tal Juan Córdoba, gaucho de algunas mentas, muy buscador de

      camorras y que esa mañana, hablando de Moreira, decía que si éste hacía

      todos aquellos hechos y tenía asustadas a las partidas, era porque todavía

      no se había estrellado con un hombre de coraje, y que el día que esto

      sucediera, sería el último de la vida de aquel hombre.

      -Es que no hay quien tenga más coraje y más vista que Moreira -habían

      replicado a Córdoba los otros paisanos-. Con ese hombre pelea el diablo y

      no hay qué hacerle, amigo.

      -Es que sobre el mismo diablo estoy yo -había respondido el gaucho, celoso

      por la reputación que, superior a la suya, acompañaba a Moreira-; y el día

      que se cruce en mi camino, no ha de valer la ayuda del diablo y lo he de

      poner panza arriba. Ustedes hablan porque tienen lengua y miedo, y ahí

      está todo.

      Sea que los paisanos no tuviesen deseos de pelear, sea que Córdoba fuese

      bueno realmente, su baladronada pasó, y siguieron los juegos con la mayor

      tranquilidad y armonía.

      Por eso, cuando entró Moreira, Córdoba había quedado retobao y al parecer

      con el ánimo dispuesto a pelear al recién venido, lo que ya era una prueba

      de valor.

      Moreira entró a la pulpería, como hemos dicho, sin notar, o haciéndose el

      que no veía el continente del paisano, que parecía un Baco, sentado sobre

      la pipa de vino.

      Tomó una de las copas que le ofrecían y la apuró de un trago, respondiendo

      como podía al mundo de preguntas con que era agobiado.

      -Me parece -dijo un paisano al oído de otro- que si Córdoba se mete a

      guapo, se va a sacar la grande, porque a este hombre no hay quien le gane

      a pelear.

      -¿Quién lo mete a vivo? -contestó el otro-. El hombre no se mete con

      nadie, ¿y para qué buscarle la boca? Si algo le sucede, él lo habrá

      querido, porque con callarse está del otro lado.

      Córdoba tenía la pretensión de ser el mejor cuchillo del pago y la

      creciente reputación de Moreira y sus últimas luchas mortificaban

      hondamente su vanidad, haciéndole nacer el deseo de vengarse de aquel

      hombre, que no le hacía más mal que ser el dueño de un corazón de bronce y

      poseer un valor inagotable.

      Y ésta es una clase de celos que no tolera un paisano, porque cree que la

      reputación ajena viene a menguar la propia, quebrándola como una tabla.

      El bullicio interrumpido con la salida de Moreira volvió a renacer más

      sonoro, las copas se vaciaron y se volvieron a llenar a pedido del recién

      venido.

      -¿Y usted no bebe, paisano? -preguntó Moreira a Córdoba, señalando una

      copa sin dueño que estaba sobre el mostrador a medio vaciar.

      -Yo no bebo sino lo que yo me pago -replicó sombríamente Córdoba-; y

      gracias a Dios aún tengo con qué pagarme la mía y el gasto que se haga.

      -Está de Dios o del diablo -dijo Moreira, frunciendo el entrecejo- que la

      maldición me ha de seguir a todas partes-. Y levantó al techo sus

      magníficos ojos, desesperadamente.

      Córdoba no se movió de la pipa, esperando que fuese recogida su

      provocación, pero Moreira prescindió de ella y se puso a responder a las

      preguntas que le dirigían los paisanos.

      La algazara, ligeramente interrumpida por aquel cambio de palabras, volvió

      a reanudarse, y el sonido de la guitarra hizo olvidar por completo aquel

      incidente desagradable.

      Moreira se había sentado en un banquito y escuchaba atentamente la

      relación que le hacían de los caballos que habían corrido en ese día y que

      habían ganado.

      Las copas se repetían, y la alegría había llegado al último grado.

      Sólo Córdoba no tomaba parte en ella, permaneciendo taciturno sobre la

      pipa.

      Uno de los paisanos tomó la guitarra, adornada por una gran cantidad de

      cintas de diversos colores, y la brindó a Moreira, pidiéndole cantara unas

      décimas.

      -No canto, amigos -respondió Moreira-, para cantar es preciso estar libre

      de desgracias y no tener cosas tristes en que pensar; yo no canto, porque

      mi destino es llorar.

      -No se amilane, amigo -respondió uno de los paisanos-, es bueno que de

      cuando en cuando el hombre deseche penas y no se deje ganar por el dolor.

      Y tanto le rogaron al gaucho, y tanto lo instaron, que Moreira tomó la

      guitarra, haciendo oír un preludio donde rebosaba toda la melancolía de su

      espíritu.

      Un gran aplauso saludó la decisión de Moreira, y los paisanos se

      prepararon a escuchar con un recogimiento profundo, haciendo llenar de

      nuevo las copas.

      Moreira estuvo por espacio de diez minutos recorriendo el diapasón de la

      guitarra en vagos preludios y acordes inconscientes.

      Por fin aquellos preludios se fueron fundiendo, aquellos acordes se fueron

      armonizando, y la guitarra rompió en uno de esos estilos tristes y

      profundamente melancólicos que el gaucho toca con una extrema ternura.

      Moreira tocaba el estiloconmovido; había agobiado la cabeza a impulsos de

      la pena que le roía el alma, y meditaba profundamente.

      Por fin levantó la cabeza soberbia, mostrando el rostro magnífico al que

      salían todas sus penas, entornó los ojos como reconcentrándolos en un

      punto de su pensamiento, y lanzó al aire su voz potente y melodiosa, con

      las siguientes décimas que nos ha recitado un compañero que las aprendió,

      con quien hablamos en Navarro.

      Era una glosa de aquella magnífica cuarteta del Quijote: "Ven, muerte, tan

      escondida", que el paisano improvisaba o que, habiéndola aprendido en sus

      buenos tiempos, aplicaba a su situación, dándole relieve artístico con el

      sentimiento que rebosaba en su voz.

      He aquí las décimas en que ese sentimiento se derramó suavemente:

 

      Presa el alma del dolor,

      con el corazón marchito,

      soy como el árbol maldito

      que no da fruta ni flor.

      Muerte, ven a mi clamor,

      que en ti mi esperanza anida;

      ven, acaba con mi vida,

      ven en silencio profundo;

      como mi dolor al mundo,

      ven, muerte, tan escondida.

 

      Esta décima arrancó al auditorio las muestras del más patético entusiasmo.

      Moreira siguió preludiando el estilo largo tiempo y cantó la segunda

      décima:

 

      Quizá el mundo en su embriaguez,

      sin conocer mi martirio,

       tenga mi afán por delirio

      hijo de la insensatez.

      Y al ver mi ardiente avidez

      por acabar de existir,

      los que estiman el vivir

      como suprema ventura

      dirán que es en mí locura.

      ¿Por qué el placer de morir?

 

      Los paisanos estaban dominados por el canto de Moreira hasta el

      estremecimiento; algunos de ellos habían vuelto el rostro para secar a

      escondidas, con el revés de la mano, el llanto que no podían contener, y

      el mismo Córdoba, arrastrado por un poder extraño, había bajado de la pipa

      y se había acercado al grupo.

      Moreira, completamente ajeno a la impresión que producía su canto, dejó

      oír esta tercera décima, creciendo su sentimiento:

 

      ¡Ah! si vieran la inclemencia

      con que en mí el dolor se goza,

       que hoja por hoja destroza

      las flores de mi existencia,

      comprendieran la vehemencia

      con que anhelo tu venida.

      Ven, muerte, tan escondida,

      que no te sienta venir,

      y el gusto de verte herir

      no me vuelva a dar la vida.

 

      La guitarra calló, dejando oír un quejido lánguido en las cuerdas, que

      vibraban aún, bajo la presión de la mano artística del paisano, que

      permaneció agobiado a impulsos de su propio canto.

      Todos los oyentes guardaron un profundo silencio, reteniendo en el oído la

      imagen de aquella triste caricia con que Moreira remató sus décimas.

      El mismo Córdoba parecía haber olvidado su encono, y estaba allí, trémulo,

      como idiotizado, sin atinar siquiera a llevar a los labios la copa de caña

      que tenía en la mano.

      El gaucho que lo invitara a cantar, se acercó entonces a Moreira y

      ofreciéndole una copa con bebida, le dijo sencillamente:

      -Asiente el pesar, paisano.

      Moreira levantó entonces la cabeza y pudo verse su negra barba sembrada de

      lágrimas cristalinas que parecían las gotas de rocío que se ven sobre las

      matitas de pasto al venir la madrugada, y su frente plegada por ese dolor

      agudo que, si se apura, se traduce en inevitable y amargo llanto.

      Recibió la copa que le alargaba el paisano y la apuró de un solo trago,

      ahogando con el líquido un sollozo que temblaba en su garganta, y volvió

      la guitarra a su dueño.

      Córdoba vació su copa también y la impresión melancólica que había dejado

      el cantor fue borrándose nuevamente como esas espesas nubes que nos roban

      la luz de la luna, en aquellas voluptuosas y tibias noches de verano, y

      los paisanos empezaron a recobrar su habitual alegría, dando un nuevo giro

      a la conversación.

      Moreira, a instancias de los paisanos, se vio obligado a relatar su duelo

      con Leguizamón, con todas las peripecias que lo precedieron, lo que hizo

      con la mayor sencillez y humildad.

      -Dios sabe -concluyó Moreira- que nunca he peleado, sino cuando a ello me

      han forzado sin dejarme salida, y aseguro que aquella muerte me pesa,

      porque dicen que el finado era una persona de prendas y con familia, y que

      si peleó conmigo fue porque lo mandaron y no porque conmigo hubiese tenido

      jamás ningún resentimiento, puesto que no me conocía.

      -Así es el mundo -retrucó Córdoba desde la pipa adonde había vuelto a

      sentarse-; el hombre es como la mariposa que da vueltas alrededor del

      candil, tanto hace y tanto porfía que al fin viene a caer entre el sebo y

      queda frita. Y así sucede que un hombre que se tenga por más guapo, viene

      a veces a morir a manos de un mulita.

      Moreira comprendió que aquel hombre volvía a provocarlo, pero se hizo el

      desentendido y siguió con los paisanos de esta manera:

      -Si yo no me he quitado la vida muchas veces no ha sido de asco a la

      muerte, sino porque me necesitan mi mujer y mi hijo, que no sé la suerte

      que han corrido y lo que les espera.

      -Dejemos los casos tristes para mañana -gritó uno de los paisanos, cuyos

      ojos empezaban a entornarse por la gran cantidad de licor que se había

      echado al coleto-. Ahora vamos a cepillar un malambo que va a rasquear el

      maestro y mañana hablaremos de dijuntos. ¡Otra vuelta, pulpero -gritó

      dirigiéndose a éste y sacando del tirador un rollo de dinero-. ¡Otra

      vuelta, compadre, que yo pago y que ha de ser de caña con limonada, para

      beberla a la salud de este mozo, que es más criollo que el mismo diablo!

      El pulpero obedeció la orden y llenó todas las copas del brebaje pedido,

      incluyendo la de Córdoba, que estaba vacía sobre el mostrador.

      Cuando Córdoba vio que llenaban su copa, descendió de su pipa y,

      acercándose al mostrador, dijo enfurecido al que había pedido la vuelta:

      -¡Ya he dicho que no bebo sino lo que pago, canejo! Y en cuanto a beber a

      la salud de nadie, no hay que ocultarlo, porque sólo bebo a la salud de

      quien se me antoja.

      Moreira miró severamente a aquel hombre que estaba empeñado en buscarle

      camorra, pero no dijo una sola palabra.

      Se había propuesto no hacerle el gusto a la suerte, como él decía, y salir

      de aquella casa sin haber desnudado su facón y sin haber hecho caso a las

      groseras insolencias de Córdoba, que parecía querer pelear a todo trance.

      Tomó la copa, que bebió tranquilamente, y sacando su rebenque del cabo de

      la daga, donde lo había enganchado, dijo que ya se retiraba, porque quería

      amanecer en Cañuelas.

      -El miedo es prudente -murmuró Córdoba, guiñando el ojo al pulpero-; por

      eso es que los malos suelen a veces parecer mansos como corderos.

      Moreira palideció intensamente y se volvió a la pulpería que ya

      abandonaba, midió a Córdoba con su mirada intensa y le dijo con ademán

      reconcentrado:

      -Si me he propuesto salir de aquí sin derramar sangre, no he jurado

      dejarme hacer banco por ningún roñoso. No hay, pues, por qué tantear a la

      suerte.

      Córdoba sonrió socarronamente, y levantando del mostrador la copa, que

      llevó a la altura de los labios con ademán despreciativo, replicó

      acentuando las palabras que pronunciaba:

      -Yo no soy Leguizamón, compadre, ni hombre a quien han de correr con la

      vaina o asustar con la parada, y ya sabe quién es Juan Córdoba.

      -Vaya a la maula, so zonzo de porra -dijo Moreira, prorrumpiendo en una

      estruendosa carcajada-, que usted no vale la pena ni de que le dé un

      talerazo.

      Córdoba no se inmutó; o no conocía a Moreira o tenía demasiada fe en su

      coraje y en su vista, que así provocaba al terrible gaucho.

      Al oír sus palabras soberbias, echó atrás el pie derecho, se separó del

      mostrador, y arrojando el contenido de la copa, que fue a bañar la cara de

      Moreira, desnudó enseguida su facón.

      Al sentir sobre su cara el contenido de la copa, Moreira tembló

      violentamente, como si lo hubieran puesto al contacto de una pila

      eléctrica.

      De sus ojos brotaron rayos, sus labios se movieron lívidos, y todas

      aquellas expresiones de la ira más expresiva se tradujeron en un rugido

      poderoso que se asemejaba a todo sonido, menos al de la voz humana;

      desnudó su daga, aquella terrible daga, y se precipitó sobre Córdoba,

      tremendo, con una violencia indescriptible.

      Al llegar a su adversario, bajó un poco la cabeza, llevó el antebrazo

      izquierdo a la altura de la boca, y se tendió en una larga puñalada.

      Córdoba acudió a pararla con increíble presteza, pero el brazo de Moreira

      era tan fuerte, la puñalada llevaba tal violencia, que Córdoba no pudo

      volcar aquel brazo de acero, y la daga penetró en su vientre, deteniéndose

      en la columna vertebral, donde se incrustó.

      Era tal la violencia de aquel golpe, era tal la fuerza de aquel brazo que

      lo había dado, que al querer Moreira retirar la daga de la herida, atrajo

      sobre sí el moribundo cuerpo de Córdoba, teniendo que detenerlo con el

      brazo izquierdo para que no le cayera encima y dar más facilidad a la

      salida de la daga.

      No se sabía qué era más admirable, si la fuerza muscular de Moreira o el

      temple de aquella arma soberana.

      Tan rápida fue la escena, tan violenta la acometida de Moreira, que cuando

      los paisanos pudieron darse cuenta de lo que pasaba, el cuerpo de Córdoba

      había sido rechazado por Moreira al desclavar la daga, yendo a caer contra

      la pipa donde había estado sentado y desde donde había provocado el lance.

      Al caer Córdoba, Moreira se le fue encima con la daga levantada y en

      actitud de volver a herir, pero al llegar a su adversario caído, sus

      instintos caballerescos tuvieron más poder que la ira que lo dominaba,

      pero ya tarde, porque aquel desgraciado había dejado de existir, sin poder

      pronunciar una sola palabra.

      Moreira contempló aquel cadáver, se golpeó la cabeza en ademán desesperado

      y, blandiendo su daga empapada de sangre, prorrumpió en una terrible

      maldición.

      -¡Maldita sea mi suerte! -continuó, dirigiéndose a la puerta y llevando

      aún la daga en la mano-. ¡Qué no puedo pisar un sitio sin tener que matar

      a un hombre!

      -No se aflija, paisano -dijo el que había pagado aquella fatal última

      vuelta-. Usted ha sido provocado y, si no lo mata, lo mata él. ¿Para qué

      se metió?

      -Yo estoy maldito por Dios y por los hombres -continuó Moreira-, y donde

      quiera que voy llevo la muerte conmigo.

      Se dirigió a su caballo, que enfrenó y saltó sobre él, alejándose al

      galope largo, sin que los paisanos, mudos de asombro aún, se hubieran

      dicho una palabra.

      Sólo a las dos cuadras, y cuando la agitación se calmó a impulsos de la

      fresca brisa, Moreira echó de ver que aún llevaba la daga en la mano, y

      que el Cacique galopaba al lado de su caballo, reclamando su puesto sobre

      la montura.

      El paisano se detuvo, guardó la daga en la cintura, subió al Cacique a las

      ancas, y siguió marchando al tranco en dirección a Cañuelas.

      Tan desesperado iba, que olvidado de todo y para acabar de una vez con su

      penosa existencia, se habría entregado a la primera partida de plaza que

      le hubiera salido.

      La muerte de Córdoba le había causado una impresión profunda, porque la

      había hecho en un acto primo, obedeciendo a un movimiento instantáneo.

      Lo más ajeno que tenía era matar a aquel hombre, a quien había pensado

      aplicar solamente unos golpes de rebenque.

      Pero la acción de Córdoba, la clase de injuria, le había trastornado la

      razón momentáneamente y había dado aquel golpe mortal casualmente, sin

      calcularlo, sin quererlo.

      Así caminó toda la noche y toda la mañana siguiente, sin sacar a su

      caballo del tranco y sin levantar la cabeza para mirar siquiera el camino.

      A la siesta se acercó a una pulpería del camino, donde pidió pasto para el

      caballo y carne para el Cacique, alejándose luego a media legua de

      distancia, donde hizo alto para dar de comer a los dos animales, y reposar

      un par de horas, tendido entre ellos, sobre su manta.

      Allí permaneció hasta eso de las tres de la tarde, hora en que se levantó,

      acomodó el freno al overo, subió al Cacique en ancas y siguió la marcha.

      Serían como las once de la noche cuando Moreira llegó a Cañuelas; paró

      donde tenía algunas relaciones y donde vivía un hermano del amigo Julián,

      de quien iba en busca.

      Anduvo algunas cuadras por el pueblo, cuyos habitantes estaban entregados

      al reposo, y volviendo el caballo a la derecha, fue a golpear la frágil

      puerta de un rancho humilde, que era donde habitaba Santiago, hermano de

      Julián, con su mujer y su cuñado, paisanito de unos dieciocho años, a

      quien Moreira había visto criar.

      A los golpes de Moreira, sonó una voz soñolienta y áspera en el interior

      del rancho, que preguntaba el clásico e inolvidable "¿quién es?".

      En aquellos tiempos y a aquellas horas, no era cosa tan fácil hacer abrir

      una puerta sin darse a conocer inmediatamente, pues no era extraño que al

      abrir la puerta el dueño de la casa se encontrara con una daga o un

      trabuco puesto al pecho.

      -Abra, amigo don Santiago, que soy yo el que llega -dijo Moreira echando

      pie a tierra y bajando la rienda del caballo.

      El paisano a quien éste se dirigía, conoció su voz en el acto, pues se le

      sintió gritar con el tono de la mayor alegría y alborozo:

      -¡El amigo Juan Moreira! ¡Dichosos los vientos que lo traen por aquí

      aparcero! Aguarde un momento que le voy a abrir-.

      Y Moreira sintió el ruido de los talones del buen gaucho, que se había

      tirado de la cama y corría hacia la puerta, que abrió inmediatamente.

      Aquellos dos hombres se lanzaron uno en brazos de otro, con una efusión de

      hermanos que no se han visto en mucho tiempo.

      -Bien haiga el motivo que lo trae, amigazo, que aquí han llegado sus

      mentas y ya decían que lo habían dijunteado.

      Y el paisano miraba a Moreira a la escasa claridad de la noche,

      prodigándole toda clase de cariños y dando voces a su mujer para que se

      levantase viera quién estaba.

      -He venido corrido por la suerte -respondió melancólicamente Moreira-, y

      para pedirle un servicio que sólo usted me puede hacer.

      -Conozco sus desventuras por Julián, que ha estado aquí -respondió

      Santiago, cambiando su actitud alegre por una tristeza verdadera-. Julián

      me ha contado todas sus penas y lo hemos compadecido con el cariño que le

      profesamos todos. Pero entre, amigazo, entre, y así hablaremos con más

      comodidad.

      Moreira ató su caballo al tronco de un paraíso que era el palenque de

      Santiago, y entró al rancho, donde encontró a Marta, la mujer de éste, que

      lo recibió con la misma alegría que le demostró a la entrada el buen

      paisano.

      llí se sentaron los dos amigos, y mientras Marta preparaba el mate

      tradicional, Moreirá reveló a Santiago el objeto que lo traía a su rancho.

      -Es necesario que mande a buscar a Julián -le había dicho-, para que vaya

      a tomar lenguas de mi mujer y de mi hijo. Yo me voy a perder por algún

      tiempo y no quiero ausentarme sin tener noticias de ellos. Yo mismo iría

      en su busca -continuó-; pero si me siente la partida, va a haber guerra, y

      tal vez me quede sin saber lo que quiero.

      -En cuanto aclare -respondió Santiago- me pondré en marcha con caballo de

      tiro, y volvemos con Julián con tropilla, para andar más ligero.

      -Gracias y Dios se lo pague -concluyó Moreira golpeando el hombro de su

      amigo-. Puede que algún día pueda yo prestarle algún servicio.

      -No voy ahora mismo -dijo Santiago-, porque espero al hermano de Marta,

      que fue esta tarde a entregar unos animales y no ha de volver hasta

      mañana, sol alto.

      Marta vino con el mate y los paisanos entraron en agradable plática,

      conversando alegremente del tiempo pasado, en que ambos eran tan soberbias

      piernas en los velorios.

      Moreira, al recordar sus tiempos felices, volvió a caer en su eterna

      melancolía, pues se había vuelto a recordar de su mujer y su hijo, que,

      según decía pintorescamente, eran el candil donde al fin y a la postre

      había de venir a quemar sus alas.

      Vencido por estos pensamientos y por las fatigas de las últimas marchas,

      Moreira dijo al paisano que quería reposar un momento, pues sabía Dios

      cuándo podría hacerlo con tanta seguridad.

      Entre Marta y Santiago hicieron al viejo amigo una cama blanda con

      bastantes cueros de carnero para que pudiera dormir con buen provecho.

      Moreira medio desensilló el overo bayo, cuyo maneador ató al cuello del

      Cacique, dio de comer a los dos animales y se tendió sobre la mullida

      cama, dando el cortés "buenas noches".

      Pocos minutos después, se entregaba al sueño tan profundamente, que

      parecía imposible que aquel hombre anduviese huyendo de todas las

      justicias de paz.

      -¡Parece increíble! -dijo Santiago a su mujer después de contemplar un

      momento a Moreira-. Parece increíble que este hombre pueda dormir con

      tanta tranquilidad, cuando de un momento a otro pueden dar con su guarida

      y hacerlo dormir para toda la vida.

      El hábito de aquella vida errante había creado en Moreira una segunda

      naturaleza.

      La costumbre de matar por no ser muerto lo había connaturalizado de tal

      modo con aquellas situaciones dramáticas, que él, que antes se hubiera

      muerto de inquietud por la desgracia de un amigo, se entregaba ahora al

      sueño más tranquilo y profundo después de haber dado muerte a dos hombres

      y sabiendo que aquellas escenas de sangre debían irse repitiendo hasta que

      en vez del enemigo fuera él el que quedase en el sitio.

      Moreira durmió de un solo tirón hasta muy entrada ya la mañana.

      Cuando recordó, Marta le previno que Santiago había salido a la madrugada

      en busca de Julián, pero que allí estaba su hermano, que había vuelto ya

      por si se le ofrecía alguna cosa, pues Santiago le había dejado prevenido

      que no era conveniente mostrarse, porque algún soplón podía verlo y

      ponerlo en pico al juez de paz, que lo era en aquella época don Nicolás

      González, persona recta y severa en el cumplimiento de su deber.

      Moreira estuvo más alegre aquel día; pensaba que pronto tendría noticias

      de su mujer y su hijo, y esa idea disipaba de su espíritu toda nube de

      melancolía.

      Salió afuera jovialmente, dio de beber al caballo y le acomodó la montura

      de manera de estar prevenido de cualquier sorpresa, y regresó al rancho,

      acompañado del Cacique.

      Aquel día lo pasó casi alegremente.

      Churrasqueó con buen apetito, tocó la guitarra y hasta se permitió entonar

      un marote, con gran sorpresa de Marta, que juraba que aquel hombre era el

      paisano más alegre y entretenido que había conocido en toda su vida.

      Llegó la noche y siguió la alegría.

      Moreira dio de comer a los animales. Marta sacó la limeta de reserva, y se

      mató el rato jugando alpunto de la vasca.

      A eso de las diez de la noche, Marta, que estaba mal dormida, empezó a

      cabecear, y Moreira, prudentemente, declaró que también tenía sueño y

      quería dormir hasta la vuelta de Santiago.

      En vano Marta preparó la cama de la noche anterior; en vano rogaron a

      Moreira que se acostara adentro, el paisano agradeció las finezas, salió

      afuera, enfrenó el pingo, tendió a su lado la manta de vicuña y se echó en

      ella como de costumbre, de barriga y con los brazos que le servían de

      almohada sobre las armas.

      Hacía ya veinticuatro horas que estaba en Cañuelas y el gaucho sagaz no se

      fiaba de la justicia, que tal vez a esas horas sabría dónde se hallaba e

      intentase una campaña.

      El Cacique vino a tomar su colocación al lado de la cabeza de Moreira y

      diez minutos después dormía con la misma tranquilidad que si estuviese en

      una fortaleza.

      Serían las cuatro de la mañana cuando Moreira saltó como movido por un

      resorte y apareció en una actitud amenazadora, teniendo en sus manos

      amartillados los trabucos.

      El Cacique había ladrado de una manera especial, que para el gaucho

      significaba la presencia del enemigo.

      Moreira recogió la manta, se acercó al overo y tendió por el horizonte su

      vista de lince, mientras el cuzquito seguía toreando cada vez más

      hostilmente.

      Allá en el horizonte, confundiéndose con las últimas sombras de la noche,

      se veía un polvo sólo perceptible para la vista del gaucho, polvo que

      significaba para él la presencia de varios jinetes.

      El cuzquito había cumplido su misión policial dando aviso del peligro, y

      se había sentado frente al amo, a quien miraba en la cara con esa

      expresión inteligente y picaresca del perro que pretende interrogar lo que

      pasa y lo que se pretende de él.

      Moreira estaba siempre atento, con la mirada fija en el polvo y el

      entrecejo fruncido por la incertidumbre.

      Quería saber el significado de aquella nubecita de tierra.

      El polvo se fue aproximando, los bultos que lo levantaban se fueron

      definiendo cada vez más, el paisano pudo contar once caballos, de los

      cuales sólo dos traían jinetes.

      La frente sombría de Moreira se despejó entonces, una suprema alegría se

      pintó en la sonrisa de su boca y volvió a arrojar la manta, sentándose

      sobre ella y poniendo en la cintura los dos brillantes trabucos de bronce

      de que se había armado al pararse.

      Aquella tranquilidad súbita y aquella íntima alegría nacían de que el

      paisano había adivinado en aquellos dos jinetes a Julián y Santiago, que

      estaban ya a una legua del rancho.

      Unos diez minutos después se apeaban al lado de Moreira, riendo de

      alegría, Santiago y el amigo Julián, que habían venido de un solo galope.

      Es imposible pintar con palabras la emoción de Julián y Moreira al

      hallarse frente a frente.

      Aquellos dos hombres valientes, con un corazón endurecido al azote de la

      suerte, se abrazaron estrechamente; una lágrima se vio titilar en sus

      entornados párpados y se besaron en la boca como dos amantes, sellando con

      aquel beso apasionado la amistad leal y sincera que se habían profesado

      desde pequeños.

      Así permanecieron largo rato mirándose al rostro y transmitiéndose con la

      mirada todo el mundo de cariño que la palabra no había podido expresar,

      mientras Santiago, enternecido con aquella escena, se ocupaba en

      desensillar y arreglar los caballos para disimular su emoción.

      Los paisanos se separaron por fin, se estrecharon la mano con la efusión

      del primer momento y se sentaron sobre la manta sin apartar la la mirada

      el uno del otro.

      Santiago, entretanto, hacía levantar a su gente, mientras preparaban unas

      leñitas para que se fuese calentando el agua y echar un centenar de mates.

      Moreira y Julián hablaban íntimamente: para Julián no había secretos y

      Moreira volcaba en aquel espíritu inocente el mar de penas en que se

      ahogaba.irada el uno del otro.

      Santiago, entretanto, hacía levantar a su gente, mientras preparaban unas

      leñitas para que se fuese calentando el agua y echar un centenar de mates.

      Moreira y Julián hablaban íntimamente: para Julián no había secretos y

      Moreira volcaba en aquel espíritu inocente el mar de penas en que se

      ahogaba.

      Julián oía tristemente la relación de todas aquellas patéticas desventuras

      y podía leerse en su rostro el efecto tristísimo que hacía en él la

      relación.

      Moreira relató por fin la muerte de Córdoba y dijo a Julián el objeto que

      lo había traído a Cañuelas.

      -Necesito saber de ellos, amigo Julián -concluyó amargamente-; quiero

      saber qué suerte han corrido y he contado con usted, porque es el hombre

      más gaucho que he conocido en mi vida.

      -Iré, amigo Moreira, iré y le traeré noticias fieles, aunque las tenga que

      ir a buscar al fin del mundo. Voy a descansar un poquito, porque el galope

      va a ser largo, y así que caiga la tarde apretaré la cincha al ruano sin

      darle alce hasta Matanzas, donde están las prendas de usted.

      Los paisanos se fueron en seguida alrededor del fogón, donde los esperaba

      el mate, y la conversación se hizo general, pasándose la mañana

      entretenidísimos con los cuentos y chistes del amigo Julián, que era un

      paisano graciosísimo y muy amigo de emplear en la conversación refranes y

      compadradas.

      Por fin llegó la hora de la siesta, que tomó a los paisanos churrasqueando

      y festejando los interminables cuentos del amigo Julián, que se seguían

      con profusión.

      El sueño fue apoderándose poco a poco de ellos, que se fueron quedando

      dormidos como los gatos, enrollados al suave colorcito del fogón a medio

      prender.

      A eso de las tres de la tarde todo el mundo estuvo en pie y empezó de

      nuevo el mate, aumentándose la reunión con algunos amigos que cayeron a la

      novedad, entre los que había algunos que conocían a Moreira, a quien

      saludaron con un afecto mezclado al invencible respeto que hacía nacer en

      ellos las mentas de Moreira.

      A la caída de la tarde, como había prometido, el amigo Julián ensilló,

      puso el maneador al fiador del caballo que debía llevar de tiro y se

      despidió de sus amigos, tomando el camino al gran galope.

      Parecía un chasque de importancia, tal era la presteza con que marchaba.

      Moreira se propuso pasar allí tres o cuatro días felices, pero el destino,

      con quien no contaba, lo había dispuesto de otro modo.

      Esa misma noche vino al rancho un paisano, amigo de Santiago, con una

      novedad bastante grave para otro que no hubiera sido Juan Moreira, y que

      vino a sentar su reputación de valiente de Cañuelas, con un hecho que no

      nos atreveríamos a narrar, si el señor Nicolás González, juez de paz en

      aquella época, no pudiera atestiguar este hecho novelesco, digno de los

      espíritus fuertes que figuraron en la Edad Media.

      Es un rasgo que viene a acentuar de una manera poderosa el carácter de

      aquel gaucho tristemente legendario.

      Don Nicolás González, ya lo hemos dicho, era un hombre severo y de una

      rectitud ejemplar en el cumplimiento de sus delicados deberes.

      Según el paisano que llegó al rancho, el señor González había sabido que

      Moreira se hallaba en el pueblo y había resuelto alistar la partida de

      plaza para salir a prenderlo.

      -Algunas personas -continuó el mensajero de este contratiempo para los

      planes de Moreira- se han acercado al juez de paz diciéndole que su

      empresa es temeraria y que no se meta con el bandido para evitar alguna

      desgracia personal. Pero el juez ha respondido que por lo mismo que la

      cosa es difícil la ha de tentar y ha de prender a usted, a pesar de su

      astucia y su valor, y para asegurar el golpe ha mandado a ño Rosendo a

      Navarro, según dijo el capitán, a pedir cuatro soldados más para reforzar

      la partida de plaza, que estaba muy dispuesta a la campaña.

      Tanto Santiago como Marta quedaron anonadados ante esta noticia.

      Moreira, entretanto, sonreía lleno de orgullo y soberbia al ver todas las

      precauciones que tomaba la justicia para salirle al encuentro.

      -Habrá titeo -dijo el paisano alegremente, como si no se tratara de él-;

      pero me parece que este juez de paz, como los otros, no va a reír muy

      largo.

      -Váyase, amigo Moreira -dijo Santiago lleno de zozobra-; todavía tiene

      tiempo de ponerse en salvo y esto lo puede hacer sin mengua ni agravio de

      usted.

      -He jurado no huir nunca ante nadie -repuso soberbiamente el paisano- y

      mucho menos ante una partida de plaza que asegura me va a prender.

      -No sea imprudente, amigazo -insistió Santiago-; que no por eso ha de ser

      menos hombre. Piense en las noticias que le va a traer Julián y huya ahora

      que tiene tiempo, escondiéndose en otro pago.

      Una suprema alegría pasó por el hermoso rostro del paisano al oír aquellas

      cariñosas razones, pero dominó por completo la ansiedad que podía hacer

      flaquear su valor, y volviéndose hacia el paisano, le dijo con una altivez

      imponderable:

      -Si usted es amigo del capitán, dígale de mi parte que todas las partidas

      juntas son pocas para prenderme, y si duda usted de lo que digo, véngame a

      avisar cuando esté reunida la gente para que vea que con toda ella no

      alcanzo para limpiarme el sudor.

      -Yo no soy soplón -replicó algo resentido el paisano-; si he venido a dar

      aviso es porque soy amigo de ño Santiago y porque lo aprecio a usted por

      lo que ha hecho.

      -Perdone, amigo; que no lo dije para ofenderlo -concluyó Moreira-, y

      muchas gracias, pero le pido como un favor que me avise cuando llegue el

      refuerzo.

      Esa noche los paisanos se recogieron más temprano, y a pesar de los

      prudentes consejos que dio Santiago a Moreira, éste tendió su manta al

      lado del overo bayo, y se echó a descansar como la noche anterior, ni más

      ni menos que si tuviera la certeza de que nadie había de venir en su busca

      para prenderlo.

      En cambio, Santiago y Marta no pudieron dormir en toda la noche,

      figurándose a cada momento que venían a aprehender a Moreira, pero la

      noche pasó sin que el menor ruido llegase a turbar el sueño de Moreira ni

      a poner en alarma al Cacique.

      Muy de mañanita se levantó todo el mundo diciendo a Moreira que debía ser

      prudente y retirarse del partido, pues cuando el señor González decía una

      cosa, la hacía.

      -Es que no siempre ha de tener palabra de rey -había respondido Moreira-,

      y alguna vez ha de ser la primera en que no pueda hacer lo que diga.

      Santiago, muy agitado, salió a tomar lenguas de lo que se decía en el

      pueblo y volvió al poco rato atestiguando todo lo que había dicho la noche

      anterior el paisano, añadiendo que en el centro había gran agitación y que

      don Nicolás González no esperaba más que la incorporación de la gente de

      Navarro, para mandar la partida en busca de Moreira, con orden de

      prenderlo vivo o muerto, en cualquier paraje donde se le hallase.

      -Pues mientras más gente haya, mejor -replicó tercamente el gaucho-; ya

      verán cómo pruebo a esos maulas que yo no soy pasto de la justicia.

      Y se dirigió al overo bayo, echá una doble ración de pasto seco, como para

      conservarlo en buen estado para el momento de la pelea inevitable.

      Cuando Moreira entró al rancho, vio llegar a un jinete a media rienda, con

      el caballo cansado, que echó pie a tierra precipitadamente y dijo

      dirigiéndose a Moreira:

      -Ya ha llegado ño Rosendo con los cuatro soldados de Navarro y la partida

      está en la puerta del juzgado, preparándose para salir. Sólo espera que

      venga el capitán que ha ido a casa del juez de paz a recibir órdenes para

      marchar con la gente.

      -Pues, a ahorrarles el camino -dijo Moreira, recogiendo de sobre el catre

      de Santiago algunas prendas de su vestuario que había dejado allí.

      -¿Qué va a hacer, amigo, por Dios? -preguntó el paisano con la voz

      alterada por el asombro y la emoción.

      -Voy a buscar a esos maulas -dijo Moreira-; porque si han venido soldados

      de Navarro han de volverse diciendo que no han dado conmigo. No quiero,

      además, comprometer esta casa, que puede servirme de guarida alguna vez

      que ande mal y tenga que estar oculto. Y como dicen que al que me reciba

      en su casa lo mandan a la frontera, ¿para qué he de hacer mal?

      Moreira se dirigió a su caballo y revisó todas las prendas del apero con

      esa inteligente atención del que conoce que en un lance apurado no hay

      otra salvación que la que puede proporcionarle el caballo, y cargó y

      examinó sus armas con extrema prolijidad, haciendo jugar los muelles de

      los trabucos y blandiendo la daga para asegurarse que estaba firme en el

      puño.

      En seguida saltó sobre su caballo, subió al Cacique a las ancas y se alejó

      al trotecito, tomando la dirección de la plaza a donde estaba la gente.

      ¡Y era en verdad magnífico el continente de aquel hombre!

      Su rostro estaba iluminado por una suprema expresión de bravura.

      Clavado sobre el apero, con las alas del sombrero levantadas sobre la

      frente y caído hacia la espalda, con un verdadero parque en el tirador,

      aquel hombre tomaba proporciones gigantescas.

      Todo en él inspiraba un fortísimo interés.

      Cuando Moreira llegaba a la plaza, el capitán estaba haciendo montar la

      gente para salir en su demanda, sin sospecharse que el hombre que iban a

      buscar estaba tan cerca de él.

      Muchos paisanos miraban este aparato admirados.

      No parecía que tanta gente fuera a salir en persecución de un solo hombre,

      sino que se alistasen para combatir a un enemigo poderoso, dados los

      preparativos que hacía y las precauciones que tomaba.

      Moreira se acercó a la esquina de la plaza como uno de tantos curiosos, y

      se puso a contemplar aquel aparato y a mirar uno por uno los soldados de

      la partida.

      Esta era compuesta del oficial y catorce soldados de policía de campaña,

      de los cuales cuatro pertenecían a la partida de plaza de Navarro, tan

      dominada por él.

      El capitán no conocía a Moreira ni podía figurarse que aquel hombre que

      tenía el insolente valor de salirle al camino, fuera el mismo en cuya

      busca iba.

      -No se moleste, capitán, de hacer incomodar a las gente, Juan Moreira no

      está en donde usted sabe, porque hace ya diez minutos que se ha ido -dijo

      al capitán el paisano.

      Los soldados de la partida de Navarro habían conocido a Moreira y se

      habían colocado a retaguardia para evitar el primer ataque del gaucho, que

      era siempre violentísimo.

      -Si sabes que Moreira se ha ido -replicó el capitán-, tú debes saber qué

      dirección lleva, y es preciso que vengas conmigo para que me lo indiques.

      ¡Vamos!

      -Es inútil -dijo riendo el paisano-; la distancia que lleva Moreira es

      mucha, va bien montado y usted no lo va a poder alcanzar por más que

      galope.

      Algunos de los que estaban en la plaza habían conocido también a Moreira

      en el interlocutor del capitán y estaban trémulos y azorados del valor y

      la audacia de aquel hombre que, sin más armas que una daga y sus trabucos

      de bronce, provocaba al combate a una partida de plaza reforzada, bien

      mandada y que tenía la orden de prenderlo o matarlo donde lo hallara.

      -Tú sabes dónde está Moreira -replicó el capitán, que iba perdiendo la

      paciencia, pues creía que el gaucho aquel había venido allí con el solo

      objeto de hacerle perder un tiempo precioso que el otro aprovecharía

      poniéndose en salvo-. Tú sabes dónde está -repitió-, y vas a decírmelo en

      el acto, porque si no te prendo a ti y te dejo de cabeza en el cepo por

      tapadera.

      -Está bueno -repuso Moreira-; para que usted no me tome por tapadera de

      nadie, le diré que Juan Moreira soy yo y que he venido para pelearlos y

      para probarles que son unas maulas.

      El capitán quedó helado de asombro ante tan brusca declaración: le parecía

      imposible que aquel hombre tuviera la audacia de ir a provocar la partida

      en la misma puerta del juzgado.

      Antes que pudiera rehacerse; antes que atinara a desenvainar el sable,

      Moreira, aprovechando su estupor, incitó con las espuelas su brioso corcel

      y se fue sobre el capitán con tan violenta pechada que lo hizo caer del

      caballo, que salió de allí a escape, dejando a su jinete enredado en el

      sable y pugnando por levantarse.

      Moreira revolvió su caballo y dio frente a la partida, que ya estaba

      completamente dominada.

      Los cuatro soldados de Navarro habían salvado el bulto, poniéndose a larga

      distancia.

      -¡Fuego, fuego sobre el bandido! -gritó el capitán que había logrado

      levantarse algo dolorido-. ¡Mátenlo, mátenlo! -y cayó sobre él con

      increíble denuedo, sable en mano.

      Algunos de los soldados, más animosos y retemplados por la voz de su

      capitán, tendieron la carabina e hicieron fuego, pero con esa torpeza del

      paisano que apoya la culata en la paleta del caballo y hace fuego al

      acaso, creyendo que para hacer efecto basta solo la detonación, defecto

      que tienen muchos soldados de nuestra caballería de línea.

      Moreira soltó una poderosa carcajada, se puso la rienda entre los dientes

      y apareció armado de sus dos trabucos de bronce, que había sacado de la

      cintura con increíble rapidez.

      -¡A él, cobardes! -gritó desesperadamente el capitán, sin poder encontrar

      con su sable a Moreira, por la inquietud que éste con las espuelas imponía

      al overo bayo.

      Los soldados cayeron sable en mano, teniendo que distraer mucho su

      atención en los caballos clásicos calificados de patrias que no caminaban,

      sino cediendo al rebenque.

      Entonces se sintió un estampido poderoso, el doble estampido de los

      terribles trabucos que Moreira había disparado a un tiempo, al verse

      cargar por los soldados.

      Cuando se hubo disipado la espesa nube de humo producido por aquellos dos

      disparos, se pudo ver el espantoso estrago que éstos habían causado.

      Dos soldados se revolcaban en el suelo, presa de horribles convulsiones,

      tres disparaban completamente acobardados, mientras los restantes pugnaban

      por contener los asustados caballos.

      El capitán estaba consternado: aquello era vergonzoso e increíble; a otro

      ataque de Moreira iba a quedar completamente solo y era preciso ganarle el

      tiempo.

      Moreira, entre tanto, volvía a cargar sus trabucos, operación que hacía

      con gran rapidez, pues llevaba los cartuchos hechos y no tenía más que

      colocarlos en la boca de los trabucos, donde los hacía calzar dando un

      golpe con las culatas en las encabezadas de plata del lomillo; de modo

      que, cuando el capitán animó con la palabra a los cinco hombres que le

      quedaban y los hizo cargar sobre Moreira, éste estaba con sus dos trabucos

      armados, espiando la oportunidad del disparo.

      Cuatro de los soldados cargaron al frente, mientras el quinto remoloneaba,

      haciéndose el que no podía avanzar el caballo, y el terrible estampido de

      los trabucos de Moreira se dejó sentir por segunda vez, sembrando la

      muerte y el espanto entre los enemigos, que esta vez abandonaron por

      completo el campo, heridos unos y en dispersión los otros.

      El capitán no se pudo conformar con aquel resultado: trémulo de vergüenza,

      cargó sobre el gaucho, que reía estruendosamente de la partida dispersa.

      Ya había Moreira vuelto a colocar en su cintura los dos trabucos, y miraba

      a aquel joven con una mezcla de compasión y de burla.

      Cuando éste lo cargó, dispuesto a morir, pues no tenía otra esperanza,

      Moreira hizo dar al caballo un salto para ponerse fuera de alcance y dijo

      al joven:

      -Puede retirarse, capitán sin partida; con usted no tengo resentimiento,

      porque lo han mandado y no tiene la culpa de nada. Váyase y lleve el

      parte.

      Avergonzado el joven con esta nueva sátira, cargó de nuevo al gaucho,

      dispuesto a morir o a concluir con aquel hombre formidable, cosa imposible

      por cierto.

      El paisano desmontó entonces, enrolló la manta de vicuña en el poderoso

      brazo y sacó aquella terrible daga que tanto estrago había hecho ya.

      Los espectadores temblaron; vieron que aquel duelo iba a ser mortal para

      el joven, pero ninguno de ellos se atrevió a ayudarlo con un ademán o con

      una palabra.

      Moreira estaba sereno y sonriente: abría los brazos mostrando al joven su

      hercúleo pecho, como incitándolo a herir.

      Cuando aquél se tendía en una estocada, Moreira la evitaba con el brazo de

      la manta, con una limpieza maestra, y se contentaba con marcar sobre la

      cabeza del joven un golpe con el cabo de la daga, que podía ser una

      puñalada mortal, demostrando con esto al joven que no quería herirlo y que

      entonces, como él decía, estaba peleando de puro vicio .

      -¡Mátame, mátame de una vez! -gritaba el joven dominado por la ira-.

      Mátame porque, si yo puedo, te voy a atravesar el corazón.

      -No quiero, mocito -replicaba el gaucho-. Usted le hace falta a la familia

      y no hay necesidad de que yo lo carnee por un disgusto tan al ñudo.

      Aquella escena no podía prolongarse más, Moreira estaba ya fatigado y

      podía venir algún refuerzo inesperado que pudiera hacerle perder todas las

      ventajas que había obtenido.

      Así lo comprendió el gaucho y determinó concluir aquel combate desigual,

      sin hacer daño alguno a aquel joven que había cumplido su deber tan

      lindamente.

      Ofreció de nuevo, como cebo, su pecho descubierto, y el joven se precipitó

      a él, con increíble brío, tirándole una estocada de muerte.

      El gaucho, que había adelantado intencionalmente el pie izquierdo, paró el

      golpe hábilmente, y con una precisión matemática echó al joven una

      zancadilla que lo hizo caer al suelo de espaldas, quedando completamente a

      merced de su adversario.

      Moreira se precipitó sobre él rápidamente y le arrebató el sable.

      Los paisanos que habían presenciado la lucha volvieron el rostro, pálidos

      y conmovidos, pensando que el gaucho iba a hacer lo que se estila en estos

      casos: degollar a su adversario, pues estaban muy lejos de apreciar aquel

      espíritu caballeresco hasta la exageración.

      El gaucho arrancó el sable de manos del capitán, diciéndole un único

      "dispense, amigo" y lo arrojó lo más lejos que le fue posible; le pegó un

      ponchazo en la cabeza, como quien hace un cariño, y se dirigió al caballo

      que, montado por el perro, se había detenido al otro extremo de la plaza,

      habituado a aquellas situaciones.

      No faltó comedido que quiso tomarlo de la rienda para que no fuese a

      disparar, pero ésta había quedado sobre el caballo y el Cacique no la

      permitió tocar.

      El paisano montó sobre el overo con verdadera majestad y, revolviendo el

      poncho que conservaba en el brazo izquierdo, dijo a los azorados paisanos:

 

      -Caballeros, pueden llamar al médico y al cura, que creo que hacen falta,

      porque yo no me puedo quedar para el auxilio, tengo mucho que hacer.

      Y revolviendo el caballo se alejó con toda tranquilidad, después de soltar

      una última carcajada, dejando a aquella gente dominada por completo.

      Todos aquellos hombres, valientes y capaz cada uno de pelear con cualquier

      clase de enemigo, no se hubieran atrevido a detener la tranquila marcha

      del gaucho.

      La acción de Moreira, la serenidad que había demostrado durante la lucha y

      su acto generoso al darle fin, había dominado, cautivado a los paisanos,

      cuya influencia cede a la influencia del valor y mucho más si tal valor va

      aparejado a sentimientos nobles y humanitarios.

      Muchos de aquellos paisanos se hubieran sentido capaces de pelear como

      Moreira, pues aquel hombre no era una excepción de su hermosa raza.

      Pero tal vez ninguno de ellos hubiera encontrado en su corazón tanta

      grandeza para no matar al mozo, y tanto dominio para despedirse de él con

      un ponchazo.

      Moreira se alejó de allí al tranquito, encontrando suficiente recompensa a

      su acción en las caricias que le prodigaba el Cacique, y llegó al rancho

      de Santiago, donde desmontó como si solo viniera de dar un ligero paseo e

      ignorara por completo lo que había pasado; tal era la calma de su

      continente.

      Marta y Santiago habían sentido los disparos, y sabían que Moreira se

      había batido con la partida, pues aquellas noticias corren con increíble

      presteza; así es que les parecía un sueño ver llegar ileso al paisano, que

      tomaba para ellos proporciones fantásticas y gigantescas.

      -Váyase, amigo, por Dios -dijo Santiago a Moreira, viéndolo que se

      disponía a atar el maneador en el palenque-. Por los pagos andan partidas

      de la Guardia Provincial, que dicen han venido a buscar a los que no se

      hayan enrolado, y ésa es tropa de línea, con la que es inútil pelear.

      -Pues yo los pelearé -repuso Moreira con creciente soberbia-; los pelearé

      como pelearé al mismo diablo que me salga al camino, aunque traiga

      vistuario de fierro y pelee con diez dagas.

      Y ató su caballo al palenque, bajando al Cacique, que ladraba alegremente

      sobre el apero.

      -Venga pues un mate, comadre, para asentar la campaña -dijo Moreira a

      Marta, y tendió su manta, donde se echó de barriga.

      En seguida se puso a relatar minuciosamente las peripecias del combate con

      sus mayores detalles, relación que escuchaba Santiago con los ojos

      dilatados en prueba del asombro descomunal que experimentaba a medida que

      Moreira llegaba al fin de la contienda: asombro que remató con los gritos

      de:

      -¡Ah, criollo! ¡Para qué matar al botón a ese mocito que nada hacía de su

      ditamen , y que sólo obedecía a las órdenes que a la fija le habían dado!

      ¡Lindo mozo, canejo! y con razón no lo ha querido dijuntear, amigo. Ahora

      váyase, amigo -continuó-, que la monta no está sólo en ser guapo, sino

      también en ser prudente, pues la suerte se cansa, porque ella no es tan

      constante como el dolor. Váyase, que yo le enseñaré a Julián, cuando

      vuelva, dónde lo tiene que encontrar.

      -No gaste en vano saliva, amigo -dijo Moreira recibiendo el mate de mano

      de Marta-. Yo espero aquí al amigo Julián, aunque venga una tormenta con

      truenos y refucilos y tras de ella todos los diablos vestidos de milicos;

      esto, se entiende, si no lo comprometo.

      Y albergado en aquel rancho amigo, tomó sus disposiciones para esperar la

      vuelta del amigo Julián, preparándose de manera que no pudieran

      sorprenderlo, si es que acaso intentaban venirse por el vuelto.

      Entretanto, en el pueblo no se hablaba de otra cosa que de aquel combate

      asombroso, en que Moreira había vencido a una partida reforzada,

      perdonando la vida al capitán.

 

 

 

El nido de desventuras

 

      Moreira, siempre negándose a huir como se lo aconsejaban Marta y Santiago,

      permaneció en el rancho esperando la vuelta del amigo Julián, que ya

      tardaba mucho.

      Los días pasaron así, esperando, sin que el amigo Julián diera señales de

      vida, lo que hacía agolpar al espíritu del paisano mil dudas agitadas.

      ¿Habría muerto Vicenta? ¿habría sucedido una desgracia al pequeño Juan?

      ¿habrían mandado a ambos a la cárcel de Buenos Aires a pagar sus culpas y

      delitos?

      Estas dudas tenían sumido al paisano en una amarga ansiedad; hubiera

      sacrificado su libertad misma, a trueque de tener noticias

      tranquilizadoras de aquellos desgraciados.

      Moreira pasaba el día entregado a estas cavilacianes; no comía, tomando

      por único alimento el eterno mate, sin cuyo desayuno un paisano es

      completamente hombre al agua.

      A la noche daba de comer al caballo, que estaba siempre ensillado, aunque

      con la cincha floja; daba de comer al inseparable Cacique y extendía su

      manta al lado del overo bayo, donde se echaba a reposar, en su actitud

      favorita, con las manos sobre las armas y la cabeza sobre la almohada que

      le venían a formar los brazos así doblados.

      Así dormitaba ligeramente, viéndosele incorporar inquieto al menor gruñido

      del Cacique, que de cuando en cuando salía a dar su vuelta como un rondín

      militar.

      Y aquel hombre dormía ya ligera, ya profundamente, fiado solamente en

      aquel vigilante animal, cuyo finísimo olfato delataba al enemigo antes que

      éste estuviese a la vista.

      A eso de la madrugada del tercer día, el cuzquito se levantó de la manta,

      dejó oír un gruñido leve, y al poco rato se puso a ladrar, arañando la

      cabeza de Moreira como para despertarlo.

      El paisano estuvo de pie como un rayo, se acercó al overo a quien apretó

      la cincha con suprema rapidez, viéndose brillar en seguida en sus manos, a

      la escasa claridad de las estrellas que se mezclaba a esa vaga luz del

      crepúsculo, sus dos magníficos trabucos de bronce, que eran el arma de que

      se servía primero cuando el enemigo era numeroso.

      Moreira permaneció largo rato en actitud de montar a caballo; se oía en

      lontananza el galope de varios animales, pero la vista todavía no podía

      apreciar los lejanos bultos.

      Marta y Santiago habían salido al sentir los ladridos del Cacique, pues

      aquella gente no dormía, temiendo que de un momento a otro llegara una

      partida numerosa en busca de Moreira a quien, decía Santiago, podía la

      suerte cansarse de ayudar y suceder una desgracia inevitable, porque

      pensar que aquel hombre se entregara era pensar en locuras.

      El galope de los caballos se fue haciendo más claro, los bultos se fueron

      destacando en el horizonte y el Cacique dejó su actitud hostil y se puso a

      ladrar alegremente.

      -Un amigo -dijo Moreira sonriendo, al interpretar la alegría del Cacique y

      mirando a Santiago, a quien había sentido salir-. Son amigos, y el corazón

      me dice que es Julián.

      Y el leal corazón del paisano no se engañaba; era realmente Julián, que

      regresaba arriando su tropilla favorita, que le servía para hacer las

      grandes patriadas.

      Julián llegó, echó pie a tierra al lado del overo y los tres paisanos se

      abrazaron estrechamente, formando un cuadro tocante alumbrado por la luz

      de la mañana que empezaba a despertar las aves.

      Dos minutos permanecieron así aquellos tres hombres a quienes unía un

      cariño franco y sincero, nacido en las primeras horas de la vida, y que

      sólo la muerte podría cortar.

      Los paisanos se separaron y Julián y Moreira se miraron a la cara.

      En los párpados de Julián se vio temblar una lágrima.

      Los labios de Moreira tomaron esa expresión propia del gemido.

      Moreira bajó la vista y dejó desplomar la cabeza sobre el pecho. En la

      cara de Julián había visto una expresión lúgubre que lo había desalentado

      por completo.

      Julián estrechó la mano al gaucho, como queriendo infundirle ánimo con su

      presión cariñosa, mientras le decía:

      -¡Qué canejo! Todo tiene remedio, menos la muerte.

      Moreira se dejó caer sobre la manta completamente desalentado y se abismó

      en el infierno de su pensamiento, que abultaba fantásticamente la

      desgracia que suponía haber sucedido.

      Julián se sentó a su lado, mudo y sombrío, esperando que Moreira saliera

      de aquel letargo en que había caído su espíritu, postrando aquel corazón

      de bronce.

      Por fin aquel hombre alzó el semblante, descubrió la varonil cabeza, como

      si buscara calmar su ardor con el fresco de la brisa y dijo al amigo

      Julián, que lo miraba silencioso:

      -Puede contar, amigo, sin economizar trago amargo, porque estoy dispuesto

      a todo, y aquí hay entrañas para sufrir todas las penas del mundo.

      -No se aflija, amigo -repuso el paisano-; ya sé que usted no le hace asco

      al dolor, y por eso le voy a contar sin rebozo lo que ha sucedido en sus

      pagos-. Y con una sencillez inocente narró lo que en Matanzas había

      sucedido, sin percibir que aquel relato entraba en el corazón de Moreira

      como una puñalada lenta y desgarrante.

      Julián habló así:

      -Dos noches después de la salida de Moreira, Vicenta, a quien más conocían

      por Andrea, su segundo nombre, fue puesta en libertad con su hijo, después

      de hacerle creer que Moreira había muerto a manos de la primer partida que

      salió a prenderlo, en seguida que éste mató a don Francisco.

      "La prisión sufrida, la muerte de su padre, y las penas que había pasado,

      la habían enflaquecido rápidamente, haciendo grandes estragos en su

      simpática fisonomía.

      "Fue a su rancho y encontró las paredes peladas.

      "Las haciendas habían sido embargadas por la justicia para venderlas y

      costear los gastos del juicio, y lo que no había hecho la justicia se

      habían encargado de hacerlo los cuatreros que habían pasado como aves de

      rapiña por la abandonada casa, llevándose hasta los poyos de sentarse.

      "Andrea se encontró, pues, sola en el mundo, abandonada de todos y sin

      tener un mal mendrugo que llevar a los labios de su hijo, que había

      enfermado.

      "En esta situación desesperante, golpeó a los ranchos amigos, que se le

      cerraron porque, según la orden del juez, 'era reo de complicidad en los

      crímenes de Moreira el que tendiese la mano a la mujer del bandido'.

      "Y Andrea moría de hambre, de desesperación y de dolor al ver a su hijo

      consumido por la necesidad."

      Moreira escuchaba el relato de Julián y las lágrimas corrían

      silenciosamente por su rostro, yendo a perderse entre la seda de su barba.

 

      -La justicia -continuó Julián con sarcasmo- empezó entonces a dar su

      última mano a la obra de destrucción que había empezado con la desgracia

      de Moreira.

      "Andrea, aunque flaca y macilenta, era todavía hermosa y los empleados del

      juzgado empezaron a girar a su alrededor, como caranchos sobre la

      osamenta, tratando de explotar su miseria y los sentimientos de madre, en

      beneficio de pretensiones inicuas.

      Pero Andrea, a quien la presencia de un justicia causaba más pavor que

      todas las muertes juntas, despidió acremente al nuevo teniente alcalde que

      fue a ofrecerle su protección y su cariño.

      "Andrea iba a visitar la tumba de su padre, donde pasaba largas horas

      llorando, y preguntaba en vano por la de su Juan, a quien, por las voces

      del juzgado, todos creían muerto; pero le respondían, complaciéndose en su

      dolor, que su tumba había sido el estómago de los zorros y las vizcachas.

      "Así la pobre Andrea moría, viviendo en este horrible martirio, mendigando

      de la caridad pública un mendrugo de pan y un trapo negro con que honrar

      la doble muerte de su buen padre y del altivo Moreira".

      Al escuchar esta parte del relato, Moreira lanzó un quejido y blandiendo

      la daga dejó oír una maldición espantosa.

      -Para cumplir mi venganza -dijo-, no basta a mi daga toda la carne que

      cubre la osamenta de esos puercos a quienes he de matar uno a uno.

      Julián dejó pasar aquel justo estallido de la ira, y prosiguió la

      narración después de una breve pausa.

      -Así, aquella infeliz vagaba por los campos con aquellas dos horrorosas

      cargas, su miseria y su hijo, pidiendo trabajo.

      "¿Pero quién era el gaucho que desafiara la cólera de la justicia dando

      trabajo a la viuda y al hijo del que la ley había declarado bandido?

      "Sólo Dios podía librarla del abismo a que la precipitaban los hombres.

      "El teniente alcalde volvió a la carga arrastrándole de nuevo el ala y

      notificándole que la justicia iba a vender el rancho, siempre por cuenta

      del proceso.

      "Vicenta Andrea tenía dos muertes para elegir: o de hambre o endurecida

      por la helada, pues ya no tendría techo que la cobijara.

      "La mujer desventurada miró a su hijo, pensó en el destino que le estaba

      reservado y una inmensa agonía pasó por sus ojos pardos expresivos y

      lánguidos.

      "Había un medio de salvar a su hijo y salvarse ella; pero este medio era

      aceptar la ignominia que le ofrecía aquel hombre, ignominia más afrentosa

      que la muerte.

      "Andrea gimió, miró a su hijo flaco y macilento, transparente por el

      hambre y la miseria, y vaciló sintiéndose desmayar.

      "La idea de que aquella criatura pudiese morir de hambre la desesperaba de

      una manera dolorosa, pues comprendía que era preciso salvar a aquel

      inocente, aun a costa de su cuerpo enflaquecido de una manera horrible.

      "Sin embargo volvió a rechazar a aquel hombre con el ademán altivo y el

      rostro enrojecido por la vergüenza.

      Aquel día vagó por los campos y las cercanas casas pidiendo una limosna,

      pero fue rechazada como leprosa y tuvo que regresar a su rancho con la

      muerte en el corazón.

      "Un relámpago vino esa tarde a iluminar con sus pálidos destellos la negra

      noche de su alma, abriéndole un nuevo horizonte de risueñas esperanzas.

      "El compadre Giménez, que había tenido que salir del partido para hacer

      unas tropas, regresó esa noche y vino a casa de Vicenta como el ángel de

      la salvación.

      "Pero aquel hombre fue aún más miserable que el teniente alcalde, pues

      aprovechó el poco camino que éste había andado en el corazón de aquella

      desventurada.

      "Giménez dijo que aquel hombre había tenido razón, que era necesario

      salvar a su hijo y que para esto no tenía otro recurso que aceptar las

      proposiciones de un hombre bueno que trabajase para darles de comer y

      vestirlos.

      "-De todos modos Moreira ha muerto -concluyó aquel hombre-; y a nadie

      puedes ofender con tu proceder.

      "Vicenta oía todo aquello como una máquina; estaba bajo la horrible

      presión del delirio del hambre y su cabeza débil había empezado a vacilar,

      perdiendo terreno en ella la razón.

      Oía a Giménez, y sus palabras eran para ella una especie de ruido, porque

      aunque comprendía su significado, no podía valorar los hechos que ellas

      establecían.

      "Giménez insistió, la pintó a ella muerta de desesperación y de dolor,

      después de haber visto morir en sus brazos a su hijito hambriento, y

      aquella infeliz no pudo resistir más y cayó sin saber lo que hacía, cayó

      como una máquina de carne, pues aquel hecho para ella sólo importaba la

      salvación de su hijito.

      "Giménez se instaló allí como en su casa y Andrea y Juancito tuvieron esa

      noche qué comer, comida que devoraron en un segundo, casi sin mascar.

      "Vicenta llenó esta imperiosa necesidad de la vida, la alimentación, cuya

      falta llega a igualar los seres humanos con las bestias, y cayó en un

      profundo letargo.

      "Era la primera vez que aquella desventurada se entregaba al descanso sin

      la idea de que al despertar hallase a su hijo muerto."

      Al llegar a esta parte del relato, Moreira ofrecía un aspecto espantoso.

      Su mirada dilatada brillaba de una manera pálida con destellos que hacían

      daño: parecía un puñal que se desnuda bajo los rayos del sol; de su boca

      entreabierta salía un ruido que parecía el estertor de un toro y sus manos

      temblorosas oprimían la magnífica cabeza, como para contener el estallido

      de la masa cerebral que parecía arder adentro.

      -¡Agua! -dijo-, tráiganme agua, porque me siento chamuscar los sesos -y

      metió la cabeza en un balde de agua que le trajo Santiago.

      Moreira estuvo con la cabeza en el agua por espacio de tres minutos, la

      sacó en seguida y después de enjuagar el agua que caía de sus largos

      rizos, se ató un pañuelo alrededor de la frente y volvió a quedar sumido

      en una meditación extraña, hundido en el abismo de sus penas.

      Por fin se arrancó de aquella meditación que lo postraba sin fuerzas

      morales y miró a Julián de una manera triste y sombría, diciéndole:

      -Hasta el fin, amigo Julián, hasta el fin, y tire al alma. No le haga asco

      al menor tajito, que la desgracia ha de entonarme en vez de hacerme mal.

      Yo veo que tengo madre para la desgracia, pues apenas muevo el pie, ya voy

      pisando mis propias entrañas.

      Julián se recogió un momento como para coordinar sus ideas y prosiguió de

      esta manera, secando una lágrima que el dolor del amigo hacía asomar a sus

      ojos.

      -Desde aquella noche nada faltó en casa de Andrea. Juancito empezó a

      reponerse y la mujer se fue poco a poco habituando a aquella situación

      desesperante.

      "De cuando en cuando preguntaba al compadre Giménez por la tumba de su

      Moreira, para ir a rezar sobre su borde y Giménez le prometía siempre

      averiguarla.

      "Aquel hombre no dejaba carecer de nada a Vicenta, que iba acostumbrándose

      poco a poco a aquel ser a quien apreciaba por el cariño especial que

      aparentaba tener por su hijo.

      "Un día tuvo Giménez que bajar a Buenos Aires para hacer entrega de una

      tropa de hacienda que había vendido, y dejó a Andrea el dinero necesario

      para que no le faltara nada durante su ausencia.

      "Hacían una vida tranquila, con gran asombro del vecindario, que veía en

      la acción de Giménez un reto a la justicia, que había prohibido, bajo pena

      de caer en desgracia, que se tendiese la mano a la mujer del bandido

      Moreira, asesino aleve."

      -No lo he sido, pero lo seré -dijo Moreira sentenciosamente-. A esa gente

      la he de matar por la espalda y si puedo he de tratar de agarrarla

      durmiendo.

      Julián calló un momento y a indicación del paisano siguió así:

      -Giménez salió de madrugada con su tropa de novillos y Vicenta quedó sola

      en aquel rancho, donde se habían deslizado las horas más felices de la

      vida, en compañía de su padre, de su hermoso y amante Juan, muerto de una

      manera tan trágica, según se lo corroboró el compadre Giménez.

      "El teniente alcalde, que esperaba esta ocasión para vengarse de los

      desdenes de Andrea, se presentó esa noche en el rancho, en momentos en que

      aquellos desventurados estaban cenando.

      "Aquel hombre volvió a la carga con sus impertinentes pretensiones y, como

      siempre, fue rechazado esta vez, pero más enérgicamente que las

      anteriores.

      "-Si quiere venir a mi casa -le dijo Andrea- olvídese de esas cosas; ya

      tiene pan mi hijo y no tengo por qué sufrir nuevas humillaciones de nadie.

 

      "-¡Qué! ¿Crees que porque te protege Giménez estás fuera de la acción de

      la justicia? -replicó el teniente alcalde-. No seas tonta, que te conviene

      estar bien conmigo.

      "-Dejemos esa cuestión, amigo -concluyó Vicenta-; lo que usted pretende no

      puede ser y yo nada tengo que ver con la justicia, porque no he faltado a

      nadie, gracias a Dios.

      "Aquel hombre se irritó de una manera brutal, amenazó a Vicenta quitarle

      su hijo porque andaba en la mala vida, y prenderla a ella misma.

      "Este hombre se había empeñado por la paisanita que, con la buena vida,

      había empezado a recuperar su antigua hermosura.

      A un justicia , según la teoría y la práctica, no se le debía resistir

      nada, y la resistencia de Vicenta lo había empeñado más, interesando su

      amor propio de hombre y de justicia .

      "Insistió; quiso vencer la resistencia que se le opuso y aquel hombre fue

      cobarde hasta el extremo de golpear a aquella mujer desvalida, amenazando

      golpear a su hijo."

      Moreira escuchaba a Julián sin hacer el menor movimiento ni pronunciar una

      palabra; parecía estar bajo la presión de una melancolía profunda.

      Cuando Julián llegó a esta parte de su relato, sus labios se agitaron con

      un movimiento convulso, pero no se le oyó la menor palabra, la menor

      sílaba.

      -El hombre -prosiguió Julián-, después de golpear a Vicenta se retiró

      diciendo que volvería a la noche siguiente, y que había de lograr su

      empeño o lo había de llevar el diablo.

      "Vicenta pasó una noche desesperante: estaba sola en el mundo, ya no

      existía Moreira para defenderla y sabe Dios cuándo volvería Giménez.

      "Si se dormía, despertaba al momento sacudida por los sueños que el

      espanto engendraba en su espíritu: a cada momento creía que le arrebataban

      su hijo y se abrazaba a él protegiéndolo de aquella agresión imaginaria.

      "Estaba dominada por el terror de la amenaza que se le había hecho.

      "Por fin llegó el nuevo día, y Vicenta se durmió profundamente.

      "Cuando el espíritu pasa por ciertas situaciones, la luz del día viene a

      ser una especie de compañera que aleja de él toda sombra fantástica,

      haciendo renacer en el corazón el valor moral que han avasallado los

      sueños delirantes.

      "Cuando Vicenta despertó, eran ya las once de la mañana. Se vistió y

      acompañada de su hijo salió a la calle, temiendo que viniese el teniente

      alcalde.

      "Y vagó sin rumbo y sin más objeto que alejarse de su casa donde la

      amenazaba el mayor peligro, el peligro de caer en manos de la justicia.

      "A la caída de la tarde, Andrea vino a su rancho para llevar una manta,

      pues aquella noche pensaba pasarla a campo , pero al aproximarse a la

      casita su corazón latió fuertemente y una suprema alegría asomó a su

      pálido semblante: había visto los caballos de Giménez, que regresara un

      momento antes.

      "Andrea se precipitó en sus brazos y le contó lo que le había sucedido la

      noche antes y la amenaza que le había hecho al salir el teniente alcalde.

      "Giménez, más cobarde aún que aquel hombre, dijo a Andrea que era preciso

      huir de allí antes que volviera, y uniendo el ademán a la palabra, ensilló

      dos caballos y esa misma noche se fue a su casa con Vicenta y el pequeño

      Juan, adonde pudieron estar con mayor seguridad.

      "Si Giménez tenía miedo al alcalde porque no le gustaba andar mal con la

      justicia, éste tuvo miedo a Giménez, porque era esencialmente cobarde y

      abandonó su empresa, esperando que algún nuevo viaje alejase de allí al

      paisano, y quedase Vicenta nuevamente abandonada, a su entera merced.

      "Cuando supe todo esto -prosiguió Julián-, me fui a lo del compadre

      Giménez, donde me apeé, haciéndome el ignorante de todas aquellas

      desgracias.

      "Vicenta, apenas me vio, salió a recibirme llena de alegría, enseñándome a

      Juancito, que está ya hecho un hombre.

      Me abrazó la pobre y lloró amargamente, recordando a su Juan y los tiempos

      felices en que el carancho de la desgracia no había venido a hacer en

      ellos su presa.

      "El compadre Giménez se puso más pálido que un difunto: no sabía qué

      viento me llevaba allí y se sospechaba que yo pudiera ir por encargo suyo.

 

      "Andrea se fue a cebar un mate, y el hombre, muerto de miedo, me preguntó

      por usted, me contó la cosa a su manera, y me pidió no dijese a la Vicenta

      que usted vivía, porque podía morir de susto, creyendo que usted la fuese

      a matar por lo que había hecho, engañada con su muerte.

      "Yo me iba calentando poco a poco, y mi mano se iba recostando a la

      cintura, sin quererlo; pero pensé que yo no podía matar a aquel hombre,

      porque eso le correspondía a usted, y no quería además quitar ese apoyo a

      la Andrea, a quien no podía traer conmigo sin que usted lo dispusiese.

      "-Usted es un puerco -dije al compadre Giménez-, y si yo no lo mato ahora,

      es porque Juan no se enoje, porque esto le corresponde a él; pero algo

      tengo yo que hacer para probarle que usted es un chancho, y que lo que ha

      hecho no tiene perdón; y me fui al humo con el rebenque.

      "El hombre relampagueó los ojos y quiso madrugarme sacando el cuchillo,

      pero yo me lo dormí en la cabeza y lo azoncé a la fija de un talerazo; en

      seguida me lo dormí con la lonja, como quien castiga a un redomón chúcaro.

 

      "El hombre había sido muy maula y empezó a gritar como un cochino; yo me

      calenté, sin querer también saqué el cuchillo para degollarlo, pero a los

      gritos apareció la Andrea, y me pegó el grito cruzándoseme por delante.

      "-¿Usted también viene como enemigo a aumentar mi desgracia? ¡Ah!, desde

      que murió mi Juan todos se han vuelto en contra! -y rompió a llorar.

      "-Dispense, niña -le dije guardando el cuchillo-, si yo quise matar a esta

      maula. Fue porque se acordó mal del amigo Juan y yo no lo puedo permitir,

      porque nadie se ha de limpiar la boca con su nombre mientras yo viva en la

      tierra y él esté lejos.

      "Sin duda la Vicenta pensó que yo aludía a su muerte y se puso a llorar a

      "media rienda", olvidándose en su dolor del compadre Giménez, que se había

      levantado del suelo y porfiaba con pasos de peludo, gritándome cuando se

      vio fuera de tiro:

      "-¡Ya nos veremos las caras, so madruga!

      "-Andá no más -pensé yo-, que ya te toparás con él -y me puse a consolar a

      la Vicenta, que lloraba de una manera que daba pena escucharla.

      "-No se desespere, niña -le dije-; yo me voy de aquí para no volver más a

      incomodarla. Sólo vine a ver qué había sido de ustedes y nada más.

      "-Yo no quiero que se vaya para no volver más -me dijo Andrea secándose

      las lágrimas-; mi casa es suya y puede venir cuando guste.

      "En seguida nos pusimos a tomar mate y la pobre me contó por completo la

      narración que le he hecho. Ya la tarde empezaba a caer y traté de ponerme

      en camino, porque había cumplido lo que usted me encargó y quería pegar la

      vuelta pronto, pues usted aquí no había quedado muy seguro."

 

      Cuando Julián terminó la narración, Moreira se incorporó, tomó la mano de

      aquel leal amigo y la estrechó con una profunda emoción.

      -Gracias, amigo -le dijo-, muchas gracias; nunca olvidaré lo que usted ha

      hecho por mí. No le digo que puede contar conmigo, porque ya usted me

      conoce.

      -No tiene nada que agradecer, compañero -replicó Julián sonriente-; he

      hecho lo que he podido en su servicio y estoy dispuesto a hacer más

      todavía.

      En seguida los cuatro empezaron a filosofar amargamente sobre la vida,

      entre trago y trago del mate que les servía la buena Marta.

      Entonces Julián se impuso de la última hazaña que había llevado a cabo

      Moreira, reprobándola agriamente, porque aquello era tentar la suerte

      proporcionando a las policías la ocasión de malherirlo o darle un tiro

      traidor que le quitara la vida sin saber quién se lo dio.

      -No lo haré más -dijo pensativo el paisano-. Hasta ahora sólo he peleado

      con la justicia de puro lujo, deseando que me mataran para concluir de

      penar de una vez. He peleado fuerte para mostrarles que no soy candil que

      se apaga de un soplido, pero las circunstancias han cambiado. Ahora he de

      pelear para defender mi vida, porque quiero vivir para vengarme de los que

      me han insultado en mi desgracia, aprovechándose de una mujer desvalida. A

      ésos -prosiguió, creciendo en ira-, los he de coser a puñaladas, poco a

      poco, gozándome en sus boqueadas. Yo les mostraré que aún vive Juan

      Moreira, y que su daga es más segura que la justicia y más firme que la

      amistad de los hombres.

      Y al decir esto, acariciaba el pomo de su terrible arma y miraba con una

      vaguedad aterradora, como si su razón estuviera a punto de estallar.

      Los paisanos callaban, dejando que Moreira se desahogase por completo,

      temiendo que tanta desgracia fuera a trastornarle la razón y le hiciera

      cometer un disparate.

      Moreira soltó una maldición que sonó como un trueno y quedó mudo e

      inmóvil, tan inmóvil que parecía haber caído en esa locura espantosa y

      desgarrante que la ciencia ha clasificado de melancolía profunda, estado

      de vida muy semejante a la muerte.

      Nadie turbó con la menor palabra aquel estado conmovedor que había llegado

      hasta arrancar lágrimas de aquellos ojos, reflejo de un espíritu noble,

      que había respondido siempre a las acciones generosas y humanitaristas,

      hasta que el sable de la ley , en manos de un teniente alcalde, se levantó

      sobre su cabeza.

      La noche venía tendiendo su oscuro manto y los alrededores de aquel rancho

      empezaban a aquietarse, sin que se sintiera el más leve ruido.

      Julián, fatigado y rendido por el largo viaje, empezó a inclinar la

      cabeza, al calor del fuego, y a dormitar con esa pereza que llamaremos del

      país.

      Probablemente se hubiera quedado dormido, con el cansancio de la fatiga,

      si Moreira no se parara de pronto, hablando en alta voz:

      -Me voy, amigo -dijo de una manera resuelta-; me voy y no me despido de

      firme, porque el corazón me dice que nos hemos de volver a ver.

      -Cuidado, amigo Juan -dijo Julián cariñosamente-; me han dicho que por los

      pagos andan fuerzas del Provincial, y no sería extraño que el juez don

      Nicolás González, que es hombre duro, haya mandado algún aviso para que

      vengan a ayudar a prenderlo.

      -¡Ahora ni que me copen la banca! -dijo Moreira-. Me voy lejos, muy lejos,

      amigo Julián, para que se olviden de mí y pegar la vuelta cuando menos lo

      piensen, para asegurar mi venganza. Si me salen al camino disparo, y

      buenas piernas ha de tener el galgo que me alcance. Yo no sé lo que es

      miedo, amigo Julián; pero siento que el corazón me tiembla, al pensar que

      una partida puede salirme al camino y obligarme a pelear. Yo no quiero

      pelear, le repito, porque puedo morir, y morir en este caso es para mí la

      pérdida de mi venganza.

      Recogió su manta, se cercioró de que todas las armas iban en la cintura, y

      se acercó al overo bayo, pidiendo para él un poco de alfalfa que le trajo

      Santiago y que Moreira echó a su caballo con el mismo cariñoso cuidado con

      que hubiera dado de comer a un amigo querido.

      Moreira estuvo de pie hasta que el caballo concluyó con la última varita

      de alfalfa; le oprimió cuidadosamente la cincha, revisó con suma

      prolijidad las prendas del apero, le puso el freno y montó con todo reposo

      y tranquilidad, después de subir al Cacique a las ancas.

      -Compañeros, hasta la vista -dijo-, y tendió una mano hacia el amigo

      Julián, que lo miraba sin hacer un movimiento.

      Aquellas dos manos nerviosas y fuertes se chocaron al estrecharse,

      produciendo un ruido seco, y en aquel apretón de manos pasó un destello de

      espíritu de aquellos dos hombres que estaban unidos por los vínculos de la

      amistad más abnegada.

      Moreira, para ocultar su emoción, revolvió su poderoso corcel, y

      cerrándole las espuelas se perdió como un relámpago entre las sombras de

      la noche.

      Julián quedó inmóvil al lado del palenque, mirando el punto por donde

      había desaparecido Moreira.

      Cuando el rumor del galope se hubo confundido entre los ruidos de la

      naturaleza, el paisano dio vuelta en la dirección al rancho, y llevó la

      mano a la cara.

      Enjugaba silencioso un par de lágrimas que surcaban sus pómulos agudos.

      -¡Que mi Dios no lo abandone! -murmuró, y se tendió bajo el alero del

      rancho.

      Pocos momentos después estaba entregado al sueño más profundo.

 

 

 

El último asilo

 

      Moreira tomó rumbo al oeste y empezó a galopar de una manera vertiginosa.

      Había descubierto su cabeza, que azotaba el viento, haciendo ondular su

      negra cabellera, que parecía el estandarte de la muerte.

      Vagaba y corría a impulsos de su valiente caballo, como si quisiera llegar

      pronto al punto que había fijado en su ardiente imaginación.

      Cuando el alba empezaba a iluminar pálidamente el horizonte, Moreira

      detuvo su caballo como para orientarse del camino recorrido y del que

      debía seguir.

      Se hallaba en los alrededores de 25 de Mayo, pueblo fronterizo donde iban

      a comerciar los indios amigos y donde no conocían a Moreira, tal vez ni de

      nombre.

      El paisano dejó el camino a la izquierda y galopó aún unas dos leguas en

      dirección a San Carlos, fortín que pertenecía a la frontera oeste y donde

      había estado años atrás tomando parte en aquel sangriento combate que dio

      Calfucurá al frente de cinco mil lanzas y en el que tanto se distinguió el

      valiente coronel Borges.

      Teniendo a la vista aquel fortín glorioso, Moreira echó pie a tierra; sacó

      el freno al overo y se sentó sobre su manta, poniendo al Cacique a su

      lado.

      ¡Cuánta diferencia había de su situación presente, al porvenir feliz que

      le sonreía cuando cruzó por primera vez aquellos parajes solitarios!

      Entonces era un hombre honrado y un soldado valiente.

      Hoy se veía declarado bandido y el porvenir que se le ofrecía era una

      muerte horrorosa o un regimiento de línea.

      Entregado a estos tristes pensamientos, Moreira pasó toda la mañana,

      mientras su overo se reponía del fuerte galope de la noche anterior.

      A la siesta, la fatiga del cuerpo empezó a entrecerrar sus ojos,

      reclamando también un reposo harto necesario después de las emociones

      sufridas y la marcha rápida.

      Moreira sacó del tirador sus armas; se colocó en la posición que conocen

      nuestros lectores, y poco después dormía profundamente, confiado en la

      vigilancia del Cacique.

      Cuando Moreira despertó, empezaba a caer la tarde, y uno que otro jinete

      se veía a lo lejos cruzar para el fortín.

      Sin duda alguna, eran soldados que volvían de la descubierta .

      El gaucho recogió sus armas, cinchó de nuevo y enfrenó al overo, subió al

      Cacique a las cabezadas y montó ágil y nervioso.

      Esta vez puso su caballo al trotecito y tomó rumbo a 9 de Julio,

      recostándose al lado de la Tapera de Díaz , donde estaba acampado el

      cacique amigo Simón Coliqueo, con su tribu compuesta de unos cuatrocientos

      individuos entre chusma, lanzas y medias lanzas, que son los indios de

      quince a veinte años.

      Los toldos de Simón Coliqueo, en la Tapera de Díaz, estaban completamente

      militarizados y dependían directamente del jefe de la frontera oeste.

      Como aquellos indios recibían ración y sueldos del gobierno, se habían ido

      a establecer allí algunos pulperos desalmados que por ganar algunos pesos

      viven, como suele decirse, con la vida en un hilo; pulperías que, bajo el

      pomposo título de casas de negocio , eran las posadas donde el escaso

      viajero podía echar un trago y descansar una noche.

      Los indios solían salir a las boleadas , con permiso del jefe de la

      frontera, de las cuales volvían cargados de diversos cueros y plumas de

      avestruz, que cambiaban en las pulperías por un frasco de ginebra o un

      poco de yerba y azúcar, fabuloso negocio que retenía a los pulperos, a

      quienes los soldados de caballería de guarnición en las fronteras han

      calificado graciosamente de chupa sangre .

      El frecuente trato con los oficiales del ejército que pasaban por allí

      para dirigirse a Junín, al fuerte General Paz o a la Blanca Grande, y con

      los vivanderos que iban a comprarles por una bicoca los cueros y la pluma

      de avestruz, había civilizado mucho a aquellos indios, que miraban ya como

      la cosa más natural del mundo el que gente cristiana estuviese semanas y

      aun meses alojada en los toldos y haciendo con ellos vida completamente

      común.

      Los indios solían embriagarse, principalmente a la vuelta de las boleadas,

      en que abunda la ginebra y aguardiente; y es entonces cuando, a la inversa

      de nuestras ciudades, los toldos están en la mayor tranquilidad, y esto

      consiste en que el indio bebe hasta caer, y caído, se le ve acercar el

      medio frasco de ginebra a los labios, hasta que el brazo cae como cuerpo

      postrado e inutilizado por el alcohol; el indio es entonces un cadáver en

      toda la acepción de la palabra.

      ¡Cuántos hermosos casos de alcoholismo podría observar allí el espíritu

      estudioso del doctor Meléndez!

      El indio bebe y, como decimos, bebe hasta caer; cuando despierta de la

      acción alcohólica, es para beber de nuevo, mientras quede en la botella un

      átomo de ginebra.

      Y así pasaba la vida aquella buena gente, bajo el gobierno de Simón

      Coliqueo, que era el más borrachón de todos ellos, pues era el que podía

      comprar más bebidas.

      Así llegó Juan Moreira para hacerse olvidar de la justicia, compartiendo

      con los indios esa vida nauseabunda del ocio y la borrachera.

      El salía a las boleadas con los indios, donde se hacía admirar por la

      destreza y seguridad de sus tiros de bola, y de regreso se embriagaba con

      ellos de aquella manera brutal que, mientras dura la bebida, los deja

      completamente convertidos en autómatas o máquinas de beber.

      Moreira había cautivado a los indios por la riqueza de sus prendas y la

      salvaje magnificencia de su apero, cubierto de chapas de plata, sueño

      dorado de los indios.

      A Coliqueo le había ganado el lado flaco con la guitarra y sus cantos,

      llegando a ser el niño mimado de aquella gente bravía y poco amiga del

      cristiano.

      Cuentan que las indias solían hacerle ojo tierno , pero el corazón del

      gaucho estaba lleno por otros sentimientos, y si tuvo allí alguna aventura

      amorosa, no ha llegado a nuestro conocimiento ni hemos tratado de

      averiguarla.

      Moreira se hizo en los toldos un gran bebedor y un jugador malicioso,

      desplegando un talento especial para hacer trampas con la baraja.

      El indio es jugador por el mismo género de vida ociosa que lleva, y es en

      el juego tan vehemente como en la bebida: juega mientras tiene qué jugar.

      Cuando cae el comisario pagador con los pequeños sueldos, que se

      convierten en fuertes sumas por la cantidad de meses que se les adeudan,

      en cada toldo se arma una jugada donde el indio que pierde juega, buscando

      el desquite, hasta el kepí con galones, que es la prenda que más estima.

      Y un indio que llega a perder hasta el kepí es una fiera a quien sólo

      puede sujetar el profundo respeto que tiene por el cacique y el capitanejo

      que como autoridad suprema preside la jugada.

      En estas jugadas Moreira siempre salía vencedor de buena o mala manera, lo

      que había dado lugar a lances muy desagradables que habían terminado en

      una lucha a mano armada, en que el indio sacaba siempre la peor parte,

      pues Moreira no se hacía mucho de rogar para sacar su daga y hacer un

      desparramo.

      Este género de camorras y pequeñas victorias habían dado al gaucho un gran

      ascendiente sobre los indios, habiendo llegado Simón hasta ofrecerle que,

      si se quedaba allí, lo haría capitanejo y lo casaría en la tribu, oferta

      que el gaucho vivo no desdeñó, para no perder el cariño que le tenía el

      cacique, cariño de que pensaba sacar un partido mucho más provechoso.

      Hacía ya tres meses que Moreira estaba en los toldos, tiempo que juzgó

      suficiente para que se hubiesen olvidado de él en sus pagos y poder llevar

      a cabo de una manera segura y ejemplar la venganza terrible que había

      jurado en el fondo de su alma a su compadre Giménez y al sucesor del amigo

      Francisco.

      Moreira espió el momento de hacerse perdiz de todos, pero de una manera

      provechosa y digna al mismo tiempo de sus famosos antecedentes.

      Veamos de qué manera curiosa este hombre extraordinario salió de los

      toldos, dejando en ellos un recuerdo sangriento e inolvidable.

      Cuando el paisano supo que estaba por llegar a los toldos el comisario

      pagador, empezó a hacer correr la voz de que se hallaba muy pobre y que

      pensaba vender o jugar su apero y su caballo, posesión que soñaba Coliqueo

      como quien sueña en un reino o en una fortuna fabulosa.

      Simón lo mandó llamar y le propuso darle por el caballo aperado todos los

      sueldos que le trajera el comisario y sus raciones en pie (7 yeguas) que

      le correspondían por aquel trimestre; pero Moreira, haciéndose el infeliz,

      dijo que prefería jugarlos para hacerle una tanteada a la suerte.

      ¡Con qué ansiedad era esperado entonces el comisario pagador, que era el

      Mesías de nuestras fronteras! ¡Cuántos hombres no salieron al camino!

      Coliqueo miraba ya el caballo y el apero como cosas suyas, pidiéndolo

      prestado para darle unas rienditas, pero Moreira no quiso consentir en

      ello.

      Por fin llegó el tan deseado comisario entregando a los indios que para

      ellos traía, dinero que era contado y recontado unas cien veces por lo

      menos.

      Esa misma noche se armó la jugada en todos los toldos, concurriendo más

      gente al de Coliqueo, atraída por la curiosidad de ver si el cacique

      ganaba al gaucho.

      Coliqueo quiso sobre tablas hacer la gran jugada, pero el paisano le puso

      sus peros, alegando que primero quería jugar chico para hacer la mano .

      Como Moreira tenía la baraja, juego en que había adquirido gran práctica,

      los indios no podían percibir las innumerables trampas que les hacía el

      paisano, con una limpieza digna del más hábil prestidigitador, merced a

      las que iba haciendo pasar a su poder todo el dinero de indios.

      Coliqueo dejaba jugar a los capitanejos que estaban en el toldo, pues él

      se reservaba para la gran jugada del caballo que tanto le preocupaba.

      Hay que advertir que Moreira había ido a caballo, en su overo, al toldo

      del cacique, a cuya puerta estaban los caballos de los demás jugadores,

      pues en los toldos no se anda a pie, aunque sólo se trate de una distancia

      de diez o quince varas.

      Los jugadores estaban en la mala: habían perdido entre todos unos diez mil

      pesos, que pasaron a poder del gaucho afortunado, que los guardó en el

      tirador.

      Pasó toda aquella noche y todo el día siguiente habiéndose interrumpido el

      juego para que Moreira diera de comer a su caballo y su perro.

      La suerte seguía protegiendo a Moreira de una manera tan decidida, que los

      jugadores habían empezado a jugar sus prendas a falta de dinero.

      Había llegado la noche y aún los jugadores que habían perdido hasta el

      último centavo no se movían del toldo, irritados con aquella adversidad de

      la suerte y ansiosos de presenciar la partida entre Moreira y Coliqueo,

      para tener siquiera el placer de ver a aquel hombre perder su famoso

      caballo y su apero.

      Era ya muy entrada la noche cuando el último jugador se declaró vencido y

      abandonó la carona que les servía de tapete de juego.

      El momento crítico había llegado.

      Simón Coliqueo ocupó un sitio frente a Moreira y pidió le echara las

      cartas, poniendo la plata sobre las caronas.

      Moreira dijo que primero iba a dar de comer a su caballo y a su perro;

      pero su salida tenía otro objeto muy diverso, que escapó a la sagacidad de

      los indios.

      Salió afuera, donde estaban los caballos, pero en vez de dar de comer al

      overo le apretó la cincha y le acomodó el freno, dejándolo listo para un

      apuro .

      El paisano compendió que aquella jugada no podía terminar sin una borrasca

      estruendoso y se preparaba hábilmente la retirada, porque de todos modos

      su posición era peligrosa, por no estar dispuesto a entregar el caballo si

      perdía y porque, si ganaba, tal vez entonces los indios quisieran, por

      medio de un audaz golpe de mano, recuperar todo lo que les había ganado.

      Moreira volvió a entrar al toldo, no sin asegurarse antes de que sus armas

      estaban en su sitio, al inmediato alcance de su mano.

      El paisano peinó la grasienta baraja y echó cartas, que fueron una sota y

      un caballo, donde se clavaron ávidos los ojos de Coliqueo.

      Los indios rodearon por completo a Moreira, abarcando cartas, corona y

      jugadores en una mirada de suprema avaricia.

      Parecía que en la jugada fuese el alma de cada uno de aquellos jugadores,

      muchos de los cuales habían perdido sus miserables prendas.

      Moreira miró la puerta del toldo, que tenía detrás, y como viera que entre

      ésta y su espalda había algunos indios que podían dificultar la huida, les

      rogó cortésmente pasaran adelante, pues le impedían tallar con comodidad.

      Coliqueo estuvo largo rato mirando aquellas dos cartas, sin decidirse por

      alguna de ellas.

      Por fin su fisonomía tomó su expresión característica del avaro que mira

      una mina de oro susceptible de pasar a su poder, y golpeando sobre la

      carona dijo:

      -A esta carta jugando, hermano; con caballo ganando caballo.

      Moreira dio vuelta al naipe tranquilamente mostrando la boca , en la que

      aparecía un rey, a cuya vista los indios se estremecieron como al contacto

      de una pila eléctrica.

      El paisano empezó a correr las cartas con esa indolencia del gaucho que

      orejea la baraja, para que sea más saboreada la emoción de la jugada.

      De cuando en cuando volvía la baraja haciéndose el que reposaba, o armando

      un cigarrillo que ponía indolentemente entre sus labios.

      Al ver la serenidad con que manejaba los naipes y la fruición con que

      apuraba la paciencia del adversario, nadie hubiera sospechado de que aquel

      hombre jugaba una partida que debía serle fatal, ganase o perdiese, y a

      cuyas consecuencias se había preparado con toda astucia, calculando

      precisamente la manera con que había de salir felizmente del apuro.

      Coliqueo miraba los naipes con la pupila dilatada por la ansiedad, parecía

      que quería atraer con la mirada el caballo que iba a decidir la jugada en

      su favor.

      A pesar de haber en aquella pieza más de quince hombres, era tal el

      silencio que éstos guardaban que se podía percibir claramente el ruido que

      producía la carta al ser corrida sobre el resto del naipe mezclado al

      precipitado latir del corazón del indio, que estaba dispuesto a ganar el

      caballo a toda costa.

      Por fin Moreira tiró una carta y apareció debajo la ganadora, arrancando

      un grito de la garganta de aquellos hombres, grito que era una mezcla de

      ira y de amenaza.

      La carta que había aparecido decidiendo la jugada era una sota, que venía

      a quitar a Coliqueo toda esperanza, pues con ella perdía el rollo de

      dinero que jugó contra el caballo.

      -Vos haciendo trampa -dijo el indio enfurecido-, ¡entregando caballo

      porque yo ganando!

      Y el coro de indios repitió de una manera amenazadora:

      -¡Haciendo trampa cristiano!

      -Yo no he hecho trampa -replicó Moreira, retrocediendo un paso hacia la

      puerta para estar más próximo a su caballo y prevenido contra el ataque

      que le traerían los indios, fuera de toda duda-. ¡Yo no he hecho trampa

      -repitió-, y si he ganado es porque tengo suerte y porque sé jugar mejor

      que ustedes!

      -Vos haciendo trampa, cristiano ladrón -aulló el indio, creciendo en ira-,

      y yo ganando caballo con prendas de plata -concluyó, levantándose de sobre

      la carona y avanzando seguido de sus indios, amenazador y colérico, hacia

      Moreira, que dio dos pasos en dirección a la puerta envolviendo la manta

      en su brazo izquierdo.

      -Vamos por partes -replicó alegremente el gaucho, a quien la vista del

      peligro real devolvía su aplomo y buen humor-. El caballo es mío, porque

      mi overo no ha nacido para la silla de ningún indio ladrón.

      -¡Muera cristiano falso! -gritó el indio y se precipitó sobre Moreira,

      desatando las bolas que llevaba en la cintura, formidable arma en manos de

      un indio.

      Antes que el indio pudiese hacer uso de aquella terrible arma cuyo golpe a

      la cabeza es siempre mortal, el gaucho había sacado su daga haciéndole su

      tiro favorito, que era un hachazo en el entrecejo, que Moreira llamaba

      pintorescamente un hachazo entre las aspas .

      Y rápido como el rayo, el paisano salió al patio y subió sobre su caballo

      que, al sentir sus flancos oprimidos por la rodaja de la espuela, dio un

      poderoso salto.

      Los indios cayeron a una sobre Moreira, pero sólo hallaron el vacío,

      sintiendo la prolongada risa con que el audaz gaucho se despedía de los

      toldos.

      Todos saltaron a caballo; todos quisieron seguir al gaucho que les había

      sacado ya una enorme distancia, pero quedaron allí como atontados, sin

      saber qué hacer.

      Coliqueo enjugaba la sangre que salía abundante de su herida,

      prorrumpiendo en un sinnúmero de maldiciones a cual más enérgica y

      terrible.

      Los indios habían vuelto a rodearlo y no se atrevían a pronunciar una

      palabra que pudiera aumentar la ira del feroz cacique, que se retorcía

      desesperadamente.

      Por fin, uno de los capitanejos de aspecto más varonil se acercó al

      cacique herido y le dijo:

      -Yo persiguiendo con tres lanzas y caballo de tiro.

      -Persiguiendo y matando y degollando -repuso Coliqueo- y trayendo caballo

      aperado -concluyó con una especie de desesperación, pues no se conformaba

      con la pérdida del overo, cuya hermosura y calidades le habían hecho nacer

      desde el primer momento el deseo irresistible de poseerlo, aunque lo

      hubiera cambiado por todos sus animales.

      El capitanejo hizo montar a cuatro indios, con caballos de tiro, y se puso

      detrás de Moreira, cuya rastrillada descubrió inmediatamente.

      Moreira había andado ya más de dos leguas, arreando una tropilla del mismo

      Coliqueo, que halló al salir de los toldos y que se apropió alegremente.

      Calculando que aquella distancia recorrida era suficiente para ponerlo al

      abrigo de cualquier intentona por parte de los indios, siguió marchando al

      trote en dirección al partido de 25 de Mayo, donde vendería la tropilla

      antes de seguir para Matanzas, que era el rumbo que pensaba llevar.

      Cuando empezó a amanecer, Moreira hizo alto, rodeó la tropilla y se echó

      indolentemente sobre su manta para dar un resuello al overo, que acababa

      de tragarse tres leguas en cuarenta minutos.

      Al cabo de media hora de descanso, el paisano volvió a montar y siguió su

      camino al tranquito, arreando siempre la tropilla; pero apenas andaría

      unas dos cuadras cuando un gruñido amenazador del cuzco le avisó la

      proximidad de gente enemiga, que no podía ser otra que indios de los

      toldos que había abandonado.

      Moreira se empinó sobre los estribos para divisar el campo y vio

      efectivamente que por su retaguardia venían a media rienda cinco indios,

      que conoció en las largas lanzas que traían a la rastra, enganchadas en

      una correa en la mano del rebenque.

      Moreira echó pie a tierra tranquilamente, rodeó de nuevo la tropilla y se

      alejó para que ésta se ausentara lo menos posible, dejando llegar a los

      indios, quienes al ver que el gaucho les esperaba, pararon las lanzas en

      señal de guerra y apuraron la marcha de los caballos en dirección al

      tranquilo paisano.

      Los indios cuando están en superioridad numérica son muy audaces y pelean

      duramente, y aquella partida se les presentaba con gran facilidad: uno

      contra cinco.

      Moreira había sacado sus dos trabucos, que amartilló bajo el poncho, y

      esperó la llegada de los indios que venían ya con la lanza en ristre.

      Cuando calculó que el golpe era seguro, pues sólo lo separaban unos cinco

      pasos de los indios, sacó la mano de debajo del poncho y disparó sus

      trabucos.

      Los indios lanzaron un alarido de espanto, y dos de ellos cayeron del

      caballo, mortalmente heridos por el disparo de aquella especie de

      ametralladora.

      Los otros tres dieron vuelta bridas precipitadamente, completamente

      acobardados por aquella recepción inesperada, y sujetaron la carrera de

      los caballos como a las treinta cuadras, desde donde se volvieron a ver

      qué hacía el paisano, si los perseguía o seguía su camino.

      Moreira se acercó a los indios caídos y los examinó con una prolijidad

      especial.

      Uno de ellos estaba muerto, la carga íntegra de uno de los trabucos la

      había recibido en pleno pecho. El otro había recibido un recortado en la

      parte alta de la cabeza y dos en el brazo derecho cerca del hombro.

      Los caballos de los caídos, con esa mansedumbre especial del caballo

      pampa, habían quedado parados a corta distancia, sintiéndose libres del

      peso del jinete.

      Moreira se acercó a ellos, y considerándolos buenos, los incorporó a la

      tropilla y montó sobre el overo bayo, que no se había movido, habituado al

      estampido de los trabucos.

      Y siguió la marcha arreando su tropilla recientemente aumentada, sin hacer

      caso del enemigo que dejaba a la espalda, en la seguridad especial de que

      no lo había de seguir.

      Efectivamente, sólo cuando Moreira se alejó como una legua de aquel sitio,

      los indios se aproximaron lentamente a sus compañeros caídos, a quienes

      colocaron sobre los caballos de tiro, y tomaron el camino de la Tapera de

      Díaz, no sin volver la cara de cuando en cuando hacia el camino que había

      seguido Moreira.

      A la caída de la tarde, el paisano llegó al partido de 25 de Mayo, donde

      vendió la tropilla con suma facilidad, pues la mayor parte eran caballos

      orejanos de marca y no había necesidad de exhibir el boleto de propiedad,

      ni todas aquellas formalidades enojosas que preceden a la venta de un

      caballo.

      Moreira hizo noche en una pulpería donde había un buen número de

      bebedores, teniendo la precaución de cubrir parte de su cara con un

      pañuelo, puesto en la cabeza a manera de mujer, por si acaso había en la

      reunión alguna persona que pudiera conocerlo y delatarlo a la partida de

      plaza.

      Estaba esa noche en la población, por desgracia, un paisano muy borrachón

      y cuchillero, que tenía mentas de guapo, y a quien conocían con el apodo

      de Pato picaso, a consecuencia de su nariz, muy semejante al pico de

      aquella ave, y de sus botas de potro, que eran siempre de una blancura

      especial.

      Cuando Moreira entró a la pulpería, el Pato picaso estaba contando proezas

      de valor que hacían abrir la boca a los que las escuchaban, porque el Pato

      picaso tenía fama bien adquirida de hombre de entrañas, y era mozo que en

      una ocasión había peleado a media partida de plaza, haciéndose perdiz en

      seguida.

      Moreira tomó mal olor a la cosa y resolvió tenderse afuera, al lado de su

      overo, por lo que pudiera tronar.

      Así es que pidió una ración para el caballo, un pedazo de carne para el

      Cacique y salió al patio para repartírsela y quedarse entre ellos a

      dormir.

      -¿Por qué no se sirve de algo, paisano? -le dijo el Pato picaso al ver que

      se alejaba dando las buenas noches en señal de que no iba a volver a

      entrar.

      -Gracias, amigo -había respondido Moreira-; estoy muy cansado y voy a

      hacer noche porque mañana temprano sigo viaje.

      El Pato Picaso concluyó la narración de la aventura que contaba, y la

      conversación recayó sobre el recién venido, comentando sus modos y lujosas

      prendas.

      -Ese es un mozo que debe venir de tierra adentro -dijo uno de los

      paisanos-, porque esta tarde ha vendido a don Cirilo una tropilla de

      caballos orejanos.

      -Habrá dado golpe a algunos pobretes -replicó el Pato picaso, que había

      bebido mucho esa noche-, y ha venido a engordar su tirador con su

      producto.

      -Cállese, por Dios, amigo -dijo el paisano que hablaba antes-; mire que

      ése es un hombre de mucha historia; según dijeron en la pulpería de don

      Cruz, ha tenido a mal traer a todas las partidas de estos pagos, y de puro

      desesperado ganó tierra adentro.

      -¿Y por qué me he de callar? -dijo el Pato picaso, sintiendo herido su

      amor propio-, yo no le tengo miedo a nadie, a Dios gracias, y no tengo por

      qué callarme.

      -Es que dicen que es un hombre muy soberbio y de una vista que da calor, y

      yo le he dicho que se calle para no provocar un conflicto al ñudo.

      -Pues si hay conflicto -replicó el tenaz gaucho-, con rezarle al difunto

      ya estamos del otro lado, y basta de ponderar a nadie.

      Moreira había escuchado desde el patio este diálogo, pero no se había

      inmutado; seguía tendido sobre su manta, con la mayor tranquilidad.

      El Pato picaso estaba mortificado con lo que se había dicho del

      desconocido y seguía bebiendo copa tras copa, dando soltura a la lengua.

      -Se me hace -dijo- que el tal forastero ha de ser un maula que se ha de

      achicar en cuanto sienta el resuello de un hombre.

      -Cállese, amigo, y no sea imprudente -recomendó el primer paisano-. Ese

      hombre no se mete con nadie y no hay por qué buscarle camorra.

      -Cuando yo busco camorra -dijo el Pato, a quien la mona le había dado por

      conservar su reputación del más valiente-, es porque la puedo sustentar,

      como a mí me basta ver la parada de un hombre para saber lo que le da el

      cuerpo, digo que ese mozo ha de ser un maula incapaz de toparse conmigo.

      Se había herido sin querer el amor propio de aquel hombre, y sabido es que

      un gaucho de mentas , cuando se topa con otro que las tiene, no está

      satisfecho hasta que no ha peleado con él, cosa que sucede inevitablemente

      cuando uno de los dos mentados está, como el Pato picaso, dominado por el

      alcohol.

      Los paisanos dejaron hablar al Pato sin contradecirlo, creyendo que

      pasaría la cosa, pero el gaucho siguió hablando solo y alterándose solo,

      hasta que declaró, levantándose, que iba a buscar al forastero y a

      probarles que no era capaz de parársele.

      El Pato picaso salió afuera, y detrás de él algunos paisanos tratando de

      contenerlo, pero toda tentativa fue inútil, aquel hombre se acercó hasta

      la manta donde estaba Moreira, y tocándolo en el hombro le habló así:

      -Me han dicho, don, que usted es bueno, y como yo soy el Pato picaso,

      quiero probar si las mentas que trae son legítimas o si son cuentos.

      Moreira, estaba despierto y había escuchado cuanto se habló en la

      pulpería, se había enrollado en la mano la lonja del rebenque, dispuesto a

      usar sólo esa arma.

      Miró, pues, al gaucho que así se atrevía a turbar su reposo, y bostezó

      perezosamente, como si no hubiera escuchado lo que le había dicho.

      -¡Que se pare, don! -repitió el Pato sacando la daga y rayando la punta

      sobre la espalda de Moreira, que continuaba echado de barriga-. Le he

      dicho que se pare para hacerle pagar el piso, porque el hombre que la echa

      de guapo ha de ser para pararse dondequiera y con quien lo invite.

      -Perdone, don -respondió Moreira socarronamente-; usted está con don Pepe

      y no sabe lo que dice; cuando se le pase, hablaremos.

      -El que está con don Pepe y en pepe es usted, so maula, y ahora mismo le

      voy a abrir un ojal en la jeta para que aprenda a ser mejor hablado -dijo

      el famoso Pato picaso atropellando a Moreira con la daga baja y en actitud

      de herir.

      Moreira estuvo en pie con increíble velocidad, paró la puñalada que le

      tiró el Pato y lo sentó en el suelo de un golpe con el rebenque.

      -Esto es para enseñarle a no meterse con quien no conoce -le dijo dándole

      con el pie-, y ustedes -agregó, dirigiéndose a los paisanos-, pueden

      llevar a ese guapo.

      Los paisanos levantaron al Pato y lo entraron a la pulpería, donde

      empezaron a curarle como Dios los ayudó, la larga herida que tenía sobre

      la frente.

      El golpe dado por Moreira, con el pesado cabo de plata del rebenque, había

      sido terrible, que acusaba la poderosa fuerza muscular del paisano.

      El hueso frontal estaba roto en una extensión de ocho centímetros y el

      cuero que lo cubría completamente deshecho y hundido, mezclándose al

      cabello y las partículas de hueso.

      Para salvar al Pato picaso habría sido necesario que un cirujano le

      hubiese extraído aquellos huesos, para impedir que cayeran en la masa

      cerebral produciéndole la muerte.

      Los paisanos le mojaron la herida con caña y le ataron la cabeza,

      poniéndole un pañuelo empapado en aquella bebida, pero todo fue inútil.

      Aquel hombre no volvió del desmayo ocasionado por el golpe, desmayo

      eterno, pues su cuerpo se fue enfriando poco a poco hasta que a la

      madrugada era cadáver.

      Moreira se había vuelto a echar sobre la manta indolentemente, y allí pasó

      la noche dormitando algunos minutos, y durmiendo profundamente otros.

      Cuando se levantó al venir el día y entró a la pulpería, supo recién que

      el Pato picaso había dejado de existir.

      Ninguno de los paisanos se atrevió a hacerle el menor reproche.

      Se acercó al cadáver, que examinó con una mirada inteligente, y salió de

      la pulpería tristemente diciendo:

      -¡Está de Dios que no puedo luchar con mi sino!

      Fue hasta su caballo, cuya montura compuso con suma prolijidad, y montó,

      alejándose al trotecito, tomando rumbo para el partido de Matanzas.

 

 

 

La vuelta al hogar

 

      ¡Qué conmoción poderosa agitó el corazón de aquel hombre cuando vio las

      primeras casas de su pueblo! ¡Cómo aspiraron sus pulmones aquel aire con

      que se habían nutrido!

      Allí estaban su rancho y sus campos abandonados, sin notarse una señal de

      vida, un solo pastito que acusara la presencia de un ser humano.

      Allí estaba también la casita de Vicenta Andrea, donde la había conocido,

      donde la había amado y donde había ligado a ella su existencia por una

      eternidad.

      A su vista se agolpó todo su pasado feliz, sus días venturosos, su hijo,

      su mujer, la consideración general de que era objeto, y cayó en una

      profunda meditación.

      De pronto alzó la cabeza y miró en dirección al pueblo con una terrible

      expresión de exterminio que asomaba como un relámpago al terciopelo de sus

      ojos.

      El presente, el fatal presente con su nube de sangre y de muerte, se

      ofreció entonces a su espíritu, haciéndole apreciar lo terrible de su

      posición.

      En el rancho que había abandonado siendo feliz aún, lo esperaban la

      soledad y la vergüenza, el dolor y la humillación.

      Su mujer, su Vicenta, era de otro hombre y su hijo llamaría tal vez padre

      al miserable a quien debía la afrenta cuyo recuerdo le hacía enrojecer de

      vergüenza.

      Hay situaciones en la vida que no puede valorar el que no pasa por ellas,

      porque para poder apreciar la tormenta que ruge en el espíritu, sería

      necesario sentir escapar la razón de la cabeza y desgarrarse el corazón a

      impulsos del dolor más profundo, que no alcanza a disipar el tiempo, que

      es el olvido de todo.

      Esos dolores, esas heridas, sólo las borra la muerte, única verdad de la

      vida.

      La afrenta suprema, el olvido de la mujer querida en que se ha cifrado

      todo el porvenir, el hijo propio llamando padre al autor de la afrenta,

      que cae sobre nuestra cabeza avasallándolo todo, postrando la frente sobre

      el pecho a impulsos del rubor, todo esto no lo puede valorar el que no

      haya pasado por ello.

      Y Moreira estaba allí mudo y sombrío, eligiendo mentalmente el sitio donde

      había de clavar su puñal, y balanceando la afrenta con el número de

      puñaladas que iba a dar.

      La noche venía tendiendo su negro manto y el paisano no había cambiado de

      actitud: a dos leguas de su rancho y emboscado en el camino, parecía una

      fiera acechando su presa, un asesino eligiendo el lugar de la espalda

      ajena adonde debe dirigir la punta de su puñal.

      Y allí estuvo sin hacer un movimiento, sin cambiar la expresión de su

      mirada, hasta que el silencio imponente del campo le indicó que era la

      hora fijada por él.

      Moreira tomó la dirección de la casa de su compadre, al tranco de su

      caballo, teniendo siempre la precaución de ocultarse entre las sombras al

      menor ruido que oía.

      Así llegó al rancho adonde lo guiaba la más ardiente sed de venganza, sin

      haber sido visto de persona alguna.

      ¡Cuán ajenos estarían sus habitantes de pensar que allí, a dos pasos del

      sitio donde dormían, estaba acechándolos la muerte inevitable si Moreira

      llegaba a penetrar sin ser sentido!

      El compadre no estaba desprevenido.

      Alarmado con la visita del amigo Julián, temía que Moreira se le

      apareciese la noche menos pensada, y desde entonces dormía acompañado de

      dos mastines y con su mejor caballo atado a una ventana que distaría dos

      varas de su cama.

      Los mastines tenían por objeto entretener a Moreira si llegaba a venir,

      mientras él montaba a caballo y se ponía en salvo antes que el paisano

      pudiera acometerlo.

      Creía Moreira que caía en un momento en que no se le esperaba, y no podía

      suponer las medidas sagaces que había adoptado su desconfiado compadre.

      Llegó al rancho y echó pie a tierra al lado del palenque, tratando de

      hacer el menor ruido que le fuese posible, secó con la manta de vicuña el

      sudor que corría abundantemente por su frente y se acercó a la puerta del

      rancho, donde puso el oído tratando de escuchar lo que adentro pasaba.

      Por leves que fueran los movimientos que hizo Moreira, los mastines lo

      sintieron y dejaron oír un gruñido amenazador que despertó al compadre.

      Aquel hombre saltó prontamente de la cama y se puso a vestirse a gran

      prisa, adivinando en el miedo invencible que le dominaba, la causa que

      había motivado el gruñido de los perros, que dormían del lado de adentro

      del aposento, y que se habían puesto de pie, abalanzándose a la puerta.

      Andrea despertó también sobresaltada por el gruñido de los perros, pero su

      amante le puso suavemente la mano sobre la boca, recomendándole silencio,

      y se dirigió a la ventana en actitud de saltar al otro lado, en cuanto,

      como lo temía, se abriese la puerta, deshecha de un puntapié o trabucazo.

      Moreira se había detenido colérico al oír el primer gruñido de los perros,

      había sacado su trabuco con ánimo de hacer volar la puerta y los perros,

      pero dos consideraciones le habían detenido: el temor de que el estampido

      del arma fuese a atraer gente, desbaratando su venganza, y el miedo de que

      alguno de los proyectiles fuese a herir a su hijo que sin duda dormía en

      aquel cuarto que su venganza iba a convertir en un teatro de muerte.

      Y al guardar su trabuco en la cintura, se pudo ver temblar la mano de

      aquel hombre imponderable, cuyo valor sereno le hacía afrontar sin la

      menor muestra de vacilación los peligros más inminentes, donde tenía una

      probabilidad de salir ileso contra quince o veinte de quedar en el sitio.

      Moreira guardó así su trabuco en la cintura y vaciló turbado sobre la

      resolución, que debía ser rápida, pues los perros habían dado la voz de

      alarma.

      Aquellos animales, olfateando las rendijas de la puerta, se habían puesto

      a ladrar de una manera desesperada y Moreira se decidió por fin a dar el

      golpe.

      Enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga, que blandió con un

      ademán feroz, y se echó un poco hacia atrás, tomando distancia.

      Un segundo después la puerta saltaba de su encaje débil a impulsos de un

      vigoroso puntapié, aplicado con una fuerza verdaderamente hercúlea.

      Moreira quiso saltar dentro de la pieza, pero los dos mastines se le

      fueron encima, obligándole a defenderse inmediatamente; entonces el

      compadre pasó al otro lado de la ventana y desató su caballo, sobre el que

      saltó prontamente, lanzándolo en una carrera vertiginosa.

      Moreira oyó la carrera del caballo y recién entonces sospechó el plan de

      su compadre; quiso disparar hacia su overo, seguro de darle alcance, pero

      aquellos mastines lo atacaron de tal manera, que si dejaba de defenderse

      un minuto, un segundo, iba a ser despedazado por aquellas fieras.

      Moreira tiró una puñalada tremenda y dio con el pecho de los perros,

      prorrumpiendo en seguida en una maldición rugiente.

      -¡Se me va, se me va mi venganza! -gritó de una manera desesperante, y

      hundió con el taco de la bota el cráneo del perro herido, que había

      quedado exánime.

      A la voz de Moreira respondió en el rancho un alarido desgarrador,

      semejante al que dejan escapar los labios cuando el cráneo estalla a

      impulsos de la razón que huye, alarido que heló la sangre en las venas de

      Moreira, proporcionando al mastín la ocasión de dar un mordiscón.

      La voz de Moreira había sido reconocida por Vicenta que, sabiendo que su

      marido había muerto, creía que aquélla era su ánima que andaba penando,

      según aquella gente humilde e ignorante, esclava de mil preocupaciones y

      agüerías que creen a puño cerrado.

      -¡Animas benditas! -exclamó aquella infeliz, dominada por el más profundo

      terror-. Es el ánima de mi Juan que anda penando -y se estrechó contra su

      hijo, como para protegerlo de aquella visión aterrante que había aparecido

      en su cuarto, poniéndose a rezar precipitadamente.

      Moreira se conmovió profundamente al sonido de aquella voz querida que

      hacía tanto tiempo no acariciaba su oído; presentó al perro que lo

      acometía su brazo protegido por el poncho, y cuando éste mordió, el

      paisano le sepultó la daga al lado de la paleta , dejándolo muerto

      instantáneamente.

      En seguida soltó la daga, oprimió entre las manos la varonil cabeza y se

      puso a llorar amargamente, con esa desesperación del hombre de temple de

      acero que se encuentra avasallado y se entrega por completo a la

      desesperación del dolor más íntimo.

      Al sentir aquel llanto amargo y profundo, Vicenta se tiró de la cama al

      suelo, sacó una caja de fósforos de abajo de la almohada y encendió uno.

      Cuando vio que lo que ella había creído una ánima en pena, era el mismo

      Moreira, su mismo Juan a quien tanto había llorado preguntando por su

      tumba.

      Cuando vio a su Juan llorar de aquella manera y comprendió todo el

      infierno que debía arder en aquel espíritu que sin querer había ofendido

      de una manera tan cruel, una inmensa agonía pasó por su semblante juvenil,

      sus pupilas se dilataron enormemente y la palabra se heló en sus labios,

      que temblaban y se movían como si tuvieran una conversación agitadísima.

      Era tal el estado de aquella infeliz, que el fósforo que había encendido

      se apagó entre sus dedos sin que la quemadura fuera bastante para hacerla

      volver de su asombro. Sus labios habían cesado de moverse y estaba allí

      estática, con la vista clavada en Moreira, con la expresión del idiotismo

      que caracteriza el semblante de un microcéfalo.

      Cuando Moreira descubrió el rostro y levantó la cabeza, la habitación

      estaba sumida en la más densa oscuridad.

      Fue él entonces quien sacó a su turno un fósforo, y encendió un cabo de

      vela que, metido en una botella, se veía sobre la mesa.

      Andrea no había vuelto de su atonismo y miraba a Moreira sin darse cuenta

      de lo que éste hacía; parecía estar bajo un ataque de demencia.

      Moreira la contempló un segundo y volvió sus ojos enrojecidos por el

      llanto hacia la cama donde el pequeño Juancito lloraba silenciosamente,

      dominado por el terror que le causaron los gritos de los perros, la

      maldición de Moreira y el alarido que lanzó Vicenta al reconocer la voz de

      su marido.

      Aquel hombre se lanzó a la cama, tomó al hijo en sus brazos y aplicó a su

      pequeña boca sus labios abrasadores, como si quisiera absorberle toda la

      sangre.

      En seguida se lo arrancó de los labios, lo contempló a la pálida luz de la

      vela con una ternura casi maternal y volvió a cubrirlo de besos como si

      quisiera pagarse, con aquel placer supremo, todas las desventuras de que

      había sido víctima mientras vagaba en los campos ocultándose de las

      miradas de los demás.

      El pequeño Juancito había reconocido a su padre, le había tomado las manos

      con las suyas y devolvía una por una cada caricia, cada beso,

      preguntándole en su media lengua encantadora por qué no había venido en

      tanto tiempo para hacerlo pasear en su petisito.

      Vicenta contemplaba aquella escena sin darse cuenta de ella; allí seguía

      muda, con la pupila dilatada y la boca entreabierta, por donde partía la

      respiración fatigosa.

      Cuando el primer instante de arrobamiento hubo pasado, Moreira colocó al

      pequeño Juan sobre la cama, y fijó la intensa mirada en Vicenta sin un

      átomo de rencor, sin que la idea de herir cruzara su mente.

      Sentía lástima, verdadera conmiseración por aquel ser desventurado que no

      tenía la menor culpa de todo el drama que pasara por su espíritu, ni de

      todo el mal que le habían hecho los hombres, recibiendo los peores golpes

      de sus mejores amigos.

      -Vicenta -dijo solamente el gaucho-, ven, acércate, que yo no he venido a

      hacerte mal, porque yo te perdono todo el que me has hecho a mí.

      Al oír aquella voz, la fisonomía de Vicenta fue tomando expresión, sus

      ojos brillaron de un modo particular, fijándose en Moreira primero y en su

      hijo después.

      Su corazón empezó a regularizar sus latidos, sus ojos se humedecieron, y

      todo aquel mundo de dolor que le había privado de sentido durante diez

      minutos, se tradujo en un llanto copioso, como la válvula de escape a su

      tremenda desesperación.

      -¡Cómo!, ¿sos vos?; ¿conque no has muerto?; ¿conque me han engañado?

      -dijo, y se cubrió la cara con las manos, para ocultar su rubor.

      Moreira sintió que la vergüenza quemaba sus mejillas, su situación

      desesperante volvió a ocupar su pensamiento y se lanzó al perro, de cuyo

      costado arrancó la daga que había dejado allí para contemplar a su mujer

      cuando le habló por vez primera.

      -Mátame ligero, mátame, mi Juan -dijo, creyendo que Moreira, al armar su

      brazo, lo hacía para quitarle la vida en desquite de su acción.

      -No lo permita mi Dios -repuso el paisano guardando el arma en su

      cintura-; vos no tenés la culpa y nuestro hijo te necesita, porque yo no

      lo puedo llevar conmigo. ¿Quién cuidaría de él si yo manchase mi mano

      matándote? Adiós -concluyó-, ya no nos volveremos a ver más, porque ahora

      sí que voy a hacerme matar de veras, puesto que la tierra no guarda para

      mí más que amargas penas. Adiós y cuida de Juancito.

      Moreira se acercó nuevamente a la cama, selló la frente de su hijo con un

      beso sonoro y prolongado, y llevando la mano a la cara, trató de alejarse.

 

      -¡No te vayas, mátame antes -dijo Vicenta, prendiéndose a su chiripá-;

      mátame como a un perro, porque yo te he ofendido en tu honra.

      -Jamás -dijo el paisano-. ¿Quién cuidará a ése? -añadió, señalando al

      chiquilín, que tendía los brazos-. Basta, que me voy, adiós.

      -No quiero -contestó Vicenta, prendiéndose más fuertemente del chiripá del

      paisano-. ¡Llámalo, Juancito, no lo dejes ir!

      Moreira comprendió que si aquella escena se prolongaba iba a ser vencido,

      y con un esfuerzo poderoso se deshizo de Vicenta, tiró a su hijo un beso

      con la punta de los dedos y salió del rancho con increíble rapidez.

      Un instante después montaba sobre su infatigable caballo y se perdía de

      vista a todo galope, no siendo bastante a detenerlo los lamentos de su

      mujer y el llanto de su hijo, que llevaba a su oído el fresco viento de la

      noche. Moreira corría como un loco, llevando en su corazón un infierno y

      un volcán en su cabeza, y apuraba la marcha de su caballo, que corría en

      dirección al juzgado de paz.

      Allí detuvo el vértigo de su carrera, subió con el corcel a la vereda y

      llamó frenéticamente a la puerta, que golpeó enfurecido con el cabo del

      rebenque.

      -¿Quién canejo golpea como si esto fuera fonda de vascos? -preguntó de

      adentro el soldado de guardia, a quien los golpes habían sacado del más

      delicioso sueño.

      -Juan Moreira, que quiere morir en buena ley -respondió el paisano-; que

      salga la partida de una vez y aproveche la bolada.

      -Más Juan Moreira es el peludo que tenés -replicó el soldado, que creía

      habérselas con un borracho-. Lárguese de aquí, so zonzo, antes que le

      rompa el alma.

      -¡Que salga la partida! -gritó de nuevo Moreira, golpeando fuertemente la

      puerta con el rebenque-. Que salga de una vez, o le prendo fuego al

      juzgado.

      El sargento y dos soldados más que dormían en el interior habían acudido a

      los golpes y consultaban entre sí el partido que debían tomar, porque

      indudablemente el que golpeaba así la puerta, no podía ser otro que

      Moreira, único capaz de semejante rasgo de audacia.

      Los soldados resolvieron no abrir la puerta, visto el enemigo que estaba

      del otro lado, siendo el sargento el que tomó la palabra para decir a

      Moreira:

      -Amigo, vuelva mañana, porque el juez está en su casa y nos ha dejado

      orden de no abrir la puerta a nadie.

      -¡Vaya a la maula, so flojo de porra! -gritó Moreira dominado por la ira-.

      ¡En la primera ocasión les he de sacar los ojos a azotes!

      Y volviendo el caballo salió al galopito corto, llenando de injurias e

      insolencias a las personas que, asustadas, se asomaban a las ventanas

      atraídas por el ruido descomunal.

      Ansioso de buscar camorra para engañar o concluir con la desesperación que

      lo dominaba, Moreira golpeó en todas las pulperías que halló al paso,

      nombrándose para hacerse abrir, pero todas las puertas permanecieron

      cerradas sin que siquiera una voz se atreviera a responder a su llamado.

      Moreira, desesperado y maldiciendo de su vida, tomó al galope largo el

      mismo camino que había traído, en dirección al 25 de Mayo, donde era menos

      conocido.

      A la irritación había sucedido una calma completa y el paisano se puso a

      reflexionar, mientras marchaba, que no debía hacerse matar antes de

      haberse vengado.

      Al amanecer se detuvo en una pulpería, donde dio de comer a su gente y

      tres horas de descanso a su caballo, al cabo de las cuales se puso de

      nuevo en camino, a pesar de las invitaciones del pulpero que, habiéndole

      conocido, quería obsequiarlo a todo trance.

      Moreira marchó todo aquel día en pequeñas jornadas al fin de las cuales

      hacía descansar a su caballo para que se repusiese del último galope, que

      había sido serio.

      A la caída de la tarde se volvió a bajar en otra pulpería, donde dio de

      cenar al caballo y al Cacique, cenando él mismo y asentando cada bocado

      con un trago descomunal de ese brebaje espantoso que en las pulperías de

      campaña se permiten llamar pomposamente vino carlón .

      En la pulpería encontró muchos paisanos que lo conocían, con quienes

      entabló alegre plática, concluyendo por mamarse .

      Ya hemos dicho que, bajo la influencia del vino, Moreira era más alegre y

      más accesible a todo género de bromas, que devolvía con suma vivacidad.

      Allí contó su vida y milagros en los toldos, y aseguró que no pensaba

      llamarse a silencio , hasta pelear a una partida de vigilantes de la misma

      policía de Buenos Aires, porque ya los policianos de campaña le daban asco

      y no servían siquiera para hacerle dar rabia.

      Serían poco más o menos las dos de la madrugada, cuando Moreira pagó el

      gasto de todos, con plata de los indios, según dijo, y se alejó

      perezosamente hacia el 25 de Mayo, de cuyo pueblo estaría apenas a unas

      cuatro leguas de distancia.

      Hacía una hora que había amanecido, cuando el paisano, después de una

      jornada de dos leguas, se detuvo en la última pulpería a dar de comer bien

      al caballo y al perro, proporcionándoles un buen descanso, porque la

      partida de aquel pueblo estaba con la sangre en el ojo y tal vez quisiera

      prenderlo.

      Es sabido que el gaucho errante tiene un amor en cada pago, y cien amigos

      en cada palmo de tierra, que le avisan los movimientos de las partidas que

      andan en su persecución y le indican los sitios donde puede ocultarse con

      menos probabilidades de ser hallado.

      Y Moreira, cuyas desgracias eran simpáticas a todos los paisanos, recibía

      en cada pulpería una crónica detallada de lo que había dicho el Juez de

      Paz y de lo que pensaba hacer la partida, según lo que en la trastienda

      había hablado el sargento Fulano o el soldado Mengano.

      En aquella pulpería supo Moreira que la muerte del Pato picaso había

      puesto en movimiento a los policianos de la partida, porque se sabía, por

      la reclaración de los compañeros, que el que había hecho esa hazaña era

      Moreira, que había regresado de los toldos.

      Moreira no hizo caso de las advertencias que le hacían para que se alejara

      de aquellos pagos; se puso a tocar la guitarra mandando echar una vuelta

      general de lo que gustasen, que él pagaba por todo lo que se bebiera aquel

      día.

      La jarana se armó de lo fino.

      Moreira se había apoderado de la guitarra y había empezado por echar unas

      hueyas , concluyendo por rasguear el malambo más quiebra, que cepillaron

      la mayor parte de los concurrentes, que estaban garuados los menos y

      completamente divertidos los más.

      Durante el día iban cayendo a la pulpería infinidad de paisanos, que

      tomaban cartas en la jarana y se iban quedando donde encontraban los dos

      grandes elementos de una verdadera fiesta: guitarra y coperío a

      discreción.

      Llegó la siesta tumbando a la mayor parte de los concurrentes, que se

      pusieron a dormir a pierna suelta; pero Moreira, que no había querido

      beber con exceso, seguía con la guitarra, y aquello amenazaba no concluir

      en tres días, pues ya se habían organizado carreras y juegos de taba para

      el día siguiente.

      Moreira tenía dinero en abundancia y pagaba religiosamente al fin de cada

      vuelta , lo que tenía al pulpero completamente dominado y fuera de sí.

      En vista de la buena paga, había pelado una cañita de durazno que los

      paisanos saboreaban con descomunales chasquidos de lengua, prodigando mil

      elogios al pulpero, por cuya salud brindaban de cuando en cuando,

      dedicándole algunas payadas y relaciones que se echaban.

      Por fin, uno de los últimos paisanos que habían caído a eso de las tres de

      la tarde, trajo una novedad que descompuso el baile.

      La partida de plaza había salido aquella mañana en busca de Moreira, con

      orden de recorrer todo el partido y matarlo dondequiera que lo hallaran,

      pudiendo alegar después que se había resistido a la autoridad, como

      siempre, a mano armada.

      -Pues se irán como han venido -dijo Moreira, preludiando un gato-, y soy

      capaz de pelearlos a zurdazos y con el rebenque. La única lucha en que

      podría esmerarme es con vigilantes del pueblo, y éstos, que yo sepa,

      todavía no han salido a buscarme.

      -Mire, amigo, que la partida viene esta vez mandada, según me dijo don

      Goyo, por un sargento de línea muy veterano, que dicen que es un mozo

      malo, capaz de traerlo a usted atado de pies y manos para que la autoridad

      lo fusile.

      -No le haga caso, amigo -volvió a decir indolentamente Moreira-. No hay

      partida capaz de matarme, porque la suerte pelea conmigo. Eche una copa

      que yo pago, y, si quiere, vaya y dígale que aquí los espero, y verá lo

      que hago yo con todas esas maulas. ¡No sirven ni para la cachetada!

      Un fuerte palmoteo acogió la determinación de Moreira y la algazara siguió

      en un crescendo infernal.

 

      No estaba, sin embargo, lejos el momento en que aquella chacota se

      convirtiera en una tragedia, siendo Moreira actor principal en un nuevo

      combate.

 

 

 

La fuerza del destino

 

      En aquellos días había llegado de tránsito al 25 de Mayo el sargento de

      línea Santiago Navarro, hombre duro en la pelea y en cuyo pecho se veían

      dos cintas correspondientes a dos condecoraciones ganadas en la heroica

      campaña del Paraguay, donde cada soldado fue un héroe.

      El sargento Navarro era un hombre flaco, de pelo lacio y bigotes cerdunos,

      pero dotado de una fuerza muscular poderosísima. Navarro había llegado al

      25 de Mayo, donde había oído todas las mentas que se contaban de Moreira,

      escandalizándose cristianamente de los triunfos que se le atribuían sobre

      las numerosas partidas con que había peleado.

      Sabiendo Navarro que el Juez de Paz había dispuesto saliese la partida de

      plaza en persecución de Moreira, y oyendo decir que ésta se haría la que

      no lo había encontrado porque le tenía miedo, se presentó al Juez de Paz

      pidiendo el mando de la partida y prometiendo que, si el gaucho se hallaba

      en el partido, lo traería vivo o muerto.

      La proposición fue aceptada con verdadero júbilo y en el acto se dispuso

      todo para salir en busca del terrible gaucho.

      Navarro había averiguado qué clase de hombre era Moreira y con qué

      estrategia se batía para poder luchar contra diez o doce hombres

      ventajosamente, pues suponía que se parapetaría detrás de alguna cosa o

      usaría alguna táctica maliciosa que le proporcionara serias ventajas sobre

      sus enemigos.

      Pero cuando supo que el gaucho peleaba lealmente, cuerpo a cuerpo y sin

      hacer uso de tretas, Navarro se rió alegremente y dijo que había de traer

      preso a Moreira, y que lo había de traer vivo.

      Si Navarro hubiese conocido la clase de enemigo con quien iba a

      estrellarse, tal vez no habría prometido tanto; mas, soldado viejo y

      habituado a luchas rudas y laboriosas, no podía suponer que un hombre solo

      pudiese resistir a doce bien armados y sobre todo cuando esos hombres iban

      a ser guiados por él, que se tenía por bravo y bueno.

      Navarro proclamó a su gente diciéndoles que era una vergüenza que fueran

      el juguete de un hombre solo y que él les iba a demostrar cómo se prende a

      un bandido.

      Tanto habló el sargento y tanta patraña contó, que los policianos se

      templaron y se dispusieron a seguirlo llenos de confianza.

      El Juez de Paz de 25 de Mayo ofreció a Navarro una buena recompensa si le

      traía a Moreira, y el buen sargento se puso en campaña con diez soldados,

      rogando a Dios que le hiciera dar con la guarida del gaucho, pues ardía en

      deseos de toparse con él, porque había comprometido su amor propio de

      veterano y había charlado en toda regla.

      Navarro recorrió medio partido por los lados que le indicaban que podría

      estar Moreira, pero por más que registró las pulperías no lo pudo

      encontrar.

      -Esta gente es muy ladina -decía Navarro a sus soldados-, y son capaces de

      esconderlo sabiendo que soy yo el que anda en su busca; pero, como llegue

      a saber que me juegan sucio, prendo a todos los pulperos y con una cepiada

      jefe me hago decir dónde está ese espantajo que tan sin razón asusta a

      toda la gente.

      Los soldados estaban llenos de bríos y confianza al ver el deseo que

      demostraba Navarro de hallar a Moreira, y pensaban que aquel hombre había

      de ser muy guapo, tan ganoso se mostraba, a pesar de conocer que Moreira

      peleaba con el diablo y de saber lo que sucediera a Leguizamón por haberse

      metido a buscarle camorra.

      Ya Navarro empezaba a desesperar del éxito de su empresa, por no dar con

      el hombre, cuando supo que en una pulpería, como a dos leguas de

      distancia, estaba un forastero que había llegado esa mañana y armado un

      baile con coperío, en el que ya había unos cuantos mozos divertidos.

      -Puede ser que ése sea -dijo Navarro, y tomó el camino de la pulpería

      indicada, seguido de los diez soldados que, creyendo que pudieran hallar

      allí a Moreira, habían perdido la mitad de los bríos y empezaban a no

      creer que aquel hombre tan flaco y tan charlatán pudiera con Juan Moreira

      y llegara hasta prenderlo.

      Animado y alegre, Navarro seguía andando hacia la pulpería, sin notar el

      desaliento que empezaba a dominar a su tropa y manteniendo a los viejos

      caballos patrias, en un trote sostenido, porque quería conservarlos

      frescos para el caso previsto por él, de tener que perseguir a Moreira,

      que ya le habían dicho que andaba muy bien montado.

      Cuando avistó la pulpería hizo hacer un altito a la gente para cinchar y

      tomar esas pequeñas precauciones a que el soldado está habituado antes del

      combate.

      Fue entonces que el paisano que había traído la noticia a Moreira de que

      lo andaban buscando, y quien de cuando en cuando salía a divisar el campo,

      vio la partida, y entrando a la pulpería todo espantado dijo a Moreira que

      huyera, porque hacia allí venía la partida, como de doscientos por lo

      menos.

      -No me hago a un lado de la huella, ni aunque vengan degollando -dijo

      alegremente el paisano suspendiendo la relación de un gato que echaba en

      ese momento-. Este día -agregó-, tengo ganas de pelear para que no se vaya

      sin verme ese veterano que las viene echando de bueno, porque a la fija no

      me conoce -y salió a ver la gente que venía.

      El sargento y los soldados se habían puesto en marcha de nuevo, muy

      desalentado el primero por la presencia de aquella gente, pues a estar

      allí, Moreira huiría precipitadamente.

      -Aquel overo bayo que está en el palenque con un perrito arriba -dijo a

      Navarro uno de los soldados- es el caballo de ño Juan Moreira.

      -Prenda que será mía desde hoy -respondió Navarro-, porque su dueño no lo

      va a necesitar más y aunque lo necesitase, sería lo mismo, porque se la

      voy a quitar.

      Los milicos se miraban asombrados al ver la serenidad de aquel hombre a

      quien empezaban a tener lástima, porque presentían su triste fin.

      La sola vista del caballo de Moreira descompaginó por completo a la

      partida, viendo que el trance duro se acercaba y que había que hacer de

      tripas corazón.

      Cuando la partida llegó a la pulpería, Moreira había ya montado sobre su

      overo, después de revisar con suma ligereza los gatillos de sus enormes

      trabucos.

      Con la rienda recogida y el poncho enrollado al brazo izquierdo, esperó

      tranquilo que le dirigieran la palabra, como si no fuera él a quien

      buscaban.

      El sargento Navarro se dirigió resueltamente a Moreira.

      No tenía más arma que un sable de caballería que pendía de su cintura,

      arma que consideraba más que suficiente para prender al gaucho, por estar

      hecho a ella hacía muchos años.

      Los soldados se habían detenido un poco atrás dominados por la situación,

      y esperaban que Navarro les indicase lo que habían de hacer, aunque ellos

      hubieran preferido disparar.

      -¿Es usted Juan Moreira? -preguntó el sargento al paisano, examinando a

      Moreira con una mirada rápida y sumamente penetrante.

      -¿Qué dice, don? -contestó éste, clavando sus negros ojos en los del

      sargento y revolviendo el caballo de manera de no presentar ninguno de los

      flancos.- Ese tal soy yo, para lo que guste mandar.

      -Pues, amigo, dispense -agregó Navarro-; pero traigo orden del Juez de Paz

      de prenderlo y, con su permiso -concluyó, queriendo echar mano a la rienda

      del overo-, sígame.

      Un relámpago de soberbia brilló en la pupila del gaucho, que recogió la

      rienda del overo haciéndolo retroceder, y con altanería suprema dijo:

      -Vamos por partes, amigo, que yo no soy mancarrón para que me hagan parar

      a mano, ni soy candil para que así nomás me prendan.

      -Es inútil hacer resistencia -dijo Navarro con gran calma-; me han mandado

      que lo prenda y tengo que cumplir la orden sin remedio, conque dése preso.

 

      -¡Y qué facilidad, canejo! -respondió Moreira sonriendo-; ni mi tata que

      fuera para hablar así -y con gran arrogancia sacó uno de los trabucos.

      -¡A él! -gritó Navarro sacando su sable-. ¡Cuidado de no matarlo, que he

      de llevar vivo a este maula! -Y todos cargaron a una.

      Moreira tendió el brazo al montón de milicos y disparó su arma terrible,

      partiendo en seguida a toda la carrera del overo.

      -¡Que no se vaya! -gritó de nuevo Navarro, lanzádose sobre Moreira al

      débil galope del patria, sin fijarse que el disparo del trabuco le había

      volteado un hombre.

      La huida de Moreira era con el objeto de guardar el arma, descargarla y

      sacar el otro trabuco, sin dar lugar a que lo hirieran.

      Así es que unos segundos después se le vio volver las bridas y dirigirse

      de nuevo al grupo de soldados, que habían quedado atónitos, sobre quienes

      disparó el otro trabuco, postrando en tierra a otro de los soldados,

      mortalmente herido.

      El resto de la partida, comprendiendo que iba a suceder lo de siempre y

      que era inútil luchar contra aquel hombre, se puso en precipitada fuga,

      abandonando a Navarro, que galopaba enfurecido hacia el encuentro del

      gaucho, luchando con la impotencia del patria y con la indignación que le

      causara la fuga de los soldados.

      Moreira esperaba tranquilo la acometida, con la daga en la mano, pues la

      partida era ya igual y tenía ciega fe en el desenlace de la lucha.

      Navarro, además, venía pésimamente montado, y ésta era una ventaja enorme

      que el paisano apreciaba en su importante valor.

      Los paisanos que se habían metido en la pulpería, temiendo ser víctimas de

      algún tiro mal dirigido, empezaron a salir a ver la lucha de arma blanca.

      Navarro llegó a donde estaba Moreira, amenazando un terrible corte a la

      cabeza; pero éste encabritó su caballo, que era una seda en la boca, y

      evitó el golpe, ganando al sargento el costado izquierdo, por donde lo

      acometió recio, hiriéndole el caballo bajo la paleta para entorpecer sus

      movimientos.

      Cuentan que aquélla fue la lucha en que más astucia desplegó Moreira; no

      quería matar al sargento, pero sí hacerle ver su inmensa superioridad.

      Navarro era un hombre bravo hasta la exageración, había comprometido su

      amor propio, y estaba decidido a prender a Moreira o morir a sus manos.

      Se cubría en el ataque admirablemente bien, atendiendo a la defensa con

      gran tino, pero luchaba con un enemigo ágil y bien montado a quien no

      podía encontrar con los golpes de su sable, teniendo que distraer la mitad

      de su atención en su caballo flaco y despaletado.

      Moreira reía ruidosamente a cada golpe que evitaba, ya con el poncho, ya

      levantando en la rienda a su overo, que giraba en las patas como un

      trompo.

      Sobre la cabezada de su apero se veía al Cacique enfurecido, que tomaba

      parte en la lucha con sus ladridos desesperados y su ademán hostil.

      Moreira, atendiendo, más que a la propia, a la fatiga de su caballo,

      preparó su golpe favorito, y cuando menos lo esperaba Navarro, hundió

      sobre su frente la terrible daga, que penetró hasta el hueso,

      produciéndole una herida de más de tres centímetros, por la que empezó a

      salir abundante sangre, que enceguecía al sargento al caer sobre los

      párpados.

      Navarro soltó una enérgica maldición y cayó de nuevo sobre Moreira

      desesperadamente, con un golpe supremo, pero Moreira evitó el hachazo,

      bandeando a su vez el brazo derecho de su adversario, con una puñalada

      hasta la S.

      Al sentirse herido Navarro de una manera que le inutilizaba el brazo

      abandonó la rienda del caballo y tomó el sable con la mano izquierda.

      -¡Ah, hijo del país! -exclamó Moreira entusiasmado con aquel rasgo de

      valor-. ¡Así me gusta un tirano! -y sin dar tiempo a Navarro a hacer uso

      de su sable, se lo arrancó de la mano con un movimiento vigoroso,

      diciéndole al mismo tiempo:

      -Con Dios, mozo lindo; yo no sé matar hombres guapos -y volvió su caballo

      al lado derecho, en momentos que el patria venía al suelo, arrastrando en

      su caída al desventurado sargento.

      Moreira se retiró algunos pasos, echó pie a tierra y, después de arrojar

      el sable y guardar su daga, se acercó a Navarro, que había quedado

      exánime.

      Levantó al herido y, haciéndose ayudar por los asombrados testigos de

      aquella lucha, lo condujo al interior de la pulpería, donde lo reconoció

      con prolijidad.

      Navarro estaba desvanecido por la pérdida de sangre, pero sus heridas no

      eran mortales.

      Moreira las lavó con caña, perfectamente; hizo un prolijo vendaje en la

      frente con el pañuelo que llevaba al cuello y metió en la herida del brazo

      el terrible tarugo de trapo quemado que usan los paisanos para estancar la

      sangre en las heridas calificadas de puñalada.

      Concluida esta curación, abrió la boca de Navarro y con la suya propia le

      echó adentro un trago de caña para entonarlo.

      En seguida se sentó al lado del catre y se puso a mirar al sargento con

      una verdadera expresión de cariño.

      Era el valor subyugado por el valor. Si Navarro, después de sus promesas,

      se hubiera batido flojamente, Moreira lo hubiera muerto o se habría

      burlado de él de una manera sangrienta; pero Navarro se había batido como

      un valiente, había sido vencido con bravura, y Moreira se había sentido

      cautivado.

      Ya hemos dicho que el valor es la prenda que más se estima entre los

      paisanos.

      Moreira permaneció todo el resto de la tarde y de la noche atendiendo a

      Navarro con una solicitud verdaderamente paternal.

      Este había despertado después de medianoche y contemplaba silencioso y

      agradecido los cuidados que le prodigaba aquel hombre tachado de bandido a

      quien él viniera a prender.

      -Gracias, paisano -le había dicho varias veces-. Usted es un hombre a

      carta cabal, y ya no extraño todas las proezas que de usted me habían

      contado.

      Moreira había sonreído tristemente ante aquel cumplimiento, diciendo que

      con aquello no hacía más que cumplir con su deber, pues un valiente lo

      merece todo.

      Y así pasó la noche, sin separarse del catre donde yacía Navarro, sino el

      tiempo necesario para dar de comer a su caballo y a su perro.

      Cuando empezó a aclarar y el poncho de los pobres se asomó en el cielo

      hermosísimo, Moreira cinchó su caballo y se puso a hacer los preparativos

      de marcha.

      -Yo me voy, compañero -dijo-, pero antes es preciso que hagamos la mañana,

      pues tal vez no volvamos a vernos. Yo no tengo el cuero para negocio y

      alguna vez ha de ser la buena.

      -No habiéndole prendido yo -dijo débilmente Navarro-, lo que es a usted no

      lo prende nadie, a no ser que lo agarren dormido o a traición.

      -Dios le oiga, amigo -dijo Moreira, despidiéndose de todos y pagando todo

      el gasto que había hecho. Salió, montó en su caballo y tomó al trotecito

      el camino de Navarro.

      Para él ya todos los rumbos eran lo mismo; en todas partes había partidas

      y su destino era pelear con ellas hasta que lo mataran.

      Cuando Moreira se hubo perdido de vista, el pulpero, queriendo quedar bien

      con la justicia, se acercó a Navarro y le dijo demostrando el mayor

      interés:

      -Puede darse por bien servido, amigo, que este bandido no lo haya

      degollado, pues tiene más entrañas que un dorado y no se para en una

      puñalada más o menos.

      -El que diga que ese hombre es un bandido -repuso Navarro, incorporándose

      con firmeza en el catre-, es un puerco a quien le he de sacar los ojos a

      azotes-; y volvió a caer postrado por la debilidad que le ocasionara la

      pérdida de sangre.

 

 

 

La soberbia del valor

 

      Moreira regresó a Navarro y empezó a recorrer todos los partidos vecinos:

      Cañuelas, Saladillo, Lobos, Salto y Las Heras, siendo el terror de sus

      habitantes y de las partidas de plaza.

      Dormía de día en medio del campo, fiado en la vigilancia de su perro, y se

      acercaba de noche a las poblaciones a buscar sus víveres y sus vicios.

      Peleaba con los gauchos que tenían hechos y reputación, contentándose con

      vencerlos y no matándolos sino en el caso que esto fuera muy necesario a

      su defensa.

      Las partidas de plaza estaban completamente dominadas, y si acaso le

      presentaban combate era para huir inmediatamente que el gaucho las

      acometía.

      Solía venir al partido de Lobos, donde se alojaba en una casa llamada "La

      Estrella" y allí pasaba dos o tres días entregado al juego, al beberaje y

      a las mujeres.

      Mientras Moreira estaba allí, no sucedía ningún escándalo, porque él no lo

      permitía; ¿y quién contrarrestaba aquella voluntad de acero?

      Moreira salía al campo y detenía las galeras que venían a Lobos de los

      partidos vecinos a tomar el tren, pues sospechaba que en alguna de ellas

      podría ir su odiado compadre, a quien había jurado matar, y hacía un

      general registro entre los pasajeros, a quienes obligaba a descender para

      revisar el interior del vehículo.

      En las diligencias venían generalmente pasajeros armados hasta los

      dientes, con la decisión de matar a Moreira si les salía al camino, pero

      al encontrarse con el gaucho olvidaban por completo su propósito y las

      armas permanecían inofensivas en sus manos heladas por el espanto.

      Moreira hacía un prolijo registro, y convencido de que no iba allí su

      compadre, los dejaba seguir su viaje sin hacer a los pasajeros el menor

      daño.

      Un día tuvo noticia de que en una galera que debía pasar por el Durazno,

      para tomar el tren de Lobos, venían su mujer y su compadre, que se

      dirigían a Buenos Aires.

      Moreira se fue al Durazno y se emboscó en la pulpería por donde tenía que

      pasar la galera, decidido a degollar irremediablemente a aquel hombre que

      tanto odiaba.

      Una partida de plaza, fuerte y bien preparada, recorría también los campos

      ese mismo día en demanda del terrible gaucho, no ya para prenderlo sino

      para matarlo.

      Moreira sabía que lo buscaban, pero ni siquiera había pensado en ocultarse

      y sacar el cuerpo a aquella partida, pues tenía por todas ellas el mayor

      desprecio.

      El gaucho se había emboscado, ocultando también su caballo, para que la

      gente de la galera no tuviese desconfianza alguna, y esperaba con la

      paciencia del zorro.

      Serían como las doce del día cuando en las revueltas del camino apareció

      la galera, arrancando a Moreira un grito de júbilo.

      Tanto el pulpero como algunos paisanos que estaban allí refrescando,

      temblaban de espanto al pensar lo que iba a suceder, no atreviéndose

      ninguno de ellos a disuadirlo.

      En la galera venían el mayoral y seis peones, trayendo ocho pasajeros,

      perfectamente armados, entre los que se contaba el referido compadre, que

      traía un "rémington".

      Cuando la galera iba a pasar por la pulpería, sin detenerse, temiendo que

      a ella pudiera llegar Moreira, éste saltó al camino y dio la voz de alto y

      a tierra.

      -Pero, amigo Moreira -dijo el mayoral endulzando la voz todo lo que le fue

      posible-, déjenos seguir viaje, que llevamos el tiempo contado para

      alcanzar el tren.

      -Alto, he dicho -replicó el soberbio gaucho, cruzándose de brazos delante

      de la galera-; yo tengo que revisar ese coche antes que siga viaje.

      -Esto es de vicio, amigo -añadió humildemente el mayoral-; adentro no

      viene ningún enemigo suyo y usted nos va hacer perder el tren, que no sabe

      dar espera.

      Moreira no contestó una sola palabra, pero sacó de su cintura uno de sus

      enormes trabucos y apuntó al mayoral: la galera se detuvo como por un

      resorte.

      Los pasajeros, armados como estaban, podían haberse defendido por las

      ventanillas, tal vez matando al paisano, pero la proximidad de Moreira los

      había aterrorizado, desarrollándose en el interior de aquel vehículo una

      escena conmovedora.

      La voz de Moreira había sido reconocida por tres de los pasajeros,

      produciendo en cada uno de ellos una impresión diversa pero igualmente

      profunda.

      El compadre abandonó su "rémington" y se echó de barriga en el fondo de la

      galera, diciendo a los compañeros de viaje:

      -Por Dios, amigos, ese hombre me busca y si me ve me va a degollar,

      échenme encima los ponchos y tengan piedad de mí. ¡Traten de que ese

      hombre no me vea, porque a la fija me mata!

      Vicenta reconoció también la voz del gaucho y se echó a llorar

      desesperadamente. No temía al paisano; sabía que éste no la había de

      matar, puesto que no la mató la noche aquella que apareció en su rancho;

      pero al timbre de aquella voz se había agolpado a su espíritu todo el

      inmenso amor que le inspiraba su marido, y el recuerdo de todo su pasado

      acudía a su memoria, haciéndola caer en aquella amargura y honda

      desesperación.

      Y lloraba desconsoladamente, ocultando el semblante como para huir de la

      mirada de Moreira, que sentía gravitar sobre su corazón, cuyos movimientos

      rápidos y agitados se advertían sobre la ropa.

      La tercera persona que había reconocido aquella voz enérgica, era

      Juancito, el pequeño Juancito, que iba en brazos de la desventurada

      Vicenta.

      Juancito gritaba alegremente y extendía sus bracitos hacia las ventanillas

      de la galera, llamando a su tata y prodigándole mil cariños en su

      encantadora media lengua.

      Cuando Moreira asomó la cabeza al interior de la galera, se estremeció

      poderosamente y quedó inmóvil, fijando en su hijo su mirada entornada por

      una impresión íntima.

      Olvidó por completo el propósito que allí lo llevaba; olvidó a su

      compadre, pegado al fondo de la galera, y no tuvo ojos más que para mirar

      a Juancito.

      Sin retirar el trabuco que brillaba en su diestra, metió las manos por la

      ventanilla de la galera y empezó a acariciar a su hijito de todos modos.

      Al espanto, entre los pasajeros, había sucedido un asombro mezclado a una

      especie de respeto engendrado por la actitud de profundo cariño asumida

      por el gaucho, cariño que asomaba dulcísimo a su pupila, dando a aquella

      fisonomía varonil y hermosa una expresión de dulzura arrobadora.

      Era aquél un cuadro magnífico, de aquellos que no se pueden trasladar al

      lienzo, porque no está al alcance del hombre el poder imitar aquella

      chispa divina que asoma a la mirada en ciertas situaciones del espíritu,

      chispa inimitable que se puede llamar belleza de la expresión.

      Y allí estaba Moreira absorto en la contemplación de su hijo, que devolvía

      una a una sus caricias, rogándole lo llevara consigo en ancas de su

      caballo.

      De pronto soltó a su hijo al lado de Vicenta, buscó en su cintura el otro

      trabuco y se volvió amenazador hacia el camino.

      De sus ojos había desaparecido aquella tierna expresión de cariño,

      apareciendo en ellos aquel fulgor siniestro que los dominaba en lo más

      recio del combate, cuando éste era duro y apurado.

      ¿Quién había sacado a Moreira de su éxtasis paternal, haciéndole volverse

      amenazador hacia el camino y sacando un trabuco que amartilló rápidamente?

 

      Eran los ladridos desesperados que lanzaba el Cacique, previniendo un

      nuevo peligro, y que se sentían allí donde el gaucho dejara emboscado su

      caballo.

      Moreira llegó en dos saltos a donde estaba su caballo y vio a dos cuadras

      de distancia una partida de plaza que venía al gran galope, sin duda para

      apresar al overo bayo, lo que importaba cortar al paisano la retirada y

      quitarle aquel poderoso elemento que lo hacía tan temible.

      Sin duda el Cacique había dado mucho antes la voz de alarma, que no había

      sentido Moreira, extasiado en la contemplación de su hijito.

      Al ver aparecer al gaucho en aquella actitud amenazadora, la partida se

      contuvo y avanzó al tranco tomando mil precauciones, pues entonces ya no

      se trataba de prender a Moreira, sino de matarlo de la mejor manera que se

      pudiera.

      El mayoral de la galera aprovechó entonces aquella protección inesperada,

      y se alejó de allí con toda la velocidad que le permitían sus flaquísimos

      mancarrones.

      Moreira quedó completamente desesperado. Quería seguir la galera, donde

      indudablemente se salvaba el objeto de su venganza, pero tenía también que

      atender a la partida, que se le venía encima preparando las carabinas de

      fulminante con que se la había armado.

      El paisano renunció con una maldición a la persecución de la galera y

      atendió a su defensa, echando rápidamente la rienda al cuello del overo.

      En ese momento los soldados hicieron tres o cuatro disparos de carabina,

      pero tan inseguros que el mejor tiro pasó a diez varas de distancia.

      Ya hemos hecho presente que nuestra caballería de guardia nacional no sabe

      tirar, hasta el punto de disparar las carabinas al acaso, apoyándolas en

      las paletas del caballo.

      Moreira extendió los brazos y el doble disparo de sus trabucos sonó

      poderoso, llevando el espanto y la muerte a las filas de sus adversarios.

      Los caballos se asustaron y corrieron en varias direcciones, teniendo los

      soldados que hacer serios esfuerzos para contenerlos y volver al ataque.

      Entretanto, con la rapidez que le era característica, Moreira había vuelto

      a cargar los trabucos y esperaba tranquilo y sonriente la nueva acometida.

 

      Los soldados, rehechos, volvieron al ataque y dispararon de nuevo al acaso

      sus carabinas, sin otro resultado que provocar la risa del gaucho, que ni

      siquiera se cubría tras el corral donde estaba atado el caballo, pues la

      práctica le había enseñado que las carabinas en manos de aquella gente

      eran armas inútiles.

      Dejó, pues, que se aproximaran todo lo posible, y cuando los tuvo a tiro

      seguro, tendió de nuevo los brazos y el trueno de sus trabucos volvió a

      sonar poderoso, yendo a morir, repetido por el eco, allá en el último

      monte y saltó sobre el caballo.

      El espanto se apoderó por completo de aquellos soltados, que echaron a

      disparar completamente desmoralizados, dejando en el campo tres muertos.

      Moreira cerró las espuelas sobre los flancos del overo y se lanzó ávido en

      persecución de los que habían turbado su venganza, haciéndole escapar su

      presa.

      Era la primera vez que después de vencer a una partida, perseguía sus

      restos, enconado y deseoso de destruirla soldado por soldado.

      Es que el gaucho estaba furioso; la aparición de aquella partida, cuando

      menos la esperaba, lo había encolerizado y quería desahogar sus iras

      matando, exterminando todo aquello que se le pusiera por delante y tuviese

      olor a justicia de paz o partida de plaza, que eran sus enemigos a muerte.

 

      Moreira había guardado sus trabucos y sacado una de las pistolas que le

      regalara su compadre Giménez, y la llevaba en la diestra.

      Y así disparaba con la vertiginosa rapidez de su overo bayo, no sabiendo a

      cuál de sus enemigos elegir, pues todos huían en completo desparramo.

      Por fin el gaucho se fijó en uno de los jinetes que más apuraba la marcha

      para salvar el bulto, cerró las espuelas al overo y partió en su

      dirección.

      Tres o cuatro minutos después el paisano estaba sólo a dos cuerpos del

      caballo del soldado, que volvió la cara e hizo fuego con la carabina.

      El tiro no dio en el blanco, y en aquel movimiento el soldado perdió la

      mitad de la distancia que ya no debía volver a recobrar.

      Sacó el sable con ademán desesperado y se dispuso a vender cara la vida,

      pero tarde, ¡demasiado tarde!

      Moreira se le había puesto a la par por el lado de montar, echando sobre

      el pobre mancarrón patrio todo el peso irresistible del overo, que lo

      cubrió de espuma.

      El soldado dio vuelta y miró a Moreira, lívido por el terror, pues

      adivinaba la intención de aquel hombre; enarboló el sable y amagó un

      hachazo que el gaucho esquivó echando el cuerpo hacia las ancas del overo,

      y fue aquél el primero y último hachazo que tiró ese infeliz que tuvo la

      desgracia de ser alcanzado.

      Moreira se enderezó de nuevo, buscó con su pistola la sien izquierda del

      jinete adversario, y el tiro salió, destrozándole completamente la cabeza.

 

      Era el cuarto cadáver de la acción.

      El soldado cayó del caballo como una maza.

      Había muerto instantáneamente.

      Moreira miró el camino por donde se veían como puntos negros los soldados

      que huían.

      Blandió su arma amenazante en esa dirección y volvió riendas a la

      pulpería, diciendo:

      -¡Ya nos volveremos a ver los bigotes, pedazos de maula!

      Moreira corría con el vértigo de la carrera, el overo saltaba los pozos

      del camino, salvando los escollos, y, semejante al jinete, el Cacique iba

      como adherido a las ancas.

      Así pasó como una tempestad por delante de la pulpería y siguió su

      desesperada carrera por espacio de dos leguas, interrogando el horizonte

      con inteligente mirada.

      ¿Qué buscaba Moreira en el espacio, que así hundía en él su mirada?

      ¿Cuál era el fin de aquella carrera que iba postrando las fuerzas del

      overo?

      El paisano buscaba un punto que le revelase la posibilidad de alcanzar la

      galera, pero la lucha había sido larga y aquélla había tenido tiempo de

      hacer una larga marcha.

      Convencido ya de que toda persecución sería inútil, Moreira detuvo su

      caballo y volvió riendas hacia la pulpería del Durazno, al trotecito del

      fatigado overo.

      Moreira llegó a la pulpería, desensilló su caballo y le echó sobre el lomo

      un balde de agua fresca; en seguida compró una buena brazada de pasto y le

      dio de comer.

      Concluida esta operación, entró a la pulpería sombrío y amenazador,

      pidiendo una sangría que se puso a beber con una ansiedad verdadera.

      La fatiga de la lucha y el ardor de la carrera habían secado por completo

      su boca, que daba paso a la respiración poderosa, pero jadeante y

      entrecortada.

      Cuando terminó la sangría, Moreira salió afuera, ensilló su caballo sin

      apretarle la cincha, y tendió a su lado la manta de vicuña, donde se echó

      a reposar.

      El gaucho pensaba que tendría que renunciar a su venganza, pues aquella

      gente no volvería más por aquellos mundos mientras él estuviera vivo y

      pudiese aún manejar su terrible daga que tantas vidas había postrado a sus

      pies, en lucha leal siempre.

      Ya no vería más a su hijito, cuya suerte lo aterraba. Y al pensar de esa

      manera, Moreira tomaba su cabeza con ambas manos y enredaba sus dedos

      nerviosos en los sedosos cabellos que mecía sin piedad.

      -¡Ya no lo veré más! -decía llorando amargamente-; ¡ya no lo veré más,

      pero he de vengarme a lo indio, sin perdonar a uno solo de los que me han

      hecho mal!

      Así llorando unas veces, maldiciendo otras, dormitando a intervalos y

      prevenido siempre a cualquier evento, estuvo echado en la manta hasta la

      caída de la tarde.

      A aquella hora llegó a la pulpería otra galera, que iba de paso para Lobos

      a tomar el tren del día siguiente.

      En esa galera venían también varios pasajeros armados hasta los dientes,

      en previsión de que Moreira les fuese a salir al camino, pues ya se decía

      con esa exageración de los pequeños pueblos, que el paisano detenía las

      galeras y saqueaba a los pasajeros, pudiéndose contar por feliz el que

      escapaba con vida.

      Cuando Moreira divisó la diligencia, cinchó tranquilamente su caballo y

      revisó las armas, preparándose por completo a hacer frente a toda

      situación.

      En esta actitud poco tranquilizadora esperó que se acercara la galera, y

      cuando ésta estuvo a pocas varas, se puso en medio del camino diciéndole

      al mayoral:

      -Amigo, media vuelta y vuélvase, porque hoy no pasa nadie para Lobos; ya

      han pasado por desgracia más de los que debían, y por hoy se acabó.

      -Pero, amigo Moreira -repuso el mayoral-, aquí va gente buena que quiere

      tomar el tren de mañana, porque tiene que hacer en Buenos Aires.

      -¡Alto y vuélvase, amigo mayoral! -insistió Moreira-. Ya le he dicho una

      vez que por aquí no se pasa hoy, porque así me ha dado la gana este día.

      ¡Pronto y con buen modo!

      Uno de los pasajeros, que conocía al gaucho y sabía que era accesible a la

      palabra bondadosa, asomó la cabeza por una de las ventanillas de la galera

      y le dijo:

      -Deje pasar, amigo Moreira; tenemos mucho que hacer en el pueblo y la

      demora de este viaje podría traernos serios perjuicios en nuestros

      negocios.

      Moreira endulzó su ademán al oír aquella palabra suave, se hizo a un lado

      del camino y sin quitar la vista de aquel hombre, dijo:

      -Está bien, patrón, yo no soy justicia para tener palabra de rey, y aunque

      había jurado que no pasaría nadie, fue porque no conté que hay palabras

      que llegan al corazón.

      Y la galera siguió viaje y el paisano quedó allí cruzado de brazos hasta

      que el vehículo se perdió por completo.

      Dos pasajeros habían visto los tres cadáveres sobre el camino y, al

      percibir a Moreira y oír su palabra altanera, se habían creído muertos; de

      modo que cuando estuvieron a cierta distancia, recién respiraron con

      entera libertad, apreciando aquella aventura como la salvación de un

      peligro de muerte inevitable, gracias a aquel joven pasajero que conocía a

      Moreira.

      -Si este hombre hubiese sido tratado con bondad siempre -dijo éste a los

      otros pasajeros-, habría sido tan dócil como un niño. Pero lo han

      perseguido a muerte, y ese espíritu naturalmente bondadoso, herido y

      humillado de todos modos, se ha lanzado al camino de guerra abierta con la

      justicia.

      Y aquella era una verdad inconmovible, pues solamente nuestra justicia de

      paz, mala y entregada a manos ignorantes, es capaz de convertir a un

      hombre bueno en un bandido, pues si Moreira no hubiera tenido el freno de

      los instintos nobles y bondadosos, habría sido un asesino feroz que

      hubiese asolado toda la campaña con sus crímenes.

      Moreira permaneció mudo y de brazos cruzados hasta que el ruido de la

      galera no fue perceptible al oído.

      Entonces entró a la pulpería, donde comió una caja de sardinas y bebió un

      trago de vino; montó en seguida a caballo, después de haber pagado el

      gasto, y se alejó al paso de su overo, que a las diez o doce varas dio un

      bufido asustado y saltó hacia un lado con tal ímpetu que, a ser el jinete

      otro que Moreira, habría salido limpio del recado.

      No fue tan feliz el Cacique, que resbaló por el anca y cayó al suelo,

      previniendo a Moreira con sus ladridos, que necesitaba ayuda para volver a

      subir.

      El paisano se agachó, levantó de nuevo al Cacique e indagó a la media luz

      de la noche, que ya se venía encima, la causa del susto del overo.

      Eran dos de los cadáveres de los soldados que habían sido muertos en la

      lucha, que permanecían tirados al lado del camino, pues la partida no se

      había atrevido aún a venir a recogerlos.

      -Queden con Dios -les dijo Moreira con un sarcasmo infinito-, yo les he de

      mandar tantos compañeros, que se han de estorbar para jugar al truco o la

      taba.

      Y su gallarda silueta se confundió con la oscuridad de la noche.

      El paisano se dirigía a Navarro que, no sabemos por qué, era su pueblo

      predilecto.

      Era entonces Juez de Paz de Navarro el mismo señor Marañón a quien Moreira

      salvó anteriormente la vida, según lo hemos narrado.

      El paisano marchaba a jornadas muy cortas para reponer a su caballo de la

      última fatiga sufrida, que había sido muy recia y había postrado algo sus

      fuerzas; se detenía en las pulperías del tránsito el tiempo necesario para

      dar de comer a su gente , según llamaba a su caballo y su perro, y comer

      algo él mismo.

      Dormía poco y a la siesta en el medio del campo, según su vieja costumbre,

      pues la noche la dedicaba para marchar "con la fresca" libre de toda

      sorpresa.

      Moreira llegó a Navarro completamente descansado y listo para entrar en

      combate, si acaso la partida de plaza salía a hacerle una tanteada .

      Eran las dos de la tarde cuando entró al pueblo de Navarro, con terror de

      sus pacíficos habitantes, que lo vieron pasar por la calle aterrados.

      En vez de dirigirse a casa de algún amigo para ocultarse o a alguna

      pulpería de los arrabales para no hacerse tan notable, Moreira se fue

      directamente a la pulpería de Olazo, donde peleó con Leguizamón, muy

      concurrida a esa hora, y tomó allí la copa, invitando a algunos amigos que

      estaban refrescando.

      Allí permaneció más de dos horas en alegre conversación, relatando alguna

      de sus aventuras en los toldos y el lance con el sargento Navarro, que fue

      muy aplaudido.

      Después de recibir algunas felicitaciones de los amigos, pagó el gasto

      hecho y salió de lo de Olazo, tomando la dirección de la plaza, como quien

      va al juzgado.

      Los paisanos quedaron asombrados de aquel rasgo de audacia, incomprensible

      en un hombre contra quien las partidas tenían una orden de muerte.

      Moreira llegó a la puerta del Juzgado de Paz, donde detuvo su caballo.

      Eran más de las cuatro y el señor Marañón no estaba allí a aquella hora.

      Todos los paisanos que había en lo de Olazo vinieron a la plaza a ser

      testigos de la hombrada que, fuera de duda, iba a hacer allí Moreira.

      Este se detuvo a la puerta y, encarándose con el soldado que estaba de

      guardia, sacó sus trabucos y con toda calma y prolijidad se puso a

      examinar los muelles.

      -¿No está la partida en el juzgado? -le preguntó volviendo los trabucos a

      la cintura-. Llamá al sargento y decile que aquí está Juan Moreira, que

      viene a pelear.

      El soldado, temblando de miedo, se metió adentro y, sin darse cuenta de lo

      que hacía, fue a avisar al sargento lo que sucedía, que quedó helado de

      espanto.

      Viendo Moreira que el sargento tardaba en venir, se bajó del caballo y

      golpeó la puerta del Juzgado con el cabo del rebenque, gritando

      deseperadamente:

      -¿Qué hacen que no vienen esos maulas que dicen que me andan buscando

      ganosos, por todas partes, sin querer dar conmigo? He venido a ahorrarles

      el viaje.

      El sargento, al oír las voces, acudió como un autómata a la puerta y dijo

      a Moreira:

      -Váyase, don Juan, que nosotros no lo perseguimos. Váyase que me

      compromete, por Dios, que va a venir el juez, que es el señor Marañón, y

      nos va a echar a todos a la calle, después de una cepiada.

      Cuando Moreira supo que el juez era Marañón, montó rápidamente a caballo y

      se alejó presuroso diciendo:

      -Pues me voy, porque no quiero que ese hombre tenga ningún disgusto por

      causa mía, y me voy del partido, a donde no he de volver mientras él sea

      justicia. ¡Es el único hombre que quiero en esta vida!

      Y se alejó al galope largo, yéndose a hacer noche en casa de unos amigos,

      en las orillas del pueblo.

      Serían las ocho de la noche cuando apareció en el rancho donde se

      albergaba Moreira, previo aviso del Cacique, el mismo sargento de la

      partida con quien habló en el juzgado.

      El sargento era portador de un recado del Juez de Paz Marañón, que mandaba

      decir que fuese a verlo inmediatamente a su casa.

      No sabemos hasta qué punto tendremos derecho a hacer uso de estos datos, y

      si hay en ellos alguna indiscreción, pedimos humildemente disculpas a

      aquel digno caballero, en vista del móvil que nos guía.

      Los hechos pasados y su acción noble lo enaltecen, lejos de deprimirlo.

      Moreira llegó a la casa del señor Marañón y éste empezó a hacerle todo

      género de reflexiones para que aceptara su primer oferta de irse a las

      provincias del interior.

      -No puedo, mi patrón -dijo Moreira-. Ya la vida me pesa y el día que me

      maten será el único día alegre que habré tenido. Si peleo no es ya para

      defender el cuero, como en tiempos en que podía vengarme. Ahora peleo sólo

      porque no digan que me han matado como un carnero, tengo que morir según

      mi crédito y ésta es la razón por que no me he dejado matar con las

      últimas partidas que me han venido a prender.

      Marañón tenía contraída con Moreira una de aquellas deudas que nunca se

      pagan: la vida; y trataba de detener a aquel gaucho desventurado en la

      pendiente de muerte a que rodaba con una conformidad tan imponente.

      -Es preciso que te vayas de aquí -dijo Marañón-, porque yo no puedo

      tolerar tu presencia, como Juez de Paz en este partido. O te vas o

      renunciaré.

      -Me voy, señor, me voy -dijo Moreira-, y ha de ser esta noche misma. Usted

      es el único hombre que hay sobre la tierra contra quien yo jamás haré uso

      de mis armas. Permítame que lo quiera, patrón, y si algún día quiere

      quedar bien prendiéndome, mándeme avisar, que yo mismo me presentaré en su

      casa sin armas y yo mismo me ataré para que me lleven.

      -¡No seas loco! -le dijo Marañón-. Salí del partido, y que Dios te ayude.

      Y al estrechar la mano que el gaucho recibió entre las dos suyas, quiso

      inducirlo de nuevo a que se fuera al interior, prometiendo buscar su hijo

      y mandárselo.

      Pero Moreira desechó la propuesta con la misma decisión que las otras

      veces.

      Estrechó la mano de aquel único ser en quien había encontrado un amparo.

      Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y salió de la casa de Marañón sin

      decir una palabra.

      Montó a caballo, gritó un triste "adiós, patrón querido" y largó su

      caballo a gran galope, hasta llegar al rancho donde paraba, y donde se

      detuvo a levantar la manta y otras prendas que había dejado en casa del

      amigo que le había ofrecido albergue.

      Media hora después salía del pueblo al tranquito, tomando la dirección del

      partido del Salto.

 

 

 

El guapo Juan Blanco

 

      Poco después de estos sucesos, llegó al partido del Salto un paisano

      sumamente lujoso que algunos indicaron con el nombre de don Juan Blanco.

      Juan Blanco era un paisano hermoso, que vestía con un lujo deslumbrador;

      con un traje que no era de ciudad ni de campo, siendo mezcla de los dos.

      Su pequeño pie estaba calzado con una rica bota granadera, de cuero de

      lobo, que sujetaba al empeine con una lujosa espuela de plata con

      incrustaciones de oro.

      Llevaba bombacha de casimir negro, sujeta a la cintura por un tirador de

      charol, abotonado con monedas de oro y adornado con pequeñas monedas de

      plata, en una cantidad tal, que apenas se podía adivinar, por los pequeños

      claros, la clase de cuero de que estaba hecho aquel tirador.

      Por la parte delantera de éste asomaban las culatas de dos enormes

      trabucos de bronce y las de dos pistolas pequeñas, pero de gran calibre y

      sistema moderno.

      Detrás, asomando por ambos costados, aquel hombre traía una larga daga en

      vaina de plata, con una S de oro cincelado, que despertaba envidia en

      cuantos la veían.

      El traje estaba completado por una chaqueta de casimir azul oscuro y un

      sombrero de anchas alas que Juan Blanco llevaba un poco a la nuca, dejando

      descubierta una frente juvenil y arrogante, iluminada por la expresión de

      sus dos ojos negrísimos de extraordinaria fijeza, que miraban con una

      altivez irresistible.

      Ningún habitante del partido conocía a este tal Blanco, y, sin embargo,

      todos le atribuían mil proezas de valor y guaperías que ninguno sabía de

      dónde habían salido.

      En una pulpería se contaba la historia de que aquel Juan Blanco había

      derrocado a muchas partidas de plaza, mientras en otras se narraban

      hazañas y peleas en las que don Juan Blanco figuraba como un hombre

      invencible, de una vista suprema y de un manejo descomunal de las armas.

      Juan Blanco usaba el cabello corto y una larga y poblada pera sansimoniana

      que hacía juego con un bigote sedoso y negro como azabache.

      Blanco había llegado al Salto y su primera diligencia fue presentarse al

      Juzgado de Paz y enrolarse en la Guardia Nacional, operación que decía no

      haber hecho antes porque recién concluía de hacer unos negocios y venta de

      campos de su propiedad para venir a fijar su residencia en aquel pueblito

      de que tanto gustaba.

      El comandante militar enroló a Blanco, muy contento de haber adquirido en

      la Guardia Nacional a un hombre de aspecto tan bravo y tan militar.

      Los cuentos que, sin conocerse el origen, corrían sobre aquel hombre, le

      habían hecho tomar tales proporciones entre los paisanos, que los menos

      valientes temblaban en su presencia, y los guapos no se atrevían a roncar

      fuerte delante de aquel de quien tantas mentas se hacían y tanto se

      ponderaba.

      Juan Blanco concurría a todos los bailes sin ser invitado y nadie se

      atrevía a recordarle que no se había llenado en él aquella fórmula social.

 

      En todos estos bailes, Juan Bllanco era el niño mimado de las paisanas,

      captándose por esta causa el odio profundo y reconcentrado de los

      paisanos, que no podían mirar tranquilos aquellas deferencias.

      ¿Pero quién era el guapo que se atrevía a demostrarle claramente su odio,

      cuando con tanto garbo llevaba a la cintura aquel formidable arsenal?

      Fue en uno de esos bailes que los paisanos del Salto pudieron conocer

      prácticamente todo el valor de que estaba dotado Juan Blanco.

      Se celebraba a orillas del pueblo un velorio, al que había asistido gran

      número de paisanos, entre ellos un teniente alcalde, hombre de bríos y de

      seria reputación.

      Blanco supo que aquel teniente alcalde era tenido por muy bueno y que

      hacía los bajos a una de las paisanas que habían concurrido a aquel alegre

      velorio.

      Desde el principio eligió por su compañera a aquella paisana, notándose

      que al hablarla trataba de echársele encima, mirando de soslayo al

      teniente alcalde.

      Este empezó a calentarse de la cosa, a lo que contribuía en gran manera el

      placer con que la paisana escuchaba los requiebros del lujoso y galante

      forastero.

      En un momento que Blanco sentó a la compañera, el teniente alcalde se

      aproximó a ella invitándola a bailar una polca que tocaban los acordeones.

 

      La muchacha se iba a levantar, pero al hacerlo echó una mirada para el

      lado donde estaba Juan Blanco, quien le hizo una seña negativa a la que

      ella obedeció quedando sentada.

      La rabia que había estado juntando aquel hombre toda la noche estalló por

      fin en una blasfemia poderosa, y dirigiéndose a Juan Blanco, le dijo

      amenazándolo:

      -Parece, amigo, que usted ignora que esa prenda tiene dueño y un dueño no

      la cede, lo que le advierto para su gobierno.

      -Ni que fuera usted justicia, compadre -replicó Juan Blanco, sonriendo

      desdeñosamente-. Cualquiera que lo oyera, pensaría que usted por lo menos

      debe ser teniente alcalde.

      En todos los pueblos de campaña, con o sin razón, los representantes de la

      justicia, ¡triste justicia!, son generalmente odiados, así es que la

      sátira de Juan Blanco hizo sonreír a todos los concurrentes, que lo

      acompañaron con su más franca simpatía.

      Ninguno de ellos se hubiera atrevido a contradecir al teniente alcalde,

      pero lo veían enredado en una mala cuestión con aquel hombre y deseaban

      ardientemente que llevara la peor parte si la cosa se ponía seria.

      -Pues sépase, so guaso -había respondido todo colérico el justicia-, que

      soy el teniente alcalde de este cuartel y que no tengo que tolerar las

      compadradas de usted ni de nadie.

      -Lo que es de los demás, no digo nada -contestó el gaucho tomando

      asiento-, pero las mías las ha de aguantar, porque son buenas para avivar

      tontos.

      -Usted se va a retirar de aquí en el acto -dijo ya completamente sulfurado

      el teniente alcalde, avanzando hacia Blanco-, o lo meto al cepo del

      cogote.

      El incidente había tomado entonces un aspecto formidable. El teniente

      alcalde era guapo y caprichoso. En el baile había mucha gente y, para

      conservar las ínfulas de justicia y hombre bravo, estaba dispuesto a

      cumplir su amenaza si aquel hombre no se retiraba sobre tablas.

      Blanco miró al teniente alcalde, que estaba dominado por la ira que salía

      a sus ojos, paseó en seguida la vista por todos los que estaban presentes

      y soltó una carcajada tan espontánea, tan cosquillosa, que los demás

      paisanos rieron también a pesar de la ira del teniente alcalde.

      Este se puso densamente pálido, sacó un revólver de la cintura y apuntando

      con él a Blanco, hasta apoyárselo sobre la frente, le dijo:

      -O sale usted afuera, para no volver más, o me entrega sus armas dándose

      preso.

      Un estremecimiento poderoso recorrió el cuerpo de los testigos de este

      lance, pues sabían que el teniente era hombre de cumplir al pie de la

      letra lo que había dicho.

      Juan Blanco se levantó lentamente de la silla y, sin quitar su mirada de

      la mirada de su adversario, le respondió de esta manera:

      -Yo he jurado no matar sino amenazado de muerte, cuando me obligan a

      defender la vida y para salvarla no tengo más remedio que matar, sin

      embargo, esta noche me copo a mí mismo la banca, y quiero ser indulgente

      con usted, a pesar de ser justicia, retírese y no me moleste.

      El teniente alcalde dio un gran tacazo en el suelo, y apoyando la boca de

      la pistola sobre la frente de aquel hombre, que no se movió, gritó:

      -¡Marche, canejo! Marche, le digo, o le hago volar el mate con la basura

      de porra que tiene adentro.

      Blanco no hizo el menor ademán de sacar las armas que llevaba en la

      cintura, pero con una rapidez imponderable metió el brazo izquierdo,

      desviando de sobre su frente el arma del teniente alcalde, y le dio en la

      cabeza tan recio puñetazo, que lo lanzó como un fardo de lana hasta los

      pies del acordionista .

      En seguida se precipitó sobre él, le arrancó de la mano el revólver, y lo

      hizo volar por la puerta a una gran distancia.

      Los circunstantes quedaron helados, confesando, con la atónita mirada, que

      nunca habían visto un hombre tan guapo y tan limpio para dar una

      cachetada.

      -¡Toquen la música, maulas! -gritó Blanco, después de haber empujado hasta

      un rincón el cuerpo del teniente alcalde-; toquen la música para que no se

      enfríe la gente -y salió con la paisana, causa de la querella, al compás

      de la música que se apresuraron a ejecutar los del acordeón y la guitarra.

 

      Antes de que terminara la pieza que se bailaba, el teniente alcalde se

      había repuesto completamente de los efectos del moquete y enceguecido por

      la ira y la venganza se había lanzado sobre Blanco, cuchillo en mano,

      quien apenas tuvo tiempo de meter el brazo y evitar la primera puñalada.

      Blanco, sereno siempre, siempre sonriente, dio un salto atrás, descolgó

      del cabo de la daga su rebenque, que llevaba allí sujeto, y esperó,

      enrollando la lonja en la mano.

      El teniente alcalde acometió de nuevo, pero con desgracia, porque el cabo

      del rebenque de Blanco encontró su mano derecha y el cuchillo saltó a dos

      varas de distancia.

      En seguida Blanco desenrolló de su mano la lonja, tomó el rebenque por el

      cabo y dio al justicia tan tremenda rebenqueadura, que no tuvo fin hasta

      que aquel hombre sintió su brazo completamente fatigado.

      El teniente alcalde quedó inmóvil y en un estado repugnante: su rostro se

      veía surcado por una cantidad de fajas cárdenas que había impreso en él la

      lonja del rebenque, y por entre el cuello de la camisa se veían asomar

      algunos vestigios de sangre amoratada y espesa.

      Aquel hombre había quedado humillado y la fama de Juan Blanco había

      llegado al pináculo de toda ponderación fantástica.

      A pesar de que él quiso hacer seguir el baile y la parranda, la gente

      estaba tan impresionada que poco a poco fue abandonando aquel recinto y

      montando a caballo.

      Juan Blanco se despidió de la paisanita y de los dueños de la casa, a

      quienes pidió amablemente disculpas.

      Salió y se le vio desatar del palenque un caballo overo bayo, sobre cuyo

      apero se veía un cuzquito que paseaba alegremente de la anca a la cruz.

      Sobre aquel caballo montó Juan Blanco y se alejó al trotecito, tomando la

      dirección del pueblito sin recelo de la partida, que ya debía saber lo que

      había sucedido al teniente alcalde.

      La voz de aquel suceso, llevada por los que habían estado en el velorio,

      se desparramó por todo el pueblo con tal rapidez, que todo el paisanaje

      conocía la cosa con "pelos y señales", comentando el hecho de una manera

      poco favorable para la justicia de paz, que se ha hecho odiosa a todo

      habitante de campo.

      Juan se vino a un café muy concurrido donde se armaban buenas partidas de

      billar que solían concluir de mala manera, y allí tuvo que aceptar varias

      convidadas y corroborar las versiones que sobre la azotaina corrían, y que

      los menos crédulos se permitían poner en duda, pues al hecho magnánimo de

      no hacer uso de las armas ventajosas que llevaba en la cintura, se unía el

      valor de que aquel hombre había hecho alarde y la ocurrencia feliz de una

      rebenqueadura macuca , en pleno baile, al teniente alcalde más orgulloso y

      antipático de todo el pueblo.

      -Yo no ensucio más mi daga en sangre de justicias -respondió Juan Blanco a

      la pregunta de por qué no lo había muerto-, es gente que me da asco y para

      quien guardo el rebenque a falta de arriador, que, si yo cargase arriador,

      a talerazos los había de manejar por maulas.

      -Pero es bueno que usted se oculte, al menos por unos días -dijeron a

      Blanco-, pues tenga por seguro que han de salir a buscarlo para prenderlo,

      pues querrán vengar de mala manera lo que usted ha hecho en el velorio,

      que tendrá al Juez de Paz dado a todos los diablos.

      -La partida no ha de salir a buscarme -dijo insolentemente Juan Blanco-,

      porque los hombres se conocen en el pelo de la ropa. De todos modos

      -añadió con la mayor naturalidad de este mundo-, si pasan dos días sin que

      la partida me busque, yo he de buscar a la partida y entonces nos hemos de

      ver lindo las caras, y prometo que ha de haber diversión para más de un

      mes.

      Los paisanos estaban absortos al escuchar a Blanco: o aquel hombre era un

      contador de guayabas , lo que no podía ser por la muestra que había dado

      esa noche, o era un hombre como jamás habían alojado en su pago los buenos

      habitantes del Salto.

      Juan Blanco jugó con algunos paisanos varias partidas de billar y se

      retiró después de hacerles algunas trampas, vicio que había contraído

      últimamente y del que no podía prescindir, según decía, cuando era pillado

      en una que no tenía disculpa.

      Aquella noche todos pasaron por alto las trampas que les hizo Blanco, se

      acordaban del teniente alcalde y tenían miedo.

      Juan Blanco montó a caballo y ganó el campo, pues no hacía noche en

      poblado, ni dormía jamás bajo techo.

      Aquel suceso tragicómico fue el tema inagotable del resto de aquella noche

      y el día siguiente, hasta que una nueva aventura vino a hacerlo palidecer.

 

      En los pagos del Salto existía por aquellos tiempos un tal Rico Romero,

      muy conocido en aquel partido por hombre bravo y de mucha fortuna.

      Rico Romero tenía la reputación de la primera daga del partido y no podía

      mirar sin celos las proporciones colosales que iban tomando las mentas de

      Juan Blanco.

      Rico Romero no daba crédito a las mentas de que había venido acompañado el

      tal Juan Blanco, y respecto a la mala ventura del alcalde decía que Juan

      Blanco lo había madrugado y que, además, eso lo podía hacer cualquiera con

      un hombre que, como el teniente alcalde, era flaco y de muy poca vista

      para manejar el cuchillo.

      Sin embargo, aquella aventura del alcalde le había conquistado a Blanco la

      admiración de los paisanos, que sostenían a Romero que aquel hombre era

      más bravo que un toro.

      La noche siguiente al famoso velorio, los paisanos habían caído al billar

      y casa de negocio donde armaban sus partidas y donde desde temprano estaba

      Rico Romero.

      La conversación recayó sobre Blanco, y se entabló la eterna discusión en

      que Romero sostenía que aquel Blanco debía ser más morado que una sandía .

 

      -Es mucho hombre -dijo uno de los gauchos-; es mucho hombre y tiene la

      vista que parece relámpago y un manejo en la daga que asusta, créamelo.

      -Pues con la vista y todo y con manejo y todo -contestó Romero-, la

      primera vez que ese hombre se meta conmigo no le van a valer ni una cosa

      ni otra, porque lo he de matar.

      Aún no se había extinguido el eco de estas palabras, cuando apareció en la

      sala de billar Juan Blanco, altivo y sonriente.

      Era imposible que al entrar no hubiese oído lo que acababa de

      pronunciarse, pero se hizo el desentendido y saludó a la concurrencia con

      un cordial "Buenas noches, compañeros".

      Rico Romero comprendió que Blanco lo había oído y creyó que disimulaba de

      miedo, pues por nuevo que aquel hombre fuese en el pueblo, debía conocer

      quién era, y efectivamente ya Blanco sabía quién era Rico Romero y suponía

      que éste, por celos de reputación, trataría de buscar camorra.

      Romero fue el único que no contestó al saludo del paisano, quien siguió

      haciéndose el desentendido y se puso a conversar con dos gauchos que

      estaban recostados al mostrador.

      No habían pasado cinco minutos, cuando el gaucho, deseoso de pelear,

      empezó a dirigir a Blanco indirectas hirientes, que éste siguió pasando

      por alto.

      Romero empezó a encolerizarse del poco efecto que hacían sus indirectas y,

      deseando probar de una vez a los paisanos la superioridad que tenía sobre

      el forastero, lo llamó y le dijo:

      -Se me hace, amigo, que usted ha venido aquí sólo a asustar con la postura

      y que no ha de ser capaz de pararse conmigo adonde yo me pare.

      -Será así, amigo -contestó Juan Blanco, sin dejar su postura perezosa y

      sonriendo siempre-; yo no puedo obligar a nadie que crea lo que no quiere

      creer.

      -Bien se me había puesto -siguió diciendo Romero, ensoberbecido por la

      actitud humilde del paisano-; bien se me había puesto que usted era un

      mulita mal pegador, y que en cuanto diera con un hombre que le metiera el

      resuello, se le iban a quitar los bríos del primer golpe, ¡ah, la malita!

      ¡Y sin armas se ha venido!

      -Será, amigo -volvió a contestar Juan Blanco, siempre imperturbable y sin

      cambiar de posición-. Yo no sé contradecir a nadie cuando se trata de mí.

      -Y aunque no se tratara -concluyó Rico, creciendo en insolencia-; y basta

      de parolas, que no tengo hoy humor de que nadie me queme la sangre, y

      menos un intruso.

      Juan Blanco se calló la boca y convidó a los paisanos que hablaban con él

      a jugar una partida al billar, prescindiendo completamente de Romero.

      -¡No dije yo! -murmuró éste-. Si a estos maulas hay que pegarles el grito

      a tiempo, si no lo madrugan a uno con la postura y lo llevan por delante.

      Esta escena había sido sumamente perjudicial para Blanco, pues su actitud

      humilde le había hecho perder un cincuenta por ciento de su fama, que

      había pasado a Romero; pues éste había destapado la falsa reputación de

      aquél, a quien habían creído un hombre duro e invencible.

      Juan Blanco se puso a jugar al billar con cuatro de los paisanos, mientras

      Romero tomaba poco a poco una copa de ginebra, mirando la partida.

      Los jugadores eran buenos, pero Blanco les empezó a ganar el dinero con

      suma ligereza y haciéndoles grandes trampas que los paisanos veían; pero

      no se atrevían a protestar de ellas, pues, a pesar de que Blanco había

      sufrido a Romero todo lo que éste le había dicho, no por eso había perdido

      por completo su prestigio.

      Poco a poco los jugadores, cansados de las trampas, fueron abandonando la

      partida, hasta que sólo quedó Blanco en la mesa haciendo rodar las bolas.

      -Le juego una partida por cien pesos y la copa para los presentes -dijo

      Rico Romero levantándose y aproximándose al billar.

      -No hay inconveniente -dijo Blanco, y echó mano al tirador para sacar el

      dinero y depositarlo según la práctica establecida en estos casos.

      -Bueno -agregó Romero, sacando también un billete de cien pesos-, pero

      prevengo que no sufro trampas, y a la primera le rompo el alma y alzo la

      parada.

      Por agresiva que fuera la actitud con que Romero dijo estas palabras,

      Blanco no se inmutó ni apagó su eterna sonrisa; acomodó las bolas y se

      preparó a jugar.

      Los paisanos se colocaron en los bancos, pues era fácil entrever que

      aquella jugada no era más que el pretexto de una de a pie ; porque si

      Blanco había aceptado el desafío era porque también aceptaba las

      consecuencias fatales de una partida armada sólo para encontrar un

      pretexto.

      Los adversarios empezaron a jugar y durante unos diez minutos todo siguió

      en la mayor armonía. Parecía que el interés del juego había alejado todo

      mal pensamiento.

      Blanco no pudo prescindir de sus malas mañas; en el primer descuido de

      Romero corrió el taco hacia los palos, volteándolos a todos.

      -¡Ah, puerco tramposo! -gritó Romero encendido de cólera-. ¡Esto es robar

      la plata! -y tomando una de las bolas del billar la lanzó al pecho de

      Blanco, produciendo un ruido seco y obligándolo a llevar la mano al pecho

      y lanzar una potente maldición.

      Rápido como el pensamiento, Romero se lanzó sobre Blanco enarbolando el

      taco y tirando un golpe a la cabeza que apenas pudo Blanco parar.

      La lucha se trabó bárbara y encarnizada, sin que ninguno de ellos hubiera

      echado mano a la cintura en busca de la daga.

      Blanco era más alto que Romero y parecía más vigoroso; así que cuando éste

      se lanzó sobre aquél, Blanco abrió los brazos arriba, presentándole libre

      la cintura, a la que se prendió Romero como si quisiera voltearlo al suelo

      para concluir con él.

      Entonces Blanco se agachó sobre su espalda y le arrancó rápidamente la

      daga, dándole en seguida un puñetazo en la cabeza que lo hizo caer sin

      sentido.

      -Tanto amoló esta maula -dijo, dándole con el pie-, que al fin me obligó a

      hacerle el gusto. No te degüello de asco.

      Romero volvió en sí inmediatamente, se levantó rápido y buscó en vano en

      su cintura la daga, que le quitara Juan Blanco.

      -¡Demen un arma, demen un arma, canejo! -gritó enfurecido, mirando a los

      paisanos que estaban mudos de asombro ante lo que había pasado-.¡Un

      cuchillo! -vociferó, lanzándose sobre el paisano que estaba más inmediato,

      y tratando de arrancarle la daga que éste le rehusó, no queriendo

      comprometerse.

      -¡Tome el cuchillo, maula! -le gritó entonces Blanco, tirándole a los pies

      la daga que le quitara de la cintura, y enrollando la manta en el brazo

      izquierdo.

      Rico Romero se precipitó sobre su arma, que blandió en su mano vigorosa, y

      acometió a Blanco con la cabeza baja, marcando una terrible puñalada.

      Blanco evitó el golpe con asombrosa limpieza, y golpeó con el plano de su

      daga la cabeza de Romero, diciéndole:

      -¡No se asuste, maula!

      Romero, desesperado, y conociendo que era imposible llegar con el puñal al

      pecho de aquel hombre cuya vista era asombrosa, tomó rápidamente de sobre

      el billar otra bola que lanzó vigorosamente y que fue a estrellarse en el

      pecho de Blanco.

      Detrás de la bola acometió Romero con suma rapidez, tirando una puñalada

      con todo el largo de su brazo. Fue aquélla la última puñalada que debía

      tirar en su vida.

      Blanco no se había turbado, a pesar del segundo golpe de bola recibido en

      el pecho; envolvió en su manta la puñalada que le tirara Romero y se tiró

      a fondo, rápido y poderoso.

      Su daga penetró entre la tercera y cuarta costilla, yéndose a clavar en la

      espina dorsal y atravesando en su trayecto el corazón, de manera que Rico

      cayó al suelo sin pronunciar una palabra. La muerte había sido

      instantánea.

      Aquella puñalada había sido tirada con tal vigor, con tal fuerza muscular,

      que cuando Juan Blanco quiso sacar la daga de la herida, tuvo que apoyar

      una rodilla sobre el pecho del cadáver y dar un violento tirón de la daga

      con ambas manos.

      Y era tan rica la hoja de aquella arma, que en la punta no se veía la

      menor lastimadura a pesar de haberse enterrado por lo menos medio

      centímetro en la columna vertebral.

      Juan Blanco limpió su daga en el saco del cadáver y paseó al guardarla una

      mirada indagadora sobre los paisanos asombrados.

      Ninguno de ellos dijo una sola palabra: estaban completamente dominados

      por el terror y el asombro. Juan había vuelto a tomar, para ellos,

      proporciones colosales, pues Rico Romero era un hombre reconocido por

      guapo y a quien no había valido ni aun el haber madrugado a su contrario.

      -Una copa, amigo, para mojar la garganta -dijo Blanco al pulpero-, y otra

      para que esta gente vaya enjuagando el jabón que tiene.

      El pulpero sirvió presuroso lo que aquel hombre había pedido, dándose por

      feliz de que no pidiese más.

      Blanco bebió la suya, pagó el gasto hecho y salió a la calle, donde estaba

      su caballo bayo overo, atado en el tradicional barrote de fierro que pasa

      de parte a parte en los postes y que colocan los negociantes de los

      pueblos de campo, haciéndoles prestar el servicio de tranquera, para que

      los animales que quedan a la puerta no suban a la vereda.

      Juan Blanco montó a caballo, apartando al perro que estaba sobre el apero,

      y tomó el camino de la plaza. Eran apenas las nueve de la noche.

      Se detuvo en la barbería que había a la otra cuadra del juzgado y se hizo

      afeitar.

      Nos cuenta el mismo barbero que, cuando empezaba a pasarle la navaja por

      la cara, Juan Blanco mantuvo con él el siguiente diálogo:

      -Dígame, amigo, si viniera Juan Moreira y se sentara en su casa a hacerse

      afeitar, así como yo estoy ¿qué haría usted con él?

      -Lo afeitaría -contestó naturalmente el barbero-; porque dicen que aquel

      hombre es terrible y yo no quiero tener enemistades con nadie.

      -Y si se negase a pagarle la afeitada, estando tan cerquita del Juzgado,

      ¿qué haría usted con él?, ¿daría parte o se asustaría?

      -Yo no me asustaría -dijo el barbero-; pero si no me quisiera pagar lo

      dejaría irse, porque peor sería que le fuese a dar rabia y me quisiera

      sacudir.

      -Dicen que es un hombre muy malo ese tal Moreira y que ha hecho muchas

      muertes. No creo que sea un buen enemigo.

      -Sí, pero también dicen que ha sido hombre bueno y que lo han perseguido

      mucho. Dicen, asimismo, que su lujo es pelear las partidas.

      Mientras así hablaban, el barbero concluyó de afeitar a Blanco, quien se

      puso el sombrero y dio para que se cobrase un billete de cincuenta pesos.

      Cuando el barbero vino a traerle el vuelto, Juan Blanco le retiró la mano,

      diciéndole:

      -Guarde eso, amigo, en recuerdo de Juan Moreira.

      El barbero quedó inmóvil, como si lo hubiera herido un rayo.

      Aquella revelación inesperada le cayó como un balde de agua helada,

      pensando en que tal vez, si él se hubiera expresado de Moreira en otros

      términos, probablemente éste lo habría cosido a puñaladas.

      El paisano montó a caballo y se alejó al tranquito, dando vuelta a la

      plaza y tomando el camino de las quintas.

      Media hora después todos los habitantes del Salto sabían que el tal Juan

      Blanco no era otro que el famoso Juan Moreira, por lo que ya no les

      llamaba la atención lo que éste había hecho con el teniente alcalde, y la

      manera con que había dado muerte a Romero, después de haberle sufrido mil

      impertinencias.

      Si la partida de plaza había pensado salir a prender a Juan Blanco, se

      llamó a sosiego cuando supo que este tal Juan era Moreira, llegando al

      extremo de negarse redondamente a la orden que de salir en su busca les

      diera el Juez de Paz.

      Al otro día Moreira salió del Salto y tomó el camino de Navarro; pero

      antes de abandonar el pueblo, se le vio venir a la plaza, subir a la

      vereda y golpear la puerta del juzgado anunciándose a voz en cuello.

 

 

 

La policía en jaque

 

      Moreira salió así del Salto, donde tan tristes recuerdos dejaba, y se

      dirigió al pueblo de Navarro a pequeñas jornadas, como siempre, para

      conservar su caballo.

      Llegaba a las pulperías, donde se detenía solamente el tiempo necesario

      para dar de comer al Cacique y al caballo, siguiendo el camino provisto de

      un poco de pan y queso, que era el alimento que tomaba cuando andaba de

      viaje; dormía profundamente a la siesta en medio del campo, hora en que

      ningún paisano está de pie.

      Era entonces a fines del año 73 y en Navarro se hacían encarnizados

      trabajos para las elecciones que dieron por resultado la presidencia de

      Avellaneda y la Revolución de Septiembre.

      Los hombres políticos de Navarro se disputaron el contingente poderoso de

      Moreira, ofreciéndole que harían cesar por completo la persecución tenaz

      de que era objeto.

      Moreira se afilió a uno de los bandos políticos, al que se lanzó a la

      revolución y pudo quedar tranquilo en Navarro sin que la justicia se

      metiera con él para nada, llegando a ser mucho más temido que la partida

      de plaza, a quien tenía dominada por completo, como asimismo a los

      alcaldes y tenientes alcaldes de todo el partido.

      Moreira no se habría hecho nacionalista si hubiera subsistido la

      candidatura del doctor Alsina; pero tratándose de Avellaneda, y hábilmente

      tocado por los enemigos de esta candidatura desastrosa, se entregó por

      completo a ayudar a los nacionalistas tan eficazmente, que sólo con estar

      en el atrio ganó la elección sin un solo voto en contra.

      Cuentan entre otros un episodio de la vida de Moreira, en estas

      elecciones, que da una idea de la fortaleza de aquel espíritu y del

      dominio que llegó a ejercer sobre el paisanaje.

      El club avellanedista de Navarro, presidido por una persona muy conocida

      en la sociedad de Buenos Aires, y que no nombramos por el papel que

      desempeñó en el incidente, contaba con cerca de cien afiliados, reclutados

      entre la gente más cruda y a quien se había armado de una manera

      electoral, es decir, hasta los dientes.

      El presidente de este club mandó ofrecer un día a Moreira la suma de

      cincuenta mil pesos para que abandonase a los nacionalistas y les ayudara

      a ellos en aquella reñida elección.

      Moreira contestó que él iría en persona esa noche a llevar la contestación

      a la propuesta, contestación que fue clara y terminante como las que

      acostumbraba a dar.

      El club avellanedista estaba reunido en gran algazara contando con la

      incorporación de Moreira, cuando éste llegó, dejó su caballo en la puerta

      y entró como en su casa.

      Todos los paisanos lo recibieron con muestras de la mayor alegría, pero él

      prescindió del paisanaje y se dirigió al presidente, que estaba contando

      el dinero que le mandara ofrecer.

      -Si usted se ha pensado -le dijo de la manera más severa-, que yo soy

      artículo de pulpería que cualquiera me puede comprar, se ha equivocado de

      medio a medio. Ni yo me vendo, amigo, ni usted tiene bastante dinero para

      comprarme, en caso que yo tuviera para negocio mi facón, que está

      comprometido con mis amigos.

      -Yo no he querido ofender, amigo Moreira -le contestó el presidente del

      club, sabiendo que a las malas era la causa perdida-. Necesitamos su apoyo

      y le ofrecemos por hoy esto, pudiendo usted contar con mucho más si

      llegamos a triunfar.

      Quiso hacer en seguida la apología del presidente Avellaneda, pero el

      gaucho le cortó la palabra.

      -Yo no puedo servir con usted, porque su candidato me da asco -prosiguió-,

      y porque no puedo servir para capitanear esta tropilla de maulas-. Y

      Moreira miraba de una manera provocativa a los ochenta o cien hombres que

      lo escuchaban.

      -No me vuelvan a ofrecer plata para que traicione a los míos -continuó-,

      porque si me llegan a ofender de esta manera caigo aquí y esto se vuelve

      una fonda de vascos cuya puerta de salida no van a encontrar de puro

      miedo. Y ustedes, grandes sinvergüenzas -concluyó dirigiéndose a los

      paisanos-, como yo los vea ir al atrio a votar en contra mía, les voy a

      sacar los ojos a azotes.

      A pesar de ser tantos aquellos hombres, a pesar de estar reclutados entre

      la gente más brava y hallarse armados de revólver y puñal, ninguno de

      ellos se permitió contestar a las insolencias de Moreira, que había ido

      expresamente a insultarlos en su propia cara, tratándolos como a la última

      carta de la baraja.

      Moreira salió por entre medio de ellos haciendo campo con el poncho y sin

      dignarse volver la cara para prever alguna puñalada traicionera.

      Estaba tan seguro del dominio que ejercía sobre aquella gente, que

      demasiado sabía que ninguno se atrevería a jugar la vida en una puñalada

      que podía errar.

      Salió a la calle, desató su caballo del llamador del club, en donde lo

      había dejado, y se dirigió al club nacionalista, donde había constituido

      domicilio.

      Cuando Moreira salió de aquel club, los paisanos estaban dominados de tal

      manera, que declararon al presidente que habían decidido no votar en la

      elección porque no querían andar mal encontrados con Juan Moreira, que al

      fin y al cabo podía más que la justicia, y que la puñalada que él les

      diera nadie se la había de quitar.

      Llegó el día de la elección y ésta fue canónica por los nacionalistas,

      pues no hubo ningún paisano que se atreviera a votar en contra de don Juan

      Moreira.

      Y cuentan en Lobos que aquella elección fue sostenida allí con el solo

      nombre de Moreira, siendo juez de paz del partido don Casimiro Villamayor,

      que puede atestiguar el hecho.

      Cuando la elección estaba más reñida y se temía la ganaran los

      avellanedistas, se hizo correr la voz de que Moreira llegaba de Navarro y

      hubo un completo desbande.

      Tal era el terror que en aquella gente infundía el solo nombre de Juan

      Moreira, que a propósito de él se decía esta frase pintoresca: "No hay

      justicia que le venga bien".

      Cuando pasó la elección, Moreira empezó a llevar en Navarro una existencia

      borrascosa. Armaba en pulperías grandes parrandas que duraban semanas

      enteras, porque ningún pulpero se atrevía a contradecirlo, desde que

      Moreira pagaba religiosamente el gasto que hacía durante aquellas

      infernales salamancas.

      El partido vencido empezó a calumniar a Moreira contando "horribles

      asesinatos" que no habían existido jamás, haciéndole figurar como

      principal autor de ellos, para obligar al gobierno a tomar una medida

      enérgica contra el gaucho que tan dominados los tenía.

      Fue entonces que el gobernador de la Provincia, que lo era entonces don

      Mariano Acosta, dispuso que salieran fuerzas de la Guardia Provincial a

      perseguir vagos y cuatreros en la campaña, prendiendo de paso al célebre

      Juan Moreira, en cualquier parte donde se le hallara.

      Y el mismo coronel Garmendia, al frente de una compañía de su bizarro

      cuerpo, dio una batida general por esos pueblos de campo, trayéndose gran

      cantidad de vagos y gente de libertad perjudicial; pero no pudo dar con

      Juan Moreira, por más que lo buscó a pleito por todos aquellos parajes

      donde sospechaba o le indicaban que podía hallarse.

      En muchos de estos parajes los piquetes hallaron los rastros, frescos aún

      del paisano, pero todos ellos volvieron sin lograr verle la silueta.

      En Navarro supo el coronel Garmendia, por persona que acababa de verlo,

      que Moreira estaba armando barullo en la tienda y almacén del señor Olazo,

      donde tuvo principio la lucha que terminó con la muerte del célebre

      paisano Leguizamón.

      Allí se trasladó la fuerza de la Guardia Provincial, se allanó la casa y

      se practicó el más minucioso registro, llegándose en él a remover las

      pilas de pipas llenas y vacías, pero inútilmente, porque Mereira no

      apareció.

      ¿Se había equivocado la persona que llevó el aviso, o Moreira, avisado a

      tiempo, se había puesto en fuga precipitadamente?

      Ni una cosa ni otra: Moreira estaba allí con sus trabucos amartillados,

      dispuesto a hacer volar a los primeros que se le acercaran, pero no dieron

      con su escondite.

      Dicen, y se ha probado, que Moreira había estado oculto en un sótano del

      aposento del mismo señor Olazo, cuya puerta estaba disimulada por una tira

      de alfombra puesta expresamente, y añaden que, cuando se retiró la fuerza,

      Moreira salió del sótano soltado una ruidosa carcajada.

      -Con éstos no quiero pelear -decía, revelando toda su astucia-; porque no

      haría más que hacer el gusto a los que me quieren ver muerto. La partida

      es muy despareja y a la larga yo tendría que caer. Se han de morder el

      codo los que han creído verme difunto a la fija.

      Moreira huyó en seguida de Navarro y se decidió a rondar los campos hasta

      que se alejara de allí el coronel Garmendia y su gente.

      Después de una nueva rejunta de matreros y gauchos sin papeleta, como se

      le había comisionado, el coronel Garmendia regresó a Buenos Aires y

      Moreira volvió a caer a Navarro.

      El gobernador don Mariano Acosta empezó a recibir nuevas denuncias de los

      "horribles asesinatos" que se atribuían a Moreira, entre los que figuraba

      un crimen de que entonces se ocupó mucho la prensa.

      Era éste el de un panadero degollado por Moreira en el camino carretero,

      por robarle un peso de pan.

      Sin embargo, he aquí cómo ocurrió aquel hecho, del que tenemos hasta el

      más minucioso detalle, y que, lejos denigrar, enaltece a Moreira.

      Aquel desgraciado repartidor de pan había sido asaltado por un gaucho

      malo, en su propio carrito, gaucho que está en la Penitenciaría condenado

      a veinte años de presidio y cuya vida figurará pronto en la colección de

      "Dramas Policiales" que publicaremos.

      El gaucho había asaltado en pleno camino al repartidor de pan, que era un

      joven italiano, con el ánimo de robarle el dinero que llevaba encima.

      Para terminar su robo con toda tranquilidad y sin la menor oposición,

      aquel bandido feroz había dado de puñaladas al joven, degollándolo en

      seguida.

      Concluida esta operación, se había puesto a registrar los bolsillos del

      cadáver aún caliente, aliviándolo de la carga de unos trescientos pesos

      más o menos.

      Daba el asesino sus últimas manitos en los bolsillos de la víctima, cuando

      se acercó al carro a gran galope Juan Moreira, que había adivinado la

      escena.

      -¿Qué está usted haciendo ahí, so puerco? -preguntó Moreira al asesino,

      para quien aquello era la cosa más natul del mundo.

      -Ya lo ve, amigo -respondió éste con un cinismo que revelaba el último

      grado de la perversión más absoluta del sentido moral-. Me he limpiado a

      este gringo tonto y le estoy sacando los reales que, de todos modos, se

      los ha de sacar la justicia que anda a la pesca de estas boladas.

      -Usted es un puerco, amigo -replicó Moreira en el colmo de la

      indignación-. No se mata a un hombre por robarle cuatro reales, y el que

      estas muertes hace tiene un fin desgraciado. Le aseguro, a fe de Juan

      Moreira, que usted va a tener la muerte de un chancho y en una cárcel.

      Nos dice el asesino aquel, con quien hemos hablado sobre este incidente,

      que aquellas palabras le produjeron tan honda impresión que no las ha

      podido olvidar nunca.

      Todo asesino es, por naturaleza, cobarde, así es que al oír éste el nombre

      de Moreira, se echó a temblar pidiendo disculpas al gaucho.

      Moreira no pudo contener la indignación que le había causado la acción de

      aquel hombre y, enarbolando el rebenque, le dio una docena de golpes y lo

      despojó del dinero robado, que puso en uno de los bolsillos del cadáver.

      En seguida lo registró prolijamente, a ver si acaso tenía remedio, pero,

      convencido de la inutilidad de todo esfuerzo, revolvió su caballo y partió

      a gran galope.

      Algunos que lo vieron alejarse del carro atribuyeron a Moreira aquel

      asesinato, siendo corroborado este aserto por el mismo asesino, a quien

      castigó Moreira, y el hecho llegó a conocimiento del gobernador de la

      provincia bajo esta desnudez terrible: "Moreira ha degollado a un

      panadero, por un peso de pan".

      Ya aquello no podía tolerarse; era preciso librar de una vez a la campaña

      de tan bárbaro criminal, y así lo comprendió don Mariano Acosta.

      Por conducto del Ministerio de Gobierno se pasó por entonces una nota al

      señor Marañón, Juez de Paz de Navarro, ordenándole procediese

      inmediatamente a la captura de Moreira, que el Gobierno sabía hallarse en

      aquel partido, según se le había comunicado, protegido por la misma

      autoridad.

      Y era verdad, la calumnia ruin y cobarde de los enemigos políticos se

      había cebado en el señor Marañón, hasta el punto de asegurar al gobierno

      que, si Moreira hacía todos aquellos crímenes y desmanes, era únicamente

      porque estaba protegido por la autoridad local, que había llegado hasta

      esconderlo cuando el señor coronel Garmendia estuvo en Navarro con fuerzas

      de la Guardia Provincial para prenderlo.

      El señor Marañón recibió aquella terrible nota que le revelaba el golpe de

      calumnia de que era objeto.

      Ya saben nuestros lectores, como constaba a todos los habitantes de aquel

      partido, que la partida de plaza de Navarro, como la de muchos otros

      pueblos, temblaba materialmente de miedo solamente al pensar que alguno

      podría ordenarle prender a Moreira, orden que hubiera desobedecido.

      En vista de esto, el señor Marañón, invocando el testimonio de los vecinos

      más respetables, contestó al gobierno con una extensa nota en que

      explicaba las serias dificultades con que tocaba, y asegurándole que aquel

      Juzgado no tenía una partida capaz de prender a Moreira.

      El gobierno no quiso creer lo que a todos constaba de una manera tan

      positiva, e hizo levantar un sumario a aquella honorable persona, al mismo

      tiempo que ordenaba a la policía de la capital, de que era entonces jefe

      el distinguido señor Enrique O'Gorman, para que alistase una compañía de

      vigilantes tan numerosa como fuera necesaria para prender a Moreira.

      El jefe de policía alistó la compañía de vigilantes, que tomaó el tren en

      Lobos para dirigirse a Navarro en busca de Moreira.

      Eran veinticinco vigilantes elegidos entre los mejores, que marcharon bajo

      las órdenes del oficial de policía D. Adolfo Cortinas, antiguo capitán del

      ejército de línea.

      Cortinas llevaba orden terminante de reducir a prisión al bandido Juan

      Moreira y traerlo a Buenos Aires, muerto o vivo, para cuyo efecto le

      dieron sus señas, explicándole que no era hombre de usar con él

      consideraciones, porque era duro en el combate y sumamente sagaz en la

      retirada y en el modo de combatir.

      Cortinas, decidido a salir bien en su difícil comisión, adiestró a los

      vigilantes y se ocupó, durante el trayecto, de tomar datos del hombre que

      iba a combatir.

      Los datos que obtuvo Cortinas en el camino fueron más o menos lo que

      conocen nuestros lectores.

      -Moreira es un hombre terrible -le decían todos-, con el que no hay que

      descuidarse, pues por más y mejor gente que usted lleve la ha de pelear, y

      si no puede pelearla, la ha de burlar con algún golpe de audacia o

      travesura.

      Cortinas sonreía al oír todas estas prevenciones, que atribuía a excesiva

      exageración de los paisanos; tenía fe en la gente que llevaba, pues creía

      que un hombre solo, por más valiente que fuera y por mejor armado que

      anduviera, no sería capaz de combatir con ella, ni evadírsele por un golpe

      de audacia, pues él tomaría serias precauciones.

      Entretanto, no había faltado un compañero que previniera a Moreira lo que

      sucedía, para que salvase el bulto yéndose de Navarro a otra parte más

      segura.

      -Ni por un queso -había contestado Moreira-. Mi deseo se va a cumplir en

      regla y por nada pierdo yo la bolada de pelear con vigilantes de la misma

      ciudad. Quiero que se sepa quién soy yo y que no hay justicia que me

      prenda. Ya verán cómo a esos vigilantes me los limpio yo como si fueran

      narices.

      Cortinas llegó a Lobos con su gente, donde hizo noche para seguir al otro

      día hasta Navarro, adonde llegaría a la tardecita, hora muy oportuna para

      hallar al gaucho.

      Esa misma noche salieron de Lobos dos gauchos con caballo de tiro, que

      fueron a llevar a Moreira la novedad, dándole un minucioso detalle de la

      gente que iba.

      -Lo que siento es que no sean cincuenta -replicó el gaucho con arrogante

      soberbia-; aquí los espero a esos maulas para que lleven mis mentas al

      gobierno.

      Esa noche Moreira paseó por todas las pulperías del partido, invitando

      gente para que fuera a hacer público y presenciar cómo disparaban los

      vigilantes.

      La partida de plaza estaba contentísima; sabían que era empresa peluda

      prender a Moreira y querían que vieran cómo peleaba el paisano, los que

      iban a pretender valer más que ellos en el pago, prendiendo nada menos que

      a Juan Moreira, que, según fama, peleaba ayuntado con el mismísimo diablo.

      Al llegar Cortinas a Navarro, supo todo esto, y se empeñó más en la

      prisión de aquel hombre, por la misma razón que creían que era una cosa

      imposible.

      En vano los amigos de Moreira trataron de que huyera, haciéndole

      comprender lo descabellado de su propósito, pero todo fue en vano, porque

      el paisano no cedía.

      -He prometido que no había de descansar hasta no haber peleado con una

      partida de vigilantes -decía- y tengo que cumplir mi palabra, aunque me

      maten.

      Cuando Cortinas llegó a Navarro, Moreira se fue a la fonda principal del

      pueblo a cenar, pues era ya más de la oración y quería esperarlo en la

      fonda.

      El comedor de aquella fonda tenía una gran mesa común a todos los

      parroquianos, colocada frente mismo a la puerta de calle, y dos o tres

      mesitas más a los costados.

      Sobre la mesa del centro y colgado de los tirantes del techo, había uno de

      esos lamparones de aceite, comunes a todo hotel de campaña.

      Moreira se sentó a comer en aquella mesa, dando frente a la puerta de

      calle, paso forzoso para el que entrara: puso los dos trabucos sobre sus

      rodillas, que cubrió con la manta de vicuña, y pidió alegremente una sopa

      y una botella de vino francés, para criar coraje, según dijo

satíricamente.

      Las pocas personas que había en aquella mesa se levantaron y fueron a

      ocupar las más chicas, pues todos sabían ya lo que había de suceder.

      -Hacen bien, muchachos, porque aunque esto va a ser como chacota -les dijo

      el paisano sin perder la alegría-, pueden llover algunos chumbos

      extraviados.

      En esta actitud se puso a esperar a los vigilantes, que sabía lo habían de

      atacar allí, creyendo tal vez tomarlo de sorpresa y prenderlo como a un

      maula.

      En previsión de lo que pudiera suceder, el gaucho había dejado su overo

      bayo confundido con los demás caballos atados al fierro de la vereda.

      Entretanto, Cortinas, que no conocía a Moreira, se ocupaba en buscar un

      individuo que fuera con él para enseñárselo, pero esto era más difícil de

      lo que pensaba.

      En el pueblo todos conocían a Moreira, pero en ese tiempo nadie lo conocía

      bien.

      Los paisanos tenían la certeza de que no prenderían a Moreira y no querían

      quedar colgados hasta que el gaucho fuera a vengar justamente en ellos la

      acción traidora de irlo a delatar a sus enemigos.

      Cortinas ofreció dinero, para lo cual iba facultado, pero inútilmente,

      nadie conocía bien a Moreira y, por consiguiente, no se lo podían enseñar.

      Por fin Cortinas dio con un paisano, conocido por el nombre de Carrizo,

      enemigo de Moreira, porque éste le humillara una vez, y deseoso de

      vengarse, a lo que no se había atrevido antes porque le tenía miedo; pero

      disimulaba el odio con una amistad franca y cordial que a Moreira no le

      hacía mucha gracia.

      Carrizo vio a los vigilantes que venían en busca de su odiado enemigo y

      echó sus cuentas, pensando que si tomaban buenas precauciones para cortar

      al gaucho la retirada, se le obligaría a pelear, y como aquellos hombres

      no habían de disparar como los policianos de la partida, Moreira era un

      hombre muerto.

      Carrizo se presentó a Cortinas, comprometiéndose a enseñarle a Moreira,

      siempre que tomaran las precauciones que él indicara, que serían buenas,

      porque él conocía perfectamente al bandido y de qué tretas sabía valerse

      para poder huir con entera seguridad.

      Cuando los vigilantes, encabezados por Cortinas y guiados por Carrizo,

      llegaron a la fonda donde comía Moreira, ya el gaucho había concluido de

      cenar, pensando que, por aquella noche, los vigilantes no irían a

      buscarlo, lo que le contrariaba mucho, pues el cuerpo le pedía un poco de

      ejercicio.

      Así que llegaron a la esquina de la fonda, Carrizo detuvo a Cortinas y le

      indicó que era preciso que hiciera rodear la casa con diez o quince

      vigilantes, mientras ellos se presentaban con el resto en la puerta de la

      fonda e intimaban a Moreira se diese preso bajo pena de la vida.

      Carrizo creía que estas medidas eran suficientes para que Moreira no

      escapara, descuidó la principal de todas, que hubiera sido tomarle el

      caballo.

      El gaucho miraba la puerta de calle con marcada impaciencia, cuando

      aparecieron en el dintel Carrizo, Cortinas y los doce vigilantes que

      quedaban, pues los otros trece habían sido estratégicamente colocados

      alrededor de la fonda, para cortarle la retirada si, como se esperaba,

      saltaba la pared.

      Apenas se detuvieron a la puerta, Carrizo señaló a Moreira con el cabo del

      rebenque, al mismo tiempo que decía a Cortinas:

      -Aquél es el hombre.

      -¡Ah, gran puerco! -gritó colérico Moreira al ver la acción cobarde de

      aquel canalla-. Ya te sacaré los ojos para enseñarte a ser... alcaucil.

      -¡Entréguese, amigo! -dijo severamente el oficial Cortinas-. ¡Entréguese a

      la policía de Buenos Aires, pues tengo orden de llevarlo vivo o muerto!

      Al decir esto, el digno oficial había avanzado hasta el borde de la mesa,

      dejando la puerta guardada por los vigilantes.

      -¿Y por qué me he de entregar? -preguntó Moreira con toda naturalidad-.

      ¿Quién es el comedido que cree que yo ando de más como un ocho de la

      baraja?

      -Yo no sé nada ni tengo que darle cuenta de nada -replicó el oficial-;

      entréguese usted preso por orden del jefe de policía, o lo tomo yo.

      -Pues, caballeros -replicó Moreira con cierta sorna-, vamos a ver cómo se

      hamacan-. Y rápido como una centella levantó de sus rodillas el poncho y

      de un vigoroso ponchazo hizo volar la lámpara, que fue a estrellarse

      contra la pared, dejando la pieza en una densa oscuridad.

      Acto continuo tendió los trabucos en dirección a la puerta, y al ser

      disparados produjeron tal estrépito, que los vigilantes quedaron atónitos.

      En seguida y sin perder un segundo, enrolló la manta al brazo izquierdo,

      sacó la daga y arremetió a la puerta, con un empuje violentísimo.

      Los vigilantes asombrados aún y a oscuras, sin saber lo que pasaba,

      hicieron cancha inconscientemente y Moreira pudo pasar como un relámpago

      por medio de ellos y saltar sobre su overo, no sin haber tirado al pasar

      un par e puñaladas, que fue lo único que aquellos pobres vigilantes

      trajeron como trofeo de aquella empresa, si no imposible, por lo menos de

      una suprema dificultad.

      -¡A él! -gritó Cortinas-. ¡Fuego y no lo dejen escapar! -y algunas

      detonaciones de rifle se sucedieron unas a otras, sin más resultado que

      oír en respuesta una sonora carcajada con que el gaucho se burlaba aún

      desde la calle del gran chasco que había dado a los vigilantes.

      -¡Adiós Carrizo! -gritó por fin Moreira, poniendo su caballo al gran

      galope-. Rogá a Dios que no te encuentre en mi camino, porque vas a ser el

      primer hombre que degüelle yo en esta vida maldita-. Y dio vuelta la

      esquina, perdiéndose de vista en seguida.

      -¡Ahora sí que soy hombre muerto! -dijo Carrizo echándose en brazos del

      miedo más descomunal-. ¿Quién me metería a pata grande? -concluyó,

      lanzando una especie de gemido que no pudo oír Cortinas sin soltar una

      graciosa carcajada, a pesar del espantoso estado en que estaba su espíritu

      al pensar en el ridículo en que había caído, al ser burlado por aquel

      hombre a quien con tantas precauciones fue a aprehender.

      Restablecida la luz de la pieza, Cortinas juntó a su gente, sumamente

      triste, haciendo que se retiraran de su puesto los soldados con quienes

      había hecho rodear la casa, pensando cuerdamente que, en caso de huir,

      Moreira lo hiciera por los fondos o saltando la pared del patio.

      Recién entonces pudo apercibirse del estrago que entre su gente habían

      causado los trabucazos; un vigilante estaba en el suelo, revolcándose en

      su propia sangre, mientras otro daba fuertes alaridos, a causa de un

      proyectil que le había penetrado en el hombro derecho, rompiéndole la

      clavícula.

      Cortinas, después de ordenar su gente, se fue al juzgado con la intención

      de esperar el día siguiente para ver si volvía a hallar al gaucho, a quien

      se prometía esta vez no dejar escapar, pues pensaba apretarlo sobre

      tablas, sin siquiera darle tiempo a hacer el menor ademán.

      Moreira, entretanto, simulando una retirada, había vuelto hacia la fonda y

      se había emboscado entre una arboleda por donde debía atravesar aquella

      gente.

      Allí esperó pacientemente a que concluyeran todos los arreglos, pues antes

      de alejarse definitivamente quería dar el vuelto a Carrizo.

      Este, que con la escapatoria de Moreira se creía hombre muerto, pues

      Moreira no lo perdonaría, salió de entre los vigilantes, embebido en la

      última hilera, pues se imaginaba que si quedaba solo, no había de tardar

      mucho en encontrarse con el puñal de Moreira.

      Así marchaban en dirección al juzgado, cuando al pasar por la pequeña

      arboleda se sintió un grito de muerte, y uno de los hombres que venían a

      retaguardia vino al suelo pesadamente para no levantarse más.

      Los vigilantes dieron vuelta presurosos para indagar la causa de aquel

      grito y aquel ruido de un cuerpo que cae, pero fueron deslumbrados por un

      fogonazo, al que siguió el tremendo estampido de un disparo que esta vez,

      felizmente, no hirió a nadie.

      En seguida del trueno que produjo aquel disparo, se oyó una lejana

      carcajada y pudo escucharse el ruido del galope de un caballo.

      Era Moreira que, al pasar Carrizo, le había sepultado la daga en la nuca,

      en castigo de su acción, y había disparado el trabuco para asustar a los

      vigilantes.

      Cortinas regresó a Buenos Aires con el triste parte de lo que había

      sucedido, y el gobierno de la provincia pudo convencerse de que la prisión

      de Moreira era cosa más seria de lo que parecía.

      Juan Moreira se vino entonces al partido de Lobos, siendo juez de paz,

      como hemos dicho, don Casimiro Villamayor. Permanecía en el pueblo un día

      y una noche, e iba en seguida a refugiarse a casa de su hermano Inocencio

      Moreira, que está actualmente de vigilante en la policía, o a casa de

      Cuerudo, de quien nos ocuparemos más adelante.

      El teatro de sus nuevas hazañas fue desde entonces el partido de Lobos, en

      cuyas pulperías y casas de negocio empezó a oírse el nombre de Moreira

      ligado a todo género de hombradas.

      Sin embargo, nunca se oyó decir que hubiera hecho alguna muerte a traición

      o que él hubiese sido el provocador de un conflicto o lance sangriento.

      Una noche Moreira se metió en un baile que se daba en una casa a orillas

      del pueblito, y donde danzaban alegremente numerosas parejas.

      La presencia de Juan Moreira enfrió por un momento la alegría que reinaba

      a su llegada, pero viéndolo parado en el umbral de la sala, en una actitud

      tranquila y humilde, poco a poco fue renaciendo la confianza, y la gente

      se entregó de nuevo al baile, en la seguridad de que Moreira, no siendo

      provocado, no intentaría nada perjudicial para ellos.

      Moreira, cansado de estar mirando el baile, pidió permiso al dueño de la

      casa, de quien era conocido, y entró en el aposento de éste, que hacía las

      veces de ambigú.

      Pocos momentos después entraba al baile y a aquella misma pieza el Sr. D.

      Manuel Caminos, entonces comandante militar de Lobos y hoy uno de los

      municipales más distinguidos de aquel hermoso pueblo, donde ha desempeñado

      la mayor parte del año que expiró hace poco las funciones de Juez de Paz.

      El Sr. Caminos conocía a Moreira de nombre y por haberlo visto varias

      veces, y sabía la clase de hombre que era y lo que de él podía esperarse;

      así es que al verlo se sorprendió.

      -Dispense, señor -dijo Moreira-; si mi presencia lo ofende, me retiraré;

      pero ya que he venido aquí casualmente, voy a pedirle un servicio que

      usted me puede hacer.

      El señor Caminos se detuvo a escuchar al paisano, pudiendo hacer esto sin

      comprometerse, pues la autoridad de Lobos aún no había dado orden de

      prisión contra él.

      -Yo ando en el campo corrido por la suerte -siguió diciendo Moreira-; no

      tengo papeleta de resguardo, y quiero que usted me dé una como verdadero

      servicio.

      El señor Caminos es naturalmente bondadoso, pero tiene también un carácter

      inflexible en el cumplimiento de sus deberes como funcionario público.

      Por más que conociera la vida desgraciada de aquel hombre, comprendía que,

      sin mengua de su cargo, no podía darle la papeleta pedida.

      No quiso tampoco prometer al gaucho lo que no había de cumplirle, y aunque

      estaba sin armas, le dijo redondamente que no podía acceder a su

      pretensión.

      -No sea malo, amigo; no me niegue la papeleta que le pido, que usted puede

      dármela sin compromiso alguno. ¿Por qué no me quiere hacer este servicio?

      -Porque no puedo -añadió el señor Caminos-. Usted es un hombre perseguido

      por la justicia y yo no puedo entregarle una papeleta de guardia nacional,

      porque haría mal.

      El señor Caminos, que había oído tanto cuento sobre atrocidades de

      Moreira, esperaba que de un momento a otro el gaucho se le viniese encima

      daga en mano, sin tener él la menor arma con que repeler la agresión, pero

      el paisano no se movió ni hizo el menor ademán de hostilidad.

      Sentado en la orilla de la cama, contemplaba a su interlocutor con una

      mirada profundamente melancólica en la que se podía ver un fondo de

      suprema resignación.

      -Paciencia y barajar -dijo lánguidamente-. Yo debo de jeder a difunto,

      cuando de esta manera se me cierran todas las puertas; sin embargo, le

      pido por última vez una papeleta, asegurándole bajo mi palabra que no he

      de decir a nadie que ha sido usted quien me la ha dado, y prometiendo

      hasta alejarme de Lobos.

      El Sr. Caminos creyó que el gaucho lo amenazaba, y no queriendo que fuese

      a figurarse que lo había dominado, se negó de nuevo a complacerlo.

      -Yo no puedo darle la papeleta -concluyó-, porque faltaría a mi deber, y

      yo no falto a él por ninguna consideración de este mundo; no insista pues

      en su pretensión, porque pierde su tiempo.

      -Está de Dios -respondió el gaucho-, que yo he de vivir eternamente en

      guerra con la justicia, de lo que me alegro en parte, pues no tendré nada

      que perdonar a nadie.

      El Sr. Caminos aconsejó a Moreira que se fuera del partido de Lobos, pues

      el Juez de Paz no había de tardar en dar contra él orden de prisión, y se

      alejó de la pieza y en seguida del baile.

      Moreira lo miró alejarse sin pronunciar una sola palabra, sin hacer un

      solo ademán, movió la cabeza de arriba abajo, como apreciando la conducta

      de aquel hombre, y quedó allí sumido en su pensamiento, sin que bastara

      para arrancarlo de él la algazara y animación que reinaba en la pieza

      donde se hallaba.

      Por fin fue levantando la cabeza poco a poco, salió lentamente del cuarto

      y entró a la pieza de baile, sentándose en una silla, al lado de los dos

      que tocaban la guitarra y el acordeón.

      Alguno que otro concurrente, alegre por demás con la bebida que se servía,

      intentó dirigir al gaucho una sátira, pero su aspecto era tan imponente y

      sombrío, que la sátira se heló en los labios antes de dejarse oír; el

      arsenal que se veía en su tirador y la daga que le cruzaba la espalda eran

      argumentos de un peso bastante elocuente.

      A eso de las tres de la mañana tuvo lugar un incidente que aterró por un

      momento a los alegres y pacíficos danzantes, hasta el punto de querer

      emigrar de la sala.

      Un hombre de aspecto bravo, que había estado silencioso toda la noche,

      había bebido excesivamente y el licor se le había ido completamente a la

      cabeza, dándole la mona por soltar una que otra indirecta a Moreira, sobre

      su aspecto sombrío y su cara de asustar a todo el mundo, perdonándole la

      vida.

      Moreira al principio no notó, o se hizo el que no notaba las indirectas de

      aquel hombre, pero éstas se repitieron de tal manera que el paisano tuvo

      que darse por enterado.

      Se levantó poco después y se dirigió a la pieza donde hablara con el señor

      Caminos, de la que volvió trayendo su manta de vicuña y bajo ésta un

      objeto que nadie pudo ver.

      El hombre aquel, envalentonado con el silencio indiferente de Moreira, o

      con los dos medios frascos que tendría en el buche, siguió con alusiones

      groseras e insolentes.

      -Amigo -dijo Moreira-, las monas se han hecho para dormirse y no para

      lucirlas; déjese de moler la paciencia, no sea que le cueste caro.

      Un estremecimiento de terror experimentaron las demás personas, creyendo

      que aquello sería el prólogo de algún drama sangriento, y el mismo dueño

      de casa se acercó a Moreira, como pidiéndole un poco de prudencia, pero el

      gaucho sonrió, mirándolo como quien dice: "No tenga usted el menor

      cuidado, que no ha de suceder nada malo".

      Al oír lo que Moreira le dijera, el hombre se paró asegurando que no tenía

      miedo, pero volvió a caer sobre la silla, completamente dominado por el

      alcohol.

      -¡No ve, amigo! -dijo Moreira alegremente-. No puede con el peso de la

      tranca y se quiere meter a fundillos grandes sin tener con qué alegar.

      -Para un maula como usted -replicó el buscapleitos-, siempre me sobrará

      talero, y si quiere que nos veamos las caras, puede ir saliendo cuando

      guste.

      -Está usted demasiado mamado para hacerle el gusto -concluyó Moreira- y

      para chacota esto es largo. ¡Cállese, pues, la boca y deje bailar a la

      gente!

      Aquel hombre, en vez de escuchar las sensatas palabras del paisano,

      desnudó la daga y se vino sobre él, dando sendos traspiés y tropezones,

      tal era la flojedad de sus piernas.

      Varios de los concurrentes quisieron detenerlo antes que llegara a donde

      estaba Moreira, pero éste se paró gritando:

      -¡Nadie lo toque! ¡Déjenlo nomás venir!

      El borracho siguió avanzando hasta llegar donde estaba Moreira y

      metiéndole la daga por los ojos, le dijo:

      -¡Saque, pues, so maula, y va a ver quién es el que lo provoca!

      Los asistentes a aquella escena vieron inevitable la muerte de aquel pobre

      hombre, pero no se animaron a terciar en la contienda, visto que el gaucho

      dijo que lo dejaran.

      Cuando el borracho le cruzó la daga por la frente, queriendo obligarlo a

      defenderse, Moreira soltó una alegre carcajada, contentándose con darle un

      ponchazo en la cabeza, lo que concluyó de alterar la bilis de aquel nuevo

      Baco, quien esta vez acometió al paisano, marcando una puñalada a la

      altura del estómago.

      Moreira entonces presentó el brazo izquierdo, cubierto por el poncho, y

      con una asombrosa facilidad desarmó al borracho, arrojando al patio la

      daga.

      En seguida apareció armado de una bota, que era el objeto que ocultaba

      entre la manta, y dio con ella tan feroz tunda al que lo había provocado

      que, según mentas, al vigésimo botazo se le había pasado la mona por

      completo, quedando fresco como si en el curso de la noche no hubiera

      bebido otra cosa que agua helada.

      En seguida de esto y riéndose como un bienaventurado, Moreira salió del

      baile, montó en su overo bayo y se alejó al tranquito, dejando a aquel

      pobre diablo avergonzadísimo con la tunda recibida y con las bromas

      sangrientas que le dirigían los testigos de aquella cómica aventura.

      Moreira se fue a La Estrella, casa de negocio en Lobos que permanecía

      abierta toda la noche y que, atendida por mujerzuelas, ofrecía cierto

      aliciente a la gente calavera.

      El paisano concurría mucho a aquella casa, pues decía que entre las

      mujeres y la bebida olvidaba por momentos la inmensa amargura que lo

      dominaba.

      En aquella casa permaneció todo el resto de la noche y gran parte del día

      siguiente, sin que todavía se hubiera librado contra él orden de prisión a

      la partida de Lobos.

      Cuando salió de La Estrella se encontró con el capitán de la partida de

      Lobos, D. Eulogio Varela, estimable persona y bravo oficial con quien se

      conocía, porque una vez, en tiempos en que Moreira era un hombre bueno y

      honrado, Varela le facilitó un caballo en Chivilcoy, con el que pudo

      llegar hasta Matanzas.

      -¿Qué anda haciendo en este pago? -le preguntó Varela, acercándosele-.

      Mire que ahora yo soy capitán de partida y pueden mandarme prenderlo.

      -Ando vagando -replicó el gaucho-, porque ya no encuentro un sitio donde

      descansar a gusto sin que vengan a provocarme de todos modos. ¡Que le

      hemos de hacer!

      -Váyase de Lobos, amigo -insistió Varela-; váyase, porque si me mandan

      prenderlo, usted me ha de matar o yo he de cumplir la orden que me den.

      -Hará mal, amigo -replicó Moreira tristemente-; usted me hizo una vez un

      servicio que no puedo olvidar y al que siempre le estoy agradecido. Yo

      nunca podré hacerle a usted daño por esta razón, pero si usted se cruza

      alguna vez en mi camino con la partida, entonces será lo que Dios quiera.

      -¿Y por qué diablo no se va de Lobos? -interrogó Varela-. ¿Por qué se

      queda a provocar un lance de muerte entre los dos? Yo no lo prendo

      -prosiguió diciendo-, porque no tengo orden del juez; pero si me dan esa

      orden, le aseguro que usted o yo vamos a quedar en el sitio. Así que mejor

      es que se vaya.

      -Mi vida -replicó Moreira- es pelear siempre con todas las partidas y

      matar el mayor número de justicias que pueda, porque ellos me han hecho

      todo el mal que he recibido en la vida, y por la justicia me veo acosado

      como una fiera dondequiera que me dirijo. Sin embargo, usted me ha hecho

      un servicio y yo quiero mostrarle que soy hombre que sé agradecer. Le

      prometo que mañana mismo salgo de Lobos, no por miedo, sino por

      consideración a usted.

      Moreira y Varela se separaron. Este se fue al Juzgado de Paz, donde ya lo

      esperaba una orden para prender a Moreira, que tomó el camino del rancho

      de su hermano Inocencio, donde pasó albergado dos o tres días, al cabo de

      cuyo tiempo pensaba regresar a Navarro.

      La justicia de paz supo esto, y envió a buscar a Inocencio a quien se le

      notificó que debía dar aviso cuando Juan Moreira durmiera para ir a

      prenderlo.

      -Pero, señor -replicó éste-; si es mi hermano, si viene a cobijarse bajo

      mi techo, ¿cómo lo voy a entregar para que lo fusilen?

      -Pues, ve lo que haces -le respondieron-, porque si no lo entregas se te

      considerará como cómplice y serás destinado a un cuerpo de línea por

      encubridor de bandidos.

      Inocencio volvió a su rancho, donde previno a Juan de lo que sucedía, y

      éste, por no comprometerlo, se alejó inmediatamente en dirección a

      Navarro.

      Inocencio Moreira recibió el premio de esta acción que fue el de

      destinarlo por dos años al servicio de las armas en el batallón 11 de

      línea.

      El Nacional , que se muestra tan afanoso por disculpar las iniquidades de

      nuestras autoridades de campaña, puede hablar con personas del Azul si le

      place y rectificarnos esta monstruosidad, como su famosa rectificación al

      bando de marras, que no creía pudiese haber sido dictado por justicia

      humana.

      Juan Moreira salió, pues, de Lobos, en dirección a Navarro, yendo a buscar

      guarida en casa de su amigo el Cuerudo, que fue más tarde su Judas.

      En vano la partida de plaza batió todo el partido buscando a Moreira. No

      pudo hallarlo; parecía que se lo hubiese tragado la tierra o lo hubiese

      merendado el Cuerudo.

      Sin embargo, muchas noches Moreira solía venir a La Estrella, donde

      permanecía hasta el día siguiente, sin que la partida que lo buscaba

      sospechara la cosa.

      El mismo Eulogio Varela se lo pasaba escondido muchos días en aquella casa

      esperando la venida de Moreira, pero éste, obedeciendo sin duda al aviso

      de un bombero de su entera confianza, caía a La Estrella cuando la partida

      estaba más persuadida de que no se hallaría ni aun en el pago.

      Allí prepararon al gaucho la cama donde debía venir a caer a sabiendas,

      poniéndole por cebo a una mujer de quien él gustaba enormemente.

      Deseando dar unos días de reposo a su overo bayo, Moreira se alojó en casa

      del Cuerudo, que era su guarida más segura, de donde no salió en quince

      días.

      Veamos ahora quién era el Cuerudo.

 

 

 

El Cuerudo

 

      El Cuerudo era un tipo sumamente original; borrachón sin límites, pasaba

      su vida en las pulperías, jugando cuando tenía plata y mirando jugar

      cuando no la tenía.

      Su traje, como su apero, eran pobrísimos y aperreados, aperreo que se

      notaba desde su caballo flaco, que de puro hambriento y bichoco parecía un

      caballo patria.

      El Cuerudo era alto y delgado, de pómulos agudos y salientes; reía

      eternamente, miraba como si con los ojos quisiera hacer cosquillas, y su

      cuerpo era una eterna sátira cambada.

      No había reunión alegre posible si en ella no estaba Cuerudo, pues los

      paisanos se lo disputaban como a pleito, porque era sumamente gracioso y

      contador de cuentos.

      El Cuerudo era, según decían los paisanos, tan guapo como las armas y tan

      sagaz como un zorro. Jamás buscaba camorras ni se metía en las que los

      demás armaban; pero, una vez que se ofrecía el caso, peleaba duro y

      parejo, sin que jamás se le hubiera visto volver cara o aprovecharse de un

      descuido de su adversario.

      Solía mamarse con mucha frecuencia y, cuando el alcohol había aflojado

      bien sus piernas haciéndole perder la razón por completo, el Cuerudo

      montaba en su mancarrón viejo y salía a pelear la partida para dar una

      prueba de su valor y proporcionarse un rato de gusto que en estos casos,

      según decía, se lo pedía el cuerpo.

      Como el Cuerudo peleaba a la partida en aquel estado de completa

      embriaguez, siempre salía hachado en varias partes, hachazos que curaba

      cristianamente de cabeza en el cepo, que era como el Juez de Paz castigaba

      sus atropellos y desacatos a mano armada a la autoridad, pero al poco

      tiempo volvía a incurrir en la misma.

      A los ocho días de cepo, que el Cuerudo sufría con gran resignación,

      empezando por convenir que había merecido aquel castigo, era puesto en

      libertad en consideración a que era un hombre bueno y que las peleas con

      la partida sólo tenían lugar cuando estaba completamente dominado por la

      influencia del alcohol.

      Cuando salía del juzgado, su primera operación era irse al campo y

      tenderse al rayo del sol durante la siesta, y si alguno le preguntaba qué

      estaba haciendo allí y qué objeto tenía el estar recibiendo sobre los

      lomos los ardientes rayos del sol, el Cuerudo reía mostrando sus dientes

      blanquísimos y replicaba naturalmente:

      -Estoy haciendo secar estas lastimaduras para que no me entre pasmo y

      tenga que entregar sin ganas mi cuerpo al diablo.

      Y su carnadura era tan especial, que a los cinco o seis días de haber

      recibido una herida, la tenía perfectamente cicatrizada, como si fuera una

      herida de tres meses.

      Era éste el origen del apodo de Cuerudo con que lo bautizaron los

      paisanos, quienes, para ponderar la dureza de aquel cuero, decían que no

      había sable que le viniese bien.

      Por este solo apodo era conocido en todas partes, hasta el extremo que él

      mismo no recordaba cómo era su nombre y apellido, y aceptaba aquel

      pintoresco mote.

      Cuando el Cuerudo estaba fresco, no se lo llevaban por delante a dos

      tirones. Entonces no peleaba con la partida de plaza; pero, si alguno le

      buscaba camorra, podía estar seguro que se había echado un enemigo de gran

      coraje y de una vista extraordinaria en el manejo de la daga, que era en

      sus manos un arma terrible.

      Si en este género de luchas llegaba a ser herido, se le veía mojar la

      herida con caña después de concluida la pelea, montar a caballo cubierto

      de sangre e irse al rayo del sol para que sus rayos cicatrizaran la

      herida, operación milagrosa que se producía al cabo de ciertas horas de

      estar tendido al sol con aquel objeto.

      El Cuerudo tenía la cara surcada en todas direcciones por largas

      cicatrices que iban a perderse entre su barba negra y espesa, que nunca

      había sentido el contacto de un peine.

      Siempre pobre, pero siempre alegre, los pulperos protegían al Cuerudo y le

      daban algún gasto, porque el paisano jamás tenía pereza para ayudarles a

      tirar agua, dar vuelta la majada, curar un animal, o cualquiera de esos

      pequeños trabajos que en las casas de negocio de campo se ofrecen a cada

      rato.

      Si el Cuerudo agarraba la guitarra, no la soltaba en toda la noche,

      cantando todo género de canciones picarescas y gatos de los que daban

      calor .

      Su voz era vinosa y un tanto acarnerada como la generalidad de los

      paisanos, pero cantaba con tanta picardía que se le podía estar oyendo

      toda una noche entera sin fastidiarse, porque su repertorio era

      interminable y su gracia infinita para hacer todo género de compadradas en

      el diapasón de la guitarra.

      El Cuerudo era un poco soberbio, sabía que tenía reputación de hombre

      guapo y no permitía que delante de él contasen ajenas hazañas ni hechos

      fabulosos.

      -Yo soy el Cuerudo -decía-, y es al ñudo buscarme pareja, porque no la

      tengo en todo el mundo, y mi padre y mi madre han muerto sin hacer otro

      Cuerudo.

      Si hallaba quien le hiciera frente, peleaba, y peleaba con tal bravura y

      tal tino, que eran muy contadas las veces en que hubiera sacado él la peor

      parte.

      Cuando el Cuerudo se embriagaba, jamás buscaba pelea en las pulperías de

      donde se retiraba, decía, para ir a hacerle el gusto al cuerpo; y ya se

      sabía que aquel gusto consistía en ir a buscar la partida y hacerse

      lastimar por los soldados, quienes últimamente no le hacían caso, pues

      apenas podía tenerse a caballo.

      Cuando esto último sucedía, el Cuerudo regresaba a los almacenes diciendo

      que no había sacado en la lucha ni un rasguño, y que había derrotado a la

      partida con suma facilidad, siendo graciosísimo escuchar la cantidad de

      detalles y minuciosidades con que el Cuerudo adornaba aquella pelea

      imaginaria.

      -¡Ah, hijitos! -concluía riendo-. ¡Ah, criollitos! ¡Y que vengan ahora a

      mentarme a ese tal Juan Moreira, que no sirve ni para ensillarme el

      mancarrón!

      Los paisanos se entretenían en mirar las graciosas muecas y cuerpeadas con

      que el Cuerudo adornaba su imaginario combate y le pagaban la copa.

      Este es el famoso Cuerudo con quien Moreira hizo una especie de amistad,

      la que debía serle fatal, apresurando su inevitable fin.

      Moreira trabó relación con el Cuerudo en una casa de negocio donde tenía

      lugar una jugada de mucho interés, muy concurrida por la gente brava.

      Sin ser invitado a ella, y por lo que se decía, Moreira cayó a la jugada

      acompañado de un paisano con quien se había ligado esos días y cuya

      compañía admitía de tarde en tarde, por tener con quien conversar un poco,

      pues ya se iba fastidiando de andar siempre solo y aislado del resto de

      los hombres.

      El Cuerudo contemplaba aquella interesante jugada sin despegar los labios

      y a espalda de los jugadores. No tenía ni un centavo y aquella noche le

      tocaba mirar.

      Tenía grandes tentaciones de arrebatar la parada y disparar con ella, pero

      se contenía, esperando que engordara la banca para dar el golpe más a la

      fija.

      Moreira empezó a jugar con tanta felicidad, que a la hora tenía delante de

      sí una crecida cantidad de dinero y era el que tallaba.

      El Cuerudo miraba lleno de emoción aquella jugada; tenía celos de aquel

      hombre a quien tanto protegía la suerte en todo lo que emprendía.

      Moreira estaba de pie, con la baraja en la mano, cobrando o pagando los

      apuntes, según le iba en el juego, y echando cartas con increíble rapidez.

 

      Una sota y un rey echó el gaucho sobre la mesa, cuando oyó a su espalda

      una voz que decía: "¡Copo la banca!", y vio una mano enérgica y nerviosa

      que se apoderaba precipitadamente del dinero que tenía delante, como lo

      podía haber hecho un juez de campaña sorprendiendo una jugada.

      Los paisanos miraron asombrados al hombre que era tan guapo para jugar de

      aquella manera con la cólera de Moreira, que se daba vuelta en ese momento

      aplicando un recio bofetón de revés en la cara del insolente que se había

      permitido con él aquella incalificable chanza.

      El que había copado la banca, tomado el dinero y recibido el bofetón, no

      era otro que el Cuerudo, a quien, como dijo después, lo había tentado el

      diablo.

      Al recibir el revés, el Cuerudo vaciló sobre sus pies, pero no cayó;

      aflojó el dinero que tenía en la mano y sacó su daga con un ademán

      resuelto.

      Viendo que se trataba, según parecía, de una provocación, Moreira saltó al

      medio de la pieza, sacó la daga, enrolló la manta en el brazo y esperó la

      acometida.

      Ya hemos dicho que por enojado que estuviera aquel paisano, a la vista del

      peligro real recuperaba toda su sangre fría y se dominaba por completo,

      empleando el corto intervalo que mediaba entre la provocación y la lucha,

      en estudiar a su adversario rápidamente, tratando de reconocer su lado

      vulnerable.

      El Cuerudo avanzó sobre Moreira con la daga tendida en actitud de herir y

      la mirada buscando la de su adversario, que lo esperaba inmóvil.

      Cuando aquellas dos miradas se encontraron, antes de chocarse las dagas,

      sucedió una cosa particular e inesperada.

      El Cuerudo bajó la suya y el brazo de la daga cayó a lo largo del costado;

      aquel hombre quedó inmóvil, completamente dominado por la mirada soberbia

      de Juan Moreira.

      -¡Vamos a ver, maula! -gritó éste sin comprender de pronto lo que pasaba

      por el espíritu del Cuerudo, que lo había provocado sin motivo-. El que

      provoca pega primero y no espera a que le den en las aspas con el

      rebenque. ¡No se arrepienta, maula, y atropelle, que es buen campo!

      -Es inútil -contestó el Cuerudo, completamente desalentado-. A todo hay

      quien gane en esta vida y conozco que no puedo pelear con usted, porque me

      ha ganado a guapo.

      -¿Y a qué se metió a chiripá grande? -replicó Moreira, ya riendo-. Cuando

      lo vi copar la banca, creí que era justicia, si no, ni me levanto. ¡Pegue,

      pues, maula!

      -Es inútil -concluyó el Cuerudo-. Nosotros no podemos ser enemigos, porque

      usted puede más que yo. Si quiere ser mi amigo, estaré de ello orgulloso;

      si usted desprecia mi amistad, ahora mismo me voy del pago y aseguro que

      nadie vuelve a verme la cara tajeada -y agachándose alzó del suelo el

      dinero que había arrebatado momentos antes y lo ofreció a Moreira con la

      mano izquierda mientras le tendía humildemente la derecha.

      Moreira guardó su daga, tomó al Cuerudo la plata y estrechándole la mano

      con cierto desdén, volvió a ocupar su sitio entre los jugadores, que

      empezaron a hacer al Cuerudo una sátira sangrienta por haberse metido a

      tan guapo para que lo corrieran con la vaina, de aquella manera tan

      vergonzosa.

      -Caballeros -dijo severamente Moreira-, el que se burle de este hombre

      debe hacer lo que él no ha hecho por falta de coraje; no hay que hacerle

      tanta burla, que al fin y al cabo lo que él hizo lo hace cualquiera en

      igual caso, y si no vamos probando quién es más guapo que él.

      Ninguno de aquellos hombres replicó a las severas palabras de Moreira y

      las sátiras se helaron por completo en todos los labios.

      Desde aquella noche el Cuerudo fue completamente dominado por Moreira,

      hasta el extremo de ser una especie de peón que tenía para mandar a Lobos

      a bombear si había gente de la guardia provincial o vigilantes de la

      ciudad que le pudieran impedir dar un paseo por La Estrella.

      Pero el Cuerudo guardaba un profundo resentimiento a aquel hombre,

      resentimiento que el gaucho ocultaba íntimamente, esperando el momento

      oportuno para dejarlo conocer con todo el encono de que se iba sintiendo

      poseído cada día que pasaba.

      Era tal el dominio que Moreira ejercía sobre el Cuerudo, que solía caer a

      su casa buscando guarida, lo echaba de su cama y se acostaba a dormir en

      ella profundamente, sabiendo que aquel hombre no se había de atrever ni

      aun a pensar en matarlo cuando lo viera completamente descuidado o

      profundamente dormido.

      Dice el Cuerudo que cuando esto sucedía, él no podía pegar los ojos en

      toda la noche y si alguna vez se le había ocurrido darle una puñalada

      mientras dormía, se salía afuera temeroso de que Moreira dormido, fuese a

      conocerle la intención y coserlo a puñaladas.

      -Yo -añadía el Cuerudo-, sería capaz de pelear con una partida entera, con

      veinte hombres como Moreira, pero con él es inútil: se me caería el

      cuchillo de las manos y no tendría ánimo ni aun para disparar. ¡Ese hombre

      es el mismo diablo con traje de hijo del país!

      Moreira conocía que la amistad de ese gaucho no le era leal, pero no

      paraba en ello la atención, confiado en que el Cuerudo se había de medir

      bien antes de hacerle una traición y conociendo que al fin y al cabo le

      profesaba un miedo descomunal.

      -Cuerudo -dijo una noche Moreira al paisano- esta noche me han ofrecido

      diez mil pesos y he dado una vuelta de azotes al que me los ofreció, ¿qué

      te parece?

      -Asigún y conforme -replicó el Cuerudo-; lo que es yo por diez mil pesos

      soy capaz de ir a cuerear peludos a la misma loma del diablo. ¿Por qué le

      cayó al de la oferta?

      -Le caí -dijo Moreira sombrío-, porque esa plata me la vinieron a ofrecer

      para que yo mate a don Pancho Bosch, y como yo no he nacido para asesino

      ni para tolerar propuestas, le caí al hombre para que nunca se meta a

      proponer porquerías. De todos modos, dicen que ese hombre es muy guapo, y

      puede ser que si topo con él pelee por lujo, porque a mí me gusta pelear a

      los que se tienen por buenos.

      El Cuerudo debía algunos servicios al comandante Bosch, que entonces vivía

      en Lobos, así es que en cuanto pudo se vino y le comunicó lo que le había

      dicho Moreira.

      El gobierno de la Provincia, entretanto, había sabido el mal resultado de

      la expedición de los vigilantes y había ordenado las cosas de modo de

      poder dar con Moreira y reducirlo a prisión de una manera o de otra.

      Fue entonces que encargaron en Lobos al Cuerudo que así que Moreira

      viniese a La Estrella, a pasar unos días, avisara al juzgado, que ya le

      tenía preparado el jaque mate que debía dar fin con la larga partida que

      el gaucho venía jugando a la justicia.

      El Cuerudo regresó a su rancho, donde acompañó a Moreira, hasta que éste

      le dijo una tarde:

      -Me voy a La Estrella, Cuerudo, a pasar un par de días, porque ayer he

      hecho una buena jugada.

      -No te vayas -respondió el Cuerudo, disimulando-; en Lobos te tienen ganas

      y la partida es brava.

      -El que nace barrigón, es al pepe que lo fajen -replicó alegremente

      Moreira-. Ya he dicho que no tengo el cuero para negocio y alguna vez me

      han de pegar la buena. De todos modos yo ya no peleo por defender la vida,

      porque el día que me maten será para mí un beneficio. Si peleo lo hago por

      lujo y para que no digan que me han matado de arriba.

      Y saltó sobre el overo bayo con el Cacique a las ancas, alejándose al

      tranquito en dirección a Lobos.

 

 

 

El epitafio de Moreira

 

      El día cuatro de mayo, como a las tres de la tarde, entró en el pueblo de

      Lobos un paisano de aspecto humilde, montando un magnífico caballo zaino

      colorado.

      Aquel hombre tenía la cabeza abatida sobre el pecho, como cediendo al peso

      de una horrible desgracia, y no se preocupaba de apurar el pesado tranco

      de su caballo.

      El paisano, siempre triste, con la mirada inmóvil sobre la cabeza de su

      pobre apero, atravesó el pueblo por la calle principal y recién al llegar

      a la plaza alzó la cabeza, dejando ver una mirada inteligente empañada por

      el dolor que se revelaba en su actitud sombría y lúgubre ademán.

      Levantó la cabeza, decimos, y miró a todos lados como para orientarse en

      el camino que debía seguir, camino en que le parecía no estar muy seguro,

      pues desmontó en un almacén y preguntó por dónde se podía ir al

      cementerio.

      Uno de los gauchos que había en el almacén salió e indicó al paisano el

      camino que debía seguir, mirando con extrañeza a aquel desconocido que se

      alejó sin siquiera dar las gracias por el servicio recibido,

      descomedimiento que el gaucho atribuyó a la pena en que aquel hombre

      parecía ir sumido.

      El paisano siguió siempre al tranquito, hasta que llegó al cementerio,

      echó pie a tierra delante de la puerta de fierro, y sin atar siquiera su

      caballo, penetró al cementerio, cuyas tumbas interrogó con una mirada

      húmeda y vacilante.

      Aquel hombre, sin despegar los labios para responder al comedido saludo de

      la vasca sepulturera, detuvo su mirada sobre el montón de tierra donde

      estaba echado el Cacique, y se dirigió allí con el paso vacilante,

      sacándose el sombrero con imponente respeto.

      Llegó a la tumba solitaria, dobló en ella las rodillas y se pudo ver que

      de sus ojos negrísimos y varoniles caía un torrente de lágrimas que iban a

      rodar a la tierra que cubría los restos de Moreira.

      El Cacique, que recibía siempre con amenazadores gruñidos a los que se

      acercaban a la tumba de su amo, se arrastró hasta aquel hombre y, mientras

      lamía sus manos cariñosamente, se puso a aullar, con ese aullido fúnebre y

      lastimero que emplean los perros en las situaciones lúgubres.

      El paisano acarició la cabeza del noble animal, se puso de pie, cruzó los

      brazos y clavó la mirada en aquella huesa miserable, permaneciendo así

      inmóvil como una estatua, y llorando silenciosamente más de tres horas.

      A la caída de la tarde, el hombre que cuidaba el cementerio fue a prevenir

      a aquella especie de estatua humana que iba a cerrar la puerta y que era

      necesario que se retirara, pero el paisano estaba tan embebido en su

      pensamiento que fue necesario golpearle el hombro y repetirle la

      advertencia.

      Entonces sus labios temblaron a impulsos de los sollozos que lo sofocaban,

      por sus pómulos se deslizaron las últimas lágrimas, levantó al Cacique en

      sus brazos, que seguía aullando lúgubremente, y dio vuelta para tomar el

      camino que conduce a la salida del cementerio. ¡No alcanzó a dar dos

      pasos!

      -¡Adiós, Moreira! -gritó con la voz entrecortada por los sollozos que

      hacían su palabra casi ininteligible-. ¡Adiós, hermano Moreira! ¡Daría

      toda mi vida por poder montarte en ancas de mi caballo y llevarte al

      rancho de la amistad! -dijo; su voz expiró en un doloroso gemido y salió

      del cementerio a la carrera, como si tuviera que hacer un violento

      esfuerzo para arrancarse a la fuerza desconocida que allí lo retenía.

      Llegó a su caballo, sobre cuyo recado saltó sin tocar el estribo, y

      acomodando al cuzquito en el brazo izquierdo se perdió al galope de su

      caballo.

      Aquel paisano era el amigo Julián que, sabiendo la muerte de Moreira,

      había venido a darle el último adiós sobre su tumba.

 

      Moreira vive aún en la tradición de los pagos que habitó. Sus desventuras

      se cantan en décimas tristísimas y sus hazañas son el tema de los más

      sentidos y tiernos estilos, que canta cada paisano, lamentando la muerte

      de aquel hombre fabuloso. Para rendirlo fue necesario que la policía de

      Buenos Aires se pusiese en campaña eligiendo sus mejores soldados y pelear

      con él hasta que le quedó un átomo de vida.

      Los paisanos que lo trataron sienten una especie de orgullo al recordar

      que fueron amigos de aquel hombre, y las partidas de plaza recuerdan aún

      con cierto terror los destellos de aquella mirada soberbia cuyos rayos no

      podían sostener sin bajar la vista al momento.

      Moreira no tiene parangón con ninguno de los muchos hombres de valor

      asombroso que han habitado nuestras campañas. El único que se le acerca en

      algo es aquel terrible Juan Cuello que, en los años comprendidos del

      cuarenta y siete al cincuenta y uno, tuvo aterrorizadas a la cuidad de

      Buenos Aires y a la misma mazorca, cuya vida y curiosísimas aventuras

      recién hemos concluido.

      Juan Cuello es una narración que interesará sobremanera a nuestros

      lectores, por estar llena de episodios sumamente romancescos.

 

      Andrea y su hijo, el pequeño Juan, se encuentran actualmente en casa del

      señor Aguilar, calle de la Victoria, frente al cuartel de bomberos.

      Cuando Vicenta oye hablar del tremendo Juan Moreira, sus ojos se llenan de

      lágrimas y miran al suelo como si buscara allí la tumba de aquel

      desventurado cuya existencia feliz fue cortada por el poder de un teniente

      alcalde de campaña.

      ¡He aquí los graves defectos de que adolece nuestra célebre Justicia de

      Paz!

      De un hombre nacido para el bien y para ser útil a sus semejantes, hacen

      una especie de fiera que, para salvar la cabeza del sable de las partidas,

      tiene que echarse al camino y defenderse con la daga y el trabuco.

      Es preciso convencerse una vez para todas de que el gaucho no es un paria

      sobre la tierra, que no tiene derechos de ninguna clase, ni aun el de

      poseer una mujer buena moza en contra de la voluntad de un teniente

      alcalde.

      El gaucho es un hombre para quien la ley no quiere decir nada más que esta

      gran verdad práctica; el Juez de Paz de partido tiene derecho a remacharle

      una barra de grillos y mandarlo a un cuerpo de línea.

      Es tiempo ya de que cesen esos hechos salvajes y el gaucho empiece a gozar

      de los derechos que le otorga la Constitución y que ha conquistado con su

      sangre en todos los campos de batalla.

      Cerraremos esta dramática historia haciendo notar que todas nuestras

      críticas referentes a la organización de la Justicia de Paz en la campaña

      obedecen a la noble aspiración de que los derechos imprescriptibles del

      ciudadano, con los cuales invisten al hombre las leyes divinas y las leyes

      escritas, sean respetados y garantizados en todas las latitudes del suelo

      argentino.

 

 

 

La daga de Moreira

 

      Concluida la historia de Moreira con que adornamos nuestros folletines,

      vino a nuestro poder la daga de aquel paisano legendario, que conservaba

      el señor Melitón Rodríguez como una verdadera pieza de museo.

      La daga de Moreira, con la que llevó a cabo tanta hazaña verdaderamente

      asombrosa, es un arma que en nada se parece a la de este nombre que usan

      la generalidad de nuestros paisanos.

      Esta arma, cuya hoja es de un completo temple toledano, está entre la daga

      y el sable: mide ochenta y cuatro centímetros de largo, contando su

      empuñadura, y sesenta y tres centímetros su hoja sola.

      El ancho de la hoja tiene cerca de la empuñadura como cuatro centímetros y

      disminuye gradualmente a medida que se aproxima a la punta, hecha, como su

      filo destruido ya, con una lima.

      La empuñadura de plata maciza, con algunas incrustaciones de oro y llena

      de delicada obra de cincel, pesa 25 onzas; la forma de esta empuñadura es

      digna de estudio, pues a ella sin duda debe Moreira la rara suerte de no

      haber sido herido nunca de hacha.

      La S con que los paisanos adornan las empuñaduras de sus dagas, les sirve

      para proteger su mano derecha de los golpes de hacha que con tanta

      maestría barajan .

      Esta S hace converger todos los golpes de hacha en su parte saliente, pero

      en su parte entrante es fácil, muy fácil, que los hachazos resbalen, yendo

      a herir el pecho del que la esgrime.

      Moreira había corregido este defecto con increíble suspicacia, colocando

      en su daga una gran U, en vez de la S vulgar. De este modo había resuelto

      el problema de hacer converger a la curva de la U todos los golpes de

      hacha, sin riesgo de su cabeza, de su pecho y de su mano, aunque

      exponiendo a la fuerza de los mismos hachazos a la U, que se ve rota y

      soldada en varios puntos.

      El filo de esta arma curiosa bajo todo respecto está lleno de melladuras,

      una de las cuales penetra como una línea en el centro de la hoja, y que el

      capitán Varela supone ser un hachazo que él le tiró en la última lucha que

      sostuvo aquel hombre excepcional, y que paró con aquella parte del filo de

      la daga, golpe en que se quebró su propia espada.

      Conociendo el peso y las dimensiones de esta arma, se puede calcular la

      prodigiosa fuerza muscular de aquel hombre, que sin la menor fatiga

      combatía con ella tan largos intervalos de tiempo.

      Esta daga es la que usó Moreira, por lujo primero, y por necesidad

      después, siendo la misma que le regalara Adolfo Alsina, y a la que él no

      hizo otra modificación que la de la S cuando confió a ella sola la defensa

      de su vida.

      La daga de Moreira es digna de figurar en un museo al lado de la espada

      del Cid o cualquiera otra arma histórica que simbolice un brazo de

      extraordinaria pujanza y un corazón de un temple espartano.

      Y ya que nos ocupamos otra vez de Juan Moreira en la descripción de su

      daga, para agregarla a la segunda edición que de su biografía hacemos,

      vamos a consignar un episodio de su vida que pinta admirablemente las

      prendas raras de que estaba dotado y que conocimos después de haber

      concluido su historia, episodio que nos ha sido relatado por el mismo

      protagonista.

      El doctor don Leopoldo del Campo, a quien hemos tenido la ventaja de

      conocer desde estudiante, es un noble carácter unido a una inteligencia

      clara y robusta, cultivada con verdadero desvelo y dedicación.

      Leopoldo del Campo tiene verdadera pasión por la carrera que ha elegido,

      pasión que lo lleva a emprender las defensas más arduas, sin el menor

      interés, pues sus predilectas son aquellas de infelices procesados, que

      para pagar su trabajo no cuentan más que con su verdadero agradecimiento.

      Es uno de aquellos bellos espíritus, semejante al de Julián María

      Fernández, que hacen el bien por el solo placer de hacerlo.

      Uno de tantos infelices defendidos gratuitamente por el doctor Del Campo,

      era un paisano de Navarro cuyo nombre no recordamos en este momento,

      procesado por homicidio en la persona de otro paisano.

      Del Campo puso su inteligencia y labor al servicio de este paisano con tan

      feliz éxito, que pocos meses después lo sacaba libre de todo cargo,

      haciendo resplandecer su inocencia.

      El paisano era un pobre diablo, cuyos únicos bienes de fortuna consistían

      en un pobre rancho en Navarro y unas pocas ovejas y vacas. Pagó, pues, a

      su abogado con un sincero agradecimiento y ofreciéndose al gran defensor

      en lo que valía, por si alguna vez quería hacerle el servicio de ir a

      pasar una temporada a su rancho en compañía de su mujer y de sus hijitos,

      a quienes enseñaría su nombre para que lo veneraran sobre todas las cosas

      de la tierra. En seguida emprendió viaje a su pago con algún dinero que le

      proporcionó el mismo Del Campo para complemento de su acción noble y

      desinteresada.

      Llegó un año en que Del Campo tenía grandes tentaciones de ir a tomar un

      mes de campo, sin ocurrírsele un amigo propietario a quien ir a pedir

      hospitalidad.

      El nombre de su defendido olvidado tanto tiempo se le vino al magín,

      ocurriéndosele que en ninguna parte sería mejor recibido que en aquel

      humilde rancho que con tanta franqueza le fue ofrecido.

      Sin más ni más lió sus petates de viaje, que no eran muy lujosos que

      digamos, y tomó el tren de Lobos con el corazón rebosando de alegría

      estudiantil, dispuesto a pasar un mes de expansiones.

      En Lobos alquiló un matungo de posta, y se largó camino de Navarro,

      navegando sobre el recado como uno de esos marineros ingleses que suelen

      bajar de a bordo y alquilar un sotreta en la caballeriza con que se topan,

      prometiéndose un día de alto refocilamiento, aunque a la noche suelan

      volver más molidos que si les hubieran dado mil azotes tendidos sobre el

      temible cañón de proa.

      En aquellos tiempos la fama de Moreira llenaba aquellos alrededores, y era

      muy gaucho el hombre que se atrevía a hacer solo aquella cruzada; pero Del

      Campo era joven y poco se preocupaba de agüerías y miedos.

      Apenas había andado unas cuatro leguas, cuando se encontró con un paisano

      hermoso, paquetísimo y montado sobre un magnífico caballo overo bayo,

      aperado con un lujo pintoresco.

      En su cintura, sujeta a la espalda en el tirador, se veía una larga y

      hermosa daga; sobre los costados el paisano ostentaba un par de magníficos

      trabucos de un brillo deslumbrador, tal era su limpieza.

      -Adiós, demonios -pensó Del Campo para sus adentros-. Esta especie de

      parque humano no puede ser otro sino Moreira. Si de ésta escapo con vida,

      lo podré contar como milagro.

      Tales eran las cosas que de Moreira habían contado a Del Campo, que éste

      creía de buena fe que el gaucho era un bandido asesino que se complacía en

      matar por lujo , como se dice en el campo.

      Aquel apuesto gaucho encaminó su caballo hacia el del viajero, a quien dio

      un cortés "buen día, amigo" preguntándole si no había visto en su camino

      un paisano acompañando a una niña.

      Del Campo había visto efectivamente una hermosa paisana acompañada de un

      hombre de campo que llegaron a la pulpería donde él había mudado el

      caballo. Sin embargo, pensó que aquella pregunta era sólo un pretexto para

      entrar en conversación, exigirle más tarde el dinero que llevaba y coserlo

      en seguida a puñaladas para que no pudiera contar la cosa.

      -Esta es la introducción y más tarde vendrá la sinfonía -se dijo-. ¿Cómo

      diablos haré yo para salir airoso de ésta, montando tan detestable

      matungo? -Sin embargo, dominando por completo todo recelo, repuso

      tranquilamente.

      -Efectivamente, paisano; al salir de la pulpería donde mudé caballo,

      llegaba un hombre acompañando a una mujer bastante hermosa, pero no sé si

      siguieron o quedaron allí.

      -Esos tienen una larga cuenta que ajustar conmigo -repuso el gaucho

      tomando un aspecto sombrío- y usted, amigo -añadió-, que parece pueblero,

      ¿adónde le va tirando tan mal montado en ese flacucho?

      Del Campo creyó inútil ocultar el objeto de su viaje; así es que mirando

      al gaucho con una mirada inteligente le contó el objeto de su viaje

      improvisado.

      -Voy -dijo- a casa de Juan Almada (hoy conocemos el nombre del gaucho que

      había olvidado); yo lo defendí y lo saqué libre cuando estuvo preso, y

      como él me ofreció su rancho, lo vengo a visitar.

      -Es verdad -dijo el gaucho, quedando un poco pensativo-; ño Juan el Chico

      (lo llamaban así para distinguirlo de Moreira, conocido por Juan el Grande

      ) mató a uno, según decían, dándole dos puñaladas, y por eso lo mandaron a

      Buenos Aires para fusilarlo, según dijeron en el juzgado.

      -Pero yo tuve la suerte de defenderlo -continuó Del Campo-. Probé que era

      inocente y lo soltaron. Por eso él me convidó a que viniera a su rancho a

      pasear cuando anduviera desocupado.

      Al oír estas palabras, los ojos de aquel gaucho se dilataron por la más

      franca expresión de asombro, posó en el joven abogado su hermosa mirada y

      preguntó atónito.

      -Y usted, mozo, ¿defiende a los hombres que están en desgracia?, ¿usted se

      los quita a la justicia y trabaja para devolver la libertad a los que

      tienen una desgracia en la vida?

      -Esa es mi misión -dijo Del Campo-; soy abogado: yo me ocupo de defender a

      todo hombre que tenga necesidad de mis servicios. Cada uno tiene su

      oficio.

      -Pero mi compadre Juan -añadió el gaucho- es pobre y habrá tenido que

      vender todo para pagarle a usted. ¡Oh! -continuó lleno de amargura-, los

      gauchos no somos hijos de Dios; hay una maldición que nos acompaña.

      -Se equivoca, amigo -replicó Del Campo bondadosamente-. Aquel hombre me ha

      pagado con un apretón de manos, y aunque yo también soy pobre, con este

      franco agradecimiento me considero bien pago.

      Al oír esto, el gaucho se entregó al colmo del más inocente asombro. Miró

      a Del Campo mostrando una lágrima que brillaba en cada uno de sus

      párpados, y tendiéndole una mano le dijo con la voz conmovida por un raro

      enternecimiento, mientras con la otra se quitaba el sombrero:

      -Vaya con Dios, vaya con Dios y él lo bendiga, amigo; los hombres que se

      conduelen de las desgracias de los hombres, lo merecen todo en esta vida.

      ¡Dios le ayude en todo lo que usted emprenda!

      Del Campo quedó sorprendido ante aquel raro gaucho que así le hablaba y

      que había concluido por hacérsele fuertemente simpático. Su asombro fue

      mayor cuando le vio retirar la mano para enjugar una lágrima.

      -¡Vaya con Dios, lindo mozo! -concluyó aquel hombre-. Yo soy Juan Moreira,

      y si alguna vez necesita de mí, ocúpeme como si fuera un peón, que seré

      feliz en servirlo; ño Juan el chico-añadió- es compadre mío y dígale que

      Moreira le manda muchas memorias. -Y clavando las espuelas en los flancos

      del overo se alejó de allí a gran galope.

      Del Campo quedó un momento sorprendido al saber que aquel hombre de

      carácter tan noble y tan fácil de enternecer era Juan Moreira, el tremendo

      Moreira.

      En seguida taloneó también a su matungo, cuyo galope de ratón de mercado

      sujetó en el rancho de su antiguo cliente, a quien narró el encuentro que

      había tenido.

      Y con este nuevo capítulo creemos dejar terminada la narración que ha sido

      tan bondadosamente acogida.

 

 

 

Epílogo

 

      Terminado el capítulo anterior, recibimos una carta en que se nos narran

      dos episodios de la vida de Moreira, que no conocíamos.

      Va la carta en seguida, pues no queremos privar de ellos al lector.

 

            Buenos Aires, marzo 20 de 1880.

      Señor D. Eduardo Gutiérrez.

      Apreciable señor:

 

      Al volver a ocuparse usted de Juan Moreira, tipo que ha hecho usted tan

      popular, no puedo dejar de hacer conocer a usted los hechos siguientes que

      tanto contribuyeron a dar a conocer aquel raro y noble carácter.

      Garantizo a Ud. su veracidad:

      El Viernes Santo se le ocurrió a Moreira pasar al galope por frente a la

      iglesia de San Justo. No podía pasar nadie por allí a caballo y cinco

      soldados encargados de la vigilancia lo atacaron sable en mano: bajóse

      Moreira y, sin duda por ser día santo, sólo empleó el rebenque en la

      defensa, parando los golpes con el sombrero, pues no llevaba poncho.

      Los soldados atacaban con brío al ver que Moreira no usaba sus armas, pero

      tan repetidos fueron los rebencazos, que volvieron al atrio de donde en

      mala hora salieron, haciéndose humo como dineros en cajas nacionales.

      El otro episodio de esa vida temeraria es el siguiente:

      La partida de San Justo, al mando entonces del teniente Ponce, hizo un día

      la tentativa de tomarlo y, preparándose como para habérselas con ese ser

      que se había convertido en aviso permanente de su incapacidad y cobardía,

      hallólo en una fondo y, lo que jamás se hubiera creído, Moreira huyó.

      Envalentonados con esta al parecer muestra de temor salieron tras él con

      la algazara del que pretende animarse a sí mismo. Poco les duró el

      contento, pues, al llegar Moreira al paraje conocido por el "Estanque"

      vieron que se bajó y, desensillando con tranquilidad, ató el caballo con

      el lazo y se sentó en el recado.

      El teniente hizo alto a respetable distancia y se pusieron a deliberar si

      debían o no llevarle un formidable ataque; hacían esto en medio de las

      sangrientas pullas del gaucho; se propuso la idea de no molestarlo, lo que

      obtuvo mayoría sin necesidad de cociente.

      Volvieron a San Justo acompañados por las carcajadas de Moreira.

      Me es grato hacer conocer a usted estos hechos a los que su inimitable

      pluma sabrá llenar de ese gran interés que despierta siempre lo

      interesante cuando está bien escrito.

      Me repito de usted humilde S.

            Julio Llanos.

            Chacabuco 464

 

 

FIN